Libro Doxa 26 - Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

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Manuel Atienza: Empecemos con algunas cuestiones referidas a tu bio-grafía intelectual. ¿Por qué estudiaste Derecho? ¿Qué recuerdos guardas de la Facultad de Derecho de la UBA de aquellos años? ¿Qué te llevó a interesarte por la filosofía del Derecho? ¿Quienes fueron tus maestros en los años iniciales de tu formación?

Ricardo Guibourg: En 1957 estaba terminando la escuela secundaria y mis intereses oscilaban entre la filosofía y el derecho. En esta orientación tuvo mucho que ver la lectura de los autores iluministas, que me marcó fuertemente en mi paso por la Alianza Francesa de Buenos Aires. Finalmen-te me decidí por el derecho, pero el interés por la filosofía quedó como un detonador interno dispuesto a saltar a la menor chispa. Y, afortunadamente, ese detonador fue alcanzado por varios chispazos en los años siguientes.

Me tocó cursar la Facultad en la que se recuerda como la época de oro de la Universidad de Buenos Aires, después del fascismo popular de Perón, que había hecho de la Facultad un órgano partidario, y antes del fascismo oligárquico de la dictadura de Onganía, que luego de apalear a estudiantes y profesores intentó (con éxito apenas parcial) convertirla en una escuela de abogados occidentales y cristianos. En aquellos tiempos se respiraba una atmósfera de libertad académica y de respeto por lo intelectual, todo ello matizado por las habituales luchas políticas, que generaban algunas grescas (en este aspecto, el tema de Cuba era novedoso y servía para dividir aguas). Pero, aparte de las circunstancias históricas, recuerdo dos características que no han dejado de intrigarme desde entonces.

La primera es que el método pedagógico no podía ser más salvaje. Se suponía que los profesores titulares (los catedráticos, en la nomenclatura española) daban clases magistrales; pero a esas clases, que no eran obligato-rias, asistían muy pocos estudiantes. Y en muchos casos no asistían tampoco los profesores: sus días y horas eran meras formalidades exhibidas en una vitrina de la planta principal. En cambio, había exámenes libres todos los

Manuel Atienza

ENTREVISTA A RICARDO GUIBOURG

Manuel AtienzaUniversidad de Alicante

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meses: en la Facultad no se hacía prácticamente otra cosa que tomar y rendir exámenes. Los estudiantes, en este sistema, se consultaban entre sí acerca de la bibliografía, se inscribían para el examen y conocían a los profesores en el fugaz encuentro de la evaluación (hecha según el rito tradicional, con estrado, tribunal y bolillero, en amplísimas aulas que hoy han sido subdi-vididas). Un par de cátedras rebeldes habían establecido –informalmente, es claro– sus propios sistemas de cursos regulares: una de ellas era la de Ambrosio Gioja, profesor de filosofía del derecho.

La otra característica curiosa consiste en que, a pesar de aquel método absurdo, que desperdiciaba el contacto entre profesor y estudiante, los alum-nos adquirían conocimientos bastante sólidos, resultado que poco tiene que envidiar al que más tarde se logró con procedimientos mucho más raciona-les. Esta perplejidad, andando el tiempo, me condujo a suponer que acaso el aprendizaje no depende tanto de la perfección de los métodos (caracte-rística por la que, desde luego, tengo el mayor respeto) como de la actitud del estudiante, estimulada por el docente, adquirida espontáneamente o –a veces– deprimida por el adocenamiento.

Recién llegado a la Facultad, tuve que preparar –solo, como se esti-laba– mi primera asignatura, que era Introducción al Derecho. Estudié el libro de Aftalión, García Olano y Vilanova, donde me sedujeron las teorías de Kelsen y de Cossio, que entonces yo no era capaz de discernir entre sí precisamente. Entonces se despertó en mí el interés por la filosofía del de-recho, que sin embargo quedó latente por un par de años. Entonces me tocó estudiar Filosofía del Derecho dentro del sistema de enseñanza de Gioja y allí el proceso se hizo irreversible. Leía la Teoría General del Derecho y del Estado, debatía todo el tiempo con mi profesora y llegué a concebir entonces una borrosa idea que, mucho más tarde, había de convertirse en mi tesis doctoral.

Mientras cursaba Filosofía del Derecho, ya atrapado por esas reflexio-nes, empecé a asistir a seminarios y clases en las que encontraba muchos profesores y muy pocos estudiantes como yo. En esas reuniones conocí a Carlos Alchourrón, a Eugenio Bulygin, a Genaro Carrió y a Roberto Vernen-go. No siempre entendía lo que allí se decía, pero perseveraba con la espe-ranza de que la asiduidad, por alguna suerte de ósmosis, me haría adquirir la comprensión que me faltaba. También iba yo a las “clases del aula 14”. En el salón así numerado (ya no puedo recordar en qué se ha transformado ni qué números ostentan hoy las aulas que ocupan su lugar), Ambrosio Gioja llegaba para reflexionar en voz alta acerca de los temas que lo preocupaban. No las preparaba como clases formales: muchas veces hablaba de lo que se le había ocurrido ese mismo día, con claridad expositiva pero también con buena dosis de improvisación. Yo veía cómo el maestro discutía con todos,

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incluso con el apasionamiento que le era propio, mientras recibía preguntas y objeciones de Alchourrón, de Bulygin o de Carrió y trataba de esquivar las andanadas críticas de Vernengo. También solían estar allí Alicia Houbey, una sólida iusnaturalista en medio del positivismo militante, y Olga Mon-salvo, que seguía al pie de la letra las enseñanzas de Gioja. Había pocos estudiantes. Yo no me atrevía a hablar, pero otros sí. Y me maravillaba ver que Gioja se apasionaba en la discusión con uno de ellos como si estuviera debatiendo con Vernengo o con Carrió. Comprendí entonces que la actitud del maestro partía del más completo respeto del pensamiento de su interlo-cutor. Y que el debate leal e intenso es la mejor muestra que puede darse de ese respeto, porque enriquece a todos quienes en él participan.

En 1963 obtuve mi título y me lancé a los cursos para graduados. Las primeras nociones de lógica las obtuve en un curso dictado por Vernengo, que fue mi profesor también en los cursos del doctorado. Allí tuve también la experiencia de ser alumno directo –cara a cara en un curso regular– del propio Gioja, con quien aprendí la importancia de transmitir al estudiante el amor por el pensamiento más aún que el pensamiento mismo. También recuerdo con cariño y gratitud los seminarios de Jorge Bacqué. Y, a partir de entonces, mi vida académica estuvo estrechamente ligada a dos maestros del rigor intelectual: Alchourrón y Bulygin. El resto es historia más moderna.

M.A.: Pasemos entonces a historias más modernas. ¿Cómo han evo-lucionado tus ideas sobre la filosofía del Derecho? ¿Dirías que te has mantenido siempre (básicamente) en una misma posición iusfilosófica, o ha habido algún cambio importante? Si fuera así, ¿en qué ha consistido el cambio?

R.G.: Cuando era estudiante y estaba leyendo a Kelsen, soñé con es-cribir un libro cuyo plan general llegué a escribir en un pedacito de papel. Iba a llamarse, presuntuosamente, “teoría lógica del derecho”. No tardé en advertir que mi proyecto era una muestra de iusnaturalismo ingenuo, en el que atribuía a la lógica (tan inocente de los males que se le imputan como de las trascendentes funciones que algunos les atribuyen) la adopción de principios que yo tomaba, más o menos acríticamente, de la cultura que me rodeaba. A partir de esa temprana decepción, creo haberme mantenido siempre dentro de los mismos parámetros iusfilosóficos. Pero, aun dentro de ellos, hubo una evolución. Al positivismo de corte kelseniano se agregaron luego los aportes de Hart y de Ross y, enseguida, todo ese complejo referido al derecho encontró un lugar dentro de la filosofía analítica general que, desde mi punto de vista, aparecía presidida por un presupuesto nominalista. Más tarde incorporé la teoría general de sistemas, que amplió el campo de mis reflexiones, y empecé a pensar en la informática, que me conducía a reformular problemas de la teoría general del derecho y aun de la filosofía

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general con mayores exigencias de claridad y de precisión. Entonces acuñé para mi propio uso lo que en siglos anteriores podría haber sido un lema: clarificar y demitificar. Estaba –y todavía estoy– convencido de que la oscuridad del lenguaje proviene a menudo (no siempre) de la oscuridad del pensamiento, y de que la oscuridad del pensamiento es muchas veces (no siempre) generada o fomentada por la idea de que ciertas concepciones sa-cralizadas no deben criticarse, tocarse y menos aún analizarse. Por cierto, al hablar de las concepciones sacralizadas no me refiero a la fe religiosa, sino a ideas y prejuicios relacionados con las características del hombre y con la aceptación de ciertas preferencias, pensamientos que a veces dependen de la religión adoptada y otras veces son independientes de ella.

