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libro autobiografico de fdo rosas

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Podrá ser un vidente, un profeta o una explosión de libélulas que se pierdanen el mar “

Semblanza acerca del autor,escrita en la revista escolar

de los Padres Franceses.Viña del Mar / 1949

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Me comprometo a deciren las páginas siguientes:

La Verdad, nada más que la Verdad, pero no toda la Verdad

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El entreacto comenzó al decir:

Mi respuesta será la música y el silencio

En verdad, fue más bien el silencio y la acción.

Conmigo aconteció lo

Que al cirujano que le quitaron el bisturí pescador que le arrebataron los peces pintor que le arrancaron los ojos enamorado que lo separaron de su amada místico que le escondieron a Dios.

El entreacto continúa, su prolongación podrá ser larga.

Mantengámonos alerta en la espera

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Hace pocas semanas volví a escuchar el Magnificat de J. S. Bach. Pocas obras musicales me son tan queridas y me han provocado emociones tan fuertes y directas a lo largo de los años.Creo que el Magnificat es uno de los mejores ejemplos en que la música está identificada con un texto sagra-do. “Magnificat anima mea Domino” (Mi alma engrandece al Señor). El coro, la orquesta con trompetas y timbales, en conjunto, expresan la gloria del señor. Existen pocos trozos musicales donde se exprese tanto júbilo, tanta claridad extraterrena.Después de este pórtico, los distin-tos vehículos de San Lucas están expresados musicalmente de un modo certero, infalible. “Su miseri-cordia se derrama de generación en generación”. La expresión de ternura, confianza, paz, es incomparable.“Derribó del trono a los poderosos”. El ritmo inexorable expresa el poder irresistible del brazo del Señor, ante el cual los poderes de la tierra caen hechos polvo.

“Acogió a Israel”. La intimidad del padre que acoge, su ternura, están delante de nuestros ojos; y así, suce-sivamente, cada versículo va alcan-zando la expresión más adecuada. Es notable el parentesco entre el final del Magnificat y el Sanctus, de la Misa en si menor del autor. Este no pronuncia las palabras “Sanctus” o “Gloria Patris” con facilidad. Para llegar a ellas, para captar lo inalcan-zable que ocultan estas palabras, el autor se da tiempo, parece saber que es necesario un largo camino preparatorio para que adquieran su verdadero significado.Recordemos, a este respecto, las palabras del gran poeta alemán Frie-drich Hölderlin, nacido poco después de la muerte de Bach: “Nahe ist der Gott aber schwer su fassen” (cerca está Dios, pero difícil de alcanzarlo). El gran músico, inequívocamente, expresa esto mismo a través de su lenguaje musical.

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La dulzura de mi niñez ex-perimentó una violenta interrupción. Mientras estaba en segunda prepa-ratoria, dije a la profesora del colegio alemán algunas palabras inconve-nientes.Mi madre viuda, con muchos hijos, sintiéndose terriblemente responsa-ble de su hijo menor, estimó que yo debía ir a un internado. Hechas las averiguaciones del caso, se escogió un colegio que quedaba en la ciudad de Quillota.El cambio de la niñez sobreprotegida en la casa materna, donde mi madre y mi mama me cuidaban como hijo único (tenía mucha diferencia de edad con mis otros hermanos), al régimen del internado estricto y de sobremanera austero, fue para mí una catástrofe.La vida allí era muy dura. Todos los días eran iguales, desde la levantada a las seis de la mañana, misa, hacer la cama, breves recreos, clases, estu-dios, comida y a la cama.Recuerdo muy bien esos intermina-bles dormitorios, con camas de fierro

pintadas blancas y separadas por un velador, donde se guardaban con lla-ve las pocas pertenencias personales.Durante este período mi única compañía fue una pequeña pelota de goma. Todavía recuerdo su olor y la sensación que experimentaba al tocarla.Me quedaron patentes en el recuer-do los domingos en la tarde, el retor-no al internado, cargando una maleta que apenas sostenía. El viaje en tren a Quillota y desde allí a pie, o en una vieja victoria, hasta las puertas del colegio.Por primera vez experimenté la sole-dad, el abandono, el desamparo.Cada cierto tiempo vuelven a mí cier-tos momentos de esa época: en las mañanas, el sol filtrándose por unas pequeñas ventanas situadas encima de las camas. La hora de acostarse, bajo la vigilante mirada de un herma-no que recorría los dormitorios con rostro adusto. Los fríos e inhóspitos baños colectivos, y muchos otros.Mis lágrimas y razones a fines del año hicieron que mi madre comprendiera

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el error cometido, pudiendo conti-nuar mi niñez con la misma dulzura de antes. Sólo muchos años después, y naturalmente en circunstancias muy distintas, volvería a experimen-tar la soledad y el desamparo; ellos me permitirían descubrir la huella que a mí dejó esa primera dolorosa experiencia.

Se habla mucho de los artis-tas como descubridores de nuevos caminos, asimilándolos en alguna forma a los inventores que, discu-rriendo nuevos artefactos, generan la posibilidad de que a través de su uso se produzcan otros nuevos, y así adelante.No se habla nunca de los artistas, a menudo los más importantes, que cierran caminos, agotando formas de expresión.Así en la música, Bach cierra el ba-rroco; Wagner con toda su teoría del arte del futuro hace una obra única, y, por último, Beethoven pone un mayúsculo punto final al clasicismo.

En esta misma línea, Schönberg da el gran salto en la música atonal, pero queda un espacio vacío entre su música y el pasado que es ocupado rápidamente por Alban Berg. A su vez, Antón Webern, su discípulo, es un profeta de la música futura. Sin embargo, las generaciones actuales agotan todas las posibilidades abier-tas por él, las que al principio apare-cían como mucho más duraderas.SchÑonberg escribe cerca de 1950 que cree que su sistema será enseña-do en el futuro en todas las escuelas musicales. Treinta años después de su afirmación, su enseñanza pertene-ce inequívocamente al pasado.En verdad, en el arte de hoy habría que afirmar exactamente lo contrario del poeta: caminante no hay camino, lo cerró ya el mucho andar.Sin embargo, en arte vale también la otra ley: debemos esperar lo inespe-rado.

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Siempre me llamó la atención

en algunos pueblos chilenos,

en cuyos contornos vivía gente

con casas y jardines muy cuidados,

el estado de desolación en que estaban

las plazas y también los caminos.

Me hice la siguiente reflexión:

en Europa lo que no es de alguien en

particular

se considera que es de todos.

Aquí en Chile, ocurre todo lo contrario:

lo que no pertenece a alguien en

particular,

simplemente no es de nadie.

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Las artes existen referidas a distintas dimensiones de la realidad. La pintura en el espacio bidimensio-nal, la escultura en el espacio tridi-mensional, el cine en el espacio tiem-po. Las estructuras musicales existen en una sola dimensión: el tiempo. Las estructuras musicales existen en una sola dimensión: el tiempo. El tiempo ha sido un aspecto de la realidad que ha motivado las reflexiones de los filósofos desde siempre, con mejores o peores resultados, y naturalmente no es el objeto de estas líneas.De las estructuras nos hemos per-catado en los últimos tiempos. Para explicar la estructura musical, uso la imagen de un puente. Este consta de pilares, vigas transversales, puntos de apoyo en los extremos y algunos elementos ornamentales. Todos ellos están de tal manera calculados, que cada uno influye y depende a la vez de todos los otros.El puente existe también en el tiem-po. Está planeado para ser recorrido de un extremo al otro. Sin este ele-mento, naturalmente que el puente

carecería absolutamente de sentido.Pese a todas las diferencias, que saltan a la vista, la obra musical es, sin duda, más próxima a esta imagen que a la que a menudo nos presenta una cierta literatura sentimental. En ella, la música aparece como fruto de la súbita “inspiración” que un perso-naje extravagante –el “artista”- recibe quién sabe de dónde, y entre trances y balbuceos deja correr su mano si-guiendo el dictado de voces ocultas.La música, de acuerdo a lo que yo creo, es fruto de la lucidez, y corres-ponde a la capacidad de algunos privilegiados de combinar elementos sonoros en las formas más diversas. Una noche soñé que el pueblo se había cansado de ser gobernado sucesivamente por los abogados, médicos, militares, y había decidido, como último recurso, elegir un gobierno formado por los artistas.Naturalmente, los escritores ocupa-ron los cargos más importantes, y debido a mi condición de músico me designaron comandante de un barco

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de guerra.Sorprendido con este nombramien-to, mi primera decisión, al recibir el cargo, fue la de ser extremadamente lacónico.Me propuse consultar con mi segun-do de a bordo, naturalmente mari-no profesional, toda decisión que debiera tomar, por muy insignificante que fuera.Mi propósito sería que quien coman-dara en verdad la nave fuera él, pero que esto no lo sabría nadie fuera de nosotros dos.Durante un tiempo todo marchó correctamente. Sin embargo, ya transcurridos algunos meses, surgió una inesperada complicación. Un día, el tercero de abordo, muy sigilo-samente, me comunicó que aquel en quién había depositado toda mi confianza no era acreedor de ella, ya que era muy incompetente y tenía propósitos ocultos.La situación se complicó todavía más, al tener conocimiento por otro oficial que un grupo de subalternos se reunía clandestinamente y expresaba

su reprobación al mando de la nave.Olvidaba un antecedente impor-tante: desde que asumí el mando, por supuesto en el más absoluto secreto, pasaba las noches completas en la lectura y el estudio de los más importantes textos de navegación. Con ellos creía estar en condiciones de resolver oportunamente cualquier eventualidad.Desgraciadamente a estas alturas desperté, lo que me impidió cono-cer las peripecias que me depararía la continuación de este sueño tan singular.

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La cultura chilena goza en estos tiempos de la difusión más amplia de su historia. Basta que el viajero llegue a París, Londres, Roma o New York, y será recibido con los nombres de Neruda y Arrau.Si logra internarse un poco más en los medios artísticos, se encontra-rá con una profusión de nombres chilenos entre cineastas, escritores, músicos, folkloristas, actores y otros.Se nos ha hecho creer que este auge se debe al esfuerzo incansable de determinadas ideologías, las que pretenden usar el arte y los artistas para sus fines propios.Creo que el resultado nos demuestra precisamente lo contrario: la cultura ha sido la más significativa de nues-tras exportaciones no tradicionales.

Se supone que toda perso-na de cierta cultura debe tener una ideología, es decir, estar adscrito a un grupo que posee una determinada concepción política de la realidad.Por allá por 1951, cuando con un

grupo de amigos contemplábamos la trivialidad de las querellas de los miembros de distintos grupos, comprendíamos que en la política no se resolvían adecuadamente los que entonces denominábamos “proble-mas de la realidad”.La preocupación exclusiva por la política hacía que personas muchas veces muy bien dotadas gastaran sus mejores energías en disputas interminables.Otra consideración, de esa ya lejana época, nos mostraba que en todos los grupos, por distintas que fueran sus creencias, existía la misma confi-guración, abarcando desde personas profundamente idealistas hasta los eternos aprovechadores, que sólo buscaban ventajas de carácter personal.Con nuestros amigos ocupábamos largas jornadas en estos temas; poco a poco llegamos a la convicción de que si no existía una concien-cia profunda de la realidad, de los verdaderos valores, todo lo demás permanecería profundamente estéril.

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Incluso en un momento llegamos a bautizarnos como “esencialistas”.Avanzando en estos pensamientos, llegamos a la conclusión de que sólo cabía una verdadera tarea: la edu-cación. Para nosotros, ella aparecía como el compartir profesores y alum-nos la afición por el conocimiento.Uno de los amigos, Ernesto Rodrí-guez, quizás el más lúcido, lo plan-teaba así: “Nuestro deber es parti-cipar con los jóvenes en dos tareas fundamentales: el conocimiento de que estamos insertos en una tradi-ción greco – latina – cristiana y, por otra parte, compartir con ellos un lenguaje, como único medio propio de expresión del mundo”.De estas ideas mació el Colegio Pat-mos de Viña del Mar.Entretanto, otro grupo hasta enton-ces totalmente desconocido para no-sotros, fundaba en esa misma época el Colegio de Santiago, basándolo en el estudio del lenguaje y la tradición clásicos.Rápidamente nos encontraríamos con ellos.

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Los aviones de guerra se lanzaban

contra la residencia

enteramente rodeada de jardines.

De sus vientres brotaban dardos

negros;

Con mi hijo contemplábamos

sobrecogidos;

a nuestro alrededor los vecinos reían;

un viejo camión repartía vinos

Planella, la botella costaba sólo diez

escudos: era una ganga.

