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La tripulación de la Diane, capitaneada por Jack Aubrey,es asaltada por un grupo de feroces piratas malayos;consigue escapar y hacerse con una maltrecha goleta conla que deberán enfrentarse a la Cornélie, una poderosafragata francesa de treinta y dos cañones, y por si fuerapoco, navegar por aguas mal conocidas por loscartógrafos británicos. O'Brian demuestra en esta novelaun conocimiento de la época sobre la que escriberealmente excepcional, pero lo que la convierte en unaobra apasionante. Patrick O'Brian La goleta Numteg Aubrey y Maturin 14 ISBN 13: 978-84-350-0684-2 ISBN 10: 84-350-0684-0 Título: La goleta Nutmeg: una novela de la Armada inglesa Autor/es: O'Brian, Patrick (1914-2000) Traducción: Lama Montes de Oca, Aleida Lengua de publicación: Castellano Lengua/s de traducción: Inglés

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Edición: 1ª ed., 1ª imp. Fecha Impresión: 04/2000 Publicación: Edhasa Colección: Aubrey & Maturin, 14 Narrativas históricas Materia/s: 821.111-3 - Literatura en lengua inglesa. Novelay cuento.

NOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA Ésta es la decimocuarta novela de la más apasionanteserie de novelas históricas marítimas jamás publicada; porconsiderarlo de indudable interés, aunque los lectores quedeseen prescindir de ello pueden perfectamente hacerlo,se incluye un capítulo adicional con un amplio y detalladoGlosario de términos marinos Se ha mantenido el sistema de medidas de la Armada real

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inglesa, como forma habitual de expresión de terminologíanáutica. 1 yarda = 0,9144 metros 1 pie = 0,3048 metros — 1 m = 3,28084 pies 1 cable =120 brazas = 185,19 metros 1 pulgada = 2,54 centímetros — 1 cm = 0,3937 pulg. 1 libra = 0,45359 kilogramos — 1 kg = 2,20462 lib. 1 quintal = 112 libras = 50,802 kg.

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NOTA DEL AUTOR Cualquier autor de narraciones en las que la acción sesitúe a principios del siglo XIX y los personajes seanprincipalmente marinos dependerá en gran medida, tantopara la inclusión de hechos históricos como para eltratamiento del tiempo, de las memorias y cartas demarinos, los archivos del Almirantazgo y de la Junta Naval,los historiadores navales y, por supuesto, las valiosaspublicaciones de la Sociedad para la Conservación deArchivos de la Armada. Todas estas fuentes, junto con la Crónica Naval y losperiódicos de la época, constituyen la savia de la que mehe alimentado con gusto durante muchos años; pero,ocasionalmente, cuando la narración se extiende a zonaspara las cuales hay escasa información incluso allí y falta laexperiencia de primera mano, aparece un libroprovidencial para suplir la carencia. Hace algún tiempo,por poner un ejemplo, quería encontrar mayor cantidad deinformación de la disponible actualmente sobre la vacamarina descubierta por Steller, un enorme animal comouna sirena gris sin pelo, de veinte pies de largo, inofensivoy comestible que vivía en el Pacífico Norte y se extinguió

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más o menos a los veinticinco años de su descubrimientoen 1741 debido a la pesca excesiva, y apenas habíaformulado mi deseo cuando apareció en mi escritorio, enun libro que debía revisar, una elegante traducción delrelato del propio Steller. En el caso de esta narración,parte de la cual transcurre en la colonia-penal de NuevaGales del Sur (generalmente conocida por Botany Bay) alprincipio del mandato del gobernador Macquarie, el libroprovidencial, realmente providencial, fue la espléndidaobra de Robert Hughes The Fatal Shore[1]. A pesar deque había leído mucho sobre el descubrimiento y lafundación de esa colonia cuando escribí la vida de sirJoseph Banks (el primer hombre que estudió la flora deesa extraordinaria bahía), en aquel tiempo había aúnmuchas lagunas. Por otra parte, aunque me hubieradedicado a investigar durante años, no habría podidoacumular, y mucho menos ordenar, la inmensa cantidad dematerial que contiene ese amplio, bien documentado yhumano relato de la historia del país, un relato que detodos modos hubiera leído con sumo gusto y que en estaocasión devoré con un placer que no sería honesto tratarde ocultar.

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CAPÍTULO 1 Ciento cincuenta y siete náufragos, los supervivientes de laDiane, una fragata de Su Majestad que había encallado enun arrecife no indicado en las cartas marinas y había sidodestruida por un tifón varios días después, permanecían enuna isla desierta en el sur del Mar de la China. Era ungrupo de sólo ciento cincuenta y siete hombres, pero,sentados alrededor de un terreno llano y sin ningunavegetación que se extendía entre la marca del agua en lamarea alta y el principio del bosque, parecía la tripulacióncompleta de un buque de línea. Eso se debía a que era undomingo por la tarde y la guardia de estribor, encabezadapor el capitán Aubrey, jugaba al críquet con los infantes demarina, capitaneados por el oficial jefe, el señor Welby. El partido estaba muy reñido y exaltaba tanto los ánimosque se oían gritos, vivas y silbidos de protesta después decada jugada. Para cualquier observador imparcial ése eraotro ejemplo de que los hombres de mar vivenintensamente el presente y les preocupa poco o nada elfuturo. Su actitud denotaba irresponsabilidad, perotambién una gran fortaleza, pues el ambiente era húmedo

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como una esponja y el sol, oculto tras las nubes, irradiabaun calor sofocante. El único observador imparcial eraStephen Maturin, el cirujano de la fragata, que considerabael críquet la más aburrida de las actividades humanas.Ahora subía lentamente por el bosque que cubría la islacon la intención de cazar algún jabalí o, en el peor de loscasos, algunos de los monos de cola prensil, y despuésllegar hasta la parte norte, donde anidaban las golondrinasde las que se hacía sopa de nido de pájaro. Se detuvo enla redondeada cima de una colina, donde el rastro de unjabalí se adentraba en la isla, y miró hacia la costa sur. A laizquierda, en alta mar, se encontraba el arrecife dondehabía encallado la fragata, que ahora, con tres cuartos dela marea muerta, estaba cubierto de espuma por las olasque rompían en él, pero que con la marea viva quedabaoculto por las aguas; a la derecha se encontraba el lugarde la playa adonde había llegado un fragmento de buentamaño de la embarcación destrozada. También a laizquierda se veía la cala adonde habían remolcado esaparte con una de las lanchas que quedaban, y allí la habíandesmontado cuidadosamente y la habían vuelto a unir paraformar la armazón de la goleta que les llevaría a Batavia encuanto le pusieran los tablones, las cubiertas y la jarcia. Enlo alto de la colina que estaba frente a la cala seencontraba el campamento, resguardado por el bosque enque se habían refugiado contra el tifón que destruyó lafragata y provocó la muerte de muchos de los tripulantes yde casi todos los animales que llevaban a bordo, ademásde estropear casi toda la pólvora. Y justo por debajo de él

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estaba el extenso terreno llano y firme donde corrían de unlado a otro los hombres vestidos de blanco, no porquejugaran al críquet, sino porque era domingo y tendrían quepasar revista formados en brigadas (afeitados y concamisa limpia) y después asistir al oficio religioso. Podría parecer una frivolidad que jugaran al críquet cuandoaún no habían terminado la goleta, les quedaban muypocas provisiones y los recursos de la isla, los cocos, losjabalíes y los monos de cola prensil estaban casiagotados; sin embargo, Stephen sabía muy bien cómofuncionaba la mente de Jack Aubrey. Los tripulantes sehabían comportado extremadamente bien hasta ahora yhabían trabajado denodadamente, pero no todos eranmarineros de barcos de guerra formados en la Armada nihabían servido en ella juntos durante muchos años, sinoque al menos un tercio de ellos habían sido reclutadosforzosamente, algunos en levas muy recientes, y entreéstos había súbditos del rey no deseables, incluidos dos otres pendencieros. Pero, aun cuando todos hubieran sidomarineros que servían en la Armada desde el comienzo dela guerra, un poco de relajación era esencial y, por otraparte, esperaban con ansia ese partido. Los bates, demadera de alcanforero o de palma, carecían de laelegancia de los de sauce, pero el velero había hecho unapelota como las oficiales con el cuero de la boca de laverga cangrejo, y los jugadores habían practicadolanzándola a los cabos más altos para jugar dignamente.Además, el críquet era una pequeña parte de la ordinaria

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ceremonia que mantenía elevados los ánimos, cuyaimportancia, naturalmente, no podía compararse con la delos nobles ritos que se celebraban a bordo, como laformación en brigadas, la solemne lectura de los artículosdel Código Naval, los funerales o los oficios religiosos,pero contribuía a poner orden en el caos. Lo que Stephen no alcanzaba a apreciar era cuántasatisfacción sentía Jack al participar en esa ceremonia.Como capitán, Aubrey estaba muy preocupado por laescasez de alimentos y de pertrechos, sobre todo decabos, por la casi inexistencia de pólvora y por lainminente falta de aguardiente de palma y tabaco; noobstante, como jugador de críquet sabía que era necesarioobservar atentamente la parte central del campo,especialmente en uno como ése, más parecido a unterreno cubierto de blanco hormigón que a una praderacomo Dios manda, y después que el suboficial encargadode los cabos cogiera la pelota lanzada por el sargento deInfantería de Marina y consiguiera dieciséis tantos, cuandole tocó jugar, se colocó en el centro y lanzó a su alrededoruna mirada penetrante, como la de un depredador,mientras daba golpes con el bate en el hueco del bloque, yse concentró en lo que estaba haciendo. — ¡Juego! —gritó el sargento, y después de dar dossaltitos tiró la pelota bastante alto y describiendo unacurva.

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Jack recordó lo que había dicho Nelson: «No importan lasmaniobras. Siempre hay que atacar con decisión».Entonces, obedeciendo a su héroe, saltó hacia delante ygolpeó la pelota antes que cayera al suelo lanzándoladirectamente a la cabeza del lanzador. El malhumoradosargento no ladeó ni agachó la cabeza, sino que cogió lapelota en el aire. — ¡Fuera de juego! —exclamó Edwards, el único civil quehabía allí y, por tanto, el árbitro perfecto—. Siento decirleque es fuera de juego, señor. Entre los rugidos de los militares y los lamentos de losdecepcionados marineros, que no sólo admiraban alcapitán por ser un buen oficial sino también por ser unpotente bateador, Jack gritó: — ¡Muy bien, sargento! Se dirigió entonces hasta los tres cocoteros (sin cocosdesde hacía tiempo) que les servían de refugio. —Espero que esto no sea un mal presagio —dijo Stephen,colgándose el rifle del hombro y volviéndose. Aquél era un rifle extraordinariamente bueno, un JoeMantón de retrocarga. Lo había heredado del señor Fox, elenviado británico que habían traído en la Diane paracontrarrestar la labor de los franceses en lasnegociaciones que mantenían con el sultán de Pulo

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Prabang. Fox triunfó y logró firmar un tratado de ayudamutua, pero estaba tan ansioso por llevarlo a Inglaterra quedecidió recorrer las doscientas millas que separaban esaisla de Batavia en la pinaza de la Diane, una embarcaciónrobusta y con una excelente tripulación, mientras la fragatapermanecía encallada en el arrecife, de donde no podríamoverse hasta que llegara la siguiente marea viva. Aquél era un rifle muy bueno. Y como Stephen era uncertero tirador y había muy poca pólvora (demasiado pocapara el uso general de mosquetes), tenía el cargo decazador jefe del campamento. Durante la primeraquincena se le despellejaron las manos al tirar de loscabos, ayudar a serrar madera, clavar estacas y remetercuñas, y además, sufrió mucho debido a los problemasinherentes a todas esas cosas (no hubo ningún cabo,aunque pasara por la más pura superficie, que no seenredara o enganchara en cualquier diminuta grieta oprotuberancia, ni ninguna sierra que no se desviara de lalínea que seguía, ni ningún mazo con que no se golpeara lamano, que tenía hinchada y morada), pero suscompañeros sufrieron aún más rehaciendo todos losnudos que había hecho, salvándole de los improbablespeligros y vigilándole por el rabillo del ojo mientras hacíansu propio trabajo. Incluso cuando fue encargado de sacarlo que obstruía el pozo, la tarea menos dura en la queintervino, le clavó un pico en el pie a William Gorges. A pesar de eso, tenía un valor inestimable para la

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tripulación como cazador que traía comida a la olla. Nosólo manejaba muy bien el arma, sino que era un expertonaturalista acostumbrado a seguir el rastro de losanimales, a acercarse silenciosamente en contra de ladirección del viento y a esperar inmóvil durante horas.Esas cualidades eran necesarias, pues a pesar de quehabía cerdos de dos especies (el jabalí de crin y lababirusa), como los habían cazado hasta hacía pocotiempo, desde el principio habían sido cautelosos y ahoralos sobrevivientes lo eran mucho más. Además, quedabanmuchos menos, y aunque la primera semana, en una tardehabía proporcionado a los marineros el doble de la raciónde carne de cerdo que les daban en la fragata, ahora teníaque recorrer toda la isla para conseguir uno, a veces muypequeño; y en ocasiones ni eso lograba porque la pólvoraestropeada se quedaba en la recámara sin explotar. Las huellas que seguía ahora, sin embargo, parecíanprometer algo más concreto que las que había seguidoúltimamente. Eran recientes, tan recientes que cuando élmiró hacia el punto donde llegaban a la orilla de unconjunto de espinosas cañas de Indias, vio formarse elborde de una. El animal era casi seguro una babirusa deciento treinta o ciento cuarenta libras, la primera que veíadesde el jueves de la semana anterior. Se alegraba deeso porque había en la tripulación varios judíos y muchosmusulmanes, unidos sólo por el aborrecimiento de la carnede cerdo, y podrían considerar la babirusa, por suscolmillos muy similares a cuernos y sus largas patas, una

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especie de ciervo que habitaba en aquella isla remota. «Voy a dar la vuelta y a esperar por ella», se dijo Stephen,y dio la vuelta alrededor del cañizal caminando despacioen medio del calor. Muy probablemente el animal iba a dormir. Tanto losjabalíes de ese lugar como los que había vistoanteriormente eran animales muy poco audaces, quepreferían los caminos trillados, y ahora Stephen conocía lamayoría de ellos. Se subió a un árbol desde donde sedominaba la salida y se sentó en la base de una ancharama cubierta de musgo, entre orquídeas que pertenecíana una especie de una forma y un color que no había vistonunca. El naciente sol apareció entre el cielo nublado,aunque se estaba poniendo en Sumatra o tal vez Biliton,en cualquier caso, por el oeste. Sus rayos se deslizabanbajo la bóveda celeste e iluminaban el conjunto decincuenta o sesenta orquídeas, cuyo color rojo vivocontrastaba con el verde brillante de las húmedas hojas.Todavía contemplaba el conjunto y los insectos que habíaen él cuando la babirusa empezó a moverse otra vez entrelas cañas de Indias. Los sonidos se oían cada vez máscerca. La babirusa emergió, se detuvo y empezó a moversu cuadrado hocico de un lado al otro. Stephen, sininmutarse, la mató y bajó del árbol. Llevaba un delantal en la mochila y se lo puso paradestripar la babirusa, pues pese a no importarle

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mancharse de sangre sabía que a Killick sí, y oír la vozgangosa con que se quejaba una y otra vez, aunque conrazón, era tan desagradable que la incomodidad deponerse un delantal no era nada comparada con eso.También disponía de un pequeño motón con el quelevantar el animal casi con una sola mano. Su uso era unode los trabajos propios de marineros cuya realizaciónhabía estudiado con provecho, y Bonden, el timonel delcapitán, había pasado muchas horas enseñándole a atarun extremo del cabo y a pasar el resto por el canal de larueda. Si colocaba la polea fija muy alta, generalmentetenía éxito en el primer intento, y en esta ocasión lo tuvo.Retrocedió y miró la babirusa (que probablemente pesabaciento cincuenta libras en vez de ciento cuarenta) converdadera satisfacción, pensando que pocos platos legustaban más a Jack que la cabeza de jabalí adobada yque a él le encantaban las manos de cerdo frías. Colgó eldelantal en una rama para que sirviera de guía a los quellevarían abajo la babirusa y se secó las manos en lachaqueta, de lo que fue consciente un momento después,cuando, demasiado tarde, vio la mancha en el blanco lino. —Trataré de quitarla en la laguna de las golondrinas —murmuró sin convicción. Durante parte de su niñez había estado al cuidado de unaterciaria dominica llamada sor Luisa, descendiente de unade las ramas más respetables de los Torquemada deValladolid (el primo y a la vez padrino de Stephen daba

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mucha importancia a esas cosas), una mujer para quien lalimpieza era sagrada, y nunca había logrado engañarlacuando intentaba «quitar las manchas». Ahora su lugar loocupaba un marinero de edad indefinida, delgado y con lacara curtida por los elementos que llevaba una coleta y unpendiente dorado en la oreja, tenía voz chillona y hablabaen tono malhumorado. Killick no era su sirviente, así que notenía los derechos de un sirviente; era el despensero deJack Aubrey. El sirviente de Stephen era un joven, malayoamable y bobo llamado Ahmed, pero como PreservedKillick conocía al capitán y al doctor desde hacía muchotiempo, tenía tanta autoridad moral que en ciertos casos lapresencia de Ahmed no le servía de protección. Como Stephen se temía, no pudo eliminar la mancha en lalaguna de las golondrinas, pero entonces cometió un actocobarde, impropio de su edad y de su educación: ocultó lamancha de sangre y fluido peritoneal con una capa debarro que cogió de la orilla, y además, como medida deseguridad, pasó por encima varias algas. Lo que élllamaba la laguna de las golondrinas estaba cerca delespectacular acantilado donde anidaban esas aves, perono formaban sus nidos con el grisáceo barro que había enella. Los resguardados nidos eran traslúcidos y blancoscomo perlas y no tenían musgo ni fibras vegetales, nimucho menos barro. Se encontraban en lo más profundode las cuevas, en las hendiduras de la cara del acantiladoque daba al mar, y Stephen sólo los podía ver bien desdeun lugar, el saliente de una cueva que se elevaba desde un

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amplio lecho de guijarros situado doscientos pies másabajo hasta una estrecha grieta en lo alto. Leimpresionaba la altura, y subir a las vergas superiores deuna simple fragata le producía un miedo espantoso quesólo lograba dominar por su extraordinaria fuerza devoluntad; sin embargo, allí podía estar tumbado, con elcuerpo firmemente apoyado sobre la cálida roca plana, losbrazos y las piernas extendidos y la cabeza colgando en elvacío, para observar las aves. Vio una bandada depajarillos grises entrar por la parte más ancha de la cuevay formar un remolino volando a gran velocidad, y luegoadvirtió que cada uno se apartaba para dirigirse a su nido.Se inclinó aún más hacia delante para ver una parte másprofunda de la cueva, se protegió los ojos con las manos ycasi inmediatamente se le cayó la peluca, que dio vueltas yvueltas hasta que desapareció entre las sombras llenas deaves que se veían mucho más abajo. — ¡Maldita sea! —exclamó, pues pese a ser una pelucavieja, gastada y casi sin pelo, Killick le había hecho rizos yle había blanqueado los lados (la parte superior no teníaremedio), y, además, se sentía desnudo sin ella. Pero el enfado le duró poco más que la lenta caída. Suvano intento de coger la peluca le hizo adoptar unaposición mucho mejor, pues aunque el sol le daba de llenoen la parte posterior de la cabeza, ahora desprotegida,estaba más cómodo y podía ver una parte más profundade la cueva. Estaba completamente relajado, y cuando sus

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ojos se acostumbraron a ver en la oscuridad pudodistinguir los nidos, que tenían forma de taza y, rozándoseunos con otros, formaban largas filas que cubrían lasparedes de la cueva desde los sesenta pies por encimade la marca de la marea alta hasta arriba. Los másblancos y más hermosos no eran los de las filas más altas,que tenían encima un poco de tierra que el viento habíatraído consigo, sino los que estaban por debajo de la filaveinte aproximadamente, en una parte muy estrecha. Esoseran los nidos que se vendían a los chinos a precio de oro.Cada nidada tenía dos crías, dos limpísimas crías, y, comoesperaba, estarían listas para volar de un momento a otro.Permaneció allí una hora tras otra, sin notar el solabrasador, observando cómo se arremolinaban los padresde las crías, que traían alimentos y se llevaban losexcrementos. De repente frunció el entrecejo. Puso toda suatención en un nido muy bien iluminado y poco después seconfirmaron sus sospechas: el pájaro que regresaba allíuna y otra vez y apoyaba las patas en el borde tenía todoslos dedos dirigidos hacia delante. Media hora después sepuso de pie, se colgó el rifle al hombro, miró hacia lospájaros con disgusto y se alejó de allí. «No son golondrinas», se dijo sintiendo no sóloindignación sino también náuseas, y se puso tras unarbusto; y luego tras varios más, pues después de vomitarestaba suelto de vientre. Aunque Stephen Maturin no tenía mal genio, su carácter no

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era muy alegre, y a veces contrariedades de ese tipo lecausaban desagrado o algo peor. Cuando llegó alcampamento estaba listo para atacar a Killick, pero Killickle conocía muy bien y, tras echar una rápida mirada a susucia chaqueta y a su cabeza descubierta, y al ver laexpresión amenazadora de sus claros ojos, se limitó adarle un sombrero de paja de ala ancha y decirle: —El capitán se acaba de despertar, señor. Stephen se dijo: «La indignación que me provocaron lospájaros fue excesiva. Sin duda, la verdadera causa fue unrepentino aumento de la bilis producida por la presiónsobre el ductus choledocus communis que provocaba mipostura». Entró en la enfermería, se preparó una pócima,se acostó boca arriba y, después de un rato, sintiéndoseun poco mejor, fue hasta la tienda. Allí volvió a decirse:«Excesiva». Pero cuando Jack le felicitó por la babirusa(«Me alegro mucho porque me estaba cansando de losmalditos monos, incluso de los pasteles hechos con ellos»,había dicho), explicó: —Por lo que respecta a los pájaros de cuyos nidos sehace sopa, tengo que decirte que no son golondrinas, sinoaves diminutas que pertenecen a una rama de losvencejos orientales. —No te molestes por eso, amigo mío. ¿Qué importanciatiene un nombre? Mientras hagan ese tipo de nido de tanbuen sabor, da lo mismo que se llamen avestruces.

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buen sabor, da lo mismo que se llamen avestruces. — ¿Te gustaron cuando los comiste en casa de Raffles? —Me pareció que eran un plato excelente. Aquélla fue unatarde muy agradable. —Entonces tal vez podríamos coger algunos dentro deunos días. Esta es la época apropiada, pues las críasestán a punto de alzar el vuelo. Un guardiamarina delgado,como Reade o Harper, podría bajar por una cuerda hastala cueva y coger media docena de nidos vacíos. Además,quisiera que cazaran uno o dos pájaros para examinar susdedos. Pero no te he preguntado cómo terminó el partido.¿Ganamos? —Me alegra decirte que todos ganamos. Hubo un empate.Ellos lograron más carreras que nosotros, pero noconsiguieron eliminar a Fielding ni al contramaestre antesque derribaran las estacas de la portería. Por fortuna,Edward es un árbitro neutral, así que no hubo miradasfuriosas ni murmullos de protesta y todos ganamos. —No hay duda de que todos parecían muy alegres cuandoatravesé el campamento, aunque Dios sabe lo agotadorque es un deporte de esa clase en este asfixiante calor.Simplemente por caminar despacio bajo los árboles yoestaba empapado en sudor, y eso no tiene comparacióncon correr de un lado a otro detrás de una endemoniada ydura pelota bajo este calor húmedo y sofocante. ¡Dios mío!

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—Sin embargo, estoy seguro de que los marinerostrabajarán mejor mañana. Y estoy seguro de que yotambién. Por el aspecto del cielo me parece que el vientosoplará del este, y espero que así sea. Tenemos queserrar mucha madera, un trabajo agotador incluso cuandola brisa se lleva el serrín y permite respirar a los quesierran en el fondo de la embarcación, pero en cuantoempecemos a ponerle los tablones los tripulantes seanimarán mucho y podremos hacernos a la mar antes deldía de Santa Hambre. Vamos al astillero, te enseñaré loque falta por hacer. El campamento, con sus calles y cunetas arregladas otravez después del tifón, tenía una disposición similar a la deun barco de guerra, y Jack, para evitar molestar a losmarineros que conversaban sentados delante de sustiendas, en el extremo del rectángulo, se subió a la cureñadel cañón de bronce de nueve libras que dominaba elpuerto, saltó al otro lado y luego ayudó a Stephen a saltar.Aquel era un excelente cañón, uno de los dos que tantoapreciaba y que los marineros habían arrojado por laborda junto con los demás cuando intentaban aligerar elpeso de la fragata para poder desencallarla del arrecife.Se había quedado metido entre dos rocas y fue el únicoque encontró la brigada que intentó recuperarlos en labajamar. Era un excelente cañón, pero menos útil que lasdos ligeras carronadas, pues aunque hubieran dispuestode mucha pólvora, la única bala de nueve libras que teníanera la que estaba colocada dentro cuando lo recuperaron.

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— ¡Señor, señor! —gritaron los dos oficiales que lequedaban al capitán Aubrey, subiendo la cuesta jadeantespara acercarse a él—. Los guardiamarinas han cogido unatortuga junto al cabo. — ¿Es una verdadera tortuga, señor Fielding? —Bueno, señor, creo que sí, aunque a Richardson leparece que tiene un aspecto extraño. Esperamos que eldoctor nos diga si es comestible. Bajaron por la ladera hasta el valle oblicuamentedirigiéndose a la derecha. Luego sortearon la masaformada por tierra y rocas que se había deslizado por lafalda de la colina en el apogeo del tifón, una masa en laque todavía crecían alegremente algunos árboles yarbustos, pero otros se marchitaban. Después atravesaronel cauce seco excavado por el torrente, muy convenientecomo astillero, y caminaron por la playa casi hasta el lugaradonde llegó lo que quedaba de la fragata. Allí estabantodos los guardiamarinas, cuyo silencio contrastaba con elestruendo de las olas. Estaban los dos ayudantes deoficial de derrota, el único guardiamarina graduado (el otrose había ahogado), los dos cadetes, el escribiente delcapitán y el ayudante del cirujano. Como los demásoficiales, se habían quitado la elegante ropa de losdomingos y ahora llevaban pantalones rotos o calzonesdesabrochados en la rodilla, y algunos ni siquiera tenían

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puesta una camisa que cubriese sus bronceadasespaldas. Y, por supuesto, iban descalzos. Formaban ungrupo pobremente vestido y hambriento, pero alegre. — ¿Le gustaría ver mi tortuga, señor? —preguntó Readedesde una distancia de más de cien yardas, y su voz, queaún no había cambiado, se destacó entre los rugidos delmar. — ¿Su tortuga, señor Reade? —preguntó Jack mientrasse acercaba. —Sí, señor. Yo la vi primero. En presencia del capitán Seymour y Bennett, los altosayudantes de oficial de derrota, que había dado la vuelta ala tortuga, se limitaron a mirarse el uno al otro, peroReade, al verlos, añadió: —Naturalmente, señor, los demás ayudaron un poco. Todos permanecieron un rato observando cómo movíainútilmente las patas en el aire con mucha fuerza. — ¿Por qué le parece rara la tortuga, señor Richardson?—preguntó Jack otra vez. —No sé, señor —respondió Richardson—, pero tiene algoen la boca que no me gusta. —El doctor nos sacará de dudas —dijo Jack, elevando la

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voz para que se oyera a pesar del estrépito producido porel triple choque de las olas, pues por un lado la mareabajaba y por otro la contramarea, combinada con lacorriente, se cruzaba con ella frente al cabo de modo quelas aguas se movían caóticamente. —Es una tortuga verde, sin duda —anunció Stephentambién en voz alta, a pesar de que le dolía la cabeza,pero su voz era muy diferente, era desagradable y másaguda—. Y muy grande, porque debe de pesar dosquintales. Pero es un macho y, por supuesto, tiene la carafea. En Londres no la aceptarían en el mercado ni podríaser elegida concejal. —Pero ¿es comestible, señor? ¿Se puede comer? ¿Noes dañina? ¿No es como el pez morado que nos hizotirar? —Aunque es posible que esté un poco dura, no les harádaño. Pero Dios sabe que no soy infalible, y si tienenalguna duda tal vez sería conveniente que el señor Readecomiera un poco primero y le observaran durante variashoras. En cualquier caso, les ruego que le corten la cabezainmediatamente porque detesto ver cómo sufren estosanimales. Recuerdo un barco donde había montones deestas criaturas amarradas en la cubierta y con los ojosrojos como cerezas porque no se los mojaba. Un amigo yyo íbamos de un lado al otro humedeciéndolas con unaesponja.

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Reade y Harper corrieron al campamento para buscar elhacha del carpintero. Aubrey y Maturin dieron la vuelta yfueron hasta el astillero paseando por la arena endurecidade la playa. —Una horrible combinación de mareas —dijo Jack,señalando el mar con la cabeza, y luego añadió—: ¿Sabesque me faltó poco para decir algo ingenioso con referenciaa las tortugas machos y hembras? Era algo relacionadocon la salsa, por comparación con la de ganso, ya sabes.Pero me callé. —Tal vez fuera mejor así, amigo mío. Un teniente chistoso,si tiene gracia, es una buena compañía; un capitánchistoso puede serlo entre sus iguales; pero un capitán denavío que hace reír a los oficiales posiblemente perderáparte de su autoridad como oficial superior. ¿AcasoNelson contaba chistes? —Nunca le oí hacerlos. Casi siempre estaba alegre ysonriente, y una vez me preguntó: « ¿Le importaríapasarme la sal, por favor?», en un tono tan amable que fuemejor que un chiste, pero no recuerdo que nunca contarachistes explícitamente. Quizá será mejor que reserve misocurrencias, cuando las tenga, para ti y para Sophie. Siguieron caminando en silencio. Stephen lamentabahaber hablado con rudeza y sentía aún másremordimientos debido a la respuesta de Jack. Vio pasar

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por encima de ellos un inconfundible pelícano de Filipinas,pero no lo señaló porque temía resultar más aburridohablando de las aves que Jack de los juegos de palabras ylas agudezas, y porque le parecía que se le iba a estallar lacabeza. —Pero dime, ¿qué querías decir con el día de SantaHambre? —preguntó por fin—. Tenemos una babirusa deciento cuarenta libras y una tortuga de dos quintales. —Sí, y es estupendo. Dispondremos de más de una librade carne por persona durante dos días, y eso podría ser unbanquete si tuviéramos galletas o guisantes secos paraacompañarla. Pero no hay, y creo que en buena medida laculpa es mía por no haber sacado más galletas, harina, saly carne salada de vaca y de cerdo mientras había tiempo. —Querido Jack, no podías predecir el tifón, y las lanchasno cesaron de ir de un lado al otro. —Sí, pero sacamos primero las cosas del enviado y susacompañantes. Killick, que Dios le perdone, cargó la plataen el esquife en vez de los guisantes secos, como debía. Ylo primero es lo primero. Ahora, como tú mismo dijiste, esdifícil encontrar jabalíes e incluso monos. El caso es queapenas quedan cocos y de lo que pescamos casi nada escomestible. Pero dejando eso a un lado, es asombrosoque uno necesite tan poca comida. Uno puede seguiractivo y trabajar duro comiendo solamente botas viejas,cinturones de piel y lo que menos podría uno pensar si

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cinturones de piel y lo que menos podría uno pensar sitiene ánimo. Cuando hablé del día de Santa Hambre merefería al día en que tenga que anunciar que no hay mástabaco ni grog. No puedes imaginarte el apego que tienena esas dos cosas. Ese día llegará dentro de dos semanas. — ¿Temes que haya un motín? — ¿Un motín en forma de alzamiento violento contra laautoridad? No. Sin embargo, espero murmullos dedescontento y muestras de hostilidad, y no hay nada quehaga el trabajo más lento ni menos productivo que lahostilidad y las riñas que conlleva. Es horrible tener quemandar a una tripulación con la mitad de los miembrosresentidos y malhumorados. Además, siempre que sepierde un barco del rey algunos listillos dicen a los demásque, puesto que a los oficiales se les asigna undeterminado barco, no tienen autoridad sobre la tripulacióncuando el barco ya no existe. También dicen que a losmarineros no se les paga más a partir del día delnaufragio, así que no tienen la obligación de trabajar ni deobedecer ni están sujetos a las leyes del Código Naval. — ¿Y eso es cierto? — ¡Oh, no! Eso era así hace mucho tiempo, pero cambiódespués de la pérdida del Wager en tiempos de Anson.Sin embargo, muchos marineros creen que volverá a sercomo antes porque la Armada tiene muy mala reputaciónpor lo que se refiere a pagas y pensiones.

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En ese punto el nivel de la playa subía por la presencia deun banco de desechos arrastrados montaña abajo por lalluvia torrencial. Ambos subieron a él y pudieron ver abajo,en el astillero natural, la armazón de la goleta, tan bienhecha como era deseable. — ¡Allí está! —exclamó Jack—. ¿No te parecesorprendente? —Mucho —respondió Stephen, cerrando los ojos. —Supuse que te lo parecería —dijo Jack, asintiendo conla cabeza y sonriendo—. Han pasado dos o tres díasdesde que la viste, y en ese tiempo no sólo hemos podidoponerle los tablones que forman la parte inferior de la popasino también los yugos y las vagras. Sólo falta colocar lasgambotas para empezar a ponerle los tablones. — ¿Las gambotas? —Sí, déjame explicarte. Puedes ver el codaste,naturalmente. Pues los tablones del fondo se elevan porambos lados y encima de ellos van las gambotas… Jack Aubrey hablaba con entusiasmo, pues, lo mismo queel señor Hadley, el carpintero, estaba muy orgulloso de laelegante popa; sin embargo, su entusiasmo le hizoextenderse y dar demasiados detalles sobre los alefrices ylos chapuces. Stephen tuvo que interrumpirle:

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—Discúlpame, Jack —dijo, volviendo la cabeza al sentir unfuerte mareo. Pocas cosas podían ser más desconcertantes, ya que eldoctor Maturin, que no era sólo un simple cirujano sino unmédico, sabía perfectamente cómo mantener la buenasalud, tanto la ajena como la suya propia. Además, lasenfermedades no hacían presa de él, pues habíapermanecido inmune bajo el frío del Antártico y el calor delEcuador, había cuidado a toda la tripulación de un barcodurante una epidemia de tifus sin contagiarse, y habíatratado la fiebre amarilla, la peste bubónica y la viruela contan poco temor como el catarro común. Sin embargo,ahora estaba pálido como un huevo de avestruz. Jack ayudó a Stephen a subir la colina muy despacio yéste dijo: —Sólo es un mareo pasajero. —Y cuando se acercaban alparapeto añadió—: Me parece que voy a sentarme aquípara recobrar el aliento. —Se sentó en una esquina delcampamento donde el condestable y uno de susayudantes estaban dando vueltas a la pólvora que formabauna torre en un trozo de lona—. Y bien, señor White,¿cómo va eso? —Bueno, señor —respondió el señor White con su vozatronadora—, saqué la pólvora de los barrilesestropeados, como le dije, y mezclé y pulvericé loscristales. Pero ¿cree usted que se secará con este

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cristales. Pero ¿cree usted que se secará con esteespantoso aire húmedo? No, señor, no se secará niaunque permanezca al sol y le demos vueltas. —Creo que mañana soplará el viento del este,condestable —anunció Jack con tanta calma que elcondestable le miró con los ojos desmesuradamenteabiertos—, así que no tendrá problemas. Entonces cogió a Stephen por el codo, le llevó hasta latienda y mandó a un grumete a llamar a Macmillan, elayudante de cirujano. —El doctor estaba muy pálido —dijo el condestable,todavía con los ojos desmesuradamente abiertos. Estaba aún más pálido cuando Macmillan llegó. El jovensentía gran afecto por su jefe, pero, aunque había hecho unviaje tan largo en su compañía, todavía le temía y ahoraestaba totalmente desconcertado. Después delreconocimiento de rutina (mandar a sacar la lengua, tomarel pulso y otras cosas), en tono vacilante, dijo: —Con su permiso, sugiero que tome veinte gotas detintura de opio, señor. — ¡No, señor! —gritó Stephen con sorprendentevehemencia. Durante años había sido adicto a esa droga,de la que había tomado dosis tan monstruosas que nosoportaría tomar otra vez, y había sufridoconsiderablemente cuando la había dejado—. Pero como

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usted habrá advertido —dijo cuando se le pasó el dolorprovocado por su grito—, tengo fiebre alta, así que,indudablemente, las cosas más recomendables son quina,hierro, un enema de una solución salina, reposo y, sobretodo, silencio. Aunque, como usted sabe muy bien, esimposible que haya silencio absoluto en un campamentolleno de marineros, con los tapones de cera se puedeconseguir algo muy parecido. Están detrás del bálsamo deGilead. Cuando Macmillan regresó con todas esas cosas,Stephen le explicó: —Por supuesto que hasta dentro de algún tiempo noproducirán efecto, y es posible que entretanto tengamareos más fuertes. He notado que la fiebre ha subidocon rapidez y ya tengo cierta tendencia a tener fantasías,ideas inconexas y alucinaciones; es decir, los primerossignos del delirio. Tenga la amabilidad de darme treshojas de coca de la cajita que está en el bolsillo de miscalzones y de sentarse lo más cómodamente posible enesa vela plegada. Después de haber masticado las hojas durante un rato,prosiguió: —Uno de los motivos de sufrimiento de los médicos esque, por una parte, sabemos cuántas cosas horriblespueden ocurrirle al cuerpo humano y, por otra, sabemosmuy bien que realmente podemos hacer muy poco para

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muy bien que realmente podemos hacer muy poco paracombatirlas. Por lo tanto, no podemos tener el consuelo dela fe. Muchas veces he oído que los pacientes con agudosdolores, después de tomar una poción de alguna sustancianauseabunda pero neutra o una pastilla de harinaazucarada, dicen que sienten un gran alivio. Esto nodebería ni podría sucedemos a nosotros. Los dos se pusieron a recordar, y vinieron a su mentecasos de individuos a quienes había ocurrido eso, inclusoa ellos mismos, y poco después Stephen comentó: —Pero le diré otra causa de sufrimiento innegable. Encircunstancias normales, los médicos, los cirujanos y losboticarios tienen que responder a una gran demanda decompasión y es posible que vean media docena de casosdignos de lástima en un solo día. Los que no son santoscorren el riesgo de quedarse sin fondos e ir a labancarrota, es decir, quedar en un estado en que pierdengran parte de su humanidad. Los que trabajan por sucuenta tienen que decir palabras más o menos apropiadaspara mantener su clientela, su medio de vida, y, como sinduda habrá observado, poner simplemente una expresióncompasiva produce la impresión de que se siente almenos un poco de lástima. Pero nuestros pacientes nonos pueden dejar, no tienen alternativa. No estamosobligados a poner una expresión compasiva porquenuestra falta de humanidad no afecta a nuestro medio devida. Tenemos un monopolio y creo que a la larga muchosde nosotros pagaremos muy caro por ello. Seguramente

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habrá visto usted a muchos bárbaros insensibles,perezosos, presuntuosos, egoístas y demasiado prácticosatendiendo a pacientes que no tienen elección, y sipermanece en la Armada, verá a muchos más. Pero el monopolio todavía no había convertido a Macmillanen un bárbaro práctico, y él y Ahmed pasaron toda lacalurosa y húmeda noche sentados junto a Stephen,abanicándole, dándole agua fresca del profundo pozo ymeciendo su hamaca con un rítmico movimiento. Antes delamanecer el prometido viento del este empezó a soplar ya refrescar el ambiente, y ambos vieron con satisfaccióncomo Stephen caía en un profundo y tranquilo sueño. —Me parece que está mejorando, señor —dijo Macmillancuando Jack le hizo una señal para que saliera de la tienda—. La fiebre bajó tan rápidamente como subió,acompañada de abundante sudor, y si permanecetumbado hoy y toma caldo de vez en cuando, mañanapodría levantarse. Stephen se equivocó al pensar que en un campamentolleno de marineros no podía haber silencio absoluto.Cuando las estrellas estaban todavía en el cielo, salieronjuntos de puntillas del campamento y llevaron su frugaldesayuno para comérselo en el astillero, dejando atrássólo a algunos de sus compañeros que no hacían ruido alrealizar su trabajo. Unos eran los cordeleros, con cabosviejos, filástica y una rueca; otro era el condestable,

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dispuesto a esparcir la pólvora tan pronto como el sol lehiciera concebir esperanzas de que la secaría; otro, elvelero, que había empezado a hacer los foques de lagoleta; y otro, Killick, que tenía la intención de zurcir toda laropa del doctor (a Ahmed no se le daba bien la costura) yrealizar la digna tarea de pulir la plata del capitán. Por tanto, había un inusual silencio cuando Stephen, pocoantes de mediodía, salió de la tienda. Macmillan, comocorrespondía en ese momento, había ido a la cocina paraver si ya estaba preparado el caldo; Ahmed se había idomucho antes en busca de cocos verdes; y Stephen, aunsintiéndose muy débil, tuvo que ir al excusado. —Veo que está mejor, señor —dijo el condestable con vozronca. —Mucho mejor, gracias, señor White —respondió Stephen—. Y usted debe de estar contento con este fuerte viento. En tono satisfecho, el condestable explicó que tal vezpodría meter la pólvora de nuevo en el barril dentro de unpar de días y luego, mucho más alto y con mucha másconvicción, añadió: —Pero no debería haberse levantado ni caminar por ahí encamisa de dormir cuando sopla el viento del este. Si mehubiera avisado, habría mandado al vago de Killick allevarle ese utensilio.

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El condestable, como el propio doctor Maturin, era unoficial asimilado, y aunque era de categoría inferior a losoficiales, tenía derecho a expresar su opinión. Los veleros,en cambio, no; pero cuando Stephen pasó junto a ellos yatravesó el espacio donde hacían los cabos, le lanzaronmiradas tan llenas de reproches, moviendo la cabeza deun lado al otro, que se alegró de regresar a la tienda.Macmillan le llevó un bol de caldo de babirusa espesadocon galletas molidas (pensaba que la sopa de tortuga teníademasiada grasa), le felicitó por su recuperación y, en untono casi de reproche, le informó de que en un rincón habíaun pequeño mueble con un orinal dentro. Añadió queAhmed estaba al llegar porque sólo había ido hasta lapunta oeste, que Killick se encontraba ahora a unadistancia desde la que podía oírle y que quería dormir unpoco. Luego, respetuosamente, sugirió que el doctorhiciera lo mismo. Y eso hizo el doctor, a pesar de que era mediodía y seoían las distantes risas de los marineros en el astillero,donde daban vueltas a la babirusa sobre el fuego hechocon troncos flotantes. No se despertó hasta que oyó vocesmalayas que no pudo reconocer y la voz de Killick, quedecía: — ¡Ha, ha, ha, compañero! Diles que hay muchas más enel otro baúl y que podría haber sacado el doble si hubieratenido espacio.

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Ahmed tradujo esto y añadió que el capitán eraextremadamente rico e importante, como un rajá en supaís. Luego, en respuesta a una pregunta hecha en vozaguda como la de un eunuco o un niño, explicó lo que elcondestable hacía con la pólvora y por qué. También seoían voces inglesas, pero eran muy bajas pues, comomuchos habían dicho a Ahmed repetidas veces: —Está mucho mejor, compañero, pero ahora duerme, asíque hay que hablar bajo. Pero quien hablaba con voz aguda no parecía dispuesta abajar el tono. Hizo insistentes preguntas a Ahmed sobre lapólvora: « ¿Es toda?», « ¿está lista?», « ¿cuándo estarálista?», « ¿será buena?». Finalmente Stephen se levantó,se puso la camisa y los calzones y salió de la tienda.Entonces pudo identificar a la propietaria de la voz aguda:una mujer joven, bastante joven, y delgada. Por su rostrohermoso y expresivo y su fina piel dedujo que era unadyak. Llevaba una falda larga que sólo le permitía caminarcon un movimiento oscilante, como el que hacían lasmujeres chinas con los pies vendados, y una chaquetacorta que no ocultaba ni tenía el propósito de ocultarcompletamente su pecho y que, para deleite de losmarineros, a menudo el fuerte y caprichoso viento abría.Tenía una daga con empuñadura de marfil metida en elfajín y los segundos incisivos rebajados de modo que eranpuntiagudos, por lo que parecía tener dos pares decaninos. Stephen pensó que tal vez eso provocaba su

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expresión malévola, que, sin embargo, no intimidó a lospocos marineros e infantes de marina que había en elcampamento. Todos se agruparon en torno a la joven,mirándola como tontos, y el condestable, aunque no seseparó del montón de pólvora, que ahora estaba muchomás suelta y casi lista, se mostró deseoso de satisfacer sucuriosidad. Stephen saludó a los recién llegados, la joven y el hombrecanoso que la acompañaba, quienes respondieronformalmente, como solía hacerse en malayo, pero con unacento y algunas variaciones que no había oído nunca.Ahmed dio un paso adelante y le contó que al llegar a lapunta oeste en la infructuosa búsqueda de cocos les habíavisto desembarcando de un pequeño parao con cincocompañeros. Añadió que ellos le preguntaron qué hacía yque cuando explicó la situación le dieron cocos (y señalóuna pequeña red). Como la marea, que estaba bajando, yla corriente agitaban tanto el mar que el parao no podíabordear la costa ni siquiera con viento favorable, habíatraído a esas dos personas por el camino interior. — ¿Cómo pudo caminar ella con esa falda? —preguntóStephen en inglés, desviándose por un momento del tema. —Se la quitó — respondió Ahmed, enrojeciendo. —Admiro su daga —dijo Stephen a la joven—. Nunca haexistido una empuñadura tan apropiada para una mano tanpequeña y delicada.

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pequeña y delicada. —Deme su honorable antebrazo —respondió la joven consu asombrosa sonrisa. Y luego sacó la daga, que tenía lahoja recta de estilo damasquino, y le afeitó una mediamejilla tan bien como lo hubiera hecho un barbero. —Dígale que me afeite a mí —dijo el ayudante delcondestable, dando un paso adelante y soltando la lona. Entonces la lona, movida por el viento del este, envolvió asu compañero, y la pólvora se esparció por baborformando una volátil e irrecuperable nube de polvo. — ¡Mira lo que me has hecho hacer, Tom Evans, malditoestúpido! —gritó el señor White. —Ahmed —dijo Stephen—, sirve el café en la tienda, porfavor. Trae una cafetera de plata, cuatro tazas y un cojínpara la joven. Preserved Killick, baja corriendo tanrápidamente como puedas, presenta mis respetos alcapitán y dile que aquí hay dos dyaks que llegaron por mar. — ¿Y dejar la plata? —preguntó Killick, extendiendo elbrazo por encima del desordenado conjunto de objetosque brillaban al sol—. ¡Oh, señor, permita que vaya el jovenAquiles! Puede correr más rápidamente que cualquiermiembro de la Armada. —Muy bien. Por favor, vaya usted, Aquiles, y no olvidepresentar mis respetos.

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Luego, cuando Aquiles saltó el parapeto y empezó a bajarla ladera corriendo como una liebre, preguntó: — ¿No confías en tus compañeros, Killick? —No, señor, ni en estos extranjeros tampoco. Aunque nome gusta decir nada en contra de una dama, cuandollegaron y saludaron en su lengua su mirada parecíacodiciosa. Dios sabe que miraron las soperas con los ojosdesmesuradamente abiertos. Todavía miraban codiciosamente cuando pasaron junto aKillick, pero después de cruzar unas palabras en un idiomaque no era el malayo, desviaron la mirada y entraron en latienda. El hombre canoso era, obviamente, de categoría inferior ala mujer. Se sentó en el suelo a cierta distancia de ella y,aunque se expresaba con elegancia, de acuerdo con lasreglas malayas, no lo hacía con tanta como ella ni hablabacon tanta fluidez. Ahora ella conversaba animadamente yya no hacía rudas preguntas directas, sino observacionesque le habrían permitido obtener información si Stephenestuviera dispuesto a dársela. Pero, por supuesto, no loestaba. Después de haber actuado con discreción durantetan largo tiempo, apenas era capaz de decir la hora sinesfuerzo. Aun así, puesto que mostrarse reacio a hablarera tan poco discreto como chismorrear, le contó cosasque ella ya debía de saber y se extendió tanto que aún

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estaba hablando de las ventajas del clima cálido cuandollegó Jack, con la cara más roja que lo habitual, despuésde haber subido la cuesta tras Aquiles. Stephen hizo las presentaciones con la apropiadaformalidad. Killick cubrió discretamente el pequeñomueble que contenía el orinal con una bandera de salida yJack se sentó encima. Entonces llegó el café y Stephenanunció: —El capitán no entiende el malayo, así que me disculparánsi hablo inglés con él. —Nada nos proporcionaría más placer que escuchar lalengua inglesa —respondió la joven—. Me han dicho quese parece a la de los pájaros. Stephen hizo una inclinación de cabeza y dijo: —En primer lugar, Jack, te ruego que intentes no lanzarmiradas notoriamente lascivas a la joven, pues eso no sóloes descortés sino que pone en entredicho tu moral. Ensegundo lugar, dime si debo preguntar a estas personas siestán dispuestas a llevar un mensaje a Batavia a cambiode una suma. Y si es así, dime cuál debe ser el mensaje. —La he mirado con respeto y admiración. ¡Mira quién fuea hablar! Pero para evitar suspicacias miraré a otra parte.—Tomó un sorbo de café para recobrar la serenidad yluego continuó—: Sí, por favor, pregúntales si irían a

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Batavia en representación nuestra. Con este viento fuerte ytan estable no tardarán más de un par de días. En cuantoal mensaje, déjame pensar mientras llegas a un acuerdosobre el primer punto importante. Stephen hizo la preguntay escuchó atentamente la larga y meditada respuestamientras pensaba que estaba ante la persona másinteligente y perspicaz que había conocido en PuloPrabang, con excepción de Wan Da, cuya madre era dyak.Cuando ella terminó, Stephen se volvió hacia Jack y dijo: —En pocas palabras, todo depende de la suma. Su tío, unhombre muy importante en Pontianak y capitán del parao,tiene mucho interés en estar en su país para el Festival delas Calaveras. Sería un sacrificio tanto para él como parala tripulación y la dama perderse el Festival de lasCalaveras. Con viento favorable, tardarían dos días enllegar a Batavia. Reanudaron la negociación e hicieron comentarios sobrelas fiestas en los diferentes países y, en particular, sobre elFestival de las Calaveras. Luego hablaron de lascompensaciones y de las hipotéticas sumas y las formasde pago. Mientras volvían a servirles café, Stephenanunció: —Jack, creo que llegaremos a un acuerdo muy pronto. Talvez podríamos ahorrar tiempo si hicieras una lista de lascosas que quieres que el señor Raffles te envíe, pues meimagino que no tienes intención de abandonar la goleta,

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que ya casi está lista para navegar. — ¡Dios me libre! —exclamó Jack—. Eso sería oponersea la Providencia. Me limitaré a anotar algunas cosasesenciales que podrá mandarme en cualquier barcopesquero que esté disponible, sin necesidad de esperarpor uno de los barcos que hacen el comercio con lasIndias ni otro de ese tipo. Entonces empezó a escribir: «1 quintal de tabaco, 20galones de ron (o aguardiente de palma, si no encuentraron)…» Y cuando estaba escribiendo: «100 balas de 12libras y 50 de 9 libras; 2 medios barriles de pólvora roja degrano grueso y uno de grano fino…», Stephen leinterrumpió: —Hemos acordado la cantidad de veinte johannes. — ¿Veinte johannes? —Es mucho, de acuerdo, pero es el valor de la letra máspequeña que me dio Shao Yen y no quiero tentar a lajoven… —En ese momento vio que el capitán Aubreyempezaba a sonreír y que un brillo premonitorio aparecíaen sus ojos y lo atajó—: Jack, te ruego que no trates de sergracioso en este momento. La dama es delicada como elámbar y es muy inteligente; no debemos ofenderla. Comodecía, no quiero tentarla dándole monedas, pues Satanáspodría inducirla a huir con el dinero. Ella conoceperfectamente bien su sello y sabe que no recibirá los

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johannes hasta que entregue a Shao Yen la letra con mifirma. Así que, si has terminado la lista, dámela para ponerlas dos cosas juntas. La dama, cuyo nombre esKesegaran… No hagas comentarios, por favor, y limítate amirar hacia abajo humildemente. La dama dice que legustaría ver la goleta, y como el viento no es favorable paranavegar en el parao de su tío pero sí en nuestro cúter,podríamos ganar una hora o dos llevándola hasta la puntasur. Además, la cortesía no exige menos. * * * Se quedaron mirando cómo el cúter zarpaba, avanzababastante hacia alta mar, viraba y se deslizaba por lasagitadas aguas azules salpicadas de blanco en direccióna la punta sur. Todos los marineros permanecían sentadosconforme a lo establecido en la Armada; las únicasincongruencias eran la falta de uniforme de Seymour y elmodo en que Kesegaran, sujetándose a un cabo de lapopa, se inclinó hacia el costado de barlovento y quedósuspendida sobre el mar como si esa fuera la forma denavegar más natural del mundo. —Nunca había visto a una mujer tan interesada en lafabricación de barcos —dijo Jack. —Ni en las herramientas de quienes los construyen —replicó Stephen—. Tanto ella como su acompañante casiexpresaron sus deseos a gritos. Aunque estoy seguro de

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que estaban interesados en tu plata, eso fue un deseopasajero comparado con la codicia de las sierras de doblemango, las azuelas, los gatos y muchas otras herramientasbrillantes del señor Hadley cuyo nombre desconozco. —En algunos lugares tienen que unir los tablones con unacostura —explicó Jack. Pero Stephen, siguiendo el hilo de su pensamiento, dijo: —Cuando hablé de una expresión malévola no me referíaa malévola en sentido moral. No debía haber usado esapalabra. Quería decir feroz, mejor dicho, potencialmenteferoz, de alguien con quien no se debe jugar. —No creo que ningún hombre que valore en algo sus… esdecir, que no quiera terminar sus días como un eunuco,sea capaz de jugar con Kesegaran. — ¿Has visto un armiño alguna vez, amigo mío? —preguntó Stephen después de unos momentos. Jack, dando un suspiro, descartó un juego de palabras conla palabra «armiño» y se limitó a responder que no, peroque creía que se parecía a la marta aunque de menortamaño. —Sí —respondió Stephen—. La marta tiene una formamuy hermosa, es una criatura realmente bella, pero cuandoataca o se defiende lo hace con gran ferocidad. Ese es el

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sentido que le di impropiamente a la palabra «malévola». Hubo una pausa y luego Jack dijo: —Supongo que llegarán a Batavia el miércoles por latarde, pero ¿crees que ellos tardarán mucho en encontraral banquero y él en encontrar a Raffles? —Amigo mío, sé tanto como tú sobre sus fiestas y suestado de salud. Pero Shao Yen mantiene una estrecharelación con el gobernador y podría hacerle llegar tumensaje en cinco minutos, si se encuentra allí. Y como elgobernador nos apoya totalmente, en otros cinco minutospodría echar mano a cualquier barco, lancha o bote. Comohas visto, Batavia, por sus caminos, es como la Esquinadel Orador de Hyde Park en versión marítima. —Entonces, en el mejor de los casos, a condición de queescoja un barco que navegue bien de bolina, lo que esprobable porque nació en la mar, podremos verles denuevo el domingo. ¡Cáñamo de Manila nuevo, clavos deseis pulgadas nuevos, botes de pintura! Y no olvidemos lascosas esenciales como pólvora, balas, ron y tabaco. ¡Vivael domingo! — ¡Que viva el domingo! —exclamó Stephen, y empezó asubir despacio la ladera. Más tarde, mientras se mecía en el coy y trataba deencontrar en el fondo de su mente el motivo de su enorme

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insatisfacción, repitió: — ¡Que viva el domingo! Por su profesión, era muy desconfiado y reconocía que amenudo exageraba, sobre todo cuando no se encontrababien. Se preguntaba por qué Kesegaran había pedido aAhmed que la llevara al campamento por el caminointerior, un camino accidentado, en vez de por la playa. Eraevidente que ella conocía muy bien la isla, aunque habíadicho de pasada, y sin duda con razón, que no era muyfrecuentada debido a las peligrosas corrientes. Pasar porel camino interior era como haber visto el campamentoindefenso, y el tonto de Ahmed había hecho aún másevidente su indefensión al contárselo todo sobre lapólvora. Tanto el encuentro casual como las circunstanciasen que se había producido no podían haber sido másdesafortunados. Pero, por otra parte, ella había visto en elastillero a más de un centenar de hombres fuertes, ungrupo que no podía dejar de tenerse en cuenta. Y el hechode que sus segundos incisivos estuvieran afilados (sinduda, una costumbre tribal), no negaba precisamente lamalevolencia.

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CAPÍTULO 2 —Otra desgracia en la vida es tener un contubernal queronca como diez —dijo Stephen en la oscuridad de lamadrugada.

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—No estaba roncando —replicó Jack—. Estaba muydespierto. ¿Qué significa contubernal? —Tú eres un contubernal. —Y tú eres otro. Estaba muy despierto pensando en eldomingo. Si llegan las provisiones que envía Raffles,celebraremos una ceremonia religiosa para dar gracias aDios, comeremos una ración entera de pudín de pasas ypasaremos el resto del día como un día festivo. Entoncesel lunes nos pondremos a… — ¿Qué fue ese ruido? Quiera el cielo que no haya sido untrueno. —Sólo eran Astillas y el contramaestre tratando deescabullirse sin hacer ruido. Ellos y sus hombres van acomenzar el trabajo temprano y a preparar muy pronto laolla con la brea, y Joe Gower llevará el arpón con laesperanza de pescar una de esas sabrosas rayas quepermanecen en las aguas poco profundas durante lanoche. Dentro de poco empezarás a oler la brea, siprestas atención. Se dieron el lujo de quedarse allí, relajados, durante variosminutos. Pero no fue el olor a brea lo que hizo a Jack bajardel coy de un salto. En el astillero se oyeron gritosconfusos, golpes y chillidos de dolor que cesaron derepente.

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Todavía estaba oscuro cuando llegó al parapeto, peroabajo y en el mar se movían algunas luces. Le pareció vermuy cerca de la costa la silueta de una gran embarcacióniluminada por las llamas que estaban debajo de la olla,pero antes de poder asegurarse de ello, los primerosayudantes del carpintero subieron corriendo la cuesta. — ¿Qué ha sucedido, Jennings? —preguntó. —Mataron a Hadley, señor, y también a Joe Gower. Unoshombres negros están robando nuestras herramientas. — ¡Llamen a todos a sus puestos! —gritó Jack. Cuando el tambor empezó a sonar, varios marineros mássubieron la ladera, y los últimos sostenían alcontramaestre, que estaba sangrando. Aparecieron las primeras luces por el este y llegó el alba.Luego asomó la roja aureola del sol e inmediatamentedespués llegó la brillante luz del día. El mayor parao dedos cascos que Jack había visto en su vida estaba situadoa pocas yardas de la entrada del astillero. Como estabatan cerca y había marea baja, numerosos tripulantes,formando muchas filas, se llevaban herramientas, cabos,velas y objetos de metal al barco caminando por el agua,mientras otros todavía estaban alrededor de sus amigos osus enemigos muertos. — ¿Puedo hacer fuego, señor? —preguntó el señor Welby

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cuando los infantes de marina que estaban bajo su mandose alinearon tras el parapeto. — ¿A esta distancia y con pólvora tan poco fiable? No.¿Cuántas cargas tienen sus hombres? —La mayoría tiene dos, señor, y en condiciones bastantebuenas. Jack asintió con la cabeza. — ¡Señor Reade! —gritó—. Deme el catalejo, por favor, ydiga al condestable que venga. Con el catalejo pudo ver la costa extremadamente cerca.Los hombres estaban cortándole cuidadosamente lacabeza al carpintero. Gower y otro hombre que no pudoidentificar ya habían perdido las suyas. Había dos malayoso dyaks muertos, y en ese momento advirtió con sorpresaque una era Kesegaran. Era perfectamente reconocible apesar de que ahora llevaba pantalones chinos y estabacubierta de heridas. Tenía la cara vuelta hacia el cielo y lamisma expresión feroz. Todavía Jennings estaba a su lado y todavía hablabamucho debido a la impresión recibida. —Fue Joe Gower quien lo hizo, señor —dijo—. El señorWhite intentó evitar que ella cogiera su hacha grande y ellale dio un sablazo en la pierna y luego, cuando él estaba en

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el suelo, le cortó la cabeza con la destreza de un leñadormientras él gritaba como un cerdo. Entonces Joe le dio sumerecido con el arpón. Fue una reacción natural, pues esarponero y ayudante del carpintero. — ¡Señor! —gritó el condestable. —Señor White, mande sacar las carronadas y cargarlasde nuevo con metralla. ¿Qué le parecen las cargas? —No quisiera tener que responder de la carronadadelantera, señor, pero el cañón de nueve libras y lacarronada posterior cumplirán con su deber. —Al menos cambie el fieltro viejo por un paño seco ymezcle el contenido con un poco de cebo, y deje que seairee. Esa gente estará ocupada allí abajo durante un buenrato. Entonces se volvió hacia el primer teniente y preguntó: —Señor Fielding, ya se han repartido las picas y lossables, ¿verdad? — ¡Oh, sí, señor! —Entonces mande a los hombres a desayunaralternándose en dos grupos y busque todos los objetos dedonde pueda sacarse pólvora: frascos, armasdefectuosas, bengalas, pistolas que hayamos pasado por

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alto… ¡Ah, doctor, estás ahí! Supongo que ya has visto loque ocurre. —Tengo una ligera idea. ¿Quieres que baje a intentarnegociar con ellos la paz? — ¿Sabías que Kesegaran se encontraba allí y estámuerta? —No —respondió Stephen con semblante grave. —Coge mi catalejo. Todavía no se la han llevado al parao.Por el modo en que actúan, no creo que sea posibleacordar una tregua, y te matarían de inmediato. En unenfrentamiento como éste, un bando tiene que derrotar alotro. —Estoy seguro de que tienes razón. Killick puso una bandeja sobre el parapeto y ellos sesentaron uno a cada lado y observaron el astillero y a losatareados dyaks. — ¿Cómo está el contramaestre? —preguntó Jack,bajando la taza a la bandeja. —Le hemos cosido —respondió Stephen—, y a menosque contraiga una infección, se salvará. Pero nunca podrávolver a bailar. Una de las lesiones le cortó un tendón de lacorva.

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—Al pobre le encantaba el baile típico de los marineros yla danza irlandesa. ¿Has notado que se están poniendochaquetas blanquecinas? —Los guardias dyaks de Prabang las usaban. Wan Da medijo que podían rechazar balas porque están forradas conkapok. Siguieron observando en silencio mientras se tomaron doscafeteras. La mayor parte del saqueo había cesado yahora el astillero estaba rodeado de lanzas con las puntasbrillando al sol. Al terminar de beber una taza, el capitánAubrey preguntó: —Señor Welby, ¿qué le parece la situación? —Creo que piensan atacar, señor, y de un modointeligente. He estado observando al que los dirige, eseviejo con un pañuelo verde en la cabeza. Desde hacemedia hora está enviando a pequeños grupos a losárboles que se encuentran a nuestra izquierda, y de losque han ido sólo unos cuantos han regresado gritando yagitando ramas en el aire para que les vean. Ha enviado amuchos más a colocarse tras el banco de arena situado aeste lado del astillero, donde no podremos verles porqueesa parte queda oculta por el banco. Creo que el planconsiste en mandar a un gran grupo a subir la ladera paraatacarnos directamente, entablar combate en el parapeto,matar a todos los hombres que puedan allí. Supongo que

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después retrocederán despacio sin dejar de luchar yfinalmente se volverán y echarán a correr para queabandonemos nuestros puestos y les persigamos.Entonces el grupo que está en el bosque nos atacará porun flanco, los hombres de la parte oculta por el bancocomenzarán a subir la cuesta y, entre ellos y los primerosatacantes, que darán la vuelta de nuevo, nos haránpedazos. Aparte de todo, son más de trescientos ynosotros alrededor de la mitad. —Creo que ha estado en situaciones como ésta, señorWelby —dijo Jack mirando atentamente los árboles queestaban a la izquierda, donde podía verse bien el brillo delas armas. —He visto muchas cosas durante mis largos años deservicio, señor —respondió el señor Welby. Mientras hablaba, un cañón giratorio y un gran mosqueteapoyado en una cureña dispararon desde el parao. Labala de cañón, de media libra, hizo saltar tierra por encimadel parapeto, y la bala de mosquete, probablemente unapiedra redonda, pasó por encima de sus cabezasproduciendo un silbido. Ésa era aparentemente toda laartillería que los dyaks poseían (no se veían otrosmosquetes) e inmediatamente después de la descarga,los hombres con chalecos blancos y lanzas empezaron aformar filas. Después de hablar un momento en voz baja con Jack, dijo

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Después de hablar un momento en voz baja con Jack, dijoWelby: —Infantes de marina, por cada disparo, un hombre.Disparen a discreción, pero nadie debe hacer fuego si noestá seguro de que va a matar. Nadie debe abandonar supuesto. Nadie debe cargar de nuevo el arma, sino calar labayoneta. Sargento, repita las órdenes. El sargento las repitió y añadió: —Después de haber limpiado la llave y el cañón del armasi el tiempo lo permite. Entonces se oyeron aullidos y el fuerte sonido de untambor, y los hombres armados con lanzas, separados engrupos, empezaron a subir la ladera corriendo. Cuandoestaban a cien yardas, alguien disparó nerviosamente unmosquete. — ¡Sargento, tome el nombre a ese hombre! Se acercaron más y pudieron oír su jadeo; recorrieron elúltimo tramo y se oyeron veinte o treinta disparos demosquete. Luego, todos agrupados y dando gritos,llegaron al parapeto y en ese momento se oyeron chocarlas lanzas, las picas, los sables y las bayonetas entrenubes de polvo. Poco después uno de sus jefes dio unterrible grito y todos retrocedieron, primero lentamente ysin dejar de mirar al campamento, luego más rápido y deespaldas a él y finalmente corriendo. Una docena de

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furiosos marineros empezaron a correr tras ellos aullandocomo perros de presa, pero Jack, Fielding y Richardsonsabían sus nombres y les llamaron para que regresaran asus puestos calificándoles de tontos e insensatos, y torpescomo mujeres. Los dyaks se detuvieron en mitad del camino, seagruparon, se volvieron hacia el campamento y lesdesafiaron e hicieron burlas. — ¡La carronada delantera! —gritó Jack—. ¡Disparad alos morenos! La piedra de chispa no prendió la carga la primera vez quetiraron de la rabiza, pero sí la segunda, y la carronadalanzó la carga horizontalmente, esparciendo metralla entrelos dyaks, que reían, gritaban y daban saltos. Además,algunos saludaban a los ingleses moviéndose el pene yotros les enseñaban las nalgas. En ese momento salieroncorriendo de entre los árboles los refuerzos, que iban aunirse a ellos para atacar con dureza. — ¡La carronada posterior! —gritó Jack. Su grito fue seguido inmediatamente por un gran estrépitoacompañado de una nube de humo con destellosanaranjados. Mientras se oía el eco del disparo, la nube sedesplazó a sotavento descubriendo la horrible hilera que lametralla había dejado. Todos corrieron al astillero, yaunque algunos volvieron, medio agachados, para ayudar

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a bajar a sus amigos heridos, dejaron atrás una veintenade muertos. Luego siguió un período sin ninguna acción que duró hastala tarde, pero pronto quedó claro que ni los dyaks ni susamigos malayos (la tripulación era una mezcla de ambos)se habían desanimado. Se veía mucho movimiento junto alastillero y entre el astillero y el parao, y de vez en cuandodisparaban el cañón giratorio. A mediodía encendieron elfuego para cocinar y los hombres del campamentohicieron lo mismo. Durante todo ese tiempo Jack había estado observando alenemigo muy atentamente y tanto para él como para susoficiales era obvio que el viejo Pañuelo Verde tenía elmando. El jefe de los dyaks observaba a los ingleses conla misma atención, a menudo situado sobre el banco dearena y haciéndose sombra con la mano sobre los ojos, demodo que un buen tirador con el rifle apoyado en elparapeto podría derribarlo. Tenía la certeza de queStephen podría hacerlo, pero también de que no lo haríanunca, y, de todas maneras, ambos médicos estabanatendiendo a los heridos (varios hombres habían resultadoheridos en la lucha junto al parapeto). Tampoco él lo haríaa sangre fría y a esa distancia. Si bien no le disgustaba vercómo una andanada arrasaba la cubierta de un barcoenemigo, aunque parecía un contrasentido, considerabasagrado al jefe de los oponentes y sabía que había unadiferencia perceptible pero indefinible entre matar y

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asesinar. Pregunta: ¿Eso era válido para un hombre aquien se asigna la tarea de francotirador? Respuesta: No.Y tampoco lo era para un grupo de hombres, aunque fueramuy pequeño. El capitán Aubrey sus oficiales y David Edwards, elsecretario del enviado, comieron en tablones colocadossobre patas de tijera junto a la parte interior del parapeto,que tenía encima sacos de arena para protegerles lacabeza de los frecuentes disparos del cañón giratorio. Losdisparos eran muy precisos y casi siempre daban en elparapeto o pasaban justo por encima de él; eran tanprecisos que los marineros que estaban a su alcance searrodillaban en cuanto veían el fogonazo. Pero lagenuflexión no siempre les salvaba, y dos veces durante lacomida llamaron al doctor Maturin para atender a los queresultaban malheridos. La comida de ese día fue tan poco formal que Richardsonno cometió un acto impropio cuando, mientras miraba porel catalejo por entre los sacos de arena, anunció: —Señor, me parece que el enemigo se ha quedado sinagua. Veo a tres grupos tratando de hacer agujeros dondesuponen que pasa una corriente de agua, y Pañuelo Verdeles está insultando como una verdulera. —Esperaban poder beber agua de nuestro pozo —dijoWelby, sonriendo, y luego, para no tentar a la fortuna,añadió—: Pero cuidado: aún es posible que lo hagan.

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añadió—: Pero cuidado: aún es posible que lo hagan. —Ahora nuestras posibilidades son más parecidas —dijoel contador—. Y si las cosas siguen a este paso, prontotendremos ventaja. —Si eso ocurre, no hay duda de que se irán y regresaráncon una potencia tres veces mayor —aventuró el oficial dederrota—. Señor, ¿sería disparatado sugerir quedestruyéramos el parao? Es sumamente frágil; no tieneninguna parte de su estructura de metal y una bala en cadauno de los cascos o, mejor aún, donde se unen, lo haríapedazos. —Lo sería, señor Warren —respondió Jack—. Eso nosdejaría con más de doscientos villanos sedientos que nosquitarían el cobijo y el sustento. El doctor dice que apenasquedan una veintena de jabalíes y que sólo hay monos decola prensil para proporcionarnos una ración de carnedurante unos pocos días. Lo que más me gustaría seríaverles zarpar en busca de refuerzos. Casi hemosterminado de serrar, y como, por suerte, el pobre señorHadley había dejado aquí algunas de las herramientas másimportantes para afilarlas y ajustarías, creo que sitrabajamos día y noche podremos botar la goleta y estarnavegando rumbo a Batavia antes que regresen. Estoyseguro de que proceden de Borneo. — ¡Oh! —exclamó el contador como si se le hubieraocurrido otra idea, pero no dijo nada más.

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Tanto la bala del cañón giratorio como la del granmosquete habían perforado el saco de arena que teníaenfrente, cubriéndoles a él y la mesa con el contenido.Cuando los demás trataron de levantarle ya estaba muerto.Stephen le abrió la camisa, le puso la oreja en el pecho ydijo a media voz: —Temo que le ha fallado el corazón. ¡Que Dios se apiadede él! Durante las tranquilas y calurosas horas que siguieron,Jack, Fielding y el condestable inspeccionaron toda lapólvora que habían encontrado en el fondo de los barriles oen frascos, cartuchos para hacer señales y bengalas. —Tenemos bastante para una carga para las carronadas yel cañón de nueve libras, y nos sobra lo suficiente para daral doctor medio frasco para su rifle —sentenció Jack—.Condestable, sería conveniente cargarlos ahora que elmetal casi no se puede tocar, pues el calor hará que lapólvora explote más rápidamente. Y ordene que raspencuidadosamente la bala de nueve libras y luego la frotencon aceite. —Sí, sí, señor. Supongo que pondremos metralla en lascarronadas. —Mejor sería ponerles esas cargas que provocan unacarnicería a corta distancia, pero supongo que no tenemosninguna,

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El condestable, con expresión melancólica, negó con lacabeza. —Todas se quedaron en ese maldito arrecife, señor, conperdón. —Entonces ponga metralla, señor White. — ¡Señor, señor, el capitán Welby dice que estánmandando a los hombres a subir por el bosque! —gritóBennett. —Señor —dijo Welby cuando Jack se reunió con él en elpuesto de vigilancia—, tal vez sería más prudente que nodirigiera el catalejo hacia allí porque podrían pensar queles hemos visto. Si observa el claro situado a la izquierdade ese enorme árbol con flores rojas que forma con el astaun ángulo como las once en punto, verá que lo estánatravesando con las lanzas bajas y con las puntascubiertas de hoja o hierba. — ¿Qué cree que se proponen? —Supongo que es un grupo preparado para el ataque porsorpresa y que ha sido enviado a atacar el campamentopor la parte de atrás, donde está la plata. Van aapoderarse de uno o dos baúles y luego correrán albosque que está detrás, mientras sus amigos nosentretienen lanzando un falso ataque por la parte delantera.

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—No saben cómo es la parte trasera del campamento.Podremos protegerla con media docena de hombres,pues cuando ocurrió el desprendimiento de tierra en laladera se formó un gran socavón. —No lo saben, señor. Y como la joven vino por la entradaoeste y salió por la sur, no vio esa trinchera natural.Aunque, indudablemente, su general está empleando suestrategia, creo que también confía en el factor sorpresa. — ¿Cuántos hombres calcula que hay? —Conté veintinueve, señor, pero es posible que haya unoscuantos más. —Bueno, no creo que eso nos cause problema. SeñorReade, deje de señalar tontamente hacia los árboles. Pareinmediatamente, ¿me oye? Usted y Harper recojan laspiedras más grandes que puedan cargar y llévenlasenseguida hasta los escalones de la pared norte. SeñorWelby, creo que podremos permitirnos que ocho de losmejores tiradores que haya entre sus hombres disparensendas rondas. Ver caer la cuarta parte de loscompañeros de uno antes de empezar un ataque esdesalentador. Sólo los hombres extraordinariamentevalientes son capaces de continuar con semejanteperspectiva delante. Casi enseguida empezó la diversión. El cañón giratorio y

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el gran mosquete empezaron a hacer disparos que sesucedían tan rápidamente como era posible; grandesgrupos de hombres comenzaron a atravesardiagonalmente la ladera que estaba entre el astillero y elcampamento y mientras corrían daban gritos de alegría oaullaban como gibones. Poco después se oyó la primeradescarga dentro del bosque, muy cerca del límite. Jacktuvo que gritar para que le oyeran. —Señor Seymour, un grupo está a punto de llegar a lapared norte para llevarse la plata. Llévese a Killick, aBonden, a los ocho infantes de marina elegidos por elseñor Welby y a tantos marineros como necesite paraformar una línea a lo largo del muro y hacer frente a lasituación. Entretanto, nosotros vigilaremos a los queintentan entretenernos para asegurarnos de que esteasunto no se pone feo. El falso ataque, el que pretendía distraer su atención, no sepuso feo, pero el real sí. Los miembros del grupo queatacaba por sorpresa habían sido escogidos por su fuerzay valor, y a pesar de las numerosas bajas que sufrieron encuanto salieron de su refugio, corrieron hacia losescalones del muro. Desde allí les atacó Killick, que llenode odio y furia les lanzó piedras, junto con los infantes demarina, todos los barqueros del capitán y su timonel, queestaban situados a ambos lados de él. Una y otra vez,cada vez que un dyak intentaba reemplazar a otroavanzando con la lanza preparada, le hacían retroceder a

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punta de pica, le atravesaban con un sable o le aplastabancon una piedra de cincuenta libras. Al poco tiempo ya noquedaba ninguno que avanzara. Seymour, que estabanominalmente al mando del grupo, tuvo que pegarles en laespalda para evitar que machacaran con piedras a lospocos hombres malheridos que bajaban con dificultad porentre las rocas. Y Killick todavía permaneció allí de pie unlargo rato, rojo de ira y con un hacha de abordaje en lamano y un trozo dentado de basalto en la otra. La diversión decayó pronto. Los hombres que corríandiagonalmente de un lado a otro perdieron energía; sonó laúltima descarga; y el sol, cansado también de aquel díaextraordinariamente caluroso, empezó a bajar despaciopor el cielo, de un intenso color azul, en dirección oeste. —A pesar de todo, señor —dijo Welby—, no creo que estosea el final. El general ha perdido hombres muy fuertes yno puede reemplazarlos. Además, no tienen agua… ¡Mirecómo excavan aunque no van a encontrarla allí! Así que nopueden esperar. El general no puede esperar. Tan prontocomo hayan descansado un poco, ordenará a todosatacarnos de frente. Estoy seguro de que es un tipo quelucha a muerte o gloria. Mire como les arenga mientras vade un lado al otro. ¡Oh, Dios mío, han incendiado la goleta! Cuando el negro humo se elevaba con el aire, en elcampamento se oyeron gritos de rabia, desesperación,frustración y pena. Jack, elevando la voz, llamó al

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condestable. — ¡Señor White! ¡Señor White! Saque las carronadas ycárguelas con las mejores balas que tengamos. Sushombres tienen cinco minutos, no más, para rasparlas ydejarlas lo más lisas posibles. Y prepare la mecha decombustión lenta. Esta vez no hubo maniobras de distracción. Subieron lacuesta primero al trote y luego corriendo con furia.Avanzaron directamente hacia las piezas de artillería sindar ninguna señal de temor, pero sin ningún orden, llegaronal parapeto en oleadas, los más rápidos primero y muchosmás en pequeños grupos, de modo que no pudieronatravesar la masa de picas y bayonetas. Su jefe llegócorriendo en la segunda oleada, pero casi no podía ver nirecobrar el aliento. Saltó por encima de un cadáver y atacóal marinero que tenía enfrente dando sablazos a ciegas,pero cayó hacia atrás con la cabeza partida en dos por unhacha. Fue una lucha encarnizada, a matar o morir, entre el polvo,el ruido de espadas y lanzas al chocar, gritos, gruñidos, y aveces aullidos. Durante un período que pareció muy largo,el enemigo no retrocedió salvo para volver a avanzar. Losdyaks y los malayos tenían que luchar subiendo la cuesta ycontra enemigos protegidos por un parapeto de moderadaaltura que obedecían a jefes navales y militarescompetentes y de voz potente. Además, a pesar de su

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valentía, eran más bajos y delgados que los ingleses, y enun momento dado, cuando los que estaban en el centro yla derecha se retiraron para reagruparse y lanzar un nuevoasalto, Jack Aubrey se dio cuenta de que había cambiadoel rumbo de la batalla y gritó: — ¡Señor Welby, a la carga! ¡Tripulantes de la Diane,síganme! Todo el campamento empezó a avanzar hacia el parapetodando vivas. El tambor redobló y todos corrieron haciadelante. Después del espantoso primer choque, losinfantes de marina, por su potencia y su perfecto orden,abatieron a todos los hombres que tenían delante. Aquellafue una derrota, una derrota para los dyaks, que huyeronpara ponerse a salvo. Los casi cien hombres que quedaban corrían más que losingleses y, al llegar a la playa, se metieron en el mar yfueron hasta el parao nadando con rapidez, ágiles comonutrias. Jack se detuvo en la orilla jadeando y con el sablecolgando de la muñeca. Se enjugó la sangre de los ojos(sangre de algún golpe que no había sentido) y miró haciala goleta, cuyas cuadernas se recortaban sobre lasluminosas llamas y luego hacia los dyaks, que ya estabanrecogiendo el cable. — ¡Señor Fielding —gritó con voz ronca—, vaya a ver qué

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se puede hacer para extinguir el fuego! ¡Señor White,artilleros, repito, artilleros, vengan conmigo! Los que habían salido indemnes volvieron a subirtrabajosamente, y Jack sintió como nunca antes la cargade su pesado cuerpo. A medio camino del campamentohabía muchos cadáveres amontonados y frente alparapeto había muchos más, pero Jack apenas se fijó eneso mientras avanzaba para situarse junto al cañón debronce de nueve libras. Bonden, que estaba encargadodel cañón y corría más rápidamente que él, le ayudó asaltar por encima del parapeto diciendo. —Ya han levado el ancla, señor. Jack se volvió y vio que, en efecto, el parao orzaba ytrataba de que la proa formara con la dirección deldesfavorable viento el menor ángulo posible. La mareahabía estado bajando durante un tiempo lo bastante largopara que el arrecife estuviera descubierto, y el parao teníaque aproximarse a alta mar lo más posible con las velasamuradas a estribor para poder doblar el cabo oeste,frente al cual había un horrible remolino provocado por lamarea y una corriente en dirección norte. El condestable llegó un momento después auxiliado por unayudante superviviente. —Hay más mechas en mi tienda, señor —anunció con unavoz que apenas pudo oírse al otro lado del parapeto.

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—No se preocupe por eso, señor White —le respondióJack sonriendo—. Todavía falta por consumirse la mitadde la primera. Efectivamente, aún estaba allí, ardiendo dentro delrecipiente metálico al que nadie había dado una patada nihabía tocado durante la batalla, a pesar de la confusión, yahora el humo salía de ella y atravesaba el campamentovacío. —Qué Dios nos ampare —susurró el condestable cuandotodos se agacharon para colocar la carronada delantera—. Pensaba que el combate iba a ser mucho más largo.¿Le parece bien cuatro grados, señor? —Apunte bastante arriba, condestable. —Bastante arriba, señor —dijo el condestable, dandomedia vuelta más al tornillo. Durante un breve momento, la mecha produjo un sonidosibilante al ponerse en contacto con el cebo y enseguida lacarronada disparó con estrépito y retrocedió rechinando.Todos los marineros miraron por debajo del humo yalgunos pudieron ver la bala describiendo una trayectoriacurva. Jack la observó con tanta atención que sólo sucorazón, que latió con tanta fuerza que casi le dejó sinaliento, reconoció con alegría que la pólvora habíareaccionado bien. La dirección era acertada, pero la bala

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cayó a veinte yardas del blanco. Jack se acercó corriendo al cañón de nueve librasmientras gritaba al encargado de la otra carronada: — ¡Cuatro y medio, Silleta! ¡Dispare cuando suba! La carronada disparó un momento después y volvió a oírseun gran estrépito. Esta vez Jack no vio la bala, sino elpenacho de espuma que formó en el mar, justo delante delparao, y notó que la dirección era tan acertada como laprimera. Entonces subió el espeque para inclinar el cañónun poco a la derecha y dijo: — ¡Preparados! Luego aproximó la mecha al fogón y, en ese mismoinstante, el timonel del parao viró cuanto pudo el timónpara esquivar la bala, pero llevó el barco precisamente allugar donde iba a caer. No saltó espuma por el aire y losmarineros se miraron perplejos durante unos momentos.Entonces los dos cascos se separaron, la gran vela sedesplomó y el barco se desintegró. Todos los pedazos,esparcidos por una zona del mar de veinte o treintayardas, empezaron a avanzar con rapidez hacia la puntaoeste y el terrible remolino. — ¿Por qué dan vivas? —preguntó Stephen, saliendo dela tienda-hospital con las manos llenas de sangre y con losojos como lunares tras los cristales de las gafas que usaba

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ahora para las operaciones más delicadas. —Hemos hundido el parao —respondió Jack—. Puedesver los pedazos pasando por delante del cabo. Dentro depoco llegarán al remolino. ¡Dios mío, cómo se mueve!Ningún hombre puede nadar allí. Al menos, no tendremostemor a que vengan refuerzos. —Ante tus triunfos te muestras más bien triste, ¿no escierto, amigo mío? —Quemaron la goleta, ¿sabes? Y por lo poco que vi, meparece que no hay esperanza de salvar ni una solacuaderna. Fielding pasó trabajosamente por encima de loscadáveres y el parapeto, se quitó su destrozado sombreroy dijo: —Señor, le felicito por el estupendo disparo. Nunca habíavisto uno tan extraordinario. Pero lamento tener queinformarle de que a pesar de que algunos marineros, porsu celo, sufrieron quemaduras, no pudimos hacer nada porsalvar la goleta y no quedó entera ni una sola cuaderna.Incluso la sobrequilla quedó destruida, y, por supuesto,también los tablones de la cubierta y el cúter. —Lo siento mucho, señor Fielding —dijo Jack en tono devoz apropiado para hacer una declaración pública, puesunos veinte marineros que estaban alrededor podían oírle

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—. Estoy seguro de que todos los marineros hicieron todolo que pudieron, pero ya no era posible extinguir el fuegocuando llegaron. Sin duda, ellos la rociaron con brea deproa a popa. Pero estamos vivos, y la mayoría de nosotrosnos encontramos en condiciones de cumplir con nuestrodeber. Además, disponemos de muchas de lasherramientas del pobre señor Hadley y de madera, y estoyseguro que encontraremos una solución. Tenía la esperanza de que el tono de sus palabras hubieraparecido alegre y convincente, pero no estaba seguro deque así fuera. Como solía ocurrir después de un combate,empezaba a sentir una profunda tristeza. Hasta ciertopunto, eso se debía al contraste entre dos modos de vida.En la lucha cuerpo a cuerpo no había lugar para el tiempo,la reflexión, la enemistad ni el dolor, a menos que elresultado de este último fuera la incapacidad. Todosucedía con gran rapidez: uno daba rápidos tajos y quitescon el sable sin pensar, vigilaba automáticamente a tres ocuatro hombres próximos a uno y les clavaba el sable encuanto bajaban la guardia, daba gritos para prevenir aalgún amigo o para que el enemigo retrasara un golpe. Yentretanto la mente estaba extraordinariamente lúcida yuno, con una especie de furiosa exaltación, vivía conintensidad el presente. Pero ahora el tiempo habíaregresado con todo su apabullante peso (el sustento delmañana y del año próximo, el ascenso a almirante, el futurode sus hijos), y también la responsabilidad, la enormeresponsabilidad que tenía el capitán de un barco de

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guerra. Otra diferencia residía en la decisión; durante labatalla los ojos y la espada tomaban decisiones coninconcebible rapidez, pues no había tiempo para pensarantes de actuar. Por otra parte estaban las cosas desagradables que sedebían hacer después de una victoria, y también las tristes.Miró a su alrededor buscando con la vista a losguardiamarinas, puesto que la mayoría de los hombres yahabían subido la cuesta otra vez; pero como no vio aninguno, llamó a Bonden, el invulnerable Bonden, y leordenó que preguntara al doctor si le parecía convenienteque le visitara. —Sí, por supuesto, señor —dijo Bonden, y después devacilar un momento, frotándose el cuero cabelludo, añadió—: Tiene un agujero ahí arriba que deberían examinarle. — ¡Ah, sí! —exclamó Jack, tocándose la cabeza—. Perono tiene importancia. Ahora márchate. Antes que Bonden regresara, Richardson llegó cojeando einformó de que los dyaks habían cortado la cabeza no sóloal carpintero y a su ayudante, sino también a todos los quehabían matado en el terreno central y el más bajo, por loque algunos no podían ser identificados. Luego preguntó sidebían subir a los cadáveres, si a los compañeros quehabían muerto junto al campamento tenían que separarlesde acuerdo con su religión y qué debían hacer con losnativos muertos.

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nativos muertos. —Señor —dijo Bonden con una extraña expresión—, eldoctor le presenta sus respetos y le espera dentro decinco minutos, con su permiso. Para cada hombre cinco minutos tienen distintaequivalencia. Los de Jack Aubrey eran más cortos que losde Stephen, y por eso entró en la tienda antes de tiempo.En ese momento Stephen llevaba un pequeño brazo almontón de miembros amputados y cadáveres depacientes. Lo puso sobre un destrozado pie y dijo: —Déjame verte el cuero cabelludo, ¿quieres? Siéntate eneste barril. — ¿De quién era ese brazo? —preguntó Jack. —De Reade —respondió Stephen—. Acabo deamputárselo por el hombro. — ¿Cómo está? ¿Puedo hablar con él? ¿Se pondrá bien? —Si Dios quiere se curará —dijo Stephen—. Si Diosquiere. La bala del cañón giratorio le hizo caer hacia atrásy golpearse la cabeza con una roca, así que estácompletamente aturdido. Siéntate en el barril. SeñorMacmillan, traiga agua caliente y la tijera grande y roma,por favor. Luego, mientras limpiaba y cortaba añadió:

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—Naturalmente, no puedo darte una lista completa porquetodavía no han contado a todos los muertos y hay que subira algunos heridos, pero me temo que será larga. Losguardiamarinas sufrieron muchos daños. A tu escribientele mataron en la carga cerrada, y también al pequeñoHarper; a Bennett casi le arrancaron las entrañas y, aunquele hemos cosido, dudo que llegue a mañana. Buchero, Harper, Bennett y Reade estaban muertos olisiados. Mientras Jack estaba sentado allí, con la cabezainclinada frente a la tijera, la gasa y la sonda y con lasmanos juntas, las lágrimas caían sobre ellas sin cesar. Pasaron los primeros días tristes y agotadores deentierros masivos (había más hombres muertos, contandolos de ambos bandos, que vivos) y de visitas a los heridos,casi todos hombres buenos y honestos cuyos rostros sehabía acostumbrado a ver durante la misión, que ahoraestaban macilentos, doloridos o a veces con una infecciónmortal y yacían allí en medio del calor y el espantoso y bienconocido olor. Después se celebraron funerales cuandolos que estaban en peores condiciones morían, a vecesuno dos o incluso tres al día. Y tenían muy poca comida.Stephen sólo mató una pequeña babirusa; no valía la penagastar las cargas en los monos que quedaban; y de lospocos peces que se pescaban con caña en las rocas ocon red, la mayoría eran peces sin escamas y de colorplomizo que ni siquiera las gaviotas comían.

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La mañana después de que muriese el último paciente dela lista de los que corrían peligro, un dyak que habíasoportado un corte tras otro en su pierna gangrenosa conadmirable fortaleza, Stephen tardó en obedecer la llamadadel pífano «Todos a cubierta, todos a popa», que precedíala alocución que el capitán hacía a los tripulantes. Cuandollegó a su puesto, Jack todavía hablaba de las normasnavales, del carácter permanente de las misiones, delCódigo Naval y cosas similares. Todos los marineros leescucharon atentamente, con expresión grave y juiciosa,cuando repitió los puntos principales, especialmente losreferidos a la continuidad de su paga, siempre de acuerdocon su clasificación, y a la compensación que recibirían sino se les daba alcohol. Permanecían allí muy unidos entreimaginarios costados, exactamente como si estuvieran abordo de la Diane, y analizando cada palabra. Stephen leprestó poca atención porque había oído la esencia deldiscurso antes y, además, tenía el pensamiento en otraparte. Había tomado afecto al dyak, que confiabatotalmente en su habilidad y sus buenas intenciones y sólocomía de sus manos. Creía haberle salvado como al jovenReade, acurrucado ahora en una cureña con la mangavacía prendida en el pecho, o como a Edwards, queestaba solo en el lugar que solían ocupar el enviado y suséquito. —Pero ahora, compañeros de tripulación —dijo Jack convoz grave—, voy a tratar de otro punto. Todos han oído

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hablar de la tinaja de la viuda. Ningún oficial, ningún marinero ni ningún infante de marinadieron señales de haber oído hablar nunca de la tinaja dela viuda ni de saber lo que significaba. —Bueno —continuó el capitán Aubrey tras una pausa—,pues en la Diane no estaba la tinaja de la viuda, y con estoquiero decir que mañana es el día de Santa Hambre. En los rostros de los marineros de barcos de guerra másveteranos aparecieron signos de comprensión, alarma,desaliento y disgusto. Y Jack permaneció silencioso unlargo momento mientras susurraban la explicación a losque seguían sin comprender. —Pero no es el peor día de Santa Hambre que heconocido —prosiguió—. Si bien es cierto que hoyrecibirán la última ración de grog y la última pizca detabaco, todavía tenemos unas cuantas galletas y un barrilde carne de caballo de Dublín que no está muyestropeada. Además, es posible que el doctor mate otrade las gacelas de la isla. Y hay otro punto importante. Losoficiales y yo no vamos a sentarnos en cojines de seda abeber vino y coñac. El despensero de los oficiales y Killickjuntarán nuestras provisiones para repartirlas entre todos ylas tendrán bajo vigilancia día y noche, y, mientras duren,todos tendrán la posibilidad de conseguir una raciónechándola a suerte. Eso es lo que van a hacer eldespensero de los oficiales y Killick, tanto si les gusta

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despensero de los oficiales y Killick, tanto si les gustacomo si no. Estas palabras fueron bien recibidas. Killick era bienconocido por el celo con que guardaba las provisiones delcapitán, incluso el poso de las más viejas botellas de vino,y el del despensero de los oficiales no era menor. Amboshicieron un gesto de enfado y desaprobación, pero casitodos los marineros rieron como no habían reído desdeantes de la batalla. —Además, Dios ayuda a quienes se ayudan a sí mismos.Todavía tenemos a Neil Walker y a otros dos hombresclasificados como ayudantes de carpintero; todavíatenemos mucha lona para velas y una considerablecantidad de cabos; y podemos recuperar muchos de losclavos y chavetas de las cenizas de la goleta. Mi plan esconstruir un cúter de seis remos para reemplazar el que sequemó, escoger a una tripulación entre los mejoresmarineros y a un oficial para que lo gobierne y enviarles aBatavia a buscar ayuda. Yo me quedaré aquí, porsupuesto. Todas estas ideas expresadas de repente confundieron ala audiencia. Se oyó un murmullo general de conformidade incluso aprobación, pero un hombre, alzando la voz,preguntó: — ¿Doscientas millas en una embarcación abierta cuandoel monzón está a punto de cambiar?

