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Cuentos escogidos de Machado de Assis

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Literatura / Cuento Editorial Universidad de Antioquia®

Cuentos escogidos de Machado de Assis

Compilación y traducción de Jhony Alexánder Calle Orozco

Prólogo de Elkin Obregón

Colección Literatura / Cuento© De la compilación y la traducción: Jhony Alexánder Calle Orozco© Editorial Universidad de Antioquia®

ISBN: 978-958-714-683-7

Primera edición: abril de 2016Diagramación de texto y de cubierta: Carolina Velásquez Valencia, Imprenta

Universidad de AntioquiaMotivo de cubierta: Ostill© 123RF.comCoordinación editorial: Silvia García SierraImpresión y terminación: Imprenta Universidad de Antioquia

Impreso y hecho en Colombia / Printed and made in ColombiaProhibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universi-dad de Antioquia

Editorial Universidad de Antioquia®

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Machado de Assis, Joaquim Maria, 1839-1908 Cuentos escogidos de Machado de Assis / Joaquim Maria Machado de Assis; Jhony Alexánder Calle Orozco, traductor y compilador; Elkin Obregón, prólogo. -- Medellín: Editorial Universidad de Antioquia; 2016. 158 páginas. -- – (Colección Literatura / Cuento) ISBN: 978-958-714-683-7 1. Literatura brasileña. 2. Autores brasileños. 3. Cuentos brasileños. I. Calle Orozco, Jhony Alexánder, traductor y compilador. II. Obregón, Elkin, prólogo. III. Título. IV. SerieLC PQ9697.M18Br869.3-dc21

Catalogación en publicación de la Biblioteca Carlos Gaviria Díaz

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Ideas del canario

Un hombre consagrado a los estudios de ornitología, quien tenía por nombre Macedo, contó a algunos amigos un caso tan extraordinario, que nadie le creyó. Algunos llegaron a creer que Macedo había perdido la razón.1 He aquí el resumen de la narración:

Al principio del mes pasado —dijo él—, yendo por una calle, sucedió que un tílburi, a toda velocidad, casi me tira

1 La vaguedad de la expresión Virar o juízo se debe a la multipli-cidad de interpretaciones que abarca (mentalmente enfermo, de razonamiento vago, etc.). Para este caso en particular, su traduc-ción se construye con base en la definición proporcionada en el Diccionário da maior parte dos termos homónymos, e quívocos da lingua portuguesa, de Antonio Maria do Couto (1842): “virar o juízo, endouceder [endoidecer (enloquecer)]”.

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al piso. Escapé saltando dentro de una prendería.2 Ni el estrépito del caballo y del vehículo, ni mi salto dentro de la tienda hizo que se despertara el dueño del negocio, que dormitaba profundamente, sentado en una silla plegable. Era un hombre harapiento, con barba de color semejante a la paja sucia, la cabeza escondida en un gorro desharrapa-do, que probablemente no había encontrado comprador. No se adivinaba en él historia alguna, como podían tenerla algunos de los objetos que vendía, ni se sentía en él la tris-teza austera y desengañada de las vidas que fueron vidas.

La tienda era oscura, atestada de esas cosas viejas, tor-cidas, rotas, manchadas, oxidadas, que ordinariamente se encuentran en tales casas; todo pertenecía a aquel desor-den propio del negocio. Esta mezcla, si bien banal, era in-teresante. Ollas sin tapa, tapas sin ollas, botones, zapatos, cerraduras, una falda negra, sombreros de paja y de fieltro, marcos, binóculos, chaqués, un florete, un perro embalsa-mado, un par de chanclas, guantes, floreros sin nombre, charreteras, un bolso de terciopelo, dos percheros, una fisga, un termómetro, sillas, un retrato litografiado por el finado Sisón, un chaquete, dos máscaras para el carnaval que habrá de venir, todo eso y más, que no vi o que no me quedó grabado en la memoria, llenaba la tienda en las inmediaciones de la puerta, apoyado, colgado o expuesto en vitrinas, igualmente viejas. Ya por allá adentro, había muchas más cosas y del mismo aspecto, prevaleciendo los objetos grandes, cómodas, sillas, camas, unos encima de otros, perdidos en la oscuridad.

2 A saber, Machado de Assis prefiere utilizar el antropónimo bel-chior (aquel que vende artículos y ropa usada). Se supone que Belchior fue el primer comerciante en establecer una mercadería de objetos antiguos y usados en Río de Janeiro.