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Una vez les dije que como ellos se contemplaban de demasiado cerca, en el fondo no sabían lo que eran.Se rieron bastante de mi afirmación. Me explicaron que su actividad era más que nada teatro musical en bro-ma, show, parodia, y muchos otros nombres, que a mi entender nada explicaban.Creo que es uno de los fenómenos más singulares que ha producido América. Se llama Les Luthiers.Sus seis integrantes son músicos acabados, actores, bailarines, cantan-tes, compositores, pianistas, instru-mentistas de cuerdas, de vientos y muchas cosas más.Tienen largos antecedentes en la historia de la música. Desde el rena-cimiento existen canciones humo-rísticas. En el barroco, la cantata a la muerte de un canario, de Telemann, no lo hace mal. En el clasicismo, la “Broma musical” de Mozart es otra muestra de humor. En el romanticis-mo, la música es tan trascendental (piénsese en Wagner y otros) que no

caben bromas con ella.En la música moderna y contemporá-nea, lo festivo y humorístico está a la orden del día. Recuérdense algunas obras de Stravinsky, Satie y muchos otros.Les Luthiers tienen una gracia especial, no son sólo músicos, sino, como dijimos más arriba, muchas cosas más. Tienen otra gran cualidad, llegan a todos los públicos imagi-nables. Su lenguaje es tan directo y comprensible, que cada espectador, por simple que sea, tiene algo que recoger.Algunos se preguntarán, ¿en defini-tiva, cuál es el valor artístico de sus creaciones?, o también, ¿no estamos sólo frente a algo que no es más que entretenido?Intento una respuesta. El arte preten-de en definitiva una catarsis (cura-ción). Se trata que un espectador salga más enriquecido que antes de entrar a una función. Les Luthiers lo logran, y con creces.Sin embargo, a futuro tendrán en algún momento que tomar una deci-

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sión. Se dirigirán al music – hall, con todas las reglas de este género musi-cal, o se irán cada vez más acercando a una experimentación artística, con todos los riesgos que eso implica.En todo caso, es posible también que este increíble conjunto pueda desa-fiar las reglas de esta opción, y dar con una solución que desde afuera nos es imposible escudriñar.

Cuando niño tenía una singular actitud: cultivaba una afición con singular energía, para pasar rápidamente a otra con no menor dedicación.A los diez años mi mundo era el ajedrez. Todo giraba en torno suyo, compraba libros de especialistas, repetía las partidas de los jugadores más famosos, asistía a campeonatos internacionales, pensaba y soñaba con el tablero y las diferentes piezas.Olvidé el ajedrez, y mi pasión se llamaba el aeromodelismo. La vida transcurría en torno a los aviones de madera terciada, papel, y el infalta-

ble cemento duco, con el cual todo se pegaba. Una vez terminados, se sujetaba la hélice con un elástico y comenzaba a volar. El mayor placer era observarlos en la noche, en que nos evocaban lejanos mundos, en-tonces inaccesibles.Otro día fue la guerra. Tenían un gran mapa con banderitas que se clava-ban con alfileres, las que indicaban el avance o retroceso de las tropas. Leer u oír las noticias e ir al mapa a mover las banderitas, era una gran fiesta llena de emociones. A este respecto, recuerdo que durante el almuerzo, un día en mi año de internado, se es-cuchó por los parlantes “las victorio-sas tropas alemanas entran en París”. Aún resuenan en mis oídos los gritos de júbilo de los hermanos (nuestros profesores españoles, naturalmente simpatizantes de la causa alemana), al oír esta noticia. Más tarde com-prendería con horror la barbarie de esa irrupción, y cuántas vidas y cuán-tas lágrimas se escondían detrás de mis juveniles e inocentes banderitas.Poco después coleccionaba, con

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igual dedicación, estampillas. Visitaba los negocios de compraventa; todo el poco dinero de los fines de semana quedaba allí a cambio de álbumes, sellos, papelitos para pegarlos, pinzas y los demás artefactos conocidos de los filatélicos. Me olvidaba de la lupa, inevitable accesorio de estos me-nesteres, que en ese tiempo era mi compañía predilecta.Cerca de los catorce años, ya con nuevas aficiones, vendí toda mi colección de sellos. Con el dinero compré mis primeros discos: la Quinta Sinfonía, de Beethoven, y el Concierto para dos violines, de Bach.Sin sospecharlo entonces, con este inocente acto se iniciaba la más im-portante aventura de mi vida.

Mi amistad con Adolfo Flores nació con la Orquesta de la Univer-sidad Católica. En efecto, cuando organizamos la orquesta, decidimos los nombres de los futuros integran-tes, de común acuerdo con el primer violín, Jaime de la Jara.

Mi candidato para contrabajista era otro, pero Jaime me convenció que Adolfo era el indicado. Yo no lo cono-cía personalmente, pero ya lo había escuchado en la Sinfónica, donde su desempeño de primer contrabajo era excelente.Después de algunos ensayos de la orquesta, yo dije muy solemne-mente: “Muchachos, esta orquesta hará cosas grandes, en cinco años iremos a Europa y Estados Unidos”. Los instrumentistas (me lo dijeron después) comentaron: “Hemos caído en las manos de otro chiflado”. Hay que reconocer que esos chiflados han existido siempre en nuestra vida musical, especialmente en los últi-mos años, en que varios de ellos, la mayor parte de las veces extranjeros, han hecho de las suyas.Y fuimos a todas las partes pro-puestas, hicimos discos, estrenamos obras antiguas, modernas y todas las demás cosas ya conocidas.Adolfo fue siempre, junto con el amigo querido, el colaborador más desinteresado, tenaz y eficiente que

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he tenido en mi vida.Por esta razón no fue casualidad que la actual Agrupación Beethoven naciera como una sociedad entre ambos. Creo que constituimos un buen team, al cual por supuesto se han ido agregando otras personas, dando forma a un centro musical que ya está entregando frutos, pero del cual se puede esperar mucho más en el futuro.A propósito de mi trabajo con Adolfo, hay un nombre que quiero recordar en particular. Se llama Alejandro Szterenfeld. El es propietario de una agencia de conciertos de Buenos Ai-res, quizás la más importante. Cuan-do supo que nos independizábamos, sin más nos proporcionó todo los artistas que él representaba en 1976. Le dijimos que no podíamos darle ninguna garantía que la Agrupación resultara, por lo que corría un grave riesgo, ya que nosotros no teníamos bienes para responder en caso de un descalabro. El nos dijo: muchas gracias por la franqueza, confío en ustedes y asumo todos los riesgos

del caso. Pueden comprender que un gesto de esta naturaleza no es fácil de olvidar, y que fue esa actitud la que, junto a la de otras personas, nos dio la confianza necesaria para salir adelante en esta empresa, que en sus comienzos era calificada de imposi-ble.

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Experimenté una extraña sensación

mientras dirigía un concierto

en la sala principal del Conservatorio

de Budapest.

Cabe señalar que en dicha sala se

ejecutaban permanentemente grandes

conciertos,

e incluso allí tocó el propio Franz Liszt.

Yo era quien, mientras estudiaba en la

Universidad de Valparaíso, soñaba que

tal vez antes de morir dirigiría

un concierto frente a una orquesta.

Y allí, vestido de frac, como si nada

sucediera,

dirigía tranquilamente frente a un

público

que escuchaba con toda atención.

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Un día, hace pocos meses, mientras visitaba algunas personas en Chillán, después de un largo paseo por la ciudad, me senté a des-cansar en uno de los escaños de su plaza principal.El sol otoñal me produjo una dulce somnolencia; dentro de ella me pareció que mi compañero casual de asiento, un hombre de honda mirada, después de observarme atentamente durante un rato, me dirigió súbita-mente la palabra:Señor, a usted lo he visto más de alguna vez.Contesté: en verdad, mi nombre es tal, he dirigido durante años con-ciertos y programas musicales en la televisión.El me respondió: sabe usted, yo he sido siempre profundamente apasio-nado por la música. Permítame con-tarle mi historia, que por lo demás es muy breve.Y así lo hizo. Tenía setenta y seis años, había nacido en 1903, precisamente en esa misma ciudad. De niño había mostrado talento para el piano, había

estudiado desde muy joven y todos sus parientes y vecinos pensaban, según le contaron más tarde, que él tenía algo de niño prodigio.Sin embargo, los estudios en el colegio y después la universidad, en alguna forma lo habían alejado de ésta que para él era la pasión de su vida.El no cejaba en su esfuerzo; cada rato libre se encerraba con su piano, tocaba muchas horas, soñaba que algo podía ocurrir.Después vino el amor, matrimonio, varios hijos. Su buena carrera de abo-gado lo llevó a Impuestos Internos, donde a través de los años llegó a ser Jefe Provincial, cargo del que hacía poco había jubilado.Esta era en resumen su vida. El no estaba descontento de ella, pero to-davía sentía la misma pasión juvenil por el piano, que ahora tocaba casi todo el día. Además, su amor por la música era tal, que había logrado a través de los años formar una exce-lente discoteca.Al terminar estas últimas palabras,

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y poco antes que mi interlocutor se desvaneciera, con la somnolencia que casi cerraba mis ojos, alcancé a preguntarle:

Perdón, ¿cómo me dijo era su nom-bre?El me respondió suavemente, Claudio Arrau.

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En una época no lejana,

en la Universidad no usábamos cor-

bata.

Todos, desde el Rector hasta los

estudiantes de derecho,

la había suprimido.

Trabajábamos en invierno

con chaleco de lana;

en verano

con la camisa arremangada.

Un día todo cambió.

Naturalmente fui el último

en percatarme.

No me pude acostumbrar

a usar la famosa corbata.

Hoy, definitivamente, no la uso.

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No podré jamás olvidar

que fui presidente de un jurado

que en forma unánime en 1969

otorgó el primer premio a la canción

“La plegaria del labrador”.

Su autor es naturalmente Víctor Jara.

Para mí, es la canción más conmove-

dora

que se ha escrito en esta tierra.

Requiescat in pace …

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Al aprobar el Senado Aca-démico de la Universidad Católica de Valparaíso nuestro proyecto de crear una Escuela de Música, les dije:

Qué distinto será para los jóve-nes de mañana. Cuando yo cursaba estudios bási-cos, tuve tres profesores de música en el colegio. Al primero lo echaron por borracho, al segundo por ser peligrosamente invertido, y al tercero por escupir, frente a todo el curso, en el canasto de los papeles”.

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Creo que en nuestro paísa los artistas les acontece,generalmente, algo de lo siguiente:Se van en la primera oportunidad al extranjero ose convierten en burócratas irremedia-bles oviven y mueren en el desamparo más absoluto odejan de ser artistas.Sin embargo, algunos pocos tratan con mejor o peor resultado de romper este círculo.La vida no es demasiado fácil para estos últimos.

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A través de ella Volví a mirar las estrellas planté mis primeras enredaderas empecé a perder el miedo percibí los olores del campo gocé con los azahares de los naranjos cultivé muchos rosales mi casa tuvo un camino circundante me quedé dormido dulcemente conocí la verdad del amor.

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En nuestro más reciente comienzo,cuando todos nos creían acabados,se nos acercaron dos instrumentistas.Siendo ellos muy destacadosen sus respectivos instrumentos,nos ofrecieron todo y no nos pidieron nada.Ellos fueron el violinista Mario Prieto y el oboísta Alfredo Kirsch.Ambos no nos debían nada,incluso el primero nos debía algunos malos ratos.Gracias, a ellos y a muchos otros.

