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Philippe Ferlay María, madre de los hombres Orara María en la Iglesia Sal lerrae E iresenciaA teológicA

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Philippe Ferlay

María, madre de los hombres Orara María en la Iglesia

Sal lerrae

EiresenciaA teológicA

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Colección «PRESENCIA TEOLÓGICA»

36 Philippe Ferlay

María, Madre de los hombres

Orar a María en la Iglesia

Editorial SAL TERRAE

Santander

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Titulo del original francés: Marie, mere des hommes © 1985 by Desclée, París

Traducción al castellano: María Dolores Rumeu © 1987 by Editorial Sal Terrae

Guevara, 20 39001 Santander

Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain

ISBN: 84-293-0770-2 Dep. Legal: BI-631-87 Impreso por Gráficas Ibarsusi, S. A.

C.° de Ibarsusi, s/n 48004 Bilbao

índice

Orar a María en la Iglesia «, . . . . . 7

I. PROPUESTAS

1. María contemplada en su vocación 11 2. A la luz de la realización 19

II. FLOR DE LA CREACIÓN

3. María, criatura de Dios 29 4. María y el pecado. La Inmaculada 39 5. Israel y María 47 6. Ella concibió del Espíritu Santo 55 7. María, la creyente 63 8. María y el Espíritu Santo 75 9. María y el misterio trinitario 83

III. UNA MUJER EN NUESTRA HISTORIA

10. Cristo y María 99 11. María en el misterio de Navidad 109 12. María y el Reino 115 13. María y el misterio de las bodas 123 14. La pascua de María 131 15. La Pietá 143

IV. MADRE DE LA IGLESIA Y DE LOS HOMBRES

16. María en el Cenáculo 153 17. Asunción de María y resurrección de la carne 161 18. María y el misterio de la mujer 171 19. Teología mariana y confesión de la fe 179 20. Teología mariana y vida eucarística 189

CONCLUSIÓN: Oración de María y misión de la Iglesia 199

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Orar a María en la Iglesia

¿Es necesario hablar hoy de María? ¿Qué decir de ella? ¿No se ha hablado excesivamente de María en el pasado? ¿Es cierto que hoy se habla de ella demasiado poco y que este silencio empuja a los cris­tianos hacia formas de devoción no reconocidas y poco recomenda­bles?

Estas páginas no pretenden responder a fondo a todas esas pre­guntas, pero sí querrían ayudar a una reflexión espiritual y a una ora­ción que se nutra de la savia de una reflexión teológica seria. El árbol de la oración cristiana hunde sus raices en la rica tierra de la fe y la Tradición. Un viejo adagio afirmaba que de María no se podría decir demasiado. Y es verdad, en el sentido de que la persona y la vocación de María se hallan tan íntimamente cercanas a la generosidad del Dios Salvador que la palabra de fe es incapaz de referir todo lo que el Señor hace en ella en favor de los hombres. Con todo, habría que completar el adagio: no se podría decir demasiado..., pero, aun así, hay que hablar de ella.

Vamos a tratar de decir de María lo que la fe y la piedad propo­nen, pero procurando mantener la precisión y el rigor, aunque haya que pedirle al lector un esfuerzo que yo sé bien que es condición para que se enriquezca su oración. Cuando un hijo ama de veras a su ma­dre —y estoy seguro de que el lector ama a María—, procura hablar de ella con exactitud, lo cual es una prueba de la veracidad de su amor. No hay verdadero amor sino en la verdad de la palabra.

María, Madre de la Iglesia y Madre de los hombres. No se trata ni de darle un nuevo título a María ni de sobrevalorar el que Pablo VI y el Concilio Vaticano II quisieron emplear para hablar de ella. Este

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8 María, Madre de los hombres

humilde trabajo se siente profundamente deudor de la reflexión del Vaticano II; pero el propio Concilio se apoya en todo el esfuerzo rea­lizado por la Tradición cristiana. Madre de Dios y Madre de los hombres. Dos títulos que no se oponen entre sí ni se suceden el uno al otro, sino que se complementan mutuamente y revelan el decisivo pa­pel desempeñado por María en el misterio de amor de nuestra salva­ción. Madre de Dios para hacerse Madre de los hombres. Madre de Jesús, el Hijo de Dios, para que en su Hijo todos los hombres se ha­gan hijos de Dios. Lo cual quiere decir que la misión de María, lejos de haber concluido, se prolonga mientras duren la Iglesia y la historia del mundo, mientras siga edificándose ese Cuerpo de Cristo del que ella es Madre con toda verdad.

Pero también quiere decir que nuestra reflexión aspira a ser fuen­te de vida espiritual y de oración confiada. Al orar a María, Madre de los hombres, le pedimos que haga crecer en nosotros a Cristo, que propicie nuestro nuevo nacimiento en el Espíritu. Y al contemplar la respuesta de María a su propia vocación, aprendemos a descubrir la nuestra y a responder a ella: Heme aquí, al servicio del Señor. Que El haga en mí y a través de mí lo que le plazca.

I PROPUESTAS

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1 María contemplada

en su vocación

Del mismo modo que, refiriéndose a Jesús, puede hablarse de «naturaleza» y de «persona», pero también de «tarea» y de «voca­ción», así también queremos hablar de María desde la perspectiva de su vocación en medio de nosotros.

Más que privilegios, lo que María recibe de Dios es aquello de que tiene necesidad para cumplir su tarea. Y esa tarea es maternal en un doble sentido: mujer de esta tierra, da a luz al más precioso de sus hijos, a fin de que en él se unan todos los hombres; y María es Madre de cada uno de ellos para conducirlos a todos a Cristo y, me­diante Cristo, al Padre. Esta maternidad supera con mucho las fron­teras de la Iglesia visible.

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12 María, Madre de los hombres

¿No se impone abordar la cuestión «mariana» a partir de la voca­ción de María? ¿No tenemos todos una vocación y una tarea que realizar, un futuro que, aun sin estar escrito de antemano ni manipu­lado por Dios, da sentido a lo que somos? Tal vez no se trate tanto de definir al hombre como de comprender para qué ha sido hecho y hacia qué meta se encamina. De este modo es menor el peligro de pe­trificar lo que es un movimiento incesante y de encerrar la vida en una estructura muerta. Un ave disecada se parece muy poco a un águila en pleno vuelo.

Para disponernos a contemplar la vocación de María, hagamos primero referencia a la de Jesús, su Hijo. Porque para hablar de Ma­ría hay que mirar siempre a Jesús, y cuanto digamos del Hijo en nuestra confesión de fe iluminará cuanto podamos cantar de su Ma­dre, que es también la nuestra.

La Vocación de Jesús

Todos cuantos se interesan en el trabajo teológico saben las difi­cultades que existen para penetrar en el misterio de Cristo, de quien se afirma que es a la vez Dios y hombre, naturaleza divina y natura­leza humana. Problema doble, provocado por la interpretación de cada uno de esos dos conceptos y por su unión mediante la conjun­ción «y», aparentemente simple, pero llena de dificultades:

1. ¿Puede hablarse de «naturaleza divina»? Si, hablando de Dios, todas las palabras del lenguaje humano son engañosas, ¿no lo es aún más la palabra «naturaleza», ya que significa acercarnos al Misterio con una palabra común, que sirve para hablar de nosotros? Y aunque inmediatamente comencemos a hacer distinciones, lo cierto es que éstas sólo pueden hacerse cuando existe un trasfondo mínima­mente común.

María contemplada en su vocación 13

2. ¿Y qué es eso de la «naturaleza humana»? ¿En qué consiste ese «fondo» común a todo hombre, sean cuales sean sus condiciones de vida, de cultura y de educación? Cada vez sabemos mejor cuántas realidades «naturales» son, de hecho, producto de la cultura. Y aun cuando la Iglesia tenga razón para seguir apelando a la noción de na­turaleza humana, debe hacerlo con una prudencia y una discreción exquisitas para que su palabra sea creíble respecto de las ciencias hu­manas.

3. Entonces, ¿qué se quiere decir exactamente cuando se afirma que, al encarnarse, el Hijo de Dios asumió una «naturaleza huma­na»? Que el Hijo se hizo un hombre concreto, un judío de la Palestina del siglo I, con las riquezas y las limitaciones de un entorno cultural muy concreto. Y que su misión de unificarlo todo no puede realizarse sino a partir de un enraizamiento en una humanidad perfectamente concreta.

Y nada se arregla cuando se dice que la Persona única del Hijo eterno asume una naturaleza divina Y una naturaleza humana. Esa pequeña partícula, «y», une entonces dos realidades mal conocidas y muy poco comparables la una y la otra. El vocabulario de la confe­sión de fe quedó fijado de una vez por todas, y nosotros decimos que el Hijo de Dios se hizo hombre. No se trata en absoluto de renunciar a ello. Pero tal vez sería interesante abordar antes el asunto desde la perspectiva de la misión y la vocación. Un ser humano, solidario de una historia personal y colectiva, se define tanto por lo que hace y realiza como por lo que le constituye desde el comienzo. Sin negar la naturaleza, ahora sabemos perfectamente que la misión a realizar, lo que se intenta y se realiza pacientemente y desde la fidelidad a una vocación profunda, resulta esencial para abordar el misterio personal del ser.

Pero ¿qué sucede con Cristo? Es el Hijo eterno, que viene a los hombres con una misión, con una tarea. El evangelio de Juan insiste en ello al poner en labios de Jesús esta afirmación: «No he venido pa­ra..., sino para...» El Hijo es enviado para reunir en él a toda la huma­nidad, para que todo hombre se haga hijo acogiendo el poder del Es­píritu. El Hijo de Dios se hace hombre con esta vocación. E induda­blemente, es en relación con esta misión como debemos preguntarnos por el misterio de Cristo.

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14 María, Madre de los hombres

Conciencia

1. El problema de la conciencia de Jesús. La conciencia de Je­sús se despierta como cualquier verdadera conciencia humana. Por tanto, no pudo ser desde el principio perfectamente lúcida acerca de sí, en virtud del hecho de ser la conciencia del Hijo de Dios. Tuvo que seguir el desarrollo progresivo de una verdadera humanidad. Pero esta conciencia no se despierta de una manera abstracta: su desarro­llo está en total referencia a la misión de Jesús. ¿Acaso se ha desper­tado alguna vez una conciencia humana al margen del descubrimien­to de un objetivo a alcanzar, de una tarea que realizar? Es en su visi­ta al Templo a la edad de doce años (la mayoría de edad espiritual en su pueblo) cuando, al franquear el umbral de la Morada del Padre, toma Jesús una más viva conciencia de su tarea. No sería demasiado gratuito traducir del siguiente modo su respuesta a José y a María: «Es preciso que yo quede libre para dedicarme a las tareas que el Pa­dre me confíe». Y más tarde, con ocasión del Bautismo, se ilumina plenamente la conciencia mesiánica y filial del Profeta Jesús. Hasta entonces ha estado aguardando su Hora sin «pasar por encima» de Dios, quizá porque aún no había visto con claridad por qué caminos debía emprender su andadura humana. La predicación de su primo, Juan Bautista, despierta en él una serie de «armónicos» que hasta en­tonces habían estado ocultos. ¿Será demasiado atrevido decir que Je­sús se deja «evangelizar» por su primo, del mismo modo que María, como veremos, había sido evangelizada por Isabel y, más tarde, por los pastores de Belén? Jesús ha comprendido ahora mejor su tarea, su vocación. Y se pone en camino para la predicación del Reino y, aunque de un modo todavía ignorado, para el misterio de la Cruz.

Ciencia

2. La Ciencia de Jesús también hace referencia a su misión. Je­sús sabe todo cuanto humanamente tiene necesidad de saber para anunciar el Amor universal del Padre y para situarse él mismo en el anuncio de la realización concreta de dicho Amor. No sabe nada, por ejemplo, sobre la fecha del Juicio final, porque tal conocimiento no tiene relación directa con su misión en su primera fase. Es cierto que el Hijo es realmente el Salvador y que «el Padre le ha dado poder para juzgar» (Jn 5,27), pero el Juicio del final de los tiempos no tiene nada que ver con su primera Pascua; por eso no tiene necesidad de saber nada acerca de él.

María contemplada en su vocación 15

Tentaciones

3. Desde esta perspectiva, podemos hablar, por último, de la realidad y los límites de las Tentaciones de Jesús. Es en el contexto de su misión y de su tarea como sufre Jesús la tentación de «escurrir el bulto»; de eludir el camino de la pobreza que el Padre ha escogido para él como el mejor itinerario posible para revelar su Amor absolu­to y su Misericordia; de realizar milagros en beneficio propio o de inaugurar su mesianismo mediante un gesto espectacular y provoca­dor; de eludir incluso la intención de su misión de servidor, aliándose con el Príncipe de este mundo en lugar de servir al Dios discreto y siempre desconocido.

No podemos hablar de María sino haciendo referencia a la confe­sión de fe concerniente a su Hijo. Nunca deberíamos olvidar que el concilio de Efeso, que en el año 431 otorgó a María su título de «Ma­dre de Dios», se había reunido para hacer una indispensable y urgen­te reflexión sobre el misterio de Cristo. Y los peligros de entonces si­guen existiendo hoy y amenazan con repercutir sobre nuestra manera de hablar de María:

1. Insistir en exceso en pensar que la naturaleza divina absor­bió la naturaleza humana puede traducirse en una minusvaloración de la plena humanidad de María. Hay quienes reivindican en María lo que su adhesión de fe al misterio de Cristo les impide decir o pen­sar a propósito de éste. No faltan los cristianos que aceptan más fá­cilmente la plena humanidad de Jesús que la de su Madre. Para ellos, María escapa enteramente a la condición humana, y sus privilegios la deshumanizan. No se atreven a hablar de ignorancia en María, de maduración espiritual, de progreso en la fe o en el conocimiento...

2. En nuestra época, al menos entre los creyentes más «dinámi­cos», tal vez el peligro pueda ser el contrario. Nos aferramos, con la mejor intención del mundo, a mantener la plena humanidad de Cris­to. Pero, cuando hablamos de María, ¿no corremos el peligro de con­siderar demasiado exclusivamente sus cualidades humanas, sin darle a su condición única de Madre de Dios la importancia que le corres­ponde?

Vocación de María

En lo que se refiere a María, por lo tanto, vamos a hablar priori­tariamente de «tarea», de «misión». Misión y tarea que han de reali­zarse en el marco de la historia de la salvación.

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16 María, Madre de los hombres

Vamos a evitar en lo posible la palabra «privilegio», porque con­lleva un excesivo peligro de hacer pensar que María recibe una serie de ventajas para sí, para su gloria. María sería, entonces, la única persona considerada por Dios en sí misma, independientemente de cualquier misión en favor de los hombres. No. María tiene una tarea, una misión que cumplir, una vocación que realizar, y recibe de Dios cuanto necesita para ello y para, de ese modo, participar desde el lu­gar que le corresponde en la gran obra de la salvación. Veamos, a tí­tulo de ejemplo, lo que la Iglesia ha dicho de María en nuestros días:

1. Si María es llena de gracia e inmaculada desde su concep­ción, no es sólo ni ante todo porque su Hijo haya querido librarla de antemano de la condición humana. Su concepción inmaculada guar­da íntima relación con nuestro nacimiento bautismal. Ella es toda pu­ra, la que es habitada por Cristo, algo así como el que se deja habitar por Cristo se hace santo. Por supuesto que no es más que una analo­gía, y que María nos supera con creces, pero la obra de Dios va siem­pre en el mismo sentido. Por supuesto que María es más perfecta que nosotros en la victoria sobre todo egoísmo y en la gloria anticipada de la Cruz, pero el dinamismo es el mismo. Jesús es el único Salvador de todos, incluida su Madre.

2. María es elevada al cielo, junto a su Hijo resucitado. Pero no, ante todo, como recompensa personal a su vida meritoria, sino como imagen de esperanza para nuestra humanidad salvada. La asunción de María es, ante todo y fundamentalmente, una proclama­ción de esperanza para todo ser humano en marcha hacia Dios. La Iglesia nos dice que Jesús, hombre resucitado, se halla a la derecha de Dios. Y nos dice también que, puesto que tememos que esto no sea lo bastante hermoso ni nos concierna demasiado a nosotros, hemos de saber que también María, tan cercana a nosotros, se halla presente junto al Padre e intercede con Jesús por nosotros. Este modo de pre­sentar el último dogma definido por la Iglesia católica no hace del contenido de dicho dogma un privilegio mariano por encima de todo, sino un anuncio liberador para quienes penamos en nuestra marcha hacia Dios. Vivimos y avanzamos a la luz de esta esperanza, porque María es la estrella polar de nuestras rutas humanas.

María y los hombres

Vamos a procurar, pues, expresar la profunda solidaridad de Ma­ría, Madre de Cristo, con toda la humanidad salvada. María no es un

María contemplada en su vocación 17

ser celestial que, por así decirlo, haya «aterrizado en paracaídas» en­tre los hombres al objeto de traerles la liberación en su Hijo. María es de los nuestros, procede de la tierra, concretamente de esa tierra de Israel de la que ella es verdaderamente hija. María, pues, participa abundantemente de la larga preparación creyente de su pueblo, lo cual le permite responder libre y gozosamente a la propuesta que Dios le hace, y así es como propicia la venida de la plenitud de los tiempos. Ella camina con nosotros, y nosotros podemos contemplar cómo camina con confianza filial.

Diremos, al mismo tiempo, que María tiene una tarea única que realizar entre los hombres. Toda vocación humana es única. Cada uno de nosotros se ve llevado por un amor personal del Padre, que le llama a asemejarse de manera única con su Hijo amado. Y lo que afir­mamos de todo ser humano podemos afirmarlo con mayor razón de María. Su maternidad es única entre las maternidades de todas las mujeres de la tierra, porque ella debe dar a luz al más precioso de sus hijos.

Tomada de en medio de nosotros, sin dejar de ser «una de noso­tros» de todo corazón, María brilla dentro de la comunidad de los hombres por su vocación única y, al mismo tiempo, por su manera maravillosa de responder a dicha vocación. Esta es la base de una auténtica piedad mariana. Piedad de la que el pueblo cristiano tiene necesidad y de la que a veces se ve exageradamente privado, lo cual le hace lanzarse indiscriminadamente por caminos equivocados. El camino seguro de esta piedad mariana lo proponen el Vaticano II, la Carta de Pablo VI sobre el culto a María y numerosas declaraciones de Juan Pablo II. Por supuesto que hay que conocer y contemplar a María; pero, sobre todo, hay que orar y caminar con ella, porque sa­bemos que ella ora y camina con nosotros.

María, Madre de la Iglesia, sí; pero más aún Madre de todos los hombres. Madre de esa Iglesia invisible y santa que se construye poco a poco como el Cuerpo de Cristo. Una Iglesia que sabe que no es propietaria del Espíritu de Pentecostés y que, consiguientemente, no sabe cuáles son sus propias fronteras, justamente por ser la Iglesia del Espíritu. María, Madre de todos los hombres, con la misión de conducirlos a Cristo, revelarles el Amor del Padre en su Hijo y con­tribuir, por su parte, a reunirlos en el Cuerpo de su Hijo «para la ala­banza de la gloria del Padre» (Efl,6). María no ha concluido su ta­rea, no ha llegado aún al término de su vocación. ¡Que su oración nos ayude a descubrir nuestra propia vocación y a ser fieles a ella!

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A la luz de la realización

Quien dice «vocación» dice «apertura a un futuro», «camino hacia una realización».

— Vocación del hombre, que alcanza su plena floración en las obras de la madurez.

— Vocación del cristiano, que camina hacia esa hora «en la que conoceré tal como soy conocido».

— Vocación del Cristo recién nacido, que sólo desvelará la Pascua.

— Vocación de la Iglesia, destinada a realizarse en el Reino. Volvamos nuestra mirada hacia el futuro de María a la luz de su

asunción. Y también a la luz que arroja el nuevo título que le ha dado la fe en nuestros días: María, Madre de la Iglesia.

Madre de la Iglesia y de todos los hombres.

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20 María, Madre de los hombres

Todo hombre tiene una vocación

El hombre no está equipado, ya desde el comienzo, como un as­tronauta perfectamente pertrechado que no tuviera más que ir ta­chando la lista de sucesivas operaciones que debe realizar durante su existencia. Venimos al mundo en tal o cual familia, miembros de tal o cual grupo humano. Venimos al mundo en un momento concreto de la historia, y no podemos hacer nada por vivir en otra época, aunque seamos capaces de desearlo y hasta soñarlo. El primer secreto del éxito de una existencia humana consiste en aceptar serena y resuelta­mente lo que se es, con las riquezas y limitaciones de cada cual, y el momento de la historia humana en el que uno ha sido puesto para ac­tuar. Ser es, ante todo, aceptar ser. Y todo obrar humano conlleva, antes que nada, esta aceptación.

A través de sus obras, el hombre desvela lo que va llegando a ser. «Llega a ser lo que eres». Va revelando poco a poco su vocación, úni­ca e instransferible. ¿Ha sido el hombre creado «para»? ¿Existió Mo-zart «para» escribir La flauta mágica, o Bergson «para» escribir La energía espiritual? El «para» es engañoso, pues podría dar la falsa impresión de una historia escrita de antemano. Pero, a lo largo del camino, se va revelando que Mozart no tenía mejor manera de reali­zarse que dando a sus hermanos el tesoro de su música, y que Berg­son no podía realizar mejor servicio a la comunidad que proseguir con coraje su itinerario filosófico. Cada cual realizó una vocación, su vocación. Y sólo al final se revelaron y fueron conocidos verdadera­mente.

A la luz de la Pascua

El creyente se sabe llamado a una vocación que trasciende su his­toria personal y el umbral de la muerte. Más aún: sólo una vez tras-

A la luz de la realización 21

pasado dicho umbral, el hombre se conocerá verdaderamente y po­drá ser conocido por sus hermanos en toda su verdad. Sólo nos cono­ceremos verdaderamente, a nosotros mismos y a todos los demás, en el cielo. Y sabemos que en Jesús resucitado ya han llegado los últi­mos tiempos, y que el mundo nuevo ya está aquí, aun cuando aún no lo veamos claramente.

Como creyente, acabo de pronunciar el nombre de Jesús y de evocar el acontecimiento fundante de su resurrección. Y es que es la consideración de su misterio lo que pone en marcha todo el trabajo teológico. Indudablemente, la realidad de Jesús nos resultará siempre indefinible. Tan indefinible como la de cualquier hombre, y aún más, debido a su vocación única de recapitular en Sí todas las cosas. Pero a partir de su gozo pascual podemos comprender mejor ese misterio personal de Jesús y de su vocación.

También vamos a contemplar el misterio de María a la luz de su realización. Si ya desde el primer instante está María llena de gracia, «salvada de antemano en virtud de la muerte de su Hijo», como lo afirma la proclamación del dogma, la Pascua de Jesús y la asunción de María junto al Padre con su Hijo resucitado hacen que brille de manera maravillosa su vocación eterna en el designio del amor de Dios a todos los hombres.

Sucede con María lo mismo que sucede con la Iglesia, de la que ella es Imagen: ambas tienen una vocación en referencia a Cristo: la vocación de dar a Cristo al mundo y de conducir a los hombres a Cristo para que todo se recapitule en su Misterio.

Vocación de la Iglesia

La Iglesia no puede ser teológicamente definida a partir de lo que actualmente vemos de ella y de lo que ella realiza en el mundo. Ni siquiera basta con decir que la Iglesia es mucho más que lo que la sociología y la historia nos permiten conocer. Más aún: ni siquiera es suficiente hacer referencia a la Iglesia como Cuerpo místico de Cris­to, porque ese Cuerpo está en pleno crecimiento; dista mucho de ha­ber alcanzado la plenitud final de Aquel que es su Cabeza, a la vez que su Espíritu anima a dicho Cuerpo por entero. Quien pretenda ha­blar de la Iglesia en unos términos suficientemente apropiados, debe­rá proyectarse, en la medida en que sea posible, al momento de su plena realización. En su relación al Reino anunciado por Jesús, la Iglesia es algo totalmente distinto del maderamen de un encofrado

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22 María, Madre de los hombres

para la construcción de una bóveda de hormigón. La Iglesia no desa­parecerá, simple y llanamente, para dar paso al Reino. Llegado el momento, la Iglesia se expandirá en Reino, se «metamorfoseará» para hacerse ella misma Reino. Y sólo cuando se haya consumado el Reino sabremos verdaderamente lo que es la Iglesia. Entonces vere­mos plenamente realizada su vocación.

La Iglesia no es una idea teórica, sino una realidad viva y espiri­tual. Y al igual que ningún ser humano revela las virtudes profundas de su vocación más que cuando, llegado a la madurez, las hace reali­dad del modo menos malo posible, así tampoco podremos conocer lo que Dios quería para su Iglesia mientras ésta no se haya expandido en Reino. No se deben enmascarar las diferencias y limitarse a hablar de una evolución ascendente o de un enriquecimiento progresivo. Para la Iglesia, como para Cristo, también tendrá que haber un «paso pascual», una metamorfosis y, por consiguiente, una ruptura imprevi­sible. Habrá de darse una novedad radical, pero no una destrucción de lo que existe en beneficio de una realidad totalmente distinta. La Novia se convertirá en Esposa, el Cuerpo alcanzará su estatura adul­ta. La Vid invadirá todo el campo de Dios para dar frutos generosos por doquier.

María y la Iglesia

¿Qué ocurre si aplicamos a María este mismo criterio de la plena realización? Aunque antes debemos preguntar: ¿hasta qué punto es legítimo asimilar la visión teológica de María a la visión que proyec­tamos sobre la Iglesia?

• Tal asimilación es arriesgada, evidentemente; pero ¿acaso no conlleva un riesgo toda reflexión teológica? En este caso, el riesgo consiste en asimilar dos realidades que, a pesar de ser ambas espiri­tuales, son muy distintas entre sí. María es una persona individual, mientras que la Iglesia es una comunidad de personas libres. Decir que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo significa no olvidar que, en ella, cada bautizado tiene una relación única e intransferible con Dios Pa­dre, que le conoce y le llama por su nombre. Por esta razón, siempre es delicado hablar de la Iglesia, porque es preciso armonizar la di­mensión comunitaria del Cuerpo de Cristo y la llamada personal de Dios a cada persona humana. Si la Iglesia tiene una vocación, es por­que en ella todos y cada uno de sus miembros tienen una vocación.

A la luz de la realización 23

• Pero dicha asimilación es legítima, porque el misterio de María es inseparable del misterio de la Iglesia. María inaugura la Iglesia me­diante su aceptación creyente de la Encarnación. Gracias a su «sí», el Hijo se convierte en «Enmanuel» para unir en él a los hombres y pre­sentarlos al Padre como un solo Hijo único. Y si María da a luz al Primogénito, es precisamente para que se convierta en «el primero de una multitud de hermanos» (Rom 8,29). Al hacerse realidad el «sí» de María, irradia en la andadura de fe de todos cuantos aceptan la reno­vación bautismal y la configuración pascual con Cristo muerto y re­sucitado. Cuando uno de nosotros dice «sí» a la llamada que Dios le hace sobre su vida, está participando de la fe de María, Madre de la Iglesia.

Por tanto, si puede intentarse la asimilación entre María y la Igle­sia, la conclusión se impone por sí misma: no se puede hablar de Ma­ría si no es en relación con la expansión plena de su vocación. Por eso deberemos preguntarnos sin cesar cómo abordar válidamente el misterio de María.

Sería grave (y casi incomprensible) que lo que es válido para Cris­to y para la Iglesia no lo fuera para la Virgen María. El misterio de Jesús es el hilo conductor de toda reflexión sobre el misterio de la sal­vación. El Hijo de Dios se hizo hombre para reunir a los hombres en su misterio filial eterno. Y María no escapa en absoluto a esta voca­ción común de la humanidad salvada. También ella, y ella antes que nadie, debe ser asumida personalmente en la filiación de Aquel a quien ella da a luz. El hecho de ser su madre no la dispensa de tener que ser presentada por El al Padre, encabezando la larga caravana de sus hermanos y hermanas de esta tierra.

Es decir, que la elaboración de una teología mariana debe situar­se toda ella a la luz del Fin. Sólo esta luz ilumina todo el desarrollo de la aventura humana. «Orar a María en la Iglesia» es contemplar la existencia concreta de María, hija de Nazaret. De hecho, por tanto, es a partir de la asunción de María desde donde hay que reflexionar y orar. Es a partir de ahí desde donde hay que contemplar el misterio de su vocación y de su maternidad divina. También nosotros hemos sido creados «para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor» (Ef1,4). Por eso la vocación de María la hace sumamente so­lidaria de la humanidad en marcha, como recordaremos cuando ha­blemos de sus «privilegios», y especialmente de su concepción inma­culada.

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24 María, Madre de los hombres

Madre de Cristo, Madre de los hombres

Pero hay que dar un paso más y hablar de la relación entre las dos maternidades de María. Ella es, a la vez, Madre de Cristo y Ma­dre de la Iglesia y de los hombres. ¿Cuál es, pues, la relación exacta entre ambas funciones y en qué orden es preferible hablar de ellas?

Constituye una inestimable aportación de nuestro tiempo a la teología mariana ia insistencia del Vaticano II y de Pablo VI en invo­car a María como Madre de la Iglesia. Juan Pablo II, en su peregri­nación a la basílica de Santa María la Mayor, poco después de su ele­vación a la sede de Pedro, retomó esta expresión y reformuló el valor de la misma. Lo que importa ahora es manifestar el sentido teológico de esta oración de la Iglesia y hacer ver su vinculación con la tradi­cional invocación a María como Madre de Dios.

Indudablemente, lo más fácil sería pensar que el título de «Madre de la Iglesia» no es sino un eco y una consecuencia relativamente me­nor de la maternidad divina. ¿No habría más bien que destacar la im­portancia teológica de dicho título? ¿No habría que llegar incluso a decir que la Iglesia de hoy, a la luz de su fe expresada, ha dado con un título que le es esencial a María? ¿No habría que decir que fue precisamente «para» llegar a ser un día Madre de la Iglesia por lo que María fue elegida como Madre de Dios? Si semejante afirmación re­sulta sorprendente, conviene recordar una afirmación de san Ansel­mo muy parecida:

fue para que nos convirtiéramos en portadores del Espíritu por lo que el Hijo se hizo portador de nuestra carne».

El Hijo no se encarna para sí, sino para nosotros. Ha recibido del Padre la misión (que él acepta plenamente) de recapitularnos a todos en él y de presentarnos al Padre, transformados, gracias al Espíritu, en un solo Cuerpo en él. Y si el Verbo escoge por Madre a aquella mujer de Nazaret, lo hace, en definitiva, al servicio de su vocación de Madre de todos. María, pues, es escogida como Madre de Cristo pa­ra, de ese modo, ser Madre de todos los hombres. Es escogida y que­rida por Dios para que participe lo más de cerca posible en la edifica­ción de la humanidad como Cuerpo filial unido en el Espíritu.

¿Hay que decir «Madre de la Iglesia» o «Madre de los hombres»? Digamos que es toda la humanidad, y no sólo la Iglesia, la que tiene la vocación de integrarse en el Cuerpo del Hijo amado. María es, pues, más fundamentalmente, Madre de los hombres que Madre de la Iglesia.

A la luz de la realización 25

Pero no debemos oponer ambas invocaciones. O mejor, com­prendamos que la amplitud de la segunda es, de hecho, tan grande como la de la primera. María es Madre de la Iglesia, sí; pero ¿qué es la Iglesia? En la expresión «María, Madre de la Iglesia», la Iglesia es ciertamente mucho más que la sociedad visible de los cristianos; es la santa comunión de los amados de Dios, que, según san Agustín, va «desde Abel hasta el último de los salvados». Es una comunión miste­riosa que incluye a todos cuantos ya se encuentran junto a Dios, in­cluida la propia María, y a cuantos aún están por llegar junto a Dios, a los que sólo Dios conoce. De esta Iglesia es de la que es Madre Ma­ría, que reúne en su Hijo a todos los salvados, que ora sin cesar para que «no se pierda ninguno de ellos» (Jn 17,12) y que actúa realmente para que se edifique en el Espíritu ese cuerpo del Hijo amado, que es el único y verdadero fin del proyecto del Padre*.

* En una carta del 4 de agosto de 1983, que yo le agradezco, el P. Yves Con-gar aporta la siguiente precisión a propósito del título de «Madre de la Iglesia»: «Pa­blo VI sentía gran aprecio por el título de 'Madre de la Iglesia', pero él mismo ex­plicó que significa 'Madre de los fieles', de manera que este título no añade ni quita nada... En el momento en que Pablo VI comentó su afirmación, los siete notarios apostólicos (del Concilio) se pusieron en pie, como para ratificar una declaración so­lemne. Y la mayor parte de los obispos, aunque no todos, les imitaron».

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II

FLOR DE LA CREACIÓN

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María, criatura de Dios

¿Qué creemos cuando nos reconocemos «criaturas»?: la absoluta diferencia existente entre Dios y nosotros y la imposibilidad de «lle­gar a ser» Dios; la consistencia de nuestra vida en el amor fiel de Dios; y nuestra vocación a la alianza, que hace de nuestra vida una historia de salvación.

También María es criatura de Dios. Por tanto, no debemos orar­le a ella como le oramos a Dios. Ella se encuentra ante el Padre con auténtica libertad. Ella camina con nosotros en una verdadera bús­queda de Dios. Ella acoge la salvación en la docilidad al Espíritu.

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30 María, Madre de los hombres

La primera afirmación que brota en nuestro espíritu a propósito de María es la siguiente: María es una criatura de Dios. Criatura ex­cepcional, ciertamente, porque es Madre del Creador, pero criatura al fin y al cabo, una de nosotros. Por eso debemos reflexionar sobre lo que implica el hecho de afirmar que María es criatura, y para ello debemos, en un primer momento, hacer una serie de afirmaciones so­bre la obra creadora. Sólo después de haber hecho esto, en un segun­do momento de nuestra indagación, podremos intentar decir algo acerca de la otra cara del misterio: María es la Madre de su Creador; María engendró a quien la había creado.

El dogma de la creación

A propósito de la obra creadora, conviene recordar lo siguiente: a) El acto creador establece una diferencia insuperable entre

Dios y todo cuanto no es Dios. El acto creador es realizado por Dios con una libertad soberana, sin que nada le obligue necesariamente a obrar. Y ya para siempre está, por una parte, Dios y, por otra, lo que no es Dios. En sentido estricto, el verbo «crear» sólo puede aplicarse a Dios, que hace surgir de la nada y que mantiene a las cosas en el ser por la sola fidelidad de su amor. Por eso sería preferible no asimi­lar la creatividad del hombre a la acción creadora de Dios.

Y lo mismo que ocurre con el origen ocurre con el término: no puede hablarse de «divinización» sin determinadas reservas. La cria­tura no puede llegar a ser Dios, aunque, en sus predicaciones, los Santos Padres empleen a veces fórmulas un tanto audaces. Un pensa­dor tan riguroso como Máximo el Confesor, hablando de «diviniza­ción», añade frecuentemente este precioso inciso que es para él una evidencia: «excepto la identidad de naturaleza». El acto creador de Dios establece una diferencia insuperable y absoluta.

María, criatura de Dios 31

b) Esta neta afirmación de la diferencia tiene una vertiente posi­tiva, y es que el acto creador no puede ser un capricho. No puede ha­ber capricho en Dios. El acto creador es el fundamento sólido del va­lor del ser y de cada uno de nosotros. El ser creado posee, ante la fuente de donde procede, una verdadera consistencia, y no teme en absoluto ser aniquilado u «olvidado» por Dios, porque éste es «el Fiel». Cada uno de nosotros es, por así decirlo, el niño que se planta delante de su padre, desde la minúscula altura que le dan sus tres años, confiada y orgullosamente. No teme nada, porque su padre le ama y porque su padre es «muy fuerte». Ireneo de Lyon acuñó esta hermosa fórmula: «delante de Dios, nos mantendremos en pie».

Lo que respalda al ser creado en su reflexión es el Amor fiel de su creador: no he sido lanzado a la aventura de la existencia por una fuerza ciega y anónima, sino que he sido puesto y conservado en el ser por el amor personal de Aquel que es la Roca, el Fiel. Y esta de­pendencia constante y absoluta, lejos de herirme o de aplastarme, se convierte en el fundamento de mi seguridad y mi paz. Dependencia y participación, sí; pero también verdadera paz. El Dios que desea que yo exista frente a él me proporciona, en el acto mismo con que me crea, el medio de responder a su amor.

c) El acto creador debe ser presentado, además, como una vic­toria. Dios es bueno, y en su bondad desea que exista algo fuera de él, en lugar de nada. El acto creador por el que él pone en el ser una exis­tencia real, verdaderamente diferente de él en todo y que todo lo reci­be de él, es una victoria sobre la permanente amenaza de la nada. Por supuesto que soy precario y frágil; por supuesto que mi existencia se ve amenazada, y que basta bien poco para que se transforme: un simple accidente de carretara puede hacer de mí, en un instante, un minusválido para toda la vida. Pero soy creyente, y todo eso no me hará dudar del amor fiel de Dios.

Creados para la Alianza

d) Por último (aunque quizá habría que haberlo dicho en primer lugar), el acto creador no tiene su fin en sí mismo, no se basta a sí mismo. Es un acto-para la-alianza, que instaura una historia de alian­za, en orden a la nueva creación y a la plena realización de todas las cosas. Tan sólo Dios no tiene necesidad de semejante cosa, porque él ya es en sí mismo la plenitud perfectamente realizada. Todo cuanto

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32 María, Madre de los hombres

Dios crea tiene un futuro y, por el hecho mismo de ser puesto en el ser, se pone en marcha hacia una meta que da sentido a su historia.

Dios no crea por el simple placer de crear y, de este modo, mani­festar su poder. La creación jamás es un «en sí», sino «creación-pa­ra»:

• Creación para que sea posible una alianza en la que se realice un proyecto de vida común con Dios. La intensidad de esta vida co­mún con Dios será proporcional a la capacidad de acogida del ser creado y, consiguientemente, no se expandirá en plenitud más que en la criatura espiritual capaz de dar una respuesta libre a la propuesta de Dios. Pero esta idea y este proyecto de alianza se hallan sobre el telón de fondo de la creación toda entera, y sólo ellos permiten com­prenderla.

• Creación que, como tal, da origen a una historia que, ya de en­trada, es historia de salvación. Es a través de todos los momentos y de todos los umbrales de existencia de la criatura como se vive la res­puesta o el rechazo de una propuesta de amor. Y por eso, en la men­talidad bíblica la historia es un espacio de responsabilidad que fácil­mente despierta el sentimiento de lo trágico. Jamás se trata única­mente de «dejarse vivir» esperando lo que venga, de vivir dejando pa­sar el tiempo; se trata de dar una respuesta cotidiana y personal a la propuesta de Dios: «Ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de salvación» (2 Cor 6,2).

• Creación que, por lo tanto, se encamina hacia la nueva crea­ción, hacia una renovación y una realización plena de todas las co­sas. Y de esta realización puede subrayarse especialmente el que suscita un mundo totalmente nuevo o el que hace que se abran los gérmenes de este mundo; pero hay que reconocer al menos que nos permite contemplar el tiempo presente con nuevos ojos. Si la creación da acceso a la alianza, la alianza primera está ella misma orientada hacia esa nueva y definitiva alianza cuya realización persigue Dios pacientemente. No sabemos cómo será el mundo nuevo, pero sí sabe­mos que viene. En cierto modo, ya está presente y, con la mirada de la fe, el creyente distingue sus tímidos brotes: «Lo viejo ha pasado; he aquí que todo es nuevo» (2 Cor 5,17).

María, criatura de Dios

Había que recordar estos componentes fundamentales del acto creador para situar con precisión la existencia de María como cria­tura.

María, criatura de Dios 33

María es una criatura y, como tal, es infinitamente distante de Dios, su creador. No es posible comparar, por una parte, el abismo que la separa de Dios, su creador, y por otra la proximidad que la acerca a toda criatura, aun la más pobre y pecadora.

Con estas afirmaciones, un tanto tajantes, no pretendo en modo alguno ir a contracorriente de la piedad mariana ni sorprender a na­die; pero debo defender la verdad de la afirmación creyente y de la simple reflexión. Se es criatura o no se es: no hay término medio; y la criatura, por excelsa que sea, no puede ser Dios.

No es justo (aparte de que atenta contra la exacta expresión de la fe) olvidar o camuflar la condición de criatura de María. No significa dar gloria a María el tratar de enmascarar el abismo que la separa de Dios. La verdadera gloria del ser, sea el que sea, no puede expresarse sino a partir de su verdad profunda. María es grande, pero no porque escape a su condición de criatura para refugiarse en una especie de «tierra de nadie» entre la criatura y el creador. Entonces no estaría en ninguna parte. María es grande porque es una criatura asumida por Dios en el absoluto respeto de su condición de mujer, y porque da una respuesta libre al ofrecimiento de su creador. María proclama, como instintivamente, la verdad de su condición: «El Señor se ha fija­do en la humildad de su sierva» (Le 1,48). No hay en ello el menor masoquismo espiritual, que sería indigno de la plenitud de gracia. Lo que hay es la exacta intuición de un ser que, a la luz de la gracia, se conoce a sí mismo en verdad bajo la mirada de Dios. Y la palabra de la Iglesia creyente debe esforzarse con la mayor exactitud posible. Es realizando este esfuerzo de verdad como da gloria a Dios, el creador, y a María, su criatura.

No podemos, por consiguiente, rendirle a María un culto compa­rable al que rendimos a Dios. «Orar a María en la Iglesia» significa caminar por la recta senda de una oración en la fe. Todo proceso de oración que se dirija a la vez a Dios y a María debe esforzarse en res­petar esta diferencia. En el ministerio pastoral asistimos muchas ve­ces a lamentables confusiones de este tipo. En ocasiones se propone a los fieles una oración en la que se comienza dirigiéndose a Dios Pa­dre y a Cristo; a continuación se desliza una invocación a María, y se acaba volviendo de nuevo a Dios. Se dirá que con ello «Dios no pier­de nada», y así hay que esperar que sea. Pero ¿se está llevando a la comunidad cristiana hacia una oración teológicamente correcta y di-latadora de su fe?

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34 María, Madre de los hombres

El creyente no puede dirigirse a María y a los santos de la misma manera que se dirige a Dios. E insistir en lo que separa a María del más grande de los santos, ya sea Juan Bautista, Pedro, Pablo o José, no debe significar que haya que dirigir a dicha criatura oraciones de adoración que sólo pueden ser dirigidas al Dios Uno y Trino. Con­cretamente, las palabras que el creyente dirige a María no pueden ser iguales que las que dirige a su Hijo Jesús. María viene de la tierra; sólo «el Hijo viene de Dios».

Un místico como el evangelista Juan debería servirnos de modelo. Para él, aunque María es grande y se halla presente en los grandes momentos del drama de la salvación, tanto en Cana como en el Cal­vario, y en ambas circunstancias apartada del tímido o disperso gru­po apostólico, no existe la menor confusión entre la función de María y la tarea de Aquel que ella ha dado a los hombres, venido de Dios para conducirlos al Padre.

María es una criatura y, como flor de la creación, no puede esca­par a su condición de criatura. Nunguno de sus «privilegios» actuará en ese sentido. Y no es necesario decir los beneficios ecuménicos que puede reportar el tener presente esta evidente verdad.

María tiene entidad ante Dios

Como criatura, María posee, frente a Dios, su creador, una con­sistencia que es querida y respetada como tal.

Ya dijimos al principio que esta afirmación de la consistencia de la criatura, que es mantenida en el ser por la fidelidad del Dios bueno, constituía la afirmación de un equilibrio que nos preservaba de la an­gustia.

