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Álex desaparece después de entrarpor error en un extraño videojuego.Este hecho coincide con elasesinato de tres personas enatroces circunstancias. Junto a uninspector de policía los amigos deÁlex inician su búsqueda. Con ellopenetramos en las zonas mássiniestras ocultas bajo nuestrospies.DAVID LOZANO GARBALA nosatrapa con esta novela llena desobresaltos, en una trama demisterio y terror. Un juego en red seconvierte en pesadilla y la amistad

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será la única posibilidad desalvación.

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David Lozano Garbala

Donde surgenlas sombras

ePub r1.0MaskDeMasque 22.07.15

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Título original: Donde surgen lassombrasDavid Lozano Garbala, 2006Retoque de cubierta: MaskDeMasque

Editor digital: MaskDeMasqueePub base r1.2

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A mis padres, por darme lo que soy,y a quien me introdujo en la comida

china,por ser un apoyo constante.

A todos los que, un día, desaparecen desus vidas.

Con el íntimo deseo de que, tarde otemprano,

logren encontrar el camino de vuelta acasa.

Quiero manifestar mi especial

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agradecimiento a Alberto por susexpertas valoraciones, a mis amigos ycríticos tradicionales José Ángel eIñigo, a mi hermano Carlos por suscomentarios sobre la primera parte, aJavier por el estimulante informe, a losfuncionarios de infraestructuras delAyuntamiento de Zaragoza por suasesoría, a mi hacker particular,Carlos, a Pepe y Asun por las fotos, amis primeros lectores Gonso y Carlos,a Alfonso por la cita y a todos los quehan creído en mi vocación comoescritor durante estos años.

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Ciertos lugares hablan con supropia voz. Ciertos jardinessombríos piden a gritos un

asesinato; ciertas mansionesruinosas piden fantasmas;ciertas costas, naufragios.

ROBERT L. STEVENSON

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DIECISÉIS DÍASANTES…

Camelot es su juego de rol favoritosobre batallas medievales. Su personajese llama Ralph. Esbelto, de cabellosmuy claros que le caen sobre loshombros y armado con un arco, comocorresponde a su raza élfica, recorre lapantalla del ordenador avanzando por unbarranco encharcado de sangre. Allí seacaba de librar una batalla feroz. Ralphcamina entre gruesos troncos,esquivando multitud de cadáveres demonstruos y de armas desperdigadas que

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no puede atrapar.Como teme encontrarse con una

emboscada, Álex opta por cambiar ladirección de los pasos de su rubicundacriatura, pero no llega a teclear elcomando oportuno; en el recuadro delchat del juego, en la parte inferiorizquierda de la pantalla, le acaba dellegar un mensaje:

Vamos a entrar en elcastillo, ¿teapuntas?

Álex bosteza; aunque la propuesta leatrae, es tarde y se encuentra muycansado, por lo que decide contestar a

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los miembros de su guild, sus aliados enel combate, que pasa del plan y se retirapor esa noche. Guía al ratón para cerrarlas ventanas correspondientes aunque,antes de apagar el ordenador, le apetecevisitar unos minutos otro conocido chatsobre el juego. Será entonces elmomento de saludar a algunos amigosque no ha detectado en la partida.

Ya en la página que buscaba, elordenador le exige un nick. Álex todavíano tiene registrado ninguno en particular,así que utiliza uno que le llamó laatención en el mismo chat días antes,Necronomicón, título de un tenebrosolibro sobre los muertos, inventado por elescritor americano Lovecraft. Álex lo

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conoce porque es un apasionado de lashistorias de miedo. Teclea aquel nombrey espera a ver si el ordenador se loadmite, lo que hace a los pocossegundos; tampoco está protegido.

Enseguida aparece en la pantalla elrecuadro central de diálogos, en el quenacen palabras a borbotones, y a suderecha la casilla con la lista de todoslos presentes en ese momento. Empiezaa buscar el nick de su amiga Lucía,LadyLucy, auténtica experta informáticay adicta al Camelot, cuando en medio dela pantalla surge de improviso el textoenmarcado de un mensaje privado. Quéraro; quien se lo envía se hace llamarTíndalos, y él no sabe de nadie que

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utilice semejante nick. Además, no llevamucho tiempo jugando y le conocenpocos. Tíndalos. El caso es que esenombre le resulta familiar. Lee el texto:

Dirección: cnWLC4<D8A<UO°°DDLDLPQ'2348.comUsuario: zcb1000Contraseña:jj9e893qq—

No habrásexperimentado jamásnada tan fuerte. Hasacertado con tucompra. Que

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disfrutes.LOVECRAFT

Álex, perplejo, se da cuenta de quele han enviado aquel mensaje por error,y está a punto de cerrarlo y olvidarsedel tema. Al final le seduce lacuriosidad: «No habrás experimentadojamás nada tan fuerte». Suena bien.

¿A qué misteriosa página webconduciría aquella intraducibledirección? Además, ese privado lofirman como Lovecraft, uno de susautores de terror preferidos, buena partede cuyos relatos ha leído de unarecopilación que conserva en suhabitación titulada Los mitos de

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Cthulhu, una intuición le alcanzaentonces y, levantándose, se aproximacon su cojera hasta la estantería parabuscar aquel libro. En cuanto lo localizay tiene su índice a la vista, repasa lalista de los cuentos allí contenidos, y alos pocos segundos sus ojos se clavanen uno concreto: Los perros deTíndalos. Ajá. Ahora sabe por qué le hasonado ese nick. No le cuesta nadaacordarse de aquella narración; trata deunos animales espantosos que viven enotra dimensión, y que representan elMal. Mola.

Todo se ofrece muy interesante. Álexse mantiene dudando, fascinado anteaquel texto algo siniestro superpuesto en

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la pantalla. Le acaban de facilitar laclave para entrar en algún sitio que debede ser cañero de verdad, ¿la va adesperdiciar? A sus diecinueve años,estas circunstancias son demasiadotentadoras. Al fin, toma la determinaciónde que solo accederá una vez y saldrápronto, nada más. No cree que le puedandecir algo por ello. Además, tiene queaprovechar que está solo en casa. Ahorao nunca.

En el recuadro del misteriosoprivado brotan nuevas palabras:

¿Has recibido lainformación?Lovecraft

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¿Otra vez se han confundido dedestinatario? Aquello es muy raro,supone que le están tomando por otrapersona. ¿Y por qué firman el mensajecomo Lovecraft, si utilizan el nick deTíndalos en el chat? Álex ignora lapregunta que le siguen haciendo y, sinperder más tiempo, apunta en un papellos datos que ha recibido del primermensaje, manejando con agilidad elratón para salir de la pantalla y deljuego. Después, todavía en el InternetExplorer, teclea la extraña direcciónpara terminar aplastando el enter.

Mientras el ordenador procesa laorden, Álex intenta adivinar cómo se haproducido el malentendido por el cual

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ese Tíndalos le ha pasado las claves. Eldesconocido, en su mensaje inicial, nole ha saludado ni se ha entretenido conpresentaciones, lo que le induce apensar al chico que se acaba deinmiscuir en una conversación privadaya iniciada entre Tíndalos y el auténticoNecronomicón. ¿Pero cómo es esoposible, si él se ha metido al chat conese mismo nick y no se admiten dosiguales? La única posibilidad queexplica lo ocurrido supone una tremendacoincidencia: que justo al entrar él en elchat, el verdadero Necronomicón, aquela quien ha usurpado el nombre, se hayacaído de la red, instantes antes de queTíndalos le enviara unos datos por los

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que, en apariencia, ha pagado pasta. Yeste último sigue sin percatarse de lafortuita suplantación. De momento.

En cualquier caso, Álex no estádispuesto a quedarse sin averiguar quése oculta en esa dirección que se vende.El ordenador, tras varios minutos detrabajo a pesar de que en casa disponende banda ancha, muestra ya lapresentación: una foto de excelentecalidad donde se ve la puerta de unviejo panteón rodeado de oscuridad,todo muy tétrico. No se lee ningún títuloni nombre. Esto promete.

«Aquí dentro tiene que haber algomuy gordo para que al procesador lecueste tanto abrirlo», aventura Álex,

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mientras guía la flecha del ratón hastasituarla sobre la imagen de un pomo depiedra donde se distingue la palabraenter. En cuanto pulsa encima, se lepide el nombre de usuario y contraseña,información que Álex copia del papeldonde la tiene apuntada, presionando denuevo el intro del teclado. Aguanta larespiración, deseando que el contenidoque va a descubrir merezca tantasexpectativas.

Una hora más tarde, con el cuerpoencogido frente al monitor y unaatmósfera en la casa que parececongelada, su rostro se ha convertido enuna máscara temblorosa de ojosenrojecidos que le escuecen por el

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tiempo que lleva sin pestañear. Estáalucinado y arrepentido de habersecolado en aquella página web. Suestómago se revuelve, advirtiéndole conarcadas que a duras penas lograreprimir. Jamás habría imaginado lasatroces imágenes que se suceden ante suvista, encerradas en la pantalla delordenador y acompañadas por sonidosinhumanos que casi retuercen lospequeños altavoces del equipo. Sumente, como mecanismo de protección,se empeña en no asumirlas, enargumentar que todo es un montaje.Pero, en lo más íntimo, sabe que esasimágenes no pueden estar trucadas. Yvomita.

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Termina de limpiarse en el bañocuando un violento apagón sume toda lacasa, incluido el jardín, en la oscuridad.Álex, a pesar de la ávida inquietud quelo va carcomiendo, pues empieza a serconsciente de lo que ha visto, siente unprofundo alivio al comprender que,gracias a aquel fallo eléctrico, suordenador habrá enmudecido. «Ojaláque para siempre», implora.

Lo siguiente es el ruido de la puertade la casa, inconfundible para él, quelleva quince años viviendo allí. Se haabierto.

—¿Papá? —pregunta con vozsofocada, tan débil que apenas arrastraaire de sus pulmones—. ¿Sois vosotros?

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Nadie contesta; sin embargo, junto alos brutales latidos de su corazón,alcanza a captar presencias extrañas quese aproximan.

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1DOS DÍAS ANTES

A pesar de que aquel sótano soloinvitaba a la serenidad, Gabriel recibióde golpe el impacto del miedo, como siuna especie de percepción le advirtiesede que la paz que le rodeaba era falsa,que debía largarse de allí cuanto antes.Sin embargo, el lugar en el que seencontraba pareció entonces imaginar loque pensaba y, antes de que él pudiesereaccionar, comenzó a cambiar.

El joven, paralizado por el sustoante la repentina transformación que

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sufría su entorno, se percató de que a susespaldas la pared iba desvaneciéndoseemitiendo un rugido cavernoso, y en sulugar tan solo quedaba un gran agujero,una boca negra cuyas fauces abiertasdespedían un aliento pestilente.Mientras, la luz de la estanciadesaparecía por completo,contribuyendo así al ambiente lúgubre,aislado por unas tinieblas pegajosassobre las que se dejó oír una voz quetransmitía apetito de sangre:«Veeeennnn…», le susurraba con tonocarroñero, «veeennn hacia mííí…».

Él quería correr, escapar, peroresultaba imposible zafarse de laextraña atracción del cráter del que

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procedía la llamada. Era como sihubiese perdido la capacidad paramoverse, para mandar sobre su cuerpo.No lograba avanzar un solo paso,únicamente podía girar la cabeza enmedio del pánico que le dominaba,siendo testigo de que, tras él, esamancha de oscuridad iba aumentando,expandiéndose.

Como hipnotizado, el joven sedescubrió a sí mismo aproximándosehacia el graznido que seguíapronunciando su nombre con ansia. Laoscuridad del centro del agujerocomenzó en aquel instante acondensarse, adoptando una misteriosaforma alargada que, al hacerse más

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nítida, dejó adivinar una garra deretorcidos dedos, que se extendían ycerraban buscando el cuerpo de suvíctima. El chico gritaba, intentandorebelarse contra su avance hambriento,pero los chillidos se apagaban pronto enaquella bruma sobrenatural.

Fue entonces cuando Gabrieldespertó, envuelto en un amasijo desábanas y cubierto de sudor. Todavíatardó unos minutos en comprender,aliviado, que todo había sido unapesadilla que ya conocía de otras veces.Luego, soltó un prolongado suspiro.

Él no lograba olvidar aquelestremecedor sueño ni la fecha en la quelo tuvo por primera vez: el pasado ocho

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de octubre. Y es que durante aquellanoche, mientras él se debatíainconsciente en la cama, Álex, uno desus mejores amigos, desaparecía sindejar rastro abandonando la casa de suspadres. Como despedida solo dejó unabreve carta, en la que advertía de que nose molestasen en buscarlo, que estabaharto y que con su marcha pretendíaromper con todo y empezar una nuevavida. Nada más. Ni un teléfono, ni unadirección, ni un nombre de persona odestino. Extraño plan que, algosorprendente, Álex no había compartidocon nadie, ni siquiera con su novia.

Catorce largos días habíantranscurrido desde la inesperada marcha

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de Álex aquel ocho de octubre; y en esetiempo, de aquel traumático modo,Gabriel descubría lo mucho que leimportaba su amigo. Se había ido sinavisar, sin decir adiós. Dos semanas. Derepente ya no estaba, el grupo decolegas perdía un miembro como si selo amputasen, dejando en su lugar un feomuñón donde se distinguían muchosinterrogantes. Catorce días. El plazosuficiente para descartar una bromapesada, una tardía rabieta adolescente o,al menos, un rápido arrepentimiento.Álex, frente a todas las conjeturas, nohabía regresado durante ese tiempo nihabía dado más señales de vida que lacarta que dejó sobre su cama la noche

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de su marcha. Gabriel, además depreocupado, estaba muy dolido.

Nadie parecía saber por qué ni hastacuándo Álex había decididodesaparecer; a lo mejor lo había hechopara siempre, renunciando a su familiacon tan solo dieciocho años y, lo quemás escocía, dejando a sus amigos conun agrio sabor a traición. ¿Por qué noles dijo nada, si tan mal lo estabapasando como para tener que huir? ¿Esque no confiaba en ellos, que tantasexperiencias habían compartido?

Harto de permanecer comiéndose lacabeza en casa, Gabriel se habíaacercado a la zona de la Junquera, apesar de las gélidas ráfagas de cierzo.

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Así llegó, paseando, a la antigua casa deÁlex, un chalé pequeño casi invisiblepor la vegetación que tapizaba lasverjas. Lo cierto es que no le motivabala idea de encontrarse ante sus padres,que estaban destrozados, pero laposibilidad de permanecer una últimavez en la habitación de su amigo ausentele resultó importante para su estado deánimo, por lo que acabó entrando enaquel domicilio. Podía no haber,aventuró con pesimismo, más ocasionesde volver a visitarlo. Se preguntó porenésima vez: «¿Se puede pasar así delos colegas de toda la vida?».

Minutos después, tras el mal tragode hablar, a trompicones, con los padres

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del desaparecido, Gabriel cruzó losumbrales del que fuera el cuarto de suamigo. Necesitaba estar allí y solo.

Como era previsible, el dormitoriopermanecía igual a como lo habíadejado Álex el día de su enigmáticamarcha. Su madre se había apresurado arecuperar el recuerdo de su hijomanteniendo viva aquella habitacióncomo cuando su inquilino la ocupaba,con la esperanza de que apareciesecualquier día. Y lo había conseguido:por el estado de la habitación de Álex,daba la impresión de que nada habíacambiado. La evocación era tan vivida,que Gabriel habría jurado que elrespaldo de la silla de ordenador que

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tenía frente a él, situada ante elescritorio, todavía se movía fruto de lainercia de la última vez que Álex selevantó de allí. Era inquietante. El saberque contemplaba algo irreal, un espaciofuera del tiempo, no ayudó a Gabriel aesquivar la pena incisiva que leatravesó, y con vergüenza se dio cuentade que estaba llorando. ¿Dónde estabas,amigo?

El efecto de aquel dormitorio era, endefinitiva, muy fuerte. De un momento aotro parecía que iba a surgir Álex, conla cojera que arrastraba desde pequeño,y le iba a saludar al igual que hacíasiempre: «Cómo va eso, tío». Lasensación sobrecogió a Gabriel, y tardó

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en reponerse mientras iba girando sobresí mismo, avanzando indeciso, paraobservar toda aquella abundancia deresquicios de su amigo.

No es que no encontrase lo quebuscaba, es que no sabía si buscar algoera lo que estaba haciendo o solomiraba. Pasó una mano con lentitudsobre el edredón que cubría la cama, yacercó los ojos a la corchera dondepermanecían, atravesadas de chinchetas,fotografías de un pasado que erareciente pero que a él se le antojóremoto. Eran imágenes inmortalizadasque Álex, al librarlas de la ingrataprisión de un álbum cerrado ycolocarlas tan a la vista, había querido

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tener presentes en su vida diaria.Aparecían todos los amigos. Tambiénlocalizó el primer plano que había hechoLucía a Álex hacía tres semanas (¿habríatomado ya, por aquel entonces, ladeterminación de largarse de casa, o fueuna decisión que adoptó sinpremeditación?).

Gabriel se detuvo ante esa foto. Sele hizo curiosa su autenticidad teniendoen cuenta que, por una vez, Álex estabaserio, sin sonreír. Su mirada, en mediode un rostro con su típica traza irónica,era penetrante, simpática y traviesa, conese vitalismo sin límites que lesinsuflaba a todos cuando llegaba, pormuy bajos de moral que pretendiesen

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mostrarse. Sin embargo, aquellos ojoscastaños enérgicos no fijaban la vista enalgo cercano, no; reflejaban unaprofundidad recóndita, estaban muylejos. Álex se hallaba cerca de lacámara, pero sus pupilas escudriñabanalgo mucho más distante: el horizonte.

«Sí, es probable que ya tuvieseplaneada su marcha», concluyó Gabriel,apesadumbrado. «Y nadie fue capaz dedarse cuenta».

Lo que en ocasiones hace que unafoto sea buena no es tanto la calidad,sino la capacidad del que se sitúa tras elobjetivo de captar a través de él uninstante que no se repetirá. Cabía laposibilidad de que Álex, a lo mejor sin

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ser consciente de ello, los hubieraavisado con sus ojos de sus planesdurante una fracción de segundo.Gabriel dudó, semejante idea suponíademasiada premeditación y esoamenazaba con provocarle unespectacular cabreo.

«¿Qué te ocurre, Álex? ¿Quéacontecimiento poderoso te ha forzado acambiar de vida?».

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2DÍA CERO

En plena noche, el viento gemía.Balanceaba las ramas de los árbolescomo amenazadoras extremidades defantasmas borrosos, que se quejabanrechinantes, mientras intentaban alcanzara los incautos visitantes. A Mateosiempre le habían inquietado losbosques cuando la luz del díadesaparece; y, a pesar de su edad, nopodía evitar caminar nervioso haciadonde debía encontrarse con Gabriel yLucía. Por si fuera poco, el resplandor

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de la luna, que colaboraba al ambientetenebroso con su luz pálida cuando lavegetación no lo impedía, multiplicabalas sombras que se retorcían a sualrededor. Él se consideraba un simpletipo de ciudad. Desde luego, con susojos azules, su ropa recién planchada,sus mejillas imberbes y su delgadez, nodaba el tipo de curtido explorador.Aceleró el paso y por fin alcanzó laexplanada en la que habían quedado apesar del frío.

—Ya era hora.Mateo identificó la voz grave de

Gabriel, y en su tono intuyó un levereproche. ¿Tan serio era el asunto?Encima de que le dejaba las llaves del

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chalé de sus padres para que pudiesenestar allí pronto…

—Ya os dije que no me venía bien lahora de la reunión —se defendió elrecién llegado—. Además, habíaquedado para jugar al Camelot y al finalhe tenido que faltar a la sagrada partidade los viernes. Así que no te quejestanto.

Gabriel gruñó, murmurando algoinaudible sobre el carácter insoportablede los pijos y de aquella panda deviciosos del rol por ordenador, entre losque también se encontraban Lucía yRaquel, la novia del desaparecido Álex.

Mateo reparó entonces en que Lucíano había podido acudir a la cita, pues su

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amigo se encontraba solo. Sin hacerningún comentario, se sentó en una sillacon una manta mientras el otro,agachado y en cuclillas, intentabaencender una vela muy gruesa. Cuandolo hubo conseguido, se apresuró adepositarla en medio de los dos, en unrincón protegido que mitigase lasráfagas de aire. Un matiz amarillentoque danzaba al son del viento tiñó susrostros.

—Supongo que te preguntas por quéhe convocado esta reunión, que hepreferido no aplazar aun con la ausenciade Lucía.

De nuevo hablaba Gabriel, serio trasunas gafas negras de pasta que le daban

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un aspecto intelectual que no distaba dela realidad. De hecho, a pesar de pasarbastantes horas ayudando en la cafeteríade sus padres, siempre había sido unauténtico devorador de libros, gracias alo cual podía presumir ahora de unacultura asombrosa y una forma de hablarque impresionaba. Algo grueso y muydespistado, Mateo le admiraba, aunquetuviese que soportar sus frecuentesbromas acerca de los pijos. Y es que lospadres de Mateo tenían mucho dinero.

—¿Te lo preguntas o no, tío?El aludido volvió de sus

cavilaciones:—Perdona, me he distraído un

momento. ¿Qué decías?

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Gabriel hizo una mueca.—Que si te ha extrañado lo de esta

reunión.Mateo asintió, muy consciente de

que desde la marcha de Álex losencuentros periódicos de aquel peculiargrupo de amigos que formaban no habíanvuelto a producirse.

—No me la esperaba. Como ya noestamos todos…

—Sí —reconoció el primero,continuando—, yo también estoypensando en Álex. De hecho, él es lacausa de que estemos aquí.

—No sé —opinó Mateo, con unrepentino hastío—. Creo quedeberíamos ir pensando en disolver este

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grupo. Ya no tiene mucho sentido seguir,solo somos tres. Hoy, ni siquiera eso.

Gabriel le miró con detenimiento.—No es cuestión de número, Mateo.

Aunque falte Álex, el resto seguimossiendo amigos, ¿no? ¿Vamos a permitirque su decisión destruya lo quetenemos? Su salida nos afecta mucho atodos, pero eso no es motivo para quenuestras vidas se vean arrastradas porella; al contrario, hemos de unirnos másque nunca. Estoy convencido de que estegrupo merece la pena. ¿Acaso echaríaspor la borda estos cuatro años? Estásresentido con Álex, eso es todo.

El aludido reflexionó unos instantes,recordando la cantidad de momentos

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geniales que habían compartido juntos.Curiosa unión la suya, teniendo encuenta lo distintos que eran a pesar detener todos la misma edad, cosecha delochenta y siete: Gabriel, el camarerointelectual; Lucía, la informática repletade energía; Mateo, el pijo vago, con unfísico envidiable y una portentosa red decontactos. Y, claro, luego estaba Álex, elaventurero optimista. Vaya «patrulla» deadultos recientes.

—Eso es verdad, Gabriel —acabóconviniendo Mateo—. Al menosdefendamos lo que queda, está bien. Afin de cuentas, nosotros estamos aquí,¿no? Si Álex no va a volver, por muchoque duela, tenemos que acostumbrarnos

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a ello. Además, peor para él.Gabriel se encogió de hombros,

atento a la llama temblorosa de la vela.—Comenzamos una nueva etapa —

se volvió hacia Mateo—. Bueno, yatendremos tiempo de hablar con máscalma y organizamos. Ahora será mejorque vayamos al grano: hay algoimportante que decir y mañana tengo quemadrugar mucho.

—Sí, entremos en materia. ¿A quéviene todo esto? —adoptó un gestosuspicaz—. ¿Qué has querido decir coneso de que Álex es la causa de estareunión? ¿No se supone que hemos depasar de él?

Gabriel no contestó enseguida, sino

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que se entretuvo observando la arboledanegra que se extendía brevemente aespaldas de su amigo, y el perfil confusode la casa cincuenta metros más allá.Durante bastante tiempo se habíanreunido allí cada semana, formando unasuerte de club donde la confianza eraabsoluta, razón, por otra parte, quejustificaba lo mal que les había sentadola maniobra de Álex. Cuántas cosashabían vivido en aquel chalé… aunqueninguna como la que se proponíacomunicarles, desde luego. Gabrielsuspiró.

—Ha costado —comenzó—, pero yaestamos aceptando el giro que han dadonuestras vidas a raíz de la desaparición

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de Álex, ¿verdad? Hemos asumido suincomprensible fuga.

A Mateo le llamó la atención aquellaintroducción, y por primera vez sepercató de que algo serio de verdadpasaba por la cabeza de Gabriel.Asintió sin interrumpirle, arrebujándoseen su manta.

—Ayer encontré mi móvil en laconserjería del club Helios —continuóel otro—. Como recuerdas, lo extraviéel mismo día en que Álex se fue de casa,la última vez que acudí a nadar allí. ¿Ysabes qué? —le miró a los ojos conintensidad, como calibrando por últimavez sus pensamientos—. Tenía llamadasperdidas suyas de la misma noche de la

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desaparición.Su interlocutor se puso en pie de un

respingo.—¿Te dejó Álex algún mensaje de

voz? ¿De texto? ¿Sabes dónde está?Apesadumbrado, Gabriel meneaba

la cabeza hacia los lados.—Me temo que no —con un gesto, le

instó a que se sentara de nuevo—.Tranquilízate, la cosa no es para tanto. Oa lo mejor —añadió, intrigante— sí quelo es.

Volviendo a su silla, Mateo hizo unesfuerzo por serenarse. Reparó en que,desaparecido Álex, que había sido encierto modo el líder del grupo, de algunamanera Gabriel estaba adoptando el

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papel de nuevo cabecilla. Lo vionatural: ni Lucía ni él mismo valían paraeso, aunque le asombró la facilidad conque el reajuste se había producido.Aquellos mecanismos automáticos deadaptación solo eran posibles entreclanes de auténtica confianza, deverdadera amistad. No, no debíanpermitir que aquel pequeño grupodesapareciese. Sin ser muy conscientesde ello, durante los cuatro añosanteriores habían construido algo quevalía la pena.

Gabriel cortó las reflexiones de suamigo volviendo a suspirar, lo queprodujo la impresión de que necesitabareorganizar sus ideas. La expectación

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había llegado a su punto culminante.—Te escucho —susurró Mateo.—Álex me llamó cinco veces —

reconoció al fin Gabriel, provocando ungesto anonadado frente a él—. Pero esono es todo.

El silencio había pasado a hacerseblindado. Hasta el viento parecíahaberse detenido. Mateo permanecíaquieto como un fósil, con los ojos muyabiertos.

—Además, las cinco llamadas seprodujeron —terminó Gabriel, solemne— en un lapso de tiempo de cuatrominutos. Desde la una y cinco hasta launa y nueve de la madrugada.Alucinante, ¿eh? ¿Qué conclusión sacas

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de ello?La respuesta no se hizo esperar:—Está claro que Álex tenía mucho

interés en hablar contigo. No se trata desimples llamadas perdidas.

Gabriel sonrió, al tiempo querechazaba con la mano tal hipótesis.

—Mateo —advirtió—, hemos de sermás rigurosos. No es que Álex tuvieseinterés en hablar conmigo, es quenecesitaba hacerlo. Que no es lo mismo.Y tenía que conseguirlo justo en aquelmomento, no más tarde. Solo así sepuede justificar semejante ritmo dellamadas.

—Y que no volviera a intentarlo mástarde —completó Mateo, acariciándose

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la nariz sin poder disimular sudesconcierto—. No entiendo nada.

Gabriel estuvo de acuerdo:—Es que no tiene mucho sentido.

¿Por qué una persona que decidemarcharse en secreto de casa porvoluntad propia, y que tiene toda lanoche para hacerlo, de improvisonecesita contactar con un amigo al queha decidido mantener al margen de suplan, y con el que, para colmo, soloprecisa hablar entre la una y cinco y launa y nueve de la madrugada? Tampocoos llamó a vosotros ni a Raquel, sureciente novia. Es absurdo.

—Es absurdo —los dos sesobresaltaron al oír aquella voz ajena,

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proveniente de la arboleda— simantenemos la convicción de que Álexse marchó de casa por su propiavoluntad, chicos. Si no, no.

Se trataba de Lucía, la informática,que acababa de llegar y había logradoescuchar la última parte de laconversación de los amigos. El viento,que volvía a hacer acto de presencia, ledio la bienvenida revolviendo su melenapelirroja.

—Explícate —pidió Mateo, sin máspreámbulos.

Ella se fue a sentar sobre la hierba,adoptando la postura más cómoda.

—Perdona —se apresuró aexcusarse Gabriel, acercándole una

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manta que sobraba—, creí que al finalno vendrías. ¿Quieres una silla?

—Tranquilo, no hace falta. Lo quedecía es que las llamadas de Álexresultan extrañas, sí, pero solo siintentamos razonarlas partiendo delsupuesto de su marcha voluntaria.

Gabriel la apoyó:—Lucía acaba de adelantar la causa

de esta reunión —extendió un brazo,mostrando su móvil—. Es posible quelas llamadas de Álex constituyan unindicio de que algo extraño pasó lanoche del ocho de octubre en su casa.Algo que nadie ha imaginado… hastaahora.

Mateo estaba boquiabierto.

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—¿Insinuáis… insinuáis que laversión oficial de la policía es falsa? —preguntó—. Eso es muy fuerte, tíos.

Gabriel lo sabía muy bien, apenashabía podido dormir la noche anteriorpensando en las consecuencias que sepodían desatar de ser cierto lo quesospechaba. ¿Por qué tuvo que perder elmóvil justo el ocho de octubre? Sihubiera podido hablar con Álex duranteaquellos valiosos minutos… Seguro quesu amigo le intentó localizar primero encasa, pero aquella noche tuvo una cena yvolvió tarde. Era increíble lo que lascircunstancias se podían complicar porazar. Realmente, aquella madrugada delocho de octubre, Álex estaba

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predestinado a encontrarse solo, sinayuda, frente a algo. Pero ¿qué era esealgo? ¿Dónde estaba ahora Álex? ¿Porqué no había intentado de nuevo ponerseen contacto con ellos? Demasiadosinterrogantes.

Lucía ofrecía un aspecto de intensaconcentración.

—Fijaos en que si en algocoincidimos todos cuando nos enteramosde la desaparición de Álex —advirtió—, es en que su comportamiento habíasido raro, él nunca habría actuado así…con nosotros.

—Oye, no os paséis —matizó Mateo—. A mí también me ha dejado depiedra su desaparición, pero no olvidéis

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que hace años ya se escapó de casa, nolo vayamos a poner como un mártir. Eraun poco especial, todo hay que decirlo.

—Sí, Álex es muy suyo, pero esafuga de casa no fue algo tan…inesperado —argumentó Lucía—.Además, en aquella ocasión el motivoera que sus padres no le dejaban ir alpueblo donde veraneaba su primeranovia. Y nos lo dijo el día anterior.Ahora no ha sido igual; ni hay causapara desaparecer, ni nos comentó nadala víspera.

«Causa para desaparecer»: aGabriel le vino a la mente la palabra«móvil», término que utiliza la policíacuando se investiga la razón de un

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crimen. Sin saber por qué, sintió unescalofrío.

—Lucía tiene razón —adelantó, entono grave—. Esta vez no es igual; hayalgo extraño en todo esto.

* * *

Diario, I

Bueno, por fin les he contado a Lucía yMateo lo que me rondaba en la cabezaacerca de la fuga de Álex, y, por suerte,no me han tratado como a un idiota queha visto demasiadas pelis, lo que

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podría haber ocurrido. Yo mismo me loplanteo. Qué nervios.

También hemos acordado, demomento, no decirle nada a la novia deÁlex, que bastante mal lo ha pasado ya.Tampoco la conocemos mucho.

Mateo, como siempre a través delas influencias de su padre, se ocuparámañana de que nos reciba sobre lamarcha el inspector de policía que seencarga del caso, y a ver qué pasa.Conocemos a ese hombre porque noshizo bastantes preguntas cuandodesapareció nuestro amigo. Espero quenos tomen en serio, en estas cosas noes una ventaja ser tan joven.

Sigue siendo de noche, me voy a

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acostar ya. Acabo de llegar del chaléde Mateo, y me he entretenido mirandolas farolas encendidas desde la ventanade mi habitación, me ayuda a pensar.También tengo puesta música de fondo,aunque a poco volumen porque estarde. Vaya sueño voy a tener mañana,pero no queda más remedio: mi padreno puede ir a currar a primera hora, yhay que abrir el bar. Con los desayunosde los que trabajan cerca hacemosbastante caja. En fin, hay que ganarseel pan, como dice él. Algunos no tienenque hacerlo, como Mateo. Qué perro.

Me pregunto si mañana haremos elridículo. Me refiero a que, a lo mejor,nos hemos pasado con nuestras

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suposiciones. La imaginación puedejugar malas pasadas, y desde luegotenemos mucha. Me da miedo pensarque, en el fondo, lo que ocurre es quenos negamos a aceptar que Álex noshaya traicionado, y por eso estamosenvolviendo su marcha en un halo deenigma que la hace más digerible. Si envez de enfrentarnos a un abandono apalo seco, cutre de tan simple y vulgar(la policía dijo que mucha gente se vade casa cada año, es increíble),nuestras miradas asisten a un episodioromántico en el que un amigo necesitanuestra ayuda, todo es menos duro. Poreso no sé si estamos siendo objetivos osi nos dejamos llevar por nuestras

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emociones. Y es que fastidia decirlo,pero queríamos mucho a Álex. Quécomplicado es todo.

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3PRIMER DÍA

—¿Qué tenían?Gabriel se dirigía a aquellos clientes

desde el lugar de la caja registradora, alotro lado de la barra.

—Tres pinchos, dos coca-colas yuna caña.

Los miró sin verlos, ausente.Llevaba toda la mañana así, con lamente en la comisaría de policía dondedebían de encontrarse Mateo y Lucía.

—Son ocho con treinta.—Tome, no nos devuelva.

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—Gracias, que pasen un buen día.Nervioso, saltó de aquel rincón y

comenzó a recoger platos y vasos suciosde las mesas ya vacías, mientras supadre atendía a nuevos clientes. El localno era muy grande, pero aún teníannueve mesas más la barra, suficientepara sufrir largas jornadas de trabajo.Gabriel aceptaba la labor respondiendoa su obligación en el negocio familiar, apesar del duro horario de la hostelería, ala vez que se animaba con la perspectivade abandonar aquella esclavitud encuanto terminase los estudios. Suspadres ya contaban con ello. Por otraparte, el dinero que le daban por ayudarle permitía comprar libros y viajar, sus

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grandes pasiones.Iba a coger la bayeta para limpiar

unos restos de líquido desparramado endos sillas cuando le alcanzó unaconocida melodía, el sonido breve yagudo que le informaba de que acababade recibir un mensaje por el móvil. Supadre, que también lo había oído, pusomala cara. Ya le había advertido de quenada de móviles mientras trabajaba, queera una falta de respeto hacia laclientela y una distracción muy cara.Gabriel, por una vez, hizo caso omiso desus tareas y se abalanzó hacia laestantería donde dejaba siempre suteléfono. Efectivamente, en la pantallaparpadeaba el símbolo de un sobre.

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—Perdone, ¿puede atendernos?Gabriel maldijo por lo bajo ante la

interrupción, barajando la posibilidadde que el mensaje que acababa dellegarle pudiese ser de Mateo o deLucía. Pero contuvo su curiosidad y segiró sonriente hacia la mujer queesperaba apoyada en la barra. Había quecomportarse en plan profesional.Además, su padre vigilaba, porsupuesto.

—¿Sí, señora?—Me pondrá dos raciones de

ensaladilla rusa, por favor.—Cómo no, marchando.«Ojalá se atragante, señora», deseó

conforme le preparaba los platos,

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arrepintiéndose enseguida. Tras dejar lacesta con el pan y los tenedores, lanzórápidas ojeadas y, confirmando que nohabía más clientes a la vista, volvió arecoger su móvil. Pulsó el okay, y lo queleyó a continuación, contra lo quesuponía, le dejó de una pieza: elmensaje provenía del móvil de Álex.Impactante. Atacado de los nervios,respiró profundo y presionó otra vez elokay, preparándose para leer lo que lecomunicaba su amigo perdido.

—¿Tendrá servilletas, por favor?

* * *

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Lucía y Mateo se encontraron con unacomisaría en ebullición, con movimientopor todos lados al ritmo de la caóticasinfonía que dominaba aquella atmósferasaturada: teléfonos, timbres, impresorasescupiendo papel… El inspectorGarcés, que recibía la cuarta llamada entres minutos, a la que no hizo caso,sonrió al verlos aguardando en unaimprovisada salita entre pasillos, y losinvitó a pasar a un pequeño despachotres puertas más allá. Mientras encendíael interruptor, se disculpó:

—Chicos, perdonad la espera, perohoy es mal día. Como ayer, anteayer…—soltó una potente carcajada, que hizotemblar la papada que casi ocultaba su

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cuello—. Y como mañana, pasado y alotro. Seguro. Menuda temporadallevamos. ¿Sabíais que en la policía nocobramos las horas extra?

Ellos negaron con la cabeza,sorprendidos en fuera de juego anteaquella cuestión inesperada. Lucíasuspiró, impaciente; había asuntos másimportantes de los que hablar, bastantevalor le habían echado para ir hasta allí.

—Un compañero que llevatrabajando en la unidad de drogas veinteaños siempre me lo dice —continuó elinspector, ajeno a los pensamientos desus oyentes—: «Nos jugamos la vida,curramos hasta doce y quince horasdiarias por mil doscientos cochinos

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euros al mes, trienios incluidos, y a míme viene un tío al que acabo de pillarleveinte quilos de coca y, ¿sabes qué?, meofrece para que lo suelte más pasta de laque veré en toda mi puñetera vida».Luego dicen que hay corrupción… Ya séque suena a serie de la tele, pero es queocurre así, de verdad. La gente piensaque eso solo pasa en Los Ángeles oNueva York, pero se equivocan. EnZaragoza también, desde luego. No tedigo ya en Madrid o Barcelona. ¿Sabéiscuánto gana un tipo que trafica conéxtasis? El otro día pillamos a dos contreinta mil pastillas en una bolsa…Menudo Mercedes conducía el muy…

Mateo asistía atónito a aquel

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borbotón de palabras, incapaz de cortaral policía para reconducir laconversación. Garcés, milagrosamente,era capaz al mismo tiempo de mirarpapeles, hacer gestos a otroscompañeros que pasaban frente a lapuerta y encender un cigarrillo. Era unverdadero ciclón.

—¿Os molesta? —preguntó,mostrándoles el paquete de tabaco—.Solemos cumplir las normas, pero endías como este…

—No, no —respondieron ellos alunísono.

Lucía decidió aprovechar el breveinstante que el inspector perdióaspirando la nicotina para entrar en

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materia:—Inspector, hemos venido a verle

para hablar del caso de Álex Urbina, ¿lorecuerda?

El aludido asintió, exhalando elhumo con lentitud. ¿Cómo no iba arecordarlo? Garcés nunca se encargabade expedientes de desapariciones, perode aquel sí se hizo cargo porque elcompañero experto en esos temas, eldetective Ramos, estuvo enfermoaquellos días. A la semana siguiente, yarecuperado, Ramos pidió al inspectorasumir la investigación del caso, peroGarcés prefirió terminar lo que habíaempezado. ¡Menuda bronca inesperadatuvieron a raíz de aquella decisión! Por

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lo visto, al otro detective le sentó fatalque alguien que no fuera él se dedicase auna desaparición. Garcés alucinó anteaquel comportamiento: ¡jamás habíapresenciado una reacción tan exagerada!Ramos era un buen policía, pero estabaclaro que se mostraba demasiado celosoen lo relativo a sus competencias.

—Es un caso muy reciente —observó Garcés, dirigiéndose a loschicos—. Bueno, en realidad no haymucho que recordar, ¿verdad? Perdonadque os lo diga, pero fue casi un merotrámite —se detuvo, como si cayese enla cuenta de algo—. Oye, ¿no erais treslos amigos del fugado? Estabais lainformática pelirroja, el pijo

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deportista…—Falta Gabriel —aclaró Mateo,

ignorando su propia alusión—, que estátrabajando en la cafetería de sus padres.Buena memoria.

—¡Eso! —el policía orientó ahora elhumo hacia arriba—. El intelectual,¿verdad? Me gusta cómo funciona lacabeza de ese chico, me dejó muy buenaimpresión. Je, je. Un intelectual quetrabaja en una cafetería, interesantemezcla. Bueno —Garcés modificó supostura tras dejar el pitillo en uncercano cenicero de cristal, echándosepara atrás y juntando sus manos tras lanuca; solo le faltó poner los pies encimade la mesa—, vosotros diréis. ¿Hay

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novedades? ¿Álex ha dado ya señales devida?

Lucía le contempló antes decontestar. El inspector, de unos cuarentaaños, ofrecía una imagen pocoprometedora: en mangas de una camisaabombada por los costados debido agruesos michelines, los visiblesmanchurrones de sudor que sedistinguían en sus axilas eran todo unespectáculo. Sin embargo, ella no sedejó engañar por las apariencias; sabíade buena tinta que Garcés tenía famacomo policía, algo que sus ojosdelataban: de un negro intenso, nuncaperdían el brillo que caracteriza a unobservador sagaz. Lucía recordaba

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aquella mirada certera, de cuando lo viotrabajar en casa de Álex. Aunque fueseun charlatán, el inspector contaba conuna inteligencia fuera de serie. Eso lehabían comentado.

—Pues sí —respondió ella, al fin—,Álex ha dado señales de vida. Bueno, norecientemente, claro. Quería decir queacabamos de descubrir que intentóponerse en contacto con nosotros lamisma noche de su desaparición.

Garcés frunció el ceño.—Así que «desaparición». Ya veo

que seguís utilizando ese término paraaludir a su marcha, ¿eh?

—Para nosotros, Álex no se fue porsu propia voluntad, inspector —

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intervino Mateo—. Por eso continuamospensando que se trata de unadesaparición, no de una fuga.

—¿Y la carta de despedida quedejó? —insistió el detective.

—Alguien le pudo obligar aescribirla —Lucía entraba de nuevo enla conversación—. No tenía por quéestar solo aquella noche.

El policía se encogió de hombros.—Espero que hayáis traído algo más

para convencerme, aparte de vuestraspalabras —advirtió—. Que yo recuerde,estaba todo muy claro.

—Aquella noche, Álex llamó almóvil de Gabriel cinco veces en cuatrominutos —afirmó Lucía, con tono serio,

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mientras depositaba su bolso encima dela mesa—. La hora de las llamadas esdesde la una y cinco hasta la una y nuevede la madrugada, imaginamos que justocuando se iba a ir de casa.

Lucía no dijo nada más, y junto aMateo estudió expectante la reacción delpolicía, que para su decepción semantuvo tranquilo.

—¿Eso es todo? —indagó este, consuavidad—. ¿Habéis procuradodevolver las llamadas a vuestro amigo,al menos?

—Gabriel lo hizo cuando descubrióque Álex le había intentado localizarcon esa urgencia, pero no obtuvorespuesta —reconoció Mateo—. No

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sabemos nada más.—No sabemos nada —corrigió

Garcés—, nada de nada. Además, comoel móvil de Álex, si no recuerdo mal, noes de los que tienen GPS, tampocopodemos intentar localizarlo. Y a pesarde lo que afirmas, Lucía, si somoshonestos, ni siquiera podemos estarseguros de que Álex estuviese en casacuando hizo esas llamadas, porquetampoco conocemos el momento exactode su marcha. Podía estar ya bastantelejos de su domicilio. Una fuga no escomo un cadáver, cuya hora dedefunción puede concretarla un forensecon bastante precisión. Si no meequivoco, lo único que quedó

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demostrado en la investigación es queÁlex estaba en su casa a las diez de lanoche, y que a las nueve de la mañanadel día siguiente no. Es decir, notenemos ni idea de cuándo abandonó sucasa esa noche.

—Pero eso tampoco es tanimportante, ¿no? —cuestionó Lucía—.Al fin y al cabo, ¿qué más da desdedónde hiciese la llamada?

El inspector Garces se echó elflequillo hacia atrás con una mano y sehumedeció los labios.

—El teléfono móvil de vuestroamigo desaparecido no se encontró en elregistro que efectuamos —aclaró—. Lalógica nos hace pensar que se lo llevó

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con él, pero se trata tan solo de unasuposición.

—¿Qué quiere decir? —Mateo setemió lo peor—. ¿Insinúa que Álex nohizo esas llamadas?

El policía asintió.—Insinúo que pudo no hacerlo. Lo

siento, chicos. Pero hay que tener clarocon qué cartas jugamos, y con vuestrainformación hasta este instante nopodemos estar seguros de que fuera élquien llamó.

—Pero entonces —Lucía se negabaa aceptar tal posibilidad—, ¿quéexplicación tiene tal número dellamadas? ¿Por qué alguien desconocidoiba a tener tantas ganas de hablar con

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Gabriel?El inspector respondió al momento:—Por ejemplo, imagina que Álex

pierde el móvil al irse de casa,pongamos que sobre las doce y media dela noche, ¿vale? Alguien lo encuentra, yen un arranque de honestidad, comoquiere devolverlo, para localizar aldueño se le ocurre llamar al últimonúmero que aparece como marcado en laagenda del móvil.

—Pero llamar cinco veces en tanpoco rato… —volvió a objetar Lucía—.Demasiado interés en la búsqueda, ¿no?

—Las personas de cierta edadsuelen tomarse estas cosas muy en serio.O a lo mejor era alguien que no sabía

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muy bien cómo funcionaba el móvil deÁlex y, al juguetear con las teclas, sepuso a hacer llamadas perdidas a saco,sin control.

—¿Y por qué no volvió a llamar aldía siguiente, en ese caso? —planteóMateo—. Si tantas ganas tenía dedevolver el teléfono…

Garcés sonrió, moviendo la cabezahacia los lados.

—No lo sé, Mateo, pero hay muchasposibilidades. A lo mejor decidiódejarlo donde lo encontró, por si eldueño volvía. O es posible que lopensara mejor y se acabase quedandocon el móvil. O incluso que él loperdiera también más tarde, o que se lo

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robaran. Yo qué sé. De todos modos —reconoció—, tampoco descarto quefuese Álex el autor de las llamadas.Entendedme, tan solo me limito ademostrar la poca consistencia devuestros argumentos para defender lahipótesis de… ¿qué? ¿Qué fue, si noaceptamos la posibilidad de una marchavoluntaria? ¿Un secuestro?

Mateo y Lucía se miraron ensilencio, conscientes de sus propiasdudas y del acento escéptico delinspector.

—Y aunque las llamadas fueran devuestro amigo —concluyó Garcés, congesto amable—, ¿qué prueba eso? Contoda seguridad, que Álex tuvo un

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momento de indecisión aquella noche,intentó hablar con Gabriel y no lo logró.Entonces tomó él solo la definitivadeterminación de irse, y por eso ya noos volvió a llamar a ninguno devosotros. ¿No lo veis así, chicos?

—Usted sabe tan bien como nosotrosque no se puede confirmar al cien porcien lo que ocurrió, inspector —desafióLucía—. Todo son conjeturas. ¿No leintranquiliza el hecho de albergar unamínima duda? ¡Hay un chico dedieciocho años en paraderodesconocido! ¿Y si la versión oficialestuviese equivocada?

Garcés se levantó de la silla tras unlargo suspiro y aplastó con fuerza la

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colilla de su cigarrillo en el cenicero.—Pues claro que me intranquiliza —

se sinceró, mirándoles a los ojos—.Lucía, ese es un fantasma con el quetenemos que lidiar en muchas ocasiones,como lo hacen los jueces al dictarsentencia o los médicos al realizar undiagnóstico. La posibilidad del errorsiempre está ahí, acechando. Son lasreglas del juego. Bastante duro es ya,pero no podemos permitirnos el lujo deque una mínima in certidumbre nosbloquee. Observad aquello.

Garcés señaló con la cabeza haciaun pequeño escritorio que habíancolocado junto a una de las paredeslaterales de la habitación. El mueble

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permanecía casi invisible sepultadobajo cientos de carpetas y documentos,apilados en torres irregulares comopilares de una bóveda inexistente.

—Expedientes de casos pendientesde archivar —explicó el policía—,casos todavía sin resolver. Muchos deellos tratan sobre desapariciones,chicos. Desapariciones de menores,desapariciones con signos de violencia,con rastros de sangre, desapariciones deenfermos. Supuestos sin carta dedespedida. Desapariciones, y disculpadla licencia literaria, con gritos que aúnretumban aquí. ¿Cómo vamos adetenernos por una ínfima probabilidadde error? Hay demasiado en juego.

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La comisaría entera daba laimpresión de ser consciente de lagravedad de lo que allí se estabahablando, y un clima mudo se impuso.Garcés no sonreía, erguido ahora en elsillón frente a ellos, que contemplabancomo hipnotizados aquellos montonesdramáticos de papel, imaginando rostrosanónimos, sonrisas olvidadas.

—Impacta, ¿verdad? —reanudó elinspector—. Pues eso no es nada —extrajo de un cajón una gruesa carpetaque dejó caer encima de la mesa—.Aquí dentro no hay expedientes, sinofotos de gente desaparecida que se hanempleado en campañas de búsqueda.Fotos con nombre y apellidos, de

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personas como nosotros que un díafueron arrancadas de su vida cotidiana ya las que jamás se ha vuelto a ver.Mucho sufrimiento contenido enimágenes. Lo siento de veras —terminó,solemne—, pero en medio de semejantescircunstancias, que nos ahogan, meestáis pidiendo que dedique tiempo yesfuerzos para un caso de desapariciónsin indicios sospechosos. Álex es mayorde edad, dejó una nota de despedidacuya letra hemos verificado, todo en sucasa estaba en orden. Y había ya unprecedente de fuga, ¿cierto? —losinterpelados asintieron, sin fuerzas parareplicar—. El caso está archivado. Meencantaría ayudaros, pero para eso me

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tendréis que convencer de que hay algomás que la escapada de un jovenirresponsable. Esto es la vida real, y esono puedo remediarlo.

Lucía, mientras se levantaba de lasilla, valoró la autenticidad de lossentimientos del inspector, a pesar de ladureza de sus declaraciones. Era buenagente. Justo cuando atravesaban losumbrales del despacho, se volvió haciaél:

—Siempre le funciona, ¿no?Garcés puso cara de desconcierto.—¿A qué te refieres?Lucía le observó con atención.—A su apariencia, inspector. Da una

imagen descuidada, no impresiona. Pero

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eso ya lo sabe, ¿verdad? Lo utiliza paraque delante de usted la gente se confíe ycometa errores. Porque debajo de eseaspecto informal, que pasadesapercibido, hay una mente que nodescansa. Me lo contó un amigo de lafamilia cuando le asignaron el caso deÁlex. Y lo acabo de comprobar.

Garcés esbozó una sonrisa.—No me ha ido del todo mal con

esa técnica —en sus ojos había unacierta admiración. Esperó unos segundosantes de continuar—: Álex tiene que serun buen tipo para tener amigos comovosotros. Que tengáis suerte.

—Gracias.Mateo esperaba ya fuera de la

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habitación, así que Lucía se despidiócon un gesto y salió. Garcés la llamó unaúltima vez:

—¡Lucía!La aludida se asomó a la puerta,

sorprendida.—Dígame, inspector.—Traedme algo. Algo sólido. Y os

ayudaré.Lucía supo así que Garcés no estaba

tan convencido en aquel asunto comohabía pretendido mostrarse. Al menos,habían logrado inquietarle.

* * *

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Por fin. Ningún cliente nuevo a la vista,en las mesas todos estaban servidos.Gabriel percibió un agarrotamientotembloroso en los brazos, como si susubconsciente intuyese que el contenidodel mensaje que acababa de llegarlepudiera ser peor que la incertidumbreque asediaba sus vidas desde laausencia de Álex. Temeroso, pueshabían acabado por mitificar el sucesodel ocho de octubre, miró de reojo lapantalla del móvil, donde distinguió elnombre de su amigo desaparecido, y un«hola» como inicio incompleto deltexto. Sin pensarlo más, presionó unatecla y el resto del mensaje comenzó amostrarse:

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Hola Gabriel, soyAlex. Tenemos qvernos, es muyimportnt. Estanoche, Km. 22,5autopista Barcelona,a las 2.00. Ven soloy no lo digas anadie, ni a estos.Por favor, ayudame.

Gabriel volvió a leer el mensajepara confirmar lo que había entendido,incapaz, por otro lado, de despegar losojos de aquel recuadro del que brotabanintrigantes palabras. Siguió en ello,ajeno a lo que le rodeaba y a los minutos

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que transcurrían, como si solo con mirarfijamente pudiese atisbar algo más alládel reducido cristal y los símbolos de suinterior. ¿Qué cono estaba ocurriendo?Nada menos que a las dos de lamadrugada en un triste punto de laautopista, a buen seguro una solitariazona de descanso. ¿A qué venía aquellaextraña cita? Si podía comunicarse,Álex tenía que estar libre, no retenido.Pero entonces, ¿por qué no le habíallamado por el móvil en vez de enviar,tras tantos días de permanecerdesaparecido, un miserable mensaje? ¿Ya qué venía tal secretismo? ¡Ni siquierapodía contárselo a Lucía y a Mateo!Esto último le iba a hacer sentirse

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culpable; dentro de un grupo de amigosno debía traicionarse la confianza, Álexvolvía a actuar en contra de susprincipios. ¿Por qué había olvidado lalealtad? Gabriel se vio tentado a norespetar aquella condición deconfidencialidad que discriminaba aparte de la pandilla, pero la escasainformación con la que contaba leimpidió hacerlo; supuso que Álex,cuando se lo pedía, tendría sus razones.«Vaya mierda», concluyó, «la capacidadde complicación de las cosas esinfinita». Por último, intentó llamar almóvil de Álex, pero solo obtuvo comorespuesta un aviso de «fuera decobertura».

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Minutos después, cuando su padre yale había llamado la atención dos veces,Gabriel distinguió tras el vidrio de lapuerta de entrada la figura flaca yrubicunda de Mateo, que llegabaseguido de Lucía. En medio de su propiadesazón, Gabriel se entretuvo admirandocomo siempre el cuerpo de ella. «Québuena está», pensó en voz alta, buscandola seguridad que le faltaba en lo queimaginaba una verdad inmutable.«Tremenda, para variar».

Casi imperceptible, Gabrielcomenzó a experimentar el sutil venenode los celos. Y es que Lucía, duranteaquellos años, no había disimulado supredilección por Álex, incluso cuando

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este se echó novia. Era el puñetero«chico diez»: estudioso, simpático,optimista… Desde su ausencia, noobstante, Gabriel se había atrevido asoñar con ella, sin percatarse realmentede ello. Ahora que el desaparecido dabaseñales de vida, otra vez la veíaalejarse, lo que le provocaba unaimpotencia que no ayudaba mucho en suscircunstancias. Aunque le asqueódesearlo, Gabriel rogó por que Álexestuviese metido en un mal rollo que lodesacreditase ante Lucía: drogas o algopor el estilo. Semejante idea la desechópor infantil en cuanto sus amigosllegaron hasta la barra, preparándosepara camuflar su propio estado de

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ánimo.—Hola, tíos —saludó, en plan

tranquilo—. ¿Qué tal ha ido la«misión»?

Lucía ofrecía una imagen pocomotivada, pero contestó enseguida:

—No muy bien. Garcés nos ha hechover que lo de las llamadas no es unaprueba de nada. Quieren algo más o nointervendrán.

Mateo completó las palabras de lachica contando con todo detalle lavisita, mientras Gabriel iba asintiendo.

—Era previsible —reconoció elintelectual, al tiempo que, pensativo,limpiaba la encimera de la barra—,nosotros también podíamos haber

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llegado a la conclusión de que lasllamadas perdidas de Álex nodemuestran nada. Ha sido un errorprecipitarnos al acudir a la policía. Losnervios nos han impedido ser objetivos.

—Bueno, pero al menos Garcés hareconocido de forma indirecta quequiere creer nuestra versión —matizóLucía—. Está deseando que le llevemosalgo más, es un tío legal.

—No lo dudo, Lucía —aceptóGabriel—, pero nuestra metedura depata tiene un precio: hemos perdidocredibilidad ante la poli.

Mateo, que aprovechaba en esemomento el reflejo en un cristal parareajustarse el pelo engominado, se

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volvió para preguntar:—¿Y eso qué significa, Gabriel?

Antes tampoco habría sido fácil que nostomasen en serio…

El aludido respondió de inmediato:—Sí, ya sé. Pero a partir de ahora,

si volvemos a ir a la policía sin algosólido, se nos «fichará» de mododefinitivo como jóvenes con demasiadaimaginación, y entonces sí que no habránada que hacer. Incluso la buenadisposición de Garcés tiene un límite; silo sobrepasamos, ya nadie nos creerá. Yeso no nos lo podemos permitir. Detodas formas —añadió—, supongo quetodavía disponemos de una segundaoportunidad para aprovechar su talante

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de escucha; lo único que tenemos quehacer es asegurarnos bien antes deemplearla. Hay que llevar a Garcés algopotente.

—En otras palabras —concluyóLucía—, que nos lo tenemos que currarnosotros.

«Me temo que sí», reflexionóGabriel, sin quitarse de la cabeza elmensaje de Álex, que había ignorado apropósito durante la conversación. «Nosé cómo va a acabar esto».

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4JUEGO SUCIO

Oscurecía y se notaba cada vez más frío.Indeciso, el viejo profesor arqueólogoAntonio Valls escudriñó el panoramaque tenía delante. Se encontraba junto auna nave industrial cuyo penoso estadode abandono no podía maquillarse:suciedad, ventanas con cristalesdestrozados, techos medio hundidos yuna oxidada puerta frontal que, alpermanecer entreabierta, permitía unaavanzadilla de resplandor que delatabauna alfombra de jeringuillas usadas.

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Teniendo en cuenta que los siguientesedificios susceptibles de albergar algoparecido a un almacén quedaban a unosdoscientos metros, se convenció de quequizás había dejado demasiado prontosu coche.

Pero no lo entendía. De acuerdo conla llamada telefónica que había recibidoen su despacho de la universidad, seencontraba justo donde le habíanindicado que se ubicaban lasinstalaciones de la empresa que andababuscando. Hizo memoria: «Doctor Valls,le llamo porque es usted uno de losmayores expertos en ruinas romanas…Tenemos algo que enseñarle… ¿Podríaacercarse ahora? Se trata de un hallazgo

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muy importante…».Conforme a lo que le habían

adelantado, el asunto consistía en queuna constructora había descubierto porcasualidad, excavando en solares delcentro, restos romanos muy bienconservados. También le habían dichoque guardaban los objetos encontradosen un almacén a las afueras, y allí estabaél. Aunque jamás había visitado esaparte de la ciudad, no se esperaba aquelpaisaje desolado y hostil en el que no sedistinguía ni un alma.

Ya se volvía hacia su coche cuandouna voz neutra que pronunciaba sunombre se dejó oír entre unas casasdesvencijadas ocultas tras la nave

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abandonada. Le llamaban, y lo que másle sorprendió fue comprobar que talllamada procedía del interior del peoredificio de cuantos se ofrecían ante suvista: una especie de antiguo mataderodel que solo quedaba como recuerdo unainmensa edificación que sucumbía a labasura. La voz llegó hasta él de nuevo,fría, ausente de toda inflexión: «DoctorValls, por aquí, le estamosesperando…».

Había terminado por hacerse denoche, y entre las siluetas moribundas delos edificios, cobró fuerza el resplandorde unas luces que otorgaron al mataderoun aura fantasmal. El arqueólogo se dijo,procurando tranquilizarse, que a lo

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mejor la empresa constructora le habíacitado en aquel recóndito lugar paraevitar que trascendiese el enclaveexacto de los hallazgos romanos. Erahabitual en casos así que las empresasactuasen en secreto, por temor a que lasautoridades de Patrimonio paralizaranlas obras con objeto de llevar a cabouna inspección. Y es que, en el sector dela construcción, un retraso de variosmeses podía suponer pérdidas por valorde millones de euros.

El profesor Valls comenzó a caminarhacia las luces, decidido a no dar másvueltas al asunto. Solo había queemplear el sentido común: él no eranadie importante, ¿quién querría hacer

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daño a un simple profesor titular de casisetenta años?

A los dos minutos, cuando aún sehallaba a cierta distancia de la zonailuminada, su planteamiento lógico fuebarrido de golpe: varios metros detrásde él, un chasquido seco le acababa deadvertir de que alguien le seguía.Aunque había reaccionado con rapidez apesar de su edad, lo único que habíapodido distinguir de reojo al girarse erauna fugitiva sombra que desapareció alinstante. ¿Pretendían atracarle? Pocosacarían, desde luego. Apenas llevabatreinta euros en la cartera.

El profesor, en cualquier caso, noquiso quedarse allí para averiguar en

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qué acababa todo, por lo que aceleró supaso hacia la zona iluminada. De buenagana habría vuelto a su coche, pero esoimplicaba atravesar el área de dondehabía provenido el sonido sospechoso.Demasiado arriesgado.

Comenzó a avanzar entreconstrucciones medio demolidas,siguiendo un camino estrechoflanqueado por tabiques que ofrecíanventanas de interiores negros. Losruidos a su espalda volvieron apresentarse, pero él ya no se detenía. Dehecho, avanzaba todo lo rápido que lepermitía su pobre forma física; casicorría. Entonces, cuando ya llegabahasta el matadero, la luz que le guiaba se

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apagó, dejando la zona en penumbra.Valls maldijo en silencio, incrédulo.«No hay duda. Me han tendido unatrampa».

