Libertad Condicional - Jim Thompson

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Annotation

Pat Cosgrove lleva años enprisión por un atraco a un banco. Sino quiere pasarse allí el resto de suvida, debe encontrar a algunapersona prominente que avale sulibertad condicional. Y tras escribiralgunas cartas, aparece su ángel dela guarda, Doc Luther, que ademásle ofrece un trabajo para que puedaestabilizar su vida. ¿Pero existenlos ángeles de la guarda? ¿Hayalguien realmente dispuesto a

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ayudar a un convicto por merabondad, sin pedir nada a cambio?¿Por fin la suerte le va a sonreír aun perdedor como Pat?

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Jim Thompson

Libertad condicional

Traducción de Antonio Padilla

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Título original: RecoilPrimera edición, abril de 2013© Jim Thompson, 1953© de la traducción: Antonio Padilla, 2013© 2013, de la presente edición: RBA Libros,S.A.ISBN: 978-84-9006-582-2

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DOC LUTHER

Sin hacer ruido, probó de abrir lapuerta del dormitorio de Lila y vioque estaba cerrada; a continuaciónfue a su propio dormitorio, cuyapuerta dejó abierta para poder oírcualquier posible movimiento deLila, y abrió el maletín.

Sacó las pólizas de seguro, las

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repasó un segundo y se las metió enel bolsillo interior de la chaqueta.Mañana haría que las guardaran enla cámara acorazada del banco.

Volvió a introducir la mano enel maletín y sacó otros papeles. Losestudió, con el ceño fruncido, concasi tanta desgana como la que leproducían las pólizas de seguro.Con un gruñido de irritación, losbarajó, hasta establecer una suertede orden cronológico, y se puso aleer:

PENITENCIARÍA ESTATAL DE

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SANDSTONE

Clínica Psicológica LutherCapital Street, esquina con LeeStreetCapital City

Estimados señores:

Esta es una petición deempleo bastante inusual. Esperoque la lean hasta el final y laconsideren con seriedad.

Tengo treinta y tres años deedad, me gradué en el instituto y,por medio de la lectura y el

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estudio, tengo unos conocimientosequivalentes a los que hubieraobtenido estudiando dos años enla universidad. Mido 1,80 y peso77 kilos. A pesar de diversasdificultades, he logradomantenerme en buena formafísica. No estoy familiarizado consu negocio y no sé qué tipo deempleo pueden tener disponible.Pero estaría encantado de aceptarcualquier clase de trabajo —eneste estado—, por el salario que austedes les parezca bien.

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Los últimos quince años loshe pasado como recluso en estecentro, cumpliendo una condenade entre diez años y cadenaperpetua por atraco a manoarmada. El crimen que cometí nopuede ser tomado a la ligera, y noes así como me lo tomo. Pero, contoda humildad, no veo quéconsecuencias positivas puedetener la prolongación de miestancia aquí.

Hace unos cinco años me fueotorgado el derecho a pedir la

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libertad condicional. Pordesgracia, mis padres habíanmuerto y el único miembro de mifamilia que me quedaba, unahermana casada, no estaba y noestá en disposición deresponsabilizarse de mí. Y, porsupuesto, en el momento de sercondenado era demasiado jovenpara haber establecido algunarelación de tipo profesional ocomercial. Como sin duda saben,un preso no puede salir enlibertad condicional si no tiene un

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empleo en el exterior; el reclusoestá obligado a acreditar sucapacidad para ganarse la vida.Les pido que me ayuden ahacerlo.

¿Serían ustedes tan amablesde responder a esta misiva?Aunque, pensándolo mejor¿estarían sencillamente dispuestosa dirigirse a la Comisión de laLibertad Condicional en relacióncon mi caso, en la forma que sueleser habitual cuando una persona oinstitución se interesa por un

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recluso? La comisión está endisposición de responder a todocuanto quieran saber sobre mí, loque serviría para aclarar todoposible malentendido derivadodel hecho de que me hayadecidido a escribirles.

Muy atentamente,Patrick M. Cosgrove (n.°

11.587)Bibliotecario, Penitenciaría

Estatal de Sandstone Sandstone...

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Luther creía estaracostumbrado a las aberraciones.Pero con Sandstone era imposibleno escandalizarse. Sandstone no erauna cárcel. Era una casa de locos enla que quien estaba loco era eldirector, y no los inquilinos. EnSandstone tan solo había una formade sobrevivir: llegar a ser más duroy más retorcido que el propiodirector. Si lo hacías —siconseguías caerle en gracia alhombre con los ojosextraordinariamente brillantes y la

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risa impredecible—, no solosobrevivías, sino que lo hacías conrelativa comodidad.

Pero no podías bajar laguardia en ningún momento. Podíasterminar por cansarte del juego,pero aquel hombre no se cansabajamás. Y cuando te cansabas oempezabas a descuidarte en eljuego...

PENITENCIARÍA ESTATAL DESANDSTONE

Oficina del director

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Dr. Roland LutherCapital Street, esquina con LeeStreetCapital City

En referencia a: Pat Airplane RedCosgrove

Querido Doc:

Es estupendo saber de ti yojalá pudiera estar contigo en lagran ciudaz. Siempre digo queeres el perfecta hánfitrión quehace lo posible para que un amigose divierta y que lo pasemos en

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grande la última vez que nosvimos con los amigos. Perobueno, al leer tu carta me hanentrado ganas de ir a la celda deese hijo de p. y darle lo suyo.Pero como me pides que lo dejeen paz, pues vale, lo que tu digas,y la verdaz es que la cosa tiene sugracia. Ya conoces al Jefe, misecretario. Bueno, pues yo sé queel Jefe es el que te ha enviado esacarta de Cosgrove y seguramenteha estado enviando cien cartassuyas más. Pero es complicado

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conseguir que lo reconozcan. Medigo que podríamos ahorcarlos alos dos y seguirían sinreconocerlo. Y, bueno, yo admiroa los que son leales y no se van dela lengua, y sé que a ti te pasaigual. Así que arréglalo todocomo mejor te parezca, pero esosí, dime como vas a hacerlo, paraque pueda seguirte la corriente enlo que pueda. Avísame porteléfono cuando vayas a venir. Y,bueno, ahora te dejo, pues estoyescribiendo esto yo mismo en

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lugar de ese hijo de p. del Jefe.¡Vamos a darles una sorpresa decampeonato!

Tu s. servidor,Yancey Fish

P. D.: Doc, ya sabes qe estáprohibido entrar botellas dewhisky en la cárcel, así que comote pille con una caja o dos, voy atener qe confiscarlas. ¡Ja, ja, ja!Y. F.

Bueno, Fish no los había ahorcado,pero sí que les había amenazado

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con todo lo demás; aunque cada unode aquellos dos hombres habíaaguantado el chaparrón a su manera,los resultados habían sido idénticosen ambos casos.

El Jefe, indio puro ycondenado a tres cadenasperpetuas, se había limitado asonreír con insolencia y aresponder con evasivas. Cosgrove,un pelirrojo de ojos azules, habíahablado mucho: con cortesía, no sinhumor, puntilloso en expresarse concorrección... pero sin decir nada.

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No iba a delatar al Jefe, el hombreque estaba claro que lo habíaayudado. Ninguna amenaza niningún soborno iba a hacerlecambiar de idea.

A Luther le inquietaba un pocola evidente inteligencia deCosgrove. Aun así, en todos losdemás aspectos, Cosgrove seajustaba a cuanto él necesitaba. YLuther no pensaba darle la menorocasión para que pudiera aplicaresa inteligencia suya.

OFICINA DEL GOBERNADOR

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A la atención de Yancey L. FishDirector de la PenitenciaríaEstatal de Sandstone

Saludos cordiales:

Considerando que tiene ustedbajo su custodia al señor PatrickM. Cosgrove;

Considerando que elsusodicho Patrick M. Cosgrove hacumplido quince años de condenay que asimismo cumple losrequisitos necesarios para que sucaso sea considerado por la Junta

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de Concesión de LibertadCondicional;

Considerando que el señorRoland T. Luther, doctor enMedicina y ciudadano con buenareputación, ha ofrecido empleo alsusodicho Patrick M. Cosgrovedurante dos años a contar desde lafecha de este documento; y que elsusodicho doctor Roland T.Luther se ha ofrecido a ayudar portodos los medios al susodichoPatrick M. Cosgrove a llevar unaexistencia de conformidad con las

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leyes del país;En consecuencia dispongo

que Patrick M. Cosgrove a partirde la fecha de hoy quede enlibertad condicional bajo lacustodia del doctor Roland T.Luther durante un período de dosaños, o hasta y/o en caso que seanecesario el reingreso delsusodicho Patrick M. Cosgrove ensu actual centro de detención.

Asimismo, dispongo que, encaso de finalización satisfactoriadel mencionado período de

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libertad condicional, el susodichoPatrick M. Cosgrove vuelva a serconsiderado un ciudadano contodos los derechos y privilegiossubsiguientes.

FIRMADO Y SELLADO:Louis Clements ClayGobernador del estado,presidente de la Junta deConcesión de LibertadCondicional

Bueno, ahí lo tenía: el principio y elfinal de todo. Y ahora que había

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revisado todo, documento adocumento, Luther no terminaba delibrarse de la idea de que la jugadaera tan estúpida como peligrosa. SiHardesty no hubiera estadocompletamente seguro de que iba afuncionar... Pero Hardesty estabacompletamente seguro. Teníaclarísimo que, bajo lascircunstancias que estaban creando,las compañías de seguros iban atener que pagar, y pagar conrapidez. Era la opinión profesionalde Hardesty como abogado, y

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Hardesty hasta la fecha nunca sehabía equivocado en lo referente auna cuestión legal.

Y bueno —Luther suspiró yempezó a desvestirse—, la cosa yaestaba hecha. Hubiera preferido queCosgrove no fuese una persona quesuscitara tantas simpatías, pero, pordesgracia o no, resultaba necesarioque fuese así. Tenía que existiralguna razón que justificase sacarlode Sandstone.

Oyó que se abría la puerta deldormitorio de Lila y se detuvo a

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medio descalzarse de un zapato.Lila estaba plantada en el pasillo,con el abrigo de pieles dobladosobre el brazo.

—No puedes dormir, ¿eh? —dijo él—. Bueno, pues espero quehayas concertado una cita conalguien. Encontrar plan en los bareses complicado a estas horas de lanoche.

Lila sonrió débilmente y conexpresión de disculpa.

—Pero, Doc, después de todosoy humana...

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—Interesante —repuso él,dejando que el zapato cayera alsuelo—. Una opinión interesante,aunque también cuestionable.

—Tú... ¿no te importa quesalga un rato?

—Me da igual lo que hagas.—Necesito algo de dinero,

Doc.—Ya iré al banco por la

mañana.—Con un talón me arreglaría...—Tú —recalcó Luther—, tú

vas a hacer exactamente lo que te

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digan. Exactamente. ¿Me hasentendido?

—Lo he entendido —repusoLila con lentitud—. A laperfección.

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COSGROVE

Son las cinco de la mañana de misegundo día en este lugar y llevodespierto desde la una.

¿Ilusionado y feliz? Supongo.Supongo que, bajo esta descoloridamáscara que me sirve como rostro,continúo gritando de júbilo yentusiasmo. Pero un hombre tan

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solo puede disfrutar de algo hastacierto grado y luego llega el sueño.

Preferiría no haber bebidonada ayer, durante el trayecto a estelugar. Estoy seguro —casi— de queno dije ni hice nada inconveniente.Y, sin embargo —por supuesto—,no puedo estar absolutamenteseguro.

Asentí con la cabeza en gestode conformidad cuando él meexplicó que nunca bebía cuandotenía que conducir; también expresémi gratitud por su comprensión ante

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mi necesidad de «olvidar». Bebísin apresurarme y, una vez que hubeliquidado una tercera parte de labotella de licor, empezaron laspreguntas.

¿Por qué había decididoescribirle? La respuesta a estapregunta era fácil. Las únicaspublicaciones que nos llegaban a lacárcel eran folletos publicitarios,publicaciones «de circulaciónconfidencial» editadas con elpropósito de sacarles el dinero alos individuos y las empresas que

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estaban haciendo —o esperabanhacer— negocios con los políticosen el poder. Había obtenido sudirección en un anuncio insertadoen uno de esos folletos. Tambiénobtuve de la misma manera lasdirecciones de todos los demás aquienes escribí.

¿Entendía yo por qué me habíahecho pasar por toda aquellacomedia con Fish, el director de laprisión? No estaba en disposiciónde poner en cuestión sus acciones,respondí (y con bastante

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sinceridad), pero creía entenderlo.Fish exigía absoluta lealtad a laspersonas con quienes serelacionaba. Y no gustaba enabsoluto de quienes estuvierandispuestos a sacrificar dicha lealtaden aras del interés propio.

¿Yo tenía parientes próximos oamigos íntimos? No. Tenía unahermana, casada, que todas lasNavidades me enviaba una brevenota. A petición suya, nunca lerespondía. Nuestra únicavinculación era el accidente del

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nacimiento.¿Qué había leído? Todo cuanto

había en la biblioteca de la cárcel,a la que no parecía haber llegadoningún libro desde 1920. Todas lasobras de Shakespeare, Dickens,Swift, Twain, Addison y Steele,Rabelais, Schopenhauer, Marx,Scott, Verne, Wilde, Cervantes,Maquiavelo, la serie completa deRover Boy, Lewis Carroll, laBiblia, el...

Sin dejar de hablar, ajusté elretrovisor lateral de mi ventanilla

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hasta aprisionar el reflejo deldoctor Luther dentro de su marconiquelado. El doctor parecía estarlo bastante satisfecho con misrespuestas, aunque, a causa de tresdientes superiores un tanto salidos,la mera relajación de sus rasgos enocasiones puede darle la aparienciade estar sonriendo.

Diría que tiene unos cincuentaaños, aunque, una vez más, tambiénes difícil estar seguro. Tiene el pelofino y de color arenoso. Tambiéntiene un sobrepeso considerable

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para su estatura, que es algo menorque la mía. Y además tiene los ojossaltones bajo unas gafas de gruesoscristales. Si a todo esto le añadimosuna voz suave que pasaabruptamente de lo preciso y logramaticalmente correcto a loargótico y lo vulgar... uno seencuentra ante un hombre cuyaedad, lo mismo que su propiapersonalidad, no resulta fácil dediscernir.

Seguí hablando sin dejar deobservarlo mientras pasaban los

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kilómetros, consciente de que laspalabras me salían con unadificultad cada vez mayor.Consciente, hasta que dejé deestarlo...

Cuando me desperté, unashoras después, nos encontrábamos atan solo quince kilómetros de laciudad, y el coche estaba girando endirección a un bar de carreteraemplazado cerca de la orilla de ungran lago.

Por lo que parecía, elestablecimiento había sido bastante

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lujoso en otra época, bastantetiempo atrás. Ahora estaba enabsoluta decadencia. Éramos losúnicos parroquianos. Al mirar porla ventana, entendí por qué. Lo quehabía tomado por un lago enrealidad era un río: una anchaextensión de lodosas aguas suciasque avanzaban penosamente, conlos residuos del campo petrolíferode la ciudad.

A pesar de las ventanas biencerradas y del sistema de aireacondicionado, era perceptible un

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ligero y desagradable olor asulfuro.

—Un regalito de lascompañías petrolíferas de la ciudad—dijo, con una risa repentina yamarga—. A este yacimiento le hansacado mil millones de dólares, ycada día le están sacando másdinero. ¡Pero no pueden permitirseeliminar esta porquería!

No respondí. Volvió a reír dela misma forma, con la mirada fijaen el plato que apenas había tocado.

—Mejor será que hable claro

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—anunció con brusquedad—. Pat,voy a poner las cartas sobre lamesa. Con usted voy a ir de cara.Total, lo que voy a decirle loaveriguaría en las próximasveinticuatro horas, así que...

—Sí, señor.—Llámeme Doc. Es como me

llama todo el mundo.—Muy bien, Doc.—Soy psicólogo titulado, pero

hace años que no practico. Nopuedo darle empleo en la clínicaporque en realidad no tengo clínica

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alguna. Es una simple tapadera paramis negocios. Para mis chanchullos,hablando en plata.

Me lo quedé mirandofijamente.

—Me ha sacado de Sandstone,Doc —dije—. Es todo cuantonecesito saber sobre usted.

—Bueno... Por supuesto, notengo por qué justificarme. Quédemonios, hay una razón por la queeste estado es conocido como elcorazón de la América balcánica. Ycuando uno tiene que escoger entre

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comer o ser comido, ¿qué es lo queva a hacer?

—Comer —respondí.Emitió una risita e hizo amago

de soltarme un puñetazo en labarbilla.

—Es usted listo, Pat; le irábien aquí. Bueno, lo que teníapensado era conseguirle un trabajocomo funcionario del estado. Untrabajo para el que no haga faltaninguna formación. ¿Cómo lo ve?

—Lo que usted diga me parecebien —repuse—. Pero...

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—¿Sí?—¿Cómo puedo serle de

utilidad si no voy a trabajar parausted?

—¿Y por qué tiene que sermede utilidad? —Su voz de pronto sehabía convertido en un gruñidoirritado—. ¿En su mente no cabeque puedo estar tratando deayudarlo de forma desinteresada?¿De darle una oportunidad cuandonadie más está dispuesto a hacerlo?

—No quería ofenderlo —dije—. Simplemente tenía la esperanza

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de hacer algo por usted a cambiodel favor que me está haciendo.

—Mire, dejémoslo —zanjó—.Quizá sea mejor que nos vayamosde aquí. Es más tarde de lo quepensaba.

Estuvo conduciendo conlentitud, echando miradasocasionales al serpenteante río debarro, que, con la excepción de suhedor, fue perdiéndosegradualmente en la oscuridad.

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Cruzamos por el barrio de lastiendas y las oficinas, por parte deldistrito residencial y llegamos aledificio sede del gobierno estatal.Como quizá ya sabe todo el mundo,dicho edificio está enclavado enuna enorme parcela de casi treskilómetros cuadrados; se trata delos últimos terrenos llanos que hayen esa parte de la ciudad.

Doc enfiló hacia el sur por una

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calle que conducía a un cañón y,cosa de un kilómetro y mediodespués, se detuvo ante una casaencajonada sobre la ladera de unacolina.

Se trataba de una casa bastanteantigua, de dos pisos y plantacuadrada, con una larga galería enla fachada delantera. Con lasalvedad de los enrejados cubiertosde hiedra que prácticamenteocultaban las ventanas, daba laimpresión de estar fuera de lugar enun entorno como aquel.

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Doc condujo el coche por elcaminillo del jardín y lo aparcó enla única plaza libre que quedaba enel garaje de cuatro plazas. Un cupé,un deportivo y otro sedán —todosúltimos modelos— ocupaban lasplazas restantes. Echamos a andarpor el caminillo y llegamos a lapuerta delantera de la vivienda.

Se encontraba abierta y lasluces del interior estabanencendidas. Había un pasillo, conhabitaciones a uno y otro lado, queconducía directamente a la parte

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posterior. Al echar una miradaescaleras arriba, vi que la plantasuperior tenía la mismadistribución.

Con un gesto, Doc me indicóque lo siguiese escaleras arriba.

Tras llegar al piso de arriba,nos detuvimos ante la primerapuerta a la derecha. Doc levantó lamano.

Del interior llegaba unamúsica a bajo volumen; oí que unhombre estaba hablando con unavoz ronca y queda y que una mujer

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reía con suavidad.Doc llamó a la puerta sin

hacer mucho ruido. La conversacióny las risas cesaron. Se oyó unmovimiento en el interior, así comoel clic de una puerta al ser cerrada.

—¿Quién es?—Doc.—Ah. —En la voz ronca

resonó una nota de irritación.Una llave giró en la cerradura

y la puerta se abrió de golpe.El hombre tendría unos

cincuenta años y era bajito, más

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bien gordo, no muy distinto a Docen lo físico. A pesar del pelodesgreñado, del rostro enrojecidopor el alcohol y del hecho de queiba vestido en pijama, su expresiónera pomposa. Hizo caso omiso deDoc y me miró con el ceñofruncido.

—¿Y usted quién carajo es?—quiso saber.

—Es el joven de Sandstonedel que le hablé —intervino eldoctor Luther—. Pat, le presento alsenador Burkman. El senador ha

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sido de mucha ayuda a la hora deconseguir su puesta en libertad.

Burkman abrió mucho los ojos,de modo exagerado, y hundió unode sus dedos rollizos en mi pecho.

—Y un carajo es él —resopló—. A mí no me engaña. Comomucho, este chaval se ha escapadode la escuela religiosa de losdomingos.

Doc le sonrió muy débilmente.O igual no sonrió en absoluto.Aquellos colosales dientessuperiores suyos resultaban

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engañosos.—¡Pero bueno! —exclamó el

senador, estrechándome la manocon fuerza—. Pat... Pat Cosgrove,¿no es así? Me alegro de haberpodido ayudarlo. Es una lástimaque no haya podido conocerlo encircunstancias más propicias. —Seechó a reír y me dio una palmaditaen el hombro.

—Espero no haberlomolestado —dijo Doc—. Teníamiedo de que se marchara antes deque tuviera ocasión de verlo. Pat

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necesita un empleo.—Pensaba que era usted quien

iba a proporcionarle trabajo. Yo yahe hecho bastante.

—Es una lástima que vea lascosas de esa forma —respondióDoc—. Me pregunto si puedo deciralgo que sirva para hacerle cambiarde idea.

Se quedó mirando a Burkmancon aire pensativo y con los tresdientes salientes descansando sobreel labio inferior. Burkman seruborizó.

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—Ya me gustaría, Doc. Peroresulta que necesito todos y cadauno de los empleos que quedan poradjudicar en mi distrito electoral.¡Las próximas elecciones sepresentan muy reñidas, amigo! ¿Porqué no lo habla con Flanders, conDorsey o con Milligan?

—Ellos también van a tenerque vérselas con unas eleccionesmuy reñidas.

—Bien... —Burkman vacilócon el ceño fruncido—. En fin, quédemonios. Voy a cumplir. Mañana

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lléveselo a hablar con los de laComisión de Carreteras.

—¿Le parece que mencione sunombre a Fleming?

—Sí... No. Yo mismo hablarécon él.

Cerró la puerta al momento,como si tuviera miedo de quefuéramos a pedirle otros favores.Doc y yo bajamos por la escalera.

Recogió su sombrero de labanqueta, insertó una llave en lapuerta situada junto a la entrada yme hizo una seña para que entrara.

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—¡Cariño! —llamó—. ¡Lila!Me dejó donde estaba, se

dirigió a la estancia adyacente yatravesó el resto del apartamento.

Miré en derredor. Me dije quela sala estaba un poco demasiadollena de cosas para que ladecoración fuera de buen gusto.Había varias estanterías atestadasde libros, un piano y un aparato queera una combinación de radio,fonógrafo y televisor. Junto a laventana había un largo canapé y undiván más largo todavía al otro de

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la estancia, una tumbona y tressillones mullidos a más no poder.Aproximadamente en mitad de lasala había una mesita baja concubierta de espejo y una macetainsertada en el centro.

Doc regresó y cerró la puerta asus espaldas de un portazo.

—La señora Luther no está —dijo con irritación—. Tampocoesperaba que lo estuviera, o esosupongo. En fin...

Alguien llamó a la puertaexterior, interrumpiéndolo. La abrió

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de golpe.—¿Y tú por dónde andabas?

—inquirió al negro vestido conchaquetilla blanca en el umbral.

—Atendiendo al grupo del alanorte, señor. —El negro, un jovenesbelto y de rasgos agraciados,sonrió con intención apaciguadora—. Uno de los caballeros se pusoun poco enfermo.

—¿La señora Luther ha dejadoalgún mensaje para mí?

—No, señor.—¡Ya! —soltó Doc—.

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Supongo que has dejado preparadala habitación sur de la parteposterior, ¿no es así? ¿O es que tehas olvidado?

—Diría que está preparada,señor. Y quisiera añadir que...

—Vamos allá. Usted también,Pat.

Fuimos por el pasillo; Docdelante, y el negro y yo detrás. Alllegar frente a la última puerta a laderecha, el negro dio un paso alfrente, sacó una llave con llaverodel bolsillo y abrió la cerradura.

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Encendió la luz, y luego Doc y yoentramos pasando por delante.

Era una habitación del tipo queuno encontraría en un hotel deprimera categoría. Los escasosdetalles individuales consistían enuna minúscula barra de bar con dosbotellas, un humidificador paracigarros sobre un soporte giratorioy con tres clases de cigarros, asícomo un revistero con diversaspublicaciones.

Doc encendió la luz del cuartode baño y de nuevo se giró hacia el

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negro.—Así que todo estaba

preparado, ¿eh? —espetó—. ¿Ydónde están los pijamas, el cepillode dientes, el peine, los artículos deafeitado? ¿Y las camisas, loscalcetines, la ropa interior... todasesas cosas que te ordené quecompraras?

—Las tengo todas, señor.Todas. Lo que pasa es que no me hadado tiempo a...

—¡Bueno, pues manos a laobra! ¡Y llévate ese teléfono de

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aquí! —Doc me miró con una notade disculpa en los ojos—. Penséque no iba a hacerle falta, Pat.

—Y no me hace falta enabsoluto —repuse.

Se dejó caer en un sillón yechó la cabeza hacia atrás. Se quitólas gafas y procedió a limpiar loscristales con aire pensativo. Meproducía lástima y cierto embarazo.Resultaba más bien penoso ver a unhombre trastornado por una mujerque, era evidente, no tenía la menorconsideración por sus sentimientos.

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El negro desconectó elteléfono y se marchó con él. Volvióal cabo de un minuto o dos yempezó a apilar diversos artículosen la cómoda y el cuarto de baño.Cuando terminó, Doc le dijo quenos preparase un par de copas.

—Esta noche estoy muycansado, Willie —comentó,mientras el joven le entregaba lasuya—. Siento haberte hablado conbrusquedad.

—No hay problema, doctor.—Si la señora Luther vuelve

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antes de una hora o así, por favordile que estoy aquí.

—Sí, señor.El negro se fue, cerrando la

puerta sin hacer ruido. Doc sevolvió hacia mí y me señaló con elvaso.

—Bueno, Pat... ¿Cree que va aarreglárselas en este lugar?

—No sabría decirle —respondí—. Ya sabe cómo son lascosas en Sandstone. Allí nunca faltade nada y el huésped siempre tienerazón.

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Sonrió, y añadí que no eranecesario que se desviviera tantopor mí. Estaba más que dispuesto adormir en cualquier rincón, y no porello me sentiría menos agradecido.

—Olvídelo, Pat —dijo—.Esta es la habitación más sencillaque tengo. Y no me siento inclinadoa discriminar a mi único huéspeddigno de tal nombre. Y bien, ¿qué leha parecido el senador?

—No voy a formarme ningunaopinión —respondí—. Durante lospróximos dos años, por lo menos,

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me limitaré a tomar prestadas lassuyas.

—Entiendo que lo dice enserio.

—Así es.Con la mirada baja, removió

el whisky en su vaso.—Pat, espero sinceramente

que todo esto termine saliendo bien.La verdad, es ustedconsiderablemente distinto a lo queme imaginaba. No creía posibledesarrollar un interés personal tangrande en... eh...

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—¿En un atracador de bancos?No me dediqué mucho tiempo a esetipo de negocio, Doc.

—Por supuesto, me alegro deque nos llevemos así de bien —prosiguió—. Pero lo que estoytratando de decirle es que mellevaría un disgusto bastante mayorde lo esperado si algo malo lesucediera.

—¿Algo malo? —apunté.—En relación con su libertad

condicional —precisó con unaceleridad que me resultó extraña—.

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Supongo que es consciente de quela decisión ha sido tomada de formaun tanto irregular.

Tragué saliva. Con dificultad.—¿Me está diciendo que hay

cierto peligro de que...?—Bueno, no nos pongamos

nerviosos. Tan solo queríaadvertirle que vamos a pasar un malrato cuando nos presentemos anteMyrtle Briscoe mañana por lamañana. Ya sabe quién es. Ladirectora de prisiones del estado. Yla presidenta de la Junta para la

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Concesión de Libertad Condicional.—Lo sé, sí —dije—. Espero

que...—Myrtle preferiría que se

pudriese en el infierno antes deotorgarle a usted la libertadcondicional a mi cargo o al dealguno de mis conocidos. Y sinpestañear. Pero resulta que Myrtle aveces tiene que ausentarse de lacapital por razones de fuerza mayory, por ley, el gobernador entoncesse convierte en el director ypresidente en funciones. La ley

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establece que ejerza como directorde todo departamento en ausenciadel titular.

—Pero, según tengo entendido,se supone que el gobernador notiene que hacer uso de dichaprerrogativa...

—No, excepto en caso deemergencia, y me parece muyimprobable que pueda darse unaemergencia de ese tipo. Es unaspecto clave del principiodemocrático. Myrtle ha sido elegida(y solo Dios sabe cuántas veces,

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por cierto) porque a los votantes lesgustan sus principios. Elgobernador, quien tan solo está enel cargo para rapiñar todo lo quepueda, ofrece otras cosas a losvotantes.

—¿Qué...? —Tragué salivaotra vez—. ¿Qué es lo que esamujer puede hacer, Doc?

—No quiero que se ponganervioso, Pat. Daba usted laimpresión de ser un hombre con lacabeza muy fría y por eso me dijeque podría sincerarme con usted.

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—Puede hacerlo —respondí—. Voy a hacer lo posible paraolvidarme del infierno deSandstone.

—Bueno, pues no hay nadaque ella pueda hacer. No puedeimpedir lo que es un hechoconsumado. Sí, claro, siemprepuede explayarse en los periódicos,valerse de sus influencias y demás,pero todo ese esfuerzo tampoco leserviría de mucho. Usted ya está enla calle. Su táctica va a ser la deexplotar dicha circunstancia.

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—¿Y cómo puede hacerlo?—De muchísimas maneras,

más de las que se me ocurren eneste momento. —Bostezó y selevantó del sillón—. Pero, bueno,de eso me ocupo yo. Sabremos másal respecto por la mañana, cuandovayamos a hacerle esa visita decortesía.

—¿No podríamos...? ¿Estamosobligados a ir a verla? —pregunté.

—Pues claro que sí. Cualquierretraso por nuestra parte sería muyarriesgado. Es más, supongo que

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tendrá que ir a verla una vez al mesa lo largo de la duración de lalibertad condicional. No creo queMyrtle vaya a dejar un caso comoel suyo en manos de cualquierfuncionario de tres al cuarto.

—Ya —dije—. Quien avisano es traidor.

Soltó una risita y se dirigióhacia la puerta.

—Eso está mejor. Está biencomprobar que no me equivocabaen lo referente a usted. Lo últimoque me hacía falta era que estuviese

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hecho un manojo de nervios.—Entiendo —dije—. Haré lo

posible por no molestarlo.—Bueno, tampoco es para

tanto. Va a necesitar mucha ayudapara ponerse al día, y para mí seráun placer proporcionarle esa ayuda.Lo único que no quiero es que seponga nervioso sin razón y noscomplique las cosas a los dos.

Nos dimos las buenas noches.Empecé a desvestirme,

preguntándome cuáles eran susmotivaciones y el porqué de dichas

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motivaciones. Al final todo sereducía a saber qué clase deindividuo era en realidad: elhombre amenazador de mirada fríaque había achantado a Burkman o lapersona que se había mostradoindignada con la contaminación enel río y avergonzado de formarparte de una estructura contaminanteen general.

Fuera cual fuera la respuesta,una cosa estaba clara: Doc Lutherera preferible, y con mucho, aldirector Fish. Me sucediera lo que

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me sucediera, nada podía ser peorque encontrarme en Sandstone otravez. Antes prefería estar muerto.

Me acosté con esepensamiento en la mente.

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4

El pequeño despertador de lamesita de noche sonó a las siete.Después de haberme duchado yafeitado, otro negro vestido conchaquetilla blanca entró con uncarrito con el desayuno.

Se presentó como Henry e hizouna discreta y educada mención alhecho de que era el hermano deWillie. Entró y salió de lahabitación en apenas cinco minutos,

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incluyendo el tiempo que necesitópara quitar las tapas plateadas delos platos, servirme el café en lataza y dejar un periódico de lamañana junto a la cafetera.

Terminé de vestirme y mesenté a la mesa.

Por lo que parecía, el cocinerode Doc era tan excelenteprofesional como los demássirvientes. En la bandeja habíagalletitas calientes, pomelo cortadoy servido sobre escamas de hielo,copos de avena preparados de tal

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modo que cada copo estabadesligado de los demás, así comouna dorada y esponjosa tortilla debeicon, tan ligera que daba laimpresión de flotar.

Doc me invitó a conducir susedán a la ciudad. Me daba ciertaaprensión hacerlo, pero insistió, yla conducción de hecho me resultófácil una vez que me acostumbré alfuncionamiento del cambio demarchas automático.

No había estado en CapitalCity desde mi primer año en el

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colegio. Por entonces era unaciudad de buen tamaño conprofusión de parques, calles anchasy limpias, y viviendas modestas yde apariencia confortable. Lascalles ahora se veían sucias y llenasde tráfico, en muchos de los solaresdonde antes había una casita bonitay solitaria hoy se levantaban dos yhasta tres feas casuchas, y losparques eran islas de torres deperforación de los pozospetrolíferos cercadas por valladosde alambre de espino. Había casas

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hermosas, claro está, algunas de lascuales ocupaban una manzanaentera con sus extensos y biencuidados céspedes. Pero talesviviendas acentuaban la imagengeneralizada de decadencia ysordidez en vez de suavizarla.

Metí el coche en unaparcamiento al aire libre que Docme indicó, y nos quedamos variosminutos sentados en el interior delvehículo mientras examinaba elperiódico. Finalmente lo dobló decualquier forma, lo arrojó al asiento

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trasero y echó mano a su billetera.—Aquí tiene cuarenta dólares,

Pat. Le servirán para ir tirandohasta el día de cobro.

—Yo...—Sí, ya. Se siente agradecido.

Y espera poder demostrarme suagradecimiento algún día. Si veo laoportunidad de que me lodemuestre, por este favor o porcualquier otro, ya se lo haré saber.¿Alguna cosa más?

—Iba a darle las gracias —dije—, pero supongo que es mejor

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que no lo haga.—Ya me las ha dado. Y ahora

vamos a ocuparnos de la ropa.Cruzamos la calle y fuimos

andando hasta la esquina, donde mehizo entrar en una tienda.

Un hombre alto y con elcabello gris, vestido con americananegra y pantalones de rayas, saliócorriendo a recibirnos.

—Ah, doctor... —dijo—.¿Podemos ayudarle en algo?

Doc le estrechó la mano conexpresión indiferente.

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—Si le parece, ocúpese de miamigo —indicó—. Le presento alseñor Cosgrove, Williams.

—Será un placer. —Williamssonrió con muchos dientes yestrechó mi mano blandamente, sinque pareciese reparar en la ropaque llevaba puesta.

—El señor Cosgrove haestado enfermo una larga temporada—agregó Doc—, y necesita unvestuario completo, pero ademástenemos una cita antes de una hora.Necesitaría algo de ropa de

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inmediato, para salir del paso, yque le tomasen las medidas parahacerle un par de trajes, así comotodos los complementos necesarios.Envíenmelo todo a casa cuando lotengan listo.

—Por supuesto —dijoWilliams—. En un momentoarreglamos lo del señor Cosgrove.Bien, si me permite que le enseñe...

Doc vaciló un instante,mientras se fijaba en una americanadeportiva de tweed. Hizo amago deadentrarse en la tienda, pero en ese

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momento dirigió una ojeada a lacalle. Y su cuerpo entró en tensión.

—No voy a poder quedarme—me advirtió—. Reúnase conmigoen el coche cuando haya terminado,Pat. Williams, dejo al señorCosgrove en sus manos.

—Gracias, doctor.—Y apúntenlo todo en mi

cuenta.—Naturalmente, doctor. Si es

usted tan amable, señor Cosgrove...Doc salió a la calle, andando

con paso rápido e irritado. Dejé

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que Williams me guiara al interiorde la tienda.

Los siguientes treinta minutosse desarrollaron a ritmo decomedia. En los pies me ibancalzando y descalzando zapatos,mientras me iban cubriendo loshombros con diferentes americanas.Me probé varios pantalones altiempo que me encasquetaban unsombrero tras otro en la cabeza. Ami alrededor revoloteaba unenjambre de dependientes vestidosde gala y llevando chaquetas,

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pantalones, corbatas y camisas,sombreros y zapatos en las manos.Williams, por su parte, ibaapostillando «Bastante bien»,«Perfecto» o «Me temo que estono».

Poco a poco los empleadosfueron desapareciendo hasta que mequedé a solas con Williams y undependiente que estaba terminandode meterme un pañuelo de lino en elbolsillo de la pechera, al tiempoque Williams me llevaba por elbrazo hasta un espejo triple.

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—No sé cómo lo han hecho, laverdad —dije finalmente. Y eradifícil dilucidar quién estaba mássatisfecho, si ellos o yo.

Williams me acompañó a lapuerta, donde nos despedimos conun nuevo apretón de manos. Crucéla calle en dirección alaparcamiento.

En él ahora había bastantesmás vehículos. El automóvil de Docestaba encajonado entre otros doscoches. No reparé en que Docestaba con otra persona hasta que

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estuve prácticamente tras el sedán.La puerta del coche se cerró conestrépito y oí que el desconocidosoltaba un juramento.