Lo mismo ocurre si hablamos de María. Presentar a esta mujer de Nazaret que va a dar a luz a su creador no supone hacer de ella un juguete o una marioneta de su Señor. Al igual que cualquier otra cria­tura, María es objeto de un infinito respeto por parte de Dios. Y de nada serviría decir que Dios la respeta «más» que a las restantes cria­turas suyas, alegando que ella es la más preciosa de todas. ¿Qué que­rría decir, entonces, la palabra «más»? Pero es indispensable —¡y no siempre se hace!— decir que la respeta tanto como a los demás. El Antiguo Testamento ha enseñado al creyente cómo respeta Dios al hombre, cómo le llama por su nombre, sin forzarle ni dañarle, prefi­riendo manifestarse a él en el murmullo de la brisa más que en el es-

María, criatura de Dios 35

truendo de la tormenta. Esta actitud de infinito respeto se confirma y alcanza su plenitud en el caso de María.

Y es aqui donde conviene hacer resaltar la verdadera libertad hu­mana de María. Si la libertad no se presenta más que como el poder de optar en favor o en contra de Dios, entonces es indudable que la li­bertad de María parece bastante inconsistente. Resulta impensable que aquella joven llena de gracia se revuelva contra su Dios y se de­sentienda de su llamada. Pero san Agustín y, con él, toda la experien­cia espiritual nos han enseñado que no está ahí el corazón de la liber­tad del creyente. A un nivel más profundo que el poder de optar se encuentra la verdadera libertad, que consiste en la adhesión cordial a la voluntad de Dios, a quien se reconoce como el verdadero bien del ser, como la verdadera riqueza del corazón liberado. De no ser así, ¿qué sería de la libertad del Hijo o de la dilatada libertad de los san­tos que han llegado a la presencia del Padre y se adhieren con todas sus fuerzas a sus designios de amor? Ni Jesús ni los santos sienten al­gún deseo de volverse contra Dios, de decirle «no» a su obra y, sin embargo, ¿acaso no son verdaderamente libres? Lo que es grande y hermoso para el hombre no es el volverse contra Dios, sino el prestar su conformidad al proyecto del Padre y cooperar a él de todo co­razón.

En este marco de la verdadera libertad es donde hay que afirmar la plena libertad de María como criatura. La joven de Nazaret no po­día desentenderse de la propuesta que le trae el mensajero de Dios, una propuesta en favor de su libre realización espiritual y, a la vez, en favor de la salvación de su pueblo. Pero ella dice «sí» libre y gozosa­mente. Su corazón «se ensancha siguiendo el camino de los preceptos de su Dios» (Sal 119). Y ella, que, sin duda, jamás hasta entonces ha previsto de manera precisa el camino por el que debería realizarse su propia vocación y el proyecto milenario de la Alianza, se adhiere a él con toda su alma apenas lo vislumbra. María da una respuesta plena­mente libre y humanamente válida a la propuesta de Dios, y su «sí» provoca verdaderamente el advenimiento de la plenitud de los tiempos.

La teología es contemplación de la acción concreta y efectiva de Dios, y jamás debría dedicarse a una estéril especulación acerca de lo que Dios habría podido hacer si las cosas hubieran sucedido de otro modo. Preguntarse qué es lo que Dios habría hecho si la joven de Na­zaret hubiera dicho «no», es meterse en un callejón sin salida. Lo cual no significa que la adhesión de María al designio de la salvación no

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36 María, Madre de los hombres

haya sido una acción libre, digna del ser humano. Por otra parte, tal adhesión es de verdadera importancia para que, con ella y a través de ella, se haga realidad la plenitud de los tiempos.

María es una criatura a la que Dios toma en serio. El Padre le proporciona el modo concreto de adherirse de veras y de todo co­razón a su proyecto de alianza. Y su adhesión firme y lúcida a dicho proyecto nos honra a todos, porque nos permite contemplar en Ma­ría de lo que es capaz un ser humano cuando se adhiere a la voluntad bienhechora de Dios. Ahora comprendemos mejor, con san Agustín, que «quien nos creó sin contar con nosotros no quiere salvarnos sin contar con nosotros».

María entre nosotros

Pero no habría que reducir el valor humano de María a la libertad del «sí» por ella pronunciado el día de la anunciación. Es toda la exis­tencia de María, criatura de Dios, la que, como tal, constituye una victoria sobre la amenaza de la nada y la que habrá de expandirse en la gloria como una gracia que no daña a la naturaleza.

Nuestra sensibilidad religiosa se encariña con la humanidad de los santos. Desconfía de la sobreabundancia de prodigios y estima una santidad que se realice en la banalidad de lo cotidiano y en el res­peto a los valores humanos. Los paradigmas de santidad que nuestro tiempo legará a la historia de la Iglesia se caractizarán por ese derro­che de humanidad. Piénsese, por ejemplo, en la fortaleza de carácter de Teresa de Lisieux o en la sencillez de Juan XXIII. Y nos gusta re­descubrir en los santos de épocas pasadas, por debajo del barniz de su dorada leyenda, los valores de plena humanidad. Este es uno de los secretos de la seducción que ejerce en nuestros días un Francisco de Asís.

En el mismo sentido, es importante esbozar un retrato suficiente­mente humano de María, criatura del Padre, plena de gracia. La gra­cia no destruye a la naturaleza, sino que la realiza plenamente. Este principio, propuesto por santo Tomás de Aquino en continuidad con los Santos Padres, hemos de esforzarnos por verificarlo en María. La vocación excepcional de María no la aleja de la comunión con sus hermanos y hermanas, sino que realiza en plenitud cuanto hay en ella, como en cualquier criatura, de basamento humano y de engarce con la humanidad.

María, criatura de Dios 37

Nos hallamos en un punto central de nuestra reflexión; al final de nuestro recorrido estudiaremos cómo la vocación de María ilumina el misterio de la vocación de la mujer y su lugar específico en el misterio de la salvación, así como en el ministerio de la Iglesia. Pero, sin espe­rar hasta entonces, contemplemos a María como la Creyente, la que se expande en la fe de su padre Abraham. Nuestra preocupación será siempre la misma: no situar a María en una zona de misterio que la haga alejarse de la condición propia de las criaturas y que no explica­ría debidamente su misión al servicio de sus hermanos y hermanas. Venerarla, sí, y orarla con gozo; pero sin alejarla de tal modo de nuestra común humanidad que ya no tenga demasiado que ver con nosotros, que caminamos penosamente a la búsqueda del Señor.

Tanto en María como en nosotros hay búsqueda, evolución, su­peración de etapas... Su vida no es una monótona uniformidad caren­te de avances y descubrimientos. ¿No puede decirse, siguiendo a Gre­gorio de Nisa, que ella va «de comienzos en comienzos, en una suce­sión de comienzos que no tiene fin»? Tanto para María como para nosotros, Dios es el Inesperado, el Imprevisto. Y ella, como nosotros, necesita volver constantemente sobre sí misma en la oración, a fin de aceptar y dar los nuevos pasos que Dios le va exigiendo. Hasta el momento de su realización final, también a ella le hace falta dejarse «adoptar a Dios». Y aunque no tenga que deshacerse del lastre del pe­cado, sí que tiene que avanzar para mejor conocer a su Dios.

María y la salvación

Como criatura que es, María tiene, por lo tanto, una vocación; ha de caminar a lo largo de una historia humana. Le sucede lo mismo que a cada uno de nosotros, que no conocemos perfectamente nues­tra propia historia, que sólo es transparente para Dios; y cuando ha­blamos de ella, debemos ser muy circunspectos. Al igual que toda criatura, María fue puesta en la tierra orientada hacia la Alianza, a fin de ser también ella (y ella antes que nadie) renovada en la Pascua de Cristo y en el don del Espíritu Santo.

Ya hemos dicho que el acto creador era acción-para-la-alianza, y muy especialmente para esta nueva alianza, para esta segunda crea­ción que tiene lugar en la Pascua de Jesús y en el don del Espíritu. La historia de María no escapa a esta norma. Y además es ahí donde hay que comprender el misterio de su concepción inmaculada. En un primer momento da la impresión de que dicho misterio como que

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38 María, Madre de los hombres

suprime y hace inconsistente una historia de salvación. Puede hacer pensar que María no tiene necesidad de la Pascua de su Hijo, puesto que el pecado no incide sobre ella.

Pero es precisamente en el sentido opuesto en el que va la procla­mación dogmática. Hay en el texto de la declaración y en la liturgia de la fiesta un pequeño inciso de extraordinaria importancia: «en pre­visión de la muerte de su Hijo». María es salvada de antemano, gra­cias a la muerte de su Hijo. No escapa, por tanto, a la salvación en Cristo. Mediante un misterioso «atajo» cuya densidad ni siquiera po­demos vislumbrar, Dios hace coincidir el acceso de esta mujer a la existencia con la palabra de gracia que irradia sobre ella desde la Cruz de Cristo. María, como nosotros, se halla bajo la dependencia de la salvación pascual.

Y si preferimos hablar de la salvación en la clave de su segunda expresión (es decir, en la clave del don del Espíritu), deberemos insis­tir en lo mismo. No es por sus propias fuerzas, sino por el poder del Espíritu, como María se convierte en Madre y aporta la salvación a los hombres. Llegado el momento, tendremos que reflexionar sobre la estrecha relación existente entre la anunciación en Nazaret y la pre­sencia de María en el Cenáculo; sobre la vinculación entre estos dos privilegiados encuentros de María con el Espíritu Santo de Dios. Pero ya desde ahora podemos decir cuan necesario es para María que su vida de criatura sea conducida por el Espíritu, puesta bajo su dependencia. María necesita que su vida sea guiada por el Espíritu hacia la realización plena de la salvación, que es la edificación del Cuerpo eclesial de Cristo.

De este modo aparece con absoluta claridad que María es real­mente criatura; que el proceso de su encuentro con el proyecto de amor del Padre tiene una serie de puntos de coincidencia con el nues­tro. Es a partir de esta tranquilizadora certeza como podremos hacer justicia a esa afirmación, tan revolucionaria, de nuestra fe: María es una criatura que da a luz a su creador.

Reflexionaremos sobre esta relación de María con Dios, su crea­dor, desde una perspectiva trinitaria. Y para evitar dar a este capítulo una importancia desmesurada, lo haremos más adelante: será la con­clusión de nuestra primera parte. Pero antes hemos de examinar otros aspectos de la inserción de María en el mundo de los hombres.

Alegrémonos de que María sea tan plenamente una de nosotros, criatura de Dios como nosotros, para darle la respuesta libre y since­ra de un amor cotidiano atestado de gozo.

4

María y el pecado. La Inmaculada

¿Es María absolutamente ajena a nosotros en virtud del privile­gio de su concepción inmaculada? ¿No estará más cercano a noso­tros el propio Jesús, de quien sabemos que conoció la tentación? No. La concepción inmaculada también es una victoria. María recibe la salvación de su Hijo, y la recibe para nosotros.

El dogma resulta entonces: 1.") Un anuncio de la victoria final de la Misericordia en el mun­

do y en nuestros corazones. El pecado no habrá de tener la última palabra.

2°) Un estímulo a mantenermos firmes «en la prueba que nos aguarda».

3.°) Una enseñanza, a la vez, sobre la gravedad del pecado que aún habita en nosotros y sobre la victoria de la cruz.

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40 María, Madre de los hombres

¿Inmaculada o Inaccesible?

De todos los privilegios que la Iglesia ha reconocido a María, el de la concepción inmaculada parece ser el más personal y el más inaccesible y, consiguientemente, entraña el peligro de presentar a María como radicalmente distinta de nosotros, como una criatura cuasi-celeste, eximida desde el principio de toda dificultad en la vida espiritual. Resulta llamativo observar cómo algunos cristianos acep­tan sin demasiado esfuerzo la concepción inmaculada de María, mientras que sienten mayor dificultad en aceptar que Jesús, en parti­cular Jesús-niño, haya sido capaz de no ceder nunca, en toda su vida, al atractivo de una sola falta. Sin duda, se debe a que estos cristianos consideran a Jesús más «cercano» que a María, más realmente «uno de nosotros». Casi podría decirse que han tomado partido por María, la cual es inmaculada, se les escapa, es soberanamente maternal y, sin embargo, está sumamente lejana. Es como una de esas grandes damas de la antigua burguesía, que evidentemente son madres, pero que parecen inaccesibles a todo sentimiento y dominan desde su altu­ra el hormigueo de humanidad que, allí abajo, agita a su pequeña fa­milia. No habría que permitir, sin embargo, que, so pretexto de ser in­maculada, María se convirtiera en la Folcoche de «Vipére au Poing».

Jesús, por el contrario, resulta, curiosamente, más cercano. No es «más que» el hermano mayor, capaz de compartir nuestros juegos, es decir, nuestros sentimientos y, por lo tanto, también a veces nuestras reacciones de malos jugadores. Ciertamente se da aquí una perver­sión de la teología mariana, y sabemos que un determinado discurso espiritual sobre María conduce, más o menos, a dicha perversión. Pongamos un ejemplo: ¿cuántos de quienes aceptan el relato de las tentaciones de Jesús en el desierto no estallarían de cólera si alguien se atreviera a hablar de «tentaciones de María»? Una devoción ma-

María y el pecado. La Inmaculada 41

riana sin un suficiente control teológico conduce a algunos creyentes a esta paradoja de que Jesús les resulte más «cercano» que María, y a recuperar en una cierta proximidad con el Hijo lo que ya no se atre­ven a ver en la Madre.

Una victoria

No es ciertamente en este sentido en el que debemos llevarnos la reflexión sobre María Inmaculada, pues no es la intención de la Igle­sia oponer de tal modo a Jesús y a María. María es concebida sin pe­cado; y Cristo es «semejante a nosotros en todo, menos en el peca­do», según la fórmula de nuestra liturgia. Una y otro (una gracias al otro) se hallan, por tanto, en estado de lucha victoriosa contra el pe­cado. Ambos testifican que el pecado no forma parte de la estructura fundamental del hombre querido por Dios. Ambos dan fe de que se puede ser verdaderamente hombre o mujer sin ser pecador. En nues­tro universo mental, que constata la invasión del pecado y de su po­der, aparentemente invencible, Jesús y María ofrecen juntos su doble testimonio:

1. La victoria sobre el pecado es posible, concreta y real. 2. Lejos de dañar al hombre, esta victoria le dilata gozosamente

y le permite dar sus mejores frutos en orden a la comunión en el Dios del amor.

Tenemos necesidad de este doble testimonio para mantenernos en nuestra lucha y para reponernos de nuestros fracasos. El testimonio de Jesús y de María no es algo lejano o teórico, no pertenece al ámbi­to de la utopía piadosa, sino que es algo que manifiesta que la victo­ria de la caridad es posible; algo que da fe de que dicha victoria ya es nuestra en cierta medida, porque en Jesús y María no es algo adquiri­do como un privilegio inaccesible, sino que forma parte de la realiza­ción concreta de la obra de la salvación.

Pensar de este modo significa abordar el asunto de la Inmaculada con otro talante: no tanto como un privilegio personal de María cuanto como un momento de la realización de la salvación. Esto es, ya lo hemos dicho, lo que la proclamación dogmática invita a pensar. Efectivamente, dicha proclamación afirma de María que fue preser­vada por Cristo de toda influencia del pecado original «en previsión de la muerte de su Hijo». María, por lo tanto, no escapa a la obra de la salvación, sino que es su primera beneficiaría. Vincular así la con­cepción inmaculada con el misterio de la cruz significa «vaciarla» de

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ese carácter de «excepción» o de privilegio. Con lo cual ya no se tiene la enojosa impresión de estar renunciando, al menos en un caso con­creto, al universalismo de la Cruz salvadora. Y es ciertamente este te­mor lo que había hecho rechazar la concepción inmaculada a los grandes doctores, que no podían conocer de antemano, naturalmen­te, la equilibrada precisión de la afirmación dogmática. Si Agustín, Bernardo o Tomás de Aquino hubieran podido conocer la expresión del dogma, indudablemente lo habrían aceptado de todo corazón.

Y es que hablar así de la Cruz gloriosa, que salva a María antici­padamente, no significa ya moverse en el plano de la definición de un privilegio personal, sino en el plano, que también nos concierne a no­sotros, de la obra salvífica universal. Y nos concierne, ante todo, por lo que se dice de María, la cual ya no se nos escapa de entre las ma­nos para irse a brillar en un cielo inaccesible. Donde brilla es en el ho­rizonte de nuestra propia andadura, desde donde nos dice que tal an­dadura tiene un sentido y un futuro y que desemboca, en la fe, en la seguridad de una victoria. Por experiencia sabemos perfectamente que nosotros no vamos a ser revestidos de privilegio alguno de concep­ción inmaculada; pero sabemos también que, al igual que María, no­sotros vamos a vencer, en Cristo, sobre el pecado. El privilegio, pues, se difumina en beneficio del anuncio misionero. No es que quede des­truido o negado, sino situado en su verdadero lugar. E indudablemen­te, es así, y únicamente así, como debemos hablar de él.

Porque ¿de qué se trata siempre y en definitiva? De la obra de la salvación y de su plena realización tanto en María como en nosotros. María forma parte integrante de la comunidad humana. También ella suspira por esa salvación que no puede venir sino de Dios. «Nuestra tierra», según el salmo, «dará su fruto»; por supuesto que sí. Pero sólo Dios puede hacer que germine dicho fruto. El verdadero problema no es el pecado. El pecado no es sino el misterio de sombra que muchas veces nos abruma, pero que jamás debería hacernos dudar de la Mi­sericordia. Juan Pablo II lo recordó insistentemente en su segunda encíclica. El verdadero problema, el único problema, es el de la salva­ción, es decir, el de la victoria de Dios sobre ese pecado. Por supuesto que el pecado es grave, dado que el hombre es responsable y culpable de no responder al amor con el Amor. Pero el pecado no es más que humano, mientras que la Misericordia, por su parte, es divina y res­plandeciente, frente al pecado, con toda la potencia victoriosa del Dios de amor. María no escapa a este ámbito victorioso de la Miseri­cordia, sino que es ella la primera en recibirla y alegrarse con ella. Su

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privilegio tiene algo de pedagógico: nos enseña a acoger también no­sotros esta Misericordia gozosamente.

Un anuncio

1. La concepción inmaculada es un anuncio. Como victoria que es de la Misericordia, anuncia una victoria en

beneficio de todos nosotros. Si María se ve preservada del influjo del primer pecado y de cualquier otro, lo es en función de su vocación personal en el misterio de la salvación. En función, consiguientemen­te, de nuestra propia liberación. Su pureza anuncia nuestra purifica­ción, nuestra comunión final con la santidad de Dios, a pesar de nuestros pecados. La concepción inmaculada de María nos anuncia la victoria definitiva de la Misericordia en el mundo, así como en el corazón de todos y cada uno de nosotros. El Dios que se ha mostra­do capaz de preservar a una sola de sus criaturas es, para todos, el Dios que es más fuerte que el pecado. Su victoria en María no es una casualidad ni un afortunado logro aislado que sería tanto más nota­ble por su condición de ser único. Es el anuncio liberador de los nue­vos tiempos, en los que, al fin, Dios destruirá el egoísmo que encierra al hombre en una prisión dorada, y podrá «ser todo en todos» (1 Cor 15,28). Dios, por lo tanto, no lo es «todo» en María sino para llegar a serlo también en cada una de sus criaturas espirituales.

No se trata en absoluto de anunciar a un Dios bonachón ni de predicar un cristianismo facilón, sino que se trata de anunciar (ante todo en María, pero también en nosotros) la Misericordia divina, más fuerte que el pecado humano. No hay que utilizar la santidad resplan­deciente de María para disuadir a sus hijos de su lenta y progresiva curación. María nos conduce, día tras día, por un camino de santi­dad, la cual no puede consistir más que en una lenta y cotidiana vic­toria. Victoria que no será tanto una victoria de nuestras obras cuan­to una maduración de nuestra fe. Ahí está presente el pecado, y es a partir de él desde donde es menester vivir y actuar para llegar a acep­tar definitivamente que Dios es Dios. Y no dudamos de que ese mis­mo Dios nos purifica con el mismo poder con el que supo mantener pura a María desde el primer instante de su existencia.

Si se adopta esta exacta perspectiva, el dogma se nos vuelve cer­cano y se nos convierte en camino de esperanza. En María contem­plamos la victoria de una Misericordia que no es patrimonio exclusi­vo de ella, sino que. actúa también en nosotros. Es el camino de la

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verdadera fe, de la resuelta confianza en el poder del perdón, de la ne­gativa a ceder al fatalismo del mal. Es este camino de fe el que le hace decir a Agustín:

«Te doy gracias, Señor, porque puedo incluso pensar en mi peca­do sin sentirme aplastado por su peso».

Y Agustín encuentra eco en las palabras de Juan Pablo II. Lo cual demuestra que esta corriente de fe-confianza no desaparece nun­ca de la andadura de la Iglesia. La corriente espiritual que nace con Abraham se expande por toda la Iglesia en la contemplación de la santidad resplandeciente de María.

Un estímulo

2. La concepción inmaculada de María constituye un estimulo para nuestro combate cotidiano.

No hay educación espiritual posible más que en el reconocimien­to de la realidad y la gravedad del pecado y en la voluntad de seguir, con Dios, un camino de conversión. «Convertios y creed en la Buena Nueva»: es el solemne exordio de la predicación de Jesús, que sigue a la de Juan Bautista. Y la Iglesia católica ha escogido estas palabras para acompañar al rito de la imposición de la ceniza, con el fin de mostrar que esta invitación a la conversión sigue constituyendo hoy su propio mensaje.

Es lo mismo que predica Pedro la mañana de Pentecostés: «Que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados» (Hech 2,38). Y es también lo que suplica Pablo: «¡Reconciliaos con Dios!» (2 Cor 5,20). Hay que su­brayar cómo siempre se señala esta relación entre la aceptación de la Buena Nueva y el acceso al dinamismo de la conversión, entre la aceptación de la Palabra liberadora y la aceptación del cambio de vida mediante el combate espiritual. Ya sabemos, naturalmente, que «hemos sido salvados por la gracia» (E/2,8), es decir, liberados del egoísmo que nos asfixia e introducidos en la vida de comunión en la Caridad trinitaria. Pero este insistir en el evangelio de la gratuidad de la gracia no debe llevarnos a ignorar la importancia de la conversión y del esfuerzo espiritual. De lo contrario, el evangelio se reduciría a pura doctrina, y la adhesión a Cristo a la simple aceptación de unas ideas. Aceptar a Cristo no consiste tan sólo en sentarse cómodamen­te para escuchar la enseñanza de un maestro, sino en ponerse en ca­mino tras él, para lo cual hay que cambiar de vida. El combate espiri-

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tual, por tanto, ha de ser enseñado y presentado como un elemento esencial del seguimiento de Cristo.

¿Tiene la concepción inmaculada alguna vinculación con esta in­sistencia en la conversión y en el combate? ¿No constituye acaso el polo opuesto a estas nociones, dado que parece ser cuestión única­mente de gratuidad y de obsequio deferente? Así sería si no hubiera también para nosotros obsequio y deferencia. Pero nosotros no libra­mos el combate en la sombra de la duda, como si Dios nos hubiera dejado solos y estuviera aguardando, olímpicamente indiferente, el resultado del combate. Es desde dentro de su propio combate y del de sus hermanos cristianos desde donde Pablo puede proclamar su cán­tico triunfal: «¡En todo somos (no dice: seremos) vencedores, gracias a Aquel que nos amó» (Rom 8,37). En nosotros, el pecado ya está he­rido de raíz, aun cuando todavía produzca frutos engañosos. Pero engañosos no en el sentido de que tales frutos no sean realmente por­tadores de muerte y de que nosotros no seamos culpables, sino en el sentido de que esos frutos no corresponden ya a la verdad de nues­tro ser generado. Cristo victorioso se halla presente en nuestro com­bate, librándolo con nosotros y en nosotros; y nosotros recurrimos constantemente a su fuerza para mantenernos firmes en medio de la prueba.

Todo procede de Cristo glorioso, tanto nuestra certeza de alcan­zar un día el triunfo como el privilegio de la concepción inmaculada. Y la resplandeciente santidad de la Madre nos estimula a proseguir el combate, sobre todo cuando comprendemos que esa santidad no es una santidad fría y displicente, sino que va acompañada de interce­sión. María, la santa por excelencia, intercede para que nosotros sea­mos santos.

Una enseñanza

3. La concepción inmaculada constituye una inestimable ense­ñanza.

Enseñanza, a la vez, sobre la verdadera gravedad del pecado y sobre su carácter absolutamente limitado. Pues debemos contemplar con mirada creyente el «misterio de iniquidad» que aún habita en nosotros:

• Mirada severa, y en modo alguno complaciente, que sitúa al pecado frente a la realidad candente de la Caridad de Dios, tal como se ha manifestado en la Cruz de Cristo. «No te he amado de mentiri-

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jillas», le dice Cristo crucificado a Angela de Folígno; y el creyente Pascal, meditando a su vez sobre el misterio pascual, pone en labios de Cristo estas turbadoras palabras: «Si conocieras tu pecado, te des­corazonarías». Es a la luz de la cruz, ya lo sabemos, como hay que contemplar la concepción inmaculada. El apacible y sereno rostro de la Madre recibe toda su luz de la Santa Faz, herida y ensangrentada, de su Hijo. El creyente debe, ineludiblemente, aprender al pie de la cruz la gravedad de su pecado, de todo pecado. En relación al Amor del Padre y su manifestación en la Pascua dolorosa del Hijo, no pue­de haber pecado «pequeño».

Y no se crea que la luz pascual y el don del Espíritu atenúan, ni siquiera mínimamente, la gravedad de esta revelación. El Resucitado va a conservar en su carne los estigmas de su bienaventurada Pasión. Y el Espíritu se nos da a partir de la herida del Costado, para luchar en lo más íntimo del corazón de cada creyente y para garantizar la victoria de la Caridad divina sobre todo germen de egoísmo. El com­bate del Amor absoluto, contra todo amor excesivo de sí, no es nin­gún torneo académico, y al final seremos presentados al Señor con las cicatrices de nuestras batallas. No hay pecado pequeño, y lo que se ventila a cada momento es de extraordinaria importancia.

• Y, sin embargo, mirada apacible, a causa precisamente de la victoria de la Cruz. Es sobre todo aquí donde la imagen de la Inma­culada nos resulta extraordinariamente ilustrativa. Sea cual sea la gravedad de nuestro pecado, no dejará de ser humano, mientras que la misericordia es infinita. Quien se sitúa bajo la luz de la Cruz no se deja anonadar por el pecado, porque sabe que la Cruz es victoria. Y vivirá su conversión cotidiana desde la aceptación de una andadura que no duda jamás de dicha victoria.

María, en su resplandeciente santidad, antes incluso de que se manifieste en su asunción junto al Cristo victorioso, es la Imagen de­finitiva de esa victoria.

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Israel y María

Dios prepara la misión de María en el corazón mismo del pueblo de Israel. Es a través de María como la aventura espiritual de Israel prepara el camino a Cristo.

Hija de Abraham, María vive la experiencia de la fe, y su adhe­sión confiada a la Palabra de Dios se realizará plenamente en el Calvario. Santa de pies a cabeza, María intercede por el pecado de su pueblo.

Pero María, además, entrega a Jesús a Israel, tanto entonces como ahora. Ella invita a todo creyente a dar el salto de la fe. Ella recuerda a la Iglesia los verdaderos valores de Israel.

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«El Señor dará su gracia, y la tierra dará su fruto» (Ps 66,7). Ciertamente, la gracia es lo primero, y será «el gran amor del Padre» (Ef2,4) el que suscite la libre respuesta de María y haga germinar en ella la realidad humana del Salvador. Pero sería situarse en las antí­podas de la paciente pedagogía de Dios ignorar la lenta preparación de esta mujer en el seno de su pueblo. La flor es tanto más hermosa y exuberante cuanto más profundamente hunde sus raíces para absor­ber los jugos nutricios necesarios para su belleza. María no viene caí­da del cielo. Es verdad que nos ha sido dada por Dios como fruto de la gracia libre. Pero, al mismo tiempo, ella asciende de la tierra, de esa tierra de Israel que la va preparando lentamente como su flor más perfecta.

Israel prepara a María

Es en este sentido como Israel precede y prepara a María. Todo Israel, no sólo sus grandes figuras de santidad y de fe. María, efecti­vamente, «recapitula» los valores de la fe de su pueblo, y con razón Ireneo de Lyon, que tanto insistió, siguiendo a Pablo, en la misión re-capituladora del Hijo, tiene una serie de hermosísimas páginas acerca de la misión de María, la nueva Eva.

Decir que María «recapitula» a Israel no significa, en modo algu­no, hacerle un agravio a la misión única de su Hijo, porque, si María recapitula, lo hace en dirección a Cristo, del mimo modo que éste, a su vez, «recapitulará» a la humanidad para presentársela al Padre, «sometiéndose a sí mismo a Aquel que ha sometido a él todas las co­sas, para que Dios sea todo en todo» (1 Cor 15,28). Esta es siempre la tarea unificadora del Espíritu: provocar estas síntesis provisionales que, a su vez, se unen en una síntesis más perfecta, siempre en orden

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a la reintegración de todas las cosas en el amor absoluto del Padre. La obra de Dios no es anárquica: emanada del Padre, de ese simple e incandescente Manantial del Amor absoluto, vuelve al Padre no para complacerse orgullosamente en sí misma, sino para el pleno desarro­llo de un mundo que no puede realizarse cabalmente más que en el amor, porque es de ese amor generoso de donde nace. El Padre es «el fin» de la creación, como lo es de la comunión trinitaria; y en ambos casos es fin porque es también origen. La noción «origen» —digámos­lo ya— es infinitamente más liberadora que la noción de «causa», por­que es la que permite hablar del fin no como de un punto de destino impuesto desde fuera, sino como una dinámica interna que suscita la adhesión de amor. «El bien tiende a propagarse», y esta prodigalidad de Dios, aparentemente amigo del derroche, llama a reposar en él a todo cuanto procede de él. Agustín, en su Comentario al Evangelio de Juan, escribió páginas insuperables acerca de esta suave y, a la vez, enérgica atracción del Amor.

Hija de Abraham

El lugar que ocupa María al término de la historia de Israel es en verdad un ministerio en dirección a Cristo. Toda la aventura de Is­rael, desde la vocación de Abraham, pasando por el agrupamiento comunitario del Sinaí, es una aventura de la fe, de la pedagogía de purificación para la fe. Una fe que, de entrada, nos parece tan grande y tan perfecta que da la sensación de ser un modelo definitivo, pero que, no obstante, no es más que la fe de un hombre perfectamente aislado, aparentemente, en su clan o, si se quiere, la fe de todo un pueblo, aun cuando el fin de dicho pueblo parece reducirse a la pe­queña comunidad de pobres que esperan silenciosos que la salvación se realice como Dios quiera. Es en esta pequeña comunidad donde va a nacer y a crecer María.

Es fácil hacer una lectura superficial y falsa de la historia de di­cho pueblo; una lectura que dé la impresión de que Dios criba y ex­purga, rechazando a los que no le agradan y quedándose con quien le parece. Como cuando Gedeón, por mandato de Dios, efectúa una despiadada selección entre sus guerreros. Esta lectura apresurada está demandando otra lectura más exigente e, indudablemente, más justa: no es que Dios seleccione, sino que la fe es difícil; y no es hijo de Abraham quien quiere, al menos espiritualmente. El personaje fundador de la historia de Israel presenta la fe, de entrada, a tal nivel

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de exigencia que serán muy pocos los que acepten seguirle por tan in­trincada y difícil ruta.

Y María presenta a su Hijo el ramillete de adhesiones de fe que fueron preparando la suya propia. La subida de Abraham e Isaac al monte Moria prepara y hace posible Getsemaní y el Calvario. No es casual que el itinerario de la fe se presente frecuentemente en la Biblia como la ascensión a una montaña: la ascensión de Abraham al mon­te Moria en compañía del hijo de sus entrañas. Y Abraham no puede responder a Isaac más que citando el nombre del Eterno: «Dios pro­veerá, hijo mío» (Gn 22,8). O el final de la peregrinación terrena de Moisés, que culmina en la subida al monte Nebo, desde donde con­templa de lejos la Tierra Prometida, siendo aún precisa la adhesión de fe del más grande de los profetas. O la ascensión del viejo rey Da­vid al monte de los Olivos, entre las burlas y hasta las piedras que le lanza su pueblo. Lo que humanamente parece un triste final es, a los ojos de la fe, epifanía y revelación del Mesías sufriente.

Y es también por ello, como diremos, por lo que la adhesión de fe de María se consumará en el monte Calvario, con la más perfecta adhesión de fe que se puede prestar a la Pascua del Siervo. A medida que se va tomando altura, el fondo del valle va perdiendo nitidez y el paisaje se simplifica: los apoyos humanos escasean, y ya sólo se avanza gracias a la atracción que ejerce la cumbre. La vida en la fe no puede ser sino ascensión. Y María presenta a Cristo, para que él lo viva personalmente, toda la experiencia de fe de su pueblo.

En oración por su pueblo

María es plenamente solidaria de la vida de su pueblo y, consi­guientemente, también de su pecado, aunque ella sea la llena de gra­cia. El misterio que contemplamos en Jesús el Inocente —que, sin em­bargo, es «el que lleva el pecado del mundo»— debemos empezar a verlo ya en María. Su rechazo de todo pecado personal no es ningún obstáculo a su solidaridad orante con el pecado de su pueblo. Tan es así que, al no ser el pecado sino una carencia, cuanto más cerca de Dios se halla un corazón y más se preocupa por su gloria, tanto me­jor puede sopesar el drama que supone la negación de Dios. María ora los salmos de penitencia e intercede por los pecados de sus her­manos. De este modo inaugura su ministerio de intercesión en la Igle­sia, «comunidad santa de pecadores».

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Maria recibe a Cristo

En el seno de ese pueblo que la precede y la prepara, María pro­porciona al Verbo de Dios una humanidad real y concreta, marcada por una herencia, una historia y una cultura. Gracias a este enraiza-miento de María en Israel, el Verbo encarnado no es ningún meteori­to, sino «el Verbo que habita entre los suyos». Sería arriesgado pre­sentar la Encarnación exclusivamente desde la perspectiva de un ano­nadamiento, de una impresionante zambullida en la nada. Ante todo, la criatura no es la nada; de lo contrario no sería posible decir pala­bra alguna acerca de ella. Por supuesto que en la Encarnación hay una innegable dimensión de abajamiento, puesto que la criatura se halla a una distancia infinita de Dios. Pero es preciso subrayar tam­bién el aspecto positivo de la Encarnación del Verbo, que es la venida de éste a los suyos, la asunción de los valores humanos y espirituales de un pueblo, aunque Aquel que los asume va a elevarlos a un nivel increíble de realización.

La flor verdaderamente única de la santidad de Cristo nace en plena tierra de Israel, en el tronco mismo de la descendencia de Abra­ham, que tiene su plena realización en la fe de María. Es evidente que no podemos atribuir necesidad alguna a Dios, el cual siempre podría realizar su designio de amor de otra manera. Pero ¿no nos es lícito emplear el «era necesario» de la Escritura para hablar de la prepara­ción de la santidad de Jesús en el Antiguo Testamento?

En nombre de su pueblo, y en el nombre mucho más amplio de toda la humanidad, María acoge y recibe a ese Hijo eterno que «viene a los suyos». Es ella quien le da esa humanidad, que él recibe y acepta como un elemento desde el que tendrá que vivir y realizarse. Y sólo humanizándose hasta ese punto, sepultándose hasta el fondo en la tierra de los hombres, puede el Verbo realizar su vocación de «recapi-tulador». Hasta ahí debemos llegar sin vacilación para darle todo su sentido al aforismo de los Padres: «lo que no es asumido no es salva­do». Si nosotros hemos sido creados «de la nada», no ocurre lo mismo con el Verbo, que vive desde toda la eternidad frente al Padre y en­cuentra asilo en un mundo ya existente y que tiene su consistencia. María, por lo tanto, tiene absoluta importancia como «tierra recepto­ra» y, ante todo, como oyente de esa Palabra que va a poder resonar en el mundo- con la voz humana que ella le da. No hay que olvidar, pues, ni la función de María como educadora de Jesús ni su función

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formadora para con esta Palabra, llegada a su madurez gracias a ella.

María da a Jesús a Israel

Pero, como ocurre con toda mediación, también la de María en­tre Israel y Cristo funciona en el otro sentido. Si María inserta a Je­sús en todas las riquezas humanas y espirituales de Israel, también es preciso subrayar cómo ella da a Jesús a ese pueblo que es el suyo.

El que este don sea casi absolutamente rechazado no debe hacer­nos olvidar ni su valor ni su sentido. A lo largo de estas páginas veni­mos insistiendo en el tema de la vocación, de la tarea a realizar. El pueblo de Israel está marcado, en su misma estructura, por su voca­ción específica. No ha sido escogido como el grupo exclusivo de los amigos de Dios o de los socios de la Alianza, sino como tierra recep­tora y germinadora en orden a la Alianza nueva y eterna. N

María entrega a Jesús a Israel dándolo a luz, en medio de este pueblo, como la célula germinal del nuevo Pueblo. La acogida presta­da por Jesús a aquellos a quienes rechazaba el Israel legalista desem­peña, indudablemente, un importantísimo papel en su aparente fraca­so y en su muerte. Ya desde mucho antes había topado el mensaje profético con la cicatería y el particularismo de sus oyentes. El pue­blo de la antigua alianza rechaza la generosidad de la Alianza nueva, a pesar de que su vocación le orientaba por entero hacia ella. María se sitúa en el punto crítico en el que se verifica este misterio del recha­zo y la aceptación: el Verbo acepta enterrarse en medio de los hom­bres, y la tierra de los hombres va a rechazar este tesoro, demasiado hermoso para ella; este tesoro con el que ni siquiera se habría atrevi­do a soñar.

En el marco de su misión eclesial, María tiene una tarea que reali­zar con relación al Israel de hoy. Son muchos los estudios realizados en nuestros días que recuerdan a la Iglesia todo cuanto ha recibido de Israel, tanto gracias a María como gracias al grupo apostólico. Y a ella, al igual que a María y a los Apóstoles, es la adhesión de fe de lo que la ha permitido pasar del antiguo Israel al Israel de la nueva Alianza. Pues bien, sólo en virtud de un salto en la fe, a imagen del salto que aceptaron dar María y Pablo, por ejemplo, podrá el Israel de la Ley acceder al misterio, incesantemente ofrecido, de dicha Alianza. De lo que se tratará siempre será de aceptar la desconcer­tante paradoja de la Encarnación del Señor de la Gloria; de aquel

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que, sin perder nada de dicha Gloria, acepta libremente hacerse uno de nosotros «en un reducidísimo espacio», introduciéndonos, con este conmovedor gesto, en la comunión en el Espíritu con el Padre. Quien desee acceder a la Alianza irreversible deberá, un día u otro, dar el salto «mañano» de la fe: «que se haga como Dios quiera». El hecho de que la alianza prevista desde toda la eternidad por el Dios de Is­rael se realice por medio de un Hijo «resplandor de su gloria e im­pronta de su esencia» (Heb 1,3) y, sin embargo, simple hijo de una mujer, constituye una paradoja que únicamente puede ser aceptada en el absoluto despojo de la fe.

María enseña a la Iglesia

Por último, María tiene, en relación al nuevo Israel que es la Igle­sia, una misión educadora. De momento, nos limitaremos a indicarlo someramente, porque ya se verá cómo todas nuestras reflexiones tienden a mostrar la importancia de la vinculación existente entre María y la Iglesia.

El nuevo Pueblo no puede renegar de todo cuanto le ha enseñado y aún le sigue enseñando el Pueblo antiguo, aunque ello no significa que deba renunciar a proclamar su diferencia y su carácter definitivo. Como cualquier Madre, María recuerda a la Iglesia los valores del Is­rael del pasado. La Madre de la Iglesia es hija de Israel, y no reniega en absoluto de las riquezas espirituales que ha obtenido de dicha tie­rra bendita. María recuerda a la Iglesia, hasta el término de su pere­grinación, los verdaderos valores de Israel, y en concreto el absoluto predominio de la fe frente a las construcciones humanas. Ella impide a los pastores de la Iglesia planificar en exceso la misión. Ella les ayu­da a remitirse a Aquel que sigue siendo el verdadero «maestro de obras»: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5).

A esta Iglesia, que se debate por los caminos de la misión, cuya enorme importancia ha redescubierto gracias al Concilio Vaticano II, María le recuerda lo que es una fe bíblica valiente, que se pone en manos de Dios y que, al igual que Pablo, «pasa a Macedonia» (Hech 16,9) sin saber lo que allí le aguarda.

«De la misma manera que Eva, al desobedecer, se convirtió en causa de muerte para sí misma y para el género humano, asi también María, desposándose con quien le había sido destinado de antemano y, a pesar de ello, permaneciendo virgen, se convierte, al obedecer, en causa de salvación para sí misma y para todo el género humano» (IRENEO DE LYON, Adversus Haereses 111.22,4).

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Ella concibió del Espíritu Santo

Dios quiso que su Hijo encarnado fuese, milagrosamente, nacido de mujer. No se trata de ningún tipo de menosprecio de la sexuali­dad, sino del anuncio de nuestra adopción por gracia. La concepción virginal nos ayuda a comprender la maravilla de nuestro bautismo.

Es una obra realizada en la fe. María se adhiere a Dios y acepta sus caminos.

Es una obra que pone de manifiesto que la carne realiza su voca­ción poniéndose al servicio del Espíritu, y confirma a María en su vo­cación eclesial.

Es una obra que arroja luz sobre la maternidad de la Iglesia y estimula a ésta a ponerse en manos de Dios.

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La concepción virginal de Jesús no pertenece al orden de los acontecimientos históricos. Por eso hablamos de ella desde ahora, ya en esta primera parte, cuando aún nos hallamos metidos de lleno en el tema de la concepción, por nuestra tierra y por Israel, de «la que debe darlo a luz».

Contemplar lo que conviene

Como ocurre siempre en teología, se trata de contemplar lo que conviene, no de una voluntad exagerada de extraer necesidades abso­lutas. Exagerada, en el sentido de que a Dios no se le pueden poner lí­mites ni exigencias; en este sentido, significa indudablemente incurrir en el error de la «teología de los posibles» decir que Jesús no podría ser Hijo de Dios si al mismo tiempo fuera hijo de José. Dios lo puede todo. Pero es ciertamente muy conveniente que el Hijo de Dios, al hacerse «Emmanuel», sea únicamente hijo de la mujer. Y el teólogo tiene el deber de preguntarse cuidadosamente por el motivo de esta conveniencia. Ante todo, debe abstenerse de argumentos falsos y de callejones sin salida: el pecado original, por ejemplo, no puede trans­mitirse de generación en generación mediante el acto sexual, que en sí no está mancillado por el pecado y que incluso es portador de gracia para quienes lo viven en la comunión con Dios y en la generosidad del amor auténtico. Atribuir semejante fundamento a la concepción virginal conduciría necesariamente a un desprecio de la sexualidad; desprecio que no corresponde en absoluto a la visión bíblica y evangélica del amor humano.

El camino de solución y de reflexión que proponemos consiste en pensar la virginidad de María en relación con su vocación eclesial y con todo el misterio de la Iglesia.

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• Relación con la vocación eclesial de María. Si María es lla­mada por el Padre a convertirse en Madre de Dios, es para que sea Madre de la Iglesia y de la humanidad nueva recapitulada en Cristo. Ambos misterios se iluminan mutuamente. En ambos casos actúa la gracia, y en ambos realiza Dios sus designios sin interferir ni determi­nar la acción humana. Esta es la novedad de la regeneración en Cris­to, «una maravilla a nuestros ojos». Por supuesto que, como ya he­mos dicho, hace falta el consentimiento libre de María. Pero, una vez dado dicho consentimiento, Dios Padre despliega, en la fuerza del Es­píritu, la libertad de su amor victorioso. Y la concepción virginal del Primogénito puede y debe enseñarnos a comprender mejor la absolu­ta gratuidad de nuestra regeneración baustimal.

