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Katniss Everdeen, ha sobrevivido de nuevo a LOS JUEGOS, aunque no quedanada de su hogar. Gale ha escapado. Su familia está a salvo. El Capitolio hacapturado a Peeta. El Distrito 13 existe de verdad. Hay rebeldes. Hay nuevoslíderes. Están en plena revolución. El plan de rescate para sacar a Katnissde la arena del cruel e inquietante Vasallaje de los Veinticinco no fuecasual, como tampoco lo fue que llevara tiempo formando parte de larevolución sin saberlo. El Distrito 13 ha surgido de entre las sombras yquiere acabar con el Capitolio. Al parecer, todos han tenido algo que ver enel meticuloso plan…, todos menos Katniss.

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Suzanne CollinsSinsajo

Distritos 3

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Para Cap, Charlie, e Isabel

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Me miro los zapatos, veo cómo una fina capa de cenizas se deposita sobre elcuero gastado. Aquí es donde estaba la cama que compartía con mi hermanaPrim. Allí estaba la mesa de la cocina. Los ladrillos de la chimenea, que sederrumbaron formando una pila achicharrada, sirven de punto de referenciapara moverme por la casa. ¿Cómo si no iba a orientarme en este mar de colorgris?

No queda casi nada del Distrito 12. Hace un mes, las bombas del Capitolioarrasaron las casas de los humildes mineros del carbón de la Veta, las tiendas dela ciudad e incluso el Edificio de Justicia. La única zona que se libró de laincineración fue la Aldea de los Vencedores, aunque no sé bien por qué. Quizápara que los visitantes del Capitolio que tuvieran que pasar por aquí sin másremedio contaran con un sitio agradable en el que alojarse: algún que otroperiodista; un comité que evaluara las condiciones de las minas; una patrulla deagentes de la paz encargada de atrapar a los refugiados que volvieran a casa…

Pero yo soy la única que ha vuelto, y sólo para una breve visita. Lasautoridades del Distrito 13 estaban en contra de que lo hiciera, lo veían como unaempresa costosa y sin sentido, teniendo en cuenta que en estos momentos hayunos doce aerodeslizadores sobre mí, protegiéndome, y ninguna informaciónvaliosa que obtener. Sin embargo, tenía que verlo, tanto que lo convertí en unacondición indispensable para aceptar colaborar con ellos.

Finalmente, Plutarch Heavensbee, el Vigilante Jefe que había organizado a losrebeldes en el Capitolio, alzó los brazos al cielo y dijo: « Dejadla ir. Mejor perderun día que perder otro mes. Quizá un recorrido por el 12 es lo que necesita paraconvencerse de que estamos en el mismo bando» .

El mismo bando. Noto un pinchazo en la sien izquierda y me la aprieto con lamano; es justo donde Johanna Mason me dio con el rollo de alambre. Losrecuerdos giran como un torbellino mientras intento dilucidar qué es cierto y quéno. ¿Cuál ha sido la sucesión de acontecimientos que me ha llevado hasta lasruinas de mi ciudad? Es difícil porque todavía no me he recuperado de los efectosde la conmoción cerebral y mis pensamientos tienden a liarse. Además, losmedicamentos que me dan para controlar el dolor y el estado de ánimo a veces

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me hacen ver cosas. Supongo. Aún no estoy del todo convencida de quealucinara la noche que vi el suelo de la habitación del hospital convertido en unaalfombra de serpientes en movimiento.

Utilizo una técnica que me sugirió uno de los médicos: empiezo con las cosasmás simples de las que estoy segura y voy avanzando hacia las máscomplicadas. La lista empieza a darme vueltas en la cabeza:

« Me llamo Katniss Everdeen. Tengo diecisiete años. Mi casa está en elDistrito 12. Estuve en los Juegos del Hambre. Escapé. El Capitolio me odia. APeeta lo capturaron. Lo creen muerto. Seguramente estará muerto.Probablemente sea mejor que esté muerto…» .

—Katniss. ¿Quieres que baje? —me dice mi mejor amigo, Gale, a través delintercomunicador que los rebeldes me han obligado a llevar. Está arriba, en unode los aerodeslizadores, observándome atentamente, listo para bajar en picado sialgo va mal.

Me doy cuenta de que estoy agachada con los codos sobre los muslos y lacabeza entre las manos. Debo de parecer al borde de un ataque de nervios. Esono me vale, no cuando por fin empiezan a quitarme la medicación.

Me pongo de pie y rechazo su oferta.—No, estoy bien.Para dar más énfasis a la afirmación, empiezo a alejarme de mi antigua casa

y me dirijo a la ciudad. Gale pidió que lo soltaran en el 12 conmigo, pero noinsistió cuando me negué. Comprende que hoy no quiero a nadie a mi lado, nisiquiera a él. Algunos paseos hay que darlos solos.

El verano ha sido abrasador y más seco que la suela de un zapato. Apenas hallovido, así que los montones de ceniza dejados por el ataque siguenprácticamente intactos. Mis pisadas los mueven de un lado a otro; no hay brisaque los desperdigue. Mantengo la mirada fija en lo que recuerdo como lacarretera, y a que cuando aterricé en la Pradera no tuve cuidado y me di contrauna roca. Sin embargo, no era una roca, sino una calavera. Rodó y rodó hastaquedar boca arriba, y durante un buen rato no pude evitar mirarle los dientespreguntándome de quién serían, pensando en que los míos seguramente tendríanel mismo aspecto en circunstancias similares.

Sigo la carretera por costumbre, pero resulta ser una mala elección porqueestá cubierta de los restos de los que intentaron huir. Algunos están incineradospor completo, aunque otros, quizá vencidos por el humo, escaparon de lo peor delas llamas y yacen en distintas fases de apestosa descomposición, carroña paraanimales, llenos de moscas. « Yo te maté —pienso al pasar junto a una pila—. Ya ti. Y a ti» .

Porque lo hice, fue mi flecha, lanzada al punto débil del campo de fuerza querodeaba la arena, lo que provocó esta tormenta de venganza, lo que hizo estallarel caos en Panem.

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Oigo en mi cabeza lo que me dijo el presidente Snow la mañana queempezábamos la Gira de la Victoria: « Katniss Everdeen, la chica en llamas, haencendido una chispa que, si no se apaga, podría crecer hasta convertirse en elincendio que destruya Panem» . Resulta que no exageraba ni intentabaasustarme. Quizá intentara pedirme ayuda de verdad, pero y o ya había puesto enmarcha algo que no podía controlar.

« Arde, sigue ardiendo» , pienso, entumecida. A lo lejos, los incendios de lasminas de carbón escupen humo negro, aunque no queda nadie a quien le importe.Más del noventa por ciento de la población ha muerto. Los ochocientos restantesson refugiados en el Distrito 13, lo que, por lo que a mí respecta, es como decirque hemos perdido nuestro hogar para siempre.

Sé que no debería pensarlo, sé que debería sentirme agradecida por la formaen que nos han recibido: enfermos, heridos, hambrientos y con las manos vacías.Aun así, no consigo olvidarme de que el Distrito 13 fue esencial para ladestrucción del 12. Eso no me absuelve, hay culpa para dar y tomar, pero sinellos no habría formado parte de una trama may or para derrocar al Capitolio nihabría contado con los medios para lograrlo.

Los ciudadanos del Distrito 12 no poseían un movimiento de resistenciaorganizada propio, no tenían nada que ver con esto. Les tocó la mala suerte de sermis conciudadanos. Es cierto que algunos supervivientes creen que es buenasuerte librarse del Distrito 12 por fin, escapar del hambre y la opresión, de laspeligrosas minas y del látigo de nuestro último jefe de los agentes de la paz,Romulus Thread. Para ellos es asombroso tener un nuevo hogar ya que, hastahace poco, ni siquiera sabíamos que el Distrito 13 existía.

En cuanto a la huida de los supervivientes, todo el mérito es de Gale, aunqueél se resista a aceptarlo. En cuanto terminó el Vasallaje de los Veinticinco (encuanto me sacaron de la arena), cortaron la electricidad y la señal de televisióndel Distrito 12, y la Veta se quedó tan silenciosa que los habitantes escuchaban loslatidos del corazón del vecino. Nadie protestó ni celebró lo sucedido en el campode batalla, pero, en cuestión de quince minutos, el cielo estaba lleno deaerodeslizadores que empezaron a soltar bombas.

Fue Gale el que pensó en la Pradera, uno de los pocos lugares sin viejas casasde madera llenas de polvo de carbón. Llevó a los que pudo hacia allí, incluidasPrim y mi madre. Formó el equipo que derribó la alambrada (que no era másque una inofensiva barrera metálica sin electricidad) y condujo a la gente albosque. Los guió hasta el único lugar que se le ocurrió, el lago que mi padre meenseñó de pequeña, y desde allí contemplaron cómo las llamas lejanas secomían todo lo que conocían en este mundo.

Al alba, los bomberos se habían ido, los incendios morían y los últimosrezagados se agrupaban. Prim y mi madre habían montado una zona médicapara los heridos e intentaban tratarlos con lo que encontraban por el bosque. Gale

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tenía dos juegos de arco y flechas, un cuchillo de cazar, una red de pescar y másde ochocientas personas aterradas que alimentar. Con la ay uda de los más sanos,se apañaron durante tres días. Entonces los sorprendió la llegada delaerodeslizador que los evacuó al Distrito 13, donde había alojamientos limpios yblancos de sobra para todos, mucha ropa y tres comidas al día. Los alojamientostenían la desventaja de estar bajo tierra, la ropa era idéntica y la comidarelativamente insípida, pero para los refugiados del 12 eran detalles menores.Estaban a salvo; cuidaban de ellos; seguían vivos y los recibían con los brazosabiertos.

Aquel entusiasmo se interpretó como amabilidad, pero un hombre llamadoDalton, un refugiado del Distrito 10 que había logrado llegar al 13 a pie hacíaalgunos años, me contó el verdadero motivo: « Te necesitan. Me necesitan. Nosnecesitan a todos. Hace un tiempo sufrieron una especie de epidemia de varicelaque mató a bastantes y dejó estériles a muchos más. Ganado para cría, así escomo nos ven» . En el 10 trabajaba en uno de los ranchos de ganado conservandola diversidad genética de las reses con la implantación de embriones de vacacongelados. Seguramente tiene razón sobre el 13, porque no se ven muchos niñospor allí, pero ¿y qué? No nos encierran en corrales, nos forman para trabajar ylos niños van a la escuela. Los que tienen más de catorce años han recibidorangos militares y se dirigen a ellos respetuosamente, llamándolos « soldados» .Todos los refugiados han recibido automáticamente la ciudadanía.

Sin embargo, los odio. Aunque, claro, ahora odio a casi todo el mundo. Sobretodo a mí.

La superficie que piso se vuelve más dura y, bajo la capa de cenizas, noto losadoquines de la plaza. Alrededor del perímetro hay un borde de basura dondeantes estaban las tiendas. Una pila de escombros ennegrecidos ocupa el lugar delEdificio de Justicia. Me acerco al sitio donde creo que estaba la panadería de lafamilia de Peeta; no queda mucho, salvo el bulto fundido del horno. Los padresde Peeta, sus dos hermanos may ores…, ninguno llegó al 13. Menos de unadocena de los que antes eran los más pudientes del Distrito 12 escaparon delincendio. En realidad, a Peeta no le queda nada aquí. Salvo y o…

Retrocedo para alejarme de la panadería, tropiezo con algo, pierdo elequilibrio y me encuentro sentada en un pedazo de metal calentado por el sol. Mepregunto qué sería antes, hasta que recuerdo una de las recientes renovaciones deThread en la plaza: cepos, postes para latigazos y esto, los restos de la horca.Malo. Esto es malo. Me trae las imágenes que me atormentan, tanto despiertacomo dormida: Peeta torturado por el Capitolio (ahogado, quemado, lacerado,electrocutado, mutilado, golpeado) para sacarle una información sobre losrebeldes que él desconoce. Aprieto los ojos con fuerza e intento llegar a él através de cientos de kilómetros de distancia, enviarle mis pensamientos, hacerlesaber que no está solo. Pero lo está, y yo no puedo ay udarlo.

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Salgo corriendo. Me alejo de la plaza y voy al único lugar que no ha destruidoel fuego. Paso junto a las ruinas de la casa del alcalde, donde vivía mi amigaMadge. No sé nada de ella ni de su familia. ¿Los evacuaron al Capitolio por elcargo de su padre o los abandonaron a las llamas? Las cenizas se levantan a mialrededor, así que me subo el borde de la camiseta para taparme la boca. No meahoga pensar en lo que estoy respirando, sino pensar en a quién estoy respirando.

La hierba está achicharrada y la nieve gris también cay ó aquí, pero las docebellas casas de la Aldea de los Vencedores están intactas. Entro rápidamente enla casa en la que viví el año pasado, cierro la puerta de golpe y me apoyo en ella.Parece que no ha cambiado nada. Está limpia y el silencio resulta escalofriante.¿Por qué he vuelto al 12? ¿De verdad me va a ayudar esta visita a responder a lapregunta de la que no puedo huir?

« ¿Qué voy a hacer?» , susurro a las paredes, porque y o no tengo ni idea.Todos me hablan, hablan, hablan sin parar. Plutarch Heavensbee, su

calculadora ay udante Fulvia Cardew, un batiburrillo de líderes de los distritos,dirigentes militares…, pero no Alma Coin, la presidenta del 13, que se limita amirar. Tiene unos cincuenta años y un pelo gris que le cae sobre los hombroscomo una sábana. Su pelo me fascina por ser tan uniforme, por no tener ni undefecto, ni un mechón suelto, ni siquiera una punta rota. Tiene los ojos grises,aunque no como los de la gente de la Veta; son muy pálidos, como si les hubieranchupado casi todo el color. Son del color de la nieve sucia que estás deseando quese derrita del todo.

Lo que quieren es que asuma por completo el papel que me han diseñado: elsímbolo de la revolución, el Sinsajo. No basta con todo lo que he hecho en elpasado, con desafiar al Capitolio en los Juegos y despertar a la gente. Ahoratengo que convertirme en el líder real, en la cara, en la voz, en la personificaciónde la revuelta. La persona con la que los distritos (la mayoría en guerra abiertacontra el Capitolio) pueden contar para incendiar el camino hacia la victoria. Notendré que hacerlo sola, tienen a un equipo completo de personas paraarreglarme, vestirme, escribir mis discursos y orquestar mis apariciones (comosi todo eso no me sonara horriblemente familiar), y y o sólo tengo querepresentar mi papel. A veces los escucho y a veces me limito a contemplar lalínea perfecta del pelo de Coin y a intentar averiguar si es una peluca. Al finalsalgo de la habitación porque la cabeza me duele, porque ha llegado la hora decomer o porque, si no salgo al exterior, podría ponerme a gritar. No me molestoen decir nada, simplemente me levanto y me voy.

Ay er por la tarde, cuando cerraba la puerta para irme, oí a Coin decir: « Osdije que tendríamos que haber rescatado primero al chico» . Se refería a Peeta,y no podría estar más de acuerdo con ella. Él si que habría sido un portavozexcelente.

Y, en vez de eso, ¿a quién pescaron en la arena? A mí, que no quiero cooperar.

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Y a Beetee, el inventor del 3, a quien apenas veo porque lo llevaron aldepartamento de desarrollo armamentístico en cuanto pudo sentarse.Literalmente, empujaron su cama con ruedas hasta una zona de alto secreto yahora sólo sale de vez en cuando para comer. Es muy listo y está muy dispuestoa colaborar con la causa, pero no tiene mucha madera de instigador. Luego estáFinnick Odair, el sex symbol del distrito pescador que mantuvo vivo a Peeta en laarena cuando yo no podía. A él también quieren transformarlo en un líderrebelde, aunque primero tendrán que conseguir que permanezca despiertodurante más de cinco minutos. Incluso cuando está consciente, tienes que decirlelas cosas tres veces para que le lleguen al cerebro. Los médicos dicen que es porla descarga eléctrica recibida en la batalla, pero yo sé que es bastante máscomplicado. Sé que Finnick no puede centrarse en nada de lo que sucede en el 13porque intenta con todas sus fuerzas ver lo que sucede en el Capitolio con Annie,la chica loca de su distrito, la única persona a la que ama en este mundo.

A pesar de tener serias reservas, tuve que perdonar a Finnick por su parte enla conspiración que me trajo hasta aquí. Al menos él entiende un poco por lo queestoy pasando. Además, hace falta mucha energía para permanecer enfadadacon alguien que llora tanto.

Me muevo por la planta baja con pasos de cazadora, reacia a hacer ruido.Recojo algunos recuerdos: una foto de mis padres en su boda, un lazo azul paraPrim, y el libro familiar de plantas medicinales y comestibles. El libro se abrepor una página con flores amarillas y lo cierro rápidamente, ya que las pintó elpincel de Peeta.

« ¿Qué voy a hacer?» .¿Tiene sentido hacer algo? Mi madre, mi hermana y la familia de Gale están

por fin a salvo. En cuanto al resto del 12, o están muertos, lo que es irreversible, oprotegidos en el 13. Eso deja a los rebeldes de los distritos. Obviamente, odio alCapitolio, pero no creo que convertirme en el Sinsajo beneficie a los que intentanderribarlo. ¿Cómo voy a ayudar a los distritos si cada vez que me muevo consigoque alguien sufra o muera? El hombre al que dispararon en el Distrito 11 porsilbar; las repercusiones en el 12 cuando intervine para que no azotaran a Gale;mi estilista, Cinna, al que sacaron a rastras, ensangrentado e inconsciente, de lasala de lanzamiento antes de los Juegos. Las fuentes de Plutarch creen que lomataron durante el interrogatorio. El inteligente, enigmático y encantador Cinnaestá muerto por mi culpa. Aparto la idea porque es demasiado dolorosa paradetenerse en ella sin perder mi y a de por sí frágil control de la situación.

« ¿Qué voy a hacer?» .Convertirme en el Sinsajo… ¿Supondría más cosas buenas que malas? ¿En

quién puedo confiar para que me ayude a responder a esa pregunta? Sin duda, noen la gente del 13. Lo juro, ahora que mi familia y la de Gale están a salvo, nome importaría huir. Sin embargo, me queda un trabajo inacabado: Peeta. Si

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supiera con certeza que está muerto, desaparecería en el bosque sin mirar atrás.Sin embargo, hasta que lo haga, estoy bloqueada.

Me vuelvo al oír un bufido. En la entrada de la cocina, con el lomo arqueadoy las orejas aplastadas, se encuentra el gato más feo del mundo.

—Buttercup.Miles de personas muertas, pero él ha sobrevivido e incluso parece bien

alimentado. ¿De qué? Puede entrar y salir de la casa por una ventana quesiempre dejamos entornada en la despensa. Habrá estado comiendo ratones decampo; me niego a considerar la alternativa.

Me agacho y le ofrezco una mano.—Ven aquí, chico.No es probable, está furioso por su abandono. Además, no le ofrezco comida,

y mi habilidad para proporcionarle sobras siempre ha sido lo único que me dabapuntos ante él. Durante un tiempo, cuando los dos nos encontrábamos en la viejacasa porque a ninguno nos gustaba la nueva, creí que nos habíamos unido unpoquito. Está claro que se acabó el vínculo. Se limita a parpadear, cerrando susdesagradables ojos amarillos.

—¿Quieres ver a Prim? —le pregunto.El sonido le llama la atención, y a que es la única palabra que significa algo

para él aparte de su propio nombre. Deja escapar un maullido oxidado y seacerca, así que lo recojo del suelo, lo acaricio, me acerco al armario, saco labolsa de caza y lo meto dentro sin más ni más. No tengo otra forma detransportarlo en el aerodeslizador, y mi hermana le tiene muchísimo aprecio albicho. Por desgracia, su cabra, Lady, un animal que sí que valía algo, no haaparecido.

Oigo en el intercomunicador a Gale diciéndome que tenemos que volver,pero la bolsa de caza me ha recordado otra cosa que quería recuperar. La cuelgoen el respaldo de una silla y subo corriendo las escaleras en dirección a midormitorio. Dentro del armario está la chaqueta de cazador de mi padre. Antesdel Vasallaje la traje aquí desde la casa vieja pensando que su presenciaconsolaría a mi madre y a mi hermana cuando muriese. Si no la hubiera traído,habría acabado convertida en cenizas.

El suave cuero me reconforta y, durante un instante, me calman losrecuerdos de las horas pasadas bajo ella. Entonces, sin razón aparente, empiezana sudarme las manos y una extraña sensación me sube por la nuca. Me vuelvopara observar el cuarto, pero está vacío; todo está en su sitio, no se oye nadaalarmante. ¿Qué es, entonces?

Me pica la nariz. Es el olor: empalagoso y artificial. Una mancha blancaasoma del jarrón lleno de flores secas que hay sobre mi cómoda. Me acerco conprecaución y allí, apenas visible entre sus protegidas primas, hay una rosa blancarecién cortada. Perfecta hasta la última espina y el último pétalo de seda.

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Y sé al instante quién me la ha enviado.El presidente Snow.Cuando empiezo a sentir arcadas por el hedor, retrocedo y me largo. ¿Cuánto

tiempo lleva aquí? ¿Un día? ¿Una hora? Los rebeldes revisaron la Aldea de losVencedores antes de que me permitieran venir; buscaban explosivos, micrófonoso cualquier cosa extraña, pero quizá la rosa no les pareció digna de mención. Amí sí.

Bajo las escaleras y cojo la bolsa de la silla dejando que rebote en el suelo,hasta que recuerdo que está ocupada. Una vez en la entrada hago señales comoloca al aerodeslizador, mientras Buttercup se retuerce en su encierro. Le doy uncodazo, cosa que no sirve más que para enfurecerlo. El vehículo se materializasobre mí y deja caer una escalera. Me subo a ella y la corriente me paralizahasta que llego a bordo.

Gale me ayuda a bajar de la escalera.—¿Estás bien?—Sí —respondo, y me limpio el sudor de la cara con la manga.Quiero gritar que Snow me ha dejado una rosa, pero no estoy segura de que

sea buena idea compartir la información con alguien como Plutarch delante. Enprimer lugar, porque me haría sonar como una loca, como si me lo hubieraimaginado, lo cual es posible, o como si reaccionara exageradamente, lo que mesupondría un billete de vuelta a la tierra farmacéutica de los sueños de la queestoy intentando salir. Nadie lo entenderá del todo, no entenderán que no es sólouna flor, ni siquiera una flor del presidente Snow, sino una promesa de venganza;no había nadie en el estudio con nosotros cuando me amenazó antes de la Gira dela Victoria.

Esa rosa blanca como la nieve colocada en mi cómoda es un mensajepersonal para mí. Significa que tenemos un asunto inacabado. Susurra: « Puedoencontrarte, puedo llegar hasta ti, quizá te esté observando en estos precisosinstantes» .

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¿Habrá alguna aeronave del Capitolio viniendo derecha hacia nosotros paraborrarnos del mapa? No dejo de buscar indicios de un ataque durante el viajesobre el Distrito 12, pero nadie nos persigue. Al cabo de varios minutos, cuandooigo un intercambio entre Plutarch y el piloto que confirma que el espacio aéreoestá vacío, empiezo a relajarme un poco.

Gale señala con la cabeza la bolsa de caza, de la que salen aullidos.—Ya sé por qué querías venir.—Tenía que hacerlo, por poco probable que fuera recuperarlo —respondo.

Suelto la bolsa en un asiento, donde la odiosa criatura empieza a emitir un gruñidoronco y amenazador—. Ay, cállate ya —le digo a la bolsa, y me dejo caer en elasiento acolchado de la ventanilla que está frente al gato.

Gale se sienta a mi lado.—¿Ha sido muy malo?—No podría ser mucho peor —contesto. Lo miro a los ojos y veo mi propia

pena reflejada en los suyos. Nos damos la mano para agarrarnos con fuerza auna parte del 12 que Snow no ha logrado destruir. Guardamos silencio durante elresto del viaje al 13, que sólo dura unos cuarenta y cinco minutos, una simplesemana a pie. Resulta que Bonnie y Twill, las refugiadas del Distrito 8 con las queme encontré en el bosque el invierno pasado, no estaban tan lejos de su destino.Sin embargo, parece que no lo consiguieron. Cuando pregunté por ellas en el 13,nadie sabía de quién hablaba. Supongo que murieron en el bosque.

Desde el aire, el 13 parece tan alegre como el 12: las ruinas no echan humo,como el Capitolio nos muestra en la televisión, pero apenas queda vida sobre lasuperficie. En los setenta y cinco años transcurridos desde los Días Oscuros(cuando se suponía que el 13 había quedado destruido en la guerra entre elCapitolio y los distritos), casi todas las nuevas construcciones se han hecho bajotierra. Ya había unas instalaciones subterráneas bastante grandes allí,desarrolladas a lo largo de los siglos como refugio clandestino de líderesgubernamentales en caso de guerra o como último recurso para la humanidad sila vida se volvía imposible en la superficie. Lo más importante para la gente del13 es que se trataba del centro del programa de desarrollo de armas nucleares

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del Capitolio. Durante los Días Oscuros, los rebeldes del 13 lograron hacerse conel control del lugar, apuntaron con los misiles al Capitolio e hicieron un trato: seharían los muertos a cambio de que los dejaran en paz. El Capitolio tenía otroarsenal nuclear en el oeste, pero no podía atacar al 13 sin sufrir su venganza, asíque se vio obligado a aceptar el trato. El Capitolio demolió los restos visibles deldistrito y cortó todos los accesos desde el exterior. Quizá los líderes del Gobiernopensaron que, sin ayuda, el 13 moriría solo. Estuvo a punto de hacerlo unascuantas veces, pero logró salir adelante gracias a un estricto racionamiento derecursos, una disciplina agotadora y una vigilancia continua ante posibles ataquesdel exterior.

Ahora los ciudadanos viven bajo tierra casi todo el tiempo. Puedes salir ahacer ejercicio y tomar el sol a unas horas muy concretas de tu horario. Nopuedes saltarte tu horario. Cada mañana se supone que tienes que meter el brazoderecho en un cacharro de la pared que te tatúa en la parte interior del antebrazocuál será tu programa para el día. La tinta de color morado enfermizo dicta:« 7:00 – Desayuno. 7:30 – Trabajo en la cocina. 8:30 – Centro educativo, aula17» . Etcétera, etcétera. La tinta es indeleble hasta las « 22:00 – Aseo» . Entoncespierde su cualidad impermeable y puedes quitártela con agua. Las luces seapagan a las 22:30, lo que indica que ha llegado la hora de dormir para todos losque no estén en el turno de noche.

Al principio, cuando estaba enferma en el hospital, podía evitar la impresióndel horario. Sin embargo, en cuanto me trasladé al compartimento 307 con mimadre y mi hermana, se suponía que tenía que cumplir el programa. Salvo parair a comer, hago caso omiso de lo que pone en mi brazo. Me limito a volver alcompartimento, a vagar por el 13 o a dormirme en cualquier escondrijo: unconducto de ventilación abandonado, detrás de las tuberías del agua de lalavandería… Hay un armario en el Centro Educativo que me viene genialporque, al parecer, nunca necesitan reponer material para las clases. Aquí sontan frugales con las cosas que desperdiciar algo es casi un delito. Por suerte, loshabitantes del Distrito 12 nunca hemos sido muy derrochadores, pero una vez vi aFulvia Cardew arrugar un trozo de papel en el que sólo había escrito un par depalabras, y la miraron de tal forma que era como si hubiera asesinado a alguien.Se le puso la cara roja como un tomate, lo que hizo que las flores plateadasgrabadas en sus rollizas mejillas se notaran todavía más: era la imagen mismadel exceso. Uno de mis escasos placeres en el 13 es observar al grupito demimados « rebeldes» del Capitolio que intentan adaptarse.

No sé durante cuánto tiempo podré seguir despreciando la precisión horariaexigida por mis anfitriones. En estos momentos me dejan en paz porque me hanclasificado como mentalmente desorientada (lo dice en mi pulsera médica deplástico) y todos tienen que tolerar mis incoherencias. Sé que no durará parasiempre, igual que tampoco puede durar su paciencia con el tema del Sinsajo.

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Desde la pista de aterrizaje, Gale y y o bajamos unas escaleras que llevan alcompartimento 307. Aunque podríamos usar el ascensor, me recuerdademasiado al que me llevaba a la arena. Me está costando muchoacostumbrarme a pasar tanto tiempo bajo tierra. Sin embargo, después delsurrealista encuentro con la rosa, es la primera vez que este descenso me hacesentir más segura.

Vacilo ante la puerta marcada con el número 307, temiendo las preguntas demi familia.

—¿Qué les voy a contar sobre el Distrito 12? —le pregunto a Gale.—Dudo que te pidan detalles. Ellas lo vieron arder, así que estarán más

preocupadas por cómo lo lleves tú —me responde, tocándome la mejilla—. Igualque me pasa a mí.

Aprieto la mejilla contra su mano durante un segundo.—Sobreviviré.Después respiro hondo y abro la puerta. Mi madre y mi hermana están en

casa para « 18:00 – Reflexión» , una media hora de descanso antes de la cena.Noto que están preocupadas e intentan calcular mi estado emocional. Antes deque nadie pregunte nada, vacío la bolsa de caza y la hora se convierte en « 18:00– Adoración del gato» . Prim, llorando, se sienta en el suelo y mece al odiosoButtercup, que sólo interrumpe su ronroneo de vez en cuando para bufarme. Melanza una mirada especialmente petulante cuando mi hermana le ata el lazo azulal cuello.

Mi madre abraza con fuerza la foto de boda y después la coloca, junto con ellibro de plantas, en la cómoda proporcionada por el Gobierno. Cuelgo la chaquetade mi padre en el respaldo de una silla y, por un momento, es como estar encasa, así que supongo que el viaje al Distrito 12 no ha sido una completa pérdidade tiempo.

Cuando salimos hacia el comedor para « 18:30 – Cena» , el brazalector deGale empieza a pitar. Tiene aspecto de reloj o brazalete grande, pero recibemensajes escritos; tener un brazalector es un privilegio especial que se reserva alos más importantes para la causa, un estatus que Gale logró por su rescate de losciudadanos del 12.

—Nos necesitan a los dos en la sala de mando —dice.Avanzo unos cuantos pasos por detrás de él e intento prepararme antes de

sumergirme en lo que seguro será otra implacable sesión sinsaj ística. Me rezagoen la puerta de la sala de mando, una habitación de alta tecnología mezcla de salade reuniones y sala de guerra, equipada con paredes que hablan, mapaselectrónicos que muestran los movimientos de la tropa en distintos distritos y unagigantesca mesa rectangular con cuadros de control que no debo tocar. Sinembargo, nadie nota mi presencia, están todos reunidos en torno a una pantalla detelevisión situada en el otro extremo de la sala, en la que se ven veinticuatro horas

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al día las retransmisiones del Capitolio. Justo cuando estoy pensando enescabullirme, Plutarch, cuy o amplio cuerpo tapaba el televisor, me ve y mehace gestos urgentes para que me acerque. Lo hago a regañadientes, intentandoimaginar por qué me iba a interesar a mí, y a que siempre es lo mismo:grabaciones de batallas, propaganda, repeticiones del bombardeo del Distrito 12 oun siniestro mensaje del presidente Snow. Así que me resulta casi divertido ver aCaesar Flickerman, el eterno presentador de los Juegos del Hambre, con su carapintada y su traje chispeante, preparándose para hacer una entrevista…, hastaque la cámara se retira y veo que su invitado es Peeta.

Dejo escapar un sonido, la misma combinación de grito ahogado y gruñidoque se produce cuando te sumerges en el agua y te falta tanto el oxígeno queduele. Aparto a la gente a empujones y me pongo delante de él, con la manosobre la pantalla. Busco en sus ojos algún rastro de dolor, cualquier señal detortura, pero no hay nada. Peeta parece sano hasta el punto de resultar robusto; lebrilla la piel, que no tiene defecto alguno, como cuando te arreglan de pies acabeza. Su gesto es sereno, serio. No logro conciliar esta imagen con la del chicomachacado y ensangrentado que atormenta mis sueños.

Caesar se acomoda en el sillón que hay frente a Peeta y lo mira durante unbuen rato.

—Bueno…, Peeta…, bienvenido de nuevo.—Imagino que no pensabas volver a entrevistarme, Caesar —responde

Peeta, sonriendo un poco.—Confieso que no. La noche antes del Vasallaje de los Veinticinco… Bueno,

¿quién iba a pensar que volveríamos a verte?—No formaba parte de mi plan, eso te lo aseguro —dice Peeta, frunciendo el

ceño.—Creo que a todos nos quedó claro cuál era tu plan —afirma Caesar,

acercándose un poco a él—: sacrificarte en la arena para que Katniss Everdeeny tu hijo pudieran vivir.

—Exacto, simple y llanamente. —Peeta recorre con los dedos el diseño de latapicería del brazo del sillón—. Pero había más gente con planes.

« Sí, otra gente con planes» , pienso. ¿Habría averiguado Peeta que losrebeldes nos usaron como marionetas? ¿Que mi rescate se organizó desde elprincipio? ¿Y, finalmente, que nuestro mentor, Hay mitch Abernathy, nostraicionó a los dos en favor de una causa por la que fingía no sentir interés?

En aquel momento de silencio noto las arrugas que se han formado entre lascejas de Peeta: o lo ha averiguado o se lo han dicho. Sin embargo, el Capitolio nilo ha asesinado ni lo ha castigado. Por el momento, eso supera mis más locasesperanzas, así que me alimento de su buen aspecto, de su salud física y mental,que me corre por las venas como la morflina que me dan en el hospital paramitigar el dolor de las últimas semanas.

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—¿Por qué no nos hablas de la última noche en la arena? —sugiere Caesar—.Ay údanos a aclarar un par de cosas.

Peeta asiente, pero se toma su tiempo para contestar.—Aquella última noche… Hablarte sobre esa última noche…, bueno,

primero tienes que imaginar cómo era estar en la arena. Era como ser un insectoatrapado bajo un cuenco lleno de aire hirviendo. Y jungla por todas partes, junglaverde, viva y en movimiento. Un reloj gigantesco va marcando lo que te quedade vida. Cada hora significa un nuevo horror. Tienes que imaginar que en losúltimos dos días han muerto dieciséis personas, algunas de ellas defendiéndote. Alritmo que van las cosas, los últimos ocho estarán muertos cuando salga el sol.Salvo uno, el vencedor. Y tu plan es procurar no ser tú.

Empiezo a sudar al recordarlo; aparto la mano de la pantalla y la dejo caermuerta junto al costado. Peeta no necesita pincel para pintar imágenes de losJuegos. Sabe trabajar igual de bien con las palabras.

—Una vez en la arena, el resto del mundo se vuelve muy lejano —siguediciendo—. Todas las personas y cosas que amas o te importan casi dejan deexistir. El cielo rosa, los monstruos de la jungla y los tributos que quieren tusangre se convierten en tu realidad, en la única que importa. Por muy mal queeso te haga sentir, vas a matar a otros seres humanos, porque en la arena sólo sete permite un deseo, y es un deseo muy caro.

—Te cuesta la vida.—Oh, no, te cuesta mucho más que la vida. ¿Matar a gente inocente? Te

cuesta todo lo que eres.—Todo lo que eres —repite Caesar en voz baja.La sala guarda silencio y puedo notar que ese silencio se extiende por Panem,

una nación entera inclinándose sobre sus televisores, porque nadie había habladoantes sobre cómo es realmente la arena.

—Así que te aferras a tu deseo —sigue Peeta—. Y esa última noche sí, mideseo era salvar a Katniss, pero, aun sin saber lo de los rebeldes, había algo quefallaba. Todo era demasiado complicado. Me arrepentí de no haber huido conella antes, aquel mismo día, como me había sugerido. Sin embargo, y a no habíaforma de evitarlo.

—Estabas demasiado inmerso en el plan de Beetee para electrificar el lagode sal —dice Caesar.

—Demasiado ocupado jugando a alianzas con los demás. ¡No tendría quehaberles permitido separarnos! —estalla Peeta—. Ahí fue donde la perdí.

—Cuando te quedaste en el árbol del ray o, mientras Johanna Mason y ella sellevaban el rollo de alambre hasta el agua —aclara Caesar.

—¡No quería hacerlo! —exclama Peeta, sonrojándose de la emoción—.Pero no podía discutir con Beetee sin dar a entender que estábamos a punto deromper la alianza. Cuando se cortó el alambre empezó la locura. Sólo recuerdo

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algunas cosas: haber intentado encontrarla, ver cómo Brutus mataba a Chaff,matar a Brutus… Sé que ella me llamó. Después el ray o cayó en el árbol y elcampo de fuerza que rodeaba la arena… voló por los aires.

—Lo voló Katniss, Peeta. Ya has visto las grabaciones.—Ella no sabía lo que estaba haciendo. Ninguno entendíamos el plan de

Beetee. Se ve claramente que Katniss intentaba averiguar qué hacer con elalambre —responde Peeta.

—De acuerdo, aunque parece sospechoso, como si formara parte del plan delos rebeldes desde el principio.

Peeta se pone en pie y se inclina sobre la cara de Caesar, agarrando losbrazos del sillón de su entrevistador.

—¿En serio? ¿Y formaba parte del plan que Johanna estuviera a punto dematarla? ¿Que la descarga eléctrica la paralizara? ¿Provocar el bombardeo? —añade, gritando—. ¡No lo sabía, Caesar! ¡Lo único que intentábamos los dos eraprotegernos el uno al otro!

Caesar le pone una mano en el pecho, en un gesto que le servía tanto deprotección como de ademán conciliador.

—Vale, Peeta, te creo.—Vale —responde él. Se aparta de Caesar, retira las manos y se las pasa por

el pelo, alborotando el perfecto peinado de sus rizos rubios. Se deja caer en elsillón, angustiado.

Caesar espera un momento y lo observa.—¿Y vuestro mentor, Haymitch Abernathy ?El gesto de Peeta se endurece.—No sé qué sabía Haymitch.—¿Podría haber formado parte de la conspiración?—Nunca lo mencionó.—¿Y qué te dice el corazón? —insiste Caesar.—Que no tendría que haber confiado en él, eso es todo.No he visto a Haymitch desde que lo ataqué en el aerodeslizador y le dejé las

largas marcas de mis uñas en la cara. Sé que lo ha pasado mal porque el Distrito13 prohíbe terminantemente tanto la producción como el consumo de bebidasalcohólicas, hasta el punto de mantener bajo llave el alcohol del hospital. Por finHaymitch se ve obligado a mantenerse sobrio, sin alijos secretos ni brebajescaseros que le faciliten la transición. Lo tienen recluido hasta que se le pase, ycreen que no está presentable para aparecer en público. Debe de ser espantoso,pero dejé de sentir compasión por él cuando me di cuenta de que nos habíaengañado. Espero que esté viendo la emisión del Capitolio en estos momentos ysepa que Peeta también lo ha abandonado.

Caesar le da unas palmaditas en el hombro.—Podemos parar, si quieres.

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—¿Es que tenemos que hablar de algo más? —dice Peeta, irónico.—Te iba a preguntar por tu opinión sobre la guerra, pero si estás demasiado

afectado…—Oh, no lo suficiente para no contestar a esa pregunta. —Peeta respira

hondo y mira directamente a la cámara—. Quiero que todos me veáis, estéis enel Capitolio o en el lado rebelde, que os detengáis un segundo a pensar sobre loque podría significar esta guerra para los seres humanos. Casi nos extinguimosluchando entre nosotros la última vez, ahora somos aún menos y estamos encondiciones más difíciles. ¿De verdad es lo que queréis hacer? ¿Que nosaniquilemos por completo? ¿Con la esperanza de… qué? ¿De que alguna especiedecente herede los restos humeantes de la tierra?

—No sé… no estoy seguro de seguirte… —dice Caesar.—No podemos luchar entre nosotros, Caesar —explica Peeta—. No quedará

suficiente gente viva para seguir adelante. Si no deponemos todos las armas (ytendría que ser ahora mismo), todo acabará.

—Entonces, ¿estás pidiendo un alto el fuego? —pregunta Caesar.—Sí, estoy pidiendo un alto el fuego —replica Peeta, cansado—. Y ahora,

¿podemos pedir ya a los guardias que me lleven a mi alojamiento para quepueda construir otros cien castillos de naipes?

Caesar se vuelve hacia la cámara.—De acuerdo, creo que hemos acabado. Volvemos a nuestra programación

habitual.La música pone fin a la emisión y aparece una mujer leyendo una lista de los

productos que escasearán en el Capitolio: fruta fresca, pilas solares, jabón… Laobservo con una atención desacostumbrada porque sé que todos están esperandomi reacción a la entrevista. Sin embargo, me es imposible procesarlo todo tandeprisa: la alegría de ver sano y salvo a Peeta, su defensa de mi inocencia en elplan rebelde y su innegable complicidad con el Capitolio al pedir un alto el fuego.Oh, hizo que pareciera que condenaba a ambos bandos del conflicto, pero,llegados a este punto, teniendo en cuenta que los rebeldes sólo han conseguidovictorias menores, un alto el fuego supondría una vuelta al estado anterior. O algopeor.

Detrás de mí oigo que surgen las acusaciones contra Peeta. Las palabras« traidor» , « mentiroso» y « enemigo» rebotan en las paredes. Como no puedosumarme a la ira de los rebeldes ni rebatirla, decido que lo mejor es largarme.Justo cuando llego a la puerta, la voz de Coin se eleva por encima de las demás.

—No se te ha dado permiso para salir, soldado Everdeen.Uno de los hombres de Coin me pone una mano en el brazo; aunque no es un

gesto agresivo, después de la arena reacciono a la defensiva ante cualquiercontacto desconocido, así que aparto el brazo de golpe y salgo corriendo por lospasillos. Detrás de mí oigo una refriega, pero no me paro. Hago un rápido repaso

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mental de mis pequeños escondrijos y acabo en el armario de material escolar,hecha un ovillo contra una caja llena de tizas.

—Estás vivo —susurro, llevándome la mano a las mejillas, notando unasonrisa tan amplia que debe de parecer una mueca. Peeta está vivo. Y es untraidor. Sin embargo, ahora mismo no me importa lo que sea, ni lo que diga, nipara quién lo diga; sólo que sigue siendo capaz de hablar.

Al cabo de un rato se abre la puerta y alguien entra. Gale se sienta a mi lado;le sangra la nariz.

—¿Qué ha pasado? —le pregunto.—Me interpuse en el camino de Boggs —responde él, encogiéndose de

hombros. Le limpio la nariz con la manga—. ¡Cuidado!Intento ser más delicada, dar golpecitos en vez de restregar.—¿Cuál de ellos es?—Bueno, ya lo sabes, el lacayo favorito de Coin, el que intentó pararte. —Me

quita la mano—. ¡Déjalo! Vas a conseguir que me desangre.El goteo se ha convertido en todo un chorro, así que me rindo.—¿Te has peleado con Boggs?—No, sólo le he bloqueado la puerta cuando intentó seguirte. Su codo me

acertó en la nariz —responde Gale.—Seguramente te castigarán.—Ya lo han hecho —responde, enseñándome la muñeca, y yo me quedo

mirándola sin entenderlo—. Coin me ha quitado el brazalector.Me muerdo el labio para intentar mantenerme seria, pero me resulta tan

ridículo…—Lo siento, soldado Gale Hawthorne.—No lo sientas, soldado Katniss Everdeen —responde, sonriendo—. La

verdad es que me sentía muy estúpido yendo a todas partes con ese cacharro. —Los dos empezamos a reírnos—. Creo que ha sido una degradación en toda regla.

Es una de las pocas cosas buenas del 13: haber recuperado a Gale. Como y ano estamos bajo la presión del matrimonio concertado del Capitolio entre Peeta yyo, hemos vuelto a nuestra antigua amistad. Él no lo fuerza, no intenta besarme nihablar de amor. O yo he estado demasiado enferma o él está dispuesto a darmeespacio, o simplemente sabe que sería demasiado cruel, teniendo en cuenta quePeeta está en manos del Capitolio. Sea cual sea la razón, vuelvo a tener a alguiena quien contar mis secretos.

—¿Quiénes son estas personas?—Somos nosotros si hubiéramos contado con armas nucleares en vez de con

unos cuantos trozos de carbón —me responde.—Quiero pensar que el 12 no habría abandonado al resto de los rebeldes en

los Días Oscuros.—Puede que lo hubiéramos hecho de haber sido cuestión de rendirse o iniciar

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una guerra nuclear. En cierto modo, es asombroso que sobrevivieran.Quizá sea porque sigo teniendo las cenizas de mi distrito en los zapatos, pero,

por primera vez, estoy dispuesta a ver en los del 13 algo que no les había vistohasta ahora: mérito. Por seguir vivos contra todo pronóstico. Sus primeros añostuvieron que ser terribles, acurrucados en las cámaras subterráneas después deque los bombardeos redujeran su ciudad a polvo. La población diezmada, sinposibilidad de pedir ay uda a algún aliado. A lo largo de los últimos setenta y cincoaños han aprendido a ser autosuficientes, han convertido a sus ciudadanos en unejército y han construido una nueva sociedad sin ayuda de nadie. Serían aún máspoderosos si esa epidemia de varicela no hubiera reducido su índice de natalidady no estuvieran tan desesperados por aumentar su reserva genética y suscriaderos. Quizá sean militaristas, demasiado organizados y algo faltos de sentidodel humor, pero aquí siguen, y están dispuestos a derrocar al Capitolio.

—De todos modos, han tardado mucho en aparecer —digo.—No fue fácil, tenían que organizar una base rebelde en el Capitolio y

montar una red clandestina en los distritos. Después necesitaban a alguien que lopusiera todo en marcha. Te necesitaban a ti.

—Necesitaban a Peeta también, aunque parece que se les ha olvidado.—Peeta puede haber causado mucho daño hoy —responde Gale con el rostro

ensombrecido—. La mayoría de los rebeldes no harán caso de lo que ha dicho,claro, pero hay distritos en los que la resistencia es más inestable. No cabe dudade que el alto el fuego ha sido idea del presidente Snow. El problema es que, enboca de Peeta, suena muy razonable.

Temo la respuesta de Gale, pero lo pregunto de todos modos:—¿Por qué crees que lo ha dicho?—Puede que lo hayan torturado o persuadido. Yo creo que ha hecho algún

trato para protegerte. Habrá aceptado la idea del alto el fuego a cambio de queSnow lo dejara presentarte como una chica embarazada y aturdida que no teníani idea de lo que pasaba cuando los rebeldes la tomaron prisionera. Así, si losdistritos pierden, todavía tendrías una oportunidad. Si sabes aprovecharla. —Debode tener cara de perplej idad, porque Gale dice la siguiente frase muy despacio—: Katniss…, todavía intenta mantenerte con vida.

¿Mantenerme con vida? Entonces lo entiendo: los Juegos no han terminado.Salimos de la arena, pero como no nos mataron, su último deseo de proteger mivida sigue en pie. Su idea es que yo no destaque, que permanezca a salvo yencerrada mientras transcurre la guerra. Así ninguno de los dos bandos tendrámotivos para matarme. ¿Y Peeta? Si ganan los rebeldes, será desastroso para él;y si gana el Capitolio, ¿quién sabe? Quizá nos permitan vivir a los dos (si juegabien sus cartas) para que veamos cómo continúan los Juegos…

Me pasan varias imágenes por la cabeza: la lanza perforando el cuerpo deRue en la arena, Gale colgado del poste de los latigazos, el páramo cubierto de

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cadáveres que antes era mi hogar. ¿Y para qué? ¿Para qué? Se me calienta lasangre y recuerdo otras cosas: la primera vez que intuy o un levantamiento, en elDistrito 8; los vencedores de la mano la noche antes del Vasallaje de losVeinticinco; y que no fue un accidente que disparara la flecha al campo defuerza de la arena. Estaba deseando clavarla en lo más profundo del corazón demi enemigo.

Me levanto de golpe y tiro una caja de cien lápices, que se desperdigan por elsuelo.

—¿Qué pasa? —me pregunta Gale.—No puede haber un alto el fuego —respondo antes de agacharme para

meter los palitos de grafito gris oscuro en su caja—. No podemos retroceder.—Lo sé —responde Gale mientras agarra un puñado de lápices y los alinea

perfectamente dándoles golpecitos en el suelo.—Sea cual sea la razón por la que lo ha dicho, Peeta se equivoca.Los estúpidos palitos no se meten en la caja, y mi frustración me hace

romper unos cuantos.—Lo sé. Dámelos, vas a hacerlos pedazos.Gale me quita la caja y la vuelve a llenar con movimientos rápidos y

precisos.—No sabe lo que han hecho con el 12. Si hubiera visto lo que había en el

suelo… —empiezo.—Katniss, no te lo estoy discutiendo. Si pudiera pulsar un botón y matar a

todas y cada una de las personas que trabajan para el Capitolio, lo haría sin dudar—afirma; después mete el último lápiz en la caja y la cierra—. La cuestión es:¿qué vas a hacer tú?

Resulta que la pregunta a la que había estado dando tantas vueltas sólo teníauna respuesta posible, aunque para reconocerlo me ha hecho falta ver laestratagema que Peeta había montado por mí.

« ¿Qué voy a hacer?» .Respiro hondo. Subo un poco los brazos (como si recordara las alas negras y

blancas que me dio Cinna) y los dejo caer a los lados.—Voy a ser el Sinsajo.

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Los ojos de Buttercup reflejan la tenue luz de la bombilla de seguridad que haysobre la puerta. Está tumbado en el hueco del brazo de Prim, de vuelta a sutrabajo de protegerla de la noche. Mi hermana está acurrucada junto a mimadre; dormidas tienen el mismo aspecto que la mañana de la cosecha que mellevó a mis primeros Juegos. Yo tengo una cama para mí sola porque estoyrecuperándome y porque, de todos modos, nadie puede dormir conmigo contantas pesadillas y patadas.

Después de dar vueltas durante horas, por fin acepto que pasaré la noche envela, así que, bajo la atenta mirada de Buttercup, voy de puntillas por el frío suelode baldosas hasta la cómoda.

El cajón del centro contiene la ropa que me han dado aquí. Todos vestimos losmismos pantalones y camisas grises, con la camisa metida por dentro. Debajo dela ropa guardo las pocas cosas que llevaba cuando me sacaron de la arena: miinsignia del sinsajo; el símbolo de Peeta, el medallón de oro con fotos de Prim,Gale y mi hermana; un paracaídas plateado con la espita para sacar agua de losárboles; y la perla que Peeta me dio unas horas antes de que mi flecha hicieravolar por los aires el campo de fuerza. El Distrito 13 confiscó mi tubo de pomadadermatológica para usarla en el hospital, y mi arco y mis flechas porque sólo losguardias pueden llevar armas. Los tienen a buen recaudo en la armería.

Tanteo en busca del paracaídas y meto los dedos dentro hasta dar con laperla. Después me siento en mi cama con las piernas cruzadas y me acaricio loslabios con la suave superficie irisada de la perla. No sé por qué, pero me calma;es como un frío beso de la persona que me la regaló.

—¿Katniss? —susurra Prim. Está despierta y me mira a través de laoscuridad—. ¿Qué te pasa?

—Nada, un mal sueño. Vuelve a dormir.Es automático, siempre aparto a Prim y a mi madre para protegerlas.Con cuidado de no despertar a nuestra madre, Prim se baja de la cama,

recoge a Buttercup y se sienta a mi lado. Me toca la mano en la que tengo laperla.

—Estás fría —me dice; saca una manta extra de los pies de la cama, nos

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enrolla con ella a los tres, y me envuelve también en su calor y el calor delpellejo de Buttercup—. Podrías contármelo, ¿sabes? Se me da bien guardarsecretos, no se lo diría a nadie. Ni siquiera a mamá.

Entonces se ha ido de verdad, se ha ido la niña pequeña a la que le colgaba lablusa como si fuera la colita de un pato, la que necesitaba ayuda para llegar a losplatos, la que suplicaba ver los pasteles glaseados del escaparate de la panadería.El tiempo y la tragedia la han obligado a crecer demasiado deprisa, al menospara mi gusto, y ahora es una joven que sutura heridas sangrantes y sabe quenuestra madre no puede enterarse de todo.

—Mañana por la mañana voy a aceptar convertirme en el Sinsajo —leconfieso.

—¿Porque quieres o porque te ves obligada?—Las dos cosas, supongo —respondo, entre risas—. No, quiero hacerlo.

Tengo que hacerlo si ay uda a que los rebeldes derroten a Snow. —Aprieto laperla con fuerza en el puño—. Pero es que… Peeta… Temo que los rebeldes loejecuten por traidor si ganamos.

Prim se lo piensa un poco.—Katniss, no creo que entiendas lo importante que eres para la causa, y la

gente importante suele conseguir lo que desea. Si quieres mantener a Peeta asalvo de los rebeldes, puedes.

Supongo que soy importante. Se tomaron muchas molestias para rescatarmey, además, me llevaron al 12.

—¿Quieres decir… que podría exigir que otorguen inmunidad a Peeta? ¿Ytendrían que aceptar?

—Creo que podrías exigir lo que quisieras y ellos tendrían que aceptarlo —afirma Prim, arrugando la frente—. Pero ¿cómo puedes asegurarte de quemantengan su palabra?

Recuerdo todas las mentiras que Haymitch nos contó a Peeta y a mí paraconseguir lo que quería. ¿Cómo lograr que los rebeldes no rompan el trato? Unapromesa verbal detrás de puertas cerradas o una promesa en papel podríanevaporarse después de la guerra. Podrían negar su existencia o su validez, y lostestigos en la sala de mando no servirían de nada. De hecho, seguramente seríanlos que firmaran la sentencia de muerte de Peeta. Necesito un grupo de testigosmucho may or. Necesito todos los que pueda.

—Será en público —digo en voz alta. Buttercup da un rabotazo, como siestuviera de acuerdo—. Haré que Coin lo anuncie delante de toda la poblacióndel 13.

—Eso suena bien —responde Prim, sonriendo—. No es una garantía, peroserá mucho más difícil que se retracten.

Siento el alivio de haber llegado a una solución real.—Debería despertarte más a menudo, patito.

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—Ojalá lo hicieras —dice Prim, y me da un beso—. Intenta dormir, ¿vale?Y lo hago.Por la mañana veo que tengo « 7:00 – Desay uno» , seguido inmediatamente

de « 7:30 – Mando» , lo que me viene bien, y a que será mejor que empiece loantes posible. En el comedor paso mi horario, que incluy e algún número deidentificación, por delante de un sensor. Mientras deslizo la bandeja por el estantemetálico detrás del que se encuentran los contenedores de comida, veo que eldesayuno es tan predecible como siempre: un cuenco de cereales calientes, unataza de leche y un puñadito de fruta o verdura. Hoy : puré de nabos. Todo ello salede las granjas subterráneas del 13. Me siento en la mesa asignada a los Everdeen,los Hawthorne y algunos otros refugiados, y me trago la comida deseandorepetir, pero aquí nunca se repite. Han convertido la nutrición en una cienciaexacta, tienes que consumir las calorías suficientes para llegar a la siguientecomida, ni más ni menos. El tamaño de las raciones se basa en tu edad, tu altura,tu constitución, tu salud y la cantidad de trabajo físico que exige tu horario. Lagente del 12 recibe porciones algo más grandes que los nativos del 13 para queganemos algo de peso. Supongo que los soldados esqueléticos se cansandemasiado deprisa. Sin embargo, funciona; en un mes empezamos a parecermás sanos, sobre todo los niños.

Gale coloca su bandeja junto a la mía, y y o intento no quedarme mirando susnabos con cara penosa, porque estoy deseando comer más y él siempre me pasasu comida a la mínima de cambio. Aunque me concentro en doblar con muchoprimor la servilleta, una cucharada de nabos aterriza en mi cuenco.

—Tienes que dejar de hacer esto —le digo, pero como ya estoycomiéndomelo, no resulto muy convincente—. De verdad. Seguro que es ilegal oalgo así.

Tienen normas muy estrictas sobre la comida. Por ejemplo, si no te terminasalgo y quieres guardarlo para después, no puedes sacarlo del comedor. Alparecer, en los primeros días hubo algún incidente con la gente que acaparabacomida. Para unas personas como Gale y como y o, que llevamos añossuministrando comida a nuestras familias, es difícil. Sabemos pasar hambre, perono que nos digan cómo manejar las provisiones que tenemos. En cierto modo, elDistrito 13 es más controlador que el Capitolio.

—¿Qué van a hacer? Ya me han quitado el brazalector —responde Gale.Mientras rebaño el cuenco tengo un momento de inspiración:—Oye, quizá debería poner eso como condición para ser el Sinsajo.—¿Que pueda darte mi puré de nabos?—No, que podamos cazar —digo, captando su atención—. Tendríamos que

entregarlo todo en la cocina, pero podríamos… —No tengo que terminar la frase:podríamos estar al aire libre, en el bosque, volver a ser nosotros mismos.

—Hazlo. Ahora es el momento, podrías pedir la luna y tendrían que encontrar

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la forma de bajártela.No sabe que ya voy a pedirles la luna cuando exija el perdón de Peeta. Antes

de decidir si se lo cuento o no, un timbre marca el final del turno de comedor. Laidea de enfrentarme a Coin sola me pone nerviosa.

—¿Qué tienes en tu horario?Gale se mira el brazo:—Clase de historia nuclear. Donde, por cierto, se ha notado tu ausencia.—Tengo que ir a la sala de mando, ¿vienes conmigo?—Vale, pero quizá me echen después de lo de ayer.Cuando vamos a soltar las bandejas, añade:—¿Sabes? Será mejor que metas a Buttercup en tu lista de exigencias. No

creo que aquí conozcan bien el concepto de mascotas inútiles.—Oh, le encontrarán un trabajo. Le tatuarán la pata todas las mañanas —

respondo, pero tomo nota mental de incluirlo, por Prim.Al llegar a la sala de mando, Coin, Plutarch y los suy os y a están reunidos. La

aparición de Gale hace que algunos arqueen las cejas, pero nadie lo echa. Misnotas mentales se han hecho un lío, así que pido papel y lápiz nada más llegar. Miaparente interés en el proceso (la primera vez que lo demuestro desde que lleguéaquí) los pilla por sorpresa. Se miran entre ellos. Seguramente me teníanpreparado un sermón superespecial, sin embargo, Coin en persona me pasa elmaterial, y todos guardan silencio mientras me siento y me pongo a garabatearla lista: « Buttercup. Cazar. Inmunidad de Peeta. Anunciado en público» .

Ya está. Es probable que se trate de mi única oportunidad para negociar.« Piensa, ¿qué más quieres?» .Lo noto a mi lado, de pie, y añado « Gale» a la lista. Creo que no podría

hacer esto sin él.Empieza a dolerme la cabeza otra vez y mis ideas se enredan. Cierro los ojos

y empiezo a recitar en silencio: « Me llamo Katniss Everdeen. Tengo diecisieteaños. Mi casa está en el Distrito 12. Estuve en los Juegos del Hambre. Escapé. ElCapitolio me odia. A Peeta lo capturaron. Está vivo. Es un traidor, pero está vivo.Tengo que mantenerlo con vida…» .

La lista. Sigue pareciendo demasiado corta, debería intentar pensar con másperspectiva, más allá de nuestra situación actual, en un futuro en el que quizá yoy a no valga nada. ¿No debería pedir más? ¿Por mi familia? ¿Por el resto de losmíos? Las cenizas de los muertos hacen que me pique la piel. Recuerdo elenfermizo sonido de mi pie al dar contra la calavera; el aroma de la sangre y lasrosas me aguijonea la nariz.

El lápiz se mueve solo por la página. Abro los ojos y veo las letrastemblorosas: « Yo mato a Snow» . Si lo capturan, quiero ese privilegio.

Plutarch tose con discreción:—¿Ya has terminado?

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Levanto la mirada y miro la hora: llevo sentada aquí veinte minutos. Finnickno es el único con problemas de concentración.

—Sí —respondo con voz ronca, así que me aclaro la garganta—. Sí, éste es eltrato: seré vuestro Sinsajo.

Espero a que terminen con sus suspiros de alivio, sus palabras de felicitacióny sus palmaditas en la espalda. Coin permanece tan impasible como siempre,observándome, poco impresionada.

—Pero tengo algunas condiciones —continúo, alisando la hoja—. Mi familiase queda con nuestro gato.

Esa petición, la más insignificante, da lugar a un gran debate. Los rebeldes delCapitolio no le dan importancia, claro que puedo quedarme mi mascota, mientrasque los del 13 enumeran las extremas dificultades que eso presenta. Al final sedecide que nos mudemos al nivel superior, que cuenta con el lujo de una ventanade veinte centímetros que da al exterior. Buttercup puede entrar y salir a hacersus cosas, y se espera de él que se busque comida por su cuenta. Si se salta eltoque de queda, lo dejan fuera. Si provoca problemas de seguridad, le pegarán untiro de inmediato.

Me suena bien, no difiere mucho de su forma de vida desde que nos fuimos,salvo por lo del tiro. Si lo veo demasiado delgado, siempre puedo pasarle algunastripas si acceden a mi siguiente petición.

—Quiero cazar. Con Gale. En el bosque —digo, y todos guardan silencio.—No iremos lejos, usaremos nuestros propios arcos y podéis usar la carne en

la cocina —añade Gale.Me apresuro a seguir hablando antes de que digan que no.—Es que… no puedo respirar aquí encerrada como un… Me pondría mejor

más deprisa si… si pudiera cazar.Plutarch empieza a explicar los inconvenientes (los peligros, la seguridad

adicional, el riesgo de heridas), pero Coin lo corta.—No, dejad que lo hagan. Dadles un par de horas al día, las descontaremos

de su tiempo de entrenamiento. Un radio de medio kilómetro con unidades decomunicación y dispositivos de seguimiento en los tobillos. ¿Qué más?

Repaso la lista:—Gale. Lo necesito a mi lado para hacer esto.—¿A tu lado cómo? ¿Fuera de cámara? ¿En todo momento? ¿Quieres que lo

presentemos como tu nuevo amante? —pregunta Coin.No lo ha dicho en tono burlón, sino todo lo contrario, de manera muy

práctica, pero se me abre la boca igual.—¿Qué?—Creo que tendríamos que seguir con el romance actual. Si abandona tan

deprisa a Peeta puede que la audiencia pierda simpatía por ella —dice Plutarch—. Sobre todo porque creen que está embarazada.

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—Cierto. Entonces, en pantalla Gale puede ser un compañero rebelde más.¿Te parece bien? —dice Coin, y yo me quedo mirándola; ella lo repite,impaciente—: Para Gale, ¿es suficiente?

—Siempre podemos presentarlo como tu primo —dice Fulvia.—No somos primos —respondemos Gale y yo a la vez.—Ya, pero quizá deberíamos mantenerlo delante de las cámaras, por las

apariencias —dice Plutarch—. Fuera de cámara, es todo tuy o. ¿Algo más?Me ha puesto nerviosa el giro de la conversación, la insinuación de que estaría

dispuesta a deshacerme de Peeta, de que estoy enamorada de Gale, de que todoha sido puro teatro. Me empiezan a arder las mejillas. Resulta humillante quecrean que dedico tiempo a pensar en quién quiero que presenten como miamante, teniendo en cuenta las circunstancias actuales.

—Cuando acabe la guerra, si ganamos, indultaréis a Peeta.Silencio total. Noto que Gale se tensa, supongo que debería habérselo dicho

antes, pero no estaba segura de su reacción, ya que tenía que ver con Peeta.—No se le castigará de ninguna forma —sigo diciendo, y se me ocurre

añadir algo más—. Lo mismo vale para los demás tributos capturados, Johanna yEnobaria.

La verdad es que no me importa Enobaria, la cruel tributo del Distrito 2; dehecho, no la soporto, pero me parece mal dejarla fuera.

—No —responde Coin sin más.—Sí —replico—. No es culpa suya que los abandonaseis en la arena. ¿Quién

sabe lo que les estará haciendo el Capitolio?—Se les juzgará junto con los demás criminales de guerra y se les tratará

como disponga el tribunal —dice ella.—¡Se les garantizará la inmunidad! —Me levanto de la silla con voz potente

—. Tú en persona lo prometerás delante de toda la población del Distrito 13 y loque queda del 12. Pronto. Hoy. Quedará grabado para generaciones futuras.Tanto tú como tu Gobierno os haréis responsables de su seguridad, ¡o tendréis quebuscaros a otro Sinsajo!

Mis palabras quedan flotando en el aire un largo instante.—¡Ésa es ella! —oigo que Fulvia susurra a Plutarch—. Justo ahí, con el

disfraz, los disparos de fondo y un poco de humo.—Sí, eso es lo que queremos —responde Plutarch en voz baja.Me gustaría lanzarles una mirada asesina, pero creo que sería un error

apartar la vista de Coin. Veo que calcula el coste de mi ultimátum, que sopesa silo merezco.

—¿Qué dices, presidenta? —pregunta Plutarch—. Podrías conceder unperdón oficial, dadas las circunstancias. El chico… ni siquiera es mayor de edad.

—De acuerdo —dice al fin Coin—. Pero será mejor que cumplas.—Cumpliré cuando hay as hecho el anuncio —respondo.

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—Convocad una asamblea de seguridad nacional durante la hora de reflexiónde hoy —ordena—. Haré el anuncio entonces. ¿Queda algo en tu lista, Katniss?

Tengo el papel hecho una bola en mi puño derecho, así que aliso la hoja sobrela mesa y leo las irregulares letras.

—Sólo una cosa más: yo mato a Snow.Por primera vez veo la sombra de una sonrisa en los labios de la presidenta.—Cuando llegue el momento, las dos lo echaremos a suertes —responde.Quizá esté en lo cierto, la verdad es que no soy la única con derecho a

reclamar la vida de Snow, y creo que ella es perfectamente capaz de hacer eltrabajo.

—Me parece justo —transijo.Coin mira brevemente su brazo y el reloj . Ella también tiene que seguir un

horario.—La dejo en tus manos, Plutarch.Sale de la sala, seguida de su equipo, y nos quedamos Plutarch, Fulvia, Gale y

yo misma.—Excelente, excelente —dice Plutarch, dejándose caer en la silla con los

codos en la mesa, restregándose los ojos—. ¿Sabes lo que echo de menos másque nada? El café. ¿Tan impensable es tener algo con lo que tragar mejor lasgachas y los nabos?

—No sabíamos que aquí serían tan estrictos —nos explica Fulvia mientrasmasajea los hombros de Plutarch—. No en los puestos más elevados.

—O que al menos contaríamos con la opción de hacer algo al margen —añade Plutarch—. Bueno, incluso en el 12 teníais un mercado negro, ¿no?

—Sí, el Quemador —dice Gale—. Allí es donde intercambiábamos.—¿Lo ves? ¡Y mira lo éticos que habéis salido los dos! Prácticamente

incorruptibles. —Plutarch suspira—. Oh, bueno, las guerras no duran parasiempre. En fin, me alegra teneros en el equipo —comenta, y se dispone aaceptar el enorme cuaderno encuadernado en cuero que Fulvia le ofrece—. Yasabes, a grandes rasgos, lo que esperamos de ti, Katniss. Sé que no estás del todoconforme con tu participación. Espero que esto te ayude.

Plutarch me pasa el cuaderno. Durante un instante lo miro con suspicacia,pero la curiosidad me puede y lo abro. En el interior hay un retrato de mí, firmey fuerte, con un uniforme negro. Sólo existe una persona capaz de haberdiseñado el traje, que a primera vista parece muy práctico, pero que resulta seruna obra de arte: la caída del casco, la curva del peto, el ligero abullonado de lasmangas que deja ver los pliegues blancos bajo los brazos… En sus manos, vuelvoa ser un sinsajo.

—Cinna —susurro.—Sí, me hizo prometer no enseñártelo hasta que decidieras por ti misma ser

el Sinsajo. Créeme, ha sido una gran tentación —dice Plutarch—. Venga, echa un

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vistazo.Paso las páginas despacio, examinando todos los detalles del uniforme: las

minuciosas capas de blindaje, las armas ocultas en las botas y el cinturón, elrefuerzo especial sobre el corazón… En la última página, bajo el boceto de miinsignia del sinsajo, Cinna ha escrito: « Todavía apuesto por ti» .

—¿Cuándo…? —empiezo, pero me falla la voz.—Veamos… Bueno, después del anuncio del Vasallaje de los Veinticinco.

¿Unas cuantas semanas antes de los Juegos, quizá? Además de los bocetos,tenemos tus uniformes. Oh, y Beetee tiene algo muy especial esperándote en laarmería. No te daré pistas, no quiero arruinar la sorpresa.

—Vas a ser la rebelde mejor vestida de la historia —dice Gale, sonriendo. Derepente me doy cuenta de que había estado aguantándose. Igual que Cinna, desdeel principio quería que tomara esta decisión.

—Nuestro plan es lanzar un asalto a las ondas —dice Plutarch—. Hacer loque nosotros llamamos « propos» (abreviatura de spots de propaganda) en losque salgas tú y emitirlos para que los vea todo Panem.

—¿Cómo? El Capitolio controla las emisiones —dice Gale.—Pero nosotros tenemos a Beetee. Hace unos diez años básicamente

rediseñó la red subterránea que transmite toda la programación. Cree que existeuna posibilidad real de conseguirlo. Obviamente, necesitaremos algo que emitir,así que, Katniss, el estudio te espera cuando quieras. ¿Fulvia? —añade después,dirigiéndose a su ayudante.

—Plutarch y yo hemos estado hablando sobre cómo demonios enfocar esto.Creemos que lo mejor sería construir a nuestro líder rebelde, construirte a ti,desde fuera… hacia dentro. Es decir, vamos a buscarte el look de Sinsajo másdespampanante que podamos ¡y después te fabricaremos una personalidad queesté a la altura! —exclama Fulvia alegremente.

—Ya tenéis su uniforme —comenta Gale.—Sí, pero ¿está Katniss herida y ensangrentada? ¿Arde en ella el fuego de la

rebelión? ¿Hasta qué punto podemos ensuciarla sin repugnar a los espectadores?En cualquier caso, tiene que impresionar. Es decir, está claro que esto… —diceFulvia, atrapándome rápidamente la cara entre las manos— no nos sirve. —Aparto la cara por reflejo, pero ella ya está recogiendo sus cosas—. Por tanto,con eso en mente, tenemos otra sorpresita para ti. Venid, venid.