—¡Estás comportándote comoun tonto! —exclamó—. ¡Vas afastidiarlo todo por culpa de tusmalditos celos!

—Pues no me des motivospara estar celoso —espetó Doc—.Estamos hablando de mi mujer. Ymás te vale no olvidarlo.

—¡Ya te he dicho que era unasimple cuestión de negocios!

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—Negocios o no...—¡Que te den! ¡Y ni se te

ocurra pasarte de listo o tearrepentirás!

El hombre de pronto surgió enel angosto espacio existente entrelos dos automóviles, con la cabezagacha y ciego de rabia. Me lasarreglé para chocar con él y hacerlela zancadilla. Cuando tropezó lesolté un pequeño codazo en latráquea.

Tuve que agarrarlo para queno cayera despatarrado.

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Era un cuarentón apuesto, moreno,con los ojos penetrantes y laexpresión decidida. Comprendí quea la señora Luther pudiera gustarle.De forma instintiva, sin poderloremediar, me cayó bien. Aunque lehabía sacudido un poco, trasdirigirme una mirada asesina, hizolo posible por componer una mediasonrisa.

Doc salió del coche y lo ayudó

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a levantarse. Me miró como si noestuviera muy contento conmigo.

—¿Estás bien, Bill? —preguntó—. ¿Puedo ayudarte enalgo...?

El otro negó con la cabeza.—No... Dame un segundo y me

recupero.—No tendría que haber hecho

eso, Pat —me reprendió Doc—.Era totalmente innecesario.

—Lo siento —contesté—. Líasido un accidente.

—Bueno, pues la cosa podría

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haber sido muy seria. Por lo que hevisto...

—¡Por favor! ¡Deja ya demeterte con él! —El tipo terminó deenderezarse y, hablando en tononormal, añadió—: Pat ha pensadoque tenías problemas y ha hecho loposible por ayudarte. Así que dejalas reprimendas para otro momentoy preséntanos como es debido.

—Desde luego —dijo Doc—.El señor Hardesty, Pat Cosgrove.El señor Hardesty es abogado, Pat.Y ha sido de gran ayuda a la hora

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de conseguir que en Sandstone tepusieran en libertad.

Otro más, pensé. ¿Cuántos?¿Cuánto? ¿Por qué?

—¡Ha sido un placer! —indicó Hardesty estrechándome lamano con fuerza—. Contigo sehabían portado muy mal, hijo. Y mealegra ver que has conseguidosuperarlo todo bien.

—Muchas gracias —respondí.—Como digo, ha sido un

placer. Veo que tienes agallas, Pat,y eso me gusta. Me gustan los

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hombres dispuestos a hacer lo quesea para ayudar a un amigo. —Suscálidos ojos oscuros recorrieron micuerpo con admiración—. El chavaltiene una pinta formidable, ¿verdad,Doc?

—Pat y yo tenemos que irnos—informó Doc—. Tenemos quehablar con la directora de prisionesa propósito de la libertadcondicional de Pat.

—Con la loca de Myrtle, ¿eh?—Hardesty soltó una risita—. Noos envidio para nada. Si os da

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demasiados problemas...—Creo que puedo manejarla

—dijo Doc.—Si tú no puedes manejarla,

es que nadie puede —convinoHardesty. Sonrió, asintió con lacabeza en mi dirección y se marchóde allí silbando.

Me senté en el coche junto aDoc y me puse a conducir endirección a la sede del gobiernoestatal.

Doc guardó silencio durantevarias manzanas, aparentemente

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absorto en la lectura del periódico.Finalmente repitió una acción quepronto iba a resultarme familiar —dobló y arrojó el periódico a susespaldas— y dijo:

—¿Qué ha oído de miconversación con Hardesty?

—No mucho —respondí.—Le he preguntado qué ha

oído.—Bueno, he oído decirle a

usted que se mantuviera apartado dela señora Luther y que él soltabauna imprecación y aseguraba que

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usted estaba celoso.Doc se giró en el asiento y

noté el poder de la mirada con queme estaba fulminando a través desus gruesas gafas. Y sin embargo,algo —algo que, por extraño queresultara, creí que era miedo—refrenó el estallido.

—Es posible que no me hayaexpresado con claridad, Pat —dijosin levantar la voz—. Tiene usteduna memoria excelente; la he puestoa prueba en varias ocasiones. Asíque ¡repítame palabra por palabra

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lo que ha oído!Eso fue lo que hice. Se lo

repetí palabra por palabra.—¿Y qué deduce de todo esto,

Pat? ¿Hay alguna pregunta quequiera hacerme?

—Yo no deduzco nada —contesté—. Y no tengo ningunapregunta que hacerle.

Doc se arrellanó en el asiento.Se rio un poco.

—Hardesty es un buen tipo —afirmó—, pero a veces se pasa unpoco de listo. La verdad es que le

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ha calmado usted a base de bien.—Siento lo sucedido —dije

—. Pensé que quizá querríaterminar de hablar con él y por esolo detuve.

—Cosa que aprecio. —Puso lamano en mi rodilla un segundo—.Sin embargo, no era necesario,como ahora ya sabes. En cualquiercaso, Hardesty y yo somos muybuenos amigos —continuó—. Laseñora Luther hace un tiempoheredó un pequeño patrimonio, queHardesty se ocupa de llevar.

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Hardesty es la clase de hombre quepuede hablar con quien sea, hombreo mujer, sin adentrarse en el terrenopersonal... Y yo tendría que habersabido que no pretendía nada alhablar de esa forma con la señoraLuther. Pero me temo que no soymuy razonable en todo lo que tieneque ver con ella.

—Entiendo.—Bueno, olvidémoslo —dijo

—. Ha escogido usted un vestuarioexcelente, Pat. He tenido quemirarlo dos veces para

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reconocerlo.—Es a Williams a quien hay

que agradecérselo —repuse.—Ya me encargaré de ello. —

Me sonrió a través del retrovisor—. Y también me ocuparé de pagarla cuenta. Lo digo por si eso lepreocupa.

—Es muy amable por su parte—agradecí.

—Por eso no se preocupe —dijo él—. Bueno, ya hemos llegado.

Aparqué en uno de loscaminillos que cruzaban los

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jardines de la sede del gobiernoestatal. Echamos a andar por una delas zonas de césped y subimos porla escalinata de mármol que llevabaa la entrada principal.

Nos fuimos abriendo paso porlos pasillos atestados de personas,mientras Doc saludaba o erasaludado por algunas de ellas. Nosmetimos en un ascensor traqueteanteque nos llevó a la cuarta y últimaplanta.

—Aquí empieza el peligro —musitó Doc cuando salimos del

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ascensor.Enfilamos el pasillo central y

nos desviamos por una serie deangostos corredores. Justo cuandoestaba empezando a pensar que Docse había perdido, llegamos ante unapuerta con una placa que rezaba:

DEPARTAMENTO DEPRISIONES

MYRTLE BRISCOE

DIRECTORA Doc tiró su cigarrillo y se quitó elsombrero. Yo ya tenía el mío en la

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mano. Terminó de ajustarse lacorbata, irguió los hombros y abrióla puerta.

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Una muchacha de rostro alargado,cabello grasiento y gafas conmontura de carey estabaescribiendo a máquina con dosdedos.

Levantó la cabeza cuandoentramos, hizo amago de sonreír...Y al momento dejó muy claro quehabía cambiado de idea. Lasventanas de su nariz oleaginosa seestremecieron ligeramente.

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—¡Vaya! —dijo.—¿Cómo está usted? —saludó

Doc—. ¿Sería tan amable deinformar a la señorita Briscoe deque el doctor Luther y el señorCosgrove están aquí?

—¡Ya lo creo que sí! —espetóla chica—. ¡No se preocupen poreso!

Se levantó, anduvo hasta unapuerta que lucía el rótulo deprivado y llamó con los nudillos.La abrió y asomó la cabeza alinterior.

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—Señorita Briscoe, el doctorLuther y el señor Cosgrove hanvenido a...

Un vozarrón zanjó:—Así que se ha presentado,

¿eh? Muy bien... ¡Cierre con llavela caja fuerte y hágalos pasar! ¡Queentren los dos!

La chica se volvió con elrostro enrojecido y una sonrisadesagradable.

—Pasen, pasen... caballeros.Entramos y a continuación la

chica cerró la puerta a nuestras

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espaldas.Creo que todo preso y antiguo

preso del país ha oído hablar deMyrtle Briscoe. Por entoncesllevaba treinta años siendoreelegida para un cargo que enprincipio era una sinecura... Yseguía siendo honrada.

Apenas medía un metrosesenta, incluyendo el moño colorrojizo descolorido. Iba vestida conuna blusa blanca con cuello alto,botines con cierre de botonadura yuna falda que recordaba una de esas

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mantas empleadas para ensillar alos caballos.

Se levantó en el momento enque entramos en su despacho, perono hizo el menor gesto paraestrecharnos la mano.

—Siéntense ahí —ordenósecamente—. ¡No, no! Dejen lassillas juntas como están. ¡Quierotener bien controlados a dospájaros como ustedes!

—Por favor, señorita Briscoe—intervino Doc—. ¿No le pareceque...?

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—¡Cállese la boca! —tronóella—. ¡Cierre esa bocaza ymanténgala cerrada hasta que lediga lo contrario! Cosgrove, ¿dedónde ha sacado esas ropas?Parece el vendedor de una casa deempeños...

—Señorita Briscoe —dijoDoc—. No voy a tolerar que...

—¡A callar, he dicho! Y bien,¿Cosgrove?

—Me las ha comprado eldoctor Luther.

—¿Por qué?

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—Porque hace demasiado fríopara andar sin vestir —respondí—.Y parece que los fondos estatalespara comprarlas se han agotado.

—No me diga. —Se arrellanóen la silla, con un destello peculiaren la mirada—. ¿Sabe usted por quése han agotado? ¿Tiene algunaidea?

—No, señora —contesté—.Lo único que sé es que me hepasado quince años en la cárcel.

Soltó una risita amarga y dijo:—Muy bien, joven Cosgrove,

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ahí me ha pillado. Pero voy acontarle el secreto que se escondetras ese inexistente fondo estatal.Voy a contarle por qué no haydinero para comprar libros paraSandstone, por qué la comida espura bazofia. Y por qué este estado,que es uno de los más ricos delpaís, se ha convertido en uno de losque más mendigan...

—Lo siento, señora Briscoe—dije—. No era mi intención...

—Todo eso sucede porqueestamos siendo devorados por las

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ratas. Porque estamos hablando deverdaderas ratas, ¿me entiende? Esel nombre que hay que darles. Y nome importa lo bien que vistan o logenerosos (¡generosos! ¡y uncuerno!) que se muestren con losque les siguen el juego.

»Porque hay que ser una ratapara proporcionar a los niños unosmanuales escolares de terceracategoría, lo que suponecondenarlos a crecer en laignorancia. Porque hay que ser unarata para arramblar con el dinero

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destinado a arreglar unas carreterasque resultan peligrosas a más nopoder. Porque hay que ser una ratapara construir unos asilos que seincendian cada dos por tres yprovocan la muerte de ancianosindefensos. Porque hay que ser unarata para situar a dos mil hombresbajo la autoridad de un psicópatapara que pasen hambre, para quesufran torturas, para que los maten.¿Y bien? ¿Qué tiene que decir,Cosgrove? Usted, más que nadie,tendría que estar de acuerdo

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conmigo.—He leído el informe de la

Institución Brookings al respecto —indiqué.

—Ah, ¿lo ha leído? ¡Pues québien! Pero ¿hizo usted algo cuandomis investigadores se presentaronen Sandstone? ¿Fue a hablar conellos? ¿Les contó lo que pasabaexactamente en el interior de lacárcel?

—No, señora —respondí.—No. ¡Pues claro que no!

¡Maldita sea! ¡Y esperan ustedes

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que una mujer sola y con elpresupuesto más bajo de todo elestado...!

—Pero sí que conozco aalgunos que hablaron con losinvestigadores —aclaré.

—Ah —repuso con vozinexpresiva. Guardó silenciodurante un minuto entero.Finalmente emitió un suspiro,frunció el cejo y fijó la mirada enDoc—. Doctor, ¿cómo se explicaque la petición de libertadcondicional para Cosgrove no

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discurriera por los canaleshabituales?

—Yo, eh... —Doc titubeó y sulabio superior se cernió sobre losdientes salientes—. El senadorBurkman pensó que...

—El senador Burkman no hatenido un pensamiento en su vida, ¡yya puede decírselo de mi parte!Usted sabía que nunca en la vidaiba a dejar a un recluso en libertada su cargo, ¿no es así? Oh, no hacefalta que se moleste en responder.¿Dónde va a trabajar Cosgrove?

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¿En ese burdel que usted regenta?—¡Señora Briscoe! —terció

Doc temerario—. No me gusta eselenguaje que utiliza.

—¡Vaya, vaya! —MyrtleBriscoe mostró una amplia sonrisa—. ¿Y bien?

—Me propongo conseguirle untrabajo como funcionario delestado. Por supuesto, técnicamentees empleado mío hasta que...

—Ya lo sé. Conozco el tema.¿Y usted, Cosgrove? ¿Aspira aconvertirse en otro de esos cerdos

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que se alimentan de las cochiquerasdel estado?

Le sonreí. Esbozó una muecasardónica.

—Qué pregunta más tonta,¿verdad? ¿Doc le ha dado algunarazón para explicar por qué se estágastando toda esa pasta en usted?

—Tengo intención de devolvertodo lo que puedan gastar en mí —dije.

—¿Cómo? —Hizo la preguntacomo si Doc no estuviera en eldespacho—. ¿Tiene idea de lo que

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cuesta un montaje como este, Red?Hardesty ha puesto de su parte. Lomismo que Burkman. Lo mismo quelos diversos congresistas a los quese cameló para que ejercieranpresión sobre el gobernador.

—Señorita Briscoe...—Doc, si no se calla de una

vez, haré que lo saquen de estedespacho... Esta es la situación,Red, más o menos. No quiero decirque Doc haya invertido muchodinero en metálico para sacarle dela cárcel. Lo que él y su gente han

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invertido son favores. De formatácita, han cancelado ciertosfavores que les eran debidos y sehan comprometido a efectuar otrosfavores en el futuro ellos mismos.Han invertido mucha de suinfluencia, por así decirlo, unainfluencia que en este momentopodría serles útil. Bueno, ¿por quécree que lo han hecho, Red?

—Sé cuál es la razón —respondí—. Pero preferiría quefuese Doc quien se lo explicara.

—Muy listo —dijo ella

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entrecerrando los ojos al mirarme—. ¿También sabe cocinar?

—Señorita Briscoe —intervino Doc—. Me gustaría que lequedara claro que he ayudado a Patpor una razón: porque necesitaayuda y la merecía, y yo estaba ensituación de proporcionársela.

—Ya sé que le gustaría que mequedara claro.

—Pat ha cumplido quince añosde condena por un atraco en el queno hubo ni botín ni heridos. Y si hacumplido esa condena, no ha sido

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porque fuese un criminal, sinoporque no lo era. A Pat tendrían quehaberlo encerrado como mucho enun centro para delincuentesjuveniles.

—En eso tiene razón —concedió ella de mala gana.

—Hace cinco años que Pataccedió al derecho a solicitar yobtener la libertad condicional.Diez años ya habrían supuesto unacondena terrible de por sí, pero Patsiguió encarcelado cinco años más.Y podría haber terminado pasando

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la vida entera en Sandstone por elsimple hecho de no contar conamigos ni dinero.

—Pero usted lo ha sacado dela cárcel sencillamente porque tienemuy buen corazón.

—Es una forma de decirlo —repuso Doc con calma—. Yo... hecometido muchos errores en elpasado. Quizás esto sirva paracompensar algunos de esos errores.

Myrtle Briscoe se lo quedómirando con los codos sobre lamesa y las manos bajo la barbilla.

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—Maldita sea, Doc... ¡Megustaría creer en sus palabras!

—Lo que le digo es la verdad.—Quizá. O quizá no. He

pasado demasiado tiempo de mivida rodeada de indeseables parano... —Lo dejó correr—. Pat... Red,Sandstone no es un lugar muyagradable, ¿verdad?

—Supongamos que le digo quesí —respondí—. O supongamos quele digo que no.

—Da igual. Pero hay más deun tipo de prisión, Red. Y no todas

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ellas tienen muros alrededor.—Lo sé —dije—. En la cárcel

estuve trabajando en la biblioteca,señorita Briscoe.

—Bueno, pues espero que allíaprendiera algo. Lo ha pasado ustedmal y le deseo que no vaya aencontrarse con algo todavía peor.Aunque a estas alturas tampocoimporta demasiado. Soy como lasdemás personas, y a veces tengoque resignarme con lo que hay.Algo que Doc tenía claro, ¿no esasí, Doc?

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—Es verdad que esperabacontar con su cooperación, señoritaBriscoe.

—Va a tenerla... por esta vez.Pero no se acostumbre, Doc. Hayunas elecciones muy pronto y estoyharta de esforzarme en limpiar todala casa con un cepillo de dientes.

Myrtle Briscoe se levantó yrodeó el escritorio. Me agarró porlos brazos y me miró a la cara.

—No haga caso a mi anteriorcomentario sobre su ropa —dijo—.Tiene muy buen aspecto así como

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va... pero también va a tener queportarse bien. Por difícil que leresulte, e incluso si los dospensamos que es una tontería. Yasabe a lo que me estoy refiriendo.Nada de relacionarse con borrachoso mujerzuelas, nada de hacertonterías. Son las normas. Y son lasnormas que tengo que hacercumplir, hasta que alguien lascambie.

—Sí, señora.—Quizá —dijo—. Quizá...

¡Ah, al diablo con todo! ¡Lárguense

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de aquí de una vez!

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En el sótano del edificio delgobierno estatal había unrestaurante, donde Doc y yoalmorzamos. Ninguno de los dosteníamos mucha hambre, por lo quenos contentamos con una ensalada,unos bocadillos y una botella decerveza por barba.

Muchas personas se acercarona nuestra mesa. Por ejemplo, un talsenador Flanders, acompañado por

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un hombre que, según entendí, sededicaba a la venta de manualesescolares. También vino un directorde no sé qué organismo, cuyonombre no acabé de pillar. Y otrosenador, llamado Kronup. Bastantegente en total, y a la mayoría deesas personas luego volví a verlasocasionalmente en la casa de Doc.

Burkman se presentó justocuando estábamos terminando debebemos las cervezas, agarró unasilla y se sentó a nuestra mesa.Tenía unas grandes ojeras y su voz

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sonaba incluso más ronca que lanoche anterior.

Doc le habló de MyrtleBriscoe.

—Myrtle me ha soltado unaindirecta sobre su intención depresentarse a las próximaselecciones. Una amenaza, más bien.

—¡Tonterías! Sé de buena tintaque está preparando todo elmaterial necesario para sucampaña. Aunque, de hecho,tampoco hace falta que se presentecomo candidata. Con las firmas de

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respaldo que va a conseguir, tienela reelección asegurada de formaautomática.

Burkman soltó un juramento.—¡Esa vieja bruja es muy

capaz de sacar un conejo así degrande de la chistera! Vamos atener que hacerle la rosca un poco,Doc. Será cuestión deproporcionarle unas oficinasmejores. Y de dotar a su plantillade un investigador más.

—Igual no es mala idea.—Lo mejor será que esta tarde

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vengas conmigo a hacer la ronda,Doc. Quiero que le digas algobernador que... —Burkman sedetuvo y su mirada fue de mi rostroal de Doc—. Justamente queríadecírselo, Pat: ya tengo ese trabajopara usted. Mañana por la mañanaacérquese al Departamento deCarreteras y pregunte por el señorFleming.

—Muchas gracias —respondí—. ¿A qué hora tengo quepresentarme, senador?

—Bueno, pues cuando mejor

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le vaya. A media mañana o así.—¿Cuánto van a pagarle? —

quiso saber Doc.—Doscientos cincuenta. Es lo

máximo que he podido conseguir.Doc se encogió de hombros y

concluyó:—Podría ser peor. ¿Cómo lo

ve, Pat? ¿Está dispuesto a aceptarun empleo con un salario dedoscientos cincuenta al mes?

—Les estoy muy agradecido—dije—. Y espero ser capaz derealizar ese trabajo.

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Burkman abrió mucho los ojos.Se arrellanó en el asiento y soltóuna carcajada estruendosa. Doc serio entre dientes.

—El trabajo no va a resultarlemuy difícil, Pat. —Pidió la cuentaal camarero y añadió—: Voy aestar ocupado durante un par dehoras. ¿Quiere hacer alguna cosa enparticular?

—No, nada en especial —respondí—. Aunque no meimportaría dar un paseo por eledificio.

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—Buena idea. Que la gente seentere de las ropas que hay quevestir esta temporada. Y si leapetece, vuelva por aquí y coma, otómese lo que le apetezca.

—Creo que con dar ese paseoya me basta —dije—. ¿Dóndequiere que me reúna con usted?

—Oh —consultó su reloj yagregó—, digamos que frente a lapuerta principal.

Le aseguré que allí estaría,estreché la mano al senador y mefui.

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Me llevó casi una horaencontrar el museo de historia delestado. La mayor parte de lasvitrinas y estanterías estabanvacías, y tenían pegados unospequeños carteles amarilleados porel paso del tiempo que rezaban:PIEZA EN PRÉSTAMOTEMPORAL.

Del museo fui a la bibliotecadel estado: CERRADO PORREPARACIONES. A continuación,y dado que me quedaba pocotiempo por delante, localicé las

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oficinas del Departamento deCarreteras y salí a esperar a Docjunto a la entrada principal.

Estaba con la espalda apoyadaen la balaustrada de piedra e iba aencender un cigarrillo cuando ellasalió.

No me gusta tener que tratar dedescribirla, porque las realidadesfísicas de una persona raras vecesresumen lo que esa persona es enrealidad.

Ya no era una jovencita —cada línea de su cuerpo lleno pero

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compacto hablaba de la mujermadura—, ni tampoco se esforzabaen aparentarlo, a pesar de uno o dosdetalles circunstanciales.Sencillamente era ella misma, unapresencia siempre joven y alegre, yme resultaba imposible imaginarlacomportándose o vestida de formadistinta a la de ese momento.

Iba vestida con un sencilloconjunto azul con cuello blanco y unpequeño cinturón blanco que secerraba por la espalda. Calzabazapatos de tacón bajo, y creo

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recordar que llevaba descubiertassus piernas firmes y bien torneadas.Asimismo llevaba sujeto al brazocon una cinta elástica un sombrerode paja negro con el ala haciaarriba. El cabello castaño yabundante lo llevaba peinado haciaatrás y recogido en una colafrondosa que apenas le llegaba alos hombros y estaba sujeta con unadiminuta cinta blanca.

Se detuvo un minuto en lo altode las escaleras, respirandoprofundamente, con felicidad: sus

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ojos oscuros, su nariz pequeña yrecta, su rostro entero iluminadopor el buen humor. Me sonrió,aunque sin verme de veras: demanera impersonal, simplementeporque el día era agradable, estabaviva y nada podía ser mejor.

En ese momento echó a andarescaleras abajo con mucho garbo,con el sombrero oscilando bajo elbrazo y el pequeño cinturónazotándole levemente el trasero.

Quise salir corriendo tras ella,preguntarle cómo se llamaba,

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retenerla de alguna forma: para quenunca se fuera de mi lado. Y meacordé de quién era yo —y de Doc,de Myrtle Briscoe y de Sandstone—, y tan solo pude quedarmeinmóvil, mirándola. Sintiéndomeenfermo y vacío. Perdido porcompleto.

Casi al final del paseo, torciópor el camino de grava y echó aandar junto a la hilera de cochesaparcados.

Se detuvo ante el gran sedánnegro de Doc, miró de forma casual

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por encima del hombro y abrió lapuerta.

Por un instante, me quedédonde estaba, incapaz y sin ganasde creer lo que acababa de ver. Yentonces bajé corriendo losescalones, de tres en tres. Crucé elcamino de grava y seguí corriendo,con la cabeza gacha, junto a la otrahilera de automóviles aparcados.Al situarme en paralelo al coche deDoc, rodeé el parachoques delvehículo aparcado al otro lado y mesitué tras la mujer.

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Estaba arrodillada sobre elasiento del coche, dándome laespalda... Bueno, no eraexactamente la espalda. Abrió unacremallera que había en la fundadel asiento, metió la mano dentro yhurgó un instante. Sacó un sobre demanila alargado.

Puso un pie en el estribo delcoche y empezó a salir de espaldas.Yo estaba justamente detrás de él.Continuó reculando, sin advertirque había alguien detrás. Terminópor chocar conmigo y no me aparté.

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Miró hacia atrás.—Oh —musitó, y se quedó

con la boca abierta. Y la sonrisatraviesa reapareció en su rostro.Ladeó la cabeza y dijo en un tonoentre irónico y enojado—•: Vaya,vaya... ¿Nunca le han enseñado quelo más educado es preguntarleprimero a la chica?

Di un paso atrás, sintiendo queme ruborizaba.

—Estoy con el doctor Luther—dije mientras señalaba el cochecon la cabeza—. He visto que cogía

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una cosa... Ese sobre.—¡No me diga! —En su rostro

se dibujó una cómica expresión deasombro—. ¿Y usted, jovencitopelirrojo, cómo se llama?

—Me llamo Cosgrove —respondí—. Patrick Cosgrove. Yserá mejor que me dé ese sobre.

—Me parece que no —negóinmediatamente mientras sus ojosbailaban divertidos.

—Mire, señorita...—Flournoy. Madeline

Flournoy.

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—Lo dice como si tuviera queconocerla —repuse—. Pero elhecho es que no la conozco. Así queme temo que...

—Trabajo para Doc. Y Docme ha dicho que viniera a recogerestos contratos. ¿Se da porsatisfecho de una vez? ¿O vamos atener que liarnos a bofetadas?

—Si trabaja para Doc,entonces no le importará que laacompañe para comprobarlo —indiqué.

—No me importa en absoluto,

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Patsy —contestó de inmediato—.Pero tengo el firme principio de noceder nunca ante un pelirrojo.

—Lo siento —me disculpé—.Pero voy a tener que ir con usted oesperar aquí a su lado a que vuelvaDoc.

Escondió el sobre y elsombrero detrás de su espalda, bajóla cabeza y se abalanzó hacia mí.Chocó contra mi cuerpo, y oí quelos dientes le rechinaban.

Traté de agarrar los papelesque escondía tras la espalda. Pero

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lo que hice fue echarle mano alsombrero y, al tirar, rompí la cintaque lo ligaba a su brazo. Elsombrero dio el en el estribo y cayórodando a nuestros pies.

—Mire lo que ha hecho —mereprochó.

—Lo siento —dije.Fuimos los dos a recogerlo al

mismo tiempo. Y nuestras cabezaschocaron con fuerza. El golpe mehizo daño y seguro que a ella ledolió más aún. El rostro se le pusoblanco un instante.

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Volví a disculparme y fui arecoger el sombrero.

Me pegó un rodillazo en elmentón, con tanta fuerza que casime hizo perder el sentido.

Fue instintivo, una naturalreacción animal al dolor. Mirespuesta asimismo fue instintiva.

Aferré sus tobillos y estiréhacia arriba.

Salió volando de espaldas através de la puerta del coche —quepor suerte estaba abierta— y fue aaterrizar sobre el asiento. Tenía los

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pies en el aire y el vestido selevantó hasta cubrirle el rostro.

—¿Se puede saber quédemonios pasa aquí? —preguntó eldoctor Luther.

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Llevaba el sombrero encasquetadosobre su pelo de color arena y bajolos dientes salidos asomaba unpoco de salivilla. Me apartó a unlado y sacó a la mujer casi envolandas del asiento del coche.

—¿Se puede saber qué es loque le pasa, Madeline? —inquiriócon voz áspera—. Hace media horaque te he dicho que fueras a buscaresos contratos. Llevo esperando

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desde entonces, hasta que los otrosse han hartado y se han ido. Vengo aver qué es lo que pasa y laencuentro enseñándole el traseroa... a...

—No era el trasero lo que leestaba enseñando —dijo ella conexpresión compungida—. Era otracosa.

—¡Ya está bien de tonterías!¡No es una niña ni le pago el sueldode una niña! Si no es capaz dedejarse de niñerías y de hacer sutrabajo como debe ser, me buscaré

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a otra persona que sí que puedahacerlo.

—¡No creo que la encontrara!—contestó ella—. No creo queencontrara a otra que sepa —acentuó la palabra con retintín—tanto como yo.

—Pero... ¡Maldita sea!Doc se la quedó mirando

impotente y se tragó todo lo queestaba pensando.

—La culpa es mía, Doc —tercié—. Vi que entraba en el cochey cogía esos papeles, y entendí mal

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la situación.—Y yo fui un poco brusca con

él —añadió Madeline—. A mimanera personal.

—Me lo puedo imaginar —dijo Doc—. Pero, bueno, supongoque yo igualmente tengo la culpa.Había olvidado que Pat estabaesperándome en la entrada. Porcierto, lo mejor es que los presentede una vez.

Nos presentó el uno al otro, demodo informal, y abrió la puerta delcoche.

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—Haga otra copia de esoscontratos esta noche, Madeline —indicó—. Y tráigamelos aquímañana al mediodía. A la mismahora. En el mismo sitio. Y conpuntualidad —subrayó.

—Tenía pensado ir al cineesta noche.

—Pues vaya al cine. Levántesetemprano por la mañana y haga eltrabajo. Me da lo mismo a qué horalo haga.

—Bueno... —Se quedó junto ala puerta haciendo morritos. Con la

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mano izquierda garabateó unadirección en el polvo que cubría ellado del auto y escribió «16 h»debajo—. En fin, supongo que porlo menos el señor Cosgrove y ustedme llevarán a casa.

—Tenemos algo importanteque hacer —replicó Doc sininmutarse—. Venga conmigo, Pat.

Borré la anotación hecha en lacarrocería, me despedí de Madelinecon un gesto de la cabeza y fui asentarme al volante. Cuandoarrancamos, Madeline se llevó las

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manos a la espalda y le sacó lalengua a Doc.

—Esa mujer... —murmuró él—. Si no me resultara tan valiosa...

—¿Es su secretaria?—Puede llamarla así. De

hecho es bastantes cosas más;cumple algunas funciones quenormalmente no entran en el trabajode una secretaria. Madeline sabe...Bueno, ya la ha oído. Lo cierto esque sabe, y mucho.

—Entiendo —respondí.—Este es un ejemplo de los

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problemas que puede causarle a unosentir lástima por una persona —agregó con voz cansada—. Cuandola conocí, me dije que era una delas infelices menos dotadas quehabían pasado por una escuela denegocios. Madeline creció bajo elcuidado de una tía suya que la echóde casa al cumplir los dieciséisaños... ¡Y ahora entiendo el porqué!Se pagó los estudios trabajando decamarera, aguantando las pullas delos clientes que iban de listos. Loque quería era trabajar duro para un

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hombre mayor y agradable, unafigura paterna como yo, alguien quele diera buenos consejos. Y bueno...

Solté una risa de comprensióny pregunté:

—¿No le resulta difíciltrabajar con ella?

—La verdad es que muchasveces me saca de quicio. Pero eslista y rápida en lo suyo, y a losdemás les cae bien, aunque noquieran. Cuando están a su ladobajan la guardia, porque tardandemasiado tiempo en darse cuenta

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de que no es ni la mitad de tonta delo que parece. Ella...

—Discúlpeme, Doc —interrumpí—. ¿Adonde quería ir?

—Bueno, pues a casa,supongo. A no ser que prefiera ir aalgún otro lugar.

—En absoluto —repuse—.Pero creí haberle oído decir que...

—Era una excusa paraquitármela de encima. Necesito aMadeline para mis negocios, perono tengo por qué cargar con ella eldía entero. No quiero darle

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excesiva cancha en el planopersonal. Y por cierto, Pat...

—¿Sí? —dije, a sabiendas delo que estaba por llegar.

—Quiero que usted también semantenga alejado de ella. Sé que esusted leal y agradecido, y que nuncadaría deliberadamente un paso quepudiera perjudicarme. Perosencillamente no es buena idea quedos personas tan vinculadas a misasuntos se relacionen de formaíntima. ¿Me ha entendido, Pat? Esono voy a tolerarlo.

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Giró el rostro hacia mí. Asentícon firmeza, puesto que no me fiabade mi voz.

—Cuento con usted —afirmó.Lo dejé ante la puerta de la

casa y fui a aparcar el coche algaraje.

En ese momento, otroautomóvil —el deportivo que habíavisto la noche anterior— llegó conrapidez por el camino. Susneumáticos chirriaron al frenar enla plaza vecina a la del sedán yterminó por topar de forma ruidosa,

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aunque sin causar daños, contra lapared posterior del garaje.

Una mujer salió y se meacercó con paso decidido, sonrientey con la mano tendida.

Era de estatura superior a lamedia y esbelta, si bien aparentabaser algo rolliza. Tenía el cabellorubio ceniza y lucía una tez suave ysin mácula que en teoría siempredebería de acompañar a ese colorde pelo, pero que raramente lohace. Iba vestida con un trajechaqueta de color beis y sobre los

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hombros llevaba una estola de pielde zorro.

En pocas palabras, se tratabade una mujer muy guapa de unostreinta años. Un tanto afectada en suforma de moverse, pero guapa. Yabsolutamente nada más.

—Usted es Pat Cosgrove —anunció, bajando la mano unpoquito para estrechar la mía—. Eldoctor me ha hablado mucho deusted. Yo soy Lila Luther.

—¿Cómo está usted, señoraLuther? —saludé.

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—Anoche pensé en acercarmeun momento para saludarlo, pero eldoctor me dijo que estaba cansado.Y, por supuesto, esta mañana se loha llevado de casa sin darmetiempo ni a despertarme.

—Vaya... —dije.—Entre, por favor. —Puso su

brazo sobre el mío y me cogió porla muñeca—. Quiero que me enseñesu habitación. El doctor me haasegurado que estará usted muycómodo en ella, pero él no entiendede esas cosas. Un hombre bastante

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raro, ¿verdad? Muy dulce, eso sí.—A mí me cae muy bien —

dije esforzándome en que mispalabras no sonaran a reproche—.Y la habitación es estupenda. Yo...

—Oh, bueno. —Se encogió dehombros—. Es natural que a ustedle caiga muy bien. Y no lo digoporque crea que no es sincero.Desde el primer momento he notadoque lo es. ¿Conoce usted al señorHardesty? Un hombre agradable enextremo, ¿no le parece? Siempre tanamable y atento... Tan, eh, tan poco

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raro...Siguió charlando de forma

incesante mientras íbamoscaminando hacia la casa por eljardín, según parecía tan fascinadapor el sonido de su propia vozcomo para no fijarse en absoluto enmi silencio incómodo.

Al llegar a la puerta delapartamento que compartía conDoc, llamó con los nudillosrepetidamente y gritó:

—¡Doctor! ¡Voy a estar unratito con el señor Cosgrove!

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Y a continuación, sin esperarrespuesta, me instó a acompañarlapasillo adelante. Su muslo largo ycálido rozó el mío un segundo.

Saqué la llave de la puerta demi apartamento, abrí la puerta y laempujé para que ella pasaraprimero.

—Bueno —dijo, mirando enderredor con ojos críticos—.Podría estar peor, o eso supongo.

—En la vida he estado mejoralojado, señora Luther —aclaré—.Y la verdad es que no necesito nada

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más.—¿Nada de nada? —Puso su

mano sobre mi brazo y lo apretóligeramente—. Bueno, pues a mí síque me iría bien una cosa: unacopa.

—Señora Luther —dije—.Eh... ¿Quiere usted...?

—¿Cómo? —Enarcó una desus bien delineadas cejas—. Ah, unpoco de ese bourbon me vendrábien. Con un poco de agua, porfavor.

Asentí con la cabeza y fui al

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pequeño mueble bar... Y nada másgirarme, oí que la puerta se cerrabaa mis espaldas.

Estaba claro que a Doc no legustaría nada que le dijera a suesposa que se marchara de midormitorio. A pesar de lo quepensara de ella, no le gustaría queotro hombre tuviera semejante ideade su esposa. Lo único que yopodía hacer era esperar que loscelos no le enturbiaran el sentidocomún. Doc sin duda tenía quecomprender que en ningún momento

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se me ocurriría tontear con sumujer.

Preparé la copa y se la llevé.Le encendí el cigarrillo. Hice loposible por no mirar cuando dejócaer al suelo los zapatos de tacónde piel de ante.

—Siéntese, Pat —instó. Almomento añadió—: Pero ¿dóndeestá su bebida?

—No soy muy bebedor, señoraLuther —dije—. Ahora mismo nome apetece mucho tomar una copa.

—¡Pues yo nunca bebo sola!

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¡Y lo digo muy en serio!—Señora Luther...—Lila. ¿O es que no le gusta

mi nombre?—Me gusta mucho, pero...—Entonces dígalo.—Lila —dije sin entonación.Lo que pasó a continuación fue

tan absolutamente demencial quecasi tengo dudas de queefectivamente pasara.

Puso la bebida en el suelo y selevantó, dejando que la estola dezorro se deslizara por sus hombros.

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Me rodeó con los brazos, giró surostro hacia el mío y echó el cuerpohacia atrás. Cayó de espaldas sobrela cama, arrastrándome con ella.