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—Blog navegó cuatro mil en una lancha de veintitrés piesabarrotada de hombres. Además, el monzón no cambiaráhasta dentro de dos semanas, e incluso un grupo deestúpidos marineros de agua dulce podrían construir enese tiempo un cúter seguro para hacer un largo viaje pormar. Y por otra parte, ¿cuál es la alternativa?¿Permanecer aquí sentado y ver morir el último mono decola prensil? No, no. Más vale perro muerto que león vivo,quiero decir… — ¡Tres vivas al plan del capitán Aubrey! —gritóinesperadamente un hombre taciturno de mediana edad yrespetado por todos llamado Nicholl—. ¡A la una, a las dosy a las tres! Aún los marineros daban vivas cuando Stephen, con elfusil bajo el brazo, fue andando hasta más allá de losennegrecidos restos de la goleta en el astillero. Todavíapodía reconocerse su esqueleto, con sus elegantes curvas,y como había llovido mucho por la noche, había perdido unpoco del olor acre que despedía el primer día. Siguió caminando por la playa hacia el oeste, con laintención de subir por el sendero que usualmente tomaba,por detrás del campo de críquet. Pero después de avanzarun rato, vio algo moviéndose en el mar; y como ya estabamuy por encima de la marca de la marea alta, donde lasmás fuertes tempestades, como la que había destrozadola Diane, dejaban gran cantidad de despojos en que

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crecían curiosas plantas, a veces con asombrosa rapidez,se sentó cómodamente en el tronco de un árbol a lasombra de los helechos y sacó el catalejo de bolsillo. Tanpronto como lo enfocó, confirmó su primera impresión:tenía delante la cara enorme, insípida, de nariz casicuadrada y expresión dulce de un dugongo. No era elprimero que veía, pero sí el primero en esas aguas, y, sinduda, nunca había podido ver mejor a ninguno. Era undugongo hembra y joven, de unos ocho pies de largo, ytenía una cría que unas veces se colocaba junto al pechocon ayuda de una aleta, se situaba de manera que las dosquedaban en posición vertical en el mar, y miraba al vacío;otras comía algas marinas que crecían en las lejanasrocas. Pero en todo momento era solícita con ella, tantoque a veces le lavaba la cara, lo que parecía una tareaabsurda en aquellas límpidas aguas. Se preguntó si supresencia y la de otras sirenas que se veían mucho máslejos eran un signo del inminente cambio de estación. —Me alegro de que ese cúter sea todavía un proyecto —dijo, después de reflexionar sobre el asunto—. Si no fueraasí, tendría la obligación de perseguir al inocente dugongo.Dicen que su carne es excelente, como la de la vacamarina del pobre Steller, mejor dicho, la pobre vacamarina de Steller. Poco después el dugongo se zambulló y fue a reunirse consus compañeras, que comían en el lejano extremo delarrecife. Stephen pensó ponerse de pie, pero en ese

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momento un ruido reclamó su atención. «Juraría que es un jabalí buscando raíces en la tierra», sedijo, volviendo despacio la cabeza hacia la derecha.Efectivamente, era un jabalí buscando raíces, la babirusamás grande que había visto. Resoplaba y gruñía a menudomientras dedicaba toda su atención a un montón detubérculos. Era un blanco perfecto y Stephen apuntó el riflemuy despacio. La babirusa era tan inocente como eldugongo, pero Stephen la mató sin escrúpulos. Mientras colgaba la babirusa de un árbol con el motón,pensó: «Apuesto a que pesa trescientas libras. ¡Madre deDios, qué contentos se van a poner! Voy a seguir elsendero por donde llegó hasta donde pueda para ver dedónde salió. Nunca ha habido un día mejor para seguirsenderos. Después creo que voy a darme el gusto de ir aver los vencejos. Me parece que ya no les guardo rencoren absoluto y quisiera ver en qué estado se encuentran losnidos vacíos. Por desgracia, el pobre Reade nunca podráentrar a cogérmelos. ¡Cielos, lo que hacen el vigor de lajuventud y el optimismo frente a una horrible herida! Dentrode dos semanas estará corriendo, y el contramaestre, encambio, como es un hombre de mediana edad y estádeprimido, tardará mucho más en recuperarse de unaherida mucho menos grave». Pensaba estas cosasmientras seguía aquel sendero bien delimitado y por finllegó a un popular revolcadero en la parte superior de laisla. Tiempo atrás había visto converger en aquel barrizal

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una docena o más de senderos, nuevos o viejos, peroahora sólo veía uno procedente del noreste. «Me desviaréaquí», decidió al llegar a un árbol desde donde habíamatado un jabalí una vez. Continuó subiendo paraacercarse al borde de la cara norte del acantilado. Cuandoaún estaba lejos del precipicio, tuvo que rodear lo quehabía sido un charco durante la noche y ahora era unespacio cubierto de lodo. Junto a la parte del borde máslejana pudo ver la huella de un niño tan clara como eraposible, pero notó que ningún rastro llevaba hasta ella nipartía de ella. «O ese niño es extraordinariamente ágil y saltó ocho pies,o un ángel dejó su huella en la tierra —se dijo, después deregistrar los arbustos sin encontrar la explicación—.Además, no tenemos grumetes tan pequeños en latripulación.» Cien yardas más adelante encontró lasolución del enigma. Cerca del borde del precipicio,donde él se había tumbado con la cabeza inclinada haciaabajo para ver aquella estrecha cueva, la cueva a la queiban a bajar a Reade, había siete cestos llenos de losmejores nidos y cuidadosamente calzados con piedras. Ypor si eso no fuera bastante claro, había un junco fondeadofrente a la costa y varias lanchas iban y venían de lapequeña playa de arena. Después de permanecer sentado allí durante variosminutos, dando muchas vueltas a las diversasposibilidades, oyó voces de niños entre los árboles que

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estaban más abajo. Hablaban en tono molesto, burlón,desafiante o despectivo, tanto en malayo como en chino.Las voces eran cada vez más audibles hasta que se oyóun golpe seguido por un grito de dolor y varios lamentos ala vez. Stephen descendió y debajo de un árbol alto encontró acuatro niños: tres niñas dando gritos de aflicción y un niñobramando de dolor y agarrándose una pierna que teníacubierta de sangre. Todos eran chinos, iban vestidos deforma muy parecida y tenían almohadillas en las rodillas ylos codos para escalar por las paredes de las cuevas. Se volvieron hacia él y dejaron de gritar. —Li Po dijo que podíamos jugar cuando llenáramos sietecestos —se quejó una niña en malayo. —No le dijimos a él que subiera hasta la cima —intervinootra—. No es culpa nuestra. —Li Po nos azotará hasta que no podamos aguantarlo —dijo la tercera antes de empezar a lamentarse otra vez. La aparición de Stephen no les asustó, él también vestíapantalón corto y ancho, chaqueta abierta y un sombrero deala ancha y, además, tenía un raro color amarillento pueshabía pasado mucho tiempo al sol. El niño, un pocoaturdido, dejó que le examinara la pierna sin oponerresistencia.

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Tras contener casi por completo la hemorragia con elpañuelo y de hacer el diagnóstico, Stephen le dijo: —Quédate tranquilo y cortaré siete tablillas. Lo hizo con el cuchillo de caza, y aunque el tiempoapremiaba, obligado por su conciencia de profesional, lasretocó antes de hacer tiras de su fina chaqueta parausarlas como vendas y cataplasmas. Trabajaba tanrápidamente como podía, pero las niñas, tranquilizadaspor la presencia de una persona adulta y competente,hablaban aún más rápido. La mayor, Mai-mai, era lahermana del niño, y Li Po, el dueño del junco, era el padrede ambos. Habían llegado de Batavia para recoger uncargamento de mineral de hierro en Ketaman, Borneo,como hacían cada estación cuando el viento era favorabley el mar estaba en calma. Se habían desviado de surumbo para ir a la isla de los nidos de pájaros. Cuandoeran muy pequeños se deslizaban por cuerdas desdearriba, pero ahora no las necesitaban porque podían llegardesde abajo metiendo estacas aquí y allí cuando eranecesario. Generalmente era muy fácil subir por laspendientes y los salientes sosteniendo un pequeño cestocon los dientes y llenar los grandes en lo alto. Sólo laspersonas delgadas podían pasar por algunos lugares. Elhermano de Li Po, a quien habían matado los piratasdyaks, había engordado mucho cuando tenía quince años.

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— ¡Así! —exclamó Stephen, haciendo despacio el últimonudo—. Creo que esto servirá. Ahora, Mai-mai, cariño,debes bajar enseguida y contar a tu padre lo que hapasado. Dile que soy médico, que he curado la herida a tuhermano y que voy a llevarle a nuestro campamento, queestá en la parte sur. No es posible bajarle hasta el junco eneste estado. Cuéntale a Li Po que hay cien ingleses en uncampamento fortificado cerca del arrecife del ladoopuesto, y que nos alegraremos de verle en cuanto lleve eljunco hasta allí. Ahora corre como una niña buena y dileque todo saldrá bien. Las otras pueden ir contigo o venirconmigo, como prefieran. Las otras prefirieron ir con él porque les atraía la novedad,no querían ver a Li Po en ese momento y les parecía unagloria llevar el rifle. Como el sendero era estrecho y suspiernas cortas, tenían que correr delante de Stephen, quellevaba el niño a cuestas, y hablar por encima del hombro ocorrer detrás y hablar mirando la parte posterior de sucabeza. Pero era imposible que no hablaran, pues teníanmuchas cosas que comunicar y muchas que aprender. Lamás delgada de las dos, cuyos ojos estaban formados porlíneas curvas de una perfección que sólo se encontrabaentre los niños chinos, quería que Stephen supiera que sumejor amiga en Batavia, una niña cuyo nombre significabaFlor Dorada del Día, tenía un gato holandés rayado. Yluego dijo que no dudaba que el viejo caballero había vistoalgún gato holandés rayado. Después preguntó si el viejocaballero quería que le contara qué plantas tenía en el

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jardín y la ceremonia por el compromiso de su tía Wang.Todo esto y una relación de las variedades de nidos depájaros con sus correspondientes precios duraron casihasta que llegaron al límite del bosque, y desde elcampamento pudieron oírles mucho antes de ver sussiluetas. Stephen, después de acostar al niño en un coy, cubrirle lapierna con un cesto y encargarle a Ahmed que se quedaraa su lado para consolarle, y después de que las niñas sefueran solas a admirar las maravillas del campamento,exclamó: — ¡Oh, Jack! ¡Cuánto valor tiene la tradición confuciana! —Eso decía siempre mi haya —dijo Jack—. Permítemeque mande a buscar tu bendita gacela antes de contarmedónde les encontraste y por qué pareces tan contento. —Esta tradición, mejor dicho, esta doctrina inculca en losniños un infinito respeto por la vejez. En cuanto le dije aesa niña ejemplar que corriera como una niña buena, sepuso de pie y, juntando las manos delante del cuerpo, hizouna inclinación de cabeza y enseguida echó a correr. Esefue el momento decisivo, crítico: o todo se estropeaba otodo salía bien. Si hubiera sido obstinada, rebelde odesobediente, yo habría fracasado… El animal está al otrolado del campo de críquet, en un árbol que tiene la mitadennegrecida a causa de un rayo y la otra verde. Así escomo voy a criar a mi hija.

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como voy a criar a mi hija. —Y quieres tener éxito, ¿verdad? ¡Ja, ja, ja! ¡Bonden,Bonden, el doctor ha salvado nuestro beicon otra vez! ¡Hasalvado nuestro beicon! Coge un buen palo y ve con otrostres hombres hasta el árbol hendido por el rayo que estájunto a la parte central del campo de críquet. Corre tanrápido como puedas. —Y volviéndose hacia Stephenañadió—: Puedes empezar. —Ahora, señor, prepárese para asombrarse. Un junco conla bodega vacía estaba fondeado frente a la costa norte dela isla y los niños bajaron a tierra para coger los nidos depájaros comestibles. Creo que el junco vendrá hasta aquíen cuanto el viento sea favorable, y es probable que sudueño y capitán nos lleve de regreso a Batavia. Esemuchacho entablillado es su hijo, y, además, tengo letrasemitidas por Shao Yen, un banquero de Batavia que éltiene que conocer forzosamente y cuyo importe alcanzarápara pagar nuestro pasaje. Y si no pide una cantidadexorbitante, sobrará dinero para comprar una modestaembarcación en que podamos acudir a nuestra cita enNueva Gales del Sur o llegar antes. — ¡Oh, Stephen! —exclamó Jack—. ¡Qué idea tanestupenda! —Juntó las manos de golpe, como solía hacercuando estaba emocionado, y continuó—: Ojalá no pidauna cantidad exorbitante… ¡Dios mío, acudir a nuestracita…! Con este viento tardaríamos como mucho tres díasen llegar a Batavia, y si Raffles puede ayudarnos a

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conseguir algo que pueda navegar a poco más de cinconudos, tendríamos tiempo de acudir incluso a una cita muyanterior, tendríamos tiempo de sobra. ¡Dios mío, fue unhecho providencial que estuvieras allí cuando el niño serompió la pierna! —Quizá sería más preciso decir que se la lastimó. Nopuedo asegurar que tenga una fractura. —Pero está entablillado. —En estos casos, todas las precauciones son pocas.¡Qué agradable es esta fuerte brisa! —A condición de que el junco navegue bien de bolina, yestoy seguro de que así navega extraordinariamente bien,con este viento llegará aquí por la tarde. ¿De qué tamañoes? —Al ver el gesto estúpido de Stephen, añadió—:Quiero decir, ¿qué cantidad de agua desplaza? ¿Cuál esel tonelaje? ¿Cuál es el arqueo? —No lo sé. ¿Es posible que tenga diez mil toneladas? — ¡Qué tipo más raro eres, Stephen! —exclamó Jack—.La Surprise no llega a las seiscientas toneladas. ¿Cómoes el bendito junco comparado con ella? —Mi querida Surprise… —dijo Stephen, pero enseguidareaccionó y continuó—: No presumo de ser un experto encuestiones náuticas, ¿sabes?, pero me parece que el

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junco, sin ser tan largo como la Surprise, es mucho másancho y está menos hundido en el agua. Estoy seguro deque hay sitio para todos, y para las posesiones que nosquedan. —Con su permiso, señor —les interrumpió Killick—. Lacomida está servida. —Killick —respondió Jack, sonriendo de una forma que aKillick le hubiera parecido incomprensible si no hubieraestado escuchando atentamente—, todavía no hemospuesto todo el vino en el fondo común, ¿verdad? — ¡Oh, no, señor! Hoy todavía hay grog para todos losmarineros. —Entonces, trae un par de botellas de Haut Brion con elcorcho largo, las de 1789. Y dile al cocinero que preparealgo para aplacar el hambre de las niñas hasta que lleguela gacela. —Se volvió hacia Stephen y dijo—: El HautBrion debe de ir bien con el caballo de Dublín, ¡ja, ja, ja!¿No soy agudo? Lo entendiste, ¿verdad, Stephen? Porsupuesto que no he querido ofender a tu país, que Diosbendiga. Sólo ha sido una broma. Sin parar de reír, sacó el corcho, le dio un vaso a Stepheny levantó el suyo, y entonces dijo: —Por el magnífico, magnífico junco, el junco más oportunoque se ha visto.

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El magnífico junco apareció frente al cabo antes queterminaran la segunda botella y enseguida viró abarlovento y empezó a avanzar hacia el fondeadero. —Antes que tomemos el café, voy a echar un vistazo alvendaje —anunció Stephen. Y al llegar a la tienda-hospital dijo: —Señor Macmillan, tenga la amabilidad de darme dostablillas de buen aspecto y muchas vendas. Ambos quitaron las tiras de la chaqueta y limpiaron bien elarañazo. —Noto un esguince, señor —informó Macmillan—, ytambién una considerable tumefacción en el maléolo, pero,¿dónde está la fractura? ¿Por qué le ha entablillado? —Es posible que tenga una fisura casi imperceptible —respondió Stephen—, pero debemos tratarla con tantocuidado como si fuera una fractura conminuta de la peorclase. Además, debemos untarle la pierna con manteca decerdo mezclada con arcilla de Camboya. Cuando regresó a tomar el café, advirtió que Jack Aubrey,a pesar de sus bromas, no había pasado por alto lanecesidad de hacer una demostración de fuerza. Ahoratras el parapeto había numerosos hombres armados y

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todos ellos eran visibles desde el junco. Por tanto, Li Po subió la ladera en actitud humilde ysumisa, acompañado solamente de un joven que llevabauna miserable caja llena de litchis secos y una lata de téverde de mala clase. Li Po rogó al eminente médico queaceptara esos insignificantes artículos que eran un pálidoreflejo de su respeto y su gratitud. Luego preguntó si podíaver a su hijo. El pequeño no pudo representar mejor su papel. Gruñó yse quejó, movió los ojos de un lado al otro dentro de lasórbitas en señal de angustia, habló con una voz débil comola de un moribundo y, con petulancia, trató de esquivar unacaricia de su padre. —No se preocupe —dijo Stephen—. Su sufrimientodisminuirá en cuanto estemos navegando. Le atenderé díay noche, y cuando le quite el vendaje en Batavia, verá quela pierna estará completamente curada.

CAPÍTULO 3 Cuando la Diane encalló en el arrecife que no aparecía enlas cartas marinas, llevaba de regreso a Batavia alenviado británico encargado de negociar con el sultán de

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Pulo Prabang, y cubría la primera etapa de su viaje devuelta a Inglaterra. El señor Fox había concluido con éxitolas negociaciones de un tratado de amistad con el sultán,a pesar de la enconada competencia de los franceses, ycomo estaba deseoso de llevarlo a Londres, cuando eltiempo era aparentemente bueno zarpó en la pinaza de lafragata, junto con su séquito, una tripulación y un oficial,para recorrer las doscientas millas que faltaban. A la vezdejó una copia acreditada, firmada y sellada a susecretario, David Edwards, tanto como razonable medidade precaución como medio para deshacerse de él, ya quela tenía tomada con el joven y no deseaba estar en sucompañía durante el largo viaje de Batavia a Inglaterra. Pero a la pinaza la había sorprendido el mismo tifón quedestruyó la fragata encallada, y si el original y el enviadohabían desaparecido, la importancia de la copia eramayor. El alegre y optimista joven, que carecía de dinero ynecesitaba encontrar un trabajo fijo, tenía cifradas susesperanzas en ella. Pensaba que si llegaba a Whitehall ydecía al ministro: «Señor, aquí tiene el tratado firmado conel sultán de Pulo Prabang» o «Señor, tengo el honor detraerle el tratado firmado entre su majestad y el sultán dePulo Prabang», eso le conduciría a algo. Naturalmente, noal nombramiento de caballero o barón, como Foxesperaba, pero, sin duda, a algún puesto de pocaimportancia en el Gobierno, tal vez agregado de alguna delas legaciones más pequeñas y remotas o vice legado dela Junta del Tapete Verde. Era un hombre honorable e

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ignoraba que la carta que Fox había adjuntado a la copiaestaba emponzoñada, pues en ella hablaba mal de casitodos los que iban a bordo de la Diane y especialmente desu secretario; sin embargo, Stephen, que por ser agentesecreto vivía según un código diferente, conocía muy biensu contenido. Edwards, guiado por su sentido del deber, el afecto queaún sentía por su jefe, su honesto interés y todo lo que eraapropiado, había envuelto el tratado en un pedazo de lino yluego en un trozo de seda cubierto de cera, y después lohabía metido en un estuche. Siempre llevaba el estuche enel pecho, y ahora, estando junto con Stephen en la altapopa del junco de Li Po mirando hacia atrás, se dio unaspalmaditas en el pecho y, al oír el sonido apagado delcartón, dijo: —A veces me parece que este documento está maldito.Estuvo en un naufragio y casi llegó a hundirse; sufrió elataque de los dyaks y estuvo a punto de quemarse; yahora está en peligro de ser aprehendido por piratas, porlo que se perderán irremediablemente todos nuestrosesfuerzos. —No hay duda de que este espectáculo es capaz dehelarle la sangre en las venas a cualquier hombre —sentenció Stephen, mirando el temible parao queavanzaba velozmente por la estela del junco, navegandocon el viento del sureste en contra y ambas batangas

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blancas de espuma rozando el mar. Era temible porque, obviamente, era un barco pirata, ymucho más rápido que el junco, pero no era muy peligroso:era pequeño, no llevaba a bordo más de cincuentahombres muy apretados y no tenía ningún cañón. —A pesar de todo —añadió—, creo que se largará, comodiría el capitán Aubrey, tan pronto como él y el señor Welbyhayan alineado a los infantes de marina en los costados.Además, Mai-mai, que sabe más de los marinos dyaks ylos piratas en general que doce de nosotros juntos, me haasegurado que es simplemente un pequeño parao deKarimata, y está asombrada de que navegue tan confiadoporque esto es territorio de Wan Da. Cuando él no estácazando ni de servicio en el palacio, navega de un lado aotro por el estrecho y cobra tributos a quienes hanaceptado su protección y hunde o quema los barcos de losdemás. Al fin los infantes de marina subieron pesadamente, consus rojas chaquetas, sus blancas bandoleras y susbrillantes mosquetes, aptos para participar en un desfile entierra. Se alinearon junto a la borda, junto a todas lasbordas, y el capitán Aubrey gritó a Stephen: — ¡Por favor, dile que vire a babor! Se oyeron varias voces en falsete dando órdenes en chinoy luego el junco describió una suave curva que le permitió

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mostrar su aplastante armamento, que incluía doscarronadas. Después de contemplarlo durante un rato, lospiratas viraron y se alejaron con rapidez navegando haciael norte, en busca de otra presa más fácil. —Señor Welby —dijo Jack—, salvaría algunas vidas siordenara romper filas a sus hombres inmediatamente. Ypermítales que se quiten los calcetines. Cruzó varias sonrisas e inclinaciones de cabeza con Li Poy luego dijo a Stephen y a Edwards: —Siento mucho haber dejado que temblaran de miedotanto rato, pero la construcción del junco es tan diferente alas que estamos acostumbrados a ver que los pobreshombres no podían encontrar sus cosas. Las botasestaban en una bodega; la ropa, en otra; las bayonetas,separadas de las bandoleras; y la caliza en la bodega depopa, junto con la pólvora. ¿Me creerían, caballeros, si lesdijera que este barco tiene nada menos que seis bodegasseparadas? Y cuando digo separadas quiero decirdivididas entre sí por un mamparo impermeable. En ese momento sus oficiales subieron en grupo la escalay llegaron al curioso alcázar o pequeña plataforma para elque no había ningún término en el vocabulario de laArmada Real. Miraron a su alrededor con la mismaexpresión de asombro que generalmente ponen loshombres de tierra adentro cuando están a bordo de unbarco de guerra.

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barco de guerra. —Señor Fielding, ¿no tengo razón al decirle al doctor quehay nada menos que seis bodegas separadas? —Ése es un cálculo moderado, señor —respondióFielding—. Richardson y yo contamos siete, y el oficial dederrota, ocho, así que vamos a hacer otro recorrido. Losguardiamarinas dicen que han contado un número de dosdígitos. — ¿Mai-mai, cariño —dijo Stephen asomándose a unenjaretado bajo el cual se veía jugar a las dos niñas a unjuego similar a la rayuela—, serías tan amable de mostrara estos señores todos y cada uno de los compartimientosdel junco? Estoy seguro de que te darán una galleta debarco entera para ti sola. —A las niñas les encantaban lasgalletas de barco, a pesar de lo viejas que estaban, y nopodían creer que en tiempos normales les dieran una libraa los marineros todos los días laborables. —Esta forma de construir un barco es extraña —dijo Jack—, pero bien sabe Dios que tiene sus ventajas. Si la Dianehubiera tenido estos mamparos, ahora estaría navegando. Después siguió hablando de las maniobras que seahorraban y de la solidez y la flexibilidad, que eranmayores que las que otras estructuras proporcionaban,pero se interrumpió al notar que su interlocutor ponía carade no entender nada.

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—Tengo que curar al niño —se disculpó Stephen—. Allí ala derecha hay otro pelícano. Además de tener que revisar las tablillas y volver a ponerleal niño el llamativo bálsamo violeta bajo la atenta miradade su padre, tenía que hacer algo realmente serio, unaronda en compañía de Macmillan, a quien, para susorpresa, encontró borracho. Era corriente que en losbarcos de guerra los hombres estuvieran un poco bebidosdespués de comer, y en ese barco lo estaban más que lousual, pues el grog estaba mezclado con el aguardiente depalma de Li Po, una bebida alcohólica casi el doble defuerte que la que habían sacado de la Diane después queel contador la aumentara echándole agua de lluvia y unpoco de vitriolo. Y Macmillan, por supuesto, había comidoen la camareta de guardiamarinas a mediodía. A pesar deeso, Stephen se asombró porque Macmillan generalmenteestaba sobrio. Incluso ahora mantenía perfectamente elequilibrio y ponía bien las vendas, pero su lengua natal, elescocés, con sus curiosas interrupciones glóticas, sonidosaspirados y fuertes erres, interfería en el inglés que solíahablar. Además, actuaba con mayor seguridad y estabamás locuaz que de costumbre. —Me pasé despierto toda la noche y de repentecomprendí por qué le entablilló la pierna al niño —dijo—.¡Ja, ja! Debe de haber pensado que era un tonto. —No, en absoluto —respondió Stephen—. Tiene una

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deformación congénita en la espinilla que tal vez tengamosque cauterizar para evitar problemas en el futuro. ¿Lonotó? —Sí, lo noté. Mi mujer tenía una igual, pero encima de larodilla. Se encontraban en un lugar casi privado, un lugar queservía como trastero del capitán y dispensario, y Stephen,que sinceramente apreciaba e incluso sentía afecto por suayudante, pensó que debía decir: —No sabía que estuviera casado, señor Macmillan. Macmillan tardó un rato en hablar porque estaba muyocupado sacando las pastillas, el yeso, las pócimas y lasvendas con su obsesivo perfeccionismo, y cuando por finempezó, lo hizo como si ya hubiera contestado y esa fuerala continuación de la respuesta. —Pensaba que una esposa era una persona a la que unopodía contarle sus sueños, pero un día ella me arrojó a lacara las lonchas de beicon que estaba friendo en la sartény gritó: «¡Al diablo con tus malditos sueños!» y se marchódando un portazo. —Entonces cerró el botiquín, repitiendoel mismo movimiento de siempre con la llave, y prosiguió—: Nunca volví a verla. En un paréntesis contó que vivían en el piso más alto de unedificio en Canongate y luego, en un tono de voz diferente,

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añadió: —Yo no era un buen esposo para una joven tan alegrecomo ella. De niño soñaba con velas que se doblaban bajoel sol hasta que llegaban a tocar el estante; cuando ya eraun hombre, tenía sueños muy parecidos, como, porejemplo, que estaba apuntando una pistola con gestotriunfal y el cañón se doblaba, se doblaba… Más allá de varias cubiertas y varias bodegas Stephen oyóel tambor tocar Roast Beef of Old England para convocar alos oficiales a comer. —Discúlpeme, Macmillan —le interrumpió Stephen—,pero el capitán es muy estricto en cuanto a la puntualidad. Ese día, en lugar de rosbif había restos de la babirusa,algunos cocinados al estilo inglés y otros al estilo chino,una pequeña variedad de platos javaneses y la mejor sopade nido de pájaro que un hombre que no fuera elemperador podía tomar en su vida. —Me parece, caballeros —dijo el capitán dos minutosdespués que brindaron por el rey—, que estamos orzando.Doctor, ¿permitirías a Ahmed subir a la cubierta parasaber qué pasa? Ahmed regresó en un momento y, haciendo una inclinaciónde cabeza, explicó en tono de desaprobación, pero a lavez conciliatorio, que estaban deteniendo el junco,

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soltando las velas para permitir que se acercara un barcopirata el doble de grande, y que Li Po le había dicho queno era posible ni deseable huir y que podría ser fatal. —Salimos del fuego para caer en las brasas —dijoEdwards a Stephen cuando estaban subidos sobre cabosadujados, justo detrás de Jack y sus oficiales, mirando elparao extraordinariamente grande que estaba porbarlovento y la canoa que se acercaba a ellos. —Con su permiso, señor ¿puedo subirme en los mismoscabos que usted? —preguntó Reade en voz baja. — ¡Por supuesto que puede, señor Reade! —respondióStephen—. Deme la mano. Y, por amor de Dios, tengacuidado con este madero para que el muñón no tropiececon él, porque me partiría el corazón ver dañada una unióntan perfecta. —Se volvió de nuevo hacia el secretario ycontinuó—: Es una asombrosa figura retórica, señorEdwards, pero, si me perdona, no muy exacta. Sería mejordecir «parrilla», pues los malayos siempre asan a laparrilla a sus prisioneros cristianos, mejor dicho, a todoslos que no crucifican. Puede leer muchas cosas sobre esteasunto en el libro de Pére du Halde. —Creo que si no fuera por este tratado, estaría muydispuesto a apostatar —dijo Edwards. La canoa se abordó con el junco y su capitán y dossubordinados fueron llevados al remedo de portalón,

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donde Li Po y sus compañeros les recibieron con unaprofunda reverencia. Cuando Li Po pronunció las primeraspalabras, el capitán miró con asombro a los marinerosingleses, a los infantes de marina (ahora vestidos conviejos pantalones y camisas), a los oficiales y finalmente aStephen. —Wan Da, amigo mío, ¿cómo está? —preguntó Stephen—. Sin duda, habrá reconocido al capitán Aubrey y a susrespetables oficiales, y también al señor Edwards, queguarda el valioso tratado. Indudablemente, los había reconocido, y dijo que estaríaencantado de tomar café con el doctor Maturin y el capitánAubrey tan pronto como sus subordinados hubieranterminado su trabajo, que consistía en recoger cientoveinticinco monedas de plata y tres cestos de nidos depájaro como pago por el peaje. Puesto que Li Po, desdeque había visto aquel parao tan bien conocido, habíaestado reuniendo con cuidado las monedas, escogiendolas menos valiosas y más dudosas que tenía en su cabina,la operación no duró mucho. Pero durante este tiempo,aunque fue breve, Stephen pudo enterarse por Wan Da devarias cosas sobre la fragata francesa Cornélie, ya lista enPulo Prabang para navegar pero aún sin un mínimo deprovisiones, que los franceses hacían grandes esfuerzospor conseguir, y esas cosas le parecieron suficientes paradeclinar la invitación en nombre de Jack, a quien dijo en unaparte:

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—Escucha, amigo mío, nos han invitado a ir al otro barco,pero para ti eso sólo significaría oír hablar largo rato, unrato que podría alargarse debido a la traducción. Tecontaré lo principal cuando regrese. Así pues, se fue solo al otro barco. —Sí —dijo Wan Da, conduciendo a Stephen hasta una filade cojines—, está lista para navegar. Ya se encuentra enla bahía; todos los navegantes experimentados hanaconsejado a los franceses que pasen por el estrecho deSalibabu en esta época del año y ellos juran que eso es loque harán en cuanto puedan cargar provisiones suficientespara llegar hasta allí. Y están consiguiendo bastantescosas. Naturalmente, no tienen dinero ni crédito, pero hancambiado sus seis cañones de nueve libras, ciertacantidad de balas y metralla, veintisiete mosquetes, doscadenas de ancla, un ancla y un anclote por comida,principalmente sago. Estarán hartos del sago mucho antesde llegar al estrecho de Salibabu, ¡ja, ja, ja! — ¿Cree usted realmente, señor Wan Da, que ladesesperada tripulación de un barco bien armado puedelimitarse a vivir de sago? —No si puede encontrar un barco más débil en algúnrincón del mar. Los tigres necesitan saciarse. Pero, comole decía en el junco, su problema es la pólvora. Elcondestable era un hombre negligente y ya había varios

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barriles estropeados desde poco después de llegar;luego, la lluvia cayó a mares cuando se desató el tifón, elmismo que les afectó a ustedes. Me causó mucha penasaber lo que les ocurrió —añadió, posando la mano en larodilla a Stephen—. Así que toda la que tenían en la costase empapó. Ahora el enviado francés, el capitán y todoslos oficiales han reunido sus anillos, sus relojes, susaccesorios, todos los cubiertos y objetos de plata, comolas hebillas de los zapatos, cerraduras y bisagras, paraconseguir una cantidad de dinero con que comprar tantosbarriles o medios barriles como el sultán les permita. —Ese es un monopolio de la corona, claro. — ¡Oh, sí! A excepción de la pólvora que usan los chinospara los fuegos artificiales. No sé qué cantidad habránpodido obtener secretamente de ellos los franceses, perono creo que sea mucha, y además de ser poca tendráescasa fuerza. — ¿Qué opina el sultán? —No le preocupa. Como Hafsa está en un estado degestación avanzado, le ha comprado en Bali unaconcubina, una encantadora criatura de piernas largas queparece un muchacho y que, según dicen, es perversa. —Wan Da estuvo unos momentos pensando y riendo parasus adentros y luego sentenció—: Está obsesionado conella y deja todo en manos del visir.

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Stephen conocía bien a Wan Da. Habían cazado juntos yWan Da había actuado como intermediario cuandoStephen compró el favor del gobierno con letras emitidaspor Shao Yen. Después de reflexionar unos momentos,sacó otra de esas letras con el bien conocido sello delbanquero chino y dijo: —Wan Da, por favor, tenga la amabilidad de averiguar siesto puede persuadir al visir de que se oponga a la ventade pólvora a los franceses. Dígale que podrían usarla paraatacar Pulo Prabang, en venganza por no haber firmado eltratado con ellos, y también apoderarse del dinero delsubsidio inglés y del tesoro real y violar a las concubinas.Usted no le debe nada a los franceses. Ha cumplido supalabra de protegerles. Lo que les ocurra lejos (porejemplo, en el remoto estrecho de Salibabu), no es asuntosuyo. De todas formas, como bien sabe, lo que va asuceder ya está decidido, lo que está escrito, está escrito. —Muy cierto —respondió Wan Da—. Lo que está escrito,indudablemente, está escrito. Sería una tontería negarlo. Pero no parecía muy decidido ni convencido, y cuandocogía la cafetera para volver a servirse, sonrióforzadamente. — ¿Recuerda el rifle de Fox, el que llamaba El Mantón?—preguntó Stephen después de tomar otra taza de café yhacer un comentario sobre el oso colmenero.

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La expresión de Wan Da se mostró alegre al recordarlo. — ¿El que tenía la cabeza de un cisne en el cerrojo? Stephen asintió con la cabeza y dijo: —Ahora es mío. ¿Me haría el honor de aceptarlo comoprueba de amistad? Se lo entregaré a los tripulantes de lalancha cuando me lleven de regreso al barco. Ahora,amigo Wan Da, tengo que dejarle. * * * —Su excelencia, uno de los grandes juncos locales acabade llegar al puerto cargado hasta los topes de apenadosmarineros británicos. — ¿Son de alguno de los de la Compañía de Indias? — ¡Oh, no, señor! —Por lo que se puede ver, a pesar desu suciedad, son blancos; o bastante blancos. Jackson lesobservó con el catalejo y piensa que pertenecen al barcocorsario de Mauricio que zarpó el mes pasado. — ¡Malditos sean! Señor Warner, haga todo lo necesariopara que se alojen en las barracas de la caballería, queestán bastante limpias. Y puede pedir ayuda al mayorBentinck. El gobernador volvió a ocuparse de su orquídea. Era una

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epifita que estaba colocada en un soporte alto de modoque el conjunto de sus casi cincuenta flores blancas (de unblanco purísimo con el centro dorado) colgaba por el ladocercano al caballete y casi rozaba el reloj, un raro reloj porel que medía sus momentos de ocio. Se preocupabademasiado por la exactitud de las cosas como paratrabajar rápidamente, y sólo había pintado diecinuevecuando el secretario regresó y anunció: —Disculpe, excelencia, pero hay un tipo del junco queinsiste en verle. Según dice, posee documentos que sólole entregará a usted personalmente. Dice que es médico,pero no lleva peluca y no se ha afeitado en una semana. — ¿Se llama Maturin? —Me avergüenza decir que no oí su nombre, señor,porque estaba hecho una fiera cuando llegué al vestíbulo.Es un hombre feo, bajo, de complexión débil y de tezpálida. —Dígale que entre y cancele mis citas con el dato Selim yel señor Pierson. Entonces puso cuidadosamente el caballete, las acuarelasy la orquídea a un lado, apretó el gastado botón del reloj ycuando la puerta se abrió, avanzó hacia ellaapresuradamente exclamando: — ¡Mi querido Maturin, cuánto me alegro de verle! Le

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dábamos por perdido. Espero que esté bien. —Perfectamente bien, gracias, gobernador, sólo un pocoagitado —respondió Stephen, cuyo rostro, en verdad, noestaba amarillento como era habitual—. El sargento meofreció cuatro peniques para que me fuera. —Lo siento mucho. Casi todas las personas hancambiado. Pero siéntese, por favor, y tome un poco denaranjada. Aquí tiene una jarra muy fría. Y ahora cuéntemelo que ha pasado en todo este tiempo. —Fox tuvo éxito en las negociaciones del tratado.Enseguida la Diane zarpó para llegar a la cita que teníafrente a las Falsas Nantunas. El otro barco no apareció, yAubrey, después de esperar el tiempo estipulado, pusorumbo a Batavia. Durante la noche, la fragata encalló en unarrecife que no figuraba en las cartas marinas cuandohabía marea viva. El mar estaba bastante tranquilo y elaccidente no causó ningún desastre ni, por supuesto, unnaufragio; sin embargo, fue imposible desencallarla apesar de los enormes esfuerzos realizados y tuvimos queresignarnos a esperar la siguiente marea viva que seformaría al cambiar la luna. Pero el señor Fox pensó queno debía perder tiempo y zarpó rumbo a Batavia con suséquito en la más sólida de las lanchas de la fragata. Lalancha fue azotada por el mismo tifón que destruyó laDiane mientras permanecía en el arrecife, por lo quesupongo que se habrá perdido. ¿No ha tenido noticias de

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él? —Ninguna en absoluto. Y no creo que hubiera podidotenerlas, pues ese tifón fue tremendamente destructor. Dosbarcos que hacen el comercio con las Indias quedarondesmantelados y muchos, muchos barcos del país sellenaron de agua y se hundieron. No hay esperanza posiblede que una embarcación abierta se haya salvado. Tras una pausa dijo Maturin: —Le dejó una copia acreditada a su secretario, el señorEdwards, como precaución. La tengo aquí —añadió,entregándole una carpeta—. Por supuesto que era undeber y un privilegio de Edwards traérselo, pero el pobrejoven está postrado a causa de la disentería y, para noperder tiempo, me rogó que se lo entregara y le presentarasus respetos. —Muy correcto por su parte. Raffles sacó el sobre de la carpeta y preguntó: — ¿Me disculpa? — ¡Por supuesto! —Ningún enviado ha conseguido mejores términos —dijotras su lectura—, parecen dictados por los ministros. —Noobstante eso, no parecía totalmente satisfecho, y después

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de haber mirado inquisitivamente a Stephen, agregó—:Pero hay una carta adjunta. —Así es —confirmó Stephen—. La leí para ver si en ellase revelaba mi participación en la operación, por no decirque se me traicionaba. Algo extraño me hizo suponer queera posible. —Al menos no hizo eso —dijo Raffles—, pero la carta esuna violenta e injuriosa denuncia. ¡Pobre Fox! Yo veía veniresto hacer varios años, pero que llegara a tal extremo…Tal vez no lo crea, Maturin, pero de joven era una excelentecompañía. Es terriblemente injuriosa —repitió, mirando lamalintencionada carta con pesar. —Es tan injuriosa que estuve tentado de destruirla. — ¿El señor Edwards conoce el contenido de la carta? —No, el pobre joven no lo sabe. Tiene puestas todas susesperanzas en la entrega del tratado, con lo que esoconlleva en Whitehall. —Comprendo, comprendo. Puede asegurarlo, ¿verdad,Maturin? — ¡Por supuesto! —Si se hiciera pública, destruiría la buena reputación deFox. Todos sus amigos lamentarían extraordinariamente…

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—Entonces vio a su mujer pasar por delante de la puertade cristal con guantes de jardinería y dijo—: Olivia, cariño,aquí está el doctor Maturin, que ha regresado de su viajejunto con la mayoría de sus compañeros. —Señora —dijo Stephen—, le pido perdón humildementepor aparecer en este estado, con estos pantalones, con elpelo sin empolvar y esto que casi se podría llamar barba.Aunque el capitán Aubrey consideró que no debía venir,que desprestigiaría la Armada, desoí su consejo. Ni él nininguno de sus hombres pondrán un pie en la costa hastaque estén arreglados como para pasar la inspección de unalmirante. Tiene que comprender, señora, que viajamos enun sucio junco empleado generalmente para transportarmineral de hierro, que es una importante fuente desuciedad. Como nuestra ropa está guardada en múltiplescompartimientos, el capitán tardará alrededor de una horaantes de tener el honor de visitarles, pero me ha dicho queentretanto les presente sus respetos. La señora Raffles sonrió. Expresó la alegría que leproducía volver a ver al doctor Maturin, y anunció queinmediatamente mandaría a un mensajero a invitar alcapitán Aubrey y a sus oficiales a comer esa tarde y quese marchaba. —Bien —dijo Raffles cuando ambos se sentaron de nuevo—, ¿quiere decirme cómo fue obtenido el tratado? —Desde luego, influyeron muchos factores: el subsidio, los

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—Desde luego, influyeron muchos factores: el subsidio, losargumentos que dio Fox y otros. Pero uno fue el hecho deque su banquero y el amable Van Buren me presentaran alos intermediarios apropiados, y pude ganarme así el favorde la mayoría de los miembros del gabinete. —Confío en que no supondrá que el Gobierno lereembolsará más de un décimo de los gastos. Y sólo lohará tras siete años de impertinente insistencia. —No. Me permití el lujo de hacerlo principalmente pordefender una buena causa, pero tengo que admitir quetambién por un vehemente deseo de derrotar a Ledward ya su amigo. — ¡Oh! ¿Y qué les pasó? —Murieron en un disturbio después de perder su prestigioen la corte. —Que Dios les perdone. —Puesto que los franceses casi no tenían dinero, puesLedward se lo había gastado jugando, no habíacompetencia, así que el lujo no fue tan costoso. Y ahoraquiero permitirme otro: la compra de un mercante medianoque pueda navegar velozmente. —Entonces, ¿no tiene intención de regresar a Inglaterra enalguno de los barcos que hacen el comercio con lasIndias?

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—Absolutamente ninguna. ¿No le hablé de la cita quetenemos con… con otro barco en estas aguas o susproximidades, y de que tenemos que regresar pasandopor Nueva Gales del Sur? —Sí, pero pensé que ya había pasado el momento. —No, porque se previeron varias posibilidades. Además,en confianza, le diré que es posible que nos encontremoscon la Cornélie. — ¿No sería necesario en ese caso un barco de mayorpotencia y, por tanto, hacer un considerable gasto? —Sin duda, es necesario hacer un considerable gasto,pero me queda bastante dinero depositado en manos deShao Yen, y los regalos que hice fueron muy pequeños. Ysi eso no es suficiente, siempre puedo traer dinero deLondres. —Hizo una pausa con extrañeza y luego continuó—: Parece apenado, señor. Tiene, si me permite decirlo,una expresión triste y desconcertada. —Bueno, para serle sincero, Maturin, debo confesar queestoy triste y desconcertado. No hay cartas personalespara usted ni para Aubrey, probablemente porque las hanllevado a Nueva Gales del Sur, pero tengo malas noticiasque darle. ¿No me dijo que había cambiado de bancoporque no estaba satisfecho con el que tenía?

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—Así es. Sólo había allí un montón de cerdos ignorantes,malhumorados y desagradecidos. —Y eligió el banco de Smith y Clowes para reemplazarlo,¿verdad? —Exactamente. —Entonces, siento mucho decirle que el banco de Smith yClowes ha suspendido pagos. Está en la bancarrota. Esposible que pague pequeños dividendos a los acreedores,pero hasta ahora no hay ni la más remota posibilidad deque usted pueda sacar dinero. En ese momento, Stephen recordó claramente la oficinadel abogado de Portsmouth donde se redactó eldocumento en que pedía a su banco transferir todo lo queposeía al banco de Smith y Clowes. También allí seescribió el poder que otorgó a sir Joseph Blaine, quetambién era el ejecutor de su testamento. El abogado queredactó el documento era muy competente y estabaacostumbrado a enfrentarse a estratagemas, fraudes ymala fe. Era un viejo polvoriento que disfrutaba mucho consu trabajo y masticaba con sus desdentadas encíasmientras la pluma se deslizaba sobre el papel. Lapolvorienta habitación tenía las paredes cubiertas delibros, para usar como referencia más que por placer, y lapolvorienta ventana daba a una pared, de cuya esquinacolgaba una lámpara que iluminaba tenuemente el oscurotecho, y la sombra de una gaviota que pasó por delante se

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techo, y la sombra de una gaviota que pasó por delante seproyectó sobre aquel desorden. —Aquí tiene, señor —había dicho el abogado—. Si hacecopias, y en asuntos como éstos un documento autógrafoes siempre mejor, desafío al hombre más polémico, críticoy sabihondo del reino a superarlo. No olvide firmar los dosdocumentos y mandarlos a Sir Joseph con el correo de latarde. No sellan la saca hasta las cinco, por lo que tendrátiempo para hacer dos copias con letra pequeña yembarcar antes que cambie la marea. Apenas había tardado un santiamén en recordar todoaquello, incluido el pequeño discurso que con voz chillonadio el abogado, pues ahora, al oír a Raffles, parecía que nose había perdido ni una palabra. —Pero por otra parte, me alegra decirle que tengo unanoticia menos desagradable que darle, una noticia que encierto modo compensa la anterior. —Hace poco sacamos del agua una goleta holandesa deveinte cañones que, a causa de una infección, fue hundidaa propósito hace varios meses y ahora es tan estanca yestá en tan buenas condiciones como el día que labotaron. Si estuviéramos en la terraza podría verla con uncatalejo. Se encuentra justo frente al islote próximo alastillero de la Compañía de Indias holandesa. Como ledigo, no es más que una embarcación de veinte cañones,así que no puede enfrentarse a la Cornélie, pero al menos

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les permitirá acudir a la cita. —Me sorprende usted, gobernador —dijo Stephen—.Estoy sorprendido y contento. —Me alegro —repuso Raffles, mirándole desconcertado. — ¿Me permite ir a comunicarle la buena nueva a Aubrey?Le dejé muy afligido, examinando cuidadosamente losinnumerables libros y documentos de la Diane que debepresentar al oficial de marina de mayor rango de aquí.Está en un mar de confusiones, pues cuando los dyaks nosatacaron en la isla, perdió al contador y a su escribiente. — ¡Oh, Maturin, no me ha dicho nada de eso! —Puedo contar muy poco sobre las batallas. Por logeneral, no las veo ni participo en ellas. En éstaprecisamente estuve en la tienda-hospital casi todo eltiempo y ni siquiera llegué a tomar parte en la carga final.Fue una cruenta lucha, y aunque ellos mataron o hirieron amuchos de nuestros hombres, nosotros les aniquilamos.Pero el capitán se la contará con precisión. Se movió deun lado a otro del campo de batalla como si aquélla fuerasu tierra natal. Sin duda, sabrá usted cómo rugen loscachorros de tigre. — ¡Sin duda! —Ese es el ruido que él hace cuando emprende una

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batalla. ¿Me permite ir a buscarle ahora y cambiar mi ropapor otra más apropiada para sentarme a la mesa de laseñora Raffles? — ¡Por supuesto! Mi falúa le llevará al barco enseguida ytraerá a todos nuestros invitados. Por favor, dígamecuántos oficiales sobrevivieron. —Todos menos el contador, el escribiente y unguardiamarina, aunque Fielding se quedó cojo para elresto de su vida, Bennett, un ayudante de oficial dederrota, se encuentra todavía en un estado delicado, yReade perdió un brazo. — ¿El muchacho de pelo rizado? —No. El muchacho de pelo rizado murió. Raffles movió de un lado al otro la cabeza, pero como noera posible hacer ningún comentario apropiado, se limitó adecir: —Mandaré a buscar la falúa. —Y tras una pausa añadió—:Con respecto a la presentación de los libros de la fragataque Aubrey piensa hacer a un oficial superior, no hayninguno aquí, el más cercano está en Colombo. Por esarazón tengo tanta libertad para disponer de la goletaholandesa. Además, permítame decirle que conozcocasos en que se han perdido todos los libros ydocumentos de un barco en un naufragio o debido al

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ataque del enemigo y las autoridades no se han inmutado;en cambio, en casos en que faltaba un solo certificado deaduana, un recibo o una firma en uno de los muchos,muchos libros, ha habido una interminable disputa porcarta y las cuentas no se han ajustado hasta siete o diezaños después. Le digo esto extraoficialmente. * * * Cuando bajaba a la costa, Stephen pidió al timonel delgobernador que le llevara a una juguetería. —Quiero comprar tres muñecas para las niñas —dijo. Tal vez ésa era la última vez que iba a verlas, porque sehabía decidido que Jack y él se alojaran en la residenciadel gobernador y Li Po tenía prisa por recoger elcargamento de mineral de hierro y zarpar cuandocambiara la marea. — ¿Muñecas, señor? —preguntó el timonel con asombroy, después de pensar un rato, añadió—: Sólo conozco unatienda holandesa, y no sé qué pensará una niña china deuna muñeca holandesa. Seguramente usted lo sabrá mejorque yo, señor, dado que conoce a las interesadas. Dadoque conoce a las interesadas —repitió con satisfacción. Llevó a Stephen a una tienda situada junto a un canal quetenía ventanas a ambos lados de la puerta. Y frente a la

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puerta abierta estaba sentada la tendera, una mujerbátava. —El caballero quiere comprar una muñeca —anunció eltimonel—. Una muñeca —repitió en voz más alta, haciendoun extraño gesto con el brazo y la cabeza. La tendera les miró con sus claros ojos entrecerrados yuna expresión de desconfianza, pero al reconocer la libreade los servidores del gobernador, se levantó y les permitióentrar. Sólo podía elegir entre media docena de muñecasvestidas con la ropa de moda en París hacía varios años.La mujer les levantó la falda y el refajo para mostrar lasbragas con volantes, que eran de quita y pon. —Auténtico encaje, sí, sí. Después de observarlas unos minutos, Stephen, presa dela desesperación, escogió las tres con vestidos menosatrevidos. La tendera escribió el precio claramente en una tarjeta yse la dio al timonel repitiendo: —Auténtico encaje, sí, sí. —Dice que valen medio joe cada una —informó el timonel,sorprendido, pues medio joe equivalía casi a dos libras. Stephen entregó el dinero, y la tendera, con una mirada

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maliciosa, añadió tres orinales al paquete. —No sé… —dijo el timonel—. Nunca he visto a ningunaniña china con nada como esto, y tampoco a una mora. Cuando la falúa del gobernador empezó a navegar endirección al junco, Stephen pensó en la pobreza en que seencontraba de nuevo, pero muy superficialmente. Noanalizó cuáles eran sus sentimientos, mejor dicho, elsentimiento que se estaba formando en lo profundo de suser. De momento, sólo sentía pena por haber perdido algoy cierta desazón. Pensó que a veces, en las batallas, lehabían llevado hombres que habían resultado malheridospero no se daban cuenta de ello, sobre todo si las heridasno se veían. «Me olvidaré de esto una semana», se dijo. Eso es lo quehabía hecho cuando le habían ocurrido otras desgracias yhabía sufrido a causa de pérdidas e infidelidades. Aunquetenía algunas desventajas y a veces los sueños leatormentaban durante la noche, todavía le parecía que erael mejor modo de enfrentarse a una situación en queprobablemente no se podrían controlar la emoción y laangustia. A menudo la importancia relativa del asunto eramenor que la que le otorgaba en los primeros momentosde confusión mental. Cuando subió a bordo del junco llamó a Mai-Mai, Lou-Mêng y Pen T'sao y les dio sus regalos. Ellas le dieron lasgracias cortésmente, hicieron repetidas inclinaciones de

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gracias cortésmente, hicieron repetidas inclinaciones decabeza y cogieron con cuidado los objetos envueltoscuidadosamente en papel de regalo. Pero, por el asombrocon que miraron las muñecas y la expresión sorprendida ya la vez indignada que pusieron al reconocer los orinalescon adornos, Stephen comprendió que no les habíaproporcionado el placer que esperaba, aunque no estabamuy seguro. Tuvo mejor suerte en la cabina que compartía con JackAubrey. Cuando caminaba por el laberíntico interior delgran junco, avanzando por las cubiertas cortas y anchas,se dio cuenta de que ya se había recibido la invitación dela señora Raffles, pues en los lugares sombríos habíacolgadas elegantes chaquetas (hechas para resistir unatempestad en el polo ártico), cepilladas y arregladas, juntoa las cuales estaban sus dueños vestidos con calzonesblancos tratando de mantener alejados el calor y el polvo. — ¡Ah, estás aquí, Stephen! —exclamó Jack con unasonrisa involuntaria que arruinó la gravedad de su tono—.Y seguramente habrás dado mucho prestigio a la Armada.Me extraña que los perros no te hayan perseguido. Ahmedy Killick se ocuparon de preparar tu ropa en cuanto llegó lainvitación, y ya está sobre el baúl. Voy a llamar al barberode la fragata. —Antes que venga déjame que te diga dos o tres cosas—dijo Stephen—. La primera es que Raffles tiene un barcopara ti, una goleta de veinte cañones que estuvo

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totalmente inmersa a propósito durante varios meses yacaba de ser sacada del agua. — ¡Oh! —exclamó Jack radiante de alegría, es decir, conla cara roja, donde resaltaban sus blancos dientes y susojos de un azul intenso, y estrechó la mano a Stephen conuna fuerza tremenda. —La segunda es que cuando nos encontramos con WanDa y me dijo, como sabes, que la Cornélie zarparía pronto,no te conté que tomaría una ruta muy parecida a la quedebería haber seguido la Diane y tendrá que seguir lacorbeta holandesa recién recuperada, la que casiobligatoriamente pasa por el estrecho de Salibabu.Tampoco te dije que tiene escasez de pólvora y que, comoel comercio de ésta es un monopolio del Estado, le pedíque persuadiera al visir de que no le diera más. Jack bajó la vista y el color rojo ciruela que denotaba sualegría desapareció de su cara. —En aquel momento pensé en el mercante quepensábamos comprar y quería evitar que lo capturaran o lodestruyeran en medio del mar. Pero probablemente laCornélie tenga un poco de pólvora, ya sea porque laconservaron o porque la compraron a los comercianteschinos, y, además, no sé si Wan Da tendrá éxito. Pensó que era mejor no decir nada sobre los libros de lafragata en ese momento. Hizo una pausa y entonces

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empezó el toque de un tambor anunciando el monzón, untoque fuerte, cada vez más fuerte. —Bueno —dijo Jack, recuperando un poco del color delprincipio—, no tengo palabras para expresar lo contentoque estoy por el barco del gobernador. Luego, alzando la voz, gritó: — ¡Killick, Killick! Di al barbero que venga. —Caballeros —dijo el gobernador—, no encuentropalabras para expresar la alegría que sentimos la señoraRaffles y yo al verles sentados a esta mesa. Sinceramente,quisiéramos que estuvieran aquí más hombres de sugrupo, todos los de su grupo —añadió, haciendo unainclinación de cabeza a los heridos y sonriendo a Reade,que se sonrojó y miró hacia su plato—, aunque haymuchos precedentes gloriosos… Fue un discurso de bienvenida bien estructurado y sincero,pronunciado con una alegría que a menudo le habíapermitido tener éxito ante los comités, pero llegó aalcanzar el tono de los de la Armada. Además, los oyentesde Raffles, que generalmente comían mucho mástemprano, estaban hambrientos, ahogados de calor ysedientos a pesar de la lluvia que había traspasado suscapas de agua, y cualquier discurso les habría parecidodemasiado largo. No mostraron disgusto, pero tampocoprestaron mucha atención, y cuando Reade se puso

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pálido, el gobernador terminó repentinamente, saltándosecinco párrafos, y bebió por su feliz retorno una copa declarete frío, que en ese clima se consideraba más sanopara los enfermos y los jóvenes. Tomaron un plato tras otro con alegría propiciada por lacordialidad de la señora Raffles, por su habilidad naturalpara ser una anfitriona y por la fresca brisa que siguió a lalluvia. Fue maravilloso ver cuánto llegaron a comer losenfermos y los jóvenes y con qué amabilidad lespersuadieron de que se marcharan sin formalismos encuanto sintieran el más mínimo cansancio. Fue un grupo más reducido el que llegó a tomar el oporto yuno aún más pequeño el que se reunió con la señoraRaffles y las otras dos damas para tomar café y té. Y sóloJack, Stephen y Fielding llegaron a entrar en la bibliotecacon el gobernador. Jack ya le había mostrado suagradecimiento, su profundo agradecimiento a Raffles porhaber tenido la amabilidad de ofrecerle la goletaholandesa, la Gelijkheid, y ahora el gobernador le entregóuna carpeta que contenía los planos, un bosquejo delcostado y otro de la cubierta, una sección longitudinal ytodos los datos que le permitirían formarse una idea de suforma y saber sus medidas exactas. Los marinos losexaminaron detenidamente mientras Ahmed traía lasespecies botánicas sobrevivientes del viaje. Antes de abrirel paquete, Stephen contó sucintamente a Raffles cómoera Kumai, el otro edén, con sus orangutanes, sus tarsios y

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sus tupayas. —Si dispusiera de quince días de descanso, me iría allímañana mismo —dijo Raffles—. La excusa perfecta seríauna visita de cortesía al sultán para ratificar la alianza, y lacorbeta Plover, que llegará de Colombo a final de mes, meproporcionaría la pompa necesaria. Pero no puedeimaginarse cuántas preocupaciones tiene en mente quienostenta una parte de una corona, aunque seapequeñísima. En Java y los territorios que están bajo sudominio hay gran cantidad de rajaes, sultanes y grandeslatifundistas, y todos con tendencia a cometer parricidio yfratricidio y a dar golpes de estado. Además, siempre hayconflictos entre javaneses, madureses, simples malayos,naturalmente, kalangs, buduwis, amboneses, bugis,hindúes, armenios y los demás. Se odian unos a otros,pero están dispuestos a unirse para enfrentarse a loschinos, y una pequeña revuelta puede extenderse con unarapidez extraordinaria. Miró con atención el paquete y luego preguntó: — ¿Quiere un cuchillo? —Creo que podré deshacer el nudo —respondió Stephen,atrapándolo con los caninos—. Los marineros detestanverle a uno cortar cabos, cuerdas e incluso cordeles —añadió con voz apagada—. Ya está. En este primerpaquete hay una colección de lo que crece en el bosqueque hay detrás de la casa de Van Buren. Seguramente la

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que hay detrás de la casa de Van Buren. Seguramente lamayoría de las plantas le resulten familiares. — ¡En absoluto! —exclamó Raffles, y mientras lasdistribuía en dos montones comentó—: Esta tarde viene unhombre que sabe mucho de las epifitas. Se llama JacobSowerby y ha publicado varios trabajos en Transactions.Me lo han recomendado para el puesto de naturalista delGobierno. He entrevistado a uno o dos más, pero… ¡Oh,nunca he visto nada como esto, ni siquiera parecido! —exclamó, sosteniendo en lo alto una planta mustia que sólopodría haber atraído la atención de un devoto botánico. —Su excelencia —interrumpió un secretario—. El mayorBushel ha mandado a un mensajero a rogarle que acuda almercado chino porque su presencia terminará con eldisturbio enseguida. El capitán West ya ha sacado a laguardia por si usted estima conveniente ir. Y el señorSowerby ya está aquí. —Lo siento mucho —se disculpó el gobernador anteStephen. —Luego se volvió hacia su secretario y dijo—:Muy bien, señor Akers. Saldré por el Patio del León. Porfavor, presente mis excusas al señor Sowerby. Esperovolver dentro de media hora. Y después, desde la puerta más lejana, gritó: — ¡Sería mejor que le mandara a subir! El señor Sowerby entró en la habitación. Era un hombre

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delgado y de unos cuarenta años. Por lo tensa que tenía lacara era obvio que estaba nervioso; por sus primeraspalabras era obvio que el nerviosismo le hacía adoptar unaactitud agresiva. Stephen hizo una inclinación de cabeza y dijo: —Usted debe de ser el señor Sowerby, ¿verdad? Minombre es Stephen Maturin. —Es usted botánico, ¿no es cierto? —preguntó Sowerbymirando hacia los especímenes. —No me atrevería a decir que soy botánico —respondióStephen—, aunque publiqué un pequeño trabajo sobre lasfanerógamas de Upper Ossory. —Entonces, ¿es naturalista? —Creo que justamente podría definirme a mí mismo comonaturalista —respondió Stephen. Sowerby no respondió enseguida, sino que permaneciósentado mordiéndose las uñas. Stephen se dio cuenta deque le consideraba un rival, pero como sus modales erantan groseros, no le sacó de su error. Por fin Sowerby,mirándose las uñas mordidas, dijo: —Las fanerógamas de Ossory caben en un pequeñísimolibro. Ossory está en Irlanda, y no sería necesario trabajar

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mucho para estudiar todo el país, salvo, quizá, las formasde vida primitivas de las ciénagas. Estuve allí, sí, estuveallí, y aunque me habían hablado de su pobreza, mesorprendió ver lo pobre que eran en realidad la flora, lafauna y la población. — ¡Vamos! No cualquier isla puede presumir de tener elmadroño y el falaropo. —No cualquier isla puede presumir de tener la capital llenade liquen islándico y de niños salvajes y descalzos. Hayextrema pobreza… Aunque la pobreza de que hablaba Sowerby en esemomento tenía relación con las aves (no había pájaroscarpinteros, ni alcaudones, ni ruiseñores), la palabra lerecordó a Stephen la quiebra de Smith y Clowes, lo queañadió un nuevo elemento a sus ya complejossentimientos. Estaba decidido a no demostrar a Sowerbycuánto le lastimaban y cuánta rabia le causaban suscomentarios, pero le resultó difícil soportar que compararael Trinity College de Dublín y «el raquítico edificio deladrillo donde se alojan los estudiantes» con «lasespléndidas residencias de Trinity en Cambridge, queforma parte de una universidad mucho mayor» y que dijeraque «las diferencias entre las dos islas guardan la mismaproporción». Además, le fue casi imposible escuchar conentereza la larga serie de diatribas que lanzó contra «losvergonzosos sucesos de 1798, cuando un numeroso grupo

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de traidores se sublevaron contra su soberano natural,quemaron la rectoría de mi tío y le robaron tres vacas» y laafirmación de que la pobreza y la ignorancia siemprehabían sido y serían el destino de esa desafortunadacomunidad dominada por el clero mientras siguieransiendo adeptos a la superstición romana. — ¡Ah, gobernador! —exclamó Stephen, volviéndosehacia la puerta abierta por donde entraba Raffles con laexpresión propia de alguien que ha cumplido su misión—.Me alegro de que haya llegado en el momento oportunopara oírme destrozar a… no diré mi oponente, sino miinterlocutor, con una cita muy apropiada que acaba deacudir a mi mente. El señor Sowerby sostiene que losirlandeses siempre han sido pobres e ignorantes y yo digoque eso no siempre ha sido así, y apoyo mi afirmación nocon palabras de crónicas como las de los CuatroMaestros, pues en tal caso se me podría tachar de parcial,sino en las de un erudito inglés, Beda el Venerable, aquien Dios tenga en su gloria. En la Historia Eclesiástica,Beda dice: «en el año 664, una epidemia de pesteaniquiló la población de la costa sur de Inglaterra». Enirlandés la llamamos buidhe connail, que significa «plagaamarilla». Y continúa: «Poco después pasó al territorio deNorthumbria, extendiéndose por todas partes y causandola muerte de multitud de hombres… No causó menosdaños en la isla de Irlanda, donde muchos de los nobles yde las personas de más bajo rango… —Tosió y prosiguió—: Donde muchos de los nobles y de las personas de más

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bajo rango de la nación inglesa se encontraban entoncesestudiando teología o viviendo en monasterios, yrecibiendo de los irlandeses comida y libros y enseñanzagratis pro Deo». Jack le había estado observando atentamente y con granangustia. Notó que Stephen estaba furioso y sabía lo queera capaz de hacer. Cuando se sentó su amigo, a quien lehabían dejado de temblar las manos, exclamó: — ¡Muy buena cita, doctor! Muy buena cita, palabra dehonor. Yo no podría haber dicho ninguna ni la mitad deapropiada si no hubiera sido del Código Naval. —Indudablemente, fue un argumento contundente, miquerido Maturin —dijo Raffles—. Fue una respuesta comolas que generalmente uno da después de un sucesoimportante. ¿Qué tiene que decir, señor Sowerby? El señor Sowerby sólo tenía que decir que no era suintención ofender a otra nación, que no sabía que elcaballero era de Irlanda y que le pedía perdón porcualquier agravio que involuntariamente le hubiera hecho.Luego, aprovechando que los marinos se iban, se marchó. —Espero que todo haya ido bien —dijo Stephen. — ¡Oh, sí! —exclamó Raffles—. El Ramadán está a puntode terminar, ¿sabe?, y los musulmanes más estrictos sevuelven irritables al final del día, sobre todo en un día tan

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caluroso como éste. Mañana volverán a ser amablespersonas manchadas de grasa de cordero. Siento quehaya tenido que soportar a este tipo. La entrevista se ledebe de haber hecho eterna. —El segundo nombre del caballero es Prolijo —bromeóStephen. Durante un rato ambos clasificaron las orquídeas ensilencio y después, en tono vacilante, Raffles dijo: —Sin duda, usted suele estar rodeado de caballeros y desus compañeros oficiales, de personas que conocen suorigen y su valía. No sé si sabrá que las malas opinionescomo esa respecto a la pobreza, la ignorancia y la IglesiaCatólica Romana están muy extendidas y que los queestuvieron relacionados de alguna manera con lasublevación sienten un profundo resentimiento. Si usted noha tratado a la clase de personas que tienen la autoridaden Nueva Gales del Sur, me temo que se llevará una gransorpresa si se queda allí un largo período. —Me relacioné brevemente con ellas cuando gobernaba elinfortunado William Bligh, pues hicimos escala en la bahíade Sidney para cargar algunas provisiones esenciales enel Leopard. El pueblo había empezado una insurrección, ypor lo poco que traté a los oficiales, me parecieron unmontón de déspotas a caballo, con toda la arrogancia y lavanidad que el término implica.

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—Por desgracia, las cosas no han mejorado desdeentonces. —Es extraño que cuando los habitantes de las coloniasinglesas de América se separaron de Inglaterra —dijoStephen después de una pausa—, les apoyaron muchosingleses, incluso James Boswell, en oposición al doctorJohnson, y en cambio, cuando los irlandeses intentaronhacer lo mismo, nadie, que yo sepa, habló en favor deellos. Es cierto que Johnson, al referirse a la deshonrosaunión con Kevin FitzGerald, le dijo: «No se una a nosotros,señor. Nosotros nos uniríamos a usted sólo para robarle»,pero eso fue mucho antes de la sublevación. —Me maravilla que Johnson fuera tan paciente con elsimple de Boswell y que el simple haya escrito un libro tanimportante. Recuerdo un pasaje en el que el doctorexpresa su aversión por los colonos insurrectos y dice queformaban «una raza de convictos que deberíanagradecernos todo lo que les damos menos la muerte enla horca». Y también otro en el que dice: «Estoy preparadopara amar a todos los hombres, excepto a losamericanos», luego les llama «granujas, ladrones, piratas»y afirma que los va a «quemar y destruir». Pero entoncesla intrépida señorita Steward dice: «Señor, éste es unejemplo de que siempre actuamos con extrema violenciacontra aquellos a quienes hemos herido». Quizá ahora seactúa con esa misma violencia contra los irlandeses. ¿Leapetecería tomarse conmigo un ponche?

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—No me apetece, Raffles, aunque le agradezco mucho suamabilidad. De hecho, tan pronto como hayamosclasificado este montón, me retiraré a descansar. El día hasido bastante fatigoso. Cuando atravesaba la galería adonde daban lashabitaciones de los secretarios sintió olor a opio, unadroga que había tomado durante muchos años en unaforma más conveniente, transformada en láudano. Lahabía tomado unas veces por placer y para relajarse;otras, para aliviar dolores; otras, las más numerosas, paraeliminar la excitación emocional. La abandonó cuando sereconcilió con Diana, y le impulsaron a hacerlo muchasrazones, una de las cuales era la creencia de que unhombre debe arreglárselas sin fortaleza embotellada y deque la fortaleza verdaderamente importante es la queprocede de su interior. Pero al reconocer aquel olor, pensóque si hubiera sentido un frasco a mano habría tenido latentación de quebrar su resolución, pues sabía que esanoche necesitaría una extraordinaria presencia de ánimo.En primer lugar, porque se había enfadado mucho y creíaque eso no le ayudaría a dormir en absoluto; en segundo,porque probablemente la parte más locuaz de su ser, pormucha disciplina que le impusiera, le atormentaría cuandoestuviera distraído o próximo a dormirse conobservaciones sobre su actual pobreza: la imposibilidadde mantener a Diana, dotar una cátedra de osteología,hacer buenas obras de vez en cuando, pagar algunas

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rentas vitalicias que había prometido, viajar a lugaresremotos en la Surprise cuando por fin se firmara la paz… Ypensaba que, si lograba dormir, el despertar sería peor,pues a su mente despejada acudirían todas estas ideas,acompañadas, indudablemente, por otras que aún no se lehabían ocurrido. Pero los hechos demostraron que las dos suposicioneseran erróneas. Se durmió casi sin transición, con laconsiguiente confusión de las últimas palabras delpadrenuestro. Fue un sueño profundo y relajado, del queno salió hasta que, al rayar el alba, se dio cuenta de queera un lujo estar tumbado allí, experimentando un granbienestar y sintiéndose casi liberado del cuerpo; recordócon satisfacción que tenían un barco, notó que una enormefigura se interponía entre la fuente de la débil luz y él, y oyóque Jack, con voz suave y apagada, preguntaba si estabadespierto. — ¿Y qué si lo estoy, amigo mío? —preguntó Stephen. —Bueno —dijo Jack, y su vozarrón, como solía pasar, llenóla habitación—, entonces te diré que Bonden encontró unesquife verde, por llamarlo de algún modo, y pensé que tegustaría venir conmigo a ver la goleta holandesa cuyonombre nunca puedo recordar. — ¡Claro que sí! —exclamó Stephen, saltando de la camay poniéndose rápidamente la ropa.

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—Supongo que podrás lavarte y afeitarte luego —dijo Jack—. Tenemos que desayunar con el gobernador,¿recuerdas? —Sí. Bueno, creo que debo, aunque una peluca ocultaríamultitud de pecados. La ciudadela de Batavia, en cuyo interior estaba laresidencia del gobernador, se encontraba en un estadocasi caótico. La última administración holandesa, en unintento de acabar con la alta mortalidad causada por lasfiebres, había cerrado buena parte del foso y habíaeliminado o desviado temporalmente muchos canales, ydebido a todo eso, Stephen pudo bajar desde la ventanahasta el esquife, donde Bonden le ayudó a sentarse en lapopa sobre un cojín y Jack se reunió con él. Recorrieronlentamente unas cien yardas por el estrecho y sinuosocanal, donde en una ocasión pudieron ver de cerca a lasasombradas personas que estaban en una cocina, y enotra, las sonrojadas caras de quienes se encontraban enuna habitación; luego atravesaron la desvencijadacompuerta; después siguieron avanzando por otro canalde aguas poco profundas; y finalmente, empujadossuavemente por la corriente, llegaron a la bahía. Era un díaapacible, y solamente había allí algunos paraos depescadores que, ente la bruma, movían los remosproduciendo un suave murmullo. Stephen volvió a dormirse. Cuando se despertó, Bonden

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todavía remaba al mismo ritmo, pero el sol naciente,situado detrás de ellos, había disipado toda la niebla. Elmar estaba en calma y tenía un color azul delicado yuniforme, y Jack Aubrey, a través del luminoso aire, mirabahacia delante con gran atención. —Ahí está —anunció al notar el movimiento de Stephen. Stephen, siguiendo su mirada, vio un islote con un muelle yfrente al muelle el casco de un barco más bien pequeño yde color marrón apagado. — ¡Oh! —exclamó antes de recuperar del todo sucapacidad de razonamiento—. ¡No tiene mástiles! — ¡Qué líneas tan delicadas! —exclamó Jack y luego,volviéndose hacia Stephen, hizo un paréntesis—: Laremolcarán hasta el dique seco dentro de un día o dos, yhay mástiles en abundancia. ¿Has visto alguna vez líneastan delicadas, Bonden? —Nunca, señor, exceptuando la Surprise, claro. — ¿Qué barco va? —gritó alguien. — ¡Diane! —respondió Bonden con voz clara y aguda. El ayudante de capitán interino recibió al capitán de laDiane con tanta formalidad y cortesía como era posiblecon una brigada de cuatro hombres, pero la ceremonia

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acabó por estropearse cuando desde abajo llegó un gritoen tono enfático e irritado: — ¡John, si no vienes en este mismo momento, los huevosse pondrán duros y el beicon se quemará! —Por favor, vaya a tomar el desayuno, señor —dijo Jack—. Puedo encontrar mi camino sin dificultad, pues suexcelencia me dio los planos anoche. En efecto, la goleta le resultaba familiar porque habíaestudiado los planos la noche anterior; sin embargo,mientras guiaba a Stephen por las escalas y las cubiertasy le llevaba a la bodega, no paraba de exclamar: — ¡Qué embarcación tan hermosa! ¡Qué embarcación tanhermosa! Y cuando estaban de nuevo en el castillo, mirando haciaBatavia, dijo: —No te preocupes por la pintura ni por los mástiles,Stephen. En unas cuantas semanas de trabajo en elastillero se le proporcionará todo eso. Pero sólo la manode un hombre brillante con madera noble a su alcance escapaz de crear una pequeña obra maestra como ésta. ¿Tehas fijado en sus perfectas cuadernas? Se quedó un rato pensando y sonriendo y después dijo:

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—Dime, ¿cuál fue el epíteto con que el pobre Fox seconfundió la primera vez que el sultán nos recibió enaudiencia? —Resegaran mawar, bunga budi bahasa, hiburan buahpala. —Está bien, pero lo que quería saber era la traducción quehiciste. ¿Cuál era el último? —Fruto del consuelo. — ¡Eso es! Esas eran las palabras que tenía desde hacetiempo en algún rincón de mi mente. Creo que para estapequeña goleta de hermosas líneas y placas de cobrenuevas, que por ser estanca y tener la popa ancha, puededar solaz a cualquier hombre, sería un nombre excelente elde un fruto pequeño, por ejemplo, nutmeg[2] ¡QueridaNutmeg! ¡Qué encanto!

CAPÍTULO 4 En Batavia ocurrían pocas cosas que tardaran en saberseen Pulo Prabang, y poco después que la Nutmeg fueseincorporada a la Armada como correo, con todas las

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formalidades que las circunstancias permitían, llegó unacarta de Van Buren en la que felicitaba a Stephen porhaber sobrevivido, le hablaba sobre un orangután de cortaedad, afectuoso y de mucho talento que le había regaladoel sultán y terminaba diciendo: «Me han encargado que lediga que el barco se hará a la mar el día 17, y aunque miinformador no puede decir si está muy bien abastecido ono, espera que sus deseos se hayan cumplido al menosen parte». El día 17. Y la Nutmeg apenas tenía los palos inferiores delos mástiles colocados y la bodega, muy limpia, olorosa yseca, pues innumerables culis habían rascado las paredeshasta llegar a la madera en estado natural y se habíasecado con los cuarteles quitados y las portas abiertasdurante las últimas ráfagas sofocantes del pasado monzón(no había cucarachas, ni pulgas, ni piojos, ni mucho menosratones o suciedad del antiguo lastre incrustada), estabavacía, tan vacía que la embarcación apenas estabahundida en el agua y se veía gran parte de las brillantesplacas de cobre desde la proa a la popa. Los encargados del astillero holandés, y sobre todo lostrabajadores, eran muy competentes y concienzudosincluso comparados con los de la Armada Real; sinembargo, formaban una corporación y no podían soportara los intrusos. Estaban dispuestos a trabajar tanrápidamente como lo permitiera el limitado número demiembros y también (por consideración) varias horas más

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de las estipuladas, pero no permitían que se contratara aningún artesano de fuera, por mucha pericia que tuviera.Sólo admitían a los que se dedicaban a rascar, un trabajorealmente rastrero que sólo se asignaba a una casta debugis, y pensaban que no necesitaban ningún tipo deayuda de ningún tripulante de la Nutmeg. En el astillero, lagoleta era el coto de los trabajadores. Si el señor Crown,el contramaestre, que estaba muy impaciente, ponía undedo en una vinatera, algo que estrictamente concernía alos aparejadores, se oía el grito « ¡Todos fuera!» y losmiembros de todos los gremios dejaban las herramientasy bajaban por la plancha lavándose las manossimbólicamente, y, después de largas negociaciones y derecibir un pago por las horas perdidas, eran llamados altrabajo otra vez. Eran, teóricamente, miembros de unanación conquistada, y el astillero, la madera, los cabos y lalona que usaban pertenecía al rey Jorge, pero unobservador objetivo no pudiera haberlo adivinado, y elviejo jefe, la pobre víctima, que hacía juicios muy subjetivosy estaba pálido por la frustración, gritaba dos o tres vecesal día: «¡Traición!», «¡amotinamiento!», «¡vayan alinfierno!» o «¡azoten a todos delante de todos los barcosde la flota!» —Supongo que ustedes, los caballeros de la Armada, seoponen rotundamente a la corrupción —dijo Raffles. — ¿A la corrupción, señor? —preguntó Jack—. Meencanta esa palabra. Desde que tuve el mando de un

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barco por primera vez, he corrompido a todos losencargados de astilleros y servicios de material de guerrao de avituallamiento con un mínimo apego a la tradiciónque pudieron ayudarme a conseguir que mi barco zarparamás rápido y preparado para el combate ligeramentemejor que otros. He corrompido en la medida de misposibilidades, y a veces he pedido prestado para hacerlo,pero creo que no he dañado seriamente la reputación deningún hombre y que ha valido la pena hacerlo por laArmada, por mis compañeros de tripulación y por mí. Si yosupiera qué cuerdas mover aquí, o si aún estuvieranconmigo el contador o mi escribiente, ambos expertos enel asunto a un nivel inferior, haría lo mismo en Batavia, contodo mi respeto, señor, y a mucha mayor escala, porquetengo más recursos ahora que entonces. —Es una lástima, pero hasta dentro de dos meses novendrá ninguno de los barcos que hacen el comercio conlas Indias, pues sus capitanes entienden esta cuestiónperfectamente bien. A pesar de todo, creo que si elempleado que se ocupa de todas las construccioneshablara con el superintendente, podría conseguir algo. Porsupuesto que ni usted ni yo podemos aparecer ni,obviamente, usar fondos oficiales, pero extraoficialmenteharé todo lo que esté a mi alcance para ayudarle a zarparlo más pronto posible. Detesto que sea necesario untar ala gente que debería obrar por sí sola, pero reconozco queesa necesidad existe, sobe todo en esta parte del mundo.Y en el caso de la Nutmeg quiero ayudar a satisfacerla con

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todo lo posible. —Le estoy sumamente agradecido, señor, y si por mediode su valioso empleado puedo averiguar el precioaproximado de la solución, haré todo lo posible parapagarlo con el dinero que tengo aquí. Y si no puedo,seguramente podré encontrar algún establecimiento queacepte letras emitidas en Londres. — ¿Cuál es su banco, capitán Aubrey? —Hopare, señor. — ¿Usted no cambió como el pobre Maturin? — ¡No, no, por Dios! —exclamó Jack, golpeándose lapalma de una mano con el puño de la otra—. El peor actoque he cometido en mi vida ha sido hablarle del bancoSmith and Cloves y me maldigo por haberlo hecho. Por loque a mí respecta, tenía varios miles de libras depositadosallí por conveniencia, pero el resto lo dejé en el Hoare. —En ese caso, un amigo de Maturin y mío, Shao Yen, leproporcionará el dinero. * * * Shao Yen le proporcionó el dinero, y los diversos gremiosrelacionados con el asunto fueron persuadidos de queabandonaran sus prácticas habituales por un tiempo, por

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lo que en menos de treinta y seis horas la goleta se llenóde entusiastas trabajadores, incluidos todos los tripulantesde la Nutmeg que podían encontrar un lugar donde estarde pie. A menudo, muy a menudo, Jack y sus oficialeshabían tenido que animar a los tripulantes (Fielding lohacía extraordinariamente bien y Crown no le iba en zaga),pero nunca antes habían tenido que instarles a que seabstuvieran de hacer muchas cosas, a rogarles que nohicieran demasiados esfuerzos en aquel clima húmedo ypoco saludable ni corrieran tantos riesgos en lo alto. Lostripulantes de la Nutmegy los integrantes de la guardia depopa que no tenían que hacer tareas de tipo técnico,pintaban la goleta supervisados a distancia por Bennett, elmás improbable superviviente de la batalla, que desde unesquife inmóvil en el agua daba gritos del tipo: « ¡Mediapulgada más por debajo de la porta!», mientras la Nutmegse iba cubriendo de cuadros blancos y negros al estilo deNelson. Ése era, en opinión de Jack, el dibujo másapropiado para un barco de guerra, y pudo encontrarmucha pintura en Batavia para hacerlo, pues a pesar deque la Armada Real sólo estaba representada allí por unteniente y una veintena de empleados de diversacategoría, había estado en el puerto una gran escuadraque, ante la posibilidad de regresar, había dejado grancantidad de pertrechos, la mayoría procedentes decapturas. Con esos abundantes pertrechos Jack Aubreyarmó la Nutmeg. Se paseaba con entera libertad por elalmacén, como por la cueva de Alí Baba; mejor dicho, lascuevas, pues la parte donde estaba la vasta selección de

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cabos estaba completamente separada del recintoacorazado donde se encontraba la pólvora. Todo lo que unmarino, por su profesión, podía desear, estaba allí enperfecto orden. Desde hacía tiempo había llegado a la conclusión de quesi se encontraba con la Cornélie, tenía sólo dosposibilidades (a menos que el objetable plan de Stephentuviera éxito): huir o luchar penol a penol. La Nutmeg, consus veinte cañones de nueve libras, no podría sostener unlargo combate con la fragata francesa de treinta y doscañones de dieciocho libras, sobre todo si los cañonesfranceses estaban tan bien apuntados como generalmentelo estaban; sin embargo, si la armaba con carronadas detreinta y dos libras y lograba que ambas quedaransituadas a tocar penoles, podría disparar una andanadade trescientas veinte libras en vez de noventa y sushombres pasarían al abordaje ocultos por el humo. Entonces, carronadas. En compañía del condestable y susayudantes recorrió el oscuro almacén situado tras elmuelle del servicio de material de guerra, y todos seasombraron de la abundancia que tenían ante la vista y deque tuvieran libertad de elección (porque el gobernadorhabía dado carta blanca al capitán Aubrey). Ibanapresuradamente de una pieza de artillería a la otra,probándolas para encontrar las que se pudieran apuntar ala perfección, y les era casi imposible decidirse. Con unamezcla de alegría y angustia escogieron finalmente las

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veinte carronadas y luego tuvieron que ocuparse de lasbalas, una cuestión delicada, pues en las carronadas, adiferencia de lo que sucedía con los cañones largos,apenas podía quedar holgura entre la bala y el cilindro, yera necesario que las balas fueran casi perfectamenteesféricas para disparar con precisión aunque fuera a cortoalcance. Cada bala pesaba treinta y dos libras; cadacarronada requería muchas balas (había que tener unagran cantidad para hacer prácticas, ya que todos lostripulantes estaban acostumbrados a usar los cañones dela pobre Diane); y entre todos rodaron toneladas ytoneladas por el polvoriento suelo y el círculo de prueba. A pesar de sus virtudes (peso ligero, carga ligera,brigadas de pocos artilleros, gran poder letal), lascarronadas eran piezas delicadas. Eran tan cortas que, enocasiones, aunque las hubieran sacado completamente, elfogonazo podía incendiar la jarcia, sobre todo si estabaninclinadas hacia los lados. Además, se calentaban confacilidad y podían saltar y soltarse. Puesto que Jackdecidió que la Nutmeg estuviera armada principalmentecon carronadas (aunque conservó su viejo cañón debronce de nueve libras y otro muy parecido para usar enlas persecuciones), pasó horas con las personasindicadas para conseguir que las portas fueranperfectamente adecuadas para las pequeñas y rebeldescriaturas y asegurarse de que ninguna parte de la jarciaquedaba cerca de sus bocas por mucho que se inclinaranhacia los lados. Por otra parte, a costa de cuantiosos

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sobornos a los holandeses, consiguió que un grupo deexcelentes carpinteros se incorporara al trabajo ycambiara las ordinarias cureñas por otras inclinadas, queabsorberían buena parte de la energía en el retroceso. Yno fue ésa su única extravagancia. — ¿Para qué sirve ser casi rico si uno no puede hacergrandes gastos en ocasiones? —preguntó a Rafflescuando Stephen no podía oírle. En esa ocasión en particular, gastó mucho en velas, velaspara todo tipo de tiempo, desde el acompañado de unviento suave y errático hasta el que era probable encontrarfrente al cabo de Hornos, y también en cabos, pues queríaponer el mejor cáñamo de Manila casi en todas partes,especialmente en la jarcia fija, donde, según él, ningún otrotipo podía superar en resistencia al costoso cáñamo detres cabos. Entre todo esto y la búsqueda de un carpintero, uncontador, un escribiente y dos o tres jóvenes aptos paraser guardiamarinas (Reade y Bennett, aunque teníanbuena voluntad, no podían subir a la jarcia ni estaban encondiciones de hacer guardia de noche cuando había maltiempo), apenas veía a Stephen. Además, puesto que lospacientes que habían sobrevivido estaban mejorandomucho, Stephen pasaba buena parte de su tiempo conRaffles, ya en la ciudadela, ya en Buitenzorg, la residenciade verano del gobernador, donde se encontraban sus

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jardines y la mayoría de sus colecciones, que examinabacon sumo interés. Poco después que los carpinteros chinos subieran abordo, una calurosa mañana en que el cielo amenazaballuvia, Stephen, que se dirigía a Buitenzorg, bajó de suhermosa yegua y, mientras Ahmed sujetaba con paciencialas riendas, se preguntó si valía la pena llevar una capa deagua grande, pesada y no totalmente impermeableenrollada detrás de la silla, con la posibilidad de estarrígido y mojarse si llegaba el mal tiempo, o si era mejorarriesgarse a empaparse, aunque eso le permitiría estarun poco más fresco. Luego pensó que posiblemente nollovería. Y mientras estaba haciendo estasconsideraciones vio que Sowerby se aproximaba conpaso vacilante y que a veces incluso se detenía. Cuandoya se encontraba a corta distancia se quitó el sombrero yle saludó: —Buenos días, señor. —Buenos días, señor —respondió Stephen, poniendo elpie en el estribo. A pesar del gesto, Sowerby se le acercó le dijo: —Estaba a punto de dejar esta carta para usted, señor,pero ahora que he tenido la satisfacción de encontrarle,espero que me permita agradecerle personalmente sugenerosidad. Su excelencia me ha dicho que debo mi

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recomendación a su nombramiento, quiero decir, minombramiento a su recomendación. —La verdad es que no tiene mucho que agradecerme —dijo Stephen—. Me enseñaron los currículos presentadospor los diversos candidatos y pensé que el suyo era muchomejor que los otros, y eso fue lo que dije, nada más. —Aun así, señor, le estoy profundamente agradecido. Y enestima de mi prueba por usted, si me lo permite, daré unnombre en honor suyo a una planta no descrita. Pero noquiero entretenerle. Por favor, acepte esta carta quecontiene el ejemplar de una planta y una completadescripción. Buenos días, señor. Que tenga un buen viaje. En ese momento Sowerby estaba casi ciego por la tensiónnerviosa, el color de su cara iba y venía y sus palabras seencabalgaban, pero por milagro entregó la carta en vez dedejarla caer, pasó sin sufrir daños por delante delintranquilo caballo de Ahmed, se puso el sombrero,esquivó un poste del camino por media pulgada y se alejócaminando muy rápidamente. Cabalgaron sin parar y llovió sin parar. De vez en cuandolas tortugas fluviales cruzaban el camino, a vecescaminando y otras nadando, pero siempre en direcciónsuroeste. Con más frecuencia y en mayor cantidad,después de la primera hora, voluminosos sapos de vientrerojizo cruzaron en grupos también en dirección suroeste.Pero ya los caballos, que habían brincado al ver las

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Pero ya los caballos, que habían brincado al ver lastortugas, estaban demasiado cansados para asustarseincluso de un grupo de sapos y continuaron avanzandopesadamente con las orejas gachas y con el lomochorreando agua. También la espalda de Stephen chorreaba agua, puescomo había decidido no usar capa, la lluvia se le metíaentre la chaqueta y la piel. Y el espécimen de Sowerbytambién habría chorreado si no hubiera sido porqueStephen escatimaba exageradamente en lo que gastabaen pelucas. Su comodidad, la posición que ocupaba comomédico y su sentido de la corrección, recomendaban quetuviera una peluca, pero era reacio a pagar por ella. Ahorasolamente le quedaba un peluquín como el que usaban losmédicos, y como le parecía que los fabricantes de pelucasde Batavia cobraban precios exorbitantes por ellas, usabaen todas las ocasiones el superviviente. En ese momentoel inestimable peluquín estaba protegido por un sombrerohongo, a su vez cubierto con una funda de lonaalquitranada para que no se mojara con la lluvia torrencial,y estaba amarrado por debajo de la barbilla con dospedazos de merlín blanco y prendido al pelo con un fuertepasador que iba de un lado al otro, por lo que estaba tanfuertemente sujeto a su cabeza como su propio cuerocabelludo. Y bajo la copa del sombrero se encontraba lacarta de Sowerby. Cuando ya estaba sentado en la sala de desayuno deBuitenzorg y tenía puesta una bata del gobernador en

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espera de que su ropa se secara en otra parte, levantó elsobre, que estaba completamente seco, y dijo: —Estoy a punto de alcanzar la inmortalidad. El señorSowerby quiere ponerle un nombre en honor mío a unaplanta no descrita. — ¡Entonces conseguirá la gloria! —exclamó Raffles—.¿Podemos verla? Stephen rompió el sello y, del interior de una envoltura demuchas capas del papel usado para recubrirespecímenes, sacó una flor y dos hojas. —No la he visto nunca —dijo Raffles, observando elreceptáculo de color marrón y púrpura—. Se parece unpoco a la Stapelia, pero, desde luego, tiene quepertenecer a una familia totalmente distinta. —Y es indudable que también huele como la Stapelia másfétida —bromeó Stephen—. Tal vez debería ponerla en elalféizar de la ventana. Cuando él la encontró vivía comoplanta parásita sobre el liso tronco de un árbol. Por laforma de las hojas, con los bordes curvados hacia elinterior, y su viscosidad y su grosor, me inclino a pensarque también es insectívora. Ambos observaron la planta en silencio, respirando, pordecirlo así, de lado, y después Stephen preguntó:

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— ¿Cree usted que el caballero intentaba ser sarcástico? —No, de ninguna manera —respondió Raffles—. Nunca sele ocurriría algo así. Es un hombre metódico y sin sentidodel humor. Se dedica a clasificar y no se ocupa del valormoral. — ¡Oh, Raffles! —exclamó su esposa al entrar—, ¿De quées ese olor? ¿Habrá algo muerto detrás del panel demadera? —Cariño mío, es de la planta a la que darán un nombre enhonor del doctor Maturin. —Bueno, es mejor que pongan un nombre en honor de unoa una planta que a una enfermedad o una fractura. Piensenen el pobre doctor Ward y la hidropesía. Sin duda, es unaplanta muy curiosa, pero tal vez debería decirle a Abdulque la lleve al cobertizo. Mi querido doctor, me han dichoque su ropa estará totalmente seca dentro de media hora,así que comeremos temprano. Debe de estar muerto dehambre. —Poner nombre a las criaturas en honor de un amigo ocolega es una costumbre muy hermosa —observó elgobernador cuando ella se fue—. Y nadie, al seguirla, hademostrado más generosidad que usted con laTestudoaubreii, ese magnífico reptil. A propósito deAubrey, hace días que no le veo. ¿Cómo leva?