¿Quién podía imaginar que seencontraría con semejante sorpresa?Teniendo en cuenta su rutinario trabajode investigación académica, ¿por quéalguien le había engañado llevándolehasta allí? No tenía ningún sentido. Nisiquiera era rico.

Se detuvo. Permanecía callado,quieto, moviendo la cabeza en todas lasdirecciones sin detectar nadaamenazador. Estaba muy mayor paraaquellas aventuras. Unos cuchicheosininteligibles flotaban próximos. Se

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pegó a la pared más cercana, comointentando camuflarse. El coche quedabatan lejos… ¿Hacia dónde ir, pues? Elpeligro daba la impresión de rodearle.

No tuvo ocasión de pensar mucho;tanto mirar hacia los lados sin separarsedel muro le había hecho olvidar unadesconchada ventana de madera sincristales, que quedaba junto a su cabeza.De ella surgió, sin dar tiempo alprofesor ni siquiera a gritar, una manoenguantada empuñando un garfio, quealargó con fiereza describiendo unaviolenta curva que terminó en su cuello.Valls, al borde del desmayo, sintió eltirón del afilado arma que le enganchabala garganta, abriéndosela de forma

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brutal, y la calidez de la sangreresbalando en torrentes por su pecho.Aulló de dolor.

El brazo asesino, ya con la presaatrapada, comenzó a arrastrar su cuerpomoribundo contra la pared hacia laventana de la que sobresalía, comollevándolo a su madriguera. Elarqueólogo, sin fuerzas para resistirse,se preguntó de nuevo por qué le hacíanaquello. Intentó pedir auxilio, pero fueen vano; de su boca inundada solo salióun borboteo viscoso.

En cuanto llegó a la oquedad a laque le dirigían degollado, su cabezaperdió el apoyo y Valls quedó asomadoa la oscuridad del interior, hecho una

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marioneta agonizante. Al momento,nuevas manos enguantadas le agarrabancon avidez, atrayéndole hacia la negrura,donde terminaron de asesinarle. Acontinuación dejaron varios paquetes depastillas de éxtasis entre las ropas delcadáver.

—Y va uno —declaró una vozgélida.

* * *

Mateo suspiró y se sentó agotado en lacama de Álex.

—Lucía, son las doce de la noche yno hemos encontrado nada especial. ¡Ni

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siquiera sabemos lo que buscamos!Ella no contestó, enfrascada en una

nueva e intensa ojeada por toda lahabitación de su amigo desaparecido:estanterías, cama, mesa, armario… Lospadres de Álex, ajenos a la verdaderarazón de aquella tardía visita, les habíandicho antes de irse a una cena de trabajoque podían quedarse todo el tiempo quenecesitasen —sus familias eran amigasdesde hacía muchos años—, y desdeluego lo estaban haciendo. Aunque sinresultados.

—¿Has mirado ya debajo de lacama? —comprobó Lucía—. Recuerdaque hay un par de cajones.

Mateo refunfuñó. A él le iba la

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acción, no rebuscar en armarios.Además, a las ocho y media de lamañana tenía partido de un campeonatode tenis al que se había apuntado.

—Sí —afirmó—, ya lo he hecho. Yno hay nada que me llame la atención.¿Quieres que levantemos el suelo? —sugirió, sarcástico—. Es lo único quefalta.

Lucía hizo caso omiso de la ironía,conocía de sobra a Mateo.

—No, gracias. Pero, si no teimporta, podrías volver a mirar todo lode tu lado como estoy haciendo yo conel mío, ¿vale? Ten en cuenta laimportancia de lo que estamos haciendo.Álex todavía es nuestro amigo. Hasta

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que se demuestre lo contrario.—¡Oh, por favor! —exclamó Mateo,

con gesto trágico—. ¡La presunción deinocencia, se me olvidaba! Oye, que soyyo quien acaba de empezar Derecho.

Lucía movió la cabeza hacia loslados, poniendo cara de mártir.

—Si no supiese que en el fondo eresencantador, te soltaba una leche porplasta. Ponte a buscar, venga. Algo senos está escapando, seguro.

Gabriel no podía estar con ellos portemas de trabajo en la cafetería, segúnles había dicho, y se echaba en falta suagudeza. Lucía se preguntó dónde habríabuscado él, incluso se planteó llamarleal móvil a pesar de saber que, en teoría,

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él no podía utilizarlo mientras estabaayudando a su padre. Y entonces cayó enla cuenta de un detalle fundamental.

—Mateo.—Dime, ¿has visto algo?—¿Qué se supone que estaba

haciendo Álex la noche quedesapareció?

Mateo se encogió de hombros.—Supongo que jugar al Camelot…

Ya sabes que era un aficionado reciente,y estaba emocionado perdido con eljueguecito, como nosotros. Pasabamuchas horas batallando en elordenador. Pero no es seguro que aqueldía, en concreto…

—Es suficiente, tío. Hay que

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registrar el ordenador.Lucía se sentó frente al monitor,

presionó el botón de encendido de laCPU y dejó descansar sus manos sobreel teclado, mientras esperaba a queWindows terminara de abrirse. Ella semantenía en silencio moviendo losdedos, como un pianista que sedispusiera a iniciar un concierto. Mateose le acercó para verla trabajar, leencantaba observar a los expertosadentrarse en las profundidadescibernéticas.

—Vamos a ver…—¿Qué vas a revisar primero? —

interrogó Mateo.—Aunque la policía ya estuvo

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accediendo a ellos, voy a cotillear losarchivos de imágenes y de documentosde Word que tiene Álex almacenados.Quién sabe si llegó a escribir algúntexto que nos sirva de pista, o se bajó deInternet cualquier cosa que nos ayude enlas averiguaciones.

Ante los ojos de los dos jóvenespasaron trabajos de la universidad, delcolegio, antiguos correos electrónicosque Álex había conservado… Nada queaportase algo de luz a las pesquisas.

—¿Y ahora? —volvió a insistir elpijo.

—Veamos el Explorador deWindows, a ver qué más cosas tiene porahí.

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Durante los siguientes minutos, solose oyó el suave deslizar del ratón y elcliqueo de sus botones. Mateo, confastidio, se dio cuenta de que iba a darla una de la mañana.

—Bueno —concluyó Lucía, un ratodespués, sin dejarse vencer por eldesánimo—. Hasta aquí, ningún éxito.Nos queda Internet. Vamos al Explorer.

—¿Te vas a meter en Historial?—Sí, así podremos ver qué páginas

estuvo visitando Álex antes dedesaparecer, y en cuáles entraba habitualmente. Como no sabemos cuándo surgeel detonante que provocó sudesaparición, hay que reconstruir susitinerarios en la red durante las últimas

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semanas que estuvo aquí. Confiemos enque esa información nos sea útil.

—Amén.—Vaya —susurró Lucía.—¿Qué pasa?—Era previsible; el historial está

borrado.—¿Cómo?—¡Que está en blanco! —soltó

Lucía, en un arranque de mal genio—.Como si Álex no hubiese navegadojamás por la red.

Mateo pasó a adoptar un tonodiplomático al preguntar de nuevo:

—¿Y entonces?—No está todo perdido, hay otras

maneras de intentar localizar los

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archivos que buscamos. Solo con borrarel Historial no eliminas los rastros quedejan las páginas visitadas en tuordenador. Confiemos en que lalimpieza que se hizo aquí no fuesedemasiado minuciosa. Aunque sitambién han borrado los temporales…

—Ojalá haya suerte —deseó Mateo,alisándose el polo Lacoste que llevaba—. Por cierto, ¿qué es eso de lostemporales? A mí, háblame en cristiano.

—Son una especie de huella quedejas en el disco duro cada vez queentras a un sitio en la red. El navegador,en cuanto accedes a una web, crea unode esos archivos donde aparece ladirección y otros datos, para que la

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próxima vez que quieras ir allí lo hagasmás rápido. Es como si el ordenatamemorizase los lugares a los que vaspara que tardes menos en futurasocasiones.

—Vaya —comentó Mateo, satisfecho—, ahora lo entiendo: de esa forma,esos archivos acaban formando unaespecie de listado de todas las páginasque has visitado. ¿Y eso es automático?

Lucía asintió en silencio.—Pero hay un problema —añadió

—. No son eternos.—¿Qué quieres decir?—Que conforme pasa el tiempo el

ordenador los va borrando, para ganarespacio. Empezando, eso sí, por los más

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antiguos —detuvo la conversación, parateclear—. Mira la pantalla, Mateo;ahora me voy a meter en el disco duro,para acceder a los archivos temporales.

El pijo no se enteró, centrado comoestaba en asimilar bien aquello.

—Entonces —insistió—, ¿puede queel propio ordenador los haya eliminado?

—Lo veremos enseguida —explicóLucía—, pero lo dudo; hace tan solodiecisiete días desde la presunta últimavez que Álex navegó por la red y,además, durante este tiempo elordenador ha estado apagado, lo quehabrá impedido la acción de borrado.No; algunos archivos habrándesaparecido, pero la mayoría se

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mantendrán, sobre todo los que más nosinteresan, los últimos.

—Estarán si nadie más haintervenido —advirtió Mateo—, y si élno se los cargó antes de irse, claro.

Lucía le miró pensativa, mientraspresionaba por última vez la tecla deintro.

—Claro —sentenció—. Lo hasentendido muy bien.

Segundos después, la carpeta dearchivos temporales quedaba a la vista.

* * *

Gabriel observó su reloj mientras

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conducía el viejo coche de su padre porla autopista en dirección a Barcelona,desierta a aquellas horas, camino dellugar de la cita con Álex. Suerte quetenía carné de conducir.

Faltaban pocos minutos para las dos,y ya había dejado atrás el kilómetro 20;el encuentro era, pues, inminente. Sesentía tan crispado que ni siquiera habíaencendido el radiocasete del vehículo.Además, no olvidaba que en aquellosmomentos Lucía y Mateo seguro quetodavía permanecían en casa de Álexregistrando y buscando pistas, unesfuerzo que él podría haberles evitadosi hubiera sido honesto y les hubieseadvertido del mensaje del desaparecido

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(lo que acabarían sabiendo antes odespués), en vez de mentirles para notener que ir con ellos. Era incapaz decomprender cómo todo había derivadotanto, cómo habían llegado a aquellasituación. Para colmo, una sensaciónextraña, que no identificaba, le estabaagobiando desde hacía rato.

Un cartel le avisó de que llegaba aun área de descanso situada en elkilómetro 22,5. Redujo la velocidad,puso el intermitente y, poco después,abandonó la autopista para introducirseen un carril lateral que le llevó hasta unazona también pavimentada, queterminaba al pie de unas mesas frente auna arboleda. El silencio y la oscuridad

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eran totales. No apagó el motor.Aprovechando el resplandor de los

faros del coche, pues no disponía delinterna, Gabriel se dedicó desde suasiento a rastrear con la mirada algúnindicio de la presencia de Álex, sinobtener resultados. Tampoco descubrióningún otro coche aparcado por allí.Intranquilo, decidió salir a indagar,aunque el frío era intenso. Con el sonidode fondo del motor del vehículo, anduvopor un sendero que serpenteaba entre lavegetación reseca, hasta que la distanciay los árboles le impidieronaprovecharse de la luz de su propioautomóvil. En aquel punto se detuvo,impactado por una repentina idea;

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acababa de caer en la cuenta de por quéllevaba horas abrumado con aquellasensación desconocida, similar a lainseguridad: ¡el mensaje de Álex teníacomas! El estómago pareció encogerle;Álex jamás, jamás utilizaba las comaspara los mensajes de móvil. ¿Cómopodía haber sido tan estúpido? Y es quela conclusión, entonces, estaba clara:aquellas palabras que aún teníaguardadas en el teléfono, y que le habíanllevado hasta allí, habían sido escritaspor otra persona. Gabriel tragó saliva.Había quedado de madrugada con undesconocido, en una zona aislada. Y lopeor de todo: nadie, aparte de él, losabía.

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Consciente por primera vez de quecada minuto que transcurría le podíaestar hundiendo en un peligro que noacertaba a adivinar, se apresuró a volverhacia el aparcamiento sin hacer ruido. Ala tercera zancada se percató de que nooía el murmullo del motor del coche, lohabían apagado. Los nervios, ya a florde piel, le taladraron el pechoimpidiéndole respirar: alguien habíallegado hasta su vehículo mientras élpermanecía en la arboleda. Unos pasosmás, y la absoluta oscuridad reinante lehizo comprobar que quien había hechoenmudecer el motor también se habíaencargado de los faros. Estaba aterrado,sobre todo por no saber a qué se

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enfrentaba. Y tampoco podía hacer usode su móvil, debido a que la iluminaciónde la pantalla y el sonido del tecladopodían delatarle. La cosa estaba jodida.Agachándose, comenzó a retroceder concuidadosa lentitud para alejarse lo másposible del coche sin ser descubierto.Evitó pensar: lo prioritario era escaparde aquella inexplicable trampa que lehabían tendido.

Quienesquiera que fuesen, estabanmuy cerca; aunque no distinguía nadacon claridad, pequeños susurros ypisadas empezaron a llegar hasta él,mientras vislumbraba manchas negrasque se desplazaban a su alrededor.¿Encapuchados? No veía bien, y el

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sudor que empezaba a resbalar por sufrente tampoco ayudaba, manchando laslentes de sus gafas. Temblaba.

Su espalda provocó un ruido seco algolpear contra un tronco, y Gabrielaguantó la respiración con los dientesapretados, sin mover un músculo,rezando por que hubiese pasadodesapercibido. Metros más allá, tambiénlas sombras se habían detenido, girandohacia todos los lados como sihusmeasen. De repente, una llamaradade luz quebró la noche cegando porcompleto a Gabriel; alguien le apuntabadirectamente con una potente linterna. Seoyeron nuevos susurros, y aquellassiluetas oscuras se aproximaron a él con

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voracidad. Ecos metálicos resonabanentre ellos.

Gabriel perdió el control y, sin saberbien lo que hacía, ganó impulsoapoyándose en el árbol y se precipitóhacia ellos, todavía ciego por el haz deluz que continuaba dirigido a su cabeza.Quizá su reacción pilló desprevenidos asus captores, que esperaban que saliesehuyendo, porque el foco no pudoseguirle y, ya a oscuras otra vez, chocócontra las propias siluetas que se leaproximaban, provocando un pequeñocaos. Sintió muchos brazos que leagarraban, y él se revolvió de formabrutal, con la rabia que solo da elpánico. Pataleó, empujó, mordió y dio

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puñetazos como si le fuese la vida enello, lo que en realidad pensaba, y logróderribar al que llevaba la linterna, conlo que la iluminación, en un baileabsurdo, desapareció tras unosmatorrales. Gabriel, hecho entonces unasombra más, se deshizo al fin de losúltimos brazos que le impedíansepararse del grupo, no sin antes sentirun violento desgarrón en un costado desu abrigo. Medio a rastras, se lanzó acorrer como un desesperado haciadonde calculaba que se encontraba sucoche, seguido de cerca por los perfilesnegros, siempre cuchicheantes, quereaccionaban otra vez.

Gabriel no se equivocaba, y al final

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de la loca carrera chocó contra suvehículo. Lo esquivó sin perder unsegundo, abalanzándose hacia el interiordespués de abrir la portezuela delconductor. Si las llaves no estaban en elcontacto… ¡Estaban! Bajó los pestillosde las puertas, cuando a través de loscristales ya veía llegar a losperseguidores, y giró la llave. El motorrespondió a la primera, aún caliente, ymetió la primera al tiempo que pisaba elacelerador hasta el fondo. Las sombrasrodeaban el coche golpeando lacarrocería y los cristales, quecomenzaron a astillarse. Gabriel soltó elembrague y el coche, bramando, saliódisparado hacia adelante lanzando al

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aire a varios de los atacantes yatropellando a uno de ellos, que no pudoapartarse a tiempo. Chirriandolastimeramente, los neumáticosobedecieron después a su giro radicalde volante, y el automóvil voló dandotumbos hacia la autopista, ahora con losfaros encendidos. Más tarde, ya endirección a Zaragoza, y sin perder devista la retaguardia por si le seguían,Gabriel descubrió no solo que habíaperdido el móvil durante el forcejeo,sino también rastros de su propia sangreen la tapicería. Estaba herido.

* * *

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Lucía frunció el ceño.—Por lo visto, alguien se ha tomado

muy en serio la limpieza de esteordenador.

Mateo carraspeó.—¿No están esos archivos

temporales que decías?Ella meneó la cabeza hacia los

lados, todavía con la mirada centrada enel monitor.

—Justo. Esto está vacío, tampocosacaremos información de aquí.

—Bueno, a lo mejor así nosconvencemos de que Álex sí se marchópor su propia voluntad. A la vista de lobien cerrado que dejó todo…

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Lucía rechazó aquella teoría:—Al contrario, Mateo. Álex solo

entendía del Camelot, ¡apenas sabíanavegar por la red! ¿Es que no teacuerdas de que odiaba la informática?De hecho, si tiene ADSL es porque supadre insistió. Puedo aceptar que,enredando con el ratón, descubriese lodel Historial y lograra borrarlo. Pero,desde luego, no me creo que llegase máslejos. Apuesto a que ni siquiera habíaoído hablar de los temporales.

Mateo resopló, admirado.—Pues es verdad, ahora que caigo.

No me imagino a Álex moviéndose contanta soltura en cosas de ordenadores.

—¿Cómo crees que pillan, por

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ejemplo, a los pederastas que compranmaterial prohibido en Internet? —continuó Lucía—. Son gente que sabenavegar, pero que no tiene ni idea deeliminar sus huellas. En realidad, esalgo muy sencillo, no se requieredominar la programación ni nada por elestilo. Pero hay que saber hacerlo. En elcaso de Álex, o alguien se cargó laspistas que pudiese contener esteordenador después de su desaparición, onuestro amigo no estuvo solo aquellaúltima noche.

—¿Quieres decir que él pudo contarcon ayuda para no dejar huellas en elordenata?

—Podría ser, pero no me trago esa

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posibilidad. Estoy, más que nunca, conGabriel: Álex no se fue de formavoluntaria, y para mí ya está claro queeste ordenador contenía informaciónvaliosa para localizarle. Cuando digoque no estaba solo, me refiero a que esealguien que borró los archivos fue elmismo que le forzó a escribir la carta dedespedida. Todo encaja. Además, siÁlex se hubiera largado por decisiónpropia, como ya es mayor de edad, no sehabría molestado tanto en ocultarrastros. En circunstancias como lassuyas, apenas hay investigación policial.No tiene sentido.

—Estoy de acuerdo —coincidióMateo—. La pena es que no podamos

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recuperar esa información que comentas.—Yo no he dicho eso —se apresuró

a matizar Lucía—. Lo único que ocurrees que han inutilizado los cauces másrápidos. Pero todavía tenemos otraalternativa.

Mateo pareció despertar, e inclusose olvidó por un instante de lo tarde queera.

—¿En serio me estás diciendo quepuedes conseguir los archivoseliminados?

—Bueno, solo digo que hay otra víapara intentarlo. Se trata de unosprogramas cuya función es,precisamente, reconocer la informaciónborrada de los ordenadores. Hay varios,

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pero yo conozco sobre todo elFilerecovery.

—Eres una máquina, tía. ¿Y lo tienesaquí?

—No, la verdad es que no se mehabía ocurrido que pudiera hacernosfalta. Pero es lo mismo; ahora me metoen Internet y, como aquí tienen bandaancha, nos bajamos ese programa enunos minutos. Vamos a ver… Sí, aquíestá. Lo selecciono, pulso aquí y ahorasolo tenemos que esperar a que terminede bajarse para instalarlo.

Ambos se quedaron en silencio,aprovechando aquel rato paracomprobar una vez más si en el resto dela habitación de Álex podían descubrir

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algún indicio en torno a su paradero o arazones que justificasen su desaparición.

En cuanto el ordenador finalizó lainstalación, Lucía, impaciente y con losprimeros síntomas de agotamiento, sepuso manos a la obra haciendo volar susdedos sobre el teclado. Mateo bostezó asu lado, dando por perdido el partido detenis que tenía a las pocas horas.

—Bueno —advirtió ella,presionando el enter—, ha llegado elmomento de aplicar el programita;espero que se porte. Nueva espera,cruza los dedos.

El aludido obedeció sin despegarlos labios, atento a los gemidos que laCPU emitía como para comunicar sus

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esfuerzos. Aquellos minutos se hicieronmuy largos.

—¡Por fin! —exclamó Lucía,ansiosa, un cuarto de hora después—.¡Ya empiezan a aparecer en la pantallaarchivos borrados!

Mateo se inclinó, apoyándose en elescritorio, para ver mejor. En efecto,poco a poco iban surgiendo letras ynúmeros que en muchos casos acababancompletando líneas enteras.

—¿Saldrá todo? —cuestionó el pijo.—Todo no, pero la mayor parte sí.

El inconveniente está en que elordenador recuerda lo que puede, y enalgunos casos serán solo fragmentos.Confiemos en que el archivo que nos

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interesa se recupere al completo. A finde cuentas, tiene que ser de los másrecientes.

—Ojalá haya suerte. De todosmodos —prosiguió—, si esto nofuncionase… ¿te quedan más recursosde hacker, guapa?

Lucía negó en silencio, observandoun archivo que reconocieron: The DarkAge of Camelot. Su juego favorito.

—Me temo que no, Mateo. Este esnuestro último cartucho.

Pronto terminaron de llegar datos, yellos, ignorando su creciente fatiga, sedispusieron a analizarlos desde elprincipio, uno por uno. Aquella era solouna lista preliminar, dentro de la cual

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tendrían que seleccionar los archivosque realmente quisieran recuperar. Noobstante, en cuanto Lucía leyó laprimera línea, intuyó que el registrohabía terminado casi antes de empezar.

—Creo que hemos encontrado lo quebuscábamos —sentenció, solemne—.Esto no se parece a nada que conozca.

Mateo leyó lo que su amigaseñalaba:

Cookie:Alex@cnWLC4<D8A<UO°

°DDLDLPQ'2348.comfecha de

modificación09.10.2003 01:20

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—¿Ves? —aclaró la chica—.Primero tenemos la palabra cookie,indicando el tipo de archivo que es, y acontinuación el nombre del titular delordenador. A partir de la arroba es ladirección donde se metió. Y mira lafecha y hora que figuran —insistió ella—: son los datos de la operación deborrado del archivo. Si te fijas, ¡todo seeliminó a la una y veinte de lamadrugada, minutos después de queÁlex hiciese las llamadas a Gabriel! Nohay duda, en esta dirección está la clave,tío.

Mateo se mostró escéptico:—Pero si Álex desapareció el ocho

de octubre, no el nueve. No entiendo.

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—¡Despierta, tío! Álex desaparecióa lo largo de la noche del ocho,¿recuerdas? Y a partir de las doce de lanoche del ocho, ¿qué día es?

—¡Es verdad, es ya día nueve! Laleche, me estoy poniendo muy nervioso.

—Si seleccionamos esa línea —continuó Lucía, enfrascada en lo suyo—y ordenamos al programa que recupereel archivo, leeremos, además de muchoscomandos muy raros, el momento y eldía en que Álex visitó esa página porúltima vez. Te apuesto lo que quieras aque coincide con las horas anteriores alas llamadas que hizo a Gabriel con elmóvil. Vamos a ver… —el ordenadorvolvió a rechinar durante varios

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minutos, mientras procesaba la nuevaorden—. ¡Justo, mira, soy la mejor!

—A ver, Lucía —pidió Mateo,aproximando su rostro al monitor denuevo.

—Todo tuyo.El pijo pudo comprobar que, en

efecto, la última visita a aquelladirección que habían seleccionado seubicaba a las veintitrés horas y cuarentay cinco minutos del día ocho de octubre.Y las llamadas de Álex se habíanllevado a cabo entre la una y cinco y launa y nueve de la madrugada de aquellanoche. Tuvo que reconocer que todoencajaba.

—O sea —prosiguió Lucía, presa de

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la excitación—: en apariencia, Álex semetió en esta dirección que tenemosaquí el ocho por la noche, y no sé quépudo pasar, pero de repente algo haceque necesite a toda costa hablar conGabriel, cosa que no consigue. ¿Soloquería hablar con él, o no disponía detiempo para buscar nuestros teléfonos enla agenda de su móvil? ¿Por qué nollamó a su novia? Ni idea. En cualquiercaso, poco después, él u otra personaborra todas las pistas del ordenador.

—Y a lo largo de esa noche, Álexdesaparece —añadió Mateo—, no loolvides. Vaya un lío. Nos sigue faltandoinformación para entender lo queocurrió aquella madrugada.

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—Venga —le animó Lucía, echandouna rápida ojeada al resto de archivosde la lista preliminar—, puede que laconsigamos ahora. Apunta esa dirección,que nos metemos en Internet.

—De acuerdo —Mateo escribía atoda velocidad—, ya la tengo, cuandoquieras.

—Pues vamos allá, ojalá…El móvil de Mateo cortó a Lucía con

un breve pitido, al tiempo que supantalla se iluminaba mostrando unnúmero que ambos reconocieron.

—Es Gabriel llamando desde el fijode su casa —confirmó el pijo—.Supongo que querrá saber cómo nos va.

Mateo apresó su teléfono, que

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descansaba sobre la cama, y respondióante la calculadora mirada de Lucía.Esta se dio cuenta a los pocos segundosde que algo no iba bien, a juzgar por losgestos que iba adoptando su amigo.

—¿Qué pasa? —le espetó en cuantohubo colgado—. ¿Ha descubierto algoGabriel?

Mateo negó con la cabeza, y de suboca solo salieron unas palabras que noaclararon nada a Lucía:

—Tenemos que ir a verle ahoramismo. Joder, esto se nos estáescapando de las manos.

* * *

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Diario, II

Qué desastre cómo ha ido todo lo delmensaje de Álex. A pesar de lo mal queme encuentro, necesito escribirlo, escomo una terapia que me ayuda aconciliarme conmigo mismo.

Mi regreso a casa, herido yhumillado (he fallado a mis amigos), hasido penoso. He llegado como lohacían los buques saqueados porpiratas, escorados por el pesado lastredel fracaso en cubierta. Y es que hevuelto hecho polvo, con una rayadatremenda. He estado a punto de morir

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por un comportamiento estúpido ydesleal.

Escribo desde la cama, atontado,observándome como un imbécil elvendaje que tengo en el costado. Y elcoche de mi padre también condestrozos. Supongo que todavía no meacabo de creer del todo lo que haocurrido, aunque una cicatriz seencargará de confirmármelo a partirde ahora. «Herida superficial de armablanca», ha dictaminado el médico.Por lo visto, he tenido suerte; el grosordel abrigo que llevaba en el momentodel ataque ha impedido que lapuñalada sea más profunda y afecte alriñón.

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Y encima me he tenido queenfrentar cara a cara con la decepciónde Mateo y Lucía, a quienes heconfesado que les oculté informaciónsobre lo de Álex. Fallar a tus mejoresamigos sienta casi tan mal como unacuchillada. Al principio ellos se hanquedado algo descolocados, peroenseguida han reaccionado genial, mehan dicho que entienden cómo heactuado y que ya está olvidado, que loimportante es que me recupere. Comoha dicho Lucía, «un amigo tiene eldeber de ponerse en tu lugar». Menudachica es Lucía.

Les he prometido que no volverá apasar; a partir de ahora, confianza al

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cien por cien. Es la única manera demantener un grupo de amigos y dehacerlo fuerte. Porque ahora, por otrolado, es evidente que necesitamos serfuertes. Ojalá supiésemos a qué nosenfrentamos.

Mis padres no saben si creerme,pero en el fondo les da igual; estánasustados, y lo único que exigen es queme olvide del tema, así de sencillo. Poreso, la autenticidad de lo que les hecontado no les importa. El nombre deÁlex ha pasado a ser tabú en mi casa.Lo que me faltaba.

Respecto a la policía, lo cierto esque se han portado muy eficazmente.En cuanto oyeron mi versión de los

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hechos, dos coches patrulla fueron alkilómetro 22,5 de la autopista deBarcelona para ver si lograbanencontrar algo, ya veremos. InclusoGarcés, que no está de servicio estanoche, ha venido a casa a verme paraque le pusiese al corriente de losucedido. Nos ha citado a todo el grupopasado mañana en la comisaría, parahablar. Teniendo en cuenta que notengo ninguna prueba del ataque quehe sufrido esta noche, ya que mi móvil,con el mensaje-trampa de Álex, se haquedado allí, la herida que tengo en elcostado ha resultado muy oportunapara que me tomen en serio. Y es queuno, si está en su sano juicio, puede

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tener mucha imaginación, pero nohasta el extremo de autolesionarse. Esodicen.

No, si al final tendré que dargracias a quien me hirió. Increíble.

Es curioso, estoy tan confuso queno tengo ni miedo. Un sexto sentido, noobstante, me advierte de que deberíatenerlo.

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5SEGUNDO DÍA

Al atardecer del día siguiente, ya con unambiente más tranquilo, Lucía y Mateollamaron por teléfono a Gabriel paracomprobar su estado y contarle con todolujo de detalles cómo había ido labúsqueda en casa de Álex la nocheanterior. En cuanto el herido se enteróde lo de la web misteriosa que habíanlocalizado en el ordenador deldesaparecido, saltó de la cama comoimpulsado por un resorte, lo que le hizogemir de dolor. No obstante, ignoró sus

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molestias y les preguntó directamentedesde dónde llamaban y si habíanaccedido ya al programa. «Estamos enel chalé de Mateo, y no, no hemosentrado todavía en la dirección, tullamada de ayer por la noche nosinterrumpió», le respondió la vozsensual de Lucía. «Pensábamos entrarahora».

La contestación de Gabriel fueinmediata:

—Dadme media hora y estoy allí.Eso tiene pinta de ser demasiadoimportante como para demorarlo pormás tiempo.

—¿No deberías seguir descansando?—esta vez era Mateo quien hablaba—.

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Te podemos volver a llamar cuandoterminemos.

—No —Gabriel negaba con unaseguridad rotunda—. Mi herida no esgrave. Además, las actuaciones porseparado se han terminado. Estamos lostres en esto, y los tres llegaremos juntoshasta el final. Esperadme.

Mientras comenzaba a cambiarseadoptando posturas que mitigasen eldolor, el joven herido se fijó en que yaoscurecía, lo que le disgustó. A raíz delsusto del día anterior, la noche habíapasado a infundirle una sensación deinseguridad muy desagradable, quequizás le perseguiría siempre. Nadabueno se oculta en la oscuridad.

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Ya se disponía a salir de lahabitación cuando su madre se asomódesde el pasillo.

—Gabriel, Raquel ha venido a verte—le comunicó, poniendo caracontrariada al descubrir que su hijoherido ya pretendía salir de la casa—.Qué detalle en su situación, ¿verdad?¿Le digo que pase?

El intelectual refunfuñó. Estaba tanimpaciente por encontrarse con Lucía yMateo que no le apetecía nada unavisita, aunque fuese la novia de Álex.

—¿Ya está aquí? —preguntó, paraver si había alguna posibilidad deescabullirse.

—Está subiendo por el ascensor. Por

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cierto, ¿no es un poco pronto para quesalgas de casa? El médico dijo que…

—¡Mamá, haz el favor! Por una vez,recuerda la edad que tengo, ¿vale? Enfin, dile que pase, que la espero aquí.Gracias.

Mientras su madre, pococonvencida, se alejaba rumbo a laentrada del piso, Gabriel consultó sureloj: concedería a Raquel diez minutos.Ni uno más. Tampoco eran amigos.

—Hola, chaval —saludaba Raquelpoco después, al verle desde la puertadel cuarto—. ¿Qué tal te encuentras?

Gabriel se encogió de hombros.—Ya ves. Podía estar mejor, pero,

dadas las circunstancias, no me quejo.

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Pasa, pasa y siéntate.Raquel, obedeciendo, reparó

asombrada en la ropa que llevaba elchico. Y no dejó de asombrarse.

—¿Es que vas a salir? —preguntó—. Sí que debes de estar mejor. Mealegro.

—Es que tengo un tema importanteentre manos, y prefiero resolverlo ahora.Me has pillado de milagro, ya ves. Perote agradezco mucho que hayas venido averme, que conste. ¿Quieres tomar algo?

Ella negó con la cabeza, sonriendo apesar de que sus ojos no podíandisimular un aire triste. Gabriel loentendió; la presunta fuga de Álex estabatodavía muy reciente, y aunque no

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llevaban mucho tiempo saliendo juntos,el impacto para la chica había sidofuerte.

—Y tú, ¿cómo estás? —se interesóel intelectual—. No pierdas laesperanza, seguro que Álex recapacita yacaba volviendo. Es cuestión de tiempo.

Raquel negó con la cabeza.—Lo dudo, Gabriel. Cada día que

pasa se aleja más esa posibilidad, ¿no teparece? De todos modos, si sabes algoque yo no sepa…

El aludido se quedó en blanco por lasorpresa, pues semejante alusión nodejaba lugar a dudas: Raquel, de algúnmodo, estaba enterada de losmovimientos del grupo. ¿Cómo sabía

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ella en lo que andaban metidos? Los tresse habían comprometido a no contarlo anadie, incluyendo a la novia de Álex.¿Alguien se había ido de la lengua? Lodudaba.

—¿A qué te refieres? —Gabrielganaba tiempo, sufriendo el repentinoacoso de la mirada escrutadora de lachica—. Las cosas están como están…

Raquel parpadeó, ofreciendo unaapariencia decepcionada que a Gabrielle pareció algo postiza.

—Vaya —se quejó ella—. Es queme han llegado rumores de que estáisinvestigando, y claro… me había hechoilusiones.

El intelectual abrió mucho los ojos.

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—¿Rumores? —la interrogó—.¿Quién te ha comentado eso? ¿Cuándo?

—Eso no se dice, Gabriel. Lo quecuenta es si es o no cierto. Y ya veo queno, ¿verdad?

Él asintió sin demasiada convicción;el cambio de rumbo de aquella visitahabía minado su seguridad. Aunque enningún momento se planteó romper laconfidencialidad de lo que el grupoestaba haciendo. Consideraba que erapronto para poner a Raquel enantecedentes; sin embargo, tampocoquería quedar mal con ella, así que selanzó a una media verdad:

—Cómo exagera la gente —comenzó—. Lo único que hemos hecho ha sido

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hablar un poco sobre el tema, aventurarteorías. Eso ha sido todo.

«Qué tía, la verdadera razón de quehaya venido a verme no es el interés pormi estado, sino cotillear», dedujoGabriel.

—Lucía, Mateo y tú sois los quehabéis estado hablando, ¿no?

—Pues sí, ¿por…?Aquella respuesta pareció molestar

un poco a Raquel.—Gabriel, tienes que entender que

esté ansiosa por recibir noticias deÁlex. ¿Es que no es lógico? ¡Era minovio!

El intelectual se revolvió en suasiento, incómodo.

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—Es cierto —aceptó—. Perdona, yotampoco estoy en mi mejor momento.Tienes derecho a preguntar —«y yo a nocontestar», añadió para sí mismo.

La observó, era una chica guapa. Enrealidad no se conocían mucho, puesÁlex llevaba poco tiempo saliendo conella cuando desapareció y, además,Raquel era bastante hermética, no solíaexteriorizar sus sentimientos. Por lo queles habían contado, su relación con Álexhabía comenzado en un chat paraaficionados a los juegos de ordenador.Para variar.

Gabriel terminó pensando que lomás probable era que Raquel se hubieraenterado de las actuaciones del grupo a

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través de alguien de la policía, a lomejor incluso por Garcés. Sí, seguro quehabía llegado a sus oídos la entrevistaen la comisaría. ¿Quién podía saber sitenía amigos o parientes allí? Y siencima estaba muy pendiente decualquier asunto vinculado con sunovio…

—Además —añadió Raquel—, nosé si Álex se merece vuestros esfuerzos.Cada vez estoy más convencida de que,aunque no nos dijo nada a nadie, lo teníatodo preparado para largarse. Al finalva a resultar que es un cerdo. Empiezo apensar que no se merece que nadie lebusque. Sé que suena duro, pero…

Y tanto, sobre todo teniendo en

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cuenta que quien lo decía era la noviadel desaparecido. El intelectual seplanteó, como tantas otras veces, sihacían bien removiendo todo aquello.Pero mantuvo su silencio.

* * *

—Bueno —la voz de Lucía sonó tensa,mientras se volvía para observar a susdos amigos, igual de expectantes—, yahe terminado de escribir esta direccióntan rara. ¿Le doy al enter?

Mateo titubeó, nervioso.—¿Os parece una buena idea? —

preguntó—. ¿No deberíamos dejar que

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la policía se encargue de esto?Gabriel, más tranquilo desde que les

había contado lo del episodio conRaquel y tras confirmar que ninguno desus dos amigos había hablado con ella,entendió al instante la actual postura delpijo. En el fondo, era un pensamientoque también le había rondado la cabezaa él; la vida les iba bien, ¿por quécomplicarse? Desde la emboscada quehabía sufrido en la carretera, todoshabían despertado a una realidad quedescubrían peligrosa. Y es que hastaentonces las pesquisas para dar conÁlex habían sido un simple juego, nadamás. Ahora que sabían que había riesgosmuy serios, la motivación para continuar

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se había debilitado mucho. El miedo sehabía alojado dentro de ellos. Supusoque para su amigo era todavía más duroseguir adelante, ya que la posición de sufamilia le otorgaba un futuro fácil. ¿Paraqué jugárselo todo por alguien que, enprincipio, les había traicionado?

—Mateo —empezó Gabriel—, siquieres dejarlo, lo entenderemos. No séqué podemos encontrar ahí, pero sí séque, en cuanto abramos esa página,habremos cruzado un punto sin retorno yya no será posible retroceder —sevolvió hacia su amiga—. Ya lo has oído,Lucía. Es la última oportunidad paraabandonar la investigación. Decidid. Yosigo adelante; mientras no se demuestre

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lo contrario, Álex sigue siendo miembrode nuestro grupo y, por eso, no lo dejarésolo. Recordad que, de acuerdo con lahipótesis que defendemos, él no se fuepor su propia voluntad.

Transcurrieron varios minutos. Elpijo fue el siguiente en optar, todavíavacilante:

—Yo… pues… —se puso en pie deimproviso, como si algo hubiese zanjadoradicalmente la cuestión en su interior—también continúo, ¡por supuesto! No séqué tonterías estaba pensando,disculpad, ya están olvidadas. Estoydispuesto incluso —sonrió— ainterrumpir mis clases de golf.Impresionante, ¿eh? Es que no me

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sentiría bien si abandonase a Álex sinsaber de verdad qué le está ocurriendo.¿Y si su vida depende de nuestrareacción? Siempre hemos afirmado quela amistad es lo primero, ¿no?

Lucía asintió.—Sí, eso es cierto —convino,

mirando al suelo—, pero… No sé, esque me veo demasiado vulgar para todoesto. Me supera. ¡Solo soy una cría dedieciocho años que jamás ha hecho nadaespecial en su vida, aparte depermanecer como una tonta miles dehoras delante de un monitor!

—Has hecho muchas cosas —señalóGabriel con cariño—. No te subestimes.Uno ignora su propia fuerza interior

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hasta que la pone a prueba. Créeme. Yote confiaría mi vida sin dudarlo, lo queno haría con el torpe de Mateo.

El aludido lanzó un puñetazo suave asu amigo, que le guiñaba un ojo,mientras Lucía sonreía con timidez:

—Pues entonces es que estás loco,Gabriel —comentó, agradecida—. Peromucho.

Mateo intervino con tono definitivo:—Lucía, ¿te apuntas, pues, a este

grupo de aventureros locos? Además, sitú te ves vulgar para esta aventura,imagina —señaló a Gabriel, dispuesto adevolverle el golpe— a este camarerogordo, pedante y con gafas actuandocomo un héroe. Venga —añadió, jocoso

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—, aprovecha esta promoción: sicontinúas a nuestro lado, te dejaré subira bordo del yate de mis padres elpróximo verano. Si prometes bajarteenseguida, claro…

—Tus conocimientos informáticos,por otra parte, nos son indispensables—intentó persuadirla Gabriel, a sumodo.

—Estoy de acuerdo —apoyó Mateo—. Aunque seas mujer, serás útil paraesta misión.

El pijo acababa de conseguir, porfin, que su amiga se echase a reír.Después, ella suspiró.

—De acuerdo —claudicó Lucía,alzando ya la cara con determinación—,

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decidido. Supongo que lo cómodo seríaescaquearse ahora, y seguir haciaadelante sin mirar atrás. Pero no puedo.Álex sigue siendo nuestro amigo, nisiquiera cuando creí que se habíalargado sin decirnos nada fui capaz dereprochárselo en serio. Supongo queformáis parte de mi vida, y ya no puedorenunciar a vosotros. Pues vale. Yotambién sigo, tíos. Pase lo que pase.

El común alivio que experimentaronante aquel acuerdo se mezcló con unasensación intensa de unidad, y seabrazaron. Mateo imaginó la típicamúsica trascendente que ponen de fondoen las películas cuando llega elmomento culminante; la ambientación es

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importante. Rogó por que en aquellahistoria que habían decidido continuar,todos los protagonistas llegasen a buenpuerto.

—Todos para uno, y uno para todos—recordaba Gabriel—. Álex, aguanta,que vamos a buscarte —se volvió haciaLucía, ya los tres separados, adoptandode nuevo un gesto grave—. Noperdamos más tiempo, pues. Dale alenter y… que sea lo que Dios quiera.

Ella se sentó, se frotó las manos altiempo que soplaba sobre ellas, en unasuerte de ritual, e hizo de un golpe loque se le indicaba. Mientras, los otrosdos amigos aguardaban casi sin respirar.El ordenador, tomándose su tiempo, los

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condujo a través de las profundidadescibernéticas hasta el recóndito lugar queacababan de solicitar. El punto sinretorno era, de aquel modo, traspasado.Ya no podrían echarse atrás.

La primera imagen que cubrió todala pantalla no desveló ningún misterio.Se trataba de una fotografía que ofrecíauna vista frontal, bastante lúgubre, delacceso a un antiguo panteón. Era unapuerta de madera maciza, incrustada enuna fachada de piedra a medio engullirpor la hiedra, que constaba de dos hojascon su correspondiente pomo, sobre elque se leía, en ambos casos, la palabraenter. Lucía guió al ratón hasta situarsesobre uno de ellos y, con el asentimiento

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mudo de sus amigos, presionó el botónizquierdo. La oscuridad volvió entoncesal monitor, aunque su negrura se quebróenseguida dando pie a unas luces de unrojo sangriento que fueron dando formaa varias palabras: se les pedía elnombre de usuario y la contraseña.

—Tenéis esos datos, ¿verdad? —preguntó Gabriel, impaciente.

—Pues me temo que no —Lucíacontestaba al tiempo que se ponía manosa la obra para intentar su captura—. Aver si puedo conseguirlos.

Ella sabía que, conociendo ladirección de la página, podían acceder ala base de datos de su servidor, lapotente computadora de la que dependía

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la web y en cuyo interior se almacenabatoda la información. Por ello se metió enel sistema operativo y tecleó ping www.seguido de la dirección que teníaapuntada:

cnWLC 4<D8A<UO°°DDLDLPQ'2348.com

Aquel comando le permitiría obtenerla dirección IP del servidor, su clavepersonal.

—¿Qué estás haciendo para lograresos códigos? —se interesó Mateo.

—Voy a extraer la IP del servidorque controla la página que pretendemosabrir, una especie de DNI que todos los

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ordenadores tienen con datosconfidenciales. Gracias a ella —agarrósu mochila, de la que sacó un CD-ROM— y este programa, puedo escanear lospuertos que tenga abiertos en estemomento el servidor, hasta localizar unoque me permita acceder a la base dedatos. Es decir, para que lo entendáis:voy a recorrer todas las puertasvirtuales que tiene el servidor, hastaencontrar las que estén abiertas.Después me introduciré en ellas paraencontrar alguna que conduzca a la basede datos, donde están recogidos todoslos nombres de usuario y contraseñas delos clientes de la web, con lo que yasolo nos quedará escoger las claves de

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alguien que no esté jugando ahora.—Impresionante —aplaudió

Gabriel, sin disimular su arrebato—.Adelante, todo tuyo el ordenador.

—Hasta yo lo he entendido —confesó Mateo, felicitándola.

Lucía, que ya estaba trabajando en loque les había adelantado, sonrió.

—No cantéis victoria tan pronto.Podría ocurrir que no haya ningún puertoabierto que conduzca a la base de datos.En fin, cruzad los dedos —pidió—. Porcierto, espero que no nos pillen con lasmanos en la masa.

Gabriel y Mateo obedecieron,mientras esperaban en silencio para nomolestar a su amiga. Sin embargo, no

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tuvieron que aguardar mucho paracomprobar los primeros resultados:

—Bueno —avisó Lucía—, yatenemos la IP del servidor. Esto era lofácil. Entremos en la segunda fase.

Gabriel, carcomido por el deseo deaveriguar qué se ocultaba tras aquelladirección tan difícil, todavía apretó mássus dedos entrelazados, hasta hacersedaño.

—Estamos escaneando puertos —volvió a notificar ella, concentrada almáximo—. Esto tiene buena pinta.Veamos qué hay aquí…

Las primeras entradas no sirvieronde nada, pero al cuarto de hora Lucíamostró una expresión de triunfo

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inconfundible:—¡Tengo ante mí la ansiada base de

datos, chicos! —exclamó, a punto dereventar de la satisfacción—. Aunque esun archivo encriptado, lo descifraremoscon el programa Johntheripper. Noperdamos tiempo. Si se dan cuenta deque estamos aquí…

Mateo y Gabriel se habíanarremolinado a su alrededor, presas dela excitación. Ella introdujo un CD suyoen aquel ordenador, y poco despuésrepasaba la información traducida delarchivo localizado. Cuando Lucíaterminó, se apresuró a borrar supresencia en el servidor.

—Ya está, creo que con esta

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información podremos acceder a lapágina en la que se movió Álex antes dedesaparecer —terminó, volviéndosehacia sus amigos—. Cuando queráis.

Mateo le dictó la dirección de laweb, y enseguida aparecieron en lapantalla del monitor los ya conocidosportones del panteón, con sus pomosdonde se leía la palabra enter. Lucíapulsó encima de uno de ellos, ysegundos más tarde copiaba el nombrede usuario y la contraseña que habíasustraído de la base de datos.

El procesador gimió mientras laúltima barrera de la página web se abríapor fin, aceptando las claves. Losatentos ojos de los tres jóvenes

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distinguieron después, ya en el interiorde aquella edificación fúnebre virtual,una única lápida en el suelo, a la que elprograma les fue aproximando hasta quese abrió dando paso a unas escalerillasdescendentes. Estas acababan muriendoal pie de un estrecho túnel con paredesde piedra, iluminado de forma tenue poralgunas antorchas encajadas en grietas.Los altavoces del ordenador solorecogían, por su parte, un monótonosonido ambiente.

Cuando la imagen estuvo completa,pudieron reparar en los detalles, aunqueGabriel y Mateo se mostrarondecepcionados.

—Pero esto es un típico juego de

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ordenador, ¿no? —señaló Gabriel, elúnico al que no le iban esas cosas.

—A mí ya me lo parecía, desdeluego —comentaba Mateo—. Aunquemuy bueno, eso sí.

Lucía asintió con la cabeza, másimpactada con aquel hallazgo.

—No es un simple juego —advirtióella—. Esto es mucho mejor. ¡La calidadde imagen es increíble, como un DVDpor lo menos! ¡Esto es prácticamentereal! Hasta el ruido de fondo esperfecto. Fijaos.

Ella empezó a presionar la tecla C, ydiferentes perspectivas quedaron ante lavista de ellos: lateral, zoom,contrapicado, frontal, cenital.

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—Es la leche —confirmó Lucía—.Los mandos siguen el mismo esquemaque en el Camelot. En cuanto a estapasada de calidad, la única explicaciónposible es que se trate de imágenescaptadas con cámaras digitales de altadefinición.

—¿Quieres decir que no se trata degráficos creados, sino de un escenarioreal? —interrogó Gabriel.

—Eso es —contestó Lucía—. Estejuego tiene que ser bastante caro, perode momento no se ve nada inquietante, laverdad. Lo único que me extraña es quepor ningún lado aparece ni el nombredel juego ni ningún otro dato. Tantosecretismo me huele mal. Y desde luego

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no se comercializa en tiendas habitualesporque sería famoso, viendo suexcelente nivel. Apuesto a que nisiquiera está dada de alta esta página enningún buscador.

—¿Pero no se supone que es unjuego que está a la venta? —se preguntóGabriel, perplejo—. Si no fuera así, noexigiría ni nombres de usuario nicontraseñas. En algún sitio tendrá lagente que poder conseguir las claves,digo yo.

—Y, como ha comentado Lucía,costarán pasta —afirmó Mateo—.Siendo así, ¿cómo es posible que yo nolo tenga todavía? Tendré queinformarme.

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—Lo del precio tampoco concuerdacon lo que estamos viendo —aceptóGabriel, volviendo al tema principal—.Si alguien hace negocio con esto, esabsurdo que no lo dé a conocerintroduciéndolo en buscadores, haciendopublicidad… ¿No te parece, Lucía?

—Si no está en ningún buscador —sentenció ella—, pongas los parámetrosque pongas, jamás encontrarás esta web.Ni siquiera en Google. Muy sospechoso.

—Algo incompatible con todonegocio… legal —concluyó Gabriel.

Ella asintió, sin dejar de jugar conlas teclas, hasta que logró que surgieraun menú de opciones en la parte inferiorderecha de la pantalla, que abarcaba

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cuatro posibilidades: Partida actual,Partida anterior, Archivo y Exit.

—Ve a «partida actual» —recomendó Gabriel, sin desviar lamirada—. Supongo que nos interesa lomás reciente.

Lucía siguió aquella instrucción,seleccionando la opción adecuada. Trasescasos segundos, los tres habíanempezado a contemplar cómo unindividuo ataviado con un vestidosimilar a un quimono blanco, y rostroborroso, se arrastraba con un brazoensangrentado, cojeando, por otro túnelmás amplio. Los altavoces les hacíanllegar sus tropiezos y su respiraciónentrecortada, en un efecto envolvente

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que les puso la piel de gallina. Primerosplanos de aquel tipo o de partes de sucuerpo se intercalaban de vez en cuando,así como panoramas de otros rinconesdel pasadizo por donde avanzaba.

—¿Nosotros no jugamos? —cuestionó Gabriel, ignorante en aquellostemas—. Ese personaje se mueve solo, ylos cambios de perspectiva tampoco loshemos dirigido desde aquí.

En aquel instante, el ordenadortransmitió un espectacular grito, que elpersonaje de blanco emitía alencontrarse con miles de ratas quesalían como hormigas nerviosas debrechas en el suelo, hambrientas ante elolor a sangre, y cuyos chillidos agudos

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obligaron a Mateo a bajar el volumen delos altavoces.

Lucía, que se mantenía observandoabsorta, respondió como pudo a suamigo:

—En el Camelot, por ejemplo, túpuedes intervenir como espectador, sinluchar —aclaró—. De ese modo tededicas a presenciar cómo combaten losotros participantes, y hablas con ellos.No sabemos si Álex pagó para hacer lomismo en este programa, o si compró elderecho a jugar en directo; solopodemos asegurar que las claves queacabamos de robar permiten únicamentela observación de la partida. Ahoramismo somos simples testigos de lo que

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ocurre, no podemos influir en lo que estásucediendo. Aunque sí debe de serposible comunicarse con otrosjugadores. Lo que no sé todavía escómo.

—Lo normal es que se pueda —corroboró Mateo, rascándose unarodilla.

—Oye —intervino Gabriel—, y loque estamos viendo, ¿está memorizado oes que ahora hay gente jugando?

—Lo memorizado se guarda en elarchivo, donde imagino que estarán lasmejores partidas, o las últimas —Lucíaabrió la casilla de Archivo, donde, enefecto, sesiones anteriores estabanregistradas por fechas—. ¿Veis? Así que

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ahora mismo estamos asistiendo a unapartida en tiempo real.

—Claro, acordaos de que nos hemosmetido en «partida actual» —apoyóMateo—. Estamos viendo cómo alguienjuega en estos momentos.

«Tiempo real». Lucía había sentidoun repentino escalofrío al pronunciar susúltimas palabras, y dedicó una fugazmirada a Gabriel, quien captó todo sualcance. ¿Aquello era demasiado realcomo para ser ficción?

—Lucía… —empezó de forma débilel intelectual, sin dejar de atender alespectáculo del monitor—. Eso que hascomentado de real… ¿hasta qué punto loes?

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Mateo se irguió como si le hubiesenpinchado en el trasero, pues acababa decomprender lo que insinuaba Gabriel, yse volvió hacia su amiga. Lucía habíadado la espalda a la pantalla; ganabatiempo frotándose los ojos, temerosa desus propias conclusiones.

—Por favor —rogó, sudando—, nome hagáis esa pregunta, no estoysegura…

Los dos chicos apreciaron una vezmás la excelente definición de lasimágenes, del decorado y del maltratadopersonaje de blanco, características queadquirían ahora un tinte siniestro. ¿Eraun montaje o se trataba de algoauténtico? Porque si era real… ¿El

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protagonista del juego era un actor, todoconstituía una representación, o por elcontrario… se trataba de una personaque estaba sufriendo un ataqueverdadero? Aquella última posibilidadera atroz. ¿Estaban siendo testigos deuna snuff movie, al estilo de Tesis, peroen plan juego de ordenador?

—Lucía —llamó Gabriel, consuavidad—. Necesitamos una respuesta.Esto puede ser todavía más fuerte de loque imaginábamos.

Ella continuaba con aspecto deinmenso agobio.

—Lo que me preguntáis no tienenada que ver con la informática —sedefendió—. ¿Cómo pretendes que

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compruebe si eso es real o fingido? Lomejor sería que cerrásemos este juego.Creo que hemos sido demasiadorománticos en esta absurda búsqueda.Llamemos a la policía.

—Ni de coña —reaccionó Gabriel—, ¡aún no tenemos ninguna prueba denada! Recuerda el ridículo que hicisteisayer en la comisaría, no podemos volvera precipitarnos al acudir a ellos oenterrarán definitivamente el caso deÁlex. No. Hay que llegar hasta el finalde esto, es tarde para acobardarse. Dealguna manera, Álex está implicado, yno podemos abandonarle.

—¡Por Dios! —exclamó Lucía,olvidando lo duro que su amigo acababa

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de ser con ella—. ¿Es que puedesconcebir a Álex como cliente de algo tanhorrible? ¿Disfrutando con agresiones agente inocente?

—¡Joder, Lucía! —explotó Gabriel—. ¡No tengo ni idea, eso es lo queintentamos averiguar!

Ambos se estaban enfadando, frutodel nerviosismo. Mateo, que casi estabasufriendo tanto viendo las ratas como elpropio personaje de blanco, intentódistender el ambiente:

—Venga, tranquilos, tíos, solo conserenidad podremos sacar algo enlimpio. ¿Alguien me explica cómo sepuede fingir un ataque de bichosasquerosos como esos?

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—Pijo, en las películas se recreansituaciones mucho más difíciles graciasa los efectos especiales y a losordenadores —argumentó Gabriel,recuperando el control—. Y será mejorque no mires tanto, con lo impresionableque eres vas a tener pesadillas. Porcierto, Lucía, perdona, no sé qué me hapasado. Olvida lo que te he dicho, tújamás te has acobardado ante nada.

La aludida, consciente de repente delo solos que estaban frente a aquello,quitó importancia al asunto:

—No te preocupes, es normal con loque tenemos entre manos.

Después se atrevió a atender denuevo a la pantalla, reflexiva.

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—El rostro del personaje de blancopuede ser un indicio de la informaciónque buscamos —aventuró al cabo deunos minutos, enigmática.

Los otros aguardaron en silencio aque reanudase sus deducciones.

—La cara borrosa que tiene no es unfallo —se explicó ella—, está hecho apropósito para que no se le puedaidentificar. Como en las fotos o en lostelediarios cuando sale hablando alguienque quiere mantener el anonimato. ¿Osacordáis de que hasta les modifican lavoz?

Gabriel se puso muy serio:—Si este programa de los túneles

fuera un simple juego, no tendría sentido

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ni esa cautela ni la ausencia depublicidad, ¿no?

La respuesta de Lucía no se hizoesperar:

—Exacto. Por eso no creo que seaun juego —se frotó la cara, con manostemblorosas—. Ya tenéis la respuestaque buscabais: el tío de blanco no ha idovoluntario a esos túneles. Seguro.

Gabriel tragó saliva:—Dios. Pero entonces… ¿cuál es el

objetivo de este macabro juego?Lucía se lanzó a pulsar con furia,

hundiendo las teclas F1, F2, F3… paracomprobar así los diferentes comandosde que disponía como jugador-espectador y los que se mostraban como

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no operativos.—¿De verdad lo queréis saber? —

preguntó con voz irreconocible de puromiedo, cuando hubo terminado suscomprobaciones—. Casi todas lasórdenes que podría mandar ejecutar enel juego desde aquí, si no fuésemossimples espectadores, hacen referencia aimpedir, básicamente, que ese tipo deblanco salga con vida de la red depasadizos: puedo enviar perrosasesinos, gases, torturadores… Y másposibilidades cuyo contenidodesconozco —se detuvo, al borde de unataque de ansiedad—. ¿Satisfechos?

Gabriel se aproximó a una ventana yla abrió; se asfixiaba allí dentro.

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—Estamos con la mierda hasta elcuello —sentenció—. ¿Cuándo dejaráde haber sorpresas?

Lucía iba a añadir algo, pero reparóen que la velocidad de las perversasimágenes que ofrecía el monitor se habíaralentizado bastante, lo que le hizo darun brinco del susto y olvidarse de todopor un momento.

—¿Qué está pasando? —pensó envoz alta, mientras se apresuraba avolver ante el ordenador apartando aMateo, que parecía hipnotizado por lapantalla—. Por favor, que no sea nada…

De repente perdieron la conexióncon el juego, lo que provocó un grito deLucía.

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—¡Seguro que nos han banneado,hemos sido expulsados del juego! —volvió a gritar.

Gabriel la observaba, extrañado.—Tampoco es para tanto —comentó

—, a lo mejor es un fallo de la bandaancha. Ya se arreglará. Además, creoque ya hemos visto suficiente.

Lucía los miró con detenimiento,atemorizada.

—No lo entendéis —avisó—, ¡nome preocupa nuestra expulsión delprograma, sino la repentina lentitud delequipo! ¿Sabéis cuál es la causa másprobable de la pérdida de ritmo delprocesador, en estos casos?

Los interpelados negaron con la

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cabeza.—Yo os lo diré —continuó ella, ya

centrada sobre el teclado—. Que untercero se haya metido en tu ordenador.

Gabriel abrió los ojos de formadesmesurada, empezando a compartir elespanto de su amiga.

—¿Qué quieres decir?—Que es probable que hayan

detectado nuestra presencia ilegal en eljuego —sospechó Lucía—, y se hayanmetido dentro de nuestra máquina parasaber quiénes somos. Si es así, la hemosjodido pero bien. Alguien que fabrica oque compra este juego tiene que ser muypeligroso.

A Gabriel volvía a faltarle el aire.

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Mateo, callado, no tenía aspecto deencontrarse mejor.

—¿De verdad pueden acceder anuestro ordenador? —casi aulló elprimero—. ¿Cómo puedes comprobar siestá sucediendo eso?

—Ya lo creo que pueden —Lucíahabía superado su momento inicial deangustia, y ahora, moviéndose en suparticular mundo de la informática,estaba haciendo gala de una frialdadmuy profesional—. Me he metido en elsistema operativo, el MS-DOS, y acabode teclear netstat, un comando que mepermitirá ver las conexiones IP entrantesy salientes de este ordenador. Ya os hedicho antes que la IP es como el DNI de

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cada computadora, todos losordenadores tienen la suya. Si alguien seha introducido en nuestro ordenador,aparecerá su IP en la pantalla de MS-DOS, eso delatará su presencia.

—Madre mía… —Gabriel dejó dehablar, palpándose la ropa empapada desudor.

Lucía, enganchada por completo asus maniobras cibernéticas, ni se enteró.Presionó el enter y esperó. Al instantesurgieron ante ella los datos quebuscaba.

—Confirmado —comunicó con vozahogada—. Nos han pillado. Un terceronos está inspeccionando por dentrodesde el principio, ¡hace más de media

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hora! Su puerto es el 21, ¡y su direcciónIP coincide con la del servidor de laweb del juego! ¡El mismísimo Masterdel juego se ha metido en nuestroordenador! ¡Hay que cerrarlo todo! Noshan debido detectar cuando me hemetido en su base de datos, ¡mierda!

Lucía supo que, aun así, erademasiado tarde; en la IP del propioordenador de Mateo, que ya habríaconsultado el desconocido visitante, sepodía leer el nombre completo de suamigo pijo, la dirección del chalé…Todo. Los habían identificado a laperfección, como a criminales que sedejasen la cartera en el lugar del delito.Al principio no tuvo valor para

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decírselo a los otros, pero se dio cuentade que corrían peligro:

—Hay que largarse de aquí —advirtió, contundente—. Ya. Puedenestar dirigiéndose hacia aquí hace rato.Si lo que pensamos es cierto, vendrán apor nosotros.

Gabriel hizo caso al momento,manteniendo la compostura a duraspenas; temblaba cuando recogía suscosas. Mateo era el que daba laimpresión de no darse cuenta del riesgoque estaban corriendo; llevaba variosminutos como alucinado.

—¡Reacciona, tío! —le instóGabriel, cogiéndole con violencia de loshombros—. ¿Pero qué te pasa?

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Mateo despertó ante aquellaagresividad. Sus ojos reflejaban elmismo miedo de los demás.

