Leyendas de MitologíaLeyendas de Mitología a 1 EL APRENDIZ DE BRUJO La historia que voy a contaros...

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Leyendas de Mitología Adaptación de El aprendiz de brujo y otros cuentos de Fernando Lillo Grupo de teatro Adaptación de Francisco José Casillas Glez.

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Leyendas de Mitología

Adaptación de El aprendiz de brujo y otros cuentos de Fernando Lillo

Grupo de teatro

Adaptación de Francisco José Casillas Glez.

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EL APRENDIZ DE BRUJO

La historia que voy a contaros me sucedió a mí en persona y, como

no salgo muy bien parado, no voy a revelaros mi nombre.

Sabed sólo que soy griego y de noble nacimiento. Cuando era muy

joven, mi padre me envió a Egipto para completar mis estudios. Ya

imaginaréis la alegría que eso supuso para mí: un lugar tan exótico y

atractivo, y del que había oído tantas maravillas.

En cuanto llegué, me embarque para navegar por el Nilo y contem-

plar los secretos de aquella tierra misteriosa. Me acompañaban algu-

nos esclavos de mi padre, que estaban siempre a mi servicio.

Yo me dedicaba a observarlo todo con ojos curiosos: la gente, los co-

codrilos del Nilo, el verdor de las orillas que contrastaba con el de-

sierto tan sólo un poco más allá.

De repente, mi mirada se detuvo en un hombre de singular aspecto.

Tenía la cabeza rapada e iba vestido con una túnica blanca de lino,

como los sacerdotes egipcios. Era de elevada estatura, por eso quizá

me había fijado en él. La nariz era chata y los labios gruesos. Bajo la

túnica podían adivinarse unas piernas flacuchas que hacían sospechar

que el personaje no comía demasiado, no se sabía si por falta de ali-

mento o por llevar una severa dieta vegetariana. Estaba tranquila-

mente apoyado en la borda, como distraído, pero sus labios se mo-

vían elevando extrañas plegarias.

Enseguida mandé a uno de mis esclavos a que se enterara de quién

era. Al cabo de un rato regresó y me dijo:

—Señor, ya he averiguado su nombre. Se llama Páncrates, “el todo-

poderoso”, y es un mago de muchísima fama en toda la región. Se

cuenta de él que vivió veintitrés años en una cámara subterránea,

recibiendo de la diosa egipcia Isis los secretos de la magia. Muchos

acuden a él y algunos desean hacerse sus discípulos, aunque en este

momento no tiene ninguno.

La información de mi esclavo no hizo más que aumentar mi deseo de

conocer al mago. A mediodía el barco que nos transportaba echó an-

clas en medio del río, porque el puerto estaba ya completo. Entonces

vi con asombro cómo Páncrates, después de despojarse de su túnica,

se lanzaba al Nilo con decisión. Esperé que alguien fuera a rescatarlo

o que el pánico se apoderara de los pasajeros, pero permanecieron

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tranquilos y se agolparon en la borda, como si buscaran un buen sitio

para contemplar el espectáculo.

Yo intenté hacer lo mismo y mis esclavos, siempre atentos a mis ór-

denes, me consiguieron un hueco a fuerza de codazos. Cuando me

acomodé, pude ver a Páncrates nadando tranquilamente, mientras

unos fieros cocodrilos se acercaban a él con sigilo.

Quise advertirle del peligro al ver que nadie lo hacía, pero un pasaje-

ro que estaba a mi lado me indicó con gesto de enfado que me calla-

ra.

Yo estaba muerto de miedo por el mago. ¡Qué imprudencia! ¿Acaso

no conocía la fiereza de los cocodrilos del Nilo? Uno de ellos se apro-

ximó a él y yo ya me imaginaba al mago cruelmente devorado, pero

el cocodrilo se limitó a mover la cola graciosamente, como si saludara

al hechicero. Páncrates comenzó a nadar al lado del animal y los de-

más cocodrilos vinieron también formando un círculo a su alrededor.

El público miraba en silencio con la boca abierta, pero ninguno se

atrevía a lanzarse al agua, sabiendo que todo aquello tenía que ser

producto de la magia. Todos gritaron: “¡Ooohhh!” cuando Páncrates

con suaves movimientos se montó encima de uno de los cocodrilos,

que aceptó de muy buena gana a su inesperado jinete. Entonces es-

tallaron los aplausos. Yo no podía dar crédito a lo que veía. El pasaje-

ro que estaba a mi lado me dijo en tono cómplice:

—¡Bah! Eso no es nada. También los leones y las serpientes del de-

sierto le obedecen. ¡Es un mago extraordinario!

Páncrates estuvo un tiempo nadando y montando en los cocodrilos

hasta que se cansó y subió de nuevo al barco donde todos lo felicita-

ron. Algunos le dieron monedas y otros diversos alimentos que él

aceptó agradecido.

Tenía que acercarme a él. Aún quedaban unos días de navegación

hasta Menfis, que era mi destino. Esa misma noche lo invité, por me-

dio de mis esclavos, a una buena cena en el barco.

Él, al saber que un joven griego de buena familia quería conocerlo,

acudió en- cantado. No hablaba muy bien la lengua griega, pero nos

entendíamos y pronto me gané su confianza. Creo que a él le agra-

daba mi insaciable curiosidad y, ¿cómo no?, también los buenos ali-

mentos que solía ofrecerle. Aquellos días me habló de algunos de sus

conocimientos, que de ningún modo puedo revelar, y para cuando

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llegamos a Menfis yo me resistía a tener que separarme de él. —Si

quieres —me dijo— puedes venir conmigo. Ahora no tengo discípulo y

veo que eres un muchacho inteligente y despierto. Estaría dispuesto a

acogerte.

Esa era la oferta que yo estaba esperando desde el momento en que

lo conocí. Pero, ¿no debía yo seguir mis estudios en Egipto? ¿Cómo

iba a irme con un mago? ¿Qué diría mi padre?