Del mismo modo que es por pura gracia por lo que somos salva­dos, «renacidos» («esto no viene de nosotros, sino que es don de Dios»: Ef 2,8), así también la concepción del Primogénito es pura gracia, manifestación desde el primer momento del poder de Dios. Lo que Dios realiza de tan poderosa manera en la concepción del Pri­mogénito va a proseguirlo con la misma libertad en el engendramien­to espiritual de todos los hermanos del Primogénito en la gracia. Y en adelante ya sabemos que el Padre será perfectamente capaz de engendrar un nuevo hijo, un hermano de Jesucristo, a partir del más perdido y del, aparentemente, más irrecuperable de los hijos de la tierra.

La soberana libertad de Dios, tal como se manifiesta en la con­cepción virginal, nos preserva de todo orgullo respecto de nuestra propia regeneración. Nosotros no tenemos nada que ver en ello; es un don de Dios, y no tenemos de qué enorgullecemos, como tan fre­cuentemente observa Pablo. Lo que se manifiesta, pues, en este mis­terio de la concepción virginal no es la impotencia o la inutilidad del hombre, sino el poder misericordioso del Padre. El milagro de la con­cepción virginal debe ayudarnos a contemplar mejor el misterio de nuestro bautismo.

• Relación con el misterio de la Iglesia, anticipación del Reino. La Iglesia, que ve cómo el Padre realiza su obra en María, no puede dudar del poder que en ella y a través de ella tiene el Espíritu. Ella es pobre; ella es incluso «comunidad santa de pecadores» —cosa que no es María— y, sin embargo, sobre sus hombros recae la enorme res­ponsabilidad de la misión. Humanamente hablando, la Iglesia debería declararse incompetente y desistir de ello. Pero también ella está ha­bitada por la fuerza del Espíritu, y por eso debe avanzar y reempren-

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der la tarea. Esta certeza de la fe no proporciona a la Iglesia una tranquilidad idílica ni la dispensa de la reflexión y el esfuerzo. Pero en la fe, al igual que María, también la Iglesia encuentra su paz. Y al igual que María, que sabe de qué manera se ha formado Cristo en ella y ya no puede dudar de que el Padre lleva a cabo su obra, así tampoco duda la Iglesia de que la misión avanza y se realiza, a pesar de su debilidad.

Una obra realizada en la fe

La concepción virginal es una obra realizada en la fe. María concibe al Emmanuel en su adhesión de fe a la voluntad

del Padre. «Por su fe, más que por su cuerpo», dice Agustín en fórmu­la audaz. María reconoce que el Dios de la Alianza es capaz de todo, lo bastante fuerte para llevar a cabo su obra y lo bastante fiel para no cansarse de las reticencias del hombre. Y María se entrega confiada­mente al poder del Espíritu.

Enseguida volveremos sobre la importancia de la virtud de la fe para María; pero conviene subrayar desde ahora la maravillosa sin­tonía que se produce entre la adhesión creyente de la criatura y el po­der de Dios. Cuando el Creador encuentra en su obra tal consenti­miento, entonces todo es posible. Y la concepción virginal no debe ser formulada tanto como un milagro fuera de lo común cuanto como un signo del Amor misericordioso del Padre a los hombres. María lleva a la perfección la fe de Abraham, que, por su parte, tam­bién creyó en la concepción de Isaac, a pesar de que su esposa Sara ya no tenía edad para ser madre. María anuncia la adhesión de fe de Jesús a la voluntad del Padre en los difíciles momentos de la tenta­ción y del Calvario.

No hay otra actitud espiritual, en la adhesión de fe, que el consen­timiento en que Dios sea al fin reconocido como Dios. No se trata de fatalismo ni de dejar a un lado los valores de la inteligencia, sino de asentir al misterio de Dios y aceptar que su caminos no siempre son nuestros caminos. La concepción virginal es manifestación del poder de Dios en el momento mismo en que parece que el hombre nada puede hacer. La encarnación del Emmanuel para la salvación no po­día ser obra humana, porque el hombre es demasiado profundamente pecador para poder darse a sí mismo la salvación. Esta aceptación de la acción victoriosa de Dios no aniquila al hombre, sino que lo remite al poder de la gracia. En la concepción virginal queda de manifiesto

Ella concibió el Espíritu Santo 59

que «Dios nos amó primero» (1 Jn 4,19) y vino a nuestro encuentro cuando nosotros nos hallábamos sin fuerzas. Su verdadera omnipo­tencia consiste en la misericordia y la fidelidad.

La carne y el Espíritu

La concepción virginal manifiesta que la carne está al servicio del Espíritu.

La concepción virginal no supone menosprecio del cuerpo ni de la sexualidad. No es porque el acto sexual fuera indigno de María In­maculada por lo que ella no lo realizó con José y por lo que ambos realizaron su auténtica vocación conyugal de otro modo. El hecho de que la Iglesia tenga empeño en celebrar en ellos el modelo de «familia santa» (o sagrada), aun cuando deba presentarse con toda delicade­za, manifiesta simplemente que no hay más que un camino para reali­zar la vocación santificadora de una pareja.

La afirmación de la concepción virginal recuerda que la carne está al servicio del Espíritu, y que no realiza su vocación si no es en dicho servicio. Es bastante lamentable que andemos siempre buscan­do exclusiones y negatividades allí donde lo que hay, por encima de todo, es la afirmación de una relación y de una dependencia. La car­ne no es menospreciada, sino resituada en su estricta vocación de «servidora». Y las parejas cristianas, que tienen necesariamente que realizar su vocación conyugal en el amor carnal, no deberían ver la concepción virginal como un reproche contra lo que ellos viven, que quedaría entonces convertido en una «concesión» a la debilidad de la carne. Deberían, por el contrario, alegrarse de ver cómo resplandece la figura de María virgen en el horizonte de su propia búsqueda espi­ritual. Deberían orar a María para que les ayude a no perder nunca de vista la grandeza del querer espiritual.

José no es menospreciado ni olvidado en esta acción de Dios. «No tengas reparo en llevar contigo a María, tu esposa» (Mt 1,20). Su vacilación no se debe a que sospeche de la pureza de María, sino a su voluntad creyente de no poner ningún tipo de trabas a la obra de Dios. Y las palabras del ángel le confirman en la nueva orientación de su vocación, que sigue siendo una vocación paterna. José es insti­tuido por Dios en un ministerio específico de protector y educador del Hijo hecho hombre. Es invitado a una superación del querer car­nal que no condena dicho querer, sino que lo relativiza en función del Reino.

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La concepción virginal, por otra parte, confirma a María en su vocación propia, y la sitúa como el único punto de inserción del Em-manuel entre nosotros. Su propio cuerpo recibe toda su misión de ser tabernáculo de la Presencia. Este misterio —pues de misterio se trata, más que de milagro— realza el valor de la mujer y su misión espiritual propia: recibir y adorar; ayudar a crecer. De este modo, la concep­ción virginal es preludio de la fecundidad espiritual por el Reino de aquellas mujeres que no engendran hijos y que, sin embargo, dan fru­to. La concepción virginal es un signo precursor de la fecundidad de una virginidad aceptada por el Reino.

Su valor para la Iglesia

La concepción virginal tiene valor para la Iglesia. La concecpción virginal arroja luz sobre la maternidad de la Igle­

sia, que no debe ceder al espejismo de las alianzas humanas, sino ha­cer que su eficacia misionera descanse en la fidelidad únicamente a Dios. Es grande para la Iglesia la tentación de transigir, con la mejor voluntad del mundo, entre el poder de Dios y los poderes humanos, y de hacer aparentemente más eficaz la misión apoyándose en las fuer­zas mundanas.

La historia de la Iglesia nos enseña cuánto le cuesta resistir a este vértigo. Pero ello constituye, de algún modo, una especie de adulte­rio. Y, sin embargo, el Señor la reconduce pacientemente a una virgi­nidad de corazón que debe seguir siendo su única fuerza. Esto es, in­dudablemente, lo que ha sucedido con el Vaticano II. Una Iglesia que tenía una cierta tendencia al triunfalismo se ha visto reconducida por el Señor a una mayor adhesión al solo misterio de la Palabra; y se ha afirmado, gozosamente, como «servidora y pobre», a imagen de Ma­ría, su modelo. De este modo ha manifestado su fe en el Señor.

Virginidad de María y pureza de la fe

Los Padres de la Iglesia pusieron frecuentemente de relieve la analogía existente entre la virginidad de María y la pureza de la fe de la Iglesia. La Madre-Iglesia es virgen en la medida en que no se deja alcanzar por la seducción de la herejía. Y es perfectamente constata-ble que la actitud espiritual que puede conducir a la herejía nace mu­chas veces de una reflexión estrictamente lógica que no deja suficien­te espacio al carácter de indefinibilidad del Misterio. La Iglesia debe

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estar muy atenta a evitar toda búsqueda excesivamente intelectual que le exija recurrir en demasía a las construcciones de la razón. No se trata de menospreciar la inteligencia, sino de afirmar la superemi­nencia de la fe. Y se trata, sobre todo, de reconocer la humildad de la labor teológica, que no puede consistir sino en una aproximación hu­milde, y siempre revisable, al Misterio. Toda pretensión de una teolo­gía definitiva no puede apoyarse más que en la falsa idea de un poder absoluto de la mente. El estatuto del trabajo teológico es del mismo orden que el redescubrimiento de la Iglesia como servidora en medio del mundo.

Pero ¿no nos habremos alejado del problema de la concepción virginal? Nada de eso. De lo que se trata siempre, tanto respecto de María como respecto de la Iglesia, es de aceptar la prioridad de la ac­ción de Dios y de aprender la obediencia de la fe. También el trabajo teológico es aceptación incesante de la virtud de la fe, confianza en Dios, luz de la inteligencia y del corazón a un tiempo. En el misterio de la concepción virginal, María muestra al creyente el camino de la confianza pacífica. La humilde joven de Nazaret también ha de ser invocada como patrona y modelo de los teólogos.

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María, la creyente

«Dichosa tú, que has creído». Es la bienaventuranza propia de María y proclamada por Isabel. Como toda fe humana sincera, la de María le hace adherirse personalmente al amor del Padre, situándo­se en una prolongada tradición creyente. La fe de María realiza en plenitud la fe de los personajes de la Bilbia y conduce a la propia María a su perfección en su cooperación a la salvación de los hom­bres.

Al igual que María, su Madre, también la Iglesia debe adherirse a la Palabra de Dios en la liturgia y en los sacramentos. Y debe es­forzarse sin cesar por expresar cada vez mejor lo que cree, a fin de que todos los hombres conozcan la Buena Nueva y se realicen plena­mente en Dios.

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María es destinataria de una sola bienaventuranza, la que procla­ma sobre ella su prima Isabel: «Dichosa tú, que has creído en las pa­labras que te han sido dichas de parte del Señor» (Le 1,45). Se adivi­na aquí hasta qué punto semejante acercamiento al misterio de la fe va mucho más allá de la simple adhesión de la mente a unas verda­des, dilatándose en una confianza absoluta y en un ponerse incondi-cionalmente en las manos de Dios.

Vamos a reflexionar, naturalmente, acerca de la relación entre la fe de María y la fe de la Iglesia; y vamos a ver cómo la fe de María tiene su lugar propio en el corazón de la fe de la Iglesia y le permite caminar bajo una más intensa luz. Si María no es elegida como Ma­dre del Hijo encarnado en su propio beneficio, sino en orden a la re­capitulación de la humanidad en Cristo, así también su fe, sin dejar de significar su adhesión íntima al misterio de Dios que actúa sobre ella, se expande y alcanza su plenitud en el servicio a la Iglesia y a la humanidad salvada.

1. LA FE DE MARÍA

La fe personal de María se realiza, al término de la larga andadu­ra de la fe bíblica (y, en un sentido más amplio, al término de cuanto ha sido vivido por la humanidad con anterioridad a ella), como acep­tación del absoluto de Dios. Pero hablando de María, como hablando de cualquier creyente, hay que tratar de conciliar dos órdenes de rea­lidades aparentemente contradictorias:

María, la creyente 65

Creer en un amor personal

La respuesta de fe a la propuesta de Dios, a su asombroso ofreci­miento de comunión en la vida divina, de la que toda criatura, aun la más pura, es absolutamente indigna.

En este sentido, el hombre que da su fe es siempre el primer cre­yente, del mismo modo que el hombre que ama tiene siempre la im­presión de estar inventando el amor. El hombre que ama siente que su amor es único, y que nadie ha amado jamás como él. Este carácter único de la respuesta de fe es el equivalente humano de la unicidad del amor de Dios a cada hombre. El Padre no ama a «los hombres», de manera impersonal e indiferenciada. Por supuesto que el Padre ama a todos los hombres; pero es más exacto decir que ama a cada hombre. A cada cual lo mira con la misma y única mirada de amor con que mira a su Hijo Único. Y toda insistencia en la comunión eclesial debería equilibrarse evocando la vocación única de cada ser humano. Es a cada ser humano a quien dice el Padre: «Tú eres mi hijo amado. En ti, al igual que en mi Hijo amado, me complazco». El espíritu de «infancia» exigido por Cristo y tan espléndidamente recor­dado por Teresa de Lisieux como condición imprescindible para ac­ceder al Reino, encuentra en esta certeza su base más segura.

Este amor personal del Padre se manifiesta como relación íntima del Verbo encarnado con cada ser humano. Pablo, a quien no puede acusarse de «intimismo», se atreve a decir: «Cristo me amó y se en­tregó por mí» (Gal 2,20). Y desearía el propio Pablo que cada uno de sus catecúmenos hiciera suyas estas palabras. El Hijo resucitado es «donador» del Espíritu; y también en esto (y sobre todo en esto, po­dríamos decir) se trata de una venida íntima y personal de Dios. Este Pentecostés íntimo del corazón es, siguiendo la imagen de la liturgia, «como el rocío que hace que cada tierra produzca sus mejores fru­tos». Cada creyente responde de manera personal a esta llamada de Dios.

Y en una tradición

• Y, sin embargo, inmediatamente hemos de afirmar también lo contrario. El creyente se sitúa en una tradición de fe que debe acoger para, a continuación, prolongarla y enriquecerla con su personal aportación. En este sentido, nadie es jamás el primer creyente. Toda respuesta perspnal de fe halla su lugar dentro de una tradición, en el seno de una historia de la fe que forma parte integrante de su propia

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respuesta personal. Y hemos se subrayar que esta tradición no es sólo condición de posibilidad de la propia respuesta personal, sino que la constituye de alguna manera. En mi respuesta personal de fe siempre hay una cierta aceptación de la fe de mis padres. Yo no ten­go ni la posibilidad ni el deseo de inventar cada día la totalidad de mi respuesta personal a la propuesta de Dios. Naturalmente que hay momentos en los que doy una respuesta más personal, y esta respues­ta tiene entonces un contenido que puede expresarse en pocas pala­bras: «Sí, Señor, me entrego a ti. Confio en ti y acepto lo que me pi­des». Pero en la mayoría de las ocasiones mi confesión de fe se adhie­re a la fe de mis padres, integrándola y alimentándose de ella.

¿Qué podemos decir ahora de la fe de María? Retomemos las dos dimensiones que hemos indicado, pero en orden inverso.

Resumen de la fe bíblica

1. La fe de María constituye la floración plena de la fe bíblica. Asume y resume la fe de Abraham. Para responder a la llamada de Dios, Abraham «salió sin saber adonde iba» (Heb 11,8). Y aunque María, debido a su concepción inmaculada, es más lúcida que ningu­na otra criatura acerca de la voluntad de Dios sobre ella, no nos está prohibido pensar que también ella «sale sin saber adonde va». Al igual que su padre Abraham, María se pone en manos de Dios, de quien sabe que es digno de la más absoluta confianza.

De este modo, María realiza su fe dentro del movimiento espiri­tual del profetismo bíblico, con toda su búsqueda de purificación de la entrega del hombre a Dios. Ella es la primera en superar las ofren­das sacrificiales con la donación del corazón, la única que agrada a Dios. Ella hace suya la oración del salmo que la Carta de los He­breos pondrá en labios de Cristo al venir a este mundo:

((Sacrificio y oblación no quisiste (...) Entonces dije: He aquí que vengo (...) a hacer tu voluntad» (Ps 40,7-9; Heb 10,5-7). Tal vez haya que subrayar, ante todo, cómo la fe de María se in­

tegra en la última etapa de la fe bíblica, «cuando ya no había profe­tas» y cuando el ideal espiritual de los «pobres de Yahvé» consistía en «mantener su alma en paz y en silencio» para que, sencillamente, Dios pudiera hacer su voluntad. María, de quien Lucas dirá dos ve­ces en su Evangelio que «conservaba y meditaba todas estas cosas en su corazón» (Le 2,19; 2,51), se halla, pues, al término de la búsqueda

María, la creyente 67

espiritual expresada en el salmo 130 como última etapa de la purifi­cación de la fe. Nada de extraordinario se le pide ya a Dios.

El anuncio de la nueva Alianza propuesta por Jeremías en su ca­pítulo 31 queda plenamente realizado en esta Creyente: la vida co­mún propuesta por Dios se ha hecho camaradería cotidiana en el si­lencio y la confianza.

Y de toda fe humana

Pero resultaría difícil encerrar a María en el reducido espacio de la experiencia espiritual de su pueblo. O, dicho más exactamente: considerar esta experiencia como totalmente diferente de la de otros pueblos. Si el hombre ha sido hecho «capaz de Dios», la propuesta de vida común suscitará, en cualquier corazón humano que la acepte, el mismo movimiento de purificación y de entrega confiada de sí. Esta actitud será objeto de los matices culturales propios de las costum­bres religiosas de la comunidad en la que sea vivida, pero siempre tenderá a la misma simplificación y al mismo equilibrio. Y es en este sentido como se resume en la fe de María. Sin renunciar a nada del particularismo judío, que hace de ella una fe verdaderamente huma­na al ser tan concreta, la fe de María aparece como la quintaesencia de todos los «sí» dichos al proyecto de Dios. El Emmanuel ya pue­de venir, porque, en María, la tierra de los hombres está lista para acogerlo.

2. Pero si la fe de María asume y sintetiza la fe de quienes la han precedido y de quienes la rodean, también hay que afirmar que la supera y la lleva a su perfección. Señalemos, pues, los cauces concre­tos en que se verifica esa perfecta y consumada superación.

María presta su adhesión total, y plenamente humana, a la Pala­bra de Dios. Dicha adhesión se realiza, a la vez, como cumplimiento pleno de la palabra bíblica y como aceptación del mensaje del ángel. Ambas cosas, por lo demás, han de separarse lo menos posible. Así como el creyente, llegado el momento, sólo estará en condiciones de prestar una aquiescencia personal a la Palabra íntima que el Señor le dirige, si es capaz de enraizar diariamente su fe en el corazón mismo del pueblo de los creyentes, así también María se va haciendo progre­sivamente capaz, mediante la escucha de la palabra bíblica, de acep­tar acogedoramente la palabra del ángel y responder a ella con un «sí».

Esta adhesión es total y, a la vez, plenamente humana.

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• Es total; y en este sentido, María se adhiere al mensaje bíblico mejor que ninguno de los personajes de la Biblia. Su plenitud de gra­cia produce aquí todo su fruto. Y la fe de María anuncia perfecta­mente, además, que es posible la adhesión a la voluntad del Padre que Jesús manifestará a lo largo de su vida. Del mismo modo que Je­sús, en el desierto, responderá con las palabras del Deuteronomio a las solicitaciones del tentador, María ya está experimentando que ella «no vive de solo pan, sino de toda Palabra salida de la boca de Dios» (Mt 4,4).

• Y, sin embargo, esta adhesión de fe es plenamente humana. Constantemente sentimos la tentación de deshumanizar a María, y ya hemos visto cómo hay quienes, aceptando la realidad de la huma­nidad de Cristo, no están dispuestos a hacer lo mismo tratándose de su Madre. Pero el pensar de este modo no supone darle gloria ni a María ni a Dios. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la per­fecciona. ¿Por qué habría que renunciar a este sabio axioma cuando se trata de la Madre de Emmanuel? La adhesión de fe de María es humana y pone de manifiesto cuan «capaz de Dios» es el ser humano cuando quiere de veras entregarse a la verdad de la Palabra.

Plenificada en su acogida

María vive con la absoluta certeza de estar plenificándose en una perfecta armonía entre la gloria de Dios y su propia felicidad. «La gloria de Dios es la vida del hombre», decía Ireneo de Lyon, uno de los primeros «trovadores» de María en la tradición cristiana. María vive y adivina todo esto, aunque no sea capaz de formularlo.

La plenitud de gracia se manifiesta en María como expansión y como alegría. La aceptación de la Palabra, la adhesión de fe a la ver­dad de dicha Palabra, produce en esta criatura todos sus frutos. Ve­neremos como es debido esta «conveniencia» querida por el Padre: que la obra de la gracia no resplandezca sólo en el rostro del Hijo Amado, sino también en el rostro feliz de su Madre, del mismo modo que habrá de resplandecer, salvando las distancias, en el rostro de to­dos nosotros, los «santos», a la espera de contemplar el Rostro del único Santo.

Los innumerables cuadros que representan a María llevando en brazos a su Hijo, la muestran llena de paz y de dicha. La alegría de su rostro traduce la felicidad interior de la que se ha entregado a Dios

María, la creyente 69

sin resevas. María hace realidad el mensaje de tantos salmos que ex­presan la alegría del justo:

«Un día en tu casa vale más que mil» (Ps 84,11) «La cuerda me asigna un recinto de delicias» (Ps 16,6). No le faltan a María momentos de prueba. Pero la prueba no des­

truye la profunda alegría de la que se ha adherido plenamente a la vo­luntad de Dios.

Para la salvación de los hombres

Si María se adhiere de todo corazón a la obra de la salvación, lo hace para la felicidad de todos. No debemos ceder a un intimismo exagerado. Recordemos que nunca se recibe una misión exclusiva­mente para uno mismo, y que la adhesión de fe tiene siempre una componente comunitaria y misionera. María no es llamada a vivir la maternidad divina para sí sola, sino para la salvación de la humani­dad; es preciso que, gracias a su cooperación, se realice al fin el pro­yecto del Padre de hacer entrar a la humanidad en comunión con el Amor Único que él irradia sobre su Hijo. Con toda la serie de privile­gios de María, de lo que se trata es de hacerla capaz de realizar una misión al servicio de todos. Basta con leer el Evangelio:

• Desde que el Hijo es anunciado, se le presenta como «el que salvará al pueblo de sus pecados».

• La escena de la Visitación, que sucede a la de la Anunciación, expresa la conciencia que tiene María de estar participando en un misterio de salvación para todos, así como el gozo que ello le propor­ciona.

• La presencia de María en Cana, al pie de la cruz y en el Ce­náculo confirmará la dimensión misionera de su vocación y de su fe.

La fe de María se nos muestra, pues, como una aceptación gozo­sa y resuelta de lo que Dios quiere. El canto del Magníficat, su privi­legiado empleo por la comunidad creyente desde sus orígenes y su in­cesante repetición a lo largo de los siglos sólo se comprenden a la luz de esa actitud de María. Es a la vez un canto de presente y una pro­clamación de esperanza. Ya se ha realizado en ese «mirar el Todopo­deroso la humildad de su esclava», a quien su prima Isabel proclama ya dichosa por su fe. Pero ¡cuan necesario sigue siendo que los pode­rosos sean «derribados de sus tronos»! ¿No constituye acaso todo el sentido de la esperanza cristiana el afirmar la certeza de un «todavía no» desde el corazón mismo de un «ya» que apenas se deja adivinar?

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¿No consiste el movimiento fundamental de la fe en expresarse en cántico de esperanza porque Dios es Fiel y no puede desentenderse de la total y plena realización de su obra? La fe de María está, pues, perfectamente integrada en la profesión de fe de la Iglesia. Vamos a tratar ahora de explicitarlo viendo cómo se expresan las característi­cas de la fe de María en la profesión de fe de la Iglesia.

2. FE DE MARÍA Y PROFESIÓN DE FE DE LA IGLESIA

Adhesión a la Palabra de Dios

a) La fe de María se expresa como adhesión inquebrantable a la Palabra de Dios.

Para la Iglesia, se trata de dar testimonio de su absoluta confian­za en la Palabra. El poder de la Palabra se expresa en la proclama­ción de la misma y en el ministerio de los sacramentos, que también ellos (y sobre todo ellos) constituyen una actualización o puesta en práctica de la Palabra. Y como la Palabra es misterio y parece per­fectamente impotente para convertir los corazones y transformar el mundo, la Iglesia siente la tentación de desentenderse de ella y con­fiar más bien en cualesquiera tácticas humanas que aseguren su ex­pansión y su supervivencia.

• La Iglesia, como María, debe confiar en el poder de la Pala­bra meditada y proclamada. Y para ello debe volver una y otra vez a la Palabra como a algo siempre nuevo; debe intentar no acostum­brarse a escuchar la Palabra, y debe meditar sin cesar. Debe, ade­más, estudiarla valiéndose de las seculares aportaciones de las cien­cias humanas y, al mismo tiempo, volviendo una y otra vez a dicho Libro como a su más sagrado tesoro. Es así como la Iglesia actualiza la actitud espiritual de María, «conservando y meditando todas estas cosas en su corazón». Y al igual que María, tampoco la Iglesia debe renunciar a salir también ella «hacia la región montañosa» (Le 1,39), siguiendo el camino de la Visitación y de la misión. De este modo es como la Iglesia se asemeja a María, misionera para Isabel y para el pequeño Juan Bautista.

• La Iglesia, además, debe confiar en el poder de la Palabra en los sacramentos. Por supuesto que ha de salvaguardar el acceso a

María, la creyente 71

ellos y no ofrecer inconsideradamente el tesoro que encierran; pero tampoco puede encerrarse en una confianza demasiado estricta en la preparación humana, hacerse excesivamente «catecumenal». Los obispos franceses lo recordaron en Lourdes en 1975: La Iglesia no puede contentarse con anunciar la Buena Nueva; debe también con­ducir, a aquellos a quienes evangeliza, hasta el tesoro sacramental no sólo anunciado, sino compartido y vivido. La Iglesia debe conducir hasta el umbral mismo del bautismo, y aún más hasta la participa­ción eucarística.

Intentar expresar la fe

b) La fe de María se expresa como absoluta certeza de estar realizándose en una perfecta armonía entre la gloria de Dios y su fe­licidad personal. Este debe expresarlo la Iglesia de esta paradójica manera:

• Como certeza de la inadecuación entre sus expresiones de fe y el propio Misterio.

• Como búsqueda de una comprensión cada vez mayor de las «cosas de la fe», en orden a la visión perfecta.

Una Iglesia que diera la impresión de comprender enteramente el Misterio y de que en sus dogmas expresa toda la belleza del mismo, no podría dejar de caer en una tristeza infinita ante la pobreza de los logros de su labor. Ahora bien, la Iglesia sabe, por el contrario, que la belleza del Misterio excede con mucho las expresiones de la fe; a pe­sar de lo cual, reanuda cada mañana el trabajo y se sabe capaz de realizar nuevos progresos. Y el teólogo en la Iglesia no habrá de ser considerado como un sujeto molesto e inoportuno, sino como el en­cargado de despertar a los demás, como el portador de un dinamismo espiritual en orden a un mejor anuncio misionero. Suele afirmarse que las industrias que renuncian a la investigación de base, invirtién-dolo todo en la tecnología más inmediatista, se adormecen y acaban hundiéndose. ¡Con cuánta mayor razón puede decirse lo mismo de la Iglesia, que no es una empresa puramente humana y que debe remi­tirse al poder del Espíritu, jamás poseído y constantemente buscado con amor!

Al servicio del Amor universal

c) La fe de María se expresa como gozo y alegría por adherirse a la obra de la salvación, no sólo para sí, sino para la felicidad de to-

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dos los hombres. Esto se traduce en una Iglesia capaz de reconocer su carácter secundario en relación al anuncio del Amor universal del Padre, manifestado en Cristo.

El Padre ama a todos los hombres, no sólo a los bautizados. Cris­to es salvador de todos, no sólo de quienes creen en él. El Espíritu «sopla donde quiere» (Jn 3,8), y nadie puede pretender ser su propie­tario. La aportación fundamental del Vaticano II a la reflexión teoló­gica fue espléndidamente sintetizada por Pablo VI en la víspera de su clausura, el 7 de diciembre de 1965:

«La Iglesia ha reconocido durante este Concilio que no tiene su fin en si misma, sino que está al servicio de la humanidad».

Una Iglesia que tiene el valor de afirmar tal cosa, de reconocer que ella es «segunda» —¡no secundaria!— con respecto al Dios que la envía y con respecto al mundo al .que sirve, no puede dejar de reem­prender una y otra vez la tarea, sin insistir constantemente en sus propias miserias y fracasos. Es la misma Iglesia.

— que se presenta como servidora de la humanidad. — que habla de su jerarquía como servicio al Pueblo de Dios — y que reinstaura el diaconado, ministerio del servicio, como mi­

nisterio de evocación y de referencia. ¿Y no es María —en unión del siervo Jesús, naturalmente; en de­

pendencia de él y en sintonía con Aquel que, la víspera de su muerte, se hace siervo y lava los pies a sus amigos— la que enseña a la Iglesia que, para que pueda ser llamada bienaventurada, ha de ser de todo corazón servidora de Dios y de los hombres?

d) La fe de María se expresa como aceptación gozosa y resuel­ta de lo que Dios quiere, en orden a la plena y definitiva realización de todas las cosas. Esto se traduce, para la Iglesia, en aceptar valien­temente vivir en la fe y trabajar sin desánimo en la obra de la salva­ción, no permitiéndose dudar jamás de que Dios sigue siendo el «maestro de obras» y el que conduce pacientemente todas las cosas a su plena realización.

Así aparece, por ejemplo, en la oración de la Iglesia por la Uni­dad: «la Unidad que Dios quiera y por los medios que él quiera». No se trata de ceder a la pereza; la oración no dispensa de todo tipo de encuentros y esfuerzos humanos. Pero esta oración ha de ser siempre pacífica, carente de toda angustia. La Iglesia está segura de Dios, del mismo modo que María estaba segura de Cristo en Cana: «Haced lo que él os diga». Volveremos más adelante sobre estas palabras, ver-

María, la creyente 73

daderamente centrales para comprender la misión de María en la Iglesia. Exactamente igual que la Iglesia, de la que ella es Madre y modelo, María vive en la aceptación pacífica del proyecto de Dios. María abre a la Iglesia y a todos los creyentes, sus hijos, el camino de una fe más pura.

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María y el Espíritu Santo

La doble maternidad de María se revela y se realiza en su rela­ción verdaderamente única con el Espíritu Santo. Las dos ocasiones en que el Espíritu viene a María se iluminan recíprocamente: si en Nazaret recibe María al Espíritu, que «la cubre con su sombran, para hacerla capaz de dar a luz al Verbo de Dios, en Pentecostés es el propio Verbo glorificado quien da el Espíritu a su Madre para que ésta sea Madre de los hombres y coopere a que todo hombre acoja el amor trinitario.

La venida del Verbo en Jesús y la efusión del Espíritu sobre todo ser humano revelan, una y otra, el amor absoluto del Padre.

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76 María, Madre de los hombres

En este breve capitulo vamos a precisar una serie de puntos im­portantes de la relación entre María y el Espíritu Santo. Nos reserva­mos el volver sobre ello en el capítulo siguiente, cuando nos refiramos y contemplemos a María en el misterio trinitario, capítulo que cons­tituirá la conclusión de nuestro itinerario sobre María como Flor de la Creación.

María existe en el Espíritu

1. Como cualquier otra criatura, María existe, vive y nace en el Espíritu Santo de Dios.

Como todas sus criaturas, María existe y vive bajo la moción del Espíritu. Su vida, aun en lo que pueda tener de más natural, es ya una manifestación del amor personal del Espíritu. El Espíritu es esa mira­da amorosa del Padre al Hijo que hace surgir a éste ante él y estable­cer con él el diálogo eterno del amor:

«Tú eres mi Hijo, mi amado, en quien me complazco». Toda existencia creada participa de un misterioso modo de esta

palabra de amor. La criatura recibe y acoge esta palabra como el ori­gen primero de su existencia. Lo mismo debemos decir de María si queremos mostrar cómo sus privilegios personales no la separan de la comunidad de los hombres, sino que la hacen solidaria de esta ma­nifestación del Amor trinitario, que significa la salvación plena de la humanidad y de todas las cosas creadas. Ya lo hemos dicho anterior­mente, pero conviene no olvidarlo.

En una relación particular con El

2. Pero María tiene una relación particular con el Espíritu Santo.

María y el Espíritu Santo 77

Relación particular en un doble sentido, de los cuales sólo el se­gundo permite comprender toda la belleza que encierra el primero. El Espíritu viene en dos ocasiones sobre María: en la Anunciación y en el Cenáculo. Y esta última venida, la de Pentecostés, hace resaltar la belleza de la primera venida, la que tiene lugar en el silencio de Naza-ret. La segunda venida se produce una vez que María ha sido ya constituida por su Hijo como Madre de la Iglesia y de los hombres, al pie de la cruz. Pentencostés ratifica y hace realidad efectiva esta ma­ternidad respecto de todos los seres humanos.

El misterio del Cenáculo

En este sentido hay que entender debidamente lo que sucede el día de Pentecostés en el Cenáculo: el Espíritu no viene sobre María de la misma manera que viene sobre el grupo apostólico y sobre la comunidad de todos los que se encuentran reunidos. Por supuesto que es el mismo Espíritu el que viene sobre unos y otros; por supues­to que viene para encender ios corazones de todos coa el fuego de la Caridad que el Padre profesa hacia su Hijo; y por supuesto que viene para hacer a todos capaces de tributar al Padre un amor filial digno del que el Padre siente hacia todos ellos. Pero las vocaciones de unos y otros no dejan de ser diferentes; y es esta diferencia de las distintas vocaciones humanas la que nos permite comprender las diferentes misiones del Espíritu:

a) La comunidad de los creyentes recibe el Espíritu para que se realice en ella «el milagro de la fe». Se trata de que cada cual se adhie­ra a Jesucristo resucitado y lo reconozca como Señor de su propia vi­da. Se trata de que cada cual acepte a Jesús como el «Enviado en mi­sión», a fin de que sea conocida la Buena Nueva y se haga realidad el Cuerpo místico. La realización concreta de este Cuerpo constituye la finalidad del Amor trinitario, la consumación de toda la obra de la salvación.

b) El grupo apostólico recibe el Espíritu para constituirse en el armazón de dicho Cuerpo hasta que el Señor vuelva, cuando el Padre lo quiera, y someta todas las cosas al amor del mencionado Padre. Los apóstoles reciben el Espíritu en orden a una tarea, a un ministe­rio: trabajar, en armonía con el Espíritu Santo, para que la Iglesia se edifique mediante la misión y, poco a poco, vaya formando ese Cuerpo, que sólo quedará plenamente constituido cuando el Señor regrese.

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78 María, Madre de los hombres

c) También María acoge esta nueva venida del Espíritu en or­den a la realización de una tarea, de su nueva tarea. Su Hijo, glorifi­cado junto al Padre, la vuelve a llenar del Espíritu para que ella parti­cipe, en lugar de él, en la construcción de ese Cuerpo eclesial. De este modo ratifica Jesús la palabra que ha pronunciado desde la cruz: la humanidad es tu hijo de un modo tan real como lo soy yo mismo, porque el Padre quiere, desde toda la eternidad, que esa humanidad se recapitule en mí y que desde este modo se realice su crecimiento espiritual. La Palabra pronunciada desde la cruz es confirmada por el don del Espíritu, recibiendo en el día de Pentecostés toda su fuerza creadora. Y nosotros podemos adivinar que en el corazón de María late la misma respuesta que en Nazaret: Sigo estando al servicio del Señor para esta nueva misión. Que todo se haga, para mí y para los hombres, como él lo quiera.

La primera venida del Espíritu

3. Es a la luz del cumplimiento que acabamos de referir como podemos comprender la relación que se establece entre el Espíritu y María en el momento más secreto de la Anunciación.

También entonces se trata de una venida del Espíritu, pero en una distinta relación trinitaria. En el momento de la Anunciación nos ha­llamos aún en la primera etapa de la revelación del amor del Padre: por entonces es el Espíritu el que se encuentra en misión, con el fin de dar al Hijo a los hombres. Será la Pascua de Jesús y su prolongación de Pentecostés la que invertirá esta relación: glorificado junto al Pa­dre, será entonces el Hijo el que «ore al Padre» para que envíe de nue­vo el Espíritu y para que, de este modo, se manifieste su amor en todo su esplendor.

Conviene que ni exageremos esta distinción ni atenuemos la reali­dad de la misma. Por supuesto que en ambos casos es el mismo Dios el que se entrega, y en ambos casos se trata de hacer conocer el Amor infinito del Padre. El Padre ha creado a los hombres para que, mediante el Espíritu, se conviertan en «hijos en el Hijo».

Pero cuando, el día de la Anunciación, actúa el Espíritu para que el Hijo se haga en María uno de nosotros, todavía nos hallamos en la primera vertiente de toda esta obra. En la obra de la salvación no está sino el Hijo, pero la encarnación redentora no tiene su fin en sí misma. No puede ser expresada, por tanto, como la única realidad del amor del Padre a los hombres. En Occidente tendemos a estre-

María y el Espíritu Santo 79

char peligrosamente esta obra, y nuestros hermanos de Oriente nos lo recuerdan insistentemente. San Anatanasio de Alejandría, en el si­glo IV, daba decididamente en el clavo cuando resumía el misterio de la salvación con este maravilloso equilibrio:

«Fue para que nos hiciéramos portadores del Espíritu por lo que se hizo Cristo portador de nuestra carne».

«Para que...»: he ahí el sentido de la primera misión, la del Hijo. Todo converge en ese don del Espíritu que nos hace hijos en él.

La Anunciación en Nazaret constituye, por tanto, el momen­to de gracia en la eclosión de esta primera obra. La persona del Espíritu, quedándose de momento como retirada, hace que venga entre los hombres la persona del Hijo. Por supuesto que el Espíri­tu actúa, pero lo hace a su manera, con toda delicadeza; a tal ex­tremo llega su deseo de que, ante todo, «tenga éxito» la Encarna­ción, colmando así el corazón del Padre. Y poco le importa al Es­píritu que su discreta y oculta acción siga siendo discreta y oculta a lo largo de los siglos, con tal de que el amor del Padre sea cono­cido y correspondido en el Rostro de su Hijo primogénito.

Hasta ese punto es cierto que, en el misterio trinitario, ningu­na Persona pretende destacar por encima de las otras. Y que no hay nada que proporcione al Espíritu y al Hijo tanta alegría como que se manifiesten la gloria y el amor de Aquel de quien ambos proceden. El Espíritu, por lo tanto, viene sobre María y la inviste de todo el poder de la Caridad de Dios, sin dejar de respe­tar maravillosamente su libertad creada. Es esta venida del Espí­ritu la que realiza la encarnación de la segunda Persona. Convie­ne prestar atención a la concatenación que establece el texto de Lucas:

«El Espíritu vendrá sobre ti... por eso el que nazca será llamado Hijo» (Le 1,35).

Es la coronación de la primera obra de Dios: el Espíritu, que pre­sidió el nacimiento del mundo para que el mundo se lograra, actúa ahora para que ese mismo mundo sea la cuna de Emmanuel. El Espí­ritu habló después «por los profetas» para que al menos hubiera algu­nos que no se desanimaran durante la larga espera. Pues bien, ahora «está preparada la tierra» para acoger al que viene.

Contemplemos sin temor las «conveniencias» de esta acción.

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80 María, Madre de los hombres

María, tabernáculo del Amor

El Espíritu, amor del Padre y del Hijo con una reciprocidad abso­lutamente respetuosa de la originalidad de cada una de las Personas, es enviado por el Padre. Y le hace saber a María —esa criatura que por ahora recapitula en sí a la humanidad creada y a todo el univer­so— el amor creador de ese Padre que ama al mundo con el mismo amor con que ama a su Hijo único. Se lo hace saber, se lo dice... y ya existe. María se convierte en tabernáculo de la Presencia. El amor del Padre no queda sin efecto, y hace que exista en María el misterio del Amado. De este modo, mediante este acto de Dios, se manifiesta a la luz del día que el Padre no tiene dos amores, sino que ama a su crea­ción con el mismo amor con que ama entrañablemente al Hijo eter­no, hasta el punto de que ambas vertientes de su amor se hacen en el seno de María un solo ser. En este sentido, María es proclamada por el ángel «la amada de Dios», en nombre de todo cuanto ella recapitu­la y sintetiza.

Y María, en su fe, acepta esta conmovedora revelación del amor único e indivisible del Padre, permitiendo a Dios manifestar esplendo­rosamente su «loco Amor», ese Amor que es el Espíritu mismo. Ja­más una adhesión humana al amor del Padre se había parecido tanto a la respuesta de amor que el Hijo da eternamente al Padre. En el ins­tante mismo en que María acepta ser amada de este modo en nombre de toda la humanidad, la respuesta eterna de amor del Hijo al Padre comienza a expresarse humanamente, a impulsos del Espíritu, en lo más profundo del ser de María. Pero seamos aún más precisos: al de­cir: «expresarse» (el lenguaje humano no da para más), no quiero de­cir, en modo alguno, que la conciencia humana de Jesús goce necesa­riamente desde ese instante de la alegría beatífica. Únicamente deseo subrayar esta «revolucionaria» novedad: el «sí» de amor del Hijo al Padre, que desde siempre constituye el misterio de Dios, se expresa en adelante en medio de los hombres, otorgando valor eterno a toda invocación de la criatura a Dios. A partir de ese instante, y gracias a la oración de María, que más tarde educará pacientemente la propia oración de su Hijo, toda invocación humana al «Dios desconocido» no será ya tan sólo el grito de una criatura precaria y perdida en su noche, sino que se convierte para siempre en la exclamación de asombro del Hijo que descubre el amor del Padre:

«Sí, Padre, yo sé que Tú me amas, y también yo te amo con un amor semejante».

María y el Espíritu Santo 81

Toda oración humana, por torpe y desmañada que sea, se con­vierte a partir de entonces, y para siempre, en la respuesta de amor del Hijo al Padre, con el poder del Espíritu. Ha nacido la oración cristiana.

La oración cristiana, pues, nace verdaderamente en la oración humana de María el día de la Anunciación. Su simplicísima respuesta a la solicitación del Espíritu —«aquí está la esclava del Señor»— se convierte en el insuperable modelo de oración humana del Hijo en­carnado. Con muy agudo sentido teológico, la liturgia nos invita a leer, en la fiesta de la Anunciación, las palabras de Cristo al venir al mundo:

«¡Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad!» (Heb 10,7). Se trata de la actitud fundamental de María y, a la vez, de Cristo:

aceptar la deferencia del Padre, dejarse amar por él y responderle con una generosidad que sólo el Espíritu puede suscitar. Es la actitud de María, y habrá de ser la actitud de cualquier creyente hasta la consu­mación de los siglos. Pero es, sobre todo, la respuesta que desde toda la eternidad ha dado el Hijo al Padre; el segundo movimiento de la Caridad trinitaria, que se convierte en una realidad creada. Y resulta verdaderamente extraordinario el que la criatura, comenzando por María, no sea invitada a un amor distinto, a un amor derivado o infe­rior, sino que, sencillamente, sea capacitada para vivir aquello mismo que se vive en lo más íntimo de Dios. Ningún tipo de mística podría por sí misma llegar a intuir algo semejante.

Esta profunda transformación del ser y la oración de María, esta adaptación de su corazón para ser capaz de expresar el diálogo trini­tario, es la obra que propiamente realiza en ella el Espíritu, que en ese momento lleva a cabo su obra más secreta. Y lo hace mantenién­dose en la sombra, por la sola gloria del Padre. No se manifiesta a sí mismo, sino que realiza en aquella mujer, prototipo de la humanidad salvada, una configuración con el Hijo eterno que va mucho más allá de cualquier itinerario místico. Es la Persona misma del Hijo la que comienza a existir en el seno de una criatura. Y esta configuración fi­lial va buscando, toda ella, la sola gloria del Padre, la incesante ala­banza a su increíble amor.