Por último, adherí conscientemente a una posición constructivista, según la cual todo lo que pensamos depende de la previa construcción de nuestro sistema de pensamiento, y me dediqué a revisar mi propio edificio inte-lectual. Esta revisión resultó en el trazado de un esquema que reordenaba todas las reflexiones anteriores y las relativizaba, en el sentido de encontrar los vínculos entre diversas ideas que sirven a cada una de ellas como fun-damento, límite o presupuesto. En esta perspectiva, la teoría del derecho aparece como una pequeña provincia que ignora sus propias fronteras y que, además, se halla asolada por constantes conflictos internos.

M.A.: ¿Podrías aclarar más este último punto? ¿Cuáles son en tu opi-nión las fronteras de la teoría del Derecho? Y, por cierto, ¿”teoría del De-recho” o “filosofía del Derecho”? ¿Son ,en tu opinión, términos sinónimos? ¿Cuáles son los “constantes conflictos internos” que asuelan a la teoría del Derecho? ¿Y tus propuestas sobre cómo apaciguarlos? ¿Debemos procurar apaciguarlos?

R.G.: Las fronteras de la teoría del derecho se hallan determinadas por la definición de su objeto. Si el derecho es un sistema normativo, su teoría se limitará a las reflexiones acerca de la estructura de tal sistema, desde su base lógica, pasando por sus instituciones o conceptos jurídicos fundamentales, hasta el análisis de los mecanismos que determinan la unidad o la pluralidad de los sistemas, la creación y eliminación de normas y el crucial fenómeno de la competencia. Si el derecho es un sistema de valores, la teoría del de-recho se convertirá en una teoría ética, o al menos en una propuesta moral. Si el derecho es un estado de cosas en la esfera social, la teoría del derecho será una teoría sociológica o una teoría política (esto último, especialmente, cuando se combinen los dos últimos enfoques). La expresión “filosofía del derecho” es amplia y no toma explícitamente partido entre aquellas opcio-nes. El nombre “teoría del derecho”, en cambio, suena mejor a los militantes del normativismo. Sin detenerme en esta elección lingüística, que sirve más como bandera que como argumento, yo soy un suscriptor declarado de la

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primera y más estricta de tales fronteras; pero pido –acaso como la última voluntad de un condenado– que se me permita explicar esta posición a la luz de mi respuesta anterior.

El derecho puede encararse desde cualquiera de estos tres puntos de vista. De hecho se lo encara desde los tres, y me parece muy bien que así se haga. Pero cada uno de esos enfoques da lugar a una teoría distinta, estre-chamente conectada a un método diferente. Una cosa es la sociología, que es una ciencia empírica; otra cosa es la moral, que es un conjunto de reflexio-nes que, por mucho que las compartamos (y no siempre ocurre así) no se hallan sometidas a un procedimiento último de verificación; y una tercera cosa es el conocimiento del derecho tal como, bien que mal, lo reconstru-yen y ejercen los juristas. La sociología es una ciencia, pero no sirve para dirimir conflictos; la moral no es científica en absoluto, sino un campo de batalla (a veces sangriento) de teorías metaéticas; el conocimiento jurídico, por último, une a sus dificultades prácticas una teórica muy grave: la teoría del derecho todavía no ha terminado de definir su objeto. Y ni siquiera se trata de campos distintos, consistentemente regidos por sendas teorías: cada jurista emplea métodos, teorías y circunstancias según cuadre a sus opinio-nes en cada momento.

A eso me refería cuando dije que el derecho ignora sus propias fronteras: a que la reflexión jurídica cotidiana, que pretende describir realidades entre normativas y sociológicas pero lo hace al compás de presunciones morales contrapuestas a las que también atribuye alguna clase de realidad, termina naufragando –como lo hace desde hace milenios– en un ejercicio no siempre bien disimulado del poder. Y esto último tampoco es un hallazgo: el derecho ha sido siempre un instrumento del poder y aun el instrumento cortado a la medida de su uso por los poderosos. Sólo pretendo sostener que cualquier reflexión que hagamos en cualquiera de los tres campos a los que me he referido sería más leal y tendría mayor eficacia intelectual –ya que no retó-rica– si cada uno de esos campos estuviera explícitamente delimitado.

Así, es posible colocar la teoría estricta del derecho en el marco de la realidad políticosocial, como lo hacen Kelsen y Hart, o situarla como una provincia de un sistema de valores –como viene haciéndolo el iusnaturalis-mo tomista y como lo hace ahora también el iusnaturalismo de los princi-pios morales y de los derechos humanos. En cada caso, la clarificación del panorama teórico llevaría a mostrar la necesidad de establecer con alguna precisión cuáles son las relaciones a postular entre el derecho positivo y el sistema que le sirva de marco, una de las deudas que los hombres de derecho tenemos todavía con el campo del pensamiento al que nos hemos dedicado.

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En todo caso, nadie debería alarmarse por la elección epistemológica que propugno. Afirmar que la teoría del derecho debiera limitarse al aná-lisis de las normas positivas no quiere decir –repito, no quiere decir– que hayamos de ser moralmente indiferentes, ni que sea moralmente obligatorio acatar cualquier arbitrariedad del gobernante de turno. Tampoco quiere de-cir –repito, tampoco quiere decir– que el jurista deba cerrar los ojos ante la ineficacia de las normas, ni ante la ceguera de los legisladores respecto de las necesidades sociales, ni ante el papel ideológico que el lenguaje jurídico desempeña a favor de quienes ejercen el poder de hecho, para calmar o des-activar las eventuales rebeldías o para justificar su represión. Sólo implica que, aunque todas esas reflexiones puedan ser ejercidas por una misma per-sona, no pueden ejercerse a partir de los mismos métodos ni en el marco de una misma disciplina, especialmente si ella se pretende científica y sujeta a alguna clase de teoría o filosofía.

Los conflictos internos que asuelan la teoría del derecho (y con más fuer-za si el ámbito se amplía a la filosofía del derecho) son siempre los mismos: hay ejércitos de ideas que nacen en las actitudes valorativas y luchan por el predominio en el pensamiento jurídico (lo que incluye la conquista de ese preciado baluarte emotivo que es el lenguaje del derecho). La teoría del de-recho, en el medio de esa guerra, trata de mantenerse neutral; pero sabe que, independientemente de su voluntad, esa neutralidad sirve a su vez como ar-ma para uno de los bandos (como podría servir para cualquiera de ellos), de modo que su voz se pierde entre las acusaciones cruzadas que sobre ella se abalanzan. Y, de ese modo, resulta también afectada por rebeliones internas que buscan alistarla en la milicia de los buenos.

Por cierto, no propongo apaciguar esos conflictos; de hecho, yo también, como ciudadano de este sufrido planeta, tomo partido ante muchos de ellos. El pensamiento único, por otra parte, me parece aborrecible –cualquiera sea su contenido– porque importa la muerte del espíritu crítico y de la capacidad de indignación. Lo que sí sugiero es que, como en las convenciones de Gine-bra, acordemos algunos límites para la guerra de las ideas. Y propongo tres: que tales ideas se expresen clara y lealmente, que las inconsistencias, una vez advertidas, obliguen a la reformulación o lleven a la descalificación y, por último, que entre todos construyamos un territorio de reflexión jurídica, de límites precisos, en el que nuestras pretensiones antagónicas se contra-pongan, nuestras nomenclaturas puedan traducirse entre sí y no se convierta a cada ciudadano en rehén de todos los bandos al mismo tiempo.

M.A.: Tu respuesta te sitúa, como era de suponer, en el positivismo metodológico: tesis de la separación, de la neutralidad, del normativismo... En ella pones el énfasis en lo que consideras son aspectos fuertes de esa posición ¿Pero tiene puntos débiles el positivismo jurídico? ¿Cabe, en tu

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opinión, hacer alguna concesión al iusnaturalismo o a las teorías “críticas” del Derecho (creo que básicamente son las dos posiciones antagónicas en las que estás pensando)? Por cierto, ¿dónde se ubicarían autores como Dworkin o Nino? ¿Defienden, en tu opinión, tesis iusnaturalistas? ¿Cuáles son tus discrepancias con ellos dos?

R.G.: Es cierto, soy un positivista metodológico. Se han señalado pun-tos débiles a esta posición, pero casi todos ellos –me parece– provienen de la leyenda negra del positivismo, claramente fundada en un malentendido histórico, o bien nacen de insuficiencias que el positivismo confiesa más abiertamente que otras posiciones, o bien, en términos más generales, tie-nen por fundamento una inevitable tendencia humana a ontologizarlo todo. Trataré de explicar esto.