Tenía los ojos cerrados yrespiraba con fuerza, y su cabeza seagitaba ligeramente bajo la tupidamata de pelo rubio ceniza...Entreabrió sus labios y los acercó alos míos. A punto estuve de ceder yunirlos a los suyos. Era lo que yoquería. Deseaba a aquella mujer.

Creo que fue el rojo de suslabios lo que me devolvió la

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lucidez. Lápiz de labios, pruebaincriminatoria, castigo. O esposible que oyera las suavespisadas que llegaban por la mullidamoqueta del pasillo... porinverosímil que resulte.

Por la razón que fuera, nocedí.

Utilicé el mismo truco queella, pero a la inversa.

Afiancé los pies en el suelo yme eché hacia atrás, con rapidez,levantándola con brusquedad antesde que pudiera soltarse de mí. La

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agarré por los codos, hice quetrazara un arco en el aire —deforma literal— y senté su cuerpo enun sillón. Aparté los cabellos de surostro. Le puse la estola sobre loshombros. Le calcé los zapatos ypuse el vaso en su mano.

Me planté en la puerta de unsalto.

Estaba cerrada. Lila habíaechado el pestillo. Lo abrí, altiempo que hacía girar el pomoruidosamente.

Al hacerlo, noté que el pomo

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también estaba girando por el otrolado. El doctor Luther entró en lahabitación.

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—Oh —solté—. Justamente iba allamarlo, Doc. La señora Lutherestaba pensando que quizá tendríatiempo y vendría a tomar una copacon nosotros.

Sacudió la cabeza secamente ymiró a su mujer. La observó conmucho detenimiento.

—¿Has terminado ya debeberte esa copa?

—A mí me parece que no.

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¿Cómo la ves tú?—Pues termínala de una vez.

O llévatela contigo.Lila se lo quedó mirando,

sonriendo en forma extraña,mientras una de sus piernas largas yperfectas oscilaba en el aire.

—Lila —dijo Doc con unanota de disculpa en la voz—. ¿No teparece mejor que...?

—Voy a decirte lo que meparece mejor —repuso ellamientras se levantaba—. Lo que meparece mejor es que seas tú el que

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se la lleve de aquí.Y arrojó al rostro de Doc el

contenido de su vaso.Me entraron ganas de

abofetearla. Esperé que Doc lohiciera, con independencia de loque luego me pasara a mí. Pero Docsencillamente se quedó dondeestaba, paralizado por entero, conel whisky escurriéndosele formandohilillos en los cristales de sus gafasque corrían en dirección a su boca ysu mentón.

La señora Luther soltó una

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risita. Se volvió hacia mí y mededicó una sonrisa tan radiantecomo vacía.

—Lo siento por la alfombra,Pat —dijo.

Y se fue con paso firme de lahabitación, cerrando la puerta a susespaldas.

—Doc —dije—. Doc...Se giró y me miró lentamente,

con las gafas empapadas por elwhisky. Pasó la mano por uno delos cristales.

—Doc —repetí, impotente, y

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él entonces dio un paso hacia mí.Dio un nuevo paso y me

aparté. Pasó por mi lado y entró enel cuarto de baño. Oí que un grifose abría. Fui al mueble bar, meserví una copa larga y me la toméde un trago. Ya iba a servirme unasegunda ronda cuando la puerta delbaño se abrió.

—Sirva dos, si no le importa,Pat —dijo Doc en tono casual.

—Naturalmente —contesté yserví una más, luchando para que labotella no tintineara contra el vaso.

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Se había aseado y arreglado, ytenía más o menos el aspecto desiempre. La enorme tensión interiortan solo se adivinaba en la rectalínea de su boca, en el perceptibleesfuerzo por denotardespreocupación manteniendo loslabios cerrados sobre los dientessalidos.

Se sentó en una de las sillastapizadas. Le pasé el vaso y mesenté frente a él.

—Bueno —me sonrió deforma casi tímida—, salud, Pat.

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—Salud —repetí. Y al dejar elvaso en la mesa, vertí algo dewhisky.

—Maldita sea, Doc —solté—.Voy a decirle unas cuantas cosas.Es posible que no le guste oírlas,pero...

—No se moleste, Pat. No creoque pueda decirme algo que yo nosepa ya.

—No puede saberlo. De locontrario...

—Sí. Sí que puedo saberlo.Puedo saberlo muy bien y seguir sin

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aceptarlo. Luchando por noaceptarlo. Creo que lo mejor es quele cuente algunas cosas sobre mí.Cuando las sepa, le será más fácilentender a Lila.

—No tiene por qué darmeninguna explicación, Doc. Yo...yo...

—Tendría que haberlo hechoantes. La gente le va a decir cosas ylo mejor es que yo mismo le cuentela verdad... ¿Se acuerda delpequeño comentario que MyrtleBriscoe hizo esta mañana? ¿Lo de

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cerrar bien la caja fuerte?—¿Por qué? —Asentí con la

cabeza—. Sí, claro.—El comentario iba dirigido a

mí, Pat. Usted y yo tenemos por lomenos una cosa en común.

—¿Me está diciendo que... queusted también robó un banco?

—Nada más que una cajafuerte, una cámara subterránea en launiversidad en la que era profesor.—Sonrió sin alegría y sacudió lacabeza—. Me las arreglé parahacerlo de forma tan chapucera

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como usted mismo, aunque yo noacabé en la cárcel. A veces mepregunto si eso en realidad fue unasuerte, si quizá no hubiera estadomejor en...

—No —corté—. Nadie estámejor en un lugar como ese.

—Supongo que es algo quenunca voy a averiguar. ¿Y si nostomamos otra copa?

Cogí la botella y la llevé a lamesita. Añadió un poco más delicor a su vaso y se bebió la mayorparte de un trago. Se estremeció y

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chasqueó los labios.—Eso sucedió hace unos diez

años, Pat —continuó de formaabrupta—. Por entonces tenía suedad, o quizás era un poco mayor, ymis perspectivas no eran ni la mitadde buenas que las suyas. Durantelos mejores años de mi vida mehabía estado esforzando a más nopoder para tener unos estudios... Ytodo cuanto había conseguido conello era una plaza de profesorasistente en una universidad demedio pelo. Tenía claro que

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pasarían años antes de que pudieraconseguir algo mejor: convertirmeen profesor titular y, por último, sitenía suerte, en decano deldepartamento. Desde el punto devista práctico, hice lo peor quepodía hacer en aquel momento, queera casarme. Me casé.

Bebió otro trago, sin dejar demirarme desde el otro lado delvaso.

—Veo que no termina deentender lo sucedido, Pat. Usted nosabe lo que supone tener unos

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ingresos establecidos en un niveldefinitivo e inmutable y asumir unasobligaciones que esos ingresos nide lejos pueden satisfacer. Noporque lo hubiéramos planeado así,desde luego. Lila era una alumnamía y estaba tratando de progresaren la vida, lo mismo que yo. Ibamosa mantener nuestra relación ensecreto hasta que terminase deestudiar y yo ganase (o los dosganásemos) lo suficiente paraformar un hogar. Era lo queteníamos planeado.

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»Lo que pasó fue que Lila sequedó embarazada. Tuvo que dejarlos estudios y su trabajo a tiempoparcial. Necesitaba dinero e iba anecesitar más todavía después deque el niño naciera. Cierto día leconseguí ese dinero...aprovechando que el secretariogeneral ese día había salido unmomento de su despacho y se habíadejado la caja fuerte abierta.

—Doc —dije, cuando llevabaunos segundos guardando silencio—, ¿está seguro de que me quiere

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contar todo esto?—Sí... Creo que sí. —Se frotó

los ojos—. En lo referente a esedinero. No les llevó mucho tiempodescubrir que había desaparecidoni demostrar que quien lo habíacogido era yo. Así que lo reconocíy dije que lo había perdidoapostando. Me dejaron presentar ladimisión y la policía me dioveinticuatro horas para abandonarla ciudad.

»No me atreví a ir a ver a Lila;tenía miedo incluso de enviarle un

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mensaje. Ella necesitaba esedinero, ya me entiende. Como fuera.

»Vine a este lugar, casi el másalejado posible de la otra ciudad.Alquilé un despacho con unpréstamo bancario. Por las nochesdormía en el suelo y yo mismo mepreparaba las comidas cuando teníadinero para comprar comida. Alcabo de un año me habíaestablecido con cierto éxito comopsicólogo, así que escribí a Lilapidiéndole que viniera. Tan solo lehabía escrito otra carta antes. No la

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había firmado ni puesto ningunadirección; tenía miedo de decirdemasiado, como no fuera queestaba bien y que no se preocupara.

»Bueno, Lila vino, Pat. Sola.Nunca olvidaré la expresión en surostro cuando le pregunté dóndeestaba el niño. Yo... Verá, ellapensaba que yo la habíaabandonado. Era lo que habíaestado pensando durante todosaquellos meses. El niño habíanacido muerto.

—Lo siento mucho, Doc —

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musité—. Aunque, al fin y al cabo,no fue suya la culpa.

—Me temo que ni usted ni yosomos los más capacitados paradecidir eso, Pat —dijo con lentitud—. No estamos en situación dejuzgar nada de cuanto tenga que vercon Lila... Bueno. ¿Quiere conocerel resto de la historia?

—Si no le importa contármela.—Tampoco hay mucho más.

Tuve que utilizar mi nombreverdadero a la hora de establecermi consulta, de forma que el pasado

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no tardó en hacer acto de presencia.La gente descubrió quién era yo.

»Lo descubrieron... aunque unpoco tarde. Un psicólogo se enterade secretos que pueden serembarazosos y más aún en lacapital de un estado como este.Cuando las camarillasprofesionales trataron de buscarmelas cosquillas, yo ya estaba dentrodel principal grupo de poder. Tuveque acceder a cerrar la consulta,pero ya estaba dentro. Y dentro heseguido.

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—¿Y quizá preferiría estarfuera? —pregunté.

—Naturalmente. —Se encogióde hombros—. En realidad, tengotan poco que ver con ese círculocomo usted con Sandstone. Dejandoaparte el hecho de queconstantemente me veo obligado aobrar en contra de mis principios ymi formación, sencillamente noencajo. No sé cómo moverme.Tenía los dos o tres contactos delprincipio y me he valido de estelugar para hacer otros nuevos. Pero

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he tenido que depender de gentecomo, bueno, el simpático Hardestypara que me guíen. Y depender deotros en un juego de este tipo tieneserias desventajas.

—Sí —convine—. Esosupongo.

Se desperezó, se levantó ymiró con el ceño fruncido y laexpresión ausente el pequeño relojsobre el escritorio.

—Bueno, me marcho. Nopensaba quedarme tanto rato, perome ha parecido mejor aclararle

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unas cuantas cosas.Y, tras efectuar este

comentario en apariencia inocuo, eldoctor Luther, antiguo profesor depsicología reconvertido en personacon influencias en las altas esferas,se marchó de la habitación.

Henry me trajo la cena ylimpió las manchas de la alfombra.Cené, puse en el armario la ropaque me habían enviado de la tienday traté de leer un poco. No pude.Me fui a la cama; el sueño tardó enllegar.

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Doc se presentó a la mañanasiguiente, cuando estaba terminandode beberme el café, y se sentó en lacama. Me preguntó si habíadormido bien y comentó que el trajenuevo me sentaba muy bien. Le dilas respuestas apropiadas. Nodijimos mucho más hasta quellegamos al edificio del gobiernoestatal.

Antes de empezar a subir las

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grandes escaleras de la entradaprincipal, Doc se aclaró lagarganta, con cierta expresión deembarazo, y dijo:

—Sé que está usted taninteresado en evitar las impresionesdesfavorables como yo. Si laseñora Luther vuelve a visitarlo ensu habitación, lo más recomendablesería dejar la puerta abierta.

—¿Cómo? —exclamé. Mevolví hacia él—. Pero, Doc...

No terminé la frase, aunque mecostó lo mío callarme. Fue la

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insistente expresión de embarazo ensu rostro la que me llevó a guardarsilencio. Doc de nuevo se habíaconvencido a sí mismo de que Lilano podía tener culpa de nada. Y siLila no la tenía, el culpableentonces tenía que ser otro. Ypunto.

—Muy bien, Doc —dije—. Lotendré presente.

—Muy bien —repuso él, atodas luces aliviado—. ¿Le pareceque sabrá volver a casa por sucuenta esta noche? No sé a qué hora

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voy a salir y, por supuesto, ustedtampoco sabe cuál va a ser suhorario de trabajo.

Respondí que me lasarreglaría por mi cuenta. Se marchóa paso rápido. Rabioso por dentro,me dirigí al Departamento deCarreteras.

Estaba en la planta baja deledificio y ocupaba una ala entera.Frente a la puerta de entrada seextendía un largo mostrador conventanillas similares a las de losbancos.

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Eran las nueve, pero allí nohabía nadie. Por fin, a las nueve ycuarto, un funcionario encargado delos carnés de conducir se situó trassu ventanilla y me indicó cuál era eldespacho de Fleming. Fui por elpasillo hasta una puerta situada alfondo. La puerta daba a una sala deespera con un gigantesco escritoriode los que usaban los directivos deempresa y un sofá tapizado en cueroblanco con varios sillones a juego.Llamé con los nudillos a una puertacon el rótulo «privado» y traté de

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hacer girar el pomo. Me senté enuno de los sillones y encendí uncigarrillo.

El cenicero más próximoestaba sobre el escritorio; melevanté para cogerlo. La puerta enese momento se abrió y una mujerentró en la sala resollando y conpaso apresurado. Tendría unoscincuenta años, era delgada y derasgos afilados.

—¿Qué está haciendo aquí? —quiso saber.

Y antes de que pudiera

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responder, me apartó de un empujóny empezó a abrir los cajones delescritorio.

—¿Falta alguna cosa? —pregunté.

—¿Qué es lo que quiere?—Se supone que tengo que ver

al señor Fleming en relación con unempleo —expliqué—. Soy PatrickCosgrove.

Me sonrió de modo forzado ydijo:

—Y yo soy la secretaria delseñor Fleming. No recuerdo haber

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oído su nombre.—El senador Burkman fue

quien habló con él sobre eseempleo.

—Ah —la expresión se leaclaró en el rostro—, ¡Burkman! —soltó con retintín—. Bueno, eso loexplica todo. Lo más probable esque el señor Fleming se olvidaradel asunto.

—¿A qué hora llegará el señorFleming? —pregunté.

—No estoy segura de que vayaa poder atenderlo cuando venga.

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Pero, bueno, pásese otra vez dentrode una hora o así, si quiere. Veréqué es lo que puedo hacer.

Le di las gracias y me fui, nomuy contento con la situación. Medije que lo mejor sería hablarlotodo otra vez con Doc antes deregresar al despacho de Fleming,por lo que bajé al restaurante con laesperanza de encontrarlo allí.

No estaba allí, ni tampocoBurkman. Iba a marcharme cuandoHardesty me llamó. Estaba solo,sentado a una mesa.

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—¿Cómo va todo, Pat? —Selevantó, sonriente, y me estrechó lamano—. Siéntese. Ha venido ustedpronto, ¿eh? ¿Está solo?

—No me parecía que fuera tanpronto, la verdad —respondí—.Pero, sí, supongo que lo es. Estababuscando a Doc.

—Está ocupado en lo suyo.¿Hay algo que pueda hacer porusted?

—Se trata de ese empleo queen principio era para mí. Pensabaque tenía asegurado un trabajo en el

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Departamento de Carreteras, peroahora ya no estoy tan seguro.

—Bueno, bueno, bueno... —Sonrió con la intención deinfundirme ánimos—. Eso no estánada bien. Cuéntemelo todo condetalle.

—El señor Fleming no está ensu despacho y su secretaria pocomenos que me ha echado a patadas.Me ha dicho que vuelva más tarde,pero me he quedado con laimpresión de que no va a servirmede mucho.

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—Vamos a ver... Quien lerecomendó fue Burkman, ¿no esasí? Hum... Eso no es muy buenacosa.

—¿Cree que no van a darmeese empleo?

—Oh, claro que sí. El empleovan a dárselo. Simplemente estabapensando en la cuestión de manera,eh, objetiva. —Asintió con lacabeza y agregó—: Fleming estásentado unas mesas más allá.Cuando se levante, iremos a hablarcon él.

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—Muchas gracias. Estabaempezando a preocuparme muy enserio.

—Es un placer ayudarlo. Nohay problema. —Removió el cafécon aire pensativo y me dedicó unade sus sonrisas cálidas y preñadasde seguridad en sí mismo—. Ayertuvimos un encontronazo de losbuenos, ¿eh, Pat?

—Siento lo sucedido —repuse—. Puede contar con que este tipode situaciones no van a repetirse.

—Bueno, tal como yo lo veo,

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usted no tiene ninguna culpa. Perola verdad es que sí que me irrité unpoco con Doc. Al fin y al cabo,estuve trabajando tanto como élpara que usted consiguiera lalibertad condicional. Doc tendríaque haberle hablado de mí antes.

—Supongo que tiene razón —convine, midiendo mis palabras.

—Otro grave paso en falso,como el episodio de ayer, porejemplo, y ni Doc ni yo ni nadiepodremos evitar que lo encierren enSandstone otra vez. De hecho, el

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propio Doc bien podría...—¿Sí? —dije.—Bueno, ¡no tendría que estar

hablando de esto!Pero era como si ya lo hubiera

dicho: que el mismo Doc podríadecidir que lo mejor sería que meencarcelasen otra vez.

—¿Por qué no viene a vermeal despacho cuando pueda, Pat?Creo que usted y yo tenemosmuchas cosas de las que hablar.

—Será un placer —respondí.—¡Eso está bien! —Sonrió—.

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¡Y mire! Por ahí llega su hombre.¡Fleming...! —llamó—. Unmomento.

Un hombre alto y gordo seapartó de un grupo que estabaencaminándose a la puerta y nosmiró con cara de pocos amigos.Hardesty me agarró por el codo yme llevó hacia él.

—Señor Fleming, quieropresentarle a Pat Cosgrove —dijoen tono efusivo—. Se supone quePat va a trabajar en sudepartamento, ya me entiende...

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—¿Trabajar? —Fleming sequitó el puro de la boca y apenasme rozó la mano con sus dedosrollizos y duros—. ¿Es que ustednunca mira el calendario, Hardesty?

Hardesty se echó a reír ycontestó:

—Pat es buen amigo deBurkman. El senador habló conusted sobre su caso.

—Burkman es una malditapeste de hombre —dijo Fleming.Un destello de irritado recuerdocentelleó en sus ojillos.

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—Pat se muere de ganas deempezar cuanto antes —explicóHardesty con voz jovial—. ¿Quierehablar con él aquí o en sudespacho?

El gordo soltó un gruñido yrespondió:

—En el despacho. Que vaya aver a Rita.

Sin decir ni una palabra más,nos volvió la espalda y se alejó atoda prisa.

—Es su secretaria —explicóHardesty—. Rita Kennedy. Fleming

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ya la habrá llamado cuando sepresente usted en el despacho.

—¿Está todo arreglado? —pregunté.

—Pues claro. Ella se ocuparáde todo. —Me dio una palmada enla espalda—. Tengo que irme. Perono se olvide de lo que hemoshablado.

—No voy a olvidarlo —prometí.

Volví al despacho de Fleming,sin tenerlas todas conmigo. Peronada más entrar por la puerta, supe

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que el empleo era mío. RitaKennedy no era precisamenteefusiva, pero me dedicó una de sussonrisas forzadas y me indicó quecogiera una silla y me sentara anteel escritorio.

—Muy bien, Pat —dijo conenergía, mientras cogía un gransobre de manila que había sobre elescritorio—. Creo que ya lotenemos todo organizado. Aquítiene las hojas en las que apuntarlos kilometrajes y lo que tienen quereembolsarle por la gasolina

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consumida... Y aquí tiene las hojasde gastos, en blanco. Estáautorizado a gastar un dólar porcomida. Y aquí tiene la tarjeta parausar vehículos del parque móvil.Sabe donde está el parque móvildel estado, ¿no? En eseaparcamiento que se encuentra dosmanzanas más abajo...

—Sí, señora. Pero...—Ah, sí, ya sabía yo que me

olvidaba de algo. Discúlpeme unsegundo.

Se levantó, cerró el cajón del

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escritorio y se dirigió a uno de losdespachos principales. Un par deminutos después regresó con ungrueso fajo de foliosmimeografiados cubiertos de cifrasy escritura.

—Aquí tiene las hojas deinspección, Pat. Tiene que usar unahoja por cada día de trabajo. Ycada tres o cuatro días háganosentrega de cuanto haya rellenado.

—Ya veo —dije—. Pero ¿quées lo que se supone que tengo quehacer exactamente, señora

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Kennedy?—Mantener la boca cerrada y

no dejar el coche aparcadodemasiado tiempo delante de lascervecerías. Los periódicosúltimamente nos han estadoponiendo de vuelta y media por esetipo de cosas.

—Pero... —dije—. Oh, vaya.—Pues ya puede empezar. —

Sonrió ligeramente y me condujohasta la puerta—. No olvide lo quele he dicho sobre las cervecerías.

—No voy a olvidarlo —

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repuse.Salí de la sede del gobierno

estatal y eché a andar pensativohacia el sur. Me preguntaba por quéme sentía avergonzado de mímismo.

Un poco más de quince añosatrás, un día como este, habíaentrado en el First State Bank deSelby y encañonado al cajero conmi escopeta del calibre 16. Nosabría decir por qué lo hice. Loúnico que sé es que no lo teníaplaneado en absoluto. Esa mañana

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me dirigía hacia el río, con la ideade salir de caza, cuando de prontodescubrí que tan solo me quedabanun par de cartuchos. Y cuando entréen el banco, mi único propósito erasacar un dólar de mi libreta deahorros.

Era ya cerca del mediodía y elviejo Briggs, el cajero, estaba solo.Yo llevaba la escopeta conmigoporque prefería no dejarla en elasiento de mi viejo Ford T sincapota.

Briggs me miró con aire

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sardónico y medio levantó lasmanos al verme. Y entonces siguiólevantando las manos, y en su carahabía miedo, y yo estabatartajeando algo así como:

—A v-ver un momento... Yo n-no... No quiero hacerle d-da-ño,señor Briggs...

Se tumbó en el suelo al otrolado de la ventanilla, y pensé ensalir corriendo a la calle para pedirayuda. Pero lo que hice fue echarlemano a media docena de fajos debilletes y metérmelos bajo el suéter.

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La mayor parte del dinero se mecayó cuando finalmente eché acorrer hacia la puerta.

Tenía el coche aparcado en laesquina, y me encontré con que elsheriff Nick Nickerson estabasentado en el guardabarros.

—Te andaba buscando, chico.Me parece que ya lo he arregladotodo para que puedas ir a launiversidad el próximo otoño.

—Caramba —dije—. Gracias,señor Nickerson.

—He escrito a mi sobrino en

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la ciudad y dice que si quieresecharle una mano en el garaje, tepagará con el alojamiento, lamanutención y algo de dinero debolsillo.

—Muy amable por su parte —dije—. Yo tengo lo suficiente parapagarme la matrícula y los libros.

—Es un placer echarte unamano. Un chico listo como tú aquíno tiene nada que hacer. Se diríaque cuanto más listo sale un chaval,más crudo lo tiene.

Le di las gracias otra vez y me

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metí en el coche. Y la alarma delbanco en ese momento comenzó asonar y el sheriff salió corriendohacia allí. Puse el automóvil enmarcha. Con lentitud, aturdido. Yentonces empecé a acelerar. Cadavez más, todo lo que podía.

A un par de kilómetros de laciudad, el motor empezó apetardear. Comprendí que estabacasi sin gasolina. Me desvié haciael aeródromo y conduje campo através.

Frank Miller estaba dándole

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vueltas a la hélice de su viejo ydestartalado aparato de tresasientos. La hélice empezó a girarcon rapidez y Frank fue corriendo asubirse a la avioneta. Salí del cochey yo también corrí a subirme alaparato, justo después que él. Eljuez Lipscomb Lacy estaba sentadoen los asientos para los pasajeros;el juez pesaba más de cientocincuenta kilos, así que ocupabaambos asientos.

—¿Se puede saber qué carajoestás haciendo, Red? —espetó

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Frank—. El juez Lacy tiene cosasimportantes que hacer en la ciudady...

—En marcha pero ya —ordené—. O te dejo hecho un colador,Frank. M-m-mira que te acribillo,lo juro por Dios.

Me metí dentro como pude,encañonando con la escopeta aljuez Lacy directamente en la barrigay juré que me los cargaría a los dos.Primero me cargaría al juez, siFrank no hacía lo que le decía yluego iría a por el propio Frank. El

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juez Lacy cerró los ojos. La cara sele puso verde y su cabeza habíacaído hacia delante.

—¡Muy bien, cabrón! —gritóFrank—. ¡Tú ganas!

Y al momento estuvimos en elaire. Y en tierra otra vez, unsegundo más tarde. Rebotandocontra el suelo, la avioneta iba delado a lado.

—No vamos a remontar elvuelo, Red. Te juro por Dios queestoy hablando en serio.

—Ya veo —dije—. ¿Prefieres

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que tire al juez por la borda?—No, supongo que no. Tiene

pinta de encontrarse fatal. Pero¿qué carajo quieres que haga?

—No lo sé.La portezuela de la avioneta se

abrió, mucho rato después, y entierra había una multitud de gente.El sheriff Nick Nickerson alargó lamano al interior y me quitó laescopeta de las manos.

—Ven conmigo, chaval —ordenó—. Ven conmigo ahoramismo, y ya veremos cómo se

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arregla esto.Fui con él y ahí se acabó todo.

Todo menos el juicio, celebradocon un abogado de oficio y con eljuez Lipscomb Lacy en el estrado.

... Nunca me había sentidoavergonzado de aquello. Ahoratampoco me sentía avergonzado. Deaquello.

El encargado del garaje leechó una ojeada a mi tarjeta y medejó en manos de un negro vestidocon unos pantalones de peto. Esteme condujo a la parte posterior del

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garaje, dejando atrás lasmotocicletas y los automóvilesblancos y negros de la policía decarreteras.

—Y bien, señor —dijo aldetenerse—. ¿Qué tipo de cocheanda buscando?

—¿Puedo coger el que quiera?—pregunté.

—Bueeeno. Yo no cogería unode los grandes. Pero fíjese en esepequeño cupé del rincón. Nadie selo ha quedado todavía.

El cupé era prácticamente

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nuevo y estaba pintado en undiscreto color negro. Tan solo lasplacas de matrícula indicaban quese trataba de un automóvil delestado.

—Me servirá —concluí—. ¿Aqué hora tengo que devolverlo?

—¿Vive usted en la ciudad,señor?

—Pues sí —respondí.—Bueno, pues la mayoría de

los señores que viven en la ciudadsencillamente los aparcan delantede sus casas.

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—Eso suena muy conveniente—observé.

—Sí, señor. —Sonrió—. Laverdad es que casi nadie se queja.

Le di un dólar de propina, dejélos papeles en el asiento trasero ysalí del garaje al volante del coche.

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11

El apartamento de MadelineFlournoy estaba en la plantasuperior de un edificio de ladrillode dos pisos ubicado en un barriosemirresidencial. En la planta bajahabía una tienda de muebles. Lapuerta de acceso al piso de arribaestaba en una calle lateral. En esafachada del edificio no habíaventanas. Al otro lado de la calle seextendía la gran pared ciega de un

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almacén.En lo alto de las escaleras

había primero una puerta y un pocomás allá se erguía una segundapuerta. Vacilé un momento, peroentonces me acordé de que en lapuerta de la calle tan solo había unaboca de buzón para el correo. Asíque estas otras dos puertas dabanambas al apartamento de Madeline.Llamé con los nudillos a la primerade ellas.

La puerta se abrió casi alinstante.

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—¿Ha venido en coche oandando? —No parecía estarsorprendida de verme—. ¿Dónde loha aparcado?

—En el aparcamiento que haydos calles más abajo.

—Entre.Iba vestida con unos

pantalones cortos, muy cortos, y unsuéter gris de lana. Llevaba laspiernas y los pies desnudos.Llevaba su frondosa melenarecogida sobre la cabeza y sujetacon una horquilla. El flequillo

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oscuro y limpio caía sobre la líneade su frente como un pequeñocepillo.

—Y no mire ahí —dijoagitando ese flequillo.

Por supuesto, al momento miréhacia donde indicaba, el abiertodormitorio con la cama revuelta.

—Acabo de levantarme —indicó—. Ese Doc... —bostezó yañadió—: Él lo ve todo muy fácil,siempre que sea otra persona la quetenga que hacerlo.

—La noche ha sido larga, por

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lo que veo —dije.—Ajá... Pero pase de una vez.

¡Necesito tomarme un café!—Quizá sea mejor que la

avise. Doc me ha prohibidorelacionarme con usted.

—Que le den por saco a Doc—espetó—. Lo que más le gusta enla vida es decirle a la gente lo quetiene que hacer. ¿Quién demoniosse habrá creído que es?

—Bueno —respondí—. Laverdad es que conmigo lo tienefácil para decirme lo que tengo que

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hacer.—¿Ah, sí? —Me miró con aire

inexpresivo—. Bueno, pues Doc nova a enterarse. Nadie viene aquídurante el día. Lo que se dice nadie.

Me agarró del brazo conimpaciencia y me hizo entrar.

A nuestra derecha había unaestancia algo alejada y casienteramente ocupada por un sofálujoso pero desgastado. Madelinecerró la puerta que daba a la salade estar, me empujó sobre el sofá y,pasando con dificultad junto a mis

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rodillas, entró en la cocina.Volvió con dos tazas de café;

me pasó una de ellas. Acontinuación se sentó o, mejordicho, se arrodilló sobre el sofá,mirándome directamente.

—Le recomiendo que tambiénse ponga cómodo —dijo—. En estahabitación casi no hay espacio paraestirar las piernas.

—No pasa nada —repuse.—¿Se puede saber por qué

está tan nervioso? —Entrecerró losojos—. ¿Es que tiene que ir al

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cuarto de baño? Es esa puerta deahí.

—Gracias, pero no —respondí.

—A ver un momento —dijosacudiendo el cepillo que era suflequillo—. La puerta está cerrada,y todas esas otras habitaciones nosseparan del pasillo. Y además, aquínunca viene nadie durante el día.Por Dios santo, de haber sabido queera tan asustadizo...

—Pensaba que ya estaba alcorriente —dije—. O no me habría

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presentado así en su casa. Si no loestá, es posible que no tengamuchas ganas de conocerme.

—¿Al corriente de qué? ¿Quées lo que se supone que tengo quesaber?

—Que acabo de salir deSandstone —respondí—. Doc fuequien se ocupó de que meconcedieran la libertad condicional.

—Oh... —repuso con vozqueda.

—Quince años. Por atraco deun banco a mano armada.

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—Lo siento muchísimo, Pat.¿Cuántos años tenía?

—Algo menos de dieciocho.—Algo menos de dieciocho —

repitió—. Pero no hizo daño anadie, ¿verdad?

—Ni siquiera me hice con eldinero —dije.

Le expliqué el caso, enresumen, y, por extraño que resulte,de pronto me entró la risa.

Ella también reía divertida.Estaba meciéndose adelante y atrássobre las rodillas, y fue a poner la

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cabeza en mi hombro.Dejé la taza de café en el suelo

a su lado y la rodeé por el talle conel brazo. Levantó la cabeza y memiró.

—Yo... Yo nunca he conocidoa alguien como tú —confesé.

—Pues claro que no —respondió al punto—. Ni vas aconocerla.

—Me encuentro en unasituación bastante extraña,Madeline. No puedo decir o hacerlo que me gustaría, lo que un

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hombre haría normalmente.—Sí —convino—. Así es.—Pero, bueno... —Su

respuesta me había dejado un tantosorprendido—. Parece que estamosde acuerdo...

—¿No se te ha ocurrido pensarque yo misma también puedoencontrarme en una situaciónbastante rara?

—La verdad es que sí —admití—. Y me he sentidopreocupado al hacerlo.

—¿Por qué?

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—Porque me gustas. Pordecirlo suavemente. Si tuviera queexplicarme más a fondo, me veríaobligado a entrar en detalles sobrelo que entiendo que son laspeculiaridades de tu propiasituación.

—Y aquí se produce unapequeña pausa —anunció—,mientras madame Flournoy entra entrance e interpreta las palabras delprofesor Cosgrove.

—Creo que ya sabes qué es loque quiero decir —indiqué.

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—Calla —ordenó. Se revolvióligeramente y puso la cabeza en miregazo.

Agaché la cabeza y la besé.Madeline me respondió con dosrápidos besos y apartó la boca. Enesos dos besos había algo tancálido, generoso e inocente que medije que lo mejor sería meterme lasmanos en los bolsillos y nosacarlas. Sentarme encima de ellas,si hacía falta. Pero, por supuesto,no fue eso lo que hice.

Abrió los ojos y me miró.

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Levantó un dedito, lo llevó a milabio y lo movió arriba y abajo.Bajó la mano y la puso sobre lamía.

—¿Qué haces..., qué hacesmetida en todo esto? —pregunté.

—¿Y tú?—No es exactamente lo

mismo.—¿Ah, no? —dijo—. Cuando

eras joven hiciste algo de formaimpulsiva, porque era lo natural, oeso parecía... Algo que en esemomento parecía muy prometedor,

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cuando eras demasiado joven parapensar en las consecuencias. Lomismo me pasó a mí.

Encendí un cigarrillo y dejé lacerilla en el platillo de la taza.Madeline frunció los labios y memiró con intención. Bajé elcigarrillo y le dio una calada largay profunda.

—¿Y bien? —dijo, y fueexhalando el humo en círculosperfectos.

—Me resulta difícil creer quepuedas resignarte mucho tiempo a

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hacer algo que no te gusta.—Tú te resignaste en

Sandstone, ¿no?Dio otra calada al pitillo y

asintió enfáticamente con la cabeza.—Cuando ayer te vi por

primera vez en la escalera de lasede del gobierno estatal (porque síte vi, y perfectamente...) pensé: aquíestá, por fin...

—Yo pensé lo mismo.—Lo sé, cariño. —Me dio una

palmadita en la mejilla—. Y en esemomento me prometí hacerme la

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encontradiza a la que pudiera o... odejar caer algo o tropezar delantede ti. Cualquier cosa, lo que fueranecesario para entablar unarelación. Y entonces vi que estabascon Doc y me llevé una decepción.Pero aun así...

—Lo sé.—Debes de haber tenido unos

amigos muy influyentes para queDoc se haya decidido a ayudarte. Sihan logrado que Doc te consiguierala libertad condicional,seguramente podrían arreglarlo

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para que te concedieran un indulto...¿Es que he dicho algo raro?

—Yo no tengo ningún amigo—indiqué—. Doc me ha sacado dela cárcel por iniciativa propia.

—¿Cómo? —Hizo un gestocon la mano—. ¿Así, por lasbuenas?

—Así, por las buenas —confirmé. Le hablé de la carta quele había escrito—. Yo no loconocía de nada en absoluto.

—Pero ¿por qué? ¡Pat! No leprometiste... No te comprometiste

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a...—¿Qué podía prometerle?—Pero...—Sí, ya lo sé —dije—. Hay

una razón de algún tipo. Pero laúnica que se me ocurre no tiene elmenor sentido. Que le soy útil opuedo serlo por ser quien soy. Quepiensa que puedo serle útil.

—¿Que lo piensa?—Es una intuición que tengo.

—Asentí con la cabeza—. Doctenía un motivo para sacarme de lacárcel; otra persona tenía otro

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motivo. El plan de Doc seguramenteno va a ir a ninguna parte... Pero esmuy posible que el otro sí funcione.

—Eso sí que no tiene ningúnsentido —dijo ella—. Créeme, Pat,ese hombre sabe bien lo que sehace. Siempre. Llevo añostrabajando para él y he visto decerca cómo monta sus chanchullos.Yo... yo...

—No te lo tomes tan a pecho—la interrumpí—. Para ser unapersona que no vive de esto, laverdad es que eres bastante buena.

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—¿Cómo...? No entiendo.—Eres bastante buena a la

hora de mentir. De fingir. Eres lamano derecha de Doc. Sabías queiba a sacarme de Sandstone. Ysabes por qué razón me ha sacadode Sandstone. ¿Por qué no me lodices? ¿Por dónde te tiene pilladapara que tengas miedo de hablar delasunto?

—¿Para eso has venido averme, Pat? ¿Para tirarme de lalengua?

—No pensaba que fuera

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necesario tirarte de la lengua.Pensaba que sentías por mí algo delo mismo que yo siento por ti. Yo...

—¡Es lo que siento, Pat! —Seenderezó y me abrazó con fuerza—.Tienes que creerme, cariño ¡Es loque siento!

—Cuéntamelo, entonces.—No... ¡No permitas que te

obligue a hacer cosa alguna, Pat!¡Primero habla conmigo! No hagasnada sin haberlo hablado conmigoantes. ¿Me lo prometes?

—Yo... —De pronto noté que

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se me erizaba el cuero cabelludo—.¿Has cerrado con llave la puertadel pasillo?

—Me parece que no. Aquí noviene nadie durante el día.

—Pues alguien acaba deentrar. —Con la cabeza señalé elcristal de la puerta de la habitación.

En ese momento preciso elrecién llegado miraba a través deél, sonriendo.