Fulvia nos hace un gesto, y Gale y y o la seguimos a ella y a Plutarch alpasillo.

—A veces las mejores intenciones pueden resultar muy insultantes —mesusurra Gale.

—Bienvenido al Capitolio —contesto en voz baja.Sin embargo, las palabras de Fulvia no me afectan. Abrazo con fuerza el

cuaderno de bocetos y me permito tener esperanza. Si Cinna lo quería, debe de

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ser la decisión acertada.Subimos al ascensor, y Plutarch consulta sus notas.—Veamos, es el compartimento tres, nueve, cero, ocho.Pulsa el botón que pone « 39» , pero no pasa nada.—Tendrás que meter la llave —comenta Fulvia.Plutarch saca una llave que lleva colgada de una delgada cadena bajo la

camisa y la mete en una rendija que no había visto antes. Las puertas se cierran.—Ah, ya estamos.El ascensor desciende diez, veinte, treinta y tantas plantas, aunque yo creía

que el Distrito 13 no abarcaba tanto. Al parar, las puertas se abren a un pasillolleno de puertas rojas que casi parecen decorativas comparadas con las grises delos pisos superiores. Cada una lleva un número: 3901, 3902, 3903…

Cuando salimos, me vuelvo y veo que unas rejas metálicas se cierran sobrelas puertas normales del ascensor. Al mirar de nuevo adelante, un guardia hasalido de una de las habitaciones del otro extremo del pasillo. Una puerta secierra en silencio detrás de él mientras se acerca a nosotros.

Plutarch se acerca a saludarlo levantando una mano, y el resto lo seguimos.Aquí hay algo que no encaja; es algo más que el ascensor blindado, laclaustrofobia de estar a tantos metros bajo tierra y el olor a antiséptico. Con sólomirar a Gale sé que él también lo nota.

—Buenos días, estábamos buscando… —empieza a decir Plutarch.—Se han equivocado de planta —lo interrumpe el guardia.—¿En serio? —pregunta Plutarch, consultando sus notas—. Tengo aquí

apuntada la tres, nueve, cero, ocho. ¿Podría hacer una llamada a…?—Me temo que debo pedirles que se marchen ahora mismo. Las

discrepancias en las asignaciones se solucionan en las oficinas centrales —dice elguardia.

Está justo delante de nosotros, el compartimento 3908, a unos cuantos pasos.La puerta (de hecho, todas las puertas) parecen incompletas. No tienen pomos.Se abrirán al empujarlas como la que ha utilizado el guardia.

—¿Y dónde era eso, por favor? —pregunta Fulvia.—Encontrarán las oficinas centrales en el nivel siete —responde el guardia

mientras extiende los brazos para acorralarnos de vuelta al ascensor.Del otro lado de la puerta 3908 me llega un sonido, un gemido muy débil,

como un perro asustado que intenta evitar que le peguen, aunque con un tonomuy humano y familiar. Miro a Gale a los ojos un segundo, pero con eso bastapara dos personas que funcionan como nosotros. Dejo caer el cuaderno de Cinnaa los pies del guardia haciendo mucho ruido. Un segundo después de que seagache a recuperarlo, Gale también se agacha y se choca a posta con su cabeza.

—Oh, lo siento —dice, soltando una risita y agarrándose a los brazos delguardia como si pretendiera recuperar el equilibrio, aunque lo que en realidad

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hace es volverlo un poco para que no me vea.Es mi oportunidad, paso corriendo junto al guardia distraído, abro la puerta

que pone 3908 y allí me los encuentro, medio desnudos, llenos de moratones yesposados a la pared.

Mi equipo de preparación.

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El hedor a cuerpos sucios, orina rancia e infección me llega a través de la nubede antiséptico. La única forma de reconocerlos son sus alteraciones más notablesen pro de la moda: los tatuajes faciales dorados de Venia, los tirabuzonesnaranjas de Flavius y la perenne piel verde claro de Octavia, que ahora cuelgaun poco, como si su cuerpo fuera un globo desinflándose lentamente.

Al verme, Flavius y Octavia se aplastan contra la pared de azulejos como siesperasen un ataque, aunque yo nunca les he hecho daño. Lo peor que les hehecho es pensar maldades sobre ellos que jamás dije en voz alta, así que ¿por quéretroceden?

El guardia me ordena que salga, pero, por el movimiento posterior, sé queGale ha logrado detenerlo. Me dirijo a Venia en busca de respuestas porquesiempre ha sido la más fuerte. Me agacho y le tomo las manos heladas, que seaferran a las mías como un torno.

—¿Qué ha pasado, Venia? ¿Qué hacéis aquí?—Nos sacaron del Capitolio —responde ella con voz ronca.—Pero ¿qué está pasando aquí? —pregunta Plutarch, entrando en la

habitación.—¿Quién os sacó? —insisto.—Gente —responde ella sin precisar—. La noche que huiste.—Nos pareció que quizá te reconfortaría tener a tu equipo de siempre —dice

Plutarch detrás de mí—. Lo solicitó Cinna.—¿Cinna solicitó esto? —le salto, porque si hay algo que sé es que Cinna

nunca habría aprobado que abusaran así de estos tres, teniendo en cuenta lapaciencia y la amabilidad con las que los trataba él—. ¿Por qué los tienen como acriminales?

—Te aseguro que no lo sé.Algo en su voz hace que me lo crea, y la palidez de Fulvia lo confirma.

Plutarch se vuelve hacia el guardia, que acaba de aparecer en la puerta con Galedetrás y le dice:

—Sólo me contaron que los habían encerrado. ¿Por qué los están castigando?—Por robar comida —responde el guardia—. Tuvimos que retenerlos

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después de un altercado por un trozo de pan.Venia junta las cejas como si intentara encontrarle el sentido.—Nadie nos decía nada. Teníamos mucha hambre. Sólo cogió una rebanada.Octavia, temblorosa, empieza a sollozar y ahoga el sonido en su andrajosa

túnica. Me acuerdo de que la primera vez que sobreviví a la arena Octavia mepasó un panecillo por debajo de la mesa porque no soportaba verme con hambre.Me arrastro hasta ella.

—¿Octavia? —le digo, pero, al tocarle el brazo, da un respingo—. ¿Octavia?No va a pasar nada. Te sacaré de aquí, ¿vale?

—Esto parece demasiado extremo —dice Plutarch.—¿Es porque se llevaron una rebanada de pan? —pregunta Gale.—Hubo repetidas infracciones anteriormente. Se les advirtió, pero robaron

más pan —explica el guardia; hace una pausa, como si no entendiera nuestroenfado—. No se puede robar pan.

No logro que Octavia se descubra la cara, pero la levanta un poco. Lasesposas se le resbalan un poquito por las muñecas y dejan al descubierto lasrozaduras en carne viva que hay debajo.

—Os voy a llevar con mi madre —les aseguro, y me dirijo al guardia—.Desencadénalos.

—No tengo autorización —responde el guardia, sacudiendo la cabeza.—¡Que los desencadenes! ¡Ahora!Mi grito le hace perder la compostura; los ciudadanos medios no lo tratan así.—No tengo órdenes de liberarlos, y tú no tienes autoridad para…—Hazlo con la mía —interviene Plutarch—. De todos modos, veníamos a

recogerlos, los necesitan en Defensa Especial. Yo asumo toda la responsabilidad.El guardia sale para hacer una llamada y vuelve con unas llaves. Los del

equipo de preparación llevan tanto tiempo apretujados que, cuando les quitan lasesposas, les cuesta caminar. Gale, Plutarch y y o tenemos que ayudarlos. El piede Flavius se engancha en una rej illa metálica sobre una abertura circular en elsuelo, y se me encoge el estómago cuando caigo en por qué una habitaciónnecesita un desagüe. Las manchas de miseria humana que deben de haberselimpiado a manguerazos de estas paredes de azulejos blancos…

En el hospital busco a mi madre, la única en la que confío para cuidar deellos. Tarda un minuto en reconocerlos, dadas sus condiciones actuales, pero se lave consternada, y sé que no es por lo mal que están, porque ha sido testigo decosas peores en el Distrito 12, sino por darse cuenta de que este tipo de cosastambién ocurren en el 13.

A mi madre la recibieron bien en el hospital, aunque la consideran más unaenfermera que un médico, a pesar de llevar toda la vida curando gente. Sinembargo, nadie se mete cuando guía al trío a una sala de reconocimiento paraevaluar sus heridas. Me coloco en un banco del pasillo a la entrada del hospital y

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espero el veredicto. Ella sabrá leer en sus cuerpos el dolor que les han causado.Gale se sienta a mi lado y me pone un brazo sobre los hombros.—Tu madre los arreglará —me dice, y y o asiento y me pregunto si estará

pensando en los brutales latigazos que le dieron en el 12.Plutarch y Fulvia se sientan en el banco que tenemos enfrente, pero no

comentan nada sobre el estado de mi equipo. Si no sabían nada de esto, ¿quépensarán de este movimiento de la presidenta Coin? Decido echarles una mano.

—Supongo que nos han dado un aviso a todos —comento.—¿Qué? No. ¿A qué te refieres? —pregunta Fulvia.—Castigar a mi equipo de preparación es una advertencia —respondo—, y

no sólo para mí, sino también para vosotros; nos dicen quién es la que está almando y qué pasa si no la obedecemos. Si os habíais hecho ilusiones sobre llegaral poder, yo me olvidaría. Al parecer, un linaje del Capitolio no sirve deprotección por aquí, e incluso puede que sea un lastre.

—No podemos comparar a Plutarch, que fue el cerebro de la revuelta, conesos tres esteticistas —dice Fulvia en tono glacial.

—Si tú lo dices, Fulvia —respondo, encogiéndome de hombros—. Pero ¿quépasaría si le llevaras la contraria a Coin? A mi equipo lo secuestraron, así que almenos les queda la esperanza de poder volver algún día al Capitolio. Gale y y opodemos vivir en el bosque. ¿Y vosotros? ¿Adónde huiríais?

—Quizá seamos un poquito más necesarios para la guerra de lo que tú crees—dice Plutarch sin inmutarse mucho.

—Claro que sí, igual que los tributos eran necesarios para los Juegos. Hastaque dejaron de serlo, momento en el que pasamos a ser muy prescindibles…,¿verdad, Plutarch?

Eso acaba con la conversación. Esperamos en silencio hasta que mi madrenos encuentra.

—Se pondrán bien —informa—, no han sufrido daños físicos permanentes.—Bien, maravilloso —dice Plutarch—. ¿Cuándo pueden ponerse a trabajar?—Seguramente mañana. Eso sí, cabe esperar cierta inestabilidad emocional

después de todo lo que han pasado. No estaban preparados para ello, teniendo encuenta la vida que llevaban en el Capitolio.

—Así estamos todos —responde Plutarch.Plutarch me libera de mis responsabilidades como Sinsajo para el resto del

día, no sé si porque el equipo de preparación está fuera de servicio o porque yoestoy demasiado nerviosa. Gale y yo vamos a comer, y nos sirven estofado dealubias con cebolla, una gruesa rebanada de pan y una taza de agua. Después dela historia de Venia, el pan se me atranca, así que le paso el resto a Gale. Ningunode los dos habla mucho mientras comemos, pero, después de limpiar los cuencos,Gale se sube la manga y deja al descubierto su horario.

—Ahora me toca entrenamiento.

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Le pego un tirón a mi manga y pongo mi brazo al lado del suyo.—Yo también —respondo, y recuerdo que ahora el entrenamiento significa

caza.Estoy tan ansiosa por escapar al bosque, aunque sea por un par de horas, que

me olvido de mis preocupaciones. Una inmersión en el follaje y la luz del sol meay udarán a ordenar las ideas. Gale y yo salimos de los pasillos principales ycorremos como críos hacia la armería. Cuando llegamos estoy sin aliento ymareada, un recordatorio de que todavía no me he recuperado del todo. Losguardias nos entregan nuestras viejas armas, además de cuchillos y un saco dearpillera para guardar las presas. Les permito ponerme el dispositivo en el tobilloe intento hacer como si escuchara cómo usar el intercomunicador portátil. Loúnico que se me queda grabado es que tiene un reloj y que debemos estar dentrodel 13 a la hora designada si no queremos que nos retiren nuestros privilegios decaza. Es la única regla que me esforzaré en seguir.

Salimos a la gran área de entrenamiento vallada junto al bosque. Los guardiasabren las puertas sin hacer comentarios. Sería muy complicado atravesarlassolos, ya que se trata de una altura de nueve metros que siempre estáelectrificada y acaba en unos afiladísimos rizos de acero. Atravesamos el bosquehasta casi perder de vista la verja, nos detenemos en un pequeño claro yechamos la cabeza atrás para disfrutar de la luz del sol. Giro en círculos con losbrazos extendidos a los lados, sin correr mucho para que el mundo no me dédemasiadas vueltas.

La falta de lluvia que vi en el 12 también ha afectado a estas plantas, así quehay algunas con hojas quebradizas que han formado una alfombra bajo nuestrospies. Nos quitamos los zapatos. De todos modos, los míos no me encajan bien, y aque, con su norma de que nada falta al que no malgasta, los del 13 me dieron unpar que se le había quedado pequeño a alguien. Al parecer, uno de los dos andararo, porque han cedido por donde no debían.

Cazamos como en los viejos tiempos: en silencio, sin palabras paracomunicarnos; en el bosque nos movemos como dos partes de un mismo ser.Anticipamos los movimientos del otro y nos protegemos las espaldas. ¿Cuántotiempo hace desde la última vez que disfrutamos de esta libertad? ¿Ocho meses?¿Nueve? No es exactamente lo mismo después de todo lo sucedido, con losdispositivos de seguimiento en los tobillos y mi necesidad de descansar a menudo,pero es lo más parecido a la felicidad que puedo sentir en estos momentos.

Aquí los animales no son lo bastante suspicaces, y el momento de más quetardan en ubicar nuestro desconocido olor significa su muerte. En hora y mediatenemos una docena variada (conejos, ardillas y pavos), y decidimos dejarlopara pasar el resto del tiempo junto a un estanque que debe de alimentarse de unmanantial subterráneo, ya que el agua es fresca y dulce.

Cuando Gale se ofrece a limpiar las presas, no pongo objeción. Me meto unas

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hojas de menta en la boca, cierro los ojos y me recuesto en una roca paraempaparme de los sonidos dejando que el abrasador sol de la tarde me queme lapiel, casi en paz hasta que la voz de Gale me interrumpe.

—Katniss, ¿por qué te importa tanto tu equipo de preparación?Abro los ojos para ver si está de broma, pero mira con el ceño fruncido el

conejo que despelleja.—¿Y por qué no?—Hmmm, a ver… ¿Porque se han pasado un año entero poniéndote guapa

para la matanza? —sugiere.—Es más complicado, los conozco. No son ni malos ni crueles, ni siquiera son

listos. Hacerles daño es como hacer daño a unos niños. No ven… Es decir, nosaben… —Me enredo y o sola.

—¿No saben qué, Katniss? ¿Que los tributos (que son los verdaderos niños deesta historia, no tu trío de raros) se ven obligados a luchar hasta morir? ¿Que ibasa la arena para entretener a la gente? ¿Era eso un gran secreto en el Capitolio?

—No, pero ellos no lo ven como nosotros —respondo—. Los educan así y …—¿De verdad los estás defendiendo? —me pregunta, arrancándole la piel al

conejo de un solo movimiento.Eso me pica porque, de hecho, es lo que estoy haciendo, y resulta ridículo.

Hago lo que puedo por encontrar una postura lógica.—Supongo que defiendo a cualquiera al que traten así por llevarse una

rebanada de pan. ¡Quizá me recuerde demasiado a lo que te pasó a ti por unpavo!

Aun así, tiene razón, resulta extraño lo mucho que me preocupo por el equipode preparación. Debería odiarlos y querer verlos colgados de un árbol. Sinembargo, están completamente perdidos y pertenecían a Cinna, y él estaba demi lado, ¿no?

—No busco pelea —dice Gale—, pero no creo que Coin estuviera enviándoteun mensaje al castigarlos por romper las reglas. Seguramente pensaba que loverías como un favor —afirma; después mete el conejo en el saco y se levanta—. Será mejor que nos vay amos si queremos regresar a tiempo.

Paso de la mano que me ofrece para ponerme de pie y me levanto atrompicones.

—Pues vale —respondo.Ninguno de los dos habla durante el camino de vuelta, pero, una vez dentro

del recinto, me acuerdo de otra cosa.—Durante el Vasallaje de los Veinticinco, Octavia y Flavius tuvieron que irse

porque no podían parar de llorar. Y Venia apenas fue capaz de decirme adiós.—Intentaré recordarlo mientras te… rehacen.—Sí, hazlo.Le entregamos la carne a Sae la Grasienta en la cocina. A ella le gusta

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bastante el Distrito 13, aunque cree que a los cocineros les falta algo deimaginación. Obviamente, una mujer capaz de hacer un estofado aceptable conperro salvaje y ruibarbo debe de sentirse muy limitada en un sitio como éste.

Exhausta por la caza y la falta de sueño, vuelvo a mi compartimento y loencuentro vacío. Entonces recuerdo que nos hemos mudado por Buttercup y suboa la planta de arriba en busca del compartimento E. Es idéntico al 307, salvo porla ventana (de sesenta centímetros de ancho por veinte de alto) situada en la partecentral superior del muro exterior. Hay una pesada placa metálica que se cierrasobre ella, pero en estos momentos está abierta y no veo a cierto gato porninguna parte. Me estiro en la cama y un rayo de sol de la tarde juega sobre mirostro. Cuando mi hermana me despierta son ya las « 18:00 – Reflexión» .

Prim me cuenta que han estado anunciando la asamblea desde la hora de lacomida. Toda la población debe asistir, salvo los que tengan trabajos esenciales.Seguimos las instrucciones que nos dan para llegar al Colectivo, una enorme salaen la que caben sin problemas los miles de personas que aparecen. Resultaevidente que la construyeron para un aforo mayor, y quizá se llenara antes de laepidemia. Prim señala discretamente los resultados del desastre: las cicatrices enlos cuerpos de los habitantes y los niños con leves desfiguraciones.

—Aquí han sufrido mucho —comenta.Después de lo de esta mañana, no estoy de humor para sentir lástima por el

13.—No más que nosotros en el 12 —respondo.Veo que mi madre conduce a un grupo de pacientes capaces de moverse,

todavía vestidos con los camisones y las batas del hospital. Finnick está entre ellos;parece desorientado, aunque está guapísimo. Lleva un trozo de cuerda fina demenos de treinta centímetros entre las manos, demasiado corto para que haga unnudo servible. Mueve los dedos rápidamente, atando y desatando mientras mira asu alrededor. Seguramente forma parte de su terapia. Me acerco y lo saludo:

—Hola, Finnick. —No parece darse cuenta, así que le doy un codazo parallamarle la atención—. ¡Finnick! ¿Cómo estás?

—Katniss —responde, agarrándome la mano, creo que lo alivia encontraruna cara conocida—. ¿Por qué nos reunimos aquí?

—Le dije a Coin que sería su Sinsajo, pero la obligué a prometer queotorgaría inmunidad a los demás tributos si los rebeldes ganan. En público, paraque hay a muchos testigos.

—Ah, bien, porque me preocupa Annie, que diga algo que consideren traiciónsin que ella lo sepa.

Annie. Oh, oh, se me había olvidado por completo.—No te preocupes, me encargaré de ello.Aprieto la mano de Finnick y voy derecha al podio que hay al frente. Coin,

que observa su discurso, arquea las cejas al verme.

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—Necesito que añadas a Annie Cresta a la lista de indultados —le digo.—¿Quién es? —pregunta la presidenta, frunciendo un poco el ceño.—Es la… —¿Qué? En realidad no sé cómo llamarla—. Es la amiga de Finnick

Odair, del Distrito 4. Otra vencedora. La detuvieron y se la llevaron al Capitoliocuando la arena voló en pedazos.

—Ah, la chica loca. En realidad no es necesario, no tenemos costumbre decastigar a los más frágiles.

Pienso en la escena de esta mañana, en Octavia acurrucada junto a la pared,en que Coin y yo debemos de tener una definición completamente distinta de lafragilidad. Sin embargo, me limito a responder:

—¿No? Entonces no supondrá ningún problema añadir a Annie.—De acuerdo —dice la presidenta, escribiendo su nombre—. ¿Quieres estar

aquí arriba durante el anuncio? —me pregunta, y sacudo la cabeza—. Eso meparecía. Será mejor que te pierdas entre la multitud lo antes posible, porque estoya punto de empezar.

Vuelvo con Finnick.En el 13 tampoco malgastan las palabras. Coin pide la atención del público y

le dice que he aceptado ser el Sinsajo siempre que se indulte a los demásvencedores (Peeta, Johanna, Enobaria y Annie) por los perjuicios que pudierancausar a los rebeldes. La multitud murmura y noto que no están de acuerdo.Supongo que nadie dudaba que quisiera ser el Sinsajo, así que ponerme precio(un precio que, además, les salva la vida a posibles enemigos) los enfada.Permanezco impasible ante las miradas hostiles que me lanzan.

La presidenta permite unos momentos de tensión antes de seguir con elmismo brío de siempre, aunque las palabras que surgen de sus labios son nuevaspara mí.

—Sin embargo, a cambio de esta solicitud sin precedentes, la soldadoEverdeen ha prometido dedicarse en cuerpo y alma a la causa. Por tanto, si sedesvía de su misión, tanto en motivos como en hechos, lo consideraremos unaruptura del acuerdo y el fin de la inmunidad, de modo que el destino de los cuatrovencedores quedaría determinado por las leyes del Distrito 13, al igual que elsuyo. Gracias.

En otras palabras: si me aparto del guión acabaremos todos muertos.

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Otra fuerza a la que enfrentarse, otra parte que busca el poder y ha decididousarme como ficha de su juego, aunque las cosas nunca parecen salir según loprevisto. Primero estaban los Vigilantes de los Juegos, que me convirtieron en suestrella para después recuperarse como pudieron de aquel puñado de bay asvenenosas. Después el presidente Snow, que intentó usarme para apagar lasllamas de la rebelión y sólo consiguió que cada uno de mis actos resultaraincendiario. A continuación, los rebeldes me atrapan en la zarpa metálica que mesaca de la arena y me nombran Sinsajo, y después tienen que recuperarse de laconmoción de descubrir que quizá yo no desee las alas. Y ahora Coin, con supuñado de preciados misiles y su maquinaria bien engrasada, descubre que esmucho más difícil acicalar a un sinsajo que cazarlo. Pero ha sido la más rápidaen determinar que tengo mis propios objetivos y, por tanto, no puede confiar enmí. Ha sido la primera que me ha marcado en público como una amenaza.

Acaricio la espesa capa de burbujas de mi bañera. Limpiarme es el pasopreliminar para decidir mi nuevo aspecto. Con el pelo dañado por el ácido, la pielquemada por el sol y unas feas cicatrices, el equipo de preparación tiene queponerme guapa y después herirme, quemarme y marcarme de manera másatractiva.

—Ponedla en base de belleza cero —fue lo primero que ordenó Fulvia estamañana—. Trabajaremos a partir de ahí.

Al final resulta que la base de belleza cero es el aspecto que tendría unapersona si se levantara de la cama con un aspecto perfecto, pero natural.Significa que me cortan las uñas a la perfección, aunque no las pintan; que tengoel pelo sedoso y reluciente, aunque sin peinar demasiado; que me dejan la pielsuave e impoluta, aunque sin pintarla; que me hacen la cera y me borran lasojeras, aunque sin realizar mejoras visibles. Supongo que Cinna dio las mismasinstrucciones el primer día que llegué como tributo al Capitolio. Aquello eradistinto, ya que era una concursante y ahora soy una rebelde, así que supongoque tendré que parecerme más a mí misma. Sin embargo, resulta que losrebeldes televisados también tienen que estar a la altura.

Después de enjuagarme la espuma, me vuelvo y veo a Octavia esperando

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con una toalla. Sin la ropa chillona, el exceso de maquillaje, los tintes, las joyas ylos adornos del pelo, no tiene nada que ver con la mujer que conocí en elCapitolio. Recuerdo que un día se presentó con una melena rosa fuerte salpicadade parpadeantes luces de colores con forma de ratones. Me dijo que en casatenía varios ratones como mascotas, cosa que me repugnó en su momento, yaque nosotros consideramos alimañas a los ratones, a no ser que estén cocinados.Sin embargo, a Octavia le gustaban porque eran pequeñitos, suaves y hacíanruidos chillones, como ella. Mientras me seca, intento acostumbrarme a laOctavia del Distrito 13. Su color de pelo real resulta ser un caoba muy bonito.Tiene una cara normal, aunque con una dulzura innegable. Es más joven de loque pensaba, quizá veintipocos. Sin las uñas decorativas de ocho centímetros susdedos son casi cortos y no dejan de temblar. Quiero decirle que no pasa nada,que me aseguraré de que Coin no vuelva a hacerle daño, pero los moratonesmulticolores que florecen bajo su piel verde me recuerdan mi impotencia.

Flavius también parece desvaído sin los labios morados y la ropa de colores.Eso sí, ha conseguido ordenar más o menos sus tirabuzones naranjas. Es Venia laque ha cambiado menos: su pelo turquesa cae liso en vez de estar de punta, y sele ven las raíces grises, pero los tatuajes son su rasgo más llamativo, y siguen tandorados y sorprendentes como siempre. Se acerca y le quita la toalla a Octavia.

—Katniss no va a hacernos daño —le dice a Octavia en voz baja, aunquefirme—. Ella ni siquiera sabía que estábamos allí. Todo irá mejor ahora.

Octavia asiente levemente, aunque no se atreve a mirarme a los ojos.No es fácil dejarme en base de belleza cero, ni siquiera con el arsenal de

productos, herramientas y cacharros que Plutarch tuvo la previsión de sacar delCapitolio. Mi equipo lo hace bastante bien hasta que intentan solucionar el agujeroque me dejó Johanna en el brazo al sacar el dispositivo de seguimiento. El equipomédico no tuvo en cuenta la estética cuando lo remendó, así que ahora tengo unacicatriz irregular y llena de bultos que ocupa el tamaño de una manzana.Normalmente me lo tapa la manga, pero el traje de Cinna está diseñado para quelas mangas lleguen hasta justo encima del codo. Es un problema tan gordo quellaman a Fulvia y Plutarch para analizarlo. Juro que la visión de la cicatriz haceque Fulvia tenga arcadas. Cuánta sensibilidad para alguien que trabaja con unVigilante. En fin, supongo que sólo está acostumbrada a ver cosas desagradablesen una pantalla.

—Todos saben que tengo la cicatriz —digo, malhumorada.—Saberlo y verla son dos cosas muy distintas —replica Fulvia—. Es

completamente repulsivo. Plutarch y yo pensaremos en algo durante la comida.—No pasará nada —dice Plutarch, restándole importancia—, puede que con

un brazalete o algo así.Asqueada, me visto para poder ir al comedor y me encuentro con mi equipo

de preparación apiñado en un grupito junto a la puerta.

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—¿Es que os traen aquí la comida? —les pregunto.—No —responde Venia—, se supone que tenemos que ir a un comedor.Suspiro para mis adentros y me imagino entrando en el comedor con estos

tres detrás, pero, de todos modos, la gente siempre me mira, así que tampocovaría mucho.

—Os enseñaré dónde es, venga.Las miradas furtivas y los murmullos por lo bajo que suelo despertar no son

nada comparados con la reacción que produce mi estrafalario equipo depreparación. Las bocas abiertas, los dedos acusadores, las exclamaciones…

—No hagáis caso —les digo a los tres, que me siguen por la fila con la miradagacha y movimientos mecánicos para aceptar los cuencos de estofado depescado grisáceo y quingombó, y las tazas de agua.

Nos sentamos a mi mesa junto a un grupo de la Veta que resulta ser un pocomás discreto que la gente del 13, aunque quizá por vergüenza. Leevy, que eravecino mío en el 12, saluda con cautela a mi equipo, y la madre de Gale,Hazelle, que debe de saber lo de su encierro, levanta una cucharada de estofado.

—No os preocupéis —comenta—, sabe mejor de lo que parece.Sin embargo es Posy, la hermana de cinco años de Gale, la que más ay uda.

Corre por el banco hasta Octavia y le toca la piel con indecisión.—Eres verde, ¿estás enferma?—Es por moda, Posy, como llevar pintalabios —explico.—Se supone que es bonito —susurra Octavia, y veo que las lágrimas están a

punto de mojarle las pestañas.Posy se lo piensa y afirma, rotunda:—Creo que estarías bonita con cualquier color.Los labios de Octavia esbozan una diminuta sonrisa, y responde:—Gracias.—Si de verdad quieres impresionar a Posy tendrás que teñirte de rosa chillón

—dice Gale al dejar su bandeja junto a la mía—. Es su color favorito. —Posysuelta una risita y se desliza por el banco para volver con su madre. Gale señalacon la cabeza el cuenco de Flavius—. Será mejor que no se te enfríe, no mejorala consistencia.

Todos nos ponemos a comer. El estofado no sabe mal, pero sí que tiene unaviscosidad difícil de soportar, como si tuvieras que tragar tres veces cada bocadopara bajarlo del todo.

Gale, que no suele hablar mucho durante las comidas, se esfuerza pormantener viva la conversación preguntando por el maquillaje. Sé que intentasuavizar las cosas porque anoche discutimos cuando sugirió que no había dejadomás opción a Coin que contrarrestar mi exigencia con la suya:

« —Katniss, ella dirige este distrito. No puede hacerlo si parece que se pliegaa tu voluntad.

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» —Quieres decir que no soporta ninguna disensión, aunque sea justa —contraataqué.

» —Quiero decir que la dejaste mal. Obligarla a otorgar la inmunidad a Peetay los otros sin saber qué clase de problemas pueden causar…

» —Entonces, ¿tendría que haber seguido con el guión y dejar que los demástributos se las apañen? Da un poco igual, ¡porque eso es lo que estamos haciendode todas formas!» .

Entonces le cerré la puerta en las narices. No me senté con él en el desay uno,y cuando Plutarch lo envió a entrenamiento esta mañana, lo dejé marchar sindecir palabra. Sé que sólo hablaba porque se preocupa por mí, pero necesito queesté de mi parte, no de la de Coin. ¿Cómo es que no lo sabe?

Después de comer, Gale y y o tenemos que ir a Defensa Especial parareunirnos con Beetee. En el ascensor, Gale dice al fin:

—Sigues enfadada.—Y tú sigues sin sentirlo.—Sigo manteniendo lo que dije. ¿Quieres que te mienta?—No, quiero que te lo vuelvas a pensar y llegues a la conclusión correcta —

respondo, pero se ríe.Tengo que dejarlo pasar, no tiene sentido intentar dictar a Gale lo que debe

pensar. Además, para ser sincera, ésa es una de las razones por las que confío enél.

La planta de Defensa Especial está situada casi tan abajo como lasmazmorras en las que encontramos al equipo de preparación. Es una colmena desalas llenas de ordenadores, laboratorios, equipo de investigación y pistas depruebas.

Cuando preguntamos por Beetee, nos dirigen a través del laberinto hasta quellegamos a una enorme ventana de lámina de vidrio. Dentro guardan la primeracosa bella que veo en el Distrito 13: una réplica de un prado lleno de árboles deverdad y plantas en flor, y repleto de colibríes. Beetee está sentado inmóvil enuna silla de ruedas en el centro del prado observando cómo un pájaro verde flotaen el aire sorbiendo el néctar de una gran flor naranja. Sus ojos siguen al pájaroque se aleja, y entonces nos ve y nos hace un gesto amistoso para que entremoscon él.

El aire es fresco y respirable, no húmedo y pesado como cabría esperar.Desde todas las esquinas nos llega el zumbido de alas diminutas, que antesconfundía con el de los insectos de nuestro bosque. Me pregunto cómo es posibleque hay an construido algo tan bello en este lugar.

Beetee todavía tiene la palidez de un convaleciente, aunque detrás de esasgafas que tan mal le sientan se le ven los ojos brillantes de la emoción.

—¿A que son magníficos? Los del 13 llevan años estudiando aquí suaerodinámica. Vuelo hacia delante y marcha atrás, y velocidades de hasta

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noventa y seis kilómetros por hora. ¡Ojalá pudiera fabricarte unas alas así,Katniss!

—Dudo que supiera manejarlas —respondo entre risas.—Un segundo aquí y otro allí. ¿Serías capaz de derribar a un colibrí con una

flecha? —me pregunta.—Nunca lo he intentado, no tienen mucha carne.—No, y no eres de las que matan por deporte —dice él—, pero seguro que

cuesta acertarles.—Quizá podría usarse una trampa —comenta Gale; tiene esa expresión

distante que pone cuando está dándole vueltas a algo—. Se usa una red con unamalla muy fina, se cierra una zona y se deja una abertura de unos dos metroscuadrados. En el interior se ponen flores con néctar de cebo. Mientras sealimentan, se cierra la abertura. Huirían al oír el ruido, pero sólo llegarían al otroextremo de la red.

—¿Funcionaría eso? —pregunta Beetee.—No lo sé, sólo es una idea —responde Gale—. Puede que sean demasiado

listos.—Puede, pero juegas con su instinto natural de huir del peligro. Pensar como

tus presas…, así se descubren sus puntos débiles.Recuerdo algo en lo que no quiero pensar: mientras nos preparábamos para el

Vasallaje, vi una cinta en la que Beetee, que no era más que un crío, conectabados cables y electrocutaba a una manada de chicos que intentaba cazarlo. Lasconvulsiones de los cuerpos, las expresiones grotescas… En los momentosanteriores a su victoria en aquellos lejanos Juegos del Hambre, Beetee contemplólas muertes de los demás. No era culpa suy a, sólo defensa propia. Todosactuábamos en defensa propia…

De repente quiero salir de la sala de los colibríes antes de que alguienempiece a montar una trampa.

—Beetee, Plutarch nos ha dicho que tenías algo para mí.—Cierto, así es, tu nuevo arco.Pulsa un control manual en el brazo de la silla y sale rodando de la sala.

Mientras lo seguimos por las vueltas y revueltas de Defensa Especial, nos explicalo de la silla.

—Ahora puedo caminar un poco, pero me canso muy deprisa. Me resultamás fácil manejarme con esto. ¿Cómo le va a Finnick?

—Tiene… problemas de concentración —respondo; no quiero decir que sufreun deterioro mental completo.

—Problemas de concentración, ¿eh? —dice Beetee, esbozando una sonrisatriste—. Si supieras por lo que ha pasado Finnick en los últimos años, sabrías elmérito que tiene que siga entre nosotros. En fin, dile que he estado trabajando enun nuevo tridente para él, ¿vale? Algo para distraerlo un poco.

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Diría que lo que menos necesita Finnick son distracciones, pero prometo pasarel mensaje.

Cuatro soldados protegen la entrada del pasillo que pone: « Armamentoespecial» . Comprobar los horarios de los antebrazos no es más que un pasopreliminar. También nos hacen escáneres de huellas, retina y ADN, y tenemosque pasar a través de unos detectores de metal especiales. Beetee deja su silla deruedas fuera, aunque le proporcionan otra cuando entramos. Todo me parecemuy extraño porque no creo que nadie criado en el Distrito 13 pueda ser unaamenaza para el Gobierno. ¿Han montado estas medidas de seguridad por lareciente entrada de inmigrantes?

En la puerta de la armería nos encontramos con una segunda ronda decomprobaciones de identidad (como si mi ADN hubiera cambiado en el rato quehemos tardado en recorrer los veinte metros del pasillo) y por fin nos permitenentrar en la colección de armas. Tengo que reconocer que el arsenal me quita elaliento: fila tras fila de armas de fuego, lanzadores, explosivos y vehículosarmados.

—Obviamente, la División Aerotransportada se guarda por separado —nosexplica Beetee.

—Obviamente —respondo, como si no cupiera duda.No sé cómo van a encajar un arco y una flecha en un equipo de alta

tecnología como éste, hasta que llego a una pared llena de arcos mortíferos.Durante el entrenamiento jugué con muchas de las armas del Capitolio, peroninguna había sido diseñada para el combate militar. Centro mi atención en unarco de aspecto letal tan lleno de miras y dispositivos varios que seguro que nipuedo levantarlo, por no hablar ya de disparar con él.

—Gale, quizá quieras probar unos cuantos de éstos —dice Beetee.—¿En serio? —responde Gale.—Al final te darán un arma de fuego para la batalla, por supuesto, pero si

apareces como parte del equipo de Katniss en las propos, una cosa de éstasquedará más vistosa. Se me había ocurrido que te gustaría elegir una que te vayabien.

—Sí, claro.Gale agarra justo el arco que me había llamado la atención hace un

momento y se lo lleva al hombro. Apunta con él hacia varios lugares de la sala yobserva todo a través de la mira.

—No parece muy justo para los ciervos —comento.—Pero no lo usaría contra los ciervos, ¿no? —responde él.—Ahora mismo vuelvo —dice Beetee antes de meter un código en un panel

y abrir así una puertecita. Lo veo desaparecer y se cierra la puerta.—Entonces, ¿te resultaría fácil usarlo contra personas? —pregunto.—No he dicho eso —responde Gale, bajando el arco—, pero si hubiera tenido

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un arma con la que evitar lo que pasó en el 12…, si hubiera tenido un arma paramantenerte fuera de la arena… la habría usado.

—Yo también —reconozco, aunque no sé qué decirle sobre las consecuenciasde matar a una persona, sobre cómo esa persona sigue dentro de ti para siempre.

Beetee vuelve con una caja negra, alta y rectangular mal colocada entre sureposapiés y el hombro. Se detiene y se inclina hacia mí.

—Para ti.Dejo la caja en el suelo y abro los pestillos del lateral. La tapa se abre sin

hacer ruido. Dentro, sobre un lecho de terciopelo marrón arrugado, hay un arconegro impresionante.

—Oh —susurro, admirada.Levanto con cuidado el arco para contemplar su exquisito equilibrio, el

elegante diseño y la curva de los extremos que, de algún modo, recuerdan a lasalas de un pájaro en vuelo. Hay algo más: tengo que quedarme muy quieta paraasegurarme de que no me lo imagino, pero no, el arco está vivo. Me lo llevo a lamejilla y noto el ligero zumbido que me llega hasta los huesos de la cara.

—¿Qué está haciendo? —pregunto.—Te saluda —explica Beetee, sonriendo—. Ha oído tu voz.—¿Reconoce mi voz?—Sólo tu voz. Verás, sólo querían que diseñara un arco bonito para tu disfraz,

¿sabes? Sin embargo, no dejaba de pensar que era una pérdida de tiempo. Esdecir, ¿y si alguna vez lo necesitas de algo más que de adorno? Así que lo dejésencillo por fuera y volqué mi imaginación en el interior. Es más fácil explicarlocon la práctica, ¿queréis probarlos?

Queremos. Ya nos han preparado un campo de tiro. Las flechas que hadiseñado Beetee son tan extraordinarias como el arco; entre las dos cosas, puedodisparar con precisión a más de noventa metros. La variedad de flechas (afiladascomo cuchillas, incendiarias, explosivas) convierten el arco en un armamultidisciplinar. Cada tipo de flecha tiene el astil de un color distinto y puedo usarel arco con la voz cuando quiera, aunque no sé para qué iba a querer hacerlo.Para desactivar las propiedades especiales del arco sólo tengo que decir:« Buenas noches» . Entonces se va a dormir hasta que el sonido de mi voz vuelvea despertarlo.

Cuando dejo a Beetee y a Gale para volver con mi equipo de preparación,estoy de buen humor. Aguanto pacientemente el resto del trabajo de maquillajey me pongo mi disfraz, que ahora incluye una venda ensangrentada sobre lacicatriz del brazo, de modo que quede claro que he entrado en combate hacepoco. Venia me pone la insignia del sinsajo a la altura del corazón. Recojo el arcoy el carcaj de flechas normales que me hizo Beetee sabiendo que nunca mepermitirían andar por aquí con las flechas cargadas. Después pasamos al estudioy me tengo que quedar de pie una eternidad mientras retocan el maquillaje, la

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luz y el humo. Al final empiezan a disminuir las órdenes que la gente invisibleescondida en la misteriosa cabina acristalada envía por el intercomunicador.Fulvia y Plutarch ya pasan más tiempo examinando que retocando. Y por fin sehace el silencio; durante cinco minutos enteros se limitan a observarme hasta quePlutarch dice:

—Creo que así vale.Me piden que me acerque a un monitor. Vuelven a poner los últimos minutos

de grabación y veo a la mujer en la pantalla. Su cuerpo parece más alto, másimponente que el mío; tiene la cara manchada, pero sexy; las cejas son de colornegro y las frunce en un gesto de desafío; le salen volutas de humo de la ropa,como sugiriendo que acaba de apagarse o que está a punto de arder. No sé quiénes esta persona.

Finnick, que lleva unas cuantas horas dando vueltas por el decorado, se meacerca por detrás y dice con un toque de su antiguo humor:

—Querrán matarte, besarte o ser como tú.Todos están emocionados y muy contentos con su trabajo. Ya casi es hora de

bajar a cenar, pero insisten en seguir. Mañana nos centraremos en los discursos ylas entrevistas, y tendré que fingir estar en batallas de los rebeldes. Hoy sólonecesitan un lema, una única línea que puedan meter en una propo corta paraCoin.

La línea es: « ¡Pueblo de Panem: lucharemos, desafiaremos y acabaremoscon nuestra hambre de justicia!» . Por la forma en que la presentan sé que hanpasado meses, puede que años, creándola y que están muy orgullosos de ella. Sinembargo, es mucho para mí, muy rígido. No me imagino diciéndolo de verdaden la vida real, salvo imitando el acento del Capitolio para reírme de ellos. Comocuando Gale y yo imitábamos el lema de Effie Trinket: « ¡Que la suerte estésiempre, siempre de vuestra parte!» . Pero tengo a Fulvia encima describiendouna batalla en la que acabo de estar, que mis camaradas están muertos a mialrededor y que, para arengar a los vivos, debo volverme hacia la cámara y¡gritar la línea!

Me devuelven corriendo a mi sitio, y la máquina de humo entra en acción.Alguien pide silencio, las cámaras empiezan a rodar y oigo: « ¡Acción!» . Asíque levanto el arco sobre la cabeza y chillo con toda la rabia que logro reunir:

—¡Pueblo de Panem: lucharemos, desafiaremos y acabaremos con nuestrahambre de justicia!

El plató guarda silencio. Y el silencio dura y dura.Finalmente se activa el intercomunicador y la dura risa de Haymitch resuena

por el estudio. Se contiene lo justo para decir:—Y así, amigos míos, es como muere una revolución.

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La conmoción que sufrí ayer al oír la voz de Haymitch, al saber que no sólovolvía a estar en forma, sino que además volvía a ejercer algún control sobre mivida, me puso furiosa. Dejé el estudio de inmediato y hoy me he negado a hacercaso de sus comentarios desde la cabina. Aun así, supe inmediatamente queestaba en lo cierto sobre mi actuación.

Ha tardado toda la mañana en convencer a los demás de mis limitaciones, deque no soy capaz de hacerlo, de que no puedo plantarme en un estudio detelevisión con un disfraz, maquillaje y una nube de humo falso, y arengar a losdistritos a la victoria. La verdad es que resulta sorprendente que haya sobrevividotanto tiempo a las cámaras. El mérito, por supuesto, es de Peeta. Sola no puedoser el Sinsajo.

Nos reunimos en torno a la enorme mesa de Mando: Coin y los suy os;Plutarch, Fulvia y mi equipo de preparación; un grupo del 12 en el que estánHaymitch y Gale, aunque también otros tantos que me sorprenden, como Leevyy Sae la Grasienta. En el último momento aparece Finnick empujando la silla deBeetee, acompañados por Dalton, el experto en ganado del 10. Supongo que Coinha reunido a esta extraña selección para que sea testigo de mi fracaso.

Sin embargo, es Haymitch el que da la bienvenida a todos, y por sus palabrasentiendo que han venido porque él los ha invitado. Es la primera vez que estamosen una habitación juntos desde que le arañé la cara. Evito mirarlo a los ojos,aunque veo su reflejo en uno de los relucientes cuadros de control que cubren lasparedes: está algo amarillo y ha perdido mucho peso, así que es como si hubieraencogido. Durante un segundo temo que se esté muriendo; tengo que recordarmeque no me importa.

Lo primero que hace Haymitch es enseñar la grabación que acabamos dehacer. Creo que he alcanzado un nuevo mínimo bajo las órdenes de Plutarch yFulvia, porque tanto mi voz como mi cuerpo están como descoyuntados, van asaltos, igual que una marioneta a la que manipulan fuerzas invisibles.

—De acuerdo —dice Haymitch cuando acaba—. ¿Alguien está dispuesto aafirmar que esto nos va a servir para ganar la guerra? —Nadie lo hace—. Esonos ahorra tiempo. Bueno, vamos a guardar silencio un minuto. Quiero que todos

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penséis en un incidente en el que Katniss Everdeen os conmoviera. No cuandoenvidiabais su peinado, ni cuando su vestido ardió, ni cuando disparó medio biencon un arco. No cuando Peeta hacía que os gustara. Quiero oír un momento en elque ella en persona os hiciera sentir algo real.

El silencio se alarga y empiezo a pensar que no acabará nunca, hasta quehabla Leevy :

—Cuando se ofreció voluntaria para ocupar el lugar de Prim en la cosecha.Porque estoy seguro de que pensaba que iba a morir.

—Bien, un ejemplo excelente —dice Haymitch; agarra un rotulador moradoy se pone a escribir en un cuaderno—. Voluntaria en lugar de su hermana en lacosecha. —Mira a su alrededor y añade—: Otro.

Me sorprende que el siguiente sea Boggs, a quien había tomado por un robotmusculoso que hacía cumplir la voluntad de Coin:

—Cuando cantó la canción. Mientras la niña moría.En algún lugar de mi cerebro aparece la imagen de Boggs con un niño

apoy ado en sus caderas. Creo que en el comedor. Puede que no sea un robot, alfin y al cabo.

—A quién no se le partió el corazón con eso, ¿verdad? —comenta Hay mitchmientras lo escribe.

—Yo lloré cuando drogó a Peeta para poder ir a por su medicina ¡y cuando ledio un beso de despedida! —suelta Octavia; después se tapa la boca, como si derepente se diera cuenta de que había cometido un error.

Pero Haymitch se limita a asentir y dice:—Ah, sí: droga a Peeta para salvarle la vida. Muy bonito.Las anécdotas empiezan a surgir rápidamente y sin orden. Cuando me alié

con Rue; cuando le di la mano a Chaff en la noche de la entrevista; cuandointenté cargar con Mags… Y una y otra vez, cuando saqué esas bayas quesignificaron tantas cosas distintas para cada persona: amor por Peeta, negativa arendirme en una situación imposible o desafío ante la crueldad del Capitolio.

Haymitch levanta el cuaderno y anuncia:—Entonces, ésta es la pregunta: ¿qué tienen todos estos acontecimientos en

común?—Que eran Katniss —responde Gale en voz baja—, nadie le estaba diciendo

qué hacer ni qué decir.—¡Sin guión, sí! —exclama Beetee, dándome una palmadita en la mano—.

Así que sólo tenemos que dejarte solita, ¿verdad?La gente se ríe, incluso yo sonrío un poco.—Bueno, todo esto está muy bien, pero no ayuda mucho —dice Fulvia,

malhumorada—. Por desgracia, sus oportunidades para ser maravillosa son muyreducidas en el 13. Así que, a no ser que estés sugiriendo lanzarla al combate…

—Eso es justo lo que estoy sugiriendo —responde Haymitch—: sacarla al

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campo de batalla y dejar que las cámaras graben.—Pero la gente cree que está embarazada —señala Gale.—Haremos correr la voz de que perdió al bebé por culpa de la descarga

eléctrica de la arena —contesta Plutarch—. Muy triste, una desgracia.La idea de enviarme a combatir es controvertida, aunque Hay mitch tiene un

buen caso. Si sólo actúo bien en circunstancias reales, ahí es donde debería estar.—Si la dirigimos o le damos un guión, lo mejor que podemos esperar de ella

es algo aceptable. Tiene que salir de ella, a eso es a lo que responde la gente.—Aunque tengamos cuidado, no podemos garantizar su seguridad —dice

Boggs—. Será un blanco para todos…—Quiero ir —lo interrumpo—. Aquí no sirvo de nada a los rebeldes.—¿Y si te matan? —pregunta Coin.—Pues aseguraos de grabarlo bien. Podréis usarlo de cualquier modo —

respondo.—Vale —dice ella—, pero vay amos paso a paso. Primero encontraremos la

situación menos peligrosa que pueda arrancarte algo de espontaneidad. —Sepasea por la sala y examina los mapas iluminados de los distritos, en los que seven las posiciones de las tropas en la guerra—. Llevadla esta tarde al 8. Por lamañana han tenido muchos bombardeos, pero parece que el ataque ha pasado.La quiero armada con un pelotón de guardaespaldas. Los cámaras en el terreno.Haymitch, tú estarás en el aire y en contacto con ella. Veamos qué pasa. ¿Algúncomentario más?

—Lavadle la cara —dice Dalton, y todos se vuelven hacia él—. Todavía esuna jovencita, y así parece que tiene treinta y cinco años. Está mal. Como algoque haría el Capitolio.

Coin da por finalizada la reunión y Haymitch le pregunta si puede hablarconmigo en privado. Todos se van, salvo Gale, que remolonea vacilante a milado.

—¿Qué te preocupa? —le pregunta Hay mitch—. Yo soy el que necesitaguardaespaldas.

—No pasa nada —le digo a Gale, y él se va.Nos quedamos los dos solos, acompañados por el zumbido de los instrumentos

y el ronroneo del sistema de ventilación. Haymitch se sienta frente a mí.—Vamos a tener que trabajar juntos de nuevo, así que, adelante, dilo de una

vez.Pienso en el cruel intercambio a voces del aerodeslizador y en el rencor de

después, aunque me limito a decir:—No puedo creerme que no rescataras a Peeta.—Lo sé.Falta algo, y no porque él no se haya disculpado, sino porque éramos un

equipo, habíamos acordado mantener a Peeta a salvo. Era un trato poco realista

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hecho al abrigo de la noche, pero un trato al fin y al cabo, y, en el fondo de micorazón, yo sabía que los dos habíamos fallado.

—Ahora dilo tú —le pido.—No puedo creerme que le quitaras la vista de encima aquella noche —

responde Haymitch.Asiento, eso es todo.—Lo repito una y otra vez en mi cabeza, lo que podría haber hecho para

mantenerlo a mi lado sin romper la alianza, pero no se me ocurre nada.—No tenías elección, y aunque hubiera podido hacer que Plutarch se quedara

para rescatarlo aquella noche, nos habrían derribado a todos. Apenas salimos deallí contigo.

Por fin miro a Haymitch a los ojos, ojos de la Veta, grises, profundos yrodeados de los círculos oscuros de las noches sin dormir.

—Todavía no está muerto, Katniss.—Seguimos en el juego —afirmo, intentando sonar optimista, aunque se me

quiebra la voz.—Sí, y sigo siendo tu mentor —responde, y me apunta con el rotulador—.

Cuando estés en tierra, recuerda que yo estoy arriba. Tendré mejor vista que tú,así que haz lo que te diga.

—Ya veremos.Regreso a la sala de belleza y observo cómo desaparecen los ríos de

maquillaje por el desagüe conforme me restriego la cara. La persona del espejoestá andrajosa, con la piel irregular y los ojos cansados, pero se me parece. Mearranco la venda y dejo al aire la fea cicatriz del dispositivo. Eso es. Eso tambiénse me parece.

Como estaré en una zona de combate, Beetee me ayuda con la protecciónque diseñó Cinna. Un casco de un metal entretej ido que se encaja en la cabeza.El material es flexible, como tela, y puede subirse como una capucha si noquiero tenerlo puesto todo el rato. Un chaleco para reforzar la protección de misórganos vitales. Un pequeño auricular blanco que se une al cuello del traje pormedio de un cable. Beetee me engancha una máscara en el cinturón por si hayun ataque con gases.

—Si ves que alguien cae al suelo por alguna razón desconocida, póntela deinmediato —me dice.

Para terminar, me cuelga a la espalda un carcaj dividido en tres cilindros deflechas.

—Recuerda: a la derecha, fuego; a la izquierda, explosivo; al centro, normal.No creo que los necesites, pero más vale prevenir que curar.

Boggs aparece para acompañarme a la División Aerotransportada. Justocuando aparece el ascensor, Finnick llega corriendo, muy nervioso.

—¡Katniss, no me dejan ir! ¡Les dije que estoy bien, pero ni siquiera me

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dejan quedarme en el aerodeslizador!Observo a Finnick: las piernas desnudas asomando bajo el camisón y las

zapatillas del hospital, el pelo enredado, la cuerda a medio anudar enrollada enlos dedos, la mirada de lunático. Sé que no servirá de nada pedir que lo dejenvenir, ni siquiera yo creo que sea buena idea, así que me doy una palmada en lafrente y digo:

—Ay, se me había olvidado, es por esta estúpida conmoción cerebral: sesupone que tenía que decirte que fueras a ver a Beetee en Armamento Especial.Ha diseñado un nuevo tridente para ti.

Al oír la palabra tridente es como si surgiera el viejo Finnick.—¿De verdad? ¿Qué hace?—No lo sé, pero si se parece a mi arco y mis flechas, te va a encantar.

Tendrás que entrenar con él, eso sí.—Claro, por supuesto. Supongo que será mejor que baje.—Finnick, ¿y si te pones pantalones?Él se mira las piernas como si se diera cuenta por primera vez de lo que lleva

puesto, se quita el camisón y se queda en ropa interior.—¿Por qué? ¿Es que esto —añade, poniendo una pose provocativa muy

ridícula— te distrae?No puedo evitar reírme porque tiene gracia, y más gracia todavía por lo

incómodo que parece Boggs. Además, me hace feliz ver que Finnick suena comoel chico que conocí en el Vasallaje de los Veinticinco.

—Es que tengo sangre en las venas, Odair —digo, entrando en el ascensorantes de que se cierren las puertas—. Lo siento —añado, dirigiéndome a Boggs.

—No te preocupes, creo que lo has… llevado muy bien. Al menos mejor quesi hubiera tenido que detenerlo.

—Sí.Le echo un vistazo. Tendrá unos cuarenta y tantos años, lleva el pelo gris muy

corto y sus ojos son azules. Una postura increíble. Hoy ha hablado dos veces y loque ha dicho me hace pensar que preferiría ser mi amigo antes que mi enemigo.Quizá debería darle una oportunidad, pero parece tan fiel a Coin…

Oigo una serie de chasquidos fuertes y el ascensor se detiene un segundoantes de empezar a moverse hacia la izquierda.

—¿También avanza lateralmente? —pregunto.—Sí, hay una red entera de caminos de ascensor bajo el 13 —responde—.

Ésta está justo encima del radio de transporte que da a la quinta plataforma dedespegue. Nos lleva al hangar.

El hangar, las mazmorras, Defensa Especial, un sitio para cultivar comida,otro donde generar aire, purificadores de aire y agua…

—El 13 es más grande de lo que creía.—La mayoría no es mérito nuestro —dice Boggs—. Básicamente lo

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heredamos. Lo que hemos procurado hacer es mantenerlo en funcionamiento.Vuelven los chasquidos, bajamos brevemente (un par de plantas) y las

puertas se abren para dejarnos entrar en el hangar.—Oh —dejo escapar sin querer al ver la flota, hilera tras hilera de distintos

tipos de naves—. ¿También heredasteis esto?—Algunos los fabricamos nosotros, otros formaban parte de las fuerzas

aéreas del Capitolio. Los hemos actualizado, claro.Vuelvo a notar una punzada de odio contra el 13.—Entonces, ¿teníais todo esto y dejasteis indefensos al resto de los distritos

frente al Capitolio?—No es tan sencillo —replica—. No hemos estado en posición de lanzar un

contraataque hasta hace poco. Apenas nos manteníamos con vida. Después devencer y ejecutar a la gente del Capitolio, sólo un puñado de los nuestros sabíacómo pilotar. Podríamos haberlos bombardeado con misiles nucleares, sí, perosiempre queda la pregunta más importante: si iniciamos una guerra de ese tipocontra el Capitolio, ¿quedaría algún ser humano vivo?

—Eso suena como lo que dijo Peeta, y vosotros lo llamasteis traidor.—Porque pidió un alto el fuego —responde Boggs—. Habrás notado que

ninguno de los dos bandos ha lanzado armas nucleares. Estamos funcionando a laantigua. Por aquí, soldado Everdeen —concluy e, señalando uno de losaerodeslizadores pequeños.

Subo las escaleras y veo que dentro están el equipo de televisión y susherramientas. Todos los demás llevan los monos militares gris oscuro del 13,incluso Haymitch, aunque él parece incómodo con lo ceñido que le queda elcuello.

Fulvia Cardew entra a toda prisa y deja escapar un bufido de frustración alverme la cara.

—Tanto trabajo tirado a la basura. No te culpo a ti, Katniss, es que hay muypoca gente con rostros fotogénicos. Como él —dice, agarrando a Gale, que estáhablando con Plutarch, y volviéndolo hacia nosotros—. ¿A que es guapo?

Lo cierto es que Gale está impresionante con el uniforme, supongo. Sinembargo, la pregunta nos avergüenza a los dos, dada nuestra historia. Intentopensar en una réplica ingeniosa cuando Boggs dice en tono brusco:

—Bueno, es normal que no nos impresione mucho: acabamos de ver aFinnick Odair en ropa interior.

Decido que, efectivamente, Boggs me gusta mucho.Se nos avisa del inminente despegue, así que me siento al lado de Gale, frente

a Hay mitch y Plutarch, y me abrocho el cinturón. Nos deslizamos a través de unlaberinto de túneles que se abren a una plataforma. Una especie de elevadorhace que la nave suba poco a poco de una planta a otra. De repente estamos en elexterior, en un gran campo rodeado de bosques, y después despegamos de la

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plataforma y las nubes nos envuelven.Una vez libre del bullicio previo a la misión, me doy cuenta de que no tengo

ni idea de qué me espera en este viaje al Distrito 8. De hecho, sé muy poco sobreel estado real de la guerra y lo que hace falta para ganarla. Tampoco sé quépasaría si lo hiciéramos.

Plutarch trata de explicármelo en términos simples. En primer lugar, todos losdistritos luchan contra el Capitolio, salvo el 2, que siempre ha tenido una relaciónprivilegiada con nuestros enemigos, a pesar de su participación en los Juegos delHambre. Reciben más comida y mejores condiciones de vida. Después de losDías Oscuros y la supuesta destrucción del 13, el Distrito 2 se convirtió en elnuevo centro de defensa del Capitolio, aunque en público se presenta como elhogar de las canteras de la nación, igual que el 13 era conocido por sus minas degrafito. El Distrito 2 no sólo fabrica armas, sino que entrena e incluso suministraagentes de la paz.

—¿Quieres decir… que algunos de los agentes nacen en el 2? —pregunto—.Creía que eran del Capitolio.

—Eso se supone que debéis creer —responde Plutarch, asintiendo—. Yalgunos sí que son del Capitolio, pero su población nunca podría mantener unafuerza de ese tamaño. Además, está el problema de reclutar a ciudadanoscriados en el Capitolio para una aburrida vida de privaciones en los distritos. Uncompromiso de veinte años en el cuerpo, sin casarse y sin hijos. Algunos se lotragan por el honor del cargo, mientras que otros lo aceptan como alternativa alcastigo. Por ejemplo, únete a los agentes de la paz y te perdonaremos las deudas.En el Capitolio hay muchas personas ahogadas por las deudas, aunque no todasellas sirven para el servicio militar, así que el Distrito 2 es nuestra fuente detropas adicionales. Para ellos es una forma de escapar de la pobreza y la vida enlas canteras. Los educan como a guerreros, ya has visto lo dispuestos que estánsus hijos a presentarse voluntarios como tributos.

Cato y Clove. Brutus y Enobaria. He visto su buena disposición y también sused de sangre.

—Pero ¿todos los demás distritos están de nuestra parte? —pregunto.—Sí. Nuestro objetivo es tomar los distritos uno a uno y acabar en el 2, de

modo que el Capitolio se quede sin suministros. Entonces, cuando esté más débil,lo invadiremos —explica Plutarch—. Será un reto completamente distinto, perono adelantemos acontecimientos.

—Si ganamos, ¿quién estará a cargo del Gobierno? —pregunta Gale.—Todos —responde Plutarch—. Vamos a formar una república en la que la

gente de todos los distritos y el Capitolio pueda elegir a sus propios representantesy enviarlos a un Gobierno centralizado. No pongáis esa cara, ya ha funcionadoantes.

—En los libros —masculla Haymitch.

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—En los libros de historia —replica Plutarch—, y si nuestros ancestrospudieron hacerlo, nosotros también.

A decir verdad, nuestros ancestros no tienen muchas razones para presumirde nada. Es decir, no hay más que ver el estado en el que nos dejaron, conguerras y el planeta destrozado. Está claro que no les importaba lo que les pasaraa los que vinieran detrás, aunque esta idea de la república suena mejor quenuestro sistema actual.

—¿Y si perdemos? —pregunto.—¿Si perdemos? —repite Plutarch; mira a las nubes y esboza una sonrisa

irónica—. Entonces seguro que el año que viene tenemos unos Juegos delHambre memorables. Lo que me recuerda… —Saca un frasco de su chaleco, seecha unas cuantas pastillas violetas en la mano y nos las ofrece—. Las hemosllamado « jaula de noche» en tu honor, Katniss. Los rebeldes no puedenpermitirse que capturen a uno de nosotros, pero os prometo que serácompletamente indoloro.

Acepto una cápsula, sin saber bien dónde meterla. Plutarch me da ungolpecito en el hombro, en la parte delantera de mi manga izquierda. Lo examinoy encuentro un bolsillo diminuto que sirve tanto para guardar como paraesconder la pastilla. Aunque me ataran las manos, podría inclinar la cabeza ysacarla de un mordisco.

Al parecer, Cinna ha pensado en todo.

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El aerodeslizador desciende rápidamente en espiral sobre una ancha carretera alas afueras del 8. Casi de inmediato se abren las puertas, se colocan las escalerasy nos escupen al asfalto. En cuanto desembarca la última persona, el dispositivose pliega, y la nave asciende y desaparece. Me quedo con una guardia personalcompuesta por Gale, Boggs y otros dos soldados. El equipo de televisión consisteen un par de robustos cámaras del Capitolio con pesadas máquinas móviles querodean sus cuerpos y los hacen parecer insectos, una directora llamada Cressidaque se ha afeitado la cabeza (tatuada con vides verdes) y su ay udante, Messalla,un joven delgado con varios pares de pendientes. Tras una observación másatenta descubro que también tiene un agujero en la lengua, que adorna con unabola plateada del tamaño de una canica.

Boggs nos saca de la carretera a toda prisa y nos lleva hacia una fila dealmacenes, mientras un segundo aerodeslizador se acerca para aterrizar. En élhay suministros médicos y una tripulación de seis médicos, a juzgar por susinconfundibles uniformes blancos. Todos seguimos a Boggs por un callejón queavanza entre dos sosos almacenes grises. Lo único que adorna las maltrechasparedes metálicas son las escaleras de acceso al tejado. Cuando llegamos a lacalle, es como si hubiéramos entrado en otro mundo.

Están tray endo a los heridos del bombardeo de esta mañana en camillascaseras, carretillas, carros, sobre los hombros y en brazos; sangrando, mutiladose inconscientes. Los lleva una gente desesperada a un almacén en el que hanpintado una torpe hache sobre la puerta. Es una escena sacada de mi antiguacocina, con mi madre tratando a los moribundos, sólo que multiplicado por diez,por cincuenta, por cien. Me esperaba edificios bombardeados, pero me veofrente a cuerpos humanos rotos.

¿Aquí es donde piensan grabarme? Me vuelvo hacia Boggs.—Esto no va a funcionar —le digo—. Aquí no sirvo de nada.Debe de verme el pánico en los ojos, porque se detiene un momento y me

pone las manos en los hombros.—Sí que servirás, deja que te vean. Eso les hará más bien que todos los

médicos del mundo.

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La mujer que dirige la entrada de los nuevos pacientes nos ve, tarda unmomento en reaccionar y se acerca. Sus ojos castaño oscuro están hinchados porla fatiga, y huele a metal y sudor. Tendría que haberse cambiado la venda delcuello hace unos tres días. La correa de la que cuelga el arma automática quelleva a la espalda se le clava en el cuello, así que la mueve para cambiarla deposición. Hace un gesto brusco con el pulgar para ordenar a los médicos queentren en el almacén. Ellos obedecen sin rechistar.

—Ésta es la comandante Pay lor, del 8 —dice Boggs—. Comandante, ésta esla soldado Katniss Everdeen.

Parece joven para ser comandante, treinta y pocos, pero su voz tiene un tonoautoritario que deja claro que no la nombraron por accidente. A su lado, con mireluciente traje nuevo, cepilladita y limpia, me siento como un pollito reciénsalido del cascarón, sin experiencia y aprendiendo a moverme por el mundo.

—Sí, sé quién es —dice Pay lor—. Entonces, estás viva. No estábamosseguros.

¿Me lo imagino o hay un deje de acusación en su voz?—Todavía no lo tengo muy claro —respondo.—Ha estado recuperándose —explica Boggs, dándose unos golpecitos en la

cabeza—. Conmoción cerebral —añade, y baja la voz—. Aborto. Pero hainsistido en venir para ver a vuestros heridos.

—Bueno, de ésos tenemos muchos —responde Pay lor.—¿Crees que es buena idea reunirlos a todos ahí? —pregunta Gale,

frunciendo el ceño.A mí no me lo parece, cualquier enfermedad contagiosa se propagaría como

el fuego por este hospital.—Creo que es un poquito mejor que dejarlos morir —responde Pay lor.—No me refería a eso —replica Gale.—Bueno, ahora mismo ésa es la otra alternativa, pero si se os ocurre una

tercera opción y conseguís que Coin la respalde, soy toda oídos —concluyePay lor, y me hace un gesto para que entre—. Vamos, Sinsajo. Y tráete a tusamigos, por supuesto.

Miro hacia el espectáculo circense que representa mi equipo, me preparo yla sigo al interior del hospital. Una especie de gruesa cortina industrial estácolgada a todo lo largo del edificio formando un pasillo de tamaño considerable.Hay cadáveres tumbados codo con codo; la cortina les roza la cabeza y unastelas blancas les tapan la cara.

—Hemos empezado a excavar una fosa común a unas cuantas manzanas aloeste de aquí, pero no puedo dedicar hombres a trasladarlos —explica Pay lor.

Me agarro a la muñeca de Gale.—No te apartes de mí —le susurro entre dientes.—Estoy aquí —responde en voz baja.

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Atravieso la cortina y es insoportable. Mi primer impulso es taparme la narizpara evitar el hedor a lino manchado, carne putrefacta y vómito, todoempeorado por el calor del almacén. Han abierto las claraboy as que cruzan elalto techo metálico, pero el aire que consigue entrar no basta para disipar laniebla de abajo. Los finos rayos de luz solar son la única iluminación y, mientrasmi vista se acostumbra, distingo filas y más filas de heridos sobre catres, palés yen el suelo, porque hay tantos que no caben de otro modo. El zumbido de lasmoscas, los gemidos de dolor de los heridos y los sollozos de los seres queridosque los atienden se combinan en un coro desgarrador.

En los distritos no tenemos hospitales de verdad, morimos en casa, lo que meresulta una perspectiva mucho más deseable que lo que tengo delante. Entoncesrecuerdo que muchas de estas personas habrán perdido sus hogares en losbombardeos.

Empiezo a notar cómo me baja el sudor por la espalda, cómo me llena lasmanos. Respiro por la boca para intentar mitigar el olor. Empiezo a ver unospuntitos negros y creo que me desmayaré en cualquier momento, hasta que veoa Pay lor observándome con atención, esperando a ver de qué estoy hecha y sihabían acertado al pensar que podían contar conmigo. Así que suelto a Gale yme obligo a avanzar por el almacén, a caminar por el estrecho pasillo entre dosfilas de camas.

—¿Katniss? —dice una voz ronca a mi izquierda, entre el estrépito general—.¿Katniss?

Una mano se extiende hacia mí a través de la bruma y me agarro a ella paraapoy arme. Unida a la mano hay una joven con una herida en la pierna. Lasangre ha empapado los vendajes, que están repletos de moscas. En su cara se veel dolor, aunque también otra cosa, algo que parece completamente incongruentedada la situación.

—¿De verdad eres tú? —me pregunta.—Sí, soy yo —consigo responder.Alegría, ésa es la otra expresión; al oír mi voz se le ilumina el rostro, se le

borra el sufrimiento durante un instante.—¡Estás viva! No lo sabíamos. La gente decía que sí, ¡pero no lo sabíamos!

—exclama, emocionada.—Acabé un poco maltrecha, pero ya estoy mejor —respondo—. Igual que te

pasará a ti.—¡Tengo que contárselo a mi hermano! —dice la mujer, que se sienta como

puede y llama a alguien que está unas camas más allá—. ¡Eddy, Eddy ! ¡Estáaquí! ¡Es Katniss Everdeen!

Un chico de unos doce años se vuelve hacia nosotros. Las vendas le ocultanmedia cara, y la mitad de su boca que queda al aire se abre como si fuera aexclamar algo. Me acerco a él, le aparto los húmedos rizos castaños de la frente

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y murmuro un saludo. No puede hablar, aunque su ojo bueno se clava en mícomo si deseara memorizar cada detalle de mis facciones.

Oigo que murmuran mi nombre, que corre como la pólvora por el airecaliente del hospital.

—¡Katniss! ¡Katniss Everdeen!Los sonidos de dolor y pena se desvanecen y pasan a ser palabras ilusionadas.

Me llaman desde todas las esquinas. Empiezo a moverme y a aceptar las manosque me ofrecen, a tocar las partes sanas de los que no pueden mover susextremidades, a decir: « Hola» , « ¿Cómo estás?» , « Me alegro de conocerte» .Nada importante, ningún asombroso lema inspirador, pero da igual. Boggs tienerazón: es verme, verme viva, lo que los inspira.