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Estaba por salir, cuando vi una jaula colgada en la puerta. Tan vieja como el resto, para tener el mismo as-pecto de desolación general, le faltaba que estuviera vacía. No estaba vacía. Dentro, saltaba un canario. El color, el ánimo y la gracia del pajarito otorgaban a aquel montón de destrozos una nota de vida y de mocedad. Era el últi-mo pasajero de algún naufragio, que allí fue a dar, íntegro y alegre como antes. Apenas lo vi, comenzó a saltar más abajo y más arriba, de palo en palo, como si quisiese decir que en medio de aquel cementerio entreteníase un rayo de sol. No atribuyo esta imagen al canario, la consigo porque me refiero a gente retórica; en verdad, él no pensó en algún cementerio o en un sol, según me dijo después. Yo, em-bebido en el placer que me trajo aquella visión, me sentí indignado por el destino del pájaro, y murmuré suavecito palabras de irritación.

—¿Quién sería el dueño execrable de este animalito, que tuvo el ánimo de deshacerse de él por algunos pares de níqueles? ¿O qué mano indiferente, no queriendo guardar este compañero de algún dueño difunto, lo regaló a algún pequeño, que lo vendió para ir a jugar alguna quiniela?3

Y el canario, sostenido encima del palo, trinó:

3 Anteriores traducciones se han realizado de este cuento. Es interesante observar que las diferencias, en algunos casos in-congruentes, entre las diversas traducciones, obedecen al acer-camiento del traductor a la obra. Así pues, en la traducción de Pablo Cardellino Soto, el traductor emplea en español el término quiniela, utilizado originalmente en el texto en portugués. Con-sidero pertinente mantener esta traducción del término, pues Machado decide usarlo (referido a su vez como jogo do bicho, especie de lotería en la que los números representan animales) a guisa de crítica por una práctica que, según él, azotaba y desfavo-recía a la clase popular.

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—Quienquiera que seas, ciertamente no estás en sano juicio. No tuve dueño alguno execrable, ni me dieron a al-gún niño para que me vendiese. Son las ocurrencias de una persona enferma; busca ayuda, amigo…

—Cómo —interrumpí yo, sin tener tiempo de quedar espantando—. Entonces, ¿tu dueño no te vendió a esta casa? ¿No fue la miseria o la ociosidad la que te trajo a este cementerio, como un rayo de sol?

—Desconozco qué es sol o cementerio. Si los canarios que has visto emplean el primero de estos nombres, tanto mejor, pues es bonito, pero me parece que estás confundido.

—Perdón, pero no viniste aquí de la nada, sin nadie, salvo si tu dueño fue siempre aquel hombre que está sen-tado allí.

—¿Cuál dueño? Ese hombre que está ahí es mi criado. Me da agua y comida todos los días, con tal regularidad que yo, si debiese pagarle los servicios, no sería con poco; pero los canarios no pagan a sus criados. De verdad, si el mundo es propiedad de los canarios, sería una extravagan-cia que pagasen lo que está en el mundo.

Pasmado por las respuestas, no sabía que admirar más: si el lenguaje o las ideas. El lenguaje, aunque penetraba mi oído, como el de las personas, salía del animal en gra-ciosos trinos. Miré a mí alrededor, para verificar si estaba despierto. La calle era la misma, la tienda era la misma tienda oscura, triste y húmeda. El canario, moviéndose de un lado para otro, esperaba que yo le hablase. Le pregunté entonces si sentía la falta del espacio azul e infinito…

—Pero, querido hombre —trinó el canario—, ¿qué quie-res decir con espacio azul e infinito?

—Pero, disculpa, ¿qué piensas de este mundo? ¿Qué cosa es el mundo?

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—El mundo —replicó el canario con cierto aire de pro-fesor— el mundo es una prendería, con una pequeña jaula de tacuara, rectangular, colgada de un clavo. El canario es el señor de la jaula que habita y de la tienda que lo cerca. Fuera de esto, todo es ilusión y mentira.

En esas se despertó el viejo, y vino hacia mí arrastrando los pies. Me preguntó si quería comprar el canario. Inda-gué si lo había adquirido, como el resto de los objetos que vendía, y me enteré de que sí, que lo había comprado a un barbero, junto con una colección de navajas.

—Las navajas están en muy buen estado —concluyó.—Solo quiero el canario. Le pagué el precio, mandé a comprar una vasta jau-

la, circular, de madera y de alambre, pintada de blanco, y ordené que lo pusiesen en el balcón de mi casa, desde donde el pajarito podía ver el jardín, la fuente y un poco de cielo azul.