—El personaje de blanco —musitó.—¿Qué dices? —preguntó Lucía,

terminando de teclear, ya con su mochilaal hombro.

—El personaje de blanco —repitióMateo, con gesto de shock—. Sé quiénes.

No hubo tiempo para más palabras.Justo entonces el ordenador enmudeció,cubriendo con un velo negro la pantallaque todavía miraba Lucía. Al mismotiempo, todas las luces de la casa seapagaron, mientras el sonido de la roturade un cristal llegaba hasta ellos,

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procedente de la planta baja.

* * *

Garcés levantó la vista de los papelescuando el detective José María Ramosgolpeó con los nudillos la puerta de sudespacho, entrando a continuación sinesperar respuesta.

—Qué pasa, inspector —saludó elcompañero, mientras se enfundaba unacazadora de cuero—. ¿Es que hoy no tevas a casa? ¡Ya es de noche! Deja decurrar y tomemos una cerveza. Invito yo.

Garcés negó con la cabeza,aprovechando para estirarse en un largo

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bostezo.—Gracias, Chema, pero hoy no

puedo. Tengo trabajo extra, y si noaprovecho estos ratos no sé cuándo voya quitármelo de encima. Pero te tomo lapalabra; es demasiado raro que túinvites a algo.

—Ya te vale. Venga, anímate. ¿Esque no puedes hacer eso mañana?

—Pues no, precisamente mañanavendrán a verme unos chicos para hablarde este caso.

Ramos pareció interesado:—¿Y eso? ¿Qué expediente es?Garcés se dio cuenta, demasiado

tarde, de que había metido la pata.Después de la discusión que tuvo con su

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compañero por encargarse de la fuga deÁlex Urbina, lo último que deseaba eravolver a sacar el tema con Ramos.

—Seguro que te acuerdas —adelantó el inspector, confiando en queel detective no reaccionase mal—. Meencargué de este asunto hará un mes,más o menos. Se trata de ese chavaljoven llamado Álex Urbina que se largóde casa.

—¿Todavía estás con eso? —sesorprendió el otro—. Si no tenía nada deespecial…

Garcés asintió.—Lo sé. Nada nuevo hay bajo el sol,

como suele decirse.—¿Y pierdes tiempo con un asunto

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así? —volvió a insistir Ramos—. ¿Noestá archivado ya?

El inspector le tuvo que dar la razónde nuevo:

—En efecto, Chema. Pero no sé, a lomejor hay algún cabo suelto. En realidad—acabó reconociendo—, no te sabríadecir por qué hago esto. Igual es que meaburro en casa, jeje.

—Vaya, vaya. Cuando uno empieza ahacer cosas raras, es momento detomarse unas vacaciones.

Garcés sonrió.—Supongo que debería hacerlo.

Bueno —añadió, dando por concluida laconversación—, será mejor que vuelvaa mis papeles; si no, no voy a acabar

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nunca. ¡Me debes una caña!Ramos se dio por vencido.—De acuerdo. Me voy. No gastes

mucho tiempo en eso, hazme caso. Hastamañana.

—Hasta mañana.El policía se volvió y alcanzó en dos

zancadas la puerta del despacho,cerrándola a sus espaldas. EntoncesGarcés, reflexivo, se atrevió a concluirque la pacífica reacción de Ramos anteel apellido de Urbina había quedadoalgo postiza. Aún estaba molesto poraquel incidente.

Los últimos comentarios de Chema,sin embargo, asediaron la mente deGarcés. El inspector dejó caer su boli

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sobre la mesa y se quedó absortomirando la pared. ¿Estaba perdiendo eltiempo?

* * *

En medio de la repentina oscuridad,aquel ruido tintineante de cristaleshechos añicos los alcanzó desde abajocomo un latigazo de pánico,mordiéndoles en la espalda. Gabriel, alborde del colapso, descubría una vezmás el rostro de la muerte entre lastinieblas. Resultaba excesivo para unapersona discreta, de talante apaciblecomo él.

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—¡Por la ventana, deprisa! —susurraba Mateo, a quien el susto habíareanimado del todo—. Habrá que saltar,pero no os preocupéis; estamos en unprimer piso.

Lucía, calibrando la situación, sefijó un instante en el paralizado aspectoque ofrecía Gabriel, y se le aproximó.Uno de los peldaños de la escalera queconducía a aquella planta crujió muycerca de ellos.

—Espero que comprendas que lohago por ti —le cuchicheó al oído consuavidad, antes de soltarle unainesperada bofetada—. ¡No hay tiempo,Gabriel, reacciona! ¿Me oyes? ¡Estánahí mismo! ¡Por tu vida!

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El aludido, recuperando algo decolor, logró reunir las fuerzas suficientescomo para seguir a sus dos amigos que,ya con la ventana abierta, le arrastrabanpara subir a la cornisa. Lucía fue laprimera en alzarse sobre ella y saltar, nosin antes dedicar palabras de ánimo asus compañeros. Enseguida cayórodando sobre el césped, unos metrosmás abajo.

—¡Venga, joder! —Mateo tendía unamano a Gabriel desde la cornisa,instándole sin elevar la voz a que sesubiese—. Rápido, están aquí.

Como si fuera tan fácil. Gabrielmaldijo sus quilos de más, que leconvertían en un fugitivo torpe y lento.

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Mateo, con su delgadez, se encaramabaa cualquier sitio igual que un mono, peroél…

Cuando se esforzaba en levantar unapierna para terminar de acceder alsaliente de la ventana, Gabriel oyó trasél el estruendo que provocaba la puertade la habitación al abrirse de un furiosogolpe, como reventada por la fuerza deun huracán. Estaba claro que a quienesllegaban ya no les preocupaba no hacerruido. Con un atisbo de ironía, sepreguntó cómo era posible que todavíasacase conclusiones en unascircunstancias así.

Amortiguadas, llegaban lasacuciantes llamadas de Lucía. Ella

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esperaba muerta de miedo en el jardín,ignorante de lo que estaba ocurriendoallí arriba. Poco después empezaría agritar «socorro» como una demente.Gabriel tragó saliva, insistiendo porúltima vez en su patética maniobra defuga, del mismo modo que un animalmoribundo atrapado en arenasmovedizas. Se negó a volverse,intuyendo formas oscuras que seaproximaban veloces sin emitir una solapalabra. Aquellos perfiles fúnebres leresultaron espantosamente familiares; yase habían encontrado antes.

—Por favor… —Mateo, quealternaba miradas hacia la libertad yhacia el interior de su cuarto ya

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conquistado por aquellas siluetassiniestras, aún mantenía, con valentíasuicida, sus manos tendidas haciaGabriel, incapaz de abandonar a suamigo—. Ánimo, puedes conseguirlo…

Gabriel se dio cuenta de lo que iba aprovocar y, cejando en su empeño desubir a la cornisa, empujó a Mateo haciael exterior hasta que lo obligó a soltarse.En aquella situación no merecía la penatanto sacrificio.

—¡Escapad, no me esperéis! —gritócon voz rota, mientras perdía de vista asu amigo—. ¡Contad lo que sabemos!

Manos cubiertas de guantes negrosaterrizaron entonces con brutalidadsobre sus hombros y le taparon la boca,

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al tiempo que un afilado garfio secolocaba rozándole la garganta. Lucía yMateo, sollozando mientras vociferabanpidiendo auxilio, distinguieron cómo laparte del cuerpo de Gabriel quealcanzaban a vislumbrar era tragada porla oscuridad del interior de la casa.Después, nada. Solo el silencio queellos quebraban con sus aullidosasustados. Luces de casas vecinascomenzaron a surgir en la noche. Losdos echaron a correr en busca de ayuda.

Gabriel, perdiendo el consuelo de lavisión de sus amigos, se vio arrastradohasta la cama de aquel dormitorio enpenumbra. Inmovilizado por variosindividuos ataviados con indumentarias

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negras igual que los pasamontañas quecubrían sus rostros, y cuyas pequeñasrendijas le permitieron adivinar unosojos saturados de maldad, conoció loque era el verdadero terror. Se dio pormuerto.

Uno de aquellos sicarios aproximósu rostro —qué mirada tan inhumana—hasta casi rozarle la mejilla.

—Olvidad a vuestro amigo… —lehabló en un susurro gélido, taladrándolecon aquellas pupilas que destilaban odio—. O moriréis, es el último aviso…Moriréis de forma muuuuy lenta… Ya estarde para él… y pronto lo será paravosotros… Olvidad a vuestro amigo…No tendréis otra oportunidad…

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Olvidadlo todo… todo… o nadie serácapaz de identificar vuestroscadáveres…

Gabriel notó la frialdad de un filo decuchillo recorriendo su cuello conenloquecedora lentitud, jugueteandojunto a su yugular. Minutos más tarde, sedescubrió solo en aquella habitación quecontinuaba sin luz. En el posteriorinterrogatorio de la policía le seríaimposible concretar cuándodesaparecieron las siluetas amenazantes,ni cuántas eran, ni cómo. Tampoco leimportó; todavía luchaba por asumir queseguía con vida. Había vuelto a nacer.Por tercera vez.

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6TERCER DÍA

Gabriel meneaba la cabeza hacia loslados, como negándose a aceptar loshechos.

—Es increíble —se quejó—. ¿Cómoes posible que no hayan encontradonada? ¡Estuvieron por toda la casa,rompieron un cristal, me amenazaron demuerte!

Lucía repitió lo que los tres yasabían:

—Un cristal roto por una piedra noimplica nada, solo una gamberrada

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inofensiva. Esos tipos son profesionales,dominan lo que hacen. No dejan rastros.

—Lo que les hace todavía máspeligrosos —se apresuró a terminarMateo, con la boca seca—. Madre mía.

Aquella primera mañana tras elataque sufrido en el chalé del pijo, horasdespués del infructuoso espectáculopolicial que habían provocado en laurbanización, el clima general era detemor y de profunda decepción. Losagentes no habían encontrado ningunaprueba de lo ocurrido. La mismaausencia de indicios que el ataquesufrido por Gabriel en la autopista díasantes. Y es que nadie del vecindariohabía visto nada. Aquellos individuos

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oscuros que los acosaban sedesvanecían en las sombras de las queparecían surgir. No es que la policía notuviera pistas sobre los autores, lasituación era muchísimo peor: nisiquiera podían demostrar ellos mismosque lo que contaban a los detectives eracierto. Los abrumaba una impotenciadesesperante.

—Por eso no me han hecho dañoesta noche —dedujo Gabriel,acariciándose el cuello, mientrasrecordaba la trampa de la autopista en laque le hirieron—. Me quisieron muerto,pero fallaron en su oportunidad y ahorame prefieren intacto; así les resulto másútil. Para la policía ellos todavía no

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existen, y lo saben. Ni siquiera la heridaque me hicieron en su primer ataque losdelata, pues es superficial y muy similara las producidas en todo tipo devulgares atracos. Quieren seguir así deinvisibles, lo que me ha vuelto intocableante ellos. Y es que, salvo paranosotros, son fantasmas. Alucinante —elintelectual tomó aliento—. No obstante,aunque ahora eviten ponerse enevidencia, por otro lado tampocopueden permitir que sigamosinvestigando, lo que los obliga aarriesgarse, como hicieron ayer. Almenos, con su advertencia nos haninformado de que estamos cerca deÁlex, ¿no?

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—Desde luego —convino Lucía—.Si no, jamás habrían llegado tan lejos.

—Ese es el problema —observóMateo, tenso—. Lo lejos que estándispuestos a llegar. ¡No me atrevo avolver a mi propia casa!

Los otros le tranquilizaron. Demomento, y mientras sus padresestuviesen de viaje, Mateo se alojaría enaquel domicilio. Era un pequeño pisodonde vivía Lucía de alquiler desde queempezó la universidad, ya que su familiaera de un pueblo de Huesca.

—Lo que me alucina es lo rápidoque esos tipos oscuros reaccionan —pensaba la informática en voz alta—. Nome refiero solo a lo pronto que llegaron

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ayer hasta nosotros, sino sobre todo a lavelocidad con que han trasladado supágina web a otra dirección secreta.Para cuando Garcés quiso meterseanoche, con las claves que habíamosutilizado nosotros, ya era tarde y nodescubrió nada… Impresionante.

—Pues sí —apoyó Gabriel—.Gracias a ese tipo de estrategias, nohemos sido capaces de demostrar nadade todo lo que estamos viviendo en losúltimos días; esto es casi surrealista. Enla poli deben de pensar o que estamosmal de la cabeza o que nos aburrimosmucho, no sé. Igual que mis padres, a losque ya no puedo comentar nada de esto.

—¿Nos creerá aún Garcés? —

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planteó Mateo, poniéndose en pie ycomenzando a pasear por la habitación—. A estas alturas, no le podría echar encara que no lo hiciera. Seguimos «dandola brasa» como el primer día, pero nohemos podido llevarle nada sólido.Bueno, no hemos podido llevarle nada.

—Nos cree —afirmó convencidoGabriel—. En el fondo, aunque buscacomo un desesperado algo a lo queagarrarse en esta truculenta historia,sabe que es imposible que estemosinventando algo semejante. Él nosconoce lo suficiente. Además, está miherida.

—Tu sangre tampoco ha servido demucho hasta ahora —opinaba Mateo

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poco después.—A lo mejor lo que ocurre es que

temen que estemos en lo cierto —aventuró Lucía—. Les aterroriza laposibilidad de que lo que estamosdescubriendo exista en realidad. Y deque exista en Zaragoza. Es demasiadomalo.

—Puede ser. De todos modos,convendría que empezásemos a prepararla reunión que tenemos dentro de doshoras con el inspector Garcés —advirtióGabriel—. Si metemos la pata, podemosacabar con nuestra última oportunidad.Y cada minuto que pasa puede serdecisivo en el rescate de Álex.

—Primero tenemos que decidir si

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vamos a seguir con esto —aclaró Lucía—. Es duro lo que voy a decir, pero…¿y si Álex está muerto? A ti, Gabriel, tedijeron que era ya demasiado tarde,¿no? A lo mejor vamos a jugarnos lavida por nada. Acordaos de la amenazade esos tipos oscuros: si continuamoscon nuestras indagaciones… nosmatarán. A estas alturas no hay duda deque van en serio.

Mateo carraspeó.—Tengo algo que deciros antes de

que continuemos con eso —empezó contimidez—. No lo conté delante de lapolicía, pero es que no estoy seguro deello ni tampoco podía demostrarlo, yclaro…

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Gabriel y Lucía se le quedaronmirando, sorprendidos.

—¡Arranca, tío! —le espetó elintelectual—. ¿Qué pasa?

—¿Os acordáis de que creíreconocer al personaje de blanco al queatacaban las ratas? —les preguntó—.Luego vino todo lo del asalto de lostipos oscuros, y ya no hemos vuelto ahablar del tema. Pero la idea no meabandona —se puso a observar por laventana, visiblemente nervioso—. Esmuy fuerte, tíos. No me vais a creer.

—Adelante, Mateo —invitó Lucíacon suavidad, incapaz de prever adondequería ir a parar su amigo—. Inténtalo.Te escuchamos.

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A Gabriel, inquieto, solo le vino unpensamiento desagradable: mássorpresas.

* * *

Garcés cerró la puerta de su despacho, yel clásico ruido matutino de la comisaríase transformó en un murmullo sordo. Yahabía avisado de que no le molestasenaunque comenzase a arder El CorteInglés. Después, dándose golpecitos enla papada con los dedos, en lo queconstituía su máximo síntoma dereflexión, recogió del escritorio elexpediente y, abriéndolo, lo puso ante su

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vista. Se mantuvo leyéndolo así, de piejunto a la mesa, durante más de una hora,casi sin pestañear.

—Álex Urbina… —susurraba,dirigiéndose a la foto de la carpeta—,¿ocultas algo? Dímelo…

Siguieron transcurriendo losminutos, y al final el esfuerzo tuvo surecompensa. A punto de darse porvencido, el inspector vino a descubriralgo donde menos se imaginaba: en unapartado marginal de los últimos folios,fuera ya de la información relativa aldesaparecido y de las declaraciones devecinos y familiares. En aquel espaciosecundario, condenado a ser pasado poralto, constaban diversos comentarios

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sobre datos adicionales que habíansurgido durante las indagaciones. Entreotros, se mencionaba un fallo local deluz.

—Así que durante la noche de laaparente marcha de Álex Urbina, aquellazona sufrió un apagón… —recalcó envoz alta, percatándose de la sospechosacoincidencia que se había producido eldía anterior en casa del chico pijo-Interesante. Y muy casual, desde luego.Toca llamadita de teléfono.

Garcés rodeó la mesa y se sentó ensu sillón giratorio. Agarró la manilla delprimer cajón, empujó hacia atrás yenseguida quedaba ante su vista laagenda telefónica que guardaba allí

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dentro. La alcanzó, localizó la página dela letra i y, repasándola, memorizó elnúmero que necesitaba. Lo pulsó en elteléfono segundos más tarde, mientrassostenía el auricular contra la caraayudándose de un hombro y sepreparaba, boli en mano, a tomar notas.

—¿Sí?El inspector reconoció la voz al

momento.—Julio, soy Paco Garcés.—Hombre —el tono se volvió más

simpático al otro lado de la línea—,¿cómo estás? Cuánto tiempo sin tenernoticias tuyas, ¿no?

—Ya ves. Y da gracias, así vivesmás tranquilo.

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—Sí —el tipo estuvo de acuerdo—.Porque tú solo llamas para pedir algo,como imagino que pasa ahora, ¿verdad?

Garcés tuvo que reconocer que asíera, algo cortado.

—Tienes toda la razón, Julio. Yasabes que casi vivo aquí, en la oficina.Mi mujer está demasiado harta inclusopara dejarme, jeje. Así son las cosas.

—Tus frasecitas. Dime qué quieres.El inspector reanudó el tanteo de su

papada, ultimando las ideas. Según laopinión de aquellos chicos, el enemigo—dicho así, en abstracto— se suponíaque dominaba la informática.

—Oye, autoridad mundial de lascomputadoras, estoy investigando unos

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apagones que tuvieron lugar enurbanizaciones separadas de la ciudad,en diferentes fechas.

—Las tormentas a veces provocanesos problemas.

—Nada de tormentas, Julio. Ambasfueron noches tranquilas. Tampoco huboaccidentes de ningún tipo, ni problemasen las instalaciones. Y en el expedientedel caso se señala que la compañía deelectricidad fue la primera sorprendidapor aquellos fallos en la corriente.

—Ve al grano, Paco —dijo elinformático—. ¿Qué necesitas saber?

Garcés no se lo hizo repetir:—¿Alguien podría provocar esos

apagones a través de un ordenador?

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Julio guardó silencio unos instantes.—¿Cómo se solucionó el asunto las

dos veces? —quiso saber, retardando surespuesta.

—No hizo falta que nadie hiciesenada; al poco rato, la luz se restablecíasola. En los dos episodios.

—Te diré que sí es posible —contestó por fin Julio—. Desde luego.Hay que ser un auténtico experto, perose puede hacer, sí. Alguien pudo lograrmeterse en el ordenador principal de laempresa y, una vez allí, empezar a jugar,como quien dice. Ya me entiendes.

—¿Y cómo es que la empresa nodetectó su «travesura»?

Garcés presintió cómo el otro se

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encogía de hombros.—Volvemos a lo mismo: todo

depende del nivel de conocimientos delintruso. Los hackers genuinos no dejanhuellas o si acaso las falseanconduciéndote a ordenadores ajenos.Son muy perros…

—Ya veo.—Yo que tú —recomendó Julio—,

si estás convencido de que esosapagones fueron provocados, pediría ala empresa que llevase a cabo unainspección exhaustiva en losordenadores, para intentar localizaranomalías en las fechas en las que seprodujeron las interrupciones decorriente. No pierdes nada, y si sale

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bien puedes encontrar nuevas pistas.—Sí, me parece razonable. Ahora

me pondré en contacto con ellos. Puesnada, Julio, muchas gracias. Comosiempre, tus conocimientos me han sidomuy útiles. Te debo una.

—Me debes una más, Garcés. Queno es lo mismo. Suerte y al toro.

* * *

Juan Balmes se encontraba viendo latelevisión, sentado en el sofá del salón,cuando llamaron a su puerta. Aquello leextrañó, pues eran casi las nueve de lanoche. Se levantó con pesadez, llegando

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hasta la puerta de entrada al reducidopiso.

—¿Sí? —preguntó antes de abrir,acercando sus ojos a la mirilla.

Borrosamente, distinguió un rostroque no le sonaba. Sin embargo, laindumentaria que alcanzaba a ver através de la lente le permitió comprobarque se trataba de un compañero. A suedad era imposible que conociese atodos, había tantos nuevos…

—El ayuntamiento te necesita, Juan—dijo una voz cordial—. Hayproblemas en una alcantarilla ynecesitan de tu experiencia, ya sabes. Laciudad te lo agradecerá.

El aludido asintió, comprensivo. No

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era la primera vez que recurrían a susservicios a horas tardías, y eso que yaestaba jubilado. Él lo comprendía; a finde cuentas, nadie sabía más de aquellasfétidas galerías subterráneas deZaragoza. Solo esperaba que elproblema que había surgido no fuese enlos «túneles de los gritos». Unescalofrío le recorrió el cuerpo alrecordar. Habían sido varias veces enlos últimos años, y siempre en losmismos tramos, en la red antigua dealcantarillas. Gritos lejanos, aunquedesgarradores, de dolor. Como siestuviesen desollando vivo a alguien.Aquello fue lo que le había decidido apedir la jubilación antes de cumplir los

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sesenta y cinco.Los demás trabajadores se reían a su

espalda, pensando que era demenciasenil, pero él sabía muy bien que no eranfantasías suyas. ¿Fantasmas? Se lo habíallegado a plantear, pues a petición suya,tras mucho insistir, se habían llevado acabo varias inspecciones que no habíandescubierto nada. Fuera lo que fuese,allí había algo. Él estaba convencido. Yno estaba dispuesto a volver a bajar aaquellos lugares, sobre todo al tramo decolector que recorría el subsuelo delCallejón de las Once Esquinas, cerca dela plaza de España, el peor de todos. Niaunque se lo pidiese el alcalde enpersona.

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Ya terminaba de abrir la puertacuando una mano oscura, enguantada, laatenazó con fuerza, fijándola en aquellaposición mientras entraban velocesvarios individuos vestidos de negro.Nadie emitía el más leve sonido, niapareció el presunto compañero queJuan Balmes viese a través de la mirilla.El veterano pocero había pasado delrepentino asombro a un miedoparalizante. ¿Qué estaba ocurriendo?Cayó en la cuenta, demasiado tarde, deque tampoco le habían avisado desde elportal por el telefonillo. Le habíanengañado. Es tan fácil sorprender aquien no se lo espera ni tiene nada queocultar…

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Al tiempo que uno de los tiposcerraba la puerta con delicadeza, dos,que ya le habían tapado la boca con unamordaza suave, se lo llevaron por lacasa hasta localizar el dormitorio, dondelo introdujeron tumbándole sobre lacama. Aprovecharon las almohadas parasujetarlo —era evidente que no queríandejarle marcas— y aguardaron a quellegara el que parecía el cabecilla, loque ocurrió a los pocos segundos. Aquelataque estaba calculado al milímetro.

Juan Balmes hubiera dado suspiernas por poder hablar, paraexplicarles que se equivocaban, que noposeía nada de valor. Pero ni agitando lacabeza con fuerza fue capaz de zafarse

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de la tela que le cortaba la respiración,así que acabó por detener susmovimientos nerviosos, extenuado. Fueentonces cuando se le acercó el jefe.

—Tranquilo… —susurró, acercandosus ojos fríos a los suyos, muy abiertos—. No tiene por qué pasarle nada. Sinos obedece, claro. Pero si empieza amolestar…

Aquel hombre hizo un gestoinequívoco, pasándose un dedo por elcuello como si se lo estuviese cortando.Sonreía.

—Bueno —continuó, en su tono deserenidad falsa—, ¿qué decide?

Juan asintió como pudo,mostrándose dócil. Solo esperaba que se

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llevaran lo poco que tenía yabandonasen el piso pronto.

—Muy bien —felicitó el tipo denegro—. Buena elección. Ahora, sinhacer ruido, se va a tomar estas pastillas—uno de los cómplices le alargó unfrasco de cristal repleto de comprimidosy un vaso con agua—, y se dormirá.Cuando despierte, ya no estaremos aquí,todo habrá sido una simple pesadilla. Esmuy fácil. ¿De acuerdo?

Juan Balmes volvió a asentir deforma exagerada. Lo único que queríaera terminar con aquella penosasituación cuanto antes, aunque ledesvalijasen por completo elapartamento. Mientras tragaba la

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cantidad ingente de píldoras que lemetían en la boca, no pudo evitarplantearse si en realidad le estabanadministrando una dosis letal, aunquesus dudas se ahogaron pronto en el aguaque ahora procuraban que tragase.Cuando, antes de perder la consciencia,vio que ninguno de los seis tipos allípresentes se apresuraba a coger objetoso a registrar la casa, supo a cienciacierta que le estaban asesinando. Peroya era tarde.

—Y van dos —oyó que alguiencomunicaba.

* * *

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Varios minutos habían transcurridodesde que Gabriel terminase de relatar aGarcés todos los hechos sucedidos hastaentonces en torno a la desaparición deÁlex. Aun así, el silencio no seinterrumpía en aquel sobrio despachoque Lucía y Mateo, también presentes,repasaban con la vista, inquietos. Y esque estaban asustados por lassangrientas consecuencias que podíaacarrearles la decisión que habíanadoptado de continuar buscando a Álex.Nadie en el mundo excepto ellos parecíadarse cuenta de que se estaban jugandola vida, al tomar la determinación deignorar la advertencia de un oscuro

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adversario que daba la impresión de sermuy poderoso y, lo que era peor bajo elpunto de vista de Mateo, un auténticosádico.

Pero no podían demostrar nada, unhecho que los condenaba a la soledadfrente a un riesgo desconocido. Quésituación tan dramática. El pijo no hacíaotra cosa que tragar saliva y sudar,añorando su despreocupado pasadoreciente. No era justo que un tío forradode pasta como él lo estuviese pasandotan mal.

Dadas las circunstancias, los chicoshabían llamado al inspector por teléfonopara pedirle que aquella visita fuesesecreta, por lo que habían terminado

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quedando a la hora de la cena en elinterior de un edificio menos visible queel de la comisaría, donde seguíanreunidos.

Se trataba de una moderna casa deapartamentos próxima al lugar detrabajo de Garcés, cuya primera plantaestaba ocupada por oficinas de la unidadde Tráfico dedicadas a tramitaratestados, anodina labor que convertíael edificio en un lugar idóneo paraorganizar encuentros clandestinos comoel que estaban llevando a cabo. Dehecho, el propio bloque de pisos, de tanvulgar, se mimetizaba con el resto delvecindario haciéndose invisible a ojossuspicaces. «Como son los ojos de los

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espías», meditó Gabriel, con la espaldarígida. «¿Quién nos observa desde lapenumbra?».

El policía todavía no había alteradola postura inerte mantenida mientrasescuchaba la historia, y ahora, al otrolado de la mesa, se dedicaba a mirarlosuno a uno, dubitativo. Se acarició lapapada. Los chicos lo veían tanconcentrado que no se atrevían casi ni arespirar.

—Y ahora qué —Garcés hacía elprimer movimiento, muy serio—.Entendéis mi postura, ¿verdad? Venísaquí en plan de incógnito como sipendiese sobre vuestras cabezas elpeligro más tremendo; repetís la

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alucinante historia que contasteis ayerpor la noche cuando el jaleo en tu casa—se volvió hacia Mateo, con gesto dereproche—, sobre poco menos que unjuego asesino de ordenador, sin aportarni una sola prueba; y me miráis como sivuestra vida dependiera de mí. Sois unpoco mayores para estos jueguecitos,¿no?

—A lo mejor la vida de Álex sídepende de cada segundo que pasa,inspector —sentenció Lucía, haciendocaso omiso del talante opaco deldetective.

Gabriel la observó, admirado. Vayacon su amiga, siempre le sorprendía sucarácter.

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—Hemos dejado al margen de todoesto a nuestras familias —comentó elintelectual, en un tono más diplomático—. Ni lo entenderían ni puedenayudarnos. Tampoco queremos quecorran peligro por nuestra culpa. Pero sucaso es diferente, señor Garcés. Ustedpuede echarnos un cable, estamos solosen esto. Aunque no tanto como nuestroamigo, claro. Mientras hablamos puedeestar siendo torturado, incluso cerca deaquí. ¿Pretende que nos crucemos debrazos y esperemos a que un día el perrode un paseante descubra su cuerpomutilado en algún descampado?Imposible, inspector. Es nuestro amigo.

—Suena muy romántico —reconoció

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el policía—, una vez más. Pero esto,como ya os dije el otro día, es la vidareal. ¿Y si todo es una broma pesada?

—¡Pero si intentaron matarme enaquella autopista! —exclamó Gabriel—.¿Tendría que haber muerto para que noscrean?

—A lo mejor solo querían asustartey se pasaron —planteó Garcés—. Aquínos llegan montones de bromas pesadasque acaban mal. A fin de cuentas, sitanto os odian, ¿por qué no te hicieronningún daño en el presunto ataque deayer?

—Gabriel ya se lo ha dicho antes —intervino Mateo, con una voz menossólida que la de los otros—. Para no

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delatarse. No estaríamos discutiendoahora para que nos ayudasen si lehubieran hecho algo grave. No es lomismo un ataque con navaja en unaautopista, como un vulgar atraco, queuna agresión dentro de un domicilio,¿verdad?

—Mateo —avisó el intelectual,cambiando el rumbo de la conversaciónde forma brusca—, ha llegado elmomento de que le digas al inspector loque nos has contado hace un rato.

Las cabezas de los otros sevolvieron hacia el aludido, empujadosin transición al centro de la escena.

—Bueno… yo… —titubeó, ante elgesto inquisitivo de Garcés—. En

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realidad no estoy seguro, pero…—¡Sí que lo estás! —le increpó

Lucía, de repente temerosa ante laposibilidad de que su amigo seacobardase—. No te eches atrás ahora ydíselo, venga. Por favor.

Mateo respiró hondo y se lanzó:—Ayer, cuando entramos en ese

juego extraño de ordenador del que lehemos hablado, me fijé muy bien en elpersonaje de blanco que avanzaba porlos túneles… Cojeaba de un modo muyparticular, no era la típica cojera de unherido.

El inspector, que se sabía dememoria el expediente de Álex,incluidas sus características físicas, se

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irguió sobre su asiento.—¿Insinúas que…? —comenzó el

detective, negándose a continuar.—Sí —confesó Mateo—. Se trataba

de Álex, casi podría jurarlo. Soy el quemejor lo conoce, somos amigos desdecríos. Su forma de caminar lareconocería a un kilómetro, esinconfundible. Era él. Ya sé que suenaincreíble, pero…

El chico no continuó. Garcés,abrumado, se puso en pie en medio degrandes aspavientos.

—¡Lo que me faltaba por oír, chicos!—exclamó, recorriendo a zancadas lahabitación—. Y perdonadme, pero esque esto sobrepasa mi capacidad de

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triste poli de provincias. ¿Álex metidodentro de un juego de ordenadorprogramado para asesinarle? ¿Es eso?

Ellos, mudos, seguían con la vistasus movimientos nerviosos, conscientesde lo excepcional que era que aqueldetective perdiese la compostura.

—Con la de años que llevo yo enesto… —insistía Garcés—. Jamás habíaescuchado un disparate semejante.

—Piénselo por un momento —pidióGabriel, procurando transmitirserenidad—. Este último dato tampocosupone un gran cambio con respecto a lahipótesis inicial que barajábamos, y queusted más o menos acepta. De hecho,encaja bastante bien, a pesar de lo

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espectacular que es.Garcés resopló y volvió a sentarse.

Sus ojos afilados estudiaban sindescanso a Mateo, como calibrando siaquel delgado joven podía estar siendovíctima de su propia imaginación. Debióde llegar a la conclusión de que no,porque se mantuvo prudentementecallado.

—¿Algún «detalle» más que osapetezca compartir con este viejo agentede la ley? —terminó por plantear, paraganar tiempo.

A nadie se le escapó el sarcasmo.Lucía, harta ya de la hostilidad delpolicía, que empezaba a atisbar comoartificial, decidió arriesgarse:

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—Bueno, inspector, ya es momentode que abandone su pose difícil. Esevidente —advirtió, ante los ojosatónitos de sus amigos y el ceñofruncido del aludido— que si no noscreyese, hace rato que esta entrevistahabría acabado, ¿verdad? El juego se lotrae usted entre manos, no nosotros —ahora se dispuso a lanzar el órdago—.¿Podemos hablar en serio?

Garcés se mantuvo firme unosinstantes, muy digno, pero acabóclaudicando.

—Siempre me descubres, Lucía —reconoció—. Quería comprobar vuestraverdadera convicción en todo esto, nadamás. Comprendedlo, no tengo otra cosa

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más que vuestros testimonios casisobrenaturales. Aunque —prosiguió, yaen un tono más afable—, por desgracia,parte de las dificultades que os heestado poniendo son auténticas. Sinpruebas, no puedo solicitar que lacomisaría ponga medios a nuestradisposición, así que solo me tenéis a mí.El caso está archivado. Si al menos sepudiera confirmar lo de las amenazas…

—Pero no podemos —se resignóGabriel—. Luchamos contra espectros.

—Bueno, no nos desanimemos,chicos —Garcés se proponía ahoraatenuar la decepción de aquellosvalientes—. Yo ya os esperabapredispuesto a creeros, pues esta misma

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mañana he estado haciendocomprobaciones y, al igual que ayer entu casa, Mateo, la noche en que Álexdesapareció su zona también sufrió unapagón. La compañía, por lo visto,acabó detectando una maniobrainformática dañina de alguien ajeno a laempresa (lo mismo que en este últimoataque, por cierto), pero el rastro soloconducía a un ciber. Son hackers muyprofesionales. Empiezo a estarconvencido de que ocurre algo raroalrededor de Álex. Lo estáisconsiguiendo.

—Se lo dijimos desde el principio—recordó Lucía.

El detective le dirigió una mirada

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comprensiva.—Todos los días me dicen tantas

cosas… —se disculpó—. La mayoríason falsas alarmas, y además sonhistorias mucho menos vistosas que lavuestra. Tiene que haber unos mínimosindicios para que se ponga en marcha lamaquinaria de la policía. Y, de hecho, eneste caso ya empieza a haberlos.

—Pero, entonces, ¿qué va a hacer?—quiso saber Mateo, que no estabadispuesto a volver a su casa hasta quetodo aquello acabase—. ¿No puedepedir ayuda a sus compañeros?

—Me temo que aún no; estamos muymal de personal y se exige unajustificación clara. Lo que sí os aseguro

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es que voy a aparcar los demás casosque tengo pendientes para dedicarmecasi en exclusiva a la desaparición deÁlex. Esto tendrá un buen final, yaveréis. Ahora bien, me tenéis queprometer que, a cambio, vais a dejar deindagar por vuestra cuenta. Si es ciertoque los tipos que tienen a Álex son tanviolentos, aceptando que en efectovuestro amigo esté retenido contra suvoluntad, debéis obedecer susinstrucciones y manteneros al margen.Sin el apoyo de fuerzas policiales nopuedo garantizar vuestra seguridad,entendedlo. Yo ya os iré poniendo alcorriente de lo que vaya averiguando. Y,por supuesto, esta entrevista no ha

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tenido lugar.Aunque a regañadientes, los chicos

acabaron estando de acuerdo. Era unapetición lógica.

—Al menos —pidió Gabriel,haciendo un gesto a Lucía—, ¿podemoshacer una última gestión desde suordenador?

El detective resopló:—Sois terribles. A ver, dime qué

estáis tramando.—Supongo que tienen

informatizados todos los archivos,¿verdad? —preguntó Lucía.

—Verdad.—¿Podríamos comprobar si

recientemente ha habido más

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desapariciones con las mismascaracterísticas que la de Álex?

Garcés se toqueteó la papada unosinstantes, intentando dilucidar lasintenciones de aquellos jóvenes. Supetición no encajaba muy bien con lasituación actual.

—¿Me habéis ocultado información?—los interpeló, quisquilloso.

Lucía mostró entonces la másencantadora de sus sonrisas, y eso quesegún Gabriel todas sus sonrisas eranencantadoras.

—No, inspector —respondió ella—.Lo que ocurre es que, como ya no vamosa investigar, no queremos quedarnos conesa curiosidad, eso es todo.

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Garcés volvió a refunfuñar, peroterminó accediendo:

—De acuerdo —comenzó a teclearpara introducir su clave personal, yenseguida giraba hacia ellos la pantalladel monitor mostrando la página inicialdel archivo general—. Tenéis suerte;aunque no estamos en la comisaría, conmi clave puedo acceder a esainformación desde cualquier equipo dela policía. ¿Qué parámetros queréisutilizar para la búsqueda?

Los tres dudaron a la hora deconcretarlos.

—Varón, de dieciocho a veintidósaños de edad —se lanzó Gabriel—,zaragozano…

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—Mejor pon aragonés —sugirióLucía—. E incluye el sexo femenino:nos interesan también las chicasdesaparecidas en las mismascircunstancias.

—… Aragonés y añadir chicas, deacuerdo —obedeció Garcés, ante elteclado—. También pondrédesaparecido en Aragón, pues el datoanterior es diferente. ¿Algo más? A esteritmo, os van a salir demasiados casos.Ya os dije la cantidad de gente que selarga de casa cada año, ¿verdad? En losúltimos diez años, solo desapariciones,ha habido más de veinte mil en España.Afortunadamente, la mayoría han tenidoun final feliz, eso sí.

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Gabriel pensaba con intensidad,intentando recrear el perfil que habíahecho a Álex caer en las garras deaquella especie de organizacióncriminal. ¿Por qué él, y no otro? ¿Porqué le habían elegido a él?

—Aficionado a juegos de ordenador—añadió, mordiéndose el labio inferior—, y desaparecido, por ejemplo, desdeel año dos mil hasta hoy. Pruebe ahora.

El inspector pulsó la tecla de enter,y en unos segundos el ordenador dio surespuesta. Los tres chicos aguardaron ensilencio.

—¡Vaya! —se sorprendió Garcés—.Solo aparece un chico, paralítico, vistopor última vez en las afueras de Huesca

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hace tres años.Lucía y Mateo volvieron sus rostros

hacia Gabriel, extrañados. Este, ajeno atodo, arrugó la nariz, poco convencido.¿Paralítico? Eso no encajaba con lo quesospechaban: un joven en silla de ruedasno servía para aquel sórdido juego delos túneles con ratas. Entonces tuvo unacorazonada:

—¡No, no! —advirtió con energía—. Nos hemos equivocado, hemosbuscado mal.

Garcés levantó sus manos delteclado en ademán de inocencia:

—Chicos, yo solo me he limitado aseguir vuestras instrucciones —seexcusó—. Ni siquiera sé lo que

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pretendéis…—Álex, conforme a la versión

oficial, no ha desaparecido —se explicóGabriel, vehemente—, se ha ido decasa. Y dejando una nota, además. Sihay más casos como el suyo, el montajehabrá sido el mismo para todos, y asíconstará en ese archivo.

El inspector movió la cabeza hacialos lados, escéptico.

—¿No os estáis pasando un poco?—cuestionó—. Una cosa es que yo estédispuesto a creer que Álex ha sidoutilizado para algo delictivo, peroinsinuar que puede haber más víctimas alas que haya sucedido lo mismo…

—Por favor… —Lucía, con su voz

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sensual, se esforzaba ahora en ofrecer unaspecto desvalido que terminó pordesarmar a Garcés—. No lemolestaremos más, pero cambiemos unaúltima vez los parámetros de búsqueda.Por favor.

El detective asintió en medio de unsuspiro muy significativo, y dirigió susojos hacia Gabriel, quedándose a laespera.

—La edad la mantenemos —comenzó de nuevo el intelectual—, igualque los dos sexos, la afición por losjuegos de ordenador y la últimaresidencia conocida en Aragón, pero lode que sean aragoneses quítelo. Añada,por favor, que se hayan ido por propia

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voluntad de casa dejando carta dedespedida, y que no hayan dado señalesde vida desde entonces. A partir del añodos mil, que es cuando Internet empiezaa generalizarse. Cuando quiera.

Garcés procuraba traducir losaspectos señalados por Gabriel enparámetros que el ordenador aceptase.Menos mal que tenía amplia experienciaen aquello y que el programa era de unagran sofisticación. Por fin volvió apulsar el enter. En la pantalla surgió unalista con doce nombres.

—¿Cuándo se fueron de casa,inspector? —quiso saber Gabriel, queseguía muy concentrado.

—Lo tienes en la última columna —

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contestó el policía, incorporándose paraver los resultados—. ¡Joder!

Garcés acababa de darse cuenta deque las fechas de aquellas escapadas sinretorno cubrían con exactitud todos losaños transcurridos, desde el dos milhasta el dos mil cinco. Y en ningún casolos implicados habían vuelto.

—Justo dos por año —concluyóGabriel, coincidiendo con lassilenciosas deducciones de Garcés—.Qué curioso, ¿verdad?

—¿Se trata de una coincidencia,inspector? —la voz de Lucía requeríauna respuesta inmediata. Sin evasivas.

Gabriel, mientras tanto, procurabaretener las direcciones de varios de

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aquellos desaparecidos. Con todaaquella emoción, se le olvidó preguntaral policía si era él quien había contado aRaquel que estaban investigando ladesaparición de su novio.

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7CUARTO DÍA

—No contestan —confirmó Lucía,inclinada hacia el cuadro de botones queaparecía incrustado junto al ladoderecho del portal—. No debe de habernadie en casa. ¿Vuelvo a llamar?

Gabriel asintió. A lo mejor nohabían oído el primer pitido.

—Lucía, si siguen sin contestar, nosvamos a la siguiente, que es la última ya.

Solo estaban ellos dos, pues lospadres de Mateo habían regresado de suviaje y el pijo había tenido movida en

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casa por el reciente ataque al chalé. Yeso que no había contado todo lo quesabían. Aun así, su familia se habíaquedado muy preocupada por todoaquello y Mateo, abandonandodefinitivamente el domicilio de Lucía,había considerado que no era muyoportuno marcharse de la recuperadacasa paterna. En cuanto el panoramamejorase, les enviaría un SMS.

—Nada —comentó de nuevo Lucía—, nadie responde. Tendremos quedejar este piso para más tarde.

Eran las doce de la mañana, yaquella era la tercera casa de chicosdesaparecidos que visitaban. Gabrielhabía memorizado las direcciones en la

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comisaría la noche anterior. La primeralos había llevado a una vieja casa cercade la iglesia de la Magdalena, y allítodo había sido muy fácil: en cuantohabían dicho la media verdad de queestaban colaborando con la policía paradesentrañar casos de desapariciones, losfamiliares dieron todo tipo defacilidades: desde mostrar fotos delchico desaparecido hasta la entrada a supropia habitación, ordenador incluido. Yen el segundo domicilio registrado, juntoal Mercado Central, había ocurrido lomismo. La gente, muy triste, cooperabasi vislumbraba el más mínimo indicio deesperanza.

De todos modos, nada les había

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llamado la atención por el momento.Ellos mismos estaban deprimidos porlas terribles historias que estabanremoviendo y por los escasos resultadosobtenidos. La única conclusión a la quehabían llegado era que todas laspersonas desaparecidas vivían antes desus enigmáticas fugas en el cascoantiguo de Zaragoza y que, en efecto,eran aficionados a juegos de ordenador,lo que sí tenía interés pero no arrojabademasiada luz. Habían acabado porperder la perspectiva de las cosas: ¿quéera casual y qué no?

—Lo más raro —meditaba Gabrielen voz alta— es que en los ordenadoresde estos tíos no se ha borrado nada,

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¿verdad?Lucía estuvo de acuerdo.—Ya lo has visto en esta última casa

—reafirmó—, el historial del Explorerestaba completo hasta la fecha de ladesaparición, los datos de los archivosno mienten. Y como estos ordenadoreshan estado apagados tanto tiempo, susdiscos duros apenas han llevado a cabolabores de limpieza interna, así que seconserva casi todo.

—¿Quiere eso decir que esta genteno estaba metida en ese juego quedescubrimos en casa de Álex? Si es así,perderemos lo poco que tenemos, Lucía.

La aludida se encogió de hombrosantes de responder.

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—No sé qué decirte —reconoció.—Bueno, será mejor que

arranquemos, dejemos las conclusionespara el final —Gabriel se resistía a larendición, pensativo mientraspermanecía sentado en el estrechobordillo que ofrecía el portal—.Todavía nos queda una dirección que,para variar, está cerca de aquí: calleMayor.

Lucía se le aproximó, pero él no selevantó de inmediato, sino que aún seentretuvo reflexionando con la vistabaja, enfocando sus ojos hacia lo quequedaba casi a su altura: unos adoquinesdesgastados de la acera, una vieja tapade alcantarilla, las piernas de algún

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transeúnte que se interponían de vez encuando a su visión. ¿Y si no encontrabannada en su última visita? Prefirió noadelantar acontecimientos.

Gabriel, poniéndose en pie, reparóuna última vez, como despedida, enaquellos adoquines, en una farolacercana, en la tapa de la alcantarilla deantes pero que despertó en esta ocasiónsu curiosidad: era distinta a lasnormales, se la veía diferente de diseñoy mucho más vieja, tanto que tenía eldibujo desgastado. La de años que debíade llevar siendo pisada, se dijo Gabriel,volviéndose hacia su amiga.

—Cuando quieras, Lucía —susurróal fin—. Rumbo calle Mayor.

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—A ver si tenemos suerte.Ella, de improviso, aproximó su

rostro al de él y le dio un pequeño besoen la mejilla, murmurándole al oído unsuave «ánimo». Gabriel, desconcertado,no acertó a decir nada aparte de unbreve «gracias» que, segundos después,le parecía patético. Siempre se habíabloqueado con las chicas que legustaban, lo que, para desgracia suya, nosolía ocurrirle al pijo. Aunque en estaocasión Mateo no podía contraatacarporque no estaba allí, se recreó elintelectual.

A continuación empezó a sonar elmóvil de Gabriel. Era Raquel, la exnovia de Álex. El intelectual respondió

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a la llamada:—Hola, Raquel. ¿Cómo va todo?—Bien, más o menos. Oye, os acabo

de ver a Lucía y a ti desde el autobús.¿Qué hacéis?

Gabriel volvía a sufrir el conflictode informar o no de sus ideas a la chica.Pero es que seguía siendo demasiadopronto para alentar sus esperanzas. Yeso que de la última conversación quehabían mantenido cabía deducir queRaquel cada vez tenía menos interés ensu antigua pareja. A pesar de todo,prefirió seguir con su discreción:

—Estamos dando una vuelta, ¿y tú?—Voy a casa de unos familiares. ¿Te

llamo y quedamos un día de estos?

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Gabriel se encogió de hombros,aunque ella no pudo verlo. Salvo cuandola chica llegaba acompañando a Álex,nunca habían quedado.

—De acuerdo —aceptó—, avísamecuando puedas.

—Vale, chao.Cuando colgó, Lucía ya sabía con

quién había estado hablando.—Creo que haces bien en

mantenerla al margen —opinó ella.

* * *

Garcés presionó con la yema del dedogordo la octava chincheta, hasta que la

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cabeza plana de esta se juntó con lapared, asfixiando así el trozo de papelentre ellas a modo de un sándwich.Después, con el ceño fruncido, se fueapartando para tener una visión máscompleta del resultado final. Allíestaba: el plano de la ciudad deZaragoza colocado en una de lasparedes laterales de su despacho, sobreel que se distinguían los ocho circulitosque acababa de clavar, los enclaves delas ocho desapariciones que detectasecon aquellos chicos la noche anterior.Suspiró, masajeándose con energía lapapada. ¿Y ahora qué?

Volvió la cabeza hacia su escritorio,abrumado, sin saber por dónde empezar.

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¿Le venía grande todo aquello? Ya noera joven, no buscaba desafíos niasuntos novedosos en su carrera. Sinembargo, aquello a lo que se enfrentabatenía toda la pinta de ser ambas cosas, yen su fuero interno sabía que no podíahacer la vista gorda, que su propia éticaprofesional, a pesar de que lasprobabilidades de acabar mal se leantojaban aplastantes, le impedíaabstenerse de continuar. No cabía laalternativa de escaquearse, deabandonar. Ni siquiera de pasar eltestigo a otro compañero, como en unacarrera de relevos.

Sobre su mesa reposaban losexpedientes de los casos cuya

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localización delataban las chinchetasque acribillaban el mapa, informes quehabía repasado hasta la saciedad. Lohabía hecho primero para recordar, puesde algunos casos había transcurridomucho tiempo, y luego para procurardistinguir conexiones que se hicieranvisibles a partir de la información con laque contaba. Llegaba la hora de sacarconclusiones. Resoplando una vez más,comenzó:

Primero, todos los chavales«escaparon» de domicilios quepertenecen a distritos de la zona centroy, más en concreto, del casco histórico;segundo, todos dejaron algún tipo demensaje de despedida; tercero, todos

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son jóvenes, con edades comprendidasentre los dieciocho y los veintidósaños; cuarto, aficionados a juegos deordenador, y con equipo informático ensu propia habitación; quinto, quécurioso, no hay ni una sola chica entrelos desaparecidos, son todos chicos;sexto, las presuntas víctimas son demuy diversa extracción social; séptimo,de acuerdo con los documentos, setrata de jóvenes solitarios —varios deellos vivían solos, en pisos dealquiler…—, tímidos, de escasaactividad social; mmmmm…,interesante; octavo, la mayoría hantenido episodios de conflicto con lospadres, alguno incluso fugas

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anteriores.El inspector se percató de que

algunas de aquellas notas en común,dirigidas a sus superiores, serviríanpara desautorizar de forma automáticacualquier intento de reabrir unexpediente, ya que aquellos chicosconstituían perfectos prototipos dejóvenes huidos por propia voluntad.

Garces se detuvo, crispado.«Piensa», se forzó, «tiene que haberalgo más». Si la historia que cuentanGabriel, Lucía y Mateo es cierta,¿cuáles de estas coincidencias resultaninteresantes? El inspector sabía a laperfección lo que tenía que hacer:ponerse en el lugar del secuestrador, ni

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más ni menos, asumir su lógica criminal.Si él tuviera que raptar a variaspersonas para un espantoso juego realde torturas en unos túneles, ¿qué perfilde víctima buscaría?

Sin lugar a dudas, para sacar elmáximo rendimiento al delito, debíabuscar a gente joven; más fáciles deatraer y engañar, son además fuertes —lo que encajaba con el hecho de que nohubiese chicas entre aquellosdesgraciados nombres, ya empezaba aencajar todo—, por lo que aguantaránmucho en el juego hasta… —Garcéstragó saliva—, hasta acabar… muertos,claro. Aunque devastadora, era unapresunción coherente. Entonces cayó en

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otra penosa coincidencia: ninguno deaquellos ocho supuestos fugados, aligual que el resto, había regresado jamása su casa ni había vuelto a ser visto,siquiera en otro lugar. Cualquier policíaintuye lo que eso significa, aunque nuncalo reconocerá ante las familiasafectadas. Y es que para todo hay unplazo, una suerte de caducidad. Sí; detratarse de verdaderos secuestros, elúnico destino de los elegidos tenía quehaber sido la muerte. Prefirió no entrar,por el momento, en la forma. A pesar deque a lo largo de sus años como policíahabía visto cosas horribles, un sextosentido le advertía de que aquello en loque se estaba metiendo podía ser mucho

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peor.Jóvenes. La mente del detective, que

trabajaba ahora bajo la perspectiva deldelincuente, enlazó aquel dato con laedad mínima que presentaban lospresuntos raptados: dieciocho años.Obvio: si pretendemos que la policía noindague demasiado, tenemos quetrabajar con adultos, nunca con menores.Garcés lo comprendió al instante, eso sícuadraba. Siguiendo la misma línea deargumentación, y pudiendo elegirvíctimas, tenía sentido el hecho de quelos desaparecidos fuesen personas contrayectorias conflictivas en el ámbitofamiliar, ya que de ese modo noresultaría tan… «espectacular», tan

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sorprendente, que un día se largasen decasa sin previo aviso. Y si, enlazandocon otra de las coincidencias, se trata dejóvenes introvertidos, mejor que mejor.«No tanto porque tengan pocos amigos osalgan poco», razonó Garcés, «sino —cuestión importante— porqué ese tipode gente no suele contar las cosas, nocomparte sus secretos. Resultan, endefinitiva, inconscientemente discretos,lo cual es perfecto para ir tendiéndolesuna trampa, si es que eso es lo queocurrió en realidad. Y, desde luego, siademás de todo lo anterior viven solos,como sucedía con algunos, la coyunturaes perfecta. Por supuesto».

El inspector rodeó su escritorio,

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extrajo de las carpetas de losexpedientes las fichas de losdesaparecidos y extendió sus fotos porla mesa. «¿Teníais algún secreto?», lesincrepó. «¿A qué os dedicabais envuestras vidas aisladas? ¿Qué hicisteisen vuestros últimos días antes dedesaparecer? ¿Conocisteis a alguien?».

Garcés aprovechó para tomarse unrespiro; salió de su despacho y, pocodespués, volvía a él con un vaso de caféen las manos que paladeó a brevessorbos, sin perder su gesto concentrado.Algunos agentes se asomaban aldespacho para saludarle mientrasavanzaban camino de otras secciones.Enseguida Garcés se apresuró a entornar

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la puerta.La cosa no iba del todo mal. El

inspector se veía incapaz, sin embargo,de encontrar sentido a la coincidenciade domicilios de aquellos chicos. Eseaspecto se le escapaba. Acercó su rostrohasta que la nariz casi rozaba el plano,arrugando unos ojos que despedían unamirada absorbente. ¿Qué utilidad podíatener aquella proximidad, aquel cercode chinchetas sobre el papel? ¿Acasolos círculos permanecían señalando algoque él era incapaz de atisbar?«Información», se dijo, «me faltainformación para interpretar esto. ¿Porqué todas las víctimas vivían en el cascoviejo? ¿Por qué?».

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De pronto cayó en la cuenta de queÁlex incumplía algunos de aquellosrequisitos: ni vivía en el centro, pues sucasa estaba en un barrio residencial delas afueras, ni, por lo que sabía, sepodía catalogar al chaval de tímido oretraído. «Lo que faltaba». A ver si alfinal iba a descubrir una cadena desecuestros ajena por completo al casode Urbina. Para volverse loco. Bueno,tenía que serenarse; si dejaba que lasneuronas de su cabeza empezasen aengancharse y a liarse, todo estaríaperdido. Calma. Mientras no tuviesenada mejor, continuaría en esadirección, hasta hallar pruebas en uno uotro sentido. Tranquilidad.

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«A ver», reanudó haciendo unesfuerzo, «más casualidades»: esta vez,al igual que Álex, todos dejaron algúntipo de mensaje de despedida. Garcéspodía apostar a que aquello se habríacomprobado con rigor por suscompañeros del cuerpo, inclusomediante algún perito en grafología paraanalizar la letra de las cartas quedejaron los ausentes. Por tanto, si en elexpediente figuraba que esos últimosmensajes habían sido escritos por losdesaparecidos, es que así era. ¿Yentonces? ¿Cómo explicar aquello parahacerlo compatible con la versión deque sus marchas eran en realidadsecuestros? Garcés se golpeó los dientes

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con el dedo índice repetidas veces, enun gesto maquinal. Ahí sí que no tenía niidea, excepto la difícil hipótesis de quequienes llevaron a cabo los raptosforzaran a los elegidos a escribir supropia despedida, como quien firma susentencia de muerte. Entonces sícuadraba todo.

Con lo de las diferentes clasessociales de las víctimas no había duda:era evidente que a los raptores no lesimportaba nada esa circunstancia de loselegidos; por eso en ese tema no habíacoincidencia.

Las reflexiones del inspector fueroncortadas de cuajo por unos golpescontundentes en la puerta de su

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despacho, la típica manera de llamar deldetective Ramos. Garcés demoró su«adelante» unos segundos,aprovechando que por una vez el otropolicía se mostraba respetuoso alesperar, mientras recogía conprecipitación todos los papeles. Noquería que en la comisaría corriese elrumor de que se estaba dedicando acasos cerrados, todavía no tenía permisopara hacerlo y había demasiado trabajocomo para que le aceptasen semejanteiniciativa. ¡Si tuviese pruebas en las queapoyarse! Ojalá Gabriel, Lucía y Mateono se diesen verdadera cuenta de lodesprotegidos que se encontraban enrealidad. Menos mal que los había

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obligado a dejar de husmear en torno aese caso.

Se oyeron nuevos golpes, Ramostenía que tener unos nudillos de piedra.Garcés le instó por fin a que entrase, altiempo que un interrogante más sealojaba en su mente: si aquella presuntaorganización criminal había hecho unaselección de víctimas tan minuciosacomo la que parecía que se habíaefectuado, ¿de dónde extraían tantainformación? ¿Quiénes eran? Y sitambién estaban implicados en ladesaparición de Álex, ¿por qué lehabían escogido si no cumplía todas lascondiciones exigidas?

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* * *

—Solo quedo yo de los que vivíamosaquí en aquel momento —comentó lachica mientras los guiaba por unestrecho pasillo hasta el cuarto de un talCarlos Román—. Fue tremenda la quese montó, una pasada.

Lucía y Gabriel, que aún no teníannoticias de Mateo, se encontraban en elinterior del piso de alquiler donde habíavivido el último de los desaparecidoscuya dirección conocían, un joven deveintiún años llamado Carlos Román.Aquella chica que los precedía en elcorredor, Mar, de unos veinticuatro años

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de edad, era la que les había abierto trasresponder al telefonillo del portal, y laverdad es que les estaba atendiendo muybien.

En unos segundos entraban ya en eldormitorio donde residió aquella antiguavíctima hasta junio del año dos mil tres,y comenzaron a estudiarlo como yahabían hecho con las casas anteriores.

—Habéis tenido suerte —advirtióMar—. Desde que sucedió aquello nohemos tenido ganas de alquilar estahabitación, así que está casi como ladejó Carlos cuando se marchó. Bueno,su familia se llevó bastantes cosas, laverdad.

—¿Cómo era él? —preguntó Lucía,

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rebuscando entre los libros de unaestantería—. ¿Cuánto tiempo llevabaviviendo aquí?

—No es que tuviésemos mucharelación con Carlos los demás del piso—respondió la anfitriona desde elumbral de la puerta, atenta a lasindagaciones de los dos amigos—. Eraun poco especial, ya me entendéis. Nomuy sociable, vamos. Siempre estabacon su ordenador, apenas salía. Por esotampoco nos impactó demasiado cuandonos enteramos de que se había ido parano volver. En cuanto a lo del tiempo quevivió aquí… unos ocho meses, más omenos.

—Oye, Mar —se dirigió Gabriel,

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recordando la búsqueda informática enla comisaría—, sabemos que Carlosdejó algún mensaje de despedida. ¿Teacuerdas de su contenido exacto?

El intelectual habría dado su manoderecha por poder leer los expedientesde todas las desapariciones, lo que leshubiera ahorrado mucho tiempo a lahora de sacar conclusiones. Pero elinspector Garcés no habría accedido aaquella petición, sobre todo porqueestaba convencido de que los chicoshabían dejado de verdad susinvestigaciones. «Pobre iluso», pensóGabriel, «como si con un simple sermónse pudiese anular la fidelidad de losamigos». ¿Cómo renunciar así a buscar a

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Álex, cuando ni las terribles amenazasde los seres oscuros los habíandisuadido de hacerlo? No, inspector, allíseguían todos, hasta el final, tal comohabían acordado Mateo, Lucía y él trasel último encuentro con el policía.

—Bueno —contestó la chica—, lacarta iba dirigida a su familia y nuncatuvimos ocasión de leerla; pero creo quevenía a decir algo como que necesitabacambiar de aires y comenzar una nuevavida. Nada muy concreto.

Lucía, paseándose por la habitación,reparó entonces en la ausencia delordenador.

—Imagino que los padres de Carlosse llevaron el equipo informático —

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aventuró—, ¿verdad?—Pues sí —ratificó Mar, asintiendo

con la cabeza—, eso se lo llevaron. ¡Lacantidad de tiempo que pasaba Carlosante el ordenador, no os hacéis idea!Bueno, en cuanto llegó a este piso seofreció para pagar la tarifa plana, asíque nosotros no nos quejamos. Pero aunasí…

Gabriel y Lucía se miraron,entendiéndose al instante: daba igual queallí faltase material, no iban a descubrirnada especial con respecto a las casasanteriores que habían visitado. Estabaclaro. Si hubieran podido confirmarlo,seguro que en el disco duro del equipode Carlos Román, en el que nada habría

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sido borrado, tampoco aparecía el rastrode páginas extrañas como la delmacabro juego en el que, en apariencia,estaba involucrado Álex. Tal hecho lesponía muy nerviosos, pues debilitaba elvínculo de aquellas presuntas fugas conla de Álex. Si no hallaban pronto algunaconexión, Garcés cerraría para siempreel caso, enterrándolo bajo uno de esosmontones de expedientes que nadievuelve nunca a mirar. Y eso no podíaocurrir, dependían del policía.

Minutos más tarde, Gabriel y Lucíabajaban las escaleras de la casa encompleto silencio, sin que ninguno seatreviera a reconocer que había llegadola temida fase de sacar conclusiones

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pillándoles sin nada sólido. Una vez enla calle, el intelectual tomó aire deforma ruidosa, se apoyó en un lateral delportal del edificio con las manos juntasa la espalda, y enfocó sus ojos haciaalgún punto que le permitiera abstraerse.Lo necesitaba. Mientras, Lucíaaguardaba pensando, aunque sin dejar dededicarle furtivas ojeadas intranquilas:que diera él el siguiente paso, pero quefuera pronto; no hacía más que repetirseque cada minuto que moría losdistanciaba de Álex.