De esto modo, la Anunciación se desvela como una de las gran­des teofanías trinitarias de la historia de la salvación. Cada una de las Personas se encuentra allí presente y activa, pero con un desposei­miento de sí que permite conocer la Pobreza existencial de nuestro Dios. Evidentemente, «el Hijo no es el Padre», y es sólo el Hijo( el que

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se encarna; y naturalmente que también el Espíritu realiza su propia obra. Pero la especificidad de cada una de las Personas es asumida en el perfecto intercambio del amor. De este modo se manifiesta insu­perablemente que el Dios de Jesucristo no es «el Dios de los filósofos y los sabios», sino el Dios que se complace en dar y en darse. El Dios que es Amor y que suscita en su criatura la generosidad del amor, para que todo se realice plenamente en la insuperable pobreza de su Caridad.

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María y el misterio trinitario

Vamos a reflexionar sobre la relación de María con cada una de las tres Personas y cómo alcanza su plenitud en la relación que man­tiene con el Padre:

— Criatura de Dios, María se hace Madre de su Hijo creador para que al fin se haga realidad la nueva creación por la que todo suspira y florezca el mundo nuevo. Madre de Dios y, más concretamente, Madre del Hijo de Dios.

— Es el Espíritu creador el que, al venir sobre ella, hace posible su maternidad y le hace a ella, además, cooperar al engendra­miento del mundo nuevo, en íntima relación con el ministerio de la Iglesia.

— Hija del Padre, María se halla unida, en la medida en que es posible, a su amor de Padre, y es en esta unión donde ella tam­bién pronuncia la palabra de amor: «Tú eres mi Hijo».

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«Las acciones 'ad extra' de la Trinidad son indivisibles». Habría que salvaguardar este antiguo axioma, porque nos impide ceder a la falsa idea de la existencia de tres dioses y nos preserva de admitir una excesiva «especialización» de las Personas dentro del misterio de un único Dios. Pero no deberíamos permitir que dicho axioma nos con­dujera a un impersonalismo teológico que tampoco respetara la vida íntima del Dios vivo, ese Dios trinitario que Jesús nos da a cono­cer. Por eso, y partiendo de la reflexión que hemos hecho acerca de María como criatura, llegado ahora el momento de reflexionar sobre su particular condición de Madre de su creador, vamos a ensanchar el debate y vamos a proponer ya desde ahora el estudio de lo que también podríamos haber puesto al final del libro: la relación propia de María con cada una de las Personas, en el seno del misterio trini­tario. Y ante todo, se imponen dos breves observaciones:

1. El ensanchamiento del tema nos lleva a estudiar dicha rela­ción por encima y más allá de la obra creadora de cada persona. Sin embargo, intentaremos conservar este punto de partida, porque esta­mos convencidos de que la obra teológica se elabora a partir de la consideración de la acción de Dios. No puede decirse una palabra vá­lida sobre el ser de Dios más que a partir de la reflexión sobre lo que él hace; y Dios actúa para nosotros, ante todo, como creador.

2. No existe un orden ideal para presentar la acción de las Per­sonas trinitarias. Es fácil sentir la tentación o el deseo de partir de la acción propia del Espíritu, que, en el Hijo encarnado, reconduce to­das las cosas al Padre y las devuelve a la unidad de su Fuente origi­naria. Una preocupación más deductiva por el tema conduciría a ha­blar primero del Padre, como Origen absoluto. Pero el punto de par­tida de nuestra reflexión —María, Madre de su creador— nos invita a situar en primer lugar las consideraciones sobre la segunda persona.

María y el misterio trinitario 85

No se trata de una opción obligada, pero sí tiene su justificación. De hecho, tan sólo se trata de una puerta de acceso. El Misterio en toda su belleza se halla situado en el interior de la Morada. Y ya sabemos cómo toda palabra teológica no es más que el balbuciente acerca­miento, motivado por el solo Amor, a una Vida que no cesa.

1. LA MADRE DEL HIJO CREADOR

Ese Hijo en quien todo ha sido creado

A. Aun siendo criatura de Dios, María se convierte realmente en Madre del Hijo creador, igual al Padre y «en quien todo ha sido creado y todo subsiste» (Col 1,16-17). Es esencial comprender que María trae al mundo precisamente a ese Hijo en quien todo ha sido creado. El Hijo preside la creación del mundo, y la realiza concreta­mente de conformidad con la voluntad del Padre, delante de cuyo Rostro pone el mundo como una revelación de su amor generoso. Este es el Hijo que María trae al mundo, a quien ella da un arraigo concreto en este mundo, que es obra suya y al cual viene a vivir hu­manamente, porque como Creador providente del mismo ya habita en él desde siempre.

¿Qué podemos decir acerca de esta creación en el Hijo para iluminar aún mejor la función propia de María en su maternidad? ¿No podría sugerirse, sin incurrir en un excesivo anacronismo, que el Padre ei el «arquitecto», y el Hijo el «contratista», por emplear los términos que podemos leer en los carteles de las obras de nuestras ciudades?

¿Es el Hijo el ejecutor concreto de la voluntad de amor del Padre invisible? Pero entonces, ¿dónde está la obra propia del Espíritu? Desde Ireneo de Lyon, los Padres han insistido en atribuirle una acti­vidad armonizadora y estética. Lo que con ello desean subrayar, in­dudablemente, no es que no sepan demasiado bien qué decir acerca de la obra propia de la tercera Persona, ni que le atribuyan una labor superficial de simple «acabado», sino que el Hijo y el Espíritu juntos, como comunidad de Personas reveladoras, trabajan sin cesar y en plena armonía, no en beneficio propio, sino al objeto de dar a cono­cer a Dios como Padre que crea por amor y para bien del hombre.

Con toda razón, por lo tanto, puede llamarse al Hijo «creador», no en el sentido de que a él se deba propiamente la concepción origi-

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nal del mundo, sino en el sentido de que toda obra buena, armoniosa y bella se realiza concretamente «en él»; que él es su Imagen de refe­rencia. Y aun cuando exista una diferencia infinita entre el nacimien­to eterno del Verbo en el seno del Padre y la venida temporal al «ser» de cualquier existencia creada, es preciso hacer ver inmediatamente, en orden al equilibrio de la fe, la profunda connivencia existente entre el misterio filial eterno y la existencia de la criatura.

Existe lo que podríamos llamar una «estructura filial de lo crea­do». Karl Rahner insistía mucho en este punto al reflexionar sobre el hombre, y conviene que le escuchemos. En cuanto criatura, hay en todo hombre, mucho antes de su posible consagración bautismal, una profunda capacidad de ser hijo. Es la consecuencia de la certeza de fe de que «todo ha sido creado en el Hijo».

Lo cual quiere decir que la creación jamás carece de finalidad, que no es «capricho de Dios», sino que en su misma realidad conlleva una vocación, un destino, un proyecto. Decir que la creación es «en el Hijo» significa, por tanto, recalcar de entrada su sentido. No olvide­mos, pues, que María es, muy concretamente, Madre-del-Hijo, no Madre-de-Dios de una manera impersonal. Su vocación personal, su tarea, se halla, por lo tanto, en profunda armonía con una creación que tiene una finalidad y que se encamina «hacia el Padre en el Hijo». La criatura María es Madre del Hijo, en quien todo ha sido creado. Ella es la confluencia querida por el Padre, la mediación deseada por Dios, entre el Misterio inaccesible y cualesquiera realidades del mun­do. Y María se hace Madre del Hijo para que se desvele y se realice la mencionada capacidad del hombre de ser hijo. No basta, por lo tanto, con decir que una criatura se hace Madre de Dios para que to­dos tengamos acceso a la vida divina. Hay que hablar con mayor precisión y afirmar que esa mujer se hace Madre del Hijo para que todos seamos hijos.

B. María se convierte en Madre de su Hijo creador en orden a la nueva creación.

El Emmanuel suscita el mundo nuevo

La maternidad de María se sitúa entre la antigua y la nueva crea­ción y, consiguientemente, sólo puede comprenderse sobre el amplio horizonte de la segunda de tales creaciones. María va a dar a luz al Hijo creador p#ra que éste, convertido en «Emmanuel», suscite la nueva creación, que es la única que ha de desvelar toda la belleza del

María y el misterio trinitario 87

misterio de los orígenes. El hecho de que María dé a luz a su creador es, por tanto, una realidad que pertenece al orden de los «medios»: para que el Hijo hecho hombre pueda realizar el fin último de la obra creadora, que no es sino la Alianza plena de la humanidad con Dios y en Dios.

¿En qué consiste, pues, esta nueva creación? Consiste en la reali­zación de la Alianza mediante la habitación de Dios en medio de los hombres y la inclusión de los hombres en Dios. Y en este sentido, la maternidad de María es modelo de la presencia de Dios en el corazón del creyente cuando éste acepta libremente la situación de Alianza.

• Por supuesto que no se trata más que de una analogía, por­que el Hijo no va a habitar en el creyente de la misma manera que habita en María. Nosotros no reproducimos literalmente la experien­cia única de María.

• Pero se trata de una analogía plenamente legítima. María es habitada por su Dios, y ese Dios que la habita no la arroja fuera de sí misma. Al contrario, se convierte en su más íntimo secreto. Es exac­tamente lo mismo que sucede en la experiencia espiritual de la gracia: «Ya no soy yo quien vive; es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20).

Los místicos, cada cual a su manera, han intentado expresar la experiencia que ellos tienen de esta estremecedora Presencia. Y se trata siempre de una experiencia de la Presencia de Cristo que les arranca de sí mismos y les pone en manos del Padre; una experiencia de que ellos mismos se convierten en hijos en el Espíritu.

El teólogo puede cuestionar en ocasiones tal o cual formulación, como es el caso de la expresión «una humanidad más» de la oración de Isabel de la Trinidad, porque nosotros no somos «sumandos» con Cristo. Pero el teólogo no tiene derecho alguno a poner en duda la exactitud de la intuición espiritual:

«...que él se haga en mí (y observemos que dice: 'bajo la acción del Espíritu') como una nueva Encarnación del Verbo. Que yo sea para él una humanidad más en la que renueve él todo su mis­terio».

Es en este sentido en el que existe una analogía entre la materni­dad de María y la inhabitación de la gracia: «¡Oh Jesús, que vives en María, ven y vive en tus siervos!»

Pero de todos los pensadores cristianos, es Pablo el que mejor puede iluminarnos acerca de esta nueva creación en Cristo: «Lo vie­jo ha pasado; mirad, existe algo nuevo» (2 Cor 5,17).

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Esta realidad nueva es el propio Cristo, el Hijo hecho hombre, que va progresivamente sintetizando y recapitulando en sí a la huma­nidad nueva y, más allá de ésta, el propio cosmos, que «ansia su libe­ración» (Rom 8,22), con el fin de presentarlo todo al Padre, sometién­dose incluso él mismo, «para que Dios (el Padre) sea todo en todos» (1 Cor 15,28).

No se puede presentar el lugar de María, como madre de su crea­dor, fuera del marco de esta creación nueva y definitiva, que será la única que desvele el sentido último de las cosas. La joven de Nazaret no es escogida como Madre del Hijo creador porque Dios pretenda arrebatársela al mundo y hacer de ella un ser extraño, lejano de noso­tros e inaccesible, sino para que, mediante su servicio y su ministerio, se construya al fin el mundo nuevo, Morada del Amor absoluto de Dios.

Cuando Pablo habla de esta creación que «gime y sufre dolores de parto» (Rom 8,22), no está cediendo a una ensoñación, sino afir­mando su fe en el poder unificador del misterio pascual y de la venida del Espíritu. Pablo no yuxtapone como sucesivas ambas creaciones; lo que hace es mostrar su unidad, que reside en Cristo. Y es precisa­mente porque la primera creación es «en Cristo» por lo que puede de­cirse con toda verdad que lo que se realiza en su Pascua no constitu­ye un hecho episódico ni la enmienda de un error o de un olvido, sino una verdadera creación querida desde toda la eternidad. Sin anular la primera creación, lo que sí hace es revelarla, a la vez que la consuma. Es de Cristo recapitulador de quien María es Madre.

C. María es, pues, la Madre de un Hijo que es Dios.

Madre de Dios

Subrayemos brevemente, pues, la importancia de este título de Madre-de-Dios, «Theotokos». Tal vez estemos en mejores condicio­nes que nuetros antepasados para apreciar en toda su importancia lo que se ventilaba en el concilio de Efeso, que en el año 431, bajo la au­toritaria dirección del patriarca Cirilo de Alejandría, incluyó de ma­nera irreversible esta palabra en el vocabulario de la confesión de fe.

No se trata ahora de rehabilitar a Nestorio y hacer de él, pura y simplemente, el héroe de una «tragedia» de la que él habría sido la única e inocente víctima. Indudablemente, Nestorio era un hombre bastante duro y muy poco abierto, y hay expresiones suyas que si­guen siendo inaceptables para un creyente. Pero también hemos de

María y el misterio trinitario 89

reconocer la santa manera en que vivió sus últimos años en el exilio, así como la sincera alegría que experimentó con ocasión del acta de unión del año 433. Y aun prestando sincero homenaje a la categoría teológica de Cirilo y al servicio que supo prestar a la salvaguarda de la fe, podemos perfectamente lamentar que el enfrentamiento entre aquellos dos hombres adoleciera, por un lado y por otro, de una enorme falta de caridad.

Parece, pues, que para mantener el necesario equilibrio en la de­nominación de María como Madre de Dios, es preciso establecer de­bidamente dos afirmaciones:

Madre de Cristo

1. Es justamente siendo Madre-de-Cristo como María es Madre-de-Dios. Así lo proclamaba Nestorio, cosa que Cirilo, con su sentido teológico, no habría podido negar. La criatura María es lla­mada a traer al mundo al Hijo, que, desde este modo, se hace hom­bre. Pero ese Hijo se hace hombre con una misión, una vocación y una tarea: «El salvará a su pueblo de sus pecados». Y en el acto de la elección de María y de su libre respuesta, el Hijo se hace Cristo, reca­pitulador de los hombres y del cosmos, para llevarlo todo al Padre.

Madre del Hijo de Dios

2. Al decir que María es Madre de Dios no hay que olvidar que lo que más concretamente se hace es Madre-del-Hijo-de-Dios. Ha­blando de nuestro Dios, debemos evitar a toda costa el impersonalis­mo. María trae al mundo a un hijo que es Dios, y quien resulta ser su hijo en el orden de la naturaleza humana ya es, en el ámbito del mis­terio trinitario, el Hijo. María no da a luz a una cualquiera de las Per­sonas divinas, sino precisamente a la Persona del Hijo. Y en la misma medida en que debemos alegrarnos de poder invocar a una criatura hermana nuestra con el increíble título de «Madre de Dios», en esa misma medida hemos de tener el valor de ir aún más lejos en nuestra confesión de fe. Debemos ser capaces de ver la «conveniencia» de que sea precisamente el Hijo eterno el que se hace hijo de María.

Por supuesto que es «uno de la Trinidad», pero, más exactamente, es el Hijo de Dios quien pone su tienda entre los hombres con el fin de que éstos hagan realidad su vocación eterna y lleguen a ser «hijos en el Hijo». Se ha privado de gran parte de su contundencia a la Bue-

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na Nueva cuando se ha presentado la inhabitación entre nosotros de la segunda Persona simplemente como si se tratara de la inhabita­ción de una cualquiera de las Personas del misterio trinitario. De este modo se ha evidenciado una impía pusilanimidad, al resistirse a con­templar la obra divina en todo su concreto y real despliegue. Es preci­samente el Hijo el que se hace uno de nosotros, porque nosotros he­mos sido creados «a imagen del Hijo» y para que lleguemos a ser hi­jos en El. María es la Madre del Hijo que nos hace hijos.

Y si nos preocupa fundamentalmente honrar a María como Ma­dre de los hombres, es precisamente porque la obra de la salvación no se reduce a una divinización impersonal y abstracta, sino que atiende, mucho más exactamente, a una configuración con el Hijo, que será quien nos conduzca ante el Padre en la maravilla del Espíri­tu. La maternidad de María no se reduce, pues, a hacer presente a Dios entre los hombres, sino que tiene como finalidad y como fun­ción hacer posible y real una filiación adoptiva, que es por lo que todo hombre es querido por Dios desde toda la eternidad.

Pero reflexionemos sobre ello con mayor precisión, porque la ac­ción del Espíritu no es anárquica o impersonal, sino que tiene por fi­nalidad restaurar en nosotros la semejanza con el Hijo y, de este mo­do, y sólo de este modo, hacernos acceder a la intimidad trinitaria.

2. MARÍA Y EL ESPÍRITU CREADOR DE DIOS

Si dedicábamos el capítulo anterior a la relación que une a María con el Espíritu, no era por capricho ni por un exceso de imprecisión en nuestro plan, sino porque sabemos la importancia que el evange­lista Lucas otorga a la acción del Espíritu en la encarnación del Hijo en María:

«El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso...» (Le 1,35). Además, se trata para nosotros de una manera de hacer resaltar

el convencimiento de que la fe cristiana no se detiene en Cristo, y de que nuestra inhabitación por el Espíritu constituye el término de la encarnación del Hijo. Lo que procede ahora, consiguientemente, es

María y el misterio trinitario 91

examinar la vinculación que de ello resulta entre la tercera Persona como «Espíritu creador» y María, la criatura que da a luz al Hijo he­cho hombre, para que mediante él —y mediante ella, por lo tanto— la humanidad entera se haga portadora de Dios.

A. El Espíritu que viene sobre María es el Espíritu de los oríge­nes que «aletea sobre las aguas y las hace fecundas».

Su acción creadora permite que el mundo exista ante Dios en di­ferencia absoluta de él y, a la vez, en total dependencia de él. Depen­dencia que, como ya hemos explicado, no significa detrimento del ser, sino fundamento del valor de ser creado, capaz de «estar en pie» frente al Dios fiel que propone una Alianza.

En el poder del Espíritu creador

María se hace Madre del Hijo en el poder del Espíritu creador. El mismo Espíritu que aletea sobre las aguas para hacerlas fecundas, pero también para que «surja el suelo firme» y preparar la tierra como Morada de los hombres y del «Emmanuel»; el mismo Espíritu que, desde los orígenes, prepara y realiza una primera Alianza. Ese mismo Espíritu viene ahora sobre María para hacerla Madre del Hijo en el marco de la Alianza definitiva.

Muchas veces tenemos una concepción demasiado estrecha de la Alianza o, mejor, de las dos Alianzas. El proyecto y la realización concreta de la Alianza se remonta mucho más allá de Abraham, por muy grande que sea nuestro padre en la fe. Ya con Noé, el «arco iris» constituye el sello de una alianza con todos los hombres. Y habrá que remontarse aún más atrás, hasta llegar a Adán, el padre común. Ire-neo de Lyon habla de él con enorme ternura, porque fue él quien selló una alianza primordial con el Verbo, salido a su encuentro en las ala­medas del Paraíso para «acostumbrarse» a vivir con los hombres y para acostumbrar a éstos a su dulce compañía.

El Espíritu creador es ya el Espíritu de la Alianza, y es siempre guiado por «intereses de alianza» como interviene en el mundo crea­do, dotándolo de belleza para hacerle digno de la inhabitación del Verbo. Y al igual que el mismo Verbo, tampoco el Espíritu actúa en provecho propio, sino que, quedándose misteriosamente a un lado, como consecuencia de su amor infinito, revela al Padre y orienta ha­cia él nuestra mirada.

De este Espíritu creador y sembrador de Alianza es María cola­boradora activa, a la vez que discreta. Nuestros hermanos de la Re-

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forma son bastantes proclives a subrayar este rostro «materno» del Espíritu. Temen a veces que nuestra devoción mariana nos vele de al­gún modo su suavidad y su belleza. Las tareas de ambos son conjun­tas, se hallan en perfecta armonía. María no es elegida como Madre del Hijo creador para eclipsar la obra propia del Espíritu ni para ocu­par indebidamente el lugar de éste. Lo que le ocurre a María es que el poder del Espíritu de Dios la alcanza en su libertad de mujer, y con su «sí» va a hacer posible una nueva obra del Espíritu creador en fa­vor de la belleza de nuestro mundo y el bien de los hombres.

B. El Espíritu viene sobre María para engendrar el mundo nue­vo.

Cooperadora de la Alianza

La acción creadora de Dios constituye una victoria sobre la ame­naza de la nada. Se trata de la victoria del poder del Espíritu, que al fin encuentra una tierra para la Alianza proclamada por el Padre. Y evidentemente, esta victoria se despliega en dirección a Jesús, el Hombre Nuevo. Desde el instante de su Encarnación, será este Hom­bre Nuevo quien, en virtud del Espíritu, habite en María. Antes de nacer, de hablar y de actuar, el Verbo habita en su Madre, a la que renueva en el sentido de los nuevos tiempos.

María, acoge al Espíritu con toda la riqueza humana de su virgi­nidad. Virginidad que, como ya hemos dicho con san Agustín, es, ante todo, espiritual. María presta su total adhesión de fe y responde en el Espíritu a la vivificante propuesta de Dios. A partir de entonces todo es posible, y el Espíritu puede actuar.

Pero el Espíritu no destruye nada, sino que lo dilata todo en di­rección a esa nueva y definitiva Alianza que constituye la revelación del sentido y la belleza de cuantas la han precedido, empezando por la alianza inaugural del Paraíso. María, esposa del Espíritu creador, colabora con él a la gestación del mundo nuevo. Y recordemos que colabora a su propio nivel de responsabilidad y de acción, porque ella es criatura y lo sigue siendo. Por lo tanto, existe una distancia infinita entre la acción del Espíritu divino, consustancial al Padre, y la cola­boración de una criatura, por pura y santa que sea.

Pero tampoco hemos de resignarnos a decir demasiado poco. Tanto las tradiciones orientales como las católicas han reflexionado abundantemente sobre la cooperación real del hombre con Dios en el orden de la gracia; al menos han reflexionado lo bastante como para

María y el misterio trinitario 93

que no podamos decir de María menos que de los restantes seres hu­manos. Se trata, pues, de una cooperación auténtica. Al igual que el ser espiritual inhabitado por el Espíritu coopera al advenimiento de la salvación en él y para el mundo, así también María, «cubierta por la sombra del Espíritu», actúa con éste en orden al advenimiento del mundo nuevo. Ya lo poníamos de relieve cuando subrayábamos la li­bertad del «sí» de María. Es realmente este «sí» el que permite la llega­da de la plenitud de los tiempos. Y semejante afirmación no menosca­ba en absoluto la «suficiencia» de la acción de Dios, sino que hace el honor debido a la realidad de la cooperación de Dios con el hombre. El ser espiritual, a pesar de su fragilidad, es aceptado y querido por Dios como cooperador en su obra de amor.

C. La Virgen es portadora del Espíritu no sólo como Imagen de la creación venidera, sino como realización ya efectiva de esa nueva

creación, mediante el ministerio de la Iglesia.

Primera célula de la Iglesia

En la medida en que acepta libremente dejarse habitar por el Es­píritu y, de ese modo, cooperar a la obra de Dios, María es la Iglesia. Para poder afirmar esto, hemos de hacernos aún una idea exacta de la Iglesia, sin concederle demasiado ni demasiado poco.

a) La Iglesia no es el Reino ya realizado. No es más que la ser­vidora de ese mundo nuevo en el que, mediante la unión con Cristo, se manifestará plenamente, al fin, la Caridad absoluta del Padre. La Iglesia no tiene, por lo tanto, la misión de predicarse ni de sobrevalo-rarse a sí misma. El Vaticano II y Pablo VI le recordaron con toda claridad la subsidiariedad de su misión. Oigamos una vez más las pa­labras del Papa en el discurso de clausura del Concilio, el 7 de di­ciembre de 1965:

«La Iglesia ha reconocido durante este Concilio que no tiene su fin en sí misma, sino que está al servicio de la humanidad». Estamos aún muy lejos de haber tomado clara conciencia de la

importancia de estas palabras, pronunciadas con la fuerza del Espíri­tu. Pero es de esa Iglesia de la que María, bajo la dependencia del Es­píritu, es Madre. La palabra clave de la existencia de María —«he aquí la esclava del Señor»— constituye el código de acción de esa Iglesia que nace en ella a través del misterio del Cristo-Siervo.

b) Pero la Iglesia tampoco es el andamiaje provisional que de­bería desaparecer en el momento en que haga su aparición el Reino

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94 María, Madre de los hombres

definitivo. María es la Novia que prepara sus desposorios mientras espera que el Señor Jesús pueda «presentársela a sí mismo santa e in­maculada» (E/5,27). La Esposa no será otra mujer totalmente distin­ta de la Novia, si bien su estatuto existencial será diferente. Hay una especie de doble envoltorio portador de vida que está pidiendo des­plegarse bajo el poder del Espíritu: la Iglesia se halla como envuelta y enclaustrada en el personaje de María desde que ésta pronunció libre­mente su «sí», dejándose investir por el poder vivificante del Espíritu. Pero la Iglesia, a su vez, contiene en sí, como envuelta, la realidad di­námica y desconcertante del Reino.

María, la Madre inundada del poder del Espíritu, es la primera célula, apenas visible, de esa Iglesia, desconocida por sí misma y que no puede sino ignorar sus propios límites. De esa Iglesia que parte valientemente en misión con las primeras luces del alba y que sabe, en la fe, que, gracias a la acción del mismo Espíritu, se está inaugu­rando el mundo nuevo. María es la célula-madre del mundo de los úl­timos tiempos. Debería poder decirse de María lo mismo que se canta de María:

((Dichosa tú, que has creído que se cumplirán las palabras que te han sido dichas de parte del Señor» (Le 1,45).

3. MARÍA EN SU RELACIÓN CON EL PADRE

Siempre que se trata de abordar el misterio del Padre, sucede que la teología trinitaria se vuelve torpe y balbuciente. Y es bueno que así sea, porque el Hijo y el Espíritu son las dos Personas reveladoras, y ambas trabajan al servicio del conocimiento del Amor primigenio del Padre, el cual no puede dejar de ser el Misterio insondable. Y no por­que el Padre, celosamente, desee ocultarse y mantenerse al margen de su obra, sino porque la última palabra de Dios no es accesible a nues­tras inteligencias de hombres. La Fuente siempre tiene una faceta oculta que los meandros del río y la fuerza de la corriente no consi­guen desvelar plenamente. Los Padres orientales eran muy aficiona­dos a este simbolismo del Padre-Fuente, el Hijo-río y el Espíritu-co­rriente de agua viva.

María y el misterio trinitario 95

Vamos a ser más breves, por tanto, al hablar de esta relación de María con el Padre. Sin embargo, parece necesario establecer dos afirmaciones con las que abrir sendos caminos de reflexión.

A. María es la hija del Padre creador.

Hija del Padre

Hay una verdadera analogía entre su propia filiación de criatura y la eterna relación filial de la segunda Persona con el Padre. Del mismo modo que el Hijo es el «maestro de obras« amorosamente so­metido al Padre, así también, y con mayor motivo, María recibe la tarea de dar a luz al Hijo creador únicamente en la coherencia del de­signio de amor del Padre y en orden a la revelación de dicho amor. Evidentemente, se trata de servicio y de ministerio. El Hijo es eterna­mente servidor del Padre, pero no en una penosa sumisión, sino en un amor absoluto y totalmente desposeído de sí. Y en lo que se refiere a María, también hay que hablar de servicio y de ministerio. Su mater­nidad está al servicio de la realización del designio de amor, cuyo ori­gen está en el Padre. De nada sirve, por tanto, insistir en el carácter de privilegio de la maternidad divina si al mismo tiempo no se pone de relieve cómo esa maternidad está al servicio del designio de amor del Padre.

B. María da a luz al Hijo en privilegiada comunión con el amor del Padre.

También ella dice: «Tú eres mi Hyo»

María es la única de las criaturas que puede decirle al Hijo lo mis­mo que le dice el Padre: «Tú eres mi hijo». El Hijo del Padre se hace Hijo de María. Por supuesto que la similitud entre ambas formas de emplear la palabra «hijo» es únicamente analógica. En el primer caso, cuando se trata de la afiliación eterna, aun afirmando que la palabra no carece de significación, nos reconocemos incapaces de explicar lo que quiere decir exactamente la palabra «hijo» cuando se aplica a la «filiación» divina. Por el contrario, cuando se trata de la filiación del Verbo con relación a María, hablamos de filiación en sentido estricto. María es verdaderamente Madre de aquel a quien puede decir: «Te he dado la vida, y eres mi hijo, aunque seas mi creador».

Así pues, María participa de un modo misterioso, pero real, en el primer quehacer trinitario, en ese amor «fontal» que va del Padre al

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96 María, Madre de los hombres

Hijo y que, procedente del Padre, «salta» desde el Hijo a todas las criaturas. Mientras todas las demás criaturas espirituales son llama­das por gracia a participar, en el Espíritu, en el otro movimiento trini­tario (en el amor maravillado del Hijo que «se recibe» del Padre), Ma­ría —que, como criatura, participa igualmente en dicho movimiento— también penetra en aquel primer movimiento de amor: el movimiento primordial de la Caridad trinitaria. Aunque no estemos en condicio­nes de deducir exactamente lo que esta participación supone para la propia María, y aun cuando en este asunto debamos ser muy cautos, hemos de comprender que la afirmación creyente de María como Madre de Dios y la certeza de la unidad de Cristo nos invitan a hacer tal afirmación, la cual no es ninguna especulación teórica, sino que es fuente de oración. Contemplemos a María, mejor integrada que cual­quier otra criatura en la Caridad trinitaria, y orémosle confiadamente como a aquella de nosotros que ha logrado una más perfecta unión con la hoguera ardiente de la Caridad de nuestro Dios. III

UNA MUJER EN NUESTRA HISTORIA

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Cristo y María

Nos planteamos dos problemas en este capitulo: 1.a: Cómo se encuentra Cristo con María, criatura, aunque sin

pecado alguno, para conducirla a la perfecta aceptación de Dios. Madre en toda la plenitud de su femineidad, volcada hacia Dios y entregada a los hombres.

2.°: Cómo asume María su encuentro con Cristo. Y con qué ho­nestidad desempeña su papel de educadora junto a Jesús. Educadora de la libertad espiritual de éste, como lo será de la nuestra.

Es en este contexto en el que es menester hablar de José y de su misión educadora con respecto a Jesús y a la Iglesia.

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100 María, Madre de los hombres

Abordamos ahora la historia concreta de María en medio de los hombres para hacer realidad su doble y, a la vez, única vocación. Y aunque ya hemos hecho una serie de reflexiones acerca de la relación de María con las tres Personas del misterio trinitario, es importante que veamos ahora la relación de María con Cristo, porque, de hecho, se trata de la relación privilegiada del Verbo hecho hombre con una de sus criaturas.

Aun cuando María sea única como Madre de Dios, no por ello deja de ser una criatura que se encuentra con el misterio divino. Y la manera que ella tiene de vivir ese encuentro resulta de un valor inesti­mable para nosotros, a quienes, por una parte, Dios habla mediante signos, y que, por otra, nos esforzamos en vivir de la manera menos mala posible la inhabitación de Dios en nosotros. Ya hemos reflexio­nado, en anteriores capítulos, acerca de tal o cual aspecto de dicho encuentro: hemos hablado, por ejemplo, de la Fe de María y de su encuentro con el misterio trinitario. Pero queremos intentar ahora lle­gar a una pequeña síntesis, antes de contemplar determinados mo­mentos concretos de la vida de María entre los hombres.

Resulta instructivo estudiar esta relación de María con Cristo en su doble sentido:

1. Cómo encuentra el Verbo a María. La encuentra como cria­tura, es decir, marcada por la irreductible diferencia que existe siem­pre entre el creador y su criatura, por muy santa que ésta pueda ser. Pero hay que tener también en cuenta el carácter único de esta rela­ción, en la medida en que la Virgen María es la única criatura a la que Cristo no tiene que asumir para colmarla de la misericordia del Padre y, de ese modo, perdonarle sus pecados. Cristo puede unirse a ella en una perfecta comunión de inocencia; y es preciso que conside­remos, a la vez,

Cristo y María 101

• cómo este misterio nos resulta impenetrable e inaccesible; cómo debemos respetarlo, porque nos supera y porque no tenemos de él ninguna experiencia personal;

• y cómo, sin embargo, sirve para iluminar nuestra propia rela­ción de pecadores con Cristo, en la medida en que sepamos contem­plar en María lo que Dios quiere y puede hacer cuando no se le po­nen obstáculos.

María, educadora de Jesús

2. Estudiaremos también cómo asume la Virgen María su en­cuentro personal con el Verbo de Dios. María educa a aquel que se hace para ella «dócil y educable», como lo ha sido siempre para el Pa­dre. Es importante darle su debido lugar a esta función educadora de María para con Jesús. María asume todos los componentes del miste­rio maternal en su dimensión educadora. No se trataba únicamente de que diera a luz al Verbo de Dios, sino de que, además, lo guiara pacientemente hasta alcanzar su plena estatura humana. El Verbo de Dios se hace hombre, no sólo niño. Y es una humanidad plenamente desarrollada y culturalmente apta la que se convierte en el tabernácu­lo del Verbo de Dios.

Y la educación forma parte de esa realización cultural del hom­bre, que es lo que permite la existencia del hombre integral. Y al decir «hombre integral», no estamos soñando en una imagen teórica y nun­ca realizada del hombre, sino que estamos hablando de lo que con­cretamente puede realizarse en un medio cultural determinado, sin es­peciales intervenciones providenciales. Estamos convencidos, en la fe, de que el hombre Jesús posee todo cuanto le es humanamente in­dispensable para realizar su vocación de Salvador. A María le incum­be —¡y también a JOSÉ!— cumplir una real misión educadora respec­to de ese Verbo de Dios que va haciéndose hombre. La educabilidad del Verbo de Dios por su familia humana no es una ensoñación pia­dosa, sino un condicionamiento muy concreto de la verdad de la En­carnación.

Podemos, pues, admirar a la vez • la sinceridad con la que el Verbo se hace hombre • y la seriedad con que María asume su tarea educadora. En uno y otro caso se trata de la contemplación de las armonio­

sas relaciones entre la naturaleza y la gracia. Para nosotros, esta ar­monía se realiza siempre mejor o peor, y mucha veces peor que me-

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102 María, Madre de los hombres

jor. En el caso de María, observamos la respetuosa manera en que Dios puede tener en cuenta la acción de su criatura, sin dejar de lle­var a cabo su propia acción salvífica.

Al decir esto, la teología mañana cumple una importante parte de su tarea, porque ilumina desde arriba nuestra propia relación de gra­cia con Cristo en el Espíritu, revelando con ello su utilidad para la re­flexión espiritual y para la vida eclesial. Con tal de que mantenga de­bidamente todos sus lazos con el misterio de la Alianza, la teología mañana desempeña su papel de teología de referencia, verdadera­mente inestimable a la hora de iluminar numerosos aspectos de la confesión de fe.

1. CRISTO SE ENCUENTRA CON MARÍA

Este encuentro entre el Verbo y una criatura tiene algo de verda­deramente único, en la medida en que el Verbo no asume en su Ma­dre pecado alguno y, consiguientemente, no tiene que adoptar respec­to de ella una actitud redentora. Sabemos perfectamente que nos ha­llamos ante el único caso concreto de semejante encuentro. El Corde­ro de Dios no viene a «llevar y quitar» el pecado de su Madre. Y aun­que no podamos decir gran cosa acerca de este encuentro entre Dios y una criatura sin pecado, porque el relato evangélico no da pie para ello, sin embargo, abre ante nosotros algunas pistas de reflexión.

El hombre, «capaz de Dios»

Ni en el caso de María ni en el de los demás santos hay el menor rastro de una especie de divinización mágica que no respetaría los normales procesos del crecimiento espiritual. El abismo entre el Creador y la criatura sigue existiendo, y la palabra «divinización» ha de ser usada, por lo tanto, con enorme prudencia. «Excepto la identi­dad de naturaleza», nos dirán con insistencia Máximo el Confesor y todos los Padres orientales. Si tuviéramos la tentación de creer que es únicamente el pecado el que impide que la vida humana se vea inva­dida por la Presencia de Dios, fácilmente comprobaríamos que no se trata de eso en absoluto. Dios no tiene el proyecto de «invadir», sino de «habitar».

Cristo y María 103

Por supuesto que el pecado personal hace más difícil esta inhabi-tación de Dios en el hombre; pero incluso en el caso del encuentro entre el Hijo de Dios y María, su Madre sin pecado, puede afirmarse que no se violenta la naturaleza. La criatura es respetada, y lo que hace la gracia es perfeccionar la naturaleza, haciéndole dar sus mejo­res frutos. Y, supuesto que el problema de la relación entre naturale­za y gracia es uno de los más difíciles e importantes de la reflexión teológica, la consideración del caso de María se revela como especial­mente valiosa.

Incluso es, en algún sentido, más valiosa aún que en el caso del propio Jesús, porque la unión del Verbo y de la naturaleza humana de Jesús plantea un cierto número de problemas específicos que no pueden ser fácilmente traspuestos al estudio de la unión entre natura­leza y gracia. Es verdad que también los problemas marianos son es­pecíficos, pero, aun así, María sigue siendo «una de nosotros», por lo que su caso nos resulta más cercano. Gracias a ella se nos muestra claramente que, cuando Dios desea hacerse el «Emmanuel», no pre­tende en modo alguno violentar al ser humano, a quien respeta pro­fundamente, sino que se ofrece a él con un amor que llega increíble­mente lejor y que revela las aptitudes que el ser creado tiene para lo sobrenatural. Durante largos años, y con enorme entusiasmo, el car­denal Henri de Lubac ha llevado a cabo la inmensa tarea de mostrar cómo eso de la «naturaleza pura» no pasa de ser una especulación académica, y cómo no es necesario, en modo alguno, asimilar el con­tenido de dos términos como «sobrenatural» y «sobreañadido». Mu­cho antes de que el Vaticano II dijera que «la vocación última del hombre es única, a saber, la vocación divina» (Gaudium et Spes, 22,5), ya lo había dicho él, añadiendo que ello no equivale en absolu­to a restringir la libertad que Dios tiene de darse. El ejemplo de María es sumamente ilustrador al respecto: María no opone ningún obs­táculo a la gracia, sino que se deja realmente conducir y, sin embar­go, Dios la respeta al máximo y apela a su libertad para realizar, en ella y mediante ella, su obra.

Gracias a María se nos manifiesta, aún más que en los restantes santos, hasta qué punto es el hombre «apto para lo divino». Gracias a ella comprendemos cuan conveniente es escuchar a Tomás de Aqui-no cuando nos dice que el hombre es «capaz de Dios», sin que por ello deje de estar a salvo la absoluta libertad de Dios para dársenos. Teología derivada la teología mariana, sí, debido a su absoluta de­pendencia de Cristo y su misterio de salvación; pero teología también

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104 María, Madre de los hombres

de referencia, porque permite al teólogo aclarar muchos otros proble­mas en el universo de la fe. Y por ello, teología importante, y de cuya falta se resentiría gravemente la Iglesia si renunciara a proseguir su elaboración con los recursos propios de cada época.

El camino de la fe

Para ceñirnos al caso concreto de María, ¿podemos decir algo de su perfecta armonía con la acción de Dios? Naturalmente que cuanto digamos no debe excluir ni la fe de María ni su progreso en la misma fe, aun cuando nos resulte imposible, a partir de los meros relatos evangélicos, determinar las etapas de ese «progreso». Pero no tiene nada de irrespetuoso el pensar que María, que ya había dado un «sí» incondicional a la propuesta de alianza el día de la Anunciación, haya tenido que dar nuevos pasos en la fe, desde Belén al Cenáculo, pasando por Cana y el Calvario. Afirmar que este progreso en la fe es imposible, debido a la plenitud de gracia, sería deshumanizar a María y privarla de esos momentos en que ios humanos tomamos conciencia más clara de la llamada de Dios y que constituyen una de las satisfacciones de nuestra vida de fe. Y significaría privarla tam­bién del gozo de corroborar de nuevo, y cada vez de manera más de­cidida, su asentimiento a la voluntad del Señor.

La comunión con Dios debe expresarse mediante un perfecto de­sarrollo de lo humano en su consistencia propia; en el caso de María se trataría de los valores de su femineidad, su ternura, su armonioso equilibrio entre persona y comunidad, entre oración y vida fraterna, etc. La iconografía mañana nos presenta casi siempre a María en ac­titud de oración en el momento de la visita del ángel. Con ello se in­tenta subrayar la fundamental actitud de acogida respecto de la vo­luntad de Dios. Pero la sensibilidad moderna subraya preferentemen­te, tanto en María como en Cristo, los valores de la preocupación por los demás y la vida de caridad. Convendría buscar el equilibrio entre ambos componentes de la vida teologal: la atención a Dios por sí mismo y la atención a los hermanos, imagen de Dios. Si tal o cual santo puede destacar por su carisma de oración o por su propensión a una vida de dedicación a los demás, tratándose de María, que re­presenta de algún modo la perfección de la vida cristiana, sería un error valorar exclusivamente cualquiera de los dos aspectos.

Cristo y María 105

2. MARÍA ASUME SU ENCUENTRO CON CRISTO

Y lo hace en el sentido de la vocación materna, desempeñando su papel formador y educador con respecto a Jesús. Cuando se habla de María, no hay que olvidar algo que constituye un dato fundamental de la experiencia humana: que el hijo del hombre es la criatura más lentamente «educable» de todos los seres vivos, y que la función ma­terna dista mucho de reducirse al hecho puntual de traerlo al mundo. Decir que María es Madre de Cristo no puede circunscribirse al he­cho de su alumbramiento. Respetar al hombre en Jesús y respetar la acción de la gracia en su Madre significa tomar en serio la educación de Jesús por María y la importancia de la función educadora de ésta para el pleno desarrollo de su Hijo.

EJ camino de la fe de Jesús

Reconozco que, en este punto, hago una opción teológica con respecto a la fe de Jesús hasta su plena realización en la mañana de Pascua. Sé que no puede tratarse más que de una opción; pero tengo para mí que se trata de una opción legítima. Por una parte, no puede decirse que olvide la divinidad de Jesús y, por otra, es sumamente respetuosa de la consustancialidad del Hijo encarnado con el Padre. En modo alguno pretende poner en cuestión el equilibrio del Misterio: no se trata en absoluto de hacer de Jesús alguien «tan humano que acabaría siendo Dios». El hombre Jesús es plenamente Dios desde el primer instante de la unión; pero esta divinidad es vivida en el co­razón mismo de una auténtica humanidad, «consustancial a la nues­tra en todo, salvo en el pecado». Y no acierto a ver cómo esa consus­tancialidad con nosotros podría vivirse sin un progreso y una anda­dura en la toma de conciencia y en la adhesión de fe.

En el marco de esta opción legítima, insistiremos en la tarea edu­cadora de María en relación a su Hijo: educación de la libertad espi­ritual de Jesús, de su vida de fe y de su oración, de su relación filial con el Padre, en la medida en que tal relación eterna es vivida por un hombre. La presencia del Verbo en Jesús no puede ir en detrimento de su equilibrio de hombre ni suprimir su proceso humano de rela­ción con Dios; y María desempeña su papel educador en la madura­ción humana de tal proceso. Significa ciertamente concederle una

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gran importancia a María el reconocerle el lugar que ocupa en la edu­cación de la fe y la oración de Jesús. Y, por otra parte, tampoco hay que alejar a JOSÉ de esta tarea, con sus cosas hermosas y su riesgos, aun cuando su vocación propia sea en parte diferente.

También hay que decir que la tarea educadora no se vive en una única dirección, sino que llega muy pronto el momento en que la pre­sencia y la acción del niño repercute en sus padres, modelándolos y transformándolos. Si esto puede afirmarse de toda educación huma­na, ¡con cuánta mayor razón habrá que afirmarlo tratándose de la re­lación de Jesús con su Madre! Sin caer en sentimentalismos de mal gusto, podemos contemplar esa fase de su vida en que la santa María, tras haber guiado debidamente por el camino de la fe y de la oración a Aquel que el Padre le había confiado, se deja enseñar por quien, en definitiva, es el único Santo.

