Libro no 1981 el lobo de mar london, jack colección e o agosto 15 de 2015

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular! 1 Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2015 GMM

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El Lobo De Mar. London, Jack. Biblioteca Emancipación Obrera. Guillermo Molina Miranda.

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2015

GMM

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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© Libro No. 1981. El Lobo De Mar. London, Jack. Colección E.O. Agosto 15 de

2015.

Título original: © EL LOBO DE MAR. Jack London

Versión Original: © EL LOBO DE MAR. Jack London

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EL LOBO DE MAR

Jack London

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CAPITULO I

Apenas sé por dónde empezar; pero a veces, en broma, pongo la causa de todo ello

en la cuenta de Charley Furuseth. Este poseía una residencia de verano en Mill

Valley, a la sombra del monte Tamalpaís, pero ocupábala solamente cuando

descansaba en los meses de invierno y leía a Nietzsche y a Schopenhauer para dar

reposo a su espíritu. Al llegar el verano, se entregaba a la existencia calurosa y

polvorienta de la ciudad y trabajaba incesantemente. De no haber tenido la

costumbre de ir a verle todos los sábados y permanecer a su lado hasta el lunes,

aquella mañana de un lunes de enero no me hubiese sorprendido navegando por la

bahía de San Francisco.

No es que navegara en una embarcación poco segura, porque el Martínez era un

vapor nuevo que hacia la cuarta o quinta travesía entre Sausalito y San Francisco. El

peligro residía en la tupida niebla que cubría al mar, y de la que yo, hombre de tierra,

no recelaba lo más mínimo. Es más: recuerdo la plácida exaltación con que me

instalé en el puente de proa, junto a la garita del piloto, y dejé que el misterio de la

niebla se apoderara de mi imaginación. Soplaba una brisa fresca, y durante un buen

rato permanecí solo en la húmeda penumbra, aunque no del todo, pues sentía

vagamente la presencia del piloto y del que ocupaba la garita de cristales situada a

la altura de mi cabeza, que supuse sería el capitán.

Recuerdo que pensaba en la comodidad de la división del trabajo, que me ahorraba

la necesidad de estudiar las nieblas, los vientos, las mareas y el arte de navegar, para

visitar a mi amigo que vivía al otro lado de la bahía. Estaba bien eso de que se

especializaran los hombres, meditaba yo. Los conocimientos peculiares del piloto y

del capitán bastaban para muchos miles de personas que entendían tanto como yo

del mar y sus misterios. Por otra parte, en lugar de dedicar mis energías al estudio

de una multitud de cosas, las concentraba en unas pocas materias particularmente,

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tales como, por ejemplo, investigar el lugar que Edgar Poe ocupa en la literatura

americana, un ligero ensayo que acababa da publicar el Atlantic, periódico de gran

circulación. Al llegar a bordo y entrar en la cabina, sorprendí a un caballero gordo

que leía el Atlantic, abierto precisamente por la página donde estaba mi ensayo. Y

aquí venía otra vez la división del trabajo; los conocimientos especiales del piloto y

del capitán permitían al caballero gordo leer mi especial conocimiento de Poe, mien-

tras le transportaban con toda seguridad desde Sausalito a San Francisco.

Un hombre de rostro colorado, cerrando ruidosamente tras él la puerta de la cabina,

interrumpió mis reflexiones. En mi mente se grabó todo esto para usarlo en un

ensayo en proyecto que pensaba titular: La necesidad de la independencia. Una

defensa para el artista. El hombre del rostro colorado dirigió una mirada a la garita

del piloto, observó la niebla que nos envolvía, dio una vuelta, cojeando, por la

cubierta (evidentemente llevaba las piernas artificiales), y se detuvo a mi lado con

las piernas muy separadas y una expresión de satisfacción intensa en el semblante.

No me equivoqué al conjeturar que había pasado la mayor parte de su vida en el mar.

-Un tiempo asqueroso como éste hace encanecer antes de hora -dijo, señalando con

la cabeza la garita del piloto.

-Yo no me figuraba que esto exigiese ningún esfuerzo especial -repuse-. Parece tan

sencillo como el a b c conocer la dirección por la brújula, la distancia y la velocidad.

Lo hubiese llamado seguridad matemática.

-¡Sencillo como el a b c! ¡Seguridad matemática! -dijo, excitado.

Pareció crecerse y se me quedó mirando, con el cuerpo inclinado hacia atrás.

-¿Cree usted que se aventuran muchos a cruzar con este tiempo la Puerta de Oro?

preguntó, o mejor dicho rugió-. ¿Cómo avanzar a la ventura? ¿Eh? Escuche y verá.

La campana de una boya; pero, ¿dónde se halla? Mire cómo cambian de dirección.

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A través de la niebla llegaba el triste tañido de una campana, y vi al piloto que hacía

rodar el volante con gran presteza. La campana que me pareció oír a proa sonaba

ahora a un lado. Nuestra propia sirena silbaba incesantemente y de vez en cuando

nos llegaba el sonido de otras sirenas.

-Será algún barco de los que cruzan la bahía -dijo el recién llegado, refiriéndose a

un pito que oíamos a la derecha-. ¿Y esto? ¿Oye usted? Probablemente alguna goleta

sin quilla. ¡Mejor será que vaya usted con cuidado, caballero de la goleta! ¡Ahora

sube el demonio en busca de alguien!

El invisible barco de transporte silbaba una y otra vez y el cuerno sonaba con

muestras de terror.

-Ahora están ofreciéndose mutuamente los respetos y tratando de salir del atolladero

-prosiguió el hombre del rostro colorado al cesar aquella confusión.

La excitación le hacía resplandecer la cara y brillarle los ojos cuando traducía al

lenguaje articulado las expresiones de cuernos y pitos.

-Eso es la sirena de un buque que pasa por la izquierda. ¿Y no oye usted a este

individuo, que parece tener una rana en la garganta? Si no me equivoco, es una goleta

de vapor que llega de los Heads luchando con la marea.

Un pitido pequeño y estridente, silbando como un loco, llegaba directamente por la

proa y de muy cerca. Sonaron los gongos del Martínez. Detuviéronse nuestras

hélices, cesaron sus latidos y después comenzaron de nuevo. El pequeño pitido

estridente, que parecía el chirrido de un grillo entre los gritos de animales mayores,

cruzó la niebla por nuestro lado y se fue perdiendo rápidamente. Miré hacia mi

compañero para que me ilustrara.

-Una de esas lanchas del demonio -dijo-. ¡Casi hubiera valido la pena hundir a este

bicho! Ellos son la causa de muchas calamidades. ¿Y a ver de qué sirven? Llevan a

bordo un asno cualquiera, que los hace correr como locos, tocando el pito a toda

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orquesta para advertir a los demás que tengan cuidado, pues ellos no saben tenerlo.

¡Llega él y tiene uno que andar con precaución, dejarle paso y qué sé yo! ¡Claro que

esto es de la más elemental urbanidad, pero ésos no tienen de ella la menor idea!

A mí me divertía aquella cólera, que creía injustificada, y mientras cojeaba él

indignado, yo me detuve a meditar sobre el romanticismo de la niebla. Y en verdad

que lo tenia aquella niebla, semejante a la sombra gris del misterio infinito, que

cobija a la tierra en su rodar vertiginoso; y los hombres, simples átomos de luz y

chispas, maldecidos, con un mismo gusto por el trabajo montados en sus

construcciones de acera y madera, cruzan el corazón del misterio, abriéndose a

tientas el camino por entre lo invisible, gritando y chillando en un lenguaje procaz,

en tanto pesa en sus corazones la incertidumbre y el miedo.

La voz de mi compañero me hizo volver a la realidad con una carcajada. Yo también

me había debatido mientras creía correr muy despierto a través del misterio.

-Alguien nos sale al encuentro -decía-. Pero, ¿no oye usted? Viene corriendo y se

nos echa encima. Parece que aún no nos ha oído. El viento llega en dirección

contraria

Teníamos de cara el aire fresco y a un lado, algo a proa, se oía distintamente el pito.

-¿Un barco de transporte? pregunté. Asintió con la cabeza, y luego añadió

-De lo contrario, no metería tanta bulla Parece que los de ahí arriba empiezan a

impacientarse.

Miré en aquella dirección. El capitán había sacado la cabeza por la garita del piloto

y clavaba los ojos con insistencia en la niebla como si quisiese penetrarla con la

fuerza de su voluntad. En su rostro se reflejaba la inquietud, lo mismo que en el del

piloto, que habla llegado hasta la barandilla y miraba con igual insistencia en

dirección del peligro invisible.

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Entonces ocurrió todo con una rapidez inaudita. La niebla se abrió como rasgada por

una cuña, y surgió la proa de un vaporcillo, arrastrando a cada lado jirones de

neblina. Pude distinguir la garita del piloto y asomado a ella un hombre de barba

blanca. Vestía uniforme azul y sólo recuerdo su corrección y tranquilidad. Esta

tranquilidad era terrible en aquellas circunstancias. Aceptaba el Destino, caminaba

de su mano y media el golpe fríamente. Nos examinó con mirada serena e inteligente,

como para determinar el lugar preciso de la colisión, sin darse por enterado, cuando

nuestro piloto, pálido de coraje, le gritaba: "¡Usted tiene la culpa!".

Al volverme comprendí que la observación era demasiado evidente para hacer

necesaria la réplica.

-Coja algo y prepárese me dijo el hombre del rostro colorado.

Todo su furor había desaparecido y parecía haberse contagiado de aquella calma

sobrenatural.

-Y escuche los gritos de las mujeres prosiguió advirtiéndome, con espanto... casi con

amargura, como si ya en otra ocasión hubiese pasado por la misma experiencia.

Los barcos chocaron antes de que yo hubiese podido seguir su consejo. El golpe

debió ser en el centro del buque, pues el extraño vapor había pasado fuera de mi

campo de visión y no vi nada. El Martínez se tumbó bruscamente y se oyeron

crujidos de maderas. Caí de bruces sobre la cubierta mojada y en el mismo instante

oí los gritos de las mujeres. Ciertamente era un estrépito indescriptible, que me heló

la sangre y me llenó de pánico. Me acordé de los salvavidas dispuestos en la cabina,

pero en la puerta me vi repelido bruscamente por hombres y mujeres enloquecidos.

Lo que sucedió durante los minutos siguientes no lo recuerdo bien, aunque conservo

una memoria clara de unos salvavidas arrancados de los soportes, en tanto que el

hombre del rostro colorado los sujetaba alrededor de los cuerpos de aquellos seres

convulsos. El recuerdo de esta visión es el más claro de todos. Todavía parece que

estoy viendo los bordes dentados del boquete en el lado de la cabina donde se

arremolinaba la niebla gris; los cama- rotos vacíos, revueltos, con todas las muestras

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de una súbita huida, tales como paquetes, bolsas de mano, paraguas y envoltorios;

el hombre gordo que estuvo leyendo mí ensayo embutido en corcho y lona

conservando la revista en la mano y preguntándome con monótona insistencia sí

creía que hubiese peligro; el del rostro colorado cojeando valerosamente por allí con

sus piernas artificiales y proveyendo de salvavidas a cuantos iban llegando; y,

finalmente, el grupo de mujeres chillando enloquecidas.

Estos gritos era lo que más me atacaba los nervios. Idéntico efecto debían producirle

al hombre del rostro colorado, pues conservo otra visión que jamás se borrará de mi

mente. El hombre gordo, guardándose la revista en el bolsillo de la americana,

miraba con curiosidad. Un revuelto grupo de mujeres, con los semblantes

desencajados y las bocas abiertas, chillaban como almas en pena, y el hombre del

rostro colorado, encendido de furor como si estuviera lanzando rayos, gritaba:

"¡Cállense, oh, cállense!".

Recuerdo que la escena me impulsó a reír de pronto, y un instante después me di

cuenta de que yo también era presa del histerismo. Aquellas mujeres, que eran de mi

propio raza, semejantes a mí madre y hermanas, se veían invadidas por el terror de

la muerte y se negaban a morir. Aquellas voces traíanme a la memoria los chillidos

de los cerdos bajo el cuchillo del carnicero y me horroricé ante tan completa

analogía. Aquellas mujeres, capaces de las más sublimes emociones, de los más

tiernos sentimientos, seguían dando alaridos. Querían vivir, estaban desamparadas y

chillaban como ratas en una trampa.

El horror de todo esto me empujó fuera de la cubierta. Sentíame mareado, y me senté

en un banco. Como a través de una bruma vi y oí a los hombres precipitarse y dar

voces en sus esfuerzos por arriar los botes. Era una escena como para ser leída en un

libro. Las cuerdas estaban apretadas; nada obedecía. Descendió un bote sin los

tarugos, ocupado por mujeres y niños, y al llenarse de agua se hundió. Otro bote fue

arriado por un extremo y el otro continuó colgado del aparejo, donde quedó

abandonado. No se veía nada del extraño buque que había ocasionado el desastre,

pero oí decir a los hombres que indudablemente enviaría botes para socorrernos.

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Bajé a la cubierta inferior. Comprendí que el Martínez se hundía rápidamente porque

el agua estaba ya muy cerca. Muchos de los pasajeros saltaban por la borda; otros,

ya en el agua, clamaban que se les subiesen de nuevo al barco. Nadie les atendía. Se

elevó un grito diciendo que nos hendíamos. Fui presa del consiguiente pánico y me

lancé al mar entre una oleada de cuerpos. Ignoro cómo sucedió, pero comprendí

instantáneamente por qué los que estaban en el agua deseaban tanto volver a bordo.

Estaba fría, tan fría, que resultaba dolorosa, y cuando me hundí en ella su mordedura

fue tan rápida y aguda como la del fuego. Mordía los tuétanos; parecía la presión de

la muerte. Me debatí, abrí la boca angustiado, y antes de que el salvavidas me

hubiese vuelto a la superficie, el agua me había llenado los pulmones. Sentí en la

boca el fuerte sabor de la sal, y con aquella cosa acre en los pulmones y la garganta,

me ahogaba por momentos.

Pero lo que más me molestaba era el frío. Sentía que no podría sobrevivir sino muy

pocos minutos. A mi alrededor había gente debatiéndose y luchando con el agua; les

oía llamarse unos a otros. Y oí también ruido de remos. Evidentemente, aquel buque

extraño había arriado los botes. Pasado algún tiempo me maravillé de continuar aún

con vida; había perdido la sensación en los miembros inferiores y ya el frío

empezaba a invadirme el corazón y a paralizarlo. Pequeñas olas erizadas de espuma

rompían de continuo sobre mí, molestándome en grado sumo y produciéndome

angustias indescriptibles.

Los ruidos se fueron haciendo menos distintos, pero finalmente oí en lontananza un

coro desesperado de gritos y comprendí que el Martínez acababa de hundirse. Más

tarde, ignoro el tiempo que transcurriría, recobré el sentido con un estremecimiento

de espanto. Estaba solo. Ya no se oían ni voces ni gritos..., únicamente el ruido de

las olas, a las que la niebla comunicaba reflejos sobrenaturales. El pánico en una

multitud unida en cierto modo por la comunidad de intereses no es tan terrible como

el pánico en la soledad, y este pánico es el que yo sufría ahora. ¿Adónde me

arrastraban las aguas? El hombre del rostro colorado había dicho que la corriente se

alejaba de la Puerta de oro. Pues entonces, ¿me empujaba hacia afuera? ¿Y el

salvavidas que me sostenía? Yo había oído decir que estos objetos eran de papel y

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cañas, por lo que pronto se saturaban y sumergían. Me sentía incapaz de nadar. Y

estaba solo, flotando, aparentemente, en medio de aquella inmensidad gris y

primitiva. Confieso que perdí la razón que chillé con todas mis fuerzas, como lo

habrían hecho las mujeres, y agité el agua con las manos entumecidas.

No tengo idea de cuánto duró esto, porque sobrevino una confusión de la que no

recuerdo más de lo que se recuerda de un sueño inquietante y doloroso. Cuando

desperté me pareció que habían transcurrido varias centurias; y vi surgir de la niebla,

casi encima de mí, la proa de un barco y tres velas triangulares, ingeniosamente

enlazadas entre sí e hinchadas por el aire. La proa cortaba el agua, formando

borbotones de espuma, y no parecía abandonar el rumbo. Traté de gritar, pero estaba

demasiado agotado. Al zambullirse la proa, faltó poco para que me tocara y me roció

completamente la cabeza. Después comenzó a deslizarse por mi lado el costado

negro y largo de la embarcación, y tan cerca, que hubiera podido tocarlo con la mano.

Quise alcanzarlo con una loca resolución de agarrarme con las uñas a la madera,

pero los brazos sin vida me pesaban enormemente. De nuevo hice esfuerzos por

gritar, pero no logré emitir ningún sonido.

Pasó la proa del barco hundiéndose en una concavidad formada por las olas; y

distinguí a un hombre junto al timón y a otro que no parecía tener más ocupación

que la de fumar un cigarro. Vi el humo salir de sus labios, cuando volvió la cabeza

lentamente y fijó los ojos en el agua en dirección mía. Fue una mirada indiferente,

impremeditada, una de esas cosas casuales que hacen los hombres cuando no les

llama particularmente otra tarea más inmediata, pero que, sin embargo, han de

realizarla porque viven y necesitan hacer algo.

En aquella mirada se juntaban la vida y la muerte. Pude ver cómo la niebla se tragaba

el barco; vi la espalda del hombre que estaba en el timón, y la cabeza del otro,

hombre que se volvía lenta, muy lentamente, y su mirada rozaba el agua hasta

dirigirse por casualidad hacia mí. En su semblante había una expresión de abandono,

como de meditación profunda, y temí que aquellos ojos, no obstante estar fijos en

mí, no me vieran. Pero me encontraron y se clavaron en los míos; y me vio, porque

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saltó sobre el timón, empujando al hombre a un lado, y viró en redondo al mismo

tiempo que voceaba unas órdenes. El barco pareció trazar una tangente a su ruta

anterior y saltó casi instantáneamente, perdiéndose en la niebla.

Yo sentía cómo me sumergía en la inconsciencia, y trataba con la fuerza de mi

voluntad de luchar contra aquella confusión que me ahogaba y las tinieblas que

empezaban a envolverme. Un poco después oí golpes de remo que iban acercándose

y las voces de un hombre. Cuando estuvo ya muy próximo, le oí gritar en tono

enojado: %Por qué diablo no cantará?". Esto debía referirse a mí, pensé entonces;

pero ya la confusión y las tinieblas me envolvieron por completo.

CAPITULO II

Creí estar balanceándome en un ritmo poderoso por la inmensidad de la órbita.

Estallaban chispas de luz que pasaban raudas por mi lado. Comprendí que eran

estrellas y cometas resplandecientes que acompañaban mi fuga por entre los soles.

Cuando alcancé el límite de mi vuelo y me disponía a volverme, atronó los espacios

el golpe de un gran gongo. Durante un período de tiempo inconmensurable, gocé y

saboreé mi formidable vuelo envuelto en las ondulaciones de plácidas centurias.

Después el sueño cambió de aspecto; yo me decía que no podía ser sino un sueño.

El ritmo se fue acortando. Me sentía lanzado de un lado a otro con irritante rapidez.

Apenas podía cobrar aliento, tal era la fuerza con que me veía impelido a través del

espacio. El gongo sonaba con más frecuencia y más furia. Empecé a oírlo con un

terror indecible. Después me pareció que me arrastraban por una arena áspera, blanca

y caldeada por el sol. Esto dio lugar a una sensación de angustia infinita. Mi piel se

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chamuscaba en el tormento del fuego. El gongo retumbaba. Las chispas luminosas

pasaban junto a mí en una corriente interminable, como si todo el sistema se

precipitara en el vacío. Abrí la boca, respiré dolorosamente y abrí los ojos. A mi

lado, y manipulándome, había dos hombres arrodillados. Aquel ritmo poderoso era

el vaivén de una embarcación en el mar. El terrible gongo era una sartén colgada en

la pared que resonaba a cada movimiento del barco. La arena áspera y ardiente, las

manos de un hombre que me frotaba el pecho desnudo. Me encogí de dolor y levanté

a medias la cabeza. Tenía el pecho rojo y desollado y vi asomar unas gotitas de

sangre por la piel inflamada y lacerada.

-Ya habrá bastante, Yonson -dijo uno de los hombres-. ¿No ves que has frotado hasta

hacer salir sangre de esta piel tan delicada?

El hombre a quien se había llamado Yonson, un tipo gigantesco de escandinavo,

cesó de manipularme y se puso de pie pesadamente. El otro que había hablado no

podía ocultar que era londinense, tenía los rasgos puros y de una belleza enfermiza,

casi afeminada, del hombre que con la leche de su madre ha absorbido el sonido de

las campanas de la iglesia de Bow. Una gorra sucia de muselina en la cabeza y un

delantal de dudosa limpieza alrededor de sus angostas caderas proclamaban su

condición de cocinero de la no menos sucia cocina del barco en que me hallaba.

-¿Cómo se encuentra usted ahora, señor? -preguntó con una sonrisa servil,

consecuencia de varias generaciones de antepasados acostumbrados a esperar la

propina.

Para responder, traté de sentarme, a pesar de mi gran debilidad, y Yonson me ayudó

a ponerme de pie. Los golpes de la sartén me atacaban los nervios horriblemente.

No podía reunir mis ideas. Apoyándome en las maderas de la cocina y debo confesar

que la grasa de que estaban impregnadas me hizo rechinar los dientes-, alcancé el

escandaloso utensilio por encima de los hornillos calientes, lo descolgué y lo dejé

sobre la caja del carbón.

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El cocinero hizo una mueca ante mis manifestaciones de nerviosidad y me puso en

la mano un vasito humeante, diciendo: `Esto le hará a usted bien". Era un brebaje

nauseabundo -café de barco-, pero el calor me reanimó. Mientras tragaba aquella

infusión dirigí una mirada a mi pecho desollado y sanguinolento, y me volví hacia

el escandinavo.

-Gracias, míster Yonson -dije-; pero, ¿no cree usted que sus remedios son algo

heroicos?

Más que el reproche de mis palabras, comprendió el de mi gesto, pues levantó la

palma de la mano para examinarla. Era extraordinariamente callosa. Pasé la mía por

las duras desigualdades y una vez más me rechinaron los dientes al contacto de tan

horribles aspereza.

-Mi nombre es Johnson, no Yonson -dijo en muy buen inglés, aunque un poco lento,

con un acento extranjero apenas perceptible.

En sus ojos de azul pálido asomó una dulce protesta, acompañada de franqueza

tímida y de una dignidad que me ganaron por completo.

-Gracias, mister Johnson -corregí, y le tendí la mano.

Titubeó, un poco avergonzado, se apoyó en una pierna, luego en la otra, y después

sonrojándose, cogió mi mano con vigoroso apretón.

-¿Tiene ropa seca que pueda ponerme? pregunté al cocinero.

-Sí, señor -contestó alegremente-. Bajaré corriendo y veré en mi equipaje, si usted,

señor, no tiene inconveniente en usar mis cosas.

Salió por la puerta de la cocina, o más bien, se escurrió, con un paso tan rápido y

suave que me llamó la atención por ser al mismo tiempo felino y untuoso. Esta

untuosidad, como pude comprobar más adelante, era el rasgo más saliente de su

personalidad.

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-¿Y dónde estoy? -interrogué a Johnson, a quien tomé, acertadamente, por uno de

los marineros-. ¿Qué clase de barco es éste y adónde se dirige?

-A la altura de las Farallones, con la proa al Sudoeste -respondió lentamente y con

método, como tanteando el inglés y observando estrictamente el orden de mis

preguntas-. La goleta Ghost, que se dirige al Japón a pescar focas.

-¿Y quién es el capitán? Necesito hablarle tan pronto como esté vestido.

Johnson pareció aturullarse. Se quedó titubeando mientras medía sus palabras y

componía una respuesta completa.

-El capitán es Wolf1 Larsen, o al menos así le llaman los hombres. Yo nunca le oí

otro nombre. Será bueno que le hable usted dulcemente. Esta mañana está loco. El

segundo...

Pero no concluyó. Acababa de entrar el cocinero.

-Podrías salir de aquí, Yonson -dijo-. El viejo te necesitará en la cubierta, y no

conviene que le exasperes.

Johnson, obedeciendo, se volvió hacia la puerta, y al mismo tiempo, por encima del

hombro del cocinero me hizo un ademán de una solemnidad aterradora, como para

dar más energía a su interrumpida advertencia para hacerme comprender la

necesidad de hablar dulcemente al capitán.

Del brazo del cocinero pendían unas cuantas prendas de vestir revueltas, arrugadas,

malolientas y de aspecto repugnante.

-Están húmedas, señor -dijo a guisa de explicación-. Pero tendrá que remediarse con

ellas mientras seco las suyas al fuego.

1 wolf, en inglés significa lobo.

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Cogido e. las maderas, dando traspiés con el vaivén del barco y ayudado por el

cocinero, conseguí meterme en una burda camiseta de lana. En el mismo instante me

raspó la carne el desagradable contacto. Dándose cuenta de mis muecas y

movimientos involuntarios, sonrió con afectación:

-Supongo que no habrá usado en su vida nada semejante, porque tiene una piel tan

fina, que más parece de mujer. En cuanto le vi, adiviné que era usted un caballero.

Al principio me había inspirado repugnancia, pero cuando me ayudó a vestir, esta

repugnancia fue en aumento. Había algo repulsivo en su contacto. Me aparté de sus

manos, puesta toda mi carne en rebelión. Y entre esto y los olores que subían de los

varios pucheros que hervían en la cocina, me hacían desear el momento de salir al

aire fresco. Además, había necesidad de ver al capitán para ponernos de acuerdo

sobre la manera de desembarcarme.

Una camisa de algodón, barata, con el cuello rozado y la pechera descolorida por

algo que juzgué antiguas manchas de sangre, me fue puesta, entre un tropel de

comentarios y excusas vehementes. Encerraban mis pies unas botas de cuero sin

curtir, como las que usan los obreros, y hacían las veces de pantalones unos calzones

azules, deslavazados, de los cuales una pierna era diez pulgadas más corta que la

otra. Esta última hacía pensar en un diablo que al querer apoderarse del alma del

londinense se hubiese agarrado allí, quedándose con la materia en vez del espíritu.

-¿A quién debo agradecer tanta amabilidad? -pregunté cuando ya estuve

completamente equipado, con una gorrita de niño en la cabeza, y llevando en lugar

de americana una chaqueta de algodón que me llegaba a la cintura y cuyas mangas

apenas me cubrían los codos.

El cocinero se apartó con un gesto de fingida humildad y una sonrisa implorante y

servil. Si no me engañaba la experiencia adquirida con los mayordomos de los

trasatlánticos al fin del viaje, hubiese jurado que esperaba una propina. Ahora que

ya he tenido ocasión de conocer más a fondo aquel ser, comprendo que el gesto fue

inconsciente, debido, sin duda, a un servilismo hereditario.

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-Mugridge, señor -dijo con tono adulador, mientras sus facciones afeminadas se

dilataban en una sonrisa untuosa-. Thomas Mugridge, señor, servidor de usted.

-Muy bien, Thomas -repuse yo-. Me acordaré de usted cuando esté seca mi ropa.

Por su semblante se difundió una luz suave y brillaron sus ojos como si allá en las

profundidades de su ser sus antepasados se hubiesen animado y removido con el

recuerdo de las propinas recibidas en vidas anteriores.

-Gracias, señor -dijo muy agradecido y muy humilde, en verdad.

Se hizo a un lado al abrirme la puerta y salí a cubierta. A causa de mi prolongada

inmersión, me sentía aún débil. Me sorprendió una ventada, y dando traspiés por la

movediza cubierta, me dirigí hacia un ángulo de la cabina, en busca de apoyo. La

goleta, con una inclinación muy alejada de la perpendicular, se balanceaba movida

por el profundo vaivén del Pacifico. Si en realidad llevaba la dirección Sudoeste,

como había dicho Johnson, el viento, entonces, según mis cálculos, debía soplar

aproximadamente del Sur. La niebla había desaparecido y el sol llenaba de chispas

e irisaciones la superficie del agua. Me volví cara al Este donde sabía que debía

hallarse California, pero no pude ver sino unas masas de niebla a poca altura,

indudablemente la misma que había ocasionado el desastre del Martínez y me había

traído al presente estado. Por el Norte, y no muy lejos, surgía del agua un grupo de

rocas desnudas, y sobre una de ellas se distinguía un faro. Hacia el Sudoeste y casi

en nuestra ruta, vi el bastidor piramidal de unas velas.

Después de haber reconocido el horizonte, volví me hacia lo que me rodeaba más

inmediatamente. Mi primer pensamiento fue que un hombre llegado de manera tan

inesperada, luego de codearse con la muerte, merecía más atención de la que yo

recibía. Aparte del marinero que iba en el timón y que me observaba curiosamente

por encima de la cabina, no atraje ya más miradas.

Todos parecían interesados en lo que en el centro del barco ocurría. Allí, echado

sobre las tablas, había un hombre gordo. Estaba completamente vestido, pero llevaba

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rasgada la camisa por la pechera. Sin embargo, no se veía nada de su pecho, pues lo

cubría una masa de pelo negro semejante a una piel de perro. La cara y el cuello se

ocultaban bajo una barba negra salpicada de gris, que de no haber estado chorreando

y lacia por efecto del agua, debió ser tiesa y tupida. Tenía los ojos cerrados y parecía

desvanecido, pero mostraba la boca muy abierta y el pecho anhelante, esforzándose

ruidosamente por respirar. De vez en cuando, metódicamente, ya como una rutina,

un marinero hundía en el mar un cubo de lona atado al extremo de una cuerda, lo

subía braza a braza y vertía su contenido sobre el hombre postrado.

Paseando de arriba abajo a lo largo de la cubierta y mascando furioso el extremo de

un cigarro, estaba el hombre cuya mirada casual me había rescatado del mar. Tendría

una altura quizás de cinco pies, diez pulgadas o diez y media, pero lo primero que

me impresionó en él no fue eso, sino su vigor. A pesar de su constitución sólida y de

sus hombros anchos y pecho elevado, no era la solidez de su cuerpo lo que caracte-

rizaba su fuerza. Antes bien, consistía en lo que podríamos llamar nervio, la dureza

que atribuimos a los hombres flacos y enjutos, pero que en él, a causa de su

corpulencia, recordaba al gorila. No es que su exterior tuviese nada de gorila; lo que

yo pretendo describir es su fuerza misma como algo aparte de su aspecto físico. Era

esa fuerza que solemos asociar a las cosas primitivas, a las fieras y a los seres que

imaginamos son el prototipo de los habitantes de nuestros árboles; esa fuerza salvaje,

feroz, que este en sí misma, la esencia de la vida en lo que tiene de potencia del

movimiento, la propia materia elemental, de la cual han tomado forma otros muchos

aspectos de la vida; en una palabra, lo que hace retorcer el cuerpo de una serpiente

después de haberle sido cortada la cabeza y cuando la serpiente, como a tal, puede

considerarse ya muerta, o lo que persiste en el montón de la carne de la tortuga que

rebota y tiembla al tocarla con el dedo.

Esa fue la impresión de fuerza que me produjo el hombre que caminaba de un lado

a otro. Se apoyaba sólidamente sobre las piernas; sus pies golpeaban la cubierta con

precisión y seguridad; cada movimiento de sus músculos, desde la manera de

levantar los hombros hasta la forma de apretar el cigarro con los labios, era decisivo

y parecía ser el producto de una fuerza excesiva y abrumadora. Sin embargo, aunque

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la fuerza dirigía todas sus acciones, no parecía sino el anuncio de otra fuerza mayor

que acechaba desde dentro, como si estuviera dormida y sólo se agitara de vez en

cuando, pero que podría despertar de un momento a otro, terrible y violenta, cual la

cólera de un león o el furor de una tormenta.

El cocinero asomó la cabeza por la puerta de la Bocina, haciéndome muecas

alentadoras y señalando al propio tiempo con el pulgar al hombre que paseaba por

la cubierta. Así me daba a entender que aquél era el capitán, el alejo, según había

dicho él, el individuo con quien debía entrevistarme, y al que ocasionaría la extorsión

de tener que desembarcarme.

Ya me disponía a afrontar los cinco minutos tempestuosos que, sin duda, me

esperaban, cuando el desdichado que estaba en el suelo sufrió otro ataque más vio-

lento aún. Se retorcía convulsivamente. La barba negra y húmeda se tendió hacia

arriba, al envararse los músculos de la espalda e hincharse el pecho en un esfuerzo

inconsciente e instintivo para obtener más aire. Aunque no lo veía, adivinaba que

bajo las patillas la piel se había puesto colorada.

El capitán, o Wolf Larsen, como le llamaban los hombres, cesó de pasear y clavó la

mirada en el moribundo. Tan cruel fue esta última lucha, que el marinero se detuvo

en su ocupación de rociarle con agua, y con el cubo de lona a medias levantado y

derramando su contenido por la cubierta, se le quedó mirando con curiosidad. El

moribundo tocó un redoble con los tacones sobre el entarimado, estiró las piernas y

con un gran esfuerzo se puso rígido y rodó la cabeza de un lado a otro. Después se

relajaron los músculos, la cabeza dejó de rodar y de sus labios salió un suspiro como

de profundo alivio; bajó la quijada, subió el labio superior, y aparecieron dos hileras

de dientes oscurecidos por el tabaco. Parecía como si sus facciones se hubiesen

helado en una mueca diabólica al mundo que había abandonado y burlado.

Entonces sucedió una cosa sorprendente. El capitán se desató como una tormenta

contra el muerto. De su boca salía un manantial inagotable de juramentos. Y no eran

juramentos sin sentido o meras expresiones indecentes. Cada palabra (y dijo

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muchas) era una blasfemia. Crujían y restallaban como chispas eléctricas. En toda

mi vida había oído yo nada semejante, ni lo hubiera creído posible. Por mi afición a

la literatura, a las figuras y palabras enérgicas, me atrevo a decir que yo apreciaba

mejor que ningún otro la vivacidad peculiar, la fuerza y la absoluta blasfemia de sus

metáforas. Según pude entender, la causa de todo ello era que el hombre, que era el

segundo de a bordo, había corrido una juerga antes de salir de San Francisco y

después había tenido el mal gusto de morir al principio del viaje, dejando a Wolf

Larsen con la tripulación incompleta.

No necesitaría asegurar, al menos a mis amigos, cuán escandalizado estaba. Los

juramentos y el lenguaje soez me han repugnado siempre. Experimenté una

sensación de abatimiento, de desmayo y casi puedo decir de vértigo. Para mí, la

muerte había estado siempre investida de solemnidad y respeto. Se había presentado

rodeada de paz y había sido sagrado todo su ceremonial. Pero la muerte en sus

aspectos sórdidos y terribles había sido algo desconocido para mí hasta entonces.

Como digo, al par que apreciaba la fuerza de la espantosa declaración que salía de

la boca da Wolf Larsen, estaba enormemente escandalizado. Aquel torrente

arrollador era suficiente para secar el rostro del cadáver. No me hubiese sorprendido

ver encresparse, retorcerse y andar entre humo y llamas la barba negra. Pero el

muerto no se dio por aludido. Continuaba desafiándole con su risa sardónica y

burlándose con cinismo. Era el dueño de la situación.

CAPITULO III

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Wolf Larsen dejó de jurar tan súbitamente como había comenzado. Volvió a

encender el cigarro y miró a su alrededor. Sus ojos se fijaron por casualidad en el

cocinero.

-¿Qué pasa? -dijo con una amabilidad acerada y fría.

-Sí, señor -contestó presuroso el cocinero, tratando de calmarle y disculparse

servilmente.

-¿No te parece que ya has estirado bastante el cuello? Es malsano, ¿sabes? El

segundo ha muerto, y no permito perderte a ti también. Tienes que cuidar mucho de

tu salud, ¿entiendes?

La última palabra contrastaba notablemente con el tono de las frases anteriores y

hería como un latigazo. El cocinero quedó anonadado.

-Sí, señor -respondió humildemente, al mismo tiempo que desaparecía en la cocina

la cabeza delincuente.

Ante esta ligera repulsa, que sólo se había dirigido al cocinero, el resto de la

tripulación quedó indiferente y se ocupó en distintas tareas. Sin embargo, unos

cuantos hombres que haraganeaban aparte entre la escotilla y la cocina y que no

tenían aspecto de marineros, continuaron hablando en voz baja entre ellos. Más tarde

supe que eran los cazadores, los que mataban a las focas, y que formaban una casta

superior a la de los vulgares marineros.

-¡Johansen! -llamó Wolf Larsen. Un marinero avanzó, obediente-. Toma la aguja y

el rempujo y cose a este desdichado. En el cajón de las velas encontrarás lona vieja.

Aprovéchala.

-¿Qué le pondré en los pies, señor? -preguntó el hombre después del acostumbrado,

"¡Ay, ay, señor!".

-Ya veremos -contestó Wolf Larsen, y elevó la voz para llamar al cocinero.

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Thomas Mugridge salió de la cocina como un muñeco de resorte.

-Baja y llena un saco de carbón... ¿Hay alguno de vosotros que tenga alguna Biblia

o un libro de oraciones? -volvió a preguntar el capitán, dirigiéndose esta vez a los

cazadores que haraganeaban por los alrededores de la escalera.

Movieron la cabeza, y uno de ellos hizo alguna observación jocosa que no pude oír,

pero que promovió una carcajada general.

Wolf Larsen repitió la pregunta a los marineros. Las Biblias y los libros de oraciones

parecían objetos raros; pero uno de los hombres se ofreció voluntariamente a

proseguir la investigación entre los que estaban de guardia abajo, volviendo un

minuto después con el informe de que no había ninguna.

El capitán encogió los hombros.

-Pues lo tiraremos sin discurso, a no ser que nuestros réprobos de aspecto clerical

sepan de memoria el servicio de difuntos.

En esto había dado una vuelta en redondo y estaba cerca de mí.

-Tú eres predicador, ¿verdad? -me preguntó.

Los cazadores, que eran seis, se volvieron como un solo hombre y me miraron. Yo

comprendía dolorosamente mi semejanza con un espantajo. Al verme, pro-

rrumpieron en una carcajada, que la presencia del muerto, tendido ante nosotros y

con los dientes apretados, no fue bastante a moderar; una carcajada tan áspera, tan

dura y tan franca como el mismo mar, una carcajada nacida de los sentimientos

groseros y las sensibilidades embotadas de unas naturalezas que no conocían ni la

nobleza ni la educación.

Wolf Larsen no se rió, pero en sus ojos grises brilló una ligera chispa de alegría; y

en aquel momento en que avancé hasta llegar junto a él, recibí la impresión del

hombre en sí, del hombre que nada tenía de común con su cuerpo, ni con el torrente

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de blasfemias que le había oído vomitar. El rostro de facciones grandes y líneas

pronunciadas y correctas, si bien proporcionado, a primera vista parecía macizo;

pero después sucedía lo mismo que con el cuerpo, desaparecía esta impresión y nacía

el convencimiento de una tremenda y excesiva fuerza mental o espiritual oculta que

dormía en las profundidades de su ser. La mandíbula, la barba, la frente hermosa,

despejada y abultada encima de los ojos, aunque fuertes en si mismos, extraordina-

riamente fuertes, parecían revelar un inmenso vigor espiritual escondido y fuera del

alcance de la vista. No había manera de sondar un espíritu semejante, ni de medirlo

o determinarlo con límites y medidas, ni de clasificarlo exactamente en un estante

con otros similares.

Los ojos -y yo estaba destinado a conocerlos bien eran hermosos, grandes y rasgados

como los de los verdaderos artistas, protegidos por espesas pestañas y con unas cejas

negras tupidas y arqueadas. Las pupilas eran de ese gris desconcertante que nunca

es dos veces igual, que recorre muchos matices y colores como la seda herida por el

sol, que es gris oscuro y brillante, gris verdoso, y a veces parece azul claro como las

aguas marinas. Eran ojos que ocultaban el alma de mil maneras, y que algunas veces,

en muy raras ocasiones, se abrían y le permitían salir, como si fuera a lanzarse

desnuda por el mundo en busca de alguna aventura maravillosa; ojos que podían

cobijar toda la melancolía desesperada de un cielo plomizo; que podían producir

chispas de fuego como el choque de las espadas: que sabían volverse fríos como un

paisaje ártico y de nuevo dulcificarse y encenderse con reflejos amorosos, intensos

y masculinos; atrayentes e irascibles, que fascinan y dominan a las mujeres hasta

que se rinden con una sensación de placer, de alivio y de sacrificio.

Pero volviendo a lo primero, le dije que, desgraciadamente, para el servicio de

difuntos yo no era predicador, y entonces me preguntó rudamente:

-¿De qué vives, pues?

Confieso que nunca se me había dirigido tal pregunta ni la había pensado jamás.

Quedé del todo cortado, y al recobrar la serenidad, tartamudeé:

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-Yo..., yo soy... un caballero.

Su labio se torció con un breve gesto de desdén.

-He trabajado, trabajo -exclamé impetuosamente, como si él hubiese sido mí juez y

necesitara justificarme, dándome cuenta al mismo tiempo de mi notoria estupidez al

hablar de aquel asunto.

-¿Para ganarte la vida?

Había algo en él algo tan imperioso y dominador, que me sentía completamente

fuera de mí y azorado, hubiese dicho Furuseth, como un niño ante un maestro de

escuela inflexible.

-¿Quién te mantiene? -fue la siguiente pregunta.

-Poseo una fortuna -contesté resueltamente, y en el mismo instante me hubiese

mordido la lengua-. Perdone usted, pero esto no tiene ninguna relación con lo que

tenemos que tratar.

El hizo caso omiso de mi protesta.

-¿Quién la ganó, eh...? Ya me lo figuro: tu padre. Te sostienes sobre las piernas de

un muerto. Nunca has usado las tuyas. No podrías andar solo un día entero, ni buscar

el alimento de tu estómago para tres comidas. Enséñame la mano.

Su formidable fuerza oculta debió removerse en aquel mismo punto, o debí

descuidarme un momento, pues antes de que me apercibiese había avanzado dos

pasos, cogido mi mano derecha con la suya, y la levantaba para examinarla. Traté

de retirarla, pero sus dedos se cerraron sin esfuerzo aparente alrededor de los míos,

hasta el extremo que creí me la machacaba. Bajo tales circunstancias era difícil

conservar la dignidad. Yo no podía huir o luchar como un chiquillo, ni mucho menos

podía atacar a aquel hombre, que me hubiese retorcido el brazo hasta rompérmelo.

No me quedaba más remedio que estarme quieto y aguantar aquella vejación. Tuve

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tiempo de ver cómo vaciaban sobre cubierta los bolsillos del muerto y cómo su cuer-

po y su mueca quedaban envueltos en una lona, cuyos pliegues cosía con burdo hilo

blanco el marinero Johansen, dejando ver la aguja, que apoyaba ingeniosamente en

un trozo de cuero ajustado a la palma de la mano.

Wolf Larsen dejó caer la mía con un gesto desdeñoso.

-Las manos de los muertos te las han conservado finas. Buenas únicamente para

fregar platos y hacer trabajos de marmitón.

-Deseo que se me desembarque -dije firmemente, porque sabía que observaban-.

Pagaré cuanto juzgue usted que vale su molestia.

Me miró con curiosidad y a sus ojos asomó la burla.

-Voy a proponerte otra cosa, para bien de tu alma. Mi segundo ha muerto, y van a

ascender todos. Un marinero subirá a popa para ocupar el lugar del segundo, el

grumete pasará a ser marinero y tú serás grumete. Firmas el contrato para la

expedición, veinte dólares mensuales, y ya está. ¿Qué dices a esto? Y piensa que es

para bien de tu alma. Es precisamente lo que tú necesitas; así aprenderás a sostenerte

sobre tus propias piernas y tal vez a hacer pinitos.

Pero yo no me di por aludido. Las velas del barco que había visto a Sudoeste se

habían hecho más grandes y más visibles. Eran de una goleta igual que el Ghost,

aunque de casco más pequeño. Constituía un lindo espectáculo verla saltar y volar

hacia nosotros, y seguramente iba a pasar muy cerca. El viento había arreciado de

pronto y el sol había desaparecido, enojado tras sus vanos esfuerzos por seguir

luciendo. El mar empezaba a agitarse, volviéndose de un color plomizo,

desagradable, y comenzaba a lanzar a lo alto montañas de espuma. Habíamos

aumentado la velocidad y el barco corría mucho más inclinado. Un golpe de viento

hundió la borda, y el agua, por un momento, barrió la cubierta de aquel lado,

haciendo levantar rápidamente los pies a dos marineros.

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-Aquel barco pasará pronto por aquí -dije después de un instante de silencio-. Como

lleva dirección contraria, es probable que vaya a San Francisco.

-Muy probable -respondió Wolf Larsen, volviéndose en parte y gritando:

"¡Cocinero, cocinero!".

El cocinero salió.

-¿Dónde está aquel muchacho? Dile que le necesito.

-Sí, señor.

Thomas Mugridge corrió a popa y desapareció por otra escalera próxima al timón.

Un momento después surgís un sujeto de dieciocho o diecinueve años, corpulento,

de aspecto vil y enfurruñado, andando sobre los talones.

-Ahí viene, señor -dijo el cocinero.

Pero Wolf Larsen, sin fijarse en este héroe, se volvió hacia el grumete

-¿Cómo te llamas, muchacho?

-George Leach, señor -respondió de mal humor, y el continente del muchacho

mostraba bien a las claras que adivinaba la razón por que había sido llamado.

-No es un nombre irlandés -repuso el capitán con perversa intención-. O'Toole o

McCarthy sentarían algo mejor a tu aspecto. A no ser que haya algún irlandés entre

las relaciones de tu madre.

Vi crisparse los puños del muchacho ante el insulto y la sangre le enrojeció la nuca.

-Pero dejemos eso -continuó Wolf Larsen-. Debes tener excelentes razones para

olvidar tu nombre, y me gustaría que no te ocasionara ningún perjuicio mientras

permanecieras a bordo. Por supuesto, tú te inscribiste en el puerto de Telegraph Hill;

pero como suelen hacerlo allí o más sucio todavía. Ya conozco la especie. Bueno,

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puedes decidir si quieres que lo suprimamos aquí. ¿Comprendes? A ver, ¿quién te

embarcó?

-McCready & Swanson.

-¡Señor! -vociferó Wolf Larsen.

-McCready & Swanson, señor -corrigió el muchacho, a cuyos ojos asomó la llama

del odio.

-¿Quién tiene el dinero que te adelanté?

-Ellos, señor.

-Me lo figuraba. Pudiste dejárselo bien contento. Todo era poco a cambio de

desaparecer en seguida. Ya habrás oído decir que te están buscando varios caba-

lleros.

Instantáneamente el muchacho se trocó en una fiera. Encogió el cuerpo como si se

dispusiera a saltar, y su semblante se metamorfoseó en el de un animal enfurecido

cuando gritó:

-Esto es una...

-¿Una qué? -preguntó Wolf Larsen con una dulzura singular en la voz, como si

sintiera una curiosidad invencible por conocer la palabra no pronunciada.

El muchacho titubeó, después hizo un esfuerzo por dominarse.

-Nada, señor, lo retiro.

-Pues me demuestras que yo tenía razón -dijo, con una sonrisa satisfecha-. ¿Cuántos

años tienes?

-Acabo de de cumplir dieciséis, señor.

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-Mentira. Tú ya no cumplirás dieciocho. Con todo, estás desarrollado y tienes una

musculatura de caballo. Coge el fardo y pasa al castillo de proa. Ahora eres remero;

has ascendido, ¿ves?

Sin esperar a que el muchacho aceptara, el capitán se volvió hacia el marinero que

acababa la fúnebre tarea de coser el envoltorio del cadáver.

-Johansen, ¿conoces algo de navegación?

-No, señor.

-Bueno, no importa; lo mismo puedes ser segundo. Lleva tus cosas a popa al sitio

del segundo.

-¡Ay, ay, señor! -respondió Johansen alegremente, dirigiéndose a proa.

Mientras tanto, el grumete continuaba sin moverse.

-¿Qué esperas? -preguntó Wolf Larsen.

-Yo no me ajusté como remero, señor -repuso-. Entré de grumete y no quiero ser

remero.

-Anda y haz lo que te he dicho.

Esta vez la orden de Wolf Larsen era extraordinariamente imperiosa. El muchacho

le clavó la vista con obstinación y se negó a marcharse.

Entonces hubo otro despertar de la formidable fuerza de Wolf Larsen. Fue algo

completamente inesperado lo que sucedió en el intervalo de los segundos. Dio un

salto a fondo, de seis pies, y metió el puño en el estómago de Leach. En el mismo

instante, como si me hubiesen herido a mí, sentí un choque tremendo en la misma

parte del cuerpo. Lo hago constar para demostrar cuán sensible era mi sistema

nervioso y lo poco acostumbrado que estaba yo a espectáculos brutales. El grumete,

que pesaría cuando menos ciento sesenta y cinco libras, se plegó alrededor del puño

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con la misma flexibilidad que un trapo mojado alrededor de un palo. Se levantó en

el aire, describió una breve curva y cayó junto al cadáver, golpeando la cubierta con

la cabeza y los hombros, y allí permaneció retorciéndose de dolor.

-¿Qué hay? -me preguntó Larsen-. ¿Estás decidido?

Yo había mirado casualmente hacia la goleta que se aproximaba, y ahora se hallaba

a nuestra vista a una distancia no mayor de doscientas yardas. Era una embarcación

pequeña, muy elegante y bien conservada. Sobre una de sus velas pude leer un gran

número negro, y me pareció, recordando los dibujos que había visto, un barco-piloto.

-¿Qué es este barco? -pregunté.

-El barco-piloto Lady Mine -contestó Wolf Larsen de mala manera.-. Ha dejado a

los pilotos y corre hacia San Francisco. Con este viento llegará en cinco o seis horas.

-Entonces, ¿tiene usted la bondad de hacerles una seña, a fin de que pueda

desembarcar?

-Lo siento, porque he perdido el libro de señales -advirtió, y los cazadores celebraron

la gracia con muecas.

Reflexioné, mirándole directamente a los ojos. Había visto el terrible tratamiento de

que había sido objeto el grumete, y sabía que probablemente me pasaría lo mismo,

si no peor. Como digo, reflexioné, y entonces realicé el acto más valeroso de mi

vida. Corrí hasta la borda agitando los brazos y gritando:

-¡Lady Mine! ¡Desembárquenme! ¡Mil dólares si me desembarcan!

Esperé, observando a dos hombres que estaban junto al timón, uno de ellos

gobernando, el otro se llevaba un megáfono a los labios. Yo no volvía la cabeza,

pero a cada momento esperaba un golpe mortal del bruto humano que había detrás

de mí. Al fin, después de unos instantes, que me parecieron siglos, no pudiendo re-

sistir aquella tentación, miré en derredor. No se había movido. Se hallaba en la

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misma posición, balanceándose blandamente con el vaivén del barco y encendiendo

otro cigarro.

-¿Qué pasa? ¿Alguna avería?

Este grito procedía del Lady Mine.

-¡Sí! -exclamé con toda la fuerza de mis pulmones-. ¡Vida o muerte! ¡Mil dólares si

me desembarcan!

-Demasiada confusión en San Francisco para la salud de mi tripulación -gritó Wolf

Larsen después-. ¡Este -y me indicó a mí con el pulgar- cree ver ahora serpientes de

mar y monos!

El hombre del Lady Mine respondió con una carcajada a través del megáfono, y el

barco-piloto pasó de largo.

-¡Mándalo al infierno! -gritó finalmente, y los dos hombres agitaron los brazos en

señal de despedida. Me apoyé desesperado sobre la barandilla, mirando cómo la

elegante goleta hacía crecer la extensión desierta del océano que nos separaba y

pensando que probablemente estaría en San Francisco dentro de cinco o seis horas.

Parecía que la cabeza iba a estallarme; tenía un dolor en la garganta como si mi

corazón hubiese subido hasta allí. Una ola rizada rompió en el costado y me salpicó

los labios. El viento soplaba con fuerza y el Ghost corría mucho más, hundiendo la

barandilla de sotavento. Oía cómo el agua se precipitaba sobre la cubierta.

Cuando me volví un momento después, vi al grumete levantarse dando traspiés.

Estaba mortalmente pálido y se encogía queriendo reprimir el dolor. Parecía

enfermo.

-Qué, ¿te vas a proa? -preguntó Wolf Larsen.

-Sí, señor -respondió acobardado.

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-¿Y tú? -me interrogó a mí.

-Le daré a usted mil... -empecé, pero fui interrumpido.

-¡Guarda eso! ¿Estás dispuesto a cumplir tus deberes de grumete, o habré de

enseñarte por mi mano? ¿Qué iba a hacer? Ser brutalmente apaleado, muerto

quizás, de nada serviría en mi caso. Miré con fijeza en aquellos ojos grises, crueles.

Toda la luz y el calor del alma humana que contenían debían estar petrificados. En

los ojos de algunos hombres se ve la agitación de su alma; pero los suyos eran fríos

y grises como el mismo mar.

-¿Qué hay?

-Sí -dije.

-Di: sí, señor.

-Sí, señor -enmendé.

-¿Cómo te llamas?

-Van Weyden, señor.

-¿El primer nombre?

-Humphrey, señor. Humphrey van Weyden.

-¿Edad?

-Treinta y cinco años, señor.

-Bien va. Vete al cocinero y aprende tus obligaciones.

Y así fue cómo pasé a un estado de servidumbre involuntaria con Wolf Larsen. El

era más fuerte que yo, y esto era todo. Pero entonces me parecía muy irreal; y ahora,

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cuando miro hacia atrás, no me parece más real que entonces. Para mí será siempre

una cosa monstruosa, inconcebible, una horrible pesadilla.

-Alto, no te vayas ahora.

Me detuve obedientemente en mi camino hacia la cocina.

-Johansen, llama a los hombres ahora que lo hemos resuelto todo; celebraremos el

entierro y libraremos la cubierta de trastos inútiles.

Mientras Johansen bajaba a avisar a los del cuarto, dos marineros, bajo la dirección

del capitán, colocaban el cadáver envuelto en lona sobre una tapa de escotilla.

A cada lado de la cubierta, contra la barranquilla y con las quillas hacia arriba, había

atados un buen número de pequeños botes. Varios hombres levantaron la tapa de

escotilla con su fúnebre carga, la transportaron a sotavento y la colocaron encima de

los botes con los pies afuera. Atado a los mismos iba el saco de carbón que el

cocinero había llenado.

Yo había imaginado siempre que un sepelio en el mar era una ceremonia muy

solemne que inspiraba respeto, pero en éste, al menos, me llevé una gran desilusión.

Uno de los cazadores, pequeño y de ojos negros, a quien sus compañeros llamaban

Smoke contaba historias abundantemente salpicadas de juramentos y obscenidades,

y a cada minuto, poco más o menos, el grupo de cazadores soltaba la carcajada, que

me parecía un coro de lobos o de espíritus infernales. Los marineros se reunieron a

popa ruidosamente, y algunos que subían del cuarto se frotaban los ojos cargados de

sueño y hablaban entre ellos en voz baja. En sus semblantes había una expresión

siniestra de enojo. Era evidente que no les gustaba la perspectiva de un viaje bajo las

órdenes de tal capitán y comenzando bajo tan malos auspicios. De vez en cuando

dirigían a Wolf Larsen miradas furtivas y pude comprender que recelaban de aquel

hombre.

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Este avanzó hacia la tapa de la escotilla, y todas las cabezas se descubrieron. Los

observé con la mirada: veinte hombres entre todos; veintidós, incluyendo al hombre

del timón y a mí. Mi inspección curiosa podía perdonárseme, pues parecía ser mi

destino convivir con ellos en aquella miniatura de mundo flotante, Dios sabría

cuántas semanas o meses. Los marineros, en su mayoría, eran ingleses o

escandinavos, y sus caras eran las de unos hombres torpes y estólidos. En cambio,

los rostros de los cazadores, de líneas duras y con las huellas de todas las pasiones,

revelaban más energía y variedad. Aunque parezca extraño, noté en seguida que las

facciones de Wolf Larsen no representaban tanta perversidad. No descubría nada

maligno en ellas. Es verdad que había líneas, pero sólo indicaban decisión y firmeza;

antes bien, era un semblante franco y abierto, cualidades que acentuaba el hecho de

estar completamente rasurado. Apenas podía creer, hasta que ocurrió el incidente

referido, que aquel rostro fuese el de un hombre que pudiera comportarse como lo

había hecho con el grumete.

En aquel momento, cuando abrió la boca para hablar, las ráfagas de viento

empezaron a golpear la goleta e hiciéronla hundir de costado. El viento entonaba un

canto feroz a través de los aparejos; algunos cazadores miraron a lo alto con

inquietud; la borda de sotavento, donde yacía el cadáver, estaba bajo el agua, y

cuando la goleta se enderezó, las olas barrieron la cubierta, mojándonos más arriba

de nuestros zapatos. Nos cayó encima un aguacero y las gotas nos herían como si

fueran granizo. Cuando pasó, Wolf Larsen empezó a hablar, y los hombres, con la

cabeza desnuda, se balanceaban al unísono con el vaivén del barco.

-No recuerdo sino una parte del servicio -dijo-, que es: "Y el cuerpo se arrojará al

mar". Así, pues, ya podéis arrojarlo.

Cesó de hablar; los hombres que sostenían la tapa de la escotilla parecían perplejos,

extraviados, sin duda, de la brevedad de la ceremonia. Se lanzó sobre ellos furioso.

-¡Levantad este extremo, malditos! ¿Qué demonios os pasa?

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Levantaron la tapa de la escotilla con una precipitación sensible, y como un perro

lanzado por la borda, se hundió el muerto en el mar empezando por los pies.

El saco de carbón le arrastró hacia el fondo y desapareció.

-Johansen -dijo Wolf Larsen brevemente al otro segundo-, que permanezcan todos

sobre cubierta ahora que han subido; recoged las gavias y los foques y aseguradlos

bien. Se nos viene encima un Sudeste; también convendrá que se rice el foque y la

vela mayor mientras permanecéis por aquí.

Un instante después había gran agitación en la cubierta. Johansen rugiendo órdenes

y los hombres apretando, arriando cuerdas de diversas clases, siendo todo aquello

confusión para un hombre de tierra como yo. Pero lo que me sorprendió

particularmente fue la falta de sentimientos. El muerto era un episodio que ya había

pasado, un incidente que se había hundido envuelto en una lona y con un saco de

carbón, mientras el barco seguía su rumbo y continuaba su trabajo. Nadie estaba

afectado. Los cazadores volvían a reír con una historia nueva de Smoke; los hombres

tiraban y halaban, y dos de ellos trepaban a lo alto; Wolf Larsen observaba el cielo

nuboso a barlovento, y el hombre muerto, sepultado con sordidez, hundiéndose,

hundiéndose...

Entonces fue cuando la crueldad del mar, su Inflexibilidad y su respeto se

apoderaron de mí. La vida había perdido el valor y la seriedad y se había convertido

en una cosa bestial y sin nombre; era el barco sin alma puesto en movimiento.

Permanecí en la barandilla de sotavento, junto a los obenques, y mirando por encima

de las tristes olas cubiertas de espuma los bancos de niebla poco elevados que

impedían ver San Francisco y la costa de California. Caían algunos chaparrones que

casi me ocultaban la niebla, y esta extraña embarcación, con sus hombres terribles,

impelida por el viento y el mar y saltando acompasadamente, se dirigía hacia el

Sudoeste, internándose en la gran extensión desierta del Pacífico.

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CAPITULO IV

Todo lo que me sucedió después en la goleta Ghost, al tratar de adaptarme al nuevo

ambiente, no puede sino formar parte del capítulo de dolores y humillaciones. El

cocinero, a quien la tripulación llamaba el Doctor, Tommy, los cazadores y

Cocinero, Wolf Larsen, se había trocado en otra persona. La diferencia sufrida en

mi estado trajo una diferencia correspondiente en su trato conmigo. Todo lo que

antes tuvo de servil y adulador, tenía ahora de dominante y belicoso. En realidad, yo

no era ya el caballero distinguido, con una piel tan fina como la de una dama, sino

un grumete vulgar y sin importancia.

Insistía absurdamente en que le llamase míster Mugridge, y su conducta y su talante

cuando me enseñaba mis deberes eran insufribles. Además de mi trabajo en la

cabina, que se componía de cuatro camarotes, suponía que debía ser su ayudante en

la cocina, y mi colosal ignorancia respecto a cosas como el mondar patatas y fregar

cacharros grasientos era para él un manantial inagotable de admiraciones sarcásticas.

Se negaba a tomar en consideración lo que yo era, o mejor dicho, cuáles habían sido

mi vida y mis costumbres. Esta era en parte la actitud que había adoptado para

conmigo, y confieso que antes de terminarse el día le odiaba con una intensidad tal,

como nunca había odiado a nadie hasta entonces.

El primer día resultó más difícil para mí por el hecho de que el Ghost, con todos los

rizos (términos como éste no los aprendí hasta más adelante), capeaba lo que míster

Mugridge llamaba un "Sudeste aullador". A las cinco y media, y bajo su dirección,

puse la mesa en la cabina, con las bandejas para el mal tiempo, y después transporté

desde la cocina el té y la carne asada. Con esta oportunidad no puedo evitar el relatar

mi primera experiencia en un mar revuelto.

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-Anda con cuidado o irás de narices -ordenó míster Mugridge cuando salí de la

cocina con una gran tetera en una mano y en el hueco del otro brazo varios panes

tiernos.

En aquel momento, uno de los cazadores, un mucho alto y espigado, llamado

Henderson, se dirigía a popa, yendo desde la bodega (nombre con que jocosamente

designan los cazadores la parte central del barco donde duermen) a la cabina. Wolf

Larsen estaba en la toldilla fumando el sempiterno cigarro.

-¡Ahí viene! ¡Agárrate bien! -gritó el cocinero.

Me detuve, porque no sabía qué era lo que venía, y vi la puerta de la cocina cerrarse

con estrépito. Después vi a Henderson saltar como un loco hacía el aparejo mayor

subiendo por la parte interior, hasta que estuvo unos cuantos pies más alto que mi

cabeza. Vi también una ola enorme retorcida y cubierta de espuma suspendida por

encima de la barandilla. Me hallaba directamente bajo ella. Todo era tan nuevo y

extraño que mirando no lo advertía con rapidez. Comprendí que me encontraba en

peligro, y eso fue todo. Estaba sin movimiento, atemorizado. Entonces, Wolf Larsen

gritó desde la toldilla:

-¡Agárrate, tú! ¡Tú, Hump!

Pero fue demasiado tarde. Di un salto en dirección del aparejo, al que hubiera-

podido asirme, más viene sorprendido por el muro de agua al caer. Lo que sucedió

después me parece muy confuso; estaba debajo del agua sofocado y ahogándome.

Me sentí elevado del suelo dando vueltas y revueltas y por fin arrastrado no sé dónde.

Varias veces choqué con objetos duros, y una de tantas recibí un golpe terrible en la

rodilla derecha. Después cesó de pronto la inundación y volví a respirar el aire puro.

Había sido barrido desde barlovento a los imbornales contra la cocina y alrededor

de la escalera de la bodega. La rodilla herida me producía un dolor atroz; no podía

apoyarme sobre ella, o cuando menos eso pensaba yo, y creía seguro haberme roto

la pierna. Pero el cocinero estaba detrás de mí, gritando desde la puerta de la cocina

que daba a sotavento.

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-¡Eb, tú! ¡No te entretengas toda la noche! ¿Dónde está la tetera? ¿Se ha caído al

mar? ¡Ojalá te hubieses roto el cuello!

Hice lo posible por ponerme de pie. Todavía conservaba en la mano la enorme tetera.

Llegué cojeando hasta la cocina y se la di. Pero estaba completamente indignado, no

sé si con indignación real o fingida.

-Te aseguro que eres una calamidad. Me gustaría saber para qué sirves. ¿Para qué

sirves? No sabes llevar un poco de té sin verterlo. Ahora tendré que hervir más...

¿Pero por qué resoplas? -estalló otra vez, con nueva rabia-. ¿Porque te has hecho

daño en la piernecita, pobre nene, encanto de su mamá?

Yo no resoplaba, aunque es posible que mi rostro expresara con algún gesto mi dolor.

Pero hice un llamamiento a toda mi resolución, apreté los dientes, y sin más

contratiempos anduve renqueando de la cocina a la cabina y de la cabina a la cocina,

una y otra vez. Dos cosas había ganado con mi accidente: una desolladura en la

rodilla, que me fastidió varios meses, y el nombre de Hump con que me había

llamado Wolf Larsen desde la toldilla. Ya no se me conoció en todo el barco por

otro nombre, hasta llegar esta palabra a formar parte de mis procesos imaginativos,

de tal suerte, que llegué a pensar que yo era realmente Hump y que toda la vida no

había sido otra cosa.

No era empresa fácil servir a la mesa de la cabina, donde se sentaban Wolf Larsen,

Johansen y los seis cazadores. Por de pronto, la cabina era pequeña y los cabeceos y

movimientos de la goleta dificultaban más aún dar la vuelta a su alrededor, como me

veía obligado a hacer.

Pero lo que más me molestaba era la total ausencia de simpatía en los hombres a los

cuales servía. A través de la ropa sentía hincharse la rodilla y estaba enfermo y

extenuado del daño que me producía. En el espejo me veía el semblante pálido y

cadavérico descompuesto por el dolor. Todos los hombres debieron ver mi estado,

pero ninguno me hablé o se dio cuenta de mi presencia, tanto que casi le quedé

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agradecido a Wolf Larsen cuando más tarde, hallándome fregando los platos, me

dijo:

-No te preocupes por tan poca cosa. Con el tiempo te acostumbrarás. Cojearás un

poco, pero eso no será obstáculo para que aprendas a andar. Eso es lo que vosotros

llamáis una paradoja, ¿verdad? -añadid.

Pareció complacido cuando incliné la cabeza con el acostumbrado "Sí, señor".

-Supongo que conoces algo de literatura, ¿eh? Bien. Charlaremos algún rato.

Y después, sin hacerme más caso, se volvió y subió a cubierta.

Aquella noche, después de acabar con una cantidad abrumadora de trabajo, me

enviaron a dormir en la bodega, donde me instalé en un camarote de reserva. Estaba

contento de verme libre de la presencia detestable del cocinero y de poder acostarme.

Me sorprendí al ver que las ropas se me habían secado encima, sin que notase

síntomas de un resfriado a pesar del último remojón y de la inmersión prolongada a

consecuencia del desastre del Martínez. En circunstancias ordinarias, después de

todo lo que había sufrido, hubiera tenido que guardar cama y entregarme a los

cuidados de una experta enfermera.

La rodilla me molestaba horriblemente. A mi entender, la rótula se había puesto de

canto en el centro de la tumefacción. Mientras estaba sentado en la litera,

examinándola, los seis cazadores se hallaban todos en la bodega, fumando y

hablando en voz alta. Henderson me dirigid casualmente una mirada.

-Tiene mal aspecto -comentó-. Atale un trapo alrededor y no será nada.

Eso fue todo. En tierra, hubiese estado en la cama tendido de espaldas, asistido por

un cirujano, con la orden expresa de observar un reposo absoluto. He de ser, sin

embargo, justo con aquellos hombres. Tan insensibles como se mostraban a mis

sufrimientos, lo eran igualmente para los suyos cuando les ocurría algo, y esto, creo

yo, era debido primero a la costumbre y después a que su temperamento era menos

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sensitivo. Me figuro que realmente un hombre de constitución delicada y

sensibilidad exquisita sufriría dos o tres veces más que aquellos con el mismo daño.

A pesar de estar tan cansado, agotado más bien, el dolor de mi rodilla me impedía

dormir. Era todo lo que podía hacer para no quejarme a voces. En casa hubiese, sin

duda alguna, desahogado mi angustia, pero este ambiente nuevo y primitivo, parecía

exigir una represión feroz. Como los salvajes, estos hombres eran también estoicos

para las cosas grandes, e infantiles para las pequeñas. Recuerdo haber visto después,

durante el viaje, a Kerfoot, otro de los cazadores, con un dedo aplastado, hecho una

papilla, y a pesar de eso ni siquiera murmuré o cambié la expresión de su semblante;

sin embargo, he visto al mismo hombre arrebatarse exageradamente por una

insignificancia.

Eso es lo que hacía ahora: vociferaba, rugía, agitaba los brazos y juraba como un

demonio, todo por un desacuerdo con otro cazador respecto si un cachorro de foca

sabía nadar instintivamente; él sostenía que sí que podía nadar desde el instante en

que nacía; el otro cazador, Latimer, un sujeto de tipo yanqui, flaco, de ojos pequeños

y astutos, sostenía lo contrario: que el cachorro nacía en tierra por la sencilla razón

de que no podía nadar viéndose por lo mismo la madre obligada a enseñarle, como

los pájaros enseñan a sus pequeñuelos a volar.

La mayor parte del tiempo, los cuatro cazadores restantes, apoyados o tumbados en

sus literas, dejaban que discutiesen los dos rivales; pero estaban sumamente in-

teresados, pues alguna que otra vez tomaban parte a favor de uno de ellos y a veces

hablaban todos a la vez, hasta que sus voces sonaban como truenos. Con todo y ser

tan pueril e insignificante el tópico, el carácter de sus razonamientos era todavía más

pueril e insignificante. En realidad, había muy poco razonamiento o absolutamente

ninguno; su método era de afirmación, suposición y amenazas. Ellos probaban que

el cachorro de foca podía o no nadar al nacer, estableciendo muy belicosamente la

proposición y haciéndola seguir de un ataque a la opinión del contrario, a su sentido

común, nacionalidad o pasado histórico. La réplica era muy semejante.

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He relatado esto para demostrar el calibre mental de los hombres con quienes estaba

en contacto. Intelectualmente, eran niños encerrados en el interior físico de hombres.

Y fumaban, fumaban incesantemente un tabaco ordinario, barato y maloliente. La

atmósfera estaba espesa y caliginosa con aquel humo, y esto, combinado con el

movimiento violento del barco luchando con el temporal, me hubiese mareado

seguramente, de haber tenido propensión a ello. Con todo, sentía náuseas, aunque

bien pudieran ser debidas al dolor de mi pierna y a mi agotamiento.