De repente, la cabeza de Gabriel seirguió con rotundidad, al modo de unsabueso que capta el olor de la presa, yse quedó clavada en aquella postura en

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la que hasta sus pupilas permanecíaninmóviles. Lucía las siguió con ánimo dedetectar qué era lo que había provocadotal reacción en su amigo, pero no logrócaptar nada llamativo. La impacienciacomenzó a devorarla. ¿Acaso quedabaalguna esperanza?

—Lucía —adelantó el intelectualcon tono prudente—, a lo mejor síhemos encontrado en estos domiciliosalgo que hace referencia al juego de lostúneles.

La aludida cortó su respiración.—Dime —ella cruzaba los dedos,

rogando para que su amigo no estuvieseequivocado.

Gabriel inició un lento movimiento

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con su brazo derecho para terminarseñalando algo. Dubitativo, con el dedoíndice estirado, guió los ojos de suamiga hasta lo que había despertado sussuspicacias. Era su última puja enaquella subasta siniestra.

* * *

Ramón Alonso se encontraba caminandoaquel atardecer de finales de octubrepor uno de los senderos de laurbanización donde residía. Entonces leatenazó la misma sensación de inquietudque ya le venía rondando en díasanteriores, una molesta impresión de que

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era observado, espiado. Se volvió endistintas ocasiones, pero, para sutranquilidad, no descubrió nada que sele hiciese raro o que, al menos, ayudasea corroborar su malestar. ¿Qué leocurría? Jamás había sido un paranoico,al contrario. A lo mejor estabaatravesando una temporada de nervios.

Pronto quedó ante su vista la fachadade su magnífica casa de tres plantas,medio oculta todavía por el seto alto ycuidado que rodeaba la propiedad, loque le ayudó a relajarse. Estaba muyorgulloso de aquel edificio que él, comobuen arquitecto, planificase hasta en elúltimo detalle años atrás, poco antes deretirarse. Si volviese a diseñarlo, seguro

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que lo haría más pequeño; como hacíatiempo que sus hijos no vivían con ellos,aquella casa resultó desde el principiodemasiado grande para su mujer y paraél.

Frente a la puerta de entrada, se giróuna vez más sin percibir nada extraño.Corroboró que su esposa aún no habíallegado de la tarde de compras, puestras las rejas no había más luces que lasdel jardín. Tras meter la llave en lacerradura, empujó el portalón y entró,sin avanzar hacia la casa hasta que lavalla quedó totalmente cerrada. Soloentonces reanudó sus pasos. Se estabalevantando algo de viento, y muchashojas de los árboles revoloteaban cerca.

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A la media hora, se encontrabaleyendo su libro favorito sobre unconfortable sillón de piel marrón frentea uno de los grandes ventanales delúltimo piso, cuando la luz de la lámparaque tenía encendida a su lado se apagóde un golpe. Tanteando, depositó el tomocon delicadeza sobre una mesa cercanay, al intentar comprobar si la bombillase había fundido, se quemó los dedos.Después de maldecir por el dolor, se diocuenta de que la densa oscuridad quecubría la casa implicaba un problema demayor dimensión. Asomándose alventanal, confirmó lo que intuía: inclusolas luces de la entrada habían sucumbidoa la negrura.

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Se propuso llegar a su dormitoriopara coger una linterna, pero un ruidodesconocido cercenó sus intenciones.Había alguien en la casa, y no era sumujer porque habría escuchado lallegada de su coche y su saludo. RamónAlonso tragó saliva, entendiendo deaquel modo radical la sensación que lehabía invadido durante los díasanteriores. Pero seguía sin asumir lo queestaba sucediendo: si le habían espiadopara robar —no se le ocurría ningúnotro pretexto para violentar a unarquitecto jubilado en su propia casa—,¿por qué escogían para entrar en eledificio un momento en el que sabíanque él se encontraba dentro? ¡Habían

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tenido toda la tarde para hacerlo sinmolestias! No tenía sentido.

Alonso, experimentando un temorcreciente, recordó que en aquella plantano disponían de teléfono y el pulso se ledesbocó. ¿Y si aquellos misteriososladrones se ponían nerviosos al verle?¿Le harían daño? Buscó el móvilrecorriendo con las manos, como unciego, la mesa y los brazos del sillón,pero nada. ¿Dónde lo había dejado?

Más sonidos ajenos profanaban laquietud de la casa. Esta vez proveníande la cocina, todavía en la planta baja.Mientras procuraba esconderse tras elsofá que adivinaba en la penumbra juntoa su sillón, colocándose a gatas, un

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nuevo interrogante le agarrotó la mente:¿y si llegaba en aquel instante su mujer?Lo decidió entre sudores: si llegaba aoír su coche, se aproximaría al ventanalcon cuidado y lo abriría para avisarla agritos de que huyese y llamase a lapolicía. Si los apresaban a los dos, lacosa podía acabar muy mal, sobre todosi se trataba de una de aquellas mafiasdel este de Europa, tan peligrosas ycrueles.

No hizo falta escuchar ni ver nada,lo supo, así de sencillo: alguien o algohabía llegado hasta aquella estanciaabuhardillada donde él se manteníaoculto, lo percibía, del mismo modo enque notaba cómo las gotas de sudor

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resbalaban por su frente y terminabanprecipitándose al parqué. Quienquieraque fuese no llevaba linterna, puesAlonso no distinguió hambrientos hacesde luz recorriendo la habitación. Sihubiera podido, habría suspirado dealivio; y es que a oscuras albergaba másesperanzas de no ser descubierto.

Los segundos transcurrían lentos,rezumando un silencio espeso,asfixiante. El arquitecto, que no estabadispuesto a delatarse ni con el más levemovimiento y se mantenía aguantando larespiración, empezó a temerse lo peoren medio del terror que le abrumaba. Noaguantaría así mucho más tiempo.

Sintió pisadas a su alrededor.

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Alonso aprovechó para soltar aire deforma pausada y volver a respirar,exhausto por el miedo y la crispación desus músculos ya entumecidos. De lasrodillas, apoyadas desde hacía ratosobre el suelo, le llegaban latigazos dedolor al más leve movimiento, queapenas conseguía reprimir.

Ahora creía distinguir unarespiración, no, varias. Un númeroindeterminado de siluetas se movían porallí, merodeando como reptiles en lanoche. Instantes después, cuando ya suspropias lágrimas se confundían con elsudor, una leve ráfaga de aire cálido lealcanzó el cuello, y casi perdió la razóncuando comprendió con horror que era

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un aliento. Alguna de aquellas siluetasdebía de estar en el sofá, asomada pordetrás sobre él, acercando su cabeza…esperando… El arquitecto, que notabamás presencias a su alrededor, seresistía a abrir los ojos, que manteníacerrados con una fuerza insospechada.

—¿Dóooooonde estáaaaaaaaa…? —le susurró una voz muy próxima, cuyosonido estrangulado parecía proceder deun cuello deforme—. ¿… Dóooonde…?

Alonso, al oír el tono espantoso deaquella pregunta que ni siquieracomprendía, creyó que iba a orinarseencima. Sintió muchas manos que se ledisputaban hambrientas, mientras larepugnante voz insistía: «¿Dóooooonde

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estáaaaa?».—No me hagan daño, por favor…

—suplicaba el arquitecto, intentandoprotegerse la cara con las manos—, noentiendo lo que me preguntan…

De nada serviría en aquellascircunstancias gritar pidiendo socorro.Varios de aquellos fúnebres individuosle cogieron con fuerza y le arrastraronhasta colocarlo sobre el sofá, dondealguien que no vio le aclaró la preguntaque le venían formulando de forma taninsistente como amenazadora. Alonso,sorprendido por el inesperado contenidode aquella incógnita resuelta, contestócon rapidez, aguantando sus temblores.A lo mejor acababa bien todo aquello.

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Tres de las siluetas negras que habíanpermanecido al margen junto a laescalera se apresuraron entonces acomprobar la información que lesacababa de facilitar la víctima. Una vezlo hubieron hecho, Alonso, de nuevosorprendido, se vio obligado a ingerirgenerosas cantidades de un frasco cuyocontenido resultó ser whisky. Las manosenguantadas de quienes le introducían enla boca el cuello de aquella botella noempañaban su cristal. Ni, por tanto,dejaban huellas.

Aquella escena surrealista durópoco; enseguida le obligaron alevantarse, bastante mareado ya, y antesde que pudiera percatarse de lo que

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ocurría, le empujaron por el ventanalfrente al que había estado leyendo unrato antes. Apenas tuvo tiempo dechillar: su cuerpo recorrió rápido ladistancia de tres pisos que le separabadel suelo asfaltado que circundaba eledificio, estrellándose de formacontundente. Alonso quedó allí,aplastado, tendido en una poseaparatosa, con la cabeza abierta sobreun charco de sangre oscura que seextendía lenta como una marea.

—Y con este, los tres —sentenció ladesagradable voz que había interrogadoal arquitecto, al tiempo que el resto delas sombras siseantes ibadesapareciendo de allí.

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* * *

El inspector Garcés, durante aquellajornada, solo pudo volver al caso deÁlex Urbina al final de la tarde, debidoal trabajo que se acumulaba en lacomisaría. Sin embargo, cuando lo hizoya había sacado una conclusión más:

—No, esa organización criminal nodispone de fuentes de informaciónespeciales para elegir a sus víctimas —habló en voz alta, solo en su despacho—. ¿Cómo no he caído antes? ¡Dehecho, tienen el sistema más fiable delmundo! Nada más y nada menos que las

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propias víctimas.En efecto, ahora el detective estaba

convencido; tenía que ser en los chatsespecializados donde aquellos tiposentraban en contacto con potencialesvíctimas, lo que les permitía, por unlado, garantizarse jóvenes aficionados alos juegos de ordenador —así lo haríanmejor en el rol real que les preparaban— y, por otro, no descubrirse en ningúnmomento. Al policía le dio unescalofrío. Todas aquellas conjeturaseran, en el fondo, terribles.

Garcés supuso que aquellos asesinostan metódicos dedicarían un tiempo asacar información a los elegidos —estado civil, domicilio, tipo de vida…

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—, para seleccionar al candidatoperfecto. Esta información laconfirmarían de algún modo antes de darel siguiente y definitivo paso: el rapto.

De aquella manera cuadraba elhecho de que todos los desaparecidosviviesen en la misma zona, fuesenfanáticos de la informática, de talanteintrovertido… El inspector supuso queaquella organización criminal, conformeiba conociendo a sus contactos,desecharía a los poco interesantes: losde intensa vida social, los que viviesenen otras zonas o ciudades… Quizá setomaban meses antes de proceder alsecuestro. A fin de cuentas, raptaban auno por año. Se trataba de un casting

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aterrador, pero tenía su lógica quefuesen tan cuidadosos: cualquier fallopodía ser fatal para aquel sórdidonegocio.

El inspector se mostró satisfechocon el avance que aquellas ideasconstituían, aunque seguía sin obtenerrespuestas para muchas cuestiones: ¿Porqué tenían que vivir los chicos en elcasco viejo de Zaragoza, salvo Álex silo incluía en la misma lista de víctimas?¿Dónde los llevaban? ¿Dónde teníalugar el juego letal, de ser cierta todaaquella pesadilla?

El estridente sonido del teléfono,que empezó a sonar entonces, le pegó unbuen susto. Recuperándose mientras

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soltaba una larga serie de tacos,descolgó el auricular y se lo llevó a laoreja. Se sorprendió al escuchar la vozde Gabriel.

—Buenas tardes, inspector —acababa de saludar el intelectual.

—Hola, Gabriel —contestó Garcés—. Me extraña oíros, la verdad. Esperoque no hayáis estado haciendotonterías… Habíamos acordado quedejaríais el asunto de Álex en mismanos, ¿no?

—Bueno, sí, inspector —titubeó elaludido, preparándose para continuar.

Los chicos, a los que se había unidoya Mateo, llamaban desde casa deLucía, donde habían estado discutiendo

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la necesidad de contar a Garcés sussuposiciones a raíz del último hallazgode Gabriel. Dada la urgencia y laimportancia vital de cualquier paso quepudiera implicar un avance en el rescatede Álex, habían decidido comunicárseloal inspector aun a costa de soportar unabronca de su parte. Si no trabajabanunidos, no lograrían vencer almisterioso enemigo al que seenfrentaban, y lo sabían.

—Solo nos hemos pasado poralgunos de los domicilios dondevivieron los desaparecidos, nada más —se defendió Gabriel—. Hemos sido muydiscretos.

Garcés no suavizó su tono al

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responder:—¿Cómo vais a serlo si ni siquiera

sabemos quién está implicado en todoesto? —procuró tranquilizarse—. Porfavor, chicos, en serio; si es cierto loque imagináis, no debéis poner vuestravida en peligro. Si algo os ocurriese, loúnico que haríais es dificultar todavíamás la búsqueda de Álex. ¿Es que no loentendéis?

—Si algo nos ocurriese —afirmóGabriel, consciente de cómo anular losargumentos del detective—, al menos lapolicía pondría más efectivos a trabajaren este caso, con lo que, al final, igualhasta compensaba.

Los dos callaron durante un

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momento, pues sabían que era unadiscusión condenada al fracaso.

—Inspector —retomó Gabriel,conciliador—, creemos haberdescubierto algo que debe investigar. Noestamos seguros, pero…

—Dime —se rindió el aludido,esquivando también el conflicto—,tenemos tan poca información quecualquier cosa puede ayudar. Pero quesea la última vez que esto ocurre, ¿eh? Yque conste que agradezco mucho vuestraayuda.

—De acuerdo. Es… es sobre la redde alcantarillado… —el intelectualempezaba con timidez, pues a él mismoaquello le sonaba absurdo. Aunque no

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podía verlo, adivinó el rostro perplejodel policía—. En algunas calles de laciudad, pocas, esas tapas redondas quese ven en las aceras son diferentes,especiales. No sé por qué.

—¿Y? —en el tono de Garcés senotaba un disimulado acento escépticoque ya conocían.

—Hoy hemos visitado cuatro de lasdirecciones de desaparecidos que ayervimos en su ordenador, inspector, y entodas hay cerca una de esas tapasextrañas. ¿No le parece demasiadacoincidencia? Nos hemos tirado toda latarde buscando más, y, créame, haypocas en Zaragoza, muy pocas.

—¡Pero, Dios mío! —exclamó el

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inspector, dando rienda suelta alcansancio acumulado durante el día—.¿Qué tiene eso que ver con lo de Álex?¡Tapas de alcantarillas! ¡Lo que mefaltaba! Chicos, no me habléis de máscoincidencias, por favor. ¡Llevo todo eldía intentando resolver adivinanzas eneste expediente! Además, estasdesapariciones no encajan al completocon la de Álex, que lo sepáis. ¿O es queÁlex vivía en el centro?

Ahora Lucía, ajena a lo que estabadiciendo el policía, le arrebató elauricular a su amigo.

—Inspector —insistió—, recuerdeque en el juego al que llegamos aacceder en casa de Mateo había muchos

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túneles. ¡Podría estar relacionado conlas alcantarillas, tiene sentido!

—Lucía —se defendió Garcés—, loque queda claro es que nunca habéisestado allá abajo, en las cloacas deZaragoza. Os aseguro que es imposiblemontar en semejante sitio lo que decís:por la falta de espacio, por el peligropara la salud, por la suciedad y, sobretodo, por la falta de intimidad, que es loque más busca una organización como laque se supone que perseguimos. ¡Todaslas alcantarillas se limpian einspeccionan por equiposespecializados con mucha frecuencia!Lo que planteáis es imposible. Ignorocuál debe ser la dirección de las

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investigaciones, lo reconozco, peroseguro que por ahí no.

—¿Y entonces? —volvía a ser lavoz de Gabriel.

Garcés se encogió de hombros.—Mirad —comenzó—: sabéis que

siempre, desde el principio, os heescuchado, y ahora lo haré también,aunque solo sea para calmaros. Ya estarde —añadió—, pero mañana aprimera hora averiguaré por qué hay dostipos de tapas de alcantarilla en estasanta ciudad, para que os quedéistranquilos y podamos comprobar que lacausa nada tiene que ver con lo de Álex.Llamadme a la hora del almuerzo y ospondré al corriente, ¿de acuerdo?

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La respuesta de su interlocutor sedejó oír algo desanimada. Después sedespidieron, el inspector tenía que irseya a casa, eran casi las nueve de lanoche. De todos modos, el detectivevolvió a insistir en la necesidad de quelos chicos se mantuvieran sin intervenirmientras él se encargaba del caso, porsu propia seguridad y por el bien de lasinvestigaciones. Le respondió unsilencio que prefirió interpretar comoafirmativo.

Tras colgar el auricular del teléfono,Garcés, meditabundo, se aproximó alplano de Zaragoza que permanecíaclavado en la pared. No tendría por quéhaberse apresurado a rechazar el

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aparente nuevo indicio que le ofrecíanlos chicos, ya que, para ser honesto, nodisponía todavía de ninguna línea detrabajo, estaba perdido. Pero así eranlas cosas.

Perdido. Aquel adjetivo le recordóotra vez el mapa de Zaragoza. Esasmalditas chinchetas… daban laimpresión de reírse de él, no losoportaba porque incrementaba suimpotencia.

Garcés, refunfuñando, dio un par depasos hacia la mesa y alcanzó una viejaescuadra de plástico. Lápiz en mano,volvió hasta el plano de la pared y,fijada la regla, fue uniendo con una rectalas cabezas redondas de las chinchetas.

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Acto seguido, tomó nota de los tramosde las calles sobrevolados por la líneaque acababa de trazar, cuyas tapas dealcantarillas iría a inspeccionar al salirde la comisaría. Ya tenía algo que hacerantes de llegar a casa.

Poco después cerraba la puerta de sudespacho y encaminaba su fofa figurahacia la calle, saludando a loscompañeros que estaban de guardia. Suúltimo pensamiento antes de abandonarel edificio fue para Álex Urbina, cuyafoto no podía quitarse de la cabeza.«Pobre chaval», pensó. «Si es cierto loque piensan sus amigos…».

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* * *

Diario, III

Supongo que nadie hay más indefensoque quien no espera un ataque. Por esoresulta tan fácil llegar a determinadaspersonas, hacer desaparecer a genteinocente. Carlos Román o nuestroamigo Álex son ejemplos de ello:chicos normales que, precisamente porserlo, jamás se habrían visto ellosmismos como objetivos desecuestradores. Los pillaron

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desprevenidos, imagino que caeríanvíctimas de su inocencia en algunatrampa que yo ahora no logro concebir.Qué injusta es la vida en ocasiones. Mepregunto qué los convirtió en loselegidos, qué los condenó, por quéellos y no cualquiera de nosotros. Seráque no siempre manejamos las riendasde nuestro destino, a veces alguien lascoge en nuestro lugar para llevarnos asitios tenebrosos que nunca tendríamosque haber conocido… ¿Cuánta genteno vuelve a recuperar el rumbo inicial?¿Cuántos no vuelven, así de simple? Elpeor luto para quienes se quedan es laincertidumbre.

Sueño una y otra vez con la imagen

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de Álex hundiéndose en arenasmovedizas, ya solo libres su cabeza yun único brazo que agita abriendo lamano para que yo la alcance con lamía, pidiendo ayuda… pero yo no llegoa tiempo… no sé cómo acercarme hastaél sin quedar expuesto también alpeligro. Álex acaba desapareciendotragado por el barro infecto, podrido,que burbujea de un modo asqueroso. Ydespués el silencio, la serenidad, comosi mi amigo nunca hubiera pasado porallí. No me lo creo, no puederestablecerse la rutina después de ladesaparición de alguien querido, de unamigo. Sería mezquino, como festejarmi cumpleaños sobre su tumba. No.

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Tranquilo, Álex, nuestras vidas no sereanudarán hasta que te encontremos.Tú habrías hecho lo mismo porcualquiera de nosotros, ¿verdad?

Ataques inesperados, qué estrategiatan eficiente. Desde luego, yo sufrí lomismo en la emboscada de la autopista.Pero eso se acabó. Ahora ya estoyconvencido de que el asalto quesufrimos en casa de Mateo será laúltima vez que nos pillan por sorpresa.A partir de ahora, ya lo hemos hablado,estaremos siempre en plan vigilante yevitando las situaciones de alto riesgo:lugares aislados, las horas nocturnas…

Excepto hoy. Esta noche hequedado con Mateo y Lucía (por cierto,

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ella me ha dado un beso, no sé quésignifica, pero espero que se repita),vamos a bajar a una de esasalcantarillas especiales. Hemoslocalizado una de las que tienen tapadiferente en una zona del casco viejomuy poco transitada, cerca delCallejón de las Once Esquinas. Eso nospermitirá actuar sin que nadie nos vea.La zona está poco iluminada.

Solo nos asomaremos un poco a versi descubrimos algo; dicen que loslugares como las cloacas pueden serpeligrosos por el tema de los gases yeso, así que mejor será no cometerninguna estupidez. Llevaremoslinternas y una especie de herramienta

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delgada que tiene Lucía y que nosservirá para sacar de su sitio latapadera del acceso a la alcantarilla.

Si Garces se enterase de lo queplaneamos… Yo sé que hace todo lo quepuede, sí, pero tendrá que entender —lo sabe ya— que cada minuto que pasapuede ser el que marque la diferenciaentre encontrar a nuestro amigo o no. Yme da igual que Álex sea el únicodesaparecido que no vivía en el cascoviejo, ¡no tenemos nada más que estapista!

Nos negamos a esperar a que elinspector comience su jornada laboral,este asunto no entiende de horarios.Quizá el tiempo que estoy empleando

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en escribir estas líneas sea ya, incluso,un gasto excesivo.

Que Álex nos perdone si no somoscapaces de ahorrarle algo desufrimiento, de sacarlo de la oscuridadque se lo llevó. Nadie podrá acusarnosde haber escatimado fuerzas osacrificio. Ahora ya no.

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8EL REINO DE LAS

TINIEBLAS

Eran las cinco de la madrugada cuandoGabriel, Lucía y Mateo, cada uno con sumochila y ataviados de oscuro, sereunían donde habían quedado, junto a lasucursal del BBVA de la plaza deEspaña. Nadie se rezagó, quizá por lospropios nervios o por un sentido de laresponsabilidad que se tornabaacuciante conforme el tiempo transcurría—con aquel ya iban diecinueve díasdesde la desaparición de Álex— y las

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posibilidades de encontrar al amigodesaparecido se iban diluyendo.

No tenían ganas de hablar. Gabriel yMateo habían dicho en sus casas,durante la cena, que se iban a pasar mástarde por una fiesta que se celebraba enel piso de Lucía. No habían concretadola hora, pues no les hubieran permitidosemejante plan, pero sí que se quedaríana dormir allí. Así se habían justificadopor si les veían salir de madrugada conmochila, aunque contaban con que lasrespectivas familias estuvieran yaacostadas. Por fortuna, como era viernesy el curso en la universidad acababa deempezar, los padres de ambos no habíanrechistado. Mediante aquella excusa,

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podrían moverse con libertad no solopor la noche, sino también durante todoel día siguiente, sin necesidad de darexplicaciones. Y las mochilas, además,vendrían de maravilla ya que, aunque sesuponía que aquella incursiónclandestina iba a ser muy breve,llevaban bastante material. Inclusocantimploras llenas a rebosar. Nunca sesabe lo que se puede necesitar.

Con rostro serio, Gabriel tomó lainiciativa y los demás le siguieroncaminando por el Coso y bajando por ellado izquierdo de la calle Alfonso I,hasta llegar al escondido rincón dondenacía, casi invisible, el Callejón de lasOnce Esquinas. Comprobaron,

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aliviados, que la luz de las escasasfarolas cercanas dejaba aquella zona enpenumbra, y que no se distinguía ningunaventana del vecindario iluminada. Lascircunstancias parecían ser favorables.

—Si habré pasado veces, y nuncame había dado cuenta de que esto estabaaquí… —susurró Mateo, intentandodistraer su inseguridad.

Enseguida localizaron, sobre laacera, la tapadera de alcantarilla quevieron por la tarde. Gabriel hizo ungesto a Lucía, que se apresuró a extraerde su mochila una fina barra de metal, asaber de dónde la habría sacado. Losotros se colocaron frente al acceso deaquella estrecha vía con la calle

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Alfonso I, para esconder a Lucía deeventuales peatones, y con una señaladvirtieron a la informática del instanteen que no se veía a nadie cerca.

Lucía reaccionó como unaprofesional. Sin alterar el completosilencio que dominaba la madrugada,introdujo la barra por uno de losagujeros de la redonda tapa de hierrofundido que tenía a sus pies, en la que sedistinguía el anagrama del Ayuntamientode Zaragoza. Haciendo palanca, ladesencajó de su guía superponiéndolaparcialmente en la acera. ¡Sí que pesabala condenada! Algo de ruido hizo, eraimposible maniobrar con limpieza antesemejante pieza. Después, se volvió

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hacia sus amigos y les enseñó la manoderecha con el pulgar hacia arriba,emulando el tan internacional mensajede OK. Ellos asintieron y, tras echar unaúltima ojeada a los alrededores delcallejón, abandonaron su funciónvigilante y se aproximaron hasta dondeesperaba ella.

—¿Todo bien? —cuchicheó Gabriel.—Sí —contestó Lucía—, no ha

costado demasiado.Mateo, asomándose al hueco oscuro

que acababa de dejar a la vista laactuación de su amiga, arrugó la nariz.

—Joder, qué olor, vaya mala pintaque tiene esto, ¿no? —el pijo sacó unbote de colonia de su mochila, cuyo

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atomizador presionó repetidas vecessobre él—. Hombre prevenido, vale pordos. Por cierto, esto es más estrecho delo que imaginaba…

—Eres lo peor —comentó lainformática, a quien llegaba ya el olor aPolo, de Ralph Lauren—. ¿Quéesperabas, un pasillo con suelos demármol?

—Bueno, dejaos de charla yadelante con la operación —Gabriel yase había preparado, mochila a laespalda y linterna encendida en una desus manos enguantadas—. No podemosperder ni un minuto. Vamos allá.

Todos sabían cuál era la auténticarazón de aquellas prisas: si se lo

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pensaban dos veces, no bajarían. Eracomo el puenting: había que lanzarsesin dar tiempo a que la mente procesaselo que se proponían hacer. El miedoanulaba la voluntad.

El intelectual dirigió su haz de luzhacia el agujero, para detectar unasescalerillas metálicas, carcomidas porel óxido, que descendían incrustadas enel cemento de la pared curva de aquelpozo. Entonces se situó en el lado bajoel que comenzaban los herrumbrososescalones, todavía de cuclillas sobre laacera, y colocándose a gatas de espaldasa la entrada inició con cuidado elmovimiento para meterse allí dentro.Sus amigos se alternaban ayudándole y

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atendiendo a la retaguardia por sillegaba algún paseante inoportuno, loque no sucedió.

Una vez estuvo por completo en elinterior, Gabriel confirmó a Lucía yMateo que el tufillo que llegaba a lasuperficie tardaba poco en convertirseen un hedor repugnante. Aquello estabaasqueroso, pero ya contaban con ello.

—¿Qué tal vas, Gabriel? —quisosaber Lucía, inquieta—. ¿Te encuentrasbien?

—Sí —respondió el aludido, entreresoplidos—. Pero esto es bastanteagobiante, abajo se ensancha más, porsuerte. Menos mal que no soy demasiadogordo. Aun así, a ver si de una vez me

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pongo a hacer deporte y adelgazo unpoco.

Desde la superficie, Mateo y Lucíaaguardaron mientras la figura gruesa desu amigo se iba hundiendo algo torpe enlas sombras; hasta que Gabriel, dandoun pequeño salto, soltó la escalerillapara tocar fondo, unos cinco metros pordebajo del nivel de la calle. En cuantolo hubo hecho y avisó de que todoestaba en orden, la informática seenfundó sus guantes, encendió la linternaque había traído de casa e introdujo unode sus pies calzados con botas en laboca negra de la alcantarilla, tanteandoel comienzo de la pared en busca de laescalerilla. Enseguida desapareció

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también, rumbo al abismo.—¡Mateo! —llamó la chica en el

último momento, cuando ya soloasomaba su cabeza del agujero.

—¡Qué pasa! —el pijo, que se habíaalejado para observar la situación en lacalle Alfonso I, volvió con rapidez—.¿Ocurre algo?

—No, pero acuérdate de que tienesque volver a colocar la tapadera en sulugar, ¿eh? No vaya a ser que nosdescubran estando todavía dentro.

—Sí, sí, no te preocupes.—¿Viene alguien?Mateo negó con la cabeza mientras

preparaba su linterna. Segundosdespués, también se metió en el pozo,

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cuando distinguió que su amigaalcanzaba a Gabriel. Tuvo que reprimirsu asco mientras comenzaba a descenderla escalera de barras metálicashorizontales que ya habían recorrido susamigos. Qué panorama. A aquella horaoscura, esa ruta le pareció al pijo elcamino hacia el infierno.

Mateo se detuvo en el instante enque sus hombros dejaban de sobresalirentre los adoquines de la acera,consciente de que si se metía más noalcanzaría la tapadera de la alcantarilla,con la que tenía que cerrar la vía por laque ellos habían desaparecido de la fazde la calle. Así no dejarían ningún rastrohasta su —esperaba que— inminente

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vuelta.El pijo alargó los brazos hasta

atrapar el círculo de hierro, quedándoseparalizado mientras el perfil de unindividuo atravesaba la entrada a labocacalle. Después, recuperando lacompostura, tensó sus músculos desde lacintura para desplazar la maciza pieza,sin rozar el suelo, hasta dondepermanecía asomado. Resopló una vezlogrado el objetivo. Menos mal queestaba en buena forma. «Incluso estoybastante bueno», se animó.

Con un nuevo esfuerzo, el pijo fuearrastrando la tapadera con su manolibre conforme iba descendiendo laescalerilla. Lo hacía lentamente para

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atenuar el ruido hasta que, al final, sinsoltar los roñosos peldaños con la otramano, pudo terminar de ajustar la tapaen su sitio. De ese modo se vio porcompleto sumido en la negrura deaquellas profundidades. Por una vez,mancharse la ropa no le preocupó.

Aunque la luz proveniente de lacalle que había estado cayendo al pozoal dejar su entrada libre era pálida ydébil, el impacto de anularla fuetremendo para quienes se habíanquedado abajo. A partir de entoncessolo les acompañarían los finos hacesde las linternas y un silencioespectacular. Fue como si, de repente,les hubieran dejado encerrados para

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siempre en una recóndita cárcelsubterránea olvidada por la humanidadentera. La noche, allí, se había hechoabsoluta.

Mateo llegó hasta donde estaban losotros sin dificultad, con la linternaagarrada por los dientes. En cuantoalcanzó a sus amigos, se apresuró acomprobar el estado de su móvil, quepresentaba la situación prevista porGabriel: sin cobertura.

—Es que bajar a esta redsubterránea es como entrar en otromundo —le advertía el intelectual aMateo, procurando reunir el valorsuficiente para iniciar el avance—. Aquíno hay luz, nadie nos oye, los móviles no

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sirven… Estamos cerca de la superficie,pero en realidad demasiado lejos.

Aquellas palabras sonaron muymetafísicas, pero Lucía estuvo deacuerdo:

—Sí, esto es como en las pelis esasen las que hay puertas que conducen aotra dimensión. Esto es casi igual.Hemos salido de nuestro mundo, y ahoraestamos… en el de las tinieblas.

—Joder, vaya ánimos —se quejó elpijo—. Se supone que tenemos queapoyarnos entre nosotros, ¿no? Pues aver si es verdad, colegas, que ya estoybastante nervioso.

Gabriel le pasó un brazo por loshombros, mostrando una sonrisa algo

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forzada.—Tranquilo, hombre, solo son

comentarios mientras acostumbramosnuestros ojos a este agujero. Es quesorprende lo fácil que resultaencontrarse tan aislados en medio de laciudad, eso es todo.

A pesar del tono desenfadado queGabriel había procurado emplear paracalmar a su amigo, lo cierto es que lostres se daban perfecta cuenta de lotensos que estaban. ¿Había sido unabuena idea lanzarse a aquella aventura?¿Tendrían, por el contrario, que haberobedecido al inspector y quedarse ensus casas a esperar noticias de Álex?Gabriel rogó por que no les sucediera

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nada aquella noche. El problema dehacer aquello en secreto era que eso losvolvía más vulnerables, pues nadiepodía prestarles apoyo desde el exterior.

—Bueno —comenzó el intelectual,respirando mal por culpa de aquellaatmósfera cargada—, ha llegado elmomento. ¿Estáis preparados? —losotros asintieron, en medio delresplandor que provocaban los hacesinquietos de sus linternas—. Recordad:vamos siempre juntos, y lo único queharemos es inspeccionar un tramo muycorto de esta alcantarilla, nada más. Sinos alejamos de este punto másventilado puede ser peligroso, por lasemanaciones tóxicas. ¿De acuerdo?

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De nuevo Lucía y Mateorespondieron afirmativamente.

—¿Habéis traído pilas de repuestopara las linternas? —prefirió asegurarsela informática—. No me gustaríaquedarme a oscuras aquí.

—Yo tengo un montón, todasalcalinas —informó Mateo—. ¿Y lasarmas? Si acertamos en nuestras teoríasy estamos espiando cerca de lamadriguera de la Bestia, podemos serdetectados.

El pijo les enseñó lo que habíatraído: un cuchillo que llevabaenganchado a la cintura y una pistola deperdigones con capacidad para dieciséisproyectiles, que se distinguían

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colocados en la ranura del cañón y eranbastante dañinos a corta distancia. Lucíamostró un espray de esos contravioladores y una imponente navaja, cuyofilo, ya abierta, debía de superar losdoce centímetros. Gabriel había traído,por su parte, un machete de monte quetambién llevaba a mano.

—Chicos —insistió el intelectual,asustado al ver aquellos instrumentosque le daban tan mal rollo—, si hacemoslas cosas bien, no tiene que haber ningúnproblema. No buscamos encontrarnoscon la gente que tiene a Álex, esos tiposno se arriesgarían a estar tan cerca de lacalle; solo pretendemos buscar pistasque nos ayuden a localizar a nuestro

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amigo. Al menor síntoma de peligro, noslargamos.

Después de aquella declaración deprincipios, los tres se giraron conademán solemne dando la espalda a lavía vertical que, a través de lasescalerillas que ya habían utilizado,conducía a la superficie. A partir de ahí,solo les aguardaba lo desconocido.Mateo, asomándose a aquel pozoperpendicular al túnel en cuyo fondopermanecían, dirigió una última miradanostálgica hacia los puntos de luz tenueque, cinco metros más arriba, delatabanla tapadera de hierro que conducía a lalibertad. Un agobio muy fuerte le golpeóel estómago, pero resistió pensando en

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Álex. A aquellas alturas de la películano se admitían deserciones.

Gabriel y Lucía, ajenos a las dudasde su amigo, para atisbar el panorama,dirigieron sus focos hacia adelante antesde ponerse a andar. Frente a ellos, a unpar de metros, nacía un túnel másespacioso de apariencia muy vieja, conparedes rectas que terminaban en untecho abovedado de ladrillos. Aquellaprimera galería, un colector principal deunos tres metros de ancho por dos dealto, se extendía lo suficiente como paraque su final quedase envuelto en lassombras, pues el alcance de las linternasde los chicos era insuficiente paraalcanzarlo. A lo largo de todo su suelo,

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al igual que donde ellos estaban todavía,se apreciaba un mediano cauceexcavado. Por él discurría un hilillo delíquido parduzco que supusieron máscaudaloso a otras horas del día, cuandolos baños y otros orígenes de desagüestuvieran un uso mayor. Agradecieron porello el momento elegido para laincursión, pues más tarde el olor deaquella sustancia residual tenía que serinsoportable.

Dieron unos pasos indecisos hastaalcanzar el túnel principal. A amboslados de aquella especie de lechofluvial que marcaba el centro delterreno, y que se saltaba sin dificultad,avanzaban también las zonas de paso al

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modo de orillas de un río infecto.—Esto tiene que tener por lo menos

cien años —comentó Gabriel, enfocandohacia arriba, donde distinguió telarañas—. Seguro que ahora ya no se hacen asílas alcantarillas.

Ataviados de oscuro, mochilas a laespalda, con las armas preparadas ycuidando su marcha, los tres jóvenesiniciaron el avance. Ya nadie decíanada. A cada zancada se detenían,estudiando las paredes, el suelo, todo.El olor no mejoraba, desde luego,aunque al menos las ratas todavía nohabían hecho acto de presencia. Mateolo agradeció.

Metros más adelante, cuando ya se

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estaban planteando volver por temor aalejarse demasiado del punto de partida,se detuvieron ante el primer hallazgo: lapared de la derecha presentaba unagrieta de gran tamaño de medio metro deanchura, en cuyo interior quedaba aldescubierto un delgado tabique deladrillos también roto. Superando con lavista este segundo obstáculo,distinguieron una última cavidad que porsu negrura prometía unas dimensionesnada desdeñables. El paso por ella, sinembargo, estaba bloqueado por unascintas de color azul y blanco sobre lasque se podía leer la siguienteinscripción:

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PROHIBIDO EL PASO. POLICÍALOCAL

Sorprendidos, los tres volvieron aleer aquella advertencia.

—Parece que esto está pendiente dereparar —aventuró Lucía—, y mientrastanto han cerrado el paso. A lo mejor esque hay riesgo de derrumbe.

—Pues entonces ha llegado elmomento de la retirada, ¿no? —aprovechó Mateo, ansiando respirar airelibre—. A lo tonto ya llevamos aquíbastante tiempo.

Gabriel, sin abrir la boca, se asomóal hueco de aquella enorme grieta eintrodujo la linterna para confirmar la

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suposición de Lucía. Lo que quedó antesus ojos le dejó petrificado.

—Tíos —susurró—, no nos vamos.Esto acaba de empezar.

Mateo, que en aquel preciso instantese disponía a beber agua de sucantimplora, recibió la noticia conestupor. Sin prisa, se aproximó hasta labrecha donde el intelectual se manteníainclinado haciendo bailar su luz. Cuandopudo comprobar qué se ocultaba en elinterior de la grieta, solo unas palabrassalieron de entre sus labios:

—Lo que nos faltaba.Lucía también lo había visto.

Reflexiva, ahora dirigía estremecidasmiradas hacia el final oscuro del túnel

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en el que permanecían.

* * *

A las ocho en punto de la mañana, casicon el regustillo del café todavía en lagarganta, el inspector Garcés sepresentó con el coche en lasinstalaciones del Ayuntamiento deZaragoza en Vía Hispanidad 45. JoséMaría Ramos, su compañero detective,se había ofrecido a acompañarle adonde tuviera que ir, pero él habíarechazado con amabilidad la propuesta.

Los edificios a los que llegabaalbergaban las oficinas destinadas a los

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servicios de infraestructuras, entre losque se encontraba la unidad encargadade las redes de saneamiento; dicho deotro modo, allí era donde trabajaban lostécnicos expertos en el alcantarillado deZaragoza.

Mientras aparcaba el vehículo,Garcés meditaba. Había acudido hastaallí a primera hora no solo para tener elresto de la mañana libre en la comisaría,sino sobre todo porque su comprobaciónde la noche anterior había logradointrigarle. Gabriel, Lucía y Mateo teníanrazón: la línea del mapa que unía losdomicilios de los jóvenes desaparecidosque habían relacionado con el caso deÁlex, recorría con exactitud diversos

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puntos de la ciudad que contaban contapas de alcantarillas diferentes, másviejas y nada frecuentes.

Veinticuatro horas antes, todoaquello le hubiera parecido unatremenda tontería, pero Garcés noconseguía arrancar en el asunto deUrbina, se había estancado y no acertabaa intuir por dónde debía tirar. Confiabaen que aquella peculiar visita lefacilitase algún nuevo indicio.

El inspector recorrió los escasosmetros que le separaban de la puertaprincipal y, ya dentro, se dirigió a unconserje que hablaba por teléfono en elinterior de una reducida dependenciaacristalada. De acuerdo con sus

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pesquisas, tenía que preguntar por un talErnesto Abad, jefe de la Unidad deRedes.

—Hola, buenos días —dijo alportero, que interrumpió suconversación y tapó la parte inferior delauricular del teléfono, el cual no habíadespegado de su oreja.

—Buenos días, dígame.—Busco al señor Abad. ¿Puede

indicarme dónde está su despacho, porfavor?

El tipo, que no podía disimular sucara de sueño, asintió.

—No sé si habrá llegado todavía.Siga por ese pasillo de la izquierda, y altorcer la curva, el tercer despacho a la

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derecha.El conserje no esperó la

contestación agradecida del policía, y encuanto hubo terminado las explicacionesse apresuró a reanudar su charlatelefónica. Garcés se encogió dehombros, encaminándose hacia donde lehabía indicado aquel hombre. No habíapedido cita con Abad, pero nonecesitaba hacerlo: una de las másvaliosas ventajas de ser policía era queuno podía acudir a cualquier lugar sinprevio aviso. Se ganaba mucho tiempo,desde luego.

En cuanto llegó a la curva anunciadapor las instrucciones del conserje,comenzaron a aparecer a ambos lados

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del corredor despachos abiertos encuyas puertas destacaban letreros connombres propios y cargos. Enseguidalocalizó la dependencia que leinteresaba, comprobando aliviado que lapersona que buscaba se encontraba en suinterior.

Garcés golpeó con los nudillos lapuerta, que estaba entornada. Una vozapagada le contestó:

—Adelante.El inspector obedeció y, tras cruzar

los umbrales de aquella habitación, seencontró con un tipo mayor muy serio yvestido de traje, el cual lo miraba consorpresa a través de unas anticuadasgafas.

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—¿Y usted quién es? Pensaba queera otra persona.

—Me llamo Francisco Garcés —sepresentó el detective, mostrándole lacredencial—, soy inspector de policía.¿Dispone de unos minutos para hablar?No es nada grave, pero necesito que meresuelva alguna duda sobre la red dealcantarillado de Zaragoza.

Ernesto Abad aparentaba másasombro que antes, pero reaccionó sintardanza invitando a Garcés a sentarseen una de las sillas colocadas frente a sumesa.

—Usted dirá, señor Garcés. Tengouna reunión dentro de una hora, perohasta entonces…

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El inspector le cortó conamabilidad:

—Tranquilo, esto será cosa de unosminutos, no se preocupe.

—Pues cuando quiera.Garcés no estaba dispuesto a darle

ninguna información sobre el caso, asíque fue directo al grano:

—He observado que por la zona delcasco viejo hay algunas tapaderas dealcantarillas que son diferentes al resto,están mucho más desgastadas y el dibujoes distinto. ¿Me puede decir a quéresponde eso?

Abad arqueó las cejas.—Vaya, esperaba cuestiones más

difíciles o más… extrañas —esbozó una

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leve sonrisa, que a Garcés no le hizoninguna gracia. No estaba para bromas—. Pues verá: Zaragoza es una ciudadque, excepcionalmente, cuenta con dosredes de alcantarillado. No es habitualen otras capitales, ¿sabe? Tenemos lared original, que data del año milochocientos noventa, y una más modernaque se construyó tras la guerra civil.Cada una de ellas agrupa diferentescuencas de la ciudad con sus respectivoscolectores, que son los tubossubterráneos en los que acaban loslíquidos residuales de todos losedificios. El agua potable va por otrastuberías, claro. Pues bien, como le digo,cada una de las dos redes conduce todos

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sus colectores a uno principal distinto,al que llamamos colector emisario.Vamos, que cada red acaba en un«macrocolector». ¿Me sigue?

El inspector asintió, aunque noestaba del todo seguro.

—Para que me entienda —continuóAbad—: igual que los ríos afluentesacaban en los principales, todos losdesagües de los distritos que cubre lared moderna de alcantarillado van aparar a un gran túnel donde está elcolector emisario, y todos los desagüesde las calles que cuentan con la redantigua de alcantarillas acaban en otromacrocolector. Así se forman como dosriachuelos de aguas residuales que

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terminarán, cada uno, en diferentesdepuradoras. El de la red vieja conducea la depuradora de la Almozara, y elmoderno a la de la Cartuja.

»Esas tapas que usted ha visto sobrelas aceras, que por cierto se llaman“tapes”, conducen a los pozos deregistro, una especie de entradas parahacer inspecciones en las galerías, yestán situadas cada cincuenta metros.Gracias a ellas podemos acceder a lostramos de túnel que nos interesan sinnecesidad de recorrer kilómetros bajotierra. Las tapaderas que usted ha vistode diferente diseño son, así de simple,las que corresponden a la red másantigua de alcantarillado, que además es

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mucho más pequeña que la otra. Por esoson infrecuentes en el paisaje de laciudad; solo recorren parte del cascoviejo. Si se fija, incluso los sumiderosde aguas pluviales, que son las rejillasque podemos ver junto a la calzada alpie de las aceras, también son distintosen esa zona.

Garcés hacía gestos afirmativos,tomando nota en una libreta que habíasacado del bolsillo de su cazadora.

—¿Y las redes no se comunican enningún momento? —preguntó.

—No —contestó tajante el señorAbad—. No hay ni un solo punto decontacto entre ambas. Sonindependientes en su trazado.

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Toda aquella información dabavueltas en la cabeza del inspector, que laagitaba a propósito en su mente conobjeto de encontrar algo que le sirviesede ayuda para su caso. No obstante,seguía sin ver ninguna luz.

—¿Y los túneles de la red antiguason amplios? Me refiero a que si sepuede… hacer algo dentro de ellos, nosé…

El detective mostraba un aspectoazorado, no sabía cómo interrogar aaquel funcionario sin ceder unainformación que custodiaba con celo. Yes que no podía olvidar que nadie de suscompañeros de la policía sabía queestaba encargándose de un expediente

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cerrado, algo que no le autorizarían sinunas pruebas concluyentes de las quecarecía.

—¿Perdón? —Abad no habíaentendido la pregunta—. ¿Qué quieredecir con eso de «hacer algo dentro deellos»?

—Pues eso, si alguien podría utilizarlos túneles para… algún tipo deactividad delictiva.

El jefe de unidad negó con lacabeza.

—Lo dudo, inspector. Los accesosson muy malos, y la inseguridad esgrande. Piense que a menudo el caudalde líquidos de desecho es importante,con lo que la presencia de gases tóxicos

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como el metano y el ácido sulfhídrico,unida a la poca ventilación de lostúneles, se vuelve mortal.

—¿Y cuando limpian las galerías?—quiso saber Garcés, cuya desolaciónante la falta de pistas se hacía cada vezmás palpable—. ¿Cómo lo hacen?

—Los encargados de la limpieza delas alcantarillas llevan medidoresportátiles de gases. Cuando el aparatodetecta composiciones tóxicas, emite unpitido que cambia de tono en función delnivel de gas. Como puede imaginar —continuó el funcionario—, al menorpitido del medidor, los trabajadoressuben a la superficie a toda velocidad.Para esos casos disponemos de equipos

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de oxígeno, que permiten a losempleados hacer su trabajo de limpiezae inspección en zonas contaminadas sincorrer riesgos. O al menosreduciéndolos.

—Ya veo —la voz del inspectorsonaba vencida—. Pues muchas gracias,señor Abad. Ya me ha facilitado lainformación que precisaba. ¿Ve como hasido poco rato?

—Sí, la verdad es que sus dudaseran muy concretas. Si le surge algunaotra cuestión…

Garcés se quedó pensativo unosinstantes, frotándose la barbilla.

—Solo una cosa más: ¿cada cuántolimpian los túneles? ¿Han visto alguna

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vez algo extraño?—Limpiezas a fondo se hacen un par

al año, aunque hay bastantesinspecciones periódicas de los distintostramos. Y, por supuesto, si se descubrenanomalías como desperfectos,obstrucciones… entonces también,claro. Justo ahora tenemos pendiente dereparar una pared de túnel cerca delCallejón de las Once Esquinas, junto ala plaza del Pilar. Respecto a si hemosvisto algo raro en alguna ocasión, tengoque decirle que no. Salvo ratas, de esasunas cuantas. Son los animales máslistos de la naturaleza.

—Algo había oído sobre ellas, sí.El inspector dejó de escribir en su

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libreta.—No hay manera de acabar con esos

bichos —seguía explicando Abad—.Echamos veneno en puntos muyestudiados cada cierto tiempo, peronada. Cuando esos roedores intuyen quehay peligro, fíjese bien cómo seorganizan, envían por delante del grupoa las ratas enfermas. Si les ocurre algo,las demás se escabullen. ¡Auténticaselección natural! ¿Comprende ahorapor qué es tan difícil matarlas?

—Impresionante. Gases, ratasinteligentes… Me doy cuenta de que elmundo cambia mucho solo con bajarunos metros de donde nos encontramos.

El funcionario soltó una breve

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carcajada, que alteró de un modosorprendente su aspecto seco.

—Gases, ratas y la permanenteoscuridad, no se olvide. Qué bienhicimos con elegir la superficie paravivir —concluyó.

El detective se despidió de ErnestoAbad, ya los dos puestos en pie yestrechándose la mano. Sin embargo, lavisita del policía a aquellasinstalaciones no había terminado.Reacio a darse por vencido, Garcés sedispuso a hablar con una de las personasque, según le habían confirmado, sabíamás sobre las alcantarillas de Zaragoza:un capataz llamado Juan Balmes. Enunos minutos, sin embargo, descubriría

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no solo que se había jubilado, sino queacababa de morir en misteriosascircunstancias. ¿Sería aquello el indicioque necesitaba?

* * *

Lo que se extendía ante los ojos deellos, en el interior de la alargadaabertura que formaba la grieta, era untabique de ladrillos que en un tramomedio demolido había dejado aldescubierto un pasadizo mucho másantiguo que las propias cloacas de laciudad. Los chicos se asomaron conprudencia esquivando la cinta de la

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policía que marcaba el límite del avancepermitido, asombrados. Se trataba de untúnel que se bifurcaba más adelante endos estrechas galerías, cuyo final nollegaban a vislumbrar. ¿Qué se suponíaque era aquello?

—Fijaos —cuchicheaba Gabriel asus amigos, que se mantenían igual deperplejos—, los tabiques son de piedrasillar, este túnel es antiquísimo.

—¿Será romano? ¿Medieval? —inquirió Lucía adelantándose a Mateo.

—Puedes apostar a que romano —aclaró Gabriel—. Recordad que justoahora nos encontramos bajo las callesde lo que fue el núcleo de la ciudadromana de Caesaraugusta, una de las

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principales villas del Imperio enHispania.

Los otros asintieron. Zaragozaestaba plagada de vestigios de aquellacultura: murallas, un anfiteatro,mosaicos…

Mientras volvían sobre sus pasospara salir de la grieta, Mateo, el únicoque no parecía muy interesado en elhallazgo, decidió intervenir:

—¿No deberíamos irnos ya? Lecontamos esto a Garcés, y…

—Mateo, no hemos descubierto nada—sentenció Gabriel—. Si estas galeríasfueran importantes, habría trascendido ala prensa cuando vinieron la policía ylos de mantenimiento de las alcantarillas

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para evaluar estos desperfectos, y no hasido así.

Lucía estuvo de acuerdo:—Hace poco dejaron enterradas

bajo el Paseo de la Independencia unasbodegas árabes, ¿os acordáis? —dijoella—. Su poco valor arqueológico nocompensaba levantar el centro de laciudad. Con esto debe de pasar algoparecido, ya se habrán encargado deregistrarlo todo, ya.

—¿Entonces? —el pijo se temió lopeor—. Sin entrar ahí hemos llegadomás lejos de lo que habíamos pactado.¡No estamos de visita, mierda!

—Mateo —Gabriel se dirigía a suamigo procurando serenarle—, no

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podemos irnos ahora, cada minutocuenta para Álex. Si hay alguna pista enesos túneles, tenemos que verla ahora.En unas horas puede ser demasiadotarde. Además, ahí dentro ya no tenemoslos peligros de estas alcantarillas: nohabrá gases, ni líquidos asquerosos, a lomejor ni ratas.

—Tampoco nos adentraremos mucho—apoyó Lucía, aunque en el fondotampoco estaba muy convencida de loque se proponían hacer—. Antes de quete quieras dar cuenta, estaremos denuevo en la calle, ya verás.

—Todos para uno… —recordó elintelectual.

—Y —refunfuñó el pijo, con los

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ojos clavados en su linterna— uno paratodos… Sois unos cabrones, eso es loque sois. Venga, vamos allá.

No había tiempo para celebrar queseguían juntos, aunque la sonrisa deLucía habló por los tres. Se fueronagachando para no romper la bandapolicial mientras se colaban otra vez porla grieta hasta el otro lado. Como decostumbre, Gabriel tuvo que emplearsea fondo para evitar que su naturaltorpeza lo dejase atascado durante elacceso. Los cuerpos esbeltos de Mateo yLucía, sin embargo, ni siquiera rozaronlos salientes irregulares de los tabiquescementados. «Pero yo soy más listo», sedefendió el intelectual sonriendo de

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forma maliciosa, con la intención deinfundirse ánimos.

La atmósfera mejoró en el interiorde aquella nueva red de galerías, pueslos fétidos efluvios que procedían de lascloacas perdían intensidad conforme sealejaban de las aguas residuales.

—Seguimos bien juntitos, ¿eh? —advirtió Gabriel, lanzando suavesestocadas con la linterna al tiempo quese colocaba en primer lugar—. Encuanto lleguemos a la bifurcacióntomaremos el pasadizo de la izquierda,¿os parece bien?

Mateo y Lucía aceptaron lapropuesta y comenzaron a caminar enfila india. El pijo ocupaba el último

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lugar, y de vez en cuando volvía la vistaatrás, asustado y harto de oscuridad.Pensar que seguro que brillaba el sol enla superficie…

Transcurridos unos minutos, yasuperado el desvío, Gabriel detuvo lamarcha.

—No podemos seguir así —reconoció—. Hemos caminado bastantesmetros, y esto no parece tener fin.Además, todo el rato es lo mismo:muros de piedra. Nada más.

El intelectual, cogiendo una monedade su cartera, la dejó de canto en elsuelo. Al momento esta comenzó adeslizarse hacia delante, cogiendovelocidad a medida que ganaba terreno.

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Gabriel la recogió antes de que seperdiese más allá del alcance luminosode las linternas, habiendo satisfecho lafinalidad de su experimento:

—Además estamos descendiendo,chicos. Nos alejamos de la calle.

—Nos alejamos y solo encontramospiedras. ¿Qué esperabas? —lerecriminó Mateo, sin levantar la voz—.Aquí solo encontraremos rocasamontonadas que están muy bien bajotierra.

El intelectual se encogió dehombros.

—No voy a pedirte perdón poragotar todas las posibilidades paraencontrar a Álex —respondió, molesto.

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—Menudo partido le sacas a sudesaparición —replicó el pijo. Todo lojustificas con eso.

Aquel comentario había sido muycruel, y Mateo no se dio cuenta a tiempopara callarse. Gabriel, que se habíavuelto y dirigía el haz de su linternahacia él, lo miraba con dureza.

—Eso ha sido una sobrada, tío —leespetó—. ¿De verdad piensas eso? A lomejor es que tú no propones nada, yotros tenemos que tomar las decisiones.Así es fácil no equivocarse.

—Vale, vale —Mateo procurósuavizar el enfrentamiento—, me hepasado, lo reconozco. Ya sabes, cuandouno está nervioso se dicen tonterías, eso

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es todo. Perdona.Gabriel aceptó las disculpas,

apaciguándose enseguida.—Vaya… —se censuró a sí mismo

—, yo también he saltado demasiadopronto, y eso no puede ser. No podemosperder la calma; si no, estamosacabados. Unidad, tío, ese es el únicométodo fiable que nos permitirá llegarhasta el final.

Gabriel iba a continuar, pero la caraconmocionada de su amigo le cortó decuajo las palabras.

—¿Qué te pasa? —le preguntó,preocupado—. ¿Te encuentras mal?

Mateo respondió de inmediato, conuna voz extraña:

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—Lucía.—¿Lucía? —repitió Gabriel, ajeno a

lo que ocurría—. ¿Qué pasa con…?El intelectual se volvió repetidas

veces buscando a la chica, pero soloencontró las mismas piedras cuadradasfrente a sus ojos. ¡No estaba allí, conellos! Mateo también se movía frenético,yendo de acá para allá sin parar deenfocar con la linterna hacia todos loslados. Sin atreverse a gritar todavía, losdos empezaron a pronunciar el nombrede su amiga con la tensión a flor de piel.¿Dónde se había metido?

Nadie contestaba. Terminaronalzando el volumen de sus llamadas:pesaba más la ausencia de su amiga que

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el riesgo en que pudieran incurrir por suimprudencia, pero el resultado fue elmismo. Desesperados, desandaron todala distancia recorrida hasta volver aencontrarse frente a la grieta quecomunicaba con las alcantarillas, parade inmediato volver corriendo hastallegar al punto en el que se detuviesenminutos antes, todavía acompañados deLucía. ¿Dónde se había metido ella?

* * *

—¿Balmes muerto? —Garcés repetía,incrédulo ante su mala suerte, lainformación que le acababa de ofrecer

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aquel nuevo funcionario con el que seentrevistaba—. ¿Cuándo ha ocurrido?

—Hace un par de días. De todosmodos —añadió el tipo, algo grueso yde mediana edad, que había sidocompañero del difunto durante variosaños—, aunque siguiera vivo no lehubiera encontrado aquí: se habíajubilado ya.

El inspector movía la cabeza hacialos lados, intentando asumir susminúsculos avances en el caso de Álex.

—¿Y cómo fue? —quiso saber—.¿Estaba enfermo?

El interpelado bajó los ojos.—La gente cree que fue un accidente

porque la familia no ha querido

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transmitir la verdad excepto a losamigos, pero lo cierto es que se suicidópor la noche tomando pastillas.

A Garcés le dio un vuelco elcorazón. ¿Era una coincidencia queBalmes decidiese acabar con su vidacuando él se hallaba resucitando lainvestigación sobre Urbina? Al momentovio aquella posibilidad conescepticismo. Supuso que era ladesesperación lo que le hacía vincularhechos sin relación de causalidad, puespara cuando Balmes se suicidaba, loschicos aún no habían reparado en lo delas alcantarillas.

—¿Por qué hizo eso? —terminópreguntando—. ¿Estaba con depresión?

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—No, la verdad es que lo que hahecho nos ha extrañado a todos. Seencontraba bien, a lo mejor se aburría unpoco desde que dejó el trabajo, peronada más. Bueno —matizó—, en suúltima época laboral tuvo problemaspsicológicos, eso es verdad.

«Lo que faltaba», pensó Garcés.«Este se ha suicidado, seguro».

—Explíquese, por favor —pidió elinspector, disimulando su escaso interés.

—Fue una pena que Balmes acabasesu carrera de una forma tan penosa —afirmó el funcionario—, después detantos años al servicio delAyuntamiento. Pero a veces la cabezafalla, hay que entenderlo.

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Garcés esperó con paciencia.Contraviniendo las normas, extrajo de subolsillo un paquete de tabaco y pidiópermiso al otro, que asintió, para fumar.Así, al menos, se relajaría durante aquelrato que no le iba a aportar nada para elcaso.

—Juan Balmes oía gritos en algunostúneles —confesó el funcionario—.Llegó a sentir pavor con la sola idea debajar a alguno de ellos, hasta ese puntollegó.

El inspector se había quedadoparalizado, los ojos sin pestañear y elcigarrillo adherido a los labiosentreabiertos.

—¿Qué ha dicho? —balbuceó—.

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¿Que oía gritos?—Sí, aunque no siempre. Supongo

que escucharía un ruido raro en algunaocasión, y a partir de ahí su imaginaciónhizo el resto. Eramos muy amigos, y melo contó todo con bastante detalle. Yo leseguía la corriente, claro, e intenté queno lo supiesen los superiores para evitaruna baja forzosa. Pero él empezó anegarse a trabajar en el pozo delCallejón de las Once Esquinas, yentonces no hubo nada que hacer.

Alterado, Garcés tomaba notas en sulibreta. Levantó la vista para preguntar:

—¿Bajo el Callejón de las OnceEsquinas es donde Balmes creyó oír losgritos?

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El otro asintió, completando surespuesta:

—Yo era compañero suyo en losturnos. La noche en la que sufrió elprimer susto nos encontrábamos demadrugada limpiando el pozo de esacalle tan escondida. A pesar de lo quedijo, yo no escuché nada. Me dio muchapena todo aquello. Supongo que soncosas de la edad, él estaba ya mayor.Aunque nunca se me ocurrió que podríasuicidarse… Qué triste, con lo que fue:no hay nadie en Zaragoza que se conozcalas redes de alcantarillado como él. Lamente humana es un misterio.

«Lo que es un misterio es lanaturaleza humana», modificó el

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inspector, «que no es lo mismo». Soloasí se explicaba que hubiese asesinoscomo los que creía estar a punto dedescubrir con sus pesquisas. ¡Por finalgo parecía cuadrar! Garcés llevabadías necesitando con desesperaciónalgún indicio, por ligero que fuese, quele confirmase que iba por buen camino.Y en aquel instante, cuando estaba apunto de tirar la toalla, lo encontró. Y esque lo de los gritos encajaba bien con elhecho de que todos los jóvenesdesaparecidos que habían relacionadocon Álex vivieran cerca de accesos a lared antigua de alcantarillas, y tambiéncon lo del juego de los túneles. Otrotema, por supuesto, era encontrar el

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sentido que aquello podía tener; perotodo a su tiempo.