El camino de nuestra fe

María, por lo tanto, se halla en inmejorables condiciones para se­guir desempeñando con cada uno de nosotros esta tarea educadora. Y en el marco de nuestro proyecto global, que pretende mostrar cómo el título de «Madre de Dios» se dilata y perfecciona en el de «Madre de los hombres», concederemos una gran importancia a este otro título de «Educadora de los creyentes». Indudablemente, la pie­dad cristiana sigue ignorando en exceso este componente de la acción eclesial de María, precisamente por aferrarse demasiado exclusiva­mente a su título de «Madre de Dios». Madre de los hombres y Ma­dre de la Iglesia, María es la educadora solícita de cada creyente: «hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Gal 4,19)- Esta solicitud maternal que observamos en Pablo con respecto a sus convertidos y a sus comunidades y que le mueve a velar celosamente por su creci­miento en Cristo, es —y de un modo todavía mucho más intenso— la actividad actual de María. La educadora de la fe y la oración de Cristo es realmente la educadora de nuestra vida de fe en Cristo. Para ella se trata siempre de la misma tarea al servicio del Padre: propiciar el advenimiento de Cristo como encuentro perfectamente realizado de Dios con el hombre. Es en este Espíritu como debemos orar a María.

Cristo y María 107

¿Y si hablamos de José?

Ha llegado el momento de hacer una breve reflexión a propósito de José. Reflexión que, naturalmente, tiene su lugar propio en un tra­bajo de teología mariana. Y podemos replantear, a propósito de José, algunas de las cuestiones que hemos evocado al hablar de María y de su relación con Cristo.

Ciertamente, José no gozó del privilegio de la plenitud de gra­cia, y su santidad, por muy grande que sea, es la santidad de un peca­dor perdonado. Su relación con Cristo, por lo tanto, no puede ser de­finida exactamente de la misma manera que la de María. Como en todos los santos, también en él se da el misterio del pecado personal, del rechazo más o menos dedidido del proyecto de Alianza; rechazo que supone un lastre en la marcha del hombre pecador hacia Dios. En José, como en los demás, esta marcha debe adoptar el aspecto de un humilde retorno, de un volver a empezar, tras el reconocimiento de la falta. En María, por el contrario, como ya hemos dicho, no se da sino esa su afortunada «camaradería» con Cristo en el camino de la Alianza y de los mandamientos. Pero, aunque este hecho matice de manera diferente la relación de José con Cristo, ello no impide que también a él le incumba una tarea educadora para con Cristo y su Iglesia.

1. Tarea educadora para con el Verbo hecho hombre. También José acoge al Verbo en el momento de la Encarnación;

también él lo recibe. También él le toma de la mano para hacerle en­trar en una comunidad humana que tiene su genealogía. El P. Xavier Léon-Dufour ha mostrado perfectamente, en sus «Estudios sobre el Evangelio», que así es como hay que entender los sentimientos de José en el momento de su propia «anunciación», que es relatada por Mateo. No puede tratarse, por su parte, de un deseo de despedir de su lado a María como sospecha de mala conducta, sino de una volun­tad de «no sobresalir por encima de Dios» ni dar la impresión de que­rer ocupar en la historia de la salvación un lugar desproporcionado. El mensaje del ángel introduce a José, sin forzar las cosas en lo más mínimo, en su tarea humana y educadora. En adelante, el justo José asume la carga que Dios le confia. Y es, en parte, gracias a él como es acogido Jesús en el seno de la comunidad humana, de la misma manera que, doce años más tarde, tomará a Jesús por la mano y le hará entrar en el «atrio de los hombres», adonde la propia María, como mujer que era, no tenía acceso, y sólo él podía introducirlo.

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2. Tarea educadora para con la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Indudablemente, no hay que atribuirle en este punto una impor­

tancia desmesurada; pero lo cierto es que el magisterio de la Iglesia ha insistido en ello en diversas ocasiones a lo largo de este siglo. Lo cual es otra manera de expresar la profunda unión existente entre María y José. Y es, sobre todo, una manera de formular la continui­dad que se da entre el misterio de Cristo y el de la Iglesia. Y aunque no pueda definirse como una encarnación continuada, sí debe ser presentada como la progresiva edificación del Cuerpo de Cristo. La misión celeste de José para con la Iglesia debe ser definida, pues, como una verdadera misión en orden al progresivo crecimiento del Cuerpo de Cristo, a fin de que la Buena Nueva de la salvación se rea­lice en plenitud.

11

María en el misterio de Navidad

El misterio de Navidad es el misterio de una manifestación, de una epifanía.

Lo que se manifiesta es que esta mujer es realmente la Madre del «Emmanuel». Y, en la discreción del pesebre, María «celebra» este misterio. Pero ella es, justamente, la Madre del Único, del Hermano Mayor, de Aquel que, desde el principio, tiene la vocación de recapi­tular en sí a la humanidad salvada. El nacimiento de Jesús anuncia nuestro bautismo.

Y si María permanece virgen tras este alumbramiento, es para preparar y realizar su vocación de Madre de los hombres. Siempre virgen, por ser siempre Madre.

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110 María, Madre de los hombres

Ante todo, debemos hacer tres observaciones: 1. Pretendemos ofrecer una obra de reflexión teológica. Por eso

no hemos de detallar cada uno de los «misterios» de la vida terrena de María, sino que, más bien, queremos preguntarnos acerca de las cuestiones teológicas que afloran por debajo de tales «misterios» como rocas difíciles de descubrir al ras del paisaje, pero sin cuyo co­nocimiento no sería posible hacer una descripción exacta y rigurosa.

2. Ello no quiere decir, sin embargo, que la consideración de los «misterios» de la vida de María carezca de importancia para la refle­xión teológica. El P. Christian Duquoc lo ha mostrado perfectamente en su «Cristología» al hacer ver cómo la reflexión dogmática y la con­sideración de tal aspecto de la vida de Cristo se iluminan recíproca­mente.

3. Por lo que respecta al misterio de Navidad, al que considera­mos útil dedicar un capítulo, pretendemos considerarlo en relación con la totalidad de la vocación de María y con su misión de Madre de los hombres.

María, manifestada como Madre del «Emmanuel

La noche de Navidad constituye el momento privilegiado de la manifestación de María como Madre de Dios, es decir, del funda­mento de su vocación y su tarea. Si en la Anunciación y en la Visita­ción aparece María, sobre todo, como la Creyente, como la que con­fia en el Señor y le permite realizar su obra de salvación; en la noche de Belén se manifiesta que, en virtud de esa fe, María se ha converti­do en la Madre del «Emmanuel». Y hay que hablar de «manifesta­ción», evidentemente, y no de «nueva realidad», porque es a partir del «sí» de la Anunciación cuando María se hace Madre. (El empeño de

María en el misterio de Navidad 111

las Iglesias en defender la vida del no-nacido se apoya, en parte, en esta certeza de que el hijo que María lleva en su seno es el mismo Hijo de Dios desde el instante de su concepción).

Se trata, por tanto, de manifestación, de aparición en el mundo, de salida a plena luz: ahora que este niño ha emitido su primer grito en el mundo de los hombres, la que le ha dado a luz ha quedado ma­nifestada como Madre de Dios. Ella es la que ha traído al mundo al Hijo de Dios.

Pero, leyendo los textos evangélicos, lo que parece a propósito del nacimiento de Cristo y lo que debe intrigarnos teológicamente es la extrema discreción de esta mujer que da a luz al Verbo encarnado. Hay como una inmensa desproporción entre la importancia de lo que acontece y la discreta manera como María vive este misterio que, sin embargo, la sitúa en un lugar privilegiado de la historia de la salva­ción. Observemos cómo volvemos a encontrar esta desproporción en todo el obrar de la Iglesia, concretamente en su obrar sacramental, y cómo también en esto es María educadora de la Iglesia:

• ¡Qué extraordinaria desproporción entre las escasas gotas de agua derramadas sobre la cabeza de un niño por un ministro peca­dor, en un templo apenas concurrido por el pueblo cristiano (al que, sin embargo, concierne directamente este gesto), y el misterio de la inclusión del nuevo ser en el Cuerpo de Cristo!

• ¡Y aún más extraordinaria la desproporción que se da en la celebración eucarística, en la que una pequeña comunidad, con tan sólo un poco de pan y de vino, renueva, en medio de su pobre ora­ción, la Pascua del Señor glorioso!

Sin embargo, no se trata totalmente de la misma desproporción. María no es indigna del misterio que está viviendo, del misterio —di­ría yo— que está «celebrando». Ella está llena de gracia y en absoluta sintonía espiritual con lo que en ella y por ella se está viviendo. Pero, en cualquier caso, es preciso acoger su manera de vivirlo y dejarse instruir por ella.

No es María quien recibe el anuncio evangélico: «Os anuncio una gran alegría para todo el pueblo» (Le 2,10). Quienes reciben la Buena Nueva son los pastores, esos marginados. Y serán ellos los que «evangelicen» a María y le aclaren, por parte de Dios, lo que ella está viviendo. No es menester, en modo alguno, pensar que María lo sabe todo de antemano o que acoja el mensaje de aquellos pobres hombres con condescendencia, como si no pudiera esperar nada de ellos. Ella

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se deja instruir por aquellos indignos mensajeros que Dios le envía, y esta Buena Nueva enriquece su oración.

¿Cómo María, la Madre de Dios, se convierte en el mismo instan­te en Madre de la Iglesia y de los hombres?

Madre del Único, del Hermano Mayor

María no se hace Madre de cualquier hombre insignificante, sino de la persona del Único, de quien está llamado a recapitular en sí a la humanidad. Toda madre es grande ya de por sí, no porque dé a luz a una criatura y perpetúe la raza, como cualquier hembra del reino ani­mal, sino porque propicia la venida al mundo de un nuevo hombre, con una vocación propia. Un nuevo hombre que marcará la historia de la humanidad con unas obras de las que el mundo tiene necesidad o que, desgraciadamente, sólo servirán para obstaculizar su marcha. Lo que constituye la grandeza de la madre es la vocación siempre única del hijo. Pues bien, esto puede afirmarse de modo eminente a propósito de María, y es con relación a la vocación única del Hijo como podemos comprender la misión propia de la Madre.

Todo depende, pues, de la vocación que reconozcamos a Cristo. Si hacemos de él únicamente el «reparador del pecado», entonces la vocación de María es relativamente breve: una vez que ha dado a luz a Aquel que debe salvarnos del pecado, María puede quedar perfec­tamente en la sombra y, en cierto modo, hasta desaparecer. Tal vez sea éste uno de los puntos débiles de la visión que el protestantismo tiene de María, que a veces se detiene demasiado exclusivamente en su relación humana con el Jesús de la historia. Pero la raíz de seme­jante estrechez de perspectiva —que, por lo demás, digámoslo clara­mente, no es exclusiva de determinados hermanos de la Reforma— no es mariológica, sino eclesiológica. Y tenemos motivos para pensar que es en este punto concreto de la eclesiología y de la edificación del Cuerpo de Cristo donde debe hoy inscribirse fundamentalmente el diálogo con nuestros hermanos de la Reforma.

Por el contrario, si se considera la vocación de Jesús en una pers­pectiva más amplia, como es la de su carácter de Recapitulador de la humanidad salvada, de ser la célula inicial del Cuerpo del Cristo To­tal, entonces la misión de María, a partir de Belén, adquiere una di­mensión totalmente distinta. Entonces María es, efectivamente, la Madre de un hijo, llamado «Jesús, que salvará al pueblo de sus peca­dos» (Mt 1,21), pero es también, a través de esto, mucho más que es-

María en el misterio de Navidad 113

to. Es la Madre del Primogénito, y es a causa de esta misión recapitu-ladora por lo que «su nacimiento constituirá una gran alegría para todo el pueblo», es decir, para la incontable multitud del Israel de la fe. Si hemos sido «escogidos en él antes de la creación del mundo» (Ef 1,4), entonces, evidentemente, comenzamos a nacer en él a partir de su propio nacimiento. Por eso la Iglesia, en la noche de Navidad, fes­teja ya el bautismo de todos sus hijos. Esto ha sabido verlo perfecta­mente la liturgia católica, que propone la lectura del siguiente pasaje en la «misa de la aurora» del día de Navidad:

«Ha aparecido la Bondad de Dios y su Amor al hombre (...) nos ha salvado con el baño del segundo nacimiento y con la renova­ción del Espíritu Santo» (Tito 3,4-5).

«¡Reconoce, oh cristiano, tu dignidad!», clamaba el papa León en esa noche santa. Para él no eran separables el nacimiento carnal de nuestro Dios y nuestro nacimiento espiritual en él y gracias a él. El que viene al mundo no nace por nacer, sino para cumplir una misión. Por lo demás, ningún hombre nace por nacer, sino para crecer y de­sempeñar una tarea. Pero en el caso del Verbo es aún más claro: nace «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52) y presentarlos al Padre en la unidad de su Cuerpo, tras haberlos liberado del pecado mediante su ofrenda filial. Lo cual no significa ignorar u olvidar la redención, sino ponerla en su auténtico lugar; y en teología, el orden en que se dicen las cosas es más impor­tante que la fría lista de verdades. Jesús libera a los hombres del peca­do, sí, pero agrupándolos en la unidad de su Cuerpo en virtud del po­der unificador del Espíritu para presentarlos al Padre como su nuevo y definitivo Hijo único, antes de someterse él mismos «a Aquel que ha sometido a él todas las cosas» (1 Cor 15,28).

Siempre virgen, por ser siempre Madre

La vocación única del Hijo, además, ilumina por sí sola la mater­nidad de María, su Madre. Ella no puede tener más «hijos según la carne», porque ha sido destinada desde siempre a tenerlos todos; por­que desde Belén, y hasta el final de los tiempos, se ha convertido en la Madre de todos los hombres. Habría que estudiar si la afirmación que hacen los Padres de la virginidad de María «después del parto» no se basa más en una velada comprensión de la maternidad eclesial de María que en un menosprecio de la sexualidad. María da a luz en

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Belén a Aquel que debe convertirse en «el mayor de muchos herma­nos» (Rom 8,29).

Fuere cual fuere la conciencia que en aquel momento haya podi­do tener María de la infinita amplitud de su maternidad eclesial y hu­mana, la reflexión teológica debe referirla precisamente a ese momen­to y decir que, al mismo tiempo que a Jesús, ya nos trae a nosotros al mundo. Y es debido a su plena realización futura por lo que el silen­cioso momento de Belén es tan intenso y tan grande. Aparentemente, lo que ocurre es algo muy sencillo: una mujer da a luz (y no es la pri­mera vez que una mujer tiene que dar a luz en un pesebre). Pero, «sa-cramentalmente», la realidad de lo que ocurre es inmensa: el que nace es el «Emmanuel», el que ha de recapitular a la humanidad entera en el misterio de su Cuerpo. Y por eso, la que da a luz se convierte auto­máticamente en Madre de la Iglesia y de los hombres.

Los pastores lamentan en ocasiones que las comunidades cristia­nas a ellos confiadas sigan festejando la Navidad con una cierta pre­paración sacramental, mientras que dejan vacías las iglesias en las fiestas de Pascua, sobre todo en nuestras ciudades. En lugar de repe­tir una y otra vez que la Pascua es una fiesta infinitamente superior a la Navidad, tal vez fuera mejor esforzarse por descubrir y hacer ver el valor sacramental y eclesiológico de este misterio de la Navidad, a lo cual nos invita la liturgia, como ya hemos dicho. Entonces apare­cería la maternidad de María en su verdadera dimensión: no sólo como la maternidad de una joven mujer de Nazaret que da humilde­mente a luz a un pobre niño, sino como la de la Madre universal que propicia el advenimiento a este mundo del Primogénito del mundo nuevo.

12

María y el Reino

«Os aseguro que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los cielos es mayor que él» (Mt 11,11).

Juan Bautista es grande porque acepta la paradoja de la Encar­nación y la desconcertante predicación de Jesús. Vive la valentía de la fe frente a la novedad del Reino; pero se encuentra situado con an­terioridad a la Pascua, momento fundante del Reino.

María inaugura la pobreza espiritual propia del Reino. Consien­te en convertirse en tabernáculo de Aquel que habrá de configurarla con su Pascua de un modo progresivo, hasta llegar al Cenáculo, don­de recibirá el Espíritu para su segunda misión.

De este modo, María inaugura la Iglesia.

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«Os aseguro que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los cielos es mayor que él» (Mt 11,11).

Hay que tener el valor de darle toda su importancia y toda su ra-dicalidad a esta sentencia del Señor. Prescindiendo ahora de su con­texto y de las posibles incidencias concretas con unos discípulos del Bautista, lo cierto es que nos hallamos ante un «logion» integrado en el canon de nuestras Escrituras y, consiguientemente, válido. Válido no sólo para el momento en que fue pronunciado, sino también para toda reflexión creyente sobre las condiciones de acceso al Reino.

Elogio de Juan Bautista

La mencionada' frase comienza con un excepcional elogio del Bautista: «entre los nacidos de mujer no lo habido más grande». Toda la experiencia del Antiguo Testamento, toda su formidable granazón en el profetismo, todo ello queda relativizado en comparación con la persona de este hombre del desierto. Y que no se hable de exagera­ción retórica. La comunidad que elabora el texto mateano conoce perfectamente el Antiguo Testamento y su pertinencia con respecto a la «fe nueva», por lo que está en condiciones de medir la enormidad de lo que deja escrito. Y en lo que deja escrito son enjuiciados y pos­tergados, con relación al Bautista, David y todos los profetas, y hasta el propio Moisés.

¿Qué es lo que puede proporcionar a este hombre del desierto tan preeminente lugar? No puede ser otra cosa más que su absoluta y vo­luntaria autopostergación con respecto a Aquel a quien anuncia y a quien tiene el privilegio de señalar con el dedo:

María y el Reino 117

«He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo y a quien yo no soy digno de desatarle la correa de su sandalia. Es preciso que él crezca y que yo disminuya» (Jn 1,29; 1-27; 3,30).

Lo que confiere al Bautista su extraordinaria grandeza es su sin­cera aceptación de la Encarnación, con toda la paradoja que encie­rra. El es el amigo del Esposo, y he aquí que el Esposo se presenta y comienzan las bodas, que se consumarán en el lecho nupcial de la cruz. Y la tensión es extrema, porque el Esposo, al que realmente conviene dar el nombre de «Emmanuel», no se presenta en absoluto de la manera que se esperaba, ni de la manera como podía esperarlo Juan Bautista, indudablemente. Resulta que viene de Nazaret y que no tiene un glorioso origen. Además, su predicación congrega prefe­rentemente a los pobres y a los marginados. Y aunque realiza algu­nos signos notables (cosa que no es el único en hacer), los realiza casi siempre con discreción, casi se podría decir que con timidez.

¿Es posible que sea él —Aquel a quien se esperaba desde hacía tantos siglos— y que tenga tan poco aspecto de «venir de otra parte»? Esta es la razón por la que el acto de fe de Juan es verdaderamente extremado, rayano en lo imposible. David, Isaías y los demás habían anunciado con fe a Dios y a su Enviado, pero no habían tenido ante sus ojos su rostro de hombre. ¿Habría resistido su fe a la desconcer­tante humanidad de aquel Rostro? En su fe, y a pesar de las aparien­cias en contra y de su lamentable fracaso personal, Juan no vacila.

Al contrario: prueba con sus obras lo que dirá el otro Juan, el dis­cípulo: «lo único que consigue la victoria sobre el mundo es nuestra fe» (1 Jn 5,4).

El Bautista vive ya aquello sobre lo que el converso Pablo funda­rá toda su predicación de la novedad del Reino. Juan Bautista es tes­tigo de fe. Lleva a término, junto con María, su pariente, la profundi-zación de fe de toda la antigua alianza. Por eso es por lo que, en la cúspide de dicha alianza, él es el más grande. El más grande de la an­tigua alianza, incluso en comparación con María. Y atrevámonos a decirlo, porque las palabras del Señor no hacen constar ninguna res­tricción. Entre los nacidos de mujer, no lo hay mayor que él.

La novedad del Reino

Pero hay que escuchar la sentencia hasta el final: «...sin embargo, el más pequeño en el Reino de los cielos es mayor que él».

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118 María, Madre de los hombres

Evidentemente, no se trata de una condena de Juan, sino de una proclamación de la absoluta novedad del Reino. Juan se encuentra justamente en el momento anterior a la cesura de los tiempos. Cum­ple una misión, y la cumple insuperablemente. Pero aún forma parte de la antigua alianza, pues morirá antes de que tenga lugar la Pascua salvadora, lo cual no obsta para que la Iglesia lo reconozca, con razón, como uno de los más grandes de los suyos. Le ocurre algo pa­recido a lo que le ocurre a Moisés, que se ve detenido al borde mismo de la tierra prometida. Juan saluda una aurora.

Pero, según Ireneo de Lyon, «al venir Cristo, trae consigo toda novedad». Y la novedad del Reino se inaugura en su Pascua, en esa Paz absoluta que instaura de parte del Padre y que irradia esplendo­rosamente desde su Corazón traspasado. Y también María forma parte del Reino, de esas «cosas nuevas» instauradas por la Pascua de Cristo y que, de un modo misterioso, anteceden a dicha Pascua, aun­que lo reciben todo de ella. La diferencia entre Juan Bautista y María —diferencia que no pone en entredicho a ninguno de los dos— radica en que la cesura de los tiempos no se produce en Belén, sino en el Calvario. Y en el Calvario estará presente María, viviendo su Pascua en comunión con la del Primogénito. Maria forma verdaderamente parte del mundo nuevo. Se encuentra mucho más cerca todavía que Juan de la cesura de los tiempos, del punto en que se unen la humani­dad en búsqueda y la humanidad «acogida». Ella ha vivido las últi­mas horas de la espera, y por eso es, como ya hemos dicho, la flor más granada de Israel. Ella ve no sólo cómo se levanta la aurora, sino también la incandescencia pascual de la salvación, y es en este sentido en el que ella participa de lleno en la novedad del Reino. Su plenitud de gracia y la pureza resplandeciente de su fe, ya desde la Anunciación en Nazaret, no deben velar la importancia que también para ella tiene la Pascua de su Hijo.

María, pobre de corazón

María ocupa un lugar privilegiado en el Reino, en el sentido de que integra mejor que nadie, a imagen del Hijo, todos los valores fun­damentales de dicho Reino. Independientemente de las fechas en que se redactaron los textos, es preciso subrayar la profunda sintonía existente entre el Sermón del Monte y el Magnificat. María integra de un modo particular ese valor fundamental que es la pobreza de co­razón, que hace dichosos a los sujetos del Reino. Cuando Jesús pro­

María y el Reino 119

clama: «Dichosos los pobres», está haciendo eco a la respuesta de su Madre en el día de la Anunciación: «He aquí la esclava del Señor».

Esta pobreza de corazón no significa dejación o pasividad, sino compromiso de la voluntad para la acción, en sintonía con la volun­tad salvífica de Dios. Pero la pobreza de corazón es, ante todo, reco­nocimiento de una procedencia, de una anterioridad: es Dios quien desea, antes que nadie, la perfecta realización y la salvación, y es él quien las lleva a término. Ahora bien, Dios no quiere hacer nada sin la adhesión de corazón de los hombres; lo que quiere (y puede hacer­lo) es reinar como Señor de los corazones. Y si quiere y puede hacer­lo, es porque él mismo vive íntimamente esa pobreza radical que pro­pone. Nosotros, pues, debemos vivir y obrar como pobres, porque existimos a imagen del Dios pobre. La manera que tiene Dios de pre­sentarse, a través de la voz del ángel, como el que viene a habitar en medio de los hombres empequeñeciéndose al extremo de anidar en el seno de la mujer, es la revelación insuperable de dicha pobreza. Si Dios es capaz de hacer a su Hijo tan minúsculo, tan «perdido» entre los hombres, es porque él no es el Dios imaginario de majestuoso po­der, sino el Dios real de la pobreza y el don.

Y la pobreza espiritual no es ante todo una actitud moral; es más bien dejar que Dios sea lo que verdaderamente es. María de Nazaret entra en contacto con este misterio y lo acepta. No accede al Reino como quien accede a una recompensa, sino que, desde su fe, acepta esta paradójica visión del Dios salvador, a Jo cual contribuye en gran medida, ciertamente, su plenitud de gracia, pero también su adhesión personal a la revelación del Dios de los profetas.

Es en Nazaret, por tanto, y como anticipación del misterio pas­cual y del don del Espíritu, donde se incoa ese nuevo Reino de la gra­cia, que jamás será abolido o superado. Y no es que lo incoe María en virtud de su personal iniciativa, sino porque su aceptación de ser el tabernáculo del «Emmanuel» propicia efectivamente el amanecer de la salvación. El Espíritu, que desde el primer instante la cubre con su sombra, vendrá sobre todos y cada uno de los ciudadanos del Reino para abrirles al misterio de la pobreza de corazón, que es el misterio mismo de Dios.

El Dios pobre inhabita los corazones pobres. Es aceptado tal como es, y es únicamente así como se revela su gloria.

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120 María, Madre de los hombres

Ciudadana del Reino

María, consiguientemente, puede ser llamada «ciudadana» del nuevo Reino; y ciudadana «grande» y «dichosa», gracias a su unión sin igual con Cristo, que es el Rey en persona del Reino que anuncia.

Jesús no es investido como Señor y Rey en virtud de una decisión exterior a él y fortuita, sino a causa de «los sentimientos que hubo en él» (Flp 2,5). Se hace Rey por su aceptación humana y libre de la pa­radójica voluntad del Padre. Si el Padre «ha puesto en sus manos todo juicio» (Jn 5,22), no ha sido por capricho, sino justamente por­que él es el que no juzga, «ni apaga la mecha humeante» (Mt 12,20). Evidentemente, no habría que decir que Jesús «merece» su investidu­ra como Rey y Señor gracias a las virtudes de su vida santa. A lo que sí hay que conceder la debida importancia en el advenimiento de la plenitud de los tiempos es a su libertad de hombre, y no habría que hacer de dicha libertad humana una marioneta del Espíritu Santo. Dios no gana nada con la negación o la supresión de la libertad del hombre. Y si ya hay que conceder toda su real importancia al «sí» li­bre de María que propicia el advenimiento de la plenitud de los tiem­pos, con mucha más razón es menester integrar la libertad humana de Jesús en el hecho real del advenimiento del Reino. La nueva Alian­za nos viene de Dios sin mérito alguno de nuestra parte; pero nos vie­ne gracias a la humanidad de uno de los nuestros, «en todo semejante a nosotros, menos en el pecado».

Y María es integrada en el nuevo Reino en la medida en que acepta ser el tabernáculo de Aquel que la guía y la configura con su Pascua. Por eso no hay que apresurarse a decir que todo se ha venti­lado a partir del «sí» de Nazaret y que, en adelante, todo va a desa­rrollarse de acuerdo con un plan infalible. Enseguida hablaremos de la importancia que tiene la Pascua de María, que ella vive en comu­nión con la de su Hijo. Y la importancia que tiene también la nueva venida del Espíritu sobre ella, en el Cenáculo, para confiarle una nue­va misión, tan importante como la primera.

Dejemos que se conviertan nuestros corazones

Pero no basta, ni para María ni para nosotros, con aceptar; es preciso, además, vivir, día a día, las difíciles y progresivas opciones de nuestra libertad. Es preciso esforzarse por armonizarlo todo, sin sobrevalorar nada.

María y el Reino 121

1. El Reino hay que acogerlo, recibirlo como una gracia. Jamás es merecida la venida del Espíritu: ni en su primer gesto, como lo es sin duda nuestra misma creación, ni en esas «gracias actuales» que nunca nos son denegadas. Y aunque el Señor diga que «el Reino sufre violencia, y son los violentos quienes lo conquistan» (Mt 11,12), no entiende ciertamente tal violencia en un sentido voluntarista y orgu­lloso. Ya desde la era apostólica proclamaba Pablo a las Iglesias la gratuidad de la salvación, y siempre ha habido voces inspiradas que repitieron este mensaje, frente a la permanente tentación del orgullo humano. El «fíat» de la joven María debe preservarnos de este peligro a quienes tenemos siempre más o menos ganas de merecer a Dios.

2. Pero ese Reino hay que vivirlo. Hay que dejarse habitar e in­vadir por su mensaje y por la conversión que exige. Hablábamos hace poco de la transformación de nuestra concepción de Dios. Le creíamos todopoderoso y, efectivamente, él es el «el Poderoso que hace maravillas» (Le 1,49); pero es preciso aceptar la paradoja de un poder que se manifiesta en la pobreza del Amor y el don. No era ése el rostro de Dios que esperábamos y, sin embargo, ése es el rostro que se impone, porque «Dios es Amor». Lo cual tiene muy amplias consecuencias, ante todo y sobre todo para él.

Pero, para entrar en el Reino, también es menester la misma con­versión de la concepción del hombre y de uno mismo. Yo me descu­bro libre y me aferró, con razón, a esa libertad. Pero necesito conver­tir mi pensamiento acerca del sentido exacto de la misma. Esa liber­tad no se realiza a base de crispación ni a base de la incesante afirma­ción de la propia auto-posesión. No puede vivirse más que en el don, en la caridad pobre y en el perdón sincero. Para encontrarse hay que perderse.

Y María es, en el Reino de la gracia, el modelo que nos enseña los caminos de la verdadera libertad del hombre. De un modo casi instin­tivo, ella se sitúa en el punto exacto de la verdad:

— ni autosuficiencia («el Señor ha puesto sus ojos en la pequenez de su esclava»)

— ni falsa humildad («me llamarán 'dichosa' todas las generacio­nes»).

3. Este Reino, por último, hay que vivirlo día día, en esas opcio­nes cotidianas, cada una de las cuales constituye una Pascua, que nos conducen hacia la Pascua. María, dejándose guiar por Cristo, vi­vió la dinámica del Reino. Esto fue lo que la llevó a experimentar tan­to el gélido viento del Calvario como el reconfortante calor del Ce-

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122 María, Madre de los hombres

náculo, en orden a una nueva acogida del Espíritu. El ciudadano del Reino vive al mismo tiempo el «ya» y la espera del «todavía no». Se sabe no instalado, no llegado al término, siempre en camino. Al igual que Pablo, «sigue su carrera, tratando de alcanzar a Aquel que pri­mero le ha alcanzado a él» (Flp 3,12). Esta incómoda situación de éxodo no le entrega en manos de la angustia y la inseguridad, sino que le preserva del sueño mortal de la satisfacción. Sólo en esta fe­cunda tensión es posible la vida cristiana.

Anticipemos, para finalizar, algo que intentaremos decir con ma­yor claridad en nuestra última parte.

Si María es grande en el ámbito del Reino, es porque en ella se inaugura el misterio de la Iglesia. La relación exacta entre la Iglesia y el Reino es muy difícil de definir, tanto más cuanto que Cristo habló muy poco de la Iglesia, que sólo comienza a definir claramente sus contornos con Pablo. Sería erróneo y de fatales consecuencias el asi­milar ambas cosas sin ningún tipo de matizacion, como si ya nada pudiera acontecer, dado que la Pascua ya se ha producido y el Espíri­tu se ha difundido. Pero también sería erróneo pensar que la Iglesia no es más que el andamiaje que se emplea para la construcción de un edificio totalmente distinto. La Iglesia es, mucho más exactamente, la Novia, cuidadosamente preparada por el Señor para convertirla en su Esposa y «presentársela a sí mismo pura y sin mancha» (Ef5,27) llegado el momento.

En esa Iglesia, acogedora para con la novedad de Cristo y el poder de la gracia, vive María. Y es en esa unión con su Hijo como ella es ciudadana del Reino, un Reino que Cristo reúne para presen­társelo al Padre; un Reino que se edifica, día a día, bajo la guía del Espíritu.

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María y el misterio de las bodas

Cana es, para el evangelista Juan, la «obertura» del ministerio de Jesús, que se consumará en el Calvario. En ambas ocasiones está presente María. Unida a su Hijo en la alegría de los convidados, se lo presenta a la humanidad con ocasión de unos esponsales, aceptan­do lo que en adelante va a separarla de Aquél a quien ama. Las bo­das de Cana inauguran la ruptura y la novedad del sacramento cris­tiano.

Cana anuncia la Pascua en el simbolismo del vino que corre en abundancia. María nos enseña a acoger el don de Dios en lo que de increíble encierra dicho don, del mismo modo que conduce hacia Je­sús a la comunidad naciente: «Haced todo lo que él os diga».

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124 María, Madre de los hombres

El autor del cuarto evangelio enmarca su presentación del minis­terio público de Jesús y la consumación pascual del mismo entre dos menciones de María que no dejan de tener relación entre sí. Este ca­pítulo y el siguiente no deberían, por tanto, verse por separado. Y ad­virtamos que, sin aspirar a ningún tipo de tecnicismo, tan sólo desea­mos esbozar lo que la presencia de María en Cana y en el Calvario puede tener de iluminador para el conjunto de nuestro intento.

Presencia de Dios en la alegría de los hombres

Cana significa, en primer lugar, la presencia de la Madre y del Hijo (y también la presencia de los discípulos, célula inicial de la Igle­sia) en el corazón mismo de una alegría perfectamente humana y de una verdadera fiesta comunitaria. Prescindiendo ahora de las motiva­ciones de tal presencia, tenemos perfecto derecho a interpretarla como una de las formas del anuncio de la Buena Nueva. El «Emma-nuel» se encuentra a gusto en medio de los hijos de los hombres, y la manifestación de la alegría que Dios siente en residir entre nosotros hará que Jesús se deje considerar como un bebedor y un glotón. La presencia de Jesús y de su Madre en la fiesta de los hombres es una invitación a la Iglesia a celebrar sus propias fiestas, aun cuando en la celebración se echa en falta con demasiada frecuencia la expresión justa de la fe. No pretendemos dar alas al relativismo doctrinal ni a una acción pastoral excesivamente poco exigente; tan sólo deseamos insistir en la cotidianeidad de la acción eclesial y sacramental. La Buena Nueva se enraiza de un modo perfectamente concreto en el corazón mismo de la comunidad de los hombres, y no sólo en sus tra­bajos y en sus penalidades. En su tiempo, Dietrich Bonhoeffer insistió en la necesidad de anunciar la presencia de Dios no sólo en los espa-

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cios dolorosos de la vida de los hombres, sino también en el centro mismo de sus éxitos y sus alegrías. El Dios de Jesucristo no debe apa­recer vinculado con excesiva exclusividad a su carácter de apoyo en los momentos difíciles. También debe irradiar su Presencia en medio de la alegría de los hombres.

Misterio nupcial

Pero Cana debe ser interpretado, además, a un mayor nivel de profundidad. Se trata de una ceremonia nupcial y, hasta cierto punto, del gesto iniciático con el que la Madre presenta a su Hijo a la huma­nidad con ocasión de unos esponsales. Ella ha cumplido cuidadosa­mente su tarea educadora, y llega el momento en que debe dejar par­tir a su Hijo para que realice su propia tarea, para que salga al en­cuentro de la humanidad a la que debe unirse para que se convierta en su Cuerpo. Entonces recibirá María su segunda misión: la de Ma­dre y educadora del Cuerpo eclesial. Pero es preciso que primero acepte ella un momento de ruptura: esa Pascua que la priva de Aquél a quien ella ama, el cual no ha venido para ella, sino para todos los hombres. Ella le ha dado abrigo, primero en su cuerpo y más tarde en su casa, no para conservarlo para sí, sino para que él, a través de ella, establezca su Morada en el seno de la humanidad. Es menester, pues, que María se halle presente en esta fiesta nupcial en la que se anuncia el misterio de la Pascua mediante el vino profusamente derramado, como profusamente se derramará la sangre en la cruz. Misterio de superabundancia y de aparente derroche; pero único misterio capaz de revelar «el desmedido amor» con que ama Dios a los hombres. Como cualquier madre, pero mejor que ninguna, María renuncia a poseer a su Hijo, para permitir que realice su vocación. Y su presen­cia en Cana inaugura la celebración del Calvario, en la que también tomará parte.

Estas bodas son presididas por el Hijo, que da un paso más en su actitud de Esposo de la humanidad; que toma consigo y en sí a la hu­manidad para una Alianza irrevocable. Se trata del primero de sus signos, «y sus discípulos creyeron en él» (Jn 2,11). No sólo reconocen su poder, sino que dan un paso más hacia el descubrimiento de su misterio. Y es para hacer que se reconozca su Alianza con los hom­bres por lo que él emplea el argumento siempre ambiguo del milagro, que él realiza como «signo», únicamente legible desde la fe. Jesús es el maestro de ceremonias de la fiesta que da a estas bodas humanas un

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valor sacramental mediante su propio compromiso. A través del re­galo del vino, se entrega a sí mismo y se compromete a verter su pro­pia sangre.

Nace el sacramento

El sacramento de la Iglesia, como celebración litúrgica de la alianza entre Dios y los hombres, se encuentra ya, por tanto, secreta­mente presente en esta boda popular, a un tiempo alegre y solemne:

— el sacramento del matrimonio, donde los esponsales entre cre­yentes se convertirán en signo del compromiso definitivo de Dios con los hombres;

— y el sacramento eucarístico, donde se beberá el vino que sella la Alianza e inaugura el Reino.

María está allí como testigo de un misterio que la sobrepasa y que ella no puede comprender aún en toda su profundidad. Pero, por lo que puede comprender de dicho misterio, se adhiere a él en la fe y participa en esta ceremonia de alianza. Y es también su vocación la que se realiza: ella ha sido escogida para ser Madre del realizador de la Alianza nueva. Es de esta misma manera como se hallará presente y será nombrada en toda Eucaristía de la Iglesia y en toda unión con­yugal cristiana, para reivindicar ambas celebraciones como creyente en el nombre de Cristo.

María no se halla presente en el obrar de la Iglesia para cobijar a ésta y protegerla con una especie de pusilámine ternura. Lo que hace es arraigarla en su propia adhesión de fe y proclamar la misteriosa eficacia de la misma: que todo suceda como Dios quiere. La presen­cia de María en la acción eclesial no pertenece, indudablemente, al orden de la mediación de gracia, de la que conviene hablar con suma prudencia; pero sí contribuye, ciertamente, a expresar su riqueza y su valor salvífico; la que creyó, en el momento del anuncio de la salva­ción, que todo era para bien; la que aceptó una vocación al servicio de todos, es la que hace saber a la Iglesia y al creyente cuan impor­tante es creer que Dios es bueno y actúa para la dicha y la salvación.

Cana y el misterio pascual

Cana constituye, pues, una ceremonia anunciadora del ministerio pascual. El vino que corre abundante sólo puede desvelar toda la ri­queza de su simbolismo en relación con la celebración del Calvario. No hay que olvidar que el misterio pascual forma un todo, y que la

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invención de la Eucaristía se halla presente tanto en el Gólgota como en la intimidad del Cenáculo. Siempre se trata de un don y un ofreci­miento que serán actualizados,, para la Iglesia y para el mundo, en el gesto eucarístico. El Cristo-Esposo se ofrece generosamente a la co­munidad de quienes desean alimentarse de él para unirse a él con una intimidad de la que es imagen la unión conyugal. Unión que no sueña con fusiones imposibles, porque el creyente sigue siendo un hombre que se encuentra con su Dios. Es parecido a lo que ocurre en el ma­trimonio, donde la esposa debe aceptar la inevitable diferencia entre ella y su marido, incluso en el momento en que ambos no son sino una sola carne. La mística cristiana es decididamente dualista en este sentido. No hay que alimentar el sueño de «perderse» en Dios, porque Dios nos respeta al máximo y quiere que nos realicemos plenamente en nuestra libertad de hombres y de mujeres. Comulgar con Cristo significa verdaderamente «hacerse Cristo»; pero significa, a la vez, hacerse uno mismo y permanecer tal, en Cristo, ante el Padre, acep­tando una diferencia que no ha de suscitar celos ni angustias. Sabe­mos que la aceptación de esta diferencia constituye toda la belleza de nuestra plena realización como hijos, porque esta diferencia entre el Padre y el Hijo subsiste en el propio Dios.

Cana y la Eucaristía

La invención eucarística constituirá, en el momento de la consu­mación, la clave de lectura de todo este misterio de la Alianza entre Dios y el hombre. Juan no habría podido comprender ni desvelar todo el valor simbólico del sencillo gesto de Cana si no hubiera goza­do de una profunda experiencia eclesial y eucarística. Es el papel que desempeña el vino en la Eucaristía, como imagen de la sangre «derra­mada por muchos». Estos «muchos» que celebran el misterio no sa­ben ni comprenden la clase de amor con que son amados, del mismo modo que la multitud de los salvados jamás sabrá todo el valor de la sangre derramada. Es el misterio de una alianza que nunca es entre iguales, en la que el don de Dios es inconmensurable en relación a la acogida que le presta el hombre, y que, por consiguiente, no puede dejar de ser espontáneamente despilfarrada. Francisco de Asís grita­ba entre lágrimas: «¡El Amor no es amado!» ¡Pensemos en la ampli­tud del perdón que Dios ofrece y en la absurda cicatería de nuestras súplicas de ser perdonados!

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Mientras, en Cana, se esboza esta paradójica y desconcertante Alianza, María se halla presente como educadora de nuestra fe. Ella nos enseña a acoger el don de Dios con todo lo que dicho don tiene de increíble; nos enseña a que no nos habituemos a semejante don. En el momento mismo en que, como Madre, entrega a su Hijo en ma­nos de los hombres, María acepta libremente quedarse, en adelante, en un segundo plano, porque sabe hasta qué punto es superior el don que el Padre hace de su Hijo al mundo. La aceptación por María, en Cana, de la realización pascual de su tarea no es más que una huma­na y pálida imagen del amor del Padre a los hombres. Pero lo que re­sulta especialmente valioso para nosotros es el hecho de que ambas realidades, ambos gestos, van en el mismo sentido y se iluminan mu­tuamente:

— el Padre entrega a su Hijo Único para que cada uno de noso­tros se haga para él único e irremplazable. Desea que los viña­dores homicidas accedan a la herencia, a partes iguales, con Aquél al que han asesinado;

— María renuncia a poseer a su Hijo; pero lo hace para convertir­se en la Madre universal, para hacer realidad su vocación de Madre de Cristo haciéndose Madre de los hombres, ensan­chando su corazón de Madre a la medida del Corazón de Dios.

Haced todo lo que él os diga

Antes de que llegue a su plena realización esta maternidad uni­versal, María ya es en Cana la educadora de la comunidad eclesial naciente. Y hay en esta función educadora de María en Cana dos ele­mentos teológicamente relacionados:

1. María reconoce al grupo apostólico como célula de la Iglesia, aunque sus palabras abren a dicho grupo a la universalidad, porque es a los desconocidos sirvientes a quienes se dirige: «Haced todo lo que él os diga». Sin embargo, estas palabras resuenan en el corazón de los discípulos y contribuyen a hacerles estar atentos a la voz de Aquél que conoce todo el misterio.

2. María dice a los discípulos, y a la Iglesia, las insuperables pa­labras que constituyen un verdadero testamento de quien ya no vol­verá a hablar en lo sucesivo: «Haced todo lo que él os diga». Es decir, no os contentéis con escuchar, sino «haced»; no seáis meros oyentes, sino discípulos, porque «el que obra la verdad va a la luz» (Jn 3,21). No basta con la escucha de la Palabra si no hay además conversión

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de la vida. Es preciso «guardar» el mandamiento que se ha oído, y esto lo sabe perfectamente María, que «conservaba todas las cosas en su corazón» (Le 2,19). María, pues, presenta a Jesús a los discípulos en su verdadera dimensión: como el que enseña, pero también como el que es maestro de vida nueva.

¡Si los discípulos lo hubieran recordado con ocasión de la subida al calvario, cuyo difícil y austero camino comienza a perfilarse nada más salir de la sala donde se ha celebrado el banquete de bodas...!

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La pascua de María

Para María se trata de un auténtico paso a una nueva misión, en profunda comunión con su Hijo que muere. Ella se ofrece junto con Jesús, aceptando la Hora de las tinieblas. Es en este sentido concre­to, y haciendo uso de una gran prudencia, como se la puede denomi­nar «corredentora».