Era mi intención hacer un largo estudio del fenóme-no, sin decir nada a nadie hasta poder asombrar al siglo con mi extraordinario descubrimiento. Comencé por alfa-betizar la lengua del canario, por estudiar su estructura, las relaciones con la música, los sentimientos estéticos del animal, sus ideas y reminiscencias. Una vez hecho este análisis filológico y psicológico, entré propiamente a la historia de los canarios, a su origen, primeros siglos, geo-logía y flora de las Islas Canarias, si tenía conocimiento de navegación, etc. Conversamos largas horas, yo consignan-do las notas, él esperando, saltando, trinando.

No teniendo por familia más que dos criados, les or-dené que no me interrumpiesen, aun cuando se tratara de alguna carta o telegrama urgente, o alguna visita im-portante. Conociendo ambos mis ocupaciones científicas,

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encontraron natural la orden y no sospecharon que el ca-nario y yo nos entendíamos.

No es necesario decir que dormía poco, me desperta-ba dos o tres veces por la noche, paseaba sin rumbo, me sentía con fiebre. Al final, regresaba al trabajo, para releer, aumentar, enmendar. Rectifiqué más de una observación —bien porque la hubiese entendido mal, o porque no la había expresado claramente—. La definición del mundo fue una de ellas. Tres semanas después de haber entrado el canario a mi casa, le pedí que repitiese la definición del mundo.

—El mundo —respondió—, es un jardín asaz extenso con una fuente en el medio, flores y arbustos, algo de grama, aire claro y un poco de azul por encima; el canario, dueño del mundo, habita una vasta jaula, blanca y circular, desde donde mira el resto. Todo lo demás es ilusión y mentira.

También el lenguaje sufrió algunas rectificaciones, y cier-tas conclusiones, que me habían parecido simples, vi que eran temerarias. Aún no podía escribir el memorial que man-daría al Museo Nacional, al Instituto Histórico y a las univer-sidades alemanas, no porque me faltase material, sino para acumular primero todas las observaciones y ratificarlas. En los últimos días, no salía de casa, no respondía las cartas, no quise saber de amigos o parientes. Todo yo era canario. En la mañana, uno de los criados tenía a su cargo limpiar la jaula y ponerle agua y comida. El pajarito no le decía nada, como si supiese que a ese hombre le faltaba cualquier preparación científica. De cualquier modo, el servicio era lo más sumario del mundo. El criado no era amante de los pájaros.

Un sábado amanecí enfermo, la cabeza y la espina me dolían. El médico me ordenó absoluto reposo; era un ex-ceso de estudio, no debía leer ni pensar, no debía saber siquiera lo que pasaba en la ciudad y en el mundo. Así me

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quedé durante cinco días, al sexto me levanté, y solo en-tonces supe que el canario, cuando el criado estaba ocu-pándose de él, había huido de la jaula. Mi primer gesto fue estrangular al criado, la indignación me sofocó, caí en la silla, sin voz, tonto. El culpado se defendió, juró que había tenido cuidado, el pajarito había huido por astuto…

—¿Pero no lo buscaron? —Sí, señor, lo buscamos; al principio trepó al tejado,

yo trepé también, él huyó, se fue a un árbol, después se escondió no sé dónde. Desde ayer he indagado, pregunté a los vecinos, a los granjeros, nadie sabe nada.

Padecí mucho; afortunadamente la fatiga había pasa-do y en algunas horas pude salir al balcón y al jardín. Ni sombra del canario. Indagué, corrí, anuncié y nada. Había recogido las notas para componer el memorial, aunque truncado e incompleto, cuando se me ocurrió visitar a un amigo, que ocupa una de las más bellas y grandes fincas de las afueras. Paseábamos por ella antes de cenar, cuando escuché un trino con esta pregunta:

—Viva, Sr. Macedo, ¿por dónde andaba que desapareció?Era el canario. Estaba en la rama de un árbol. Imaginen

cómo me quedé y lo que le dije. Mi amigo pensó que estaba completamente loco; pero ¿qué me importaba lo que pen-saran mis amigos? Hablé al canario con ternura, le pedí que fuese para continuar nuestra conversación, en aquel nuestro mundo compuesto de un jardín y fuente, balcón y jaula blanca y circular…

—¿Cuál jardín? ¿Cuál fuente? —El mundo, querido mío. —¿Cuál mundo? No pierdes tus malas costumbres de

profesor. El mundo, concluyó solemnemente, es un espa-cio infinito y azul con el sol por encima.

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Indignado, le respondí que, si le creyese, el mundo se-ría todo, incluso ya había sido una prendería…

—¿Una prendería? —abiertamente trinó el pajarito—. ¿Es que realmente hay prenderías?