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Su nombre fue Jorge Peña. Cuando lo conocí, hacía poco que había sido derrotado en dudosas circunstancias en un concurso en que se designaba al director titular de la Orquesta Sinfónica de Chile.Sus planes, entonces, eran constituir una orquesta sinfónica en La Serena, su ciudad natal. Para esta empresa, empleaba toda su enorme capacidad organizadora y todo su talento musi-cal y de director de orquesta.Llegó en momentos a contar con algunos excelentes ejecutantes. Realizaba temporadas de conciertos en que él desempeñaba todas las funciones: desde el barrido de la sala, la colocación de sillas, atriles, selección del repertorio, contratación de solistas y muchas otras.En estas temporadas, años promi-sorios se sucedían con años muy difíciles, en que todo parecía fracasar. En resumen, las actividades nunca se consolidaban en la forma que él esperaba.Veíamos cómo durante años em-pleaba sus mejores esfuerzos en

conseguir recursos para su orquesta; vivía entre autoridades universitarias, regionales, políticos, parlamentarios, tratando de conquistarlos para su causa.Después de muchas jornadas, efec-tuó un viaje a Estados Unidos. Allí descubrió otro camino, mucho más lento, pero que él creyó más seguro. Su nuevo proyecto no fue ya formar directamente la orquesta, sino formar una escuela de músicos jóvenes, para con ellos constituir en un plazo me-diano una orquesta verdaderamente sólida.De nuevo empleó todos sus recursos en esta tarea que aparecía muy pro-misoria. Trajo de Estados Unidos mé-todos de estudio, consiguió instru-mentos, importó a Chile un sistema de enseñanza colectiva desarrollado especialmente en Japón.Su esfuerzo titánico, secundado por algunos entusiastas colaboradores, logró el milagro, y en un momento La Serena llegó a contar con tres orquestas sinfónicas juveniles.Mientras tanto, en Santiago lo contra-

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taban de tarde en tarde para dirigir algunos conciertos; por supuesto nunca muy seguido, y pese a sus con-diciones relevantes jamás se planteó seriamente la posibilidad de darle un cargo estable en la capital.Naturalmente, era él un hombre con demasiadas ideas y eminentemente realizador de las mismas, razón más que suficiente para que los burócra-tas del arte estimaran conveniente tenerlo lo más lejos posible.Una vez que escuché un concierto dirigido por él, me causó una extraña sensación verlo con los ojos cerrados en una especie de éxtasis. En verdad, no escuchaba los sonidos que nos llegaban a todos, sino escuchaba otros sonidos que surgían de su poderosa imaginación.Una historia ilustra su carácter más íntimo. Necesitando una casa para sus actividades musicales, convenció con largos y complicados argumen-tos a sus camaradas que era necesa-rio tomársela. Una vez que la toma se llevó a cabo, ya lejos de ellos y solo frente a sus más íntimos, les dijo:

“en verdad, mi único partido es el de Bach”.Una tarde de octubre, durante u en-sayo, nos llegó la noticia que estando en prisión había sido repentinamen-te fusilado. Unos pocos quedaron indiferentes (siempre los hay), otros silenciosamente emocionados, y nosotros, con los ojos llenos de lágrimas, tratando de explicarnos lo inexplicable.Su nombre inmensamente trágico quedará para siempre grabado en la historia de la música de nuestra patria.Hace algunos años, uno de nuestros organismos culturales obtuvo a través de una embajada un director de orquesta como titular. La actitud me llenó de vergüenza, ya que no conozco otras actividades en que los cargos directivos se provean a través de embajadas extranjeras.Como estas situaciones, o pareci-das, se han repetido más allá de lo necesario, es conveniente dar cuenta de ellas.Por supuesto que lo anterior no

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guarda relación alguna con el hecho de que embajadas extranjeras, cumpliendo sus funciones culturales propias, nos aporten científicos o artistas relevantes para desempeñar labores determinadas en el país. Está bien claro que se trata de harina de otro costal.

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Sigo sosteniendo que continúa sin resolverse,o incluso sin plantearse correctamente,el problema de la educación artística.Creo que en un país como el nuestro este problema es medular.Como se ha comprobado repetida-mente,el arte debe ocupar un rol insustituibleen todas las etapas de la educación.Hasta ahora no ocurre casi nada eneste campo, fuera de los esfuerzos heroicos de algunos incomprendidos.

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Siempre hay algunos (o mu-chos) que no quieren convencerse de que nuestros conjuntos musicales, por lo general, hace quince o más años eran mejores que los de ahora.El público, como alternativa a ellos, tenía solamente el autopiano o los tocadiscos y radios bastante primiti-vos. Hoy, los avances de la industria electrónica han sido tan vertiginosos, que toda persona puede tener, según sus recursos, una pequeña radio F.M. o un equipo altamente sofisticado.Es obvio que frente a esta situación, los conjuntos musicales que actúan en vivo y en directo están enfren-tados a una grave alternativa: o mejoran, o cada vez tendrán menos público. Esto ha ocurrido en la ma-yoría de los países; la existencia del público sube, y lo que es mediocre es inexorablemente eliminado.Sin embargo, es necesario no confun-dir lo descrito con lo que podríamos denominar la cultura del disco. Es evidente que la música se hizo para sonar en teatros, iglesias o salas de conciertos. La mejor versión disco-

gráfica es sólo una reproducción de lago que ya ocurrió, que sonará eternamente igual y que en alguna forma no experimenta la profunda aventura que es el hacer la música en el mismo momento, con los riesgos que eso implica.En relación a esto, es necesario que nuestro público aprenda a escuchar mejor. En todas partes, en las mejores orquestas, a los solistas más notables, les ocurren percances, y el público o la crítica ni siquiera los menciona. Podría citar una inagotable lista de esos percances que he presenciado personalmente en el viejo mundo o en Estados Unidos.Es claro que la buena o mala ejecu-ción o versión de una obra, como creo que se desprende de otras páginas de estas notas, sólo en forma muy parcial depende de estos errores circunstanciales.

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En una oficina que compar-tíamos con las asistentes sociales y dentistas de la Universidad, nació el Departamento de Música de la Universidad Católica de Valparaíso.Como de costumbre, fuimos crecien-do a codazos; primero conseguimos una sala para el coro, después una para los cursos.Cuando organizamos nuestros pri-meros conciertos, ya nos sentíamos muy importantes.El decano de una cierta Facultad era nuestro peor enemigo, ya que nunca logró entender por qué extraña razón la Universidad debía tener actividades musicales, y todavía peor, gastar dinero en ellas.Su actitud me recordaba la anéc-dota que contaba Jaime de la Jara, nuestro gran violinista. Cuando fue a contraer matrimonio, el cura párroco le preguntó acerca de su profesión. El le contestó con toda naturalidad: violinista. El párroco insistió: “no le pregunto por sus entretenciones, hombre, le pregunto por su trabajo”. Cuando nuestro buen amigo le repi-

tió ¡violinista¡, el párroco se disgustó, creyendo ser víctima de una broma de muy mal gusto.En la Universidad era distinto. Nues-tro principal apoyo era el rector Jorge González Foster, quien incluso me había concedido anteriormente una beca de la Universidad para la hasta entonces insólita actividad de estu-diar dirección de coro y orquesta.Iniciamos la Orquesta de Cámara, que continuó la labor de la que antes fue Orquesta de la Universidad de Chile, y después de los ocho años en la Universidad Católica, volvió a ser de la Universidad de Chile.En Valparaíso ocurre con las orques-tas lo mismo que con los jugadores de fútbol: cada cierto tiempo deben cambiarse la camiseta. Incluso en algunos períodos han llegado a funcionar tres orquestas simultánea-mente, naturalmente que todas con casi los mismos integrantes. Por otra parte, sus remuneraciones han sido tan malas, que muchos han debido emigrar o dedicarse paralelamente a las más variadas actividades.

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Otra historia pintoresca de Valparaíso es la amistosa discusión en torno a la fundación del Coro de la Universidad. Yo pretendo haberlo fundado, porque cuando empecé no existía nada anterior, y desde mis tiempos la actividad se ha desarro-llado sin interrupción. Sin embargo, en honor a la verdad, el primer Coro de la Universidad existió antes, bajo la dirección de quien sería mi amiga de toda la vida: Silvia Soublette. Ella, que fundó un Coro femenino llamado Viña del Mar, lo juntó a un grupo masculino llamado Coro de la Universidad Católica. En todo caso, pese a los años trans-curridos, y a los múltiples esfuerzos de muchos, el desarrollo de la vida musical de Valparaíso y Viña del Mar no parece quitarle el sueño a nadie.

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Creo que la mejor imagen del subdesa-rrollo la encontró un amigo que vio en un viaje a un campesino arando con un buey que tenía colgandode uno de sus cachos una radio portátil.

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Cuando comiencen a creer

que los ríos suben y no bajanque los intentos son más fuertes que los hechosque un paso adelante derriba la más poderosa fortalezaque un gesto valeroso tiene más fuerza que todos los mares

la sonrisa volverá a sus rostros.

Hay quienes creían

que las brujas se aventajaban con una rosaque con una sonrisa los niños se entre-gaban fácilmenteque los que ellas amaban eran inmor-talesque las nubes se despejaban en un abrir y cerrar de ojos

El día que no creyeron másse entristecieron profundamen-te.

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Es curioso observar que mientras en Valparaíso el gran problema de la actividad artística ha sido la indiferencia de casi todos, en Concepción, por el contrario, ella se ha caracterizado por la extrema violencia y las pasiones en torno a los protagonistas de las mismas.La gran figura de Arturo Medina, reconocida internacionalmente, tuvo en su época sus detractores. Lo mis-mo ocurrió con todos los que en una u otra forma se han destacado.Nunca conocí allí un clima de unidad. Las convicciones políticas encontra-das hicieron también de las suyas en un ambiente tan susceptible de caldearse en cualquier momento. Lo mismo ocurrió muchas veces por odios profundos entre caudillos de grupos y subgrupos artísticos.Recuerdo haber escuchado una historia cuya verdad no me consta. En un tiempo era tal el clima de odiosidades, que los miembros de un grupo, para no encontrarse con los adversarios en la calle, simplemente cruzaban a la vereda de enfrente.

Sin embargo, la gran actividad musical de esa ciudad, pocas veces reconocida en Santiago, ha sido muy significativa dentro de la cultura na-cional y ha contagiado y movilizado a un excelente y numeroso público. Tanto la Escuela de Música de la Universidad de Concepción, como la orquesta y algunos coros, no tienen nada que envidiar a sus congéneres santiaguinos.

Mientras cursábamos los pri-meros años de universidad, nuestras inquietudes intelectuales no tenían límites.Una vez decidimos organizar una Esuela de Invierno en Valparaíso, invi-tando para ello a algunos profesores, cuyos nombres habíamos escuchan-do como de personas especialmente relevantes.Así conocimos a Alberto Wagner de Reyna, importante filósofo peruano; al conde José Raczinsky, experto y gran conocedor de materias artísti-cas; a Jaime Eyzaguirre, cuya perso-

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nalidad brillante naturalmente nos cautivó desde el primer momento, y a los padres benedictinos Silvestre Stenger, Odón Haggenmüller y Pablo Gordan, cuyas diferentes perspec-tivas nos enriquecieron la visión religiosa de la realidad.Por indicación de algunos de ellos, invitamos al Dr. Ernesto Grassi, de la Universidad de Munich, quien estaba contratado por algunos semestres en Chile.La llegada del Dr. Grassi ocurrió en términos sumamente pintorescos, que no puedo olvidar. En una fría tarde de julio, en la puerta de la Universidad esperaba a este notable profesor que sólo conocía por refe-rencias. De repente, enfrente a mis ojos apareció la figura de un hombre maduro, con un abrigo de los que después se bautizarían Montgomery, usando un monóculo.De inmediato se presentó (como si fuera necesario): soy Grassi; Ud. es Rosas, ¿no? Antes de conducirlo a la sala de conferencias, donde los alumnos ya esperaban, me pidió

acompañarlo al baño. Inesperada-mente se produjo un corte de luz en toda la Universidad, por lo que me vi obligado a sostener un encendedor, que gentilmente me facilitó, mientras él cumplía su objetivo.Gracias a su extraordinaria calidad académica y al estrecho contacto que se produjo entre él y los profe-sores de la Facultad de Arquitectura, su presencia en la Universidad fue ex-traordinariamente valiosa. Recuerdo el estudio con él del Fedro de Platón, en que exigía la más acuciosa lectura del texto por parte de los alumnos. Por primera vez aprendí lo que podía ser realmente leer un texto, es decir, desentrañar verdaderamente su sig-nificado, sin introducir en él las ideas propias del lector.Mucho me habría de servir esta práctica en el estudio de partituras de obras musicales. Años después, podría comprender cómo es nece-sario para una buena interpretación librarse de deformaciones tradiciona-les de lectura.Una observación de Grassi, todavía

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la tengo presente por su agudeza. Un día se percató de que los chilenos tienen la singular costumbre de pin-tar los monumentos públicos, cada cierto tiempo. El explicaba cómo esta actitud contrasta con la de los euro-peos, que cuidan sus monumentos, pero no los tocan en absoluto, ya que ellos evocan, desde luego, el pasado, que es naturalmente venerable.De allí, junto a otras observaciones, Grassi deducía la profunda ahistorici-dad de nosotros los chilenos, para los cuales sólo cuenta el presente. Años más tarde vería esto constatado en muchas otras manifestaciones.