Desde el iusnaturalismo más tradicional se ha insistido por mucho tiem-po –y algunos insisten todavía– en que el positivismo es perverso porque, al olvidar la moral, propone el acatamiento de la voluntad gubernamental, cualquiera sea ella, como la suprema obligación de los seres humanos. A esto llamo yo la leyenda negra. Desde el positivismo metodológico se ha dicho repetidamente que, en su nomenclatura, llamar derecho a un sistema normativo no implica juicio alguno acerca de su justicia ni acerca de la ma-yor o menor obligación moral de obedecer las normas que lo componen. Es posible, desde luego, sostener que hay una obligación moral “en principio” de obedecer las normas del derecho; pero esta no es una afirmación que integre el sistema de pensamiento del positivismo metodológico: es una afirmación que puede integrar el sistema de pensamiento moral de algunos positivistas metodológicos, tal como integra el de muchos iusnaturalistas. De hecho, se observan numerosos acuerdos de actitud moral entre positivis-tas y iusnaturalistas, porque la divergencia entre ambos enfoques –conviene enfatizarlo– no es moral sino epistemológica. También se observan des-acuerdos; y la ventaja del positivismo es precisamente que hace posible el diálogo acerca del derecho aun con prescindencia del acuerdo o desacuerdo moral entre los interlocutores. Ahora bien, aquel que crea que la calificación de una norma como jurídica es al menos una razón para obedecerla lo hace desde un punto de vista moral, fundado a su vez en alguna teoría metaética; y, a menos que se trate de lo que Bobbio llamaría un positivista ideológico (es decir un iusnaturalista del poder político), es casi seguro que impone límites (siempre morales, acaso matizados con otros prudenciales) a aque-lla supuesta obligación de acatamiento. Las normas positivas que, según la opinión del observador, quedan fuera de estos límites pueden llamarse normas de violencia, órdenes inicuas, normas contrarias al derecho natural, disposiciones aberrantes en conflicto con los derechos humanos o manifes-taciones del mal radical o absoluto, según la nomenclatura que se prefiera.

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Un iusnaturalista dirá que esas normas se hallan pura y simplemente fuera del derecho, con lo que proclama su voluntad metodológica de hablar inte-ligiblemente de derecho sólo con quienes comparten aproximadamente sus propios límites morales. Un positivista, aun moralmente de acuerdo con el anterior, dirá que se trata de segmentos del sistema jurídico vigente, que él mismo no está dispuesto a obedecer y que propone a los demás desobedecer a su vez. Esta posición no le impide luchar contra lo que juzga inicuo, pero lo habilita para discutir con sus adversarios (los perversos) en un idioma jurídico común. Esto no es poco decir: hasta en un campo de concentración, conviene a los prisioneros tener un lenguaje en el que puedan hablar con sus carceleros, sin necesidad de extender a los verdugos alguna clase de affectio societatis semántica.

Me he extendido un poco en la explicación de la leyenda negra porque, a pesar de hallarse intelectualmente aclarada, parece persistir cierta incomuni-cación que una y otra vez acusa al positivismo metodológico de perversidad moral intrínseca. Pero, una vez satisfecha esa inquietud, es adecuado hablar de los límites del positivismo metodológico.

La tesis de la separación no debe interpretarse como la afirmación de que el derecho y la moral carecen de puntos de contacto. Para empezar, las normas positivas tienen contenido y ese contenido depende, ante todo, de la voluntad del legislador. Esa voluntad es guiada por preferencias y, en muchos casos por lo menos, la preferencia se halla determinada por valoraciones de tipo moral, ya sea que las compartamos o las critiquemos. Este hecho es a veces invocado como un punto de contacto. No seré yo (ni, creo, ningún otro positivista) quien niegue o discuta esta afirmación. Ella no afecta, sin embargo, la tesis positivista porque queda fuera de sus límites metodológicos: el positivismo no sirve, ni pretende servir, como guía moral de las preferencias del legislador.

Pero el gran punto débil del positivismo es la interpretación. Si se admite que la norma positiva ha de ser comprendida para aplicarla; que comprender es interpretar; que la interpretación depende en buena medida de factores ajenos al texto mismo y que uno de los más importantes entre esos factores es la valoración comparativa de los significados alternativos que puedan atribuirse a un mismo texto, o aun de los resultados concretos que mediante cada asignación de significado quepa alcanzar en cada caso o en cada clase de casos, el positivista se ve impedido de buscar en su propio positivismo una guía segura para la interpretación. Si llega a encontrar alguna, esa guía no estará determinada por su teoría general del derecho sino, predominan-temente, por algún sistema moral. Pero acerca de este punto creo necesario enfatizar dos similitudes. Primera, que el problema del operador jurídico frente a la interpretación es semejante al del legislador frente al contenido de

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la ley que haya de promulgar. Segunda, que –en los dos niveles– el problema del positivista como tal es idéntico al del iusnaturalista como tal: ambos de-ben recurrir a sus valores morales, alumbrando su búsqueda con la linterna de la teoría metaética a la que cada uno adhiera. La única diferencia es que el iusnaturalista está muy seguro de que su interpretación es la correcta, en tanto el positivista se siente metodológicamente incómodo al tratar como descripción del derecho vigente lo que cree descubrir como una decisión interpretativa. Esta última dificultad se manifiesta de manera más dramática ante la aporía del control constitucional (¿es verdad que la constitución es lo que los jueces dicen que es?); pero se halla presente en todos y en cada uno de los grados y modalidades de la interpretación de las normas. Y se ve multiplicada por la tendencia de las constituciones a proclamar derechos genéricos cuya aplicación práctica requiere complejas decisiones morales por parte del intérprete, tendencia que hoy hace innecesaria toda referencia explícita al derecho natural.

La incomodidad de los positivistas ante este aparente conflicto entre una descripción y una decisión que no se distinguen claramente una de la otra ha llevado a una complicación que hoy amenaza terminar con el positivismo. La complicación llega, ante todo, por vía de los principios. Creo que hay dos maneras de hablar de principios en el derecho. Una es la inductiva: si estu-diamos las distintas normas que regulan cierta institución, tal vez podamos advertir los lineamientos valorativos generales que de algún modo presiden el sistema positivo en ese aspecto y –si nos parece bien, esto es si creemos que es conveniente mantener cierta coherencia valorativa– podremos usar esos lineamientos o principios como guías para interpretar otras normas relativas a esa misma institución (o, acaso, al mismo grupo de institucio-nes). Otra es la deductiva: postulamos ciertas exigencias morales genéricas, relativas al contenido del derecho o a su aplicación, y luego usamos esas exigencias o principios para elegir entre dos o más alternativas de interpreta-ción de una norma, para resolver casos que las normas positivas no regulan expresamente o aun para desechar ciertas reglas, incluso si su redacción es poco dudosa, cuando entran en conflicto con los principios postulados. La segunda práctica, la más tradicional y extendida, busca los principios en la voluntad divina, en lo que el observador aprecie (desde su propia posición) como bien común, en las profundas convicciones que consideramos obvias porque forman parte de nuestra cultura, en las propuestas de autores respe-tados, en aforismos latinos, en fuertes preferencias acerca de la organización social, política y económica o en postulaciones políticamente correctas que se nos aparecen como súbitas revelaciones de una justicia por largo tiempo oculta o preterida. Estos principios, sean cuales fueren su origen y su contenido, se presentan como los instrumentos indispensables para la

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interpretación correcta de las palabras del legislador y parecen reconciliar al positivista con la moral.

Lo que los principios hacen, a mi juicio, es otra cosa: convierten al posi-tivista en un iusnaturalista atento al derecho positivo (después de todo ¿qué iusnaturalista no lo está en la práctica?) y, sobre todo, le ocultan esa conver-sión al desdeñar las bases teológicas (históricamente conservadoras) a favor de conceptos liberales y reformistas tales como la soberanía popular, el debido proceso, los derechos humanos, la liberación de los pueblos, el mul-ticulturalismo, la igualdad de los géneros y la integración de los excluidos. Yo me siento más cómodo con estos últimos valores que con los tradiciona-les (que, de todos modos, se hallan sujetos a un saludable aggiornamento); pero, ante el nuevo iusnaturalismo de tantos de mis amigos, he reflexionado acerca de mi propia opción epistemológica. Y llegué a la conclusión de que tal opción epistemológica no tiene nada que ver con mis preferencias mo-rales. Más allá de mi acuerdo o mi desacuerdo con los valores postulados por un autor, sigo pensando que esos valores no deberían (se trata aquí de un “deberían” de base teórico-pragmática) constituirse en definitorios del concepto de derecho ni servir para convertir la decisión acerca de lo contro-vertible en descripción acerca de lo real. Hay de por medio una construcción ontológica y una teoría de la verdad que sería demasiado largo exponer aquí, pero espero que el punto haya quedado claro en los límites de la pregunta.