Mientras estaba allí acostado, reflexionando, púseme a pensar en mí y en la situación

en que me encontraba. Era una cosa singular, nunca soñada, que yo, Humphrey van

Weyden, sabio y diletante, con permiso de ustedes en objetos de arte y literatura,

estuviese allí, a bordo de una goleta de caza del mar de Bering. ¡Grumete! Yo, que

en toda mi vida había ejecutado un trabajo manual difícil, y mucho menos trabajos

de marmitón, que había gozado una existencia plácida, regular, sedentaria,

existencia de artista y de recluso con una renta cómoda y segura. Nunca me habían

seducido la vida agitada y los deportes atléticos; siempre había sido una rata de

biblioteca, como me llamaban mis hermanos y mi padre durante mi infancia. Sólo

una vez había ido de excursión, y entonces abandoné a mis compañeros casi al

principio de la expedición y me restituí a las comodidades y conveniencias de la vida

bajo techado. Y ahora estaba allí, teniendo como perspectiva espantosa y sin fin el

poner la mesa, mondar patatas y fregar platos. Yo no era robusto; los médicos habían

dicho siempre que tenía una buena constitución, pero que debía haberla desarrollado

mediante el ejercicio. Mis músculos eran pequeños como los de una mujer, al menos

así lo aseguraban los galenos en el transcurso de sus tentativas para persuadirme de

que debía aficionarme a los ejercicios de cultura física.

Pero yo había preferido hacer trabajar la cabeza y no el cuerpo y ahora no estaba en

condiciones para afrontar la vida que tenía delante.

Estos son someramente algunos de los pensamientos que cruzaron por mi mente, y

los he relatado para justificar por anticipado mi debilidad e inutilidad en el papel que

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estaba representando. Pensé también en mi madre y en mis hermanas, y me imaginé

su pena. Yo figuraría en la lista de los muertos a consecuencia del desastre del

Martínez; vendría a ser para ellas un cuerpo no recobrado. Leía los títulos de los

periódicos, veía a mis compañeros del Club, de la Universidad y del Bibelot cómo

movían la cabeza diciendo: "¡Pobre muchacho!", y veía finalmente a Charley

Furuseth, cuando me despedía aquella mañana envuelto en una bata, tumbado en el

diván de la ventana y recitando epigramas sombríos y pesimistas.

Y a todo esto el Ghost se balanceaba, se zambullía, trepaba por las montañas

movedizas y caía dando tumbos en los valles de espuma, internándose trabajosa-

mente en el corazón del Pacífico, y yo me hallaba a bordo. Oía el viento encima de

mí; llegaba hasta mi oído como un trueno velado; de vez en cuando alguien andaba

por la cubierta. Una serie infinita de crujidos me rodeaba por todas partes, los

maderos y las junturas se quejaban, gritaban y se lamentaban en mil tonos distintos.

Los cazadores continuaban arguyendo y vociferando como una raza semihumana,

anfibia. La atmósfera estaba llena de juramentos y expresiones soeces; veía sus caras

rojas y coléricas, la brutalidad descompuesta y acentuada por la luz enfermiza o

amarillenta de las lámparas que se balanceaban con los movimientos del barco. A

través de la niebla del humo, los camarotes parecían los departamentos de los

animales de una casa de fieras; de las paredes pendían impermeables y botas de agua,

y aquí y allá, asegurados en los soportes, había rifles y escopetas. Era una decoración

propia de filibusteros y piratas de épocas pretéritas. Mi imaginación corría

alborotada, y seguía sin poder dormir. Fue una noche abrumadora, horrible e intermi-

nable.

CAPITULO V

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Debo advertir que mi primera noche en el dormitorio de los cazadores fue también

la última. Al día siguiente, Johansen, el piloto, fue despedido de la cabina por Wolf

Larsen, con la orden de dormir en adelante en la bodega en tanto que yo tomé

posesión del pequeño departamento de la cabina que ya durante el primer día de

viaje había tenido dos amos. La razón de este cambio llegó rápidamente a

conocimiento de los caza dores y dio origen a muchas quejas. Al parecer, Johansen

revivía en sueños los acontecimientos del día. Wolf Larsen había encontrado

excesivo aquel incesante hablar, gritar y rugir órdenes, y en consecuencia había

endosado la molestia a sus cazadores.

Tras una noche sin sueño, me levanté débil y dolorido, para renquear otro día por el

Ghost. Thomas Mugridge me arrancó de la cama a las cinco y media, de forma muy

parecida a la que Bill Sykes debía hacer levantar a su perro, pero la brutalidad que

míster Mugridge usara conmigo le fue devuelta en calidad y con creces. El ruido

innecesario que hizo (pues yo había estado toda la noche con los ojos abiertos) debió

despertar a uno de los cazadores, porque un pesado zapato cruzó zumbando en la

semioscuridad, y míster Mugridge, con un agudo alarido de dolor, pidió perdón a

todos humildemente. Más tarde, en la cocina noté que tenía una oreja contusa e

hinchada, que por cierto ya no recobró jamás la forma natural, y los marineros lla-

máronla "oreja de coliflor".

El día transcurrió sin que ocurriera nada digno de mención. La noche anterior había

recogido yo mis ropas secas de la cocina y lo primero que hice fue cambiarlas por

las del cocinero. Busqué mí monedero, que la víspera, recuerdo contenía ciento

ochenta y cinco dólares entre oro y papel y algo de calderilla, y debo hacer constar

que para estas cosas tengo muy buena memoria. El monedero lo encontré, pero lo de

dentro, con excepción de la calderilla, había sido sustraído. Hablé de ello al cocinero

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cuando subí a cubierta para comenzar mi trabajo en la cocina, y aunque ya suponía

la respuesta que había de darme, no esperaba la arenga belicosa que me dirigió.

-Mira, Hump -empezó, con un destello maligno en la mirada y gruñendo-, ¿tienes

ganas de que te aporree la nariz? Si creías que yo era un ladrón, haberte guardado tú

mismo el dinero. ¡No andas poco equivocado! ¡Y no es gratitud la que demuestras!

Llegas aquí como una piltrafa, te admito en la cocina y te trato bien, ¿y así es como

me lo pagas? La próxima vez ya podrás ir al infierno y te aseguro que te daré algo

para el viajo.

Mientras así hablaba, vino hacia mí con el puño en alto. Me avergüenza decir que

rehuí el golpe y salí corriendo por la puerta de la cocina. ¿Qué otra casa podía hacer?

En este barco de brutos sólo vencía la fuerza. Lo persuasión moral era una cosa

desconocida. Figúrenselo ustedes: un hombre de estatura regular, delgado, de

musculatura débil y falto de desarrollo, que había disfrutado una vida plácida y

pacífica, y sin estar acostumbrado a ninguna clase de violencias, ¿qué podía hacer

un hombre así? No había más razón para hacer frente a estas bestias humanas que

pudiese haberla para hacer frente a un toro enfurecido.

Eso pensaba yo entonces, sintiendo la necesidad de Justificarme y de estar en paz

con mi conciencia. Esta justificación, sin embargo, no lograba satisfacerme; ni aún

hoy consiente mi virilidad que, el pensar en aquellos acontecimientos, me encuentre

completamente disculpado. La situación excedía en realidad a las fórmulas

racionales de conducta y pedía algo más que las frías conclusiones de la razón. Visto

con la luz de la lógica formal, no hay nada de que tengamos que avergonzarnos, y,

no obstante, al recordarlo la vergüenza se levanta en mi interior y con el orgullo de

mi virilidad siento que ésta ha sido mancillada por todos los medios imaginables.

Mas volvamos a mi narración. La rapidez con que salí de la cocina me produjo un

dolor horrible en la rodilla y caí sin fuerzas a la entrada de la toldilla; el cocinero no

me había seguido.

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-¡Mirad cómo corre! -oíle gritar-. Y eso que tiene inutilizada una pierna. Ven a la

cocina pobrecito mío. No te pegaré, ven.

Volví y continué mi trabajo, terminando aquí el episodio por el momento, aunque

más adelante debían tener lugar otros sucesos. Puse la mesa para el desayuno en la

cabina, y a las siete serví a los cazadores y oficiales. El temporal había amainado

evidentemente durante la noche, pero el mar seguía bastante recio y el viento soplaba

aún con fuerza. De madrugada se había soltado más lona, de suerte que el Ghost

corría con todas las velas, excepto las dos gavias y el foque pequeño. Según deduje

de la conversación, estas tres velas se izarían inmediatamente después del desayuno;

supe también que Wolf Larsen tenía gran interés en aprovechar el temporal, que le

empujaba hacia el Sudoeste en aquella parte del océano, donde esperaba encontrarse

con el contraalisio del Nordeste. Cuando él confiaba recorrer la mayor parte de la

travesía al Japón fue antes de iniciarse este viento. Pensaba torcer al Sur, en dirección

de los trópicos, y al aproximarse a las costas de Asia volver de nuevo hacia el Norte.

Después del desayuno soporté otra experiencia nada envidiable. Cuando terminé de

lavar los platos, limpié la estufa de la cabina y llevé la ceniza a cubierta para tirarla.

Wolf Larsen y Henderson estaban junto al timón, enfrascados en una conversación

profunda. El marinero Johnson gobernaba. Mientras me dirigía a barlovento le vi

hacer un gesto rápido con la cabeza, que tomé equivocadamente por un saludo

matinal al reconocerme. En realidad, trataba de advertirme que echara las cenizas

por el lado de sotavento. Sin darme cuenta de mi desatino, pasé al lado de Wolf

Larsen y del cazador y las lancé por barlovento. El viento las rechazó, no sólo encima

de mi, sino también encima de Henderson y Wolf Larsen. Un instante después este

último me daba un violento puntapié lo mismo que a un perro. Nunca hubiese creído

que un puntapié doliera tanto. Me alejé de allí titubeando y me apoyé medio

desvanecido contra la cabina. Todo empezó a flotar ante mis ojos y me mareé. Sentí

náuseas y como pude me arrastré hacia el costado del barco. Pero Wolf Larsen ya

no se preocupó de mí; se sacudió la ceniza de la ropa y reanudó su conversación con

Henderson. Johansen, que desde la toldilla lo había presenciado todo, mandó dos

marineros a popa para limpiar la suciedad.

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Muy entrada ya la mañana, recibí otra sorpresa de especie totalmente distinta.

Siguiendo las instrucciones recibidas, había entrado en el camarote de Wolf Larsen

para ponerlo en orden y hacer la cama. Junto a la cabecera de la misma, adosado a

la pared, había un estante lleno de libros. Eché una ojeada, y no sin asombro leí

nombres tales como Tyndall, Proctor y Darwin. Allí tenían su representación la

astronomía y la física: La edad de la fábula, de Bullfinch; la Historia de la literatura

inglesa y americana, de Shaw; la Historia natural, de Johnson, en dos grandes

volúmenes. Había, además, una porción de gramáticas, como las de Metcalf, Reed

y Kellog; sonreí al ver un ejemplar de El inglés del Deán.

No podía relacionar aquellos libros con el hombre a quien pertenecían a juzgar por

lo que de él había visto, y me maravilló la posibilidad de que pudiera leerlos. Pero

cuando fui a hacer la cama encontré entre las mantas un Browning completo de la

edición de Cambridge que, al parecer, se le debió escurrir al quedarse dormido.

Estaba abierto por "En un balcón", y advertí aquí y allá pasajes subrayados con lápiz.

Después, con una sacudida del barco, se me cayó el libro y salió una hoja de papel

llena de diagramas y cálculos. Estaba patente que aquel hombre terrible no era un

ignorante, como hubiera podido suponerse dadas sus manifestaciones de brutalidad.

De pronto se convertía en un enigma. Cada una de las dos partes de su naturaleza

era perfectamente comprensible, pero las dos juntas desorientaban. Yo ya había

notado que su lenguaje era correcto, aunque desfigurado a veces por algún ligero

descuido. Naturalmente, al hablar con los marineros y cazadores lo plagaba con

frecuencia de faltas, lo cual se debía al mismo idioma vernacular; en las pocas frases

que había cruzado conmigo se había expresado con claridad y corrección.

La visión que acababa de tener de ese otro aspecto suyo debió animarme, porque

resolví hablarle acerca del dinero que había perdido.

-Me han robado -le dije un poco más tarde, cuando le encontré paseando solo por la

popa.

-Señor -corrigió, no con dureza, pero sí con seriedad.

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-Me han robado, señor -enmendé.

-¿Cómo ha sido? -preguntó.

Entonces le enteré de las circunstancias del incidente, cómo me había despojado de

la ropa para que se secara en la cocina y cómo después el cocinero casi me pegó al

mencionarle el asunto.

-Raterías -concluyó-, raterías del cocinero. ¿Y no crees que tu vida vale este precio?

Además, considéralo como una lección; así aprenderás a tener cuidado de tu dinero.

Supongo que hasta ahora lo habrá hecho por ti tu abogado o tu agente de negocios.

Sentí todo el desdén de sus palabras, pero pregunté

-¿Cómo puedo recuperarlo?

-Eso es cosa tuya; ahora no tienes abogado ni agente de negocios, así que habrás de

contar contigo nada más. Cuando tengas un dólar, guárdalo bien; un hombre que se

deja el dinero en cualquier parte, como tú haces, merece perderlo. Además, has

pecado; no tienes derecho a poner la tentación en el camino de tus semejantes,

tentaste al cocinero y él cayó. Has puesto, pues, en peligro su alma inmortal. Y a

propósito: ¿crees en la inmortalidad del alma?

Los párpados se levantaron perezosamente al hacer la pregunta, y pareció que

aquellos abismos se descubrían para mí, para que yo mirara dentro de su alma; pero

no fue sino una ilusión. Aunque se crea lo contrario, nadie ha podido penetrar nunca

en el alma de Wolf Larsen ni mucho menos ha logrado verla; de esto estoy

convencido. Era un alma solitaria, según pude comprender, que jamás se

desenmascaraba, aunque en ciertos momentos, muy raros, lo aparentase.

Leo la inmortalidad en sus ojos -respondí, suprimiendo el «señor» y haciendo una

prueba que la intimidad de la conversación, según pensé, me autorizaba.

El no se dio por enterado.

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Esto quiere decir -repuso- que ves algo que vive, pero que necesariamente no podría

vivir siempre.

-Leo más que esto -continué, audazmente.

-Entonces tú lees la conciencia, la conciencia de la vida que vive, pero nada más, no

una vida infinita.

¡Con qué claridad discurría y qué bien expresaba sus pensamientos! Después de

mirarme con curiosidad, volvió la cabeza hacia barlovento y fijó la vista en el mar

color de plomo. Sus ojos se oscurecieron y las líneas de su boca se hicieron más

severas y más duras. Evidentemente, estaba de mal humor.

-Entonces, ¿en qué para esto? -preguntó de pronto, volviéndose hacia mí-. Si soy

inmortal... ¿por qué? Yo vacilaba. ¿Cómo explicar mi idealismo a este hombre?

¿Cómo expresar con palabras algo sentido, algo parecido a los sonidos que se oyen

en sueños, algo que convence aun prescindiendo de las excelencias del lenguaje?

-¿Qué es lo que cree usted, entonces? -dije, llevándole la contraria.

-Creo que la vida es como una espuma, un fermento -respondió prontamente-; una

cosa que tiene movimiento y que puede moverse durante un minuto, una hora, un

año o cien años, pero que al fin cesará de moverse. El grande se come al pequeño,

para poder continuar moviéndose; el fuerte al débil, para conservar la fuerza. El

afortunado se come la mayor parte, y se mueve más tiempo, eso es todo. ¿Qué te

parecen estas cosas?

Dirigió el brazo con un gesto de impaciencia hacia unos cuantos marineros que

maniobraban con unas cuerdas en el centro del barco.

-Esos se mueven para que se mueva la materia, se mueven para comer y para poder

seguir moviéndose, ahí lo tienes todo. Viven para el estómago, y el estómago existe

para ellos. Es un círculo que no tiene salida. Ellos tampoco. Se detienen al fin, ya no

se mueven, están muertos.

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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-Pero sueñan -interrumpí yo-, tienen sueños radiantes, luminosos...

-De comida -concluyó sentenciosamente.

-Y de otras cosas...

-¡Comer! Sueñan en tener más apetito y más suerte para satisfacerlo -su voz sonaba

dura, monótona-. Porque, fíjate, ellos sueñan en hacer viajes productivos que les

reporten más dinero, en llegar a ser segundos en los barcos, en encontrar fortunas...

en una palabra, en mejorar de posición para comerse a sus semejantes, en tener buena

comida todas las noches y que otros carguen con el trabajo despreciable. Tú y yo

somos exactamente como ellos. No hay ninguna diferencia entre ellos y nosotros,

como no sea aquella que estriba en tener más comida y mejor. Yo les como a ellos

ahora y a ti también; pero en otros tiempos tú has comido más que yo, tú has dormido

en lechos mullidos, has vestido ropas buenas y comido buenos alimentos. ¿Quién

hizo aquellas camas y aquellas ropas y aquellas comidas? Tú no, tú nunca hiciste

nada con tu propio sudor. Tú vives de la fortuna que ganó tu padre; tú eres como la

conocida palmípeda que se deja caer sobre las bubias para robarles el pez que han

cogido; tú formas parte de una multitud de hombres que han hecho lo que ellos

llaman un Gobierno, y que dominan a los demás hombres, que se comen los

alimentos que otros hombres han obtenido y que les hubiera gustado comerse ellos.

Tú llevas las ropas que calientan; ellos las hicieron, pero van tiritando en sus

andrajos y te piden a ti, a tu abogado o al agente de negocios que te administra el

dinero, que se las compres.

-Eso no tiene nada que ver con la cuestión -exclamé.

-Ya lo creo -ahora hablaba rápidamente y sus ojos relampagueaban-. Esto es un

egoísmo y esto es la vida. ¿De qué sirve o qué sentido tiene la inmoralidad del

egoísmo? ¿Qué objeto tiene? ¿Qué dices a todo? Tú no has hecho la comida; sin

embargo, lo que tú has comido o desperdiciado hubiese salvado la vida de una

veintena de infelices que hicieron la comida, pero no la comieron. Considérate a ti

mismo a mí. ¿Qué valor tiene tu ponderada inmortalidad, cuando tu vida discurre

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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mezclada con la mía? Tú quisieras volverte a tierra, que es sitio más favorable para

tu clase de egoísmo; yo, en cambio, tengo el capricho de tenerte a bordo de este

barco, donde puedo abusar de ti; te doblaré o te romperé, podrás morir hoy, esta

semana o el mes que viene y aún podría matarte ahora mismo de un puñetazo, porque

eres un miserable alfeñique. Ahora bien; si somos inmortales, ¿qué razón hay para

ello? El abusar como tú y yo hemos hecho toda la vida no parece que sea

precisamente lo que deben hacer los mortales. De nuevo te pregunto: ¿qué dices a

todo esto? ¿Por qué te he retenido aquí?

-Porque usted es más fuerte -conseguí articular.

-Pero, ¿por qué soy más fuerte? -continuó, con sus interminables preguntas-. Porque

soy una porción mayor del fermento que tú. ¿Lo ves?

-Esto es para desesperarse -protesté.

-Estoy de acuerdo contigo -continuó-. Entonces ¿por qué nos movemos si el

movimiento es vida? Sin moverse y ser una parte del fermento no habría deses-

peración. Pero, (y en esto está el toque) queremos vivir y movernos aunque no

tengamos razón para ello, porque sucede que la naturaleza de la vida es vivir y mo-

verse, querer vivir más. Si no fuera por eso, la vida moriría. A causa de esta vida que

hay en ti, es por lo que sueñas en tu inmortalidad; la vida que hay en ti vive y quiere

seguir viviendo eternamente. ¡Una eternidad de egoísmo!

De pronto se volvió y se dirigió a popa; se detuvo junto a la toldilla y me llamó.

-Veamos: ¿cuánto te ha sustraído el cocinero? -preguntó.

-Ciento ochenta y cinco dólares, señor.

Asintió con la cabeza. Un momento después, cuando me disponía a bajar la escalera

para poner la mesa, le oí en el centro del barco cubrir de improperios a unos hombres.

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CAPITULO VI

A la mañana siguiente el temporal había amainado por completo y el Ghost se

balanceaba alegremente en un mar ensalmado, sin un soplo de viento. De vez en

cuando se notaba, sin embargo, alguna brisa ligera y Wolf Larsen paseaba

constantemente por la toldilla, escudriñando el mar por la parte del Nordeste, de

cuya dirección debía soplar el gran contraalisio.

Los hombres estaban todos sobre cubierta, ocupados en preparar los botes para la

época de caza. Había a bordo siete botes, el pequeño del capitán y los seis que habían

de utilizar los cazadores. La tripulación de cada bote la componían tres hombres: un

cazador, un remero y un timonel. A bordo de la goleta, estos remeros y timoneles

era como los tripulantes. Los cazadores se suponía también que formaban parte de

las guardias y estaban siempre a las órdenes de Wolf Larsen.

Todo esto y más había aprendido yo. El Ghost era la goleta más veloz de las flotas

de San Francisco y Victoria. En realidad, había sido antes un yate particular, siendo

por lo mismo construida con vistas a la velocidad. Aunque no entendía nada de estas

cosas, sus líneas y su aspecto lo demostraban claramente. Johnson me hablaba de

ella en una breve conversación que sostuvimos durante la segunda guardia de la

mañana. Hablaba con un entusiasmo y un amor por una buena embarcación

semejantes a los que sienten algunos hombres por los caballos. Estaba muy

disgustado con la guardia y he creído comprender que Wolf Larsen tiene una

reputación muy mala entre los capitanes de los barcos de caza. Fue la atracción del

Ghost la que indujo R Johnson a engancharse para el viaje, pero, al parecer,

empezaba a arrepentirse.

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Según me dijo, el Ghost es una goleta de ochenta toneladas, de un modelo excelente.

Este pequeño mundo flotante que contiene veintidós hombres es un mundo muy

pequeño, una mancha, un átomo, y yo me admiro de que los hombres se atrevan a

cruzar el mar en barco tan pequeño y tan frágil.

Wolf Larsen tiene fama también de ser muy abandonado en el cuidado del velamen.

Sorprendí por casualidad a Henderson y a otro de los cazadores, Standish, un

californiano, hablando de esto. Dos años antes durante un temporal en el mar de

Bering desarboló al Ghost, después de lo cual se le pusieron los mástiles que ahora

lleva, que de todos modos son más fuertes y resistentes.

Todos los hombres de a bordo, excepción hecha de Johansen, que está engreído con

su ascenso, parecen buscar una excusa para justificar el haberse embarcado en el

Ghost. La mitad de los hombres de proa son marinos de alta mar y su excusa es que

no sabían nada acerca del barco ni de su capitán. Otros dicen que los cazadores,

aunque tiradores excelentes, son tan conocidos por su tendencia a disputar y cometer

canalladas, que no pudieron contratarse en ninguna goleta decente.

He hecho amistad con otro tripulante, llamado Louis. Es irlandés, de Nueva Escocia,

rotundo, de rostro jovial muy sociable y aficionado a hablar mientras encuentra

quien le escuche. Por la tarde, cuando el cocinero estaba durmiendo abajo y mondaba

yo patatas, Louis penetró en la cocina para "pegar la hebra". Explica que se halle a

bordo, porque al tiempo de contratarse estaba ebrio. Hace ya doce años que caza

focas cada temporada y es considerado como uno de los mejores timoneles de ambas

flotas.

-Esta es la peor goleta que pudiste haber elegido, a no estar entonces borracho como

yo -dijo siniestramente-. La caza de focas es el paraíso de los cazadores en otros

barcos. Ya ha habido un muerto, pero fíjate bien en lo que digo: antes que termine

el viaje habrá más. Este Wolf Larsen es un verdadero demonio, y el Ghost será un

infierno, como lo ha sido siempre desde que cayó en sus manos. ¿Lo sabré yo? Hace

dos años, en Hakodate, tuvo una riña con cuatro de sus hombres y los mató. Me

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hallaba yo en el Emma, a trescientas yardas de distancia. Y en el mismo año mató a

otro hombre. Sí, señor, sí, le mató. Le aplastó la cabeza como si hubiese sido una

cáscara de huevo. El gobernador de la isla de Kura y el jefe de policía, caballeros

japoneses, vinieron invitados a bordo del Ghost, acompañados de sus esposas, unas

mujercitas pequeñas y lindas como las que pintan en los abanicos. Cuando re-

gresaban a tierra, Wolf Larsen, simulando un accidente dejó a los enamorados

esposos en sus sampans. Y una semana después desembarcó a las pobres mujeres en

el otro lado de la isla, con la perspectiva de una caminata a través de las montañas,

calzadas con las frágiles sandalias de paja que no resistirían más de una milla. ¿Lo

sabré yo? Este Wolf Larsen estaba hecho una bestia, la bestia monstruosa

mencionada en el Apocalipsis, y de él no puede salir nada bueno. Pero como si no

hubiera dicho nada, ¿eh? No he dicho una sola palabra; si se te soltara la lengua, este

sería el último viaje del pobre Louis... ¡Wolf Larsen! -gruñó un momento después-.

Escucha lo que voy a decirte. Un lobo... eso es, un lobo. No es que tenga el corazón

negro como algunos hombres, no, carece de corazón absolutamente. Un lobo, eso

es, un lobo exactamente. ¿No te admira lo bien que le va este nombre?

-Pero ¿cómo, conociéndole, encuentra hombres para navegar?

-¿Y cómo es que se encuentran hombres para todo en la tierra y en el mar? -replicó

Louis-. ¿Cómo había de hallarme yo a bordo, de no haber estado borracho como un

cerdo al estampar mi nombre? Los hay que no pueden navegar en mejor compañía,

como los cazadores, y hay otros que nada saben, como estos pobres diablos de proa.

Pero ya se enterarán, ya se enterarán, y maldecirán el día en que nacieron. Acuérdate

de que no he dicho nada, ¿eh? Ni una palabra... Estos cazadores son unos malvados

-continuó diciendo, porque padecía una abundancia oratoria-; pero espera que

empiecen a mover escándalos. El les parará los pies, él será quien haga sentir el

temor de Dios a estos corazones tan corrompidos. Fíjate en Horner, el cazador que

va conmigo, Jock Horner, tan silencioso, con un hablar tan dulce como el de una

doncella, pues el año pasado mató al timonel de su pote. Declararon el hecho como

un accidente lamentable; pero yo encontré al remero en Yokohema y me lo contó

todo. Y ahí está Smoke, ese diablejo moreno, a quien los rusos tuvieron tres años en

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las minas de sal de Siberia por cazar furtivamente en Copper Island, lugar acotado.

Le encadenaron de pies y manos con su compañero, tuvo con éste una reyerta y lo

mató, arrojando sus restos al fondo de la mina, hoy un brazo, mañana una pierna, al

día siguiente la cabeza, hasta acabar con él.

-¡Pero eso no es posible! -exclamé horrorizado.

-Posible, ¿qué? -replicó rápido como una centella-. ¡Yo no he dicho nada, yo soy

mudo, por vida de tu madre! ¡Jamás he abierto la boca si no es para decir cosas

buenas de éstos y del otro, cuya alma maldiga Dios y se pudra en el purgatorio diez

mil años, para hundirse luego en lo más profundo de los infiernos!

Johnson, el hombre que me frotó hasta arrancarme la piel el primer día que llegué

a bordo, parecía el menos equívoco de todos los hombres del barco. En realidad, no

había nada equívoco en él; impresionaba por su rectitud y energía, que a su vez se

veían moderadas por una modestia fácil de confundir con la timidez. Sin embargo,

no era tímido; antes bien, parecía tener el valor de sus convicciones, la certeza de su

virilidad. Esto fue lo que le hizo protestar de que le llamaran Yonson cuando nos

conocimos. Y sobre esta circunstancia y su personalidad emitió Louis juicios y

profecías.

-Es un buen muchacho ese cabeza cuadrada de Johnson que tenemos a proa -dijo-.

Es mi remero, el mejor marinero del barco. Tan cierto como la chispa vuela hacia

arriba, que llegará a tener disgustos con Wolf Larsen. Eso lo sé yo; lo veo fermentar

y crecer como una tormenta en el cielo. Le he hablado como a un hermano, pero no

hace caso de avisos ni advertencias. Refunfuña cuando las cosas no le parecen bien,

y no faltará algún soplón que vaya a contárselo a Wolf Larsen. Ese lobo es fuerte, y

como los lobos odia la fuerza, y eso es lo que descubrirá en Johnson que no quiere

someterse, ¡Oh, lo veo venir! Y Dios sabe dónde encontraré otro remero. ¿Sabes qué

dice cuando el lobo le llama Yonson? "Pues mí nombre es Johnson, señor", y

después lo deletrea letra por letra. ¡Habrías de haber visto la cara del lobo! Yo creí

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que le dejaba en el sitio. No lo hizo, pero no te quepa duda que acabará mal; le

romperá el corazón a ese cabeza cuadrada, o sé yo muy poco de los hombres de mar.

El cocinero había acabado por ponerse insoportable. Me veía obligado a llamarle

"señor" cada vez que le dirigía la palabra. Una de las razones para ello es que Wolf

Larsen parecía distinguirle. Es un hecho sin precedentes que un capitán intime con

el cocinero; pero así lo hacía Wolf Larsen. Dos o tres veces había introducido la

cabeza en la cocina y le había embromado bondadosamente, y aquella tarde charló

con él en la toldilla más de quince minutos- Cuando terminaron, Mugridge volvió a

la cocina dando muestras de una alegría pegajosa, y al emprender de nuevo el trabajo

tarareaba canciones con un falsete tan discordante, que era un tormento para los

nervios.

-Yo siempre estoy en buenas relaciones con los oficiales -observó en tono

confidencial-. Sé cómo hacerme indispensable. El último capitán que tuve me hacía

bajar siempre a la cabina para charlar un rato y beber una copa como buenos amigos.

"Mugridge -me decía-, Mugridge, has torcido tu vocación." "¿Cómo es eso?", decía

yo. "Tú debiste haber nacido caballero, y así no hubieras tenido que trabajar para

vivir." ¡Así Dios me castigue, Hump, si no decía eso y no me hacía entrar en su

propia cabina, cómoda y agradable, a fumar sus cigarros y beber su ron!

Estas confidencias me volvían loco. Jamás voz alguna me había parecido tan odiosa.

Su tono untuoso e insinuante, su sonrisa pegajosa y su monstruosa vanidad me

atacaban los nervios, hasta tal extremo, que a veces me ponía a temblar. Era

positivamente la persona más repugnante y asquerosa con que he tropezado en mi

vida. Sus guisos eran de una suciedad indescriptible; y cuando preparaba la comida,

me veía obligado a escoger mi parte con gran circunspección, eligiendo del menos

sucio de sus guisotes.

Mis manos, que no estaban acostumbradas al trabajo me fastidiaban mucho. Se me

pusieron morenas y descoloridas, y la piel estaba tan saturada de mugre, que ni con

un estropajo se hubiese podido quitar. Después se me formaban ampollas,

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sucediéndose en dolorosa e interminable procesión, y me produje una enorme que-

madura en el antebrazo al perder el equilibrio en un movimiento del barco y caerme

encima de la cocina económica. Por otra parte, la rodilla no mejoraba ni disminuía

la hinchazón y la rótula continuaba de canto. Lo que yo necesitaba, si es que había

de curarme, era reposo y no andar cojeando de la mañana a la noche sin parar.

¡Reposo! Hasta entonces no había conocido el significado de esta palabra. Toda mi

vida había estado reposando sin enterarme. Y ahora el poder sentarme media hora y

no hacer nada, ni siquiera pensar, me hubiera parecido la cosa más deleitable del

mundo. En cambio esto era para mí una revelación. En lo sucesivo podría apreciar

la vida de la gente que trabaja. Yo no imaginaba que el trabajo fuese una cosa tan

horrible. Desde las cinco y media de la mañana hasta las diez de la noche soy el

esclavo de todo el mundo, sin tener un momento para mí, excepto los que puedo

escamotear cerca del final de la segunda guardia de la mañana. Si me detengo un

instante a contemplar el mar que centellea bajo el sol, a mirar a un marinero trepar

hasta la vela de cangreja o subir por el bauprés, tengo la seguridad de oír la voz

odiosa que dice: "Eh, Hump, no te entretengas, que te estoy viendo".

Hay señales de agitación en la bodega y se murmura que Smoke y Henderson han

reñido. Este último, un sujeto calmoso y difícil de excitar, parece el mejor de los

cazadores, pero al fin habrán logrado hacerle perder la calma, porque Smoke llevaba

un ojo contuso y amoratado, y cuando entró en la cabina para cenar tenía un aspecto

particularmente sospechoso.

Antes de cenar precisamente, sucedió algo cruel que confirma la dureza e

insensibilidad de estos hombres, Entre los tripulantes hay un novato, llamado

Harrison, muchacho campesino, torpe, dominado, creo yo por el espíritu de

aventuras y que hace su primer viaje. Con el airecillo la goleta había virado mucho

de borda, y cuando esto ocurre, se pasan las velas de un lado a otro y se manda a un

hombre a lo alto para volver la gavia de sobremesana. Al parecer, una vez estuvo

Harrison arriba, la vela se atascó a la garrucha por la que corre al extremo del

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botalón. Había dos maneras de librarla, según entendí yo; la primera arriando el trin-

quete, lo cual era relativamente fácil y nada peligroso y la otra trepando por las drizas

del penol hasta la punta del botalón, acción ésta sumamente arriesgada.

Johansen dijo a Harrison que subiera por las drizas. El muchacho se veía claramente

que tenía miedo, y tenía motivos sobrados, pues había de trepar por aquellas cuerdas

delgadas y movedizas a una altura de ochenta pies. De haber soplado un viento

constante, hubiese sido menos difícil; pero el Ghost se balanceaba con las velas

lacias en un mar tranquilo y a cada vaivén la lona aleteaba y las drizas se aflojaban

y tendían. Hubieran lanzado a un hombre con la misma facilidad que un latigazo

sacude a una mosca.

Harrison oyó la orden y comprendió lo que de él se exigía, pero vaciló.

Probablemente era la primera vez en su vida que subía allá arriba. Johansen, que

copiaba las maneras imperativas de Wolf Larsen, se destapó con una rociada de

insultos y juramentos.

-Basta ya, Johansen -dijo Wolf Larsen bruscamente-. Te participo que el único que

jura aquí en el barco soy yo; si necesito ayuda ya te avisaré.

-Sí, señor -reconoció el segundo humildemente.

Entretanto, Harrison había empezado a subir por las drizas. Yo le observaba desde

la puerta de la cocina y le vi temblar de pies a cabeza como si tuviese calentura.

Procedía muy lentamente y con precaución, avanzando por pulgadas. Trepaba por

los bordes de la vela y como una araña gigantesca se recortaba en el azul pálido del

cielo.

Era una ascensión penosa porque el trinquete estaba muy alto, pero las drizas,

pasando por varias garruchas del botalón y el mástil, le proporcionaban apoyos, aun-

que distantes, para pies y manos. La dificultad estribaba en que el viento no era lo

bastante fuerte ni constante Para mantener hinchada la vela. Cuando Harrison estuvo

a medio camino, el Ghost se inclinó a barlovento y después se hundió de nuevo en

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la depresión que quedó entre dos olas. El muchacho se detuvo, sosteniéndose con

todas sus fuerzas. Desde ochenta pies más abajo distinguía yo la tensión angustiosa

de sus músculos al aferrarse dominado por el instinto de conservación. Todo sucedió

rápidamente, la vela se vació, el garfio cayó en el centro del barco, y se aflojaron las

drizas, que vi ceder bajo el peso del cuerpo de Harrison. El garfio corrió entonces

hacia un lado con repentina celeridad, la vela mayor retumbó como un cañonazo y

las tres hileras de rizos restallaron en la lona lo mismo que una descarga de fusilería.

Harrison se soltó, precipitándose por el aire vertiginosamente; de pronto se detuvo

en su caída al tenderse las drizas con un golpe de viento. Aflojó la presión de sus

manos, la una se desprendió de su asidero, la otra resistió durante un momento con

desesperación y siguió el mismo camino. El cuerpo se lanzó en el vacío, pero él trató

de salvarse con ayuda de las piernas, quedando suspendido con la cabeza hacia

abajo. Un esfuerzo rápido llevó sus manos a las drizas; pero aún tardó mucho en

recobrar la posición anterior y permaneció colgado como un objeto insignificante.

-Apostaría cualquier cosa a que no tiene gana de cenar -oí decir a Wolf Larsen, cuya

voz llegó hasta mí por detrás de la cocina-. Apártate, tú, Johansen. ¡Cuidado! ¡Ahí

va!

Verdad es que Harrison parecía muy enfermo, como si estuviese mareado, y durante

un buen rato quedó suspendido, sin intentar moverse. Johansen, sin embargo,

continuaba increpándole violentamente e instándole a que completara su tarea.

-Esto es una vergüenza -dijo Johnson en correcto inglés, pronunciado con dolorosa

lentitud. Se hallaba junto al aparejo mayor y no lejos de mí. El muchacho tiene buena

voluntad. Si sale de ésta, aprenderá pronto. Pero esto es... -se detuvo un momento,

porque la palabra "crimen" era el final de su juicio.

-¡Chist! ¡Cállate! -le dijo Louis por lo bajo-. ¡Por el amor de tu madre, no hables!

Pero Johnson continuó mirando y gruñendo.

-Mira -dijo el cazador Standish a Wolf Larsen-, es mi remero y no quiero perderle.

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-Está bien, Standish -replicó-. Es tu remero cuando está en el bote; pero a bordo es

mi marinero, y haré con él lo que me dé la gana.

-Pero esto no es razón... -comenzó Standish, ya con violencia.

-Basta ya y será mejor -le aconsejó Wolf Larsen-. Ya te he dicho lo que hay, y valdrá

más que lo dejes estar. El hombre es mío, y puedo hacer con él una sopa y comérmelo

si tal es mi deseo.

A los ojos del cazador asomó una chispa de cólera, pero se volvió y entró en la

escalera de la bodega y desde allí continuó mirando hacia arriba. Ahora se hallaban

todos sobre cubierta y con los ojos en alto, donde una vida humana luchaba a brazo

partido con la muerte. Era horrible la dureza de estos hombres, a quienes una

organización industrial daba autoridad sobre las vidas de otros semejantes. Yo, que

siempre había vivido alejado del torbellino del mundo, no había sospechado nunca

que este trabajo se efectuara en esta forma. La vida me había parecido siempre una

cosa sagrada; pero aquí no tenía ningún valor, era una cifra en la aritmética del

comercio. Debo decir, no obstante, que los marineros estaban emocionados, ahí está

el caso de Johnson; pero los patronos (los cazadores y el capitán) se mostraban

insensibles e indiferentes. Aun la protesta de Standish nacía del deseo de no querer

perder a su remero. Si hubiese tenido a mano otro, él, lo mismo que los demás, se

hubiese divertido con aquello.

Harrison, a pesar de los insultos y ultrajes que le dirigía Johansen, tardó más de diez

minutos en volver en si. Un poco después llegó al extremo del botalón, y allí, a

horcajadas sobre la verga, pudo continuar su trabajo con más suerte. Una vez

desenredada la vela, quedó libre para volverse y descender lentamente a lo largo de

las drizas del mástil. Su posición actual era harto insegura, pero estaba tan enervado,

que le repugnaba abandonarla por la otra menos segura sobre las drizas.

Contempló el camino aéreo que debía atravesar y después bajó los ojos hasta la

cubierta; los tenía dilatados y fijos y temblaba violentamente. Yo no había visto

nunca el espanto reflejarse con tal fuerza en un rostro humano. De un momento a

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otro estaba expuesto a caerse del botalón y en vano le gritaba Johansen que bajara.

Estaba paralizado por el miedo. Wolf Larsen empezó a pasear hablando con Smoke

y no volvió a parar mientes en él, aunque una vez gritó el hombre que estaba en el

timón

-¡Que pierdes el rumbo, amigo! ¡Ten cuidado, si no quieres que te pase algo!

-¡Ay, señor! -respondió el timonel, haciendo bajar un par de rayos el volante.

Se había apartado de la ruta a fin de que el vientecillo hinchase el trinquete y lo

mantuviese en tensión, tratando de ayudar así al infortunado Harrison, aun a riesgo

de incurrir en el enojo de Wolf Larsen.

Pasaba el tiempo, y aquella tirantez de nervios era horrible para mí. En cambio,

Thomas Mugridge lo consideraba un caso de risa y asomaba continuamente la

cabeza por la puerta de la cocina para hacer observaciones jocosas. ¡Cómo le odiaba

yo! Y durante aquel rato espantoso mi odio fue creciendo, creciendo hasta alcanzar

proporciones gigantescas. Por primera vez en mi vida experimenté el deseo de matar;

"lo vi todo rojo", como dicen algunos de nuestros escritores pintorescos. En general,

la vida debe ser una cosa sagrada, pero en el caso particular de Thomas Mugridge se

convertía en algo verdaderamente profano. Me asusté al darme cuenta de que "veía

rojo", y por mi mente cruzó una idea: ¿acabaría yo también por contagiarme de la

brutalidad de aquel ambiente? ¿Yo, que aun en los más graves delitos había negado

la justicia de la pena capital?

Transcurrió más de media hora, y entonces vi a Johnson y a Louis que sostenían una

especie de altercado. Finalmente, Johnson se desasió del brazo del otro, que trataba

de retenerle, y corrió a proa. Atravesó la cubierta saltó al aparejo delantero y

comenzó a subir, pero la mirada rápida de Wolf Larsen le sorprendió:

-Eh, tú, ¿a qué subes? -le gritó.

Johnson se detuvo, miró de frente al capitán y contestó lentamente:

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-Voy a bajar a ese muchacho.

-¡Lo que has de hacer es bajar de ese aparejo, y aprisa! ¿Oyes? ¡Abajo!

Johnson dudó, pero los largos años de obediencia a los patronos de los barcos

vencieron al fin. Descendió a cubierta y continuó hacia la proa.

A las cinco y media bajé a la cabina para poner la mesa, sin saber a punto cierto lo

que hacía, porque mis ojos y mi cerebro estaban ocupados con la visión de aquel

hombre, pálido y tembloroso como un espectro, montado cómicamente sobre el

azotado botalón. A las seis, cuando serví la cena, pasé por la cubierta para ir a la

cocina a buscar la comida, y vi a Harrison en la misma postura. En la mesa, la

conversación giraba sobre cosas muy distintas; nadie parecía interesarse por aquella

vida tontamente comprometida. Algo más tarde hice un viaje extraordinario a la

cocina, y tuve la satisfacción de ver a Harrison bambolearse débilmente desde el

aparejo a la escotilla del castillo de proa. Al fin, reuniendo todo su valor, había

logrado descender.

Antes de terminar este incidente, debo anotar un fragmento de la conversación que

sostuve con Wolf Larsen en la cabina mientras lavaba los platos.

-Parecías disgustado esta tarde, ¿qué te pasa? -me dijo.

Yo adiviné que él ya sabía qué era lo que me había puesto casi tan enfermo como al

mismo Harrison y que trataba de sonsacarme, y contesté:

-Era a causa del tratamiento brutal de que ha sido objeto aquel muchacho.

Soltó una breve carcajada.

Algo parecido al mareo, me parece. Hay quien tiene propensión a ello.

-No es eso -objeté.

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-Es así precisamente -prosiguió-. La tierra está tan llena de brutalidad como el mar

de movimiento, y unos hombres enferman en aquélla y otros en éste. He ahí la única

razón.

-Pero usted que juega con la vida humana, ¿no le da absolutamente ningún valor?

-¿Valor? ¿Qué valor? -me miró, y aunque su mirada era fija y tranquila, me pareció

ver en sus ojos una sonrisa cínica-. ¿Qué clase de valor? ¿Cómo lo mides? ¿Quién

se lo da?

-Yo -le respondí.

-Entonces, ¿qué valor tiene para ti? Quiero decir la vida de otro hombre. Di, ¿qué

valor tiene?

¿El valor de la vida? ¿Cómo podría yo darle un valor tangible? Yo, que siempre me

he expresado con bastante facilidad, carecía de medios de expresión con Wolf

Larsen. Después he comprobado que una parte de este fenómeno era debido a la

personalidad de aquel hombre, pero que la mayor de ello se debía a nuestros puntos

de vista totalmente distintos. Al contrario de otros materialistas con quienes había

tropezado y con los cuales tenía alguna comunidad de principios, con él no tenía

nada de común. Tal vez fuese también la simplicidad fundamental de su mente lo

que me desconcertaba. Se dirigía con tal rectitud a la base del asunto, despojaba

siempre la cuestión de todos los detalles superfluos y con tal decisión, que yo creía

estar luchando en un mar sin fondo. ¿El valor de la vida? ¿Cómo contestar a una

pregunta tan inesperada? Para mí era tan evidente que la vida tenía valor intrínseco,

que jamás lo había puesto en duda; así que cuando recusó al axioma, me quedé sin

saber qué contestar.

-Ayer hablamos de esto -dijo-. Yo sostenía que la vida era un fermento algo

espumoso que devoraba vida para poder vivir, en fin, que la vida era meramente el

egoísmo afortunado. De las cosas sujetas a ofertas y demanda, la vida es la más

barata del mundo. Hay una cantidad limitada de agua, de tierra, de aire, pero la vida

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que está pidiendo nacer es ilimitada. La vida es de una prodigalidad infinita. Pújate

en el pez y en los millones de huevos que produce. Sin ir tan lejos, fíjate en ti, en mí.

Nosotros llevamos el germen de millones de vidas. Si pudiésemos hallar tiempo y

oportunidad para utilizar todas las partículas de vida futura que hay en nosotros,

podríamos convertirnos en padres de naciones y poblar continentes. ¿La vida? ¡Bah!

No tiene valor alguno; entre las cosas baratas, es la más barata. Se ofrece por todas

partes. La Naturaleza la vierte con mano pródiga. En el lugar de una vida siembra

mil, la vida devora a la vida, prevaleciendo la más fuerte y la más egoísta.

-Usted ha leído a Darwin -dijo-, pero le ha leído sin comprenderle si deduce que la

lucha por la existencia sanciona la loca destrucción de la vida.

Se encogió de hombros.

-Tú únicamente relacionas esto con la vida humana, porque en cuanto a los animales,

a las aves y a los peces, destruyes tantos como cualquier otro hombre; pero la vida

humana no es en modo alguno diferente, aunque tú lo sientes así y creas que razonas

sus causas. ¿Por qué habría de ser yo parco con esta vida que es barata y no tiene

ningún valor? Hay más marineros que barcos para ellos en el mar, más obreros que

fábricas y máquinas para emplearlos- Bueno; tú que vives en tierra, sabes que

relegáis a la gente pobre a los barrios infectos, que dejáis que el hambre y la peste

se ceben en ellos, y que, a pesar de esto, siempre queda gente pobre que desea un

mendrugo de pan y un pedazo de carne (que es vida destruida), y de los que no sabéis

qué hacer-

Se dirigió hacia la escalera, pero volvió la cabeza para decir la última palabra:

-¿No sabes que el valor que tiene la vida es el que la misma vida se atribuye? Y se

valúa con exceso, ya que por necesidad se la previene en favor de ella misma. Fíjate

en el hombre que tenia yo allá arriba. Se sostenía como si hubiese sido un objeto

precioso, un tesoro de más valor que diamantes y rubíes- ¿Por ti? No ¿Por mí? De

ninguna manera- ¿Por él? Sí- Pero yo no acepto su apreciación. Se encarece a sí

mismo de un modo lamentable- Hay vida en abundancia que no pide sino nacer. Si

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llega a caerse y a verter los sesos como la miel de un panal, para el mundo no hubiese

sido ninguna pérdida; él no vale nada para el mundo La oferta es excesiva-

Únicamente tiene valor para sí mismo, y para probar cuán ficticio es aún este valor

después de muerto no se da cuenta de que se ha perdido- El solamente se estimaba

en más que los diamantes y los rubíes, pero desaparecen los diamantes y rubíes

arrastrados por un cubo de agua de mar y ni siquiera sabe que han desaparecido- Por

tanto, no pierde nada, si con la pérdida de sí mismo pierde el conocimiento de la

pérdida- ¿Lo ves? Y ahora, ¿qué tienes que decir a esto?

-Que, cuando menos, es usted consecuente -fue todo lo que pude decir, y continué

lavando los platos.

CAPITULO VII

Al fin, después de tres días de vientos variables, teníamos el contraalisio del

Nordeste. Subí a cubierta tras una noche de reposo, a despecho de mi pobre rodilla,

y encontré al Ghost corriendo con todas las velas desplegadas, excepto los foques, e

impelido por un vientecillo de popa. ¡Oh, la maravilla del gran contraalisio! Nave-

gamos todo el día y toda la noche y el día siguiente y el otro, día tras día, soplando

siempre fuerte y constantemente el viento de popa. La goleta navegaba sola; no había

necesidad de tirar de velas y jarcias, no había que mudar de sitio las gavias; los

marineros no tenían más trabajo que el de gobernar. Cada día aumentaba el calor

sensiblemente. De seis a ocho de la mañana, los marineros subían a cubierta

desnudos y se rociaban unos a otros con cubos de agua. Ya empezaban a verse peces

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voladores, y durante la noche los hombres que estaban de guardia arriba, trataban de

alcanzar a los que caían sobre la cubierta. Luego, debidamente sobornado, Thomas

Mugridge los freía, embalsamando la cocina con tan delicioso aroma; otras veces

servían en todo el barco carne de delfín, y Johnson, desde el extremo del bauprés,

contemplaba la sorprendente belleza.

Johnson parece invertir todo el tiempo que le queda libre allí o arriba, en la cruz,

para mirar al Ghost hender las aguas, bajo la presión de las velas. En sus ojos hay

pasión, adoración, va de un lado a otro como un sonámbulo, contempla extasiado las

velas hinchadas, la estela espumosa, las palpitaciones del barco y su carrera sobre

las olas que avanzaban con nosotros en procesión majestuosa.

Los días y las noches son «toda una maravilla y un deleite violento" y a pesar de que

mi horrible trabajo me deja poco tiempo, le robo algunos momentos para contemplar

la gloria infinita de la que nunca imaginé pudiera estar el mundo poseído. Arriba, el

cielo es de un azul inmaculado, azul como el mismo mar, el cual, bajo la gorja, tiene

los reflejos del raso celeste. Cerrando el horizonte hay vellones de pálidas nubes

Inmutables y quietas, que sirven de estuche a la uniforme turquesa del firmamento.

-Siempre perdurará en mí el recuerdo de esta noche que en vez de dormir me había

recostado en el castillo de proa y miraba los rieles de espuma que abría el Ghost. Su

sonido traía a la memoria el murmullo de una fuente al borbotar sobre las piedras y

musgos de un arroyo; aquella cantilena me hizo olvidar mi condición y el sitio en

que me hallaba, hasta el extremo que ya no fui Hump el grumete, ni Van Weyden,

el hombre que durante treinta y cinco años había soñado entre libros. Pero una voz

detrás de mí, la inconfundible voz de Wolf Larsen, fuerte, con la seguridad

invencible del hombre y dulce al dar su justo valor a las palabras que citaba, me sacó

de mi ensimismamiento

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¡Oh ardientes noches tropicales,

en que la estela es una cinta de luz

que retiene la tibia dulzura del cielo,

y la proa poderosa hiende el solar sembrado de planetas

que la ballena medrosa marca con su pasión!

El sol une sus láminas, ¡oh doncella!,

y el rocío pone las cuerdas en tensión;

pero nosotros avanzamos por el antiguo sendero,

nuestro sendero, el sendero del Más Allá,

nos inclinamos hacia el Sur por el Largo Sendero...

el camino que es siempre nuevo.

-¡Eh, Hump! ¿Qué te parece? -dijo después de la pausa que las palabras y la situación

requerían.

Le miré a la cara, que resplandecía como el mismo mar, y sus ojos fulguraban a la

luz de las estrellas.

-Me parece singular, por no decir otra cosa, que pueda usted mostrar entusiasmo -

respondí fríamente.

-¿Por qué, hombre, si esto es la vida? ¡Es la vida! -exclamó.

-Que es una cosa barata y sin valor alguno -repliqué con sus propias palabras.

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Se rió, y aquélla fue la primera vez que oí vibrar su voz con una alegría sincera.

-¡Oh, no puedo hacerte comprender, no puedo meterte en la cabeza lo que es la vida!

Por supuesto, la vida no tiene valor, excepto para ella misma. De la mía sé decirte

que ahora precisamente es cuando vale mucho... para mí. No tiene precio, por lo que

no dejarás de comprender que es apreciarla en demasía; pero no puedo evitarlo,

porque es la vida que hay en mí la que le da valor.

Parecía buscar las palabras con que expresar el pensamiento, y al fin prosiguió

-Mira; me siento elevado de una manera extraña, como si el tiempo repercutiera en

mí, como si fuesen míos todos los poderes. Conozco la verdad, distingo lo bueno de

lo malo, mi visión es clara y lejana, casi podría creer en Dios. Pero -cambió su voz

y desapareció el fuego de su mirada-, ¿a qué es debido este estado mío, esta alegría

de vivir, este triunfo de la vida, esto que bien podría llamarse inspiración? Pues no

es más que la consecuencia de una perfecta digestión, y ocurre cuando el estómago

se halla en buenas condiciones y el apetito tiene un límite y todo marcha bien. Es la

seducción de la vida, el champaña de la sangre, la efervescencia del fermento... es

lo que inspira a algunos hombres ideas santas, y hace que otros vean a Dios o crean

en él cuando no puedan verle. Eso es todo, la embriaguez de la vida, la excitación y

el movimiento de la espuma, la cháchara de la vida que enloquece al saber que vive.

Y... ¡bah! Mañana lo pagaré todo, como lo paga el borracho. Y sabré que he de morir

en el mar probablemente, que cesará mi movimiento propio para confundirse con el

movimiento de la corrupción del mar; serviré de alimento, me convertiré en carroña,

entregaré toda la fuerza y movimiento de mis músculos para que se convierta en

fuerza de aletas y escamas en los intestinos de los peces. ¡Bah! El champaña ya es

Insípido. Han desaparecido las chispas y las burbujas, ya es una bebida sin sabor.

Me dejó tan de repente como había venido, saltando a la cubierta con la ligereza y

suavidad del tigre. El Ghost continuaba su camino. Advertí que el murmullo del agua

se parecía mucho a un ronquido, y al escucharlo, el efecto de la rápida transición de

Wolf Larsen, desde los transportes sublimes hasta la desesperación, se fue

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esfumando lentamente. Entonces en el interior del barco se elevó una hermosa voz

de tenor, de algún marinero probablemente, entonando la Canción del alisio:

¡Oh, soy el viento que el marino ama...

soy constante, fuerte y sincero;

siguen mi rumbo cual las nubes en lo alto,

por el azul insondable de los trópicos!...

De día y de noche sigo el ladrido,

conservo su ruta lo mismo que un perro.

Al mediodía es mayor mi fuerza,

pero bajo la luna también pongo en tensión la vela.

CAPITULO VIII

Muchas veces creo que Wolf Larsen está loco o al menos medio loco, tales son sus

cambios de humor y extravagancias. Otras veces imagino que es un gran hombre,

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un genio fracasado, pero finalmente me he convencido de que es el prototipo del

hombre primitivo, nacido mil años o generaciones demasiado tarde, constituyendo

un anacronismo en este siglo cumbre de la civilización. Es, sin duda alguna, un

individualista del tipo más pronunciado, y no solamente esto, sino que está muy

aislado. No hay ninguna afinidad entre él y los demás hombres de a bordo. Su

formidable virilidad y fuerza mental lo mantienen aparte; él los considera más bien

como nifios, y como niños los trata, aun a los cazadores, descendiendo por fuerza

hasta su nivel y jugando con ellos como si fueran cachorrillos. Y si no, les sondea

con la crueldad de un disector, sigue sus procesos mentales y examina sus almas

como si quisiera conocer la materia de que están formadas.

En la mesa le he visto varias veces insultar, ora a un cazador, ora a otro, con mirada

fría y tranquila, y observar al mismo tiempo sus acciones, sus respuestas o sus enojos

pueriles, con cierto interés o curiosidad casi ridículos para mí, que era un espectador

y lo comprendía. En cuanto a sus propios enfurecimientos, tengo la seguridad de que

no son reales, que a menudo son experimentos, pero en su mayor parte proceden de

la costumbre, de una actitud que ha creído conveniente adoptar con sus semejantes.

Sé que con la posible excepción del incidente de la muerte del segundo, no le he

visto verdaderamente enojado; no es que desee tampoco presenciar uno de sus

momentos de genuino furor en que todas sus energías deben entrar en funciones.

Por lo que respecta a la cuestión de sus extravagancias, voy a relatar lo que le

aconteció a Thomas Mugridge en la cabina y así completaré un incidente al que ya

me he referido en otras ocasiones.

Cierto día, terminada la comida de las doce y cuando acababa yo de poner en orden

la cabina, Wolf Larsen bajó la escalera en compañía de Thomas Mugridge. Aunque

el cocinero tiene su madriguera en un departamento que comunica con la cabina,

nunca se atreve a entretenerse o dejarse ver por allí y sólo un par de veces al día la

cruza rápidamente, como un tímido espectro.

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-Así, pues, sabes jugar al "Nap" iba diciendo Wolf Larsen con una entonación alegre

en la voz-. Debí suponerlo en un inglés. Yo lo aprendí en los barcos Ingleses.

Thomas Mugridge estaba a su lado, estúpidamente satisfecho, encantado de ver que

el capitán le trataba como a un camarada. Su petulancia y los esfuerzos que hacía al

querer moverse con el desembarazo propio de gentes bien nacidas, hubieran sido

insoportables de no haber sido ridículas. Mi presencia le pasó por completo

desapercibida, aunque aseguraría que se hallaba simplemente imposibilitado de

verme. Sus ojos claros, deslavazados, flotaban como olas indolentes de verano, pero

las visiones de bienaventuranzas que pudiesen vislumbrar estaban fuera del alcance

de mi imaginación.

-Trae la baraja, Hump -ordenó Wolf Larsen cuando se sentaban a la mesa-. Y saca

también los cigarros y el whisky, que encontrarás en mi camarote.

Volví con las cosas requeridas, a tiempo para oír cómo el cocinero insinuaba

groseramente que en su vida debía haber algún misterio, que debía ser fruto del error

de algún caballero o algo por el estilo, y también que había sido alejado de Inglaterra,

y ahora le pagaban a fin de que no volviese por allá.

-Y bien pagado, señor -decía-, bien pagado para que eche el ancla y me esté quieto.

Yo había traído las copas de licor usuales, pero Wolf Larsen frunció el ceño, movió

la cabeza y me indicó con la mano que trajera los vasos grandes. Llenó dos tercios

de éstos de whisky, puso "una bebida de caballeros", según dijo Thomas Mugridge,

y brindaron por el glorioso juego del "Nap", luego encendieron cigarros y empezaron

a barajar y repartir las cartas.

Jugaban dinero, aumentaban las cantidades de las apuestas y bebían whisky, se lo

acabaron todo y traje más. Ignoro si Wolf Larsen haría trampas, de lo cual era muy

capaz, pero el caso es que ganaba constantemente. El cocinero hacía frecuentes

viajes a su camarote en busca de dinero, y cada vez lo realizaba con mayor jactancia,

pero sin traer nunca más que unos dólares. Según crecía su borrachera aumentaba

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también su familiaridad, y apenas podía sostener las cartas o mantenerse erguido.

Antes de emprender otro viaje a su camarote clavó un dedo grasiento en el ojal de

Wolf Larsen y reiteró estúpidamente varias veces: "Tengo dinero, ya le dije que

tengo dinero, y que soy el hijo de un caballero".

Wolf Larsen continuaba impasible, y eso que bebía vaso tras vaso y los suyos quizá

fuesen los más llenos. No se operaba ningún cambio en él, ni siquiera parecía

divertirse con las payasadas del otro.

Finalmente, el cocinero, afirmando en alta voz que podía perder como un caballero,

apostó el último dinero y lo perdió, después de lo cual apoyó la cabeza en las manos

y se puso a llorar. Wolf Larsen le observaba con curiosidad, como si quisiera

escudriñar en su interior; después cambió de parecer, cediendo probablemente a la

conclusión de que nada había que hacer allí.

-Hump -me dijo con exagerada cortesía-, ten la bondad de coger a míster Mugridge

del brazo y acompáñale a cubierta, no se encuentra muy bien. Y di a Johnson que le

vierta unos cuantos cubos de agua salada por encima.

Esto último lo dijo en voz baja, para que sólo pudiera oírlo yo.

Dejé a Mugridge en la cubierta en manos de dos marineros malhumorados que

habían sido llamados para el caso. Mugridge, medio adormecido, seguía tartajeando

que era hijo de un caballero; pero cuando bajé la escalera para limpiar la mesa, le oí

chillar bajo la impresión del primer cubo de agua.

Wolf Larsen contaba las ganancias.

-Ciento ochenta y cinco dólares justos -dijo en voz alta-. Precisamente lo que yo me

figuraba. El miserable llegó a bordo sin un centavo.

-Lo que usted ha ganado es mío, señor -dije audazmente.

Me favoreció con una sonrisa burlona.

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-En mi época, Hump, estudié gramática -dijo-, y me parece que has confundido los

tiempos. "Era mío", debiste haber dicho, no "es mío".

-Esto no es una cuestión de gramática sino de ética -respondí.

Transcurrió un minuto antes de que volviese a hablar.

-Mira, Hump -dijo con una alegre seriedad que encerraba un dejo indefinible de

tristeza-, ésta es la primera vez que oigo la palabra "ética" en labios de un hombre.

Tú y yo somos los únicos de a bordo que conocemos su significado... Hubo una

época en mi vida -continuó después de otra pausa en que soñé que algún día hablaría

yo con hombres que usaran este lenguaje, que podría elevarme del lugar de la vida

en que había nacido y discutir y mezclarme con gentes que hablaran precisamente

de cosas tales como la ética. Esta es la primera vez que oigo pronunciar la palabra,

lo cual tiene poca importancia porque estás en un error. No es una cuestión de

gramática ni de ética, sino de hecho.

-Ya comprendo -dije-. El hecho es que usted tiene el dinero.

Se le avivó el semblante y pareció satisfecho de mi perspicacia.

-Pero esto es esquivar la verdadera cuestión -continué yo-, se trata de un hecho de

justicia.

-¡Ah! -observó haciendo un gesto con la boca-, por lo que veo, ¿sigues creyendo en

esas cosas de justicia e injusticia?

-Pero, ¿usted no? ¿No cree usted en eso?

-De ninguna manera. Fuerza es razón y no hay más; la debilidad es culpa, lo cual es

un pobre sistema para decir que el ser fuerte es bueno en sí mismo, como por la

propia causa es malo ser débil, o mejor aún, el ser fuerte es agradable porque es

provechoso y el ser débil es doloroso como lo es un castigo. Ahora precisamente, le

posesión de este dinero es una cosa agradable, siempre es bueno tener dinero, y

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pudiendo poseerlo cometería una injusticia conmigo mismo y con la vida que hay

en mi si te lo diera y renunciara al placer de poseerlo.

-Pero reteniéndolo comete una injusticia conmigo -repliqué.

-No lo creas; un hombre no puede hacer injusticias a otro hombre. Sólo puede ser

injusto consigo mismo. Según mi manera de ver, yo cometo siempre una injusticia

cuando considero los intereses de los demás. ¿No lo comprendes? ¿Cómo pueden

ser injustas dos partículas del fermento al luchar por devorarse mutuamente? Es una

herencia innata este hecho de devorar y no ser devorado. El que renuncia a ello, peca.

-Entonces, ¿usted no cree en el altruismo? -pregunté.

Escuchó la palabra como si fuese un sonido conocido, pero meditó sobre ella

profundamente.

-Espera; significa algo así como cooperación, ¿no es eso?

-Bueno; en cierto modo, viene a ser una especie de conexión -contesté, sin

sorprenderme esta vez ente estas lágrimas de su vocabulario, el cual, lo mismo que

sus conocimientos, era producto de la instrucción de un hombre que se ha educado

a sí mismo, cuyos estudios nadie ha dirigido y que ha pensado mucho y ha hablado

poco o nada-. Una acción altruista es la que se realiza para el bienestar de otros. Es

una acción desinteresada por oposición a otra realizada en bien de uno mismo, lo

cual es el egoísmo.

Asintió con la cabeza.

-¡Oh, sí! Ahora lo recuerdo, lo encontré en una obra de Spencer.

-¡Spencer! -exclamé-. ¿Le ha leído usted?

-No mucho -declaró-. Comprendí bastantes de sus Primeros principios, pero su

Biología está fuera de mí alcance y su Psicología me dejó en suspenso por muchos

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días. Confieso honradamente que no pude comprender adónde se dirigía. Lo atribuí

a deficiencia mental por mi parte, pero después me he convencido de que era falta

de preparación. Carecía de una base apropiada, y sólo Spencer y yo sabemos cuánto

machaqué. De sus Datos de ética entresaqué algo; allí es donde tropecé con la

palabra "altruismo", y ahora recuerdo cómo la empleaba.

Me preguntaba yo qué fruto habría sacado este hombre de una obra semejante.

Recordaba lo bastante a Spencer para saber que el altruismo era imperativo para su

ideal de conducta elevada. Wolf Larsen había evidentemente cribado las enseñanzas

del gran filósofo, desechando y escogiendo de acuerdo con sus necesidades y deseos.

-¿Qué más encontró usted? -pregunté.

Frunció un poco las cejas con el esfuerzo mental para expresar convenientemente

pensamientos que jamás había traducido en palabras. Sentí que mi espíritu se

exaltaba. Estaba practicando un tanteo en su alma, lo mismo que hacía él con el alma

de los demás. Estaba explorando un territorio virgen. Ante mis ojos se desarrollaba

una región extraña, terriblemente extraña.

-Empleando la menor cantidad posible de palabras -comenzó-, Spencer lo expone

de esta manera: Primero, un hombre debe obrar en beneficio propio, hacerlo así es

ser moral y bueno. Después debe obrar en beneficio de sus hijos, y en último término

debe obrar en beneficio de la raza.

-Y la conducta más justa, más noble y elevada -le interrumpí yo- es aquella acción

que beneficia al mismo tiempo al hombre, a sus hijos y a la raza.

-Yo no sostendría eso -replicó-. No veo la necesidad de ello ni es de sentido común.

Yo suprimo la raza y los hijos; para ellos no sacrificaría nada. Eso es precisamente

muy dulce y sentimental, y debes comprenderlo tú mismo, así es al menos para un

hombre que no cree en la vida eterna. Teniendo la inmortalidad por delante, el

altruismo sería la proposición de pago de un negocio. Podría elevar mi alma a toda

suerte de alturas. Pero, sin tener ante mí otra cosa eterna más que la muerte, dada la

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corta duración del movimiento de este fermento que se llama vida, sería una

inmoralidad ejecutar ninguna acción que representara un sacrificio. Cualquier

sacrificio que me hiciese perder una sola vibración de este movimiento sería una

tontería, y no solamente una tontería, sino una injusticia para conmigo mismo y

además una cosa inicua. No debo perder un latido, si quiero sacar el mayor producto

del fermento. La eterna inmovilidad que me espera no se hará más cómoda o más

dura con los sacrificios o los egoísmos del tiempo en que habré sido fermento

palpitante.

-Entonces usted es un individualista, un materialista, y lógicamente un hedonista

-Estas son palabras fuertes -dijo, sonriendo-. Pero ¿qué es un hedonista?

Cuando hube dado la definición, movió la cabeza aprobando.

-Y además -continué-, ¿es usted hombre a quien se pudiera confiar la cosa más

insignificante donde hubiese posibilidad de que interviniese un interés egoísta?

-Ahora empiezas a comprender -dijo con viveza.

-¿Es usted un hombre que carece absolutamente de lo que el mundo llama

moralidad?

-Eso es.

-¿Un hombre a quien hay que temer siempre...

-Así es precisamente.

-...como se teme a una serpiente, a un tigre o a un tiburón?

-Ahora me conoces -dijo-, y me conoces como soy generalmente conocido. Otros

hombres me llaman "lobo".

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-Usted es una especie de monstruo -añadí audazmente-. Calibán, a quien ha

ponderado Setebos, obra lo mismo que usted en momentos de ocio, dejándose llevar

por el capricho y la fantasía.

Su frente se ensombreció con la alusión. No la comprendió, y pronto entendí que no

conocía el poema.

-Precisamente estoy leyendo a Browning -confesó-, y es muy fuerte. Aún estoy al

principio y ya he perdido la paciencia.

Para no hacerme pesado, diré que traje el libro de su camarote y leí Calibán en voz

alta. Estaba encantado. Aquélla era una manera primitiva de razonar y observar cosas

que comprendía a fondo. Me interrumpía una y otra vez con comentarios y criticas.

Cuando terminé, me lo hizo leer dos veces más. Nos pusimos a discutir filosofía,

ciencia, evolución y religión. Revelaba la incorrección del hombre que ha aprendido

solo, y al propio tiempo, fuerza es reconocerlo, la seguridad y rectitud de la

inteligencia primitiva. La misma sencillez de sus razonamientos constituía su fuerza,

y su materialismo era mucho más contundente que el sutil y complejo de Charley

Furuseth. No es que yo, un convencido, según expresión de Furuseth, un idealista

por temperamento, fuese a convencerme; pero ese Wolf Larsen asaltó los últimos

baluartes de mi fe con un vigor que imponía respeto, por no decir convicción de-

cidida.

Pasaron las horas; se acercaba el momento de cenar y la mesa no estaba puesta.

Empecé a estar inquieto y agitado, y cuando Thomas Mugridge, desde lo alto de la

escalera, me dirigió miradas de indignación, con el rostro pálido de coraje me

dispuse a cumplir con mi obligación. Pero Wolf Larsen gritó.

-Cocinero, esta noche habrás de apretar; estoy ocupado con Hump, y procura

arreglarte como puedas sin él.

Y de nuevo sucedió una cosa sin precedentes. Aquella noche me senté a la mesa con

el capitán y los cazadores, mientras Thomas Mugridge nos servía y después lavaba

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los platos, debido todo ello a un capricho de Wolf Larsen, semejante a los de Calibán,

y que, según me parecía, iba a ocasionarme disgustos. Durante este tiempo hablamos

largamente, con gran contrariedad de los cazadores, que no entendían una palabra

CAPITULO IX

Tres días de descanso, tres benditos días de descanso gocé al lado de Wolf Larsen,

durante los cuales comí a la mesa de la cabina y no hice otra cosa que discutir sobre

la vida, la literatura y el universo, en tanto que Thomas Mugridge, colérico y furioso,

ejecutaba mi trabajo al mismo tiempo que el suyo.

-Cuidado con irritarle, y no te digo más -me advirtió Louis, un rato que estuvimos

hablando sobre cubierta, mientras Wolf Larsen se hallaba ocupado resolviendo una

pendencia entre marineros.

-Es imposible prever los acontecimientos -prosiguió Louis, respondiendo a mis

requerimientos de una información más precisa. Ese hombre es tan contradictorio

como las corrientes de agua o de aire. Nadie es capaz de adivinar jamás lo que se

propone. Con él ocurre que crees conocerle bien, y piensas que a su lado te empuja

una brisa favorable; pero de pronto se vuelve y se te echa encima como un huracán,

rasgando todas tus velas y haciéndolas pedazos.