—Incluso hace bastante añoscontaron con él como asesor paraelaborar un plano subterráneo deZaragoza —el funcionario seguíahablando con la mirada triste—. Poraquel entonces ya era el mejor en sutrabajo. Qué pena.

Por segunda vez, aquel tipo lograbaque Garcés alzase la cabeza de sulibreta, dominado por un poderosointerés que le revitalizaba comodetective. El policía intuyó que en aquelnuevo dato podía estar la clave paradelimitar el siguiente paso de suinvestigación.

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—¿Un plano subterráneo? —seapresuró a repetir—. ¿Quién lo elaboró?¿Se acuerda?

El interrogado resopló.—Han pasado muchos años, unos

treinta. Solo puedo decirle que eran dela Universidad de Zaragoza, eso seguro.Y se trataba de un trabajo relacionadocon los túneles romanos.

Garcés se quedó boquiabierto.—¿A qué túneles romanos se

refiere?—Bueno, ahora ya no existen, se

tapiaron definitivamente en los añossetenta, poco después de que se hicieseel mapa que le digo. Se trata de unasgalerías romanas subterráneas que

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recorrían lo que es ahora el cascohistórico de la ciudad. Nunca se hanexcavado en su totalidad, de hechoapenas se conocen; por eso alguienquiso dibujar un plano antes deenterrarlas y encargó el trabajo para elque colaboró Balmes. Aun así, por lovisto, esos túneles no tenían muchovalor.

—Vaya historia, no tenía ni idea —comentó admirado el inspector, cada vezmás cautivado por aquella valiosainformación.

—A principios del siglo pasadotodavía debían de verse en algún tramo—continuó el otro, animado por el gestoexpectante de su oyente—, pero con la

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construcción de la red moderna dealcantarillado, en mil novecientoscuarenta y dos, se cerraron casi en sutotalidad. Y esa es la historia.

Segundos después, el inspectorcorría hacia su coche. Su próximodestino: la universidad. Presentía que,por fin, estaba dando pasos que leconducirían al —cada vez más—siniestro origen de la desaparición deÁlex. ¡Parecía estar ante el caso másrelevante de su vida!

Le sonó el móvil cuando entraba ensu vehículo. Reconoció el número de lacomisaría, lo que de un golpe le hizoaterrizar en la realidad. ¡No podíaabandonar su puesto de trabajo sin dar

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explicaciones! Seguro que llevabanbuscándole toda la mañana. Mientrasarrancaba, empezó a modelar la mentiraque contaría a sus compañeros paraseguir camuflando las investigaciones.

* * *

Para cuando Lucía se sintióinmovilizada por detrás, ya resultótardío su intento de gritar unaadvertencia a sus amigos, pues una manoenorme se cerró con fuerza, como uncepo, sobre su boca. Sus inminenteschillidos se convirtieron en unosgemidos ahogados cuya intensidad no

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alcanzó a Mateo y Gabriel, sobre todoporque sus voces estaban subiendo detono. El susto de ella empezó entonces atransformarse en pánico.

Su aterrorizada mente no lo entendía.¿De dónde había salido aquel tipo, delque solo distinguía una extrañaindumentaria negra consistente en unatúnica y un pasamontañas? ¿Es que semovía en la oscuridad? Lucía solo sehabía adelantado unos pasos desdedonde se habían detenido, hasta unacavidad bastante amplia donde confluíanvarios túneles. Si incluso oía a Gabriely Mateo discutir…

Pataleó con energía, intentandozafarse de aquel abrazo rotundo que la

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mantenía paralizada y muda, pero nosirvió de nada ante el tamaño de quienla había cazado. Ni siquiera pudohacerse con su navaja, y la linterna lefue arrebatada en medio de susconvulsos movimientos. Se sintiólevantada del suelo cuando su captor, yabien sujeta la presa, inició un silenciosoavance hacia uno de los corredores máspróximos. A punto de desmayarse delshock, tuvo la certeza de que si nolograba soltarse de aquellos brazoshercúleos antes de ser arrastrada a lasprofundidades, jamás volvería a lasuperficie… viva.

El gigante silencioso, cuyo rostro noveía, la manejaba con desoladora

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facilidad. Ambos se introdujeron en elpasadizo y, encorvados, continuaroncaminando, aunque ahora con la linternaapagada. Lucía, a quien la oscuridad aúnatemorizó más, no podía creerlo: elindividuo conocía tan bien la ruta que nisiquiera titubeaba en sus pasos.

Unos amortiguados gritos quepronunciaban su nombre sorprendieron aLucía llorando exhausta, abandonadospor fatiga sus intentos de fuga. EranGabriel y Mateo, que debían de estarbuscándola. El gigante se detuvo uninstante ante aquellos sonidos, comocalibrando por el origen de las llamadassi los amigos de la chica iban en buenadirección. Lucía comprobó, notando

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cómo su fe en sobrevivir se quebraba enmil pedazos, que el secuestradorreanudaba la marcha volviendo aencender la linterna con una tranquilidaddemencial.

Enseguida dejó de escuchar aquellasvoces que la mantenían aferrada a laesperanza, anuladas por tantos metros detúnel y de recodos, a las que sustituyó larespiración entrecortada del que latransportaba casi como un fardo. ¿Quépodía hacer?

Algo más tarde llegaban hasta unagalería sin salida, ya que mostraba en suextremo un tabique tan pétreo como losque constituían los laterales de aquellospasadizos. Sin embargo, para sorpresa

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de Lucía, no se detuvieron y atravesaronel corredor en su totalidad. Solo cuandose encontraban tan cerca del final queiban a estrellarse, ella notó algo raro enlas piedras que bloqueaban el paso. Sududa se solucionó cuando el gigante selas ingenió para, sin soltar a suprisionera, apartar de delante de ellos loque en realidad no era un muro sino unacortina con una foto impresa de unapared de sillar. Lucía observabaanonadada, y tuvo que reconocer que elefecto de aquel truco, con el débilresplandor de la linterna, era muy real.

Tras la tela había una puerta demadera maciza tan bien conservada queno podía ser antigua.

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—Si te mueves o gritas, teestrangulo —murmuró el gigante aLucía, enfocándole a la cara ycolocándose entre ella y el tramo libredel corredor.

La registró entonces sin muchosmiramientos, arrebatándole la navaja yel espray, y después la empujó contra laentrada mientras él sacaba una llave deuno de los pliegues de su túnica yprocedía a usarla en la cerradura de lapuerta. Ella aprovechó entonces paradejar caer al suelo una delgada pulserade tela verde que siempre llevaba en sumuñeca derecha, en un tímido intento dedejar alguna pista, algún rastro.

Desde el interior de la puerta se oyó

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un sonido seco de resorte: la llave habíaconcluido su giro desbloqueando elmecanismo. Impulsada la gruesa hoja demadera por el gigante, al momento seabría ante ellos una nueva galería, tanestrecha como las anteriores perodistinta en otros aspectos: bienconservada, lucía paredes regularesdesde las que células fotoeléctricasestratégicamente situadas activaban lailuminación de determinados tramos encuanto detectaban el paso de alguien. Aaquel pasadizo también le habíanincorporado un falso techo en el que sedistinguían diversas rejillas, focos yotros detalles que teñían la víasubterránea de un inesperado aspecto

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tecnológico. Lucía, en medio de suestupor, alucinaba con la existencia deaquel submundo. Alguien habíainvertido allí millones de euros. Muy enel fondo, su vocación informática seremovió con interés.

El gigante, cuyo rostro enorme demandíbulas que parecían desencajadas,pómulos abultados y ojos diminutoscontemplaba por primera vez, no la dejódescansar mucho de todos modos.Enseguida cerró el portón —la pulseraen el suelo desapareció de su vista—, laatenazó con sus brazotes y, sin volver amediar palabra, la siguió llevando pordiferentes pasillos. No se cruzaban connadie. Lucía, recuperando el instinto de

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supervivencia después del desconciertosufrido por aquella última sorpresa, sepreguntó por dónde andarían Gabriel yMateo. Ella misma se respondió,abatida, que aun en el improbable casode que lograsen llegar cerca de aquelsector subterráneo y descubriesen supulsera, jamás superarían el obstáculode la puerta. Deseó entonces que no laestuviesen buscando, que hubieranescapado cuando todavía estaban atiempo y hubiesen avisado a la policía,que por fin sabría dónde buscar. De esemodo, si con su captura —y posiblemuerte— Lucía había conseguido poneren evidencia todo aquel montajeincreíble y ayudado a localizar a Álex,

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habría merecido la pena sacrificar suvida. Muchas se salvarían sidesarticulaban aquel tinglado depesadilla.

«No obstante», se dijo Lucía,«intentaré luchar hasta el final. Seanquienes sean, no les daré facilidades».

A partir de haber atravesado aquelmisterioso umbral de madera, o quizácomo consecuencia de su estado máscalmado durante los últimos minutos ydel cansancio que provocaba ella mismacomo carga, Lucía apreció una mínimarelajación en quien la sujetaba. Dehecho, se dio cuenta de que sus piernasse balanceaban libres, lo que antes noocurría. ¿Aquella circunstancia le

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otorgaba alguna posibilidad de soltarsey huir? Empezó a pensar que sí,bloqueando la tentación de rendirse pormiedo y soledad.

Recordó que su calzado eran unasbotas de tacón grueso, dato al que unióel hecho de que sus piernas se manteníanahora sin sujeción entre las de aquelhombre, quedando próximas a una buenadiana: los genitales. Allí estaba laoportunidad, aunque tendría que calcularbien porque solo dispondría de unintento. Se trataba de dar la patada haciaatrás más fuerte y directa que pudiera.

Entraron en una nueva zona que nose iluminó cuando accedieron al radiode acción de las células fotoeléctricas

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correspondientes. Sin embargo, ayudadapor la luz de su linterna, que ahoraportaba encendida el gigante, Lucía vioque estaban a punto de llegar a un nuevonudo de galerías; era el sitio perfectopara la maniobra planeada si queríapoder escapar, así que esperóconcentrándose al máximo. Se jugaba lavida en ello.

A los pocos segundos llegaban alenclave, él atento a la siguientecombinación de túneles, ella procurandoadelantar las piernas todo lo posible,para incrementar la fuerza de su golpe.En cuanto llegaron al centro de aquellacavidad, Lucía disparó sus extremidadesinferiores hacia el punto débil que su

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raptor había dejado desprotegido deforma inconsciente. Acertó con talcontundencia que fue soltada deinmediato, junto con la linterna que elraptor dejó caer al tiempo que proferíaun aullido y se desplomaba de rodillas,las manos cubriéndose demasiado tardela entrepierna.

Lucía no se lo pensó dos veces: sinperder un segundo, recogió la linternaque todavía alumbraba, recuperó sunavaja y, dándose la vuelta, comenzó acorrer como alma que lleva el diablo.Atrás dejaba la figura encogida delgigante, todavía retorciéndose de dolor.

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* * *

—¡Juntos, joder, dije juntos! —vociferóGabriel, perdiendo los estribos porcompleto—. Mateo, iba delante de ti,¿no? ¿No la viste apartarse de la fila?

El pijo bajó los ojos, sintiéndoseculpable.

—Al parar dejamos de ir en fila, yya no me fijé. Quizá se adelantómientras hablábamos…

Para cubrir esa posibilidad, ambosavanzaron por el túnel unos metros másy llegaron hasta un amplio enlace decorredores: se trataba de una especie de

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caverna redonda donde desembocabanseis pasadizos, a cuya entrada, apoyadaen una pared, se encontraron con lamochila de Lucía.

—¿Por qué no habrá esperado a queviniéramos todos? —se preguntabaMateo, al borde de la histeria—. Hadebido de ponerse a cotillear justo antesde nuestra discusión, llegando hastaaquí. ¡Mujeres!

—Al menos está claro que no se leha caído la mochila ni se la hanarrancado —dedujo Gabriel—. Si ladejó con cuidado ahí, igual es que solose ha desorientado y no está en peligro.

Los dos chicos se fueron asomandopor todos los túneles que terminaban en

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ese lugar, gritando el nombre de suamiga. Nada.

—No puede haber ido lejos, tío —observó Mateo, cuya voz temblaba—.Empecemos a recorrer los túneles. Perosin separarnos, ¿eh? La encontramos ynos largamos de aquí a toda leche.

Gabriel asintió, aunque ahoradudaba que el rescate fuera tan sencillo.Y es que si solo se hubiera perdido,incluso aunque hubiese ganado bastantedistancia al intentar volver, Lucía habríaoído sus gritos o los habría llamado ellamisma. Y en ambos supuestos algohubieran escuchado. Estaba convencidode ello, teniendo en cuenta el tremendosilencio que imperaba. Y es que debían

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de encontrarse ya a unos diez o docemetros por debajo del nivel de la calle.

El intelectual recogió la mochila deLucía e hizo una seña a Mateo.Desenfundando su machete de monte,entró en el primer pasadizo que tenían ala izquierda. El pijo le siguió,comprobando el seguro de su pistola deperdigones y tanteando su propiocuchillo.

Aquella galería era más estrecha quelas anteriores y su trazado mucho mássinuoso, por lo que Gabriel dejaba dequedar a la vista de Mateo de formaintermitente. Lo peor, sin embargo, eraque empezaron a aparecer múltiplesgrutas a los lados.

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—Esto se complica —advirtióGabriel en un susurro—. Si seguimosasí, va a ser imposible adivinar pordónde se ha movido Lucía. Debemos deestar llegando a la zona más primitivade esta obra romana. ¿Qué hacemos?

—Ese túnel da la impresión de estarmás usado, ¿verdad? —Mateo señalabacon el dedo, insistente—. Vayamos porahí, venga.

—Tranquilo, esto no es unacontrarreloj. Si nos precipitamospodemos cometer más fallos.

—Sí que es una contrarreloj,Gabriel.

El intelectual tuvo que callarse antela repentina lógica de las palabras de

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Mateo. Sí. Por Álex, y en aquelmomento también por Lucía, todoquedaba comprendido bajo una terriblecarrera en la que ya había comenzado lacuenta atrás. Su certera convicciónsobre tal circunstancia era justo lo queles había llevado hasta allí aquellamadrugada, metidos en la boca del lobo,mostrando una valentía y una fidelidadque alguien habría podido tachar desuicidas. Pero es que hacía días queÁlex Urbina había pasado a ser elnombre del mayor desafío al que seenfrentarían en toda su vida. Y lo sabían.

Gabriel, dando por zanjada lacuestión, se fijó en lo que decía suamigo y estuvo de acuerdo. Aquella

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zona ofrecía un aspecto más transitado:menor suciedad, mayor amplitud e,incluso, las piedras sobresalían delcamino con los bordes pulidos, como siya hubiesen sufrido innumerablespisadas.

Al intelectual le pareció absurdohablar de «tránsito» en el interior deunos corredores subterráneos que sesuponían abandonados mucho tiempoatrás, aunque a aquellas alturas todo eraposible. Además, se percató de que laatmósfera no estaba tan cargada comohabría sido previsible en una cavidadsin más ventilación que las invisiblesranuras del propio terreno. Sin duda,aquel hecho constituía una prueba de que

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aquellas galerías habían sido utilizadasdurante los últimos años. Una prueba,por tanto, de que se estabanaproximando de forma peligrosa aloscuro confín donde tenía que hallarseel secreto de la desaparición de Álex.Gabriel no pudo evitar recordar aquellacreencia del pasado en virtud de la cualel Infierno se encontraba en lasprofundidades de la Tierra. Pesadillas yrealidad se confundían en aquel entornoclaustrofóbico. Se esforzó en no pensar,solo así aguantaría. Mateo le pisaba lostalones en un estado casi febril.

Persistieron avanzando, infatigablespor el temor de perder a Lucía. Un túnel,dos, tres; giros a la derecha, elección

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del lado izquierdo de una nuevabifurcación… Se estaban quedando sinaliento y de su amiga no distinguían elmás mínimo rastro.

—¡Ah, qué asco! —Mateo se olvidóde la discreción cuando enfocó con lalinterna a una peluda rata gris, de rabomuy largo, que, asomando sus diminutasgarras delanteras sobre un saliente, ni seinmutó cuando ellos pasaron a su lado.Aunque Gabriel se abstuvo de hacercomentarios para no intranquilizartodavía más a Mateo, sabía que las ratasque no se asustan de las personasdemuestran con su comportamiento queestán acostumbradas a ellas. ¿Quién oquiénes recorrían aquella fúnebre red de

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túneles con asiduidad?En unos minutos alcanzaron una

nueva estancia donde volvían aconcurrir diferentes pasadizos, entreellos aquel por el que habían salidocomo vomitados.

—Esto es una locura, Mateo —asumió Gabriel, frenando a su amigo—.No podemos seguir.

El pijo se revolvió, rabioso:—¿Pero qué dices? —estalló—.

¿No eres tú el que siempre habla deunidad, de fidelidad al grupo?

Los ojos azules de Mateo, queresaltaban sobre su rostro sucio yhúmedo de sudor, se veían enrojecidos.Llevaba toda su cara ropa hecha una

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pena. Vaya pinta de trogloditas debíande llevar los dos. Gabriel se aproximó aél, mirándolo con cariño, y le obligó agirar sobre sí mismo repetidas veces. Elpijo, a la tercera vuelta, se lo quitó deencima.

—¿Estás loco o qué? —le increpó,sin calmarse—. ¿Por qué has hecho eso?

Gabriel se había ido moviendo a sualrededor, y antes de contestar le pidióque no alzase la voz. Estaban enterritorio hostil, no había que olvidarlo.

—Lo he hecho para que te descuenta de la situación —terminórespondiendo—. ¿Serías capaz, ahora,de decirme por qué túnel hemos llegadohasta aquí?

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Mateo pareció no entender, así queel intelectual volvió a hacerle lapregunta, siempre cuchicheando:

—Que si podrías indicarme de cuálde estos túneles hemos salido, Mateo.

Ambos se fueron girando conlentitud, mientras el pijo asimilaba loque le pedía su amigo. Contó nuevetúneles, todos idénticos en apariencia.Descartó uno por demasiado alto.Quedaban otros ocho. Entonces entendiólo que pretendía Gabriel forzándole aparar, y se echó a llorarcompulsivamente. ¿Cómo iban aencontrar a Lucía, si ellos mismosestaban perdidos? Gabriel se juntó a él yle abrazó.

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—Tranquilo —le dijo—, yo me hefijado por los dos. Hemos venido porese pasadizo que tienes enfrente. Peroaun así no podemos continuar —Gabrieltenía que retomar la decisión, no habíamás remedio—. Aunque sea sin Lucía,hay que volver. A mí también me duele,pero esto se nos ha ido de las manos.Retrocedamos antes de que seademasiado tarde; solo si logramosregresar los ayudaremos de verdad.Quizá incluso es Lucía la que ahora nosestá buscando. Volvamos.

«La matarán», acertó a vocalizarMateo entre sollozos. «Si la pillan, esosbestias la matarán». Gabriel no quiso nioír aquello; aquel repentino beso que

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ella le diese el día anterior le ardía muyadentro.

—Qué va —negó, en un tonoquebradizo—. Ella es más lista quenosotros dos juntos. Ya verás, ahoralevanta y volvamos. Necesitamos airefresco con urgencia.

Mientras Mateo se mantuviese enaquel estado, Gabriel no se permitiríadar rienda suelta a su verdaderasituación interna, tan devastada deánimo como la del pijo. No se lo podíanpermitir. Sin embargo, era consciente deque, salvo aquel primer túnel, no iba aser capaz de recrear todo el recorridoque habían hecho para poder llegar hastalas alcantarillas. «Lo tenemos crudo», se

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sinceró en lo íntimo. «No podremossalir de aquí. Y ni siquiera puedoexteriorizar mi miedo».

Se habían comportado comoestúpidos, aunque no cabía ningunarecriminación: ¿quién habría podidoimaginar que allí abajo existía tallaberinto? Aquella última palabra letrajo a la memoria sus conocimientossobre mitología griega. Según esta, elhumano Teseo, al entrar en el laberintode Creta en busca de Ariadna,prisionera de un monstruo llamadoMinotauro, había ido desenrollando unovillo de lana conforme avanzaba parasaber cómo escapar de allí al terminarsu misión, ya que bastaría con seguir el

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hilo en dirección contraria paraencontrar la salida. Gabriel deseó haberhecho lo mismo.

El Minotauro. Un ser gigante, fiero,mitad hombre mitad toro. ¿Y ellos?¿Contra qué monstruo se enfrentaban enaquellas profundidades?

Al introducirse en el pasadizo, unsonido amenazador los alcanzó por laespalda. Gabriel apresuró susmovimientos poco ágiles. Aunque habíaformulado una pregunta en su cabeza, noalbergaba ningún interés en satisfacer sucuriosidad tan pronto.

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9COMIENZA LA CUENTA

ATRÁS

Garcés no había podido continuar suspesquisas para dar con el paradero deÁlex, ya que José María Ramos estabaencargándose de un robo con violenciaen una joyería próxima a la plaza de SanFrancisco y le necesitaba. Su llamada almóvil del inspector sí había sidocontestada, y ahora Garcés ultimaba larecogida de datos en el escenario deldelito, aunque con la cabeza puesta en elotro caso.

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Y es que, a pesar de que todavía notenía nada claro lo que ocurría con lasdesapariciones comprendidas en suinvestigación, una potente corazonada seabría paso entre la incredulidad con laque procuraba defenderse de lasesperanzas ajenas. Por fin había tomadola decisión de apoyar los esfuerzos deGabriel, Lucía y Mateo: Álex no semarchó por su propia voluntad, y no leresultaba descabellado que los demáschicos desaparecidos tampoco lohubieran hecho. El problema, mientrasse encargaba del asunto, era demostrarlopara poder dedicarse a ello en exclusivay contar con el apoyo del resto de suscompañeros.

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Garcés recordó que los amigos deÁlex Urbina tendrían que haberlellamado por teléfono aquella mañana, yaque en eso habían quedado el díaanterior, pero no dio importancia a aquelincumplimiento; a lo mejor habíanacabado por aceptar que tenían queesperar a que las labores policialesdieran su fruto.

Ramos y él terminaron de reunir lainformación sobre el atraco media horadespués. Allí ya no había nada quehacer, de modo que volvieron en coche ala comisaría para rellenar el expediente.

—Oye —pidió el inspector a JoséMaría, ya en las dependencias policiales—, ahora tengo un tema urgente. ¿Te

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importa encargarte del papeleo ycomprobar la denuncia, por favor?

—De acuerdo —aceptó el otrodetective, poniendo una cara un pocorara y sin decidirse a irse a su mesa—.Paco, ¿tienes algún problema?

Aquel comentario pilló por sorpresaal aludido, que se encogió de hombrosal contestar:

—No, ¿por qué?—No sé, llevas unos días distinto,

como ausente. Te encierras en tudespacho, te marchas de la oficina ynadie sabe adónde vas… Comocompañero tuyo de la unidad, no meimporta encargarme de algunos de tuscasos si lo necesitas, pero…

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Garcés estuvo a punto de explicarlela verdad a Ramos, pero no llegó adecidirse. Aún estaba todo demasiadoen el aire. En cuanto tuviese algúnindicio más, pondría al corriente a sucompañero.

—Son solo… unos temas familiares—mintió, incómodo—, eso es todo.Gracias por tu preocupación, no es nada.En un par de días estaré como nuevo, yaverás. Luego hablamos.

Garcés se dirigió hacia su despachosin esperar respuesta, dejando a sucompañero parado en medio del pasillo,siguiéndole con la mirada. Pero es queno tenía tiempo que perder.

De hecho, no había malgastado ni un

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minuto durante aquella mañana, ya queincluso durante el trabajo en la plaza deSan Francisco su cerebro habíacontinuado meditando en torno al casode Álex. Gracias a ello había caído enla cuenta, por primera vez, de un detallemuy, muy preocupante: el ataque quesufrió Gabriel en la autopista deBarcelona —que el policía no habíaterminado de aceptar como vinculado alexpediente de Álex hasta entonces—demostraba que la organización criminala la que se enfrentaban conocía ya, enaquel prematuro momento, que loschicos estaban investigando ladesaparición de su amigo. Antes,incluso, de que se metiesen en el

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servidor que controlaba el sangrientojuego de los túneles y fueran detectadosallí.

¡Eso contradecía, por tanto, lahipótesis que habían aceptado desde unprincipio para trabajar! Según esta, loque había puesto sobre aviso a losasesinos era el acceso no autorizado a labase de datos del servidor del juego delos túneles, maniobra que Gabriel, Lucíay Mateo habían llevado a cabo en casadel pijo y que había provocado elposterior asalto nocturno.

Aquella teoría ya no servía, estabaclaro, pues el ataque en la autopista eraanterior al descubrimiento del juego.Pero entonces, ¿cómo cono sabían tan

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pronto los implicados en la falsa fuga deÁlex que sus amigos estabaninvestigando? Porque, de acuerdo conlas notas del inspector, lo único quehabían hecho los chicos en lo referente aÁlex antes de la noche del asalto era,por un lado, reunirse en el chalé deMateo, donde Gabriel les habíacomunicado lo de las llamadas perdidas,y, por otro, venir a entrevistarse con élen la comisaría. Ni siquiera esta últimainiciativa contaba, pues para entoncesGabriel ya había recibido el mensaje-trampa desde el móvil de Álex.

Garcés repasó con detenimiento elexpediente y no halló ningunaexplicación. Qué opaco era todo lo que

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rodeaba aquel caso.Decidió dejar ahí la incógnita y

abordar la otra idea que se le habíaocurrido durante la mañana, para lo quenecesitaba repasar, por enésima vez, elcontenido de los expedientes de losdesaparecidos en circunstanciassimilares a Álex. Así lo hizo, y en unosminutos confirmó satisfecho susospecha: todos aquellos chicosllevaron a cabo sus aparentes escapadasen noches en las que se encontrabansolos en casa. Si bien este hechoencajaba con la ahora dudosaexplicación de que hubiesen abandonadosu hogar por propia voluntad, tambiénpermitía otra posibilidad: que alguien

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estuviese con ellos durante aquellasúltimas horas, obligándolos a escribirlas cartas de despedida. Talplanteamiento justificaría, además, elextraño dominio informático del quehabía hecho gala Álex justo antes dedesaparecer: quien le forzó a dejar unmensaje de despedida —por tanto, porqué no decirlo con claridad, quien leestaba secuestrando— también se debióde encargar de borrar rastros en elordenador.

Aquellas suposiciones encajaban tanbien, ataban de forma tan firme algunoscabos, que Garcés las aceptó sinmayores evidencias. Para avanzar, enmuchos casos había que emplear la fe.

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El único obstáculo que surgía entoncesera razonar cómo habían logrado losdelincuentes acceder a los pisos dondevivían las víctimas elegidas. ¿Acasoquedaban con ellas?

La respuesta, una vez más, tenía queestar en el chat. El inspector apostó porello. Solo así los raptores podían lograrla confianza de los elegidos, averiguarcuándo estos se iban a quedar solos encasa y, por supuesto, enterarse de dóndevivían y quedar con ellos la nocheclave. Quizás aquella organizacióncriminal dedicaba meses a conquistar acada uno de los jóvenes.

Garcés escribió unas últimas notasen su libreta, y después comprobó si su

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jefe había salido, lo que pudo confirmaral asomarse al despacho vecino y verlovacío. Era, pues, el momento parareanudar sus investigaciones fuera de lacomisaría, así que se puso la cazadora ysalió del edificio con la mayordiscreción posible. Por suerte, tampocoRamos se cruzó en su camino.

«Próxima estación», simuló Garcéscomo si estuviese en un tren o un metro,«la universidad». Tenía que averiguarquién elaboró el plano de los túnelesromanos de Zaragoza para el quecolaboró Balmes años atrás y si seconservaba algún ejemplar. Estainformación era vital si, tal comoempezaba a concebir, una oscura trama

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se agazapaba en las profundidades de laciudad.

Mientras caminaba por la acerahacia su coche, la imagen de Gabriel, lainformática y el pijo le vino a la mente.Seguían sin dar señales de vida. Ojalálos pudiese localizar dentro de pocopara darles buenas noticias. Ojalá.

* * *

Lucía corrió hasta quedarse sin fuerzas,atravesando varias galerías que ledemostraron la increíble tela de arañade pasadizos que existía bajo las callesdel casco histórico de Zaragoza. En su

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huida le resultaba imposible ocultarse,pues conforme llegaba a los diferentestramos iba provocando que las luces,siempre con idénticos mecanismosfotoeléctricos, se disparasen delatandosu trayectoria. Tampoco encontró lapuerta de madera, pero le dio igual: nohabría podido abrirla, pues no disponíade la llave, y además recordaba elacceso, demasiado macizo como paraque fuese posible derribar el portón sinmás herramientas que su propio cuerpo.

En su avance indiscriminado, ya máslento, dejó el área de los túnelesmodernos para aparecer en un sector deaspecto medieval. Allí los focos habíansido sustituidos por frecuentes antorchas

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encendidas. Estas estaban enganchadasen unos aros metálicos empotrados enlas paredes y crepitaban haciendodanzar las sombras de sus propiasllamas. «Bueno», se alentó ella,viéndose libre de los focos chivatos, «alo mejor aquí sí puedo esconderme».

La joven miraba hacia todos loslados, intentando hacerse una idea deaquella zona antes de reanudar suavance. Desde luego, por su respiraciónfácil y por la viveza de los fuegos,aquellas galerías tenían que disponer debuena ventilación. ¿Querría eso decirque estaba cerca de alguna salida? Lainformática no quiso hacerse ilusiones,pues su orientación, si es que valía de

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algo en aquel mundo subterráneo, lehacía intuir que en su huida no habíahecho más que bajar. Igual se encontrabaa más de treinta metros de profundidad.Era muy posible.

Lucía se percató de que latecnología seguía presente en aquelloscorredores, a pesar de su aparienciaantigua. En efecto, unas reducidassemiesferas que sobresalían del techo leadvirtieron de que aquel sector no seencontraba libre de cámaras de vídeo. Yentonces, sintiendo un escalofrío, cayóen la cuenta de algo: aquellos túneles…aquellas antorchas… las cámaras…Dios…

Ese lugar ya lo había visto antes,

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aunque jamás había estado allí. ¿Un dejàvu? No. Se trataba del mismo escenarioque les ofreció el terrible juego al queaccedieron en el chalé de Mateo cuandorobaron las claves. Estaba dentro,joder… dentro del mismísimo juegoasesino.

Ella sudaba, comprendiendo porprimera vez el auténtico peligro quecorría, al tiempo que desentrañaba enparte el misterio de Álex. ¡Su amigohabía estado recorriendo aquellosmismos pasadizos! Una voz interior leadvirtió de que Álex no había logradosalir, y aquella información le puso lapiel de gallina. ¿Se convertiría ella en elpróximo personaje de aquel rol real? De

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cumplirse la espantosa conjetura,¿significaría que su amigo estabamuerto?

Lucía se imaginaba ya en unapantalla de monitor, espiada por losojillos sádicos de algún enfermo jugadorque habría pagado un alto precio por vermorir a alguien… lentamente.

No se permitió llorar ni dejarse caeral suelo vencida de antemano por lamagnitud de los acontecimientos. Nomostraría una imagen tan débil paradiversión de clientes anónimos. A fin decuentas, si el objetivo del juego eraaniquilar al personaje de turno, ella ibaa vender cara su piel, no seria unavíctima sumisa preparada para el

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sacrificio.La informática se negó a seguir

pensando y comenzó a andar,procurando mitigar el ya de por síescaso ruido de sus pisadas gracias a lasbotas. En medio de su desorientación, seencontró con algunos pasadizos ciegos,sin salida, lo que la obligaba a volversobre sus pasos de vez en cuando. Peroni siquiera entonces se permitía el másleve sonido. Durante aquel avance mudollevaba la navaja abierta en una de susmanos, mostrando la afilada hoja,preparada para usarla en cuanto fuesepreciso. El instinto de supervivencia ledaba energías.

El extraño hecho de que no se

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hubiese encontrado con nadie todavía, nisiquiera con el gigante al que habíadejado postrado de dolor en algún lugarde aquel subsuelo diabólico, terminó alos pocos minutos, cuando dosindividuos ataviados con túnicas ypasamontañas negros surgieron de untúnel lateral avanzando con rapidezhacia ella, armados con puñales de filocurvo. No la llamaron, ni gritaron, ninada. Solo se aproximaban a buenavelocidad.

Lucía echó a correr como una loca alverlos, sin un rumbo fijo aparte delopuesto a la galería de la que susperseguidores procedían. Aquello era lopeor: no saber hacia dónde ir, sentirse

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atrapada en aquella maraña de pasajesmientras otros la observaban al modo dequien se entretiene contemplando cómoun hámster se mueve en una jaula. ¿Porqué había surgido aquella pareja detipos extraños? ¿Lo habría ordenadoalguien a kilómetros de distancia,mediante algún comando presionado enel teclado de un ordenador? ¿Laintentaban capturar como detectadainvasora de unas instalacionesparticulares, o es que ya estabainterviniendo en el rol asesino, siendoentonces el personaje que no debeescapar con vida?

La informática no tuvo suerte enmedio de sus reflexiones, y enseguida

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tomaba un recodo que conducía a uno deaquellos pasadizos sin salida que yaconocía. Se volvió para intentarrectificar, pero era tarde: los individuosde negro interrumpían ya el trechonecesario para alcanzar un nuevo túnel,lo cual sabían puesto que se habíandetenido y aguardaban su próximomovimiento, con los cuchillos alzados.Lucía, soportando una impresión tandura que casi no podía respirar, aún sehizo una pregunta más: ¿querríanmatarla, o solo apresarla? No tardaríamucho en averiguarlo, a la vista de laperspectiva tan poco halagüeña que sele ofrecía.

Los dos tipos abandonaron su actitud

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expectante muy pronto e iniciaron unpaulatino avance hacia ella, separándosetodo lo que permitía la anchura del túnelpara que no pudiese defenderse deambos a la vez. Apenas a un metro dedistancia de Lucía, cuando ya esta habíaempezado a blandir su navaja y aproferir amenazas para intentar que sedetuviesen, uno de aquellos sicarioshabló, con una voz cuya tranquilidadsorprendió a la chica:

—Has entrado en un recinto privadosin autorización —dijo—. Tira lanavaja, no nos obligues a hacerte daño.Solo pretendemos sacarte de aquírápidamente, estás interfiriendo en lasactividades del centro.

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Lucía soltó una risa sarcástica, quesin embargo no pudo disimular sumiedo.

—¡Vaya! Pues si se trata de que melargue de este sitio, basta con que medigan cómo llegar a la salida y lo harésolita.

Aunque no pudo distinguirlo por lospasamontañas, adivinó sonrisas en losrostros invisibles que tenía delante.

—No va a ser posible, lolamentamos —continuó el que hablaba,manteniendo su voz de cadencia neutra—. No podemos permitir la presenciade desconocidos armados, seguro que loentiende.

El otro tipo alargó un brazo con la

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palma de la mano abierta.—¿Por qué no nos da la navaja y

terminamos con esta incómodasituación? —terminó el primero en sutono artificial, que parecía ensayado—.Désela a mi compañero…

En aquel instante, un potente focoorientado hacia la cabeza de Lucíadesde más atrás la deslumbró, dejándolaciega el suficiente tiempo como parapermitir que los tipos de negro seabalanzasen sobre ella. Lucía,imaginando la maniobra, dirigió subrazo armado hacia delante con fuerza,pero no sirvió de nada; los otrospudieron esquivarlo con facilidad yentre los dos la inmovilizaron antes de

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que pudiese volver a lanzar una segundaestocada.

—¡Déjenme, déjenme!Lucía gritaba mientras procuraba

soltarse de sus captores conmovimientos bruscos. Ellos habíanguardado los cuchillos, lo que constituíaun síntoma esperanzador, pero por lodemás no estaban resultando muycompasivos: sin mediar palabra habíanempezado a retorcerle el brazo con elque aún intentaba herirlos, hasta lograrque, entre gemidos de dolor, soltase lanavaja. Entonces la informática se pusoa lanzar chillidos pidiendo socorro.

—Yo que tú ahorraría fuerzas —lerecomendó el que había intentado

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negociar con ella minutos antes—.Nadie puede oírte aquí, y te van a hacerfalta.

Mientras la arrastraban por elpasadizo, anulada ya por la sensación deindefensión y de aislamiento frente alpeligro, aún pudo repetirse aquellasúltimas palabras: «Te van a hacer falta».¿Para qué iba a necesitar todas susfuerzas? ¿Qué le preparaban? Unhormigueo de horror le fue devorando elcuerpo. Qué fallo habían cometido alignorar las advertencias del inspectorGarcés y haberse adelantado a susinvestigaciones. Lucía se daba cuenta delo torpes, de lo ingenuos que habíansido. ¿Quiénes se habían creído que

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eran, un puñado de críos desafiando auna organización de asesinosprofesionales? Hay errores que se pagancon la vida.

Lucía, al tiempo que se castigabacon las recriminaciones, resucitó en sumente una imagen reciente de Gabriel yMateo, para intentar hallar algúnresquicio de valor. ¿Dónde estarían enaquel instante? Si se hubieran vuelto atiempo…

Los dedos enguantados de aquelloshombres se clavaron en el cuerpo de lajoven dando un nuevo empujón. Ibaagarrada como una presa de caza.Aunque era imposible hacerse una ideaexacta de las distancias allá abajo, la

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informática intuyó que la estabanllevando al mismo corazón de aquelsatánico laberinto. De fondo, suavescorreteos de ratas que no veía llegaban asus oídos. Escapar de allí iba a serimposible…

* * *

—¡Apaga la linterna! —susurró Gabriel,sintiendo un escalofrío—. He oído algo.

Mateo le obedeció de inmediato,asustado, y ambos se quedaron quietosen el interior de aquel túnel desde el quehabían dejado de distinguir, al quedarsesin luz, la cámara principal en la que

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desembocaban muchas galerías.Tinieblas absolutas los rodeaban.

Transcurrieron varios segundos. Porprimera vez en su vida, Mateo solodeseó que la oscuridad y el silencio semantuviesen. Y es que cualquier cosaque rompiese aquella calma de lugarrecóndito tenía que ser peligrosa.

—¿Pero qué es lo que has oído? —cuchicheó el pijo, impaciente.

Gabriel le hizo un gesto con la manoinstándole a cerrar la boca, que suamigo solo pudo intuir a través de lanegrura.

Enseguida, un tenue resplandorratificó la impresión del intelectual, unapenumbra menos densa que, en el nudo

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de corredores que acababan deabandonar, presagiaba la proximidad deuna luz artificial. En efecto, al pocotiempo quedaba ante su vista una siluetaoscura que avanzaba a buen ritmoportando una antorcha. Gabriel, encuanto percibió con detalle la visión,sintió como si le aplastasen el pecho:conocía de sobra aquella imagenmaligna de cuando la trampa en laautopista y el asalto al chalé de Mateo.Quizá, pensó con dramatismo, era laúnica persona que había coincidido dosveces con los seres de túnica negra yrostro cubierto y continuaba con vida.¿Cómo acabaría aquella terceraocasión?

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Los dos chicos suspiraron aliviadoscuando comprobaron que el individuode la antorcha pasaba de largo por laentrada al pasadizo, allí donde ellosestaban. De no haber sido así, elencuentro habría sido inevitable. Porfortuna, su localización no coincidía conla ruta del tipo siniestro.

El intelectual no necesitaba luz paraimaginar la cara de espanto que debía deexhibir Mateo, cuyo mutismo resultabamuy significativo.

—Mateo —llamó con un tono casiimperceptible—, ya sé que no te va agustar, pero tenemos que seguirle.

El aludido ahogó una queja.—Pero de qué vas —se rebeló,

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sudando—. Hay que salir de aquí peroya. Paso de ser un héroe, tío.

Gabriel asintió, al tiempo queobservaba cómo el rastro luminoso deltipo de negro se iba debilitando.

—Estoy de acuerdo —convino,tenso—. El único problema es que noshemos perdido. ¿O sabes tú el camino?Porque yo no. No tengo ni la más remotaidea de cómo llegar a la calle.

El pijo no respondía, solorefunfuñaba en medio de su inseguridad.

—Tienes tres segundos paracontestar antes de que me empiece amover —advirtió Gabriel—. No piensoperder a ese hombre. O nos lleva a lasalida o a Lucía. Uno, dos…

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—¡De acuerdo! —se rindió Mateo, aregañadientes—. Supongo que nada espeor que quedarse en estas odiosascatacumbas para siempre. Vamos.

—Recuerda que no podemosencender las linternas —terminó Gabrielal tiempo que daba sus primeros pasos.

—Que sí, joder —rezongó Mateo,siguiéndole.

Por suerte, la zona en la que estabanse componía de tramos amplios detúneles, con lo que caminar sin luz,guiándose por el resplandor queprovocaba el oscuro guía involuntario,no era demasiado difícil.

Gabriel y Mateo se acostumbraronenseguida a caminar con sigilo en

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aquella penumbra mínima. Aproximarsemás al tipo de la antorcha era demasiadoarriesgado. Todo iría bien si no habíamás encuentros con individuos de negro.

Los dos chicos perdieron la cuentade pasadizos, galerías y cámaras queatravesaron, aunque la direcciónsiempre les hacía ganar en profundidad.Ambos sentían cómo se iban alejando deaquella Zaragoza que había sido elescenario de su infancia y juventud, paraacabar introduciéndose en un mundotétrico al margen de su realidad.

«Los estremecedores peces quehabitan las fosas abisales nunca suben ala superficie», se dijo Gabriel, «porqueno es su mundo, igual que en las

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historias de vampiros estos no salenjamás de sus criptas durante el día. Perolos seres oscuros que merodean entreestas viejas paredes sí profanan nuestroterritorio de luz, se cuelan por grietas ypozos llegando hasta nosotros. Yretornan más tarde a sus cubiles, dedonde nunca debieron salir, arrastrandopresas todavía vivas, al estilo dealgunos reptiles». Gabriel tenía en menteal pobre Álex, a quien concebía comouna víctima más de una de aquellasincursiones clandestinas de los seresoscuros. Con cada metro que ganaban,menos posibilidades veía de recuperar asu amigo, aunque tenía que empezar aasumir que en aquel momento una nueva

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prioridad se había impuesto: sobrevivir.Un leve tropiezo de Mateo cortó las

reflexiones de Gabriel. A pesar de queel pijo apenas había hecho ruido, lacalma tan agobiante que allí se respirabahacía detectar cualquier mínimaperturbación. El individuo de negrotambién debía de haber escuchado algo,pues detuvo su marcha y se giró,escudriñando con la antorcha adelantadael fondo del túnel que había recorrido.Gabriel y Mateo, aguantando larespiración, ocultaron sus caras y seecharon hacia atrás pegándose a lapared, con la intención de camuflar susropas oscuras con las piedras.

El tipo, en realidad, no perdió

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mucho tiempo en aquella comprobación,reanudando el avance poco después.Mateo, al borde del colapso, supuso queaquella misteriosa gente estaría harta deoír a las ratas, y que por eso su metedurade pata —nunca mejor dicho— no habíasido valorada en serio por el individuoque los precedía.

Tras cambiar de galería un par deveces más, alcanzaron el primer túnelsin salida que veían desde quedescendieran del nivel de la calle. Sepercataron de ello ya que el resplandorde la antorcha les permitió vislumbrar,más allá de su propia llama, una paredde gruesos adoquines. Por eso pensaronque el tipo al que seguían se había

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despistado. Sin embargo, tuvieron querechazar tal posibilidad al comprobar,perplejos, cómo el sujeto, que tenía quever mejor que ellos el tajante tabiqueque le impedía el paso, continuabaimperturbable sus zancadas hastasituarse justo delante del muro.

Lo que ocurrió a continuación fue tanextraño que tardaron en asimilarlo: eltipo de la túnica rebuscó entre sus ropasy, después, alargó uno de los brazosdescribiendo con él un desplazamientohacia la derecha que, cosa increíble,pareció arrugar la pared de piedra frentea él, apartándola a un lado.

Mateo asistía atónito a aquelfenómeno que se le antojaba casi

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mágico, todavía sin entender lo quesucedía. Gabriel también tardó algo eninterpretar lo que acababan de ver, perole costó menos encontrar unaexplicación racional: la pared era falsa,se trataba de una especie de lámina conla fotografía impresa de un muro, unasimple cortina con dibujo que ocultabaalgo.

—Tranquilo, Mateo —procurócalmar a su amigo el intelectual, sinlevantar la voz—. Solo es una técnicabastante simple de camuflaje, eso estodo. Simple pero efectiva, eso sí.

Los dos se fueron aproximando, puesla oscuridad se lo permitía sin que eltipo de negro tuviese posibilidad de

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distinguirlos. Así lograron determinarqué escondía el truco de la cortina: unagran puerta de madera con sucorrespondiente cerradura en el ladoderecho. Este hecho hizo caer en lacuenta a Gabriel de qué había estadobuscando en su túnica el individuo quetenían delante: la llave, claro.

Aquello complicaba todavía más lascosas: si permitían que el sujeto oscurodesapareciese tras la puerta, la volveríaa cerrar a su espalda y la persecuciónhabría acabado. Semejante consecuenciano estaría mal si supiesen cómo volver ala superficie, porque lo que estabandescubriendo era más que suficientepara contar con el apoyo de toda la

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policía. Por desgracia, Gabriel tenía laimpresión de que, sin ayuda, podíanpasarse días enteros vagando poraquellos túneles siniestros.Decididamente, había que atravesaraquel enigmático umbral de madera. Yeso implicaba de forma ineludiblehacerse con su llave, para lo cual…tenían que arrebatársela al ser oscuro,no había más remedio.

El tipo de negro, que se habíaentretenido reajustándose elpasamontañas, acercó una de sus manosa la cerradura mientras con la otraaguantaba la antorcha. Aunque todavíase encontraban a varios metros de él,había que actuar ya.

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El intelectual, preparándose para elataque, explicó en segundos a Mateocómo estaba la situación. Entonces, elpijo le detuvo con un gesto, procurandoreunir fuerzas y desterrar sus temblores.

—Si vamos los dos, nos oirá —susurró a Gabriel—, y tú no estás paraluchar. Esto es cosa mía.

Era cierto. Entre los deportes queMateo practicaba, también había queincluir un arte marcial, que se le dababien a pesar de su delgadez. Antes deque el intelectual pudiese replicar a suamigo, este avanzaba ya en silencio,situándose detrás del individuo de latúnica que se mantenía ocupado girandola llave en el interior de la cerradura.

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Gabriel entendió el descuido confiadode aquel tipo: la rutina, unida a quenadie podía concebir un ataque dedesconocidos a aquellas profundidades,le había vuelto imprudente. Mejor paraellos.

Mateo estaba ya casi encima de él.Agarró su pesada pistola de perdigonespor el cañón y, tras oír el sonido deresorte que anunciaba la apertura de lapuerta, descargó con toda su energía elarma, estrellándola en la cabeza cubiertadel extraño individuo. Este no pudoemitir ni un gemido mientras caíainconsciente al suelo, junto con laantorcha. A continuación, Gabriel yMateo lo agarraron por los pies sin

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desperdiciar un minuto y lo llevaron arastras hasta un estrecho pasadizolateral. La tea, que mantenía viva sullama desde su nueva posición en elsuelo, les ofrecía un resplandorsuficiente para las maniobras.

—Seguro que este túnel se usa poco—dedujo el intelectual—. Aquípodemos dejarlo sin que lo descubraninmediatamente.

El pijo asintió, intentandorecuperarse del impacto emocionalprovocado por el ataque. No obstante,también sentía cierto orgullo. Misióncumplida, y sin bajas. Bueno, la pistolahabía quedado medio rota. Pero nadamás.

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Entre el abundante material quellevaban en las mochilas también habíacuerdas, algunas de las cuales utilizaronpara inmovilizar al herido.

—Se nota húmedo —observóMateo, palpando el pasamontañas de suvíctima—. Debe de estar sangrando.

—No me extraña, con la leche que lehas dado —contestó Gabriel—.Tranquilo, no puede ser nada grave.Además, recuerda con qué clase degente estamos tratando, tío. Casi seguroque él te habría matado si hubierapodido.

Los dos sintieron un escalofrío conun comentario tan poco alentador.Prefirieron olvidarlo sin añadir nada

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más.Acercando la antorcha, se

apresuraron a registrar al individuo y learrebataron un puñal bastante grande.No le habían quitado todavía lo quecubría su cabeza, les imponía respetohacer aquello. Se trataba de un temorirracional y lo sabían, pues la prendanegra solo podía esconder un rostrohumano, mortal. Pero es que habíanacabado por mitificar a las siluetasnegras, convirtiéndolas en seres de otromundo, de otra dimensión. Creían que,al dejar al descubierto su rostro, iban aver algo atroz.

Al final no hubo más remedio queliberar su cabeza del pasamontañas, ya

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que se hacía necesario amordazarle paraque, al despertar, no avisara a los demásimplicados en aquella turbiaorganización. Gabriel fue quien,cogiendo la prenda con los dedos,comenzó a deslizaría hacia arriba,provocando tirones que movían lacabeza de una forma muy desagradable,como de guiñol roto.

Una ensangrentada barbilla quedó ala vista. ¿Cómo sería el resto? Gabrieltragó saliva y reanudó su labor ante elpálido semblante de Mateo.

* * *

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La facultad de Filosofía y Letrasocupaba una vieja construcción dentrodel campus universitario. Allí se hallabael edificio de Geografía e Historia, unaimponente mole gris que conservaba,aunque algo sucio, el encanto de otrostiempos. A su lado izquierdo, unidoscomo siameses, se levantaba otra casamás moderna, destinada a cobijar lasdiferentes filologías.

El inspector Garcés conocía bienaquellas instalaciones, pues años atráshabía estudiado un par de cursos deliteratura, su pasión. Por ello no tuvoque perder tiempo intentando localizarla biblioteca, un edificio nuevorectangular y acristalado, que veía

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sobresalir junto a la facultad deDerecho. Allí se dirigió con pasorápido; solo disponía de una hora pararealizar sus indagaciones. Le recibióElena, una conocida suya, simpática, deunos cuarenta años, que se encargaba delos fondos bibliográficos y que parasaludarle salió de su pequeño recintotras el mostrador de la entrada.

—Vaya, inspector, tú por aquí —comentó ella fingiendo admiración,mientras pedía a una compañera queteclease en el ordenador el código de unlibro devuelto.

—Hola, Elena. ¿Tienes un minuto?Necesito con mucha urgencia tus«infinitos» conocimientos sobre esta

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biblioteca.La aludida se echó a reír, con tal

contundencia que los alumnos yprofesores universitarios quemerodeaban cerca se volvieron.

—Tú sí que sabes pedir las cosas —afirmó la señora—. Me has hechoromper el sagrado silencio de esta casa.Dime, soy toda tuya. En el mejor sentidodel término, claro.

Garcés contestó, bajando la voz deforma inconsciente:

—¿Te suena algún trabajo elaboradopor personal de esta facultad sobre unplano de túneles romanos en Zaragoza?

Pensativa, la bibliotecaria arrugó elentrecejo. Como aquello no le sonaba,

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procuró recabar más información:—¿Sabes el nombre de alguno de los

que intervinieron en ese trabajo?—No.—Pues no sé, la verdad. Si hay algo,

tiene que ser bastante viejo. En losúltimos diez años, seguro que no haentrado nada sobre ese tema.

El inspector estuvo de acuerdo.—Sí, sí —confirmó—, estoy

hablando de un proyecto que se elaboróhará unos treinta años o más.

—Pues entonces, ni idea. Vamos aconsultar el ordenador, que sabe inclusomás que yo.

La mujer volvió a reírse. A Garcéssiempre le había gustado su irónico

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sentido del humor.—A ver, Paco —ella ya estaba

situada ante el monitor de su equipoinformático, al otro lado del mostrador—, dime qué palabras clave podemosponer para la búsqueda.

El inspector se mordió el labioinferior, decidiéndose.

—Pues… pon plano, túnelesromanos… Zaragoza. Eso tendría quebastar, es imposible que haya muchascosas con esos parámetros.

—De acuerdo, pues vamos a ver quépasa.

Elena golpeó la tecla de intro confuerza, y esperaron.

—Aquí no aparece nada que encaje

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con lo que buscas —avisó labibliotecaria segundos después—. Pasaaquí dentro y compruébalo tú mismo.

El inspector, disimulando suimpaciencia, rodeó la alargada mesa yllegó hasta ella. En la pantalla delordenador solo aparecían cuatroreferencias: dos eran títulos de librosque versaban sobre vestigios actuales deRoma en España, y los otros dos eransimples artículos de revistasespecializadas.

—Tienes razón —confirmó él—. Loque me interesa no puede estar en esostítulos. Qué raro, me aseguraron que laUniversidad de Zaragoza estaba metidaen ese proyecto.

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Por la cara de decepción que elinspector mostraba, Elena se dio cuentade que aquella búsqueda era de verdadimportante, pero no sabía cómoayudarle.

—No sé… ¿Quieres que cambiemoslas palabras clave? —sugirió.

Garcés se comía la cabeza,empezando a experimentar los primerossíntomas de una súbita desesperación.Hasta ese momento no se habíapercatado de la trascendentalimportancia de aquella información. Sino la averiguaba, estaría como alprincipio: en dique seco.

«Palabras clave». El inspector sepreguntó si se estaba equivocando en

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algo y, en un repentino chispazo delucidez, vio el resquicio por el que se lepodía estar escapando lo que buscaba.

—¡Estamos hablando de Roma! —casi gritó, víctima de su corazonada,provocando una mirada de reproche enun cercano vigilante de la biblioteca—.Quita Zaragoza y escribeCaesaraugusta, a ver si hay suerte.

Elena asintió, convencida:—Buena jugada, Paco. Los de

Historia han sido siempre un pocopedantes.

Ella tecleó enseguida, y ambosaguardaron una vez más.

—¡Bingo! —soltó la bibliotecaria—, como dicen siempre en las películas.

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Creo que esto es lo que buscas.El inspector aproximó su rostro al

monitor. Sí, allí estaba lo que leinteresaba, tenía que ser eso: aparte dedos referencias inútiles, la última era untítulo que parecía encajar a laperfección con los datos de los quedisponía: Las huellas invisibles deCaesaraugusta: infraestructurassubterráneas que perviven en laactualidad. También constaba comosubtítulo un aviso: «Incluye plano de lostúneles existentes». Los autores eranAntonio Valls, arqueólogo, y RamónAlonso, arquitecto. Y el año depublicación era mil novecientos setentay ocho, en Zaragoza. Todo coincidía.

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Aquello era lo que buscaba.—¿Todavía trabaja aquí el

arqueólogo? —indagó Garcés sindesperdiciar un minuto—. Su nombre mesuena.

—No me extraña que te suene, Paco—comentó Elena—. Ha sido noticia enel periódico esta misma semana.

—¿Ah, sí? —el inspector empezabaa caer en la cuenta.

—Sí. Pero no vas a poder hablar conél. Se le encontró muerto en extrañascircunstancias hace unos cuatro días,hasta entonces sí trabajaba aquí. Leapuñalaron en un polígono industrial delas afueras, dicen que se ensañaron conél. Por lo visto, tema de drogas de

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diseño, un ajuste de cuentas. Quién loiba a decir.

Garcés se había quedado de piedra,no sabía cómo arrancar después deaquella noticia.

—Ya recuerdo —comenzó—. Seencontró su cuerpo y entre las ropas lapolicía descubrió una bolsa conpastillas de éxtasis. ¿La gente seimaginaba que ese profesor estabainvolucrado en el tráfico de drogas?

La bibliotecaria negó conrotundidad.

—Para nada. Nadie se lo creetodavía. Incluso hay quien dice quedebió de ser un montaje.

—¿Un montaje para camuflar la

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verdadera causa de su muerte?Elena asintió.—Yo también lo pienso, inspector.

Era ya muy mayor, y además teníadinero. ¿Cómo iba a estar metido endrogas?

—En general, el dinero que tenemoscada uno nunca se ve como suficiente —aseveró Garcés—. Y, por mi trabajo,estoy harto de ver a gente con doblesvidas. Todos eran encantadores,educados… pero luego, fuera de esaversión oficial de sí mismos, siemprehay tipos con muy pocos escrúpulos.Uno acaba por desconfiar de lanaturaleza humana.

—Lo que dices es muy cierto —

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convino la bibliotecaria—, pero con elprofesor Valls me resisto a creerlo.

—Ya veo. Pero entonces, ¿para quéiban a matarlo? ¿Qué interés puede tenerasesinar a un viejo profesor deuniversidad?

—Ni idea.—Pues si no se os ocurre otro

móvil, el de las drogas ganará fuerza,eso tenlo por seguro.

—A lo mejor la policía encuentrarazones ocultas —aventuró ella.

—A lo mejor.Garcés se dio cuenta de que quizás

él estaba haciendo justo eso: dejar aldescubierto una trama muy bien urdida ycamuflada, que ponía en relación

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diversas muertes cuya verdaderaimportancia no se había captado. Y todoa partir de lo de Álex, aquello eraalucinante.

El inspector, muy impactado,resucitaba en su memoria lo poco quesabía sobre el caso de Valls, del que élno se había encargado. De hecho,compañeros suyos —incluido eldetective Ramos— seguían investigandoaquel suceso que había impresionadomucho a la comunidad universitaria. Eldifunto profesor era muy apreciado porcolegas y alumnos.

—Oye, mientras reorganizas tucabeza ante los últimos acontecimientos—a la bibliotecaria le bastaba ver el

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rostro del policía para imaginar eltorbellino de pensamientos que le estabainvadiendo—, te voy a buscar esapublicación que hemos localizado,¿vale?

Garcés asintió en silencio, sin dejarde plantearse la única gran pregunta: ¿setrataba de una coincidencia el hecho deque dos de las tres únicas personas quepodían hablarle sobre los túnelesromanos de Zaragoza hubiesen muertoen los últimos días? Además, ninguna deellas lo había hecho de forma natural: unsuicidio y un asesinato. Aquello olíamuy mal. Cuanto más avanzaba en elcaso, más se convencía de que nada eracasual. Y eso equivalía a decir que los

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misteriosos tentáculos de laorganización criminal a la que seenfrentaban llegaban a todas partes.¿Cómo podían ser tan poderosos?

Elena volvió poco después, y en sugesto desconcertado interpretó Garcésuna nueva mala noticia.

—¿No has encontrado esa obra deValls?

—No. No la tenemos, y sin embargoen el ordenador no figura comoprestada. Déjame que mire quién se lallevó por última vez y cuándo tendríaque haberla devuelto. Estosestudiantes… Bueno, a veces losprofesores son peores.

Ella se puso a teclear ante el

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monitor, pero el inspector supo que noencontraría nada. Y así fue.

—¡Pero bueno! —se irritó labibliotecaria, sin apartar los ojos delordenador—. ¿Qué ha pasado aquí?¡Han borrado el historial de préstamosde ese libro! O eso, o no se ha pedidonunca. Pero entonces lo tendríamosnosotros… Y solo había un ejemplar…

Garcés asintió sin ninguna sorpresani decepción. Empezaba a entender eincluso a predecir los movimientos desu invisible enemigo. Aquella nuevamaniobra informática que descubríafortalecía la hipótesis de la vinculacióndel caso de Valls con el de Álex y, ¿porqué no?, con el aparente suicidio de

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Balmes. Y es que ahora, a la luz de lasnuevas circunstancias, ya no estaba tanseguro de que el técnico de lasalcantarillas hubiese acabado con suvida de forma voluntaria; resultabafactible que hubiera sido ejecutado porsus recuerdos, por sus conocimientos.

—¿Figura el ISBN del libro en suficha? —preguntó el inspector desopetón, en un último intento de sacaralgo en limpio.

Como el ISBN es una clave única deidentificación que se asigna a cada obracuando se publica, así podrían averiguarsi el libro de Valls se había puesto a laventa. De ser así, los sicarios quehabían hecho callar para siempre al

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arqueólogo no habrían podido hacerdesaparecer todos los ejemplares de suobra. De esta forma, Garcés podríaintentar localizar algún ejemplar enbibliotecas o librerías. Era unaesperanza.

—No, lo siento —se disculpó Elena,incapaz de echar una mano al inspector—. Por lo visto no llegó a publicarse, nodebió de tener mucho éxito. Supongoque solo editarían varios ejemplares, lotípico: uno para cada autor y alguno máspara la biblioteca de la facultad. A finde cuentas, Valls trabajaba aquí.

El policía hizo un gesto afirmativocon la cabeza.

—Gracias de todos modos.

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El inspector tomó nota en su libretade los datos que le interesaban y, trasdespedirse de la bibliotecaria, seapresuró a salir del edificio. Ya teníaque estar en la comisaría, otra vezllegaba tarde.

Mientras se encaminaba hacia sucoche, Garcés pensó en las palabras deMaría José: «No llegó a publicarse…no debió de tener mucho éxito». Eldetective barajó otra posibilidad: siaquel proyecto contenía el único planoexistente de los túneles romanos queatravesaban el casco histórico deZaragoza, y a alguien se le ocurrió unautilización delictiva de tales túneles enla época de la elaboración del mapa, ese

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alguien quizá no quiso que semejanteinformación se divulgase, impidiendopor ello su publicación treinta añosatrás. Y también por eso habíaneliminado el ejemplar de la biblioteca,por supuesto. No obstante, para que esaconjetura fuese posible, esa persona conperversas intenciones —o esaspersonas, si fueron varias— tenía quedisponer ya del plano, conocerlo. Esdecir, dada la ausencia de ejemplaresrepartidos, por fuerza tenía que tratarsede uno de los autores.