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12

Medía más o menos lo mismo queyo, aunque era más corpulento, ytenía una boca sin labios ymanchada por el tabaco, así comounos ojillos porcinos y una narizque parecía haber sido elaboradacon masilla de la peor calidad. Ibavestido con un traje azul de sarga,sin chaleco, un sombrero gris de alaflexible y unos zapatos negros decaña alta. Los zapatos y el

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sombrero estaban impolutos. Eltraje no.

Supe lo que era este hombreantes de que escupiera elmondadientes de la boca y mostrarasus credenciales.

Asentí con la cabeza y se lasdevolví.

—Este caballero es delDepartamento Regulador de laLibertad Condicional, Madeline —expliqué—. Y acaba deencontrarme quebrantando muyseriamente los términos de mi

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propia libertad condicional.—¡Ya! —Madeline clavó la

mirada en él con aire retador—.¡Pero eso no le da derecho alallanamiento de morada! ¿Se puedesaber dónde está su orden judicial,amigo...?

—No lo entiendes, Madeline.Este caballero puede hacer que medevuelvan a Sandstone en un abrir ycerrar de ojos. Mira, mejor cierrala puerta, y esta vez ciérrala conllave. No nos interesa que nosmolesten mientras charlamos,

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¿verdad, señor?Sonrió de oreja a oreja, y la

precaución se esfumó de sus ojosporcinos.

—Bueno —continué,sonriendo a mi vez y mirándolodirectamente a los ojos—. ¿Qué eslo que tiene en mente, señor? ¿Unpar de billetes de cien, porejemplo?

—¿Doscientos pavos? —Sufeo rostro se iluminó un segundoantes de fruncirse con disgusto—.Con eso no vamos a ninguna parte.

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Mejor que sean quinientos.—¿Quinientos serán

suficientes?—¿Es que no me ha oído?

Quinientos pavos y trato hecho.—Está cometiendo un error —

dije—. Para mí, seguir fuera deSandstone vale mucho más quequinientos dólares. De hecho, nosabría decirle cuánto valor tiene.Creo que voy a tener quemostrárselo. Pero no se alarme,señor...

Estaba inquieto o empezando a

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estarlo. Pero yo seguía sonriéndoley mirándolo a los ojos, de formaque no se movió cuando me fuiquitando la americana, la camisa yla camiseta.

Oí que Madeline soltaba unpequeño grito.

El otro tragó saliva y silbóligeramente.

—¡Por Dios! —murmuró.—¿Está mirando esas

cicatrices, señor? —pregunté—.Eso no fue nada, hablando entérminos relativos. Un poco

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molestas, quizá, cuando se te llenande moscas, de la sal del sudor o delpolvo de las piedras, pero nada encomparación con cómo tengo lascostillas. Tendría que haberlasvisto atravesar la carne y salir a laluz, como las astillas que atraviesanla corteza de un árbol. Tendría quehaber visto este brazo mío el día enque un amigo trató de cortármelocon una pala. Ha oído bien, señor.Un amigo. Al amigo le cayerontreinta días en la celda de castigo yyo me pasé tres semanas en el

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hospital.»Espero no estar

inquietándolo, señor —proseguí—.Tan solo quiero dejar claro que notengo ni voy a tener el dinero parapagarle, a fin de que no me envíe devuelta a Sandstone. Lo que suponeun problema. Dado que no puedopagarle, ¿qué puedo hacer paraconvencerlo de la mucha estima quesiento por su silencio? ¿Qué puedodarle... que sea más que suficiente,y para siempre? Estoy pensando enalgo de lo que nunca vaya a

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olvidarse. Y con lo que tenga desobras para toda la vida.

Dio un paso atrás y farfulló:—C-cuidado con lo que hace,

Red —levantó la voz y agregó—:C-cuidado. ¡N-ni se me acerque! N-no pasa nada. T-todo ha sido una p-pequeña b-broma...

Trastabilló y trató deprotegerse la cara con las manos.

Arremetí y le di con los cantosde ambas manos en los dos riñonesa la vez. Bajó los brazos en el actoy le agarré por las muñecas,

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haciéndolo girar en redondo. Leapreté la corbata al cuello, tanfuerte como pude, y luego le rodeéla garganta con uno y otro extremo,que luego anudé sobre su espalda.

Dejé que se desplomara y lomiré patalear en el suelo, mientrasse clavaba las uñas en la gargantacon desesperación, tratando dezafarse del lazo.

La voz de Madeline me llegódesde muy lejos:

—Pat, v-va a morirse. No p-puedes dejarlo morir...

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—Tráeme unas naranjas —ordené—. Y una bolsa de redecillao un saquito de harina. Y algo paracortar el lazo.

—¿Para qué quieres lasnaranjas?

—Mejor date prisa —urgí, ysolté una patada al tipo cuando tratóde encaramarse por mis piernas.

Madeline volvió corriendocon un cuchillo pequeño y una bolsade redecilla con cuatro o cinconaranjas.

Cogí la bolsa con ambas

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manos, las eché hacia atrás ydescargué un golpe sobre su pechoque aplastó su cuerpo contra elsuelo. La cosa terminó de aterrarlopor completo. Le seguí dando en elpecho, el estómago y los muslos. Ledi la vuelta y empecé a sacudirlepor toda la espalda.

Lo agarré y lo levanté delsuelo con brusquedad. Le corté ellazo y empujé su cuerpo hacia unsillón. Se quedó allí sentado,jadeante y con las manos sobre lagarganta, con los ojos saltones y

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bailándole en el rostro.Hice que Madeline me trajera

una toalla mojada y un peine,después le humedecí la cara y lepeiné los cabellos. Le encasqueté elsombrero y le abotoné laamericana.

—¿Me ha entendido? —pregunté—. ¿Me he explicado bien?

—Y-yo... —Asintió con lacabeza y barbotó—: H-haré que lod-detengan.

—No creo que una denunciapor su parte sirva de mucho —

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contesté—. Y si consiguierabuscarme las cosquillas, ya me lasarreglaría para volver a verlo. Yoya no tengo nada que perder,mientras que usted sí que tienemucho que perder, pero que mucho.Con que nos viéramos una sola vezme bastaría y me sobraría.

Señalé la puerta con el pulgar.—Ya me ha entendido. Y que

le aproveche.No estaba herido de

consideración. De haberlo estado,no habría salido de allí con tanta

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rapidez. Se me escapó una pequeñarisa cuando la puerta se cerró degolpe.

Madeline dibujó una ampliasonrisa en su rostro.

—Como ves, no lo he matado—dije—. Ni siquiera le he hechodaño de verdad.

—¿Y eso de...?—¿Lo de las naranjas? Es un

viejo truco que usan cuando hay quefingir un accidente.

—Creo que no sé tantas cosascomo tú, Pat —repuso con lentitud.

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—Quien quiere fingir que hasufrido un accidente hace que uncómplice lo golpee con una bolsallena de naranjas. Los golpes no lehacen verdadero daño, pero leproducen cantidad de moratones.Moratones por todo el cuerpo.

—Ah.—Tuve la impresión de que

nuestro amigo en realidad era deltipo miedoso. Lo más seguro es quesiga convencido hasta el día de sumuerte de que hoy ha estado a puntode morir.

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—Y no es el caso, ¿no?—No. Pero más le vale no

volver a las andadas.Recogí la camiseta y me la

puse. Luego, la camisa y la corbata.Fui a por la americana, peroMadeline se me adelantó. Me lacolocó sobre los hombros y almomento aprovechó para situarsefrente a mí y abrazarme la cinturacon fuerza.

—Te entiendo, Pat. Teentiendo muy bien, cariño.

—Quizás acabas de

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entenderme demasiado bien —dije.—No pasa nada, Pat. No te

culpo de nada. Pero... ¡En fin,olvidémonos de todo esto!

—Te has asustado al ver loque le hacía a ese tipo —repuse—.Y tienes miedo de que puedahacerle lo mismo a Doc. ¿Cuál es turelación con Doc, Madeline? ¿Quées lo que está planeando que telleva a pensar que podría matarlo sime entero?

Negó firmemente con lacabeza y contestó:

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—No puedo decirte nada, Pat.Nada. Si me quieres, vas a tenerque creerme.

—Muy bien —dije.Me abrazó de nuevo.—Creo que al final todo

saldrá bien —afirmó animosamente—. Es lo que creo.

—Es lo que crees —repetí.Supe que estaba llorando en el

preciso momento en que la segundapuerta se cerró a mis espaldas.

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Hardesty tenía unas oficinas en elúltimo piso del rascacielos más altode la ciudad. En todas y cada unade las puertas que conducían a larecepción se podía leer:

HARDESTY & HARDESTY

ABOGADOS La recepcionista, una mujer mayor,quejumbrosa y con ojos suspicaces,presidía una sala pasada de moda

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que contrastaba con la modernidaddel edificio.

Apagué el cigarrillo y junté lasmanos. Al cabo de unos quinceminutos, Hardesty salió de sudespacho.

Me saludó con un gesto de lacabeza y dejó caer unos papelessobre el escritorio de larecepcionista.

—Voy a estar reunido duranteel resto de la mañana, señoraSmithson —informó—. Si es tanamable, tome nota de las llamadas

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para mí.—¡Reunido! —exclamó la

mujer—. ¡Pero se supone que tieneque estar en el juzgado a las once!

—Clark se ocupará del caso;tampoco es muy importante —indicó—. Venga conmigo, Pat.

Cerró la puerta al tiempo quela recepcionista emitía un gruñidode desaprobación. En su rostromoreno y apuesto apareció una vagasonrisa.

—Simpática, ¿eh?—¿Una vieja empleada?

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—Herencia de mi abuelo. —Encendió el cigarrillo con unacerilla, que luego acercó al mío—.Mi abuelo y mi padre eran socios.Se lo digo por si le intrigaba elnombre del bufete.

—En tal caso, su bufete tieneque ser uno de los más antiguos delestado.

—Eso creo. —Asintió con lacabeza y añadió—: No está mal,¿eh? Tras la muerte de mi padre,pensé en modernizarlo todo unpoco, pero la cosa al final se quedó

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a medio camino. De hecho, sinuestro anterior edificio no hubieraestado condenado a ser demolido,dudo que nos hubiésemostrasladado aquí. Nuestra clientelaes del tipo tradicional.

—Sí —convine—. Puedoimaginarlo.

—Se ha llevado una pequeñasorpresa, ¿verdad? —Me miró conintención—. No pensaba que unbufete tan antiguo y respetablepudiera mezclarse con un tipo comoDoc.

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—No, la verdad —reconocí—. Aunque yo no critico a Doc enabsoluto.

—Hum... Claro que no. Pero,bueno, entre usted y yo, Pat, laverdad es que con Doc tan solo merelaciono lo estrictamentenecesario. Ya sabe cómo son lascosas. Si uno quiere hacer algúntipo de negocio con laadministración del estado, almomento se encuentra con Doc uotro como él en el camino. Y,entonces, o trabaja con él o no hay

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negocio que valga.Asentí con la cabeza sin

comprometerme. Cuanto menostuviera que decir sobre Doc, mejor.

—Pero, vamos a ver, ¿cuántohace que ha salido de Sandstone?

—Casi tres semanas.—Y está lo que se dice muy

preocupado. Vamos, Pat, no tengamiedo de reconocerlo.

—Es verdad —dije—. Perome resulta muy difícil expresarlocon palabras. El problema es... laseñora Luther. No me deja en paz.

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—¿Eh?—Se metió en mi habitación la

segunda noche que estuve en la casay a punto estuvo de buscarme unproblema muy serio con Doc. Ydesde entonces siguecomportándose de forma parecida.Hace unas cosas que, bueno, notienen ni pies ni cabeza.

—Mmm... —murmuróHardesty—. Entiendo que resulteembarazoso, pero yo no mepreocuparía demasiado. Doc no vaa culparlo de eso.

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—Haría mal en culparme —repuse—. Pero lo cierto es que meculpa. No puedo decirle que yo notengo nada que ver con todo eso.Tampoco consigo sacármela deencima. Y no puedo dejar que sigaen ese plan. Haga lo que haga, nopuedo evitar que Doc esté irritadoconmigo. Y tengo miedo de que,como resultado, me suspendan lalibertad condicional.

—Mmm... Y si piensa que sela van a suspender, es posible queintente escapar. Bueno, eso no

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podemos permitirlo. No puede serde ninguna de las maneras.

—Me pregunto si tiene ustedla suficiente influencia sobre ellacomo para que deje deimportunarme.

—Bueno... —Frunció loslabios—. Pues sí. Sí. Y puedohacerle este pequeño favor que mepide.

—Se lo agradecería, y mucho—dije.

—Pero esto no es lo único quele preocupa, Pat.

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—No —reconocí.—¿Y bien? ¿De qué se trata?

No ha tenido problema ensincerarse sobre la otra cuestión...

—Supongo que ya lo sabe —dije—. No puedo evitarpreguntarme por qué Doc me sacóde Sandstone.

—¿No puede imaginarse queDoc hiciera una cosa así sin unamotivación material de por medio?

—No he dicho eso —puntualicé—. Pero me pareceextraño que lo hiciera en ese

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momento preciso. A juzgar por laforma en que Burkman está siendotratado y otras cosas que he visto yoído, se diría que el grupo de Docva a perder las elecciones. Así quenecesitan todos los recursos de quedisponen. ¿Cómo se explica quehayan utilizado mucha de suinfluencia para ayudarme?

—Buena pregunta, Pat. Pero larespuesta es muy sencilla. ¿Usted haoído hablar de Fanning Arnholt, elpresidente de Falange Nacional?

—¿La gran organización

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patriótica?—La organización

superpatriótica —corrigió Hardesty—. Los que somos simples sereshumanos estamos obligados a acatary obedecer lo que dicen Arnholt yla Falange.

—¿Sí?—Está previsto que Arnholt

pronuncie seis discursos en esteestado, el primero de ellos aquí, enla capital, dentro de un par desemanas. Arnholt se proponedenunciar como subversivos varios

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de los libros de texto empleados ennuestras escuelas. Una vez que lohaga, será fácil conseguir que elestado tire a la basura esos librosde texto y escoja otros diferentes.

—Ya veo. Pero...—Lo sé. Se está preguntando

qué hacemos perdiendo el tiempocon libros de texto cuandopodríamos estar siguiéndole eljuego a la gente de las compañíaspetrolíferas. Pero nosotros..., lagente de Doc efectivamente estárelacionada con esas compañías.

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Un escándalo sobre los libros detexto sirve para distraer a laopinión pública al respecto. Y lascompañías petrolíferas estándispuestas a pagar mucho dineropara que la opinión pública no sefije en sus tejemanejes. De formaque nos sacamos una pasta por dossitios.

Sonrió y abrió las manos en elaire, sin dejar de contemplarme consus ojos oscuros y cálidos.

—Negocios sucios, se mirecomo se mire, Pat, pero con la de

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gente estúpida que hay en esteestado, es natural que haya quien seaproveche de la situación. Y lacosa lo ha beneficiadopersonalmente. Doc es quien haorganizado todo este chanchullo delque acabo de hablarle, en el que haofrecido participación a susconocidos. A cambio, ellos hanconseguido su libertad condicional.

—Pero eso tampoco respondea mi pregunta —insistí—. ¿Por quéquería Doc que me pusieran enlibertad?

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—Bueno... —titubeó—, noestoy seguro de poder decírselo.

—Usted tiene que saberlo —dije—. Tiene mucho más queperder que Burkman y los demás. Yno se habría metido en un asuntocomo este sin saber exactamenteadonde conduce.

—¿Sin estar seguro de que ibaa sacarme tanta pasta como Doc,quiere decir? —Negó con la cabezay agregó—: Quizá no, Pat. Eldinero no lo es todo en la vida.

—Está poniendo en mi boca

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algo que yo no he dicho —aclaré—.Lo que quiero decir es que ustedsabe por qué Doc me sacó deSandstone.

—Es posible. Pero ¿por quétendría que decírselo?

—Bueno... —La sequedad desu pregunta me dejó sin respuesta—. No puedo darle nada a cambiode esa información. Pero me hadado a entender que se consideraamigo mío, que puedo confiar enusted...

—¿Y me ha creído?

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—Bueno...—A ver, un momento, Pat. —

Sonrió de forma amigable—: Meestá pidiendo algo que usted mismono termina de aceptar. Y, como hadicho hace un momento, tengomucho que perder. Dígame, ¿ustedno tiene alguna idea al respecto?

—Ninguna en absoluto. No haynada que pueda hacer por nadie.Que yo sepa, no tengo nada de nada.Como no sea mala reputación.

Asintió con la cabeza yconvino:

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—Muy mala.—¿Me está diciendo que esa

mala reputación a veces puede serútil?

—Digamos que es algo en loque le conviene pensar.

—Pero no veo cómo...—Siga por ahí, Pat. Va por el

buen camino.—También está la cuestión de

la señora Luther —dije—. Si haceque Doc se irrite conmigo, hasta elpunto de pedir la suspensión de milibertad condicional, el plan de

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Doc, sea cual sea, se va al garete.Yo entonces me encontraría en elpunto de partida, y él habríaperdido un montón de tiempo yenergía. Por supuesto, sé bien queDoc no es muy racional en loreferente a su mujer, pero...

—Piense, Pat. ¿No se leocurre alguna situación en la que aalguien le resulte beneficioso quevuelvan a encarcelarlo enSandstone?

Me lo quedé mirando sincomprender. Asintió con la cabeza,

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observándome muy fijamente.—Ya veo que no se le ocurre

—dijo—. Pero se le ocurrirá. Sedará cuenta de esa posibilidad, yentonces también entenderá la otrajugada. Cuando lo haga, cuandocomience a intuir de qué va elasunto, entonces hablaremos.

—Gracias —dije y le estrechéla mano sin energía.

—Por el momento no va apasarle nada. Está esa cuestión deArnholt. Nada va a suceder hastaque la cosa esté en marcha.

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—Me alegro de saberlo —dije.

—Puede estar seguro. Entretanto, veré qué puedo hacer paraquitarle a la señora Luther deencima. Esa mujer me mira conbuenos ojos, como usted ya sabe.

Me hizo un guiño y hundió undedo en mis costillas. Me dejéconducir hasta la puerta deldespacho.

—Espero que nuestra pequeñaconversación siga siendo un secretoabsoluto —dijo y volvió a

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estrecharme la mano.Me dedicó una última sonrisa,

asintió con la cabeza y cerró lapuerta con delicadeza.

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De pronto, todo volvió a ir sobreruedas. Tal y como sucedió alprincipio. No me fue necesarioevitar a Lila Luther, pues ellamisma hacía lo posible por nocruzarse conmigo. Y las raras vecesque nos encontrábamos, apenas metrataba con un mínimo de cortesía.

Casi de la noche a la mañana,Doc dejó de mostrarse tenso yreservado. Se convirtió en el Doc

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de siempre, el que se expresabatanto en argot como de formapuntillosamente correcta; frívolo yprofundo a la vez, generoso y debuen talante: un hombre que sacabael mejor partido posible a unasituación poco edificante.

Me pagaron mi salario unasemana después de ir a ver aHardesty, el viernes, si no recuerdomal. No había trabajado el mesentero, pero eso fue lo que mepagaron.

Entregué el talón a Doc para

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que lo cobrara en mi nombre y esanoche se presentó en mi habitacióncon el dinero. Con una sonrisa enlos labios, se negó a aceptar un solocentavo.

—Mejor ahorre el dinero, Pat—me recomendó—. No siempre vaa estar trabajando con enchufepolítico, ni tampoco creo quequiera hacerlo. Por eso mismo,ahorre el dinero, así podrá contarcon algo cuando expire la libertadcondicional.

—¿Le parece que podría abrir

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una cuenta corriente en un banco?—pregunté.

—Buena idea, sí —convino—.Es lo que vamos a hacer, un día deestos, tan pronto como tenga tiempopara ir con usted al centro ypresentarle a los del banco.

Todas las mañanas salía decasa a una hora temprana perorazonable, y nunca volvía antes delas cinco de la tarde. Por lo generalestaba una hora o así en casa deMadeline. El resto de mi tiempolibre lo pasaba en el cine, en la

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biblioteca pública o dando vueltascon el coche.

Una mañana, pocos díasdespués de que me hubieranpagado, fui en coche al lugar dondeDoc y yo nos habíamos detenido laprimera noche que pasé fuera deSandstone: el lugar donde laescoria de los pozos de petróleohabía convertido el río en unavastedad de lodo hediondo ytraicionero. No creo haber ido hastaallí de forma consciente; elespectáculo no justificaba los

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quince o veinte kilómetros detrayecto. Pero de pronto meencontré allí, detuve el coche en lacuneta y fui andando hacia el bancode piedra. Me senté en él y meagaché, con cuidado. Cogí unpuñado de grava y empecé a tirarlos guijarros al lodo.

De vez en cuando se oían losgritos de los operarios y los ruidosmetálicos procedentes de los pozospetrolíferos. Y las gigantescascalderas seguían eructando humoperezosamente. E incluso ahí donde

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estaba yo, la tierra era presa de untemblor rítmico, un estremecimientoconstante producido por lasmáquinas perforadoras.

Respiré hondo y exhalé el airelentamente. Era buena cosa estarahí, en ese lugar o en cualquier otrositio que no fuese Sandstone. Cadadía me daba más cuenta de loestupendo que resultaba. No tenerque andar siempre en guardia ypreparado para lo peor; sonreír oreír cuando uno quería; respirar sindificultad; pensar en lugar de

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maquinar.Asomé la cabeza y sonreí a la

negruzca superficie de abajo; mellegó el reflejo de mi sonrisa,pensativa pero tranquila.

«Cuidado, Red. No te asomestanto o...».

Una mano se posó en mihombro.

—Mejor que no te asomes,Red. Podrías caerte dentro.

Irreflexivamente, bajé elhombro, agarré aquel brazo y llevéel peso de mi cuerpo hacia delante

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y hacia arriba. Por fortuna, ellagritó y una nueva reacción instintivaanuló la anterior. De lo contrario,Myrtle Briscoe habría ido a pararal río en lugar de acabar sentada enel banco. Y lo más seguro, yomismo la habría seguido en sutrayectoria, con una bala en lacabeza.

Junto a mi coche estabaaparcado un vehículo de la policíade carreteras y un agente veníacorriendo ladera arriba, tratando dedesenfundar su pistola del 45.

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Casi la había sacado yacuando Myrtle Briscoe se levantócon rapidez del banco y le hizo ungesto con los brazos.

—¡Tranquilo, Tony! —barbotó. Recobró la voz y gritó—:¡He dicho que tranquilo, malditasea!

El agente se detuvo.—¿Seguro que se encuentra

bien, señorita Briscoe?—¡Sí, maldita sea, sí! —La

mujer soltó una risotada, se alisólas ropas y agregó—: Me he pegado

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un susto de los gordos, pero estoybien.

El agente me miró primero amí y después a ella, y en su rostrobronceado apareció una expresiónde decepción.

—¿Está segura de que noquiere que yo...?

—¡Lo que quiero es quevuelva al coche y se siente de unavez!

El agente se giró y seencaminó al coche. Myrtle se sentóy sacudió la cabeza.

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—No sé qué es lo que les pasa—observó—. Basta con darles unapistola para que les entren ganas deusarla.

—Yo también me he fijado —dije mientras me sentaba a su lado—. Lo siento si la he asustado,señorita Briscoe.

—Cosas que pasan. Un sustopor otro, eso es todo. ¿Qué estáhaciendo tan lejos de la ciudad,Red?

—No me parecía queestuviese tan lejos.

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—¿No está trabajando?—Sigo teniendo mi empleo —

aclaré—. Pero me he encontradocon unas cuantas horas muertas.

—Ya —dijo ella—. Voy adecirle una cosa, Red. Tony y yollevamos rato siguiéndolo desde laciudad. Hará una hora que leperdimos el rastro. Hemos seguidopor la carretera unos treintakilómetros más, hasta que hemosdado media vuelta y lo hemos vistoaquí. ¿Cómo puede explicar eso?

—¿Quiere decir que estaba

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tratando de quitármelos de encima?—me sorprendí—. Ni siquiera mehabía dado cuenta de que andabansiguiéndome.

—¿Y cómo es que no lo hemosvisto? ¿Ni hemos visto su coche?

—Fácil. Para empezar, lo másseguro es que hubieran otros cochesentre el suyo y el mío. Pero loprincipal era que no quería verme.Lo que quería era creer que estabatratando de escabullirme. Estaba tansegura de ello que no me habríavisto ni aunque le hubiera hecho

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señales con una bandera roja.—Mire, Red, sabe

perfectamente bien de qué diablosle estoy hablando. ¿De dónde hasalido este coche?

—Es propiedad del estado.Eso ya lo sabe usted, señoritaBriscoe.

Se quedó boquiabierta y susojos le centellearon. Al momentosacó un papel del bolsillo de sufalda de corte antiguo y me loplantó ante las narices.

Era uno de esos pequeños

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documentos legales en los que sehacen constar transacciones,hipotecas y demás. Myrtle Briscoellevó los dedos a una anotaciónbajo el epígrafe: «Transacción deun automóvil».

De Capital Car Company aPatrick M. Cosgrove175 dólares

—Supongo que debe de tratarse deotro Cosgrove —dijo con sarcasmo—. Pero, bueno, haga el favor deexplicármelo.

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Negué con la cabeza. No sabíaqué significaba todo aquello, peroestaba claro que no se trataba deotro Cosgrove. La jugada estabademasiado bien planificada.

Había cobrado un cheque dedoscientos cincuenta dólares.Descontando mis gastos para elmes, lo lógico era suponer que mequedarían unos ciento setenta ycinco dólares, lo suficiente paracomprarme un coche. No era eso loque yo había hecho, pero no meatrevía a decírselo a Myrtle. Para

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empezar, a Myrtle en ningúnmomento le había gustado la ideade que me dejaran en libertadcondicional al cargo de Doc. Siempezaba a pensar que Doc meestaba utilizando, que allí pasabaalgo muy raro...

Había caído en una trampa yno podía escapar de ella por lapuerta principal. Porque esa puertaconducía directamente a Sandstone.Tenía que seguir metido en latrampa hasta dar con mi propiasalida.

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—Lo siento —dije—. Nosabía que eso fuera quebrantar lostérminos de la libertad condicional.

—¿Y quién ha dicho eso? Loque quiero saber es por qué hacomprado el coche. Este documentofue emitido ayer, pero esta mañanael vehículo seguía aparcado frente ala tienda.

—Tenía previsto pasar arecogerlo el fin de semana —expliqué.

—Pero ¿qué le ha llevado acomprar un viejo cacharro como

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ese, cuando el estado le facilitagratuitamente un coche de primeraclase?

—Muy fácil —dije—. No lonecesito para mí, sino que tengo laintención de revenderlo. Lamecánica se me da bien. Puedoponerlo a punto en mis ratos libresy sacarme un poco de dinero extramás tarde.

—Ya... —Me miró con un airede sospecha.

—Es lo que tengo previsto,señorita Briscoe.

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—Ahora —asintió con lacabeza y aclaró—, eso es lo quetiene previsto hacer ahora. ¿Paraqué demonios ha comprado esecoche, Red?

—No termino de entenderla.—Ni yo tampoco. Pero

dejémoslo estar. Llévese ese cochedel aparcamiento de la tienda hoymismo. Y no pierda el tiempointentando revenderlo.

—Sí, señorita —dije—.¿Quiere que vaya a la ciudad pordelante de su automóvil?

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—No es necesario —zanjócon sequedad. Pero su expresión ysu voz se suavizaron al momento—:Estoy tratando de ayudarlo, Red. Eslo único que estoy tratando dehacer. ¿Por qué no me da unaoportunidad?

—¿Sí, señorita?—¡Explíquemelo todo! Por

Dios bendito, salga de su conchaantes de pudrirse en el interior. —Puso la mano en mi rodilla y acercósu cara a la mía—. Estoyconvencida de que anda usted

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metido en un problema, y de losgordos. Dígame qué es lo que pasa.

—No hay nada que puedadecirle —respondí.

—Ya estamos otra vez con lomismo. ¿Lo ve? Ni siquiera escapaz de pensárselo; al momentoresponde de forma automática. Docle ha metido en algún fregado yusted no sabe cómo salir. Eso es loque pasa, ¿verdad?

—¿Por qué iba Doc a hacermeuna cosa así?

—¡Red...! —Suspiró y apartó

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la mano de mi rodilla—.Supongamos que le confieso unacosa. Supongamos que le digo quesé que es usted honrado, que quiereseguir siéndolo, y que si se vemetido en un problema, no es por suculpa.

—No hay nada que puedaexplicarle por el momento —repusemidiendo mis palabras—. Pero sime entero de alguna cosa...

—¿Sí, Red?—Por lo que sé, usted es una

mujer de palabra —dije—. Siempre

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cumple una promesa o una amenaza.De forma que quizá podríaconvertir esa suposición suya enalgo más específico. Entonces lacreeré. Dígame que confía en quevoy a hacer lo que tengo que hacer,lo que yo creo que es lo correcto, yque impedirá que me devuelvan aSandstone.

—Vaya, vaya... —Se rio conun punto de irritación—. Ese es unprecio muy alto para comprar unamercancía a ciegas, Red.

Asentí con la cabeza y

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respondí:—Sí, pero no más alto que el

que me ha pedido que pague yo.—Sí que lo es. Verá, Red,

aquí hay muchas cosas que van másallá de usted y de mí. Desde hacecasi diez años, la camarilla de Docha estado haciendo de su capa unsayo. Pero esta vez parece que vana perderlo todo en las próximaselecciones. Están empezando adesesperarse y andan en busca deun pretexto para desacreditarme. Yusted podría ser ese pretexto.

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—No veo para qué les puedoservir —repuse—. Y además, tengoentendido que puede usted seguir enel cargo tanto tiempo como quiera.

—Es verdad que llevo treintaaños en el cargo, pero eso noimplica que pueda seguirocupándolo eternamente. Y cuandome vaya, todo pequeño esfuerzoreformista se irá conmigo. Unescándalo de primera magnitudsiempre puede llevar al cese de unfuncionario, y cuanto más honestosea ese funcionario, peor lo va a

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tener. O lo perderá todo o tendráque ceder en tantas cosas que ya nopodrá hacer nada en su trabajo.

—Pero...—Sí, ya lo sé. No fui yo quien

firmó su libertad condicional. Perosí que di mi consentimiento, así quesoy responsable de usted. Si semete en un lío de importancia, yotambién saldré perjudicada. Y sisalgo muy perjudicada, todo elprograma de reformas en esteestado se irá al garete. Eso dejaríaautomáticamente a la camarilla de

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Doc al mando. En este estadosiempre gana el mismo partidopolítico. Los electores no votan afavor de unos candidatos, sino encontra de otros.

—Entiendo —dije—. Pero ¿dequé modo pueden utilizarme paradesacreditarla?

—No lo sé, Red. Pero hayvarias cosas que usted podría hacery que me meterían en seriosproblemas. Por eso quiero que seasincero conmigo. Y así yo loayudaré en la medida de lo posible,

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Red. Se lo prometo.Se levantó con aire fatigado y

se sacudió con la mano su faldaperpetuamente arrugada. El fuertesol cincelaba cada una de lasarrugas de su rostro áspero ymacilento. El desteñido moño sobresu cabeza tenía más de grisáceo quede rojizo.

Me levanté a mi vez, yentonces me miró un momento a lacara, entrecerrando los ojos paraprotegerlos del sol. Me cogió delbrazo, me empujó ligeramente a un

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lado y echó a andar ladera abajo.Al contemplarla, al verla

caminar con sus zancadas firmes yseguras, me sentí un tantoavergonzado, sin saber bien porqué. Me entraron ganas de corrertras ella o de llamarla. Pero mequedé donde estaba, sin abrir laboca.

Sabía que estaba cometiendoun error, pero aún no me dabacuenta de lo serio que era ese error.Sencillamente, sabía que no podíahacer otra cosa.

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La Capital Car Company tenía ungran aparcamiento de ventas en unextremo del barrio comercial delcentro. Un vendedor me indicó quefuera a una pequeña oficina demadera, rodeada de automóviles ycasi escondida tras ellos. Mepresenté ante el encargado, unhombrecillo dinámico y con variosdientes de oro en la boca.

—Sí, sí, claro —recordó al

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momento—. Su señora se lo hacomprado. Una señora muyelegante, elegante a más no poder.¿Quiere ver el coche?

—Estaba pensando enllevármelo —dije.

—Puede llevárselo o dejarlodonde está, como prefiera. Su mujerdijo que igual querría dejarlo untiempo aquí. Una señora muyelegante.

—Mucho —convine.Me condujo junto a una hilera

de coches y se detuvo frente a un

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Ford cupé. En absoluto se tratabade un viejo cacharro, a pesar de quetenía la carrocería rayada ydescolorida. Los neumáticos erannuevos. Levanté el capó y vi que elmotor estaba tan limpio como si lohubieran estado limpiando con aguay jabón.

—Un chollo de los de verdad—observó Rivers—. Si no se lohubiera vendido antes a su esposa,seguramente podría haberme sacadodoscientos o doscientos cincuentadólares esta mañana. Una mujer

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mayor estuvo mirándolo con muchointerés, y estaba claro que tambiénentendía de coches.

Un empleado de la empresa,un joven negro, se encargó deconducir el coche y aparcarlodelante de la casa de Doc. Riverslo siguió en auto, para llevar alempleado de regreso al centro.

Dejé el cupé y el coche delparque móvil del estado aparcadosjunto a la acera y eché a andar porel jardín hacia la casa. Cuandosubía por las escaleras en dirección

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a la puerta, la persiana de una delas ventanas se movió y, al entrar enla vivienda, la señora Luther resultóestar de pie junto a la puerta de suapartamento.

Iba vestida con una bata deseda, bajo la que llevaba puesto uncorpiño de una tela muy brillante.Me sonrió y se apartó de la puerta,invitándome a entrar.

—¡Es usted de lo que no hay!—exclamó—. ¡Ya se ha enteradode la sorpresa que le habíamospreparado!

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—¿Doc está en casa? —pregunté.

—No, nada de eso. Lleva todoel día fuera. Pase, pase...

Entré, haciendo lo posible porno acercarme a ella. Cerró lapuerta, me dedicó otra sonrisaradiante y me llevó hasta uno deaquellos sofás demasiado mullidos.Me empujó hacia el sofá con airejuguetón.

—Bueno, ¿cómo ha llegado aenterarse?

—¿Se supone que no tenía que

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enterarme? —pregunté.—Pues claro que no. Todavía

no.—Ah... —titubeé—. Bueno,

pues ya puede imaginárselo, señoraLuther. El Departamento deCarreteras todos los días recibe unlistado de las transacciones deautomóviles. Vi que era dueño deun coche, así que fui y me lo llevé.¿No tendría que haberlo hecho?

—Bueno, a lo hecho, pecho.Pero, claro, lo que teníamospensado era regalárselo por su

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cumpleaños.—Son ustedes muy amables,

pero me temo que se trata de unerror. Mi cumpleaños fue en marzo,hace más de dos meses.

—¡No me diga! —exclamó—.¡Pero si el doctor pensaba que eraen mayo...!

—Una confusión. Pero si Doco usted quieren que les devuelva eldinero...

Negó con la cabeza. Estabasegura de que el doctor no querríaeso. Murmuré nuevos

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agradecimientos, al tiempo que mepreguntaba qué era lo que seescondía tras aquel rostro tanhermoso como insulso.

Mayo y marzo. Era muyposible confundir un mes por otro.Y el regalo de un automóvil teníasus antecedentes en otras muestrasde generosidad que Doc me habíabrindado. No necesitaba un coche,ahora mismo, pero lascircunstancias podían cambiar.¿Qué motivos reales tenía parasospechar?

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De pronto miré a Lila Luther ycapté un brillo peculiar en sus ojos.Un brillo que denotaba tantovergüenza como hambre. Le sonreíy me devolvió la sonrisa; contimidez, un ligero rubor se extendiópor sus mejillas morenas. La propiaLila reparó en que se habíaruborizado y trató de disimular.

Extendí la mano y, con losdedos, reseguí sus pechos.

Dio un respingo, pero no seapartó. Siguió sentada y a la espera,mordiéndose el labio.

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—No se comporta usted comode costumbre, señora Luther —dije—. ¿O sí que se está comportandotal como es? O lo uno o lo otro.

—N-no sé qué quiere decir. —Vi que la mente se le aceleraba,tratando de pensar y de no pensar ala vez—. ¡N-no tiene derecho ahacerme preguntas!

—Durante un tiempo se meestuvo insinuando una y otra vez —expliqué—, sin que le importaramucho dónde o cuándo. PeroHardesty entonces le pidió que lo

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dejara de una vez, y al momento lodejó. Con lo que no contaba era conque fuera yo el que me insinuara. Yahora que acabo de hacerlo, nosabe qué hacer.

—Yo... —Los ojos se lehabían puesto vidriosos—. Sí séqué hacer.

—¡Suéltelo de una vez!Alguien le sugirió que empezaracon toda esa comedia. Y luego lepidieron que la dejara. ¿Quésignifica todo esto?

No respondió. Se acercó un

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palmo, entreabrió los labios yparpadeó perezosamente. Daba laimpresión de haber aspirado aireprofundamente y de seguirmanteniéndolo en los pulmones.

Se trataba de una buenaactuación, si efectivamente lo era.Decidí comprobar si todo era falso,y, si fingía, hasta qué punto erabuena. Agarré el corpiño con ambasmanos y lo estiré hacia fuera yhacia abajo.

Se soltó como si fuera depapel, y a continuación ella cayó

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sobre mi cuerpo. Me rodeó con losbrazos y gritó:

—¡P-Pat! —Casi fue unsollozo, frenético, histérico,preñado de pasión—. Oh, Pat...