Él adivinó mis dudas, como buen mago que era, y dijo:

—Sólo será por un tiempo. Tampoco yo quiero tenerte toda la vida

como discípulo. La única condición que te pongo es que debes dejar

aquí en Menfis a todos tus esclavos.

—Pero, ¿cómo nos las arreglaremos nosotros solos? —le pregunté. Yo

no estoy acostumbrado a trabajar.

—No te preocupes por eso. No nos va a faltar quien nos sirva y te

prometo que no tendremos que hacer ninguna tarea —dijo de modo

enigmático.

En fin, era una aventura que no podía rechazar. Dejé en Menfis a mis

esclavos y empezamos a recorrer Egipto de posada en posada. El

mago ofrecía sus servicios en cada población y la gente se agolpaba

para consultarlo. Al retirarnos cada día a la posada y ya en nuestra

habitación, Páncrates cogía una escoba y la recubría de ropas como si

lo vistiera. Luego pronunciaba un encantamiento que hacía andar al

objeto en cuestión.

El primer día me quedé asombrado. Los que se asomaban por la ven-

tana pensaban que el objeto que se movía era una persona de ver-

dad. El esclavo ficticio que Páncrates creaba cada noche iba a buscar-

nos agua o comida, nos servía a la mesa y se ocupaba de limpiarlo

todo. ¡Con razón había dicho que no íbamos a necesitar a ninguno de

mis esclavos! Cuando la escoba había terminado de hacer lo que que-

ríamos, Páncrates recitaba otro encantamiento en voz muy baja y los

objetos volvían a ser lo que eran, como si nada extraordinario hubie-

ra sucedido.

Cada noche deseaba poder oír el encantamiento para tener yo tam-

bién ese poder, pero el mago lo decía en voz muy baja o cuando yo

no estaba todavía presente. Le supliqué que me lo enseñara, de igual

modo que me había enseñado otras palabras mágicas, pero nunca

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quiso hacerlo. Una noche me oculte debajo de la cama y el, pensando

que yo no estaba, pronunció la palabra. Consistía en tres sílabas, que

por supuesto no voy a deciros ahora.

La escoba que había cogido y que estaba ya vestido, empezó a mo-

verse y, como cada noche, realizó todo lo que el mago le ordenó.

Al día siguiente, por la mañana, fingí tener fiebre para no acompañar

a Páncrates al mercado donde atendía las consultas de la gente. En

cuanto cerró la puerta, salté de la cama rápidamente y tomando la

escoba pronuncié sobre ella la palabra de tres sílabas que había oído

al mago. El palo comenzó a moverse en mi mano y, al ponerle los

trapos, pareció que le crecían manos de madera. Contento con la ha-

zaña, pedí que me trajera agua. Enseguida trajo un ánfora llena. En-

tonces le dije:

—¡Muy bien, ahora vuelve a ser una escoba!

Pero no me obedeció y fue a buscar otra ánfora de agua cuyo conte-

nido derramó en el suelo. No paraba de traer agua ni de vaciarla.

Yo intentaba sujetarlo, pero su fuerza era superior a la mía y me

arrastraba con él.

¡Estúpido de mí! No me había dado cuenta de que el mago pronun-

ciaba una palabra distinta para deshacer el hechizo. Empecé a ago-

biarme al tiempo que el nivel del agua subía y la habitación se iba

inundando. Imaginaba la riña del mago e intentaba buscar una solu-

ción. Tome entonces un hacha y con todas mis fuerzas partí el palo

en dos. ¡Ojalá nunca lo hubiera hecho! Cada mitad del mango se le-

vantó del suelo y ahora tenía a dos servidores acarreando agua. Yo

corría de un lado a otro sin atreverme a abrir la puerta. La verdad es

que ya no podía hacerlo, porque el agua me lo impedía.

De improviso, no me digáis cómo, apareció Páncrates en la habitación

y, comprendiendo lo ocurrido, me miró con enfado. Inmediatamente

pronunció muy bajo un encantamiento que hizo detenerse a las dos

mitades del mango. Intenté disculparme, pero él, con la túnica de lino

empapada, me dijo que había perdido toda su confianza.

Entonces desapareció del mismo misterioso modo en que había apa-

recido y no volví a verlo nunca más, aunque lo busque por todas par-

tes mientras permanecí en Egipto. Ahora, ya en Grecia, recuerdo

aquella aventura con pena y lamento todo lo que no pude aprender

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de aquel extraordinario mago por querer ser más listo que mi maes-

tro y desobedecer sus órdenes.

Os preguntaréis si todavía me sé la palabra de tres sílabas. ¡Pues cla-

ro que sí! Pero si la dijera no sabría cómo hacer parar lo que se pu-

siera en movimiento. Así que procuro no pronunciarla ni siquiera en

sueños.

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ORFEO Y EURÍDICE

Orfeo era un poeta y cantor extraordinario. El dios Apolo le había re-

galado la lira con la que entonaba bellas melodías y las Musas le ha-

bían enseñado a cantar mejor que nadie.

Al oír su música, las fieras se amansaban a su alrededor escuchándo-

lo tranquilamente. Incluso los árboles y las rocas se movían de su lu-

gar cuando hasta ellos llegaba el sonido de su melodía y parecían

querer seguirlo en su camino cuando pasaba a su lado. Tal era el po-

der del canto del mejor de los músicos.

Pero Orfeo es recordado sobre todo por su amor por la joven Eurídi-

ce, que lo llevó hasta el mismísimo mundo de los muertos.

El día de su boda Eurídice correteaba por la hierba acompañada de un

cortejo de ninfas de las aguas, feliz por su unión con el poeta y ajena

a la desgracia que la acechaba. En efecto, iba descalza y una serpien-

te venenosa le mordió en el talón, provocándole la muerte al instan-

te.

Cuando Orfeo llegó, sólo pudo contemplar el pálido rostro de su ama-

da, cuyo espíritu había bajado ya junto a los muertos. El llanto del

poeta fue desconsolado y duró interminables días hasta que, llevado

de su amor, decidió ir a buscarla al reino de Hades, algo a lo que na-

die se había atrevido jamás.