Misteriosamente configurada con el Padre en la donación que éste hace de su Hijo a los hombres, María da su asentimiento a una nueva venida del Espíritu sobre ella, aceptando así convertirse en la Madre universal, puesto que Jesús nos representa a todos, y en la Imagen de la Misericordia.

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132 María, Madre de los hombres

Una verdadera Pascua

Se trata de una verdadera Pascua, de una verdadera consuma­ción a través del misterio de una muerte. La plenitud de gracia y la perfección de la respuesta de fe, con ocasión de la Anunciación, no deben hacernos olvidar esta realización pascual. Quien dice «vida de fe» dice «camino» y «crecimiento». El hecho de que María sea desde el principio la Creyente, y que lo sea a un elevadísimo nivel de perfec­ción, no nos impide hablar también, refiriéndonos a ella, de itinerario y de progreso. Aun cuando no se dé progreso en la fe a nivel de vir­tud teologal, sí puede perfectamente haberlo a nivel de la expresión de dicha fe.

En ese sentido, sucede con María lo mismo que con Jesús. Jesús no ama «más» al Padre durante las horas de su Pasión que a lo largo del resto de su existencia; pero las horas de su Pascua sí tienen para nosotros un más alto valor revelador, porque nos manifiestan mejor ese amor que él profesa al Padre, esa «pasión» por su Gloria que le habita, al extremo de morir de amor por ella. No es en Cristo donde las cosas cambian, sino en nosotros, que contemplamos esta vida, en su totalidad, como una revelación del Amor sin límites. Por eso, al iniciar solemnemente su relato del misterio pascual, puede decir Juan:

«Jesús, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Nosotros tenemos necesidad de esas horas que manifiestan mejor

que otras el carácter absoluto de un amor, aunque sepamos que to­das las horas, incluidas las más banales y cotidianas, son ya portado­ras de revelación.

Lo mismo sucede con María. A lo largo de toda su vida se ha ad­herido sin reservas al proyecto del Padre y ha ofrecido su libre coope­ración a dicho proyecto. Pero, para manifestar inequívocamente esa

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adhesión total, es preciso que también ella suba al Calvario y viva la pobreza de su Pascua. Tal vez ello no signifique una «plusvalía» en María, pero sí hace que quede más de manifiesto, en beneficio de nuestras propias existencias creyentes, cuanto en ella hay de fe y de aceptación espiritual. De este modo quedará plenamente revelado que una criatura puede adherirse plenamente al proyecto del Padre, a pesar del aspecto paradójico y desconcertante que pueda tener la rea­lización concreta de dicho proyecto. Los límites de la fe como virtud teologal no se ampliarán, pero sí se revelarán aún más amplios de cuanto nosotros hayamos podido creer. Porque no hay que suponer que María tuviera una revelación excepcional que atenuara la doloro-sa paradoja de la muerte de su Hijo. Creer semejante cosa sería hacer una injuria a su condición de criatura y a la pedagogía misericordiosa del Padre en favor de los demás seres humanos. María sufre su Cal­vario en el silencio de Dios, y no le resulta fácil aceptar las oscurida­des de su corazón y las esperanzas del camino. A cada paso tiene que renovar su adhesión de fe; a cada paso tiene que repetir su «sí» pri­mordial para poder llegar hasta el final, mantenerse firme y permane­cer «de pie» al pie de la cruz.

En comunión con Jesús, que muere

Y es que la Pascua de María es absolutamente inseparable de la de su Hijo que muere. Podríamos hacer innumerables glosas acerca de si los sufrimientos de Aquél que muere son mayores o menores que los sufrimientos de aquella que lo ama y le ve morir. Pero sería una falta de respeto para con el misterio del sufrimiento humano. María vive su propia Pascua, no la de su Hijo. El cáliz que le es ofre­cido a ella no es el mismo que se le ofrece al Hijo Amado; y a pesar de todo su amor, ella no puede ocupar el lugar de éste. Por más que una madre se una de todo corazón al sufrimiento de su hijo enfermo y desahuciado, jamás podrá ocupar su lugar, ni morir en vez de él. Y María, efectivamente, no morirá en el Calvario, sino que descenderá de él, acompañada de las demás mujeres, en dirección al sepulcro.

María, sencillamente, está allí y vive en la fe lo que debe vivir. Y si nuestra incorporación bautismal a Cristo nos exige vivir lo que él vivió, contamos para ello con la ayuda de la Pascua de María, salvo en el caso excepcional de que debamos vivir personalmente la Pascua del martirio. Al pie de la cruz volvemos a descubrir esa función ecle-sial de María como educadora. Ella nos enseña a vivir nuestra unión

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con Cristo de la manera en que se nos pide que la vivamos, no soñan­do con otra Pascua distinta de la que se nos propone ni con ocupar un lugar distinto del que nos corresponde.

¿Puede llamarse a María «corredentora»?

¿Merece María, al pie de la cruz, el título de «corredentora»? Es absolutamente indudable que sí, a condición de que no se olviden las siguientes consideraciones teológicas:

1. Sólo Cristo merece plenamente el título de «Redentor», por­que sólo él es el Hijo único que ha recibido la vocación de recapitular en sí a la humanidad fraterna y hacerla acceder, mediante su ofrenda, a la alianza nueva y a la vida en presencia del Padre.

Su pasión «cumple toda justicia», y ninguna participación huma­na podría añadirle absolutamente nada, como si le faltara algo. Cons­tituye una exigencia absoluta de nuestra fe en la encarnación del Hijo eterno preservar el carácter único de su muerte dolorosa y reafirmar insistentemente esta verdad frente a cualesquiera exageraciones de la piedad y de todo cuanto pueda decirse acerca de la com-pasión. Las actuales traducciones de la Carta a los Colosenses precisan, muy acertadamente que, cuando Pablo afirma «completar en su carne lo que falta al sufrimiento de Cristo» (Col 1,24), no puede referirse a que esté completando la Pasión redentora, sino a que asume la parte de «sufrimiento» que le corresponde en el ministerio apostólico. Cris­to no pudo ni quiso difundir personalmente la Buena Nueva en el mundo entero. Por eso, en su ministerio, el apóstol une su propio su­frimiento al agotamiento que Jesús experimentó en su ministerio en Palestina. A este nivel de la afirmación creyente, sucede con María lo mismo que con cada uno de nosotros: que no añade nada a la Pasión de Cristo, la cual es perfecta en su orden, porque es la Pascua única del Hijo Amado.

2. No es únicamente en el Calvario donde María coopera a la ofrenda sacrificial de su Hijo. Del mismo modo que la vida entera de Cristo efectúa la salvación del mundo manifestando su amor incondi­cional al Padre, así también es toda la vida de María la que coopera activamente a la obra salvífica de su Hijo. Y conviene evitar aquí cui­dadosamente todo «dolorismo»: el Padre no es ningún tirano sediento de sangre, y las horas de extremado sufrimiento no son más de su agrado que los momentos de ofrenda silenciosa. Lo que él quiere y espera de su Hijo hecho hombre, de María y de cada uno de noso-

La pascua de María 135

tros no es, en modo alguno, que suframos por el placer de sufrir, sino que en todas las cosas manifestemos una verdadera búsqueda de su Gloria. Es a lo largo de toda su sencilla vida donde María, en íntima comunión con su Hijo, manifiesta su interés por la Gloria divina y su deseo de que se realice concretamente la salvación. La presencia de María en el Calvario no inaugura una actitud nueva, sino que mani­fiesta de modo inequívoco su constante amor; no es que recupere la adhesión de fe que manifestó en Nazaret, sino que la reafirma en esta Hora tenebrosa, desvelando así su original veracidad.

3. María no es la única en ser corredentora de este modo. Tam­bién nosotros lo somos con ella, en la medida de nuestra adhesión, creyente y bautismal a la Pascua de Jesús. Ella nos precede, pero no de tal modo que desaparezca de nuestra vista. Acabamos de recordar cómo Pablo puede decir que él completa, en lo que le concierne, lo que aún le falta a los padecimientos de Cristo. Y ya hemos dicho, y lo repetimos, que no se trata de añadirle nada a la Pasión. Pero sabe­mos que al bautizado se le ofrece una misteriosa participación en la ofrenda pascual de Cristo, «a fin de que no vivamos ya para nosotros mismos».

María vive su Pascua en activa cooperación con la Pascua única del Hijo Amado. Por supuesto que la vive mejor que nosotros; pero, con ello, lo que hace es abrir ante nosotros un camino de compromi­so y de responsabilidad. Tanto para ella como para nosotros, se trata de aceptar vivir la Pascua en nuestro propio lugar, a partir de lo que concretamente se nos pide.

Establecidas estas precisiones, podemos ahora reflexionar acerca de las condiciones concretas de la Pascua de María. Y para ello, par­tamos de la más sencilla de todas, de la que indudablemente pudo María comprender.

María realiza su gesto de fe

María realiza plenamente la fe de su padre Abraham en el monte Moría, aceptando la muerte de su Hijo amado. La figura del padre de los creyentes subiendo la montaña en compañía de su hijo único do­mina toda la trayectoria de la fe de Israel, convocado por su Dios a la aventura. María llega al final de dicha trayectoria y, curiosamente, se le pide el mismo gesto: desprenderse de aquel a quien ama, aun sa­biendo que se trata del Único y que sólo él puede «reunir a los hijos de Dios dispersos» (Jn 11,52). Si muere de ese modo, en la soledad y

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el sufrimiento, ¿cómo va a completar su obra, para la que ella le ha preparado con tanto esmero? ¿No es su predicación un lamentable fracaso, siendo así que había sido anunciada como «una inmensa ale­gría para todo el pueblo» (Le 2,10)? De modo que ahora va a morir este nuevo Isaac, y no hay ningún carnero que se haya trabado los cuernos en el zarzal y pueda librarle del trance en el último instante-No, en el Calvario no hay ni un miserable matorral, a diferencia del monte Moría.

Es el comienzo de la realización plena de la fe de María, sumida en las tinieblas. «Dios proveerá, hijo mío». Es preciso contar con el Padre, sobre todo en el momento en que su voluntad parece a la vez ilógica e inhumana. No imaginemos demasiado fácilmente a María ascendiendo la cuesta del Calvario con la cómoda e íntima certeza de que al final todo va a solucionarse. También María debe vivir su Pas­cua, y ciertamente no se le ha ahorrado la prueba de Getsemaní, aun­que deba vivirla de otra manera: a su propia manera, bastante más parecida a la nuestra. Se trata de resistir y no dudar. Ni del amor del Padre, que parece ausente, ni de la misión del Hijo, que parece un fracaso absoluto.

María inaugura en aquel momento todo ese largo tiempo en el que la Iglesia andará buscando su camino sin saber ya cómo arre­glárselas para permanecer fiel a la misión. María recuerda a cada cristiano que la fe es algo más grande, algo más profundamente arrai­gado, en medio de todos los acontecimientos que parecen tratar de destruirla. María revela al creyente que la prueba, sin ser querida como tal por Dios, siempre puede constituir un camino para el creci­miento en la fe.

Configurada con el propio Padre

Y es aquí donde, misteriosamente, se invierte la imagen. María ya no es tan sólo la hija de Abraham que acepta la voluntad del Padre y se adhiere a ella obedientemente. De un modo misterioso, se ha confi­gurado con el propio Padre en la ofrenda de su Hijo a los hombres. Y no hay ninguna duda de que es debido a este aspecto de su vocación por lo que parece escapársenos de entre las manos y se nos antoja muy por encima de nosotros. Aunque ya hayamos hecho una serie de reflexiones sobre María y el misterio del Padre, hemos de reconocer que es únicamente en el Calvario donde tales reflexiones alcanzan su cumbre y dan fruto.

La pascua de María 137

Al aceptar en su corazón la dolorosa muerte del Hijo Amado, María es imagen del Padre. En nuestros días se habla profusamente del sufrimiento de Dios, y una de las misiones de la teología consiste, indudablemente, en insistir en la prudencia del lenguaje y en los lími­tes de la analogía. Pero ese modo de hablar tiene para nosotros la ventaja de que nos permite no imaginarnos ya al Padre como un so­berano impasible que se despreocupa de lo que ocurre aquí abajo, en la tierra, porque él vive feliz y sabe cuándo será el final de la historia. Por supuesto que es pura analogía decir que Dios sufre, pero ¿acaso no hay también analogía en decir que Dios ama, a pesar de lo cual no dejamos de repetirlo, basándonos en la propia Escritura?

Ciertamente, tenemos el innegable derecho a contemplar la ana­logía entre María y el Padre. En la hora del Calvario, el Padre acepta que la recapitulación en Cristo de la humanidad amada y salvada se realice por ese paradójico medio de la muerte, entre terribles sufri­mientos, del Hijo Amado. El Padre acepta una victoria bastante sin­gular de su amor infinito. Porque de una victoria se trata verdadera­mente, y de esto nuestra fe no nos permite siquiera dudar. En este momento, el Amor absoluto triunfa, revelándose sin límites y capaz de perdonar hasta el extremo. Se manifiesta que el mal uso de la liber­tad, por el contrario, no es sino algo humano y limitado, porque no puede llegar al extremo de la Misericordia absoluta. El amor del Pa­dre tendrá la última palabra no para matar al pecador, que sería la constatación de un espantoso fracaso, sino porque dicho Amor sigue siendo más grande que el mayor de los pecados, puesto que es siem­pre capaz de perdonarlo.

Los viñadores homicidas van a acceder a la herencia de Aquél a quien están a punto de asesinar junto al cercado de la viña. El poder mortífero del pecado se agota, porque a Dios no se le ocurre la idea de hacer daño.

Y es justamente a esto, a esta paradójica imagen de su Dios, a lo que María se adhiere al pie de la cruz. Ella, que conoce y recita los salmos de venganza, tiene necesidad, indudablemente, de dar un gran paso en la fe para aceptar que ese Dios «inactivo» sea, a pesar de to­do, «el bueno». No olvidemos, por otra parte, que no escasean los tex­tos bíblicos que la ayuden a realizar este descubrimiento. Los Cantos del Siervo constituyen ya, realmente, los poemas de la aparente impo­tencia de Dios. Pero en esta hora tremenda hay que comprender que el Padre pueda dejar morir a Aquel a quien ama por encima de todo, sin dejar de amarlo. Sí, Dios es verdaderamente el Pobre. Y es éste el

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Dios que la humilde esclava de Nazaret acepta y con el que se confi­gura.

María acepta una nueva venida del Espíritu...

Para ello, María ha de aceptar, en su Pascua, una nueva venida del Espíritu sobre ella.

Ella nunca ha dejado de estar bajo la dependencia del Espíritu; pero el Espíritu viene en todo momento con la gracia específica que nos hace falta. Y en aquel preciso momento se revela como la capaci­dad que hay en Dios de amor sacrificial, como fuego de amor que pa­rece destruirlo todo y que, sin embargo, no se extingue. Es el fuego del Espíritu el que arde en el corazón de la Madre y le permite mante­nerse en pie, mientras los soldados permanecen indiferentes y los fari­seos se burlan sarcásticamente.

Los acontecimientos de la Pascua nos permiten, sin duda, efec­tuar una nueva aproximación al misterio del Espíritu. Como ya he­mos dicho, el Espíritu no es algo sobreañadido a la doble relación de amor entre el Padre y el Hijo, como si fuera «un tercero» con el que, en última instancia, no supiéramos qué hacer. No, el Espíritu es la ex­presión concreta y personal, la fuerza y el dinamismo siempre nuevo de ese doble movimiento de amor. Ahora bien, si el Padre es el que, en una aparente impotencia, deja morir a su Hijo, ¿no será el propio Espíritu una fuerza de amor sacrificial? Así lo ha expresado frecuen­temente el P. Serge Boulgakov, con palabras infinitamente más con­vincentes que las mías, pero que yo no estaría dispuesto a aceptar en su totalidad sin algunas reservas.

El Espíritu es la fuerza de Dios, y en esta hora tremenda es el Don que el Padre hace de su propio Hijo a los hombres, para que éstos hagan de él «lo que buenamente les plazca», con la certeza ab­soluta de que el Padre no va a vengarse ni va a tratar de recuperar a ese Hijo que les ha entregado para siempre. ¡Fuerza inconmensurable de amor sacrificial que infunde valor al Hijo para aceptar su dolorosa Pasión y resistir la tentación de anticipar la hora de manifestación de su Gloria! Y es este mismo Espíritu el que permite al Padre vivir, también él, el amor sacrificial. Amor sacrificial al Hijo y a los hom­bres a un tiempo. Porque de lo que realmente se trata, en el misterio de esta muerte, es de unirlos en uno solo, en una alianza definitiva ante él, el Padre.

La pascua de María 139

...que la convierte en Madre universal...

En su Pascua, María se convierte, de un modo aún más profun­do, en la portadora del Espíritu, en la «Virgen Pneumatófora», como dicen nuestros hermanos Orientales. Esta mujer, que desde el primer momento aceptó dejarse conducir por el Espíritu, es llevada ahora por éste «al lugar llamado 'la Calavera'», donde ella habrá de mani­festar al Espíritu como la fuerza de la paradójica omnipotencia que se deja ver en el despojo y en la pobreza. María se ve ahora despoja­da de todo, y en primer lugar de su estrecha vinculación humana con el Hijo de su amor. En cierta manera, tiene que «perder a Jesús», con el que más tarde habrá de encontrarse de otro modo: como si, al igual que a Magdalena, también a ella le dijera: «No me toques». El Espíritu, Padre de los pobres, manifiesta la radicalidad de su obra de despoj amiento, a fin de adaptar a la criatura a la austeridad del Dios pobre. Y no es que destruya; lo que hace es purificar al máximo, como el oro en el crisol. Y la Virgen del Calvario puede enseñarnos a reconocer y aceptar las maneras de actuar del Espíritu. En lo sucesi­vo, quien desee dejarse conducir por el Espíritu deberá saber que tie­ne que entrar por el estrecho sendero de la pobreza «espiritual». El Espíritu del Dios Pobre tiende siempre a hacer atravesar una Pascua, tanto en el caso del Hijo como en el de María o en el de cada uno de nosotros.

En este sentido, la prueba suprema que María tiene que pasar en el Calvario no es tanto la de ver sufrir y morir al que ella ama, sino la de oírle decir, desde lo alto de esa cruz que es como la cátedra desde donde imparte su última lección: ce Ahí tienes a tu hijo».

De todos los Padres, fue Orígenes quien mejor percibió la densi­dad teológica de esta fórmula «de investidura». Al mostrarse a Juan, Jesús no dice a María: «éste es también tu hijo», como si la humani­dad pecadora y salvada viniera a añadirse a la filiación del Único como un sumando más. En la noche de la fe, María debe, de alguna manera, renunciar al propio Jesús y aceptar, como en su lugar, la carga de la humanidad representada por Juan.

Así pues, Jesús dice a María: «es a esta humanidad a la que en adelante deberás considerar tu hijo y cuyas preocupaciones habrás de llevar ante el Padre». La prueba es ahora infinitamente más temi­ble que la de Nazaret o la de Belén. Entonces se trataba de acoger al intachable, al Inocente, y dejarse habitar por una Presencia santa y carente de toda aspereza. Ahora se trata de algo muy distinto: no

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140 María, Madre de los hombres

sólo de hacerse cargo del «discípulo amado», sino de aceptar, con él a la humanidad entera. Aceptar a Juan es aceptar, con él, a todos los hombres, con todo su pecado y su horror. Aceptar a Juan es aceptar como hijos a esos soldados que se están jugando a los dados la túni­ca de Jesús, a esos fariseos que no dejan de burlarse... También ellos son presentados a María, por el Jesús agonizante, como sus hijos como su Hijo; y ella no puede sustraerse a su nueva tarea. Se trata, sin ninguna duda, del paso más doloroso de la Pascua de María. Se trata del último esfuerzo que le exige el Espíritu de pobreza. Se trata de la manera como verdaderamente se convierte en portadora del Es­píritu y en revelación del amor sacrificial de dicho Espíritu.

...e Imagen de la Misericordia

De este modo queda María configurada, en la medida de lo posi­ble, con la paternidad sacrificial de Aquel que acoge a todos los peca­dores en el amor único que profesa hacia el Hijo Amado, mientras éste muere por el pecado de todos ellos. Del mismo modo que Dios mira a todos los pecadores con el mismo amor que siente hacia su Hijo Único, así también se convierte en la Madre universal y en la imagen perfecta de la Misericordia absoluta.

Por supuesto que se trata de un misterio «último», del que no po­demos hablar si no es con enorme discreción, dado que todo él se ha­lla envuelto en la paradoja de ese Amor pobre del que ni siquiera po­demos hacernos una mínima idea. En este sentido, la parábola de los viñadores homicidas constituye una de las cumbres de la enseñanza teológica de Jesús Hijo: el Padre ha enviado a los profetas, a quienes los hombres pecadores han tratado con toda la ciega violencia de su pecado. Entonces decide enviar a su Hijo; y, al decir de Jesús, parece que el propio Dios abriga la secreta esperanza de que con ello basta­rá y de que, al fin, el pecado de los hombres será vencido por esta so­breabundancia de amor: «¡Respetarán a mi Hijo...!» (Mt 21,37).

Es un hermoso libro (Dieu sans idee du mal), J. M. Garrigues nos ha recordado que Dios «no tiene la idea del mal» y que, de alguna manera, el pecado es la única realidad que le desconcierta. Tal vez se diga que es éste un lenguaje excesivamente antropomórfico, pero ¿cómo, si no es con palabras humanas, balbucir siquiera algo acerca de Dios y, sobre todo, acerca del abismo de su amor?

Pero hete aquí que, lejos de extenuarse, el pecado redobla sus es­fuerzos frente a la sobreabundancia del amor. Todos nosotros hemos

La pascua de María 141

tenido la experiencia de cómo ese amor, que se ofrece derrochando generosidad y perdón, en lugar de restablecer la concordia suscita un acrecentamiento del odio: «¡Este es el heredero. Matémoslo y quedé­monos con la herencia!» (Mt 21,38).

¡Insensata pretensión! ¿O acaso el asesinato del Hijo inocente no va a hacer que estalle la cólera del Padre? Pues no. En cierto modo, Dios se deja instruir por los pecadores y accede a su insensata pre­tensión.

A través del asesinato del Hijo, el Padre hace acceder a sus asesi­nos a la herencia, sellando en la sangre del Inocente la alianza defini­tiva con los pecadores. Es el momento de decir, con san Agustín, que «sería locura de orgullo, si no fuera el don de su amor».

No creo dejarme engañar por el peligroso antropomorfismo de estas líneas. Pero me parecen, sin duda, la mejor forma de renunciar a ceder al vértigo del juridicismo y dar cuenta del carácter salvífico de la muerte de Jesús, el Hijo. Tal vez nos falte el suficiente valor para creer que la misericordia carece de límites. ¿Acaso no es, como Juan Pablo II lo ha recordado en una espléndida encíclica, el nombre menos impropio de nuestro Dios?

Al pie de la cruz, María, la Madre, queda misteriosamente confi­gurada con este misterio. Ella acoge con el mismo derroche de ternu­ra y de perdón a esa innumerable comunidad de pecadores que se convierten en hijos suyos por mandato de Jesús. En adelante, todos y cada uno de ellos serán su Hijo, lo mismo que Jesús. María vuelve a echar sobre sus hombros la pesada carga de ser madre y reemprende el camino para llevar a cabo una nueva misión. Ya he dicho que fue para poner de relieve el carácter absoluto de esta segunda tarea por lo que decidí escribir este libro. Y es que, por no haber dado toda su importancia a esta segunda misión de María, Madre de los hombres, es por lo que se ha encerrado a la mujer, Madre de Jesús, en una serie de privilegios que no hacen sino asfixiarla, rodeándola de unas for­mas de devoción que, indudablemente, no le hacen la debida justicia.

María es Madre de Jesús para hacerse Madre de los hombres. Madre y educadora de todos y cada uno de nosotros en la larga

andadura de nuestra configuración con Cristo. Las apacibles horas de Belén y Nazaret se perfeccionan, paradójicamente, en el sangrien­to crepúsculo del Calvario. Pero ¿acaso no es ésta la única manera que tiene de darse a conocer el insensato Amor de nuestro Dios?

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La Pietá

Jesús había dicho: «Es el Espíritu el que da vida; la carne no sir­ve para nada» (Jn 6,63). Y esto lo comprende María cuando recibe en sus brazos a su Hijo muerto.

Esta carne es santa, y es la que vamos a contemplar. Esta carne es vivificante, y es la que alimentará nuestros propios

cuerpos en la Eucaristía. Esta carne está toda ella llena del Espíritu que da vida.

* * *

María inaugura su nueva Espera, hasta Pentecostés. Transcu­rrida la Pascua de Jesús, es ella quien da comienzo a la Pascua de la Iglesia. Aceptando el paso del Jesús de la historia a su Iglesia-en-el-Espíritu, María se convierte en educadora de esta Iglesia a punto de nacer.

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144 María, Madre de los hombres

Tal vez resulte sorprendente el que dediquemos un capítulo a la «Pietá», además del que acabamos de consagrar a la Pascua de Ma­ría. Pero ¿acaso la Madre no lleva al límite su fe cuando recibe sobre sus rodillas el cuerpo muerto de su Hijo?

No debemos olvidar, naturalmente, que no poseemos ningún tes­timonio evangélico acerca de la deposición del cuerpo de Cristo en brazos de María mientras se prepara su enterramiento; lo único que se menciona es el embalsamamiento por parte del grupo de las muje­res, de las que muy bien pudo formar parte María, su Madre.

Pero es que nuestra intención no es exegética, sino teológica y es­piritual, y la larguísima tradición eclesial de la «Pietá» incita a la refle­xión. De lo que en este capítulo se trata es, sobre todo, de proseguir nuestra reflexión sobre la vocación eclesial de María. Pretendo mos­trar cómo esta escena, prescindiendo ahora de su historicidad, nos permite dar un paso más en nuestra comprensión de la maternidad de María respecto de la Iglesia y de todos los hombres.

«Es el Espíritu el que da vida; la carne no sirve para nada» (Jn 6,63).

¿No podemos poner esta enseñanza de Jesús en labios de su Ma­dre, mientras ésta tiene su último contacto con el cuerpo material de su Hijo y lo presenta a la comunidad creyente, para expresar a un tiempo la permanente realidad de dicha enseñanza y su indispensable superación? A la Iglesia le gusta contemplar a María al pie de la cruz, sosteniendo en sus brazos el cuerpo de su Hijo, esa carne tortu­rada que, como toda carne humana, va a ser depositada en el sepul­cro, pero que resurgirá en la mañana de Pascua, a instancias del Es­píritu, para convertirse en la célula donde va a tener inicio la renova­ción de toda carne. Debemos, pues, contemplar esta imagen de María en íntima relación con la inhabitación de nuestros cuerpos por la car-

La Pietá 145

ne vivificante de Cristo Resucitado y en la perspectiva de esa resu­rrección final de toda carne, en la que creemos.

Una carne santa

No hay en las mencionadas palabras de Jesús que van a servir­nos de guía el menor desprecio hacia la carne. Por lo demás, la acti­tud de María sosteniendo entre sus brazos el cuerpo de su Hijo basta­ría para exorcizar en nosotros todo menosprecio del cuerpo.

Y es que es esta carne la que salva al mundo. El Hijo de Dios se había unido libremente a la realidad de un hombre, y es su cuerpo de hombre el que, transfigurado y renacido por el poder del Espíritu, va a dar vida al mundo. Esta carne la recibió Jesús de María; y de María aprendió a considerarla como un beneficio.

«¡Qué maravilla es el hombre! ¡Grandes y maravillosas son tus obras!»

El Hijo de Dios jamás «se desencarnará», e incluso en el esplen­dor del «cara a cara» será la carne glorificada (previamente crucifica­da) del Hijo Amado la que habremos de contemplar y por la que ten­dremos acceso a la gloria del Padre invisible. Es gracias a esta Carne santa por lo que la vida de comunión con Dios, fin último de la crea­ción y de toda existencia humana en la carne, se difundirá, poco a po­co, en el universo entero. No sabe uno qué admirar más: si la ampli­tud del proyecto del Padre o su paradójica manera de realizarse. El poder santificador de Dios desea inmortalizar lo que ha creado por amor, pero lo hace valiéndose del humilde y concreto medio de la hu­manidad creada del Hijo, mediación única de la gracia.

Una carne que da vida en la Eucaristía

No se requiere esfuerzo alguno para dar el paso, del poder vivifi­cante de esta Carne, a la suprema importancia del acto eucarístico no sólo para quienes se alimentan de sus frutos, dejándose inhabitar por el poder vivificador del Cuerpo glorioso, sino también, mucho más ampliamente, para el resto de los hombres, para quienes no han co­nocido en esta tierra su poder; y aún más ampliamente, para el Cos­mos en su totalidad. Este universo es, efectivamente, connatural a toda carne humana, formado por los mismos átomos y, consiguiente­mente, connatural de alguna manera a la Carne del Hijo hecho hom­bre.

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146 María, Madre de los hombres

La Iglesia católica, incluso en su liturgia actual, habla de la co­munión eucarística como «alimento de nuestros cuerpos y almas», y no deberíamos silenciar en exceso esta perspectiva vitalista a la hora de proceder a la presentación catequética del Misterio. Debemos in­cluso enseñar al creyente a vivir la celebración eucarística como una «Misa sobre el Mundo», como una acción que, de un modo misterio­so pero real, es beneficiosa para el mundo entero. Y aun cuando el tema de la Virgen-Sacerdote sea especialmente delicado y no deba ser desarrollado inconsideradamente, la imagen de la «Pietá» podría ser, no obstante, uno de sus fundamentos. A condición, eso sí, de que no se separe dicha imagen de la presencia de María en el Cenáculo, reci­biendo nuevamente el Espíritu en íntima comunión con el grupo apostólico y en orden a la misión, que sigue siendo la justificación más profunda de la existencia de la Iglesia.

Una carne irradiada por el Espíritu

Pero esta Carne del mismo Cristo no tiene valor por su sola ma­terialidad, sino en la medida en que se encuentra ya irradiada por la fuerza del Espíritu.

La Pascua se precede a sí misma en una irrupción anticipada del Espíritu, «entregado» por el Verbo al morir (Jn 19,30). María sostiene sobre sus rodillas esta carne muerta de su Hijo no sólo para manifes­tarle una vez más su amor humano y llorarlo, sino para ofrecerlo en holocausto al poder del Espíritu de Dios. María se ha ofrecido siem­pre a sí misma, en cuerpo y alma, para que el poder del Espíritu hicie­ra con ella lo que quisiera. No deja nunca de ponerse en sus manos. Pues bien, la «Pietá» consuma en su maternidad sacrificial la actitud de la joven de Nazaret.

Se trata, una y otra vez, de la aceptación de una presencia de la Gloria en medio de los hombres mediante el paradójico instrumento de la carne humana:

— primero, la carne de la Creyente, que va a convertirse en taber­náculo de esta misteriosa Presencia;

— más tarde, la Carne nacida de ella, que recorre hasta el final con toda honradez su itinerario humano, con su proceso de crecimiento y todas sus dificultades, y también con todos los valores positivos de su plena realización, porque la carne no es sólo decrepitud. Y, por último, con esta muerte, que no es «que­rida» por el Padre, sino provocada por el pecado de los hom-

La Pietá 147

bres, y que parece poner un irremediable punto final a la utili­dad de esta Carne.

Y es en este punto donde tiene Maria que renovar su acto de fe y aceptar que muera el grano para que pueda dar fruto. Es la Virgen de la segunda y nueva espera, la segunda Virgen encinta, que se abre una vez más al Espíritu y le deja actuar. Es únicamente en este acto de fe donde puede nacer la Iglesia, del mismo modo que fue el acto de fe de Nazaret el que hizo posible que naciera Jesús. La Iglesia va a nacer del poder del Espíritu, gracias al acto de fe de María en el Cal­vario. Y nacerá de ella como el Cuerpo de Cristo, etapa esencial de la alianza de Dios con los hombres. La importancia de lo que estaba en juego bien valía el sufrimiento de este nuevo parto.

María consuma su Pascua

María, además, da el último salto de la fe en otro sentido. Al igual que María Magdalena en la mañana de Pascua, pero anticipándose a ella, María «pasa de la carne al Espíritu». Ella es la primera a quien el Crucificado, que descansa en sus brazos, da la orden de pasar irre­versiblemente al ámbito de la fe: «¡No me toques!» (Jn 20,17).

María consuma de este modo su propia Pascua en el interior mis­mo de la Pascua de su Hijo, pero, en cierto modo, más allá de ésta, porque ella sufre, mientras que su Hijo ya ha dejado de sufrir. Es en la prolongación de este sufrimiento donde se convierte María en «Rei­na de los Mártires», en el modelo de cuantos sufren en Cristo, de la manera que sea, una vez que Cristo ya ha dejado de sufrir. Aunque será en ellos donde, según el creyente Pascal, siga Cristo «en agonía hasta el fin del mundo».

María inaugura, además, la Pascua de la Iglesia. Una Pascua que se prolongará a lo largo de los siglos, hasta que el Hijo regrese y en­tregue al Padre todo ese sufrimiento como si fuera el suyo propio. Pe­ro, mucho más allá de las fronteras visibles de la Iglesia, María con­sagra en Cristo todo sufrimiento, que ahora ya puede dar fruto. Ma­ría consuma su Pascua aceptando en la fe que el Hijo nacido de su carne desaparezca en la oscuridad del sepulcro para convertirse en Cuerpo espiritual. Y es que no puede haber Pascua íntegramente rea­lizada sin que muera la carne. Incluso tratándose del Hijo, es preciso que la carne muera y sea sepultada, a fin de que se abran las puertas al poder del Espíritu. Sólo este Espíritu hará que se transforme en Cuerpo espiritual, gracias a una acción aún más poderosa que la de

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148 María, Madre de los hombres

la Encarnación, aunque en plena coherencia con su dinamismo crea­dor desde los orígenes.

María acepta a la Iglesia

María acepta de antemano esta nueva Presencia de Dios entre los hombres, más misteriosa aún que aquella primera, oculta y secreta Presencia en su propio seno. Acepta el misterio de una Iglesia que es en verdad el Cuerpo de Cristo, a pesar del pecado y la indignidad de los hombres que la componen. Ella es la primera de los creyentes en aceptar ese misterioso paso del Jesús de la historia a su Iglesia-en-el-Espíritu. Y no es que esta Iglesia suceda a un Cristo que se ha ausen­tado, sino que lo consuma y lo realiza, haciendo que resplandezca absolutamente en el espacio y en el tiempo —de un modo «católico», es decir, universal— «el poder que salía de él y curaba a todos» (Le 6,19).

Es María la que, a la puerta misma del sepulcro sellado, nos di­ce: «Aunque en otro tiempo conocimos a Cristo según la carne, ya no le conocemos así» (2 Cor 5,16).

María inaugura la fe pascual y sacramental de la Iglesia. María es la primera —antes incluso que el grupo apostólico, al que en cierta manera engendra ella mediante la fe— en aceptar que el poder de cu­rar y reconciliar permanece siempre activamente en Jesús, si bien de distinta manera que durante su vida terrena. Se trata de una fuerza aún más enterrada en la miseria de los hombres, que en lo sucesivo van a llevar este maravilloso poder «en vasijas de barro» (2 Cor 4,7).

María educa a la Iglesia

La «Pietá» es, pues, la primera manifestación concreta de María como Madre de la Iglesia, antes incluso del Pentecostés que habrá de producirse en el Cenáculo.

A la puerta del sepulcro, María es ya la educadora de la Iglesia que va a nacer. A partir de ese momento comienza su nueva misión. Es exactamente como si, al sostener entre sus brazos el Cuerpo del Hijo, pero dejando que las mujeres lo embalsamen y se lo lleven para depositarlo sobre la fría piedra, estuviera María enseñando a la Igle­sia a no pretender apoderarse de Cristo. Porque la Iglesia también siente, muy humanamente, la tentación de mantener «secuestrado» a Cristo, creyendo poder encerrarlo en definiciones dogmáticas. Es

La Pietá 149

preciso que la Iglesia acepte la pobreza y la limitación de su labor teológica, a la vez que de sus definiciones dogmáticas, que no pasan de ser meras aproximaciones a un misterio que es inaccesible, por ser espiritual. La Iglesia, a pesar de las definiciones que la carne crea po­der hacer, no debe olvidar que «la carne no sirve para nada», y que «sólo el Espíritu da vida», ese Espíritu que es en sí mismo inaprehen-sible y siempre desconcertante.

Tenemos en este punto un ejemplo concreto de la manera en que se realiza la misión de María respecto de la comunidad eclesial. En aquellos momentos, María vive personalmente, en una especie de apretada síntesis, lo que habrá de ser vivido por la Iglesia a todo lo largo de su ministerio entre los hombres. María capta de un solo gol­pe lo que constituirá la larga andadura de la Iglesia en el transcurso de su historia. Nadie posee a Cristo en propiedad, y la «Pietá» enseña a la Iglesia a no creerse la única responsable de Cristo.

Se trata de que la Iglesia acepte que la irradiación de la Presencia no es totalmente planificable y resulta siempre desconcertante, por­que depende únicamente de la libertad del Espíritu. Lo cual no signifi­ca que la Iglesia deba renunciar a proseguir valientemente con su ac­ción misionera, pero sí que debe remitirse al Espíritu para dejarse lle­var, como Pedro, «adonde no quiera» (Jn 21,18). A semejanza del apóstol, que ya no se ciñe él mismo, la Iglesia se deja interpelar por ese mundo al que ha sido enviada. Se trata, consiguientemente, de que la Iglesia acepte su doble, a la vez que único, carácter secunda­rio:

— Secundario respecto del Dios al que ella anuncia, que es el Dios del poder del Espíritu, incluso en el misterio de la Carne destrozada y santificadora del Salvador.

— Y secundario también respecto del mundo, al que la Iglesia sir­ve anunciándole la buena Nueva de la restauración de todas las cosas en Cristo muerto y resucitado.

Se trata, pues (tanto para María como para la Iglesia), de aceptar valientemente vivir en la fe y no en la visión «clara y distinta». Y se trata de dejar que el Espíritu ocupe su propio lugar en el corazón mis­mo de la nueva alianza, en la que, al fin, «la tierra será colmada del conocimiento de Dios».

La «Pietá», consumación de la andadura espiritual de la joven de Nazaret, está anunciando el Pentecostés del Cenáculo, donde María recibirá el Espíritu para su nueva misión.

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IV MADRE

DE LA IGLESIA Y DE LOS HOMBRES

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María en el Cenáculo

Enviado de junto al Padre por el Hijo glorificado, el Espíritu participa, desempeñando un papel especifico, en el advenimiento del mundo nuevo.

María ya había recibido el Espíritu el día de la Anunciación, pero ahora lo recibe de nuevo, en el Cenáculo, en orden a realizar su nueva misión. Se trata de que, mediante el ministerio de María en la Iglesia, se cumpla plenamente la Alianza. Se trata de que, mediante el don del Espíritu, habite Dios dentro de todos. Se trata de que Ma­ría realice su servicio de Madre de la Iglesia y de los hombres.

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154 María, Madre de los hombres

La reflexión teológica y espiritual acerca de la presencia de María en el Cenáculo sólo puede hacerse en íntima relación con la compren­sión de la tarea específica del Espíritu en orden a la realización de la Alianza.

El Padre es la fuente

Todo procede del Padre de las luces, que es quien da vida a todo cuanto existe, tanto en el seno de misterio trinitario como en todo el desarrollo de la salvación. Se trata siempre de encontrarse con él y de comulgar con su Amor vivificante. El Hijo y el Espíritu se reciben mutua y eternamente de él, devolviéndole amor por amor. Lo verda­deramente maravilloso es el carácter de esta respuesta de amor, en la que ha sido graciosamente invitado a participar el mundo creado, como consumación perfecta de su finalidad profunda, infinitamente más allá de cuanto podría esperar y desear naturalmente. El acto creador forma parte ya de esta llamada a la Alianza; y en cuanto tal, dicho acto es la obra del Padre, que da origen a todo cuanto existe en la sobreabundancia de su amor.

Con todo, es preciso repetir el antiguo axioma: «las obras de la Trinidad, al exterior de sí misma, son comunes a las tres Personas». Y entre esas obras se cuenta la de la creación.

Lo que acabamos de decir, es cierto, en el sentido de que la exis­tencia de la criatura constituye una determinada participación, limi­tada pero real, en la vida trinitaria. No hay en esta idea de participa­ción, tan del agrado de Tomás de Aquino, ningún resabio de panteís­mo. Sólo Dios es Dios, y sólo las tres Personas participan —y eterna­mente— en ese flujo y reflujo de amor que constituye la Vida divina. A pesar de lo cual, es el mismo movimiento de caridad el que lo dirige todo:

María en el Cenáculo 155

— el surgimiento eterno, ante el Padre, del Hijo y del Espíritu — y la presencia ante él de los seres creados, que permanecen

eternamente diferentes de él, a la vez que lo reciben todo de él. Esta analogía es particularmente verdadera en el caso de la cria­

tura humana, que en el acto mismo de su creación recibe una confi­guración filial, una cierta aptitud «natural» para ser configurada con el Hijo eterno mediante la acción del Espíritu.

Se da, pues, una aptitud recíproca: — aptitud del Hijo para revestirse de humanidad y revelar en ella

el misterio del Amor absoluto; — y aptitud del hombre para alcanzar su pleno desarrollo en un

cara a cara filial en presencia del Padre. El Verbo y el Espíritu tienen el encargo conjunto de traer al mun­

do creado esta revelación del amor absoluto del Padre. No es posible, sin ocasionar un grave perjuicio al equilibrio del misterio, reducir la noción de revelación exclusivamente a la encarnación del Verbo y a su palabra hablada entre los hombres. También el Espíritu es, a su propia manera, revelador; y la revelación misma del Verbo se realiza «en él». Y aun cuando no haga sino «recordar todo lo que ha dicho el Hijo» (Jn 14,26), sólo su presencia permite «acceder a la Verdad completa» (Jn 16,13).

Tanto uno como otro actúan incesantemente para que el Padre sea conducido en su Amor y para que el universo creado, recapitula­do en el Hijo lleno de Espíritu, alcance su pleno desarrollo retornan­do a su Fuente.

Espíritu de Pentecostés

La venida del Espíritu Santo en la mañana de Pentecostés consti­tuye, pues, la consumación perfecta y necesaria (y en modo alguno ocasional) de la Pascua del Hijo.

Es preciso recordar con idéntica insistencia: — cómo únicamente la resurrección realiza plenamente y mani­

fiesta el valor salvífico de la muerte; — y cómo únicamente la efusión del Espíritu en Pentecostés reali­

za también plenamente la resurrección. El gesto pascual del Hijo, que se ofrece al Padre en su amor eter­

no a los hombres, no puede tener término en el misterio de muerte que se consuma en la cruz. Pero tampoco puede culminar en la resu­rrección únicamente del Hijo, en la medida en que esta resurrección

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156 María, Madre de los hombres

es tan sólo el comienzo de esas «cosas nuevas» que deben irradiar so­bre el mundo y que son las obras propias del Espíritu. Jesús resucita como investido por el Padre de su vocación de «Primogénito»; consi­guientemente, tiene que «enviar de junto al Padre» (Jn 16,7) el Espíri­tu de la comunión trinitaria para, de ese modo, permitir a sus herma­nos consumar también ellos su propia Pascua. Tenemos que decir, con Juan, que el Espíritu es concedido por el Padre, pero también que es enviado por el Hijo, porque es éste quien nos hace acceder a la co­munión trinitaria, finalidad última de todo el proceso de la Alianza.