Los dedos hambrientos me devoran, quieren tocar mi carne. Mientras unhombre herido me sostiene la cara entre las manos, doy gracias en silencio aDalton por sugerir que me lavara el maquillaje. Qué ridícula y perversa mesentiría presentándome ante esta gente con aquella máscara pintada del Capitolio.Las heridas, la fatiga, las imperfecciones… Así es como me reconocen, por esosoy uno de ellos.

A pesar de la controvertida entrevista con Caesar, muchos preguntan porPeeta, me aseguran que saben que hablaba bajo coacción. Hago lo que puedopor sonar positiva sobre nuestro futuro, aunque todos se afligen muchísimocuando descubren que he perdido el bebé. Quiero ser sincera y contar a unamujer que llora que todo fue una farsa, una táctica en el juego, pero decir ahoraque Peeta es un mentiroso no ay udaría a su imagen ni a la mía, ni a la causa.

Empiezo a entender mejor por qué se han esforzado tanto en protegerme, loque significo para los rebeldes. En mi lucha continua contra el Capitolio, que aveces me pareció tan solitaria, no he estado sola. Tengo miles y miles depersonas de los distritos a mi lado. Ya era su Sinsajo mucho antes de aceptar elpuesto.

Una nueva sensación empieza a germinar en mi interior, pero no logrodefinirla hasta estar encima de una mesa despidiéndome de la gente, que coreami nombre con voces roncas. Poder. Tengo un poder que no conocía. Snow losupo en cuanto enseñé las bay as. Plutarch lo sabía cuando me rescató de laarena. Y ahora Coin lo sabe, tanto que tiene que recordar en público a los suy osque no soy y o la que lo controla todo.

Una vez fuera, me apoy o en el almacén, recupero el aliento y acepto lacantimplora de agua de Boggs.

—Lo has hecho muy bien —me dice.Bueno, no me desmayé ni vomité, ni huí gritando. Básicamente me dejé

llevar por la ola de emoción que recorría el lugar.—Tenemos buen material —dice Cressida.Miro a los cámaras insecto que sudan bajo el peso de su equipo y a Messalla

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tomando notas; se me había olvidado por completo que me filmaban.—La verdad es que no he hecho mucho —respondo.—Tienes que aceptar el mérito de lo que hiciste en el pasado —replica Boggs.¿Lo que he hecho en el pasado? Pienso en la senda de destrucción que dejo a

mi paso; me tiemblan las rodillas y tengo que sentarme.—He hecho de todo.—Bueno, no eres ni mucho menos perfecta, pero, tal como están las cosas,

nos tendremos que conformar contigo —responde Boggs.Gale se agacha a mi lado, sacudiendo la cabeza.—No puedo creer que los dejaras a todos tocarte. Temía que salieras

corriendo de un momento a otro.—Cierra el pico —le digo, entre risas.—Tu madre se va a sentir muy orgullosa cuando vea la grabación.—Mi madre ni siquiera se fijará en mí, estará demasiado horrorizada por las

condiciones en las que están los enfermos —respondo, y me vuelvo hacia Boggs—. ¿Es así en todos los distritos?

—En la may oría siguen los ataques. Estamos intentando llevar ay uda a dondepodemos, pero no basta.

Se calla un minuto, distraído por lo que le dicen a través del auricular. Me doycuenta de que no he oído ni una vez a Hay mitch, así que toqueteo el mío por siestá roto.

—Tenemos que volver a la pista de vuelo de inmediato —dice Boggs,ay udándome a levantarme—. Hay un problema.

—¿Qué clase de problema? —pregunta Gale.—Se acercan bombarderos —responde Boggs; me pone la mano en la nuca y

me coloca el casco de Cinna en la cabeza—. ¡Moveos!Sin saber bien lo que pasa, salgo corriendo por la parte delantera del almacén

en dirección al callejón que lleva a la pista, aunque no percibo ninguna amenazainminente. El cielo está vacío, sin una nube. En la calle sólo se ven las personasque llevan a los heridos al hospital. No hay enemigo ni alarmas. Entoncesempiezan a sonar las sirenas y, en cuestión de segundos, una formación en uve deaerodeslizadores del Capitolio aparece volando bajo sobre nosotros y dejan caersus bombas. Salgo volando por los aires y me doy contra la pared principal delalmacén. Noto un dolor desgarrador justo encima de la parte de atrás de larodilla derecha, y también me ha dado algo en la espalda, aunque creo que no haatravesado el chaleco. Intento levantarme, pero Boggs me empuja de nuevo alsuelo y me protege con su cuerpo. La tierra tiembla bajo mí mientras siguencayendo y detonando las bombas.

Es una sensación horrible estar atrapada contra la pared oy endo la lluvia deexplosiones. ¿Cuál era la expresión que empleaba mi padre para las presasfáciles?: « Como pescar en un barril» . Nosotros somos los peces y la calle es el

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barril.—¡Katniss! —me grita Hay mitch al oído, sobresaltándome.—¿Qué? Sí, ¿qué? ¡Estoy aquí!—Escúchame, no podemos aterrizar durante el bombardeo, pero es esencial

que no te vean.—Entonces, ¿no saben que estoy aquí? —pregunto, y a que había supuesto

que, como siempre, era mi presencia lo que había provocado aquel castigo.—Nuestros espías creen que no, que este ataque ya estaba programado —

responde Hay mitch.Entonces interviene Plutarch, con voz tranquila aunque enérgica, la voz de un

Vigilante Jefe acostumbrado a tomar decisiones bajo presión.—Hay un almacén azul claro a tres edificios del vuestro. Tiene un búnker en

la esquina norte. ¿Podéis llegar hasta él?—Lo intentaremos —responde Boggs.Plutarch debe de haber sonado en los auriculares de todos, porque mis

guardaespaldas y equipo se están levantando. Busco a Gale con la miradainstintivamente y veo que está de pie, al parecer ileso.

—Tenéis unos cuarenta y cinco segundos hasta el siguiente bombardeo —dicePlutarch.

Dejo escapar un gruñido de dolor cuando mi pierna derecha recibe el pesodel resto del cuerpo, pero me sigo moviendo, no hay tiempo para examinar laherida y, además, mejor no mirarla. Por suerte, tengo puestos los zapatos quediseñó Cinna; se agarran al asfalto al contacto y suben con impulso al soltarse. Nohabría podido moverme con el par que me asignaron en el 13. Boggs va encabeza, pero no me adelanta nadie más, sino que me siguen el ritmo paraprotegerme los costados y la retaguardia. Me obligo a correr porque los segundospasan. Dejamos atrás el segundo almacén gris y corremos delante de un edificiode color tierra. Más adelante veo una fachada azul desvaído, el almacén delbúnker. Acabamos de llegar a otro callejón y sólo nos queda cruzarlo para llegara la puerta, cuando llega la segunda oleada de bombas. Mi instinto hace que melance al interior del callejón y que ruede hacia la pared azul. Ahora es Gale elque se tira sobre mí para ofrecerme otra capa de protección. Esta vez dura más,aunque estamos más lejos.

Me pongo de lado y me encuentro mirando a Gale a los ojos. Durante uninstante, el mundo desaparece y sólo existe su cara enrojecida, el pulso que lelate en las sienes, sus labios ligeramente abiertos intentando recuperar el aliento.

—¿Estás bien? —me pregunta, y sus palabras quedan casi ahogadas por unaexplosión.

—Sí, creo que no me han visto. Es decir, que no nos siguen.—No, tenían otro blanco.—Lo sé, pero ahí sólo está…

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Los dos nos damos cuenta a la vez:—El hospital.Gale se levanta al instante y grita a los demás:—¡Están bombardeando el hospital!—No es problema vuestro —dice Plutarch con firmeza—. Id al búnker.—¡Pero sólo hay heridos! —exclamo.—Katniss —me dice Hay mitch por el auricular, y sé lo que viene después—,

¡ni se te ocurra…!Me arranco el auricular y lo dejo colgando de su cable. Sin esa distracción

oigo otro sonido: ametralladoras que disparan desde el tejado del almacén colortierra del otro lado del callejón: alguien responde al ataque. Antes de que puedandetenerme, corro hacia una escalera de acceso y empiezo a subir, a trepar, unade las cosas que mejor se me dan.

—¡No pares! —me grita Gale por detrás.Entonces oigo que estampa su bota en la cara de alguien. Si es la de Boggs,

Gale lo pagará con creces. Llego al tejado y me arrastro por el alquitrán; medetengo lo justo para ayudar a Gale a subir, y los dos nos dirigimos a la fila denidos de ametralladoras colocados en la parte del almacén que da a la calle. Hayunos cuantos rebeldes en cada uno. Nos metemos en un nido con un par desoldados y nos agachamos detrás de la barrera.

—¿Sabe Boggs que estáis aquí?Es Pay lor, que está a mi izquierda, detrás de una de las armas, mirándome

con curiosidad.Intento ser evasiva sin mentir del todo:—Sí que lo sabe, sin duda.—Ya me lo imagino —responde ella, entre risas—. ¿Os han entrenado con

esto? —pregunta, dándole una palmada a la culata de la metralleta.—A mí sí, en el 13 —responde Gale—, pero preferiría usar mis propias

armas.—Sí, tenemos nuestros arcos —añado, levantando el mío, hasta que me doy

cuenta de que tiene pinta de adorno—. Es más mortífero de lo que parece.—Lo suponía —responde Pay lor—. De acuerdo, esperamos al menos tres

oleadas más. Tienen que bajar sus escudos de invisibilidad antes de soltar lasbombas, ésa es nuestra oportunidad. ¡Quedaos agachados!

Me coloco para disparar con una rodilla en el suelo.—Será mejor empezar con fuego —dice Gale.Asiento y saco una flecha de mi funda derecha. Si fallamos, estas flechas

aterrizarán en alguna parte, seguramente en los almacenes del otro lado de lacalle. Un incendio puede apagarse, pero el daño de una explosión quizá seairreparable.

De repente aparecen en el cielo, a dos manzanas de distancia y unos noventa

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metros de altura: siete pequeños bombarderos en formación en uve.—¡Gansos! —grito a Gale.Él entiende perfectamente lo que quiero decir. Durante la migración, cuando

cazamos aves, hemos desarrollado un sistema para dividirnos los pájaros y noapuntar los dos a los mismos. Yo me quedo con el lado más alejado de la uve,Gale con el cercano y después nos turnamos para disparar al pájaro delantero.No hay tiempo para discutir más. Calculo la velocidad de los aerodeslizadores ylanzo la flecha; le doy a la parte interior del ala de uno, que estalla en llamas.Gale no acierta en el principal y vemos que se incendia el tejado de un almacénvacío frente a nosotros. Suelta una palabrota entre dientes.

El aerodeslizador al que he acertado se aparta de la formación, pero sueltasus bombas de todos modos. Sin embargo, no desaparece, ni tampoco el otrodañado por los disparos. Supongo que no les funciona el escudo.

—Buen disparo —dice Gale.—No apuntaba a ése —mascullo, ya que intentaba dar al que tenía delante—.

Son más rápidos de lo que pensábamos.—¡Posiciones! —grita Pay lor.Ya aparece la siguiente oleada de aerodeslizadores.—El fuego no sirve —dice Gale.Asiento y los dos cargamos las flechas con puntas explosivas. Da igual,

porque esos almacenes del otro lado de la calle parecen abandonados.Mientras los aviones se acercan en silencio, tomo otra decisión.—¡Me pongo de pie! —le grito a Gale, y lo hago.Ésta es la posición con la que logro la mejor puntería. Apunto mejor y doy de

pleno en el avión de cabeza, abriéndole un agujero en la parte inferior. Gale levuela en pedazos la cola a un segundo, que da una vuelta y se estrella en la calle,haciendo estallar su cargamento.

Sin advertencia previa, aparece una tercera formación en uve. Esta vez, Galele da sin problemas al avión principal, y yo destrozo el ala del segundo, que seestrella contra el que va detrás. Los dos caen al tejado del almacén que estáfrente al hospital. Un cuarto cae derribado por las ametralladoras.

—Bueno, ya está —dice Pay lor.Las llamas y el denso humo negro de los aviones nos impiden la visión.—¿Han acertado en el hospital?—Seguramente —responde ella con tristeza.Corro hacia las escaleras del otro extremo del almacén, y me sorprendo al

ver a Messalla y a uno de los insectos salir de detrás de un conducto deventilación. Creía que seguirían agazapados en el callejón.

—Empiezan a caerme bien —comenta Gale.Bajo a toda prisa la escalera y, cuando llego al suelo, encuentro esperándome

a un guardaespaldas, a Cressida y al otro insecto. Imaginaba que opondrían

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resistencia, pero Cressida me hace un gesto hacia el hospital. Está gritando:—¡Me da igual, Plutarch! ¡Dame cinco minutos más!Como no soy de las que rechazan las invitaciones, salgo corriendo por la

calle.—Oh, no —susurro cuando veo el hospital. Lo que solía ser el hospital.Dejo atrás a los heridos, a los aviones que arden, con la vista fija en el

desastre que tengo delante. Gente gritando, corriendo como locos, pero sin poderayudar. Las bombas han hecho que se derrumbe el tejado del hospital y hanincendiado el edificio, atrapando sin remedio a los pacientes. Un grupo derescatadores se ha reunido para intentar abrir un paso al interior, aunque y o ya sélo que encontrarán: si los escombros y las llamas no han acabado con ellos, lohabrá hecho el humo.

Gale aparece a mi lado, y el hecho de que no haga nada confirma missospechas. Los mineros no abandonan un accidente a no ser que no tengaremedio.

—Venga, Katniss, Haymitch dice que ya pueden recogernos con unaerodeslizador —me dice, pero no consigo moverme.

—¿Por qué lo han hecho? ¿Por qué matar a gente que ya se estaba muriendo?—le pregunto.

—Para asustar a los demás, para evitar que los heridos busquen ayuda. Lagente a la que has conocido era prescindible, al menos para Snow. Si el Capitoliogana, ¿qué va a hacer con un puñado de esclavos deteriorados?

Recuerdo todos esos años en el bosque, escuchando a Gale despotricar sobreel Capitolio mientras yo no prestaba mucha atención. Me preguntaba por qué semolestaba en diseccionar sus motivos, por qué iba a importar aprender a pensarcomo el enemigo. Está claro que hoy sí podría haber importado. Cuando Galecuestionó la existencia del hospital no estaba pensando en enfermedades, sino enesto, porque él nunca subestima la crueldad a la que nos enfrentamos.

Le doy la espalda lentamente al hospital y me encuentro con Cressidaflanqueada por los insectos a un par de metros de mí. Permanece impasible,incluso fría.

—Katniss —me dice—, el presidente Snow acaba de retransmitir en directoel bombardeo. Después ha hecho una aparición para decir que es su forma deenviar un mensaje a los rebeldes. ¿Y tú? ¿Te gustaría decir algo a los rebeldes?

—Sí —susurro, y la luz roja parpadeante de una de las cámaras me llama laatención; sé que me graban—. Sí —digo con más énfasis; todos se alejan de mí(Gale, Cressida, los insectos) para cederme el escenario, pero sigo concentradaen la luz roja—. Quiero decir a los rebeldes que estoy viva, que estoy aquí, en elDistrito 8, donde el Capitolio acaba de bombardear un hospital lleno de hombres,mujeres y niños desarmados. No habrá supervivientes —aseguro, y laconmoción da paso a la furia—. Quiero decirles que si creen por un solo segundo

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que el Capitolio nos tratará con justicia, están muy equivocados. Porque y asabéis quiénes son y lo que hacen —añado, levantando las manosautomáticamente, como señalando el horror que me rodea—. ¡Esto es lo quehacen! ¡Y tenemos que responder!

Me muevo hacia la cámara, llevada por la rabia.—¿El presidente Snow dice que está enviándonos un mensaje? Bueno, pues

yo tengo uno para él: puedes torturarnos, bombardearnos y quemar nuestrosdistritos hasta los cimientos, pero ¿ves eso?

Uno de los cámaras sigue mi dedo, que señala los aviones que arden en eltejado del almacén que tenemos delante. Se ve claramente el sello del Capitolioen un ala, a pesar del fuego.

—¡El fuego se propaga! —grito, decidida a que oiga todas y cada una de mispalabras—. ¡Y si nosotros ardemos, tú arderás con nosotros!

Mis últimas palabras quedan flotando en el aire. Es como si se hubiera paradoel tiempo, como si estuviera suspendida en una nube de calor que no surge de loque me rodea, sino de mi interior.

—¡Corten! —exclama Cressida, y su voz me devuelve a la realidad yextingue mi fuego; asiente para darme su aprobación—. Toma buena.

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Boggs me coge con fuerza del brazo, pero y a no pienso escapar. Miro al hospital(justo a tiempo de ver cómo cede el resto de la estructura) y dejo de luchar.Todas esas personas, los cientos de heridos, los parientes y los médicos del 13, y ano existen. Me vuelvo hacia Boggs y veo que tiene hinchada la cara por la patadade Gale. Aunque no soy una experta, estoy bastante segura de que le ha roto lanariz. A pesar de todo, suena más resignado que enfadado:

—De vuelta a la pista.Doy un paso adelante, obediente, y hago una mueca al notar el dolor de la

rodilla derecha. El subidón de adrenalina ya ha pasado y todas las partes de micuerpo se unen en un coro de quejas. Estoy machacada, ensangrentada y alguienme está pegando martillazos en la sien izquierda desde dentro del cráneo. Boggsme examina rápidamente la cara, me sube en brazos y corre hacia la pista. Amedio camino vomito encima de su chaleco antibalas. Creo que suspira, aunquees difícil saberlo, porque está sin aliento.

Un aerodeslizador pequeño, distinto al que nos trajo aquí, nos espera en lapista. En cuanto mi equipo sube a bordo, despegamos. Esta vez no hay ni asientoscómodos ni ventanas, sino que estamos en una especie de avión de mercancías.Boggs se encarga de los primeros auxilios de todos para que resistan hasta quelleguemos al 13. Quiero quitarme el chaleco porque también ha recibido buenaparte del vómito, pero hace demasiado frío para eso. Me quedo tumbada en elsuelo con la cabeza apoyada en el regazo de Gale. Lo último que recuerdo es aBoggs poniéndome encima un par de sacos de arpillera.

Cuando me despierto, estoy calentita y remendada en mi vieja habitación delhospital. Mi madre está aquí, comprobando mis constantes vitales.

—¿Cómo te sientes?—Un poco machacada, pero bien —respondo.—Nadie nos dijo que te ibas hasta que y a no estabas aquí.Siento una punzada de culpa. Cuando tu familia ha tenido que enviarte dos

veces a los Juegos del Hambre, es un detalle de los que no deben olvidarse.—Lo siento, no esperaban el ataque, se suponía que iba a visitar a los

pacientes —le explico—. La próxima vez haré que te lo consulten.

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—Katniss, a mí nadie me consulta nada.Es cierto, ni siquiera yo desde que murió mi padre. ¿Por qué fingir?—Bueno, pues al menos haré que te lo… notifiquen.En la mesita de noche está el fragmento de metralla que me han sacado de la

pierna. Los médicos están más preocupados con el daño cerebral a consecuenciade las explosiones y a que mi conmoción todavía no se había curado del todo,pero no veo doble ni nada, y puedo pensar con bastante claridad. He dormidotoda la tarde y la noche, así que estoy muerta de hambre. El tamaño deldesay uno me resulta decepcionante, sólo unos cuantos trocitos de pan mojadosen leche tibia. Me han llamado para una reunión a primera hora en Mando.Cuando empiezo a levantarme me doy cuenta de que piensan llevarme en lacamilla directamente. Quiero ir andando, pero eso está descartado, así quenegocio para que me dejen ir en silla de ruedas. Estoy bien, en serio…, salvo porla cabeza, la pierna, los moratones y las náuseas que me entran un par deminutos después de comer. Quizá la silla sea buena idea.

Mientras me bajan, empieza a preocuparme lo que me encontraré. Gale yyo desobedecimos órdenes directas ayer, y Boggs tiene la herida que lo prueba.Sin duda habrá repercusiones, aunque ¿será capaz Coin de anular nuestro acuerdosobre la inmunidad de los vencedores? ¿Le habré quitado a Peeta la pocaprotección que podía ofrecerle?

Cuando llego a Mando, los únicos que ya están presentes son Cressida,Messalla y los insectos. Messalla me mira con una amplia sonrisa y dice:

—¡Ahí está nuestra pequeña estrella!Los demás sonríen de tan buena gana que no puedo evitar devolverles la

sonrisa. En el 8 me impresionaron al seguirme por el tejado durante elbombardeo y obligar a Plutarch a retroceder para poder conseguir las imágenesque querían. Hicieron su trabajo más que de sobra, se enorgullecen de él. ComoCinna.

Se me ocurre la extraña idea de que, si estuviéramos en la arena juntos, losescogería como aliados. Cressida, Messalla y… y…

—Tengo que dejar de llamaros « los insectos» —espeto a los cámaras.Les explico que no sabía sus nombres, pero sus trajes me recordaban a esas

criaturas. La comparación no parece molestarlos. Incluso sin los trajes separecen mucho entre sí: mismo pelo roj izo, barba roja y ojos azules. El de lasuñas mordidas se presenta como Castor, y el otro, que es su hermano, se llamaPollux. Espero a que Pollux diga algo, pero se limita a asentir. Al principio creoque es tímido o un hombre de pocas palabras. Sin embargo, hay algo más, algoen la posición de los labios, en el esfuerzo adicional que le supone tragar, y lo séantes de que me lo diga Castor: Pollux es un avox. Le cortaron la lengua y nuncavolverá a hablar. Ya no tengo que preguntarme qué es lo que lo impulsa aarriesgarlo todo por ayudar a destruir el Capitolio.

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Mientras se va llenando la sala me preparo para una acogida menosagradable, pero los únicos que demuestran alguna negatividad son Hay mitch(que, de todos modos, siempre está de mal humor) y Fulvia Cardew, que tienecara de avinagrada. Boggs lleva una máscara de plástico de color carne desde ellabio superior a la frente (no me equivoqué con lo de la nariz rota), así que resultadifícil interpretar su expresión. Coin y Gale están absortos en una conversaciónque parece muy cordial.

Cuando Gale se acomoda en el asiento que hay al lado de mi silla de ruedas,le pregunto:

—¿Haciendo amigos?Él mira brevemente a la presidenta y después a mí.—Bueno, uno de los dos tiene que ser accesible —responde, tocándome la

sien con cariño—. ¿Cómo te sientes?Deben de haber servido estofado de calabacín con ajo en el desayuno

porque, cuanta más gente se acumula, más huele. Se me revuelve el estómago ylas luces, de repente, me resultan demasiado brillantes.

—Un poco tambaleante, ¿y tú?—Estoy bien. Me sacaron un par de fragmentos de metralla, nada grave.Coin manda guardar silencio.—Nuestro asalto a las ondas ha comenzado oficialmente. Para los que os

perdisteis la retransmisión durante veinticuatro horas ininterrumpidas de nuestraprimera propo y las diecisiete repeticiones que Beetee ha conseguido poner enantena desde entonces, empezaremos viéndola.

¿Repeticiones? Así que no sólo consiguieron unas imágenes aceptables, sinoque ya han montado una propo y la han emitido varias veces. Las manos mesudan al pensar en verme en el televisor. ¿Y si lo hago fatal? ¿Y si estoy tan rígiday absurda como en el estudio, y han tenido que rendirse y emitirlo de todosmodos? De la mesa salen unas pantallas individuales, las luces se oscurecen y lospresentes guardan silencio.

Al principio mi pantalla está en negro. Entonces aparece una llamita vacilanteen el centro que florece, se propaga y se come en silencio la oscuridad hasta quetodo el televisor queda cubierto por un fuego tan real e intenso que casi puedonotar el calor que emana. La imagen dorado roj izo de mi insignia del sinsajosurge del centro, reluciente. Claudius Templesmith, el presentador oficial de losJuegos del Hambre, dice:

—Katniss Everdeen, la chica en llamas, sigue ardiendo.De repente ahí estoy, sustituyendo al sinsajo, de pie delante de las llamas y el

humo reales del Distrito 8.—Quiero decir a los rebeldes que estoy viva, que estoy aquí, en el Distrito 8,

donde el Capitolio acaba de bombardear un hospital lleno de hombres, mujeres yniños desarmados. No habrá supervivientes.

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Ponen una imagen del hospital hundiéndose, de la desesperación de lostestigos, mientras yo sigo hablando:

—Quiero decirles que si creen por un solo segundo que el Capitolio nos tratarácon justicia, están muy equivocados. Porque ya sabéis quiénes son y lo quehacen.

Otra imagen mía levantando las manos para señalar la atrocidad que merodea.

—¡Esto es lo que hacen! ¡Y tenemos que responder!Y meten un montaje realmente fantástico de la batalla. Las primeras bombas

cayendo, nosotros corriendo, volando por los aires (con un primer plano de miherida, que es sangrienta y queda bien), subiendo al tejado, metiéndonos en losnidos, y algunas imágenes asombrosas de los rebeldes, de Gale y, sobre todo, demí, de mí y de mí derribando aquellos aviones. Después vuelven a sacarmeavanzando hacia la cámara.

—¿El presidente Snow dice que está enviándonos un mensaje? Bueno, puesy o tengo uno para él: puedes torturarnos, bombardearnos y quemar nuestrosdistritos hasta los cimientos, pero ¿ves eso?

Volvemos con la cámara que muestra los aviones que arden en el tejado delalmacén y se queda fija en el ala con el sello del Capitolio, que se difumina hastaconvertirse en mi cara gritando al presidente:

—¡El fuego se propaga!Las llamas vuelven a comerse la pantalla y sobre ellas, en negro, unas letras

mayúsculas con las palabras:

SI NOSOTROS ARDEMOS,TÚ ARDERÁS CON NOSOTROS.

Las palabras arden y toda la pantalla se quema hasta fundirse en negro.Hay un momento de disfrute silencioso seguido de un aplauso y de voces

pidiendo volver a verlo. Coin, complaciente, vuelve a reproducirlo y, esta vez,como y a sé lo que va a pasar, intento fingir que lo veo en mi televisor de la Veta.Nunca antes se ha visto algo así en televisión, al menos desde que nací.

Cuando por fin se oscurece de nuevo la pantalla, necesito saber más:—¿Se ha visto en todo Panem? ¿Lo han visto en el Capitolio?—En el Capitolio, no —responde Plutarch—. No hemos podido entrar en su

sistema, aunque Beetee trabaja en ello. Pero sí se ha visto en todos los distritos,incluso en el 2, que quizá sea más valioso que el Capitolio en estos momentos.

—¿Está con nosotros Claudius Templesmith? —pregunto.—Sólo su voz —responde Plutarch después de recuperarse del ataque de risa

—. Aunque eso podemos usarlo como queramos. Ni siquiera hemos tenido queeditarla, y a que dijo esas mismas palabras en tus primeros Juegos. —Da una

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palmada en la mesa—. ¿Y si le damos otro aplauso a Cressida, su asombrosoequipo y, por supuesto, a nuestra estrella televisiva?

Yo también aplaudo hasta que me doy cuenta de que soy la estrella televisivay de que quizá quede como una repelente si me aplaudo a mí misma, aunquenadie me presta atención. Me fijo en la cara de Fulvia, eso sí. Debe de ser muyduro para ella ver cómo la idea de Haymitch triunfa bajo el mando de Cressida,mientras que la de Fulvia salió tan mal.

Coin parece haber llegado al límite de su tolerancia con las felicitacionesmutuas.

—Sí, y bien merecido. El resultado es mejor de lo esperado. Sin embargo,tengo que cuestionar el excesivo margen de riesgo con el que habéis jugado. Séque el ataque era imprevisible, pero, dadas las circunstancias, creo quedeberíamos analizar la decisión de enviar a Katniss a un combate real.

¿La decisión? ¿De enviarme al combate? ¿Entonces no sabe que desobedecíórdenes de manera flagrante, que me arranqué el auricular y huí de misguardaespaldas? ¿Qué más le han ocultado?

—Fue una decisión difícil —responde Plutarch, frunciendo el ceño—. Perotodos estuvimos de acuerdo en que no íbamos a sacar nada bueno si laencerrábamos en un búnker cada vez que sonaba un disparo.

—¿Y a ti te parece bien? —me pregunta la presidenta.Gale tiene que darme una patada bajo la mesa para que me dé cuenta de que

habla conmigo.—¡Oh! Sí, me parece muy bien. Me sentó estupendamente hacer algo, para

variar.—Bueno, pues vamos a ser un poquito más sensatos con sus salidas. Sobre

todo ahora que el Capitolio sabe lo que puede hacer —responde Coin, y todosmurmuran su asentimiento.

Nadie nos ha delatado a Gale y a mí, ni Plutarch, de cuy a autoridad pasamos;ni Boggs, con su nariz rota; ni los insectos a los que condujimos a los disparos; niHay mitch…, no, espera un segundo, Hay mitch me mira con una sonrisamortífera y dice:

—Sí, no queremos perder a nuestro pequeño Sinsajo cuando por fin empiezaa cantar.

Tomo nota mental de que no debo quedarme a solas con él, porque está claroque planea su venganza por culpa de ese estúpido auricular.

—Bueno, ¿qué más tenéis pensado? —pregunta la presidenta.Plutarch hace un gesto con la cabeza a Cressida, que consulta sus notas y

responde:—Tenemos unas imágenes increíbles de Katniss en el hospital del 8. Debería

haber otra propo con el tema: « Porque y a sabéis quiénes son y lo que hacen» .Nos centraremos en Katniss interactuando con los pacientes, sobre todo con los

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niños, después pondremos el bombardeo del hospital y las ruinas. Messalla lo estámontando. También estamos pensando en algo sobre el Sinsajo, en resaltar losmejores momentos de Katniss mezclados con escenas de la revuelta rebelde ygrabaciones de la guerra. Lo llamaremos: « El fuego se propaga» . Y a Fulvia sele ha ocurrido una idea genial.

La expresión avinagrada de Fulvia desaparece de golpe por la sorpresa,aunque se recupera y dice:

—Bueno, no sé si es genial, pero se me ocurrió que podríamos hacer unaserie de propos llamada « Recordamos» . En cada una de ellas nos centraríamosen uno de los tributos muertos: la pequeña Rue del 11 o la vieja Mags del 4. Laidea es dirigirnos a cada distrito con un recuerdo muy personal.

—Un tributo a vuestros tributos, por así decirlo —añade Plutarch.—Eso es genial, sin duda, Fulvia —digo con sinceridad—. Es la mejor forma

de recordar a la gente por qué lucha.—Creo que podría funcionar —responde ella—. Pensaba en usar a Finnick

para la introducción y para narrar los anuncios. Si es que os parece interesante.—Francamente, cuantas más propos con ese lema tengamos, mejor —

asegura Coin—. ¿Puedes empezar a producirlas hoy?—Por supuesto —responde Fulvia, claramente ablandada por la reacción ante

su idea.Cressida lo ha suavizado todo en el departamento creativo con su gesto. Ha

alabado a Fulvia por lo que realmente es, de hecho, una gran idea, y ha allanadoel camino para seguir con su propia representación televisiva del Sinsajo. Lo másinteresante es que Plutarch no necesita llevarse parte del crédito. Lo único quequiere es que el asalto a las ondas funcione. Recuerdo que Plutarch es unVigilante Jefe, no un miembro del equipo ni una pieza de los Juegos, por lo que suvalía no queda definida por un solo elemento, sino por el éxito general de laproducción. Si ganamos la guerra, él saldrá a recibir los aplausos y exigirá surecompensa.

La presidenta envía a todos a trabajar, así que Gale me devuelve al hospital.Nos reímos un poco con el encubrimiento, y Gale dice que nadie quería quedarmal admitiendo que no lograron controlarnos. Yo soy más amable y respondoque, como por fin habían sacado unas imágenes decentes, seguramente nodeseaban arriesgarse a que no nos volvieran a sacar. Es probable que ambascosas sean ciertas. Gale tiene que ir a reunirse con Beetee en ArmamentoEspecial, así que doy una cabezada.

Es como si sólo llevara unos minutos con los ojos cerrados, pero, cuando losabro, doy un respingo al ver a Hay mitch sentado a medio metro de mi cama.Esperando. Seguramente lleva ahí varias horas, si el reloj no me engaña. Aunqueconsidero la posibilidad de gritar pidiendo ayuda, lo cierto es que tendré queenfrentarme a él tarde o temprano.

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Hay mitch se inclina sobre mí y me pone delante de la nariz algo que cuelgade un fino cable blanco. Es difícil fijar la vista en él, pero estoy bastante segurade lo que se trata. Lo deja caer en las sábanas.

—Éste es tu auricular. Te daré una última oportunidad de usarlo. Si te lovuelves a quitar, haré que te pongan esto —añade, sosteniendo en alto unaespecie de casco metálico al que instantáneamente bautizo como « los grilletespara cabezas» —. Es una unidad de audio alternativa que se cierra alrededor detu cráneo y bajo la barbilla hasta que se abre con una llave. Y yo tendré la únicallave. Si por algún motivo eres lo bastante lista para desactivarlo —sigue diciendomientras tira los grilletes para cabezas en la cama y saca un diminuto chipplateado—, autorizaré que te implanten quirúrgicamente este transmisor en laoreja, de modo que pueda hablar contigo veinticuatro horas al día.

Hay mitch en mi cabeza a tiempo completo. Aterrador.—Me pondré el auricular —mascullo.—¿Cómo dices?—¡Que me pondré el auricular! —exclamo, lo bastante alto para despertar a

medio hospital.—¿Estás segura? Porque a mí me viene bien cualquiera de las tres opciones.—Estoy segura —respondo, y aprieto el auricular en el puño con aire

protector, a la vez que mi mano libre le lanza a la cara los grilletes, aunque él losintercepta sin problemas. Seguro que y a se lo esperaba—. ¿Algo más?

—Mientras esperaba… me he zampado tu comida —responde él allevantarse.

Observo el cuenco de estofado vacío y la bandeja que hay sobre la mesita.—Voy a denunciarte —mascullo contra la almohada.—Sí, preciosa, hazlo.Hay mitch sale del hospital sabiendo que no soy una chivata.Quiero volver a dormirme, pero estoy inquieta. Las imágenes de ay er

empiezan a inundar el presente. Los bombardeos, la violenta caída de los aviones,los rostros de los heridos que ya no existen… Imagino muerte por todas partes. Elúltimo momento antes de ver caer una bomba al suelo, la sensación de sentircómo vuelan en pedazos el ala de mi avión y la espeluznante caída al olvido, eltejado del almacén cay endo sobre mí mientras permanezco atrapada en micatre. Las cosas que vi, en persona o grabadas. Las cosas que provoqué con undisparo de mi arco. Las cosas que nunca podré borrar de mi memoria.

Durante la cena, Finnick se lleva su bandeja a mi cama para poder verconmigo la nueva propo en la tele. Le han asignado un cuarto en mi antiguaplanta, pero tiene tantas recaídas mentales que, básicamente, vive en el hospital.Los rebeldes emiten la propo « Porque y a sabéis quiénes son y lo que hacen»que ha editado Messalla. Las imágenes están salpicadas de cortas grabaciones deestudio en las que Gale, Boggs y Cressida describen el incidente. Resulta difícil

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contemplar cómo me recibieron en el hospital del 8 ahora que sé lo que vienedespués. Cuando las bombas caen sobre el tejado, entierro la cara en laalmohada y no vuelvo a mirar hasta que aparece una breve grabación mía alfinal, después de la muerte de las víctimas.

Al menos, Finnick no aplaude ni se pone contento después de verla, sino quedice:

—La gente tenía que saber lo que pasó. Ahora ya lo sabe.—Vamos a apagarlo, Finnick, antes de que vuelvan a ponerlo —le pido, pero

cuando está a punto de agarrar el mando a distancia, grito—: ¡Espera!El Capitolio presenta un bloque especial y hay algo en él que me resulta

familiar. Sí, es Caesar Flickerman, y creo que sé quién será su invitado.La transformación física de Peeta me horroriza: el chico sano y de ojos

limpios que vi hace unos días ha perdido al menos siete kilos y tiene un temblornervioso en las manos. Sigue estando bien arreglado, aunque bajo la pintura queno logra taparle las bolsas de los ojos y la ropa elegante que no puede esconder eldolor que siente al moverse, veo una persona a la que han hecho mucho daño.

La cabeza me da vueltas intentando encontrarle sentido. ¡Si acabo de verlohace cuatro…, no, creo que cinco días! ¿Cómo se ha deteriorado a tantavelocidad? ¿Qué le han hecho en tan poco tiempo? Entonces me doy cuenta.Vuelvo a reproducir en mi mente todo lo que recuerdo de su primera entrevistacon Caesar en busca de algo que la ubique en el tiempo, y no hay nada. Podríanhaberla grabado un día o dos después de que estallara la arena y después hacerlelo que han querido desde entonces.

—Oh, Peeta… —susurro.Caesar y Peeta intercambian algunas frases tontas antes de que Caesar le

pregunte por los rumores que dicen que estoy grabando propos para los distritos.—La están usando, está claro —responde Peeta—. Para azuzar a los rebeldes.

Dudo que ni siquiera sepa lo que pasa en la guerra, lo que está en juego.—¿Te gustaría decirle algo?—Sí —responde él, mirando directamente a la cámara, mirándome

directamente a los ojos—. No seas tonta, Katniss, piensa por ti misma. Te hanconvertido en un arma que será esencial para la destrucción de la humanidad. Sitienes alguna influencia real, úsala para frenar esto, úsala para detener la guerraantes de que sea demasiado tarde. Pregúntate esto: ¿de verdad confías en laspersonas con las que trabajas? ¿De verdad sabes qué está pasando? Y si no losabes…, averígualo.

Fundido en negro. Sello de Panem. Se acabó el espectáculo.Finnick pulsa el botón del mando que apaga el televisor. Dentro de un minuto

vendrá alguien para ver el daño que han causado las condiciones y las palabrasde Peeta. Tendré que decir que Peeta se equivoca, aunque la verdad es que noconfío ni en los rebeldes ni en Plutarch, ni en Coin. No estoy segura de que me

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cuenten la verdad y no sabré disimularlo. Oigo pisadas.Finnick me agarra con fuerza por los brazos.—No lo hemos visto.—¿Qué? —le pregunto.—No hemos visto a Peeta, sólo la propo del 8. Después hemos apagado el

televisor porque las imágenes te alteraban. ¿Lo pillas? —pregunta, y yo asiento—. Termínate la cena.

Me recompongo lo bastante como para que Plutarch y Fulvia me vean con laboca llena de pan y col al entrar. Finnick está hablando sobre lo bien que dabaGale en cámara. Los felicitamos por la propo, dejamos claro que era tanimpactante que hemos tenido que apagar la tele justo después. Parecen aliviados.Nos creen.

Nadie menciona a Peeta.

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Dejo de intentar dormir después de que unas pesadillas indescriptiblesinterrumpan mis primeros intentos. Luego me quedo quieta y finjo respirarprofundamente cuando alguien viene a echarme un vistazo. Por la mañana medejan salir del hospital y me indican que me lo tome con calma. Cressida mepide grabar unas cuantas líneas para una nueva propo del Sinsajo. En la comidasigo esperando a que alguien comente la aparición de Peeta, pero nadie lo hace.Alguien más tiene que haberlo visto, aparte de Finnick y yo misma.

Tengo entrenamiento, pero a Gale lo envían a trabajar con Beetee en armas oalgo, así que obtengo un permiso para llevarme a Finnick al bosque. Damosvueltas un rato y después escondemos los intercomunicadores bajo un arbusto.Cuando estamos a una distancia segura, nos sentamos a hablar de laretransmisión de Peeta.

—No he oído ni palabra sobre el tema. ¿Nadie te ha dicho nada? —preguntaFinnick, y yo sacudo la cabeza; hace una pausa antes de preguntar—: ¿Ni siquieraGale?

Me aferro a la tenue esperanza de que Gale de verdad no sepa nada delmensaje de Peeta, aunque tengo un mal presentimiento al respecto.

—Quizá está intentando encontrar el momento apropiado para contártelo asolas —añade Finnick.

—Quizá.Guardamos silencio tanto rato que un ciervo se pone a tiro y lo derribo de un

flechazo. Finnick lo arrastra de vuelta a la valla.En la cena hay venado picado en el guiso. Gale me acompaña al

compartimento E después de comer. Cuando le pregunto qué ha estado pasandopor aquí, sigue sin decir nada de Peeta. En cuanto mi madre y mi hermana seduermen, saco la perla del cajón y me paso una segunda noche en vela aferradaa ella, repitiendo las palabras de Peeta en mi cabeza: « Pregúntate esto: ¿deverdad confías en las personas con las que trabajas? ¿De verdad sabes qué estápasando? Y si no lo sabes…, averígualo» .

Averígualo. ¿El qué? ¿De quién? ¿Y cómo puede Peeta saber otra cosa que nosea lo que el Capitolio le cuente? No es más que una propo del Capitolio, más

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ruido. Sin embargo, si Plutarch cree que no es más que un guión del Capitolio,¿por qué no me ha dicho nada? ¿Por qué nadie nos ha dicho nada ni a Finnick ni amí?

Debajo de todo este debate mental se esconde la verdadera razón de miinquietud: Peeta. ¿Qué le han hecho? ¿Y qué le están haciendo ahora mismo? Estáclaro que Snow no se tragó la historia de que Peeta y yo no sabíamos nada de larebelión. Y sus sospechas se han reforzado al verme aparecer convertida en elSinsajo. Peeta sólo puede hacer suposiciones sobre las tácticas rebeldes oinventarse cosas para sus torturadores, mentiras que, una vez descubiertas, leacarrearían graves castigos. Debe de sentir que lo he abandonado. En su primeraentrevista intentó protegerme del Capitolio y los rebeldes, y no sólo he falladoprotegiéndolo, sino que lo han castigado más por mi culpa.

Por la mañana, meto el antebrazo en la pared y me quedo mirando mediodormida el horario. Justo después del desay uno tengo Producción. En elcomedor, mientras me trago los cereales calientes, la leche y la pastosaremolacha, veo un brazalector en la muñeca de Gale.

—¿Cuándo lo has recuperado, soldado Hawthorne? —le pregunto.—Ayer. Pensaron que vendría bien como sistema de comunicación adicional

cuando salga contigo al campo de batalla.Nadie me ha ofrecido nunca un brazalector. ¿Me lo darían si lo pidiera?—En fin, supongo que uno de los dos debe ser accesible —respondo en tono

algo molesto.—¿Qué quieres decir?—Nada, sólo repito lo que dij iste, y estoy completamente de acuerdo en que

seas tú el accesible. Sólo espero que sigas siéndolo para mí también.Nos miramos a los ojos y me doy cuenta de lo furiosa que estoy con Gale, de

que no creo ni por un instante que no viera la propo de Peeta, de que me hatraicionado al no contármelo. Nos conocemos demasiado bien para que no captemi humor y suponga qué lo ha causado.

—Katniss… —empieza; su tono de voz ya es de por sí una confesión.Agarro mi bandeja, voy a la zona de recogida y coloco a golpes los platos en

la repisa. Cuando llego al pasillo ya me ha alcanzado.—¿Por qué no has dicho nada? —me pregunta, agarrándome del brazo.—¿Que por qué no lo he dicho yo? —replico, apartando el brazo—. ¿Por qué

no lo has dicho tú, Gale? Y, por cierto, sí que lo dije: ¡anoche te pregunté quéhabía pasado!

—Lo siento, ¿vale? No sabía qué hacer. Quería contártelo, pero todos temíanque ver la propo de Peeta te pusiera más enferma.

—Tenían razón, me puse mala, pero no tanto como saber que me mentías porCoin. —En ese momento empieza a pitar su brazalector—. Ahí está, será mejorque corras, tienes cosas que contarle.

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Durante un instante le veo en la cara que está dolido de verdad. Después sepone furioso, se da media vuelta y se larga. Quizá y o haya sido demasiadorencorosa, quizá no le haya dado el tiempo suficiente para explicarse. Quizá loque todos intentan es mentirme para protegerme. Me da igual, estoy harta de queme mientan por mi propio bien, porque, en realidad, es por su propio bien. Vamosa mentir a Katniss sobre la rebelión para que no haga ninguna locura. Vamos aenviarla a la arena sin tener ni idea para que podamos sacarla. No le digáis lo dela propo de Peeta porque podría enfermar, y y a nos cuesta lo suficiente sacarlebuenas tomas tal cual.

Sí que me siento enferma, tengo el corazón roto. Y estoy muy cansada parapasar un día de producción, pero ya estoy en Belleza, así que entro. Hoydescubro que vamos a volver al Distrito 12. Cressida quiere hacer entrevistas singuión con Gale y conmigo hablando sobre nuestra ciudad destruida.

—Si estáis los dos preparados —dice Cressida, mirándome con atención.—Cuenta conmigo —respondo.Me quedo quieta, rígida y poco comunicativa, como un maniquí, mientras mi

equipo de preparación me viste, me peina y me pone algo de maquillaje; notanto como para que se note, sólo lo bastante para taparme un poco las ojeras delinsomnio.

Boggs me acompaña al hangar, pero no hablamos más que para saludarnos.Me alegro de ahorrarme otra charla sobre mi desobediencia en el 8, sobre todoporque su máscara parece muy incómoda.

En el último momento recuerdo enviar un mensaje a mi madre para decirleque salgo del 13 y enfatizar que no será peligroso. Subimos a un aerodeslizadorpara el corto camino al 12 y me piden que me siente a una mesa en la quePlutarch, Gale y Cressida señalan un mapa. Plutarch está henchido desatisfacción al enseñarme los efectos del antes y el después de las dos primeraspropos. Los rebeldes, que mantenían su posición a duras penas en varios distritos,han avanzado. Han tomado el 3 y el 11 (que resulta crucial porque es el principalsuministrador de comida de Panem), y han hecho incursiones en otros distritos.

—Esperanzador, muy esperanzador —dice Plutarch—. Fulvia tendrá lista laprimera ronda de anuncios de la serie « Recordamos» esta noche, así quepodremos dirigirnos individualmente a cada distrito con sus propios muertos.Finnick está absolutamente maravilloso.

—La verdad es que verlo resulta doloroso —añade Cressida—. Conocía amuchos de ellos en persona.

—Por eso es tan eficaz —dice Plutarch—. Directo desde el corazón. Todos loestáis haciendo muy bien. Coin no podría estar más contenta.

Así que Gale no les ha dicho nada sobre que fingí no ver a Peeta y que mefastidió su encubrimiento. Supongo que ya es un poco tarde para eso, porque sigoenfadada. Da igual, él tampoco me habla a mí.

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Al llegar a la Pradera me doy cuenta de que Hay mitch no viene connosotros. Le pregunto a Plutarch, que sacude la cabeza y dice:

—No podía enfrentarse a esto.—¿Hay mitch? ¿Incapaz de enfrentarse a algo? Seguramente quería tener el

día libre.—Creo que sus palabras exactas fueron: « No podría enfrentarme a eso sin

una botella» —responde Plutarch.Pongo los ojos en blanco, no me queda paciencia con mi mentor, su debilidad

por la bebida y a lo que puede o no enfrentarse. Sin embargo, a los cinco minutosde regresar al 12, yo misma estoy deseando tener una botella. Creía que habíaaceptado la muerte del 12: lo había oído, lo había visto desde el aire y habíacaminado entre sus cenizas. Entonces, ¿por qué todo hace que vuelva a sentir estapunzada de dolor? ¿Acaso estaba demasiado atontada antes para percibir del todola pérdida de mi mundo? ¿O es que la mirada de Gale al recorrer a pie ladestrucción hace que la atrocidad me parezca nueva?

Cressida pide al equipo que empiece conmigo en mi vieja casa. Le preguntoqué quiere que haga.

—Lo que te apetezca —responde.De pie en mi cocina, no me apetece hacer nada. De hecho, me concentro en

el cielo (el único techo que queda) porque me ahogan los recuerdos. Al cabo deun rato, Cressida dice:

—Con eso basta, Katniss, sigamos.Gale no se escapa tan fácilmente en su vieja casa. Cressida lo graba en

silencio durante unos minutos, pero justo cuando recoge de las cenizas el únicovestigio de su antigua vida (un atizador metálico retorcido), ella empieza apreguntarle por su familia, su trabajo y la vida en la Veta. Hace que vuelva a lanoche del bombardeo y lo reviva; empezamos en su casa y avanzamos por laPradera, a través de los bosques, hasta el lago. Me quedo detrás del equipo degrabación y los guardaespaldas, y me da la impresión de que su presencia violami querido bosque. Es un lugar privado, un santuario y a corrompido por lamaldad del Capitolio. Aunque y a hemos dejado atrás los tocones achicharradosjunto a la valla, seguimos pisando cadáveres en descomposición. ¿Tenemos quegrabarlo para que lo vea todo el mundo?

Cuando llegamos al lago, Gale ha perdido el habla. Todos estamos sudando(sobre todo Castor y Pollux, con sus arneses de insecto), y Cressida decide hacerun descanso. Bebo agua del lago con las manos, deseando poder zambullirme yflotar sola, desnuda, sin que nadie me observe.

Vago por el perímetro un momento. Al rodear la casita de hormigón junto allago me detengo en la puerta y veo a Gale colocando junto a la chimenea elatizador retorcido que ha sacado de su casa. Durante un momento veo a undesconocido solitario, en algún momento del futuro, deambulando perdido por el

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bosque y encontrando este pequeño refugio con la pila de troncos partidos, lachimenea y el atizador. Se preguntará qué pasó aquí. Gale se vuelve, me mira alos ojos y sé que está pensando en nuestro último encuentro en este lugar, cuandointentábamos decidir si huir o no. De haberlo hecho, ¿seguiría aquí el Distrito 12?Creo que sí, aunque el Capitolio todavía controlaría Panem.

Nos repartimos unos sándwiches de queso y los comemos a la sombra de losárboles. Me siento a posta en el otro extremo del grupo, al lado de Pollux, para notener que hablar. Nadie habla mucho, en realidad. Gracias al relativo silencio, lospájaros recuperan su bosque. Le doy un codazo a Pollux y señalo a un pajaritonegro con cresta. El pájaro salta a una nueva rama, abre un instante las alas ynos enseña sus manchas blancas. Pollux hace un gesto hacia mi insignia y arquealas cejas. Asiento para confirmar que es un sinsajo y levanto un dedo para decir:« Espera, ahora verás» . Entonces silbo un gorjeo. El sinsajo ladea la cabeza y loimita. Sorprendida, veo que Pollux silba unas notas. El pájaro responde alinstante. Pollux pone cara de alegría e inicia un intercambio melódico con elpájaro. Supongo que es la primera conversación que tiene en años. La músicaatrae a los sinsajos como las flores a las abejas, así que en pocos minutos tiene amedia docena de ellos posados en las ramas que nos cubren. Me da un golpecitoen el brazo y usa una ramita para escribir una palabra en la tierra: « ¿Cantas?» .

En otras circunstancias me negaría, pero es imposible decir que no a Pollux.Además, las voces de cantar de los sinsajos no son iguales que sus silbidos yquiero que él las oiga. Antes de pensar mucho en lo que hago, canto las cuatronotas de Rue, las que usaba para marcar el final del día de trabajo en el 11. Lasnotas que acabaron siendo la banda sonora de su asesinato. Los pájaros no losaben, recogen la sencilla frase y se la repiten entre ellos en dulce armonía; igualque hicieron en los Juegos del Hambre antes de que las mutaciones aparecieranentre los árboles, nos persiguieran hasta la Cornucopia y convirtieran poco a pocoa Cato en una masa sanguinolenta…

—¿Quieres oírlos cantar una canción de verdad? —le suelto; cualquier cosapara detener los recuerdos.

Me pongo de pie, vuelvo a los árboles y apoy o la mano en el rugoso troncodel arce en el que están los pájaros. No he cantado El árbol del ahorcado en vozalta desde hace diez años porque está prohibido, pero recuerdo todas las palabras.Empiezo en voz baja, dulce, como hacía mi padre:

¿Vas, vas a volveral árbol en el que colgarona un hombre por matar a tres?Cosas extrañas pasaron en él,no más extraño seríaen el árbol del ahorcado reunirnos al anochecer.

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Los sinsajos empiezan a cambiar sus canciones al darse cuenta de mi nuevoofrecimiento.

¿Vas, vas a volveral árbol donde el hombre muertopidió a su amor huir con él?Cosas extrañas pasaron en él,no más extraño seríaen el árbol del ahorcado reunirnos al anochecer.

Ya he captado la atención de los pájaros. Sólo tardarán otra estrofa enentender la melodía, ya que es sencilla y se repite cuatro veces sin muchavariación.

¿Vas, vas a volveral árbol donde te pedí huiry en libertad juntos correr?Cosas extrañas pasaron en él,no más extraño seríaen el árbol del ahorcado reunirnos al anochecer.

Los árboles callan, sólo se oy e el susurro de las hojas con la brisa, pero nadade pájaros, ni sinsajos ni otros. Peeta tiene razón: guardan silencio cuando canto,igual que hacían con mi padre.

¿Vas, vas a volveral árbol con un collar de cuerdapara conmigo pender?Cosas extrañas pasaron en él,no más extraño seríaen el árbol del ahorcado reunirnos al anochecer.

Los pájaros esperan a que siga, pero ya está, última estrofa. En el silencioque sigue recuerdo la escena. Estaba en casa después de pasar el día en el bosquecon mi padre, sentada en el suelo con Prim, que era un bebé, cantando El árboldel ahorcado. Hacíamos collares de trapos viejos, como decía en la canción, sinconocer el verdadero significado de las palabras. La melodía era sencilla y fácilde cantar en armonía, y entonces yo era capaz de memorizar casi cualquier cosacon música con un par de veces que la cantara. De repente, mi madre nos quitólos collares de cuerda y empezó a gritar a mi padre. Me puse a llorar porque mimadre nunca chillaba, Prim se puso a berrear, y yo corrí afuera paraesconderme. Como sólo tenía un escondrijo (en la Pradera, bajo un arbusto de

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madreselva), mi padre me encontró muy deprisa. Me calmó y me dijo que todoiba bien, pero que lo mejor era que no volviéramos a cantar aquella canción. Mimadre sólo quería que yo la olvidara, así que, por supuesto, todas y cada una delas palabras quedaron grabadas sin remedio y para siempre en mi cerebro.

Mi padre y yo no volvimos a cantarla, ni siquiera a hablar de ella. Cuandomurió, me acostumbré a venir mucho por aquí y empecé a entender la letra. Alprincipio es como si un hombre intentara convencer a su novia para que sereuniera con él en secreto por la noche. Sin embargo, un árbol del ahorcado, enel que han ajusticiado a un hombre por asesinato, es un lugar muy extraño paraun encuentro amoroso. Puede que la amante del asesino tuviera algo que ver conel asesinato o quizá fueran a castigarla de todos modos, porque el cadáver delasesino la llama para que huy a. Es raro, claro, lo del cadáver que habla, pero esen la tercera estrofa cuando El árbol del ahorcado empieza a ser desconcertante.Te das cuenta de que el que canta la canción es el asesino muerto, que sigue en elárbol. Y aunque le dijo a su amante que escapara, no deja de pedirle que sereúna con él. La frase « donde te pedí huir y en libertad juntos correr» es la másinquietante, porque al principio parece que está hablando de cuando él le pidió aella que huyera, seguramente para ponerse a salvo. Pero después te preguntas sise refiere a que vaya con él, que vay a a la muerte. En la estrofa final quedaclaro que eso es justo lo que el hombre espera, que su amante se ponga un collarde cuerda y cuelgue muerta del árbol junto a él.

Antes pensaba que el asesino era el tío más espeluznante del mundo. Ahora,con un par de viajes a los Juegos del Hambre a mis espaldas, creo que es mejorno juzgarlo antes de conocer los detalles. Quizá ya hubieran sentenciado amuerte a su amante y él intentaba ponérselo más fácil, hacerle saber que laesperaba. O quizá pensaba que el lugar en el que la dejaba era mucho peor quela muerte. ¿Acaso no quise matar a Peeta con aquella jeringuilla para salvarlodel Capitolio? ¿De verdad era mi única opción? Seguramente no, pero en aquelmomento no se me ocurría nada mejor.

Supongo que mi madre pensaba que todo aquello era demasiado retorcidopara una niña de siete años, sobre todo una que se hacía sus propios collares decuerda. Los ahorcamientos tampoco eran una cosa que sólo ocurriera en lashistorias, ya que ejecutaron así a muchas personas en el 12. Apuesto lo que sea aque no quería que cantara la canción delante de todos mis compañeros de laclase de música. Es probable que tampoco le haga mucha gracia saber que loestoy haciendo aquí, delante de Pollux, pero al menos no me están… Espera, meequivoco: miro de lado y veo que Castor me ha grabado. Todos me observanatentamente y Pollux está llorando, porque seguro que mi espeluznante canciónha desenterrado algún horrible incidente de su vida. Genial. Suspiro y me apoy oen el tronco. Entonces es cuando los sinsajos empiezan su versión de El árbol delahorcado. En sus picos resulta muy bella. Consciente de que me filman, me

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quedo quieta hasta que Cressida dice:—¡Corten!Plutarch se me acerca riendo.—¿De dónde has sacado eso? ¡Parece hecho a posta! —Me rodea con un

brazo y me da un beso en la frente haciendo mucho ruido—. ¡Eres una mina!—No lo hacía para las cámaras —respondo.—Pues hemos tenido suerte de que estuvieran encendidas. ¡Venga, todos de

vuelta a la ciudad!En nuestro camino por el bosque llegamos a un canto rodado, y Gale y y o

volvemos la cabeza en la misma dirección, como un par de perros captando unrastro en el viento. Cressida lo nota y pregunta qué hay por allí. Reconocemos sinmirarnos que es nuestro antiguo punto de encuentro para cazar. Ella quiere verlo,incluso después de decirle que no tiene nada especial.

« Salvo que allí era feliz» , pienso.Nuestra repisa de roca da al valle. Quizá esté algo menos verde de lo normal,

pero los arbustos de moras están cargados de frutos. Aquí dieron comienzoincontables días de caza, trampas, pesca y recolección, paseando juntos por elbosque, compartiendo nuestros pensamientos mientras llenábamos las bolsas. Erala puerta a la alimentación y la cordura. Y los dos éramos nuestras respectivasllaves.

Ahora no hay Distrito 12 del que escapar ni agentes de la paz a los queengañar, ni bocas hambrientas que alimentar. El Capitolio nos lo ha quitado todo yestoy a punto de perder también a Gale. El pegamento de la necesidad que nosunió con tanta fuerza durante todos esos años empieza a derretirse, y lo queaparece en los huecos no es luz, sino manchas oscuras. ¿Cómo es posible que hoy,enfrentados a la horrible muerte del 12, estemos demasiado enfadados parahablarnos?

Gale prácticamente me ha mentido. Eso es inaceptable, aunque estuvierapreocupado por mi bienestar. Sin embargo, su disculpa parecía auténtica, y escierto que yo se la agradecí con un insulto que sabía que le dolería. ¿Qué nos estápasando? ¿Por qué ahora siempre estamos peleados? Estoy hecha un lío, pero meda la sensación de que, si vuelvo al origen de nuestros problemas, mis accionesestarán en el centro. ¿De verdad quiero apartarlo de mí?

Rodeo una mora con los dedos y la arranco de la mata. Después la hagorodar con cuidado entre el pulgar y el índice. De repente, me vuelvo hacia él yse la tiro, diciendo:

—Y que la suerte…La lanzo lo bastante alto como para que tenga tiempo de decidir si rechazarla

o aceptarla.Gale tiene los ojos fijos en mí, no en la mora, pero, en el último momento,

abre la boca y la recoge. La mastica, la traga y hace una pausa antes de decir:

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—… esté siempre, siempre de vuestra parte.Pero lo dice.Cressida pide que nos sentemos en las rocas, donde es imposible no tocarse, y

nos hace hablar sobre la caza: lo que nos llevó al bosque, cómo nos conocimos,los momentos favoritos… Nos relajamos, empezamos a reírnos un poco mientrascontamos percances con abejas, perros salvajes y mofetas. Cuando laconversación se desvía a cómo nos sentimos al usar nuestra habilidad con lasarmas en el bombardeo del 8, dejo de hablar. Gale sólo dice:

—Iba siendo hora.Cuando llegamos a la plaza de la ciudad, la tarde se ha convertido en noche.

Llevo a Cressida a las ruinas de la panadería y le pido que grabe una cosa. Laúnica emoción que siento es cansancio.

—Peeta, éste es tu hogar. No sabemos nada de tu familia desde elbombardeo. El 12 ha desaparecido. ¿Y tú nos pides un alto el fuego? —Miro alvacío—. No queda nadie que pueda escucharte.

De pie delante del tocón de metal que antes era la horca, Cressida nospregunta si alguna vez nos han torturado. A modo de respuesta, Gale se quita lacamiseta y ofrece su espalda a la cámara. Me quedo mirando las marcas delatigazos y vuelvo a oír el silbido del látigo, vuelvo a ver su figura ensangrentadacolgando inconsciente de las muñecas.

—He terminado —anuncio—. Me reuniré con vosotros en la Aldea de losVencedores. Tengo que recoger una cosa para… mi madre.

Supongo que he venido caminando, aunque lo siguiente que sé es que estoysentada en el suelo, delante de los armarios de la cocina de nuestra casa en laAldea, colocando meticulosamente tarros de cerámica y botellas de cristaldentro de una caja, con vendas limpias de algodón entre ellos para evitar que serompan; envolviendo montoncitos de flores secas.

De repente recuerdo la rosa de mi cómoda. ¿Era real? Si lo era, ¿seguirá allí?Tengo que resistir la tentación de comprobarlo. Si está, sólo servirá para volver aasustarme. Me doy más prisa empaquetando.

Una vez vacíos los armarios, me levanto y veo que Gale ha aparecido en lacocina. Es desconcertante lo silencioso que puede ser. Está apoyado en la mesa,con los dedos extendidos sobre las vetas de la madera. Dejo la caja entrenosotros.

—¿Lo recuerdas? —me dice—. Aquí es donde me besaste.Así que la fuerte dosis de morflina administrada después de los latigazos no

bastó para borrar eso de su conciencia.—Creía que no lo recordarías —respondo.—Tendría que estar muerto para no recordarlo. Y quizá ni siquiera entonces

lo olvidaría. Quizá sea como ese hombre de El árbol del ahorcado, esperando unarespuesta.

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Gale, a quien nunca he visto llorar, tiene lágrimas en los ojos. Para evitar quelas derrame, me acerco y lo beso en los labios. Sabemos a calor, cenizas ytristeza, un sabor sorprendente para un beso tan suave. Él se aparta primero yesboza una sonrisa irónica.

—Estaba seguro de que me besarías.—¿Por qué? —pregunto, porque ni y o lo sabía.—Porque sufro. Es la única forma de llamar tu atención —añade, recogiendo

la caja—. No te preocupes, Katniss, se me pasará.Y se va antes de que pueda responder.Estoy demasiado cansada para repasar su última acusación. Me paso el corto

viaje de vuelta al 13 acurrucada en un asiento, intentando no hacer caso dePlutarch, que no deja de hablar de uno de sus temas favoritos: las armas de lasque la humanidad y a no dispone: aviones para grandes altitudes, satélitesmilitares, desintegradores de células, vehículos aéreos no tripulados y armasbiológicas con fecha de caducidad. Todo desaparecido por la destrucción de laatmósfera, la falta de recursos o los escrúpulos morales. Se nota el pesar de unVigilante Jefe que no puede más que soñar con esos juguetes, que tiene queconformarse con aerodeslizadores, misiles tierra-tierra y simples armas defuego.

Después de quitarme el traje de Sinsajo me voy directa a la cama sin comer.Aun así, Prim tiene que sacudirme para que me levante por la mañana. Despuésde desay unar, hago caso omiso de mi horario y me echo una siesta en el armariode material escolar. Cuando me despierto y salgo a rastras de entre las cajas detizas y lápices, ya es la hora de cenar. Me tomo una porción extragrande de sopade guisantes y me dirijo de vuelta al compartimento E, pero Boggs meintercepta.

—Hay una reunión en la sala de Mando. No prestes atención a tu horario.—Hecho —respondo.—¿Lo has seguido en algún momento del día? —pregunta, impaciente.—¿Quién sabe? Estoy mentalmente desorientada.Levanto la muñeca para enseñarle la pulsera médica y me doy cuenta de

que ya no está.—¿Ves? —le digo—. Ni siquiera recuerdo que me quitaron la pulsera. ¿Por

qué me quieren en Mando? ¿Me he perdido algo?—Creo que Cressida quería enseñarte las propos del 12, aunque supongo que

ya las verás cuando las emitan.—Para eso necesito un horario, para saber cuándo emiten las propos —

respondo; me lanza una miradita, pero no hace ningún comentario.La sala de Mando está llena, aunque me han guardado un asiento al lado de

Finnick y Plutarch. Las pantallas de la mesa ya están levantadas, y en ellas seven las retransmisiones de siempre del Capitolio.

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—¿Qué pasa? ¿No íbamos a ver las propos del 12? —pregunto.—Oh, no —responde Plutarch—. Es decir, puede. No sé bien qué grabación

va a usar Beetee.—Beetee cree que ha encontrado la forma de entrar en la emisión a nivel

nacional —dice Finnick—, para que nuestras propos se vean también en elCapitolio. Ahora está abajo, trabajando en ello en Defensa Especial. Esta nochehay programación en directo. Snow va a hacer una aparición o algo. Creo que yaempieza.

Ponen el sello del Capitolio, subrayado por el himno. De repente meencuentro mirando a los ojos de serpiente del presidente Snow, que saluda a lanación. Es como si usara su podio de barricada, aunque la rosa blanca de susolapa está bien a la vista. La cámara se aleja para incluir a Peeta; lo han puestoa un lado, delante de un mapa proyectado de Panem. Está sentado en una sillaelevada, con los zapatos encima de un escalón metálico. El pie de su piernaprotésica da golpecitos en el suelo de manera irregular. Unas gotas de sudor hanatravesado la capa de polvos del labio superior y de la frente, pero es su mirada(de enfado, pero perdida) lo que más me asusta.

—Está peor —susurro.Finnick me agarra la mano para ofrecerme apoyo, y yo intento aferrarme a

él.Peeta empieza a hablar en tono frustrado sobre la necesidad del alto el fuego.

Destaca el daño hecho a las infraestructuras de varios distritos y, mientras habla,algunas partes del mapa se iluminan para mostrar imágenes de la destrucción:una presa rota en el 7, un tren descarrilado con un charco de residuos tóxicossaliendo de los vagones cisterna y un granero derrumbándose después de unincendio. Todo lo atribuye a la acción de los rebeldes.

¡Pum! De repente, sin previo aviso, estoy en la tele, de pie entre las ruinas dela panadería.

Plutarch se levanta y exclama:—¡Lo ha hecho! ¡Beetee ha entrado!La sala está eufórica cuando Peeta vuelve, distraído. Me ha visto en el

monitor. Intenta seguir con su discurso pasando al bombardeo de una plantadepuradora de agua, cuando lo sustituye una grabación de Finnick hablando deRue. Y entonces aquello se convierte en una batalla por las ondas: los expertos entecnología del Capitolio intentan rechazar el ataque de Beetee, pero no estánpreparados; y Beetee, al parecer anticipando que no mantendría el control demanera continua, tiene preparado un arsenal de fragmentos de cinco a diezsegundos con los que trabajar. Observamos cómo se deteriora la presentaciónoficial, salpicada de imágenes escogidas de las propos.

Plutarch sufre espasmos de placer y casi todos vitorean a Beetee, peroFinnick permanece callado e inmóvil a mi lado. Haymitch está al otro lado de la

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sala; lo miro a los ojos y veo reflejado en ellos mi propio miedo. Los dossabemos que, con cada vítor, Peeta se aleja más y más de nuestro alcance.

Vuelven a poner el sello del Capitolio, acompañado de un pitido continuo.Snow y Peeta tardan veinte segundos en volver, y vemos que el estudio es uncaos. Oímos conversaciones frenéticas en su cabina. Snow se lanza hacia lapantalla diciendo que, sin duda, los rebeldes intentan evitar que todos conozcan lainformación que los incrimina, pero que la verdad y la justicia prevalecerán. Laemisión se restablecerá cuando restauren la seguridad. Pregunta a Peeta que si,dados los hechos acaecidos esta noche, tiene algo más que decir a KatnissEverdeen.

Al oír mi nombre, el rostro de Peeta se arruga, como si le costara hablar.—Katniss…, ¿cómo crees que acabará esto? ¿Qué quedará? Nadie está a

salvo, ni en el Capitolio ni en los distritos. Y tú… en el 13… —dice, tomando airecon dificultad, como si no pudiera respirar; con ojos de loco—. ¡Mañana estarásmuerta!

Fuera de cámara, Snow ordena cortar la emisión. Beetee lo termina de liartodo poniendo una imagen fija de mí de pie delante del hospital a intervalos detres segundos. Sin embargo, entre las imágenes, somos testigos de lo que pasa enel plató, de que Peeta intenta seguir hablando, de que la cámara cae al suelo ygraba las baldosas blancas, del movimiento de muchas botas, del impacto delgolpe que va unido al grito de dolor de Peeta…, y de su sangre salpicando lasbaldosas.

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El grito comienza en la parte más baja de la espalda y me sube por el cuerpohasta quedarse atascado en la garganta. Me quedo muda como un avox, ahogadapor la pena. Aunque pudiera soltar los músculos del cuello y dejar que el sonidorasgara el espacio, ¿se daría alguien cuenta? La sala está alborotada, todospreguntan y exigen, intentando descifrar el significado de las palabras de Peeta:« Y tú… en el 13… ¡Mañana estarás muerta!» . Pero nadie pregunta por lasangre derramada antes de que llegara la estática.

Una voz silencia a las demás:—¡Callaos! —dice, y todos miran a Hay mitch—. ¡No es ningún misterio! El

chico ha dicho que nos van a atacar. Aquí, en el 13.—¿Cómo puede tener esa información?—¿Por qué vamos a confiar en él?—¿Cómo lo sabes?Haymitch gruñe, frustrado.—Lo están machacando mientras hablamos —replica—. ¿Qué más

necesitáis? ¡Katniss, échame una mano!Me sacudo para lograr liberar las palabras.—Hay mitch tiene razón. No sé de dónde habrá sacado Peeta los datos ni si es

verdad, pero él lo cree. Y le están… —No soy capaz de decir en voz alta lo queSnow le está haciendo.