Así fue que no me sorprendió grandemente cuando estalló sobre mi cabeza la cólera

presagiada por Louis. Wolf Larsen y yo habíamos sostenido una discusión acalorada

-sobre la vida, por supuesto- y en un arranque de temeridad yo había emitido juicios

severos acerca de él y de su vida. En realidad, lo que había hecho era sondarle y

volverle el alma del revés, tan por completo y con la misma malignidad que él usaba

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con los demás. Probablemente mi manera de hablar incisiva es una de mis

debilidades; pero aquel día, lanzando a los vientos toda prudencia, corté y

desmenucé, hasta que conseguí ponerle como una fiera. Con la ira, el oscuro

bronceado de su cara se puso negro y sus ojos se convirtieron en dos ascuas. De ellos

había huido la razón y la serenidad, dejando lugar a la furia terrible de la locura.

Había quedado al descubierto el lobo que había en él, pero este lobo estaba

enloquecido.

Se me echó encima con un rugido sordo y me atenazó el brazo. Yo, aunque

temblando interiormente de miedo, me había revestido de ánimo para hacerle frente,

mas el vigor formidable de aquel hombre era superior a mi fortaleza. Me asió

fuertemente por el bíceps con una sola mano y cuando aumentó la presión no pude

resistir más y lancé un alarido. Levanté los pies del suelo, pues era imposible

conservar la posición vertical y soportar aquella agonía. El dolor era demasiado

intenso para que los músculos obedecieran a mi voluntad; me había machucado el

bíceps como una pulpa.

Entonces pareció recobrarse, porque a sus ojos asomó un destello de lucidez y aflojó

la presa con una risa breve que más parecía un gruñido. Caí al suelo completamente

extenuado y él se sentó, encendiendo un cigarro y vigilándome como vigila el gato

al ratoncillo. Al volver la cabeza, hallé en su mirada aquella curiosidad que ya había

observado con tanta frecuencia, aquella extrañeza, aquella investigación, aquella

interrogación eterna acerca de todo lo existente.

Finalmente, me levanté como pude y subí las escaleras. Había concluido el bienestar

y ya no me quedaba otro remedio que volver a la cocina. Tenía el brazo izquierdo

entumecido, como paralizado, y tardé muchos días en poder hacer uso de él; pero

entes de que desapareciera el dolor y el envaramiento transcurrieron varias semanas;

y hay que tener en cuenta que no había hecho sino poner la mano encima de mí brazo

y apretar un poco.

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No me había sacudido ni hecho violencia alguna, sólo había cerrado la mano con

una presión firme. Pero hasta el día siguiente, cuando introdujo la cabeza en la

cocina, como queriendo restablecerme en su gracia y preguntándome por el estado

de mí brazo, no comprendí el daño que pudo haberme hecho.

-Podría haber sido peor -dijo sonriendo.

Del lebrillo de patatas que estaba yo mondando, cogió una con piel, grande y dura,

cerró la mano sobre ella, apretó, y por entre los dedos chorreó la patata hecha una

papilla. Volvió a tirar el resto de la pulpa en el lebrillo y se fue, con lo cual tuve una

rápida visión de lo que hubiese sucedido si aquel monstruo llega a usar toda su fuerza

conmigo.

A pesar de todo, aquellos tres días de descanso me habían sentado bien, pues había

proporcionado a mí rodilla el reposo de que estaba tan necesitada. Me encontraba

mucho mejor, la hinchazón había disminuido sensiblemente y la rótula parecía

descender y volver a su sitio. Pero los tres días de descanso trajeron consigo también

los disgustos que había previsto yo. La intención de Thomas Mugridge de

hacérmelos pagar era bien manifiesta. Me trataba vilmente, me maldecía a todas

horas y me acumuló su propio trabajo; aún hizo más; se aventuró a levantarme la

mano, pero yo, que ya empezaba a embrutecerme, le enseñé los dientes de manera

tan terrible que debió asustarle, porque retrocedió. Supongo que no sería muy

halagador para mí el aspecto que debía ofrecer yo, Humphrey van Weyden, en

aquella hedionda cocina de barco, encogido en un rincón sobre mí tarea y con el

rostro levantado hacia aquel ser que estaba a punto de golpearme, mostrándole los

dientes con el labio levantado como un perro, los ojos encendidos por el miedo y la

impotencia y por el valor que el miedo y la impotencia infunden. No me gusta

evocarlo; me recuerda con trazos demasiado violentos a una rata cogida en una

trampa. No quiero pensar en ello. Fue eficaz, sin embargo, porque el puño

suspendido sobre mí no descendió.

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Thomas Mugridge retrocedió con una mirada tan llena de odio y tan viciosa como

la mía. Eramos dos brutos enjaulados que nos enseñábamos los dientes. Su cobardía

le impedía pegarme porque aún no me veía suficientemente abatido; así que buscó

otro sistema para intimidarme. En la cocina no había sino un cuchillo, pero como a

tal no valía nada. A través de largos años de uso y servicio, la hoja se había ido

estrechando. Su aspecto era de una crueldad insólita y al principio temblaba cada

vez que tenía que manejarlo. Johansen había prestado una piedra al cocinero y éste

procedió a sacar filo al cuchillo. Lo hacía con gran ostentación, dirigiéndome al

propio tiempo miradas significativas. Se pasaba el día afilando, en cuanto tenía un

momento libre, sacaba la afiladera y el cuchillo, cuya hoja empezaba a tener la finura

de una navaja. La probaba en la yema del pulgar y en la uña, se afeitaba los pelos

del dorso de la mano, miraba el corte con agudeza microscópica, y siempre

encontraba o fingía encontrar alguna ligera desigualdad. Entonces volvía a colocarlo

sobre la piedra y a afilar, resultando todo ello tan cómico que de buena gana me

hubiese reído a carcajadas; pero al mismo tiempo era aquello muy serio, pues adiviné

que sería capaz de usarlo, ya que bajo aquella cobardía, lo mismo que me ocurría a

mí, se ocultaba el valor de los cobardes, que le impulsaría a realizar aquello mismo

contra lo que protestaba su naturaleza toda y que temía hacer.

-El cocinero afila el cuchillo para Hump- murmuraban los marineros, y algunos

hacían chistes sobre ello.

A Mugridge le parecía esto bien y le complacía en extremo, sacudía la cabeza con

misteriosa y cruel presciencia, hasta que George Leach, el antiguo grumete, aventuró

algunas bromas groseras sobre este sujeto.

Ahora bien; este Leach era uno de los marineros que subieron a remojar a Mugridge

después de haber jugado a las cartas con el capitán, y evidentemente había llevado a

efecto su tarea con un afán que Mugridge no había olvidado, porque a las bromas

siguieron palabras e insultos que envolvían con su lodo a todo el linaje. Mugridge

amenazaba a Leach con el cuchillo que afilaba para mí, y éste se reía y continuaba

con sus pullas propias de la pescadería de Telegraph Hill; pero antes de que él o yo

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nos hubiésemos dado cuenta, un golpe rápido del cuchillo le había cortado el brazo

desde el codo a la muñeca. El cocinero retrocedió con una expresión endiablada en

el rostro y sosteniendo el cuchillo ante él en actitud defensiva. Leach, sin embargo,

no se inmutó a pesar de que la sangre de su herida caía sobre cubierta con la misma

generosidad que el agua de una fuente.

-Ya te cogeré, cocinero -dijo-, y sabrás quién soy yo. No quiero precipitarme, pero

cuando te coja procuraré que no tengas ese cuchillo.

Dicho esto se volvió, dirigiéndose a proa tranquilamente. Mugridge estaba lívido de

susto por lo que había hecho y por lo que debía esperar más pronto o más tarde del

hombre a quien había acuchillado. En cambio, su conducta para conmigo se hizo

más feroz que nunca. A despecho de su miedo y de lo que había de cobarde en su

hazaña, comprendía que aquello había sido para mí una lección práctica, y tornóse

más insolente y dominante. A la vista de la sangre que habia hecho brotar nació en

él un deseo rayano en la locura. Empezaba a ver rojo en cualquier dirección que

mirara. La psicología de ello, es, por desgracia, muy enmarañada, y con todo yo leía

los procesos de su mente con la misma claridad que en un libro impreso. Pasaron

varios días, durante los cuales el Ghost siguió avanzando impulsado por el

contraalisio, y en ellos juraría que la expresión de locura era cada vez mayor en los

ojos de Thomas Mugridge. Confieso que empecé a sentir miedo, mucho miedo. De

la mañana a la noche estaba afila que afila, y cuando probaba la aguda hoja, la mirada

de odio que me dirigía era verdaderamente de un carnívoro. Me daba miedo volverle

la espalda, y cuando salía de la cocina lo hacía caminando hacia atrás, con gran

regocijo de marineros y cazadores, que se reunían para presenciar mis salidas. La

situación era insoportable y había veces que temía perder la razón bajo aquel peso,

cosa nada extraña en un barco lleno de locos y brutos. Cada hora, cada minuto de mi

existencia, era un peligro. Yo era un alma angustiada, y sin embargo, no había de

popa a proa otra que experimentara simpatía suficiente para venir en mi ayuda. A

veces pensaba en abandonarme a la compasión de Wolf Larsen, pero la visión del

diablo burlón que desde sus ojos interrogaba la vida y despreciaba, me obligaba con

fuerza a refrenarme. Otras veces contemplaba el suicidio seriamente y necesitaba de

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todo el poder de mi filosofía optimista para apartarme de la borda en la oscuridad de

la noche.

En varias ocasiones, Wolf Larsen trataba de envolverme en alguna discusión, pero

yo le respondía con el mayor laconismo y le eludía. Finalmente, me ordenó que

volviera a ocupar mi sitio en la mesa de la cabina por algún tiempo y dejara que el

cocinero hiciese mi trabajo. Entonces le hablé francamente, diciéndole lo que

Thomas Mugridge me hacía sufrir a causa de los tres días de favoritismo que me

habían puesto en evidencia. Wolf Larsen me miró con ojos sonrientes.

-Por lo visto, tienes miedo, ¿eh? -dijo con desdén.

-Sí -contesté valiente y honradamente-, tengo miedo.

-Esto es lo que hacéis vosotros -exclamó casi enojado-. Os ponéis sentimentales con

la inmortalidad del alma y teméis a la muerte. A la vista de un cuchillo afilado y de

un cocinero cobarde, el apego a la vida se sobrepone a todas vuestras tonterías. En

ese caso, querido amigo, quieres vivir eternamente. Eres un dios, y a Dios no se le

mata. El cocinero no puede herirte. Estás seguro de resucitar. ¿Qué es lo que temes

entonces?

Tienes delante de ti una vida eterna, eres millonario en inmortalidad, y un millonario

cuya fortuna no puede perderse porque es tan imperecedera como las estrellas y tan

infinita como el espacio o el tiempo. Es imposible que pierdas tu capital. La

inmortalidad es una cosa sin principio ni fin. La eternidad, y aunque mueras ahora

aquí, volverás a la vida después en algún otro sitio. Es muy hermoso eso de librarse

de la carne para que el espíritu aprisionado en ella pueda tender sus alas y

remontarse. El cocinero no te puede perjudicar, únicamente puede empujarte hacia

el camino que debes hollar eternamente.

Y si ahora no quieres que te empujen todavía, ¿por qué no empujas tú al cocinero?

De acuerdo con tus ideas, él también debe ser un millonario en inmortalidad. Tú no

puedes arruinarle. Matándole no puedes disminuir la longitud de su vida, porque

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carece de principio y de fin. Está obligado a seguir viviendo dondequiera y

comoquiera que sea. Empújale, pues, clávale un cuchillo y deja su espíritu en

libertad. Actualmente se halla en una cárcel inmunda y le harías un señalado favor

derribando la puerta. ¿Y quién sabe? Es posible que de un cuerpo tan feo saliera para

volar a lo alto un espíritu hermoso. Dale el empujón y te ascenderé a su categoría, y

ten en cuenta que gana cuarenta y cinco dólares mensuales.

Bien claro se veía que no podía esperar ayuda ni protección de Wolf Larsen. Debía

resolver por mí mismo lo que hubiese de hacer, y con el valor que infunde el miedo

decidí combatir a Thomas Mugridge con sus propias armas. Pedí a Johansen una

afiladera. Louts, el timonel del bote, ya me había pedido en otras ocasiones leche

condensada y azúcar. El lazareto donde estaban almacenadas estas golosinas se

hallaba debajo del entarimado de la cabina.

Aceché la oportunidad y sustraje cinco botes de leche, y aquella noche, cuando Louis

hizo la guardia sobre cubierta, se los cambié por un puñal, tan delgado y de aspecto

tan cruel coma el cuchillo de cortar la verdura de Thomas Mugridge. Estaba

embotado y mohoso, pero Louis le sacó filo mientras yo daba vueltas a la piedra.

Aquella noche dormí más ruidosamente que de costumbre.

El día siguiente, después del desayuno, Thomas Mugridge empezó de nuevo a vaciar

el cuchillo; yo le observaba prudentemente, porque me hallaba arrodillado quitando

la ceniza de la cocina. Cuando volví, después de echarla al agua, estaba hablando

con Harrison, cuyo semblante honrado de hombre rústico dilataban el asombro y la

fascinación.

-Sí -iba diciendo Mugridge-, y total me condenaron a dos años en Reading. Pero eso

maldito lo que importa. El otro estaba bien muerto. Tenías que haberle visto. Le

clavé un cuchillo exactamente como éste, que se hundió en su cuerpo como si

hubiese sido de manteca. Chillaba como un condenado.

Miró hacia donde yo estaba para ver si me daba por aludido, y prosiguió

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-A pesar de sus chillidos, continué persiguiéndole. Le corté a tiras y él chillaba sin

parar. Una vez cogió el cuchillo con la mano y cerró los dedos, pero yo tiré de él y

le corté hasta el hueso. ¡Oh, puedes creer que era una visión terrible!

Una voz del segundo interrumpió la sangrienta narración, y Harrison se fue a proa.

Mugridge se sentó a la entrada de la cocina y siguió afilando el cuchillo. Yo quité la

pala del cajón del carbón y me senté encima tranquilamente y de cara a él. Me

favoreció con una larga mirada de odio. Con la misma calma, a pesar de que mí

corazón latía con violencia, saqué el puñal de Louis y conmencé a vaciarlo con la

piedra. Yo casi había esperado alguna manifestación por parte del cocinero, pero con

sorpresa mía no pareció darse cuenta de lo que yo estaba haciendo. Continuó

afilando el cuchillo, yo hice otro tanto, y durante dos horas estuvimos allí sentados

cara a cara y afila que afila, hasta que cundió la noticia y la mitad de la tripulación

se arremolinó a las puertas de la cocina para contemplar el espectáculo.

Estímulos y consejos se nos ofrecían espontáneamente, y Jock Horner, el cazador

tranquilo y callado que parecía incapaz de molestar a un ratón, me aconsejó que

dejara estar les costillas y arremetiera más abajo, por el abdomen, y diciendo al

mismo tiempo que torciera el cuchillo a la española. Leach, con el brazo vendado

bien a la vista, me suplicaba que le dejase algunos restos del cocinero para él, y Wolf

Lar- sen se detuvo un par de veces a la entrada de la toldina para observar

curiosamente lo que para él eran latidos de ese fermento que conocía como vida.

Y ahora puedo decir que en aquel momento la vida tenía para mí el mismo valor

sórdido; no había nade hermoso en ella, nada divino; únicamente dos cosas cobardes

que se agitaban, que afilaban acero sobre piedra, y otro grupo de cosas semovientes

que miraban. Tengo la seguridad de que la mitad de ellos estaban ansiosos de ver

derramarse nuestra sangre; hubiese sido una distracción, y no creo a ninguno de ellos

capaz de intervenir si nos hubiésemos enzarzado en una lucha a muerte.

Por otra parte, todo aquello era risible y pueril. Afila que afila. De todas las

situaciones aquélla era la más inconcebible. Nadie de los míos lo hubiese creído

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posible. Me habían llamado siempre el alfeñique de Van Weyden, y que el alfeñique

de Van Weyden fuese capaz de hacer aquello, era una revelación para mí, que no

sabía si alegrarme o avergonzarme.

Pero no ocurrió nada. Al cabo de dos horas Thomas Mugridge tiró el cuchillo y la

piedra y me tendió la mano.

-¿Por qué hemos de ofrecer un espectáculo a estos tipos? -preguntó-. No nos quieren

y se alegrarían mucho si nos vieran cortándonos los gaznates. Tú no eres malo,

Hump. Eres corajudo, como decís vosotros los yanquis, y eso me gusta. Ven y dame

la mano.

Con todo y ser yo tan cobarde, lo era él más aún. Yo había obtenido una victoria

señalada y me negué a ceder estrechando aquella mano detestable.

-Está bien -dijo sin orgullo-; tómala o déjala, no por eso has de agradarme menos -y

para desviar el rostro, se encaró ferozmente con los mirones-: ¡Fuera de las puertas

de mi cocina, grandísimos estropajos!

Esta orden fue corroborada por un caldero de agua humeante, a cuya vista los

marineros desaparecieron instantáneamente. Hasta cierto punto, esto fue una victoria

para Thomas Mugridge y permitió aceptar con más honra la derrota que yo le había

infligido, aunque, por supuesto, era demasiado discreto para proceder de idéntico

modo con los cazadores.

-Veo venir el fin del cocinero -oí que Smoke decía a Homer.

-Apuesto -replicó el otro- que Hump será desde ahora el amo de la cocina y el

cocinero perderá las agallas.

Mugridge lo oyó, y me dirigió una mirada rápida; pero yo no di muestra de haberme

enterado de la conversación. Yo no había imaginado que tuviera tanto

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alcance mi victoria y fuese tan completa, mas decidí no perder ninguna de las

ventajas obtenidas. Según transcurrían los días, se iba cumpliendo la profecía de

Smoke. El cocinero llegó a mostrarse más humilde y esclavizado conmigo que con

el propio Wolf Larsen. Ya no volví a llamarle señor, ni a lavar cacerolas grasientas,

ni a mondar patatas. No hacía más que mi trabajo cuándo y en la forma que tenía por

conveniente. Además, llevaba en la cadera el puñal enfundado al estilo de los

marineros, y con Thomas Mugridge me mantuve constantemente en una actitud

compuesta de arrogancia, insolencia y desprecio por partes iguales.

CAPITULO X

Mi intimidad con Wolf Larsen va en aumento, si es que pueden llamarse así las

relaciones que existen entre patrón y marinero, y mejor aún entre rey y bufón. Para

él no soy más que un juguete. Mi ocupación es entretenerle, y mientras le entretengo,

todo va bien, pero en cuanto empieza a aburrirse o tiene uno de esos ratos de humor

negro, quedo en seguida relegado desde la mesa de la cabina a la cocina, y al mismo

tiempo puedo llamarme dichoso si escapo con vida y el cuerpo intacto.

El aislamiento de este hombre se va apoderando lentamente de mí. No hay un solo

individuo a bordo que no le odie o le tema, ni hay ninguno a quien él no desprecie.

Parece consumirse con la tremenda fuerza que reside en él y que no parece haber

encontrado nunca adecuada expresión en los obras. Le pasa lo que probablemente le

ocurriría a Lucifer si este ángel rebelde estuviese confinado en una sociedad de

espíritus mezquinos a lo Tomlinson.

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Este aislamiento, que es ya bastante malo en sí, está agravado por la melancolía

original de la raza. Conociéndole a él, analizo los viejos mitos escandinavos con una

expresión más clara. Los salvajes de blanca epidermis y cabellera dorada que crearon

aquel terrible panteón eran de su misma fibra. La frivolidad de los alegres latinos le

es desconocida. Su risa tiene visos de ferocidad; pero se ríe muy raras veces porque

está triste con demasiada frecuencia. Su tristeza es tan profunda como los orígenes

de la raza- Es la herencia de la raza, la tristeza que hace a la raza poco imaginativa,

puritana y moral hasta el fanatismo, y que en su último entronque ha culminado en

la Iglesia reformada inglesa y míster Grundy.

Hay que señalar el hecho de que la principal manifestación de esta melancolía

original ha sido la religión en sus formas más desgarradoras; pero a Wolf Larsen le

son negadas las compensaciones de una religión así- Su materialismo brutal no lo

permite, de tal suerte, que cuando le acometen esos momentos negros no le queda

más remedio que ser diabólico- Si no fuese un hombre tan terrible, algunas veces le

compadecería, como por ejemplo hace tres semanas, cuando entré en su camarote

para llenar la botella de agua y me hallé de pronto con él. No me vio- Tenía la cara

oculta entre las manos y movía los hombros convulsivamente, como agitados por los

sollozos. Parecía atormentado por un dolor muy grande- Al alejarme sin hacer ruido,

oí cómo gemía: "¡Dios, Dios, Dios!"- No es que implorara a Dios, empleaba

únicamente esta palabra como expletivo, pero le salía del alma.

A la hora de comer pidió a los cazadores un remedio para el dolor de cabeza, y por

la tarde, siendo tan fuerte como era, daba vueltas por la cabina con paso inseguro y

medio ciego.

-En mi vida he estado enfermo, Hump -me dijo cuando le acompañaba a su

camarote-, ni he tenido nunca un dolor de cabeza, excepto durante el tiempo que

tardó en cicatrizarse un boquete de seis pulgadas que me abrió una barra del

cabrestante.

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Tres días duró este horrible dolor de cabeza, y sufrió como deben sufrir las fieras,

como parecía ser la costumbre de sufrir en el barco, sin quejas, ni simpatías,

absolutamente solo.

Aquella mañana, sin embargo, al entrar en su camarote para hacer la cama y poner

las cosas en orden, le hallé bien y trabajando de firme. Mesa y cama estaban cubiertas

de dibujos y cálculos- Sobre una hoja de papel transparente, con el compás y la

escuadra en la mano, estaba copiando una cosa que parecía una escala.

-!Hola, Hump! -me saludó alegremente-.. Estoy dándole los últimos toques- ¿quieres

ver mi obra? -Pero, ¿qué es eso? -pregunté.

-Una invención para ahorrar trabajo a los marineros, la navegación reducida a una

sencillez infantil -respondió en tono jovial-. Desde hoy un niño podrá mandar un

barco- Se acabaron los cálculos interminables. Todo lo que se necesita para conocer

instantáneamente la situación es una estrella en el firmamento en una noche oscura.

Mira, coloco esta escala transparente sobre este mapa sideral, haciéndola girar hacia

el polo Norte- En la escala he señalado los circuitos de altitud y las líneas de

posición- Todo lo que hago es colocarla sobre una estrella, hacer girar la escala hasta

que se halle frente a esas figuras del mapa de abajo, ¡y ya está! ¡Ya tenemos la

situación exacta del barco!

En su voz había una vibración de triunfo, y sus ojos, de un azul tan claro como el

mar de aquella mañana, centelleaban.

-Usted debe estar fuerte en matemáticas –dije-. ¿Dónde fue usted a la escuela?

-Por mi mala suerte, jamás he pisado ninguna -contestó- He tenido que aprender

solo- ¿Y por qué crees que he hecho esto? -me preguntó de pronto- ¿Con la esperanza

de dejar mis huellas en los arenales del tiempo? -se rió con una de sus horribles

carcajadas burlonas-. De ninguna manera; para patentarlo, para hacer dinero con

ello, para emborracharme toda la noche con ideas de egoísmo mientras los otros

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hombres trabajan. Ese es mi propósito; de modo que también he gozado

ejecutándolo.

-El goce de crear -murmuré yo.

-Me parece que es así como debía llamarse. Esto es otra forma de expresar el goce

de la vida en lo que tiene de vivo, el triunfo del movimiento sobre la materia, de lo

animado sobre lo inanimado, el orgullo del fermento porque es fermento y palpita.

Levanté las manos en un gesto desesperado de reproche a su materialismo inveterado

y continué haciendo la cama. El siguió copiando líneas y figuras sobre la escala

transparente. Era un trabajo que exigía el mayor cuidado y precisión, y no pude por

menos de admirar la manera con que atemperaba su fuerza a la finura y delicadeza

requeridas.

Cuando concluí de hacer la cama, me sorprendí al hallarme mirándole fascinado.

Realmente, era un verdadero tipo de belleza masculina, y nuevamente con la misma

extrañeza de siempre advertí en su semblante una total ausencia de vicio, perversidad

o corrupción. Tengo la convicción de que era la cara de un hombre incapaz de

cometer injusticias, y por este motivo debe entenderse que su rostro era el del

hombre que, o no hacía nada contrario a los dictados de su conciencia, o bien carecía

de ella; yo me inclino a la última suposición. Era un atavismo magnífico, un hombre

tan puramente primitivo, que era del tipo de los que vinieron al mundo antes del

desarrollo de la naturaleza moral. No era inmoral, sino amoral.

He dicho que su rostro era bello, de una belleza masculina. Era de líneas

pronunciadas, afeitado y tallado con la pureza y precisión de un camafeo. El mar y

el sol habían curtido la piel naturalmente blanca, dándole ese color bronceado que

revela los esfuerzos y las luchas, con lo cual añadía cosas a su belleza feroz. Los

labios eran llenos, y sin embargo, poseían la firmeza, casi diría la dureza,

característica de los labios finos. La forma de la boca, de la barba, de la mandíbula,

era igualmente firme o dura, lo mismo que la

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nariz, con toda la fuerza indomable del macho. Era la nariz de un ser nacido para

conquistador o caudillo, recordaba justamente el pico del águila. Podía haber sido

griega, como podía haber sido romana, sólo que para lo primero era un poco

demasiado sólida y para lo segundo era algo delicada, y mientras el conjunto del

rostro era la encarnación de la ferocidad y fuerza, la melancolía original que le

aquejaba parecía dilatar las líneas de la boca, de los ojos y de la frente, comuni-

cándole una grandeza y perfección que de otro modo no hubiese tenido.

Y así me sorprendí de pie, inmóvil y estudiándole. No puedo decir de qué manera

había llegado a interesarme aquel hombre. ¿Quién era? ¿Cómo hubiera podido ser?

Tenía toda la fuerza, toda la potencialidad, ¿por qué no era más que el oscuro patrón

de una goleta de caza, con una reputación de horrible brutalidad entre los cazadores?

Mi curiosidad estalló en un torrente de palabras.

-¿Cómo es que no ha hecho usted cosas grandes en el mundo? Con el poder que

tiene, hubiese llegado a cualquier altura; careciendo de conciencia e instinto moral,

hubiese dominado al mundo, le hubiese sometido a su voluntad, y no obstante, está

usted en la cumbre de la vida, donde comienzan el descenso y la muerte, arrastrando

una existencia oscura y sórdida, cazando animales marinos para satisfacción de la

vanidad femenina y su amor a los adornos, revelando un egoísmo, para usar sus

propias palabras, que podrá ser cualquier cosa, indudablemente, menos espléndida.

¿Por qué, con esta energía maravillosa, no ha hecho usted nada? Nada le detenía,

nada podía detenerle. ¿Quién ha tenido la culpa? ¿Le ha faltado ambición? ¿Cayó en

alguna tentación? ¿Qué le pasó, qué le pasó?

Levantó los ojos hacia mí al principio de mi exordio y me escuchó complacido hasta

que hube terminado, Y yo quedé frente a él sin aliento y consternado. Aguardó un

momento, como si no supiera por dónde empezar, y después dijo:

-Hump, ¿conoces la parábola del sembrador que salió a sembrar? Recordarás que

una parte de la semilla cayó en pedregales donde no había mucha tierra y nació luego

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porque no tenía profundidad la tierra; mas en saliendo el sol se quemó y secóse,

porque no tenía raíz. Y parte cayó en espinas y las espinas crecieron y la ahogaron.

-¿Y bien? -dije yo.

-¿Y bien? -repitió con cierta petulancia-. Yo era una de esas semillas.

Inclinó la cabeza sobre la escala y siguió copiando. Yo había dado fin a mi trabajo

y ya había abierto la puerta para marcharme, cuando me dijo:

-Hump, si echas una mirada sobre la costa occidental en el mapa de Noruega, verás

una entalladura llamada Romsdal Fiord. Yo nací cien millas más adentro de aquella

faja de agua, pero no soy noruego, soy danés. Mi padre y mi madre eran daneses, y

de cómo llegaron a aquel helado rincón de la costa occidental nada sé, nunca lo oí

decir. Aparte de eso, ya no hay ningún misterio. Mis padres eran gentes pobres e

ignorantes labradores del mar, que sembraban sus hijos sobre las olas, según

costumbre, desde tiempos inmemoriales. Eso es todo lo que hay que decir.

-Algo más habrá -objeté yo-. Esto es todavía muy oscuro para mí.

-¿Qué puedo contarte? -preguntó con un recrudecimiento de ferocidad-. ¿La pobreza

de mi infancia? ¿El régimen de pescado y de alimentos groseros? ¿Las salidas al mar

desde que pude sostenerme sobre las piernas? ¿Puedo hablarte de mis hermanos, que

se ausentaron y no regresaron jamás? ¿De mí, que sin saber leer ni escribir era a la

edad madura de diez años grumete en los barcos costeros de mi antigua patria? ¿De

la mala vida y peores costumbres en que los puntapíés y los puñetazos eran la cama

y el almuerzo y sustituían a las palabras, y el miedo, el odio y el dolor eran las únicas

experiencias de mi alma? No lo quiero recordar. Aun ahora, cuando pienso en ello,

parece que la locura se apodera de mi cerebro. Hubo capitanes de barcos a quienes

hubiese querido volver a encontrar para matarles cuando fui un hombre, sólo que

entonces mi vida ya se desarrollaba en otras partes. Volví por allí no hace mucho,

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pero desgraciadamente habían muerto los capitanes, excepto uno que había sido se-

gundo en los viejos tiempos, patrón cuando lo encontré, y cuando lo dejé, baldado

para el resto de sus días.

-Pero usted, que ha leído a Spencer y Darwin sin haber pisado nunca una escuela,

¿cómo aprendió a leer y escribir? pregunté.

-Sirviendo en la marina mercante inglesa. A los doce años era grumete, a los catorce

paje de escoba, marinero ordinario a los dieciséis, marinero distinguido y cocinero

en el castillo de proa a los diecisiete, con una ambición y un aislamiento infinitos, lo

aprendí todo solo: la navegación, las matemáticas, la ciencia, la literatura y todo lo

demás. ¿Y de qué me ha servido eso? Soy dueño y señor de un barco en la cumbre

de la vida, como dices tú, cuando empiezo a decaer y a morir. Poca cosa, ¿verdad?

Y cuando salió el sol me quemé, y como no tenía raíz, me sequé.

-Pero la Historia habla de esclavos que llegaron a vestir la púrpura -le reprendí.

-Y la Historia habla de las oportunidades que tuvieron los esclavos que llegaron a

vestir la púrpura -respondió, ceñudo-. Ningún hombre crea las oportunidades. Todos

los grandes hombres de todos los tiempos supieron aprovecharlas cuando les salieron

al encuentro. El Corso lo supo. Yo he soñado cosas tan grandes como el Corso. Yo

hubiese conocido y apreciado la oportunidad, pero no se ha presentado nunca. Las

espinas subieron sobre mí, me ahogaron y no di

fruto. Y te aseguro, Hump, que sabes más acerca de mí que ningún ser viviente,

excepto mi propio hermano.

-¿Y él qué es? ¿dónde está?

-Es patrón del vapor de caza Macedonia -respondió-. Probablemente le

encontraremos en la costa del Japón. Los hombres le llaman Death2 Larsen.

2 Death: muerte.

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-¡Death Larsen! -exclamé involuntariamente-. ¿Se parece a usted?

-Apenas. Es un pedazo de animal sin ninguna inteligencia. Tiene toda mi, mi...

-Brutalidad -sugerí.

-Sí, gracias por la palabra, toda mi brutalidad, pero casi no sabe leer ni escribir.

-¿Y él no ha filosofado nunca sobre la vida? -añadí.

-No -respondió Wolf Larsen con un indescriptible tono de tristeza-. Y es mucho más

feliz sin preocuparse de ello. Tiene demasiado trabajo para pensar en estas cosas. Mi

falta ha consistido en haber abierto los libros.

CAPITULO XI

El Ghost ha alcanzado el punto más meridional del arco que describe a través del

Pacífico, y ya empieza a seguir la ruta hacia el Norte y Oeste, en dirección de alguna

isla solitaria, donde, según se murmura, llenará las pipas de agua antes de emprender

la temporada de la caza a lo largo de la costa del Japón. Los cazadores se han

entrenado con los rifles y las escopetas hasta quedar satisfechos, y los remeros y

timoneles han hecho las cebaderas, han envuelto los remos y las chumaceras con

cuero y cuerda trenzada, a fin de no hacer ruido cuando se aproximen a las focas y

han colocado los botes en orden de pastel de manzanas, según una frase familiar de

Leach.

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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Ahora ya tiene el brazo perfectamente curado, pero la cicatriz le durará toda la vida.

Thomas Mugridge vive con un recelo constante y tiene miedo de aventurarse sobre

cubierta después de anochecido. En el castillo de proa hay dos o tres riñas

permanentes. Louis me cuenta que alguien lleva a popa las charlas de los marineros

y que dos de los soplones han recibido una tremenda paliza de sus compañeros.

Mueve la cabeza con aire pesimista por la vigilancia de que es objeto el marinero

Johnson, que es remero en su mismo bote. Johnson es culpable de haber expuesto su

parecer con excesiva franqueza y ha disputado dos o tres veces con Wolf Larsen por

la pronunciación de su nombre. La otra noche apaleó a Johansen en la cubierta

central, y desde entonces el segundo le ha llamado por su verdadero nombre y está

fuera de duda que Johansen sacudirá también a Wolf Larsen.

Louis me ha completado al propio tiempo la información acerca de Death Larsen,

que se ajusta a la breve descripción del capitán. Esperamos encontrar a Death Larsen

en las costas del Japón. "Y siempre están dispuestos a pelearse -profetizó Louis-,

porque se odian mutuamente como lobeznos que son". Death Larsen manda el único

vapor dedicado a la pesca de focas que hay en la flota, el Macedonia, el cual lleva

catorce botes, mientras las demás goletas no llevan sino seis. Hay extraños rumores

de un cañón a bordo y se le atribuyen expediciones misteriosas, desde el contrabando

de opio en los Estados y el contrabando de armas en China, hasta el tráfico de negros

y la piratería manifiesta. Y sin embargo, me es imposible no creerle, porque jamás

le he sorprendido ninguna mentira y posee además unos conocimientos enciclopé-

dicos de la caza de focas y de los hombres de las flotas de dichos barcos.

Lo mismo que a proa y en la cocina, ocurre en la bodega y a popa, en este verdadero

barco del infierno. Los hombres riñen y luchan a muerte como fieras. Los cazadores

esperan de un momento a otro que se rompan las hostilidades entre Smoke y

Henderson, que no han olvidado la antigua contienda; mientras tanto, Wolf Larsen

dice positivamente que matará al superviviente del negocio, si es que el tal negocio

se ventila. Asegura francamente que al adoptar esta actitud no lo hace basándose en

principios de moralidad, porque por él podrían matarse todos los cazadores si no

necesitara que viviesen para la caza. Si se contienen únicamente hasta que termine

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la temporada, les promete un magnifico Carnaval, y cuando se puedan ajustar todos

los resentimientos, los que sobrevivan podrán echar por la borda a los otros y arreglar

la historia como si los hombres que falten se hubiesen perdido en el mar. Yo creo

que hasta los cazadores están aterrados de su sangre fría. Con todo, y ser hombres

tan perversos, es indudable que le tienen mucho miedo.

A Thomas Mugridge le tengo subyugado como a un perro, mientras yo sigo

temiéndole en secreto. Su valor se lo inspira el miedo (una cosa extraña que yo co-

nozco bien), y en cualquier momento puede dominarle el temor y empujarle a

quitarme la vida. Mi rodilla está mucho mejor, aunque a veces me duele durante

largos períodos, y el envaramiento del brazo que Wolf Larsen me estrujó va cediendo

gradualmente. Por otra parte, mi salud es espléndida, mis músculos aumentan en

tamaño y en dureza, pero mis manos constituyen un espectáculo doloroso. Están

enrojecidas y llenas de padrastros, en tanto que las uñas están rotas y descoloridas y

las puntas de los dedos parecen tomar la forma de un hongo. Además, me salen

diviesos, debido probablemente al régimen alimenticio, pues hasta ahora jamás

había sufrido tales molestias.

Hace un par de tardes me llamó la atención ver a Wolf Larsen leyendo la Biblia, de

la cual, después de las rápidas pesquisas hechas el principio del viaje, se encontró

un ejemplar en el cajón del camarote del ayudante muerto. Yo me preguntaba qué

frutos sacaría Wolf Larsen de ella. Y me leyó en voz alta el Eclesiastés. Al leer, me

imaginaba que exponía sus propios pensamientos, y su voz resonante, triste y

profunda en la reducida cabina me embelesó y retuvo. El podrá carecer de educación,

pero es lo cierto que sabe expresar el significado de la palabra escrita. Paréceme que

le estoy oyendo, como le oiré siempre, vibrando en su voz, al leer, la melancolía

original.

"Reuní también plata y oro, y el tesoro preciado de reyes y de provincias; híceme de

cantores y cantoras y los deleites de los hijos de los hombres, instrumentos músicos

y de todas suertes.

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"Y fui engrandeciendo y aumentando más que todos los que fueron antes de mí en

Jerusalén; a más de esto, perseveró conmigo mi sabiduría.

"Miré luego todas las obras que habían hecho mis manos y el trabajo que tomé para

hacerlas, y he aquí todo vanidad y aflicción, y no hay provecho debajo del sol.

"Todo acontece de la misma manera a todos: un mismo suceso ocurre al justo y al

impío; al bueno y al limpio y al no limpio; al que sacrifica y al que no sacrifica;

como el bueno, así el que peca; el que jura como el que teme juramento.

"Este mal hay entre todo lo que se hace debajo del sol, que todos tengan un mismo

suceso y también que el corazón de los hijos de los hombres esté lleno de mal y de

enloquecimiento durante toda su vida y después a los muertos.

"Aún hay esperanza para todo el que está entre los vivos; porque mejor es perro vivo

que león muerto.

"Porque los vivos saben que han de morir; mas los muertos nada saben ni tienen más

paga; porque su me moría es puesta en olvido.

"También su amor, y su odio y su envidia fenecieron ya, ni tiene ya más parte en el

siglo, en todo lo que se hace debajo del sol."

-Aquí lo tienes, Hump -dijo cerrando el libro sobre el dedo y encarándose conmigo-

. El Predicador que reinaba sobre Israel, en Jerusalén, pensaba como yo-. Me llamas

pesimista-- ¿Acaso su pesimismo no es de los más negros? Todo es vanidad y

aflicción de espíritu. No hay provecho debajo del sol. Un mismo suceso ocurre a

todos, al loco y a sabio, al limpio, al pecador y al santo, y este suceso es la suerte,

una cosa mala según él. Pues el Predicador amaba la vida y no quería morir, cuando

dijo: "Porque mejor es perro vivo que león muerto"-- Prefería la vanidad y la

aflicción, al silencio y la inmovilidad de la sepultura. Y yo también-- El moverse es

egoísmo, pero el no moverse, ser como el barro y la roca, es una visión repugnante.

Repugna a la vida que hay en mí, cuya verdadera esencia es el movimiento, el poder

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del movimiento y la conciencia del poder del movimiento. La vida en sí no satisface,

pero el mirar de frente a la muerte, satisface menos aún.

-Usted está peor que Ornar -dije-. El, al menos, tras la inevitable agonía de la

juventud, halló contento y convirtió su materialismo en una cosa alegre.

-¿Quién fue Omar? -preguntó Wolf Larsen, y aquel día ya no trabajé más, ni el

siguiente, ni el otro.

En todas sus lecturas, al azar no había tropezado nunca con el Rubayat, y esto fue

para él como el hallazgo de un tesoro. Probablemente recordaría yo casi dos tercios

de las cuartetas, y pude, sin dificultad, ir sacando las restantes. Durante horas

discutíamos sobre una sola estancia, y hallé que leía en ellas con un lamento de dolor

y rebelión, que yo mismo no podía descubrir.

Es probable que yo recitara con ese tono alegre que es natural en mí, porque él, que

tenía buena memoria, a la segunda vez de oírlas y muy a menudo a la primera se

apropiaba la cuarteta. Recitaba las mismos líneas y las' investía de una inquietud y

protesta apasionadas que casi convencía.

Yo tenía interés por saber qué cuarteta le gustaría, y no me sorprendí cuando cayó

sobre una nacida en un instante de irritabilidad y que contrastaba totalmente con la

filosofía complaciente del persa y con aquel código genial de vida:

¿Que, sin preguntar de dónde, se precipita hacia acá,

y sin preguntar adónde se precipita hacia allá?

¡Oh, cuántas Copas de este Vino prohibido

habrán de ahogar el recuerdo de aquella insolencia!

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-¡Grandioso -exclamó Wolf Larsen-, grandioso! He ahí la expresión. ¡La Indolencia¡

No podía haber empleado una palabra mejor.

En vano objeté y contradije. Me inundó, me abrumó con argumentos.

-Ser de otra manera es contrario a la naturaleza de la vida. La vida, cuando

comprenda que se acerca su fin, se revelará siempre. Es inevitable. El Predicador

halló que la vida y las obras de la vida eran todo vanidad, aflicción y maldad. A

través de todos los capítulos se le ve atormentado por el mismo suceso que acontece

a todos. Y Omar también, y yo y tú, hasta tú, porque tú te rebelaste contra la muerte

cuando el cocinero afilaba un cuchillo para ti. Te asustaba morir; la vida que hay en

ti, que te corresponde, que es más grande que tú, no quería morir-- Tú has hablado

del instinto de la inmortalidad. Yo hablo del instinto de la vida, el cual, cuando la

muerte aparece próxima e inminente, vence al instinto de la inmortalidad. El venció

al otro en ti, no puedes negarlo, porque un débil cocinero afilaba un cuchillo. Y aún

ahora le temes, me temes a mí, imposible negarlo. Si yo te cogiera así por la garganta

-me puso la mano en la garganta, impidiéndome respirar y comenzara a oprimir hasta

arrancarte la vida, así, así, tu instinto de inmortalidad no se dejaría ver y tu instinto

de vida, que ansía vivir, se agitaría y tú lucharías por librarte, ¿eh? Veo en tus ojos

el horror a la muerte. Mueves los brazos en el aire, empleas tus escasas fuerzas para

luchar por la vida. Me aprietas el brazo con la mano, siento como si una mariposa se

hubiese posado en él, se levanta tu pecho, sacas la lengua, la piel se te vuelve cárdena

y la mirada es vacilante. ¡Vivir, vivir, vivir! estás gritando y pides vivir aquí y ahora,

no en el porvenir. Dudas de tu inmortalidad, ¿eh? ¡Ah, ah! No estás seguro de ella.

No quieres arriesgarte, sólo tienes la certeza de la realidad de esta vida. ¡Ah, se va

oscureciendo, oscureciendo! Son las sombras de la muerte, dejar de ser, dejar de

sentir, cesar de moverte eso es lo que se condensa a tu alrededor, descendiendo sobre

ti y envolviéndote. Los ojos se inmovilizan, se ponen vidriosos, mi voz suena débil

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y lejana, no puedes verme la cara y todavía luchas bajo mi presión. Agitas las pier-

nas, el cuerpo se retuerce como el de una serpiente, el pecho se levanta en un

esfuerzo supremo. ¡Vivir, vivir, vivir!...

Ya no oí más. La conciencia había desaparecido en la oscuridad que tan gráficamente

había descrito, y cuando recobré los sentidos halléme tendido en el suelo, y él,

fumando un cigarro, me observaba atentamente con aquel destello de curiosidad tan

familiar en sus ojos.

-Qué, ¿te he convencido? -preguntóme-. Bebe un sorbo de esto. Quiero hacerte

algunas preguntas.

Desde el suelo negué con la cabeza.

-Los argumentos son demasiado -contundentes -conseguí articular a costa de

grandes esfuerzos de mi garganta dolorida.

-De aquí a media hora estarás bien -me aseguró-, y te prometo no usar nunca más

ninguna demostración física. Ahora levántate, puedes sentarte en una silla.

Y como un juguete que era para aquel monstruo, tuve que reanudar la discusión

sobre Omar y el Predicador, continuando con ello hasta medianoche.

CAPITULO XLI

Las últimas veinticuatro horas han sido testigos de una orgía de brutalidad. Desde la

cabina al castillo de proa ha estallado como una epidemia. Apenas sé por dónde

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empezar. En realidad, la causa de todo ello fue Wolf Larsen. Las relaciones entre los

hombres, que estaban ya muy tirantes, llegaron, debido a las continuas disputas, riñas

y odios, a una condición de equilibrio inestable y las malas pasiones se inflamaron

como una pradera de heno en la cual hubiese prendido una chispa.

Thomas Mugridge es una serpiente, un espía, un delator. Ha intentado captarse la

benevolencia y reintegrarse al favor del capitán llevándole soplos de los hombres de

proa. No me cabe duda de que fue él quien contó a Wolf Larsen algunas de las frases

violentas de Johnson. Al parecer, Johnson compró un equipo de impermeables en el

bazar del barco y advirtió que era de ínfima calidad, y, ni corto ni perezoso, lo

manifestó así. Este bazar en miniatura lo llevan todos los barcos cazadores y contiene

los artículos peculiares a las necesidades de los marineros. Lo que éstos compran se

les descuenta de las ganancias subsiguientes del conjunto de la expedición, porque -

y esto sucede igualmente con los cazadores- los remeros y los timoneles, en lugar de

salario, reciben una cantidad correspondiente a un tanto por cada pieza cobrada en

su bote particular.

Pero yo no sabía nada de las reclamaciones de Johnson en el bazar, y por tanto lo

que presencié me produjo mayor sorpresa aún. Acababa de barrer la cabina, y Wolf

Larsen se había engatusado en una discusión sobre Hamlet, su carácter

shakesperiano favorito, cuando Johansen bajó la escalera seguido de Johnson. El

último se quitó la gorra, según la costumbre de los marineros, y permaneció

respetuosamente de pie en el centro de la cabina, siguiendo triste y disgustado los

balanceos de la goleta y mirando de frente al capitán.

-Cierra la puerta y corre el cerrojo -me dijo Wolf Larsen.

Mientras obedecía percibí un brillo inquieto en los ojos de Johnson, pero ni soñaba

siquiera cuál pudiera ser su causa. No imaginé lo que iba a suceder hasta que ocurrió;

pero él sabía desde el principio lo que sucedería y lo esperaba valientemente. En su

acción hallé la refutación completa de todo el materialismo de Wolf Larsen. Al

marinero Johnson le sostenían sus ideas, sus principios, la verdad y la sinceridad.

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Tenía razón, sabía que la tenía, y nada le atemorizaba. De ser preciso, hubiese dado

su vida por la razón, hubiese sido fiel a sí mismo, sincero con su alma, y esto

representaba la victoria del espíritu sobre la carne, la indomable grandeza moral del

alma, que no conoce restricciones y se eleva por encima del tiempo, del espacio y

de la materia, con seguridad invencible, hija de la eternidad y de la inmortalidad.

Pero volvamos al asunto. Percibí en los ojos de Johnson un brillo inquieto, y lo

interpreté, equivocadamente, como timidez y embarazo naturales en él. El segundo,

Johansen, estaba a su lado a distancia de varios pies, y frente a él, a tres yardas se

hallaba Wolf Larsen sentado en una de las sillas giratorias de la cabina. Cuando

estuvo cerrada la puerta y corrido el cerrojo hubo un silencio significativo que debió

durar más de un minuto. Wolf Larsen lo rompió.

-Yonson -empezó.

-Mi nombre es Johnson, señor -corrigió el marinero audazmente.

-Bueno, pues, Johnson, maldito seas! ¿Adivinas por qué te he mandado llamar?

-Sí y no, señor -respondió lentamente-. Yo cumplo con mi obligación. El segundo

lo sabe y usted también, señor. Así, que no puede haber ninguna queja.

-¿Y es eso todo? -preguntó Wolf Larsen con voz suave y lenta como un runruneo.

-Yo sé que usted me tiene ojeriza -continuó Johnson, con su pesada e inalterable

lentitud-. Usted no me quiere, usted..., usted...

-Sigue -le incitó Wolf Larsen-. No tengas miedo de mis sentimientos.

-No tengo miedo -replicó el marinero, y la cólera asomó ligeramente a sus mejillas

atezadas-. Si no hablo de prisa es porque hace poco tiempo que he salido de mi

patria. Usted no me quiere porque soy demasiado hombre, ese es el motivo, señor.

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-Eres demasiado hombre para la disciplina del barco si es eso lo que quieres dar a

entender y comprendes lo que yo quiero decir -repuso Wolf Larsen.

-Conozco el inglés y sé lo que quiere usted decir, señor -respondió Johnson, y su

rubor se hizo más pronunciado al mencionar su conocimiento del inglés.

-Johnson -dijo Wolf Larsen, como queriendo descargar el asunto principal de lo que

acababa de decir a guisa de introducción-, según tengo entendido, no estás satisfecho

con esos impermeables.

-No, señor. No son buenos, señor.

-Y tú debiste no hablar acerca de ello.

-Yo digo lo que pienso, señor -contestó el marinero atrevidamente, y al propio

tiempo sin abandonar la cortesía del barco, que exigía a cada frase la coletilla

"señor".

En este momento dirigí por casualidad mi vista hacia Johansen. Cerraba y abría sus

enormes puños, y su rostro era verdaderamente diabólico, con tal fuerza se mostraba

la malignidad con que miraba a Johnson. Aunque apenas era perceptible, distinguí

una sombra en la mejilla de Johansen, como señal del vapuleo que unas noches antes

le había dado el marinero. Entonces empecé a vislumbrar que se iba a decretar algo

terrible, pero sin poder imaginar qué seria.

-¿Sabes qué les espera a los hombres que dicen de mi bazar y de mí lo que tú has

hecho? -preguntó Wolf Larsen.

-Lo sé, señor -respondió.

-¿Qué? -volvió a preguntar Wolf Larsen, incisivo y dominador.

-Lo que usted y el segundo quieren hacer conmigo, señor.

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-Mírale, Hump -díjose Wolf Larsen-, mira este montón de barro animado, esta

porción de materia que se mueve, y respira, y me desafía y cree firmemente que está

compuesto de algo bueno, que está penetrado de ciertas ficciones humanas, tales

como justicia y honradez, y que quiere mantenerse en ellas a despecho de todas las

amenazas y molestias personales. ¿Qué piensas de él, Hump, qué piensas de él?

-Pienso que es mejor que usted -respondí, impulsado, sin saber cómo, por un deseo

de atraer sobre mí parte de la cólera que estaba a punto de estallar sobre su cabeza-.

Las ficciones humanas, como pretende usted llamarles, constituyen su nobleza y su

fuerza. Usted no tiene ficciones, ni sueños, ni ideales; usted es un pobre.

Movió la cabeza con un placer salvaje.

-Completamente cierto, Hump, completamente cierto.. Yo no tengo ficciones para

parecer noble y fuerte. "Mejor es perro vivo que león muerto", digo yo con el

Predicador. Mi única doctrina es la doctrina de la conveniencia, que es la que hace

sobrevivir. Esta porción de fermento que llamamos Johnson, cuando no sea fermento

y solamente polvo y ceniza, no tendrá más nobleza que el polvo y la ceniza, mientras

que yo seguiré viviendo y tronando. -¿Tú sabes lo que voy a hacer? -preguntó.

Yo negué con la cabeza.

-Pues voy a ejercer la prerrogativa de tronar y demostrarte cómo le va a la nobleza.

Fíjate.

Estaba a tres yardas de distancia de Johnson y sentado (¡nueve pies!), y no obstante

se levantó de la silla de un salto a fondo sin antes ponerse de pie. Dejó la silla

exactamente en la misma posición en que estaba, saltando desde el asiento como una

fiera, como un tigre, y como un tigre cubrió el espacio que les separaba. Johnson

trató en vano de esquivar aquella avalancha de furor. Bajó un brazo para proteger el

estómago y levantó el otro defendiendo la cabeza; pero el puño de Wolf Larsen se

dirigió al pecho, pasando entre ambos en un choque violento y ruidoso. El aliento de

Johnson, expelido de pronto, salió en seco de su boca, con la espiración forzada de

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un hombre al manejar el hacha. Casi cayó de espaldas, y se balanceó de un lado a

otro en sus esfuerzos por recobrar el equilibrio.

Me es imposible dar detalles de la escena que siguió. Era demasiado repugnante.

Aún ahora, el recordarla, me produce náuseas. Johnson peleó denodadamente, pero

no era un contrincante para Wolf Larsen, y mucho menos para Wolf Larsen y el

segundo. Aquello fue horrible. Yo no había imaginado nunca que un ser humano

pudiese aguantar tanto, y más aún vivir y resistir, porque Johnson resistió; por

supuesto que no había la más ligera esperanza para él, y lo sabía tan bien como yo,

pero como era un hombre, no cesaría de luchar por su virilidad.

Aquello era demasiado para que yo lo presenciara. Sentía que iba a perder la razón,

y corrí hacia la escalera para abrir las puertas y huir a la cubierta Mas Wolf Larsen,

dejando a su victima por un momento y con uno de sus saltos formidables, me

alcanzó y me tiró al rincón más lejano de la cabina.

-El fenómeno de la vida, Hump -dijo acorralándome-. No te muevas y observa.

Podrás recoger datos sobre la inmortalidad del alma. Además, tú sabes que no

podemos perjudicar el alma de Johnson. Sólo destruiremos la forma perecedera.

Es posible que la paliza no durara más de diez minutos, pero a mí me parecieron

centurias. Wolf Larsen y Johansen arremetieron contra el pobre muchacho, le

golpeaban con los puños, le pateaban con los zapatos, le derribaron y volvieron a

levantarle para derribarle nuevo. Tenía los ojos velados, de manera que no podía ver;

la sangre que manaba de sus orejas, nariz y boca convirtieron la cabina en un

matadero, y cuando ya no pudo levantarse continuaron pegándole y pateándole en el

sitio en que cayera.

-Basta, Johansen, basta ya -dijo Wolf Larsen al fin. El bestia del piloto, estaba tan

desenfrenado que Wolf Larsen se vio obligado a darle un empujón con el brazo, al

parecer ligero, pero que le tumbó de espaldas como un corcho, haciendo chocar su

cabeza ruidosamente contra la pared. Cayó de momento al suelo medio aturdido,

respirando con dificultad y parpadeando de una manera estúpida.

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-Anda, abre la puerta, Hump -me ordenó.

Obedecí, y los brutos levantaron el cuerpo inanimado como si hubiese sido un saco

de escombros, lo lanzaron por la escalera, a través de la puerta poco elevada, sobre

la cubierta. De la nariz le salía a borbotones la sangre, formando un río escarlata a

los pies del timonel, que precisamente era Louis, su compañero de bote. Pero Louis

movió el volante y fijó imperturbable la mirada en la bitácora.

La actitud de George Leach, el antiguo grumete, fue muy otra. En todo el barco no

hubiera podido ocurrir nada que nos sorprendiera tanto como lo hizo su conducta.

El fue quien subió a popa sin que nadie se lo mandara y arrastró a Johnson a proa,

donde procedió a curarle las heridas lo mejor que pudo y a aliviarle. A Johnson no

había manera de reconocerle, y no solamente esto, sino que sus facciones estaban

tan desfiguradas que habían perdido su aspecto humano, tanto es lo que se habían

amoratado e hinchado durante los pocos minutos transcurridos entre el comienzo de

la paliza y el momento de ser arrastrado su cuerpo a proa.

Yo había subido a cubierta a respirar un poco de aire fresco y tratar de calmar mis

nervios sobreexcita dos. Wolf Larsen estaba fumando un cigarro y examinando la

corredera que el Ghost arrastraba usualmente a popa, y que ahora se había halado

con algún propósito. De pronto llegó a mis oídos la voz de Leach. Era ronca y dura

por la cólera que le dominaba. Volvíme, y le vi justamente de pie bajo la toldilla,

junto a la puerta de babor de la cocina. Estaba pálido y convulso, echaba chispas por

los ojos y tendía hacia arriba los crispados puños.

-¡Que Dios maldiga tu alma y la envíe al infierno, Wolf Larsen! ¡Aun el infierno es

demasiado bueno para ti, cobarde, asesino, cerdo! -fue el principio de la salutación.

Yo me quedé como herido por el rayo, esperando su inmediato aniquilamiento. Pero

no fue éste el deseo de Wolf Larsen, porque se dirigió lentamente a la entrada de la

toldilla, y con el codo apoyado en el ángulo de la cabina, miró pensativo y curioso

al excitado muchacho.

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Y el muchacho acusó a Wolf Larsen como nadie le había acusado hasta entonces.

Los marineros, que formaban un grupo atemorizado junto al castillo de proa,

observaban y escuchaban. Los cazadores salieron en tropel de la bodega, pero

cuando Leach prosiguió sus invectivas, desapareció la alegría de sus semblantes. Sin

embargo, estaban asustados, no por las terribles palabras del muchacho, sino por su

terrible audacia. Parecía imposible que ningún ser pudiese provocar de aquel modo

a Wolf Larsen en sus propias narices. De mí sé decir que estaba lleno de admiración

por el muchacho y que en él veía cómo la espléndida inmortalidad inviolable se hacía

superior a la carne y a los temores de la carne y cómo con cuánta razón los profetas

de la antigüedad condenaban la injusticia.

¡Y qué manera de condenar! Expuso al desprecio de los hombres el alma de Wolf

Larsen. Llamó sobro ella las maldiciones de Dios y del cielo y la fustigó con tan

atroces invectivas que recordaban las excomuniones de la Iglesia católica en la Edad

Media. Recorrió toda la gama de los insultos, elevándose a unas alturas de ira

sublime y casi divina y descendiendo desde el puro agotamiento al ultraje más vil e

indecente.

Su furor era casi locura. Tenía los labios cubiertos de espuma y a veces se ahogaba

y hablaba a borbotones, acabando por no poder ni articular. Y a todo esto, Wolf

Larsen, impasible y tranquilo, apoyado en el codo y mirando hacia abajo, parecía

invadido por una grave curiosidad. Esta feroz agitación del fermento vivo, esta

terrible rebelión y desafío a la materia que se mueve, le interesaban y le dejaban

perplejo.

A cada momento, y conmigo todos los demás, creía verle saltar sobre el muchacho

y destrozarle, pero no estaba de talante para ello. Se le terminó el cigarro y continuó

mirándole en silencio y con curiosidad.

Leach había llegado al paroxismo de su rabia impotente.

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-¡Cerdo, cerdo, cerdo! -iba repitiendo con toda a fuerza de sus pulmones-. ¿Por qué

no bajas y me matas, asesino? Puedes hacerlo. Yo no tengo miedo. No hay nadie

para impedirlo. ¡Prefiero mil veces morir y perderte de vista, que seguir viviendo

entre tus garras! ¡Ven, cobarde, mátame, mátame!

Al llegar a este punto, el alma errante de Thomas Mugridge le volvió a la realidad.

Había estado escuchando a la puerta de la cocina pero ahora salió ostensiblemente

para echar por la borda algunos residuos, aunque bien claro se veía que era para

presenciar la muerte que estaba seguro había de tener lugar. Dirigió una sonrisa

rastrera al rostro de Wolf Larsen, quien pareció no fijarse en él. Pero el cocinero era

descocado, aunque mejor podría llamársele insensato, verdaderamente insensato.

-¡Qué debilidad! ¡Parece mentira!

El furor de Leach dejó de ser impotente. Al menos ahora había algo a mano, y por

segunda vez, después de la puñalada, aparecía el cocinero sin el cuchillo sobre

cubierta. Apenas había concluido de pronunciar las palabras, cuando fue derribado

por Leach. Tres veces trató de levantarse, esforzándose por llegar a la cocina, y otras

tantas volvió a ser derribado.

-¡Oh, señor! -gritaba-. ¡Socorro, socorro! ¡Apártalo, ¿quieres? Apártalo.

Los cazadores rieron, sintiendo un gran alivio. La tragedia se había disipado y

comenzaba la farsa. Ahora los marineros se arremolinaron a popa, con todo descaro,

haciendo muecas para ver zurrar al odiado cocinero, y hasta yo experimenté un gran

placer en mi interior. Confieso que gocé mucho con la paliza que Leach estaba

propinando a Thomas Mugridge, a pesar de ser casi tan terrible como la que Johnson

había recibido por su culpa. La expresión del rostro de Wolf Larsen no se alteró para

nada, ni siquiera cambió de postura, pero continuó mirando hacia abajo con gran

curiosidad. No obstante su impertinente seguridad, parecía como si observara el

fuego y el movimiento de la vida con la esperanza de descubrir algo más acerca de

ella, de hallar en sus desesperadas contorsiones algo que hasta entonces se le hubiese

escapado, de encontrar la clave del misterio que pudiera aclararlo todo.

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¡Pero qué paliza! Era casi igual a la que había presenciado yo en la cabina. El

cocinero trataba en vano de protegerse contra la furia del muchacho y con iguales

resultados intentaba ganar el refugio de la cabina. Cuando caía derribado, rodaba y

se arrastraba en aquella dirección, pero los golpes seguían a los golpes con rapidez

aterradora. El muchacho le arreaba como si fuera un rehilete, hasta que al fin, al

igual que Johnson, recibió tantos golpes y patadas que quedó medio muerto sobre la

cubierta. No intervino nadie absolutamente; Leach pudo haberle muerto; pero

habiendo llegado, al parecer, la medida de su venganza, se alejó del enemigo, que

estaba llorando y gimoteando como un cachorrillo, y se dirigió a proa.

Pero estos dos asuntos no fueron sino los acontecimientos iniciales del programa del

día. Por la tarde, Smoke y Henderson dieron en cruzarse de palabras, y de la bodega

llegó una descarga seguida de una carrera precipitada de los otros cuatro cazadores.

Una columna de humo espeso y acre, el que produce siempre la pólvora negra, subía

de la escalera, y por ella bajó de un salto Wolf. Larsen. Hasta nuestros oídos llegó el

ruido de los golpes y de la pelea. Los dos hombres estaban heridos y ambos eran

golpeados por el capitán por haber desobedecido sus órdenes y haberse inutilizado

antes de la estación de la caza. En efecto, estaban malheridos, y después de haberles

golpeado, se dispuso a operarles por un procedimiento quirúrgico brutal y a

vendarles las heridas. Yo hacía de practicante, mientras él sondaba y lavaba los

agujeros producidos por las balas, y vi a los dos hombres soportar esta cirugía

cruenta sin anestésicos de ninguna clase y sin otra cosa para reanimarles que un gran

vaso de whisky.

Luego, durante la primera guardia, los disturbios llegaron a lo más álgido en el

castillo de proa. Sirvieron de pretexto los chismes y soplos que habían sido la causa

de la paliza de Johnson, y por el ruido que oímos y por los hombres contusos que

vimos al día siguiente, era evidente que la mitad de los del castillo de proa habían

zurrado a la otra mitad. La segunda guardia y el resto del día se vieron señalados por

un combate entre Johansen y Latimer, el escuálido cazador de tipo yanqui. Tuvo su

origen en las observaciones de Latimer acerca de los ruidos que hacía el segundo

mientras dormía, y con todo, y haber sido apaleado, Johansen mantuvo despiertos a

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todos en la bodega durante el resto de la noche, en tanto él dormía como un

bienaventurado y revivía una y otra vez la lucha.

En cuanto a mí, toda la noche me vi atormentado por pesadillas. El día había sido

como un sueño terrible; las brutalidades se habían sucedido sin cesar y las pasiones

ardientes y la fría crueldad habían impulsado a los hombres a buscarse mutuamente

las vidas y a tratar de herir, dañar y destruir. Yo tenía los nervios excitados lo mismo

que mi mente. Toda mi vida había transcurrido en una ignorancia relativa de la

animalidad del hombre. En realidad, sólo había conocido la vida por su fase

intelectual. También había experimentado la brutalidad, pero era la brutalidad del

intelecto, el sarcasmo incisivo de Charley Faruseth, los epigramas crueles y las rudas

agudezas de los socios del Bibelot y las observaciones ingratas de los profesores

durante mí época de estudiante.

Y eso había sido todo; pero que los hombres hubiesen de descargar su cólera

magullándose la carne mutuamente y derramando sangre, era algo extraño y terri-

blemente nuevo para mí. Por eso me habían llamado el alfeñique de Van Weyden,

pensaba yo, y me agitaba inquieto en mi cama atormentado por fuertes pesadillas;

me parecía que mi ignorancia de las realidades había sido bien completa; me reía

amargamente de mí mismo y creí hallar en la repugnante filosofía de Wolf Larsen

una explicación más adecuada de la vida.

Al darme cuenta de la dirección que tomaban mis pensamientos, me asusté. La

continua brutalidad que me rodeaba era de efectos perniciosos. Prometía destruir en

mí lo mejor y más luminoso de mi vida. Mi razón me sugería que la paliza de Thomas

Mugridge era una cosa mala, y sin embargo, por lo que se refería a mi vida, no podía

evitar que mi alma se alegrara de ello. Y aun estando bajo la influencia de la

enormidad de mi pecado, porque era un pecado, me reí con un placer insano. Ya no

era Humphrey van Weyden. Era Hump, el grumete de la goleta Ghost. Wolf Larsen

era mi capitán. Thomas Mugridge y los demás eran mis compañeros, y yo estaba

recibiendo repetidas impresiones del sello que había marcado a todos ellos.

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CAPITULO XIII

Durante tres días ejecuté mi trabajo juntamente con el de Thomas Mugridge, y puedo

jactarme de haberlo hecho bien. Sé que mereció la aprobación de Wolf Larsen, en

tanto que los marineros estaban radiantes de satisfacción en el breve espacio que

duró mi "régimen".

-El primer bocado limpio que como desde que estoy a bordo -me dijo Harrison en la

puerta de la cocina cuando volvía del castillo de proa con las ollas y cacerolas-. La

comida de Tommy siempre sabe a grasa, a grasa rancia, y calculo que no se ha

mudado la camisa desde que salió de San Francisco.

-Yo tengo la seguridad -respondí.

-Apostaría que duerme con ella -añadió Harrison.

-Y no perderías --convine con él-. La misma camisa y sin quitársela una sola vez en

todo este tiempo.

Pero Wolf Larsen no le concedió sino tres días para reponerse de los efectos de la

paliza. Pues al cuarto, a pesar de estar dolorido y derrengado y casi sin poder ver,

tan hinchados tenía los ojos, fue arrancado de la cama de un tirón en el pescuezo y

restituido a sus obligaciones. Lloró y gimoteó, pero Wolf Larsen era inconmovible.

-Procura no servir más porquerías -fue su mandato al marcharse-. No quiero más

grasa ni suciedad, fíjate bien, y mira si tienes una camisa limpia por casualidad,

porque de lo contrario te zambulliré por la borda. ¿Entendido?

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Thomas Mugridge se arrastraba penosamente de un lado a otro de la cocina, cuando

un movimiento brusco del Ghost le hizo tambalearse. En sus tentativas para recobrar

el equilibrio, tendió la mano hacia la barandilla de hierro que rodeaba la cocina

económica y evitaba que los pucheros resbalaran y cayeran, pero no acertó a cogerla,

y la mano, seguida de todo su peso, fue a caer de lleno sobre la ardiente superficie.

Hubo un chirrido y olor a carne quemada y al mismo tiempo un agudo grito de dolor.

-¡Oh, Dios, Dios! ¿Qué he hecho? -se lamentaba sentado encima de la caja del

carbón, y meciéndose, trataba de aliviar este nuevo daño-. ¿Por qué se volverá todo

contra mí? Es muy triste esto, y yo soy un ser inofensivo que pasa por la vida sin

perjudicar a nadie.

Por sus mejillas hinchadas y amoratadas corrían las lágrimas, y su rostro era una

imagen del dolor. Lo cruzó un relámpago de cólera salvaje.

-¡Ah, cómo le odio, cómo le odio! -murmuró entre dientes.

-¿A quién? -pregunté yo; pero el infeliz lloraba de nuevo sus desdichas.

No era muy difícil adivinar a quién odiaba y a quién no. Sin embargo, yo había

llegado a descubrir en él un espíritu maligno que le impulsaba a odiar a todo el

mundo. A veces me parecía que hasta se odiaba a sí mismo, de tal modo se mostraba

para él grotesca y monstruosa la vida. En esos momentos me inspiraba una gran

compasión y me avergonzaba de haber sentido alguna vez alegría por sus derrotas o

sus dolores. La vida había sido ingrata con él. Le había hecho una mala pasada al

formarle tal como era, y desde entonces no había dejado de hacerle jugarretas.

¿Cómo podía convertirse en una cosa distinta de lo que era? Y en contestación a mi

mudo pensamiento, gimoteó

-Yo no he tenido jamás una oportunidad, ni siquiera media ¿A quién tenía yo para

que me mandase a la escuela, llenara mi estómago hambriento, me limpiara las

narices ensangrentadas cuando era un niño? ¿Quién se interesó jamás por mi?

¿Quién, a ver?

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-No importa, Tommy -dije, poniéndole una mano sobre el hombro-. ¡Animo! Al fin

se arreglará todo. Tienes muchos años por delante y aún podrás hacer de ti lo que

quieras.

-¡Eso no es cierto, eso no es cierto! -me escupió en la cara, apartando la mano al

propio tiempo-. Eso no es cierto, y tú lo sabes. Para mí no hay remedio, soy una

escoria, un pingajo. Eso está bien para ti, Hump, que has nacido en buena casa. Tú

ignoras qué es tener hambre, acostarte llorando con el estómago vacío y royéndote

como si dentro hubiese una rata. Eso no puede dar buenos frutos. Si mañana fuese

yo presidente de los Estados Unidos, ¿sabes cómo me hartaría de una vez por toda

el hambre que he pasado de niño?

"Pero, ¿cómo es posible? Yo he nacido para sufrir y penar. Yo he sufrido más

cruelmente que diez hombres, La mitad de mi vida la he pasado en el hospital. He

tenido fiebres en Aspinwall, en La Habana, en Nueva Orleáns. Estuve a punto de

morir del escorbuto, que me fastidió durante seis meses, en las Barbadas. Tuve la

viruela en Honolulú, me fracturé las dos piernas en Shanghai, una pulmonía en

Unalaska, tres costillas rotas y todo el cuerpo magullado en San Francisco. Y aquí

me tienes ahora ¡Fíjate, fíjate! Las costillas deshechas otra vez a patadas. No tardaré

mucho en vomitar sangre. ¿Cómo acabaré?, pregunto yo. ¿Quién se encargará de

ello? ¿Dios? ¡Cómo debía odiarme Dios cuando me con. trató para hacer una travesía

por este mundo infame!