Dejé que me empujara haciadelante y hacia abajo. Seguíamos tumbados el uno al ladodel otro, pero yo estaba pensando.Sus cabellos rubio ceniza estabandulcemente húmedos junto mirostro, y sus labios me acariciabanla oreja, besándome, susurrantes.

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Su cuerpo suave y maduro empezó amoverse otra vez, tanteando elterreno.

Pero yo seguía pensando.«¿Qué pasaría si Doc entrara

en este momento? ¿Qué pasaría si lapuerta se abriera y...?».

La puerta se abrió.En la mesita había un cepillo

de plata y en el metal apareció elreflejo de la puerta. El reflejo deDoc.

Y entonces, con tanta suavidadcomo había sido abierta, la puerta

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se cerró.Terminó de cerrarse, y, sin

apenas hacer ruido, la puerta delporche se abrió y se cerró unmomento después.

Al cabo de unos segundos oí eltranquilo ronroneo de un motor quese alejaba. Cada vez más lejos.

Doc, el marido enloquecidopor los celos, acababa de ver esto.¡Esto! Y se había ido en su coche.

Todo había sucedido encuestión de segundos, en menos deun minuto. Con demasiada rapidez

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para que se produjeranestupefacción y miedo. Y LilaLuther no había visto ni oído nada.

Me senté. Finalmenteempezaba a sentirme estupefacto.Una gélida sensación de debilidadcomenzaba a expandirse por mipecho y mi garganta, y por mi frenteempezó a correr un sudor frío.

—¡Cariño! —Lila también sesentó; su expresión era una mezclade ansiedad y hambre—. ¿Qué es loque pasa?

—No lo sé —respondí—•. De

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pronto me he sentido un pocoenfermo.

Quería decírselo, explicarle losucedido, pero la razón convertidaen sinrazón me mantenía ensilencio. Quizá fuera mejor que nolo supiese. Si se enteraba, eraposible que se precipitase unacrisis. El cómo y el porqué no lossabía, pero me daba cuenta delpeligro. No podía confiar en ella.Me había mentido en lo del coche.No había hecho más que mentirme,en sentido figurado, desde mi

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llegada a esa casa. Ella sabía loque estaba cociéndose y yo no, y siahora le contaba lo que acababa depasar...

No lo sabía. No sabía qué eralo que iba a suceder. Pero nopensaba contárselo paraaveriguarlo.

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El rótulo en el cristal esmerilado dela puerta anunciaba:

E. A. EGGLESTON

INVESTIGACIONES El despacho se encontraba en unviejo edificio de cinco pisos queestaba cerca del mercado públicode la ciudad.

Me dije que no podía ser undetective demasiado bueno si tenía

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el despacho en un lugar así. Perotampoco tenía que ser demasiadobueno para averiguar lo que yoquería saber, y tampoco queríarecurrir a un profesionalverdaderamente despierto, muycapaz de tener ideas propias yllevarlas a la práctica.

Era alto, de rostro delgado yexpresión adormilada. Cuandoentré, tenía los gastados zapatos desuela de caucho sobre el escritorioy las manos grandes y huesudascruzadas sobre el estómago. En la

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cabeza llevaba encasquetado unarrugado sombrero gris.

No se llevó la mano alsombrero ni se movió un ápicedurante la media hora o así queestuve en el despacho.

—Cosgrove —dijo con unavoz suave y profunda—. ¿A qué sededica usted, Cosgrove?

—¿Necesita saberlo ahora? —pregunté.

—Tengo que saber si alguienpuede estar interesado en matarlo.Si está metido en un negocio, por

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ejemplo, que pudiera resentirse desu ausencia permanente.

—No es el caso.—¿Le debe pasta a alguien?

¿Hay alguien que pudiera perderdinero si un día la palma?

—No.—¿No tiene familiares

cercanos? ¿No tiene mujer?—No.—Pero ¿piensa que alguien

puede haberle hecho un seguro devida sin que usted lo sepa?

—Yo... sí.

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—¿Por qué?—Bueno, tampoco es que lo

piense —respondí—. Sencillamentehe pensado que podría ser unaposibilidad.

No dijo nada durante un par deminutos. Por fin, cuando yaempezaba a pensar que se habíaquedado dormido, abrió la boca:

—Una vez fui al dentista a queme extrajera un diente. Tenía muyclaro que si me extraía ese diente,me iba a doler un carajo, así que ledije que me sacara otro. A mí me

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parece que está siendo usted tanlisto como yo lo fui esa vez.

Me reí.—No le estoy mintiendo de

forma deliberada, Eggleston. Perohay personas que se lo tomaríanmuy mal si se enterasen de que hevenido a hacerle una consulta deeste tipo. No puedo permitir que seenteren.

—¿Y?—Hace cosa de un mes, cierta

persona me hizo un favor muyimportante. Desde entonces me ha

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hecho otros favores. Yo nuncahabía tratado a esta persona antes yno se me ocurre que pueda obtenerningún beneficio a cambio de lo queha estado haciendo por mí. A no serque me haya hecho un seguro devida.

—Pues pregúntele a esapersona por qué le ha estadohaciendo tantos favores.

—No se lo puedo preguntardirectamente. Me ha dado aentender que ha obrado así por purafilantropía. Pero eso no encaja con

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lo que yo sé sobre esta persona.Siguió sentado inmóvil,

mirándose las manos.—Se me ha ocurrido que tiene

que existir algún tipo de registro deaseguradores en el que podríaencontrar esa información —continué—. Sin que la persona de laque le hablo llegue a enterarse, porsupuesto.

—Hum... —musitó—. Elencargo le saldrá por veintedólares, señor Cosgrove.

—Me parece razonable —

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dije. Saqué un billete de veinte y lodejé en el escritorio.

Levantó uno de los piesligeramente y arrastró el billete conel tacón.

—Nadie le ha hecho ningúnseguro de vida, señor Cosgrove.¿Alguna cosa más?

—Espere un momento —dije—. Le he pagado para que meproporcione cierta información y...

—Una información que acabode proporcionarle, y confundamento. He llevado muchos

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casos de pólizas de seguros. Y austed nadie le ha hecho una póliza...Siempre que me haya contado laverdad.

—Se la he estado contando,pero...

—Para que una persona lehaga un seguro de vida a otra, tieneque hacer gala de lo que se llamainterés asegurador. Esa personatiene que aportar pruebasrazonables de que la muerte delasegurado no le sería de mayorinterés que su supervivencia

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continuada. El fallecimiento delasegurado tiene que suponer unapérdida sentimental, como en elcaso de un marido y una mujer, unapérdida monetaria, o ambas a lavez. Por lo que entiendo, nadiepuede tener interés asegurador en supropia persona...

Según parecía, el detective notenía mucho más que hacer quedormitar y la cuestión de losseguros venía a ser una aficiónpersonal. Siguió hablando durantecasi quince minutos, sin apenas

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moverse o alterar su monocordetono bajo y suave, exponiendotodos y cada uno de los aspectosdel tema que pudieran serme deposible interés.

Finalmente se detuvo. Melevanté.

—Por cierto, señorCosgrove...

—¿Sí?—Una persona con los

estudios que salta a la vista queusted tiene tendría que saber que noestaba asegurada. Quien se mueva

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un poco por el mundo ha de tenerloclaro.

—Es posible que me hayapasado un tiempo sin movermedemasiado —respondí.

—Eso me parecía.—Por lo que yo sé —añadí—,

tenía bastante claro que nadie mehabía hecho un seguro, pero se meocurrió que las cosas habríanpodido cambiar recientemente.

—No tan recientemente, señorCosgrove. Usted todavía es joven.No puede haber estado mucho

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tiempo fuera de la circulación.—Adiós —dije.—Hace cosa de un mes que

conoce a esa persona —añadió consu voz monótona—. Esa persona leha hecho un gran favor. Y ustedtiene sospechas. ¿Por qué no sealeja de su compañía? ¿Odirectamente se marcha del estado,ya puestos?

Me detuve y me giré. Asintiócon la cabeza; seguía teniendo losojos adormilados.

—No puede irse, ¿es eso? Sí,

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es eso. No puede irse. Estoyempezando a pensar que quizá tengamotivos muy fundados paraalbergar sospechas. ¿Otros veintedólares, por favor?

Me acerqué de nuevo alescritorio y dejé caer un segundobillete. Lo barrió hacia sí con eltacón y preguntó:

—¿Cuánto tiempo ha estado ala sombra, señor Cosgrove?

—Me condenaron a estarencerrado entre diez años y cadenaperpetua. Y he cumplido quince

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años.—¿Y no conocía de nada a esa

persona que le consiguió su libertadcondicional... que la compró, porasí decirlo?

—Exacto.—Pues tiene usted razón,

señor Cosgrove. Tiene motivos másque sobrados para desconfiar. Aesa persona le hubiera resultadoigual de barato y fácil conseguirque le concedieran el indulto. Conel indulto, usted podría haberse idoadonde quisiera... lejos de la

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periferia de su benefactor. Esapersona no tiene nada de filántropa.

—Adiós —dije.—Eso mismo.Asintió con la cabeza y dio la

impresión de quedarse dormido.Me fui.

Más información... Unainformación que no sabía cómoutilizar.

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Uno de los peores efectos que tienela cárcel es el de convencer alindividuo de que siempre estáequivocado y todo lo hace mal; deque los demás tienen derecho ahacer lo que quieran con él,mientras que lo que él mismo hace,por error u otra razón, resulta porentero inexcusable.

Así era como me sentíarespecto a Doc, en relación con el

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hecho de que nos hubierasorprendido a Lila y a mí. A esasalturas estaba seguro de que meestaban obligando a trabajar encontra de mis propios intereses.Estaba seguro de que a Doc no ledebía nada, ni siquiera unadisculpa. Y, sin embargo, me sentíaculpable. Era como me sentía y nopodía evitarlo.

Esa noche me mantuve alejadode la casa hasta casi medianoche ya la mañana siguiente me fui muytemprano. A última hora de la tarde,

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la sensación de culpabilidad meresultaba un poquito menosatenazadora. Aún continuabasintiéndome incómodo, peroesperaba que, en caso de notarlo,Doc lo atribuyera a lo sucedido conel coche.

Hice mención al asunto delautomóvil tan pronto como entró enmi habitación.

—Hum... —con expresiónpensativa, asintió con la cabeza—,tendría que haberme imaginado queMyrtle recibiría la notificación de

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la transacción.—Muchas gracias, de todas

maneras —dije.—No hace falta, Pat. El año

que viene trataremos de hacerlo unpoco mejor.

Se marchó al cabo de unosminutos, tras tomarse una copaconmigo. Me tumbé en la cama,aliviado, pero odiándome a mímismo por el alivio que sentía.

Willie entró para retirar losplatos de la cena y traté deconvencerme de que había sido él,

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y no Doc, quien me habíasorprendido junto a Lila. Willie enaquel momento sin duda estaba enla casa, mientras que Doc no teníarazón para encontrarse en ella a esahora.

Pero sabía que no habíasucedido así. Era Doc quien noshabía visto. Doc esperaba que mepresentara en casa a esa hora, porla cuestión del coche. Lo másprobable era que me hubiera estadosiguiendo desde el aparcamiento. Yal vernos a Lila y a mí...

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¿Cómo se explicaba que nohubiese reaccionado del modopredecible, de la forma que cabíaesperar en un marido desquiciadopor los celos como Doc? ¿Quizá seproponía ajustarme las cuentas mástarde, cuando yo menos me loesperase? ¿O simplemente se habíacontenido por razones tácticas,porque un estallido arruinaría elplan del que yo mismo formabaparte?

Podía ser una cosa, la otra oambas. Y también podía ser que...

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Me senté en la cama de golpe.¡Podía ser que a Doc en realidad lediese igual su mujer, que los celosno fueran sino una comedia por suparte!

Me levanté y empecé apasearme por la habitación.Revolucionado, casi estaba viendola solución al enigma.

¡Todo había sido puracomedia! Al reflexionar de nuevosobre el asunto, me daba cuenta deque ambos habían estadosobreactuando, y mucho. Doc

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siempre se las arreglaba paraaparecer en el momento másembarazoso. Lila se mostrabaarrogante y se mofaba de él de unaforma histriónica. Hasta habíallegado a tirarle un vaso de whiskya la cara.

En realidad eran dos actoresmuy malos, pero yo me habíadejado engañar. Me sentía tanimpresionado que tenía miedo deque Doc renunciara a seguir siendoel responsable de mi libertadcondicional. Así se lo había dicho a

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Hardesty, dejando entrever queestaba pensando en escaparme deallí, y la comedia entonces se habíaacabado de golpe. Porque noquerían que me fuera. Lo quequerían era que yo tuviera unaimagen muy determinada de Doc.

Todo encajaba. Hardesty lehabía hablado a Doc de nuestraconversación, y Doc entonces habíaordenado a Lila que me dejara enpaz. La víspera me había seguido acasa con intención detranquilizarme y calmarme un poco

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si Lila metía la pata en algúnmomento. Pero, al ver que Lila másbien se las estaba arreglandoperfectamente, se había marchadootra vez sin hacer ruido.

Pero ¿y Hardesty? ¿Por qué,cuando era evidente quedesconfiaba de Doc y lo detestaba,le había hablado de mi visita a subufete? Porque quería que yomismo compartiera su desconfianzay su odio. Su intención era la de irmanipulándome en esa dirección,hasta que sintiera lo mismo que él.

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Y, según ahora me parecía,Hardesty consideraba que aún nome había manipulado lo suficiente.Hardesty se decía que aún no podíautilizarme, que tenía que seguirmanipulándome un poco más paraque terminara de estar a punto.Hasta que ese momento llegara, suprincipal objetivo era el de que yono hiciera nada que pudieraprovocar mi regreso a Sandstone.

Myrtle Briscoe... Dejé depasearme y me senté otra vez.Myrtle. Ella por su parte me estaba

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utilizando para ir a por Doc. Yo erala cuerda que Myrtle le estabaentregando para que Doc terminarapor ahorcarse a sí mismo.

Y Doc... Doc había previstoque Myrtle se daría cuenta de lajugada y que reaccionaría de esaforma. Lo que Doc estaba haciendoera entregarle a su vez una cuerda aMyrtle. Porque estaba convencidode que podría cerrar el nudo antesde que ella lo hiciera.

¿Y la señora Luther? ¿Estabacompinchada con alguno de los tres

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o acaso tenía su propio plan?¿Y Madeline...?No, Madeline, no... En ningún

momento había albergado ningunaduda sobre ella. El instinto tan solome decía una cosa sobre Madeline;que era buena persona y que mequería. Y si yo estaba equivocadoal respecto, entonces era que estabaequivocado en todo. Y era posibleque lo estuviese.

No sabía nada de nada. Tansolo contaba con suposiciones.Unas suposiciones que, al ser

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examinadas en detalle, seconvertían en ridiculas.

Si Eggleston en realidadestaba equivocado en lo referente aun posible indulto, la mayoría delas conjeturas no tenían el menorsentido. Era muy posible que Docfuese un amigo de verdad. Eraposible que comprendiese queestábamos siendo empujados a unasituación peligrosa y que quisieraevitarla a toda costa.

Qué demonios, pensé. Esotampoco terminaba de encajar.

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Era...Me rendí. Me desvestí y me

acosté. Y, sí, me quedé dormido.Uno tan solo puede darle vueltas ala cabeza hasta cierto punto, y esedía había cumplido de sobras.

El día siguiente suponía elcomienzo de mi segundo período detreinta jornadas en libertadcondicional. Telefoneé a la oficinade Myrtle Briscoe desde unsupermercado y le pregunté a quéhora tenía que presentarme en sudespacho. Me respondió secamente

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que no hacía falta que mepresentara, a no ser que quisieradecirle alguna cosa.

Le dije que no era el caso.Myrtle me colgó el teléfono almomento.

No mucho más tarde de lasnueve llegué al apartamento deMadeline, quien aún estaba en lacama. En lugar de salir a recibirmeen la puerta de la sala de estar, selimitó a asomar la cabeza tras laotra puerta, la que daba a sudormitorio.

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La cerró en cuanto entré en elcuarto, me abrazó con pasiónincontenible y se echó en la camaotra vez. Iba vestida con unospantalones cortos blancos y unsuéter sin mangas y del mismocolor.

Se tumbó entre las almohadas,levantó las piernas en el aire envertical y me sonrió traviesamente.

—Me parece que hoy no voy asalir de casa en todo el día —meanunció.

—¿Y vas a estar sola? —

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pregunté.—Me temo que no. —Dejó

caer las piernas sobre el colchón ybostezó—. Estoy cansadísima. ¿Mehaces un café, guapo?

—Claro —respondí.—Aprovecharé para vestirme

un poco. Así no tendrás ideasperversas.

Respondí que yo nunca teníaideas de ese tipo y me dirigí a lacocina.

Puse la cafetera sobre uno delos fogones y metí un par de

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rebanadas de pan en la tostadora. Acontinuación preparé una bandejacon una servilleta, mermelada ymantequilla y una naranja cortadaen rodajas. La cosa no me llevómás allá de cinco minutos. Estabaempezando a tener cierta práctica ala hora de prepararle el desayuno.

Cogí la bandeja y empecé adirigirme al dormitorio. Pero, depronto, me detuve en el umbral dela puerta de la cocina y me quedémirando con atención. La puerta deldormitorio seguía estando abierta,

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tal como la había dejado, y podíaver a Madeline con tanta claridadcomo si estuviera a su lado en lahabitación. Y lo que veía provocóque me quedara boquiabierto y unestremecimiento recorriera miespalda.

Los pantalones cortos y elsuéter descansaban en el suelo, asus pies. Se había puesto unasbraguitas blancas y tenía las manosen la espalda, ocupadas en abrocharel cierre del sujetador. Madelineestaba por completo sumida en sus

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pensamientos. En ese momento noestaba pensando en vestirse, sino enalgo —en alguien— y esospensamientos nada tenían deagradables.

Hasta entonces, incluso cuandose mostraba seria, siempre semostraba alegre, de buen humor,risueña. Nunca la había visto deotro modo. Porque ella siemprehabía tenido buen cuidado de queno la viera de otro modo. Peroahora no se veía ni rastro deaquella alegría y aquel buen humor.

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Me resultaba casi imposible creerque esa fuera la misma muchacha,la misma mujer... Esa mujer cuyorostro en ese momento era unaespantosa y siniestra máscara deodio.

Volví a entrar en la cocina yesperé un minuto o dos. Entoncesme puse a silbar y eché a andarhacia el dormitorio otra vez.

—Pero, bueno —dijo ella,mientras dejaba la bandeja sobre elatril de lectura—, ¿cómo es que hastardado tanto?

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—Hoy me he tomado mitiempo, ya ves —respondí con airecasual—. No quería pillarte mediodesnuda.

—¡Nooo! —exclamó—.¡Estoy segura de que nunca en lavida se te ocurriría!

Serví el café y me senté en lacama a su lado. Se había puestounos pantalones y un suéter, yestaba sentada entre las almohadas,con las rodillas en alto.

—Rico —dijo, mientrasmordisqueaba una de las rodajas de

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naranja—. Muy rico.Por primera vez desde que la

conocía, me resultaba difícil hablar.Responder a su charla incesante, asus traviesos juegos de palabras.Todo aquello resultaba grotesco ala luz de lo que acababa de ver.Tenía la impresión de estar siendoarrastrado a un juego de algún tipo,que la marea estaba empezando asubir hasta la altura de mi cuello.

Terminó de desayunar y leencendí el cigarrillo. La mano metembló ligeramente cuando acerqué

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la cerilla, y Madeline la sostuvo unsegundo con su propia mano.

—¿Se puede saber qué es loque te pasa esta mañana, Pat?

—¿Qué es lo que me pasa...?No añadió nada más. Volvió a

tumbarse, a la espera, con los ojososcuros inescrutables.

—Últimamente estoy un pocopreocupado —expliqué—. Igual setrata de eso.

—¿Por qué estás preocupado?—Por lo que pueda

sucederme. Por lo que me está

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sucediendo.—¿El qué?—Verás...Le hablé del episodio del

coche y de mi conversación conMyrtle Briscoe. De pronto seenderezó en la cama y me agarrópor los dedos.

—Pat —dijo—, ¿has pensadoen contárselo a Myrtle?

—Sí —contesté mirándola alos ojos—. He estado pensando encontárselo todo. Absolutamentetodo, con pelos y señales.

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Seguramente me devolverían aSandstone, pero está claro quetendría mucha compañía en el viajede regreso a la cárcel.

—Es posible. —Soltó misdedos y preguntó—: ¿Por qué no lohaces?

Su voz resonó sin inflexión;me estaba mirando tan fijamentecomo yo a ella. Yo acababa deproferir una amenaza, pero noterminaba de ver qué me habíareportado a cambio. Un consejo,quizás, u otra amenaza.

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—Lo siento —me disculpé—.Eres la única persona con quienpuedo hablar, pero no parece queme esté sirviendo de mucho. Porsupuesto, no hay ninguna razón porla que tengas que ayudarme...

—¿Eso es lo que piensas, Pat?¿Lo que piensas de verdad?

—No lo sé —respondí—. Nosé qué pensar.

—No —convino—, y esa es turespuesta para todas las cosas. Noeres capaz de reconocer losproblemas de los demás; tan solo te

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interesan los tuyos. No te fías denadie, tan solo te fías de ti mismo.El hecho de que yo no te cuentetodo lo que sé lo interpretas comomuestra de que estoy en tu contra.No eres capaz de ver más allá.

—No me parece que sea así—dije.

—Sí que te lo parece, Pat. Y teequivocas al hacerlo. No te hedicho más cosas porque no esbueno para ti que sepas más.Acabarías por meterte en unproblema que te vendría grande,

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pero que muy grande.—¿Y se supone que tengo que

quedarme sentado y no hacer nada?—Más o menos. —Su

expresión se suavizó—. Por elmomento, guapo. Cuando seaposible hacer algo, ya te lo diré.

Apretó mi mano, se enderezóen la cama y me abrazó. Mearrastró hacia las almohadas, con sumejilla contra la mía, con los labiosacariciándome la oreja.

—Pobrecito Pat, mi pelirrojoquerido... —musitó—. No tienes

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que preocuparte más. Un poquitomás... y te olvidarás de todos tusproblemas.

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La trampa estaba empezando acerrarse, lo intuía. Todo me lodecía.

El lunes por la mañana meacerqué al edificio sede delgobierno estatal a dejarle un montónde hojas de inspección a RitaKennedy. Aquellas hojas no servíanpara nada, por supuesto, pero habíaque guardar las apariencias. Pormuy seguros que estuvieran en sus

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cargos, los empleados delDepartamento de Carreteras noquerían correr riesgos innecesariosahora que se avecinaban laselecciones.

Rita Kennedy no estaba, perohabía dejado el mensaje de quequería hablar conmigo. Me pasé eldía vagando con el coche y leyendo,hasta que por la tarde volví aledificio del gobierno.

Entregué las hojas a Rita,quien las aceptó con una alegresonrisa.

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—Disculpe que esta mañanano estuviera en el despacho, Pat.Espero no haberle causado ningunainconveniencia.

—En absoluto —respondí.—Me alegro. ¿Está lloviendo

ahora?Le dije que sí, que estaba

empezando a llover.—Pues qué fastidio —apuntó

—. A esta hora de la tarde no voy aencontrar ningún taxi. Y, porsupuesto, hoy precisamente hetenido que olvidarme el paraguas.

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—Tengo mi coche abajo —dije—. El coche del parque móvil,quiero decir. Si quiere, la llevo...

—Encantada —respondió alpunto—. Recójame el abrigomientras termino de cerrar conllave el escritorio, por favor.Quiero irme cuanto antes.

La ayudé a ponerse el abrigo yme cogió ligeramente del brazocuando salimos por la puerta.Siguió cogida de mi brazo mientrasíbamos por el pasillo y nosdirigíamos hacia el coche. Y su

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cuerpo insistía en apretarse al mío.—Ya hace días que quiero

hablar con usted, Pat —dijomientras ponía el coche en marcha—. ¿Podemos hablar mientrasconduce?

—Sí, claro —respondí.—Quizá sea mejor que no. El

tráfico me pone nerviosa y con tantalluvia, lo mejor es conducir concuidado. Mejor hablemos cuandolleguemos a mi apartamento.

—Muy bien —dije.—¿O quizá tiene prisa en

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volver a su casa? —preguntó.—No, nada de eso.—En ese caso, esperemos a

llegar. No voy a retenerlo muchotiempo.

—Tampoco pasa nada si lohace.

—Ya le digo que no va a serasí. Pero dejemos de hablar, porfavor.

Me dio su dirección y guardésilencio durante el resto deltrayecto. Me detuve ante un granedificio de apartamentos y un

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conserje armado con un paraguasnos acompañó hasta la puerta. Elascensor nos llevó casi al instante auno de los últimos pisos.

No sé cuántas habitacionestendría aquel apartamento. Perosaltaba a la vista que era tan grandecomo caro. Era el lugar indicadopara una persona con dinero yamante de las buenas cosas de lavida.

Una doncella negra nos ayudóa quitarnos los abrigos. Rita mepreguntó qué me apetecía beber.

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—Whisky escocés, si tiene.—Yo voy a tomar lo mismo...

Siéntese aquí junto al fuego, Pat.Cogí una silla y la situé junto

al hogar. Rita volvió al salón, sedetuvo a arreglar las flores de unjarrón que había sobre el piano decola y se quedó de pie junto alfuego. La doncella entró con lasbebidas y nos las sirvió. Rita mehizo un gesto de complicidadmirándome por encima del vaso, selo llevó a los labios y lo vació casipor entero.

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—Algo me dice que esto esbastante mejor que lo que les dande beber en Sandstone.

—Sí —reconocí—.Efectivamente.

—No se lo tome a mal, Pat —dijo—. El hecho es que en sumomento estuvimos comprobandosu historial, y a fondo. Porsorprendente que le parezca, en elDepartamento de Carreteras somosmuy cuidadosos a la hora decontratar a alguien.

—Hay que serlo —apunté.

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Ella soltó una risita.—Creo que le irá bien en el

departamento, Pat. Si termina dehacerse cargo de la situación. ¿Yase está buscando un nuevo padrino?Se lo digo porque Burkman estáacabado, ¿sabe?

—No —dije—. No sabía queBurkman estuviera acabado.

—Ya lo creo que sí. Estácantado que va a perder laselecciones. No estábamos segurosal cien por cien cuando locontratamos a usted, y nunca le

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decimos que no a un recomendadosin antes estar seguros al cien porcien de la situación. Por suerte parausted. Y para muchos otros.

—Bueno...—Somos el departamento con

mayor presupuesto y con másempleados. A los que estamosarriba, eso nos permiteperpetuarnos en el cargo. Si vemosque un candidato tieneposibilidades de ganar, empezamosa hacer caso a susrecomendaciones, aunque falte un

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año para las elecciones. Y cuandovemos que un hombre lleva las deperder, lo que hacemos esquitárnoslo de encima. Junto contodos sus recomendados. Noslibramos de él y de su gente, ydejamos el campo libre para elganador. Nos hemos librado deBurkman.

—¿Y van... van a librarse desu gente?

—Ya los hemos echado atodos. A todos menos a usted. Seme ha ocurrido que con usted

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podríamos llegar a un trato.—¿Qué clase de trato? —

pregunté.—Su empleo a cambio de

cierta información.—Yo no tengo ninguna

información que pueda serles deinterés.

—Seguramente soy mejor juezque usted para decidirlo. Tenemoscuriosidad. Hay cosas que noterminamos de entender. Doc se haestado esforzando mucho en sucaso. Y Doc es muy hábil a la hora

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de enfrentar a unos y a otros.¿Cómo se explica todo eso?

Sacudí la cabeza; yo apenasconocía a aquella mujer. La cosaestaba yendo demasiado lejos,demasiado rápidamente.

—No sé cuál es la respuesta—dije—. Y aunque la supiera,tampoco podría decírsela. Doc meha sacado de Sandstone.

—¿Y puede hacer que vuelvana meterlo en la cárcel?

—Sí. Pero no necesito que meamenacen para que me niegue a

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traicionar a un amigo.Asintió con la cabeza, con una

pequeña sonrisa, como si hubieraestado esperando dicha respuesta.

—Tengo la impresión de que amuchos de mis conocidos tampocoles vendría mal pasar unatemporadita en la cárcel. Pero,bueno, el empleo sigue siendo suyo,Pat. ¿Le apetece otra copa?

—No, gracias —respondí—.Aunque quizás haría usted mejor encesarme del trabajo.

—Tonterías —dijo—. No sea

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melodramático. Si se las arreglapara enterarse de algunainformación útil, lo ayudaré en todolo que pueda. En un caso así, tansolo podría ayudar a Doc pasándoleparte de su salario.

—No tendría ningún problemaen hacerlo.

—Veo que está decidido aseguir con nosotros. Antes noterminaba de verlo claro. Le diréque siempre prestamos muchaatención a las transacciones devehículos en el estado. Y por un

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momento pensé que quizás estuvierapensando en irse.

—No, señorita —respondí—.Estamos hablando de un cochebastante viejo. Lo he compradopara dar unas vueltas con él de vezen cuando.

—¿Ah, sí? Tenía entendidoque estaba haciendo uso del cochedel parque móvil en sus horaslibres.

—Cierto —dije—. La ideaque tengo es la de restaurar eseviejo coche en mis ratos de ocio y

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revenderlo después.—Entiendo.—No puedo irme, señorita

Kennedy. Eso supondría quebrantarlos términos de mi libertadcondicional.

—Lo suponía —dijo ella—.Por eso me parecía todo muy raro.Si se marchara de aquí, podríaterminar pagándolo muy caro, Pat.¿Y qué podría ganar?

—Nada. No voy a irme.Sonrió y sacudió ligeramente

los grises cabellos en su cabeza.

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—¿Ha leído usted un librollamado Safo, Pat?

—No... Sí. De AlphonseDaudet, ¿no?

—No sé si lo recuerda, elprotagonista del libro también tieneunas obligaciones ineludibles. Unacarrera profesional, el orgullo de sufamilia. Y todo cuanto tiene queganar son las atenciones de unafulana. Una fulana inusualmenteencantadora... Pero todas lo son, siun hombre se enamora de ellas, ¿nole parece?

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—No sé de qué me estáhablando.

—Estoy hablándole de laseñora Luther.

—Ah —repuse. Y creo quesuspiré con alivio en mi interior.

—Sería muy fácil para ustedenamorarse de ella. Yo no loculparía en absoluto.

—Pero no es el caso.Me dije que Rita Kennedy no

podía haber oído rumor alguno.Pero si por la ciudad efectivamentecorrían tantas habladurías, si en

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realidad se había enterado de losucedido entre ella y yo...

—¿Cómo reaccionaría si ledijera que es usted un mentiroso?

—Bueno —sonreí—. Viniendode usted, lo aceptaría.

—En ese caso, puedeconsiderar que acabo de decírselo.

—Muy bien —repuse.—Yo en su lugar pensaría muy

bien en todo. No tengo demasiadobuena opinión de Doc, pero hay quereconocer que ha hecho mucho porsu esposa y que no va a renunciar a

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ella fácilmente. Cada hombre tieneuna obsesión, algo por lo queestaría dispuesto a matar. Deje a laseñora Luther en paz. No serelacione con ella en absoluto nipermita que ella se relacione conusted.

—Me temo que... —Me mostrédubitativo—. Me temo que notermino de entender adonde quiereir a parar, señorita Kennedy. Laseñora Luther tiene cierta tendenciaa coquetear con los hombres, sinque importe mucho si el hombre en

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cuestión está interesado o no...—No es a eso a lo que me

estoy refiriendo.—Vaya...—¿Quiere tomar otra copa?

Tengo que empezar a vestirme encuestión de cinco minutos.

—No, gracias. —Me levanté—. Le agradezco que haya queridohablar conmigo, señorita Kennedy.Pero diría que ha oído usted algoque sencillamente no es verdad.Alguien le ha estado informandomal sobre mí.

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—A mí nadie me informa mal.—Bueno, entiendo que no

quiera dar el nombre de esapersona. Pero si están corriendorumores de que yo...

—Buenas noches, Pat. Estaconversación no va a salir de aquí.Por eso no tiene que preocuparse.

—¿Y de qué tengo quepreocuparme?

—Buenas noches.Sonrió, pero daba la impresión

de estar irritada o, más bien,decepcionada. Parecía como si de

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pronto fuera a exclamar: «¡Diosmío!».

Bajé en el ascensor, subí alcoche y cerré la puerta conviolencia. Era tarde y la lluviaprovocaba que la noche fuera másoscura aún. No me enteré de queestaba allí sentado hasta que habló.Hasta que una cerilla se encendió eiluminó un rostro bajo un sombrerode ala flexible.

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Lo reconocí justo a tiempo para noacabar soltándole un puñetazo. O,mejor dicho, para detener elpuñetazo que ya iba a propinarle.

—Esta es una buena manera dehacerse matar, señor Eggleston —leavisé mientras me echaba atrás enel asiento.

—No hay buenas maneras dehacerse matar, señor Cosgrove.Aunque entiendo por dónde va. No

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pensaba que fuese tan invisible.—¿Cómo me ha encontrado?—¿Que cómo lo he

encontrado? ¿Es que está tratandode evitar que lo encuentren?

—Ya sabe lo que quiero decir.—Sí. Y, bueno, tampoco ha

sido necesario exprimir al máximomis dotes profesionales. La personaque obtuvo su libertad condicionalsin duda tenía importantesinfluencias políticas. Unasinfluencias que seguramentetambién le habían servido para

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encontrarle un empleo. Unascuantas horas de observación, unascuantas preguntas formuladas condiscreción, y aquí me tiene.

—Me ha estado siguiendodesde la sede del gobierno estatal.

—Exacto. Pensé que seríapreferible a, pongamos por caso, ira verlo a casa del doctor Luther.

Giré la llave de contacto ypuse el coche en marcha. Elcigarrillo se le cayó de los labios alsuelo, y oí que lo apagaba con eltacón. También oí otra cosa más.

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—¿Se dirige a algún sitio enparticular, señor Cosgrove?

—Me parece mejor ir a algúnlugar donde podamos hablar concalma —respondí.

—Aquí podemos hablar muybien. Pero siga conduciendo, si asílo prefiere. Y espero que no tratede hacer alguna cosa que meobligue a disparar.

—Maldita sea. —Reí y apaguéel motor—. ¿Por qué iba a haceruna cosa así?

—Porque igual piensa que

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represento un peligro para usted,por mucho que yo en realidad puedaserle de muchísima ayuda. Tengoalgo que venderle que es muchomás interesante que el silencio.Algo mucho más precioso desdecualquier punto de vista.

—Soy todo oídos.—Antes quisiera hacerle una

pregunta o dos. Y por favor, se lopido por su propio bien, sea lo máspreciso posible. En primer lugar:¿qué fue lo que llevó al doctorLuther a conseguirle la libertad

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condicional? ¿Habló con usted en elcurso de una visita a Sandstone? ¿Oquizá...?

—Le escribí una carta. A él ya unas cien personas más. Lutherfue el único que me respondió.

—Ah, bien. Muy bien.Entonces, usted por entonces no loconocía de nada, ¿es así?

—Es así —confirmé—. Se loacabo de decir.

—Segunda pregunta: ¿cuántotiempo transcurrió entre queescribió la carta y el doctor Luther

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empezó a hacer gestiones en sunombre?

—No lo sé con seguridad.Como decía, la suya fue una cartaentre muchísimas más. Pero esposible que transcurrieran unos tresmeses o así.

—Yo también lo creo posible,señor Cosgrove. De hecho, estaríadispuesto a jurarlo sobre unaBiblia. Y ahora...

—Un momento —corté—.¿Cómo puede estar tan seguro?

—Porque el momento se

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corresponde con otra acción, unaserie de acciones, mejor dicho, porparte del doctor Luther. Una seriede acciones que aportan un motivopara la obtención de su libertadcondicional. Y ahora, la preguntanúmero tres: ¿ha sucedido algunacosa que lo lleve a pensar queposiblemente se vea empujado a undesastroso enfrentamiento con eldoctor Luther?

—Sí —contesté.—¿La señora Luther?—La señora Luther.

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—No creo haber tenido elplacer de conocer personalmente aesa dama. ¿Se trata de una mujer debelleza espectacular? ¿El tipo demujer que puede provocar unenfrentamiento a muerte entre doshombres?

—Para mi gusto, ni por asomo—dije—. Pero hay muchos hombresque se volverían locos por ella.Seguramente conoce el tipo. Alta,rubia, guapa. Y una pelandusca.

Soltó un gruñido. Consorpresa, o eso parecía. Pero

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cuando volvió a hablar, lo hizo ensu habitual tono monocorde.

—Bien, esto es todo, más omenos, señor Cosgrove. Con lasalvedad de una pregunta retórica.¿Ha pensado alguna vez en el hechode que el doctor Luther estállegando al final de su trayectoriaen la política? ¿Y en queseguramente era consciente de queel final de dicha trayectoria estabapróximo en el momento en querecibió su carta?

—Lo he pensado más de una

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vez —respondí.—¿Y?—Vale —dije—. Tengo

curiosidad. Más que curiosidad.¿Qué es lo que tiene que decirme?

—Nada más, señor Cosgrove.Hasta que esté completamenteseguro, de forma muy precisa, deque efectivamente otorga un valor amis palabras.