Para llegar allí debía cruzar la laguna Estigia y la única manera de ha-

cerlo era contar con los servicios de Caronte, el barquero infernal.

Tradicionalmente se ponía una moneda a los muertos en la boca para

poderle pagar la travesía. Orfeo se le acercó y comenzó a hablarle y a

lamentar su desgracia contándole cuánto amaba a Eurídice.

Su canto conmovió a Caronte, que se ofreció a llevarlo a la otra orilla.

Una vez allí, un siniestro gruñido le heló la sangre. Junto a él estaba

un enorme perro de tres cabezas llamado Cerbero, el guardián de los

Infiernos, que impedía la entrada a los mortales y la salida a los que

ya eran ciudadanos eternos del mundo subterráneo. En cada una de

sus cabezas tenía agudos y afilados dientes y de su lomo surgían ser-

pientes de veneno mortal. Orfeo entonó de nuevo una bella melodía

que inundó el aire y logró que el perro se apaciguara y se sentara, al

tiempo que las serpientes que bullían en su lomo se iban quedando

dormidas.

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Se presentó luego ante los tres jueces, Radamantis, Minos y Éaco,

cuya misión era decidir el destino de los difuntos. Eran ellos quienes

juzgaban si el muerto sería condenado a una existencia sombría en el

Tártaro, lugar donde sufrían torturas eternas los que habían cometido

malas acciones en su vida, o si, por el contrario, era digno de descan-

sar feliz en el Eliseo, destino con el que se recompensaba una vida

bien empleada. También a ellos los convenció para que le dejaran el

paso libre sin juzgarlo.

Avanzó hasta encontrar un cruce de caminos. El de la izquierda con-

ducía al Tártaro. Desde lejos pudo ver los suplicios de aquellos con-

denados.

Allí estaba Tántalo por haber robado el néctar y la ambrosía, manja-

res de los dioses, para dárselos a los hombres. Su castigo consistía

en un hambre y sed eternas. Sumergido en el agua hasta el cuello no

podía beber, porque su nivel bajaba cada vez que lo intentaba. Ade-

más, una rama cargada de frutos pendía sobre su cabeza, pero si le-

vantaba el brazo, la rama se elevaba bruscamente y quedaba fuera

de su alcance. Cerca de él vio a Ixión, encadenado a una rueda que

daba vueltas eternamente por haber intentado unirse a la diosa Hera.

También pudo contemplar al desgraciado Sísifo, condenado a empu-

jar hasta la cima de un monte una roca que luego bajaba rodando

para ser empujada de nuevo; y todo porque había visto cómo Zeus

raptaba a una ninfa y lo había delatado.

Orfeo vio también a las Bélides o Danaides, que se esforzaban inútil-

mente en llenar de agua unas vasijas agujereadas por haber matado

a sus maridos en la noche de bodas.

Con todo aquello quedó horrorizado y desvió sus pasos hacia la dere-

cha, donde se encontraba el palacio de Hades y Perséfone, camino

del Eliseo. Se presentó ante ellos y, al tiempo que acompañaba su

voz con la lira para hacer que sus argumentos penetraran con más

fuerza en el corazón de los reyes de los Infiernos, les dirigió estas pa-

labras:

—Hasta vosotros he bajado, soberanos de este mundo, para pediros

que me devolváis a mi esposa Eurídice, arrebatada antes de tiempo

de entre los vivos. He venido aquí movido por el amor, más fuerte

que la muerte. Os ruego que concedáis a Eurídice volver conmigo

unos años más, porque al fin y al cabo todos habremos devenir a este

lugar para siempre. Pero si no queréis aceptar mi ruego, si no os

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conmueve este canto mío, también yo me quedaré aquí junto a ella,

renunciando a mi vida mortal.

Tan hermoso fue el canto, tan hermosa la música de Orfeo que todos

los habitantes del mundo de abajo arrancaron a llorar y todos los cas-

tigos se suspendieron por unos momentos: Tántalo se quedó parali-

zado intentando alcanzar el agua, la rueda de Ixión se detuvo, el

desgraciado Sísifo se sentó sobre su roca, las Bélides dejaron a un

lado sus vasijas.

También Hades y Perséfone se conmovieron con el canto y no pudie-

ron negarse a lo que el poeta les pedía. Hicieron llamar a Eurídice,

que estaba todavía entre las sombras recién llegadas, y ella vino con

paso lento a causa de la herida de la serpiente. Cuando ambos ena-

morados se vieron, sus corazones rebosaron de alegría.

Hades le dijo a Orfeo que podía llevarse a su amada, pero le puso la

condición de que no debía volver la vista atrás hasta que ella estuvie-

ra bajo la luz del sol. De este modo los dos se encaminaron por el pa-

saje oscuro que llevaba hasta la superficie. Orfeo iba delante con el

corazón lleno de preocupación por Eurídice, que caminaba detrás de

él más despacio.

En un momento las dudas asaltaron a Orfeo: ¿lo seguía todavía Eurí-

dice? ¿Se habría caído a causa de la herida?

Entonces miró hacia atrás y, al instante, Eurídice se vio arrastrada

por una terrible fuerza hacia las profundidades. Estiraba los brazos

para ser cogida por Orfeo y él corría desesperado para sujetarla, pero

todo fue inútil.

Orfeo apenas pudo oír el lejano adiós de su amada, ya irremediable-

mente condenada a vivir en los Infiernos.

Cuando llegó a la luz del sol y se encontró entre los vivos, lloró con

desconsuelo la segunda muerte de su esposa. Intentó entrar de nue-

vo, pero esta vez Caronte no se ablandó ni con sus súplicas ni con su

música y, aunque lo hubiera hecho, los reyes del mundo subterráneo

tampoco habrían accedido otra vez a sus ruegos.

Sin poder entrar para quedarse con ella, subió definitivamente al

mundo de los vivos y esperó el día en que la muerte viniera a buscar-

lo para reencontrarse con su querida Eurídice, ya para siempre.