La invectiva contra el Destino duró más de una hora y después se entregó al trabajo,

cojeando, gruñendo y mostrando en los ojos un odio terrible a todo lo existente. Su

diagnóstico fue acertado, sin embargo, pues de vez en cuando sufría náuseas, durante

las cuales vomitaba sangre y padecía horriblemente. Y según había dicho él, parecía

que Dios le odiaba demasiado para dejarle morir, pues, poco a poco, fue mejorando

y se hizo más maligno que nunca.

Transcurrieron varios días aún antes de que Johnson pudiera subir a cubierta, y

finalmente se restituyó al trabajo con poco ánimo. Seguía enfermo, y más de una vez

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le observé subir penosamente a las gavias o caerse sin fuerzas cuando estaba en el

timón. Pero lo peor de todo era que parecía haber perdido el valor. Se humillaba ante

Wolf Larsen y se arrastraba casi con Johansen. Muy distinta era la conducta de

Leach. Daba vueltas por la cubierta como un tigre joven, clavando en Wolf Larsen

y Johansen sus ojos cargados de odio.

-Aún faltas tú, sueco patoso -oí que le decía a Johansen una noche sobre cubierta

El segundo. soltó un taco en la oscuridad, y un momento después algo fue a clavarse

en la pared de la cocina. Hubo más juramentos y una carcajada burlona, y cuando

todo estuvo tranquilo, salí con precaución y encontré un cuchillo empotrado más de

una pulgada en la sólida madera. Pocos minutos después llegó el segundo en busca

del cuchillo, pero al día siguiente se lo devolví secretamente a Leach. Al entregárselo

hizo una mueca, que contenía una gratitud más sincera que esos raudales de

verbosidad que acostumbran a prodigar los miembros de mi clase.

Contrariamente a todos los compañeros del barco, me encontraba ahora libre de riñas

y contaba con la simpatía de todos. Es posible que los cazadores no hicieran sino

tolerarme, pero ninguno me mostraba aversión, tanto, que Smoke y Henderson, aún

convalecientes bajo un toldo en la cubierta y balanceándose día y noche en sus

hamacas, me aseguraban que yo valía más que una enfermera del hospital y que al

final del viaje, cuando cobraran, no se olvidarían de mí. ¡Como si yo necesitara de

su dinero! Yo estaba encargado de atenderles y cuidar sus heridas, y no hacía sino

cumplir mi misión lo mejor que podía.

Wolf Larsen sufrió otro terrible ataque de jaqueca, que duró dos días. Debía padecer

mucho, porque me mandó llamar y obedeció mis órdenes como un niño enfermo.

Pero todo lo que podía hacerle resultaba ineficaz. A instancias mías, sin embargo,

dejó de fumar y beber; pero a mi me extrañaba que un ejemplar tan magnifico tuviese

dolores de cabeza.

-Esto es la mano de Dios, te digo -así es cómo lo interpretaba Louis-. Es un castigo

por todas sus malas obras, y aún le espera más, a no ser que...

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-A no ser que... -repetí yo.

-Dios se haya dormido y no cumpla con su deber; pero esto no debiera decirlo.

Dije mal al decir que contaba con la simpatía de todos. No sólo seguía odiándome

Thomas Mugridge, sino que había presentido una nueva razón para odiarme. En

vano traté de adivinarla, hasta que al fin comprendí que era a causa de haber nacido

con mejor suerte que él; había nacido caballero, según decía.

-Todavía no ha muerto nadie -dije a Louis, censurándole, cuando Smoke y

Henderson, en amigable conversación, hacían por primera vez un poco de ejercicio.

Louis me miró con sus ojos grises y astutos y movió la cabeza con un gesto agorero.

-Ya llegará, y te aseguro que habrá velas y drizas y trabajo para todos cuando

empiece a aullar. Tengo hace tiempo un presentimiento, y ahora lo siento con la

misma claridad que oigo el roce del cordaje en una noche oscura. Anda cerca, anda

cerca.

-¿Quién será el primero? -le pregunté.

-El viejo y gordo Louis no, te lo garantizo riendo-. Porque le he prometido a este

cuerpo que el año próximo por este tiempo estaré mirándome en los ojos de mi

madre, cansados de tanto escrutar el mar en espera de los cinco hijos que le ha dado.

-¿Qué te estaba diciendo? -me preguntaba Thomas Mugridge un momento después.

-Que cualquier día se irá a su casa para ver a su madre -respondí con diplomacia.

-Yo no he conocido a la mía -comentó el cocinero, mientras clavaba en los míos sus

ojos sin brillo y sin esperanza.

CAPITULO XIV

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Había comenzado a darme cuenta del escaso valor que siempre había atribuido a la

mujer. En cuanto a eso, a pesar de no ser un temperamento erótico, por lo que he

podido comprender, yo nunca había salido de la atmósfera de las mujeres hasta

ahora. Mi madre y mis hermanas estaban conmigo y yo trataba siempre de huir de

ellas, porque con su solicitud, sus cuidados y sus Incursiones periódicas en mis

habitaciones me fastidiaban y me volvían loco, después de las cuales la ordenada

confusión, de fa que estaba yo tan orgulloso, se convertía en una confusión mayor y

menos ordenada, aunque tuviese mejor aspecto. Después que ellas salían, nunca

podía encontrar nada. Pero ahora, ¡cuánto no hubiese agradecido sentirlas cerca de

mí, oír el frufrú de sus vestidos, que tan cordialmente había detestado! Tengo la

seguridad de que, si alguna vez vuelvo a casa, no me mostraré irascible con ellas.

Podrán cuidarme y atenderme de la mañana a la noche, y limpiar, barrer y ordenar

mis habitaciones en todo momento del día, y no haré sino reclinarme, contemplarlas

y dar las gracias sin cesar por tener una madre y varias hermanas.

Todo esto ha dado lugar a que yo me preguntase: "¿Dónde están las madres de estos

veinte hombres tan extraños que lleva el Ghost?" Me parece contrario a la naturaleza

que los hombres estén totalmente separados de la mujer y vayan por el mundo sin

ella como rebaños. La grosería y la brutalidad son los resultados inevitables. Estos

hombres que me rodean habrían de tener esposas, hermanas, hijas; entonces podrían

ser tiernos y cariñosos. Ahora ninguno de ellos está casado. Hace años y años que

no han estado en contacto con mujeres buenas, bajo la irresistible influencia o reden-

ción que de ellas irradia. En sus vidas no ha habido equilibrio. Su masculinidad, que

en sí ya es brutal, se ha desarrollado con exceso. La otra fase de su naturaleza, la

espiritual, se ha atrofiado, en realidad.

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Son una reunión de célibes que se rozan ásperamente todos los días, y de este roce

diario ha nacido una mayor callosidad. Hay veces que me parece imposible que estos

hombres hayan tenido nunca madre.

Dan la impresión de ser una raza aparte, medio brutos y medio hombres, que carecen

totalmente de sexo, parece cual si hubieran sido empollados por el sol como los

huevos de tortuga y que toda su vida se han enconado en la brutalidad y el vicio,

para morir al fin tan toscos como han vivido.

Este nuevo rumbo de las ideas ha despertado mi curiosidad, y anoche hablé con

Johansen las primeras palabras con que me ha favorecido desde que empezó el viaje.

Salid de Suecia cuando tenía dieciocho años, ahora tiene treinta y ocho, y en todo

este tiempo no ha vuelto una sola vez a su casa. Hace un par de años encontró a un

paisano en una fonda de marineros en Chile por el que supo que su madre vivía aún.

-Ahora debe ser ya muy vieja -dijo, fijando meditabundo los ojos en la bitácora y

lanzando después una mirada penetrante a Harrison, que se había apartado un punto

de la ruta.

-¿Cuándo fue la última vez que le escribiste?

Hizo su cálculo mental en voz alta.

-Ochenta y uno, no; ochenta y dos, ¿eh?, no, ochenta

y tres. Sí, ochenta y tres. Diez años atrás. Desde un punto insignificante de

Madagascar donde hacía negocio.

-Pero mira -prosiguió como si se dirigiera a su madre olvidada-, cada año pensaba ir

a casa. Así es que no valía la pena escribir, y siempre sucedía algo que me impedía

realizar mi propósito. Pero ahora soy el piloto y cuando cobre en San Francisco, tal

vez quinientos dólares, me embarcaré en un velero que vaya a Liverpool, dando la

vuelta por el cabo de Hornos, con lo cual ganaré más dinero, y luego me pagaré el

pasaje desde allí a case. Entonces ella ya no trabajará más.

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-Pero, ¿trabaja aún ahora? ¿Qué edad tiene?

-Alrededor de los setenta -respondió. Y después añadió con arrogancia-: Nosotros,

en nuestro país, trabajamos desde que nacemos hasta que morimos. Por eso vivimos

tantos años. Yo llegaré a los cien.

Jamás olvidaré esta conversación. Estas palabras fueron las últimas que le oí

pronunciar, tal vez fuesen también las últimas que pronunciara. Al bajar a la cabina

para acostarme, noté que hacía demasiado calor para dormir abajo. Era una noche

de calma. Habíamos salido del contraalisio y el Ghost hacía apenas un nudo por

hora. Así es que cogí una manta y una almohada y subí a cubierta.

Pasé entre Harrison y la bitácora, que estaba construida encima de la cabina, y vi

que se había apartado tres puntos completos de la ruta. Creyendo que estaba dormido

y deseando evitarle una repulsa o algo peor, me acerqué para hablarle. Pero no

dormía. Tenía los ojos fijos y muy abiertos. Parecía extraordinariamente turbado y

no pudo contestarme.

-¿Qué te pasa? -le pregunté-. ¿Estás enfermo?

Sacudió la cabeza, y con un profundo suspiro, como si despertara, recobró el aliento.

-Pues procura no abandonar el rumbo entonces :e reprendí.

Hizo girar un poco el volante y observé cómo la brújula se inclinaba lentamente

hacia Nornoroeste y se sostenía con ligeras oscilaciones.

Había encontrado un lugar fresco para tender la manta y ya me disponía a tumbarme,

cuando me sorprendió un ligero ruido y miré hacia la barandilla de popa. Una mano

fuerte chorreando agua se había agarrado a ella Una segunda mano surgió de la

oscuridad al lado de la primera. Miré fascinado. ¿Qué visitante de las profundidades

del abismo iba a aparecer? Fuese quien fuera, comprendí que trepaba a bordo por la

cuerda de la corredera. Vi una cabeza, el cabello mojado y aplastado y luego los ojos

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inconfundibles y la cara de Wolf Larsen. La mejilla izquierda estaba cubierta de

sangre que manaba de alguna herida de la cabeza.

Con un ligero esfuerzo se encaramó a bordo y se puso de pie, mirando al mismo

tiempo al hombre del timón, como para asegurarse de su identidad y de que nada

había de temer de su parte. Todo él chorreaba agua de mar. Hacía un ruidito muy

perceptible, que me distrajo. Al dirigirse hacia mí retrocedí instintivamente, porque

en sus ojos había como una amenaza de muerte.

-Hola, Hump -dijo en voz baja-. ¿Dónde está el segundo?

Yo moví la cabeza

-¡Johansen! -llamó suavemente-. ¡Johansen!... ¿Dónde está? -preguntó a Harrison.

El joven parecía haber recobrado la serenidad, porque contestó con bastante firmeza:

-No lo sé, señor. Hace poco, le vi dirigirse a proa.

-También yo fui a proa, pero habrás observado que no vuelvo por el mismo camino.

¿Puedes explicarte esto?

-Debe usted haber caído al agua, señor.

-¿Quiere que le busque en la bodega, señor? -pregunté yo.

Wolf Larsen sacudió la cabeza.

-No le hallarás, Hump. Pero tú sirves lo mismo… Ven. No te preocupes de tu ropa

de carea.

Yo le seguí. Nada se movía en el centro del barco.

-Estos malditos cazadores -comentó- son demasiado gordos y holgazanes para

resistir cuatro horas de guardia.

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Pero en el extremo del castillo de proa encontró a tres marineros dormidos. Les

empujó para verles la cara Formaban la guardia de cubierta, y cuando hacía buen

tiempo, era costumbre en el barco dejar dormir a la guardia, excepto el oficial, el

timonel y el vigía.

-¿Quién es el vigía? -preguntó.

-Yo, señor -respondió Holyoak, uno de los marineros de alta mar, con un ligero

temblor en la voz-. Acababa de cerrar los ojos en este momento, señor. Perdóneme

usted, señor; no volverá a suceder.

-¿Habéis oído o visto algo en la cubierta?

-No, señor; yo...

Pero Wolf Larsen ya se alejaba, dejando al marinero, que se restregaba los ojos

sorprendido de haber salido tan bien librado.

-Sin hacer ruido ahora -me advirtió Wolf Larsen, con un murmullo al doblar el

cuerpo para introducirse por la escotilla del castillo de proa y bajar.

Yo le seguía, latiéndome con fuerza el corazón. Lo que iba a suceder me era tan

inesperado como lo ocurrido anteriormente. Se había vertido sangre, y Wolf Larsen,

por capricho, no se había tirado al agua con '1 cráneo abierto. Además, faltaba

Johansen.

Aquélla era la primera vez que bajaba yo al castillo de proa, y tardaré en olvidar la

impresión que me produjo visto desde el pie de la escalera. Construido en los mismos

ojos del barco, afectaba la forma triangular, y siguiendo la dirección de los lados,

estaban en doble hilera las literas. No era mayor que un dormitorio de la Grub Street3,

3 Grub Street, hoy llamada Milton Street, donde antiguamente solían residir los literatos pobres.

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y no obstante dormían allí, comían y efectuaban todas las funciones de la vida doce

hombres. Mi alcoba en mi casa no era grande, pero hubiese podido contener una

docena de veces el castillo de proa, y teniendo en consideración la altura del techo,

una veintena al menos.

Los durmientes no se enteraron de nuestra llegada. Había ocho, las dos guardias, y

el aire estaba viciado por el calor y el olor de sus alientos y lleno del ruido de sus

ronquidos, suspiros y gruñidos, prueba evidente del reposo de la bestia humana.

Pero, ¿estaban, en efecto, dormidos todos o habrían despertado? Esto era, sin duda,

lo que Wolf Larsen quería averiguar: los hombres que parecían dormir, los que no

dormían o que no habían dormido en mucho rato. Y lo efectuó en una forma que me

trajo a la memoria un cuento de Boccaccio.

Descolgó la lámpara del soporte y me la entregó. Comenzó por las primeras literas

de proa del lado de estribor. En la más alta estaba Oofty-Oofty, un kanaka y marino

espléndido, llamado así por sus compañeros. Dormía acostado sobre la espalda y

respiraba tan plácidamente como una mujer. Tenía un brazo debajo de la cabeza y el

otro encimad e las mantas, Wolf Larsen le cogió la muñeca entre el pulgar y el índice

y contó sus pulsaciones. Estando en esto, despertó el kanaka con la misma delicadeza

con que habla dormido. No hizo el menor movimiento con el cuerpo. Sólo movió

los ojos. Eran grandes y negros, y los fijó muy abiertos, sin Parpadear, en nuestros

rostros. Wolf Larsen se llevó un dedo a los labios indicándole que guardara silencio,

y los ojos volvieron a cerrarse.

En la litera de abajo estaba acostado Louis, gordo y sudoroso, dormido de verdad y

respirando trabajosamente. Mientras Wolf Larsen le tenía cogido de la muñeca, se

agitó incómodo, arqueando el cuerpo de modo que durante un momento se apoyó en

los hombros y los talones. Sus labios se movieron, y dejó oír frases enigmáticas

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"Un chelín vale un cuarto; pero sacad fuera las lámparas, porque si no, los

republicanos os las echarán encima por seis peniques."

Después se volvió de lado, con un profundo suspiro, casi un sollozo, y dijo:

"Una moneda de seis peniques es un curtidor y un chelín es un cencerro pero un

pony no sé qué es." Satisfecho con la sinceridad del sueño de este hombre y del

kanaka, Wolf Larsen pasó a las dos literas siguientes del mismo lado de estribor,

ocupadas, según vimos a la luz de la lámpara, por Leach la de arriba y por Johnson

la otra.

Al inclinarse Wolf Larsen hacia la litera más baja para tomar el pulso de Johnson,

yo, que estaba de pie y sosteniendo la lámpara, vi levantarse la cabeza de Leach y

mirar a hurtadillas por el borde de la cama para ver qué pasaba. Debió adivinar la

jugada de Wolf Larsen y la seguridad de ser descubierto, pues al momento me fue

arrebatada la lámpara de la mano y el castillo de proa quedó a oscuras. En el mismo

instante debió saltar directamente sobre Wolf Larsen.

Los primeros ruidos fueron los de un combate entre un toro y un lobo. Oí un mugido

furioso producido por Wolf Larsen, y Leach aullaba con una desesperación que

helaba la sangre. Johnson debió reunírsele inmediatamente, ya que su conducta vil

y rastrera sobre cubierta, durante los últimos días, no había sido sino una ficción que

formaba parte de su plan.

Yo estaba atemorizado con esta lucha en la oscuridad y me apoyé contra la escala,

trémulo y sin poder subir. Volvía a invadirme aquel malestar en el estómago causado

siempre por el espectáculo de la violencia física. Entonces no podía ver, pero oía el

ruido de los golpes, el blando crujido de la carne al chocar con fuerza con la carne.

Después fue el roce de los cuerpos enlazados, las respiraciones anhelantes y el jadear

breve y rápido producido por el dolor.

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Debieron entrar más hombres en la conspiración para asesinar al capitán y al

segundo, pues por los ruidos comprendí que Leach y Johnson habían recibido pronto

el refuerzo de algunos de sus camaradas.

-¡Que me den un cuchillo! -gritaba Leach.

-!Dale en la cabeza! ¡Machácale los sesos! -vociferaba Johnson.

Pero a Wolf Larsen no se le volvió a oír después del primer mugido. Luchaba

horrible y silenciosamente por la vida. Estaba herido y acorralado. Desde un princi-

pio había tratado en vano de ponerse en pie y a pesar de su fuerza formidable pensé

que no había esperanza para él.

De la violencia de la lucha participaba yo directamente, pues me derribaban aquellos

cuerpos embravecidos y me magullaban dolorosamente. En medio de la confusión,

logré introducirme en una litera baja que estaba vacía.

-¡Aquí todos! ¡Ya le tenemos, ya le tenemos! -oí gritar a Leach.

-¿A quién? -preguntaban los que habían estado realmente dormidos y ahora

despertaban sin saber para qué.

-Es el maldito piloto -contestó Leach astutamente con voz apagada.

Estas palabras fueron saludadas con gritos de alegría, y desde aquel momento Wolf

Larsen tuvo siete hombres fornidos encima, pues Louis creo yo que no tomó parte

en el combate. El castillo parecía un enjambre de abejas excitadas por algún

merodeador. -¡Hola, muchachos, ánimo! -gritó Latimer desde la escotilla,

demasiado prudente para bajar al infierno de odio, cuyos ruidos furiosos oiría bajo

él en la oscuridad.

-¿No tiene nadie un cuchillo? ¡Oh!, ¿no tiene nadie un cuchillo? -insistió Leach en

el primer intervalo de relativo silencio.

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El número de los agresores era motivo de confusión. Se entorpecían sus esfuerzos,

en tanto que Wolf Larsen con un solo propósito, consiguió realizarlo. Consistía éste

en abrirse paso por el suelo hasta la escalera. A despecho de la absoluta oscuridad,

yo seguía sus progresos por el ruido. Ningún hombre, de no ser un gigante, hubiese

llevado a término lo que él hizo, una vez que hubo ganado el pie de la escalera. Paso

a paso, a fuerza de brazos, teniendo encima todos los hombres, que se esforzaban

por hacerle retroceder, levantó el cuerpo del suelo y se puso de pie. Y entonces, paso

a paso, ayudado de pies y manos, subió lentamente :a escalera.

El final de todo aquello pude verlo bien, pues Latimer había traído al fin una linterna,

y la sostenía de tal modo que la luz entraba por la escotilla. Wolf Larsen estaba casi

en los últimos tramos, pero yo no le veía. Todo lo que podía abarcar era el grupo de

hombres que le sujetaban. Se encaramaban tras él como una enorme araña de muchas

patas y se balanceaban de atrás adelante, siguiendo el rítmico vaivén del barco. Y

paso a paso, con grandes intervalos, el grupo subía. Una vez vaciló y estuvo a punto

de caer hacia atrás, pero volvió a asir la presa un momento abandonada y continuó

ascendiendo.

-¿Quién es? -preguntó Latimer.

A la luz de la linterna pude ver su semblante perplejo mirando hacia abajo.

-Larsen -dijo una voz velada que salió del grupo.

Latimer alargó su mano libre. Vi subir otra mano para cogerla. Latimer estiró y los

dos últimos escalones fueron subidos de un salto. Después la otra mano de Wolf

Larsen se agarró al borde de la escotilla. El grupo se precipitó fuera de la escalera,

aferrados todavía aquellos hombres al enemigo que se escapaba. Empezaron a salir,

a lastimarse con los bordes aguzados de la escotilla y a ser pateados por unas piernas

que ahora golpeaban con fuerza. Leach fue el último en retirarse, cayendo de

espaldas desde lo alto de la escotilla y empujando con la cabeza y los hombros a los

camaradas que se agitaban abajo. Wolf Larsen desapareció con la linterna y

quedamos en tinieblas.

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CAPITULO XV

Cuando los hombres que estaban al pie de la escalera lograron levantarse,

comenzaron a jurar, a maldecir.

-Encended una luz, tengo el pulgar descoyuntado -decía uno de ellos, Parsons, un

hombre moreno y silencioso, timonel del bote de Standish, del cual Harrison era

remero.

-Lo encontrarás brincando por el poste de amarras -repuso Leach, sentándose en el

borde de la cama en que estaba yo oculto.

Se oyeron tanteos y raspar de cerillas, y la lámpara turbia y ahumada volvió a

alumbrar, y a su luz indecisa se agitaban hombres con las piernas desnudas cu-

rándose las contusiones y las heridas. Oofty-Oofty se había apoderado del pulgar de

Parsons, tirando de él con fuerza y volviéndolo al sitio. Al mismo tiempo noté que

los nudillos del kanaka estaban desollados hasta e¡ hueso. Los exhibía, mostrando al

hacerlo los hermosos dientes blancos en una mueca y explicando que se había

producido aquella herida golpeando a Wolf Larsen en la boca.

-Entonces, ¿fuiste tú, negro miserable? preguntó en tono belicoso uno llamado

Kelly, irlandés-americano, albino y remero de Kerfoot, que se embarcaba por

primera vez--

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Al hacer la pregunta escupió una bocanada de sangre y dientes y arrimó su rostro

pendenciero a Oofty Oofty. El kanaka retrocedió de un salto a su camarote, para

volver de otro salto esgrimiendo un largo cuchillo.

-Ea, acostaros, me fatigáis -intervino Leach. Evidentemente, a pesar de su juventud

y escasa experiencia, era el gallo del castillo de proa.

-Anda, Kelly, déjale. ¿Cómo diablos podía saber que eras tú en la oscuridad?

Kelly se apaciguó, pero siguió refunfuñando, y el kanaka enseñó sus dientes blancos

en una sonrisa agradecida. Era un ser hermoso, de belleza casi femenina; en su rostro

y en sus grandes ojos había una dulzura de ensueño que parecía contradecir su

reputación de enérgico y valiente.

-¿Cómo ha podido escapar? -preguntó Johnson.

Estaba sentado en el borde de su litera y todas sus facciones reflejaban una extrema

tristeza y absoluto abatimiento. Aún respiraba con dificultad a causa del esfuerzo

realizado-- Durante la pelea le habían arrancado la camisa, y de una herida en la

mejilla fluía la sangre, que se deslizaba por su pecho desnudo, marcando un rojo

sendero a través del muslo blanco, para acabar goteando en el entarimado.

-Porque es el diablo, como ya os tengo dicho -contestó Leach, y como consecuencia

se levantó y desahogó su contrariedad con lágrimas de coraje-. ¡Y no darme ninguno

de vosotros un cuchillo¡ -no cesaba de lamentar.

Pero el resto de los hombres, vivamente preocupados con lo que sobrevendría, no le

prestaban atención. -¿Cómo podrá saber quién ha sido? -preguntó Kelly, y al

proseguir dirigió una mirada cruel a su alrededor. ¡A no ser que nos delate alguien ¡

-Lo sabrá tan pronto como nos eche la vista encima -replicó Parsons-. Le bastaría

con mirarte a ti. Dile que se hundió el techo y te arrancó los dientes cuajo -aconsejó

Louis haciendo una mueca.

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Era el único hombre que no había abandonado la

cama, y estaba lleno de júbilo por no tener lesión alguna, con lo cual probaba no

haber tomado parte en la conspiración de la noche.

-Esperad solamente hasta mañana, en que eche una ojeada a los vasos -añadió riendo.

-Diremos que le tomamos por el segundo -dijo uno.

Y otro repuso:

-Yo ya sé qué le diré... que al oír el escándalo salté de la cama, para recibir un

mamporro en la quijada, y que fue tal el dolor que me produjo, que me lancé en

medio de la refriega, y claro, en la oscuridad no pude conocer a nadie y pegué

desatinadamente.

-Y por supuesto, yo fui quien te hirió -concluyó Kelly, y al momento se iluminó su

semblante-. Leach y Johnson no tomaban parte en la conversación, y era fácil

advertir que sus compañeros les consideraban como hombres perdidos, sin

esperanzas, y les daban por muertos. Leach soportó sus reproches durante un buen

rato, pero al fin estalló:

-¡Me aburrís! ¡Sois un atajo de cobardes! Si hablarais menos con la boca e hicierais

algo con las manos, a estas horas ya hubiéramos acabado con él. ¿Por qué uno de

vosotros, sólo uno, no me dio un cuchillo cuando lo pedí. ¡Me aburrís! Todo se os

vuelve armar escándalo, como si hubiera de mataros cuando os coja! Bien sabéis que

no lo hará; no puede prescindir de vosotros. Aquí no hay sobra de marineros y él os

necesita para su negocio-- Si os perdiera, ¿a quién tendría para las maniobras?

Johnson y yo somos los únicos que habremos de pagar las consecuencias. Idos a la

cama; quiero dormir un rato.

-Está muy bien -repuso Parsons-. Es posible que a nosotros no nos haga nada, pero

acordaos de lo que os digo: de ahora en adelante el infierno será una nevera

comparado con este barco.

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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Durante todo este tiempo estaba yo preocupado respecto de mi situación. ¿Qué

pasaría cuando aquellos hombres notaran mi presencia? No podría abrirme paso

luchando como lo había hecho Wolf Larsen, y en este preciso instante, Latimer

gritaba por la escotilla: -Hump, el viejo te llama.

-No está aquí -contestó Parsons.

-Sí que está -dije yo, deslizándome de la litera y haciendo lo posible para comunicar

a mi voz firmeza y audacia.

Los marineros me miraron consternados. El miedo se dibujaba con trazos enérgicos

en sus semblantes y también la maldad que el miedo inspira.

-¡Voy! -grité a Latimer.

-¡No, no irás! -exclamó Kelly interponiéndose entre la escalera y yo y con la mano

derecha engarfiada como si fuera a estrangularme-. ¡Víbora maldita, yo te cerraré la

boca!

-Déjale -ordenó Leach.

-¡No, por tu vida! -respondió colérico.

Leach no se movió del borde de la cama.

-¡Déjale, te digo! -repitió, pero esta vez su voz era estridente y metálica--

El irlandés vaciló.

- Yo intenté pasar por su lado y él se apartó. Cuando hube alcanzado la escalera, me

volví hacia aquel círculo de rostros brutales y malvados que me miraban a través de

la penumbra. De pronto me inspiraron una profunda simpatía; recordé la expresión

del cocinero: "¡Cómo debía odiarles Dios para tratarles así! ".

-Os aseguro que no he visto ni oído nada -dije con aplomo.

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-Ya os he dicho que es un buen muchacho -oí que afirmaba Leach mientras yo subía

la escalera-. Quiere tanto al lobo como tú y yo.

Encontré a Wolf Larsen esperándome en la cabina, desnudo y cubierto de sangre.

Me saludó con una de sus sonrisas caprichosas.

-Ven, doctor, ponte al trabajo. Según las muestras, este viaje será favorable para que

hagas una práctica extensa. No sé qué hubiera sido del Ghost sin ti, y si yo pudiese

albergar tan nobles sentimientos, te diría que su patrón te está profundamente

agradecido.

Yo conocía el manejo del sencillo botiquín que llevaba el Ghost, y mientras

calentaba agua en la estufa de la cabina y preparaba las cosas para curarle las heridas,

él andaba por allí examinándose las lesiones y calculando su importancia. Hasta

entonces no le había visto nunca desnudo, y la vista de su cuerpo me dejó suspenso.

Jamás me he sentido propenso a exaltar la carne, muy lejos de ello, pero hay en mí

bastante sentimiento artístico para poder apreciar sus maravillas.

Debo decir que quedé fascinado por la perfección de líneas de la figura de Wolf

Larsen y por lo que podría llamarse la terrible belleza de la misma. Me había fijado

en los hombres del castillo de proa; no obstante ser algunos de ellos de musculatura

poderosa, todos tenían alguna incorrección; falta de desarrollo excesivo allá, alguna

torcedura que había destruido la simetría, piernas demasiado cortas o muy largas,

demasiado nerviosas o huesudas o delgadas. Oofty-Oofty era el único cuyas líneas

eran del todo satisfactorias, pero todo lo que tenían de agradables lo tenían también

de afeminadas.

Wolf Larsen era el prototipo del hombre, casi un dios, por su perfección. Al andar o

mover los brazos, los fuertes músculos saltaban y se movían bajo la piel satinada. Se

me había olvidado decir que el color bronceado terminaba con la cara. Su cuerpo,

gracias a la sangre escandinava, era blanco como el de la más blanca de las mujeres.

Recuerdo que cuando se llevó la mano a la cabeza para reconocer la herida, observé

el bíceps agitarse como una cosa viva bajo la blanca epidermis. Era el bíceps que

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estuvo una vez a punto de arrancarme la vida, el que había visto asestar tantos golpes

mortales. No podría apartar de él mis ojos; me había quedado de pie, inmóvil, con

un paquete de algodón antiséptico en la mano, que lo solté y dejé caer en el suelo.

El me vio, y se apercibió de que estaba contemplándole.

-Dios se lució con usted -dije.

-¿Te parece? -respondió-. Eso he pensado yo también muchas veces, sin poderme

explicar el motivo.

-Se propondría... -comencé.

-La utilidad -me interrumpió-. Este cuerpo fue hecho para el uso. Estos músculos

fueron creados para coger, desgarrar y destruir las cosas vivas que se interpusieran

entre la vida y yo. Pero, ¿has pensado en las otras cosa vivas? Ellas también tienen

músculos de una clase o de otra, hechos para apretar, desgarrar y destruir; y cuando

se ponen entre la vida y yo, procuro inutilizarlas. El propósito no puede explicar

esto, pero sí la utilidad.

-Eso no es bello -protesté.

-No creas que la vida lo sea --dijo sonriendo-. Y con todo, has dicho que yo estoy

bien hecho. ¿Ves esto?

Puso en tensión las piernas y los pies, oprimiendo el entarimado de la cabina con los

dedos de los mismos, como si hiciera presa con ellos. Los músculos se combaron

bajo la piel, formando nudos y prominencias.

-Toca -ordenó.

Eran duros como el hierro, y observé también que todo su cuerpo se había puesto en

tensión y elástico; los músculos se dibujaban suavemente alrededor de las costillas,

a lo largo de la espalda y a través de los hombros; tenía los brazos ligeramente

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levantados, con los músculos contraídos, los dedos se engarfiaban hasta convertirse

en garras; y aun los ojos habían cambiado la expresión, encendiéndose atentos y

vigilantes con la luz de la acometividad.

-Estabilidad, equilibrio -dijo relajando la tensión de su cuerpo y volviéndolo al

reposo-. Pies para apoyarme en el suelo, piernas para sostenerme y para contribuir a

la resistencia mientras lucho, con los brazos, los dientes y las manos para matar y no

ser muerto. ¿Propósito? No; utilidad es la palabra más apropiada.

No repliqué. Había visto el mecanismo de los primitivos animales de combate, y

estaba tan emocionado como si hubiese contemplado la maquinaria de un gran barco

de guerra o de un trasatlántico.

Me sorprendió el considerar la lucha feroz del castillo de proa y la superficialidad

de sus lesiones, y puedo jactarme de haberlas curado con gran destreza. Aparte varias

heridas de alguna importancia, lo demás no eran sino contusiones y rasguños. El

golpe que había recibido en la cabeza antes de caer al agua le había producido un

corte de varias pulgadas. Siguiendo sus instrucciones, lo lavé y saturé, no sin antes

afeitar los bordes de la herida. Además, tenía la pantorrilla profundamente lacerada,

como si hubiese sido despedazada por un alano. Dijo que al principio de la refriega

algún marinero se había aferrado a ella con los dientes, siendo arrastrado sin soltar

hasta lo alto de la escalera del castillo de proa, donde se lo sacudió de una patada.

-Por lo que he podido observar, Hump, eres un hombre habilidoso -empezó Wolf

Larsen cuando hubo terminado-. Nos falta el segundo. De ahora en adelante

distribuirás las guardias, recibirás setenta y cinco dólares y en todo el barco te

llamarán míster Van Weyden.

-Yo... yo no entiendo nada de navegación, usted ya lo sabe -dije lleno de asombro.

-No es necesario.

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-En realidad, no ambiciono destinos elevados -objeté-. En mi humilde situación

presente, ya me resulta bastante precaria la vida. Carezco de experiencia. La

mediocridad tiene sus compensaciones.

Sonrió como si todo estuviera resuelto.

-¡Yo no quiero ser segundo en este barco infernal! -exclamé, retándole.

Vi endurecerse la expresión de su semblante y a sus ojos asomó la chispa cruel.

-Y ahora, míster Van Weyden, buenas noches.

-Buenas noches, míster Larsen -respondí débilmente.

CAPITULO XVI

No puedo decir que el empleo de segundo llevara consigo más placeres que el de no

lavar platos. Yo ignoraba hasta los deberes más sencillos inherentes a este cargo, y

sin duda lo hubiera pasado muy mal de no haber simpatizado conmigo los marineros.

No conocía ninguna particularidad de cuerdas y aparejos, ni sabía colocar ni orientar

las velas; pero los marineros trataban de ponerme al corriente, especialmente Louis,

que demostró ser un buen maestro, y mis subordinados me ocasionaron pocas

molestias.

Con los cazadores ya fue otra cosa. Familiarizados con el mar, aunque no todos en

el mismo grado, me tomaban a broma. No expuse ninguna queja, pero Wolf Larsen

exigió para conmigo la disciplina más estricta y mucho más respeto del que el pobre

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Johansen había recibido en vida; y después de varias riñas, amenazas y bastante

gruñir, logró poner a los cazadores en cintura. De proa a popa era yo míster Van

Weyden, y únicamente en privado me llamaba Hump Wolf Larsen.

En efecto, resultaba muy divertido eso; si por casualidad el viento barloaba algunos

puntos, me decía Wolf Larsen al levantarse de la mesa; "míster Van Weyden, tenga

usted la bondad de virar a babor. Y yo subía a cubierta, llamaba por señas a Louis,

que me enseñaba lo que había que hacer. Pocos minutos después, habiendo digerido

sus instrucciones y dominando bien la maniobra, procedía a ejecutar las órdenes

recibidas. Recuerdo uno de los primeros ejemplos de esta clase, en que apareció en

escena Wolf Larsen precisamente cuando había empezado yo a entrar en funciones.

Fumaba un cigarro y se quedó observando en silencio hasta que la cosa estuvo

efectuada, y entonces se llegó a popa por la parte de barlovento y se puso a mi lado.

-Hump -dijo-, perdón, míster Van Weyden, le felicito. Me parece que ya puede echar

de nuevo a la tumba las piernas de su padre. Ha descubierto usted las suyas y ha

aprendido a sostenerse con elles. Un poco de práctica con las cuerdas, con la

navegación, y de experiencia con los temporales, y al final del viaje estará en

condiciones para mandar cualquier goleta de cabotaje.

Durante el período que medió entre la muerte de Johansen y la llegada a la región

de la caza, pasé las horas más agradables de mi navegación en el Ghost. Wolf Larsen

se mostraba muy considerado, los marineros me ayudaban y ya no estaba en enojoso

contacto con Thomas Mugridge; y puedo asegurar que según transcurrían los días

iba sintiéndome secretamente orgulloso de mí mismo. A pesar de lo fantástico de la

situación (un bigardo de tierra nada menos que segundo), yo la desempeñaba

bastante bien, y durante aquel breve tiempo estuve satisfecho de mí, acabando por

encariñarme con el vaivén del Ghost, que iba balanceándose a través del mar

tropical, en dirección Noroeste, hacia el islote donde debíamos llenar de agua los

toneles.

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Mi felicidad, sin embargo, no era completa. Aquello no fue sino un período de menos

sufrimientos que se deslizó entre un pasado y un porvenir de grandes penalidades.

El Ghost por lo que a sus marineros se refería, era un barco infernal de la peor

especie. Wolf Larsen no olvidaba el atentado de que había sido objeto y la paliza

recibida en el castillo de proa, y de la

mañana a la noche, y a veces de la noche al amanecer, se dedicaba a hacerles

intolerable la vida.

Conocía bien la psicología de las cosas pequeñas, y con eso les fastidiaba hasta

volverles locos. Le he visto hacer levantar de la cama a Harrison para que pusiera ;

un pincel en su sitio y arrancar de su pesado sueño a las dos guardias de abajo para

que le hicieran compañía y le vieran dormir. Cosas insignificantes, en verdad, pero

que multiplicadas por las mil estratagemas ingeniosas de aquella inteligencia, hacen

comprender fácilmente el estado mental de los hombres del castillo de proa.

Por supuesto que empezaron a rezongar y de continuo había pequeñas revueltas,

pero entonces se repartían golpes, y siempre había dos o tres hombres curándose

heridas recibidas de manos de la bestia humana que era su patrón. Una acción

unánime se hacía imposible en vista del bien provisto arsenal que había en la bodega

y la cabina. Leach y Johnson eran las dos víctimas predilectas del genio diabólico

de Wolf Larsen, y el aspecto de profunda melancolía que ofrecía siempre el

semblante de Johnson me llegaba al alma.

Con Leach ya era otra cosa. Este se asemejaba más a un animal de combate. Parecía

poseído de un furor insaciable que no dejaba lugar para el dolor. Sus labios estaba

siempre contraídos en un gruñido permanente, que a la sola vista de Wolf Larsen,

aunque inconscientemente, creo yo, se hacia ruidoso, horrible y amenazador. Le

seguía con los ojos como la fiera sigue a su guardián en tanto que el gruñido feroz

resonaba en las profundidades de la garganta y salía vibrando por entre los dientes.

Recuerdo una vez que, estando Leach sobre cubierta, en pleno día, le toqué en el

hombro antes de darle una orden. Se hallaba de espaldas, y al primer contacto de mi

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mano dio un respingo y se alejó de mí gruñendo y volviendo la cabeza. Por un

momento me había confundido con el hombre a quien odiaba.

El y Johnson hubiesen matado a Wolf Larsen a la más leve oportunidad, pero esta

oportunidad no se presentaba nunca. Wolf Larsen era demasiado prudente, y además

carecían de armas adecuadas, pues con los puños solamente no tenían seguridad de

vencer. Sólo una vez luchó Wolf Larsen con Leach, que no hizo más que retroceder

como un gato montés, defendiéndose al mismo tiempo con dientes, uñas y puños,

hasta quedar tendido sobre cubierta, agotado y desvanecido. Después de esto ya no

volvieron a encontrarse frente a frente. Toda la maldad que había en Leach desafiaba

la maldad de Wolf Larsen. De haberse presentado los dos al mismo tiempo sobre

cubierta, se hubiesen enzarzado de nuevo entre juramentos y gruñidos. He visto a

Leach lanzarse sobre Wolf Larsen sin avisarle. Una vez le arrojó su enorme cuchillo,

y faltó poco para que le cortara la garganta. Otra vez dejó caer sobre él un pasador

del palo de mesana. Y aunque a decir verdad era difícil acertarle con el balanceo del

barco, la aguda punta del pasador, al bajar silbando desde setenta pies de altura, casi

dio en la cabeza de Wolf Larsen, que en aquel momento salía de la escalera de la

cabina, y se hundió más de dos pulgadas en el sólido entarimado de la cubierta. En

otra ocasión entró furtivamente en la bodega y se apoderó de una escopeta cargada,

pero fue sorprendido y desarmado por Kerfoot.

Yo me preguntaba por qué no le mataría Wolf Larsen y ponía fin a aquel estado de

cosas; pero él se reía y parecía divertirse y excitarse con todo aquello, como si

saboreara el placer que deben experimentar ciertos hombres al hacer de sus animales

feroces sus favoritos.

-Esto da emoción a la vida -me explicaba- cuando se la domina. El hombre es

jugador por naturaleza y la vida es su mejor postura, siendo mayor la emoción cuanto

mayor es la desigualdad. ¿Por qué habría de negarme el placer de excitar el alma de

Leach hasta el delirio? Precisamente le hago un favor; la fuerza de la sensación es

mutua. Vive más regiamente que ningún hombre del castillo de proa, aunque él no

se dé cuenta. Tiene lo que a ellos les falta: propósito y objeto; lucha para alcanzar

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un fin que le obsesiona, desea matarme y le mantiene la esperanza de conseguirlo.

En realidad, Hump, vive una vida intensa y elevada. Dudo que haya vivido jamás

tan de prisa y con tanta emoción como ahora, y puedes creer que le envidio cuando

le veo en el paroxismo de la cólera y de la sensibilidad.

-¡Ah, pero eso es una cobardía, una cobardía! -exclamé-. Usted tiene todas las

ventajas.

-¿Quién es el mayor cobarde de nosotros dos, tú o yo? -preguntó muy serio-. Si la

situación es desagradable, tú te comprometes con tu conciencia formando parte de

ella. Si fueras realmente grande, realmente sincero contigo mismo, unirías tus

fuerzas a las de Leach y Johnson. Pero tienes miedo, tienes miedo, quieres vivir. La

vida que hay en ti clama por vivir, cueste lo que cueste, y así vives

ignominiosamente, eres desleal al mejor de tus ideales, pecas contra tu pequeño

código despreciable y si hubiese infierno a él te dirigirías de cabeza. ¡Bah! Yo

desempeño el papel más simpático. Yo no peco, porque soy fiel a los impulsos de

mi vida; yo al menos soy sincero con mi alma, y eso es lo que no eres tú.

Sus palabras despertaban mi remordimiento. Quién sabe si, después de todo, estaba

desempeñando yo un papel de cobarde. Cuanto más pensaba en ello, más me parecía

que mi deber consistía en hacer lo que él me había aconsejado, en unir mis fuerzas

a las de Leach y Johnson para procurar la muerte de Wolf Larsen. Creo que al llegar

a este punto entró en juego la austera conciencia de mis antepasados puritanos,

impulsándome a cometer acciones lúgubres y sancionando hasta el homicidio como

un acto de justicia. Me detuve en esta idea. Librar al mundo de aquel monstruo sería

una acción muy moral que haría a la humanidad, sería mejor y más feliz y le

permitiría vivir más tranquila.

Lo meditaba largamente mientras estaba en la cama desvelado, viendo pasar en

procesión interminable todas las circunstancias de la situación. Durante las guardias

nocturnas, y cuando Wolf Larsen estaba abajo, hablaba con Johnson y Leach. Ambos

habían perdido la esperanza, Johnson a causa de su abatimiento constitutivo, Leach

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porque había usado en vano toda su energía luchando y estaba agotado. Una noche,

éste, en un momento de emoción, me cogió la mano y me dijo:

-Yo le creo a usted honrado, míster Van Weyden, pero continúe donde está y no

hable. No diga sino lo que pueda saberse. Ya sé que nosotros podemos considerarnos

muertos; pero con todo, quizá pueda alguna vez hacernos un favor si lo necesitamos.

Al día siguiente, al aparecer Wainwright Island a barlovento, Wolf Larsen, que había

luchado con Johnson y Leach, al ser atacado por éste, y había acabado por zurrar a

los dos les dijo:

-Ya sabes, Leach, que cualquier día te mataré.

Este le contestó con un gruñido.

-En cuanto a ti, Johnson, entes de que acabe contigo estarás tan harto de la vida que

te tirarás al mar; y si no, al tiempo pongo por testigo.

-Eso es una sugestión -añadió, hablándome en voz baja-. Apuesto contigo la paga de

un mes a que lo hace.

Yo había acariciado la esperanza de que sus víctimas encontrarían una oportunidad

para huir mientras estuviésemos llenando los toneles de agua, pero Wolf Larsen

había escogido bien el sitio. El Ghost se hallaba a media milla de una costa. desierta

y acantilada, donde desembocaba una profunda garganta de paredes

volcánicas y escarpadas, imposible de escalar. Y aquí, bajo su inspección inmediata,

pues desembarcó él mismo, Leach y Johnson llenaron los pequeños toneles y los

llevaron rodando hasta la playa. No tuvieron ocasión para intentar evadirse en uno

de los botes.

Sin embargo, Harrison y Kelly hicieron una tentativa. Tripulaban un bote y su

trabajo consistía en ir desde la costa a la goleta transportando un solo tonel cada vez.

Precisamente, antes de comer salieron en dirección de la costa con un barril vacío, y

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alteraron el rumbo hacia la izquierda con el fin de rodear el promontorio que,

avanzando en el mar, se interponía entre ellos y la libertad. Más allá de su base

espumosa se hallaban las lindas aldeas de los colonizadores japoneses y los risueños

valles que penetraban hasta el interior, y una vez en seguridad, los dos hombres po-

drían desafiar a Wolf Larsen.

Yo había observado que Henderson y Smoke vagaban toda la mañana por la

cubierta, y ahora comprendí cuál era su objeto. Cogiendo los rifles, abrieron fuego

deliberadamente contra los desertores. Aquello era un alarde de sangre fría de los

tiradores. Al principio los proyectiles sólo desfloraron la superficie del agua a ambos

lados del bote, pero viendo que los hombres continuaban bogando vigorosamente,

la puntería se fue ciñendo más.

-Ahora voy a romper el remo derecho de Kelly -dijo Smoke, apuntando con más

cuidado.

Con los anteojos vi cómo el tiro destrozaba la hoja del remo. Henderson hizo otro

tanto, eligiendo el remo derecho de Harrison. El bote ya no pudo seguir luchando.

Pronto quedaron inutilizados los dos remos restantes. Entonces los hombres trataron

de remar con las astillas, pero también les fueron arrancadas de las manos, y no

tuvieron más remedio que entregarse, dejando derivar el bote, hasta que otro,

enviado desde la playa por Wolf Larsen, les remolcó y condujo a bordo.

Al atardecer levamos el ancla y continuamos el viaje. Ante nosotros no se ofrecía

otra perspectiva, bien negra por cierto, que los tres meses de cacería en las regiones

de las focas, y yo me puse al trabajo con el corazón entristecido. Sobre el Ghost

parecía haber descendido un desaliento aplastante. Wolf Larsen estaba postrado en

la cama por uno de aquellos dolores de cabeza tan extraños y agobiantes. Harrison

se apoyaba indolentemente en el timón, como si le abrumara el peso de su propia

carne. Los demás hombres permanecían tristes y silenciosos. Hallé a Kelly

acurrucado junto a la escotilla de sotavento del castillo de proa, con la cabeza sobre

las rodillas y en una actitud de indecible desesperación.

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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A Johnson le encontré tendido cuan largo era sobre el castillo y con los ojos fijos en

la espuma que abría la gorja, y recordé horrorizado la sugestión de Wolf Larsen.

Parecía que iba a producir su efecto. Traté de distraer al hombre de sus pensamientos

mórbidos llamándole, pero sonrió tristemente y se negó a obedecer.

Cuando volvía a popa, se me acercó Leach.

-Voy a pedirle un favor, míster Van Weyden -dijo-. Si tiene usted la suerte de volver

algún día a San Francisco, ¿querrá buscar a Matt McCarthy? Es mi viejo. Vive en la

Colina, detrás de la panadería de Mayfair; tiene una tienda de zapatero remendón

que todo el mundo conoce y no le será difícil encontrarle. Dígale que he vivido

lamentando las penas que le he causado y las cosas que le he hecho-…y acabe

diciéndole de mi parte que Dios le bendiga.

Asentí con la cabeza, pero le dije:

-Volveremos todos a San Francisco, Leach, y tú me acompañarás cuando vaya a

visitar a Matt McCarthy.

-Quisiera poder creerle -contestó, estrechándome la mano-, pero me es imposible.

Sé que Wolf Larsen acabará conmigo, y ya no me queda sino desear que sea cuanto

antes.

Y cuando me dejó, sentí nacer el mismo deseo en mi corazón. Ya que había de

suceder, que fuese pronto. El desaliento general me había envuelto también entre sus

pliegues; lo peor parecía inevitable, y mientras paseaba hora tras hora por la cubierta,

me sentía atormentado con las ideas repulsivas de Wolf Larsen. ¿Qué significaba

todo aquello? ¿Dónde estaba la grandeza de la vida al permitir aquella loca

destrucción del alma humana? Esta vida era una cosa sórdida, y sin valor alguno, así

que cuanto antes acabara, mejor sería. ¡Concluir de una vez con ella! Me incliné

también sobre la barandilla y contemplé el mar ansiosamente, con la seguridad de

que tarde o pronto habría de hundirme para siempre en las profundidades verdes y

frías del olvido.

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CAPITULO XVII

Aunque parezca extraño, a despecho de los presentimientos de todos, no ocurrió

nada digno de mención en el Ghost. Corríamos en dirección Noroeste, hasta que

divisamos la costa japonesa y encontramos el gran rebaño de focas. Viniendo de

algún lugar remoto del ilimitado Pacífico, se dirigían en su emigración anual a los

lugares remotos donde se reproducían. Nosotros las seguíamos en la misma

dirección, matando y destruyendo, tirando los esqueletos a pedazos a los tiburones

y salando las pieles que más tarde pudieran adornar los bellos hombros de las

mujeres de las ciudades.

Era una matanza loca, y todo por la mujer. Ningún hombre comía carne o aceite de

foca. Tras un día afortunado, he visto las cubiertas llenas de pieles y cuerpos,

resbaladizas por la sangre y la grasa que chorreaba por los imbornales. Salpicados

de rojo los mástiles, las cuerdas y las barandillas, y los hombres con los brazos y

manos desnudos y ensangrentados, ocupados en el penoso trabajo de separar con sus

cuchillos las pieles de los cuerpos de los hermosos animales marinos que habían

cazado.

Yo estaba encargado de tarjar las pieles cuando llegaban a bordo desde los botes, de

vigilar el desollamiento y luego la limpieza de las cubiertas y cómo volvían a ponerse

las cosas en orden. No era un trabajo muy grato. Mi alma y mi estómago se

rebelaban, y sin

embargo, por otra parte, el manejar y dirigir a muchos hombres era bueno para mí--

Esto desarrollaba mi escasa capacidad ejecutiva y tenía la sensación de hallarme

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sometido a un régimen de endurecimiento y tenacidad que no podía ser sino

saludable para el alfeñique de Van Weyden.

Comenzaba a sentir que ya nunca más volvería a ser el mismo de antes. Aunque la

esperanza y la fe en la vida humana sobrevivían a la crítica destructiva de Wolf

Larsen, no por ello había sido menos la causa de mi cambio en las cosas menores.

Había abierto a mis ojos el mundo de la realidad, del que prácticamente nada conocía

y ante el cual había retrocedido siempre. Aprendí a mirar más de cerca la vida y la

forma de ser vivida, a reconocer que en el mundo había hechos que salían del

dominio del pensamiento y de la idea y conceder cierto valor a las fases concretas y

objetivas de la existencia.

Durante la cacería aprendí a conocer de veras a Wolf Larsen. Pues cuando hacía

buen tiempo y nos hallábamos en medio del rebaño, todos los hombres salían en los

botes y sólo quedábamos a bordo él y yo y Thomas Mugridge, que no contaba para

nada-- Pero no era cuestión de tumbarse a la bartola-- Los seis botes se alejaban de

la goleta, desplegándose en forma de abanico. El primero de barlovento y el último

de sotavento llegaban a alcanzar una distancia de diez a veinte millas, y así cruzaban

el mar en línea recta hasta que la llegada de la noche o el mal tiempo les obligaban

a volver. Nuestro deber era dirigir el Ghost hacia sotavento, a fin de que los botes

tuviesen viento favorable para acercarse a nosotros en caso de borrasca o de tiempo

amenazador.

No es tarea liviana para dos hombres, particularmente cuando se ha levantado un

viento recio, manejar un barco como el Ghost, gobernar, vigilar los botes, izar o

arriar las velas, por lo que me vi obligado a aprender muy de prisa. Gobernar supe

pronto, pero trepar a lo alto de los palos y suspenderme de los brazos con todo mi

peso cuando dejaba las cuerdas traveseras, para encaramarse aún más arriba, ya era

más difícil. También lo aprendí rápidamente, sin embargo, porque sentía un deseo

impetuoso de rehabilitarme a los ojos de Wolf Larsen y probarle mi derecho a vivir

por otros medios que por los de la inteligencia. Es más, llegó momento en que hallé

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un placer en subir a lo alto de los mástiles y en sostenerme con las piernas a una

altura tan incierta, mientras reconocía el mar con los anteojos, en busca de los botes.

Me acuerdo de un hermoso día en que éstos salieron temprano, y los disparos de las

escopetas se fueron perdiendo en la lejanía, hasta dejar de oírse por completo al

desparramarse por la inmensidad del mar. Soplaba precisamente del Oeste una brisa

muy suave, y cuando nos disponíamos a dirigirnos hacia sotavento del último bote

que había desaparecido por allí, se encalmó. Yo estaba en lo alto del mástil, y vi uno

a uno perderse los botes tras la curva del horizonte, persiguiendo a las focas por el

Oeste. Apenas nos balanceábamos sobre la placidez de las aguas, incapacitados de

seguirles. Wolf Larsen estaba receloso. El barómetro había bajado y por el Este el

cielo tenía un aspecto que no le gustaba-- Lo estudiaba incensantemente.

-Si sopla de allá con fuerza -dijo- y nos arrastra a barlovento de los botes,

probablemente quedarán desocupadas algunas literas en la bodega y el castillo de

proa.

Serían las once cuando el mar estaba como un cristal. A mediodía, a pesar de

hallarnos cerca del Septentrión, el calor era sofocante. El aire caldeado era bo-

chornoso y pesado, y me recordaba lo que los viejos californianos llaman tiempo de

terremoto. Flotaba en la atmósfera algo siniestro y de un modo intangible se sentía

la inminencia del peligro. lentamente, por el Este, el cielo se llenaba de nubes que

se elevaban por encima de nosotros como una cordillera tenebrosa de las regiones

infernales. Con tal claridad se distinguían las gargantas, los desfiladeros, los

precipicios y las sombras de sus profundidades, que se buscaba inconscientemente

la línea blanca de la resaca y los rugidos en las cavernas donde rompe el mar.

Nosotros seguíamos balanceándonos dulcemente, sin que soplara viento alguno.

-No hay ráfagas -dijo Wolf Larsen-. La madre Naturaleza va a levantarse sobre las

patas traseras, y piafará con todas sus fuerzas y nos hará saltar, Hump, quitándonos

la mitad de nuestros hombres. Podías subir y soltar las gavias.

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-Pero, ¿y si empieza a aullar y no somos más que nosotros dos? pregunté con un

tono de protesta en la voz.

-Pues empieza por hacerlo primero y corramos hacia nuestros botes antes que nos

sean arrebatadas las velas. Después de eso no respondo de lo que sucederá. Los palos

resistirán y tú y yo también, pero tendremos que bregar mucho.

Continuaba la misma calma. Comimos, yo precipitado e inquieto por los dieciocho

hombres que teníamos en el mar, más allá de la línea del horizonte, y aquella

cordillera de nubes que en el cielo avanzaba lentamente sobre nosotros. Wolf Larsen,

sin embargo, no parecía afectado; pero cuando volvimos a cubierta noté en él un

ligero estremecimiento de las aletas de la nariz, una visible rapidez de movimientos.

Había aumentado la seriedad de su semblante y la dureza de sus facciones, y con

todo, en sus ojos, de un azul claro este día, había un extraño brillo, más chispas de

luz. Me pareció que estaba alegre, con una alegría feroz, que gozaba ante la

inminencia de la lucha, que estaba emocionado y excitado con la percepción de que

gravitaba sobre él uno de los grandes momentos en que la marea de la vida se levanta

embravecida.

Una vez sin darse cuenta de lo que hacía o de que yo estaba viéndole, se puso a reír

a carcajadas, burlándose y retando a la tormenta próxima. Todavía parece que le

estoy viendo como un pigmeo de Las mil y una noches, ante la inmensa frente de

algún genio maligno. Estaba desafiando al Destino y no tenía miedo.

Se dirigió a la cocina.

-Cocinero, cuando termines con las cacerolas y sartenes, te necesitaremos en la

cubierta. Procura estar preparado para cuando te llame.

"Hump -me dijo, comprendiendo la mirada de fascinación que tenía posada en él-,

esto supera al whisky, y es en lo que se equivocó tu Omar. Creo que, después de

todo, sólo vivió a medias.

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La mitad occidental del firmamento también se había oscurecido ahora-- El sol había

desaparecido de nuestra vista. Eran las dos de la tarde, y un crepúsculo lóbrego

cruzado por varias luces de púrpura había descendido sobre nosotros. Con estos

reflejos rojos fue encendiéndose el rostro de Wolf Larsen, y a mi excitada fantasía

apareció nimbado por una aureola. Nos hallábamos en medio de un silencio

ultraterreno, mientras que a nuestro alrededor todo eran signos y presagios del

avance de ruido y movimiento. El calor bochornoso había llegado a hacerse

insoportable. El sudor me cubría la frente. Me pareció que iba a desmayarme, y tendí

la mano hacia la barandilla en busca de apoyo.

Y entonces, en aquel preciso instante, llegó un hálito sutilísimo. Procedía del Este y

pasó una y otra vez como un soplo débil-- Las velas lacias no se habían agitado, y

sin embargo, el hálito me había rozado la cara, refrescándola.

-Cocinero -llamó Wolf Larsen en voz baja. Thomas Mugridge volvió el rostro,

lastimoso y amedrentado-. Suelta la jarcia del botalón de proa y crúzala, y cuando

sea necesario, suelta la vela y sujétala con la jarcia. Y si haces un zafarrancho, te

aseguro que será el último. ¿Entendido...? Míster Van Weyden, prepárese a pasar las

velas de proa. Después suba a las gavias y extiéndalas tan rápidamente como pueda,

cuanto más aprisa lo haga tanto más fácil lo hallará. Respecto del cocinero, si no

anda listo déle un puñetazo entre los ojos.

Comprendí el alcance de la lisonja y me complació el que no acompañara sus

instrucciones con amenazas. Habíamos puesto la proa al Noroeste, y su intención

era lanzarse a toda vela aprovechando el primer soplo.

-La brisa vendrá por nuestro cuadrante -me explicó-. Con los últimos tiros los botes

arribaban ligeramente hacia el Sur.

Se volvió y se dirigió a popa para apoderarse del timón. Marché a proa y me situé

junto a los foques. Pasó otro hálito, y después otro. El velamen aleteaba

perezosamente.

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-Gracias a Dios que no viene de golpe, míster Van Weyden -fue la ferviente

jaculatoria del cocinero.

Yo estaba verdaderamente agradecido, pues por entonces ya había aprendido lo

bastante para saber qué desastre nos esperaba en aquellas condiciones y llevando

todas las velas extendidas. Los hálitos se convirtieron en soplos, las velas se llenaron

y el Ghost se movió. Wolf Larsen inclinó rudamente el timón a babor y empezamos

a soltarnos. El viento soplaba ahora por la popa, bufando cada vez con mayor fuerza,

y mis velas de proa trabajaban vigorosamente. No vi lo que pasaba en la otra parte,

pero sentí la súbita agitación Y los tumbos de la goleta cuando la presión del viento

pasó a los foques del trinquete y de la vela mayor. Estaba ocupado con el

contrafoque, el foque y la vela del estay, y cuando hube ejecutado esta parte de mi

cometido, el Ghost se hallaba ya brincando, empujado por el Sudoeste, con el viento

en su cuadrante y todo el velamen a estribor. Sin detenerme para tomar aliento, a

pesar de que el corazón me latía como el martillo sobre el yunque, me lancé a las

gavias, y antes de que el viento hubiese llegado a ser demasiado recio ya las teníamos

arriadas y plegadas. Después me fui a popa para recibir órdenes.

Wolf Larsen aprobó con un gesto y me cedió el timón. El viento aumentaba en fuerza

y el mar comenzó a agitarse. Goberné durante una hora, y cada momento se me hacía

más difícil. Yo no tenía experiencia suficiente para gobernar con aquella marcha y

aquel rumbo.

-Ahora sube con los anteojos, a ver si descubres algún bote. Hemos corrido a diez

nudos, y en este momento vamos a doce o trece. Esta muchacha sabe nadar.

Me contenté con subir a los soportes del aparejo de proa. Mientras exploraba la

desierta superficie, comprendí la necesidad urgente de apresurarnos si queríamos

rescatar algunos de nuestros hombres. Al contemplar el mar tempestuoso que

estábamos atravesando dudaba de que hubiese ningún bote a flote. No parecía

posible que tan frágiles embarcaciones pudiesen resistir tal violencia del viento y del

agua.

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No podía apreciar toda la fuerza del viento, porque seguíamos la misma dirección,

pero desde mi elevado observatorio miré hacia abajo, fuera del Ghost, y vi su silueta

recortarse enérgicamente sobre el mar cubierto de espuma al abrirse paso en su lucha

por la vida. A veces se levantaba, se lanzaba sobre una ola enorme, hundiendo la

barandilla de estribor y sumergiendo la cubierta hasta la altura de las escotillas bajo

el océano hirviente. En uno de estos momentos, sorprendido desde barlovento por el

balanceo, volé por el aire con rapidez vertiginosa adherido al extremo de un gran

péndulo invertido, cuyo arco entre los mayores vaivenes debía ser de diez pies o

más. Me dominó el terror, y durante un buen rato permanecí aferrado de pies y

manos, débil y tembloroso, imposibilitado para explorar el mar en busca de los botes

que faltaban o de ver otra cosa que no fueran las olas que rugían debajo y se

esforzaban por abatir al Ghost.

Pero el pensamiento de los hombres perdidos en aquella inmensidad me devolvió la

firmeza, y buscándolos me olvidé de mí. Durante una hora no vi sino el mar desnudo

y desolado. Y entonces, en el lugar en que una flecha de luz solar hería el océano,

bañando de plata su irritada superficie, sorprendí una pequeña mancha negra,

lanzada un momento a lo alto y tragada después por las aguas. Esperé pacientemente.

De nuevo volvió a proyectarse la manchita negra a través del brillo imponente, un

par de puntos más allá de nuestra proa a babor. No intenté gritar, sino que comuniqué

la noticia a Wolf Larsen agitando el brazo. Cambió el rumbo y yo hice signos

afirmativos cuando hubo puesto la proa en dirección de la mancha.

Fue haciéndose mayor, y tan rápidamente, que por primera vez aprecié en su

totalidad la velocidad de nuestra carrera. Wolf Larsen me indicó por señas que

bajara, y cuando estuve a su lado, me dio instrucciones para virar.

-Puede que se desate el infierno en masa -me advirtió-, pero no hagas caso. Tu deber

es ocuparte de tu trabajo y hacer que el cocinero no se mueva del lado del trinquete.

Traté de dirigirme a proa, pero igual dificultad encontraba en un lado como en otro,

pues tan pronto se sumergía la barandilla de barlovento como la contraria. Después

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de haber explicado a Thomas Mugridge lo que debía hacer, me encaramé unos

cuantos pies por el aparejo de proa. El bote estaba muy cerca ahora, y pude descubrir

fácilmente que se hallaba de cara al viento y a las olas, remolcando el mástil y la

vela, que habían sido lanzados al mar y utilizados como áncora de resistencia. Los

tres hombres se estaban hundiendo. Cada montaña de agua los cubría,

haciéndomelos perder de vista, y yo les acechaba con indescriptible ansiedad,

temiendo que no volviesen a aparecer. Después salía de nuevo el bote a través de las

crestas espumosas con la proa apuntando al cielo y mostrando toca la longitud de su

carena mojada y oscura, y cuando parecía que iba a volcar y caer en aquellos

abismos, hundida la proa, dejando ver todo su interior y con la popa levantada casi

verticalmente, vislumbré a los tres hombres que achicaban el agua con frenética

precipitación. Cada vez que reaparecían era un milagro.

El Ghost cambió de rumbo de pronto, alejándose, y pensé, con verdadero

sentimiento, que Wolf Larsen renunciaba a rescatarles por creerlo imposible. Des-

pués me di cuenta de que se preparaba a virar. Íbamos delante del viento y el bote

estaba lejos y frente a nosotros. Sentí súbitamente que la goleta se movía con mayor

desembarazo, librándose por el momento de la presión, a la vez que aceleraba la

velocidad. Daba la vuelta sobre el costado en la dirección del viento.

Cuando se situó formando ángulo recto con la ola, la fuerza del viento (del que hasta

ahora habíamos huido) nos cogió de lleno. Por ignorancia y por desgracia mía, yo

estaba arrostrándolo. Se alzaba ante mí como un muro, llenándome los pulmones de

aire que luego no podía expeler, Y en tanto que me ahogaba y el Ghost se revolvía

durante un momento con un costado en alto y se lanzaba balanceándose violenta-

mente contra el viento, vi una ola enorme levantarse por encima de mi cabeza. Volví

la cara, tomé aliento y miré de nuevo. La ola dominaba al Ghost y yo le contemplé

sin miedo. La cresta, herida por un dardo de luz solar, me dio la impresión de una

masa verde translúcida e impetuosa coronada de espuma.

Entonces se precipitó, se desató el pandemonium y todo sucedió en un instante.

Recibí un choque, un golpe anonadador, en ningún sitio en particular, pero que me

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hirió todo el cuerpo. Había perdido el apoyo, me hallaba bajo el agua, y por mi mente

cruzó la idea de que aquella cosa terrible de que había oído hablar era el ser

arrastrado al fondo del mar. Mi cuerpo, golpeado y magullado, fue arrojado como

un guiñapo, dando vueltas y vueltas, y cuando ya no pude contener más el aliento

aspiré dentro de mis pulmones el agua salada y picante. Pero, a través de todo ello,

me así a esta idea única: "Había de pasar el foque a barlovento". No temía a la

muerte. No dudaba de que saldría de aquello fuese como fuera. Y como persistiera

en mi ofuscada conciencia la idea de cumplir la orden de Wolf Larsen, creí verle en

medio de aquel desbarajuste de pie junto al timón, oponiendo su voluntad a la

voluntad de la, tormenta y desafiándola.

Tropecé violentamente contra lo que yo tomé por la barandilla y respiré de nuevo el

aire bienhechor. Traté de levantarme, pero me di un golpe en la cabeza y volví a caer

sobre las manos y las rodillas. Por un capricho de las aguas había sido arrastrado

debajo del enjaetado del castillo de proa y de las escotillas. Al trepar con pies y

manos, pasé por encima del cuerpo de Thomas Mugridge, que estaba acurrucado y

gruñendo. No había tiempo para hacer investigaciones. Había de pasar el foque.

Cuando asomé sobre cubierta, me pareció ver el fin de todas las cosas. Por todas

partes se oían crujidos de maderas, acero y lona. El Ghost estaba dislocado y

haciéndose pedazos. Con la maniobra se vaciaron el trinquete y la gavia, y como no

había nadie para arreglar las velas, se rasgaban restallando; el pesado botalón

azotaba las barandillas en sus movimientos y se hacía astillas. Por el aire volaban

maderas, cuerdas sueltas, estays que se retorcían y silbaban como serpientes, y

debajo de todo esto se desgarraba la cangreja del trinquete.

El botalón faltó poco para que me hiriera, y este hecho fue estimulante que me hizo

entrar de nuevo en acción. Tal vez la situación no fuese desesperada. Recordé la

advertencia de Wolf Larsen. Había esperado que se desencadenara el infierno, y ya

lo teníamos. Y él, ¿dónde estaría? Le vi afanándose con la escota mayor, tirar de ella

hasta ponerla en tensión con sus músculos formidables, vi la popa de la goleta

elevarse en el aire y su cuerpo recortarse en la blanca espuma de una ola que pasó

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de largo. Todo esto y más -todo un mundo de caos y ruinas- había visto, oído y

vislumbrado en el espacio de quince segundos.

No me detuve a mirar lo que había sido del pequeño bote, pero me abalancé a la

escota del foque, que empezaba a estallar, llenándose parcialmente y vaciándose con

agudas detonaciones, pero con una vuelta de la escota y el empleo de toda mi fuerza

cada vez que se acudía, conseguí pasarla. Lo que sí puedo asegurar es que puse toda

mi voluntad. Tiré tanto, que me erosioné las yemas de los dedos, y mientras tiraba,

el contrafoque y la vela estay se desgarraron e inutilizaron con un ruido atronador.

Yo seguía tirando, recogiendo lo que ganaba con una doble vuelta, hasta que la

sacudida siguiente me daba más. Entonces la escota cedía fácilmente y Wolf Larsen

estaba cerca de mí halando solamente, mientras yo me hallaba ocupado en

aprovechar la sacudida. -¡Atala y ven! -gritó.

Mientras le seguía, notaba que, a pesar de la destrucción y la ruina el barco obedecía.

El Ghost halaba y seguía obedeciendo y trabajando. Aunque había desaparecido el

resto de las velas, el foque pasado a barlovento y la vela mayor arbolada resistían,

haciendo resistir a la vez a la proa.

Busqué el bote y mientras Wolf Larsen desenredaba

el aparejo de los botes, lo vi a sotavento encaramado sobre una ola enorme y a menos

de veinte pies de distancia. Y tan bien había hecho sus cálculos, que derivó sobre él

exactamente de manera que no había sino enganchar las cuerdas por los extremos e

izarlo a bordo. Pero esto no se hizo con la misma facilidad que se escribe.