—¿Cuánto?—Quinientos.—No los tengo.—Un problema menor. Puede

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obtenerlos. Un hombre que hapasado tanto tiempo como usted enun lugar como Sandstone sabe cómoconseguir dinero.

—¿Cree que voy a...?—Creo que va a hacer todo lo

necesario para hacerse con esosquinientos dólares.

—¿Y qué va a decirme acambio de quinientos dólares?

—La respuesta del enigma. Loque hay que hacer para que PatrickCosgrove siga con vida y enlibertad. Cuando sepa lo que yo sé,

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y así se lo haga saber adeterminadas personas, susproblemas van a esfumarse tanrápido como la proverbial bola denieve en el infierno.

—No sé bien qué decirle —repuse—. No veo cómo voy a...¿Cuándo quiere que le entregue esedinero?

—Antes de mañana por lanoche. Digamos que a las seis de latarde.

—No me deja mucho tiempo.—Creo que no le queda mucho

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tiempo, señor Cosgrove. A juzgarpor la forma en que se estándesarrollando los acontecimientos,me temo que cada vez le quedamenos. A no ser que mañana por lanoche sepa lo que yo sé en estosmomentos, esta información notendrá casi ningún valor parausted... Ni para mí.

—Pero, a la seis... —objeté—.Es posible que pase cualquier cosaque me impida llegar a esa hora.¿No podríamos quedar después dela cena, en torno a las ocho?

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—Para entonces será denoche. Y todos los demás quetrabajan en el edificio se habrán idoya de sus despachos.

—¿Y qué?—Buena pregunta. ¿Y qué?

Que si trata usted de pillarme porsorpresa, me encontrará más quepreparado. Más que preparado,repito. Así que yo en su lugar no mepresentaría con otra cosa encimaque no sea el dinero.

—¡Oh, vaya! —Me eché a reír—. ¿Y de qué iba a servirme una

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jugada así?—A las ocho, entonces.—A esa hora estaré.«Estaré allí antes de las ocho.

Estaré allí a la espera cuando vengausted de cenar».

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Doc daba marcha atrás con suautomóvil cuando salí por el porchede la casa. Me detuve en elcaminillo para dejarlo pasar. Sedetuvo a su vez y, sonriendo, con ungesto me indicó que me acercara ala ventanilla.

—¿Cómo va el trabajo, Pat?—preguntó—. Todavía no lo handespedido, ¿eh?

—Pues claro que no —

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respondí, mostrándomedebidamente sorprendido por lapregunta—. ¿Es que se supone quevan a echarme?

—Es posible que no. Quizásaún sea un poco pronto para ello. Austed no le han dicho nada sobreBurkman, ¿verdad?

—Ni palabra. —Negué con lacabeza—. ¿Es que hay algúnproblema?

—Bueeeno... —titubeó—.Nada de lo que usted tenga quepreocuparse. Vamos a tener que

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buscarle un nuevo padrino, pero esotampoco será tan difícil. Varios delos muchachos estarán encantadosde echarle una mano.

—Bien —repuse—. Pues mealegro de saberlo.

—Pero creo que lo mejor seráque le vaya presentando a unascuantas personas más. Le pediríaque estuviera a mi lado paraayudarme un poco mañana por lanoche. Hacia las ocho. Un grupo vaa venir de visita a esa hora.

Le dije que allí estaría.

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Suspiré con alivio. Si mehubiera citado para esa mismanoche a las ocho, no podríaencontrarme con Eggleston. Y si nome presentaba a esa cita...

Más me habría valido nopoder presentarme.

Fui en coche hasta el edificiodel gobierno estatal, di un par devueltas a su alrededor y me dirigíhacia el centro otra vez. Me desviéy volví hacia atrás varias veces,hasta asegurarme de que nadie meestaba siguiendo, y llegué al barrio

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de las tiendas y las oficinas al cabode una hora más o menos. Aparquéel coche en un aparcamiento y memetí en un cine.

Me escabullí de la sala poruna salida lateral que daba a uncallejón, me marché a almorzar yluego pasé un par de horas en labiblioteca pública. Y después mefui de compras.

Compré unas tijeras de lasempleadas para cortar alambre,pequeñas pero resistentes, un rollode cinta adhesiva, un par de guantes

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y una linterna de bolsillo. Cadacosa en una tienda distinta. Entré enun lavabo público, saqué todosestos artículos de los envoltorios yme los metí en distintos bolsillos.Salí otra vez a la calle y eché aandar sin prisas hacia el barriocomercial.

Eran poco más de las cinco dela tarde.

Al otro lado de la calle dondeestaba el despacho de Egglestonhabía un bar para obreros. Setrataba de un local mugriento y

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poco atrayente, desagradable perobien publicitado por el olor acerveza rancia y pescado frito. Nocomería allí ni aunque me pagaranpor ello, y estaba seguro de queEggleston tampoco lo haría.

Me senté a la barra, cerca dela entrada y pedí una copa. Mirépor la ventana llena de moscas.

La vista no era todo lo buenaque me hubiese gustado. Podía verlas ventanas del despacho deEggleston, pero no la entrada deledificio, que se encontraba en una

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calle lateral, cerca de un callejón.Bebí mi copa a pequeños

sorbos, a la espera, contemplandolas ventanas de su despacho. Nocreía que Eggleston hubieseadivinado mi plan. Me decía que silo hubiera adivinado, seguramenteme lo habría hecho saber, pues ental caso no le convendría seguiradelante con lo convenido. Tambiénera posible que no saliese a cenar,por supuesto. En tal caso tendríaque idear alguna otra cosa.

A las seis, las luces

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empezaron a apagarse en eledificio. Algunas de ellas siguieronencendidas unos minutos, pero lamayoría se apagaron al cabo depoco rato. Las persianas en lasventanas del despacho de Egglestonestaban echadas, por lo que no pudedeterminar si las luces seguíanencendidas o no.

Por fin, hacia las seis y media,cuando ya empezaba a anochecer,vi unas rotas líneas de luz en tornoa las persianas. Las vi justo unsegundo, lo que tardaron en

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desaparecer. Así que todas lasluces de aquel piso estabanapagadas ya. La situación era mejorde lo que había proyectado.

Esperé quince minutos más yfinalmente salí del bar.

En el edificio había dosascensores, pero tan solo uno deellos funcionaba a esa hora de lanoche. Empecé a mirar en el tablóndel vestíbulo las placascorrespondientes a los diferentesdespachos.

—¿Puedo ayudarlo en algo,

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señor?Negué con la cabeza sin

girarme.El encargado del ascensor

musitó algo entre dientes y oí uncrujido procedente de su taburetecuando de nuevo tomó asiento. Seoyó el zumbido de la señal delascensor y el tipo murmuró:

—Vaya.Se levantó y accionó los

mandos.—¡El ascensor va a subir,

señor!

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No respondí ni volví lacabeza. Cerró la puerta de golpe yel ascensor empezó a subir. Abrí lapuerta que daba a la escalera y mepuse a subir los escalones de tresen tres.

Al llegar al rellano del tercerpiso, oí que el ascensor bajaba deregreso y me quedé inmóvil hastaque sus luces centellearon unmomento en el vestíbulo antes dedesaparecer otra vez. Eché a correrpor el pasillo y doblé la esquina, almismo tiempo que me ponía los

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guantes.Sobre la puerta del despacho

de Eggleston había un montante decristal esmerilado que iba del techoal marco de la puerta. Dos cortascadenitas metálicas a uno y otrolado del montante permitían queestuviera abierto unos centímetros.

Corté las cadenitas con lastijeras y el montante cayó un pocohacia el interior. Me encaramé a lapuerta y me las arreglé para pasarpor la abertura. Aterricé de pie enla salita de espera, donde a punto

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estuve de pegármela contra unasilla. Puse la silla bajo el montante,me subí a ella y eché mano a lacinta adhesiva. Devolví el montantea su posición anterior y remendé lascadenitas con la cinta adhesiva.

Me senté y descansé unmomento.

Mi reloj marcaba las siete enpunto. Eggleston llevaría unostreinta minutos fuera. Dado quenuestra cita era a las ocho, no cabíaesperar que volviese antes demedia hora. Lo que me daba mucho

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tiempo... ¿para hacer qué?Fui a encender un cigarrillo,

pero al momento me metí otra vezen el bolsillo el paquete de tabaco ylas cerillas. Eggleston podía oler elhumo. O alguien podía ver elresplandor de la cerilla.

Volví a iluminar la esfera demi reloj con el pequeño haz de luzde la linterna. Treinta minutos pordelante y no era mucho lo que podíahacer, como no fuese esperar. Nosabía qué era lo que tenía quebuscar. Y, por lo demás, Eggleston

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difícilmente iba a dejar una cosa asíescrita en un papel. La tendría en lamente, para decírmela cuandollegase el momento.

Me pregunté si me resultaríamuy difícil hacerlo hablar.

Eché mano a las tijeras y melevanté. ¿Cómo de cerca de lapuerta podía situarme sin que meviera a través del cristal? ¿Y en quélado sería mejor que me situara?¿Aquí, a la izquierda, o al otrolado, para sorprenderlo por laespalda cuando abriese la puerta?

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Probablemente aquí. Eraposible que intuyese algo y sin dudavendría armado. Quizá no me diesetiempo a salir de detrás de la puertacon la suficiente rapidez.

Me senté a esperar. Y, poco apoco, sentí que la mirada se me ibahacia la derecha, hacia la puerta deldespacho en sí. Estaba cerrada, y eldespacho estaba a oscuras, y, porsupuesto, Eggleston no seencontraba dentro. No iba a estarallí sentado en la oscuridad. Notenía previsto que hiciese lo que

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acababa de hacer, así que, ¿paraqué iba a estar allí?

Lo pensé todo otra vez y losojos de nuevo se me fueron hacia lapuerta. Finalmente me levanté, medirigí a ella y giré el pomo.

No estaba cerrada con llave.La abrí con lentitud.Me agazapé de golpe y aplasté

la espalda contra el tabique.Finalmente me levanté, entré yencendí la linterna.

El haz de luz recorrió suescritorio. Eggleston tenía la cabeza

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caída hacia delante y los codossobre el mueble, con las manosinformes la una sobre la otra; lasilla estaba muy próxima alescritorio, sosteniendo su cuerpocontra él.

Eggleston no iba a hablar, niesta noche ni ninguna otra. No iba ahablar nunca más.

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Comprendí lo que había sucedidoantes de mirarle la cabeza.Eggleston había acercado la silla alescritorio y situado los codos sobreel mueble porque se disponía acontar algo —dinero—, y esa era lapostura natural a la hora de hacerlo.Allí había estado sentado, contandolos billetes, con la desconfianzaatenuada por el hecho de que lehubieran pagado sin rechistar y sin

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regateos. Y entonces, la persona —hombre o mujer— que le habíaentregado el dinero sin ponerobjeciones...

Moví la linterna. No podíaverle la cara; tenía la barbilladescansando sobre el pecho y elsombrero lo llevaba muyencasquetado. Pero sí que podíaverle la cabeza, por mucho quetuviera el sombrero puesto. Parte deella estaba desparramándose através de la copa del sombrero.Eggleston no había llegado a darse

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cuenta de nada.No lamentaba su muerte. Antes

había visto morir a hombres buenossin ninguna razón y Eggleston teníamuy poco de bueno, puesto que nisiquiera había sido honestoconmigo. Su propósito era cobrarpor uno y otro lado: que le pagasenpor su silencio, por una parte, y queyo por otra parte le pagase porhablar. Tendría que haber previstoque intentaría poner en práctica unajugada de ese tipo. El asesino síque lo había hecho.

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Rodeé el escritorio y abrí unode los cajones. En él no había másque una pipa, una lata de tabaco yuna botella de whisky barato mediovacía.

Si había algo de importanciaen la delgada carpeta con cartas, enel cuaderno de tapas ajadas o en lamedia docena de recibos firmadoso sin firmar, yo no sabía de quépodría tratarse. Lo más probableera que no hubiese nada de nada. Leregistré los bolsillos lo mejor quepude, sin mover su cuerpo.

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Encontré varios librillos decerillas, una billetera con suscredenciales y seis dólares en elinterior, un paquete y medio decigarrillos y una automática del 32cargada.

Lo dejé todo donde lo habíaencontrado y miré el escritorio. Enél no había más que un calendariogiratorio de despacho, de los quemuestran una lámina con la fechadel día. La fecha que aparecía erala de la jornada siguiente.

En ese momento no le presté

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mayor atención. Me volví y empecéa mirar por la estancia conatención, tratando de encontrar... nosabía bien qué.

Volví a mirar el calendario yde pronto me fijé. No podía tratarsede un error. Esa era una fecha queEggleston no podía haber obviado.

Giré la última lámina blancade la parte posterior. En ellaaparecía la fecha de ese mismo día,así como dos anotacionesgarabateadas: «Sra. Luth. 17.45»,«P. Cos. 20.00».

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Arranqué la lámina delcalendario y la hice trizas.Arranqué media docena de láminasmás de las correspondientes a lasfechas pasadas, las dejé caer en elfregadero, les prendí fuego y, unavez reducidas a cenizas, abrí elgrifo y las tiré por el desagüe. Ladesaparición de una de las láminasdel calendario podía ser un indicio.La desaparición de varias de ellasno.

El teléfono sonó y di unrespingo. Me aparté de él con un

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gesto automático, pero al momentolo cogí, dejé que diera en elescritorio y me llevé el auricular aloído.

Me quedé a la espera.Quienquiera que estuviese al otrolado también se quedó a la espera.Finalmente se oyó un susurro:

—¿El señor Eggleston?No conseguí distinguir si era

un hombre o una mujer. Esimposible distinguir cuando la otrapersona habla en susurros.

—Yo mismo —susurré a mi

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vez.—No puedo levantar mucho la

voz, señor Eggleston.—Yo tampoco.Confié en que mi respuesta

sonara a respuesta de Eggleston.—Siento no haber podido

acudir a nuestra cita, señorEggleston. En persona. Espero queno haya problema.

—Me temo que sí que lo hay—susurré—. Me veo obligado ainsistir en que venga a vermepersonalmente.

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—Eso me resulta imposible.No dije nada.—¿Por qué es necesario que

vaya a verlo?—Creo que ya lo sabe.—Ha conseguido el dinero,

¿no es así? Le han pagado según loconvenido, ¿no?

No iba a funcionar. No iba alograr que el otro o la otra viniera.Con lo que tan solo podía hacer unacosa. Sobresaltar a la persona quesusurraba para que se expresara consu voz normal.

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—Sí —susurré másprofundamente—. Me han pagadomuy bien. Aquí estoy sentado conlos sesos al aire. Muerto.

El truco tampoco funcionó. Loque siguió fue un corto silencio. Yel teléfono al otro lado de la línease colgó de golpe y con estrépito.

Aparté el cuerpo de Egglestondel escritorio de un empujón y loregistré a conciencia. Más me valía,ahora me daba cuenta, pues nopodía dejarlo allí. El momento dela muerte no podría ser establecido

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con exactitud; la policía loestablecería con una hora o mediahora de diferencia, como muy poco.Y dado que el verdadero asesinocontaría con una coartada a pruebade balas, el único sospechoso seríayo.

Existía la posibilidad de queel chico del ascensor no seacordara de mi presencia en elvestíbulo. Existía la posibilidad deque fuera incapaz de describirme sise acordaba de mi presencia. Peroyo estaba fichado por la policía

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como criminal y me encontraba enlibertad condicional, de forma queno podía asumir ningún riesgo.Fuera como fuese, tenía quellevarme el cuerpo del edificio. Yesconderlo. En el río, seguramente.

Mi registro no produjo másresultado que unas cuantas llaves,unas monedas y otra cajetilla máscon algunos cigarrillos dentro.Volví a meterlo todo en el bolsillode su americana, di un paso atrás yestudié el cadáver un segundo.Había sangrado muy poco, y la

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poca sangre había sido absorbidapor el sombrero y el pelo. Ya noestaba sangrando en absoluto. Nohabía manchas que limpiar. Loúnico que quedaba por hacer erallevármelo de allí.

Y nada más.Probé la otra puerta que

comunicaba con el pasillo, que noestaba cerrada. Podía haber entradopor ella, sin necesidad deencaramarme al montante. Eché unaojeada a las remendadas cadenitasque sostenían el montante. Las

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encontrarían y sin duda seextrañarían, pero, en ausencia de uncadáver, tampoco les parecerían tansignificativas. Con el tiempo, porsupuesto, la desaparición deEggleston provocaría que se abrierauna investigación. Pero paraentonces yo ya habría resuelto elenigma del doctor Luther, o con esocontaba. Para entonces sabría quéera lo que Eggleston había sabido y,en consecuencia, quién le habíamatado.

Pero eso era algo en lo que

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tenía que pensar más tarde, cuando,quizá, tuviera algún indicio en elque pensar. Ahora, lo primordialera llevarme el cuerpo de Egglestonde allí.

Abrí la puerta, miré al exteriory la cerré de nuevo. Volví aldespacho, me eché el cuerpo enbrazos y lo llevé hacia la puerta,que abrí con los dedos. El pasilloseguía desierto. Los demásdespachos estaban en silencio y aoscuras.

Dejé que la puerta se cerrase a

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mis espaldas y caminé a pasorápido por el corredor hasta llegara la esquina. Asomé la cabeza;tampoco había moros en la costa.Seguí andando todo lo rápido queme era posible con aquel pesomuerto en los brazos.

Llegué ante las puertas de losascensores y dejé el cadáver frenteal que estaba fuera de servicio.Jadeante, pulsé el botón de llamada.Tenía el coche aparcado a dosmanzanas de distancia. Iba anecesitar cinco minutos en total.

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Dos minutos para llegar hasta allí.Un minuto para sacar el auto delaparcamiento. Dos minutos máspara volver.

Tan solo cinco minutos.Oí el clang metálico de la

puerta del ascensor en el vestíbulode la planta baja. Los cablesempezaron a chirriar. Me pegué a lapared, a la espera.

La luz se proyectó en elpasillo cuando el ascensor llegó alrellano. La puerta vibró y se abrióde golpe.

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—¡Ascensor de bajada! —gritó el ascensorista con vozmalhumorada.

Contuve el aliento y cerré elpuño hasta convertirlo en una boladura y forrada en cuero.

—¡Ascensor de... —asomó lacabeza—... ufff!

Mi puño se estrelló contra subarbilla como lo hubiera hecho unmartillo. La cabeza se le fue haciaatrás un segundo y se desplomócomo un fardo. Lo agarré antes deque diera contra el suelo, lo tumbé

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sobre el piso del ascensor y lepalpé el corazón. Latía con rapidezpero con firmeza. Con la salvedaddel labio roto allí donde los dientesse habían hincado, no estabalastimado de veras.

La puerta se había cerrado deforma automática. La abrí otra vez yla mantuve abierta con un piemientras salía y arrastraba aEggleston al interior. Un momentodespués, tras haberme hecho unaidea de cómo operar los sencillosmandos del ascensor, hice que se

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detuviera entre dos pisos.Me dejé caer sobre el taburete

y me aparté el sudor de los ojos conla mano. Casi al momento, elrecuerdo de que la puerta eraautomática hizo que me levantasede golpe.

No podía dejar la puerta sujetay abierta mientras iba a por elcoche. No con un hombre muerto enun rincón del ascensor y otro sinsentido en el rincón opuesto. Eraposible que por el edificio nocirculase mucha gente a esa hora de

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la noche, pero estaba claro que algode circulación había. De locontrario no habría un ascensor enfuncionamiento.

Registré los bolsillos delascensorista y encontré lo queandaba buscando, algo que habíavisto otras veces: una barra dehierro corta y delgada. Una «llave»de ascensor. Al encajarla en dospequeños agujeros superpuestos enlas puertas de un ascensor, permitíaabrir estas desde el exterior.

La guardé en mi bolsillo,

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apagué la luz y llevé el ascensorhasta la planta baja. Miré por laventanilla de cristal y vi que en elvestíbulo no había nadie. Salí delascensor, y la puerta se cerró degolpe a mis espaldas. Fui a la calley seguí andando con rapidez.

Al volver torcí a la izquierdacon cuidado y detuve el coche apoca distancia de la entrada deledificio. La calle estaba a oscuras.La única iluminación era la queprocedía de las tenues lámparas delvestíbulo.

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Dejé el motor en punto muerto.Entreabrí la portezuela derecha ysalí por la izquierda, que dejéabierta de par en par a misespaldas.

Llegué ante la entrada... y medetuve. El corazón dejó de latirmeun segundo. Alguien estaba dentro.Aporreando la puerta del ascensor.Aporreándola y, ahora, gritando ala vez.

Me obligué a pasar de largo.Caminé lentamente por la acerapara echar una mirada de reojo al

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interior al pasar junto a la puerta.No pude ver bien al hombre y él nipor un instante miró en midirección. Estaba demasiadoocupado en aporrear y patear confuria la puerta del ascensor.

Aguardé un momento en elcallejón, di media vuelta y eché aandar hacia allí otra vez. ¡Estabaperdiendo un tiempo precioso! Loscinco minutos que me había dado demargen habían transcurrido ya.Incluso si el recién llegado dejabade aporrear la puerta del ascensor,

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el ascensorista terminaría porvolver en sí en cualquier momento.Y si la cosa seguía de esa guisa, sino me era posible entrar de unavez...

El estrépito fue subiendo detono, hasta ser infernal de veras.Pero de pronto cesó, y unas pisadasresonaron en el vestíbulo. Yentonces se oyó otro ruido: el de lapuerta de las escaleras al cerrarse.El otro se había rendido y habíadecidido subir a pie.

Fui corriendo hacia la entrada,

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mirando a uno y otro lado de lacalle. Todo en orden. Gracias aDios ese edificio estaba dondeestaba, y la entrada daba a uncallejón. Crucé el vestíbulocorriendo, saqué la llave delascensor del bolsillo y la encajé enlos dos agujeros superpuestos en loalto de la puerta.

Del interior del ascensorestaba llegando un zumbidocontinuo. Alguien estaba pulsandoun botón de llamada con intenciónde bajar. Varias personas a la vez,

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a juzgar por lo continuo delzumbido. Lo más probable era quealgunas de ellas ya estuviesenbajando a pie por las escaleras. Nopodía esperar ni un segundo más.¿Qué pasaría si me encontraban allíjunto a un cadáver...?

Había algo que estababloqueando la puerta del ascensor,impidiéndome abrirla. No habíaforma de que se abriera. Conseguíque se abriera unos centímetros,pero... pero...

El zumbido de las llamadas

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era cada vez más intenso. De algunode los pisos superiores me llegó elsonido de un portazo propinado conrabia. Y luego el de otro más. Yluego el de unas voces que estabanhablando a gritos, seguidas por elsonido de unos pasos que bajaban.

Logré abrir la puerta un par decentímetros más. Dejé caer la llave,metí ambas manos en la abertura ytiré de la puerta a un lado con todasmis fuerzas.

La puerta chirrió y gimió... yse abrió de sopetón. Y el

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ascensorista entonces apareciótrastabillando. Había recobrado elsentido, parcialmente. Alencontrarse apoyado contra lapuerta, la había mantenidobloqueada con el peso de sucuerpo.

Estaba desplomándose en midirección, con las rodillas flojas yla cabeza gacha. Le solté underechazo. Salió proyectado deespaldas hacia el interior delascensor, se estrelló contra una desus paredes y cayó de bruces al

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suelo.Le había dado demasiado

fuerte. No había sido mi intención,pero no era el momento paradetenerse a pensar en ello. Traté deno mirarlo.

Levanté el cuerpo deEggleston. Abrí la puerta con unamano y salí tambaleándome. Ahoraera cuestión de unos pocossegundos. Tan solo necesitaba unossegundos para meter el cadáver enel coche y escapar. Las pisadas quellegaban por las escaleras sonaban

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cada vez más cercanas. Habíandejado atrás el segundo piso. Lapuerta de acceso al vestíbulo seabriría de golpe en cualquiermomento y...

Fui corriendo hacia la salida.Tan solo unos metros me separabande ella. No tenía más que cruzar elvestíbulo y la acera para llegarhasta el coche. Unos metros más y...Y no pude cubrirlos. No podía niretroceder ni seguir adelante.Alguien acababa de situarse en lapuerta de entrada al edificio.

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Un policía de uniforme azul.

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El agente estaba mirando algo en lacalle en el momento de situarse enla puerta y seguía con la cabezagirada en esa dirección Me detuveen seco, momentáneamenteparalizado por el anonadamiento yel miedo. Y entonces, cuando elpolicía empezó a volver el rostrohacia mí, actué. Hice lo único quepodía hacer.

Fui corriendo hacia él y le

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eché el cadáver encima.El cuerpo le golpeó en lo alto

del pecho, obstaculizándole lavisión —o eso esperaba— yhaciéndolo caer de espaldas. Soltóun grito y se enzarzó a ciegas con elcadáver, mientras yo salíacorriendo por un lado en direcciónal coche.

Cerré las dos puertas de golpe,pisé el acelerador a fondo. El motorpetardeó y rugió y el vehículo saliódisparado.

Al pasar a toda velocidad

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frente a la entrada entrevi laconfusa imagen de dos cuerpos quese debatían y rodaban por el suelomientras una tercera figura llegabacorriendo hacia ellos desde elvestíbulo. Un momento después meencontraba a la altura de lasiguiente manzana y ya llegaba alsiguiente cruce. El cuentakilómetrosseñalaba más de cien kilómetrospor hora.

De una forma u otra conseguícontrolarme. Pisé el freno y elvehículo patinó peligrosamente.

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Liberé el freno una fracción desegundo y lo pisé de nuevo. A unavelocidad apenas algo superior a lapermitida, atravesé el siguientecruce.

Por suerte, en esa parte de laciudad no había apenas tráfico nisemáforos. Era lo que me conveníaen este momento preciso, por lomenos. A la larga, tenía claro queestaría más a salvo allí donde eltráfico fuera más espeso. Seguíavanzando, reduciendo cada vezmás la velocidad, respirando

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pesadamente, con un sudor nerviosocayéndome sobre los ojos.

Torcí a la izquierda en lasiguiente esquina y enfilé unaavenida que atravesaba el barriodel centro. No fue sino entoncescuando, a bastante distancia a misespaldas, oí el estrépito chillón deuna sirena de la policía.

Avanzando de formaautomática con el tráfico, terminépor cruzar la ciudad. Estaba asalvo, pero ¿durante cuánto tiempo?Y ¿a quién podía pedir ayuda, en

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caso de necesitarla? ¿Y si elpolicía se había fijado en mimatrícula o el ascensorista eracapaz de describirme?

Sumido en mis pensamientos,conduciendo a ciegas, llegué al otroextremo del distrito comercial. Paséfrente a un edificio de apartamentosy de pronto me acordé de Hardesty.Vivía en esa parte de la ciudad. Yquería algo de mí. Y muchas veceses posible llegar a un acuerdo conquien quiere algo a cambio.

Encontré su dirección, otro

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edificio de apartamentos,emplazado cerca del parque, yaparqué el coche frente a su puerta,al otro lado de la acera. El conserjeestaba atendiendo una llamada deespaldas a mí. Entré en el ascensorautomático, pulsé un botón y subí.

Hardesty abrió la puertavestido con un batín. Hizo amago desonreír al verme, pero entoncesabrió mucho los ojos, y la sonrisase borró de su rostro. Sobresaltadoe inquieto, me agarró por el hombroy me hizo pasar bruscamente al

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interior.—¿Por qué demonios se ha

presentado aquí? —espetó mientrascerraba de un portazo—. ¿Es que haperdido la cabeza...?

Profirió un juramento y,rabioso, cruzó la estancia y conectóun gran aparato de radio.

—Escuche —instó consequedad.

Escuché.—... información adicional

sobre el desconocido que hace unosminutos agredió a un ascensorista

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del edificio Haddon, asesinó a unode los inquilinos y escapó trasgolpear a un agente de policía conel cuerpo del inquilino.

»El asesino mide cerca de unonoventa y es pelirrojo. Es de tezbronceada y va bien vestido. Segúnse cree, conduce un cupé de modeloreciente y con matrícula de otroestado. El ascensorista sospechaque se trata del mismo individuo alque vio merodear por el edificio aprimera hora de la noche. Siguensin conocerse los motivos por los

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que...Se oyó el clic de la radio al

ser desconectada.Hardesty me miró, sonriendo

con afabilidad y a modo dedisculpa.

—Lo siento, Pat —dijo—.Estaba escuchando la noticiacuando llamó a la puerta y penséque, siendo un pelirrojo, pues...

No terminó la frase. Me mirócon el ceño fruncido y continuó sinlevantar la voz:

—Vaya. Ha sido usted.

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—Soy el hombre al que andanbuscando —confesé—. Pero yo nohe matado a nadie. Tan solo heencontrado el cuerpo. He tenidomiedo de que me cargaran con elasesinato y por eso he intentadollevármelo del edificio.

Le hice un resumen de losucedido. Me escuchó con aireausente, apenas fingiendo interés,pero la expresión se le aclaró.

—Bueno —se encogió dehombros—, parece que ladescripción no se corresponde con

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usted, incluso en lo referente a lamatrícula del coche. En lo único enque han acertado es en el cabello,pero tampoco pueden llevar a lacomisaría a todos los pelirrojos dela ciudad.

—Sí que pueden llevar a losque están fichados como criminales—contesté—. Y el ascensoristaseguramente podría identificarme sime viera otra vez.

—Lo dudo. —Negó con lacabeza—. ¿Y cómo va a saber lapolicía que el asesino está fichado?

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No, lo mejor es que no se deje vermucho durante unos días, que semantenga alejado de ese barrio y nole pasará nada. De aquí a tres ocuatro días, ese ascensorista no lereconocería ni aunque tuviera lamala suerte de tropezarse con él enplena calle.

—Espero que tenga razón.—Estoy seguro, Pat. Sé cómo

van estas cosas. Por supuesto, lomejor habría sido que se hubieraido del edificio nada más descubrirel cadáver. Pero eso ya no tiene

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remedio. Siéntese y tómese unacopa. Seguro que le vendrá bien. —Sirvió dos bebidas largas sin aguani hielo—. Bien, me pregunto si hayalguna otra cosa que tenga quedecirme, Pat.

—¿Como por ejemplo? —Mebebí la copa de un trago y me servíotra.

—Como por ejemplo, ¿paraqué fue al despacho de esedetective?

—Porque estaba citado con él.—Eso supongo.

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—Iba a explicarme de qué vatodo este asunto, por quéconsiguieron mi libertadcondicional y me sacaron deSandstone.

—Ya veo. —Se sentó con losbrazos sobre las rodillas, un tantoencorvado hacia delante, con lasmanos en torno a su vaso. En suslabios se dibujaba una leve sonrisa—. El detective iba a explicarlealgo. Pero lo mataron. ¿Quéconclusión saca de lo sucedido?

—¿Quiere decir que haría

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mejor en no tener tanta curiosidadpor saber?

—Eso es exactamente lo quequiero decir, Pat. Yo...

—Me parece que se equivoca—corté—. Creo que debería detener muchísima más curiosidad dela que he tenido hasta el momento.Este asesinato demuestra que estoymoviéndome a ciegas y metido enun juego en el que una vida humanano significa nada. Hasta esta nochesencillamente estaba preocupado.Ahora tengo claro que estoy

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obligado a averiguar qué es lo queestá pasando aquí.

—¿Ah, sí? —repuso consuavidad—. ¿Y cómo se proponehacerlo, Pat?

—Tengo una pista paraempezar. La señora Luther tenía unacita con el detective esta tarde,antes que yo. Y me parece lógicosuponer que lo que Eggleston sabíatenía que ver con ella.

—Hum... —Bebió un sorbo dewhisky—. Continúe.

—Pero la señora Luther no

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acudió a esa cita. Habló con otrapersona al respecto, y esa personase presentó en el despacho y mató aEggleston. En otras palabras, esacita no solo era importante paraella. De hecho —titubeé—, paraella no era tan importante como loera para otras personas, para elasesino, por ejemplo.

—¿Cómo ha llegado a esaconclusión? —preguntó.

—Porque no fue ella la que seocupó del asunto. Para ella eso noera tan importante como para

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cometer un asesinato, pero erapreciso recurrir al asesinato. Enconsecuencia, no le permitieronacudir a la cita.

—Ya veo. Bien razonado —dijo, asintiendo con la cabeza.

—No tanto —objeté—. O noexactamente. Todo se basa en lapresunción de que fue la señoraLuther la que telefoneó al despachodel detective esta noche. Pero ahoraestoy seguro de que no fue ella.

Se rio e hizo amago desoltarme una palmada en la rodilla.

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Aparté la pierna.—Todo esto no le va a llevar

a ninguna parte —aseguróadoptando expresión de seriedad—.Le dije que me encargaría deaclarárselo todo cuando llegara elmomento. Así que, ¿por qué no seolvida del asunto un tiempo yhablamos con calma otro día,cuando esté un poco más tranquilo?

—Me gustaría saberlo ahora—respondí—. ¿Qué es lo quequieren de mí? Usted, Doc yquienes estén trabajando con

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ustedes.—Lo siento, Pat. Yo...—Maldita sea —exploté—.

Alguna vez va a tener quedecírmelo. Quiere que esté de sulado, pero no puedo sin sabercuáles son sus planes. Y bien,¿cuáles son?

—Es usted un joven muydespierto, Pat. Demasiadointeligente para mi gusto.

—Gracias.—Pero no voy a poder

explicárselo hasta dentro de unas

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cuantas semanas. De un mes o así.Si ahora le explicase la situación...Bien, tiene que entender que nopuedo hacerlo. ¿Para qué correrriesgos? Sobre todo, cuando noestoy obligado a correrlos.

—Ya —dije—. Lo que sepropone es soltármelo todo desopetón. Sin darme tiempo parapensar. Me veré obligado a escogerentre una dirección u otra, y la suyaen ese momento me parecerá másprometedora.

—¿Y bien, Pat?

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—Lo que usted quiere es quemate a Doc —afirmé—. ¿Por qué?

—Espere un momento, Pat. —Soltó una risa nerviosa—. ¿Dedónde ha sacado esa idea?

—Muy bien —repuse—. Voya matarlo. Ya he tenido más quesuficiente. Voy a hacerlo estamisma noche y luego me iré de laciudad.

—¡Pat! —Me agarró por elbrazo—. No puede hacerlo. Ahoramismo, no. Quiero decir... Yo...

Me solté de su brazo y le

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sonreí con descaro.—Ahora mismo, no. Pero más

tarde, sí. Es eso, ¿no? Lo que quierees que mate a Doc. Venga,cuéntemelo todo.

—No tengo nada más quedecirle, Pat. Lo mejor es que semarche.

Asentí con la cabeza y melevanté. Y entonces la mano se mefue y le solté un derechazo.Hardesty salió proyectado de laotomana y cayó de espaldas alsuelo. Volé por los aires sobre la

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mesita y me abalancé sobre él hastasituarme a horcajadas sobre supecho.

Agarré uno de los vasos dewhisky y golpeé el borde contra lamesa. Parte del vaso se hizo añicos.Lo empuñé por la base y acerquélas largas esquirlas de vidrio a surostro.

Los ojos le bailaron en elrostro y cesó de debatirse.

—Muy bien —dije—, estoyesperando.

—Esto... —jadeó—, esto no

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va a llevarlo a ninguna parte, Pat.—Hable.—No hables —dijo una voz a

mis espaldas y algo duro, redondo yfrío se apretó contra la parteposterior de mi cuello—. Puedesestar seguro de que voy a dispararsi no te levantas de ahí ahoramismo, guapo. Puedes estar seguro.

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Dejé caer el vaso y me levanté, conlos brazos en alto. Me giré. Estabasonriéndome con aquella picarasonrisa suya, y sus ojos oscuros semovían con alegre buen humor.

—¿Qué te pasa, guapo? ¿Esque no te alegras de ver a mamá?

—¡Dios! —exclamé—. ¡Diostodopoderoso!

—Mi pobrecito niño... Tandulce y tan amable, quien siempre

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había confiado tanto en Madeline...Y todo a cambio de unas cuantascaricias. Ni siquiera llegó aacostarse con ella.

—No —reconocí—. Esverdad. Tengo que agradecerte eso,por lo menos.

—Tch, tch... —musitósonriendo de nuevo—. Quédesdeñoso, ¿no te parece, Bill?

—Muy desdeñoso —dijoHardesty.

Terminó de levantarse delsuelo, envió el vaso roto al fuego

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de una patada y, tras acercarse aMadeline, rodeó su talle con elbrazo.

Madeline se apoyó en él, y suscabellos castaños y fuertes rozaronsu cuello. Cogió la mano deHardesty, la levantó y la apretó confirmeza contra su pecho.

—Ahí, muy bien —repuso concalor—. Aguanta tú la pistola,¿quieres, Bill? Se me estáncansando estos deditos que tengo.

Hardesty cogió la pistola y sela metió en el bolsillo.

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—No vamos a necesitarla —dijo Hardesty—. Pat está dispuestoa mostrarse razonable. ¿Verdad quesí, Pat?

—Hable de una vez —exclamé.

—Lo siento, muchacho —repuso, y parecía hablar en serio—.Hay algunas cosas que tan solo sepueden conseguir por las bravas, yesta es una de ellas. Nunca hatenido la más mínima oportunidad.Tenía la partida perdida desde elprimer momento.

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—Ya veo —convine con vozsombría.