—No lo conocéis —le dice Haymitch a Coin—. Nosotros sí. Prepara a tugente.

La presidenta no parece alarmada por el giro de los acontecimientos, sóloalgo perpleja. Reflexiona sobre las palabras dando golpecitos con un dedo en elborde del cuadro de control que tiene delante. Cuando habla, se dirige aHaymitch con voz templada:

—Obviamente, estamos preparados para esa posibilidad, aunque variasdécadas de experiencia apoyan la hipótesis de que sería contraproducente para elCapitolio atacar directamente al 13. Los misiles nucleares liberarían radiación ala atmósfera, y eso tendría unas consecuencias medioambientales incalculables.Incluso un bombardeo rutinario podría dañar gravemente nuestro complejo

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militar, y sabemos que ellos desean recuperarlo. Además, por supuesto, estaríandando lugar a un contraataque. Es posible que, dada nuestra actual alianza con losrebeldes, lo consideren un riesgo aceptable.

—¿Tú crees? —dice Hay mitch; se pasa un poco de sincero, aunque lassutilezas de la ironía no suelen captarse en el 13.

—Sí. En cualquier caso, ya nos tocaba un simulacro de emergencia de nivelcinco. Procedamos al bloqueo.

Empieza a escribir rápidamente en su teclado para autorizar la decisión. Encuanto levanta la cabeza, empieza el movimiento.

He vivido dos simulacros de nivel bajo desde que llegué al 13. No recuerdomucho del primero porque estaba en cuidados intensivos y creo que los pacientesdel hospital estaban perdonados, ya que las complicaciones que suponía sacarnosde allí para un simulacro superaban a los beneficios. Apenas fui consciente deuna voz mecánica que pedía a la gente que se reuniera en las zonas amarillas.Durante el segundo, uno de nivel dos pensado para crisis menores (comocuarentenas temporales mientras comprobaban si los ciudadanos se habíancontagiado durante una epidemia de gripe), teníamos que regresar a nuestrosalojamientos. Me quedé detrás de una tubería de la lavandería y no hice caso delos pitidos que salían de los altavoces mientras observaba cómo una araña tej ía sured. Ninguna de las dos experiencias me preparó para las escalofriantes sirenasque se apoderan del distrito y me rompen los tímpanos. No hay manera de pasarde este sonido, parece diseñado para provocar la histeria de la población. Sinembargo, estamos en el distrito 13, así que eso no pasa.

Boggs nos saca a Finnick y a mí de la sala de mando, y nos lleva por el pasillohasta una puerta y las amplias escaleras que hay detrás. Grupos de personasconvergen en un río que fluye hacia abajo. Nadie grita ni empuja para intentaradelantar. Ni siquiera los niños se resisten. Descendemos, planta tras planta, ensilencio, porque no se oye nada con este sonido. Busco a mi madre y a Prim,pero es imposible ver más allá de los ciudadanos que me rodean. En cualquiercaso, las dos están trabajando en el hospital esta noche, así que seguirán elprotocolo.

Se me taponan los oídos y me pesan los párpados. Estamos a la profundidadde una mina. La única ventaja es que, cuanto más nos internamos en la tierra,menos agudas son las sirenas. Es como si estuvieran diseñadas para hacernos huirde la superficie; de hecho, seguramente lo están. La gente se va dividiendo porgrupos para meterse por puertas con distintas marcas, pero Boggs me sigueconduciendo abajo hasta que, por fin, las escaleras terminan al borde de unaenorme caverna. Empiezo a entrar, y Boggs me detiene y me indica que debopasar mi horario por delante de un escáner para que me cuenten. Sin duda, lainformación irá a algún ordenador para asegurarse de que no falte nadie.

Es como si este lugar no acabara de decidir si es natural o artificial. Algunas

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zonas de las paredes son de piedra, mientras que otras están muy reforzadas convigas de acero y hormigón. Han excavado las paredes de roca para hacer literas.Hay una cocina, baños y un puesto de primeros auxilios. El refugio está diseñadopara una estancia prolongada.

Hay unos carteles blancos con letras o números repartidos por toda lacaverna. Boggs nos está diciendo a Finnick y a mí que vay amos al área quecoincida con el nombre de nuestros alojamientos (en mi caso, la E, por elcompartimento E), Plutarch se para a nuestro lado.

—Ah, aquí estáis —comenta.Los últimos acontecimientos no han hecho mella en el humor de Plutarch,

que sigue contento desde el éxito del asalto a las ondas de Beetee. Ve el bosque,no los árboles, ni tampoco el castigo de Peeta, ni el inminente bombardeo sobreel 13.

—Katniss, sé que es un mal momento para ti con lo del contratiempo dePeeta, pero debes saber que los demás te estarán observando.

—¿Qué? —contesto; no puedo creerme que reduzca las circunstancias dePeeta a un contratiempo.

—Las demás personas del búnker se fijarán en ti para saber cómo reaccionar.Si te muestras tranquila y valiente, los otros también intentarán serlo. Si te entra elpánico, podría propagarse como un incendio —me explica mientras me limito amirarlo—. El fuego se propaga, por así decirlo —sigue, como si yo no lo pillara.

—¿Por qué no finjo que me graban y ya está, Plutarch?—¡Sí! Perfecto. Siempre se es más valiente delante de una audiencia —

responde—. ¡Mira el valor que acaba de demostrar Peeta!Me contengo para no abofetearlo.—Tengo que regresar con Coin antes del bloqueo. ¡Sigue trabajando así! —

me dice, y se larga.Me dirijo a la enorme letra E que han puesto en la pared. Nuestro espacio

consiste en un cuadrado de cuatro por cuatro metros de suelo de piedra delineadomediante rayas pintadas. En la pared hay dos catres (una de nosotras dormirá enel suelo) y un espacio con forma de cubo a nivel del suelo para almacenamiento.Encuentro un trozo de papel blanco forrado de plástico transparente en el quedice: « Protocolo del búnker» . Me quedo mirando fijamente los puntitos negrosde la hoja. Durante un instante se oscurecen por culpa de las gotas de sangreresiduales que no logro borrar de mi retina. Poco a poco consigo centrarme enlas palabras. El primer apartado se titula: « Al llegar» .

« 1. Asegúrese de que todos los miembros de su compartimento esténpresentes» .

Mi madre y Prim todavía no han llegado, pero he sido de las primeras en

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llegar al búnker, así que seguramente estarán ayudando a reubicar a los pacientesdel hospital.

« 2. Vay a al puesto de suministros y recoja un paquete para cada miembrode su compartimento. Prepare su zona de alojamiento. Devuelva los paquetes» .

Echo un vistazo a la caverna hasta que localizo el puesto de suministros, unasala profunda que se distingue por un mostrador. Hay gente esperando detrás deél, pero todavía no se ve mucha actividad. Me acerco, doy la letra de nuestrocompartimento y pido tres paquetes. Un hombre comprueba una hoja, saca lospaquetes de la estantería y me los pasa por encima del mostrador. Después deecharme uno a la espalda y cargar con los otros dos en las manos, me vuelvo ydescubro que se está formando un grupo rápidamente detrás de mí.

—Perdón —digo mientras atravieso la cola.¿Será coincidencia o tendrá razón Plutarch? ¿Me estará usando esta gente de

modelo a seguir?De vuelta en nuestro espacio abro uno de los paquetes y veo que hay un

colchón finito, sábanas, dos conjuntos de ropa gris, un cepillo de dientes, un peiney una linterna. Al examinar el contenido de los otros paquetes descubro que laúnica diferencia aparente es que contienen uniformes grises y blancos. Seránpara Prim y mi madre, por si tienen que realizar funciones médicas. Después dehacer las camas, guardar la ropa y devolver las mochilas, no tengo nada quehacer más que seguir la última norma:

« 3. Espere instrucciones» .

Me siento en el suelo con las piernas cruzadas a esperar. Un flujo continuo depersonas llena la habitación, reclama sus espacios y recoge los suministros.Dentro de nada estará lleno. Me pregunto si Prim y mi madre pasarán la nocheen el sitio al que hayan llevado a los pacientes, aunque no lo creo, porque estabanen la lista del compartimento. Justo cuando empiezo a ponerme nerviosa,aparece mi madre. Miro detrás de ella y sólo veo un mar de desconocidos.

—¿Dónde está Prim? —le pregunto.—¿No está aquí? Se suponía que iba a bajar directamente desde el hospital. Se

fue diez minutos antes que y o. ¿Dónde está? ¿Adónde puede haber ido?Aprieto los ojos un momento para seguir su rastro como si fuera una presa.

La veo reaccionar a las sirenas, correr a ay udar a los pacientes, asentir cuando lehacen un gesto para que baje al búnker y vacilar en las escaleras, indecisa. Pero¿por qué?

Abro los ojos de golpe.

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—¡El gato! ¡Ha vuelto a por él!—Oh, no —dice mi madre.Las dos sabemos que he acertado. Avanzamos contra corriente, empujando a

todo el mundo para intentar salir del búnker. Más adelante, veo que se preparanpara cerrar las gruesas puertas metálicas. Las ruedas de metal giran por amboslados hacia dentro. De algún modo sé que, una vez se sellen, nada en el mundoconvencerá a los soldados de que las abran. Quizá ni siquiera puedan hacerlo.Empujo a diestro y siniestro mientras les grito que esperen. El espacio entre laspuertas se reduce a un metro, a medio metro; sólo quedan unos centímetroscuando meto la mano por la rendija.

—¡Abridla! ¡Dejadme salir! —grito.Los soldados parecen consternados cuando hacen girar un poquito las ruedas

en dirección contraria, no lo suficiente para permitirme pasar, pero sí para evitaraplastarme los dedos. Aprovecho la oportunidad para meter el hombro en elhueco.

—¡Prim! —aúllo.Mi madre suplica a los guardias mientras yo intento salir.—¡Prim!Entonces oigo unas débiles pisadas en las escaleras.—¡Ya llegamos! —oigo gritar a mi hermana.—¡Sostén la puerta! —añade Gale.—¡Ya vienen! —digo a los guardias, y ellos abren las puertas unos treinta

centímetros.Sin embargo, no me atrevo a moverme (me da miedo que nos dejen a todos

fuera) hasta que aparece Prim con las mejillas enrojecidas de la carrera yButtercup en los brazos. La meto dentro, y después a Gale, que apretuja unmontón de equipaje para meterlo en el búnker. Las puertas se cierran con unfuerte sonido metálico.

—¿En qué estabas pensando? —espeto a Prim mientras la sacudo con rabia;después la abrazo, aplastando a Buttercup entre las dos.

Prim y a tiene la explicación preparada:—No podía dejarlo atrás, Katniss, otra vez no. Deberías haberlo visto dando

vueltas por el cuarto mientras aullaba. Él había vuelto para protegernos.—Vale, vale.Respiro hondo un par de veces para calmarme, doy un paso atrás y levanto a

Buttercup por el pellejo del cuello.—Tendría que haberte ahogado cuando tuve la oportunidad.Él aplasta las orejas y levanta la pata, pero le suelto un bufido antes de que

pueda hacerlo él, cosa que parece molestarle un poco, y a que considera quebufar es su expresión de desdén patentada. Para vengarse suelta un maullido degatito desvalido que hace que mi hermana salga inmediatamente en su defensa.

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—Oh, Katniss, no le chinches —dice, abrazándolo—. Ya está lo bastanteasustado.

La idea de herir los sentimientos del bruto del gato sólo sirve para que tengaganas de seguir, pero Prim está preocupada de verdad por él, así que me dedicoa imaginar el pellejo de Buttercup como forro de un par de guantes, imagen queme ha ayudado a tratar con él durante todos estos años.

—Vale, lo siento. Estamos bajo esa gran E de la pared. Será mejor que loinstalemos antes de que se le vaya la olla.

Prim se aleja corriendo y me encuentro cara a cara con Gale, que lleva lacaja de suministros médicos de nuestra cocina del 12, el lugar de nuestra últimaconversación, beso, discusión, lo que fuera. También se ha echado al hombro mibolsa de caza.

—Si Peeta está en lo cierto, no habrían sobrevivido —me explica.Peeta, sangre como gotitas de lluvia en la ventana, como lodo mojado en las

botas.—Gracias por… todo —respondo, aceptando el equipaje—. ¿Qué hacías en

nuestras habitaciones?—Echar un vistazo, por si acaso. Estamos en la cuarenta y siete, si me

necesitas.Casi todos se retiran a sus zonas cuando se cierran las puertas, así que me voy

a nuestro nuevo hogar con al menos quinientas personas observándome. Intentoparecer muy tranquila para compensar mi frenética carrera de obstáculos através de la multitud, aunque no engaño a nadie; se acabó lo de sentar ejemplo.Bueno, ¿qué más da? En cualquier caso, todos piensan que estoy loca. Un hombreal que creo que tiré al suelo me mira a los ojos y se restriega el codo con cara deresentido. Estoy a punto de bufarle.

Prim ha instalado a Buttercup en el catre de abajo, arropado en una manta demodo que sólo le asoma la cara. Le gusta protegerse así de los truenos, la únicacosa que lo asusta de verdad. Mi madre pone su caja con cuidado en el cubo. Mepongo en cuclillas y apoyo la espalda en la pared para ver qué ha logrado sacarGale en mi bolsa de caza: el libro de las plantas, la chaqueta de caza, la foto deboda de mis padres y los contenidos personales de mi cajón. Mi insignia está enel traje de Cinna, pero aquí tengo el medallón de oro, y el paracaídas plateadocon la espita y la perla de Peeta. Guardo la perla haciendo una bolsita con laesquina del paracaídas y lo meto en el fondo de la bolsa, como si fuera la vida dePeeta y nadie pudiera quitársela mientras yo la proteja.

El débil sonido de las sirenas se corta de repente. La voz de Coin sale por elsistema de altavoces del distrito y nos da las gracias por haber evacuado demanera tan ejemplar los niveles superiores. Enfatiza que no se trata de unsimulacro, y a que es posible que Peeta Mellark, el vencedor del Distrito 12, hayahecho una referencia televisada a un ataque sobre el 13 esta misma noche.

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Entonces cae la primera bomba. Primero notamos el impacto, seguido de unaexplosión que me resuena en los órganos internos, en el revestimiento de losintestinos, en la médula de los huesos y las raíces de los dientes. « Vamos a morirtodos» , pienso. Levanto la mirada esperando ver cómo surgen grietasgigantescas en el techo y cómo nos llueven encima los trozos de roca, pero elbúnker sólo se estremece un poco. Se apagan las luces y experimento ladesorientación propia de una oscuridad completa. Sonidos humanos sin palabras(chillidos espontáneos, respiraciones alteradas, gemidos de bebé, una notamusical de risa histérica) recorren el aire cargado de tensión. Después se oye elzumbido de un generador y un tenue resplandor tembloroso sustituy e a la luzbrillante del 13. Es más similar a lo que teníamos en nuestros hogares del 12,donde las velas y el fuego ardían en las noches de invierno.

Localizo a Prim en la penumbra, le pongo una mano en la pierna y meacerco a ella. Su voz permanece firme mientras canturrea para Buttercup:

—No pasa nada, bonito, no pasa nada. Estaremos bien aquí abajo.Mi madre nos abraza a las dos, y me permito ser joven durante un instante y

descansar la cabeza en su hombro.—No tiene nada que ver con las bombas del 8 —comento.—Seguramente será un misil para búnker —dice Prim con voz tranquilizadora

por el bien del gato—. Nos lo enseñaron en la orientación para nuevosciudadanos. Están diseñados para penetrar en lo más profundo de la tierra antesde estallar, porque no tiene sentido bombardear el 13 en la superficie.

—¿Nucleares? —pregunto, notando un escalofrío.—No tiene por qué. Algunos sólo llevan un montón de explosivos, aunque…

podría ser, supongo.La penumbra hace que sea difícil ver las gruesas puertas metálicas al final

del búnker. ¿Nos protegerían de un ataque nuclear? Y, aunque fueran eficaces alcien por cien contra la radiación, lo que es poco probable, ¿podríamos salir deeste lugar algún día? La idea de pasar lo que me queda de vida en esta cripta depiedra me horroriza. Quiero salir corriendo como una loca hacia las puertas yexigir que me dejen salir para enfrentarme a lo de fuera. No tiene remedio, nome dejarían salir y quizá dé lugar a una estampida.

—Estamos tan abajo que seguro que no nos pasa nada —dice mi madre conun hilo de voz. ¿Está pensando en que mi padre voló en pedazos dentro de lamina?—. Pero ha faltado poco, gracias al cielo que Peeta ha tenido laoportunidad de avisarnos.

La oportunidad, un término general que incluye todo lo que le ha supuesto darla alarma: los conocimientos, el momento, el valor y algo más que no sé definir.Peeta parecía librar una especie de batalla interna en su cabeza, luchaba porsacar el mensaje. ¿Por qué? Su mayor talento es la capacidad para manipular laspalabras. ¿Le han quitado eso con la tortura? ¿Es otra cosa? ¿Se ha vuelto loco?

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La voz de Coin, quizá un pelín más lúgubre que antes, resuena en el búnker; elvolumen hace que tiemblen las luces:

—Al parecer, la información de Peeta Mellark era buena y tenemos una grandeuda de gratitud con él. Los detectores indican que el primer misil no eranuclear, aunque sí muy potente. Esperamos que lleguen más. Durante todo elataque, los ciudadanos permanecerán en sus zonas asignadas a no ser que se lesindique lo contrario.

Un soldado le dice a mi madre que la necesitan en el puesto de primerosauxilios. Ella es reacia a dejarnos, a pesar de que no se alejará ni treinta metros.

—No nos pasará nada, de verdad —le digo—. Lo tenemos a él paraprotegernos —añado, señalando a Buttercup, que me suelta un bufido tan pocoentusiasta que nos hace reír. Hasta a mí me da pena.

Después de que mi madre se vay a, le sugiero a Prim:—¿Por qué no subes a la cama con él, Prim?—Sé que es una tontería…, pero me da miedo que la litera se nos caiga

encima durante el ataque.Si se caen las literas es porque se ha caído el búnker y nos ha enterrado

debajo. Sin embargo, decido que su lógica quizá nos ayude, así que limpio elcubo de almacenamiento y le preparo una cama dentro al gato. Después colocouno de los colchones delante para compartirlo con mi hermana.

Nos dan permiso para ir al baño en grupos pequeños y lavarnos los dientes,aunque las duchas se cancelan hasta mañana. Me acurruco con Prim en elcolchón y pongo las mantas dobles porque en la caverna hace un frío húmedo.Buttercup, abatido a pesar de las constantes atenciones de Prim, se acurruca en elcubo y me echa su aliento de gato en la cara.

A pesar de las desagradables condiciones, me alegra pasar un rato con mihermana. He estado tan preocupada desde que vine aquí (no, en realidad desdemis primeros Juegos), que no le he hecho mucho caso. No la he estado cuidandocomo debería, como hacía antes. Al fin y al cabo, ha sido Gale el que harevisado nuestros compartimentos, no yo. Tendré que compensárselo de algunaforma.

Me doy cuenta de que ni siquiera me he molestado en preguntarle cómo llevael choque de venir aquí.

—Bueno, ¿te gusta el 13, Prim?—¿Ahora mismo? —pregunta ella; después de reírnos, sigue hablando—. A

veces echo muchísimo de menos nuestro hogar, pero entonces recuerdo que noqueda nada que echar de menos. Aquí me siento más segura. No tenemos quepreocuparnos por ti. Bueno, al menos no de la misma forma. —Hace una pausay esboza una sonrisa tímida—. Creo que me van a formar para ser médico.

Es la primera noticia que tengo.—Claro que sí —respondo—. Serían estúpidos si no lo hicieran.

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—Me han estado observando cuando ayudo en el hospital. Ya estoy haciendolos cursos de medicina. No es más que cosas de principiantes, y a sé mucho deantes, aunque me queda un montón por aprender.

—Eso es estupendo —le digo.Prim doctora. Ni siquiera habría podido soñar con ello en el 12. Algo pequeño

y silencioso, como cuando enciendes una cerilla, se enciende en la oscuridad demi interior: éste es el tipo de futuro que podríamos conseguir con una rebelión.

—¿Y tú, Katniss? ¿Cómo lo llevas? —pregunta, acariciando con cariño lafrente de Buttercup—. Y no me digas que bien.

Es cierto, estoy en el extremo contrario de « bien» . Así que le cuento lo dePeeta, su deterioro ante las cámaras y que creo que estarán matándolo mientrashablamos. Buttercup tiene que apañárselas solo durante un rato, porque Primvuelca su atención en mí. Me abraza y me pone el pelo detrás de las orejas. Hedejado de hablar porque, en realidad, no hay más que decir y noto un dolorpunzante en el corazón. Quizá esté sufriendo un infarto, aunque no merece lapena mencionarlo.

—Katniss, no creo que el presidente Snow mate a Peeta —me dice.Claro, lo dice para tranquilizarme. Pero sus siguientes palabras me

sorprenden:—Si lo hace, no tendrá en sus manos a nadie que te importe. No podría

hacerte daño.De repente me acuerdo de otra chica que ha visto toda la maldad del

Capitolio: Johanna Mason, la tributo del distrito 7 en la última arena. Yo estabaintentando evitar que fuera a la jungla, donde los charlajos imitaban las voces denuestros seres queridos sometidos a tortura, pero ella le quitó importanciadiciendo: « No pueden hacerme daño, no soy como vosotros. A mí no me quedanadie» .

Me doy cuenta de que Prim tiene razón, de que Snow no puede permitirsemalgastar la vida de Peeta, y menos ahora que el Sinsajo le causa tantosproblemas. Ya ha matado a Cinna y ha destruido mi hogar, y mi familia, Gale eincluso Haymitch están fuera de su alcance. Sólo le queda Peeta.

—Entonces, ¿qué crees que le harán? —le pregunto.Prim parece tener mil años cuando responde:—Lo que haga falta para hundirte.

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« ¿Qué me hundiría?» .La pregunta me consume durante los tres días siguientes, mientras esperamos

a que nos saquen de nuestra prisión segura. ¿Qué haría que me rompiese en unmillón de trocitos hasta quedar irreparable e inservible? No se lo comento anadie, pero la pregunta me obsesiona cuando estoy despierta y se mete en mispesadillas.

En ese periodo caen cuatro misiles más, todos muy potentes y devastadores,aunque ya sin tanta urgencia. Dejan caer las bombas a intervalos largos para quecreamos que ya se ha acabado justo antes de que otro estallido nos haga temblarlas tripas. Parecen pensados para mantenernos bloqueados, no para diezmarnos.Destrozar el distrito, sí; dar a la gente mucho que reparar antes de ponerse enfuncionamiento, también; pero ¿destruirlo? No. Coin tenía razón en eso: no sedestruy e algo que deseas adquirir en el futuro. Supongo que lo que en realidadquieren, a corto plazo, es detener los asaltos a las ondas y mantenerme lejos delos televisores de Panem.

No recibimos apenas información de lo que pasa. Nuestras pantallas nunca seencienden y sólo nos llegan breves anuncios de audio de Coin sobre la naturalezade las bombas. Sin duda, la guerra continúa, pero, en cuanto a su situación,estamos a oscuras.

Dentro del búnker, la cooperación está a la orden del día. Seguimos un horariomuy estricto para las comidas, el aseo, el ejercicio y el sueño. Se nos garantizanpequeños periodos de socialización para aliviar el tedio. Nuestro espacio se hacemuy popular porque tanto niños como adultos sienten fascinación por Buttercup.Adquiere estatus de estrella con su juego nocturno de « El gato loco» . Me loinventé y o por accidente hace unos años, durante un apagón invernal. Consistesimplemente en agitar el haz de luz de una linterna por el suelo mientrasButtercup intenta capturarlo. Soy lo bastante mezquina como para disfrutar deljuego porque me parece que lo hace parecer tonto. Sin embargo,inexplicablemente, todos los de aquí creen que el gato es listo y encantador.Incluso me conceden unas pilas adicionales (un gasto enorme) para usarlas enesto. Los ciudadanos del 13 están muy faltos de entretenimientos, sin duda.

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La tercera noche, durante el juego, por fin respondo a la pregunta que me haestado carcomiendo. « El gato loco» se convierte en una metáfora de misituación: y o soy Buttercup, y Peeta, la persona a la que tan desesperadamentequiero poner a salvo, es la luz. Mientras el gato crea que tiene una oportunidad decapturar la escurridiza luz con sus patas, estará encrespado (como yo desde quedejé la arena con Peeta vivo). Cuando la luz se apaga del todo, Buttercup sesiente angustiado y desconcertado durante un segundo, pero se recupera y pasa aotra cosa (es lo que me pasaría a mí si Peeta muriera). Sin embargo, lo que deverdad hace que el gato se vuelva loco es dejar la luz encendida, pero en unpunto fuera de su alcance, en lo alto de la pared, donde no llega saltando.Empieza a dar vueltas junto a la pared, gime, y no hay forma de consolarlo ni dedistraerlo; no sirve para nada más hasta que apago la luz (y eso es lo que Snowintenta hacer conmigo ahora, sólo que no sé qué forma adoptará este juego).

Quizá lo único que Snow necesita es que sea consciente de eso. Pensar quePeeta estaba en sus manos y que lo torturaban para sacarle información sobre losrebeldes era malo, pero pensar que lo torturan específicamente paraincapacitarme es insoportable. Entonces, por culpa del peso de esta revelación,empiezo a hundirme de verdad.

Después de « El gato loco» nos vamos a la cama. La luz va y viene; a veceslas lámparas están a plena potencia, mientras que otras tenemos que forzar lavista para vernos. A la hora de dormir apagan las lámparas hasta dejarlo todocasi a oscuras y activan las luces de emergencia de cada espacio. Prim, que hadecidido que las paredes aguantarán, se hace un ovillo con Buttercup en la camade abajo. Mi madre duerme en la de arriba. Me ofrezco a dormir en una de ellas,pero me obligan a quedarme en el colchón del suelo porque doy demasiadasvueltas en sueños.

Ahora no doy vueltas, mis músculos están rígidos por la tensión demantenerme cuerda. Regresa el dolor de corazón, y me imagino que le aparecenunas diminutas fisuras que se extienden por mi cuerpo: avanzan por el torso, losbrazos, las piernas y la cara, y me dejan llena de grietas. Con una sola sacudidade misil podría romperme en extraños fragmentos afilados como cuchillas.

Cuando la inquieta mayoría ya se ha dormido, salgo con cuidado de mimanta y atravieso de puntillas la caverna en busca de Finnick; algo me hacepensar que él lo comprenderá. Está sentado bajo la luz de emergencia de su zonahaciendo nudos en una cuerda, ni siquiera finge descansar. Mientras le susurro loque he descubierto sobre el plan de Snow para hundirme, al fin lo entiendo: estaestrategia no es nada nuevo para Finnick. Es la que lo hundió a él.

—Es lo que te están haciendo a ti con Annie, ¿no? —le pregunto.—Bueno, no la detuvieron porque pensaran que sería un inagotable pozo de

información rebelde —responde—. Saben que nunca me habría arriesgado acontarle nada al respecto, por su propio bien.

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—Oh, Finnick, cuánto lo siento.—No, yo lo siento. Siento no haberte advertido.De repente recuerdo algo: estoy atada a la cama, loca de rabia y dolor

después del rescate. Finnick intenta consolarme por Peeta: « Se darán cuenta enseguida de que no sabe nada y no lo matarán si creen que pueden usarlo contrati» .

—Pero sí que me advertiste, en el aerodeslizador. Cuando me dij iste queusarían a Peeta contra mí creía que te referías a un cebo, a una forma deatraerme al Capitolio.

—No tendría que haberte dicho ni eso. Era demasiado tarde para que tesirviera de algo. Teniendo en cuenta que no te advertí antes del Vasallaje, tendríaque haber cerrado la boca, no debería haberte dicho nada sobre cómo funcionaSnow —insiste; tira del extremo de su cuerda, de modo que un complicado nudose convierte de nuevo en una línea recta—. Es que no lo entendí cuando teconocí. Después de tus primeros Juegos creí que para ti todo el romance erateatro. Esperábamos que siguieras con la estrategia, pero hasta que Peeta no segolpeó contra el campo de fuerza y estuvo a punto de morir no comprendí… —Finnick vacila.

Pienso en la arena, en cómo sollocé cuando Finnick revivió a Peeta, en lamirada inquisitiva de Finnick, en la forma en que excusó mi comportamientoculpando a mi fingido embarazo.

—¿No comprendiste qué?—Que te había juzgado mal, que sí que lo querías. No digo que fuera de una

forma o de otra, quizá ni tú lo sepas, pero cualquiera que prestara atención sehabría dado cuenta de lo mucho que te importaba —me dice con cariño.

¿Cualquiera? En la visita de Snow antes de la Gira de la Victoria, el presidenteme había retado a que eliminara las dudas sobre mis sentimientos hacia Peeta,quería que lo convenciera a él específicamente de que estaba enamorada de micompañero. Al parecer, bajo ese abrasador cielo rosa, con la vida de Peetacolgando de un hilo, por fin lo logré. Y, al hacerlo, le entregué el arma quenecesitaba para acabar conmigo.

Finnick y yo nos quedamos sentados en silencio un buen rato observandocómo hace y deshace los nudos.

—¿Cómo lo soportas? —le pregunto al fin.—¡No lo soporto, Katniss! —me responde, sorprendido—. Está claro, no lo

soporto. Cada mañana salgo de una pesadilla y descubro que lo de fuera no esmejor —empieza, pero algo en mi expresión lo detiene—. Es mejor no rendirte aello. Resulta diez veces más difícil recuperarte que hundirte.

Bueno, él debe de saberlo bien. Respiro hondo y me obligo a permanecer deuna pieza.

—Cuanto más te distraigas, mejor —me dice—. Lo primero que haremos

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mañana es buscarte una cuerda. Hasta entonces, toma la mía.Me paso el resto de la noche en el colchón haciendo nudos de forma

compulsiva y enseñándoselos a Buttercup para que los examine. Si uno parecesospechoso, me lo quita de un zarpazo y lo muerde unas cuantas veces paraasegurarse de que está muerto. Por la mañana tengo los dedos doloridos, perosigo entera.

Después de veinticuatro horas de tranquilidad, Coin por fin anuncia quepodemos salir del búnker. Nuestros antiguos alojamientos han quedadodestrozados en los bombardeos, así que todos tenemos que seguir al pie de la letralas instrucciones para llegar a nuestros nuevos compartimentos. Limpiamosnuestras zonas, como nos piden, y nos ponemos obedientemente en fila para salirpor la puerta.

A la mitad del recorrido, Boggs aparece y me saca de la fila. Les hace unaseñal a Gale y a Finnick para que se unan a nosotros, y la gente se mueve paradejarnos pasar. Algunos incluso me sonríen; el juego de « El gato loco» haconseguido que me consideren más simpática, al parecer. Salimos, subimos lasescaleras, recorremos el pasillo hasta uno de esos ascensores que avanzan envarias direcciones y, finalmente, llegamos a Defensa Especial. Durante nuestraruta no he visto nada dañado, aunque todavía estamos a bastante profundidad.

Boggs nos mete prisa para entrar en una sala prácticamente idéntica a la deMando. Coin, Plutarch, Hay mitch, Cressida y todos los demás que están sentadosa la mesa tienen cara de cansancio. Alguien ha sacado al fin el café (aunqueestoy segura de que sólo lo ven como un estimulante de emergencia), y Plutarchtiene su taza agarrada con las dos manos, como si temiera que se la llevasen encualquier momento.

No hay tiempo para formalidades.—Os necesitamos a los cuatro vestidos con los uniformes y en la superficie

—dice la presidenta—. Tenéis dos horas para grabar los daños de losbombardeos, dejar claro que la unidad militar del 13 no sólo sigue operativa, sinoque es superior y, lo más importante, que el Sinsajo sigue vivo. ¿Alguna pregunta?

—¿Podemos tomarnos un café? —pregunta Finnick.Nos entregan tazas humeantes. Miro con asco el reluciente líquido negro, ya

que nunca he sido una gran admiradora de esta sustancia, pero supongo que meay udará a mantenerme en pie. Finnick me echa algo de nata en la taza y va a porel azucarero.

—¿Quieres un azucarillo? —me pregunta con su antiguo tono de seductor.Así es como nos conocimos, cuando Finnick me ofreció azúcar. Estábamos

rodeados de caballos y carros, disfrazados y pintados para las masas, antes de seraliados. Antes de que y o supiera lo que lo impulsaba. El recuerdo lograarrancarme una sonrisa.

—Toma, mejora el sabor —añade con su voz real, y me echa tres cubitos en

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la taza.De camino a vestirme de Sinsajo, veo que Gale nos observa a Finnick y a mí

con preocupación. ¿Y ahora qué? ¿De verdad creerá que pasa algo entrenosotros? Quizá me viera ir anoche a la zona de Finnick, tenía que pasar por elespacio de los Hawthorne para llegar. Supongo que le habrá sentado mal quebusque la compañía de Finnick en vez de la suy a. Bueno, pues nada. Tengorozaduras de cuerda en los dedos, apenas puedo mantener los ojos abiertos y unequipo de televisión espera que haga una actuación brillante. Y Snow tiene aPeeta. Que Gale piense lo que le dé la gana.

En mi nueva sala de belleza, en Defensa Especial, mi equipo de preparaciónme mete en el traje de Sinsajo, me arregla el pelo y me aplica un poquito demaquillaje antes de que se me enfríe el café. En diez minutos, tanto el repartocomo los cámaras de las nuevas propos estamos recorriendo el complicadocamino al exterior. Me bebo el café mientras caminamos, y descubro que la natay el azúcar mejoran muchísimo su sabor. Apuro los posos que se han quedado alfondo de la taza y noto que un leve cosquilleo empieza a circularme por lasvenas.

Después de subir una última escalera, Boggs tira de una palanca que abre unatrampilla y notamos el aire fresco. Respiro hondo con ganas y, por primera vez,me permito reconocer lo mucho que odiaba el búnker. Salimos al bosque y pasolas manos por las hojas que cuelgan encima de nosotros. Algunas empiezan asecarse.

—¿Qué día es hoy? —pregunto.Boggs responde que septiembre empieza la semana que viene.Septiembre. Eso significa que Snow ha tenido a Peeta en sus garras durante

cinco o seis semanas. Examino una hoja en la palma de mi mano y veo queestoy temblando. No consigo parar. Le echo la culpa al café e intentoconcentrarme en respirar más despacio, porque voy demasiado acelerada parael ritmo de marcha que llevamos.

Empezamos a ver escombros en la tierra y llegamos al primer cráter, quetiene casi treinta metros de ancho y vete a saber cuántos de profundidad.Muchos. Boggs dice que, de haber quedado alguien en las diez primeras plantas,seguramente habría muerto. Rodeamos el pozo y seguimos.

—¿Podéis reconstruirlo? —pregunta Gale.—No de manera inmediata. Ese misil no acabó con mucho, sólo unos cuantos

generadores y una granja avícola —responde Boggs—. Nos limitaremos asellarlo.

Los árboles desaparecen cuando entramos en la zona del interior de la valla.Alrededor de los cráteres hay una mezcla de escombros viejos y nuevos. Antesde las bombas quedaba muy poco del 13 en la superficie: unos puestos deguardia, la zona de entrenamiento y más o menos treinta centímetros de la planta

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superior de nuestro edificio (donde sobresalía la ventana de Buttercup) con varioscentímetros de acero encima. Esa zona no estaba preparada para soportar unataque que no fuera muy superficial.

—¿Cuánta ventaja os dio la advertencia del chico? —pregunta Haymitch.—Unos diez minutos antes de que nuestros sistemas detectaran los misiles —

responde Boggs.—Pero ay udó, ¿verdad? —le pregunto; si dice que no, no lo resistiré.—Por supuesto, la evacuación de los civiles fue completa. Los segundos

cuentan cuando te atacan; diez minutos sirven para salvar muchas vidas.« Prim —pienso— y Gale» .Llegaron al búnker un par de minutos antes de que cayera el primer misil.

Puede que Peeta los haya salvado. Añadiremos sus nombres a la lista de cosaspor las que siempre estaré en deuda con él.

A Cressida se le ocurre filmarme delante de las ruinas del antiguo Edificio deJusticia, una especie de broma, y a que el Capitolio lleva años usándolo de fondopara las falsas retransmisiones informativas en las que intentaba demostrar que eldistrito no existía. Ahora, con el reciente ataque, el edificio está a unos diezmetros del borde de otro cráter.

Cuando nos acercamos a lo que antes fuera la entrada principal, Gale señalaalgo y todos frenamos un poco. Al principio no veo el problema, pero despuésdistingo que el suelo está cubierto de rosas rosas y rojas recién cortadas.

—¡No las toquéis! —grito—. ¡Son para mí!El enfermizo olor dulzón me llega a las fosas nasales y el corazón empieza a

pegarme martillazos en el pecho. Así que no me lo imaginé, no me imaginé larosa de mi cómoda. Ante mí está la segunda entrega de Snow. Son unas bellezasrosas y rojas de tallos largos, las mismas flores que decoraban el escenario en elque Peeta y yo interpretamos nuestra entrevista tras la victoria. Flores no parauno, sino para dos amantes.

Se lo explico a los demás lo mejor que puedo. Las examinamos mejor yvemos que parecen inofensivas, aunque mejoradas genéticamente. Dos docenasde rosas ligeramente marchitas. Seguramente las tiraron después del últimobombardeo. Un equipo con trajes especiales las recoge y se las lleva. Estoysegura de que no encontrarán en ellas nada extraordinario; Snow sabe bien lo queme está haciendo. Es igual que cuando machacó a Cinna delante de mí, mientrasy o lo observaba todo desde mi tubo de tributo: su intención es desquiciarme.

Como entonces, intento recuperarme y devolver el golpe, pero, mientrasCressida pone en sus sitios a Castor y Pollux, noto que estoy cada vez másansiosa. Estoy cansada, con los nervios de punta y, desde que he visto las rosas,soy incapaz de dejar de pensar en Peeta. El café ha sido un gran error, nonecesito un estimulante, precisamente. Mi cuerpo tiembla de forma visible y noconsigo recuperar el aliento. Después de varios días en el búnker, tengo que

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cerrar los ojos casi del todo, mire a donde mire, porque la luz me hace daño. Apesar de la fresca brisa, las gotas de sudor me caen por la cara.

—Bueno, ¿qué necesitas exactamente de mí? —pregunto.—Sólo unas líneas rápidas para demostrar que estás viva y sigues luchando —

responde Cressida.—Vale.Me pongo en mi sitio y miro la luz roja. Y miro y miro.—Lo siento, no tengo nada para vosotros.—¿Estás bien? —me pregunta Cressida, acercándose, y asiento.Ella me seca la cara con un trozo de tela que lleva en el bolsillo.—¿Y si probamos con la vieja táctica de las preguntas y respuestas? —me

dice.—Sí, creo que ayudaría.Cruzo los brazos para ocultar lo mucho que tiemblan, miro a Finnick, y él

levanta el pulgar, aunque también parece bastante tembloroso.Cressida y a está en su puesto.—Bueno, Katniss, has sobrevivido a los bombardeos del 13, ¿qué te han

parecido comparados con tu experiencia en la superficie del 8?—Esta vez estábamos a tanta profundidad que no existía peligro real. El 13

está sano y salvo, igual que… —Se me rompe la voz y la frase acaba con ungraznido seco.

—Prueba otra vez —me dice Cressida—: « El 13 está sano y salvo, igual queyo» .

Respiro hondo e intento obligar a mi diafragma a funcionar.—El 13 está sano, igual…No, me he equivocado. Juro que todavía huelo las rosas.—Katniss, sólo esa línea y terminas por hoy, te lo prometo —me dice

Cressida—: « El 13 está sano y salvo, igual que yo» .Sacudo los brazos para relajarme, coloco los puños sobre las caderas y

después los dejo caer a los lados. Se me llena la boca de saliva a una velocidadabsurda y noto que se me forma una bola de vómito al final de la garganta.Trago con fuerza y separo los labios para decir la estúpida línea e ir aesconderme en el bosque… Y entonces me pongo a llorar.

Es imposible ser el Sinsajo, imposible terminar esta sencilla frase, porqueahora sé que todo lo que diga repercutirá directamente en Peeta, hará que lotorturen. Sin embargo, no lo matarán, no, no serán tan piadosos. Snow seasegurará de que su vida sea mucho peor que la muerte.

—Corten —oigo decir a Cressida en voz baja.—¿Qué le pasa? —dice Plutarch con un susurro.—Ha averiguado cómo está usando Snow a Peeta —explica Finnick.El semicírculo de personas que tengo delante deja escapar una especie de

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suspiro colectivo de pesar. Porque ahora lo sé, porque no podré dejar de saberlo,porque, aparte de la desventaja militar que supone perder a un Sinsajo, estoyhundida.

Varios pares de brazos me reconfortan, pero, al final, la única persona que deverdad quiero que me consuele es Hay mitch, el único que también quiere aPeeta. Voy hacia él, creo que digo su nombre y él se acerca, me sostiene y meda palmaditas en la espalda.

—No pasa nada, no pasará nada, preciosa.Me sienta en un pilar de mármol roto y me rodea con un brazo mientras

sollozo.—No puedo seguir con esto —le digo.—Lo sé.—Pienso una y otra vez en qué le va a hacer a Peeta… ¡y todo porque y o

soy el Sinsajo!—Lo sé —repite Haymitch, abrazándome con más fuerza.—¿Lo viste? ¿Viste lo raro que estaba? ¿Qué le están… haciendo? —Intento

respirar entre los sollozos, pero apenas consigo decir una última frase—: ¡Esculpa mía!

Después cruzo la línea que me separa de la histeria, me clavan una aguja enel brazo y el mundo desaparece.

Lo que me han metido debe de ser potente, porque tardo un día en despertar,aunque no he dormido plácidamente. Es como si hubiera salido de un mundolleno de lugares oscuros y angustiosos por los que viajaba sola. Hay mitch estásentado en una silla junto a mi cama con la piel cérea y los ojos iny ectados ensangre. Recuerdo lo de Peeta y me pongo a temblar otra vez.

Hay mitch me aprieta el hombro.—No pasa nada, vamos a intentar sacar a Peeta.—¿Qué? —pregunto, porque lo que me ha dicho no tiene sentido.—Plutarch va a enviar un equipo de rescate. Tiene gente dentro y cree que

podemos sacar a Peeta con vida.—¿Por qué no lo hemos hecho antes?—Porque nos saldrá caro. Pero todos están de acuerdo en que es lo mejor. Es

la misma elección que hicimos en la arena: hacer lo que haga falta pormantenerte en buenas condiciones. No podemos perder al Sinsajo ahora, y tú nopuedes seguir adelante sabiendo que Snow la tomará con Peeta —explicaHaymitch, ofreciéndome una taza—. Toma, bebe algo.

Me siento lentamente y bebo un poco de agua.—¿A qué te refieres con que nos saldrá caro? —pregunto.—Perderemos infiltrados, puede que muera gente —responde él,

encogiéndose de hombros—. Pero ten en cuenta que mueren todos los días. Y novamos a sacar sólo a Peeta, también rescataremos a Annie por Finnick.

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—¿Dónde está Finnick?—Detrás de esa mampara, durmiendo mientras dure el sedante. Estalló justo

después de dormirte a ti —responde Hay mitch, y yo sonrío un poco, sintiéndomealgo menos débil—. Sí, fue una toma excelente. Con vosotros dos histéricos yBoggs planeando la misión para sacar a Peeta, hemos tenido que echar mano delas repeticiones.

—Bueno, si Boggs lo dirige, es una ventaja.—Oh, sí, lo maneja muy bien. Se pidieron voluntarios, pero él fingió no ver

mi mano agitándose en el aire —me dice Haymitch—. ¿Ves? Ya ha demostradotener buen criterio.

Algo va mal, Haymitch se esfuerza demasiado en animarme, no es su estilo.—Bueno, ¿y quién más se ha ofrecido voluntario?—Creo que siete en total —responde él, evasivo.Tengo una sensación muy desagradable en el estómago.—¿Quién más, Hay mitch? —insisto.Hay mitch por fin abandona la pose de buenazo y responde:—Ya lo sabes, Katniss, sabes perfectamente quién se ofreció el primero.Claro que lo sé.Gale.

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« Hoy podría perderlos a los dos» .Intento imaginarme un mundo en el que ya no existan las voces de Gale y

Peeta, en el que sus manos queden quietas, en el que sus ojos no parpadeen.Estoy de pie sobre sus cadáveres viéndolos por última vez, abandonando lahabitación en la que yacen. Sin embargo, cuando abro la puerta para salir almundo, sólo hay un tremendo vacío, una pálida nada gris que es, en resumen, miúnico futuro.

—¿Quieres que te seden hasta que termine todo? —me pregunta Hay mitch, yno bromea.

Estamos hablando de un hombre que se ha pasado toda su vida adulta en elfondo de una botella, intentando anestesiarse contra los crímenes del Capitolio. Elchico de dieciséis años que ganó el segundo Vasallaje de los Veinticinco debió detener gente a la que quería (familia, amigos, quizá una novia) y con la quedeseaba volver. ¿Dónde están ahora? ¿Cómo es posible que, hasta que Peeta y y ole caímos encima, no hubiera nadie más en su vida? ¿Qué les haría Snow?

—No —respondo—, quiero ir al Capitolio, quiero formar parte de la misiónde rescate.

—Ya se han ido —dice Haymitch.—¿Cuánto hace? Podría alcanzarlos. Podría…¿Qué? ¿Qué podría hacer?Haymitch sacude la cabeza.—No pasará, eres demasiado valiosa y demasiado vulnerable. Se habló de

enviarte a otro distrito para distraer al Capitolio mientras tiene lugar el rescate,pero nadie creyó que fueras capaz de manejarlo.

—¡Por favor, Haymitch! —exclamo, suplicando—. Tengo que hacer algo, nopuedo quedarme sentada a esperar si viven o mueren. ¡Tiene que haber algo!

—Vale, deja que hable con Plutarch. Tú quédate ahí.Pero no puedo. Mientras todavía oigo el eco de las pisadas de Haymitch por

el pasillo, me meto por la rendija de la cortina separadora y veo a Finnicktumbado boca abajo con las manos metidas en la funda de la almohada. Aunquees una cobardía (incluso una crueldad) despertarlo de la brumosa tierra de las

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drogas para traerlo a la cruda realidad, lo hago porque no soporto enfrentarme aesto sola.

Cuando le explico la situación, su agitación inicial disminuyemisteriosamente.

—¿Es que no lo ves, Katniss? Esto lo decidirá todo de una u otra forma. Alfinal del día estarán muertos o con nosotros. Es… ¡Es más de lo que podíamosesperar!

Bueno, es una forma agradable de evaluar nuestra situación. La verdad esque la idea de que este tormento llegue a su fin resulta tranquilizadora.

Haymitch aparta la cortina de golpe. Tiene un trabajo para nosotros, silogramos recuperarnos: todavía necesitan grabar el escenario del 13 tras elbombardeo.

—Si podemos hacerlo en las próximas horas, Beetee lo retransmitirá hasta elrescate y, con suerte, mantendrá al Capitolio atento a otra cosa.

—Sí, una distracción —dice Finnick—, una especie de señuelo.—Lo que en realidad necesitamos es algo tan absorbente que ni siquiera el

presidente Snow sea capaz de apartarse del televisor. ¿Se os ocurre algo así? —pregunta Haymitch.

Tener un trabajo que pueda ay udar a la misión me vuelve a centrar. Mientrasme zampo el desay uno y me preparan, intento pensar en qué decir. El presidenteSnow debe de estar preguntándose cómo me han afectado el suelo salpicado desangre y sus rosas. Si me quiere hundida, tendré que estar entera, aunque no creoque lo convenza de nada gritando un par de líneas desafiantes a la cámara.Además, eso no le dará nada de tiempo al equipo de rescate. Los estallidos soncortos; lo que requiere tiempo son las historias.

No sé si funcionará, pero, cuando el equipo de televisión se reúne en lasuperficie, le pregunto a Cressida si podría empezar preguntándome por Peeta.Me siento en el pilar de mármol caído en el que tuve la crisis, y espero a la luzroja y a la pregunta de Cressida.

—¿Cómo conociste a Peeta?Y entonces hago lo que Haymitch lleva queriendo que haga desde mi

primera entrevista: me abro.—Cuando conocí a Peeta, yo tenía once años y estaba casi muerta.Hablo sobre aquel terrible día en que intenté vender ropa de bebé bajo la

lluvia, sobre cómo la madre de Peeta me echó de la puerta de la panadería ysobre cómo él se llevó una paliza por llevarme los panes que nos salvaron la vida.

—Nunca habíamos hablado. La primera vez que hablé con Peeta fue en eltren a los Juegos.

—Pero él ya estaba enamorado de ti —dice Cressida.—Supongo —respondo, esbozando una sonrisita.—¿Cómo llevas la separación?

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—No muy bien. Sé que Snow podría matarlo en cualquier momento, sobretodo desde que advirtió al 13 del bombardeo. Es horrible vivir con algo así, pero,gracias a lo que le están haciendo pasar, ya no tengo ninguna duda: tenemos quehacer lo que haga falta para destruir el Capitolio. Por fin soy libre —añado; miroal cielo y veo a un halcón sobrevolándonos—. El presidente Snow me reconocióuna vez que el Capitolio era frágil. En aquel momento no lo entendí, me costabaver con claridad porque estaba muy asustada. Ahora no. El Capitolio es frágilporque depende de los distritos para todo: comida, energía e incluso los agentesde la paz que nos controlan. Si declaramos nuestra libertad, el Capitolio sederrumba. Presidente Snow, gracias a ti, hoy declaro oficialmente la mía.

He estado correcta, aunque no deslumbrante. A todos les encanta la historiadel pan, pero es mi mensaje al presidente lo que hace que Plutarch empiece adarle vueltas a la cabeza. Llama rápidamente a Finnick y Haymitch, y los trestienen una breve aunque intensa conversación con la que Hay mitch no parecemuy contento. Plutarch gana: al final, Finnick está pálido, pero asiente.

Mientras Finnick toma asiento frente a la cámara, Hay mitch le dice:—No tienes por qué hacerlo.—Debo hacerlo si la ayuda —responde él, haciendo una pelota en la mano

con su cuerda—. Estoy listo.No sé qué esperar, ¿una historia de amor sobre Annie? ¿Un relato de los

abusos en el Distrito 4? Pero la historia de Finnick Odair toma un cursocompletamente distinto.

—El presidente Snow solía… venderme…, vender mi cuerpo, quiero decir —empieza con voz monótona y distante—. Y no fui el único. Si pensaban que unvencedor era deseable, el presidente lo ofrecía como recompensa o permitía quelo comprasen por una cantidad de dinero exorbitante. Si te negabas, mataba aalgún ser querido. Así que lo hacías.

Entonces, eso explica el desfile de amantes de Finnick en el Capitolio. No eranamantes de verdad, sino gente como nuestro antiguo jefe de agentes de la paz,Cray, que compraba a chicas desesperadas para devorarlas y descartarlas;porque podía. Quiero interrumpir la grabación y suplicar a Finnick perdón portodas las ideas equivocadas que tenía sobre él, pero tenemos un trabajo que hacery me parece que el papel de Finnick será mucho más eficaz que el mío.

—No fui el único, aunque sí el más popular —sigue diciendo—. Y quizá elque estaba más indefenso, y a que la gente a la que quería también lo estaba.Para sentirse mejor, mis clientes me regalaban dinero y joyas, pero yo descubríuna forma de pago mucho más valiosa.

« Secretos» , pienso. Es lo que me dijo Finnick que le daban sus amantes, sóloque yo creía que lo hacía por decisión propia.

—Secretos —dice, como si me hubiera leído el pensamiento—, y por esoserá mejor que permanezcas atento, presidente Snow, porque muchos de ellos

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son sobre ti. Sin embargo, empecemos con algunos de los demás.Finnick teje un tapiz tan rico en detalles que no puede dudarse de su

autenticidad. Historias sobre extraños apetitos sexuales, traiciones del corazón,codicia sin límites y sangrientos juegos de poder. Secretos de borrachossusurrados sobre almohadas húmedas en mitad de la noche. A Finnick lo vendíany lo compraban, un esclavo de los distritos, y guapo, sin duda, aunque, enrealidad, inofensivo. ¿A quién se lo iba a contar? ¿Quién lo creería si lo hiciera?Sin embargo, algunos secretos son demasiado deliciosos para no compartirlos. Noconozco a la gente que menciona Finnick (todos parecen ser ciudadanosimportantes del Capitolio), pero, de escuchar el parloteo de mi equipo depreparación, sé la atención que puede atraer el más leve desliz. Si un mal cortede pelo generaba horas de cotilleo, ¿qué harán las acusaciones de incesto,puñaladas por la espalda, chantaje e incendio provocado? Mientras las ondasexpansivas de conmoción y reproches sacuden el Capitolio, todos estaránesperando, como yo, a oír lo del presidente.

—Y ahora, vamos con nuestro buen presidente Coriolanus Snow —diceFinnick—. Era un hombre muy joven cuando alcanzó el poder y fue lo bastantelisto para conservarlo. Os preguntaréis cómo lo logró. Pues sólo hace falta que osdiga una palabra, con eso basta: veneno.

Finnick se remonta a la ascensión política de Snow, de la que no sé nada, yavanza hasta el presente señalando caso tras caso de muerte misteriosa de susadversarios o, aun peor, de los aliados que podían llegar a convertirse enamenazas. Gente que cae muerta en un banquete o que muere poco a poco demanera inexplicable, empeorando con el paso de los meses. Se le echa la culpa aun marisco en mal estado, un virus escurridizo o una debilidad de la aorta de laque no se tenía noticia. Snow bebe de la copa envenenada para evitar lassospechas, pero los antídotos no siempre funcionan, así que por eso dicen quelleva rosas que apestan a perfume, para tapar el hedor a sangre de las llagas de laboca, que nunca se curan. Dicen, dicen, dicen… que Snow tiene una lista y nadiesabe quién será el siguiente.

Veneno, el arma perfecta para una serpiente.Como mi opinión del Capitolio y su noble presidente y a era bastante mala de

por sí, las acusaciones de Finnick no me sorprenden. Sí que parecen tener muchomás efecto en los rebeldes del Capitolio, como mi equipo y Fulvia; inclusoPlutarch se sorprende de vez en cuando, quizá porque se pregunta cómo se lehabrá pasado algún cotilleo en concreto. Cuando Finnick termina, siguengrabando hasta que él mismo tiene que decir:

—Corten.El equipo se apresura a ir a editar el material, y Plutarch se lleva a Finnick

para hablar con él, seguramente por si tiene más historias. Me quedo conHay mitch entre la ruinas, preguntándome si el destino de Finnick podría haber

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sido el mío. ¿Por qué no? Snow habría sacado un buen precio por la chica enllamas.

—¿Es lo que te pasó a ti? —le pregunto a Haymitch.—No. Mi madre y mi hermano pequeño. Mi chica. Todos murieron dos

semanas después de que me coronaran vencedor. Para castigarme por mi trucocon el campo de fuerza. Snow no tenía a nadie que usar contra mí.

—Me sorprende que no te matara y ya está.—Oh, no, y o era el ejemplo, la persona que mostrar a los jóvenes como

Finnick, Johanna y Cashmere. Así sabrían lo que le pasa a un vencedor que causaproblemas —responde Hay mitch—. Pero él sabía que ya no tenía nada que usarcontra mí.

—Hasta que llegamos Peeta y y o —digo en voz baja; ni siquiera se encogede hombros para responder.

Una vez hecho nuestro trabajo, no nos queda más que esperar. Intentamosocupar los largos minutos en Defensa Especial, haciendo nudos, dándole vueltas ala comida en los cuencos y volando cosas en pedazos en el campo de tiro. Comotemen que detecten las comunicaciones, no hay contacto con el equipo derescate. A las 15:00, la hora acordada, nos quedamos tensos y en silencio en elfondo de una sala llena de pantallas y ordenadores, y vemos cómo Beetee y suequipo intentan dominar las ondas. Su distracción y nerviosismo habituales pasana convertirse en una determinación que no le había visto nunca. Poco de mientrevista consigue emitirse, sólo lo justo para demostrar que sigo viva ydesafiante. Es el relato salaz y sangriento de Finnick sobre el Capitolio lo queocupa toda la emisión. ¿Están mejorando las habilidades de Beetee? ¿O es que sushomólogos del Capitolio están demasiado fascinados como para cortar a Finnick?Durante los siguientes sesenta minutos, la emisión del Capitolio mezcla lasnoticias normales de la tarde con Finnick y los intentos de apagarlo todo. Sinembargo, el equipo técnico de los rebeldes consigue superar incluso los intentosde apagón y, en un verdadero golpe maestro, mantienen el control durante casitodo el ataque a Snow.

—¡Soltadlo! —exclama Beetee, alzando las manos al cielo para devolver laretransmisión al Capitolio; después se seca la cara con un trapo—. Si no hansalido y a, están todos muertos —anuncia, y se vuelve para ver cómoreaccionamos Finnick y y o ante sus palabras—. Pero tenían un gran plan. ¿Os loha explicado Plutarch?

Claro que no. Beetee nos lleva a otro cuarto y nos enseña cómo el equipo, conla ayuda de los rebeldes infiltrados, intentará (ha intentado) liberar a losvencedores de una cárcel subterránea. Al parecer han metido un gas narcotizantepor el sistema de ventilación, han cortado la electricidad, han hecho estallar unabomba en un edificio gubernamental a varios kilómetros de la cárcel y, además,hemos interrumpido la emisión oficial de la tele. Beetee se alegra de que el plan

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nos resulte difícil de seguir, porque entonces también se lo resultará a nuestrosenemigos.

—¿Como tu trampa eléctrica en la arena? —pregunto.—Exacto, y mira lo bien que salió —responde él.« Bueno…, no mucho» , pienso.Finnick y y o intentamos quedarnos en Mando, donde seguro que llegarán las

primeras noticias del rescate, pero nos lo prohíben porque están tratando asuntosserios de la guerra. Nos negamos a salir de Defensa Especial y acabamosesperando noticias en la sala de los colibríes.

Haciendo nudos, haciendo nudos, sin palabras, haciendo nudos, tic, toc, esto esun reloj , sin pensar en Gale, sin pensar en Peeta, haciendo nudos. No queremoscenar, tenemos los dedos en carne viva y ensangrentados. Finnick se acabarindiendo y adopta la misma posición encogida que en la arena, cuando atacaronlos charlajos. Yo perfecciono mi lazo en miniatura y oigo las palabras de El árboldel ahorcado en mi mente. Gale y Peeta. Peeta y Gale.

—¿Te enamoraste de Annie desde el primer momento, Finnick? —lepregunto.

—No —responde; al cabo de un rato, añade—: Los sentimientos aparecieroncasi sin darme cuenta.

Rebusco en mi corazón, pero, de momento, la única persona por la que sientoalgo muy claro es Snow.

Debe de ser medianoche, debe de ser mañana cuando Haymitch abre lapuerta.

—Han vuelto. Nos reclaman en el hospital —dice; abro la boca para hacer unaluvión de preguntas, pero él me corta con un—: Es lo único que sé.

Aunque quiero salir corriendo, Finnick está muy raro, como si no pudieramoverse, así que le doy la mano y lo conduzco como si fuera un niño pequeño.Atravesamos Defensa Especial, subimos al ascensor que va para allá y para acá,y llegamos al ala del hospital. Es el caos, hay médicos gritando órdenes y heridosque trasladan en camilla por los pasillos.

Nos pasa de largo una camilla en la que llevan a una joven inconsciente conla cabeza afeitada; tiene moratones y costras supurantes: Johanna Mason, la quesí conocía secretos de los rebeldes, al menos el mío. Y así es como lo ha pagado.

A través de una puerta veo de reojo a Gale, desnudo hasta la cintura ysudando a chorros mientras un médico le saca algo del omóplato con unas pinzasmuy largas. Herido, pero vivo. Lo llamo y empiezo a caminar hacia él hasta queuna enfermera me empuja y me grita que me largue.

—¡Finnick!Es una mezcla entre chillido y grito de alegría. Una joven encantadora,

aunque algo desaliñada (cabello oscuro enredado y ojos verdes como el mar)corre hacia nosotros cubierta por una sábana.

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—¡Finnick!Y, de repente, es como si no existiera nadie más en el mundo que estas dos

personas que atraviesan el espacio para encontrarse. Chocan, se abrazan, pierdenel equilibrio, se dan contra una pared y allí se quedan, convertidos en un solo serindivisible.

Noto una punzada de celos, no por Finnick ni por Annie, sino por su certeza.Viéndolos, nadie dudaría de su amor.

Boggs, que tiene peor aspecto que antes, aunque parece ileso, nos encuentra aHaymitch y a mí.

—Los sacamos a todos salvo a Enobaria. Sin embargo, como es del 2, dudoque la estuvieran reteniendo. Peeta está al final del pasillo. Los efectos del gasempiezan a desaparecer. Deberíais estar allí cuando despierte.

« Peeta» .Sano y salvo. Bueno, quizá no tan sano, pero al menos a salvo y aquí, lejos de

Snow. A salvo. Aquí. Conmigo. Podré tocarlo dentro de un minuto, verlo sonreír,oír su risa.

Hay mitch me sonríe.—Venga, vamos —dice.Casi floto de felicidad. ¿Qué le diré? Oh, ¿qué más da? Peeta estará encantado

le diga lo que le diga. Seguramente me besará de todos modos. Me pregunto siserá como aquellos últimos besos en la playa de la arena, los que ni siquiera mehabía atrevido a analizar hasta ahora.

Peeta y a está despierto, sentado en el borde de la cama; mira condesconcierto a los tres médicos que lo tranquilizan, le miran los ojos con linternasy le comprueban el pulso. Me decepciona que mi cara no sea lo primero que veaal despertarse, pero acaba de verme ahora mismo. Primero parece incrédulo ydespués expresa algo más intenso que no soy capaz de interpretar. ¿Deseo?¿Desesperación? Seguramente las dos cosas, porque aparta a los médicos, saltade la cama y avanza hacia mí. Corro hacia él con los brazos extendidos y élalarga las manos, buscándome, imagino que para acariciarme la cara.

Justo cuando empiezo a decir su nombre, me agarra del cuello con ambasmanos.

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El frío collarín me roza el cuello y hace que los temblores sean aún más difícilesde controlar. Al menos ya no estoy en el tubo claustrofóbico, rodeada demáquinas que zumban y tintinean, escuchando a una voz sin cuerpo decirme queme quede quieta mientras intento convencerme de que todavía puedo respirar.Incluso ahora, después de que me aseguren que no sufriré daños permanentes,me falta el aire.

La principal preocupación del equipo médico (daños en la médula espinal,vías respiratorias, venas y arterias) ha quedado descartada. Moratones, ronquera,laringe irritada, esta tosecita…, nada importante. Todo irá bien. El Sinsajo noperderá la voz. Y me pregunto: ¿dónde está el médico que determina si voy aperder la cabeza? Aunque se supone que ahora mismo no debo hablar. Ni siquierapuedo dar las gracias a Boggs cuando viene a visitarme para echarme un vistazoy decirme que ha visto heridas mucho peores entre los soldados cuando lesenseñan cómo inmovilizar ahogando.

Fue Boggs el que derribó a Peeta de un golpe antes de que pudiera causardaños permanentes. Sé que Haymitch habría acudido en mi defensa de no haberestado completamente desprevenido. Pillarnos a Haymitch y a mí con la guardiabaja es poco habitual, pero nos había absorbido tanto la idea de salvar a Peeta, delibrarlo de la tortura del Capitolio, que la alegría de tenerlo de vuelta nos habíacegado. De haber mantenido una reunión en privado con él, me habría matado.Porque ahora está loco.

« No, loco no —me recuerdo—. Secuestrado» .Es la palabra que oí decir a Plutarch y Hay mitch mientras pasaba por su lado

en camilla por el pasillo. No sé qué es lo que significa.Prim, que aparece momentos después del ataque y ha permanecido a mi

lado todo lo posible desde entonces, me echa otra manta encima.—Creo que te quitarán el collarín muy pronto, Katniss. Así no tendrás tanto

frío.Mi madre, que ha estado ayudando en una cirugía muy complicada, todavía

no sabe lo del ataque de Peeta. Prim recoge una de mis manos, que está cerradaen un puño, y la masajea hasta que se abre y la sangre empieza a fluirme de

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nuevo por los dedos. Está empezando con el segundo puño cuando aparecen losmédicos, me quitan el collarín y me ponen una inyección para el dolor y lainflamación. Me quedo tumbada con la cabeza quieta, como me piden, para noempeorar las heridas del cuello.

Plutarch, Hay mitch y Beetee han estado esperando fuera a que los médicosles permitieran pasar. No sé si se lo han dicho a Gale, pero, como no está aquí,supongo que no. Plutarch mete prisas a los médicos para que salgan e intentaordenar a Prim que se vaya.

—No —responde ella—. Si me obligáis a salir iré directamente a cirugía y lecontaré a mi madre todo lo que ha pasado. Y os advierto que no le gustará muchoque un Vigilante decida sobre la vida de Katniss. Sobre todo teniendo en cuenta lomal que la habéis cuidado.

Plutarch parece ofendido, pero Haymitch se ríe.—Déjalo estar, Plutarch —le dice, y Prim se queda.—Bueno, Katniss, el estado de Peeta nos ha sorprendido a todos —dice

Plutarch—. Ya habíamos notado su deterioro durante las dos últimas entrevistas.Estaba claro que habían abusado de él, y creíamos que su estado mental se debíaa eso. Ahora creemos que ha pasado algo más, que el Capitolio lo ha sometido auna técnica poco habitual conocida como secuestro. ¿Beetee?

—Lo siento —dice Beetee—, pero no puedo contarte todos los detalles,Katniss. El Capitolio mantiene muy en secreto esta clase de tortura y creo que losresultados son desiguales. Pero sí sabemos que es un tipo de condicionamiento através del miedo. El término es una palabra arcaica que viene de sequestrare,que en un antiguo idioma significa « retener» o, incluso mejor, « apoderarse» .La técnica consiste en usar veneno de rastrevíspula. Quizá utilizaron ese nombreporque pensaron que existía cierto parecido entre las palabras « rastro» y« secuestro» , no lo sabemos. Las rastrevíspulas te picaron en tus primeros Juegosdel Hambre, así que, a diferencia de nosotros, conoces de primera mano losefectos del veneno.

Terror, alucinaciones, visiones de pesadilla en las que perdía a mis seresqueridos… Porque el veneno afecta a la parte del cerebro responsable del miedo.

—Seguro que recuerdas lo asustada que estabas. ¿También sufriste despuésconfusión mental? —pregunta Beetee—. ¿La sensación de no distinguir lo real delo falso? La mayoría de los que han sobrevivido para contarlo experimentan algoasí.

Sí, aquel encuentro con Peeta. Incluso después de recuperarme, no estabasegura de si él había matado a Cato para salvarme la vida o me lo habíaimaginado.

—Resulta más difícil recordar porque los recuerdos pueden cambiarse —diceBeetee, dándose unos golpecitos en la frente—. Se sacan a la luz, se alteran y sevuelven a guardar modificados. Ahora imagina que te pido que recuerdes algo,

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y a sea con una sugerencia verbal o haciéndote ver la grabación de un suceso, y,mientras tienes fresca la experiencia, te doy una dosis de veneno derastrevíspula. No la suficiente para inducirte un desmay o de tres días, sino lobastante para llenar ese recuerdo de miedo y duda. Y eso es lo que tu cerebroguarda en su almacenamiento a largo plazo.

Empiezo a marearme. Prim pregunta lo que estoy pensando:—¿Es eso lo que le han hecho a Peeta? ¿Han sacado sus recuerdos de Katniss

y los han distorsionado para que sean aterradores?—Tan aterradores que la ve como una amenaza letal —responde Beetee,

asintiendo—. Tanto como para intentar matarla. Sí, es nuestra teoría en estosmomentos.

Me cubro la cara con los brazos porque esto no está pasando, es imposible.Que alguien obligue a Peeta a olvidar que me quiere…, nadie podría hacer eso.

—Pero puede arreglarse, ¿verdad? —pregunta Prim.—Bueno, tenemos pocos datos al respecto —dice Plutarch—. Ninguno, de

hecho. Si la rehabilitación de un secuestrado se ha intentado antes, no tenemosacceso a esos archivos.

—Pero lo vais a intentar, ¿no? —insiste Prim—. No lo dejaréis encerrado enuna habitación acolchada para que siga sufriendo, ¿verdad?

—Claro que lo intentaremos, Prim —dice Beetee—. Es que no sabemos hastaqué punto tendremos éxito, ni siquiera si lo tendremos. Creo que los sucesosaterradores son los más difíciles de erradicar. Al fin y al cabo, son los que pornaturaleza recordamos mejor.

—Y, aparte de sus recuerdos de Katniss, todavía no sabemos qué más hanmodificado —interviene Plutarch—. Estamos reuniendo a un equipo de militaresy psiquiatras profesionales para idear un contraataque. Personalmente, soyoptimista, creo que se recuperará del todo.

—¿Ah, sí? —responde Prim en tono mordaz—. ¿Y qué crees tú, Hay mitch?Muevo un poco los brazos para ver su expresión a través de la rendija. Se le

nota cansado y desanimado.—Creo que Peeta podría mejorar un poco, pero… no creo que vuelva a ser el

mismo —responde.Vuelvo a cerrar la rendija y los dejo a todos fuera.—Al menos está vivo —dice Plutarch, como si perdiera la paciencia con

nosotros—. Snow ha ejecutado al estilista de Peeta y a su equipo de preparaciónesta noche, en directo. No tenemos ni idea de qué ha sido de Effie Trinket. Peetatiene problemas, pero está aquí, con nosotros, y eso es una mejora evidente conrespecto a su situación de hace doce horas. Tengámoslo en cuenta, ¿vale?