A proa iba Kerfoot, Oofty-Oofty a popa y Kelly en medio. Cuando derivábamos más

cerca, el bote se levantó a lomos de una ola casi por encima de mí y pude ver las

cabezas de los tres hombres inclinadas sobre la borda y mirando hacia abajo. Un

instante después, nos remontábamos nosotros al mismo tiempo que se hundían ellos.

Parecía imposible que la ola siguiente no hiciera estrellar contra el Ghost aquella

pequeña cáscara de huevo.

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En el momento preciso, pasé la cuerda al kanaka, mientras Wolf Larsen hacía lo

propio con Kerfoot. Ambas cuerdas fueron atadas en un abrir y cerrar de ojos, y los

tres hombres, aprovechando hábilmente un movimiento del barco, saltaron a la

goleta simultáneamente. Cuando el Ghost sacó el costado fuera del agua, fue izado

el bote, y antes de que volviese a hundirse con el siguiente vaivén, le habíamos

subido por encima de la borda y colocado sobre cubierta con la quilla hacia arriba.

Noté que la mano izquierda de Kerfoot sangraba. Tenía el tercer dedo machucado

como una pulpa, pero no dio muestras de dolor, y con sólo la mano derecha nos

ayudó a amarrar el bote en su sitio.

-¡No te muevas y largarás el foque, Oofty! -ordenó Wolf Larsen en cuanto

terminamos con el bote-. ¡Kelly, ven a popa y arría la vela mayor! ¡Tú, Kerfoot, ve

a proa y mira qué ha sido del cocinero! ¡Míster Van Weyden, vuelva a subir a lo alto

y corte toda impedimenta!

Y habiendo dado órdenes, se fue a popa con sus peculiares saltos de tigre y cogió el

timón. Mientras yo quitaba los obenques de proa, el Ghost avanzaba lentamente, y

esta vez, cuando nos hundimos en la concavidad de las olas y nos barrieron éstas, ya

no hallaron velas que llevarse. Yo subía por la arboladura, aplastado contra los

aparejos por la fuerza del viento, de manera que me hubiera sido imposible caer, y

al llegar a la mitad de la ascensión, el Ghost se acostó casi sobre los extremos de los

baos, con el mástil paralelo al agua. Entonces miré, no hacia abajo, sino en ángulo

recto con la perpendicular a la cubierta del Ghost, pero no vi la cubierta, sino el lugar

que ésta debiera haber ocupado, pues estaba sepultada bajo una cascada de agua.

Fuera asomaban los dos mástiles y nada más. Por el momento, el Ghost estaba debajo

del mar. Fue enderezándose poco a poco, librándose de la presión del costado, y por

fin apareció la cubierta, abriendo la superficie del océano como el lomo de una

ballena.

Después empezó a correr desenfrenadamente a través del mar embravecido, mientras

yo continuaba adherido como una mosca a la arboladura y tratando de ver los otros

botes. Media hora más tarde divisé el segundo bote con la quilla hacia arriba, a la

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que se agarraban desesperados Jock Horner, el gordo Louis y Johnson. Esta vez

permanecí en lo alto, y Wolf Larsen consiguió virar sin contratiempos. Como antes

derivó directamente sobre el bote, se sujetaron los aparejos y se tiraron las cuerdas

a los hombres, que se encaramaron como monos. El bote, en cambio, se hizo astillas

contra el costado de la goleta al izarlo; pero los restos se ataron fuertemente, porque

aún podría componerse y utilizarse.

Una vez más barrenó el Ghost, y tanto se sumergió que durante unos segundos creí

que no aparecería. Hasta el timón, bastante más alto que el resto de la nave lo

cubrieron las aguas. En aquellos momentos me sentía extrañamente solo con Dios y

contemplaba el caos de su ira. Después surgió de nuevo el timón, y los anchos

hombros de Wolf Larsen, sus manos aferradas a los rayos de la rueda y semejante a

un dios terrenal que dominara la tormenta y ahuyentara las aguas, haciéndolas servir

sus propios fines, volvió a imprimir al Ghost el rumbo que su voluntad le imponía.

¡Esto era verdaderamente maravilloso! ¡Que un hombre tan pequeño pudiese vivir,

respirar y conducir una frágil embarcación de madera y lona a través de aquella

terrible contienda de los elementos!

Como antes, el Ghost emergió de las profundidades, sacó la cubierta fuera del agua

y salió impelido por el huracán. Ahora eran las cinco y media, y poco más tarde, al

disolverse el día en un crepúsculo sombrío y furioso, divisé el tercer bote. Estaba

con la quilla hacia arriba y no había huellas de sus tripulantes. Wolf Larsen repitió

la maniobra, se apartó, y después, virando a barlovento, derivó sobre él; pero esta

vez se equivocó de cuarenta pies y el bote se quedó atrás.

-¡Bote número cuatro! -gritó Oofty-Oofty, leyéndolo con su mirada penetrante en el

momento en que surgió de la espuma.

Era el bote de Henderson, y con él habían desaparecido Holyoak y Williams, otro

de los marineros de alta mar. No quedaba la menor duda de que se habían perdido,

pero quedaba el bote, y Wolf Larsen hizo otro esfuerzo temerario para recuperarlo.

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Yo había bajado a cubierta y vi a Horner y a Kerfoot protestar en vano contra tan

descabellada tentativa.

-¡Por vida de ...! ¡No quiero que me robe mi bote ningún temporal del infierno! -dijo

gritando, y a pesar de que los cuatro estábamos con las cabezas muy juntas para

poder oír mejor, su voz sonó débil y lejana, como si se hallara a una distancia

inmensa de nosotros-. ¡Míster Van Weyden! -voceó, y a través del tumulto me

pareció un susurro-. ¡Sostenga el foque con Johnson y Oofty! ¡Los otros a popa, a la

escota mayor¡ ¡Aprisa, si no queréis que os embarque a todos para el reino de los

cielos! ¿Entendido?

Y cuando hizo girar el timón rudamente y se levantó la proa del Ghost, los cazadores

no tuvieron más remedio que obedecer y hacer lo posible para que se llevara a

término aquella prueba arriesgada. De la magnitud de este riesgo me di cuenta al

verme una vez más sepultado bajo las olas imponentes y agarrándome a la barandilla

el pie del palo de trinquete. Me sentí arrebatado, arrastrado y lanzado al mar por

encima de la borda. No pude nadar, pero antes de hundirme del todo me sentí

sostenido por una mano fuerte, y cuando el Ghost emergió al fin, comprendí que

debía la vida a Johnson. Le vi mirar ansioso a su alrededor y noté que faltaba Kelly,

que había acudido a proa en el último momento.

No habiendo acertado esta vez a recoger el bote, Wolf Larsen se vio precisado a

recurrir a una maniobra diferente; corriendo de cara al viento con todas las velas a

estribor, viró y volvió barloando sobre babor.

-¡Magnífico! -gritó Johnson a mi oído cuando hubimos salido indemnes de la

siguiente inundación, y comprendí que se refería, no a la pericia de Wolf Larsen,

sino a la hazaña del Ghost.

Había oscurecido tanto, que no se distinguía el bote; pero Wolf Larsen avanzó a

través del horrible tumulto, como guiado por un instinto infalible. Ahora, aunque

nos hallábamos continuamente medio sepultados, no se abría ninguna concavidad

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ante nosotros y pudimos derivar directamente sobre el bote volcado, que fue dura-

mente castigado al ser izado a bordo.

A esto siguieron dos horas de penoso trabajo, durante las cuales todos los del barco

-dos cazadores, tres marineros, Wolf Larsen y yo- nos ocupamos en rizar el foque

primero y la vela mayor después. Halando con tan poca vela, nuestras cubiertas se

veían relativamente libres del agua y el Ghost se balanceaba y sumergía como un

corcho entre las olas.

Yo tenía las puntas de los dedos erosionados y durante el rizado de las velas trabajé

vertiendo lágrimas de dolor; y cuando terminamos me desmayé como una mujer,

rodando por la cubierta con la agonía del agotamiento.

Entretanto, se había sacado a rastras, semejante a una rata ahogada, a Thomas

Mugridge, que estaba cobardemente oculto bajo el extremo del castillo de proa. Vi

cómo le conducían a popa, hacia la cabina, y noté con sorpresa que la cocina había

desaparecido. En el lugar que había ocupado aparecía un espacio más limpio de

cubierta.

Hallé a todos reunidos en la cabina, y mientras se preparaba café en la pequeña

estufa, bebimos whisky y comimos galleta. Nunca me había parecido tan oportuna

la comida; jamás me había sabido tan bien el café caliente. El Ghost cabeceaba, se

agitaba y tumbaba con tal violencia, que resultaba imposible, aun para los marineros,

caminar por allí sin sostenerse, y varias veces, después del grito: "¡Ahí va!», nos

vimos amontonados sobre la pared de babor de la cabina como si hubiese sido la

cubierta.

-¡Cualquiera sale a echar un vistazo! -oí decir a Wolf Larsen después que hubimos

comido y bebido hasta la hartura, En la cubierta no se puede hacer nada. Si hemos

de irnos a pique, no está en nuestra mano el evitarlo; así, pues, quedémonos aquí

todos, y a dormir un rato.

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Los marineros se deslizaron hasta la proa, colocando al pasar las luces laterales, en

tanto que los dos cazadores se quedaban a dormir en la cabina, por no parecer

prudente abrir la puerta de la escalera que conducía a la bodega. Entretanto, Wolf

Larsen y yo cortamos el dedo aplastado de Kerfoot y suturamos el muñón. Mugridge,

que durante todo el rato que se había visto obligado a guisar, servir el café y mantener

encendido el fuego, se había quejado de agudos dolores, juraba ahora tener dos o

tres costillas rotas. Después de reconocerle hallamos que tenía tres, pero diferimos

su cura para el día siguiente, principalmente por la razón de que yo no sabía una

palabra sobre costillas rotas y antes había de leer algo acerca de ello.

-Me parece que no merecía dar la vida de Kelly por un bote inservible -dije a Wolf

Larsen.

-Kelly no valía gran cosa -repuso-. Buenas noches.

Después de todo lo sucedido, sufriendo un dolor insoportable en los extremos de los

dedos y con la pérdida de tres botes, sin hablar de las violentas sacudidas del Ghost,

me parecía imposible poder conciliar el sueño. Pero mis ojos debieron cerrarse en

cuanto la cabeza tocó la almohada, y era tal mi agotamiento, que dormí toda la noche

mientras el Ghost, abandonado y sin dirección, se abría camino a través de la

tormenta.

CAPITULO XVIII

Al día siguiente, en tanto amainaba el temporal, Wolf Larsen y yo nos atracamos de

anatomía y cirugía y le arreglamos las costillas a Mugridge. Después, cuando calmó

la tormenta, recorrimos en todas direcciones la región del océano donde nos había

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sorprendido el mal tiempo, siempre con tendencia a Poniente, mientras se procedía

a arreglar los botes y se hacían y ajustaban velas nuevas. Vimos y abordamos buen

número de goletas dedicadas asimismo a la caza de focas, muchas de las cuales iban

en busca de sus botes perdidos, y otras llevaban a bordo botes y tripulantes de otras

embarcaciones que habían recogido, pues el grueso de la flota había estado más a

Occidente, y los botes, esparcidos en todas direcciones, habían huido desesperados

buscando el refugio más próximo.

A bordo del Cisco hallamos dos de nuestros botes con todos sus hombres a salvo, y

con gran contento de Wolf Larsen y disgusto mío recogimos a Smoke, Nilson y

Leach, del San Diego. Así, que al cabo de cinco días sólo nos faltaban cuatro

hombres -Henderson, Holyoak, Williams y Kelly- y cazábamos de nuevo en los

flancos del rebaño.

Mientras seguíamos hacia el Norte nos salieron al encuentro las terribles nieblas

marinas. Todos los días se arriaban los botes y casi antes de que tocaran el agua

desaparecían de nuestra vista. Desde el barco haciamos sonar el cuerno a intervalos

regulares y cada quince minutos disparábamos un cañonazo. Continuamente

perdíamos y encontrábamos botes, pues es costumbre que los recoja la goleta que

antes los encuentra hasta que dan con la suya. Pero Wolf Larsen, como era de

esperar, al faltarle un bote, tomó posesión del primero que halló extraviado y obligó

a sus hombres a cazar con el Ghost, sin permitirles volver a su propia goleta cuando

la divisaron. Recuerdo que al pasar su capitán a poca distancia y pedirnos noticias,

Wolf Larsen forzó a los hombres a permanecer abajo apuntándoles con un fusil.

Thomas Mugridge, aferrado a la vida con extraña pertinacia, volvió pronto a cojear

por allí, efectuando el doble trabajo de cocinero y grumete. Johnson y Leach seguían

siendo insultados y golpeados lo mismo que antes, y tenían la certeza que sus vidas

sólo durarían lo que durara la caza; el resto de los tripulantes vivían y eran tratados

como perros por aquel patrón despiadado. En cuanto a Wolf Larsen y yo, nos

llevábamos divinamente, aunque no me abandonaba la idea de que mi deber hubiera

sido matarle. Me fascinaba de un modo indecible y me inspiraba un miedo absoluto;

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y, con todo, no podía imaginármelo como mortal. Había en él una resistencia como

de perpetua juventud, que impedía representárselo muerto; únicamente podía supo-

nerlo siempre vivo y dominador, luchando y destruyendo constantemente, pero sin

perecer jamás.

Una de sus diversiones favoritas, cuando nos hallábamos en medio del rebaño y el

mar estaba demasiado borrascoso para bajar los botes, consistía en embarcarse con

dos remeros y un timonel, y en unas condiciones que los mismos cazadores juzgaban

imposibles cobraba buen número de piezas, pues era excelente tirador. Esta

exposición de su vida y esta lucha continua Por ella, contra fuerzas tan

tremendamente superiores, parecía algo necesario a su existencia.

Yo aumentaba continuamente mis conocimientos de náutica y un día que tuvimos

claro -cosa que ocurría ahora muy raras veces- tuve la satisfacción de dirigir y

manejar el Ghost para recoger los botes. Wolf Larsen se hallaba postrado por uno de

sus dolores de cabeza, y yo permanecía todo el día en el timón cruzando el océano

tras el último bote de sotavento, halando y recogiéndole, lo mismo que a los otros

cinco, sin órdenes ni insinuaciones de su parte.

Con mucha frecuencia teníamos temporales, pues aquella región era muy tormentosa

y a mediados de junio nos sorprendió un tifón, el más memorable y el de mayor

importancia para mi por los cambios que introdujo en mi porvenir. Este huracán

debió cogernos en el centro de su movimiento circular, y Wolf Larsen salió de él

hacia el Sur, primero con dos rizos en el foque y finalmente con los mástiles

desnudos. Nunca hubiese imaginado que el mar fuese una cosa tan terrible. Las olas

que habíamos encontrado hasta entonces no eran sino ligeras ondulaciones

comparadas con éstas que median media milla de longitud y se alzaban, según creo

yo, por encima de nuestro palo mayor. Eran tan enormes, que el mismo Wolf Larsen

no se atrevía a virar, a pesar de que le impelían hacia el Sur y le alejaban del rebaño

de focas.

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Cuando el tifón amainó, debíamos hallarnos en la ruta de los buques que cruzan el

Pacífico, y aquí, con gran sorpresa de los cazadores, nos encontramos rodeados de

focas, probablemente un segundo rebaño, una especie de retaguardia, que aquéllos

juzgaron la cosa más insólita. Se bajaron los botes y durante todo el día se oyeron

disparos de fusil y hasta muy tarde se prolongó la despiadada matanza.

Acababa yo de tarjar las pieles del último bote, cuan_ do se acercó Leach en la

oscuridad y me dijo en voz baja:

-¿Puede usted decirme, míster Van Weyden, a qué distancia se halla la costa y cuál

es la situación de Yokohama?

Mi corazón saltó de alegría, porque comprendí lo que intentaba, y le di los informes

requeridos: Oesnorueste y a quinientas millas de distancia.

-Gracias, señor -fue todo lo que dijo, y volvió a desaparecer entre las sombras.

Al día siguiente por la mañana faltaba el bote número 3, con Johnson y Leach.

Igualmente se echaron en falta los depósitos de agua y las cajas de provisiones de

los otros botes, así como también las camas y equipajes de los dos hombres. Wolf

Larsen se puso furibundo. Soltó más vela y se lanzó en dirección Oesnorueste,

llevando constantemente dos cazadores en lo alto de los mástiles que exploraban el

mar en todos sentidos, en tanto él caminaba por la cubierta furioso como un león.

Conocía demasiado mi simpatía por los fugitivos para encargarme de buscarles

desde allá arriba.

El viento soplaba bastante, pero sin seguridad, y querer descubrir aquel bote exiguo

en la inmensidad azul era como buscar una aguja en un pajar. Pero Wolf Larsen

dirigió el Ghost de tal manera que se situó entre la tierra y los desertores, y una vez

así, empezó a recorrer el espacio por donde él suponía debían pasar.

A la mañana del tercer día, acababan de dar las ocho, cuando bajó un grito de Smoke

desde lo alto avisando que el bote estaba a la vista. Todos los hombres se asomaron

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a la barandilla-- Del Oeste soplaba una brisa juguetona como una promesa de más

viento, y a sotavento, a la inquieta luz plateada del sol naciente, aparecía y

desaparecía un puntito negro.

Viramos en aquella dirección, corriendo en su busca. El corazón me pesaba como si

hubiese sido de plomo;

sentía por anticipado una angustia invencible, y cuando vi la llamada del triunfo

asomar a los ojos de Wolf Larsen, se me oscureció la mirada y experimenté un

impulso irresistible de abalanzarme sobre él. Tan desesperado estaba al pensar en

las violencias que esperaban a Johnson y a Leach, que la razón debió abandonarme.

Me deslicé hasta la bodega como una sombra, y en el preciso instante en que me

disponía a subir con una escopeta cargada en las manos, oí una voz que decía: -

¡Hay cinco hombres en el bote!

Me apoyé en la escalera, débil y tembloroso, en tanto se confirmaba la noticia con

las observaciones de los otros hombres. Entonces mis rodillas cedieron y caí so-

brecogido de espanto al pensar lo que había estado próximo a realizar; y cuando

hube dejado el rifle y me encontré de nuevo sobre cubierta, di gracias a Dios.

Nadie notó mi ausencia-- El bote estaba lo bastante cerca para comprobar que era

mayor que ninguno de los de caza y de tipo completamente distinto. Cuando

llegamos junto a él, se arriaron las velas y bajaron los vigías. Los ocupantes del bote

recogieron los remos y esperaron a que viráramos para recogerles a bordo--

Smoke, que se hallaba ahora sobre cubierta y a mi lado, empezó a reír de una manera

significativa. -¡Vaya una mezcla! -dijo en tono burlón.

-¿Qué pasa? -pregunté. Volvió a reír--

-¿No ve usted en el fondo del bote, a popa? ¡Qué no vuelva a matar una foca en mi

vida, si no es una mujer!

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Miré con más atención, pero no tuve la seguridad de ello hasta que no se levantaron

exclamaciones de todos los lados. En el bote había cuatro hombres, y el quinto

ocupante era, sin duda alguna, una mujer. Todos estábamos perplejos, excepto Wolf

Larsen, que se hallaba muy contrariado evidentemente por no haber encontrado su

bote con sus dos víctimas.

Arriamos el contrafoque; los remos hirieron el agua, y tras unos cuantos golpes, el

bote estuvo a nuestro lado. Ahora, por primera ves, distinguí bien a la mujer. Se

envolvía con una burda capa de Ulster, pues la mañana era fría, y no pude verle más

que la cara y la mata de cabello castaño claro que asomaba por debajo de la gorra de

marinero con que iba tocada. Los ojos eran grandes, oscuros y luminosos, la boca

dulce y expresiva, y el óvalo de la cara, a pesar de que el sol y el aire salitroso le

habían enrojecido la epidermis, era de una extrema delicadeza.

Se me antojó un ser de otro mundo. Hacía mucho tiempo que no veía a ninguna

mujer, y estaba embobecido en una admiración tan grande, que me olvidé de mis

deberes de segundo y ni siquiera ayudé a socorrer a los recién llegados. Cuando uno

de los marineros la elevó hasta los brazos que Wolf Larsen le tendía, clavó sus ojos

en nuestros semblantes curiosos y sonrió dulcemente y un poco divertida, como sólo

sabe sonreír r una mujer; sonrisas como ésta ya no las recordaba yo, de tanto tiempo

como no las veía.

-¡Míster Van Weyden!

La voz de Wolf Larsen me hizo estremecer bruscamente .

-¿Quiere acompañar abajo a esta dama y procurarle lo que necesite? Que se prepare

la cabina desocupada de babor, encargue de ello al cocinero, y vea qué encuentra

para esta cara; está horriblemente quemada;

Se apartó súbitamente de nosotros y comenzó a interrogar a los hombres que

acababan de llegar. El bote quedó flotando, abandonado, a pesar de que uno de ellos

lo llamó "una ignominia" estando tan cerca de Yokohama.

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Esta mujer que yo acompañaba a popa me intimidaba extrañamente, además me

sentía torpe. Por primara vez creí darme cuenta de lo delicada y frágil que es una

mujer, y cuando la cogí del brazo para ayudarla a

bajar la escalera me sorprendió su delgadez y suavidad. Bien es verdad que era una

mujer esbelta y delicada, pero a mí me pareció de una esbeltez y delicadeza tan

etéreas, que temí estrujarle el brazo con la sola presión de mi mano. Lo digo para

explicar la primera impresión después de tan larga privación de la mujer en general

y de Maud Brewster en particular.

-No es menester que se preocupe usted mucho por mí -protestaba cuando la hice

sentar en la butaca de Wolf Larsen, que traje precipitadamente de su cabina-. Los

hombres esperaban ver tierra de un momento a otro esta mañana, y esta noche tal

vez hubiéramos llegado. ¿No lo cree usted así?

Su sencilla fe en el inmediato porvenir me volvió a la realidad. ¿Cómo explicarle la

situación, hablarle del hombre que recorría los mares como el Destino, de todo

aquello que a mí me había costado meses aprender? Pero le contesté honradamente

-Si fuera otro el capitán, podría asegurarle que mafiana desembarcaría usted en

Yokohama; pero es un hombre muy raro y le ruego que esté preparada para cualquier

cosa... ¿comprende? Para cualquier cosa.

-Confieso que... apenas le entiendo -dijo titubeando, con expresión de inquietud,

pero no de miedo, en los ojos-. Creo, según tengo entendido, que los náufragos son

acreedores a toda suerte de consideraciones, y como eso es una cosa tan

insignificante y estamos tan cerca de tierra...

-De todos modos, no sé nada -dije tratando de tranquilizarla-; quería únicamente

prepararla a usted por si luego ocurre algo desagradable. Este hombre, este capitán,

es un bruto, un demonio, y nunca sabe uno cuál será su próxima ocurrencia.

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Yo empezaba a excitarme, pero ella me interrumpió con un "¡Oh, ya comprendo!",

y en su voz había tal ;: cansancio, que sólo el pensar le costaba un esfuerzo. Estaba

a punto de desmayarse.

Dejó de hacer preguntas y no me permití más observaciones, dedicándome tan sólo

a cumplir la orden de Wolf Larsen, que consistía en tratarla con solicitud. Me movía

como un ama de casa, preparando lociones calmantes para su piel quemada,

registraba el depósito particular de Wolf Larsen en busca de una botella de oporto,

que tenía la seguridad de haber visto, y dirigía a Thomas Mugridge en la forma de

disponer la cabina desocupada.

El viento refrescaba rápidamente, tumbando al Ghost sobre un costado, y cuando el

camarote estuvo preparado, empezaba el barco a saltar sobre las aguas, con mo-

vimientos agitados. Ya me había olvidado por completo de la existencia de Leach y

Johnson, cuando de pronto bajó por la escalera como un trueno el grito de "¡Bote a

la vista!". Era la voz inconfundible de Smoke que llegaba de lo alto del mástil. Dirigí

una mirada a la mujer, pero se halla reclinada en la butaca con los ojos cerrados,

vencida por un extremo cansancio. Dudé que hubiese oído nada, y resolví evitarle la

vista de las brutalidades que indudablemente seguirían a la captura de los desertores.

Puesto que estaba rendida de sueño, que durmiese.

Sobre cubierta se daban órdenes rápidas, se oyeron pisadas y el restallar de los rizos

de las velas, cuando el Ghost, que corría en la dirección del viento, viró de bordo.

Según se iban llenando las velas e inclinando el barco, resbalaba la butaca, y salté

en el momento preciso para evitar que viniera al suelo la mujer que acabábamos de

rescatar.

En sus ojos había demasiado sueño para expresar otra cosa que una leve sorpresa y

turbación, cuando se levantó para seguirme tambaleándose y dando traspiés hasta su

camarote. Al indicar a Thomas Mugridge que saliera y volviese a sus ocupaciones

de la cocina, me hizo una mueca insinuante y se vengó divulgando entre los

cazadores que yo estaba dando pruebas de ser "una excelente doncella".

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Mientras iba de la butaca al camarote, la mujer se apoyó en mí pesadamente, y creo

que por el camino volvió a quedarse dormida, pues cayó sobre la cama con una

brusca sacudida de la goleta. Se despertó, sonrió somnolienta y volvió a quedarse

dormida; y así la dejé, cubierta con un par de gruesas mantas de marinero y

descansando la cabeza en una almohada traída de la cama de Wolf Larsen.

CAPITULO XIX

Cuando subí a cubierta, el Ghost corría inclinado sobre babor y atajando por

barlovento a una cebadera conocida que abarloaba en nuestra dirección. Todos los

hombres estaban allí porque comprendían que ocurriría algo cuando Leach y

Johnson subieran a bordo.

Eran las cuatro. Louis viró a popa para relevar al timonel; la atmósfera estaba

húmeda y noté que se había puesto el impermeable.

-¿Qué tendremos? -le pregunté.

-Una pequeña tormenta, señor -respondió-, con una rociada suficiente para mojarnos

las agallas y nada más.

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-Siento que les hayamos encontrado -dije, cuando una gran ola desvió la proa de un

punto y el bote saltó a la altura de los foques, ofreciéndose a nuestra vista

Louis repuso, temporizando:

-Creo que nunca hubiesen llegado a tierra, señor.

-¿Te parece? -pregunté.

-¿No ve usted eso? -una ráfaga había cogido a la goleta, y Louis tuvo que hacer girar

el timón rápidamente para mantenerla fuera del viento-. De aquí a media hora no

quedará a flote ni una sola de estas cáscaras de huevo. Para ellos ha sido una suerte

que estuviéramos aquí y que podamos recogerles.

A grandes zancadas, Wolf Larsen se dirigió a popa desde el centro del barco, donde

había estado hablando con los hombres recién salvados. La elasticidad felina

de sus pasos era un poco más pronunciada que de costumbre, y en sus ojos había un

brillo mordaz.

-Tres fogoneros y un maquinista -dijo a guisa de saludo-. A toda costa hemos de

convertirles en marineros. ¿Y qué tal la dama?

No supe explicarme la causa, pero al nombrarla tuve la sensación de una punzada

como si me hubiesen herido con un cuchillo. Lo atribuí a una susceptibilidad

estúpida; mas persistió a pesar mío, y sólo le contesté con un encogimiento de

hombros.

Wolf Larsen frunció los labios con un silbido zumbón y prolongado.

-¿Cómo se llama? -preguntó.

-No lo sé -repuse-. Estaba muy cansada. Precisamente espero que usted me dé

informes. ¿Qué barco era?

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-Un vapor correo -respondió brevemente-. El City o f Tokio, que hacía la travesía

desde San Francisco a Yokohama. Era una barrica vieja y el tifón lo destrozó. Se

llenó de agujeros como un tamiz y hacía cuatro días que estos náufragos vagaban a

la ventura. ¿Tú no sabes quién es ella? ¿Si es soltera, casada o viuda? Bien, bien.

Sacudió la cabeza con gesto burlón y me miró risueño.

-¿Va usted...? -comencé.

Estuve a punto de preguntarle si llevaríamos los náufragos a Yokohama.

-¿Voy a qué? -preguntó.

-¿Qué piensa usted hacer con Leach y Johnson?

Movió la cabeza.

-Realmente no lo sé, Hump. Con estos aumentos ya tengo aproximadamente toda la

tripulación que necesito.

-Y han huido, que es lo que deseaban –dije-. ¿Por qué no les trata usted de otra

manera? Tómeles a bordo

y pórtese mejor con ellos. Por grande que haya sido su delito, en el mismo pecado

han encontrado el castigo.

-¿Y tengo yo la culpa?

-Usted -respondí con firmeza-. Y le advierto, Wolf Larsen, que soy capaz de olvidar

el apego a mi propia vida y dejarme llevar del deseo de matarle si persiste en

maltratar a esos pobres diablos.

-¡Bravo! -exclamó-. ¡Estoy orgulloso de ti, Hump! Con una venganza has

encontrado tus piernas. Eres un individuo completo. Era una lástima que tu vida no

saliera de los moldes usuales; pero ahora te desenvuelves y por ello me gustas más.

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Su voz y su expresión habían cambiado. Estaba serio.

-¿Tú crees en los juramentos? -preguntó-. ¿Son cosas sagradas?

-Por supuesto -respondí.

-Pues hagamos un pacto -prosiguió, como un actor consumado que era-. Si yo te juro

no poner mis manos sobre Johnson y Leach, ¿me jurarás tú, en cambio, no hacer

ninguna tentativa para matarme?... ¡Oh, no creas que te tengo miedo, no creas que

te tengo miedo! --se apresuró a añadir.

Apenas podía dar crédito a mis oídos. ¿Qué cambio se había operado en él?

-¿Convenido? -preguntó, Impaciente -Convenido -contesté.

Su mano solicitó la mía y al estrechársela cordialmente hubiese jurado que por un

momento había brillado en sus ojos el diablo de la burla.

Atravesamos la popa hacia el lado de sotavento. El bote estaba muy cerca ahora y

en una situación desesperada. Johnson gobernaba y Leach achicaba el agua con un

cubo. Pasamos por su lado casi a dos pies de distancia. Wolf Larsen ordenó a Louis

que se alejara un Poco, y nos lanzamos por delante del bote a menos de veinte pies

a barlovento. El Ghost les resguardaba del viento. La cebadera aleteó vacía, y el

bote, enderezándose sobre una quilla llana, hizo cambiar rápidamente de posición a

los dos hombres, El bote avanzaba, y cuando nosotros nos elevamos a lomos de una

ola altísima, se inclinó por la proa y cayó en la síma.

En este momento fue cuando Leach y Johnson levantaron la vista hacia el rostro de

sus camaradas, que se alineaban sobre la barandilla del centro del barco. Nadie les

saludó. Sus compañeros les consideraban como muertos, y entre ellos se abría el

abismo que separa a la vida de la muerte.

Un momento después se hallaron detrás de la popa, donde estábamos Wolf Larsen y

yo. Nos hundíamos y ellos se elevaban sobre una ola. Johnson me miró, y su rostro

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reflejaba la fatiga y el extravío. Le saludé con la mano y él contestó con otro saludo,

pero su gesto era desesperado. Parecía más bien una despedida. En los ojos de Leach,

que estaba mirando a Wolf Larsen, no vi la antigua expresión de odio implacable

flotar con la intensidad de antes.

Iban quedándose atrás. La cebadera se hundió de pronto con el viento, inclinando de

tal manera la frágil embarcación, que parecía seguro iba a zozobrar. Una ola blanca

de espuma se alzó sobre ellos y se rompió en una lluvia de color de nieve. Después

volvió a emerger el bote medio inundado. Leach achicaba el agua, mientras Johnson,

pálido y angustiado, se cogía al timón.

Wolf Larsen se rió con una risa breve que parecía un ladrido y se alejó de aquel lado

de la popa. Yo esperaba que diese órdenes para virar; más el Ghost siguió avanzando

sin que Wolf Larsen hiciera ninguna señal. Louis continuaba empuñando el timón,

imperturbable, pero noté que los marineros agrupados a proa volvían hacia nosotros

sus rostros disgustados. El Ghost siguió avanzando, hasta quedar el bote reducido a

una mancha, cuando la voz de Wolf Larsen resonó dando una orden y pasó a estribor.

Estábamos a dos millas más a barlovento de la vale. rosa cáscara de caracol, cuando

fue arriado el foque y viró la goleta. Los botes que se dedican a la caza de focas no

están construidos para trabajar a barlovento. Su única esperanza estriba en conservar

una posición que les permita correr delante del viento en cuanto sople un poco para

ir en busca de la goleta. Pero en aquel desierto enfurecido no había más refugio para

Leach y Johnson que el Ghost y resueltamente emprendieron la lucha a barlovento.

Con aquel mar tan embravecido era difícil el avance. Estaban expuestos a que de un

momento a otro les sumergieran aquellas olas imponentes. Una y otra ves vimos el

bote orzar sobre las enormes masas de agua, avanzar y retroceder como un corcho.

Johnson era un gran marinero, que dominaba tan bien los barcos pequeños como los

grandes. Al cabo de hora y media estaba casi a nuestro lado, muy cerca de la popa,

y haciendo esfuerzos inauditos por arribar.

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"Parece que habéis cambiado de opinión -oí murmurar a Wolf Larsen hablando para

sí, pero como si ellos pudieran oírle-. Queréis venir a bordo, ¿eh? Bueno, pues

preparaos a subir."

-¡Duro con el timón! -ordenó a Oofty-Oofty, el kanaka, que durante este intervalo

había relevado a Louis.

Las órdenes se sucedían incesantemente. La goleta adelantaba y el trinquete y la vela

mayor se izaron aprovechando el viento favorable. Y cuando Johnson soltó su vela

con peligro inminente y cortó nuestra estela un centenar de pies más allá, nosotros

corríamos y saltábamos viento en popa Otra vez volvió a reír Wolf Larsen,

indicándoles al mismo tiempo por señas que siguieran. Evidentemente intentaba

jugar con ellos, darles una lección, aunque peligrosa, en lugar de una Paliza, así al

menos lo pensé yo pues la frágil embarcación estuvo a punto de desaparecer.

Johnson se avino prontamente y corrió en pos

de la goleta. No podía hacer otra cosa. La muerte acechaba por todas partes y no

pasaría mucho tiempo sin que una de aquellas altísimas olas cayera sobre el bote lo

volcara y hundiera para siempre.

-En sus corazones anida el horror a la muerte -murmuró Louis a mi oído cuando pasé

a proa para ver de acortar el contrafoque y la vela del estay.

-¡Oh, dentro de poco virará y les recogeremos! -contesté alegremente-. Se propone

darles una lección y nada más.

Louis me miró con malicia.

-¿Lo cree así? -preguntó.

-Naturalmente -respondí-. ¿Tú no?

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-Yo no pienso estos días en nada más que en mi propio pellejo -fue lo que me

contestó-. Y me pregunto extrañado la manera cómo acabará todo esto. Para mí, el

whisky de San Francisco es algo exquisito, como lo será para ustedes la mujer que

han recogido. ¡Ah, yo sé que harán ustedes alguna tontería!

-¿Qué quieres decir? -le dije.

-¿Qué quiero decir? -exclamó-. ¡Y me lo pregunta usted! No es lo que yo pienso,

sino lo que piensa Wolf Larsen. ¡El lobo, el lobo!

-Si ocurre algo, ¿nos ayudaréis? -le interrogué impulsivamente, porque aquel

hombre acababa de expresar mis propios temores.

-¿Ayudarles? Yo sólo ayudaré al viejo Louis, y disgustos no faltarán. Ahora estamos

aún al principio, le digo a usted que al principio nada más.

-Nunca te hubiese creído tan cobarde -repuse en tono burlón.

El me favoreció con una mirada desdeñosa. -¿Cree usted que tengo ganas de que me

rompan la cabeza por una mujer a quien no he visto hasta ahora? Le volví la

espalda con desprecio y me fui a popa.

-Convendría, míster Van Weyden -insinuó Wolf Larsen al verme llegar-, que se

recogieran las gavias.

Sentí alivio por lo que a los dos hombres se refería Era evidente que no quería

alejarse demasiado de ellos. Con este pensamiento volvió a renacer en mí la espe-

ranza, y ejecuté al momento la orden. Apenas había abierto yo la boca para

pronunciar las disposiciones necesarias, cuando ya los hombres, impacientes, habían

saltado a las drizas y traveseras, pugnando por ver quién llegaba antes a lo alto. Esta

impaciencia no pasó desapercibida a Wolf Larsen y sonrió horriblemente.

Todavía seguimos ganando terreno, y cuando el bote quedó varias millas atrás,

viramos y nos quedamos esperando. Todos los ojos le miraban acercarse hasta los

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del mismo Wolf Larsen, pero él era el único de los de a bordo que no estaba

emocionado. Louis, con la vista fija, revelaba una pena que difícilmente podía

contener.

El bote se acercaba cada vez más y se precipitaba por aquel hervidero como una cosa

viva, elevándose, hundiéndose y saltando sobre las crestas altísimas de las olas o

desapareciendo tras ellas para volver a salir y lanzarse cara al cielo. Parecía

imposible que pudiese seguir, y sin embargo, con cada uno de aquellos saltos

vertiginosos realizaba lo imposible. Cayó un chubasco y el bote surgió de entre la

lluvia casi encima de nosotros.

-¡Firme ahí! -gritó Wolf Larsen saltando sobre el timón y haciéndole dar la vuelta.

El Ghost corrió otra vez delante del viento y Johnson y Leach nos siguieron durante

dos horas. Virábamos y volvíamos a correr, y así continuamente, teniendo siempre

a popa aquel pedazo de vela que luchaba, se lanzaba hacia el cielo y caía entre las

olas impetuosas. Estando a un cuarto de milla de distancia, un fuerte chubasco lo

ocultó a nuestra vista y nunca más volvió a emerger. El viento despejó de nuevo la

atmósfera, pero ya ningún trozo de vela rompió la atormentada superficie. Por un

momento creí ver la negra carena del bote sobre la cresta de una ola y eso fue todo.

Para Johnson y Leach habían concluido las rudas fatigas de la existencia.

Los hombres permanecían agrupados en el centro del barco. Nadie había bajado ni

nadie hablaba, ni siquiera cambiaron miradas entre sí. Todos parecían asombrados;

meditaban profundamente, como si no estuviesen seguros, tratando de comprender

lo que acababa de ocurrir. Wolf Larsen les dejó poco tiempo para pensar. En seguida

marcó su rumbo al Ghost, rumbo que significaba el rebaño de focas y no el puerto

de Yokohama. Los hombres ya no mostraron impaciencia al efectuar las maniobras,

y les oí lanzar maldiciones que se extinguieron en sus labios, quedándose tristes y

desanimados. Con los cazadores no fue así. El incorregible Smoke relató una

historia, y bajaron a la bodega riendo a carcajadas.

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Al pasar a sotavento de la cocina, cuando me dirigía a popa, se me acercó el

maquinista que habíamos rescatado. Estaba pálido y le temblaban los labios.

-¡Dios mío! ¿Pero qué clase de barco es éste, señor? -exclamó.

-Si tiene usted ojos, ya ha podido verlo -respondí casi brutalmente, a causa del dolor

y del espanto que había en mi propio corazón.

-¿Y su promesa? -dije a Wolf Larsen.

-Cuando hice la tal promesa, no hacía cuenta de tomarles a bordo -contestó-. Y de

todos modos, habrás de convenir en que no les he puesto la mano encima.-. -añadió

riendo.

No repliqué. Había demasiada confusión en mis ideas para poder contestarle. Sabía

que necesitaba tiempo para reflexionar. Aquella mujer que dormía ahora en la cabina

era para mí una responsabilidad, y el único pensamiento razonable que cruzó mi

mente fue que no debía precipitarme si quería serle útil.

CAPITULO XX

El resto del día transcurrió sin más contratiempos. Después de habernos mojado sin

compasión, el temporal empezó a perder fuerza. El maquinista y los tres fogoneros,

tras una discusión acalorada con Wolf Larsen, fueron equipados en el bazar, se les

asignaron sitios como a los cazadores en los diversos botes y en las guardias del

barco y pasaron al castillo de proa. Pro- testaron, pero sin levantar mucho la voz.

Estaban amedrentados con lo que ya habían visto del carácter de Wolf Larsen, y las

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narraciones dolorosas que no tardaron en oír en el castillo de proa les quitaron los

últimos deseos de rebelión.

Miss Brewster (el maquinista nos había dicho su nombre) seguía durmiendo. A la

hora de cenar supliqué a los cazadores que no gritaran y así no la molestarían, y hasta

el día siguiente por la mañana no hizo su primera aparición- Mi intención había sido

servirle las comidas aparte, pero Wolf Larsen se opuso a ello. ¿Quién era esta mujer,

para que la mesa y la sociedad de la cabina no fuesen dignos de ella? Fue lo que me

preguntó.

Su presencia en la mesa tenía en sí algo de divertido. Los cazadores estaban

silenciosos como ostras. Jock Horner y Smoke eran los únicos que no se sentían

intimidados, mirándola a hurtadillas de vez en cuando y hasta tomando parte en la

conversación. Los otros cuatro convergían los ojos en el plato y masticaban

firmemente, moviendo las orejas al mismo tiempo que las mandíbulas, como hacen

muchos animales.

Al principio, Wolf Larsen hablaba poco, no haciendo más que contestar cuando se

le dirigía la palabra-- No es que estuviese cohibido, muy lejos de ello, sino que esta

mujer era un tipo nuevo para él, de raza distinta a todas las que había conocido hasta

entonces, y sentía curiosidad. La estudiaba y sus ojos se apartaban raras veces de su

cara, a no ser para seguir los movimientos de las manos y los hombros. Yo también

la estudiaba, y a pesar de ser quien mantenía la conversación, reconozco que me

mostré un poco reservado, que no fui bastante dueño de mí. El poseía el equilibrio

perfecto, la suprema confianza en sí mismo que nada podía hacer vacilar, y tan poco

le intimidaba una mujer, como un temporal o un combate.

-¿Cuándo llegaremos a Yokohama? -preguntó ella, volviéndose y mirándole

directamente a los ojos.

Allí estaba la pregunta sin rodeos. Las mandíbulas dejaron de trabajar, las orejas de

moverse, y aunque los ojos no se levantaron de los platos, todos esperaban la

respuesta con ansiedad.

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-Dentro de cuatro meses, tal vez tres, si la temporada concluye pronto -dijo Wolf

Larsen.

Ella tomó aliento y tartamudeó

-Yo creí... tenía entendido que Yokohama distaba sólo un día de barco. Usted. -se

detuvo y dirigió una mirada en derredor de la mesa, al círculo de rostros antipáticos

que contemplaban los platos con dura insistencia-. Esto no es justo -concluyó.

-Esta es una cuestión que tendrá usted que resol. ver con míster Van Weyden -repuso

él señalándome, con un guiño malicioso. Míster Van Weyden es lo que podríamos

llamar una autoridad en estas cosas de justicia. Yo, como no soy más que un

marinero, vería la situación desde un punto de vista algo diferente. Es posible que

para usted sea una desgracia tener que permanecer con nosotros; pero para nosotros

es indudable. mente una suerte.

La observó sonriente, y ella bajó los ojos ante su mirada, pero volvió a levantarlos

para clavarlos en los míos, retadora. Leí en ellos la pregunta: «¿Qué, es justo?». Pero

yo había decidido representar un papel completamente neutral y no contesté.

-¿A usted qué le parece? -preguntó.

-Que es una lástima, especialmente si tiene alguna invitación para estos meses

próximos. Pero, puesto que dice que se dirigía al Japón por motivos de salud, puedo

asegurarle que lo mismo mejorará a bordo del Ghost que en cualquier otra parte.

Vi en sus ojos un relámpago de indignación, y esta vez fui yo quien humillé los míos

y sentí enrojecerse mi rostro bajo su mirada-- Esto era una cobardía, pero, ¿qué otra

cosa podía hacer?

-Míster Van Weyden habla con la voz de la autoridad -dijo Wolf Larsen riendo.

Yo asentí con la cabeza, y ella, habiéndose recobrado, se quedó a la expectativa.

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-No es que todavía sea una gran cosa -prosiguió Wolf Larsen-, pero se ha

perfeccionado maravillosamente. Debía usted haberle visto cuando llegó a bordo.

Con dificultad podría imaginarse un ejemplar humano más endeble e insignificante.

¿No es eso, Kerfoot?

Kerfoot, al serle dirigida la palabra tan directamente, se sobresaltó y dejó caer el

cuchillo al suelo, pero hizo lo posible por gruñir una afirmación.

-Se ha desenvuelto mondando patatas y lavando platos. ¿Eh, Kerfoot?

De nuevo gruñó este héroe.

-Y ahora, mírele usted. Claro que en realidad no se le puede llamar musculoso, pero

tiene músculos, lo cual es más de lo que tenía cuando llegó a bordo. Además, tiene

piernas para sostenerse. Al verle, no lo hubiera

usted creído pero al principio le era imposible sostenerse solo.

Los cazadores se mofaban; pero ella me miró con tal simpatía en los ojos, que hizo

más que compensarme de las torpezas de Wolf Larsen. Hacía tanto tiempo que no

conocía la simpatía, que me estremecí, y desde aquel momento me convertí

gustosamente en su esclavo-- Pero yo estaba enojado con Wolf Larsen. Recusaba mi

virilidad con sus infamias, recusaba mis verdaderas piernas, que él pretendía

haberme procurado.

-Yo puedo haber aprendido a sostenerme sobre mis piernas -repliqué-, pero todavía

sé patear a otros con ellas.

Me miró con insolencia.

-Pues entonces tu educación sólo está a medio completar -dijo secamente, y se volvió

hacia ella-. En el Ghost somos muy hospitalarios. Míster Van Weyden lo ha

descubierto- Hacemos lo posible para que nuestros huéspedes se encuentren como

en su casa, ¿verdad, mister Van Weyden?

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-Hasta con lo de mondar patatas y fregar platos -respondí, sin mencionar los

apretones de pescuezo por puro compañerismo.

-Le suplico que no forme un concepto equivocado de nosotros por míster Van

Weyden -interrumpió con fingida inquietud. Podrá observar, miss Brewster, que

lleva un puñal en el cinto, una cosa poco común entre oficiales de marina. Míster

Van Weyden, aunque realmente digno de toda estima, es a veces, ¿cómo lo diré? es

pendenciero, siendo preciso tomar medirlas enérgicas. En sus momentos de calma,

es completamente razonable, y puesto que ahora está en uno de estos momentos, no

negará que ayer, sin ir más lejos, me amenazó con matarme.

Yo estaba casi sofocado y mis ojos ardían seguramente. Fijó aún más la atención en

mí--

-Mírele ahora: apenas puede dominarse delante de

usted. No está acostumbrado a la presencia de señoras. Tendré que armarme antes

de atreverme a subir a cubierta con él.

Movió la cabeza tristemente, murmurando: "¡Malo, malo!", y los cazadores rieron a

carcajadas.

Las voces ásperas de aquellos hombres rugiendo en el reducido espacio producían

un efecto salvaje. Todo el conjunto tenía este carácter, y por primera vez al

contemplar a aquella extraña mujer y darme cuenta de lo desplazada que resultaba

allí, advertí lo mucho que participaba yo de aquel ambiente. Conocía a aquellos

hombres y sus procesos mentales, yo mismo era uno de ellos, viviendo la vida de los

cazadores de focas, alimentándome como ellos y no pensando sino en cosas

pertenecientes a la caza de aquellos animales. A mí ya no me extrañaba aquello: las

ropas toscas, los rostros groseros, las risas salvajes, el movimiento de las paredes de

la cabina y el balanceo de las lámparas.

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Mientras untaba con manteca un pedazo de pan, mis ojos se detuvieron casualmente

en mi mano. Tenía los nudillos desollados e inflamados, los dedos hinchados y las

uñas bordeadas de negro. Sentí sobre el cuello el mullido de la barba, sabía que la

manga de mi americana estaba rota, que faltaba un botón en el cuello de la camisa

azul que llevaba. El puñal mencionado por Wolf Larsen descansaba en la cadera

dentro de su vaina. Era muy natural que yo estuviese allí, ahora más que nunca. que

lo veía todo a través de los ojos de aquella mujer Y sabía cuán extraño era para ella

lo que allí ocurría.

Pero ella adivinó la burla en las palabras de Wolf Larsen y volvió a favorecerme con

una mirada de simpatía. En sus ojos había además un poco de turbación. Al ser

aquello una burla, hacía su situación más embarazosa aún.

-Tal vez pudiera llevarme algún barco que pase por aquí -sugirió.

-Por aquí no pasan barcos, como no sean los que van a la caza de focas -respondió

Wolf Larsen.

-No tengo ropa ni nada -objetó-. Usted apenas se da cuenta, señor, de que no soy

un hombre o que no estoy acostumbrada a la vida errante y despreocupada que usted

y sus hombres parecen llevar.

-Cuanto más pronto se acostumbre, mejor -dijo él-. Espero que no será para usted

una desgracia demasiado horrible hacerse un par de vestidos.

Ella torció el gesto, como dando a entender su ignorancia en el arte de la costura. Yo

veía claramente que estaba atemorizada y turbada y que trataba valerosamente de

ocultarlo.

-Supongo que estará usted, como míster Van Weyden, acostumbrada a que todo se

lo den hecho. Bueno; pues me parece que el hacerse usted misma algunas cosas no

le dislocará los huesos. En fin: ¿con qué se gana usted la vida?

Miróle ella, sin poder ocultar su extrañeza.

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-No pretendo ofenderla, créame. La gente come; necesita, por consiguiente,

procurarse los alimentos. Estos hombres cazan focas, para vivir; por la misma razón

mando yo la goleta, y míster Van Weyden, en la actualidad, al menos, gana su

comida ayudándome. Usted, pues, ¿qué hace?

Ella encogió los hombros.

-¿Se mantiene usted misma o la mantiene alguien?

-Me parece que alguien me ha mantenido durante la mayor parte de mi vida -dijo

riendo y esforzándose valientemente por penetrar el alcance de la broma aunque yo

pude ver cómo aparecía y aumentaba en sus ojos una expresión de terror mientras

observaba a Wolf Larsen.

-Supongo que alguien más le hará a usted la cama -Yo "he hecho" camas -replicó.

-¿Muy a menudo?

Movió la cabeza con fingida tristeza.

-¿Sabe lo que hacen los Estados con los hombres pobres que, como usted, no trabajan

para vivir?

-Soy muy ignorante -arguyó ella-. ¿Qué hacen con los pobres como yo?

-Los llevan a la cárcel. El crimen de no ganarse la vida se llama vagancia en este

caso. Si yo fuese míster Van Weyden, que machaca eternamente sobre cuestiones de

justicia e injusticia, preguntaría con qué derecho vive usted cuando no hace nada

para merecerlo.

-Pero como usted no es míster Van Weyden, no tengo por qué contestarle, ¿verdad?

Clavó sus ojos aterrorizados, y la elocuencia de los mismos me llegó al corazón.

Tuve que intervenir en la conversación y llevarla por otros derroteros.

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-¿Ha ganado usted nunca un dólar con su propio trabajo? -preguntó él, seguro de la

respuesta, con una nota de triunfo en la voz.

-Si, señor -contestó ella lentamente, y yo me hubiese reído muy a gusto al ver el

abatimiento que reflejaba la cara de Wolf Larsen-. Recuerdo que mi padre, una vez,

cuando era pequeña, me dio un dólar por haber permanecido quieta durante cinco

minutos.

El sonrió con indulgencia.

-Pero de esto hace mucho tiempo -continuó-, y usted no se atreverá a exigir de una

niña de nueve años que se gane la vida... En la actualidad, sin embargo -añadió

después de otra pausa-, gano aproximadamente mil ochocientos dólares al año.

Como heridos por un resorte, todos los ojos abandonaron los platos y se posaron en

ella. Una mujer que ganaba mil ochocientos dólares al año valía la pena mirarla.

Wolf Larsen no ocultaba su admiración.

-¿Salario o trabajo libre? preguntó.

-Trabajo libre -respondió ella prontamente.

-Mil ochocientos dólares... -calculó él-. Esto hace

ciento cincuenta dólares mensuales. Bueno, miss Brewster, en el Ghost no hay

mezquindades. Durante el tiempo que esté con nosotros tendrá usted sueldo.

Ella no se dio por enterada. Estaba aún poco acostumbrada a los caprichos de aquel

hombre, para aceptarlos con ecuanimidad.

-Se me olvidó preguntar -prosiguió suavemente la naturaleza de su trabajo. ¿Qué

productos elabora usted? ¿Qué herramientas y materiales necesita?

-Papel y tinta -dijo ella riendo-. ¡Ah, y una máquina de escribir!

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-Usted es Maud Brewster -dije yo lentamente y con seguridad, casi como si estuviera

culpándola de un crimen.

Levantó sus ojos hacia los míos, llena de curiosidad.

-¿Cómo lo sabe usted?

-¿No es cierto? -pregunté.

Confirmó su identidad con un movimiento de cabeza. Ahora le tocó a Wolf Larsen

quedarse perplejo. Aquel nombre y el encanto que emanaba del mismo nada sig-

nificaban para él. Yo estaba orgulloso de que para mí tuvieren significación, y por

primera vez, durante un rato enojoso, tuve la sensación convincente de mi su-

perioridad.

-Recuerdo haber escrito la crítica de un pequeño volumen... -había comenzado a

decir, cuando ella me interrumpió.

-¡Usted! -exclamó-. Usted es...

Tenia en mí sus ojos dilatados por el asombro.

A mi vez, le aseguré de mi identidad.

-Humphrey van Weyden -concluyó; después añadió con un suspiro de alivio, sin

darse cuenta de que al hacerlo había dirigido una mirada a Wolf Larsen-: ¡Cuánto

me alegro! Me acuerdo de la critica -se apresuró a continuar-, aquella crítica

excesivamente lisonjera.

-En modo alguno -repliqué, animoso-. Además, la crítica de mi hermano está de

acuerdo con la mía.

¿No ha incluido Lang su Beso tolerado entre los cuatro mejores sonetos escritos por

mujeres en lengua inglesa?

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-Es usted muy amable.

-Una vez estuve a punto de conocerla en Filadelfia. Daba usted una conferencia

sobre Browning, me parece. Pero mi tren llegó con cuatro horas de retraso.

Y desde aquel momento nos olvidamos del sitio donde nos hallábamos, dejando a

Wolf Larsen abandonado y silencioso entre el diluvio de nuestra charla. Los

cazadores se levantaron de la mesa y subieron a cubierta y nosotros seguimos

hablando. Sólo Wolf Larsen continuaba allí. De pronto advertí su presencia; le vi

inclinado hacia atrás y escuchando con curiosidad nuestra extraña conversación

sobre un mundo que no conocía.

Me detuvo en medio de una frase. El presente, con todos sus peligros e inquietudes,

se abatió sobre mí con violencia asombrosa. Del mismo modo hirió a miss Brewster,

y cuando miró a Wolf Larsen asomó a sus ojos un terror vago e indescriptible.

Entonces él se puso de pie y rió groseramente con una risa metálica.

-¡Oh, no se preocupen de mi! -dijo haciendo con la mano un ademán humilde-.

Sigan, sigan, se lo ruego. Pero las puertas de la charla se habían cerrado, y nosotros

nos pusimos también de pie y reímos fuertemente.

CAPÍTULO XXI

El mal humor de Wolf Larsen por haber prescindido de él en la conversación con

Maud Brewster había de exteriorizarse de alguna manera, y la víctima fue Thomas

Mugridge, que ni había modificado sus costumbres ni se había mudado la camisa,

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aunque él lo afirmase. El pingajo desmentía la afirmación, y la acumulación de grasa

sobre la cocina económica y en los pucheros y sartenes tampoco atestiguaban una

limpieza general.

-Estás avisado, cocinero -le dijo Wolf Larsen-, y ahora vas a tomar la medicina.

El rostro de Mudridge palideció bajo la costra de suciedad, y cuando Wolf Larsen

pidió una cuerda y llamó a un par de hombres, el desdichado cocinero huyó des-

alentado de la cocina y se esquivó por la cubierta, perseguido por la tripulación

gesticulante. Pocas cosas hubieran podido ser más del agrado de estos hombres que

darle una zambullida, pues siempre mandaba al castillo de proa unos ranchos y

guisotes de la peor especie. Las circunstancias favorecían la empresa. El Ghost se

deslizaba por el agua a una velocidad no mayor de tres millas por ahora, y el mar

estaba en absoluta calma; pero Mugridge era poco aficionado a hacer inmersiones y

es posible que ya hubiese visto antes remolcar a otros hombres. Además, el agua

estaba horriblemente fría, y la complexión del cocinero no era nada robusta.

Como de costumbre, las guardias que estaban abajo y los cazadores salieron ante la

promesa de una diversión. El agua parecía inspirar a Mugridge un miedo rabioso, e

hizo alarde de una agilidad y rapidez de que no le hubiéramos creído capaz. Al verse

acorralado en el ángulo recto que formaba la toldilla y la cocina, saltó como un gato

sobre el techo de la cabina y corrió a popa. Pero habiéndose anticipado sus

perseguidores, retrocedió, cruzando la cabina, pasó por encima de la cocina y

alcanzó la cubierta por la escotilla de la bodega. Se lanzó directamente a proa,

seguido de cerca por el remero Harrison, que le ganaba terreno por momentos.

Mugridge, sin embargo, saltando de pronto, cogió la cuerda del botalón del foque en

menos tiempo del que se emplea para decirlo y sosteniéndose sólo con los brazos y

doblando el cuerpo por la cintura, dejó caer ambos pies a la vez. Harrison, que

llegaba en pos de él, recibió las coces en pleno estómago y gimiendo invo-

luntariamente se encogió y cayó de espaldas sobre la cubierta.

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Los cazadores saludaron la hazaña con aplausos y risas atronadoras, en tanto

Mugridge, eludiendo la mitad de sus perseguidores, que se hallaban junto al palo de

trinquete, corrió a popa y cruzó entre los restantes como un jugador en el campo de

foot-ball. Dirigióse a popa en línea recta y de allí a la toldilla hasta el extremo mismo

del barco. Tan grande era su velocidad, que al doblar el ángulo de la cabina resbaló

y cayó, chocando su cuerpo violentamente con las piernas de Nilson, que estaba

gobernando. Los dos hombres rodaron juntos, pero únicamente se levantó el

cocinero. Por un capricho de la suerte, el frágil cuerpecillo quebró las piernas del

hombre robusto como si hubieran sido tubos de pipa.

Parsons cogió el timón, y la persecución continuó. Daban vueltas y más vueltas por

la cubierta, Mugridge muerto de miedo, los marineros azuzándose y voceando, y los

cazadores excitándoles con rugidos y carcajadas. Mugridge cayó junto a la escotilla

de proa debajo

de tres hombres; pero emergió del montón como una anguila, y saltó al aparejo

mayor con la boca llena de sangre y la camisa, motivo de aquel escándalo, hecha

jirones. Subió rápidamente, pasó por la cruz y llegó a lo alto del mástil.

Media docena de marineros se esparcieron por la arboladura tras él y se enracimaron,

mientras dos de ellos, Oofty-Oofty y Black, que era el timonel de Latimer,

continuaron trepando por los delgados estays de acero y elevando sus cuerpos con

sólo el esfuerzo de los brazos.

Era una empresa peligrosa, pues a una altura de más de cien pies, y sujetándose

únicamente con las manos, no estaban en las mejores condiciones para protegerse

de los pies de Mugridge. Este seguía coceando ferozmente, hasta que el kanaka,

suspendido con una mano sola, cogió con la otra el pie del cocinero. Black hizo lo

mismo con el otro. Luego le arrancaron de allí y los tres bregaron y se escurrieron

hasta caer en brazos de sus compañeros, que se hallaban en la cruz.

El combate aéreo había terminado, y Thomas Mugridge, con la boca llena de espuma

sanguinolenta y lamentándose en su jerigonza, fue bajado a cubierta; Walf Larsen

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ató una bolina a un trozo de cuerda y se lo pasó por debajo de los brazos. Después

le llevaron a popa y le tiraron al agua. Soltaron cuarenta... cincuenta... hasta sesenta

pies de cuerda; finalmente, Wolf Larsen gritó

-¡Amarrar!

Oofty-Oofty dio una vuelta al poste con la cuerda, que se tendió y el Ghost, al

adelantar, de una sacudida hizo salir al cocinero a la superficie.

Era un espectáculo que inspiraba compasión, pues aunque no podía ahogarse y tenía

siete vidas por añadidura, sufría todas las angustias del que se ahoga 3 medias. El

Ghost marchaba muy despacio, y cuando su popa se levantaba sobre una ola y

avanzaba, subía al

pobre diablo a la superficie y le dejaba respirar un momento; pero después volvía a

bajar la popa, y mientras la proa trepaba perezosamente sobre la ola siguiente, la

cuerda se aflojaba y él se hundía.

Yo me había olvidado por completo de la existencia de Maud Brewster, y la recordé

con sobresalto cuando oí sus leves pasos a mi lado. Era la primera vez que subía a

cubierta desde su llegada a bordo y su aparición fue saludada con un silencio de

muerte.

-¿Cuál es la causa de todo este júbilo? -inquirió.

-Pregúnteselo al capitán Larsen contesté grave y fríamente, pero en mi interior hervía

la sangre el pensar que aquella mujer iba a ser testigo de tamaña brutalidad.

Maud, siguiendo mi consejo, se volvía ya para ponerlo en práctica, cuando sus ojos

tropezaron con Oofty Oofty, que se encontraba justamente delante de ella,

sosteniendo la cuerda con la gracia y viveza naturales en él.

-¿Está usted pescando? -le preguntó.

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El no respondió. Sus ojos, intensamente fijos en el mar, fulguraron de pronto.

-¡Tiburón a la vista, señor! -exclamó.

-¡Izar! ¡Aprisa! ¡Aquí todos! -gritó Wolf Larsen, y saltó el primero a coger la cuerda.

Mugridge había oído la voz de alerta del kanaka y chillaba como un loco. Vi una

aleta que cortaba el agua y corría hacia él con más rapidez de la que era arrastrado e

bordo. Nadie podía augurar si el tiburón alcanzaría al cocinero antes que nosotros le

izáramos; pero en todo caso, era cuestión de momentos. Cuando Mugridge se hallaba

precisamente debajo de la popa, ésta descendió después de pasar sobre una ola, lo

cual dio ventaja al tiburón. La aleta desapareció, el vientre mostró su blancura en un

salto rápido hacia arriba. Casi tan rápido como el tiburón fue Wolf Larsen, que

empleó toda su fuerza en un tirón formidable. El cuerpo del cocinero salió del agua,

y otro tanto hizo en parte el del carnívoro. El hombre alzó las piernas y la fiera

pareció que no hacía sino tocar un pie y volver a sumergirse ruidosamente. Pero en

el momento del contacto, Thomas Mugridge dio un alarido. Después saltó la

barandilla fácilmente, como un pez recién cogido en el anzuelo, haciendo resonar la

cubierta al caer sobre las manos y revolcándose.

De la pierna derecha brotaba un torrente de sangre; le faltaba el pie, amputado en

redondo por el tobillo- Instantáneamente miré a Maud Brewster, estaba pálida y con

los ojos dilatados por el horror, miraba, no a Thomas Mugridge, sino a Wolf Larsen,

y él lo notó porque dijo con una de sus breves carcajadas:

-Bromas de hombres, miss Brewster. Concedo que son un poco crueles para usted,

pero con todo, no dejan de ser bromas de hombres. El tiburón no había entrado en el

cálculo. Eso...

Pero en este instante, Mugridge, que había levantado la cabeza y comprobado la

extensión de su pérdida, se debatió sobre la cubierta y hundió los dientes en la pierna

de Wolf Larsen. Este se inclinó tranquilamente hacia el cocinero y con el pulgar y

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un dedo le apretó detrás de las quijadas y debajo de las orejas. Las quijadas se

abrieron por fuerza, y la pierna de Wolf Larsen quedó libre.

-Como iba diciendo -prosiguió, como si nada extraordinario hubiese sucedido-, el

tiburón no había entrado en nuestros cálculos. Fue... ejem..., ¿llamémoslo la

Providencia?

Ella no dio muestras de haberle oído; sin embargo, cuando se volvió para alejarse,

había en sus ojos una expresión de indecible repugnancia. Pero no hizo sino

volverse, pues vaciló a los primeros pasos y me tendió la mano débilmente. La cogí

e tiempo para evitar que cayera, y la ayudé a sentarse en la cabina, donde creí que

se desmayaba pero se dominó.

-¿Quiere usted darse una vuelta por aquí, míster Van Weyden? -dijo Wolf Larsen,

llamándome.

Yo dudaba, pero miss Brewster movió los labios, y aunque no articularon ninguna

palabra, con los ojos me mandó tan claramente como si hubiese hablado que fuera a

asistir a aquel desdichado.

-Por favor -consiguió murmurar, y no tuve más remedio que obedecerla.

Por entonces había desarrollado yo tal habilidad en la cirugía, que Wolf Larsen,

después de hacerme algunas advertencias, me dejó solo en mi tarea con dos

marineros para que me ayudaran. El, por su parte, se encargó de vengarse del tiburón.

Cebó un enorme anzuelo de torniquete con un trozo de tocino salado y lo lanzó al

agua, y cuando concluía yo de taponar las venas y arterias seccionadas, los marineros

subían cantando al monstruo culpable. Yo no lo vi, pero mis ayudantes, uno primero

y después el otro, me abandonaron durante unos momentos para correr al centro del

barco a ver qué ocurría. El tiburón, que medía dieciséis pies, fue izado contra el

aparejo mayor. Tenia las quijadas distendidas por medio de garfios hasta su límite

máximo, y se le encajó una fuerte estaca aguzada por los extremos, de tal forma que

cuando se le quitaron los garfios quedaran las quijadas clavadas en ella. Una vez

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efectuado esto, se cortó el anzuelo. El tiburón volvió a hundirse en el mar, impotente

a pesar de toda su fuerza` Y condenado a perecer de hambre, una muerte lenta, que,

más que él, merecía el hombre que inventó el castigo.

CAPITULO XXII

Ya sabía yo de qué se trataba cuando la vi llegar hacia mí. Le, había visto hablar

seriamente por espacio de diez minutos con el maquinista y ahora, haciéndole seña

de que callara, la conduje adonde el timonel no pudiese oírla-- Estaba pálida y

preocupada; sus ojos, más grandes que de costumbre por la resolución que había en

ellos, se clavaron penetrantes en los míos-- Me sentí un poco intimidado y receloso,

pues venía a explorar el alma de Humphrey van Weyden, y Humphrey van Weyden

no tenía de qué enorgullecerse, particularmente desde su llegada a bordo del Ghost.

Anduvimos hasta la escala de la toldilla, donde se volvió y se encaró conmigo. Miré

en derredor para cerciorarme de que nadie escuchaba.

-¿Qué pasa? -le pregunté dulcemente; pero la expresión decidida de su semblante no

cambió.

-He podido comprender fácilmente -empezó- que el asunto de esta mañana fue todo

lo más un accidente; pero he hablado con míster Haskins. Me ha dicho que el día

que fuimos rescatados, mientras yo me encontraba en la cabina, fueron ahogados dos

hombres, ahogados deliberadamente, asesinados.

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En su voz había una pregunta; me miraba acusadora, como si yo fuese culpable del

hecho, al menos en parte.

-El informe es completamente cierto -contesté-. Los dos hombres fueron asesinados-

-

-¡Y usted lo consintió!

-No pude evitarlo, no se puede expresar de otra forma -repuse, siempre con dulzura.

-¿Pero usted trató de evitarlo? -pronunció la palabra "trató" con énfasis y un leve

tono de disculpa en la voz-. ¡Oh, no hizo usted nada! -se apresuró a decir, adivinando

mi respuesta- ¿Por qué?

Encogí los hombros.

-No debe usted olvidar, miss Brewster, que es una recién llegada a este pequeño

mundo y que no comprende todavía las leyes que rigen en él. Usted lleva consigo

concepciones excelentes de humanidad, pero aquí hallará usted que son erróneas. A

mí me ha ocurrido también -añadí, con un suspiro involuntario.

Ella sacudió la cabeza, incrédula--

-¿Qué me hubiera aconsejado usted, pues? -le pregunté-. ¿Que hubiese cogido un

cuchillo o una carabina y matase a ese hombre?

Casi dio un salto hacia atrás.

-No, eso no.

-Entonces, ¿qué debí hacer? ¡Matarme!

-Usted habla en términos puramente materiales -objetó-. Hay una cosa que se llama

valor moral, y esto siempre surte efecto.

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-¡Ahí -dije sonriendo-. Usted me aconseja que no le mate a él ni me mate yo, pero

que le deje matarme.

Ella iba á hablar y la detuve con un gesto.

-El valor moral no tiene valor alguno en este pequeño mundo flotante-- Leach, uno

de los hombres que fueron asesinados, tenía valor moral en grado superlativo y

Johnson, el otro hombre, también. Y esto no solamente no les reportó ninguna

ventaja, sino que contribuyó a su destrucción y eso ocurriría conmigo si pusiera en

práctica el poco valor moral que pudiera poseer-- Debe usted comprender, miss

Brewster, comprender con toda claridad, que este hombre es un monstruo. No tiene

conciencia. Para él no hay nada sagrado, ninguna acción le parece demasiado

horrible. Si ocupo el primer lugar a bordo, es debido a su capricho, e igualmente ha

sido un capricho suyo que yo siga viviendo. No hago nada, no puedo hacer nada,

porque soy esclavo de este monstruo, como lo es usted ahora; porque deseo vivir,

como lo deseará usted, porque no puedo luchar con él y vencerle, del mismo modo

que usted tampoco podría.

Ella esperó que continuara.

-¿Qué remedio queda, entonces? Mi papel es el del débil. Permanecer callado y sufrir

ignominias, lo mismo que hará usted. Y esto es lo mejor que podemos hacer si

queremos conservar la vida. La victoria no es siempre para el fuerte. Nosotros

carecemos de la fuerza necesaria para derrotar a este hombre, hemos de disimular y

vencer, si es que lo logramos por medio de la astucia. Si quiere seguir mi consejo,

esto es lo que hará usted. Sé que mi posición es peligrosa, y debo decir con franqueza

que la suya lo es más aún. Hemos de defendernos juntos, sin que lo parezca,

aliándonos en secreto. No podré ponerme de su parte abiertamente, y cualesquiera

que sean las indignidades que caigan sobre mí, debe usted igualmente guardar

silencio. No hemos de provocar escenas con este hombre, ni oponernos a su

voluntad. Hemos de sonreírle y mostrarnos amables con él, por muy repulsivo que

nos parezca.

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Se pasó la mano por la frente como para poner orden en sus ideas y dijo:

-Sigo sin entender.