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—Muy bien, gracias. Va corriendo de un lado a otro de díay de noche para que su barco pueda hacerse a la mar aúnmás rápidamente que con el demencial apresuramientocaracterístico de la Armada. Va corriendo con tantoentusiasmo que me alegra decir que tiene poco tiempopara comer y ninguno para comer en exceso. — ¿Necesita más marineros? —Creo que no. Quedaron ciento treinta hombres de latripulación, y como la Nutmeg no necesitará grandesbrigadas de artilleros sino sólo tres o cuatro hombres porcarronada, si no me equivoco, piensa que son suficientespara tripularla. Además, le agrada la idea de ascender alayudante de carpintero al puesto del pobre señor Hadley.Pero todavía le falta un contador, un escribiente y dos otres guardiamarinas. —Por lo que respecta al contador, a pesar de lasaveriguaciones que he hecho, no he podido encontrar aningún hombre que pueda recomendar. Pero sí heencontrado a un excelente escribiente, un hombre queresultó herido cuando tomamos este lugar pero que serecuperó y ahora es bastante ágil, y a dos guardiamarinasque tal vez sean adecuados. ¿Cree que Aubrey podrácomer con nosotros el jueves? Podría presentarle a loscandidatos antes o después, como prefiera. Tambiénpodría formularle preguntas generales sobre sus planesinmediatos. Confío en que podré hacerlo sin que lo

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considere una indiscreción, pues independientemente deque tengo una gran curiosidad por saber si va aarriesgarse a enfrentarse a la Cornélie o huir de ella, tengola posibilidad de extender un poco mi autoridad y ordenarque una corbeta, la Kestrel, le acompañe hasta elestrecho, si así lo desea. La corbeta llegará al final de estasemana. —No soy quién para decir… —empezó Stephen—. ¿Quées eso que está en la ventana? —Un tangalung, una especie de civeta de Java —respondió Raffles, abriendo la jaula—. Ven, Tabitha. Después de un momento, la hermosa criatura con rayasnegras se acercó a él y se sentó en su regazo mirando aStephen con el ceño fruncido. Stephen bajó la voz en señal de respeto y continuó: —No soy quién para decir esto, pero me atrevo a asegurarque ninguna oferta sería peor acogida. — ¿Ah, sí? —Tengo la impresión, y es sólo una impresión, así que norevelo una confidencia ni mucho menos una consulta, deque Aubrey intentará atacar la Cornélie si puedeencontrarla. La presencia de la Kestrel no influiría en elresultado del combate, pues sólo lleva catorce cañones y

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no es más apta para enfrentarse con una fragata que unafragata con un barco de línea; sin embargo, tendría unapésima influencia en el resultado moral. Si Aubreyfracasara en su intento, la Cornélie tendría que hundir oapresar la Kestrel también, y así vencería a dos oponentesy se cubriría de laureles; en cambio, si Aubrey, gracias aDios, triunfara en su intento, serían dos oponentessuperiores en conjunto a la Cornélie los que la derrotarían,y la Kestrel no sufriría daños ni Aubrey alcanzaría la gloria,pues debe usted saber que los periodistas y el públicoapenas se fijan en la potencia relativa de dos barcos queatacan juntos. — ¿A Aubrey le importa mucho la gloria? — ¡Por supuesto! Venera a Nelson. Pero creo que no tieneni un ápice de vanidad, a diferencia de su héroe. A Aubreyno le importa el triunfo personal en ese hipotético combate,sino que su objetivo principal, como él mismo distinguecon total claridad, es minar el amor propio de losfranceses, especialmente el de los miembros de laArmada. Le aseguro que eso es tan importante que yollegaría… he llegado a extremos sorprendentes… La naturaleza de los extremos nunca fue revelada, pues lapuerta se abrió y el mayordomo inglés, que en su tiempoera un digno ejemplar rollizo y sonrosado y ahora estabaamarillento y encogido debido a la fiebre intermitente deJava, anunció a su excelencia que la comida estaba

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servida. — ¡Oh, Richardson, amigo mío, qué jaleo! —exclamóStephen al subir a bordo de la Nutmeg—. ¿Qué estáhaciendo toda esta gente? —Buenos días, señor —dijo Richardson—. Estáncolocando los obenques. —Que Dios les proteja —suspiró Stephen—. Ese trabajome parece muy peligroso. ¿Y estará él en la goleta? Estaba en la cabina, tomando café tranquilamentedespués de una mañana muy dura que había empezadocuando aún estaba oscuro. Estaba pálido y parecíacansado pero contento. —Nunca hubiera creído que se pudieran hacer tantascosas en tres días, porque no han pasado más desde queestuve aquí —dijo Stephen mirando alrededor—. Lacabina está casi igual que nuestra antigua cabina:cómoda, arreglada y limpia. Y las pequeñas carronadasdejan mucho más espacio libre. ¡Qué alegría! Raffles nosha invitado a comer el jueves aquí en Batavia. Haencontrado a un escribiente de cuya valía está seguro ydos guardiamarinas de cuya valía no lo está, pero no haencontrado a ningún contador honrado. — ¿El jueves? —preguntó Jack—. Había planeadoremolcar la goleta mar adentro mañana para reunimos con

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la barcaza que transporta la pólvora por la mañana, cargarel ganado durante la marea baja y hacerme a la mar por lanoche cuando cambiara la marea. —Sé que mañana tiene una reunión con el consejo y luegoofrece una comida a una veintena de potentados enBuitenzorg. —Está muy ocupado, desde luego —confirmó Jack y,después de reflexionar un momento, continuó—: Esperaral jueves significa perder un par de días; sin embargo, medisgustaría mucho no ser cortés con el gobernador, que hasido tan amable conmigo. Pero te diré una cosa, Stephen.Si vieras al gobernador antes del jueves, sería mejor que lerogaras que no se preocupara del escribiente ni de losguardiamarinas, sino que simplemente dijera a unsecretario que les diera una nota para mí. Así ni él ni laseñora Raffles tendrían que soportar a un par demaleducados y yo podría juzgar mejor sus cualidades.¿Por qué los expulsaron del barco? —Por embriaguez, fornicación y pereza. Pero no losexpulsaron, sino que los abandonaron. Salieron de unburdel a mediodía, recorrieron tambaleantes el caminohasta la playa y se encontraron con que la escuadra habíazarpado al amanecer. Han vivido en la miseria desdeentonces, pues a pesar de que el gobernador se haocupado indirectamente de ellos, parece que sus amigosno les han ayudado, tal vez por falta de tiempo, no de

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ganas. Después de todo, los mercantes que hacen elcomercio con las Indias tardan una eternidad en ir y venir. Jack estuvo mirando el mar de la China Meridional unosmomentos. Bajo el brillante sol, las innumerablesembarcaciones locales se movían de un lado a otro sobrelas aguas verdosas y a un palmo del horizonte, por el surhabía nubes cargadas de lluvia. Entonces sirvió otra tazade café a Stephen y dijo: —Respecto al contador, puedo pasarme sin él. El pobreBigh tenía un despensero inteligente y bastante honesto yun sensato ayudante de contador; y el capitán Cook era supropio contador. Pero recibiría con los brazos abiertos aun buen escribiente. Me apenaría que nos deshiciéramos,como sugeriste, de todas nuestras anotaciones, que enparte están mezcladas con las observaciones que hicepara entregar a Humboldt, y tal vez un hombre entendido yacostumbrado a usar los libros de los barcos podríahacerlas inteligibles. Además, está el caso de Macintosh.¿Recuerdas a Macintosh? Capturó la Sybille, de treinta yseis cañones, en una batalla que se desarrolló a lo largodel Canal. Trató de solucionar las cosas de la mismamanera cuando desembarcó en las islas Cicladas y perdióla mitad de sus papeles. Envolvió la otra mitad en unalámina de plomo donde escribió: «A la m… la Junta Naval.Que se j… el Almirantazgo. A tomar por c… el Comité deAyuda a los Enfermos y Heridos» y la arrojó por la borda.Una semana después la encontró un pescador de

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esponjas griego, la llevó al buque insignia en perfectascondiciones y pidió una recompensa. —Cantó victoria antes de hora —dijo Stephen. —Sí. En cuanto a los guardiamarinas, les echaré unvistazo, naturalmente, pero si no tienen recomendación y,además, son ya un poco mayores… He estado pensandoen Conway, uno de los gavieros del trinquete, pero leresultaría raro dejar la cubierta inferior de su propio barco ydar órdenes a hombres que hasta ayer se sentaban a sumisma mesa en el comedor y, por si fuera poco,trasladarse a la camareta de guardiamarinas, que estállena de hombres que eran sus superiores. Aparte de eso,a menudo los ascensos que he concedido han sidodesafortunados. El alcázar es un lugar muy peligroso enlas batallas, ¿sabes? —No entiendo mucho de batallas —respondió Stephen—,pero creía que en ellas los guardiamarinas estaban con lasbrigadas de artilleros o con los hombres que disparabanlas armas ligeras en la cofa. —La mayoría de ellos están allí, pero siempre hay algunoen el alcázar con el capitán y el primer teniente,cumpliendo funciones, por decirlo de algún modo, deedecán. El miércoles la Nutmeg se trasladó a la bahía y ancló en elfondeadero que había usado la Diane; y el capitán, el

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oficial de derrota y su ayudante la inspeccionaronrigurosamente. Ni en el astillero ni cuando estabaabordada con la barcaza que transportaba la pólvorapudieron alejarse lo bastante para apreciar bien la formaen que se mantenía en el agua, pero ahora tenían todo elespacio del mundo y los tres coincidieron en que tenía lapopa un poco más hundida. La colocación del lastre y dela carga era un proceso extremadamente laborioso y querequería mucha pericia. Ya había llegado hasta laincorporación del ganado, por lo que el conocido olor delos cerdos salía ahora por la escotilla de proa y se extendíapor las cubiertas. Aunque eliminar todo aquello tal vez noprovocaría un motín, sin duda daría lugar a murmullos deprotesta. Por fortuna, el señor Warren, que conocía el afánde Jack por conseguir una perfecta distribución delcargamento y hacer que su barco navegara tanrápidamente como pudiera, había colocado las manguerasde manera que podría trasladar varias toneladas de aguaa un lado u otro del sollado. —Creo que con media traca bastará, señor —anunció. Jack asintió y, tras llenarse los pulmones, gritó: — ¡¡¡Señor Fielding, por favor, que empiecen a bombearen la proa!!! — ¡Qué voz tiene el capitán! —exclamó Stephen,dirigiéndose hacia la lancha con el señor Welby—. Llega auna gran distancia. Pero debo decir que no es áspera ni

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una gran distancia. Pero debo decir que no es áspera nimetálica, como las voces de subastadores, políticos omujeres de mal carácter. —En la parte de Inglaterra de donde soy, hay un pájaroque llamamos toro de las ciénagas que es casi tan buenocomo él. En una noche con el viento en calma se puede oírsu grito a tres millas de distancia. Pero apuesto a quesabe todo esto, doctor. — ¡Oh, señor, por favor! —gritó detrás de ellos un jovenque corría jadeante por el muelle—. Si van a la Nutmeg,¿nos podrían llevar con ustedes por favor? Tenemos unanota para el capitán. — ¿Qué quieres decir con nos?—preguntó Welby,frunciendo el entrecejo. —También va mi amigo, señor. Está justo al otro lado delpuente. Se le volvió a caer el tacón del zapato. —Entonces dile que se quite el otro y que venga con losdos en la mano —dijo Welby—. ¡Y rápido, porque novamos a esperar aquí toda la noche! — ¡Vamos, Miller, vamos! —gritó el joven con todas sufuerzas—. ¡Ven con los dos zapatos en la mano, que elcaballero no va a esperar aquí toda la noche! Mientras la lancha se deslizaba por las tranquilas aguas,Stephen observó a los muchachos. Vio que tenían la cara

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amarillenta y eran sólo piel y huesos, y se preguntó cuálsería la traducción de âge ingrat. Estaban flacos y malnutridos, y aunque era obvio que se habían esforzadomucho por tener buena apariencia y por arreglar lagastada ropa que aún conservaban y que ahora lesquedaba grande, estaban escasamente presentables. Enrealidad, sus cuidados les habían perjudicado, puesninguno de los dos tenía práctica en afeitarse, se habíancortado y despellejado la cara, y como ambos estaban enla edad de tener acné, su aspecto de adolescentescorrientes resultaba repulsivo. Le inspiraban lástima comolo hubiera hecho cualquier otro joven ansioso ydesconcertado, pero no le parecieron interesantes hastaque uno de ellos, al notar que le miraba fijamente, justoantes que la lancha llegara, murmuró: —Me parece que tenemos un aspecto lamentable, señor.—Pero miró a Stephen con una confianza en su buenavoluntad tan obvia que le conmovió. — ¡Oh, no, no! —exclamó. Cuando subía por el costado, se dijo: «No sé qué pensaráJack de ellos. Espero que sean buenos marinos, pues delo contrario tendrán que trabajar en un telar o arar latierra». Una mano amiga le ayudó a subir el último escalón,y después vio a Fielding sonriente. — ¡Ah, está usted aquí, doctor! —exclamó—. El capitánme pidió que le dijera que le espera en la cabina con una

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me pidió que le dijera que le espera en la cabina con unasorpresa. En la cabina vio más sonrisas, una amplia en el rostroenrojecido de Jack y una tímida en el del hombre quehabía junto a él, un hombre bajo que se encontraba de piedetrás de un montón de papeles. — ¡Ah, estás aquí doctor! —exclamó Jack—. Y aquí tienesa un viejo compañero de tripulación nuestro. — ¡Señor Adams! —lo saludó Stephen, estrechándole lamano—. Me alegro mucho de volver a verle. Y le felicito porsu recuperación. —El señor Adams asegura que podrá poner en orden estecaos, hacer las necesarias sustituciones yproporcionarnos un equipo completo. ¡Conservaremostodo y podremos arreglar nuestras cuentas! —Confío en el señor Adams y en su poder taumatúrgico —dijo Stephen, hablando con toda sinceridad. Adams ocupaba el puesto de escribiente y secretario delcapitán en la Lively cuando estuvo bajo el mando de Jacktemporalmente, y era conocido por su talento en elMediterráneo, donde muchos contadores de otros barcoscon problemas iban a verle secretamente para pedirleconsejo y muchos capitanes habían escrito despachos enque relataban con exactitud complicadas batallas graciasa su pluma. Desde hacía tiempo podría haber sido un

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contador, pero no le gustaba tener que contar las cosas y,además, a un escribiente le era más fácil tomar parte enataques sorpresa, que era lo que más le gustaba. —Debería haberle visitado en cuanto llegó —dijo Adams aJack—, pero estaba en el balneario de Barlabang y no meenteré de que había llegado hasta el martes, cuando elgobernador, a quien Dios bendiga, me llamó paradecírmelo. Cuando sonaron las tres campanadas y hubo una pequeñapausa, Stephen exclamó: — ¡Pero me he olvidado de esos desdichados jóvenes!Vinieron en nuestra lancha y están esperando… ¡afuera! —Les recibiré en cuanto pueda —dijo Jack. —Por mí puede recibirles enseguida, señor —intervinoAdams, ordenando los papeles—. Voy a ver al ayudantedel contador, y si tiene un poco de cabeza, entre él y yopodremos llenar todas estas lagunas. Cinco minutos después hicieron pasar a los jóvenes, queestaban pálidos por la espera y el miedo. Jack los recibiócon indiferencia. La alegría que sentía no afectó sucapacidad de juicio en asuntos relacionados con la goleta,y la primera impresión no fue muy favorable. Pensó queeran de una clase de guardiamarinas que cualquiercapitán dejaría en tierra sin hacer una rigurosa

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investigación. Enseguida supo que su hoja de serviciosera mediocre y que sus aptitudes eran escasas. Ydespués de reflexionar un poco dijo: —No sé nada sobre ustedes. No sé nada de los capitanesa cuyas órdenes han servido ni tengo ninguna nota deellos. El secretario sólo les menciona, no les recomienda.Por otra parte, habrá sin duda una R junto a sus nombresen los libros de la Clio, así que son ustedes teóricamentedesertores. No puedo admitirles en mi alcázar. Pero siquieren, puedo inscribirles en los libros como marinerosde primera. —Gracias, señor —dijeron con voz débil. — ¿No les agrada la idea de estar en la cubierta inferior?—preguntó Jack—. Está bien. No me hacen faltatripulantes y no voy a reclutarles a la fuerza. Tampoco voy aapresarles por desertores. Pueden irse a la costa en lapróxima lancha. —Preferiríamos quedarnos, señor, por favor —solicitaron. —Está bien —dijo Jack—. Naturalmente, la vida en lacubierta inferior es dura, como saben muy bien, pero latripulación de la Nutmeg estáformada por hombrescabales, y si ustedes se mantienen callados, cumplen consus obligaciones y no se buscan problemas, sobre todo sino se buscan problemas, lo pasarán muy bien; y además,entenderán mejor lo que es la Armada. Muchos buenos

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marinos han empezado su carrera como marineros o hansido degradados cuando eran guardiamarinas y finalmentehan llegado a almirantes. ¡Killick, Killick, di al señorFielding que venga! Señor Fielding, Oakes y Miller seráninscritos en los libros de la corbeta como marineros deprimera. Formarán parte de la guardia de estribor ytrabajarán como gavieros del trinquete. El ayudante delcontador debe entregarles pantalones, coyes ycolchonetas bajo la supervisión de Adams. —Sí, señor —asintió Fielding. —Muchas gracias, señor —dijeron Oakes y Miller,ocultando, mejor dicho, tratando de ocultar su disgusto trasuna expresión de gratitud bastante bien fingida. El jueves Ahmed entró en la cabina de Stephen con gestopreocupado y con un discurso a punto. Se arrodilló, golpeóel escritorio con la frente y le rogó que le diera permisopara marcharse. Dijo que añoraba a su familia y su puebloy que siempre había creído que volvería a Java con tuan,pero ahora el barco estaba a punto de zarpar rumbo a unmundo desconocido, peor que Inglaterra. Añadió quecomo regalo de despedida había traído a tuan una cajapara guardar hojas de betel, donde él podría llevar sushojas de coca, y una peluca, que, aunque no muy buena,era la mejor que se podía encontrar en la isla. Stephen esperaba esto, sobre todo porque habían visto aAhmed acompañar a una hermosa joven de Sumatra.

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Ahmed acompañar a una hermosa joven de Sumatra.Cuando le dio permiso para marcharse, le entregó unabolsa con johannes y grandes monedas de oroportuguesas, y luego escribió una buena recomendaciónpor si deseaba buscar empleo otra vez. Se separaronamigablemente y Stephen se puso la peluca,adecuadamente empolvada, para asistir a la comida delgobernador. La comida transcurrió de manera agradable, y aunqueJack y Stephen eran los únicos hombres invitados, laseñora Raffles había invitado nada menos que a cuatrodamas holandesas para que les hicieran compañía. Lasdamas holandesas, que hablaban bastante inglés, se lashabían arreglado para proteger su delicada piel del climade Batavia y para mantenerse rollizas y alegres. Stephense dio cuenta por primera vez en su vida de que Rubens yél eran de la misma opinión, sobre todo al notar que susgenerosos escotes y sus diáfanos vestidos permitían veramplios trozos de la carne firme y de la piel nacarada quepintaba Rubens y que tanto le habían desconcertado. Laidea de estar en la cama con una de esas criaturasalegres y de exuberantes formas le turbó un momento, ylamentó que la señora Raffles hiciera una señal para quetodas se fueran mientras los hombres se agrupaban en unextremo de la mesa. —Aubrey —empezó el gobernador—, supongo queMaturin le habrá dicho cómo acogió mi propuesta demandar la Kestrel hasta el estrecho cuando llegue.

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—Sí, señor —respondió Jack, sonriendo. —Sin duda, tenía razón, aunque habló como un hombrecuya principal preocupación es el aspecto político, y megustaría escuchar la opinión de un marino, de un capitáncombativo. —Bueno, señor, desde el punto de vista táctico, lamentaríaestar acompañado por la corbeta. Su presencia podríatener como consecuencia que no hubiera combate. Esposible que la Cornélie, al avistarnos cuando aún nopudiera ver el casco de las embarcaciones, hiciera uncálculo exagerado de la potencia de la Kestrel, pues tieneaparejo de navío, y huyera y no volviera a aparecer jamás.Por otra parte, la corbeta no llegará hasta dentro de variosdías y luego tendrá que reponer pertrechos, agua yprovisiones, y cada día perdido significa dejar de avanzarciento cincuenta o doscientas millas hacia el este con elviento que sopla ahora. En cuanto a lo demás, al aspectopolítico, que yo llamaría espiritual, estoy totalmente deacuerdo con Maturin: mientras más oportunidadesaprovechemos para intentar persuadir a la Armadafrancesa de que siempre va a ser derrotada, menosprobabilidades habrá de que gane. Así que, con supermiso, señor, voy a soltar amarras cinco minutosdespués de despedirme de la señora Raffles. Y en cuantohaya perdido de vista la costa, la goleta navegará conrumbo este con la mayor cantidad de velas desplegadas

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que pueda llevar. —Querida —dijo el gobernador en el salón—, no debemosretener al señor Aubrey más tiempo que el necesario parael café. Está impaciente por navegar hacia el este yconvencer a los franceses de que siempre van a serderrotados. —Antes de irse tiene que decirme lo que ha hecho conesos pobres e infortunados jóvenes. Me partía el corazónverlos deambular por el mercado chino tan pálidos, tristesy desastrados. Eso hubiera causado a sus madres unapena indescriptible. —Les permití quedarse a bordo, señora, pero no en elalcázar, sino en la cubierta inferior. — ¿Entre simples marineros? ¡Qué barbaridad, capitánAubrey! ¡Son hijos de caballeros! —Yo también lo era, señora, cuando me degradaron y memandaron a la cubierta inferior. Fue muy duro y en laguardia de media, cuando nadie me veía, lloraba comouna niña, pero me hizo bien. Y le aseguro, señora, que engeneral, los simples marineros son hombres cabales.Todos mis compañeros de la cubierta inferior, exceptouno, eran muy amables. Eran groseros a veces, pero heestado en camaretas de guardiamarinas y en cámaras deoficiales donde había hombres mucho más groseros.

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—Sería una indiscreción preguntarle por qué ledegradaron, ¿verdad? —dijo la dama holandesa quehablaba inglés con más soltura. —Bueno, señora —respondió Jack con una miradamaliciosa—, fue en parte por mi devoción por el sexo, peroprincipalmente porque robé el embutido del capitán. — ¿Sexo? —preguntaron con rubor las damas holandesas—. ¿Embutido? Luego cuchichearon algo entre ellas, se sonrojaron,pusieron una expresión grave y guardaron silencio. En medio del silencio Jack explicó a la señora Raffles: —Volviendo a los infortunados jóvenes, me parece quetienen madera de marino, pero quiero ver cómo secomportan en la cubierta inferior durante unas semanas. Simi impresión es acertada, les llevaré al alcázar, lo queharé coincidir con el ascenso de un estupendo jovengaviero del trinquete. Ese joven que vendrá al alcázar conellos no se sentirá solo ni como un extraño en la camaretade guardiamarinas, pues les he asignado la mismaguardia y la misma mesa del comedor. * * * Los tripulantes de la Nutmeg recibieron a su capitán sin

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ceremonia e inmediatamente izaron su falúa y soltaronamarras. Mientras la pequeña banda (formada por unatrompeta marina, dos violines, un oboe, dos gigas y, porsupuesto, un tambor) tocaba Loath to Depart, claraexpresión del dolor de la partida, la Nutmeg salía delpuerto pasando por entre los barcos con los últimosmovimientos de la marea y con un viento muy débil.Aunque los tripulantes habían estado muy ocupados,habían tenido tiempo para hacer amistades en tierra, y unpequeño grupo de jóvenes de Java, Sumatra, Madura yHolanda agitaron sus pañuelos en el aire hasta que losperdieron de vista y la goleta parecía una pequeña manchablanca en la capa de niebla que rodeaba el cabo Krawang. Todavía estaba allí el viernes y el sábado y el domingo,pues el monzón, que era tan fuerte y tan estable mientrashabían permanecido en Batavia, había dejado paso avientos tan flojos y desfavorables que parecía que laNutmeg nunca podría doblar el maldito cabo. Jack intentótodo lo que los marinos podían intentar, anclar con trescadenas juntas para resistir el embate de la corriente yluego aprovechar la bajamar, salir a alta mar paraencontrar algún viento favorable, navegar dando bordadasde modo que la Nutmeg alcanzara una velocidad tangrande como la atención y la pericia de los buenasmarinos permitía; sin embargo, la goleta no avanzabaporque la masa de agua por la que se deslizaba se movíaen dirección oeste a una velocidad igual o mayor. Algunasveces, cuando el viento se encalmaba, intentaba avanzar a

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remo, pues a los tripulantes, a pesar de que era unaembarcación mayor que las que recurrían al uso de losenormes remos, no les molestaba tener que adelantar unao dos millas a costa de hacer un trabajo penoso y en ciertomodo ignominioso. Otras veces mandaba a remolcarla, ylos tripulantes de las lanchas remaban con todas susfuerzas. Pero la mayor parte del tiempo, como el aire semovía un poco, podía navegar, y si bien no avanzaba haciael este, Jack pudo conocer muchas de sus características.No navegaba fácil ni rápidamente con el viento por la aleta,pero era muy veloz navegando con el viento en contra, tanveloz como la Surprise, y no tenía la misma tendencia avirar aún más la proa hacia el lugar de donde venía elviento si no llevaba el timón un experto marinero. Durantelos frecuentes e inoportunos períodos de calma, él y eloficial de derrota hicieron cambios en la jarcia hasta queencontraron la disposición de las velas que más conveníaa la Nutmeg (aparte del cambio de media traca que habíanhecho al principio), y la goleta aumentó su capacidad demaniobra. A pesar de que la disposición de las velas era perfecta, nopodía desafiar la naturaleza, no podía avanzar con el vientoy la marea en contra al suroeste del mar de Java. Eldomingo, a la hora del desayuno, Jack dijo: —Rara vez he actuado por principio, y cuando lo he hechome ha ido mal. Una vez una joven me dijo: «Señor Aubrey,apelo a su honor para que responda con sinceridad a mi

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pregunta: ¿Cree usted que Caroline es más hermosa queyo?». Y, de acuerdo con el principio que dice que el honores sagrado, le respondí que sí, que era un poco máshermosa, y ella se enfadó tanto que rompió relacionesconmigo, ¿sabes? Ahora, otra vez simplemente porprincipio, me quedé hasta el jueves para asistir a lacomida del gobernador… No te echo la culpa, Stephen, ysé que, en realidad, nunca podré hacerte comprender queel tiempo y la marea no esperan a nadie. Y cuando piensoen que he desperdiciado un viento del suroeste que haríallevar las gavias con dos rizos y con el que hubiéramosllegado a los 112° este, maldigo los principios. — ¿Hay más mermelada? Jack se la alcanzó y continuó: —Pero la religión es otra cosa, ¿me comprendes? Quierocelebrar la ceremonia religiosa esta mañana y no sé siserá inapropiado rogar a Dios que el viento sea favorable. —Sin duda, está permitido rogar a Dios que llueva, y séque se hace a menudo. Pero con respecto al viento… ¿Nocrees que tendría una gran semejanza con una de tuscostumbres paganas? ¿No crees que parecería unrefuerzo de los arañazos que haces a las burdas y lossilbidos que das hasta que se te pone la cara morada? ¿Oacaso, Dios no lo quiera, un refuerzo del papismo? Martinnos hubiera dicho cuál es la costumbre de la Iglesiaanglicana. Nosotros, los papistas, rogamos a nuestro

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anglicana. Nosotros, los papistas, rogamos a nuestropatrón o a otro santo más apropiado que interceda, y esoes lo que voy a hacer en mis oraciones.Independientemente de lo que dijera Martin, creo que notendrás problemas si formulas un deseo mentalmente oincluso en voz alta. —Me gustaría mucho que Martin estuviera aquí, o mejoraún, que nosotros estuviéramos allí, al otro lado delestrecho. ¿Cómo estarán? ¿Cómo les habrán ido lascosas? ¿Llegarán a tiempo? ¡Dios mío, me hago tantaspreguntas! — ¿Quién es ese Martin del que hablan en la cabina? —preguntó el nuevo ayudante de Killick, un marinero delThunderer, originario de Wapping, que se había quedadoen tierra con otros seis para recuperarse de la fiebre deBatavia y era el único superviviente del grupo. Puesto quetenía la baja oficial y una recomendación de su capitán yhabía viajado con Jack y Killick en varias ocasiones, lehabían admitido en la goleta enseguida. No tenía ningunahabilidad especial y no era un sirviente delicado (eraincluso más rudo que Killick) ni era un experto marinero (sele había clasificado como marinero de primera sólo porcortesía), pero era un hombre alegre y servicial y, sobretodo, un viejo compañero de tripulación. — ¿No has oído hablar del señor Martin? —preguntóKillick, interrumpiendo la limpieza de una bandeja de plata.

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—No, compañero, ni una palabra —respondió el marinero,que se llamaba William Grimshaw. — ¿Nunca has oído hablar tampoco del reverendo Martin? —Tampoco del reverendo Martin. —Tiene un solo ojo —dijo Killick y, después de reflexionar,añadió—: Claro que no. Llegó cuando te habías marchado.Ocupó el puesto de capellán de la Surprise cuandoestábamos en el Pacífico porque es muy amigo del doctor.Iban juntos a recoger animales salvajes y mariposas en lascolonias españolas. Encontraron serpientes, cabezasreducidas, bebés disecados… en fin, curiosidades, y laspusieron en alcohol. —Una vez vi un cordero con cinco patas —dijo WilliamGrimshaw. —Luego, cuando al capitán le ocurrió aquella desgracia ytuvo que hacerse corsario, el reverendo Martin vino connosotros porque también a él le había sucedido unadesgracia. Fue algo en relación con la mujer del obispo desu diócesis, según me contaron. —Los obispos no tienen esposas, compañero —corrigióGrimshaw. —Bueno, entonces su amante, o su novia. Pero viajó comoayudante de cirujano, no como capellán, porque en los

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barcos corsarios los capellanes no son bien recibidos. —Ni tampoco en los barcos de guerra. —En estos momentos trabaja como cirujano de laSurprise, cortando a sus compañeros de tripulación con lacuchilla, que ya maneja con gran habilidad después dehaber disecado tantos cocodrilos, babuinos y animalesparecidos. Y seguramente, si Dios lo permite, estaráesperándonos frente a unas islas al otro lado del estrecho.Es un caballero callado y agradable. Además, no lemolesta escribir una carta en nombre de alguien o unapetición en nombre de la tripulación, y siempre hace rezara los peticionarios. Navegó con los demás hacia el oeste ynosotros hacia el este, y tendremos que reunimos en losconfines del mundo, ¿sabes? Y el capitán quisiera que elreverendo estuviera aquí en este momento parapreguntarle si es correcto rogar a Dios que sople el vientoo si es algo que tiene que ver con el papismo. — ¡Pobrecillos! —exclamó Grimshaw, sin hacer caso a lacuestión de las plegarias. — ¿Por qué dices eso? —preguntó Killick. —Porque si uno navega derecho hacia el oeste y llega a lalínea donde cambia la fecha, y, por ejemplo, la cruza unlunes, el siguiente día también es lunes, así que uno pierdeun día de paga.

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Killick, receloso y malhumorado, reflexionó unosmomentos, pero después, con el rostro radiante, anunció: —Pero nosotros estamos navegando derecho hacia eleste, así que, si la cruzamos un lunes, el día siguiente serámiércoles, y nos pagarán el martes sin trabajar, ¡ja, ja, ja!¿No es cierto, compañero? —Tan cierto como que dos y dos son cuatro. — ¡Que Dios te bendiga, William Grimshaw! La magnífica noticia se difundió por toda la goleta yprovocó un entusiasmo que duró hasta el día siguiente. Ycuando todo estaba preparado para la ceremoniareligiosa, Jack notó que los marineros no estabantranquilos ni sosegados ni le prestaban toda su atención,como era usual, así que después de cantar varios himnos ysalmos, cerró el libro, hizo una pausa como preludio delfinal y dijo: —Y todos los que lo consideren oportuno, pueden formularhumildemente el deseo de que sople un viento favorable,pero no una petición formal. En respuesta se oyó un conjunto de sonidos bastante alto,compuesto por los murmullos que solían oírse en la capillas(muchos de los hombres de la región occidental deInglaterra eran partidarios del inconformismo), numerosos«sí» y algunas frases como «sigámosle». Era una oleada

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de adhesiones, pero tan ruidosa que le disgustó. Tan ruidosa que disgustó aún más a muchos de lostripulantes de la Nutmeg, que culparon abiertamente a lafalta de discreción de sus compañeros de que hiciera untiempo rematadamente malo durante un período que lespareció inconcebible, interminable. En ese período, en quelas aguas brillantes y cálidas se movían tumultuosamente yse arremolinaban en el combés, tenían que mantener losandariveles colocados de proa a popa y permanecer en lacubierta buena parte de la noche. Jack ya sabía cómo navegaba la Nutmeg con viento flojo,encalmado o desfavorable, y en ese tiempo descubriócómo se comportaba en las tormentas con vientos fuertesde diversa intensidad. A veces eran tan fuertes que, si lagoleta tenía espacio suficiente, navegaba empopada, conel velacho arrizado y los tripulantes vigilando para ver siveían algún arrecife que no figurara en las cartas marinas,y si no lo tenía, como cuando pasó por el estrecho deMacassar, donde había peligrosos arrecifes e islotes, seponía al pairo con la vela de estay mayor manteniéndosetan seca como un pato. Además de mantenerse al pairoadmirablemente, cuando el viento era de gran intensidad,conservaba su capacidad de navegar bien de bolina, y seaproximaba 60° o un poco más a la dirección del vientocon escaso abatimiento. Y eso tenía que hacerlo confrecuencia, cuando inesperadamente aparecía la siluetade alguna isla y había que virar el timón para esquivarla.

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Era cierto que, aparte de las tres o cuatro ráfagas que lescogieron desprevenidos frente a las islas Célebes, cadavez que había una fuerte tormenta, el viento era favorable,pues pasaba por encima de las olas de blancas crestas endirección sur o suroeste; era cierto que todos lostripulantes de la Nutmeg, cuando viajaban en ladesaparecida Diane con rumbo este por las altas latitudessur, habían navegado con vientos mucho más fuertes yentre olas mucho más altas con varios inconvenientesañadidos, como tener las manos heladas, hielo cubriendola cubierta y la jarcia y el riesgo durante la noche deencontrarse con peligrosos icebergs del tamaño de unacatedral; pero ahora consideraban injusto el mal tiempoporque había llegado inesperadamente y les parecíaantinatural haber tenido que cambiar la distribución detodo el velamen tres veces, hasta que encontraron lacompleja disposición que generalmente usaban parahacer un difícil viaje por el sur del cabo de Hornos.Además, aunque trabajaban duramente, la Nutmegavanzaba muy poco, pues a pesar de que los vientos eranfavorables, no podían aprovecharlos en aquellas aguaspeligrosas y en buena parte desconocidas. Hasta que no llegaron cerca del ecuador de nuevo, elmonzón no volvió a ser como debía, y entonces pudieronvolver a colocar los mastelerillos. Eso ocurrió un viernes, yese día y la mayor parte del siguiente todos se dedicaron acambiar, secar y reparar las velas, mientras la Nutmeg se

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deslizaba suavemente por las plácidas aguas, avanzandoa cuatro nudos de velocidad y con serviolas en los lugaresmás altos. Al final, en cuanto llegó la paz de la noche, fuedestrozada por el estruendo de las carronadas y el ruidomás grave de los aislados disparos de los cañones largoshaciendo prácticas de tiro. Durante anteriores días de calma, todos los marineroshabían llegado a tener mucha práctica con las pequeñascarronadas, que sólo pesaban diecisiete quintales cadauna, y los artilleros incluso les habían tomado afecto. Jacktenía razones para decir: —Fue una buena práctica, Fielding. —Y añadió—: Perohubiera sido mejor con más guardiamarinas. Necesitamosal menos dos más en la proa y otro en el alcázar. —Estoy completamente de acuerdo, señor —dijo Fieldingy, al notar que el capitán no pensaba concretar más,preguntó—: ¿Va a celebrar la ceremonia religiosamañana, señor? —Creo que no —respondió Jack—. Tal vez sea mejordejar que las cosas pasen por sí mismas. Contentémonoscon pasar revista y leer el Código Naval por ahora, almenos hasta que lleguemos a alta mar. Y creo quetampoco llamaremos a todos a sus puestos de combate. Alos marineros les vendrá bien un descanso. Hizo una pausa y luego propuso:

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—Vamos a tomar un vaso de vino abajo tan pronto comola cabina exista de nuevo. Los marineros habían bajado a la bodega los mamparos ylos muebles de la cabina, el violín del capitán, la miniaturade Sophie y todo lo que interfería en el funcionamiento delos cañones (los obstáculos que impedían que lascubiertas de los barcos bajo el mando de Jack Aubreyestuvieran vacías de proa a popa todas las noches) encuanto habían oído el toque del tambor que llamaba atodos a sus puestos de combate. Ahora el joven carpinteroy sus ayudantes, que eran realmente hábiles, estabanrecolocando todo con extraordinaria rapidez y al cabo decinco minutos volvió a existir una habitación cristiana conjerez y galletas sobre una bandeja. —He pensado en ascender a Conway, Oakes y Miller —anunció Jack—. ¿Tiene alguna observación que hacer? —Sin duda, Conway es un joven excelente —dijo Fielding—. Y Oakes y Miller se han comportado bien en el recienteperíodo de mal tiempo. —Me di cuenta. Y sé muy bien que no son perfectos, peronecesitamos guardiamarinas. ¿Puede recomendar a algúnotro marinero que sea mejor? —No, señor —respondió Fielding después de reflexionarunos momentos—. Si le soy sincero, no.

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La idea que tenían los marinos del descanso podríadesconcertar a los hombres de tierra adentro. Tuvieronque subir los coyes media hora antes de lo acostumbradoy durante el desayuno el contramaestre se asomó a laescotilla central y gritó: — ¿Me oyen de proa a popa? ¡Lávense para pasar revistacuando suenen las cinco campanadas! ¡Con pantalonesblancos y chaqueta! Entretanto, sus compañeros gritaban en la proa: — ¿Me oyen? ¡Afeítense y pónganse camisa limpia parapasar revista cuando suenen las cinco campanadas! Esos gritos eran tan comunes en un barco de guerra comolas flores en primavera. Desde el final del desayuno comenzó, como siempre, unagran actividad. Todos los marineros, excepto los pocosgrumetes que todavía no tenían barba, se afeitaban consus propias navajas o se sometían a la acción del barberode la Nutmeg. Además, los que llevaban coleta sepeinaban y se la volvían a hacer unos a otros. Despuésque muchos de ellos limpiaran la cubierta con la piedraarenisca seca y todos se lavaran las manos y la cara enpalanganas junto al tonel situado en la cubierta, hicieron suaparición los impecables pantalones y chaquetas quehabían lavado el jueves, cuando el viento hacía llevar las

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gavias arrizadas, y que en muchos casos estabanadornados con cintas en las costuras, además de lossombreros de paja de ala ancha con cintas que ya teníanbordado el nombre de la goleta. Al mismo tiempo, losinfantes de marina abrillantaron, limpiaron con caliza ycepillaron lo que no habían abrillantado, limpiado concaliza ni cepillado el sábado por la tarde. Y por supuesto,todos los tripulantes subieron sus petates y los colocaronformando una pirámide donde estaban amontonados lospalos. Aunque los oficiales pudieron esperar hasta elúltimo momento para ponerse su mejor uniforme, seestaban asando antes que Richardson ordenara a Bennett,su compañero de guardia: —Toque para pasar revista. Bennett se volvió hacia el hombre que tocaba el tambor yordenó: —Toque para pasar revista. Al primer golpe del tambor, los infantes de marina sefueron a la popa, al final de la popa, caminandopesadamente, y cuando oyeron los primeros gritosmilitares formaron en filas de un lado al otro de la cubiertacon Welby al frente, flanqueado por los suboficiales y elhombre que tocaba el tambor. Entretanto, los marineros sedirigieron a sus puestos y formaron en filas en la parte delalcázar que quedaba libre, los pasamanos y el castillomientras los oficiales y los guardiamarinas gritaban:

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mientras los oficiales y los guardiamarinas gritaban: — ¡En fila! ¡Malditos marineros de agua dulce! ¡En fila! Cuando estaban más o menos ordenados, el oficial decada brigada informó a Fielding de que sus hombresestaban presentes, limpios y adecuadamente vestidos.Fielding atravesó la cubierta, se acercó a Jack y,quitándose el sombrero, anunció: —Todos los oficiales han dado su informe, señor. —Muy bien, señor Fielding —respondió Jack—. Entoncesrecorreremos la goleta. Eso hicieron y, como era habitual, empezaron porinspeccionar a los infantes de marina. Luegoinspeccionaron a los marineros de la guardia de proa y alos lisiados (que en la Nutmeg formaban una sola brigada),bajo las órdenes del señor Warren y Bennett; luego losartilleros, bajo las del señor White, por falta de un oficial enel alcázar, y Fleming; y después los gavieros, bajo las deRichardson y Reade. Estos últimos eran los miembros dela tripulación más jóvenes, más ágiles y más atildados.Les encantaba estar elegantes, y muchos, además deadornarse con cintas y bordados de arriba abajo, lucíanvarios tatuajes. Entre ellos estaban Conway, un jovenalegre que llevaba cintas azules cosidas en las costurasde los pantalones, y Oakes y Miller, que eran menosalegres, pero también les gustaba vestir bien, hasta talpunto que se habían atrevido a poner una cinta rosa por

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todo el borde de la chaqueta, y en cada pase de revista seveían menos pálidos y con menos granos. Llegó el turno alos marineros del castillo, más viejos y másexperimentados, que estaban bajo las órdenes deSeymour. Ni siquiera entre estos marineros, que enalgunos casos navegaban desde hacía cuarenta años,había alguno que hubiera hecho la circunnavegación delglobo, ni tampoco nadie que hubiera previsto que ganaríanun día, y también ellos tenían todavía un poco de aquelinusual entusiasmo. En cada brigada el oficial saludaba y los marineros sequitaban los sombreros, se alisaban el pelo y seenderezaban. Jack caminaba por la fila mirandoatentamente a todos y cada uno de los hombres, a todos ycada uno de los conocidos rostros. Eso era casi una hazaña cuando el mar estaba agitado,pues como todos estaban convencidos de que la Nutmegcasi podía considerarse una fragata, porque a pesar deser pequeña su aparejo era semejante al de un navío,formaban filas en el portalón sin tener en cuenta quedejaban poco espacio entre ellas para que pasara uncorpulento capitán y mucho menos para que inspeccionaraa un fornido marinero. Al poco tiempo terminó esa etapa. Después, Jackinspeccionó la inmaculada cocina con sus brillantes ollasde cobre y el primer teniente revisó las camaretas, que

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estaban adornadas con cuadros, brillantes vasijas decerámica y plumas de pavos reales de Java y una velasobre el baúl más alto, y juntos inspeccionaron el sollado ylos pañoles. Finalmente fueron a la enfermería, dondeStephen, Macmillan y un muchacho recién contratadocomo ayudante les recibieron y les informaron sobre loscinco obstinados casos de sífilis procedentes de Batavia ysobre el enfermo que tenía la clavícula rota (un marineroencargado del ancla de emergencia que estaba tancontento porque iba a ganar un día, que decidió enseñar asus compañeros a bailar una danza típica irlandesaencima de una bita). El capitán volvió al alcázar y a la brillante luz del sol. Losinfantes de marina presentaron armas con un chasquidoseguido de un golpe seco. Todos los oficiales saludaron ytodos los marineros se quitaron los sombreros. —Muy bien, señor Fielding —dijo—. Nos contentaremoscon leer los artículos del Código Naval y luego comeremos. El mueble donde se guardaban las espadas que utilizabancomo atril y las tablillas donde estaban escritos losartículos estaban preparados. Jack leyó con rapidez elconocido texto y terminó diciendo: —Todos los demás delitos no castigados con la penacapital que sean cometidos por cualquier persona opersonas de la Armada y no estén mencionados en estosartículos y, por lo tanto, no tengan asignado un castigo en

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artículos y, por lo tanto, no tengan asignado un castigo enellos, serán castigados de acuerdo con las costumbres ylas leyes aplicadas en esos casos en la mar. Luego se volvió hacia el señor Fielding y dijo: —Señor Fielding, como queda poco tiempo antes quesuenen las ocho campanadas, puede ordenar que arríenlas sobrejuanetes y el foque volante. A él, en cambio, le faltaban más de un par de horas paracomer, pero ese tiempo fue aún peor para sus invitados,Richardson y Seymour, porque los oficiales generalmentecomían mucho antes que el capitán, y los guardiamarinasaún antes, a mediodía. Pero fue una comida por la que valía la pena esperar.Wilson, el cocinero de Jack, se había esmerado enpreparar una sopa de pescado y mariscos, hechaprincipalmente con cigalas que habían comprado a unparao que pasó cerca, una pierna de cordero asada yvarios postres. Además, el fino jerez que bebieron no sehabía resentido de su paso por el ecuador al menos tresveces. Para Stephen era un misterio cómo podían tragartodo aquello a una temperatura de ochenta gradosFarenheit, en una atmósfera cargada y vestidos conchaquetas de paño. Ahora los tres, a quienes deseabaque Dios les protegiera, estaban comiendo con aparentebuen apetito arroz con leche, pastel de melaza, pudín desago y pasteles de Shrewsbury. Pero, bajo la jocosidad de

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Jack, alguien observador y acostumbrado a verle podíadistinguir un estado de ánimo completamente diferente. —Es extraño que todos se hayan sorprendido y alegradotanto de ganar un día —observó Jack—. Después de todo,desde hace más de veinte años los barcos ingleses hanllevado convictos a Botany Bay y han regresado aInglaterra por el cabo de Hornos, así que era de esperarque fuera del dominio público. Pero me alegro de quehaya a bordo tanta alegría como si todos estuvieran devacaciones, porque es apropiada para lo que piensohacer esta tarde. —Con su permiso, señor —dijo Killick, irrumpiendo en lacabina con una gran bandeja de plata en llamas que pusodelante de Jack, una bandeja con una tortilla azucaradaflameada que era el broche de oro del banquete, y elorgullo de Wilson. No fue hasta después de comerla y de brindar por el rey yvarias personas más que Jack continuó: —Discúlpenme si hablo un momento de asuntos de laArmada. Tengo la intención de clasificar a Conway, Oakesy Miller como guardiamarinas antes de la segunda guardiade cuartillo. ¿Puedo contar con usted para facilitarles laadaptación a la camareta, señor Seymour? Entrar en ellapuede ser difícil. —Lo haré con mucho gusto, señor —respondió Seymour

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—. Y Bennett y yo les prestaremos los uniformes hasta quepuedan ir a ver a un buen sastre. Compramos las cosasdel pobre Clerke cuando las vendieron junto al palo mayor,y estaba muy bien abastecido, pues tenía tres piezas decada cosa. —Bueno, señor —dijo Richardson, poniéndose de pie—,me alegro mucho de oír esa noticia, y aunque no voy atener la presunción de felicitarle por su elección, debodecir que facilitará mucho el trabajo en la Nutmeg. Y,naturalmente, quiero agradecerle de todo corazón laespléndida comida. * * * El día languideció, y la brisa, con él. Cuando llamaron a losmarineros a hacer la guardia, la Nutmegse deslizaba porlas aguas tranquilas y calientes como caldo con unavelocidad más que suficiente para maniobrar. Casi todoslos tripulantes estaban tomando el aire, bastante fresco, enla cubierta. Hacía demasiado calor y humedad para bailar,pero podía oírse a muchos marineros cantando en elcastillo y en la entrecubierta. También cantaban losguardiamarinas en la camareta, donde los tres nuevos, conhilo, aguja y tijeras, estaban arreglando los tan anheladosuniformes. — ¿Qué te parece un poco de música, Jack? —preguntóStephen, entrando con una partitura en la mano—. Hace

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mucho que no tocamos y acabo de encontrar aquella piezade Clementi con la que disfrutamos tanto en elMediterráneo. —A decir verdad, Stephen —respondió Jack—, no estoyde humor para eso. La convertiría en un maldito cantofúnebre; convertiría cualquier cosa en un maldito cantofúnebre. He estado comparando mis cálculos con los deloficial de derrota y son muy parecidos. He tomado unadecisión equivocada. Debí haber esperado en la entradadel estrecho de Salibabu con la goleta al pairo frente alextremo oriental de la isla, porque así hubiera podidoatacar la fragata cuando estaba a tiro de mosquete y luegopenol a penol. Entonces le mostró a Stephen la gran carta marina queestaba extendida sobre la mesa. —Con el monzón del suroeste, la Cornélie tenía quenavegar hacia el norte y contornear Borneo para llegar almar de Sulú, y luego hacer rumbo y atravesar el estrechode Sibutu para llegar al mar de Célebes, pues nadie en susano juicio se atrevería a pasar por el archipiélago deSulú. Entonces, después de cruzar el estrecho, tenía quevirar y hacer rumbo a Salibabu. Y allí, si mis planeshubieran salido bien, yo la habría estado esperando. Peromis planes estaban basados en la regularidad del monzón,y el monzón ha sido irregular. El mal tiempo que nos forzóa navegar lentamente y con prudencia en el estrecho de

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Macassar ayudó a la fragata a llegar rápidamente al marde Célebes, y si yo me hubiera dirigido directamente aSibutu en vez de desviarme hacia el este con estosmiserables vientos y al abrigo de la costa, creo que habríallegado allí primero. Estoy convencido de que ya hapasado el estrecho y ahora navega velozmente rumbo aSalibabu. Posiblemente, si tiene pocos víveres y unatripulación torpe, pueda darle alcance antes que llegue,pero eso no me beneficiará mucho. El tipo de combateque quiero entablar no consiste en una persecución porpopa, sino en un ataque penol a penol seguido delabordaje en medio del humo. Pero hay mil, diez milposibilidades de que no vuelva a verla nunca. Creo queestos días de calma han sido fatales. —Pero si la Cornélie pasa por el estrecho de Salibabu,¿no se topará con Tom Pullings y la Surprise? —La primera condición es que Tom Pullings esté allí. — ¿Y no es eso probable? —Hay muchas posibilidades de que no sea así porque lossepara de nosotros la mitad del mundo y sabe Dioscuántos mares. La segunda condición es que la Cornéliese mantenga en la parte derecha del canal, apartada de lamejor ruta, porque así la podrían avistar, aun sin ver todavíael casco, desde Kabruang, donde espero que Tom estécon la fragata al pairo hasta el día 20. Y no sólo tienen queser capaces de avistarla, sino también de reconocerla

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ser capaces de avistarla, sino también de reconocerladesde cierta distancia, pues ¿quién esperaría ver un barcofrancés en esas aguas? Incluso si esas tres condicionesse cumplieran, Tom tendría que abandonar el lugar de lacita para emprender una persecución que le alejaríadoscientas o trescientas millas, y no sé si lo haría. No esprobable que se den esas condiciones por separado, ypara que las cuatro coincidan… Por lo que veo, nuestraúnica esperanza es navegar a toda vela, riéndonos detodo otra vez, para recuperar esos condenados días quepasamos al pairo. Después de todo, los fondos de lagoleta están limpísimos. —Cuando hablas del ataque sorpresa y el abordaje enmedio del humo, ¿has olvidado la posibilidad de que notenga pólvora? —No la he olvidado —respondió Jack secamente—. Porsupuesto que no la he olvidado. Y capturar un barco enesas circunstancias sería tan honroso como… Sin duda,existe esa posibilidad, pero no puedo basar en ella mi plande ataque. Lo único que está claro es que tengo que tratarde encontrarme con ella y actuar en consecuencia… actuarcomo un buen marino —añadió, sonriendo con amabilidadtras haber usado un tono hiriente, pues, como Stephensabía perfectamente, estaba muy nervioso. Cuando llegó la guardia de alba, ya estaban navegando atoda vela, y cuando todos los marineros terminaron dedesayunar y subieron a la cubierta, aumentó de velocidad

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porque colocaron los mastelerillos de sobrejuanetes eizaron las correspondientes velas, de una lona de grancalidad. Como el viento, un viento estable que permitíallevar desplegadas las juanetes, soplaba ahora por laaleta, pronto hicieron su aparición las alas en el costadode barlovento, cuatro en el palo trinquete y dos en elmayor, y multitud de velas de estay. También aparecieronla cebadera y la sobrecebadera, por supuesto, y todos losfoques que podían desplegarse. Era un magnífico conjuntode velas. Poco después asomaron las monterillas porencima de las sobrejuanetes y los marineros observaroncómo el agua subía por los lados de la proa, bajaba hastalas placas de cobre detrás del pescante de proa, pasabarápidamente por los costados produciendo un sonidosibilante y formaba una estela amplia y recta que seextendía hacia el suroeste.

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CAPÍTULO 5 A Miller, el más feo de los dos guardiamarinasresucitados, le habían alabado por su vista aguda y por sudiligencia como serviola, y no sólo Richardson, el oficial desu brigada, sino también el propio capitán, y ahora casinunca podían sacarle del tope del palo mayor. Sentía uninmenso respeto por el capitán Aubrey, en parte porqueJack tenía autoridad natural, fama de capitán combativo ycapacidad para enaltecer o denigrar a los demás; sinembargo, lo que hacía que ese respeto alcanzara el gradode veneración era el concepto de Jack de navegar a todavela. En los cinco años que había pasado en la mar nuncahabía visto nada igual, y sus compañeros de tripulación,algunos de los cuales llevaban en la mar diez veces esetiempo, le aseguraron que nunca la vería. Sin duda, puestoque Jack Aubrey tenía una embarcación robusta, connuevos mástiles y nueva jarcia y los fondos limpios, podíahacerla navegar ahora a gran velocidad por las profundasaguas del mar de Célebes. Además, tenía buenosoficiales, una tripulación bastante buena (todavía no eracomo la de la Surprise, pero era mucho mejor que lamayoría) y se sentía angustiado y culpable por habertomado una decisión equivocada. Día tras día la Nutmegavanzaba velozmente hacia el este, con enormes

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pirámides de velas, mientras Jack estaba pegado alalcázar y Miller al tope del palo mayor. Miller deseaba másque nada complacer y asombrar al capitán Aubrey con elanuncio de que las juanetes de la Cornélie acababan deaparecer en el horizonte. Día tras día dejaba atrás muchos grados de longitud.Mientras tanto, Jack y el oficial de derrota comprobaban yvolvían a comprobar su posición con los cronómetros y lasmediciones lunares y Miller pasaba incluso el tiempo dedescanso justo por encima de ellos y a veces llevabaarriba la comida envuelta en un pañuelo. Miller siemprellevaba el catalejo que Reade le había dado diciéndole:«No es útil para un tipo con un solo brazo, ¿sabes?Puedes invitarnos a Harper y a mí a un tazón de ponchecuando lleguemos a Botany Bay». Vio muchos paraos,sobre todo al oeste de los 123° E, y ocasionalmente algúnjunco que venía de Filipinas. Comunicaba su presencia entono indiferente, a menudo irritando a los oficiales deserviolas, y rara vez recibía muchas muestras deagradecimiento de los oficiales. Sin embargo, durante losdos últimos días había permanecido callado no sóloporque no había avistado ningún barco, sino tambiénporque no se podía ver el horizonte. Una masa dediminutas y cálidas gotas de agua llenaba el aire,haciendo difícil respirar y casi imposible diferenciar el mardel cielo, por lo que el mundo parecía no tener límites. Fuegracias a un providencial claro en la niebla, por elnornoroeste, que pudo divisar un barco aproximadamente

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a dos millas de distancia, un barco que navegaba conrumbo sureste, con sólo las gavias desplegadas. En tonoconvencido, mirando hacia abajo, gritó: — ¡Cubierta, un barco por la aleta de babor con rumbosureste! ¡Ya se le ve el casco! Un momento después sintió una vibración, quetransmitieron sucesivamente distintos fragmentos de lajarcia y fue producida por el rápido movimientoascendente de un cuerpo pesado, y después oyó la voz delcapitán, que desde la cofa le pedía que le dejara paso. Secolocaron uno a cada lado del mastelero mayor, junto a losobenques, y Jack preguntó: — ¿Dónde está, señor Miller? —Más o menos a cinco grados por la aleta, señor. Pero seva y vuelve. Jack se sentó en la cruceta y dirigió la vista hacia elnornoroeste por encima del apacible mar azul. Aumentaronsus esperanzas, que casi habían dejado paso a laresignación, haciendo latir su corazón tan rápidamente quele parecía que lo tenía en la garganta. Volvió a hacerse unclaro en la niebla, de modo que el barco pudo verse muycerca, y las esperanzas disminuyeron hasta un nivelrazonable. Por supuesto que una embarcación quenavegara con rumbo sureste no podía ser la Cornélie, sinembargo, Jack dio las órdenes necesarias para que izaran

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la bandera, y la Nutmeg, describiendo una elegante curva,se acercara al barco desconocido, un mercante holandésde aspecto abandonado, ancho y pesado. El mercante nointentó escapar, sino que permaneció allí con la gavia enfacha hasta que la Nutmeg se acercó por el costado debarlovento. Sus tripulantes, la mayoría hombres negros ode piel de color marrón grisáceo, se alinearon en elcostado con expresión satisfecha y no sacaron ninguno desus cañones, que probablemente eran de seis libras. — ¿Qué barco va? —preguntó Jack. —Alkmaar, señor, que va de Manila a Menardo. —Que se presente el capitán con sus documentos. Una lancha cayó al agua y el capitán fue en ella a la goleta.Todos sus documentos estaban en orden y entre ellos seencontraba una licencia de comercio emitida por laadministración de Raffles en Batavia. Jack los devolvió alholandés y le brindó un vaso de vino de Madeira. —A decir verdad —dijo el holandés—, preferiría unbarrilete de agua, aunque no fuera fresca. Luego, en respuesta a las preguntas de Jack, añadió: —Le agradecería que me diera dos o tres barriles, sipuede. Durante los últimos días sólo hemos tomado mediocubo cada día, pero, a pesar de eso, dudo que podamos

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llegar a Menardo sin repostar. Los marineros estánmuertos de sed, señor. —Creo que podremos dárselos, capitán —le tranquilizóJack—. Pero antes beba el vino y cuénteme cómo es quehabla tan bien el inglés y por qué tiene poca agua. —Respecto al inglés, señor, pasé mi niñez y mi juventudnavegando en arenqueros holandeses e inglesesindistintamente, entrando y saliendo de Yarmouth. Allí mereclutaron por la fuerza y me mandaron al Billy Ruffian, queestaba bajo las órdenes del capitán Hammond, ypermanecí a bordo dos años, hasta que se firmó la paz.Respecto al agua, arrojamos por la borda los barriles deagua de las dos filas superiores para escapar de un parde juncos de piratas frente a las islas Cagayan, y cuandonos libramos de ellos me di cuenta de que algún tonto, encontra de mis órdenes, había arrojado casi todos los de lainferior. Este viaje ha sido muy desafortunado, señor.Después de eso nos capturó una fragata francesa, ¿puedeusted creerlo, señor?, una fragata francesa. — ¿Cuántos cañones tenía? —Treinta y dos, señor. Demasiados para que me atrevieraa oponerme a ella. También tenía poca agua, pero cuandodemostré a su capitán que apenas teníamos suficientepara llegar a nuestro destino y que encontraría un buenlugar para coger agua en su ruta, puesto que navegabarumbo al estrecho y aún más allá, nos la dejó. Debo decir

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rumbo al estrecho y aún más allá, nos la dejó. Debo decirque todos se comportaron muy bien, teniendo en cuentaque no hubo pillaje ni tocaron nada del cargamento nihicieron nada cruel, y aunque se llevaron toda la pólvora ytodas las velas menos las que usted ve, señor, el capitánme habló con cortesía y me dio una letra emitida por unbanco de París que espero cobrar algún día. — ¿Cuánta pólvora? —Cuatro barriles, señor. — ¿Medios barriles? —No, señor, barriles enteros, y de la mejor pólvora degranos grandes de Manila. — ¿Dónde está ese lugar donde se puede coger agua? —En una isla que se llama Nil Desperandum, señor. Perono es la que se encuentra en el mar de Banda, sino la queestá más al norte. Se tarda mucho en coger el agua allíporque hay que pasar por un sinuoso estrecho, la corrientede agua es muy pequeña y no hay ninguna laguna. Yomismo hubiera ido con él si no fuera porque mi barconunca habría podido regresar navegando en direccióncontraria al monzón. Mi barco no es la Gelijkheid. ¿Cómola llama ahora, señor? —Nutmeg —respondió Jack.

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Después de conversar un poco más sobre la fragatafrancesa, que indudablemente era la Cornélie, de sutripulación y sus cualidades, y también del lugar donde sepodía coger agua en Nil Desperandum, Jack dijo: —Discúlpeme, capitán, pero tengo prisa. Le daré el aguaempleando la bomba. Acercaré la fragata tanto comopueda y mandaré a colocar la manguera. Es mejor quevuelva a su barco ahora y lo prepare todo. * * * Las embarcaciones se separaron después del másdesagradable cuarto de hora que Fielding había pasadoen todos sus años de servicio como primer teniente. Habíauna fuerte marejada, la manguera de la bomba erademasiado corta, los tripulantes del Alkmaar no teníancuidado al empujar la fragata con el bichero, no cuidabanla pintura, y los de la Nutmeg no eran más cuidadosos queellos. Además, oía al capitán Aubrey decirle una y otra vezque no había ni un momento que perder. Incluso despuésque la franja de agua que separaba las dosembarcaciones llegara a tener una milla de ancho y losgritos de agradecimiento de la tripulación del mercanteholandés se oyeran débilmente en el aire, estaba tanirritado que le dio una patada a un grumete por arrancartrozos de pintura que se habían despegado en la bandanegra.

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Inmediatamente después fue llamado a la cabina y, llenode preocupación, se acercó a la popa cojeando yestirándose la ropa. No le agradaba la idea de que lereprendieran y sabía muy bien que al capitán ledisgustaban los latigazos, las patadas, los golpes convaras y los que se daban en el trasero con tablas, ademásde palabras de reproche como «marinero de agua dulce»o «malditos sean tus miembros», a menos que las dijeraél. Sin embargo, cuando abrió la puerta, encontró al capitáninclinado sobre una carta marina con el doctor a un lado yel señor Warren al otro. —Señor Fielding —dijo Jack, levantando la vista ysonriendo—, ¿sabe lo que quiere decir nil desperandum? —No, señor —respondió Fielding. —Significa «no hay que darse por vencido» o «mientrashay vida hay esperanza» —explicó Jack—. Y ese es elnombre de una isla situada a unas trescientas millas porbabor, justo antes del estrecho. — ¿Ah, sí, señor? Creía que se encontraba al este deTimor. —No, no, ésa es otra. Ocurre lo mismo que conDesolación. Hay muchas islas llamadas Desolación ymuchas llamadas Nil Desperandum, ¡ja, ja! Con un poco

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de suerte encontraremos la Cornélie cargando agua en laisla. Mi objetivo es ir hasta allí y acercarme a ella lo másposible, y para eso es necesario que la goleta se parezcalo más posible a un mercante. Ojalá se me hubieraocurrido cambiarle al capitán del Alkmaar sus velas finas,viejas y llenas de parches por un conjunto nuestro. Pero ladiligencia de los marineros hará maravillas. —Sí, señor —dijo Fielding. —No se preocupe por la pintura, señor Fielding —murmuró Jack—. Y tampoco por las hermosas vergasennegrecidas y mantenidas perpendiculares a los palospor motones y brazas. Tome como modelo al Alkmaar y aldiablo la limpieza. —Sí, señor —replicó de nuevo Fielding, quien sepreocupaba mucho por la pintura y había cuidadoexcepcionalmente la apariencia de la Nutmeg, hasta talpunto que era la goleta de veinte cañones de la Armada demejor aspecto, una goleta lista para pasar la inspección decualquier almirante. — ¡Ja, ja, ja! —estalló Maturin de repente—. Recuerdocuando hicimos que nuestra querida Surprise parecierauna draga para engañar al Spartan. Había porquería portodas partes. — ¡Oh, señor! —exclamó el oficial de derrota en tono deprotesta.

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—En realidad, señor Fielding, la suciedad no esfundamental, porque la goleta no va a ser sometida a unarigurosa inspección. Sólo tiene que parecerse a unmercante lo suficiente para que pueda acercarse hastaque la fragata esté al alcance de los cañones, porque encuanto empecemos a disparar tendremos que hacerlobajo nuestra propia bandera, por supuesto. Stephen les dejó discutiendo los detalles del horriblecambio y fue a hacer la ronda. Macmillan le recibió con unaexpresión angustiada. —Siento mucho comunicarle, señor, que han llegado doscasos de problemas dentales, y debo confesar que estoydesorientado, completamente desorientado. Macmillan dijo esas palabras lo mejor que pudo en latín,porque los pacientes estaban allí mismo, con la vista fija enlos dos cirujanos. El latín les tranquilizó porque era lalengua de los sabios, no de curanderos de animales queentraban en la Armada por cobrar una gratificación y se lasdaban de médicos en el castillo. —No va a ser fácil —confirmó Stephen después deexaminar las muelas, que en ambos casos se encontrabanen lugares difíciles y tenían caries muy profundas—. Yotambién. Sin embargo, haremos todo lo que podamos.Déjeme ver de qué instrumentos disponemos…

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Después de mirarlos negó con la cabeza y dijo: —Bueno, al menos podremos untarlas con aceite de ajo yluego rellenar las cavidades con plomo. Espero que no serompan bajo la presión del fórceps. Una vana esperanza. Y cuando por fin dejó a los marinerosal cuidado de sus compañeros y el carnicero del barco,que les había aguantado la cabeza, estaba más pálido queellos. —Es extraño… —se quejó al volver a la cabina, dondeJack, sentado sobre la cubierta de la paleta del timón,jugueteaba con las cuerdas de su violín mientrasobservaba cómo se extendía la amplia estela—. Esextraño que a pesar de que puedo cortar un miembrodestrozado, abrir el cráneo de un hombre, cortar a unhombre para sacarle un cálculo y ayudar a una mujer en undifícil parto de nalgas como corresponde y sin sentirnáuseas, no diré que indiferente al dolor ni al daño sufrido,pero con lo que tal vez podría llamarse tranquilidadprofesional, a pesar de todo eso, no puedo sacar unamuela sin ponerme nervioso. Lo mismo le sucede aMacmillan, aunque es un joven excelente en cualquier otroaspecto. No volveré a hacerme a la mar sin un expertosacamuelas, aunque sea un ignorante. —Siento que hayas pasado tan mal rato —dijo Jack—.Tomemos una taza de café.

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Consideraba el café la panacea universal, como Stephenconsideraba la tintura de opio en otro tiempo, y lo pidió envoz alta y clara. Killick puso una expresión que parecía más malhumoradaque otras veces, pensando que no era costumbre servircafé a esa hora del día. —Tendrá que ser solo —anunció—. No puedo ordeñar aNanny a todas horas. Si lo hago, se quedará seca. Unacabra no es una cisterna, señor. — ¡Café fuerte solo! —exclamó Stephen varios minutosdespués—. ¡Qué bien sienta! Y me alegro mucho de nohaber satisfecho el antojo de mascar las hojas de cocacuando terminé la ronda en la enfermería, como teníapensado. Indudablemente, calman la mente, pero anulan elsentido del gusto. No obstante, mascaré tres cuando seacabe la cafetera. Había visto las hojas de coca por primera vez enSuramérica, y actualmente las consideraba la panacea.Aunque viajaba con una gran cantidad guardada ensuaves bolsas de cuero, una cantidad que le alcanzabapara dar dos veces la vuelta al mundo, procurabaabstenerse de ellas, y con esas tres hojas que mascaríamás tarde haría una inusual concesión a su capricho. —Sin duda, la goleta navega a una extraordinariavelocidad —observó, mirando a su alrededor—. ¡Mira qué

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lejos es proyectada el agua, mira qué lejos llega laturbulencia! Ya nuestro alrededor hay tanto ruido que nosobliga a levantar la voz, como habrás notado, un ruidogeneral que no se puede definir, pero cuya notapredominante es casi exactamente ese si que estástocando con el pulgar. Apenas terminó de decir estas palabras, Reade llegódando saltos. Sus heridas habían sanadoestupendamente, pero Stephen todavía le obligaba a usaruna bandolera con una almohadilla para proteger el muñónen caso de que se cayera o de que la goleta dierabandazos, y la manga vacía estaba prendida a ella. Todoslos marineros le trataban con extraordinario afecto, y yahabía recuperado el ánimo y había adquirido una agilidadque casi compensaba su pérdida. —El señor Richardson le presenta sus respetos y piensaque le gustará saber que navegamos casi exactamente adoce nudos y una braza. Yo mismo lo escribí en la tablilla. Jack se rió a carcajadas. — ¡Doce nudos y una braza a pesar de tener el viento porla aleta! Gracias, señor Reade. Por favor, diga al señorRichardson que puede desplegar una sosobre en el palotrinquete si lo estima oportuno y que no pasaremos revistaesta tarde. —Sí, señor. Y, con su permiso, me pidió que si veía al

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doctor le dijera que nos sigue un ave muy curiosa. Separece mucho al albatros y tiene algo en el pico. Stephen subió corriendo a la cubierta y llegó a tiempo paraver la larga lucha del ave para sacarse del pico la conchainterna de una sepia que se le había trabado. Cuando laconcha interna salió, el albatros viró hacia el sur, se alejóvolando con gran rapidez y casi inmediatamentedesapareció entre los borregos. —Le agradezco de todo corazón que me haya enseñadoel ave —dijo a Richardson. —No se merecen, señor —respondió Richardson ydespués, cogiéndole por el codo, añadió—: Y si se quedaaquí y se inclina un poco para ver la cofa del trinquete,dentro de un minuto le enseñaré una sosobre. Lascolocamos volando, ¿sabe? Stephen se inclinó y miró hacia allí. En medio de una seriede órdenes, pitidos y gritos como «¡amarrar!», bajo elbrillante sol, apareció un pequeño triángulo blanco porencima de todas las demás formas blancas, parasatisfacción de los numerosos marineros que estaban enla inmaculada cubierta, que acababa de ser barrida porsegunda vez después de la comida. —Era uno de los albatros más pequeños —anunció alregresar—. Estaba tratando de sacarse la concha internade una sepia del pico. Probablemente la había llevado allí

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a lo largo de mil millas o más. —Ojalá hubiera sido una carta de casa —bromeóamargamente Jack y, después de un momento en queambos permanecieron en silencio, continuó—: Siemprehabía relacionado los albatros con las altas latitudes sur.¿De qué clase es éste? —Lo ignoro. Sólo sé que no es el Diomedea exulans deLinneo, aunque dijo que también habita en los trópicos.También se han descrito una especie de Japón y una delas islas Sandwich. Éste puede pertenecer a alguna deellas o a otra especie desconocida, pero tendría quehaberlo matado para saberlo y estoy cansado de matar…Supongo que habrás notado que ahora el horizonte se veclaramente. —Sí, la niebla se disipó durante la noche. Pudimos hacermediciones muy exactas respecto a Rasalagui y la luna,que coincidieron casi hasta el último minuto de longitud nosólo con el cálculo de nuestra posición hecho con elcronómetro, sino también con la estima, lo que es bastantesatisfactorio, creo yo. Al ver que esa espléndida noticia no provocaba emoción,sino nada más que una cortés inclinación de cabeza,propuso: — ¿Qué te parece si reanudamos el juego donde lodejamos? Yo iba ganando, como recordarás.

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— ¿Ganando? —preguntó Stephen, cogiendo suviolonchelo—. ¡Cómo te traiciona tu memoria en plenoenvejecimiento, pobre amigo mío! Ambos se pusieron a afinar sus instrumentos, y a pocadistancia de allí, Killick dijo a su compañero: —Ya empiezan otra vez: ñii, ñii, pum, pum. Y cuandoempiezan a tocar no es mejor. No puede distinguirse unacosa de la otra. No tocan nunca nada que un hombre seacapaz de cantar, ni aunque esté borracho como una cuba. —Me acuerdo de ellos en la Lively. Pero esto no es tangrave como una cámara de oficiales llena de caballeroscon flautas traveseras quejándose día y noche, como habíaen el Thunderer. No. Vive y deja vivir, digo yo. —Vete a la mierda, William Grimshaw. El juego al que jugaban consistía en que uno improvisabaun fragmento musical de algún eminente compositor (lomejor que su moderada habilidad y su falta de inspiraciónpermitían) y el otro, después de adivinar el compositor,tenía que acompañarle y continuar el fragmento hasta unpunto sobreentendido por ambos y luego empezar otro,bien del mismo autor o bien de otro. Al menos ellosdisfrutaban mucho con ese ejercicio y siguieron tocandohasta la noche, haciendo sólo una pausa al final de laguardia de primer cuartillo, cuando Jack subió a la cubierta

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para medir la temperatura y la salinidad del agua conAdams y disminuir el velamen para la navegación durantela noche. Todavía estaban tocando cuando llegó la guardia deprima, y Killick, mientras ponía la mesa en la cabina-comedor, dijo: —Esto detendrá esa basura un rato, gracias a Dios. Quitatus grasientos dedos de los platos, Bill. Ponte los guantesblancos. Corta la pavesa a ras de las velas con lasmalditas despabiladeras y no dejes caer cera ni hollín. No,no, dame. A Killick le encantaba ver la vajilla de plata brillando en lamesa, pero detestaba ver que la usaban por infinidad derazones menos por una: que el uso le permitía volver aabrillantarla. No obstante, el uso debía ser moderado, másque moderado. Abrió la puerta que daba a la gran cabina, iluminada por laluna y llena de música, y se quedó allí de pie con gestograve hasta que hicieron la primera pausa, en la queanunció: —La cena está servida, señor, con su permiso. La cena fue buena y consistió, gracias a la amabilidad dela señora Raffles, en espaguetis, chuletas de cordero ytostadas con queso, seguidos, también gracias a la

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amabilidad de la señora Raffles, de pudín de pasas.Durante la comida hicieron los acostumbrados brindis, ycon las últimas copas de vino Jack dijo: —Por nuestra querida Surprise y por que nos reunamoscon ella pronto. —De mil amores —respondió Stephen. Permanecieron unos minutos silenciosos y pensativosmientras el agua susurraba al pasar por el costado hastaque Jack dijo: —Creo que sería mejor que durmieras abajo esta noche.Voy a encargarme de la guardia de media y estaréentrando y saliendo constantemente. Pienso dejar quenavegue a toda vela durante la noche y empezar atransformarla mañana. A primera hora vaciaremos lacabina y llevaremos los cañones al final de la popa. En la mayoría de los barcos que Jack Aubrey había tenidobajo su mando, Stephen, por ser el cirujano, tenía otracabina que daba a la sala de oficiales, y en una de esascabinas se encontraba ahora, meciéndose con el cabeceoy el balanceo de la Nutmeg mientras navegaba velozmenteen la oscuridad. Estaba acostado de espaldas, con lasmanos detrás de la cabeza, y se encontraba muy a gusto.No dormía, pues el café y las hojas de coca le habíanhecho más efecto que el oporto, pero eso no le importaba.Sus ideas fluían con la misma facilidad con que se movía

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la Nutmeg, y con un oído estaba atento a los habitualesruidos de una embarcación con la jarcia tensa y grancantidad de velamen desplegado, los invariables sonidosnavales, las campanadas que se oían débilmente en ladebida sucesión, el grito «¡todo bien!», que se repetía portoda la corbeta, el ruido sordo de los pasos de losmarineros descalzos, que se sentían durante el relevo delas guardias. No seguían un determinado curso, sino queunas iban seguidas de otras con las que tenían una vagaasociación, hasta que llegaron las relacionadas con laposibilidad, bastante remota, de encontrar la Surprise —alotro lado del estrecho de Salibabu. Cuando recordó elnombre, vio su imagen y sonrió en la oscuridad. Y derepente volvió a su mente la pérdida de su fortuna, surelativa pobreza. A pesar de que la Surprise le pertenecía,no podría hacer ninguno de esos espléndidos viajes quese había prometido realizar cuando volviera la paz, viajesen que ninguna voz en tono imperioso diría: «No hay ni unmomento que perder», y en que Martin y él podríanrecorrer a su albedrío litorales desconocidos e islasremotas nunca vistas por los naturalistas ni por ningúnhombre, islas donde era posible coger un ave, examinarlay volver a ponerla en su nido. Relativa pobreza. No podría hacer viajes; no podría dotarcátedras de osteología comparada; tendría que vender lacasa de la calle Half Moon. Aunque estaba comprometidoa pagar cierto número de anualidades, según sus cálculos(tal como eran entonces), aún tendría una modesta

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cantidad para cubrir sus necesidades si continuaba en laArmada, y tal vez podría conservar la nueva propiedad deDiana en Hampshire, la destinada a sus caballos árabes. De todos modos, estaba completamente seguro de queella se lo tomaría bien, aunque tuvieran que irse a vivir a sucastillo medio en ruinas situado en la zona montañosa deCataluña. Su único temor era que Diana, al oír la noticia,vendiera su famoso diamante, un gran diamante azul queera la alegría de su vida, pues al hacerlo no sólo perderíala alegría, sino que adquiriría una inmensa superioridadmoral, y estaba convencido de que la superioridad moralera un peligrosísimo enemigo del matrimonio. Conocíamuy pocos matrimonios felices entre sus amigos yconocidos, y en esos pocos parecía haber equilibrio. Porotra parte, le causaba más satisfacción dar que recibir ydetestaba tener que agradecer algo, hasta tal punto que aveces, cuando estaba deprimido, era totalmente incapazde mostrar gratitud. Superioridad moral. Después de la muerte de sus padres,había pasado gran parte de su niñez y juventud en Españaviviendo en casa de varios miembros de la familia de sumadre, hasta que encontró un verdadero hogar en casa deRamón, su primo y padrino. A dos de esos parientes, susprimos Francesc y Eulalia, a quienes conocía bien, leshabía visto en tres períodos diferentes de su vida: en laniñez, en la adolescencia y en la edad adulta. Cuando lesvisitó por primera vez, eran recién casados y parecían muy

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enamorados el uno del otro, aunque eran muy serios ytenían una moral estricta (todos los días iban a misa en lahelada catedral de Teruel); durante la segunda estancia ensu casa, el cariño sólo se notaba en las muestras dealtruismo que daban al respetar la voluntad del otro; en latercera comprendió que cualquiera que fuera el cariño quehabía entre ellos, la lucha por la superioridad moral habíaacabado con él. Su vida se había convertido en unacompetencia por el martirio: competencia por el ayuno,competencia por la santidad, competencia por la fortalezay el sacrificio. En su antigua casa de piedra fría y húmedahabía una espantosa alegría cargada de resignación, unareñida competencia que sólo podía ganar quien murieraprimero. Pero Eulalia le contó un secreto que no debíadivulgar, que durante los últimos tres años se habíagastado el dinero que tenía para vestirse y el que leregalaba Ramón en oraciones y misas por el bienestarespiritual de su esposo. No pensaba que Diana se aprovechara de susuperioridad, en caso de que la advirtiera, porque ése noera su estilo. Lo que ocurría era que él tenía un carácterinferior y se sentiría abrumado por su generosidad. Sonaron claramente las seis campanadas. Se preguntóqué guardia sería aquélla. Notó que la goleta, sin duda,estaba navegando aún más rápidamente, pues el sonidodominante había aumentado medio tono. Pensó que nohabía una vida más aburrida que la de los marineros, pues

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estaban obligados perpetuamente a salir del coy y correrpor entre la humedad. Recordó a su hija, queprobablemente, casi con toda seguridad, era poco másque una larva incapaz aún de mantener una conversacióninteresante, pero con muchas posibilidades. En esemomento empezó a tararear mentalmente un cuarteto decuerdas de Mozart. —Por favor, señor —dijo una voz que se oía desde hacíaun rato y que él relacionó con el movimiento irregular delcoy—. Por favor, señor. — ¿Está usted moviendo los cabos o los motones de micoy, señor Conway? —preguntó Stephen, lanzándole unamalévola mirada. —Sí, señor —respondió Conway—. Disculpe, señor. Elcapitán le presenta sus respetos y le informa de que yaacabó todo. Dice que espera que no le hayan molestadomucho y que vaya a desayunar con él. —Presenta mis respetos al capitán, por favor, y dile queiré a visitarle con mucho gusto. — ¡Ah, ya estas aquí, Stephen! —exclamó el capitánAubrey—. Buenos días. Pensé que te asombrarías. En efecto estaba asombrado, y por primera vez se lenotaba en la cara. Aunque el mamparo de la parte anteriorde la cabina ya estaba colocado otra vez, de modo que

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pudo entrar a la cabina-comedor por la puerta habitual,junto a la que estaba de centinela un infante de marina, elresto era un espacio vacío, sin ningún mamparo queseparara la cabina-comedor de la gran cabina. En aquelinmenso espacio sólo había dos sillas, la mesa dedesayuno y, al fondo, los dos cañones de nueve librasarrimados a las portas de la popa, que eran casiimperceptibles. Habían quitado la lona de cuadros con quecubrían el suelo, y la habitación parecía más grande porestar casi vacía, sin baúles ni estanterías ni sillas conbrazos y con los cañones sobre los tablones descubiertosjunto con el cebo, los tacos, los atacadores, las chilleras ylas demás cosas. Lo único conocido que quedaba en lacabina eran la mesa, las lejanas ventanas de popa, lascarronadas a cada lado y los deliciosos aromas del café ydel beicon frito, traídos a la popa por desconocidos ycomplejos remolinos y corrientes de aire. Jack hizo sonar la campanilla mientras decía: —No he invitado a ningún oficial ni a ningún guardiamarinaporque están muy sucios y porque es muy tarde. Teasombrarás aún más cuando subas a la cubierta.Empezamos a arruinar la apariencia de la Nutmeg, cuandonormalmente limpiamos las cubiertas, y te aseguro que elcastillo ya tiene un aspecto asqueroso y abominable. Llegó el desayuno, un desayuno a escala de héroe,calculado para un hombre corpulento, pesado y fuerte que

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se había levantado antes del amanecer y no había comidomás que un trozo de galleta hasta ese momento. Se oía elchischás que producían los cuchillos y los tenedores alchocar y el rumor de los objetos de porcelana al moverse,y también el sonido del café al verterlo. La conversación sereducía a frases del tipo: «¿Quieres que te sirva otrohuevo?». —No es posible que esas sean las cuatro campanadas —dijo Stephen, aguzando el oído y levantando la vista delplato. —Me temo que lo son —replicó Jack, que ahora habíacogido la mermelada y la segunda cafetera. —Eres muy amable por esperarme, amigo mío —continuóStephen—. Te lo agradezco mucho. —Espero que hayas dormido un poco a pesar de todo. — ¿Dormir? ¿Por qué no iba a dormir? —Tan pronto como llamaron a los que limpian la cubierta—explicó Jack—, hicimos un ruido capaz de levantar a losmuertos trasladando los cañones atrás y abriendo lasportas. Dudo que las hayan abierto cuando sacaron lagoleta del fondo del mar, porque estaban demasiadoapretadas. Además, naturalmente, para embellecer laparte superior de la bovedilla las pintaron de modo que nose pudieran ver. Pensé que a Fielding se le partía el

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corazón al ver cómo las golpeábamos para quedesempeñaran su función, pero parecía un poco menostriste cuando pusimos los cañones en su lugar. Ahora lasretrancas y las estrelleras ocultan algunas de las cicatrices.Así que dormiste mientras tanto. Bien, bien. Stephen frunció el entrecejo y dijo: —No puedo imaginarme lo que esperas conseguir conponerles allí y arruinar nuestra sala de estar y sala demúsica, nuestro solaz en el seno del océano. Pero es queno soy un buen marino. — ¡Oh, no, nunca diría eso! —exclamó Jack—. ¡No, no, deninguna manera! Pero, si quieres, te lo explicarécontándote mi plan de ataque, si a algo que depende deuna conjetura bien fundada e innumerables imprevistos sele puede llamar plan. —Lo escucharé con mucho gusto. Como sabes, esperamos encontrar la Cornélie cargandoagua en Nil Desperandum, en la cala que está situada alsur. Esta esperanza es bastante razonable, porque cogeragua allí es un proceso muy lento y sus tripulantesnecesitan mucha para hacer la siguiente etapa de su viaje.En el mejor de los casos, la goleta, con aspecto demercante holandés y, por supuesto, con banderaholandesa, se aproximará a la isla como si tambiénnecesitara agua. Sólo tendrá desplegadas unas

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desastradas gavias, y, si tenemos suerte, podrá acercarsemucho a la fragata y colocarse paralela a ella. Entoncesizaré nuestra bandera, le dispararé una andanada y laabordaré en medio del humo. No será difícil pasar alabordaje, pues si hay al menos un pequeño grupo dehombres en tierra, el número de tripulantes de ambasembarcaciones será casi igual, y, además, tenemos laventaja del factor sorpresa. Pero eso ocurrirá en el mejorde los casos, y tengo que prepararme para otros.Supongamos, por ejemplo, que está anclada de unamanera inapropiada o que no encuentro el canal; es decir,supongamos que la Nutmeg nopuede acercarse mucho nicolocarse paralela a ella. Entonces tendré que virar enredondo, porque a ninguna distancia puedo entablar uncombate en que nos disparemos andanadas, en queopongamos nuestras carronadas a cañones de dieciocholibras. Tendré que virar y atraerla para que salga. No dudoque va a perseguirnos, pues sé que tiene pocasprovisiones, probablemente muy pocas. Por el hecho deque se haya quedado sin agua tan pronto, deduzco quesalió de Pulo Prabang muy deprisa. —Nada sería más probable que un motín en esascircunstancias. Los franceses habían perdido el crédito. —Así que estoy seguro de que nos perseguirá, comopodrás comprender. Y también estoy seguro de que laNutmeg navega más rápidamente tanto de bolina como ala cuadra. El holandés me aseguró que la proa no puede

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formar un ángulo menor de 75°con la dirección del viento yque está muy mal equipada para tomar el viento por laaleta. La lona que tenía era tan poca y tan mala que elcapitán cogió la del Alkmaar, que estaba hecha harapos,porque le pareció mejor. Mi plan consiste en hacer que elcapitán de la fragata piense que intentamos escapar, unavieja estratagema; después lograr que atraviese elestrecho de Salibabu de noche, luego escondernos detrásde una isla cerca del extremo más lejano, mandar a unalancha bien, alumbrada que siga avanzando y, finalmente,salir después que pase la fragata. Cuando pase nosotrosestaremos a barlovento y sería extraño que no pudiéramoscolocarnos junto a ella para abordarla en treinta minutos ouna hora. — ¿Crees de verdad que nos perseguirá toda la noche enestas aguas peligrosas? —Eso creo. Salibabu es un estrecho de aguas profundas ymejor conocido que el mar de China Meridional. Además,el capitán es un hombre de empuje y arriesgado. Carenóla fragata en Pulo Prabang, algo que no me hubieraatrevido a hacer, y, como he dicho, tiene muy pocasprovisiones. Como aún tiene que recorrer una enormeextensión de mar, arriesgaría cualquier cosa por apresarun barco bien aprovisionado, tanto si es un barco deguerra como si no. Por otra parte, el estrecho se encuentraen su ruta, así que no tendrá que desviarse de ella ni unapulgada. Estoy tan seguro de que intentará atraparnos que

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he colocado los cañones detrás, como puedes ver. Esindudable que nos disparará mientras huimos y megustaría poder responderle. Podrás decir que un cañón denueve libras —añadió, mirando afectuosamente aBelcebú, el cañón de bronce de su propiedad—, a ladistancia que pienso mantener la goleta, no puede derribarla verga trinquete ni la velacho de una fragata, lo que estotalmente cierto; sin embargo, siempre hay disparosafortunados que pueden cortar una burda o el cabo de unmotón y provocar una gran confusión. Recuerdo quecuando estaba en las Antillas, siendo niño, un cañón deseis libras del castillo disparó y cortó las drizas delcangrejo de la presa, una valiosa goleta que huía denosotros a toda velocidad. Entonces el palo mayor se cayóy, por supuesto, capturamos la presa. Pero,indudablemente, eso puede pasar en los dos sentidos, y aveces los franceses apuntan los cañones endiabladamentebien. —De acuerdo con la suposición, tal vez descabellada, deque la Cornélie sólo tiene los cuatro barriles de pólvoraque le quitó al Alkmaar, ¿cuánto crees que durarían losdisparos? Se arrepintió de haber hecho esa pregunta en cuanto laformuló, y Jack respondió secamente: —Cuatro barriles permiten hacer ciento veinte disparoscon un cañón de nueve libras o disparar cuatro andanadas

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con una batería de cañones de dieciocho libras sin incluirel de proa, como se hace a menudo. Pero en ese momento llegó Fielding, bastante ojeroso,para informarle de los progresos. — ¿Cómo se lo han tomado los marineros? —preguntóJack. —Uno encuentra cierta resistencia aquí y allá, como ustedmismo notó, señor —respondió Fielding—, pero ahoratodos parecen interesados en esta empresa y a algunosde los gavieros más jóvenes hay que frenarles en vez deanimarles. Ahora la proa parece una andrajosa feria: haycolgados gallardetes irlandeses, los costados estánmanchados de barro y los retretes de la proa lo bastantesucios para ruborizar a los residentes de un manicomio. —Subiré tan pronto como el doctor termine esta taza —respondió Jack—. Le prometí que se asombraría. —Ahora mismo voy con ustedes —dijo Stephen,poniéndose de pie—. Por favor, vayan delante. —Aquí tienes —exclamó Jack cuando los tres estabanjunto a la barandilla del alcázar mirando hacia delante. Había varios oficiales en el lado de sotavento del alcázar ytambién ellos observaron atentamente el rostro deStephen.

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— ¿Adonde tengo que mirar? —preguntó. — ¡Pues, a todas partes! —exclamaron Jack y Fielding. —A mí me parece que todo está casi igual —dijo Stephen. — ¡Debería darte vergüenza! —le amonestó Jack enmedio de un murmullo de desaprobación—. ¿No notas elaspecto repulsivo de la cubierta? — ¿Ni los trozos de filástica que cuelgan por toda lajarcia? —inquirió Fielding. — ¿Ni los rizos sueltos? —preguntó el oficial de derrota,tan alterado que no podía disimularlo. — ¿Ni los extremos de cabos sueltos por todas partes? —Hay un parche azul en esa gavia que no estaba ahí ayer—observó Stephen, ansioso por complacerles—. Y creoque la vela tiene un color menos brillante que el habitual. Pero no tuvo éxito y vio que quienes le rodeaban fruncíanlos labios, negaban con la cabeza o se miraban uno aotros con perspicacia, y oyó detrás un involuntario gruñidodel suboficial que gobernaba la goleta. —Creo que es mejor que vaya a ocuparme de cosas queestoy más capacitado para juzgar —anunció—. Voy ahacer la ronda matutina. ¿Quiere acompañarme, señor?