Quiero decir palabras alegres esta mañana:

Los pobres ya no son pobresLos ignorantes adquirieron sabiduríaLos sectarios se sienten hermanos de todosLos fanáticos ya no creen en dogmas terrenalesLos enfermos están sanosLos sometidos conquistaron la libertadLos viejos dioses recuperaron su esplendorJesús ha resucitado.

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Hay un momento crítico para un director de orquesta: se trata de los últimos instantes antes de un concierto. Mientras los instrumentis-tas afinan y prueban sus instrumen-tos, el director se queda solo en su camarín.Cada vez la sensación es distinta, pero para nada influye (lo digo por propia experiencia) la importancia del lugar, si el teatro está lleno o vacío u otros aspectos semejantes.El director se siente en ese momento irremisiblemente solo. No hay ayuda posible. Se olvida el mundo exterior, desaparece todo, la mente está llena de la música que vendrá; tal melodía, tal pasaje difícil, la velocidad de un movimiento y otros semejantes.De pronto avisan: adelante maestro; se apaga el último cigarrillo en el último segundo, y empezamos…El concierto ha terminado; los aplau-sos, las salidas, las gentes que llegan. Después los amigos. Cómo se les quiere y necesita en ese momento. No se podría estar solo, la tensión pasada hay que compartirla, la relaja-

ción lentamente comienza a llegar.Pocas veces me ocurrió estar solo después de un concierto. En ellas su-frí el pasar de la música al anonimato de la calle. Imposible un contraste más brusco.Al día siguiente, el concierto ha pasa-do. La vida comienza de nuevo; había quedado detenida.

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No he podido convencer jamás a nadie, pero creo firmemente que nuestro país es mucho más ra-cista que lo que normalmente se nos hace creer.Recuerdo, cuando era muy joven, la airada reacción de algunos familiares al llegar bastante atrasado a comer.- Te vimos con unas negras en la calle, ¿de dónde las sacaste?En efecto, bastaba que alguien tuvie-ra una piel un poco más oscura que el promedio acostumbrado, para que dicha persona despertara la inequí-voca sospecha de ser socialmente inferior.Asimismo muchos amigos judíos me han contado de malos ratos en su infancia, con sus compañeros de colegio. Lo mismo vale respecto a los árabes. En mi juventud, el nombre de “turcos” con que se les denomina-ba tenía una sonoridad fuertemente despectiva. Por el contrario, los ingleses, france-ses y alemanes que han vivido entre nosotros, han gozado personalmente de una gran admiración y general

respeto.En todo caso, por supuesto, han influido además poderosamente fac-tores de carácter económico. Nues-tros grupos sociales en general son bastante cambiantes y experimentan variaciones muy rápidas de ascenso y descenso, según las variables condi-ciones de fortuna.Junto a esto, otro poderoso factor de cambio es el del matrimonio más o menos afortunado.En todas estas materias, lo más pin-toresco ha sido nuestra relación con los habitantes de nuestro poderoso “aliado” del norte.Las expresiones “Yankee go home” y su contraria, han sido preferidas e intercambiadas entre unos y otros, según las variadas circunstancias y conveniencias.

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En mi primera entrevista con el nuevo Rector de la Universidad, para la cualme había preparado cuidadosamente,él me dijo:Qué bueno que esté aquí; la gente,junto al pan, necesita tambiénun poco de circo.

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Hay inventos útiles y otros absolutamente nocivos. Entre estos últimos está, sin dudarlo, la música ambiental.Cuántas veces, con el fondo de la Novena Sinfonía, hemos debido sufrir conversaciones intrascendentes. Otras, escuchando canciones empa-lagosas, hemos visto cómo algunos pretenden arreglar el mundo.Para escuchar la lluvia en los tejados, para que las palabras nos lleguen de verdad, para que la música adquiera su necesaria resonancia, es absoluta-mente inevitable el silencio.

No puedo decir que soy un fanáticodel charango y de la quena.Pero tampoco puedo creerque algunos conjuntos que los usan,puedan ser calificados, simplemente,de no culturales.Me recuerda otros tiempos, cuandouna persona viendo un clavecín y una flauta dulce, decía:Los suprimiremos; son símbolos del pasado.Por lo visto, en todos los tiempos secuecen habas, naturalmente a distin-tos gradosY con distintos cocineros.Señor, danos tu fortaleza para enfren-tarlos.

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La llegada a la Universidad Católica de Chile en calidad de Direc-tor del Departamento de Música fue para mí todo un acontecimiento.Venía como sucesor de dos ilustres nombres, Juan Orrego Salas, quien había fundado este organismo, y Juan Pablo Izquierdo, quien le había dado mucho nombre por la origina-lidad y calidad de los conciertos que había organizado.El Departamento contaba con el Conjunto de Música Antigua (de carácter amateur, o sea, no rentado), el Director y una secretaria.Todo estaba por hacer. Contando con la colaboración del Rector Mons. Alfredo Silva Santiago, surgieron año tras años proyectos nuevos. Remune-raciones para el Conjunto de Música Antigua, creación de la orquesta de Cámara, Escuela de Pedagogía en Música, Escuela de Instrumentis-tas, reorganización del Coro de la Universidad, temporadas en el Salón de Honor de la Universidad, giras na-cionales, internacionales, ediciones de discos, programas de Televisión,

Festivales de Música Contemporá-nea, etc.La reforma universitaria nos permitió contar con mayores recursos, incluso con un nuevo local, instrumentos, planta de profesores full – time con remuneraciones equivalentes a las mejores de la Universidad, y muchos otros progresos.No cabe duda que lo más importante de la actividad musical del país (na-turalmente cualitativa y no cuantita-tivamente) durante todos esos años estuvo centrada en la Universidad Católica, que a la vez fue un pode-roso foco irradiador para el resto del país.

Mirado desde hoy, creo que el éxito alcanzado se debió a varios factores que afortunadamente se dieron juntos. En primer lugar, el grupo humano incluía muchos de los músicos más importantes del país; su alto rendimiento se unía a un fuerte espíritu crítico y una gran capacidad de trabajo. Sin perjuicio de una nor-

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mal rivalidad entre muchos de ellos, los elementos de cohesión eran más fuertes que sus contrarios.Por otra parte, pese a que en esos años las convulsiones políticas eran muy intensas, existía un acuerdo expreso que cada persona anteponía por encima de sus normales prefe-rencias ideológicas: el bien del grupo y, por sobre todo, el amor a la música. Un rol muy importante tuvieron en todo este período los directores de conjuntos y de escuelas. En primer lugar, mi amigo Adolfo Flores, quien se desempeñó permanentemente como secretario general, junto a sus grandes dotes de intérprete y profe-sor, fue siempre mi colaborador más directo. Su buen criterio y extraordi-naria sangre fría en los momentos di-fíciles impidieron que yo, mucho más impulsivo y atolondrado, cometiera errores que nos hubieran perjudica-do a todos.Silvia Soublette, como directora del Conjunto de Música Antigua, llevó este grupo a su mejor época y fue una gran incentivadota de estas

actividades, que hasta este momento se resienten de su ausencia. Floren-cia Pierret, admirable música de la República Dominicana, dirigió la Escuela de Pedagogía, efectuando planteamientos que conservan su plena actualidad, pero que desgra-ciadamente hasta ahora no han podido ser cumplidos plenamente, por razones que nada tienen que ver con la música. Por último, Francisco Quesada, Director del Departamento Instrumental, y Juanita Corbella, se-cretaria general de estudios, aporta-ron todo de sí para lograr el resultado antes descrito.Tan orgánico era el grupo, que en el convulsionado año 1970 fui elegido Director del Instituto de Música, recién formado, por la unanimidad de los votos. En realidad, hubo dos votos en blanco, el mío y el de otra persona, que a estas alturas supongo quién pudo ser.

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Se ha creído durante mu-chos años que la cultura nacional tendrá algún desarrollo con la prácti-ca constante de lo que se ha denomi-nado “extensión cultural” o “extensión universitaria”.En el caso de la música, ésta ha consistido generalmente en efec-tuar conciertos o presentaciones de ballet o coros en calles, plazas u otros lugares, en la mayoría de los casos absolutamente inadecuados. Fuera de lo impropio y a veces indigno de los lugares, han existido generalmen-te problemas de ruidos del tránsito, amplificación inadecuada y muchos otros factores que han hecho que los espectáculos sean una especie de caricatura de las obras presentadas.Es claro que las orquestas sinfónicas jamás fueron conjuntos musicales destinados a actuar al aire libre, lo mismo vale respecto de ballets y co-ros. Sin embargo, como en todos los países, se quieren llegar a públicos más numerosos que los que caben en una sala de conciertos.Se han ideado fórmulas que han

resultado muy exitosas. Desde el uso de los maravillosos teatros clásicos griegos, dotados de una acústica inaudita, como lo pude comprobar personalmente, hasta las soluciones norteamericanas de teatros techados al aire libre, hay una vastísima gama de ideas efectivas.Naturalmente que la chilena es la que no resuelve nada. Se pone la orques-ta en un entarimado, se colocan por aquí o por allá unos cuantos micró-fonos, se sube el volumen y vamos tocando. El sonido de color de lata unido a las bocinas de los vehículos, es el resultado.

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Si gastamos varis millo-nes de dólares al año en nuestras orquestas, bien creo oportuno buscar solución urgente a este problema ya endémico.Asimismo la programación de estos conciertos en otros países es espe-cialmente cuidadosa, y lo referente a solistas, directores de orquesta y otros, requiere la mayor atención. En efecto, si se cuida la programación para un teatro, que en el mejor de los casos permite la asistencia de un público de alrededor de dos mil personas, cómo no se va a cuidar la de un programa al aire libre que sólo tiene sentido si asiste a él un público mucho más numeroso.

La Orquesta de Cámara de la Universidad Católica, que tantas satisfacciones nos dio a todos, se hizo en base a un principio que me pareció descubrir en el fútbol. La calidad de un equipo no se define por el término medio entre todos los jugadores, sino por los peores de ellos. De esta manera, de nada ser-viría tener ocho estrellas, si hay tres calamidades.El principio empleado resultó impe-cable, los resultados han estado a la vista, y la receta aplicada la puede usar cualquiera.Sin embargo, voy tan poco al fútbol que todavía al primer y segundo tiempo los llamo primer y segundo movimiento.

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Los más interesantes escritos sobre música, curiosamente, no los he encontrado en los libros especia-lizados en esta materia. Se cumple, una vez más, aquello de que los árbo-les impiden ver el bosque.Las observaciones más profundas las he recogido en Platón, en sus refe-rencias a la música griega; en algunos escritores medievales, respecto a la música de la época; en el filósofo Wil-helm Dilthay, en relación al barroco y al clasicismo; en Oswald Spengler, cuando describe el significado de la música de cámara, y en Thomas Mann, a propósito de la música de comienzos de siglo.

Sin embargo, es muy importante te-ner presente que algunos composito-res son grandes escritores, y a la vez iluminados analistas de obras propias o ajenas. Tal es el caso de Ricardo Wagner, quien, como es sabido, in-cluso escribió el texto de muchas de sus óperas. Debo mencionar también a Arnold Schoenberg y Kart-Heinz Stockhausen.Me atrevo a indicar estas pautas para aquellos que comparten conmigo la inquietud por ubicar respuestas a preguntas musicales, las que la ma-yoría de las veces son inexistentes.

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Cuando pasen al olvido las imprecaciones que de tanto en tanto se esgrimen en contra de la reforma universitaria iniciada en 1967, bien valdría efectuar serenamente algunas observaciones en torno al proceso que se produjo entonces en todas las universidades del país.La primera fase de este movimiento se dio en la Universidad Católica de Valparaíso. Allí tuvo caracteres muy especiales. Entre ellos, participa-ban en el movimiento de reforma profesores y alumnos; el movimiento era notablemente minoritario entre los profesores y mayoritario entre los alumnos; adherían a él personas de las más diversas ideologías.Se pretendían objetivos principal-mente académicos, tales como el predominio de lo académico so-bre lo meramente administrativo, la obtención de recursos para la investigación, la organización de una extensión universitaria orgánica, y otros objetivos de la misma índole, entre ellos, el derecho preferente de los profesores de dirigir la Universi-

dad, sin las tutelas externas acostum-bradas.En Santiago, por mi condición de casi recién llegado, no pude conocer en profundidad la gestión del proceso, tal como lo había vivido en Valpa-raíso. Sin embargo, debo referirme a dos aspectos importantes.El primero es la absoluta falta de mesura que han demostrado algunos con quien fue el Rector durante todo ese proceso, Fernando Castillo Velas-co. En su gestión, a mi criterio, sorteó en extraordinaria forma los difíciles problemas que planteó a la Universi-dad ese azaroso período. El quehacer universitario se pudo mantener pese a los conflictos que dividían al país en fracciones irreconciliables, y, por en-cima de todo, hubo el más irrestricto respeto a la libertad de todos.La segunda consideración, debo hacerla en relación a la Vicerrectoría de Comunicaciones, con la que debí estar en permanente contacto. Nun-ca antes, ni después, la Universidad tuvo tan estrecho y creativo contacto con la comunidad. Recordemos los

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festivales de teatro, las ediciones de libros, festivales de música contem-poránea, programas experimentales de televisión, festivales de la nueva canción chilena, contacto de la Uni-versidad con ilustres personalidades de todo el mundo, y tantos otros.