De los tres que intervinieron en laelaboración del proyecto, dos ya estabanmuertos y no hacía falta —ni habíatiempo, en realidad— registrar sus

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domicilios para comprobar que susejemplares habrían sido robados, si esque aún se conservaban. Así pues, soloquedaba uno: el arquitecto RamónAlonso. En aquel instante, parecía ser elúnico que conocía las selladascatacumbas de Zaragoza y poseía losvaliosos mapas. ¿Sería él el cerebro deaquel espectacular montaje criminal?Pero, entonces, si llevaba añosfuncionando bien su negocioclandestino, ¿por qué había asesinadojusto aquella semana al otro autor de losplanos y al asesor Balmes, corriendo asíun riesgo innecesario de ponerse enevidencia? Un nítido desasosiegointerior envolvió de repente al

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inspector: a lo mejor estaban espiandosus movimientos en la investigación, yhabían eliminado a aquellos con los quese disponía a hablar para evitar que losdescubriese. Aquella hipótesis le hizorecorrer con la vista los alrededores,observando con recelo paranoico a laspersonas que tenía cerca. ¿Estaba siendovigilado?

La otra opción que se le ocurría,igual de inquietante, era que quien habíasilenciado para siempre a Valls yBalmes fuera alguien ajeno al círculo delos autores, una persona que,descubriendo la obra en la biblioteca dela facultad años atrás, se encargó desustraerla sin dejar pistas y, siguiendo la

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misma razón que acababa de esgrimir enla otra hipótesis, ahora estabaaniquilando a los que podían ayudar aencontrar lo que él habría montado en elsubsuelo de Zaragoza. Esta teoríatambién la empezaba a vislumbrarGarcés con creciente consistencia.

En cualquier caso, lo que síresultaba evidente era su siguiente tareaen la investigación: llegar hasta elarquitecto.

Ya dentro de su coche, camino de lacomisaría, el inspector intentó contactarpor el móvil con Gabriel, pero no loconsiguió; una mecánica voz femenina leadvertía una y otra vez de que el usuariose encontraba fuera de cobertura. Probó

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con Lucía, cuyo número también teníamemorizado en la agenda, pero elresultado fue el mismo. Eso significaba,casi seguro, que los tres amigos estabanjuntos, pero la imposibilidad de hablarcon ellos le extrañó mucho al detective.Dada la tensión con la que los chicosestaban viviendo las investigacionessobre la desaparición de Álex, no teníasentido que, sin previo aviso, semantuvieran toda la mañanailocalizables. Qué raro.

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10RASTROS EN LA

OSCURIDAD

Lucía, tras recorrer por la fuerza nuevasgalerías subterráneas, fue lanzada de unempujón al interior de una minúscula ymaloliente estancia adaptada comocelda. Aterrizó de forma aparatosasobre un colchón de espuma bastantesucio que había en el suelo, junto a unagujero infecto que pronto identificócomo una letrina, origen del hedordominante. El tipo de negro la dejó enaquel cuchitril sin hacer ningún

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comentario y se largó por donde habíanllegado, no sin antes cerrar con llave lapuerta del pequeño calabozo.

La informática se levantó en cuantose quedó sola y, oyendo todavía lospasos de su captor alejándose, se dedicóa estudiar aquel espacio en el que sehallaba presa, consciente de que laprimera obligación de todo prisioneroes la fuga. Además, tenía que procurarmantener la cabeza ocupada para nosucumbir al miedo, que pugnaba porbloquear su capacidad de iniciativa.«No pienses», se ordenaba, «solocéntrate en salir de aquí».

De todos modos, no había muchoque comprobar: piedra gruesa en todas

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las paredes excepto el tramo queocupaba la puerta, una hoja de maderatan maciza que, a pesar de un huecocentral donde se distinguía una granmirilla con celosía, no animaba aintentar derribarla. La luz provenía deuna triste bombilla colgada del techo,cuyo cable avanzaba pegado a él hastallegar a la pared de la entrada, dondecomenzaba a bajar alcanzando el marcode la puerta, en el que se introducíadesapareciendo de su vista. Y aquelloera todo.

Lucía inspeccionó más de cerca lasparedes, la letrina y la puerta, a laespera de alguna brillante idea que nollegaba. Incluso separó el desgastado

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colchón del tabique junto al que lohabían colocado, aun a sabiendas de quenada podía ocultarse en aquellareducida zona que acababa de dejar aldescubierto. Ya retiraba la vista cuandocreyó distinguir algo grabado enaquellas piedras que conformaban labase del tabique y que habíanpermanecido ocultas por el delgadocuerpo del colchón y la propiapenumbra. Acercó sus ojos, pues ladébil iluminación era insuficiente, y,para su sorpresa, descubrió variasinscripciones que apenas habían logradoherir la superficie de la roca. Entre ellashubo una que atrajo sus pupilas con unimpulso casi magnético:

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A. U. L.8-10-2005

Sintiendo cómo el corazón le dabaun vuelco, Lucía captó al momento elsentido de aquellas muescas queimitaban iniciales: Alejandro UrbinaLuzán. ¡Álex! Esas letras no podíantener otro significado teniendo encuenta, además, que aquella fecha queveía escrita bajo ellas coincidía con lade la desaparición de su amigo. Lasotras inscripciones, de trazos igual derudimentarios, debían de ser las firmasde prisioneros anteriores. Sintió como siuna garra estrujase su estómago. Estabaasistiendo a los últimos intentos de unas

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víctimas que, a juzgar por el buenfuncionamiento de aquel complejosubterráneo, nunca volvieron a ver laluz. ¿Era ella la siguiente elegida para elsacrificio? ¿Habrían perdido a Álexpara siempre?

Lucía, con el pulso desbocado,prefirió volver a centrarse en las huellasde Álex. A su amiga se le puso la piel degallina de la emoción: se encontrabaante la primera prueba palpable de queestaban siguiendo el auténtico rastro deÁlex, la primera evidencia de que estehabía sido en realidad secuestradoaquella noche de octubre en la que seesfumó de casa dejando una escuetacarta de despedida. Eso devolvía el

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honor a su amigo, que no habíatraicionado la confianza del grupo alocultarles sus planes de escapada. Todohabía merecido la pena. Sobre todo, sino era demasiado tarde para salvarle.

Lucía pasó los dedos por encima delmensaje, acariciándolo. Así que allí lohabían llevado cuando lo sacaron decasa. Qué fuerte. El saber que habíanacertado en sus sospechas le dio ánimos,aunque seguía sin entender por qué aÁlex le había sucedido aquello, cuál erasu relación con el temible juego de lostúneles. Continuaba negándose a creerque su amigo pudiera haber sido clientede aquella sádica organización,convicción que ahora veía reforzada al

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saber que había sido su prisionero.Por si fuera poco, estaban los otros

interrogantes añadidos que nacían frutode aquel hallazgo: si Álex habíaocupado la celda en la que ella seencontraba, ¿dónde estaba ahora suamigo? ¿En otro lugar o, deprimenteopción, ya había sido utilizado para eljuego y asesinado? Se negó a contemplarsemejante alternativa, la esperanza es loúltimo que se pierde. Se percató de que,más que nunca, tenía el deber de salircon vida de aquel agujero paradenunciar la verdad y encontrar a suamigo.

Unos golpes cortos llegaron hastaella a través de una de las paredes,

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interrumpiendo sus deducciones. Lucíase volvió sorprendida. Aguardó unossegundos y, enseguida, una segundaandanada de impactos, atenuados por elcuerpo pétreo de los muros, volvió anotarse en un tabique lateral que debíade ser más delgado. Por primera vez seplanteó si habría más personas cautivasallí, y la idea le ayudó a recuperar algode calor; lo más terrible decircunstancias como la suya era elaislamiento, la sensación de estar muylejos de la gente normal.

Lucía decidió contestar a aquellaespecie de llamada golpeando con elpuño la pared que la separaba del otroencerrado. Como se hizo daño y casi no

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logró provocar ruido, se tumbó sobre eljergón y dio varias fuertes patadas altabique que ya había atacado, ofensivaque en esta ocasión sí logró la suficienteresonancia.

Quien había iniciado el intercambiode golpes repitió los mismos que ellaacababa de hacer. ¡Se estabancomunicando! Ante aquel inesperadoéxito, Lucía dirigió una miradapreocupada a la puerta de su celda, porsi alguien la estaba espiando desde lamirilla. Esta, por su tamaño y el trazadode la celosía, le permitía detectar desdedonde estaba si alguien la vigilaba, puesdistinguiría sin problemas la silueta delfisgón de turno. De todos modos, entre

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tanta piedra era probable que los ruidosno estuvieran siendo percibidos por losguardianes, si es que los había. Tras lapuerta de su calabozo, todo se manteníaen calma.

Lo siguiente que Lucía escuchófueron varias series de golpes querespondían al esquema numériconormal: primero un toque, luego dosseguidos, después tres… así hasta llegara la quinta serie, compuesta por cincogolpes seguidos. Ella imaginó que laotra persona pretendía establecer algúntipo de código, y eso a Lucía, con sudominio en informática, se le daba bien.Pegó una fuerte patada, como para dar aentender que seguía atenta y a la espera

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de lo que quisiera transmitirle. No podíapermitirse ningún despiste, o lasposibilidades de llegar a entender unmensaje proveniente de aquel otro ladoserían nulas. ¿Quién sería esedesconocido o desconocida? Lucíahabía supuesto que otro prisionero.¿Habría más?

Transcurrieron varios segundos ensilencio y la informática tuvo miedo deque su anónimo compañero —ocompañera— ya no volviese a dar másseñales de vida. Aunque resultaseextraño, en solo unos minutos se le habíahecho indispensable la convicción deque no estaba sola allí, por lo quenecesitaba seguir oyendo los golpes

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provocados más allá de la pared. Esohacía más tolerable su penosa situación,en la que una incertidumbre absoluta laiba devorando a mordiscos.

De nuevo los golpes, menos mal.Fueron cuatro series, la primera de ochotoques y las restantes de diecisiete, docey uno. Lucía escuchaba, perpleja. Dosminutos después, se volvían a repetirtodas ellas y en el mismo orden. ¿Quésignificaban?

La informática recogió del suelo unguijarro y arañó el suelo con él,trazando los números que habíapercibido: 8, 17, 12, 1. ¿Acaso setrataba de un mensaje con cuatropalabras? O sea, que cada cifra podía

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encubrir un término completo. Descartótal idea, no se le ocurría ningún sistemaque permitiese comprimir una palabraentera en un solo número. ¿Y entonces?

Desde el otro lado de la pared,volvió a dejarse oír una cantinelaidéntica de impactos. Lucía lo comprobóuna vez más: la misma serie, los mismosnúmeros.

«Pues si no pueden ser palabras,tienen que ser letras, ¿no?». Lucíaabordó otra dirección en su laborinterpretativa. «Si es así, esas seriespodrían componer una palabra de cuatroletras, pero… ¿qué código siguen?¿Cómo voy a adivinar el código que hapensado el que me envía este mensaje?».

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La chica observaba con detenimientosus propios números grabados en la losadel suelo: 8, 17, 12, 1. «Parezco tonta.Esto no es criptografía. ¿Por qué iba acomplicarse enviando un mensajesecreto si lo que quiere es transmitir unainformación de la forma más accesible?Quien provoca esos golpes desea que yole entienda, así que tiene que estarempleando la clave más fácil y esa es…el orden del propio alfabeto. Tiene queser eso».

«El orden del propio alfabeto.Veintiocho letras sin contar la che;veintiocho números, por tanto, parareflejarlas. El uno es la a, el dos es labe, el tres es la ce… y el veintiocho es

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la zeta».Lucía anhelaba que aquel fuese el

código empleado, sobre todo porque sino era así no disponía de más teoríaspara traducir los golpes. Y qué duroresultaba estar encerrada sola a pocosmetros de otra persona y no podercomunicarse.

La informática comenzó a calcular:el ocho… correspondería a la H. Eldiecisiete… a la O. El doce… a la L. Yel uno, a la A. No hizo falta pensar nada,el resultado estaba claro: «HOLA».

Lucía estuvo a punto de llorar dealegría: ¡alguien la saludaba desde elotro lado de la pared y ella podíaentenderlo! Impresionada, cerró los ojos

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un instante y casi sintió una ráfaga deaire fresco en el rostro. Incluso recordócómo era el sol, que añoraba como sillevase años bajo tierra.

Ya se disponía a reanudar suspatadas, cuando se dio cuenta de quealguien había metido una llave en lacerradura de su puerta y la estabagirando. ¡Se había olvidado de vigilar lamirilla de vez en cuando, y ahora teníavisita! Lucía se apartó con rapidez deltabique y volvió a colocar el colchónpegado a la esquina donde estaba lafirma de Álex grabada y sus propiosnúmeros. El temor volvió a atenazarle lagarganta. ¿Quién llegaba?

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* * *

Gabriel terminó de descubrir el rostrodel individuo de negro de un últimotirón, y la cara inconsciente que quedóante su vista entre restos de sangre, libredel pasamontañas, les sorprendió: setrataba de un hombre muy joven, de unosveinticinco años de edad.

—Quién podía imaginar esto —susurró Mateo, procediendo aamordazarle—. ¿Tan joven y ya metidoen negocios sucios?

Gabriel se encogió de hombros.—Es llamativo, sí —convino—. Me

hace pensar que a lo mejor nos estamos

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enfrentando a una secta. Estasvestimentas negras tan peculiares, ladisciplina que muestran, laorganización… y la edad de estosobedientes servidores. Todo recuerda alas sociedades sectarias. Esto no es unabanda normal de delincuentes, esoseguro.

—¿Y eso es bueno o malo paranosotros?

La voz de Mateo se había hecho másdébil; oír hablar de sectas no le hacíaninguna gracia, ya estaba bastanteasustado.

—Bah, no creo que nos afecte —mintió el intelectual, arrepintiéndose dehaber compartido sus especulaciones—.

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Bueno, será mejor que nos movamos,cada segundo cuenta.

A pesar de sus propias palabras,Gabriel no llegó a moverse. Lo de las«vestimentas negras» que acababa demencionar, unido a la sospecha de queaquel oscuro lugar era la madriguera deuna secta, le sugería una idea que podíaresultarles muy útil.

—Espera, Mateo —avisó al pijo,que ya se dirigía al portón de madera,antorcha en mano—. Hay que sacarlemás partido a nuestro prisionero.

El pijo mostró un gestodesconcertado.

—¿Más partido? —repitió.—No sabemos lo que hay tras esa

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puerta —se explicó el intelectual—,pero sí que ellos recorren los túnelesvestidos como este tío. Por nuestroaspecto se nos reconoce demasiado biencomo infiltrados. Pero si nosdisfrazamos…

Mateo abrió mucho los ojos,entendiendo.

—¡Es verdad! Aprovechemos laropa de este tipo para camuflarnos.

—Baja la voz, Mateo, recuerdadónde estamos.

—Como si pudiera olvidarlo…Perdón.

Gabriel se inclinó sobre el guardiány comenzó a tantearle las prendas.

—Venga, pijo, ven y ayúdame a

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desnudarle, pesa mucho.El aludido obedeció, dejando la

antorcha apoyada en una pared cercana.—Solo disponemos de «disfraz»

para uno —comentó Gabriel—, que serápara ti, porque este tipo está casi tanflaco como tú. Marcharás delante con laantorcha, iluminando el camino,mientras yo me mantengo a una distanciaprudencial, oculto en la penumbra. Asíiremos avanzando, ¿de acuerdo?

—Sí, parece lo más prudente. ¿Yqué pasa si nos cruzamos con algún otrovigilante de estos?

—Buena pregunta. No sé… Habráque disimular como se pueda, ¿no?Siempre es bueno dejar algo a la

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improvisación…—Si tú lo dices…Muy pronto, Mateo mostraba el

temible aspecto de los tipos de oscuro,cubierto con la túnica y elpasamontañas. El bulto a la espalda queprovocaba la mochila, escondida bajo latela negra, todavía le daba una pinta másespantosa, pues lo convertía en cheposo.En cuanto al calzado, no se lo cambió; elsuyo también era de color negro.

El pijo, miedoso, dudaba de laeficacia de su atuendo porque no podíaverse, pero el gesto convencido deGabriel le dio fuerzas.

—De verdad —insistió el intelectualante las dudas nerviosas de su amigo—,

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pareces uno de ellos. Casi me dasmiedo, tío.

Por suerte, la falta de luz hacíaimposible distinguir el azul intenso delos ojos de Mateo.

—¿Seguro? —cuestionaba el pijo,víctima de su frágil convicción.

—Seguro. Vamos allá.Mateo, con resignada sumisión,

recogió la antorcha y los dos seaproximaron a la puerta de madera, quetodavía mostraba la llave a medio giraren la cerradura. Se miraron un últimomomento.

—Gabriel… —inició el pijo con unhilo de voz.

—Dime.

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—¿Esto no es un poco suicida?—No, te lo parece a ti, nada más.Los dos soltaron una breve

carcajada a bajo volumen, laincontenible risa del humor negro. Laescena resultaba absurda, pero necesariapara descargar adrenalina. Reían por nollorar, reían para dejar escapar algo dela tensión brutal que comprimía suscerebros al modo de una olla exprés quesuelta vapor para no terminar estallando.

—No lo hacemos por nosotros —recalcó Gabriel—, sino por Álex yLucía. ¿Serías capaz de volver a lasuperficie sin ellos?

Mateo lo tuvo claro a pesar delmiedo:

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—No, claro que no.Gabriel le dio una palmada en el

hombro y, con un leve movimiento decabeza, le instó a abrir la intrigantepuerta que se levantaba ante ellos. Elintelectual, buscando un rincón en suinterior del que extraer fuerzas, seencontró rememorando el sabor de aquelinesperado beso que Lucía le dio el díaanterior. Y le sirvió, porque se diocuenta de que no era simple nostalgia;necesitaba otro beso de ella como nohabía necesitado nada en su vida, conuna violencia arrolladora. Y aquellanueva sensación de dependencia, queextrañamente resultaba placentera, leinfundió un impulso repleto de valentía.

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La encontrarían, y con ella salvarían —si aún estaban a tiempo— a Álex.

Mientras Gabriel meditaba, Mateose dedicó a maniobrar para abrir lapuerta de madera. El hecho de que elpijo sujetase la antorcha y, al mismotiempo, tuviese que terminar de girar lallave en la cerradura, provocó que se lesoltase el arma en un descuido, por loque su cuchillo cayó al sueloprovocando un fugaz ruido metálico.Maldiciendo en voz baja, se agachó pararecuperarlo, gracias a lo cual vio algoque no buscaba: una pulsera verde queidentificó al instante:

—¡Joder, la pulsera de Lucía!El pijo la recogió del suelo y se la

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mostró a Gabriel aprovechando lailuminación amarillenta de la antorcha.El intelectual, con el corazón latiéndolea toda máquina, la apresó con sus dedoscon tal delicadeza que parecía que leentregaban una reliquia.

—Tienes razón —cuchicheóGabriel, emocionado—. Y no se trata deun simple extravío: Lucía, con toda laintención, nos ha dejado una señal paraayudarnos a que la encontremos.¡Vamos, quizá está retenida muy cercade aquí!

El hallazgo sirvió para espolear susánimos y, desterrando la angustia,terminaron de abrir la puerta de madera.Gabriel se ocultó metros atrás de la

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figura disfrazada de su amigo y, de aquelmodo, dieron los primeros pasos paracruzar el disimulado umbral. Elintelectual se apresuró a cerrar la puertaa sus espaldas. Tras ella, la cortinilla decamuflaje volvió a su posición inicial,haciendo desaparecer el acceso paraquien se aproximase desde el otroextremo del corredor. Entonces sesantiguó.

A los pocos segundos comprobaronanonadados que allí dentro la antorchaya no hacía falta: el nuevo panorama quese ofrecía ante sus ojos era muydiferente al sector que acababan deabandonar: firmes alisados, techosartificiales que tapaban los sillares

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mostrando de vez en cuando pequeñassemiesferas oscuras, y otros indicios dedotaciones tecnológicas. Y luz. Sobretodo, luz.

La claridad que los recibía lesresultó cegadora, acostumbrados altenue resplandor provocado por suantorcha o por los haces de las linternasque aún conservaban. No obstante,agradecieron aquella luz blanca y fuertedespués de las horas vividas entinieblas.

Al principio les había asustado larepentina iluminación de aquellaprimera galería a la que conducía lapuerta secreta, pero enseguida sepercataron de que nadie había accionado

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ningún interruptor al ser descubiertos: supropio avance había activado elmecanismo fotoeléctrico que, ubicadode forma estratégica, cubría el paso. Asíde simple. Ningún síntoma amenazador,por tanto.

Mateo y Gabriel dedicaron unosminutos a situarse cuando sus ojos sehubieron acostumbrado al brilloreinante, tal era su desorientación ante elcambio radical de paisaje subterráneo.Y eso que el túnel era igual de estrechoy poco alto que los que ya conocían. Noobstante, todo lo demás era muy distinto.¿Quién habría podido imaginar queexistía aquello bajo Zaragoza?

—Esta es la muestra del poder de

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nuestro enemigo —observó Gabriel,intimidado, sufriendo un radical cambiode ánimo—. Si no fuera por Álex yLucía, lo más sensato sería huir de aquía toda marcha. No podemos enfrentarnosa esto nosotros solos. Además, yo ya nome puedo esconder.

—¿Huir, adónde? —replicó Mateo—. ¡Si somos incapaces de encontrar elcamino a la superficie! Todavía noscazarían mejor si echásemos a correr,seguro.

Gabriel dirigió sus pupilas a una delas semiesferas que se asomabanempotradas al techo.

—A lo mejor esperan que hagamoseso para acabar con nosotros —

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conjeturó, fúnebre—. Porque eso soncámaras, ¿verdad? Son similares a lasdel Corte Inglés.

Mateo asintió.—Lo son. Pero no creo que estén

funcionando; si no, la que se habríamontado ya aquí…

—Dudo que se hubiese montadonada —volvió a insistir el intelectual, enun tono suspicaz—. ¿Para qué van aintervenir todavía? Nos tienen aislados,perdidos y sin escapatoria posible. Demomento se limitan a dejarnos avanzarhacia… su madriguera. ¿Para qué venirhasta nosotros si nosotros vamos haciaellos? Tengo la sensación de que nosvigilan, de que están jugando con

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nosotros como el gato con el ratónporque el nuestro es un avance sinretorno. Y ya sabes lo que ocurre cuandoel gato se cansa de jugar con su presa…

—Sí —Mateo tragó saliva—, lamata.

* * *

Tras volver de la universidad, Garcés seencontró con bastante papeleo pendienteen su despacho, pero nada urgentegracias a que Ramos estaba lograndodesviar los asuntos que llegaban paraque su compañero resolviese sus«problemas» lo antes posible. Aunque

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aquella situación irregular no podíaprolongarse, el inspector la aprovechópara seguir investigando. Estabaconvencido de que se hallaba muy cercade desentrañar el caso de Álex Urbina.«Y el de los otros chicos», añadió sumente.

Mientras realizaba gestionesrutinarias propias de su trabajo, Garcésconsultó el apartado de arquitectos enlas Páginas Amarillas, pues en elarchivo informático no había encontradolo que buscaba. Cada segundo contaba ysu propia impaciencia crecía con elavance de las pesquisas. Prontocomprobó que el nombre Ramón Alonsono figuraba tampoco allí, pero no le

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preocupó; recordando la edad deBalmes y la del arqueólogo, así como laantigüedad del proyecto de los túneles,lo más lógico era pensar que Alonso yano estuviese en activo.

El inspector cogió esta vez lasPáginas Blancas y, una vez abierto eltomo por la página oportuna —¡vaya conese apellido, había cuatro columnascompletas!—, se dedicó a buscaraquellos Alonso a los que acompañaseuna R. Había unos cuantos, así quedescartó esa segunda opción.

—Ya vale de perder tiempo —pensóen voz alta—. Vayamos al métodorápido.

Aprovechando las guías que seguía

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teniendo sobre la mesa de su despacho,localizó el número de teléfono delColegio Oficial de Arquitectos enZaragoza, y al momento estaba yamarcando con el auricular en la oreja.

—Colegio Oficial de Arquitectos —respondió una suave voz femenina alotro lado de la línea—, dígame.

Garcés sabía que hubiera debido iren persona para obtener la informaciónque precisaba, pero el tiempo apremiabasin compasión.

—Buenos días —comenzó eldetective, con tono firme—. Soy elinspector de policía Francisco Garcés,de la Comisaría del Centro. Necesitounos datos, si es tan amable. Se trata del

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domicilio actual del señor RamónAlonso. Ha sido colegiado suyo,¿verdad?

La interlocutora de Garcés guardósilencio unos instantes, como dudando.El inspector, creyendo asistir al fracasode su maniobra, ya se preparaba paraacudir allí en cuanto acabase laconversación.

—La verdad es que no solemosfacilitar esa información —empezó lamujer—, como puede comprender. Sinembargo, dadas las circunstancias…

Aquel sorprendente vuelco en laspalabras de la secretaria alegró alinspector, que tomó nota, muyagradecido, de la dirección del

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arquitecto. Solo tras colgar se permitióanalizar las palabras que habíanprovocado el cambio en la disposiciónde la mujer: «Dadas lascircunstancias…». ¿A qué se habríareferido?

—Muy pronto lo sabré —murmuró,mientras alcanzaba la puerta de sudespacho, cazadora en mano—. A porél.

Como Ramón Alonso vivía en unaurbanización de las afueras, Garcés sedirigió hacia una zona de aparcamientosque pertenecía a la comisaría parallevarse el coche que él tenía asignado.Eran las dos de la tarde, pero no leimportó la posibilidad de molestar a la

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familia del arquitecto. Al fin y al cabo,en aquel punto de la investigación,Alonso era el principal —y único—sospechoso como presunto implicado enla desaparición de Álex. Y es que, enapariencia, no había más personasautoras y poseedoras de planossubterráneos de la Zaragoza romana,aspecto que de algún modo estabarelacionado con la inesperada marchadel chico.

Antes de girar la llave de arranquedel vehículo, Garcés intentó una vez máshablar con Gabriel o Lucía, pero ambosseguían sin cobertura. La sensación deextrañeza que el inspectorexperimentase a media mañana se iba

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transformando, poco a poco, eninquietud. ¿Dónde se habrían metido?Rogó por que no estuviesen envueltos enalgún nuevo lío, al tiempo que empezabaa plantearse si en realidad los chicos lehabían engañado y no habían dejado enningún momento de investigar. Aquellose le podía ir de las manos con sumafacilidad.

Garcés llegó media hora después ala verja del chalé donde residía RamónAlonso. Se trataba de una construcciónmuy elegante, de tres pisos. El tipo vivíabien, desde luego, lo que se ajustaba a lahipotética idea del policía de que elarquitecto llevaba años lucrándosemediante secuestros y torturas a chicos

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jóvenes.El inspector pulsó el timbre,

comprobando con discreción bajo suabrigo la pistola que permanecía en sufunda sobaquera. Llegaba allí muchomás perdido de lo que pretendía simular.Ojalá sacase algo en limpio.

—¿Sí?La voz, que debía de pertenecer a la

esposa del sospechoso, salía de unapequeña rejilla de altavoz sobre elbotón del timbre.

—Buenas tardes —saludó Garcés,muy formal—, soy Francisco Garcés,inspector de policía. ¿Puedo pasar?

El inspector aparentaba tranquilidadpara no espantar a la presa. La mujer no

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respondió, pero enseguida comenzó asonar un zumbido eléctrico y el portónque permitía el acceso al jardín inició suapertura automática. Garcés se introdujoen la propiedad en cuanto tuvo espaciosuficiente, y en pocos pasos se situófrente a la fachada de la casa, dondeesperó sintiendo el tranquilizador bultodel arma en su axila. Frente a él se abrióuna puerta blindada que dejó ante suvista a una mujer mayor de porteexquisito. Sus ojos, ojerosos yenrojecidos, llamaron la atención delpolicía: aquella señora había estadollorando hasta hartarse.

—Soy Aurora Blanco, la esposa deRamón. Entre, inspector —le invitó ella,

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señalando el interior—. Creía que yahabían acabado todos los trámites.

Garcés accedió a la casa, esperandoen el recibidor mientras la señoracerraba la puerta tras él.

—¿Ha dicho «trámites»? —preguntóel inspector cuando ella llegó a su lado,no pudiendo evitar asociar aquellaspalabras con las que pronunciase lasecretaria del Colegio Oficial deArquitectos: «Dadas las circunstancias».Estas fueron igual de enigmáticas.¿Habría ocurrido algo en las últimashoras?

Ella asintió antes de formular suextrañada cuestión:

—¿Es que no viene en relación con

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la muerte de mi marido?Semejante interrogante cayó con

virulencia sobre Garcés, que tuvo queapoyarse con disimulo en una mesapróxima. Ramón Alonso había muertohacía poco. También. Como los otros.

—Venga al salón y siéntese —lamujer, preocupada, había captado elbrusco cambio de semblante delinspector—. ¿Quiere tomar algo?

Garcés negó con la cabeza, pero lasiguió hasta unos confortables sillonesque había en una amplia sala. Se dejócaer en uno de ellos, procurando envano serenar sus pensamientos. ¡Alonsomuerto! Ahora sí que estaba perdido.Todos los que podían arrojar alguna luz

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en el caso habían sido silenciados.—¿Cómo… cómo fue? —se atrevió

a indagar, aun a sabiendas de lo duroque a la señora le tenía que resultarhablar de aquello.

Aurora Blanco le miró muyextrañada.

—¿De verdad no sabe nada? —sacóun pañuelo de uno de sus bolsillos, enprevisión del caudal de lágrimas quecrecía a punto de desbordar sus ojos—.Mi marido… se suicidó ayer por lanoche.

Transcurrieron unos segundos demutismo total, durante los cuales elestupefacto cerebro de Garcés sufríaotro impacto. ¡Hacía menos de

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veinticuatro horas del fallecimiento deRamón Alonso, y tampoco se habíatratado de una muerte natural! ¡Los dosautores del único plano existente de lostúneles romanos y Balmes, que colaborócon ellos, habían muerto en misteriosascircunstancias! Y todo en pocos días,coincidiendo con la reapertura delexpediente de Álex Urbina gracias a lainsistencia de sus amigos…

Aunque ahora había un matizimportante que hacer: Garcés eraconsciente, de manera definitiva, de queen aquel caso había de todo menoscasualidades; aquellos hombres habíansido asesinados, estaba dispuesto ajurarlo, porque alguien sabía que él los

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buscaba para interrogarlos. Tenía quetratarse de eso. Habían muerto por loque sabían. Suspiró. Por suerte, habíademasiado en juego como para que elinspector se sintiese culpable.

Desaparecidos Balmes, Valls yAlonso, ya no quedaba vivo ningúnconocedor del subsuelo romano deZaragoza. Mejor dicho, solo quedabauno: el que los había matado. Pero¿quién podía ser, si se descartaba a losartífices del proyecto arqueológico y asu único ayudante?

—Debían de ser las ocho o lasnueve —continuaba la mujer con lamirada perdida, ajena a la erupción deconclusiones que había provocado en la

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cabeza de su oyente—, según el forenseque ha llevado a cabo la autopsia.Ramón se tiró por la ventana del últimopiso… Yo me encontré con su cuerpoahí fuera al llegar a casa… Nunca merecuperaré…

La señora no pudo continuar,ahogadas sus palabras por un llanto queya no podía contener. Garcés se sintiófatal, jamás había sabido comportarse ensituaciones como aquella.

—Señora… yo… —titubeó— lolamento mucho. Los suicidios los llevauna unidad distinta, y yo llevo variosdías enfrascado en otra investigación…por eso no sabía nada. Lo siento.

—No se preocupe —secándose los

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ojos, recuperó algo la compostura—.Ahora que el forense ha terminado,podremos enterrarle. Mis hijos lleganesta noche, mañana será el funeral.

—No es mi intención remover tandoloroso episodio —se disculpó elinspector—, y supongo que lo quedeseará ahora es estar sola. Sinembargo, me temo que debo hacerlealgunas preguntas.

Garcés, que no podía justificaraquella indagación paralela, contaba sinembargo con un apoyo inesperado: elánimo hundido de Aurora Blanco lahabía convertido en un ser sumiso, queen ningún momento se planteó el porquéde aquel improvisado interrogatorio.

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—Adelante, inspector. ¿Qué quieresaber?

El detective inició las cuestionesque le interesaban, todas enfocadashacia el nuevo y vital enigma: ¿quiénconocía el plano de los túneles, apartede sus autores? Si lograba averiguaraquel ansiado nombre, tendría en susmanos la identidad de la mente criminalresponsable del colosal entramadodelictivo que iba saliendo a la luzconforme sus pesquisas avanzaban.

En el fondo, Garcés se dio cuenta deque aquel cerebro asesino que buscabase había comportado igual que losfaraones del antiguo Egipto, hombrespoderosos que, una vez diseñadas y

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construidas sus pirámides, ordenabanejecutar a los arquitectos y demásempleados poseedores de lainformación necesaria para acceder alas cámaras secretas. Así, aquellosvaliosos conocimientos morían con elfaraón, y los misterios y tesoros quealbergaban los espectacularesmausoleos quedaban a salvo deprofanadores. Miles de años demonumentos intactos dan fe de lapoderosa eficacia de tan sangrientasestrategias.

Lo cierto era que el asesino al queseguía la pista el inspector habíallevado a cabo una dinámica casiidéntica a la egipcia, pero más pausada,

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pues había tardado bastantes años enacabar con sus colaboradores. Dehecho, parecía como si solo se hubiesedecidido a culminarla presionado porlos avances de Garcés.

En cualquier caso, la similitudencontrada con aquella viejacivilización del Nilo acababa defacilitar a Garcés una pista esencial parasu caso, que la intuición del policía supover a tiempo: el faraón era quienencargaba y financiaba la construccióndel monumento mortuorio, para luegoaniquilar a los autores elegidos.

¡Ahí estaba la clave! ¿Cómo no se lehabía ocurrido antes? Ni Balmes niValls ni Alonso fueron los auténticos

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promotores del proyecto, escogidos parallevarlo a cabo. ¡Alguien les encargó elplano de los túneles antes de que setapiasen!

Y esa persona que los contratócumplía todos los requisitos que exigíael perfil del psicópata que buscaba elinspector: sabía lo que se ocultaba bajolas calles de Zaragoza, estuvo en sumano impedir la publicación del trabajoy que trascendiese la información quecontenía. Además tenía localizados losescasos ejemplares de planos queexistían y a las únicas personas quepodían irse de la lengua dados susconocimientos.

Estaba claro. El inspector habría

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apostado su mano derecha a que aquelúltimo «protagonista» que surgía conasfixiante magnetismo en el escenariodel crimen, era también quien habíarobado el ejemplar del planosubterráneo de la biblioteca de laFacultad de Filosofía y Letras.

Garcés sintió un cosquilleo en laespalda al reparar en que, con aquellarenovadora hipótesis, apenas quedabancabos sueltos excepto, por supuesto, laidentidad del maligno mecenas quehabía financiado el estudio de lostúneles romanos años atrás. Con unadesconocida solemnidad, interrumpiólas preguntas que dirigía a AuroraBlanco para formularle dos consultas

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vitales:—Señora Blanco, ¿recuerda un

trabajo que llevó a cabo su maridosobre unos pasadizos romanos de estaciudad, hará unos treinta años?

La aludida arqueó las cejas,sorprendida de nuevo por aquel policíaque aludía a asuntos tan raros teniendoen cuenta la situación.

—Pues… vagamente, señorinspector.

El inspector no podía desperdiciarmás tiempo, así que lanzó su órdago:

—¿Recuerda quién contrató a sumarido para ese proyecto?

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* * *

Lucía, de forma inconsciente, adoptó unapose defensiva y retrocedió hasta sentirla pared contra su espalda, de pie sobreel mugriento colchón. Acababan deentrar dos tipos en su celda, que laobservaban en silencio desde la puerta.La informática, inquieta, dedujo que susdesconocidos visitantes ostentabancargos importantes dentro de laorganización que había montado lo delos túneles. Sus túnicas negras, deapariencia aterciopelada, eran máslujosas que las que utilizaban los seres

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oscuros que la habían capturado, al igualque las prendas que cubrían sus rostros,una especie de capuchas cerradas pordelante que contaban con una delgadaranura para los ojos. Además, llevabancolgando del cuello unas gruesascadenas de oro, cuyos eslabonesterminaban enganchándose en sendosmedallones del mismo metal. En ellosestaba grabada una palabra que nolograba distinguir. La idea de que seencontraba en las instalaciones de unaespecie de hermandad criminal cobrófuerza dentro de su mente; en el seno deaquel submundo estaba descubriendouna sociedad, un colectivo dotado dejerarquía interna. Y semejante realidad

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le daba mucho más miedo que un simpleenfrentamiento con secuestradores.

—Así que tú eres Lucía —comentóen un tono neutro el individuo que habíaentrado primero—. Vaya, vaya. Mepresentaré: aquí puedes llamarmeDahmer.

Lucía no podía saber que aquelnombre extranjero pertenecía a unconocido caníbal y asesino en serieamericano, más conocido como elCarnicero de Milwaukee. Por una vez,le vino bien su ignorancia al respecto.No era cuestión de asustarse todavíamás.

La voz de quien acababa de hablar, apesar de su frialdad, delataba una edad

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avanzada. A la informática, que prefiriómantener su mutismo, no le sorprendióque conociesen su nombre. Por lo menosno daban muestras de haberse enteradodel diálogo de golpes que había estadomanteniendo con el desconocido odesconocida de al lado.

—Mucho nos habéis complicado lavida —reanudó el tipo mayor haciendoun gesto al otro, de complexión muchomás fuerte, que se aproximó a la chica—. Peor para vosotros; nuestrapaciencia tiene un límite. Además,gracias a vuestros movimientos va a sermuy fácil eliminaros: nadie sabe dóndeestáis.

Sin duda quien hablaba era el jefe;

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la obediencia del otro era evidente paraLucía. Un segundo ademán del primeroprovocó que el subordinado lanzasecomo un arpón uno de sus brazos, que lainformática no pudo esquivar. La manodel tipo le alcanzó el cuello y ella notó,gimiendo de dolor, unos dedos que seaferraban a su garganta con brutalidad.

Lucía, cuyo rostro enrojecidoempezaba a mostrar una tonalidadintensa, procuraba sin éxito separarse deaquella mano que la estrangulaba.

—Solo hay una cosa que me intriga—reconoció Dahmer—: ¿Cómo habéisaveriguado lo de los túneles romanos?Supongo que para vosotros dar así en elblanco habrá sido una cuestión de

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suerte, ¿no?Lucía no respondió, negándose a

darle el placer de admitir que sí habíasido pura casualidad.

—Eres afortunada —comunicó eljefe, que no se había apartado de lapuerta, viendo que no obtendría ningunacontestación—. Ahora no podemosdedicarnos a ti, pues hay que preparar elrecibimiento a tus amigos. Ellos ya estáncerca. Pronto dispondrás de tu tiempo degloria como mártir, y entonces tendrásocasión de experimentar una nuevadimensión del sufrimiento. Muy pronto.Uno a uno —la voz del individuoadquiría ahora una inflexión tandramática que casi resultaba teatral—,

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todos os arrepentiréis de haber cruzadoel umbral que separa la luz de laoscuridad. Y descubriréis lo lenta quepuede resultar la muerte. Aprenderéis adesearla, la llamaréis a gritos. Aunqueaquí ni siquiera la muerte puede oíros.

Un impacto de cierta fuerza se dejóoír en una de las paredes, marcando elfinal de la escalofriante profecía. Lucía,enganchada todavía por el sicario deoscuro, se dio cuenta de que la personacon la que había entabladocomunicación mediante golpes en eltabique no sabía que ella tenía visita, ypor eso intentaba reanudar los mensajes.

—Vaya —Dahmer esbozó unasonrisa que rezumaba maldad—, veo

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que no perdéis el tiempo. Seguid, seguidjugando. El desenlace promete ser de lomás apasionante.

Después de pronunciar aquellaspalabras, el misterioso tipo se dio lavuelta y abandonó la celda haciendo unaúltima señal al subordinado. Este,obediente, abandonó la presión de susdedos sobre el cuello amoratado de lachica, que cayó al colchón entre toses, ysalió también de la reducida estancia.Una vez fuera, cerró la puerta con llave.Lucía, de rodillas, escuchó sus pasosalejándose mientras se acariciaba lazona de piel marcada e intentaba reunirlos últimos restos de sus fuerzas. Elmiedo bloqueaba su mente.

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Le llevó tiempo apaciguar suangustia; su cabeza se estabilizó, pero elpánico seguía envolviéndola como unsudario de telarañas espesas,agobiándola, impidiéndole cualquiermovimiento con su tacto pegajoso.

Cuando se hubo repuesto un poco,sin perder de vista la mirilla desde laque podía ser vigilada, se apresuró apreparar un nuevo diálogo de golpes.Entre el suelo terroso encontró unapiedra de cierto tamaño que le resultaríamuy útil; golpear con las piernas no soloera lento, sino también agotador. Luegocalculó las cifras de impactos querequerían las dos palabras que pretendíatransmitir: 21, 17, 27 era la primera

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serie, y la segunda 12, 23, 3, 9, 1.Mensaje completo: «Soy Lucía».

No obstante, comenzó con laconocida serie que significaba «hola»,para confirmar si con la piedra seescuchaban sus golpes desde el otrolado y si su oyente estaba atento. Lucíacomprobó lo enervante que era lalentitud de aquel sistema, aunque teníaclaro que no contaba con otrasalternativas. Golpe a golpe, conpaciencia, terminó su comunicación.

La pared le devolvió enseguida unmensaje idéntico de toques, lo que laanimó a continuar con la breve frase quehabía preparado. Al menos, cuandorecibiese la contestación sabría si quien

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permanecía tras la pared era chico ochica y su nombre, lo que humanizabaaquella insospechada relación vecinal.No tardó en terminar su segunda serie degolpes, y se dispuso a aguardar,nerviosa, el comienzo de la réplica.

A los pocos segundos, los impactosde respuesta comenzaron a llegar conclaridad a través del tabique,conformando dos series que Lucíatradujo a gran velocidad: «Lucía qué».La informática se quedó perpleja: ¿leestaban preguntando el apellido? ¿No setrataba de una cuestión absurda dadaslas circunstancias? A pesar de pensarloasí, transmitió los números quesimbolizaban la palabra «Lain». En un

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chispazo de humor, agradeció noapellidarse, por ejemplo, «Pérez de laTorre y Goicoechea», como solía ocurrircon las familias de rancio abolengo.

Al cabo de unos segundos —eltiempo que su interlocutor invirtió eninterpretar su respuesta—, a Lucía lellegó un breve montón inconexo degolpes, un fugaz jaleo que dio paso a unacontestación consistente en una únicaserie de cifras: 1, 12, 5, 26.

Lucía convirtió aquellos números enletras y su corazón se disparó: estabahablando con Álex.

* * *

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Mateo bebía ávido de su cantimplora yGabriel, con la imagen de Lucía en sucabeza, permanecía en cuclillas sin lamochila. Dada la desproporciónexistente entre sus fuerzas y las delenemigo al que asediaban conoptimismo de soñadores, casi se sentíanen aquellas catacumbas como unaespecie de versión moderna decaballeros medievales. Princesa raptadatenían, también un compañero cautivo —esperaban que aún con vida— y,respecto al dragón, figuraimprescindible en todas esas historias,seguro que monstruos acechándolos nofaltaban en aquellos tenebrosos

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pasadizos. Asumiendo su posición enaquel contexto, Gabriel se dijo no sincierta sorna que, a su lado, el Quijotetuvo muchas más posibilidades de éxitoen su enfrentamiento contra los molinos.

Los dos chicos no pudieron acabarde disfrutar un pequeño descanso en eltercer corredor que inspeccionaban. Deimproviso, dos siluetas de negro,provenientes de un túnel próximo, seabalanzaron sobre ellos. Cuandoreaccionaron, sus atacantes ya estabanencima. Gabriel agradeció que por finlos seres de oscuro se dejasen ver; elsentirse espiados cuando resultabaevidente que hacía rato que habían sidodetectados les generaba un agobio

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insoportable, siempre preguntándosecuándo se decidiría el adversario aintervenir, a bloquear su avance.

Mateo, con su agilidadacostumbrada, tiró la cantimplora alsuelo al tiempo que se girabablandiendo su cuchillo. Gabriel, por suparte, no tuvo tiempo de lanzar con sumachete ninguna estocada, pues uno delos tipos de negro se lanzó sobre él,exhibiendo una daga de corta longitud.Los dos rodaron por el suelo en unaconfusión de piernas y brazos entre losque brillaban de vez en cuando las hojasde las armas. El pijo, mientras, al estilode un boxeador, había comenzado amoverse en círculo frente a su particular

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contrincante, que hizo lo propio sindecidirse a tomar la iniciativa.Cuchillos en ristre, se miraban a losojos calibrándose mutuamente.

El intelectual, entre tanto, serevolvió con una energía que no habríaimaginado que albergaba, consecuenciadel terror puro que le había invadido;terror a la muerte, pero también a morirallí. Gracias a aquellos movimientosenloquecidos, el individuo de negro fueincapaz de controlarlo y Gabriel, sinproponérselo, le dio un fuerte golpe enel ojo con el mango del puñal. Talimpacto desestabilizó al oscuroatacante, dejándolo vulnerable duranteunos segundos. Ahora sí, el intelectual

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aprovechó ese momento para golpearleen la cara con una piedra próxima. Usótal potencia para su agresión, que elpasamontañas se escapó de la cabezaensangrentada del tétrico oponente. Este,soltando un grito, cayó inconsciente alsuelo.

El contrario de Mateo volvió uninstante la cabeza al escuchar el alaridode su compañero. Esto permitió al pijoacercar el extremo cortante de su armahasta rozar el cuerpo del otro, que alpercibirlo se quedó paralizado.

—No te muevas —le advirtióMateo, respirando de forma entrecortada—. O acabo contigo.

El tipo de oscuro asintió con

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lentitud, pero cuando quien leamenazaba exigió que soltase el puñal,intentó una última maniobra estirando subrazo armado en una estocada quehabría resultado mortal si el pijo no lahubiese esquivado gracias a supreparación deportiva. Más por reflejoal ejecutar aquel movimiento protectorque por decisión propia, el cuchillo deMateo se acabó introduciendo en elvientre del sicario. El pijo, sintiendo unprofundo asco, percibió cómo, bajo latúnica desgarrada, la hoja metálicapenetraba bastantes centímetros en aquelcuerpo enemigo. «Son mortales», acertóa susurrar sufriendo un repentino mareo.

Abundante sangre resbaló bajo la

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ropa del individuo malherido,manchando su calzado negro. Mateo,horrorizado, se separó de aquel cuerpotambaleante dejando el arma clavada,hasta que solo quedó ante él unindividuo gimiendo de dolor en el suelo.Estaba llorando. ¿Moriría aquelhombre? Prefirió no pensarlo.

Gabriel, todavía muy nervioso, seacercaba a su amigo comprendiendo laverdadera dimensión de lo que acababade ocurrir. Sobre el mutismo de aquelmundo en perpetuas tinieblas se alzabaahora un silencio todavía mayor,extenuante.

—Estoy… estoy manchado desangre —balbuceó Mateo, que mostraba

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una visible conmoción.El intelectual supo que no lo decía

en sentido físico; se refería a que habíadejado a una persona con una heridamuy grave. Él, un chaval joven, sano,que jamás había hecho daño a nadie.Quizá ese Mateo, experimentando porvez primera el lastre de la agresión,también se sentía lesionado. Gabrielrogó por que lo superara pronto; laintegridad del grupo por la quearriesgaban sus vidas tampoco se podíapermitir ese tipo de daños. Mateo teníaque seguir siendo tan frívolo, tan risueñoy tan encantadoramente pusilánime comosiempre.

—No has tenido otro remedio —

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procuró suavizar el intelectual,abrazándolo—, ha sido en defensapropia. Le has dado la posibilidad derendirse y aun así ha intentado matarte.

—Gracias —la voz de Mateosonaba apagada, triste—. Ahora no esfácil verlo de ese modo. Pero gracias.Quizá haya sido mejor así —Gabriel lemiró de forma interrogadora—. Prefierohaberlo tenido que hacer yo. Tú eresmenos fuerte para estas cosas.

El intelectual, abrumado, tuvo queadmitir que dentro del delgado cuerpode su amigo cabía mucha generosidad.Aquellas palabras habían sido certeras.

—Ya me recuperaré —añadía elpijo con semblante herido y unos labios

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temblorosos que fracasaron al procurarsonreír—. Ahora Álex y Lucía nosnecesitan al cien por cien. Vamos. ¿Quéhacemos con ese asesino que has dejadoinconsciente?

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11EN LA MADRIGUERA

Garces se encontraba dentro de sudespacho, en el que solía encerrarsepara meditar cuando las cosas nomarchaban bien. Mostrando un airegrave, volvía a experimentar sobre cadacentímetro de su cuerpo la carga deaquellos expedientes que continuabanabiertos sobre su mesa: los chicosdesaparecidos. Sentía un aplastamientode toneladas. ¿Cómo podían pesar tantounos folios?

Aurora Blanco había sido incapaz de

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recordar quién encargó a su marido y aValls el proyecto del plano de lostúneles romanos. Víctima de laimpotencia, pues sin aquel dato suinvestigación llegaba a un punto muerto,el inspector incluso se había permitidoregistrar la casa del último fallecido enpresencia de la inconsolable viuda.

Lo que sí había confirmado Garcés,consultando a Endesa, era que la nochedel suicidio de Ramón Alonso hubo unapagón en la casa del arquitecto. Unanueva «no-casualidad». Los apagonesconstituían ya una firma inconfundiblede los asesinos, que —aparte de Valls,muerto en la calle— solo se habíaincumplido en el caso de Balmes, a lo

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mejor porque no vivía en un chalé sinoen un bloque de pisos. ¡Qué rabia nopoder avanzar más, sabiendo que seguíala pista correcta!

El teléfono dio un inesperadotimbrazo que le asustó. Lo descolgó ycontestó de forma lacónica.

—¿Paco? —al otro lado de la líneano podían darse cuenta de su estado deánimo—. Soy Ramos.

—Qué pasa.Con fastidio, Garcés comprobó que

su compañero no estaba dispuesto adejarse intimidar por su patentesequedad.

—Ha llamado un señor preguntandopor ti, pero como estabas ocupado he

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cogido yo el recado.—Bien hecho —comentó el

inspector, dispuesto a terminar laconversación—. Luego me lo das.

—Era el padre de Gabriel Vázquez—continuó el otro, invencible aldesaliento—. ¿Te suena?

Al principio, el apellido desorientóa Garcés, pero enseguida cayó en lacuenta de quién era, lo que le hizodespertar de cuajo de su resignadoabatimiento.

—¡El padre de Gabriel! —casi gritó—. ¿Y qué quería?

—Por lo visto, su hijo se fue ayerpor la noche a una fiesta de cumpleaños,y no ha dado señales de vida desde

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entonces. Esta tarde le tocaba trabajaren la cafetería de la familia y tampocoha aparecido, lo que según el padre esalgo rarísimo. Antes de decidirse ahablar contigo —terminó el policía—,el señor Vázquez y su mujer hanintentado localizar a otros amigos quetambién estaban invitados a la mismafiesta, pero tampoco han dado con ellos.He quedado en que los llamarías pronto.¿Qué opinas del asunto?

La mente de Garcés se habíaquedado en blanco, golpeada con furiapor el surgir de los nuevosacontecimientos. Aquello se desbordabacada vez más y él se hundía en el fangoremovido, como si tuviese los pies

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anclados en hormigón. «Dios mío».En un gesto maquinal, aún con

Ramos al teléfono, el inspector cogió sumóvil y llamó por décima vez a Gabriel.Sus ya moribundas esperanzas de que nohubiese ocurrido nada a los chicos sevolatilizaron cuando brotó delminúsculo altavoz junto a su oreja la vozgrabada que ya conocía: «El usuario nose encuentra disponible». Con Lucíasucedió lo mismo.

Sin embargo, aquel umbral desde elque se asomaba a un inminente desastrele hizo reaccionar, vencer su humillanterendición prematura. «Si noencontramos nuevos indicios», se dijo,«será mi último movimiento; pero ahora,

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en marcha». Y es que aquellos jóvenesinquietos, de impresionante fidelidad aun ideal de la amistad, eranresponsabilidad suya. Además, no podíapermitir que tal testimonio se perdiese.Un ejemplo así para la cruda sociedaden la que se movía a diario tenía quesobrevivir. Él mismo había rejuvenecidodesde que investigaba el caso de ÁlexUrbina junto a ellos. Aquellos chicoshabían logrado remover en su corazónvalores que él, hacía años, habíaapartado para dejar paso a un cinismoútil pero, en el fondo, desolador. Teníaque encontrarlos.

—Juan —la voz del inspectorsonaba ahora enérgica—, ven a mi

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despacho; ha llegado el momento de quehablemos.

—Voy para allá.Garcés disponía más o menos de dos

minutos para reorganizar sus ideas, antesde que el detective Ramos entrase por lapuerta. A su llegada debía sintetizar lasituación todo lo posible y ser capaz detomar las decisiones oportunas pararecuperar el rumbo de la investigación.Cualquier fallo podía ser fatal paratodos los implicados, que empezaban aser muchos.

Ramos llegó en el tiempo previsto yGarcés, moviéndose nervioso en susillón giratorio ante el escritorio, leinvitó a sentarse frente a él.

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—Te veo pálido —observó eldetective, que no podía disimular sucuriosidad mientras se sentaba—. ¿Quéte ha estado ocurriendo estos días?

Garcés resopló y, abrazando losmontones de carpetas que colapsaban sumesa, los empujó hacia Ramos.

—¿Te suenan? —le preguntó.Ramos echó un vistazo a los

nombres.—Algunos, sí. Oye, aquí hay casos

viejos. ¿Has estado cotilleando en elarchivo por tu cuenta? —el tono deldetective se hizo un poco más serio—.Además, son todo desapariciones. ¿Yaempiezas otra vez a meterte en asuntosde mi competencia?

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El inspector asintió, sin preocuparlela posibilidad de que todo aquellomolestase a su compañero, pues sabíaque en cuanto Ramos supiese lo quehabía en juego, lo perdonaría todo.Instantes después relató al otro detectivelas crispantes circunstancias en las quese encontraba, y que provocaron en suoyente significativos gestos de asombro.Cuando hubo acabado, Garcés lanzó undirecto interrogante:

—¿Puedo contar contigo? Lo que tehe contado no puede salir de aquí hastaque tengamos algo más sólido.

Ramos, sin indicios de habersemolestado por estar al margen de todo,ya que era su especialidad, no lo tuvo

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que pensar y asintió convencido.—Cuenta conmigo. ¿En qué puedo

ayudarte?La extrema urgencia de la situación

imponía una actuación inmediata porparte del inspector, y este lo sabía.Había que moverse ya. El únicoproblema residía en que si Garcésempezaba a dedicarse a buscar aGabriel y a Lucía, no podría terminar dehilvanar los cabos que quedaban sueltosen torno al paradero de Álex. Y estainformación era prioritaria, sobre todoporque constituía el otro camino para,casi con toda seguridad, dar con los dosamigos de Urbina. No, él no podíamoverse de allí todavía.

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—Juan —comenzó el inspector, muyserio—, estoy a punto de logrardesentrañar todo lo que está ocurriendo,lo que también me conducirá a Gabriel yLucía. Por si acaso no lo consigo o voydemasiado lento, tienes que salir ahora aencontrarlos. Quiera Dios que no leshaya pasado nada, nunca me loperdonaría. Mira que les advertí que semantuvieran al margen…

—De acuerdo, Paco —el detectiveexhibía una impaciencia conmovedora—. ¿Tienes alguna idea de por dóndepueden estar?

El inspector se echó para atrás en susillón, frotándose la cara con las manos.

—Se marcharon de sus casas ayer

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noche, pocas horas después de que mecontaran lo de las tapas especiales dealgunas alcantarillas —reflexionó envoz alta—. Y se debieron de ir demadrugada, conforme a lo que te hadicho el padre de Gabriel. Lo único quese me ocurre —concluyó— es que hayanbajado por alguno de los pozos de la redantigua de alcantarillado, la que recorreparte del caso viejo, buscando rastrosde su amigo Álex.

—La leche. Esto va a ser comobuscar una aguja en un pajar, inspector.Además, me hará falta un equipoespecial: no se pueden recorrer esostúneles subterráneos como quien va depaseo; hay gases —Ramos movió la

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cabeza hacia los lados—. No es por seragorero, pero si se metieron allí y nohan salido todavía…

Garcés descartó con un gesto laposibilidad de la muerte de los chicospor inhalación de gases tóxicos. Lapropia idea, además, se le hacíaintolerable.

—No —insistió el inspector—, sondemasiado listos para terminar así.Imposible. De ser cierto que bajaron alas cloacas de la ciudad, el hecho de queno hayan vuelto a salir casi veinticuatrohoras después es el más claro anuncioque nos podrían ofrecer de que hanencontrado algo. Algo que, quizá, losretiene. Por eso hay que actuar ya, Juan.

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Es tan importante el tiempo, que meconcedo tan solo un par de horas máspara sacar algo en limpio del expedientede Álex. Si en ese tiempo no averiguonada más, te seguiré en la búsqueda.

—De acuerdo, Paco. Voy ya aprepararme. ¿Alguna sugerencia sobrepor qué lugar concreto empezar?

Garcés meditó unos instantes,repasando la libreta donde había idoapuntando la información obtenida ensus diferentes entrevistas.

—Según me dijeron en elAyuntamiento —explicó a Ramos—, enun túnel próximo al pozo que hay en elCallejón de las Once Esquinas se estállevando a cabo una reparación. Justo en

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ese sector es donde Balmes, eltrabajador de mantenimiento quepresuntamente se suicidó, oía los gritosantes de jubilarse. Yo comenzaría porahí. Además, Gabriel, Lucía y Mateotuvieron que elegir una zona discretapara meterse en las alcantarillas, si esque ha sido eso lo que han hecho, y elpozo del Callejón de las Once Esquinaslo es.

—De acuerdo, me voy ya.—Espera —Garcés se levantó del

sillón y llegó hasta un armario situadoen una pared lateral, del que sacó un parde transmisores—. Toma uno de estos, apartir de ahora nos comunicaremos através de ellos. Llevan GPS

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incorporado, así que podré ubicarte encualquier momento. A la mínima pideayuda, no te cortes. Aunque me juegue elpuesto, estoy dispuesto a movilizar atoda la comisaría si hace falta. Solonecesito un ligero empujón más. A ver sieres capaz de dármelo, Juan.

—Cuenta con ello. Pero no montesningún espectáculo aquí hasta que tecomunique si he descubierto algo; no setrata de arruinar tu carrera por nada.

—Claro, me contendré.El inspector, viendo cómo su

compañero abandonaba la habitación,resistió como pudo sus propias ganas deacompañarle, agobiado por laincertidumbre y la lacerante sensación

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de que estaba a punto de perder lapartida en aquel caso. Tenso, se puso adar zancadas en círculo frente a suescritorio.

—Me concedo ciento veinte minutospara descubrir algo nuevo —seprometió—. Si no consigo nada, me voydetrás de Ramos. Al menos noperderemos a Gabriel, Mateo y Lucía.Espero.

Tras unos minutos respirando confuerza y asomado a la única ventana deaquella habitación, donde el frío delatardecer le entumeció la cara, logróserenarse. Acto seguido volvió a suasiento, desde el que atrapó con losbrazos una de las irregulares columnas

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de expedientes. Seguro que entreaquellos papeles había muchos detallesque se le habían escapado, pero…¿cómo verlos ahora? Fue releyendoapartados, dejó pasear sus ojos de formaaleatoria por fechas, nombres,descripciones… El truco estaba enmantenerse abierto a corazonadas, aideas absurdas, a teorías nacidas de unaimprovisación desesperada.

Su mirada se detuvo en un nombre:Raquel Jiménez. «Pobrecilla». Elinspector recordaba a la chica, la noviaalgo mayor —tenía veintitrés años— deÁlex Urbina. «A veces la vida se cebaen algunos», pensó el policía. Lo pocoque recordaba de aquella chica que

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había perdido a su novio de una formatan drástica era que también habíasufrido una adolescencia muyproblemática, en orfanatos y familias deacogida. Una terrible historia personal ala que parecía condenada, visto el finalde su relación con Álex.

Garcés desechó aquel expedienteporque lo conocía demasiado bien,necesitaba jugar con otrasdesapariciones aparte de la de Álex. Noobstante, cuando ya aquella carpeta sedeslizaba por la superficie de la mesaalejándose del resto, la etiqueta de laportada quedó ante su vista, ofreciendoalgo que el inspector, extrañado, tuvoque verificar volviendo a leer: Javier

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Murillo.En la mente del policía surgió la

obviedad: «El nombre escrito no es elde Álex Urbina». ¿Cómo era posible?¿Pero no se mencionaba en sudocumentación interior a RaquelJiménez, afectada en el caso de Álex?¿Se habría traspapelado alguna hoja, porculpa del jaleo de los últimos días?¿Sería otra Raquel, que por coincidenciase llamaba igual?

Coincidencia. El detective sintió lagarganta seca mientras se repetía lafrase que había consagrado comoprincipio motor de la investigación: «Eneste caso no hay casualidades». Cadavez que se percataba de alguna

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coincidencia, acababa distinguiendo enella la inconfundible firma de una mentecriminal. «En este caso no haycasualidades, solo maniobras muycalculadas».