En virtud de lo que vengo sosteniendo, parece claro que creo que mi amigo Nino, para quien Bulygin y yo, por ejemplo, éramos positivistas ideológicos, defendía en realidad tesis iusnaturalistas fundadas en su sólido compromiso con el sistema democrático y con los derechos humanos; com-parto ese compromiso, pero no concuerdo con sus conclusiones teóricas. Dworkin, a su vez, desarrolla una teoría de los principios que, aunque parece fundarse a ratos en la constitución norteamericana y en la evolución de la jurisprudencia, echa raíces bastante explícitas en una moral subyacente y constituye, al fin y al cabo, una visión iusnaturalista de la práctica interpre-tativa enfocada como descripción verdadera.

Los autores críticos, a su vez, se expresan en un idioma cuyas conven-ciones siento a menudo ajenas: en esas condiciones, sería un atrevimiento de mi parte intentar respecto de ellos un juicio concluyente. Sin embargo, hasta donde yo puedo ver y con el expresado riesgo de error, me parece que ellos señalan con acierto una cantidad de circunstancias sociales que a menudo se silencian y muestran, además, que el discurso del derecho, además de ser un discurso del poder –cosa que casi todos estamos dispuestos a admitir– es también un instrumento para consolidar ese mismo poder por vía cultural, psicológica y hasta subliminal. Concuerdo con ellos en todos estos puntos. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que el hombre en sociedad necesita

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un discurso jurídico tanto como un sistema jurídico, que quien tiene buen éxito en la lucha por el poder adquiere con él cierto dominio de las bases de ese discurso, que uso del lenguaje del derecho impone ciertas limitaciones a quien ejerce el poder, limitaciones que pueden ser utilizadas en su favor, al menos hasta cierto punto, por los menos poderosos y, en definitiva, que la estructura del discurso jurídico (con sus presupuestos de unicidad, jerar-quía, generalidad y publicidad) tiene tanta o tan poca culpa del uso que de él hagan quienes lo manejan como la que tiene un caño cuando se lo usa para romper un cráneo, armar una bomba, construir un edificio o conducir petróleo. O robarlo, si viene al caso.

En resumen, el derecho es lo que hacemos de él. O lo que permitimos que otros hagan. O lo que nos vemos obligados a soportar que otros hagan. A veces nos gusta, pero muchas otras veces no nos gusta. Cuando no nos gusta (y, obviamente, lo hacen otros, que emplean en su beneficio la conquista del discurso), ¿conviene que neguemos su existencia, o que lo relativicemos de modo tal que quede privado de sus instrumentos? Si hacemos tal cosa y un día adquirimos el poder y el dominio del discurso, ¿nos conforma-remos con ese instrumento devaluado, o afirmaremos que la realidad del derecho depende de quién lo ejerza? Y si, por el contrario, aceptamos la utilidad del discurso jurídico, ¿le pondremos límites morales? No creo que haya respuestas correctas o incorrectas a estas preguntas, pero me parece que nos conviene mantener cierta coherencia en los parámetros de nuestro pensamiento. En términos de ciencia empírica, no se nos ocurre negar la me-teorología porque anuncia lluvia cuando queremos tomar sol. Ni afirmamos que del campo de la entomología es preciso excluir al mosquito Anopheles porque transmite el paludismo. Claro está que el derecho no es una ciencia empírica. O acaso no es una ciencia en absoluto. Pero la pregunta del millón bordea esos problemas para apuntar a nuestras actitudes: ¿cómo queremos identificar el derecho? ¿Cómo desearíamos tratarlo, y con qué objetivo? Y, sobre todo, ¿cuán intersubjetivos y permanentes son esos objetivos?

M.A.: Algunos –yo entre ellos– piensan que un límite del positivismo jurídico es que, al tratar de elaborar una teoría del derecho en términos puramente descriptivos (y explicativos), corre el riesgo de producir teorías de escaso interés práctico; teorías que, como tu lo señalas, dicen poco sobre algo tan esencial en la práctica jurídica como es la interpretación. La pre-gunta que te hago es: dado que tu has ejercido la profesión de juez durante muchos años, ¿qué puedes decir sobre el valor de la teoría (positivista) del derecho para la práctica?, ¿de qué manera te ha ayudado a tí en el ejercicio de la función judicial?; ¿y de qué manera se refleja el ejercicio de la función judicial en tu obra teórica?

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R.G.: Es muy común pensar que el positivismo es pobre como provee-dor de guías prácticas. Yo, que acabo de confesar mi propio positivismo, también creo eso. ¿Mea culpa? No. Hace unos meses, durante una charla para graduados en la que se tocó este tema, una colega me planteó un caso real, de los que a menudo se llaman difíciles, y me preguntó: ¿cuál es la solución positivista para este problema? Le contesté más o menos de esta forma: no hay tal cosa como una solución positivista, porque el positivismo no es una guía práctica sino una opción epistemológica. Frente a ese pro-blema, como ante cualquier otro, un positivista encuentra la solución que puede y propone la que le parezca mejor, tal como lo hace un iusnaturalista. Es más, es posible que el positivista y el iusnaturalista propongan la misma solución, aunque esta semejanza no puede garantizarse, no sólo entre ellos sino ni siquiera entre dos iusnaturalistas de distinta ideología. La situación práctica es la misma; la diferencia epistemológica consiste en que el iusna-turalista, cualquiera sea la solución que propone, tendrá una fuerte tendencia a sostener que ella es la verdadera solución para el caso, mientras el positi-vista se limitará a decir que ésa es la que él prefiere y dará las razones que lo llevan a preferirla, sin pretender por eso haber alcanzado alguna clase de verdad. En este punto, para que no pareciese que eludía el tema, mencioné la solución que yo prefería: por el gesto de mi colega, creí advertir que ella estaba segura de que mi propuesta era errónea.

Para la teoría positivista, la interpretación no es una actividad por ella reglada: por el contrario, constituye un serio problema teórico. No por cul-pa de la actividad interpretativa, desde luego, sino como consecuencia del lenguaje y de las construcciones conceptuales que empleamos al llevarla a cabo, que nos devuelven constantemente a la pretensión ontológica que vengo criticando y a la que volveré enseguida. Ahora bien, si el positivismo no ofrece guías para la interpretación, ¿dónde han de encontrar esas pautas los positivistas? Donde todo el mundo las busca: en el pensamiento moral. Sólo que, para un positivista, eso es aplicar la moral a la interpretación del derecho, en tanto el iusnaturalista considera esa misma actividad como una forma profunda de la investigación jurídica. Puesto que ambos hacen lo mismo, podría pensarse que la diferencia en este aspecto es apenas un problema de nomenclatura. Pero no es así. Cualquier teoría que postule para la interpretación una solución jurídicamente correcta se ve obligada a postular también verdades no empíricas (ni tampoco deductivas). Y, por lo tanto, a postular una ontología poblada –entre otros muchos objetos– de hechos morales. Yo no estoy dispuesto a postular hechos morales, pero no por razones trascendentes (en las que, como buen escéptico, estoy lejos de creer), sino por motivos puramente metodológicos. El concepto de verdad y el de realidad son dos caras de una misma moneda: el de verdad sería

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vacío sin una realidad que lo contrastara, en tanto la idea de realidad sería inútil si no nos sirviese para distinguir las proposiciones que nos conviene aceptar de aquellas que preferiríamos desechar. La experiencia sensorial, es-pecialmente cuando puede compararse con la de otras personas, constituye una manera de discernir unas de otras en el aspecto empírico: una manera que, de hecho, todos o casi todos compartimos sean cuales fueren nuestras reflexiones acerca de la mente, la percepción, el sujeto, la cultura, el ser o la nada. En esas condiciones prácticas, los conceptos de realidad y de verdad funcionan admirablemente, porque cada sujeto puede determinar fácilmente a qué atenerse respecto de ellos en cada caso y esa posibilidad es fuerte-mente intersubjetiva: tanto, que la llamamos “objetiva”. Si en el tema de los valores tuviéramos un consenso semejante (esto es si todos o casi todos compartiéramos una misma teoría metaética y, dentro de ella, la confianza en algún método viable, practicable por cualquiera y comparable), no habría inconveniente alguno en ampliar nuestra ontología como de hecho tantos lo hacen, incluir en ella ciertos hechos definidos como hechos morales, establecer un modo de aprehender la verdad acerca de esos hechos y, desde luego, integrar en la definición del derecho las pautas de interpretación que en aquellos hechos pudiesen fundarse. En un supuesto así, yo abrazaría con entusiasmo la tesis de la integración entre derecho y moral, ya que las leyes sólo podrían explicarse como apenas un compendio de divulgación acerca de lo justo. Pero no disponemos de tal consenso: cuando mucho, tenemos algunos acuerdos culturales –acaso mayoritarios, pero no unánimes dentro de la misma cultura– acerca de la aprobación o desaprobación de ciertas conductas específicas. En esas condiciones, una ontología poblada de cons-tructos es extremadamente riesgosa; en especial cuando tales constructos tengan como base las preferencias del observador (o de muchos observado-res, o de los observadores que se aprueban entre sí)1.