Hace muchos años, la prensa divulgó con grandes caracteres la violación y asesinato de una profe-sora alemana en una de las playas del norte, por parte de un individuo primitivo, analfabeto, que casi no sabía hablar.Recuerdo mi impresión; la tragedia para la joven, para sus padres, fami-liares, y para nuestro país por ser el escenario de un crimen tan siniestro.En esa época yo efectuaba la práctica para recibirme de abogado y trabaja-ba precisamente en asuntos crimina-les, defendiendo a los indigentes, o sea, a los que no se podían pagar un abogado por falta de recursos.Nunca supe cómo acabó este caso, a qué pena fue condenado el homi-

cida, pero me hubiera gustado de-fenderlo, ya que, como es sabido, en nuestro sistema legal toda persona tiene el derecho de ser defendida.Mi defensa hubiera sido así:Hubiera pedido que a mi defendido se le eximiera de responsabilidad, por la circunstancia de haber actuado movido por una fuerza imposible de resistir (perdonen los abogados, pero naturalmente no tengo a estas altu-ras el Código Penal en mis manos).Mi fundamentación hubiera sido la siguiente: Cada uno de Uds. Recuerda la impre-sión que tuvo de adolescente, cuan-do por primera vez en las playas vio los cuerpos femeninos con prendas cada vez menores. Cuántos sueños nocturnos debió padecer, cuántos insomnios.Especialmente, cuando vino la cos-tumbre de usar trajes de baño de dos piezas, que se fueron con el tiempo achicando, e insinuando todo lo poco que quedaba por ver.Imaginémonos ahora al acusado, hombre totalmente primitivo, acosa-

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do por sus instintos, que un día, por casualidad, va por la soleada playa y encuentra una joven mujer casi desprovista de ropas. Imaginémoslo otear en todas direcciones; absolu-tamente nadie a la vista. Mientras tanto, sus ojos llenos del cuerpo de la muchacha, apenas vestida.Todo el resto es innecesario y sinies-tro narrarlo.Después de esta relación en que, se-gún mi visión, en el drama de la playa se encuentran violentamente dos culturas, dos mundos absolutamen-te incomunicados, ¿podría alguien honestamente decidir que el hombre primitivo que nos ocupa cometió el crimen por su voluntad, y no que después del primer acto cometido tuvo el simple instinto animal de defensa propia ocultando su delito?No sé cual hubiera sido el resultado del juicio, con esta mi defensa, pero si yo hubiera sido el juez, lo hubiera absuelto, naturalmente que internán-dolo en un centro de rehabilitación, de por vida.Por otra parte, en honor a la verdad,

si un artista alguna vez tuviera la ocasión de ser juez, lo más probable es que no sería capaz de condenar a nadie.

El 4 de septiembre de 1970, resonó profundamente en mí el ver-so de Vicente Huidobro: “Entramos en el campo inexplorado”.Me propuse seguir siendo el de siempre, lo que creo logré, con la ayuda de los amigos y colaboradores ya largamente probados. Había entre nosotros las divisiones que había en todas partes, pero el profundo amor a la música de todos (o casi todos) su-peraba cualquier otra consideración.Mantuve esa actitud, pese a los pro-blemas de todo orden que debimos enfrentar, hasta el último día de mi permanencia en la Universidad.Ese día, cuando me marchaba defi-nitivamente, encontré a un profesor muy destacado, al cual había consi-derado hasta entonces mi amigo.El me dijo:No comprendo que te extrañe lo sucedido; debiste recordar la vieja ley

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del péndulo, al prohibir a los miem-bros de tu instituto votar por nuestro grupo.Su afirmación me dejó mudo. Junto con la absoluta falsedad de esa acusación, creía recordar que, en el secreto de la votación, yo mismo había votado por él.Una vez más la obra de unos pocos fanáticos, envidiosos y calumniado-res, había triunfado, arrebatándome, de paso, un amigo que me era enton-ces muy querido.Sin embargo, por lo menos para la música, de bien poco les serviría ese triunfo.

Tenía alrededor de once años cuando asistí a mi primer con-cierto sinfónico. Recuerdo cuando el escenario estaba vacío, y miraba atentamente a los instrumentos que por aquí o por allá estaban disemi-nados en la sala. Mi interés se hizo todavía mayor cuando vi que una cantidad enorme de músicos, vesti-dos de negro, hacían su entrada en el proscenio y empezaban a tocar.No tengo demasiados recuerdos de lo que ocurrió durante el con-cierto, pero desde luego cautivó mi atención un hombre rubio que me parecía muy grande, el que, extra-ñamente para mí, movía una varilla delante de los intérpretes.Mi impresión llegó al máximo al escuchar que los mayores aplausos del público eran para él, quien era el único que no tocaba ningún instru-mento. Tiempo después pude saber que ese director que había visto era nada menos que Fritz Busch, uno de los más grandes intérpretes que han llegado a estas lejanas tierras.Creo que en general el público ignora

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bastante la función que corresponde al director de una orquesta. Algunos piensan que él es necesario para que todos los músicos toquen juntos, ni más lento ni más rápido. Otros pien-san que su tarea principal es dirigir la orquesta durante los ensayos, para que todos sus integrantes aprendan sus partes. Los más piensan que es un especie de bailarín que con sus movimientos recrea la música, dando a los ejecutantes y al público una imagen plástica de ella.Ninguna de estas explicaciones es enteramente falsa, pero todas ellas son substancialmente incomple-tas. Lo esencial del director de una orquesta es su capacidad de repre-sentación interna de la música, es decir, el director antes de enfrentar a sus músicos debe poder representar en forma interna, lo más vívidamente posible, la obra musical.En una segunda etapa, el director debe transmitir esa representación musical interna de la obra a sus músicos en los ensayos, y de paso ir corrigiendo las imperfecciones que

vaya notando de parte de ellos.Es evidente que todo este proceso requiere, por parte suya, innume-rables habilidades de muy diverso carácter. La función de director, pese a todo lo expuesto, está en alguna forma expuesta al bluff de personas parcialmente bien dotadas, aunque los músicos avanzados son los menos susceptibles de ser engañados. El engaño a veces ocurre en los dos sentidos posibles, o se ensalza a un director muy mediocre, u otras veces, por determinados defectos puntua-les, no se es capaz de aquilatar verda-deramente a un director de méritos relevantes.Después de los ensayos viene el concierto, en que todo el trabajo realizado se muestra al público. En esta parte el director requiere de un nuevo poder de expresar la obre interpretada, ya no solamente a los músicos que tiene delante, sino al público que está atrás. El director está aquí en el mismo plano que cualquier intérprete, sea un solista en piano, un violinista, o un cantante.

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Mientras más vívidas sea su interpre-tación, más adecuada a la esencia de la obra, más grande su poder de co-municación, mejor será el resultado obtenido. Para un público avezado, nada valdrá el talento histriónico del director, si detrás de él no hay un sólido conocimiento de la obra, del estilo, en fin, de la estructura musical que hemos explicado más arriba.En resumen, detrás de todo lo sim-plemente aparente, el director de un conjunto debe conocer profun-damente la obra musical, verterla lo más adecuadamente posible, y tener una profunda capacidad musical de expresarla a los auditores.Para terminar, una última obser-vación. Hay personas, entre ellas muchos músicos profesionales, que creen que de cada obra musical exis-te una interpretación ideal, esto es una mejor posible. Debo decirles que lamentablemente están equivoca-dos. La obra musical es de tal manera trascendente, que caben muchas y muy extremadamente diferentes excelentes interpretaciones. Al que

dude la verdad de esto último, le aconsejo que escuche dos grabacio-nes de la Sinfonía Linz, de Mozart, amabas de directores que podría llamar especialistas por excelencia: Erich Kleiber y Bruno Walter. Las dos grabaciones son totalmente diferen-tes en velocidad, carácter, matices y muchos otros aspectos. Sin embargo, ambas versiones son, desde todo punto de vista, extraordinarias y mozartianas por excelencia.

Hace algún tiempo leí en periódicos alemanes que una gran preocupación de las personas que habían sido adultas en tiempos del nazismo, era la dificultad de respon-der algunas preguntas de sus hijos.Entre ellas: - ¿Tú no sabías nada de lo que en verdad ocurría? - ¿Si no lo sabías, no tenías forma de averiguarlo? - ¿Si lo sabías, no podías hacer nada para evitarlo?En relación a esto, recuerdo lo que

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nos ocurrió a un grupo que viajá-bamos, hace casi veinte años, por Alemania, premunidos de nuestros sacos de dormir.En un pequeño pueblo, el alcalde nos consiguió un agradable lugar para dormir, y a la mañana siguiente nos invitó a tomar desayuno con los suyos.Al despedirnos después del esplén-dido desayuno, muy superior al que sus medios aparentaban permitir, nos dijo:Ahora ustedes continuarán su viaje. Por favor, cuando vuelvan a su lejana patria, digan a sus amigos que no to-dos los alemanes somos asesinados.Al evocar, tantos años después, esta emocionante despedida, me invaden sentimientos muy encontrados.

Un extraño episodio de mi vidafue mi trabajo en una compañíade seguros, durante todo un año.Conseguí el puesto porque mi padrehabía sido fundador de la compañía.Allí había tres temas de conversación: los encantos de una maravillosa morena, el odio al gerente que llegaba a las cuatro fumando un puro,y la lista de boletos de empeño que cada uno acarreaba consigo.Trabajaba, no demasiado.Pronto me cansaron las conversa-ciones; decidí ocupar muchas de mis horas leyendo libros de filosofía en el toilette.Debo añadir que mi contrato era por media jornada.El único día que trabajé una jornada completa,Caí enfermo de cansancio y aburri-miento.No volví jamás.

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Nuestro país tiene una sin-gular mezcla de patriotismo junto a un grave complejo de inferioridad.Refiriéndome al segundo, me salta de inmediato la anécdota contada por un ex Presidente: la revista humorís-tica que tenían los argentinos llevaba el nombre de “Rico Tipo”; su congé-nere chilena, “Pobre Diablo”.Pero hay más, los eternos avisos: “Se arriendan casa a extranjero”, o “extranjero por viaje vende”, “profesor extranjero de clases”, “extranjero sol-vente…Esto tuvo su primera expre-sión a mediados del siglo pasado, en que nuestra gloria jurídica el Código Civil determinó igualdad de derechos para nacionales y extranjeros. Creo que fuimos el primer país del mundo en legislar algo parecido.Qué distinto es en otras partes. Re-cuerdo las dificultades para arrendar departamento en Alemania, por el hecho de ser extranjero, y peor aún, latinoamericano. Asimismo, las difi-cultades de diversa índole según las circunstancias, incluso para ingresar a determinados países.

Nuestro patriotismo es más bien de carácter pintoresco. Recuerdo el año pasado cuando todos pensábamos con bastante aprensión en los con-flictos con Argentina. La respuesta de un chileno a un argentino, un poco en serio, un poco en broma: ustedes serán 25 millones de habitantes, pero nosotros somos 10 millones de soldados; lo curioso del caso, es que el argentino se la tomó con mucha gravedad.Asimismo circulan historias que hasta la fecha por lo menos yo no he podido comprobar jamás. Dicen que hubo un concurso mundial en que nuestra bandera fue elegida como la más hermosa. Naturalmente circula la misma historia a propósito de nuestro Himno Nacional…Por otra parte, las expresiones “Dios es chileno”, u otra, “esto no sucedería jamás en Chile”, o también, “comos los suizos”, u otras veces “los britá-nicos de Latinoamérica”, son muy conocidas.Sin embargo, como yo soy absoluta-mente imparcial (léase patriotero),

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estoy convencido de que este país (pese a los terremotos y otras calami-dades) es el mejor del mundo, por lo menos para nosotros.