Pero aquel último hallazgo erademasiado retorcido. El inspector,escéptico a pesar de su apetito de pistas,estudió aquel expediente para salir dedudas. Javier Murillo era un chicodesaparecido en el año dos mil, hacíacinco años. Las circunstancias eraidénticas a las de Urbina: dejó carta dedespedida —cuya autenticidad fuecomprobada por expertos—, era mayorde edad, aprovechó una noche en la queestaba solo en casa… Y, así como de

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pasada, se mencionaba que tenía unanovia llamada Raquel Jiménez.

O sea, que no se trataba de unaconfusión entre expedientes. Garcésestaba perplejo. Por aquella época, elaño dos mil, la novia de Álex habríacumplido los dieciocho. Podía cuadrar.Por desgracia, en ninguna de las doscarpetas había fotos de las chicas, y enel ordenador, digitalizadas, tampoco. Lapregunta volvió a resonar en su cabeza:¿se trataba de una coincidencia?

Lo primero que hizo el inspector fuerevisar los otros expedientes, sinapreciar nuevas sorpresas: algunos delos presuntos fugados no tenían novia,las de otros tenían diferente nombre… y,

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en algunos expedientes, ni siquiera sehabía recogido esa información. Detodos modos, tenía que cerciorarse deque aquel descubrimiento erainofensivo, así que descolgó el auriculardel teléfono y pulsó el número quefiguraba en los papeles como el de lafamilia de Javier Murillo. Al tercertimbrazo respondió una voz masculinajoven, que de acuerdo con la ficha deldesaparecido tenía que ser un hermanoque ahora debía de rondar los veinteaños.

—Buenas tardes —saludó Garcés—,soy el inspector de policía FranciscoGarcés. ¿Eres hermano de Javier?

—¡Sí! —respondió con énfasis el

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chico—. Soy Luis. ¿Le han encontrado?Al inspector le emocionó ver lo

fuerte que se mantenía la esperanza enaquella familia, cinco años después. Porello le resultó desagradable desengañaral joven, aunque era inevitable:

—No, Luis, pero seguimosinvestigando. ¿Conserváis alguna foto desu novia?

—¿De Raquel? Pues sí, ¿por qué?—Es que estamos completando el

expediente —disimuló Garcés—, contodo el material se investiga mejor.¿Sería mucho pedir que me enviaras porfax una foto de ella, donde se vea biensu cara?

—¿Por fax? —preguntó el chico,

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asombrado—. No tenemos en casa.Bueno, con el ordenador creo que sepuede hacer, pero no sé cómo.

—No pasa nada —animó elinspector—. Seguro que tienes unacopistería cerca de casa, ¿verdad? Esque es muy urgente… Me harías un granfavor, Luis.

—Bueno —aceptó el aludido, algoconfuso por aquella petición—, estábien. Dígame el número.

Garcés así lo hizo, dándole lasgracias a continuación. En cuanto colgóel teléfono, salió a toda velocidad deldespacho, quedándose en plan vigilantejunto al fax que, en pocos minutos, leofrecería una imagen en blanco y negro

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de la novia de Javier Murillo. Menosmal que, a grandes rasgos, se acordabade cómo era la chica de Álex Urbina. Enel fondo, el inspector se sentía un pocoridículo aferrándose a una coincidenciatan pobre como aquella, pero es que notenía nada más y el tiempo que se habíaimpuesto se iba agotando.

Los minutos transcurrieron sin que lamáquina que tenía al lado despertase desu estado inactivo. Después comenzó avomitar papel a trompicones, pero, paradecepción del policía, solo era uncomunicado de otra comisaría. Garcéssoltó un taco, pero no se movió de supuesto. Cuántos casos se habían resueltopor paciencia.

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El siguiente aviso del fax sí resultóser el que el inspector esperaba.Aguardó a que el folio terminase desalir y fuese soltado por el aparato, ycon él en las manos, sin atreverse aestudiarlo, volvió a su despacho y cerróla puerta a su espalda. Ya estaba solootra vez.

Su lámpara seguía encendida, asíque lo único que tuvo que hacer fuesituar la anhelada hoja de papel bajoella y someterla al riguroso examen desus pupilas.

Aquella impresión, a pesar de sududosa calidad, supuso una respuestacontundente al interrogante deldetective: la novia de Javier Murillo y

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la de Álex Urbina… eran la mismapersona. Observó los ojos grandes, elpelo rizado, el gesto algo hostil en unrostro bello. Sí, estaba seguro. Era ella.

«Joder», fue lo único que Garcés seatrevió a pronunciar. El simple hecho deque la chica no hubiese comentado nadade su pasado como pareja de Murillo,cuando la interrogaron sobre la marchade Álex, bastaba por sí solo parainvolucrarla en aquella historia macabraque no dejaba de asombrar al inspectora cada paso. Por muy increíble quepareciera, de algún modo, ella estabaimplicada. Además, tal afirmaciónencajaba con el dato de que Álex,minutos antes de desaparecer aquella

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fatídica noche del ocho de octubre,llamase a Gabriel por el móvil y no a sunovia, como hubiera sido natural. ¿Sabíaya, entonces, que Raquel Jiménez no leayudaría? ¿Acaso, incluso, estuvo ellapresente en la casa mientras se llevabanal chico? «¡Calma!», se gritó elinspector, «no te lances».

Garcés volvió la cabeza hacia lasdemás carpetas de desaparecidos. Deimproviso le asaltó una duda: ¿cuántosde aquellos desgraciados chicos quenunca volvieron conocieron en el últimotramo de sus vidas a Raquel Jiménez?Como novia, amiga o compañera delchat. Qué más daba. ¿Acaso era ella elcebo que conducía a las potenciales

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víctimas a su perdición?Con un escalofrío, Garcés

comprendió que, viéndola bajo unaperspectiva general, ella encajaba en tansiniestro perfil: solitaria, con unaimportante carencia de cariño sufridadesde pequeña, arrastrando una juventudrepleta de episodios problemáticos…¿Qué trastornada personalidad podíaderivar de una trayectoria así?

* * *

Gabriel y Mateo caminaban detrás delprisionero herido rozándole la espaldacon sus armas. La idea de utilizarlo

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como rehén había sido del intelectual,pero al pijo no le hacía ninguna gracia laoscura compañía de aquel tipo agresivoque todavía lucía su túnica negra. Lerecordaba la reciente muerte del otroasesino.

—Piensa que el ataque que hemossufrido no ha sido casual —argumentóGabriel a su amigo—, venían a pornosotros. Ya saben que estamos aquí.Por eso necesitamos a este hombre.

—Entonces, ¿por qué no han enviadoa más gente? —Mateo se mostrabadesconfiado—. No me dirás que aquítienen problemas de personal…

—No, lo único que ha debido deocurrir es que nos han subestimado. A

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fin de cuentas, para ellos solo somos unpar de críos un poco ilusos. Hanpensado que con dos sicarios seríasuficiente para detenernos.

—Ya.—Además, este tío sabe el camino

para llegar a la salida, sin él nuncalograremos escapar y avisar a la policía.Lo necesitamos.

Gabriel adelantó su brazo armadocon la intención de que el prisionerosintiese el filo de su machete cerca delcuello.

—Más vale que no te equivoques decamino —le advirtió, amenazador—.Estamos muy nerviosos y podríamosreaccionar mal…

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El tipo de negro asintió de formavehemente con la cabeza, acelerando elpaso. El intelectual, al comprobar que elaviso había resultado creíble, suspiróaliviado a su espalda. En realidad,Gabriel acababa de hacer un verdaderoesfuerzo de interpretación, pues se sabíaincapaz de cumplir su amenaza si lasituación acababa requiriéndolo. Confió,abrumado por el miedo, en que talescircunstancias no se produjesen.

Ninguno de los tres caminantesvolvió a hablar durante el resto de laintrincada ruta. A cada paso la tensiónaumentaba en aquella atmósferacomprimida bajo tierra, alimentando unaclaustrofobia que atosigaba a los chicos.

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En esas duras condiciones, tardarontodavía un buen rato en llegar hasta elcorredor en cuyo extremo se distinguíael portón de madera que ya conocían, yque debía conducirlos a los túneles nodotados de luz eléctrica. El recorrido seles estaba haciendo eterno, pero la fasemás peligrosa parecía, al fin, terminar.Gabriel y Mateo, frente a la puerta,emitieron al unísono un sonoro suspiro,sin suficientes ánimos como paradisimularlo. El prisionero, entre tanto,se había quedado a un lado, cabizbajo ymudo.

—Oye —Mateo aproximó su rostrohasta casi rozar la madera, víctima deuna repentina suspicacia—. ¿Seguro que

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es esta la puerta donde encontramos lapulsera de Lucía?

El creciente optimismo delintelectual se cortó de golpe, mientrasdirigía una mirada severa al prisionero.Este se mantuvo en su postura inmóvil,sin hacer comentarios.

—¿Por qué dices eso? —quiso saberGabriel, alzando su arma—. A mí meparece igual. En cuanto la abramos,veremos al otro lado la tela que laoculta, y…

—No me preguntes por qué —cortóel pijo—, pero el marco no me suenanada, de verdad. Ya sé que es raro queyo preste atención a estas cosas, pero…

Gabriel se fijó en lo que le decía su

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amigo; no era cosa de cometerimprudencias a aquellas alturas. Enefecto, los listones que cubrían loslaterales donde encajaba el portónaparecían cuajados de calaveraslabradas en la madera. Era muy tétrico yllamativo, pero el intelectual no habríapodido asegurar que semejantesornamentos no decorasen también lapuerta que cruzaran un rato antes paraacceder a la zona iluminada.

—No sé, Mateo —se encogió dehombros—. No me acuerdo bien decómo era la otra puerta. Esto es la leche.

—Yo tampoco me acuerdo —coincidió el pijo—, pero seguro quereconocería esas calaveras. Este tío nos

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está llevando por otro camino, hay quejoderse.

Gabriel apostó por su amigo, nodudó más. Se dirigió hacia el rehén,blandiendo su arma. El tipo oscuro alzóla cara, atemorizado.

—Creo que tienes que comentarnosalgo, ¿no? —le preguntó, cortante.

El prisionero titubeó:—Yo… yo… me dijeron que querían

llegar a la salida, y yo los he llevadopor la vía más rápida, eso es todo. Deverdad. No quiero morir…

Aquel hombre tenía una pinta tandébil en aquellas circunstancias que latentación de creerle era fuerte. Noobstante, el miedo que sentían los chicos

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se mostraba aún más poderoso.—¿Qué hacemos? —inquirió

Gabriel a Mateo, sin querer asumir laresponsabilidad de la decisión.

El pijo dudaba, consciente de que eltiempo, implacable, seguíatranscurriendo.

El rehén levantó entonces, poco apoco, uno de sus brazos hasta mediaaltura. Con gesto sumiso, abrió la manoalzada, de entre cuyos dedos colgaba unjuego de llaves.

—¿Por qué… por qué nocomprueban que lo que les digo escierto? —propuso—. Ya que no mecreen…

El prisionero, agachándose, depositó

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las llaves en el suelo con suavidad y sealejó un par de pasos hacia la paredderecha, una posición que hacíaimposible su fuga. Era evidente que noquería ponerles nerviosos.

Las miradas de los jóvenes secruzaron un instante, aún más indecisos.¿Sería una trampa?

—Tú seguirás yendo el primero —acabó determinando Gabriel a los pocossegundos, con los ojos clavados en elrehén—. Así que recoge las llaves yponte a abrir la puerta. Al menorproblema te la cargas.

Mateo observó a su amigo, casi sinreconocerlo ante aquella actitud estrictaque mostraba. El intelectual, por su

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parte, se daba perfecta cuenta de que loúnico que hacía era insistir en su ya casiagotada capacidad de interpretación. Nohabría sido capaz de matar a aquelindividuo, se dijo una vez más, salvo enla más cruda defensa propia.

Al tipo de negro, mientras, no lehacía demasiada gracia que le obligarana abrir aquella puerta y pasar primero.De hecho, su rostro, bajo aquel nuevogiro de la situación, adoptó un fugazgesto de miedo que no pasódesapercibido para Mateo y Gabriel.Ambos tuvieron claro que no se habíanequivocado con aquella prudentemaniobra. No obstante, la cuestión clavevolvía a cobrar fuerza: ¿se ocultaba

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algún peligro tras la puerta?El prisionero, llaves en mano, ya

había alcanzado el sospechoso accesode las calaveras, pero no parecíadecidirse a acatar la orden delintelectual. Se mantenía quieto, comoluchando contra algún recelo interiorque le impedía introducir la llave en lacerradura.

—¿Nos ocultas algo? —le interrogóMateo desde más atrás, con una vozpoco firme.

El interpelado rechazó talposibilidad moviendo la cabeza hacialos lados. Metió por fin la llave en suagujero, e inició el giro correspondiente.Hasta los jóvenes llegó el chasquido del

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engranaje, que provocó en ellos unespectacular aumento en el ritmo de laspulsaciones. ¿Qué les aguardaba másallá de aquella lúgubre entrada?

El prisionero los miró una últimavez y, con una solemnidad que seasemejaba demasiado al miedo, empezóa empujar la hoja de madera maciza.Más allá del halo blanquecino del tramode corredor iluminado, la oscuridaddaba la impresión de crecer, deaproximarse a ellos.

* * *

Lucía casi no podía creer que Álex

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estuviera vivo todavía, pero no se leocurrió ninguna razón por la quequisieran engañarla. Además, estaba lareacción de su vecino cautivo —almenos, presunto cautivo— trascomunicarle su nombre. ¡Solo un tabiquede piedra la separaba de su amigodesaparecido! ¡Increíble!

Ya se disponía a golpear la paredpara iniciar un nuevo mensaje, cuandovolvió a llegar a la celda el sonido deunos pasos cuya resonancia ibacreciendo. Alguien se aproximaba a elladesde los corredores. La informáticamaldijo en susurros. ¡Ni siquiera habíatenido tiempo de preguntarle a Álex sise encontraba bien!

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Se oyó un tintineo metálico justodetrás de su puerta, y la invadió untemor agrio. «Tendrás ocasión deexperimentar una nueva dimensión delsufrimiento», le había anunciado comoun veredicto el jefe de aquellos sádicos.¿Llegaba ya el momento de cumplir laterrible amenaza? ¿No dejarían, almenos, que viese a Álex una última vez?Mientras colapsaba su mente un carruselde imágenes inconexas sobre susrecuerdos y su familia, se planteópedirles, llegado el caso, una últimavoluntad: abrazar a su amigo.

Acababa de entrar la reconociblefigura encapuchada del jefe, seguida desu ayudante.

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—Hola de nuevo, Lucía —saludóDahmer—. Vengo a invitarte a unespectáculo que no te defraudará.Acompáñanos.

«Bueno», pensó la informática, «noparece que por el momento me vayan allevar a mi ejecución». La chica,procurando serenarse, se levantó delcastigado colchón y siguió a aquelpeligroso líder, sintiendo en su nuca elaliento caliente del otro individuo denegro. La fuga seguía siendo imposible.

Tras recorrer varios pasadizos quesubían hacia la superficie, llegaron hastauna compuerta metálica de la quesobresalía un diminuto cuadro debotones. Dahmer, sin mediar palabra,

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tecleó un código de cuatro cifras yempujó la hoja color acero, que se abrióde forma silenciosa. Ahora el jefe sí sevolvió hacia su cautiva:

—Puedes pasar —invitó a Lucía, enun tono ceremonioso cargado de ironía.

La chica obedeció, sin logrardespegarse de su atento vigilante. Unavez dentro, lo que quedó ante ellaresucitó su pasión por lo tecnológico,haciéndole olvidar por un instante laterrible situación en la que seencontraba: aquella estancia constituíauna especie de avanzado puesto decontrol de unos veinte metros cuadrados,presidido por una inmensa pantallaplana de TFT de más de un metro de

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anchura que abarcaba la parte central dela única pared libre de ordenadores.Aquel espectacular monitor estabaapagado.

—Vaya —susurró ella,impresionada, recorriendo todo con sumirada—. Ni la NASA debe de tenerestos equipos.

Lucía distinguió, entre las múltiplestorretas de CPU que quedaban ante suvista, un potente procesador, mediooculto por un denso entramado decables, un bosque de hilos bajo elresplandor de diminutas luces pilotoparpadeantes. Identificó aquellamáquina al momento.

—Así que aquí está el servidor del

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programa de los túneles —dedujo.Dahmer asintió, complacido.—Veo que nuestras informaciones

sobre ti eran ciertas —afirmó—. Megustan las chicas inteligentes —sonrió—. Dan más «juego», nunca mejordicho.

Lucía, intentando no hacerle caso,siguió paseando sus ojos por todaaquella habitación. Allí hacía frío, y seoía un permanente ruido de fondo comode refrigerador, algo lógico, pues todoslos aparatos tenían en marcha susventiladores internos. Varias sillas deordenador estaban colocadas junto a unamesa donde descansaba una caja conprogramas informáticos muy

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sofisticados. Monitores planos sedistinguían aquí y allá, siempreacompañados de los correspondientesteclados. En aquel montaje se habíandejado muchísimo dinero, pero eso eraalgo que ya no sorprendía a Lucía: hacíahoras que conocía el poder de aquellaorganización. ¿Cómo se financiarían?Supuso que los clientes pagabanenormes cantidades por ver a lasvíctimas morir poco a poco. Se le pusola piel de gallina, y no fue precisamentepor la baja temperatura. Y es que sumente acababa de aterrizar, volvía aacordarse de dónde se encontraba. Yestar allí, ver aquello, equivalía a estarmuerta. Jamás dejarían que saliera viva

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de aquellas profundidades, ahora no lecabía ninguna duda.

—¿Por qué Álex? —se atrevió aindagar, ahora que ya nada importaba—.¿Por qué le elegisteis a él? No erausuario del juego de los túneles,¿verdad?

Dahmer rechazó también aquellahipótesis:

—No, no lo era. Lo de tu amigo fuecasualidad; por un cruce accidental denicks, Álex Urbina recibió informaciónconfidencial sobre nuestro programa. Suerror —el hombre paladeó aquellaúltima palabra, emitiendo un chasquidocon la lengua— fue que hizo uso de esainformación que no le correspondía. Se

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metió en el juego. Y, por supuesto, fuedetectado, como os ocurrió a vosotros.Dejarlo libre habría resultadodemasiado arriesgado, así que, comosabíamos que estaba solo en casa, losecuestramos esa misma noche.

A Lucía empezó a cuadrarle todo.Por eso llamó a Gabriel desesperado, deahí su insistencia. Álex se dio cuenta deque venían a por él, pero no tuvo tiempode escapar.

—¿Cómo podíais saber que suspadres no estaban en la casa? —lainformática aún veía cabos sueltos—.¿Le conocíais de antes?

Dahmer esbozó una sonrisamalévola.

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—Lo cierto es que sí. Llevábamostiempo estudiándolo como posiblecandidato para el juego. No sé si lohubiéramos elegido al final. Quizáhabría podido salvarse si no hubierasido tan… curioso. Él vino a nosotros,en cierto modo.

—Supongo que casi todos sus«candidatos» viven por el cascoantiguo…

—Sí, procuramos que así sea. Esmás seguro tener cerca la red antigua dealcantarillado para garantizar que elsecuestro sea un éxito. Cuanto menos seesté en la superficie, mejor.

Lucía unió aquello con lo de lastapas especiales de alcantarillas que

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encontraron en las proximidades de losdomicilios de los desaparecidos. Todotenía sentido.

—¿Y la carta de despedida? —ella,en su celo por la verdad, insistía enpedir explicaciones—. Era su letra…

Dahmer volvió a sonreír:—Eso forma parte de nuestro

particular método de secuestro. Losobligamos a escribir las notas parareducir las investigaciones posteriores.Podemos llegar a ser muy persuasivos,créeme. Luego cotejamos lo escrito conpapeles verdaderos de la víctima, paraevitar conductas… picarescas. Lasvíctimas acaban haciendo bien lo queles pedimos.

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Lucía comprobaba que seenfrentaban a profesionales. Aunque,para animarse, se recordó a sí mismaque todo el mundo comete errores. Tardeo temprano, pero se cometen.

La informática formuló un últimointerrogante:

—¿Y por qué Álex sigue con vida?Cuando entramos por primera vez aljuego —Lucía se resistía a recordaraquellas imágenes, en el ordenador deMateo—, ya estaba herido y rodeado deratas.

—En eso sí ha tenido suerte elchico. Vuestros movimientos nos hanmantenido tan ocupados que tuvimos quepostergar su desenlace final. Qué

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irónico resulta que vayáis a morirvosotros primero.

* * *

A Garcés le costó poco obtenerinformación sobre dónde vivía Raquel, yel resultado no le supuso ningunasorpresa: la que fuera novia de Álextenía un piso en la calle San Pablo, enpleno casco antiguo. ¿Quizá para estarcerca de sus… amigos del subsuelo,cerca de la red de túneles romanos?¡Necesitaba más información! Confió enque, como eran casi las ocho y media dela tarde, Raquel estuviera en casa.

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Mientras se dirigía al domicilio dela joven sospechosa acompañado de suamigo Julio, el informático, recibió lallamada del detective Ramos a travésdel transmisor con GPS, en la que lecomunicaba que ya estaba rastreando lasalcantarillas próximas al pozo delCallejón de las Once Esquinas. Elinspector tenía la esperanza de que sucompañero hubiera encontrado indiciosde los chicos, pero Ramos le desengañóenseguida: ningún hallazgo que notificar.

—¿Y algo que te haya llamado laatención? —probó Garcés.

—Nada. Aquí abajo todo estánormal.

—Por lo que más quieras, sigue

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buscando —le pidió, pisando elacelerador de su vehículo de formainconsciente—. Y recuerda que nosenfrentamos a tipos peligrosos. Nocometas imprudencias.

Al estar conduciendo, el inspectorno pudo comprobar la ubicación del otrodetective en la pantalla del GPS, pero lohizo en cuanto tuvo que esperar a que unsemáforo se pusiera en verde. Lesorprendió la distancia que separaba aRamos del Callejón de las OnceEsquinas. ¿Tanto se estaba moviendo elpolicía en su búsqueda? Prefirió noañadir una nueva preocupación más a sucrispada mente. Que su compañerohiciera lo que considerase oportuno.

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Pero que diese con los chicos.Un cuarto de hora más tarde, tras

dejar el coche mal aparcado junto alportal que les interesaba, les abría lapuerta del piso Raquel en persona.Garcés comprobó que la chica no semolestaba en disimular el asombro quele producía aquella visita.

—Buenas tardes, inspector —saludóella, sin excesivo calor—. Imagino queno viene para decirme que hanencontrado a ese capullo de Álex,¿verdad? Ya paso de él, me hizo muchodaño y solo quiero olvidarlo. Estoysuperándolo. No quiero hablar de él.

«Espectacular interpretación», pensóGarcés sin modificar su gesto ingenuo.

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«Claro, ahora lo que le interesa es quedejemos el caso, que lo cerremos comouna simple marcha de casa».

De todos modos, Garcés no podíaignorar que todavía no había confirmadosu conjetura sobre Raquel. ¿Y si sehabía equivocado y ella era inocente?

—Hola, Raquel —la saludó—. Mealegro de que te acuerdes de mí. Vengocon mi amigo Julio, que a vecescolabora con nosotros. ¿Te importa sipasamos? —Garcés sonreía procurandoofrecer un aspecto afable—. Tengo quehablar contigo.

Raquel dudó un instante.—Es que estoy agotada —justificó

su ligera hostilidad—. ¿Y si le voy a ver

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mañana a la comisaría?Del interior de Garcés emergió un

rotundo «no» que apenas logró reprimir.—Me temo que mañana no puedo —

mintió—, tengo otros expedientes másimportantes que hay que resolver.

Con aquella contestación, elinspector no solo impedía retrasar elinterrogatorio, sino que ademástranquilizaba a Raquel: acababa deinsinuar que lo de Álex no erademasiado relevante. En efecto, el gestode la chica se relajó un poco ante esaspalabras.

—Está bien —concedió—, pasen.No durará mucho, ¿verdad?

Como ya estaba en el interior del

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apartamento, Garcés se permitió el lujode empezar a ponerse serio:

—Dependerá de ti, Raquel.La aludida, que los guiaba por el

pasillo hacia el salón, se volvió y lelanzó una escrutadora mirada. Debió deapreciar el cambio de semblante delpolicía, porque al final no dijo nada yterminó de llevarlos hasta la habitacióndonde iban a conversar.

«Caray con esa mirada»,reflexionaba Garcés, recuperándose delimpacto. «Me ha atravesado todas lascapas del cuerpo». Inquieto, se tanteó laculata de la pistola que llevaba bajo laaxila izquierda, camuflado el bulto porla americana y el abrigo. No sabía qué

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se ocultaba bajo la suave aparienciafemenina de aquella joven, quépeligrosas tendencias se agazapaban ensu mente.

La chica los invitó a sentarse en unsofá, mientras ella se acomodaba en unsillón frente a ellos. El informático nohabía abierto la boca desde que llegarana la casa y siguió sin hacerlo, pero esque así se lo había pedido Garcés, yaque su función era otra: cotillear losposibles ordenadores que pudieranencontrar.

—Ustedes dirán —comenzó Raquel—. ¿Qué necesitan de mí?

El inspector se había fijado en losdetalles mientras se dirigían a la sala de

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estar.—Tienes un bonito apartamento —

comentó para romper el hielo—: parqué,bien situado, veo que también te hasinstalado un home cinema. ¿La casa estuya?

Raquel suspiró de forma exagerada.—Ya les he dicho que estoy agotada,

¿les importaría ahorrarme lasintroducciones?

Garcés sonrió; qué lista era. Raquelhabía detectado al momento que aquellano era una simple cuestión introductoria,sino que el policía deseaba averiguar deverdad cuál era su nivel de vida.

El inspector volvió a la pose seria.—Tienes razón, iré al grano: ¿el

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piso es tuyo?Raquel abrió un poco más los ojos;

fue algo casi imperceptible, perosuficiente como para que el policía sepercatara. La audacia de Garcés alinsistir la estaba poniendo en guardia.

—Sí, inspector. Es mío. Bueno, aúnno he acabado de pagarlo.

—¿Cuántos metros cuadrados tiene?—Noventa. ¿Han venido hasta aquí

para preguntarme cómo es mi casa?El inspector ya se esperaba esa

resistencia.—No —respondió—, pero puede

ser una información útil para nosotros.Ella no se sintió satisfecha con esa

contestación.

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—¿Y en qué clase de investigaciónestán metidos, para que les sea útil ladescripción de este piso?

Garcés no la dejó avanzar más:—Todo a su tiempo, Raquel —la

contuvo—. Por el momento pregunto yo,¿de acuerdo?

La joven asintió, no sin ciertaprepotencia. Su propio aspecto insolenteparecía decirle al policía que no iba asacar nada en limpio. Julio se removióen su asiento, incómodo ante lasituación. Él no estaba acostumbrado aatmósferas tan tensas.

—¿A qué te dedicas, Raquel? —siguió indagando Garcés, procurandoignorar la pose impertinente de la

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interrogada.—Tengo un cibercafé.Desde luego, semejante ocupación

encajaba a la perfección con la hipótesisde Garcés. El inspector sacó su libreta ycomenzó a apuntar cosas. Sin despegarlos ojos de su papel, lanzó el primerdardo, destinado a poner nerviosa a supresa:

—¡Vaya, debes de sacar mucha pastasi ya te has comprado un piso de noventametros cuadrados en pleno centro deZaragoza!

Raquel no se dejó intimidar:—Es que soy muy ahorradora,

inspector. Y los juegos de ordenador enred atraen a muchos chicos, como sabrá.

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Aquella observación dejó helado aGarcés. «Atraen a muchos chicos». Elverbo que acababa de emplear Raquel—seguro que con toda intención—sonaba a trampa, a caza, a emboscada.Era probable que más de undesaparecido de los que investigabahubiera jugado en aquel lugar algunavez. El ciber camuflaba una trampamortal. La osadía de aquella joven, quese permitía hablar con tal libertad enpresencia de la policía, erainconcebible.

—Espero que, llegado el caso,puedas justificar tus ingresos aHacienda.

La chica sonrió.

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—Ya sabe cómo se curra en misector. Es normal contabilizar en negro.¿Me va a denunciar?

«La muy rastrera mantiene lacompostura. Claro, lo que le preocupano es que Hacienda le ponga una multa.Ahora sí me he convencido de que tienesecretos mucho peores. Secretosinconfesables».

—¿Vives sola?—Sí. Ya disculpará que Álex, mi

antiguo novio, no haya podido estar aquípara recibirle. ¿No le habrá visto porcasualidad?

El sarcasmo había sido brutal. Sobretodo si, en efecto, ella estaba implicadaen su desaparición. Garcés estaba

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comprobando que su contrincante no ibaa ser fácil. Y no disponía de mucho mástiempo. ¡Tenía que lograr que «cantase»todo lo que sabía!

—Si evitas las ironías, seguro queacabamos antes —le advirtió Garcés.

—Supongo que han venido a hablarde Álex, y ya les he dicho que no meapetece. No pienso ser más agradable.¿O es que ya ha olvidado que pasó de míy se largó?

—Bueno, al menos gracias por tufranqueza. Espero que sigas igual desincera conforme avance elinterrogatorio.

El inspector se quiso morder lalengua, pero ya era tarde. Aquella mujer

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le crispaba a pesar de sus años deservicio. Raquel esbozó una ampliasonrisa.

—¿Así que esto es uninterrogatorio? —le atacó—. ¿De quéme pueden interrogar a mí? Además, nocreo que sea legal hacerlo sin que estépresente mi abogado, ¿no?

—Tampoco es que sea uninterrogatorio exactamente… —sedefendió Garcés, a punto de perder lasriendas en aquel combate—. Bueno,¡basta ya! Déjate de gilipolleces, ¿vale?

—Vale, vale. Tranquilo.Ella no alteraba su gesto divertido,

lo que descompuso al inspector. Noobstante, este no dejó traslucir su

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malestar. Allí el más profesional era él,y estaba dispuesto a demostrarlo. Sobretodo ante esa cría de veinticuatro años,por muy monstruosa que fuese pordentro.

—¿Me va a contar ya de qué va esterollo, inspector? —concluyó ella—. Oseguimos jugando…

El aludido aceptó el órdago:—De acuerdo, yo también me voy a

dejar de rodeos: sabemos que estásinvolucrada en la desaparición de ÁlexUrbina, y he venido como avanzadillapara ofrecerte la posibilidad de quecooperes, con lo que saldrás mejorparada cuando todo esto acabe. Y estoacabará muy pronto, Raquel. Te lo

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garantizo.La joven soltó una breve carcajada.—¿Pero de qué está hablando?El informático se mantenía al

margen, sus ojos centrados en la ventanade la habitación. Solo deseaba queaquello terminase. Y no terminaba.

—Lo sabes muy bien, déjate dedisimulos —la acusó Garcés—. Teadvierto que si no colaboras ahora,luego será tarde…

—No entiendo nada de lo que dice,de verdad…

El inspector ya contaba con que lachica no se derrumbaría tan pronto,aunque tenía que reconocer que eramucho más dura de lo que había

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imaginado. Menuda pieza. Garcés se fijóen un extraño medallón, bastante grande,que colgaba de su cuello.

—¿Y ese colgante? —le preguntó,cambiando de táctica.

Raquel se encogió de hombros.—Me lo compré en un mercadillo.El inspector alargó el brazo para

tocar el adorno.—¿En un mercadillo? —insistió—.

Pues es de oro, y con ese tamaño…—En esos sitios se puede encontrar

de todo, no solo lo barato. ¿Tanparanoico está, que incluso esta medallale parece sospechosa? ¿No se le estáyendo la cabeza?

El policía hizo caso omiso de aquel

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comentario.—¿Puedo verlo de cerca?Raquel se lo pensó un momento pero

accedió, quitándoselo del cuello ydepositándolo sobre la palma abierta deuna de las manos de Garcés. Esteestudió la joya unos segundos: por unlado no había nada, pero por el otroaparecía inscrita la palabra Obscuritas,y debajo un minucioso grabado en formade guadaña.

—¿Obscuritas? —indagó Garcés—.Eso es latín, ¿no? Significa «oscuridad»,supongo.

—Muy bien, inspector. Aunque latraducción no tiene mucho mérito.

—Y luego la guadaña, un clásico

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símbolo de la muerte. Te va lo siniestro,por lo que veo.

—Un poco.Garcés vio que solo lograría

vencerla si la convencía de que sabíamás de lo que en realidad sabía, así quelanzó el farol:

—Oscuridad. Como la de los túnelesromanos que hay bajo Zaragoza,¿verdad, Raquel? ¿Te suena eso de algo?

Ahora la cara de la chica mostró unaconfusión sincera.

—Cada vez le entiendo menos,inspector. Creo que se equivoca depersona.

Ahora Garcés perdió el control,atormentado por la impaciencia, y la

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acusó a gritos:—¡Tú sabes quién encargó el plano

que elaboraron Valls, Alonso y Balmes,así que dímelo!

—Lo lamento —la cantinela de lachica se repetía—. No sé de qué habla,de verdad.

Por primera vez, Garcés se planteóla opción de que la chica no estuvieseinformada de lo que se hacía con lasvíctimas tras atraparlas, que tan solotuviese como misión seleccionar a loselegidos y facilitar su rapto. De esemodo, el sistema de aquellaorganización criminal era mucho másseguro: si Raquel cometía un error, lapolicía nunca daría con el cerebro de la

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banda ni con las instalaciones donde sellevaba a cabo la sanguinaria actividaddelictiva, dando tiempo a que los pecesgordos se escabullesen. Perfecto.

Vaya. Aquello complicaba todavíamás las cosas.

—Mira, Raquel —reanudó Garcés—, será mejor que nos cuentes todo loque sabes. A mí no me vas a engañar, túte encargas desde el ciber de elegir a loschicos para el juego de los túneles. Faltamuy poco para que todo salga a la luz. Yentonces, ya no podré hacer nada por ti.¿No te parece que eres muy joven pararenunciar a tu libertad? Si te caen treintaaños de cárcel, ¿a qué edad reharás tuvida? En cambio, los tipos importantes

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para los que trabajas se saldrán con lasuya. Tú pagarás los platos rotos.Siempre pasa.

Aquellas palabras sí parecieronhacer mella en la chica, que empezó amostrar una leve inseguridad. Garcésintuyó que faltaba poco para que sedecidiese a hablar, tenía que seguirminando su fortaleza y así se apresuró aintentarlo:

—Apenas queda tiempo —avisó—.Ahora mismo el detective Ramos, uncompañero de la policía, está ya en lasalcantarillas de esta zona. ¿Te dice algoel Callejón de las Once esquinas? ¡No tecortes, Lucía, confiesa y acabemos ya!

—¿Ramos? ¿Han enviado al

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detective Ramos?El inspector cayó en la cuenta de que

seguro que Raquel conocía al policía,pues era el que se había encargado debuena parte de todas aquellasdesapariciones. Lo que le pilló porsorpresa fue la repentina carcajada quesoltó ella. Después volvió a serenarse,de una forma tan brusca como la quehabía protagonizado su violenta risa.

—Raquel, creo que no te estásdando cuenta de lo que hay en juego —diagnosticó el inspector, sin entender suactitud—. No es momento para que tecomportes como una cría.

—Tiene razón —concedió ella, deimproviso dócil—, perdone.

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Garcés se la quedó mirando: sí, eraella, pero algo acababa de cambiaraparte de su tono. No pudo precisar quéera. Estudió su rostro, su postura, suspoderosos ojos… Eran sus ojos, enaquel instante lo percibió. Le enfocabande otra manera, habían recuperado sufuerza. Por alguna misteriosa razón,Raquel volvía a exhibirse blindadafrente a las presiones, habíandesperdiciado sus fugaces minutos dedebilidad y ahora ella surgía conenergías renovadas. Era otra vez elinaccesible adversario del principio.

Garcés maldijo en su interior. Lachica, mientras tanto, se erguía sobre elsillón, en una insultante actitud

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controladora. Sus labios esbozaban denuevo la insoportable sonrisa desafiante.Raquel aguardaba, ya sin temor, lasiguiente maniobra del inspector. Estesupo, en definitiva, que su farol habíasido descubierto: ella albergaba ahorala convicción de que la policía no sabíanada de lo de Álex. Todo el rolloanterior no había servido para nada.

Garcés se veía incapaz de concretarel fallo cometido que había provocadoel cambio de papeles, pero debíacontinuar; el tiempo apremiaba más quenunca.

—Enséñanos tu ordenador —exigióa la joven, con el tono más seco quepudo encontrar.

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—Aquí no tengo, inspector —ellaadoptaba ahora una imagen inocente queno le pegaba nada. Sin duda podíainterpretar muchos papeles, pero losojos la traicionaban: no era trigo limpio.

—¿No tienes ordenador en casa?—No, utilizo los del ciber.Garcés se levantó del sofá y se puso

a pasear, frenético. ¿Por quéabsolutamente nada de aquel casoestaba resultando fácil? Ya se disponía apedirle a Raquel que los llevara a sucibercafé, cuando el recuerdo de laúltima carcajada de la chica le taladróel cerebro provocando que sus neuronastrabajasen con especial claridad.Gracias a aquel detonante, el inspector

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vio a distancia, por primera vez, elrompecabezas al que se enfrentaba. Soloentonces pudo relacionar las piezas quetodavía permanecían sueltas.

Y entre aquellas piezas tambiénestaba el detective Ramos. Alucinante,pero cierto. Fue como un chispazo, unallamarada en su mente que iluminó porun segundo las zonas que todavía semantenían oscuras. Y vio a Ramos, loreconoció. Y resultó que, con eldetective, el rompecabezas encajaba.Así de simple. Garcés entendió entoncespor qué su compañero siempre seempeñaba en encargarse de casi todaslas desapariciones de la zona, por quése había cabreado tanto cuando él se

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ocupó del caso de Álex Urbina. Y porqué no había fotos ni información de lasnovias de los desaparecidos, lo quehabía impedido hasta el último momentoque se detectase la implicación deRaquel en todo aquel infierno. Ramoshabía sido meticuloso en sus turbiasfunciones.

Al principio, el inspector rechazótodos aquellos pensamientos, pero pocoa poco se vio forzado a aceptarlos. Leinvadió una tristeza brutal. Su propiocompañero era un corrupto, estabamanchado de sangre joven e inocente.Un asesino más, al fin y al cabo, aunqueno hubiese empuñado ningún instrumentocon los que se había torturado a los

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chicos secuestrados. A saber la enormecantidad de dinero que se habríaembolsado por orientar las pesquisaspoliciales hacia puntos muertos. ¿Cómopodía dormir tranquilo, conociendo elhorror que protegía? En la ciudadcaminan monstruos.

Con razón Ramos le insistió paraque abandonase sus investigacionessobre Urbina, recordó Garcés. Y por esohabía accedido tan pronto a ayudarlepara buscar a los chicos cuando se lohabía pedido en su despacho. La cara desorpresa que mostraba el detectivemientras hablaban no era, ahora loentendía, por lo que le estaba contando;Ramos, en realidad, se había quedado

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de piedra al comprobar todo lo quehabía averiguado ya Garcés. ¡Y vayaprisa se había dado para comenzar subúsqueda! «Hijo de puta».

El inspector ya comprendía lacarcajada de Raquel. Horrorizado, sedio cuenta de que, para intentar salvar aGabriel, Mateo y Lucía, había enviadotras ellos a un cómplice de lossecuestradores de Álex. Una maniobrasurrealista muy divertida a los ojos deRaquel, claro. Con razón las amenazasque había lanzado contra ella no habíansurtido efecto alguno. Sin interrumpirsus pasos por el pasillo de la casa de lasospechosa, el inspector se tiró de lospelos, abrumado. Todo se había

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convertido en un despropósito. Volvió alsalón, donde ni Raquel ni el informáticose decidían a romper el silencio que sehabía impuesto. Qué solo se sentía enaquellos agónicos instantes.

Garcés utilizó su móvil para haceruna comprobación. Tal como imaginaba,Ramos no había cogido ningún equipoantigás para bajar a las alcantarillas.Ojalá hubiera sido un gesto noble paraganar tiempo incluso arriesgando suvida, pero no se trataba de eso. Y es queel detective Ramos sabía que nonecesitaría el equipo en los túneles a losque se dirigía a toda prisa. Conocía sudestino, y su auténtico objetivoencubierto bajo la misión policial:

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encontrar a los chicos y hacerlosdesaparecer para siempre.

Claro. El inspector ya sabía, porotra parte, de dónde salía toda lainformación que parecía tener laorganización criminal a la que seenfrentaban, una pregunta que se habíaformulado hasta la saciedad durante losúltimos días: ¡tenía un topo en la propiacomisaría!

—En pie, nos vamos —anunció en elsalón.

—¿De qué va? —se rebeló Raquel,agresiva—. Se supone que esto solo ibaa durar un rato. Yo no voy a ningunaparte.

Garcés no estaba para

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impertinencias, así que optó por elargumento de mayor peso del quedisponía para convencerla: sacó lapistola y la apuntó.

—No te he preguntado lo que teapetece hacer —aclaró, ante el gestoasustado de Julio—. He dicho lo quevas a hacer. Andando. Y dame tu móvil,no me fío ni un pelo de ti. Yaestudiaremos qué números tienes en laagenda, algo encontraré por lo que tepueda pillar. De eso estate segura.

—¿Dónde vamos? —quiso saberella, ahora más nerviosa.

—A casa de Ramos, guapa. Seguroque ya has estado allí, ¿verdad? Elcírculo se cierra. Y tú estás en medio.

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Raquel guardó silencio, pero sucreciente inquietud era muy visible.Garcés paladeó aquel pequeño triunfosobre ella, al tiempo que la registrabapara evitar futuros sustos. Ya no se fiabade nadie. Le encargó al informático queno la perdiese de vista en todo eltrayecto, e incluso estuvo tentado deesposarla.

Con respecto a los ordenadores delciber de la chica, no merecía la penarevisarlos; estarían limpios. Sinembargo, en el domicilio de Ramos —que también vivía en el casco antiguo,por supuesto— seguro que encontrabanalgo, pues este no habría previsto jamásun registro en su propia casa. Muy

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preocupado por la suerte de Gabriel,Lucía y Mateo, el inspector intentó unaúltima maniobra antes de meterse en elcoche: detener el avance de Ramos, alque llamó por el transmisor GPS. Si sucompañero aún no había localizado alos chicos…

—Hola, Paco —contestó eldetective a los pocos segundos.

Aquella voz se le hizo odiosa aGarcés, pero mantuvo la compostura. Elmínimo titubeo arruinaría su intento:

—Hola. Oye, supongo que no habrásencontrado nada, ¿verdad?

—Todavía no.Garcés rogó por que fuera cierto, y

que Ramos no estuviera hablándole

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apoyado sobre los cadáveres de losjóvenes.

—¿Tú has averiguado algo? —preguntó el detective.

Llegaba el momento de mentir:—Pues no —respondió Garcés—.

Pero, según los últimos indicios, no creoque los chavales se hayan metido porahí, así que ya puedes volver. Tenecesito conmigo. Esto está muycomplicado.

Al otro lado de la comunicación sehizo un breve silencio. Ramos estabavalorando el verdadero sentido de laspalabras del inspector, recelaba.

—Bueno, echaré una última ojeada yvuelvo, Paco. Te aviso en cuanto llegue,

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¿de acuerdo?—Vale.Garcés había contestado de mala

gana, disgustado. No había colado sumentira. Ramos, de forma elegante,había logrado justificar que continuabasu persecución sin darle al inspectorninguna posibilidad de insistir.«Mierda».

Sí, ya no cabía la más mínima duda:Ramos era uno de los malos de aquellaterrible película que estaban viviendo.¡Cuadraban tantas piezas gracias a él!Ahora Garcés entendía por qué sucompañero se había encargado deinvestigar la muerte de Valls. Inclusocabía la posibilidad de que lo hubiera

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matado él. Y el truquito de dejar unabolsa de droga junto a su cadáver, parafalsear el móvil del asesinato, seguroque era idea suya.

«No montes ningún espectáculo aquíhasta que te comunique si he descubiertoalgo, no se trata de arruinar tu carrerapor nada», habían sido las últimaspalabras de Ramos antes de salir abuscar a los chicos. Menudo cabrón, loque de verdad pretendía no era queGarcés conservase su trabajo, sino tenertiempo para eliminar cualquier rastrocomprometedor antes de queapareciesen todos sus compañeros.

—Ahora sí que hay que correr —anunció a los ocupantes de su vehículo

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mientras se acomodaba frente al volante—. Pero a toda leche.

El inspector colocó la sirena a sucoche, la conectó y salió disparado.Como ya todo estaba en juego, avisó porradio a la comisaría y pidió quemandaran refuerzos a la zona dealcantarillado donde se encontrabaRamos según el GPS. Les indicó el pozode acceso más próximo a aquel enclave,y les mencionó también la entrada delCallejón de las Once Esquinas. Soloaclaró que había varios jóvenesdesaparecidos que corrían peligro enaquella zona. Confiaba en que si Ramosveía compañeros suyos cerca, no seatrevería a hacer nada a los chicos.

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Mientras volaba por las calles, sepercató de que la ubicación de Ramosque señalaba el GPS no se correspondíacon ningún tramo existente dealcantarillado. En teoría, en el puntoseñalado solo tendrían que estar las mássuperficiales entrañas de la tierra. Supoasí que Ramos se encontraba ya en lamisteriosa red de túneles romanos.

De lo que no se dio cuenta elinspector es de que la localización deldetective en la pantalla se mantenía fijadesde la llamada por el transmisor.Ramos había decidido deshacerse delcomunicador GPS, para reanudar sucaza con rumbo desconocido. Yapertenecía por completo al reino de la

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oscuridad, nadie podía seguir su rastro.

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12OBSCURITAS

La enorme pantalla plana emitió unzumbido cuando Dahmer se puso ante elteclado y presionó los botonescorrespondientes a la clave. Mientras suordenador procesaba la orden, se volvióhacia Lucía, sentada a la fuerza cerca deél:

—Ahora prepárate y observa, va aser divertido.

La joven informática apreció en lasonrisa que le dirigía Dahmer un gradoextremo de sadismo. Solo le faltaba

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relamerse ante las imágenes que iban asurgir frente a ellos. ¿Qué se disponían aver?

Lo primero que apareció en elmonitor gigante fue un tramo de corredormuy similar a los que ya conocía Lucía,con la salvedad de que contaba conpuertas en sus extremos. Ambos accesosestaban cerrados, y a la luz tenue de lasantorchas que permanecían enganchadasen las paredes de piedra, la chicadistinguió el movimiento impaciente deun animal. Se trataba de un perro,aunque era un ejemplar muy grande.

—Es un espléndido rottweiler decincuenta kilos —informó Dahmer,orgulloso—. Los criamos nosotros y

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están adiestrados para destrozar acualquier ser vivo con el que seencuentren. Incluyendo los sereshumanos, que son, de hecho, suespecialidad.

—¡Están locos! ¿Para qué quierenbestias así? —Lucía estaba harta detanto horror—. ¿Es que nada les parecesuficientemente malo?

Dahmer soltó una carcajada.—El miedo es una sensación

sublime —afirmó, casi en éxtasis—, queconvierte la capacidad de generarlo enun arte. A nuestro modo, somos artistas.Aquí conseguimos que la genteexperimente sensaciones que ni en suspeores pesadillas lograron concebir. El

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objetivo es alcanzar el terror en estadopuro, una especie de «nirvana delhorror» al que se llega… sufriendo.Solo la muerte demuestra que se hallegado al límite.

Lucía alucinaba con lo que estabaoyendo.

—Pensaba que estaban locos, perome he quedado corta. Por mucho quequiera adornar sus actividades, sonvulgares asesinos. Y la crueldad nuncaes una virtud.

El saber que sería sacrificada anteso después la dotaba de una osadíasuicida. Por su parte, Dahmer ignoró suspalabras, aunque debieron demolestarle.

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—Es un animal precioso, ¿verdad?—él no separaba sus ojos de la pantalla—. Va directo al cuello, y en cuantosaborea la sangre, ya no suelta a lavíctima. Es espectacular.

Lucía cerró los ojos, negándose aver nada más.

—Paso de usted y de su montaje, medan asco.

—Peor para ti. Lo que viene acontinuación te interesa. ¿Sabes por quéeste simpático perrito aguarda inquietojunto a esa puerta? Porque ha olidocarne humana. ¿E imaginas a quiénpertenece esa carne que le excita?

Llegados a ese punto, Lucía volvió aatender al monitor, espantada ante las

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posibilidades que se le ocurrían. Senegaba a asumir todo lo que estabaocurriendo. La voz de Dahmer llegóhasta ella como un hachazo:

—Son Gabriel y Mateo, Lucía. Túlos has conducido a la muerte.

—¡Mentira! ¡Se está inventando todoeso para hacerme sufrir!

—Bueno, eso se comprueba confacilidad.

Dahmer tecleó unos comandos, y enla pantalla surgió la perspectivaofrecida por una cámara de vídeosituada al otro lado de la puertaasediada por el perro. En efecto, en lanueva escena se veía a uno de los tiposde negro metiendo una llave en la

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cerradura del acceso, mientras Gabriel yMateo se mantenían apartados algo másatrás. Lucía pegó un grito.

—¡Por favor, no deje que terminende abrir la puerta, por lo que másquiera!

—Lo lamento, pero ahora no puedointerferir. Un cliente que permanececonectado está pagando mucho dineropor ver esto. De hecho, él es quien hadado la orden del ataque canino —seencogió de hombros, adoptando unapose irónica—. Ya sabes cómo son estascosas, me debo a mi público. Pordesgracia, tus amigos no oirán al animalhasta que sea demasiado tarde, nuestrosperros no ladran. Han aprendido que el

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mejor asesino es el silencioso. ¿Teinteresa ver un primer plano del animal?

En la pantalla se vio la cabeza delrottweiler, cuyas fauces medio abiertasempezaban a gotear espuma, enseñandounos dientes blanquísimos.

Lucía se echó a llorar, colapsada porlas circunstancias.

* * *

El tipo de negro sacó la llave de lacerradura antes de proceder a abrir lapuerta. Gabriel y Mateo, tensos,aguardaban a una distancia de un par demetros.

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—¿Y si echa a correr en cuantocruce la puerta, y se escapa? —receló elpijo.

Gabriel negó con la cabeza.—Mírale, tiene tanto miedo como

nosotros. No huirá antes de comprobarbien si hay algo peligroso en el siguientetramo. Y para entonces ya estaremosotra vez junto a él.

El prisionero, ajeno a aquellaconversación en susurros, comenzó aempujar la puerta poco a poco. Detuvosu movimiento cuando el hueco libre quehabía dejado la gruesa hoja de maderapermitió asomar la cabeza, lo que hizopara estudiar el nuevo panorama conmayor protección.

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Los chicos, que en aquel momentosolo veían el cuerpo de su rehéninclinado hacia delante, y oculto desdelos hombros por la puerta, aún sepusieron más nerviosos. ¿Qué estaríaviendo?

A partir de aquel instante todosucedió a una velocidad vertiginosa:llegó hasta ellos el bronco sonido de ungruñido feroz, se oyó el ritmo ansioso deunas patas pesadas golpeando contra elsuelo, y adivinaron cómo su prisionero,gritando, procuraba recuperar suposición inicial y cerrar el acceso delque parecía provenir la bestia quetodavía no veían. No lo logró ni ellostuvieron tiempo de ayudarle. El tipo de

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negro aulló entonces de dolor, el animalle había alcanzado y la puerta, ya librede la resistencia de sus brazos, se abrióde golpe dejando a la vista una escenaatroz: el prisionero caía de espaldas,empapado de sangre, mientras unenorme perro oscuro, de poderoso tóraxy fieras mandíbulas, destrozaba sugarganta a dentelladas.

Como era evidente que ya no podíanayudar a aquel desgraciado, echaron acorrer alejándose de la puerta, pues nosabían cuánto tiempo dedicaría el perroa su primera víctima. Sin embargo, sufuga acabó enseguida: al final delcorredor acababa de surgir una figurahumana, lo que les provocó un susto

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considerable. Nadie que apareciera porallí podía tener buenas intenciones. Paracolmo, seguían escuchando tras ellos losnauseabundos ruidos que provocaba lamasticación del perro y los gemidos yacasi inaudibles de su presa.

—¡Eh, chicos! —llamó de repente elrecién llegado, enseñando unacredencial—. ¡Soy el detective Ramos,compañero del inspector Garcés! ¡Hevenido a ayudaros, rápido, acercaos ysalgamos de aquí!

Mateo emitió un grito de triunfo, y yaechaba a correr en dirección a susalvador, cuando Gabriel le agarró de laropa, deteniéndolo.

—¿Qué haces? —gritó el pijo, a

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quien le obsesionaba la idea de alejarsede la bestia que tenían a escasos metros—. ¿Estás loco? ¡El perro vendráenseguida a por nosotros! ¡Vamos!

—¡Reacciona, Mateo! ¿No hasaprendido todavía que no nos podemosfiar de nadie? ¿Cómo cono ha llegadohasta aquí ese tío, y solo? ¡Esimposible!

—Pero…—Tampoco hemos oído ningún

arma, ni luchas… Además, si Garcéshubiera descubierto todo esto, habríavenido él, y con bastantes refuerzos.Esto es muy raro…

Un disparo retumbó por todo el túnelhiriéndoles los oídos, como un trueno

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salvaje que intentase reventarlo, y deuna piedra próxima a Gabriel saltaronesquirlas que le arañaron una mejilla.¡El desconocido, que había oído laspalabras del intelectual, les disparabaantes de que pudieran marcharse!

Aquel peligro era aún más serio queel animal, así que echaron a correr haciala puerta de las calaveras con loscuchillos preparados, por si el perrodecidía pasar al segundo plato. Laadrenalina daba alas, se movían comodementes, habrían saltado sobre elrottweiler si hubiese hecho falta. Unnuevo tiro volvió a hacer estallaraquella atmósfera, dejándolos sordosdurante varios minutos. Por fortuna, el

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perro también sufría aquellos disparos,y permanecía atontado cuando loesquivaron para alcanzar el acceso alotro tramo del corredor. El rehén era yaun cadáver decapitado.

Una tercera detonación rebotó en laspiedras. Ramos también corría pistolaen mano. Mateo sintió cómo algo lequemaba en un hombro, pero debido a supropia ansiedad no experimentó ningúndolor, y eso que llegó a deducir que lehabía alcanzado una bala. Gabriel y élterminaron de atravesar la puerta demadera y la cerraron a sus espaldas,aunque sin el pestillo: no tenían la llave,que debía de haberse quedado en algúncharco de sangre junto al cuerpo de su

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antiguo prisionero. Siguieron corriendo,sin tiempo para fijarse en el nuevoescenario al que se incorporaban.

Al otro lado de la puerta quedejaban atrás, más disparos y, porprimera vez, gemidos del rottweiler, quereaccionaba ya atacando a Ramos.Gabriel lo celebró, eso les daba mássegundos de carrera.

* * *

En ese mismo momento, los policías seencontraban en el piso de José MaríaRamos. Mientras Julio procuraba sortearel obstáculo de la contraseña en el

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ordenador del detective corrupto, elinspector Garcés buscaba como unposeso entre los papeles de sucompañero. El tiempo iba pasando, yahora ya se había percatado de queRamos había abandonado el transmisorGPS para moverse sin control. En lacabeza del inspector retumbaba el tictacde un reloj imaginario, gigante, cuyominutero vertical de varios metros dealtura, de canto afilado como la cuchillade una guillotina, iba cayendo cadasesenta segundos acercándose a sucuello. Ni Dalí habría concebido algoasí para retratar la amenaza deltranscurso del tiempo. Pero es que hacíadías que todo lo vinculaba con la

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muerte.Raquel permanecía en el salón del

apartamento, esposada a una pesadamesa de mármol. Garcés no quería mássorpresas ni distracciones. Y habíallegado a la conclusión de que de ella nopodrían sacar más datos. Solo era unapieza insignificante en aquel entramado,a la que habían manipulado a cambio dedinero. Aunque ella hubiera querido, nohabría podido conducirlos hasta elepicentro donde nacía el mal quecombatían.

—¿Tienes algo? —gritó desde suhabitación el inspector, dirigiéndose aJulio.

—¡Nada, sigo en ello! —contestó el

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otro, en el dormitorio donde habíaencontrado el portátil de Ramos—. Estoestá muy bien protegido. ¿Y tú, cómovas?

—Tampoco he encontrado nada. Nohago más que leer cartas, folios, notas…pero no veo ningún papel que me llamela atención, que me diga algo. ¡Venga,va, podemos conseguirlo! ¡Solo noshace falta un poco de suerte!

Garcés localizó una agenda deRamos, y el corazón se le aceleró. Allípodía haber alguna informacióninteresante. La repasó página porpágina, pero lo único que vio fueronteléfonos de familiares y amigos, sinningún comentario añadido que pudiera

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orientarle. Entonces recordó,consternado, que su compañero siemprellevaba una agenda electrónica, unaPDA.

—¡Julio! —llamó—. Ramos teníauna PDA, así que a lo mejor ni aquí nien el ordenador conserva nadacomprometedor. Si es así, estamoslistos.

El informático se le acercó desde eldormitorio.

—Dos buenas noticias: primera, yahe conseguido meterme en el ordenador;y segunda noticia: si tu compañero teníauna PDA, seguro que descargabainformación de vez en cuando al portátil.Lo suele hacer la gente, porque si todo

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lo guardas metido en la agenda y un díala pierdes o te quedas sin batería… Poreso puede que tengamos el contenido dela PDA en su portátil.

—¡Genial! —el inspector volvía aconcebir esperanzas—. Pues revísalobien, yo seguiré cotilleando papeles, aver si adelanto algo.

Mientras Julio se marchaba a la otrahabitación, Garcés empezó a abrircajones y a examinar su contenido, hastaque el membrete de un documento atrajosu mirada como un imán: era unaespecie de logotipo en forma deguadaña. ¡Con un diseño idéntico al delmedallón de Raquel!

Como Garcés prefería confirmarlo,

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agarró el papel y, con él en la mano, seacercó hasta la estancia dondecontinuaba la chica, que mantenía lavista fija en el suelo. ¿Qué estaríapasando ahora por su cabeza?, sepreguntó el policía.

—Raquel, enséñame tu colgante otravez. Por favor.

Ella se lo sacó de debajo del jerseysin soltárselo del cuello, y así pudo elinspector ratificar su suposición. Losdiseños coincidían.

—Bueno —pensó Garcés en voz alta—, vamos avanzando.

El contenido del documento era muyescueto, una simple frase: «La reunióntendrá lugar el día veinte de diciembre a

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las 20:00 h», acompañada de una firma,que más o menos se podía leer:«Arturo…». El inspector no acababa deentender la dudosa caligrafía de lapalabra que venía a continuación, y quetenía que referirse al apellido:«Rumas», «Rumos»… ¿Qué coño poníaahí? Ya iba a llamar a Julio, cuandocayó en la cuenta de que su compañerocorrupto tenía un tío empresario del queen ocasiones le había hablado, y que sellamaba Arturo Ramos. «Ramos», esaera la segunda palabra de la firma.

El inspector, perplejo, se tomó unossegundos para sacar la única conclusiónposible: «Así que el cerebro de todoaquello era el tío del detective».

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Tremendo. De esa forma empezaba aentender cómo se había metido Ramosen todo aquel tinglado.

Sí, el tal Arturo Ramos debía detener unos veinte años más que susobrino, así que la edad se correspondíacon la que Garcés había calculado quetenía el famoso Cuarto Hombre: elinvisible tipo que encargó el plano delos túneles romanos al profesor Valls yal arquitecto Alonso, trabajo para el quecolaboró el señor Balmes. A todos loshabía asesinado Arturo Ramos —él osus secuaces— para evitar que Garcésllegase hasta él. Claro, tenía uninformante de lujo: su mismísimocompañero en la policía.

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Además el tipo estaba forrado,según contaba en ocasiones el sobrino, ysus negocios, de acuerdo siempre con loque le decía José María, se centraban enel sector de la informática. Sí, todocuadraba.

—¡Julio! —gritó, al tiempo que selanzaba a correr hasta el despachodonde se encontraba el aludido—. ¿Hasencontrado el contenido de la PDA?

—Sí —contestó el informático,volviéndose—. Pero no veo nadainteresante, solo direcciones y…

—¡Eso es justo lo que necesito!Búscame la dirección de un tal ArturoRamos.

—Sí, aquí está. ¿Tomas nota?

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Vive…—Cerca de aquí. Por el casco viejo,

¿verdad?Julio le miró, sorprendido:—Pues sí. ¿Cómo lo sabes?

* * *

En la pantalla, el presunto policía quehabía disparado a Gabriel y a Mateo selimpiaba las salpicaduras de sangre quele había provocado el perro queacababa de matar. Le habían hecho faltacuatro balazos para terminar con él,vaya bicho. Tomándose un respiro,volvió a cargar su arma y caminó hasta

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la puerta de madera. En cuanto laatravesó, salió del alcance de aquellacámara de vídeo. Continuaba lapersecución.

—Espectacular, ¿verdad? —comentó Dahmer, satisfecho—. Misclientes tienen que estar disfrutandomucho. De momento, tus amigos siguenvivos; ya veremos cuánto aguantan. Lasuerte se acaba, tarde o temprano.

—Por favor —suplicaba Lucía—,¿es que no ha conseguido bastante? Yanos tiene a Álex y a mí. Déjelos a elloslibres.

—Conmovedor, niña. Realmenteconmovedor. Pero, como ya te heexplicado antes, no está en mi mano

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concederte una petición así. Ahora serámejor que continuemos observando loque les depara el destino. Otro de misclientes ha dado una suculenta orden, acuya ejecución enseguida asistirás.