Todos los positivistas tienen ideas morales, cada uno desde su propia teo-ría metaética; y, si esa teoría es la no descriptivista, abrigan de todos modos criterios de preferencia acerca de las conductas propias y ajenas, que es ape-nas una manera más cuidadosa de referirse al mismo fenómeno mental. Esto permite a los positivistas manejarse en la vida cotidiana, amén de ejercer la no menos riesgosa tarea interpretativa. Yo, de hecho, razono en esta materia como un utilitarista de reglas, sin considerarme por eso autorizado a afirmar verdades ni a describir realidades trascendentes que no podría demostrar en el ya expuesto marco de “objetividad”. Simplemente tengo preferencias:

1 He tratado de exponer este punto de vista, así como otros que empleo en la presente respuesta, en un libro de reciente aparición: La construcción del pensamiento-Decisiones me-todológicas, Buenos Aires, Colihue, 2004.

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algunas de ellas tan fuertes que las sostengo, las proclamo, intento que otros las compartan y acaso hasta estoy dispuesto a morir por ellas. Si les llamara principios, tal vez cayese en la tentación de exigir que otros muriesen por mis preferencias. Trato de no hacer tal cosa: para eso está el derecho, o lo que a partir de él se nos imponga (con nuestra aprobación o sin ella) por vía de la delegación que ejercen los operadores jurídicos competentes.

En mi actividad como juez (que reclama el ejercicio prudente de aquella delegación), la teoría me ha ayudado mucho. No porque me haya dado ins-trucciones correctas para la interpretación, claro; sino porque me indicó que no debía buscar esas instrucciones en el derecho, donde sólo hallaría pro-yecciones ectoplásmicas de mis propias preferencias morales, y me aconsejó asumir esas preferencias como propias, dentro de los límites político-jurí-dicos del ejercicio de la función judicial en cada momento histórico y con cargo de intentar, al menos, justificarlas a partir de actitudes presentes en el seno de la sociedad. Al mismo tiempo, la actitud analítica (de la que creo que mi forma de positivismo es consecuencia y resultado) me ha impulsado a buscar en todo momento la claridad de los conceptos y la coherencia del sistema de criterios que me proponga sostener, especialmente en materia valorativa. La tarea no es sencilla: no sólo porque gran parte del sistema de criterios de cada uno es subconsciente, lo que hace difícil su control lógico, sino porque los procedimientos judiciales y hasta las palabras que se usan para ejercerlos sugieren a cada momento una metafísica compleja. Sin em-bargo, hablar de otra manera conduciría a la incomunicación en un medio extremadamente estructurado. Me avengo a usar, pues, el lenguaje habitual, aunque trato de limar sus asperezas filosóficas más notorias; pero al mismo tiempo intento poner en práctica la teoría a la que adhiero en una forma que –creo– podría disminuir la arbitrariedad implícita en ese lenguaje y en la práctica que él fomenta.

En el marco de una investigación de base universitaria, reuní un grupo de jueces de mi especialidad (el derecho del trabajo) y les (nos) propuse analizar los criterios con los que todos aplicábamos varias veces por sema-na una norma dotada de cierta dificultad. Nuestro campo de investigación éramos nosotros mismos; nuestros métodos, la introspección y el debate. Cada uno tenía su estilo de aplicación, pero la comparación, al poner de resalto diferencias, nos llevó a investigar las razones en las que esas dife-rencias se fundaban y, luego, las razones detrás de esas razones. Trabajamos durante tres años, llegamos a identificar cuatro niveles de criterios y, de paso, descubrimos –no sin sorpresa– que los criterios que veníamos usando no eran coherentes, por lo que terminamos por reelaborarlos en conjunto y expresarlos en un diagrama de flujo. Luego sometimos esas conclusiones a la crítica pública, para tomar en cuenta las observaciones de los especialistas

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y las de cualquier interesado. El desarrollo de la tarea de análisis nos mostró que en ella no actuábamos como arqueólogos que excavan en busca de una realidad oculta, sino como arquitectos que, con uso de su ingenio, tratan de sacar el mejor partido (el que juzgan preferible) del terreno y de los mate-riales de los que disponen. En otras palabras, no respondíamos al paradigma tradicional del juez sino –en un ámbito muy acotado– al del legislador. Si los jueces dejaran de sentirse sacerdotes de lo arcano para reconocerse de-cisores políticos limitados, y si en vez de combinar asimétricamente las dos calificaciones para sacralizar sus decisiones aceptaran explícitamente los límites políticos de su discrecionalidad (que son semejantes por su tipo a los del legislador pero incomparablemente más estrechos), el ejercicio de la interpretación ofrecería mayor seguridad jurídica sin perder su flexibilidad, la actividad judicial quedaría mejor sujeta al control social sin mengua de su independencia y, probablemente, la actividad de abogados y juristas, como la actitud de los ciudadanos hacia el derecho, se convertiría en algo menos misterioso, más cercano a la experiencia cotidiana que a la actitud supersti-ciosa y, por cierto, mucho, mucho más razonable. Aclaro, por las dudas, que por razonable quiero decir aquí analizable, susceptible de argumentación comparada y sujeta al control intersubjetivo en cada una de sus etapas y en sus resultados colectivos. De paso, es previsible que el derecho alcanzase mayor eficacia y su aplicación se volviese más rápida y oportuna.

M.A.: Uno de tus centros de interés ha sido la lógica. En alguna oca-sión has comparado la función de la lógica (formal) a la de la aritmética: en general -decías ahí- no tiene sentido discutir los precios en un restau-rante, pero sí repasar la cuenta. Ahora bien, además de controlar el paso de las premisas a la conclusión, ¿qué papel puede cumplir la lógica en la selección de las premisas? ¿Sólo la de garantizar que son consistentes? ¿Qué piensas de las diversas lógicas divergentes que últimamente se están aplicando en el derecho, en particular, de la lógica borrosa y la lógica no monotónica?

R.G.: Es cierto que me interesa la lógica. Pero guardo respecto de ella cierta distancia. De hecho, no incluyo la enseñanza de la lógica en mis programas de grado y con alguna renuencia me refiero a ella en los cursos de posgrado. A menudo me piden dictar breves cursos de lógica –junto con mi amigo Ricardo Guarinoni– para jueces o funcionarios judiciales. Lo hago, pero con curiosidad pregunto a los organizadores para qué los quieren. Es que resulta bastante común, en el pensamiento jurídico, suponer que la lógica contribuye a garantizar la verdad y la justicia. Y poco de eso sucede en realidad. Es un lugar común decir que la sentencia judicial es un silogismo, donde la quaestio iuris es la premisa mayor, la quaestio facti es la premisa menor y la decisión es la consecuencia. Dejando a salvo algunas

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precisiones, trazar semejante modelo de la sentencia es posible, pero no por eso es especialmente útil. Si la conclusión del razonamiento judicial no se desprende de las premisas, estamos ante un caso de arbitrariedad; pero no es lo más común que eso suceda entre juristas (aunque ocurre todo el tiempo entre políticos). El problema serio de un juez no es el orden lógico de su sen-tencia, sino la selección de las premisas: establecer los hechos pertinentes y probados y fijar, respecto de ellos, la interpretación del derecho que cuadre. Aun en este aspecto, la lógica puede proporcionar su ayuda: si hemos de valorar la prueba, conviene que lo hagamos según criterios generales que podamos sostener acerca de otras pruebas de similar naturaleza producidas en otros casos; si tenemos que interpretar una norma, los criterios con los que lo hagamos también deben ser consistentes, no sólo en términos parti-culares, para otros casos en los que apliquemos la misma norma, sino, en lo posible, también en términos más generales que sirvan al aplicar normas diferentes.

Este uso consciente –ciertamente clásico– de la lógica para controlar el método de selección de las premisas es poco común en la actividad judicial cotidiana, normalmente preocupada por “hacer justicia” en el caso concre-to, con base en premisas algo vagas dotadas de excepciones y válvulas de seguridad a menudo inexpresadas. Existe un bache muy grande todavía entre la práctica del razonamiento jurídico, notablemente rebelde al análisis racional profundo, y el desarrollo de la lógica apropiada para servir un día de auxilio a esa práctica. Es como un túnel submarino cuya construcción se inicia desde las dos orillas, pero que todavía no ha llegado al punto de en-cuentro. He tratado de colaborar con los dos segmentos de la construcción. Desde la lógica, por ejemplo, con propuestas acerca de la lógica deóntica de grado superior2 y con el proyecto de una formalización del fenómeno de la competencia3. Desde la práctica judicial, con la investigación a la que me referí en la última parte de la respuesta anterior4. Pero, hasta que los dos segmentos del túnel no se encuentren, los juristas seguirán desconfiando de las virtudes de la lógica y muchos lógicos seguirán pensando que el derecho es un campo poco propicio para su actividad.