El intento de Plutarch de animarme (aliñado con las noticias sobre la muertede otras cuatro, quizá cinco, personas) le sale al revés. Portia, el equipo depreparación de Peeta, Effie. El esfuerzo de reprimir las lágrimas hace que me

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palpite tanto la garganta que vuelvo a jadear. Al final no les queda más remedioque sedarme.

Cuando despierto me pregunto si ahora sólo podré dormir así, inyectándomemedicamentos. Me alegro de que me hay an impedido hablar en los próximosdías porque no quiero decir nada. Ni hacer nada. De hecho, soy una pacientemodelo, mi letargo se confunde con moderación, con obediencia a las órdenes delos médicos. Ya no quiero llorar. En realidad, sólo consigo aferrarme a una únicaidea, una imagen de la cara de Snow acompañada por un susurro en la cabeza:« Te mataré» .

Prim y mi madre se turnan para acompañarme, me convencen para quetrague bocaditos de comida blanda. La gente entra periódicamente parainformarme sobre la evolución de Peeta. Los altos niveles de veneno derastrevíspula empiezan a salir de su cuerpo. Lo tratan sólo desconocidos, nativosdel 13 (nadie de casa ni del Capitolio ha podido visitarlo todavía) para evitar quese disparen los recuerdos peligrosos. Un equipo de especialistas trabaja todo eldía para diseñar una estrategia con la que curarlo.

Se supone que Gale no debe visitarme, ya que está en cama con una heridaen el hombro, pero, la tercera noche, después de que me seden y apaguen la luzpara dormir, se mete silenciosamente en mi cuarto. No habla, sólo me acaricialos moratones del cuello con dedos ligeros como alas de polilla, me da un besoentre los ojos y desaparece.

A la mañana siguiente me dejan salir del hospital con instrucciones demoverme despacio y no hablar más de lo necesario. No me imprimen unhorario, así que vago sin rumbo hasta que Prim pide permiso en el hospital parallevarme al nuevo compartimento de mi familia, el 2212. Es idéntico al anterior,aunque sin ventana.

A Buttercup le han asignado una ración de comida al día y una caja de arenaque guardamos bajo el lavabo del baño. Cuando Prim me mete en la cama, elgato salta sobre mi almohada y le pide atención. Ella lo acuna, pero siguependiente de mí.

—Katniss, sé que lo que le está pasando a Peeta es terrible para ti, perorecuerda que Snow ha estado con él varias semanas y que nosotros sólo hemostenido unos cuantos días. Existe una posibilidad de que el viejo Peeta, el que tequiere, siga ahí dentro intentando volver contigo. No te rindas.

Miro a mi hermana pequeña y veo que ha heredado las mejores cualidadesde nuestra familia: las manos sanadoras de mi madre, la sensatez de mi padre ymi espíritu de lucha. También hay algo más, algo que es sólo de ella: la habilidadpara contemplar el lío que es la vida y ver las cosas como son. ¿Llevará razón?¿Podría volver Peeta conmigo?

—Tengo que irme al hospital —me dice, colocándome a Buttercup al lado—.Os dejo para que os hagáis compañía, ¿vale?

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El gato salta de la cama, la sigue hasta la puerta y se queja amargamente alver que lo deja atrás. Somos tan buena compañía el uno para el otro como latierra del suelo. Al cabo de unos treinta segundos me doy cuenta de que nosoporto estar encerrada en esta celda subterránea, así que abandono a Buttercupa su suerte. Me pierdo varias veces pero, al final, consigo llegar a DefensaEspecial. Todos los que me ven se quedan mirando los moratones, y no puedoevitar sentirme cohibida hasta el punto de subirme el cuello hasta las orejas.

Deben de haberle dado el alta a Gale esta mañana, porque me lo encuentroen una de las salas de investigación con Beetee. Están absortos, inclinados sobreun plano, tomando medidas. Varias versiones de la imagen cubren la mesa y elsuelo. En las paredes de corcho y en varias pantallas de ordenador hay otrosdiseños de algún tipo. En las líneas bastas de uno reconozco la trampa de lazo deGale.

—¿Qué es esto? —pregunto con voz ronca, apartando su atención de la hoja.—Ah, Katniss, nos has encontrado —dice Beetee alegremente.—¿Qué? ¿Es un secreto? —pregunto; sabía que Gale había pasado mucho

tiempo trabajando con Beetee, pero suponía que estaban jugueteando con arcosy pistolas.

—La verdad es que no, aunque me he sentido un poco culpable por robartetanto a Gale —reconoce Beetee.

Como he estado desorientada, preocupada, enfadada, en maquillaje uhospitalizada casi todo el tiempo que llevo en el 13, no puedo decir que lasausencias de Gale me hayan supuesto una molestia. Las cosas entre nosotrostampoco han estado demasiado bien. Sin embargo, dejo que Beetee me deba unfavor.

—Espero que hay as estado aprovechando bien su tiempo —le digo.—Ven a ver —responde, haciendo un gesto para que me acerque a una

pantalla de ordenador.Esto es lo que han estado haciendo: han usado las ideas fundamentales de las

trampas de Gale para adaptarlas y convertirlas en armas contra humanos.Bombas, sobre todo. No se trata tanto de la mecánica de las bombas como de lapsicología que hay tras ellas. Se colocan minas en una zona con algo esencialpara la supervivencia: una fuente de agua o de comida. Se asusta a las presaspara que huyan hacia la zona de la trampa. Se pone en peligro a las crías paraatraer al objetivo deseado: los padres. Se atrae a la víctima a lo que parece ser unrefugio seguro… en el que espera la muerte. Llegados a cierto punto, Gale yBeetee abandonaron la naturaleza y se centraron en impulsos más humanos,como la compasión. Estalla una bomba; se deja un tiempo para que la gentecorra en ayuda de los heridos; entonces estalla una segunda bomba, más potente,y los mata a todos.

—Me parece que eso es cruzar una línea —digo—. Entonces, ¿todo vale? —

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Los dos se me quedan mirando, Beetee dudoso y Gale con expresión hostil—.Supongo que no hay ningún manual sobre lo que resulta aceptable o no hacerle aotro ser humano.

—Claro que sí: Beetee y yo hemos estado siguiendo el mismo manual que elpresidente Snow cuando secuestró a Peeta —responde Gale.

Cruel, pero al grano. Me voy sin hacer más comentarios. Si no salgo de aquíde inmediato puede que me ponga a echar humo. Sin embargo, Haymitch meintercepta antes de que salga de Defensa Especial.

—Ven —me dice—, te necesitamos en el hospital.—¿Para qué?—Van a intentar algo con Peeta —responde—. Quieren enviar a la persona

más inocua posible del 12, encontrar a alguien a quien Peeta conozca desde niño,pero nadie demasiado cercano a ti. Están examinando a los candidatos.

Sé que será una tarea complicada, ya que todos los que compartan niñez conPeeta seguramente también serán de la ciudad, y pocos sobrevivieron a lasllamas. Sin embargo, cuando llegamos a la sala del hospital que han convertidoen espacio de trabajo para el equipo de recuperación de Peeta, la veo charlandocon Plutarch: Delly Cartwright. Como siempre, sonríe como si fuera mi mejoramiga. Sonríe así a todo el mundo.

—¡Katniss! —exclama.—Hola, Delly —la saludo.Había oído que ella y su hermano menor habían sobrevivido. Sus padres, que

llevaban la zapatería de la ciudad, no tuvieron tanta suerte. Parece mayor con lamonótona ropa del 13 que no favorece a nadie y el cabello largo amarillorecogido en una práctica trenza, en vez de suelto en tirabuzones. Delly está unpoquito más delgada de lo que recuerdo, pero era de los pocos críos del 12 a losque les sobraban un par de kilos. La dieta de este lugar, el estrés y la pena porperder a sus padres habrán contribuido.

—¿Cómo te va? —le pregunto.—Bueno, han sido muchos cambios de golpe —responde, y se le llenan los

ojos de lágrimas—. Pero todo el mundo es muy agradable en el 13, ¿verdad?Delly lo dice en serio, le gusta la gente, toda la gente, no sólo unos cuantos a

los que ha tenido tiempo de conocer durante muchos años antes de decidirse.—Se han esforzado por hacernos sentir bien recibidos —respondo; creo que

es una afirmación justa, sin pasarse—. ¿Eres la que han elegido para ver a Peeta?—Supongo. Pobre Peeta. Y pobre de ti. Nunca entenderé al Capitolio.—Quizá sea mejor para ti.—Delly conoce a Peeta desde hace tiempo —dice Plutarch.—¡Oh, sí! —exclama ella, y la cara se le ilumina—. Jugábamos juntos

cuando éramos pequeños. Yo le decía a la gente que era mi hermano.—¿Qué te parece? —pregunta Haymitch—. ¿Hay algo que pueda despertar

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algún recuerdo sobre ti?—Estábamos todos en la misma clase, pero no coincidíamos mucho —

respondo.—Katniss era tan asombrosa que nunca se me pasó por la cabeza que pudiera

fijarse en mí —comenta Delly—. Era capaz de cazar, de ir al Quemador y todoeso. Todos la admiraban.

Tanto Haymitch como yo tenemos que observarla atentamente paradeterminar si bromea. Por cómo lo dice, yo no tenía apenas amigos porque eratan excepcional que intimidaba a la gente. No es cierto: apenas tenía amigosporque no era amistosa. Hace falta alguien como Delly para convertirme en unser maravilloso.

—Delly siempre piensa lo mejor de todos —explico—. No creo que Peetatenga malos recuerdos relacionados con ella —añado, hasta que recuerdo unacosa—. Esperad, en el Capitolio, cuando mentí diciendo que no reconocía a laavox, Peeta me cubrió asegurando que se parecía a Delly.

—Lo recuerdo —dice Haymitch—, pero no sé. No era cierto, Delly noestaba allí de verdad. No creo que pueda competir con varios años de recuerdosinfantiles.

—Sobre todo con una compañera tan encantadora como Delly —añadePlutarch—. Venga, vamos a probar.

Plutarch, Hay mitch y yo nos metemos en la sala de observación que está allado de la de Peeta. Dentro y a hay diez miembros de su equipo de recuperaciónarmados con bolis y cuadernos. El vidrio polarizado y el sistema de audio nospermiten observar a Peeta en secreto. Está tumbado, con los brazos sujetos a lacama mediante correas. No intenta liberarse de sus ataduras, aunque sus manosno dejan de moverse. A pesar de tener una expresión más lúcida que cuandointentó estrangularme, todavía no lo reconozco.

Cuando se abre la silenciosa puerta, abre mucho los ojos, alarmado, ydespués se queda perplejo. Delly entra en el cuarto, vacilante, pero, al acercarse,esboza sin pensarlo una sonrisa.

—¿Peeta? Soy Delly, de casa.—¿Delly? —pregunta él, y algunas de las nubes parecen aclararse—. Delly,

eres tú.—¡Sí! —exclama ella, obviamente aliviada—. ¿Cómo te sientes?—Fatal. ¿Dónde estamos? ¿Qué ha pasado?—Allá vamos —dice Hay mitch.—Le dije que se abstuviera de mencionar a Katniss y al Capitolio —explica

Plutarch—. A ver cuánto consigue recordarle de su hogar.—Bueno…, estamos en el Distrito 13. Ahora vivimos aquí —dice Delly.—Eso es lo que me cuentan todos, pero no tiene sentido. ¿Por qué no estamos

en casa?

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—Hubo un… accidente —responde Delly, mordiéndose el labio—. Yotambién echo mucho de menos el 12. Estaba pensando en esos dibujos de tiza quehacíamos en los adoquines. Los tuyos eran maravillosos. ¿Recuerdas cuandoconvertiste cada piedra en un animal diferente?

—Sí, cerdos, gatos y cosas —responde Peeta—. ¿Has dicho… que hubo unaccidente?

Veo la capa de sudor que cubre la frente de Delly mientras intenta evitar lapregunta.

—Fue malo. Nadie… pudo quedarse —responde.—Aguanta, chica —la anima Hay mitch.—Pero sé que esto te va a gustar, Peeta. Han sido muy amables con nosotros,

siempre hay comida y ropa limpia, y el colegio es mucho más interesante —asegura Delly.

—¿Por qué no ha venido mi familia a verme? —pregunta Peeta.—No pueden —responde Delly, y los ojos se le vuelven a llenar de lágrimas

—. Mucha gente no logró salir del 12, así que tenemos que empezar una nuevavida aquí. Seguro que les vendrá bien un buen panadero. ¿Recuerdas cuando tupadre nos dejaba hacer muñecos de masa?

—Hubo un incendio —dice Peeta de repente.—Sí —susurra ella.—El 12 se ha quemado, ¿verdad? Por ella —añade Peeta, enfadado—. ¡Por

Katniss! —grita, tirando de las correas.—Oh, no, Peeta, no fue culpa suya —le asegura Delly.—¿Te lo ha dicho ella? —le escupe Peeta.—Sacadla de ahí —ordena Plutarch.La puerta se abre de inmediato y Delly empieza a retroceder hacia ella muy

despacio.—No tuvo que hacerlo, yo estaba… —empieza.—¡Porque miente! ¡Es una mentirosa! ¡No te creas nada de lo que diga! ¡Es

una especie de muto que ha creado el Capitolio para usarlo contra nosotros! —grita Peeta.

—No, Peeta, no es un… —intenta Delly de nuevo.—No confíes en ella, Delly —insiste Peeta, frenético—. Yo lo hice, y ella

intentó matarme. Mató a mis amigos, a mi familia. ¡Ni siquiera te acerques aella! ¡Es un muto!

Alguien mete la mano por la puerta, saca a Delly y la puerta se cierra, peroPeeta sigue chillando:

—¡Un muto! ¡Es un muto apestoso!No sólo me odia y quiere matarme, sino que ya ni siquiera cree que sea

humana. La estrangulación fue menos dolorosa.A mi alrededor, el equipo de recuperación escribe como loco, tomando nota

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de cada palabra. Hay mitch y Plutarch me agarran por los brazos y me sacan dela sala. Después me apoyan en una pared del silencioso pasillo, aunque yo sé quePeeta sigue gritando detrás de la puerta y el cristal.

Prim se equivocaba: no recuperaremos a Peeta.—No puedo quedarme aquí —digo, entumecida—. Si queréis que sea el

Sinsajo, tendréis que enviarme a otra parte.—¿Adónde quieres ir? —pregunta Haymitch.—Al Capitolio —respondo, porque es el único lugar en el que me queda algo

por hacer.—No es posible hasta que aseguremos los distritos —dice Plutarch—. La

buena noticia es que los enfrentamientos han terminado casi por completo entodos, salvo en el 2. Está siendo un hueso duro de roer.

Es verdad, primero los distritos, después el Capitolio y, por último, acabarécon Snow.

—Bien, enviadme al 2.

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El Distrito 2 es un distrito grande, como cabría esperar, compuesto por una seriede pueblos repartidos por las montañas. En un principio, cada uno estaba asociadoa una mina o cantera, aunque ahora muchos se dedican a alojar y entrenaragentes de la paz. Esa zona no presentaría ningún problema, y a que los rebeldestienen las fuerzas aéreas del 13 de su lado, pero existe otra traba: en el centro deldistrito hay una montaña prácticamente impenetrable en la que se encuentra elnúcleo del ejército del Capitolio.

Hemos apodado a la montaña el Hueso, y a que conté el comentario dePlutarch sobre « el hueso duro de roer» a los líderes rebeldes de este lugar. ElHueso se estableció justo después de los Días Oscuros, cuando el Capitolio perdióal 13 y necesitaba desesperadamente un nuevo fortín subterráneo. Aunque teníanalgunos de sus recursos militares a las afueras del Capitolio (misiles nucleares,aviones y tropas), una parte significativa de su poder había quedado en manos delenemigo. Por supuesto, duplicar el 13 era una obra de varios siglos, pero vieronuna oportunidad en las viejas minas del cercano Distrito 2. Desde el aire, elHueso parecía una montaña más con unas cuantas entradas en las paredes. Sinembargo, dentro había enormes espacios cavernosos de los que se habían sacadoa la superficie grandes bloques de piedra para ser transportados por carreterasestrechas y resbaladizas con destino a lejanos edificios en construcción. Inclusohabía un sistema de ferrocarril para facilitar el traslado de los mineros desde elHueso al mismo centro de la ciudad principal del Distrito 2. Llevaba hasta laplaza que Peeta y yo visitamos durante la Gira de la Victoria; estuvimos de pie enlos escalones de mármol del Edificio de Justicia intentando no mirar demasiado alas apenadas familias de Cato y Clove, que estaban reunidas a nuestros pies.

No era un terreno ideal, y a que siempre había corrimientos de tierra,inundaciones y avalanchas. Sin embargo, las ventajas superaban a losinconvenientes. Al excavar las profundidades de la montaña, los mineros habíandejado grandes pilares y paredes de piedra para sujetar la infraestructura. ElCapitolio los reforzó y se puso a convertir la montaña en su nueva base militar; lallenó de ordenadores, salas de reuniones, barracones y arsenales; ensanchó lasentradas para permitir que salieran los aerodeslizadores del hangar sin cambiar

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mucho el exterior de la montaña, que era un basto enredo rocoso de árboles yanimales, una fortaleza natural para protegerse de sus enemigos.

En comparación con otros distritos, el Capitolio mimaba a los habitantes deeste lugar. No hay más que mirar a los rebeldes del Distrito 2 para saber queestaban bien alimentados y cuidados desde pequeños. Algunos acababan en lascanteras y minas, mientras que otros se educaban para los trabajos del Hueso oentraban a formar parte de los agentes de la paz. Desde pequeños los entrenabanpara el combate. Los Juegos del Hambre eran una oportunidad de lograr riquezay una gloria que no podían encontrarse en ninguna otra parte. Obviamente, lagente del 2 se tragaba la propaganda del Capitolio con más facilidad que el restode nosotros. Abrazaban sus costumbres. Sin embargo, a pesar de todo, al final nodejaban de ser esclavos. Y si los ciudadanos que se convertían en agentes otrabajaban en el Hueso no se daban cuenta, los canteros que formaban lacolumna vertebral de la resistencia sí que lo sabían perfectamente.

Las cosas están como cuando llegué hace dos semanas: los pueblos exterioresen manos rebeldes, la ciudad dividida y el Hueso tan intocable como siempre.Sus pocas entradas están bien fortificadas y su núcleo a salvo en el interior de lamontaña. Aunque el resto de los distritos se ha librado del Capitolio, el 2 sigue ensus manos.

Todos los días hago lo que puedo por ay udar: visito a los heridos y grabocortas propos con mi equipo de televisión. No me dejan luchar de verdad, perome invitan a sus reuniones sobre el estado de la guerra, que ya es más de lo queme permitían hacer en el 13. Aquí se está mucho mejor, es más libre, no tengoun horario en el brazo y me exigen menos cosas. Vivo en la superficie, en lospueblos rebeldes o en las cuevas que los rodean. Por seguridad, me trasladan amenudo. Durante el día me dejan cazar, siempre que me lleve a un guardia y nome aleje demasiado. El fresco aire de la montaña me devuelve parte de mifuerza física y aclara la bruma de mi cabeza. Pero con esta claridad mental soyaún más consciente de lo que le han hecho a Peeta.

Snow me lo ha robado, lo ha retorcido hasta dejarlo irreconocible y me lo haregalado. Boggs, que vino al 2 conmigo, me dijo que incluso con lo complicadoque era el plan, había sido un poco más fácil de la cuenta rescatar a Peeta. Élcree que, si el 13 no lo hubiera hecho, el Capitolio me habría entregado a Peetade todos modos. Lo habría soltado en un distrito en guerra o quizá en el mismo 13,atado con un lazo y con una tarjeta a mi nombre. Programado para asesinarme.

Ahora que lo han corrompido por completo es cuando más aprecio al Peetade verdad, incluso más que si hubiera muerto. La amabilidad, la firmeza, labondad que escondía un calor inesperado detrás… Aparte de Prim, mi madre yGale, ¿cuántas personas en el mundo me quieren de manera incondicional? Creoque, en mi caso, la respuesta sería que ninguna. A veces, cuando estoy sola, sacola perla de su hogar en mi bolsillo e intento recordar al chico del pan, los fuertes

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brazos que me protegieron de las pesadillas en el tren y los besos en la arena.Intento ponerle nombre a lo que he perdido, pero ¿para qué? Se ha ido, Peeta seha ido. Lo que existía entre nosotros se ha ido. Sólo me queda mi promesa dematar a Snow. Me lo repito diez veces al día.

En el 13 siguen con la rehabilitación de Peeta. Aunque no pregunto, Plutarchme da alegres informes por teléfono, como: « ¡Buenas noticias, Katniss! ¡Creoque casi lo hemos convencido de que no eres un muto!» u « ¡Hoy le hemosdejado que se comiera solo el pudin!» .

Cuando Haymitch se pone después, reconoce que Peeta no ha mejorado. Elúnico dudoso rayo de esperanza ha llegado de mi hermana.

—A Prim se le ocurrió que lo secuestráramos nosotros —me cuentaHaymitch—, que pensara en sus recuerdos distorsionados de ti y le diéramos unagran dosis de medicamento calmante, como morflina. Sólo hemos probado conun recuerdo, la grabación de vosotros dos en la cueva, cuando le contaste aquellahistoria sobre la cabra de Prim.

—¿Alguna mejora? —pregunto.—Bueno, si la confusión extrema es una mejora frente al terror extremo, sí

—responde él—. Pero no estoy seguro. Perdió el habla durante varias horas, sequedó como aletargado. Cuando volvió en sí, no hacía más que preguntar por lacabra.

—Ya.—¿Cómo va por ahí?—No hay avances —respondo.—Vamos a enviar un equipo para ay udaros con la montaña, Beetee y algunos

más. Ya sabes, los cerebros.Cuando seleccionan a los cerebros, no me extraña ver el nombre de Gale en

la lista. Suponía que Beetee lo traería, no por sus conocimientos tecnológicos, sinocon la esperanza de que se le ocurriera la forma de atrapar una montaña. Enprincipio, Gale se ofreció a venir conmigo al 2, pero me di cuenta de que loapartaba de su trabajo con Beetee. Le dije que se quedara donde más lonecesitaban, aunque no le confesé que su presencia me pondría aún más difícilllorar a Peeta.

Gale me encuentra nada más llegar, una tarde a última hora. Estoy sentadaen un tronco en las afueras de mi pueblo actual desplumando un ganso. Tengouna docena de pájaros apilados delante de mí. Por aquí han pasado grandesbandadas en migración desde que llegué, así que es fácil cazarlos. Sin decirpalabra, Gale se sienta a mi lado y empieza a quitarle las plumas a otro pájaro.Cuando vamos por la mitad, me dice:

—¿Alguna oportunidad de comérnoslos?—Claro. La mayoría van a la cocina del campamento, pero me dejan dar un

par a quien se quede conmigo por la noche —respondo—. Por protegerme.

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—¿No basta con disfrutar de tal honor?—Eso digo yo, pero se ha corrido la voz de que los sinsajos son peligrosos

para la salud.Seguimos desplumando en silencio un poco más, hasta que Gale dice:—Vi a Peeta ay er. A través del cristal.—¿Y qué piensas?—Algo egoísta.—¿Que ya no tendrás que sentir celos de él? —pregunto; doy un tirón fuerte,

y una nube de plumas cae sobre nosotros.—No, justo lo contrario —responde él, quitándome una pluma del pelo—.

Pensé… que nunca podré competir con eso, por mucho que me veas sufrir. —Leda vueltas a la pluma entre el pulgar y el índice—. No tengo ninguna oportunidadsi Peeta no mejora. Nunca podrás dejarlo ir, siempre te sentirás mal por estarconmigo.

—Igual que siempre me sentía mal por ti si lo besaba a él.—Si pensara que eso es cierto, casi podría soportar todo lo demás —responde

él, mirándome a los ojos.—Es cierto —reconozco—, pero también es cierto lo que has dicho de Peeta.Gale deja escapar un bufido de exasperación. No obstante, después de dejar

los pájaros y presentarnos voluntarios para ir al bosque a recoger leña para lafogata de la noche, me rodea con sus brazos. Sus labios me rozan los moratonesdel cuello y siguen subiendo hacia mi boca. A pesar de lo que siento por Peeta, eneste preciso instante acepto que nunca volverá conmigo. O que yo nunca volverécon él. Me quedaré en el 2 hasta que caiga, iré al Capitolio, mataré a Snow ymoriré al hacerlo. Y Peeta morirá loco y odiándome. Así que, bajo los últimosray os del sol, cierro los ojos, beso a Gale y lo compenso por todos los besos queno le he dado; porque y a no importa y porque me siento tan desesperadamentesola que no puedo seguir soportándolo.

El tacto, el sabor y el calor de Gale me recuerdan que, al menos, mi cuerposigue vivo, y, por ahora, es una sensación agradable. Vacío la mente y me dejollevar por ella, feliz. Cuando Gale se aparta un poco, avanzo para acercarme,pero me pone la mano bajo la barbilla.

—Katniss —dice.En cuanto abro los ojos, el mundo parece dislocado, no son nuestros bosques,

ni nuestras montañas, ni nuestras costumbres. Me llevo la mano a la cicatriz de lasien izquierda, que relaciono con la confusión mental.

—Ahora, bésame —dice.Desconcertada, sin parpadear, me quedo quieta mientras él se inclina para

darme un beso rápido en los labios. Después me examina con atención.—¿Qué está pasando dentro de tu cabeza? —me pregunta.—No lo sé —susurro.

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—Entonces es como besar a un borracho, no cuenta —responde; intentareírse, aunque no le sale muy bien. Recoge una pila de leña y me la suelta en losbrazos, devolviéndome a mi cuerpo.

—¿Cómo lo sabes? —pregunto, sobre todo para ocultar mi vergüenza—. ¿Esque has besado a algún borracho?

Supongo que Gale puede haber besado a diestro y siniestro en el 12. Habíacandidatas de sobra. Nunca había pensado mucho en ello.

—No —responde él, sacudiendo la cabeza—, pero no cuesta imaginarlo.—Entonces, ¿nunca has besado a otras chicas?—No he dicho eso. Sólo tenías doce años cuando nos conocimos, ¿sabes? Y

eras un grano en el culo. Mi vida no se limitaba a cazar contigo —añade,cargándose de leña.

De repente siento verdadera curiosidad.—¿A quién besaste? ¿Y dónde?—Demasiadas para recordarlo. Detrás del colegio, en la escombrera…

Muchos sitios.Pongo los ojos en blanco.—Entonces, ¿cuándo me hice y o tan especial? ¿Cuando me llevaron al

Capitolio?—No, unos seis meses antes. Justo después de Año Nuevo. Estábamos en el

Quemador, comiendo uno de los guisos de Sae la Grasienta, y Darius te tomabael pelo diciendo que te cambiaba un conejo por un beso. Y me di cuenta deque… me importaba.

Recuerdo aquel día. Hacía un frío que pelaba y ya había oscurecido a lascuatro de la tarde. Estuvimos cazando, pero la intensidad de la nevada nos hizovolver a la ciudad. El Quemador estaba abarrotado de gente que buscaba refugiodel tiempo. La sopa de Sae, hecha con caldo de los huesos de un perro salvaje alque habíamos matado una semana antes, sabía peor de lo normal. Sin embargo,estaba caliente y y o tenía mucha hambre, así que me la zampé sentada con laspiernas cruzadas sobre su mostrador. Darius estaba apoy ado en el poste de lacaseta haciéndome cosquillas en la cara con el extremo de mi trenza, mientrasy o lo apartaba a manotazos. Me estaba explicando por qué uno de sus besos semerecía un conejo, quizá dos, ya que todos sabían que los pelirrojos son loshombres más viriles. Y Sae la Grasienta y yo nos reíamos, porque estaba muyridículo e insistente, y no dejaba de señalarnos a las mujeres del Quemador que,según decía, habían pagado más de un conejo por disfrutar de sus labios. « ¿Veisésa? ¿La de la bufanda verde? Preguntadle, venga. Si es que necesitáisreferencias» .

Aquello pasó a un millón de kilómetros de aquí, hace mil millones de días.—Darius estaba de broma —digo.—Seguramente, aunque, de haber ido en serio, habrías sido la última en

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enterarte —responde Gale—. Mira a Peeta. Mírame a mí. O a Finnick.Empezaba a preocuparme que te hubiese echado el ojo encima, pero parecehaber vuelto a lo suyo.

—No conoces a Finnick si crees que se enamoraría de mí.—Sé que estaba desesperado —replica él, encogiéndose de hombros—. La

gente desesperada hace todo tipo de locuras.No puedo evitar pensar que lo dice por mí.A primera hora de la mañana, los cerebros se reúnen para analizar el

problema del Hueso. Me piden que acuda, aunque no tengo mucho con lo quecontribuir. Evito sentarme en la mesa principal y me coloco en el amplio alféizarcon vistas a la montaña en cuestión. La comandante del 2, una mujer de medianaedad llamada Lyme, nos lleva en un recorrido virtual por el Hueso, su interior ysus fortificaciones, y nos cuenta los intentos fallidos de controlarlo. Me hecruzado con ella brevemente un par de veces desde mi llegada y no podíalibrarme de la sensación de haberla visto en alguna parte. Y es como pararecordarla: un metro ochenta y musculosa. Sin embargo, hasta que no la veo enuna grabación de campo liderando un ataque a la entrada principal del Hueso, noencajo las piezas y me doy cuenta de que estoy en presencia de otro vencedor:Ly me, la tributo del 2 que ganó sus Juegos del Hambre hace más de unageneración. Effie nos envió su cinta, entre otras, para prepararnos para elVasallaje de los Veinticinco. Seguramente la habré visto alguna vez durante losJuegos en estos años, pero no ha destacado mucho. Ahora que sé cómo trataron aHaymitch y Finnick, sólo puedo pensar en una cosa: ¿qué le hizo el Capitoliodespués de ganar?

Cuando Ly me termina la presentación, empiezan las preguntas de loscerebros. Pasan las horas, llega la comida y se va, y ellos siguen intentando darcon un plan realista para hacerse con el Hueso. Sin embargo, aunque Beetee creeser capaz de entrar en ciertos sistemas informáticos y se habla de usar el puñadode espías que tienen dentro, nadie aporta ninguna idea realmente innovadora.Conforme se acaba la tarde, se vuelve de manera recurrente a una estrategia quese ha intentado varias veces: tomar por asalto las entradas. Veo que aumenta lafrustración de Lyme, porque han fallado ya tantas variaciones de este plan, hanmuerto tantos soldados, que al final salta:

—Será mejor que el próximo que sugiera tomar las entradas tenga una formagenial de hacerlo, ¡porque él mismo liderará la misión!

Gale, que es demasiado inquieto como para sentarse a la mesa durante másde un par de horas, lleva un rato alternando los paseos por la sala con mi alféizar.Desde el principio aceptó la afirmación de Lyme de que no se podían tomar porasalto la entradas y abandonó la conversación por completo. Lleva una horasentado en silencio, con el ceño fruncido, concentrado, mirando el Hueso por laventana. Mientras todos guardan silencio en respuesta al ultimátum de Lyme, él

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dice:—¿De verdad es tan necesario que tomemos el Hueso? ¿O nos bastaría con

inutilizarlo?—Eso sería dar un paso en la dirección correcta —responde Beetee—. ¿Qué

se te ha ocurrido?—Pensad en un cubil de perros salvajes —dice Gale—. No es posible entrar

por la fuerza, así que tenéis dos opciones: atrapar a los perros dentro u obligarlosa salir.

—Hemos probado a bombardear las entradas —responde Lyme—. Están ademasiada profundidad para sufrir daños importantes.

—No pensaba en eso. Pensaba en usar la montaña —dice Gale; Beetee se leune en la ventana y se asoma desde el otro lado de sus gafas mal ajustadas—.¿Lo veis? ¿A ambos lados?

—Tray ectorias de avalanchas —responde Beetee en voz baja—. Seríaarriesgado. Tendríamos que diseñar la secuencia de detonaciones con muchaprecaución y, una vez en marcha, no podremos controlarlo.

—No tenemos por qué controlarlo si abandonamos la idea de poseer el Hueso—explica Gale—. Sólo hay que cerrarlo.

—¿Así que sugieres que creemos avalanchas y bloqueemos las entradas? —pregunta Ly me.

—Eso es: atrapar al enemigo dentro y cortarle el acceso a los suministros.Que sus aerodeslizadores no puedan salir.

Mientras todos meditan el plan, Boggs repasa una pila de planos del Hueso yfrunce el ceño.

—Nos arriesgaríamos a matar a todos los de dentro —comenta—. Mira elsistema de ventilación, es rudimentario, como mucho. No tiene nada que ver conel del 13. Depende por completo del bombeo de aire desde las laderas de lamontaña. Si bloqueamos las rej illas de ventilación, ahogaremos a todos los queestén atrapados.

—Podrían escapar por el túnel del ferrocarril hasta la plaza —dice Beetee.—No si lo volamos —replica Gale bruscamente.Entonces queda clara su intención, su verdadera intención: a Gale no le

interesa proteger las vidas de las personas que hay dentro del Hueso, no leinteresa atrapar a sus presas para usarlas después.

Es una de sus trampas mortales.

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Las implicaciones de lo que sugiere Gale calan en los de la habitación. En suscaras se ve cómo reacciona cada uno. Las expresiones van del placer a laangustia, de la pena a la satisfacción.

—La mayor parte de los trabajadores son ciudadanos del 2 —dice Beetee entono neutro.

—¿Y? —pregunta Gale—. Nunca podríamos volver a confiar en ellos.—Al menos deberíamos darles la oportunidad de rendirse —añade Lyme.—Bueno, es un lujo que no nos dieron cuando bombardearon el 12, pero

imagino que aquí tenéis unas relaciones más amistosas con el Capitolio —replicaGale.

Por la cara de Lyme, temo que le pegue un tiro a mi amigo o, al menos, unpuñetazo. Además, seguro que ella, con su entrenamiento, tiene las de ganar. Sinembargo, la rabia de la mujer no hace más que enfurecer a Gale, que grita:

—¡Vimos cómo los niños morían entre las llamas sin poder hacer nada porellos!

Tengo que cerrar los ojos un momento porque la imagen me estremece. Ylogra el efecto deseado: quiero que mueran todos los que están dentro de esamontaña. Estoy a punto de decirlo, pero… también soy una chica del Distrito 12,no el presidente Snow. No puedo evitarlo, no puedo condenar a nadie a la muerteque Gale sugiere.

—Gale —digo tomándolo del brazo e intentando sonar razonable—, el Huesoes una antigua mina. Sería como provocar un accidente gigantesco en una minade carbón.

Sin duda mis palabras deberían bastar para que alguien del 12 se piense dosveces el plan.

—Pero no tan rápido como el que mató a nuestros padres —me responde él—. ¿Ése es vuestro problema? ¿Que nuestros enemigos tengan unas cuantas horaspara reflexionar sobre el hecho de que van a morir, en vez de limitarse a volar enpedazos?

En los viejos tiempos, cuando no éramos más que un par de críos cazandofuera del 12, Gale decía cosas como aquélla y peores, pero no eran más que

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palabras. Aquí, en la práctica, se convierten en hechos sin vuelta atrás.—No sabes cómo acabaron en el Hueso esas personas del Distrito 2 —le digo

—. Puede que los coaccionaran. Puede que los retengan contra su voluntad.Algunos espían para nosotros. ¿También los vas a matar a ellos?

—Sí, sacrificaría a unos cuantos para acabar con los demás —contesta—. Ysi y o fuera uno de los espías de dentro diría: « ¡Adelante con las avalanchas!» .

Sé que dice la verdad, que Gale se sacrificaría así por la causa, nadie lo duda.Quizá todos lo haríamos de ser espías si nos dieran la opción. Supongo que yo loharía. En todo caso, hay que tener sangre fría para decidir por otros y por laspersonas que los aman.

—Has dicho que teníamos dos opciones —le dice Boggs—: atraparlos uobligarlos a salir. Yo digo que intentemos provocar la avalancha, pero quedejemos el túnel intacto. La gente de dentro podría escapar a la plaza, y allí losestaríamos esperando.

—Bien armados, espero —replica Gale—. Seguro que ellos lo estarán.—Bien armados. Los tomaremos prisioneros —asiente Boggs.—Vamos a informar al 13 —sugiere Beetee—, que la presidenta Coin lo

considere.—Ella querrá bloquear el túnel —afirma Gale, convencido.—Sí, seguramente, pero Peeta dijo algo importante en sus propos, ¿sabes?

Habló del peligro de matarnos entre nosotros. He estado haciendo números,teniendo en cuenta las víctimas, los heridos y… creo que, por lo menos, merecela pena discutirlo —explica Beetee.

En la conversación sólo son invitados a participar unos cuantos. Gale y yo nosvamos con los demás. Lo llevo a cazar para que se desahogue un poco, aunqueno quiere hablar del tema. Seguramente está demasiado enfadado conmigo poroponerme.

Hacen la llamada, toman una decisión y, por la noche, ya estoy vestida conmi traje de Sinsajo, el arco al hombro y un auricular que me conecta conHaymitch en el 13, por si surge la oportunidad de grabar una buena propo.Esperamos en el tejado del Edificio de Justicia con una vista muy clara denuestro objetivo.

Al principio, los comandantes del Hueso no hacen caso de nuestrosaerodeslizadores, ya que en el pasado han causado tantos problemas como unasmoscas dando vueltas alrededor de un tarro de miel. Sin embargo, al cabo de dosrondas de bombardeos en la parte más alta de la montaña, los aviones captan suatención. Cuando las armas antiaéreas del Capitolio empiezan a disparar, ya esdemasiado tarde.

El plan de Gale supera nuestras expectativas. Beetee tenía razón con que noseríamos capaces de controlar las avalanchas una vez iniciadas. Las laderas soninestables por naturaleza, pero, al debilitarse con las explosiones, parecen casi

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líquidas. Secciones enteras del Hueso se derrumban ante nuestros ojoseliminando cualquier rastro de que los seres humanos hay an puesto pie en ellasalguna vez. Nos quedamos sin habla, diminutos e insignificantes, mientras las olasde piedra bajan con estruendo por la montaña. Entierran las entradas bajotoneladas de roca, levantan una nube de tierra y escombros que oscurece el cieloy convierten el Hueso en una tumba.

Me imagino el infierno del interior de la montaña: el aullido de las sirenas; lasluces que vacilan hasta apagarse; el polvo de roca ahogando el aire; los gritos delos aterrados seres humanos que buscan con desesperación una salida ydescubren que las entradas, la pista de lanzamiento y hasta los conductos deventilación están taponados con tierra y roca que intenta meterse dentro. Loscables cargados dan latigazos en el aire, se declaran incendios y los escombrosconvierten un lugar familiar en un laberinto. La gente se amontona, se empuja,todos corren como hormigas mientras la colina presiona y amenaza con aplastarsus frágiles caparazones.

—¿Katniss? —oigo a Haymitch decir por mi auricular; intento responder ydescubro que tengo las dos manos apretadas contra la boca—. ¡Katniss!

El día en que murió mi padre, las sirenas sonaron durante la hora de lacomida en el colegio. Nadie esperó a que dieran permiso, ni tampoco hacía falta.La respuesta ante un accidente en la mina era algo que ni siquiera el Capitoliopodía controlar. Corrí a la clase de Prim. Todavía la recuerdo con siete años,diminuta, muy pálida, pero sentada con la espalda recta y las manos dobladassobre el pupitre. Esperaba a que la recogiera, tal como le había prometido si lassirenas sonaban algún día. Se levantó de un salto, se agarró a la manga de miabrigo y las dos nos metimos entre el río de personas que salían a la calle parareunirse en la entrada principal de la mina. Encontramos a nuestra madreaferrada a la cuerda que habían colocado a toda prisa para mantener fuera a lamultitud. Mirándolo ahora en retrospectiva, justo entonces debería haberme dadocuenta de que había un problema, porque éramos nosotras las que la buscábamosa ella, y no al revés, como cabría esperar.

Los ascensores rechinaban quemando los cables en las subidas y bajadas,vomitando a mineros ennegrecidos por el humo al exterior. Con cada gruposurgían los gritos de alivio y los parientes se metían por debajo de la cuerda paraconducir a sus maridos, mujeres, hijos, padres y hermanos. El cielo de la tardese nubló, hacía frío y una ligera nevada salpicaba la tierra. Me arrodillé en elsuelo y metí las manos en las cenizas deseando sacar a mi padre. Si existe algúnsentimiento de impotencia mayor que el intentar sacar a un ser amado atrapadobajo tierra, yo no lo conozco. Los heridos, los cadáveres, la espera durante lanoche, las mantas con las que nos arropaban los desconocidos y después,finalmente, al alba, la expresión apenada del capitán de la mina que sólo podíasignificar una cosa.

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« ¿Qué acabamos de hacer?» .—¡Katniss! ¿Estás ahí? —grita Hay mitch, seguramente planeando ponerme

los grilletes de cabeza.—Sí —respondo, bajando las manos.—Métete dentro por si el Capitolio intenta vengarse con lo que le queda de la

fuerza aérea.—Sí —repito.Todos los del tejado, salvo los soldados que manejan las metralletas,

empiezan a entrar. Mientras bajo las escaleras no puedo evitar acariciar lasimpolutas paredes de mármol blanco, tan frías y bellas. Ni siquiera en elCapitolio hay algo tan magnífico como este viejo edificio, pero la superficie esdura y me roba el calor, sólo mi carne cede. La piedra siempre gana.

Me siento en la base de uno de los gigantescos pilares del gran vestíbulo de laentrada. A través de las puertas veo la extensión blanca de mármol que conducea los escalones de la plaza. Recuerdo lo mala que me puse el día que Peeta y y oaceptamos aquí las felicitaciones por ganar los Juegos. Estaba destrozada por laGira de la Victoria, había fallado en mi intento de calmar a los distritos, y meenfrentaba a los recuerdos de Clove y Cato, sobre todo a la espantosa y lentamuerte que dieron los mutos a Cato.

Boggs se agacha a mi lado en la sombra, pálido.—No hemos bombardeado el túnel del tren, ¿sabes? Seguramente saldrán

algunos.—¿Y les dispararemos en cuanto asomen las caras?—Sólo si no hay más remedio.—Podríamos enviar trenes y ayudar a evacuar a los heridos.—No, se decidió dejar el túnel en sus manos. Así pueden usar todas las vías

para sacar gente —responde Boggs—. Además, eso nos dará tiempo para traer alresto de nuestros soldados a la plaza.

Hace unas horas, la plaza era tierra de nadie, el frente de batalla entre losrebeldes y los agentes de la paz. Cuando Coin dio su aprobación al plan de Gale,los rebeldes lanzaron un apasionado ataque e hicieron retroceder a las fuerzas delCapitolio unas cuantas manzanas, de modo que nosotros pudiéramos controlar laestación de tren en caso de que cay era el Hueso. Bueno, pues y a ha caído.Somos conscientes de la realidad. Los supervivientes escaparán hacia la plaza.Oigo que vuelven los disparos, sin duda porque los agentes intentan volver pararescatar a sus camaradas. Los mandos llaman a nuestros soldados paracontraatacar.

—Tienes frío —me dice Boggs—. Iré a ver si encuentro una manta.Se va antes de que pueda decirle que no quiero una manta, aunque el mármol

sigue chupándome el calor.—Katniss —me dice Haymitch al oído.

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—Sigo aquí —respondo.—Los acontecimientos han dado un giro interesante con Peeta esta tarde.

Supuse que querrías saberlo —me cuenta; interesante no es bueno ni mejor, perono tengo más remedio que escuchar—. Le enseñamos esa grabación tuyacantando El árbol del ahorcado. No se había emitido, así que el Capitolio no pudousarla cuando lo secuestró. Dice que reconoce la canción.

Durante un instante, se me para el corazón. Entonces me doy cuenta de queno es más que otra confusión por culpa del veneno de rastrevíspula.

—No es posible, Haymitch, nunca me oy ó cantarla.—A ti no, a tu padre. Le oy ó cantarla un día que fue a hacer un intercambio a

la panadería. Peeta era pequeño, tendría seis o siete años, pero lo recuerdaporque estaba pendiente de si los pájaros dejaban de cantar de verdad —diceHay mitch—. Supongo que lo hicieron.

Seis o siete, eso sería antes de que mi madre prohibiera la canción. Quizáincluso cuando y o la estaba aprendiendo.

—¿Estaba yo?—Creo que no, al menos no lo ha mencionado. Pero es la primera conexión

contigo que no ha disparado ninguna crisis mental —responde Haymitch—. Algoes algo, Katniss.

Mi padre; hoy parece estar en todas partes: muriendo en la mina, cantandopara entrar en la embotada conciencia de Peeta, asomando a los ojos de Boggscon aire protector para envolverme los hombros con la manta… Lo echo tanto demenos que duele.

Los disparos aumentan. Gale corre con un grupo de rebeldes, deseando entraren batalla. No pido unirme a los soldados, aunque tampoco me dejarían. De todosmodos, no tengo estómago para eso, no me queda calor en la sangre. Ojalá Peetaestuviera aquí (el viejo Peeta), porque él sabría expresar por qué está tan maldispararnos entre nosotros cuando hay personas, las que sean, intentandoarrancar la piedra con las manos para salir de la montaña. ¿Es que mi propiopasado me hace demasiado sensible? ¿Es que no estamos en guerra? ¿Acaso nose trata de otra manera más de matar a nuestros enemigos?

Se hace de noche muy deprisa. Encienden unos enormes focos brillantes parailuminar la plaza. También deben de tener a toda potencia las bombillas delinterior de la estación. Incluso desde mi posición al otro lado de la plaza veoclaramente a través del cristal del largo edificio estrecho. Es imposible perdersela llegada de un tren, incluso veríamos la llegada de una sola persona. Sinembargo, pasan las horas y no sale nadie. Con cada minuto que pasa se me hacemás difícil imaginar que alguien haya sobrevivido al ataque.

Ya pasada la medianoche, Cressida viene para ponerme un micrófono en eltraje.

—¿Para qué es esto? —le pregunto.

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La voz de Hay mitch me lo explica al oído:—Sé que no te va a gustar, pero necesitamos que des un discurso.—¿Un discurso? —pregunto, y empiezo a marearme.—Yo te lo dictaré, línea a línea —me asegura—. Sólo tendrás que repetir lo

que te diga. Mira, no hay ni rastro de vida en esa montaña. Hemos ganado, perola batalla continúa, así que se nos ha ocurrido que salgas a los escalones delEdificio de Justicia y lo digas, que digas a todos que hemos acabado con el Huesoy que la presencia del Capitolio en el Distrito 2 ha finalizado; quizá consigas queel resto de sus fuerzas se rinda.

Me asomo a la oscuridad más allá de la plaza.—Ni siquiera veo a sus fuerzas.—Para eso es el micro —me dice—. Te retransmitiremos, tanto la voz por su

sistema de altavoces como la imagen, para que la vea quien tenga acceso a unapantalla.

Sé que en la plaza hay dos enormes pantallas, las vi en la Gira de la Victoria.Puede que funcionara si estas cosas se me dieran bien, pero no se me dan.Intentaron dictarme algunas líneas en aquellos primeros experimentos con laspropos y fue un desastre.

—Podrías salvar muchas vidas, Katniss —dice finalmente Haymitch.—Vale, lo intentaré —respondo.Es extraño estar aquí fuera, en lo alto de las escaleras, vestida de uniforme

completo, bajo un potente foco de luz, pero sin público visible al que dar eldiscurso. Como si se lo diera a la luna.

—Lo haremos deprisa —dice Haymitch—. Estás demasiado expuesta.Mi equipo de televisión se coloca en la plaza con cámaras especiales y me

indican que están listos. Le pido a Haymitch que empiece, enciendo el micro yescucho con atención la primera línea del discurso. Una enorme imagen de míilumina una de las pantallas de la plaza.

—Gente del Distrito 2, os habla Katniss Everdeen desde los escalones devuestro Edificio de Justicia, donde…

Los dos trenes entran a toda pastilla en la estación, uno al lado del otro. Alabrirse las puertas, la gente sale envuelta en una nube de humo que han traído delHueso. Seguro que se imaginaban lo que encontrarían en la plaza, porque muchosintentan protegerse. La may oría se tira al suelo, y una lluvia de balas apaga lasluces del interior de la estación. Han venido armados, como decía Gale, perotambién heridos. Los gemidos se oy en en la noche, por lo demás silenciosa.

Alguien apaga las luces de las escaleras y me deja bajo el amparo de lassombras. Una llama se enciende dentro de la estación (uno de los trenes debe deestar ardiendo) y un denso humo negro tapa las ventanas. Sin otra alternativa, lagente empieza a salir a la plaza, ahogada, pero agitando sus armas en actituddesafiante. Miro rápidamente a los tejados que rodean la plaza: todos están

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fortificados con nidos de metralletas en manos de los rebeldes. La luz de la lunase refleja en los cañones engrasados.

Un joven sale tambaleándose de la estación con una mano apretada contra eltrapo ensangrentado que le tapa la mejilla; en la otra lleva una pistola. Cuandotropieza y cae de cara, veo las marcas de quemaduras por la parte de atrás de lacamisa y la carne roja que hay debajo. De repente, no es más que otro quemadoen un accidente minero.

Bajo corriendo los escalones y voy hacia él.—¡Parad! —grito a los rebeldes—. ¡No disparéis! —Las palabras retumban

por la plaza y más allá, ya que el micro amplifica mi voz—. ¡Parad!Me acerco al joven y me agacho para ay udarlo, pero él se pone como puede

de rodillas y me apunta a la cabeza con su arma.Doy unos pasos atrás instintivamente y levanto el arco sobre la cabeza para

indicarle que no quiero hacerle daño. Ahora que tiene ambas manos en el armaveo el irregular agujero de la mejilla; algo, seguramente una piedra, le haperforado la carne. Huele a cosas quemadas, pelo, carne y combustible. El dolory el miedo hacen que tenga ojos de loco.

—No te muevas —me ordena Hay mitch al oído.Sigo su orden, consciente de que todo el Distrito 2, puede que todo Panem,

debe de estar viéndome. El Sinsajo a merced de un hombre sin nada que perder.—Dame una razón para no disparar —me pide; le cuesta tanto hablar que

apenas se le entiende.El resto del mundo desaparece, sólo estoy yo mirando a los desdichados ojos

de un hombre del Hueso que me pide una razón. Lo lógico sería que se meocurrieran miles de ellas, pero las palabras que salen son:

—No puedo.Como es natural, el hombre tendría que haber disparado. Sin embargo, mi

respuesta lo ha dejado tan perplejo que intenta encontrarle sentido. Yo tambiénexperimento mi propia confusión al darme cuenta de que lo que he dicho escierto; el noble impulso que me ha hecho atravesar la plaza se convierte endesesperación.

—No puedo. Ése es el problema, ¿no? —digo, bajando el arco—. Hemosvolado vuestra mina en pedazos. Vosotros quemasteis mi distrito hasta loscimientos. Tenemos todas las razones del mundo para matarnos entre nosotros.Pues hacedlo. Haced felices al Capitolio. Yo estoy harta de matar a sus esclavospor ellos —concluyo; dejo caer el arco en el suelo, lo empujo con la bota y sedesliza por la piedra hasta quedar al lado de sus rodillas.

—No soy su esclavo —masculla el joven.—Yo sí, por eso maté a Cato… y él mató a Thresh… y Thresh mató a

Clove… y ella intentó matarme. Se repite una y otra vez, ¿y quién gana?Nosotros no, ni los distritos. Siempre es el Capitolio. Pero estoy cansada de ser

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una pieza de sus Juegos.Peeta, en el tejado, la noche antes de nuestros primeros Juegos del Hambre.

Él lo entendió todo mucho antes de que pisáramos la arena. Espero que me estéviendo, que recuerde la noche en que pasó; quizá así me perdone cuando y omuera.

—Sigue hablando, cuéntales lo que pasó cuando viste caer la montaña —insiste Hay mitch.

—Esta noche, cuando vi caer la montaña, pensé… que lo habían vuelto ahacer. Habían conseguido que os matara, que matara a la gente de los distritos.Pero ¿por qué lo hice? El Distrito 12 y el Distrito 2 no tienen más razón paraenfrentarse que la que nos dio el Capitolio.

El joven parpadea sin comprender. Me pongo de rodillas frente a él y bajo lavoz, hablando con pasión.

—¿Y por qué estáis luchando contra los rebeldes de los tejados? ¿Con Lyme,que fue uno de vuestros vencedores? ¿Con personas que antes eran vuestrosvecinos, quizá incluso vuestra familia?

—No lo sé —responde el hombre, pero sigue apuntándome.Me levanto y doy una vuelta en círculo lentamente para dirigirme a las

metralletas.—¿Y los de ahí arriba? Vengo de una ciudad minera. ¿Desde cuando matan

así los mineros a otros mineros y después se disponen a acabar con los queconsigan salir de entre los escombros?

—¿Quién es el enemigo? —susurra Haymitch.—Estas personas —sigo, señalando a los heridos de la plaza— ¡no son

vuestros enemigos! —exclamo, y me vuelvo hacia la estación de tren—. ¡Losrebeldes no son vuestros enemigos! ¡Todos tenemos un enemigo en común, y esel Capitolio! Es nuestra oportunidad de acabar con su poder, ¡pero necesitamos atodas las personas de los distritos para hacerlo!

Las cámaras están pegadas a mí cuando ofrezco mis manos al hombre, a losheridos, a los rebeldes reacios de todo Panem:

—¡Por favor, uníos a nosotros!Mis palabras flotan en el aire. Miro a la pantalla esperando ver que muestran

una especie de ola de reconciliación que recorre la multitud.En vez de eso, veo cómo me disparan en la tele.

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« Siempre» .En la penumbra de la morflina, Peeta me susurra la palabra y yo voy en su

busca. Es un mundo envuelto en bruma, de color violeta, sin bordes afilados ycon muchos escondites. Me abro paso entre los bancos de nubes, sigo unos tenuessenderos, y me llega un olor a canela y eneldo. Una vez noto su mano en lamejilla e intento atraparla, pero se disuelve como niebla entre mis dedos.

Cuando por fin empiezo a volver a la estéril habitación del hospital del 13, lorecuerdo. Estaba bajo los efectos del jarabe para dormir, me había herido lamano después de subir a una rama para pasar por encima de la vallaelectrificada y dejarme caer al 12. Peeta me había acostado y, mientras medormía, le pedí que se quedara conmigo. Me susurró algo que no conseguíentender, pero parte de mi cerebro atrapó aquella única palabra de respuesta y ladejó nadar a través de mis sueños para poder burlarse de mí ahora: « Siempre» .

La morflina suaviza todas las emociones extremas, así que, en vez de unapunzada de tristeza, sólo siento vacío, un arbusto muerto hueco donde antes habíaflores. Por desgracia, no me queda suficiente droga dentro como para no hacercaso del dolor en la parte izquierda de mi cuerpo. Ahí es donde me dio la bala.Me toqueteo los gruesos vendajes que me sujetan las costillas y me pregunto porqué sigo aquí.

No fue él, el hombre arrodillado frente a mí en la plaza, el quemado delHueso, él no apretó el gatillo. Fue otra persona, entre la multitud. Más que sentircómo entraba la bala, noté como si me golpearan con un mazo. Después delmomento del impacto todo fue confusión y disparos. Intento sentarme, pero loúnico que consigo es gemir.

La cortina blanca que separa mi cama de la de al lado se aparta de golpe yJohanna Mason me mira. Al principio me siento amenazada porque me atacó enla arena. Tengo que recordarme que lo hizo para salvarme la vida, que formabaparte del plan de los rebeldes, pero, aun así, eso no quiere decir que no medesprecie. ¿Quizá su manera de tratarme era puro teatro para el Capitolio?

—Estoy viva —digo con voz ronca.—No me digas, descerebrada.

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Johanna se acerca y se deja caer en mi cama, lo que hace que unaspuñaladas de dolor me recorran el pecho. Sonríe al verlo, así que queda claro queno estamos en una cálida escena de reencuentro.

—¿Todavía magullada? —me pregunta.Con mano experta me saca la aguja de la morflina del brazo y se la mete en

la vía que le han puesto en el suyo.—Empezaron a cortarme el suministro hace unos días —me explica—.

Temen que me convierta en uno de esos raritos del 6. Te tuve que pillar la tuyaprestada en secreto. Supuse que no te importaría.

¿Importarme? ¿Cómo me iba a importar, teniendo en cuenta que Snow latorturó casi hasta matarla después del Vasallaje de los Veinticinco? No tengoderecho a que me importe, y ella lo sabe.

Johanna suspira cuando la morflina le entra en el flujo sanguíneo.—Quizá los del 6 sabían lo que se hacían: drogarse y pintarse flores en el

cuerpo no está tan mal. En cualquier caso, parecían más felices que el resto denosotros.

Ha ganado algo de peso desde que me fui del 13 y tiene algo de pelusilla en lacabeza afeitada, lo que ayuda a ocultar parte de las cicatrices, pero, si se estámetiendo mi morflina, es que sigue mal.

—Tienen un médico de la cabeza que viene todos los días. Se supone que meay uda a recuperarme. Como si un tipo que se ha pasado la vida en estamadriguera de conejos pudiera arreglarme. Es idiota perdido. Me recuerda queestoy completamente a salvo unas veinte veces por sesión —me sigue contando,y consigo sonreír; decir eso es una estupidez, sobre todo si se lo dices a unvencedor. Como si alguien pudiera estar a salvo en alguna parte—. ¿Y tú, Sinsajo?¿Te sientes completamente a salvo?

—Oh, sí, hasta el mismo momento en que me dispararon.—Por favor, esa bala ni siquiera te tocó. Cinna se aseguró de eso.Pienso en las capas de blindaje protector del traje de Sinsajo. Sin embargo, el

dolor tendrá que salir de alguna parte.—¿Costillas rotas?—Ni siquiera eso. Estás bastante magullada. El impacto te rompió el bazo, no

han podido repararlo —explica, aunque agita la mano para quitarle importancia—. No te preocupes, no lo necesitas. Y si lo necesitaras, te buscarían uno, ¿no? Sutrabajo es mantenerte viva.

—¿Por eso me odias?—En parte —reconoce ella—. Tienen que ver los celos, sin duda. También

creo que eres un poco difícil de soportar con tus cursis dramas románticos y tupose de defensora de los desamparados. Pero, claro, no es una pose, lo que tehace todavía más inaguantable. Por favor, tómatelo como algo personal.

—Tú tendrías que haber sido el Sinsajo. Nadie habría tenido que escribirte el

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guión.—Cierto, pero no le gusto a nadie —contesta.—Aunque sí confiaban en ti para sacarme —le recuerdo—. Y ahora te

temen.—Aquí, puede. En el Capitolio eres tú la que das miedo.Gale aparece en la puerta, y Johanna se quita la aguja con mucho cuidado y

me la vuelve a poner.—Tu primo me tiene miedo —me dice, en tono confidencial.Después salta de mi cama, se acerca a la puerta y le da a Gale en la pierna

con la cadera al pasar por su lado.—¿Verdad, guapetón? —le pregunta.Oímos sus risas mientras se aleja por el pasillo.Arqueo las cejas y Gale me da la mano.—Aterrado —responde.Me río, pero acabo poniendo una mueca de dolor.—Tómatelo con calma —me pide, acariciándome la cara mientras

desaparece el dolor—. Tienes que dejar de meterte en problemas.—Lo sé, pero alguien voló en pedazos una montaña —respondo.En vez de retirarse, se acerca más para estudiar mi rostro.—Crees que soy despiadado —afirma.—Sé que no lo eres, aunque tampoco te diré que ha estado bien.Ahora sí que se aparta, casi con impaciencia.—Katniss, de verdad, ¿qué diferencia hay entre aplastar a tu enemigo dentro

de una mina o derribar sus aviones con una de las flechas de Beetee? El resultadoes el mismo.

—No lo sé. En primer lugar, en el 8 nos estaban atacando. Estaban atacandoel hospital.

—Sí, y esos aerodeslizadores procedían del Distrito 2. Así que, al matarlos,evitamos más ataques.

—Pero esa forma de pensar… podría convertirse en una excusa para matar acualquiera en cualquier momento —insisto—. Justificaría la idea de enviar niñosa los Juegos del Hambre para mantener a ray a los distritos.

—No me lo trago.—Yo sí —contesto—. Será por esos viajecitos a la arena.—Vale, sabemos cómo no estar de acuerdo. Siempre lo hemos sabido. Quizá

sea bueno. Entre tú y yo, por fin nos hemos apoderado del Distrito 2.—¿De verdad? —Noto una sensación de triunfo durante un instante; después

pienso en las personas de la plaza—. ¿Siguió el enfrentamiento cuando medispararon?

—No mucho. Los trabajadores del Hueso se volvieron contra los soldados delCapitolio. Los rebeldes se limitaron a mirar. En realidad, todo el país se limitó a

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mirar.—Bueno, es lo que mejor se le da —respondo.Cabría esperar que perder un órgano importante te diera derecho a quedarte

unas semanas en la cama, pero, por algún motivo, mis médicos quieren que meponga en movimiento lo antes posible. A pesar de la morflina, el dolor interno esfuerte los primeros días, aunque después se reduce considerablemente. Por otrolado, las costillas magulladas prometen fastidiarme durante bastante tiempo.Empieza a molestarme que Johanna me robe parte del suministro de morflina,pero sigo dejando que se meta lo que quiera.

Los rumores sobre mi muerte circulan por todo el país, así que envían alequipo para que me filme en la cama del hospital. Enseño los puntos y losimpresionantes moratones, y felicito a los distritos por el éxito en su batalla por launidad. Después advierto al Capitolio de que nos verá pronto.

Como parte de mi rehabilitación, doy cortos paseos por la superficie todos losdías. Una tarde, Plutarch se une a mí y me informa sobre la situación actual.Ahora que el Distrito 2 se ha aliado con nosotros, los rebeldes se han tomado unrespiro para reagruparse. Están reforzando las líneas de suministros, curando alos heridos y reorganizando sus tropas. El Capitolio, como el 13 durante los DíasOscuros, se ha quedado sin ay uda externa y usa la amenaza del ataque nuclearcontra sus enemigos. A diferencia del 13, el Capitolio no está en posición dereinventarse y hacerse autosuficiente.

—Bueno, puede que la ciudad consiga sobrevivir un tiempo —dice Plutarch—. Seguro que hay reservas de suministros de emergencia. Pero la principaldiferencia entre el 13 y el Capitolio son las expectativas de la población. El 13estaba acostumbrado a las privaciones, mientras que en el Capitolio sólo conocenel panem et circenses.

—¿Qué es eso? —pregunto; obviamente reconozco el panem, pero el resto nolo entiendo.

—Es un dicho de hace miles de años, escrito en un idioma llamado latín sobreun lugar llamado Roma —me explica—. Panem et circenses quiere decir « pan ycirco» . El que lo escribió se refería a que, a cambio de tener la barriga llena yentretenimiento, su gente había renunciado a sus responsabilidades políticas y, portanto, a su poder.

Pienso en el Capitolio, en el exceso de comida y en el entretenimientodefinitivo: los Juegos del Hambre.

—Entonces, para eso sirven los distritos, para proporcionar el pan y el circo.—Sí, y mientras así era, el Capitolio controlaba su pequeño imperio. Ahora

mismo no puede ofrecer ninguna de las dos cosas, al menos en las cantidades alas que acostumbraba su gente —dice Plutarch—. Nosotros tenemos la comida yy o estoy a punto de orquestar una propo de entretenimiento que va a ser muypopular. Al fin y al cabo, a todo el mundo le gustan las bodas.

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Me quedo helada, paralizada ante la idea de lo que sugiere: organizar de algúnmodo una perversa boda entre Peeta y y o. No he sido capaz de enfrentarme alvidrio polarizado desde que volví y, a petición propia, sólo permito que seaHay mitch el que me informe sobre el estado de Peeta. Habla poco del tema.Están probando nuevas técnicas y, en realidad, nunca habrá una forma decurarlo. ¿Y ahora quieren que me case con él para una propo?

Plutarch se apresura a tranquilizarme.—Oh, no, Katniss, no se trata de tu boda. Es la de Finnick y Annie. Sólo

necesitas aparecer y fingir alegrarte por ellos.—Es una de las pocas cosas que no tendré que fingir, Plutarch —le aseguro.Los días posteriores se convierten en un frenesí de actividad para organizar el

acontecimiento. Pronto quedan patentes las diferencias entre lo que el Capitolio yel 13 entienden por una boda. Cuando Coin habla de « boda» , se refiere a que dospersonas firman un trozo de papel y se les asigna un compartimento. Cuando lodice Plutarch, quiere decir cientos de personas vestidas con ropa elegante durantetres días de celebración. Resulta divertido verlos regatear sobre los detalles.Plutarch tiene que luchar por cada invitado y cada nota musical. Después de queCoin vete una cena, entretenimiento y alcohol, Plutarch chilla:

—¡¿Qué sentido tiene la propo si nadie se divierte?!Es difícil lograr que un Vigilante se ajuste a un presupuesto. Sin embargo, a

pesar de tratarse de una celebración sencilla, el 13 está alborotado, ya que, alparecer, ni siquiera saben lo que son unas vacaciones. Cuando se anuncia que senecesitan niños para cantar la canción de boda del Distrito 4, se presentan casitodos. No escasean los voluntarios para ay udar a preparar la decoración. En elcomedor, la gente charla animadamente sobre el acontecimiento.

Quizá sea algo más que las festividades, quizá sea que estamos todos tannecesitados de algo bueno que deseamos formar parte de ello. Eso explicaría porqué cuando Plutarch tiene un ataque de nervios por la ropa de la novia, mepresento voluntaria para llevar a Annie a mi casa del 12, donde Cinna dejó variostrajes de noche en un gran armario de la planta inferior. Todos los vestidos denovia que diseñó para mí regresaron al Capitolio, pero quedan algunos vestidosque llevé en la Gira de la Victoria. No me gusta mucho estar con Annie, puestoque lo único que sé de ella es que Finnick la ama y que todos creen que está loca.En el viaje en aerodeslizador llego a la conclusión de que, más que loca, esinestable. Se ríe en momentos extraños de la conversación o la deja a medias,distraída. Esos ojos verdes suyos se fijan en un punto con tal intensidad queacabas intentando averiguar qué verá en el aire vacío. A veces, sin motivoaparente, se tapa las orejas con las manos, como si deseara bloquear un sonidodoloroso. Vale, es rara, pero si Finnick la quiere, a mí me basta.

Consigo un permiso para que mi equipo de preparación nos acompañe, asíque no tengo que tomar ninguna decisión de moda. Al abrir el armario, todos

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guardamos silencio porque la presencia de Cinna está muy viva en la caída de lastelas. Entonces Octavia se deja caer de rodillas, se acaricia la mejilla con eldobladillo de una falda y rompe a llorar.

—Hace tanto tiempo que no veo nada bonito… —dice entre sollozos.A pesar de las reservas de Coin sobre la extravagancia de la ceremonia y de

las de Plutarch sobre su poco colorido, la boda es un éxito rotundo. Los trescientosafortunados invitados elegidos entre los habitantes del 13 y los muchos refugiadosllevan ropas de diario, la decoración está hecha con hojas de otoño, y la músicala ofrece un coro de niños acompañado por el único violinista que salió con vidadel 12 con su instrumento. Así que es sencilla y austera para lo normal en elCapitolio. Da igual, porque nada puede competir con la belleza de la pareja. Noes por los trajes prestados (Annie lleva un vestido de seda verde que llevé en el 5,y Finnick uno de los trajes de Peeta, que le han adaptado), aunque la ropa esimpresionante. Pero ¿quién podría pasar por alto los rostros radiantes de dospersonas para las que este día antes era prácticamente imposible? Dalton, elchico del ganado del 10, es quien dirige la ceremonia, y a que es similar a la queusaban en su distrito. Sin embargo, hay toques únicos del Distrito 4: una red tej idacon largas hierbas que cubre a la pareja durante los votos; que ambos mojenligeramente con agua salada los labios del otro; y la antigua canción nupcial, enla que se compara el matrimonio con un viaje por el mar.

No, no tengo que fingir que me alegro por ellos.Después del beso que sella la unión, los vítores y un brindis con sidra de

manzana, el violinista toca una melodía que hace que todos los del 12 lo miren.Puede que fuéramos el distrito más pequeño y pobre de Panem, pero sabemosbailar. No había nada preparado oficialmente para este momento, pero Plutarch,que dirige la propo desde la sala de control, debe de tener los dedos cruzados.Efectivamente, Sae la Grasienta agarra a Gale de la mano, lo lleva al centro dela sala y se pone frente a él. La gente se les une formando dos largas filas. Yempieza el baile.

Estoy apartada, dando palmadas al ritmo, cuando una mano huesuda me daun pellizco sobre el codo. Johanna me mira con el ceño fruncido y dice:

—¿Vas a perder la oportunidad de que Snow te vea bailar?Tiene razón, ¿qué mejor forma de dejar clara la victoria que un Sinsajo feliz

dando vueltas al son de la música? Busco a Prim entre la multitud. Como lasnoches de invierno nos daban mucho tiempo para practicar, somos una pareja debaile bastante buena. Le digo que no se preocupe por mis costillas y noscolocamos en la fila. Duele, aunque la satisfacción de saber que Snow me verábailar con mi hermana pequeña hace añicos cualquier otra sensación.

Bailar nos transforma. Enseñamos los pasos a los invitados del Distrito 13, nosdamos la mano para formar un gigantesco círculo que da vueltas en el que todosdemuestran su juego de pies. Hace mucho tiempo que no pasa nada tonto, alegre

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ni divertido, así que podríamos seguir toda la noche, de no ser por el últimoacontecimiento que Plutarch ha planeado para la propo. Uno del que no sabíanada porque era una sorpresa.

Cuatro personas empujan un carrito con una enorme tarta nupcial encima. Lamayoría de los invitados retrocede para dejar pasar esta rareza, estadeslumbrante creación con olas de glaseado azul verdoso y puntas blancas, llenasde peces, barcas, focas y flores marinas. Me abro paso entre la multitud paraconfirmar lo que he sabido a primera vista: tan seguro como que los bordados delvestido de Annie son de Cinna, las flores glaseadas de la tarta son de Peeta.