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Generalmente Jack visitaba a los enfermos con el cirujanopara preguntarles cómo estaban, una atención que ellosapreciaban mucho, pero esa mañana se disculpó y dijo: —Debes de estar confuso porque no hemos cambiado lasotras velas, pero después de la comida lo verás todo másclaro. Incluso antes de la comida el cambio era más apreciable.Stephen subió a la cubierta a tiempo para ver cómomedían la altitud del sol cuando éste pasaba el meridiano.Había presenciado esa ceremonia innumerables veces;sin embargo, nunca había visto llevarla a cabo con laembarcación en esas condiciones y muy pocas veces contanto celo, con todos los sextantes y cuadrantes de laNutmeg y con todos los guardiamarinas codo con codo enel pasamano de babor. La oleada de suciedad se habíaextendido a la popa y casi había llegado al alcázar, y nisiquiera una persona que no lucia observadora podríadejar de notar la suciedad y los remiendos de las gavias(cuyo color contrastaba con el blanco brillante por el sol delas mayores, las juanetes y las sobrejuanetes y susinmaculadas alas), el cuidadoso oscurecimiento delbronce, la desigualdad entre los flechastes, los cubossucios que colgaban de aquí y de allá desafiando todadecencia y el aspecto general de avanzada degradación.Muchos de los tripulantes se habían pasado la vida enbarcos de línea, donde había que barrer casi cada media

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hora y donde nunca, nunca se recurría a cosas de estetipo, y al principio les había horrorizado aquella deliberadaprofanación. Pero poco a poco les habían convencido deque la llevaran a cabo, y ahora, con un entusiasmo propiode conversos, ensuciaban los costados casiexcesivamente. La ceremonia llegó a su invariable fin cuando el primerteniente atravesó la cubierta, se quitó el sombrero que sehabía puesto para la ocasión e informó al capitán Aubreyde que era mediodía. Entonces el capitán, dandoexistencia legal a un nuevo día en la Armada, le respondió: —Que así sea, señor Fielding. Inmediatamente después de esto, cuando sonaron lasocho campanadas y llamaron a los marineros a desayunarcon los habituales gritos seguidos por fuertes pasos, notóque Jack y el oficial de derrota se hicieron el uno al otrouna inclinación de cabeza que indicaba satisfacción, de loque Stephen dedujo que la Nutmeg, que navegabavelozmente formando grandes olas de proa y lanzandoespuma lejos hacía los lados, avanzaba por el paralelocorrecto. Su propia comida, que también comieron solos en la grancabina, ahora austera y retumbante, era apenascomestible, pues el entusiasmo había hecho perder lacabeza a Wilson. Pero Jack no le prestó mucha atención ysólo se refirió a ella diciendo:

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sólo se refirió a ella diciendo: —Bueno, al menos el vino sienta bien. Y creo que van atraer arroz con leche. Después de beber uno o dos vasos de vino, explicó: —Comprendes que esto es provisional y que se ha llevadoa cabo por si la Cornélie ha hecho exactamente lo que yoquería que hiciera ¿verdad, Stephen? Stephen asintió con la cabeza y, sonriendo, dijo: —Y comprendo cómo se puede tratar de eludir el mal deojo. Jack prosiguió: —Esta mañana no te hablé de la secuencia de nuestrasacciones, aunque es sumamente importante. En primerlugar, tenemos que avistar la isla mañana con las primerasluces para saber si es seguro que la Cornélie está allí o no,pues sería absurdo hacer algunas de las estratagemasmás extravagantes que tengo pensadas antes dedeterminar eso. Tengo buenas razones para creer quepodremos conseguirlo y que nos sobrará la mayor parte dela noche. La estima del oficial de derrota, la de DickRichardson y la mía casi coinciden, y, además, podremoshacer una medición lunar muy precisa esta noche porqueel cielo está despejado. Si esa medición nos indica queestamos donde creemos que estamos, disminuiremos

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velamen y avanzaremos despacio hasta el alba, cuandoespero avistar Nil Desperandum muy lejos por sotavento. — ¡Ja, ja! —rió Stephen, inflamado por primera vez defervor guerrero—. Le diré a Welby que me llame a… ¿a lascuatro campanadas sería buena hora? Duerme en lacabina de al lado, es decir, duerme cuando no estáintentando aprender francés, el pobre. —Mandaré al ayudante del oficial de guardia —dijo Jack—. Entonces, suponiendo que se encuentre allí, bajaremoslos mastelerillos a la cubierta mucho antes que nos veanen el horizonte y haremos las otras estratagemas. Luegonos acercaremos a la isla sólo con las gaviasdesplegadas y muy despacio, ¿sabes?, porque si lascircunstancias no son las adecuadas, y todo depende delas circunstancias, o si fracasa nuestro ataque directo,tendremos que atraerla para que salga después demediodía con el fin de que ambas embarcaciones puedanatravesar el estrecho de noche. Cuando se oculte la luna,podremos virar y escondernos tras una isla, luegodisminuir el velamen hasta que no se vea ni un ápice ydespués dejar la goleta anclada con una sola ancla hastaque pase la fragata guiada por las luces de la lancha quehabremos mandado a continuar avanzando. Cuando lafragata se encuentre a sotavento, pues, allí estaremosnosotros. ¡Y estaremos a barlovento! — ¡Ah, muy bien! ¿Quieres que te sirva un poco de vino?

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—Sí, por favor. Es un oporto excelente. Rara vez he bebidouno mejor. Stephen, sabes la importancia que tiene estar abarlovento, ¿verdad? No necesito explicarte que laembarcación que es más veloz y está situada a barloventopuede obligar a la otra a combatir cómo y cuándo quiera.La Nutmeg no puede sostener una larga batalla con laCornélie, no puede combatir haciendo descargas a largadistancia, pero si cruza con rapidez su estela puedecolocarse paralela a ella, y entonces podremos dispararuna andanada y abordarla. Pero, naturalmente, no necesitoexplicarte eso. —Sería extraño que tuvieras que explicar la importanciaque tiene estar a barlovento a un lobo de mar como yo,aunque debo confesar que hubo un tiempo en que creí quetenía relación con esa cosa chirriante que se pone en eltecho y que indica la dirección del viento. Pero, ¿nopodrías conseguir esa posición ventajosa por algún mediomenos difícil que recorriendo con rapidez unas cien millasen la oscuridad y escondiendo la goleta tras una isla más omenos mítica, que nadie ha visto nunca, un procedimientopeligroso donde los haya? — ¡Oh, no! No se puede colocar a barlovento de la fragatasin arriesgarse a que le dispare una andanada a ciertadistancia, lo que no podría soportar. Por otra parte, sidisminuimos velamen para dejar que la fragata seacerque, naturalmente, se negará, virará y disparará a laNutmeg a una distancia superior al alcance de las

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carronadas. Y no puedo actuar basándome en lasuposición de que la Cornélie no tiene más pólvora que loscuatro barriles de la Alkmaar. Respecto a la isla, no esmítica en absoluto. Allí hay dos islas que han sidoexploradas a fondo, dos islas con altas montañas yrodeadas de aguas de cincuenta brazas. Los holandesesusaban mucho el estrecho y Raffles me dio una excelentecarta marina. Aun así, espero que el primer plan deacercarnos a la isla y abordarla enseguida pueda echarraíces, mejor dicho… Hizo una pausa y frunció el entrecejo. — ¿Florezca? —No… no. — ¿Dé fruto? — ¡Maldita sea! El problema contigo, Stephen, si no teimporta que te lo diga, es que, aunque de todos loscompañeros de tripulación que he tenido, eres el que máslenguas sabe, como el Papa, que sabe cien, o como losque estaban juntos el día de Pentecostés o como… — ¿Estabas pensando en Magliabechi? —Creo que sí. De todas maneras, era un extranjero. Yestoy seguro de que hablas tantas lenguas como él y comosi fueras un nativo o mejor, pero el inglés no es una de

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ellas. No se te dan muy bien las figuras retóricas y ahorame has sacado la palabra de la mente. El lobo de mar apareció en la cubierta al amanecer del díasiguiente, con el mismo aspecto de otros lobos de marcuando les sacaban inoportunamente de su guarida, con elpelo enmarañado por no haberse peinado ni cepillado.Pero nada de eso era excepcional. Casi todos losoficiales llevaban su ropa de trabajo más vieja y algunosse habían levantado desde hacía mucho más tiempo. Peroaunque el doctor Maturin estuviera cubierto de brea yplumas, no hubiera suscitado ningún comentario. Todostenían la vista fija en el serviola que estaba sentado en lacruceta y el serviola tenía la vista fija en el nítido horizontepor el estenoreste. El sol había salido y ya estaba muyseparado del mar. Parecía una bola incandescente y susrayos iluminaban casi toda la parte superior de la isla. Losque estaban en la cubierta no podían ver más; sólo elserviola que estaba en lo alto podía ver por el catalejo ladistante costa. Ahora el viento soplaba por la aleta y, comohabía amainado, apenas se producían sonidos en la jarcia.Todos los tripulantes de la goleta estaban allí de pie y ensilencio mientras los rayos del sol descendían por la partesuroeste de Nil Desperandum. A Warren se le escapó un sonoro pedo, pero nadie sonrióni frunció el entrecejo ni apartó la vista del tope del palo. LaNutmeg atravesaba las altas crestas de las olas quevenían del suroeste a intervalos largos y regulares y el

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tajamar producía un sonido sibilante. Por fin se oyó abajo el grito emocionado: — ¡Cubierta! Luego hubo una pausa en la que pasaron dos olas. — ¡Está ahí, señor! Quiero decir que veo un barco con lasvergas colocadas a media milla de la orilla. Tiene lasgavias sueltas para que se sequen. —Vire rápidamente —ordenó Jack al timonel y luego,alzando la voz, dijo—: ¡Muy bien, señor Miller! ¡Ahora bajea la cubierta! Señor Fielding, por favor, vamos a quitar losmastelerillos enseguida. Cuando los mastelerillos estaban en la cubierta y laNutmeg estaba segura porque no podía verse desde lacosta, Jack explicó sus planes: —Después de aferrar todas las velas excepto las gavias yla vela de estay de proa, empezaremos a pintar lasbandas. Pero hay que aferrar sin apretar mucho, dejandocolgajos por todas partes, ¿me ha oído, señor Seymour? Aunque se dirigió formalmente a Seymour, que estaba enel castillo, en realidad se dirigía a todos los tripulantes.Hasta entonces ellos habían sido animados a aferrar conextrema precisión, con la misma corrección y firmeza que

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en un yate real, y ahora se miraban unos a otrosinquisitivamente, pues a pesar de todo lo que habíapasado antes, aquello era tan inapropiado que inclusopara los más liberales era inconcebible. Las bandas a que se refería el capitán eran tiras de lonaen que se pintaban portas, como las que colocaban en loscostados muchos mercantes con pocos cañones oninguno, con la esperanza de disuadir a los piratas de quelos atacaran. Los marineros ocupaban mucho espacio enla cubierta para prepararlas, como Stephen sabía muybien porque había visto a Jack usarlas antes, pero ahora,como aquella tripulación no estaba acostumbrada a lascosas que hacía el capitán Aubrey, ocupaban más aún, yStephen tenía que retroceder más y más. Cuando llegó alcoronamiento pensó que realmente estaba molestando ydecidió marcharse, a pesar de que el mar y el cielo erande una extraordinaria belleza y el aire mostraba lascualidades del champán, algo raro entre los trópicos y queel doctor Maturin no había visto nunca porque nunca selevantaba temprano. —Bonden, por favor, di a tus compañeros que paren unmomento —pidió a su viejo amigo, el timonel del capitán—. Deseo bajar, pero por nada del mundo pisaría sutrabajo. —Sí, señor —dijo Bonden—. Dejen paso, por favor, dejenpaso al doctor.

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Le llevó de la mano por entre los botes de pintura y lasbrochas hasta la escala de toldilla, pues la Nutmeg estabaal pairo con las olas de través y el doctor Maturin no podíaguardar el equilibrio salvo montado en un caballo. Cuandole dejó agarrado fuertemente a la barandilla, con unasonrisa de cómplice, dijo: —Creo que tendremos un poco de diversión después dela comida, señor. Stephen encontró a Macmillan tratando de quitarse unpoco de pintura de los pantalones y, después de hablar unrato sobre el alcohol como disolvente y la extraordinariadiligencia con que los marineros cooperaban en cualquieracción que al menos fuera un poco engañosa y tuvieracierta falta de legitimidad, añadió: —Sin embargo, como seguramente habrá notado, eltrabajo de la goleta se desarrolla, por decirlo así, porinercia: se da la vuelta al reloj de arena, se tocan lascampanadas, se releva la guardia. Y cuando es necesarioajustar una braza o apretarla, como decimos nosotros, allíestán los marineros; y la carne de cerdo salada está enremojo en las tinajas para que se pueda comer un pocomejor, y estoy seguro de que los marineros la comeráncuando suenen las ocho campanadas. Vamos a laenfermería. Allí pasaron al latín y después de examinar un caso de

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hernia y los dos obstinados casos de sífilis, los quequedaban de los que se habían producido en Batavia,Stephen preguntó: — ¿Cómo está el cuarto hombre? Se refería a Abse, un miembro de la guardia de popaaquejado de una enfermedad que se manifestaba concólicos en la mar y retortijones de tripas en tierra, unaenfermedad cuya causa Stephen desconocía y cuyossíntomas sólo podía hacer un poco soportables mediantela administración de opiáceos, pero que no podía curar. —Creo que se irá dentro de una hora más o menos —aventuró Macmillan al apartar la mampara. Stephen observó el rostro del enfermo comatoso, advirtiósu respiración entrecortada y le tomó el pulso, que era casiimperceptible. —Tiene razón —dijo—. Será un alivio como no ha habidootro. Me gustaría abrirle. Me gustaría más que nada en elmundo. —A mí también —exclamó Macmillan con entusiasmo. —Pero eso molestaría a sus compañeros y amigos. —No tiene ninguno. Era un ayudante de cocina que comíasolo. Nadie vino a verle excepto el capitán y el oficial jefe

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de su brigada. —Entonces tal vez tengamos la oportunidad de hacerlo —dijo Stephen y volvió a colocar la mampara—. Quedescanse en paz. * * * El doctor Maturin se equivocó acerca de la carne de cerdosalada. El viento, contrariamente a lo que prometía el cieloy a lo que indicaba el barómetro, amainó tanto durante laguardia de mañana que el capitán Aubrey adelantó su planuna hora y, por tanto, los marineros comieron la carne,medio cruda en el centro, cuando sonaron las seiscampanadas. Pero los marineros no se quejaron. Yahabían conseguido que la Nutmeg tuviera el mismoaspecto miserable que el Alkmaar y se aproximaban a laisla con la esperanza de sostener un combateextraordinariamente rápido dentro de una hora más omenos. Entre ellos no había tanta tensión como emocionesintensas, y cuando les dieron el grog no aumentaron, sinoque fueron complementadas con una gran alegría. Hubomuchos comentarios graciosos sobre los hombres queserían autorizados a permanecer en la cubierta mientrasse aproximaban, vestidos como marineros holandeses, ylos que no. —Hay algunos tipos flacos como los holandeses a quienesles permiten exhibirse. ¿Y por qué? Porque parecen

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inofensivos y nadie les temería. No les temería ningunavirgen y tampoco su esposa, ya, ¡ja, ja! —Rara vez he visto a los marineros tan contentos —observó Stephen en el pañol donde se guardaban lasposesiones del capitán. Después de colocar cuidadosamente entre los dos elcadáver de Abse en medio de dos baúles, continuó: —Creo que iré a la cubierta a preguntar al capitán sitendremos tiempo de hacerlo antes del combate, porquees terrible tener que luchar contra el rigor mortis. Pero cuando subió las sucesivas escalas vio con pena ysorpresa que la Nutmeg ya estaba cerca de tierra y que,pese a navegar lentamente, como un mercante, no tendríatiempo para la autopsia que pensaba hacer. Jack estabacomiendo un sandwich y hablando con Richardson, perodirigió la vista hacia donde Stephen había aparecido ysonrió. El doctor Maturin se había puesto la vieja chaquetanegra con que generalmente operaba y le podían tomarpor el desastrado sobrecargo de un mercante. Por suparte, Jack estaba en mangas de camisa y con pantalonesamplios y tenía un sombrero de Monmouth, un horriblesombrero de franela achatado que todavía usaban algunosmarineros anticuados y que tenía la ventaja de que le cabíadentro todo el pelo, ya no tan brillante como en los tiemposen que era conocido como Ricitos de Oro, pero todavíallamativo.

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llamativo. —Allí está —dijo, volviéndose hacia Stephen. En efecto, allí, bajo el cielo azul, estaba anclada la fragata,una nave hermosa y elegante con las rojas portas abiertaspara airear la cubierta. Se había adentrado hasta dostercios de la profundidad de la bahía donde entraba ahorala Nutmeg, y estaba rodeada de una franja blanca decosta, y las montañas boscosas que se elevaban tras ella,con algunas zonas de color verde brillante. Había muchooleaje y se podía ver la espuma al otro lado de la amura deestribor de la Cornélie y en diversos puntos de la bahía. —La marea está alta —le explicó Jack—. Ha estadosubiendo lentamente desde hace media hora. ¿Estabasmuy ocupado? Si quieres tomar algo, hay sándwiches ycafé en la galería. La comida tardará bastante. Hace siglosque se apagaron los fuegos de la cocina. —Hemos estado trabajando como hormigas, llevando alos enfermos a la cubierta inferior y preparando todo en laenfermería: montones de hilas, tapones, torundas,cadenas, sierras y mordazas. ¿Cuándo supones que va acomenzar la batalla? —Dentro de una hora aproximadamente, a menos que nosdescubran. Como ves, no hay un arrecife de coral continuoformando una especie de laguna, sino dos arrecifesindependientes con un sinuoso estrecho en medio y unenorme banco donde termina la corriente de agua. Sin

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duda, es por eso que la fragata está tan lejos de la costa.Es poco conveniente para sus lanchas, y hace unmomento, cuando uno de sus cúteres lo atravesó, penséque había rozado la punta del banco. ¿Ves al grupo queestá cogiendo agua? —Me parece que sí. —Está al pie del negro acantilado, a veinticinco gradospor la amura de estribor. Coge mi catalejo. Entonces vio muy de cerca el negro acantilado, la corrientede agua que caía por él y a los marineros alrededor de lostoneles. —Debe de haber plantas muy interesantes en esa paredrocosa —dijo Stephen—. ¿Puedo observar la Cornélie? —Sería una indiscreción mirarla desde el alcázar. Esmejor hacerlo desde el cuarto de aseo que está en lagalería. ¿Ves a Dick en la verga velacho? Va a gobernar lafragata desde allí. Tendría que hacerlo el oficial de derrota,pero tiene el estómago revuelto. Tenemos que avanzarcasi en dirección al lugar donde se coge el agua, luegopasar dos curvas pronunciadas separadas por casi mediamilla y después orzar para poder colocarnos junto a ella. —Voy a observarla desde el cuarto de aseo mientras mecomo un sandwich.

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—Stephen —murmuró Jack—, procura encontrar a Pierrot,el sobrino de Christy-Pallière, ¿quieres? Espero que no leveas, porque eso confirmaría mi idea de que está en tierra.Tengo mucho miedo de que pueda matarle. — ¿Te refieres al joven oficial sobrino de nuestro amigocon quien te encontraste en Pulo Prabang? Te olvidas deque no le he visto nunca, ni siendo niño ni siendo hombre. —Es cierto —dijo Jack—. Discúlpame. * * * La Nutmeg siguió avanzando. En el alcázar sólo estaba elcapitán, aparte del hombre que llevaba el timón y Hooper,que parecía un grumete y se encontraba junto al costadode sotavento. Richardson seguía encaramado en la verga,observando las cristalinas aguas que tenía delante, decolor azul oscuro en el estrecho, donde eran muyprofundas, y de color azul claro a ambos lados, dondetenían poca profundidad. Una veintena de marinerosestaban en el castillo, con las manos en los bolsillos, odescansaban en el pasamano, algunos de ellos apoyadosen la borda. Los demás tripulantes estaban ocultos bajo elcastillo y los pasamanos, en la entrecubierta y en la cabina.Todos los artilleros estaban en sus puestos y todos los quepodían ver algo por las rendijas de las portas o por loshuecos de las bandas pintadas contaban a suscompañeros lo que veían en voz baja y con gran exactitud.

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Los que iban a hacer el abordaje tenían preparadas susarmas: sables, pistolas, hachas de abordaje y picas. Lasmechas de combustión lenta ya ardían dentro derecipientes de metal junto a las carronadas, pues Jacknunca quería depender solamente del pedernal. Ahora elambiente era tenso. La puerta corrediza de la galería la apartaba de la multitudy del ruido de sus voces. Allí estaba el recinto donde elcapitán se lavaba, se afeitaba y se empolvaba, y, lo mismoque su compañero situado al otro lado (el retrete), era unode los pocos lugares de la parte superior de la goleta quepermanecían intactos cuando se hacía zafarrancho decombate. Si se quitaba la palangana, era un lugar desde elque se podían observar cómodamente los sucesos, yStephen, por estar allí, se consideraba más afortunado queel centenar de hombres que estaban bajo la cubierta,excepto aquellos que podían ver por un escotillón. Como ellos, vio que la Cornélie se fue acercando a laNutmeg mientras la goleta atravesaba oblicuamente labahía, luego desapareció de su campo visual cuando lagoleta dobló la primera curva del canal y reapareció diezminutos después, cuando dobló la segunda, mucho máscerca, todavía firmemente anclada. Y cuando la Nutmegcontinuó su viraje, la estática Cornélie, junto con las aguasque la rodeaban, se movió hacia delante a velocidadconstante casi hasta el extremo de su campo visual. Fueen ese momento cuando vio una señal aparecer en el tope

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del palo mayor. Eran sólo dos banderas, pero la señal fuereforzada por un cañonazo disparado desde el alcázar.Vio el humo y enseguida oyó el estallido, que resonó en elsilencio de la espera. Luego oyó en la cubierta una potentevoz que gritaba: — ¡Atención! ¡Atención! ¡Todos a las brazas de sotavento! Entonces la fragata desapareció tras el borde del cuartode aseo. Pero Jack todavía podía verla claramente y no necesitabacatalejo para ver cómo los cañones de dieciocho librasasomaban por las portas. La Nutmeg continuaba doblando la curva que la conduciríahasta la fragata, que ahora se encontraba justo delante yde costado. En ese momento apareció la banderafrancesa en el tope del palo mesana. Jack esperó oír elcañonazo de advertencia. No hubo cañonazo de advertencia. En vez de eso, los trescañones posteriores dispararon a muerte casisimultáneamente. — ¡Todos a cubierta! —gritó Jack cuando las balaspasaban por encima de la goleta por el lado de estribor ala altura de las gavias. Era evidente que habían descubierto que llevaban un

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disfraz, pero a pesar de que podrían dispararle unaandanada de proa a popa, tenía la esperanza de acercarla Nutmeg a la fragata lo suficiente para lanzar un ataquerealmente efectivo. Por debajo de él, en el combés, elcontramaestre repitió la llamada. Los oficiales subieroncorriendo al alcázar. — ¡Mayores y velas de estay! —ordenó Jack—. ¡Echenuna mano, echen una mano! Señor Crown, quite lasbandas pintadas. Señor Fielding, ice la bandera y elgallardete. Stephen oyó el estrépito de una bala al caer en algún lugarde la proa. Luego, en medio de una confusión másaparente que real, se abrió la puerta corrediza y Seymourentró en el cuarto de aseo y le dijo al oído: —Nos han descubierto, señor. El capitán desea que ustedse vaya abajo. Los restantes cañones de la batería de la Cornéliedispararon en rápida sucesión y el costado quedó ocultopor el humo. Aparecieron agujeros en las gavias y lasmayores; se soltó el motón de la vela mayor, que estabarecién ajustado; algunas balas lanzaron chorros de aguadesde el castillo hasta la popa y otras formaron penachosde agua cerca de los costados; la última bala destrozó elpescante de babor. —Buena puntería, a tanta distancia —dijo Jack.

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—Digna de elogio, señor —asintió Fielding—. Peroespero que no mejore. Hubo una pausa durante la cual la Nutmeg, a pesar de lainestabilidad de la vela mayor, avanzó doscientas yardas.Después hicieron fuego uno tras otro todos los cañones dela batería de babor de la Cornélie. Seis balas dieron en elcasco, en los mástiles o en las velas; una destruyó la mitadde la galería de babor; la decimosexta pasó de una puntaa otra de la corbeta a la altura del pecho y causó la muertea dos hombres en el castillo y a otros tres en el alcázar:Miller, que estaba junto a Jack Aubrey, un marinero quellevaba el timón y el oficial de derrota. — ¡A las brazas de sotavento! —ordenó Jack, enjugandola sangre del rostro de Miller. Luego, volviéndose hacia loshombres que habían cogido el timón, gritó—: ¡Timón ababor! La Nutmeg viró rápidamente a estribor, y entonces Jack,con una voz que llegó hasta el sollado, dio la orden quetodos anhelaban oír: — ¡Disparen ahora! Entonces en la enfermería, además de retumbar elestrépito de las balas del enemigo, se oyó el ruido aúnmás fuerte de las carronadas de treinta y dos libras y elchirrido de las cureñas cuando retrocedían. Aunque

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Stephen, Macmillan y Suleiman, el ayudante, ya estabanmuy ocupados (curando heridas provocadas por grandestrozos de madera puntiagudos, contusiones y un antebrazoroto a causa de la caída de un motón), mientras dabanpuntos y ponían vendas y tablillas, mostraban susatisfacción haciéndose inclinaciones de cabeza unos aotros. En ese momento Bonden trajo a Harper en brazos ydijo: —Los estamos machacando, señor. Da gusto verlo. Así era, y en el cielo retumbaba y volvía a retumbar aquelruido ensordecedor, un estruendo continuo bajo lossucesivos estallidos. La Nutmeg, como todos los mercantes holandeses deveinte cañones, tenía todo el armamento en una solacubierta. Como estaba disparando en contra del viento, elhumo se disipaba enseguida, y, por tanto, era fácil verdesde el alcázar dónde caían las balas de treinta y doslibras. Disparaba con rapidez, al menos dos veces másrápido que la Cornélie, y las brigadas de artillerostrabajaban con perfecta coordinación y las municionesllegaban de la santabárbara con puntualidad; no obstante,cuando estaban muy elevadas, los disparos eran erráticos,y cuando las bajaban, aunque las apuntaran en la direcciónadecuada, las balas no llegaban a dar en el blanco.Aunque la Cornélie disparaba con lentitud, encomparación con cualquier otra nave (en parte porque lo

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hacía por sotavento y la nube de humo impedía a sushombres ver nada), incluso a tres cuartos de milla dedistancia sus disparos eran extremadamente precisos.Además, aunque economizaba la pólvora, pues nuncadesperdiciaba ningún tiro, era obvio que no tenía sólocuatro barriles o una cantidad parecida. —Preparen los cañones —ordenó Jack—. Señor Fielding,vamos a virar. La Nutmeg viró,colocándose de manera que tenía el vientopor la aleta, y luego volvió a virar por estribor y comenzó aalejarse por donde había venido. Cuando viraba, loscañones de popa lograron disparar tres balas cada uno,dos de las cuales dieron indudablemente en el blanco.Pero la Cornélie lanzó dos andanadas, de las cuales laprimera habría desarbolado la Nutmegsi no hubiera viradoel timón muy rápido en el momento oportuno, y la segundano la alcanzó. «Si sus disparos hubieran sido tan rápidoscomo precisos —pensó Jack—, habríamos necesitadoatar tantos cabos que no hubieran bastado los cuchillospara cortar ligaduras». Sin embargo, no confió lo quepensaba al primer teniente. —Parece que tienen problemas para levar el ancla. Sin el catalejo pudo ver que los pocos tripulantes de laCornélie tenían dificultades en el cabrestante, y con él viosus rostros enrojecidos por el esfuerzo que hacían paraque el sombrero girara y notó que algunas barras sólo las

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que el sombrero girara y notó que algunas barras sólo lastenían agarradas tres hombres. Entonces vio queintentaron recoger la otra cadena, luego aflojaron laprimera y después intentaron recogerla de nuevo, en vezde dejar las cadenas y las anclas, porque tendrían querecorrer miles de millas de distancia para encontrarrepuestos. —Pues me atrevería a decir que tampoco han sido másafortunados con la lancha —observó Fielding con unelegante tono irónico. Jack se volvió y, en un pequeño arrecife, a menos de uncuarto de milla de la costa, vio la enorme lancha de laCornélie inmóvil en medio de la marea que bajaba. Ajuzgar por la espuma que había a ambos lados, el timonel,al apresurarse para reunirse con la fragata, había intentadoatravesar un paso estrecho que había en el arrecife decoral, que era el camino más corto, y había calculado malel viento, el calado de la lancha, el abatimiento o las trescosas. Entonces Jack, con verdadera satisfacción, vio queel oficial que desde un esquife coordinaba los esfuerzospara descargar urgentemente los toneles y poner la lanchaa flote otra vez, era Pierrot Dumesnil, el alegre joven queahora estaba exasperado. —Tardarán en terminar su trabajo cierto tiempo, peroespero que no demasiado —dijo Jack, mirando hacia elsol—. No tenemos todo el tiempo del mundo. ¿Qué pasa,señor Walker?

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—Hay un pie de agua en la sentina, con su permiso, señor—informó el carpintero—, pero mis ayudantes y yo hemospuesto tres espiches bien ajustados en los agujeros, y esque sólo tres balas dieron por debajo de la línea deflotación. Pero la lancha y varios palos de ambos ladoshan sufrido muchos daños y la galería de estribor estádestrozada. Jack también oyó el informe del contramaestre, queaportaba pocas sorpresas porque él podía ver los cabosde los aparejos cortados y las velas dañadas por todaspartes. Después dijo a Fielding: —Pondremos en facha la Nutmeg en el canal ycolocaremos una guindola en el costado, como si corrierael peligro de hundirse. Media docena de marinerospueden hacer la representación mientras los demás hacennudos y ayustan. Además, bombearemos el agua, pero enel otro lado. Señor Conway, por favor, pregunte al doctor sile parece oportuno que baje ahora. —Señor Adams, ¿tomó nota de todo? —preguntó a suescribiente. —Bueno, señor —respondió Adams—, no sabía muy bienqué hacer. Puesto que no llamó a todos a sus puestos,oficialmente no entablamos un combate, así que hicealgunas anotaciones que podría calificar de extraoficiales.Y puesto que nuestros compañeros de tripulación no

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murieron en una batalla normal, dije al velero que pensabaque no debían sepultarse de la forma habitual, sinometiéndoles en sus coyes y cosiendo después los bordes.Espero haber hecho bien, señor. —Muy bien, señor Adams. Bajó al sollado. Cuando llegó, sus ojos ya se habíanacostumbrado bastante a la oscuridad bajo cubierta ypudo ver bajo la lámpara colgante que Stephen tenía lasmanos de color rojo vivo. — ¿Cuántas víctimas ha habido? —preguntó. —Tres hombres heridos por grandes trozos de maderamurieron a causa de la hemorragia en cuanto llegaronabajo o antes —anunció Stephen—. Aparte de ellos, hayotros seis que se pondrán bien, si Dios quiere. Tambiénhay un hombre con el brazo roto y varios con contusiones.Nada más. Respecto a los muertos, tú sabrás más que yo. —El oficial de derrota, lamentablemente; el joven Miller;Gray, un buen timonel; y dos hombres más en el castillo.Una sola bala… Se sentó entre Semple, uno de sus barqueros, y Harper,los dos heridos por grandes trozos de madera, y lespreguntó cómo estaban. —Nos pegó muy duro y nosotros apenas pudimos darle…

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—Nuestro Agag le perforó el casco dos veces justo detrásdel tajamar —dijo Harper, que estaba mareado porquehabía perdido mucha sangre—. Vi caer las balas con mispropios ojos. ¡Cómo gritamos de alegría! —Estoy seguro de que así fue. Pero ahora intentaremosque nos siga, la esperaremos al final del estrecho y luegola atacaremos penol a penol. Tiene el ancla trabada y sulancha está encallada, pero creo que dentro de una horatodo se habrá resuelto, y nosotros podemos esperar unahora.

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CAPÍTULO 6 El capitán Aubrey no tuvo que esperar tanto. En cuarenta ysiete minutos los hombres de la Cornélie lograron liberar lafragata, desencallaron la lancha y la subieron a bordocomo buenos marinos y comenzaron a perseguir a laNutmeg. En cuanto terminaron de atravesar el canal queiba de Nil Desperandum a alta mar y empezaron la largapersecución que les llevaría al estrecho de Salibabu,estuvo claro que su propósito no era avanzar másrápidamente que la Nutmeg y acercarse a ella paraatraparla. Habían visto llegar a bordo algunas de sus balasde treinta y dos libras y no tenía deseos de ver más, poreso tenían la intención de entablar un combate a ciertadistancia. Cada vez que Jack les daba la oportunidad deacercarse, la desaprovechaban. Su plan era reducir lavelocidad de la goleta causando daños a las velas y losaparejos y después dar una guiñada y dispararleandanadas por la popa a una distancia de media milla omás. También estaba claro para Jack que había hecho uncálculo exagerado de la capacidad de la Cornélie. Habíasupuesto que la fragata, por tener los fondos limpios y unadisposición del velamen bastante adecuada, podíanavegar como mínimo a ocho o nueve nudos con el fuertemonzón del suroeste por la aleta, aunque había amainadoun poco durante el día; sin embargo, se había equivocado.Aun con todas las gastadas y remendadas velas

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desplegadas, la Cornélie no podía navegar a más de sietey medio, y a pesar de que la Nutmeg arrastraba unapesada baliza que no podía verse, le era difícil simular quehuía a toda velocidad, que trataba de escapar, aunque loconseguía porque llevaba las escotas un poco menostensas de lo que debía, hacía rápidos virajes (Bonden eraun maestro en eso y sabía hacer varios trucos con el timón)y no tenía muy bien colocadas las brazas de las vergas.Así pues, la goleta avanzaba con rapidez hacia el oeste,disparando constantemente a la fragata, situada casi alalcance máximo de sus cañones. Jack permaneció en el alcázar hasta que la velocidad de laNutmegse adaptó lo mejor posible a la de la Cornélieydespués llamó a Seymour para decirle: —Señor Seymour, voy a asignarle el puesto de tercero dea bordo provisionalmente. Ya se lo he dicho al señorFielding, así que podrá ponerse de acuerdo con él sobrelos asuntos concernientes a eso después de la ceremonia. Era de esperar. Seymour tenía que encargarse de laguardia del oficial de derrota, por muy joven que fuera. Apesar de todo, Seymour se ruborizó y, en un tono quedenotaba su emoción, respondió: —Gracias, señor, muchas gracias. Mientras hablaba, hizo fuego el cañón de popa de estribor,justo debajo de ellos. Jack asintió con la cabeza y bajó

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corriendo por la escala envuelta por el humo, entró en lacabina también llena de humo (el viento, que llegaba por laaleta, llenaba de humo todo aquel espacio durante unminuto después de cada disparo) y, a pesar de laoscuridad, vio a las dos brigadas de artilleros mirándoseuna a otra con rabia y a algunos de sus miembros, los másafortunados, con la cabeza fuera de las portas. La discusión fue disminuyendo a medida que se acercaba,y por fin el condestable dijo: —Esta vez le hemos dado en el casco, señor. —Creo que pasó por encima —replicó Reade, alzando lavoz. —Cállese, señor Reade. —Sí, señor. Perdone, señor. Jack cogió un catalejo, se inclinó hacia delante y miróhacia afuera, por encima del extenso mar, donde semovían en diagonal olas largas, pequeñas y de abundanteespuma, cuyo color blanco hacía parecer más oscuro elmar. La estela de la Nutmeg era muy larga y más ancha delo normal debido a la turbulencia provocada por la balizaque llevaba escondida, y justo en la prolongación de lalínea en que estaba situada se encontraba la Cornélie, queformaba con la proa olas bastante grandes en las mismasaguas por las que la Nutmeg había pasado ocho minutos

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antes. La fragata tenía desplegadas todas las velas queposeía y probablemente tenía muy pocas o ninguna derepuesto. Jack se encontraba en una situación difícil. Si le causabadaños leves que la obligaran a reducir la velocidad uno odos nudos, probablemente desistiría de la persecución porconsiderarla inútil; si no disparaba con razonableprecisión, los franceses no creerían que estaba huyendo.Por otra parte, si un desafortunado disparo hacía navegarmás despacio a la Nutmeg, aunque fuera pocos minutos,la Cornélie podría virar y dispararle una andanada con suscañones de dieciocho libras terriblemente bien apuntados.Y era más probable que hubiera un desafortunado disparode la Cornélie que al revés, pues disparaba con loscañones de proa situados en el castillo, que estabaaproximadamente ocho pies más alto que la cubierta de laNutmeg. Además, disparaba a la popa de la goleta, dondeestaba el vulnerable tablón del timón. Mientras esospensamientos cruzaban su mente, observó que lostripulantes de la fragata estaban bombeando agua ylanzaban un grueso chorro por sotavento. «Cuandoterminen de sacarla, tal vez la fragata navegue másrápido», pensó. Luego, en voz alta, preguntó: — ¿Con qué elevación están disparando? —No más de seis, señor —respondió el condestable,colocando el cañón de estribor mientras Bonden colocaba

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a Belcebú. La Cornélie disparó en ese momento, cuando subía con elbalanceo, y aunque la bala no alcanzó a la Nutmeg, rebotóvarias veces junto al costado y la última casi lanzó unchorro de agua a bordo. Jack se inclinó sobre Belcebú, apoyando la mano sobre eltibio cilindro, y mientras Bonden quitaba con el espeque lacuña con que se subía y bajaba, lo echaba hacia atrás. Losdos se entendían sólo con gruñidos e inclinaciones decabeza. Al capitán le encantaba apuntar los cañones yambos habían hecho esos movimientos miles de veces.Cuando lo elevaron de modo que apareció el centro de laverga velacho en la mira, proyectando la voz hacia laescotilla gritó: — ¡Señor Fielding, señor Fielding! ¡Por favor, mire sipuede ver dónde cae la bala! ¡Voy a lanzarla muy alto! —Sí, señor —dijo Fielding. Entonces Jack procedió a poner el cañón en la posiciónexacta, y mientras los artilleros lo movían delicadamentecon las palancas, iba indicándoles: —Un poco más a la derecha… Un poco más… Un pelohacia atrás… Sin apartar la vista de la mira movió la mano para coger la

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mecha. La Nutmeg subió con el balanceo y, justo antesque el cañón estuviera dirigido al blanco, acercó la mechaardiendo al cebo. Se oyó un sonido sibilante que apenasduró un instante y después el cañón hizo fuego yenseguida retrocedió por debajo de él con extraordinariafuerza, llenando la popa de humo y de trozos de maderadel taco. Ya había sacado la cabeza por la porta cuando laretranca impidió seguir retrocediendo al cañón, con eldesagradable pero satisfactorio chirrido de siempre, y,gracias a un afortunado movimiento del viento, pudo vermás de un segundo la trayectoria de la bala, que era comouna borrosa mancha negra que poco a poco disminuía. — ¡A corta distancia del pescante de popa de estribor,señor! —gritó Fielding. Jack asintió con la cabeza. Había otras maniobrasposibles, como avanzar a toda vela y finalmente colocarsea barlovento de la fragata, pero tardaban mucho, por loque podrían retrasar la llegada a la cita, y poner en peligrola goleta. Aunque, indudablemente, ésa era unaestratagema peligrosa, al fin y al cabo era la mejor. —Sigamos así, señor White, pero con discreción, no comosi fuera la noche de Guy Fawkes. Siguieron disparando con regularidad. En una ocasión,una bala de la Cornélie que rebotó causó daños a laguirnalda que había bajo el coronamiento de la Nutmeg, yen otras dos, aparecieron agujeros en la vela mayor y la

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en otras dos, aparecieron agujeros en la vela mayor y latrinquete. Belcebú ya estaba muy caliente cuando Jacknotó que Reade estaba muy cerca y parecía querer darleun mensaje. En realidad quería hacerle una invitación. Dijoque como el capitán no había podido comer aún, losoficiales le invitaban a una colación fría con ellos. Jack notó que tenía mucha hambre. Al pensar en lacomida, se le hizo la boca agua y sintió una punzada en elestómago. —Iré con mucho gusto —dijo, apartándose de losaglomerados artilleros. Bonden ocupó su lugar y él se dirigió a la galería paralavarse las manos. Abrió la puerta mirando todavía hacia elcañón y estuvo a punto de caer de cabeza al agua, perologró evitarlo dando un rápido salto hacia atrás. —Amarren este tirador al tojino de la galería —ordenó—,porque si no, el doctor podría tener problemas. El doctor ya estaba en la cámara de oficiales, y él y losdemás oficiales dieron la bienvenida a Jack con carne yanchoas en conserva, huevos duros, jamón, pepinosencurtidos, cebollas y mangos. Fueron tan amables comopudieron y Welby incluso hizo ponche con aguardiente depalma, pero como la silla de Warren estaba vacía, lacomida fue triste. Al final, Adams trajo un libro deoraciones y, alzando la voz para que pudiera oírse a pesardel estruendo producido por un cañón de popa al disparar

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y retroceder, le susurró a Jack al oído: —He marcado la página con un trozo de merlín, señor. —Gracias, señor Adams —dijo Jack y, después de estarpensativo unos minutos, añadió—: Me parece, caballeros,que nuestros queridos compañeros de tripulación nosperdonarán si les despedimos de la manera más sencilla yvestidos con ropa de trabajo. Hubo un murmullo de aprobación, un movimiento de sillas ycierta vacilación antes de terminar el ponche. Cinco minutos después sonaron las ocho campanadas y acontinuación varias que duraron medio segundo.Inmediatamente, Jack se colocó junto a la barandilla delalcázar. Los cañones ahora estaban guardados ysilenciosos; todos los marineros estaban presentes. Jackleyó las palabras hermosas y solemnes; los coyes, con unpeso adicional, se deslizaron por el costado uno tras otrocasi sin salpicar, justo donde el agua subía después deformar un hoyo tras las olas de proa. La Nutmeg viró veinticinco grados para celebrar laceremonia y los hombres de la Cornélie, después de hacerun disparo sin obtener respuesta, comprendieron lo quepasaba y no volvieron a hacer fuego. Cuando Jack cerró el libro, los tripulantes volvieron altrabajo y la Nutmeg retomó el rumbo. Luego dijo a Fielding:

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—Debemos hacer una salva por babor en su honor. Fielding encargó a Oakes que se ocupara de eso y, paraevitar errores, añadió: —La última carronada de babor. Como Oakes todavía estaba muy alterado por la muertede su amigo y nunca antes había estado en una batalla,era mejor mantenerle entretenido. El capitán y el primer teniente se acercaron alcoronamiento, y cuando la carronada disparó, Jack sequitó el sombrero. Él y el capitán francés se habían vistomutuamente por el catalejo muchas veces y teníabastantes razones para creer que el capitán francésestaba en el castillo. —Todavía están bombeando —observó Fielding. —Así es —asintió Jack sin prestarle mucha atención—.¡Dios mío, qué rápido se ha movido el sol por el cielo! Y yaestá ahí la maldita luna. En efecto, allí estaba, claramente visible en el fulgurantecielo. Estaba pálida, inclinada hacia un lado y más horribleque nunca. Desde hacía más de una hora se veía a veintegrados del la negra silueta de la tierra. —A esta velocidad no conseguiremos que la fragata

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—A esta velocidad no conseguiremos que la fragataatraviese el estrecho antes del amanecer. Espero quenavegue más rápido cuando haya sacado toda el agua dela sentina. —Señor, creo que está izando algo —dijo Fielding—. Esuna monterilla. Ambos la observaron con el catalejo. —Son dos sábanas —aclaró Jack—. Dos sábanascosidas de lado a lado y con una punta doblada. ¡Hay quever! No le falta buena voluntad. Se inclinó sobre la escotilla y, proyectando la voz haciaabajo, gritó: — ¡Dejen de disparar! —Ya —dijo el infante de marina que estaba dondehabitualmente se encontraba la puerta de la cabina, dio lavuelta al reloj de arena y luego dio un paso al frente paradar dos campanadas. Como figuras en un reloj antiguo, el guardiamarina y elsuboficial de guardia abandonaron sus respectivospuestos y se reunieron junto al costado de babor, uno conla barquilla y el carretel y el otro con un pequeño reloj dearena. El suboficial dejó caer la barquilla einmediatamente el cordel empezó a separarse del carretel.

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— ¡Vuelta! —gritó. El guardiamarina mantenía fija la vista en el reloj mientrasel cordel se desenrollaba. — ¡Parar! —dijo. Entonces el suboficial examinó el cordel. — ¿Cuánto ha medido, señor Conwall? —preguntó Jack. —Siete nudos y poco más de tres brazas, señor. Jack movió la cabeza de un lado al otro, bajó y dijo: —Señor White, puede animar a la fragata haciendo fuegomás a menudo, aunque sólo con un cañón cada vez. Ydispare las balas de modo que les falte poco para dar enel blanco, porque si queremos que atraviese el estrechoantes del alba no debemos tocarle ni un pelo, y aundespués tendremos que cuidarla. Disparos que parezcanreales, pero de trayectoria corta, ¿comprende? —Sí, sí, señor, disparos que parezcan reales, pero detrayectoria corta —respondió el condestable, pero eraevidente que no estaba satisfecho. —Señor Fielding —dijo Jack al regresar al alcázar—,cuando haya hablado con Astillas, subiré a la jarcia. Si esamonterilla acerca un poco la Cornélie y sus balas llegan abordo, trate de adelantarse más.

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El carpintero y sus ayudantes estaban muy ocupados en elcombés. Estaban haciendo un marco con la forma delventanal de popa de la Nutmeg, una parte esencial del plande Jack para engañar a la Cornélie cuando la luna seocultara. — ¿Cómo va eso, señor Walker? —preguntó. —Muy bien, señor, gracias, pero temo que estoentorpecerá la lancha. —No se preocupe por eso, Astillas —le tranquilizó Jack—.Si todo va bien, no tendrá que navegar más de mediahora. Entonces repitió para sí: «Si todo va bien». Subió a la cofadel trinquete y, sin pausa, siguió hasta la cruceta y luego secolocó cerca de un extremo de la verga. Sentado allí podíaver perfectamente la mitad oriental del cielo, claro ysereno, que parecía una cúpula, y por debajo las claras yserenas aguas que se extendían hasta la mitad de ladistancia que había hasta el horizonte, donde, formandouna línea recta como un meridiano, cambiaba del colorazul claro al azul oscuro moteado de blanco y luego a esetono que tenía el Mediterráneo en otoño y que Stephensolía llamar rojo vino. Más allá de esa línea se elevaba laoscura tierra por ambos lados y se extendía por el surestehasta donde la vista no alcanzaba, pero parecía que loslados convergían en un punto, la salida del estrecho de

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Salibabu. Navegando a esa velocidad aún tardarían muchoen llegar, y a juzgar por la posición de la maldita luna, elsol, ahora oculto por la gavia mayor, estaba muy bajo porel oeste. —No hay duda de que el viento soplará con más fuerza enel estrecho —sentenció—, porque tiene forma de embudo.Pero la marea es lo que hay que tener en cuenta. Habráque echar una maldita carrera. Mirando hacia la cubierta dio la orden de que desviaran laNutmeg cinco grados de su rumbo para que se mantuvieramás cerca de la costa sur. Eso sería necesario cuandotuviera que virar, aunque ahora el objetivo era atenuar lafuerza de la marea, que empezaría a moverse hacia eloeste al cabo de pocas horas. Cuando Jack Aubrey estaba en la mar, cuando tenía tancerca el presente y el futuro inmediato y, sobre todo,cuando participaba en una batalla, aunque fuera de tanpoca envergadura como ésa, pasaba poco tiempopensando en el pasado; sin embargo, ahora era diferente,pues se sentía abatido. En contra de su propia lógica, erasupersticioso, como muchos marineros, y no le gustaba elaspecto de aquella oscura tierra ni los horribles colores delmar que tenía delante, con su macizo banco de arena. Y lamuerte de Miller, además de apenarle, le había confirmadomuchas ideas irracionales.

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Permaneció sentado allí mucho tiempo. Sintió en dosocasiones cómo se movía la verga cuando los marinerosla braceaban para mejorar su posición respecto al viento, ymientras reflexionaba, los cañones seguían disparando,aunque los de la Nutmeg con menos frecuencia, aintervalos más largos. El tiempo pasaba, y mientras tanto se oían órdenes,martillazos en el combés y los ruidos propios de unaembarcación que navegaba sin mucha prisa. Allí arriba elefecto del balanceo y el cabeceo constantes parecíamayor, aunque no lo suficiente para interrumpir suspensamientos. Sonaron las tres campanadas justo debajo y en la parte desu mente más o menos autónoma se formó elpensamiento: «Tres campanadas en la guardia de primer cuartillo».Esas palabras le hicieron sentir de nuevo cierta alegría,porque le recordaron la respuesta a la pregunta «¿Por quéle llaman perico a la juanete del palo mesana?» que habíadado Stephen Maturin: «Porque cuando la fragataaumenta de velocidad le salen alas». Ésa le parecía lamejor ocurrencia que había oído en su vida. Laconsideraba extraordinaria, y con frecuencia, tal vezdemasiada, contaba la anécdota, aunque a los más lerdosde la tripulación y a algunos que no tenían sentido delhumor había que explicársela. La respuesta la había dado

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Stephen muchos años atrás, pero parecía haber mejoradocon el tiempo. En ese momento hizo sonreír a Jack, que sedejó caer de la verga a la vez que se sujetaba a una burday luego se deslizó por ella hasta el castillo. Cuando sedirigía al alcázar por el pasamano notó nuevos agujeros enun ala de la vela mayor y vio que Fielding y elcontramaestre, por medio de estrelleras, colocabananticipadamente fuera de la borda la lancha señuelo. — ¿Cómo vamos, Richardson? —preguntó, mirando pordetrás de él hacia la distante Cornélie. —Sólo ocho nudos cuando sonaron las cuatrocampanadas, señor. Como se nos estaba acercando yotra bala dio en la galería de babor, moví las escotas haciapopa. — ¡Maldita galería! Había puesto una palangana nueva,una palangana de auténtica porcelana nueva preciosa. —Sí, señor. ¿Quiere que vuelvan a medir la velocidad,señor? —No. La guardia casi ha terminado. Empezaba a disiparse la escasa niebla que cubría el cielopor el oeste, de color rosa pálido y dorado, y el sol estabaseparado del mar por una distancia casi igual a sudiámetro. Jack se inclinó sobre un costado, miró conatención la estela y pensó que seguramente la fragata

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había ganado otra braza, pero lo deseaba más que locreía. Entonces dijo: —Bueno, quizá. Es mucho más fácil hacer una precisalectura del tiempo cuando hay luz. —Ocho nudos y sólo una braza, señor, con su permiso —apuntó Reade, el guardiamarina de guardia unosmomentos después. La Cornélie, que se mantenía a la misma distancia, hizofuego y la bala formó un penacho de agua apenas acincuenta yardas de la popa. — ¡Esto es alentador! —exclamó Jack. Se quedó allí observando como el sol se ponía, rodeandopor unos momentos la fragata francesa de una hermosaaureola, y cinco minutos después, cuando bajó a la cabina,la oscuridad ya cubría el mar por el este y la luna habíaganado visibilidad. —Señor —dijo Killick al pie de la escala de toldilla—. Hellevado su coy a la cabina del pobre Warren. El señorSeymour está encantado de quedarse en la camareta deguardiamarinas hasta que su cabina dormitorio estédisponible. Killick tenía el rostro impasible, como siempre que estabaomitiendo la verdad o sugiriendo algo que era falso, y Jack

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sabía perfectamente que había obligado a Seymour y a losoficiales a aceptar aquel acuerdo, pero innecesariamente,porque, sin duda, todos se hubieran brindado. —Comprendo. Entonces trae una caja de oporto delochenta y siete —dijo, y se dirigió a la cámara de oficiales,donde les encontró a todos menos a Richardsonagrupados alrededor de una carta marina extendida sobrela mesa. —Caballeros —empezó—, voy a abusar de suhospitalidad esta noche, si me lo permiten. La cabina tieneque quedarse encendida y habrá que responder a laCornélie si nos sigue disparando, porque así lamantendremos animada. Los oficiales dijeron que estabanencantados y Jack prosiguió: —Señor Fielding, perdone que hable aquí de cuestionesde la Armada, pero tengo que decirle que cuando estemosen el estrecho sería conveniente hacer mediciones con lacorredera cada vez que suenen las campanadas. Además,los marineros pueden llevar abajo los coyes para dormir unpoco hasta mañana y los fuegos de la cocina se puedevolver a encender. Por último, voy a encargarme de laguardia de alba y me acostaré en cuanto cenemos…Señor Seymour, le agradezco mucho su amabilidad. Seymour bajó la cabeza y buscó una respuesta elegante,pero antes que la encontrara, Jack continuó:

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—Doctor, ¿podemos visitar la enfermería mientrasencienden los faroles? Cuando caminaban hacia allí, dijo Jack: —Te diré una cosa, Stephen. Como sé que los oficialesdeben reprimirse de hacer muchas cosas cuando elcapitán está entre ellos, pues tienen que sentarsederechos y no pueden eructar ni contar historias obscenas,he ordenado que traigan una caja de nuestro oporto delochenta y siete. Espero que no te importe. —Me importa mucho. Darle ese irremplazable líquido amis compañeros es una acción impía. —Pero ellos apreciarán el gesto. Además, quitará un pocode solemnidad y será un alivio para mí, pues no puedeshacerte idea de lo desagradable que es sentirse como unaguafiestas. En eso eres más afortunado que yo. A ti no tetienen respeto, o sea, no indebido respeto. Quiero decirque te respetan mucho, desde luego, pero no teconsideran un ser superior. — ¿Ah, no? Indudablemente me consideran uno muydesagradable desde esta tarde. Discutí, les maldije y lesinsulté a todos. —Me dejas asombrado. ¿Qué te molestó? —Había apartado un cadáver para abrirlo. Era un

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interesante caso de cólicos. Iba a pedirte permiso, comoes mi deber, pero antes de que tuviera oportunidad dehacerlo, algún delincuente o quizás algún marinero muyatareado cosió los bordes del coy en que estaba y locolocó entre los otros que sepultaste. —Eres un demonio, Stephen, te lo aseguro. * * * La cena fue solemne, pero muy copiosa. Aunque no hacíamucho tiempo que los oficiales navegaban juntos, habíanpasado tantas vicisitudes que les parecía que llevabancinco años en esa misión, lo que, sin duda, restabaformalidad al ambiente. Seymour, que comía por primeravez con los oficiales, no decía nada, naturalmente;Stephen, como siempre, estaba absorto en susmeditaciones; pero Fielding y Welby se animaron a contarlargas anécdotas. A pesar de las predicciones deldemonio, todos se deleitaron con el oporto de 1787,posiblemente hasta cierto punto porque Killick, en tonoenfático, había dicho: —He descorchado el vino del ochenta y siete, señor, ycomo es tan añejo, el corcho estaba muy incrustado. Estaban haciendo la ronda con la tercera botella cuandode repente Stephen, alzando la voz para que le oyeran apesar del ruido del cañón que estaba por encima de ellos,

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preguntó: — ¿Esto es una goleta? Habían oído decir al doctor algunas cosas muy extrañas,pero ninguna tan poco probable, y durante un rato hubosilencio absoluto. — ¿Te refieres a la Nutmeg, doctor? —preguntó Jack porfin. —Naturalmente, la Nutmeg, que Dios la bendiga. —Que Dios la bendiga. No puede ser una goleta mientrasesté bajo mi mando, ¿sabes? Si estuviera bajo el mandode un capitán de goleta, sería una goleta, pero yo tengo elhonor de estar en la lista de capitanes de navío y eso laconvierte en un navío equiparable a uno de tres puentes dela Armada. ¿Cómo se te ocurrió esa idea tan rara? —Estaba reflexionando sobre las goletas. Un amigo míoescribió una novela y me la enseñó para que le diera miopinión como marino. Los oficiales bajaron la vista al plato con una expresiónbastante serena. —Pensé que era una historia muy bonita —continuó—,pero le objeté que si el héroe estaba al mando de unagoleta, no podía capturar una fragata. Sin embargo, se me

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acaba de ocurrir que la Cornélie, indudablemente, es unafragata, que nosotros, aunque la Nutmeg es pequeña,aspiramos a capturarla, y que tal vez mi objeción no teníafundamento, que las goletas realmente pueden capturarfragatas. — ¡Oh, no! —exclamaron. Añadieron que el doctor tenía toda la razón y que en todala historia de la Armada real ninguna goleta habíacapturado nunca una fragata, porque eso sería desafiar aldestino. —Pero, por otra parte —dijo Jack—, algunos navíos conun calado y baterías similares a los de una goleta lo hanhecho. La presencia de un capitán de navío y susuperioridad moral son las que inclinan la balanza.Bebamos a su salud, estimado señor. Bien, caballeros,dentro de pocos minutos empezará la guardia, así que lesagradezco la espléndida cena, echaré un vistazo al cielo yluego me acostaré. —Y nosotros le agradecemos el espléndido vino, señor —dijo Fielding—. Será mi patrón de excelencia siempre quebeba oporto de ahora en adelante. —Tiene razón, tiene razón —convino Welby. En la cubierta se advertía que el viento, que ahora llegabapor la aleta, había aumentado bastante de intensidad. A la

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luz de la bitácora podía verse que la velocidad habíaaumentado a ocho nudos. La Cornélie seguía a la mismadistancia. La luna se veía claramente, pero no brillaba lobastante para que no se notara la luz de los farolespreparados para la batalla en el castillo ni el tenueresplandor que había en las portas abiertas a lo largo delcostado ni mucho menos las lenguas de fuego que salíandel cañón de popa de estribor cuando disparaba. Ambasembarcaciones se habían adentrado bastante en elestrecho. Jack pudo ver las luces de un pueblo depescadores al sur, justo donde indicaba la carta marina.La otra orilla estaba demasiado lejana para verla connitidez, pero allí estaba, plateada por la luz de la luna ysalpicada de negras sombras. Sonaron las ocho campanadas. Seymour relevó aRichardson. Llamaron a los marineros de guardia y losdemás bajaron para dormir cuanto podían a pesar de losrugidos de los cañones en la cubierta. Fielding habíasubido para ayudar a Seymour en la primera guardia quetenía a su cargo y ahora estaba en el combés dando lospasos necesarios para colocar el marco y los faroles en lalancha señuelo, situada de manera que podría bajarse enun momento, unos pasos que había hecho una otra vez labrigada integrada por Bonden, dos ayudantes delcontramaestre y un fuerte marinero negro encargado delancla a quien llamaban Negro. Jack les observó un rato y luego se fue a la proa con

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Fielding. —Me sorprendería que la Cornélie no dejara de dispararahora —dijo—. No obstante, quiero separar la goleta deella un par de cables más para evitar que alguna balaperdida le cause serios daños, aunque, naturalmente, tieneque seguir viendo bien la popa iluminada. Voy a ordenarajustar las brazas y alargar la boya y luego me iré a dormir.Buenas noches. —Buenas noches, señor. Cuando Jack bajaba, el fuego cesó, y fue la Nutmeg laúltima que disparó. Cuando fue a acostarse vio que notendría que dormir en el coy del pobre muerto porque elsuyo, uno extraordinariamente largo, estaba allí colgado deproa a popa. Killick era un sirviente espantoso en muchosaspectos y un hombre irritable, tacaño, abusador de losque tenían un rango inferior y grosero, pero en otros erauna perla. Durante unos momentos pensó en otrasalabanzas y después de decidir que no tenía precio sedurmió. Se despertó, como tantas veces, al ver la débil luz de unfarol en la oscuridad, y oyó las palabras: —Señor, casi van a sonar las ocho campanadas. Se despertó enseguida, como lo había hecho desde suniñez, y, saltando del coy, dijo:

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—Gracias, señor Conway. Una parte de su mente que no estaba dormida del todohabía advertido el progreso de la Nutmeg durante todo esetiempo, por eso Jack no se asombró al notar por el aguaque pasaba por los costados que había perdido velocidad. Se puso la camisa, los pantalones y los zapatos de lona ysalió despacio de la oscura cámara de oficiales. Al llegara la cubierta iluminada por la luna, formó un cuenco con lasmanos, cogió un poco de agua del tonel que estaba juntoal escotillón, se mojó la cara y se dirigió a popa cuando elcentinela avanzaba para tocar las ocho campanadas. —Es un alivio que haya llegado, señor —le saludóSeymour—. Siento decirle que el viento ha amainado. — ¡Ya! —gritó Conway junto al costado de babor y luegose acercó e informó—. Siete nudos, señor. Siete nudos. —Les deseo buenas noches a los dos —dijo Jack. Cuando el timonel, el vigía y los artilleros fueron relevados,Jack se acercó al coronamiento. La Cornélie estaba ahorapor la aleta de babor, aún cerca de la entrada del estrecho,y un poco más lejana y oscura. La luna, cuyos rayosatravesaban un velo de nubes, estaba próxima al cénit, y lamarea aumentaría cuando empezara a descender hacia elsur. Aunque, según lo que había dicho el capitán del

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Alkmaar, allí era tres horas más tarde que en NilDesperandum, la marea se había estado moviendo haciael oeste desde hacía algún tiempo. Acercó la tablilla conlos datos de navegación a un fanal de popa y añadió lascifras que reflejaban el progreso en las últimas cuatrohoras. Treinta y una millas. No era tanto como deseaba,pero no estaba mal. Todavía había posibilidades. Laguardia actual, la guardia de media, era un períododecisivo, porque ahora se notaría el efecto de la marea.Naturalmente, había recabado información sobre elestrecho cuando supo que la Cornélie iba a atravesarlo, yle dijeron que, a diferencia de otras partes del Pacífico,había dos cambios de marea en un día lunar, el primerocon un flujo débil y el segundo, con el que la Nutmeg seencontraría durante esa guardia, con un flujo más fuerte.Pero en Batavia nadie pudo decirle si era poco o muchomás fuerte. Por supuesto que eso dependía de la luna, y ajuzgar por su actual forma convexa, no ejercería muchainfluencia. Por sus cálculos y por los pocos datosobtenidos por Darlymple, Horsburgh y otros en susobservaciones, el oficial de derrota (un excelentenavegante) y él habían deducido que en ese momento delmes lunar probablemente habría un flujo en dirección oestede dos nudos y medio, y había hecho el plan considerandoque serían tres nudos. Pocas cosas eran más difíciles que juzgar el movimientorelativo respecto a una costa desconocida con pocospuntos de referencia y de noche. Ya casi todos los

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escasos pueblos de pescadores esparcidos por ellahabían apagado las luces y era aún más difícil localizarlospor las hogueras para quemar matojos que todavía ardíanen los bosques. Hora tras hora el guardiamarina de guardia le informabasobre la velocidad: siete nudos, siete nudos y dos brazas,siete nudos y una braza. También hora tras hora elcarpintero o uno de sus ayudantes le informaban sobre laprofundidad del agua en la sentina: nunca más de seispulgadas. Mientras tanto Jack observaba la costa con elcatalejo, tratando de encontrar una marca que le permitieratener una idea aproximada de la velocidad de la corriente.Un vano intento, porque no apareció el punto fijo y claroque necesitaba. Justo después de sonar las tres campanadas, aparecieronpor la amura de estribor cuatro puntos fijos en vez de uno,cuatro barcos de pescadores anclados a dos cables dedistancia que tenían brillantes luces para atraer a lospeces. —Señor Oakes, traiga la tablilla, la tiza, un reloj de arenade medio minuto y un farol —ordenó. Corrió a la proa por el pasamano y cuando el primer barcoestaba por el través gritó: — ¡Vuelta!

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A partir de entonces lo siguió con el compás para medir elacimut hasta que Oakes dijo: — ¡Ya! Entonces marcó la diferencia. Luego hizo lo mismo con elsegundo, el tercero y el cuarto, todos separados entre sí losuficiente para darle tiempo a calcular aproximadamenteel sorprendente valor de los ángulos. Se fue abajo e hizo los cálculos con sumo cuidado. Eranpeores de lo que suponía. Había un flujo de cinco grados ymedio, y cuando la luna estuviera un poco más al oeste,sería aún más rápido. El flujo continuaría seis horas. Lavelocidad de la goleta con relación a la costa era de dosmillas y una hora menos de lo que había calculado y el finaldel estrecho estaba doce millas más lejos de lo quepensaba. Cuando llegaran allí, el sol ya estaría en lo altodel cielo. El plan no serviría. Por una cuestión de conciencia revisólos cálculos otra vez, pero comprobó que los que habíaobtenido la primera y la segunda vez eran correctos y sedecepcionó mucho. Cuando regresó a la cubierta disminuyó la velocidad porsegunda vez porque la Cornélie, a causa de la fuertecorriente, se estaba quedando rezagada, y aunque noestaba seguro de lo que debía hacer, no quería perdercontacto con ella. Se quedó apoyado en el coronamiento

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mirando alejarse la estela ligeramente fosforescenteiluminada por la luna. Era obvio que no había esperanzasde poder llevar a cabo el plan y, lleno de tristeza yamargura, estuvo reflexionando durante un tiempo.Mientras, continuó la silenciosa vida nocturna de la goleta,propia de un barco de guerra: la voz queda del suboficialque la gobernaba, las respuestas del timonel, el murmullode los hombres de guardia bajo el saltillo del castillo y elde los artilleros que estaban debajo y las campanadas,seguidas por «¡todo bien, el serviola del castillo!» ydespués «¡todo bien!» desde todos los puestos de unapunta a otra de la goleta. Pero, por su carácter optimista, recobró el ánimo pocoantes de las cinco campanadas, cuando empezaba laparte más tranquila de la noche, y saludó a Stephen conbastante alegría: — ¡Ah, Stephen, estás aquí! Me alegro de verte. —Lamento llegar tan tarde. Caí en un profundo sueño. —Supongo que querías ver cómo se ocultaba Menkar. —No. Quería venir a sentarme aquí contigo, pues, segúntengo entendido, no habrá batalla hasta que la luna seponga. —Eres muy amable, amigo mío, pero lamento decirte queno habrá ninguna batalla, o al menos ninguna hasta dentro

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de mucho tiempo y no será como yo esperaba. LaCornélie tiene muy poca facilidad para navegar, es muylenta, y, por otra parte, cometí un error tan tonto al calcularel flujo de la marea que es imposible que atravesemos elestrecho antes que se haga de día. Cinco campanadas y la medición con la corredera deritual. —Siete nudos, con su permiso —anunció Oakes, y su carallena de granos parecía más pálida y tenía un aspecto másdesagradable a la luz de la luna. —Parece una buena cifra, ¿verdad? —preguntó Jackcuando se fue—. Pero la masa de agua por donde lagoleta navega a siete nudos se mueve hacia el oeste acinco o más, así que nos acercamos a la boca delestrecho sólo dos millas cada hora, en vez de cuatro,como esperaba. Eso me desanimó bastante, te loaseguro, y durante un tiempo lo vi todo negro; sinembargo, luego pensé que no llegar a la cita con Tom noera el fin del mundo y que lo correcto era no perder devista la Cornélie, llevarla más allá del estrecho y, despuésde hacer un amplio viraje, acercarnos por barlovento enalta mar. Con este viento la goleta puede alcanzar docenudos, frente a los siete de la fragata. — ¿No podrías acudir a la cita con Tom Pullings y tambiénperseguir la Cornélie?

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— ¡Oh, no! Tom está o debe estar situado bastante alnorte. La Nutmeg tendría que desplegar todo el velamenque posee para llegar hasta allí a tiempo y el capitán de laCornélie descubrirá enseguida lo que tramamos. No esningún tonto. Fíjate cómo nos descubrió en NilDesperandum. Tendría que correr mucho para reunirmecon Tom y posiblemente no le encontraría y perdería devista la Cornélie. No puedes hacerte una idea de lofácilmente que un barco puede escabullirse, sólo en unashoras, en una zona del mar salpicada de islas. —Estoy seguro de que tienes razón. Además, hay otra citaa la que se puede llegar más cómodamente, en un lugarmejor, la cita en Botany Bay o, para ser más exacto, en labahía de Sidney. No tengo palabras para expresar cuántodeseo ver un ornitorrinco. —Recuerdo que me hablaste de él la última vez queestuvimos allí. —Fue una horrible ocasión, te lo aseguro. Los militaresnos miraban con recelo y apenas nos dieron tiempo parabajar a tierra. Tuvimos que irnos rápidamente, casi sinprovisiones, y lo único que conseguí fue una cotorraarchiconocida y corriente. ¡Qué vergüenza! Nueva Holandame debe mucho. —No importa. Esta vez será mucho mejor. Podrás ver aplacer cómo vuelan los ornitorrincos.

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—Amigo mío, es un mamífero, un animal con pelo. —Creía que habías dicho que ponía huevos. —Sí, los pone. Eso es lo extraordinario. También tiene elpico como el pato. —No me extraña que quieras verlo. La noche era más cálida de lo habitual y ellos siguieron allísentados tranquilamente en dos colchonetas, hablando decosas inconexas: aquel viaje que hicieron en el Leopard,los aromas que ahora venían de tierra, unas veces el delhumo producido por madera ardiendo y otras el deplantas, a veces distinguibles entre sí, el agua quechorreaba de la nariz al poco tiempo de estar uno en lamar y la extraordinaria limpieza y la ausencia de malosolores en la Nutmeg, incluso en la bodega. La luna se puso y las estrellas brillaron aún más. EntoncesJack habló del observatorio que tenía en AshgroveCottage y comentó que en Batavia un inteligente holandésle había enseñado una forma mejor de colocar la cúpula,una forma basada en los métodos de los molineros de supaís, que, naturalmente, trabajaban con molinos de viento. Ocho campanadas. Fielding se hizo cargo de la guardia,pero Jack permaneció en la cubierta y un poco después,cuando Bonden fue hasta la cubierta en la oscuridad, dijo:

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—Bonden, tendrás que decir a tus compañeros que el planno sirve. El flujo de la marea es demasiado fuerte y lafragata francesa demasiado lenta. —Sí, señor —respondió Bonden—. Sólo vine para decirleque Killick ya tiene una cafetera y una bandeja de gachasen la repisa de la chimenea, y quiere saber si le gustaríatomarlos aquí o abajo. — ¿Qué opinas, doctor? ¿Arriba o abajo? —Abajo, por favor, porque muy pronto tengo que ir a ver amis pacientes. — ¿Te importa que esperemos cinco minutos? Quisieraver salir a Venus. — ¿Venus? —preguntó Stephen desconcertado—. ¡Diosmío! Sí, por supuesto. Seguramente habrás notado que elmar está mucho menos agitado. —Sí, eso suele ocurrir antes que cambie la marea, comorecordarás. Dentro de poco comenzará a bajar y toda estamasa de agua, de millones y millones de toneladas, semoverá hacia el este. Y creo que se moverá más rápidoporque la impulsarán los aguaceros y el viento que el cielopromete, un viento que hará llevar las gavias arrizadas. Stephen no pudo advertir ninguna promesa, aparte de totaloscuridad por el oeste, pero como sabía que las

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salamandras, los gatos y los animales marinos teníansentidos que él no poseía, le dio la razón. También élobservó cómo salía Venus, una figura borrosa que estabamuy cerca del horizonte, cuyo brillo y cuya forma de cuernopodían apreciarse muy bien con el catalejo. Bajaron y con infinita satisfacción tomaron las gachas y elcafé en la cámara de oficiales mientras conversaban envoz baja, a pesar de que ahora a los lisiados ya les habíanllamado a trabajar y por toda la goleta se oía el ruido de lapiedra arenisca raspando la cubierta en la oscuridad.Volvieron a hablar del viaje que habían hecho en elLeopard, de los relativos placeres que les proporcionó laisla Desolación y de la señora Wogan. —Era una hermosa mujer —dijo Jack—. Y muy rara. Si norecuerdo mal, la deportaron por disparar a los alguacilesque fueron a arrestarla, y a mí me gustan las mujeres decarácter. Pero no es bueno tener mujeres a bordo,¿sabes? Eso —añadió, señalando el segundo bol degachas de Stephen, que se había deslizado por la mesa—, eso es lo que quería decir cuando hablaba del cambiode la marea. Ahora está bajando, y como la empuja unviento fuerte, el mar cambiará completamente. ¿Oyes lalluvia? Ése es uno de los aguaceros. Lloverá a cántarosdurante veinte minutos y después el cielo quedarádespejado. El sol saldrá dentro de poco. —Tengo que ir a ver a mis pacientes. No estoy muy

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satisfecho del estado del joven Harper. Durante un rato hablaron de los grandes trozos de maderapuntiagudos, los casos en que las heridas cicatrizabanbien desde el principio y los casos en que había infección,y cuando Stephen se levantó, Jack dijo: —Voy contigo. Bajaron la escala y fueron hasta el final de la popa. — ¿Notas incluso aquí el agradable olor? Antes de que Jack pudiera responder, se oyeron porencima de ellos tres estruendos por encima y los disparossimultáneos de los dos cañones de popa. Jack subiódiversas escalas y llegó al alcázar cuando caían las últimasgotas de lluvia y aparecían las primeras luces, einmediatamente comprendió la situación. La Cornélie,desplegando un poco más del contrahecho velamen, habíaaumentado la velocidad, luego había orzado y habíaavanzado mucho navegando contra la corriente. Después,oculta tras la cortina de lluvia, había llegado a situarse demanera que la Nutmeg estaba al alcance de sus cañones yentonces había dado una guiñada y había disparado unaandanada. Una de las balas había dado en las eslingas dela verga de gavia mayor, y aunque las drizas ya se habíansoltado, la vela daba gualdrapazos en dirección asotavento produciendo un ruido atronador.

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— ¡Timón a babor! —ordenó, en parte para que la vela nose moviera tanto y en parte para que la Nutmegabandonara el rumbo que llevaba, que era convergente alde la Cornélie. — ¡No vira, señor! —gritó Fielding para que pudiera oírle apesar del rugido de los cañones—. ¡Hay una bala entre eltablón del timón y el codaste y se rompió el cabo desujeción! Jack miró hacia el castillo y gritó: — ¡Desplieguen la cebadera y la gavia! ¡Suelten la boya!—Luego se volvió y dijo—: Señor Crown, ponga lasestrelleras de emergencia enseguida. Señor Seymour,baje los puños de barlovento, corte los estrobos de babor ylleve todos los cabos que pueda a la cofa. Corrió a la cabina y, cuando el cañón de estribor disparó yretrocedió, ordenó: — ¡Guárdenlo! Se inclinó hacia fuera y vio que Richardson, todavía con lacamisa de dormir, colgado de la popa, con el agua hastala barbilla cada vez que una ola chocaba contra ella,empujaba furiosamente la bala con un espeque. — ¡Dick! ¿Ha perforado el casco o sólo está trabada?

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— ¡Trabada, señor, entre el estrobo superior y…! Lo interrumpió una gran ola con mucha espuma. Jackretrocedió y dijo a Bonden: —Dame un cabo amarrado a un rezón. Di alcontramaestre que vire a estribor en el momento en queestén colocadas las estrelleras. Dame una palanca.Adelante, señor White. Un momento después estaba en la blanca y turbulentaestela. La pesada palanca le hizo hundirse, pero dandouna enérgica patada logró subir a la superficie y agarrar elrezón que colgaba del cabo cuando la Cornélie volvió adisparar una terrible andanada. Cuando se metía debajodel mirador de popa, Jack oyó que una de las balasgolpeó el casco de la Nutmeg y después el señor Whitedisparó un cañonazo que le ensordeció. Con un pie en unaanilla y el brazo izquierdo alrededor del tablón, metió lapalanca en el espacio que había bajo la bala mediosepultada e intentó echarla hacia afuera mientrasRichardson trataba de moverla por el otro lado. Una trasotra las olas les cubrían de espuma, pues la Nutmegestaba ganando velocidad, y su esfuerzo les parecía inútil.A Jack se le estaban agotando las fuerzas. Estaba a puntode caerse de la anilla de hierro cuando el tablón queestaba abrazando crujió y se movió ligeramente haciababor. Un último empujón y la bala salió. Se hicieron el uno al otro una inclinación de cabeza,

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Se hicieron el uno al otro una inclinación de cabeza,manteniendo la boca cerrada para eludir las salpicadurasde agua, y Jack dejó caer la palanca y trató de subir abordo. Los brazos no le respondían y tuvo que llamar a sutimonel, y mientras los marineros le subían, se llenó dearañazos al rozar el casco. Luego subió Richardson, conuna pierna chorreando sangre que procedía de una heridainadvertida. Ambos, empapados, se sentaron jadeando, y Jack dijo: —Saca el cañón, Bonden. El cañón salió con rapidez por la porta y casiinmediatamente hizo fuego. Cuando el humo se disipó,Jack vio a Fleming acercarse corriendo y gritando: — ¡El señor Fielding dice que vira, señor! En el mismo momento vio que la Cornélie empezaba avirar para reducir la creciente distancia que separaba a lasembarcaciones y dijo: —Gracias, señor Fleming. Dígale que ponga la proa contrael viento y que mande a uno de los marineros del combés.—Luego se volvió hacia Richardson y preguntó—: ¿Cómote encuentras, Dick? —Perfectamente bien, señor. No sentí nada en esemomento. Creo que se me enganchó el rezón.

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Llegó el marinero del castillo y saludó tocándose la frente. —Jevons, ayude al señor Richardson a bajar. Dick, debescurarte la herida. Di al doctor que estamos navegando debolina, y si cree que debes quedarte abajo, te quedasabajo. La respuesta que dio Richardson cuando el marinero delcombés le levantó fue apagada por el estruendo de loscañones y fuertes vivas. — ¡Le hemos dado en el casco por la crujía, señor! —gritóel señor White—. ¡Vi volar las astillas! Jack miró por una pequeña abertura y vio claramente lafragata. Estaba a tres cuartos de la distancia anterior,iluminada por el sol, cuyos rayos salían por un claro en lasnubes por el este. También vio bajo aquella luz el chorro deagua que echaba la bomba de estribor de la fragata. Se puso de pie, dobló los brazos y las manos y luegosubió la escala que llevaba al alcázar. Al llegar allí vio unaterrible confusión bajo el cielo encapotado. —Ya hemos quitado una verga, señor —le informó Fleming—, y la gavia ha bajado, como ve, pero dice Seymour queel mástil tiene serios daños. —Tiene un corte hasta el centro justo un pie por encima dela cruceta.

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El contramaestre reapareció. —Ya están puestos los nuevos cabos del tablón del timón—dijo. —Muy bien, señor Crown. Prepárese para envergar unavela en la verga seca. La Cornélie hizo fuego con los cañones de proa otra vez yel penacho de agua que hizo saltar una de las balas lesempapó. —Sí, señor —dijo el contramaestre por fin, mássorprendido por la orden que por el agua que le salpicó,aunque fue mucha, porque nunca en su vida habíaenvergado una mesana redonda. —Señor Fielding, coloque los mastelerillos de juanete deproa y de perico… Las órdenes se sucedieron rápidamente, sin énfasis perocon gravedad. Tan pronto como la extraña vela estuvoenvergada e hinchada, los marineros subieron los coyes yfueron a desayunar en dos turnos. Cuatro marinerosescogidos tomaron el timón y el propio Fielding seencargó del gobierno de la goleta. Durante todo ese tiempo los cañones habían seguidorespondiéndose, sin más efecto que la perforación de

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algunas velas y el corte de algunos cabos de la jarcia, perocuando la desconocida mesana redonda dio elpotencialmente peligroso impulso, la Cornélie ya habíaavanzado tanto como se había retrasado al disparar lasandanadas y se acercaba muy rápidamente. Jack cambióel rumbo para recibir el viento por la aleta en vez de porpopa, pues de ese modo la mesana redonda no impediríaque el viento llegara a la vela mayor, y enseguida la goletaaumentó de velocidad. Después de observarlo todo conmucha atención durante diez minutos y de desplegar dosfoques más, llegó a la conclusión de que la velocidad quela goleta había alcanzado sin la gavia mayor era la másparecida a la de la fragata que lograría tener y dijo aSeymour, que estaba encargado de las carronadas depopa de babor, y a los dos guardiamarinas que estuvieranpreparados. Se asomó a la escotilla, que tenía el marco destrozado ysalpicado de trozos de cristal, y gritó: — ¡Señor White, saque el cañón, ajústelo bien y haga querespondan los cañones de babor! —Y luego dijo—: SeñorSeymour, vamos a virar a babor el timón. Dispare encuanto apunte los cañones. Dispare alto y rápido. Se agachó para pasar por debajo de la mesana redonda,esa vela anómala y molesta, y cogió el timón él mismo. LaNutmeg viraba fácilmente y con rapidez. Los marinerosestaban tan preocupados por las escotas y las estrelleras

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de la extraña vela que no prestaban atención a loscañones de la Cornélie. Terminó de virar y entonces hizofuego la primera carronada y luego dispararon otras dos almismo tiempo. Como Jack esperaba, la Cornélie viró eltimón y respondió con una andanada, y, también comoesperaba, no fue tan precisa ni mortífera como la primera.No pudo contar cuántas veces disparó la brigada deSeymour, pero en una ocasión les oyó gritar como locosque les trajeran balas porque las chilleras se estabanquedando vacías. —Creo que han disparado seis veces cada una, señor —observó Adams, que tomaba notas allí de pie con untintero colgado del ojal y un reloj en la mano. La Cornélie no disparó, sino que reanudó la persecución,aunque con la pérdida de dos cables de avance. Perotodavía navegaba de bolina y le favorecía el rápido flujo dela bajamar. Así siguieron navegando milla tras milla. El capitán de laCornélie sabía muy bien que la Nutmeg necesitaba guindarun mastelero mayor para poder navegar más rápidamenteque la fragata, pero estaba decidido a que no lo hiciera.Una y otra vez la fragata daba una guiñada, disparaba unaandanada y viraba. Y cuando tenía ventaja, como cuando lasobremesana de la Nutmegse desprendió, disparó porbabor y luego por estribor con todos los cañones queposeía, produciendo un terrible estrépito. El paso por el

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estrecho estuvo marcado por la desbandada de las avesmarinas, que salían asustadas de sus nidos en losacantilados. La Nutmeg solía responder con descargas delas carronadas, también muy ruidosas, en una sucesiónasombrosamente rápida, y ambos bandos disparabancasi el mismo número de balas. En general, los disparosde la Cornélie eran mucho menos precisos. —No me extraña —dijo Jack a Fielding cuando estabapelando una naranja junto al coronamiento—, porque hanestado bombeando toda la noche y creo que no tienenfuerzas para sacar los cañones, y mucho menos paraapuntarlos bien. Pero pocos minutos después de hacer estos comentariospor los que se maldijo, en el momento en que por finestaban a punto de guindar el mastelero, que seencontraba en posición horizontal, y cuando ya podía versela boca del estrecho, la Cornélie, a una distanciaapropiada, dio una guiñada y disparó cuidadosamentedos lentas andanadas que causaron muchos daños. Y elprincipal daño fue la ruptura del virador y la estrellera pordonde pasaba, lo que provocó la caída del mastelero,situado a la mitad de la altura necesaria, que, aconsecuencia de ello, abrió un agujero en la cubierta y sele estropearon la abertura para la cuña y el talón, tanmeticulosamente preparados. Pero la Cornéliese había alejado por hacer guiñadas

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dobles y no volvió a disparar antes que el carpintero y susayudantes empezaran a arreglar el talón y pudiera versepor estribor, justo por el través, la abertura por donde Jackpensaba pasar para eludir la fragata francesa. Fueentonces cuando llegó a la cubierta, desde la verga dejuanete de proa, el grito: — ¡Barco a la vista! — ¿Dónde? —Por la amura de babor, señor. Veo las juanetes pordetrás del cabo, señor. Otro. Dos barcos, señor. Tres.Cuatro. ¡Dios mío! Los verá enseguida, señor. —El mastelero está listo, señor —dijo Fielding a Jack. —Ordene guindarlo, señor Fielding, por favor —respondióJack—. Y después el mastelerillo, y tan pronto como seaposible, mande a colocar las vergas. Fue despacio hasta el castillo y dirigió el catalejo hacia elcabo. Después de varios minutos, uno de los cañones depopa disparó y el duelo comenzó de nuevo. La prohibiciónde dañar la Cornélie hacía tiempo que se había terminado,y el único deseo de los tripulantes de la Nutmeg eracausarle graves daños antes que derribara algún mástil. —Los verá enseguida, señor —dijo el serviola en tonoconversacional.

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El primer barco salió de detrás del terreno elevado queformaba el cabo. Estaba a poco más de una milla dedistancia, llevaba gran cantidad de velamen desplegado ynavegaba con el viento por el través en dirección sureste yaproximadamente a diez nudos, formando grandes olascon la proa. El sol acababa de salir, y con aquella luz nopodía distinguir su armamento, pero veía bastante bien labandera estadounidense. Lo siguieron otros dos barcos,los dos de tamaño similar, el de potentes corbetas opequeñas fragatas, los dos navegando muy rápidamente ycon el mismo rumbo y los dos con banderaestadounidense. Unos a otros se hicieron rápidas señales.Entonces apareció el cuarto barco y el corazón le brincó enel pecho. Empezó a avanzar rápidamente pero sin correrhacia la popa, y al llegar al alcázar ordenó: —Que vengan el señor Richardson y el suboficialencargado de las señales. Richardson, el teniente a cargo de las señales, vino desdeel combés cojeando y con la pierna cubierta por abundantevendaje. Titus, el suboficial encargado de las señales, quehabía salido de la proa, le seguía. —La bandera británica en el asta, la señal secreta, elnúmero de identificación de la Diane y el mensaje:«Persecución hacia el noroeste». Luego el mensajetelegráfico: «Bienvenido Tom». Todo desde el mastelerillo.

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Y un par de banderas más en la verga. Richardson lo repitió y Adams lo escribió. El suboficialcorrió hasta donde se encontraba el baúl con las banderasy Jack dijo: —Señor Reade, por favor, baje corriendo a la enfermería yfelicite al doctor y dígale que hemos avistado la Surprise. Entonces miró hacia el combés, donde la guindaleza queenrollaba el cabrestante inferior se ponía tensa para subirel mastelero hasta los baos donde se apoyaría, y estaba apunto de decirle a Fielding que izara el gallardete tanpronto como guindaran el mastelerillo cuando unpensamiento hizo encogerse otra vez su corazón: «¿LaSurprise fue capturada por una escuadraestadounidense?». Fue hasta la proa. Ya estaban izadasla bandera británica, la señal secreta y las banderas queindicaban la dirección de la persecución. Observó laSurprise con gran atención. La fragata orzó y adelantó alos otros tres barcos con su característica gracia de galgo.El fuego había cesado tras él. Oyó llegar de lejos lasórdenes pertinentes para guindar el mastelero y luego,cuando estaba colocado, el grito «¡Guindado!». Titusterminó de formar el mensaje telegráfico con las letras T,O, M y por fin la bandera que tenía la Surprise, después deestremecerse, fue arriada rápidamente y reemplazada porla suya, que fue recibida por los vivas de muchos mástripulantes de la Nutmeg que los que estaban

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desocupados en ese momento. Jack miró hacia atrás y vioque la Cornélie había virado y avanzaba hacia el noroeste,donde caía un fuerte aguacero. —El doctor le presenta sus respetos, señor —dijo Reade—, y dice que le felicita por el encuentro y que subirá acubierta en cuanto esté libre. * * * El doctor Maturin se quedó libre cuando la Nutmeg, con lagavia mayor, la juanete mayor y el gallardete reparados,acababa de virar y perseguía la Cornélie. Navegaba debolina y a gran velocidad, lanzando chorros de espuma amucha distancia del casco. La Surprise se acercaba porsotavento y había tenido que aflojar las escotas para nonavegar más rápido. Stephen había venido corriendo conla chaqueta y el delantal negros que usaba en las batallas,y el color de la sangre a medio secar sobre las oscurasprendas contrastaba con su rostro resplandeciente. — ¡Ahí está! —exclamó—. La hubiera reconocido encualquier parte. ¡Qué alegría! —Sí, es cierto —dijo Jack—. Y me alegro de que hayasvenido antes que arriemos la mesana redonda, porque esposible que nunca vuelvas a ver otra. —Por favor, indícame cuál es —le pidió Stephen.

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—Pues es ésta que está justo encima de nuestrascabezas —indicó Jack—. Está envergada en la vergaseca. —Es una vela muy hermosa, te lo aseguro. Adorna mucho.¡Fíjate cómo viene la valiente fragata! ¡Viva, viva! Ahí estáMartin, delante de esa cosa… Se me olvidó el nombre.Voy a agitar el pañuelo. La Surprise se situó paralela a la Nutmeg, a tiro de pistola,y entonces cambió de orientación el velacho para seguirnavegando más o menos a la misma velocidad. Junto a laborda estaban alineados rostros alegres y sonrientes queJack y Stephen conocían muy bien, pero como en asuntoscomo ése se actuaba según la etiqueta en la mar, ningunodijo nada hasta que estuvieron frente a frente los doscapitanes, Jack Aubrey todavía con su horrible gorro deMonmouth y Tom Pullings con ropa de trabajo y unsombrero de uniforme que se había puesto para laceremonia, con su horrible rostro lleno de cicatricesradiante de alegría. — ¿Cómo te va, Tom? —preguntó Jack con su vozarrón. —Muy bien, señor, muy bien —respondió Tom, quitándoseel sombrero—. Espero que usted y todos nuestros amigosestén bien. Jack devolvió el saludo y sus largos cabellos rubios se

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extendieron hacia sotavento y empezaron a ondear. —Nunca he estado mejor, gracias. Adelántate y colócateen su estela. No tardarás mucho tiempo porque avanzapesadamente. Pero no te acerques hasta que yo llegue. Elcapitán se rendirá en cuanto nos vea a los dos y notendremos que gastar pólvora ni habrá heridos. ¿Quiénesson tus acompañantes? —El Tritón, un barco corsario inglés de veintiocho cañonesde doce libras y dos cañones largos de nueve. Está almando del capitán Goffin. Los otros son presasestadounidenses. —Tanto mejor. ¡Adelante, Tom! —gritó—. Llegaste atiempo para un chaparrón —añadió aún con el mismovozarrón cuando empezaron a caer las primeras gotas delluvia en la cubierta. El velacho de la Surprise se hinchó y la fragata avanzóenseguida. Ahora que se habían terminado las palabrasoficiales comenzaron los saludos desde un barco al otro, apesar de la lluvia. —Capitán Pullings, amigo mío, ¿cómo está? Por favor,tenga cuidado con la humedad. Señor Martin, ¿cómoestá? ¡He visto el orangután! — ¿Qué pasa, Joe?

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— ¿Qué pasa, Methusalem? Y en la punta de la proa algunos marineros burlonesgesticulando dijeron: — ¡Vaya, una mesana redonda! ¡Ja, ja, ja! Los tripulantes de la Nutmeg se asombraron de aquellafamiliaridad, pues aunque Killick y Bonden (yespecialmente Killick) les habían obsequiado con historiassobre la importancia y la riqueza del capitán Aubrey (sussirvientes tenían un coche de cristal y ruedas doradas ycomían dos postres al día) y sobre la habilidadsobrenatural y la vida mundana del doctor Maturin (llamabaBill al duque de Clarence y tomaba el té con la señoraJordán), nunca les habían hablado de la Surprise. Perohabía poco tiempo para asombrarse, pues en cuanto laSurprise se apartó hasta un punto en que ya no podíanoírse los gritos de una embarcación a otra, les llamaron aaferrar y desenvergar la odiosa mesana redonda ydesplegar la preciada cangreja, que aumentaría un nudomás la velocidad de la Nutmeg. Antes de que la goletaalcanzara la velocidad máxima, la Surprise habíadesaparecido bajo el aguacero, una masa de aguagrisácea. La siguiente media hora fue muy angustiosa para todos ylos minutos parecían alargarse hasta extremosinconcebibles. Pero la causa no era la cantidad de aguaque había en la cubierta, que salía a chorros por los

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que había en la cubierta, que salía a chorros por losimbornales, ni que tuvieran miedo de la costa rocosa, puesJack había medido bien las marcaciones, sino que temíanque la Surprise se equivocara al juzgar la lentitud de laCornélie y se encontrara de repente junto a ella, al alcancede sus cañones, más potentes que los suyos. En medio deese penoso período hubo ensordecedores truenos que seprodujeron casi a la altura de los topes de los palos y queimpidieron hacer fuego, y, naturalmente, cayeron truenospor todas partes, como en un terrible diluvio. Jack pensó que Adams, allí a su lado, parecía una rataahogada, que todos parecían ratas ahogadas, y que notenía sentido virar en contra del viento del suroeste bajoaquella copiosa lluvia caliente como caldo. —Señor —le susurró Adams al oído—, disculpe, pero elseñor Fielding dijo que podía hablarle porque éste es uncaso especial. El condestable va a poner datos en suslibros; está muy preocupado por la palanca que se perdióen el mar y dice que no le gusta pedir, pero consideraría ungran favor que le diera un certificado firmado por ustedcomo contador y capitán y luego por el señor F… En ese momento le interrumpió un raro conjunto de trestruenos seguidos que dejaron olor a azufre, y cuandoterminaron, Jack respondió tranquilamente: —Recuérdemelo cuando esté firmando documentos. Aquel enorme estruendo puso fin al aguacero. Los truenos

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se oían cada vez más distantes por sotavento; la lluvia eracada vez más fina y por fin cesó. Allí delante, a quinientasyardas, estaba la Surprise al pairo, brillante entre ellímpido aire. Pero estaba sola. No había ningún otro barcoen el estrecho iluminado por el sol, y tampoco junto a lacosta ni justo delante en el horizonte o por estribor, ni enninguna parte del mar. Su asombro duró apenas lo bastante para llamarlo así.Todas las lanchas que había alrededor de la Surprise, másde las que una fragata podía llevar, y el hecho de quedesde ellas muchos hombres subían a bordo por amboscostados y por la escala de popa significaba que laCornélie se había hundido. Con el catalejo pudo ver quesubían con eslingas a muchos hombres uniformados y casiinanimados. —Señor Seymour, baje al agua una lancha, cualquiera queflote —ordenó y se fue abajo corriendo y pidiendo a gritosuna chaqueta decente, calzones y un sombrero. Recordó que la Surprise era propiedad de Stephen ymandó a preguntarle si quería ir a bordo, aunque leadvertía que ahora el mar estaba bastante agitado. Alregresar el guardiamarina informó de que el doctor Maturinle presentaba sus respetos y objetaba que en esemomento Macmillan y él estaban realizando una tareaurgente.