Dahmer tecleó un código, y almomento Gabriel y Mateo volvían aaparecer en la gran pantalla de aquelpuesto de control. Los dos ibancorriendo, pero el pijo se quedaba atrás.Una mancha oscura se iba extendiendopor uno de sus brazos. Lucía vio cómoel jefe, que no se había quitado laindumentaria negra, aplicaba el zoompara ver mejor aquello.

—Vaya, vaya —Dahmer insistía enhacer de comentarista, lo que repugnaba

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a Lucía—. Pero si nuestro joven amigoestá herido… Mal asunto. En lanaturaleza, que es sabia, con frecuencialos animales heridos se ven obligados adejar la manada. Lo que importa es laseguridad del grupo, y proteger aintegrantes débiles puede resultarcaro… muy caro.

De repente, sonó un pitido queempezó a repetirse aumentando devolumen. Dahmer se levantó de su sillóny, dando unos pasos, alcanzó un pequeñoauricular que se puso junto a la oreja.

—¿Sí? Vaya —su cara mostrabaahora preocupación—, así que haypolicías por la red de alcantarillas.Avisadme si se aproximan al acceso;

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ahora tengo un asunto importante entremanos.

Lucía no hizo ningún comentario,pero acababa de recibir un inesperadosoplo de aire fresco a un montón demetros de profundidad.

* * *

Gabriel, asistiendo a Mateo, había atadoun pañuelo con fuerza alrededor de lazona del bíceps, un improvisadotorniquete para que perdiese menossangre. La herida de bala se veía muybien en el brazo del pijo, pero no habíaorificio de salida: el proyectil seguía

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alojado en su cuerpo. Mateo sudaba.—Gabriel, me estoy mareando —le

susurró a su amigo—. Esto es unamierda.

—Venga, no te puedes rendir ahora.No podemos andar lejos de la salida.

Mateo se echó a reír de purosarcasmo, lo que aumentó sus molestiaspor el movimiento.

—Qué mentiroso eres. No tenemosni idea de dónde estamos.

El intelectual le ayudó a levantarsesin hacer más comentarios, se quedó consu mochila y reanudaron la carrera a unavelocidad moderada. En apariencia,habían dado esquinazo a Ramos. Variospasadizos después, llegaban a una nueva

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puerta.—Al menos en esta no hay calaveras

grabadas —observó Gabriel—.Probemos a ver si está cerrada.

El intelectual agarró el picaporte y,al empujarlo hacia abajo, notó cómo lapieza de metal de la cerraduraretrocedía en el interior de la hoja demadera hasta dejar vía libre. Empujóentonces un poco, y la puerta comenzó aabrirse sin ningún problema. Dada suúltima experiencia, no se atrevió acontinuar para ver lo que les ofrecía elsiguiente espacio al que llevaba aquelacceso. ¿A lo mejor otro perro rabioso?

Gabriel solo había impulsado lapuerta lo justo para dejar ante su vista

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una ranura de unos cinco centímetros degrosor, a través de la cual se dedicó aestudiar el nuevo tramo: se trataba de unestancia rectangular de unos diez metrosde largo por tres de ancho, con techomuy alto cerca del cual brillaban variasantorchas enganchadas en las paredes.Era la primera vez que las veíacolocadas tan altas. Por último, al finalde aquel recinto distinguió otra puertacerrada. En principio, no se veía ningúnpeligro. Reinaba la calma.

—Parece que todo está en orden —comunicó el intelectual—. ¿Vamos?

Mateo se negó de improviso,sentándose en el suelo:

—Me rajo, tío —afirmó,

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avergonzado—. No puedo más, deverdad. Estoy… estoy muerto de miedo.No aguanto más. Necesito salir de aquí.

—¿Pero qué tonterías estásdiciendo? —Gabriel levantó el tono devoz, sin poder evitarlo—. ¡No te rindasahora y levántate!

—Además, estoy herido… —continuaba el otro, sin escucharle—, yluego podríais venir a recogerme y yaestá.

—Y qué, joder. ¿Cómo voy a dejarteaquí? Ni de coña. No habrá más bajas,Mateo. Si tú no te mueves, yo tampoco.Tú sabrás lo que haces.

El pijo volvió a quejarse, pero laactitud de Gabriel no ofrecía muchas

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salidas, así que se levantó como pudo,intentando ignorar sus temores.

—Tú ganas, ya voy. Pero no sé loque aguantaré —avisó, muy serio—. Mecuesta hasta pensar.

—Ánimo —Gabriel le obligaba amirarle a los ojos—, juntos saldremosvivos de aquí. Tienes que creértelo.

Cruzaron el acceso y lo cerraron asus espaldas; no querían dejar máspistas de su avance que las inevitables.Los dos chicos, con las armas en lasmanos, recorrieron todo aquel interiorcon la mirada, mientras caminaban haciala puerta del fondo. A media altura, enlas paredes, se distinguían diminutosagujeros, y una especie de zócalo de

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metal cubría toda la parte baja de lostabiques y los bordes del techo.Semiesferas oscuras delataban lapresencia de cámaras.

—Esta sala da muy mal rollo, tío —cuchicheó Mateo—. Larguémonosrápido.

—Estoy de acuerdo.Los dos llegaron hasta el otro

extremo y, con cautela, el intelectualempezó a abrir aquella puerta. Pero nopudo.

—¡Joder, está cerrada!—¿Bromeas? Déjame a mí.Con su brazo sano, Mateo comprobó

que su amigo tenía razón. Y en lascondiciones en las que se encontraban,

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no podían aspirar a derribar aquellabarrera.

—Volvamos —recomendó Gabriel—, rápido. Si aún no ha aparecidoRamos, podemos tomar otra ruta.

Mateo asintió, presa de unainquietud peor que el aguijón dolorosode su herida. Necesitaba salir de allícon urgencia, un sexto sentido leadvertía contra aquel extraño espacio.

—No te lo vas a creer —ya junto alotro acceso, Gabriel hablaba con vozrara—. Esto no se abre. Nos hanencerrado.

Mateo tragó saliva, girándose paraobservar bien toda aquella estancia.

—¡Ahora sí que la hemos cagado!

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—gimió, asustado—. ¡Empuja másfuerte!

El pijo también intentó abrir lapuerta, pero obtuvo el mismo resultadoque su amigo. Ya no hablaban. Estabaclaro que eran vigilados. Con todaprobabilidad, desde el principio.

Gabriel sacó sus propiasconclusiones:

—Mateo, esto es mucho peor de loque pensaba. Estamos en el juego.

—No entiendo.—Nuestro agotamiento nos ha

impedido darnos cuenta. Estospasadizos, esas antorchas… ¿No tesuena el decorado?

La imagen de un tipo herido vestido

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de blanco, que avanza entre corredores,surge como un relámpago en la memoriadel pijo. Le llega la imagen del grupo deamigos en su chalé, delante de suordenador, aquella noche que se leantoja lejana. Luego vino el asalto.

—Estamos… Estamos —titubeó,con los ojos muy abiertos por el espanto— en el juego de los túneles. Estamos…muertos.

—Todavía no, Mateo —Gabriel seesforzaba por no caer en el desánimo,aunque lo veía todo tan crudo como suamigo—. Hay que luchar hasta el final.Recuerda que tenemos que encontrar aÁlex y a Lucía. Aún no nos han vencido.

Los dos chicos, sin saber qué se

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estaba fraguando contra ellos a aquellasprofundidades, fueron moviéndosejuntos hasta situarse en el centro deaquel rectángulo misterioso. Ahora, losdetalles que les llamaran la atenciónminutos antes les parecían mucho mássiniestros.

Pasaban los segundos en el másabsoluto silencio. Les sudaban lasmanos con las que agarraban sus armas,esperando. Aquella situación deincertidumbre era insoportable. Por fin,un leve rumor agudo comenzó a oírse, ymuy pronto alcanzó la suficientepotencia como para ser reconocido: eranchillidos. Muchos. De ratas. A aquelruido delirante se unió la resonancia de

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cientos de diminutas pisadas sobre firmemetálico. A la vez, Gabriel y Mateobajaron la vista hacia los zócalosplateados, que abrían en aquel momentounas pequeñas compuertas de las quesalían cuerpos peludos en tropel.

Un horror mezclado con asco saturósus mentes: cientos de ratas entraban enla sala donde ellos se encontraban,estaban histéricas. Lo peor vino acontinuación, cuando de los bordesmetálicos del techo también empezarona caer montones de esos repugnantesroedores, procedentes de otros agujerosestratégicos. Gabriel y Mateo gritabanmientras se apartaban para esquivarlas,ya rodeados de una asquerosa alfombra

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de cuerpecillos grises con largos rabos.Era imposible no pisarlas, ellos sentíancómo reventaban algunas bajo su peso.Y entonces empezaron a trepar por suspiernas, imparables. Movían los hocicosenseñando sus dientes, buscabanalimento con ansia. Algunas habíandetectado ya el apetitoso olor de laherida de Mateo, que no dejabadescansar su cuchillo haciendo caer atodos los bichos que se le subían.

—¡Mateo, rápido, a esa pared! —aulló el intelectual para que su vozsuperara el estridente murmullo quereinaba—. ¡La antorcha!

Sin dejar de quitarse ratas, el pijollegó hasta donde le indicaba Gabriel,

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pero las antorchas estaban colocadasmuy alto, y ninguno llegaba aalcanzarlas.

—¡Súbete a mis hombros, rápido! —volvió a gritar Gabriel, al borde delinfarto—. ¡Pero deprisa, por lo que másquieras!

El intelectual se agachó un poco,soportando a duras penas la mayorproximidad de las inquietas ratas, yMateo se le subió. Este se apoyaba en lapared para no perder el equilibrioconforme su amigo volvía a su posturainicial, dando patadas a todo lo que sele acercaba. Ahora el pijo sí pudoatrapar una de las antorchas.

—¡Mateo, me están subiendo por las

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piernas! —Gabriel, todavía sosteniendoa su amigo, no podía sacudirse deencima los animales. Sentía susdiminutas uñas arañarle el pantalón en laescalada.

Mateo, bajándose de los hombros desu amigo, acercó la cabeza encendida dela antorcha a la cintura de Gabriel, y lasratas saltaron aterradas. Después, losdos corrieron hasta el rincón menosconcurrido por los roedores y, mediantebarridos con la antorcha, lograronmantener a raya a aquella plaganerviosa. Lo que no sabían era cuántotiempo aguantarían así. Daba igual; susmentes, colapsadas, ya no pensaban.

De improviso, tres detonaciones

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llegaron hasta ellos, despertándolos desu demencial ensoñación. Aunque elmurmullo hambriento era tremendo, losdisparos se habían oído muy bien, tantoque incluso los roedores se apartaron desu origen, la puerta por la que los chicoshabían entrado a aquella trampa mortal.¿Qué más faltaba por ocurrir?

Dos tiros más y la puerta, destrozadasu cerradura, pudo abrirse. ¡Sorpresa!Se trataba de Ramos, que había llegadosiguiendo el rastro de sangre de Mateo.Los chicos notaron en su gesto asqueadoque, en el fondo, estaba tan perdidocomo ellos. Apenas conocía aquelsubmundo de pesadilla. Solo era uncómplice más de superficie, obligado a

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bajar a aquel infierno por lascircunstancias.

El detective, reponiéndose delimpacto que le había provocado aquelrepulsivo espectáculo, vio a susperseguidos al otro extremo de laestancia invadida por las ratas, pero nopudo hacer uso de su arma; los roedores,atraídos por el olor de los restos desangre del perro presentes en la ropa deRamos, se abalanzaron sobre él, que,asqueado, empezó a pisotearlas confuria.

Con lo que Ramos no contaba eracon los animales que caían del techo, yque alcanzaron su cabeza provocándoletal susto que, al pretender quitárselas de

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encima, tropezó y cayó al suelo,quedando invisible a los pocos segundosbajo una capa peluda de ratashiperactivas. Dos veces intentólevantarse cubierto por completo deellas, y las dos volvió a caer, incapaz dever nada por culpa de los roedores quese le agarraban a la cara, mordiendo sincompasión.

El policía gritaba desesperado avarios metros de los cuerposparalizados de Mateo y Gabriel,incapaces de ayudarle por el pánico.Dos balazos más se estrellaron contralos tabiques de piedra, un tímido intentode Ramos que no consiguió asustar a laspequeñas fieras que le devoraban. Los

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gritos terminaron pronto.El intelectual, reponiéndose un poco,

reparó en que bastantes ratas escapabanpor la puerta que el detective habíadejado abierta, y supo que era suoportunidad para escapar.

—¡Mateo, cuando te avise echamosa correr hacia la puerta con la antorchapor delante! ¿Vale?

El pijo, superado por larepugnancia, no encontró fuerzas pararesponder; se limitó a asentir con lacabeza. Llegó la señal de su amigo, yambos se lanzaron como locos hacia lasalida, esquivando el bulto inmóvilsepultado de ratas en que se habíaconvertido Ramos. Tardarían bastante en

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dejar de correr, y aún más en dejar desentir un cosquilleo de aprensión muymolesto, como si intuyeran que se habíandejado algún animalillo colgando de susropas.

* * *

Se trataba de una casa muy vieja decuatro pisos, que casi amenazaba ruina,en la calle Boggiero, cerca de la SalaOasis. Toda ella era propiedad deArturo Ramos, y poco después elinspector comprobaría que, a pesar desu apariencia, aquel edificio estaba pordentro mucho mejor conservado. Garcés

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se encontraba a escasos metros delportal, procurando reunir ladeterminación suficiente para llamar altimbre. Aunque llevaba adherido alpecho un micrófono que permitiría a suscompañeros de la policía escuchar todolo que ocurría, y ocho agentesaguardaban preparados para la acciónen las proximidades, tenía miedo. Contodo lo que había averiguado, casipercibía el poder maligno que emanabadel edificio. Aquella vieja construcciónera, en realidad, un templo erigido a laMuerte. Arturo Ramos ejercía de sumosacerdote, ayudado por servidores. Y elinspector se disponía a entrar… solo.

—Jeje. Igual que cerca de los

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restaurantes chinos no se suelen vergatos, porque los utilizan en el menú —intentó bromear Garcés, en voz alta paraque le oyeran los compañeros que,dentro de una furgoneta, seguían lossonidos que transmitía su micro—, poraquí no se debe de ver tampoco a chicosjóvenes. Carne fresca para lossacrificios.

El inspector echó una última ojeadaa su reloj. No podía retrasarlo más,tenía que lanzarse. El recuerdo deGabriel, Lucía y Mateo le dio fuerzas.

—Bueno, chicos, entro ya.Deseadme suerte.

Garcés pulsó el botón del timbre.Aquel primer contacto con el edificio le

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produjo un escalofrío. Procurócalmarse. Se jugaba el todo por el todo.

El inspector observó unas rejillas enel suelo. Aquellas casas tan antiguassolían contar con viejísimas bodegas enlos sótanos. Seguro que los de aquellacasa estaban comunicados con la red detúneles romanos, lo que explicaba porqué un tipo tan rico como Arturo Ramoshabía elegido un domicilio tan humilde.Y para pasar desapercibido, claro.

* * *

—¡Se lo merece, por idiota! —chillabaDahmer, conmocionado, viendo el final

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del detective Ramos por la pantallagigante—. Pensar que es de la familia…

Lucía levantó la cabeza al oíraquellas últimas palabras.

—¿De su familia? ¿Y no ha hechonada por salvarle? Es usted peor de loque pensaba.

Ahora Dahmer ya no reía. Ofrecía unaspecto más calmado, aunque susfacciones transmitían una imagen severa.

—No se podía hacer nada, Lucía.Cuando hay alguna partida en marcha,todo el recinto queda bloqueado, porseguridad. No habríamos llegado atiempo. La culpa es suya, por llegardemasiado lejos en su persecuciónpersonal. Ya nos avisó de que se metía

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en las alcantarillas para intentar detenera tus amigos, pero no tenía autorizaciónpara entrar en la zona de juego. Se haarriesgado demasiado. Y, encima, con sumuerte ya no podrá informarme de losmovimientos del inspector Garcés, eseamiguito vuestro tan curioso.

—Cuánto lo siento —dijo Lucía,sarcástica.

—Me alegro de que aún tengasganas de andarte con ironías. He dereconocer que tus chicos están teniendomucha suerte, pero eso se va a acabar.Aún no sabemos qué ordenará el clientepara la siguiente fase, pero no creo quesobrevivan a ella. Así que vetepreparando, porque la siguiente serás tú.

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—Al final perderá, Dahmer —serebeló Lucía, con la vista fija en lasratas que aún aparecían en el monitor—.Seguro que están a punto de localizarestas instalaciones…

El jefe descartó aquella posibilidadcon un ademán.

—Por cierto —comentó, como depasada—, que sepas que la policía ya hadejado de registrar las alcantarillas. Nohan encontrado nada. Una pena.

La conversación no pudo proseguir,porque el telefonillo de aquel puesto decontrol comenzó a emitir sus pitidosinsistentes. Dahmer, sorprendido, selevantó de su sillón para alcanzar elauricular. Conforme oía lo que le

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comunicaban, su rostro iba cambiandode color. Lucia, dándose cuenta, deseócon todas sus fuerzas que fueran malasnoticias para aquel psicópata.

—Vaya —Dahmer procurabadisimular su inquietud después de colgar—. Ha surgido un imprevisto muyinoportuno. Es increíble. El inspectorGarcés acaba de llegar a mi casa.¿Cómo habrá logrado…?

—Se lo dije —advirtió lainformática con cierta insolencia,espoleada por aquella novedad tanprometedora—. Le van a cazar, Dahmer.

—No cantes victoria tan pronto,niñata estúpida —repuso el aludido, apunto de perder la paciencia—. Si yo

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hubiera estado bien informado duranteestas últimas horas por mi sobrino, nome habrían dado esta sorpresa. Esto mepasa por trabajar con incompetentes…No obstante, da igual. Esto lo resuelvoyo enseguida.

Dahmer se dirigió al ayudante quevigilaba a Lucía:

—Vigílala, vuelvo dentro de cincominutos para acabar la faena —despuésse puso a pulsar comandos en el tecladodel ordenador—. Lucía, dejoestablecido un dispositivo similar alpiloto automático de los aviones, paraque el juego continúe en mi ausencia —soltó una carcajada—. Para que no teaburras mientras me esperas, querida. Y

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cuidado con despistarse; podríasperderte el final de tus amigos.

A continuación, se quitó todos losropajes negros, incluida la prenda queocultaba su rostro. Ante Lucía quedó unseñor de unos setenta años muy elegante,con pantalón de traje, zapatos brillantesy camisa lisa con corbata. Nadie habríaimaginado lo que escondía aquellaapariencia tan correcta. La informática,ante aquel perfecto camuflaje, sintió quesu ánimo volvía a caer por los suelos.¿Conseguiría aquel sádico engañar aGarcés?

—Bueno, dadas las circunstancias,no me importa que intimemos —comentóDahmer, reparando en la atenta mirada

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de su prisionera—. Solo eres un cadávermás. Aunque te resistas a aceptarlo.

El jefe abrió un armario, del queextrajo una americana, y se dirigió a lapuerta.

—Pues nada, nos vemos en unosminutos. Y no la pierdas de vista —recomendó a su subordinado—. Es muylista.

* * *

—¿Y ahora, qué? —preguntó Mateo,parándose para descansar—. Es unatontería correr sin saber hacia dóndevamos.

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—Sí —estuvo de acuerdo Gabriel—, sobre todo viendo las trampas quehay por aquí. ¿Qué tal llevas la herida?

El pijo observó su manga empapada.—Me duele. Y sigo perdiendo

sangre, aunque la cosa va lenta. Graciaspor tu apaño, tío.

—Bah, no hay de qué —Gabrielestaba mirando las semiesferas del techo—. Qué pasada. ¿Te das cuenta de queahora nos encontramos en pleno juego?¡Estamos apareciendo en algún monitor,seguro! Y alguien va a dar nuevasórdenes para que no logremos escapar.

—Si se pudiera detener la partida…Mateo se situó debajo de una de las

cámaras y, acompañando sus palabras

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con gestos, empezó a pedir «tiempomuerto», como si aquello fuera unpartido de baloncesto. Necesitabadescansar. Y un médico.

—No creo que te hagan caso.—Tenía que intentarlo —Mateo se

dio cuenta de que su amigo mostraba ungesto ausente y se aproximó a él—. ¿Enqué piensas, Gabriel?

—En Lucía. ¿Dónde estará ahora?Lo que siento es que haya sido ella laque se ha quedado sola en esteespantoso lugar. Ojalá pudiéramosencontrarla.

—Estoy de acuerdo. ¿Y Álex?El intelectual resopló:—Viendo todo esto, no sé si todavía

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hay esperanzas de que lo encontremoscon vida, la verdad. No quiero serpesimista, pero…

—Ya, yo pienso lo mismo.—De todos modos, es absurdo que

ahora nos preocupemos por eso. Parabuscarlos, primero hay que salir de aquí.Así que vamos a movernos ya.

—Sí, será lo mejor —Mateo sevolvía hacia uno de los túneles,nervioso—. Me ha parecido oír algobastante cerca.

Gabriel, antorcha en mano, le hizouna seña y, sin más comentarios, sehundieron en la espesa oscuridad de otropasadizo. ¿Con qué nuevo ingenioconcebido por mentes enfermas se

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encontrarían?

* * *

Era una oportunidad única, Lucía se diocuenta enseguida. Dahmer, sorprendidopor la inoportuna visita de Garcés, habíacometido la imprudencia de dejar a suprisionera en el centro neurálgico deaquella especie de parque temático delhorror, solo custodiada por un vigilante.No habría más ocasiones como aquella,tenía que aprovecharla.

La informática supo, además, que silograba ponerse ante el ordenadorprincipal, como si fuera el Master del

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juego, podría ayudar a sus amigos antesde que fuera demasiado tarde. Por otraparte, ¿qué más daba el riesgo, si yaestaba condenada a muerte? Aquellaúltima percepción la animó de formadefinitiva.

Lucía estudió el panorama,saboreando la adrenalina en cadapartícula de su cuerpo. El guardiánhabía sacado su cuchillo al quedarsesolo con ella, y dada su potenteconstitución física, habría sido absurdointentar enfrentarse a él cuerpo a cuerpo.Precisamente aquella desproporción defuerzas hacía que el tipo no estuviesedemasiado pendiente de Lucía. A lachica no le extrañó, teniendo en cuenta

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que, además, se encontraban encerradosen una habitación de acceso blindado.

En cuanto vio el complejodispositivo del servidor, Lucía supocuál era su única arma. De aquellamáquina cubierta de cables dependía elfuncionamiento de todo aquelespectacular montaje, así que siamenazaba con causarle daños tendríaalgo con lo que negociar. Sobre todo siaquel que la vigilaba era alguien decierto rango en la organización, comoasí parecía.

El servidor se encontraba a unos tresmetros de ella. ¿Podría llegar hasta élantes de que su vigilante la alcanzase?Si lo pillaba desprevenido, lo cual

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parecía fácil de conseguir, sí. Sepreparó y, sin pensárselo dos veces, selanzó hacia su objetivo. En efecto, suguardián tardó lo suficiente enreaccionar como para que ella alcanzarala máquina y agarrase con rabia todoslos hilos conectados. Su perseguidor sedetuvo en seco cuando se percató de lamaniobra de la prisionera. Acababa deperder su seguridad; ahora quien tenía lasartén por el mango era Lucía.

—Creo que es momento de negociar,¿no? —ofreció ella, al tiempo que cogíacon agilidad una botella de agua quehabía en una mesa cercana—. Imagine loque ocurriría si arranco los cables yecho el agua por encima de este

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aparato…Aunque no podía verlo por la

capucha con la que cubría su cabeza,Lucía intuyó que su adversario habíapalidecido. Para cualquiera queentendiera un poco de ordenadores, setrataba de una amenaza intimidante.

—Dime… dime lo que quieres —titubeó el tipo de negro, asustadotambién por el radical cambio de lasituación.

Lucía mantenía un gesto firme; debíaconvencer al otro de que estabadispuesta a todo. Y así era.

—Es muy sencillo: primero tire elcuchillo, y después teclee su código deapertura para abrir el acceso —la chica

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señalaba el pequeño cuadro de botonesque había junto a la puerta—. Luegosalga usted delante a cierta distancia,dejando la puerta abierta. Solo pretendoescapar de aquí, eso es todo.

—Imposible, no puedo abrir esapuerta —repuso el hombre—. Mi jefe esel único que tiene clave.

Lucía se fijó una vez más en lavestimenta lujosa de aquel ayudante deDahmer. No le creyó, sobre todo porquetampoco tenía más opciones.

—Qué pena, entonces —sentenció—. Nos podríamos haber evitado lo queva a ocurrir.

La informática se dispuso,exagerando, a soltar los cables y tirar el

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agua sobre aquel ordenador central.El hombre, perdiendo el aplomo que

había pretendido aparentar ante aquellaagresividad, claudicó desprendiéndosede su arma, que depositó en una mesa.

—¡Está bien, está bien! —acabóaccediendo—. ¡Haremos lo que dices,pero aparta la botella del servidor!

Lucía sonrió.—Cuando vea la puerta abierta,

señor. Y movimientos lentos —le exigió,rogando por que no apareciese en aquelmomento Dahmer—. Evitemos unmalentendido que podría provocargrandes daños.

—De acuerdo, de acuerdo —ahorael tipo se mostraba dócil. Aquel giro de

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las circunstancias le superaba.Cuando el acceso estuvo libre, Lucía

pidió al guardián que saliese primero yavanzase unos metros. El hombre volvióa dudar.

—Se me está acabando la paciencia—amenazó ella.

Con exasperante lentitud, el guardiáninició su caminar por el corredor, hastaalejarse unos cuatro metros. Allí sedetuvo, esperando que la informáticacumpliese su parte del trato. Lucía sabíaque ahora llegaba la parte más delicadadel plan. Con calma, empezó a separarsede la máquina que había utilizado comorehén, dirigiéndose a la puerta. Los dosse miraban a los ojos, preparados para

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reaccionar ante cualquier imprevisto. Alos pocos segundos, Lucía alcanzaba yael umbral abierto de la habitación.Entonces, como un relámpago, bifurcósus intenciones para seguir su verdaderoplan: sin llegar a salir, cerró la puerta degolpe y corrió a coger sillas con las quebloquear el acceso.

Mientras lo hacía oyó el rotundogolpe contra la puerta que provocaba laveloz llegada de su guardián, y el sonidoagudo que hacía al teclear de nuevo elcódigo de apertura, al otro lado de lahoja blindada. ¿Le daría tiempo acolocar las sillas antes de que se abriesela puerta y surgiese el gigantefuribundo?

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Le dio. Y, segundos después, con elruido de fondo de los golpes inútiles desu vigilante, ella se sentó frente alordenador que dirigía el juego.Frotándose las manos, quitó eldispositivo automático que habíaprogramado Dahmer. Ahora mandabaella. Nueva dirección de la partida. Enla pantalla, sus amigos seguían con vida,ajenos a quien a partir de entoncesmanejaría las riendas de su destino.

* * *

Garcés fue conducido por un hombrejoven hasta el primer piso, a un amplio

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despacho de paredes cubiertas porestanterías rebosantes de libros quellegaban hasta el techo. En un escritoriofrente a él, una antigua lámpara verde debiblioteca creaba un ambiente acogedor.Solo faltaba la chimenea.

—Espere, vendrá enseguida —lecomunicó quien le había guiado hastaallí, interrumpiendo su inspecciónvisual.

—De acuerdo, gracias.Se sentó en una de las butacas que

había frente al escritorio. Mientrasaguardaba, explicó en susurros dónde seencontraba, para orientar a suscompañeros de la policía que seguíanatentos al micrófono que llevaba oculto.

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Bastaría la frase convenida, «hacecalor», para que los agentes preparadosasaltasen la casa. Su pistola tambiénestaba a punto.

—Buenas noches, inspector.La voz, aunque afable, le sobresaltó;

no había oído llegar a su anfitrión.Cuando Garcés se volvió, no pudoevitar plantearse si estaba metiendo lapata: un sonriente anciano, muy bienvestido y de evidente buena educación,extendía en ese momento su brazo paraestrecharle la mano. ¿Aquel señor podíaser un sanguinario asesino? Lo dudó.

—Soy Arturo Ramos. ¿En qué puedoservirle? Siempre es inquietante recibirla visita de la policía a horas tardías.

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¿Ha ocurrido algo grave? Espero que ami familia…

El inspector, puesto de pie, miró sureloj: eran las once de la noche. Elempresario, mientras, había rodeado lamesa y se sentaba en el sillón principal.

—No, no, señor Ramos —contestóGarcés, volviendo a su asiento—, sufamilia está bien. Siento que sea tantarde, pero no he podido acercarmeantes. Perdone.

—No se preocupe. El únicoproblema es que no dispongo de muchotiempo, ¿sabe? Si hubiera avisado conmás antelación…

—No le robaré mucho tiempo.El inspector recordó la visita a

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Raquel. Por lo visto, todo el mundoestaba muy ocupado cuando él aparecíaen escena. ¿Sería cierto? Le vino a lamente John Wayne Gacy, un célebreasesino de adolescentes apresado por lapolicía estadounidense hacía años. Poraquel entonces, los detectives queinvestigaban la desaparición de un jovenllamado Robert Piest llegaron a hablarpor teléfono con Gacy, quien lo estabatorturando en el sótano de su casa enaquellos precisos momentos. «Estoyenfermo», se excusó el psicópata,«mañana acudo a comisaría». Y así lohizo, aunque para entonces Robert yaestaba muerto, tras haber soportado todauna noche de sufrimientos. La policía

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cometió un error fatal, que Garcés nocometería; no aplazaría sus movimientospor nada.

—Aunque no me conoce, yo a ustedsí —advirtió el empresario—. Misobrino es José María Ramos,compañero suyo, ¿verdad?

—Pues sí, llevamos varios añostrabajando juntos.

A Garcés le habría encantado poderdecirle que esa etapa había terminadopara siempre. Pero se calló.

—Le admira mucho —continuaba elempresario—. Siempre está hablando de«lo competente que es Paco comopolicía».

«Usted mismo podrá comprobarlo si

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está implicado en lo que investigo», seprometió Garcés. «No espere un trato defavor por sus vínculos familiares».

—Bueno —comenzó el inspector suréplica, con aparente modestia—, de loscompañeros siempre se habla bien. Noes para tanto.

Garcés iba a continuar con uncumplido equivalente para su antiguocompañero, pero se negó. Ni siquierapor disimular caería tan bajo: el sobrinoera un corrupto y un asesino. Nada más.

—Así que aquí tiene su negocio —dedujo el policía, volviendo a loimportante—. ¿Ocupa toda la casa?

Ramos negó con la cabeza.—No, solo este piso y unos

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almacenes abajo.—¿Quién me ha abierto la puerta de

la casa?—Carlos, un empleado.—Pero son las once de la noche.

¿No es un poco tarde para que esténtodavía trabajando?

El empresario sonrió.—Es que ellos viven en esta casa

también, en los pisos superiores. Miempresa es como una gran familia, yave. El caso es que tenemos un pedidomuy urgente, y por eso estamos ahoraultimando los preparativos. Eso es todo.

Garcés había sacado su libreta ytomaba notas. Imaginaba a suscompañeros en el interior de una

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furgoneta escuchando con losauriculares puestos, preparados para unaseñal de alarma que no llegaba. Quizá sehabía equivocado y Arturo Ramos noera su hombre. Podía ser la metedura depata más colosal de la historia.

—¿A qué se dedica su empresa, enconcreto? —quiso saber el policía.

—Abarcamos bastantes productosdentro del sector de la informática:equipos, software… Pero todo a unaescala mediana, tampoco somos unacompañía muy grande. Tengo diezempleados. INFORASA es nuestronombre comercial: «Informática Ramos,Sociedad Anónima».

Hasta ahí, todo correcto, nada

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comprometedor. Como Garcés seguíacon sus dudas, lanzó un pequeñoproyectil:

—¿También fabrican juegos deordenador?

Ramos se tomó un breve tiempo paracontestar, pero cuando lo hizo no mostróningún síntoma sospechoso:

—Pues sí, pero no es nuestroprincipal género. ¿Acaso le interesanesos programas?

—No en especial, era solo porcompletar los datos, eso es todo.

«Nada extraño, aunque lo cierto esque Ramos ha omitido lo de los juegosen su primera respuesta», reflexionabaGarcés.

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—Confío en que me dirá la razónpor la que necesita la información que leestoy facilitando, ¿verdad? —Ramos noperdía su tono amable, pero se notabaque era una persona de talanteautoritario acostumbrada a mandar—.Como es algo tan poco usual…

—Claro, señor Ramos. Estamoscolaborando con la Unidad de DelitosFiscales, ¿sabe? —improvisó—.Hacienda. Lo de siempre: dinero negro,evasión de capitales…

—Ya entiendo.—¿Podría ver sus instalaciones?Ramos puso cara de contrariedad.—Lo lamento, pero eso no va a ser

posible ahora —se apresuró a

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disculparse—. Ya le he dicho queestamos muy ocupados preparando unpedido, y…

—Será poco rato —intentó Garcés.—Lo siento, de verdad. Venga

mañana por la tarde y me tendrá a sudisposición. Supongo, además, que notrae ninguna orden de registro…

El inspector se dio cuenta de que, apesar de sus maneras tranquilas, aquelempresario le acababa de recordar queno podía exigirle nada.

—Tampoco pretendía efectuar unainspección seria —se defendió Garcés—. Solo echar una ojeada.

—Claro, y créame que, en otrascircunstancias, le habría dicho que sí sin

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necesidad de la orden. Seguro que meentiende.

El inspector se empezó a ponernervioso. Seguía sin poder ordenar laentrada de la policía en aquel edificio, ysu tiempo allí dentro se agotaba. Losúltimos granos del inmenso reloj dearena de su investigación ibandeslizándose a la cápsula inferior. Elplazo se acababa. «Si salgo de la casa,todo está perdido», dictaminó.

—¿Alguna cosa más?Ramos le observaba desde el otro

lado del escritorio. Garcés apuntabapalabras inconexas en su libreta, paraganar minutos, segundos. Seguía sindistinguir ningún resquicio por el que

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introducir la suspicacia. Al fin,resignado ante su fidelidad a losprincipios del buen policía, asumió quedebía irse. Ramos no le había podidotratar mejor, eso era indiscutible. Y,objetivamente hablando, allí no veíanada sospechoso. Sin una orden deregistro otorgada por un juez no podíallegar más lejos. Nada quedaba porhacer.

Hacía calor en aquella habitación y,ajeno a los pensamientos de Garcés, elempresario se aflojó la corbata parasoltarse el último botón de la camisa. Unbrillo, fue solo un brillo. Pero bastópara que el inspector descubriese laposibilidad de un asidero en su

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naufragio investigador: ¡Ramos llevabaal cuello una gruesa cadena de oro, unode cuyos eslabones había quedado a lavista una décima de segundo! Lasuposición del policía estaba clara: ¿setrataría del mismo medallón que llevabaRaquel, el del grabado de la guadaña?

Garcés procuró aparentarnaturalidad; era imposible que Ramossupiera que ya tenían detenida a RaquelJiménez:

—Vaya, he visto que lleva unacadena de oro, ¿verdad? —preguntó.

El empresario tardó en caer en lacuenta de a qué se refería, dado el girobrusco de la conversación.

—Pues sí.

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—¿Le importaría enseñármela? —Garcés hablaba en un tono inofensivo—.Es que me apasiona la joyería, ¿sabe?

Por el semblante que ponía, a Ramosno le hacía ninguna gracia la idea deenseñar su cadena al inspector. Sinembargo, no podía argumentar ningunarazón para evitar mostrársela, así que notuvo más remedio que acceder. Aunantes de terminar de sacársela de debajode la camisa, Garcés ya pudo leer en elcolgante la palabra Obscuritas. Losiguiente fue, por supuesto, el dibujo dela guadaña.

«Dios mío, este es el cuarto hombre.Estoy ante quien ordenó la elaboracióndel plano de los túneles romanos». El

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corazón de Garcés latía a toda máquina.Estaba delante de un monstruo, al queademás tenía que atrapar vivo si queríapillar también a sus cómplices y a losclientes de su siniestro negocio.

* * *

En pocos minutos, Lucía entendió elsistema de comandos que regía ladirección del programa de los túneles.De algo tenían que servir las horas quese había pasado jugando, ¿no?

Había activado el PiP, un mecanismoque permitía compaginar la imagengeneral del monitor con otros contenidos

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que quedaban enmarcados en unrecuadro más reducido dentro de lamisma pantalla. Era algo de lo quedisponían muchas televisiones, parapoder ver lo que hay en otras cadenassin cambiar la que se está viendo.

Gracias al PiP, Lucía tenía en laesquina inferior izquierda de la pantallagigante un recuadro con el planocompleto del laberinto de pasadizoscomprendidos en el recinto del juego.Una lucecita roja intermitente señalabael emplazamiento de Gabriel y Mateodentro de aquel pequeño trazado.Mientras, en el resto de la pantallaseguía asistiendo a un primer plano de lamarcha sin rumbo de sus amigos.

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De repente, una luz azul surgió en elplano general, cerca del lugar queatravesaban Gabriel y Mateo. Aquellaluz empezó a moverse, siempre endirección a los chicos.

—Peligro, peligro —susurró Lucía—. Algo se os acerca. Leñéis que salirde ahí. Algún usuario del juego, cansadode esperar emociones, ha dado unanueva orden mortal.

«Esto es una mezcla de Alien y deljuego de comecocos», cayó en la cuentala informática, hipnotizada por latensión subyugante de las imágenes. Lasvidas de sus amigos dependían de ella.Jamás como entonces había tenido quedemostrar sus habilidades. La apuesta

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era inconcebible.Seguro que ella, como Master del

juego, podía cancelar las instruccionesde los usuarios. El problema era que,mientras buscaba cómo hacerlo, el juegocontinuaba. ¡Tenía tantas tareas quehacer al mismo tiempo!

Localizó la red de sonido, quetambién recorría todo el laberinto. Apartir de ahí fue fácil activar losaltavoces de los tramos en los que ibanentrando sus amigos. Presionó la teclade enter y acercó el micro a sus labios.En teoría, ahora Gabriel y Mateopodrían oírla. En teoría. Llegaba elinstante de hacer la prueba; los llamópor sus nombres.

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En la imagen general, Lucía pudocomprobar que sí la oían: los dos chicosse habían detenido, alucinados, ymiraban hacia arriba en todas lasdirecciones sin localizar los altavoces.

—¡Soy Lucía! —les gritó, presa deuna emoción incontenible. Se echó allorar.

Un brutal golpe casi desencajó lapuerta del puesto de control, a pesar desu peso y grosor. Lucía, devuelta así almundo real, saltó asustada de su asiento.¡Estaban utilizando algún tipo de arietepara derribar la puerta, que, a juzgar porlos impactos, no aguantaría mucho!

Tenía que lograr salvar a sus amigos,y en poco tiempo. El punto azul seguía

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avanzando hacia ellos, y a buenavelocidad. ¿Cómo se podía detener eljuego, anular las órdenes de losclientes?

Descubrió que, presionando la teclaF4, podía escuchar las voces de Gabriely Mateo.

* * *

—¡Es Lucía! —repitió Mateo—. ¿Hasreconocido su voz? ¡Esto es increíble!

A Gabriel le parecía demasiadobueno para ser cierto. ¿Y si se trataba deuna trampa? Aquella gente era capaz dehaber manipulado el sonido de aquella

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llamada.«Se aproxima un peligro hacia

vosotros», clamó aquella voz cuyoorigen no distinguían. «¡Corred por eltúnel que se abre a vuestra derecha,rápido!».

Mateo, alucinado, ya se disponía aobedecer, pero el intelectual lo detuvo.

—¡Para, Mateo! ¿Otra vez igual? ¿Ysi es un engaño, y ese aviso nos llevadirectos a la muerte? Mierda, Mateo,¿por qué nunca te cuestionas las cosas?

La voz repetía su mensaje coninsistencia:

«Lo tenéis cada vez más cerca. Salidde ahí, por favor. No hay tiempo».

Gabriel seguía mirando hacia el

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techo, a punto de volverse loco.—¿Cómo sabemos que no es una

trampa? —aulló, víctima de unacrispación insoportable.

A aquel desafío siguieron unossegundos de silencio. La voz pensaba.

«Gabriel, recuerda el beso que te di.Confía en mí. Corred, salvaos».

Mateo tuvo que empujar a su amigopara que empezase a correr por dondeles indicaba Lucía. El intelectual sehabía quedado como abotargado de laimpresión. Era ella, no había duda. Losde negro jamás habrían conocido esedato. Era ella.

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* * *

Arturo Ramos leyó en sus ojos comoante un libro abierto de letras claras yvisibles, pero Garcés no se dio cuenta atiempo. Todo lo que sabía pasó alcerebro del empresario, cuyas faccionesadquirieron una sombra diabólica.Garcés había fallado, por un instante sehabía desprendido de su máscara detahúr y había enseñado sus cartas.Ramos había asistido a la impresión queprovocaba al inspector ver aquelmedallón de la guadaña. Obscuritas. Ytodo le había encajado. Garcés se había

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comportado como un poli principiante.Inclinado hacia delante, la postura

que había empleado para ver elmedallón del empresario, Garcésrecibía la cuchillada que Ramos ledirigió con una agilidad increíble en unhombre de su edad. El filo era diminuto,debía de tener el arma en algún bolsillosecreto de las mangas de su americana.Pero era un filo muy cortante, que hizobien su trabajo rasgando la garganta delpolicía.

Por suerte para Garcés, su papada ysu propia postura bamboleante hicieronperder eficacia al ataque de Ramos, queno consiguió seccionarle la yugularcomo pretendía. Aun así, la boca del

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inspector se llenó de sangre y, caído enel suelo, no logró articular palabrascomprensibles. Ya a cuatro patas y conuna mano tapando la herida chorreante,vio a Ramos escapar por una puertasecreta camuflada entre las estanterías.Le hicieron falta dos intentos más paraque sus compañeros policíasentendieran por el micro la patéticallamada: «Hace calor».

Qué paradoja. Precisamente el calorhabía sido el detonante por el que habíadescubierto el medallón de Ramos.

Apoyándose en una de las butacas,Garcés consiguió ponerse de pie. Antesde que pudiera decidir cómo taparse laherida o si seguir a Ramos, entró al

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despacho una figura que, aunque nohabía visto nunca, reconoció almomento: un encapuchado vestido denegro y armado con un machete.

Aquel tipo de aparienciaamenazadora se lanzó a por él, pero,antes de poder alcanzarle, Garcés habíasacado su arma y le disparaba dos tirosque lo dejaron tirado sobre la alfombra.Nuevas detonaciones se oían por lacasa, y los conocidos anuncios de lallegada de la policía eran gritados pordiversos rincones.

* * *

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Lucía oyó disparos por encima de sucabeza, en pisos superiores, y sin previoaviso dejaron de aporrear la maltratadapuerta del puesto de control. Ocurrieralo que ocurriese, menos mal que estabadirigiendo a sus amigos bien lejos deaquel sector, hacia la red auténtica dealcantarillas de Zaragoza. Al menosellos se salvarían.

Por fin supo cómo dirigir el puntoazul que continuaba persiguiendo a loschicos. Lo primero que hizo fuedetenerlo, y cuando ya se disponía amandarlo en dirección opuesta a laseguida por Gabriel y Mateo, otro puntorojo apareció en escena. Lucía,extrañada, tecleó un comando para que

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la pantalla le ofreciese la imagen deaquel inesperado visitante. ¿Sería Álex?

La informática se quedó anonadada.No era Álex. Era el gran jefe de aquellasádica organización, vestido todavía detraje, con una linterna y corriendo a todavelocidad. Estaba claro que escapaba dealgo o de alguien, pero en la pantalla delmonitor principal no se veía ningúnpeligro. Qué raro.

Los disparos seguían oyéndose, cadavez más cerca. También llegaban hastaella gritos que no entendía, y otros quesolo eran de dolor. Lucía no se atreviótodavía a soñar que el Bien seenfrentaba al Mal y ganaba; que la Luzllegaba por fin a aquellas lóbregas

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catacumbas, tras años de muerte yoscuridad. Había sufrido demasiadocomo para creerlo tan fácilmente.

—Chicos, seguid corriendo y cogedel corredor central. Ánimo, estáis muycerca de la salida. Ánimo.

Volvía a llorar como una tonta. Antesde intentar localizar el calabozo dondetenían encerrado a Álex, Lucía tomó unadecisión que quedaría para siemprealojada en su interior: presionando lasteclas oportunas, envió el punto azulhacia el jefe, que seguía corriendo. Nosabía qué peligro enviaba a aquel tipomaligno, pero sí que era algo muydañino y que atacaría a aquel hombremayor por sorpresa. Perfecto.

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Aquella maniobra ausente de piedadla dedicó Lucía a todos los jóvenes queno habían vuelto a la superficie,quebradas sus vidas por sadismo ydinero. Luego pidió perdón por su duroafán justiciero, pero no canceló laorden. El propio ordenador ibaindicando al punto azul el camino máscorto para encontrarse con el objetivo.Un pequeño reloj calculaba, en la parteinferior derecha de la pantalla, el tiempoestimado para la «colisión»: treintasegundos. No quiso ver lo que iba aocurrir; era mucho más importanteintentar salvar a Álex. Ella se quedabala última, pero no le importó. Si moría,solo estaría pagando el precio de lo que

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acababa de hacer para evitar que el jefehuyese. Le pareció justo.

Por último, se dispuso a rompertodas aquellas máquinas que tenía a sualrededor. Cuando vinieran a por ella, laencontrarían, claro. Pero antes habríadestruido por completo aquel engendroinformático que había hecho posible uninfierno en la Tierra.

* * *

Arturo Ramos tuvo que dejar de correrenseguida; su edad no le permitíacontinuar avanzando a ese ritmo.Llevaba un maletín con documentos y

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dinero, y una ruta que pocos conocían:recorría un pasadizo que acababadesembocando en la ribera del río Ebro,junto al Puente de Piedra. En realidad,un arco completo de aquel puenteromano se hallaba enterrado bajo elpavimento del paseo de Echegaray yCaballero. Los secretos de Zaragoza.

A pesar de lo que había logradorecoger, Ramos era consciente de quedejaba en los ordenadores de la casatoda su base de datos. Lanzó unamaldición, lleno de odio. ¡Menudaalegría para la policía encontrarse conlos datos de los clientes del juego, conlos de los proveedores, con lainformación de las víctimas! Le sabía

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fatal aquella falta de profesionalidad,pero su repentina fuga no habíapermitido una salida mejor. Loprioritario era su propia vida.

En cualquier caso, la olvidadaribera era un buen lugar para salir ydesaparecer. Mientras seguíacaminando, tuvo que reconocer que aúnno entendía cómo se había podidocomplicar todo tanto. Con lo calculadoque tenía cada detalle de su prósperonegocio… Tantos años explotándolo,desde que encargase el único planoexistente de la red de túneles romanos aRamón Alonso y Antonio Valls. ArturoRamos suspiró, sin detener su avance.Había tenido que acabar con ellos ante

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los peligrosos avances del inspectorGarcés. Y con Balmes. No había tenidomás remedio.

Durante años había utilizado lasdesconocidas galerías subterráneas paragrabar vídeos prohibidos y obtener otrososcuros materiales que luego vendía aprecio de oro. Se había forrado con suorganización Obscuritas. En los últimostiempos, el mercado de lo ilegal sehabía decantado más por los juegos deordenador, y él había llevado a cabo unaenorme inversión para adaptarse,logrando un importante éxito. Teníaclientes de nueve países distintos. Ytodo se había perdido.

No obstante, en el fondo, le daba

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igual; disponía de cuentas bancariasnumeradas en Suiza con la suficientecantidad de dinero como para no tenerque preocuparse hasta su muerte.

Unos metros más adelante, una figuraimponente le cortó el pasointerrumpiendo también sus reflexiones.Cuando se hubo recuperado del susto,enfocó con la linterna el obstáculo,aunque casi fue peor saber qué teníadelante: se trataba de Thor. Ramos sintióque le faltaba la respiración. ¿Qué hacíaallí esa bestia?

Thor era un individuo de complexiónfuerte, con una disfunción cerebral muygrave que lo convertía en un ser sumisoideal para cualquier tipo de

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adiestramiento, lo que ellos habíanaprovechado para crear un animalasesino. Iba siempre con su hacha. Losolían tener encerrado, sacándolo solocuando algún usuario del juego de lostúneles solicitaba sus servicios conalguna joven presa. Era imparable yletal. Se le daban unas instrucciones através de los altavoces, y las cumplíacon fidelidad absoluta. Había aprendidoa obedecer la voz mecánica de losbailes como si fuera la de su amo.

La única explicación que justificabala aparición de aquel monstruo allí —era un hombre carente de iniciativapropia— resultaba estremecedora: lehabían enviado a por él. Ramos supo

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que no tenía ninguna oportunidad contraaquella máquina de matar. Tan solodisponía de un puñal, pues con lasprisas de su fuga no había podido cogerningún arma de fuego, y eso servía depoco dadas las circunstancias.

Thor se acercó, emitiendo sonidosguturales, y levantó su hacha. De nadasirvieron los ruegos de su víctima, queretrocedía aterrorizada en medio deaquella penumbra. La pesada cuchillasilbó al caer. Ramos la esquivó porpoco, pero su propio movimiento le hizotropezar y caer. A su edad, la agilidadera un mero recuerdo. Antes de quepudiese levantarse, el hacha ya estabade nuevo arriba, preparada para caer sin

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compasión sobre aquel cuerpecillo tanridículo con su traje arrugado yennegrecido. Ramos reparó en una delas cámaras instaladas en el techo, ycomprendió aquella última jugada:Lucía, claro. Craso error, dejarla en elpuesto de control sin más vigilancia queel inútil de su ayudante.

El arma cayó sobre el empresariocon la fuerza irrefrenable de unrompehielos. Esperando el tercer tajo,en medio de la sangre y aullando dedolor, Arturo Ramos reparó con rabia enque había dedicado el últimopensamiento a su verdugo.

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13Y LLEGÓ LA LUZ

Los agentes de la policía alcanzaronpronto el puesto de control donde Lucíapermanecía aún encerrada. Habíanllegado más refuerzos, a la vista de loque estaban encontrando. Y es que lostipos de negro se resistían comonumantinos a ser arrestados,enfrentándose a los agentes en cadarincón. Por fortuna no eran muchos, nitampoco tenían una especial iniciativa;habían sido aleccionados para recibirórdenes, y en aquellos momentos se

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hallaban sin jefes. Por ello su forma decombatir era caótica, poco eficaz. Elayudante de Arturo Ramos habríapodido dirigirlos, pero había muerto enla refriega de un disparo en el pecho. Apesar de todo, los individuos de oscurohabían herido gravemente a trespolicías, mientras Garcés era trasladadoen un coche patrulla al hospital MiguelServet.

Aunque les costó, los agentesacabaron convenciendo a la chica deque no se trataba de una trampa, de queeran auténticos policías. Eso evitó ladestrucción de los ordenadores, lo quepermitiría arrestar a los clientes deljuego asesino. Para llegar hasta ella

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tuvieron que terminar de arrancar de susgoznes la puerta blindada del puesto decontrol. Al encontrarse con ellos, Lucíalos miró extasiada. ¡Estaba salvada!

Bien informados por el inspector,aquellos hombres reconocieronenseguida a la informática. De todosmodos, lo registraban todo. No queríansorpresas.

—¡Por favor! —pidió ella—.¡Gabriel y Mateo están a salvo, peronuestro amigo Álex todavía está en unade las celdas! ¡Hay que sacarlo de allí!

—¿Puedes guiarnos hasta ese lugar?—le preguntó un sargento, pistola enmano—. Nosotros te protegeremos.

—¡Claro! —Lucía había acabado

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localizando los calabozos en el planodel monitor gigante, aunque no estabandotados de cámaras de vídeo, por lo queno había podido obtener imágenes de suamigo desaparecido—. Vamos, deprisa.Estamos cerca.

Recorrieron el trayecto que losseparaba de las celdas en poco tiempo,aunque siempre con cautela. Ya no seoían detonaciones. Los pocosencapuchados que quedaban libres sehabían escabullido por los túneles, conla esperanza de que aquella redlaberíntica les ofreciera refugio y laposibilidad de escapar por algunaconexión con la red de alcantarillas. Lainformática se apresuró a informarles de

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cuáles eran las salidas existentes en eltrazado de galerías romanas, para queellos pudieran enviar agentes a lospuntos clave. Así se hizo, de modo quelos tipos de negro que pudieran quedaren los túneles se vieron atrapados. Lapolicía los esperaba en todas lassalidas.

Ya ante las portezuelas de lasceldas, Lucía echó a correr llamando aÁlex. La había invadido un aterradorpensamiento: ¿Y si se lo habían llevado?¿Y si lo habían matado ante la llegadade la policía? La historia no podíaacabar así, habían sufrido demasiado.

Por suerte, sus tristes premonicionesno se cumplieron. Quizá los jefes sí

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habrían empleado a Álex como rehénpara fugarse, pero a los oscurosguardianes no se les había ocurridosemejante idea ante la inesperadaredada policial. Encontraron al chico enel tercer calabozo, gritando sin fuerzasel nombre de Lucía. Los agentesdestrozaron también la puerta de aquelreducido espacio y, por si acaso,entraron ellos primero. Solo cuandocomprobaron que no había peligropermitieron el paso a la informática, quese lanzó sobre su amigo. El abrazo fueimpresionante.

Lucía se apartó un instante y,procurando secarse los ojos llorosos,observó a Álex. Estaba casi en los

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huesos, herido y muy sucio. Casiirreconocible.

—¡Tío, estás asqueroso! —le soltóriendo.

—Tú tampoco estás mucho mejor —susurró él, con voz agotada—. Gracias.De verdad. Siempre supe que meencontraríais, por eso resistí. El grupono abandona a sus miembros.

—Puedes jurarlo, Álex. Gabriel yMateo también están cerca, ahora losveremos. ¡Por fin juntos!

—¿Sabéis algo de Raquel? —preguntó Álex—. ¿Cómo está?

—No está enterada de nada de todoesto —reconoció Lucía—, preferimosmantenerla al margen. Como tampoco

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tenemos confianza con ella… Aunque —añadió—, y siento ser tan dura, Raquelsí cree que te fugaste. Vaya cómo te pusohablando con Gabriel…

—Se nota que no os cae demasiadobien —la defendió Álex—. Es normal sureacción; llevábamos muy poco tiemposaliendo, apenas me conoce.

Diez minutos después llegaba unmédico que revisó el estado del joven, yalgo más tarde hacían acto de presenciael intelectual y el pijo, rescatados poruna patrulla bastante lejos de allí. Mateolucía un aparatoso vendaje en uno de susbrazos, pero sonreía como siempre. Seprodujo un nuevo abrazo en el que loscuatro volvían a unirse. Lucía, después,

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ofreció a Gabriel el largo beso que ledebía. Los otros aplaudieron, mientrasel intelectual descubría así la sustanciade los sueños.

—Basta de guarradas sentimentales.¿Cuándo hacemos reunión en mi chalé,como marca la tradición? —preguntóMateo, irreprimible en su alegría apesar del dolor de su herida—. Haymucho que recuperar.

Sobre las doce de la noche, loschicos salieron de la casa custodiadospor la policía. Álex caminaba con sutípica cojera. Allí fuera tuvo lugar otromomento de gran intensidad: volvían ala libertad, llegaban a la superficie.Aunque todo estaba oscuro dada la hora

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que era, les dio igual: sobre losedificios intuyeron la inmensidad delcielo, e incluso distinguieron el brilloparpadeante de alguna estrella.Retornaban al reino de la Luz. Habíantriunfado.

Al día siguiente irían a ver a PacoGarcés en el hospital. Sin duda, lonombrarían «miembro de honor» de suclub. De puro milagro, la herida en lagarganta del inspector no era muyprofunda, así que se recuperaría pronto.Todos celebraron aquel diagnóstico.

Antes del amanecer de aquellarecién estrenada libertad, Álex conocióla triste realidad sobre su antigua novia,que en aquellos momentos confesaba en

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la comisaría del centro su implicaciónen algunas de las desapariciones de laorganización Obscuritas. Al chico no leextrañó del todo; algo en ella siempre lepareció turbio. Por eso, aquella fatídicanoche del secuestro, él prefirió llamar aGabriel. En realidad la conocía poco; surelación sentimental había nacido en elchat y apenas llevaban tiempo saliendo.

Por lo visto, ella servía como cebopara captar chicos jóvenes aficionados ajuegos de ordenador, a los que ademásestudiaba para informar a su únicoenlace, el detective Ramos. Álex habíasido uno más, aunque todo se precipitópor el email equivocado que facilitó alchico las claves del juego. Si no se

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hubiera metido en la web prohibida…Por todo su cometido, Raquel

cobraba mucho dinero. Tanto en su casocomo en el del policía corrupto, laambición desmedida les había destruidola vida. «Nunca quise saber lo que lesocurría a los chicos», se justificóRaquel, desmoronándose en elinterrogatorio de la policía.

«Volvías la cabeza para no ver, peroseguías manchándote de sangre»,replicaría Álex en la única visita quehizo a la chica días después, trasescuchar de su boca los mismosargumentos. «Cerraste los ojos ante loque ocurría con tu cooperación, y eso noevita tu responsabilidad. Asúmela,

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intenta rescatar la escasa dignidad que tequeda».

Álex salió de aquel encuentroexperimentando una extraordinariaserenidad. Tardaría en recuperarse de laespantosa experiencia vivida, jamásvolvería a sentirse tranquilo ante lanoche. Pero se recuperaría. Le dabafuerzas la convicción de que el Biensiempre triunfa. Aunque a veces demoresu aparición alargando el sufrimiento.

Terminó apoyado en las barandillasdel Puente de Hierro, contemplando laimagen de la Basílica del Pilar reflejadaen las apacibles aguas del Ebro. Allítuvo un recuerdo para todos los jóvenesdesconocidos que le precedieron en la

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oscuridad y no volvieron. Viviría porellos.

Álex se echó a llorar. De entre lasnubes se escapaban tímidos retazos desol; pero brillaban.

* * *

Garcés, medio incorporado en la camade aquella habitación de hospital,sonreía ante los recién llegados.

—Vaya, si tengo aquí a los héroes:Lucía, Gabriel y Mateo. ¿Cómo estáis,chicos? Me alegro de veros.

—El héroe es usted —matizó lainformática, inclinándose para darle dos

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besos en la mejilla—. Sin su ayudaestaríamos muertos ahí abajo.

Todos, incluido el policía, sintieronun escalofrío al recordar las temiblescatacumbas que habían conocido.

—Sí. Muchas gracias, de corazón —ahora hablaba Gabriel, emocionado—.Vamos a escribir a sus superiores paracontarles todo lo que ha hecho pornosotros.

—Y yo pienso hablar con mi padre—añadió Mateo—, que conoce alcomisario jefe de Zaragoza.

Garcés volvió a sonreír, con cuidadode no mover su cuello herido.

—Chicos, creo que no hará falta.Según me han dicho, en el próximo acto

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oficial de la policía me van a imponeruna medalla al mérito policial, nadamenos. ¡Puede que incluso measciendan! Y, por favor, tuteadme. ¡Yanos conocemos bastante!

Todos rieron.—Inspector, ¿qué vas a hacer cuando

te den el alta? —quiso saber Gabriel,empleando ya el nuevo tratamiento-Deberías descansar, te lo has ganado.Eres una máquina investigando.

—¡No te pases! Claro que voy adescansar. Aprovecharé todas lasvacaciones que me deben para irme deviaje con mi mujer. Ella también semerece una recompensa, creedme. ¿Quétal está vuestro amigo Álex?

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—Más o menos bien —respondióMateo—. La semana que viene empiezaun programa de recuperaciónpsicológica. Van a ayudarle a superartodo lo que ha vivido. Ha tenido que serterrible.

Los demás estuvieron de acuerdo.Garcés adoptó entonces un gesto avieso:

—Chicos, con vuestro permiso, voya fumar. ¡Avisadme si se acerca laenfermera!

—Cuenta con ello —aceptó Lucía—. Para eso están… los amigos. Porqueaquí tienes a tres, inspector. Y de los deverdad.

—¡Caramba! Muchas gracias —aGarcés se le veía satisfecho, feliz—.

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Consideradme también amigo vuestro.¡Menudo equipo hemos formado! ¿Medais un abrazo? Con cuidado, eso sí. Aver si se me van a soltar los puntos.

Los tres jóvenes obedecieron deinmediato.

—Por cierto… —el inspector lesguiñó un ojo—. Viendo vuestrasaptitudes… ¿os interesaría entrar en lapolicía?

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DAVID LOZANO GARBALA(Zaragoza, 30 de octubre de 1965) es unescritor de libros juveniles, guionista yprofesor español, Premio Gran Angularpor su novela Donde surgen lassombras.

Licenciado en Derecho y con estudios

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de Filología hispánica, ha ejercidocomo abogado, y desde 1998 se dedicaprofesionalmente a la escritura, lo quecompaginó un tiempo con la docencia enel bachillerato del colegio Santa Maríadel Pilar de Zaragoza. Posee un másteren Comunicación por la UniversidadMiguel Hernández de Elche.

Ha participado como actor en diversoscortometrajes y ha colaborado con lacadena de televisión Zaragoza TV:durante dos años dirigió y presentó elprograma Depredadores y después sehizo cargo del divulgativo En pocaspalabras.

También colabora como guionista para

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algunas productoras, con documentales,programas de TV, o vídeos corporativos.Fue contratado por el productor AndrésVicente Gómez como guionista para laadaptación de El viajero, primera partede su trilogía La puerta oscura.