Puede que parezca algo pequeño, pero dice mucho. Haymitch me ha estadoocultando muchas cosas. El chico que vi por última vez gritando como un loco,intentando liberarse de sus correas, no habría sido capaz de hacer esto. No habríapodido concentrarse, mantener las manos quietas, diseñar algo tan perfecto paraFinnick y Annie. Como si esperara mi reacción, Haymitch aparece a mi lado.

—Vamos a hablar un momento —me dice.En el pasillo, lejos de las cámaras, le pregunto:—¿Qué le está pasando?—No lo sé, ninguno de nosotros lo sabe. A veces es casi racional y entonces,

sin razón alguna, tiene una crisis. Hacer la tarta era una especie de terapia. Llevavarios días trabajando en ella. Mientras lo observaba… era casi como si fuera elde antes.

—Entonces, ¿y a puede salir solo? —le pregunto; la idea me pone nerviosa decinco maneras diferentes.

—Oh, no, ha glaseado bajo estrecha vigilancia. Sigue encerrado con llave,pero he hablado con él.

—¿En persona? ¿Y no se le fue la olla?—No, está enfadado conmigo, pero por las razones correctas: no contarle lo

del plan rebelde y demás. —Hace una pausa, como si decidiera algo—. Dice quele gustaría verte.

Estoy en una barca glaseada, lanzada de un lado a otro por las olas azulverdoso mientras la cubierta se mueve bajo mis pies. Me apoyo en la pared pararecuperar el equilibrio. Esto no formaba parte del plan, y a había descartado aPeeta. Después pensaba ir al Capitolio, matar a Snow y hacer que me mataran amí. El disparo no había sido más que un contratiempo temporal, se suponía queno oiría las palabras: « Dice que le gustaría verte» . Sin embargo, ahora que lashe oído, no puedo negarme.

A medianoche estoy de pie frente a la puerta de su celda. Perdón, de suhabitación del hospital. Hemos tenido que esperar a que Plutarch monte lagrabación de la boda que, a pesar de no ser lo que él entiende por deslumbrante,le gusta.

—Lo mejor de que el Capitolio no hiciera apenas caso del 12 durante todos

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estos años es que vuestra gente todavía resulta algo espontánea. Al público leencantará. Como cuando Peeta anunció que estaba enamorado de ti o cuandohiciste el truco de las bayas. Es televisión de la buena.

Ojalá pudiera reunirme con Peeta en privado, pero la audiencia de médicosse ha reunido detrás del espejo espía con los cuadernos y los bolígrafospreparados. Cuando Haymitch me dice por el auricular que entre, abro la puertapoco a poco.

Sus ojos azules se clavan en mí de inmediato. Tiene tres correas en cadabrazo y un tubo que le administra una droga para dormirlo, por si acaso pierde elcontrol. Sin embargo, no intenta liberarse, sólo me observa con la cautela dealguien que todavía no ha descartado que se encuentre delante de un muto. Meacerco hasta quedarme a un metro de la cama. No tengo nada que hacer con lasmanos, así que cruzo los brazos en ademán protector antes de hablar.

—Hola.—Hola —responde; es como su voz, es casi su voz, salvo por algo nuevo, la

sombra de la sospecha y el reproche.—Haymitch me ha dicho que querías verme.—Mirarte, para empezar.Es como si esperase que me transformara en un lobo híbrido babeante

delante de sus ojos. Me observa durante tanto tiempo que acabo lanzandomiradas furtivas al espejo con la esperanza de que Haymitch me dé algunainstrucción, pero el auricular guarda silencio.

—No eres muy grande, ¿no? Ni tampoco demasiado guapa.Sé que ha pasado por un infierno, sin embargo el comentario me sienta mal.—Bueno, tú tampoco estás en tu mejor momento.Hay mitch me advierte que no me pase, aunque la risa de Peeta ahoga sus

palabras.—Y, encima, no eres simpática ni de lejos. Mira que decirme eso, después de

todo lo que me ha pasado…—Sí, todos hemos pasado por muchas cosas. Además, el simpático eres tú, no

yo.Lo estoy haciendo todo mal, no sé por qué estoy tan a la defensiva. ¡Lo han

torturado! ¡Lo han secuestrado! ¿Qué me pasa? De repente temo ponerme agritarle algo, ni siquiera sé bien el qué, así que decido salir de aquí.

—Mira, no me encuentro muy bien. Quizá me pase mañana.Justo en la puerta, su voz me detiene:—Katniss, me acuerdo del pan.El pan, el único momento de conexión real entre nosotros antes de los Juegos

del Hambre.—Te enseñaron la cinta en la que hablaba de eso —respondo.—No, ¿hay una cinta? ¿Por qué no la usó contra mí el Capitolio?

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—La grabé el día que te rescataron —respondo, y el dolor del pecho meaprieta las costillas como si fuera un torno; está claro que bailar ha sido un error—. Entonces, ¿lo recuerdas?

—Tú, bajo la lluvia —dice en voz baja—. Hurgando en nuestros cubos debasura. Quemé el pan. Mi madre me pegó. Saqué el pan para el cerdo, pero te lodi a ti.

—Eso es, eso es lo que pasó. Al día siguiente, después de clase, quise darte lasgracias, pero no sabía cómo.

—Estábamos fuera al final del día. Intenté que nuestras miradas se cruzaran.Apartaste la tuya. Y entonces, por algún motivo, creo que recogiste un diente deleón. —Asiento, sí que se acuerda, nunca he hablado en voz alta sobre esemomento—. Debo de haberte querido mucho.

—Sí —respondo; se me rompe la voz y finjo toser.—¿Y tú me querías?—Todos dicen que sí —respondo, mirando al suelo—. Todos dicen que por eso

te torturó Snow, para hundirme.—Eso no es una respuesta. No sé qué pensar cuando me enseñan algunas

cintas. En la primera arena es como si intentases matarme con aquellasrastrevíspulas.

—Estaba intentando mataros a todos —contesto—. Me teníais en el árbol.—Después hay muchos besos que no parecían reales por tu parte. ¿Te gustó

besarme?—A veces —reconozco—. ¿Sabes que nos están observando en estos

momentos?—Lo sé. ¿Y Gale?Noto que vuelve la rabia. Me da igual su recuperación, esto no es asunto de la

gente que se oculta tras el cristal.—Él tampoco besa mal —respondo, cortante.—¿Y a Gale y a mí nos parecía bien que nos besaras a los dos?—No, no os parecía bien a ninguno de los dos, pero tampoco iba a pediros

permiso.Peeta se vuelve a reír con frialdad, con desdén.—Bueno, menuda pieza estás hecha, ¿eh?Hay mitch no protesta cuando salgo. Recorro el pasillo, atravieso la colmena

de compartimentos y encuentro una tubería calentita donde esconderme, detrásde una zona de lavandería. Tardo bastante en descubrir por qué estoy tan molestay, al hacerlo, es algo casi demasiado humillante para reconocerlo. Se acabarontodos esos meses en los que daba por sentado que Peeta me consideraba un sermaravilloso. Por fin me ve como soy en realidad: violenta, desconfiada,manipuladora y letal.

Y lo odio por ello.

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Estupefacta. Así me quedo cuando Haymitch me lo cuenta en el hospital. Bajo atoda velocidad los escalones que llevan a Mando mientras le doy vueltas a lacabeza, y entro como un torbellino en una reunión de guerra.

—¿Qué quiere decir eso de que no voy al Capitolio? ¡Tengo que ir! ¡Soy elSinsajo!

Coin apenas levanta la mirada de la pantalla.—Y, como Sinsajo, has alcanzado tu objetivo de unir a los distritos contra el

Capitolio. No te preocupes, si todo va bien, te llevaremos allí para la rendición.¿La rendición?—¡Eso sería demasiado tarde! Me perderé todo el enfrentamiento. Me

necesitáis… ¡Soy vuestra mejor tiradora! —grito; normalmente no presumo deello, pero tiene que ser casi cierto, por lo menos—. Gale sí va.

—Gale ha ido a entrenamiento todos los días a no ser que estuviera ocupadocon otras tareas aprobadas. Estamos seguros de que puede manejarse en elcampo de batalla —responde Coin—. ¿A cuántas sesiones de entrenamientocalculas que has asistido?

A ninguna, eso calculo.—Bueno, a veces iba a cazar. Y… entrené con Beetee en Armamento

Especial.—No es lo mismo, Katniss —interviene Boggs—. Todos sabemos que eres

lista y que tienes buena puntería, pero necesitamos soldados en el campo. Notienes ni idea de cómo seguir órdenes y no estás precisamente en tu mejormomento físico.

—Eso no os importó cuando estuve en el 8. Ni en el 2, ya puestos.—En ninguno de los dos casos tenías autorización, en principio, para entrar en

combate —responde Plutarch lanzándome una mirada que indica que no deborevelar demasiado.

No, la batalla de los bombarderos del 8 y mi intervención en el 2 fueronhechos espontáneos, precipitados y, sin duda, no autorizados.

—Y en los dos casos acabaste herida —me recuerda Boggs.De repente me veo a través de sus ojos: una niña baj ita de diecisiete años que

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ni siquiera puede recuperar el aliento desde que se magulló las costillas;desaliñada; indisciplinada; en recuperación; no un soldado, sino alguien de quiencuidar.

—Pero tengo que ir.—¿Por qué? —pregunta Coin.No puedo confesar que necesito llevar a cabo mi propia vendetta contra

Snow, ni que la idea de quedarme en el 13 con la última versión de Peetamientras Gale se va a la guerra me resulta insoportable. Sin embargo, no mefaltan razones para querer luchar en el Capitolio.

—Por el 12. Porque destruyeron mi distrito.La presidenta se lo piensa un momento; me examina.—Bueno, tienes tres semanas. No es mucho, pero puedes empezar el

entrenamiento. Si la Junta de Asignaciones te considera apta, quizá podamosrevisar tu caso.

Ya está, eso es lo máximo que cabe esperar. Supongo que es culpa mía. Paséde mi horario, a no ser que me conviniese. No parecía ser una prioridad correrpor un campo con un arma mientras sucedían tantas cosas a mi alrededor, yahora estoy pagando por mi negligencia.

De vuelta al hospital encuentro a Johanna en las mismas circunstancias yrenegando como loca. Le cuento lo que me ha dicho Coin y le digo que quizá ellatambién pueda entrenar.

—Vale, entrenaré, pero pienso ir al podrido Capitolio aunque tenga que matara una tripulación y pilotar el avión yo misma —responde Johanna.

—Seguramente será mejor que no lo comentes durante el entrenamiento —ledigo—, aunque me alegra saber que podrías llevarme.

Johanna sonríe y noto un ligero (aunque significativo) cambio en nuestrarelación. No sé si somos amigas de verdad, pero podría considerársenos aliadas.Eso es bueno. Voy a necesitar a una aliada.

A la mañana siguiente, cuando aparecemos en el entrenamiento a las 7:30, larealidad me da un bofetón en la cara: nos han metido en una clase prácticamentede principiantes, con chicos de catorce o quince años, lo que parece algoinsultante hasta que resulta obvio que están en unas condiciones mucho mejoresque las nuestras. Gale y los demás escogidos para ir al Capitolio están en una fasedistinta y acelerada de su formación. Después de hacer estiramientos (que meduelen), pasamos un par de horas con ejercicios de fortalecimiento (que meduelen) y corremos ocho kilómetros (que me matan). A pesar de la motivaciónde los insultos de Johanna para seguir adelante, tengo que dejarlo al cabo dekilómetro y medio.

—Son mis costillas —le explico a la entrenadora, una sensata mujer demediana edad a la que se supone que debemos llamar soldado York—. Siguenmagulladas.

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—Bueno, soldado Everdeen, le diré que van a tardar al menos otro mes encurarse solas.

—No tengo un mes —respondo, sacudiendo la cabeza.—¿Los médicos no te han ofrecido ningún tratamiento? —me pregunta,

después de examinarme de arriba abajo.—¿Hay un tratamiento? Me dijeron que tenían que curarse de manera

natural.—Es lo que dicen, pero podrían acelerar el proceso si y o lo recomiendo. Sin

embargo, te advierto que no es divertido.—Por favor, tengo que ir al Capitolio.La soldado York no lo cuestiona, garabatea algo en un cuaderno y me envía

directamente de vuelta al hospital. Vacilo, no quiero perderme másentrenamientos.

—Volveré para las sesiones de la tarde —prometo, aunque ella frunce loslabios.

Veinticuatro pinchazos en la caja torácica después, estoy tirada en la camadel hospital apretando los dientes para no suplicarles que me enchufen de nuevola morflina. Estaba al lado de mi cama, por si la necesitaba. Aunque no la heestado usando últimamente, la conservaba por Johanna. Hoy me han analizado lasangre para asegurarse de que no tenía ni rastro del analgésico, y a que la mezclade las dos sustancias (la morflina y lo que está haciendo que me ardan lascostillas) tiene unos peligrosos efectos secundarios. Me dejaron claro que pasaríados días muy difíciles, pero les dije que lo hicieran.

Paso una mala noche en la habitación. No hay manera de dormir y creo queincluso huelo cómo se quema el círculo de carne que me rodea el pecho,mientras Johanna lucha contra los síntomas del mono. Antes, cuando me disculpépor quitarle el suministro de morflina, ella le quitó importancia y me dijo quetenía que suceder tarde o temprano. Sin embargo, a las tres de la mañana, soy elblanco de las blasfemias más pintorescas del Distrito 7. Al alba me saca de lacama a rastras, decidida a ir al entrenamiento.

—Creo que no puedo hacerlo —confieso.—Sí que puedes. Las dos podemos. Somos vencedoras, ¿recuerdas? Somos

capaces de sobrevivir a lo que nos echen —me ladra.Su piel tiene un enfermizo color verdoso y tiembla como una hoja. Me visto.Debemos ser vencedoras para sobrevivir a la mañana. Temo perder a

Johanna cuando veo que está diluviando fuera; empalidece y casi parece dejarde respirar.

—No es más que agua, no nos matará —le digo.Ella aprieta los dientes y sale al lodo pisando fuerte. La lluvia nos empapa

mientras ejercitamos nuestros cuerpos y después corremos como podemos porla pista. Me rindo al cabo de un kilómetro y medio, y tengo que resistir la

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tentación de quitarme la camiseta para que el agua fría apague mis costillas. Meobligo a comer mi empapado cuenco de guiso de pescado y remolacha. Johannallega a la mitad antes de vomitarlo todo. Por la tarde aprendemos a montar lasarmas. Yo lo consigo, pero ella tiembla demasiado para encajar las piezas.Cuando York no mira, la ay udo. Aunque sigue lloviendo, la tarde mejora porquenos metemos en la pista de tiro. Por fin algo que se me da bien. Tardo enadaptarme de un arco a una pistola, pero, al final del día, soy la mejor tiradorade mi clase.

Nada más entrar en el hospital, Johanna declara:—Esto no puede seguir así, no está bien que vivamos en el hospital. Todos nos

ven como pacientes.Para mí no es problema, puedo mudarme al compartimento de mi familia.

Sin embargo, a Johanna nunca le han asignado uno. Al intentar que le den el alta,no acceden a dejarla vivir sola, ni siquiera y endo a charlas diarias con el médicode la cabeza. Creo que han sumado dos más dos y saben lo de la morflina, lo quesólo sirve para reforzar su punto de vista: es una mujer inestable.

—No estará sola, yo me alojaré con ella —anuncio.Hay algunas protestas, pero Hay mitch se pone de nuestro lado y, para la hora

de dormir, tenemos un compartimento frente al de Prim y mi madre, queaccede a echarnos un vistazo de vez en cuando.

Después de ducharme y de que Johanna se limpie más o menos con un trapohúmedo, ella realiza una inspección superficial del lugar. Abre el cajón en el queguardo mis pocas posesiones y lo cierra rápidamente, diciendo:

—Lo siento.Pienso en que el cajón de Johanna no tiene nada dentro, salvo la ropa que le

ha dado el Gobierno; en que no tiene nada en el mundo que sea sólo de ella.—No pasa nada, puedes mirar mis cosas, si quieres.Johanna abre mi medallón y examina las imágenes de Gale, Prim y mi

madre. Abre el paracaídas dorado, saca la espita y se la encaja en el meñique.—Me da sed con sólo mirarla.Después encuentra la perla que Peeta me regaló.—¿Es…?—Sí, logré conservarla de algún modo.No quiero hablar de Peeta. Una de las mejores cosas del entrenamiento es

que evita que piense en él.—Haymitch dice que está mejor —comenta.—Quizá, pero ha cambiado.—Y tú también. Y yo. Y Finnick, Hay mitch y Beetee. Y no me hagas hablar

de Annie Cresta. La arena nos fastidió a todos a base de bien, ¿no crees? ¿Otodavía te sientes como la chica que se presentó voluntaria por su hermana?

—No.

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—Creo que es lo único en lo que mi médico de la cabeza quizá tenga razón:no hay vuelta atrás, así que lo mejor es seguir adelante.

Guarda con cuidado todos mis recuerdos en el cajón y se sube a la camafrente a mí justo cuando se apagan las luces.

—¿No te da miedo que te mate mientras duermes?—Como si no pudiera contigo —respondo.Después nos reímos, porque estamos tan destrozadas que sería un milagro que

nos levantáramos mañana. Sin embargo, lo hacemos. Lo hacemos todas lasmañanas y, al final de la semana, mis costillas están casi nuevas y Johanna escapaz de montar su fusil sin ayuda.

La soldado York asiente para darnos su aprobación cuando acaba el día:—Buen trabajo, soldados.Una vez fuera de su alcance, Johanna masculla:—Creo que ganar los Juegos fue más sencillo.Sin embargo, le veo en la cara que está satisfecha.De hecho, estamos casi de buen humor cuando llegamos al comedor, donde

Gale me espera para comer. Recibir una ración gigantesca de estofado deternera también ayuda.

—Los primeros envíos de comida llegaron esta mañana —me explica Sae laGrasienta—. Es ternera de verdad, del Distrito 10, no uno de vuestros perrossalvajes.

—No recuerdo que les pusieras pegas —responde Gale.Nos unimos a un grupo en el que están Delly, Annie y Finnick. Es increíble

ver la transformación de Finnick desde su matrimonio. Sus anterioresencarnaciones (el decadente rompecorazones que conocí antes del Vasallaje, elenigmático aliado de la arena y el joven roto que me ay udó a resistir) han dadopaso a alguien que irradia vida. Los verdaderos encantos de Finnick, su forma dereírse de sí mismo y su naturaleza despreocupada, aparecen por primera vez. Nosuelta nunca la mano de Annie, ni cuando hablan ni cuando comen. Dudo quepiense hacerlo alguna vez. Ella está perdida en una especie de niebla de felicidad.Todavía hay momentos en que notas que algo se desconecta en su cerebro y otromundo la aparta de nosotros, pero unas cuantas palabras de Finnick bastan paratraerla de vuelta.

Delly, a quien conozco desde que era pequeña aunque nunca pensara muchoen ella, ha ganado muchos puntos conmigo. Le dijeron lo que Peeta me soltódespués de la boda, pero no es cotilla. Haymitch dice que es la que más medefiende cuando Peeta empieza a hablar mal de mí. Siempre se pone de mi ladoy culpa de las percepciones negativas de Peeta a la tortura del Capitolio. Influyemás en él que cualquiera de los demás porque él la conoce bien. En cualquiercaso, aunque la chica esté endulzando mis características positivas, se loagradezco mucho. Lo cierto es que no viene mal que me endulcen.

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Estoy tan hambrienta y el estofado está tan bueno (ternera, patatas, nabos ycebollas en una salsa espesa) que tengo que obligarme a frenar. En todo elcomedor se nota el efecto rejuvenecedor de una buena comida. Hace que lagente sea más amable, más graciosa y más optimista, y le recuerda que no es unerror seguir viviendo. Es mejor que cualquier medicina, así que intento que durey me uno a la conversación. Mojo el pan en la salsa y lo mordisqueo mientrasescucho a Finnick contar una historia absurda sobre una tortuga marina que sealeja nadando con su sombrero. Me río antes de darme cuenta de que él estáaquí, justo al otro lado de la mesa, detrás del sitio vacío que hay junto a Johanna;observándome. Estoy a punto de ahogarme con el pan.

—¡Peeta! —exclama Delly —. Qué bien verte… fuera.Tiene dos enormes guardias detrás y lleva la bandeja con aire incómodo,

haciendo equilibrio sobre las puntas de los dedos, y a que las muñecas estánesposadas.

—¿Y esas pulseras tan monas? —pregunta Johanna.—Todavía no soy del todo digno de confianza —responde Peeta—. Ni

siquiera puedo sentarme aquí sin vuestro permiso —añade, señalando con lacabeza a sus vigilantes.

—Por supuesto que puedes sentarte aquí, somos viejos amigos —diceJohanna dando unas palmaditas en el asiento que tiene al lado. Los vigilantesacceden y Peeta se sienta—. Peeta y yo teníamos celdas contiguas en elCapitolio. Estamos muy familiarizados con nuestros respectivos gritos.

Annie, que está al otro lado de Johanna, hace lo de taparse las orejas yausentarse de la realidad. Finnick lanza a Johanna una mirada asesina y rodea aAnnie con un brazo.

—¿Qué? Mi médico de la cabeza dice que no debo censurar mispensamientos, que es parte de la terapia —contesta Johanna.

Nuestro grupito pierde la alegría. Finnick murmura al oído de Annie hasta queella aparta las manos poco a poco. Después guardamos silencio un buen rato yfingimos comer.

—Annie —dice Delly, animada—, ¿sabías que Peeta decoró tu tarta de boda?En casa su familia era dueña de la panadería y él hacía los glaseados.

Annie mira con precaución más allá de Johanna y dice:—Gracias, Peeta, era preciosa.—Es un placer, Annie —responde él, y oigo en su voz el rastro de una dulzura

que creía ya perdida. No dirigida a mí, pero y a es algo.—Si queremos que nos dé tiempo a dar ese paseo, será mejor que nos

vayamos —le dice Finnick a Annie.Recoge las dos bandejas con una mano mientras sostiene con fuerza en la

otra la de su mujer.—Me alegro de verte, Peeta.

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—Pórtate bien con ella, Finnick, si no quieres que intente robártela.Podría haber sido una broma si el tono no hubiera resultado tan frío. Todo lo

que sugiere está mal: su abierta desconfianza hacia Finnick, la insinuación de quePeeta está interesado en Annie, que Annie pudiera abandonar a Finnick y que y oni siquiera existo.

—Venga, Peeta —responde Finnick, como si nada—, no hagas que mearrepienta de haberte reanimado el corazón.

Delly espera a que se vay an para decir en tono de reproche:—Es verdad que te salvó la vida, Peeta, y más de una vez.—Por ella —responde él, señalándome con la cabeza—, por la rebelión. No

por mí. No le debo nada.No debería morder el anzuelo, pero lo hago.—Quizá no. Pero Mags está muerta y tú sigues aquí. Deberías tenerlo en

cuenta.—Sí, hay muchas cosas que deberían tenerse en cuenta y no se tienen,

Katniss. No entiendo algunos de mis recuerdos, y no creo que el Capitolio loshay a tocado. Muchas de las noches en el tren, por ejemplo —responde.

De nuevo, las insinuaciones: de que en el tren pasó más de lo que en realidadpasó; de que lo que sí pasó (esas noches en que sólo conseguí conservar lacordura porque él me abrazaba) ya no importa; de que todo es una mentira, unaforma de abusar de él.

Peeta hace un gesto con la cuchara para abarcarnos a Gale y a mí.—Entonces, ¿ahora sois pareja oficialmente o todavía colea el tema de los

amantes trágicos?—Todavía colea —responde Johanna.Unos espasmos hacen que las manos de Peeta se cierren en puños y se abran

de manera extraña. ¿Es para evitar estrangularme? Noto que a Gale se le tensanlos músculos temiendo un altercado, pero se limita a comentar:

—No me lo habría creído si no lo hubiera visto en persona.—¿El qué? —pregunta Peeta.—Lo tuyo.—Tendrás que ser un poquito más específico —responde Peeta—. ¿Qué mío?—Que te han reemplazado por una versión mutante malvada de ti mismo —

responde Johanna.Gale se termina la leche y me pregunta si he terminado. Me levanto y

cruzamos la sala para soltar las bandejas. Al llegar a la puerta, un anciano medetiene porque sigo apretando en la mano el resto de mi pan con salsa. Algo enmi expresión o quizá el hecho de no haber intentado esconderlo hace que no meregañe mucho. Me deja meterme el pan en la boca y seguir caminando. Gale yyo estamos casi en mi compartimento cuando vuelve a hablar:

—No me lo esperaba.

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—Te dije que me odiaba.—Es la forma en que te odia. Me resulta tan… familiar. Antes me sentía así

—reconoce—, cuando te veía besarlo en la pantalla. Sólo que sabía que no estabasiendo justo del todo. Él no se da cuenta.

Llegamos a la puerta.—Quizá sólo es que me ve como soy realmente. Tengo que dormir un poco.Gale me agarra del brazo antes de que pueda desaparecer.—¿Eso es lo que estás pensando ahora? —pregunta, y me encojo de hombros

—. Katniss, soy amigo tuy o desde hace más tiempo que nadie, así que créemecuando te digo que no te ve como eres realmente.

Me da un beso en la mejilla y se va.Me siento en la cama e intento meterme en la cabeza la información de mis

libros de táctica militar mientras los recuerdos de mis noches con Peeta en el trenme distraen. Al cabo de unos veinte minutos, Johanna entra y se tira a los pies demi cama.

—Te has perdido lo mejor. Delly perdió los nervios con Peeta por cómo te hatratado, se le ha puesto una voz muy chillona. Era como si alguien estuvieraapuñalando sin parar a un ratón con un tenedor. Los comensales no nos quitabanojo de encima.

—¿Qué ha hecho Peeta?—Ha empezado a discutir consigo mismo como si fuera dos personas

distintas. Los guardias han tenido que llevárselo. El lado bueno es que a nadie haparecido importarle que me terminara su estofado.

Johanna se restriega la barriga, que le sobresale un poco. Miro la capa deporquería bajo sus uñas. ¿Es que la gente del 7 no se baña nunca?

Nos pasamos un par de horas haciéndonos preguntas sobre términos militares.Visito a Prim y mi madre un rato y, al volver al compartimento, duchada, miro ala oscuridad y pregunto al fin:

—Johanna, ¿de verdad lo oías gritar?—Era parte de la tortura. Como las rastrevíspulas de la arena, pero real. Y no

duraba sólo una hora. Tic, toc.—Tic, toc —susurro.Rosas, lobos mutados, tributos, delfines glaseados, amigos, sinsajos, estilistas,

yo.Esta noche, en mis sueños, todos gritan.

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Me dedico en cuerpo y alma al entrenamiento. Como, vivo y respiro losejercicios, simulacros, práctica de armas y clases sobre tácticas. Algunos denosotros pasamos a una clase adicional, lo que me da esperanzas de que meelijan para la batalla real. Los soldados lo llaman la Manzana, pero el tatuaje demi brazo se refiere a él como C. C. S., siglas de Combate Callejero Simulado. Enlas profundidades del 13 han construido una manzana artificial de la ciudad delCapitolio. El instructor nos divide en pelotones de ocho e intentamos llevar a cabomisiones (asegurar una posición, destruir un objetivo o registrar una casa) comosi de verdad nos abriéramos paso por el Capitolio. Todo está lleno de trampas, demodo que todo lo que pueda salir mal, sale mal. Un paso en falso dispara unamina, un francotirador aparece en un tejado, se te encasquilla el arma, el llantode un niño te conduce a una emboscada, el líder del pelotón (que no es más queuna voz del programa) recibe fuego de mortero y tienes que decidir qué hacersin órdenes… Parte de ti sabe que es falso y que no te van a matar. Si activas unamina terrestre oyes el estallido y tienes que fingir que caes muerto. Sin embargo,por otro lado, todo parece muy real: los soldados enemigos vestidos comoagentes de la paz, la confusión de una bomba de humo… Incluso nos gasean.Johanna y yo somos las únicas que nos ponemos las máscaras a tiempo. El restodel pelotón pierde la conciencia durante diez minutos. Y el gas, supuestamenteinofensivo, que respiré durante un segundo me provocó un dolor de cabezacriminal durante el resto del día.

Cressida y los suyos nos graban a Johanna y a mí en el campo de tiro. Sé quetambién filman a Gale y Finnick. Es parte de una nueva serie de propos quemuestra cómo se preparan los rebeldes para la invasión del Capitolio. En general,las cosas van bastante bien.

Entonces, Peeta empieza a aparecer en los ejercicios de la mañana. No llevaesposas, aunque sigue estando siempre acompañado por un par de guardias.Después de comer lo veo al otro lado del campo, entrenando con un grupo deprincipiantes. No sé en qué estarán pensando. Si una pelea con Delly consigueque se ponga a hablar solo, no es buena idea enseñarle a montar un arma.

Cuando le pregunto a Plutarch, él me asegura que es para las cámaras.

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Tienen material de Annie casándose y de Johanna disparando, pero todo Panemse pregunta por Peeta. Necesitan saber que está luchando para los rebeldes, nopara Snow, y quizá si consiguen un par de tomas de nosotros dos juntos, aunquesólo sea con aspecto de estar felices, claro, no hace falta que nos besemos…

Me largo y lo dejo con la palabra en la boca. Eso no va a pasar.En mis escasos minutos libres, observo con ansiedad los preparativos para la

invasión. Veo cómo organizan el equipo y las provisiones, y cómo eligen a loscomponentes de las divisiones. Se sabe cuándo alguien ha recibido sus órdenesporque lo pelan, la marca de los que van a la batalla. Se habla mucho de laofensiva inicial, que consistirá en asegurar los túneles del tren que llegan hasta elCapitolio.

Unos días antes de que salgan las primeras tropas, York nos diceinesperadamente a Johanna y a mí que nos ha recomendado para hacer elexamen y que debemos presentarnos de inmediato. Hay cuatro partes: una pistade obstáculos que evalúa la condición física, un examen escrito de tácticas, unaprueba de habilidad con las armas y una situación de combate simulado en laManzana. Ni siquiera tengo tiempo de ponerme nerviosa para las primeras trespartes, pero en la Manzana van con retraso por algún tipo de problema técnicoque están resolviendo. Nos juntamos en un grupo e intercambiamos información.Por lo que sabemos, la cosa va así: entras solo; nunca se sabe qué te vas aencontrar; un chico dice, en voz baja, que ha oído que está diseñado para atacar alos puntos débiles de cada uno.

¿Mis puntos débiles? Es una puerta que no quiero ni abrir. Pero busco un lugartranquilo e intento evaluar cuáles serán. La lista es tan larga que me deprime:falta de fuerza bruta, escaso entrenamiento, y ser el Sinsajo tampoco parece unaventaja en una situación en la que hay que mezclarse con el grupo. Podríanatacarme por muchos frentes.

A Johanna la llaman en tercer lugar, justo antes que a mí, y asiento con lacabeza para animarla. Ojalá hubiera estado yo la primera de la lista, porque estohace que piense demasiado en la situación. Cuando me llaman, ya no sé ni quéestrategia seguir. Por suerte, una vez en la Manzana noto que entra en acción loque he aprendido. Es una emboscada. Los agentes de la paz aparecen casi alinstante y tengo que abrirme paso hasta el punto de encuentro para reunirme conel pelotón, que se ha desperdigado. Avanzo lentamente por la calle derribandoagentes: dos en el tejado a mi izquierda, otro en el portal de delante. Es difícil,pero no tanto como esperaba. Tengo la desagradable sensación de que esdemasiado sencillo, de que quizá no haya entendido el propósito. Estoy a un parde edificios del objetivo cuando las cosas se ponen feas: media docena deagentes de la paz salen de detrás de una esquina. Me superarán, pero me doycuenta de una cosa: hay un bidón de gasolina tirado en la cuneta. Eso es, es miprueba, tengo que darme cuenta de que volar el bidón en pedazos es la única

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forma de lograr la misión. Justo cuando voy a hacerlo, mi jefe de pelotón, que nohabía dicho nada hasta el momento, me ordena en voz baja que me tire al suelo.Mi instinto me grita que no haga caso de la voz, que apriete el gatillo, que mandea los agentes de la paz al infierno. De repente entiendo cuál creen los militaresque es mi punto más débil; desde mi primer momento en los Juegos, cuando salícorriendo para coger la mochila naranja, hasta el enfrentamiento en el 8,pasando por mi impulsiva carrera por la plaza del 2: no sé aceptar órdenes.

Me tiro al suelo con tanta fuerza y velocidad que estaré una semana enterasacándome grava de la barbilla. Otra persona hace volar el depósito en pedazos.Los agentes mueren. Llego al punto de encuentro y, al salir de la Manzana por elotro lado, un soldado me felicita, me estampa en la mano el número de pelotón451 y me pide que informe en la sala de Mando. Estoy tan satisfecha que lacabeza me da vueltas, así que corro por los pasillos, derrapo en las esquinas ybajo las escaleras a saltos porque el ascensor es demasiado lento. Me meto en lasala antes de darme cuenta de que es muy raro que me envíen a Mando; deberíaestar cortándome el pelo. El grupo sentado alrededor de la mesa no lo componensoldados novatos, sino los que deciden.

Boggs me sonríe y sacude la cabeza cuando me ve.—Veamos —me dice, y yo, sin saber bien qué hacer, le enseño la mano con

el sello—. Estás conmigo, es una unidad especial de tiradores. Únete a tu pelotón.Señala con la cabeza al grupo que está de pie junto a la pared: Gale, Finnick,

cinco más que no conozco. Mi pelotón. No sólo he entrado, sino que trabajaré alas órdenes de Boggs, con mis amigos. Me obligo a mantener la calma y doyunos pasos muy militares para acercarme a ellos, en vez de hacerlo dando botesde alegría.

Nosotros también debemos de ser importantes, y a que estamos en Mando yeso no tiene nada que ver con cierto Sinsajo. Plutarch se ha colocado frente a unpanel ancho y plano que hay en el centro de la mesa. Está explicando algo sobrelo que nos vamos a encontrar en el Capitolio. Me parece que es una presentaciónhorrible porque, aunque me ponga de puntillas, no veo el panel, pero entoncespulsa un botón y se proyecta en el aire una imagen holográfica de una manzanadel Capitolio.

—Por ejemplo, ésta es la zona que rodea uno de los barracones de los agentesde la paz. Tiene su importancia, aunque no es el objetivo crucial. Sin embargo,mirad.

Plutarch introduce un código en un teclado y empezamos a ver luces. Es unacombinación de colores que parpadean a distintas velocidades.

—Cada luz se llama vaina. Representa un obstáculo, cuy a naturaleza puedeser cualquier cosa desde una bomba hasta un grupo de mutos. No os equivoquéis,sea lo que sea estará diseñado para atraparos o mataros. Algunas llevanmontadas desde los Días Oscuros, mientras que otras se han desarrollado a lo

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largo de los años. Si os soy sincero, y o mismo creé algunas. Robé este programacuando nos fugamos del Capitolio, así que es nuestra información más reciente yno saben que lo tenemos. Sin embargo, es probable que hayan activado másvainas en los últimos meses. Os enfrentaréis a esto.

No me doy cuenta de que estoy avanzando hacia la mesa hasta llegar a pocoscentímetros del holograma. Meto la mano y rodeo con ella una luz verde queparpadea muy deprisa.

Alguien se me une. Es Finnick, claro, y está muy tenso. Sólo un vencedorvería lo que yo he visto de inmediato: la arena, llena de vainas controladas porVigilantes de los Juegos. Los dedos de Finnick acarician un resplandor rojo fijoque ilumina una entrada.

—Damas y caballeros… —dice en voz baja, pero y o respondo a todopulmón.

—¡Que empiecen los Septuagésimo Sextos Juegos del Hambre!Me río rápidamente, antes de que nadie tenga tiempo de notar lo que se

esconde detrás de las palabras que acabo de pronunciar; antes de que se arqueencejas, se pongan objeciones, se sumen dos más dos y decidan mantenerme lomás lejos posible del Capitolio. Porque una vencedora enfadada, independiente ycon una capa de cicatrices psicológicas tan gruesa que resulta imposible depenetrar quizá sea la persona menos indicada para este pelotón.

—Ni siquiera sé por qué te has molestado en hacernos pasar a Finnick y a mípor el entrenamiento, Plutarch —comento.

—Sí, y a somos los dos soldados mejor equipados de los que dispones —añadeFinnick en tono engreído.

—No creáis que no soy consciente de ello —responde él, agitando la manocon impaciencia—. Venga, volved a la fila, soldados Odair y Everdeen. Tengoque terminar la presentación.

Retrocedemos hasta nuestros puestos sin prestar atención a las miradas decuriosidad que nos lanzan. Adopto una actitud de concentración extrema mientrasPlutarch sigue hablando, y procuro asentir con la cabeza de vez en cuando ymoverme para ver mejor, mientras no dejo de decirme que debo resistir aquíhasta que pueda salir al bosque y gritar. O maldecir. O llorar. O quizá las trescosas a la vez.

Si todo esto era una prueba, tanto Finnick como yo la pasamos. CuandoPlutarch termina y se acaba la reunión, paso por un mal momento al saber quetienen una orden especial para mí, pero sólo quieren decirme que me salte elcorte de pelo militar porque les gustaría que el Sinsajo se parezca lo más posiblea la chica de la arena cuando llegue la rendición. Para las cámaras, y a sabes. Meencojo de hombros para indicar que la longitud de mi pelo me es completamenteindiferente. Me permiten marchar sin hacer comentarios.

Finnick y yo nos buscamos en el pasillo.

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—¿Qué le voy a decir a Annie? —me pregunta en voz baja.—Nada. Eso es lo que mi madre y mi hermana oirán de mí.Ya es bastante malo saber que vamos directos a otra arena; no tiene sentido

darles la noticia a nuestros seres queridos.—Si ve ese holograma… —empieza él.—No lo verá, es información clasificada. Tiene que serlo. De todos modos,

no serán como los Juegos de verdad. Sobrevivirá más gente. Estamosreaccionando mal porque…, bueno, ya sabes por qué. Todavía quieres ir, ¿no?

—Claro, quiero destruir a Snow tanto como tú.—No será como las otras —afirmo con rotundidad, intentando convencerme

a mí también; entonces me doy cuenta de lo mejor de la situación—. Esta vezSnow también jugará.

Antes de que podamos continuar, aparece Hay mitch. No estaba en la reunióny no está pensando en arenas, precisamente.

—Johanna ha vuelto al hospital —nos dice.Suponía que Johanna estaba bien, que había pasado el examen aunque no la

hubieran asignado a la unidad de tiradores de élite. Es la mejor lanzando hachas,pero normalita con las armas de fuego.

—¿Está herida? ¿Qué ha pasado? —pregunto.—Fue en la Manzana. Intentan sacar a relucir las posibles debilidades de los

soldados, así que inundaron la calle.Eso no me ay uda. Johanna sabe nadar, o al menos creo recordar haberla

visto nadar en el Vasallaje de los Veinticinco. No como Finnick, claro, peroninguno de nosotros es como Finnick.

—¿Y?—Así es como la torturaron en el Capitolio. La empapaban y después le

daban descargas eléctricas —responde Haymitch—. En la Manzana tuvo algúntipo de flashback. Le entró el pánico y no sabía dónde estaba. Han vuelto asedarla.

Finnick y y o nos quedamos quietos, como si hubiésemos perdido la capacidadde responder. Pienso en que Johanna nunca se ducha; en que se tuvo que obligar aponerse bajo la lluvia, como si fuera ácido. Yo creía que se debía al mono de lamorflina.

—Deberíais ir a verla, sois lo más parecido a amigos que tiene —diceHay mitch.

Eso hace que todo sea peor. No sé qué habrá entre Johanna y Finnick, pero y oapenas la conozco. No tiene familia, no tiene amigos, ni siquiera tiene unrecuerdo del 7 que poder guardar junto a su ropa reglamentaria en su anónimocajón. Nada.

—Será mejor que vay a a contárselo a Plutarch; no le va a gustar —siguediciendo Haymitch—. Quiere que en el Capitolio estén todos los vencedores

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posibles para que las cámaras los sigan. Cree que quedará bien en televisión.—¿Vais Beetee y tú? —le pregunto.—Todos los vencedores jóvenes y atractivos posibles —se corrige Haymitch

—. Así que no, no vamos. Nos quedamos aquí.Finnick se va directamente a ver a Johanna, pero yo me espero a que salga

Boggs. Ahora es mi comandante, así que supongo que los favores especialestendré que pedírselos a él. Cuando le digo lo que quiero hacer, me escribe unpase para que me dejen salir al bosque durante la hora de reflexión, siempre queesté a la vista de los guardias. Corro a mi compartimento pensando en usar elparacaídas, pero está tan lleno de malos recuerdos que decido cruzar el pasillo yllevarme una de las vendas de algodón blanco que me traje del 12. Cuadrada,resistente; es perfecta.

En el bosque encuentro un pino y arranco de las ramas unos cuantos puñadosde aromáticas agujas. Después de hacer una ordenada pila en medio de la venda,recojo los extremos, los enrollo y los ato con fuerza con un trozo de enredaderapara hacer un hatillo del tamaño de una manzana.

Observo un rato a Johanna desde la puerta de la habitación del hospital y medoy cuenta de que la mayor parte de su ferocidad se debe a su actitud mordaz.Sin ella, como ahora, no es más que una joven que lucha por mantener los ojosabiertos a pesar de las drogas porque le aterra lo que pueda encontrar en sussueños. Me acerco a ella y le ofrezco el hatillo.

—¿Qué es eso? —me pregunta, ronca; las puntas húmedas de su pelo leforman pequeños pinchos sobre la frente.

—Lo he hecho para ti, para que lo pongas en tu cajón —respondo,poniéndoselo en la mano—. Huélelo.

Ella se lleva el bultito a la nariz y lo olisquea con precaución.—Huele a casa —dice, y los ojos se le llenan de lágrimas.—Eso esperaba, por eso de que eres del 7 y tal. ¿Recuerdas cuando nos

conocimos? Eras un árbol. Bueno, lo fuiste brevemente.De repente me agarra la muñeca con dedos de acero.—Tienes que matarlo, Katniss.—No te preocupes —respondo, resistiendo a la tentación de tirar del brazo

para soltarlo.—Júramelo. Por algo que te importe —me dice entre dientes.—Lo juro por mi vida —respondo, pero no me suelta el brazo.—Por la vida de tu familia —insiste.—Por la vida de mi familia —repito; supongo que jurarlo por mi vida no

resulta muy convincente. Me suelta y me restriego la muñeca—. ¿Y por qué sino crees que voy, descerebrada?

Eso la hace sonreír un poquito.—Es que necesitaba oírlo —responde.

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Se lleva el saquito de agujas de pino a la nariz y cierra los ojos.Los días restantes se pasan en un suspiro. Después de un breve ejercicio por

la mañana, mi pelotón se pasa el día en el campo de tiro. Sobre todo practico conun arma de fuego, pero reservan una hora al día para nuestras especialidades, asíque uso mi arco de Sinsajo y Gale su arco militar. El tridente que Beetee hadiseñado para Finnick tiene muchas características especiales, pero la másnotable es que puede lanzarlo, pulsar el botón de una muñequera metálica yhacer que vuelva a su mano sin tener que ir a por él.

A veces disparamos a muñecos de agentes de la paz para familiarizarnos consus protecciones. Con los puntos débiles de su armadura, por así decirlo. Si das encarne, la recompensa es un chorro de sangre falsa. Nuestros muñecos estánbañados en rojo.

Resulta reconfortante ver el elevado grado de precisión de nuestro grupo.Aparte de Finnick y Gale, en el pelotón hay cinco soldados del 13. Está Jackson,una mujer de mediana edad y segunda al mando que, aunque algo lenta, escapaz de alcanzar objetivos que nosotros ni vemos sin una mira telescópica (elladice que es la hipermetropía). Hay un par de hermanas de veintitantos añosllamadas Leeg (las llamamos Leeg 1 y Leeg 2 para aclararnos) que se parecentanto con el uniforme puesto que no puedo distinguirlas hasta que me doy cuentade que Leeg 1 tiene unas extrañas manchas amarillas en los ojos. Despuéstenemos dos hombres más mayores, Mitchell y Homes, que no dicen mucho,pero son capaces de limpiarte el polvo de las botas a casi cincuenta metros dedistancia. Veo que hay otros pelotones bastante buenos, aunque no comprendo deltodo nuestra posición hasta la mañana en que Plutarch se une a nosotros.

—Pelotón cuatro, cinco, uno, se os ha seleccionado para una misión especial—empieza; me muerdo el labio por dentro con la esperanza de que sea asesinar aSnow—. Tenemos bastantes buenos tiradores, pero nos faltan equipos detelevisión. Por tanto, os hemos escogido para ser lo que llamamos nuestro« pelotón estrella» . Seréis los rostros televisivos de la invasión.

Se nota que el grupo pasa primero por la decepción, después por la sorpresay, al final, llega al enfado.

—Lo que estás diciendo es que no combatiremos de verdad —dice Gale.—Combatiréis, aunque quizá no siempre en primera línea, si es que hay una

primera línea en este tipo de enfrentamientos.—Ninguno de nosotros quiere eso —comenta Finnick, y todos murmuran para

darle la razón, aunque yo guardo silencio—. Vamos a luchar.—Vais a ser lo más útiles posible para la guerra —responde Plutarch—. Y se

ha decidido que sois más valiosos en televisión. Mira el efecto que tuvo Katnissyendo por ahí con su traje de Sinsajo. Le dio la vuelta a la rebelión. ¿Os daiscuenta de que es la única que no protesta? Es porque entiende el poder de lapantalla.

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En realidad, Katniss no se queja porque no tiene intención de quedarse con el« pelotón estrella» , aunque reconoce la necesidad de llegar al Capitolio antes dellevar a cabo su plan. Sin embargo, puede que ser demasiado obediente levantesospechas.

—Pero no será todo de mentira, ¿no? —pregunto—. Qué desperdicio detalento.

—No te preocupes —me dice Plutarch—. Tendréis objetivos de sobra. Peroprocura que no te vuelen en pedazos, ya tengo bastantes problemas como paraponerme a buscar una sustituta. Ahora id al Capitolio y montad un buenespectáculo.

La mañana que partimos me despido de mi familia. No les he dicho losimilares que son las defensas del Capitolio a las armas de la arena, pero que mevay a a la guerra y a es malo de por sí. Mi madre me abraza con fuerza duranteun buen rato. Noto que tiene lágrimas en los ojos, lágrimas que consiguió noderramar cuando me eligieron para los Juegos.

—No te preocupes, estaré a salvo. Ni siquiera soy un soldado de verdad, sinouna de las marionetas televisadas de Plutarch.

Prim me acompaña hasta las puertas del hospital y me pregunta:—¿Cómo te sientes?—Mejor sabiendo que estás donde Snow no puede alcanzarte.—La próxima vez que nos veamos nos habremos librado de él —me dice con

seguridad; después me rodea el cuello con los brazos—. Ten cuidado.Medito la idea de despedirme de Peeta, pero decido que sería malo para los

dos. Sin embargo, sí me meto la perla en el bolsillo del uniforme; es un símbolodel chico del pan.

Un aerodeslizador nos lleva, precisamente, al Distrito 12, donde han montadouna zona de transporte improvisada fuera de la zona de fuego. Esta vez no haytrenes de lujo, sino un vagón de mercancías lleno a rebosar de soldados vestidoscon sus uniformes gris oscuro, dormidos con la cabeza encima del petate. Alcabo de un par de días de viaje desembarcamos dentro de uno de los túneles demontaña que llevan al Capitolio y hacemos a pie las seis horas que nos quedanpara llegar, procurando pisar sólo sobre la línea pintada de verde brillante quemarca el camino seguro al exterior.

Salimos en el campamento rebelde, un área de diez manzanas junto a laestación de tren por la que Peeta y yo llegamos en ocasiones anteriores. Estárepleto de soldados. Al pelotón 451 se le asigna un lugar en el que montar lastiendas. Esta zona se aseguró hace más de una semana; los rebeldes echaron a losagentes y perdieron cientos de vidas en el proceso. Las fuerzas del Capitolioretrocedieron y se han reagrupado en el interior de la ciudad. Entre nosotrosestán las calles llenas de trampas, vacías y tentadoras. Habrá que limpiar devainas cada una de ellas antes de avanzar.

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Mitchell pregunta por los bombardeos de aerodeslizadores (nos sentimos muyexpuestos en campo abierto), pero Boggs responde que no es problema, que lamayor parte de la flota aérea del Capitolio se destruyó en el 2 o durante lainvasión. Si les quedan aviones, los están reservando, seguramente para que Snowy su círculo interno puedan huir en el último momento a algún búnkerpresidencial escondido. Nuestros aerodeslizadores se quedaron en tierra despuésde que los misiles antiaéreos del Capitolio diezmaran a los primeros. Esta guerrase luchará en las calles y, si hay suerte, las infraestructuras sufrirán pocos dañosy perderemos pocas vidas. Los rebeldes quieren el Capitolio, igual que elCapitolio quería el 13.

Tres días más tarde, casi todo el pelotón 451 corre peligro de desertar poraburrimiento. Cressida y su equipo nos graban disparando y nos dicen queformamos parte del equipo de desinformación. Si los rebeldes sólo dispararan alas vainas de Plutarch, el Capitolio tardaría unos dos minutos en darse cuenta deque tenemos el holograma. Así que pasamos mucho tiempo destrozando cosasque no importan para despistarlos. Básicamente nos dedicamos a aumentar eltamaño de los montones de cristales de colores rotos de las fachadas de losedificios. Sospecho que intercalan nuestras imágenes con las de la destrucción deobjetivos significativos del Capitolio. De vez en cuando necesitan los servicios detiradores de verdad y los ocho levantamos la mano, pero nunca nos escogen ni aGale, ni a Finnick, ni a mí.

—Es culpa tuya por ser tan fotogénico —le digo a Gale. Si las miradasmatasen…

Creo que no saben qué hacer con nosotros tres, sobre todo conmigo. He traídomi traje de Sinsajo, aunque sólo me han grabado con el uniforme. A veces uso unarma de fuego, otras me piden que dispare con arco y flechas. Es como si noquisieran perder del todo al Sinsajo, pero desearan convertirme en un simplesoldado de a pie. Como no me importa, me resulta divertido más que molestoimaginar las discusiones que tendrán en el 13.

Mientras de cara al exterior expreso mi descontento por nuestra falta departicipación real, lo cierto es que estoy ocupada con mi propia misión. Cada unode nosotros tiene un mapa del Capitolio. La ciudad forma un cuadrado casiperfecto, y unas líneas dividen el mapa en cuadrados más pequeños con letrasarriba y números abajo, formando una cuadrícula. Lo absorbo todo, y tomo notade cada cruce y callejón, aunque más bien con fines terapéuticos, porque loscomandantes están trabajando con el holograma de Plutarch. Cada comandantetiene un dispositivo portátil llamado holo que produce imágenes como la que vi enMando. Pueden aumentar el tamaño de una zona de la cuadrícula y ver lasvainas que les esperan. El holo es una unidad independiente, un mapasobrevalorado, en realidad, y a que no puede ni enviar ni recibir señales. Sinembargo, es mucho mejor que mi versión en papel.

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El holo se activa con la voz del comandante cuando éste dice en voz alta sunombre. Una vez en funcionamiento, sólo respondería a las voces del resto delpelotón si, por ejemplo, Boggs muriera o resultara gravemente herido y alguientomara el relevo. Si un miembro del pelotón repitiera la palabra jaula tres vecesseguidas, el holo estallaría y volaría todo en pedazos dentro de un radio de unoscinco metros. Es por motivos de seguridad en caso de captura; se entiende quecualquiera de nosotros lo haría sin vacilar.

Así que tengo que robar el holo activado de Boggs y largarme antes de que sedé cuenta. Creo que sería más fácil robarle los dientes.

La cuarta mañana, la soldado Leeg 2 activa una vaina mal etiquetada: en vezde soltar un enjambre de mosquitos mutantes, que es lo que esperan los rebeldes,dispara una lluvia de dardos metálicos. Uno se le clava en el cerebro; muereantes de que los médicos lleguen hasta ella. Plutarch promete enviarnos unsustituto lo antes posible.

La noche del día siguiente aparece el nuevo miembro de nuestro pelotón. Sinesposas, sin guardias, sale paseando de la estación con un arma en la pistolera delhombro. Hay sorpresa, perplej idad y resistencia, pero el dorso de la mano dePeeta lleva pintado un 451 en tinta fresca. Boggs le quita el arma y se va parahacer una llamada.

—Da igual —nos dice Peeta a los demás—, la presidenta en persona me haasignado. Ha decidido que las propos necesitan animarse un poco.

Quizá lo hagan, pero si Coin ha enviado a Peeta es que también ha decididootra cosa: que le soy más útil muerta que viva.

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Hasta ahora no había visto nunca a Boggs enfadado de verdad, ni cuandodesobedecí sus órdenes, ni cuando le vomité encima, ni siquiera cuando Gale lerompió la nariz. Pero cuando vuelve de su conversación telefónica con lapresidenta está enfadado. Lo primero que hace es ordenar a la soldado Jackson,su segunda al mando, que establezca una guardia de dos personas durante lasveinticuatro horas del día para vigilar a Peeta. Después me lleva a pasear y nosmetemos por las tiendas de campaña hasta dejar atrás al pelotón.

—Intentará matarme de todas formas —digo—. Sobre todo aquí, donde haytantos malos recuerdos que pueden dispararlo.

—Yo lo contendré, Katniss —me asegura Boggs.—¿Por qué Coin quiere verme muerta ahora?—Niega que tenga esa intención —responde.—Pero sabemos que la tiene. Al menos tendrás una teoría.Boggs me mira con atención un buen rato antes de responder:—Te contaré lo que sé. A la presidenta no le gustas, nunca le has gustado. Ella

quería rescatar a Peeta de la arena, pero nadie más estaba de acuerdo. La cosase puso peor cuando la obligaste a conceder la inmunidad a los demásvencedores. Sin embargo, podría haberlo dejado pasar en vista de lo útil que hassido.

—Entonces, ¿qué es? —insisto.—Esta guerra terminará en algún momento del futuro próximo. Necesitarán

un nuevo líder —dice Boggs.—Boggs, nadie me verá como líder —respondo, poniendo los ojos en blanco.—No, es verdad, pero apoyarás a alguien. ¿Sería a la presidenta Coin? ¿O

sería a otra persona?—No lo sé, no he pensando en ello.—Si tu respuesta automática no es Coin, te conviertes en una amenaza. Eres

el rostro de la rebelión, quizá tengas más influencia que nadie. De cara al exteriorte has limitado a tolerarla.

—Así que me matará para cerrarme la boca —respondo, y sé que es ciertoen cuanto lo digo.

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—Ahora no te necesita para levantar a las masas. Como dijo, ya has tenidoéxito en tu objetivo, que era unir a los distritos —me recuerda Boggs—. Estaspropos podrían hacerse sin ti. Sólo queda una cosa que puedas hacer para avivarla rebelión.

—Morir —respondo en voz baja.—Sí, darles un mártir por el que luchar. Pero eso no pasará bajo mi mando,

soldado Everdeen. Me he propuesto que disfrutes de una larga vida.—¿Por qué? —le pregunto, porque algo así sólo puede traerle problemas—.

No me debes nada.—Porque te lo has ganado —responde—. Y ahora, vuelve con tu pelotón.Sé que debería agradecer que Boggs arriesgue el cuello por mí, pero la

verdad es que estoy frustrada. Es decir, ¿ahora cómo voy a robarle el holo ydesertar? Antes le debía la vida, por lo que ya me resultaba complicadotraicionarlo. Ahora le debo otra cosa más.

Me pone furiosa ver al culpable de mi actual dilema montando su tienda ennuestra zona.

—¿A qué hora es mi guardia? —le pregunto a Jackson.Ella entrecierra los ojos para mirarme con cara de duda, o quizá sea que

intenta verme.—No te he puesto en la rotación.—¿Por qué no?—No estoy segura de que seas capaz de disparar a Peeta si se diera el caso.Hablo bien alto para que todo el pelotón pueda oírme con claridad:—No voy a disparar a Peeta, Peeta se ha ido, como dijo Johanna. Sería como

disparar a cualquier otro muto del Capitolio.Me sienta bien decir algo horrible sobre él en voz alta, en público, después de

todas las humillaciones por las que me ha hecho pasar desde que regresó.—Bueno, esa clase de comentarios tampoco son una buena recomendación

—responde Jackson.—Ponla en la rotación —oigo decir a Boggs detrás de mí.Jackson sacude la cabeza y toma nota.—De medianoche a cuatro —me dice—. Estás conmigo.Entonces suena el silbato de la cena, y Gale y y o nos ponemos en fila en la

cantina.—¿Quieres que lo mate? —me pregunta sin rodeos.—Sólo serviría para que nos enviaran de vuelta —respondo; de todos modos,

aunque estoy furiosa, la brutalidad de su oferta me inquieta—. Puedo manejarlo.—¿Te refieres a que puedes manejarlo hasta que te vay as? ¿Tú, tu mapa en

papel y, si consigues ponerle las manos encima, también un holo?Así que a Gale no se le han escapado mis preparativos. Espero que no hayan

resultado igual de obvios para el resto, aunque ninguno me conoce como él.

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—No estarás pensando en dejarme atrás, ¿verdad? —me pregunta.Hasta este momento sí lo pensaba, pero tener a mi compañero de caza

guardándome las espaldas no suena mal.—Como tu compañera de armas, debo recomendarte encarecidamente que

te quedes con tu pelotón, aunque no puedo impedir que vengas, ¿verdad?—No —responde él, sonriendo—. A no ser que quieras que avise al resto del

ejército.El pelotón 451 y el equipo de televisión recogemos nuestra cena de la cantina

y nos reunimos en un tenso círculo para comer. Al principio me parece quePeeta es la causa del malestar, pero, al final de la cena, me doy cuenta de quemás de uno me ha mirado con mala cara. Las cosas han cambiado de golpe,porque estoy bastante segura de que, cuando apareció Peeta, todos estabanpreocupados por lo peligroso que pudiera ser, sobre todo para mí. Sin embargo,hasta que no recibo una llamada de teléfono de Haymitch, no acabo deentenderlo.

—¿Qué intentas hacer? ¿Provocarlo para que te ataque? —me pregunta.—Claro que no, sólo quiero que me deje en paz.—Bueno, pues no puede, no después de lo que el Capitolio le hizo pasar. Mira,

quizá Coin lo enviara con la esperanza de que te matase, pero Peeta no lo sabe.No entiende lo que le ha pasado, así que no deberías culparlo…

—¡No lo culpo!—¡Sí que lo haces! Lo castigas una y otra vez por cosas que no están bajo su

control. Obviamente, no estoy diciendo que no tengas tu arma con el cargadorlleno al lado todo el tiempo, pero creo que ha llegado el momento de que le des lavuelta a la situación en tu cabeza. Si el Capitolio te hubiera capturado ysecuestrado, para después intentar asesinar a Peeta, ¿es así como te trataría él? —pregunta Hay mitch.

Me callo. No lo es. Así no es como me trataría, en absoluto. Intentaríarecuperarme a cualquier precio. No me haría el vacío, ni me abandonaría, ni merecibiría con hostilidad en todo momento.

—Tú y yo hicimos un trato para intentar salvarlo, ¿recuerdas? —diceHaymitch; como no respondo, desconecta después de un seco—: Intentarecordarlo.

El día de otoño pasa de fresco a frío. Casi todo el pelotón se arrebuja en sussacos de dormir. Algunos duermen al raso, cerca de la estufa del centro delcampamento, mientras otros se retiran a sus tiendas. Leeg 1 se ha derrumbadopor fin y llora la muerte de su hermana; nos llegan sus sollozos ahogados a travésde la lona. Me acurruco en mi tienda y medito sobre las palabras de Hay mitch.Me doy cuenta, avergonzada, de que mi fijación por asesinar a Snow me hapermitido no hacer caso de un problema mucho más difícil: intentar rescatar aPeeta del mundo de sombras en el que lo ha encerrado el secuestro. No sé cómo

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encontrarlo, por no hablar de cómo sacarlo. Ni siquiera soy capaz de concebir unplan. Hace que la tarea de cruzar una arena llena de trampas, localizar a Snow ymeterle una bala en la cabeza parezca un juego de niños.

A medianoche salgo a rastras de la tienda y me coloco en un taburete cercade la estufa para hacer guardia con Jackson. Boggs le dijo a Peeta que durmierafuera, a plena vista, donde los demás pudiéramos vigilarlo. No está dormido, sinosentado con el saco subido hasta el pecho, haciendo torpes nudos en un trocito decuerda. Lo conozco bien, es el trozo de cuerda que Finnick me prestó aquellanoche en el búnker. Verlo en sus manos es como oír a Finnick repetir lo queHay mitch me ha dicho, que he abandonado a Peeta. Éste podría ser un buenmomento para empezar a remediarlo. Si pudiera pensar en algo que decir… Sinembargo, no se me ocurre nada, así que me callo. Dejo que el ruido de larespiración de los soldados llene la noche.

Al cabo de una hora, Peeta dice:—Estos dos últimos años deben de haberte resultado agotadores, todo el rato

intentando decidir si me matabas o no. Una y otra vez. Una y otra vez.Me parece que está siendo muy injusto y mi primer impulso es decir algo

cortante, pero recuerdo mi conversación con Hay mitch e intento dar un primerpaso de prueba hacia Peeta.

—Nunca quise matarte, salvo cuando creí que ayudabas a los profesionales amatarme. Después, siempre te consideré… un aliado.

Es una palabra segura, sin connotaciones emotivas, pero tampocoamenazadora.

—Aliada —repite Peeta lentamente, saboreando la palabra—. Amiga.Amante. Vencedora. Enemiga. Prometida. Objetivo. Muto. Vecina. Cazadora.Tributo. Aliada. La añadiré a la lista de palabras que uso para intentar entenderte—responde, enrollando y desenrollando la cuerda en sus dedos—. El problema esque y a no distingo lo que es real de lo que es inventado.

No se oy e ninguna respiración profunda, lo que significa que o todos se handespertado o que, en realidad, nunca han estado dormidos. Sospecho lo segundo.

La voz de Finnick sale de un bulto entre las sombras.—Pues pregunta, Peeta. Es lo que hace Annie.—¿A quién? ¿En quién puedo confiar?—Bueno, en nosotros, para empezar. Somos tu pelotón —responde Jackson.—Sois mis guardias —puntualiza Peeta.—Eso también, pero salvaste muchas vidas en el 13. Nunca lo olvidaremos.En el silencio posterior, intento imaginar no ser capaz de distinguir la ilusión

de la realidad, no saber si Prim o mi madre me quieren, si Snow es mi enemigo,si la persona que está al otro lado de la estufa me salvó o me sacrificó. Mi vida seconvierte rápidamente en una pesadilla. De repente quiero decir a Peeta todo loque sé sobre él, sobre mí y sobre cómo acabamos aquí, pero no sé cómo

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empezar. No sirvo para nada, absolutamente para nada.Unos cuantos minutos antes de las cuatro, Peeta se vuelve otra vez hacia mí y

dice:—Tu color favorito… ¿es el verde?—Sí —respondo, y entonces se me ocurre algo que añadir—. Y el tuyo es el

naranja.—¿Naranja? —repite él, poco convencido.—No el naranja chillón, sino el suave, como una puesta de sol —respondo—.

Al menos, eso me dij iste una vez.—Ah —responde él, y cierra los ojos un momento, quizá para intentar

imaginar esa puesta de sol; después asiente—. Gracias.Pero me salen más palabras.—Eres pintor. Eres panadero. Te gusta dormir con las ventanas abiertas.

Nunca le pones azúcar al té. Y siempre le haces dos nudos a los cordones de loszapatos.

Después me meto en la tienda antes de hacer alguna estupidez, como llorar,por ejemplo.

Por la mañana, Gale, Finnick y yo salimos a disparar a los cristales dealgunos edificios para que lo graben los de la televisión. Cuando volvemos alcampamento, Peeta está sentado en un círculo con los soldados del 13, que estánarmados pero hablan con él abiertamente. A Jackson se le ha ocurrido un juegollamado « real o no» para ay udar a Peeta: él menciona algo que cree que hapasado, y ellos le dicen si es cierto o imaginario, además de añadir una breveexplicación.

—Casi toda la gente del 12 murió en el incendio.—Real. Menos de novecientos de los tuyos llegaron vivos al 13.—El incendio fue culpa mía.—No. El presidente Snow destruy ó el 12 igual que hizo con el 13, para enviar

un mensaje a los rebeldes.Me parece una gran idea hasta que me doy cuenta de que soy la única que

puede confirmar o negar la mayoría de las cosas que más le preocupan. Jacksonnos divide en turnos. Organiza las parejas de modo que Gale, Finnick y yoestemos siempre con algún soldado del 13. Así, Peeta tendrá acceso a alguienque lo conozca de manera más personal. No es una conversación fluida. Peetapasa mucho tiempo meditando cualquier información por trivial que parezca,como, por ejemplo, dónde compraba el jabón la gente del 12. Gale le cuentamuchas cosas sobre nuestro distrito; Finnick es el experto en los dos Juegos dePeeta, ya que fue mentor en el primero y tributo en el segundo. Sin embargo,como la principal confusión de Peeta gira en torno a mí (y no es fácil explicarlotodo), nuestros intercambios son dolorosos e intensos, a pesar de que sólo tocamoslos detalles más superficiales: el color de mi vestido en el 7; que prefiero los

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panecillos de queso; el nombre de nuestro profesor de matemáticas cuandoéramos pequeños… Reconstruir sus recuerdos de mí es espantoso. Quizá nisiquiera sea posible después de lo que le hizo Snow, aunque creo que intentaray udarlo es lo más correcto.

Al día siguiente, por la tarde, nos notifican que todo el pelotón deberepresentar una propo bastante complicada. Peeta tenía razón en algo: Coin yPlutarch no están contentos con la calidad de las grabaciones que obtienen delpelotón estrella. Son muy aburridas, poco inspiradoras. La respuesta obvia es quelo único que nos permiten hacer es jugar con nuestras armas. Sin embargo, no setrata de defendernos, sino de ofrecer un buen producto, así que hoy nos handejado una manzana especial para la filmación. Incluso tiene un par de vainasactivas: una dispara una lluvia de balas; la otra envuelve en una red al invasor ylo atrapa para su posterior interrogatorio o ejecución, según las preferencias delcaptor. En cualquier caso, se trata de una manzana residencial sin importancia ysin valor estratégico digno de mención.

El equipo de televisión debe hacer que el peligro parezca mayor, y para esosoltará bombas de humo y añadirá disparos mediante efectos de sonido. Nosvestimos con todas las protecciones posibles, incluso los del equipo de televisión,como si fuéramos al corazón de la batalla. A los que tenemos armas especialesnos permiten llevarlas junto con las de fuego. Boggs también devuelve a Peeta lapistola, aunque se asegura de decirle en voz alta que está cargada con balas defogueo.

Peeta se encoge de hombros.—No pasa nada, soy mal tirador.Parece concentrado en observar a Pollux, tanto que llega a resultar

preocupante, hasta que, finalmente, lo resuelve y empieza a hablar con muchonerviosismo:

—Eres un avox, ¿verdad? Lo noto por la forma de tragar. Había dos avoxconmigo en prisión, Darius y Lavinia, pero los guardias casi siempre losllamaban « los pelirrojos» . Habían sido nuestros criados en el Centro deEntrenamiento, así que los detuvieron. Vi cómo los torturaban hasta matarlos. Ellatuvo suerte, usaron demasiado voltaje y su corazón se paró de golpe. Con éltardaron días. Lo golpearon y le fueron cortando partes del cuerpo. Lepreguntaban una y otra vez, pero él no podía hablar, sólo hacía unos horriblessonidos animales. No querían información, ¿sabes? Sólo querían que y o lo viera.

Aturdidos, vemos que Peeta mira a su alrededor como si esperara unarespuesta. Como nadie se la da, pregunta:

—¿Real o no? —La falta de respuesta lo inquieta todavía más—. ¡¿Real o no?!—exige saber.

—Real —dice Boggs—. Al menos, por lo que sé, es… real.—Eso pensaba —responde Peeta, dejando caer los hombros—. El recuerdo

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no era… brillante.Se aleja del grupo mascullando algo sobre dedos y pies.Me acerco a Gale y apoy o la frente sobre la protección de su pecho; él me

abraza con fuerza. Por fin sabemos el nombre de la chica que el Capitolio sellevó del bosque del 12, y el destino de nuestro amigo, el agente de la paz queintentó mantener con vida a Gale. No es momento para rememorar losrecuerdos felices con ellos; han muerto por mi culpa. Los añado a mi listapersonal de fallecimientos a causa de la arena, una lista en la que ya hay milesde personas. Cuando levanto la vista, veo que Gale se lo ha tomado de otramanera. Su expresión me dice que le van a faltar montañas que aplastar yciudades que destruir; promete muerte.

Con el truculento relato de Peeta en mente, atravesamos las calles llenas decristales rotos hasta llegar al objetivo, la manzana que debemos tomar. Es unobjetivo real, aunque pequeño. Nos reunimos alrededor de Boggs para examinarla proy ección holográfica de la calle. La vaina de los disparos está situada a untercio del recorrido, justo encima del toldo de un edificio. La podemos activarcon balas. La de la red está al final, casi en la siguiente esquina. Para ésanecesitaremos que alguien dispare el mecanismo del sensor. Todos se presentanvoluntarios salvo Peeta, que no parece saber bien qué está pasando. No meescogen a mí; me envían con Messalla, que me maquilla un poco para losprimeros planos.

El pelotón se coloca según las órdenes de Boggs y esperamos a que Cressidaponga también a los cámaras en sus puestos. Los dos están a nuestra izquierda,Castor grabando la parte delantera y Pollux por detrás, de modo que no se grabenel uno al otro. Messalla lanza un par de bombas de humo para crear atmósfera.Como esto es tanto una misión como una grabación, estoy a punto de preguntarquién está al mando, si mi comandante o mi directora, cuando Cressida grita:

—¡Acción!Avanzamos muy despacio por la calle envuelta en niebla, como en uno de

nuestros ejercicios de la Manzana. Todos tienen al menos una sección deventanas que volar en pedazos, pero a Gale le toca el blanco de verdad. Cuandoactiva la vaina, todos nos cubrimos (nos protegemos en portales o nos tiramos alsuelo, sobre los bonitos adoquines naranjas y rosas), mientras una lluvia de balaspasa volando por encima de nosotros. Al cabo de un rato, Boggs nos ordenaavanzar.