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—Estaban usando una sierra, señor —añadió Bennett,todavía pálido y sintiendo náuseas. La única embarcación que no había sufrido dañosdespués del largo ataque con los cañones era el pequeñocúter, y en él llegó Jack al costado y los escalones que tanbien conocía. En la Surpriseya. habían colocadoguardamancebos y alineado grumetes con guantesblancos para recibirle solemnemente, y le dieron vivas sinningún orden, pero espontáneos y entusiastas, cuandollegó al portalón, donde Tom Pullings le saludó con unférreo apretón de manos. —Se hundió, señor —le informó—. Vimos cómo sushombres bajaban las lanchas por el costado cuandodejamos atrás el aguacero. Estaba hundida hasta la basede las portas y cuando los hombres se estaban alejando,viró la proa en dirección contraria a las olas y se deslizóhacia abajo como si estuviera navegando. Recogimos amuchos que estaban nadando o agarrados a gallineros. Yaquí está el oficial que tenía el mando, que había sucedidoal capitán en la batalla. Habla inglés y le dije que tenía querendirse a usted. Se volvió e hizo un gesto que indicaba una presentación, yallí, en el grupo de oficiales británicos y franceses queestaban a sotavento, estaba Jean-Pierre Dumesnil. Eljoven, pálido y casi muerto de cansancio, avanzó y leofreció su espada.

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—Jean-Pierre! —dijo Jack, adelantando unos pasos parair a su encuentro—. ¡Dios mío, qué contento estoy de verte!Tenía miedo de que… No, no. Guárdate la espada y damela mano.

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CAPÍTULO 7 «No, no. Guárdate la espada y dame la mano», le dije. Ytal vez eso se parece a lo que dijo Drury Lane cuando eltipo de los calzones rosados y el sombrero de plumaslevantó a su enemigo caído y descubrió que la sirvienta erala hija del duque, pero te aseguro que en aquel momentofue una respuesta espontánea. Me alegré mucho de verle.Si has leído la larga carta que Raffles prometió enviar conel primer barco de los que hacen el comercio con lasIndias que llegara, sabrás a quién me refiero. Es Jean-Pierre Dumesnil, el sobrino del capitán Christie-Pallière,que me capturó cuando estaba al mando de la Sophie yme trató tan bien. Me encontré en Pulo Prabang con elsobrino, que había pasado de ser un regordeteguardiamarina a un esbelto oficial, segundo oficial de laCornélie. En aquel momento pensé que era un buenhombre y ahora pienso que es aún mejor. Te ruego quebusques la dirección de sus primos en Londres, losChristy, en el cajón del escritorio negro, concretamente enel rincón de la derecha. Creo que viven en la calle Milsom,y el joven, que fue a la escuela del doctor Hall en Bathdurante la paz, les visitaba a menudo. Mándales unrespetuoso y caluroso saludo de su parte y diles que noestá herido. Durante la batalla, uno de nuestros cañonescausó estragos en el alcázar de la Cornélie y Jean-Pierretuvo que tomar el mando; otro destrozó un penol en la partebaja de la proa y como consecuencia entró tanta agua quebombeando día y noche apenas podían mantenerla a flote,

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bombeando día y noche apenas podían mantenerla a flote,incluso con el viento en popa. A pesar de eso y de tenerpocos tripulantes, luchó noblemente con su fragata. Nospodría haber capturado si no nos hubiéramos encontradoen la boca del estrecho con la Surprise y otros tres barcos.Tom Pullings oyó los cañonazos antes del amanecer y sedirigió allí a toda velocidad desde su puesto, mucho más alnorte. Avistamos los cuatro detrás del cabo, cuando losestaban doblando, y al ver que todos tenían banderanorteamericana, me dije: «Jack Aubrey, estás entre laespada y la pared», porque estaba entre losendemoniados cañones de dieciocho libras de la Cornéliey el armamento conjunto de una escuadra estadounidense,y no tenía espacio para maniobrar. Pero cuando viaparecer a nuestra querida Surprise… ¡Dios mío, quéalegría! Entonces mandé izar una señal para que iniciarala persecución hacia el oeste. Obviamente, una lucha de cinco contra uno era desigual,así que Jean-Pierre orzó con la esperanza de lograrocultarse tras una de las islas situadas al sur amparadopor un aguacero. Pero los tripulantes, que a duras penashabían podido sacar el agua a medida que entraba con elviento de popa, ahora que estaban exhaustos y que elviento era de proa no pudieron mantenerla a flote. Apenastuvieron tiempo de bajar al agua las lanchas antes que lafragata se hundiera. La Surprise los rescató, y a algunosque casi no podían tenerse en pie tuvieron que subirlescon eslingas. Cuando la Nutmeg llegó a su lado y yo subí abordo, Jean-Pierre se me rindió.

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Después, como el estrecho no era un lugar cómodo parapermanecer al pairo, navegamos hacia el este hasta estarada abrigada, anclamos en aguas de sesenta brazas deprofundidad y conocimos a los tripulantes de los otrosbarcos. El Tritón, un barco corsario potente y casi tangrande como la Surprise, está al mando de Horse-FleshGoffin, que, como probablemente recordarás, fue juzgadopor un consejo de guerra por haber falsificado un rol.Desde hace algún tiempo navega con la fragata. Los otrosson espléndidas presas estadounidenses capturadas porellos, espléndidas presas porque contienen el cargamentode varios barcos más tan pequeños que no valía la penatrasladar a ellos un grupo de tripulantes. Uno está lleno depieles de nutria y otros animales parecidos, que son muyapreciadas en China, adonde ambas embarcaciones sedirigían. Parece que, en general, el viaje de la Surprise fueun gran éxito, pues antes de capturar estos dos mercantesapresaron balleneros de Nantucket y New Bedford y losmandaron a puertos suramericanos, aunque no séexactamente… Tenemos mucho que contarnos y habíatanto que hacer en la pobre Nutmeg, que sufrió tantosdarlos, que aún no sé la mitad de lo que tendría que saber. Estaba sentado en la cabina, junto al extremo de estribordel marco del ventanal por donde entraba la luz del solreflejada por el mar jaspeado, un ventanal que le era más

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familiar que todos los que había visto en tierra. Miró haciaafuera y vio la Nutmeg, con la jarcia en buenas condicionesde nuevo, después de pasar un períodosorprendentemente corto en esa rada, y con el carpintero ysus ayudantes por fuera del costado dando los últimosretoques a la galería. Miró al otro lado de la mesa, pero alver que Stephen estaba muy concentrado en la escritura ytenía un gesto adusto, posó su mirada en la mesa, queexcepcionalmente había sido colocada en la gran cabina ytenía espacio para catorce comensales sentadoscómodamente. No sin cierta satisfacción vio que estabapuesta con inusual suntuosidad. Ésa era una de lasocasiones que a Killick le gustaban más que nada en elmundo, y ahora la plata de Jack, que habían logradoconservar a pesar de las vicisitudes del viaje, despedíadestellos bajo la oscilante luz. Stephen seguía deslizando la pluma sobre el papel, perosu gesto era más amable, porque en ese momentoescribía: …y por tanto, después de haber echado por tierra la tesisde Baker sobre el funcionamiento del organismo de laabeja solitaria, sólo quiero añadir que estoy muy cansadode ser como una abeja solitaria. No encuentro palabraspara expresar cuánto deseo tener noticias tuyas otra vez ysaber si tú y la hija que quizá tengamos os habéisrecuperado y estáis en buen estado y contentas. Y como

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las cuestiones materiales afectan la felicidad, la tuyapuede aumentar tanto como ha aumentado la mía al saberque, si estas presas llegan a puerto, nuestra situacióneconómica no será tan gris, tan mala ni tan angustiosa. Jack volvió a su carta: La parte del dinero obtenido por esos dos mercantes quecorresponde a la Surprise será una ayuda para el pobreStephen, pues, por ser el dueño y el armador, le pertenecela parte mayor, por supuesto. Será una ayuda, como digo,pero sólo le servirá para recuperar una pequeña parte desu fortuna. No estoy seguro de cuál es su situación. Corrí asu habitación en cuanto me enteré de la quiebra de Smithy Clowes y le dije que nunca en mi vida había lamentadotanto nada como haberle dado el consejo de que cambiarade banco y que esperaba y rogaba a Dios que no lohubiera seguido hasta el punto de que el efecto fueracatastrófico; sin embargo, aunque además pensabadecirle que habíamos vivido de un fondo común antes yque indudablemente podríamos volver a hacerlo, mefaltaron las palabras y no supe explicarme bien. En esemomento él me interrumpió diciendo: «No, no. De ningunamanera. No tuvo mucha importancia. Te estoy infinitamenteagradecido». Desde entonces no ha dicho nada, y aunquede vez en cuando, y espero que con delicadeza, he dado aentender cosas y he hecho sugerencias al respecto,

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aparentemente él no las ha entendido. Pero como es unhombre tan orgulloso, no puedo hablarle del temaabiertamente. Aun así, cuando acabe este viaje le rogaréque me venda la Surprise, pues eso me proporcionará unagran satisfacción y además servirá al menos para que semantenga a flote. Volviendo a los otros barcos, te diré que las presas tienenmuy pocos tripulantes porque, como medida sensata, paraevitar que pudieran amotinarse y recuperar el barco,muchos fueron dejados en tierra en Perú. Pero ahora haymuy pocas posibilidades de que eso ocurra, porqueestarán escoltados no sólo por el Tritón, un barco depotencia adecuada para navegar por estas aguas y llenode tripulantes, sino también por la Nutmeg. El regreso dela goleta a Batavia será más rápido vía Cantón, dondeesperará por el monzón del noreste, más rápido quenavegando de bolina con éste. Le ofrecí el mando a Tom,pero dijo que prefería quedarse con nosotros, así que esFielding quien tiene el mando, y está encantado. Killick llegó y se quedó en el umbral de la puertaresoplando y con gesto malhumorado, pero ellos siguieroncon la atención puesta en sus cartas y no le hicieron caso.Entonces se acercó a la mesa y movió innecesariamentealgunos cuchillos y tenedores para llamar su atención. —Vete, Killick —ordenó Jack sin levantar la vista.

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—Killick, interrumpes el hilo de mis pensamientos —añadió Stephen. —Sólo vine a decir que al cocinero se le quemó la sopa,que el doctor no se ha afeitado todavía y que su señoría seha manchado de tinta los calzones, los únicos calzonesdecentes que tiene. — ¡Dios mío! —exclamó Jack—. ¡Maldita sea, es verdad!Ve a traerme los otros que son casi tan buenos comoéstos. Stephen, podemos quitarte un poco de provisiones,¿verdad? Killick, ve a ver al señor Martin, preséntale losrespetos del doctor y pídele tres tabletas de sopadesecada. —Sí, señor, tres tabletas de sopa desecada —repitióKillick y luego, casi para sí mismo, añadió—: Pero no serásuficiente, no será suficiente. Jack volvió a su carta. Cariño mío, tenemos una comida de despedida dentro demedia hora. Aún queda mucho tiempo, pero sé que todoslos marineros relacionados con ella están deseosos deque sea un éxito, sobre todo porque la Nutmeg es un barcode guerra con un gallardete. Seguramente, guiados porKillick, vendrán con un pretexto u otro o se asomarán por laescotilla y toserán hasta que subamos a la cubierta

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vestidos impecablemente de uniforme para recibir a losinvitados. Había terminado la carta, con cariño y besos para todos,cuando se abrió la puerta y entró Tom Pullings, que era denuevo el primer teniente de la fragata. No obstante eso,usaba el uniforme correspondiente a su grado, el uniformede capitán, que a pesar de ser espléndido estaba un pocoarrugado y olía a moho del trópico porque no se lo habíapuesto en las últimas nueve mil millas. —Disculpe, señor —dijo—, pero no me oyó tocar. Unalancha del Tritón ha zarpado. —Gracias, Tom —respondió Jack—. Sólo voy a lacraresta carta y enseguida iré contigo. —Y, señor, me avergüenza decirle que olvidé darle unacarta que me entregaron en Callao cuando usted subió abordo. Estaba en el bolsillo de esta chaqueta y me olvidéde ella hasta que la oí crujir. Jack supo enseguida que la carta era de su hijo natural, unhijo concebido en la base naval de El Cabo cuando erajoven, y apenas escuchó a Pullings relatar la confusahistoria de un clérigo que había visitado la Surprise encuanto había llegado al puerto y que se habíadecepcionado mucho por no haber encontrado a bordo al

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capitán Aubrey ni al doctor Maturin. Tom dijo que hablabainglés muy bien, aunque con un acento irlandés tan fuerteque cualquiera habría dicho que era realmente un irlandéssi no hubiera sido negro, negro como el carbón. Se habíaencontrado con él otra vez en casa del gobernador, dondeestaba junto al obispo vestido con una túnica morada y letrataban con gran respeto, y le había dado la carta.Entonces volvió a disculparse y se retiró. —Una carta de Sam —murmuró Jack, pasando la primerahoja—. ¡Qué bien se expresa! Tiene frases muy felices, telo aseguro. Aquí hay un mensaje para ti y algo en griego —añadió, pasando la segunda—. Por favor, léemelo. — ¡Cómo progresa! A este paso pronto llegará a servicario general. No es griego, sino irlandés y tiene relacióncon mi intercesión con el Patriarca. Dice: que Dios pongauna flor en su cabeza. — ¡Eso es muy fino! Creo que yo no hubiera podidoexpresarme mejor. Así que los irlandeses tienen unaescritura propia. No tenía idea. —Por supuesto que tienen una escritura propia. La teníandesde antes que tus antepasados dejaran los oscurosbosques teutónicos. En realidad, fueron los irlandeses losque enseñaron a los ingleses el abecedario, aunque tengoque admitir que con poco éxito. Pero ésta es una hermosacarta, realmente lo es.

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—Señor —les interrumpió Killick con la cuchilla en la manoy una toalla encima del brazo—, el agua se está enfriando. Jack volvió a leer la carta de Sam y se dijo: «Es un jovenencantador, pero me alegro de que la carta llegara cuandohabía terminado la mía». En Ashgrove Cottage sabían muy bien que Sam existía y lehabían aceptado; en la Surprise lo sabían muy bien y eraobjeto de muchas bromas, pues muchos de sus tripulantesmás antiguos habían visto al joven la primera vez que habíasubido a bordo y habían notado que era la viva imagen desu padre, aunque de color negro brillante. Pero, a pesar deque la mente de Jack aplicaba la lógica a las matemáticasy la navegación según los astros (había leído en la RoyalSociety varios trabajos acogidos con fuertes aplausos porlos que los entendían y soportados con sombría fortalezapor los demás) no la aplicaba al cumplimiento de las leyes.Algunas, la mayoría de ellas relacionadas con la Armada,las obedecía ciegamente; otras las transgredía a veces yluego sufría las consecuencias; otras las rechazaba. Ellugar de Sam en ese complejo panorama no estaba claro.No tenía un sentimiento de culpa definido por aquellaremota fornicación y sentía mucho cariño por aquelsacerdote papista negro, pero todavía tenía sentimientoscontradictorios y se habría sentido incómodo si hubieraleído la carta de Sam cuando aún estaba escribiendo aSophie.

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La carta era perfecta. Entre «Estimado señor» y«Afectuosamente, su más humilde servidor», Sam hablabade su alegría al ver la fragata, de su decepción por nohaber podido presentar sus respetos al capitán Aubrey y aldoctor Maturin, de su viaje por los Andes y de la granamabilidad del obispo, que era un viejo caballero deCastilla la Vieja. Hablaba de todo en tono discreto, por loque cualquiera hubiera podido leer la carta, pero toda ellarezumaba afecto. Jack había empezado de nuevo a leerlacuando Killick le quitó la sonrisa de los labios anunciandoque la Nutmeg también había bajado una lancha. La verdad era que ni esa lancha ni la del Tritón iban rumboa la Surprise, sino que tenían diferentes cometidos. Laabsurda ansiedad de los tripulantes de la fragata tuvocomo consecuencia que Jack, vestido con su mejoruniforme, tuviera que permanecer un período que lepareció muy largo en el alcázar, con mucho calor a pesardel toldo y con mucha hambre. Al grupo que estaba asotavento, Pullings, Davidge, West y Martin,respectivamente el primer, el segundo y el tercer tenientesy el ayudante de cirujano, la espera también les pareciólarga y tenían tanto calor como él, e incluso más hambre.Tenían calor porque Pullings vestía de uniforme y losdemás, aunque no lo llevaban (West y Davidge no teníanderecho a usarlo porque les habían expulsado de laArmada y Martin no llevaba por otras razones), estabanvestidos con ropa formal y también lamentaban tenerpuestos zapatos de piel, chaquetas, chalecos y ajustados

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corbatines. Tenían más hambre porque había vuelto aadoptar la costumbre pasada de moda de comer a las doscampanadas (Pullings solía comer con los oficiales en vezde a solas) y ya había pasado una hora y media desdeentonces. Poco después la situación de Martin mejoró,pues Stephen subió a la cubierta con la chaquetaabotonada, afeitado y cepillado y ambos empezaron aconversar animadamente detrás del cabrestante, en unlugar neutral, sin violar la soledad del capitán en el sagradoterritorio de barlovento, y la inmensa cantidad de cosasque tenían que comunicarse les impidieron pensar en lacomida. Ese alivio no pudieron sentirlo los tenientes, queconstantemente pensaban en la comida y sentían gruñirsus tripas. Tragaban de vez en cuando, pero hablabanpoco, tan poco que oyeron cómo el contramaestrereprendía en voz baja en el combés a uno de susayudantes por andar descalzo: — ¿Qué pensarán los caballeros de nosotros cuandosuban por el costado? Eso estaba a punto de ocurrir, porque ahora lasverdaderas lanchas habían zarpado. Killick y susayudantes llegaron con bandejas llenas de vasos, botellas,frituras y otros manjares que el capitán de la Surprisepodía permitirse el lujo de ofrecer. — ¡Killick! —dijeron ellos, aunque no muy alto. Pero Killick fingió no haber oído y con los labios fruncidos

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Pero Killick fingió no haber oído y con los labios fruncidoscolocó las bandejas en la parte superior del cabrestante,que brillaba al sol, arregló todo con cuidado, colocandoincluso las cortezas de beicon graciosamente unas contraotras, y no permitió que nadie tocara nada hasta queempezara el banquete. — ¡Preparados! —gritó el contramaestre, sosteniendo unpoco la orden. — ¡Adelante los marineros del costado! —ordenó West, eloficial de guardia, cuando la primera lancha enganchó elbichero y subieron los primeros invitados a bordo. El primero fue Goffin, un hombre alto y grueso de pelonegro y cara roja. Era un capitán de navío que había sidoexpulsado de la Armada (aunque todavía usaba eluniforme con ligeros cambios). Saludó a los oficiales ytodos le devolvieron el saludo. Después, sin sonreír,preguntó: — ¿Cómo está, Aubrey? —Y enseguida se volvió hacia elcabrestante, al lado del cual estaba Killick. Le siguió su sobrino, un poco más cortés; luego losoficiales de la Nutmeg seguidos de los dos oficialesfranceses sobrevivientes y, finalmente, de Adamsacompañado de Reade y Oakes, que, como habíancomido a mediodía, no esperaban comer otra vez. Esteúltimo, de quien Jack se sentía responsable, iba aquedarse en la fragata.

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Cuando todos los oficiales tomaron el aperitivo, que sóloconsistió en ginebra de Holanda o Plymouth o vino deMadeira, Jack les condujo abajo. Cuando entraron pororden jerárquico en la cabina, llenándola por completo,Goffin exclamó: — ¡Por Dios, Aubrey, no se priva usted de nada! —Entonces avanzó hasta la cabecera de la mesaespléndidamente preparada. —Aquí, señor, frente a su guardiamarina, por favor —indicó Killick, ahora con guantes blancos, mientrasseñalaba un asiento al otro lado, cerca de Pullings. Goffin, henchido de orgullo y con la cara más roja, se sentódonde le señalaban, Era imposible variar el orden, puesdesde tiempos inmemoriales existía una convención segúnla cual los oficiales franceses capturados debían sentarsea la derecha y a la izquierda de Jack y los oficiales del reytenían preferencia para ocupar los puestos respecto a losque no lo eran o habían dejado de serlo. Si ésa hubierasido una comida informal y si Goffin hubiera sido amigo deJack, el capitán habría podido disponer un orden diferente;sin embargo, no lo habría hecho, pues cuando a él leexpulsaron de la Armada, cuando estaba en la mismapenosa situación que Goffin, algunos amigos con buenavoluntad pero tontos le habían dado la precedencia debidoa su antiguo rango y aún sentía el dolor que le habían

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causado. Pero Goffin veía las cosas de otra manera. Leparecía que su condena por la leve falta de falsificar un rolera una cuestión puramente técnica (había inscrito al hijode un amigo en el rol de su barco para que el niño, aunqueestaba ausente, tuviera años de antigüedad en la Armadacuando realmente se hiciera a la mar, lo que era unapráctica común, pero ilegal, y le había denunciado suescribiente, a quien había pateado e insultadorepetidamente) y pensaba que merecía un tratamientomejor. Mientras estaba allí sentado buscó durante algúntiempo alguna frase que fuera ofensiva, pero nodemasiado grosera. Se le presentó la oportunidad con la sopa, que olía tanto apegamento que los dos franceses apartaron la cuchara eintercambiaron una angustiosa mirada antes de sometersea los horrores de la guerra. Pullings, para proteger el honorde la fragata, se volvió hacia Stephen y dijo: —Una estupenda sopa, doctor. Jack, por su parte, murmuró al joven que estaba a su lado: —Lo siento, Jean-Pierre. Fue una medida desesperada.Por favor, di a tu amigo que no tienen por qué tomárselatoda. Pero Goffin perdió la oportunidad. Todas las sopas leparecían iguales y la comió mecánicamente, e inclusopasó el plato para que le sirvieran más. Por fin, cuando el

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plato ya estaba vacío, miró hacia el otro lado de la mesa,hacia donde se encontraba su sobrino, un guardiamarinaque no había pasado el examen de teniente, y preguntó: — ¿Has estado en algún banquete ofrecido por el alcaldede Londres, Art? —No, señor. — ¿Y a alguno ofrecido por otro ayuntamiento o por lasasociaciones de los que comercian con comestibles opescado o cosas parecidas? Éste es el tipo de plato queuno encuentra entre comerciantes. La pulla no cumplió su objetivo, pues en ese momentoJack estaba riéndose a carcajadas de uno de sus propioschistes; sin embargo, ésta y otras repentinas muestras demala intención fueron percibidas por los que estaban en elotro extremo de la mesa, y Jack no tardó en darse cuentade que se sentían incómodos. Supuso cuál era la causacuando vio aquel rostro sombrío a la derecha de Pullings yestuvo seguro de ella un momento después. Fielding acababa de interrumpir una pausa diciendo: —Hablando de osos, señor, ¿le he contado que mi padreera guardiamarina en el Racehorse cuando estaba almando de lord Mulgrave, que entonces era el capitánPhipps, e hizo el viaje al polo norte? No fue exactamentecompañero de Nelson, que estaba en el Carcass, pero

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ambos se veían a menudo en tierra y se llevaban muy bien.Nelson… —No debería hablar de Nelson en presencia de dosoficiales franceses —gritó Horse-Flesh—. Es unadescortesía. — ¡Oh, no se preocupe por nosotros! —exclamó Jean-Pierre, riéndose—. Nuestros críticos no escasean.Tenemos, por citar a alguno, a Duguay-Trouin. — ¿Duguay-Trouin? Nunca he oído hablar de él. —Entonces tiene algo bueno que descubrir, señor —dijoJean-Pierre—. Bebamos a su salud, señor. —Bebamos todos —propuso Jack—. Llenen la copa hastael borde, caballeros, y beban hasta la última gota. Por elincomparable Dugua-Trouin. Después, por sugerencia de Stephen, brindaron por JeanBart también. Killick y sus compañeros entraron y salieronvarias veces apresuradamente, el montón de botellasvacías aumentó y numerosos platos mucho más dignoscubrieron la mesa. Entonces Jack dijo: —Por favor, señor Fielding, continúe con su historia. Si norecuerdo mal era sobre el famoso intento de Nelson de

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conseguir una piel de oso. — ¡Oh, no, señor! No es una gran historia salvo cuando mipadre la cuenta, pero se la contaré monda y lironda paramostrarle el otro lado del animal. —Muy bien, «monda y lironda» —dijo el señor Welbymirando sonriente la copa de vino. —Cuando los barcos regresaban de los ochenta y ungrados norte aproximadamente, donde todos los hombresestuvieron a punto de congelarse, haciendo un granesfuerzo lograron llegar a la bahía Smeerenburg, enSpitzbergen, y se pusieron al pairo. A la mayoría de lostripulantes les dieron permiso para bajar a tierra, y unosjugaron a la pídola o a fútbol con la vejiga de un animalhinchada y otros corrieron por el lugar en busca de caza.Los que se quedaron en la orilla mataron una morsa, unenorme animal que seguramente usted conocerá, señor.Le quitaron la grasa y se comieron la parte mejor según elballenero de la tripulación, después de cocinarla sobre lapropia grasa, que arde muy bien. Poco después, creo quemi padre dijo que dos o tres días más tarde, vieronacercarse caminando por el hielo tres osos blancos, unaosa y dos oseznos. La grasa estaba ardiendo todavía,pero la osa cogió varios pedazos que no estabanencendidos y tenían un poco de carne. Los tres comieronvorazmente y los marineros lanzaron a la osa algunostrozos de carne que les quedaban. La osa los recogía uno

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a uno, los llevaba al lugar donde estaban los oseznos y losdividía, pero en el momento en que estaba recogiendo elúltimo, los marineros mataron a tiros los oseznos, y cuandoella huyó, la hirieron gravemente. Ella avanzópesadamente hasta donde se encontraban los oseznos,todavía con el trozo de carne, y lo partió y puso un pedazodelante de cada uno. Cuando vio que no comían, rozó conlas zarpas a uno y luego al otro y después intentólevantarlos, pero al ver que no podía moverlos, se fue. Sealejó hasta cierta distancia y entonces miró hacia atrás ydio un gruñido, pero como no pudo inducirles a reunirsecon ella, regresó. Husmeó a su alrededor y luego empezóa lamerles las heridas. Poco después volvió a irse, y trashaber avanzado con dificultad unos pasos, volvió a mirarhacia atrás y se quedó allí gruñendo durante un rato. Perocomo los oseznos tampoco se levantaron ni la siguieron,se acercó a ellos de nuevo y, dando muestras de grancariño, dio una vuelta alrededor de uno y luego del otrogruñendo y acariciándolos con las zarpas. Al comprenderpor fin que estaban muertos, levantó la cabeza y la volvióhacia los marineros gruñendo, y varios dispararon a la vezy también la mataron. Hubo un respetuoso silencio. Luego Stephen, en voz baja,dijo: —Lord Mulgrave era el más afable de los capitanes. Fue élquien describió por primera vez la gaviota blanca y prestóespecial atención a las medusas de los mares del norte.

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Sonó una campanada en la guardia de primer cuartillo. Laconversación había vuelto a versar sobre temas generalesy en uno de los extremos de la mesa se oía un incesantemurmullo. Apenas Welby empezó a hablar con el tercerode a bordo de la Cornélie, que era monolingüe, con másseguridad y en un francés mucho más comprensible de loque esperaban sus compañeros, se oyó en la otra punta lapotente voz de Goffin, que, aparentemente sin control, sequejaba: —Bueno, puesto que muchos de nosotros no gozamos delfavor de Whitehall, les propongo un brindis: por las ovejasnegras de la Armada y por que pronto las pinten a todasde blanco con la misma brocha. A todos les pareció bien y tanto West como Davidgehicieron un esfuerzo por sonreír. Bebieron y despuéscontaron todas las anécdotas o comentarios sobre lamarea, el tiempo o la corriente que tenían de reserva,contaron cualquier cosa para evitar el silencio. Welby, coninusual locuacidad, contó una historia sobre la estrecha ylarga ensenada Pentland; Martin y Macmillan hablaronextensamente del escorbuto, su curación y su prevención.Pero después del postre, un excelente «perro manchado»que fue el mejor plato de la comida, oyeron a Jack decir: —Doctor, por favor, diga a quien tiene a su lado quevamos a brindar por su majestad y que es perfectamente

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aceptable que no se sume a nosotros, aunque si quierehacerlo, será un honor para nosotros brindar juntos. El tercero de a bordo de la Cornélie quiso brindar ytambién Jean-Pierre, quien incluso añadió: —Que Dios le bendiga. Poco después Jack sugirió que tomaran el café en elalcázar. Tomaron café y no mucho coñac, y luego llegaronlas despedidas, la de Goffin con justificada indignación,las de los tripulantes de la Nutmeg, que se iban a llevar unmontón de cartas para Cantón, muy afectuosas, y la deJean-Pierre, muy cariñosa. —Creo que la comida fue un fracaso —observó Jackmientras él y Stephen miraban alejarse las lanchas, en unade las cuales estaba Horse-Flesh vomitando por fuera dela borda—. Las comidas de este tipo son muy delicadas yhe comprobado muchas veces que un solo hombre puedeestropearlas. —Es un tipo grosero y se le sube el vino a la cabeza —sentenció Stephen. —Ahora lo está echando todo fuera —observó Jack—.Pero, dime, ¿los enfermos realmente tienen que tomar esasopa? —La hicieron cuatro veces más concentrada de lo normal

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y luego trataron de arreglarla echándole el caldo original,que además de estar quemado estaba hecho de carne decerdo en mal estado. Pero no es la sopa la que le hahecho vomitar, sino la bilis. — ¡Ah! Estoy seguro de que tienes razón. Tal vez tendríaque haberle invitado de manera que le fuera más fácilrechazar la invitación. Cuando estaba en su situaciónestropeé muchas comidas a causa de mi tristeza antes deaprender a tener compromisos anteriores. Es casiincreíble la importancia que adquiere para un hombre surango; quiero decir, la posición que ocupa en el mundo, ennuestro rígido mundo, cuando ha servido en él veinte añosy le parece que sus leyes, sus costumbres e incluso suropa son algo natural. El pobre Horse-Flesh… ¡Dios mío,cómo vomita! Debe de haber servido casi treinta años.Era segundo de a bordo en el Bellerophon en 1793,cuando yo hice un viaje a bordo, y estaba cinco puestospor encima de mí en la lista de capitanes de navío. —Pero violó una de las leyes. — ¡Oh, sí! Falsificó un rol. Pero me refiero a las leyesimportantes, las que tienen que ver con una obedienciatotal, una férrea disciplina, puntualidad, limpieza y esascosas. Siempre pensé que tenían gran valor, y ahora quehe regresado, por lo que doy gracias a Dios todos losdías, las respeto aún más, incluso las menos importantes.La disciplina es tan importante como todo lo demás, como

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dijo Saint Vincent, y no creo que yo pueda ponerindebidamente el nombre de alguien en el rol, a menosque tú, en vez de una hija, tengas un hijo a quien le guste lamar. Capitán Pullings, me parece que tiene algo quedecirme. —Sí, señor, si me permite el atrevimiento. Cuandolevemos anclas y nos separemos de los demás barcos, losmarineros apreciarían mucho que hiciera un recorrido porla fragata… —Eso es exactamente lo que estaba pensando, Tom. Tanpronto como zarpemos, que se preparen para pasarrevista, pero sin hacer zafarrancho de combate, y entoncesrecorreré la fragata. —Sí, señor. Muy bien, señor. Pero lo que yo quiero es quelleve uniforme. Desde que salieron de Lisboa, la únicachaqueta con galones que han visto ha sido la mía, y sólodos veces. Además, eso tiene poca importancia, porqueno soy más que un voluntario. Jack tenía mucho afecto a la tripulación de la Surprise, unatripulación difícil de manejar, pero formada por muchosexpertos marineros procedentes de barcos de guerra, debarcos corsarios y unos cuantos de mercantes; y latripulación le tenía mucho afecto. No sólo les había hechosentirse orgullosos por los botines obtenidos cuando laSurprise navegaba con patente de corso, sino también leshabía protegido contra el reclutamiento forzoso. Aunque en

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había protegido contra el reclutamiento forzoso. Aunque enel viaje actual a Jack le habían sacado de la fragata enLisboa para que tomara el mando de otro barco, tambiénle habían rehabilitado y habían hecho pública surehabilitación, así que ahora había vuelto con el espléndidouniforme con galones dorados de capitán de navío, hechoque dignificaba la fragata y a sus tripulantes. Como losbarcos corsarios tenían mala reputación (algunos de ellosapenas se diferenciaban de los piratas), los marineros debarcos corsarios a bordo de la fragata estaban muycontentos de su nuevo estado, de haberse liberado de lascríticas, y les encantaba ver la enorme figura quesimbolizaba eso con su medalla de la batalla del Nilo en elojal y su mejor sombrero de dos picos. La opinión de lamayoría de los tripulantes de la Surprise era que ahoratenían lo mejor de los dos mundos: por una parte, larelativa libertad e igualdad que existía en los barcoscorsarios, y por otra, el honor y la gloria adquiridos porservir al rey, y ese estado les parecía muy bueno, sobretodo porque comportaba la posibilidad de recibir grandesrecompensas. Pero hasta entonces el capitán sólo habíahecho una breve aparición oficial. Desde aguas lejanas llegaron los gritos de loscontramaestres de las presas y sus escoltas, donde lostripulantes se preparaban para colocar las barras delcabrestante. —Muy bien, Tom —dijo Jack—. Esta chaqueta me estámatando, así que voy a bajar y voy a quitármela para ver si

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consigo refrescarme un poco. Zarparemos cuando losdemás oficiales y tú os hayáis cambiado los trajes por laropa de dril, y entonces iré a saludar a la tripulación.¿Vienes conmigo, doctor? ¿No tienes calor? —No —respondió Stephen—. La sobriedad me protegede la plétora y de la molestia producida por estemoderado calor. —La sobriedad es una excelente virtud y la he practicadodesde el principio de mi juventud —explicó Jack—, peroestá fuera de lugar en un anfitrión, que debe animar a susinvitados a comer y beber dando ejemplo. Allí dondefueres, haz… Jack, en mangas de camisa, tumbado sobre el baúl queestaba junto al ventanal de popa y con el fajín más flojo, sequedó reflexionando un rato. Los nombres de Roland yOliver vinieron a su mente entre una veintena más yentonces gritó: — ¡Killick, Killick! — ¿Qué pasa? —preguntó Killick, también en mangas decamisa. Había trabajado muy duro para recoger la mesa y no legustaba que le alejaran del enorme montón de cosas quetenía que lavar, cosas demasiado delicadas paraconfiarlas a marineros que serían capaces de usar polvo

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de ladrillo para lavarlos platos en cuanto se quedaransolos. — ¿Has oído hablar de Roland y Oliver? —Hay un Roland que fabrica armas cerca del mercadoHaymarket y hay un Oliver que fabrica las «auténticassalchichas de Leadenhall». He comido muchas de esassalchichas en el Grapes cuando estábamos en tierra. —Bueno —dijo Jack sin convicción—. Es posible queduerma un poco, y si es así, llámame cuando hayamoszarpado. Oyó el grito «¡todos a desamarrar!» seguido por unainvariable serie de cosas que reconoció enseguida: elruido amortiguado de pasos rápidos, órdenes, pitidos, losseguidos clics de los trinquetes, las fuertes voces de loshombres que movían las barras y las agudas notas delpífano desde la parte superior del cabrestante. Intentórecordar con precisión quiénes integraban la tripulación dela fragata cuando la había dejado en Portugal, todos loshombres inscritos en el rol entonces, pero como habíacomido y bebido tanto durante el ágape, su mente se negóa cumplir con su deber, y cuando se oía el grito «¡listospara levar anclas!» se durmió. Después de echar anclas en esa rada hubo un período deextraordinaria actividad, pues tuvieron que distribuir a losprisioneros franceses, inspeccionar las presas, reparar la

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Nutmeg, trasladar sus pertenencias y las de Stephen a laSurprise y despedirse de sus antiguos compañeros detripulación, que dieron entusiastas vivas la última vez quebajó por el costado. Durante esas horas en que iba de unlado a otro constantemente había visto a los tripulantes dela Surprise, por supuesto, pero sólo de pasada, y habíaintercambiado muy pocas palabras con ellos, salvo consus barqueros, que le llevaban de un barco al otro por lascálidas y tranquilas aguas. Se durmió, pero su sueñoestuvo acompañado por la ansiedad, pues pocas cosasherían más profundamente a un marinero que se olvidarande su nombre, y un oficial tenía la obligación de recordarlo. En realidad, no fue Killick quien le despertó, sino Reade. —Señor, el señor West, que está encargado de la guardia,le presenta sus respetos y dice que la Nutmeg ha pedido«permiso para separarse del grupo». —Responda afirmativamente y añada «feliz Navidad»,aunque eso tendrá que hacerlo usando el sistematelegráfico. —Acabamos de levar un ancla, señor, y estábamos apunto de colocarla en el pescante cuando un hombrellamado Davis cayó por la borda. El señor West le echó uncabo y los marineros le subieron a bordo lleno de arañazoshace menos de un minuto. Jack estuvo a punto de decir: «Entonces pueden bajarle

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otra vez», pero como todos a bordo mimaban tanto aReade (en la Nutmeg hasta los viejos y curtidos marinerosdel castillo corrían de una punta a otra del pasamano paraayudarle a subir la escala), que el muchacho teníatendencia al engreimiento, no quiso aumentarla y cambióel comentario a la frase: —Gracias, señor Reade. Pero el sentimiento que había tras el comentariopermaneció. Davis era un hombre muy corpulento, de pieloscura, peludo, violento y torpe (por esa cualidad suscompañeros de tripulación le llamaban Davis El Torpe) ycon tan poca habilidad para la navegación que casisiempre le destinaban al combés, donde su enorme fuerzaera útil para subir cosas. Jack le había salvado una vez demorir ahogado, como había salvado a muchos hombres,pues era un excelente nadador, y él, agradecido, le habíaperseguido desde entonces, le había seguido de un barcoa otro, y a Jack le había sido imposible deshacerse de élaunque le había brindado la oportunidad para desertar enpuertos donde los mercantes ofrecían una paga muchomás alta que en la Armada, que era de 1 libra, 5 chelines y6 peniques. Era inútil, violento y capaz de herir o matar a un marineropor celos o por una imaginaria ofensa. Pero media horadespués, Jack sintió con satisfacción el apretón de manosque le dio, un terrible apretón al que siguieron otros casi

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tan fuertes, pues, si bien a los tripulantes de la Surprise lesgustaba ver de nuevo al capitán con el uniforme de gala dela Armada, los calzones de seda blancos, el sable de cienguineas y el broche turco en el sombrero, todo eso lesintimidaba un poco, y puesto que hablaban mucho másque los de un barco del rey (pero menos que los de unbarco corsario), expresaban por medio del apretón el calorcon que le daban la bienvenida. Por suerte Jack tambiéntenía manos tan grandes, tan fuertes y con tantos calloscomo ellos; y también por suerte la Surprise, que habíasalido de Inglaterra como un barco corsario, tenía muchosmenos tripulantes que un barco de guerra y no teníainfantes de marina, así que Jack sólo tendría que estrecharla mano a poco más de cien hombres. En cuanto a losnombres, algo que le había preocupado tanto, los recordósin dificultad. Naturalmente, eso le fue fácil con los viejoscompañeros de tripulación, como Joe Plaice, que habíanavegado con él en muchas misiones. —Bueno, Joe, ¿cómo estás? ¿Cómo tienes la cabeza? —Estupendamente, señor, muchas gracias —respondióJoe, dándose palmaditas en la placa de plata convexa queel doctor Maturin le había puesto en el cráneo hacía muchotiempo, cuando se le partió en los 49° de latitud sur—. Y lefelicito de todo corazón por las dos charreteras —añadió,señalando con la cabeza las dos charreteras que Jack nohabía vuelto a usar hasta que su rehabilitación saliópublicada en la London Gazette.

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También recordó con facilidad los nombres de todos losmarineros que había contratado en Shelmerston, unoscorsarios y otros contrabandistas. —Harvey, Wall, Curtís, Fisher, Waites, Hakett, ¿cómoestán? —preguntó al siguiente grupo de artilleros, queestaban colocados informalmente junto a su cañón, Cruelasesino, mientras les estrechaba la mano. Así continuó hasta que llegó a Muerte súbita, frente al cualestuvo a punto de quedarse paralizado al ver seis rostroscon una espesa barba y bajo ella una amplia sonrisaexpectante. —Slade, Auden, Hinckley, Mould, Vaggers, Brampton,espero que se encuentren bien —dijo cuando de repenterecordó los nombres de los seguidores de Set por laposición del cañón y la manera en que ellos estabanparados. —Muy bien, señor, gracias por su amabilidad —respondióSlade—. Pero aquí, Auden —añadió señalando al hombreque estaba a su lado— perdió dos dedos de los pies enTierra del Fuego y John Brampton pecó con una mujer enTahití y todavía está en la enfermería. —Me apena saberlo. Visitaré a John de vez en cuando.Pero espero que les haya ido bien en todo lo demás.

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— ¡Oh, sí, señor! —exclamó Slade—. No hemosconseguido una fortuna como la obtenida con usted, queera comparable a la de Nabucodonosor, pero Set ha sidomuy bueno con nosotros. Entonces él y todos sus compañeros movieron lospulgares, un gesto que hacían en su secta al oír aquelnombre considerado sagrado y portador de buena suerte. — ¡Ja, Ja! —se rió Jack, pensando en las magníficaspresas capturadas en el primer viaje que habían hechojuntos—. Me alegro de que la fragata se haya portadobien. Todos miraron hacia la Nutmeg, el Tritón y los dosmercantes llenos de valiosos bienes, de los que ya se veíamenos de la mitad del casco y que navegaban con rumbonoroeste y con el viento a treinta grados por la aleta. —Pero no esperen volver a conseguir una fortuna como lade Nabucodonosor en estas aguas. — ¡Oh, no! —respondió Slade y sus compañeros siguierondiciendo que no, que no y que no—. Lo único queesperamos es regresar tranquilamente a nuestro país conlo que tenemos. Y si llegamos —añadió a la vez que losseis pulgares volvían a moverse—, construiremos untabernáculo de madera preciosa junto a nuestra capilla…¿Ha visto nuestra capilla, señor?

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— ¡Oh, sí, por supuesto! Y la habían visto todos los que llegaban a Shelmerston,pues, a pesar de no ser muy grande, estaba hecha demármol blanco adornado con eses doradas y hacía unfuerte contraste con el resto de la ciudad, cuyasconstrucciones tenían en su mayoría techos de paja yforma vaga. —En el tabernáculo queremos depositar nuestras barbascomo ofrenda. —Me parece muy apropiado —dijo Jack. Después deestrecharles la mano avanzó hasta el Escupefuego, cuyocapitán muy probablemente había sido pirata y caníbal ytenía, sin lugar a dudas, la mano más áspera y maligna entoda la fragata. —Bueno, Johnson, Penderecki, John Smith y PeterSmith… —les saludó Jack. Luego avanzó por el costado de estribor, donde sólo elsubjefe de las brigadas y uno de los marineros queiniciaban el abordaje estaban situados junto a los cañones,y después bajó a las entrañas de la fragata. El recorrido parecía un pase de revista, pero ahora Jackno estaba acompañado del primer teniente ni de losoficiales encargados de las brigadas. Era un asuntopersonal, y aunque la comida no había sido un éxito y

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todavía le repetía la sopa, tenía una expresión satisfechamientras caminaba por aquel espacio oscuro y malolienteen dirección a la enfermería. La fragata estaba tanordenada como un barco de guerra, y sólo había perdidocinco tripulantes, tres marineros de las Indias Orientalesque murieron de neumonía durante el tedioso paso por elfrío y húmedo estrecho de Magallanes, otro que fuearrastrado por las olas fuera de la proa durante la noche,en medio de una tormenta que se desató justo cuandollegaba al Pacífico, y otro que murió en el abordaje alprimer mercante. Y no había duda de que bajo el mandode Tom Pullings era un barco en armonía. Pero el olor,incluso en el sollado, era peor de lo normal. Dentro de la enfermería se oían voces y salía luz pordebajo de la puerta, y cuando Jack la abrió, oyó consatisfacción que los dos médicos estaban hablando enlatín. Las únicas otras personas que había allí eran Wilkins,que se había roto un brazo y aún no se le había soldado,por lo que no podía estrecharle la mano, y el más tonto delos hermanos Brampton, que había contraído sífilis enTahití y estaba demasiado avergonzado para moverse ohablar. —Señor Martin —dijo Jack después de haber visto a losenfermos—, esto no es una crítica a usted ni al capitánPullings, pero, ¿no le parece que aquí abajo la atmósferaestá excesivamente cargada, que no es saludable? DoctorMaturin, ¿no cree que la atmósfera está excesivamente

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cargada? —Sí, pero, en mi opinión, esta atmósfera y este hedor sonnormales en un viejo barco de guerra como éste. Tenga encuenta que, cuando hace mal tiempo, los marineros conperistaltismo o deseos de realizar la micción buscan unrincón aislado dentro del barco en vez de ir al retrete alaire libre situado en la proa, donde corren el riesgo de serarrastrados por las olas fuera de la borda, de modo quedespués del paso de varias generaciones, estamos enuna cloaca flotante. Y el olor empeora por muchos otrosfactores, como las toneladas y toneladas, y digo toneladascon conocimiento de causa, de horrible cieno que lascadenas del ancla traen a bordo cuando la embarcaciónfondea en puertos como Batavia o Mahón, donde el cienose forma a partir de la inmundicia de los mataderos y lascasas y de los desechos putrefactos que arrastran los ríos.El cieno y el barro que chorrean de las cadenas caendesde el lugar donde se guardan al fondo de laembarcación, que nunca, nunca se limpia. La Nutmeg,querido colega —añadió, volviéndose hacia Martin, queestaba visiblemente desconcertado—, olía muy bien y notenía cucarachas ni ratones y mucho menos ratas, puesestuvo en el fondo del mar durante meses. Todos losmaderos que la forman se hincharon y se unieronsólidamente, como los de un barril de vino cuando unologra por fin que no se salga, y cuando terminaron debombear el agua de dentro y la dejaron secar, el interiorpermaneció seco, sin agua en la sentina moviéndose de

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un lado para otro. Me parece que pasamos a bordo eltiempo suficiente para que nuestro olfato se refinara. —A Hayes le llevaremos mañana a un lugar bien ventiladomás arriba —intervino Martin—, pero Brampton deberíaterminar su tialismo con tranquilidad y calma aquí. —Me ocuparé de que coloquen otra manga de ventilación—dijo Jack. Luego, antes de irse, se inclinó sobre el coyde Brampton y, en voz bastante alta, añadió—: Anímate,Brampton. Muchos hombres han estado peor que tú yestás en buenas manos. —La mujer me tentó —se disculpó Brampton y, despuésde un breve silencio, continuó—: Iré al infierno. Entonces volvió la cabeza hacia el otro lado y su cuerpo seestremeció por los sollozos. Cuando el capitán se fue, Martin y Stephen volvieron ahablar en latín, y Martin preguntó: — ¿Cree que realmente podemos aliviarle? —No sé —respondió Stephen—. Por el momento voy adarle una poción de limo con dos escrúpulos de asa fétida—añadió y se volvió hacia el botiquín—. Veo que no hacambiado nada. — ¡Oh, no! —exclamó Martin y añadió—: Creo que el

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capitán no estaba muy satisfecho. —Lo que pasa es que dije sin pensar que la fragata eravieja y él no puede soportarlo —dijo Stephen y, despuésde oler la mezcla, añadió un poco más de asa fétida ypreguntó—: ¿Por qué dijo que el paciente tenía queesperar a que se le pasara el exceso de salivación en laenfermería? —Porque en cualquier otro lugar tendrá que soportar lasburlas, las ocurrencias y las sarcásticas preguntas sobresu miembro viril que le harán sus compañeros. No tienenmala intención, de esa manera expulsan los humores y sujocosidad, pero eso puede matarle antes que recobre lasalud. No tiene la mente muy fuerte, y me parece unaimprudencia que sus amigos sigan hablándole del pecadoy sus consecuencias. Apenas dieron la medicina a Brampton y encargaron a suayudante que se quedara vigilando a los pacientes y queno permitiera ninguna visita hasta nueva orden, el airefresco empezó a entrar allí abajo por la nueva manga deventilación, y cuando llegaron al alcázar, Jack explicaba aPullings: —Si cuidamos de que se mantenga navegando con elviento en contra, eso mejorará mucho la situación. Pero heoído comentarios de que el espacio entre las cubiertashuele como una cloaca, así que tal vez sería convenienteabrir la válvula de entrada de agua.

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abrir la válvula de entrada de agua. —Lamento mucho que haya mal olor, señor. No lo habíanotado. Pero además, cuando tiene el viento en popa, allíabajo el aire está enrarecido y hace mucho calor. — ¡Señor Oakes y señor Reade! —gritó Jack. — ¿Señor? —saludaron ellos, quitándose el sombrero. — ¿Saben dónde está la válvula de entrada de agua? Los dos se quedaron perplejos y Oakes, en tono vacilante,respondió: —En la bodega, señor. —Entonces vayan a ver al carpintero y díganle de partemía que les enseñe a abrirla. Y déjenla abierta hasta quehaya dieciocho pulgadas de agua en la sentina. Guando se fueron, Jack se volvió de nuevo hacia Pullings Ydijo: —Desde luego, tendremos que bombear alrededor de unahora más, lo que es muy duro con este calor, pero almenos la sentina quedará limpia, limpia como los cántarosde una lechera. Eso lo oyeron todos los que estaban en el alcázar, exceptolos dos médicos, que subían lentamente por los obenquesdel palo mesana y estaban demasiado concentrados en

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esa ardua tarea para escuchar ironías. La intimidad era lomás raro que podía encontrarse en un barco. Aunque cadauno de ellos tenía una cabina, sólo la usaban para leertranquilos, escribir, reflexionar o dormir, porque eran tanpequeñas que parecían gallineros para criar una sola ave.Por otra parte, a pesar de que Stephen podía usar la grancabina, la cabina-comedor y la cabina-dormitorio (comoera justo porque era propietario de la fragata), ninguna eraapropiada para hablar largamente y con pasión de lasaves, las fieras y las flores, porque también pertenecían alcapitán. Tampoco era apropiada para eso la cámara deoficiales, debido a sus muchos otros ocupantes. Si bientodos esos lugares eran adecuados para colocarocasionalmente los ejemplares de pieles, huesos, plumasy plantas, pues tenían largas mesas que parecían hechaspara eso, en viajes anteriores ambos habían descubiertoque el único apropiado para una larga e ininterrumpidaconversación era la cofa del mesana, una plataformabastante espaciosa alrededor de la punta del mástil y de labase del palo situado sobre él. Estaba a una altura deaproximadamente cuarenta pies por encima de la cubiertay tenía los obenques del mastelero con sus vigotas a loslados, una pequeña pared de lona extendida hasta uncabillero detrás y nada delante, así que cuando lasobremesana no estaba desplegada, podían ver bien todala parte del océano que la vela mayor y la gavia mayor noocultaban. La cofa del mayor era más alta y desde la cofadel trinquete había un vista mejor (incomparable cuando elvelacho estaba aferrado), pero al subir a cualquiera de

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ellas les verían más marineros, y algunos les colocaban lospies en los flechastes desde abajo y otros, en voz alta y aveces en tono jocoso, les daban consejos. Eso ocurríaporque, a pesar de que no daban importancia al peligro eincluso quitaban una mano de los obenques y la agitabanen el aire para demostrar lo poco que les importaba laaltura, su posición y su ritmo de avance bastaban paraconvencer a quienes les observaban de que no eranhombres de mar ni se parecían remotamente a ellos, apesar de los miles de millas marinas que habían recorrido.Pero al alcázar (el lugar desde el que se subía a la cofa delmesana) sólo tenía acceso la cuarta parte de la tripulación,y, además, mientras la cofa del mayor y la del trinquete amenudo estaban llenas de marineros trabajando, la delmesana se usaba en muy pocas ocasiones,especialmente con el viento soplando por la aleta. Se usaba en muy pocas ocasiones, pero las alas, queeran de gran importancia, permanecían en ella dobladasde manera que formaban bultos largos y blandos. Sobreesos bultos se sentaron jadeando y apoyaron la espaldaen la pared de lona, como tantas veces habían hecho. —Bueno, ya estamos aquí otra vez —dijo Martin,mirándole con afecto—. No tengo palabras paraexpresarle cuánto lamenté que dejara la fragata desdehace tantas millas. Entre otros motivos, porque me quedésin un mentor en una enfermería donde posiblementeencontraría enfermedades cuyo nombre y, sobre todo,

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cuyo tratamiento desconocía. —Pero si le ha ido muy bien. No más de tres muertos encien grados de latitud está muy bien. Después de todo, enmedicina se puede hacer muy poco aparte de hacer sudar,hacer sangrías y administrar una purga, como la píldoraazul o un ungüento aún más fuerte. Pero la cirugía es otracosa. Por cierto, que le ha corregido muy bien la nariz alpobre West. —Fue muy simple: un pequeño corte, para el que usétijeras, y unos cuantos puntos que no causaron dolor. Y amedida que iba recobrando la sensibilidad se iba curando. — ¿Sin un poco de pus, como suele ocurrir? —Sin pus en absoluto. La causa del problema fue lacongelación, ¿sabe?, no la sífilis. —Eso nos dijo a mí y al capitán enseguida. Creo que lagente tiene tacto suficiente para desviar la vista y nohacerle preguntas ni volver a mirarle. —Creo que sí. Pero cuénteme, cuénteme qué ha estadohaciendo todo este tiempo y qué ha visto, aparte delorangután. Stephen le sonrió y en ese momento los sucesos de lospasados meses vinieron a su mente no en una secuenciacronológica, sino casi como un todo. Escogió lo que era

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apropiado contar e hizo interiormente la siguiente reflexión:«¿Cuáles son las tres cosas que no se pueden esconder?Las tres cosas que no se pueden esconder son: el amor, lapena y la riqueza. Y creo que la cuarta es la inteligencia».Además, luego pensó que todo aquel proceso mental noduró más que dos balanceos de la fragata, cuyo desarrolloespacial aumentaba allí arriba, pero, obviamente, eltemporal no. —Debe usted saber que el capitán Aubrey fue llamado aInglaterra para ser rehabilitado y tomar el mando de laDiane, que llevaría a un enviado del rey a Pulo Prabangpara hablar con el sultán, que estaba considerando laposibilidad de formar una alianza con los franceses.Puesto que la isla… ¡Oh, Martin! ¡Qué orquídeas y quécoleópteros había aparte del maravilloso simio y el enormerinoceronte! Puesto que está en el mar de ChinaMeridional, casi en medio de la ruta de los mercantesingleses cuando vienen de Cantón, y como no seríamosnada sin ruibarbo y sin té, que Dios no quiera que falten, lamisión del enviado era conseguir que el sultán cambiarade opinión. Pensaron que era conveniente que yo tambiénfuera porque sé francés y un poco de malayo, además detener conocimientos de medicina. Así que zarpamos ynavegamos tan rápidamente como pudimos e hicimos unasola escala, en Tristán da Cunha. Pero esa escala estuvoa punto de ser la última, porque la fragata se acercabamás y más y más a un acantilado donde rompían olas de laaltura de los masteleros y no había ni un soplo de viento

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que le permitiera moverse. Pero sobrevivimos, e inclusobajé a tierra y me congratulé de que iba a ver maravillasmientras los marineros cogían agua y verdura; pero no lesorprenderá oír que me sacaron de allí a las pocas horas, ysubrayo «pocas horas», con la excusa de que no podíandesaprovechar no sé qué viento favorable o marea o algoparecido. Luego avanzamos hacia el sur y en esas aguasvi albatros y petreles gigantes, fétidos y pintados, pero ¡aqué precio! Las olas eran enormes; el viento, incesante, yaullaba de tal modo que sólo podíamos pensar o hablarcuando la fragata estaba en los senos formados por lasolas. Había hielo, hielo en la cubierta, hielo en los cabos,hielo en el mar en forma de montañas de inmenso tamañoy, tengo que confesarlo, de inmensa belleza, queamenazaban con acabar con nosotros, como dicen losmarineros. Entonces el capitán cambió el rumbo haciaaguas más cristianas y concebí la esperanza de ver la islaÁmsterdam, una isla remota y deshabitada desconocidapor los naturalistas, cuyas flora, fauna y geología aún nohan sido descritas. En verdad, la vi, pero sólo a lo lejos porbarlovento, mientras la fragata navegaba a toda vela conrumbo al cabo Java. El sol se puso abruptamente, como solía hacerlo en eltrópico, justo después de que se acomodaron bien. Laoscuridad de la noche se extendió por el cielo y por el esteaparecieron las estrellas después de unos minutos depenumbra. Ahora, por la amura de babor, asomó porencima del horizonte un brillante astro, que permaneció allí

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unos momentos, como si fuera el fanal de popa de un granbarco. Aunque Martin era un hombre pacífico y Maturin,salvo en raras ocasiones, se oponía por principio a laviolencia, ambos habían absorbido hasta tal punto el afándepredador existente en los barcos de guerra y en loscorsarios, donde era aún más fuerte, que se quedaronsilenciosos y observaron aquel astro como tigres hastaque subió y se separó del mar, demostrando que era uncuerpo celestial. —Tengo que preguntar al capitán Aubrey el nombre deesa maravillosa estrella —dijo Stephen—. Seguro que losabe. Como en respuesta a estas palabras, se oyó cómo Jackafinaba el violín mucho más abajo. —Por ahora mencionaré sólo de pasada Java y algobernador Raffles —continuó Stephen—, un hombreextremadamente amable y un distinguido naturalista,aunque le mostraré algunos de los ejemplares de allícuando encuentre una mesa libre. ¿Sabía usted que hay unpavo real de Java? Que Dios me perdone, pero yo no losabía. Es un ave muy hermosa. Me limitaré a decirle quellegamos a Pulo Prabang y que, a pesar de que losfranceses llegaron antes que nosotros, el enviado fue másastuto que ellos y convenció al sultán de que firmara untratado con Gran Bretaña. Todo esto tardó algún tiempo,que no me hubiera importado que fuera más largo, y en

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ese tiempo tuve la gran suerte de conocer al doctor VanBuren, de quien posiblemente habrá oído hablar. — ¿Un holandés famoso por sus estudios del bazo? —El mismo. Pero está interesado en muchas otras cosas. — ¿En el estudio del páncreas? ¿En el de la tiroides? —Aún en más cosas. No hay nada en el reino animal ni enel vegetal que no despierte su curiosidad, una curiosidadque le lleva a informarse muy bien. A él le debo haberconocido un paraíso extraordinariamente remoto dondehabitan monjes budistas y ni las aves ni las fieras temen alhombre porque nunca nadie les ha hecho daño. Caminépor allí cogido de la mano de un afectuoso orangutánhembra de cierta edad. — ¡Oh, Maturin! —Anoté otras maravillas, pero si le contara sólo la mitadde ellas y le mostrara sólo la mitad de los ejemplares querecogí con los pertinentes comentarios, todavía estaríamoshablando cuando llegáramos a Nueva Gales del Sur. Perotodavía no me ha contado usted nada. Terminaré miresumen diciendo que zarpamos de allí satisfechos dehaber conseguido el tratado, que recorrimos de un lado alotro sin éxito el lugar de una de las citas y que, cuandoregresábamos en la Diane a Batavia, la fragata encalló enun arrecife que no aparecía en las cartas marinas, uno de

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los muchos que aparentemente hay por allí, durante lanoche y cuando la marea estaba muy alta. No pudimosdesencallarla, pero como había una isla bastante cercallevamos allí la mayoría de nuestras posesiones en laslanchas, hicimos un campamento militar y nos sentamos aesperar con bastante tranquilidad a que llegara la próximamarea viva, que, como probablemente sabrá, depende dela luna. Estábamos bastante tranquilos porque obteníamosagua del pozo y jabalíes de los bosques. Además, la islano carecía de interés, pues habitaban en ella monos decola prensil, dos especies de jabalíes, sus basbirussa ybarbatus y las aves llamadas golondrinas, de cuyos nidosse hace sopa, pero que siento decir que no son tales sinovencejos de una especie oriental, de tamaño muypequeño. Pero el enviado no esperó a que nosinstaláramos allí. Estaba deseoso de regresar con eltratado, así que el capitán le dio la nueva lancha con unacantidad de provisiones y tripulantes adecuada para hacerel viaje a Batavia, un viaje de menos de doscientas millasque no planteaba dificultades de no haberse formado eltifón que destruyó nuestra fragata y, sin duda, volcó lalancha. Estábamos construyendo una goleta con los restosde la fragata cuando nos atacó una horda de malvadospiratas, dyaks y malayos liderados por una despreciable yarrogante prostituta, una mujerzuela sanguinaria, avara ypetulante. Mataron a muchos de nuestros hombres, peronosotros matamos a muchos más de los suyos; quemaronnuestra goleta, los muy canallas, pero nosotros destruimossu parao con un excelente disparo del cañón de nueve

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libras propiedad del capitán. Después pasamos unperíodo angustioso, pues quedaban pocos jabalíes ymenos monos, pero un junco que fondeó frente a la islapara coger nidos de aves nos llevó hasta Batavia, donde elgobernador Raffles nos dio esa encantadora goleta, laNutmeg, a bordo de la cual nos encontraron ustedes. Yaestá. Estos son los datos básicos, que espero completarmostrándole las notas y los ejemplares cuando estemosnavegando. Ahora, por favor, cuénteme lo que ha hecho ylo que ha visto usted. —Bueno —empezó Martin—, aunqueno he visto ningún orangután, mi viaje no ha estado exentode momentos interesantes. Como seguramente ustedrecordará, la última vez que tuvimos la dicha de caminarpor la selva brasileña me mordió un mono nocturno concara de búho. —Sí, lo recuerdo. ¡Y cómo sangró! —Esta vez me mordió un tapir y sangré más todavía. — ¿Un tapir? —Un tapir joven con rayas y manchas, un Tapirusamericanus. En la curva de un sendero cercano a un río via la madre, un enorme animal de color marrón oscuro, queestaba distraída y de repente se metió al agua y se perdióde vista. Me di cuenta de que el pequeño había caído enuna trampa y después de llevarlo con infinito esfuerzohasta el borde, me mordió. Si hubiera luz, le enseñaría lacicatriz. Pero antes de poder salir del agujero, llegó un

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cicatriz. Pero antes de poder salir del agujero, llegó ungrupo de indios, seguramente los que lo habían excavado,y me amonestaron con violencia mientras agitaban laslanzas en el aire. Estaba muy angustiado, tan angustiadoque no sentía el dolor, pero, por fortuna, un grupo detripulantes de la fragata pasó por allí y uno de ellos, quehablaba portugués, les dio un poco de tabaco y les dijoque fueran a ocuparse de sus asuntos. Ahora querecuerdo, uno de los que estaba en el grupo era Wilkins, elmarinero con el brazo roto que vio en la enfermería. ¿Lemolesta si interrumpo el relato y le pido su opinión? —Me parece que es una fractura transversal distal radialordinaria con cierto desplazamiento lateral eficazmentereducido. Es el tipo de fractura que puede esperarse enuna caída. Pero no pude ver una gran parte del brazoporque está vendado según el método Basra. ¿Cuándo seprodujo? —Hace tres semanas. Pero todavía no ha empezado asoldarse. Los extremos están muy próximos, pero nounidos. —Sospecha que tiene escorbuto, ¿verdad? Sin duda, ésees un síntoma típico, pero no inequívoco. Además, elincipiente escorbuto podría ser una de las causas de ladepresión de John Brampton. ¿Se acabó el zumo? —No, pero abrí un barrilete hace poco y dudo que sea debuena calidad. Lo compramos en Buenos Aires.

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—Tengo una red llena de limones frescos y un hermosobarrilete de origen fiable que alcanzará para varios meses.Como el capitán Aubrey no quiere hacer escala en NuevaGuinea y el viaje es largo, sería conveniente pedirle que,cuando lo estime oportuno, se detenga en una isla bienrepresentada en las cartas marinas y con abundantesrecursos. Sonaron las ocho campanadas y se oyeron losinconfundibles gritos y pitidos con que llamaban a loshombres de guardia. — ¡Dios mío, voy a llegar tarde otra vez! —exclamóStephen—. ¿Quiere cenar con nosotros? —Gracias. Es usted muy amable, pero le ruego que medisculpe por no aceptar esta vez —respondió Martin,mirando la boca de lobo con angustia—. Tendremos quebajar en la oscuridad. —Así es —confirmó Stephen—. Si no fuera porque tengoun compromiso, me quedaría encantado aquí arriba, conesta noche tan fresca y agradable, sin miedo al sereno, esdecir, a la humedad del ambiente. —Si tuviéramos un pequeño farol, veríamos mejor. —Por supuesto —dijo Stephen—, pero no quiero pediruno porque eso sería impropio de buenos marinos.

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—Fue de esta misma cofa de donde se cayó Wilkinscuando se rompió el brazo. Es cierto que estaba borrachoentonces, pero la altura es la misma. —Vamos, demostremos que tenemos más fortaleza quelos romanos —dijo Stephen—. La gravedad nos ayudará yquizá san Brendan también. Pasó por el agujero y buscó con los pies los flechastes,que eran muy estrechos allí arriba, donde los obenquesestaban tan cerca. Encontró uno muy abajo con los dedosde un pie y se soltó del borde de la cofa, pero lo hizo sinpensar que debía esperar a que el balanceo le empujarahacia el mástil. Durante un momento más desagradableque ningún otro arañó con las manos el vacío en laoscuridad y por fin agarró un obenque, el más lejano detodos, porque tampoco esperó el cabeceo. Estuvoagarrado a él el tiempo suficiente para poder contestarcon voz serena cuando Martin, que estaba al otro lado yhabía aprovechado el balanceo, le preguntó cómo estaba. —Perfectamente bien, gracias —contestó. * * * —Perdóname por llegar un poco tarde —dijo al entrar en lacabina y oler las tostadas con queso—. Acabo de llegar dela cofa del mesana.

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—No tiene importancia —dijo Jack—. Como ves, no te heesperado. —He estado en la cofa del mesana desde antes delcrepúsculo hasta hace un par de minutos. — ¡Ya! —exclamó Jack—. ¿Te apetece un poco de vino oprefieres esperar por el ponche? —Teniendo en cuenta los excesos que he hecho en lacomida y el efecto del vino en este clima, creo que melimitaré a beber ponche, una pequeña cantidad de ponche.¡Qué fuente más elegante para servir el queso derretido!¿La he visto antes? —No. Es la primera vez que la saco de la caja. Se la pedíal comerciante de Dublín que me recomendaste y la recogíla última vez que estuvimos en casa, pero me olvidé porcompleto de ella. Stephen levantó la tapa, vio en el interior seis platitos delos que salía un suave sonido sibilante y que estaban porencima del hornillo de alcohol que había bajo el fondo delrecipiente, y notó que todo brillaba gracias a las afanosasmanos de Killick. La volvió hacia un lado y luego hacia otroadmirando el trabajo artesanal, y luego dijo: —Has recorrido un largo camino, Jack. Ahora no dasimportancia a cien guineas.

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— ¡Oh, sí! —exclamó Jack—. ¡Qué pobres éramos!Recuerdo aquella vez que regresaste a la casa queteníamos en Hampstead con un estupendo bistec envueltoen una hoja de col y lo contentos que nos pusimos. Hablaron de su pobreza, de los alguaciles, del arresto pordeudas, de las casas de alguaciles donde podíancumplirse condenas por un alto precio, del miedo a nuevosarrestos y de los ardides para evitarlos. Pero después dehablar sobre la riqueza y la pobreza, sobre la rueda de lafortuna y cosas parecidas, la conversación perdió viveza yalegría, y cuando Stephen se comió el segundo plato dequeso, advirtió que algo preocupaba a su amigo. Jack novolvió a soltar sus francas risotadas y dedicaba másatención a los enormes cañones que compartían la cabinacon ellos que al rostro de Stephen. Se hizo el silencio,tanto silencio como era posible en una embarcación quenavegaba a ocho nudos acompañada de un ruido generalformado por el murmullo del agua al pasar por loscostados y el de la turbulenta estela y los peculiaressonidos de la jarcia fija y la móvil con sus innumerablesmotones. En medio del relativo silencio explicó Jack: —Hice un recorrido por la fragata esta tarde parapreguntar a nuestros compañeros de tripulación cómo seencontraban y noté que muchos de ellos estaban másviejos que la última vez que les vi. Eso me hizo pensar que

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quizá yo también estoy más viejo. Y cuando dijiste que lafragata era un «viejo barco de guerra» aumentó mipreocupación. Sin embargo, es absurdo medir por elmismo rasero todas las cosas. Aunque a los seguidoresde Set les haya crecido la barba una yarda y yo,indudablemente, estaría mejor con pantalones anchos yligeros, un barco y un hombre son cosas muy diferentes. — ¿Estás seguro, amigo mío? —Sí. Aunque no lo creas, son cosas muy diferentes. LaSurprise no está vieja. Mira la Victory, que es bastanteveloz y que me parece que nadie considera vieja, aunquefue construida varios años antes que la Surprise. Mira elRoyal William. Conoces el Royal William, Stephen,¿verdad? Te lo he enseñado muchas veces entre losbarcos de Pompey. Es un navío de primera clase de cientodiez cañones. —Lo recuerdo. Tenía un aspecto horrible. —Eso se debe a los usos que han obligado a darle. A loque me refiero es a sus entrañas. Sus cuadernas están tanbien o mejor que cuando lo construyeron, y si uno clava uncuchillo en una de sus curvas se le doblará o se le partiráen la mano. Además, vi un pedazo de uno de susobenques cuando estaban empezando a cubrirlos de brea,y comprobé que también estaba en perfectas condiciones.Y fue botado en 1676. ¡En 1676! Tal vez la Surprise no seacomo esas embarcaciones modernas, llamativas pero

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como esas embarcaciones modernas, llamativas peroinservibles, construidas con cuadernas de madera que noestá curada según un contrato con un astillero clandestino.Fue construida hace cierto tiempo, pero no es «vieja». Y túsabes como nadie las mejoras que le hemos hecho:soportes diagonales, curvas reforzadas, placas decobre… —Amigo mío, la defiendes con la misma vehemencia conque defenderías a tu esposa si yo dijera algodesagradable de ella. —Eso es porque yo siento realmente que debodefenderla. La conozco desde hace muchos años y henavegado en ella desde niño, y no me gusta que laofendan. —Jack, cuando dije que era «vieja» me refería a lasuciedad acumulada abajo durante generaciones. Estabatan lejos de mi intención ofenderla como ofender a Sophie,líbreme Dios. —Bueno, lamento haber estallado —se disculpó Jack—.Lamento haber hablado con rudeza. Se me fue la lengua ymetí la pata otra vez, lo que me parece absurdo porquetenía la intención de ser muy amable y agradable. Tenía laintención de reconocer que las cien toneladas de guijarrosque lleva como lastre allí abajo deberían habersecambiado hace mucho tiempo. Y después de admitir eso ydecirte que íbamos a limpiarla abriendo la válvula de

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entrada de agua y luego sacando el agua con las bombas,iba a preguntarte si querías vendérmela. Eso meproporcionaría una gran satisfacción. Stephen estaba masticando un pedazo de queso bastantegrande y rebelde, y cuando por fin se lo tragó, dijo en tonoindiferente: —Muy bien, Jack. Entonces miró de soslayo el rostro de su amigo, cuyogesto traslucía la alegría que dignamente intentabareprimir, y pensó: «¿Cómo es posible, desde el punto devista físico, que sus ojos adquieran ese color azul tanintenso?». Se estrecharon la mano en señal de acuerdo y Jackpreguntó: —No hemos hablado del precio. ¿Quieres decírmeloahora o prefieres pensarlo? —Págame lo mismo que pagué por ella —respondióStephen—. En este momento no sé exactamente cuántofue, pero Tom Pullings nos lo dirá. Fue él quien pujó por mí. Jack asintió con la cabeza. —Le preguntaremos por la mañana porque ahora estácomo un tronco. —Luego, gritó—: ¡Killick!

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— ¿Señor? —dijo Killick, entrando al cabo de unmomento. —Tráele al doctor la mejor ponchera y todo lo necesariopara el ponche. Luego lleva su violonchelo y mi violín a lagran cabina y coloca los atriles para las partituras. —Una ponchera, señor —repitió Killick, casi riendo alhablar—. Y el agua ya está hirviendo. —Killick —dijo Stephen—, en vez de los limones, trae elbarrilete más pequeño que hay en mi cabina, por favor.Puedes quitarle la funda de lona. Llegó la ponchera acompañada del gracioso cucharón ypasó algún tiempo antes que pudieran oír a Killick dandofuertes pisadas en la entrecubierta. A juzgar por lasirritadas maldiciones que se oían, uno de sus compañerosle estaba ayudando, pero entró en la cabina solo y con elbarrilete apoyado contra el vientre. —Ponlo encima de la taquilla, Killick —le pidió Stephen. —No sabía que lo tenía —dijo Killick con una mezcla deadmiración y resentimiento cuando se apartaba delbarrilete. Era un barrilete de roble con aros de cobre bruñido. En laparte superior tenía el sello BRONTE XXX y debajo unaplaca donde estaba grabada la inscripción:

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Al eminente doctor Stephen Maturin, cuya habilidad solo es superada por el agradecimiento de quienes se han beneficiado de ella. Clarence. — ¡Bronte! —exclamó Jack—. ¿Es posible que sea…? —Lo es. Es zumo de limón de su propia finca. Es unregalo del príncipe William. Quería abrirlo el día deTrafalgar, pero como ésta es una ocasión especial, piensoque podríamos coger una onza para brindar por estanoche inolvidable. Cuando salía el vapor de la ponchera, se derretía el azúcary se propagaba el fuerte olor a aguardiente de palma,Stephen añadió el zumo de limón concentrado diciendo: —Tengo que advertirte de que tal vez haya algunos casosde incipiente escorbuto en la fragata. El primero en darsecuenta, para vergüenza mía, fue Martin, ese hombreadmirable. —Sin duda, lo es. Todos los marineros dicen que es unasuerte tenerle entre nosotros.

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—Sugirió que hiciéramos escala en alguna isla conabundantes árboles frutales y estoy completamente deacuerdo. No es urgente, pues tenemos este barril, perodesde el punto de vista médico es aconsejable conseguiralgo de reserva cuando hayamos consumido la mitad, sipuedes encontrar alguna isla en el ilimitado océano.

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CAPÍTULO 8 Precisamente desde la cofa del mesana, los dos médicosavistaron esa isla; mejor dicho, la pequeña nube achatadaque indicaba su presencia. Ya habían pasado tantasleguas, tantos grados de longitud bajo la quilla de laSurprise que ahora ambos, después de ser entrenadospacientemente por Bonden, subían por las arraigadascomo Dios manda y desde hacía dos semanas subían sinayuda y sin andariveles ni ninguna otra cosa para evitarque cayeran de cabeza. Pero subir a la cofa de esa forma,la forma típica de los marineros, requería ascender por loque era en realidad una escalera de cuerda formando unángulo de cincuenta grados con la vertical, así que habíaque estar colgado como un perezoso, mirando hacia elcielo. Los movimientos de ambos tampoco eran muydistintos de los de un perezoso, pero confesaban que esemétodo era más sencillo y mucho más agradable que elanterior, que conllevaba retorcerse para atravesar por latensa y tupida jarcia. Y se sintieron satisfechos cuandoPullings, durante una comida que los oficiales ofrecieron alcapitán, dijo que la Surprise era la única embarcacióndonde había visto a los dos doctores subir a lo alto de lajarcia sin pasar por la boca de lobo. Pero, a pesar de que habían progresado tanto y de que lafragata había avanzado tanto hacia el este, Martin no habíaagotado las cosas que había observado en América delSur, sino que aún contaba lo que había visto en una zona

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de la selva amazónica. Contó que tenía un extenso lechode vegetación muerta, con enormes árboles caídos yentrecruzados, y en algunos lugares había madera podridahasta una gran profundidad, por lo que uno, para evitarcaer veinte o treinta pies dentro de aquella caóticaputrefacción, tenía que escoger los troncos caídos másrecientemente y más fuertes, que apenas podíandistinguirse porque estaban cubiertos de una maraña delianas. Añadió que en aquella parte tan profunda elcrepúsculo y el mediodía eran iguales, y que era casi totalla ausencia de mamíferos, reptiles e incluso aves, que seencontraban en las altas copas de los árboles, dondedaba el sol. Pero exclamó: — ¡Oh, Maturin, qué abundancia de insectos! Tampoco Stephen había tocado muchos aspectos de suvisita a Java ni había hablado todavía de Pulo Prabang,aunque había enseñado a Martin las pieles de aves y losinteresantes huesos de las patas del Tapirus indicus,cuando ambos oyeron que el serviola que estaba en lacruceta del mastelero mayor, mucho más alto que ellos,gritó: — ¡Tierra a la vista a diez grados por la amura de babor! El gritó interrumpió su conversación. También interrumpióla de muchos marineros en el combés y el castillo, ya queera la hora de la guardia de tarde y ése era el día quededicaban a lavar y coser su ropa. Muchos de los más

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dedicaban a lavar y coser su ropa. Muchos de los másjóvenes e impetuosos tripulantes de la Surprise dejaron aun lado sus agujas, carretes de hilo, dedales y costureros ysubieron corriendo a lo alto de la jarcia y para aglomerarseen las vergas superiores y la parte superior de losobenques, aunque dejaron paso a Oakes, que, por ser elmás ágil y menos pesado de los oficiales del alcázar,había sido enviado a la cruceta del mastelerillo con uncatalejo. — ¡Ya la veo, señor! —gritó—. La veo cuando la fragatasube con el balanceo. Es verde y está rodeada de unaamplia franja de espuma. Está a unas cinco leguas, casiexactamente a sotavento, justo debajo de aquella nubecita. Jack y Tom Pullings se miraron sonrientes. Avistar tierradesde allí era la sorpresa más agradable que podíanllevarse, pues, aunque los dos, por separado, habíancalculado la posición de la fragata con sus doscronómetros y por las precisas mediciones lunares hechasen los últimos días, ninguno suponía que iban a divisar laisla Sweeting sin cambiar el rumbo más de cinco grados nidos o tres horas antes del tiempo previsto. —Los marineros nos estorban y estamos demasiadobajos —dijo Martin—. ¿No cree que podríamos tener unavista mejor si subimos un poco más, por encima de estafrustrante gavia, por ejemplo, hasta la cruceta delmastelero de sobremesana?

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—No —respondió Stephen—. Y aunque la tuviéramos,¿cree usted que un hombre sensato y prudente, conobligaciones con sus pacientes, subiría a esa vertiginosaaltura para ver mejor una isla por donde estará caminando,si Dios quiere, mañana o incluso esta misma tarde, unaisla que tiene poco que ofrecer al naturalista? Pues debeusted saber que en islas tan remotas y pequeñas comoésta no hay una superficie lo bastante extensa para que sedesarrollen una fauna o una flora peculiares. Piense, porejemplo, en la asombrosa escasez de aves terrestres quehay en Tahití, que es mucho más extensa. Banks señalóeso con pena, casi con resentimiento. No, señor. Por loque yo sé, la isla Sweeting tiene más valor para losmédicos que buscan antiescorbúticos que para losnaturalistas. Y permítame decirle que me asombra suimpaciencia. —Responde a una causa mucho menos importante. Peropermítame decirle de pasada que Saint Kilda tiene unreyezuelo peculiar y las Orkney, una especie de roedorescuriosos. Lo que ocurre es que no soy una criatura anfibia, comousted o el capitán Aubrey. Aunque pocos lo creerían, soyesencialmente un hombre de tierra adentro, undescendiente de Anteo, sin duda, y estoy ansioso porvolver a pisar tierra, de la que sacaré la fuerza necesariapara soportar los próximos meses de vida en el océano.Estoy ansioso por caminar por una superficie que no esté

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en perpetuo movimiento, balanceándose y cabeceando,donde no es probable que un bandazo me cojadesprevenido y me lance contra los imbornales,provocando que mis amigos griten: «¡Esto es criminal!» ylos marineros repriman la risa. No crea que no estoycontento con mi suerte, Maturin, se lo ruego. Me gustanmucho los largos viajes por mar y las excelentesoportunidades que pueden brindar; como, por ejemplo, verlos framboyanes en las riberas del río Sao Francisco y losvampiros en Penedo. Pero de vez en cuando deseo convehemencia sentarme en mi elemento, de donde regresocomo un gigante lleno de nueva vida, listo para soportar unviento tan fuerte que obligue a arrizar las gavias o elnauseabundo olor del sollado en medio del sofocante calorde la zona de las calmas, sin una pizca de aire pararespirar, o el movimiento de la fragata que amenaza conderribar sus palos. Me parece que hace un siglo que nome siento en una silla de la que me pueda fiar, puesaunque hemos pasado muchas islas al cruzar una vastaextensión de mar, lo que hemos hecho es, precisamente,pasarlas. Vientos desfavorables y corrientes adversas noshan hecho llegar tarde a la citas anteriores y esta últimaera nuestra única oportunidad, así que el capitán Pullingsgobernó la fragata de una forma despiadada, con duraspalabras y órdenes imperiosas, no como el amable jovenque conocíamos, sino como un Bajazet marino, y,naturalmente, sin pensar en detenerse aunque viera en lacosta casuarios con crestas amarillas. Pero, dígame,Maturin, ¿en verdad la isla Sweeting es tan pobre y tan

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poco fértil? Nunca he oído hablar de ella. —Ni yo, como bien sabe Dios, hasta que el capitán Aubreyme dijo su nombre. Fue un primo suyo por parte de madrequien la descubrió, el almirante Carteret, que dio la vueltaal mundo con Byron y después con Wallis, esta vez comocapitán del Swallow, un barco más bien pequeño. A causadel mal tiempo se separó de Wallis frente al archipiélagode Tierra del Fuego, probablemente no sin cierto regocijoporque eso le permitió descubrir solo algunos territorios,incluyendo esta isla, a la que puso el nombre delguardiamarina que la avistó primero. No era comoGolconda ni Tahití, pues estaba habitada por un grupo deirascibles negros desnudos, que eran corpulentos y teníanla cara muy fea, los ojos hundidos, la barbilla retraída, loscolmillos afilados y un montón de pelo duro y rizado teñidocon más o menos éxito de marrón claro o amarillo. Nohablaban ninguno de los dialectos conocidos de Polinesiay todos pensaron que estaban más estrechamentevinculados a los papúes… —Parece que no vamos a ver nunca Papuasia —observóMartin, dando un suspiro—, pero, discúlpeme porinterrumpirle. —No, nunca. Creo que la intención del capitán Aubrey, pormotivos relacionados con el viento, las corrientes y la difícilnavegación por el estrecho de Torres, era dejar NuevaGuinea a considerable distancia por estribor, avanzar por

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alta mar hasta la isla Sweeting y, después de repostar,virar y hacer rumbo a la zona donde soplan los vientosalisios del sureste y desde allí dirigirse a la bahía deSidney navegando de bolina, la forma en que la fragatanavega mejor, en lo que supera a todos los demás barcos.Tampoco tiene intención de hacer escala en las islasSalomón, y mucho menos pasar al otro lado de la granbarrera de coral o acercarse a ella. Ambos movieron la cabeza de un lado al otro con tristeza yluego Stephen continuó: —Por lo que sir Joseph me ha contado de Nueva Guinea,creo que no nos perdemos mucho. Él y Cook bajaron atierra y recorrieron un extenso terreno pantanoso hastallegar a una playa corriente, donde de improviso seabalanzaron sobre ellos los nativos gritando palabrasofensivas, unos haciendo explotar cosas que parecíanpetardos y otros arrojando lanzas. Sólo tuvo tiempo pararecoger veintitrés plantas, ninguna de ellas realmenteinteresante. Con respecto a la gran barrera de coral, nome sorprende que el capitán quiera que lo evitemos,después de la horrible experiencia de Cook, aunque esono quiere decir que no lamente la necesidad de hacerlo.Me parte el corazón. —Tal vez el viento amaine y podamos acercarnos alarrecife en lancha. —Espero que así sea, especialmente cerca de la isla

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—Espero que así sea, especialmente cerca de la isladesde donde Cook y Banks exploraron una vasta zona delarrecife, en la que Banks recogió algunos de los muchoslagartos que coleccionó. Pero volviendo a la isla Sweeting,de la que me parece que ahora puedo ver un ápice en elhorizonte, el capitán Carteret no encontró allí ni polvo deoro ni piedras preciosas ni amables habitantes, sinococos, boniatos, colocasias y frutas de varios tipos. Sólohabía un pueblo, pues aunque en el interior es bastantefértil, la mayoría de los habitantes viven principalmente delmar y se concentran en la única playa. Como casi todo ellitoral está formado por un acantilado con zonas más omenos próximas a la vertical, me imagino que se formópor la erupción de un antiguo volcán o que es un cráterhundido y reducido. Aunque la gente era desagradable einhospitalaria, el capitán Carteret la convenció para quecomerciara con él y regresó al barco con provisiones quemantuvieron saludables a los tripulantes hasta el estrechode Macasar. Determinó su posición cuidadosamente ysondó las aguas de alrededor, pero no es una isla muyconocida, aunque dice el capitán Aubrey que muchosballeneros del Pacífico Sur se detienen a veces allí. Norecuerdo haberla visto en ningún mapa. —Quizás esté habitada por sirenas —dijo Martin. —Mi querido Martin —replicó Stephen, que en ocasionespodía ser más obtuso que nadie—, un momento dereflexión bastaría para hacerle recordar que todos lossirenios necesitan aguas poco profundas con un extenso

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lecho de algas y que los únicos miembros de esainofensiva especie en el Pacífico son la vaca marina queencontró Steller en el norte y el dugongo, que vive en zonasprivilegiadas cercanas a Nueva Holanda o en el mar deChina Meridional. No espero encontrar más que vegetalesy frutas. Eso me recuerda… ¿Le apetece cenar connosotros? Tenemos mermelada de mango. Martin volvió a excusarse. Y mucho más tarde, cuandoStephen y Jack habían terminado de comerse lamermelada de mango y estaban sentados preparándosepara tocar música, Stephen anunció: —Voy a hacerte una pregunta que quizá sea impertinente,pero sólo porque quiero ahorrarme hacer invitaciones quevan a ser rechazadas. ¿Martin y tú habéis reñido? — ¡Oh, no! ¿Qué te ha hecho pensar eso? —Le he invitado a cenar con nosotros varias veces ysiempre ha rechazado la invitación. Dentro de poco se vaa quedar sin excusas verosímiles. — ¡Oh! —exclamó Jack y, con gesto preocupado, dejó aun lado el arco del violín—. Es cierto que no puedoolvidarme de que es un pastor, así que tengo que tenercuidado con lo que digo. Pero, por otra parte, no sé quédecir. Siento un gran respeto por Martin, por supuesto, y latripulación también, pero me es difícil hablar con él, yquizás eso me haga parecer reservado. No puedo

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conversar con un hombre instruido como contigo y conTom Pullings, o sea… No he querido decir que no teconsidere más instruido que Job, nada más lejos de miintención, te doy mi palabra de honor, pero nosconocemos desde hace mucho tiempo. Martin y yo nuncanos hemos ofendido, lo que es una ventaja porque seríamuy desagradable estar encerrado un tiempo indefinidocon alguien que le es antipático a uno, y aunque es muchopeor que eso le ocurra a dos oficiales, porque tendrían queverse la maldita cara todos los días en la cámara deoficiales, también es malo que le ocurra al capitán, aunquealgunos no le dan importancia. Tal vez piense que no le heprestado atención. Le invitaré a comer mañana. La Surprise comenzó a aproximarse a la isla Sweeting conel viento a veinticinco grados por la aleta. Habíapermanecido al pairo durante la mayor parte de lasguardias de media y de alba, pues aunque recordaba muybien la carta marina de su primo y los datos del sondeoque había hecho, las condiciones podían haber cambiadodesde 1768, y quería atravesar el estrecho y entrar en labahía en pleno día. La recordaba ahora, sentadocómodamente en el alcázar después del desayuno,mientras gobernaba la fragata desde la verga velacho. Elsol había subido cuarenta y cinco grados por el este en elperfecto cielo y lanzaba sus rayos a las aguas cristalinas,tan cristalinas que Jack pudo ver el brillo de un pez quepasó muy por debajo de la superficie, tal vez a cincuentabrazas. No había nada más que ver; no se veía el fondo y,

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de acuerdo con la carta marina del almirante Carteret, nose vería hasta que estuvieran a tiro de mosquete delarrecife, pues la costa estaba cortada casi verticalmente.La fragata, con el viento entablado, navegaba en la formatípica en que se atravesaba un arrecife para pasar a unatípica ensenada de aguas poco profundas. Sólo con elvelacho desplegado tenía velocidad suficiente paramaniobrar, y la proa se inclinaba ligeramente porque teníapoco abatimiento. Jack tendría mucho tiempo paraexaminar el arrecife (muy ancho y lleno de cocoteros) laensenada y la isla. No era como una de esas islascoralinas de forma ligeramente abombada que había vistoa menudo en el sureste del Pacífico, sino mucho másrocosa. Tenía una masa de árboles rodeados de plantasde variados tonos de verde, muchos de ellos intensos, enun elevado semicírculo situado justo detrás del pueblo, queformaba una media luna por encima de la marca de lamarea alta, y en ambos lugares se reflejaba la clara luz dela mañana. Era un pueblo típico, con canoas alineadas enla playa, pero la mayor parte del espacio lo ocupaba unagran casa alargada construida sobre postes, un tipo decasa que no había visto nunca. También tenía tiempo para examinar la cubierta de lafragata. Desde la puesta de sol estaba, si era posible,más limpia que lo habitual, y todo se encontraba colocadoen perfecto orden, las betas estaban enrolladas a laflamenca y los objetos de latón que poseía brillaban comoel oro, ya que había la posibilidad de que invitara al rey de

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la isla a subir a bordo. Pero muchos marineros, y no sólolos más jóvenes, habían encontrado tiempo para ponersela ropa de bajar a tierra: camisa bordada, pantalón de drilblanco como la nieve con cintas cosidas en las costuras,sombrero de paja de ala ancha con una cinta con elnombre Surprise y brillantes zapatos negros con lazos. Yes que el capitán de la Surprise era muy generosoconcediendo permisos para bajar a tierra porque todos lostripulantes eran voluntarios. La mayoría de ellos habíanpreparado pequeñas bolsas con clavos, botellas ypedazos de espejo, ya que, como era sabido de todos,regalos de ese tipo habían gustado mucho a las jóvenesde Tahití y ésa también era una isla del Pacífico sur. Losmarineros sabían que estaban en el Pacífico sur desdeque habían pasado los ciento dieciséis grados de longitudeste, y dijera lo que dijera el doctor, todos (aparte de unoscuantos estúpidos como Flood, el cocinero, a cuyohermano se lo habían comido en las islas Salomón)confiaban en que encontrarían sirenas. En el castilloestaban los dos médicos y Stephen miraba tanansiosamente la isla como Martin, a pesar de habermenospreciado su potencial. Pero el pueblo tenía algo raro. No había movimiento,aparte del vaivén de las palmas. Todas las canoasestaban en la playa: no había ninguna en la ensenada ni enalta mar. El sonido de las olas, las moderadas olas que rompían en

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la playa era más fuerte cada vez. Jack gritó a los hombresque estaban en el pescante: — ¡Hooper, adelante! ¡Crook, adelante! —Sí, señor —respondieron los dos, el que estaba enestribor, con voz ronca; el que estaba a babor, con vozchillona. Hubo una pausa y después se oyeron chapoteos cerca dela proa y las voces, alternándose, decían: —No toca fondo este cabo. No toca fondo este cabo. Notoca fondo… La entrada se veía claramente un poco más adelante y elagua tomó un color más verdoso que azulado. —Suban la escota una braza —ordenó Jack—. Timón ababor media caña. Firme, firme. —Firme, señor. —Marca dieciocho —anunció la voz de estribor. —Marca diecinueve —dijo la voz de babor. —Timón a babor una caña —indicó Jack, viendo una parteblanquecina delante. —Timón a babor, señor.