2 Ver Guibourg, Ricardo A., El fenómeno normativo, Buenos Aires, Astrea, 1987, capítulo II, páginas 73 y siguientes.

3 Ver Guibourg, Ricardo A., Pensar en las normas, Buenos Aires, Eudeba, 1999, páginas 127 y siguientes.

4 Ver Cerdio Herrán, Jorge, Guibourg, Ricardo A., Mazza, Miguel Ángel, Rodríguez Fernández, Liliana, Silva, Sara N., Solvés, María Cristina, Zoppi, María Teresa, Análisis de criterios de decisión judicial – El artículo 30 de la L.C.T., Buenos Aires, G.A.C. (Grupo de Análisis de Criterios), 2004.

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Mientras tanto, han cobrado auge la lógica difusa, o borrosa, y la lógica no monotónica. Ninguna de ellas resuelve el problema de los juristas prác-ticos, pero ellos pueden interpretarlas como una especie de permiso de la lógica para hacer lo que realmente hacen, porque ambas contienen alguna forma de disolución del condicional.

La lógica borrosa desdibuja sus propias calificaciones (verdadero o falso, aceptable o inaceptable) de un modo semejante a aquél en que la vaguedad del lenguaje desdibuja sus significados. De esta manera, la acep-tabilidad de una solución puede situarse en una escala continua entre dos extremos. Desde luego, se han construido interesantes lógicas multivalentes y es imaginable otra de infinitos valores. Pero, cuando los seres humanos quieren entenderse entre sí con eficacia intersubjetiva, han resuelto sus problemas prácticos mediante el uso de la lógica bivalente sin que Procusto se quejara demasiado por la noche. Por ejemplo: ¿hace frío o hace calor? Éstas son magnitudes vagas, entre las cuales hay un número indeterminado de situaciones de tibieza. Pero el hombre no se conformó con decir que la expresión “hace calor” es muy aceptable, relativamente aceptable, apenas aceptable y así hasta la inaceptabilidad estentórea. En lugar de hacer eso, construyó sistemas de medición en los que puede decirse que hace 36 grados o 4 bajo cero. Cada una de esas afirmaciones (infinitas, como las posiciones mensurables en un continuo) es verdadera o falsa, lo que permite aplicar la lógica clásica bivalente a la temperatura multivalente. Si decimos “cierre la ventana cuando haga frío”, estamos delegando nuestro mandato en la percepción (térmicamente valorativa) de nuestro interlocutor, lo que está muy bien si eso es lo que queremos hacer, pero puede complicar las cosas cuando estamos dando una directiva general que requiera alguna precisión. En cambio, si disponemos cerrar la ventana cuando la temperatura baje de 10º, empleamos un instrumento conceptual más poderoso.

La lógica no monotónica, a su vez, no garantiza la identidad del conse-cuente a partir de la aceptación del antecedente. Aunque aceptemos que p implica q, puede haber razones que, en cierta situación, nos lleven a admitir a la vez p y no-q. Esto se parece mucho a lo que hacen los juristas, que tratan de no comprometerse con sus propios razonamientos: “En principio –sole-mos decir en el lenguaje judicial– p implica q”, lo que nos deja relativamen-te libres para decir, en otro caso: “si bien normalmente p implica q, aquí es imposible sostener tal cosa frente a la presencia de la condición r”. Visto este razonamiento de adelante para atrás, lo que sostenemos es que p y no r implican q, en tanto p y r implican no q. Pero eso no lo dijimos en el momen-to inicial; tal vez ni siquiera lo habíamos pensado, porque nuestra atención estaba absorbida por las circunstancias presentes en aquel caso individual. La argumentación jurídica se ejerce habitualmente en esas condiciones de

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incertidumbre acerca de nuestros propios criterios, futuros o aun presentes. El punto que creo crucial en este aspecto es si juzgamos que ése es un defec-to del razonamiento jurídico (acaso inevitable hasta cierto punto) o bien es una virtud del carácter esencialmente humano del derecho. Si adoptamos la primera actitud (y ésa es la que yo adopto), podemos intentar analizar nues-tros criterios para integrar poco a poco las premisas ignotas en condicionales que, al menos provisionalmente, estemos dispuestos a aceptar. Si adoptamos la segunda, describiremos normas y principios como razones derrotables y abandonaremos la investigación acerca de cuáles razones pueden derrotar a otras, cuándo pueden hacerlo y de qué fuerza disponen para derrotarlas en los casos concretos que puedan suscitarse5.

Me parece, en suma, que respecto de la lógica se plantea el mismo problema que veníamos conversando en relación con el positivismo. La mayoría de los juristas, del mismo modo que quienes se dedican a cualquier otra actividad, quieren soluciones. No se conforman con consejos sobre la coherencia de los sistemas, ni sobre el control de las deducciones, ni aun acerca de la manera más útil de postular una ontología o de concebir una epistemología. Quieren saber qué está bien y qué está mal. Y encontrar he-rramientas que les permitan resolver correctamente los casos difíciles. Eso sí, también pretenden que los consejos que reciban en estos temas respondan aproximadamente a sus propias opiniones. Por eso, tal vez, son reacios a cualquier intento de fijar el contenido del derecho o de controlar la coheren-cia de las premisas y ven con tan buenos ojos las lógicas paraconsistentes y la perspectiva de introducir en la descripción del derecho válvulas de segu-ridad morales, siempre que ellas sean suficientemente vagas para no crear al observador conflictos con sus propias convicciones o preferencias.

Todo esto es ilusorio. Si de veras queremos soluciones, tendremos que aceptar alguna teoría metaética descriptivista y encontrar para ella un método dotado de alguna precisión y, a la vez, de amplísimo consenso intersubjetivo. Éste es el origen de lo que, desde que la escolástica perdió su predominio, desvela hoy a los juristas. Mientras no hagamos tal cosa, o mientras no reconozcamos abiertamente nuestra incapacidad para hacerlo, no deberíamos echar la culpa a la lógica ni al positivismo jurídico –que son apenas reos de sinceridad al confesar cuáles soluciones no ofrecen– ni tampoco buscar atajos por los que imaginemos llegar a decir que el derecho es lo que nos parece bien y que la lógica ampara nuestras cambiantes argu-mentaciones.

5 Ver Guibourg, Ricardo A., “El espejismo de los principios” en Provocaciones en torno del derecho, Buenos Aires, Eudeba, 2002, páginas 61 y siguientes.

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M.A.: ¿Y qué me dices de la informática jurídica, otra de las disciplinas por las que has mostrado interés? ¿Cómo ves sus relaciones con la lógica y con la filosofía del derecho? ¿Cuáles han sido tus contribuciones en este campo?

R.G.: Empecé a interesarme por la informática jurídica a principios de la década de 1970, cuando ella era un capítulo de la fantaciencia. En aquel momento casi nadie había visto de cerca una computadora y yo estaba muy lejos de manejar una; pero el concepto me seducía. El hombre había inventado, a lo largo de su historia, máquinas para extraer agua de los ríos, para transportarse, para moler el trigo, para ver lo pequeño y lo lejano, para hablar a la distancia, para reproducir los sonidos, para transmitir imágenes y mensajes, para volar, para escribir, para moldear el acero, para sacar punta al lápiz, para ir a la Luna. Pero ahora estábamos ante una máquina capaz de dirigir a todas las demás, porque era la máquina de pensar. Yo no necesitaba saber cómo funcionaba, ni experimentar con ella: el mero concepto bastaba para desatar el desafío. Porque, si la máquina es capaz de pensar (o de llevar a cabo operaciones que el hombre atribuye a su propia inteligencia, como recibir y almacenar información, examinar datos, aplicar criterios y ofrecer resultados de esa aplicación), el hombre podía reaccionar de dos maneras: agresivamente, por temor de ser atacado o reemplazado por las máquinas, o con esperanza, pensando en el mejor modo de aprovechar la nueva herra-mienta.

Yo adopté desde el principio la segunda actitud. De inmediato encontré una limitación: las máquinas eran capaces de aplicar, con rapidez y segu-ridad, los criterios que se les indicaran; pero no eran bastante inteligentes para establecer por sí solas esos criterios (o, como hace el hombre cuando cree que así los establece, de extraerlos por vías más o menos informales de la sociedad donde operan). La programación debe ser precisa y deliberada, porque la computadora no comprende instrucciones como “valore pruden-temente las circunstancias de cada caso” o “procure dar a cada uno lo suyo, dentro del espíritu de la ley”.