—Doc sabe que ha estadoviéndose con Madeline. Era lo quese suponía que tenía que hacer.Porque era previsible que se dieracuenta de que aquí había algo raro,de que la cosa lo intranquilizara. Lamisión de Madeline ha sido evitarque pasara a la acción, consolarlo ydejar que la fuerza se le fuera por laboca, por decirlo así.

—No importa —dije—.Entiendo. Supongo que lo he estado

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entendiendo desde el primermomento. Pero he preferido creerque nuestra relación iba en serio.

La sonrisa se marchitó en elrostro de Madeline.

—No he querido herirte, Pat.Y tampoco quería que te pasaraalgo malo. Por eso te pedí quevinieras a hablar conmigo antes dehacer cualquier cosa, y meprometiste que lo harías. Sihubieras mantenido tu promesa,todo esto no habría sucedido.

—Mejor no digas nada más —

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contesté—. Como sigas hablando,me temo que voy a tratar de matarte.Y eso solo lo vais a poder evitar siacabáis conmigo. Cosa que no osconviene. Todavía. Porquearruinaría todos vuestros planes.

Hardesty sacudió la cabeza engesto de comprensión.

—Lo sentimos mucho, Pat,créame. Y espero que no me guarderencor.

—¿A causa de ella? —Soltéuna risa seca—. Bueno, me marcho.

—¿No quiere tomar otra copa

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antes?—No —respondí y eché a

andar hacia la puerta.La voz de Madeline me

detuvo:—¡Espera, Pat! ¡Es

importante...! Bill, quizá sea mejorque se lo digamos, ahora mismo.Estoy preocupada por lo de esecoche. Doc no tendría quehabérselo comprado tan pronto.

—¿Te refieres al que le regalópor su cumpleaños...? —Hardestyesbozó una expresión de disgusto

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—. Pues claro que no tenía quehabérselo comprado tan pronto.Pero ya conoces a Doc. Siempretiene que adelantarse a todos,aunque eso implique lanzarse contraun muro.

—Pero este caso es distinto.Es muy raro que Doc haya tenido ungesto así en un momento como este.Algo me dice que...

—Tonterías. El trato conArnholt se cierra mañana por lanoche. Pero va a necesitar por lomenos un mes para explotar el

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asunto, para hacer que loscongresistas del estado saquenadelante el nuevo proyecto... Y paraempezar a ganar dinero. ¿Cómopodría...?

Sus ojos se encontraron conlos de Madeline y me señaló con ungesto del mentón. Madeline movióla cabeza en señal de asentimiento.

—Supongo que tienes razón.Pero vamos a vernos en apuros muyserios si no la tienes.

—Por supuesto que tengorazón —afirmó Hardesty—. Pat, no

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quisiera que me tomaras por unpatán, pero...

Oí unas risitas de mujer en elmomento de salir por la puerta.

... Esa noche bebí muchowhisky, y cuanto más bebía, mássobrio me sentía.

Hacia la medianoche, cuandoel licor prácticamente me salía porlas orejas, fui al cuarto de baño yvomité durante lo que meparecieron horas. Una vez que lohube sacado todo, me puse a beberotra vez y seguí así hasta que me

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quedé dormido.Por primera vez en mi vida,

me acosté borracho y con la ropapuesta, en esa espléndida casa.

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Una larga ducha escocesa y unafeitado apurado hicieronmaravillas a la hora derecuperarme. Luego me tomé unapequeña copa y recogí el periódicode la mañana que asomaba bajo lapuerta.

En primera plana venía la fotode Eggleston y un artículo a mediacolumna. Dado que al muerto no lehabían robado nada, se creía que:

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... el detective privado, muyconocido por su participación encasos de divorcio, quizá hubieradescubierto unos secretos queresultaban muy incómodos paraalguien, posiblemente para uncliente.

«Estoy casi seguro de que eldesconocido alto y pelirrojo y elasesino son la misma persona —ha afirmado el inspector RubeHastings—. Lo más probable esque tan solo quisiera darle un

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susto a Eggleston. A juzgar por sucomportamiento, diría que ese erasu propósito. El desconocidosubió por la escalera,seguramente para evitar laposibilidad de que el ascensoristapudiera acompañarlo en elascensor. Pero el caso es que notuvo problema en ser visto por elascensorista, lo que no resultalógico si el asesinato fuepremeditado.

»Algo le llevó a pensar quetenía que matar a Eggleston o es

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posible que la cosa se le fuera delas manos. Y luego comprendióque tenía que llevarse el cadáverdel edificio. El momento de lamuerte podría ser establecido deforma aproximada, y habíatestigos de su presencia en eledificio. Por lo que la únicasolución era la de llevarse elcadáver y esconderlo.

»El hecho de que el asesinoal parecer era conocido porEggleston y de que tratara de noser identificado por el

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ascensorista apunta a que se tratade un individuo que vive en laciudad y tiene previsto seguiraquí», según Hastings. Elinspector, sin embargo, no aciertaa explicar por qué un residente dela ciudad conducía un coche conmatrícula de otro estado, pero...

No iba a tardar en poder explicarlo,si el inspector era la mitad de listode lo que se desprendía delartículo. Estábamos en Capital City.Y en la ciudad había centenares de

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coches con matrícula oficial, unamatrícula blanca con una Scuadrada a cada lado. El agente depolicía tan solo había visto lamatrícula un segundo, lo que lehabía llevado a creer que era deotro estado. Pero el inspectorHastings no tardaría en hacerlocambiar de idea y de declaración.

Saqué la billetera del bolsillodel pantalón y conté lo que había ensu interior. Tan solo nueve dólares.Pero en el cajón de mi escritoriotenía ciento cincuenta más. Doc me

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había dicho que allí estaríanseguros hasta que tuviera tiempo deacompañarme al banco.

Ciento cincuenta y nuevedólares. Una suma que daba paraviajar bastante lejos.

Miré el reloj, recogí la ropaque había llevado puesta la vísperay la metí en el armario. Elascensorista había declarado que yoiba vestido con un traje oscuro —era azul—, zapatos negros —erancolor marrón claro— y un sombrerogris, lo que era correcto. Me puse

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un sombrero marrón, un traje grisclaro y zapatos bicolores blancos ymarrón oscuro.

Terminé de vestirme y volví aecharle un vistazo al periódico. Mefijé en otro artículo con fotografíaque venía en primera plana:

EL LÍDER DE FALANGEPRONUNCIARÁ UNA CONFERENCIAESTA NOCHEFanning Arnholt, el presidente deFalange Nacional, conocido porser un especialista en lo referentea las actividades subversivas,

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esta noche pronunciará la primerade una serie de conferencias en elestado. El acto tendrá lugar a las20.30 horas en el Orpheum Hall.

La conferencia lleva portítulo «Nuestras escuelas, uncampo de batalla político», y secree que Arnholt tiene previstocensurar sin paliativos una seriede libros de texto escolares queconsidera que tienen tintessubversivos. Su aparición en laciudad ha sido organizada por ladelegación local de Falange.

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«El rojo veneno delantiamericanismo fluye incesantepor las arterias educativas de estegran estado, entre la indiferenciageneral —declaró el conocidolíder patriótico al llegar a laciudad anoche—. El antídoto nopuede ser otro que una ciudadaníaconsciente del problema y queobligue a sus representantes atomar las oportunas medidasdrásticas...».

Así Doc y su camarilla podrían

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meter mano otra vez en la tesoreríadel estado.

Tiré el periódico a un lado yme levanté para ayudar a Henry aentrar con la bandeja del desayuno.Le pedí que se lo llevara todo devuelta a la cocina menos lastostadas, el zumo de naranja y elcafé. Se quedó remoloneando entorno a la mesa, con expresión deincomodidad, haciéndolo todo dosveces.

—¿Hay algo que quieradecirme, Henry? —pregunté.

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—Bueno... —vaciló—. ¿Sabeese dinero que tenía, señorCosgrove? ¿El que tenía en elescritorio?

Asentí con la cabeza.—¿Qué pasa con ese dinero?—Bueno... No sé si se ha

fijado o no, pero ya no está. Eldoctor Luther se lo ha llevado. Meha parecido mejor comentárselo porsi el doctor se olvida de hacerlo,dado que Willie y yo entramosmuchas veces en su habitación.

—Entiendo —dije—. ¿El

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doctor le explicó por qué se lollevaba?

—No, señor. Simplemente,ayer se presentó mientras estabalimpiando la habitación y lo cogió.

—Gracias —dije—. Graciaspor contármelo, Henry. No voy amencionar que me lo ha dicho.

Me dedicó una sonrisa degratitud y se marchó. Me senté a lamesa y empecé a mordisquear unatostada.

Nueve dólares. Nueve dólaresen vez de ciento cincuenta y nueve.

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Mientras bebía a sorbitos elzumo de naranja —que de prontohabía dejado de saberme a nada—,supe qué explicación iba a darme.Sin volver la cabeza, también supeotra cosa: que se encontraba en lahabitación, a mis espaldas.

No sé si Henry había dejado lapuerta entreabierta o si la abrió élmismo con mucho cuidado. Pero elcaso era que allí estaba, apoyado enla pared, contemplándomepensativo a través de las gafas degruesa montura.

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Me serví café, bebí un sorbo ygiré el rostro a medias.

—Buenos días, Doc. ¿Café?—Buenos días, Pat —dijo con

voz cansada—. No, gracias.Cruzó la habitación hasta la

cama y se sentó. Le volví la espaldaotra vez y seguí desayunandomientras oía el crujir del periódicoen sus manos.

—Pat.—¿Sí, Doc?—He cogido el dinero que

tenía en el cajón. Me parece que lo

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mejor será abrir esa cuentacorriente de la que hablamos.

—Muy bien.—Pero hoy no me va a ser

posible hacerlo. Quizá podríamos irmañana.

—Muy bien —repetí. Como yame esperaba algo así, ¿qué otracosa podía hacer?

Siguió pasando las páginas delperiódico y se produjo otro largosilencio. Seguí bebiéndome el café,a la espera. A la espera de que Docleyese el artículo sobre Eggleston.

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O de que lo releyera, quizás, y deque entonces me mirara, se fijara enmi pelo y mis ropas y se acordarade que la noche anterior habíavuelto tarde a casa.

Cuando habló, lo hizo en tonomarcadamente casual:

—Hoy va muy bien vestido,Pat. No creo haberlo visto llevaresa ropa antes.

—Gracias —dije—. Estáempezando a hacer calor, así que hepensado ponerme algo más ligero.

Le oí encender un cigarrillo y

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dar unas caladas con lentitud,pensativo.

—Hoy podría ir al trabajo ensu coche nuevo, ¿no le parece, Pat?La batería puede descargarse si lotiene siempre aparcado.

—Creo que tiene razón.—Puede dejar el coche del

parque móvil en el garaje de casa.—Gracias. Es lo que voy a

hacer.No volvió a abrir la boca

hasta que ya me estaba terminandoaquel café que no me apetecía.

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—Por cierto, Pat... Enreferencia al grupo que va a veniresta noche. Me gustaría cederles suhabitación, si a usted no le importa.

—Lo que usted diga, Doc —convine.

—Tendremos que mover unpoco los muebles. Traer unascuantas sillas y demás. Si estanoche no le importa cenar fuera, nosdejará prepararlo todo antes de quelleguen los invitados.

—Será un placer ayudarlos.—No, no. Henry y Willie

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pueden ocuparse de todo.Sencillamente venga a las ocho ymedia o, mejor, unos minutos antes.Vamos a estar escuchando unprograma de radio y no quiero quenadie entre una vez que hayaempezado.

Asentí con la cabeza y me giré.Se levantó y echó a andar

hacia la puerta, con los ojosescurridizos y empeñados en evitarlos míos.

—Vivimos en un mundocomplicado, ¿no le parece, Pat? —

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comentó en voz baja y sinentonación.

—Yo solía pensar eso, hastaque apareció usted.

—¿Qué quiere decir? —Clavóla mirada en mí un instante.

—Me estaba refiriendo a todocuanto ha hecho por mí —expliqué—. A la ropa, el empleo, el coche,la casa, la... bueno, la amistad queme ha brindado. De formadesinteresada. Sencillamenteporque necesitaba ayuda. ¿Cómopuedo creer que vivimos en un

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mundo complicado mientras existanhombres como usted?

Un ligero rubor se extendiópor su rostro. El labio inferior fue aescondérsele tras los dientessalidos.

—Lo veré esta noche, Pat —sedespidió abruptamente, y la puertase cerró a sus espaldas.

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25

Llamé a Rita Kennedy a sudespacho.

Oí como tomaba aireprofundamente en el momento enque me identifiqué.

—Tengo más hojas listas —leinformé—. ¿Le parece que me pasehoy a entregarlas?

—Eh... No hace falta —respondió—. Olvídese de ellas. Ydeje su coche en casa. Enviaremos

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a un funcionario a recogerlo dentrode un día o dos.

—Oh —repuse—. ¿Esosignifica que estoy despedido?

—Lo siento, Pat. El próximotalón se lo pagaremos incluyendo lajornada de ayer. No nos es posiblemantener a un hombre como usteden plantilla. Pero... que quede claroque no es por su forma de trabajar,¿entendido?

Lo entendía perfectamente. Yahabían empezado a hacer preguntasy Rita las había respondido

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ateniéndose a los hechos: «¿Unhombre alto y pelirrojo? No, aquíno trabaja nadie así».

—¿Cuándo me enviarán eltalón? —pregunté.

—Dentro de bastantes días, metemo. Yo no me quedaríaesperando.

—Estoy sin un centavo,señorita Kennedy.

—¡Sin un centavo! —repitió—. ¡Por Dios santo! —Y entonces,la preocupación por mi persona seesfumó de su voz, que se tornó tan

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seca e impersonal como durantenuestro primer encuentro—.Lamento el contratiempo, Pat. Hehecho todo lo que he podido.Mucho más de lo que tendría quehaber hecho.

—Lo sé —dije—. Y se loagradezco.

—No es necesario. Enabsoluto. Yo en realidad no hehecho nada. Y no pueden pedirmeque me acuerde de toda la gente queha trabajado para nosotros.

—Por supuesto que no —

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repuse—. Adiós, señorita Kennedy.—Pat.—¿Sí, señorita?—¿Por qué lo hizo?—No fui yo quien lo hizo.

Pero nunca voy a convencer a nadiede eso.

—¿Lo sucedido ha tenido algoque ver con Doc?

—Algo —respondí—. Pero nosé el qué.

Me llegó una risa corta eincrédula, seguida por el clic delteléfono al ser colgado. Rita

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Kennedy y yo habíamos terminado.Y ahora era demasiado tarde

para recurrir a Myrtle Briscoe. Nopodía ir a hablar con ella cuandosobre mí pendía una acusación deasesinato.

Fui en coche al centro y pasélentamente frente al edificio dondeestaba el despacho de Eggleston.Allí no había nada que ver, porsupuesto. Sencillamente era algoque hacer, una forma de matar partedel largo día que me esperaba. Miúltimo día en libertad, quizá. Si

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hubiera podido escoger, me habríaquedado en la casa. Pero Doc habíadejado muy claro que no queríaverme en la casa antes de la noche,y volver en este momento supondríaprovocar un enfrentamiento. Muypronto iba a tener que vérmelas conél, pero no tenía sentido adelantarlos acontecimientos.

Torcí por la esquina y subícalle arriba a poca velocidad. Notenía ganas de meterme en un cine.No me apetecía ir a la biblioteca.Tampoco me apetecía echar un

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trago. Pero algo tenía que hacer.Entré en un aparcamiento al airelibre y me detuve, a la espera deque el empleado terminase deaparcar otro automóvil.

El hombre vino muy ufano, conuna gran sonrisa en el rostro. Y lasonrisa entonces se le heló, ycomprendí que no podía haber ido aparar a un peor lugar en la ciudad.

—Sí, señor —dijo,esforzándose en que su voz sonaranatural—. ¿Cuánto tiempo va aestar, señor?

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—Lo suficiente para que mearreglen un neumático —contesté—. Porque reparan ustedesneumáticos, ¿no es así?

—Bueno, eh... —titubeómirándome fijamente.

—Y bien, ¿qué me dice? —repuse en tono irritado—. No tengotodo el día.

—Eh... —La sospecha seesfumó parcialmente de su rostro,que enrojeció con enojo—. Yo nohago reparaciones de este tipo,señor. Ahora bien, si deja el coche

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aquí, puedo hacer que venga unapersona a hacerla.

—Maldita sea —exclamé—.No tengo tiempo para tantacomedia. ¿Hay algún taller dereparaciones por aquí cerca?

—Eh... ¿U-usted es empleadodel estado, señor?

—¿Que si soy funcionario? —resoplé con sarcasmo—. ¿Leparece que si lo fuera iría en uncacharro como este? Pero, bueno,¿sabe dónde me pueden hacer estareparación o no?

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Negó con la cabeza. No enrespuesta a mi pregunta, sino a laque tenía en la mente. Yo no era elque andaban buscando; no iba atener ocasión de convertirse en unhéroe.

Musité un comentario entredientes sobre la de tontos que habíaen el mundo, lo suficientemente altocomo para que me oyera.

Un par de coches entraron enese preciso momento, de forma queno tuvo ocasión de añadir nadamás, ni yo tampoco. Se alejó con el

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rostro sombrío, y me fui de allí.Durante los diez minutos siguientespuse unos buenos ocho kilómetrosde distancia entre el aparcamiento ymi coche.

Enfilé una tranquila calleresidencial, reduje la velocidad aveinte kilómetros por hora yconecté la radio para escucharposibles avisos de la policía. Seguíconduciendo a la escucha hasta elmediodía, pero en la radio nodecían nada. No me estabanbuscando. Aún.

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Al mediodía me detuve en unautoservicio hice que me sirvieranuna hamburguesa y una cervezadirectamente en el coche. La cuentahizo que mis nueve dólares seredujeran a menos de ocho y medio.Eso me llevó a pensar en los cientocincuenta que Doc se habíaapropiado.

Cuanto más pensaba en elasunto, más claro tenía que Dochabía cogido el dinero para evitarque me escapara de la ciudad. Enningún momento había tenido

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intención de abrirme una cuentacorriente, como tampoco la teníaahora. Pero entonces habíasucedido —o iba a suceder algo—que convertía en peligroso quesiguiera teniendo ese dinero en elcajón.

La cosa no podía tener que vercon Eggleston, puesto que Doc eraincapaz de prever lo que iba asuceder con el detective. Y lo únicoque iba a suceder con certeza era lamaniobra propiciada por FanningArnholt. Por lo que, de una forma u

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otra, Doc tenía previsto utilizarmeen relación con dicho asunto.Porque Doc se proponía utilizarme,y no dentro de unas cuantassemanas, sino esa misma noche.

Sonreí para mis adentros alpensar en Madeline y Hardesty.Todo esto iba a echar por la bordasus propios planes. El asunto iba aexplotarles en las narices antes deque estuvieran preparados paraello, por lo que iban a tener quearreglárselas por su cuenta —fueralo que fuese lo que tenían pensado

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—, sin poder involucrarme talcomo tenían proyectado.

No les iba a gustar. Ni un pelo.A Hardesty en particular, por sucondición de ciudadano prestigiosoy respetable, no le iba a gustar nadaque lo pillaran con el trasero alaire. Y entonces le buscaría lascosquillas a Doc y a Madeline. Loque incluso podría llegar a dejarclaro mi inocencia en lo tocante alasesinato de Eggleston.

Me pregunté cómo pensabaDoc poner en marcha la maniobra

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con Arnholt esa noche, pues medaba cuenta de que seríannecesarias dos o tres semanas paraexplotarla a fondo. Y me acordé deaquellas raras ocasiones en que lehabía visto perder la compostura,como la primera noche que salí enlibertad de Sandstone. Al momentosupe con precisión lo que teníaprevisto hacer. Y tuve la seguridadde que sería suficiente, haciendoabstracción de otras cosas, parallevarlo a un enfrentamiento conMadeline y Hardesty.

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Madeline...Traté de no pensar en ella.

Cuando pensaba en ella, me odiabaa mí mismo, porque... bueno,porque me resultaba imposibleodiar a Madeline. Imposible porcompleto, con independencia de loque ella hubiera hecho o pudierahacer. Y tenía claro que siempre meresultaría imposible.

El mediodía transcurrió conlentitud. Estuve dando vueltas conel coche hasta las tres y me toméuna cerveza más en otro

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autoservicio. Luego seguíconduciendo sin rumbo, siemprepor calles residenciales, hasta que alas cinco me detuve en un barrestaurante de barrio.

Me senté a un extremo de labarra y pedí un bocadillo de jamóny un café. El local era pequeño yestaba en un callejón, y yo era elúnico parroquiano. Me dolían lostobillos después de haberme pasadoel día entero conduciendo. Decidípermanecer el resto de la jornadaen aquel lugar.

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Después de comer pedí uncoñac y metí unas monedas en lamáquina de discos. Estuve jugandoun rato a los dados con elencargado; gané una vez y perdídos. Hacia las siete me sentíabastante relajado; todo lo relajadoque podía sentirme en vista de lascircunstancias.

Y entonces el policía entró enel bar.

Era un sujeto alto y corpulentocon la cara ancha y sonrosada, conunos ojillos redondos y que

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miraban fijamente. Entró por lapuerta andando lentamente,haciendo girar su porra como sifuera una extensión de sus dedos.Se detuvo ante la barra. Se puso amirarlo todo detenidamente: lasparedes, el techo, el suelo y elmobiliario. Estudiándolo todo contanta atención como si estuvieraconsiderando comprar el local. Yfinalmente vino en nuestradirección.

El encargado terminó por tirarlos dados sobre la barra y me pasó

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el cubilete. Lo cogí, con los dedosentumecidos, al tiempo que elagente volteaba la porra en el aire,la cogía por el mango y señalabacon ella por encima del hombro.

—¿Ese cupé de ahí es suyo?—Sí —respondí y bajé los

pies del travesaño del taburete—.Es mío.

—¿Lo ha comprado nuevo?—No.—¿Cuánto hace que lo tiene?—No mucho —respondí.Se me quedó mirando con el

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rostro inexpresivo. Bajó la porra yde nuevo empezó a hacerla girar.

—¿Cuánto le ha costado?—Ciento setenta y cinco.—¿Dónde lo ha comprado?—En Capital Car.Se puso la porra bajo el brazo,

echó mano a un lápiz que llevaba aun lado de la gorra y sacó unalibreta del bolsillo del pantalón.Hizo una anotación en la libretamientras los labios se le movían alcompás de la mano con el lápiz. Lacerró, y devolvió la libreta y el

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lápiz al bolsillo y la gorra.—Estoy buscando un buen

cupé a un precio apañado —explicó—. Creo que me acercaré a hablarcon esa gente.

Dio media vuelta y se fueandando pesadamente, volteando laporra en el aire.

Me tomé dos copas más, sinagua ni hielo, y me largué de allí.

A las ocho y cuarto enfilé ellargo caminillo arbolado quellevaba a la casa del doctor Luther.

Un descapotable estaba

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aparcado en la cuneta a unas tresmanzanas de distancia de lavivienda. Al desviarme ligeramentepara no rozarlo, una mujer aparecióante los focos de mi automóvil ylevantó un brazo.

Lila.—Ah, Pat —dijo cuando me

detuve a su lado—. Menos mal queaparece. Creo que me he quedadosin gasolina.

—Vaya mala suerte —contestéyo—. Si mueve un poco el coche,se lo empujo hasta la casa.

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—Oh, no es necesario —dijomientras abría la puerta de micoche y se sentaba en el interior—.Que se quede donde está. Luego lesdigo a los chicos que vayan arecogerlo.

No puse el auto en marcha.Lila podía haber llegado andando acasa en cinco minutos. ¿Por qué mehabía estado esperando? Pues eraevidente que me estaba esperando.

Giré el rostro y la miré. Mesonrió en la penumbra.

—¿Y bien, Pat? ¿Nos ponemos

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en marcha de una vez?—Doc le ha pedido que me

estuviera esperando ahí, Lila —repuse—. ¿Por qué?

—Pero ¿de qué me estáhablando, Pat? —Se echó a reír—.Ya le he explicado que me hequedado sin gasolina.

—¿Sabe usted lo que estáhaciendo, Lila? ¿O simplementeestá moviéndose a ciegas y hace loque le dicen?

Sacudió la cabeza, sinresponder.

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—Lila —dije—. Yo creo quees usted buena gente. Creo quepreferiría no tener que hacer segúnqué cosas. Pero está metida en unbuen lío. Y si sigue así, al finalpuede pasarle lo mismo que le pasóa Eggleston.

—¿Eggleston? —En su vozhabía sorpresa—. ¿Quién es?

—Ya sabe quién era. Eldetective privado.

—Yo no conozco a ningúnEggleston. Ni a ningún detectiveprivado.

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—No me venga con esas —exclamé—. Usted tenía una cita conél ayer por la tarde... pero fueasesinado.

—¿Asesinado? —repitió conla cara inexpresiva—. ¿Que yotenía una cita con él...? ¡Está ustedde broma, Pat!

La agarré por los brazos y lazarandeé un instante. Pero almomento la solté y volví a situarmefrente al volante.

—Sí —dije—. Estoy debroma.

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—La verdad es que no sé nadade todo eso. Hablo en serio.

—No. No lo sabe. Egglestontenía una cita con la señora Luther.Y usted no es la señora Luther.

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Se volvió hacia mí, boquiabierta.—¡Eso no es verdad!

¿Cómo...? ¿Cómo...? —Se echó areír, con un punto de histerismo—.¡En la vida he oído una cosa igual!

—Muy bien —dije—.Supongamos que ustedefectivamente es la señora Luther.Es la mujer de Doc, pero esematrimonio para usted no significanada. Es la mujer de Doc y en

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consecuencia ayer mató aEggleston, o hizo que lo mataran.

Ahí le di de lleno. Por doslados, además. Acababa de herir suorgullo, por una parte, y deasustarla de verdad, por la otra.

—U-usted lo ha adivinado porsu cuenta... —balbució finalmente—. ¡Yo no he sido quien se lo hacontado!

—No —convine—. Usted nome lo ha dicho. Quien me lo contófue Doc. En su momento me dijo losuficiente como para que pudiese

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haberlo deducido. ¿Cómo empezótodo, Lila? ¿Usted era pacientesuya...?

—N-no. —Se estremeció—.Al principio no. Lo conocí en untren, hace unos años, unos diezaños, si no recuerdo mal, cuando sedirigía a esta ciudad por primeravez. Y-yo por entonces no dormíabien por las noches y pensaba queestaba volviéndome loca. Hablóconmigo y luego me sentí mejor. Ycuando abrió consulta en la ciudad,empecé a visitarlo de forma

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regular. Y él... terminó pordescubrir cuál era la causa de misproblemas.

—¿De qué se trataba? —pregunté en tono amable ycomprensivo—. ¿Había matado aalguien?

—A mi marido. Y-yo... Noquería hacerlo. No lo creo, vaya...Pero supongo que eso ahora da lomismo. Estaba harta de encontrarmesiempre sometida a sus caprichos, oeso creo, y le di una dosis excesivade los medicamentos que tomaba.

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Todos decían que lo había matado apropósito. No podían demostrarlo,pero era lo que todos decían. Tuveque irme de allí.

—Y Doc se encargó de seguircon lo que habían estadocotilleando sus vecinos —concluí—. La convenció de que enrealidad había cometido unasesinato. Imagino que hasta llegó ahacer que lo reconociera, ¿meequivoco?

Se giró y me miró con los ojoscada vez más abiertos.

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—Parece como si usted nocreyera que yo... que yo...

—Por supuesto que no mató asu marido de forma intencionada —aclaré—. Doc se proponía utilizarlay por eso le hizo creer que lo habíaasesinado. Vamos a ver si consigoadivinar qué fue lo que pasó acontinuación, cuando le obligó aempezar a fingir que estaba ustedcasada con él...

—No hace falta que seesfuerce en adivinarlo, Pat —repuso.

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Y procedió a relatarme losucedido.

Doc había estado utilizándolaen una serie de operaciones dechantaje llevadas a cabo contra lospeces gordos de la capital. Doc norecibía dinero a cambio. El dineropodía conducir a una denuncia porextorsión y, en todo caso, losmiembros de la camarilla gastabanel dinero con casi tanta facilidadcomo lo ganaban, de forma quenunca tenían mucho efectivo amano. De forma que cuando

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sorprendía a su «esposa» ensituación comprometedora conalguno de los peces gordos,sencillamente exigía que lo dejaranbeneficiarse de alguno de loschanchullos políticos. Así, metidoen todos los negocios que teníanlugar en la ciudad, Doc a la vezestaba en disposición deabandonarlos con rapidez. Puesestaba claro que la cosa no podíaprolongarse de forma indefinida.Con el tiempo empezaron a circularrumores de que Lila Luther daba la

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impresión de resultar demasiadopromiscua para serlo de verdad yde que Doc únicamente parecíamostrarse celoso cuando podíasacarle dividendos al asunto. Susvíctimas no podían denunciarlo porextorsión, pero sí que podríanecharlo de la ciudad si al final seenteraban de la verdad. Podríanarreglar las cosas para que nisiquiera los politicastros máscorruptos pudieran permitirse hacernegocios con Doc.

—Yo creo que es por eso por

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lo que me odia tanto —concluyóLila—. Hace años que ya no le soyde utilidad, pero se ve obligado acontinuar viviendo conmigo. Estáobligado a tratarme de la forma enque se supone que un hombre de susituación tiene que tratar a su mujer.Supongo que, a largo plazo, heacabado sacándole más a él que éla mí.

—¿Y cómo se ha estadosintiendo durante todo ese tiempo,Lila?

—No lo sé, Pat. —Se encogió

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de hombros con fatiga—. Ya no losé. Al principio me resistí, pero conel tiempo acabé por ceder. No soyun prodigio de inteligencia;tampoco hace falta que se lo diga.No tengo cualificación profesionalde ninguna clase, lo que era otraventaja para Doc. Y, bueno, al finalterminé por rendirme. No sabía quéotra cosa podía hacer.

—¿Sabe cuáles son los planesde Doc en relación con FanningArnholt?

—¿Fanning Arnholt? —Me

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miró sin expresión en el rostro.—El asunto de los libros de

texto.—No sé nada de todo eso, Pat.

De verdad que no.Le hice unas cuantas preguntas

más, con intención de que secontradijera. Pero estaba diciendola verdad. No sabía nada sobre losplanes de Doc. Sencillamente hacíalo que él le decía, y sin formularpreguntas.

—Voy a explicarle una cosa—dije— y quiero que me crea,

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Lila. Está metida en un lío muygordo. Casi tanto como el lío en queyo mismo estoy metido. Doc no va aseguir operando después de estanoche. Va a encontrarse sola derepente, sin ningún dinero y,seguramente, sin una casa en la quevivir. Y va a encontrarse en plenocentro del mayor de los escándalossucedidos en Capital City.

Me miró sobresaltada. Soltóuna risa incrédula y dijo:

—Pero... ¿cómo? ¿Por qué?Quiero decir...

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—Ahora mismo no puedoexplicárselo. Me llevaríademasiado tiempo y tampoco loentendería. Pero voy a preguntarlealgo que le dará que pensar. Siusted no es la señora Luther, ¿quiénes?

—¿Quién? —De nuevo se rio—. Pues... Bueno, pues nadie. Esdecir, Doc simplemente se inventólo de...

—Nada de eso. Doc no seinventó esa historia. Porque sabíaque alguien se ocuparía de

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comprobarla. Doc en su momentose casó en las circunstancias quesiempre ha explicado, y él y sumujer se trasladaron a vivir aquíuna vez hubo abierto la consulta. Seha encargado de mantener apartadaa su esposa de todo el trabajosucio, en la medida de lo posible,utilizándola a usted en su lugar. Yahora que las elecciones sepresentan mal... Bueno, ¿qué es loque piensa que va a suceder, Lila?

—Yo... —Frunció el ceñotratando de pensar, sin que sus

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pensamientos le condujeran aningún lado—•. No lo sé... Dígamequé es lo que tengo que hacer, Pat.

—¿Estaba previsto que estanoche me recogiera en este lugar?

—Sí. Y se supone que yo...Que yo luego tenía que fingir quehabíamos estado juntos usted y yo.

Eso desembocaría en elenfrentamiento final, pero no podíaestar seguro del todo. Y si metía lapata, luego no contaría con ningunaprueba en absoluto. Tan solo iba atener una oportunidad y era vital

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aprovecharla como fuera.—Dígame qué es lo que tengo

que hacer, Pat.Titubeé. Y entonces saqué una

libreta y un lápiz del bolsillo.—Haga exactamente lo que

estaba previsto que hiciese. Perotambién haga esto otro. Si ve que lehago una señal con la cabeza,discúlpese un momento y telefoneea esta persona. Dígale que vaya deinmediato a...

De nuevo vacilé... ¿A casa deDoc? No. No iba a ser de allí de

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donde Doc se marchase. Porqueprimero tendría que llevarsealgunas cosas: ropa, artículos deaseo y demás. Y estaba claro queno iba a poder llevárselas de lacasa.

—... dígale que se dirija a estadirección y que vaya acompañada.Dígale que haga que rodeen la casay...

Se lo volví a repetir un par deveces con detalle. Porque mi planera muy simple, pero ella tambiénlo era. Arranqué la hoja de la

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libreta, vi que se la metía en elbolso y puse el coche en marcha.

Conduje hasta la casa.Aparqué el coche en el garaje yabrí la puerta de su lado. Me siguiópor el caminillo de grava, unospasos por detrás; por fin, cuandoestábamos llegando al porche, sesituó a mi lado y entrelazó su brazocon el mío.

Se apretó contra mí, dejandoque me rozara su cadera larga ycálida. Entramos en el recibidor yella de pronto giró mi rostro hacia

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el suyo y me besó en la boca.Sonreí ampliamente y le di una

palmadita en el brazo. No dijenada. Ni siquiera me limpié lamancha de carmín.

Eran las ocho y media enpunto. Cogidos del brazo, fuimospor el pasillo y entramos en mihabitación.

En el interior habría unadocena de personas. Doc entreellas, por supuesto, lo mismo queHardesty. También estabanBurkman, Flanders y Kronup, así

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como un par de individuosrelacionados con los libros detexto. A los demás no los conocía,aunque la mayoría me sonaba dehaberlos visto alguna vez en la casao en la sede del gobierno.

Mi cama había sido empujadahacia la pared, al igual que elescritorio, la mesa y el atril delectura. Doc estaba sentado en untaburete junto a la radio. Los demásestaban acomodados en unsemicírculo de sillas orientadohacia el aparato.

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La atmósfera tenía un tonoazulado a causa del humo de loscigarrillos y los puros. Todosmenos Doc tenían un vaso en lamano.

Lila y yo nos sentamos ensendas sillas, las únicas libres, ydurante un momento todos los ojosfueron a parar a nosotros. Y en lahabitación se hizo un silencio totaly absoluto.

Todos nos estaban mirando,pero las miradas entoncesconvergieron en Doc, quien de

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pronto tenía el ceño fruncido por elasombro y los dientes salidos a lavista. Rabioso, o eso parecía.

Se nos quedó mirandofijamente mientras movía el dial dela radio.

—Esto ya es lo último —sequejó lentamente.

Y la voz rápida y falsamenteanimosa del presentador llenó lahabitación:

—Señoras y señores, estanoche nos encontramos en elOrpheum Hall, donde el señor

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Fanning Arnholt, presidente deFalange Nacional se dispone ahablar sobre: «Nuestras escuelas,un campo de batalla político».Como todos ustedes saben, el señorArnholt lleva tiempo en lavanguardia de los ciudadanosinteligentes y valerosos que estánplantando cara de formaencomiable a las influenciassubversivas. Él...

Ahora todos estaban mirandoel aparato de radio, que de repentese había quedado mudo.

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—No lo entiendo. —Docsacudió la cabeza ante la preguntaque todos le estaban formulando ensilencio—. La radio funcionaperfectamente. Yo...

—Les rogamos quepermanezcan a la escucha. —Elpresentador acababa de reaparecer—. Parece que hay... El señorArnholt estaba conmigo aquí en elestrado hace un momento, peroparece que alguien ha pedido hablarcon él. Me pregunto... ¡Sí! ¡Ahíestá! Está hablando con otros

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caballeros, pero la verdad es que...¡parece sentirse muy enfermo! Y...¡Permanezcan a la escucha, porfavor!

Los hombres de los libros detexto se miraron el uno al otro connerviosismo.

—¿Qué demonios es lo quepasa? —quiso saber alguien.

Al momento, los demás loinstaron a guardar silencio.

Miré a Lila. Le hice una señalcon la cabeza. No había tenido muyclaro qué era lo que iba a pasar,

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pero me daba cuenta de que ese erael principio de la función. Lila selevantó y salió de la habitación sinhacer ruido. Vi —o creí ver— unbrillo peculiar en la mirada de Doc.Pero no abrió la boca, y los demásno parecieron reparar en su marcha,demasiado absortos en lo que sedecía —o no se decía— en laradio.

El aparato ya no estaba encompleto silencio. Podíamos oír elrugido de fondo del público, asícomo el sonido de varias voces,

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según parecía, situadas todas cercadel micrófono. Dos voces seimpusieron a las demás:

—Pero quien está previsto quehable es el señor Arnholt....

—... no va a hablar... esto lohemos pagado nosotros...

—... de acuerdo. Ya me ocupoyo.