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DIONISO Y LOS PIRATAS

Me llamo Acetes y voy a contaros una historia increíble. Os ruego que

no penséis que estoy loco. Todo sucedió tal como os lo relato. Tenéis

que saber que mi padre era un humilde pescador que apenas ganaba

para alimentarnos a mi madre y a mí.

Cuando murió, no me dejó nada y yo, llevado por la ambición y por el

deseo de ganar dinero rápidamente, me uní a unos piratas. Gracias a

los conocimientos náuticos que había adquirido junto a mi padre, me

nombraron timonel de la nave.

El capitán era un tal Lícabas, un cruel asesino que había huido de su

país. Éramos veinte, contándonos a Lícabas y a mí.

Tras unos buenos comienzos, estábamos pasando una mala racha y

hacía días que no conseguíamos ningún botín. La tripulación estaba

inquieta y a menudo el capitán tenía que golpearla para que hiciera

los trabajos de a bordo.

Un día Dictis, el más rápido en subir al mástil, gritó: “Tierra a la vista,

capitán”.

Nos acercamos a la proa para verla y nos llamó la atención una figura

en lo alto de un promontorio. Era humana, pero permanecía inmóvil

como una estatua. Un grupo conducido por el capitán desembarcó en

busca de aquella figura. Yo iba con ellos.

Al acercarnos, encontramos a un hermoso joven de negros cabellos,

vestido con un precioso manto de color púrpura. Mis compañeros

empezaron a hacerse gestos entre ellos. Era una oportunidad que no

podíamos dejar escapar: un joven rico y solitario, al que era posible

raptar con facilidad para pedir luego un rescate por él o venderlo co-

mo esclavo en algún lejano puerto.

Al darse cuenta de nuestra llegada, pareció sentir algo de miedo, pe-

ro enseguida Proreo, el pirata más hábil con las palabras, le dijo:

—No temáis, noble señor. Tan sólo veníamos por si necesitabais algo.

Somos honrados comerciantes, a los que les ha llamado la atención

ver a una persona sola en este lugar tan deshabitado.

—Menos mal —respondió más tranquilo— Necesito llegar a la isla de

Naxos de donde procedo. Si podéis llevarme en vuestro barco, seréis

recompensados a la llegada.

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—No os preocupéis —dijo Proreo con voz zalamera— Con nosotros

estaréis a salvo. Venid a nuestro barco. Precisamente nuestra ruta

pasa por Naxos.

El joven accedió a acompañarnos confiado. Yo no le quitaba el ojo de

encima y me pareció un ser extraño por su forma de andar y su porte

distinguido, como si no fuera de este mundo. Despedía un ligero olor

a vino muy agradable.

Intuí que podía tratarse de algún dios. Si mis sospechas eran ciertas,

pronto descubriría el engaño y nos castigaría terriblemente.

Por eso, al llegar al barco, tomé la determinación de intentar impedir

que embarcara. Me planté delante del capitán y le dije:

—No podemos hacer esto. Este hombre no es normal. Os aseguro que

esto va a acabar mal. Dejadlo en la playa o no guiaré el barco.

—No digas tonterías, Acetes —me replicó Lícabas— Nos darán un

buen dinero por él. Apártate y no pienses que eres imprescindible,

porque algún otro hombre puede ocupar tu puesto.

Al terminar de decir esto y ver que yo no me movía, me dio un terri-

ble puñetazo que me hizo caer en cubierta sin sentido.

Cuando me desperté, ya estábamos muy lejos de la orilla. Otro pirata

llevaba el timón y el joven parecía no haberse enterado de nada. Me

senté para reponerme y me di cuenta de que llegaba el momento

más crítico.

Había que cambiar de rumbo y se daría cuenta de que ya no íbamos

a Naxos, si es que tenía algún conocimiento náutico. Los piratas hi-

cieron la maniobra de cambio de rumbo y él dijo:

—¿Qué sucede aquí? ¿Por qué no os dirigís a Naxos? Me habéis enga-

ñado.

Los piratas se rieron burlonamente enseñando sus desdentadas bo-

cas. Sólo yo me puse a llorar en una esquina por la suerte del joven y

también por lo que iba a sucedernos si mis sospechas eran acertadas.

La risa de los piratas cesó de repente. Inexplicablemente, de la cu-

bierta del barco empezaron a salir vino y unas vides que, en un ins-

tante, treparon por el mástil con abundantes racimos de uvas. No po-

díamos dar crédito a lo que veíamos. Los remeros intentaron hacer

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avanzar la nave, pero esta no se movía. Sintieron de inmediato en las

palmas de sus manos un contacto extraño. Un grito de horror surgió

de sus gargantas al ver que los remos se habían convertido en ser-

pientes gigantescas.

Todos miramos al joven y vimos cómo su cuerpo se convertía en el

de un fiero león que se abalanzó sobre Lícabas despedazándolo. Mis

aterrorizados compañeros saltaron por la borda para ponerse a salvo.

En el momento del salto vi que sus cuerpos se volvían grises y que se

arqueaban. Su boca se hacía grande y las manos se convertían en

pequeñas aletas. Sus pies se transformaron en una cola terminada en

una media luna. Ya en el agua, daban saltos una y otra vez y se mo-

vían como bailarines. En lugar de piratas, eran delfines.

Yo estaba paralizado por el miedo. Vi que el fiero león se me acerca-

ba. Acabaría despedazado como Lícabas. Pero, de repente, el león

volvió a convertirse en el bello muchacho de pelo oscuro, que ahora

tenía una corona de hiedra sobre la cabeza y una copa de vino en la

mano. Reconocí entonces a Dioniso, el dios del vino, y me eché a sus

pies pidiendo clemencia.

—No temas, Acetes —me dijo—. Sé que tú has sido el único pirata

honrado de todos estos. Respetaré tu vida con tal de que me rindas

culto y cuentes esta historia a quien desee oírla.

Acto seguido, desapareció dejándome en medio del mar como único

tripulante de un barco rodeado de juguetones delfines.

Todavía hoy no sé cómo pude llegar a puerto yo solo. Sin duda, de

forma invisible, Dioniso me había ayudado.