La nueva venida del Espíritu sobre María

¿Qué decir de la presencia de María en el Cenáculo mientras se prepara y se verifica la nueva venida del Espiritu? La que ya había recibido el Espíritu Santo el día de la Anunciación vuelve a recibirlo, aunque de una manera nueva, el día de Pentecostés, en orden al de­sempeño de su nueva misión materna. El itinerario pascual de María se asemeja al de su Hijo. Evoquemos primero sus etapas:

1. En el momento en que muere su Hijo en el Calvario, muere también la propia María a su maternidad física respecto del único Je­sús de la historia, para renacer en la mañana de Pascua con una fe renovada en la función recapituladora de su Hijo resucitado. Jesús no le es arrebatado para despojarla a ella, sino para serle dado al mundo.

2. En este sentido, el gesto creyente de María en la mañana de Pascua no se reduce únicamente a reconocer el poder del Padre en el hecho de que su Hijo Jesús no haya quedado prisionero de la muerte; consiste también, y sobre todo, en que acepta la vocación recapitula­dora de Aquél que vino para llevar a cabo la salvación. Jesús no le pertenece a María, sino que es dado por el Padre a todos los hom­bres. Y María no habría podido desarrollar plenamente su fe pascual si hubiera creído que iba a recuperar para sí a su Hijo, que le habría sido arrebatado tan sólo de manera provisional. Por consiguiente, para María significa una misma cosa aceptar su nueva maternidad eclesial y reconocer a su Hijo como «Primogénito de entre los muer­tos» (Col 1,18).

3. Este acto de fe de la mañana de Pascua culmina, para María antes que para nadie, en el Cenáculo, en forma de súplica al Espíritu Santo para que venga y realice su propia obra. Y la obra del Espíritu en Pentecostés consiste, a la vez,

María en el Cenáculo 157

— en entregar al Hijo el pueblo de hermanos, que ahora queda a su cargo como pastor y primogénito;

— y en mostrar a María el camino de su nueva misión materna para con la Iglesia y la humanidad.

La oración de María en el Cenáculo, por lo tanto, es a la vez aceptación de la nueva imagen de su Hijo resucitado y aceptación de su nueva misión materna.

Anunciación y Pentecostés

Conviene, pues, considerar a un tiempo la semejanza y la diferen­cia entre ambas venidas del Espíritu sobre María, y aproximar, como ya lo hizo el Vaticano II, la Anunciación y Pentecostés.

1. Se da una verdadera semejanza, en la medida en que cada vez que el Espíritu es enviado de junto al Padre, es en orden a la reali­zación de una tarea. En ambos casos se trata de que se realice la obra de la salvación y se haga efectiva la comunión entre Dios y los hom­bres. Si María es escogida como Madre de Cristo y, más tarde, como Madre de la Iglesia y de los hombres, no es para su propio provecho ni para su glorificación. Lo que hace el Espíritu es encargarle una mi­sión y dotarla de cuanto necesita para llevar a cabo una tarea.

2. Pero se da también una verdadera diferencia, porque la pri­mera misión del Espíritu está al servicio de la segunda. Cuando el Es­píritu viene por primera vez sobre María, el día de la Anunciación, y le permite convertirse en la Madre del Hijo, es para que éste, una vez muerto y resucitado, envíe el Espíritu, de junto al Padre, sobre todos los hombres como el «Dios que habita en lo más íntimo del corazón». Repitamos una vez más las palabras de Atanasio:

«Fue para que nos hiciéramos portadores del Espíritu por lo que se hizo Cristo portador de nuestra carne». La primera venida del Espíritu pertenece, pues, al orden de los

«medios», porque realiza la salvación en su aspecto purificador y re­dentor, es decir, en su dimensión de inacabamiento y de espera. La segunda misión, por el contrario, es la única que pertenece al orden de los «fines», porque es la consumación de la Alianza como santifi­cación eficaz, íntima y plenaria a la vez. Y el orden de los «fines» es superior al orden de los «medios», del mismo modo que únicamente la santificación realiza plenamente la redención.

3. Pero aún hay otra diferencia más importante. En su primera misión, el Espíritu no viene sobre María para hacer santo al «Emma-

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nuel», que ya es Santo desde siempre. Lo que hace el Espíritu es pre­parar un ámbito de acogida, pero permaneciendo como sometido al Hijo, que realiza por sí mismo la presencia de su Persona divina en el seno de una humanidad creada. El Espíritu es el «maestro de obras», pero en beneficio del Hijo.

Sin embargo, en la segunda misión —que, evidentemente, no es opuesta a la primera, sino complementaria de ella— es el Hijo glorifi­cado quien envía el Espíritu de junto al Padre, devolviendo al Espíri­tu, por así decirlo, el servicio ministerial que éste le había prestado a él anteriormente. El Hijo da el Espíritu a la humanidad para que ésta se convierta en su propio Cuerpo (de Cristo), se sacie de la plenitud del Resucitado y, de este modo, efectúe su retorno al Padre.

Entonces, y sólo entonces, tiene lugar la consumación de todo el proceso de la salvación, cuyo punto de llegada no era la reconcilia­ción, sino la transfiguración de todas las cosas mediante la irrupción del Espíritu y la integración en el amor filial. Es el tiempo de la plena acogida del amor paterno y la acción de gracias infinita por la so­breabundancia de dicho amor. Es el tiempo de la «Alabanza de Glo­ria», tan estimada por Pablo y por Isabel de la Trinidad. La humani­dad y, a través de ella, el cosmos se inmortalizan en la acogida de este amor del Padre, realizando así su vocación.

No hay encarnación de la tercara Persona, como la hubo de la segunda, sino que se trata de algo aún mejor, si se nos permite decir­lo. Se trata del tiempo de la Presencia íntima de Dios en todos. El Es­píritu no asume una humanidad individual, sino que «diviniza» a la humanidad entera. De este modo, la creación entera llega a su pleni­tud: ser Morada de Dios.

Maternidad divina y maternidad eclesial

Pasando a la teología mañana, es menester sacar las conclusio­nes de este encadenamiento de misiones del Espíritu. Y hemos de de­cir que también para María su primera misión pertenece al orden de los «medios», y la segunda al orden de los «fines». María es escogida por el Padre y colmada del Espíritu para convertirse en Madre de Cristo, pero a fin de poder llegar, mediante ello, a ser Madre de la Iglesia y Madre de los hombres. Es evidente, pues, que el privilegio de la maternidad divina de María está en función de su maternidad ecle­sial.

María en el Cenáculo 159

Lo cual no significa en modo alguno desdeñar la maternidad divi­na, sino situarla en el dinamismo general de la salvación y hacer que resplandezca con todo su auténtico brillo. La plena realización del de­signio de la Alianza no consiste en la mera redención, sino en la san­tificación en virtud del don personal y eclesial de la tercera Persona. Y el misterio de María no puede desvelarse realmente si no es presen­tado en este marco. Con lo cual hemos llegado a una especie de anti­cipación de la conclusión de nuestro trabajo de búsqueda. María —y éste es su privilegio y su gloria— es ciertamente Madre de Dios; pero lo es con el fin de llevar a cabo su segunda y más plenaria vocación: la de ser Madre de la Iglesia y de los hombres. El Padre, en su amor universal, quiere positivamente esta sucesión de tareas para María. Y es él quien propicia una y otra mediante sendas donaciones especí­ficas del Espíritu.

María, pues, no se halla presente en el Cenáculo, en medio de los discípulos, por casualidad. Está allí para acoger esta nueva venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia y sobre ella misma, que le es absoluta­mente necesaria para desempeñar hasta el final la tarea que le corres­ponde en el misterio de la salvación. La venida del Espíritu Santo en el clima de recogimiento del Cenáculo no tiene utilidad, por lo tanto, únicamente para la Iglesia, sino, ante todo, para María, que recibe una nueva misión y es capacitada para llevarla a cabo.

En nuestra conclusión, volveremos de nuevo sobre la íntima rela­ción existente entre la oración de María y la misión de la Iglesia. Los apostóles no se quedaron pusilánimemente encerrados en el Cenácu­lo para manifestarse mutuamente su asombro ante la venida del Espí­ritu, sino que salieron afuera y marcharon mucho más allá de Jeru-salén para «anunciar la Buena Nueva a toda criatura».

Pero María no puso punto final a su obra en el Cenáculo, sino que echó sobre sus animosos hombros la carga de una nueva misión. Claramente conscientes, por tanto, de la estrecha vinculación existen­te entre la nueva tarea de María y la misión de la Iglesia, vamos aho­ra a presentar una serie de facetas de su siempre actual acción entre nosotros.

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17

Asunción de María y resurrección de la carne

Hemos sido creados para resucitar en Cristo. Sólo esta afirma­ción de la fe expresa adecuadamente el valor del cuerpo y la realidad de nuestra comunión integral en el misterio de Cristo. Sólo así cono­cemos verdaderamente al hombre y su maravillosa vocación a partir del acto creador.

La Asunción de María arroja una nueva luz sobre todo ello. Una mujer de nuestra raza ha sido glorificada junto a Cristo y nos expre­sa toda la belleza de nuestra vocación.

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1. La afirmación dogmática de la Asunción corporal de María no puede hacerse ni ser mantenida al margen de una reflexión sobre la resurrección de nuestros cuerpos.

2. Tanto una como otra pueden brotar de la persona de Cristo glorificado, que se dejó ver en la mañana de Pascua con un verdade­ro cuerpo, si bien esta realidad concreta del «Cuerpo espiritual» sigue siendo para nosotros absolutamente irrepresentable.

3. El dogma de la resurrección de la carne es esencial a la con­cepción cristiana del hombre. Dicho dogma presenta al hombre como enteramente salvado y «salvable», porque es amado por su Creador en la originalidad de su propio misterio, a la vez carnal y es­piritual. Pero esta afirmación dogmática no arroja absolutamente ninguna luz sobre el modo en que podrá tener lugar la mencionada resurrección. Y nosotros, en la fe, debemos respetar este silencio.

4. Tampoco debemos dejarnos engañar acerca de los límites de la enseñanza que nos proporciona el dogma mañano de la Asunción, que afirma positivamente dos cosas:

— que María ha sido totalmente salvada, en cuerpo y alma, con lo que ha quedado plenamente asociada a la gloria de su Hijo. Afirma, por tanto, que la obra salvífica de Jesús ya ha prospe­rado plenamente, no sólo en la glorificación de su propia hu­manidad creada, sino también, cuando menos, en esa criatura que es su Madre. Ló cual implica que la obra salvífica del «Em-manuel» apunta a todo el hombre, al hombre en su totalidad, incluido su cuerpo. Por lo tanto, se trata realmente de esa sal­vación plenaria, respetuosa de todo el hombre, que es deseada por la experiencia humana y anunciada por la Biblia;

— y que María no goza del privilegio de la Asunción a título per­sonal, como recompensa a su santidad de vida, sino en su con-

Asunción de María y resurrección de la carne 163

dición de Madre de los hombres y como anuncio de la salva­ción universal. Tal vez este aspecto quedara subrayado por el hecho de que el Papa Pío XII no promulgara este dogma el 15 de agosto, fiesta de la Asunción, sino el día de Todos los San­tos, el 1 de noviembre de 1950. Cosa que, por otra parte, ha sido debidamente subrayada por la teología mariana del Vati­cano II. El tema es importante, consiguientemente, a la hora de concretar la incidencia eclesial y humana de la vocación de María hasta llegar a su perfecta y definitiva realización.

5. Pero no conviene olvidar aquellas otras cosas que el dogma sigue dejando en penumbra:

— Por una parte, el tema del desenlace de la vida terrena de Ma­ría. ¿Desembocó en la Pascua de la muerte, al igual que suce­dió con la vida de su Hijo y de los demás creyentes? Aunque el texto de la promulgación dogmática no se define sobre este controvertido punto, parece haber un consenso cada vez más amplio en el sentido de una respuesta afirmativa a esta pregun­ta. Y cuanto más se insiste en la consumación pascual del des­tino humano en el misterio de la muerte corporal, tanto más se siente la necesidad de no excluir a María de semejante trance humano y espiritual.

— Por otra parte, el dogma deja también en una penumbra que hay que respetar el modo concreto de la glorificación final de la criatura. Y, si bien afirma nuestra fe en la resurrección de nues­tros cuerpos en Cristo, observa una total discreción, sin embar­go, acerca del «como» de dicha resurrección y del «estado» del cuerpo glorificado. Por eso debemos esperar del dogma de la Asunción de María que garantice nuestra fe en la resurrección de la carne; pero, al mismo tiempo, no debemos esperar de él lo que, indudablemente, no puede ni quiere decirnos.

Es así como aprenderemos a caminar en la penumbra de la fe, con la absoluta certeza de nuestra glorificación final y con los ojos puestos en María, cuyo rostro glorificado resplandece en el horizonte de nuestras vidas, iluminado a su vez por el Rostro humano y glorifi­cado de su Hijo.

Gloria del cuerpo salvado

Veamos este conjunto de «tesis» de un modo algo más elaborado. La afirmación dogmática de la Asunción corporal de María bri­

lla, en el centro mismo de nuestro siglo, frente al redescubrimiento del

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valor del cuerpo, y no precisamente para condenarlo, sino para ilumi­narlo con el esplendor del proyecto de Dios sobre el hombre en su to­talidad, incluido su cuerpo, y para permitirle expandirse y superarse a si mismo a la luz de una claridad digna de Dios.

La misma afirmación dogmática brilla en el corazón mismo de una reflexión teológica occidental que ahora hunde mejor sus raíces en el pensamiento bíblico y que está reexplorando los caminos de la reflexión teológica de las Iglesias orientales. Este nuevo enfoque se atreve ya a criticar la desafortunada división entre alma y cuerpo, re­chazándola como incapaz de expresar la verdad del hombre.

Y brilla, por último, en estas postrimerías de nuestro siglo, frente a un pensamiento científico que duda cada vez más de la posibilidad misma de una resurrección de la carne. Este pensamiento contempo­ráneo tiene urgente necesidad de una nueva palabra de la Iglesia, no para renunciar a esta afirmación tradicional y esencial de la fe, sino para expresar con mayor claridad lo que el dogma afirma y lo que el mismo dogma deja en la penunbra.

Rostro de Cristo

Lo que brilla en el centro de la reflexión eclesial acerca del miste­rio del hombre, incluso en lo que se refiere a María, es, evidentemen­te, el Rostro de Cristo glorificado. Es el «Este es el Hombre» —tal vez irónico, tal vez desalentado— de Pilato lo que resuena de nuevo en la mañana de Pascua como confesión de la Iglesia ante su Señor glorifi­cado. El Señor es un hombre, uno de nosotros, «en todo semejante a nosotros, menos en el pecado»; y su resurrección en el Espíritu no ha suprimido en lo más mínimo, sino que ha perfeccionado todas sus ri­quezas de hombre. Resucita como hombre-para-el-Padre y como hombre verdadero. Resucita, en fin, y sobre todo, como hombre defi­nitivo, y por eso es tan importante distinguir su resurrección de cual­quier reanimación de un cadáver. Porque una reanimación, un retor­no a la vida anterior a la Pascua, significaría la más radical decep­ción de nuestra espera, y entonces podríamos decir con los discípulos de Emaús: «Nosotros esperábamos que sería él..., ¡pero no ha pasado nada!» (Le 24,21).

Nosotros esperábamos que sería él, el Salvador, quien trajera a los hombres el futuro absoluto con el que sueñan y para el que intu­yen borrosamente que han sido hechos. Pero he aquí que la presencia

Asunción de María y resurrección de la carne 165

de su cadáver reanimado entre nosotros nos condena a seguir bus­cando sin rumbo fijo y nos encierra con él en un enorme engaño...

Es preciso reconocer que la perspectiva de la fe en lo que se refie­re a la resurrección de Jesús y, consiguientemente, a nuestra propia resurrección, es un tanto estrecha:

— Evidentemente, debe tratarse de una resurrección verdadera y total, es decir, corporal, para que uno de nosotros acceda al lado del Padre en la plenitud de su humanidad glorificada y, de este modo, nos abra el camino de un futuro absoluto que no concierna exclusivamente a nuestros espíritus y a nuestras «al­mas». Es el hombre entero el que tiene necesidad de salvación; y si Cristo es Salvador, ha de serlo del hombre entero. No pue­de olvidarse que el argumento de la tumba vacía no es utilizado jamás por Pablo en su anuncio de la resurrección. Pero hemos de hacer honor a la posibilidad de lo que dicho argumento su­braya.

— Ahora bien, tampoco hay que olvidar la enseñanza del mismo Pablo acerca de la resurrección, tanto la de Cristo como la nuestra: «se siembra corrupción y resucita incorrupción» (1 Cor 15,44).

De una cosa a la otra, de la corrupción a la incorrupción, se pro­duce la ruptura de una auténtica metamorfosis. Y si, en la fe, debe­mos afirmar la realidad y la consistencia de ese «cuerpo espiritual» (incorrupción), también debemos afirmar, al mismo tiempo, nuestro absoluto desconocimiento de sus «propiedades». Tal vez sea este re­conocimiento de un «no-saber» lo que se echa en falta en el discurso de la Iglesia a este respecto; y, sin embargo, dicho reconocimiento podría significar la reconciliación de muchos científicos con la afir­mación de la fe. Sucede con la realidad del cuerpo resucitado lo mis­mo que con esa otra realidad que es la eternidad de Dios: que resulta indispensable aferrarse a ella y creer en ella, pero reconocemos que no sabemos nada acerca del «cómo» de lo que afirmamos.

Conocimiento cristiano del hombre

La resurreción de Jesús y su condición de Viviente, tal como «se dejó ver» por algunos, se halla en el centro mismo de la reflexión cris-tológica y es la piedra angular que sostiene todo el edificio de dicha reflexión. De la misma manera, el dogma de la resurrección de la car-

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166 María, Madre de los hombres

ne, de nuestra carne, resulta esencial para el conocimiento cristiano del hombre.

De este dogma depende la novedad del evangelio y la subversiva radicalidad del anuncio de los tiempos últimos y definitivos:

«He aquí que lo viejo ha pasado y todo es nuevo» (cfr. 2 Cor 5,17). El cristianismo, efectivamente, no es una religión entre otras mu­

chas, una hipótesis plausible para aquellos hombres que se plantean el problema del sentido de su existencia y esperan escapar de ese modo al absurdo de la muerte. El cristianismo significa la radicalidad del hombre nuevo, de ese Hombre nuevo que es Cristo, en quien To­dos nosotros podemos ser renovados por entero.

«No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que podamos salvarnos» (Hech 4,12). Hay que insistir mucho en el «todos nosotros». Jesús, el Hombre

Nuevo, es el Salvador de todos y cada uno de los hombres, mucho más allá de las fronteras visibles de la Iglesia y de las Iglesias. Pero hay que insistir con la misma fuerza en el «por entero». Es el hombre entero el que es salvado y, consiguientemente, «salvable», porque es amado «por entero» por Dios, su Creador fiel, en su propio misterio, a un tiempo carnal y espiritual. Es el Dios Creador el que es Salva­dor. Ireneo de Lyon lo recordaba insistentemente frente a la gnosis dualista. El Dios Creador de todo es el Salvador de todo. Por eso es al todo del hombre adonde apunta la palabra «católico», y es en este sentido como el Dios de los cristianos es verdaderamente «católico», es decir, universal. Dios ama toda su obra y no puede despreciar nada de ella.

El dualismo maniqueo, que atraviesa como un hilo sombrío toda la tradición teológica y espiritual de Occidente, es la antítesis irrecon­ciliable de la plenitud gozosa de ese Dios. El cardenal Joseph Ratzin-ger recordaba, en una reciente conferencia, que el insistir en el dogma de la creación es verdaderamente esencial para proponer correcta y equilibradamente la fe cristiana, en particular por lo que se refiere a Cristo. No hay que olvidar nunca que el Creador es el Salvador si se quiere sentir verdadero asombro ante el abismo que Dios tiene que franquear para hacerse uno de nosotros. De nosotros lo toma todo, excepto el pecado, y es todo nuestro ser por entero lo que él conduce a la claridad de su resurrección y, en su ascensión, a la manifestación definitiva de lo que Dios quiere para el hombre. Tal es la pasmosa be­lleza espiritual de la andadura humana de Jesús, Hijo del Padre; tales

Asunción de María y resurrección de la carne 167

son los insospechados horizontes que él abre a nuestra concepción del hombre.

Una mujer en la claridad de Dios

Por supuesto que el dogma de la Asunción de María no va en contra de los anteriores fundamentos, sino que los ilumina con una luz aún más intensa. Y es preciso sostener, adhiriéndose a ella en la fe, toda la riqueza de los siguientes componentes:

1. Es una mujer de nuestra raza la que es glorificada junto a Cristo, ante el Padre, en la claridad radiante del Espíritu de amor.

Es una criatura, una de nosotros, la que es «asumida» junto a Dios y ve cómo se realiza en ella, incluso en su cuerpo, el futuro ab­soluto del hombre creado. Es verdad que también el propio Cristo es uno de nosotros en toda la extensión de la palabra, y así lo recuerda acertadamente la actual reflexión teológica. Pero también debe ser respetado el misterio de la unión de este hombre con el Verbo de Dios, a la vez que la vocación verdaderamente única del hombre de Nazaret, querido expresamente por Dios como recapitulador de la humanidad. María no es mujer en mayor medida que es hombre Je­sús, pero nosotros sí la sentimos más como una de nosotros. Todo en ella es propio de nuestra raza. Y cuando la sabemos y la contempla­mos glorificada en presencia del Padre, nos gozamos en lo que nos ha sido prometido y adquirimos una conciencia de ello aún mayor, en una esperanza que ilumina nuestra ruta.

2. Pero no es cualquier mujer la que realiza de ese modo el des­tino de esa humanidad de la que procede.

Se trata de la Madre de Jesús, de la Madre del Hijo de Dios, y en su Asunción se nos revela la insospechada riqueza del ministerio ma­terno. Es conocida la anécdota de monseñor Sarto (que más tarde se­ría san Pío X), que, cuando enseñó a su madre su anillo pastoral, oyó cómo ésta le decía con justificado orgullo: «no llevarías ese anillo, hijo mío, si antes no hubiera llevado yo en mi dedo la alianza de mi matrimonio con tu padre». Y conozco yo a muchos sacerdotes que saben perfectamente que su ordenación no les pone por encima de sus progenitores, con una especie de dignidad inaccesible, sino que dicha ordenación hunde sus raíces en la belleza del misterio conyugal que sus padres vivieron.

Cristo glorifica a su Madre y, de ese modo, pone de manifiesto la belleza teologal del amor humano. La Asunción de María contribuye

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168 María, Madre de los hombres

a hacernos saber hasta qué punto es el amor humano imagen del amor del Padre invisible, y hasta qué punto obtiene en esta fuente no sólo su capacidad de abnegación humana, sino también su valor de revelación. Sabemos, y no lo olvidamos, que Dios es el Totalmente Otro, y que la palabra «amor», aplicada a un tiempo a lo que noso­tros vivimos y a lo que vive él, no es sino aproximativa. Pero es bueno que veamos cómo Dios, mediante la Asunción corporal de la Madre de su Hijo, autentifica el poder revelador del amor materno. Y tal vez tampoco estaría mal que, a la hora de reflexionar sobre el dogma de la Asunción de María, pusiéramos más de relieve lo que este dogma supone de claridad para una reflexión creyente sobre el amor mater­no y sobre todo amor humano.

Un cántico de esperanza

El dogma de la Asunción de María es un cántico de victoria y de esperanza en medio de la oscuridad de nuestra noche.

Por supuesto que no es María la antífona inaugural de dicho cán­tico, porque a quien primero aclamamos es a Cristo, Primogénito del Padre y de nuestra humanidad restaurada. Pero sí es María una espe­cie de estribillo que se añade a la alabanza y proporciona a ésta una tonalidad íntima y gozosa. María se encuentra junto al Padre; y se halla toda ella entera, en el esplendor de su femineidad. Gracias a ella sabemos que la obra salvífica de Jesús ha tenido ya pleno éxito, no sólo en la glorificación por parte del Padre de su propia humanidad creada, sino también en esta criatura que es su Madre. Y esta glorifi­cación, que es algo que esperamos para todos los salvados, sabemos, gracias a la afirmación infalible de la Iglesia, que es ya una realidad para María.

La afirmación dogmática, como suele suceder con los dogmas, no dice más que lo indispensable. No afirma, pues, que sólo María es asumida, sino que al menos ella lo ha sido, y que no tenemos derecho a dudar que lo ha sido, en unión con su Hijo y como célula inicial del mundo salvado. Lo que gozosa y esperanzadamente afirmamos, por tanto, es que la obra del «Emmanuel» apunta al hombre entero, in­cluido su cuerpo, y que, por consiguiente, es la salvación plena, res­petuosa de todo el hombre. Esta salvación plena es deseada y postu­lada por la experiencia humana, especialmente en estos tiempos en que el hombre contemporáneo rechaza la desafortunada separación entre alma y cuerpo e integra el valor de éste en toda reflexión sobre

Asunción de María y resurrección de la carne 169

el hombre debidamente hecha. Y la misma salvación plena es anun­ciada por la Biblia, en tanto en cuanto el pensamiento bíblico no ma­nifiesta desprecio por el cuerpo ni cede a ningún tipo de maniqueís-mo, verdaderamente funesto para la belleza de la salvación.

La Asunción de María nos recuerda, a la vez, — la extraordinaria belleza de nuestra vocación última — y la insoslayable realidad de nuestra andadura humana.

María es asumida al cielo no porque tenga derecho a ello ni por­que sea realmente necesario que su Hijo la recompense por sus méri­tos y su generosa cooperación a la obra de la salvación, sino porque no PUEDE seguir en la tierra. Se trata, evidentemente, de convenien­cia, no de necesidad absoluta, como ocurre siempre, por lo demás, en cualquier teología «humilde», que nunca debe dejar de afirmar la ab­soluta libertad de un Dios que todo lo puede.

Pero, aunque afirmemos que María no puede seguir en la tierra, no se sigue de ello que la tierra no sea más que un «valle de lágrimas» en el que hayamos de sentirnos necesariamente desdichados y no po­damos vivir la aventura maravillosa de la comunión con Dios. Seme­jante actitud de ánimo estaría en realidad condenando toda experien­cia honrada de santidad, aparte de que significaría negarle todo valor al misterio de la Iglesia, Cuerpo de Cristo.

Pero debemos afirmar también que esta vida terrena, a pesar de todo, no es más que lugar de paso y de maduración. El hombre, aun bajo la dependencia de la gracia, se convierte poco a poco en lo que debe ser, pero sin llegar a serlo del todo. María, por el contrario, ha llegado al final del camino, ha cumplido a la perfección la obra que el Padre le había encomendado. Y ahora, en este misterio de glorifica­ción, y a semejanza y en unión con su Hijo, «va al Padre» (Jn 17,11).

Así es como María se halla en el horizonte de la glorificación del hombre por la gracia. Ella ya ha quedado «acabada», perfectamente realizada, en virtud de su libre cooperación a lo que Dios quería ha­cer en ella y a través de ella, y que ella aceptó libre y alegremente. Pero no sería exacto decir que María accede pasivamente al «reposo» de Dios, porque, en virtud de su glorificación, se hace supremamente activa, y en lo sucesivo va a ejercer su propia responsabilidad en la obra incesante de la salvación de un modo mucho más eficaz y mu­cho más total que todo cuanto pudo haber vivido hasta entonces en la Iglesia, primero con los apóstoles en el Cenáculo, y más tarde en el seno de la comunidad eclesial de Efeso, agrupada en torno a Juan.

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170 María, Madre de los hombres

María recibe autoridad no sólo sobre «diez ciudades», sino sobre la totalidad del Cuerpo de Cristo, en orden a la realización de su cre­cimiento. Por eso se encuentra María, en el cielo, en una posición to­talmente distinta de la de Pedro o la de Pablo. Ella participa de mane­ra verdaderamente única en la realización de ese Cuerpo de Cristo, su Hijo, del cual es ella el modelo desde el principio, en virtud de su aceptación de la Palabra y su libre adhesión de fe. Ella coopera en el alumbramiento del Cristo futuro, y de un modo tan real como lo hizo en la realización histórica del cuerpo humano de Jesús, en su creci­miento y en el despertar de su inteligencia de hombre. Lo cual no sig­nifica menospreciar la prioridad de la acción del Espíritu, sino, por el contrario, respetar la mediación humana de la gracia y saber, en la fe, hasta qué punto nuestra sintonía con ella supera y trasciende las bru­mas de nuestra itinerancia.

La penumbra del dogma

Me gustaría concluir con lo dicho estas reflexiones acerca de la Asunción de María. Pero sería decir demasiado o demasiado poco, y la labor del teólogo ha de ser lo más precisa posible. El subrayar lo que el dogma no dice también sirve para educar nuestra vida de fe.

No hemos dicho nada acerca del «cómo» de esta glorificación, y es que no puede deducirse del dogma ninguna explicación acerca de los «cuerpos gloriosos». Si las mismas apariciones del Resucitado no posibilitan ninguna descripción de su Cuerpo de gloria, con mucha más razón la afirmación dogmática de la Asunción de María nos si­túa en el ámbito de la pura fe, lejos de toda constatación sensible o de toda posible descripción de lo que creemos. De lo cual debería seguir­se un determinado «discurso» eclesial. Las Iglesias de nuestro tiempo deben, indudablemente, pertrecharse nuevamente de humildad y de discreción para hablar de la resurrección. La fundada insistencia con que afirmamos la verdad de la resurrección de la carne no debería permitirnos hacer determinadas precisiones que no podemos contro­lar acerca del estado del cuerpo resucitado. Creemos que Dios resuci­ta el cuerpo, porque es un Dios creador y fiel y porque ama a toda su obra. Pero no sabemos en absoluto cómo lo hará ni lo que de ello se seguirá para nosotros, para nuestra relación con el cosmos, entre no­sotros mismos y con El. No se trata de incapacidad del lenguaje ni de vuelva atrás. Se trata, simplemente, de respeto por el misterio, en el que el creyente afirma tranquilamente creer, pero reconoce humilde­mente que no sabe.

18

María y el misterio de la mujer

La vocación de María produce en ella el pleno desarrollo de los valores de la femineidad. Es en este sentido en el que María puede ayudar a sentar una serie de bases referentes al misterio de la mujer.

Es el Espíritu Santo el que permite a María llevar a cabo su do­ble vocación, el que hace que llegue y crezca el amor, y el que suscita el cuidado de dicho amor.

El ministerio de María, tanto respecto de Cristo como de la Igle­sia, es un ministerio de crecimiento y de educación. Muestra que la mujer tiene en la Iglesia una tarea propia de servir de recuerdo y de llamada de atención. El diaconado, como recuerdo de la importancia del servicio, podría serle muy propio.

María es coronada como Madre de los Vivientes. Y en ella es co­ronada toda mujer.

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172 María, Madre de los hombres

Antes de pasar adelante, conviene hacer dos observaciones im­portantes:

1. Sería pecar de presunción y de ingenuidad el pretender escla­recer exhaustivamente el complejo asunto, marcado por tantos apa­sionamientos, del lugar de la mujer en la economía salvífica, en la his­toria concreta de la humanidad y en la Iglesia. Monseñor Decour-tray, arzobispo de Lyon, no tiene reparo en afirmar, con mucho acierto, que el problema del lugar de la mujer en el mundo y en la Iglesia es uno de los problemas más importantes que se plantean hoy, en estas difíciles vísperas del siglo XXI.

Yo sólo pido al lector —¡o lectora!— que comprenda por qué me atrevo a abordar este asunto en esta última etapa de nuestra reflexión mariana. A lo largo del libro he tratado de mostrar cómo la teología mariana es una teología de referencia, y cómo la manera en que se haga incide profundamente en los problemas que conciernen al hom­bre y a la Iglesia. Pienso haber contribuido a mostrar que no es posi­ble hacer una buena teología mariana de manera aislada y cerrada en sí misma, sino que hay que hacerla sin complejos, en relación con to­dos los problemas que cada día se le plantean a la comunidad eclesial en su esfuerzo misionero dirigido a los hombres. El concepto de «vo­cación» nos ha servido de hilo conductor, y hemos tratado de definir la doble y única vocación de María como Madre de Cristo y Madre de los hombres.

Por eso, únicamente desde la óptica de la vocación vamos a sen­tar una serie de bases de reflexión a propósito de la mujer. La voca­ción de María, que realiza esplendorosamente los valores de su femi­neidad en su aceptación de la voluntad del Padre, es útil para hablar más adecuadamente de la vocación específica de la mujer en la histo­ria de los hombres y en la Iglesia.

María y el misterio de la mujer 173

2. Soy consciente de mi tendencia a abusar de la palabra «mis­terio», y en diversas ocasiones he suprimido esta palabra en títulos y subtítulos después de haberla puesto. Pero me cuesta renunciar a ella en este capítulo, porque mi reflexión no pretende ser la de un sociólo­go. El hecho de que el «segundo sexo» esté accediendo en nuestros días a un nuevo estatuto de reconocimiento, y que este reconocimien­to deba tener repercusiones en la jerarquía masculina de la Iglesia, carece relativamente de importancia para la reflexión que me propon­go hacer. No niego que la idea de este capítulo no se me habría ocu­rrido si no se diera tal hecho, pero no es él el que motiva mi reflexión.

La consideración atenta del ministerio de María y de su vocación específica en la historia de la salvación me ha sugerido la idea de que dicha vocación puede iluminar la de cualquier mujer llamada por Dios a la alianza a través de los valores propios de su femineidad. Por supuesto que la mujer no es más «misterio» que el hombre, pero al menos es tan «misterio» como él. Y el hecho de que el trabajo teológico haya sido hecho prácticamente siempre por hombres ha in­fluido innegablemente en el discurso de los teólogos y de la jerarquía. Esperando que surjan más mujeres que las que actualmente lo hacen, capaces de proponer una reflexión teológica válida y desapasionada, voy a limitarme, como he dicho, a sentar una serie de bases a la luz de lo que la vocación específica de María me ha permitido descubrir.

I. LA FUNCIÓN «MATERNA» DEL ESPÍRITU

Nuestros estudios de teología mariana nos han llevado a volver una y otra vez al misterio trinitario. Y es que es absolutamente cierto que toda pesquisa en torno al desarrollo del misterio de la salvación ha de apoyarse en una mirada respetuosa, pero no por ello menos au­daz, en dirección a la intimidad divina. María no había «merecido» su vocación ni su tarea. Las recibió del Padre por medio del Hijo y del Espíritu.

Hemos tenido ocasión de descubrir una acción propia del Espíri­tu en cada una de las vocaciones maternas de María. Es el Espíritu quien, a modo de ministerio, actúa para con la Persona del Hijo a fin de que éste halle en María su morada, pueda recorrer con toda ho­nestidad su itinerario humano y, finalmente, reciba del Padre la inves­tidura pascual, convirtiéndose en el Primogénito encargado de reca-

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pitular a la humanidad fraterna. Esta primera acción del Espíritu, que «reposa» en María para que se convierta en «Morada», permite a ésta realizar su maternidad carnal.

Una vez regresado junto al Padre, es el propio Hijo quien envía al Espíritu Santo de junto al Padre, no para una nueva encarnación, sino para que penetre en todos los seres espirituales mediante el mis­terio de la Presencia. Y en este segundo estadio realiza María la otra vertiente de su función materna: actúa en comunión con el Espíritu para que la humanidad, y toda la creación mediante ella, se convierta en «Morada».

En esta doble tarea, la Persona del Espíritu manifiesta la capaci­dad que reside en el mismo Dios de hacer llegar al amor y crecer en el mismo. No se trata de darle a la Persona del Espíritu ningún tipo de connotación sexual, aunque lo que acabamos de decir sí parece ser que tendría más analogía con la vocación masculina, puesto que se trata de hacer surgir en la intimidad de un ser una realidad nueva. Pero hay también en la función propia del Espíritu una dimensión de espera, de educación, de paciente pedagogía, a la que fue muy sensi­ble un Ireneo de Lyon; y es únicamente en este sentido como puede hablarse de una función «materna» del Espíritu Santo, el cual vela, hace crecer y conduce a la plena realización, «hasta ver a Cristo for­mado en vosotros» (Gal 4,19).

Por supuesto que no se trata ni de olvidar ni de relativizar en ex­ceso la tarea que le compete en la realización de la Alianza. Pero he­mos de rechazar decididamente ese enclaustramiento en Cristo, ese «cristo-monismo» que enreda a nuestra teología occidental en tantos problemas insolubles y que se traduce, en la pastoral, en exclusivida­des carentes de esperanza.

La consideración de la acogida que María presta al Espíritu es uno de los medios por los que la Iglesia se ha hecho más atenta a la obra propia del Espíritu. También ahí la teología mariana se nos muestra como verdadero lugar de referencia y de verificación.

II. LA FEMINEIDAD COMO «MINISTERIO»

María se adapta a la lentitud y a la paciencia de esta acción del Espíritu. Ella es Madre y educadora, primero con el propio Jesús, y más tarde con la Iglesia y con cada uno de nosotros. De este modo

María y el misterio de la mujer 175

realiza en la comunidad de los salvados un ministerio realmente din creto e indispensable. Es, a la vez, la Esposa que acoge a su Señor y se deja fecundar por él, y la Madre que cuida solícita del don recibí do, para que pueda llegar a su madurez.

Su adhesión de fe a esta tarea puede hacerle ver a nuestra época que el misterio de la femineidad no está hecho ante todo de pasividad y sumisión, sino de colaboración específica. La tarea de la mujer en la comunidad humana y en la Iglesia no consiste en contestar el papel que desempeña el hombre ni en reivindicar un igualitarismo carente de matices.

Por lo que se refiere a la vida eclesial, tal vez habría que decir que la tarea propia de la femineidad es un ministerio de memoria. Si el mi­nisterio de presidir actualiza más la palabra creadora de Cristo y la interpelación de Dios Padre, que se adelanta siempre a ir al encuentro de los creyentes, el ministerio propio de la mujer podría ser el de re­cordar a todo creyente —y en primer lugar al propio ministro ordena­do— que el hombre no se da a Dios a sí mismo, sino que lo recibe, y que para ello debe el hombre ser tierra acogedora y apacible en la que pueda germinar la Palabra. En una época preocupada por la capaci­dad de iniciativa y la eficacia, el recuerdo de estos valores de la capa­cidad de acogida y de la paciencia resulta indispensable, sin duda al­guna. No se trata de una actitud de pasividad, sino de acogida cálida y en modo alguno pusilámine. No olvidemos las palabras de Isabel de la Trinidad: «Que yo sea para él una humanidad más en que renueve él todo su misterio».

No voy a entrar en el debate sobre la posibilidad de que un día se llegue a conferir el ministerio de presidir a las mujeres. Personalmen­te, no me parece que argumentos como el de «eso no se ha hecho nunca en la Iglesia» o «el propio Jesús no lo hizo» puedan por sí solos dirimir la cuestión. Pero un recorrido por la teología mariana, en el que hemos prestado tanta atención a la vocación específica de la Ma­dre, nos invita a buscar más la complementariedad de las tareas que su intercambiabilidad. María se mantuvo al pie de la cruz junto al discípulo amado, y oró en el cenáculo en compañía de Pedro y del grupo apostólico. En ambos momentos de realización de la Pascua desempeñó María un verdadero ministerio del que la Iglesia tiene ne­cesidad.

Tal vez el problema no radique tanto en el hecho de que el minis­terio de presidir le sea confiado exclusivamente a los hombres, como signos de Cristo-Cabeza, sino, sobre todo, en el hecho de que este mi-

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nisterio de presidir la Eucaristía es, a los ojos de muchos, el único mi­nisterio auténtico de la Iglesia. Considero que es un signo de esperan­za, querido además por el Espíritu, la revalorización del diaconado, tanto mediante el restablecimiento del diaconado permanente como mediante la atribución de toda su importancia a la ordenación diaco­nal previa al presbiterado. Jesús quiso ser diácono, servidor. Y vivió concretamente su diaconado lavando los pies de sus discípulos antes de asumir él mismo el ministerio de presidir, con ocasión de la prime­ra Eucaristía y a lo largo de todos los pasos de su Pascua. Desde este punto de vista, el diaconado es en cierto modo el ministerio de refe­rencia, porque, seamos quienes seamos, siempre debemos ser «servi­dores los unos de los otros», a semejanza de Cristo. Ser sacerdote no es la única manera de desempeñar un ministerio en la Iglesia. Y la es­tructuración en tres niveles del ministerio jerárquico no debe impedir considerar cada uno de esos niveles en su especificidad.

Para atenernos estrictamente al tema del lugar de la mujer en los ministerios, no sé si no podría considerarse la posibilidad, en el futu­ro, de conferir el ministerio diaconal a las mujeres. Es asunto que compete al ministerio pastoral en nuestra Iglesia. Pero yo pediría que, si algún día se plantea esta cuestión, sea cuidadosamente distinguida del problema del acceso de las mujeres al presbiterado. Los ministe­rios conferidos mediante ordenación tienen, cada uno de ellos, su propia especificidad, y el diácono no es un sub-sacerdote, sino un verdadero ministro ordenado que participa de un modo original en el cargo episcopal. Simboliza, en el seno de la comunidad, esa presencia de Cristo que, aunque entronizado como Pastor y Recapitulador, permanece entre nosotros «como quien sirve». Y es preciso reconocer que se da una profunda analogía entre el humilde servicio de Cristo y la discreta presencia de María al servicio de la comunidad naciente.

III. LA CORONACIÓN DE LA MADRE DE LOS VIVIENTES

Había previsto concluir esta serie de estudios con una reflexión sobre ese misterio del rosario que habla de la coronación de María en el cielo. Pero, al objeto de permanecer fiel a la idea de vocación y de tarea que ha constituido el hilo conductor de todo el libro, creo que es mejor hablar de .ello en este momento, en relación con el reconoci­miento del misterio propio de la femineidad.

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Naturalmente, no puede tratarse de una coronación en un contex­to de dominio y de poder. Se equivoca la iconografía cuando presenta a María en un plano de igualdad con Cristo, a no ser que quiera ver en ella la prefiguración del Cuerpo eclesial. Y, por otra parte, el con­cepto de «mediación», cuando es aplicado a María, no debe suponer menoscabo alguno de la única y suficiente mediación de Cristo.

Se trata, más bien, de una coronación en un contexto de investi­dura y reconocimiento. De la misma manera que Cristo, que es Hijo de Dios desde el principio, es investido en la mañana de Pascua como «Hijo de Dios con poder... por su resurrección de entre los muertos» (Rom 1,4), así también es reconocida María en la perfecta realización de su propio misterio. Plenamente dependiente del señorío de su Hijo resucitado, María es reconocida por Dios en el pleno esplendor de su ser, a la vez natural y sobrenatural. Es la Mujer, que ha acogido li­bremente la gracia y se ha dejado moldear por ella hasta el punto de convertirse, junto a su Hijo, en la Mujer eterna, la Nueva Eva que su­pera y perfecciona a la primera «madre de todos los vivientes».

María hace perfecta realidad el misterio de la femineidad, en el sentido de que ella manifiesta lo que Dios puede hacer de maravilloso cuando un corazón humano le acepta sin reticencias. La Madre del Verbo de vida, mediante su acogida libre y voluntaria de la gracia ofrecida, supera y perfecciona a la madre de los vivientes, de la que también ella procede y gracias a la cual puede ella realizarse plena­mente en su propia andadura espiritual. A ejemplo de Ireneo, no sea­mos tampoco nosotros demasiado severos con Eva, porque somos sus hijos y porque lo único que hizo fue llevar al hombre al aislamien­to del pecado. Pero también hizo posible, mediante su maternidad, que se pusiera en marcha la larga caravana de los buscadores de Dios. Más que su antítesis, María es su realización perfecta; más que su acusadora, su hija.

En María es coronada toda mujer, tanto en su condición de cre­yente que ha respondido debidamente a la llamada de Dios, como en las características propias de su femineidad.

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Teología mariana y confesión de la fe

¿Merece la teología mariana el ambicioso título de «teología de referencia»? Sí, porque en María se encuentran de modo privilegiado lo humano y lo divino. Por eso las afirmaciones referidas a María es­clarecen la confesión de la fe en su conjunto:

1. María alcanza su esplendor en la aceptación de la voluntad del Padre y nos enseña el equilibrio entre naturaleza y gracia.