El micrófono hizo algunosruidos y el presentador volvió ahablar:

—Gracias por mantenerse a laescucha, amigos. A causa de unas

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circunstancias imprevistas, queluego les van a ser explicadas, elseñor Arnholt no está endisposición de dirigirse a ustedesesta noche. A continuación voy aceder la palabra al señor RalphEdgars, presidente de FalangeNacional en nuestro estado... Si esusted tan amable, señor Edgars.

—Gracias —respondió otravoz—. Eeeh... No he venidopreparado para hablar, amigos, ylamento tener que hacerlo. Es mideber comunicarles que parece que

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me han tomado el pelo, a mípersonalmente, pero también a laorganización que presido en nuestroestado....

Se detuvo y se aclaró lagarganta, y el público en la sala semantuvo en un silencio tan absolutocomo los presentes en la habitación.Incluso yo mismo, que estabaesperándome algo por el estilo,eché la cabeza hacia delante paraoír mejor:

—Unos minutos antes de queel señor Arnholt fuera a iniciar la

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conferencia que estaba prevista, mehan hecho llegar a este estrado unaserie de documentos o, mejor dicho,copias de documentos. Me hellevado una sorpresa y unadecepción enormes al ver que estospapeles arrojan muy serias dudassobre los motivos del señor Arnholtpara encontrarse aquí y sobre laserie de conferencias que teníaprevisto pronunciar en el estado.

»En pocas palabras, estosdocumentos vendrían a probar queel señor Arnholt ha montado una

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campaña en contra de determinadosmanuales escolares con la idea defavorecer a algunas editorialesrivales, cuyo objetivo es el de queel estado adopte sus propios librosde texto. En ausencia de unaexplicación satisfactoria por partedel señor Arnholt, estosdocumentos no sugieren, sino quedemuestran el montaje que acabo demencionar.

»En vista de lascircunstancias, los dirigenteslocales de Falange nos vemos

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obligados a cancelar estaconferencia y ofrecerles nuestrasdisculpas. Por varias razones, novoy a facilitar los nombres de laspersonas y empresas que parecenestar involucradas junto al señorArnholt en esta estafa. Lo queprimero nos interesa es lavarnuestra propia organización, algoque vamos a hacer muy pronto. Noes nuestra misión asumir la labor delos tribunales de justicia. Noobstante, los nombres de esaspersonas y empresas van a ser

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hechos públicos muy pronto, pocoantes de que sean emprendidasacciones legales contra ellas.

«Mañana por la mañana, elfiscal general del estado tendrá enlas manos estos documentos, estascopias, que se encuentran en miposesión. Y puedo asegurarles que,por una vez, estos papeles deningún modo van a extraviarse.Puedo prometerles que...

Doc apagó la radio.Giró sobre el taburete hasta

quedar de cara a los demás y

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esperó.Hardesty fue el primero en

hablar. Durante un segundo mepareció que se sentía tan abrumado,atónito y asustado como los demás.Pero recuperó la compostura y seobligó a soltar una risa.

—Bueno —anunció—. Seacabó lo que se daba.

—Y tanto que se acabó. —Burkman asintió lentamente con lacabeza—. Y t-tanto que sí... —Elbarrigón de pronto empezó atemblarle, se llevó las manos a los

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ojos y rompió a llorar.Flanders soltó una risa áspera.—¿Qué te había dicho, Doc?

¿No te había dicho que ese estúpidohijo de perra era muy capaz dereventarnos el negocio y hacernossaltar a todos por los aires? Sihubieras empleado el mismo dineroy el mismo esfuerzo en recurrir alos canales normales...

—¿Y ahora qué pasa con eldinero? —quiso saber uno de losdos hombres de los libros de texto—. Harry y yo hemos invertido

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veinticinco mil pavos cada uno eneste asunto. ¿Y ahora qué carajovamos a explicarles a nuestros jefesen las editoriales?

—No vamos a tener queexplicar nada —dijo el otro conamargura—. Porque tú y yo estamosacabados. Fuera de la circulación.No vamos a poder vender un sololibro en el suroeste del país durantelos próximos veinticinco años.

Kronup señaló a Doc con eldedo y escupió:

—El dinero no es lo principal

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en este asunto. No solo nos hemosquedado fuera de juego y a laespera de lo que decida el fiscal,sino que tampoco podemos apelar anadie. Ni ahora ni nunca. Nuncamás vamos a poder hacer que seaelegido alguien medio razonable.Lo que acabas de hacer, Doc, esbrindarle la administración delestado en bandeja a todos esoscondenados reformistas, y parasiempre. Y te digo que...

—H-hijo de p-perra —sollozóBurkman—. H-hijo de p-pe-rra...

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—¿Quieres callarte de unavez? —le gritó Flanders—. Doc,¿es que no te avisé de que...?

—¡Soy yo quien estáhablando! —tronó Kronup—. ¡Y osdigo que este psicólogo de pega hahecho un trato! ¡Os digo que nos havendido a todos!

Repitió la acusación a gritos,puesto que estaban hablando todosa la vez. No hacían más que aullar,ladrar y gruñir al unísono. Comounos animales aterrados y mediohistéricos. Tan solo Doc y Hardesty

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guardaban silencio. Hardesty teníala mirada fija en Doc, con unaexpresión mezcla de curiosidad yamargura en su rostro demasiadoapuesto. Doc estaba sentado con lasmanos entrelazadas y los ojos en elsuelo.

Sus labios se movían; eraposible que estuviera diciéndosealgo a sí mismo. Era posible, perono se trataba de eso. Al final, yoestaba empezando a ser capaz deinterpretar sus expresiones. Doc seestaba riendo.

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La boca dejó de movérsele ylevantó la vista. Sacudió la cabezay en la habitación se hizo elsilencio.

—Deja de soltar memeces,anda —le dijo a Kronup confrialdad—. ¿Cómo podría habermevendido? ¿Qué voy a sacar? ¿Cómovoy a hacer un trato con losreformistas? Porque está claro quenunca van a poder darme ni unamigaja, ni aunque quisieran hacerlo.

—Pero...—Pero nada —zanjó Doc—.

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En fin, no sabemos qué es lo que lehan contado a Edgars exactamente.Puede tratarse de muy poca cosa, losuficiente para que se le caiga elpelo a Arnholt. Yo diría que se tratade eso. Edgars bien puede estartirándose un farol con la idea deque nos pongamos nerviosos. Simantenemos la calma y aguantamosel chaparrón unidos, es posible quesalgamos bien del asunto.

Varios de ellos mostraron sudesacuerdo a voces.

—¡Eso no te lo crees ni tú! —

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exclamó Flanders—. Arnholt va aterminar por cantar hasta LaTraviata. Con independencia de laspruebas documentales que Edgarspueda tener, si Arnholt canta,vamos a hundirnos.

—Estamos acabados y losabéis —terció Burkman, furioso—. Lo único que nos queda esarramblar con lo que podamos antesde que se nos caiga el mundoencima.

—Es posible que tengas razón.—Doc se encogió de hombros.

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Burkman dio la impresión deenloquecer de rabia ante la flemade Doc. Trató de hablar, pero laindignación hizo que las palabras sele quedaran en la garganta. Y depronto empezó a señalarme, con eldedo tembloroso.

—Tú estás metido en algunaclase de complot con tu amigopelirrojo. No sé de qué se trata,pero tiene que ser un montaje de losbuenos, en vista de las molestiasque te tomaste para sacarlo de lacárcel. Así que quiero mi parte del

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pastel.—¡Todos queremos nuestra

parte! —corrigió Flanders.—No hay ningún pastel que

valga —dijo Doc sin levantar lavoz—. Porque ya no hay acuerdoentre Cosgrove y yo. Mañana voy ahacer lo necesario para que vuelvaa Sandstone.

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Era lo que estaba esperando, perola frialdad con la que todo sucedióme estremeció. Encendí uncigarrillo y la mano me temblaba alhacerlo.

—Eso es un poco repentino,Doc —dije—. ¿Le importaríaexplicármelo?

—¿Realmente necesita unaexplicación? —contestó él en tonoseco—. He hecho mucho por usted.

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Y tenía previsto hacer mucho más.Y todo cuanto le pedí fue quedejara en paz a Lila. No lo hahecho. Se ha liado con ella delantede mis narices. Hace poco le diodinero para que le comprase unautomóvil. Porque tenía intenciónde violar la libertad condicional ymarcharse de la ciudad con ella...Dejándome tirado por partidadoble. Pero soy yo quien va a darleuna lección.

Un sordo murmullo de vocesse extendió por la habitación.

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Kronup, turbado, se aclaró lagarganta.

—Eso que dice es grave, Doc—observó—. Me había llegadoalgún rumor en la sede delgobierno, pero...

—Pues claro que le hanllegado rumores —intervine—.Porque Doc quería que le llegaran yporque esos rumores tenían ciertofundamento. Es verdad que Lila mecompró ese coche. Y que se me haechado en los brazos. Sabía quecada vez corrían más habladurías,

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pero no sabía qué hacer. Yo...—Bueno, pues yo sí que sé lo

que hacer —cortó Doc,levantándose del taburete—.Caballeros, sugiero que nosreunamos por la mañana para verqué podemos hacer en lo referente ala cuestión de Arnholt.Francamente, esta noche no puedopensar con la necesaria claridadpara debatir el asunto.

Empezaron a levantarse,sacudiéndose sus trajes con la manomientras se dirigían a la puerta.

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Unos cuantos me miraron fijamente;la mayoría se esforzó en apartar losojos de mí. En ese momento, elproblema de Doc se había impuestoal que ellos mismos tenían.

—Un momento —dije—. Hayuna cosa que no ha comunicadousted a estos caballeros, Doc. Lilano es su mujer.

La procesión hacia la puerta sedetuvo en seco. Me miraron,miraron a Doc, quien de pronto sehabía quedado boquiabierto. Y lavoz de Hardesty resonó rompiendo

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el silencio.—¿Y eso qué importa? —

formuló en tono razonable—. Laesposa de Doc no accedió adivorciarse y por eso él no hapodido casarse con Lila. Lo queestá claro es que Lila representapara Doc mucho más que lamayoría de las mujeres para susmaridos.

—Sí —convino Doc—.Muchísimo más.

—Pero, bueno, vámonos deuna vez —zanjó Hardesty—. Eso sí,

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Doc, yo en tu lugar no perdería devista a Cosgrove. Está claro que notiene ganas de volver a Sandstone.

—No voy a perderlo de vista—aseguró Doc.

Fueron pasando a su lado ysalieron por la puerta. Tenían prisapor marcharse. La noticia sobreLila tenía su valor; en las altasesferas había personas que estaríanmuy interesadas en saberlo.

A diferencia de mí, no sabíanque Doc no iba a seguir en laciudad para afrontar las

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consecuencias.Al final, tan solo se quedaron

Doc y Hardesty en la habitación.Doc cogió a Hardesty por el brazoy trató de llevarlo a la puerta, peroHardesty se quedó donde estaba.

—Me gustaría hablar unmomentito con Pat. Para dejarleclaro cómo está la situación.

—Luego —dijo Doc sinmirarme—. Ahora no.

—Yo creo que...—Me importa un carajo lo que

creas —exclamó Doc—. Ya te lo

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explicaré todo cuando llegue elmomento. Pero ahora quiero irmede aquí.

Hardesty de pronto se acordóde algo.

—Has sido tú el que se haencargado de reventar el negociocon Arnholt, ¿verdad? ¿Por quédemonios lo has hecho?

—Ya te lo explicaré también—respondió Doc—. Pero vámonosde una vez. Es muy posible quealguien venga a vernos después deque todos esos hayan hecho las

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llamadas pertinentes. No podemospermitirnos seguir aquí.

—¿Y qué pasa con él?—Él se queda —declaró Doc,

quien arrastró literalmente aHardesty a través de la puerta, quecerró de un portazo a sus espaldas.

Me preparé una copa y mesenté en la cama. Oí el débil sonidodel último de los automóvilesalejándose de la casa. Y a lospocos minutos escuché con claridadel ronroneo del sedán de Doc alponerse en marcha por el caminillo.

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Terminé la copa y me tumbé enla cama. Me sentía muy a gusto,relajado, por primera vez desde misalida de Sandstone. Le había dichoa Lila que se largara de la casa tanpronto como colgara el teléfono. Loúnico que en ese momento podíahacer era tomarme las cosas concalma.

Tumbado y sumido en mispensamientos, sonreí al evocar lasorpresa que Doc y Hardesty iban allevarse. Pero entonces pensé enMadeline y la sonrisa se esfumó de

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mi rostro. A pesar de lo que mehabía hecho, me resultabaimposible alegrarme de lo que iba asucederle.

Dejé vagar mis pensamientos yme pregunté si existía laposibilidad de que estuvieraequivocado con Madeline... Al fin yal cabo, ella me había sugerido ir aver a Myrtle Briscoe y poner lascartas sobre la mesa. No habíainsistido en ello, algo que tambiéntenía su lógica, ya que era evidenteque yo estaba decidido a pasar por

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lo que fuese para no volver aSandstone. Era posible queMadeline en realidad estuvieratrabajando para Myrtle. Era unaposibilidad... y su forma deproceder con Hardesty nodemostraba lo contrario. Madelinepor fuerza necesitaría darle un pocode cancha a Hardesty. Ella no podíapermitir que yo le sacara aHardesty la verdad a golpes, ariesgo de que se me fuese la mano ylo matara. Ella...

¡Oh, Dios! ¿Cómo podía yo ser

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tan estúpido? Madeline llevabaaños metida en los sucios negociosde Doc, y en su situación era muyfácil pasar a mayores y... Peroresultaba posible que Madeline nofuera consciente del lío en que seestaba metiendo. Doc seguramentela había estado introduciendo pocoa poco en sus asuntos, hastainvolucrarla sin remedio.

Solté una maldición y me sentéen la cama. Las cosas no sucedíande esa forma. Nunca lo hacían, asíque ¿por qué ahora iban a pasar

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así? Mi vida entera había sido undesastre. Lo mejor que podíasucederme en ese momento era queno me revocasen la libertadcondicional. Madeline era tancorrupta y estaba tan desprovista deescrúpulos como todos los demás, ytendría que afrontar lasconsecuencias igual que todos.Pero...

Ojalá pudiera dejar de pensaren ella.

Habrían pasado unos veinteminutos cuando Willie llamó a la

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puerta con los nudillos y entró conel teléfono en la mano.

Lo conectó a la clavija situadajunto a la cama y me lo pasó. Se fuecon tanta discreción como habíavenido y yo hablé con quien mellamaba. Hablé y escuché.

—Muy bien, Doc —dije—.Ahora mismo voy.

Colgué el teléfono y contempléla habitación por última vez. Fui algaraje, subí a mi coche y me dirigía casa de Madeline.

Aparqué el vehículo detrás del

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de Doc y subí en silencio por lasescaleras. Me puse un instante aescuchar junto a la puerta deldormitorio, tras lo cual me dirigí ala segunda puerta.

—Todo esto no tiene el menorsentido —estaba diciendo Hardestyairado—. Ibamos a sacarnosveinticinco mil pavos con estenegocio y tan solo necesitábamos unpar de semanas más. No comprendopor qué demonios...

—Vale, vale —cortó la voz deDoc—. Ahora lo que nos interesa

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es dar este último golpe,posiblemente el último quepodamos dar, y luego desaparezcode la circulación. ¿Cómo lo ves?

—Lo veo igual que lo veía alprincipio —respondió Hardesty—.Es lo que habíamos planeado. Perosi no te gustaba la idea, ¿por qué nome lo dijiste en su momento?

—Porque las cosas hancambiado desde entonces —dijoDoc—. La policía está buscando aPat o va a hacerlo muy pronto. Poreso era necesario reventar el

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negocio esta misma noche.—Pero tú ya tenías pensado

reventarlo esta noche, antes inclusode que empezaran a buscar aCosgrove —alegó Hardesty—. ¿Porqué no nos lo explicaste a Madeliney a mí?

—Tenía mis razones.—Vamos, hombre... —se

quejó Hardesty con disgusto.—No te entiendo —dijo Doc

con calma—. Durante dos o tressemanas, no he hecho más quepagar los costes de todo el montaje.

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Y no se trata de calderilla. Hetenido que pagar varios miles dedólares en facturas pendientes decobro. Estaba previsto que todoesto en principio lo pagaríamos connuestros beneficios. Al final ydescontando los gastos, tan solo tehabrías sacado cinco o seis milpavos. ¿Y qué son cinco o seis milpavos para ti cuando tienes laoportunidad de ganar mucho más?

—No me gusta esto, eso estodo —dijo Hardesty.

—Ya lo veo. Pero me pregunto

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por qué.—Olvídalo —dijo Hardesty

—. Mejor olvídate de todo estecondenado asunto.

Se produjo un silencio.Aproveché para llamar a la puertacon los nudillos.

—¿Pat? —Era la voz deMadeline.

—Sí —respondí.—Entra.Entré y cerré la puerta.Hardesty y Madeline estaban

sentados en el sofá. Madeline

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llevaba un salto de cama bajo unabata azul de lana y llevaba el pelorecogido de cualquier manera en unmoño sobre la cabeza. En esemomento me hizo pensar en unaniña recién despertada de un sueñomuy profundo, y me dedicó unasonrisa en la que se mezclaban elafecto y la curiosidad por mipersona, una sonrisa que tambiénera de niña. Aparté la mirada ypuse los ojos en Doc.

Se había cambiado de ropa yestaba ocupado en sacar otras

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prendas de vestir de un montón debolsas y cajas y meterlas en unamaleta que estaba colocada sobreuna silla. Me sonrió, con los ojosentrecerrados, y señaló a Madelinecon la cabeza.

—Creo que no han sidopresentados formalmente —dijo—.El señor Cosgrove. La señoraLuther.

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Madeline levantó la mano y mesaludó.

—Hola, señor Cosgrove —dijo con un hilo de voz.

Asentí con la cabeza, me dejécaer en una silla y saludé a mi vez:

—¿Cómo está usted, señoraLuther?

—Vaya —dijo Doc con ciertanota de reproche en la voz—. Noparece estar particularmente

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sorprendido, Pat.—No. Lo único que me

sorprende es que no me dieracuenta hace mucho tiempo.

—¿Ah, sí?—Sí —dije—. De hecho,

usted mismo me dio una pista alprincipio de todo, la mañana en queme compró la ropa. Había estadodiscutiendo con Hardesty y le dijoque se mantuviera apartado de sumujer. Y luego quiso asegurarse dequé era lo que yo había oído... Sihabía mencionado el nombre de

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Madeline.—Lo recuerdo —dijo Doc,

quien dedicó una desagradablesonrisa a Hardesty—. Lo recuerdoperfectamente, ahora que lo dice.

—Y luego estaba la cuestióndel niño —proseguí—. No creíaque se hubiese inventado esahistoria. Pues bien, tuve ocasión deconocer a Lila muy de cerca,gracias a usted, y me di cuenta deque nunca había tenido un hijo. Asíque...

No le conté lo demás: que

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había visto las estrías —las marcaspor haber sido madre— en elcuerpo de Madeline. Lo que queríaera hablar de un asesinato, que Docy Hardesty se pusieran a hablar deun asesinato... Con Myrtle Briscoey sus muchachos a la escucha.

Hardesty resopló conimpaciencia.

—Por Dios, Doc, ¿vamos apasarnos la noche entera charlando?

—No hay prisa —contestóDoc—. Pat tiene derecho a teneralgunas respuestas. Tiene derecho a

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saber dónde se encuentraexactamente... Pat, creo que estanoche ha estado hablando con Lila,¿no es así?

—Sí —respondí.—Y ella le ha dicho la verdad.

No tiene la suficiente cabeza parahacer otra cosa. ¿Ya se ha dadocuenta del aprieto en que meencontraba? Necesitaba conseguirdinero de forma desesperada y ellaentonces me vino que ni caída delcielo, presta a ser utilizada. Ydespués de utilizarla, ya no me

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atrevía a librarme de ella. No podíasepararme de una mujer de la quese suponía que estaba locamenteenamorado. Porque sabía quehablaría tan pronto como dejara detenerla bajo mi control.

—¿Y te das cuenta del apuroen que yo misma estaba metida,Pat? —terció Madeline sin levantarla voz.

—A decir verdad —contesté—, no estoy particularmenteinteresado.

Doc mostró una amplia

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sonrisa, pero su expresión cambióal momento. Sacudió la cabeza ydijo:

—No la juzgue demasiadoduramente. Madeline no se lomerece. Todos cometemos errores ytodos pagamos por ellos. Ustedtenía dieciocho años el día en querobó un banco. Madeline teníadieciocho años cuando vino a vivira Capital City.

—Lo sé —dije—. Es unamujercita muy leal.

—Mucho, Pat. Leal a sí

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misma, además de leal a mí. Tansolo hemos sido marido y mujer enel papel. Madeline ha estadotrabajando para mí por dinero.

—¿Entre sus tareas se contabael asesinato?

—¿El de Eggleston, quieredecir? —Movió la cabeza sininmutarse—. Ella no tuvo nada quever. Eggleston averiguó queestábamos casados y le exigiódinero a cambio de su silencio. Yomismo fui a hacer el pago.Madeline no sabía que en realidad

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iba a matarlo. Ni yo mismo losabía. Ni siquiera sabía si lo habíacontratado alguien o si estabatrabajando por su cuenta. Perodespués de hablar con él un poco,me di cuenta de que no era posibleconfiar en Eggleston en absoluto.Lo que me dejaba una sola opción.

Asentí con la cabeza. Docacababa de liberarme de todaresponsabilidad sobre el asesinato.Ahora había que dejar claro lodemás.

Doc miró la puerta que daba al

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pasillo con aire casual, y acontinuación me miró a mí. En susojos había reaparecido aquel brillopeculiar, el que antes viera en lacasa cuando Lila salió de lahabitación.

—Hay una cosa que noentiendo, Doc —dije—. ¿Por quéno siguió adelante con el montajeque había maquinado con FanningArnholt? ¿Por qué montó todo eltinglado para después hacerlo saltarpor los aires?

—¡Eso es lo que yo también

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quiero saber! —soltó Hardesty—.Y menos mal que a mí no puedenacusarme de nada, que si no...

—Bueno... —Doc vaciló unsegundo, sonriendo ligeramente—.¿Por qué no me da su propiaexplicación, Pat?

—Se me ocurren un par derazones —dije—. La primera esque se proponía sacar un poco másde dinero, a crédito. Después de losucedido esta noche, laadministración de este estado va aser un prodigio de transparencia.

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—¿Sí?—Creo que eso es lo que

pensaba que estaba haciendo —continué—. Se había convencido así mismo de que era lo que estabahaciendo. Pero yo creo que enrealidad tenía otra motivación. Yahabía arramblado con todo cuantohabía podido. Lo que quería eraasegurarse de que nadie máspudiera volver a sacarse un solodólar.

Los dedos de Doc se cerraronen tensión sobre el paquete que

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estaba abriendo. Lo miró unsegundo a ciegas y continuóabriéndolo. No dijo nada.

Hardesty lo estaba mirandocon la furia dibujada en el rostro.

—¡Por Dios! —exclamó. Yentonces se encogió de hombros enseñal de impotencia—. Pat, losiento, pero...

—Estoy hablando con Doc —le corté—. A ver si lo he entendidotodo bien. Hace mucho tiempo quetenía pensado retirarse, Doc. Teníaclaro que iba a verse obligado a

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hacerlo después de las próximaselecciones. Necesitaba hacer unúltimo negocio a lo grande, ycuando recibió la carta que lemandé desde Sandstone vio laposibilidad de hacerlo con la ayudade Madeline y Hardesty. Se hizo unseguro de vida con unaindemnización muy alta, cuyabeneficiada era Madeline, suesposa. A continuación me sacó dela cárcel. Con la idea de que yo lomatara, supuestamente, comoresultado de una discusión. Pero,

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naturalmente, a usted nadie va amatarlo. La idea es la de arreglarlotodo para que parezca que lo hematado y he tirado su cadáver alrío, donde nadie podrá encontrarlo.Pero no es eso lo que va a pasar. Loque en realidad hará será esfumarsey desaparecer de la circulación, yHardesty entonces se encargará detramitar el cobro de laindemnización para Madeline. Ydentro de un año o dos, cuando lasituación sea absolutamente segura,Madeline entonces se reunirá con

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usted. ¿Es lo que tenía planeado?—Eso —aseguró Doc— es

justamente lo que voy a hacer. Y,por cierto, Pat...

—¿Qué va a pasar con Lila?—Bueno, ¿y eso qué más da?

Digamos que mi verdadera esposase negaba a vivir conmigo, peroinsistió en contar con la protecciónde un seguro de vida. Es lo que va adeclarar.

—Las compañías de segurospodrían sospechar que se trata deun fraude. Ninguna compañía haría

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un seguro de vida a un hombre conunas relaciones personales tancomplicadas y potencialmentepeligrosas.

—Correcto. —Doc asintió conla cabeza—. ¡Qué lástima que noanalizaran el asunto con másdetenimiento! El hecho es que hanestado aceptando mis pagos y ladesignación de Madeline comobeneficiaría. Estamos hablando deun contrato vinculante y van a tenerque pagar.

—Ya veo —dije—. ¿Cuánto

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va a sacarse para vivir durante elresto de sus días? ¿A cuánto subenesos seguros?

—Bueno... —vaciló unsegundo—. Creo que no hay razónpara que no se lo diga. Hay diezpólizas, de diez mil dólares cadauna. Cien mil en total, pero condoble indemnización.

—¿Y cuánto se llevaHardesty?

—Unos sesenta y cinco mil,más o menos. La tercera parte.

Sacudí la cabeza. En ese

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momento no se me ocurrió añadirnada más. Me parecía que todocuanto tenía que ser dicho habíasido dicho ya y que era el momentode que Myrtle pasara a...

—Por cierto, Pat. Como iba acomentarle hace un momento...

—¿Sí?—La suya era buena idea.

Pero me temo que Myrtle no va aestar con nosotros. Me tomé lamolestia de averiguar su paraderoantes de nuestra pequeña velada encasa. Myrtle está fuera de la ciudad.

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Tragué saliva y la nuez se meatascó en la garganta. Creo quetenía el aspecto de estar tanenfermo como me sentíainteriormente.

Doc sonrió comprensivo.—¿No irá a decirme que ha

ido a contarle la historia a lapolicía? Pero si al momento lodetendrían como sospechoso de lode Eggleston, y antes de que

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pudiera aclarar su inocencia...—No —reconocí—. No he

hablado con la policía. Lo que iba adecir es que... que... ¿Cómo puedehacerme esto, Doc? ¡Me estácondenando a muerte! ¿Es que esole da igual?

—Supongo que no tendría queser así —dijo Doc—. Pero el hechoes que sí que me da igual. Odigamos que no me preocupademasiado, Pat. Usted habríamuerto en Sandstone si yo no lohubiera sacado de allí. Y, bueno, de

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esta forma por lo menos se habrádivertido un poco.

—¿Y el coche que Lilacompró para mí? ¿Tampocosignifica nada? —pregunté—. ¿Novan a darme la oportunidad deescapar?

—Me temo que no, Pat. Unacosa es que no encuentren micadáver y otra muy distinta que noencuentren a mi supuesto asesino.La cosa entonces resultaría más quesospechosa. Así que, lo siento, peroes necesario que la policía lo

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detenga, más o menos en un puntocercano a donde tuvo lugar esadiscusión que acabó de formatrágica.

—¿Y no le parece que midetención puede ser peligrosa parausted?

—¿Quiere decir que va acontarlo todo? —Sonrió levementemientras sacaba un par decalcetines de una bolsa de papel—.¿Quién va a creerse semejantehistoria cuando todos los indiciosapuntan a un asesinato?

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—No va a funcionar, Doc —dije.

—Oh, sí que va a funcionar, ymuy bien, Pat. —Sonrió—. Todoresulta lo suficientementeimprobable como para que resulteplausible. Usted mismo ha tenido elrompecabezas delante de lasnarices durante semanas y no poreso llegó a entender el motivo porel que lo saqué de Sandstone.

—No me estoy refiriendo a lapolicía —aclaré—. Estoy hablandode las compañías de seguros. No

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van a pagar ninguna indemnizaciónen vista de unas circunstancias así.

—Normalmente no pagarían—convino—. En circunstanciasnormales, no pagarían unaindemnización en ausencia depruebas materiales de unfallecimiento. De un cadáver, vaya.Pero cuando todas las demáspruebas son tan categóricas, pues,bueno...

—¿Cómo puede estar tanseguro?

—Por nuestro amigo aquí

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presente, Hardesty. —Doc señalócon la cabeza—. Uno de nuestrosmejores especialistas en derecho,con independencia de la opiniónque usted tenga de él en otrosaspectos. Hardesty afirma que van atener que pagar. Y si Hardesty lodice, es que van a tener quehacerlo.

Era verdad. Si alguien teníaque saberlo, ese alguien eraHardesty. Pero, entonces, ¿por quéHardesty quería que yo...? Depronto lo comprendí. Acababa de

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encajar la última pieza de aquelrompecabezas infernal. Y me eché areír.

Yo estaba condenado,atrapado sin remisión, hiciera loque hiciese. Pero no podía evitarreírme.

Hardesty descruzó y cruzó laspiernas nerviosamente y se revolvióincómodo en el sofá. Se llevó lamano derecha al bolsillo de laamericana y la dejó allí metida.

—Doc —dije—. No es ustedmuy listo. En lo referente a algunas

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cosas, por lo menos. Tenía laintuición de que estaba metido enalgo que lo superaba, pero no medaba cuenta de lo estúpido que enrealidad es.

—No me diga. —Mostró unasonrisa de oreja a oreja, pero elrubor estaba empezando a asomaren sus mejillas—. ¿Y por qué creeque soy así de estúpido, Pat?

—Porque está a dispuesto acreer en la palabra de un hombreque lo detesta y que está enamoradode su mujer. A creer que ese

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hombre va a conformarse con unatercera parte de doscientos mildólares cuando él y su mujerpueden hacerse con todo el botín.Es verdad que ese hombre sabebien lo que las compañías deseguros pueden o no hacer. Perouna cosa es lo que ese hombre sabey otra muy distinta los cuentoschinos que le ha estado contando austed.

—Yo... —La mirada de Docfue de Hardesty a Madeline yvolvió a posarse en mí—. No

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entiendo...—No hay nada que entender

—zanjó Hardesty—. No le hagas elmenor caso, Doc. Este tipo...

—Piénselo, Doc —dije—. Ymientras lo hace, Hardestyaprovechará para hacerme suoferta. Quiero que entienda por quéva usted a morir, pero me temo quetiene que pensar con rapidez. Novoy a poder desempeñar mi papelen este pequeño drama si la policíame echa el guante.

Doc me miró en silencio. Sus

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ojos parpadeaban bajo las gruesaslentes de sus gafas. Señalé aHardesty con el mentón.

—Bueno —dije—. ¿Cómo seresuelve todo esto? ¿Lo mato yo ydejan que me escape o lo matausted y dejan que la policía medetenga?

—¡Pat! —gritó Madeline—.No...

Pero Hardesty ya estabasacando la mano del bolsillo.

—Usted va a ser quien lomate. —Me arrojó una pistola

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automática de cañón corto—.Hágalo de una vez y lárguese deaquí para siempre.

Empuñé la pistola e hice ungesto con ella.

—Muy bien —dije—. De pie.Los tres.

—Pat —replicó Hardesty—.Usted...

—De pie —repetí. Lo agarrépor el cuello y lo obligué alevantarse del sofá.

Los alineé a los tres y registrésus bolsillos. Empujé a Madeline a

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un lado y me encaré con Doc yHardesty.

—Y ahora —anuncié—, voy allamar a la policía.

—¡A la policía! —exclamaronal unísono.

—Sí, lo sé. Lo más probablees que no vayan a creerme. Perotengo que intentarlo.

—Pero ¿y qué va a ganar conello? —El rostro de Hardesty sehabía cubierto de una palidezmortal—. ¡Tiene la oportunidad deescapar, Pat! Y haremos que... Y

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haré que tenga el dinero necesariopara...

—No lo creo —dije—. Unhombre jamás puede escapar de símismo.

—¡Déjese ya de tonterías! —saltó Doc—. Nos ha fastidiado elplan de las pólizas de seguros. Pormi parte, he puesto fin a lacorrupción política en este estado.Dejemos las cosas como están y...

—Claro —secundó Hardesty—. Tenga un poco de sentidocomún, Pat. Esta noche nos hemos

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equivocado todos un poco, pero aúnestamos a tiempo de arreglar lascosas... Doc, ¿qué te parece sitodos nos damos la mano y...?

—¿Por qué no? —dijo Doccon voz animosa tendiéndome lamano.

Al momento la cerró en torno ami muñeca y la empujó hacia abajocon todo el peso de su cuerpo.Hardesty vino hacia mí con la ideade soltarme un puñetazo. Y denuevo rompí a reír. Era tododemasiado fácil. Ni siquiera me

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estaban dando una excusa paraponerme violento de veras y darlesel único castigo que seguramenteiban a recibir en su vida.

Esquivé las inefectivasacometidas de Hardesty hasta quese cansó. Y entonces le solté untremendo gancho con la palma de lamano abierta que levantó su cuerpodel suelo y lo proyectó hacia atrás,hasta caer como un fardo junto a lapared.

Doc continuaba empeñado enhacerme bajar la mano con que

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empuñaba la pistola. De pronto labajé con brusquedad y, al instante,la alcé con todas mis fuerzas, y Docfue a estrellarse contra la pared,junto a Hardesty.

Despatarrados junto a lapared, ambos me estaban mirandocon los ojos vidriosos.

Miré a Madeline, quien meestaba sonriendo con alegría. Feliz.Abrazándose a sí misma. Y antes deque pudiera pensar, preguntarme siquizá yo estaría en lo ciertodespués de todo, si por una vez en

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la vida las cosas iban a salirmebien... la puerta del dormitorio seabrió de golpe.

Myrtle Briscoe entró en laestancia. Seguida por dos agentesde la policía de carreteras. Se llevóun silbato a los labios, pitó, y dosagentes irrumpieron por la puertaque daba al pasillo.

A una señal de Myrtle, losagentes agarraron a Hardesty y aDoc. Hizo una nueva señal y losarrastraron hacia el pasillo. Todohabía sucedido en cuestión de

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segundos, con tanta rapidez queDoc y Hardesty ni siquiera habíantenido tiempo de sorprenderse.Salieron por la puerta, sin decirpalabra, encajonados entre losagentes. Myrtle puso la mano en elhombro de Madeline y dijo:

—Nuestra amiga fue másrápida que usted a la hora deavisarnos, Red. —Me dedicó unasonrisa—. Me temo que han pasadouna media hora bastante mala, ¿noes así?

—Yo... eh... sí, señorita —

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respondí.—Ya, pero porque usted así lo

quiso. ¿O es que yo no hice loposible para que se sinceraseconmigo de una vez? Lo intenté,¿verdad?

—Así es, señorita.—Bien... —Me examinó un

segundo con la mirada—. Noparece que esta pequeña pelea lehaya dejado señales. Tuve miedode que alguien empezara a dispararsi entrábamos en ese momento. Noera cuestión de que le pegaran un

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tiro antes de que yo le consiguierael indulto.

—No, señ... ¿¡Cómo!?—¿Y por qué no? —repuso

Myrtle Briscoe—. Algo me diceque el gobernador va a firmar casicualquier documento que le pongaen el escritorio.

Y se marchó por la puerta, quecerró de un portazo y Madeline depronto estaba en mis brazos.

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Eso, me parece, es todo.Conseguí el indulto. Conseguí

un empleo, que aún mantengo, comoinvestigador del Departamento dePrisiones. Madeline obtuvo eldivorcio y nos casamos.

A Doc le cayeron noventa ynueve años por el asesinato deEggleston, así como treinta añosadicionales —a cumplir de formaconsecutiva— por soborno y

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tentativa de estafa. A Hardesty lecayeron cuarenta años.

También les cayeron bastantesaños a Burkman y Flanders y elresto de la vieja camarilla de Doc.Pero no voy a entrar en másprecisiones. Me contentaré condecir que a Doc hoy no le faltanamigos, si es que podemos llamarasí a los que están con él enSandstone.

Lila...Bueno, Lila salió bastante bien

parada personalmente, en vista de

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las circunstancias.Vendió la exclusiva de la

historia de su vida —escrita porotro, claro está— a una de lasprincipales agencias de noticias.Eso le hizo ganar una cantidadapreciable de dinero, así comomucha publicidad, una publicidadque con el tiempo le fue muy útil.La última vez que vimos a Lila —Madeline y yo—, estaba a punto deirse a vivir a Hollywood, con uncontrato para aparecer en unapelícula de serie B.

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Vino a despedirse antes demarcharse. Más tarde sorprendí aMadeline mirándome con expresiónpensativa.

—Me pregunto... —dijo—.Me pregunto si algún día sabré quéfue lo que de veras sucedió entre túy esa mujer.

—¿Lo que sucedió...? —exclamé—. Pero ¡señora Cosgrove!¡No va a usted a pensar que yopodría haber hecho una cosa así...!—¡Ja, ja! Muy gracioso. No, claroque no...

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—Vaya —dije—. No sé quédecir para convencerte...

—Y ¿se te ocurre algo quepuedas hacer?

—Ahora que lo mencionas,creo que sí que se me ocurre algo.Me estás dando una idea.

No se trataba de una idea muyoriginal, aunque sí fue muy, peroque muy buena. Lo bastante buenacomo para que Madeline seolvidase por completo de Lila.

Bastante buena. Dejémosloahí.