-Debe usted entender lo que le digo -la interrumpí con autoridad, porque vi los ojos

de Wolf Larsen dirigirse hacia nosotros desde el centro del barco, donde se hallaba

paseando con Latimer-. Hágalo así, y no tardará mucho en comprender que tengo

razón.

-¿Qué debo hacer, pues? -preguntó sorprendiendo la mirada de inquietud que había

yo dirigido al objeto

de nuestra conversación, y puedo asegurar que impresionada por la seriedad de mi

tono.

-Prescinda todo lo posible del valor moral -dije vivamente-. No despierte la

animosidad de ese hombre. Sea muy amable con él, háblele sobre arte y literatura,

pues es muy aficionado a estas cosas. Hallará en él un oyente interesado y nada tonto.

Y en bien de usted, procure no presenciar, en cuanto le sea posible, las brutalidades

del barco. Así le será más fácil representar su papel.

-He de mentir -repuso en tono firme y rebelde-, he de mentir de palabra y de obra.

Wolf Larsen se había separado de Latimer y venia hacia nosotros. Yo estaba

desesperado.

-Por favor, trate de comprenderme -dije rápidamente, bajando la voz-.Toda su

experiencia de los hombres y las cosas no significa ningún valor aquí. Tiene usted

que volver a empezar. Ya lo sé, lo estoy viendo, usted está acostumbrada a

imponerse a las gentes con sus ojos, dejando que su valor moral hable por ellos-- A

mí ya me ha dominado usted, pero no lo intente con Wolf Larsen. Más fácilmente

dominaría a un león, y además se expondría a sus burlas -proseguí, cambiando de

conversación, cuando Wolf Larsen subió a la toldilla-. Los editores recordará usted

que le temían y los directores de revistas no querían tratos con él. Pero yo sabía lo

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que me hacia. Su genio y mi juicio quedaron rehabilitados cuando dio aquel golpe

magnífico con su Fragua.

-Era un poema de periódico -dijo ella con naturalidad.

-Vio la luz en un periódico -repliqué-, pero no porque los editores de revistas lo

rehusasen en cuanto le echaron una ojeada. Hablábamos de Harris -dije a Wolf

Larsen.

-¡Oh, sí! -confirmó-. Recuerdo La Fragua-- Llena de sentimientos y de una gran fe

en las ilusiones humanas. Por el momento, míster Van Weyden, podría usted ir a ver

al cocinero. Está agitado y se queja mucho.

Así fui alejado sin más cumplidos de la toldilla, sólo para encontrar a Mugridge

durmiendo estrepitosamente a causa de la morfina que le había dado. Tardé en volver

a la cubierta, y cuando lo hice tuve la satisfacción de ver a miss Brewster en animada

conversación con Wolf Larsen. Como he dicho, aquello me satisfizo. Seguía mi

consejo. Y sin embargo, me sentía ligeramente molesto, herido, al ver que podía

hacer lo que yo le habla rogado que hiciese y que tanto le había repugnado.

CAPITULO XXIII

Vientos favorables, que soplaron valientemente, impulsaron al Ghots hacia el Norte,

en medio del rebaño de focas. Lo encontramos sobre el paralelo cuarenta y cuatro,

en un mar desapacible y tormentoso, cruzado por la niebla que el viento empujaba

infatigable. Durante muchos días no vimos el sol ni pudimos hacer observaciones;

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después el viento despejó la superficie del océano y nos permitió conocer nuestra

posición. Tal vez seguiría un día claro, de buen tiempo, o tres o cuatro, pero luego

volvería a envolvernos la niebla y nos parecería más espesa que antes.

El cazar era peligroso; no obstante, los botes bajaban cada día, y la oscuridad gris

los tragaba, sin que volviésemos a verles hasta el anochecer, y a veces surgían mucho

más tarde de las sombras, como si fuesen espectros marinos. Wainwright, el cazador

que Wolf Larsen había robado juntamente con los hombres y el bote, se aprovechó

de la ventana de este mar velado para huir-- Una mañana, desapareció en la niebla

que nos envolvía con sus dos hombres y ya no lo vimos más; pero pocos días después

nos enteramos de que, pasando de goleta en goleta habían llegado a la suya.

Esto mismo es lo que había decidido yo hacer, pero la oportunidad no se ofrecía

nunca. No formaba parte de las obligaciones del segundo el salir en los botes, y

aunque agucé toda mi astucia, para conseguirlo, Wolf Larsen jamás me concedió

este privilegio. De haberlo consentido, hubiese procurado, fuera como fuese, llevar

conmigo a miss Brewster. Ahora, la situación había llegado a un período que me

asustaba considerar. Yo evitaba voluntariamente pensar en ello, y sin embargo, este

pensamiento surgía a todas horas en mi mente como un fantasma molesto.

En mis tiempos había leído novelas de marinos, en las que figuraba, inevitablemente,

una mujer sola en una tripulación de hombres; pero ahora veía que nunca había

comprendido el verdadero significado de tal situación, sobre la que tanto insistían

los escritores y que explotaban tan bien. Ahora lo tenían delante de mí, y para que

fuese más vital, esta mujer era Maud Brewster, que en estos momentos me encantaba

personalmente como me había encantado a través de sus obras.

No se podía imaginar a otra mujer más descentrada. Era una criatura delicada y

etérea, ondulante como un sauce, de movimientos gráciles y ligeros. Me parecía que

no andaba o al menos como los demás mortales. Su flexibilidad era extrema y

avanzaba con una suavidad indefinible que recordaba el vuelo de un pájaro de alas

silenciosas.

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Era como un objeto de porcelana, y yo estaba continuamente impresionado porque

me figuraba que corría peligro su fragilidad. No he visto jamás un cuerpo y un

espíritu ten perfectamente de acuerdo. Calificando sus versos, como lo han hecho

los críticos, de sublimes y espirituales, se tendrá la descripción de su cuerpo.

Ofrecía un contraste sorprendente con Wolf Larsen. Eran dos tipos totalmente

opuestos. Una mañana, les contemplé paseando juntos por la cubierta y les comparé

a los extremos de la escala de la evolución humana: él, la culminación de la barbarie;

ella el producto más delicado de la más refinada de las civilizaciones. Cierto que

Wolf Larsen poseía una inteligencia poco común, pero carecía de dirección para el

ejercicio de sus feroces instintos y no hacía sino convertirle en un salvaje más

formidable aún. Tenía una musculatura poderosa, era un hombre macizo, y a pesar

de que caminaba con la seguridad y derechura del hombre físico, su paso no tenía

solidez. Su manera de levantar los pies y asentarlos de nuevo en el suelo traía a la

memoria la selva virgen-- Era felino, flexible y fuerte, siempre fuerte. Yo lo

comparaba a un tigre enorme, a un valiente animal de rapiña. Otro tanto ocurría con

su mirada, y el brillo penetrante que aparecía a veces en sus ojos era el mismo que

había observado en los ojos de los leopardos enjaulados y de otras fieras de los

bosques.

Pero aquel día, al verles pasear de arriba abajo, noté que era ella quien terminaba el

paseo-- Venían hacia mí que estaba de pie junto a la entrada de la escalera. Aunque

ella no lo revelaba por ningún signo exterior, yo sentía en cierto modo, que estaba

muy turbada. Hizo alguna observación fútil, mirándome, y rió con bastante ligereza;

pero vi sus ojos volverse hacia los de Wolf Larsen involuntariamente, como

fascinados, después se abatieron, más no tan de prisa que velaran la expresión de

terror que los llenaba.

La causa de su turbación la hallé en los ojos del hombre, que de ordinario eran grises,

fríos y duros y ahora se habían convertido en cálidos, suaves y dorados, bailando en

ellos unas lucecillas que se oscurecían y apagaban, o se encendían hasta que toda la

órbita quedaba inundada con aquel resplandor de llamarada. Quizá fuese debido a

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esto su color de oro pero el caso es que eran dorados, atractivos y dominadores, y al

mismo tiempo amenazantes y violentos, expresando una demanda y un grito de la

sangre que ninguna mujer, y mucho menos Maud Brewster, podía dejar de compren-

der.

El terror de la mujer me ganó a mí en aquel momento de miedo, el miedo más

horrible que un hombre puede experimentar, y comprendí que la quería de una

manera inefable-- La convicción de este sentimiento surgió con el terror, y con el

corazón oprimido por estas dos emociones que me helaban la sangre y al propio

tiempo la agitaban tumultuosamente, me sentí arrastrado por una fuerza

independiente y superior a mí mismo, y mis ojos se volvieron contra mi voluntad y

se clavaron en los de Wolf Larsen. Pero él se había recobrado. El color de oro y las

luces inquietas habían desaparecido. Cuando se inclinó bruscamente para marcharse,

volvían a ser grises, fríos y acerados.

-Tengo miedo -murmuró temblando Maud Brewster-. Tengo miedo.

Yo también tenía miedo, y a causa de mi descubrimiento de cuánto ella significaba

para mí, todo era confusión en mi mente, pero logré contestarle, completamente

tranquilo

-Todo se arreglará, miss Brewser. Tenga confianza en mí, que todo se arreglará.

Me respondió con una sonrisa agradecida, que acabó de abatir mi corazón, y empezó

a bajar la escalera.

Durante un buen rato permanecí de pie donde ella me había dejado- Sentía la

necesidad imperiosa de ajustarme a las circunstancias, de considerar la significación

del cambio que había sufrido el aspecto de las cosas. Al fin había llegado el amor

cuando menos lo esperaba y en las condiciones menos favorables. Claro que mi

filosofía había reconocido siempre que inevitablemente, tarde o pronto, asomaría la

llamarada del amor; pero los largos años de estudioso silencio me habían hecho

desprevenido y desatento.

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Y ahora había llegado. ¡Maud Brewster! Mi memoria retrocedió al pequeño tomo

que había encima de mi escritorio, y vi ante mí, con toda precisión, la hilera de

pequeños volúmenes colocados en mi librería. ¡Cuán gratos habían sido para mí cada

uno de ellos! Cada año había llegado uno de la imprenta, representando el acon-

tecimiento de la temporada-- Ellos habían proclamado una afinidad de espíritu, y

como tales los había recibido en una camaradería mental; pero ahora su lugar estaba

en mi corazón.

¿Mi corazón? Me había invadido una reacción sentimental. Parecía como si hubiese

salido fuera de mí y me contemplara incrédulo.

¡Yo, Humphrey van Weyden, estaba enamorado! Y de nuevo volvió a asaltarme la

duda. Ahora que había llegado la felicidad, no podía creerlo. No podía ser tan

afortunado-- Era demasiado bueno, demasiado bueno para ser cierto. Acudieron a

mi memoria las palabras de Symon:

Durante todos estos años he ido vagando

entre un mundo de mujeres, buscándote.

A veces me había considerado, efectivamente, fuera de la comunidad, como si se me

hubiesen negado las pasiones eternas o pasajeras que yo veía y comprendía tan bien

en los demás- ¡Y ahora había llegado! ¡Sin haber sonado en ello ni haberse

anunciado! Caminaba a lo largo de cubierta, murmurando para mis adentros estas

líneas deliciosas de mistress Browning:

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Viví con visiones por toda compañía,

en lugar de hombres y mujeres, hace muchos años.

Y les hallaba, compañeros amables,

sin pensar en conocer otra música más dulce

que la que ellos ejecutaban para mí.

La música más dulce sonaba en mis oídos, y yo estaba ciego para todo y todo lo

había olvidado. La ruda voz de Wolf Larsen me despertó.

-¿Qué demonios te pasa? -preguntó.

Yo había llegado hasta la proa donde se hallaban pintando los marineros, y al volver

a la realidad vi que estaba a punto de volcar con el pie un bote de pintura.

-¿Es sonambulismo... -dijo- insolación?

-NO, indigestión -repliqué, y continué mi paso como si nada desagradable hubiese

ocurrido.

CAPITULO XXIV

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Entre los recuerdos más intensos de mi existencia se cuentan los de los

acontecimientos ocurridos en el Ghost durante las cuarenta horas que sucedieron al

descubrimiento de mi amor por Maud Brewster.

Empezaré anotando que a la hora de comer, Wolf Larsen hizo saber a los cazadores

que en adelante comerían en la bodega. Esto era una cosa sin precedentes en las

goletas dedicadas a la caza de focas, donde es costumbre considerar a los cazadores

como oficiales, fuera de los asuntos de servicio No adujo razones, pero el motivo

era sobradamente obvio: Horner y Smoke se habían permitido, en broma, dirigir una

galantería a Maud Brewster, inofensiva para ella, pero que a él debió resultarle

desagradable.

El anuncio fue recibido con un silencio hosco, y los otros cuatro cazadores miraron

significativamente a los dos que habían sido la causa de su destierro. Jock Horner,

reposado como de ordinario, no hizo el menor gesto; en cambio, la frente de Smoke

se ensombreció con una oleada de sangre y abrió a medias la boca para hablar. Wolf

Larsen se le quedó mirando con el brillo acerado de sus ojos, pero Smoke volvió a

cerrar la boca sin haber dicho nada.

-¿Tienes algo que decir? -le preguntó, agresivo.

Era un desafío, y Smoke no lo quiso aceptar.

-¿Acerca de qué? -pregunté tan inocentemente, que Wolf Larsen quedó

desconcertado y los otros sonrieron.

-¡Oh!, nada -dijo Wolf Larsen de mal humor-. Creí que deseabas registrar un

puntapié.

-¿Acerca de qué? -volvió a preguntar Smoke, imperturbable.

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Sus compañeros sonreían groseramente; el capitán hubiese podido matarle y no me

cabe la menor duda de que hubiera corrido la sangre, de no haber estado presente

Maud Brewster. A esto precisamente fue debido que Smoke se portara como lo hizo,

pues era demasiado discreto y precavido para incurrir en el enojo de Wolf Larsen en

ocasión en que este enojo pudiera expresarse en términos más enérgicos que pala-

bras. No había que temer una riña, pero un grito del timonel contribuyó a salvar la

tripulación.

-¡Humo a la vista! -se oyó a través de la puerta de la escalera, que estaba abierta.

-¿Por dónde? -gritó Wolf Larsen.

-Por la popa, señor.

-Quizá sea un ruso -sugirió Latimer.

A estas palabras los semblantes de los cazadores reflejaron inquietud. Un ruso no

podía significar más que una cosa: un crucero. Los cazadores, aunque conocían muy

vagamente la posición del barco, sabían, sin embargo, que se hallaban cerca del mar

prohibido, y al mismo tiempo no ignoraban que la reputación de Wolf Larsen como

cazador furtivo era notoria. Todos los ojos convergieron en él.

-Estamos completamente a salvo -les aseguró, con una carcajada-. Esta vez no hay

minas de sal, Smoke. Pero os diré de qué se trata. Apostaría cinco contra uno a que

es el Macedonia.

Nadie aceptó la oferta, y prosiguió.

-Por consiguiente, se pueden jugar diez contra uno a que nos amenaza algún

disgusto.

-No, gracias -dijo Latimer-. No soy aficionado a exponer mi dinero, pero alguna vez

me gusta intentarlo. No se han juntado nunca su hermano y usted sin que haya habido

algo que lamentar, y a eso sí que juego veinte contra uno.

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A estas palabras sucedió una sonrisa general, a la que se unió Wolf Larsen, y después

continuó la comida tranquilamente, gracias a mí, pues me trató todo el rato

abominablemente y me dirigió pullas en tono protector hasta que logró hacerme

temblar de rabia mal contenida. Sin embargo, supe dominarme por consideración a

Maud Brewster, pero me sentí recompensado cuando sus ojos se cruzaron con los

míos durante un momento y me dijeron claramente, como si hubiesen hablado: "Sea

usted valiente, sea usted valiente".

En la monotonía de aquel mar, un vapor era una grata interrupción, aumentada con

la excitación del convencimiento de que se trataba del Macedonia y de Death Larsen,

por lo que nos levantamos de la mesa para subir a cubierta. El viento y la mar gruesa

que habíamos tenido la tarde anterior habían amainada durante la mañana, de manera

que ahora era posible bajar los botes y cazar hasta anochecido. La caza prometía ser

abundante. Desde la salida del sol habíamos corrido por un paraje completamente

libre de focas y ahora navegábamos de nuevo en medio del rebaño.

El humo estaba aún varias millas a popa, pero se aproximaba rápidamente cuando

bajamos los botes, que se diseminaron por el océano y emprendieron la carrera hacia

el Norte. De vez en cuando se oían los disparos de las escopetas. Las focas eran

numerosas, y el viento, que se debilitaba por momentos, parecía prometer una buena

caza. Cuando salimos para alcanzar el último bote de sotavento, hallamos el mar

totalmente alfombrado de focas dormidas. Estaban en derredor nuestro, en una

abundancia nunca vista, tendidas cuan largas eran sobre la superficie, en grupos de

dos o tres y durmiendo como perritos.

Bajo el humo que se acercaba, iba agrandándose el casco y la parte superior del

buque. Era el Macedonia, Leí el nombre con los anteojos cuando pasó a una milla

escasa de estribor. Wolf Larsen dirigió una mira. da feroz al barco, en tanto que

Maud Brewster mostraba gran curiosidad.

-¿Dónde está el peligro que, según usted, nos amenazaba, capitán Larsen? -le

preguntó alegremente.

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El la miró divertido durante un momento y se le dulcificaron las facciones.

-¿Qué esperaba usted, que subieran a bordo y nos cortaran el cuello?

-Algo parecido -confesó ella-. Debe usted comprender que los cazadores son gente

tan nueva y extraña para mí, que estoy siempre dispuesta a esperar alguna cosa

extraordinaria..

El asintió con la cabeza.

-Tiene razón, tiene razón. Su único error ha consistido en no esperar lo más malo.

-Pero, ¿qué puede ser peor que cortarnos el cuello? -preguntó con una sorpresa

deliciosamente ingenua.

-Que nos quiten el dinero. En estos tiempos la capacidad de vivir del hombre se

determina por el dinero que posee.

-A mí, el que me robe la bolsa me quita lo de menos valor -dijo ella citando un refrán.

-Pues el que a mí me robe la bolsa me roba mi derecho a vivir -replicó Wolf Larsen-

. Y así lo dice un proverbio contrario. Porque me roba el pan, la carne, la cama, y

con esto pone mi vida en peligro. No hay bastantes comedores gratuitos para

alimentar a todo el mundo, ¿sabe?, y cuando los hombres no tienen nada en el

bolsillo, lo regular es que mueran miserablemente..., a no ser que puedan volver a

llenarlo pronto.

-Pero yo no veo que este vapor tenga ningún designio contra nuestras bolsas.

-Espere y verá -respondió él frunciendo el ceño.

No tuvimos que esperar mucho. Habiendo llegado el Macedonia varias millas más

allá de nuestra línea de botes procedió a bajar los suyos. Sabíamos que llevaba

catorce para nuestros cinco (a nosotros nos faltaba uno por la deserción de

Wainwright), y comenzó a arriarlos mucho más a sotavento que el último de los

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nuestros; continuó arriándolos, atravesándose en nuestro camino, y terminó bastante

después de nuestro primer bote de barlovento. Nos habían estropeado la caza. Detrás

de nosotros no había focas y enfrente la hilera de catorce botes barría el rebaño

delante de sí como una escoba enorme.

Nuestros botes cazaron en las dos o tres millas de agua que quedaban entre ellos y

el punto donde el Macedonia había arriado los suyos, y después emprendieron el

regreso. El viento había decaído hasta convertirse en un hálito, el océano se

encalmaba por momentos, y esto, unido a la presencia del gran rebaño, hacía que el

día fuese inmejorable para la caza uno de los dos o tres que pueden darse a lo sumo

en toda una temporada favorable. Remeros y timoneles, lo mismo que cazadores, se

arremolinaron junto al Ghost. Cada uno de ellos se creía robado; y los botes fueron

izados entre maldiciones, que de haber tenido bastante poder hubiesen decidido de

Death Larsen para toda una eternidad.

-¡Muerto y maldito para una docena de eternidades! -comentaba Louis, guiñándome

los ojos, mientras descansaba después de haber amarrado su bote.

-Escuchen y vean si es difícil descubrir lo más

esencial de sus almas -dijo Wolf Larsen-. ¿Fe? ¿Amor? ¿Ideales elevados? ¿Bondad?

¿Belleza? ¿Verdad?

-Su sentido innato del derecho ha sido violado -advirtió Maud Brewster, uniéndose

a la conversación.

Se hallaba a unos doce pies de nosotros, se apoyaba con una mano en el obenque

mayor y se balanceaba suavemente con el ligero vaivén del barco. Apenas había

levantado la voz, y me sorprendió su tono claro y sonoro. ¡Ah, qué dulce resonaba

en mi oído! En aquel momento casi no me atreví a mirarla por miedo a traicionarme.

Tocaba su cabeza con una gorra de muchacho, y su cabello castaño claro, ahuecado

y flojo, al ser herido por el sol, parecía una aureola alrededor del delicado óvalo de

su rostro. Era positivamente encantadora. Renacía en mí toda mi antigua admiración

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por la vida a la vista de tan espléndida encarnación, y la fría explicación que de la

vida y su significado daba Wolf Larsen me parecía verdaderamente ridícula y risible.

-Usted es sentimentalista -dijo con sorna- lo mismo que míster Van Weyden. Estos

hombres reniegan porque sus deseos han sido ultrajados. Eso es todo.

-Pues usted se conduce como si su bolsillo no hubiese sido perjudicado -dijo ella

sonriendo.

-Y, sin embargo, no es así. Al precio corriente del mercado de Londres y basándonos

en un buen cálculo de lo que la caza de esta tarde hubiese podido ser de no habernos

hecho el Macedonia esta mala acción, el Ghost ha perdido alrededor de mil

quinientos dólares en pieles.

-Lo dice usted tan tranquilo...

-Pero no lo estoy; sería capaz de matar al hombre que me ha robado. Si, ya sé que

este hombre es mi hermano-..

Su rostro sufrió un cambio inesperado. Su voz era menos áspera y completamente

sincera al decir .

-Ustedes los sentimentalistas deben ser felices, real y verdaderamente felices, al

soñar y hallar las cosas buenas, y al creer buenas algunas de ellas se creen buenos

ustedes mismos. Díganme ahora ustedes dos ¿me creen bueno?

-Usted es bueno si se mira... en cierto modo -le repliqué.

-En usted la bondad se halla en potencia -respondió Maud Brewster.

-Ya está -le gritó medio enojado-. Sus palabras no tienen sentido para mí. En el

pensamiento que ha expresado no hay nada claro, agudo o definido. No se le puede

coger con las dos manos y contemplarle. En realidad, no es un pensamiento. Esto es

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un sentimiento, algo basado en la ilusión, pero de ninguna manera un producto de

inteligencia.

Cuando prosiguió, su voz volvió a suavizarse y adoptó un tono confidencial.

-Miren, a veces me sorprendo deseando también ser ciego para los hechos de la vida

y conocer únicamente sus fantasías e ilusiones. Son falsas, todas falsas, desde luego,

y contrarias a la razón; pero la mía me dice frente a ellas que eso es falso, que el

soñar y vivir las ilusiones proporciona el mayor placer. Y después de todo, el placer

es el ensueño de la vida. Sin placer la vida es un acto sin valor. Construirse uno la

vida sin recompensa es peor que la muerte. El que más goza más vive, y vuestros

sueños e ilusiones les molestan menos y satisfacen más que a mí mis realidades.

Movió la cabeza lentamente, meditando.

-Con frecuencia dudo del valor de la razón. Los sueños deben ser más sustanciales

y convincentes. El placer emocional es más completo y duradero que el placer

intelectual, y además, ustedes pagan por sus momentos de placer intelectual con sus

melancolías. Al placer emocional siguen las sensaciones del desaliento, de las que

pronto se recuperan. Les envidio a ustedes, les envidio.

Se detuvo bruscamente, y sus labios dibujaron una de sus extrañas sonrisas burlonas

cuando añadió:

-Les envidio con mi cerebro, entiéndalo bien, no con mi corazón. Me lo dicta mi

razón. La envidia es un producto de la inteligencia. Yo soy como un hombre sobrio

que mira un borracho, y que estando muy aburrido quisiera emborracharse también.

-O como un hombre cuerdo que viendo a unos locos deseara también volverse loco

-dije riendo.

-Exactamente -repuso-. Ustedes, pareja de locos fallidos, son felices. Para ustedes

no hay realidades en su cartera.

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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-No obstante, gastamos con la misma liberalidad que usted -advirtió Maud Brewster.

-Con más liberalidad, porque no les cuesta nada.

-Y porque nosotros giramos contra la eternidad -replicó ella.

-Lo mismo da que sea así, como que lo crean ustedes. Gastan ustedes lo que no han

ganado, y en cambio alcanzan mayor mérito por gastar lo que no ganaron, que yo

gastando lo que he ganado con mi sudor.

-Entonces, ¿por qué no cambia usted la base de su moneda? -preguntó ella, para

contrariarle.

El la miró rápidamente, medio esperanzado, y dijo después con pesadumbre:

-Demasiado tarde. Tal vez me hubiese gustado, pero no puedo- Mi cartera está

atiborrada de la antigua moneda y es una cosa muy inflexible. Ya nunca podré con-

siderar nada tan válido como esto.

Cesó de hablar, y su mirada vagó ausente más allá de donde ella estaba y fue a

perderse en la placidez del mar. La vieja melancolía original se había apoderado de

él Fuertemente y se le había entregado temblando. Sus razonamientos le habían

sumergido en uno de esos intervalos de desaliento, y durante algunas horas se

hubiera esperado en vano que el demonio que llevaba dentro levantara la cabeza y

se agitara. Me acordé de Charley Furuseth y comprendí que su tristeza era el tributo

que los materialistas pagan siempre por su materialismo.

CAPITULO XXV

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-¿Ha estado usted en la cubierta, míster Van Weyden? -dijo wolf Larsen a la mañana

siguiente, a la hora del desayuno-. ¿Cómo se presentan las cosas?

-Bastante claras -contesté, contemplando la luz del sol que se derramaba por la

puerta de la escalera-. Suave brisa de Poniente, con la promesa de arreciar, si son

exactas las predicciones de Louis.

Movió la cabeza, complacido.

-¿Hay señales de niebla?

-En el Norte y Noroeste se divisan masas tupidas.

Volvió a mover la cabeza, mostrando aún mayor satisfacción que antes.

-¿Qué me dice del Macedonia?

-No se ha visto -respondí.

Hubiese jurado que al oírlo desapareció la alegría de su semblante, pero yo no podía

concebir la causa de su contrariedad.

No tardaría en conocerla.

-¡Humo a la vista! -gritaron desde cubierta, y su rostro se iluminó.

-¡Bien! -exclamó, y al instante se levantó de la mesa para dirigirse. a cubierta y a la

bodega, donde los cazadores se desayunaban por primera vez después de su

destierro.

Maud Brewster y yo tocamos apenas la comida que teníamos delante; en cambio,

nos mirábamos uno a otro con inquietud y escuchábamos la voz de Wolf Larsen, que

penetraba fácilmente en la cabina a través del mamparo. Habló largo rato, y sus

conclusiones fueron saludadas con una violenta salva de aplausos. El mamparo era

demasiado grueso para poder oírse lo que decía; pero, fuese lo que fuera, afectó

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profundamente a los cazadores, pues a los aplausos siguieron exclamaciones

ruidosas y gritos de alegría.

Por los sonidos que llegaban de la cubierta comprendimos que los marineros habían

recibido orden de hacer los preparativos para arriar los botes. Maud Brewster subió

conmigo, pero la dejé en la escalera de la todilla, desde donde podría observar la

escena sin verse mezclada en ella. Los marineros debían estar enterados del

proyecto, y el ardor y la energía que ponían en el trabajo atestiguaban su entusiasmo.

Los cazadores llegaron en tropel a la cubierta con escopetas y cajas de municiones,

y, cosa inaudita, con los rifles- Estas armas se llevaban raras veces en los botes,

porque una foca herida a distancia con un rifle se hundía invariablemente antes de

que el bote pudiese alcanzarla. Pero aquel día cada cazador llevaba uno y abundante

provisión de cartuchos. Noté que hacían muecas de satisfacción cuando miraban

hacia el humo del Macedonia, que iba apareciendo más alto según se acercaba desde

el Oeste.

Los cinco botes bajaron impetuosamente, se desparramaron coma el varillaje de un

abanico, y como la tarde anterior, hicieron rumbo al Norte, hacia donde debíamos

seguirles. Les observé curioso durante un rato, pero su proceder no parecía tener

nada de extraordinario. Arriaron las velas, mataron tocas y volvieron a izar velas y

continuaron haciendo lo mismo de siempre. El Macedonia repitió la hazaña del día

antes, invadió el mar con sus botes, adelantóse a los nuestros, cruzándose en su

camino. Catorce botes requieren una considerable extensión de agua para cazar

cómodamente, y cuando ya hubo envuelto nuestras líneas prosiguió su ruta en

dirección nordeste, dejando más botes a su paso.

-¿Qué ocurre? pregunté a Wolf Larsen, no pudiendo por más tiempo reprimir mi

curiosidad.

-No te preocupe esto -respondió con aspereza-. No tardarás mil años en descubrirlo,

y entretanto, lo que puedes hacer es rogar que sople todo el viento posible... Bueno,

a ti te lo puedo decir -prosiguió, un momento después-. Voy a dar a este hermano

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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mío una dosis de su propia medicina. Usaré sus mismas pilladas, pero no un día, sino

el resto de la temporada, si tenemos suerte.

-¿Y si no? -inquirí-.

-No habría nada. Es preciso que tengamos suerte, pues de lo contrario lo perderíamos

todo.

El se quedó junto al timón y yo me dirigí a mi hospital del castillo de proa, donde se

hallaban mis dos inválidos: Nilson y Thomas Mugridge. Nilson estaba todo lo alegre

que pudiera esperarse, pues su pierna fracturada se cicatrizaba magníficamente; pero

el cocinero era presa de una melancolía desesperada, y yo sentía aumentar mi

compasión por aquel ser tan desdichado. Y lo más admirable era que continuara

viviendo, aferrándose a la vida. Los años de brutalidad habían reducido su cuerpo

flaco de por sí a una ruina, y con todo, la llama de la vida ardía con el mismo brillo

de siempre.

-Con un pie artificial, y ahora los fabrican excelentes, seguirás renqueando por las

cocinas de los barcos hasta el fin de los siglos -le dije.

Pero su respuesta fue seria, solemne.

-Yo no sé nada de lo que usted dice, míster Van Weyden, pero de lo que estoy seguro

es que no volveré a ser feliz hasta que vea muerto a ese perro del infierno. Es

imposible que viva tanto como yo. No tiene derecho a vivir, y según dice la

Escritura: "Morirá abandonado de todos". Y yo digo: amén, y que sea cuanto antes.

Cuando volví a cubierta, hallé a Wolf Larsen gobernando con una mano, en tanto

que con la otra sostenía los anteojos y estudiaba la situación de los botes, prestando

particularmente atención a la posición del Macedonia. La única diferencia

perceptible en nuestros botes era que habían avanzado más en dirección del viento

y habían torcido varios puntos hacia el Noroeste. Todavía continuaba yo sin ver la

utilidad de la maniobra, porque el mar libre se hallaba interceptado aún por cinco

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botes de aquel barco, que, a su vez, también habían avanzado con el viento. Así,

pues, divergían hacia Poniente alejándose de los demás botes de su línea. Los

nuestros no sólo llevaban extendidas las velas, sino que remaban al mismo tiempo.

Hasta los cazadores empuñaban los remos, y con tres pares de ellos en el agua,

alcanzaron pronto a los que, con toda propiedad, pudiéramos llamar enemigos.

El humo del Macedonia se había reducido a una pequeña mancha por la región

Noroeste del horizonte- El barco ya no podía distinguirse. Nosotros habíamos ido

vagando hasta ahora con las velas medio caídas y desdeñando el viento, y dos veces

en poco tiempo habíamos virado de borda. Pero ahora se orientaron las velas, y Wolf

Larsen se dispuso para salir al paso a los adversarios. Atravesamos nuestra línea de

botes y nos dirigimos sobre el primero de barlovento de la línea contraria.

-Abajo el contrafoque, míster Van Weyden -ordenó Wolf Larsen-, y quédese aquí

para pasar los foques al otro lado.

Corrí a proa, y cuando llegamos junto al bote que se encontraba a unos cien pies a

sotavento, ya había atado la cuerda del contrafoque. Los tres hombres que lo

ocupaban nos miraron con desconfianza. Habían hecho una trastada a Wolf Larsen,

y le conocían, cuando menos, por referencia. Noté que el cazador, un gigantesco

escandinavo, sentado en la proa, tenía el rifle dispuesto encima de las rodillas, en

vez de guardarlo en el lugar apropiado. Cuando estuvieron detrás de nuestra popa,

Wolf Larsen les saludó con la mano y gritó:

-¡Venid a bordo y echaremos un párrafo!

Esto significa entre los tripulantes de goleta de caza hacer una visita, charlar un rato

y romper agradablemente la monotonía de la vida de los navegantes--

El Ghost viró en redondo a barlovento y yo concluí mi tarea a proa a tiempo para

correr a popa y echar una mano a la escota mayor.

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-Usted tendrá la bondad de permanecer sobre cubierta, miss Brewster -dijo Wolf

Larsen cuando se dirigía a proa para recibir a sus huéspedes-. Y usted también,

míster Van Weyden.

El bote había arriado la vela y se deslizaba a nuestro lado-- El cazador, de barba

dorada como un rey de los mares, pasó por encima de la barandilla y saltó a cubierta-

- Pero su estatura no bastaba a disipar sus temores. La duda y la desconfianza se

reflejaban con fuerza en su semblante, que era transparente a pesar de su escudo de

pelos, y experimentó un alivio instantáneo cuando, al pasar los ojos desde Wolf

Larsen a mí, vio que no éramos sino dos-- Después miró a sus dos hombres, que

acababan de reunírsele. La verdad es que no tenía motivos para estar asustado.

Parecía un Goliat al lado de Wolf Larsen. Imaginé su peso doscientas cuarenta libras.

En él no había grasa, todo era hueso y músculo.

Cuando, en lo alto de la escalera, Wolf Larsen le invitó a bajar, volvió a demostrar

desconfianza-- Pero se tranquilizó al dirigirle una mirada, pues aunque también era

alto, no lo parecía al lado de aquel gigante. Así que desechó todas las dudas, y ambos

bajaron a la cabina. Entretanto, sus dos hombres, siguiendo la costumbre de los

marineros, se habían ido al castillo de proa para hacer algunas visitas por su cuenta.

De pronto llegó de la cabina un rugido ahogado seguido de todos los ruidos de una

lucha furiosa. Eran el leopardo y el león; pero el león era el que armaba todo el

estrépito. Wolf Larsen era el leopardo.

-¡Vea usted cuán sagrada es para él la hospitalidad! -dije a Maud Brewster con

amargura.

Ella indicó con un gesto que también había oído, y en su rostro noté los síntomas del

mismo malestar que tanto me hizo sufrir durante las primeras semanas de mi estancia

en el Ghost al presenciar un combate violento.

-¿No sería mejor que se fuera usted a proa o junto la escalera de la bodega, hasta que

termine esto? -le dije.

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Sacudió la cabeza y me miró lastimosamente. No era temor, sino desaliento lo que

sentía ante aquella brutalidad.

Pronto cesaron los ruidos de la cabina. Después, Wolf Larsen subió solo a cubierta-

- Su piel de bronce estaba un poco arrebolada, pero aparte de esto, no presentaba

más señales de la lucha.

-Mándeme a popa a aquellos dos hombres, míster Van Weyden -dijo-.

Obedecí, y poco después estaban a su lado.

-Subid el bote -les ordenó-. Vuestro cazador ha decidido permanecer un rato a

bordo y no quiere que se estrelle contra el barco. Subid el bote he dicho -repitió con

mayor severidad esta vez, viendo que titubeaban en cumplir su mandato-. ¿Quién

sabe? Tal vez naveguéis una temporada conmigo -dijo completamente ablandado

mientras ellos obedecían de mala gana, pero en su voz había una amenaza encubierta

que desmentía aquella dulzura. Por consiguiente, valdría la pena que comenzáramos

poniéndonos de acuerdo amistosamente. ¡Vivo, ahora! ¡Death Larsen os hace bailar

de otra forma, de sobra lo sabéis!

Los movimientos de aquellos hombres se avivaron visiblemente bajo el influjo de

las palabras de Wolf Larsen, y cuando el bote estuvo a bordo me envió a proa para

soltar el foque. Wolf Larsen empuñó el timón, dirigiendo el Ghost en persecución

del segundo bote.

Mientras recorríamos el trayecto, como no tenía nada que hacer, me entretuve en

observar la situación de los botes. El tercero de barlovento del Macedonia era ata-

cado por dos de los nuestros, el cuarto por los otros tres, y el quinto había vuelto

para contribuir o la defensa de su compañero más cercano. El combate había

comenzado a gran distancia y los rifles disparaban sin cesar. El mar se había agitado

bastante con el viento, lo cual impedía apuntar bien; y de vez en cuando, según nos

acercábamos al lugar de la contienda, veíamos saltar los proyectiles de ola en ola.

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El bote que perseguíamos había virado en ángulo recto y corría delante del viento,

huyendo de nosotros y contribuyendo al mismo tiempo a rechazar el ataque general

de los nuestros.

Ocupado ahora con las escotas y las amarras, no me quedaba tiempo para ver lo que

sucedía, pero cuando Wolf Larsen ordenó a los dos marineros extraños que posaran

al castillo de proa, me encontraba yo en la toldilla. Los interpelados obedecieron

aunque torciendo el gesto. Después mandó a miss Brewster a la cabina y sonrió ante

la expresión de horror que asomó a sus ojos.

-No verá usted nado horripilante abajo -le dijo-; sólo hay un hombre bien asegurado

en los cáncamos-- Es posible que llegue alguna bola o bordo y no quiero que la

maten.

Mientras hablaba, uno bala, desviada por uno de los rayos de la rueda que estaban

recubiertos de latón, pasó por entre sus manos, y silbando, cruzó el aire hacia

barlovento.

-Ya ve usted -le advirtió; y luego, dirigiéndose a mí, dijo-: míster Van Weyden,

¿quiere coger el timón?

Maud Brewster se había metido en la escalera y únicamente sacaba la cabeza. Wolf

Larsen tenía un rifle en lo mano y lo estaba cargando. Con los ojos supliqué a miss

Brewster que bajara, pero ella repuso sonriendo

-Nosotros seremos débiles criaturas de tierra, mas podemos demostrar al capitán

Larsen que somos al menos tan valientes como él.

Este le dirigió una rápida mirada de admiración.

-Y por ello me gusto usted cien veces más -dijo él-. Libros, cerebro y valor. Usted

es digno de ser ¡a esposa de un jefe de piratas. ¡Ejem! Esto lo discutiremos más tarde

-añadió con una sonrisa, cuando una bala golpeó la pared de la cabina-.

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Vi en sus ojos el resplandor dorado, y en los de ella asomar el terror.

-Nosotros somos más valientes -me apresuré a decir-; yo, al menos, hablo por mí, y

sé que soy más valiente que el capitán Larsen.

Ahora fui yo el favorecido con una mirada. Se preguntaba si me estaría burlando de

él-- Hice rodar tres o cuatro rayos para que el Ghost pusiera una arrufadura al viento

y volví a dirigirlo en su rumbo anterior. Wolf Larsen seguía esperando uno

explicación y yo dije apuntando a mis rodillas

-Usted observará un ligero temblor aquí. Eso es porque tengo miedo, mi carne tiene

miedo, y tengo, además, miedo en la mente porque no quiero morir. Pero mi espíritu

domino a la carne temblorosa y o los desmayos de la mente. Yo soy más valeroso.

Lo carne de usted no tiene miedo, usted tampoco lo tiene. A Usted no le cuesto nada

salir al encuentro del peligro; es más, hasta le causa placer. Goza con ello. Así que

usted podrá no tener miedo, míster Larsen, pero debe reconocer que el más valiente

soy yo.

-Tienes razón -afirmó-. Nunca lo había mirado desde este punto de vista. ¿Será cierto

lo contrario? Si tú eres más valiente que yo, ¿seré yo más cobarde que tú?

Ambos nos reímos del absurdo, y él bajó a cubierta, desde donde apuntó apoyando

el rifle en la barandilla. Hasta entonces, las balas habían llegado después de recorrer

casi una milla, pero ahora habíamos partido esta distancia, y Wolf Larsen disparó

tres tiros con mucho cuidado. El primero cayó a cincuenta pies a barlovento del bote;

el segundo, casi al lado de éste, y con el tercero el timonel soltó la barra y fue a rodar

al fondo de la embarcación.

-Me parece que ya no se moverán -dijo poniéndose de pie-. No creo que el cazador

coja el timón, y además es muy posible que el remero no sepa gobernar, en cuyo

caso el cazador no puede gobernar y disparar al mismo tiempo.

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Su razonamiento era justificado, pues el bote se precipitó contra el viento y el

cazador saltó a popa para ocupar el puesto del timonel. Allí ya no hubo más tiros,

aunque los rifles seguían disparando alegremente desde los otros botes.

El cazador había conseguido colocar la embarcación de manera que el viento les

llegara por la popa, y nosotros corrimos hacia ellos, pasando por su lado a menos de

dos pies de distancia. Cuando estuvimos cien yardas más lejos, vi que el remero

entregaba un rifle al cazador. Wolf Larsen fue al centro del barco y descolgó una

cuerda de una clavija de las drizas del foque mayor, después apuntó por encima de

la barandilla. Dos veces vi al cazador soltar una mano del timón para coger el rifle

y otras tantas titubear. Ahora pasábamos por su lado.

-¡Eh, tú! -gritó súbitamente Wolf Larsen al remero-. ¡Da la vuelta!

Al propio tiempo lanzó la cuerda, que cayó con toda ¡a precisión y golpeando casi

al hombre; pero éSte, en vez de obedecer, miró al cazador en espera de órdenes. El

cazador, a su vez, estaba indeciso. Tenía el rifle entre las rodillas, pero si dejaba el

timón para disparar, el bote viraría y chocaría contra la goleta. Además veía el rifle

de Wolf Larsen apuntando sobre él y comprendía que le dispararía antes de que

hubiese tenido tiempo de poner el suyo en juego.

-¡Da la vuelta! -dijo al remero en voz baja.

Este dio una vuelta alrededor del asiento con la cuerda hasta ponerla tirante. El bote

se precipitó y el cazador lo hizo seguir paralelo al costado del Ghost, separado tan

sólo unos veinte pies.

-¡Ahora, arriad la vela y acercaos! -les ordenó Wolf Larsen.

El no abandonaba el rifle ni aun al pasar las cuerdas con una mano- Una vez sujetas

a proa y a, popa, y cuando los dos hombres ilesos se disponían a subir. a bordo, el

cazador cogió el rifle como para ponerlo en una posición más segura.

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-¡Déjalo! -gritó Wolf Larsen, y el otro lo soltó cual si hubiese estado ardiendo y le

hubiese quemado.

Cuando los dos prisioneros estuvieron a bordo, izaron el bote, y bajo la dirección de

Wolf Larsen, llevaron al castillo de proa al timonel herido.

-Si nuestros cinco botes se portan tan bien como nosotros, pronto tendremos una

tripulación completa -me dijo el capitán.

-El hombre que hirió usted-.. le curarán -indicó Maud Brewster.

-En el hombro -contestó-. Nada serio. Dentro de tres o cuatro semanas míster Van

Weyden lo habrá puesto tan bueno como antes. Pero no podrá impedir que estos

muchachos vean esto -añadió señalando al

tercer bote del Macedonia, hacia el cual había dirigido yo el barco, y que ahora se

hallaba casi frente a nosotros-. Esto es obra de Horner y Smoke. Les dije que

necesitábamos hombres vivos y no cadáveres; pero el placer de hacer blanco es una

cosa que ciega, especialmente cuando ya se ha aprendido a tirar. ¿No lo ha probado

usted nunca, míster Van Weyden?

Yo sacudí la cabeza y contemplé la obra de los cazadores. Había sido realmente

sangrienta, pues al alejarse se habían reunido con nuestros tres botes restantes para

atacar a los otros dos del enemigo. El bote abandonado se hundía entre las olas y se

balanceaba como ebrio, y la cebadera, floja y atravesada, aleteaba con el viento y el

remero estaba en el fondo, pero el timonel iba tumbado sobre la borda del combés,

medio dentro y medio fuera, arrastrando los brazos sobre el agua y oscilándole la

cabeza de un lado a otro.

-No mire, miss Brewster; por favor no mire usted -le supliqué, y me alegré al notar

que hacía caso.

-Dirija en derechura al grupo, míster Van Weyden -fue la orden de Wolf Larsen.

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Al aproximarse más, cesó el fuego y vimos que el combate había terminado.

-¡Mire usted allá! -grité involuntariamente, señalando hacia el Nordeste.

La mancha de humo que indicaba la posición del Macedonia había reaparecido.

-Sí, he estado observándolo -contestó Wolf Larsen tranquilamente. Midió la

distancia que le separaba del banco de niebla y se detuvo para percibir la fuerza del

viento en su mejilla-. Me parece que lo conseguiremos; pero puede estar seguro que

este dichoso hermano mío ha descubierto nuestro pequeño juego, y ahora

precisamente se nos echa encima a toda marcha. ¡Ah, mire, mire!

La mancha de humo negrísimo se había agrandado de pronto.

-Sin embargo, te ganaré -dijo riendo-. Te ganaré, y además espero que a ese paso

acabarás con tus viejas máquinas.

Viramos en medio de un tumulto violento, pero ordenado. Los botes llegaban a

bordo por ambos costados a un mismo tiempo. Tan pronto como los prisioneros

saltaban la barandilla, eran conducidos a proa por nuestros cazadores, mientras

nuestros marineros subían los botes atropelladamente, dejándolos en cualquier sitio

de la cubierta, sin detenerse a sujetarlos. Cuando el último abandonó el agua y se

balanceó al extremo de las jarcias, ya teníamos todas las velas izadas y tendidas y

las escotas sueltas en espera del viento favorable.

Era necesario apresurarse. El Macedonia, vomitando por su chimenea un humo muy

negro, cargaba sobre nosotros desde el Nordeste. Desdeñando los botes que le

quedaban, había alterado su rumbo para anticipársenos. No corría directamente en

nuestra dirección sino frente a nosotros. Nuestras rutas convergían como los lados

de un ángulo, cuyo vértice era el borde del banco de niebla- Allí es donde únicamente

podía quedarle al Macedonia la esperanza de cogernos. La esperanza del Ghost

estribaba en poder pasar aquel punto antes de que llegara el Macedonia.

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Wolf Larsen gobernaba, y sus ojos echaban chispas cuando se detenían o saltaban

de uno a otro detalle de la persecución. Unas veces observaba el mar por barlovento,

en busca de indicios que le advirtieran si el viento arreciaba o amainaba; otras al

Macedonia, y de nuevo recorría todas las velas con la mirada y daba órdenes para

que se aflojara un poco una escota aquí o se apretara la de allá, hasta que arrancó al

Ghost su máxima velocidad. Entonces se olvidaron todos los odios y resentimientos,

y me sorprendí del ardor con que los hombres que tanto tiempo habían soportado sus

brutalidades corrían a ejecutar sus órdenes. Aunque parezca extraño, el recuerdo del

infortunado Johnson acudió a mi mente cuando nos elevábamos, nos hundíamos o

nos tumbábamos sobre un costado, y lamenté que no estuviese vivo en aquel

momento, ya que tanto había amado al Ghost y tanto se había complacido viéndole

navegar.

-Bueno será que tengáis preparados los rifles, compañeros -dijo Wolf Larsen a

nuestros cazadores.

Y los cinco hombres se alinearon en la barandilla, esperando con las armas en la

mano.

Ahora el Macedonia apenas distaba una milla y corría desenfrenado, a una marcha

de diecisiete nudos, tanto, que el humo que salía de su chimenea formaba un ángulo

recto.

-El banco de niebla está muy cerca -dijo Wolf Larsen.

De la cubierta del Macedonia salió una bocanada de humo, oímos una fuerte

detonación y en la lona tendida de nuestra vela mayor se dibujó un agujero redondo.

Nos disparaban con uno de los pequeños cañones que llevaban a bordo. Nuestros

hombres, agrupados en el centro del barco, agitaron los sombreros y prorrumpieron

en aclamaciones burlonas. De nuevo surgió otra humareda y resonó una detonación.

La bala de cañón esta vez cayó a menos de veinte pies de la popa y brilló dos veces

a barlovento al saltar de ola en ola antes de hundirse.

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No disparaban con los rifles por la sencilla razón de que todos sus cazadores o bien

se hallaban en los botes o eran prisioneros nuestros. Cuando los dos barcos

estuvieron sólo a media milla de distancia, un tercer disparo produjo otro agujero en

nuestra vela mayor. En aquel momento penetramos en la niebla. Estaba a nuestro

alrededor, velándonos y ocultándonos con su gasa densa y húmeda.

Tan súbita transición sobrecogía. Hacía un instante que saltábamos a la luz del sol,

teniendo encima el azul del cielo, el mar abierto y agitado perdiéndose en los

confines del horizonte y un barco que vomitaba fuego y proyectiles de hierro

precipitándose como un loco sobre nosotros. Y de pronto, en un abrir y cerrar de

ojos, el sol se borraba, desaparecía el cielo, hasta las puntas de los mástiles se perdían

de vista, y nuestro horizonte era como el que se podría distinguir a través de los ojos

llenos de lágrimas. La niebla gris se precipitaba sobre nosotros. Cada filamento de

lana de nuestras ropas, cada cabello de nuestras cabezas y caras estaba adornado con

un glóbulo de cristal. Los obenques estaban empapados de la humedad que goteaba

también de los aparejos más altos; y debajo de los botalones las gotas de agua

dibujaban largas líneas inclinadas, que a cada sacudida de la goleta se despegaban

remedando una lluvia. Así como los ruidos del barco al alejarse sobre las olas eran

reflejados por la niebla, ocurría lo mismo con nuestros pensamientos. La mente

recordaba la contemplación de un mundo más allá de este velo de humedad que nos

envolvía por todas partes. Y ahora el mundo era esto, el universo con los límites tan

próximos, que uno se sentía impulsado a extender los brazos para empujarlos. Pa-

recía imposible que lo demás estuviese detrás de aquellas paredes grises, todo era un

sueño, nada más que el recuerdo de un sueño.

Aquello era sobrenatural, extrañamente sobrenatural. Miré a Maud Brewster y

comprendí que estaba bajo el peso de impresiones análogas. Después miré a Wolf ,

pero en él no había nada subjetivo acerca de su estado de ánimo; todo su interés era

para el presente objetivo e inmediato. Continuaba empuñando el timón, y sentí que

observaba la medida del tiempo, computando el paso de los minutos con cada salto

hacia adelante y cada movimiento de sotavento del Ghost.

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-Vete a proa y refuerza a sotavento, sin hacer ruido -me dijo en voz baja-. Recoge

las gavias primero. Pon hombres a todas las escotas y procura que no rechinen las

garruchas, ni haya ruido de voces. Nada de ruido, ¿comprendes? nada de ruido.

Cuando todo estuvo dispuesto, la orden de reforzar a sotavento pasó de boca en boca;

el Ghost viró de borda sobre babor sin hacer realmente ningún ruido. Y el poco que

pudo haber -el restallar de unos rizos y el crujir de la roldana en un par de garruchas-

fue apenas perceptible bajo el palio hueco y resonante que nos cubría.

Parecía que casi no habíamos avanzado, cuando la niebla se sutilizó bruscamente y

volvimos a hallarnos a la luz del sol y el mar inmenso se tendía ante nosotros hasta

el horizonte. Pero el océano estaba solitario. El Macedonia ya no quebraba la

superficie ni oscurecía el cielo con su humo.

Wolf Larsen torció en seguida y corrió a lo largo del banco de niebla. Su juego era

claro; había penetrado en la niebla a barlovento del vapor, y mientras éste se había

lanzado a ciegas a través de la masa gris con la esperanza de alcanzarnos, nosotros

habíamos dado la vuelta y salido de su abrigo, y ahora íbamos a entrar de nuevo en

él por sotavento. Al lograr nuestro objeto, el antiguo símil de la aguja en el montón

de heno resultaba verdaderamente pálido comparado con la probabilidad de

encontrarnos Death Larsen.

No corrimos mucho. Extendiendo el trinquete y la vela mayor y volviendo a colocar

las gavias, hicimos otra vez rumbo al banco de niebla. Yo juraría que cuando

entramos en él vi una silueta vaga emerger a barlovento. Miré a Wolf Larsen

rápidamente; él también lo había visto; faltó poco para que el Macedonia, adivinando

su maniobra, no se le anticipara. Sin duda había escapado sin ser visto.

-El no puede seguir así -dijo Wolf Larsen-. Tendrá que retroceder para recoger el

resto de sus botes. Mande un hombre a proa, míster Van Weyden, y manténgase en

esta dirección. Puede asimismo establecer las guardias, porque esta noche no

podemos entretenernos. Daría quinientos dólares, sin embargo -añadió-, por poder

estar a bordo del Macedonia durante cinco minutos y escuchar las maldiciones de

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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mi hermano. Y ahora, míster Van Weyden -me dijo cuando quedó relevado del

timón-, hemos de obsequiar a los recién venidos. A los cazadores sírvales whisky en

abundancia, y procure que se deslicen unas cuantas botellas a proa. Apuesto a que

cada uno de esos hombres se embarcará y cazará para Wolf Larsen tan contento

como antes cazó para Death Larsen.

-¿No cree que se escaparán, como lo hizo Wainwright? -pregunté.

Sonrió maliciosamente.

-No, mientras nuestros cazadores tengan la palabra Repartiré entre ellos un dólar por

cada pieza que maten los cazadores nuevos. La mitad, al menos de su entusiasmo de

hoy era debido a esto. ¡Oh, no, no escapará nadie!

CAPITULO XXVI

Bebieron todos, aun los heridos y Oofty-Oofty, que me ayudaba. Únicamente se

abstuvo Louis, que no hacía más que humedecer los labios en el licor, pero se unió

a la orgía con el mismo abandono que el más ebrio de ellos. Aquello fue una saturnal-

Discutían a voces sobre el combate de aquel día, reñían por el menor detalle o se

hacían amigos de los hombres con quienes habían peleado. Prisioneros y apresadores

hipaban, apoyándose mutuamente en los hombros, y cambiaban formales juramentos

de respeto y estimación. Lloraban por las miserias del pasado y las que les esperaban

bajo la férula inflexible de Wolf Larsen, y todos le maldecían y contaban historias

terribles de su brutalidad.

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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¡Wolf Larsen! Todas las conversaciones giraban alrededor de este nombre. Wolf

Larsen, esclavizador y atormentador de hombres, era una Circe macho, y ellos sus

cerdos, brutos pacientes que se revolcaban en su presencia y únicamente se

sublevaban cuando estaban ebrios, y entonces, aun entonces, en secreto. ¿Sería yo

también uno de sus cerdos?, pensé. ¿Y Maud Brewster? Apreté los dientes, colérico

e indignado, hasta el extremo que el hombre a quien estaba atendiendo se retorció

bajo mi mano, y Oofty-Oofty me miró con curiosidad. De pronto me sentí dotado de

una fuerza nueva Nada temía. Ejecutaría mi voluntad contra todo y a despecho de

todo: a despecho de Wolf Larsen y de mis treinta y cinco años de estudios. Todo

saldría bien; yo haría porque saliese bien. Y así exaltado, sostenido por una

sensación de poder, subí a cubierta, donde la niebla se arrastraba silenciosamente a

través de la noche, y el aire era suave, puro y tranquilo.

La bodega, donde también había dos cazadores heridos, fue una repetición del

castillo de proa, con la diferencia de que aquí no se maldecía a Wolf Larsen; así que

cuando volví a encontrarme sobre cubierta, dirigiéndome a popa hacia la cabina,

experimenté un gran alivio. La cena ya estaba dispuesta, y Wolf Larsen y Maud se

hallaban esperándome.

Aun cuando todos los del barco se emborracharon tan rápidamente como pudieron,

él permaneció sereno; por sus labios no pasó ni una gota de licor. No se atrevía en

aquellas circunstancias, pues sabía que sólo podía contar con Louis y conmigo, y

aun Louis se hallaba ahora en el timón. Navegamos a través de la niebla, sin vigía y

sin luces. A mí me sorprendió que Wolf Larsen hubiese prodigado la bebida con sus

hombres, pero él, evidentemente, conocía su psicología y el mejor sistema para

cimentar en cordialidad lo que había comenzado con efusión de sangre.

Su victoria sobre Death Larsen parecía haber producido en él notables efectos. La

tarde anterior, sus propios razonamientos le habían abatido y yo había esperado de

un momento a. otro una de sus salidas características. No ocurrió nada, sin embargo,

y ahora estaba de un humor espléndido. Es posible que la suerte de capturar tantos

cazadores y botes hubiese contrarrestado la reacción habitual. En todo caso, el

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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abatimiento había desaparecido sin que hubiese vuelto a mostrarse. Así pensaba yo

por aquel entonces; pero, ¡ay! qué poco le conocía, o cuando menos, qué poco

sospechaba que tal vea estaba meditando una explosión más terrible que ninguna de

las que hasta aquella fecha había presenciado.

Cuando nos sentamos a la mesa, Wolf Larsen daba muestras de un humor

espléndido. Nunca se le vio tan inclinado a hablar como aquel día; parecía no poder

contener la energía concentrada, y se lanzó en una discusión sobre el amor. Según

costumbre, él representaba el lado puramente materialista y Maud el idealista. En

cuanto a mí, aparte de alguna palabra suelta para sugerir o corregir algo, no participé

en la polémica.

Maud aguzaba el ingenio y gozaba en la contienda tanto como Wolf Larsen, y esto

que él gozaba enormemente, citando a este propósito las palabras que Isolda dirige

a Tintagel:

Soy feliz por encima de todas las mujeres,

pues por encima de todas las mujeres está mi pecado, y mi culpa es perfecta.

Lo mismo que había leído "pesimismo" en Omar, ahora en los versos de Swinburne

leía "triunfo", triunfo alegre y punzante, y hay que reconocer que leía perfectamente.

Apenas había terminado, cuando Louis, introduciendo la cabeza por la puerta de la

escalera, susurró

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-Da usted su permiso, ¿verdad? La niebla se ha elevado, y en este momento la luz

de babor de un buque cruza por delante de nuestra proa.

Wolf Larsen subió a cubierta de un salto, y tan rápidamente, que en el tiempo que

nosotros tardamos en seguirle había puesto la tapa de la escotilla de la bodega sobre

el tumulto de los borrachos y corría a proa a hacer otro tanto con la del castillo. La

niebla, aunque persistía, se había elevado mucho, oscureciendo las estrellas y

haciendo la noche absolutamente cerrada. Enfrente mismo de nuestra proa pude ver

una brillante luz roja y otra blanca y oía la trepidación de las máquinas de un vapor.

No había duda de que era el Macedonia.

Wolf Larsen había vuelto a popa y formábamos un grupo silencioso, observando las

luces que cruzaban por delante de nosotros.

-Afortunadamente, no lleva ningún reflector -dijo.

-¿Y si yo diera unas voces? -le pregunté en un murmullo.

-Estaríamos perdidos -respondió-. Pero, ¿has pensado en lo que sucedería

inmediatamente?

Sin darme tiempo para expresar mi deseo de conocerlo, me había cogido por la

garganta con sus dedos de gorila, y con un ligero estremecimiento de los músculos,

al parecer un aviso nada más, me sugirió el apretón que seguramente me hubiese

roto el cuello- Un momento después me soltó, y continuamos mirando las luces del

Macedonia.

-¿Y si gritara yo? -preguntó Maud.

-La quiero a usted demasiado para hacerle daño -dijo dulcemente, y su voz era tan

tierna y cariñosa, que me dolió-. Pero de todos modos no lo haga, porque le rompería

el cuello a míster Van Weyden.

-Pues entonces, le doy permiso para que grite -dije retándole.

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-Se me hace difícil creer que quieras sacrificar a un prestigio de las Letras

americanas -repuso en tono burlón.

No hablamos más, pues ya teníamos la suficiente confianza para que el silencio no

resultara grosero, y cuando la luz roja y la blanca hubieron desaparecido volvimos a

la cabina para terminar la cena interrumpida.

De nuevo volvieron a citar versos, y Maud recitó la Impernitentia última, de

Dowson. Lo declamaba muy bellamente, pero yo no la miraba a ella, sino a Wolf

Larsen. Me sentía fascinado por la mirada insistente, que clavaba en Maud. Estaba

completamente fuera de sí y sorprendí el movimiento inconsciente de sus labios al

repetir cada palabra con la misma rapidez que ella las pronunciaba- La interrumpió

al llegar a los versos

Y sus ojos serían mi luz cuando el sol estuviese escondido,

y las violas de su voz los últimos sones que hiriesen mi oído.

-En su voz hay violas -dijo audazmente, y por sus ojos cruzó un destello de luz

dorada.

Si alguna vez alcanzó Wolf Larsen la cumbre de la vida, fue seguramente en aquella

ocasión. De vez en cuando abandonaba yo mis propios pensamientos para

observarle, y le seguía admirado, dominado en aquel momento por su notable

inteligencia a las órdenes de su pasión. Disertaba sobre el encanto de la rebeldía.

Inevitablemente debía presentarse como ejemplo el Lucifer de Milton, y la sutileza

con que Wolf Larsen analizó y describió aquel carácter fue una revelación de su

genio malogrado.

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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-Fue precipitado del infierno sin haber sido derrotado -iba diciendo Wolf Larsen-.

Se había llevado consigo una tercera parte de los ángeles del Señor, e inme-

diatamente incitó al hombre a revelarse contra Dios, y ganó para el infierno la mayor

parte de las generaciones de los hombres. Pero, ¿estaba vencido por no hallarse en

el cielo? ¿Por ser menos baladrón que Dios? ¿Menos orgulloso? ¿Menos ambicioso?

¡No y mil veces no! Dios era más poderoso, según decía él, porque el rayo le había

hecho más grande. Pero Lucifer era un espíritu libre. Sirviendo se ahogaba. Prefería

sufrir en libertad, a toda la felicidad de una servidumbre tranquila. El no quería servir

a Dios; no quería servir a nadie. No era ningún mascarón de proa. Se sostenía sobre

sus propias piernas; era un individuo.

-El primer anarquista -dijo Maud riendo, mientras se levantaba para retirarse a su

camarote.

-¡Pues entonces es bueno ser anarquista! -exclamó.

El también se había levantado, y cuando ella se detuvo junto a la puerta de su

dormitorio, se la quedó mirando y prosiguió

Aquí, al menos,

seremos libres;

el Todopoderoso no tiene fundamento para su envidia;

no nos arrojará a otra parte; aquí reinaremos seguros;

y el gusto de reinar merece la ambición, aunque sea en el infierno;

mejor es reinar en el infierno que servir en el cielo.

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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Era la voz de reto de un espíritu poderoso. La cabina resonaba todavía con ella,

mientras continuaba allí, balanceándose, radiante el rostro bronceado, la cabeza

erguida y dominadora, y sus ojos dorados y masculinos, intensamente masculinos e

insistentemente dulces relampagueaban sobre Maud, que se hallaba de pie junto a la

puerta.

Y de nuevo apareció en los ojos de ella aquel terror inconfundible y repelente,

cuando dijo casi en un murmullo:

-Usted es Lucifer.

Cerró la puerta y desapareció de nuestra vista. El permaneció todavía un momento

con la mirada fija, y después se recobró y me dirigió la palabra.

-Voy a relevar a Louis en el timón -dijo bruscamente-, y le ruego venga usted luego

a sustituirme Ahora váyase a dormir un rato.

Se puso un par de mitones, la gorra y subió la escalera, mientras yo seguí su consejo

yéndome a la cama. Por alguna razón desconocida que se insinuó misteriosamente,

no me desnudé, sino que me acosté completamente vestido. Aún escuché durante un

minuto el tumulto de la bodega y me maravillé del amor que acababa de nacer en

mí; pero mi sueño en el Ghost se había hecho más sano y natural, y pronto las

canciones y los gritos se desvanecieron, se me cerraron los ojos y mi percepción se

hundió en esa muerte aparente que es el sueño.

No puedo decir lo que me despertó, pero me hallé de pie fuera de la litera, con los

ojos muy abiertos y el alma vibrante con la sensación del peligro, como estremecida

por los sones de una trompeta. Abrí la puerta: la luz alumbraba débilmente la cabina,

y vi a Maud, a mi Maud, luchando y retorciéndose entre los brazos poderosos de

Wolf Larsen. Vi cómo se debatía y agitaba en vano apretando la cara contra el pecho

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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de Wolf Larsen para huirle. Todo esto lo vi en el preciso instante en que me abalancé

sobre él.

Cuando levantó la cabeza le golpeé el rostro con el puño, pero fue un golpe sin

fuerza. Rugió como una fiera y me dio un empujón con la mano. No fue más que un

empujón, un roce de la muñeca, pero tan tremenda era su fuerza, que caí hacia atrás

como lanzado por una catapulta- Di contra la puerta del camarote que había sido de

Thomas Mugridge, haciendo astillas los anaqueles con el choque de mi cuerpo.

Logré levantarme y librarme con dificultad de la puerta destrozada, aunque sin

notarme ninguna herida. Sólo me sentía dominado por el furor. Creo que también

grité cuando tiré del cuchillo que llevaba en la cadera y me arrojé por segunda vez

sobre él.

Mas algo había ocurrido. Estaban separados y vacilantes. Yo me hallaba junto a él

con el cuchillo en alto, pero contuve el golpe. La extrañeza de aquel cambio me

había dejado perplejo. Maud se apoyaba en la pared con una mano tendida en busca

de sostén; y él, dando traspiés, se oprimía la frente y se cubría los ojos con la mano

izquierda y con la derecha tanteaba en derredor suyo como si estuviera deslumbrado.

Encontró la pared, y a este contacto su cuerpo pareció dar muestras de alivio físico

y muscular, hallando de nuevo su situación, su posición en el espacio y algo en qué

apoyarse.

Entonces volví a ver rojo- Con una claridad cegadora acudieron a mi mente todas

sus injusticias, todas mis humillaciones, todo lo que me había hecho sufrir y hecho

sufrir a los demás, toda la enormidad de la existencia de aquel hombre. Me arrojé

sobre él como un

ciego, como un loco, y le clavé el cuchillo en el hombro. Comprendí entonces que

sólo le había herido en el músculo, pues sentí que el cuchillo le rozaba la paletilla, y

lo levanté para hundirlo de nuevo.

Pero Maud había visto el primer golpe, y gritó: "¡No, no, por favor!".

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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Dejé caer el brazo un momento, un momento nada más. En seguida volvió a estar en

alto el cuchillo, y sin duda alguna hubiese matado a Wolf Larsen de no haberse

interpuesto ella. Me rodeó con los brazos y su cabello me rozó la cara. Mi pulso se

agitó de una manera insólita, pero mi rabia creció con él. Maud clavó valientemente

sus ojos en los míos.

-¡Deténgase por mí! -suplicó.

-¡Por usted le mataría! -exclamé, tratando de soltarme de sus brazos sin hacerle daño.

-¡Por favor! -dijo ella, y rozó ligeramente mis labios con sus dedos.

Hubiese podido besarlos, pero no me atreví, y aun entonces, en medio de mi furor,

aquel contacto fue tan dulce...

-¡Por favor, por favor! -insistió, y con estas palabras acabó de desarmarme, como

debía desarmarme siempre en lo sucesivo.

Retrocedí unos pasos, separándome de ella, y volvía a colocar el cuchillo en la vaina.

Miré hacia Wolf Larsen, que continuaba oprimiéndose la frente y cubriéndose los

ojos con la mano izquierda. Tenía la cabeza inclinada y parecía haberse quedado

cojo. El cuerpo se le doblaba por la cintura y sus fuertes hombros, contraídos, se

abatían hacia adelante.

-¡Van Weyden! -exclamó con voz bronca y algo asustada-. ¡Oh, Van Weyden!

¿Dónde está?

Dirigí una mirada a Maud, que no habló, pero asintió con la cabeza.

-Aquí estoy -dije, corriendo a su lado-. ¿Qué pasa?

-Acompañadme a una silla -dijo con la misma voz bronca y asustada-. Estoy

enfermo, muy enfermo, Hump -añadió soltando mi brazo y dejándose caer en la silla.

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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Apoyó la cabeza encima de la mesa y se la cubrió con las manos. De vez en cuando

la movía de atrás adelante a impulsos del dolor. Un momento que la levantó a

medias, vi que tenía la frente, desde las raíces del cabello, cubierta de sudor.

-Estoy enfermo, muy enfermo -repetía sin cesar.

-¿Qué le pasa? -pregunté poniéndole la mano en el hombro-. ¿Qué puedo hacer por

usted?

Pero sacudió la mano con un movimiento irritado, y durante un buen rato permanecí

a su lado en silencio. Maud lo miraba todo con el semblante atemorizado. Nos era

imposible imaginar lo que había sucedido.

-Hump -dijo al fin-, necesito acostarme- Ayúdame. Pronto estaré bien; son estos

malditos dolores de cabeza, me parece- Siempre me han dado miedo. Tenía el

presentimiento. No, no sé lo que me digo. Ayúdame a ir hasta la litera.

En cuanto estuvo acostado, volvió a hundir la cara entre las manos, tapándose los

ojos y cuando volví para retirarme le oí murmurar:

-Estoy enfermo, muy enfermo.

Al salir, Maud me clavó una mirada interrogándome; yo dije, moviendo la cabeza.

-Algo le ha ocurrido, pero no puedo comprender de qué se trata. Me parece que por

primera vez en su vida se siente débil y asustado. Debió sucederle antes de recibir la

cuchillada, que por otra parte sólo le produjo una herida superficial. Usted habrá

visto lo que le pasaba.

Ella negó con un gesto.

-No he visto nada. Esto es tan misterioso para mí como para usted- De pronto me

soltó y se alejó titubeando. ¿Qué haremos? ¿Qué hago yo?

-Tenga la bondad de esperar hasta que yo vuelva -le respondí.

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Subí a cubierta; en el timón estaba Louis.

-Puedes ir a proa y acostarte -dije, quitándoselo de la mano.

Obedeció diligente y me encontré sólo en la cubierta del Ghost. Con el mayor

silencio posible recogí las gavias, arrié el contrafoque y la vela del estay, pasé el

foque al otro lado y aflojé la vela mayor. Después bajé a la cabina donde se hallaba

Maud. Me puse un dedo en los labios para indicarle que guardara silencio y entré en

el cuarto de Wolf Larsen. Continuaba en la misma posición en que le había dejado

y rodaba la cabeza de un lado a otro, como retorciéndose de dolor.