Ahora comprenderéis por qué los delfines son seres inteligentes que

muchas veces ayudan a los hombres. No son otra cosa que piratas

arrepentidos de sus malas acciones, buscando reparar el mal que un

día intentaron causar a todo un dios.

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PÍRAMO Y TISBE

Píramo era un joven hermosísimo y Tisbe la muchacha más bella de

Oriente. Ambos tenían casas contiguas en Babilonia. Al ser vecinos se

conocieron y con el tiempo creció el amor. Y se habrían casado si sus

padres no se lo hubieran prohibido.

Los padres de los jóvenes se oponían a la relación y colocaron guar-

dianes a las puertas de sus casas para evitar que pudieran verse.

Pero no se rindieron fácilmente. Había una pequeña rendija en la pa-

red común a una y otra casa. Nadie la conocía. Sólo ellos la habían

descubierto desesperados por encontrar un modo de comunicarse.

Por allí se hablaban en un murmullo que apenas se podía oír. Cuando

estaban Píramo por un lado y Tisbe por el otro, se quejaban a menu-

do de su suerte y decían a la vez:

—¡Oh pared! ¿Por qué no te abres del todo para que podamos besar-

nos o puedan abrazarse nuestros cuerpos? Pero en fin, te damos las

gracias porque, al menos, dejas pasar nuestras palabras enamoradas.

Cada noche se decían adiós y cada uno daba besos al otro sin poder

tocar sus labios.

Pero un día, tras lamentar su suerte con los murmullos acostumbra-

dos, se pusieron de acuerdo para elaborar un plan de huida.

Debían salir de sus casas engañando a los guardianes y luego aban-

donar la ciudad. Acordaron reunirse fuera de las murallas junto a un

alto moral cercano a una fresca fuente que ambos conocían. El árbol

estaba entonces cargado de frutos blancos como la nieve.

Al caer la noche, Tisbe se cubrió con un velo y, mientras el guardia

dormía, salió sigilosa con miedo de que el ruido de la puerta desper-

tara al vigilante. Contuvo la respiración y consiguió salir y orientarse

en el laberinto de callejuelas de Babilonia. Cruzó sin problemas la

puerta de la muralla y se encaminó hacia el lugar convenido.

Al llegar, se sentó bajo el árbol con la respiración aún entrecortada y

sudorosa por el esfuerzo y la tensión. No tuvo tiempo ni siquiera de

descansar.

De repente oyó un ruido no muy lejano y vio con horror cómo se

acercaba una leona con sus fauces manchadas de sangre por una re-

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ciente cacería. Acudía a beber a la fuente sin saber que iba a encon-

trar una nueva presa. Tisbe la vio venir a la luz de la luna y corrió a

refugiarse a una cueva de las cercanías. Pero en su huida dejó aban-

donado el velo que había resbalado de su espalda. La leona sació su

sed con tranquilidad y, al querer volver a la espesura, tropezó con el

velo de Tisbe.

Ante un objeto tan extraño se entretuvo en destrozarlo para abando-

narlo finalmente manchado por la sangre de su hocico.

Mientras tanto Píramo, que había salido más tarde, se acercó al lugar.

Al llegar al moral, le extrañó ver en el suelo las huellas de una fiera.

Según iba avanzando, temió que a Tisbe le hubiera sucedido algo te-

rrible. Había sido una imprudencia dejarla ir sola de noche por aque-

llos lugares tan peligrosos.

Fue entonces cuando vio junto a la fuente el velo manchado de san-

gre y todo su rostro palideció. Lo tomó en sus manos y se maldijo a sí

mismo:

—¡Oh desgraciada Tisbe! ¿Por qué no habré llegado aquí el primero?

¿Por qué te he dejado venir sola a estos lugares llenos de peligro?

Has muerto víctima de una fiera. ¡Venid, venid, leones, y acabad

también conmigo!

Píramo se sentó junto al árbol y empezó a llorar y a dar besos deses-

perados al velo ensangrentado. Entonces sacó su espada y se la clavó

en el vientre. Moribundo, extrajo el arma de la herida y la sangre sal-

tó como una fuente hacia lo alto, alcanzando los frutos del moral que

se tiñeron de púrpura.

Mientras Píramo yacía en el suelo exhalando sus últimos suspiros,

Tisbe salió de la cueva al ver que la leona se había marchado. Iba en

busca de su amante, no fuera que se preocupara por no encontrarla

en el lugar convenido.

Cuando llegó, reconoció la fuente, pero se extrañó ante el color de los

frutos del árbol, antes blancos y ahora morados. Dudó unos instan-

tes, pero enseguida vio al pie del moral a Píramo, cuyos temblorosos

miembros golpeaban el suelo ensangrentado.

Tisbe se tiró de los cabellos y abrazó el cuerpo de su amado llenando

de lágrimas la herida y dando besos sin número al helado rostro de

Píramo.

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—¡Píramo, responde! —dice— ¡Píramo, estoy aquí a tu lado!

Al oír la voz de su amada, el joven abrió los ojos unos instantes y,

tras contemplar el bello rostro de Tisbe, los volvió a cerrar para

siempre.

Ella vio su velo ensangrentado y en un instante comprendió la des-

gracia sucedida y exclamó:

—¡Te has precipitado, amor mío! Pero yo te seguiré en la muerte. Y

tú, árbol que ahora nos cobijas, retén siempre el color de sangre de

tus frutos, que pronto serán regados con la mía.

Entonces colocó la punta de la espada bajo su pecho y se arrojó so-

bre ella cayendo junto al cuerpo sin vida de su amado.

La súplica final de Tisbe fue escuchada por los dioses, que permitie-

ron que el fruto del moral fuera siempre del color de la sangre en re-

cuerdo de aquel amor sin límites. Los padres de ambos jóvenes llora-

ron su desgracia y se consolaron mutuamente, maldiciendo la prohi-

bición causante de la tragedia. Quemaron los cuerpos de Píramo y

Tisbe y guardaron sus cenizas juntas en una sola urna, para que es-

tuvieran juntos en la muerte aquellos que no habían podido estarlo

en vida.