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Ahora la fragata estaba en medio del estrecho, con elarrecife y sus altos cocoteros a ambos lados. El vientollegaba por el través. De repente, cesó el ruido de las olasal romper en la parte exterior del arrecife y el prolongadomurmullo de la espuma cuando se retiraban. La fragata semovía en silencio, con las sondas sumergidas a amboslados, y ocasionalmente haciendo ligeros cambios derumbo. Aparte de esas voces y el canto de una golondrina,no se oía nada. Hubo silencio en la cubierta hasta que seadentró en la ensenada, viró la proa contra el viento y echóel ancla. Ningún sonido llegó desde la costa. * * * — ¿Va a venir, doctor? —preguntó Jack. Los dos médicos habían corrido de una punta a otra delpasamano en el momento en que los marineros habíanbajado la lancha y estaban allí, de pie, rodeados deestuches para guardar ejemplares, cajas y redes. —Sí, con su permiso, señor —respondió el doctor Maturin—. Nuestro deber es buscar antiescorbúticos enseguida. Jack asintió con la cabeza y mientras los marinerosbajaban a la lancha los mosquetes, los regalos y losobjetos generalmente empleados para comerciar,preguntó:

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— ¿No te parece muy rara la tranquilidad que hay en estaisla? —Sí, parece deshabitada. Pero tres hombres de vistaaguda y separados unos de otros han asegurado queveían gente moviéndose en la linde del bosque,concretamente jóvenes con faldas de hojas. —Quizá se hayan reunido en el bosque para celebrar unaceremonia religiosa —aventuró Martin—. No hay nadamás propicio para la espiritualidad que un bosque, comosabían los antiguos hebreos. —Bonden, tapa los mosquetes con la lona de cubrir lapopa —ordenó Jack, antes de irse al alcázar—. SeñorWest, saque un barrilete de pólvora, mantenga la fragatacon la batería de frente a la costa. Saque dos cañones ydispare al menor signo de dificultades. Dispare a bastantedistancia de nosotros si levanto la mano y con metralla sinos persiguen con las canoas. Adelante, señor Reade. Reade ya se había acostumbrado perfectamente a andarpor todas partes con un solo brazo, pero siempre había ungrupo de ansiosos marineros preparados para cogerle sise caía, un grupo de marineros que siguieron siendo tanamables como antes, pero actuaron más razonablemente,cuando bajaron los dos médicos seguidos del capitán. — ¡Zarpar! —gritó Reade—. ¡Ciar! Ahora todos juntos, si

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pueden conseguirlo. Davis, rema a tiempo, por una vez entu vida. Esas fueron las últimas palabras que se oyeron durantetodo el tiempo que estuvieron atravesando la ensenadamientras los oficiales, pensativos, miraban fijamente lacosta. — ¡Dejen de remar! —ordenó Reade por fin. Losbarqueros metieron los remos en la lancha al estilo de laArmada. La lancha se deslizó un momento y enseguida laproa se introdujo en la arena. El primer remero bajó de unsalto y colocó la plancha. —Vírenla, colóquenla con la popa hacia la playa ymanténgala a flote sujeta con un rezón —ordenó Jack—.Wilkinson, James y Parfitt la cuidarán durante esta marea ymantendrán los mosquetes ocultos. Los demás vendrán ala playa conmigo. No la muevan hasta que dé la orden. Subieron por la blanca arena con los ojos entrecerrados acausa del resplandor, pero mirando con expectación aderecha e izquierda, hacia las canoas, el bosque y la casaalargada. A pesar de las órdenes, Reade, que iba detrásdel grupo principal, se acercó a las canoas dando saltos. Unos momentos después, a la vez que un perro salióapresuradamente de detrás de la canoa más próxima parameterse en el bosque, regresó corriendo. Se había puestopálido, aunque estaba moreno, y anunció:

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—Hay algo horrible allí. Creo que es una mujer —el grupose detuvo y todos le miraron—… muerta —añadió con voztemblorosa. — ¿Le importaría no seguir adelante y esperarme aquí,señor? —preguntó Stephen. Allí se quedaron todos, muy preocupados, mientras él sealejaba seguido de Martin. Bajo la brillante luz el silencioera inquietante. Se miraron unos a otros inquisitivamente,pero no dijeron ni una palabra, ni siquiera murmuraron,hasta que el doctor, cuando volvía, gritó a cierta distancia: —Señor, todos los hombres que no hayan tenido lavaricela deben regresar a la lancha. Y cuando llegó a su lado, preguntó: —Señor Reade, ¿ha tenido la varicela? —No, señor. —Entonces, quítese la ropa, báñese en el mar, mójesebien el pelo y siéntese solo en la proa. No toque a nadie.¿Quién tiene un yesquero? —Aquí tiene, señor —respondió Bonden. —Por favor, haz saltar una chispa y quema la ropa delseñor Reade. Usted ha tenido la enfermedad, señor, si no

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recuerdo mal. —Sí, cuando era niño —dijo Jack. Entonces miró a los marineros que estaban un pocoalejados y ordenó: —Johnson, Davis y Hedges, regresen a la lancha. Ellos se volvieron, se tocaron la frente y, decepcionados,pero sobre todo preocupados, empezaron a descender, yun remolino de humo de un crematorio les siguió hasta elmar. — ¿Y todos los demás? —preguntó Stephen—.Asegúrense ahora, porque esta variedad es muy mala yproduce erupciones peligrosas. Otro hombre se separó del grupo murmurando algo einclinando la cabeza vergonzosamente. —Bien, señor, voy a registrar la casa alargada —continuó—. Luego quizá podamos buscar los antiescorbúticos.Será mejor que los marineros se queden aquí un rato.¿Quiere venir conmigo, señor? Jack, con gesto preocupado, empezó a seguir a Stephen ya Martin. Esperaba ver algo desagradable, repulsivo, perolo que vio y olió cuando subió detrás de ellos la escalera ypenetró en la penumbra de la casa alargada, donde se oía

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un zumbido, fue mucho peor. Casi todos los habitantes delpueblo habían muerto allí. —Aquí no podemos hacer nada —sentenció Stephen,después de examinar cuidadosamente la casa de unapunta a otra dos veces. Cuando estaban fuera, en la plataforma elevada sobre lacual había una ancestral pirámide de cráneos, los de labase cubiertos de moho verde, dijo: —Tenía razón, señor Martin, cuando habló de unaceremonia religiosa. Y creo que aquí —añadió, señalandodos hachas nuevas, pero un poco oxidadas, que estabansobre lo que había sido recientemente un lecho de flores—, aquí hicieron sacrificios para salvar a la tribu, lospobres. Jack volvió a seguirles mientras ellos hablaban de lanaturaleza de la enfermedad, de los estragos que causabaen naciones y comunidades que no la habían padecidoantes, de la gran cantidad de muertes que ocasionabaentre los esquimales y de que había sido llevada allí por unballenero, de cuya presencia eran una prueba las hachas.Sentía aversión hacia los balleneros e indignación por nopoder compartir con ellos su horror, y se limitó a accedercon una triste mirada y una formal inclinación de cabezacuando Stephen, en el momento en que se reunían con losotros, le dijo:

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—Creo que podemos coger cocos, frutas y vegetales,porque no robamos a nadie. Stephen advirtió cuál era su estado de ánimo y el de losmarineros, que por el cambio de dirección del viento sehabían enterado de lo que no habían deducido de laexpresión de su capitán, de sus hombros caídos y de suandar trabajoso, y añadió: —Permítame sugerirle que coja usted los cocos de losárboles que están en el arrecife, principalmente los másverdes, mientras el señor Martin y yo buscamos otrasplantas en el interior. Pero, sobre todo, no permanezca enesta atmósfera mefítica. Primero, sin embargo, le ruegoque mande a Reade a la fragata y ordene a mi ayudanteque antes de que suba a bordo le frote todo el cuerpo convinagre y le corte el pelo. Y Reade tendrá que permaneceren cuarentena. —Muy bien —dijo Jack—. Enviaré la lancha otra vez pararecogerle cuando quiera. —Esta lancha no, señor, si me lo permite. También hayque frotarla con vinagre, pero deben hacerlo marinerosque puedan enseñar las marcas de la enfermedad. Otralancha, por favor, y con tripulantes que no corran ningúnriesgo. Un camino iba del pueblo al interior de la isla. Era muyempinado, estaba hecho de grandes piedras y bordeado

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por arbustos y enredaderas. Bajo los arbustos había variosisleños casi convertidos en esqueletos, con los miembrosesparcidos en derredor. Pasaba junto a un terreno llano, unclaro del bosque rodeado de un muro de piedra para evitarque entraran los cerdos, que podían oírse gruñendo yescarbando entre las plantas que crecían bajo los árboles.En ese terreno cercado, de considerable extensión, habíaboniatos, plátanos de diferentes clases y diversosvegetales que crecían amontonados, aunque era evidenteque habían sido deliberadamente plantados, porquetodavía podía verse la tierra removida bajo la mala hierba. —Ésa debe de ser una arácea —dijo Martin,recostándose en el muro. —Lo es. Creo que es una colocasia. Sí, en efecto, es unacolocasia. Las hojas son amargas, pero el sabor mejoracuando se hierven. Es un excelente antiescorbútico. Siguieron avanzando, siempre subiendo, por las piedrasdel camino, muchas de ellas pulidas por el roce de los piesde numerosas generaciones. Encontraron tres terrenoscercados más y en el último vieron un gran jabalí apoyadoen el muro, intentando subir. Allí ya se encontraban muylejos de la pestilencia. Martin recogió varios moluscos y,después de examinarlos con cuidado, los dejó caer en unacaja con los costados acolchados. Stephen señaló unaorquidácea cuyas flores blancas con puntas doradas caíanen cascada desde la grieta de un árbol.

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—Estaba preparado para la escasez de aves terrestres,mamíferos y reptiles, sobre todo después de ver aparecerlos cerdos —dijo Martin—, pero no para ver tanta variedadde plantas. A la derecha del camino, después de pasar elúltimo grupo de colocasias… ¿Oye ese ruido parecido alde un pájaro carpintero? Ambos se detuvieron y aguzaron el oído. Allí el caminopasaba por entre un grupo de cocoteros y sándalos yluego llevaba hasta un grupo de rocas altas, delante de lascuales había una pequeña plataforma cubierta pororquídeas rastreras de agradable olor. El sonido, queparecía venir de allí, cesó. —… he visto no menos de dieciocho especies derubiáceas. Continuaron subiendo en silencio. Cuando Stephen, queiba dos pasos delante de Martin, tuvo la plataforma al nivelde la vista, se agachó y, volviéndose hacia él, murmuró: —Un mono. Un pequeño mono negro. El débil martilleo volvió a empezar y ellos se acercaron.Stephen, cuidadosamente, le hizo un sitio a Martin, quien,después de un momento, le susurró al oído: —No tiene pelo. Entonces, de detrás de un cocotero salió otra figura igual,

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pero cuando ellos la vieron erguida, por encima de la capade orquídeas que tenían a la altura de la vista, se dieroncuenta de que era una niña negra muy delgada quetambién tenía un coco en las manos. La niña se reunió conla primera, se agachó y empezó a dar golpes con el cocosobre la enorme piedra plana, que, era evidente, cubría unpozo o un manantial. Ambas tenían aspecto enfermizo.Stephen se irguió y al mismo tiempo tosió. Las pequeñasse cogieron de la mano sin decir nada, pero no echaron acorrer. —Vamos a sentarnos aquí sin mirarlas, sin hacerles caso—propuso Stephen—. Ya pasaron la enfermedad y, sinduda, fueron las primeras en cogerla, pero se encuentranen muy mal estado. — ¿Qué edad tendrán? — ¡Quién sabe! Nunca he atendido a niños, aunque hehecho la disección a muchos. Tendrán unos cinco o seisaños. ¡Pobres criaturas tan poco agraciadas y tan pocoafortunadas! No pueden abrir el coco. Dio media vuelta, extendió el brazo y preguntó: — ¿Me dejas probar? Tenían la mente embotada no tanto a causa del terror o lapena como de la sorpresa y la falta de comprensión.Además, estaban sedientas porque no había llovido

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durante los últimos días. Pero aún tenían capacidad derazonamiento suficiente para comprender el significadodel tono y el gesto, y la primera niña le tendió el coco.Stephen lo perforó por la parte blanda con una lanceta y laniña bebió con gran avidez. Martin hizo lo mismo con lasegunda niña. Ahora las niñas podían hablar y decían la misma palabrauna y otra vez, señalando la losa y tirándoles de la mano.Cuando ellos la quitaron, las niñas metieron la cabeza enel agua y bebieron sin moderación, hasta que sus vientresvacíos se hincharon como melones. —Creo que debemos llevarlas a la fragata, darles decomer y acostarlas —dijo Stephen mientras miraba cómodevoraban el coco recién partido—. Mientras unosmarineros recogen los boniatos, los plátanos y lascolucasias, otros pueden rastrear la isla para ver si haysupervivientes. —Indudablemente, no podemos dejarlas aquí porque semorirían de hambre —convino Martin—. Pero, Maturin, sihubieran sido monos no descritos, habríamos causadoasombro en Londres, París, San Petersburgo… Vamos,niña… Bajaron el camino despacio, cogidos de la mano, perocuando llegaron al cercado más alto, las niñas empezarona chillar y Stephen y Martin tuvieron que pasarlas porencima de la tapia para que entraran. Ellas corrieron a un

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encima de la tapia para que entraran. Ellas corrieron a unplatanal que les era familiar y comieron todos los plátanosque estaban a su alcance. Lo mismo ocurrió con elsegundo cercado, pero cuando llegaron al tercero, lasniñas estaban demasiado cansadas y débiles para seguirandando y ellos las llevaron hasta la orilla del mardormidas en sus brazos. —No podemos llamar a la lancha sin despertarlas —dijoMartin. — ¡Qué dilema! —exclamó Stephen, observando que laniña que tenía en brazos estaba llena de piojos—. Quizápodría posarla en el suelo. Pero en cuanto lo intentó, los negros dedos se agarraron asu camisa con tanta fuerza que tuvo que erguirse de nuevoy abandonar la idea de hacerlo. No tuvieron necesidad de llamar a la lancha. Cualquieracon la vista menos aguda que Jack Aubrey podría habervisto a media milla de distancia que ellos no tenían en losbrazos antiescorbúticos, sino criaturas parecidas aperezosos u osos australianos. No obstante, Jack seasombró cuando las vio de cerca y se enteró de lo quehabía que hacer. —Bueno, súbanlas a bordo —ordenó—. Pollack,acuéstelas sobre los sacos que están junto a la bancadade popa.

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—Pero así se despertarán —se quejó Martin—. Puedosubir a bordo con cuidado por la plancha. — ¡Tonterías! —exclamó Jack—. Cualquiera puede darsecuenta de que no es usted padre, señor Martin. Cogió a la niña, que tenía la cabeza colgando, y,pasándola por encima de la borda, se la entregó a Pollack,que la acostó sobre los sacos como un habilidoso ydiligente esposo. —Cuando los niños están dormidos de esta manera, conla cabeza colgando y la baba escurriendo de la boca —añadió Jack en un tono más amable—, puede retorcerlos yhacer nudos con ellos sin que se quejen ni se despierten. Eso era totalmente cierto. Las niñas estabandesmadejadas como muñecas de paja cuando lassubieron por el costado, y no se movieron cuando laspusieron en una colchoneta junto al saltillo del castillo. —Digan a Jemmy Ducks que venga —dijo Jack Aubrey. — ¿Señor? —se presentó Jemmy Ducks, cuyo verdaderonombre era John Thurlow y tenía como oficio cuidar lasaves de la fragata, y a veces también conejos y otrosanimales más grandes. —Jemy Ducks, eres padre de familia, ¿verdad?

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Al oír el inusual tono amable del capitán y ver su sonrisa,Jemmy Ducks entrecerró los ojos y le miró con recelo,pero, después de vacilar unos momentos, admitió quetenía siete u ocho pequeños monstruos en Flicken, alsureste de Shelmerston. — ¿Y alguna es hembra? —Tres, señor. No, miento, cuatro. —Entonces seguramente estarás acostumbrado a losniños. —Puede usted afirmarlo, señor. Gritos, chillidos,empujones, encías rojas, echar los dientes, faringitis,sarampión, dolores de estómago… Y el pobre Thurlowtoda la noche caminando de un lado a otro meciéndolos ensus brazos y preguntándose si sería capaz de tirarles porla ventana… Orinales, fuentes de papilla, pañalessecándose en la cocina… Por eso me enrolé aquí parahacer un viaje largo, muy largo, señor. —En ese caso, siento encargarte esta tarea. Mira lacolchoneta que está a la sombra de la borda de estribor. Aesas dos niñas que están dormidas ahí las trajeron de laisla y un grupo de marineros está buscando a otrossupervivientes. Hay que lavarlas con agua tibia y jabón encuanto se despierten, y, cuando estén secas, el ayudantedel doctor les administrará un ungüento que el propiodoctor está preparando.

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— ¿Tienen piojos además de suciedad y varicela, señor? — ¡Por supuesto! Y me parece que el doctor ordenarácortarles el pelo. Cuando todo eso esté hecho, les darásde comer lo mejor que puedas y las acostarás dondeantes estaban los corderos. Si necesitas algo, pídeselo aAstillas o al contramaestre. Adelante, Jemmy Ducks. —Sí, señor. —Si esto dura, tendrás un ayudante todo el tiempo. —Muchas gracias, señor. Será como estar en tierra. Dicenque los hombres no podemos escapar de nuestro destino. —Y si no hay supervivientes, recibirás dos chelines al mespor este duro trabajo. * * * No había supervivientes. La Surprisese alejó y se alejóbuscando los vientos alisios del suroeste, pero eranescurridizos y ese año soplaban mucho más al sur de lalínea del ecuador. Para alcanzarlos tendría que enfrentarsea la corriente ecuatorial y a vientos tan flojos, a vecesdesfavorables, que el avance de medio grado hacia el surde un mediodía al del día siguiente sería digno decelebrarse.

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Pero la travesía era agradable. El cielo tenía color azul y elmar tenía un tono más oscuro; ocasionalmente habíaráfagas de cálida lluvia que refrescaba el aire; el agua delmar estaba bastante fría, lo bastante para que Jack serefrescara por las mañanas cuando se tiraba desde elpescante de popa. Todavía quedaban muchas de lasprovisiones del contramaestre, el carpintero y elcondestable que estaban a bordo desde que la habíanarmado al principio, y, además, tenía muchos productosfrescos de larga duración. El incipiente escorbuto habíaremitido (a Hayes se le había soldado el brazo y Bramptonestaba más animado). Los productos eran de larga duración, y eso fue unasuerte, porque pasaron muchas semanas antes que laSurprise alcanzara los vientos alisios, que, además, erantan flojos y caprichosos que no hacían honor a su nombreni a su fama de fijos y constantes. La fragata navegabadespacio, casi siempre completamente horizontal, y lassemanas dieron un ritmo constante a la vida de lostripulantes. Por la mañana bombeaban las dieciochopulgadas de agua de mar que habían dejado entrar por laválvula, una tarea que compartían Stephen y Martinturnándose para mover las palancas, pues se sentían enparte culpables de aquella situación. Al principio loshombres de la guardia de alba hicieron esa tarea condisgusto, pero estaban acostumbrados a hacerla y no sequejaban, ni siquiera ahora que la Surprise tenía tan buenolor como la Nutmeg. En la guardia de mañana, después

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de atender a los pocos pacientes que tenían, regresaban ala cámara de oficiales y, puesto que las olas que veníandel sureste eran suaves y predecibles, no tenían reparosen poner incluso los especímenes más frágiles sobre lamesa del comedor. La parte de la guardia de tarde en queno estaban comiendo la pasaban en la cofa del mesana,turnándose para contarse sus experiencias y lo que habíanobservado. Stephen había llegado ahora a la parte delviaje en que había subido la ladera de un inmenso volcándormido, en cuyo cráter había un apartado paraíso dondelos animales estaban protegidos por la religión (en el lugarvivían monjes budistas), la piedad, la superstición y elaislamiento, y nunca los habían cazado ni dado muerte nimolestado de ninguna forma, así que un hombre podíacaminar entre ellos sin despertar mucha curiosidad. Allí sehabía abierto paso entre manadas de ciervos quepastaban y se había sentado con orangutanes. Martin notenía cosas tan buenas que contar de las frías estepas dela Patagonia, adonde ahora la narración había llevado laSurprise, pero se esforzó cuanto pudo por hacer un buenpapel. Habló del avestruz americano de patas con tresdedos, del colibrí austral, del mismo búho real que habíanvisto en el desierto del Sinaí, del pato de Tierra del Fuegoque no volaba, cuyo nido había encontrado cerca de puertoFamine bajo un arbusto piroláceo cubierto de nieve (era elprimer ornitólogo occidental en verlo), y del periquito verdede cola larga, que, en contra de lo que se suponía, podíaverse volando muy al sur, hasta la entrada del horribleestrecho de Magallanes, sobre bandadas de pingüinos

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que habitaban en el árido litoral. El asunto de lo que tenía que contar era menos importante,pero su exposición fue mucho mejor ya que estabaacostumbrado a hablar en público. Además, como era unhombre alto y de pecho ancho, su voz llegaba más lejosque la de Stephen, que era un hombre enjuto. Cuandohablaba de los maravillosos huevos, su voz entró por laclaraboya de la cabina, donde Jack estaba escribiendo asu casa: Como te decía, teníamos la intención de pasar entre lasislas Salomón y el archipiélago de la Reina Carlota, peroes posible que tengamos que hacer escala en uno u otrolugar para tratar de comprar algunos cerdos, porque elavance de la fragata es lento. Hizo una pausa y, después de mordisquear unosmomentos la punta de la pluma (el astil de la pluma de unode los albatros más pequeños), continuó: Sé que no te gusta que hable así de ningún hombre, perosólo te diré que hay momentos en que me gustaría mandaral diablo al señor Martin. No es que no sea un amablecaballero, como sabes muy bien, sino que pasa tantotiempo con Stephen que casi no puedo verle. Me hubiera

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gustado tocar con él la partitura que voy a ejecutar estanoche, pero los dos están hablando por los codos en lacofa del mesana y no me gusta interrumpirles. Sin duda, eldestino de un capitán de barco de guerra es vivir ensoledad rodeada de esplendor, sólo mitigada por losbanquetes más o menos formales y obligatorios que da ole ofrecen, pero, después de tener un amigo íntimo a bordodurante tantas misiones, me he acostumbrado a ese lujo yme molesta mucho que le aparten de mí. El avance de la fragata era lento. A pesar de que le habíanlimpiado los fondos en Callao y de la protección de lasplacas de cobre, se había puesto muy sucia en aquellascálidas aguas, tan sucia que alcanzaba medio nudomenos de velocidad con viento flojo. El avance de lasniñas en el aprendizaje del inglés, en cambio, eraextraordinariamente rápido, y lo habría sido más si algunosmarineros no les hubieran hablado en la jerga queempleaban en la costa occidental de África. Las llamaban Sarah y Emily, ya que Stephen, que eraindiscutiblemente responsable de ellas porque las habíaencontrado y las había llevado hasta la playa, teníaderecho a ponerles nombre y se había opuesto a darleslos de Jueves e Hipopótamo. Generalmente pasaba algúntiempo con ellas cada día. Cuando se vieron a bordo,estaban asombradas y desconcertadas y permanecíancogidas de la mano en su oscuro y resguardado

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cogidas de la mano en su oscuro y resguardadoalojamiento, pero ahora corrían por el castillo con susvestidos de lona rectos, sobre todo durante la guardia detarde. A veces saltaban de tablón en tablón sin tocar lasjuntas mientras cantaban con extraños sonidos guturales oimitaban la forma de cantar de los marineros. Eran másbien tontas y, en general, se portaban bien, aunque Emily aveces se mostraba obstinada y violenta. No dejaban deser flacas por mucho que comieran y no tenían ni un ápicede belleza. Jemmy Dueles no tuvo dificultad paraenseñarles las normas de aseo, ya que se habíanacostumbrado a lavarse cuando estaban sanas, y el hechode que estuvieran piojosas se debía, en parte, al tipo depelo de que tenían, que era grueso y rizado y se extendíaseis pulgadas alrededor de la cabeza hasta que el barberode la fragata se lo cortó al rape y, en parte, a que enaquella zona no se había inventado el peine todavía.Tampoco tuvo dificultad para enseñarlas a ser puntuales,ya que enseguida comprendieron el significado de lascampanadas de la fragata. Obviamente, habían adquiridola noción de lo sagrado mucho antes de subir a bordo,pues ponían una expresión grave cuando Jemmy Duckslas llevaba a la popa limpias y con el pelo cepillado,guardaban silencio en cuanto llegaban al alcázar ypermanecían junto a él como dos estatuas mientras durabala ceremonia de pasar revista. Una vez que fue posible establecer comunicación conellas, parecían desasosegadas cuando les preguntabanpor su vida anterior. Daba la impresión de que la

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consideraban un sueño del que habían despertado a lavida real, que consistía en navegar eternamente, siemprehacia el sursuroeste, entre campanadas que sonaban a unritmo invariable, usando vestidos de lona rectos que selavaban dos veces por semana, hablando algo parecido alinglés, tomando en el desayuno gachas sin leche (elchocolate se consideraba un alimento demasiado grasopara niñas), en la comida, estofado de carne o pastel decarne, vegetales y pescado con galletas de barco (que lesencantaban), y en la cena, caldo y más galletas. Y hasta talpunto era así, hasta tal punto creían que ésa era realmentesu vida que, después de un tiempo, cuando una canoallena de habitantes de las islas Salomón se abordó con lafragata, sintieron tanta angustia y tanto miedo que gritaron«¡negros cabrones!» y se fueron abajo corriendo, aunquenunca habían dado muestras de aversión hacia lostripulantes negros de la Surprise, sino todo lo contrario. Ycuando las trajeron a la cubierta, Stephen con Emily de lamano y Jemmy Ducks con Sarah, para ver si entendían aljefe de un pueblo que, obviamente, poseía cerdos,protestaron, dijeron que no podían entender ni una palabray prorrumpieron en tan amargos sollozos que tuvieron quellevárselas de allí. —Usted dirá que son tontas —dijo Martin mientras comíanen la cabina—, pero, ¿se ha fijado que en el castillo hablaninglés con el acento de la región occidental de Inglaterra yen el alcázar con otro muy distinto?

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—Sin duda, tienen una extraordinaria capacidad para laslenguas —reconoció Stephen—. Y tengo la impresión deque en su isla usaban un lenguaje o, al menos, unvocabulario para comunicarse con su familia, otro parahablar con adultos fuera de la familia y un tercero parahablar en lugares sagrados o dirigirse a las deidades. Talvez fueran variantes de la misma lengua, aunque estoyseguro de que eran variantes muy diferentes. —Me parece que se están olvidando de su propia lengua—intervino Jack—. Ya nunca se las oye hablar entre ellasen lengua extranjera, como solían hacer. — ¿Es posible que uno llegue a olvidarse de su propialengua? —preguntó Pullings—. De lenguas que unoaprende, como el latín y el griego, sí, pero de la propia, nocreo. Claro que puedo equivocarme, señor, porque uncapitán de navío sabe más que un capitán de corbeta,naturalmente. Stephen tomó un sorbo de vino. En cierto momento habíaestado a punto de olvidarse del irlandés, su lengua nativa,la primera que había hablado, ya que se había criado en elcondado de Claire, y, aunque había resurgido de lasprofundidades después de los tres años que había estadousándola para hablar con Padeen (su sirviente casimonolingüe), todavía había palabras, algunas de ellas muycomunes, cuyo sonido le era familiar pero cuyo significadohabía olvidado por completo.

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Padeen Colman, a pesar de ser un hombre analfabeto,incapaz de revelar, aunque fuera inocentemente, cualquierinformación que pudiera obtener, ya que sabía muy pocoinglés y, además, lo poco que sabía era casiincomprensible para sus amigos porque su habla eradefectuosa, era el sirviente ideal para alguien tan vinculadoa la política y al Servicio Secreto Naval como Stephen; sinembargo, era mucho más que eso, un hombre amable ymuy afectuoso. Stephen le tenía mucho cariño y esperabaencontrarle en los penales de Nueva Gales del Sur,adonde le habían trasladado, y hacer por él todo lo quepudiera. Stephen se dio cuenta de que todos los que estaban en lamesa estaban en silencio, y al levantar la vista notó que lesonreían. —Les pido disculpas —dijo—. Mi mente estaba muy lejosde aquí. Perdónenme, se lo ruego. ¿Alguien me hizo unapregunta? —No, nadie —respondió Jack, llenando sucopa—. Estaba diciéndole a Tom que había llegado elmomento de disminuir velamen, y que cuando la cubiertaya no parezca el costado de una casa, tal vez les gustaríaquitarse sus elegantes chaquetas y llevar sus catalejos a lacofa. En estos arrecifes, islas e islotes rocosos, a menudohay aves a cincuenta millas alrededor. En la isla Norfolkhay algunas aves muy curiosas que hacen madrigueras yregresan a ellas de noche.

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Hasta poco antes que la Surprise cruzara el trópico deCapricornio, los vientos alisios no empezaron a soplarrealmente, pero desde entonces la fragata, navegando debolina o con el viento a diez grados por la popa, demostrólo que era capaz de hacer con las juanetes desplegadas,las gavias arrizadas y una larga serie de foques y velas deestay. La espuma y también el agua a veces saltaban porencima de la amura de barlovento, y las niñas seempapaban y gritaban de alegría. La oscilante cubiertallegaba a un ángulo de inclinación desde el que eraimposible enfocar un ave con el catalejo, a menos que auno le ataran a una base firme, aunque, de todos modos,era probable que la espuma cubriera el catalejo de uno,independientemente de que fuera un valioso catalejoacromático de gran potencia. Aunque tenía los fondossucios, durante el día la Surprise navegaba a doce o trecenudos y durante la noche, con las juanetes arriadas, a sieteu ocho, entre enormes olas, por aguas siempretransparentes (exceptuando la espuma), como si hubieransido creadas el día anterior, que variaban de color, desdeel índigo al aguamarina. La velocidad sólo disminuía alalba y al crepúsculo, cuando Jack y el señor Adams, aquienes les encantaban los números, medían latemperatura del agua a varias profundidades, la salinidady la presión atmosférica. Durante esos días, bandadas de nubes blancas pasabanmuy alto por el cielo, en algunos mucho más alto y endirección contraria al viento que soplaba del oeste por

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encima de los alisios, un interesante fenómeno que raravez podía verse tan bien. Pero eso tenía el inconvenientede que ocultaba las estrellas e incluso el sol, lo queimpedía hacer mediciones precisas. Y como a Jack no legustaba depender de la estima, sobre todo en esasaguas, decidió navegar a moderada velocidad una tardepara ver si los serviolas podían divisar alguno de losfamosos arrecifes de esas latitudes, como el Angerich,donde la espuma de las grandes olas que rompían parecíaagua hirviendo incluso cuando había marea viva, por lo quemuchos capitanes lo usaban como punto de referencia. Jack pidió café y se lo trajeron en una elegante cafetera deplata protegida por un forro de blanco cáñamo de Manila,un forro primorosamente tejido por Bonden. Mientras todoslo tomaban, la fragata aminoró la velocidad, el ruido quehacía el agua al pasar por sus costados disminuyó y ellosdejaron de sentarse atados a las sillas. —Cuando subas a cubierta, no tengas reparo en ir al ladode barlovento. A ese lado es donde debería estar elarrecife, si tiene sentido del deber. Hizo extensiva su cortesía a Martin, invitándole a cenar enla cabina y a tocar música esa noche, a pesar de queMartin tocaba sin brillantez y con bastante rudeza y de queno sabía calcular bien ni el tiempo ni el tono. Stephen y Martin se situaron discretamente al final delalcázar, junto al costado de barlovento. Desde allí podían

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alcázar, junto al costado de barlovento. Desde allí podíanver una extensa zona de aguas azules y una interminableserie de olas de redondas crestas, algunas coronadas deblanca espuma, bastante separadas entre sí einterceptadas por ondas transversales que la corrientelocal formaba. Estaban apoyados en la borda, en mangasde camisa, y de vez en cuando les salpicaba la espuma,pero se sentían a gusto al sol, que calentaba a pesar depermanecer oculto. —Llegó usted a conocer a Macmillan, mi ayudante en laNutmeg, ¿verdad? —preguntó Stephen. —Le vi sólo un momento. Es un escocés joven y delgadoal que preocupa mucho que le dejen a cargo de laenfermería. —Es un joven amable, concienzudo y diligente, pero, sinduda, inexperto. Recuerdo que le hablé de las penalidadesde la vida humana, especialmente las que sufren losmédicos. Le hablé de la continua e insistente demanda decomprensión y atención personal que llegaba a agotar lapaciencia de cualquier hombre, a menos que fuera santo,al final del día, lo que le hace mostrarse abiertamenteindiferente en un hospital o ante pacientes pobres yveladamente indiferente ante pacientes ricos, aunque seavergüenza de su indiferencia cuando llega a dominar dealguna forma la situación. Pero me olvidé de otro aspectoinsignificante, pero que puede llegar a ser sumamenteirritante.

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Entonces miró hacia donde estaba Davies El Torpeguardando una camisa remendada en su bolsa. Elcorpulento y aterrador marinero a veces estaba poseídode alegría durante breves períodos, y en ese momentocogió a Emily, la colocó sobre su espalda, justo detrás delcuello, y, después de advertirle: «Sujétate bien», subiócorriendo por los obenques del mastelero hasta la cofa,luego pasó por encima de la barandilla y siguió subiendohasta la cruceta, mientras la niña daba gritos de alegría. —Ése es un ejemplo. Ese tipo gigantesco, por quienadmito que siento verdadera simpatía, está medio loco,como sabe usted muy bien, y le doy semanalmente unapoción de heléboro para evitar que cause daños a suscompañeros, porque es irascible y extraordinariamentefuerte. Pues bien, cada vez que va a buscar la medicina vaarrastrando los pies, pone una expresión triste, frunce loslabios, inclina su enorme cabeza hacia un lado y respondea mis preguntas con la mansedumbre de un cordero. Ledaría una patada si me atreviera. — ¡Arrecife a la vista! —se oyó desde el tope. Luego, la habitual pregunta, la habitual localización, elhabitual ir y venir apresurado, y por fin el inconfundibletorbellino de espuma, situado por la amura de babor, pudoverse desde la cubierta. —Está muy bien y sería un ingrato si me quejara —dijo

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Martin después de observarlo durante algún tiempo con elcatalejo—, pero me hubiera gustado que el capitán Aubreynos hubiera permitido ver tan claramente la gran barreradel coral. —A mí me hubiera gustado ver, sobre todo, la isla Lizard,desde la que Cook y sir Joseph exploraron los estrechos,pero comprendo que el capitán pusiera reparos. ElEndeavour finalmentepudo pasar al exterior del arrecifepor uno de estos estrechos, pero entonces el viento roló yempezó a soplar hacia tierra y el fuerte oleaje lo empujópoco a poco, inevitablemente y, sin que sus hombrespudieran hacer nada, hacia el gran muro coralino cubiertode gigantescas olas. En el último instante una brizna deviento lo empujó lo suficiente para que la corriente, en elmomento en que subía la marea, lo arrastrara por un canalal otro lado del arrecife otra vez. Recuerdo que cuando sirJoseph me lo contó, todavía sentía el horror queexperimentó en los últimos pasos hacia la aparentedestrucción. A nosotros nos pasó algo muy parecidocuando estábamos en la Diane frente al archipiélago deTristán da Cunha, como le conté. En ese momento yo meencontraba bajo la cubierta, pero la fragata ya estaba adiez yardas del impresionante acantilado de la islaInaccesible cuando una ráfaga de viento, tambiénprovidencial, la apartó de allí. Y el capitán está firmementedecidido a no volver a depender de esa forma de laProvidencia. No quiere tener absolutamente nada que vercon arrecifes de coral ni de ningún otro tipo.

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Martin estuvo digiriendo eso durante algún tiempo ydespués, en voz baja, dijo: —Las niñas ya tienen una gran familia de ratasdomesticadas. — ¿Ah, sí? Sabía que cada una tenía una, no varias. —Al menos tienen media docena —añadió Martin—.¿Cree que ése es un petrel de la isla Norfolk? —Podría ser —respondió Stephen—. Hay un grupo unpoco más al este. No, querido Martin, el este es laderecha. —Pero, indudablemente, no en el hemisferio sur. —Le preguntaremos al capitán Aubrey, que seguramentelo sabrá. Pero están a la derecha, de todas formas. ¡Ah,han desaparecido! Volvieron a hablar de las ratas, de lo mansas que eran yde que ahora podían verse ir de un lado a otro en pleno díay muy por encima de la bodega y el lugar donde seguardaba la cadena del ancla, lo que los marinerosatribuían a la desacostumbrada limpieza del lastre,cubierto cada noche por gran cantidad de agua que sebombeaba todas las mañanas. Se sabía que las ratasengordaban con el mal olor, y como ahora trataban la

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fragata de tal manera que el lastre estaba muy limpio, tanlimpio como una playa paradisíaca, no había mal olor. — ¡Barco a la vista! —gritó el serviola desde el tope de unpalo. — ¿Dónde? —preguntó Jack. Y esta vez el serviola contestó: —Justo delante, señor, casi exactamente delante. Tienejarcia de cruz, pero no sé si es un navío o un bergantín. Desde que se había hecho la marcación tomando comopunto fijo el arrecife Angerich, la Surprise habíadesplegado metódicamente una vela tras otra y ahoranavegaba a unos diez nudos, pero el barco que estabadelante navegaba a más velocidad. Poco después Oakes,desde la cruceta del mastelerillo, gritó que era un navío yque tenía desplegadas las alas de barlovento superiores einferiores. Un poco más tarde, añadió: —Tiene un gallardete de barco de guerra, señor. Y aún más tarde agregó: —Tiene dos puentes, señor. — ¡Ja, ja, ja, debe de ser el viejo Tromp, de cincuenta y

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cuatro cañones! —exclamó Jack dirigiéndose a Pullings—.Billy Holroyd está al mando ahora. ¿Conoces al capitánHolroyd, Tom? —No, señor, aunque he oído hablar de él, por supuesto. —Fuimos compañeros de tripulación en el Sylph cuandoéramos muchachos —explicó, y después, alzando la voz,añadió—: Digan a Killick que venga. — ¿Señor? —dijo Killick, que apareció como el muñecode una caja sorpresa. —Registra la despensa para ver qué tenemos para dar unbanquete. —Ha hecho la señal secreta, señor —anunció Reade alseñor Davidge, el oficial de guardia. Davidge repitió eso a Pullings, que ocupaba otra vez elpuesto de primer teniente, y Pullings, a Jack, que ordenódar la respuesta habitual y hacer a continuación la señalque indicaba «pon barco pairo y ven cenar». La Surpriseviró para que pudiera leerse mejor el mensaje y al mismotiempo Jack dijo: —Preparados para disminuir velamen y ponerla al pairo. Durante unos momentos no pudo verse la respuesta delTromp, ya que se acercaba de frente y tenía el viento a

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veinticinco grados por la aleta, pero por fin Reade, quehabía adquirido agilidad para sostener un catalejoapoyando el extremo en algún lugar de la jarcia, gritó: —Dice: «Llevo despachos», señor. —No puede detenerse —informó Stephen a Martin—.Creo que no podría parar ni aunque estuviéramosacosados por voraces tiburones en vez de por una vorazcuriosidad. En efecto, no se detuvo, pero el capitán no siguióestrictamente las reglas, pues mandó aflojar las escotas, yel barco, que era de construcción holandesa y de costadoscasi rectos y se dirigía a la India por la ruta que pasaba porel estrecho de Torres, pasó a menos de veinte yardas dela Surprise, que estaba al pairo. Entonces los doscapitanes se subieron a la batayola. — ¿Cómo estás, Billy? —inquirió Jack, agitando elsombrero en el aire. — ¿Cómo estás, Jack? —preguntó Billy. — ¿Qué noticias tienes? —En la India dicen que Boney lo ha conseguido otra vezen algún lugar de Alemania, me parece que en Silesia. Seapoderó de ciento veinte cañones e hizo pedazos el aladerecha del ejército prusiano.

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— ¿Qué noticias tienes de Inglaterra? —No había ninguna cuando salí de la bahía de Sidney. ElAmelia tenía cuatro meses de retraso y… Las demás palabras se las llevó el viento junto con elbarco. Todos los tripulantes de la Surprise habían estadoescuchando descaradamente y en los rostros de todos sereflejó la decepción, y al oír la orden de Jack «¡tirar de lasbrazas hacia atrás!» no la cumplieron con tanto celo comosolían hacerlo. —Siento mucho que no hayas conocido al capitán Holroydesta vez —dijo Jack cuando se reunieron para cenar—.Estoy seguro de que te habría resultado simpático. Tieneuna voz muy dulce, de tenor, que es algo raro en laArmada, donde hay que gritar desaforadamente. Esperoque al menos nos beneficiemos de la búsqueda de Killicken la despensa. Tal vez haya algunos de los manjares quenos obsequió amablemente la señora Raffles. La guardia había comenzado, y desde hacía tiempo losmarineros habían arriado las juanetes y habían tomado dosrizos en las gavias. Cuando sonaron las tres campanadasde la guardia de prima, la última de ellas desigual, sepudieron oír sus voces en la gran cabina, lejanas peroclaras. Inmediatamente Jack miró hacia la puerta de lacabina-comedor, que por lo general se abría tanpuntualmente como la de un reloj de cuco, dando paso, en

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vez de a un pájaro, a Killick, que decía: «La cena estáservida, señor, con su permiso» o «la cena está en lamesa», dependiendo de la compañía. No se abrió, pero detrás parecía que había una pelea.Jack sirvió más vino de Madeira. —Ahora que lo pienso, señor Martin —dijo—, creo queusted prefería jerez como aperitivo. Por favor,discúlpeme… —extendió el brazo para coger otra botella. — ¡Oh, no, señor, no! —exclamó Martin—. Prefiero bebervino de Madeira. No cambiaría este vino por ningún jerez.Es seco, pero tiene mucho cuerpo. Me ha despertado unapetito de león. Stephen fue a coger su violonchelo, se sentó en la taquillaque estaba junto al ventanal de popa y tocó en pizzicatoRakes of Kerry mientras canturreaba: —«Escucharás en una lejana encrucijada cubierta por lahierba, la noche de la fiesta por la llegada del verano,cuando la hoguera arda en la montaña, muchos pífanos ycinco violines, a cuyo ritmo bailarán los jóvenes comoposeídos y las jóvenes, mansas como palomas, pero sinperder el paso.» —Por favor, tócala otra vez —rogó Jack. Stephen la tocó otra vez y luego volvió a tocarla con

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variaciones y añadiendo algunos pensamientos suyos. Porfin la puerta se abrió y Killick, con la cara pálida y aspectode loco, se quedó en el umbral. — ¿Está lista la cena? —preguntó Jack. —Bueno, la sopa, sí —respondió Killick después devacilar un momento—. Es decir, más o menos. —Entoncesestalló de rabia y dijo—: Pero, señor, las ratas secomieron las lenguas ahumadas… se comieron lasmermeladas… se comieron el té enlatado… y se comieronlos últimos pepinos encurtidos de Java… Y ahora estánpaseándose por ahí despreocupadamente y mirándole auno con impertinencia. Lo revolví todo, señor, tardé horasrevolviéndolo todo. —Bueno, al menos no se bebieron el vino. Pon eso en lamesa, sirve la sopa y di al cocinero que haga lo quepueda. Vamos, échale una mano. —Creo que este banquete ha sido como un barmécida,señor —se disculpó Jack. — ¡Oh, no, señor! —exclamó Martin, y añadió—: No haynada que me guste más que el… —pero vaciló unmomento tratando de encontrar un nombre para el platopreparado con carne de vaca aún medio salada, despuésde conservarla en sal en un barril durante dieciochomeses, cortada y frita con galletas de barco trituradas ymucha pimienta— …fricasé.

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—Bueno —dijo Jack—. Pero creo que el divertimento endo mayor que tocará el doctor… —y se interrumpió cuandoestaba a punto de decir: «nos divertirá», pero agregó—:servirá como compensación. Varios días después, tras una violenta tempestad que,según predijeron todos, y muy acertadamente, precederíaa un período de calma, cuando se encontrabanaproximadamente a un par de millas de Sidney, Stephense dio cuenta de que la caja para guardar hojas de cocaque tenía en la mesilla estaba vacía, así que bajó a lacabina que compartía con Jack para buscar más. Lashojas estaban prensadas dentro de blandas fundas decuero en forma de salchichas y con costuras tan perfectascomo las que se hacían en cirugía, cada una metida en unabolsa de piel de dos capas untada con aceite paraprotegerla de la humedad. Había calculado casiexactamente la duración de cada una, y aparte de la bolsaque usaba ahora, la bolsa que estaba abierta, habíasuficientes para que le duraran hasta que llegara a Callao.Porque las hojas procedían de Perú. Las bolsas estaban guardadas en un enorme baúl dequiebrahacha, un elegante baúl javanés con intrincadasincrustaciones de latón en la tapa y en los costados, yaunque había oído hablar de la actitud confiada de lasratas y las había visto, pensaba que no tenía por quétemerlas en ese caso, sobre todo porque aquel pañol se

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usaba para guardar vino, ropa de invierno y libros, cosasque no tenían nada que ver con la despensa. Pero lasratas le engañaron, aunque no a él primero que a otrostripulantes. Habían roído los tablones del suelo y el fondodel baúl, y dentro no había nada más que excremento derata. Nada. Se habían comido todas las hojas y todas lasbolsas impregnadas de la esencia de las hojas. Además,era obvio que estaban deseosas de entrar otra vez, queestaban impacientes por volver a roer la madera sobre laque estaban colocadas las bolsas, ya que un grupo deellas estaban justo fuera del haz luminoso proyectado porel farol. «Tengo que cuidar las hierbas y la sopa desecada»,pensó y se fue a la enfermería, donde Martin estabahaciendo el inventario del botiquín para reponer lo quefaltaba en Sidney. —Escuche, colega —dijo—: esas infernales ratas se hancomido mis hojas de coca, las hojas de coca, ¿seacuerda?, las que masticaba de vez en cuando. —Las recuerdo muy bien. Me dio algunas cuandoestábamos frente al cabo de Hornos y yo tenía mucho frío ymucha hambre. Creo que le decepcioné, pues me quejéde que no me hizo ningún efecto y de la subsiguiente faltade sensibilidad en el paladar primero y en toda la bocadespués, por la cual la poca comida que ingerimos mepareció insípida.

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—Sin duda, el efecto depende de la idiosincrasia. A mí, ycreo que a la mayoría de los peruanos, nos produce ciertaeuforia y serenidad, aumenta nuestra capacidad dereflexión y suprime el sueño a destiempo y el hambre. Y esevidente que las ratas sintieron todo eso incluso másintensamente. Ahora recuerdo que la última vez que abrí elbaúl para sacar hojas de una bolsa abierta y llenar la cajaque tengo sobre la mesilla, hace aproximadamente dossemanas, dejé caer algunos fragmentos y polvo al suelo, ycomo tenía tanta abundancia, cometí la insolencia de norecogerlos. Probablemente ellas encontraron eso, se locomieron y les gustó tanto el resultado que trataron portodos los medios de coger el resto, así que terminaron porabrir un agujero en el fondo. Pienso que deberíamosguardar todas las hierbas y cosas similares en cajasmetálicas forradas. Como las ratas sintieron tantasatisfacción al comerse la coca y engulleron hasta la últimahoja, es indudable que están buscando másdesesperadamente. —Eso explicaría la devastación que causaron en ladespensa del capitán, que nunca antes habían atacado. —También explicaría el cambio de comportamiento quehemos observado: la mansedumbre, la actitud confiadacon que van de un lado a otro y la contemplación de losque pasan por su lado. Así estaban cuando comían lashojas. Y ahora están deseosas de conseguir más. Cuandocontemplaba las ruinas de mis provisiones, de mi única

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gratificación, Martin, estaban a mi alrededor farfullando,casi sin poderse contener. —Supongo que le habrá causado mucha pena verdestruida toda su reserva —dijo Martin—, pero espero quesu falta no sea tan grave como la del tabaco. — ¡Oh, no! No causan una adicción tan fuerte comoocasiona a veces el tabaco, aunque, curiosamente,algunos de sus efectos son similares. Además, quitan lasganas de fumar. Aunque todavía me complace fumar unpuro ocasionalmente después de una buena comida, situviera por las mañanas mi pequeña bola de hojasrociadas de zumo de lima, estaría feliz sin eso. Al día siguiente, a Emily y a Sarah las mordieron sus ratasdomesticadas. Lloraron, y cuando Stephen les cauterizólas heridas, lloraron aún más. Por la tarde las ratasdesaparecieron de los lugares de la fragata donde habíancausado más asombro, pero podían oírse pelear donde seguardaban las cadenas del ancla y la bodega. Sinembargo, en la fragata había pocos tripulantes quepudieran oírlas roer furiosamente, dar gritos de rabia ychillidos de muerte de proa a popa, porque en la calmachicha habían aparecido en la superficie varias tortugas,tortugas verdes, y ellos habían bajado las lanchas de laSurprise con mucho cuidado y se les habían acercadoremando suavemente. Cogieron cuatro, todas hembras ymuy pesadas, de no menos de un quintal. Además, tuvo

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lugar la matanza del último cerdo comprado en las islasSalomón, pues Jack Aubrey insistió en ofrecer a Martinalgo realmente comestible que hiciera olvidar ladesafortunada cena. Ésa era una ceremonia para quienesse habían criado rodeados de cerdos, como era el casode la mayoría de los tripulantes de la Surprise, y la seguíanmorcillas y muchos otros manjares. La tarde siguiente a esa comida Stephen se fue a lacabina alternativa, la que estaba más abajo, donde podríaescribir a solas. Se puso tapones de cera en los oídospara poder escribir en silencio, ajustó la pantalla verde dela lámpara, apoyó el puro en un plato de peltre y escribió: Es absurdo, cariño mío, que en este día, casi el último denuestro viaje, todos los hombres de mar tengan que comercomo condes; sin embargo, así ha sido y así será mañana,porque los oficiales invitaron a Jack y a los dosguardiamarinas a la que probablemente será la últimacomida antes de llegar a la bahía de Sidney, pues el vientoha revivido, y, a pesar de los tapones, puedo oír elmoderado impacto de las olas contra la proa de la fragata.¡Carne de cerdo fresca y carne de tortuga! Ambas sonbuenas y, por supuesto, lo parecen mucho más despuésde haber pasado un tiempo con muy pocos víveres. Comívorazmente y ahora estoy fumando como un voluptuosoturco, lo que me recuerda el curioso incidente del otro día.Bajé para llenar con hojas de coca la caja que tenía en la

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mesilla y me encontré con que las ratas se habían comidotoda mi reserva. Se comieron todo, hasta las bolsasuntadas con aceite. Desde hace algún tiempo elcomportamiento de las ratas de la fragata (muynumerosas) ha suscitado comentarios, y ahora está claropara mí que se han convertido en esclavas de la coca.Después de habérselas comido todas, ahora que se venprivadas de ellas, su mansedumbre, lo que podríamosllamar su complacencia y su atrevimiento desaparecieron.Son ratas o algo peor que ratas y se pelean y se matanunas a otras. Si me destapara los oídos podría oír suschillidos. Hasta ahora no he matado ninguna ni he tenidodeseos de hacerlo, pero yo también manifiesto esa falta,aunque de otra manera: como vorazmente y con los ojosdesorbitados (mientras que la coca impone moderación),fumo y disfruto mucho haciéndolo (mientras que la cocaquita las ganas de fumar) y el sueño hace que se mecierren los ojos ahora (mientras que la coca me hacíamantenerme bien despierto hasta la guardia de media).Espero poder llegar a Sidney pasado mañana, o el primo,el secondo, el terzo día después o infinitos días después,porque, a pesar de las decepcionantes palabras «no haynoticias de Inglaterra», es posible que logre saber algo deti por un barco que haya llegado antes, y, además, aunqueesto no puede compararse con lo anterior, porque podríaconseguir una nueva reserva gracias a algún médico oalgún boticario, como ocurrió en Estocolmo. Lamentaríaverme reducido al estado de los dos animales que ahoraveo en una esquina cerca de mi banqueta pero no oigo, y

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como no los oigo, el horror que produce su feroz lucha esmás intenso. Pero el hombre (al menos este hombre enparticular) es tan débil que si una inocente hoja puedeprotegerle aunque sea un poco, ¡que viva la inocente hoja! La comida que ofrecieron los oficiales al capitán fue máscopiosa que la del día anterior, si era posible. No fue tanelegante, pues como los oficiales de la Surprise eransimplemente tripulantes de una embarcación alquilada porel rey, no tenían otros objetos de más calidad que el peltreque no fueran las cucharas y los tenedores; sin embargo,el cocinero de la cámara de oficiales, por medios que sóloél conocía, había conservado la habilidad de hacer unexcelente pudín de sebo que llamaban «niño ahogado»,que, como todos sabían, era el postre favorito de Jack, y losirvió en un cuartel bien fregado entre gritos de alegría.Otra diferencia entre la Surprise que era propiedad del reyy la Surprise alquilada por el rey era que en la segunda nohabía sirvientes detrás de las sillas de los oficiales. Eso sedebía, en parte, a que no había a bordo ni infantes demarina ni grumetes, la principal fuente de suministro, y, enparte, a que hubiera desentonado con el actual estado deánimo de la tripulación. Esa comida no tuvo tantamagnificencia y la sucesión de platos fue más lenta, perola conversación fue mucho más animada. Cuando Killick yel despensero de la cámara de oficiales se marcharon,Jack, con la cara roja por la saciedad, miró a su alrededor

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sonriendo a los anfitriones y dijo: —No sé si alguno de ustedes, caballeros, ha estado enSidney antes. Todos respondieron negando. —El doctor y yo estuvimos allí hace varios años, cuando yoestaba al mando del Leopard. Fue en el momento en quehabía una difícil situación porque los militares y elgobernador Bligh estaban en desacuerdo, así que nohicimos más que coger las pocas provisiones que losmilitares nos permitieron coger y seguimos navegando.Pero estuve en tierra el tiempo suficiente para hacermeuna idea de la situación, y fue realmente desagradable. Ellugar estaba gobernado por los militares entonces, yaunque poco después pusieron a la sombra a los quedepusieron al gobernador, he oído que las cosas siguenmás o menos igual. Voy a contarles lo que vi, queseguramente será lo que ustedes verán cuando bajen atierra. No tengo nada que decir del desacuerdo entre elalmirante Bligh y el Ejército, pero sí les diré que, dejando aun lado esa discordia, nunca he conocido a ningún militarque no sintiera antipatía por los marinos. Esos tipos meparecieron exagerados en el vestir, maleducados,inhospitalarios y pendencieros. Sé que el Ejército no ponemuchos reparos a la gente que compra un cargo enregimientos recién creados y aislados, y aun así, mequedé asombrado. Tenían monopolizado el comercio,

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tenían formado un cerco que no permitía la competencia;se habían apoderado de toda la tierra buena, quecultivaban empleando a los convictos como mano de obrasin pagarles nada; explotaban el lugar al máximo. Peromucho peor que eso, mucho peor que la fraudulenta ventaal gobierno a precios desorbitados, era el tratamiento quedaban a los presos. He estado a bordo de más de uninfierno flotante y les aseguro que le parten el corazón acualquier hombre, pero nunca he visto nada parecido a lacrueldad que vi en Nueva Gales del Sur. Eran corrientescastigos de quinientos azotes, y en el breve tiempo queestuve allí pude ver cómo mataban a dos hombres alatigazos. Les cuento esto porque, como esos tipos sabenmuy bien que los recién llegados se sorprenden y que lesconsideran sinvergüenzas y son muy susceptibles, muypropensos a sentirse ofendidos, podrían ustedesencontrarse de repente desafiados a duelo por uninsignificante comentario. A mi parecer, lo mejor estratarles con distante cortesía y aceptar sólo lasinvitaciones oficiales. Aquí no hay nadie que pueda seracusado de mala conducta, pero en una disputa con unsinvergüenza uno está en las mismas condiciones que unpobre en un pleito, porque ambos casos se resuelven acara o cruz y en ninguno se hace justicia, y, además, unono tiene nada que ganar y él no tiene nada que perder. — ¿Dijo usted pleito? —preguntó West. —Sí —respondió Jack—. Lo que realmente quería decir

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era que un sinvergüenza puede apuntar una pistola tanbien como un hombre decente y que es mucho mejor evitarla posibilidad de semejante pelea. Había allí un tipoarrogante llamado MacArthur que le metió una bala en elhombro al coronel Patterson, aunque Patterson era unoficial como debe ser y el otro era un canalla. —Conocí a MacArthur en Londres —intervino Stephen—.Estaba allí porque le iba a juzgar un consejo de guerra; ysalió absuelto, por supuesto. Southdown Kemsley, quedesde hacía tiempo mantenía correspondencia con élacerca de las ovejas, le llevó a comer a la Royal Society.Es un tipo arrogante, dogmático y vulgar. Al principio sucomportamiento es formal, pero después excesivamentefamiliar, y entonces dice muchas obscenidades. Queríacomprar algunas ovejas merinas del rey y tenía la intenciónde visitar a sir Joseph Banks, que tiene a su cargo elrebaño, pero sir Joseph, que está al día de lo que ocurreen la colonia, tenía tantos informes sobre él que lecalificaban de indeseable que se negó a recibirle. A suregimiento lo conocen en todas partes como Cuerpo deRon porque es el ron la base de los negocios, la riqueza, elpoder, la influencia y la corrupción de sus miembros. Creoque han cambiado algunas cosas con la llegada delgobernador Macquarie y el 73°Regimiento, pero losoficiales del viejo Cuerpo de Ron todavía están aquí, bienen la Administración o bien sentados en grandesextensiones de terreno fértil que ellos mismos seadjudicaron; o sea, más o menos gobernando el país, por

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desgracia. La comida no terminó con esas graves palabras, sino conuna alegre canción. Pero el desayuno de la mañanasiguiente fue muy triste, aunque ya se podía ver claramentela costa de Nueva Gales del Sur por el oeste y el prácticode puerto estaba a bordo. A un lado y al otro de la cafeterahabía un desacostumbrado silencio. Jack, que no se habíabañado en el mar por la mañana como solía hacer, tenía lacara hinchada y amarillenta, y sus ojos, generalmente deun brillante color azul, ahora estaban grisáceos y teníandebajo bolsas descoloridas. Además tenía muy malaliento. —El doctor no se emborrachó, ¿verdad que no? —preguntó Bonden a Killick en la cocina, donde éste molíalos granos de café para hacer otra cafetera. —No se emborrachó, pero me gustaría que así hubierasido —respondió Killick—, porque eso habría disminuidosu irritabilidad. No sé qué le ha pasado, puesgeneralmente es un tipo comedido. —Pegó a Sarah y a Emily hasta que chillaron, y a JoePlaice le dijo algo horrible cuando tropezó con él en elcastillo caminando hacia atrás, algo como: «¿No ves pordónde andas? ¿No tienes ojos en la cara maldito yestúpido culo gordo hijo de un estibador?». —Te digo una cosa, Stephen —dijo Jack después de un

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prolongado silencio—. Creo que la tortuga de los oficialesno estaba en buenas condiciones. —Tonterías —respondió Stephen—. Ése era el reptil enmejores condiciones del mundo. El problema es quecomiste demasiado, igual que anteayer y siempre que hayalgo que comer. Te he dicho una y otra vez que te estáscavando la tumba con los dientes. Ahora tienes plétora,simple y llanamente plétora. Y puedo aliviar los síntomas,pero no puedo hacer nada por tu falta de moderación parasatisfacer tus deseos. —Por favor, haz algo para aliviarlos, Stephen —le pidióJack—. A menos que el viento amaine, esta tardeecharemos el ancla, y seguramente el gobernador nosinvitará a comer mañana, pero en este estado no podríasoportar ver una mesa servida. —Tendrías que tomar medicinas, desde luego, y eso teobligaría a estar sentado en el retrete casi todo el día yquizá parte de la noche. En las personas obesas como túel funcionamiento del colon es lento. —Tomaré lo que me ordenes —aseguró Jack—. Paralimpiar y volver a aprovisionar una embarcaciónadecuadamente y sin pérdida de tiempo, uno tiene quetener bastante buenas relaciones con las autoridades, ypara entablar buenas relaciones con las autoridades unotiene que comer mucho y beber el vino que le sirvan comosi le gustara. Pero en este momento, la idea de cualquier

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si le gustara. Pero en este momento, la idea de cualquiercosa de comer que no sean galletas de barco —añadió,levantando un pedazo— y café negro me da repugnancia. —Voy a traer lo necesario —dijo Stephen. Regresó varios minutos después con un bote de pastillas,un frasco y un vaso graduado. —Trágate esto y ayúdate con esto otro —ordenó Stephendándole una pastilla y el vaso medio lleno. — ¿Estás seguro de que es suficiente? —preguntó Jack—. No soy uno de esos tipos de poco peso o enclenquesque sueles tratar, y esta píldora es muy pequeña. —Puedes estar tranquilo —replicó Stephen—. Aunqueseas el hombre más grande de la tierra, la poción negra yla píldora azul te limpiarán las entrañas, te estimularán elhígado y te harán sentirte bien. Volvió a poner el corcho al frasco dando un golpe seco yse fue reflexionando sobre la exasperación, un sentimientoque algunas personas y algunas situaciones provocabanen grado sumo. Después de haber vencido por un estrecho margen a tresratas en la enfermería, trabajó en sus archivos un rato.Después hizo un cigarrillo con papel de fumar y subió alalcázar para encenderlo. Le habían hecho algunoscomentarios acerca de fumar bajo la cubierta, en la cabina

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más baja, y había tenido que reconocer que el humo deltabaco que pasaba de allí a la cámara de oficialescontribuía a que al amanecer el aire se pareciera al de unataberna y fuera muy desagradable. Martin estaba en cubierta desde hacía rato, observando lahermosa bahía que se abría ante ellos. —Ahí está la bahía de Sidney por fin —anunció en tonoentusiasta y en cierto modo desafiante. —Lamento contradecirle —dijo Stephen—, pero esto esPort Jackson, la bahía de Sidney es una pequeña bahíasituada a unas cinco millas a la izquierda. — ¡Dios mío! ¿Quiere decir que son lo mismo? No teníaidea. —Claro, porque no lo he dicho más de cien veces. — ¡Así que aquí habita el tiburón de Port Jackson! —exclamó Martin, mirando ansiosamente fuera de la borda. — ¡Ajá! —dijo Stephen, que había pensado en esomuchas veces antes, pero no ese día—. Veamos sipodemos pescar uno. Pasó por entre un grupo de marineros que estabanarrodillados en la cubierta mejorando el aspecto de lasjuntas y por fin llegó hasta las drizas de la sobremesana,

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donde estaban colgados los arpones con las cadenasamarradas. Pero antes que pudiera cogerlos, Pullings seacercó y dijo con firmeza: —No, señor. Hoy no, por favor. Hoy no se pueden pescartiburones porque hemos estado limpiando la cubiertadesde que sonaron las dos campanadas en la guardia dealba. Estoy seguro de que usted no querrá que la Surprisehaga el ridículo en la bahía de Sidney. Stephen podría haber dicho que aquel tiburón inofensivo,con una curiosa disposición de los dientes y de tamañomuy pequeño, de no más de cuatro pies de largo, nocausaría muchos inconvenientes, pero las palabras se leatravesaron en la garganta al ver la expresión grave deTom Pullings, de los tripulantes de la Surprise, que habíandejado su trabajo para mirarle, e incluso del piloto, quehabía sido marinero de barco de guerra. —Le pescaremos un par de ellos pasado mañana —intentó disuadirle Pullings. —Media docena —añadió el contramaestre. — ¡Oh, por favor, señor, venga a la cabinainmediatamente! —exclamó Jemmy Ducks—. Sarah setragó un alfiler. Los médicos tuvieron muchas dificultades y pasaronmucho tiempo intentando sacar el alfiler, más que curando

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heridas hechas por trozos de madera puntiagudos yfracturas y haciendo amputaciones de poca envergadura.Cuando por fin recuperaron el alfiler y acostaron a la niñavacía y exhausta, comprendieron que se habían perdido laentrada a Sidney y no habían podido ver los estratificadosacantilados de Port Jackson ni las diversas ramificacionesdel puerto, del que Martin había oído decir grandes cosas.También se perdieron la llegada a la fragata de un oficialdel puerto y la comida, aunque no les importaban poco lasdos cosas. Como Stephen pensó que seguramente elcapitán Aubrey seguiría indispuesto, se quedó con Martincomiendo los restos. Después le invadió el sueño, a pesardel café que el despensero de la cámara de oficialeshabía preparado, y se fue a su cabina. En esa misma cabina estaba sentado al otro día reciénafeitado, con una coleta nueva y vestido con calzonesblancos, medias de seda, zapatos con brillantes hebillas ysu mejor chaqueta de uniforme. Además, tenía a mano supeluca acabada de empolvar, que no tocaría hasta quebajaran la falúa al agua. Para probar su nueva pluma, un astil recién cortado,escribió la palabra «exasperación» seis veces y luegoreanudó la carta: No hay noticias, naturalmente. Jack mandó a comprobarloen cuanto amarramos, pero no había noticias de casa.Había documentos oficiales que llegaron a través de la

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Había documentos oficiales que llegaron a través de laIndia, pero todo lo importante aún se encuentra en la franjadel océano Pacífico entre aquí y El Cabo. Me consuelopensando que es posible que llegue mientras esté todavíaaquí. Y necesito consuelo. Te he dicho muchas veces queme parece que los simples marineros creen que «más esmejor», por lo que hay que vigilarles para evitar que setraguen varios viales de medicina enteros. En eso Jack esigual que uno de ellos y puede causarse a sí mismo másdaño porque está acostumbrado a ejercer la autoridad.Ayer por la tarde, como pensó que la poción negra y lapíldora azul que le di no le hacían efecto con bastanterapidez, mientras yo dormía engañó a Martin valiéndosede medios que no le dignifican y consiguió otra dosis.Ahora, como es natural, no puede moverse del jardín nipuede aceptar la invitación del gobernador para comeresta tarde, así que Tom Pullings y yo tenemos que ir sin él.Pero no tengo deseos de acudir a la comida. Esta mañanaestuve en tierra buscando en vano a un boticario, uncomerciante o un médico que tuviera hojas de coca, yencontré este horrible lugar casi como lo dejé: asqueroso,informe, salpicado de cabañas de madera destartaladasque fueron construidas veinte años atrás atendiendo sólo alas necesidades del momento, lleno de convictosharapientos, sucios y polvorientos, algunos de ellos congrilletes, cuyo ruido se oye por todas partes. Al llegar a unaespecie de plaza, que tenía el suelo desigual y sinpavimentar, vi en uno de esos despreciables triánguloscómo castigaban con los habituales latigazos a un hombreque colgaba del vértice. He visto dar azotes demasiado a

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que colgaba del vértice. He visto dar azotes demasiado amenudo en la Armada, pero rara vez más de una docena, ysiempre con relativo respeto, pero a ese hombre, por loque me dijo un espectador, le habían dado ya cientoochenta y cinco de los doscientos que le correspondían, yaún el corpulento verdugo retrocedía y luego daba un gransalto para golpearle con la máxima fuerza posible y learrancaba carne cada vez. El suelo estaba empapado desangre fresca, y al pie de los otros triángulos había uncírculo rojo oscuro. Para mi sorpresa, el hombre pudomantenerse en pie cuando le desataron y su rostrotraslucía menos sufrimiento que desesperación. Susamigos se lo llevaron de allí, y a cada paso que daba seformaba un charco de sangre bajo sus pies. Un poco más lejos encontré otras lúgubres cabañas,después una calle que un grupo de hombres con grilletesestaban construyendo y más allá lo que, según me dijeronesos hombres, eran los cimientos de lo que iba a ser unhospital que estaban construyendo por orden del nuevogobernador, el coronel Macquarie. Lamento no poderverle, pues está fuera de… —La falúa ya está abordada con la fragata, señor, con supermiso —le interrumpió Killick, que era capaz deperdonarlo todo, y cogió la chaqueta—. Primero el brazoderecho. Ahora déjeme ponerle la peluca y ajustaría bien.Mantenga la cabeza erguida y no la mueva, pues de lo

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contrario le caerá polvo en el cuello. Y ahí tiene el bastónde empuñadura de oro —añadió simulando que lomencionaba por casualidad. —Vete al diablo, Killick —dijo Stephen—. ¿Crees que voya presentarme ante un grupo de oficiales con un bastóncomo un civil, como un tipo de tierra adentro? —Entonces déjeme traerle el sable de la AsociaciónPatriótica —le recomendó Killick—, porque el suyo tiene laempuñadura muy vieja y gastada. —Cuélgalo al cinto y vete —gruñó Stephen—. ¿Cómo seha sentido el capitán desde que bajé? —Parece que va a pasarse noventa años en el jardín. Noha salido de allí desde que usted se fue. Sólo se le oyegruñir y jadear. A Stephen le bajaron cuidadosamente por el costado ycuando llegó abajo se sentó en la bancada. Le siguióPullings, con su uniforme con brillantes galones doradosque olía a moho, y entonces la falúa zarpó. * * * «Otro banquete. Que sea para bien», pensó Stephen,sentándose y poniéndose la servilleta extendida en elregazo. La tarde había empezado bien. La señora y el

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vicegobernador, el coronel MacPherson, recibieron a losinvitados, la mayoría oficiales del antiguo Cuerpo deNueva Gales del Sur, ahora ricos propietarios de tierras,del 73° Regimiento y de la Armada. La señora Macquarie,la mujer más importante de la colonia, no se dio aires degran señora, sino que les hizo sentirse muy a gusto.Stephen simpatizó enseguida con ella y ambos hablarondurante un rato. El coronel MacPherson había pasadomuchos años de servicio en la India y era obvio que lehabía dado demasiado sol en la cabeza, pero era muyamable y le encantaba animar a los hombres a beber (loshombres, pues la señora Macquarie no se quedó albanquete y no había otras mujeres invitadas). —Siento que su excelencia nos haya abandonado —dijoStephen al señor Hamlyn, un cirujano, que estaba sentadoa su izquierda—. Me pareció muy compasiva y me hubieragustado pedirle consejo. Recogimos a dos niñas, lasúnicas supervivientes de una pequeña tribu que seextinguió a causa de la varicela, y tengo miedo de llevarlaspor las heladas aguas del cabo de Hornos y luego aInglaterra, que les resultará también inhóspita porque hannacido justo por debajo de la línea del ecuador. —Sin duda, ella le hubiera dicho lo que debía hacer —respondió Hamlyn—. Esta misma tarde va a pasarla en elorfelinato. Aquí hay muchísimos bastardos, ¿sabe? Hansido concebidos por Dios sabe quién durante el viaje yluego abandonados. Además, como dice usted, ella es

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una dama muy compasiva. Hemos pasado gran parte dela mañana hablando de los planos del hospital. Stephen y el cirujano hicieron lo mismo hasta el momentoen que debían hablar con quienes estaban sentados al otrolado. Hamlyn enseguida empezó una acalorada discusiónsobre algunos caballos que iban a correr al cabo de poco;en cambio, Stephen se quedó un rato observando a loscomensales porque a la derecha tenía el secretario judicial(a quien él apodó Eufemístico, pero que en realidad seapellidaba Firkins), y ya mantenía una conversación conotros cuatro o cinco hombres sobre los convictos, supereza, su inmoralidad, su distribución y su maldad y,además, sobre la imposibilidad de redimir a alguienmalvado. Stephen se dio cuenta de que Eufemístico sólobebía agua, pero eso no le extrañaba, después de haberprobado el vino local. Justo frente a él estaba un hombrede cara ancha y tez morena, tan corpulento o más queJack Aubrey. Usaba el uniforme de un regimiento queStephen no reconoció, probablemente el del Cuerpo deRon. Tenía una expresión estúpida y malhumorada yllevaba muchos anillos. A la derecha de ese hombreestaba el clérigo que había bendecido la mesa y quetambién parecía descontento. Tenía la caracompletamente redonda y se ponía cada vez más roja.Entre la confusión de voces y lo poco familiares que eranlos temas de conversación, a Stephen no le fue fácilentender al principio más que la idea general, aunque muybien porque repetían a menudo «irlandeses unidos» y

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«defensores», que eran los prisioneros transportados allíen grandes cantidades, especialmente después dellevantamiento ocurrido en Irlanda de 1798. Notó que losoficiales escoceses del 73° Regimiento no tomabanpartido, pero estaban en minoría, y la opinión general fueresumida por el clérigo, que explicó: —Los irlandeses no merecen el apelativo de hombres. Y sies necesario citar a una autoridad en la materia paraapoyar mi afirmación, citaré al gobernador Collins delterritorio Van Diemen, que dijo esas mismas palabras, meparece que en el segundo tomo de su obra. Pero no esnecesario citar a ninguna autoridad para reforzar lo queestá claro para los menos inteligentes. Ahora, para colmo,les permiten tener sacerdotes también. Un sacerdoteinteligente puede lograr que hagan cualquier cosa, y esprevisible un estado de anarquía en el futuro. — ¿Quién es ese caballero? —preguntó Stephen en vozbaja a Hamlyn cuando dejó de hablar de las carreras decaballos un momento. —Se llama Marsden —respondió Hamlyn—. Es un ricocriador de ovejas y un magistrado de Parramata. Cuandoempieza a hablar del Papa y la iglesia Católica Romanano hay quien le detenga. Era cierto. Stephen miró hacia Tom Pullings, que estabasentado cerca de la cabecera de la mesa, a la derecha delcoronel MacPherson, con una expresión aburrida aunque

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coronel MacPherson, con una expresión aburrida aunquesonreía por obligación, y en ese momento Tom le miró conangustia. —Discúlpeme por haber sido terriblemente descuidado —dijo el secretario judicial—. Permítame que le sirva unpoco de este plato. Es canguro, el animal de caza de aquí. —Es usted muy amable, señor —respondió Stephenmirando el plato con interés—. ¿Puede decirme…? Pero Firkins ya estaba exponiendo sus propias ideassobre la pobreza de Irlanda y su inevitabilidad. Se dirigíaprincipalmente a los que estaban al otro lado de la mesa,aunque cuando terminó su exposición se volvió haciaStephen y dijo: —No son muy diferentes de los aborígenes de aquí, señor,que son las personas más perezosas del mundo. Si ustedles da ovejas, no esperan a que formen un rebaño, sinoque se las comen enseguida. Entre ellos tiene que haberforzosamente pobreza, suciedad e ignorancia. — ¿Ha leído alguna vez a Beda, señor? —preguntóStephen. — ¿A Beda? Creo que no conozco ese nombre. ¿Escribíasobre el derecho? —Creo que le conocen sobre todo por la historiaeclesiástica de la nación inglesa.

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— ¡Ah! Entonces el señor Marsden le conocerá. ¡SeñorMarsden! —dijo, alzando la voz—. ¿Conoce a un tal Bedaque escribió una historia eclesiástica? —Beda… Beda… —murmuró Marsden, interrumpiendo suconversación con el hombre que estaba sentado a su lado—. Nunca he oído hablar de él. No era más que un niño —dijo, reanudándola—, así que le dimos solamente cienlatigazos en la espalda y los restantes en el trasero y en laspiernas. —Beda vivió en el condado de Durham —contó Stephencuando hicieron una breve pausa—. Tanto yo como otrosnaturalistas conocemos muy poco el norte de Inglaterra,pero espero que en el futuro alguno que estéespecializado en el estudio de animales y sea reflexivo yrico lo recorra en compañía de un botánico y un dibujante yluego relate su viaje. Creo que las costumbres, lassupersticiones, los prejuicios y la sórdida vida de losaborígenes le inspirarán muchas reflexiones interesantes yque el delineante podrá dibujar las ruinas de los grandesmonasterios de Wearmouth y Jarrow, la morada de loshombres más instruidos de Inglaterra hace mil años, quefueron famosos en toda la cristiandad y ahora estánolvidados. Un trabajo así sería muy bien recibido. Las observaciones fueron acogidas con un silenciodesaprobatorio y miradas suspicaces o sorprendidas. Por

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fin el hombre que estaba frente a Stephen dijo: —No hay aborígenes en Durham. Mientras los hombres instruidos le explicaban lo que queríadecir la palabra, Stephen se dijo: «Dios mío, no me dejescometer una estupidez. Sálvame de la cólera». Laconversación volvió a. animarse en un extremo de la mesay eso sirvió para que se olvidara el incidente. —Lo siento mucho —se disculpó Stephen de repente aldarse cuenta de que Hamlyn estaba hablándole—. Estabadistraído otra vez. Estaba pensando en las ovejas. — ¡Qué gracioso! —exclamó Hamlyn—. También yoestaba hablándole de ovejas. Le decía que el hombre queestá enfrente de usted, el capitán Lowe, ha importadoalgunas ovejas merinas de Sajonia para hacer un nuevocruce. — ¿Tiene muchas ovejas? —Probablemente más que nadie. Dicen que es el hombremás rico de la colonia. El pastor flagelante, con la cara aún más roja, estabamaldiciendo al Papa de nuevo, y para conseguir que secallara, Stephen dijo en voz bastante alta: —Curiosamente estaba pensando en ovejas merinas, en

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las ovejas merinas del rey, que, sin embargo, son de razaespañola. — ¿Está hablando de ovejas merinas? —preguntó elcapitán Lowe. —Sí —respondió Hamlyn—. Aquí el doctor Maturin ha vistoel rebaño del rey. —Sir Joseph Banks tuvo la amabilidad de enseñármelo —puntualizó Stephen. Lowe le miró con desprecio y después de reflexionar unosmomentos dijo: —Me importa un… bledo sir Joseph Banks. —Estoy seguro de que le apenaría oír eso. — ¿Por qué intentó evitar que el capitán MacArthurconsiguiera algunas ovejas del rey? Yo creo que porqueMacArthur era de la colonia. —Le aseguro que no. A sir Joseph siempre le hapreocupado mucho la colonia y, como usted recordará, fuefundada en buena parte gracias a su influencia. —Entonces, ¿por qué se negó a recibir a MacArthur? —Supongo que pensó que el trato con un hombre con losantecedentes del capitán MacArthur no era deseable —

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dijo Stephen en medio de un silencio interrumpidosolamente por la extensa historia que el coronelMacPherson contaba con voz monótona del nabab deOduh—. Además, sir Joseph está en contra de los duelos,por razones morales, y el capitán MacArthur se encontrabaen Londres para comparecer ante un tribunal de guerra porhaber tomado parte en uno. Lowe, aparentemente, no oyó las últimas palabras. Alprincipio se puso rojo y hasta que terminó la comida nodijo nada, sino que se limitó a murmurar de vez en cuando:«Trato no deseable». Y entretanto Stephen tambiénmurmuraba para sí: «Dios mío, dame paciencia. Santamadre de Dios, dame paciencia», porque habíanreanudado la conversación sobre los prisionerosirlandeses, una cantinela tan aburrida como las de lasmujeres europeas, que siempre hablaban del serviciodoméstico, pero mucho peor intencionada. Cuando se fueron a tomar el té y el café, Stephen habíaoído más cosas de las que podía soportar, a pesar de sudeliberada distracción, y la rabia contenida le hizo temblarla mano y el café se derramó en el platillo. Pero despuéshubo un agradable intervalo en que su tensión disminuyóun poco, pues estuvo en la terraza del salón fumando unpuro y conversando con dos oficiales del 73° Regimientode las islas Hébridas que sabían hablar gaélico. Pullings y él se despidieron del coronel MacPherson.

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Entonces el coronel retuvo a Pullings para decirle quelamentaba que el capitán Aubrey no hubiera podido acudir,que a pesar de tener cartas oficiales para él no podíamandárselas porque debía entregárselas en mano y que leaconsejaba que bebiera un par de pintas de agua de arroztibia, y mientras tanto Stephen fue a la pequeña habitacióndonde los oficiales se ponían los sables. Quedaban pocos:el reglamentario de Tom, con una empuñadura en formade cabeza de león, tres de oficiales de las tierras altas deEscocia, con empuñadura en forma de cesta, y el suyo. Secolgó el sable al cinto, bajó la escalera y salió al agradablefrescor. Cuando ya estaba en la grava vio al capitán Lowe,que le dijo: —Me importa un pepino Joe Banks y me importa unpepino usted, mamarracho aprendiz de cirujano naval. Habló en voz alta y ronca, y dos o tres oficiales sevolvieron. Stephen le miró atentamente y notó que estaba furioso,pero que podía mantenerse bien en pie, que no estababorracho. — ¿Va a darme una satisfacción, señor? —preguntó. —Aquí tiene mi respuesta —replicó el corpulento capitán,dándole un puñetazo que hizo caer su peluca. Stephen dio un salto hacia atrás, sacó el sable y gritó:

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— ¡Desenfunde, desenfunde o le mataré como a un cerdo! Lowe desenfundó el sable, pero eso no le beneficiómucho. Al segundo pase que dio Stephen le hizo un tajo enel muslo derecho, y al tercero le atravesó el hombro. Ydespués de una confusa lucha cuerpo a cuerpo, cuandocayó al suelo de espaldas, Stephen le puso el pie en elpecho, le acercó la punta del sable a la garganta y dijosecamente: —Pídame perdón o es hombre muerto. He dicho que mepida perdón o es hombre muerto, hombre muerto. —Le pido perdón —murmuró Lowe, con los ojosensangrentados.

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CAPÍTULO 9 —Si es sangre, tengo que poner esto en agua fríaenseguida —dijo Killick, que sabía perfectamente bien quelo era. La noticia de que el doctor había atravesado con su sablea un militar y le había dejado tendido sobre un charco desangre, lo que había arruinado la escalinata de piedra deBath, además de la alfombra del recibidor de la residenciadel gobernador, que valía cien guineas, y había hechodesmayarse a su esposa, llegó a la Surprise antes que lafalúa, y eso explicaba la extraordinaria gentileza con quelos marineros le habían subido por el costado y susmuestras de afecto y respeto. Pero Killick quería queStephen la confirmara, quería oírla de sus labios. —Supongo que sí —se limitó a decir Stephen, mirando elfaldón de la chaqueta, donde inconscientemente habíalimpiado el sable como hacía con sus instrumentos cuandoestaba operando—. ¿Cómo está el capitán? —Terminó hace media hora —respondió Killick—. Sevació como un tonel, ¡ja, ja, ja! ¡Dios mío, invirtió en ellotoda la noche! ¡No tuvo ni un momento de tranquilidad!Ahora está acostado y roncando más alto que… —añadiósonriendo todavía, pero pensó que la comparación no eramuy apropiada y prosiguió—: Le traeré la chaqueta de drilvieja.

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—No te preocupes —dijo Stephen—. Creo que seguiré elejemplo del capitán y me acostaré un rato. —No, con esos calzones no, señor —le amonestó Killick—. Ni con las medias de seda. Stephen se acostó con una camisa vieja, remendada ylavada tantas veces que por unos lados estaba muy suavey por otros pasada. La tensión había desaparecido y ahoratenía el cuerpo completamente relajado. Sentía la fragatamoverse debajo de él lo suficiente para demostrar queestaba a flote y tenía vida. Atravesó una tras otra las capasde la somnolencia, luego cayó en un sueño agitado yfinalmente en un sueño profundo, tan profundo que era casiun coma. El sueño era tan profundo que tuvo que salir de él poretapas, reconstruyendo poco a poco los sucesos del díaanterior. Recordó el aburrimiento y la pena que habíasentido en el banquete del palacio de Gobierno, la inusualviolencia del final, que duró unos segundos, la amabilidady la discreción de los oficiales escoceses, uno de loscuales recogió su peluca, y la silenciosa consternación deTom. La luz fue haciéndose más intensa gradualmente yvio un ojo mirando por la abertura de la puerta. — ¿Qué hora es? —preguntó. —Acaban de sonar las cuatro campanadas, señor.

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— ¿De qué guardia? — ¡Oh, de la de mañana! —respondió Killick en tonotranquilizador—. Pero el señor Martin tenía miedo de queestuviera usted en un letargo. ¿Le traigo agua caliente,señor? —Sí, agua caliente, por favor. ¿Cómo está el capitán? —Durmió toda la noche, pero está pálido y delgado. Ahoraestá en tierra. —Muy bien. Ahora hazme el favor de preparar café. Lotomaré arriba. Y presenta mis respetos a Martin y dile queme gustaría compartirlo con él, si está libre. Martin entró en la gran cabina con expresión satisfecha ysu único ojo brillando más que de costumbre, pero eraevidente que estaba un poco turbado. —Mi querido Martin —le saludó Stephen—, sé lo queopina sobre este asunto. Para tranquilizarle en ciertamedida, le diré sin pérdida de tiempo que me vi obligadoa luchar por una grave ofensa, por un golpe físico, que meesforcé por no hacer más que desarmar a ese hombre yque si hace dieta estará repuesto dentro de quince días. —Le agradezco que haya tenido la amabilidad dedecírmelo, Maturin. Según los rumores que con evidente

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satisfacción se difunden por la fragata, usted es Atilareencarnado. La verdad es que no sé si por mis principiossoportaría una grave ofensa. —Espero que haya pasado una tarde más agradable quela mía. — ¡Oh, sí, gracias! —exclamó Martin—. Fue realmenteagradable. Cuando atravesaba este descorazonador,sucio… ¿cómo lo llamaría?, asentamiento, tal vez, y meacercaba al molino de viento, oí a alguien decir mi nombre.¡Y allí estaba Paulton! Le he hablado de Paulton, ¿verdad? — ¿El caballero que tocaba tan bien el violín y que escribióesos conmovedores versos de amor? —Sí, sí. Solíamos llamarle Paulton, El Angustioso y, pordesgracia, al final resultó que era así en verdad. Fuimosgrandes amigos en la escuela y estudiamos en la mismafacultad en la universidad. No habríamos dejado de estaren contacto si no hubiera sido por su lamentablematrimonio y, desde luego, mis viajes. Sabía que tenía unprimo en Nueva Gales del Sur y pensaba buscarlo para versi podía darme noticias de John, ¡pero allí estaba él!Quiero decir que allí estaba John. Nos pusimos muycontentos. John lo pasó muy mal, el pobre, por haberseconvertido al catolicismo, como me parece que le conté,ya que no podía pertenecer a ninguna asociación en launiversidad, a pesar de que era un excelente alumno ygozaba de muchas simpatías, y tampoco podía pertenecer

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gozaba de muchas simpatías, y tampoco podía pertenecera las fuerzas armadas. Y en cuanto esa mujer y su amantedilapidaron su fortuna, toda su fortuna, no le quedó másremedio, como me ocurrió a mí, que dedicarse alperiodismo, la corrección de publicaciones o la traducción. —Espero que sea más feliz en Nueva Gales del Sur. —Tiene suficiente para comer y un techo, pero me pareceque es ingrato y anhela más. Su primo tiene una extensiónde tierra de considerable tamaño, de cientos o inclusomiles de acres, en la costa norte, cerca de un río cuyonombre no recuerdo. Los dos se turnan para cuidarla y aJohn le es difícil soportar la soledad. Pensó que el silencioy el aislamiento serían ideales para escribir, pero no fueasí, porque se siente melancólico constantemente. — ¿La flora y la fauna no son un solaz para su espíritu,siendo las más extrañas del mundo? —No, en absoluto. Ni le importan ni nunca ha sido capazde distinguir entre un ave y otra o entre una violeta y unpensamiento. Sólo siente satisfacción con los libros y lasbuenas compañías, y para él el campo es como undesierto. —Pero, ¿y el tiempo que pasa lejos de allí? —Para John también Sidney es un desierto que tiene,además, crueldad, pobreza y delincuencia. Aquí haydivisiones por razones políticas y el primo de John

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pertenece al grupo minoritario. John conoce a pocaspersonas, y las pocas que conoce sólo hablan de carneroscastrados y ovejas que no han sido trasquiladas. Y unhombre como él, erudito, que bebe poco vino, que detestacazar y que da tanta importancia a los libros y a la música,tiene poco que decirles. ¡Cómo se iluminó su rostrocuando le hablé de usted! Me pidió que le presentara susrespetos y que le rogara que fuera conmigo a su casa estanoche. Tiene la esperanza de regresar a la tierra de losvivos gracias a una novela de la que ha terminado tresvolúmenes, pero no es capaz de finalizar el cuarto y piensaque incluso una corta conversación con personascivilizadas le permitirá hacerlo. —Con mucho gusto —dijo Stephen y entonces se volvió ygritó—: ¡Killick, deja de arañar la puerta de esa forma tanmolesta! Entra o vete, ¿quieres? Killick entró y se disculpó: —Es que Slade, señor, le ruega que le permita decirle dospalabras cuando esté libre. Stephen ya estaba libre, pero a Slade, el mayor de losseguidores de Set, le resultó muy difícil hacer salir laspalabras. Después de hablar largamente de la costumbredel comercio libre establecida en Shelmerston muchotiempo atrás y de la odiosa brutalidad de los funcionariosencargados de impedirlo, parecía que un seguidor de Set,Harry Fell, había sido enviado a Botany Bay por golpear a

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Harry Fell, había sido enviado a Botany Bay por golpear aun agente de aduanas. Pero no sólo Harry, sino tambiénWilliam, George, Mordecai y la tía Smailes, esta última porguardar mercancía no declarada en la aduana. Dijo que losseguidores de Set querían visitar a sus amigos, si eraposible, pero no sabían dónde encontrarles ni cómoobtener el permiso, y esperaban que el doctor tuviera labondad de… — ¡Naturalmente! —exclamó Stephen—. De todas formas,voy a ir a las oficinas del palacio de gobierno. Escribió los nombres y las fechas en que habían sidocondenados y oyó contar por qué medios ilícitos losfuncionarios encargados de impedir el comercio lograbanuna condena, qué medios violentos empleaban con losprisioneros y cómo cometían perjurio en los tribunales. Bonden, que llegó cuando Slade ya había terminado,expuso el asunto de una manera más simple. Dio al doctoruna lista con los nombres de parientes de variostripulantes de la Surprise y dijo que le agradecerían quepreguntara por ellos si iba a visitar al pobre Padeen.Añadió que no tenían justificación moral, pero que laspalabras «compañeros de tripulación» bastaban y quehabía que preguntar por los amigos aunque hubierancometido asesinatos o violaciones o se hubieranamotinado. —Tengo que irme —dijo Stephen—. Espero no llegar

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tarde a la comida, pero si es así, por favor, di al capitánque no se preocupe y que no me espere por cortesía. * * * Llegó tarde y el capitán le había esperado, aunque,aparentemente, no por cortesía. —Bueno, Stephen —dijo con expresión malhumorada—, laverdad es que has formado un lío tremendo. En una cortatarde te las has arreglado para ganarte la antipatía oficial yno oficial, la antipatía de todos los sectores. Sufrí lasconsecuencias en cada una de las visitas que he hecho.Dios sabe cuándo la fragata podrá tener los fondoslimpios y estar lista para hacerse a la mar. —Yo también. Al secretario judicial se le había borrado lasonrisa y eludió mis peticiones con una excusa tras otra:que las peticiones había que hacerlas en papel timbrado ytenían que estar firmadas por algún oficial o un juez de paz,que actualmente no había papel timbrado disponible… —Firkins es primo de Lowe y está relacionado con toda latribu de MacArthur. ¿Qué demonios te empujó a atravesarel cuerpo de ese tipo con el sable? —No le atravesé el cuerpo. No le hice casi nada más quepincharle el brazo con que sostenía el sable, que, en miopinión, fue bastante poco. Después de todo, me había

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quitado la peluca de un puñetazo. —Pero, sin duda, él no se acercó a ti y te hizo eso sin queanteriormente hubierais discutido o peleado. —Sólo le dije, en el transcurso de ese horrible banquete,que Banks no quería tener ninguna relación con un hombrecomo MacArthur. Se pasó toda la comida pensando eneso y me atacó cuando bajé la escalinata. —Pero eso no fue como es debido. Si le hubieras matadosin retarle formalmente, sin padrinos, te habría costadocaro. —Si hubiera sido un combate como es debido, no mehabría acercado a él con el fin de darle con la empuñaduraen la cara para pararle en seco. Además, un duelo formalhubiera dado mucho más que hablar y conferido honor aese imbécil. Pero admito que fue lamentable. Lo sientomucho, Jack, y te pido perdón. La comida estaba servida desde hacía algún tiempo, peroKillick estaba tan deseoso de oír lo que decían que no lahabía anunciado. Pero, por los largos años de amistad conel capitán Aubrey, sabía que ahora era inútil esperar quesoltara furiosos reproches o blasfemias, así que abrió lapuerta y dijo: —Ya está la comida, señor, por favor.