Cressida nos detiene antes de levantarnos porque necesita algunos primerosplanos. Nos turnamos para repetir nuestras reacciones: caemos al suelo, ponemosmuecas y nos lanzamos hacia algún hueco. Se supone que es un tema serio, perotodo resulta un poco ridículo, sobre todo al descubrir que no soy la peor intérpretedel pelotón, ni de lejos. Nos reímos un montón cuando Mitchell intenta proyectarsu idea de la desesperación, que consiste en apretar los dientes y mover las aletas

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de la nariz; Boggs nos regaña.—Ya está bien, cuatro, cinco, uno —dice en tono serio, aunque veo que

intenta reprimir una sonrisa mientras comprueba de nuevo la siguiente vaina.Coloca el holo para captar mejor la luz en medio de la bruma. Todavía nos

está mirando cuando su pie izquierdo da un paso atrás, pisa el adoquín naranja ydispara la bomba que le arranca las piernas.

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Es como si, en un instante, una vidriera se hiciera añicos y nos revelara el feomundo que esconde detrás. Las risas se convierten en gritos, la sangre manchalos adoquines en tonos pastel y el humo de verdad oscurece el efecto especialcreado para la televisión.

Un segundo estallido corta el aire y me deja un pitido en los oídos, pero no séde dónde viene.

Llego a Boggs la primera e intento encontrarle sentido a la carne retorcida, alas extremidades que faltan, buscar algo con lo que detener el flujo rojo que lemana del cuerpo. Homes me aparta y abre un botiquín de primeros auxilios.Boggs me agarra la muñeca. Es como si su cara, gris de muerte y ceniza, sehundiera. Sin embargo, sus siguientes palabras son una orden:

—El holo.El holo. Me arrastro por el suelo escarbando entre los trozos de baldosas llenos

de sangre y me estremezco cuando encuentro pedacitos de carne caliente. Loencuentro clavado en unas escaleras, junto con una de las botas de Boggs. Losaco, lo limpio con las manos y vuelvo con mi comandante.

Homes le ha puesto una especie de venda de compresión al muñón del musloizquierdo de Boggs, pero ya está empapada. Intenta hacer un torniquete en elotro, sobre la rodilla. El resto del pelotón se ha cerrado en formación protectora anuestro alrededor. Finnick intenta revivir a Messalla, que se dio contra un muro enla explosión. Jackson grita a un intercomunicador de campo e intenta, sin éxito,avisar al campamento para que envíe médicos. Pero sé que es demasiado tarde.De pequeña, mientras veía a mi madre trabajar, aprendí que una vez que elcharco de sangre alcanzaba cierto tamaño, no había vuelta atrás.

Me arrodillo al lado de Boggs, preparada para repetir el papel que hice conRue y con la adicta del 6, para que tenga a alguien a quien agarrarse mientrasabandona esta vida. Sin embargo, Boggs tiene las dos manos en el holo, escribeuna orden, pone el pulgar en la pantalla para que reconozca su huella, ypronuncia una serie de letras y números cuando el dispositivo se los pide. Unrayo de luz verde sale del holo y le ilumina la cara.

—No apto para el mando —dice—. Transfiere autorización de seguridad

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principal a la soldado Katniss Everdeen, pelotón 451. —Con mucho esfuerzo,consigue volver el holo hacia mi cara—. Di tu nombre.

—Katniss Everdeen —le digo al rayo verde.De repente, veo que me atrapa en su luz. No puedo moverme, ni siquiera

parpadear, mientras una serie de imágenes pasan rápidamente ante mí. ¿Me estáescaneando? ¿Grabando? ¿Cegando? Desaparece y sacudo la cabeza paradespejarla.

—¿Qué has hecho?—¡Preparaos para la retirada! —aúlla Jackson.Finnick está gritando algo y señala al otro extremo de la manzana, por donde

hemos entrado. Una sustancia negra y aceitosa sale como un géiser de la calle,entre los edificios, y crea un impenetrable muro de oscuridad. No parece nilíquido ni gas, ni mecánico ni natural. Seguro que es mortífera. No podemosvolver por donde hemos venido.

Unos disparos ensordecedores suenan cuando Gale y Leeg 1 empiezan aabrir un sendero a tiros por las piedras, hacia el otro extremo de la manzana. Noentiendo qué hacen hasta que otra bomba, a unos nueve metros, estalla y abre unagujero en la calle. Entonces me doy cuenta de que es un intento rudimentario dedisparar las posibles trampas. Homes y y o agarramos a Boggs y lo arrastramosdetrás de Gale. El dolor le puede y empieza a gritar; yo quiero parar, encontrarotra forma de hacerlo, pero la oscuridad sube por encima de los edificios,hinchándose, deslizándose hacia nosotros como una ola.

Alguien tira de mí hacia atrás, pierdo a Boggs y me doy contra las piedras.Peeta me mira desde arriba, ido, loco, de vuelta a la tierra de los secuestrados,con el arma en alto, dispuesto a aplastarme el cráneo con ella. Ruedo, oigo cómola culata se estrella en el suelo y, por el rabillo del ojo, veo el enredo de cuerpos:Mitchell se lanza sobre Peeta y lo sujeta sobre los adoquines. Pero Peeta, con sufuerza de siempre unida a la locura de las rastrevíspulas, golpea el vientre deMitchell con los pies y lo lanza por los aires.

Se oy e el fuerte chasquido de la trampa cuando la vaina se dispara. Cuatrocables unidos a unas guías en los edificios salen de entre las piedras y levantan lared que encierra a Mitchell. Está ensangrentado, no tiene sentido… hasta que veolas púas que recorren el alambre que lo rodea. Lo reconozco de inmediato, es elmismo alambre que decoraba la parte superior de la valla del 12. Le grito que nose mueva y me ahogo con el olor de la oscuridad, que es espeso y alquitranado.La ola ha llegado a su cresta y empieza a caer.

Gale y Leeg 1 disparan sobre el cierre de la puerta del edificio de la esquinay después a los cables que sostienen la red de Mitchell. Otros sujetan a Peeta. Melanzo sobre Boggs, y Homes y y o lo arrastramos al interior del piso, a través deun salón rosa y blanco, por un pasillo lleno de fotos familiares, hasta el suelo demármol de una cocina, donde nos derrumbamos. Castor y Pollux traen a Peeta,

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que no deja de forcejear. De algún modo, Jackson consigue esposarlo, cosa quesólo sirve para enfurecerlo más; se ven obligados a encerrarlo en un armario.

En el salón, la puerta se cierra, la gente grita. Después se oyen pisadas por elpasillo y la ola negra pasa rugiendo junto al edificio. Desde la cocina nos llega elruido de las ventanas, que gruñen y se hacen añicos. El nocivo olor a alquitránimpregna el aire. Finnick lleva a Messalla. Leeg 1 y Cressida entran detrás de él,dando tumbos y tosiendo.

—¡Gale! —chillo.Entonces llega, cierra la puerta de la cocina de un portazo y, medio ahogado,

grita una palabra:—¡Gases!Castor y Pollux recogen toallas y delantales para taponar las rendijas,

mientras Gale sufre arcadas encima de un fregadero amarillo limón.—¿Mitchell? —pregunta Homes, pero Leeg 1 sacude la cabeza.Boggs me pone el holo en la mano. Mueve los labios, aunque no entiendo qué

dice. Acerco la oreja a su boca para poder captar su ronco susurro:—No confíes en ellos, no vuelvas. Mata a Peeta. Haz lo que has venido a

hacer.Me aparto para verle la cara.—¿Qué? ¿Boggs? ¿Boggs?Sus ojos siguen abiertos, pero está muerto. En la mano, pegado con sangre,

tengo el holo.Los pies de Peeta golpeando la puerta del armario es lo único que se oye por

encima de la respiración agitada de los demás. Sin embargo, mientrasescuchamos, su energía parece decaer. Las patadas disminuyen y se conviertenen un tamborileo irregular. Después, nada. Me pregunto si él también habrámuerto.

—¿Se ha ido? —pregunta Finnick, mirando a Boggs; asiento—. Tenemos quesalir de aquí. Ahora. Acabamos de activar una calle entera llena de vainas.Seguro que nos tienen en las cintas de seguridad.

—Puedes contar con ello —dice Castor—. Todas las calles están cubiertas porcámaras de seguridad. Seguro que activaron manualmente la ola negra en cuantonos vieron grabar la propo.

—Nuestros intercomunicadores por radio se desactivaron casi de inmediato.Seguramente ha sido un pulso electromagnético. Pero os llevaré de vuelta alcampamento. Dame el holo —me dice Jackson, pero y o me llevo el aparato alpecho.

—No, Boggs me lo ha dado a mí.—No digas tonterías —me suelta; claro, ella cree que es suyo, es la segunda

al mando.—Es verdad —dice Homes—. Le transfirió la autorización de seguridad

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principal mientras agonizaba. Lo he visto.—¿Por qué iba a hacer eso? —exige saber Jackson.Eso, ¿por qué? Le doy vueltas en la cabeza a los horribles acontecimientos de

los últimos cinco minutos: Boggs mutilado, muriendo, muerto; la rabia homicidade Peeta; Mitchell ensangrentado, atrapado y tragado por esa asquerosa olanegra. Me vuelvo hacia Boggs deseando con toda mi alma que siguiera vivo. Derepente estoy convencida de que él está del todo de mi parte, y quizá sea elúnico. Pienso en sus últimas órdenes:

« No confíes en ellos, no vuelvas. Mata a Peeta. Haz lo que has venido ahacer» .

¿Qué quería decir? ¿Que no confiara en quién? ¿En los rebeldes? ¿En Coin?¿En la gente que tengo delante ahora mismo? No volveré, pero él tenía que saberque soy incapaz de meterle una bala a Peeta en la cabeza. ¿Lo soy ? ¿Debería?¿Acaso Boggs averiguó que he venido aquí para desertar y matar a Snow yosola?

No puedo solucionarlo ahora mismo, así que decido llevar a término las dosprimeras órdenes: no confiar en nadie y meterme en el Capitolio. Pero ¿cómovoy a justificarlo? ¿Cómo consigo que me dejen el holo?

—Porque estoy en una misión especial para la presidenta Coin. Creo queBoggs era el único que lo sabía.

Jackson no está convencida.—¿Para hacer qué? —pregunta.¿Por qué no contarles la verdad? Es tan verosímil como cualquier otra cosa

que se me ocurra. Sin embargo, tiene que parecer una misión real, no unavenganza.

—Para asesinar al presidente Snow antes de que las víctimas de la guerrahagan que nuestra población se reduzca hasta límites insostenibles.

—No te creo —responde Jackson—. Como tu actual comandante, te ordenoque me transfieras la autorización de seguridad principal.

—No. Sería una violación directa de las órdenes de la presidenta Coin.Todos sacan las armas; la mitad apunta a Jackson y la otra mitad a mí. Justo

cuando creo que alguien va a morir, Cressida dice:—Es cierto, por eso estamos aquí. Plutarch quiere televisarlo, cree que si

filmamos al Sinsajo asesinando a Snow, la guerra terminará.Jackson se para a pensar y después señala el armario con la punta de la

pistola.—¿Y por qué está él aquí?Ahí me ha pillado. No se me ocurre ninguna razón cabal por la que Coin

enviaría a un chico inestable programado para matarme a una misión tanimportante. Debilita mi historia. Cressida vuelve a ay udarme:

—Porque las dos entrevistas con Caesar Flickerman posteriores a los Juegos

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se grabaron en los alojamientos del presidente Snow. Plutarch cree que Peetapodría servirnos de guía en un lugar que conocemos muy poco.

Quiero preguntar a Cressida por qué miente por mí, por qué lucha para quey o pueda seguir con mi propia misión. Pero no es el momento.

—¡Tenemos que irnos! —dice Gale—. Yo sigo a Katniss. Si vosotros noqueréis, volved al campamento. ¡Pero hay que salir ya!

Homes abre el armario y se echa a Peeta, que está inconsciente, al hombro.—Listo —anuncia.—¿Boggs? —pregunta Leeg 1.—No nos lo podemos llevar. Él lo entendería —responde Finnick; después

recoge el arma de Boggs y se la echa al hombro—. Tú diriges, soldadoEverdeen.

No sé cómo dirigir. Miro el holo en busca de ayuda. Sigue activado, pero pormí podría estar muerto, porque no tengo tiempo de juguetear con los botonespara averiguar cómo funciona.

—No sé usar esto. Boggs dijo que tú me ayudarías —le digo a Jackson—. Medijo que podía contar contigo.

Jackson frunce el ceño, me quita el holo e introduce una orden. Aparece uncruce.

—Si salimos por la puerta de la cocina, hay un pequeño patio y después laparte de atrás de otra unidad de apartamentos. Estamos viendo una perspectivade las cuatro calles que se encuentran en el cruce.

Intento concentrarme y observar el cruce del mapa, que está lleno delucecitas indicando vainas por todas partes. Y son sólo las vainas que Plutarchconocía. El holo no indicaba que la manzana de la que acabamos de salir estabaminada, ni que tenía el géiser negro, ni que la red estuviera hecha de alambre deespino. Además de eso, puede que hay a agentes de la paz, y a que ahora conocennuestra posición. Me muerdo el interior del labio y noto todos los ojos clavados enmí.

—Poneos las máscaras. Vamos a salir por donde hemos entrado.Objeciones al instante, así que levanto la voz:—Si la ola era tan fuerte, debe de haber disparado y absorbido otras vainas

que pudiera haber en nuestro camino.Se paran a pensarlo. Pollux le hace unos cuantos signos rápidos a su hermano.—También puede haber desactivado las cámaras —traduce Castor—. Al

tapar las lentes.Gale apoy a una de las botas en la encimera y examina la salpicadura de

negro en la punta. La rasca con un cuchillo de cocina.—No es corrosivo. Creo que está diseñado para ahogar o envenenar.—Seguramente es nuestra mejor oportunidad —dice Leeg 1.Nos ponemos las máscaras. Finnick ajusta la de Peeta. Cressida y Leeg 1

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llevan entre las dos a Messalla, que está mareado.Espero que alguien inicie la marcha, hasta que me doy cuenta de que ahora

ése es mi trabajo. Abro de un empujón la puerta de la cocina, pero no encuentroresistencia. Una capa de un centímetro de grosor de porquería negra se haextendido por el salón y ha cubierto tres cuartos del pasillo. Cuando le doy conprecaución usando la punta de la bota, descubro que tiene la consistencia de ungel. Levanto el pie y, después de estirarla un poco, vuelve a su sitio como unresorte. Doy tres pasos por el gel y miro atrás. No dejo huellas. Es la primeracosa positiva que sucede en todo el día. El gel se va haciendo más densoconforme avanzo. Abro la puerta principal temiendo que entren litros y más litrosde esa cosa, pero la sustancia negra mantiene su forma.

Es como si hubieran metido en pintura negra la manzana rosa y naranja paradespués sacarla a secar. Los adoquines, los edificios e incluso los tejados estáncubiertos de gel. Una gran lágrima cuelga sobre la calle, y de ella salen dosformas: el cañón de un arma y una mano humana. Mitchell. Me quedo en laacera, mirándolo, hasta que el resto del grupo se une a mí.

—Si alguien quiere volver, por lo que sea, ahora es el momento —digo—. Sinpreguntas ni rencores.

Nadie desea retirarse, así que empiezo a avanzar hacia el Capitolio sabiendoque no tenemos mucho tiempo. Aquí el gel tiene más profundidad, de diez aquince centímetros, y hace un ruido de succión cada vez que levantas el pie,aunque sirve para ocultar nuestro rastro.

La ola debe de haber sido enorme y potente, ya que ha afectado a varias delas manzanas que tenemos delante. Y, a pesar de pisar con cuidado, creo que miinstinto estaba en lo cierto al decirme que había activado otras vainas. Unamanzana está llena de cadáveres dorados de rastrevíspulas; las liberarían ysucumbirían ante los gases. Un poco más adelante se ha derrumbado un edificioentero bajo el gel. Corro por los cruces y levanto una mano para que los demásesperen hasta comprobar que no hay problemas, aunque parece que la ola hadesmantelado las vainas mejor que cualquier pelotón rebelde.

En la quinta manzana noto que hemos llegado al punto en el que comenzó laola. El gel sólo tiene un par de centímetros de grosor y veo unos tejados celestesasomando por el siguiente cruce. La luz de la tarde se ha apagado un poco ynecesitamos urgentemente ocultarnos y organizar un plan. Escojo un edificio quese encuentra a dos tercios del fin de la manzana, Homes fuerza la cerradura, yy o ordeno a los demás que entren. Me quedo en la calle un minuto y observocómo desaparecen nuestras huellas. Después, cierro la puerta.

Las linternas integradas en los fusiles iluminan una habitación grande conparedes de espejos que nos devuelven la mirada cada vez que nos giramos. Galecomprueba las ventanas, que no presentan daños, y se quita la máscara.

—No pasa nada. Se huele un poco, pero no es muy fuerte.

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El piso parece diseñado exactamente igual que el anterior. El gel bloquea laluz natural de la parte delantera, aunque un poco de luz consigue filtrarse a travésde las contraventanas de la cocina. En el pasillo hay dos dormitorios con susbaños. La escalera de caracol del salón conduce al espacio abierto de la segundaplanta. Arriba no hay ventanas, pero las luces están encendidas, seguramenteporque alguien evacuó el lugar a toda prisa. En una pared hay una enormepantalla de televisión apagada que emite un suave brillo. Por todo el cuarto haysillones y sofás lujosos. Nos reunimos aquí, nos dejamos caer en los asientos eintentamos recuperar la respiración.

Jackson apunta a Peeta, que sigue esposado e inconsciente, tirado sobre elsofá azul marino en el que lo ha depositado Homes. ¿Qué narices voy a hacercon él? ¿Y con el equipo de televisión? ¿Y con todos, en realidad, aparte de Galey Finnick? Porque preferiría perseguir a Snow con ellos en vez de sola, pero nopuedo conducir a diez personas por el Capitolio en una misión falsa, ni siquierasuponiendo que pudiera leer el holo. ¿Debería o podría haberlos enviado de vueltacuando tuve oportunidad? ¿O era demasiado peligroso tanto para ellos como parami misión? Quizá no debería haber escuchado a Boggs, porque puede queestuviera sufriendo alucinaciones. Quizá tendría que confesarme, pero entoncesJackson se haría con el mando y acabaríamos en el campamento, donde y orespondería ante Coin.

Justo cuando la complej idad del lío al que he arrastrado a todo el mundoempieza a sobrecargarme el cerebro, una lejana cadena de explosiones hacetemblar el cuarto.

—No ha sido cerca —nos asegura Jackson—. A unas cuatro o cincomanzanas.

—Donde dejamos a Boggs —dice Leeg 1.Aunque nadie se ha acercado a ella, la tele se enciende de repente y emite un

agudo pitido que nos pone a casi todos en pie.—¡No pasa nada! —nos tranquiliza Cressida—. Es una retransmisión de

emergencia. Todos los televisores del Capitolio se activan automáticamente.Y ahí estamos nosotros, en pantalla, justo después de la bomba que acabó con

Boggs. Un narrador explica a los espectadores que están viendo cómo intentamosreagruparnos, reaccionar ante la llegada del gel negro que sale de la calle yperder el control de la situación. Vemos el caos que sigue a la ola hasta que éstabloquea las cámaras. Lo último que sale es Gale solo en la calle intentandodisparar a los cables que mantienen atrapado a Mitchell.

El periodista nos identifica a Gale, Finnick, Boggs, Peeta, Cressida y a mí pornombre.

—No hay tomas aéreas. Boggs debía de estar en lo cierto sobre susaerodeslizadores —dice Castor.

Yo no me había dado cuenta, pero supongo que es el tipo de cosas que nota un

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cámara.La cobertura continúa desde el patio trasero del piso en el que nos

refugiamos. Los agentes de la paz ocupan el tejado de nuestro anterior escondite;lanzan proyectiles contra los apartamentos y desencadenan la serie deexplosiones que hemos oído; después el edificio se derrumba en una nube depolvo y escombros.

Ahora pasan a una transmisión en directo. Una periodista está de pie en eltejado con los agentes. Detrás de ella, el edificio arde. Los bomberos intentancontrolar las llamas con mangueras de agua. Nos declaran muertos.

—Por fin un poco de suerte —comenta Homes.Supongo que es verdad, sin duda es mejor que tener al Capitolio

persiguiéndonos. Sin embargo, no puedo evitar imaginar cómo verán esto en el13, donde mi madre, Prim, Hazelle, sus hijos, Annie, Haymitch y muchas otraspersonas creen que acaban de vernos morir.

—Mi padre. Acaba de perder a mi hermana y ahora… —dice Leeg 1.Vemos cómo repiten la grabación una y otra vez. Se regodean en su victoria,

sobre todo por mí. La interrumpen para meter un montaje sobre cómo el Sinsajose hizo con el poder rebelde. Creo que lo tienen preparado desde hace tiempo,porque está muy pulido. Después pasan a un par de periodistas que debaten endirecto sobre mi merecido final. Prometen que más tarde Snow hará un anunciooficial. La pantalla se apaga y vuelve a su brillo de siempre.

Los rebeldes no intentan interrumpir la emisión, lo que me lleva a pensar quecreen que es cierta. De ser así, ahora estamos solos de verdad.

—Bueno, ahora que estamos muertos, ¿cuál es nuestro siguiente movimiento?—pregunta Gale.

—¿No es obvio? —pregunta Peeta.Ni siquiera nos habíamos dado cuenta de que había recuperado el

conocimiento. No sé cuánto tiempo lleva despierto, pero, por su cara de tristeza,lo bastante para ver lo sucedido en la calle, cómo se volvió loco, intentóaplastarme la cabeza y lanzó a Mitchell hacia la vaina. Se sienta como puede yse dirige a Gale:

—Nuestro siguiente movimiento… es matarme.

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Es la segunda vez que se pide la muerte de Peeta en menos de una hora.—No digas tonterías —repite Jackson.—¡Acabo de asesinar a un miembro del pelotón! —grita Peeta.—Lo empujaste. No podías saber que dispararía la red justo en ese punto —

responde Finnick, intentando calmarlo.—¿A quién le importa eso? Está muerto, ¿no? —insiste él, llorando—. No lo

sabía. Nunca me había visto así antes. Katniss tiene razón, yo soy el monstruo, yosoy el muto. ¡Snow me ha convertido en un arma!

—No es culpa tuya, Peeta —dice Finnick.—No podéis llevarme con vosotros, es cuestión de tiempo que mate a otra

persona —responde Peeta; mira a su alrededor y observa nuestras caras deincertidumbre—. Quizá creáis que es más humano abandonarme en algunaparte, darme esa oportunidad. Pero eso sería lo mismo que entregarme alCapitolio. ¿Creéis que me hacéis un favor enviándome de vuelta a Snow?

Peeta otra vez en manos de Snow. Torturado y atormentado hasta que noquede nada de su personalidad original.

Por algún motivo, recuerdo la última estrofa de El árbol del ahorcado, en laque el hombre prefiere que su amante muera antes que permitir que se enfrenteal mal que la espera en su mundo.

¿Vas, vas a volveral árbol con un collar de cuerdapara conmigo pender?Cosas extrañas pasaron en él,no más extraño seríaen el árbol del ahorcado reunirnos al anochecer.

—Te mataré si llegamos a eso, te lo prometo —dice Gale.Peeta vacila, como si meditara sobre la fiabilidad de la oferta, y después

sacude la cabeza.—No me sirve, ¿y si no estás ahí para hacerlo? Quiero una de esas píldoras de

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veneno, como las que tenéis los demás.Jaula de noche. Tengo una en el campamento, dentro de su ranura especial en

la manga de mi traje de Sinsajo, pero también hay otra en el bolsillo del pechode mi uniforme. Qué interesante que no le dieran una a Peeta. Quizá Coincreyera que podía usarla antes de matarme. No sé bien si Peeta pretendesuicidarse ahora para evitarnos tener que matarlo o si sólo lo haría si el Capitoliose lo llevara prisionero otra vez. En el estado en que está, supongo que es másprobable que lo hiciera antes. Sin duda nos lo pondría más fácil a los demás, notendríamos que dispararle. Y sin duda simplificaría el problema de tratar con susepisodios homicidas.

No sé si son las vainas, el miedo o ver morir a Boggs, pero noto la arena a mialrededor. En realidad, es como si nunca hubiera salido de ella. De nuevo luchono sólo por mi supervivencia, sino también por la de Peeta. Qué satisfacción, quédivertido sería para Snow que yo lo matara, que cargara con la culpa por lamuerte de Peeta durante el resto de mis días.

—No es por ti —le digo—. Tenemos una misión y te necesitamos —afirmo, ymiro al resto del grupo—. ¿Creéis que podremos encontrar comida en este sitio?

Además del botiquín médico y las cámaras, no llevamos más que losuniformes y las armas.

La mitad nos quedamos para vigilar a Peeta y estar pendientes de la emisiónde Snow, mientras que los demás buscan algo para comer. Messalla resulta ser elmás útil porque vivió en una réplica de este piso y sabe dónde es más probableque la gente oculte la comida. Sabe que hay un espacio de almacenamientoescondido detrás de un panel de espejo en el dormitorio y que es fácil sacar larej illa de ventilación del pasillo. Así que, aunque los armarios de la cocina estánvacíos, encontramos unas treinta latas de comida y varias cajas de galletas.

El acaparamiento asquea a los soldados educados en el 13.—¿Y esto no es ilegal? —pregunta Leeg 1.—Todo lo contrario, en el Capitolio se te consideraría un estúpido si no lo

hicieras —responde Messalla—. Incluso antes del Vasallaje de los Veinticinco, lagente empezó a guardar los suministros que más escaseaban.

—Mientras los demás se aguantaban sin ellos —comenta Leeg 1.—Sí, así es como funciona esto —dice Messalla.—Por suerte, o no tendríamos cena —interviene Gale—. Que todo el mundo

elija una lata.Algunos de nuestros compañeros vacilan, pero es tan buen método como

cualquier otro. No estoy de humor para dividir todo en once partes equivalentes,teniendo en cuenta para ello la edad, el peso y el rendimiento físico. Rebusco enla pila y estoy a punto de escoger una sopa de bacalao cuando Peeta me ofreceuna lata.

—Toma —me dice.

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La acepto sin saber qué esperar. En la etiqueta pone: « Estofado de cordero» .Aprieto los labios al recordar el frío y la lluvia filtrándose entre las piedras,

mis ineptos intentos de flirteo y el aroma de mi receta favorita del Capitolio. Asíque todavía debe de quedarle algún recuerdo. Lo felices, hambrientos y juntosque estábamos cuando aquella cesta de picnic llegó al exterior de nuestra cueva.

—Gracias —respondo mientras abro la tapa—. Hasta tiene ciruelas.Doblo la tapa y la uso como cuchara improvisada para meterme un poquito

en la boca. Ahora, encima, este sitio también sabe como la arena.Nos estamos pasando una caja de extravagantes galletas rellenas de crema

cuando empiezan de nuevo los pitidos. El sello de Panem ilumina la pantalla y sequeda ahí mientras suena el himno. Entonces empiezan a mostrar imágenes delos muertos, igual que hacían con los tributos de la arena. Empiezan con lascuatro caras de nuestro equipo de televisión, seguidos de Boggs, Gale, Finnick,Peeta y yo. Salvo por Boggs, no se molestan con los soldados del 13, y a seaporque no tienen ni idea de quiénes son o porque saben que no significan nadapara la audiencia. A continuación aparece el hombre en persona, sentado detrásde su escritorio, con una bandera detrás y una rosa blanca recién cortada en lasolapa. Me da la impresión de que se ha hecho más arreglos recientementeporque le veo los labios más hinchados de lo normal. Y su equipo de preparacióntendría que cortarse un poco con el colorete.

Snow felicita a los agentes de la paz por un trabajo soberbio y les rindehomenaje por haber librado al país de la amenaza conocida como el Sinsajo.Predice que mi muerte supondrá un cambio en la guerra, ya que los rebeldesdesmoralizados no tendrán a nadie a quien seguir. Y, en realidad, ¿quién era y o?Una pobre chica inestable con algo de talento para los arcos y las flechas. No erauna gran pensadora, ni el cerebro de la rebelión, sino simplemente una carasacada de entre la chusma porque había llamado la atención con mis travesurasdurante los Juegos. Pero resultaba muy necesaria porque los rebeldes no tienenun líder de verdad.

En algún lugar del Distrito 13, Beetee pulsa un interruptor, y ahora no es elpresidente Snow, sino la presidenta Coin la que nos mira. Se presenta a Panem, seidentifica como la líder de la rebelión y me ofrece un elogio fúnebre. Alaba a lachica que sobrevivió a la Veta y a los Juegos del Hambre, y que convirtió un paísde esclavos en un ejército de luchadores por la libertad.

—Viva o muerta, Katniss Everdeen seguirá siendo el rostro de la rebelión. Sialguna vez vaciláis, pensad en el Sinsajo y en él encontraréis la fuerza necesariapara acabar con los opresores de Panem.

—No tenía ni idea de lo mucho que significaba para ella —digo, lo que hacereír a Gale, aunque los demás me miran con curiosidad.

Ahora ponen una foto muy retocada en la que se me ve preciosa y feroz, conun montón de llamas ardiendo a mis espaldas. Sin palabras ni eslogan, ya sólo

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necesitan mi cara.Beetee le devuelve las riendas a Snow, que parece muy controlado. Me da la

impresión de que el presidente creía que el canal de emergencia eraimpenetrable y de que alguien acabará muerto esta noche por la intrusión.

—Mañana por la mañana, cuando saquemos el cadáver de Katniss Everdeende entre las cenizas, veremos quién es el Sinsajo en realidad: una chica muertaque no podía salvar a nadie, ni siquiera a sí misma.

Sello, himno y fuera.—Salvo que no la encontraréis —dice Finnick a la pantalla vacía, dando voz a

lo que todos estamos pensando. El periodo de gracia será breve. En cuantoescarben entre las cenizas y vean que faltan once cadáveres, sabrán que hemosescapado.

—Al menos les llevamos ventaja —digo.De repente me siento muy cansada y sólo quiero tumbarme en un lujoso sofá

verde y dormir; acurrucarme en un edredón de piel de conejo y plumas deganso. Sin embargo, saco el holo e insisto en que Jackson me enseñe las órdeneselementales (que, básicamente, consisten en introducir las coordenadas del crucemás cercano del mapa) para así, al menos, empezar a hacerlo funcionar sola.Mientras el holo proy ecta lo que nos rodea, noto que me hundo un poco más.Debemos de estar acercándonos a objetivos cruciales, porque el número devainas ha aumentado de manera notable. ¿Cómo vamos a avanzar por este tramode luces parpadeantes sin que nos detecten? No podemos. Y si no podemos,estamos atrapados como pájaros en una red. Decido que lo mejor es no adoptaruna actitud de superioridad cuando estoy con estas personas, sobre todo porqueno dejo de mirar el sofá verde. Así que digo:

—¿Alguna idea?—¿Por qué no empezamos descartando posibilidades? —sugiere Finnick—. La

calle no es una posibilidad.—Los tejados son tan malos como la calle —añade Leeg 1.—Puede que exista la opción de retirarnos, de volver por donde hemos venido

—dice Homes—, aunque eso significaría fallar en la misión.Noto una punzada de culpabilidad, y a que la misión me la he inventado yo.—La idea no era que todos avanzáramos, pero habéis tenido la mala suerte de

estar conmigo.—Bueno, eso no tiene importancia, ahora estamos contigo —dice Jackson—.

Así que nos quedamos. No podemos subir, no podemos avanzar lateralmente.Creo que sólo nos queda una opción.

—Bajo tierra —dice Gale.Bajo tierra, lo que más odio. Como las minas, los túneles y el 13. Bajo tierra,

donde temo morir, aunque es una estupidez teniendo en cuenta que, de todosmodos, si muero al aire libre lo siguiente que harán será enterrarme.

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El holo muestra tanto las vainas de arriba como las de abajo. Veo que, albajar, las líneas limpias y fiables del plano se mezclan con un lío revuelto detúneles. Parece haber menos vainas, eso sí.

A dos puertas de nosotros hay un tubo vertical que conecta nuestra fila depisos con los túneles. Para llegar al piso del tubo tendremos que apretujarnos porun conducto de mantenimiento que recorre todo el edificio. Podemos entrar en elconducto por la parte de atrás de un armario de la planta superior.

—Vale, que parezca que no hemos pasado por aquí —digo.Borramos todo rastro de nuestra estancia: tiramos las latas vacías por la tolva

de la basura, nos guardamos las llenas para después, damos la vuelta a los coj inesmanchados de sangre y limpiamos los restos de gel de las baldosas. No hayforma de arreglar el cerrojo de la puerta, pero echamos un segundo cerrojo paraque, al menos, la puerta no se abra al tocarla.

Finalmente, sólo queda solucionar lo de Peeta. Se planta en el sofá azul y seniega a ceder:

—No voy. Seguro que os descubren por mi culpa o le hago daño a otrapersona.

—La gente de Snow te encontrará —dice Finnick.—Pues dejadme una píldora. Sólo me la tomaré si hace falta.—Eso no es una opción. Ven con nosotros —ordena Jackson.—¿O qué? ¿Me dispararás? —pregunta Peeta.—Te dejaremos inconsciente y te arrastraremos con nosotros —responde

Homes—. Lo que nos frenará y nos pondrá en peligro.—¡Dejad de ser tan nobles! ¡No me importa morir! —exclama, y se vuelve

hacia mí—. Katniss, por favor. ¿Es que no ves que quiero dejar esto de una vez?El problema es que sí lo veo. ¿Por qué no puedo dejarlo marchar? ¿Darle una

pastilla, apretar el gatillo? ¿Es porque Peeta me importa demasiado o porque meimporta demasiado que Snow gane? ¿Lo he convertido en una pieza de misJuegos privados? Es despreciable, pero sé que soy capaz de haberlo hecho. Deser cierto, lo más amable sería matar a Peeta aquí y ahora. Sin embargo, parabien o para mal, la amabilidad no es lo que me impulsa.

—Estamos perdiendo el tiempo. ¿Te vienes por tu propio pie o tenemos quedejarte inconsciente?

Peeta oculta el rostro entre las manos durante unos segundos y se une anosotros.

—¿Le soltamos las manos? —pregunta Leeg 1.—¡No! —le gruñe Peeta, acercándose las esposas al cuerpo.—No —repito yo—, pero quiero la llave.Jackson me la pasa sin decir nada. Me la guardo en el bolsillo de los

pantalones, donde choca con la perla.Cuando Homes abre la puertecita metálica que da al conducto de

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mantenimiento, descubrimos otro problema: los arneses de insecto de loscámaras no entran por la estrecha abertura. Castor y Pollux se los quitan ydesenganchan los equipos de reserva, que son del tamaño de una caja de zapatosy seguro que funcionan igual de bien. A Messalla no se le ocurre otro sitio dondeesconder los voluminosos dispositivos, así que los tiramos en el interior delarmario. Me frustra dejar atrás un rastro tan fácil de seguir, pero ¿qué otra cosapodemos hacer?

Aun en fila india, y con las mochilas y equipos a un lado, entramos a duraspenas. Pasamos de largo el primer piso y entramos en el segundo. En éste, unode los dormitorios, en vez de baño, tiene una puerta en la que pone: « Cuarto deservicio» . Detrás de la puerta está la habitación con la entrada al tubo.

Messalla frunce el ceño ante la tapa circular y, durante un momento, vuelve asu caprichoso mundo de antes.

—Por eso nadie quiere vivir en la unidad central, con obreros entrando ysaliendo todo el día, y un solo baño. Aunque el alquiler es bastante más barato —comenta; entonces se encuentra con la cara de guasa de Finnick y añade—: Daigual.

La tapa del tubo es fácil de abrir. Una amplia escalera con peldaños de gomapermite que bajemos rápida y fácilmente a las entrañas de la ciudad. Nosreunimos al pie de la escalera y esperamos a que nuestros ojos se adapten a latenue luz de la zona subterránea, donde se respira una mezcla de productosquímicos, moho y aguas residuales.

Pollux, pálido y sudoroso, se aferra a la muñeca de Castor como si temieracaerse sin alguien que lo sostenga.

—Mi hermano trabajó aquí cuando se convirtió en avox —explica Castor.Claro, ¿quién si no iba a mantener estos pasadizos húmedos y apestosos llenos

de trampas?—Tardamos cinco años en poder comprar su subida a la superficie. En ese

tiempo no vio el sol ni una sola vez.En mejores circunstancias, en un día con menos horrores y más descanso,

alguien sabría qué decir. Sin embargo, nos pasamos un buen rato intentandoresponder.

Al final, Peeta se vuelve hacia Pollux y comenta:—Bueno, entonces acabas de convertirte en nuestro bien más preciado.Castor se ríe y Pollux consigue sonreír.A medio camino del primer túnel me doy cuenta de que el comentario de

Peeta ha sido extraordinario: sonaba como antes, como el chico que siempresabía qué decir cuando los demás se quedaban mudos; irónico, alentador, algodivertido, pero sin burlarse de nadie. Vuelvo la vista atrás para mirarlo arrastrarlos pies detrás de sus guardias, Gale y Jackson, con los ojos fijos en el suelo y loshombros echados hacia delante. Tan abatido… Sin embargo, por un momento, ha

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sido el de siempre.Peeta tenía razón, Pollux vale más que diez holos. Hay una simple red de

túneles anchos que corresponde directamente con el mapa de las calles de arribay recorre las principales avenidas y calles. Se llama el Transportador, ya queunos camioncitos lo usan para repartir mercancía por la ciudad. Durante el día,sus vainas están desactivadas, pero por la noche es un campo de minas. Noobstante, cientos de pasadizos adicionales, conductos de servicio, vías de tren ytubos de desagüe forman un laberinto de múltiples niveles. Pollux conoce detallesque conducirían al desastre a un recién llegado, como en qué desvíos hacen faltamáscaras antigás, dónde hay cables electrificados o los escondites de unas ratasdel tamaño de castores. Nos avisa de que el chorro de agua que recorreperiódicamente las aguas residuales anticipa el cambio de turno de los avox; noslleva por tuberías húmedas y oscuras para evitar el paso casi silencioso de lostrenes de mercancías; y lo más importante: sabe dónde están las cámaras. Nohay muchas en este lugar sombrío y brumoso, salvo en el Transportador, peronos mantenemos bien alejados de ellas.

Con la ay uda de Pollux avanzamos deprisa, muy deprisa comparado connuestra velocidad en superficie. Al cabo de seis horas, el cansancio nos puede.Son las tres de la mañana, así que supongo que quedan unas cuantas horas paraque se den cuenta de que seguimos vivos, registren entre los escombros deledificio por si hemos intentado escapar por los conductos y empiece la caza.

Cuando sugiero que descansemos, nadie pone objeciones. Pollux encuentraun cuartito cálido en el que zumban varias máquinas llenas de palancas y discos.Levanta los dedos para indicar que tendremos que irnos dentro de cuatro horas.Jackson organiza los turnos de guardia y, como no estoy en el primero, me metoen el pequeño espacio que queda entre Gale y Leeg 1, y me duermo enseguida.

Aunque parece que sólo han transcurrido minutos, Jackson me despierta y medice que estoy de guardia. Son las seis de la mañana y dentro de una hora nospondremos en marcha. Jackson me dice que me coma una lata de comida yvigile a Pollux, que ha insistido en estar de guardia toda la noche.

—Aquí abajo no puede dormir —me explica.Consigo ponerme medio alerta, me como una lata de estofado de patatas con

alubias y me siento con la espalda apoyada en la pared, mirando la puerta.Pollux parece muy despierto. Seguramente lleva toda la noche reviviendo todosesos años de encierro. Saco el holo, y consigo meter las coordenadas de lacuadrícula y explorar los túneles. Como esperaba, cuanto más nos acercamos alcentro del Capitolio, más vainas hay. Pollux y y o nos pasamos un ratorecorriendo el holo para ver dónde están las trampas. Cuando empieza a darmevueltas la cabeza, se lo paso y apoyo de nuevo la espalda en la pared. Miro a losque siguen dormidos (soldados, equipo y amigos) y me pregunto cuántosvolveremos a ver la luz del día.

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Al mirar a Peeta, que tiene la cabeza justo a mis pies, veo que está despierto.Ojalá supiera qué pasa por su cerebro, ojalá pudiera entrar y desenredar la redde mentiras. Entonces me conformo con algo que sí puedo hacer.

—¿Has comido? —le pregunto; sacude ligeramente la cabeza, así que abrouna lata de sopa de pollo y arroz, y se la doy, aunque me quedo con la tapa por siintenta cortarse las venas o algo.

Se sienta, inclina la lata y se traga la sopa casi sin molestarse en masticar. Elfondo de la lata refleja las luces de las máquinas, y recuerdo algo que tengo en lacabeza desde ayer.

—Peeta, cuando preguntaste por lo que les pasó a Darius y Lavinia, y Boggste dijo que era real, tú respondiste que eso creías, que el recuerdo no erabrillante. ¿Qué querías decir?

—Ah. No sé bien cómo explicarlo. Al principio, todo era confusión. Ahorapuedo distinguir algunas cosas. Creo que hay un patrón. Los recuerdos quealteraron con el veneno de las rastrevíspulas tienen un aspecto extraño, como sifueran demasiado intensos y las imágenes poco estables. ¿Recuerdas cómo fuecuando te picaron?

—Los árboles se movían. Había gigantescas mariposas de colores. Me caí enun pozo lleno de burbujas naranjas —respondo, y lo medito un momento antes deañadir—: Relucientes burbujas naranjas.

—Eso es, pero los recuerdos sobre Darius y Lavinia no son así. Creo quetodavía no me habían dado veneno.

—Bueno, eso está bien, ¿no? Si puedes separar unos de otros, también puedessaber qué es real.

—Sí, y si me salieran alas podría volar, pero a la gente no le salen alas —dice—. ¿Real o no?

—Real, pero la gente no necesita alas para sobrevivir.—Los sinsajos sí —responde.Después se termina la sopa y me devuelve la lata.Bajo la luz fluorescente, sus ojeras parecen moratones.—Todavía queda tiempo, deberías dormir —le digo.Él se tumba sin protestar, aunque se limita a contemplar la aguja de uno de

los discos, que se mueve de un lado a otro. Despacio, como haría con un animalherido, alargo el brazo y le aparto un mechón de pelo de la frente. Él se quedaparalizado, aunque no se aparta, así que sigo acariciándole dulcemente el cabello.Es la primera vez que lo toco por voluntad propia desde la última arena.

—Sigues intentando protegerme. ¿Real o no? —susurra.—Real —respondo; quizá deba explicarlo mejor—. Porque eso es lo que

nosotros dos hacemos: nos protegemos el uno al otro.Al cabo de un minuto, se vuelve a dormir.Poco después de las siete, Pollux y yo despertamos a los demás. Vemos los

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bostezos y suspiros habituales de estos momentos, pero también oigo otra cosa,algo como un siseo. Quizá no sea más que vapor saliendo de una tubería o elsusurro lejano de uno de los trenes…

Mando callar al grupo para poder prestar más atención. Hay un siseo, sí, perono es un sonido continuo, sino como múltiples exhalaciones que forman palabras.Una sola palabra cuyo eco se repite por los túneles. Una palabra. Un nombre.Repetido una y otra vez:

—Katniss.

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Ha terminado el periodo de gracia. Puede que Snow los haya tenido toda lanoche cavando o, como mínimo, que los pusiera a hacerlo en cuanto sofocaron elincendio. Encontraron los restos de Boggs y se tranquilizaron, pero conformepasaban las horas sin encontrar más trofeos, empezaron a sospechar. En algúnmomento se dieron cuenta de que los habíamos engañado, y el presidente Snowno tolera que nadie lo haga quedar como un tonto. Da igual si siguieron nuestrorastro hasta el segundo piso o si supusieron que bajamos directamente alsubsuelo. El caso es que saben que estamos aquí abajo y han soltado algo paracazarme, seguramente una manada de mutos.

—Katniss.Doy un salto al notar lo cerca que está el sonido y miro a mi alrededor como

loca para localizar su origen; tengo el arco preparado, pero nada a qué disparar.—Katniss.Aunque los labios de Peeta apenas se mueven, no cabe duda, el nombre ha

salido de él. Justo cuando pensaba que estaba un poquito mejor, cuando creía quepodría estar volviendo a mí, obtengo la prueba del gran poder del veneno deSnow.

—Katniss.Peeta está programado para responder ante el coro de siseos, para unirse a la

caza. Está empezando a ponerse nervioso. No hay alternativa, apunto con unaflecha a su cerebro. Apenas notará nada. De repente se sienta, abre mucho losojos y exclama, casi sin aliento:

—¡Katniss! —Vuelve rápidamente la cabeza hacia mí, pero no parece ver elarco ni la flecha—. ¡Katniss! ¡Sal de aquí!

Vacilo. Suena alarmado, aunque no loco.—¿Por qué? ¿De dónde sale ese sonido?—No lo sé, sólo sé que tiene que matarte —dice Peeta—. ¡Corre! ¡Sal de

aquí! ¡Vete!Tras un momento de confusión, concluyo que no tengo que disparar. Relajo la

cuerda del arco y observo las caras de preocupación que me rodean.—Sea lo que sea, viene a por mí. Quizá sea buen momento para dividirnos.

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—Pero somos tu protección —protesta Jackson.—Y tu equipo —añade Cressida.—Yo no me voy —dice Gale.Miro al equipo, que no tiene más armas que sus cámaras y cuadernos. Y ahí

está Finnick, con dos fusiles y un tridente. Sugiero que le dé una de las armas aCastor. Después saco el cargador de fogueo del arma de Peeta, meto uno real yse lo entrego a Pollux. Como Gale y yo tenemos arcos, les pasamos nuestrasarmas de fuego a Messalla y Cressida. No hay tiempo de enseñarles más que aapuntar y apretar el gatillo, pero a tan poca distancia puede que baste. Es mejorque estar indefenso. El único sin arma es Peeta, aunque alguien que susurra minombre a la vez que un puñado de mutos no la necesita.

En la habitación sólo dejamos nuestro olor, imposible de borrar en estosmomentos. Supongo que así es como las cosas sibilantes nos siguen, porque nohemos dejado un rastro físico. Los mutos tendrán un olfato más fino de lonormal; esperemos que caminar por el agua de los desagües los despiste un poco.

Al salir de la habitación, el siseo se hace más claro. Sin embargo, tambiénpuedo localizar mejor de dónde sale: están detrás de nosotros, todavía a ciertadistancia. Snow los soltaría bajo tierra cerca del lugar en que encontró el cuerpode Boggs. En teoría les llevamos bastante ventaja, aunque seguro que son muchomás veloces que nosotros. Recuerdo las criaturas de aspecto lobuno de la primeraarena, los monos del Vasallaje, las monstruosidades que vi en televisión a lo largode los años, y me pregunto qué forma adoptarán estos mutos. Lo que Snow creaque me asustará más.

Pollux y yo hemos diseñado un plan para la siguiente etapa del viaje y, comola ruta se aleja del siseo, no veo motivo para alterarla. Si nos movemos deprisa,quizá lleguemos a la mansión de Snow antes de que nos alcancen los mutos. Sinembargo, la velocidad nos vuelve más torpes: el ruido de una bota mal colocadaen el agua, el del golpe accidental de un arma contra una tubería, e incluso yodando órdenes a más volumen de lo que debiera.

Llevamos recorridas tres manzanas más por una tubería de desagüe y untramo de vía de tren abandonada cuando empiezan los gritos. Son profundos yguturales. Rebotan en las paredes del túnel.

—Avox —dice Peeta de inmediato—. Así sonaba Darius cuando lotorturaban.

—Los mutos los habrán encontrado —dice Cressida.—Así que no sólo van a por Katniss —comenta Leeg 1.—Seguramente matarán a cualquiera, pero no se detendrán hasta atraparla a

ella —responde Gale.Después de sus horas de estudio con Beetee, lo más probable es que esté en lo

cierto.Y aquí estoy otra vez, viendo cómo la gente muere por mi culpa; amigos,

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aliados y desconocidos que pierden la vida por el Sinsajo.—Dejad que siga sola, los despistaré. Le pasaré el holo a Jackson y el resto

terminaréis la misión.—¡Nadie va a hacer eso! —grita Jackson, exasperada.—¡Estamos perdiendo el tiempo! —añade Finnick.—Escuchad —susurra Peeta.Los gritos han parado y, al hacerlo, mi nombre vuelve a rebotar en las

paredes y nos sorprende por su proximidad. Los tenemos debajo, un poco másatrás.

—Katniss.Le doy un codazo a Pollux en el hombro y echamos a correr. El problema es

que queríamos descender un nivel, pero hay que descartarlo. Cuando llegamos alos escalones que bajan, Pollux y yo examinamos el holo en busca de unaalternativa; en ese momento empiezo a sentir arcadas.

—¡Máscaras! —ordena Jackson.Las máscaras no hacen falta, todos estamos respirando el mismo aire. Soy la

única que vomita porque soy la única que reacciona ante el olor que sale de lasescaleras y destaca sobre el hedor de las aguas residuales: rosas. Empiezo atemblar.

Me aparto del olor y me meto a trompicones en el Transportador. Son callesde suaves baldosas color pastel, como las de arriba, pero rodeadas de paredes deladrillos blancos, en vez de casas. Una calzada por la que los vehículos de repartopueden circular con facilidad, sin los atascos del Capitolio. Ahora está vacío,salvo por nosotros. Levanto el arco y vuelo en pedazos la primera vaina con unaflecha explosiva que mata el nido de ratas carnívoras del interior. Después corrohasta el siguiente cruce, donde sé que un paso en falso desintegraría el suelosobre el que estamos y nos llevaría a algo llamado « picadora de carne» . Grito alos demás que permanezcan a mi lado. La idea es pasar la esquina y detonar lapicadora, pero nos espera otra vaina sin marcar.

Sucede en silencio, ni me habría dado cuenta si Finnick no llega a detenerme.—¡Katniss!Me vuelvo rápidamente, con el arco a punto, pero ¿qué se puede hacer? Dos

de las flechas de Gale y a están tiradas junto al ancho ray o de luz dorada que vadel techo al suelo. En su interior está Messalla, quieto como una estatua, apoyadosobre la punta de un pie, con la cabeza echada hacia atrás, presa del ray o. No sési grita, aunque tiene la boca muy abierta. Impotentes, vemos que la carne se lederrite como si fuera cera.

—¡No podemos ayudarlo! —grita Peeta, empujando a todos hacia delante—.¡No podemos!

Por asombroso que parezca, es el único que sigue lo bastante entero paraponernos en movimiento. No sé cómo mantiene el control cuando debería estar

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dando botes y aplastándome el cráneo, aunque eso podría suceder en cualquiermomento. Al notar la presión de su mano en el hombro me aparto de la horrendavisión del cadáver de Messalla; me obligo a avanzar, deprisa, tan deprisa queapenas consigo parar antes del siguiente cruce.

Una lluvia de tiros arranca el y eso de las paredes y nos lo tira encima. Miro aun lado y a otro para intentar descubrir la vaina, hasta que me vuelvo y veo elpelotón de agentes de la paz que corre por el Transportador hacia nosotros. Comola picadora de carne nos bloquea el camino, lo único que podemos hacer esdevolver los disparos. Son el doble que nosotros, pero todavía contamos con seismiembros originales del pelotón estrella que no intentan correr y disparar a lavez.

« Como pescar en un barril» , pienso mientras veo cómo sus uniformesblancos se manchan de rojo. Ya hemos acabado con tres cuartas partes de launidad cuando empiezan a llegar más por el lateral del túnel, el mismo por el queme metí para alejarme del olor, del…

« Ésos no son agentes de la paz» .Son blancos, tienen cuatro extremidades y miden más o menos como un

humano adulto, pero ahí acaban las semejanzas. Van desnudos, y lucen largascolas de reptil, espaldas arqueadas y cabezas encorvadas hacia delante. Caensobre los agentes, tanto vivos como muertos, los agarran por el cuello con la bocay les arrancan las cabezas, cascos incluidos. Al parecer, pertenecer a un linajedel Capitolio es tan poco útil aquí como en el 13. En pocos segundos, los agentesestán decapitados, los mutos se ponen a cuatro patas y corren a por nosotros.

—¡Por aquí! —grito, abrazándome a la pared y girando rápidamente a laderecha para evitar la vaina. Cuando todos se han unido a mí, disparo hacia elcruce y activo la picadora de carne. Unos enormes dientes industriales atraviesanla calle y mastican las baldosas hasta convertirlas en polvo. Eso debería impedirque los mutos nos sigan, aunque no estoy segura: los mutos de lobo y mono quehe conocido daban unos saltos increíbles.

Los siseos me queman los oídos y el hedor a rosas hace que las paredes meden vueltas.

—Olvida la misión —digo, agarrando a Pollux por el brazo—. ¿Cuál es laforma más rápida de salir a la superficie?

No hay tiempo para consultar el holo. Seguimos a Pollux por el Transportadorunos nueve metros y atravesamos un portal. Me doy cuenta de que las baldosaspasan a ser hormigón y de que avanzamos por una tubería apestosa hasta unarepisa de unos treinta centímetros de ancho. Estamos en la alcantarilla principal.Casi un metro por debajo, una sopa de excrementos humanos, basura y residuosquímicos pasa burbujeando junto a nosotros. Algunas partes de su superficiearden, otras emiten unas nubes de vapor de aspecto peligroso. No hace falta másque mirarla para saber que, si caes dentro, no saldrás nunca. Nos movemos lo

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más deprisa que podemos por la resbaladiza repisa, llegamos a un puenteestrecho y lo cruzamos. En un hueco del otro lado, Pollux le da una palmada auna escalera y señala arriba, al conducto que sube. Ahí está, es la salida.

Tras echar un vistazo rápido a nuestro grupo noto que algo falla.—¡Esperad! ¿Dónde están Jackson y Leeg 1?—Se quedaron en la picadora para contener a los mutos —responde Homes.—¿Qué? —exclamo, y me lanzo hacia el puente para volver; no dejaré a

nadie con esos monstruos. Pero él me detiene.—¡No malgastes sus vidas, Katniss! Es demasiado tarde para ellas, ¡mira! —

dice, señalando a la tubería, donde los mutos se deslizan por la repisa.—¡Atrás! —grita Gale.Después lanza una de las flechas explosivas y consigue arrancar el puente de

sus cimientos. El resto del puente cae a las burbujas justo cuando los mutos llegana él.

Por primera vez puedo observarlos mejor. Son una mezcla de humanos ylagartos con vete a saber qué más. Tienen una piel blanca y prieta manchada desangre, y garras en vez de manos y pies; sus rostros son un batiburrillo de rasgosincongruentes. Bufan y chillan mi nombre mientras se estremecen de rabia.Agitan rabos y garras, se arrancan a sí mismos y entre sí enormes pedazos decarne con sus bocas llenas de espuma, ya que la necesidad de destrozarme losvuelve locos. Mi olor debe de ser tan evocador para ellos como para mí el suyo.Más aún, porque, a pesar de su toxicidad, los mutos empiezan a lanzarse a lasapestosas aguas negras.

Todos abrimos fuego desde nuestra orilla. Escojo mis flechas sin pensar ylanzo puntas, fuego y explosivos contra los cuerpos de los mutos. Son mortales,aunque por poco; ninguna criatura de la naturaleza sería capaz de seguiravanzando con dos docenas de flechas en el cuerpo. Sí, al final las mataríamos,pero hay muchísimas, un chorro interminable de mutos que sale de la tubería yni siquiera vacila en tirarse a las aguas.

Sin embargo, no es su número lo que hace que me tiemblen tanto las manos.No hay ningún muto bueno, todos están diseñados para hacer daño. Algunos

te matan, como los monos; otros te roban la cordura, como las rastrevíspulas. Sinembargo, las verdaderas atrocidades, las que más asustan, incorporan unaperversa vuelta de tuerca psicológica pensada para aterrar a la víctima: los mutoslobunos con los ojos de los tributos muertos; el sonido de los charlajos imitandolos gritos de dolor de Prim; y, en este caso, el olor de las rosas de Snow mezcladocon la sangre de las víctimas. Un olor que se extiende por las alcantarillas ypuede incluso con el hedor del lugar. Hace que se me acelere el corazón, que seme hiele la piel, que no consiga respirar. Es como si Snow me echase el alientoen la cara y me dijera que ha llegado el momento de morir.

Los demás me gritan, pero no consigo responder. Unos brazos fuertes me

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levantan mientras vuelo en pedazos la cabeza de un muto cuy as garras acaban derozarme el tobillo. Me lanzan contra la escalera y me empujan para que suba lospeldaños. Me ordenan que trepe. Mis extremidades de madera obedecen, y esemovimiento me devuelve poco a poco a la realidad. Detecto a otra persona sobremí, Pollux. Peeta y Cressida están debajo. Llegamos a una plataforma ypasamos a una segunda escalera. Los peldaños resbalan por el sudor y el moho.En la siguiente plataforma me despejo lo suficiente para darme cuenta de lo queha pasado y empiezo a ayudar a subir a todos por la escalera: Peeta, Cressida, nohay más.

¿Qué he hecho? ¿Cómo he abandonado a los demás? Me pongo a bajar lasescaleras, pero le doy con la bota a alguien.

—¡Sube! —me grita Gale, así que vuelvo a subir y lo ay udo, para despuésescudriñar la oscuridad en busca de más gente—. No.

Gale me mueve la cara para que lo mire y sacude la cabeza. Tiene eluniforme destrozado y una herida abierta en el lateral del cuello.

Se oye un grito humano abajo.—Alguien sigue vivo —le suplico.—No, Katniss, ellos no volverán, sólo los mutos —responde Gale.No soy capaz de aceptarlo, así que apunto con la luz del arma de Cressida al

conducto. Muy abajo distingo a Finnick, que intenta aferrarse a las escalerasmientras tres mutos tiran de él. Cuando uno de ellos echa la cabeza atrás para darel bocado mortal ocurre algo extraño. Es como si y o estuviera con Finnick yobservara cómo mi vida pasa ante mis ojos: el mástil de un barco, un paracaídasplateado, Mags riéndose, un cielo rosa, el tridente de Beetee, Annie vestida denovia, olas rompiendo contra las rocas. Y todo acaba.

Me saco el holo del cinturón y, medio ahogada, consigo decir:—Jaula, jaula, jaula.Y lo suelto. Me aprieto contra la pared con los demás mientras el estallido

agita la plataforma, y los trozos de muto y carne humana salen de la tubería ynos bañan.

Pollux baja una tapa para cubrir la tubería y la bloquea. Pollux, Gale,Cressida, Peeta y y o somos los únicos que quedamos. Después llegarán lossentimientos humanos; ahora mismo sólo soy consciente de la necesidad animalde mantener vivo al resto del grupo.

—No podemos quedarnos aquí.Alguien saca una venda y la atamos alrededor del cuello de Gale. Lo

ponemos en pie. Sólo queda alguien acurrucado contra la pared.—Peeta —le digo, pero no hay respuesta. ¿Se ha desmay ado? Me agacho

frente a él y le aparto las manos esposadas de la cara—. ¿Peeta?Sus ojos son como estanques negros, tiene las pupilas tan dilatadas que los iris

azules casi han desaparecido. Los músculos de sus muñecas están duros como el

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metal.—Dejadme —susurra—. No puedo soportarlo más.—Sí, ¡sí que puedes! —le aseguro.—Pierdo el control —insiste él, sacudiendo la cabeza—. Me volveré loco,

como ellos.Como los mutos, como una bestia rabiosa decidida a arrancarme el cuello. Y

por fin, aquí, en este lugar, en estas circunstancias, tendré que matarlo de verdad.Y Snow ganará. Un odio caliente y amargo me recorre las venas: Snow ya haganado lo suficiente por hoy.

Es una posibilidad remota, quizá un suicidio, pero hago lo único que se meocurre: me inclino sobre Peeta y le doy un beso en la boca. Empieza a temblarde pies a cabeza, pero mantengo mis labios contra los suyos hasta que no mequeda más remedio que salir a respirar. Le aprieto las manos y digo:

—No permitas que Snow te aparte de mí.Peeta está jadeando, lucha contra las pesadillas de su cabeza.—No, no quiero hacerlo… —responde.—Quédate conmigo —insisto, apretándole tanto las manos que llego a hacerle

daño.Él contrae las pupilas hasta que se convierten en alfileres, después se vuelven

a dilatar rápidamente y vuelven a parecer más o menos normales.—Siempre —murmura.Ayudo a Peeta a levantarse y me dirijo a Pollux:—¿Cuánto queda para la calle?Él señala que está encima de nosotros. Subo la última escalera y abro la tapa

que da al cuarto de servicio del piso de alguien. Justo cuando me pongo en pie,una mujer abre la puerta de golpe. Va vestida con una bata de seda colorturquesa con bordados de pájaros exóticos. Su pelo magenta está ahuecado comosi fuera una nube y decorado con mariposas doradas. La grasa de la salchicha amedio comer que lleva en la mano le ha manchado el pintalabios. La expresiónde su rostro deja claro que me reconoce, y abre la boca para pedir ayuda.

Sin vacilar, le disparo al corazón.

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Es un misterio a quién pretendía llamar la mujer, y a que, después de registrar elpiso, descubrimos que estaba sola. Quizá quisiera alertar a algún vecino osimplemente gritar de miedo. En cualquier caso, aquí no hay nadie que puedaoírla.

El piso sería un lugar elegante en el que esconderse un tiempo, pero es un lujoque no podemos permitirnos.

—¿Cuánto tiempo creéis que nos queda hasta que se den cuenta de que hemossobrevivido algunos? —pregunto.

—Creo que podrían llegar en cualquier momento —responde Gale—. Sabenque nos dirigíamos a la calle. Seguramente la explosión los despistará unosminutos, pero después empezarán a buscarnos desde ahí.

Me acerco a una ventana que da a la calle y, al asomarme a través de lascontraventanas, no me encuentro con agentes, sino con una multitud de personasviviendo su vida. Durante nuestro viaje bajo tierra hemos abandonado las zonasevacuadas y hemos llegado a una zona bastante animada del Capitolio. Lamultitud es nuestra única posibilidad de escapar. No tengo el holo, pero sí aCressida, que se une a mí en la ventana, confirma que conoce nuestra ubicacióny me da la buena noticia de que no estamos a muchas manzanas de la mansiónpresidencial.

Un simple vistazo a mis compañeros me dice que no es momento de atacar aSnow. Gale sigue perdiendo sangre por el cuello, cuy a herida no hemos limpiado.Peeta está sentado en un sofá de terciopelo mordiendo una almohada, ya seapara contener la locura o para evitar un grito. Pollux llora sobre la repisa de unarecargada chimenea. Cressida parece decidida, pero está tan pálida que no se leve sangre en los labios. A mí me hace avanzar el odio. Cuando la energía del odiose agote, no serviré para nada.

—Vamos a registrar los armarios —digo.En un dormitorio encontramos cientos de trajes, abrigos y zapatos de mujer,

un arco iris de pelucas y suficiente maquillaje para pintar una casa entera. En undormitorio del otro lado del pasillo hay una colección similar para hombre. Quizásean de su marido o de un amante que ha tenido la buena suerte de no estar aquí

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esta mañana.Llamo a los demás para que se vistan. Al ver las muñecas ensangrentadas de

Peeta meto la mano en el bolsillo para sacar la llave de las esposas, pero él seaparta.

—No —me dice—, no lo hagas. Me ayudan a resistir.—Puede que necesites las manos —comenta Gale.—Cuando noto que me pierdo, empujo las muñecas contra ellas y el dolor

me ayuda a centrarme —responde Peeta; lo dejo estar.Por suerte, fuera hace frío, así que podemos esconder casi todo el uniforme y

las armas debajo de grandes abrigos y capas. Nos colgamos las botas al cuellopor los cordones y las escondemos, y nos ponemos unos zapatos muy absurdos.Obviamente, el verdadero reto es la cara. Cressida y Pollux corren el riesgo deencontrarse con alguien conocido; a Gale podrían reconocerlo por las propos ylas noticias; y a Peeta y a mí nos conocen todos los ciudadanos de Panem. Nosapresuramos a pintarnos la cara con gruesas capas de maquillaje, usamos laspelucas y ocultamos los ojos tras gafas de sol. Cressida nos tapa la boca y la nariza Peeta y a mí con bufandas.

Noto que se agota el tiempo, aunque me detengo unos segundos a llenar losbolsillos de comida y material de primeros auxilios.

—Permaneced juntos —digo en la puerta.Después salimos a la calle. Ha empezado a nevar y mucha gente nerviosa se

mueve a nuestro alrededor hablando de rebeldes, de hambre y de mí con su cursiacento del Capitolio. Cruzamos la calle, pasamos junto a unos cuantos pisos y,justo al doblar la esquina, tres docenas de agentes de la paz pasan corriendo pornuestro lado. Nos apartamos de un salto, como hacen los ciudadanos de verdad, yesperamos a que la multitud siga con su flujo normal.

—Cressida —susurro—. ¿Se te ocurre algún sitio?—Lo intento.Recorremos otra manzana y oímos sirenas. Por la ventana de un piso veo un

informe de emergencia e imágenes de nuestras caras. Todavía no hanidentificado a los muertos, ya que veo a Castor y Finnick entre las fotos. Dentrode nada todos los viandantes nos resultarán tan peligrosos como un agente de lapaz.

—¿Cressida? —insisto.—Hay un sitio. No es ideal, pero podemos probar —responde.La seguimos durante unas cuantas manzanas más y pasamos por una cancela

que da a lo que parece ser una residencia privada. Sin embargo, es una especiede atajo porque, después de caminar por un jardín muy arreglado, salimos porotra cancela a un pequeño callejón que conecta dos avenidas principales. Hayunas cuantas tiendas diminutas: una que compra artículos usados y otra quevende joyas falsas. Sólo se ve a un par de personas que no nos prestan atención.

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Cressida empieza a parlotear en tono agudo sobre la ropa interior de piel, de loesencial que es durante los meses de frío.

—¡Ya verás qué precios! Créeme, ¡es la mitad de lo que se paga en lasavenidas!

Paramos delante de un escaparate mugriento lleno de maniquíes con ropainterior peluda. La tienda ni siquiera parece abierta, pero Cressida empuja lapuerta y se oye un repiqueteo irregular. Dentro de la tiendecita a oscuras, en laque hay varios estantes llenos de productos, el olor de las pieles resultapenetrante. Debe de haber poco movimiento, ya que somos los únicos clientes.Cressida va directa a la figura encorvada sentada en la parte de atrás, y y o lasigo mientras acaricio con las puntas de los dedos la suave ropa junto a la quepasamos.

Detrás de un mostrador me encuentro con la persona más extraña que hevisto en mi vida. Es un ejemplo extremo de mejora quirúrgica fallida, porqueseguro que ni siquiera en el Capitolio podrían encontrar atractiva esta cara. Lehan estirado mucho la piel y la han tatuado con franjas negras y doradas;también le han aplastado la nariz tanto que apenas existe. He visto bigotes de gatoen otras personas del Capitolio, pero nunca tan largos. El resultado es unagrotesca máscara semifelina que nos observa con recelo.

Cressida se quita la peluca y deja al descubierto sus vides.—Tigris —dice—, necesitamos ayuda.Tigris. En lo más profundo de mi cerebro se enciende una bombilla: una

versión más joven y menos inquietante de esta persona trabajó en los primerosJuegos del Hambre que recuerdo. Era estilista, creo. No recuerdo de qué distrito.No del 12. Después se habrá operado demasiado y ha llegado a resultarrepulsiva.

Así que aquí es donde van los estilistas cuando y a no sirven, a tristes tiendasde ropa interior temática en las que esperan a la muerte. Para que nadie los vea.

Me quedo mirando su cara y preguntándome si sus padres de verdad lepondrían Tigris, inspirando así su mutilación, o si decidiría ella el estilo y secambiaría el nombre para que fuese a juego con las rayas.

—Plutarch me dijo que eras de confianza —añade Cressida.Genial, es una de las personas de Plutarch. Así que si su primer movimiento

no es entregarnos al Capitolio, sí que avisará de nuestra posición a Plutarch y, porextensión, a Coin. No, la tienda de Tigris no es ideal, pero es lo que tenemos porahora. Si es que desea ay udarnos. La mujer mira al televisor que tiene en elmostrador y después nos mira a nosotros, como si intentara ubicarnos. Paraayudarla, aparto la bufanda, me quito la peluca y me acerco para que la luz de lapantalla me ilumine la cara.

Tigris deja escapar un gruñido grave similar a los que me dedicabaButtercup. Se baja de su taburete y desaparece detrás de un estante lleno de

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mallas de piel. Se oye algo deslizándose, y después la mujer sale y nos haceseñas para que la acompañemos. Cressida me mira como si preguntara: « ¿Estássegura?» . Pero ¿qué opción tenemos? Regresar a la calle en estas condicionesnos garantiza la captura o la muerte. Aparto las pieles y veo que Tigris ha movidoun panel en la base de la pared. Detrás parece haber una escalera de piedradescendente. Me hace un gesto para que entre.

Todo me huele a trampa. Sufro un momento de pánico y me vuelvo haciaTigris para mirar en sus ojos leonados. ¿Por qué hace esto? No es Cinna, alguiendispuesto a sacrificarse por los demás. Esta mujer era la viva imagen de lasuperficialidad del Capitolio, fue una de las estrellas de los Juegos hasta que…hasta que dejó de serlo. ¿Será por eso? ¿Por rencor? ¿Por odio? ¿Por venganza?En realidad, esa idea me reconforta. Las ansias de venganza pueden arder largotiempo, sobre todo si las avivas cada vez que te miras al espejo.