2. María nos enseña también el equilibrio en lo que se refiere a Cristo, su Hijo, verdadero Dios y verdadero hombre.

3. María nos enseña, por último, la manera exacta de mirar el misterio trinitario, debido a su original relación con cada una de las Personas.

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Si la teología mañana es teología de referencia, su estudio debe revertir sobre el conjunto de la reflexión teológica y servirle de instan­cia de verificación.

¿Teología de referencia?

Pero ¿por qué presentar con tanta seguridad la teología mariana como una teología de referencia? ¿No habrá que reservar esta fun­ción, más bien, a la cristología? La respuesta a esta segunda pregunta tiene que ser afirmativa, en el sentido de que el problema fundamental que se plantea a la reflexión cristiana e, indudablemente, a toda teolo­gía es el del encuentro de lo divino con lo humano. Y para la fe cris­tiana, el lugar concreto de dicho encuentro es el misterio pascual de Jesús de Nazaret. Pero, precisamente en el caso de Jesús, lo divino y lo humano no concurren a partes iguales y, según la definición del misterio, es únicamente la Persona del Verbo de Dios la que asume la humanidad creada de Jesús y la inviste con su poder vivificante. El hombre no queda ciertamente aniquilado en Cristo, sino, por el con­trario, plenificado y conducido a su más perfecta realización, lo cual hace de Cristo «el Hombre» y el modelo de hombre. Es esta convic­ción la que permite a la Iglesia de Cristo presentarse sin ningún tipo de orgullo, como lo hizo Pablo VI, como «experta en humanidad». A pesar de lo cual, es cierto que el caso de Cristo es, si así puede decir­se, demasiado único, y que, en algún sentido, la reflexión sobre la vo­cación de su Madre nos resulta más fácil.

Más fácil y, sobre todo, más rica en enseñanzas. Porque María, a pesar de ser una criatura y tener, en cuanto tal, una vocación verda­deramente humana, sin embargo es única, en el sentido de que se en­cuentra privilegiadamente situada en el punto de convergencia de lo divino con lo humano. Hay en la historia de los hombres momentos

Teología mariana y confesión de la fe 181

de gracia en los que una vigorosa personalidad se encuentra con unas circunstancias políticas y culturales que le permiten expresarse en toda su plenitud. Hay también momentos en los que se da una tal sin­tonía entre dos genios que la obra de arte florece en todo su esplen­dor, hasta el punto de que resulta imposible distinguir lo que es debi­do a cada uno de ellos. En el caso de María tiene lugar esa hora ben­dita en la que «la justicia se descuelga del cielo y nuestra tierra produ­ce su fruto». María, hija de Israel, hace plena realidad en su cultura bíblica todos los valores de su fe y de su femineidad, porque la Biblia es, no lo olvidemos, profundamente feminista, mal que les pese a quienes irreflexivamente propugnan la uniformidad de los sexos.

La propuesta del ángel suscita su respuesta humana y libre. Si María ha sido para tantas generaciones de creyentes la Mujer eterna, no es debido únicamente a la necesidad de femineidad y de protec­ción que secretamente experimentan los hombres, sobre todo cuando se defienden de ella. Es también porque el sentido innato de los fieles ha visto en María ese momento dichoso de la síntesis entre Dios y el hombre. Y como el problema fundamental de la teología es siempre el del encuentro (Dios y el hombre, la naturaleza y la gracia, Dios y el mundo, ya y todavía no, tiempo y eternidad...), el caso concreto de la teología mariana resulta extraordinariamente valioso para verificar la exactitud y el equilibrio de todas nuestras pesquisas.

Algunas desviaciones fundamentales

Pero ¿cómo encauzar una indagación que necesariamente ha de ser sumaria e incompleta? ¿Es posible hacer un repertorio de algunas desviaciones fundamentales, reagrupar por familias una serie de grandes herejías que nunca desaparecen del todo y que pueden ame­nazar constantemente a nuestra fe? A pesar de los riesgos innatos a la labor de indagación, es preciso intentarlo, aun sin respetar en exce­so la cronología de su aparición.

1. Y de manera espontánea, me viene a la mente en primer lu­gar el llamado pelagianismo, es decir, el intento de dosificar la parte que corresponde a Dios y la que corresponde al hombre, respectiva­mente, en la aventura espiritual del encuentro entre ambos. La men­talidad pelagiana había nacido mucho antes que Pelagio, aquel monje del siglo V. Es la mentalidad contra la que tan valientemente lucha Pablo, con indudable riesgo de su propia vida. Si se la considera a fondo, la tendencia que, por simplificar, denominamos «pelagiana»

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consiste en la negativa a admitir que todo se lo debemos a Dios, y en la voluntad de repartir las competencias, reservando al hombre un «jardín secreto» en el que él sería el único jardinero. Todo ello acaba­rá desembocando en la «teología de los méritos»: el cielo «se merece», es una recompensa; la virtud consiste en la perfecta posesión de sí mismo y en el menosprecio de las contingencias de la vida cotidiana; el juicio es una evaluación que Dios hace de nuestras propias obras. Ciertas insistencias contemporáneas en el camino que Cristo propone a quienes desean seguirle, silenciando prácticamente el don del Espí­ritu, van en el mismo sentido. Debemos, por tanto, interrogar a la teología mariana para averiguar cómo puede ella preservarnos de este temible peligro, que nos amenaza constantemente.

2. Los extremos contrapuestos con respecto a Cristo —conside­rarlo demasiado exclusivamente como hombre o insistir excesiva­mente en su divinidad— están, indudablemente, más cerca de lo que se cree de esta infausta voluntad de «repartir las competencias» y de no aceptar una armonía constantemente presente, si bien indefinible.

Es perfectamente evidente que toda reflexión sobre Cristo topa aquí con su mayor dificultad:

• Jesús es un hombre verdadero, «en todo semejante a noso­tros, menos en el pecado»; pero ¿qué ocurre con su modo de unión con el Padre?

• ¿Hay que hablar únicamente de unión «moral», por sim-patía o conjunción? ¿No será esto decir excesivamente poco?

• ¿O habrá que partir de mucho más arriba, de la «inmersión» del Verbo en orden a su encarnación entre los hombres, más que de su presencia en un hombre? Pero ¿no significará esto devaluar en exceso la humanidad del Hermano universal?

Ambas imágenes (la del «enganche» Dios-hombre y la del «reves­timiento» humano que adopta el Hijo de Dios) no son más que imá­genes, pero expresan dos mentalidades opuestas, dos maneras irre­conciliables entre sí de acercarse al Misterio. Deberemos, pues, inte­rrogar a la teología mariana, tal como la hemos orientado, para tra­tar de conservar un correcto equilibrio.

3. Al parecer, la herejía más peligrosa —dado que, a primera vista, parece ser la más alejada de estos problemas concretos— es, sin duda alguna, la que recibe el nombre de modalismo trinitario. Si la realidad trinitaria es el elemento específico de nuestra fe, es evidente

Teología mariana y confesión de la fe 183

que cualquier desviación respecto de esta realidad compromete radi­calmente la correcta expresión del misterio.

Lo que ha dado en llamarse «modalismo» fue elaborado, en parte, por un tal Sabellius en el siglo III: Dios se «manifiesta» como Trini­dad, pero ello no es más que una apariencia, un «modo» de manifes­tación que no revela nada o casi nada de lo que es Dios en sí mismo. Esta actitud mental parece otorgar excesivas posibilidades a la inteli­gencia humana que intenta reflexionar sobre Dios. Reconoce su va­lor, y así debe ser, al acercamiento filosófico al Misterio; pero le reco­noce un valor superior al que en realidad le corresponde. Y tiene el peligro de olvidar que el mensaje de la cruz debe seguir siendo «es­cándalo para los judíos y locura para los paganos».

Dios es «el Dios oculto», más allá de todo lenguaje; y así es en realidad. Pero la revelación se convierte en algo relativamente preca­rio y de lo que el creyente puede perfectamente prescindir. ¿Qué de­cir, entonces, de Aquél con quien nos encontramos en la oración? ¿Es el Padre, es el propio Jesús, o es el Espíritu, del que no se sabe qué decir, aun cuando se hable mucho de él? Se responderá: «¡Pero si es lo mismo...!» Naturalmente que es lo mismo —somos monoteístas, y debemos seguir siéndolo—, pero a condición de no camuflar o em­pequeñecer todo el enorme potencial de la revelación: hay en el pro­pio Dios una serie de auténticas diferencias no sólo aparentes, sino muy reales. Hay en lo más íntimo de nuestro Dios una auténtica «es­tructura dialogal» que es la única que permite una verdadera comu­nión de amor. La Encarnación no es de «Dios», impersonalmente considerado —ese Dios no existe, en lenguaje cristiano—, sino del Hi­jo, que viene a nosotros para hacer de nosotros hijos en El.

Cuando Ireneo de Lyon, todavía muy cercano en el tiempo a la expresión original de la fe, resume el misterio con esta lapidaria fór­mula:

«Se hizo lo que nosotros somos para que nos convirtamos en lo que él es»,

resulta obvio que no quiere decir exactamente lo que tantas veces se repetirá más tarde: que Dios se hace hombre para que el hombre lle­gue a ser Dios. No. Lo que Ireneo proclama, con una precisión teoló­gica infinitamente mayor, es que el Hijo se hace uno de nosotros para que nosotros lleguemos a ser hijos en él.

No es cuestión de meros matices, sino que lo que está en juego es la especificidad misma de nuestra fe. Habremos de volver, pues, una vez más, a la relación de María con cada una de las Personas divinas.

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Y pediremos a la teología mariana que nos afiance en la proclama­ción exacta de nuestra fe y en la orientación precisa de nuestra anda­dura espiritual.

La tarea es inmensa, y no bastan unas cuantas páginas para sol­ventarla. A pesar de lo cual, vamos a intentarlo.

Naturaleza y gracia

Indudablemente, podemos responder con bastante brevedad a la primera pregunta: cómo nos preserva la teología mariana de la des­viación pelagiana. Ya hemos hecho numerosas reflexiones a propósi­to del tema de «naturaleza y gracia». El encuentro entre Dios y el hombre no se reduce a la disyuntiva: o Dios o el hombre. Se trata de una acción común, en el respeto mutuo y en la verdad. La teología mariana nos ha presentado una y otra vez toda la belleza de esta ac­ción común: Dios despliega todo su amor, y la criatura se abre de par en par al sol de ese amor.

• Toda la andadura espiritual de María manifiesta la prioridad de la acción de Dios y nos permite entrar sin obstáculos en el evange­lio de la gracia libre. No es en absoluto casual que, de todos los auto­res bíblicos, sea Pablo el más citado en este libro. Y es que Pablo es, efectivamente, el pregonero privilegiado de este evangelio de la gra­cia, por el que él sufrió y murió. Y aun cuando él hable muy poco de María, muchas veces se puede ilustrar tal o cual expresión de Pablo con una actitud mariana. Existe un profundo paralelismo espiritual entre la experiencia personal de Pablo —«Por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí»: 1 Cor 15,10— y el «Magníficat» de María: «El Señor se ha fijado en la pequenez de su esclava y ha hecho en mí maravillas». Es la actitud de la verdadera humildad, que no se lamenta de la miseria del hombre para provocar hipócritas protestas de desacuerdo, sino que reconoce la acción de Dios y se asombra de ella.

• Y en este evangelio de la gracia se realiza plenamente la cria­tura. La teología mariana, en su constante insistencia en la prioridad absoluta de Dios, no conduce al pesimismo acerca del hombre. No se equivoca la iconografía cuando presenta a María con rostro apacible y risueño. María manifiesta en toda su vida hasta qué punto se adap­ta el ser humano a Dios y hasta qué punto se realiza cuando se adhie­re a Dios. El tema de la armonía de la acción se expande y florece en teología de la belleza.

Teología mariana y confesión de la fe 185

Verdadero Dios y verdadero hombre

Por lo que se refiere a los errores acerca de Cristo y a la tarea constantemente exigida a la Iglesia de expresar del modo menos im­perfecto posible el misterio del Salvador, es evidente que la vocación propia de María se halla en el corazón mismo del enfoque que puede darse a este asunto. María nos muestra, a la vez,

a) la verdad de la humildad de Cristo, b) la plenitud de su carácter de Verbo de Dios, y c) la gozosa realidad de la unión de las naturalezas. María nos revela, en sus actitudes concretas, la verdad de la hu­

manidad de Cristo. Ya hemos insistido en su tarea educadora del Jesús de la historia, y hemos mostrado cómo su tarea no se reduce a traer al Hijo al mundo. María prepara a Jesús para el desempeño de su tarea de hombre, y esta «educabilidad» de Jesús manifiesta hasta qué punto es verdaderamente uno de nosotros.

Existe, con respecto al Hijo encarnado, una actitud creyente que contempla con tanto fervor la presencia de Dios en él que le resulta siempre bastante difícil respetar su plena humanidad. Dicha actitud corre siempre el riesgo de reducir tal humanidad a una especie de «vestido» que se pone el Verbo. La teología mariana nos recuerda que se trata de algo totalmente distinto: de la inhabitación de Dios en un hombre verdadero que experimenta en su propio ser la lentitud de la maduración del hombre hasta llegar a su realización cumplida. Y esta insistencia es de suma importancia para nuestra propia vida de gra­cia, porque también para nosotros se trata de dejarle a Dios que ha­bite en nosotros para que pueda transformar nuestros corazones. La actual insistencia en la sencilla vida de María resulta verdaderamente valiosa para expresar la plena humanidad de Jesús.

Pero María nos revela también la plenitud del carácter divino de su Hijo como Verbo de Dios. Porque también se da la desviación contraria, que constituye una verdadera amenaza en nuestros días. Se corre entonces el peligro de hacer caso omiso de la divinidad del Verbo y ceder a una cierta idea, más o menos difusa, de la adopción de un hombre por parte de Dios; se corre el peligro de quedarse en la humanidad de Jesús de Nazaret, todo lo santa y ejemplar que se quie­ra, pero humanidad. Lo que, en teología mariana, puede ayudarnos sin duda a conjurar este peligro es el estudio de la relación entre Ma­ría y el Espíritu. Por eso hemos puesto de relieve la importancia que para la Iglesia tiene la concepción virginal. Es el Espíritu de Dios en

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persona el que viene sobre María, la cubre con su sombra y realiza en ella una obra verdaderamente divina. La tercera Persona, efectiva­mente, realiza la presencia en María de la segunda Persona. Y aun cuando esta encarnación del Verbo está al servicio de la inhabitación del Hijo en todos los hombres por la gracia, únicamente la solidez de los cimientos puede garantizar el valor y la consistencia del edificio. Es verdaderamente necesario que el propio Verbo habite en este hombre concreto para que su acción santificadora pueda irradiar so­bre todos sus hermanos en humanidad. La Encarnación, por tanto, no puede reducirse a una simple unión moral, excesivamente seme­jante a la inhabitación de Dios en el más grande de los santos. Es ver­daderamente preciso algo distinto: una unión de carácter realmente único e inusitado, a fin de que pueda realizarse la obra de diviniza­ción a partir de ese «hogar» o «morada» verdaderamente humana, pero también verdaderamente divina.

Por eso es por lo que María debe ser realmente llamada «Madre de Dios». Por supuesto que ella no da a luz la divinidad de aquel a quien trae al mundo, pero sí es verdaderamente «la Madre del Hijo que es Dios». Y naturalmente que esto sigue siendo un misterio inson­dable, pero que debe ser afirmado con la más absoluta determina­ción. Del mismo modo que sería impío repartir entre Dios y los pro­genitores la responsabilidad de la venida al mundo de un nuevo ser, así también sería inconveniente decir que María sólo es Madre de una parte de Jesús. Mediante su aceptación de la voluntad del Padre, Ma­ría da a luz a un Hijo-que-es-Dios. Y es este «punto de síntesis» el que ilumina el misterio de nuestra propia divinización.

El equilibrio de la fe trinitaria

Parece evidente que la teología mariana es de inestimable valor para luchar contra la herejía fundamental del modalismo trinitario.

No es verdad que la realidad viviente de nuestro Dios no sea más que apariencia; «Dios no puede ser en su vida totalmente distinto de lo que es en su manifestación», como tan espléndidamente lo expresó el gran teólogo alemán Karl Rahner, recientemente desaparecido. Aceptar semejante distorsión entre la profundidad de Dios y su mani­festación revelada sería poner en cuestión la idea misma de revela­ción. No nos quedaría entonces más que la reflexión filosófica para acercarnos al misterio de la vida íntima de nuestro Dios.

Teología mariana y confesión de la fe 187

He recurrido frecuentemente a reflexiones de teología trinitaria para estructurar este «tratado» de teología mariana, porque estoy personalmente convencido de que el misterio trinitario es lo más es­pecífico de nuestra fe cristiana. Consiguientemente, se me podrá acu­sar de intentar demostrar al final lo que ha sido para mí un presu­puesto desde el comienzo. Pero también puedo dar fe de que estas re­flexiones de teología mariana han ido enriqueciendo mi visión perso­nal de la fe trinitaria, y de que, en este punto concreto y esencial, la reflexión sobre el misterio de María ha desempeñado perfectamente su papel de teología de referencia y verificación.

María no entra en comunión con el misterio trinitario de una ma­nera impersonal y difusa. María se abre a la acción de cada una de las Personas en orden a la plena realización de su vocación y al adve­nimiento de la salvación.

• El Padre se halla en el origen y al final, pero, para ser fieles al desarrollo de la revelación, no es de él de quien hay que hablar prime­ro, sino del Espíritu.

• La tercera Persona viene al encuentro de María con toda su fuerza divina, proporcionando a ésta todo cuanto necesita para llevar a cabo su doble misión.

De esta misma manera es como viene al corazón del creyente y lo convierte en Morada de Dios. Y esta acción no produce una diviniza­ción cualquiera.

• Lo que realiza es una verdadera configuración con Cristo, del mismo modo que no realiza en María una presencia divina cualquie­ra, sino la inhabitación de la Persona del Hijo.

Y en la medida en que nuestra vocación a la gloria no consiste en «perdernos» en Dios, sino en lograr un encuentro a la vez íntimo y comunitario con el Padre —ese Padre al que contemplamos con la mirada de Jesús, unidos los unos a los otros en la fuerza del Espíri­tu—, en esa misma medida la gracia que contemplamos en la voca­ción de María no puede ser sino la imagen de una verdadera realidad trinitaria. Tal vez la misión esencial de la teología mariana consista en reafirmar la importancia de esta realidad, así como de esa vincula­ción existente entre lo que aparece y lo que es.

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20

Teología mariana y vida eucarística

Si la experiencia eucarística se halla en el centro mismo de nues­tra vida de fe, ¿de qué manera es iluminada por la teología mariana?

Precisemos, ante todo, de qué manera puede ser llamada María «la Virgen-Sacerdote», no en el sentido del ministerio de presidir, sino en el del sacerdocio común de los bautizados.

En la eucaristía, al tomar en serio la humanidad del Hijo, al aceptar la deferencia del Padre y al dar toda su importancia a la acogida del Espíritu,

María contribuye, al igual que la propia eucaristía, a edificar la Igle­sia, Cuerpo de Cristo, en bien de todos los hombres amados de Dios.

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190 María, Madre de los hombres

Si la teología mariana es una teología de referencia y una instan­cia privilegiada de control y verificación del valor de nuestras cons­trucciones teológicas, no carecerá de sentido examinar cómo armoni­zan la presentación del misterio de María y nuestra experiencia euca-rística.

La experiencia eucarística se halla de tal modo en el centro mis­mo de nuestra vida eclesial que sería verdaderamente preocupante descubrir alguna distorsión grave entre el valor que damos a esta ex­periencia y lo que hemos propuesto como vocación propia de María en el seno de la Iglesia y de la humanidad. Nos veríamos entonces obligados a pensar:

• O bien que nuestra experiencia eucarística —pues esta expe­riencia dista mucho de ser absolutamente igual en todas las épocas de la vida eclesial— se encuentra condicionada por excesivas limitacio­nes y, consiguientemente, debería ser revisada;

• o bien que el proyecto de teología mariana que hemos pro­puesto no se corresponde con la experiencia eclesial.

Debemos examinar, pues, si esta experiencia de María como Ma­dre de Dios en orden a convertirse en Madre de la Iglesia y de los hombres se corresponde con lo que vivimos del dinamismo eucarísti-co, en particular a raíz de la renovación litúrgica y conciliar. Pero an­tes dedicaremos la primera parte de este capítulo a un tema relacio­nado con éste: el del sacerdocio de María y la discutible imagen de la Virgen-Sacerdote, tratando de hacer ver, a un mismo tiempo, su ri­queza y sus límites.

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I. EL AMBIGUO TEMA DE LA VIRGEN-SACERDOTE

Aun cuando este tema ya no parezca tener actualidad en nuestros días, barrido prácticamente de la escena por las corrientes de refle­xión sobre el sacerdocio que precedieron y siguieron al Concilio Vati­cano II, si es útil reflexionar sobre él serenamente.

Cómo no es sacerdote María

María no puede ser llamada «sacerdote», en la medida en que su vocación no la hace apta para el ministerio de presidir. Su vocación no es más o menos «sacerdotal», sino que es radicalmente distinta. La llamada de Dios la integra en la comunidad eclesial bajo el exclusivo amparo del ministerio apostólico. El ministerio de presidir, especial­mente en su forma episcopal, forma parte de la estructura visible de la Iglesia querida por el Padre, a fin de que pueda realizar su tarea misionera. La Iglesia es un pueblo al servicio de los hombres y, para realizar dicho servicio, necesita un mínimo de estructuras visibles.

Por supuesto que la Iglesia corre constantemente el peligro de traducir ese servicio en un poder de tipo mundano, y el Vaticano II hizo algo muy importante al recordar a la jerarquía su carácter, ante todo, de servicio a la comunidad y, a través de ésta, a todos los hom­bres. Pero no habría que incurrir en el extremo opuesto y negarle todo poder al ministerio de presidir o afirmar sin matización alguna que, puesto que todos somos hermanos, nadie puede tener una auto­ridad sobre los demás recibida de Dios. En las sociedades humanas —y la Iglesia es una de ellas—, el rechazo de la autoridad suele ser como una puerta abierta al autoritarismo de los grupos de presión. Quienes más critican la autoridad dan muchas veces pruebas de au­toritarismo.

Es menester afirmar que tanto el colegio episcopal como, en su orden, el ministerio de Pedro gozan de una verdadera autoridad, y que esta autoridad «viene de Dios». Si de alguna manera es cierto que «toda autoridad viene de Dios», ello no puede referirse únicamente, como es lógico, a la autoridad política, sino que se aplica igualmente al ministerio conferido por ordenación. El obispo, concretamente en su comunidad diocesana, recibe la misión y la gracia de ejercer una verdadera autoridad, y Dios le exige que la ejerza sin demagogia y

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sin falsa modestia. Y aunque el modo de ejercer dicha autoridad ha de revisarse constantemente, debido a la amenaza que supone el pe­cado y a las cambiantes circunstancias culturales, ello no significa que sea la autoridad en cuanto tal la que deba ser contestada y com­batida.

María, hija de la Iglesia

María no tiene semejante vocación en el seno de la comunidad eclesial de la que es Madre. Ella sólo ejerce en la Iglesia su función materna siendo, ante todo, hija de la Iglesia, sometida a quienes tie­nen la misión de conducir ésta. No sabemos concretamente cómo vi­vió María esta situación de sumisión y dependencia, pero no pode­mos tener duda de que el Espíritu, descendido sobre ella de una ma­nera específica para confiarle una misión no perteneciente al orden apostólico, la guiara por ese camino de sumisión y aceptación de la mencionada autoridad. Su misión propia se orienta a la educación del pueblo de Dios en su totalidad, incluidos sus pastores. María sólo anuncia el Reino sometiéndose a las estructuras que preparan su ad­venimiento.

Un sacerdocio de la ofrenda espiritual

Por lo tanto, si se quiere hablar de un sacerdocio de María, no hay que intentar hacerlo en el sentido del sacerdocio ministerial. Sería mejor, indudablemente, buscar ese sacerdocio dentro del «sacerdocio común de los bautizados», que integra a todos los hombres en la mi­sión de Cristo. Para hablar del sacerdocio de María habría que po­nerlo en relación con el Cristo Total que presenta al Padre el «sacer­docio santo y real» de todos los salvados. Ahí es donde resplandece la ofrenda sacrificial de María, plenamente realizada en la fe.

Puede hablarse, pues, del sacerdocio de María como el sacerdo­cio de una criatura capaz de ofrecerse a sí misma y de celebrar la vida y el mundo, con el fin de hacerlos eucarísticos. Es indudable que la raíz humana más profunda de todo sacerdocio la constituye esta disposición a no guardarlo todo para si y a ofrecerse a sí mismo al Padre, mucho más que el presentarle dones exteriores. Y si se quiere hallar en María algún matiz particular de esta actitud «sacerdotal», habrá que insistir, sin duda, en decir:

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• que es un sacerdocio materno, capaz de ofrecer el Hijo al Pa­dre, antes incluso de que el Hijo esté en condiciones de hacerlo por si mismo, y de recapitular en esta ofrenda la fe del pueblo y la oración del mundo;

• y que es un sacerdocio pascual, consumado al pie de la cruz como don de sí misma con Cristo y como voluntad decidida de no vi­vir para sí misma, sino para consagrarse plenamente a la obra de la salvación.

II. TEOLOGÍA MARIANA Y EXPERIENCIA EUCARISTICA

Tomar en serio la humanidad de Cristo

La teología mariana y la experiencia eucaristica hunden sus rai­ces, una y otra, en el hecho de tomarse en serio la humanidad del «Emmanuel» y en la importancia del memorial de su historia. Una re­flexión sobre María que asuma la fe de su pueblo y reconozca al «Emmanuel» toda la riqueza de su enraizamiento humano, estará en íntima conexión con la experiencia eucaristica, que pone en contacto con el carácter concreto de la vida de Jesús y hace que se tome en se­rio la vida de los hombres. Se trata siempre de tomarse en serio lo co­tidiano para, mediante ello y sólo mediante ello, acceder al misterio de la Presencia.

Es la misma preocupación por el valor de lo creado la que impul­sa a evocar la Pascua de Cristo en medio de los hombres y ayuda a celebrar la vida cotidiana de quienes participan en la Eucaristía, tanto por lo que se refiere a sus penalidades como por lo que atañe a sus alegrías. Y si hemos concedido importancia a la Pascua de María, desde el Calvario hasta el Cenáculo, es porque pensamos que toda la vida humana es preciosa a los ojos de Dios y se incorpora a la Pas­cua de Jesús gracias a la celebración eucaristica.

Aceptar el deferente obsequio del Padre

Tanto la teología mariana como la experiencia eucaristica existen únicamente en virtud de la voluntad «graciosa» del Padre. Creemos que en nuestros días resulta esencial recordar a las comunidades ecle-

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siales que son «asambleas convocadas» por el Padre, que no existen para celebrar la Eucaristía en función exclusivamente de las atraccio­nes mutuas entre sus miembros, y que el ministerio ordenado está en medio de ellas para recordarles la deferencia del Padre y su inmereci­do amor.

Nuestro itinerario de teología mañana ha concedido mucha im­portancia a esta deferencia y ha recordado sin cesar la condición de María como criatura de Dios. En un mundo apasionado por la efica­cia y en una Iglesia que siente la tentación constante del activismo, constituye una enorme exigencia recordar, a tiempo y a destiempo, que a Dios no se le «merece», que Dios siempre es el Inesperado, y que la primera palabra de la confesión de fe es para expresar el asom­bro ante la gratuidad de su amor: «El Señor ha hecho maravillas por nosotros».

Toda celebración eucarística debería iniciarse con esta gozosa confesión, inspirada en el cántico de María y que es la única salva­guarda de nuestra esperanza. En un mundo que, indudablemente, no desespera —es demasiado activo para cultivar la esterilidad de seme­jante actitud—, pero que tampoco se atreve ya a esperar, la comuni­dad de los creyentes debe erigirse en depositaría de la esperanza de los hombres. El fundamento de esta esperanza es estrictamente teoló­gico y se apoya exclusivamente en la fidelidad de un Dios que no puede defraudar.

María brilla en el centro de la comunidad creyente como deposi­taría de la esperanza, porque la «hermana esperanza» es hija de aque­lla fe sobre la que María lo edificó todo. Y nuestras celebraciones eu-carísticas deben servir para acentuar nuestra esperanza indefectible y remitirnos nuevamente al mundo llenos de valor y serenidad.

Acoger el Espíritu Santo

Tanto la teología mañana como la experiencia eucarística conce­den un amplísimo espacio a la acogida del Espíritu.

La renovación litúrgica y la patrística nos permiten redescubrir la Eucaristía como sacramento vivido en el Espíritu. Es el Espíritu el que es invocado por la comunidad y por su ministro en confiada sú­plica, a fin de que se produzca la doble transformación de la que úni­camente él es capaz: la del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo y la otra, mucho más difícil e importante, de nuestras vidas y nuestros corazones en «perfecta ofrenda a la gloria del Padre». El Es-

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píritu es el «maestro de obras» de esta configuración de las cosas y las personas con Cristo, que recapitula el universo y se lo presenta al Padre «para alabanza de su gloria». La nueva insistencia del Occiden­te cristiano en esta acción específica del Espíritu tanto en la Eucaris­tía como en los demás sacramentos constituye, a la vez, un inestima­ble avance ecuménico y una necesaria relativización de la acción del ministro, el cual ya no aparece tanto como «maestro de obras» cuan­to como servidor del Espíritu. No se trata de oponer las diversas con­cepciones como irreconciliables y decir:

— o es el ministro quien consagra haciendo las veces de Cristo, — o es la comunidad como célula viva del Cuerpo de Cristo, — o es el Espíritu Santo. Se trata, en realidad, de un armonioso acorde: una comunidad de

hombres permite que actúe el Espíritu de Dios, a la vez que asume sus responsabilidades humanas y realiza los gestos que el Señor le confió. La Iglesia, especialmente cuando se halla reunida por el Padre para vivir la experiencia eucarística, es «Iglesia en el Espíritu».

María es el modelo viviente de esta acogida del Espíritu y de esta libre cooperación humana con su voluntad. Se da, pues, una profun­da analogía entre la acción del Espíritu que viene sobre María y la ve­nida del mismo Espíritu sobre el pan y el vino para transformarlos ra­dicalmente, para «convertirlos» y hacerlos portadores del dinamismo vivificante del Señor resucitado.

Y se da una analogía aún más profunda entre la venida del Espíri­tu sobre María y la venida del mismo Espíritu a nosotros para nues­tra conversión eucarística, para que, en palabras de Agustín y de nuestra liturgia, lleguemos a ser «Aquel a quien hemos recibido». La teología mariana desempeña aquí plenamente su papel eclesial de teo­logía de referencia y verificación, poniendo a la luz con fuerza esa fuerza de la acción del Espíritu y ese respeto del hombre por Dios, conduciéndolo por el camino de la experiencia eucarística hacia una auténtica divinización. María es para el creyente el modelo de esta afortunada armonía entre la naturaleza y la gracia. Ella se convierte libremente en tabernáculo de la Presencia, y antes que nadie pueda ella decir: «Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20).

El proyecto de la nueva alianza ha sido al fin realizado: Dios ha­bita en el corazón del hombre y suscita en él la respuesta libre del amor. Y si esta presencia santificante se realiza primero en María, es a manera de anuncio, para que cada creyente viva a su modo la mis­ma experiencia espiritual y se deje configurar con el misterio del Hijo

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eterno. La experiencia eucarística no es el lugar único, sino el lugar provilegiado de esta configuración con Cristo que realiza plenamente a la criatura, a la vez que da gloria al Padre.

Construir la Iglesia

Tanto la teología mariana como la experiencia eucarística propi­cian, desde el corazón mismo de sus respectivos dinamismos, la cons­trucción de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, manifestando así la plenitud cósmica de la historia de la salvación.

Es extremadamente interesante constatar cómo la teología de Santo Tomás nos enseña que la finalidad primaria de la Eucaristía es la construcción de la Iglesia como Cuerpo de Cristo que se edifica en la caridad. No celebramos la Eucaristía por el simple gozo de encon­trarnos entre hermanos ni para «hacer que descienda» el Cuerpo de Cristo a la insignificancia de un pan que después vamos a consumir cada uno de nosotros individualmente. Somos todos juntos, codo con codo, los que comulgamos en el Cuerpo del Señor. La finalidad de este gesto es realmente la edificación de la Iglesia como Cuerpo, a condición, eso sí, de que jamás olvidemos que esta Iglesia no se cierra sobre sí misma, sino que vive su misterio al servicio de la humanidad, a la que Dios ama por entero.

Pues bien, la teología mariana que hemos propuesto avanza jus­tamente en este sentido: María es escogida para ser Madre del Hijo con el fin de ser Madre de la Iglesia y de los hombres. La encarna­ción del Hijo Amado, tal como se realiza concretamente por la adhe­sión de fe de María, no tiene su fin en sí misma, sino que tiende a la edificación de la Iglesia, porque tal es el designio del Padre, que de­sea, desde toda la eternidad, «reunir en la unidad a los hijos de Dios dispersos» (Jn 11,52). La tarea propia de María y el servicio eucarís-tico tienen, pues, una misma finalidad: la edificación de ese Cuerpo, que hace que irradie en medio del mundo la Presencia del «Emma-nuel».

Mediante la misión

Tanto la teología mariana como la experiencia eucarística se abren sobre la misión universal, para que la amplitud del proyecto de Dios sea conocida y para que su Amor absoluto sea revelado sin fronteras. Así como se da una secundariedad de la Iglesia respecto de

Teología mariana y vida cristiana 197

su misión universal, asi también se da una secundariedad de la Iglesia respecto de su servicio al mundo. Del mismo modo que María no ha­bría tenido derecho a pensar que el privilegio de la maternidad divina le había sido concedido para sí misma, así tampoco puede la Iglesia considerarse como el «club restringido» de los amados en Cristo, de­sinteresándose de su misión en el mundo. El modelo de la Iglesia del Vaticano II es la Virgen de la Visitación, que abandona su conforta­ble casa y parte «hacia la región montañosa» para llevar la Buena Nueva del amor universal y de la salvación para todos. Yo no habría podido proponer este itinerario de teología mariana «abierta» si no me hubiera dejado formar por el mensaje conciliar, que recuerda a nuestro tiempo la vocación misionera de una Iglesia abierta al mun­do. Nuestro recorrido, por lo tanto, no puede terminar más que en la contemplación convergente de la oración de María y la misión de la Iglesia.

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CONCLUSIÓN:

Oración de María y misión de la Iglesia

Al igual que Jesús, glorificado junto al Padre, María no deja hoy de orar por la Iglesia y por el mundo, intercediendo para que venga el Reino, para que la Iglesia permanezca atenta al mundo y solícita de su misión, y para que todos conservemos una gozosa esperanza.

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No tengo la menor duda de que muchas de las páginas de este li­bro son un tanto áridas y habrán exigido un notable esfuerzo a quie­nes se hayan tomado la molestia de leerlas. De lo cual no creo deber excusarme, porque lo que pretendía era proponer un itinerario de re­flexión teológica, y la teología —aunque no es, ciertamente, una cien­cia en el sentido moderno de la expresión— exige un trabajo tan ar­duo como las ciencias más exactas o las más sofisticadas tecnologías. Lo único que deseo es que ese esfuerzo de lectura y de comprensión haya servido para ayudar a descubrir mejor la belleza de María y su profunda vinculación con todos los componentes de la vida de la Iglesia y del hombre renovado por la propuesta «graciosa» de Dios. He intentado constantemente, a lo largo del libro, «desenclavar» la teología mariana, arrancarla de su aislamiento, y hacer visibles sus lazos con todas las realidades de la fe. La complejidad del libro es consecuencia, justamente, de esta preocupación.

Pero desearía que todo este esfuerzo desembocara en alabanza y en oración contemplativa. ¡Dichosa la teología que culmina en doxo-logía! El teólogo no debe hacer su trabajo por la mera satisfacción de su inteligencia y su gusto por la síntesis, sino por ayudar a sus herma­nos a contemplar la belleza de la obra de Dios en su propuesta de Alianza. Y María resplandece en el horizonte de la Iglesia y de los cristianos como aquella que aceptó de la mejor manera posible esa vida de Alianza y cooperó con todas sus energías humanas al miste­rio de la salvación. Ella nos enseña el cántico de acción de gracias a cuyo ritmo habrían de acompasarse nuestras vidas hará hacerse real­mente gozosas: «¡El Señor ha hecho en mí —en cada uno de noso­tros— maravillas. Santo es su nombre!» Ella nos repite una y otra vez que la aceptación de la voluntad de Dios es la alegría del hombre.

Una reflexión de teología mariana como la que hemos intentado hacer, que valore la misión actual de María como Madre de la Iglesia

Oración de María y misión de la Iglesia 201

y de los hombres, se asienta en la certeza de la oración actual de Ma­ría por la Iglesia y por el mundo. Es una tentación constante hablar de María —y de Jesús— en pasado: vivieron esto o lo demás allá, hi­cieron tal o cual cosa, «pasaron entre los hombres haciendo el bien» (Hech 10,38). El mayor peligro de esta reducción consiste, induda­blemente, en creer que Jesús no habría hecho más que proponernos un camino o un ideal de vida, y que sólo se trataría de seguir sus pa­sos. Pero de ese modo se olvida fácilmente el don del Espíritu y la fuerza divina que Jesús nos envía de junto al Padre no sólo ni ante todo para «copiar» de manera servil su experiencia espiritual, sino para comulgar en esta experiencia y dejarnos configurar con El en un proceso de asemej amiento que está muy por encima de nuestras fuer­zas. Por supuesto que tampoco habría que minimizar la huella histó­rica dejada por el «Emmanuel» de su paso entre nosotros ni la impor­tancia que tiene para su Iglesia «hacer memoria». Pero la Pascua hace a Cristo presente entre nosotros de otra manera, como lo evi­dencia la catequesis de Emaús, y el hecho de estar sentado a la dere­cha del Padre no le hace estar ausente o lejano. Está con nosotros «todos los días hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,20) y, so­bre todo, «siempre vivo para interceder en nuestro favor» (Heb 7,25). Nuestra oración no conecta con el pasado de la oración de Jesús, sino que se integra en el hoy de su intercesión, llegando a través de él al Corazón del Padre.

Lo mismo podemos decir, salvadas las distancias, de la oración de María, la cual oró en su tiempo, pero sigue haciéndolo hoy con nosotros y por nosotros. Si hemos insistido en la segunda tarea de María, ha sido para evitar dar la impresión de que el cielo consiste en un mero descanso y en un desinterés de los bienaventurados por los esfuerzos del mundo y la misión de la Iglesia. Por supuesto que es descanso, pero en un Dios que jamás descansa. La bienaventuranza celestial no puede ser sino cooperación en esa preocupación constan­te del Amor absoluto en orden a «que no se pierda ni uno solo de es­tos pequeños». María ora por la Iglesia y por el mundo; da gracias por todas las adhesiones de fe que, a imagen de su propia respuesta, brotan de los corazones humanos; e intercede por quienes dudan y se desaniman. No la hemos contemplado como una pieza de museo, sino como una Madre educadora que no deja de velar «hasta que Cristo se haya formado en nosotros».

Hay en teología dos maneras de hablar de la oración:

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202 María, Madre de los hombres

1. En el sentido más restringido de aventura humana y terrena, de intento de ponerse bajo la mirada de Dios y responder a su amor fundante con una oblación de sí lo más sincera posible. Sabemos que esta aventura humana de la oración corre constantemente el peligro del autoengaño y del narcisismo camuflado como búsqueda del Otro. Pero sabemos también que «no sabemos orar como conviene y que el Espíritu se une a nuestro espíritu» (cf. Rom 8,26). Esto es lo que nos hace mantenernos en esta vela nocturna.

2. Pero, en un sentido más amplio, la palabra «oración» puede aplicarse a toda apertura del corazón, a toda actitud sincera de «obla-tividad» que acepte el amor del Padre como origen y como término. En este sentido, es lícito decir que el amor eterno del Hijo, al recibirse del Padre y darle las gracias por su increíble amor, es ya una oración e incluso constituye el fundamento último de toda oración, empezan­do por la del propio Jesús de Nazaret.

Es en este sentido amplio en el que deseamos hablar de la oración actual de María, que intercede por la Iglesia y por el mundo. Asumi­da en la gloría del Resucitado, María está unida a la contemplación del Padre por parte de Cristo, a su incesante acción de gracias y a su intercesión para que venga el Reino. Es con sus ojos de hombre glori­ficado como Cristo contempla al Padre; y es con su corazón de hom­bre como da gracias por el Amor que le permite ser. Pero, en su con­dición de Recapitulador de la humanidad destinada a ser filial, sabe perfectamente que tal obra no ha concluido y que debe ser llevada a término por la fidelidad del Padre y por la acción del Espíritu. De to­das las expresiones de la Escritura a las que nos hemos referido a lo largo del libro, la más frecuentemente citada ha sido, sin duda algu­na, la de la Primera Carta a los Corintios: «entonces será el final, cuando el Hijo se someta a Aquél que ha sometido a él todas las co­sas. Y Dios será todo en todos» (1 Cor 15,28). La historia de la Igle­sia y la historia del mundo caminan hacia esta consumación, hacia ese «Todo está consumado» de la segunda Pascua. Y la oración de María es participación en el advenimiento de esa realidad.

María ora por la Iglesia y por el mundo, intercediendo para que la Iglesia permanezca abierta al mundo y asuma día a día el riesgo de su misión, sin buscar el mortal bienestar de su propia auto-satisfac­ción. La mies es abundante, y María intercede para que la Iglesia no deje de preocuparse de ella ni se encierre en su propia vida interna como si temiera el frío del exterior. La Iglesia, o es misionera o no es la Iglesia de Cristo. El Vaticano II y los papas recientes lo repiten sin

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cesar. Y es el propio mensaje de María y el sentido de su oración: Haced todo lo que él os diga... Id a todo el mundo y anunciad la Bue­na Nueva a toda criatura. Sabemos lo que el Dueño de la mies espera de nosotros, y la Madre intercede por nosotros para que tengamos el valor suficiente para hacerlo.

También ora María para que la Iglesia mantenga la esperanza y siga siendo la depositaría de ésta en el mundo. Su Hijo no dejó de in­sistir en la actitud de vigilancia y en presentar la vida de los creyentes como la vela nocturna del cortejo de bodas, en la que no hay que de­jar que la lámpara se apague. Y María, la creyente, sabe perfecta­mente hasta qué punto la vida de fe es muchas veces una larga y vale­rosa espera. E intercede para que la Iglesia no dude ni de la impor­tancia de su tarea ni del futuro de este mundo, amado enteramente por Dios. De hecho, son éstas las dos tentaciones que amenazan la esperanza teologal de la Iglesia: o no creer ya en la importancia de la misión y encerrarse en sus propias fronteras, en una actitud de tran­quilizadora pero estéril reserva; o dudar del futuro del mundo y de su capacidad de resurgir una y otra vez de sus cenizas, y también en este caso renunciar a la misión. Este mundo es amado por Dios, y cada año es un año de gracia otorgado por el Amor fiel de Dios. Por supuesto que este mundo se halla marcado por el egoísmo y el peca­do; y por supuesto que este pecado se concreta hoy en un auténtico peligro de autodestrucción del mundo; pero sería carecer de fe teolo­gal el pensar o decir que la catástrofe es inevitable. El hombre supera al hombre no por sus propias fuerzas, sino porque es amado por Dios e imagen de Dios. La Iglesia se halla presente en medio del mundo no para darle falsas esperanzas, sino para decirle que la esperanza es hija de la fe, y que su fundamento es el Amor universal de Dios a los hombres. En un mundo que duda de su futuro, la Iglesia recuerda que Dios es Fiel. Y María lo sabe mejor que nadie.

¡María, Madre de los Hombres, Nuestra Señora de la Esperan­za, ruega por nosotros!