-¿Qué puedo hacer por usted? -le pregunté-.

Al principio no contestó, pero al repetir la pregunta, respondió

-No, no estoy bien- Déjame solo hasta mañana.

Pero en cuanto me volví noté que reanudaba el movimiento de la cabeza. Maud me

esperaba pacientemente, y percibí, con un estremecimiento de alegría, la actitud

majestuosa de 8u cabeza y la expresión de sus ojos serenos y gloriosos, que

reflejaban la firmeza de su espíritu.

-¿Quiere usted confiarse a mí para un viaje de seiscientas millas aproximadamente?

-le dije.

-¿Cree usted…? -comenzó, y comprendí que lo había adivinado todo-.

-Sí, eso precisamente -repliqué-. No nos queda otro recurso que el bote.

-Esto lo hace por mí -advirtió ella-, porque usted sigue tan seguro aquí como antes.

-No, no tenemos otro recurso que el bote -reiteré con energía-. Tenga la bondad de

vestirse lo más abrigada posible y hacer un paquete de todo lo que quiera llevar

consigo. Y dese prisa -añadí cuando se dirigía a su camarote.

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El lazareto estaba precisamente debajo de la cabina y abriendo la trampa del suelo,

bajé alumbrándome con una vela y empecé a registrar el depósito del barco. Elegí

especialmente los alimentos en conserva y cuando ya lo tuve dispuesto, unas manos

voluntarias se tendieron desde arriba para recoger lo que yo les iba pasando.

Trabajamos en silencio. Hice provisión de mantas, mitones, impermeables, gorras y

objetos similares del almacén. Esto de aventurarnos en un pequeño bote con un mar

tan revuelto y tempestuoso, no era una aventura fácil, y ante todo, se hacía preciso

defendernos del frío y de la humedad.

Nos enardecimos transportando nuestro robo a cubierta y depositándolo en el centro

del barco. Con tal ardimiento trabajábamos, que Maud, cuyas fuerzas eran muy

escasas, se rindió y tuvo que sentarse en los escalones de la toldilla y descansar. Con

esto no logró recobrarse, y se tendió de espaldas sobre el duro entarimado con los

brazos abiertos y el cuerpo todo relajado. Recordé que así me engañaba mi hermana,

y no dudé de que pronto volvería a ser dueña de sí. Comprendí también que sería

prudente llevar armas y entré de nuevo en el camarote de Wolf Larsen para coger su

rifle y su escopeta de caza. Le hablé y no me contestó, pero no dormía y seguía

rodando la cabeza de un lado a otro.

"Adiós, Lucifer", dije para mis adentros al cerrar la puerta con grandes precauciones.

Ahora había que hacerse con municiones, cosa fácil, a pesar de que para ello debía

entrar en la bodega. Los cazadores tenían almacenadas allí las municiones que

llevaban en los botes, y a pocos pies de distancia de su escandalosa orgía, me apoderé

de dos cajas.

Luego había que arriar un bote, lo que no era tarea sencilla para un hombre solo.

Una vez sueltas las amarras, icé primero la jarcia de proa después la de popa y el

bote saltó por encima de la barandilla. Luego fui bajando un par de pies cada una de

las cuerdas, hasta que quedó suspendido sobre el agua junto al costado de la goleta.

Me aseguré de que contenía todo el equipo de remos, chumaceras y velas. El agua

era de suma importancia y me apoderé de los depósitos de todos los botes. Había,

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nueve entre todos, y pensé que al mismo tiempo que tendríamos agua suficiente, nos

serviría de lastre, aunque es posible que el bote fuese excesivamente cargado dada

la generosa provisión que estaba haciendo de otras cosas.

Mientras Maud me largaba los paquetes, que yo iba colocando en el bote, un

marinero subió del castillo de proa. Se quedó un rato en el lado de barlovento (nos-

otros nos hallábamos a sotavento), y después vagó lentamente por el centro del

barco, donde volvió a detenerse cara al viento y de espaldas a nosotros. Cuando me

acurruqué en el bote, pude oír los latidos de mi corazón. Maud se había echado en

el suelo de la cubierta y comprendí que permanecía sin moverse a la sombra del

baluarte. Pero el hombre no se volvió, y luego de estirar los brazos por encima de la

cabeza y bostezar giró sobre sus talones y desapareció por la escotilla del castillo de

proa.

Dos minutos bastaron para concluir de cargar el bote y acabé de bajarlo hasta la

superficie del agua- Cuando ayudé a Maud a saltar la barandilla y percibí su cuerpo

tan cerca del mío, necesité de toda la fuerza de mi voluntad para no gritar: "¡Te amo!

¡Te amo!" Al fin era cierto que Humphrey van Weyden estaba enamorado, pensé,

sintiendo la presión de sus dedos en los míos mientras la bajaba al bote. En aquel

momento en que me apoyaba con una mano en la barandilla y sostenía su peso con

la otra, me sentí orgulloso de mi proeza. Unos meses antes, cuando me despedí de

Charley Furuseth y embarqué para San Francisco a bordo del malhadado Martínez,

no poseía yo una fuerza semejante.

Al elevarse el bote sobre una ola, sus pies alcanzaron el fondo y le solté las manos.

Desaté las jarcias y salté tras ella. En mi vida había remado, pero coloqué los remos

y a costa de grandes esfuerzos conseguí alejar el bote del Ghost. Después ensayé con

la vela. Había visto muchas veces a los cazadores y remeros izar las cebaderas, pero

ésta era la primera que lo intentaba yo. Lo que a ellos les costaba dos minutos a lo

sumo, a mí me costó veinte, pero al fin logré izarla y orientarla y con el timón en la

mano abarloé.

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-Aquí, frente a nosotros, está el Japón -exclamé.

-Humphrey van Weyden -dijo ella-, es usted un valiente.

-No -respondí-; la que es valiente es usted- Guiados por un mismo impulso,

volvimos la cabeza para ver al Ghost por última vez. Su casco se levantó e inclinó a

barlovento sobre una ola; su velamen apareció a lo lejos en la oscuridad de la noche;

el volante amarrado crujía cuando el timón oscilaba; después la visión y los ruidos

del barco se fueron debilitando, y nos quedamos solos en aquel mar tenebroso.

CAPITULO XXVII

Amaneció el día gris y frío. Empujaba el bote una brisa fresca, y la brújula indicaba

que nos hallábamos en la ruta que debía conducirnos al Japón. Con todo y llevar

gruesos mitones, tenía los dedos helados y me do. lían al empuñar la caña del timón.

En los pies me atormentaba la mordedura del frío y deseaba fervorosamente que

saliera el sol.

Maud se hallaba acostada en el fondo del bote, delante de mí. Ella, al menos, iba

envuelta en buenas mantas. Con la de encima le había cubierto la cara para

resguardarla del frío de la noche, así que no podía ver de ella sino los vagos

contornos de su silueta y el cabello castaño que, al escaparse de las ropas que la

tapaban, brillaban con la humedad de la atmósfera.

La contemplé largamente, deteniéndome en la única parte visible de su persona

como sólo puede hacerlo un hombre que la juzga lo más precioso del mundo. Tan

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insistente era mi mirada, que al fin rebulló bajo las mantas, apartó el pliegue que le

cubría la cara y me sonrió con los ojos todavía cargados de sueño.

-Buenos días, míster Van Weyden -dijo-. ¿Ha visto usted tierra ya?

-No -respondí-, pero nos aproximamos a ella a una velocidad de seis millas por hora.

Hizo un gesto de contrariedad.

-Lo cual equivale a ciento cuarenta y cuatro millas en veinticuatro horas -añadí para

tranquilizarla.

Se iluminó su semblante.

-¿Y hemos de ir muy lejos?

-Siberia está por aquí -dije señalando hacia el Oeste-. Pero al Sudoeste, a unas

seiscientas millas, está el Japón. Si dura este viento, haremos la travesía en cinco

días.

-Y si hubiese temporal, ¿podría resistir el bote?

Tenía una manera peculiar de mirarle a uno a los ojos pidiendo la verdad, y así fue

como me miró al hacerme la pregunta.

-Habría de ser un temporal muy fuerte -dije-. Pero de un momento a otro puede

recogernos alguna goleta de caza. Las hay en abundancia en esta región del océano.

-¡Oh, está usted completamente helado! -exclamó-. Y en cambio yo bien abrigada.

-No sé qué hubiésemos resuelto de estar helándose usted también -repuse riendo.

-Pero no será así cuando yo aprenda a gobernar y aprenderé indudablemente.

Se sentó y comenzó a hacer su sencilla toilette. Soltóse la cabellera que se esparció

como una nube de color castaño, cubriéndole el rostro y los hombros. ¡Delicioso

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cabello castaño, lleno de humedad! Hubiese deseado besarlo, dejarlo enroscarse en

mis dedos, hundir mi rostro en él. Me extasié contemplándolo hasta que el bote al

correr cara al viento y el aleteo de la vela me advirtieron que estaba descuidando mis

deberes. He sido siempre idealista y romántico, a despecho de mi naturaleza

analítica, y sin embargo, nunca hasta entonces había comprendido las características

físicas del amor. Siempre había sostenido que el amor de hombre a mujer era algo

sublime, relacionado únicamente con el espíritu, un lazo espiritual que atraía y

encadenaba las almas. Los lazos de la carne tenían poca importancia en mi cosmos

de amor, pero ahora estaba experimentando por mí mismo la dulce lección. El alma

se transmutaba, se expresaba por medio de la carne; la vista la sensación, el roce del

cabello de la amada, eran aliento, voz y esencia del espíritu, tanto como la luz que

irradiaba de sus ojos y los pensamientos que salían de sus labios. Después de todo,

el espíritu puro era impenetrable, era algo que se adivinaba, que se presentía úni-

camente, pero que no podía expresarse con palabras propias. Jehová era

antropomórfico, porque podía dirigirse a los judíos en términos que ellos

comprendiesen; así le concebían a su propia imagen en forma de nube de columna

de fuego, de algo tangible, físico que pudiese alcanzar la mente de los israelitas.

Y así contemplaba yo el cabello castaño de Maud y le amaba aprendiendo más de

amor que poetas y cantores me habían enseñado a través de sus cantos y sonetos. Se

lo echó hacia atrás con un movimiento rápido y diestro y apareció su rostro sonriente.

-¿Por qué no llevarán siempre el pelo tendido las mujeres? -pregunté-. ¡Es tan

hermoso!

-Si no se enredara tan horriblemente -dijo riendo-. ¡Ahora he perdido una de mis

preciosas horquillas!

Descuidé el bote y dejé que el viento sacudiera la vela una y otra vez tanto era lo

que gozaba siguiendo cada uno de sus movimientos mientras buscaba la horquilla

por entre las mantas. Yo estaba sorprendido y encantado de que fuese tan femenina,

y la manifestación de cada rasgo, de cada ademán, que era genuinamente femenino,

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me causaba una sensación de profundo placer. Y es que la había colocado demasiado

alto en mi concepto, alejándola excesivamente del plano de la humanidad y de mí

mismo. Había hecho de ella una criatura casi divina e inaccesible. Así fue, que saludé

con delicia los pequeños rasgos que ante todo la proclamaban sólo mujer, tales como

el movimiento de la cabeza al echar atrás la nube de cabello y la busca de la hor-

quilla. Era, pues, mujer de mi clase, estaba en mi plano mismo, y la intimidad

deliciosa entre hombre y mujer era posible, tanto como la reverencia y el respeto, en

los que comprendía yo había de envolverla siempre.

Con un pequeño grito adorable encontró la horquilla, y yo volví por entero la

atención a mi tarea de gobernar. Ensayé la manera de atar y sujetar el timón con

cuñas, hasta que el bote se mantuvo perfectamente en la dirección del viento sin

necesidad de mi asistencia. Alguna vez se ajustaba con exceso o se apartaba con

demasiada libertad, pero pronto lograba restablecerlo y la mayor parte del tiempo se

portaba muy satisfactoriamente.

-Y ahora vamos a desayunar -dije yo-. Pero antes tiene que abrigarse más.

Saqué una camisa recia, nueva, cogida en el almacén del barco confeccionada con

el mismo material de las mantas. Yo ya conocía aquella clase de tejido tan espeso y

tupido que podía resistir la lluvia durante horas sin que lo atravesara la humedad.

Cuando se la hubo pasado por la cabeza, cambié la gorra de muchacho que llevaba

por otra de hombre lo suficiente ancha para cubrirle el cabello, y si bajaba los bordes

de ¡a misma le tapaba por completo el cuello y las orejas. El efecto era encantador.

Su rostro era de los que no pueden estar sino bien en todas las circunstancias. Nada

podía destruir su óvalo exquisito, sus líneas casi clásicas, el delicado arco de las

cejas, sus grandes ojos pardos, claros y serenos, de una serenidad gloriosa.

Entonces precisamente nos sacudió un soplo algo más fuerte que los usuales.

Sorprendió al bote cuando cruzaba oblicuamente la cresta de una ola. Sumergió de

pronto la regala de la borda del combes embarcando un cubo de agua o cosa así. En

aquel momento abría yo una lata de lengua, y salté a la escota, desatándola a tiempo.

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La vela aleteó y el bote recobró el rumbo que regulé en pocos minutos, después de

lo cual volví a preparar el desayuno.

-Esto va bien al parecer, aunque no estoy versada en cosas de náutica -dijo ella con

grave gesto de aprobación al ver mi ingenio para gobernar.

-Pero esto sólo servirá cuando naveguemos con el viento -expliqué-. Cuando

corramos un poco más libremente con el viento de lado o en el cuartel, será necesario

que esté en el timón.

-Debo advertirle que no entiendo estas palabras técnicas -dijo-, pero sí entiendo la

conclusión, y no me gusta. Usted no puede gobernar de día y de noche por toda la

eternidad. Así que después de almorzar espero recibir la primera lección, y entonces

podrá usted tenderse a dormir. Estableceremos guardias lo mismo que hacen en los

barcos.

-No sé cómo voy a enseñarle -protesté-. Si yo estoy aprendiendo precisamente. Al

confiarse usted a mí, no pensó que carecía yo de experiencia con botes pequeños.

Esta es la primera vez de mi vida que los manejo.

-Pues entonces aprenderemos juntos, y como usted ya tiene una noche adelantada,

me enseñará lo que haya aprendido. Ahora, a almorzar. ¡Vaya, este aire abre el

apetito!

-No hay café -dije con sentimiento, pasándole galletas untadas con manteca y una

lonja de lengua en conserva-. Y tampoco tendremos té, ni sopa, ni nada caliente,

hasta que desembarquemos en algún sitio, sea como fuere.

Después de aquel sencillo desayuno cubierto con una taza de agua fría, Maud recibió

la primera lección en el arte de gobernar. Enseñándole a ella aprendía yo también

mucho, aunque no hacia sino aplicar los conocimientos adquiridos navegando en el

Ghost y observando a los remeros embarcados en los botes. Maud era una discípula

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apta, y pronto aprendió a mantener el rumbo, a orzar los soplos del aire y a desatar

la escota en un caso de urgencia.

Habiéndose cansado al parecer de aquel trabajo, me abandonó el timón. Yo había

doblado las mantas; pero ella las volvió a extender en el fondo. Cuando todo es. tuvo

preparado y bien mullido, me dijo:

-Ahora, señor, a la cama, y dormirá usted hasta la hora del lunch. Hasta la hora de

comer -corrigió, recordando la distribución del Ghost.

¿Qué podía hacer yo? Insistió diciendo: "Por favor, por favor" con lo cual le entregué

el timón y obedecí. Cuando me deslicé en la cama preparada por sus manos,

experimenté un verdadero deleite sensual. La serenidad y el dominio, que constituían

una gran parte de su ser, parecía haberlos comunicado a las mantas, por lo que tuve

la sensación de un sueño dulce y placentero y de un rostro ovalado y unos ojos pardos

encuadrados en una gorra de marinero y moviéndose en un fondo tan pronto de nubes

grises como de un mar ceniciento, y después tuve la impresión de haber estado

dormido.

Miré el reloj. Era la una. ¡Había dormido siete horas! ¡Y durante todo este tiempo

había estado ella gobernando! Cuando fui a coger el timón tuve que soltarle las

manos yertas. Sus escasas fuerzas estaban agotadas y ni siquiera podía cambiar de

postura. Me vi obligado a dejar la escota mientras la ayudaba a meterse en el nido

de mantas y a calentarle las manos y los brazos.

-Estoy tan cansada -dijo al recobrar el aliento rápidamente y dejando caer la

abrumada cabeza.

Pero un momento después ya se había enderezado.

-Ahora no me riña, no se atreva a reñirme -gritó desafiándome.

-No creo que mi cara tenga aspecto enojado -respondí seriamente-, porque le aseguro

que no lo estoy lo más mínimo.

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-Seré buena -dijo con el gesto de un niño travieso-. Le obedeceré como un marinero

a su capitán.

-Entonces tiene usted que prometerme otra cosa.

-A ver.

-Que no dirá usted. "¡Por favor, por favor!" con demasiada frecuencia, pues al

hacerlo, así, tiene por seguro el anulamiento de mi autoridad.

Se rió divertida. Ella también se había dado cuenta del poder de las palabras "¡Por

favor, por favor!" al ser repetidas.

-Ya sé que no debo abusar de ello -me dijo.

Y con una risa muy débil dejó caer de nuevo la cabeza. Alargué la cuerda del timón

lo bastante para poder arroparle los pies y taparle la cara con un solo pliegue de la

manta. Por desgracia, no era robusta. Miré con recelo hacia el Sudoeste y pensé en

las seiscientas millas de privaciones que nos aguardaban si es que no había otra cosa

peor que privaciones. En aquel mar, de un momento a otro podría levantarse un

temporal y destruirnos. Y sin embargo, yo no tenía miedo. Carecía de confianza en

el porvenir, en extremo dudoso, y con todo, no me sentía avasallado por ningún

temor. Todo saldría bien, me repetía incesantemente.

Por la tarde refrescó el viento, agitando al mar de una manera muy sensible; pero la

provisión de alimento y los nueve depósitos de agua permitían al bote resistir los

embates del viento, y yo me sostuve cuanto me fue posible. Después quité la

cebadera, halé estrechamente el penol de la vela, y corrimos con lo que los marineros

llaman "una pierna de carnero".

Al atardecer divisé el humo de un vapor en el horizonte a sotavento, y supuse que

seria o bien un ruso o más probablemente el Macedonia, que seguiría buscando al

Gosht. El sol no haba lucido en todo el día y había hecho un frío insoportable. Al

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llegar la noche, las nubes se hicieron más sombrías y el viento refrescó más aún,

tanto, que cenamos con los mitones puestos.

En cuanto cerró la noche por completo, viento y mar habían llegado a ser demasiado

fuertes para el bote y de no muy buena gana recogí la vela y me dispuse a

confeccionar un áncora de resistencia. Había aprendido esta estratagema oyendo

hablar a los cazadores, y el prepararla era empresa sencilla. Plegué la vela y la até

fuertemente alrededor del mástil, del botalón, del palo de la cebadera y de dos pares

de remos de reserva y la lancé al agua.

Una cuerda la mantenía unida a la proa, y como flotaba muy baja y estaba

virtualmente resguardada del viento, derivaba con menos rapidez que el bote. Por

consiguiente, sostenía la proa frente al viento, posición la más segura para no

sumergirse cuando las olas rompen encima.

-¿Y ahora? -preguntó Maud alegremente, cuando hube terminado el trabajo y me

ponía los mitones.

-Ahora ya no vamos hacia el Japón -respondí-. Llevamos la dirección Sudeste o

Sudsudeste a la velocidad de dos millas por hora. Siento no haber traído el

cronómetro y el sextante de Wolf Larsen. Dentro de poco no podremos conocer

nuestra situación sin un error menor de quinientas millas.

Después le pedí perdón y le prometí que no volvería a descorazonarme. A petición

suya, la dejé hacer la guardia hasta medianoche -eran las nueve entonces-, pero antes

de acostarme la envolví en mantas y la cubrí con el impermeable. Sin embargo, no

pude dormir más que a pequeños intervalos. El bote saltaba y se hundía al caer desde

lo alto de las olas, y las oía precipitarse, salpicando continuamente el interior del

barco. Y, con todo, no podía llamarse mala aquella noche, pensaba yo, comparada

con las que había pasado a bordo del Ghost, y con las que tal vez nos esperaban en

aquella cáscara de huevo. Su tablazón tendría un espesor de tres cuartos de pulgada,

así que entre nosotros y el fondo del mar no mediaba sino una pulgada de madera.

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Y no obstante, aseguro y aseguraré siempre que no tenía miedo. La muerte que Wolf

Larsen y Thomas Mugridge me habían hecho temer ya no me asustaba. Al cruzarse

Maud Brewster en mi vida, parecía haberla transformado. Después de todo, creo que

es mejor amar que ser amado, puesto que introduce en la vida algo tan valioso que

nos permite afrontar la muerte sin repugnancia. Me olvidé de mi propia vida por el

amor de otra vida; y a pesar de ello, tal es la paradoja, nunca había deseado vivir

tanto como ahora en que daba tan poco valor a mi propia vida. Nunca había tenido

tantas razones para vivir como entonces, fue mi último pensamiento; y después,

hasta que me dormí, contentéme tratando de penetrar la oscuridad hacia el lugar en

que sabía se hallaba Maud, acurrucada en la popa, atenta al movimiento de las olas

y pronta a llamarme en el primer instante de duda.

CAPITULO XXVIII

No creo necesario extenderme en el relato de nuestros sufrimientos durante los días

que fuimos llevados de acá para allá a través del océano. Veinticuatro horas seguidas

el viento sopló violentamente del Noroeste, luego se encalmó, y a medianoche se

levantó de nuevo, pero del Sudoeste. Lo teníamos de cara, por lo que recogí el áncora

de resistencia, coloqué la vela y volvimos a avanzar en dirección Sudsudeste. El

viento no permitía seguir más que este rumbo o el Oesnorueste, pero los aires cálidos

del Sur avivaron mi deseo de un mar más templado e influyeron en mi decisión.

Era medianoche, lo recuerdo bien, y la más oscura que he pasado en el mar, y durante

tres horas, el viento que continuaba soplando del Sudoeste, se levantó furioso.

obligándome otra vez a fijar el áncora de resistencia.

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La aurora me encontró casi al extremo del áncora. Estábamos en inminente peligro

de vernos inundados por las olas, sin contar que la espuma y las salpicaduras

llegaban a bordo en tal cantidad, que sin cesar tenía que estar echando el agua con

un cubo. Las mantas, todo lo del bote, estaba empapado, menos Maud, que envuelta

en el impermeable y con calzado de goma conservaba seco el cuerpo, excepto la

cara, las manos y un mechón de pelo rebelde. De vez en cuando me relevaba en la

tarea de achicar el agua, y lo efectuaba con el mismo valor con que afrontaba el

temporal. Todas las cosas son relativas, pues en realidad no eran más que unas

ráfagas bastante fuertes; pero a nosotros, que luchábamos por la vida en nuestra

frágil embarcación, nos parecían un temporal deshecho.

Bregamos todo el día; el viento frío y desapacible nos azotaba el rostro, y las olas

rugían a nuestro lado. Llegó la noche, pero ninguno de nosotros durmió y vino el día

y aún continuaba el viento azotándonos el rostro y rugiendo las olas encrespadas. La

segunda noche el agotamiento rindió a Maud y se durmió. La cubrí con

impermeables y un encerado. Se hallaba relativamente seca, pero el frío la tenía

entumecida, y abrigué serios temores de que muriese durante aquella noche. El día

amaneció igualmente triste y frío, con el mismo cielo nuboso, el mismo viento

desapacible e idéntico mar embravecido.

Hacía cuarenta y ocho horas que yo no dormía. Estaba calado hasta los huesos,

completamente helado me sentía más muerto que vivo. Tenia el cuerpo envarado,

tanto del frío como del exceso de ejercicio, y el dolor de todos mis músculos

constituía una horrible tortura cada vez que los ponía en movimiento, cosa que

sucedía sin cesar. Entretanto, íbamos avanzando hacia el Nordeste, alejándonos

precisamente del Japón y acercándonos al desierto mar de Bering.

Y nosotros seguíamos viviendo y resistía el bote y el viento no llevaba trazas de

calmar. En realidad, al tercer día, aumentó algo más. La proa se hundió bajo una ola

y nos entró buena cantidad de agua. Yo la achicaba como un loco. El peligro que

representaba la entrada de otra ola semejante se vela aumentado por el exceso de

peso del agua que ya llevábamos. Ello hubiera representado nuestro fin. Cuando el

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bote estuvo vacío, me vi obligado a quitarle el encerado con que había cubierto a

Maud para sujetarlo a través de la proa. Esto dio buenos resultados, pues tapaba una

tercera parte del bote, y en las horas que siguieron, rechazó tres veces el cargamento

de agua, que, a no dudarlo, hubiésemos embarcado cuando la proa se hundía bajo

las olas. Maud se hallaba en un estado lastimoso. Estaba acurrucada en el fondo del

bote con los labios amoratados y el rostro ceniciento, revelando claramente el tor-

mento que sufría. Pero sus ojos me miraban todavía valerosamente y sus labios

continuaban pronunciando palabras animosas.

Aquella noche debió desencadenarse lo peor del temporal, pero apenas me di cuenta

de ello. Había sucumbido al sueño allí mismo, sentado en la popa. El cuarto día por

la mañana el viento se había convertido en un blando céfiro, el mar se había

encalmado y el sol brillaba sobre nosotros. ¡Bendito sol! ¡Cómo bañamos nuestros

pobres cuerpos en su deliciosa tibieza! Revivimos como insectos o reptiles después

de la tormenta. Volvimos a sonreír, a hablar alegremente, y aumentó nuestro

optimismo respecto de la situación. Esta, sin embargo, era peor que nunca. Nos

hallábamos mucho más lejos del Japón que la noche en que dejamos al Ghost y yo

sólo podía conocer muy imperfectamente nuestra latitud y longitud. Calculando a

dos millas por hora, durante las setenta que había durado el temporal, habríamos

derivado ciento cincuenta hacia el Nordeste. Pero, ¿sería exacto este cálculo? Porque

yo comprendía que bien podían haber sido cuatro millas por hora en lugar de dos, en

cuyo caso nos encontraríamos a otras ciento cincuenta millas más cerca de lo malo.

Donde estábamos no lo sabía, aunque había muchas probabilidades de que nos

halláramos en las proximidades del Ghost. A nuestro alrededor había focas, y a cada

momento esperaba ver surgir una goleta de caza. Por la tarde, cuando volvió a

iniciarse el viento Nordeste, divisamos una, pero se perdió pronto en la línea del

horizonte y fuimos entonces únicos ocupantes de aquel círculo de agua.

Vinieron días de niebla, en que Maud se desanimaba y a sus labios no acudían

palabras animosas; días de calma, en que flotábamos en la inmensidad del océano,

oprimidos por su grandeza y maravillándonos, sin embargo, ante el milagro de las

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vidas pequeñas, pues que nosotros seguíamos viviendo y luchando por la vida: días

de aguanieve y viento y borrascas, en que no lográbamos entrar en reacción; o días

de llovizna, en que llenábamos los depósitos de agua con el chorro que destilaba la

vela mojada.

Mi amor por Maud aumentaba de día en día. Pero aunque la confesión de mis

sentimientos acudió a mis labios y tembló mil veces en mi lengua, comprendía que

no era aquella ocasión la más oportuna para una declaración semejante.

Hubo más días y más noches de tormenta, en que el océano nos amenazaba con sus

olas atronadoras y el viento azotaba nuestro bote. Pero continuábamos avanzando

siempre hacia el Nordeste. Durante este temporal, el peor de cuantos tuvimos, dirigí

una mirada aburrida a sotavento, no porque buscase nada, sino en una súplica muda

a las fuerzas de la Naturaleza para que aplacaran su cólera y nos dejaran subsistir.

Al principio no pude dar crédito a mis ojos. Tantos días y noches de angustia y sin

dormir, me habrían trastornado sin duda. Volvíme para mirar a Maud, a fin de

identificarme con el tiempo y el espacio. De nuevo volví el rostro hacia sotavento, y

otra vez vi el promontorio que avanzaba alto, negro y desnudo, la resaca furiosa

rompiendo alrededor de su base e hiriendo con las salpicaduras su elevada frente, la

línea sombría e inhospitalaria de la costa corriendo hacia el Sudeste, orlada de una

imponente franja de espuma.

-Maud –dije-, Maud.

Ella volvió la cabeza y miró lo que se ofrecía a sus ojos.

-¡Eso no puede ser Alaska! -exclamó.

-No, por desgracia -respondí; y le pregunté seguidamente-: ¿Sabe usted nadar?

Negó con un movimiento de la cabeza.

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-Yo tampoco -1e dije-. Llegaremos como podamos a la costa. Desembarcaremos en

alguna abertura de entre las rocas, donde podamos introducir el bote y encaramarnos;

pero habrá que darse prisa y tener aplomo.

Yo hablaba con una confianza que ella sabia estaba muy lejos de sentir, porque me

clavó sus ojos llenos de resolución y me dijo:

-Todavía no le he dado las gracias por todo lo que ha hecho por mí; pero usted podría

ayudarme.

-¿A cumplir con sus deberes antes de morir? No, de ninguna manera. No moriremos.

Desembarcaremos en aquella isla, y antes de finalizar el día habremos hallado

abrigo.

Lo dije con energía, pero sin creer de ello una palabra. No era el miedo el que me

impulsaba a mentir; no lo sentía, a pesar de que estaba seguro de hallar la muerte en

aquel hervidero que atormentaba las rocas y que se acercaba progresivamente. No

me imponía la muerte que me esperaba allí, pero me aterraba la idea de que hubiese

de morir Maud. Mi maldita imaginación me la representaba destrozada contra las

rocas, y esto era demasiado horrible. Yo me esforzaba en pensar que

desembarcaríamos felizmente, y así decía, no lo que creía, sino lo que hubiese

preferido creer.

Instintivamente nos aproximamos en el fondo del bote. Sentí su mano envuelta en el

mitón tenderse hacia la mía, y así, sin hablar, esperamos el fin. No estábamos lejos

de la línea que formaba el viento con el ángulo oeste del promontorio, y yo miraba

con la esperanza de que alguna corriente o el embate de las olas nos hiciera pasar de

largo antes de que nos envolviera la resaca.

Pero cuando pasamos el promontorio, toda la ensenada se ofreció a nuestra vista: era

una playa en forma de media luna, cubierta de blanca arena sobre la que rompían

unas olas enormes, y estaba invadida por un número infinito de focas.

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-¡Un criadero! -exclamé-. Ahora sí que nos hemos salvado. Aquí debe haber

cazadores y barcos para protegerlas. Es posible que haya una factoría tierra adentro.

Al examinar las olas que rompían sobre la playa, dije:

-Ahora, si los dioses quieren mostrarse verdaderamente propicios, pasaremos el otro

cabo y llegaremos a una playa perfectamente protegida, donde podamos

desembarcar sin mojarnos los pies.

Y los dioses se mostraron propicios. Pudimos llegar a una ensenada que penetraba

profundamente en la tierra. El mar estaba tranquilo y el fondo era llano, por lo que

recogí el áncora de resistencia y remé.

Allí no había focas. La roda del bote tocó al fin el duro fondo. Salté fuera y tendí la

mano a Maud. Cuando mis dedos soltaron los suyos, se asió de mi brazo

apresuradamente. Al mismo tiempo yo me ladeé como si fuese a caerme en la arena.

Esto era el primer efecto de la cesación del movimiento. Habíamos estado tanto

tiempo en el mar agitado, que la estabilidad de la tierra nos sorprendía. Esperábamos

que la playa se levantara y hundiera y que las paredes de roca se balancearan de un

lado a otro como los costados de un barco; y al bracear automáticamente, en espera

de estos diversos movimientos, su ausencia nos hizo perder por completo el

equilibrio.

-La verdad es que necesito sentarme -dijo Maud con risa nerviosa, como si fuera a

desvanecerse y se sentó en la arena.

Cuidé de asegurar el bote y fui a reunirme con ella. Así fue cómo desembarcamos

en Endeavour Island, mareándonos la inmovilidad de la tierra después de tan

prolongada permanencia en el mar.

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CAPITULO XXIX

Había descargado el bote y transportado su contenido a lo más elevado de la playa,

donde me propuse montar una tienda. Encontré trozos de leña acarreados por el mar,

aunque no mucha, y esto y la vista de una cafetera que había cogido de la despensa

del Ghost me había sugerido la idea de encender fuego.

-¡No hay cerillas! -exclamé desesperado-. No traje una sola cerilla, y ahora no

tendremos café, ni sopa, ni té, ni nada.

-¿No fue Crusoe quien frotó un madero con otro? -balbuceó ella.

-Pero he leído las narraciones de unos veinte náufragos que lo intentaron en vano -

respondí.

-Está bien -dijo Maud-; pero así como hemos podido hasta ahora prescindir de estas

cosas, no hay ninguna razón para que no podamos seguir pasando sin ellas.

-¡Piense en el café¡ -grité-. Además, sé que es bueno. Lo cogí del camarote de Wolf

Larsen. Y fíjese en esta leña tan rica.

Tuve que resignarme, y me dispuse a montar con la vela del bote una tienda para

Maud.

-Tan pronto como ceda el viento -dije a Maud-, pienso salir con el bote para explorar

la isla. En algún sitio ha de haber hombres. Algún Gobierno debe proteger a todas

esas focas. Pero antes de partir, quiero que esté usted bien instalada.

-Yo quisiera ir con usted.

-Mejor seria que se quedara.

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Se volvió y me miró a los ojos. Aquella mirada era tierna y al mismo tiempo resuelta.

-¡Por favor, por favor! -dijo, ¡oh! Con tal dulzura yo quise resistirme y moví la

cabeza. Ella seguía mirándome. Vi una chispa de alegría brincar en sus ojos y

comprendí que me había vencido. Después de esto era imposible seguir resistiendo.

El día amaneció gris y triste, pero tranquilo, y yo me levanté pronto y preparé el

bote.

Cuando juzgué que era hora de despertar a Maud, me apresuré a llamarla.

-¿Qué hay ahora? -preguntó somnolienta y al mismo tiempo con curiosidad.

-Café -exclamé-. ¿Qué dice usted de una taza de café, de café caliente, humeante?

-¡Oh! -murmuró- además de alarmarme, es usted cruel. Luego que me he hecho el

ánimo de prescindir de él, ahora me fastidia usted al recordármelo inútilmente.

-Míreme

De debajo de unas grietas, entre las rocas, recogí unos cuantos maderos y astillas.

Las corté en virutas y las desmenucé. Arranqué una hoja de mi cuaderno de notas y

de la caja de municiones cogí un cartucho de escopeta. Le quité el taco con el

cuchillo y eché la pólvora sobre una roca plana. Después inspeccioné la cápsula del

cartucho y la coloqué en medio de la pólvora. Todo estaba preparado. Maud seguía

observándome desde la tienda. Sujeté el papel con la mano izquierda y golpeé la

cápsula con una piedra que tenía en la derecha. Salió una bocanada de humo blanco,

prendió la llama y ardió el borde del papel.

Maud batió las manos gozosa.

-¡Prometen! -exclamó.

Pero yo estaba demasiado ocupado para advertir su

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alegría. Había que cuidar tiernamente la débil llama, para que se robusteciera y

viviese. La alimenté primero con virutas y briznas, hasta que al fin, al prender en las

astillas y maderas, estalló y crujió. Como no había entrado en mis cálculos el

naufragio en una isla desierta no teníamos pucheros ni ningún utensilio de cocina,

pero me ingenié con la lata que usábamos para achicar el agua, y más tarde, cuando

consumimos toda la reserva de alimentos, acumulamos una imponente batería de

cocina.

Yo herví el agua y Maud hizo el café. ¡Qué bien nos supo! Por mi parte, freí carne

de buey en conserva con migas de galleta remojada. El almuerzo fue un éxito, y

permanecimos sentados junto al fuego, más tiempo del que correspondía a unos

intrépidos exploradores, sorbiendo el café caliente y hablando sobre nuestra si-

tuación.

Después nos embarcamos para navegar a lo largo de la costa empujados por un suave

vientecillo, explorando las ensenadas con los anteojos y desembarcando alguna que

otra vez, sin encontrar huellas de vida humana. Sin embargo, pudimos ver que no

éramos nosotros los primeros en llegar a Endeavour Island. Dos ensenadas más allá

de la nuestra, en lo más elevado de la playa, descubrimos los restos destrozados de

un bote, un bote de cazadores de focas, porque las chumaceras estaban recubiertas

de cuerda trenzada; en el lado de estribor de la popa había un soporte para las

escopetas, y aún se podía leer en letras blancas el nombre de Gazelle núm. 2. Debía

hacer mucho tiempo que aquel bote se encontraba allí, porque estaba casi lleno de

arena, y las maderas hendidas tenían ese aspecto de las cosas largamente expuestas

a los elementos. En las escotas de popa hallé una escopeta oxidada y un cuchillo roto

y tan tomado de orín, que hubiera sido casi imposible reconocerlo.

-Se marcharían -dije alegremente; pero sentí un profundo descorazonamiento y creí

adivinar la presencia de huesos calcinados en algún sitio de aquella playa-. No quise

que Maud perdiera su buen humor con tal hallazgo, por lo cual volvimos a hacernos

a la mar y rodeamos el cabo Nordeste de la isla. En la costa Sur no había playa, y en

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las primeras horas de la tarde pasamos el sombrío promontorio y completamos las

circunnavegación de la isla.

Era húmeda y triste; azotada por los vientos tempestuosos y castigada por el mar,

resultaba una morada melancólica y miserable. Maud se desanimó cuando

desembarcamos en nuestra pequeña ensenada. Luchó valientemente para no dármelo

a entender, pero mientras yo preparaba el fuego, comprendí que estaba ahogando los

sollozos bajo las mantas en el interior de la tienda.

Yo seguí durmiendo en el bote, y aquella noche permanecí despierto mucho rato,

reflexionando sobre nuestra situación. Una responsabilidad de esta clase era algo

nuevo para mi. Wolf Larsen había estado en lo cierto. Yo me había sostenido con

las piernas de mi padre. Abogados y agentes de negocios habían administrado mi

dinero. No había tenido responsabilidades de ninguna clase. Después, en el Ghost,

había aprendido a ser responsable de mí mismo. Y ahora, por primera vez en mi

vida, me sentía responsable de alguien más. Y éste habla de ser una de las más

graves, pues yo pensaba en Maud como en la única mujer, la mujer amada.

CAPITULO XXX

No es de extrañar que la llamáramos Endeavour4 Island. Durante dos semanas nos

afanamos en la construcción de una cabaña. Maud insistió en ayudarme, y la vista

de sus manos contusas y ensangrentadas me daba ganas de llorar; y sin embargo, yo

me sentía orgulloso de ella a causa de esto precisamente. Era verdaderamente

4 Endeavour: esfuerzo.

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heroica la manera con que esta mujer tan distinguida soportaba aquellos terribles

sufrimientos y contribuía con su esfuerzo a realizar tan ruda labor. Ella recogió

muchas de las piedras con que construí las paredes de la cabaña, y cuando me

empeñaba yo en que desistiera, se hacia la sorda a mis súplicas. Después tomó a su

cargo trabajos más ligeros, tales como guisar y buscar leña y musgo para el invierno.

Las paredes de la cabaña crecían sin dificultad y todo fue bien hasta que encaré el

problema de la techumbre. ¿De qué servirían las paredes si no había techo? ¿Y con

qué podría hacerse? Verdad es que teníamos los remos de reserva, que servirían de

vigas, pero ¿con qué lo cubriría? El musgo no servía. La hierba de tundra no daría

buenos resultados; la vela nos hacía falta para el bote y el encerado empezaba a

agujerearse.

-Winters empleó piel de morsa en su cabaña -dijo ella.

-Aquí hay focas -advertí yo.

Y como consecuencia, al día siguiente comenzó la caza. Yo no sabía tirar, pero me

propuse a aprender, y después de gastar treinta cartuchos para tres focas, comprendí

que las municiones se agotarían antes de que hubiese adquirido la pericia suficiente.

Para encender el fuego ya había usado ocho, hasta que di con la estratagema de cubrir

el rescoldo con musgo húmedo, y en la caja no quedaban sino un centenar de

cartuchos.

-Habremos de matar las focas a mazazos -anuncié cuando me convencí de mi escasa

puntería-. He oído decir que los cazadores lo hacen así.

-Son tan bonitas -objetó ella-, que me horroriza pensarlo. Es verdaderamente brutal,

mucho más que matarlas a tiros.

-Es preciso concluir este techo -repuse de mal talante-. El invierno se nos echa

encima, y antes son nuestras vidas que las suyas.

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El resultado de todo ello fue que me acompañó el día siguiente por la mañana. Bogué

por la ensenada inmediata, aproximándome todo lo posible a la playa. A nuestro

alrededor el agua estaba llena de focas, y el rugido de las muchísimas que había en

la orilla nos obligaba a hablar a gritos para poder entendernos.

-Yo sé que los hombres las matan a mazazos -dije tratando de tranquilizarme y

mirando con desconfianza a un gran becerro que se hallaba a menos de treinta pies

de distancia, apoyado en las aletas delanteras y fijando con insistencia sus ojos en

mí-. Pero lo que no sé es el procedimiento.

-Hagamos el techo de hierba de tundra - dijo Maud.

Estaba tan asustada como yo ante la perspectiva de la matanza, y viendo de cerca

aquellos dientes brillantes y aquellos hocicos perrunos, no faltaba razón para ello.

-Siempre había creído que temían a los hombres -advertí-. ¿Cómo saber que no

tienen miedo? -pregunté un momento después, cuando hube remado un poco más a

lo largo de la costa-. Y si me dirigiera audazmente a la playa, tal vez huirían y no

podría cazar ninguna.

Salté del bote y avancé bravamente sobre un becerro de largas crines que se hallaba

entre sus hembras. Yo iba armado con la maza corriente usada por los remeros para

rematar las focas heridas, que los cazadores suben a bordo con la ayuda de unos

ganchos. Tenía una longitud de pie y medio, y en mi absoluta ignorancia, no había

imaginado nunca que las mazas utilizadas en tierra cuando se invadían los criaderos

medían de cuatro a cinco pies. Las hembras huyeron pesadamente, y se fue acortando

la distancia entre el becerro y yo. Se levantó sobre las aletas con un movimiento

irritado. No nos separaban más que unos doce pies, y yo seguía avanzando y

esperando que de un momento a otro se volviera y huyese.

Cuando me hallé sólo a seis pies del becerro, el pánico se apoderó de mi mente. ¿Qué

pasaría si no huía? Pues entonces le mataría, me contesté. Con el miedo había

olvidado que yo estaba allí para cobrar el becerro y no para hacerlo huir. Y en aquel

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preciso instante, dio un resoplido, gruñó y se precipitó sobre mí. Tenía los ojos

encendidos y el hocico muy abierto, mostrando la blancura brillante y cruel de los

dientes. Confieso sin avergonzarme que fui yo quien volvió la espalda y echó a

correr. El animal avanzaba torpemente, pero avanzaba. No se hallaba más que a dos

pasos de distancia cuando salté en el bote, y al impulsarlo con el remo, los dientes

poderosos se cerraron sobre la pala. La sólida madera quedó machucada cual si

hubiese sido una cáscara de huevo, Maud y yo estábamos aterrados. El becerro se

zambulló inmediatamente, cogió la quilla con el hocico y sacudió el bote con

violencia.

-¡Oh! -dijo Maud-. Vámonos.

Yo me negué.

-Lo que otros hombres han hecho, bien puedo hacerlo yo. Otros hombres han matado

focas a mazazos; ahora que otra vez dejaré en paz a los becerros.

Bogué cosa de unos doscientos pies a lo largo de la playa, para equilibrar mis

nervios, y luego volví a desembarcar.

-¡Tenga usted cuidado! -me gritó.

Asentí con un movimiento de cabeza y me dispuse a atacar por el flanco el harén

más próximo. Todo fue bien hasta que dirigí un mazazo a la cabeza de una hembra,

sin acertarla- Resopló y trató de huir, pero la seguí de cerca y le asesté otro golpe,

que en lugar de darle en la cabeza la hirió en la paletilla.

-¡Cuidado! -oí chillar a Maud.

Tan excitado estaba, que no había parado mientes en nada más, y levanté los ojos

para ver al señor del harén que se me echaba encima. De nuevo corrí hacia, el bote,

pero esta vez Maud no habló siquiera de marcharnos.

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-Me parece que sería mejor no meterse con los harenes y dedicarse a las focas

solitarias y de aspecto inofensivo -fue lo único que dijo-. Creo haber leído algo

acerca de eso. Si mal no recuerdo en el libro del doctor Jordán. Son los becerros

jóvenes de edad insuficiente para poseer harenes propios. Los llama holluschickie o

algo parecido. Si halláramos el sitio donde se arrastran...

-¡Eso es! -exclamé-. Lo que necesito es una maza más larga, y aquí tenemos a mano

este remo roto.

-Ahora se me ocurre lo que contaba el capitán Larsen -dijo ella. Explicaba cómo

cazan los hombres en los criaderos. Dividen las focas en rebaños, y antes

de matarlas las empujan a cierta distancia tierra adentro.

-Yo no quiero dedicarme a pastor de estos harenes -objeté.

-Pero quedan los holluschickie -contestó-, que viven aparte, y dice el doctor Jordán

que entre los harenes quedan unos senderos donde, si los holluschickie permanecen

sin extralimitarse, les dejan vivir en paz los amos de los harenes.

-Aquí hay uno -dije señalando un becerro joven-. Vigilémosle y sigámosle cuando

salga.

Le vimos nadar directamente hacia la playa y arrastrarse hasta un pequeño espacio

entre dos harenes, cuyos dueños emitieron unos gruñidos de alarma, pero no le

atacaron. Observamos cómo avanzaba lentamente y cruzaba por entre los harenes a

lo largo de lo que debía ser el sendero.

-Allá va -dije saltando del bote; pero confieso que el corazón se me encogió al pensar

que debía atravesar aquel rebaño monstruoso.

-Quisiera saber cómo se hace para sujetar el bote -exclamó Maud.

Estaba a mi lado y yo la miré sorprendido. Movió la cabeza con decisión.

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-Sí, voy con usted así que pueda asegurar el bote y tenga una maza.

-Volvámonos -repuse con el ánimo abatido-. Después de todo, creo que la hierba de

tundra servirá lo mismo.

-Ya sabe usted que no -replicó ella-. ¿Voy delante?

Con un encogimiento de hombros, pero con el corazón henchido de orgullo por

aquella mujer y admirándola calurosamente, la equipé con el remo inutilizado y cogí

el otro. Realizamos la primera parte de la expedición con los nervios excitados. Una

vez chilló Maud al ver que una hembra arrimaba a su pie una nariz inquisitiva, y yo

aceleré varias veces el paso por idéntica razón. Pero aparte de algunos gruñidos de

alarma que a nuestro paso se levantaban a ambos lados, no hubo más muestras de

hostilidad. A este criadero no habían llegado nunca cazadores, y por consiguiente,

las focas eran de carácter apacible y no tenían miedo. En el centro del rebaño el

alboroto era terrible y casi nos aturdió. Me detuve y sonreí a Maud para

tranquilizarla, pues yo había recobrado mi serenidad antes que ella. Vi que

continuaba todavía muy asustada. Corrió a mi lado y gritó:

-¡Tengo un miedo terrible!

Yo, en cambio, ya no lo tenía. Sin haberme acostumbrado aún a todo aquello, la

actitud pacífica de las focas había aquietado mi alarma, pero Maud estaba

temblando.

-Creo que no tengo miedo -y los dientes le castañeteaban-; es mi cuerpo miserable

el que teme, no yo.

-Bien, bien -dije tranquilizándola, e instintivamente mi brazo la rodeó para

protegerla.

Nunca olvidaré la conciencia que tuve de mi virilidad en aquel momento.

Despertaron las fuerzas primitivas de mi naturaleza; me sentí masculino, defensor

del débil, en una palabra, me sentí el macho luchador. Y más que todo esto, sentíame

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el protector de la mujer amada. Ella se apoyó en mí levemente, con fragilidad de

lirio, y cuando cesó su temblor noté en mí una fuerza nueva y prodigiosa. Me sentí

digno contrincante del becerro más feroz del rebaño, y comprendí que si e: tal

becerro me hubiese atacado, no hubiera titubeado en salirle al encuentro con el

ánimo tranquilo y seguro de matarle.

-Ya pasó -dijo Maud, mirándome agradecida-. Sigamos.

Y al ver que mi fuerza la había tranquilizado y comunicado confianza, gocé con el

triunfo. El vigor originario de la raza pareció brotar en mí, hombre supercivilizado,

y viví por mi cuenta las jornadas de caza y las noches de la selva de mis olvidados y

remotos antepasados. Gran parte de ello debía agradecérselo a Wolf Larsen, pensé

al pasar por el sendero entre los harenes tumultuosos.

Un cuarto de milla tierra adentro sorprendimos a los holluschickie, becerros jóvenes

de piel lustrosa, viviendo aparte la soledad de su celibato y reuniendo fuerzas para

el día en que habrían de entrar en las filas de los recién casados.

Ahora todo resultaba fácil. Parecía como si ya supiese qué debía hacer y la forma de

realizarlo. Gritando, haciendo gestos amenazadores con la maza y hasta

aguijoneando a los perezosos, pronto conseguí separar de sus compañeros a unos

veinte célibes. Si alguno de ellos intentaba retroceder hacia el agua, le obligaba a

pasar delante de todos. Maud tomaba una parte muy activa en esta conducción, y

voceando y blandiendo el remo roto me ayudaba eficazmente. Noté, sin embargo,

que cuando alguno de ellos parecía cansado o se rezagaba, lo dejaba atrás. Pero

advertí también que si alguno trataba de abrirse paso luchando, los ojos de Maud se

encendían y centelleaban, y entonces le golpeaba fuertemente con su maza.

-¡Cómo excita eso! -exclamó deteniéndose, completamente agotadas sus fuerzas-.

Me parece que voy a sentarme.

Conduje el pequeño rebaño (quedarían una docena de animales poderosos después

de las deserciones que ella había permitido) un centenar de yardas más lejos, y

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cuando Maud volvió a reunirse conmigo, ya estaba concluyendo la matanza y

empezaba a desollarlos. Una hora después regresábamos llenos de orgullo por el

sendero que cruzaba los harenes, y volvimos a pasar dos veces más cargados de

pieles, hasta que creí tener las suficientes para techar la cabaña. Coloqué la vela,

viramos de borda para salir de la ensenada y volvimos a virar para penetrar en la

nuestra.

-Parece como si regresáramos a casa -dijo Maud cuando arrimé el bote a la playa.

Sus palabras me produjeron un escalofrío; era tan deliciosa y espontánea aquella

intimidad, que dije:

-Me imagino haber hecho siempre esta vida. El mundo de los libros y de los

intelectuales es muy vago, más parecido al recuerdo de un sueño que a una actua-

lidad. Indudablemente yo he cazado, saqueado y luchado desde que estoy en el

mundo, y usted también parece haber formado parte de esta vida. Usted es... -estuve

a punto de decir: "mi mujer, mi compañera", pero lo sustituí por "muy resistente para

las penalidades". Mas su oído había advertido la interrupción; había notado una

laguna en medio de la frase. Me dirigió una mirada penetrante.

-No es eso. ¿Usted estaba diciendo-..?

-Que la americana mistress Meynell vivió la vida de los salvajes completamente feliz

-dije con desembarazo.

-¡Oh! -repuso ella; pero juraría que en su voz había un dejo de contrariedad.

Durante el resto del día y los subsiguientes, continuaron resonando en mi cabeza las

palabras "mi mujer, mi compañera", y sin embargo, nunca sonaron con tanta fuerza

como aquella noche, mientras la miraba quitar el musgo de encima del rescoldo,

soplar el fuego y guisar la cena. Debió ser que despertaba la barbarie latente en mí,

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para que estas palabras tan estrechamente unidas con las raíces de la raza me conmo-

vieran; pero el caso es que fue así, y las murmuré una y otra vez hasta quedarme

dormido.

CAPITULO XXXI

-Esto olerá mal -dije-, pero conservará el calor y nos resguardará de la lluvia y la

nieve.

Estábamos examinando la techumbre de piel de foca recién terminada.

Maud batió les manos y declaró que estaba enormemente satisfecha.

-Pero dentro está oscuro -dijo un momento después, encogiendo los hombros con un

temblor involuntario.

-Pudo usted haber sugerido la idea de una ventana cuando subían las paredes -

repuse-. Puesto que era para usted, debió ver la necesidad de ello.

-Siempre estamos a tiempo para abrir un hueco en la pared.

-Es cierto; no se me había ocurrido- repliqué, moviendo la cabeza con suficiencia-.

Pero, ¿has pensado en encargar los cristales para la ventana? Avise a la empresa, y

dígales de qué clase y medida convienen.

-Eso quiere decir... -empezó ella.

-Que no hay ventana.

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Aquella cabaña oscura y de mal aspecto, sólo hubiera sido buena para cerdos en un

país civilizado; pero para nosotros que hablamos conocido las penalidades del bote,

resultaba una vivienda muy acogedora. Después de proveer a la calefacción, que se

obtenía con aceite de foca y una torcida de algodón de calafatear, nos dedicamos a

la caza, a fin de aprovisionarnos de carne para el invierno y construir la segunda

cabaña. Ahora ya era empresa fácil salir por la mañana y volver a mediodía con el

bote cargado de focas, y después, mientras yo me ocupaba en la construcción de la

cabaña, Maud extraía el aceite de la grasa y mantenía un fuego lento bajo los trozos

de carne. Yo había oído hablar de la forma en que se preparaba la cecina, y aquella

carne salada y cortada a tiras se tumba espléndidamente suspendida sobre el humo.

La segunda cabaña se levantó con más facilidad, porque la construí adosada a la

primera y sólo se necesitaron tres paredes, pero con todo, había que trabajar

duramente. Maud y yo nos afanábamos desde el amanecer hasta que oscurecía,

llegando al límite de nuestras fuerzas, de manera que cuando venía la noche nos

acostábamos rendidos y dormíamos con ese sueño animal que produce el

agotamiento. Y no obstante, aseguraba Maud que nunca se había sentido tan bien ni

tan fuerte. Yo lo comprobaba por mí mismo; pero su fuerza era de una fragilidad que

temía a cada momento verla derrumbarse. Cuántas veces la he visto, consumidas sus

últimas reservas, tenderse de espaldas en la arena, con su manera peculiar de

descansar y recobrarse, y después volver a levantarse y trabajar como antes. De

dónde sacaba sus fuerzas era para mí un motivo de maravilla.

-Pienso en el interminable descanso de este invierno -respondía a mis reproches-.

Entonces nos desesperaremos por no tener nada que hacer.

La noche en que estuvo cubierta mi cabaña dispusimos la calefacción en su interior.

Era al final del tercer día de una horrible tormenta, que había dado la vuelta a la

brújula desde Sudeste a Noroeste, y que ahora soplaba directamente sobre nosotros.

Las playas de la ensenada exterior tronaban con la resaca, y aun en nuestra caleta,

rodeada de tierra, rompía un oleaje formidable. En la isla no había ninguna cordillera

lo bastante elevada que nos protegiera del viento, que silbaba y rugía alrededor de la

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cabaña, tanto, que a veces me hacía temer por la resistencia de las paredes. La

techumbre de pieles se ponía tirante como un tambor y se encogía e hinchaba a cada

ráfaga. En las paredes se abrió un número infinito de intersticios, no tan bien

embutidos de musgo como Maud había supuesto; pero el aceite de foca ardía

alegremente y nos hallábamos muy a gusto y con una buena temperatura.

Pasamos una velada verdaderamente agradable. Teníamos el ánimo tranquilo, pues

no sólo nos habíamos resignado a pasar el crudo invierno, sino que estábamos

preparados para él. Ahora ya no nos preocupaba que las focas emprendieran de un

momento a otro su misterioso viaje hacia el Sur, y ni aun los temporales nos

aterrorizaban. Además de sentirnos seguros contra la lluvia y el frío, teníamos los

colchones más mullidos y suntuosos que pudieran hacerse con musgo. Esto había

sido idea de Maud y ella misma había recogido celosamente todo el musgo. Aquella

noche era la primera que había de dormir yo sobre el colchón, y sabía que por haberlo

confeccionado ella, mi sueño sería más dulce.

Cuando se levantó para marcharse, volvióse hacia mí con su manera caprichosa y

dijo:

-Presiento que va a suceder algo, mejor dicho, que está sucediendo. Algo que se nos

viene encima, aunque ignoro qué pueda ser.

-¿Bueno o malo? -pregunté.

Sacudió la cabeza.

-No lo sé, pero está aquí en alguna parte.

Señaló en dirección del mar y del viento.

-Esto es una costa de sotavento -dije riendo-, y le aseguro que prefiero estar aquí,

que llegar en una noche como ésta. ¿Tiene usted miedo? -le pregunté al levantarme

para abrir la puerta.

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Sus ojos intrépidos se fijaron en los míos.

-¿Se halla usted bien, perfectamente bien?

-Nunca he estado mejor -respondió.

Hablamos aún un poco antes de marcharse.

-Buenas noches, Maud -dije yo.

-Buenas noches, Humphrey -contestó ella.

Esto de llamarnos por nuestro nombre había surgido como la cosa más natural, y fue

tan impremeditada como espontánea. En aquel momento hubiese podido rodearla

con mis brazos y atraerla hacia mí, y así lo hubiese hecho, sin duda alguna, de

habernos hallado en el mundo a que pertenecíamos. Pero en aquella situación, la

escena terminó en la única forma que podía terminar. Yo me quedé solo en mi

pequeña cabaña, saturado de une agradable satisfacción al sentir que existía entre

nosotros otro lazo, un algo tácito que no había existido hasta entonces.

CAPITULO XXXII

Desperté oprimido por una sensación misteriosa. Parecía como si echara algo de

menos a mi alrededor. Pero el misterio y la opresión se desvanecieron en cuanto

estuve unos instantes despierto, y advertí que esa cosa cuya falta notaba era el viento.

Me había dormido en ese estado de tensión nerviosa producida por el ruido o

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movimiento incesantes, y al despertar continuaba con la misma tensión y dispuesto

a recibir la presión de algo que ya no gravitaba sobre mí.

Era la primera noche que había pasado bajo techo después de varios meses, y

permanecí voluptuosamente bajo las mantas (que esta vez no estaban mojadas por

la niebla o las salpicaduras de las olas), analizando primero el afecto que causaba en

mí la sensación del viento, y luego e'- placer, muy mío, de reposar sobre el colchón

confeccionado por las manos de Maud. Cuando estuve vestido y abrí la puerta, oí

saltar todavía las olas en la playa, atestiguando su furor de la noche. El día era claro

y lucía el sol. Había dormido hasta muy tarde, y estaba dispuesto a recuperar el

tiempo perdido, como correspondía a un habitante de Endeavour Island.

Una vez fuera, me detuve como clavado en el sitio. Allí, en la playa, a menos de

cincuenta pies, con la proa de cara y desarbolado, había un barco negro. Mástiles y

botalones revueltos con obenques, escotas y velas rasgadas, se mecían suavemente

a su lado. Me froté los ojos antes de volver a mirar. Allí estaba la cocina que

improvisamos nosotros, la conocida escalera de la toldilla, la cabina poco elevada

del yate saliendo apenas por encima de la barandilla. No cabía duda: era el Ghost.

¿Qué capricho de la suerte le habría traído aquí precisamente? ¿Qué azar de los

azares? Miré hacia la pared desnuda e inaccesible que había a mi espalda, y

comprendí la profundidad de la desesperación. No había esperanza de huir, era inútil

pensar en ello. Me acordé de Maud dormida allí en la cabaña que habíamos

levantado, recordé su "Buenas noches, Humphrey", las palabras "mi mujer, mi

compañera", pero ahora mis ojos lo vieron todo negro.

Es posible que sólo tardara un segundo, no tengo idea del tiempo que transcurrió

antes de que volviese a ser dueño de mí. Allí estaba el Ghost, con la proa encarada

a la playa, proyectándose sobre la arena el destrozado bauprés y el enredo de los

mástiles rozándole el costado a la altura de las olas. Era preciso tomar una

determinación.

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De pronto me sorprendió, por lo extraño, que nada se moviera a bordo. Pensé que

los hombres, rendidos de luchar toda la noche con el temporal, estarían durmiendo

todavía. Luego se me ocurrió que aún podríamos huir Maud y yo, si lográbamos

embarcar en el bote y doblar el cabo antes de que despertara nadie. La avisaría y

partiríamos. Tenía la mano en alto para llamar a su puerta, cuando recordé la

parvedad de la isla. Nos seria imposible ocultarnos en ella. Nuestro único recurso

era el vasto océano inclemente. Pensé en nuestras tibias cabañas, en nuestras reservas

de carne, aceite, musgo y leña, y comprendí que no resistiríamos el mar en invierno

y los grandes temporales en perspectiva.

Estuve dudando si debía llamar. Huir era imposible. En mi mente brotó la idea

desesperada de entrar y matarla mientras dormía. También en el barco dormían

todos. ¿Por qué no introducirme en el Ghots y matar a Wolf Larsen aprovechando

su sueño? De sobra conocía el camino de su camarote. Después ya veríamos. Muerto

él, ya nos quedaría tiempo y espacio para disponer otras cosas; y además, ninguna

situación podía ser peor que la presente.

Llevaba el cuchillo al costado. Volví a la cabaña en busca de la escopeta, y luego de

asegurarme de que estaba cargada, me dirigí al Ghost. Me encaramé a bordo no sin

dificultad y después de mojarme hasta la cintura. La escotilla del castillo de proa

estaba abierta; me detuve para escuchar la respiración de los hombres, pero no oí

nada. El corazón me dio un vuelco al pensar que tal vez el Ghost estuviese

abandonado. Escuché con más atención, y tampoco percibí ningún ruido. Bajé la

escalera tomando grandes precauciones. Aquel lugar daba la sensación de vacío y

despedía ese olor mohoso peculiar de las viviendas largo tiempo deshabitadas. Por

todas partes había montones de ropa revuelta y hecha jirones, botas de agua viejas,

impermeables rotos, toda la impedimenta inservible del castillo de proa propia de un

largo viaje.

Al ascender de nuevo a la cubierta, llevaba el convencimiento de que el barco había

sido abandonado precipitadamente. En mi pecho renació la esperanza, y miré en

derredor con más tranquilidad. Noté que faltaban los botes. En la bodega pude hacer

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idéntica comprobación que en el castillo de proa. Los cazadores hablan empaquetado

sus cosas con igual precipitación. El Ghost estaba abandonado; era de Maud y mío.

Pensé en los depósitos del barco y en el lazareto que había debajo de la cabina, y se

me ocurrió la idea de sorprender a Maud con algo bueno para el almuerzo.

La reacción de mis temores y la convicción de que ya no era necesario el hecho

horrible que había estado dispuesto a realizar me volvían pueril e impaciente. De

dos en dos subí los escalones al salir de la bodega, sintiendo únicamente una gran

alegría y deseando que Maud siguiera durmiendo hasta estar dispuesta la sorpresa

del almuerzo. Al divisar la cocina, tuve una nueva satisfacción pensando en la

espléndida batería que había en su interior. Salté los escalones de la toldilla y vi... a

Wolf Larsen. A causa de mi ímpetu y de mi asombro, retrocedí tres o cuatro pasos

por la cubierta, sin poder detenerme. Se hallaba de pie en la escalera, asomando sólo

los hombros y la cabeza y con los ojos fijos en mí.

Empecé a temblar, a sentir las antiguas náuseas. Apoyé una mano en el borde de la

cabina para sostenerme. Los labios se me habían secado de pronto y me los

humedecí, aun cuando no sentía la necesidad de hablar. Ninguno de los dos

hablamos. En su silencio e inmovilidad había algo siniestro. Volvió a invadirme el

miedo de otros tiempos, pero centuplicado esta vez. Y ambos seguimos mirándonos

con fijeza.

Yo me daba cuenta de la urgencia de entrar en acción, mas era presa de mi antigua

impotencia y esperaba que él tomara la iniciativa. Después, según transcurrían los

momentos, se me figuró hallarme en igual situación que cuando me aproximé al

becerro de largas crines y el miedo oscureció mi intención de matarle a mazazos,

hasta convertirlo en deseo de que echara a correr. Al fin tuve la impresión de que

estaba allí, no para que Wolf Larsen tomara la iniciativa, sino para tomarla yo.

Amartillé la escopeta y le apunté con ella. Si llega a moverse o intenta bajar la

escalera, sé que le hubiese matado; pero continuó quieto y con la vista fija como

antes, y cuando me encaré con él, conservando siempre la escopeta en mi mano

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temblorosa, tuve tiempo Para advertir el enflaquecimiento y la consunción de su

rostro. Parecía como si una gran inquietud le hubiese desvastado. Tenía las mejillas

hundidas, y la frente arrugada revelaba cansancio. En sus ojos noté algo extraño, no

sólo por la expresión, sino por su aspecto físico, como si los nervios ópticos y

músculos hubiesen sufrido un tirón y le desviaran las pupilas.

Todo esto vi, y a mi cerebro, que ahora funcionaba con rapidez, acudieron mil

pensamientos, y sin embargo, seguía sin poder apretar los gatillos. Bajé la escopeta

y avancé hacia el ángulo de la cabina, ante todo para aflojar la tensión de mis nervios

y tomar nuevo impulso, y al propio tiempo para estar más cerca de él. De nuevo

levanté la escopeta. Wolf Larsen se hallaba casi a la distancia del brazo, así es que

para él no había esperanza. Yo estaba decidido, y esta vez era imposible no acertarle

por pobre que fuese mi puntería; pero sostenía una lucha conmigo mismo que me

impedía apretar los gatillos.

-¿Qué hay? -preguntó, impaciente.

Todos mis esfuerzos por disparar resultaban vanos, y asimismo me veía

imposibilitado de hablar.

-¿Por qué no disparas? -volvió a decir.

Carraspeé para aclarar la voz de una ronquera que me impedía articular ningún

sonido.

-Hump -dijo lentamente-, tú no puedes disparar. No es que tengas miedo

precisamente, sino que no puedes. Tu moralidad convencional es más fuerte que tú;

eres esclavo de las opiniones que son artículo de fe entre las gentes de tu clase. Desde

que empezaste a hablar te inculcaron su código, el cual, a despecho de tu filosofía y

de lo que te he enseñado yo, no te permite matar a un hombre desarmado e indefenso.

-Ya lo sé -dije con voz bronca.

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-Y sabes también que yo soy capaz de matar a un hombre desarmado e indefenso

con la misma facilidad con que me fumo un cigarro -prosiguió-. Tú me conoces por

lo que soy, el valor que tengo en el mundo según tu medida. Me has llamado

serpiente, tigre, tiburón, monstruo, Calibán, y sin embargo, tú, insignificante muñeco

de trapo, pequeña máquina de repetición, no te atreves a matarme como matarías a

una serpiente o a un tiburón, porque tengo manos, pies y un cuerpo formado en cierto

modo como el tuyo. ¡Bah! ¡Yo esperaba algo mejor de ti, Hump!

Salió de la escalera y vino hacia mí.

-Baja esa escopeta. Quiero hacerte algunas preguntas. Aún no he tenido ocasión de

echar una mirada por los alrededores. ¿Qué sitio es éste? ¿Dónde se halla Ghost?

¿Dónde está Maud? Perdón; miss Brewster... ¿o quizás debo decir mistress Van

Weyden?

Me aparté de él desesperado ante mi incapacidad para matarle, pero sin cometer la

tontería de bajar la escopeta. En mi desesperación, esperaba que insinuase algún acto

hostil, alguna tentativa, para golpearme o ahogarme, porque sabia que así

únicamente sería capaz de disparar.

-Esto es Endeavour Island dije.

-Nunca he oído tal nombre.

-Al menos, éste es el nombre que le hemos puesto nosotros -corregí.

-¿Nosotros? -preguntó-. ¿Quiénes sois vosotros?

-Miss Brewster y yo. Y el Ghost, como usted mismo puede ver, está de cara a la

playa.

-Aquí hay focas -dijo él-. Me han despertado con sus ladridos, es decir, me hubiesen

despertado de haber estado dormido. Las oí anoche cuando derivé. Fue la primera

advertencia que tuve de que me hallaba en una playa de sotavento. Es un criadero

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como aquellos en que cazaba yo hace años. Gracias a mi hermano Death, he

descubierto una fortuna. Esto es una mina. ¿Cuál es su situación?

-No tengo la menor idea -dije-. Pero usted debe

conocerla con mucha más exactitud. ¿Cuáles fueron sus últimas observaciones?

Me dirigió una sonrisa ambigua, pero no contestó.

-Bueno; ¿y dónde están los hombres? -le interrogué-. ¿Cómo es que se halla usted

solo?

Esperaba, verle eludir mi pregunta, y me sorprendió lo rápido de su contestación.

-Mi hermano me tuvo prisionero durante cuarenta y ocho horas, sin que yo le faltara

para nada. Por la noche me dejó en el barco con sólo la guardia de cubierta. Los

cazadores volvían conmigo, pero él les ofreció mejores ganancias; yo lo oí porque

lo dijo delante de mí precisamente. Como era de esperar, la tripulación se despidió.

Todos pasaron a su barco y yo me quedé abandonado en el mío. Esta vez le tocó a

Death, y de todos modos no ha salido de la familia.

-Pero, ¿cómo perdió usted los mástiles? -pregunté.

-Date una vuelta y examina aquellas drizas -dijo señalando hacia el lugar que debía

haber ocupado el aparejo de mesana.

-¡Las han cortado con un cuchillo! -exclamé.

-No es eso -dijo riendo-; fue una obra más perfecta. Fíjate bien.

Volví a mirar. Las drizas habían sido cortadas, dejando sólo lo preciso para que

retuvieran los obenques hasta que se ejerciera sobre ellas una presión mayor.

-Esto lo hizo el cocinero -dijo riendo de nuevo-. Lo sé, aunque no le sorprendí en

ello. Una manera como otra de liquidar una cuenta.

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-¡Bien por Mugridge! -grité.

-Sí, eso es lo que pensé cuando todo cayó al agua, sólo que lo dije en otro tono.

-Pero, ¿qué hacía usted mientras sucedía eso? -le pregunté.

-Todo lo que podía, puedes estar seguro; lo cual no era mucho, dadas las

circunstancias.

Volvíme para examinar otra vez el trabajo de Thomas Mugridge.

-Me parece que voy a sentarme a tomar el sol -oí decir a Wolf Larsen.