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EL MUCHACHO Y LA SERPIENTE

Se cuenta que en Arcadia una serpiente se crió desde pequeña junto

a un niño. Pronto el niño se convirtió en un muchacho y la serpiente

en un gigantesco reptil. Se llevaban muy bien y la serpiente nunca

hizo daño al chico.

Sin embargo, los padres del muchacho, que al principio habían acep-

tado que ambos crecieran juntos, sentían ahora miedo del enorme

animal que dormía todas las noches en la misma cama que su hijo.

Una noche dieron al muchacho una bebida que le hizo dormir profun-

damente y con mucho cuidado se llevaron a la serpiente y la dejaron

en un bosque muy lejano.

Cuando el chico se despertó, preguntó por ella. Sus padres le mintie-

ron diciéndole que la habían visto escaparse.

Un día tras otro la buscó por todas partes, pero los padres la habían

abandonado en un lugar apartado y desconocido.

La serpiente no intentó volver, porque, como animal astuto que era,

se había dado cuenta de que no sería bien recibida y que incluso po-

dían llegar a matarla. Se acostumbró a vivir en libertad en aquel lu-

gar y ya no añoraba su anterior vida, encerrada en una habitación.

Eso sí, echaba de menos al chico y nunca se olvidó de los buenos ra-

tos que habían pasado juntos.

Con el tiempo el joven tuvo que ir asumiendo responsabilidades y su

padre lo enviaba a arreglar asuntos importantes con una buena bolsa

de dinero.

Cierto día en que atravesaba un bosque que no conocía bien le salie-

ron al encuentro unos ladrones. Él retrocedió, pero uno de ellos lo

hirió con la espada. Gritó de dolor con la esperanza de que alguien lo

oyera y acudiera en su ayuda.

La serpiente, que es un animal de vista penetrante y de finísimo oído,

reconoció la voz de su amigo desde su guarida. Se acercó deslizándo-

se con rapidez y gracias a sus siseantes silbidos y a su imponente

tamaño puso en fuga a los bandidos. No contenta con eso, los persi-

guió hasta alcanzarlos. A unos los mató con su letal veneno, a otros

los asfixió con el irresistible abrazo de sus anillos.

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Luego regresó al lado del muchacho que la reconoció, aunque todavía

estaba conmocionado por lo ocurrido. Junto a la serpiente atravesó

sin más incidentes lo que le quedaba de camino por aquel bosque.

Las fieras salvajes que en él habitaban no se atrevieron siquiera a

acercase por temor al extraordinario reptil.

El chico quería que la serpiente volviera con él, pero ella sabía que no

iba a ser bien recibida. Así que regresó a su guarida del bosque.

Había demostrado no guardar rencor a quienes la habían abandona-

do. No tuvo en cuenta el comportamiento de los padres y sí valoró la

sincera amistad del muchacho.

En eso demostró una inteligencia superior a la de muchos hombres,

que al menor contratiempo dejan abandonados a sus amigos más

queridos.

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POETA PASADO POR AGUA

Había un famoso poeta llamado Arión, que recorría el mundo recitan-

do de corte en corte sus versos. En una ocasión, después de pasar

largo tiempo en Corinto donde era tirano Periandro, tomó un barco

para dirigirse a Sicilia y luego a Italia.

Hizo una larga gira por esos lugares y, a su término, decidió regresar

a Corinto embarcándose de vuelta en el puerto de Tarento. La nave

estaba tripulada por corintios que resultaron ser de poco fiar.

En medio de la travesía, los marineros acordaron arrojar a Arión al

mar para quedarse con su dinero y sus pertenencias.

El poeta los vio venir en grupo hacia él con intención de tirarlo por la

borda.

—Os lo suplico, no lo hagáis. Podéis quedaros con todo, pero no me

tiréis al agua donde moriré sin remedio.

Arión esperaba que, dándoles el dinero, le perdonarían al menos la

vida. Pero aquellos hombres, además de codiciosos, eran sanguina-

rios.

—No tendremos piedad de ti —le dijo el capitán—. Tienes dos opcio-

nes: o te matamos ahora mismo, y en ese caso enterraremos tu

cuerpo en tierra cuando lleguemos a algún puerto, o te arrojas al mar

de inmediato.

El poeta sabía que si se lanzaba al mar podía morir y que su cuerpo

se hundiría en las profundidades sin recibir sepultura. En ese caso, su

fantasma vagaría por el mundo sin descanso. Pero al menos tendría

una remota posibilidad de salir vivo.

—No me dejáis muchas salidas, malvados. Me arrojaré al mar, pero

antes permitidme que cante una melodía para despedirme de la vida.

—De acuerdo, pero nada de trucos. A la mínima, te matamos.

Arión empezó a cantar con voz melodiosa y, mientras lo hacía, se ale-

jaba poco a poco del grupo de marineros. Entonó un himno a Apolo,

el dios protector de los poetas, que era como una súplica al dios para

que lo salvara de aquel peligro.

Al terminar, se arrojó al mar ante la sorpresa de todos.

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Entonces el barco corintio se alejó mientras Arión intentaba mante-

nerse a flote en el agua, al límite ya de sus fuerzas. El pesado manto

que llevaba puesto se había empapado completamente y lo arrastra-

ba hacia el fondo.

En un momento dado, se dio cuenta de que toda resistencia era inútil

y se abandonó a su suerte. Enseguida su cabeza desapareció bajo las

aguas. Los corintios la vieron sumergirse a lo lejos mientras se repar-

tían el dinero, no sin antes reñir entre ellos para ver quién se llevaba

la mejor parte. Arión sintió que se ahogaba y dirigió una última ple-

garia a Apolo, a pesar de que este no había escuchado su súplica. En

unos instantes bajaría definitivamente al mundo de los muertos y ya

no sería más que una pálida sombra.

Entonces sintió que una fuerza extraordinaria lo impulsaba fuera del

agua. Respiró aliviado tomando aire a bocanadas y fue transportado

sobre el mar de modo misterioso.