En ese mismo momento, creí advertir que esa limitación de la computa-dora era una oportunidad invalorable para la actividad jurídica. Por decirlo de una manera figurada, un ingeniero de mediados del siglo XX dotado de una computadora quedaba convertido en un ingeniero último modelo; pero un abogado de mediados del siglo XX con una computadora era parecido a un letrado de 1820 con una nutrida biblioteca y un obediente y eficiente ejército de amanuenses. La diferencia consistía en que el pensamiento del ingeniero estaba adaptado a las necesidades de su nueva herramienta, en tan-to el abogado se veía obligado a restringir el empleo de la herramienta según las modalidades (limitaciones, en mi opinión) de su propio pensamiento. Es

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indispensable, pues, generar una evolución de las estructuras con las que el jurista está habituado a pensar. Pero este cambio tiene que ser rápido: el día que las computadoras sean tan perfectas como el cerebro humano en esto de entender medias palabras y de respirar la ideología ambiente, la oportunidad se habrá perdido: enviaremos los ordenadores a la Facultad de Derecho, donde los profesores les dirán, como a nosotros, que hay que hacer justicia y dar a cada uno lo suyo. Cada máquina entenderá las cosas a su manera y, al fin y al cabo, nosotros habremos sido reemplazados sin otra ventaja para los ciudadanos que una reducción de costos.

En 1973 publiqué un artículo, “La justicia y la máquina”6, en el que planteaba las necesidades del instrumento y sugería el tipo de modificacio-nes que el pensamiento jurídico requeriría para aprovechar íntegramente el aporte de la informática. Desde entonces fomenté la informática jurídica en todas sus formas: hacia 1989, en compañía de otros espíritus temerarios, logré impulsar la informatización de los tribunales del trabajo de Buenos Ai-res. Pero la informática documental, que fue fácilmente admitida por el me-dio, y la de gestión, que generó un poco más de resistencia, me parecieron siempre virus benévolos que, una vez instalados en las costumbres jurídicas, acabarían por abrir la puerta a la informática decisoria7. Éste se me antojaba el objetivo final de la informática jurídica; no porque fuese especialmente bueno reemplazar a los jueces humanos por sistemas electrónicos, sino por-que, en el camino, los jueces humanos y los abogados humanos se verían obligados a imprimir a su propio razonamiento un grado de definición y de precisión que jamás se habían preocupado por adquirir y que, en ocasiones, hasta les parecía desdoroso para la dignidad del hombre. Resuelto este pun-to, la incorporación de computadoras quedaría en sí misma reducida a una dimensión anecdótica.

Esta fue, pues, la razón de mi largo interés por la informática jurídica en general, que ahora, aceptada y generalizada, se ha vuelto más una profesión para técnicos informáticos que un desafío para la teoría del derecho. La introducción de las computadoras requería un modelo descriptivo, tanto de los hechos relevantes como de las normas aplicables, que pudiese ser apre-ciado por un sistema desprovisto de valores “propios”8, lo que implica una revisión a fondo de los criterios para apreciar la quaestio facti y la quaestio

6 Revista La Ley, Buenos Aires, 17/5/73.7 Cfr. Guibourg, Ricardo A. (recopilador), Informática Jurídica Decisoria, Buenos Aires,

Astrea, 1993; Guibourg, Ricardo A., Alende, Jorge O., Campanella, Elena M., Manual de In-formática Jurídica, Buenos Aires, Astrea, 1996, capítulos V y VI.

8 Uso aquí el entrecomillado porque abrigo enorme desconfianza acerca de cuán “propios” son los valores que cada uno de nosotros defiende o, para decirlo de otro modo, qué significa “propios” en este contexto.

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iuris, temas centrales de la filosofía del derecho. Y, además, confería una extraordinaria relevancia al motor de inferencia que permitiera relacionar datos y criterios con los resultados esperados, papel que sólo la lógica (en alguna de sus variedades) puede desempeñar.

M.A.: Un lector de tus trabajos advierte en seguida estas dos caracte-rísticas: son textos literariamente impecables y en los que no suelen faltar unas gotas de humor. Me gustaría preguntarte (en serio) cuál es el papel que ha jugado el humor en tu trabajo teórico. ¿Se trata únicamente de hacer más agradables los textos a los lectores, o hay algo más? ¿Cómo ves las relaciones entre el Derecho y el humor?

R.G.: Es verdad: siempre he tratado de introducir en mis escritos alguna cuota de humor. Normalmente lo hago como una expresión de la alegría con la que encaro el trabajo, alegría que espero compartir con el lector. En algunos períodos, en los que tal alegría no era justificada por la situación ambiente, tendí a concebir el humor –y más específicamente la ironía– co-mo una suerte de refugio compartido para los cómplices en el pensamiento. Pero también hay algo más: algo que tiene que ver con la concepción del derecho.

Los abogados, los jueces, los profesores de derecho, los juristas en gene-ral, somos gente muy seria. Demasiado, para mi gusto. No llego al extremo de mi amigo Luis Warat, que una vez propuso la “carnavalización del De-recho”; pero observo que nuestra profesión tiene una notable tendencia a la expresión grave, a las palabras altisonantes y a la voz engolada. No se trata de un talante que provenga de la necedad, no. Aunque cada individuo ha de hacerse cargo de sus propios motivos, es posible hallar una explicación colectiva más que razonable: el buen éxito en la profesión jurídica exige, ante todo, persuadir. Y, como es sabido desde la época de los sacerdotes de Amón, es (estadísticamente) más fácil persuadir cuando se da al interlocutor la sensación de que uno está en contacto con augustos misterios, ocultos a la gente común y sólo expresables mediante palabras rituales y parábolas ambiguas. Cada generación de juristas aprende estos modales de la que la precede y, casi sin darse cuenta, los toma por naturales y extrae de ellos la utilidad que le brindan.

Ese continente argumental parece el más propicio para el tipo de pensa-miento fuertemente ontológico que he criticado en mis respuestas anteriores, el que afirma certezas que muchos discuten con fundamento en hechos que nadie ve y en métodos que no pueden controlarse. Si quien recibe un discur-so tal profesa cierto temor reverencial hacia el emisor, no se atreverá a meter el dedo en los argumentos para verificar su solidez. Pero el que tiene una sonrisa a flor de labios goza de cierta inmunidad: pone a prueba los dichos del maestro, pregunta por qué ha de creerlos o adoptarlos y, por encima de

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todo, examina cada palabra para determinar a qué parte del mundo conoci-do se refiere, husmea en cada oración para averiguar qué acontecimiento o estado de cosas públicamente distinguible pretende describir. Al principio de esta entrevista te dije que creía en la necesidad de demitificar. Pues bien, no hay mejor instrumento de demitificación que la risa: por eso los tiranos temen tanto a los humoristas.

Claro está que no trataré de engañarte haciéndote creer que hace cuaren-ta años me propuse el humor como un camino deliberado hacia la filosofía del derecho; las reflexiones anteriores son, si se quiere, una racionalización retrospectiva que el lector puede, a su vez, recibir con una saludable sonrisa socarrona. El hecho es que un poquito de humor en un razonamiento serio sirve para que el lector sienta que no está frente a un predicador de verdades inalcanzables, sino ante un semejante con el que puede comunicarse; que a él mismo corresponde asignar a cada afirmación el grado de seriedad que juzgue merecido y que lo que lee tiene puntos de contacto con la realidad cotidiana por él percibida, esa realidad en la que asienta sus pies mientras procura mirar hacia arriba. Y, de paso, algo de ironía ayuda a establecer un clima de complicidad intelectual en el que el lector empieza a sentir que el que le escribe, después de todo y por debajo de los errores que puedan atribuírsele, no es tan mal tipo.

M.A.: ¿Cuáles consideras que son tus principales contribuciones a la teoría (o filosofía) del Derecho? Si tuvieras que elegir entre todos tus tra-bajos, ¿con cuál te quedarías? ¿Por qué?

R.G.: Desde hace muchos años intento contribuir, a mi modo y con mis limitaciones, a lo que –para no molestar a nadie– podríamos llamar la disciplina jurídica. Ahora, mirando hacia atrás, no me parece haber hecho grandes aportes: lo que hice fue más bien analizar conceptos complejos y argumentar una y otra vez a favor de la claridad y de un mayor control racio-nal de los argumentos, con lo que me incorporé a un movimiento que otros habían impulsado. Puesto a individualizar ideas, aquéllas de las que estoy más satisfecho son dos: en lo sistemático, una propuesta, imperfecta pero probablemente útil, para la formalización de las reglas de competencia; en lo metodológico, el planteo reconstructivo del concepto de verdad, aspecto de la filosofía general que, aplicado al derecho, puede ayudar a disolver ciertas estructuras del debate tradicional (tan presentes aún hoy) y a ordenar más llanamente nuestras ideas y preferencias acerca de lo que quede en pie.