Un problema que no he vis-to jamás explicado, pues parece que nunca le interesó a nadie, es el hecho que la gran mayoría de los artistas ha pertenecido ancestralmente a los grupos políticos de izquierda. El que dude de esta afirmación, puede contar a los artistas, diputados y se-nadores de los últimos treinta años, y probablemente no encuentre a casi ninguno que no lo haya sido.Intento una sumaria, aunque natu-ralmente discutible explicación. Sin embargo, antes de empezar debo dejar en claro que en los regímenes llamados de izquierda sucede lo contrario, o sea que entre los grupos disidentes abundan los artistas.Me parece que un artista es por antonomasia un hombre imaginativo e ideador. Esta razón lo hace vivir casi siempre comparando las condiciones

reinantes en su caso particular, con condiciones que él se representa como ideales. Es por eso que para él resulta mucho más cercano aferrarse a una ideología que conoce a través de textos, imágenes o narraciones, que enfrentarse con la dura realidad del lugar en que debe realizar su obra.Entre los elementos de esta realidad, en el caso latinoamericano, creo que la peor es la extrema diferencia entre los grupos que tienen más de lo ne-cesario, y otros que no tienen lo más indispensable.Para mí, que no tengo ninguna vocación política, la pobreza me ha conmovido desde mis años más jóvenes, en que para ayudar a un sa-cerdote amigo cumplía funciones en una parroquia de un barrio extrema-damente pobre. Allí recuerdo haber visto una familia de cuatro personas que vivían en una pieza, la que en el invierno se llenaba de agua, donde tenían que chapotear. Recuerdo mi rebeldía, y me puedo explicar que mucha de la gente que ha debido so-

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portar este tipo de situaciones haya llegado a sentir un odio insuperable contra una sociedad que la somete a ese tipo de vida.Puedo comprender, por mucho que no haya jamás compartido sus ideas, que grupos de jóvenes hayan creído que por la violencia se podían remediar estas injusticias. Entiéndase bien, comprender no significa nada parecido a justificar, ya que es esta violencia la que ha creado mayores males, que los que quería a su mane-ra corregir.En todo caso, respecto al caso espe-cífico de los artistas, ningún tipo de régimen las ha reconocido su rol par-ticularísimo en la sociedad, debiendo ellos buscárselo por sí mismos, mu-chas veces en forma especialmente adversas.

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Nos cuentan que Víctor Hugo, en el momento que murió su padre, escuchó de su madre un grito desgarrador. Junto al natural dolor que experimentó, se dijo: ¡cómo ha-bría sonado este grito en un teatro¡El artista posee una doble naturaleza; por una parte comparte las modali-dades comunes a todos los hombres, pero además tiene una muy acentua-da creatividad, que lo hace ser muy distinto.El empalme de ambas naturalezas no es todo lo simple que algunos po-drían imaginar. Así, Baudelaire pudo decir que la belleza es un cáncer que

devora todo lo que encuentra a su paso.En esto, los artistas se hermanan con los filósofos y científicos. Ya en la antigüedad conocemos la burla de la criada de Tales de Mileto, quien por observar las estrellas se precipitó en un profundo pozo.No es de extrañar, por lo tanto, que estos personajes sean muy singula-res, a veces neuróticos, atormenta-dos, desequilibrados, angustiados, insomnes, etc.Tratemos de soportarlos lo mejor posible.

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Participé en muchas reunionesde coordinación de las actividadesrelacionadas con las artes.A ellas iba cada cual con su camisetapretendiendo obtener ventajas para losque en ese momento representaba.Qué distinto hubiera sido si, antesde iniciar las reuniones,todos se hubieran sacado la camiseta.Cuantos proyectos se podrían haber hecho uniendo todas las fuerzas y juntandolos recursos disponibles.Todavía es tiempo.Por aquí y por allá quedan muchos,siempre dispuestos a hacerlo.

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Hoy es Viernes Santo. Desde mi adolescencia, éste fue para mi un día triste. Muchas veces participé en forma activa en la liturgia; otras, permanecí casi siem-pre bastante solo, cavilando la mayor parte del día.Algunos, fueron inolvidables. Aque-llos en que siendo muy joven, tras varios días de retiro, nos juntábamos en Los Perales. Después de las cere-monias, con las imborrables Lamen-taciones cantadas en el severo y a la vez apasionado modo gregoriano, nos juntábamos en el salón, todos con silencioso respeto. Unos con el texto en sus manos, otros con la par-titura, escuchábamos esos viejos y venerables discos de la Pasión según San Mateo, de J. S. Bach.El coro inicial, cantado muy lenta-mente, nos sumergía en el vasto do-lor y la extraordinaria visión mística del músico; no sabía entonces que él sería un compañero de toda mi vida futura. La voz aguda del narrador nos producía un profundo escalofrío, especialmente en la escena de la

negación de Pedro. Recuerdo el coro solemne y disonante en que el pue-blo pedía que soltaran a Barrabás; los corales lentos y solemnes que con la misma melodía nos conmovía hasta las lágrimas; la voz solemne y cálida de Cristo que decía: “Tomad y comed que éste es mi cuerpo”, y, por último, el consolador final en que el profun-do dolor aparecía mitigado por la esperanza.Años más tarde, en este día, en la ciu-dad de Hamburgo, pude escuchar la misma música en un teatro colmado de personas vestidas de negro, que en el más riguroso silencio la seguía atentamente.Otra vez sería la procesión del Viernes Santo en Barcelona, con la sucesión de hombres que portaban cruces, enmascarados, personas que se flagelaban y oraban.Después de dos mil años todavía no hemos aprendido la lección. Cuánto sufrimiento se inflingen los hombres. La injusticia, el egoísmo y especial-mente el odio nos circundan. Qué difícil nos resulta perdonar.

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Todavía no iniciamos el cumplimien-to de la más básica enseñanza del Maestro: Amaos los unos a los otros.

Necesito deshacer un equívoco.Muchos se admiran de la facilidad de algunas personas para la música, pensando que ella es un valor sustan-tivo, y una muestra de inequívoco talento.Nada más falso. Los ejemplos sobran para demostrar que la facilidad a ve-ces ayuda, y a veces no sirve de nada.De los niños prodigio que he conoci-do, muy pocos han llegado a ser mú-sicos y, por el contrario, del esfuerzo de algunos que aparentemente nada prometían han resultado esplendidas personalidades.Casos notables son los de Mozart y Beethoven. Del primero, es céle-bre la historia de su visita a Linz, en que olvidó echar una sinfonía en su maleta, para el concierto de la tarde siguiente. Simplemente consiguió papel de música, y en unas horas escribió la sinfonía que se denomina

precisamente Linz. Totalmente en el caso extremo, Beethoven, según sabemos, demoraba un par de años de laborioso esfuerzo para escribir cada sinfonía.Ambos casos no indican nada en materia del resultado. Las sinfonías de Mozart, igualmente que las de Beethoven, son geniales, sirviendo la facilidad o la dificultad solamente para facilitarle o complicarle la vida al respectivo autor.Más cerca de nosotros, conocemos instrumentistas que fueron elimina-dos del Conservatorio por falta de talento. Uno de ellos es hoy uno de los instrumentistas más destacados del país. Y así podríamos multiplicar los casos hasta el infinito.En resumen, si alguna persona tiene un amor apasionado por la música y no se descubre grandes talentos, que recuerde la afirmación de Richard Strauss: “noventa y nueve por ciento de transpiración y uno por ciento de inspiración”.

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Una de mis característicasha sido iniciar nuevos proyectos.Nunca me han faltado guías,socios, amigos, colaboradores y,naturalmente, también detractoresMuchas veces he sentidoque todas estas iniciativasson efímeras.Uno de mis guías me dijouna vez:América es una carrera de postas.Corre tu tramo; en el momento opor-tuno,quién sabe cuándo y en qué lugar,otro tomará el bastóny seguirá adelante.

Así sea.

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Para muchos griegos anti-guos, la música carecía de sentido si no era acompañada de la palabra, es decir, si no era cantada.En Occidente aparentemente se siguió este mismo ejemplo, hasta al-rededor del siglo XV. Nos han llegado danzas que aparentemente carecían de texto cantado, pero en todo caso son las menos.Desde mediados del siglo XVI surgen dos tipos de música muy distintos. Por una parte, del madrigal cantado y tocado, comienza a barruntarse, el nacimiento de la ópera, que recibirá su primera justificación teórica en la llamada Camerana de Bardi de Florencia. De otro lado, a través de las transcripciones para instrumentos de canciones de la época, comen-zará a aparecer un estilo puramente instrumental.Este estilo instrumental seguirá desa-rrollándose en los siglos siguientes, y así durente los siglos XVII y XVIII podremos encontrar ya importantes escuelas de instrumentistas en los diversos países.

Alemania será el país de los organis-tas, Italia naturalmente de los violi-nistas, Francia de los clavecinistas, y todos los cuales culminarán en las figuras de Bach y Haendel, quienes efectuarán una verdadera síntesis de ellos.A fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, otra gran síntesis, denominada la Escuela de Viena, con Haydn, Mozart y Beethoven, llevará la música instru-mental a alturas insospechadas.Detengámonos un momento. Debe-mos percatarnos de lo insólito que resulta esta música puramente ins-trumental, completamente autosu-ficiente. Muchos se han preguntado por su significado. Estamos muy lejos de aquellos que creían que ella esta-ba es los solistas, o sea estos extraños personajes cuya tarea parece ser un poco similar a la de los acróbatas, que pueden hacer cualquier proeza con un instrumento musical en sus manos.Tampoco es válida la simple expli-cación que la música expresa, o más bien describe, determinados senti-

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mientos. La audición de una fuga de Bach o una sinfonía de Haydn nos muestra la verdadera imposibilidad de traducirlas a una expresión sen-timental. Por otra parte, numerosos ejemplos nos muestran que personas muy cultivadas, venidas de culturas extraeuropeas, se encuentran frente a esta música como si estuvieran frente a un documento indescifrable.La única explicación que hasta ahora he encontrado, y que ilumina algo este escabroso tema, puede resumir-se en las siguientes líneas.Parecería que existe en el alma de occidente una extraña capacidad de autoconciencia, que vuelca al hom-bre al interior de sí mismo. Por otra parte, existe en los objetos circun-dantes una sorprendente propiedad, la de sonar.Los compositores, hombres particu-larmente sensibles a estos sonidos, logran a través de la organización de ellos expresar el interior de su alma en estos sonidos inefables, o sea, intraducibles de otra manera que a través de la música.

Por otra parte, al auditor el encuentro con esta música lo vuelve a sí mismo, descubre es su propia interioridad presencias hasta entonces descono-cidas, y en cierta forma para nosotros inexplicables, es capaz a través de ellas de reencontrarse consigo mis-mo más enriquecido que antes.El director alemán Herman Scher-chen, lo describe diciendo que el objetivo de la música es entusiasmar, y describe este entusiasmo como la posibilidad del auditor de ir más allá de sí mismo.Recordemos que entre los griegos el entusiasmo (Teos=Dios) era una forma de contacto con los dioses. Sin duda que éstas son siempre solamente formas de decir, en que de partida, como lo indicamos antes, sólo estamos tratando de expresar lo que esencialmente es inexpresable.Desde esta perspectiva, la aparente-mente disparatada frase de Ricardo Wagner: Creo en Dios, Mozart y Beethoven, toma una connotación absolutamente distinta y adquiere una posibilidad de comprensión, que

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de otro modo sería imposible.