Cuando se calmó, se dio cuenta de que estaba cabalgando sobre un

delfín que rápidamente lo acercaba a la costa para ponerlo a salvo. El

animal lo depositó sano y salvo en la orilla y con la ayuda de unos

pescadores llegó a Corinto.

Una vez allí, pidió audiencia al tirano Periandro y le contó todo lo que

había sucedido. Pero este, pensando que Arión se había inventado la

historia, lo puso bajo vigilancia, sin poder salir hasta que llegaran a

puerto los corintios.

En cuanto le comunicaron que habían llegado, Periandro los convocó

al salón real.

—¡Sed bienvenidos! —les dijo—. Me han dicho que el famoso Arión

viajaba de vuelta con vosotros ¿Por qué no se ha presentado ante mí

para entretenerme con sus cantos?

—Efectivamente, señor, venía en nuestra nave —contestó el astuto

capitán—, pero, al poco de zarpar, nos pidió que regresáramos y lo

dejáramos otra vez en el puerto de Tarento.

El tirano escuchó con atención las mentiras del capitán y mediante un

gesto hizo que los guardias abrieran la puerta del salón para dar paso

al poeta. Este entró vestido con el mismo manto que llevaba en el

momento de saltar al agua.

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Ellos gritaron aterrorizados creyendo que era un fantasma, pero

pronto se dieron cuenta de que Arión había sobrevivido. No pudieron

negar los hechos y Periandro les confiscó el barco.

A partir de entonces, tuvieron que ganarse la vida pidiendo limosna

por las calles. Arión siguió componiendo música, agradecido a Apolo,

quien sin duda le había enviado aquel delfín.

En el lugar de la costa donde el animal lo había dejado se levantó una

estatua que representaba a un hombre cabalgando sobre un delfín

como recuerdo del extraordinario suceso.

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AMIGOS PARA SIEMPRE

En la isla de Sicilia está Siracusa. En ella reinaba Dionisio, un tirano

muy cruel que solía torturar a los ciudadanos hasta la muerte. Pronto

el descontento del pueblo hizo surgir grupos de resistencia.

En uno de ellos militaban dos amigos llamados Mero y Selinuntio.

Selinuntio no estaba a favor de la violencia y decía que las cosas po-

drían arreglarse si se presentaban quejas fundamentadas ante el ti-

rano en persona.

Mero, en cambio, desconfiaba de ese planteamiento, argumentando

que no existía más ley que los caprichos de Dionisio. Por eso decidió,

junto con otros, que lo más útil era asesinar al tirano.

Su hermana Glauce le suplicó que no lo hiciera. Estaba en edad de

casarse y, al faltar sus padres, Mero era el que debía entregarla en

matrimonio a un joven muy rico que la pretendía. En dos días se fir-

maría el contrato de matrimonio y debían ir a otra ciudad de la isla

donde vivía el novio.

—No me distraigas con eso, Glauce —dijo Mero—. Esta misma noche

asesinaré a Dionisio y podrás casarte sin problemas en una Siracusa

libre.

—No lo hagas. Es muy peligroso y, si fracasas, no sólo morirás tú,

sino que me dejaras desamparada sin nadie que pueda entregarme

en matrimonio. ¿Qué será de mí entonces?

A punto estuvo Mero de ablandarse con las súplicas de su hermana, a

la que quería muchísimo, pero la perspectiva de acabar con la tiranía

de Dionisio y de salvar al pueblo tuvo más fuerza en él.

Así que, ayudado por sus compañeros y pese a la oposición de Seli-

nuntio, se introdujo en el palacio del tirano gracias a un guardia al

que había sobornado. Avanzó pensando que sería algo fácil, pero el

edificio era inmenso y no conseguía orientarse. Se había precipitado.

No sabía dónde estaban las estancias de Dionisio y, con el puñal en la

mano, cualquiera podía descubrir sus intenciones.

Vio luz en una de las habitaciones y se acercó a ella con la esperanza

de encontrar a alguien que, bajo amenaza, le orientara en aquel labe-

rinto. Se aproximó con cuidado a la puerta y miró dentro fugazmente.

El tirano se bañaba acompañado sólo por un guardia. Allí estaba la

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oportunidad que tanto había esperado. Pero justo antes de entrar pa-

ra apuñalarlos sintió en la espalda la fría punta de una lanza que lo

empujó hacia delante.

—Vamos, entra —le dijo Dionisio desde la bañera— ¿No pensarías

que acabar conmigo iba a ser un juego de niños? Puedes darte la

vuelta y lo comprenderás mejor.

Mero se giró muy despacio y vio que la lanza era empuñada precisa-

mente por el guardia al que había sobornado para entrar en palacio.

—Cuando intentes comprar a alguien —le dijo el tirano con autosufi-

ciencia— asegúrate de que nadie puede pagar una suma más alta que

la tuya.

Mero soltó el puñal, que cayó al suelo. Estaba perdido. Dionisio no

tendría piedad con él.

—Has jugado y has perdido, muchacho. Eso es todo. Sólo que es tu

vida lo que habías apostado. Mañana serás juzgado ante todo el pue-

blo.

—Y ¿qué justicia me cabe esperar si tú eres el único juez? —dijo Mero

lleno de valor.

—Cualquier tribunal te condenaría a muerte por intento de asesinato.

Yo añadiré únicamente que esa muerte sea en la cruz.

Mero se estremeció de horror. La cruz era uno de los suplicios más

atroces, una muerte lente reservada normalmente a los esclavos.

Te clavaban o te ataban a un madero y morías de asfixia poco a poco,

al no poder sostenerte. ¡Hubiera preferido ser decapitado! Fue ence-

rrado en una celda y pasó la noche lamentándose, no sólo por su

próxima muerte, sino también por su hermana, que abandonada no

podría casarse. Angustiado por estos funestos pensamientos el tiem-

po se le hizo interminable.

Al día siguiente, lo condujeron a la plaza de Siracusa donde en un es-

trado aguardaba Dionisio. Se expuso su caso y el tirano pronunció

con voz potente su sentencia:

—Te condeno a morir en la cruz hoy mismo.