En su voz había un ligero deje de debilidad física, y me pareció tan extraño, que me

quedé mirándole fijamente. Se pasaba nerviosamente la mano por la cara como si se

quitara unas telarañas. Yo estaba perplejo. Todo en él era tan distinto del Wolf

Larsen que había conocido...

-¿Cómo van sus dolores de cabeza? -inquirí.

-Siguen fastidiándome –contestó-. Creo que están amenazándome otra vez.

Se deslizó de su asiento hasta quedar tendido en la cubierta. Después dio la vuelta y

se tumbó de lado, descansando la cabeza sobre el bíceps y resguardándose los ojos

del sol con el otro brazo. Le contemplé lleno de asombro.

-Aprovecha la ocasión, Hump -dijo.

-No le entiendo -mentí, pues le entendí perfectamente.

-¡Oh! nada -prosiguió con voz apagada, como si estuviera durmiéndose-; que me has

encontrado donde tú querías.

-No -repliqué-; yo quisiera saberle a unos cuantos miles de leguas de aquí.

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Se rió estrepitosamente, y luego ya no volvió a hablar. No hizo el menor movimiento

cuando pasé junto a él y entré en la cabina. Levanté la tapa del suelo, pero durante

unos momentos clavé los ojos, dudando, en la oscuridad del lazareto que se abría a

mis pies. No me determinaba a descender. ¿Y si el haberse tumbado fuese una

estratagema? Excelente para que me cazara como una rata. Subí con cuidado la

escalera y atisbé para ver qué hacía. Continuaba en la misma postura. Bajé de nuevo,

pero antes de hundirme en el lazareto tomé la precaución de bajar primero la tapa.

Así, al menos, no podría encerrarme. Todo fue inútil, sin embargo. Regresé a la

cabina con una provisión de jamones, galletas, carne en conserva y otras cosas, todo

lo que pude llevar, y volví a colocar la tapa.

Eché una ojeada a Wolf Larsen y comprendí que no se había movido. Tuve una idea

luminosa. Me introduje en su camarote y me apoderé de sus revólveres. Allí no había

más armas, aunque revolví por completo los tres camarotes restantes. Para estar más

seguro, retrocedí y registré la bodega y el castillo de proa; en la cocina recogí los

afilados cuchillos que servían para la carne y las legumbres. Entonces me acordé de

la enorme navaja que llevaba siempre consigo, y me acerqué a él, hablándole

primero suavemente, luego en voz alta; pero no se movió. Me incliné y se la quité

del bolsillo, y entonces ya respiré con más libertad. Carecía de armas con que

matarme a distancia, mientras que yo, armado, podría hacerle frente siempre si

intentaba luchar con sus terribles brazos de gorila.

Cogí un poco de vajilla de la alacena de la cocina, una cafetera y una sartén y volví

a tierra, dejando a Wolf Larsen tumbado al sol.

Maud dormía aún. Soplé en el rescoldo (todavía no habíamos arreglado la cocina de

invierno) y preparé el almuerzo con febril impaciencia. Cuando terminaba, la oí

moverse en el interior de su cabaña mientras hacía su toilette. Una vez estuvo todo

dispuesto y el café colado, se abrió la puerta y apareció.

-Eso no está bien -dijo a guisa de saludo-; usted ha usurpado mis prerrogativas. Ya

sabe que convinimos en que el guisar era cosa mía, y...

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-Sólo por esta vez -me defendí.

-Si promete no reincidir -añadió sonriendo-. A no ser que se haya cansado usted de

mi pobre trabajo.

Con gran contento de mi parte, ni una sola vez se le ocurrió mirar hacia la playa, y

con tal éxito sostuve la broma, que sorbió el café de la taza de porcelana, comió

patatas fritas y untó la galleta con mermelada sin darse cuenta de nada. Advirtió al

fin que el plato en que comía era de porcelana; miró el almuerzo, observando todos

los detalles; luego me miró a mí y lentamente volvió el rostro hacia la playa.

-¡Humphrey! -dijo.

Asomó una vez más a sus ojos el antiguo terror indescriptible.

- ¿Está... él ...? -murmuró.

Yo asentí con la cabeza.

CAPITULO XXXIII

Todo el día estuvimos esperando que Wolf Larsen bajara a tierra. Fue un período de

intolerable inquietud. Cada momento dirigíamos al Ghost miradas de angustia, pero

él no dio señales de vida, ni siquiera apareció sobre cubierta.

-Quizá tenga dolor de cabeza -dije-. Le dejé tumbado en la toldilla. Probablemente

habrá permanecido allí toda la noche. Iré a ver qué le pasa.

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Maud me miró con ojos suplicantes.

-No se preocupe -la tranquilicé-. Cogeré los revólveres. Ya sabe que me he

apoderado de todas las armas de a bordo.

-¡Pero quedan sus manos, sus terribles manos! -objetó. Y luego exclamó-: ¡Oh,

Humphrey, ese hombre me da miedo! ¡No vaya, se lo ruego, no vaya!

Puso su mano en la mía como pidiendo protección, y mi pulso latió con más

violencia. Tengo la seguridad de que por un momento mi corazón asomó a mis ojos.

¡Oh, dulce mujer querida!

-No voy a correr ningún riesgo -dije-. Sólo atisbaré por la proa.

Me oprimió efusivamente la mano y me dejó marchar. El lugar de la cubierta donde

había dejado a Wolf Larsen estaba desocupado. Indudablemente, había bajado a la

cabina. Aquella noche permanecimos de guardia alternativamente, durmiendo un

rato cada uno ante la imposibilidad de prever qué podría hacer Wolf Larsen.

Demasiado sabíamos que era capaz de todo.

Al día siguiente esperamos, y al otro lo mismo, y Wolf Larsen continuaba sin dar

señales de vida.

-¡Esos dolores de cabeza que le dan, esos ataques! -dijo Maud-. Tal vez esté enfermo,

muy enfermo. Puede haber muerto, o estar muriéndose -añadió viendo que yo no

hablaba.

-Más valdría -respondí.

-Piense, Humphrey, que es un semejante en sus último momentos... y está solo...

-Es posible... -dije.

-Sí, es posible -reconoció-. Pero no lo sabemos, y sería terrible si fuese cierto. Yo

nunca me lo perdonaría. Es preciso que hagamos algo.

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-Tal vez -volví a insinuar.

-Debe usted ir a bordo, Humphrey.

Me levanté y me dirigí a la playa.

-Tenga cuidado -me gritó al alejarme.

La saludé con la mano desde el extremo del castillo de proa y bajé a la cubierta. Al

llegar a popa me asomé a la escalera de la cabina y me contenté con llamar desde

fuera. Wolf Larsen contestó, y cuando empezó a subir amartillé el revólver. Durante

nuestra conversación, deliberadamente se lo mostré, pero él no hizo el menor caso.

Físicamente parecía el mismo de la última vez que le vi, si bien ahora estaba más

triste Y silencioso. En realidad, las pocas palabras que cruzamos apenas podían

llamarse conversación. Me abstuve de preguntarle por qué no había bajado a tierra,

y él tampoco inquirió por qué no había estado yo a bordo. Según dijo, volvía a estar

bien de la cabeza, Y me marché sin que mediaran más palabras.

Maud recibió mis noticias con muestras evidentes de alivio, y la vista del humo que

luego salió de la cocina la puso de humor más alegre. Al día siguiente y al otro

también vimos salir humo de la cocina, y algunas veces vislumbrábamos a Wolf

Larsen en la toldilla. Pero eso era todo. No hacía ninguna tentativa para desembarcar.

Esto lo sabíamos porque de noche seguíamos montando la guardia. Esperábamos

que hiciese algo, y su inacción nos preocupaba y desesperaba.

Así transcurrió una semana. Después cesó de salir humo y no volvimos a ver a Wolf

Larsen en la toldilla. De nuevo se mostró solícita Maud, pues consintió tímidamente

y con cierto orgullo, creo, que repitiese su encargo de la otra vez. Después de todo,

¿por qué había de censurarla? Era mujer. Además, a mí también me producía

molestia pensar que aquel hombre a quien había tratado de matar muriese solo,

teniendo tan cerca a unos semejantes. El había estado en lo cierto. El código de mi

grupo era más fuerte que yo. El hecho de que tuviese manos y un cuerpo formado a

semejanza del mío constituía un título que yo no podía ignorar.

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Por tanto, no aguardé a que Maud volviera a enviarme. Descubrí que nos hacía falta

leche condensada y mermelada y anuncié que iba abordo. Noté sus vacilaciones;

llegó hasta a murmurar que no eran cosas esenciales y que mi viaje en busca de ellas

tal vez fuese inoportuno. Y así como había adivinado el valor de mí pensamiento,

adivinó ahora el valor de mis palabras y comprendió que no iba a bordo a causa de

la leche y de la mermelada, sino a causa de ella y de su inquietud que no había

logrado disimular.

Cuando llegué al extremo del castillo de proa, me quité los zapatos, y así, descalzo,

fui a popa sin hacer ruido. Esta vez tampoco llamé desde lo alto de la escalera;

descendí con precaución y hallé la cabina desierta. La puerta del camarote de Wolf

Larsen estaba cerrada. Primero pensé llamar, pero después me acordé de la comisión,

motivo aparente de mi venida y resolví llevarla a efecto. Evitando cuidadosamente

hacer ruido, levanté la tapa del suelo y la puse a un lado. Tanto el bazar como las

vituallas estaban en el lazareto y aproveché la oportunidad para hacer provisión de

ropa interior.

Al salir del lazareto oí ruido en el camarote de Wolf Larsen. Me agazapé y me quedé

escuchando. Rechinó el pestillo de la puerta e instintivamente retrocedí a pasos

furtivos detrás de la mesa, saqué el revólver y lo amartillé. Se abrió la puerta y

avanzó Wolf Larsen. Nunca había visto yo una desesperación tan profunda como la

que descubrí en el rostro de aquel hombre, de aquel Wolf Larsen fuerte e indomable.

Retorciéndose les manos como una mujer levantó los puños crispados y rezongó.

Abrió una mano y con la palma se restregó los ojos como si apartara unas telarañas.

-¡Dios! ¡Dios! -refunfuñó, y sus puños apretados se levantaron de nuevo hacia la

infinita desesperación que vibraba en su garganta.

Era horrible; temblaba todo mi ser y sentía los escalofríos recorrerme el espinazo y

el sudor de mi frente. Pocos espectáculos hay en el mundo más imponentes que el

de un hombre fuerte en el momento en que se ve completamente débil y decaído.

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Por un esfuerzo de su voluntad poderosa, pronto recobró Wolf Larsen el dominio de

sí mismo. El esfuerzo fue enorme. Todo su cuerpo se estremeció con la lu. cha;

pareció que iba a sufrir un ataque. En su empeño por calmarse su semblante se

retorció, pero en seguida volvió a caer en su abatimiento. De nuevo levantó los puños

crispados y gruñó. Suspiró varias veces, sollozando casi, y de nuevo su voluntad

venció. Llegué a imaginar que era el antiguo Wolf Larsen, y con todo, había en sus

movimientos una vaga sugerencia de indecisión y debilidad.

Ahora sentí miedo por mi; la tapa abierta estaba directamente en su camino y este

descubrimiento le conduciría a descubrirme. Yo estaba indignado conmigo mismo

por haberme dejado sorprender en una posición tan cobarde. Aún estaba a tiempo,

me puse de pie rápidamente, y comprendo que inconsciente en absoluto, adopté una

actitud retadora.

El no se apercibió de mi presencia, como tampoco de la tapa. Antes de que yo

hubiese podido darme cuenta de la situación, sin darme tiempo para actuar, se había

dirigido hacia la abertura. Un pie descendía por el agujero mientras el otro empezaba

a levantarse, pero cuando el que descendía echó de menos el sólido entarimado y

notó el vacío bajo él, fue el antiguo Wolf Larsen y sus músculos de tigre los que

hicieron saltar el cuerpo a través de la abertura, de tal manera que, extendiendo los

brazos, dio con el pecho y el estómago en el otro lado del hueco. Un momento

después sacó las piernas y consiguió salir de aquella posición, pero rodó sobre la

mermelada y el fardo de ropa, golpeando la tapa del lazareto.

Por la expresión de su cara demostraba haberlo comprendido todo, y antes de que

yo adivinara su pensamiento, había colocado la tapa en su sitio cerrando el lazareto.

Entonces lo entendí: se figuraba que yo estaba abajo. Por tanto, estaba ciego; ciego

como un murciélago. Le observé respirando con cuidado a fin de que no pudiese

oírme. Entonces se dirigió rápidamente a su camarote; vi cómo su mano no acertaba

a encontrar el picaporte con una pulgada de diferencia, cómo lo tanteaba vivamente

y lo hallaba. Debía aprovechar el momento. Atravesé la cabina de puntillas y subí la

escalera. Volvió arrastrando un pesado cajón que depositó sobre la tapa del lazareto.

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No contento con esto, trajo otro cajón y lo colocó encima del primero. Después

recogió la ropa y la mermelada y puso todo encima de la mesa. Cuando subió la

escalera yo me retiré y pasé silenciosamente sobre el techo de la cabina.

Empujó la puerta corredera, y apoyando los brazos en ella, permaneció allí. Por su

actitud parecía mirar hacia la proa de la goleta, o más bien clavar la vista en ella,

pues sus ojos estaban fijos y no pestañeaban. Yo me hallaba sólo a unos cinco pies

de distancia y precisamente en lo que debió haber sido su campo de visión. Esto era

misterioso; a causa de mi invisibilidad yo me figuré ser una sombra. Moví la mano,

pero sin ningún resultado, por supuesto, si bien cuando la sombra movediza cruzó

ante su cara vi en seguida que era susceptible a la impresión y su rostro se contrajo

y se hizo más atento al tratar de analizarla e identificarla. El sabía que había

respondido a alguna cosa exterior, que al cambiar algo de su alrededor, había rozado

su sensibilidad, pero no pudo descubrir qué había sido. Cesé de agitar la mano a fin

de que la sombra permaneciese estacionaria. Entonces empezó a mover la cabeza de

atrás a delante y de un lado a otro, pasando del sol a la sombra, como si quisiera

probarla con la sensación.

Yo también estaba preocupado queriendo averiguar cómo podría darse cuenta de la

existencia de una cosa tan intangible cual era una sombra. Si la lesión afectaba a sus

pupilas o si el nervio óptico no estaba del todo destruido, la explicación era sencilla,

pero de no ser así, no se me alcanzaba otra conclusión sino que su epidermis en

extremo sensible, notaba la diferencia de temperatura entre la sombra y la luz solar.

O, ¿quién sabe si sería tal vez este fabuloso sexto sentido el que le transmitía la

sensación de los objetos cercanos?

Abandonando su tentativa para determinar la sombra, salió a cubierta y se dirigió a

popa, andando con una rapidez y seguridad que me sorprendieron, y no obstante

había en su paso aquel vislumbre de debilidad propia de los ciegos. Ahora ya me lo

explicaba todo.

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Para contrariedad y a la vez diversión mías descubrió mis zapatos en el extremo del

castillo de proa y se apoderó de ellos, dirigiéndose después a la cocina. Le vi

encender el fuego y disponerse a guisar la comida; entonces me deslicé hacia la

cabina en busca de mi mermelada y del paquete de ropa, pasé junto a la cocina y

bajé a la playa para llevar a Maud la nueva de la pérdida de mis zapatos.

CAPITULO XXXIV

-¡Qué lástima que el Ghost haya perdido los mástiles! Nos podríamos haber

marchado en él. ¿No le parece, Humphrey?

Me levanté de un salto.

-Es difícil, es difícil -repetía yo paseando de un lado a otro.

Los ojos de Maud me seguían brillantes de esperanza. ¡Tenia tal fe en mí! Y este

pensamiento me comunicaba nueva energía. Recordé la frase de Michelet : "La

mujer es para el hombre lo mismo que la tierra para su hijo legendario; con sólo

echarse de bruces y besar su seno, vuelve a sentirse fuerte". Por primera vez com-

prendía la admirable verdad de estas palabras; las estaba viviendo. Maud

representaba para mí un infalible manantial de fuerza y valor. No tenía más que mi-

rarla o pensar en ella, para volver a sentirme fuerte.

-Se podría arreglar -pensaba yo en voz alta. Lo que hacen los hombres puedo hacerlo

yo.

-¿Qué dice? -exclamó Maud-. ¿Qué es eso que podría hacer?

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-Pues nada menos que colocar los mástiles en el Ghost y marcharnos.

-¿Pero y el capitán Larsen? -objetó.

-Está ciego e impotente.

-¡Y sus terribles manos! Ya sabe cómo saltó por encima del lazareto.

Y cómo me escurrí -contesté alegremente.

-Y perdió los zapatos.

Ambos nos echamos a reír, y luego nos pusimos seriamente a pensar la manera cómo

colocaríamos los mástiles del Ghost. Recordaba vagamente la física estudiada en la

escuela, pero en los últimos meses había adquirido una experiencia práctica de la

mecánica. Sin embargo, cuando nos dirigimos al Ghost para estudiar más cerca el

trabajo, casi me descorazonó la vista de los enormes mástiles flotando en el agua.

¿Por dónde empezaríamos? ¡Si al menos hubiera un mástil en su sitio o alguna cosa

en alto donde sujetar las jarcias! Conocía la teoría de la palanca, pero ¿dónde hallar

un punto de apoyo?

Maud estaba a mi lado silenciosa, mientras yo desarrollaba mentalmente la

combinación conocida entre los marineros por "cizallas". Pero, aunque conocida de

la gente de mar, yo le invité en Endeavour Island. Cruzando y atando los extremos

de dos remos y elevándolos como una V invertida, obtuve un punto sobre la cubierta

donde sujetar el motón elevador. A este motón podría atar otro en caso necesario.

¡Y además, tenia allí el molinete!

Maud adivinó que había encontrado una solución y sus ojos se encendieron con una

llama de simpatía.

-¿Qué va usted a hacer? -me preguntó.

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-Deshacer este enredo -contesté señalando la maraña de los restos del naufragio que

flotaban junto al barco-. Si quiere usted venir en el bote conmigo, nos pondremos al

trabajo y ordenaremos las cosas.

-Cuando los hombres luchan por la vida con la navaja entre los dientes -citó Maud;

y durante el resto de la tarde trabajamos alegremente.

Su ocupación consistía en mantener el bote en posición mientras yo trabajaba en el

enredo. Y, ¡qué enredo! Drizas, escotas, cabos, obenques, estays, todo esto sacudido,

enmarañado y enroscado por el mar. Yo no cortaba sino lo preciso y pasando las

largas cuerdas por debajo y alrededor de los botalones y mástiles, desguarneciendo

drizas y escotas, adujando los cabos en el bote y desenrollándolos de nuevo a fin de

atravesar otro nudo, acabé por calarme hasta los huesos.

Las velas requerían más cortes y las lonas empapadas de agua consumieron todas

mis fuerzas, pero antes de la caída de la noche logré tenerlas todas tendidas en la

playa para que se secaran. Ambos estábamos muy cansados cuando

desembarcábamos para cenar, pues habíamos trabajado mucho, aunque a simple

vista no lo pareciese.

Al día siguiente por la mañana, con la ayuda eficaz de Maud, entré en la cala del

Ghost para desembarazar los soportes de los mástiles. Apenas habíamos dado

principio a nuestro trabajo, cuando apareció Wolf Larsen atraído por los golpes y

martillazos.

-¡Hola! -gritó por la escotilla.

Al sonido de su voz, Maud se me acercó con presteza como buscando protección y

permaneció con una mano apoyada en mi brazo, mientras yo parlamentaba.

-¡Hola! -repuse yo-. Buenos días.

-¿Qué hacéis aquí? preguntó-. ¿Tratáis de barrenar el barco?

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-Todo lo contrario; lo estoy reparando -respondí.

-Pero, ¿qué diablos vas a reparar?

-Voy a plantar de nuevo los mástiles -repliqué tranquilamente, como si fuese la cosa

más sencilla del mundo.

-¡Al fin parece que te sostienes sobre tus propias piernas! -oí que decía; y luego se

calló durante un buen rato.

-Me parece Hump volvió a decir-, que no lo conseguirás.

-¡Oh! ya lo creo -contesté-; en ello estoy precisamente.

-Pero este barco es mío. ¿Qué harías si yo te lo prohibiese?

-Olvida usted -dije- que ya no es la mayor porción del fermento. En otros tiempos

podía devorarme; Pero ahora soy yo quien puede devorarle a usted. El fermento se

ha convertido en cerveza.

Dejó oír una risa breve y desagradable.

-Veo que empleas mí propia filosofía conmigo dándole todo su valor, aunque te

advierto que no debes cometer el error de menospreciarme. Eso te lo digo por tu

propio bien.

-¿Desde cuándo se ha hecho usted filántropo? Confiese que al avisarme por mi

propio bien da prueba de ser muy inconstante.

No quiso comprender mi sarcasmo y repuso:

-Suponte que ahora cerrase la escotilla; no te burlarías de mí como lo hiciste en el

lazareto.

-Wolf Larsen -dije con severidad, llamándole por primera vez con su nombre

familiar-, no puedo matar a un hombre desarmado e indefenso. Para su satisfacción

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y la mía, ha tenido ocasión de comprobarlo; pero soy yo quien le advierte, no tanto

por su bien como por el mío, que le mataré en cuanto intente un acto hostil. Ahora

mismo, desde aquí, puedo dispararle; y si tal es su intención, avance en seguida y

pruebe a cerrar la escotilla.

-Sin embargo, te prohíbo absolutamente que te ocupes de mí barco.

-Usted adelanta el hecho de que el barco sea suyo, como si fuese una razón moral, y

nunca ha admitido derechos morales en su trato con los demás. No tendrá la

pretensión de que los atienda en mi trato con usted...

Yo había avanzado hasta colocarme debajo de la abertura, a fin de poderle ver. La

falta de expresión de su semblante, tan distinta de lo que había yo supuesto antes de

verle, aumentaba con sus ojos apagados y fijos. No resultaba agradable mirarle.

-Mira si soy desgraciado, que ni siquiera me queda ya el respeto de Hump -dijo con

sorna.

La burla, sin embargo, sólo existía en su voz, pues su rostro permanecía tan

inexpresivo como antes.

-¿Cómo está usted, miss Brewster? -dijo de pronto tras una pausa.

Esto me sorprendió. Ella no había hecho ningún ruido ni se había movido. ¿Sería

que le quedaba algún vislumbre de visión, o que recobraba la vista?

-Y usted, ¿cómo sigue, capitán Larsen? -respondió ella-. Pero, ¿cómo sabe que estoy

aquí?

-Porque oí su respiración. Digo que Hump ha mejorado mucho, ¿no le parece?

-No lo sé -contestó ella sonriéndome-. Nunca le he visto de otro modo.

-Debió usted haberle visto antes.

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-Wolf Larsen a grandes dosis -murmuré.

-Quiero advertirte de nuevo, Hump -repuso, amenazador-, que valdría más dejar las

cosas como están.

-Pero, ¿no desea usted huir, lo mismo que nosotros?

-No -respondió-, pienso morir aquí.

-Bueno, pues nosotros no -dije retándole y volviendo a los golpes y martillazos.

CAPITULO XXXV

Al día siguiente, una vez desembarcados de los mástiles, los soportes y preparado

todo, nos dispusimos a subir a bordo los dos masteleros. La cofa mayor, medía más

de treinta pies de largo, la cofa de trinquete cerca de treinta, y con éstos pensaba

hacer las cizallas. Era un trabajo muy fatigoso. Sujetando el extremo de una gruesa

jarcia al molinete y el otro a la parte más ancha de la cofa de trinquete, empecé a dar

vueltas. Maud sostenía la cuerda doblada en el molinete y la adujaba.

Nos asombraba la facilidad con que subía el palo. El molinete era de manubrio, muy

perfeccionado, y daba un enorme rendimiento.

Pero cuando el extremo de cofa de trinquete estuvo a nivel de la barandilla, todo se

detuvo.

-Debí haberlo previsto -dije, impaciente-. Ahora hemos de volver a empezar.

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-¿Por qué no sujeta la jarcia más en el centro del mástil? -sugirió Maud.

-Eso es lo que debí haber hecho -respondí, muy disgustado conmigo mismo.

Al cabo de una hora invertida entre trabajar y descansar, había elevado el palo hasta

el punto en que ya no podía subir más.

Volví a deshacer todo lo hecho y bajé de nuevo el mástil hasta el agua, pero calculé

mal el punto de equilibrio, y en lugar de subir la parte inferior del palo subió la

superior.

Maud parecía desesperada, pero yo me reí y le dije que no se apurara, que al fin

acertaríamos.

Procedí a elevar el aparejo y después de muchos intentos, el mástil fue elevándose

lentamente hasta balancearse formando un ángulo recto con la barandilla, y

entonces, con gran sorpresa, descubrí que no era preciso que Maud aflojara la cuerda.

En realidad, era necesario todo lo contrario. Sujeté el aparejo de cuarto, hice dar unas

vueltas al molinete y entré el mástil pulgada a pulgada hasta que su extremo tocó la

cubierta y al fin quedó tendido sobre el entarimado.

Miré el reloj; eran las doce. La espalda me dolía cruelmente y estaba muy fatigado

y hambriento. Y sin embargo, sobre cubierta no había más que un palo que

representaba el trabajo de toda una mañana. Por primera vez me daba cuenta de la

extensión de la tarea que debíamos realizar, aunque lo que había hecho me había

servido de lección provechosa. Por la tarde ya estaríamos más prácticos. Y así fue,

en efecto, cuando volvimos a la una, después de descansar y restaurar las fuerzas

con una comida suculenta.

Anochecía ya cuando hube de dejar mi obra. Wolf Larsen, que había estado allí toda

la tarde presenciando mi trabajo sin abrir la boca, se había marchado a la cocina a

preparar la cena. Yo sentía tal envaramiento en la espalda, que el enderezarme me

costaba un esfuerzo doloroso. Contemplé con orgullo lo que habíamos hecho. Ya

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empezaba a conocerse. Como un niño ante un juguete nuevo, sentía un deseo de

elevar algo con mis cizallas.

-¡Qué lástima que sea tan tarde! -dije-. Me hubiera gustado ver cómo funciona esto.

-No sea ansioso, Humphrey -me respondió Maud-. Mañana será otro día, y ahora

está tan cansado que apenas puede tenerse en pie.

-¿Y usted? Debe estar también muy cansada; ha trabajado rudamente. Estoy

orgulloso de usted, Maud.

Nos retiramos y acabábamos de cenar, cuando me sobrevino el temor de cualquier

asechanza de Wolf.

-Es una vergüenza que después de trabajar duramente todo el día, no podamos

dormir tranquilos -dije.

-Pero, ¿puede haber peligro ahora con un ciego? -preguntó Maud.

-Yo no podré fiarme nunca de este hombre -aseguré-, y ahora que está ciego, mucho

menos. La primera cosa que haré mañana será anclar al Ghost lejos de la playa, y

así, cada noche, cuando nos dirijamos a tierra en el bote, Wolf quedará prisionero a

bordo. Nos despertamos cuando amanecía.

-¡Oh, Humphrey! -oí gritar a Maud, consternada.

Tenía la vista fija en el Ghost. Seguí la dirección de su mirada, pero no vi nada

extraordinario.

-Las cizallas -dijo, con voz trémula.

Me había olvidado de su existencia. Volví a mirar hacia el barco y no las vi.

-Sí, las ha... -murmuré ferozmente.

Compadecida, puso su mano sobre la mía y dijo:

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-Tendrá que volver a empezar.

-Tiene usted razón, ha destruido las cizallas, y lo único que puedo hacer es empezar

de nuevo... Pero en lo sucesivo haré centinela a bordo, y si vuelve a mezclarse...

-Pero yo no me atrevo a quedarme en tierra sola toda la noche -dijo Maud-. ¡Cuánto

más no valdría que nos ayudara y pudiéramos vivir todos a bordo!

-Y así será -afirmé furioso, porque la destrucción de las cizallas me dolía

profundamente-. Usted y yo viviremos a bordo quiera o no Wolf Larsen... Es usa

tontería que haga estas cosas -dije riendo un momento después--. ¡Y que yo me

enfade por ellas!

Pero el corazón me latió con violencia cuando trepamos a bordo y vi el destrozo que

Wolf Larsen había hecho.

A los ojos de Maud asomaron las lágrimas. Yo también hubiese llorado. ¿Dónde

había ido a parar nuestro proyecto de arbolar al Ghost? Wolf Larsen había hecho una

obra perfecta. Me senté desesperado en el borde de la escotilla, con la barba apoyada

en las manos. -Merece la muerte.

Maud estaba a mi lado acariciándome dulcemente, y decía:

-Bueno, bueno; todo se arreglará. La razón está de nuestra parte, y todo saldrá bien.

Me acordé de las frases de Michelet, recliné la cabeza en el regazo de Maud, y

realmente volví a sentirme fuerte. Aquella bendita mujer era para mí un infalible

manantial de fuerza y energía. ¿Qué importaba aquel retraso, aquella tardanza? La

marea no podría haber arrastrado muy lejos los mástiles. Únicamente habría que

buscarlos y remolcarlos hasta allí. Y además, aquello me serviría de lección. Pudo

haber esperado a que nuestro trabajo hubiese estado más adelantado para destruirlo

más eficazmente.

-Ahí viene -murmuró Maud.

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Levanté los ojos. Wolf Larsen paseaba lentamente por el lado de babor de la toldilla.

-Haga como que no le ve -dije en voz baja-. Viene a gozarse en su obra. No

demostremos que nos hemos enterado. Le podemos negar esta satisfacción. Quítese

los zapatos, eso es, y llévelos en la mano.

Entonces nos pusimos a jugar al escondite con el ciego. Cuando pasaba a babor,

nosotros nos deslizábamos a estribor; y desde la toldilla le vimos volverse y dirigirse

a popa en nuestro seguimiento.

El debió conocer por algún indicio que nos hallábamos a bordo, porque dijo:

"Buenos días" con mucha seguridad, y esperó que le fuera devuelto el saludo.

Después pasó a popa, y nosotros huimos a proa.

-¡Oh! Sé que estás a bordo -gritó, y vi cómo luego de hablar escuchaba atentamente.

Me trajo a la memoria el búho, que cuando acaba de lanzar su grito lúgubre se queda

acechando los movimientos de su presa asustada. Pero nosotros no nos movimos y

sólo andábamos cuando andaba él. Y así, cogidos de la mano, nos esquivamos por

la cubierta como un par de chiquillos perseguidos por un ogro, hasta que Wolf

Larsen, evidentemente disgustado, dejó la cubierta y bajó a la cabina. En nuestros

ojos brillaba la alegría y sonreíamos contentos cuando nos pusimos los zapatos, y

trepando por la barandilla saltamos al bote. Y cuando miré a los ojos claros de Maud,

olvidé todo el daño que Wolf Larsen me había hecho, y únicamente supe que la

amaba y que ella me comunicaba la energía para abrirme el camino que debía

conducirnos al mundo.

CAPITULO XXXVI

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Durante dos días Maud y yo recorrimos el mar y exploramos las playas, en busca de

los mástiles perdidos, pero hasta el tercero no los encontramos. Los hallamos todos,

las cizallas incluidas, aunque en el lugar más peligroso, al pie del promontorio

sudoeste, batido por las olas. ¡Y cómo trabajamos! Regresamos a nuestra pequeña

ensenada, cerrada ya la noche, para proseguir en los días sucesivos nuestro

desesperado esfuerzo.

Hubo un momento en que, completamente extenuados de fatiga, quise abandonarlo

todo; pero Maud se opuso, significándome que era el único medio de libertarnos. De

no poder navegar en el Ghost, habríamos de permanecer hasta la muerte en aquella

isla desconocida, a la que no abordarla nadie.

-Se olvida del bote que hallamos en la playa -le recordé.

-Era un bote de cazadores -replicó-, y demasiado sabe usted que si los hombres se

hubieran salvado, hubiesen vuelto para hacerse ricos en este criadero.

No hubo más remedio sino seguir hasta lograr reunir los mástiles, después de

esfuerzos inauditos. Regresábamos a nuestra isla, a través de un mar agitado. A las

tres y media de la tarde doblamos el promontorio sudeste. No solamente estábamos

hambrientos, sino que además sufríamos el tormento de la sed; teníamos los labios

secos y agrietados y ya ni siquiera podíamos humedecerlos con la lengua. Entonces

el viento fue amainando gradualmente hasta el anochecer, en que calmó del todo y

yo volví a remar, pero débil, muy débilmente. A las dos de la madrugada la proa del

bote tocó la playa de nuestra ensenada interior, y dando traspiés lo amarré. Maud no

podía tenerse de pie y yo no tenía fuerza suficiente para llevarla. Me dejé caer en la

arena a su lado y cuando me hube recobrado la cogí por debajo de los brazos y la

arrastré hasta la cabaña.

Al día siguiente no trabajamos; dormimos hasta las tres de la tarde, al menos yo,

pues al despertar hallé que Maud estaba ya guisando la comida. Era admirable lo

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pronto que se reponía; en aquel cuerpo frágil como un lirio había tal tenacidad y tal

actividad de las fuerzas vitales, que difícilmente podían conciliar con su debilidad

aparente.

-Ya sabe usted que mi viaje al Japón tenía por motivo mi salud -dijo, cuando después

de comer nos quedamos junto al fuego, deleitándonos con aquella inacción-. En

realidad, nunca he sido muy fuerte, y como los médicos me recomendaron un viaje

por mar, elegí el más largo.

-¡Qué poco sabía usted lo que elegía! -dije riendo.

-Pero esta experiencia me convertirá en una mujer distinta y más fuerte -repuso ella,

y hasta creo que mejor. Cuando menos, me habrá servido para la perfecta

comprensión de la vida.

Al día siguiente, no bien amaneció, desayunamos y nos pusimos al trabajo.

Tres días necesitamos aún para disponerlo todo y tener al fin un molinete

rudimentario, que no daba el rendimiento del anterior, pero que hacia posible mí

trabajo.

Al otro día subí a bordo los dos masteleros, y pronto funcionaron las cizallas lo

mismo que antes. Aquella noche dormí sobre cubierta junto a mi trabajo, y Maud,

que se negó a quedarse sola en tierra, se acostó en el castillo de proa. Wolf Larsen

había estado dando vueltas por allí y escuchando cómo reparaba el molinete, pero

no había hablado sino de cosas indiferentes. Ninguno de los tres aludimos para nada

a la destrucción de las cizallas y él tampoco volvió a decirme que de- jara el barco.

Sin embargo, seguía temiéndole, pues aunque ciego e impotente, siempre estaba al

acecho, y yo, por si acaso, procuraba estar fuera del alcance de sus brazos mientras

trabajaba.

Esta noche, estando dormido debajo de mis cizallas, me despertó el ruido de sus

pasos sobre cubierta. A la luz de las estrellas pude distinguir la sombra de su cuerpo

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andar de un lado a otro; salí de bajo las mantas y le seguí descalzo para que no me

oyera. Había cogido un cuchillo del cajón de las herramientas y se disponía a cortar

las drizas del foque mayor que había yo atado de nuevo. Las tanteó con la mano y

descubrió que no estaban bastante tirantes, de forma que le era imposible utilizar el

cuchillo, por lo que tiró de los extremos de las cuerdas, las puso en tensión, las ató,

y entonces se preparó a cortar.

-Convendría que dejase eso -le dije en voz baja.

Oyó cómo amartillaba la pistola y se echó a reír.

-¡Hola, Hump! -dijo-, ya sabía que estabas ahí; tú no puedes engañar a mis oídos.

-No es verdad, Wolf Larsen -le contesté en el mismo tono de antes-. Pero como estoy

aguardando impacientemente la ocasión de matarle, empiece a cortar cuando quiera.

-La ocasión la tienes siempre -repuso con desdén.

-Empiece a cortar.

-Prefiero no darte ese gusto -dijo riendo, y desapareció de la cubierta.

-Hay que hacer algo, Humphrey -advirtió Maud a la mañana siguiente cuando le

hube contado lo ocurrido-. Si ese hombre sigue en libertad, nos hará alguna trastada.

Es capaz de hundir el barco o prenderle fuego. Habremos de amarrarle.

-Pero, ¿cómo? Yo no me atrevo a ponerme al alcance de sus brazos, y además, él

sabe que mientras su resistencia sea pasiva no puedo matarle.

-Urge buscar una solución.

-Ya la tengo -dijo al fin.

Cogí una maza de les que servían para la caza de focas.

-Esto no le matará -continué-, y antes de que vuelva en si le habré atado fuertemente.

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Maud volvió la cabeza con un estremecimiento.

-No, eso no... Debemos emplear otro medio menos brutal; esperemos.

Pero no hubimos de esperar mucho; el problema se resolvió por si solo. Después de

varias tentativas hallé el punto de equilibrio del palo de trinquete, sujeté el aparejo

elevador unos cuantos pies más arriba y nos dedicamos a nuestro trabajo.

Mientras tanto, Wolf Larsen había subido a cubierta. En seguida notamos en él algo

extraño. La indecisión de sus movimientos era más pronunciada. Junto a la escalera

de la toldilla titubeó, se pasó una mano por los ojos con aquel gesto suyo tan peculiar,

descendió los peldaños dando traspiés y cruzó la cubierta con el mismo paso

inseguro, tendiendo los brazos en busca de apoyo. Al llegar cerca de la bodega,

recobró el equilibrio y allí permaneció un buen rato como si fuera presa de vértigos,

pero de pronto se le doblaron las piernas y se desplomó sobre el entarimado.

-Le ha dado un ataque -dije al oído de Maud.

Ella sacudió la cabeza, y sus ojos reflejaron profunda compasión.

Nos acercamos a él; respiraba convulsivamente. Maud le levantó la cabeza a fin de

que la sangre no le congestionara y me envió a la cabina por una almohada. Traje

también mantas y le instalamos lo mejor que pudimos. Le tomé el pulso, que latía

con fuerza y casi era normal. Esto me extrañó y me hizo sospechar.

-¿Y si fuese una superchería? -dije sin abandonarle la muñeca.

Maud movió la cabeza y me dirigió una mirada de reproche; pero en aquel mismo

instante la muñeca se me escapó de entre los dedos y aquella mano se cerró sobre la

mía como un cepo de acero. Lancé un grito horrible e inarticulado, y cuando me

rodeó el cuerpo con el otro brazo y me atrajo hacia él con un abrazo terrible, vi en

su rostro una expresión de triunfo.

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Me soltó la mano, pero me pasó el brazo por detrás de la espalda y me sujetó los

míos de forma que me era imposible moverme. Con la mano libre me apretó la

garganta, y en aquel momento tuve el amargo presentimiento de una muerte muy

merecida por mi imbecilidad. ¿Por qué me habría puesto al alcance de aquellos

brazos formidables? Sentí en el cuello el roce de otras manos, las de Maud, que se

esforzaban en vano por soltar la garra que me estrangulaba. Viendo la inutilidad de

su empeño, dio un alarido que me llegó al alma. Era el mismo que había oído al

hundirse el Martínez.

Yo tenía la cara contra el pecho de Wolf Larsen y no podía ver nada, pero sentía que

Maud daba vueltas por allí y finalmente corría por la cubierta. Esto ocurrió

rápidamente. Aún no habla perdido yo el conocimiento, y sin embargo, el tiempo

que transcurrió hasta que de nuevo oí acercarse sus pasos, me pareció interminable.

En aquel preciso instante, sentí caer el cuerpo del hombre; cesó de respirar y su

pecho se hundió bajo mi peso. Su garganta vibró con un profundo gemido. La mano

que me oprimía la garganta aflojó la presión, dejándome respirar, mas se movió y

otra vez volvió a apretar; pero con toda su voluntad, no pudo vencer la debilidad que

le invadía. Aquella voluntad se quebró, se había desmayado.

Rodé hasta quedar de espaldas sobre la cubierta, jadeante y parpadeando a la luz del

sol. Inmediatamente mis ojos se dirigieron al semblante de Maud, que estaba pálida,

pero tranquila. Sorprendí en su mano una pesada maza.

Al cruzarse nuestras miradas soltó la maza como si de pronto la hubiese pinchado,

y al mismo tiempo agitó mi corazón una gran alegría. Ahora sí que era verdade-

ramente mi mujer, mi compañera, que luchaba conmigo y por mí como lo hubiese

hecho la compañera de un hombre de las cavernas. Despertaba todo lo que había en

ella de primitivo, haciéndola olvidar su cultura y endureciéndola a despecho de la

civilización en que había vivido.

-¡Mujer adorable! -exclamé poniéndome de pie.

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Un momento después la estrechaba entre mis brazos, mientras ella lloraba

convulsivamente, apoyada la cabeza en mi hombro. Vi la gloria de sus cabellos

castaños brillando a la luz del sol como un tesoro. Y entonces incliné la cabeza y le

besé el cabello dulcemente, tan dulcemente, que ella no se enteró.

Luego acudieron a mi mente pensamientos más razonables. Al fin y al cabo, no era

sino una mujer que lloraba, una vez pasado el peligro, en los brazos de su protector

o del que ella había salvado. La situación no hubiese sido otra de haberse hallado en

mi lugar su padre o su hermano. Además, el sitio y la ocasión no eran los más

apropiados para una declaración amorosa y yo quería también ganarme mejores

derechos a ello, por lo que volví a besarle el cabello dulcemente al sentir que se

apartaba de mis brazos.

-Esta vez fue un ataque de verdad -dijo-, un golpe como el que le dejó ciego. Al

principio fingió, pero luego lo sufrió realmente.

Le cogí por los sobacos y le arrastré hasta la escalera. Yo sólo no podía meterle en

una litera, pero con la ayuda de Maud le coloqué en el borde y le hice rodar dentro

de una litera baja

Sin embargo, esto no era todo; me acordé de las es posas que había en su camarote,

y que usaba con los marineros. Fui por ellas; y cuando le dejamos estaba esposado

de pies y manos. Por primera vez, en muchos días, respiré con entera libertad. Al

subir a cubierta sentía como si me hubiesen quitado un peso de encima de los

hombros. Al propio tiempo, viendo que Maud se me aproximaba, me pregunté si ella

también notaría lo mismo, mientras nos dirigíamos hacia donde el palo de trinquete

se hallaba pendiente de las cizallas.

CAPITULO XXXVII

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En seguida nos trasladamos al Ghost, ocupando nuestros antiguos camarotes y

guisando desde aquel día en la cocina. Nos hallábamos muy a gusto, y el palo de

trinquete, suspendido de las improvisadas cizallas, daba a la goleta una apariencia

en actividad que parecía la promesa de una próxima partida.

El ataque sufrido por Wolf Larsen, fue seguido de una notable pérdida de sus

facultades. Maud lo descubrió por la tarde, al tratar de darle alimento. Ella le habló,

pero no obtuvo respuesta. Estaba acostado sobre el lado izquierdo y era evidente que

sentía grandes dolores. Su desasosiego le hizo volver la cabeza, quedando así la oreja

izquierda libre de la presión de la almohada. Al instante oyó, y Maud vino corriendo

a advertirme lo que sucedía.

Oprimiéndole la almohada sobre la oreja izquierda, pregunté a Wolf Larsen si me

oía, pero no contesté; luego la quité, repitiendo la pregunta, y respondió afirma-

tivamente.

-¿Sabe que está sordo de la oreja derecha? -le dije.

-Sí -repuso en voz baja pero enérgica-, y más aún, tengo afectado todo el costado.

Parece como dormido. No puedo mover el brazo ni la pierna.

-¿Fingimos otra vez? -le interrogué, enojado.

Sacudió la cabeza, y en su boca inflexible se dibujó una sonrisa extraña y torcida

Digo torcida porque sólo apareció en el lado izquierdo, mientras los músculos de la

parte derecha de la cara permanecían inmóviles.

-Esta es la última hazaña del Lobo -dijo-. Tengo una parálisis y nunca más volveré

a caminar. ¡Oh, únicamente dispongo del otro costado! -añadió, como si advirtiera

la mirada de sospecha que dirigía a su pierna izquierda-. Es una lástima -continuó-.

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Hubiese preferido terminar contigo antes, Hump, y si desistí, fue porque te creí

aniquilado.

-Y, ¿por qué? -pregunté entre horrorizado y curioso.

De nuevo sus labios duros dibujaron una torcida sonrisa, cuando dijo:

-¡Oh, precisamente para vivir, para vivir y obrar para ser la porción mayor del

fermento hasta el fin, para devorarte; todo menos morir así!

Encogió los hombros, o más bien intentó encogerlos pues sólo el izquierdo se movió.

Su gesto, lo mismo que la sonrisa, había resultado torcido.

-Pero, ¿cómo se explica usted esto? ¿Dónde está la causa de su enfermedad?

-En el cerebro. Es consecuencia de aquellos malditos dolores de cabeza.

-¿Qué síntomas experimentó?

-No hallo explicación posible a eso. En mi vida estuve enfermo. Habrá debido

formarse algo en el cerebro, un cáncer, un tumor o algo que me devora y destruye.

Me ha atacado los centros nerviosos, royéndolos poco a poco, célula tras célula, y

produciéndome aquellos dolores.

-¿Los centros motores también? -sugerí.

-Eso parece; y lo peor de todo es que he de permanecer aquí en perfecto estado

mental y sintiendo cómo se rompe, cómo desaparece toda conexión con el mundo.

Estoy imposibilitado de ver, voy perdiendo el oído y el tacto; a este paso, pronto

cesaré de hablar y mientras esté aquí conservaré todas mis actividades, pero seré

impotente.

-Cuando dice usted que está aquí, me hace pensar en la posibilidad del alma.

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-¡Tonterías! -replicó-. Esto significa únicamente que los centros más importantes

están ilesos. Puedo recordar, pensar y razonar, y cuando esto termine habré

terminado yo, habré dejado de ser. Pero, ¿el alma?...

Estalló en una carcajada burlona y después apoyó la oreja izquierda en la almohada,

dando a entender así que ya no deseaba más conversación.

Maud y yo continuamos trabajando, impresionados por la terrible desgracia que

había caído sobre él de cuyo horror, que participaba del respeto que inspira el

castigo, nos dábamos ahora exacta cuenta.

-Podrías quitarme las esposas -dijo Wolf Larsen aquella noche-. Estás en completa

seguridad; ahora estoy paralítico. Lo que hay que temer es que de estar en la cama

se me formen úlceras.

Sonrió con su torcida sonrisa, y Maud, con los ojos dilatados por el horror, se vio

obligada a volver la cabeza.

-¿Sabe usted que su sonrisa es torcida? -dije, sabiendo que Maud habría de cuidarle

y deseando evitarle desagradables impresiones.

-Pues ya no sonreiré más -dijo con calma-. Ya me figuraba algo así; todo el día tengo

entorpecida la mejilla derecha. Hace ya tres días que lo sentía venir. A ratos parecía

como si se me durmiese tan pronto el brazo y la mano, como el pie y la pierna de

este lado... Así, pues, ¿resulta torcida mi sonrisa?... Bueno, en adelante, supón que

sonrío interiormente, con el alma si lo prefieres. Considera que ahora mismo estoy

sonriendo.

Y durante varios minutos permaneció quieto entregado a su fantasía.

El hombre no había cambiado, continuaba siendo el antiguo Wolf Larsen, terrible e

indomable, aprisionado

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en aquella carne que en otros tiempos fue tan espléndida e invencible. Ahora le

sujetaba con insensibles cadenas, encerrando su alma en la oscuridad y el silencio y

separándola del mundo en que había cometido tantos excesos. Ya no volvería a

conjugar el verbo "obrar" en todos los modos y tiempos. Sólo le quedaba el "ser" sin

movimiento, que es como él había definido la muerte; querer, pero no ejecutar;

pensar y razonar y seguir espiritualmente tan vivo como antes, pero materialmente

estar muerto, bien muerto.

Aunque le quité las esposas, continuaba para nosotros con toda su potencialidad. No

sabíamos qué podíamos esperar de él, qué cosa horrible sería capaz de realizar,

elevándose por encima de la carne. La experiencia nos autorizaba a sentir este temor,

y nos pusimos de nuevo al trabajo, siempre bajo el peso de la misma inquietud.

Yo había resuelto el problema que habían planteado las escasas dimensiones de las

cizallas, pero para efectuar mi tarea, fueron necesarios dos días de trabajo, y hasta

una mañana del tercero no pude levantar de la cubierta el palo. En eso si que

demostré mi. torpeza. Tuve que aserrar, cortar y cincelar la madera hinchada por la

humedad hasta que pareció roída por una rata gigantesca; pero al fin se ajustó.

-Esto trabajará, yo sé que trabajará -grité.

-¿Conoce usted el último juicio sobre la verdad del doctor Jordán? -preguntó Maud.

Sacudí la cabeza y me detuvo en la acción de quitar las virutas que se habían

deslizado sobre mi espalda.

-¿Podemos hacerlo trabajar? ¿Podemos fiarle nuestras vidas?", dice el juicio.

-¿Es uno de sus favoritos?-dije.

-Cuando renové mi antiguo Panteón y eché fuera de él a Napoleón, a César y a todos

sus compañeros, di entrada inmediatamente a otros, y el doctor Jordán fue el primero

que instalé en él.

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-Es un héroe moderno.

-Y porque es moderno es más grande -añadió ella.

-Como críticos, estamos de acuerdo -dije riendo.

-Lo mismo que como calafate y aprendiz -contestó ella, con otra carcajada.

En aquellos días, sin embargo, teníamos poco tiempo para reír, a causa de lo pesado

del trabajo y de la horrible enfermedad de Wolf Larsen, que era como vivir

muriendo.

Había sufrido otro ataque, a consecuencia del cual parecía haber perdido la voz; sólo

a ratos podía hacer uso de ella. A veces, en medio de una frase, perdía el habla, y en

ocasiones tardaba varias horas en restablecer la comunicación. Se quejaba de agudos

dolores de cabeza, y durante este período fue cuando ideó un sistema para

comunicarnos, en previsión de que llegara un día en que le sería absolutamente

imposible hablar. Consistía el sistema en un apretón de la mano para decir "sí" y dos

para decir "no". Este convenio fue muy oportuno, pues por la tarde había perdido la

palabra para siempre. Desde entonces contestaba a nuestras preguntas con apretones

de mano, y cuando deseaba decir algo, escribía con la mano izquierda sobre una hoja

de papel con letra perfectamente legible.

Mientras tanto, había llegado el invierno. Los temporales se sucedían

incesantemente, acompañados de nieve y lluvias. Las focas ya habían emigrado

hacia el Sur y el criadero estaba completamente desierto. A despecho del mal tiempo

y del viento, que es lo que especialmente me molestaba, trabajaba yo febrilmente y

estaba sobre cubierta, desde el amanecer hasta la noche, haciendo notables

progresos.

Mientras yo me afanaba en sujetar el aparejo al palo de trinquete, Maud cosía lona,

pero siempre estaba dispuesta a dejarlo todo y venir en mi ayuda cuando hacían falta

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más de dos manos. La lona era dura y pesada y cosía con el rempujo y la aguja

triangular que

usan los marineros. Pronto tuvo las manos llenas de ampollas, pero seguía trabajando

valerosamente, guisando y cuidando del enfermo por añadidura.

Cuando, siempre ayudado por Maud, quedó al fin colocado el palo en su sitio,

después de grandísimos esfuerzos, ella acudió a mi lado para verlo. A la luz amarilla

de la linterna contemplamos nuestra obra. Nos miramos y nuestras manos se

buscaron y se unieron. Creo que ambos teníamos los ojos húmedos por la alegría de

nuestro éxito.

-En realidad, esto era bien fácil -advertí-. La dificultad estaba en la preparación.

-Y la maravilla en el conjunto -añadió Maud-. Aún no acabo de creer que este mástil

tan grande esté colocado como lo está; que lo haya subido del agua, y lo haya podido

poner en su sitio. Es una verdadera obra de titanes.

Un olor extraño me llamó la atención. Eché una ojeada a la linterna y vi que no

despedía humo.

-Algo se quema -dijo súbitamente Maud.

Saltamos juntos a la escalera, pero le pasé delante en la cubierta. Por la puerta de la

bodega salía una densa columna de humo.

-Todavía no ha muerto el Lobo -dije para mis adentros, y me lancé por la escalera.

Era tan espeso el humo abajo, que tuve que ir buscando el camino a tientas, y tan

grabada estaba en mi mente la poderosa imagen de Wolf Larsen, que esperaba de un

momento a otro que el gigante, a pesar de hallarse impotente, me cogiera por el

cuello y me estrangulara. Casi me dominó el deseo de volver a cubierta; Pero me

acordé de Maud. Ante mí pasó la visión de aquella mujer tal como la había visto

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hacía un momento a la luz de la linterna, con los ojos encendidos de alegría, y

comprendí que no debía retroceder.

Cuando llegué a la litera de Wolf Larsen estaba sofocado, me ahogaba; alargué la

mano buscándole. Allí estaba sin movimiento, pero se agitó ligeramente al tocarle.

Palpé las mantas: no había señales de fuego. Sin embargo, aquel humo que me

cegaba y me hacía toser debía proceder de algún sitio. Durante un momento perdí la

cabeza y me precipité frenético por la bodega. Un golpe dado contra una mesa me

volvió a la realidad. Me dije que un hombre paralítico no podía prender fuego muy

lejos de donde yacía.

De nuevo volví al lado de Wolf Larsen, y allí encontré a Maud. No podía adivinar

el rato que estaría en aquella atmósfera sofocante.

-¡Suba a cubierta! -le dije.

-Pero, Humphrey... -comenzó a protestar con voz extraña y ronca.

-¡Por favor, por favor!-le grité enérgicamente.

Obedeció sumisa, pero entonces pensé: "¿Y si no puede hallar la salida?" Seguí tras

ella hasta el pie de la escalera, y entonces la oí gritar débilmente:

-¡Oh, Humphrey, me he perdido!

Estaba tanteando la pared del mamparo; la conduje, casi llevándola en vilo, y la subí

por la escalera. Se hallaba sólo desvanecida, la dejé acostada en la cubierta y volví

a sumergirme en la bodega.

El origen del humo debía estar muy cerca de Wolf Larsen. Mientras tanteaba por

allí, cayó algo caliente sobre mi mano. Me quemaba. Entonces lo comprendí todo;

haba prendido fuego a la colchoneta de la litera superior, pues para esto conservaba

todavía bastante vigor en su brazo izquierdo. La paja húmeda de la colchoneta, falta

de aire, no había prendido bien.

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Al sacarla de la litera y ponerse en contacto con el aire, ardió. Quité los restos de

paja encendida y salí un momento a cubierta en busca de aire.

Unos cuantos cubos de agua bastaron para apagarlo todo, y diez minutos después,

cuando el humo se hubo disipado, consentí que bajara Maud. Wolf Larsen estaba

desvanecido, pero el aire fresco no tardó en devolverle el sentido.

Pidió por señas papel y lápiz.

«Les ruego que no me interrumpan -escribió-estoy sonriendo". "Como ven, todavía

soy una porción de fermento", añadió, un poco más tarde.

-Me alegro de que sea usted una porción tan pequeña -dije.

"Gracias -escribió-; pero piensa en lo que habré de reducirme antes que me muera.

Y sin embargo, sigo todo aquí, Hump -añadió como una rúbrica final-. Ahora puedo

pensar con más claridad que en toda mi vida. Nada me distrae, la concentración es

perfecta. Estoy todo aquí y más que nunca."

Esto era un mensaje desde las sombras de la tumba, pues el cuerpo de aquel hombre

se había convertido en su mausoleo. Allí, en tan extraño sepulcro, vivía y revoloteaba

su espíritu y seguiría así hasta que desapareciera el último medio de comunicación.

Y aún después de esto, ¿quién sabe cuánto tiempo seguiría viviendo y revoloteando?

CAPITULO XXXVIII

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"Me parece que estoy perdiendo el lado izquierdo -escribió Wolf Larsen la mañana

que siguió a su tentativa de incendiar el barco-. La torpeza física aumenta. Apenas

puedo mover la mano. Tendréis que hablar más fuerte. Desaparecen los últimos

medios de comunicación."

-¿Siente usted dolor? -le pregunté.

Tuve que repetir la pregunta en voz más alta antes de que contestara:

"No siempre."

La mano izquierda resbaló lenta y penosamente por el papel, y desciframos los

garabatos con gran dificultad. Parecía un mensaje de los espíritus, como los que dan

en las reuniones de espiritistas a un dólar la entrada.

"Pero continúo aquí, todo aquí", garrapateó con más lentitud y dificultad que antes.

Se le cayó el lápiz y tuvimos que volver a colocárselo en la mano.

"Cuando no tengo dolor gozo de una paz y tranquilidad perfectas. Nunca he

discurrido con tanta claridad. Puedo ponderar la vida y la muerte como un filósofo

indio."

-¿Y la inmortalidad? preguntó Maud a gritos en su oído.

Tres veces trató de escribir, pero la mano le resbaló desesperadamente. Se le cayó el

lápiz, y en vano nos esforzamos en volver a colocárselo en la mano. Los dedos no

podían cerrarse sobre él. Entonces Maud se los apretó alrededor del lápiz con su

propia mano, y pudo trazar en letras grandes y tan lentamente, que cada una le costó

varios minutos

T-O-N-T-E-R-I-A.

Esta fue la última palabra de Wolf Larsen, "tontería", dando así buena prueba hasta

el fin de un escepticismo invencible. El brazo y la mano se relajaron. El tronco se

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agitó ligeramente; después ya no hubo más movimiento. Maud soltó la mano. Los

dedos se abrieron un poco, separándose por su propio peso, y el lápiz cayó rodando.

-He notado que los labios se movían ligeramente -advirtió Maud-. Preguntémosle

algo.

-¿Tiene usted hambre? -le dijimos.

Los labios se movieron bajo sus dedos, transmitiendo la respuesta "sí".

-¿Quiere usted carne?

Contestó que no.

-¿Té?

-Sí, quiere té -dijo Maud-. Mientras oiga, podremos comunicar con él; pero

después...

Maud fijó sus ojos en mí de una manera extraña. Vi cómo le temblaban los labios y

cómo las lágrimas estaban a punto de rodar por sus mejillas. Se inclinó hacia mi y

yo la cogí en mis brazos.

-¡Oh, Humphrey! -sollozaba.

Hundió la cabeza en mi hombro, mientras el llanto le sacudía su frágil cuerpo.

Después volvimos al trabajo. Una vez colocado el palo de trinquete, adelantó

rápidamente todo. Casi antes de que me hubiese dado cuenta, coloqué el palo mayor

en su sitio. Días después, todos los estays y obenques estaban en su lugar y todo

dispuesto para la marcha. Las gavias habrían de ser un estorbo y un peligro para

una tripulación compuesta sólo de dos personas, por lo que subí los masteleros a la

cubierta y los sujeté.

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Se invirtieron varios días más en preparar las velas y colocarlas. Sólo habían tres

acortadas y deformadas, resultando ridículo para una embarcación tan elegante como

el Ghost.

-¡Pero haremos trabajar todo esto -exclamó Maud, muy animada-, y le confiaremos

nuestras vidas!

El día que terminamos de sujetar las velas, perdió Wolf Larsen por completo el oído

y se extinguió el movimiento de sus labios.

El medio de que nos valíamos para entendernos había desaparecido. En algún sitio

de aquella tumba de carne habitaba todavía el alma de aquel hombre. Emparedada

en aquella arcilla viviente ardía la inteligencia, pero ardía en el silencio y las

tinieblas. El mundo no existía ya para ella. Se conocía únicamente a sí misma y para

ella sólo tenían valor la extensión y profundidad del silencio y las tinieblas.

CAPITULO XXXIX

Llegó el día de nuestra partida. Ya no había nada que nos retuviese en la isla. Los

mástiles recortados del Ghost estaban en su sitio, y las velas, también reducidas, se

hinchaban.

Mi obra no era hermosa, pero era segura.

-¡Yo lo he hecho! ¡Yo lo he hecho! -deseaba gritar en voz alta.

Fue Maud quien, adivinando mi pensamiento, exclamó

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-¡Y pensar, Humphrey, que usted lo ha hecho todo con sus propias manos!

-Pero había otras dos -respondí-, muy pequeñas.

Ella se rió, sacudió la cabeza y levantó las manos para mirárselas.

-Nunca más volveré a vérmelas limpias -deploró.

-Ese será su mejor galardón -dije estrechándole las manos, y las hubiese besado de

no haberlas retirado ella rápidamente.

Después nos dispusimos a zarpar.

-Por ser el espacio tan reducido, no podremos subir el áncora una vez que haya

dejado el fondo -dije-, pues iríamos a chocar contra las rocas.

-¿Y qué hará usted?

-Abandonarla. Y cuando empiece a maniobrar tendrá usted que ayudarme. Yo tendré

que correr en seguida al timón, y al mismo tiempo, usted habrá de izar el foque.

Esta maniobra de la partida la había estudiado yo y ejecutado una veintena de veces.

En la ensenada se había iniciado un vientecillo, y aunque las aguas estaban

tranquilas, era menester un trabajo rápido para salir sin tropiezos.

Cuando solté el perno de la cadena, ésta cayó tronando al mar por el escobén. Corrí

entonces a popa, haciendo rodar el volante. El Ghost pareció renacer a :a vida,

poniéndose a la banda en cuanto se llenaron sus velas. El foque empezó a subir y al

hincharse, la proa del Ghost saltó hacia delante, teniendo que echar mano del timón

para imprimirle el rumbo.

Había inventado yo una escota automática, que pasaba a través del foque mismo a

fin de que Maud no tuviese necesidad de atender a esto, pues estaba todavía izando

la vela, cuando yo tuve que acudir al timón. Fue un momento de verdadera ansiedad,

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porque el Ghost se lanzaba directamente sobre la playa, de la cual distaba tan sólo

un tiro de piedra, más el barco viró sobre la quilla con el viento.

Maud, al terminar su tarea, vino a mi lado con una gorrita sobre el alborotado

cabello, las mejillas coloreadas por el ejercicio y las aletas de la nariz palpitantes por

el choque del aire fresco y salado. Había en sus ojos una mirada impetuosa y aguda

como nunca había visto. Tenía los labios entreabiertos, con el aliento suspendido,

cuando el Ghost cargó sobre la pared de roca de la ensenada interior, voló con el

viento y salió a mar abierto.

Mi empleo de segundo, cuando cazábamos focas, me fue de mucha utilidad para

estas maniobras. Di otra vuelta, y el Ghost puso la proa al piélago inmenso. La goleta

bogaba a impulsos de la corriente submarina, respirando el ritmo de la misma cuando

se deslizaba blandamente montada sobre las olas que llevaban dirección contraria.

El día había empezado nuboso y triste; pero ahora, el sol, irrumpiendo a través de

las nubes, brillaba como un presagio de buen agüero en la curva de la playa. Toda la

isla resplandecía bajo la caricia del sol. El mismo promontorio sudoeste aparecía

menos cefiudo; aquí y acullá, donde las salpicaduras de las olas humedecían su

superficie, surgían chispas luminosas que parpadeaban a la luz del sol.

-Recordaré siempre esto con orgullo -dijo Maud-. ¡Querida isla, siempre te amaré!

-Y yo también -repuse rápidamente.

Parecía que nuestros ojos habían de encontrarse, y sin embargo, esquivaron la

mirada y no se encontraron. Dejando el timón, corrí a proa, aflojé la vela mayor y el

trinquete, afiancé las jarcias en el botalón y lo orienté todo al viento que teníamos

en nuestro cuadrante. Era un viento fresco, muy fresco, y resolví correr mientras me

lo permitiese. Desgraciadamente, cuando se boga con todas las velas es imposible

soltar el timón, por lo que se me presentaba una guardia de toda una noche. Maud

insistió en relevarme, pero había dado pruebas de no tener la fuerza suficiente para

gobernar con una mar gruesa, aun cuando hubiese conseguido tener la maestría

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necesaria para desenvolverse en tales circunstancias. Parecía descorazonada, pero

recobró pronto su ánimo al recoger las jarcias, drizas y todas las cuerdas esparcidas.

Además, había que preparar la comida, hacer las camas, atender a Wolf Larsen y

limpiar la cabina y la bodega.

No pude descansar en toda la noche gobernando el timón, pues el viento aumentaba

y el mar se ponía cada vez más encrespado. A las cinco de la mañana me trajo Maud

café caliente con bizcochos, que ella había preparado, y a las siete un sustancioso

almuerzo, que me devolvió las fuerzas perdidas.

El Ghost seguía corriendo y devorando las distancias, hasta el extremo de que llegué

a tener la certeza de que su velocidad no bajaba de nueve nudos. Al anochecer estaba

yo agotado. Aunque mi estado de salud era inmejorable, treinta y seis horas de

trabajo incesante habíanme conducido al límite de resistencia. Maud me suplicaba

que virásemos, y yo comprendía que si el mar y el viento seguían aumentando en la

misma proporción durante la noche, me sería imposible hacerlo. Así, pues cuando

hubo oscurecido, llevé el Ghost, no sin recelo, contra el viento.

No había calculado la colosal tarea que representaba esto para un hombre solo.

Mientras corríamos a favor del viento no había apreciado su fuerza; pero cuando

cesamos de correr con él, dime cuenta, por mi desgracia y también para mi

desesperación, de la violencia con que soplaba. El viento frustraba todos mis

esfuerzos, arrancándome la lona de las manos y deshaciendo en un instante lo que

había ganado en diez minutos de dura lucha. A las ocho sólo había conseguido poner

el segundo rizo al trinquete. A las once no había adelantado más. De la punta de los

dedos goteaba sangre y las uñas estaban rotas hasta sus raíces. De dolor y puro agota-

miento lloré en la oscuridad, secretamente, a fin de que Maud no se enterase.

Después, desesperado, abandoné la tentativa de rizar la vela mayor, intentando al

propio tiempo virar con el trinquete bien rizado. Necesité tres horas para plegar la

vela mayor y el foque, y a las dos de la madrugada, desfallecido, casi muerto, apenas

pude darme cuenta de que la maniobra había sido un éxito. El trinquete rizado

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trabajaba. El Ghost tomó ansiosamente la querencia del viento y no mostró ninguna

propensión a inclinarse sobre el abismo.

Yo estaba muerto de hambre, y sin embargo, Maud trató en vano de hacerme comer.

Me hubiese dormido seguramente al llevarme a la boca el alimento. Estaba tan

rendido de sueño, que ella se vio obligada a hacerme sentar para que no cayese al

suelo con las violentas sacudidas de la goleta.

No recuerdo cómo pasé de la cocina a la cabina, era un sonámbulo que Maud guiaba

y sostenía. En realidad, no me di cuenta de nada hasta que desperté, tendido en mi

litera y descalzo. Era de noche. Estaba entumecido y lloraba de dolor cada vez que

las ropas de la cama tocaban la punta de los dedos.

Evidentemente no había amanecido aún, por lo que cerré los ojos y pude alcanzar el

sueño nuevamente. Yo no me había enterado, pero había dormido toda una vuelta

de reloj y volvía a ser de noche.

Desperté disgustado porque no podía seguir durmiendo. Encendí una cerilla y miré

el reloj. Marcaba medianoche. ¡Y yo había dejado la cubierta a las tres! Adiviné lo

que aquello significaba. Había dormido veintiuna horas. El buque marchaba

perfectamente, estuve atento un instante al ruido de las olas y al trueno del viento

sobre cubierta, y después me volví de lado y me dormí tranquilamente hasta la

siguiente mañana.

Cuando me levanté, a las siete, no vi a Maud por ningún sitio, y presumí que estaría

en la cocina preparando el desayuno. Una vez en la cubierta, observé que el Ghost

trabajaba espléndidamente con su trozo de vela; pero en la cocina, aunque había

fuego encendido y agua hirviendo, no encontré a Maud.

La hallé en la bodega junto a la litera de Wolf Larsen, que había caído desde la

cumbre de la vida para quedar enterrado vivo, peor en realidad que la misma muerte.

En su rostro sin expresión había un extraño relajamiento. Maud me miró y

comprendí.

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-Su alma ha volado durante la tormenta -dijo.

-La fuerza -dijo Maud- no le sujeta a la vida. Es un espíritu libre.

-Seguramente, es un espíritu libre -respondí, y cogiéndola de la mano la conduje a

cubierta.

La tormenta había calmado aquella noche, lo cual quiere decir que había

desaparecido con la misma rapidez con que había empezado. Después del desayuno,

a

la mañana siguiente, cuando subí a cubierta el cuerpo de Wolf Larsen para el sepelio,

el viento volvía a soplar duramente y el mar estaba agitado.

-Sólo recuerdo la primera parte del servicio fúnebre -dije-, que es ésta: "Y el cuerpo

será arrojado al mar."

Maud me miró sorprendida y extrañada; pero el espíritu de algo que había visto antes

obraba con fuerza sobre mí y me impulsaba a practicar con Wolf Larsen el mismo

triste servicio que él había prestado a otro hombre. Levanté la tapa de la escotilla, y

el cuerpo envuelto en lona se hundió en el mar con los pies delante. El peso del hierro

le arrastró al fondo. Todo había concluido

-Adiós, Lucifer, orgulloso espíritu -murmuró Maud en voz tan baja, que fue ahogada

por el ruido del mar; pero yo vi el movimiento de sus labios y lo comprendí.

Cuando con mucha dificultad nos trasladamos a popa, cogidos de la barandilla, dirigí

casualmente una mirada a sotavento. El Ghost había montado sobre una ola, y

sorprendí claramente un pequeño vapor que se balanceaba viniendo hacia nosotros.

Estaba pintado de negro y a juzgar por lo que había oído decir a los cazadores, lo

reconocí como un cúter de los Estados Unidos destinado a perseguir el contrabando.

Se lo señalé a Maud y me disponía a bajar en busca de una bandera, pero pensé que

me había olvidado de esto.

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-No necesitamos hacer ninguna señal pidiendo socorro -dijo Maud-; les bastará con

vemos.

-Estamos salvados -dije con una alegría desbordante, y añadí-: No sé si debo

mostrarme satisfecho.

Nuestros ojos se encontraron fácilmente. Nos inclinamos el uno hacia el otro, y antes

de que me hubiese dado cuenta, la había rodeado con mis brazos. Sus labios

avanzaron al encuentro de los míos.

-¡Mi mujer, mi mujercita! -dije, y con mi mano

libre le acariciaba el hombro como saben hacerlo los amantes sin haberlo aprendido

en la escuela.

-¡Mi hombre! -repuso Maud, mirándome un instante con los párpados temblorosos,

que se bajaron y velaron sus ojos cuando inclinó la cabeza sobre mi pecho con un

suspiro de felicidad.

Miré hacia el cúter, que estaba muy cerca y arriaba un bote.

-¡Un beso, amada mía!... -murmuré-. ¡Otro, antes que vengan!

-Y nos salven de nosotros mismos -completó ella, con una sonrisa adorable,

henchida de amor.