Dije antes que las actividades musi-cales en Valparaíso han sido siempre azarosas. Pese a todo, existe en esa ciudad un verdadero apóstol de la música, que ha consagrado a ella su vida entera. Se trata naturalmente de don Carlos Pobrete.En el colegio fui amigo de su hijo, con quien, fuera del afecto que me inspiraba como amigo, nos unía la común pasión por la música. Un día, mientras escuchábamos la Novena sinfonía, de Beethoven (para mí era la primera vez), apareció su padre, quien con toda naturalidad nos comenzó a interiorizar en las comple-jidades de este monumento musical.Sus conocimientos musicales en esa lejana época eran notables, aunque por razones obvias no se dedicaba a ellas profesionalmente (La profesión de músico en esos tiempos estaba circunscrita a algunos profesores de piano y a instrumentistas de cuerdas, que se ganaban la vida primero en

el cine mudo, después en un par de confiterías y por último en algunas boites).Con gran sorpresa pude presenciar cómo don Carlos, después de jubilar, teniendo alrededor de cincuenta años, como un joven cualquiera to-maba los libros de Einstein, Bukofzer, Appel, Lang y otros, y empezaba a adquirir una notable especializa-ción en historia de la música, que lo llevaría a escribir sus primeras obras teóricas.Más extraordinario aún me pareció cuando, ya cerca de los setenta años, se lanzó sobre los libros de análisis y teoría superior de Schönberg, Schenker, y otros congéneres, y estudiándolos cuidadosamente se convirtió en uno de los más agudos conocedores de estas materias en el país. Todo esto, demostrado por sus publicaciones, que siguen en marcha a todo vapor.Junto a su enseñanza a varias gene-raciones, sus publicaciones son casi únicas en nuestra escasa literatura especializada. Desempeñó, además,

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durante muchos años, una importan-te labor como crítico musical en “El Mercurio” de Valparaíso, siendo un ejemplo por la profundidad de sus juicios, su desinterés, y su imparciali-dad a toda prueba.Su permanente y profunda alegría de vivir, junto a su vocación de maestro, compañero y amigo leal, lo insertan de un modo único en mi vida.

Hace poco, conversábamos en Ernesto Rodríguez del comienzo de nuestra amistad. Ello fue en 1950, cuando ambos llegábamos al primer año de Leyes.Desde luego que nos unían muchas cosas. Entre ellas, la de no saber en absoluto para qué estudiábamos Derecho, ni qué haríamos con la vida que teníamos delante.Nuestro primer tema fue la nostalgia de Dios. En efecto, éramos ambos hombres con una sensibilidad muy especial para todo lo relacionado con lo religioso.Se trataba de un asunto esencial.

Dios para el hombre moderno nos parecía que se hacía presente como ausencia. Dos frases nos eran muy queridas: “Inquieto está mi corazón hasta que descanse en Ti” (San Agus-tín) y “Nos sentimos y experimenta-mos como eternos” (B. Spinosa).Sin embargo, ese TU divino no nos aparecía por ninguna parte, y mu-chas veces incluso dudábamos de su existencia. Pero, también a esas alturas, conocíamos a Unamuno, de quien éramos fervientes admirado-res y recordábamos la frase de San Pedro: “Creo Señor, ayuda mi incredu-bilidad”.En todo caso, entre nosotros, esos temas y otros artísticos ocupaban toda nuestra atención. Tal como na-rro en otra parte, con varios amigos arquitectos, que después seguirían caminos muy diversos, con Jorge y Willie, pedagogos, con Jorge Molina, hombre apasionado, igual que noso-tros, fundaríamos el colegio Patmos.Qué distinta era nuestra generación, a las que vinieron después. Podría decir que las generaciones siguien-

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tes a la nuestra dedicaron la mayor parte de sus preocupaciones a los pensamientos políticos, de uno u otro signo; con una clara mayoría los sectores de centro o izquierda. Estoy seguro de que la gran mayoría de dirigentes políticos, fuera de los pocos mayores a nosotros, son hoy hombres de treinta y cinco años para abajo.Nuestra generación no tuvo conti-nuadores con grandes preocupacio-nes artísticas, sino hasta mucho más tarde. Por otra parte, la mayoría de los que llegaron después a interesar-se por lo religioso, lo hicieron desde perspectivas muy diversas a las nuestras.

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A propósito de Bach, cito en otro ligar un verso de Hölderlin. Es en relación con este último que ahora debo referirme a Johannes Brahms.Brahms escribió una obra orquesta y coro, basada en un poema de Hölder-lin: La canción del destino. El poeta en su texto contrapone dos mundos. En primer lugar el mundo celestial, etéreo, intemporal. En él se mueven ajenos al cambio y al dolor seres celestiales, divinos, transparentes. Por otra parte describe el mundo hu-mano, sujeto al tiempo, al cambio, al sufrimiento; en definitiva, al destino.Es extraordinariamente notable el diferente enfoque del texto entre el poeta y el músico. En Hölderlin, lo divino está presentido como cercano, como casi al alcance de la vista. En el músico, por el contrario, lo divi-no está lejos, en sordina, diríamos, empañado por la distancia que hace que lo percibamos como extrema nostalgia.Incluso la forma de la composición así lo expresa. En Hölderlin el poema tiene dos partes, las ya señaladas.

La obra musical tiene tres. En la primera aparece el mundo divino, en la segunda los azares del mundo humano, y en la tercera, para la cual no tiene texto, la orquesta sola hace una evocación de lo divino, cada vez más distante. Diríase que presiente el fenómeno que experimentaremos en el siglo XX, denominado la ausencia de Dios. En lo musical, Brahms se siente a sí mismo como un heredero y sobre-viviente del pasado. Para él la gran música ya estaba creada, la habían hecho Bach, Beethoven y los demás.Entre sus contemporáneos se produce una extraña división, los retrógrados usan a Brahms como estandarte; los progresistas a Wagner. Sin embargo, en la realidad, vista por nosotros desde la distancia, ambos son precursores.Lo es Brahms a través de su am-pliación de las estructuras tonales; particularmente interesantes son a este respecto sus últimas obras para piano y los preludios corales para órgano. También Wagner será quien

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aporte a los músicos del futuro im-portantes incentivos. No en el plano que él esperaba, su teoría del arte total, sino en el cromatismo de Tris-tán e Isolda. Los músicos posteriores, encabezados por Schönberg, sabrán recoger lo que Brahms y Wagner han dejado propuesto.

Siendo todavía muy joven, conocí a Godofredo Lommi. Recién había llegado él como profesor a la Universidad, y su figura con anteojos de grueso marco nos llenaba de especial curiosidad. Por causas que todavía desconocíamos, gozaba de un gran prestigio.Nuestro primer encuentro se produ-jo un día enfrente a la Rectoría. Sin conocerlo, lo abordé directamente para solicitarle un ciclo de conferen-cias para nosotros, los alumnos. Su respuesta fue fulminante. ¡Estás loco, las conferencias no existen¡Después de esta extraña forma de contacto, pronto nos hicimos amigos, con la natural distancia que existía entre profesores y alumnos.

Su presencia fue para mí un pode-roso estímulo en muchos sentidos. Por una parte su personalidad era subyugante y llena de vida y, por otra, su compromiso sin límites con el mundo contemporáneo eran para mí de absoluta novedad.Quiero explicar un poco más esto último. En esa época vivía en una permanente nostalgia del pasado. Los grandes músicos, Bach, Mozart, Beethoven, habían desaparecido ha-cía mucho tiempo. Los compositores contemporáneos me eran abierta-mente incomprensibles o absoluta-mente desconocidos.Su contacto directo con los artistas plásticos y poetas me abrió definiti-vamente nuevos horizontes, absolu-tamente inesperados. Fue su visión del mundo contemporáneo, al cual estaba apasionadamente integra-do, la que me permitió conocer y comprender la música de Strawinsky, Bartok y las notables perspectivas de la escuela de Schönberg.Si mi trabajo de músico profesional, por otras razones, me llevó más que

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nada a la música del barroco, mi compromiso con la música actual había quedado sellado desde esos tiempos.Gracias a la inspiración de él, nacie-ron los Festivales de Música Con-temporánea en la Universidad de Valparaíso, que han continuado hasta ahora con la Agrupación BeethovenHace muy pocos días, mi amigo Adolfo encontró una antigua graba-ción de la Historia del Soldado, de Stravinsky, tocada por nosotros, en que la traducción y la narración están a cargo de Godofredo Iommi. Precisa-mente esta grabación corresponde a uno de los primeros festivales en que esta obra se interpretó en Chile en forma completa.

Se ha sostenido siempre que nuestro pueblo es silencioso. No sé cuánta verdad existe en esta afirmación, pero hay indicios que la confirman.En nuestras fiestas populares, las Mu-nicipalidades iluminan las plazas y al-

gunas avenidas con luces de colores. Los padres con sus hijos, tomados de la mano, se pasean silenciosamente. Muchas veces, los pequeños tocan unas extrañas cornetas de cartón con las que emiten sonidos muy poco felices, que contrastan con el silencio general. En los últimos años, incluso esas cornetas han desaparecido, remplazadas por altoparlantes que transmiten cualquier cosa.Cómo contrasta con esta situación la de otros países en que las fiestas populares están colmadas de cantos, danza y música en que todos parti-cipan.Sin embargo, como en este país todo es paradoja, existe un hombre llama-do Mario Baeza, quien bajo el lema “Todo Chile canta”, logró el milagro de constituir un vasto movimiento coral. En un momento, hubo en nues-tro territorio más de dos mil coros en actividad.Por supuesto que él no fue el único empeñado en esta tarea. Antes de él estuvo Arturo Medina, fundador y director del Coro de Concepción por

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muchos años; después Waldo Arán-guiz, Marco Dusi, Guido Minoletti y Jaime Donoso, cuyos aportes al mo-vimiento coral han sido esenciales.Sin embargo, la figura de Mario Baeza tiene algo muy particular. Creo que a sus singulares dotes de músico, une un carisma de conductor de personas y de ideador de múltiples iniciativas.A él correspondió la organización del Festival Internacional de Coros de 1965. Este acontecimiento ha sido sin duda el acto musical de carácter masivo más impresionante sin duda el acto musical de carácter masivo más impresionante que he conocido. Participaron más de cinco mil coristas de casi todos los países latinoameri-canos, con un repertorio extraordina-riamente variado. En él, por única vez en Chile, se juntaron la totalidad de las orquestas existentes en el país.Algunas fallas de organización de este festival, con las consiguien-tes consecuencias económicas, lo enviaron por un breve tiempo a sus cuarteles de invierno. Después, continuando con su querido coro de

la Universidad Técnica del Estado, representó con gran éxito a Chile en muchos países.Pienso que en lo puramente musical, su trabajo tuvo un punto culminante con las presentaciones durante dos años sucesivos junto a la Orquesta de Cámara de la Universidad Cató-lica, bajo la dirección de Juan Pablo Izquierdo, en la Orestíada, de Manis Xenakis, y la Pasión San Juan, de Bach.Con posterioridad a su retiro de la Universidad, formó el Grupo de Cámara Chile, que en los pocos años transcurridos ha tenido muy importante participación en diver-sos campos artísticos, a más de los propiamente musicales.

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Hoy reitero lo que dije en una entre-vista: la música y el arte no están al servicio de ningún gobierno.Bien por el contrario, todos los gobier-nos están al servicio de ellos.Asimismo, los artistas sólo deben ser fieles servidores del mandato que por ALGUIEN se les ha confiado.

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Se dice, frecuentemente, que la actividad artística está carac-terizada por permanentes rivalidades e interminables rencillas entre sus cultores.Puedo afirmar que, por lo menos en el caso nuestro, esto no ha sido efectivo. La mayor parte de las veces hemos convivido con todos en forma particularmente armoniosa.Sin embargo, hay algunos pocos que se han sentido enemigos nuestros y han tratado de dañarnos por todos los medios a su alcance.

Para ello no han escatimado empe-ños. Han mentido, nos han calumnia-do una y mil veces, generalmente a hurtadillas frente a auditores incau-tos, o han recurrido a algo mucho peor que ha sido destruir en forma rápida o lenta las instituciones que hemos creado con grandes esfuerzos.Hoy les puedo decir a ellos: sus intenciones no han tenido frutos, ya que sólo han logrado fortalecernos. Reconstruiremos pacientemente lo que dañaron. Ya lo estamos haciendo.