Luego, como haciendo un gesto para ganar popularidad, dijo:

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—¿Tienes algo que decir?

—Majestad, os lo ruego —dijo Mero con tono sumiso— dadme tres

días de plazo antes de que se cumpla la sentencia. No os lo suplico

por mí, sino por mi hermana, a la que debía entregar mañana a un

joven que vive al otro lado de la isla. Si no cierro yo el contrato, se

quedará sola y desamparada.

—Haberlo pensado mejor antes de atentar contra mi persona —dijo

enojado el tirano, que no estaba dispuesto a conceder el plazo.

Entonces una voz clara y fuerte se alzó entre la multitud. Era Selinun-

tio.

—Majestad, os pido permiso para hablar.

El pueblo hizo espacio alrededor de Selinuntio y el tirano, al ver que

deseaban que se le diera la palabra, accedió.

—Adelante, pero ten cuidado con lo que dices, no vaya a volverse en

tu contra.

—Gracias, majestad. Mi nombre es Selinuntio. Sólo quería recordaros

que, según la ley, se puede ocupar temporalmente el puesto de un

condenado y yo reclamo ese derecho. Me quedaré en la cárcel los

tres días que os ha pedido Mero.

Dionisio se sorprendió, pero enseguida respondió:

—Conozco bien esa ley, y te recuerdo que, si tu amigo no regresa en

el plazo establecido, tú ocuparás su lugar en la cruz.

—Así es, majestad, pero confío en que volverá y asumirá su condena.

—Entonces —sentenció Dionisio— que así sea. Mero partirá para ca-

sar a su hermana y regresará al tercer día para cumplir su castigo.

Selinuntio se quedará en su lugar como garantía.

Mero abrazó a su amigo con emoción y le agradeció aquel gesto,

signo de la amistad más profunda. Luego le dijo:

—Volveré a tiempo, te lo prometo. Lo hago por Glauce.

—No te preocupes, Mero. Sé que cumplirás tu palabra. Te estaré es-

perando.

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Mero partió ese mismo día y lo empleó en viajar con su hermana a la

ciudad de su prometido.

El segundo día por la mañana cerraron el contrato y por la tarde,

mientras la fiesta aún seguía, emprendió el regreso. Pensaba viajar

toda la noche para llegar a Siracusa a tiempo, al amanecer del tercer

día.

Pero tan pronto se puso el sol una tremenda tormenta hizo más lenta

su marcha. Pese a la lluvia torrencial avanzaba con la mente fija en

su amigo Selinuntio.

Cuando llegó al río que debía cruzar en su camino, la crecida se había

llevado el puente y la corriente era tan fuerte que no había modo de

atravesarlo.

Esperó inquieto en la ribera, aguardando a que cesara la lluvia, pero

la noche pasaba y el río seguía crecido. Desesperado contempló im-

paciente cómo amanecía. No quedaba apenas tiempo. Aunque cruza-

ra, tenía las horas justas para llegar a Siracusa antes del anochecer

del tercer día.

Mientras tanto, a mediodía, Selinuntio fue llevado desde la cárcel a

una colina donde le aguardaba la cruz.

Dionisio contemplaba la escena satisfecho. Pensaba que Mero lo había

traicionado.

—Ya ves —dijo a Selinuntio— qué poco vale esforzarse por los ami-

gos. En cuanto tienen ocasión, te traicionan. Ha valorado más su vida

que la tuya. Justo al revés de lo que tú has hecho.

—No tan rápido, majestad. Os recuerdo que estoy al pie de la cruz

todavía y que aún es mediodía. En justicia no podéis clavarme hasta

que empiece a hacerse de noche y concluya el plazo. Mero vendrá, y

si no lo ha hecho todavía, se debe a una causa ajena a su voluntad.

—Yo no estaría tan seguro —replicó el tirano—. Pero esperaremos a

que caiga la noche. El tiempo transcurría rápidamente.

¿Por qué no había venido Mero? Seguro que le había pasado algo. No,

no era posible una traición de su amigo. El sol iba a ocultarse y los

que iban a crucificarlo le quitaron las ropas a Selinuntio, que quedó

casi desnudo a la vista de todos. El frío del anochecer le hizo temblar

tanto como la proximidad de la muerte. Extendieron sus brazos en el

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madero atravesado de la cruz para clavarlo en ella. El martillo se le-

vantó amenazador, pero en esto se oyó una voz a lo lejos:

—Deteneos, deteneos. Estoy aquí como prometí. Dionisio, estoy aquí.

Respeta la vida de mi amigo.

Dionisio detuvo la ejecución y Mero se presentó ante el tirano, sudo-

roso y jadeante por el esfuerzo.

—Ha sido el río... No he podido llegar a causa del río...

El tirano se admiró de que hubiera vuelto Mero, a quien él ya había

considerado un traidor. Selinuntio lo abrazó y le dijo al oído:

—Sabía que no me abandonarías.

Mero se despojó de su ropa y se la dio a Selinuntio. Luego se presen-

tó a los verdugos para que lo clavaran en la cruz.

—Alto —gritó Dionisio—. No lo toquéis. El gesto de estos jóvenes me-

rece una recompensa. Le perdono la vida a Mero y ensalzo el valor de

Selinuntio. Además, deseo que me acepten como amigo.

El pueblo aplaudió contento con la esperanza de que aquella acción

de los dos amigos hubiera ablandado a un tirano tan cruel. Y aunque

prosiguió su gobierno, procuró moderar su crueldad en lo posible.

De este modo, Selinuntio demostró que por medio del valor y sin de-

rramar sangre se podía llegar incluso a lo más profundo del corazón

de un tirano.

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ÍNDICE

EL APRENDIZ DE BRUJO ............................................... 1

ORFEO Y EURÍDICE .................................................... 6

DIONISO Y LOS PIRATAS ............................................. 9

PÍRAMO Y TISBE ...................................................... 12

EL MUCHACHO Y LA SERPIENTE ................................. 15

POETA PASADO POR AGUA ........................................ 17

AMIGOS PARA SIEMPRE ............................................ 20