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—Este pescado es muy bueno, aunque está tibio —observó Jack al cabo de un rato. —Me parece que es una especie de pargo. Es el mejorpescado que he comido. Algunas cosas son mejorescuando están tibias, como por ejemplo, las patatas nuevasy el bacalao con crema de leche. En efecto, era un pescado excelente, y también lo era elcapón que siguió después y el consistente pudín, pero aundespués que la comida terminó y volvieron a sentarse en lagran cabina, Stephen notó que a Jack no se le habíapasado el enfado, sino todo lo contrario. Los obstáculosoficiales (tan difíciles de salvar en un lugar dirigido por ungobernador nuevo y casi desconocido) le habíandesalentado y pensaba que el causante era Stephen. No obstante, cuando bebieron el coñac Jack se puso depie y cogió un paquete que estaba en una estantería juntoa sus catalejos, y antes de abrirlo dijo: —Puesto que Firkins no quiere atender tus peticiones, iréa hablar con el vicegobernador en calidad de oficial demarina de más antigüedad y de miembro del Parlamentopor Milport. De ese modo obtendremos la informaciónrequerida. Ellos detestan que se hable del asunto en elParlamento o que se envíe una carta a los ministros. —Eres muy amable. Además, hay varios miembros de latripulación que tienen parientes aquí y habría preguntado

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por ellos también si hubiera sido oportuno. Aquí están laslistas. Y si puedes incluir a Padeen en una de ellas,estupendo. Su nombre es Patrick Colman. Pero, por favor,Jack, espera un día o dos. —Muy bien —repuso Jack, cogiendo los papeles—. Lediré a Adams que las copie. Aquí tienes los documentosoficiales que llegaron vía Madrás —añadió, dándole elpaquete—. Mis instrucciones son proseguir el viaje loantes posible de acuerdo con las órdenes que me dieronlos lores del Almirantazgo y las indicaciones que me hizoel consejero para este asunto. Y tengo que entregarte estacarta y una nota de la señora Macquarie. Creo que es unamujer encantadora. — ¿Verdad que sí? —convino Stephen—. Discúlpame,pero quiero leer esta carta con el sello negro. Se sentó en su cabina con el libro de códigos concubiertas de plomo a un lado, pero antes de abrirlo leyó lanota. En ella la señora Macquarie le presentaba susrespetos con aroma de lavanda. Decía que el señorHamlyn le había contado que el doctor Maturin quería queella le aconsejara qué hacer con dos niñas huérfanas, queestaría en su casa entre las cinco y las seis y que, si eldoctor Maturin no estaba comprometido, con mucho gustole daría la poca información que tenía. La letra, la ortografíay la bondad de su excelencia le recordaban a Stephen lasde Diana. Dejó a un lado la nota sonriendo y cogió la carta

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con el sello negro. Al descifrarla obtuvo los nombres devarios hombres más que en Chile y Perú estaban a favorde la independencia y se oponían a la esclavitud, con losque era recomendable ponerse en contactodiscretamente. Y vio con gran satisfacción que entre ellosestaba el obispo de Lima. Dentro del sobre había otracarta, una carta personal del jefe del Servicio SecretoNaval, sir Joseph Blaine, que no requería decodificación, yel corazón le brincó en el pecho. Mi querido Stephen (puesto que me ha hecho el honor depermitirme llamarle por su nombre de pila): Sentí una gran emoción al recibir la carta que me enviódesde Portsmouth, una carta halagadora porque era lamayor prueba de confianza que alguien puede dar, unpoder para sacar todo el dinero de la cuenta que tenía enun banco cuyos servicios consideraba insatisfactorios ydepositarlo en el de Smith y Clowes. Y con mayor emoción le digo que no pude cumplir susdeseos, pues, a pesar de que la carta estaba escritaimpecablemente, sólo estaba firmada con el nombreStephen. Terminaba: «Se despide de usted, mi querido sirJoseph, su afectísimo y más humilde servidor, Stephen». El propósito de la carta estaba muy claro y el banquero demás edad lo admitió, pero dijo que el banco no podíahacer nada. Pedí consejo a dos abogados y los dos

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coincidieron en que la postura del banco era inatacable. Eso me dio mucha rabia, pero aún no había pasadomucho tiempo cuando la rabia disminuyóconsiderablemente al oír la noticia de que el banco deSmith y Clowes había presentado suspensión de pagos.Poco después fue a la bancarrota, como muchas otrasentidades rurales, por desgracia, y los acreedores notienen esperanzas de recuperar ni seis peniques por libra.En contraste, el banco que le ofrecía serviciosinsatisfactorios fue fundado desde hace mucho tiempo yes más estable. Además, sus dueños gozan de laconfianza de la City y han salido de la crisis fortalecidos y,si cabe, más ricos. Por eso su fortuna, aunque cuidada porpersonas rudas y descorteses, se encuentra intacta en sussótanos y tal vez, ¿quién sabe?, haya aumentado. Puedoasegurarle que a partir de ahora sus órdenes sobreanualidades, suscripciones y otras cosas se cumpliránestrictamente. Le doy la enhorabuena por eso y medespido, mi querido Stephen. Su afectísimo (aunque desobediente) y humilde servidor, Joseph P.D. Si por casualidad pasa por un manglar y encuentraalgún ejemplar (aunque sea insignificante) del Eupatoringens, por favor, piense en mí.»

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Pasó algún tiempo antes que pudiera distinguir lo quesentía, cuál era el sentimiento que prevalecía entre tantos ytan confusos. Experimentaba satisfacción, desde luego,pero también una especie de rebeldía contra ella y contrala turbación de su mente, que había alcanzado laserenidad. Además, le daba rabia que las manos letemblaran. Reflexionó unos momentos sobre los diferentesniveles de credulidad. La fortuna que había heredado y quesiempre le había parecido desproporcionada y poco dignaestaba, después de todo, intacta, pero ahora era sólo unconjunto de oscuras cifras en un libro que estaba en lasantípodas de Sidney. ¿Hasta qué punto su existencia o sufalta había afectado su mente más allá de la superficie?Cuando la corriente de sentimientos disminuyó no hastaalcanzar la calma total, pero al menos hasta llegar a unnivel de escasa agitación, le pareció que, en general,fueran cuales fueran las desventajas, era mejor ser ricoque pobre pero tener una fortuna propia, como aquelasombroso hombre de Goldsmith. Y estuvo a punto deañadir «y probablemente es mejor ser saludable que estarenfermo, diga lo que diga Pascal», cuando se dio cuentade que las fuertes emociones del día anterior y delpresente habían acabado con la exasperación, lasomnolencia y el deseo de fumar que sentía últimamente. —A pesar de todo, me daré el gusto de fumarme un puromientras voy al palacio del Gobierno —dijo cuando sepuso la que era casi su mejor chaqueta.

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Cuando caminaba por el muelle, después que una fragantenube pasó despacio ante él, pensó: «Satisfacción eincluso alegría, pero no febril exaltación». No obstante,después de pasar en un corto recorrido junto a tres gruposde hombres encadenados entre sí, varias figuras sincadenas que llevaban ropa basta marcada con una granpunta de flecha y algunas lamentables prostitutas, casi nosentía alegría. Pero luego vino a su mente la explicación delo ocurrido con la carta enviada a sir Joseph, y recordóclaramente la inusual pero agradable familiaridad con quesir Joseph le trataba en su carta, cuando se detuvo unmomento para contemplar Port Jackson, donde unbergantín local de unas doscientas toneladas preparadopara salir del puerto estaba al pairo, con varias lanchasmuy cerca por barlovento y con humo saliendo de lasportas en medio de la indiferencia general. La explicaciónera que, después de copiar tediosamente el podernotarial, había centrado su atención en una nota que casihabía acabado de escribir a Diana, la que seguramentehabía firmado como S. Maturin mientras que había dejadoStephen para la de sir Joseph. En el jardín del palacio del Gobierno había uno de los máspequeños canguros y Stephen lo observó desde laescalinata hasta las cinco menos diez, cuando entregó unatarjeta con su nombre y le hicieron pasar a una sala deespera. La señora Macquarie no fue puntual, y en esotambién se parecía a Diana. Por fortuna, las ventanas

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daban al jardín donde estaban el canguro y varios gruposde papagayos de color azul verdoso muy pequeños y concola muy larga, y Stephen permaneció allí sentado,tranquilo y alegre, observándolos bajo una luzextraordinaria. Entonces pensó: «Esa claridad se debe, almenos en parte, a que muchos de los árboles tienen lashojas con las puntas hacia arriba, por lo que hay pocasombra. Eso da un aspecto desolado a la tierra e inclusoal cielo». La puerta se abrió, pero en vez de un sirviente entró lapropia señora Macquarie con el pelo un poco alborotado.Stephen se levantó, hizo una inclinación de cabeza ysonrió, pero con timidez, porque no sabía si a ella lehabían contado su pelea con Lowe antes de escribirle.Pero su amable sonrisa y sus disculpas por su retraso letranquilizaron y después de reflexionar un momento,recordó que ella, también como Diana, había pasadomuchos años en la India, donde los oficiales blancos, quecomían en exceso, soportaban un sofocante calor y eranarrogantes, se peleaban tan a menudo que una simpleherida apenas llamaba la atención. Ella escuchó atentamente lo que Stephen tenía que decirley luego preguntó: — ¿Son hermosas? —No, señora —respondió Stephen—. Son delgadas, decolor negro mate, de ojos pequeños y no tienen ninguna

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color negro mate, de ojos pequeños y no tienen ningunagracia. Pero, por otra parte, creo que son niñas de buenossentimientos, que sienten mucho afecto la una por la otra ypor sus amigos y que al menos tienen talento para laslenguas, pues ya hablan muy bien el inglés y usan unavariante con los marineros y otra con los oficiales. — ¿Y no ha pensado en llevárselas a Inglaterra? —Nacieron casi en la línea del ecuador y no me atrevo allevarlas por el cabo de Hornos hasta unas islas tan frías,húmedas y con tanta niebla como las nuestras. Si pudieraencontrarles un hogar aquí, con mucho gusto lasmantendría y les asignaría una dote. —Si pudiera verlas, sería más fácil para nosotrosencontrar una solución al problema. ¿Tendrá tiempo paratraérmelas mañana por la tarde? —Naturalmente, señora —respondió Stephen, poniéndosede pie—. Le agradezco infinitamente su amabilidad. Cruzó el jardín en dirección a la verja y el canguro se leacercó caminando torpemente en cuatro patas y luego sedetuvo, le miró a la cara y dejó escapar un débil berrido.Pero como Stephen no tenía nada que darle y el cangurorechazó su caricia, se separó del animal, que le siguió conla mirada hasta que llegó a la verja. Preguntó al rígido centinela cómo llegar al hotel Riley, peroel hombre no respondió, sino que adoptó una expresión

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adusta y se puso más rígido aún. Entonces salió el guarday dijo: —Si le contestara, señor, si contestara a cualquiera que nofuera un oficial del Ejército, mañana tendría la camisaensangrentada, ¿no es cierto, Jock? Jock guiñó un ojo sin mover la cabeza y mucho menos elcuerpo y el guarda prosiguió. — ¿El hotel Riley, señor? Siga derecho y luego doble a laizquierda. Está antes de la primera casa de ladrillo queencontrará. Stephen le dio las gracias y le bendijo, ya que susindicaciones eran precisas. El paseo fue triste, pues vio amuchos presos con los sucios uniformes de la prisión,unos mirando al vacío y otros con una expresión malévolao melancólica, y también a muchos de sus guardianes, quea pesar de encontrarse en su misma penosa situación deesclavos al menos podían dar patadas a los menosafortunados de vez en cuando; sin embargo, se alegrócuando el coronel MacPherson y otro oficial del 73°Regimiento le saludaron risueños al pasar por su lado ytodavía más cuando vio a Martin en el lugar de la cita, quecualquiera podría tomar por una taberna situada en uncruce de caminos cerca de la ciénaga de Alien de no serpor la ausencia de lluvia y barro a su alrededor y lapresencia de tres tipos de papagayos salvajes sobre eltecho medio hundido y de una amplia variedad de

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techo medio hundido y de una amplia variedad depapagayos domesticados enjaulas o en repisas en elinterior. Martin todavía estaba junto a una lúgubre cacatúaenvolviéndose en el pañuelo el dedo que le había picado. —Paga usted un alto precio por su experiencia —dijoStephen, observando cómo la sangre traspasaba elpañuelo. —No debí haber retirado la mano tan deprisa —replicóMartin—. El pobre ave se asustó. El pobre ave se pasó la negra lengua por el borde del picoy calculando la distancia que les separaba con unamalévola mirada, por lo que parecía posible otraembestida. — ¿Nos vamos? —preguntó, mirando su reloj—. Es casi lahora. —Debemos tomar algo en la taberna —le informóStephen. Se sentó junto a un conjunto de objetos puestos allí con laintención de que los compraran los marineros visitantes:hermosos cascarones de huevos de emú de color verde,hachas de piedra de los aborígenes, lanzas apoyadascontra la pared y una pieza de madera plana y en forma deángulo que parecía un enorme acento circunflejo cuyosvértices distaban dos pies.

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— ¡Tabernero! —gritó—. ¡Tabernero! ¿Me oye? El tabernero llegó secándose las manos en el delantal. — ¿No les atendió una joven, caballeros? Ambos negaron con la cabeza. —Estará arriba con un militar por mil libras. ¿En quépuedo servirles, sus señorías? — ¿Qué tiene ligero y fresco? —preguntó Stephen. —Bueno, señor, tengo río Parramatta, que es ligero yfresco, en ese cubo cubierto por una lona, y voy a sacar ungalón de mi propio whisky, una bebida delicada donde lashaya. A esta hora del día, mezclados los dos en laproporción justa forman una bebida ligera y frescacomparable al mejor champán. —Entonces tenga la amabilidad de traerme una pinta delprimero y un vaso pequeño del segundo —pidió Stephen—. Pero antes de irse, haga el favor de decirme para quése usa este objeto de madera parecido a una cimitarra ouna hoz. —Esto, señor, es, por decirlo así, un juguete de losaborígenes, puesto que ellos sólo lo usan para jugar. Losujetan por un extremo y lo lanzan de manera que dévueltas como una girándula, y cuando ha recorrido unas

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cincuenta yardas se eleva, da la vuelta y vuelve a la mano.Había un aborigen que solía hacer una demostración porun trago de ron y eso fue su ruina. —Así que uno lo lanza y luego vuelve sin rebotar —dijoMartin, que no podía entender fácilmente el fuerte acentode Munster. —Comprendo que le resulta difícil de creer, señor, y lo essi uno no ha visto hacerlo. Pero piense, señor, que está enlos antípodas, que está cabeza abajo, igual que unamosca en el techo. Todos estamos cabeza abajo, lo quees mucho más raro que un cisne negro o un palo queregresa volando a la mano. Cuando se bebieron el whisky, reanudaron la marcha yMartin explicó: —Tiene razón. En muchos aspectos este mundo esopuesto al nuestro. Diría que es tan diferente de él como elHades de la Tierra, si no fuera por la intensa luz. ¿No leparece deprimente el constante ruido de cadenas y laomnipresencia de hombres sucios, harapientos y tristes aquien debemos considerar criminales? —Sí, y si no fuera por la posibilidad de recorrer el interiordel país, estaría remando por el inmenso puerto en miesquife o a bordo de la fragata, clasificando miscolecciones y examinado cuidadosamente las suyas. Perocreo que me deprime aún más la tremenda crueldad de los

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opresores. Se detuvieron antes de cruzar el camino trillado ypolvoriento para dejar pasar a dos grupos de hombresencadenados, uno para un lado y el otro para el ladoopuesto, y en ese momento tropezó con ellos una jovenborracha, desgreñada y con el pecho descubierto, unajoven hermosa a pesar de tener la cara llena demoretones. — ¿No ven por dónde andan, malditos cabrones? QueDios les castigue… Los presos pasaron; ellos cruzaron la calle y les siguieronlos insultos de la joven, cada vez más ofensivos, muchopeores que los que se oían en el castillo. Anduvieron en silencio durante algún tiempo y luego Martinseñaló: —Ésta es la casa de Paulton. Fue el propio Paulton quien les abrió la puerta y les dio labienvenida. Era un hombre alto y delgado y llevaba unasgafas pequeñas con montura de acero y cristales gruesosque no parecían apropiadas para él, porque unas vecesmiraba a través de ellas y otras por encima. A menudo selas quitaba y las limpiaba con el pañuelo, y ese gestonervioso era uno de los tantos que hacía. Eraverdaderamente un hombre nervioso, pero también, en

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opinión de Stephen, inteligente y amable. — ¿Les apetece un poco de té? —propuso después delos habituales preliminares—. En este clima tan seco enque se forma tanto polvo, me parece que el té caliente esmejor que cualquier otra cosa. Ellos hicieron murmullos de aprobación y agradecimiento,y poco después llegó una anciana con la bandeja con el té. —Le agradezco que haya tenido la amabilidad de venir,señor —dijo Paulton, sirviéndole una taza—. Me ha dichoMartin que usted ha escrito muchos libros. —Sólo he escrito sobre medicina y algunos elementos dehistoria natural. —Si me permite, señor, quisiera hacerle una pregunta:¿Puede escribir en la mar, o tiene que esperar aencontrarse en un lugar aislado y tranquilo en el campo? —He escrito mucho en la mar —respondió Stephen—,pero a menos que haya calma suficiente para que la tintano se salga del tintero, espero a bajar a tierra para escribirlargos tratados o artículos, a encontrarme en un lugaraislado y tranquilo en el campo, como dice usted. Pero,por otra parte, el ajetreo de un barco no me impide leer. Sitengo en el farol una vela que dé buena luz y tapones decera en los oídos, leo muy a gusto. Y la soledad de micabina, el movimiento del coy, las lejanas órdenes y sus

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respuestas y los ruidos de las maniobras me hacendisfrutar aún más. —Me he puesto tapones de cera, como usted —dijo Martin—, pero me dan miedo. Tengo miedo de que griten «¡lafragata se hunde, se hunde! ¡Todo está perdido! ¡Lafragata no puede mantenerse a flote!» y que no lo oiga. —Siempre fuiste miedoso, Nathaniel —observó Paulton,quitándose las gafas y lanzándole una mirada afectuosacon sus ojos miopes—. Recuerdo que cuando eraspequeño te asustaba asegurándote que yo, en realidad,era un cadáver habitado por un fantasma de abundantepelo cano. Pero supongo, señor, que leerá libros demedicina, historia natural e historia, pero no novelas niobras de teatro. —Leo novelas con mucha frecuencia, señor —explicóStephen—. Considero las novelas, las buenas novelas,parte importante de la literatura, porque nos hacen conocerel alma y la mente humanas mejor que casi todos losdemás géneros, más detallada y profundamente y conmenos dificultades. Si no hubiera leído las obras demadame de La Fayette, del abate Prévost y del hombreque escribió Clarissa, esa extraordinaria hazaña, seríamucho más pobre de lo que soy. Y seguro que después dereflexionar un momento podré añadir muchos otrosautores. Martin y Paulton añadieron inmediatamente muchos más, y

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Martin y Paulton añadieron inmediatamente muchos más, yPaulton, que hasta entonces había sentido bastantetimidez y nerviosismo, estrechó la mano a Stephendiciendo: —Admiro su juicio, señor. Pero, ¿se le olvidó el nombre deRichardson cuando habló de Clarissa? —No. Sé que el nombre de Samuel Richardson está en lapágina de créditos, pero antes de leer Clarissa Harlowe leíGrandison, por el cual ha habido muchas protestas contralos editores irlandeses por su innoble comportamiento, yaque no respetaron los derechos de autor. Fue escrito porun comerciante que sabía mucho de contabilidad y esindudable que Richardson es el autor, pero, en mi opinión,Clarissa, con su prosa delicada, fue escrito por otra mano.El hombre que escribió la carta no pudo escribir el libro.Richardson, como usted sabe, por supuesto, era íntimoamigo de otros impresores y editores de la época, y estoyconvencido de que alguno de sus deudores,probablemente encarcelado en Fleet o Marshalsea,escribió el libro. Los otros dos asintieron con la cabeza, pensando queellos también se habían alojado en la morada de losescritorzuelos. —Después de todo, los gobernantes no escriben suspropios discursos. Después de una pausa bastante solemne, Paulton pidió

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más té. Y mientras lo bebían siguieron hablando de lasnovelas, del proceso de escribirlas, del hecho de que unescritor podría ser muy fecundo y de repente,inexplicablemente, volverse estéril. —La última vez que estuve en Sidney estaba seguro deque podría terminar el cuarto volumen de la novela encuanto regresara a Woolloo-Woolloo. Es que mi primo y yonos turnamos para vigilar al capataz, ¿sabe? Pero lassemanas pasaron y no pude escribir ni una palabra que noborrara a la mañana siguiente. —Por lo que veo, el campo no le sienta bien. —No, señor, en absoluto. Sin embargo, le daba un granvalor cuando estaba en Londres, distraído por cientonterías y por cosas de la vida cotidiana y apenas teníados horas para dedicarlas a mis propios asuntos al finalde la noche, cuando ya no servía para nada. Me parecíaque no podría encontrar más tranquilidad en el campo queen Nueva Gales del Sur, en un lugar aislado de NuevaGales del Sur donde no llegan el correo ni los periódicos nihay inoportunos visitantes. — ¿Y no es así en Woolloo-Woolloo? —Allí no llegan el correo ni los periódicos ni hay visitantesinoportunos, desde luego, pero tampoco hay campo. Nohay campo como lo concebía yo y como me parece que loconciben otras personas, no hay nada que se pueda llamar

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rural. Imagínese cabalgar desde Sidney por una llanura decolor pardo, por un terreno pedregoso cubierto de espesahierba y arbustos y salpicada de melancólicos árboles.Nunca pensé que un árbol podía ser feo hasta que vi uneucalipto. También hay otros parecidos, con hojas gruesasy opacas y enormes tiras de corteza colgando, comomarcas de una especie de lepra vegetal. Cuando uno dejaatrás los pocos asentamientos y caminos de ovejas quehay, el camino se estrecha y pasa por entre un conjunto dearbustos de color gris verdoso y polvorientos, nuncaverdes ni limpios, y hay vastas áreas donde los aborígeneslos han arrancado o los han quemado y ahora estánnegros. Y debí haber dicho que están siempre iguales, quenunca pierden las hojas ni parece que les salgan nuevas.Más adelante el camino bordea raquíticas lagunas dondelos mosquitos son mucho peores y luego por fin, asciendepor entre arbustos más bajos. Desde la cuesta puedeverse un río que en algunos lugares es una corriente y enotros, la mayoría, se convierte en charcos diseminados porel valle. Al otro lado se encuentra Woolloo-Woolloo, conuna sencilla casa en medio del desierto; a la izquierdaestá el terreno vallado donde viven los presos y junto a él lacasa del capataz; mucho más hacia el interior apenaspuede distinguirse la casa de Wilkins, el único vecino. Escierto que los presos despoblaron la ribera más lejana ysembraron trigo, pero parece una especie de cicatrizcomercial en vez de un campo sembrado y, de todasformas, apenas cambia la enorme extensión de terrenoinsípido, monótono, descolorido, deshumanizado, primitivo

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y estéril que se extiende al frente y a la izquierda de uno. Elrío tiene un nombre aborigen muy largo, pero le llamoEstigio. —Ese retiro campestre parece muy triste —dijo Stephen—. Y Estigio tiene horribles connotaciones. —Ninguna demasiado horrible para Woolloo-Woolloo,señor, se lo aseguro. En Hades no había ningún triánguloinstalado permanentemente, como en la plazuela deWoolloo-Woolloo y la de la finca de Wilkins. Y aunque estáprohibido que un hombre azote a los sirvientes que le hanasignado, como mi primo y Wilkins son magistrados, cadauno puede azotar a los sirvientes del otro. Además, enHades la gente tenía compañía, aunque no fuera mucha, ypodía conversar un poco al menos; en Woolloo-Woolloo,en cambio, uno está completamente solo. El capataz es unhombre rudo que sólo piensa en los beneficios queobtendrá de la tierra, la cantidad de arbustos que hay quetalar y la cosecha que Stanley va a llevar en el bergantínhasta Sidney. Y como me dijo que sólo debía hablar conlos presos para darles órdenes, aunque los negros conquienes me encuentro a veces en nuestra playa ocaminando por la ribera del río son bastante amables,hasta tal punto que con frecuencia muchos me han untadolos brazos con un aceite extraído de peces muertos pararepeler los mosquitos, un aceite que ellos se echan entodo el cuerpo, y uno me dio un pedazo de ocre, noslimitamos a cruzar cuatro palabras. Así que, como ve, no

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puedo conversar. Mi retiro campestre no es diferente allugar aislado y solitario adonde se retiró Bentham. Aunque,sin duda, hay autores que pueden escribir un espléndido eimpresionante final para sus novelas cuando están en unlugar aislado y solitario, no soy uno de ellos, a pesar deque Dios sabe que necesito desesperadamente un final. —El panorama que pinta usted de Nueva Holanda essombrío, señor. ¿No hay compensaciones?, ¿no hay aveso fieras o flores? —Me han dicho que nuestra finca está en una de laspartes menos favorecidas del país, señor. Tiene pocosanimales de caza, y esos pocos los caza furtivamente ungrupo de hombres que se fugaron de la prisión y lograronhacerse amigos de los aborígenes que viven más allá delos arbustos situados al norte. Pocos animales de caza…Si bien es cierto que me han dicho que algunos emúes hanpasado por nuestro camino, nunca los he visto. Tampocohe visto las cacatúas ni los papagayos más que comomanchas borrosas, porque soy miope. En verdad, nopuedo apreciar las cosas hermosas de la naturaleza,aunque sí las feas: oigo las estridentes voces de las aves ysiento las innumerables picadas de los mosquitos, queconstituyen una plaga aquí, sobre todo después de laslluvias. —En cuanto a los finales, ¿creen que son muyimportantes? —preguntó Martin—. A Sterne le fue bien sin

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uno. Además, a menudo los cuadros inacabados son másinteresantes porque tienen una parte del lienzo en blanco.Recuerdo que Bourville definía la novela como una obra enque la vida fluye y da vueltas sin pausa ni, por decirlo así,un fin, un fin definido. Al menos uno de los cuartetos deMozart termina sin ceremonias, y resulta muy agradablecuando uno se ha acostumbrado a oírlo. —Hay otro francés de cuyo nombre no puedo acordarmeque dice algo aún más apropiado: la bêtise c'est de vouloirconclure. El final convencional, en el que se premia la virtudy se atan todos los cabos sueltos, es a menudoescalofriante, y los tópicos y falsedades que incluyetienden a contaminar lo que se ha escrito antes, aunquesea excelente. Muchos libros serían mejores sin el últimocapítulo o sólo con una breve información sobre eldesenlace en tono desapasionado, casi indiferente. — ¿De verdad piensan eso? —preguntó Paulton, mirandoalternativamente a uno y a otro—. Quisiera creerles, sobretodo porque la narración ha llegado a un punto en que…Nathaniel, te ruego que la leas, si no te importa. Si creesque realmente queda bien sin redoble de tambores o sime das alguna idea para escribir un buen final, mealegraré mucho porque podría escapar de este desoladolugar lleno de crueldad y corrupción. —La leeré con mucho gusto —dijo Martin—. Siempre mehan gustado tus obras.

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—El manuscrito lo está copiando el escribiente delgobernador, pues ya sabes cómo es mi letra, Nathaniel. Lacorrupción tiene utilidad, a pesar de que la condeno. —Entonces, ¿no le permiten copiar? —Naturalmente, no tanto como está copiando para mí. Esla mejor pluma de la colonia y trabaja permanentementepara el Gobierno, redactando documentos de traspaso yrenta de propiedades, pero hasta que no termine con mimanuscrito no presentará ni uno solo para que lo lacren.Antes era un falsificador y cuando está sobrio y encuentrael papel apropiado, puede hacer los mejores billetes delBanco de Inglaterra falsos. — ¿Hay mucha corrupción en la colonia? —Aparte del nuevo gobernador y los oficiales que llegaroncon él, diría que lo toca todo. En las capas más bajas de laadministración, por ejemplo, todos los empleados sonpresos, muchos de ellos muy educados, y a condición deque uno sea bastante discreto, hacen lo que uno les pida. — ¡Ah! —exclamó Stephen—. Se lo preguntaba porquevarios de los tripulantes de la Surprise tienen amigos quefueron deportados y fui a ver al secretario penal parapreguntarle por ellos, pero me di perfecta cuenta de que noquería darme ninguna información. Y aunque el capitánAubrey, que tiene mucha más autoridad, podría obligarle ahacerlo, temo que su intervención perjudique a los presos.

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—Con un tipo como Firkins estoy seguro de que sí. Laforma más simple y menos perjudicial es dirigirse a uno delos empleados que trabajan en el registro. El mejor esPainter. Es un hombre astuto e inteligente y nos asignódos o tres pastores y algunos auténticos labradores, rarasaves en un conjunto formado principalmente porpecadores de las ciudades, reemplazándolos por otros. — ¿Cómo debo abordarle? —Como es un hombre en libertad condicional, no serádifícil. Si le deja un recado en el hotel Riley, se encontrarácon usted en un lugar discreto. Pero sería más prudenteque no fuera usted mismo, porque hay muchosinformadores por ahí y su pelea con Lowe ha provocadoque todo el grupo del distrito de Camden le tengaanimadversión, lo que podría tener malas consecuenciaspara usted. Si a bordo de la fragata no hay nadieadecuado, iré yo mismo. —Es usted muy amable, señor, en verdad muy amable,pero me parece que tengo al hombre adecuado. Aun así,si me equivoco, ¿podría venir a verle de nuevo? De todosmodos, me gustaría venir siempre que usted esté libre. * * * —Una de las muchas cosas que me gusta de su amigo es

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que no es más santo que usted o, por lo menos, que yo —dijo Stephen mientras miraba hacia las oscuras aguas dela bahía de Sidney—. Aunque, obviamente, es un hombrevirtuoso, no se horroriza por un leve pecado. ¿Puededistinguir el embarcadero? Voy a dar un grito. ¡Eh, la falúa!¡Hola! ¡Enciendan alguna luz, malditos cerdos! —Si seguimos adelante, tan cerca de la orilla como seaposible, creo que con el tiempo lo encontraremos. Megustaría no haber rechazado la proposición de Paulton deacompañarnos con un farol. La teoría era acertada, pero como la noche eraextremadamente oscura porque no había estrellas niindicios de que saldría la luna, la pusieron en práctica conlentitud, vacilación y angustia hasta que les alcanzó ungrupo de compañeros de tripulación de permiso que aúnestaban casi sobrios y llevaban eslabones en las manos. —Allí está, señor —dijeron—. Está justo frente al muelle, laacercamos con una espía cuando cambió la última marea.¿No la reconoció, señor? El doctor no reconoció la fragata. La noticia se difundió hasta el final del grupo y una distantevoz exclamó: —Los doctores están tan ebrios que no reconocieron lafragata, ¡ja, ja, ja! Después Stephen, cuando estaba en el pasamanos, se

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dijo: «Y pensar que no reconocí mi propia fragata». Peroentonces recordó con pena que la Surprise yano era suyay pensó: «¿Qué importa eso? Los distintos tipos defelicidad no pueden compararse». Luego entró en lacabina y se detuvo un momento parpadeando a causa dela luz. Jack estaba sentado en su escritorio con varios montonesde papeles delante y no parecía muy contento, perolevantó la cabeza, sonrió y le saludó a su modo: — ¡Ah, estás aquí, Stephen! —Pareces viejo y cansado, amigo mío —dijo Stephen—.Saca la lengua —añadió y, después de examinarla,continuó—: Aún no te has recuperado de la plétora. —Lo que tengo es una plétora de malditos oficiales —replicó Jack—. He encontrado obstáculos en cadacondenada vuelta que he dado. Nadie sabe cuándoregresará el gobernador Macquarie y, por desgracia, elvicegobernador estuvo a las órdenes de mi padre. No séqué sería de mí sin Adams, pero sólo puede solucionar loreferente a pequeñas reparaciones y necesidades, ynecesito mucho más que eso y muy rápido, comorequieren las órdenes que recibí. —Adams tuvo mucho éxito en Java —dijo Stephen—. Contu permiso, quisiera pedirle que hiciera en mi nombre unintento de corrupción, pero de poca importancia. Martin y

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yo fuimos a ver a un amigo suyo, un afable caballero quevive aquí desde hace algún tiempo y que me aseguró quela corrupción en la administración es generalizada. Me dioel nombre de un empleado a quien podríamos pedirinformación sobre Padeen y los hombres y mujeres de laslistas que te entregué, y me parece que Adams es elhombre indicado para hacer la solicitud. Consultaron a Adams después del desayuno al díasiguiente y opinó lo mismo. —Sin falsa modestia, señor —empezó—, creo que no haynadie en la Armada mejor preparado para llegar a unacuerdo amistoso o, por decirlo así, a un arreglo, que losescribientes de capitanes con más experiencia. Han vistotodos los colores del arco iris, no tienen nada que perder yson difíciles de engañar. ¿Cuánto pensaba dar poraveriguar el paradero de estos hombres, mejor dicho, ellugar de destino, como se le llama en las regulaciones? —Me ha cogido desprevenido, señor Adams. ¿Cree queun johannes es suficiente? — ¡Qué Dios le bendiga, señor! Un johannes vale cuatrolibras aquí. Por lo que he visto, creo que un buen preciopara empezar sería un galón de ron o de lo que estospobres diablos llaman ron. No debemos estropear elmercado dando monedas de oro a diestro y siniestro. —Estoy convencido de que tiene razón, señor Adams.

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Pero, por favor, sea generoso para que Painter noescatime el tiempo que dedicará a obtener informaciónsobre Colman. Era ayudante de cirujano, como me pareceque le he dicho, y le aprecio mucho. —Muy bien, doctor. Haré cuanto esté en mi mano. ¿Puedoofrecerle más de dos galones si es muy difícil; si, porejemplo, Painter tiene que pedir ayuda a otrosempleados? — ¡Por supuesto! Ahóguele en ron si es necesario. Peroprimero tengo que traerle dinero para comprarlo y un parde monedas de gran valor por si necesita algo. Leaseguro, señor Adams, que en este caso no me importaríagastar un sombrero lleno de monedas de gran valor. En la media cubierta se encontró con Reade, a quienpidió: — ¡Oh, señor Reade, amigo mío, dígame si Bonden se fuecon el capitán. —No, señor —respondió Reade—. Está ayudando aJemmy Ducks a hacer la ropa de Sarah. ¿Quiere que levaya a buscar? — ¡Oh, no! —exclamó Stephen—. Quiero ver cómo estáquedando. Estaba quedando muy bien, pues Bonden era el tripulante

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de la fragata con más habilidad para coser. En esemomento, con la boca llena de alfileres, estaba probandoun vestido recto de dril, apropiado para ir al palacio delGobierno, a Sarah, que estaba muy quieta y rígida comoun palo, mientras que Jemmy Ducks, que sabía más delcomportamiento y la vida mundana, enseñaba a Emily ahacer una reverencia. —No se preocupen por mí —dijo cuando entró en laoscura cabina—. Continúen. Pero, Bonden, quisiera quecuando estés libre vengas a ayudarme al pañol dondeguarda sus pertenencias el capitán. —Sí, señor —murmuró Bonden casi ininteligiblemente. Y las niñas esbozaron una tímida sonrisa. El pañol donde el capitán guardaba sus pertenencias teníavarias de esas esquinas geométricamente imposibles queabundaban en los barcos, y en una de ellas, encerrada enun baúl de madera gruesa guarnecido con piezas de hierroy atado a varios cáncamos, estaba la tangible fortuna deStephen, cierta cantidad de monedas de oro, muchas másde plata y algunos billetes del Banco de Inglaterra, queestaban metidos en un cofre más pequeño, también demadera, guarnecido con piezas de hierro y cerrado conllave. Mientras esperaba allí por Bonden, se le ocurrió quelas ratas, acometidas de frenesí por las privaciones,también podían haber perforado ese cofre.

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Entonces pensó: «Sin duda, habrán dejado las monedasde oro y plata. No obstante, haré el tonto si al abrirencuentro un cómodo nido de trocitos de papel con variascrías rosadas dentro. Eso fue lo que pasó en Ballynahinch,me acuerdo muy bien, pero con las listas de la lavandería». —Señor, si se mueve un poquito hacia popa, podrédesatarlo —dijo Bonden—. No, señor, hacia popa. Todo estaba bien. Las ratas habían desdeñado el cofredonde estaba la fortuna y, por suerte, los elegantes billetesdel Banco de Inglaterra, hechos del único papel monedaque, en su opinión, tenía aspecto de valer dos peniques,se habían mantenido o se habían vuelto otra vez crujientes,como en su estado original. Cuando estaba contándoloscon cierta voluptuosidad (alejando el fantasma de suantigua pobreza), Oakes bajó y anunció: —Hay un caballero preguntando por usted en el alcázar,con su permiso, señor. — ¿Un civil o un militar, señor Oakes? —Un civil, señor. Era el señor Paulton, que le devolvía la visita. Stephen lellevó a la cabina, mandó a buscar a Martin y los tresestuvieron sentados bebiendo vino de Madeira hasta queregresó Jack, agotado, polvoriento y deseoso de comer.Jack invitó enseguida al señor Paulton.

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—En la Armada seguimos comiendo a horas extrañas, alas que ya no se acostumbra comer, pero me gustaríamucho que nos hiciera el honor de acompañarnos. —Sí, por favor —rogó Stephen—. Como es viernes,cogimos una abundante redada de peces. —Han invitado al desharrapado caballero —comunicóKillick a su ayudante—, así que avisa al cocinero. Paulton estaba turbado. Dijo que si hubiera sabido cuáleseran las costumbres de la Armada, nunca habría ido ahacer una visita a esa hora, y que no era su intenciónmolestar. Pero con el tiempo dejó a un lado sus escrúpulos. Lacomida fue muy agradable para todos, pues como tantostripulantes estaban de permiso, no había más invitados, ypudieron hablar abiertamente de música (por lo quedescubrieron que compartían la admiración por loscuartetos de cuerda de Haydn, Mozart y Dittersdorf) y deNueva Gales del Sur, que Paulton, obviamente, conocíamejor que los demás. —Puede que sea un país con mucho futuro, pero en elpresente no tiene más que pobreza, delincuencia ycorrupción. Puede que ofrezca un futuro a personas comolos MacArthurs y los pioneros, hombres infinitamente duroscapaces de soportar la soledad, la sequía, las

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inundaciones y una tierra generalmente poco fértil; sinembargo, no es más que un desolador desierto para lamayoría de sus habitantes, que buscan refugio en labebida o en la crueldad hacia los demás. Hay másborrachos aquí que en ninguna parte, y en cuanto a losazotes… En ese momento pensó que tal vez había habladodemasiado tiempo y guardó silencio durante un rato, perocuando les cambiaron los platos y ellos le preguntaron porWoolloo-Woolloo, describió la propiedad bastantedetalladamente. —Por el momento es como los asentamientos libres de lacosta norte —explicó—, y las partes que aún no se hantalado están como las vio el primer contingente de presosque llegó. Nadie podría tomarla por el Edén, pero si se laconsidera desde ciertos puntos de vista, tiene una sobriabelleza y no carece por completo de interés. Con muchogusto se la enseñaré a fin de mes, cuando regrese parasupervisarla. Aunque el viaje a caballo es muy largoporque uno tiene que bordear numerosas lagunas, no seencuentra a mucha distancia por mar. El bergantín queviene a buscar la lana y el maíz no tarda más de tres ocuatro horas con un viento del sureste favorable. Si mepermiten que les muestre su posición en esa carta marinaque está sobre el asiento próximo a la ventana, verán quela entrada a nuestro puerto es muy amplia. Aquí, marcadopor un asta de bandera y un montón de piedras, está el

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canal por donde entra y sale el agua de nuestra ensenadaprivada cuando cambia la marea y por donde pasa con suayuda el bergantín. Y aquí está la desembocadura del ríoque va hasta la laguna por el terreno donde pastan lasovejas. A menudo se ven canguros entre las ovejas y creoque podría enseñarles el topo de agua, que, según dicen,es muy curioso. Sin duda, también hay innumerablesplantas no descritas. Con mucho gusto les enseñaría ellugar. —Y con mucho gusto iré a verlo si no zarpamos antes defin de mes y la fragata puede prescindir de mí —dijo Jack,a quien principalmente habían sido dirigidas esaspalabras—. Pero si no me es posible, estoy seguro de queal doctor y a Martin les gustaría ir. Pueden coger el cúter encualquier momento. Tan pronto como tomaron el café, sonaron doscampanadas, y entonces Jack se disculpó por tener quemarcharse porque iba con el carpintero al río Parramatta aver algunos palos, pero rogó al señor Paulton que no semoviera. Stephen notó que, a pesar de que el gesto deJack traslucía cansancio y cierta irritación, Paulton leparecía una persona agradable. Cuando Jack se fue, Paulton les habló confidencialmente.Dijo que le daba vergüenza no haberles invitado antes defin de mes, pero que pensaba que su visita antes no seríaagradable. Explicó que su primo Matthews, a pesar de

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tener muchas virtudes, pues era un amo justo, a pesar deque nunca castigaba por tonterías ni por rabia, como suvecino Wilkins, y de llevarse bien con los aborígenes,aunque cogieran una oveja a veces y una tribu de la costaemparentada con ellos tuviera escondido a un grupo depresos fugados, nunca invitaba a nadie ni permitía que ensu casa se tomara nada que no fuera agua o té verde muyflojo. Repitió que tenía muchas virtudes, pero añadió queposiblemente sus enemigos dirían que era algo rígido ypoco sociable. — ¿Está casado el caballero? —preguntó Martin. — ¡Oh, no! —respondió Paulton, sonriendo. —Supongo que habrá muchas aves zancudas en la orillade su laguna —dijo Stephen después de un momento desilencio. —Estoy seguro de ello —respondió Paulton—. Cuandovoy allí a tocar el violín veo a menudo bandadas de avesechar a volar, y es muy probable que sean zancudas.Bueno, les agradezco mucho que me hayan hecho pasaruna tarde agradable, pero tengo que despedirme ya. ¡Ah,una cosa más! —añadió en voz baja—. ¿Es corriente darpropinas en la Armada? —No, no —contestaron los dos a la vez. Como esa era casi la hora en que Stephen debía llevar a

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Sarah y a Emily a ver a la señora Macquarie, sólo Martinacompañó al invitado en el viaje de regreso. Las niñas estaban muy tiesas con sus nuevos vestidos ytenían una expresión grave. Stephen pensó que laspobrecillas tenían menos gracia y parecían más negrasque nunca. —Vamos a ver a una señora muy amable en el palacio delGobierno —explicó en un tono exageradamente alegre—.Es una señora buena y hermosa. Los cuatro subieron la cuesta casi en silencio, Stephencon Sarah de la mano y Jemmy Ducks con Emily. Ytuvieron la mala suerte de encontrarse con dos grupos depresos encadenados. — ¿Por qué están encadenados esos hombres? —preguntó Sarah cuando el primer grupo pasaba lentamentejunto a ellos con gran estruendo. —Porque se han portado mal —respondió Stephen. Cuando se encontraron con el segundo, vieron que unsoldado estaba azotando a un hombre que se había caídoal suelo. Debido a la peculiar condición de la Surprise y asu inusual tripulación, las niñas nunca habían visto azotar anadie a bordo de la fragata, ni siquiera pegarle con unavara como la que usaba el contramaestre o con un cabocon un nudo en el extremo. Las dos se sobrecogieron y se

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agarraron más fuerte, pero no dijeron nada. Stephen teníala esperanza de que los coches (que ellas miraban con losojos desmesuradamente abiertos), los caballos y la genteque pasaba, especialmente los chaquetas rojas, y losedificios las distraerían. Además, señaló con el dedo elcanguro que estaba en el jardín. —Sí —dijeron, pero sin sonreír y sin dirigir al mirada haciadonde señalaba. La señora Macquarie les recibió enseguida. — ¡Cuánto me alegro de veros, queridas niñas! —exclamó, y les dio un beso a cada una cuando les hicieronuna reverencia—. ¡Qué vestidos más bonitos! Un sirviente trajo zumos de fruta y pasteles y Stephen viocon alivio que las niñas estaban menos tensas mientrascomían y bebían. Después que la señora Macquarie dijo aldoctor Maturin que esperaba que un barco de Madrásllegaría muy pronto y le hizo comentarios sobre el viaje delgobernador, se volvió hacia ellas y les habló del orfanato.Les contó que en una parte había muchas niñas de suedad y que jugaban corriendo por un parque lleno deárboles. Las niñas parecían muy satisfechas y aceptaronmás zumo y más pasteles y luego dijeron: —Gracias, señora. Y Sarah preguntó:

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— ¿Tienen vestidos bonitos? —No tan bonitos como los vuestros —contestó la señoraMacquarie—. Venid conmigo y os los enseñaré. Las llevó hasta la cuadra, donde estaba esperando sucoche, y ambas parecían bastante contentas. Stephen, depie junto al pescante, dijo: —Jemmy Ducks o yo iremos a visitaros mañana, así quehasta entonces. Portaos bien. Dios os bendiga. — ¿No vamos a regresar a la fragata? —inquirió Emily, ysu mirada asustada volvió a aparecer. —Hoy no, compañeras —respondió Jemmy Ducks—.Tenéis que ir a ver el orfanato. El coche comenzó a alejarse y las dos se pusieron de pie,y hasta que dobló la esquina estuvieron mirándoles conuna mezcla de miedo, pena y angustia. Los dos bajaron la cuesta casi tan silenciosos como lahabían subido. Sólo Jemmy Ducks, involuntariamente,exclamó: — ¡Y en un país como éste, Dios mío! Stephen se detuvo al llegar a una esquina para orientarsey luego dijo:

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—Jemmy Ducks, aquí tienes un chelín. Avanza unasdoscientas yardas por ahí y encontrarás una tabernadecente donde podrás tomar algo. Prosiguió solo, caminando despacio, estableciendomecánicamente las diferencias entre las aves marinas quepasaban por encima del agua a su izquierda, yrepitiéndose los razonables motivos de su acción. Cuandose los repetía por tercera vez, vio a dos hombres atravesarel camino riendo y enseguida tuvo delante a Davidge y aWest, vestidos con su mejor ropa de bajar a tierra. — ¡Oh, doctor, creo que hemos interrumpido suspensamientos! —exclamó West. —No, en absoluto —le tranquilizó Stephen—. Pero, dime,¿ya ha regresado el capitán? —No, todavía no —respondieron al unísono. Y Davidge añadió: —Pero Adams subía a bordo cuando nos íbamos y nospreguntó por usted. Apenas cinco minutos después que Stephen se sentara enla cabina, Adams llamó a la puerta. —Bueno, señor, he cumplido su encargo —anunció—. Nohace ni diez minutos que dejé al señor Painter. Y cuando

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hace ni diez minutos que dejé al señor Painter. Y cuandovenía para acá me encontré con el pobre Jemmy Ducks, aquien se le notaba en los ojos que había estado llorando.Espero que no le haya pasado nada malo, doctor. —Llevamos a las niñas al orfanato. — ¿Qué? —dijo—. ¿En un país como éste? Bueno… —continuó, tratando de rectificar—. Estoy seguro de quesabe más que yo, señor. Discúlpeme, por favor. Pues,como le decía, hablé con el señor Painter, tal como mepidió, y fue muy amable. Buscó enseguida entre todos losexpedientes, incluidos los de distribución y traslados, perome temo que no le gustarán algunas de las noticias quetengo que darle. —Sacó las listas, cada una sujeta a unmontón de papeles, y las puso sobre la mesa—. Por lo querespecta a los amigos de Slade —prosiguió—, todo estábastante bien. La señora Smailes fue asignada a unhombre que terminó su condena, un emancipado, comodicen aquí. Estaba establecido en un lugar donde la tierraes bastante buena, cerca del río Hawkesbury, y se casócon ella. Otros tres están en libertad condicional y trabajanen barcos pesqueros. Sólo uno, Harry Fell, se fugó y se fuecon unos balleneros. Aquí están las direcciones de losotros. Entregó a Stephen una hoja donde había una serie denombres y direcciones escritos con letra muy clara ysubrayados en rojo y pasó a la siguiente lista.

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—En cuanto a la lista de Bonden, las noticias no son tanbuenas. Dos hombres nunca llegaron aquí, pues murierondurante el viaje; uno murió aquí de muerte natural; otro sefugó y es posible se haya muerto de hambre en el bosqueo que le hayan salvado los aborígenes; y dos fuerontrasladados a Norfolk. — ¿Dónde está eso? —En medio del océano, creo que a unas mil millas. Laconvirtieron en un penal con el fin de aterrorizar a lospresos de aquí y conseguir así un comportamiento sumiso.Recibieron tan malos tratos que ya no están en su sanojuicio. Respecto a los demás, algunos todavía sonsirvientes asignados a alguien y otros gozan de libertadcondicional. Pero en relación con Colman, señor, sientodecirle que lo pasó muy mal. Ha intentado fugarse una yotra vez y la última fue con otros tres irlandeses. Uno deellos había oído que si uno caminaba recto un buen trechohacia el norte, se encontraba con un río no muy ancho nimuy profundo, y que al otro lado del río estaba China,donde la gente era amable y podrían encontrar un barco delos que hacen el comercio con las Indias que les llevara aInglaterra. Los aborígenes les capturaron medio muertosde hambre y sed y los devolvieron para obtener unarecompensa. Uno de ellos murió a consecuencia de laazotaina que les dieron, doscientos latigazos en dostandas, pero Colman sobrevivió. Iban a mandarle a unacolonia-penal, pero no lo hicieron gracias a la intervención

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del doctor Redfern, que dijo que eso sería su muerte. Va aser asignado al dueño de una propiedad en Parramattajunto con media docena de hombres más. El señor Painterdice que se estima que es un poco mejor que una colonia-penal, pero no mucho, porque pertenece al señor Marsden,un clérigo al que llaman «Pastor Rapiña», a quien leencanta azotar a sus hombres, especialmente losirlandeses papistas. El señor Painter no cree quesobreviva más de un año. — ¿Dónde está Colman ahora? —En el hospital del cabo Dawes, en el entrante que hay enla parte norte de esta bahía. — ¿Cuándo le van a asignar? —Cualquier día de las próximas semanas. Los empleadosse ocupan de eso a medida que disponen de tiempo. — ¿Quién es Redfern? —Bueno, señor, nuestro doctor Redfern. El doctor Redfernque estaba en el Nore. Pero usted no lo recuerda porque,si me permite decirlo, lleva demasiado poco tiempo en laArmada. El capitán se acordará de él. —Sé que hubo un conato de motín en el Nore en 1797,después de la revuelta de Spithead.

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—Sí. Pues bien, el doctor Redfern dijo a los amotinadosque se unieran más, que estuvieran más unidos, y por esoun consejo de guerra le condenó a morir en la horca. Peropoco después le mandaron aquí y enseguida leconcedieron el perdón gracias al capitán King, a cuyasórdenes serví en el Aquiles. Goza de la simpatía de todosaquí y es el médico que tiene más pacientes, pero lamayoría son presos. Siempre tiene una palabra amablepara un preso enfermo y pasa gran parte del día en elhospital. —Gracias, señor Adams. Le agradezco mucho que sehaya esforzado tanto y estoy seguro de que nadie hubieralogrado tan buen resultado. Estos asuntos son delicados ydar una nota discordante puede ser fatal. —Adams hizouna inclinación de cabeza sonriendo, pero no lo negó, yStephen continuó—: Me alegro en el alma que haya unhombre como el doctor Redfern aquí. ¿Ha visto algún lugarcomo éste? —No, señor, ni espero verlo de este lado del infierno. Yaquí, señor, está la relación de los gastos y aquí… —Por favor, déjela para otro momento, señor Adams.Añada esto para pagar lo que falta —agregó,entregándole otro johannes—. Si no le desagrada, puedeincluso invitar a Painter y a sus más respetablescompañeros a comer en el mejor lugar de Sidney. Hay quecuidar a los aliados como ésos.

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* * * Cuando Martin regresó a la fragata, llevaba un paqueteque contenía la esperanza de Paulton si no de conseguirfama y fortuna, al menos de escapar, de volver a Inglaterray a un mundo que conocía, de tener libertad para nadar enel mar de la existencia humana con la marea alta. — ¿Ha regresado el capitán? —preguntó. —No. Mandó a decir que dormiría en Parramatta. Baje ysiéntese conmigo y dentro de poco podremos cenarjuntos. No hay nadie en la cámara de oficiales. No mecabe duda de que ése es el libro de su amigo. —Bueno, esos son los tres primeros volúmenes y el cuartomenos el último capítulo. Debo tener mucho cuidado parano mancharlos ni doblar las páginas. ¡Pobre hombre! Seesfuerza mucho por escribir un final, pero me parece queno lo logrará si no le dan ánimos. Su primo piensa quetodas las obras de ficción son inmorales. A propósito delprimo, no es un hombre como es debido. No sólo está encontra de las obras de ficción porque son falsas, sino queha prohibido usar sal y pimienta en la cocina y en la mesaporque excitan los sentidos. Además, obliga al pobre Johna llevarse el violín hasta un lugar desde donde no puedaoírlo incluso antes de afinarlo. Y no le da dinero enmetálico… Pero estoy cometiendo una indiscreción. Johnnos invitó a comer el domingo y sugirió que tocáramos una

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pieza que todos conociéramos bien, como el cuarteto enre menor de Mozart, del que estuvimos hablando. Heaceptado la invitación con recelo, porque sé que mi formade tocar es cuando menos mediocre. — ¡No, en absoluto! Ninguno de nosotros es un Tartini. Susentido del tiempo es admirable y si tiene algún defecto,que no lo creo, es que a veces parece que da una nota uncuarto de tono más alta. Pero no tengo un oído perfecto nimucho menos, y un monocordio o un diapasón seríaninfinitamente más fiables. —Espero que sea buena —dijo Martin, mirando conangustia la novela—. Las falsas alabanzas nunca tienen elvalor de los sinceros halagos. No me desagrada laprimera página. ¿Me permite que se la lea? —Por favor. —El matrimonio tiene muchas virtudes —dijo Emund—, yuna que los solteros no notan a menudo es que ayuda alhombre a convencerse de que no es omnisciente niinfalible. Un esposo no tiene más que formular un deseopara que le sea negado, contrarrestado o cambiadoinmediatamente, o para oír la palabras «pero» seguida deuna pausa, generalmente muy corta, en la que se ordenanlas razones por las cuales ese deseo no puede cumplirse,como, por ejemplo, que es producto de una malainterpretación, contrario a lo que más le conviene o

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contrario a lo que realmente le conviene. —Eso le he oído decir con frecuencia, señor Vernon —dijosu esposa—, pero no tiene usted en cuenta que por logeneral las esposas son menos educadas, más pobres yfísicamente más débiles que sus esposos y que si noreafirman su existencia corren el peligro de ser sepultadaspor completo. —Si él no pone objeción, me gustaría mucho leerla cuandotenga la mente despejada —dijo Stephen—. Pero ahorano tengo la mente despejada, Martin. Ya sabe lopreocupado que estoy por Padeen. — ¡Por supuesto! Yo también. Como recordará, yo estabaallí cuando el pobre Padeen subió a bordo por primera vezy le tengo simpatía desde entonces. ¿Tiene noticiassuyas? —Sí. Adams fue a ver al hombre de quien John Paultonnos habló, y éste es el informe que le dieron. Le entregó el documento, que parecía la hoja de un librode contabilidad, pues tenía cantidades puestas encolumnas, pero los números representaban los latigazos,los días de encierro en la celda de castigo de la prisión, elpeso de los grilletes que usó como castigo y el tiempo quelos llevó. — ¡Oh, Dios mío! —exclamó Martin al darse cuenta de su

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significado—. Doscientos latigazos… Eso es inhumano. —Éste es un país inhumano —sentenció Stephen—. Aquíel contrato social se ha roto y el daño que eso puedecausar a quienes están muy por debajo del nivel de santoes incalculable. Pero quiero que sepa, Martin, que prontova a ser asignado al pastor flagelante que conocí en elpalacio del Gobierno y que el empleado que se encargaráde ello, un hombre maduro y con experiencia que está enlibertad condicional, dice que no sobrevivirá más de unaño en esas circunstancias. Ahora bien, por lo que contó elseñor Paulton, tengo la impresión de que los empleadospueden cambiar la distribución. Recuerdo que dijo que elpropio Painter había enviado a Woolloo-Woollooexperimentados campesinos en vez de ignorantes de lasciudades, probablemente por una dádiva. —También yo tengo esa impresión. —Paulton tenía razón respecto a la información secreta. YPainter fue amable, rápido y eficiente. Lo que ahora lepido a usted encarecidamente es que vuelva a visitar aPaulton mañana, le exponga abiertamente el caso dePadeen y le pregunte primero si Painter es realmentecapaz de cambiar la distribución y después si estaríadispuesto a admitir a Padeen en Woolloo-Woolloo cuandoregrese para supervisarla. —No faltaba más. Iré a la hora en que es más probableque esté despierto. ¿Piensa ver a Padeen?

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que esté despierto. ¿Piensa ver a Padeen? —Estoy dando vueltas al asunto. Los sentimientos dicenque sí, naturalmente, pero la prudencia dice que no portemor a que él tenga un arrebato o a que eso atraiga laatención a lo que debería pasar inadvertido. Pero laprudencia es a veces como una vieja gruñona. Todavíaestoy indeciso. Estuvo indeciso durante gran parte de la noche, a vecesleyendo la novela de Paulton y otras intentando encontrar elmejor camino. Todavía estaba observando la llama de lavela, ahora a punto de extinguirse, cuando oyó alboroto enla cubierta. Marineros arrastrando los pies o corriendo yconfusas voces, y luego, claramente, la voz del señorBulkeley que en la lejana proa gritó: — ¡Salid de ahí, demonios! Pero como la fragata estaba en el puerto y le estabancambiando la jarcia fija y haciendo diversas reparaciones,su apariencia era más desordenada y la disciplina másrelajada, así que un ruido como ése no le perturbaba.Siguió observando la llama hasta que se extinguió. Sedurmió y el sonido de las campanadas penetróligeramente en su sueño. —Buenos días, Tom —saludó, saliendo de la cabina a lahora acostumbrada. —Buenos días, doctor —le respondió Pullings, el único

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que estaba sentado a la mesa—. ¿Oyó los ruidos en laguardia de media? —Muy bien. Espero que el juego haya sido incruento. —Sólo por la gracia de Dios. Sus dos niñas subieron abordo corriendo casi cuando iban a sonar las trescampanadas y asustaron a los marineros de guardia.Llamaron a Jemmy Ducks, pero como estaba borrachocomo una cuba y no sentía nada, subieron a la cofa deltrinquete. Luego, cuando Oakes, acompañado de losdemás tripulantes de guardia, intentó atraparlas, ellasarrojaron a la cubierta la maza de la cofa, que casi le mata,y todo lo que tenían a mano. Y no paraban de gritar que nosaldrían de la fragata. —Oí al contramaestre llamarlas demonios, pero no sabíaque se refería a Sarah y a Emily. —Luego se quitaron sus blancos vestidos y las bragas ysubieron a la cruceta, donde no podían verse en laoscuridad de la noche porque son muy negras. Todavíaestán allí, como gatitos que han subido a un árbol y nosaben cómo bajar. Hemos extendido una red paracogerlas en caso de que se caigan. Después que Stephen digirió eso, se bebió el café quehabían preparado en la cámara de oficiales, que no era tanbueno como el que hacía Killick, y preguntó:

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— ¿Ha bajado a tierra el señor Martin? —Sí y creo que se fue muy temprano. Davidge le oyó pediragua caliente tan pronto como se hizo de día. — ¡Despensero! —gritó Stephen—. Por favor, tráigamemás tostadas. El pan es una delicia, ¿no te parece? — ¡Oh, sí! Cuando uno lleva cinco meses comiendogalletas de barco todo el pan le parece poco. Pero, doctor,¿qué pasará con las niñas? — ¿Qué pasará con ellas? La mermelada, por favor. —Puesto que Jemmy Ducks todavía no se tiene en pie y nien sus mejores tiempos ha sido un buen gaviero, ¿creeusted que Bonden debería subir a la cruceta? Tiene unarara habilidad para subir a la jarcia, y le conocen bien. —Respecto a eso, el hambre y la sed las harán bajar. Noseré yo quien suba escaleras movidas por el viento, comohacía en mi juventud, para ver después que el gatitodecide bajar por sí mismo cuando por fin está a mialcance. Que nadie les haga caso ni mire para arriba. Al final el hambre y la sed no fueron las que las hicieronbajar, sino una apremiante necesidad. Aunque durante laprimera parte de la guardia de la mañana gritaron amenudo que no bajarían, que se quedarían en la fragatapara siempre y que las niñas del orfanato eran feas y

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estúpidas, después de un rato se quedaron silenciosas.En la fragata les habían enseñado a seguir estrictamentelas normas de aseo y sentían un gran respeto por lo queera sagrado y tabú. Por eso fue que Emily, con vozangustiada, gritó: — ¡Cubierta! ¡Quiero ir a la proa y Sarah también! ¡Nopodemos esperar! Los tripulantes miraron a Stephen, que gritó a su vez: — ¡Entonces bajad! ¡Y después de ir a la proa iréisderecho a vuestros coyes! ¡No os volveremos a llevar atierra! Poco después Martin regresó, y como había hombrestrabajando por toda la popa de la fragata, Stephen sugirióque fueran andando hasta el cabo Dawes y visitaran elhospital. —Encontré a John en casa y le expliqué el casoclaramente y creo que de forma adecuada —le informóMartin en cuanto llegaron al muelle—. Le dije que Padeenera su ayudante en la enfermería, que debido a un fuertedolor que sentía se le recetó un tratamiento con láudano yque no nos dimos cuenta de que tenía acceso al botiquín yse medicaba sin vigilancia, por lo que se convirtió en unadicto al opio. También le dije que cuando usted seencontraba en el Báltico, mejor dicho, cuando el barcoregresaba de allí, Padeen fue privado de las dosis y, como

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no podía expresarse bien porque tenía un defecto en elhabla y sabía un inglés rudimentario, robó a un boticarioescocés, por lo que le condenaron a muerte, pero ainstancias del capitán Aubrey, en vez de mandarle a lasgaleras le deportaron. Añadí que siempre me habíaparecido un hombre bueno y muy amable y que sentíadevoción por usted. Y también que como era irlandés ycatólico, probablemente sufriría mucho en manos de unhombre como Marsden. John me escuchó con granatención y está completamente de acuerdo conmigorespecto al último punto. En cuanto al cambio, dijo quesólo era cuestión de dejar media guinea en el lugarapropiado y que estaba dispuesto a hacer la vida dePadeen menos horrible. Pero después dijo: «Este pobrehombre ha sido castigado repetidamente por fugarse. ¿Hapensado el doctor Maturin que si se escapa de aquí, elpróximo año mi situación será insoportable?». — ¿El próximo año? —inquirió Stephen. —Sí. En las actuales circunstancias, John no puedepermitirse viajar en un barco para llevar personalmente elmanuscrito a Londres y tiene que enviarlo. Pero tanto elviaje de ida como el de vuelta tardan cada uno cuatro ocinco meses y, además, John tiene que terminar el libro,dar tiempo al editor para que lo lea y acordar con el amigoque actuará en nombre suyo cuáles serán sus condiciones,así que tal vez un año sea un cálculo bastante moderado.Por eso quiere saber si usted le garantiza que Padeen no

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volverá a escaparse durante ese tiempo. Stephen siguió reflexionando mientras paseaban, a vecesmirando al espantoso y destartalado edificio que estabaen el cabo, aunque su mente seguía buscando lo que habíadetrás de las palabras de Paulton y de la forma en queMartin las había presentado. En Nueva Gales del Sur casisiempre usaban la palabra «fugarse», mientras que aquíusaban «escapar», pero era absurdo tratar de buscar ladefinición exacta cuando uno deseaba llegar a un acuerdotácito y tenía que conformarse con términos medios. —No —dijo, deteniéndose cerca de la verja del hospital—.No puedo darle más garantías de que Padeen no seescapará que de que el viento no soplará, pero entregaréal señor Paulton una suma equivalente al importe delpasaje por si se escapa. Además, le daré algo comoreconocimiento, por ejemplo, un regalo o una gratificación,si dedica el libro (que es más bien una disquisición sobrela posición de la mujer en una sociedad ideal y un debatesobre el contrato entre los dos sexos actualmenteaceptado que una novela o un cuento), o si dedica el libro,repito, a Lavoisier, que fue amable conmigo cuando erajoven. Diana y yo sentimos mucho afecto por su viuda yestoy seguro de que eso le producirá una gransatisfacción. Pero, Martin, como usted sabe más que yode este tipo de cosas porque está más familiarizado conlos hombres de letras, le ruego que me aconseje qué es lomás apropiado para dar como reconocimiento. Y quiero

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que tenga en cuenta que no soy yo solo quien deseahonrar la memoria de Lavoisier. Podría mencionar almenos a una docena de miembros de nuestra sociedad. La verja del hospital se abrió y un hombre con chaquetanegra y una peluca de médico salió montado en una jaca.Miró atentamente a Stephen, que vestía de uniforme, yrefrenó la jaca, pero luego siguió adelante. —Supongo que ese es el doctor Redfern —dijo Stephen, yse puso a pensar en las razones a favor y en contra dehacerle una visita, por lo que no escuchó los comentariosde Martin sobre las dedicaciones, sino sólo la suma quemencionó con tono vacilante. —No es usted muy generoso con su amigo ni con lamemoria de Lavoisier —observó—. Pero da la casualidadde que tengo una cantidad similar en mi poder, en billetesdel Banco de Inglaterra, que son mejores que un pagaréendosado a un lejano banco. Permítame que abuse de suamabilidad y le ruegue que haga estas propuestas a suamigo. Usted se dará cuenta antes que yo del menor signoque indique que las rechaza o se siente ofendido, usted noconfundirá lo formal con lo real. Volvamos a la fragata ypondré los billetes en un sobre para que los guarde. Detodas formas, tengo que regresar porque debo afeitarme yponerme los zapatos de hebilla para ir al palacio delgobierno. ¿Le conté que esas granujas se escaparon delorfanato y volvieron a la Surprise durante la guardia de

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media y asegurando que no se irían nunca? — ¡Oh, no! ¿Piensa devolverlas? —No. Ese acto, aunque razonable y sensato, fue un crasoerror, un error al que contribuyó en cierta medida mi afectopor la señora Macquarie. Ahora tengo que ir a presentarlemis excusas lo más dignamente posible, porque ella se hamostrado muy amable. — ¿De qué se quejaron las niñas? —De todo, pero especialmente del hecho de que algunosde los otros niños eran negros. * * * Aunque Stephen tenía la cara, que normalmente estabapálida, casi rosada debido al afeitado y la pelucaempolvada, no vio a su excelencia porque no estaba encasa. Se había preparado tanto para la entrevista conexcusas, explicaciones y fórmulas de agradecimiento, quesufrió una decepción y sólo logró animarse un pococuando bajaba la escalinata y vio una cacatúa que nohabía visto hasta entonces posarse en un eucalipto yestirar la cresta como la abubilla, que tan bien conocía. — ¿Saldré alguna vez, en algún momento de mi vida, deeste pozo de iniquidad y viajaré al interior del país con una

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escopeta y un estuche para guardar especímenes? —preguntó al canguro. A poca distancia del palacio del Gobierno, reaparecieronlas horribles multitudes de presos y soldados, a las queañadía cierta alegría la presencia de los tripulantes de laSurprise que estaban de permiso en tierra. Se abrió pasoentre ellos lentamente, llegó al hotel Riley's y pidió un vasode whisky. Fue el mismo dueño quien se lo sirvió y al ver aStephen exclamó: — ¡Vaya, si es su señoría otra vez! Buenos días, señor.¡Qué buen aspecto tiene su señoría! —Dígame, señor Riley, ¿hay en la ciudad algún tratante encaballos honesto o que al menos merezca el purgatorio enlugar del infierno? —preguntó Stephen—. He visto algunosanimales en un establo que lleva el nombre de HermanosWilkins y no me parecieron saludables. —Es que son dromedarios morados, señor. — ¡Ah! Me parecieron caballos, pero enclenques. —Me refería a los hermanos Wilkins. Por lo que veo, suseñoría no está relacionado con los asuntos penales. — ¡Oh, no, en absoluto! Soy el cirujano de una fragata queestá allá abajo.

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—Y estoy seguro de que será una embarcación muyelegante. En la colonia llamamos dromedarios morados aladrones torpes y de poca monta, a rateros que hanenviado aquí por haber robado los cepillos de los pobres olos platillos de los ciegos. Pensaba alquilar un caballo, ¿noes así? —Tendremos que estar aquí alrededor de un mes, así quesería mejor comprarlo y después venderlo. — ¡Oh, mucho más fácil! Y así la yegua siempre estaría asu disposición y se acostumbraría a usted. — ¿Por qué dice la yegua? —Porque tengo tres hermosas yeguas detrás del hotel ycualquiera de ellas podría recorrer cincuenta millasirlandesas al día durante meses. Las tres eran viejas, pero Stephen se decidió por unayegua gris llena de pulgas, con gesto amable y agradablepaso, el paso al que tenía más probabilidades de viajar, ycompró para Martin, que no era un buen jinete, una yeguabaya muy tranquila y un poco más vieja. Tomó el gris camino en dirección a Parramatta, y apenashabía dejado atrás las casas, las barracas y las chozas seencontró con Jack y el carpintero. Regresó con ellos y elcarpintero le dijo que el viaje no podía considerarse unéxito, pues, a pesar de que los palos estaban allí y de que

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eran de excelente madera, como eran propiedad delGobierno, había que pedir permiso a los jefes dediferentes departamentos y conseguir primero laautorización del señor Jenks, que no estaba. —Obstáculos a cada maldito paso —se quejó Jack—.¡Detesto a los funcionarios! Pero el rostro se le iluminó cuando Stephen le dijo que lasniñas se habían escapado y habían preguntado que si a élle molestaría que se quedaran a bordo. —No, en absoluto —dijo—. Me gusta verlas saltar de aquípara allá. Son mejores que los osos australianos. La últimavez que hicimos escala aquí compraste un wombat,¿recuerdas?, y se comió mi sombrero. Eso fue cuandoestábamos en el Leopard. ¡Dios mío, qué horrible era elLeopard, cómo se resistía a moverse! Se rió al recordarlo, pero Stephen notó enseguida que suamigo no estaba como siempre, sino que sentíaresentimiento, y, además, que tenía la cara pálida, como sino se encontrara bien. Cuando se separaron para dejar los caballos en diferentesestablos, Jack comentó: —Sin duda, es sorprendente que tanto el gobernadorcomo el vicegobernador se hayan ausentado al mismotiempo. No se puede hablar razonablemente con el coronel

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MacPherson. ¡Cuánto me gustaría saber cuándo vuelveMacquarie! —Mañana voy a visitar otra vez a la señora Macquarie y talvez ella me lo diga —aventuró Stephen. Por la mañana, de nuevo salió bien arreglado, pero estavez además de tener la cara lisa tenía una inusualexpresión satisfecha o esperanzada, ya que Martin habíaregresado con muy buenas noticias acerca de suentrevista: John Paulton había aceptado ambaspropuestas (le había conmovido mucho que el doctorMaturin pensara que su libro era el vehículo apropiadopara rendir tributo a Lavoisier, cuya muerte también éllamentaba; además, había dicho que recibiría con gusto aPadeen y le asignaría una tarea fácil, como cuidar lasovejas) y le había mandado una amable nota que teníacomo posdata un recordatorio de su cita del domingo, queesperaba ansiosamente. Por otra parte, a los tres cuartosde hora de haber dejado la fragata, Adams regresó con lanoticia de que el cambio de la asignación ya estabahecho. Añadió que no había habido ninguna dificultad yque cualquier otra petición suya sería atendida conpresteza. Saludó al guarda y luego al centinela, que le hizo un saludoporque llevaba uniforme, su mejor uniforme, y subió laescalinata. Más allá de donde estaba el canguro vio aldoctor Redfern bajando, y cuando estuvieron a una

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distancia prudente se quitó el sombrero diciendo: —El doctor Redfern, ¿verdad? Mi apellido es Maturin, ysoy el cirujano de la Surprise. — ¿Cómo está? —preguntó Redfern, y su expresión gravedio paso a otra sonriente cuando devolvió el saludo—.Conozco su nombre por sus escritos y me alegro muchode conocerle personalmente. ¿Puedo serle de algunautilidad en este remoto rincón del mundo? Conozco biensus costumbres y sus enfermedades. —Es usted muy amable, querido colega. Y creo que, enefecto, podría hacerme un favor. Me gustaría ver a miantiguo ayudante, Patrick Colman. Fue deportado aquí yparece que ahora se encuentra en el hospital. Si ustedindicara al guarda de la verja que me deje pasar, se loagradecería mucho. — ¿Es un irlandés con una compleja disfonía que sabepoco inglés y que se fugó? —El mismo. —Si viene conmigo, le llevaré a verle yo mismo. Pero, sinduda, usted iba a entrar al palacio del Gobierno. —Tengo que hacer una visita a su excelencia. —Me temo que su visita será en vano. Acabo de

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examinarla y tendrá que quedarse en cama varios díasmás. Bajaron por el camino juntos, conversando apenas sinpausa, y el doctor Redfern saludando a cada paso. —Lo que dice del hígado es muy interesante —dijoStephen en determinado momento—. El del capitán noestá nada bien y me gustaría que me diera su opinión. Y en otro momento observó: —Ahí hay otra embarcación emitiendo humo. ¿Es unamedida para combatir plagas de insectos oenfermedades? —Es de azufre ardiendo y se usa para hacer salir a lospresos que están escondidos o ahogarles. Muchos deesos pobres diablos intentan viajar como polizones. Todoslos barcos que van a zarpar se llenan de humo y despuésson detenidos por una patrulla en el cabo South. Pero la mayor parte del tiempo hablaron de temas como laligadura de las arterias con un hilo fino, los éxitos deAbernethy y las actas de la Royal Society. Cuando ya estaban cerca del cabo Dawes, Redfern perdióla alegría y dijo: —Me avergüenza mostrarle este paupérrimo hospital.

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Afortunadamente, el gobernador y la señora Macquarie sehan comprometido a construir un nuevo edificio. Luego, cuando entraron, añadió: —Colman está en la pequeña sala de la derecha. Laespalda se le está curando, pero la depresión y el rechazode los alimentos me preocupan. Espero que su visita leanime. — ¿Sabe por casualidad si hay más irlandeses en la sala? —Ahora no. Perdimos a los otros hace una semana ydesde entonces no tiene compañía, pues la disfonía seagrava cuando habla inglés, el poco inglés que sabe. —Desde luego. Si tiene un buen día, puede hablar confluidez el irlandés y escribirlo sin faltas. —Usted habla esa lengua, ¿verdad, señor? —Regular. Sólo lo que aprendí cuando era niño. Pero élme entiende. —Les dejaré juntos mientras examino a los otros enfermoscon mis ayudantes. Espero que no se sienta cohibido. Pasaron junto a un grupo que estaba en el pasillo yentraron en la sala los dos, Redfern acompañado delenfermero que curaba las heridas y dos enfermeras.Padeen estaba en el lado derecho, junto a la ventana, al

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final de una fila de camas bastante separadas. Estabaacostado boca abajo y, como estaba casi dormido, no semovió cuando Redfern apartó la sábana que le cubría. —Como puede ver —indicó Redfern—, las lesiones de lapiel se están curando, tiene poca inflamación y los huesosestán casi completamente cubiertos. Los anterioreslatigazos le han vuelto la piel coriácea. Le curamos conuna esponja con agua tibia y grasa de la lana. —Entoncesse volvió y dijo—: Señor Herold, dejaremos a Colman demomento y examinaremos las amputaciones. No fue la espalda despellejada de Padeen lo que másimpresionó a Stephen, que como cirujano naval había vistolos resultados de muchas azotainas (aunque nunca a esamonstruosa escala), sino su extrema delgadez. Padeenera un hombre alto y robusto y anteriormente pesaba entreciento ochenta y cinco y ciento noventa y cinco libras, peroahora se le notaban las costillas por debajo de lascicatrices, apenas pesaba unas ciento quince libras y lacabeza parecía una carabela. Tenía la cara sobre laalmohada, vuelta hacia Stephen, y los ojos cerrados.Stephen le puso la mano en la espalda con la firmeza y laautoridad propias de un médico y le susurró: —No te muevas. Que Dios y la virgen María estén contigo,Padeen. —Que Dios, la virgen María y san Patricio estén con usted,

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doctor —respondió Padeen lentamente, como si hablaraen sueños, abriendo un ojo y esbozando una dulce sonrisaque iluminó su escuálido rostro, y luego apretó la mano aStephen y añadió—: Sabía que vendría. —Tranquilo Padeen —dijo Stephen y esperó a queterminaran las convulsiones para agregar—: Escucha,Padeen, amigo mío, y no digas nada a nadie: vas a ir a unlugar donde te tratarán mejor y allí volveré a verte. Hastaentonces, debes comer todo lo que puedas y hastaentonces que Dios te acompañe, que Dios y la virgenMaría te acompañen. Stephen salió más emocionado de lo que creía posible ycuando regresó a la fragata, después de tener unaconversación muy interesante con el doctor Redfern, notóque aún no estaba tan sereno como desearía. Un lorito o loque le parecía un lorito salió volando de un grupo debanksias y atrajo su atención un momento. Lo mismo leocurrió con el sonido de la música que salía de la cabina,que oyó desde antes de pasar por la plancha. Procedía deJack y Martin, que estaban estudiando algunos pasajes delcuarteto en re menor. Stephen notó que la interpretaciónde la viola era mucho más precisa que de costumbre y enel mismo momento recordó que tenía una cita para cenarcon John Paulton. Afortunadamente, ya estaba arreglado. —Acabo de ver a Padeen en el hospital —dijo y luego, enrespuesta a sus preguntas, añadió—: Está en buenas

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manos. El doctor Redfern es un hombre admirable. Me hacontado infinidad de cosas sobre las enfermedadeslocales, muchas de ellas aparentemente provocadas por elpolvo, y también sobre el estado de ánimo de los presos.Dice que a pesar de sus carencias, siempre tratan conamabilidad y ternura a los compañeros que han sidoazotados e intentan aliviar sus sufrimientos tanto como seaposible. —Recuerdo que cuando me degradaron —contó Jack—,siendo un muchacho, vi que siempre que a los marinerosles daban una docena de azotes en el enjaretado, suscompañeros les trataban bien, les daban grog, les untabanla espalda con aceite de oliva y hacían todo lo imaginablepor ellos. —El doctor Redfern también me ha orientado acerca denuestro proyectado viaje —dijo Stephen, sacando elviolonchelo—. Y me dará cartas para algunos de loscolonos más respetables o, al menos, inteligentes. —En efecto, hablaste de un viaje antes que cruzáramos eltrópico de Capricornio —recordó Jack—, pero se meolvidó lo que tenías pensado. —Puesto que probablemente la fragata se quedará aquíalrededor de un mes —continuó Stephen—, pensé queMartin y yo, con tu permiso, podríamos hacer un viaje dequince días adentrándonos en la isla hasta Blue Mountainsy bajando hacia el sur hasta Botany Bay, después subir a

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y bajando hacia el sur hasta Botany Bay, después subir abordo para ver si necesitan nuestros servicios y luegohacer un recorrido por el norte, pasando por la propiedadde Paulton, hasta que la fragata esté lista para zarpar. —De mil amores —dijo Jack—. Y espero que encuentresun fénix en su nido.

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CAPÍTULO 10 —Me parece que llevamos viviendo errantes, comogitanos, toda la vida —dijo Stephen—. Y debo confesarque me gusta mucho, porque estamos sin fastidiosascampanadas, sin responsabilidades, sin preocupación porel mañana y dependemos solamente de la benevolenciade otros o la Providencia. —Llevamos tanto tiempo que casi ha llegado a gustarmeeste paisaje desolado —observó Martin, mirando hacia lallanura cubierta, si es que llegaba a estarlo en algún lugar,de áspera hierba y bajos arbustos, y salpicada deeucaliptos de varios tipos. El conjunto, que a pesar de tener franjas de piedraarenisca era predominantemente de color verde y grisplateado mate, estaba iluminado por una intensa luz y elaire era caliente y seco. Al principio parecíacompletamente vacío, pero a lo lejos, por el sureste,cualquiera con vista aguda o, mejor aún, con un pequeñocatalejo podía distinguir un grupo de canguros del mayortamaño y bandadas de cacatúas que se movían entre losárboles más altos y distantes. —Creo que me estoy comportando como undesagradecido —prosiguió Martin—, pues además deque esta tierra me ha dado muy bien de comer, tantoexcelentes codornices como chuletas, es una mina de

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conocimientos para los naturalistas, y sólo Dios sabe quécantidad de plantas desconocidas lleva ese asno en supreciada carga, por no hablar de las pieles de aves. Perome refiero a que carece de hermosos parajes vírgenes yde todo lo que hace a un paisaje digno de contemplarse,aparte de la flora y la fauna. —Blaxland me aseguró que había hermosos lugaresvírgenes cerca de las Blue Mountains —dijo Stephen. Estuvieron comiendo durante un rato. La comida consistióen oso australiano a la parrilla (toda la comida tenía queser forzosamente a la parrilla o asada) que sabía acordero lechal. — ¡Ahí van! —gritó Stephen—. ¡Y los dingos van detrás! Los canguros desaparecieron tras un pliegue de la llanurasituado a media milla de distancia, corriendo a granvelocidad, y los dingos, que seguramente confiaban en elfactor sorpresa, abandonaron la inútil persecución. —Es muy acertado el término desolado —prosiguióStephen, mirando hacia el este y el oeste—. Recuerdo queBanks me dijo que cuando vio por primera vez NuevaHolanda y bordeó el litoral, el país le recordó una vacaflaca con los huesos de las caderas puntiagudos yprotuberantes. Ya sabe usted que siento mucho afecto porsir Joseph y un enorme respeto por el capitán Cook, esegran científico e intrépido marino, pero no comprendo qué

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les impulsó a recomendar al Gobierno esta parte delmundo como colonia. Cook se crió en una granja y Banksera propietario de tierras, y ambos eran hombres detalento y habían visto gran parte de esta tierra desolada.¿Acaso fue un capricho, una obstinada…?Se interrumpió y Martin dijo: —Tal vez después de haber navegado tantas millas lespareció que tenía más posibilidades. Después de un silencio, Stephen volvió a hablar de la vidaerrante. — ¡Me parece tanto tiempo! —exclamó—. La cara, yperdóneme que lo diga, Martin, se nos ha puesto casi decolor rojo ladrillo, ese color tan común en Nueva Gales delSur, y creo que hemos visto todo lo que vieron nuestrospredecesores… — ¡El emú! —exclamó Martin—. ¡La equidna! —… excepto el ornitorrinco. Blaxland me aseguró que nose podía encontrar en esta zona, pero que se veía confrecuencia en los ríos cercanos a la costa. Nunca lo vio nisabía más que yo de él. Es extraño que un animal tannotable sea tan poco conocido en Europa. Sólo he visto elejemplar desecado de Banks, no disecado, pues no fueposible, y leí en Transacciones el estudio superficial deHome y la descripción de Shaw, ninguno de los dosbasados en la observación de un animal vivo. Es posible

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que en el próximo río que vamos a ver, el último, pordesgracia, encontremos uno. — ¡Qué amable fue el señor Blaxland y qué espléndidacomida nos ofreció! —exclamó Martin—. Sé que hablocomo un hombre cuyo dios es su estómago, pero tantocabalgar, caminar y buscar especímenes después denavegar durante tantos meses le abre a uno un apetito deogro. —En efecto, fue muy amable —convino Stephen—. No sélo que hubiera sido de nosotros sin él. En este país espeligroso perder el camino, y seguramente después devagar durante unos días entre arbustos de la peor clase, sihubiéramos sobrevivido, habríamos regresado a casadócilmente. El señor Blaxland, un colega de la Royal Society con unavasta finca en el interior del país, a cierta distancia deSidney, les dispensó una calurosa acogida. También lesadvirtió que era peligroso perderse, sobre todo porque alsur de la finca, donde la reseca tierra estaba salpicada dehuesos de los presos fugados, había grandes franjas detierra cubiertas de un tipo de arbusto cuyas hojas sejuntaban en la copa, por lo que se podía perder el sentidode la orientación con facilidad. Les prestó un asno paratransportar la enorme cantidad de especímenes quehabían recogido y también un aborigen llamado Ben, unhombre barbudo, de mediana edad y muy lento. Ben les

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enseñaba las plantas comestibles y les llevaba hastadonde su comida estaba a tiro de pistola, como si lallanura desierta y sin rasgos distintivos estuviera marcadacon señales, apuntaba hacia lugares parecidos azoológicos con pocos animales, que ellos apenas podíandistinguir, y hacía fuego. A veces, cuando tenían queesperar por una serpiente nocturna, un lagarto, unazarigüeya, un koala o un wombat, construía cabañas conenormes trozos de corteza de eucaliptos que colgaban delos troncos o estaban al pie de ellos. Por motivos desconocidos sentía mucho afecto por elseñor Blaxland, pero no por Stephen ni Martin, y suignorancia le impacientaba. Como había aprendido unpoco de inglés con los presos procedentes de Newgate,cuando ellos miraban con los ojos desmesuradamenteabiertos lo que les parecía un terreno desierto formado porpizarra y veteado de hierba muerta, decía: —Los cabrones no distinguen el maldito camino. No ven,son ciegos. Stephen volvió a hablar de Blaxland: —En efecto, fue una excelente comida, pero de todas a lasque he asistido la que más me gustó fue la que nosofrecieron antes de emprender el viaje. Me parece quepara que una comida tenga más éxito que de ordinario elanfitrión debe estar más alegre que de ordinario, y el señorPaulton estaba pletórico de alegría. ¡Y qué bien tocó! Él y

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Paulton estaba pletórico de alegría. ¡Y qué bien tocó! Él yAubrey tocaron como si estuvieran inventando la músicade común acuerdo. Fue una delicia oírles. —Sonrió alrecordarlo y luego añadió—: ¿No le dio la impresión deque se alegraba de no saber nada sobre la evasión dePadeen? —Y aún más. Me dijo en un aparte que si éramos discretospensarían que había ido a reunirse con sus compañeros enel monte, donde viven con los negros. —Me alegra oírle —dijo Stephen—. Y hablando de negros,creo que la razón por la que nos es difícil comunicarnoscon éste —continuó, señalando a Ben, que estaba sentadoa cierta distancia de espaldas a ellos—, aparte de lalengua, es que ni él ni su gente tienen noción de lapropiedad. Cada tribu tiene sus fronteras, sin duda, perodentro de su territorio todo es común. Además, como notienen ganado ni terreno cultivado y tienen que irconstantemente de un lado a otro para buscar susubsistencia, cualquier otra cosa que no sean sus lanzas ysus bumeranes sería una carga inútil. Para nosotros esfundamental la propiedad, real o simbólica. Su ausenciasignifica miseria, y su existencia, felicidad. El lenguaje denuestra mente es completamente diferente al de la suya. En ese momento ordenó Ben: —Cállense y monten a caballo. Ensillaron sus viejas y pacientes yeguas, porque Ben no se

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ocupaba de atar correas ni hebillas, ya que simplementeera su guía y protector por complacer a Blaxland, no unsirviente. En realidad, en su mundo no existía la relaciónamo-sirviente ni deseaba nada de lo que ellos podíandarle. Montaron y cabalgaron despacio en dirección alúltimo río. En el último río no había ornitorrincos ni agua, así quecruzaron el cauce seco. Durante varias horas habíanobservado cómo la monótona llanura descendíaligeramente y ahora los árboles eran mucho másabundantes y más frondosos, por lo que podía decirse, sintemor a exagerar, que el lugar parecía un parque, aunquede colores apagados y desatendido. Pero no carecía deencanto. Ben les enseñó un enorme lagarto que estaba enel tronco de uno de los árboles más altos, inmóvil yconvencido de que no podían verlo. No les permitió que ledispararan ni le lanzó ninguna lanza de la media docenaque llevaba y, aparentemente, dijo que el reptil era su tía,aunque eso podía haber sido un error de interpretación.Después de observar el lagarto veinte minutos, el animalperdió la cabeza y trató de subir por el árbol corriendo,pero se cayó junto con un enorme pedazo de cortezadesprendida. Entonces les miró desafiante con la bocaabierta unos momentos y luego se alejó corriendo por lahierba, elevando su cuerpo sobre sus cortas patas. —Era un pleurodonto —informó Martin.