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Me quedan pendientes algu-nas breves observaciones sobre dos músicos, acerca de los cuales circulan bastantes malentendidos. Se trata de Robert Schumann y Antón Bruckner.En relación al primero, se dice que es un gran autor de lieder y de música de piano, pero que no es un buen sinfonista y que sus orquestaciones son muy imperfectas. Creo que esta apreciación acerca de su música sin-fónica es profundamente errada.Ella parte de la comparación de las sinfonías de Schumann con las de Brahms. Es evidente que el mundo musical de ambos es profundamente diferente. Para ello quiero citar dos ejemplos. La romanza de la Cuarta Sinfonía, de Schumann, y el tercer movimiento de la Tercera Sinfonía, de Brahms. Los temas de ambos tienen una inequívoca semejanza, pero su tratamiento es muy diverso y refleja dos direcciones opuestas. En Brahms, el tema es particularmente dinámico; en Schumann, el tema se cierra, en cierta forma, en sí mismo. Son dos posibilidades, tan válida la una como

la otra. En cuanto a la orquestación, se quisiera que las sinfonías de Schumann sonaran más brillantes, de nuevo, tal como las de Brahms. Sim-plemente son diferentes, Schumann quiere otra cosa y así lo escribe. Por lo demás, la práctica me ha enseña-do, y coinciden muchos conmigo, que las sinfonías de Schumann, toca-das tal como fueron escritas, suenan perfectamente bien y tienen una sonoridad característica que pierden con cualquier retoque.En cuanto a Bruckner, se produce un equívoco parecido. Usa una instru-mentación y en general un lenguaje muy parecido al de Wagner, pero expresa una realidad musical absolu-tamente diversa, y quizás contradic-toria que la de su admirado Wagner. La música de Bruckner es eminente-mente estática, contemplativa, sin grandes pasiones. Quizás Bruckner es un anacronismo vivo de su época. El propio Brahms sostenía que esta mú-sica desaparecería ciertamente con su autor. En verdad, no desapareció, sino por el contrario, en los últimos

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años ha experimentado una gran revitalización fuera de Alemania, país al que estaba casi circunscrita.Bruckner, como se sabe, era organis-ta. Oír su música, en algo recuerdo oír un órgano, en que muchas veces los acordes son sostenidos largamen-te. En el mundo del espíritu y de la contemplación, el tiempo no transcu-rre. La música de nuestro autor, nos acerca a ellos.

Desde estas líneas, un reconocimiento muy especial a dos de mis profesores. Juan Allende Blin y BERD Zacher; chileno el prime-ro, gran compositor, desconocido naturalmente entre nosotros; alemán el segundo, quién en sus breves años de estada marcó (aunque él no lo sospeche) a los que fuimos sus discípulos. Son ambos dos figuras relevantes de la música contemporá-nea.Junto a ellos debo emcionar al que ha sido mi amigote toda una vida, pese a la distancia física que casi

siempre nos separa, Juan Pablo Izquierdo.Espero que después de los éxitos obtenidos en los más diversos países, vuelva a nuestras temporadas. En verdad nos hace falta.

Sólo unas pocas líneas en relación a un tema inagotable: arte y espectáculos.En relación con éstos, recuérdese el viejo Coliseo Romano, donde no sólo se asistía al martirio de los primeros cristianos, sino a las más variadas clases de espectáculos que a veces incluían hasta verdaderas batallas navales, en una pista llena de agua donde navíos de verdad se desplaza-ban y se enfrentaban entre sí.Lo que actualmente se denomina Show, generalmente tiene en común con los antiguos espectáculos ro-manos la suntuosidad, vistosidad y un deslumbramiento que en primer lugar está destinado a producir pro-fundo asombro al espectador.No hay duda que lo hasta aquí men-cionado, en su sentido más propio,

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es la antítesis del quehacer artístico que, como hemos visto más atrás, está en primer lugar destinado a pro-ducir una catarsis al espectador, es decir, permitirle una purificación de su espíritu, a través de la cual salga más enriquecido tras participar de la experiencia artística.El verdadero arte puede, en deter-minadas circunstancias, emplear elementos del espectáculo, pero ellos sólo son posibles en la medida en que respondan al verdadero impul-so generador de la obra, y que en ningún caso tengan una existencia sustantiva.En efecto, el final de la ópera Don Juan, de Mozart, es sin duda especta-cular, pero ello es sólo la culminación del drama en que el espectáculo está inserto y en el que adquiere su más profundo y verdadero sentido.

Durante la gran huelga, como no teníamos nada qué hacer, pues todo estaba paralizado, con un amigo decidimos escuchar los oratorios de Haendel, que él poseía en su discoteca privilegiada. Así, por primera y única vez, por lo menos para mí, pude escuchar completos Is-rael en Egipto, Jephte, Sansón, Judas Macabeo y muchos más.Cuándo será posible que nuestras organizaciones financiadas por el Estado, para quienes los ingresos de taquilla no son demasiado impor-tantes, puedan realizar la mayoría de estas obras, casi desconocidas en nuestro medio.Vale esto también para la mayoría de las sinfonías de Haydn, nunca escu-chadas; los oratorios de Mendelssohn y Schumann, y centenares de obras contemporáneas de primera impor-tancia.Naturalmente, entre estas últimas, las obras escritas en Chile.

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Hay siempre quienes se molestanporque las empresas privadasdestinan fondos para la cultura.Dicen: “Es que ganan demasiado,por lo que pueden darse estos lujos”.El financiamiento – siguen – debe pro-venir del Estado, único verdaderamen-te responsable del desarrollo artístico.Fuera de lo naturalmente falso y contradictorio de toda esta argumen-tación, la historia y la geografíamuestran precisamente un concepto contrario.Lo importante es y ha sido que losrecursos que se destinan a la cultura,vengan de donde vengan,caigan en manos de verdaderos profe-sionalesidóneos e imaginativos,que sepan emplearlos en beneficio general de la comunidad.

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Me correspondió dirigir el reestreno de la Misa, de José de Campderrós, compositor español radicado en Chile a comienzos del siglo XIX. Sea cual fuere el juicio que nos merezca la calidad de esta obra, ella no requiere recursos musicales (me refiero a solistas, coro y orquesta) diferentes a los que precisa una misa de Haydn, o cualquier obra escrita en Europa en esa misma época.Dicho en otras palabras, a comienzos del siglo pasado, existían en Chile recursos para interpretar cualquier obra contemporánea. Hoy, a casi doscientos años de diferencia, la situación no puede ser más diversa. Acabo de escuchar una importante obra de de Olivier Messien, escrita en 1964. Esta obra, como la mayoría de

aquellas escritas en los últimos veinte años, no podría ser ejecutada entre nosotros, por la carencia de los me-dios necesarios. Especialmente en lo referente a recursos instrumentales.El avance de las últimas décadas nos ha alejado cada vez más de los lla-mados países desarrollados. Nuestra relación con ellos, incluso en recursos culturales, se va deteriorando cada vez más.Es evidente que en esta materia exis-te una suprema responsabilidad para el Estado, como promotor de la vida cultural a través de las universidades y otros organismos. Su rol puede ace-lerar esta inferioridad relativa, o tratar de superarla, según las acciones que se emprendan al respecto.

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En el terreno artístico se siguen planteando, de modo siempre majadero, antinomias inexistentes.Entre ellas: Lo nacional y lo foráneo. Lo clásico y lo popular, El arte de élite y el de masas. Estas antinomias sólo sirven a los demagogos del arte, fauna natural-mente inagotable.

Dicen que hace pocos años, en una institución muy tradicional, entregaron a sus miembros, en víspe-ras de Navidad, un hermoso envol-torio. Este contenía una roja botella de vino y un sabroso pan de pascua. Junto con ello venía para algunos escogidos un sobre de color incierto. En él se les anunciaba que desde ese momento estaban despedidos.Los autores de esta singular inicia-tiva, muy observantes de la liturgia, no se percataron que bien pudieron esperar otra ocasión más propicia para tan lamentable tarea.

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Curiosamente, aunque he empleado la mayor parte de mi vida en organizar cosas y dirigir orquestas, mi nombre se ha hecho conocido en Chile, por una circunstancia entera-mente distinta, la Televisión.Ya en los primeros años de ella, efectuaba en Valparaíso, en un sórdido subterráneo, programas con la orquesta del lugar. Después, en el Canal de la Universidad Católica de Chile, trabajamos varios años en programas que nunca tuvieron la necesaria continuidad.Después de varias tentativas, logra-mos entrar al Canal Nacional, en que un animador leía textos y nosotros tocábamos. La directora del pro-grama era Paulina Fernández y el responsable musical Adolfo Flores. Un día en que el locutor se enfermó, a alguien se le ocurrió que podría hablar yo mismo. Nos lanzamos, y así continuamos el programa, cuyo nombre “Música-Música” se mantuvo alrededor de siete años en forma continuada en la pantalla. Nuestro horario fue desde sus inicios el día

domingo a las 14 horas, para pasar, el año antes de su desaparición, al sábado a la misma hora.Creo que a lo largo de los años debemos haber presentado a la casi totalidad de los artistas y conjuntos musicales nacionales y naturalmen-te a muchos extranjeros. Recuerdo que al principio, mi presencia en la pantalla era espantosa. Me costaba mucho ser natural y todo resultaba falso, doctoral, pedante y a veces un tanto cursi. Sin embargo, creo que a lo largo de los años logré mejorar un poco menos pedante. Cuando ya creía que comenzaba a aprender el oficio, el programa se acabó, como todo en Chile, porque sí.

Dijeron que las encuestas, que la sintonía, que el autofinan-ciamiento, y todo eso a posteriori, porque el programa se acabó sin que nos avisaran ni, naturalmente, nos dieran las gracias. Pero a eso ya estábamos acostumbrados.El dinero ganado en todos esos años,

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con el programa, nos debe haber alcanzado más o menos para los ci-garrillos, ya que con mi amigo Adolfo hemos sido bastante fumadores toda la vida.La extraordinaria gratificación para todo esto ha sido el haber consta-tado en repetidas ocasiones que este programa fue para muchos el único contacto que han tenido con la música en sus vidas. Así me lo mani-festó el empleado de un almacén en Pitrufquén, el bencinero en Chaña-ral, el policía en el paso fronterizo de Puyehue, algunos desconocidos en Puerto Montt, Antofagasta y en muchas otras ciudades.En este momento recuerdo una frase muy importante, que pasó natural-mente desapercibida. En su carta renuncia a la Televisión, una persona la acusaba de haber “convertido al show en la substancia misma del ocio”. Creo que la incultura de los afectados, desgraciadamente, les debe haber impedido comprender el significado mismo de esta acusación.

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Anna Frank, Martin Luther King, Albert Schweitzer, Helder Camara, Edith Stein y muchos otros, coincidi-rían en que:Ningún alambre de púas puede sepa-rar a los hombres.Todos los recursos de la tierra deben emplearse en primer lugar en com-batir la miseria.Las fronteras deberían ser sólo un recuerdo del pasado.Hay que luchar contra el miedo, que es la principal causa del odio.Las armas son un mal en sí mismo. La justificación de las armas como de-fensiva, es casi siempre un pretexto.La verdad y la belleza sólo son posibles para aquellos que están en condiciones de satisfacer sus necesi-dades básicas.

En la actualidad no hay guerras justas e injustas, todas son un crimen.La intolerancia es el arma de los fanáticos.No existen los hombres intrínseca-mente perversos.Viajar a la Luna es un pecado, si antes no somos capaces de dar de comer a todos.El amor extendido, desarma los cora-zones más duros.La libertad no es un don gratuito; hay que merecerla y conquistarla duramente.El más actual y peor de los males es el odioDar la vida por estas creencias, es mejor que predicarlas.

Estoy con ellos.

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Los altos muros de la Universidadnos protegieron,pero también, en alguna forma,nos aislaron del mundo circundante.Hoy nos hemos encontradofrente a frente con él.Su generosa respuestanos ha permitido serindependientes y autónomos.Gracias, digo a todos los que desde muy diferentes y a vecesencontradas trincherasnos permitieron continuar

laborando en este país nuestro.Gracias también, a todoslos miles de chilenos que hanparticipado de nuestros programas.Esta noche, sin embargo, les reitero:ayúdennos todavía mucho más, para quepodamos llevar nuestros actos a los que desde siemprehan estado marginados de ellos.Pues es preciso que para ellos tambiénLA MUSICA SEA UN LUGAR DE EN-CUENTRO.

Fernando Rosas, conocido director de orquesta, iniciador de muchas actividades musicales en el país y de destacada actuación en países de Europa y América, actualmente es director de la Agrupación Beethoven, entidad que en tres años de vida ha adquirido un enorme prestigio en la vida cultural chilena.Al tomar por primera vez la pluma, no lo hace porque pretenda cambiar su oficio de músico, sino simplemente porque piensa que tiene algo que decir a todas las personas interesadas en nuestra vida musical y en las diversas mani-festaciones de la vida cultural en Chile.El título de esta obra, en alguna forma, evoca las breves y inconexas conversaciones o reflexiones que se realizan

durante el intermedio de un concierto, una ópera o una obra teatral. A través de sus líneas, el autor siempre deja entrever como en definitiva la música y el arte son un punto de reunión para todos, cualquiera sean sus diversas ideas y creencias.También está presente en estas líneas el arte como una forma superior de existencia a que tienen derecho todos los miembros de nuestra comunidad.