No tengo hijos, pero imagino cómo se sentiría un padre o una madre si se le preguntara con cuál de ellos prefiere quedarse. Estoy encariñado con (casi) todo lo que hice, cualesquiera sean sus defectos; pero –como sucede a menudo en las familias– hoy tengo debilidad por mis dos hijos menores. Uno es “Provocaciones”, una recopilación de artículos breves, inspirada

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como tal en tu libro “La guerra de las falacias”, que creo apropiada para horadar la indiferencia del abogado práctico frente a la reflexión teórica. Otro es “La construcción del pensamiento”, que no versa sobre la filosofía del derecho sino sobre la filosofía general, pero fue escrito con la atención puesta constantemente en los debates que predominan en el discurso de los juristas, tan a menudo ocultan bajo un paño de prestidigitador otras diver-gencias no expresadas y, a veces, impiden también advertir insospechadas coincidencias.

M.A.: ¿Cuáles son los tres o cuatro autores de toda la historia del pensamiento que más han influido en tu manera de entender la filosofía del Derecho? ¿Que destacarías de cada uno de ellos?

R.G.: En mi formación hay una trilogía inocultable. Hans Kelsen, con su formidable alegato demitificador. Herbert Hart, que pone en contacto la rígida teoría normativista con los reclamos prácticos del sentido común. Alf Ross, que agrega a esto un vivo interés por la realidad empírica y una meticulosa inquietud por la precisión lógica. Aunque en mi tesis, “Derecho, sistema y realidad”, tuve la osadía de criticarlos en conjunto, nunca me alejé mucho del área del pensamiento en la que esos tres maestros debatían entre sí. Y aquella crítica, por cierto, provenía de ese mismo campo.

En el ámbito de las ideas generales, no dudo en destacar la influencia de Bertrand Russell: no sólo por la sensatez y el rigor de sus planteos, sino especialmente por su actitud. Russell es un filósofo que habla claro, lo más claro que puede; que trata a sus lectores con valentía y con respeto, como a conciudadanos que conversan con él en la plaza de las ideas y no como a fieles a los que se revela la verdad ni como a seguidores a los que se con-voca a la guerra. El estilo de pensamiento y de expresión de Russell ha sido siempre objeto de mi admiración.

Por último, entre los autores que han influido en mí de manera per-sonal, es justo citar a Carlos Alchourrón y Eugenio Bulygin, con su rigor insobornable, a Roberto Vernengo, que me enseñó las ventajas no siempre apreciadas de escrutar las ideas con ácida severidad, y a Ambrosio Gioja, el inolvidable maestro de mi generación, que mostraba con el ejemplo cómo hacer surgir el pensamiento y cultivarlo afectuosamente hasta ver dónde lo llevase su propio crecimiento.

M.A.: ¿Como ves el futuro de la filosofía del Derecho, en particular en los países de habla hispana? ¿Cuáles te parecen que van a ser los temas de estudio preferente en los próximos tiempos? ¿Cuáles deberían ser?

R.G.: El futuro es largo y no disponemos ahora de la bola de cristal que nos permita verlo. Pero, con el alcance de cabotaje que nos permiten las ex-trapolaciones más tímidas, no soy optimista acerca del porvenir inmediato.

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Si se echa un vistazo de conjunto al pensamiento acerca del derecho en los últimos tres mil años, lo que más resalta es la preocupación por la justi-cia. Los hombres se han empeñado siempre en averiguar qué es la justicia, en qué consiste, cómo pueden los individuos ejercerla y las sociedades con-tribuir a realizarla. En estas reflexiones, han tendido a dar por sentado que el derecho es lo mismo que la justicia, que su objeto central es establecer relaciones justas o, por lo menos, que la extrema injusticia es contraria a su naturaleza. Esta aproximación, que ha dado lugar a un océano de acuerdos ficticios, bien intencionados pero fundados en palabras vacuas, jamás per-mitió a los seres humanos averiguar de una manera contrastable lo que tanto les importaba: antes bien, ha servido para usar un mismo discurso como arma para sostener intereses contrapuestos.

Aquí y allá, a lo largo de los tiempos, algunos autores intentaron otras aproximaciones: describir el derecho como una práctica social no necesa-riamente vinculada con la justicia, examinarlo como la organización del poder, relativizarlo o aun denostarlo como mero instrumento de dominio, proponer ciertos controles rigurosos acerca de su lógica interna. Cada una de estas tendencias aportaba una cuota de razonabilidad y buscaba aprehen-der el derecho, tan escurridizo como concepto y a la vez tan presente como experiencia, de una manera que no dependiese del interés concreto de cada observador y que varios observadores pudiesen apreciar sin apearse de sus propios juicios de valor. El siglo XX albergó, en este sentido, un mosaico de empeños diferentes dignos de ser aprovechados y, acaso, concertados entre sí con algún esfuerzo.

Pero el hombre sigue mirando a los filósofos para preguntarles qué es lo que debe hacer. No para hacerles caso, por cierto, sino con ánimo de seleccionar, entre las respuestas recibidas, nuevas armas para su guerra siempre renovada. Y ésta parece ser, como diría el padrino de la mafia, una oferta que no podemos rechazar. Cada vez que arrecian las preguntas, cada vez que alguna catástrofe, algún genocidio o algún grave atentado terrorista llegan a conmover las conciencias, la filosofía del derecho abandona sus pequeñas investigaciones nunca terminadas, las desprecia como pasatiempo de intelectuales no comprometidos y –como respondiendo a un llamado di-vino– se vuelca otra vez de lleno al campo de batalla moral, iluminada por los reflectores del interés público pero ¡ay! desprovista de los métodos que permitan a alguien alcanzar un triunfo duradero.

En una época, las consecuencias del nazismo y del fascismo convocaron al pensamiento jurídico a luchar para que jamás esa tragedia pudiera repe-tirse. La miseria de los hombres y de los pueblos, verdadera bofetada a la conciencia que la humanidad creyó haberse construido, llevó a idear teorías para combatirla. Poco y nada se obtuvo: las dictaduras, los genocidios y las

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Entrevista a Ricardo Guibourg 917

desigualdades siguieron produciéndose una y otra vez, ahora amparados en palabras un poco más bonitas. En nuestros tiempos asistimos a una nueva re-acción contra esos y otros males: como te dije en una de mis respuestas ante-riores, ingresamos a otra etapa epistemológicamente regresiva para defender los ideales que yo mismo he sostenido toda mi vida. Aunque pueda aplaudir muchas de sus consecuencias políticas, como estudioso del derecho me siento como si volviese a procesarse a Galileo. Creo que no tendremos más remedio que esperar a que se aquiete un poco la efervescencia moral para que vuelvan a cobrar sentido las investigaciones que no requieran un previo acuerdo de valores. Ojalá eso suceda pronto, para que no haya que empezar de nuevo a descubrir cosas que todos sabíamos hace cuarenta años.

M.A.: Para terminar, ¿qué consejo le darías a un joven con aspiracio-nes a convertirse en filósofo del Derecho)?

R.G.: Ante todo lo reprendería por pedirme consejos, porque la filosofía del derecho, como la filosofía en general, nace de nuevo con cada pensador. Luego, a riesgo del joven y con su consentimiento informado, le dirigiría algunas exhortaciones.

En primer lugar, le pediría que no se dejara llevar por las palabras: que las analizara y sopesara en cada momento para estar seguro de que expresan lo que él quiere decir, o de que él entiende lo que otro quiso decir.

En segundo lugar, que mirara a su alrededor para ver cómo se comporta la gente y a qué segmentos de ese comportamiento suele atribuirse alguna relación con el derecho.

En tercer lugar, que examinara su propia mente para advertir cuáles son sus intereses y en qué medida ellos coinciden con la realidad exterior o difieren de ella. Y para distinguir con claridad sus propios deseos de los deseos ajenos, así como para no confundir los deseos de cualquiera con los hechos verificables por todos.

En cuarto lugar, que intentara recrear un lenguaje jurídico identificando y sistematizando el segmento de los hechos atribuible al derecho; pero, al hacerlo, se asegurara de que sus vecinos que abrigan deseos diferentes fue-sen también capaces de comprenderlo. Si el ámbito de comprensión logra abarcar a sus peores enemigos, esto querrá decir que mi interlocutor ha lle-gado más lejos que nadie en su camino.

Y, por último, que procurara entablar un diálogo con todos (también con sus peores enemigos) para acordar, negociar, disentir, pelear y, si es necesa-rio, matar o morir; pero ahora como ciudadano comprometido con sus ideas, satisfecho de haber cumplido primero la tarea del filósofo, que es encender la luz para no dar y recibir los golpes en la oscuridad.