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—Así es. Además, tenía la lengua en forma de horquilla y,sin duda, pertenece a un grupo raro. Gracias a este encuentro, estuvieron alegres el resto de latarde. Al día siguiente, después de explorar Botany Bay labahía descubierta por Banks, cabalgaron hasta Sidney.Enseguida las yeguas se dirigieron al establo junto con elasno. Ben se encontró a un grupo de hombres de su tribu,algunos de ellos vestidos, en un barrio miserable de lasafueras. Fueron con él hasta el hotel, hablando muyrápidamente, y cuando llegaron, Stephen dijo: —Señor Riley, aquí Ben, enviado por el señor Blaxland,nos ha acompañado durante estos diez días. Por favor,déle lo que sea apropiado. —Ron —pidió Ben con voz chillona. —No le permita hacerse mucho daño, señor Riley —lerecomendó Stephen, y después de coger el asno por labrida, añadió—: Este asno es del señor Blaxland y se lodevolveré con un marinero cuando venga uno de suscarros. * * * —Buenas noches, señor Davidge —dijo cuando subió abordo y saludó a los oficiales—. ¿Tendría la amabilidad deordenar que bajen estos bultos con sumo cuidado? Señor

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Martin, ¿le importaría ocuparse de que coloquen laspieles, sobre todo las de los emús, con mucho cuidado enel pañol donde guarda sus cosas el capitán? A él no leimportará porque el olor se quitará pronto. Debo ir ainformarle de nuestra llegada. ¡Ah, señor Davidge! ¿Leimportaría mandar a un marinero serio, sobrio y fiable, porejemplo a Plaice, a llevar este asno de vuelta a la finca delseñor Riley? —Bueno, doctor, creo que podré encontrar a alguno en susano juicio, pero Plaice está ahora amarrado a su coyporque se emborrachó. Si aguza el oído podrá oír cómocanta Greensleeves. Stephen también pudo oír en la cabina la voz del capitánAubrey, que en tono duro y formal, un tono que reflejaba suautoridad, se dirigía a alguien que indudablemente nopertenecía a la tripulación de la fragata. Al mismo tiemponotó que a bordo había tensión nerviosa, miradasansiosas y comentarios furtivos, y que casi todos lostripulantes estaban en los puestos que ocupaban cuandoiban a zarpar. —Diga al caballero que le envió que esta nota está maldirigida y mal redactada y que no puedo aceptarla —decíael capitán Aubrey con voz clara en medio del aire inmóvil—. Buenos días, señor. Varias puertas se abrieron y se cerraron. Un oficial delEjército con la cara roja como su chaqueta salió, devolvió

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Ejército con la cara roja como su chaqueta salió, devolvióel saludo a Davidge sin sonreír y atravesó la proa. En elmomento en que el asno de Stephen tocó tierra, empezó alanzar desgarradores rebuznos y a dar sacudidas, y losmarineros de barcos de guerra menos respetuosos ytodos los de Shelmerston empezaron a reírseestrepitosamente, dando patadas en el suelo y palmaditasen la espalda unos a otros, algo poco usual. Tom Pullings apareció en la cubierta como el muñeco deuna caja sorpresa y gritó: — ¡Silencio de proa a popa! ¡Silencio!, ¿me han oído? Gritó tan alto y con tanta indignación que las risas cesaronde repente, y en medio del silencio Stephen fue hasta lacabina. Jack estaba sentado detrás de los montones depapeles que generalmente tenía en la mesa un capitán queestaba en el puerto y que era también su propio contador,pero su expresión adusta se transformó en una alegrecuando la puerta se abrió. — ¡Ah, estás aquí, Stephen! ¡Cuánto me alegro de verte!No te esperábamos hasta mañana. Espero que hayastenido un viaje agradable. —Muy agradable, gracias. Blaxland fue muy amable yhospitalario. Ya propósito de eso, me encargó que tepresentara sus respetos. Vimos el emú, varios tipos decanguros, la equidna, ¡oh, Dios mío, la equidna!, eseanimal pequeño, gordo y de color gris que duerme en lo

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alto de los eucaliptos y absurdamente cree ser un oso,además de muchos papagayos y un lagarto raro denombre desconocido, o sea, todo lo que queríamos ver ymás, excepto el ornitorrinco. —Pero, en general, el campo era un lugar agradable, ¿no? —Bueno, tiene gran interés para los botánicos y a uno leproduce asombro y satisfacción ver sus animales, sobretodo la equidna, que es algo increíble; sin embargo, comopaisaje no creo que haya visto nada tan deprimente ni tanparecido a la idea que tengo de las llanuras del purgatorio.Tal vez mejore con la lluvia, pero ahora todo está reseco.Incluso el río que hay entre Botany Bay y este lugar estabaseco. Pero pareces malhumorado, Jack. —Estoy malhumorado. En realidad, siento tanta rabia queapenas puedo controlar mi mente y mantenerla fija enestos papeles —reconoció Jack. Stephen, con el corazón encogido, notó que nocomprendía las cosas. —Cuando Tom y yo estábamos fuera echando un vistazo aalgunos palos con Astillas —prosiguió—, vino un grupo desoldados con dos oficiales y dijeron que había a bordo unpreso que se había escapado e insistieron en buscarleinmediatamente, sin esperar a que yo regresara, porquetenían una orden judicial. La mayoría de los tripulantesestaban en tierra de permiso o se habían ido en las

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lanchas para traer provisiones. El grupo era fuerte y estabaencabezado por un capitán. Ya que West, como sabes, noestá autorizado oficialmente para ocupar su puesto y,además, temía que hiciéramos el ridículo si nosresistíamos, se limitó a protestar lo más enérgicamenteposible delante de un testigo y salió de la fragata. Laregistraron junto con algunos viejos marineros de la bahíade Sidney que habían traído, encontraron al hombre casienseguida y se lo llevaron. El hombre sollozaba de unaforma que partía el corazón, según dice el pequeño Reade,que se tropezó con ellos cuando regresaba de la ciudad.Se podía reconocer porque tenía despellejados yensangrentados los tobillos donde antes tenía colocadoslos grilletes. — ¿Era amigo de alguno de los tripulantes? —Estoy seguro de que sí, pero no sé de cuál. Nadie va abuscarse ni a buscar problemas a otros compañeros; poreso si uno pregunta sólo responden «No sé, señor», conuna indiferente mirada de soslayo que he visto en todoslos barcos en que he navegado. Pero date cuenta,Stephen, que es una monstruosidad registrar un barco delrey sin permiso del capitán. —Es realmente ofensivo. —Y trataron de justificarse aduciendo como causa lacategoría de la Surprise. Pero les dije que sabían tan poco

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de leyes navales como de buenos modales, y que unaembarcación alquilada por su majestad y bajo el mando deuno de sus oficiales tenía los mismos derechos que unbarco de guerra del Gobierno y, además, para terminar,cité como ejemplos el Ariadne, el Beaver, el Hecate y elFly, que es el más significativo. —Espero y confío en que no te hayas metido en un lío. —No —respondió tranquilo—. Al igual que el rey Carlos,no voy a recorrer el mismo camino otra vez, porque elrecorrido fue muy penoso, Stephen. Me mantuve frío comoun juez o, al menos, tan frío como debería ser un juez —añadió, recordando a un hombre con la cara roja, malvado,estúpido, pomposo y de mente tortuosa que había visto enGuildhall con una peluca y una toga de juez. —Cuando hablabas en plural ¿te referías a los soldados? —No —respondió—. A los civiles, a la gente que vivedesde hace tiempo en la colonia y se ha atrincherado aquí,y también a sus aliados. Les llaman el clan MacArthur yconsiguen que el coronel MacPherson firme cualquierpapel que le pongan delante. El joven que acabo demandar a paseo me trajo una nota que decía que, paraevitar desafortunados incidentes en el futuro, lasautoridades pensaban poner centinelas en la proa, unanota que MacPherson tuvo que firmar y el desgraciadoteniente tuvo que traer. Ésa es una de las razones por lascuales vamos a soltar las amarras de la proa y la popa y a

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cuales vamos a soltar las amarras de la proa y la popa y aremolcar la fragata a la entrada de la bahía otra vez. Que eldiablo me lleve si tengo que entrar y salir de mi propiobarco pasando por entre dos chaquetas rojas. Perotambién hay otra razón. El joven Hopkins, un gaviero de laguardia de estribor, el muy tonto, anoche trajo a bordo auna joven camarera que estaba en libertad provisional. Porsuerte, West la oyó reírse en la parte del sollado donde seguardan las cadenas del ancla y la bajamos a tierra eldoble de rápido de lo que subió sin que nadie la viera.Hopkins tiene puestos grilletes y le arrancaré el pellejo alatigazos tan pronto como termine el remolque. — ¡Oh, no, Jack! No más azotainas en este espantosolugar, te lo suplico. — ¿Cómo? Bueno, quizá no. Entiendo lo que quieresdecir. —Entonces alzó la voz y ordenó—: ¡Pase! Reade, con expresión grave, anunció: —El capitán Pullings está de guardia, señor, y todo estádispuesto. —Gracias, señor Reade —respondió Jack—. Presentemis respetos al capitán Pullings y dígale que proceda. Un momento después se oyeron las órdenes propias de lanavegación en el alcázar y las correspondientesrespuestas en la proa y la popa, mezcladas con los gritosdel contramaestre, a veces estridentes y otras como

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horribles quejidos; o sea, el ritual del proceso de poner enmovimiento una embarcación. Jack tenía puesta laatención en la sucesión de acciones y mientras tantoStephen escrutaba su rostro. La parte blanca de los ojosse le había puesto amarillenta y la expresión malhumoradano había desaparecido al ver a Reade, como solía ocurrir.Además, aunque había hablado con rabia, era evidenteque sentía mucha más de la que había expresado. A Jackle molestaba más que a la mayoría de los marinos quefaltaran al respeto a la Armada, y esa falta había sido muygrave y era evidente que se había producido por antipatía. Desde hacía rato estaban colocadas las barras delcabrestante y ahora empezaron a moverse, pero losmarineros no las empujaron con fuerza ni acompañadospor el sonido del pífano ni del violín, sino por el de sus piesdescalzos. El muelle se deslizó lentamente hacia la popa,haciéndose cada vez más pequeño, y la vista que habíadesde la escotilla que Stephen tenía enfrente se amplióhasta que el palacio del Gobierno quedó dentro del marco.Entonces la fragata viró noventa grados a estribor y en elgran ventanal de popa apareció de nuevo el palacio delGobierno junto con gran parte de la colonia. —Me alegro de que nos vayamos a la entrada de la bahía—dijo Jack—. Tendremos mucho más trabajo llevando ytrayendo cosas, pero aun así… Stephen, no te puedesimaginar lo estúpidos, imprudentes y desenfrenados quellegan a ser los marineros en los puertos. Ahí tienes a

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Hopkins, que trajo a esa joven inmediatamente despuésdel horrible incidente que provocaron los militares. Unmomento de reflexión hubiera bastado para que se dieracuenta de que traerla a bordo era, en primer lugar, undelito, y en segundo, una acción que podría acarrearnosproblemas a todos. Y estoy seguro de que si la fragatahubiera seguido amarrada a la orilla, cualquier otro jovenalocado o incluso media docena de hombres, jóvenes oviejos, habrían hecho lo mismo. No te lo puedes imaginar. Nada de eso era nuevo para Stephen. Sabía mejor queJack cuáles eran las consecuencias de permanecer en unpuerto y hasta dónde los marineros eran capaces de llegarpara satisfacer su deseo. También sabía que la necesidadde satisfacerlo aumentaba a lo largo de los meses quepasaban navegando, tal vez en parte por la dietadisparatada (seis libras de carne por semana, aunqueestuviera bien conservada, era demasiado). Había vistoque incluso los oficiales, que tenían cierta educación ypresumiblemente sabían reprimirse y podían inculcarcontención, arriesgaban en ocasiones un matrimonio felizpor fornicar estúpida, imprudente y desenfrenadamente.Pero ése no era momento para decir a Jack lo que sabía ytampoco para pedirle que le contara lo que tenía en lasentrañas. Después de un rato exclamó: — ¡A propósito! ¿Cómo están las niñas? Espero que no tehayan causado problemas.

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—Me parece que están muy bien, y no han causado ningúnproblema. Casi no las he visto, porque no suben a lacubierta hasta que anochece por miedo a ser capturadas,pero las he oído cantar allá abajo. — ¿Y Paulton? ¿Has tenido noticias de él mientrasestábamos de viaje? — ¡Oh, sí! —respondió Jack, con el rostro radiante—. Vinoa despedirse hace varios días porque tenía que irse a lafinca que su primo tiene en la costa, cerca de la isla Bird.Espera que vayamos a verle en lancha o, en caso de queno sea posible, que le hagas una visita cuando viajes porel norte. ¡Qué tarde más agradable pasamos con él! ¡Quédivertido es y qué bien toca el violín! Me alegro de haberinsistido en ser segundo violín. Aun así, me hizo enrojecer. La noticia de que la fragata ya estaba anclada llegó abajoy poco después Stephen dijo: —Jack, mañana tengo que ir a visitar a la señoraMacquarie e intentar por fin presentarle mis excusas, peroantes de eso, antes incluso del desayuno, me gustaríareconocerte para ver si ya no tienes plétora y recetartealgo en caso de que no sea así. —Muy bien. Pero déjame decirte que zarparemos el día24, Stephen. Aunque entonces haya regresado elgobernador, lo que es muy probable, y la situación hayamejorado, lo que es posible, he decidido renunciar a

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algunas de las reparaciones y zarpar cuando cambie laluna. Lamento que esto pueda interrumpir tu viaje ointerferir en tus planes. — ¡Oh, no, en absoluto! Empezaré el viaje un poco antes,quizá mañana mismo, y a menos que nos devore algúnanimal salvaje no descrito o nos perdamos en un lugarpoblado de arbustos de la peor clase junto al cual ellaberinto de Creta parezca un juego de niños y el deHampton Court un sencillo juguete, estaremos de vuelta eldía 23. Hablaré con Padeen cuando pasemos por casa dePaulton. — ¿Qué pasa ahora? —preguntó Jack, volviéndose haciala puerta. —Hay un maldito problema, señor —anunció Pullings—.Los guardias de South Point insistieron en registrar elcúter azul y trataron de detenerlo, pero Oakes, que estabaal mando, dijo que volaría los sesos del primero quepusiera una mano en la borda. —Muy bien hecho. ¿La lancha llevaba la banderabritánica? —Sí, señor. —Eso convierte el acto en algo aún más espantoso. Daréparte al Almirantazgo y hablaré de ello en el Parlamento.¡Maldita sea! Lo siguiente será abrir mis cartas y mis

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despachos y dormir en mi coy. * * * Una vez más, Stephen, afeitado, cepillado, empolvado yvestido de acuerdo con el alto nivel establecido por Killick,entregó su tarjeta de visita, pero esta vez, aunque suexcelencia tenía un compromiso, mandó a decirle que lerogaba que la esperara porque sólo tardaría cincominutos. Los cinco minutos se alargaron a diez y cuando lapuerta se abrió, apareció su primo James Fitzgerald, unhombre de mundo y sacerdote de la orden portuguesa delos Padres de la fe. Se miraron uno al otro con la mismadeterminación que los gatos de no expresar su sorpresa,pero se saludaron y se abrazaron afectuosamente. Habíanpasado muchos días felices corriendo por las montañas deGaltee alrededor de la casa de un tío abuelo común.Intercambiaron las noticias que tenían de la familia desdela última vez que se habían visto, que había sido, comoahora, en una antesala, pero en aquella ocasión era la dela casa del patriarca de Lisboa. Finalmente dijo James: —Stephen, perdóname si soy indiscreto, pero he oído quedentro de poco vas a hacer un viaje por el norte pasandopor Woolloo-Woolloo. — ¿Ah, sí, primo? —Si es así, te aconsejo que tengas mucho cuidado porque

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entre este lugar y Newcastle hay una banda de fugitivospertenecientes a los Irlandeses Unidos, que son tipos muyduros, y algunos piensan que cambiaste de bandodespués de 1798. Te vieron en la cubierta de un navíoinglés que perseguía a Gough cuando se dirigía a SolwayFirth y después de eso le ahorcaron y a varios de susamigos les deportaron. —No pueden ser hombres que me conozcan. Siempre meopuse a la violencia en Irlanda y deploro el levantamiento.Rogué al primo Edward que no usara la fuerza. Inclusoahora, la situación se resolvería con la emancipación delos católicos y la disolución de la unión; o sea,simplemente con decretos del Parlamento. Pero la tiraníade Bonaparte es algo completamente nuevo, está muchomás extendida y ejercida con más inteligencia, así que lafuerza es el único remedio. Estoy dispuesto a ayudar acualquiera a derrocarle y sé muy bien que tú y tu ordentambién. Su éxito sería la ruina de Europa, y su ayuda, fatalpara Irlanda. Pero nunca, nunca, nunca en mi vida he sidoun delator. Antes que el padre Fitzgerald pudiera responder entró unsirviente y dijo: —Doctor Maturin, por favor. —Doctor Maturin —le saludó la señora Macquarie—,siento mucho haberle hecho esperar. El coronelMacPherson estaba tan angustiado…

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MacPherson estaba tan angustiado… Parecía que iba a seguir hablando de eso, pero cambió deopinión. Entonces pidió al doctor Maturin que se sentara ycontinuó: —Así que ha hecho un viaje entre los juncos. Espero que lehaya gustado. —Fue un viaje muy interesante, señora. Sobrevivimosgracias a un inteligente negro y trajimos un asno cargadode especímenes que nos mantendrán ocupados lospróximos doce meses, o incluso más. Pero antes decontinuar, permítame presentarle humildemente disculpaspor el comportamiento de esas niñas traviesas. Pagaronrealmente mal su amabilidad y aún me ruborizo alrecordarlo. —Debo confesar que no me sorprendió. Las pobrecillasson salvajes como crías de halcones. Pero antes deperder la cabeza, morder al ama de llaves, romper laventana y bajar por la pared de la casa, lo que no meexplico cómo lograron hacer sin romperse las piernas,dijeron que no les gustaba estar en compañía de niñas,sino que preferían estar con hombres. ¿Le gustaríaintentarlo de nuevo? —No, señora, aunque se lo agradezco mucho. Creo queno saldría bien y, además, la tripulación se volvería contramí. Puesto que no puedo volver a llevarlas a su isla, porqueahora está desierta, creo que la solución es que cuando

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estemos en las altas latitudes sur las mantengamosenvueltas en un pedazo de lana y bajo la cubierta, y quecuando lleguemos a Londres las dejemos al cuidado deuna mujer maternal que conozco desde hace muchosaños. Es la dueña de un hostal en el distrito independientede Savoy, un lugar agradable que ella mantiene siemprecálido. Hablaron de las cualidades de la señora Broad y de losnumerosos negros que se habían aclimatado a Londres, ydespués la señora Macquarie preguntó: —Doctor Maturin, ¿puedo hablarle extraoficialmente de lasmalas relaciones actuales? Mi esposo llegará por findentro de pocos días y le disgustarán incluso más que amí, así que me gustaría lograr que mejoraran un poco antesque vuelva, si puedo. Sé que aquí siempre ha habidorivalidad entre la Armada y el Ejército, y usted conocemejor las razones que yo, pues estuvo aquí en tiempos delalmirante Bligh; pero el pobre coronel MacPherson es unrecién llegado, desconoce todo esto, y le preocupa muchoque le devuelvan cartas por no estar bien dirigidas. Por loque respecta al contenido, lo deja a cargo de los civiles,pero cuida mucho las formas. Con lágrimas en los ojos meenseñó este sobre y me rogó que le dijera si veía algoincorrecto en la forma en que está dirigido. Stephen miró el sobre e intentó explicárselo:

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—Bueno, señora, creo que es habitual añadir MP alnombre de un oficial cuando también es un miembro delParlamento, por no hablar de MRS cuando es miembro dela Royal Society y JP si es, además, un magistrado. Peroel capitán Aubrey no es puntilloso y no se habría fijado enestos detalles si no se hubiera sentido rabioso y frustradoa causa del deliberado retraso y de los actos de algunosfuncionarios que parecen hechos con mala voluntad. Ya seencontró con esto antes, cuando hizo escala aquí con subarco, justo después del desacuerdo del gobernador Blighcon el señor MacArthur y sus amigos. — ¿El capitán Aubrey es miembro del Parlamento? —inquirió la señora Macquarie con asombro, y cuando serecuperó de la sorpresa se rió muy bajo y añadió—: ¡Oh,oh, algunos civiles van a palidecer! Temen más uninterrogatorio en el Parlamento que la condenación eterna. Cuando Stephen se levantó para despedirse, la señora lepreguntó si le gustaría comer con ella informalmente al díasiguiente, pues el doctor Redfern iba a estar presente yambos querían saber su opinión sobre el proyectadohospital. —Por desgracia, señora —respondió Stephen—, mañanaestoy comprometido, pues al rayar el alba partiré para losbosques que rodean el río Hunter, donde, según me handicho, tienen su morada la serpiente tigre y muchas avescuriosas.

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—Por favor, tengan mucho cuidado de no perderse —dijoella, dándole la mano—. Casi todo el mundo va allí pormar. Y avíseme cuando regrese, porque quiero queconozca a mi esposo, que es un gran naturalista. * * * A pesar de la advertencia de la señora Macquarie, seperdieron la primera tarde. El camino, que erarelativamente ancho porque aún no se había alejado de losdiseminados asentamientos, conducía primero a unterreno de piedra arenisca elevado y despoblado, desdedonde se veía un complejo grupo de lagunas, y luegodescendía por la suave pendiente entre arbustos y árbolesdispersos, y oyeron a la derecha las dulces notas de uncanto que sólo podía ser de un ave lira, una distante avelira. — ¿Sabe que ningún anatomista competente haexaminado uno hasta ahora? —preguntó Stephen. —Lo sé muy bien —respondió Martin con su único ojobrillando. Dejaron el camino y cabalgaron por entre los arbustos endirección al lugar donde las notas se oían con frecuenciahasta que llegaron a una acacia. Allí se hicieron unainclinación de cabeza el uno al otro, desmontaron sin hacerruido, ataron las yeguas y el asno (que también habían

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traído porque habían adelantado el viaje) y se adentraronen el bosque lo más silenciosamente posible. Stephenllevaba el rifle, pues como Martin tenía un solo ojo y elcorazón demasiado blando, no era fiable como cazador.Aunque se adentraron lo más silenciosamente posible, elsuelo estaba cubierto de basura, hojas secas, ramas ytrozos de leña, y a medida que avanzaban había más.Cuando se encontraban a cincuenta yardas de donde seoía el canto, cesó repentinamente. Esperaron allíapostados unos diez minutos y en el momento en que semiraron el uno al otro con expresión desencantada yresignada a la vez, otras dos aves empezaron a cantar.Para aproximarse a la más cercana, tenían que andartrabajosamente, pues no sólo había allí otro tipo deeucaliptos, sino que el terreno era rocoso. Pero amboseran experimentados cazadores de aves, y ahora, conenormes dificultades y acompañados de innumerablesmosquitos (pues estaban en la sombra), lograronacercarse al ave lo suficiente para oírla escarbar la tierra yemitir sonidos como para sí entre trino y trino. Cuando porfin llegaron a un pequeño claro en cuyo centro estaba elmontículo donde el ave se encontraba, sólo hallaron susmarcas y sus excrementos. Ése fue el intento deaproximación que estuvo más cerca del éxito. Después detratar de acercarse a la séptima ave, pensaron que era tantarde que sería absurdo alejarse más de las yeguas ydecidieron regresar al lugar donde estaba la acacia a lacual las habían atado.

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—Pero éste no es el camino —observó Martin—.Teníamos la gran laguna justo delante cuando lo dejamos. —Aquí tengo la brújula —dijo Stephen—. La brújula nomiente. Después de seguir un rato la indicación de la brújula o suinterpretación de ella, pasaron por entre unos arbustosespinosos que no habían visto antes y cuya clasificaciónbotánica no pudieron determinar, y luego tomaron unsendero que parecía formado por el paso frecuente deanimales. Martin se detuvo de repente y, volviéndose,advirtió: —Aquí hay un hombre muerto. Era un preso que se había fugado y al que habíanatravesado con una lanza hacía una semana o diez días. Almenos los otros, simbólicamente, le habían puesto encimauna rama antes de seguir andando en zig zag, ya que lavegetación en algunas partes del bosque eraimpenetrable, pero siempre subiendo y con la esperanzade encontrar campo raso. Cuando el sol estaba tan bajo como su ánimo y sedetuvieron vacilantes donde había aves lira cantando aambos lados, oyeron el rebuzno del asno a menos de uncuarto de milla detrás. Con tanto nerviosismo habíancruzado el sendero sin verlo, y en cuanto regresaron a él, elpaisaje volvió a estar como antes, la dirección, clara, y la

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gran laguna, donde debía en relación con el resto. Se despertaron con un amanecer precioso: era de día aleste, todavía de noche al oeste y entre ambos el cielovariaba casi imperceptiblemente desde el color violetahasta el aguamarina. Había mucho rocío y el aire inmóvilestaba lleno de aromas desconocidos en el resto delmundo. Las yeguas caminaban de un lado a otro comobuenas compañeras, despidiendo su característico olor, yel asno estaba dormido todavía. Una columna de humo; el olor del café. Entonces Martinpreguntó: — ¿Ha visto alguna vez un día más hermoso? —No —contestó Stephen—. Incluso este paisaje pocoatractivo parece haberse transformado. En una ladera situada a unas veinte yardas de allí cantó unave lira, un ave de cola larga parecida al faisán, y cuandoiban a dejar a un lado las tazas, pasó volando por encimade ellos. Descendió al otro lado de unos arbustos y lasyeguas levantaron las orejas y el asno se despertó. — ¿Le gustaría perseguirla? —inquirió Stephen. —No —respondió Martin—. Ya hemos visto una y siqueremos hacer la disección de un ejemplar, estoy segurode que Paulton nos hará el favor de darnos uno. Sus

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hombres sueltan perros para espantarlas y cuando seelevan les disparan. Creo que no deberíamos desviarnosdel camino, sino dedicar toda nuestra atención a las aveszancudas. En las lagunas debe de haber muchasbandadas, además de los pocos patos de este país, y,como dijo Paulton, el camino las bordea todas. En efecto, había en las orillas muchas bandadas de aveszancudas, aves de patas largas que andabanmajestuosamente por el agua, y también de aves de patascortas que corrían por el barro. Además, a veces gruposde alrededor de mil aves pasaban volando y virando a lavez, con las alas despidiendo destellos. Por todas partesse oían los característicos gritos de las aves de lasmarismas y las costas, a menudo similares a los quehabían oído en su juventud, que si bien no pertenecían a lamisma especie, eran de otras muy parecidas. Entre ellashabía tringas, martinetes, avocetas y chorlitos de todo tipo. — ¡Ahí hay un ostrero! —exclamó Martin—. No encuentropalabras para expresar la alegría que me produce estartumbado en un salicor bajo el sol y mirando ese ostrero porel catalejo. —Se parece tanto al de nuestro país que no sé decir enqué se diferencian —dijo Stephen—, pero,indudablemente, no es como él. —Bueno, no tiene nada de blanco en las primarias.

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—Así es. Y el pico es una pulgada más largo. —Pero creo que no es la diferencia, sino la similitud lo queme causa alegría. La alegría que invadió a ambos disminuyó un poco cuandoel sendero, después de atravesar tres ríos seguidos, sedividió en dos estrechos ramales al descender por laladera de una colina que separaba el tercer río del cuarto,una ladera cubierta de hierba donde había una fuente.Desmontaron para que las yeguas bebieran y pastaran yobservaron el sinuoso riachuelo que se extendía ante ellosbajo la inmensa bóveda celeste, por donde pasaban lasnubes empujadas por los vientos alisios del sureste. Noencontraron ninguna solución satisfactoria, así que soltaronlas riendas a las yeguas con la esperanza de que elinstinto las guiara, pero ambas les miraron fijamente concara estúpida, esperando que íes indicaran dónde ir, y elasno permaneció indiferente. Entonces, echando unamoneda al aire, decidieron que seguirían el ramal de laderecha. Decidieron que aunque se terminara, comoocurría a menudo con los senderos, a condición de queanduvieran por la orilla del río no podrían perderse en unpeligroso bosque, porque abajo no había ninguno, y acondición de que avanzaran hacia la costa más o menosen dirección norte, encontrarían Woolloo-Woolloo. Yatranquilizados, recogieron algunos ejemplares de las másraras plantas (aquel era un hábitat excepcional), algunosinsectos y el esqueleto casi completo de un marsupial de

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la familia Peramelidae, y siguieron cabalgando. Al llegar alrellano de la colina asustaron a un grupo de canguros. La teoría en que se basaron era lógica, pero no tenía encuenta la sinuosidad de las orillas de las lagunas quebordeaban ni el hecho de que muchas no fueran enrealidad lagunas, sino profundas marismas con numerososbrazos. El sendero, naturalmente, desapareció al llegar auna plataforma de piedra arenisca y no volvió a aparecer.Se preguntaron si lo habrían formado los canguros, perosiguieron avanzando alegremente, aunque los mosquitosles perseguían en todo momento, y encantados de ver lasaves, hasta que el tiempo y la comida ya eran escasos. Un incauto canguro que apareció una brumosa mañana, uncanguro alto y gris probablemente muy viejo, les sirvió dealimento, pero nada podía proporcionarles tiempo.Llegaron a Woolloo-Woolloo por la parte de la laguna máscercana al mar, lo reconocieron, con gran alivio(confirmaron su teoría y se salvaron de una ignominiosamuerte), por el montón de piedras y el asta de banderaque Paulton les había descrito y porque la isla Bird estabajusto al norte, pero no pudieron quedarse más de unanoche, a pesar de los ruegos de Paulton, y mucho menosseguir hasta el valle del río Hunter. —Estimado señor, es usted muy amable, pero casi hemossobrepasado el tiempo de permiso —explicó Stephen—.Prometí al capitán que regresaríamos el día 23, y con las

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yeguas en este estado y este asno tan lento, debemospartir mañana temprano. Si es tan amable, quisiera quenos acompañara hasta un punto del camino en que nisiquiera un hombre sumamente estúpido pueda perderse. — ¡Por supuesto que sí! —exclamó Paulton—. En estemomento a sus animales los están cepillando y mimandodos tratantes en caballos del mismísimo Newmarket, dosexpertos en preparar caballos. Para mantener la discreción Stephen preguntó: — ¿Podría enseñarme los árboles frutales que tienedelante de la casa? Cuando llegaron allí, donde los manzanos, todavíadesconcertados porque las estaciones estaban invertidas,se encontraban llenos de incongruentes cigarras, yalgunos, extrañamente, crecían inclinados hacia laizquierda, Paulton dijo: —Quisiera ser capaz de expresarle mi agradecimiento porsu amabilidad con respecto a mi novela. Eso significalibertad para mí. —Se expresó muy bien en su carta —repuso Stephen—,mucho mejor de lo que cualquiera podría hacerlo, y leruego que no diga nada más, sino que me hable dePadeen Colman.

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—Creo que le agradará ver cómo está —dijo Paulton conuna sonrisa—. Cuando llegó era sólo piel y huesos, pero elbondadoso doctor Redfern ya casi le había curado laespalda. A propósito de eso, llegó con otro nombre, el dePadeen Walsh, un cambio que, según creo, hacen losescribientes encargados del registro para que se pierda elrastro de los presos y se enreden las cosas en gradosumo. Y come desde que llegó. He hecho saber a losdemás que es un enfermo infeccioso y le he puesto solo enla cabaña del pastor de ovejas. Si hubiera llegadosiguiendo el río desde la laguna, le habría visto. ¿Quiereque le lleve allí ahora? —Sí, por favor. Aquel era realmente un prado, la mayor extensión deterreno cubierto de hierba que Stephen había visto enNueva Gales del Sur. Había allí dispersas ovejas degruesa lana, algunas de las cuales aún podían saltar,aunque con dificultad. En el centro había una cabañahecha de tepes y con el techo de juncos reforzado conhileras de piedras para que el viento no se lo llevara. Losjuncos procedían del lugar donde el río se unía con lalaguna, en el extremo del prado, formando una pequeñabahía desde donde se mandaban los productos de la fincaa Sidney. Frente a la cabaña estaba sentado Padeen, queparecía más alto y delgado frente a dos jóvenes a quienescantaba Con Céad Cathach.

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—Supongo que querrá hablar con él —dijo Paulton—.Regresaré para aguijonear al cocinero. —No tardaré ni cinco minutos —respondió Stephen—.Sólo le diré que estaré en una lancha en ladesembocadura del río el día 24 o, en caso de que hayamal tiempo, dos o tres días después, pero nunca antes demediodía. Seré breve. No quiero perturbarle porque ya haestado bastante trastornado. No tardó mucho, pero sus compañeros notaron que esepoco tiempo bastó para alterarle. — ¿Esos jóvenes negros…? —preguntó en tono gravecuando se sentaron a comer los infinitamente bienrecibidos alimentos—. ¿Esos jóvenes negros que echarona correr cuando me acerqué viven en este lugar? — ¡Oh, no! —exclamó Paulton—. Van y vienen cuandoquieren porque hacen vida errante, pero casi siempre hayunos cuantos en las proximidades. Mi primo no permiteque les maltraten ni se aprovechen de sus mujeres. Lestiene simpatía y a veces les da una oveja o un caldero dearroz dulce. Está intentando recopilar el vocabulario de sulengua, pero como tienen al menos diez sinónimos decada palabra, la lista aumenta muy despacio. Hablaron sin orden ni concierto de las extraordinariasmariposas que habían visto por todo el camino,especialmente cerca de la última laguna, de que no tenían

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red porque se había quedado en el hostal de Riley, delcurioso palo curvo que habían visto allí, de losaborígenes… En determinado momento Paulton preguntó: — ¿Cree usted realmente que son inteligentes? —Si definimos la inteligencia como capacidad pararesolver problemas, son inteligentes —sentenció Stephen—. Sin duda, el principal problema es mantenerse vivo, yen un país desheredado como éste, ese problema esgrave, pero ellos lo han resuelto. Yo no podría. —Yo tampoco —dijo Paulton—. Pero, ¿cree que sudefinición resistiría un análisis profundo? —Quizá no, pero, de todas maneras, soy demasiadoestúpido para defenderla. — ¡Oh, Dios mío! —exclamó Paulton—. Los dos deben deestar muertos de cansancio. Permítanme recomendarlesque tomen un baño caliente antes de acostarse. Sé porexperiencia propia que no hay nada más relajante para elcuerpo. El agua ya debe de estar hirviendo en las ollas. * * * —Creo que hemos sido unos huéspedes muy aburridos —dijo Stephen cuando estaban entre los arbustos, dándosela vuelta en la silla de montar para despedirse con la mano

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de Paulton, al que apenas podía verse. Paulton escogió el mismo momento para mirar hacia atrásy hacerles también un gesto de despedida, y desaparecióal pie de la colina y se adentró en el bosque. —Incluso esta mañana estaba un poco preocupado —añadió—. Quería evitar que se comprometiera para quesiempre pudiera afirmar que no colaboró en mis actos. —Moralmente no podía hacer eso. Sabe perfectamente loque vamos a hacer. —Quiero decir legalmente. Las absurdas leyes se aplicancon absurdo rigor y quiero que pueda firmar unadeclaración jurada que diga: «Maturin nunca me dijo esto»o «nunca dije lo otro a Maturin». ¿Cree que eso puede serun halcón? —Creo que sí —respondió Martin, haciéndose sombra enel ojo con la mano—. Es un terzuelo. Lewin dice quepueden encontrarse en Nueva Holanda. —Esa ave me produce tanta satisfacción como a usted elostrero —dijo Stephen, mirando el halcón hasta que seperdió de vista, y luego volvió a hablar de Paulton—:Indudablemente, es un hombre muy amable y es un placerestar en su compañía. Desearía que viera lo bastante bienpara distinguir un ave de un murciélago. Tal vez siconsiguiera un microscopio, un buen microscopio con

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variedad de lentes y una amplia platina, podría disfrutarobservando las pequeñas criaturas, por ejemplo, losrizópodos, los rotíferos e incluso los piojos… Conocí a uncaballero, un pastor anglicano, a quien le encantaban losacáridos. Ahora que sus conocimientos eran algo superfluos, ya queel sendero se había convertido casi en un camino decoches, las yeguas pusieron una expresión inteligente yempezaron a avanzar con paso firme en dirección aldistante establo. Avanzaban tan rápidamente que, a pesarde que ellos se detuvieron varias veces para recogerplantas o matar papagayos raros y aves que vivían en losarbustos, cuando llegaron al hostal Newberry, situado enun camino de vaqueros, a cierta distancia al norte delsendero que iba a Woolloo-Woolloo, ya era pleno día. Yasí, a pleno día, Stephen vio por fin el bumerán. Un negrodisoluto, que se había corrompido por contacto con losblancos, pero que aún conservaba sus habilidades, loarrojaba a cambio de un trago de ron. El bumerán hizotodo lo que Riley dijo que hacía y aún más. En ciertomomento, después de regresar, se elevó, se quedóflotando en el aire sobre la cabeza del aborigen ydescribió lentamente un círculo antes de bajar hasta sumano. Stephen y Martin miraban con asombro aquel objetodándole vueltas en las manos. —No entiendo el principio de esto —confesó Stephen—,pero me gustaría enseñárselo al capitán Aubrey, que sabe

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mucho de matemáticas, dinámica y navegación. Hostalero,por favor, pregúntele si está dispuesto a desprenderse delinstrumento. —Nunca en tu maldita vida —respondió airado elaborigen, arrebatándole el bumerán y apretándolo contrasu pecho. —Dice que no quiere desprenderse de él, su señoría —explicó el hostalero—. Pero no se preocupe porque tengouna docena detrás del bar y los vendo por media guinea alos viajeros ingeniosos. Elija el que quiera, señor, yBennelong lo arrojará para demostrarle que regresa comouna paloma mensajera, como decimos aquí. ¿Verdad quesí? —le dijo al negro, mucho más alto que él. — ¿Verdad que qué? —Que lo vas a arrojar para que lo vea el caballero. — ¡Maldita sea! —Señor, dice que con mucho gusto lo arrojará para que lovea y espera que le anime con un trago de ron. En la clara mañana, después de refrescarse, siguieroncabalgando. Stephen tenía sobre la parte delantera de lasilla de montar una paloma mensajera y Martin llevabaatadas varias bolsas llenas de ejemplares de plantas,pues el asno estaba sobrecargado.

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A medida que descendían y se acercaban a Port Jackson,aumentaba la variedad de papagayos y sus gritosdiscordantes. Además, encontraron bandadas decacatúas, loritos y periquitos. Cuando por fin divisaron labahía de Sidney no vieron la fragata amarrada donde lahabían dejado. —Hoy es día 23, ¿verdad? —preguntó Stephen. —Creo que sí —respondió Martin—. Estoy casi seguro deque ayer era 22. Ambos conocían lo estricto que era el capitán Aubreyrespecto a la fecha de hacerse a la mar y miraronangustiados la desierta bahía. — ¡Ahí está nuestra lancha, pasando por South Point! —gritó Stephen, mirando por el catalejo—. Lleva unabandera en la proa. — ¡Y allí está la fragata, amarrada en el muelle dondeestaba antes, ¡ja, ja, ja! —exclamó Martin con gran alivio yalegría—. Y justo detrás hay amarrado otro barco muchomás grande. —Tengo el presentimiento de que es el tan anunciadobarco que viene de Madrás —dijo Stephen. El presentimiento fue reforzado por la presencia en la

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ciudad de marineros de las Indias Orientales que llevabanapretados turbantes y miraban con satisfacción a losgrupos de hombres encadenados y, además, por la deoficiales con extraños uniformes que miraban a sualrededor como recién llegados. Se dirigieron a la tabernade Riley, que ahora estaba abarrotada, y mientras Stephenesperaba para hacer cuentas con el tabernero, Martin fuea la fragata con dos granujillas que llevaban una carretillacargada con los especímenes. Riley, que lo sabía todo, dijo a Stephen que el Waverly, enefecto, había venido de Madrás, pero que no traía sacasde cartas oficiales de la India y mucho menos de cartas deotros continentes para los civiles, pero eso no le causódecepción, porque no las esperaba. En cambio, sí habíatraído a muchos oficiales, y Stephen fue a sentarse en elsalón, casi lleno de ellos, para esperar a que el señor Rileyestuviera libre y pudiera ocuparse de las yeguas. Cuando estaba sentado allí, mirando el bumerán de lataberna y tratando de encontrar una razón verosímil para sucomportamiento, se dio cuenta de que uno de los oficiales,un infante de marina que estaba cerca de la puerta, lemiraba con más atención de lo normal. Entonces empezóa pensar en todo lo relacionado con la percepción de lasmiradas fijas en uno: que uno las notaba aunque el quemiraba estuviera fuera de su campo de visión, quecausaban intranquilidad a muchos, que era importante nomirar nunca a la presa de uno, que las personas de distinto

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sexo cruzaban miradas con infinidad de significados…Aún estaba pensando cuando el oficial se acercó y lepreguntó: —El doctor Maturin, ¿verdad? —Sí, señor —respondió Stephen con reserva, pero sindescortesía. —Usted no me recuerda, señor, porque entonces estabamuy ocupado, pero me salvó la pierna después de labatalla bajo las órdenes de Saumárez en el estrecho deGibraltar. Mi apellido es Hastings. — ¡Claro que sí! —exclamó Stephen—. Fue un problemaen la rótula. Lo recuerdo perfectamente. Sir WilliamHastings, ¿verdad? ¿Me permite que le remangue elpantalón? ¡Sí, sí, muy bien cosida! ¡Y ese charlatánsinvergüenza quería cortarla! Sin duda, una precisaamputación siempre es un placer, pero aun así… Ahoratiene un miembro sano en vez de una pata de palo. Muybien —agregó dándole palmaditas en la pantorrilla—. Lefelicito. —También yo le felicito a usted, doctor. —Muy amable, sir William. Lo dice por la rótula, ¿no? —No, señor, por su hija. Pero quizás usted no piense queeso es motivo para recibir felicitaciones. Sé que hay

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prejuicios contra las hijas porque se dan humos y otrascosas, hay que darles una dote y parte de la herencia y hayque pagar el desayuno de la boda. Disculpe. —No tengo la satisfacción de entenderle, señor —dijoStephen, mirándole con la cabeza ladeada, y el corazón leempezó a latir muy rápidamente. —Bueno, seguramente estoy equivocado. Pero cuandoestaba en Madrás llegó el Andromache y pedí prestado unejemplar de la Crónica Naval, y al hojear las páginasdonde vienen los ascensos, los nacimientos, las muertes ylas bodas, vi un nombre que me pareció el suyo, aunque talvez fuera el de otro caballero. —Sir William, ¿de qué mes era y qué decía? —Me parece que era del mes de abril y decía: «EnAshgrove Cottage, cerca de Portsmouth, la esposa deldoctor Maturin, de la Armada Real, ha tenido una niña». — ¡Querido sir William, no podría haberme dado unanoticia mejor! ¡Riley! ¡Riley! ¿Me oye? ¡Traiga una botellade lo mejor que tenga en la casa! La botella de lo mejor que había en la casa no afectó aStephen, pues la alegría sola le hizo recorrer la proa de lafragata dando saltos hasta llegar al alcázar, donde habíatantos tripulantes trabajando que le pareció que eran todosellos, aunque no era posible porque muchos estaban

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martilleando en la proa en medio del eco de las órdenes.Mientras observaba las guirnaldas, el empavesado y loscabos perfectamente enrollados, apareció el capitánAubrey acompañado de Reade, que llevaba una cintamétrica en su única mano. Jack parecía más delgado, máspálido y más preocupado, pero sonrió y preguntó: — ¿Ya estás de vuelta, doctor? El señor Martin me hadicho que lo pasasteis muy bien. —Así es —confirmó Stephen—. Pero, Jack, no teimaginas cuánto deseo volver a Inglaterra. —Estoy seguro de que mucho —dijo Jack—. Y yo también.¡Señor Oakes! —gritó proyectando la voz hacia elmastelerillo—. ¿Va a colocar esa guirnalda durante estaguardia o quiere que le lleven el coy a lo alto de la jarcia?Doctor, estamos a punto de dar una comida de despedidaa la que asistirán el gobernador y sus subalternos, y poreso hay tanto jaleo. Tendrás tiempo de cambiarte, pero metemo que Killick no podrá ayudarte porque está trabajandocomo una abeja en una colmena. Señor Reade, mantengala cinta exactamente ahí y no se mueva hasta que le dé ungrito. Después de decir esto, se fue corriendo abajo, dondeestaban reduciendo las tres cabinas a una sola y elacosado carpintero estaba poniendo una hoja más a lamesa. Aunque en ese momento no tenía la mente muydespejada, Stephen comprendió la situación y advirtió la

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despejada, Stephen comprendió la situación y advirtió lainusual limpieza de todos los marineros, el brilloextraordinario de todas las cosas que la piedra arenisca yel polvo de ladrillo podían abrillantar y la profunda angustiaque solían sentir los marineros antes de cualquier actooficial a gran escala, para el cual, como sabía porexperiencia, preparaban todo como si los invitados fueranviejos y expertos marinos o censores o almirantes hostilesdispuestos a revisar el ennegrecimento de las velas omirar si había polvo debajo de las cureñas de lascarronadas. Bajó a su cabina con la mente todavía turbadapor la felicidad y se encontró con que, a pesar de todo,Killick le había preparado toda la ropa que tenía queponerse. Empezó a vestirse despacio y después deponerse la chaqueta con mucho cuidado salió a la cámarade oficiales, donde vio a Pullings con su espléndidouniforme de capitán, con galones dorados, sentándosecuidadosamente. — ¡Ah, doctor, cuánto me alegro de verle! —exclamó conel rostro radiante—. Parece más alegre que un cascabel,tan alegre como si se hubiera encontrado un billete decinco libras. Espero que traiga por fin un poco de suerte anuestra querida fragata, pobrecilla. ¡Dios mío, quésemana! —Parece que has estado en una batalla entre escuadras,Tom. —Volveré a sonreír mañana por la tarde, cuando hayamos

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zarpado y perdido de vista tierra, no antes. Cualquierapensaría que los marineros conspiraron para causarnosproblemas y dar mala fama a la Surprise. Las «langostas»trajeron a muchos marineros borrachos que no podíanmoverse y nos dieron consejos para conseguir que secomportaran bien. A Davis, El Torpe y Sanguinario leencerraron por hacer papilla a dos centinelas y tirar susmosquetes al mar cuando trataron de impedir que sacaraa una joven en una lancha; Jack, El Malcarado, en cambio,sacó a una joven, y como es tan amigo del cocinero, latrajo a bordo envuelta de manera que pareciera una piezade beicon. La metió en la bodega de proa y la alimentabacomo a un gallo de pelea por la escotilla. Cuando ledescubrieron dijo que la joven no era una mujer corriente yque quería casarse con ella porque así conseguiría lalibertad, y preguntó si el capitán tendría la amabilidad decasarles. El capitán afirmó que no tenía inconveniente enello y que después cogiera su paga y se quedara en tierracon ella porque en la fragata no viajaban esposas.Entonces Jack, El Malcarado, lo pensó mejor, ella bajó atierra sola y ahora todos le desprecian. Y un pobre diablose escapó a nado… y ocurrieron algunas otras cosas.¡Cuánto rogué a Dios por una brigada de infantes demarina! Cuando el gobernador regresó, losmalintencionados funcionarios ya habían suavizado supostura, pero los marineros habían perjudicado nuestracausa y nuestra reputación. Aunque ya se han limado lasasperezas y la fragata está de nuevo amarrada en elmuelle, no creo que la fragata y la costa estén unidas por

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fuertes lazos. Nunca he visto al capitán más cansado nimás irritable ni más… ¿como podría decirse?, testarudo. Sonaron las cuatro campanadas. —Bueno, doctor —continuó Pullings—, es hora de ir aechar un vistazo a todo y de que usted se ponga loscalzones. —Que Dios te bendiga, Tom —dijo Stephen, mirando conangustia sus rodillas huesudas—. Me alegro de que tehayas dado cuenta. Debo de haber estado distraído y, sinduda, hubiera perjudicado aún más la reputación de lafragata. Cuando Stephen se puso los calzones, se sentó en suescritorio plegable y escribió a Diana. Su pluma sedeslizaba con extraordinaria rapidez por las hojas depapel, que iban amontonándose en el coy. —Con su permiso, señor —se disculpó Reade desde lapuerta—. El capitán pensó que le gustaría saber que losinvitados ya han salido del palacio del Gobierno. —Gracias, señor Reade —respondió Stephen—. Mereuniré con ustedes en cuanto termine este párrafo. Llegó a la cubierta justo antes de que sonara la primerasalva en honor del gobernador y observó con satisfacción,aunque sin mucho asombro, que la embarcación a medio

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arreglar y con tripulantes angustiados que había visto antesera ahora un barco de guerra donde los marineros estabanserenos y seguros de que los motones y las brazasmantendrían las vergas perpendiculares a los palos con unmargen de un octavo de pulgada y que los invitadospodrían comer en cualquier parte de las cubiertas. En verdad, los invitados comieron en toda la vajilla de platadel capitán Aubrey pues en los baúles forrados de fieltrosólo quedaron unas tenacillas para el azúcar rotas. Desdedetrás del capitán, Killick contemplaba su obra con gestode triunfo y profunda satisfacción, un gesto raro en su cara,que solía tener una expresión malhumorada. Los invitados entraron y Stephen se enteró de que iba asentarse entre el doctor Redfern y Firkins, el secretariojudicial. — ¡Cuánto me alegro de que nos sentemos juntos! —exclamó Stephen dirigiéndose a Redfern—. Temía quedespués de cruzar esas pocas palabras en el alcázarestuviéramos separados. —Yo también —dijo Redfern—. Y si observa esta mesapodrá darse cuenta de que no hubiera sido difícil que nisiquiera pudiéramos oírnos. ¡Dios mío! Nunca había vistotanta magnificencia en una fragata ni un mantel tan grande. —Ni yo —intervino Firkins, y en voz baja comentó aStephen: —El capitán Aubrey debe de ser un caballero de

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una fortuna considerable. —Realmente considerable —confirmó Stephen—.Además, controla no sé cuántos votos en la Cámara de losLores y en la de los Comunes, y es muy apreciado por losministros. Añadió algunos detalles más para amargar a Firkins, peromuy pocos, porque se sentía alegre, y durante el resto dela comida, durante casi todo el período relativamente largoen que bebieron el oporto y mientras tomaron el café,estuvo conversando con Redfern. El cirujano no era unexperto naturalista, pues vaciló cuando Stephen lepreguntó si había visto el ornitorrinco. —Ornitorrinco es el nombre más moderno —explicóStephen. —Sí, sí, sé qué animal es —dijo Redfern—. He oído hablarmucho de él. No es raro. Estaba tratando de recordar si lohe visto o no. Probablemente no. A propósito de eso, aquíle llaman topo de agua y nadie entendería el nombrecientífico. Pero, por otro lado, pudo dar a Stephen muchos detallessobre la actitud de unos hombres hacia otros en NuevaGales del Sur y en la isla Norfolk, un lugar aún peor, dondehabía pasado algún tiempo, y contarle cuál era larespuesta habitual, aunque no invariable, al poderabsoluto, y, además, le informó de que no había opinión

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pública. Stephen estaba tan atento a la conversación y tanturbado por la alegría que apenas advirtió cómo sedesarrollaba el banquete, pero cuando regresó deacompañar al doctor Redfern al hospital y darle su opiniónsobre una hidrocele y vio a Jack sentado en la cabinareconstruida y bebiendo una jarra de agua de cebada,exclamó: — ¡Qué bien fue todo! Fue una excelente comida. —Me alegro de que pienses así. Me pareció muy pesada,aunque trabajé como un burro, y temía que otros pensaranasí también. —No, en absoluto, amigo mío. Antes de subir a bordo hoyme encontré con un hombre que vino en el barco deMadrás, ¡ja, ja, ja! Pero antes que se me olvide, ¿es fiableeste viento del sureste? — ¡Oh, sí! Ha estado soplando durante los últimos diezdías y el barómetro no se ha movido. —Entonces, por favor, ¿podría disponer de un cútermañana temprano?, ¿y podrías recogerme frente a la islaBird? — ¡Desde luego! —exclamó Jack, moviendo en el aire lajarra vacía—. ¿Te gustaría tomar un poco de esto? Esagua de cebada.

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—Sí, por favor —respondió Stephen. — ¡Killick, Killick! —gritó Jack, y cuando Killick llegó,ordenó—: Dos jarras de agua de cebada más, Killick, y dia Ronden que el doctor quiere que el cúter esté preparadocuando suenen las tres campanadas en la guardia de alba. —Dos jarras y tres campanadas, señor —dijo Killick,dirigiéndose a la puerta—. Dos jarras y tres campanadas. Se dio un fuerte golpe con el marco de la puerta porque,como era habitual después de un banquete, estababorracho, pero la atravesó muy erguido. — ¿Qué esperas encontrar en la isla Bird? —Seguramente habrá petreles, pero no pienso bajar atierra porque no me sobrará mucho tiempo. —Entonces, ¿a qué vas? — ¿No tengo que ir a recoger a Padeen? —Por supuesto que no tienes que ir a recoger a Padeen. —Pero, Jack, te dije que iba a avisarle. Te lo dije antesque Martin y yo partiéramos, cuando dijiste quezarparíamos el día 24. Le avisé y estará esperando allí enla playa. —La verdad es que no entendí eso. Stephen, ya he tenido

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muchos problemas a causa de presos que intentabanescapar. Por esa razón, entre otras, los funcionarios mehan acosado, me han importunado con preguntas, me hanlimitado los pertrechos, las provisiones y las reparaciones,y tuve que remolcar la fragata hasta la entrada de la bahíapara evitar que ocurriera algo realmente grave, lo queretrasó todo aún más. Cuando el gobernador regresó, fui averle y le expliqué el asunto lo mejor que pude y admitióque el registro de la fragata sin mi consentimiento habíasido inapropiado, y me preguntó si quería que mepresentaran excusas. Le respondí que no, pero que si medaba su palabra de que no volvería a suceder nadaparecido, yo le daba mi palabra de que ningún presosaldría de la bahía de Sidney en mi fragata, y que asíquedaría zanjado el asunto. Estuvo de acuerdo y entoncesvolvimos a remolcar la fragata al interior de la bahía. —Estamos hablando de un compañero de tripulación,Jack. Además, estoy comprometido. —Yo también. Pero ¿cómo puedes pedirle al capitán deun barco del rey que haga una cosa así? Haré todas laspeticiones que sea posible en favor de Padeen, pero nocolaboraré en la huida de un preso. Ya he devuelto avarios. — ¿Eso es lo que tengo que decirle a Padeen? —Tengo las manos atadas. He dado mi palabra algobernador. Podrían decir que abusé de mi autoridad

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gobernador. Podrían decir que abusé de mi autoridadcomo capitán de navío y que me he aprovechado de quetengo inmunidad por ser miembro del Parlamento. Stephen le miró durante algún tiempo mientras pensabaqué responder. A Jack le pareció que en su mirada habíauna mezcla de lástima y desprecio y sintió un gran dolor. —Tú lo has querido —dijo Stephen, y se dio la vuelta. Entonces se topó con Killick, que traía las jarras, y cogióuna. —Gracias, Killick —murmuró y se la llevó abajo. Davidge estaba sentado en la cámara de oficiales y le dijoque Martin estaba abajo, donde se encontraban losespecímenes, poniendo las pieles de aves en una tina conagua con sal, y luego prosiguió: — ¡Qué comida tan horrible! Estoy seguro de que Jack, ElMalcarado, estaba tan disgustado que le echó sal acucharones. Y con cualquier tema los civiles se quedabancallados como si estuvieran en un funeral. Hice lo posiblepor animarles, pero nada les complacía. Supongo que eraigual en el extremo de la mesa donde estaba usted. No meextraña que tenga ese gesto malhumorado. —Martin —dijo Stephen cuando llegó al pañol, que olía aplumas—. Parece que ha habido un malentendido y tal vezno pueda traer a Padeen a bordo. No sé qué debo hacer.

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Sin embargo, el cúter estará preparado cuando suenen lastres campanadas en la guardia de alba. ¿Le gustaría venirconmigo? Se lo pregunto porque durante la comida eldoctor Redfern me dijo que en la colonia llaman alornitorrinco topo de agua, lo que yo ignoraba cuando suamigo Paulton nos dijo que en el riachuelo que pasa porWoolloo-Woolloo vivían topos de agua. Tal vez ésa sea suúltima oportunidad de ver uno. —Muchas gracias —respondió Martin, acercándole el farolpara verle la cara y apartándolo enseguida—. Estaré listocuando suenen las tres campanadas. Stephen le pidió ayuda para alcanzar su baúl, sacó unasuma considerable en monedas de oro y billetes de banco,volvió a cerrar con llave el baúl y luego dijo: —Si no regreso a la fragata mañana, ¿tendría laamabilidad de mandar esto a mi esposa? — ¡Por supuesto! —dijo Martin. * * * Cuando Stephen salía de Sidney por el camino que iba aParramatta pensó: «Creo que nunca en mi vida he sentidoemociones tan fuertes y contradictorias como en estemomento». Tenía la intención de disminuir sus fuerzascaminando mucho y rápido, pues había comprobado que

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el cansancio físico podía eliminar aspectos secundarios delas cosas, como la exasperación en este caso, y tambiénque después de algunas horas aparecía la forma correctade actuar. Sin embargo, nada de eso ocurrió durante lashoras que caminó. Su mente abandonaba el asunto una yotra vez para volver a ocuparse de su felicidad presente yfutura. Recorrió un gran tramo en la oscuridad y la parte desu mente libre para asombrarse se asombró ante la grancantidad de animales nocturnos que oyó, y ocasionalmentevio a la pálida luz de la luna cerca del poblado, entre losque había varios falangeros y osos australianos y un koala. Entonces dijo para sí: «Nelson, el héroe de Jack, nohubiera actuado como él, pero Nelson no era un hombrejusto, no pensaba siempre en conservar la virtud. Lamadurez ha alcanzado por fin al bueno de Jack. Pensé quenunca le alcanzaría». Murmuró esto sin rencor, limitándosea constatar un hecho, y después añadió: «Una de lasventajas de la riqueza es que uno no tiene que tragarsesapos, sino que puede hacer lo que le parece correcto». Aún no estaba seguro de qué era correcto en aquellascircunstancias cuando, después de ponerse la luna,emprendió el regreso a la fragata. Su análisis delproblema había sido interrumpido frecuentemente poracciones de gracias, entre ellas un canto llano para dargracias a Dios que había oído en el monasterio deMontserrat antes que los franceses lo saquearan,profanaran y destruyeran, que tardó en cantar el mismo

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tiempo que tardó en recorrer milla y media. Tampocoestaba seguro cuando llegó a la fragata mojado a causade un chubasco que vino del sureste y con los pieshinchados, ni cuando oyó a Bonden murmurarle al oído queel cúter ya estaba abordado con la fragata, después dehaber pasado la noche en vela y muy agitado. La alegría se reavivó, y con ella la pena. Se vistió, pasósigilosamente a la cámara de oficiales para no despertar alos demás, dio los buenos días a Martin en voz baja y tomóuna taza de café. Los palos del cúter ya estaban colocados, y cuandobajaba para subir a bordo, notó con satisfacción que todoslos tripulantes eran marineros de barcos de guerra yantiguos compañeros de tripulación. Bonden, que pensabaque el doctor y Martin no tenían sentido común, a pesar deque eran muy instruidos, les proporcionó capas de lonapara que se protegieran del penetrante viento de la nochey luego preguntó: — ¿Adonde vamos, señor? — ¿Conoces la isla Bird? —Sí, señor. La vi cuando nos acercábamos y el capitánPullings la tomó como referencia. —Bien. Antes de la isla, a dos o tres millas al sur, hay uncabo, y al sur de ese cabo, donde la costa es plana, está

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la entrada a una ensenada marcada con un asta debandera y un montón de piedras. Allí es donde tenemosque ir. ¿Cuánto tiempo crees que tardaremos? —Con este viento por la aleta, señor, podremos llegar allíantes de mediodía. Separa la proa, Joe. Cuando terminaron de recorrer el largo puerto, llegó elamanecer, un amanecer de una belleza tan exquisita quehasta Joe Plaice, que había visto diez mil en la mar, locontempló con mirada aprobatoria y Martin con las manosjuntas. Stephen no lo vio porque estaba dormido envueltoen la capa. El cúter contorneó los cabos, empezó aatravesar las espaciadas olas de alta mar, avanzó un poconavegando de bolina y luego viró al noreste, donde elbalanceo se convirtió en un movimiento parecido al de unsacacorchos, un movimiento capaz de causar mareoincluso a los marineros más curtidos que acabaran depasar algún tiempo en tierra, pero Stephen siguiódurmiendo. Y siguió durmiendo cuando las olasprovocadas por el cambio de la marea lanzaron espumapor encima del cúter. Martin le arregló la capa de maneraque la cabeza quedara cubierta y como vio que no sedespertaba con facilidad, en voz baja dijo a Bonden: —Vamos a gran velocidad. —Sí, señor —confirmó Bonden—. Y nos sobrará tiempo,pero tendremos que navegar un poco alejados de la costapara que el doctor no se moje tanto, y me preocupa que

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para que el doctor no se moje tanto, y me preocupa quepasemos el asta de bandera sin verla. — ¿Crees que estamos cerca? —preguntó Stephen,despertándose de repente. —Bueno, señor, creo que no podemos estar muy lejos. —Entonces, en cuanto avistemos la isla Bird, empezaré amirar la costa por el catalejo. No importa que nos mojemosporque el sol nos secará enseguida. Está bastante másalto de lo que esperaba y calienta mucho. El cúter siguió navegando y moviéndose con viveza.Mientras tanto, los marineros de la proa hablaban muy bajoy el sol siguió subiendo hasta que la fría espuma eraapetecible y las capas se dejaron a un lado. —Ahí está la isla, señor —anunció Bonden. Cuando el cúter subió con el balanceo, Stephen pudo verlaclaramente más allá del cabo, justo en el horizonte. — ¡Ah, sí! —exclamó. Tanto él como Martin sacaron los catalejos. El terrenoarenoso que formaba el bajo litoral desfiló despacio anteellos, y poco después estuvieron de acuerdo en que esta oaquella parte les eran familiares. Sin embargo, desde elmar una duna se parece a otra, y un grupo de árbolesbajos a otro, y no tuvieron la certeza hasta que, con el

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mismo alivio que antes, volvieron a ver el asta de banderay el montón de piedras. —Todavía no son ni siquiera las once —observó Stephen—. Creo que les he sacado del coy demasiado temprano,marineros. —No se preocupe por nosotros, señor —le tranquilizóPlaice, riéndose—. Si no estuviéramos aquí, a esta horaestaríamos limpiando la cubierta. Esto es como ir depicnic, como suele decirse. Bonden dirigió el cúter hacia la entrada y se asombró deque Stephen fuera capaz de decirle que había una brazade profundidad por encima del banco de arena en labajamar y que encontrarían un canal más profundo al estedel lugar desde donde se veían el asta de la bandera y elmontón de piedras en línea. Hizo pasar el cúter por el canalde entrada, entre las moderadas olas que rompían en elbanco, y después deslizarse por entre las tranquilas aguasde la ensenada y detenerse junto al muelle dondecargaban las cosechas de Woolloo-Woolloo en elbergantín. —Bonden, hay que encender una hoguera —ordenóStephen—. Todos han traído comida, ¿verdad? —Sí, señor. Y Killick puso este paquete con sándwichespara usted y el señor Martin.

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—Muy bien. Entonces pueden encender una hoguera,comerse la comida y, si quieren, dormir al sol. La fragatanos recogerá frente a la isla Bird esta tarde. Es posibleque yo no vuelva, pero el señor Martin sí vendrá y no mástarde de las dos o dos y media. No dejes que nadie sealeje, pues es probable que haya serpientes venenosasentre estas cañas. Lo que indudablemente había eran mariposas. Algunaseran de tipos que habían visto antes y otras eran mayoresy mucho más llamativas, y cazaron varias mientrascaminaban por la orilla del río, entre las cañas y losarbustos. La contradicción entre los sentimientos deStephen, una enorme alegría y una enorme pena, era tanfuerte como antes, y no se sentía muy animado. Tampocolo estaba Martin. Aunque Stephen no era locuaz, rara vezhabía estado tan silencioso como ahora y su estado deánimo era contagioso. Atravesaron el cañizal y llegaron a un terreno firme, unprado donde el aire corría y el cielo parecía inmenso.Ahora el río les quedaba a la izquierda, mientras que en laprimera visita lo tenían a la derecha. Además, lo habíancruzado por una parte mucho más alta. —Estamos en una parte del prado desconocida —dijoStephen—. Apenas alcanzo a ver la cabaña y estáaproximadamente media milla más lejos de lo queesperaba.

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Luego vio ovejas, una bandada de cacatúas más blancas ya lo lejos un poco de humo. —Podríamos andar por la orilla del río un estadio más omenos, porque hemos llegado demasiado temprano. El río, que tenía el cauce bastante profundo, alcanzaba entiempo de crecida diez o quince yardas de ancho, perohacía varios años que no había una crecida y ahora elcauce estaba cubierto de numerosos arbustos entre losque había hierba alta. Ahora no tenía más de un paso deancho, era simplemente un arroyo que serpenteaba por elprado y unía varias lagunas. Al llegar a la primerarecogieron algunas plantas interesantes y un ciempiés; alllegar a la segunda, Martin, que iba delante, se detuvodiciendo: — ¡Oh, Dios mío! —Entonces retrocedió cautelosamente ysusurró a Stephen al oído—: ¡Ahí están! Avanzaron por el terreno alto próximo a la orilla muydespacio, recorriendo un pie tras otro, y doblados haciadelante. Cuando levantaron la cabeza para mirar por entrelas hojas de los arbustos y las cañas, apenas podían ver lasuperficie del agua. Los ornitorrincos no les prestaronatención. Cuando Martin les había visto por primera veznadaban y nadaban alrededor de la laguna, y ahorasiguieron nadando y nadando uno detrás del otro,describiendo una gran circunferencia, entregados por

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completo a su ritual. Ambos nadaban bastan tesumergidos en el agua, pero debido al ángulo que la luzformaba con la superficie, los dos observadores noadvertían sus reflejos y podían ver todo bajo el agua, desdeel pico increíblemente parecido al de un pato hasta la colaancha y plana, que estaba entre las patas con cuatrodedos recubiertos por una membrana. Poco después Stephen murmuró: —Creo que podemos acercarnos más. Martin asintió con la cabeza. Entonces, con mucha precaución, descendieron paraacercarse a la orilla, y Stephen iba apoyándose en elmango de la red. Ahora avanzaban pulgada a pulgada,deteniéndose junto a cada arbusto, cada árbol, cada tramocubierto de hierba y observándolo todo antes de continuar.Cuando llegaron al nivel del agua, pudieron andar másfácilmente y siguieron moviéndose sinuosamente hasta lafranja de barro que había justo a la orilla de la laguna.Cada uno se colocó detrás de un grupo de arbustos ymiraron hacia ella a través de la zona sombreada que losseparaba. Stephen cerró la boca para que no se oyera sucorazón, cuyos fuertes latidos parecían las gravescampanadas de un viejo reloj, como hizo cuando era niñouna primavera al llegar a un lugar donde tenía al alcance unurogallo, que cantaba y desplegaba sus alas.

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Hubiera dado igual que la mantuviera abierta, pues losornitorrincos tenían puesta toda su atención en la danza.Stephen y Martin se sentaron tranquilamente allí, en elblando terreno, y mientras observaban los ornitorrincos yhacían comparaciones, los animales seguían dandovueltas. Debido a la circunferencia que describían,pasaban por el lado opuesto de la laguna, donde el solpermitía ver perfectamente su brillante color marrón, y porla parte sombreada cercana a las cañas. Se oyó un rebuzno y en medio del ruido Stephen dijo: —Voy a intentar coger uno. Cuando los ornitorrincos estaban en la parte más lejana,metió lentamente, muy lentamente, la red en el agua; luegola empujó despacio, muy despacio hacia el interior de lalaguna, hasta el lugar por donde siempre pasaban. Dejóque pasaran por encima dos veces y la tercera levantó elborde de la red justo delante del segundo ornitorrinco, elque perseguía al primero. El animal se movió hacia elfondo inmediatamente, pero entró en la red. Stephen semetió entre las cañas con el agua a la cintura, dudandoque el mango y el tejido resistieran tanto peso, y luegoretrocedió hacia la orilla a grandes pasos con la cararadiante vuelta hacia Martin y palpando el interior de la red.Notó que el animal tenía la piel suave, húmeda y cálida yque el corazón le latía con fuerza. —No voy a hacerte daño, cariño —intentó sosegarlo, e

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—No voy a hacerte daño, cariño —intentó sosegarlo, einmediatamente sintió un pinchazo y luego un horrible dolorque le subió por el brazo. Avanzó con dificultad hasta la orilla, soltó la red y se sentó.Entonces se miró el brazo, que tenía desnudo porqueestaba en mangas de camisa, y vio un pequeño orificio yuna línea pálida en relieve que iba desde la muñeca alcodo. —Tenga cuidado, Martin —dijo—. Échelo ahí otra vez. Unchuchillo… Un pañuelo… Hizo un corte profundo y luego un torniquete muy apretado,pero ya tenía la garganta rígida y la voz pastosa. Se tumbóen el barro y empezó a hablar de casos similaresconocidos, de picadas de abeja, de escorpión e inclusode una araña grande. Contó que unos habían sobrevivido yotros no, y que algunos habían durado un día, tantoatendidos de una manera como de otra. De repente vio lacara angustiada de Padeen encima de él y oyó quePaulton gritaba: — ¡Oh, querido Martin! Pensé que un naturalista sabríaque el macho tiene un aguijón venenoso. ¡Oh, Dios mío!¡Oh, Dios mío! ¡Se está hinchando! ¡Se está volviendoazul! — ¿Un aguijón venenoso? —preguntó Stephen en mediodel dolor con voz irreconocible, enronquecida—. ¿Sólo elmacho? ¿En toda la especie de mafímeros, mamíferos…?

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Las palabras rápidas y más o menos coherentes cesaron;Stephen perdió la capacidad de hablar y poco después lacapacidad de ver. No obstante, siguió presente, aunque agran distancia. No estaba en la oscuridad total, sino en unmundo de un intenso color violeta que le recordaba unestado previo, cuando, sorprendido por la pena y unainvoluntaria sobredosis de láudano, se había desplomadoen el interior de una alta torre en Suecia. Tambiénentonces oía las voces de sus amigos, pero ahora lasalucinaciones eran benignas y casi inexistentes. La voz que más oía era la de Paulton (aunque también oyóa los negros, que con aparatosas señas, aconsejaron agritos: «No le toquen»). Parecía atormentado por la culpa ydecía una y otra vez que en Woolloo-Woolloo todo elmundo sabía que había que tener mucho cuidado con lostopos de agua, que había visto un perro europeo morir encuestión de minutos, que se sentía culpable por no haberhablado del peligro, que suponía que era del dominiopúblico… — ¿Cómo puedes hablar así, Nathaniel? —preguntóMartin—. En Londres no se han visto más de dos o tresejemplares desecados y encogidos que no estaban enperfecto estado, y todos eran hembras. — ¡Cuánto lo siento! —exclamó Paulton—. ¡Oh, cuánto losiento!

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Había unas cuantas lagunas en la conciencia de Stephen,pero muchas más en la percepción de las cosas, y acontinuación de uno de esos espacios en blanco opausas, oyó a Bonden decir a Padeen: —Levántale la cabeza, compañero, y ponía en mi hombro.No importa la sangre. Y un tremendo vozarrón dijo: —Tenemos que volver a llevarle a la fragata. No había duda de que le estaban transportando. Y con laparte de su mente que no se ocupaba del terrible dolor odel irreal mundo violeta donde era observado, notó que alos marineros les parecía natural la presencia de Padeen ytrataban de calmar su pena. Ahora notó el suave movimiento del cúter, el crujido de losescálamos, la suave brisa marina que le acariciaba elrostro, rígido y entumecido, y los ojos, que no podían ver.Entre las cosas que no podía percibir bien estaban el dolory el tiempo, y no pudo determinar el orden cronológico delas explicaciones repetidas por Jack a los oficiales y laorden que dio a Padeen con voz angustiada: —Acuéstalo en el coy, Colman, y luego baja corriendo a lacámara de oficiales y trae su cojín de cuero. Ya sabesdónde está.

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Pero el orden cronológico no importaba en aquelinconmensurable pozo violeta. Finalmente, desapareció su preocupación por laimposibilidad de distinguir la secuencia deacontecimientos, y cuando volvió la luz y recuperó elsentido del tiempo, el recuerdo de esa imposibilidad sedisipó. El tiempo volvió a empezar muy atrás, cuandoaquel vozarrón dijo que tenían que volver a la fragata yentonces ocuparon el lugar correspondiente los sucesosque llevaron a pronunciar esas palabras y el motivo de suactual felicidad, aunque después de pasar por una etapaen que le parecían imprecisos, parte de un sueño, mientrasse encontraba allí, muy a gusto y absorto en susreflexiones. Había vuelto a la fragata y, en efecto, notaba el familiarbalanceo, el crujido del coy y el suave olor del mar y labrea. Pero le parecía que no todo estaba bien, pues veía lacara de Padeen por encima de él, lo que estaba máspróximo al delirio y el sueño que a la realidad, pero, por siacaso, le dio los buenos días. Entonces Padeen se irguióy, a la vez que en su cara curtida e inexpresiva aparecíauna gran sonrisa, dijo: —Que Dios, la virgen María y san Patricio estén con usted,su señoría. Luego se volvió hacia el capitán y explicó en inglés:

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—Capitán, señor, él…, él…, ha hablado como cuandoestaba en su…, su…, sano juicio. — ¡Dios mío, cuánto me alegro de oír eso! —exclamó Jacky después, con voz suave, preguntó—: ¿Cómo te sientes,Stephen? —Parece que he sobrevivido —respondió Stephen,cogiéndole la mano—. Jack, no tengo palabras paraexpresar con qué ansias deseo regresar a casa. FIN Notas.- * * * 1) The Fatal Shore. Publicada en España con el título Lacosta fatídica. La epopeya de la fundación de Australia(Edhasa, 1989).[volver] 2) Nutmeg: nuez (N. de la T.)[volver]

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GLOSARIO Abatir —Separarse un buque del rumbo al que tiene la proa porcausa del viento, corrientes o de la mar. Adrizar —Enderezar, poner derecho un objeto. Lo contrario deescorar. Aduja —Vuelta o rosca circular u oblonga de todo cabo. Aferrar —1. Enganchar en un sitio el bichero, ancla u otro utensiliosemejante. —2. Agarrar el ancla en el fondo. 3. Plegar y sujetar velasbajo las vergas cuando no se iba a utilizar. Ala —Vela de fortuna que con buen tiempo se larga por una o

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las dos bandas de las velas de cruz de gavias y juanetes,la baja del trinquete se llama rastrera. Alcázar —Espacio que media en la cubierta superior de los barcosentre el palo mayor y la popa o la toldilla, donde está elpuente de mando. Aduja —Maderas curvadas que forman la última cuaderna depopa y van unidas a las extremidades de los yugos. Amantillo —Cada uno de los dos cabos que sirven para mantenerhorizontal una verga. Ampolleta —Reloj de arena. Amura —Nombre o indicación de la dirección media del cascoentre la proa y el través. Amuras —Ancho del buque en la octava parte de la eslora a partir

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de la proa y parte extrema del costado en ese sitio. Andana —Fila de cañones de una batería. Aparejar —Poner jarcias y velas a un barco. Aparejo —Conjunto de la arboladura, la jarcia y las velas de unbuque; si tiene vergas y velas cruzadas se llama de cruz, ysi todas las velas están en el plano diametral es decuchillo. Araña —Grupo de cabos delgados que parten de un punto endonde están hechos firmes y abriendo en abanico van aterminar a varios puntos de un objeto: coy, vela (para labolina), cumbre de un toldo, estay, etc. Arboladura —Conjunto de palos y vergas de un buque. Arbolar —Poner los palos a una embarcación

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Arfar —Levantar la proa el buque impelido por las olas,debiendo después bajarla, lo que es cabecear. Armada —Grupo de buques de guerra que en el siglo XVIacompañaban a un convoy. Modernamente conjunto de lasfuerzas navales de un país. Arribar —Meter el timón a la banda conveniente para que el navíogire a sotavento, aumentando el ángulo de la proa con elviento. Arrizar —Tomar rizos. Colocar alguna cosa en el barco de modoadecuado para que se sostenga a pesar del balanceo. Atagallar —Navegar un barco muy forzado de vela. Atarazana —Desde el siglo XIII, lugar en donde se construyen yreparan naves.

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Avante —Adelante; tomar por avante: dar el viento por la cara dela proa de las velas de cruz. Babor —Banda o costado izquierdo de un barco, mirando depopa a proa. Balas —En el siglo XVIII había los siguientes tipos de munición:Rasa: esfera sólida de hierro fundido, bolaño (piedra).Metralla: saquete con varias balas pequeñas. Roja: esferade hierro, calentada al rojo, usada desde 1613.Encadenada: eran pesadas balas unidas por una cadena.Se enredaban en el aparejo y lo destrozaban. Bao —Cada una de las piezas que unen los costados del barcoy sirven de asiento a las cubiertas. Barcalonga —Cierto barco de pesca. Barloventear

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—Avanzar contra la dirección del viento. Barlovento —Lado de donde viene el viento. Batayola —Caja cubierta con encerados que se construye a lo largodel borde de los barcos en la que se recogen los coyes dela tripulación. Barandilla de madera sobre las bordas delbarco que servía para sostener los líos de ropa que secolocaban como defensa al ir a entrar en combate. Batería —Espacio interior entre dos cubiertas y la fila o andana decañones, que había en los navíos en cubierta corrida deproa a popa. Batiportar —Trincar el cañón contra el costado, apoyando su boca enel borde alto de la porta. Batiporte —Cada una de las piezas que forman los cantos alto ybajo de las portas. Bauprés

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—Palo grueso que sale de proa con inclinación de 30° a50° según las épocas, que sirve para hacer firmes losestays de trinquete, para laborear las bolinas o montar lascebaderas y foques; sobre él se monta el botalón y afinales del siglo XVII el tormentín. Bergantín —Buque de dos palos —mayor y trinquete— de velascuadradas y de estay, foques, con gran cangreja comovela mayor en el siglo XVIII. Bergantina —Buque propio del Mediterráneo, mixto de jabeque ypolacra o bergantín con palos triples. Bichero —Asta larga con un hierro con punta y gancho en elextremo, que sirve en las embarcaciones menores paraayudar a atracar y desatracar. Bolaño —Bala de piedra esférica. Bolina —1. Cabo con que se cobra la relinga de barlovento de

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una vela, hacia proa, cuando se ciñe el viento. —2. La disposición del buque ciñendo el viento. Bombarda —Pequeño buque al que en lugar de palo trinquete semonta uno o dos morteros en un pozo de cubierta muyreforzado, teniendo un palo mayor cruzado, y un mesanacon cangreja. Bombero —Cañón corto y de grueso calibre, para disparar bombaso granadas. Bordada —También bordo. La parte navegada por un buquecuando va ciñendo alternativamente por cada banda. Bornear —Girar el buque sobre sus amarras estando fondeado. Botalón —Palo o percha redonda que se arma en prolongaciónhacia afuera de las vergas, bauprés o costados. Botavara

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—Palo redondo que asegurado por popa al mesana sirvepara cazar la cangreja. Bracear —Tirar de las brazas para hacer girar las vergas y orientarlas velas. Braguero —Cabo grueso o guindaleza, con sus extremos afirmadosen la amurada; envolvía a la cureña y al cañón, y sujetaba aéste en su retroceso. Brandal —Cada uno de los cabos largos sobre los que se formanlas escalas de viento. Cabo con que se afirman losobenques. Braza —1. Unidad de longitud igual a seis pies. —2. Cabo que sirve para mantener fijas las vergas yhacerlas girar horizontalmente. Brazalete —Cabo que une el pie de la verga con la polea por la que

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pasa la braza doble. Brocal —El reborde alrededor de la boca del cañón. Burda —Cabo o cable que hace el oficio de obenque de unmastelero y se hace firme en la borda o en la mesa deguarnición. Cabecear —Bajar la proa el buque por las olas después de arfar, ytambién al conjunto de los dos movimientos. Cabo —Todas las cuerdas que se emplean a bordo y en losarsenales; por eso hay el dicho de que en los buques sólohay dos cuerdas, la del reloj y la de la campana. Calado —De un buque, medida desde la flotación a la parte bajade la quilla. Calcés —Parte superior de los palos mayores comprendida entre

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la cofa y el tamborete. Cangreja —Vela de cuchillo trapezoidal sujeta por dos relingas quese iza en el palo mesana. Capear —Disponer el buque de forma que se aguante sinretroceder; se emplea en temporales, si el buque es devela; sin éstas, a palo seco. Carbonera —Nombre vulgar de la vela de estay mayor. Carraca —Antiguo barco de transporte, de hasta dos mil toneladas,inventado por los italianos. Carronada —Cañón corto, de poco peso y mucho calibre; nombreoriginario de Carron (Escocia). Castillo —Parte de la cubierta superior desde el palo trinquetehasta la roda, y también a la construcción por encima de

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dicha cubierta en esa parte, y a veces también en la popa. Cataviento —Pequeño cabo con rodajas de corcho con plumasclavadas o pequeño embudo de tela ligera para indicar elviento, sujeto en la jarcia o en el mastelerillo. Cazar —Atirantar la escota hasta que el puño de la vela quede lomás cerca posible de la borda. Cebadera —Vela que se envergaba en una percha cruzada bajo elbauprés, fuera del buque. Ceñir —En un buque de vela, navegar en contra de la direccióndel viento en el menor ángulo posible. Ciar —Ir hacia atrás el buque. Cofa —Plataforma colocada en algunos de los palos de barco,que sirve para maniobrar desde ella las vergas altas y

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para vigilar, etc. Combes —Espacio entre el palo trinquete y el mayor, en la cubiertasuperior o de la batería más alta. Compás soplón —O simplemente soplón. Aguja náutica de techo ocámara. Antes fueron usadas para que los capitanespudieran conocer el rumbo que seguía el navío, sinnecesidad de salir de la cámara. Condestable —Antiguo título de dignidad equivalente a capitán general.Desde el siglo XVII, suboficial de marina, especialista enartillería. Corbeta —Buque de guerra parecido a la fragata, pero sólo conmenos de 32 cañones (siglo XVIII). Las hubo mercantes de150 y 300 toneladas, con trinquete y mayor cruzados y elmesana sólo con cangreja, llamándose entonces barca. Corredera —Cordel sujeto por un extremo a un carretel y por el otro ala barquilla, junto con la cual sirve para medir lo que anda

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el barco. Coy —Hamaca que sirve de cama a la marinería. Cruceta —Meseta de los masteleros, semejante a la cofa de losmayores. Cruz —Denominación de las velas cuadriláteras envergadas avergas simétricas. Aparejo de cruz. Aparejo de un buquecon vergas de uno o dos palos, e incluso cuatro. Cuaderna —Cada una de las piezas curvas que arrancando de laquilla forman la armadura del barco. Cuadra —Dirección del viento de través. Cuarta —Cada uno de los rumbos o vientos en que está divididala rosa náutica y vale 360°/32 = 11° 25.

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Cúter —Lancha; una de las que llevan a bordo los barcos, menorque la chalupa y mayor que el chinchorro. Chafaldete —Cabo que sirve para cargar los puños de las gavias yjuanetes llevándolos al centro de sus vergas. Chinchorro —Pequeño bote de remos y la red debajo del baupréspara aferrar los foques. Derivar —Caer a sotavento, cuando se produce por la acción deuna corriente. Derrota —Rumbo o distintos rumbos que hace un buque paratrasladarse de un puerto a otro. Descuartelar —A un…: navegar con el viento abierto a 78° 30' (sietecuartas) del rumbo. Descubierta

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—Reconocimiento que se hace del horizonte desde lo altode los palos al amanecer o anochecer. También el quehacen los gavieros y juaneteros del estado de la jarcia. Driza —Cabo con que se suspenden o izan las velas, vergas,picos. Efemérides —Almanaque náutico o tablas astronómicas que dan día adía la situación de los planetas y circunstancias de losmovimientos celestes. Empuñidura —Cada uno de los cabos firmes en los puños altos o grátilde las velas y en los extremos de las fojas de rizo con quese sujetan a las vergas. Escobén —Agujero en la roda (proa) para dar paso a los cables deun barco. Escorar —Inclinarse un barco hacia una de las bandas. Locontrario de adrizar.

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Escota —Cabo sujeto a los puños bajos de las velas que permitecazarlas. Espejo de popa —Superficie exterior de la popa de un barco. Espiche —Estaquilla que sirve para tapar un agujero en una barcao en una cuba. Esquife —Barco pequeño de los que se llevan en los grandes parasaltar a tierra. Estacha —Cable con que se sujeta un barco a otro fondeado o a unobjeto fijo. Estay —Cabo que sujeta un mástil para impedir que éste caigasobre popa. Estribor

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—Banda o costado derecho de un barco, mirando depopa a proa. Estrobo —Pedazo de cabo que se emplea para cualquier uso. Fachear —Mantener un buque casi parado, si es de veladisponiendo éstas de forma que se contrarresten susefectos. Falúa —Pequeña embarcación usada en los puertos por losjefes y autoridades de marina. Falucho —Embarcación costera que lleva una vela latina. Flechaste —Cada uno de los cordeles que, ligados a los obenques,sirven de escalones para subir a ejecutar maniobras en loalto de los palos. Foque —Vela triangular que se larga a proa del trinquete,

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amurándola en el bauprés. Fragata —Buque de guerra de los siglos XVII y XVIII menor que elnavío, pero con aparejo similar de tres palos cruzados concofas y crucetas y una sola batería corrida, que es la delcombés, con 40 o 60 cañones. Las hubo mercantes demás de 300 toneladas. Fresco —Se dice del viento que en los veleros permite llevartodas las velas. Galerna —Viento recio del SO al NO que se desencadenainesperadamente en la costa N de España y el golfo deVizcaya. Gata —Bote noruego. Gavia —Vela que va en el mastelero mayor de una nave. Gaviero

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—Marinero a cuyo cuidado está la gavia y el registrarcuanto se pueda alcanzar a ver desde ella. Goleta —Pequeño buque raso y fino de dos palos, con velascangrejas. Grátil —Borde de la vela por donde se une al palo. Guindola —Andamio que rodea un palo. Salvavidas colgando de uncabo largo, colgando por la popa de un barco. Guiñada —Giro o desvío brusco de la proa del buque con relaciónal rumbo que debe seguir. Heur —Barcaza o gabarra de carga. Embarcación cubiertaaparejada de balandra que en las costas del mar del Nortesolía llevar correspondencia y carga a los grandes buques. Jabeque —Pequeño buque, en general de cabotaje, de 30 a 60

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toneladas, con tres palos: el trinquete en latina, el mayorcasi vertical y el mesana con cangreja. Jarcia —Conjunto de todos los cabos de un buque. Jarcia firme omuerta: la que está siempre fija para sujetar los palos;según su posición y forma de trabajar se llaman:obenques, estáis, brandales, burdas o barbiquejos ymostachos del bauprés. Jarciar —Poner la jarcia a una embarcación, enjarciar. Jardín —Obra exterior en voladizo que sobresalía a popa en cadabanda, en forma de garita, muy decorada exteriormente yque albergaba los retretes de los oficiales superiores. Juanete —Nombre del mastelero, verga y vela que van por encimade las gavias en las fragatas, en palos trinquete y mayor;en el mesana se llama perico. La vela más alta. Juanetero —Marinero especialmente encargado de la maniobra delos juanetes.

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Largar —Aflojar o soltar un cabo, vela, etc. Largar velas —Para aumentar la velocidad del barco, los gavieros yjuaneteros (que eran quienes subían a los palos)desplegaban las velas para que tomaran más viento. A lavoz «¡Largar!» soltaban el paño, cuidando de largarloprimero por los penoles (extremos de la verga) y despuéspor la cruz (centro). Largo —Aplícase al viento que recibe un buque, cuya direcciónabre con la quilla un ángulo desde la proa mayor de lasseis cuartas de ceñir. Lastre —Peso formado por lingotes de hierro y piedras que ibanen el fondo del barco para aumentar su estabilidad. Laúd —Embarcación pesquera semejante al falucho, sin foque,en el Mediterráneo. Levar

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—Arrancar y levantar el ancla del fondo. Mastelerillo —El palo menor que va sobre el mastelero a partir de lacruceta. Mastelero —La percha o palo menor que va sobre los palos machosdesde la cofa. Mayor —El palo principal en los veleros de tres o más palos,situado hacia el centro del buque. Las velas del citadopalo, especialmente la más baja. Meollar —Cuerda fina que se emplea para hacer otras másgruesas, para forrar cabos, etc. Mesa de guarnición —En los buques de vela, conjunto de tablones unidos porsus cantos, y de esta forma con el costado, formando en elcostado una meseta horizontal, desde cada palo haciapopa, para sujetar en ella los obenques, burdas ybrandales, abriéndolos lo más posible del palo.

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Mesana —Palo más próximo a la popa en una buque de tres. Velaenvergada en un cangrejo de este mástil. Milla —Unidad de longitud marina equivalente a 1.852 metros. Mostacho —Cabo grueso o cadena que sujeta lateralmente elbauprés a las amuras. Navío —Gran buque de guerra de la segunda mitad del siglo XVIIy del XVIII con más de 60 cañones y con tres paloscruzados y bauprés; tenían dos o tres baterías y poparedonda con espejo plano. Nudo —Unidad de velocidad de un barco que equivale a unamilla por hora. Lazo hecho de forma tal que, cuando másse hala de sus chicotes, más se aprieta. Obenque —Cabo o cable grueso con que se sujeta un palo macho o

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mastelero desde su cabeza a la cubierta, mesa deguarnición o cofa a banda y banda; los del mastelero sellaman obenquillos. Orzar —Hacer girar el buque, llevando su proa desde sotaventohacia barlovento. Es lo contrario de arribar. Orza: Laposición de ir el buque navegando ciñendo. Palo —Cada uno de los principales de un buque: trinquete,mayor, mesana y bauprés, a los cuales se agregan losmasteleros, todos destinados a sostener las vergas, a queestán unidas las velas. Se llama macho al trozo principalhasta la cofa especialmente. Penol —Cada una de las puntas o extremos de toda verga obotalón. Percha —Cualquier palo cilíndrico de madera. Pingue —Cierto barco de carga que se ensancha por la parte dela bodega para aumentar su capacidad.

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Polacra —Buque de dos o tres palos sin cofas. Popa —La parte trasera del barco donde se coloca el timón yestán las cámaras principales. Porta —Abertura o tronera de las que hay en los costados delbuque para ventilar y dar luz y para el juego de la artillería. Proa —La parte delantera del barco. Quadra o cuadra —Parte del buque a un cuarto de la eslora; viento por lacuadra: el recibido en dicha dirección. Rizo —Tomar rizos: disminuir la superficie de las velasamarrando una parte de ellas a las vergas. Roda —Pieza robusta de madera colocada a continuación y

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encima de la quilla que forma la proa del barco. Saetía —Cierto barco de tres palos y una sola cubierta que seempleaba para corso y transporte. Santabárbara —Pañol destinado en los barcos a guardar la pólvora.Cámara por donde se pasa a él. Semáforo —Aparato instalado en las costas para comunicarse conlos barcos por medio de señales hechas con banderas,según un código internacional. Serviola —Robusto pescante que sale de las bordas del castillo,por fuera a ambas caras para manejar anclas. Estar deserviola: marinero de guardia en el sitio de la servioladurante la noche. Singladura —Distancia recorrida por un buque en veinticuatro horas,contadas desde un mediodía al siguiente. Sirvientes de un cañón

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—Para simplificar las órdenes, a los sirvientes se lesnumeraba. Eran seis. El capitán cebaba, apuntaba ydisparaba el cañón. El primero embicaba y elevaba lacaña del cañón; el segundo lo cargaba; el tercero mojabalas pavesas antes de recargar; el cuarto ronzaba (movía) elcañón y pasaba munición; el quinto era el encargado desuministrar la pólvora. Sobrejuanete —Verga cruzada sobre las juanetes. Vela que se pone enella. Sotaventear —Irse o inclinarse el barco a sotavento. Sotavento—Costado de la nave opuesto al barlovento, o seaopuesto al lado de donde viene el viento. Tabla de jarcia —Conjunto de obenques de un palo con sus flechastes. Tamborete —Trozo de madera con que se empalma un palo con otro. Tartana

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—Barco de vela latina de un solo palo perpendicular a laquilla en su centro, empleado para pesca y cabotaje. Timonear —Manejar el timón. Traca —Hilada de tablas o planchas del fondo del barco. Través —La dirección perpendicular al costado del buque, y sedice de todos los objetos que se hallen en esa dirección. Treo —Vela cuadra o redonda que se utiliza en los barcos devela latina para navegar en popa con vientos fuertes. Trincar —Amarrar o sujetar una cosa con cabo; en el siglo XVII loscañones se trincaban en la mar batiportándolos oabretonándolos. Trinquete —Palo inmediato a la proa en los barcos que tienen más

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de uno. Verga mayor que cruza ese palo. Vela que sepone en esa verga. Vela —Conjunto de varios paños de lona unidos por costuras,rebordeado por un cabo (relinga) y que se larga en unaverga, palo o estay. Velacho —La gavia del palo trinquete. Velas mayores —Las tres velas principales del navío y otrasembarcaciones, que son la mayor, el trinquete y lamesana. Verga —Elemento longitudinal de madera o metálico que sirvepara envergar una vela, se cuelga y sujeta de cualquierade los palos o masteleros, tomando el nombre del palo dela vela. Virar —Cambiar el rumbo o lado por donde se recibe el vientoyendo ciñendo. Virar por avante cuando se cambiahaciendo pasar el viento por la proa. Virar por redondo

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cuando se hace pasar el viento por la popa.Modernamente, cambiar de rumbo al opuesto. Yola —Barco muy ligero movido a remo y con vela. Zafarrancho —Acción de desembarazar las cubiertas y baterías en elsiglo XVIII, colocando los cois en las batayolas paraprotección de k tripulación.

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Table of ContentsNOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLANOTA DEL AUTORCAPÍTULO 1CAPÍTULO 2CAPÍTULO 3CAPÍTULO 4(Sin título)(Sin título)(Sin título)(Sin título)(Sin título)(Sin título)(Sin título)(Sin título)(Sin título)(Sin título)(Sin título)(Sin título)(Sin título)(Sin título)CAPÍTULO 5(Sin título)(Sin título)(Sin título)(Sin título)

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(Sin título)(Sin título)(Sin título)(Sin título)(Sin título)(Sin título)(Sin título)CAPÍTULO 6CAPÍTULO 7CAPÍTULO 8CAPÍTULO 9CAPÍTULO 10