—¿Te echó Snow de los Juegos? —le pregunto.Ella se limita a mirarme y mover su rabo de tigre, disgustada.—Porque voy a matarlo, ¿sabes? —añado.Tigris alarga los labios en lo que, supongo, será una sonrisa. Más tranquila, me

meto en el espacio que me indica.A medio camino de las escaleras me doy contra una cadena y tiro de ella; el

escondite se ilumina con una vacilante bombilla fluorescente. Es un pequeñosótano sin puertas ni ventanas. Poco profundo y ancho. No será más que unespacio entre dos sótanos de verdad, un lugar cuy a existencia pasaríadesapercibida para cualquiera sin una percepción del espacio muy fina. Es frío yhúmedo, y hay montones de pieles que, supongo, no han visto la luz del día desdehace años. A no ser que Tigris nos delate, no creo que nadie nos encuentre aquí.Cuando llego al suelo de hormigón, mis compañeros empiezan a bajar losescalones. El panel vuelve a ponerse en su sitio, y oigo cómo Tigris vuelve amover el estante sobre sus ruidosas ruedas y se sienta en su taburete de nuevo. Sutienda nos ha tragado.

Y justo a tiempo, porque Gale parece a punto de derrumbarse. Hacemos unacama con las pieles, le quitamos las armas y lo ay udamos a tumbarse. Al finaldel sótano hay un grifo a unos treinta centímetros del suelo con un desagüedebajo. Abro el grifo y, después de muchas salpicaduras y óxido, empieza a fluiragua limpia. Limpiamos la herida del cuello de Gale y me doy cuenta de que lasvendas no bastarán, va a necesitar puntos. Tenemos una aguja e hilo esterilizadoen el botiquín de primeros auxilios, aunque nos falta un médico. Se me ocurrellamar a Tigris, y a que, como estilista, sabrá usar una aguja. Sin embargo, esodejaría desprotegida la tienda, y bastante está haciendo ella y a. Acepto que quizáy o sea la más cualificada para el trabajo. Aprieto los dientes y suturo la heridacon una serie de puntadas irregulares. No queda bonito, pero servirá; después leecho un medicamento, lo vendo y le doy analgésicos.

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—Descansa un poco, estamos a salvo —le digo, y él se apaga como unabombilla.

Mientras Cressida y Pollux hacen nidos de pieles para cada uno de nosotros,y o le curo a Peeta las muñecas. Le limpio con cuidado la sangre, le pongoantiséptico y se las vendo por debajo de las esposas.

—Tienes que mantenerlas limpias si no quieres que la infección se extienday …

—Sé lo que es la septicemia, Katniss, aunque mi madre no sea sanadora —responde Peeta.

Doy un salto en el tiempo y vuelvo a otra herida, a otras vendas.—Me dij iste lo mismo en los primeros Juegos del Hambre. ¿Real o no?—Real —responde él—. ¿Y tu arriesgaste la vida para conseguir la medicina

que me salvó?—Real —respondo, encogiéndome de hombros—. Gracias a ti estaba viva

para hacerlo.—¿Ah, sí?El comentario lo desconcierta y debe de haber un recuerdo brillante

intentando llamarle la atención, porque su cuerpo se tensa y sus muñecas reciénvendadas se aprietan contra las esposas metálicas. Entonces se queda sin energía.

—Estoy tan cansado, Katniss…—Duerme —respondo.No lo hace hasta que no le coloco bien las esposas y lo sujeto con ellas a uno

de los soportes de las escaleras. No puede ser cómodo estar tumbado con losbrazos sobre la cabeza, pero se queda dormido en cuestión de minutos.

Cressida y Pollux han preparado las camas, sacado la comida y lossuministros médicos, y ahora preguntan si quiero montar una guardia. Miro lapalidez de Gale y las ataduras de Peeta. Pollux lleva varios días sin dormir, yCressida y y o sólo lo hemos hecho unas cuantas horas. Si llegara un grupo deagentes, estaríamos atrapados como ratas. Estamos a merced de una mujertigresa decrépita que, espero, haría cualquier cosa por ver muerto a Snow.

—Creo que no tiene ningún sentido montar guardia —respondo—. Vamos aintentar dormir un poco.

Ellos asienten, aturdidos, y todos nos metemos en las pieles. El fuego de miinterior se ha apagado, y con él, mi fuerza. Me rindo a la suave piel mohosa y alolvido.

Sólo tengo un sueño que recuerde, uno largo y cansado en el que intentollegar al Distrito 12. El hogar que busco está intacto y su gente viva. Effie Trinket,que llama mucho la atención con una peluca rosa vivo y un traje a medida, viajaconmigo. No hago más que intentar perderla de vista, pero ella,inexplicablemente, siempre reaparece a mi lado e insiste en que es miacompañante y la responsable de que cumpla mi horario. Sin embargo, el

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horario no deja de cambiar, y siempre nos retrasamos porque falta un sello oporque Effie se rompe uno de los tacones. Acampamos varios días en un bancode una gris estación del Distrito 7, a la espera de un tren que nunca llega. Aldespertar me siento casi más cansada que cuando paso las noches envuelta enimágenes de sangre y terror.

Cressida, la única persona despierta, me dice que es última hora de la tarde.Me como una lata de estofado de ternera y la acompaño con mucha agua.Después me reclino sobre la pared del sótano y repaso los acontecimientos delúltimo día, muerte a muerte. Las cuento con los dedos: una, dos (Mitchell yBoggs, perdidos en la primera manzana); tres (Messalla, derretido en la vaina);cuatro, cinco (Leeg 1 y Jackson, que se sacrificaron en la picadora de carne);seis, siete y ocho (Castor, Homes y Finnick, decapitados por los mutos lagartosque olían a rosas). Ocho muertos en veinticuatro horas. Sé lo que ha pasado y,aun así, no parece real. Seguro que Castor está dormido debajo de ese montón depieles, que Finnick bajará las escaleras a saltos en cualquier momento y queBoggs me contará su plan de escape.

Creer que están muertos es aceptar que los he matado. Vale, puede que aMitchell y a Boggs no, ya que murieron en una misión de verdad, pero los demáshan perdido la vida defendiéndome en una aventura que yo me he inventado. Micomplot para asesinar a Snow ahora me parece muy estúpido, tan estúpido queestoy aquí, temblando en el suelo de este sótano, haciendo recuento de nuestraspérdidas y manoseando las borlas de las botas altas plateadas que robé de casa dela mujer. Ah, sí, se me había olvidado eso: también la he matado a ella. Ahorame dedico a asesinar ciudadanos indefensos.

Me parece que ha llegado el momento de entregarme.Cuando los demás se despiertan, confieso: que mentí sobre la misión y que

puse a todos en peligro por lograr mi venganza. Guardan silencio un buen rato.Entonces, Gale dice:

—Katniss, ya sabíamos que Coin no te había enviado a asesinar a Snow.—Puede que tú lo supieras, pero los soldados del 13 no —contesto.—¿De verdad crees que Jackson se tragó que seguías órdenes de Coin? —

pregunta Cressida—. Claro que no, pero confiaba en Boggs, y estaba claro que élquería que siguieras.

—Nunca le dije a Boggs lo que pretendía hacer.—¡Se lo dij iste a la sala de Mando entera! —exclama Gale—. Fue una de tus

condiciones para ser el Sinsajo: « Yo mato a Snow» .Lo veo como dos cosas distintas: negociar con Coin el privilegio de ejecutar a

Snow después de la guerra y esta huida sin autorización por el Capitolio.—Pero así no —insisto—, ha sido un desastre absoluto.—Creo que podría considerarse un éxito —responde Gale—: nos hemos

infiltrado en el campo enemigo y hemos demostrado que es posible atravesar las

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defensas del Capitolio. También hemos logrado que nos saquen en los televisoresdel Capitolio. Gracias a nosotros reina el caos en la ciudad y todos nos buscan.

—Plutarch estará encantado, no lo dudes —añade Cressida.—Eso es porque a Plutarch le da igual quién muera —le digo—, siempre que

sus Juegos sean un éxito.Cressida y Gale tratan de convencerme una y otra vez. Pollux asiente para

respaldarlos. Peeta es el único que no opina.—¿Y tú qué piensas, Peeta? —le pregunto al fin.—Creo… que sigues sin darte cuenta. No tienes ni idea del efecto que ejerces

en los demás. —Saca las esposas de su soporte y se sienta—. Ninguna de laspersonas que hemos perdido eran idiotas, sabían lo que hacían. Te siguieronporque creían que de verdad podías matar a Snow.

No sé por qué su voz me llega cuando las de los demás no pueden, pero sitiene razón, y creo que sí, sólo hay una forma de pagar la deuda que he contraídocon esas personas. Saco el mapa de papel que tengo en el bolsillo del uniforme ylo extiendo en el suelo con energía renovada.

—¿Dónde estamos, Cressida?La tienda de Tigris se encuentra a unas cinco manzanas del Círculo de la

Ciudad y la mansión de Snow. Estamos a poca distancia a pie por una zona en laque las vainas se han desactivado para salvaguardar la seguridad de losresidentes. Tenemos disfraces que, quizá con algún añadido peludo de Tigris, nospermitirían llegar hasta allí. Pero ¿después qué? Seguro que la mansión está bienprotegida y cuenta con un sistema de vigilancia por cámara las veinticuatro horasdel día, además de las trampas que podrían activarse con tan sólo encender uninterruptor.

—Lo que necesitamos es sacarlo a campo abierto —me dice Gale—. Así unode nosotros podría abatirlo.

—¿Sigue apareciendo en público alguna vez? —pregunta Peeta.—Creo que no —responde Cressida—. Todos los discursos recientes que he

visto los ha dado desde su mansión, incluso antes de que llegaran aquí losrebeldes. Supongo que aumentó la vigilancia después de que Finnick airease susdelitos.

Es cierto, ahora no sólo son los Tigris del Capitolio los que odian a Snow, sinouna red de personas que saben lo que hizo a sus amigos y familiares. Haría faltaalgo rayano en lo milagroso para sacarlo, algo como…

—Seguro que saldría por mí —afirmo—. Si me capturasen. Lo haría lo máspúblico posible, organizaría mi ejecución en su porche. —Dejo que todosasimilen lo que acabo de decir—. Así Gale podría disparar desde la multitud.

—No —responde Peeta, sacudiendo la cabeza—. Ese plan tiene demasiadosfinales alternativos. Snow podría decidir retenerte y torturarte para sacarteinformación. O hacer que te ejecuten en público sin estar él presente. O matarte

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dentro de la mansión y exponer tu cadáver en la puerta.—¿Gale? —pregunto.—Creo que es una solución extrema. Quizá si fallara todo lo demás. Vamos a

seguir pensando.En el silencio, oímos las mullidas pisadas de Tigris sobre nosotros. Debe de

ser la hora de cerrar. Está echando llave, quizá cerrando las contraventanas. Unosminutos después se abre el panel de lo alto de las escaleras.

—Subid —nos dice una voz grave—. Tengo comida para vosotros.Es la primera vez que habla desde que llegamos. No sé si es algo natural o si

le ha costado años de práctica, pero su forma de hacerlo recuerda al ronroneo deun gato.

Mientras subimos las escaleras, Cressida pregunta:—¿Te has puesto en contacto con Plutarch, Tigris?—No tengo medios para hacerlo —responde ella, encogiéndose de hombros

—. Se imaginará que estáis en un piso franco. No te preocupes.¿Preocuparnos? Siento un alivio tremendo al saber que no me llegarán

órdenes directas (que deba evitar) del 13 y que tampoco tendré que inventarmeuna defensa viable para la decisiones que he tomado en los dos últimos días.

En el mostrador de la tienda hay algunos trozos de pan rancio, una cuña dequeso mohoso y media botella de mostaza. Eso me recuerda que no todos losciudadanos del Capitolio tienen la tripa llena estos días. Me veo obligada a decirlea Tigris que nos queda algo de comida, pero ella desecha mis objeciones.

—Yo apenas como nada —explica—. Y lo poco que como es carne cruda.Me parece que se ha metido demasiado en su personaje, aunque no lo

cuestiono; me limito a rascarle el moho al queso y dividir la comida entrenosotros.

Mientras comemos, vemos las últimas noticias del Capitolio. El Gobierno hadescubierto por fin que nosotros cinco somos los únicos supervivientes rebeldes.Ofrecen unas recompensas enormes por información que conduzca a nuestracaptura. Enfatizan lo peligrosos que somos y nos muestran disparando a losagentes de la paz, aunque no sacan a los mutos arrancándoles las cabezas.Preparan un trágico tributo a la mujer que sigue tumbada donde la dejé, con laflecha clavada en el corazón. Alguien le ha retocado el maquillaje para lascámaras.

Los rebeldes dejan que el Capitolio emita sin problemas.—¿Han hecho alguna declaración hoy los rebeldes? —pregunto a Tigris, y

ella sacude la cabeza—. Dudo que Coin sepa qué hacer conmigo ahora que hadescubierto que sigo viva.

Tigris deja escapar una risa profunda.—Nadie sabe qué hacer contigo, nena —comenta.Después me obliga a llevarme un par de mallas de piel, aunque no pueda

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pagárselas. Es uno de esos regalos que no te queda más remedio que aceptar y,en cualquier caso, en el sótano hace frío.

Abajo, después de la cena, seguimos devanándonos los sesos para dar con unplan. No sacamos nada en claro, aunque sí acordamos que no podemos seguirjuntos y que deberíamos intentar infiltrarnos en la mansión antes de probar ausarme como cebo. Acepto este segundo punto para evitar más discusiones; sidecido entregarme, no necesito ni el permiso ni la participación de nadie.

Cambiamos vendas, esposamos a Peeta a su soporte y nos ponemos a dormir.Unas horas después, me despierto y oigo una conversación en voz baja entrePeeta y Gale. Imposible no cotillear.

—Gracias por el agua —dice Peeta.—Tranquilo —responde Gale—, me despierto unas diez veces cada noche.—¿Para asegurarte de que Katniss sigue aquí?—Algo así —reconoce Gale.Guardan silencio un momento y después Peeta habla de nuevo:—Ha tenido gracia lo que ha dicho Tigris, lo de que nadie sabe qué hacer con

ella.—Bueno, y menos nosotros —responde Gale.Los dos se ríen. Qué raro es oírlos hablar así, casi como amigos, cosa que no

son. Nunca lo han sido, aunque tampoco son exactamente enemigos.—Te quiere, ¿sabes? —dice Peeta—. Prácticamente me lo dijo después de tus

latigazos.—No te lo creas —responde Gale—. Viendo cómo te besó en el Vasallaje…

Bueno, a mí nunca me ha besado así.—No era más que parte del teatro —le asegura Peeta, aunque noto que duda.—No, te la ganaste. Lo diste todo por ella. Quizá sea la única forma de

convencerla de que la amas. —Se calla un momento—. Tendría que habermepresentado voluntario por ti en los primeros Juegos. Para protegerla.

—No podías, nunca te lo habría perdonado. Tenías que cuidar de su familia, leimportan más que la vida.

—Bueno, eso no será problema dentro de nada. Es poco probable que los treslleguemos vivos al final de la guerra. Y si lo conseguimos, supongo que esproblema de Katniss. A quién elegir, me refiero —dice Gale, y bosteza—.Deberíamos dormir un poco.

—Sí. —Oigo cómo se deslizan las esposas de Peeta por el soporte cuando setumba—. Me pregunto cómo se decidirá.

—Bueno, yo ya lo sé —asegura Gale; apenas logro oírlo por culpa de la capade pieles que tiene encima—: Katniss elegirá al que necesite para sobrevivir.

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Noto un escalofrío, ¿de verdad soy tan calculadora? Gale no ha dicho: « Katnisselegirá al que necesite para que no se le rompa el corazón» , ni siquiera « elegiráal que necesite para poder seguir viviendo» . Eso habría dado a entender que memotiva la pasión. Mi mejor amigo predice que escogeré a la persona « quenecesite para sobrevivir» . Ahí no hay ni rastro de que me mueva el amor, eldeseo o, al menos, la compatibilidad; según él, realizaré una evaluacióndesapasionada de qué pueden ofrecerme mis posibles parejas. Como si, al final,todo se redujera a quién me permitirá llevar una vida más larga, si un panadero oun cazador. Es horrible que Gale lo haya dicho y que Peeta no lo haya negado, ymás cuando el Capitolio y los rebeldes han robado y explotado todas y cada unade mis emociones. En estos momentos, la elección sería simple: puedo sobrevivirperfectamente sin ninguno de los dos.

Por la mañana no me quedan energías ni tiempo que dedicar a missentimientos heridos. Nos reunimos alrededor de la televisión de Tigris antes delalba para desayunar paté de hígado y galletas de higo, y vemos una de lasinterrupciones de Beetee. Hay novedades en la guerra; al parecer, a unemprendedor comandante, inspirado por la ola negra, se le ha ocurrido confiscarlos automóviles abandonados y enviarlos sin conductor por las calles. Los cochesno disparan todas las vainas, aunque sí la may or parte de ellas. A eso de lascuatro de la mañana, los rebeldes han empezado a entrar por tres caminosdistintos (a los que se refieren simplemente como líneas A, B y C) al corazón delCapitolio. Así han logrado asegurar una manzana tras otra con pocas víctimas.

—Esto no puede durar —dice Gale—. De hecho, me sorprende que hay aservido tanto tiempo. El Capitolio se adaptará desactivando algunas trampasconcretas para activarlas cuando sus objetivos estén al alcance.

Pocos minutos después de esta predicción, vemos cómo pasa en pantalla: unpelotón envía un coche por la calle y dispara cuatro vainas. Todo parece ir bien.Tres soldados van a reconocer el terreno y llegan bien al final de la calle. Perocuando un grupo de veinte soldados rebeldes los siguen, las macetas con rosalesde una floristería acaban volándolos en pedazos.

—Seguro que Plutarch se está tirando de los pelos por no poder cortar la

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emisión —dice Peeta.Beetee le devuelve la retransmisión al Capitolio, donde una periodista de

rostro serio anuncia que los civiles deben evacuar sus casas. Entre suactualización y la historia anterior, consigo marcar en el mapa las posiciones delos dos ejércitos.

Oigo pasos en la calle, me acerco a las ventanas y me asomo por una rendijade las contraventanas. Un espectáculo extravagante está teniendo lugar bajo losprimeros ray os del sol: refugiados de los edificios ocupados se dirigen al centrodel Capitolio. Los más aterrados van en camisón y zapatillas, mientras que losprevisores están abrigados con varias capas de ropa. Llevan de todo, desdeordenadores portátiles a joy eros, pasando por macetas. Un hombre en bata sólolleva un plátano demasiado maduro. Los niños, desconcertados y somnolientos,tropiezan detrás de sus padres; la mayoría están demasiado perplejos o aturdidospara llorar. Veo trocitos de ellos desde mi posición: unos grandes ojos castaños; unbrazo agarrado a una muñeca; un par de pies descalzos azulados que se dancontra los irregulares adoquines del callejón… Verlos me recuerda a los niños del12 que murieron intentando huir de las bombas incendiarias. Me alejo de laventana.

Tigris se ofrece a hacernos de espía, ya que es la única por la que no ofrecenrecompensa. Después de escondernos abajo, sale al Capitolio para recabarcualquier información útil.

Mientras, doy vueltas por nuestro encierro y vuelvo locos a los demás. Algome dice que no aprovechar la marea de refugiados es un error, ¿qué mejordisfraz podríamos tener? Por otro lado, cada persona de las que abarrotan lascalles es otro par de ojos más buscando a los cinco rebeldes huidos. Pero ¿quésacamos quedándonos aquí? Lo único que hacemos es acabar con nuestrapequeña reserva de comida y esperar… ¿a qué? ¿A que los rebeldes tomen elCapitolio? Podrían tardar semanas, y no sé bien qué haría yo si lo consiguieran.No correría a saludarlos. Coin haría que me llevaran al 13 antes de que pudieradecir: « Jaula, jaula, jaula» . No he recorrido todo este camino, no he perdido atoda esta gente, para entregarme a esa mujer. Yo mato a Snow. Además, habríaun montón de cosas sobre los últimos días que no sería capaz de explicar. Variasde ellas, si llegaran a saberse, supondrían tirar a la basura mi trato para lograr lainmunidad de los vencedores. Encima, dejándome a mí aparte, me da laimpresión de que los demás van a necesitarla. Como Peeta, que, por muchasvueltas que se le dé, aparece en una grabación empujando a Mitchell haciaaquella red de la vaina. Me imagino lo que el consejo de guerra de Coin haríacon eso.

A última hora de la tarde empezamos a inquietarnos con la prolongadaausencia de Tigris. Hablamos de la posibilidad de que la hayan detenido, de quenos hay a entregado voluntariamente o de que, simplemente, haya resultado

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herida en la oleada de refugiados. Sin embargo, alrededor de las seis, la oímosregresar. Un maravilloso olor a carne frita lo inunda todo: Tigris nos ha preparadouna sartén de jamón troceado con patatas. Hace días que no comemos caliente y,mientras espero a que me sirva, temo ponerme a babear.

Intento prestar atención a lo que nos cuenta Tigris mientras como, pero eldato más importante que capto es que, en estos momentos, la ropa interior de pieles un bien valioso, sobre todo para las personas que han salido de sus hogares enpijama. Muchos siguen en la calle intentando encontrar cobijo para pasar lanoche. Los que viven en los exclusivos pisos del centro no han abierto sus puertasa los desplazados, sino todo lo contrario: la mayoría las ha cerrado a cal y canto,ha cerrado las contraventanas y ha fingido no estar en casa. Ahora el Círculo dela Ciudad está lleno de refugiados, y los agentes van de puerta en puerta, inclusoderribándolas en caso necesario, para asignar invitados.

En la televisión vemos a un lacónico jefe de los agentes de la pazestableciendo cuántas personas por metro cuadrado debe admitir cada residente.Recuerda a los ciudadanos del Capitolio que las temperaturas bajarán por debajode los cero grados esta noche y advierte que el presidente espera que seananfitriones no sólo bien dispuestos, sino entusiastas, en estos tiempos de crisis.Después enseñan unas grabaciones muy preparadas de ciudadanos preocupadosque dan la bienvenida a unos refugiados agradecidos. El jefe de los agentes diceque el presidente en persona ha ordenado que parte de su mansión se preparepara acoger a un buen número de los ciudadanos mañana. Añade que lostenderos también deben prepararse para prestar su espacio, si así se les solicita.

—Tigris, ésa podrías ser tú —dice Peeta.Me doy cuenta de que tiene razón, que incluso esta estrechísima tienda

resultará apropiada cuando aumente el número de personas. Que acabaríamosatrapados de verdad en el sótano y podrían descubrirnos en cualquier momento.¿Cuántos días tenemos? ¿Uno? ¿Quizá dos?

El jefe de los agentes vuelve con más instrucciones para la población. Alparecer, hubo un desgraciado incidente esta noche: una multitud mató a palos aun joven que se parecía a Peeta. Por tanto, se pide que se informe de inmediato alas autoridades de cualquier avistamiento, de modo que las autoridades seencarguen de la identificación y detención del sospechoso. Muestran una foto dela víctima. Aparte de unos rizos decolorados, se parece tanto a Peeta como y o.

—La gente se ha vuelto loca —murmura Cressida.Vemos una breve actualización de los rebeldes y descubrimos que han

tomado varias manzanas más. Apunto los cruces en el mapa y lo examino.—La línea C está a tan sólo cuatro manzanas de aquí —anuncio.Por algún motivo, eso me pone más nerviosa que la idea de los agentes

buscando alojamiento. De repente, me vuelvo muy hacendosa.—Deja que lave los platos.

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—Te echaré una mano —dice Gale, y se pone a recogerlos.Noto que Peeta nos sigue con la mirada cuando salimos del cuarto. En la

diminuta cocina que está en la parte de atrás de la tienda de Tigris, lleno elfregadero de agua y jabón.

—¿Crees que es cierto que Snow dejará entrar a los refugiados en sumansión? —pregunto.

—Creo que tiene que hacerlo, al menos para las cámaras.—Me iré por la mañana.—Voy contigo —dice Gale—. ¿Qué hacemos con los demás?—Pollux y Cressida podrían ser útiles, son buenos guías.Claro que Pollux y Cressida no son el verdadero problema.—Pero Peeta es demasiado… —empiezo.—Imprevisible —me ayuda Gale—. ¿Crees que seguirá dispuesto a quedarse

atrás?—Podemos explicarle que nos pondría en peligro —respondo—. Quizá se

quede aquí si lo convencemos.Peeta se toma nuestra sugerencia de manera muy racional y acepta de

inmediato que su compañía podría poner a los demás en peligro. Justo cuandocreo que va a funcionar, que es capaz de quedarse escondido en el sótano deTigris, anuncia que va a salir él solo.

—¿Para hacer qué? —pregunta Cressida.—No estoy seguro. Quizá todavía sirva para crear una distracción. Ya visteis

lo que le pasó al hombre que se me parecía.—¿Y si… pierdes el control? —pregunto.—¿Si me vuelvo muto, quieres decir? Bueno, si noto que empieza, intentaré

volver aquí —me asegura.—¿Y si Snow te vuelve a atrapar? —pregunta Gale—. Ni siquiera tienes un

arma.—Tendré que arriesgarme. Como vosotros.Los dos se miran, y entonces Gale se mete la mano en el bolsillo del pecho,

saca su pastilla de jaula de noche y la pone en la mano de Peeta. Peeta la dejasobre la palma abierta, sin rechazarla ni aceptarla.

—¿Y tú? —pregunta a Gale.—No te preocupes, Beetee me enseñó a detonar las flechas explosivas a

mano. Si eso falla, tengo mi cuchillo. Y tengo a Katniss —añade Gale, sonriendo—. Ella no les dará la satisfacción de atraparme con vida.

La idea de que unos agentes se lleven a Gale hace que la canción vuelva asonarme en la cabeza:

¿Vas, vas a volveral árbol…?

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—Acéptala, Peeta —digo con voz cansada, cerrando sus dedos en torno a lapastilla—. No tendrás a nadie para ay udarte.

Pasamos una mala noche, nos despiertan las pesadillas de los demás ynuestras cabezas no dejan de dar vueltas a los planes del día siguiente. Me alegrocuando llegan las cinco y podemos empezar con lo que el día nos tengapreparado. Nos comemos un revoltijo de los restos de la comida (melocotonesenlatados, galletas saladas y caracoles) y dejamos una lata de salmón para Tigriscomo exiguo pago por todo lo que ha hecho. El gesto la conmueve; su rostro secontrae en una expresión extraña y se pone en acción como una bala: se pasauna hora remodelándonos. Nos viste de modo que la ropa normal esconda losuniformes incluso antes de ponernos las capas y los abrigos. Cubre las botasmilitares con una especie de zapatillas peludas. Nos sujeta las pelucas conhorquillas. Limpia los estridentes restos del maquillaje que nos aplicamos a todaprisa y nos vuelve a pintar. Nos envuelve en la ropa de abrigo para ocultar lasarmas. Después nos da bolsos y hatillos con chismes. Al final somos comocualquier otro refugiado que huy e de los rebeldes.

—Nunca subestimes el poder de una estupenda estilista —dice Peeta; cuestasaberlo con certeza, pero creo que Tigris se ha ruborizado debajo de sus franjas.

No hay noticias interesantes en la tele, aunque el callejón parece tan lleno derefugiados como la mañana anterior. Nuestro plan es meternos entre la multituden tres grupos. Primero irán Cressida y Pollux, que harán de guías a una distanciasegura de nosotros. Después Gale y y o, que pretendemos meternos entre losrefugiados asignados a la mansión. Y por último, Peeta, que irá detrás de nosotrospor si hace falta armar un alboroto.

Tigris observa a través de las contraventanas hasta que llega el momentoapropiado, abre la puerta, y hace un gesto a Cressida y Pollux.

—Cuidaos —dice, y se van.Nosotros lo haremos dentro de un minuto. Saco la llave, le quito las esposas a

Peeta y me las meto en el bolsillo. Él se restriega las muñecas y las flexiona.Noto que la desesperación se adueña de mí, es como volver al Vasallaje de losVeinticinco, cuando Beetee nos dio el rollo de alambre a Johanna y a mí.

—Oy e, no hagas ninguna tontería —le digo.—No, sólo si no hay más remedio. De verdad.Le rodeo el cuello con los brazos y noto que vacila antes de devolverme el

gesto. No es tan firme como antes, pero sigue siendo un abrazo cálido y fuerte.Mil momentos pasan por mi cabeza, todas las veces que estos brazos fueron miúnico refugio del mundo. Quizá no los apreciara como debía entonces, pero sonrecuerdos dulces que se irán para siempre.

—De acuerdo —digo, y lo suelto.—Ha llegado el momento —dice Tigris.Le doy un beso en la mejilla, me ajusto la capa roja con capucha, me acerco

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la bufanda a la nariz y sigo a Gale al exterior.Unos helados copos de nieve me cortan la piel. El sol sale, intentando

atravesar la penumbra sin mucho éxito. Hay luz suficiente para ver las formasabrigadas más cercanas, pero poco más. En realidad serían las condicionesperfectas si lograra localizar a Cressida y Pollux. Gale y y o bajamos la cabeza yarrastramos los pies entre los refugiados. Oigo lo que me perdí al asomarme a lascontraventanas ayer: llantos, gemidos, respiraciones agitadas… y, no muy lejos,disparos.

—¿Adónde vamos, tío? —le pregunta un niñito tembloroso a un hombre quecarga con una pequeña caja fuerte.

—A la mansión del presidente. Nos asignarán un nuevo hogar —responde elhombre, resoplando.

Salimos del callejón y llegamos a una de las avenidas principales.—¡Manténganse a la derecha! —ordena una voz, y veo que los agentes están

mezclados entre la muchedumbre, dirigiendo el tráfico humano. En losescaparates de las tiendas, que y a están llenas de refugiados, se ven rostrostemerosos. A este ritmo, Tigris tendrá invitados para la comida. Ha sido buenaidea irnos ya.

Hay más luz a pesar de la nieve. Localizo a Cressida y a Pollux a unos treintametros de nosotros, avanzando con la multitud. Me vuelvo para ver si encuentro aPeeta; no lo consigo, aunque sí me topo con la mirada de curiosidad de una niñavestida con un abrigo amarillo limón. Le doy un codazo a Gale y freno un pocopara que se forme un muro de gente entre la niña y nosotros.

—Quizá tengamos que separarnos —le digo entre dientes—. Hay una niña…Los disparos suenan entre la muchedumbre y varias personas caen al suelo

cerca de mí. Oigo gritos cuando un segundo ataque derriba a otro grupo detrás denosotros. Gale y yo nos tiramos al suelo y nos arrastramos los diez metros quenos separan de las tiendas para cubrirnos detrás de las botas de tacón que unzapatero expone delante de su tienda.

Una hilera de zapatos con plumas bloquea la vista de Gale.—¿Quién es? —pregunta—. ¿Ves algo?Lo que veo entre los pares de botas de cuero de color lavanda y verde menta

es una calle llena de cadáveres. La niñita que me miraba está arrodillada al ladode una mujer inmóvil; chilla e intenta despertarla. Otra lluvia de balas atraviesael pecho de su abrigo amarillo, lo mancha de rojo y la hace caer de espaldas. Mequedo mirando su diminuta figura arrugada en el suelo y pierdo la capacidad dearticular palabra. Gale me da un codazo.

—¿Katniss?—Están disparando desde el tejado que tenemos encima —le digo a Gale.

Veo cómo disparan unas cuantas veces más y cómo los uniformes blancos caensobre las calles nevadas.

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—Intentan derribar a los agentes, pero no son muy buenos tiradores. Debende ser los rebeldes.

No me alegro, aunque, en teoría, mis aliados hayan llegado hasta aquí. Elabrigo amarillo limón me tiene hipnotizada.

—Si empezamos a disparar, todo se habrá acabado —dice Gale—. Todo elmundo sabrá que somos nosotros.

Es cierto, sólo nos quedan nuestros fabulosos arcos. Soltar una flecha seríacomo anunciar a ambos bandos que estamos aquí.

—No —respondo con contundencia—, tenemos que llegar hasta Snow.—Pues será mejor que empecemos a movernos antes de que caiga toda la

manzana.Nos abrazamos a la pared y seguimos avanzando por la calle; el problema es

que la pared está llena de escaparates. Un patrón de palmas sudorosas y rostrosasustados se aplasta contra los cristales. Me levanto más la bufanda para tapar lospómulos mientras corremos entre las exposiciones exteriores. Detrás de unestante lleno de fotos de Snow enmarcadas nos encontramos con un agente de lapaz herido apoyado en una pared de ladrillo. Nos pide ayuda. Gale le da unapatada en la sien y le quita la pistola. En el cruce dispara a un segundo agente dela paz y los dos nos hacemos así con armas de fuego.

—Bueno, ¿quiénes se supone que somos ahora? —pregunto.—Ciudadanos desesperados del Capitolio —responde Gale—. Los agentes de

la paz creerán que estamos de su lado y, con suerte, los rebeldes tendránobjetivos más interesantes.

Estoy meditando si este nuevo papel nos conviene mientras corremos por elcruce, pero, cuando llegamos a la siguiente manzana, ya da igual quiénesseamos. Da igual quién es quién, porque nadie mira a la cara. Los rebeldes estánaquí, sin duda; avanzan por la avenida, se cubren en los portales, detrás de losvehículos, disparando, gritando órdenes roncas mientras se preparan paraencontrarse con el ejército de agentes de la paz que arremeten contra nosotros.Atrapados en el fuego cruzado están los refugiados desarmados, desorientados yheridos.

Una vaina se activa delante de nosotros y libera un chorro de vapor quecuece a todos los que se encuentra a su paso, dejando a las víctimas rosas comointestinos y muy muertas. Después de eso desaparece el poco orden quequedaba. Como los restos de vapor se mezclan con la nieve, la visibilidad sólollega al final de mi arma. Agente, rebelde, ciudadano, ¿quién sabe? Todo lo quese mueve es un blanco. La gente dispara por reflejo, y y o no soy una excepción.Con el corazón a mil por hora y la adrenalina circulando por las venas, todos sonenemigos salvo Gale, mi compañero de caza, la única persona que me cubre lasespaldas. Sólo podemos seguir adelante matando a cualquiera que se cruce ennuestro camino. Personas gritando, personas sangrando, personas muertas por

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todas partes. Al llegar a la siguiente esquina, toda la manzana que tenemosdelante se ilumina con un intenso brillo morado. Retrocedemos, nos escondemosen el hueco de una escalera y miramos la luz con los ojos entrecerrados. Algopasa con los que reciben la luz, los ataca… ¿Qué? ¿Un sonido? ¿Una onda? ¿Unláser? Se les caen las armas, se llevan los dedos a la cara y les sale sangre portodos los orificios visibles: ojos, nariz, boca y orejas. En menos de un minutoestán todos muertos y desaparece la luz. Aprieto los dientes y corro; salto sobrelos cadáveres y me resbalo con la sangre. El viento agita la nieve y la convierteen remolinos cegadores, aunque no apaga el sonido de otra oleada de botas quevienen hacia nosotros.

—¡Abajo! —le susurro a Gale.Nos dejamos caer donde estamos. Mi cara aterriza en el charco caliente de la

sangre de alguien, pero me hago la muerta, me quedo quieta mientras las botasmarchan por encima de nosotros. Algunos evitan los cadáveres. Otros me pisanla mano, la espalda y me dan patadas en la cabeza al pasar. Cuando se alejan lasbotas, abro los ojos y asiento en dirección a Gale.

En la siguiente manzana nos encontramos con más refugiados aterrados,aunque pocos soldados. Justo cuando creemos haber encontrado un respiro, seoye un cruj ido como el de un huevo contra el borde de un cuenco, multiplicadopor mil. Nos paramos y buscamos la vaina. No hay nada. Entonces noto que laspuntas de las botas se inclinan ligeramente.

—¡Corre! —le grito a Gale.No hay tiempo para explicaciones, pero en pocos segundos queda clara la

naturaleza de la trampa: se ha abierto una grieta en el centro de la manzana. Losdos lados de la calle de baldosas se doblan hacia dentro como si fueran aleronesy echan a la gente en el interior de lo que hay debajo.

No sé si correr hasta el siguiente cruce o intentar llegar a las puertas querecorren la calle y entrar en uno de los edificios. Como no me decido, acabomoviéndome casi en diagonal. Conforme el alerón se inclina, pierdo pie, cadavez me cuesta más agarrarme a las resbaladizas baldosas. Es como correr por laladera de una colina helada que cada vez está más pendiente. Mis dos destinos (elcruce y los edificios) están a unos diez metros cuando noto que el alerón cede.No puedo más que usar mis últimos segundos de conexión con las baldosas paratomar impulso y saltar hacia el cruce. Cuando me agarro al borde, me doycuenta de que los alerones están completamente verticales. Los pies me cuelganen el aire, no tienen punto de apoyo. Del fondo, a unos cincuenta metros de miposición, llega un hedor horrible, como a cadáveres putrefactos al calor delverano. Unas formas negras se arrastran entre las sombras y silencian a los quehan sobrevivido a la caída.

Dejo escapar un grito ahogado, aunque nadie acude en mi ay uda. Los dedosse me resbalan por el borde de hielo hasta que me doy cuenta de que estoy a

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menos de dos metros de la esquina de la vaina. Avanzo con las manos por elborde intentando bloquear los aterradores sonidos del fondo. Cuando llego a laesquina, paso la bota derecha por encima, se agarra a algo y, con muchoesfuerzo, subo al nivel de la calle jadeando y temblando. Me levanto y me aferroa una farola para estabilizarme, aunque el suelo aquí está llano del todo.

—¿Gale? —grito al abismo, me da igual que me reconozcan—. ¿Gale?—¡Aquí! —responde, y miro desconcertada a la izquierda.El alerón se abrió hasta la misma base de los edificios. Una docena de

personas ha conseguido llegar hasta allí y cuelga de cualquier cosa que lesofrezca un anclaje: pomos, aldabas, ranuras de buzones… A tres puertas de mí,Gale está sujeto a la rej illa de hierro decorativa que rodea la puerta de un piso.Podría entrar fácilmente si estuviera abierta, pero, a pesar de patear la puertavarias veces, nadie abre.

—¡Cúbrete! —grito, levantando el arma.Él se vuelve y yo agujereo la puerta hasta que revienta hacia dentro. Gale se

mete y aterriza hecho un ovillo en el suelo. Durante un instante experimento laalegría de su rescate… hasta que veo que unas manos con guantes blancos loagarran.

Gale me mira a los ojos y dice algo que no puedo oír. No sé qué hacer. Nopuedo abandonarlo, pero tampoco acercarme. Vuelve a mover los labios ysacudo la cabeza para indicarle mi desconcierto. En cualquier momento se daráncuenta de quién es. Los agentes lo están metiendo dentro.

—¡Vete! —lo oigo chillar.Me vuelvo y corro, sola. Gale está prisionero. Cressida y Pollux podrían

haber muerto y a diez veces. ¿Y Peeta? No lo he visto desde que salimos de casade Tigris. Me aferro a la idea de que ha vuelto, de que ha sentido que sufría unacrisis y ha regresado al sótano antes de perder el control. Soy consciente de queno lo necesitábamos para distraer a nadie: el Capitolio ya ha montadodistracciones de sobra para todos. No hace falta que se convierta en cebo ni quese tome la jaula de noche… ¡La jaula de noche! Gale no tiene. Y en cuanto a loque decía de detonar a mano las flechas, no tendrá esa oportunidad. Lo primeroque harán los agentes es quitarle las armas.

Caigo en un portal y los ojos se me llenan de lágrimas. « Dispárame» , eso eslo que estaba diciendo. ¡Se suponía que yo iba a dispararle! Ése era mi trabajo,era nuestra promesa tácita, la que nos habíamos hecho los unos a los otros. No hecumplido, y ahora el Capitolio lo matará, lo torturará, lo secuestrará o… Empiezoa notar que me rajo por dentro, que corro el peligro de volver a hacermepedazos. Sólo me queda una esperanza: que el Capitolio caiga, rinda las armas yentregue a los prisioneros antes de que hagan daño a Gale. Sin embargo, no creoque suceda mientras Snow siga con vida.

Un par de agentes pasa corriendo junto a mí sin apenas mirar a la llorona

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chica del Capitolio acurrucada en un portal. Me trago las lágrimas, me limpio lasde la cara antes de que se congelen e intento recuperarme. Vale, sigo siendo unarefugiada anónima. ¿O me vieron los agentes que atraparon a Gale cuando huía?Me quito la capa, le doy la vuelta y dejo que se vea el forro negro en vez delexterior rojo. Me coloco la capucha de modo que me oculte la cara. Me pego elarma al pecho y examino la manzana. Sólo hay un puñado de rezagados conaspecto aturdido. Me pongo detrás de un par de ancianos que no me prestanatención, nadie espera que esté con ancianos. Cuando llegamos al final delsiguiente cruce, se detienen y estoy a punto de chocarme con ellos. Es el Círculode la Ciudad. Al otro lado de la gran explanada rodeada de grandiosos edificiosestá la mansión del presidente.

El Círculo está lleno de gente que da vueltas, gime o se sienta a dejar que lanieve se acumule a su alrededor. Encajo perfectamente. Empiezo a abrirmecamino hacia la mansión, tropezando con tesoros abandonados y extremidadescubiertas de blanco. A medio camino veo la barricada de hormigón de metro ymedio de altura que se extiende formando un rectángulo delante de la mansión.Debería estar vacía, pero está llena de refugiados. Quizá sea el grupo que hanelegido para proteger en la mansión. Sin embargo, al acercarme veo otra cosa:todos los del interior son niños, desde bebés que dan sus primeros pasos hastaadolescentes; asustados y helados, acurrucados en grupos o meciéndoseentumecidos en el suelo. No los conducen a la mansión, los han metido allí dentroy los vigilan agentes por todas partes. Entiendo de inmediato que no lo han hechopara protegerlos. Si el Capitolio quisiera garantizar su seguridad los habríaescondido en un búnker en alguna parte. Los niños son el escudo humano deSnow.

Se oye un alboroto y la gente se va hacia la izquierda. Me veo atrapada entrecuerpos más grandes, llevada de lado, desviada de mi camino.

—¡Los rebeldes! ¡Los rebeldes! —gritan, y sé que deben de haber entrado.El impulso de la muchedumbre me estrella contra el asta de una bandera y

me aferro a ella. Uso la cuerda que cuelga de la parte superior para subir yapartarme del empuje de los cuerpos. Sí, veo que el ejército rebelde entra en elCírculo, lo que hace que los refugiados se retiren a las avenidas. Examino la zonaen busca de las vainas que tendrían que estar estallando, pero no las hay. Lo quepasa es lo siguiente:

Un aerodeslizador con el sello del Capitolio se materializa justo encima de losniños de la barricada. Decenas de paracaídas plateados llueven sobre ellos y, apesar del caos, los niños saben lo que hay en los paracaídas: comida, medicinas yregalos. Los recogen con ansia y abren las cuerdas como pueden con sus dedoshelados de frío. El aerodeslizador desaparece, pasan cinco segundos y unosveinte paracaídas estallan a la vez.

De la multitud surge un gemido colectivo. La nieve está roja y cubierta de

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miembros humanos diminutos. Muchos de los niños mueren al instante, mientrasque otros yacen agonizando en el suelo. Algunos se tambalean, entumecidos,mirando los restos de los paracaídas plateados que tienen en las manos, como sitodavía pudieran contener algo maravilloso en su interior. Por la forma en que losagentes retiran las barricadas y corren hacia los niños sé que no sabían lo que ibaa pasar. Otro grupo de uniformes blancos corre hacia el lugar, pero no sonagentes de la paz, sino sanitarios, sanitarios rebeldes. Reconocería los uniformesen cualquier parte. Se meten entre los niños, armados con equipos médicos.

Primero vislumbro una trenza rubia. Después, cuando se quita el abrigo paracubrir a un niño que llora, veo la colita de pato que ha formado su camisa alsalirse y tengo la misma reacción que el día que Effie Trinket la llamó en lacosecha. Debo de haber perdido las fuerzas, ya que me encuentro sin darmecuenta en la base del asta y no sé qué ha pasado en los últimos segundos. Despuésempujo a la multitud, como hice en aquella ocasión. Intento gritar su nombrepara que me oiga por encima del escándalo. Estoy casi allí, casi en la barricada,cuando me parece que me oye porque, durante un momento, me ve y sus labiosforman mi nombre.

Es entonces cuando estallan los demás paracaídas.

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¿Real o no? Estoy ardiendo. Las bolas de fuego que surgieron de los paracaídassalen por encima de las barricadas, atraviesan el aire cargado de nieve yaterrizan entre la muchedumbre. Estaba volviéndome cuando me acertó una, merecorrió la espalda con una lengua de fuego y me transformó en algo nuevo, enuna criatura tan inextinguible como el sol.

Un muto de fuego sólo percibe una cosa: la agonía. Ni vista, ni sonido, ni otrasensación que no sea el implacable ardor de la carne. Quizá pase por momentosde inconsciencia, pero ¿qué más da si no me ofrecen consuelo? Soy el pájaro deCinna, ardiendo, volando como loca para escapar de algo de lo que no puedoescapar: las plumas de llamas que me salen del cuerpo; si las bato no hago másque avivar el fuego. Me consumo sin fin.

Al final mis alas ceden, pierdo altura y la gravedad me tira a un marespumoso del color de los ojos de Finnick. Floto sobre la espalda, que sigueardiendo debajo del agua, aunque la agonía se convierte en dolor. Cuando voy ala deriva, incapaz de navegar, aparecen ellos: los muertos.

Los seres que amaba vuelan como pájaros por el cielo que me cubre. Suben,revolotean, me llaman para que me una a ellos. Estoy deseando seguirlos, pero elagua de mar me satura las alas, impide que me eleve. Los seres que odiaba estánen el agua, son horribles criaturas con escamas que me arrancan la carne saladacon sus dientes afilados. Me muerden una y otra vez, me arrastran bajo lasuperficie.

El pajarito blanco con manchas rosas se mete en el agua, me clava las garrasen el pecho e intenta mantenerme a flote.

—¡No, Katniss! ¡No! ¡No puedes irte!Pero los que odiaba están ganando, y si ella, mi pajarito, se aferra a mí,

también estará perdida.—¡Prim, suéltame!Y, finalmente, lo hace.Todos me abandonan en las profundidades. Sólo tengo el sonido de mi

respiración, el enorme esfuerzo que supone absorber el agua y sacarla de lospulmones. Quiero parar, intento aguantar el aliento, pero el mar entra a la fuerza

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y contra mi voluntad.—Dejadme morir, dejad que siga a los demás —suplico a lo que me retiene

aquí. No hay respuesta.Llevo atrapada días, años, quizá siglos. Muerta, pero sin morir del todo. Viva,

pero como si estuviera muerta. Tan sola que cualquier persona, cualquier cosa,por desagradable que sea, sería bien recibida. Sin embargo, cuando por fin mevisitan, es algo dulce: morflina. Corre por mis venas, amortigua el dolor, aligerami cuerpo tanto que vuelve a subir y descansa sobre la espuma.

Espuma. Es cierto que floto sobre espuma. La noto bajo la punta de los dedos,acunando algunas partes de mi cuerpo desnudo. Hay mucho dolor, pero tambiénalgo parecido a la realidad: la lija de mi garganta; el olor a medicina paraquemaduras de la primera arena; el sonido de la voz de mi madre. Son cosas queme asustan, así que intento regresar a las profundidades para encontrarlessentido, pero no hay vuelta atrás. Poco a poco, me veo obligada a aceptar quesoy una chica con graves quemaduras y sin alas, sin fuego. Sin hermana.

En el deslumbrante hospital del Capitolio, los médicos obran su magia. Tapanmi cuerpo en carne viva con nuevas capas de piel. Convencen a las células deque son mías. Manipulan unas partes y otras, doblando y estirando lasextremidades para asegurarse de que encajen bien. Oigo una y otra vez que hetenido mucha suerte: mis ojos están bien, casi toda mi cara está bien, mispulmones responden al tratamiento y quedaré como nueva.

Cuando mi delicada piel se endurece lo bastante como para soportar lapresión de las sábanas, llegan más visitantes. La morflina abre la puerta tanto avivos como a muertos. Haymitch, amarillento y serio. Cinna, que cose un nuevovestido de boda. Delly, que no deja de parlotear sobre lo agradable que es todo elmundo. Mi padre, que canta las cuatro estrofas de El árbol del ahorcado y merecuerda que mi madre (que duerme en un sillón entre turnos) no debe saberlo.

Un día me despierto y me doy cuenta de que no me permitirán vivir en mimundo de ensueño. Tengo que comer con la boca, que mover los músculos, queir sola al baño. Una breve aparición de Coin lo soluciona todo.

—No te preocupes por él —me dice—. Te lo he guardado.Los médicos no entienden por qué no hablo. Me hacen muchas pruebas y,

aunque mis cuerdas vocales están algo dañadas, eso no lo explica. Al final, eldoctor Aurelius, un médico de la cabeza, sale con la teoría de que me heconvertido en una avox mental, aunque no física; que mi silencio se debe altrauma emocional. Aunque le presentan cien remedios posibles, él les dice queme dejen en paz, así que no pregunto ni por nadie ni por nada, pero la gente meofrece un interminable suministro de información. Sobre la guerra: el Capitoliocayó el día que estallaron los paracaídas; la presidenta Coin lidera Panem y sehan enviado tropas para acabar con los últimos reductos de resistencia. Sobre elpresidente Snow: lo han hecho prisionero, y está a la espera de juicio y, sin duda,

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de su posterior ejecución. Sobre mi equipo de asesinos: han enviado a Cressida ya Pollux a los distritos para cubrir los destrozos de la guerra; Gale, que recibió dostiros en un intento de huida, está barriendo agentes de la paz en el 2; Peeta sigueen la unidad de quemados (al final llegó al Círculo de la Ciudad). Sobre mifamilia: mi madre trabaja para olvidar su dolor.

Como yo no tengo trabajo, el dolor me aplasta. Lo único que me hace seguiradelante es la promesa de Coin, el poder matar a Snow. Cuando lo haga, no mequedará nada.

Al final me dejan salir del hospital y me dan un cuarto en la mansión,compartido con mi madre. Ella casi nunca está allí, y a que come y duerme en eltrabajo. Sobre Hay mitch recae la tarea de vigilarme, de asegurarse de que comoy me tomo las medicinas. No soy fácil, vuelvo a mis costumbres del Distrito 13:vago sin autorización por la mansión; me meto en dormitorios y despachos,salones y baños. Busco extraños escondrijos, como un armario lleno de pieles, unmueble de la biblioteca o una bañera olvidada en una habitación llena de mueblesdesechados. Mis escondites son oscuros, tranquilos e imposibles de encontrar. Meacurruco, me hago cada vez más pequeña e intento desaparecer por completo.Envuelta en silencio, le doy vueltas en la muñeca a la pulsera que dice:« Mentalmente desorientada» .

« Me llamo Katniss Everdeen. Tengo diecisiete años. Mi casa está en elDistrito 12. Ya no hay Distrito 12. Soy el Sinsajo. Vencí al Capitolio. El presidenteSnow me odia. Él mató a mi hermana. Yo lo mataré a él. Y después los Juegosdel Hambre acabarán de una vez por todas…» .

Cada cierto tiempo me encuentro de vuelta en mi cuarto sin saber bien si meha traído mi necesidad de morflina o la insistencia de Hay mitch. Me tomo lacomida y las medicinas, y me obligan a bañarme. No me importa el agua, sinoel espejo que refleja mi cuerpo de muto de fuego desnudo. Los injertos todavíatienen ese color rosado de los recién nacidos. La piel que han considerado dañadapero recuperable está roja, caliente y derretida en algunas zonas. Trocitos de miantiguo yo brillan en medio, blancos y pálidos. Soy como un extraño puzle depiel. Parte del pelo se me chamuscó por completo; el resto me lo han cortado demanera irregular. Katniss Everdeen, la chica en llamas. No me importaríamucho de no ser porque ver mi cuerpo me recuerda el dolor y la razón del dolor.Y lo que pasó justo antes de que el dolor empezara. Y que vi a mi hermanapequeña convertirse en una antorcha humana.

Cerrar los ojos no ayuda, ya que el fuego arde con más fuerza en laoscuridad.

El doctor Aurelius aparece de vez en cuando. Me gusta este hombre porqueno dice cosas estúpidas como que estoy completamente a salvo o que sabe que,aunque no me lo crea, volveré a ser feliz algún día, o incluso que todo irá bien enPanem a partir de ahora. Se limita a preguntarme si tengo ganas de hablar y, al

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ver que no respondo, se duerme en su sillón. De hecho, creo que viene avisitarme cuando necesita una siesta. El arreglo nos viene bien a los dos.

El momento se acerca, aunque no sabría dar horas y minutos exactos. Ya hanjuzgado al presidente Snow, lo han declarado culpable y lo han sentenciado amorir. Hay mitch me lo cuenta y oigo hablar sobre ello al pasar junto a losguardias por los pasillos. El traje de Sinsajo llega a mi cuarto, al igual que miarco, que está como nuevo, aunque sin flechas, ya sea porque se rompieron o, lomás probable, porque creen que no debería llevar armas. Me preguntovagamente si debería prepararme de algún modo para el acontecimiento, perono se me ocurre nada.

Una tarde a última hora, después de un largo periodo escondida en un asientoacolchado en la ventana de detrás de una mampara pintada, salgo y giro a laizquierda en vez de a la derecha. Me encuentro en un lugar desconocido de lamansión y, de inmediato, me pierdo. A diferencia de la zona en la que me alojo,no parece haber nadie a quien preguntar. Sin embargo, me gusta, ojalá lo hubieradescubierto antes: es muy tranquilo, las gruesas alfombras y tapices absorben elsonido; la iluminación es tenue; los colores, apagados; se respira paz. Hasta quehuelo las rosas. Me escondo detrás de unas cortinas, temblando demasiado paracorrer y espero a los mutos. Al final me doy cuenta de que no hay mutos.Entonces, ¿qué estoy oliendo? ¿Rosas de verdad? ¿Es posible que esté cerca deljardín donde crecen esas flores malvadas?

Conforme avanzo por el pasillo, el olor se hace más intenso, quizá no tantocomo el de los mutos de verdad, aunque sí más puro, y a que no está mezcladocon el hedor de las aguas residuales y los explosivos. A la vuelta de una esquiname encuentro delante de dos sorprendidos guardias. No son agentes, por supuesto,y a no hay agentes; pero tampoco son los atléticos soldados de uniforme gris del13. Estas dos personas, un hombre y una mujer, llevan las ropas descuidadas yrotas de los rebeldes de verdad. Todavía están vendados y demacrados, y vigilanla puerta que da a las rosas. Cuando avanzo para entrar, forman una equis con susarmas delante de mí.

—No puede entrar, señorita —dice el hombre.—Soldado —lo corrige la mujer—. No puede entrar, soldado Everdeen.

Órdenes de la presidenta.Me quedo esperando pacientemente que bajen las armas, que comprendan,

sin decírselo, que detrás de esas puertas hay algo que necesito. Una sola rosa, unasola flor. Para ponérsela a Snow en la solapa antes de dispararle. Mi presenciapreocupa a los guardias. Mientras discuten si llamar a Haymitch, una mujer dicedetrás de mí:

—Dejadla entrar.Reconozco la voz, aunque al principio no la ubico. No es de la Veta, ni del 13,

y sin duda tampoco del Capitolio. Me vuelvo y veo a Pay lor, la comandante del

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8. Parece aún más destrozada que aquel día en el hospital, aunque ¿quién no?—Con mi autorización —dice Pay lor—. Lo que está al otro lado le pertenece

por derecho.Son sus soldados, no los de Coin, así que bajan las armas sin hacer preguntas

y me dejan pasar.Al final de un corto pasillo, abro las puertas de cristal y entro. El olor es tan

fuerte que empieza a igualarse, como si mi olfato no pudiera absorber más. Elaire, húmedo y cálido, le sienta bien a mi piel caliente. Y las rosas son gloriosas,fila tras fila de suntuosas flores de color rosa exuberante, naranja atardecer eincluso azul pálido. Deambulo entre los pasillos de plantas bien podadasobservando, pero sin tocar, porque la experiencia me ha enseñado lo mortíferasque pueden ser estas bellezas. Sé dónde encontrarla, en lo más alto de un finoarbusto: un magnífico capullo blanco que empieza a abrirse. Me tapo la manocon la manga para que mi piel no tenga que tocarlo, recojo unas tijeras de podary acabo de ponerlas en el tallo cuando lo oigo hablar:

—Ésa es muy bonita.Me tiembla la mano, cierro las tijeras y corto el tallo.—Los colores son encantadores, por supuesto, pero no hay nada más perfecto

que el blanco.Todavía no lo veo, pero su voz parece surgir de detrás de un lecho de rosas

rojas contiguo. Después de agarrar con delicadeza el tallo del capullo con la telade la manga, vuelvo la esquina y me lo encuentro sentado en un taburete, con laespalda apoy ada en la pared. Está tan bien arreglado y vestido como siempre,aunque sujeto con esposas en las muñecas y en los pies, y marcado condispositivos de seguimiento. Lleva un pañuelo blanco manchado de sangre fresca.A pesar de su deterioro, sus ojos de serpiente siguen siendo brillantes y fríos.

—Esperaba que lograras encontrar mis aposentos.Sus aposentos, he entrado en su casa, igual que él entró en la mía el año

pasado para amenazarme con su sangriento aroma a rosas. Este invernadero esuna de sus habitaciones, quizá la favorita; quizá en tiempos mejores cuidaba delas plantas en persona, pero ahora forma parte de su prisión. Por eso medetuvieron los guardias y por eso me dejó entrar Pay lor.

Suponía que lo tendrían encerrado en la mazmorra más profunda delCapitolio, no disfrutando de todos sus lujos. Sin embargo, Coin lo dejó aquí. Parasentar precedente, imagino, para que, si en el futuro ella caía en desgracia,comprendieran que los presidentes (incluso los más despreciables) merecían untrato especial. Al fin y al cabo, ¿quién sabe cuánto le duraría el poder?

—Tenemos que hablar de muchas cosas, pero me temo que tu visita serábreve, así que lo primero es lo primero. —Entonces empieza a toser y, cuandoaparta el pañuelo de su boca, está más rojo—. Quería decirte lo mucho quesiento lo de tu hermana.

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A pesar del aturdimiento y las drogas, sus palabras son como una puñalada.Me recuerdan que su crueldad no tiene límites y que se irá a la tumba intentandodestruirme.

—Qué pérdida tan innecesaria. Llegados a ese punto, ya se sabía que lapartida había terminado. De hecho, estaba a punto de emitir un comunicado derendición oficial cuando ellos soltaron los paracaídas.

Me clava la mirada, sin parpadear, como si no quisiera perderse ni unsegundo de mi reacción. Pero lo que ha dicho no tiene sentido: ¿cuando ellossoltaron los paracaídas?

—Bueno, no creerías que yo di la orden, ¿no? En primer lugar está lo másobvio: de haber tenido un aerodeslizador a mi disposición, lo habría usado paraescapar. Y, al margen de eso, ¿de qué me habría servido? Los dos sabemos queno me importa matar niños, pero no malgasto nada. Mato por razones muyespecíficas, y no había razón alguna para destruir un corral lleno de niños delCapitolio. Ninguna en absoluto.

Me pregunto si el siguiente ataque de tos es puro teatro, para que y o tengatiempo de absorber sus palabras. Está mintiendo. Claro que está mintiendo.Aunque hay una verdad intentando salir de esa mentira.

—Sin embargo, debo admitir que la jugada de Coin fue magistral. La idea deque y o estaba bombardeando a nuestros propios niños indefensos destruy ó porcompleto cualquier frágil lealtad que mi gente sintiera por su presidente. Despuésde eso se acabó la resistencia. ¿Sabías que lo emitieron en directo? Veo la manode Plutarch detrás de eso. Y en los paracaídas. Bueno, esa clase de ideas son lasque se buscan en un Vigilante Jefe, ¿no? —pregunta Snow mientras se limpia lascomisuras de los labios—. Seguro que no pretendía matar a tu hermana, peroesas cosas pasan.

Ya no estoy con Snow, sino en Armamento Especial, en el 13, con Gale yBeetee, mirando los diseños basados en las trampas de Gale, las que seaprovechaban de la compasión humana. La primera bomba mataba a lasvíctimas; la segunda, a los rescatadores. Recuerdo las palabras de Gale:

« Beetee y yo hemos estado siguiendo el mismo manual que el presidenteSnow cuando secuestró a Peeta» .

—Mi fallo fue tardar tanto en comprender el plan de Coin —dice Snow—.Quería que el Capitolio y los distritos se destruyeran entre sí, para despuéshacerse con el poder sin que el 13 sufriera apenas daños. No te equivoques,pretendía hacerse con mi puesto desde el principio. No debería sorprenderme. Alfin y al cabo, fue el 13 el que comenzó la rebelión que dio lugar a los DíasOscuros y después abandonó al resto de los distritos cuando la suerte se volvió ensu contra. Sin embargo, no estaba vigilando a Coin, sino a ti, Sinsajo. Y tú mevigilabas a mí. Me temo que nos han tomado a los dos por idiotas.

Me niego a aceptarlo. Hay cosas a las que ni siquiera yo puedo sobrevivir.

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Pronuncio mis primeras palabras desde la muerte de mi hermana:—No te creo.Snow sacude la cabeza, fingiendo decepción.—Ay, mi querida señorita Everdeen, creía que habíamos acordado no volver

a mentirnos.

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En el pasillo me encuentro a Pay lor en el mismo sitio en que la dejé.—¿Has encontrado lo que buscabas? —me pregunta.Levanto el capullo blanco a modo de respuesta y me alejo tambaleándome.

Debo de haber regresado a mi dormitorio, porque lo siguiente que sé es que estoyllenando un vaso con agua en el grifo del baño para meter la rosa dentro. Caigode rodillas sobre los fríos azulejos y entrecierro los ojos para observar la flor; mecuesta centrar la vista en su color blanco bajo esta luz fluorescente tan dura. Metoun dedo dentro de la pulsera, la retuerzo como un torniquete y me hago daño enla muñeca con la esperanza de que el dolor me ayude a aferrarme a lairrealidad, igual que hacía Peeta. Tengo que aferrarme a ella. Tengo que saber laverdad sobre lo que ha pasado.

Hay dos posibilidades, aunque los detalles relacionados con ellas puedenvariar. La primera es que, como yo creía, el Capitolio enviara aquelaerodeslizador, soltara los paracaídas y sacrificara las vidas de sus niños sabiendoque los recién llegados rebeldes correrían en su ayuda. Hay pruebas querespaldan esta teoría: el sello del Capitolio en el aerodeslizador, que no intentaranderribar al enemigo del cielo y su largo historial de usar a niños como marionetasen su batalla contra los distritos. Después está la versión de Snow: que unaerodeslizador del Capitolio pilotado por los rebeldes bombardeara a los niñospara acabar rápidamente con la guerra. Sin embargo, de ser así, ¿por qué nodisparó el Capitolio contra el enemigo? ¿Acaso el elemento sorpresa los superó?¿No les quedaban defensas? Los niños son un bien preciado para el 13, o esoparecía. Bueno, puede que yo no; cuando dejé de resultar útil, me hiceprescindible, aunque creo que hace tiempo que a mí no me consideran una niñaen esta guerra. Pero ¿por qué iban a bombardearlos sabiendo que sus propiossanitarios responderían y morirían en los siguientes estallidos? No lo harían, nopodían, Snow miente. Me manipula como siempre ha hecho, con la esperanza deque me vuelva contra los rebeldes y, si es posible, los destruy a. Sí. Por supuesto.

Entonces, ¿por qué hay algo que no me cuadra? En primer lugar, por esasbombas que explotaron en dos tiempos. No digo que el Capitolio no tuviera lamisma arma, pero sé que los rebeldes sí que la tenían: el invento de Gale y

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Beetee. Además, está el hecho de que Snow no intentara huir, teniendo en cuentaque se trata de un superviviente consumado. Cuesta creer que no tuviera unrefugio en alguna parte, un búnker lleno de provisiones en el que pasar el resto desu asquerosa vida de serpiente. Y, por último, está su evaluación de Coin. Lo queresulta irrefutable es que la presidenta ha hecho justo lo que Snow dice: hadejado que el Capitolio y los distritos se destrocen mutuamente para así hacersecon el poder sin grandes esfuerzos. Sin embargo, aunque ése fuera su plan, noquiere decir que soltara los paracaídas. La victoria siempre estuvo a su alcance,la tenía en las manos.

Salvo por mí.Recuerdo la respuesta de Boggs cuando reconocí que no había pensado

mucho en el sucesor de Snow: « Si tu respuesta automática no es Coin, teconviertes en una amenaza. Eres el rostro de la rebelión, quizá tengas másinfluencia que nadie. De cara al exterior te has limitado a tolerarla» .

De repente pienso en Prim, que ni siquiera tenía catorce años, que no era lobastante mayor para ser nombrada soldado, pero que, de algún modo, estabatrabajando en el frente. ¿Cómo pudo pasar? No me cabe duda de que mihermana habría querido estar allí, está clarísimo que era más capaz que muchaspersonas mayores que ella. Sin embargo, alguien con un puesto importante tuvoque aprobar que una chica de trece años entrara en combate. ¿Lo hizo Coinpensando que perder a Prim me volvería loca del todo? ¿O que, al menos, mepondría de su lado sin fisuras? Ni siquiera tendría que asegurarse de que lopresenciara en persona, ya que numerosas cámaras cubrían el Círculo de laCiudad y capturaron el momento para siempre.

No, ahora sí que me estoy volviendo loca, me dejo llevar por la paranoia.Demasiada gente sabría de la misión, no podrían mantenerlo en secreto. ¿O sí?¿Quién más tendría que saberlo, aparte de Coin, Plutarch y una tripulaciónpequeña, leal o prescindible?

Necesito resolver esto, pero las personas en las que confiaba están muertas:Cinna, Boggs, Finnick, Prim… Peeta sólo podría especular y quién sabe en quéestado se encontrará su mente. Eso me deja con Gale. Está lejos, pero, aunqueestuviera a mi lado, ¿confiaría en él? ¿Qué le iba a decir? ¿Cómo expresarlo sindar a entender que fue su bomba la que mató a Prim? La idea es tan imposibleque no me queda más remedio que pensar que Snow miente.

Al final, sólo hay una persona que quizá sepa lo que pasó y quizá esté de milado. Comentar el asunto es un riesgo. Sin embargo, aunque creo que Hay mitches capaz de jugarse mi vida en la arena, no creo que me delate a Coin. Seancuales sean nuestros problemas, preferimos resolverlos cara a cara.

Me levanto como puedo y cruzo el pasillo hasta su cuarto. Llamo, noresponde y empujo la puerta. Puaj , es asombroso lo deprisa que puede destrozarun lugar: por todas partes hay platos de comida a medio comer, botellas de licor

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hechas añicos y trozos de muebles rotos en plena borrachera. Él, descuidado ysucio, está tirado en un enredo de sábanas en la cama, inconsciente.

—Haymitch —le digo, moviéndole la pierna.Obviamente, eso no basta. De todos modos, lo intento unas cuantas veces

antes de volcarle la jarra de agua en la cara. Se despierta con un jadeo ahogadoy ataca a ciegas con su cuchillo. Al parecer, el fin de Snow no ha supuesto el finde su terror.

—Ah, tú —dice, y por su voz sé que sigue borracho.—Haymitch —empiezo.—Mira eso, el Sinsajo ha encontrado su voz —contesta, riendo—. Bueno,

Plutarch se va a poner muy contento —dice, y le da un trago a la botella—. ¿Porqué estoy empapado?

Dejo caer la jarra a mis espaldas, y aterriza sobre una pila de ropa sucia.—Necesito tu ayuda —le explico.Haymitch eructa y llena el aire de vapores de licor blanco.—¿Qué te pasa, preciosa? ¿Más problemas de chicos?No sé por qué, pero sus palabras me hacen un daño que rara vez consiguen.

Debe de notárseme en la cara, porque, a pesar de la borrachera, intenta retirarlo.—Vale, no tiene gracia —dice, pero yo ya estoy en la puerta—. ¡No tiene

gracia! ¡Vuelve!Por el golpe de su cuerpo contra el suelo, supongo que ha intentado seguirme

y no lo ha conseguido.Deambulo por la mansión y desaparezco en un armario lleno de cosas

sedosas. Las arranco de las perchas hasta reunir un montón y me entierro en él.Encuentro una pastilla de morflina perdida en el forro de mi bolsillo y me latrago en seco para parar la histeria que amenaza con apoderarse de mí. Sinembargo, no basta: oigo a Haymitch llamándome a lo lejos, pero no meencontrará en su estado, y menos en este escondite nuevo. Envuelta en seda, mesiento como una oruga en su capullo esperando la metamorfosis. Siempre hecreído que es un periodo de paz, y al principio lo es, pero, conforme me adentroen la noche, me siento cada vez más atrapada, ahogada por mis resbaladizasataduras, incapaz de emerger hasta haberme transformado en una criatura bella.Me retuerzo intentando deshacerme de mi cuerpo destrozado y averiguar cómoconseguir unas alas perfectas. A pesar de todos mis esfuerzos, sigo siendo unacriatura espantosa esculpida por el estallido de las bombas.

El encuentro con Snow abre la puerta a mi antiguo repertorio de pesadillas. Escomo si me picaran otra vez las rastrevíspulas. Una ola de imágenes horriblescon un breve respiro que confundo con el despertar…, sólo para descubrir otraola que me derriba. Cuando por fin me encuentran los guardias, estoy sentada enel suelo del armario, enredada en seda y gritando como una posesa. Luchocontra ellos hasta que me convencen de que intentan ayudarme, me quitan la

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ropa que me ahoga y me acompañan a mi habitación. Por el camino pasamosjunto a una ventana, y veo un alba gris y nevada sobre el Capitolio.

Hay mitch, que tiene una buena resaca, me espera con un puñado de píldorasy una bandeja de comida que ninguno de los dos consigue tragar. Intenta conpoco entusiasmo hacerme hablar de nuevo, pero, al ver que no tiene éxito, meenvía a la bañera que alguien me ha preparado. Es profunda, con tres escalonespara llegar al fondo. Me sumerjo en el agua caliente y me siento, con espumahasta el cuello, esperando a que las medicinas hagan efecto. Me concentro en larosa, que ha abierto sus pétalos esta noche e impregna el aire húmedo de suintenso perfume. Me levanto y voy a por una toalla para cubrirla, cuando alguienllama y la puerta del baño se abre. Tres caras familiares intentan sonreírme,aunque ni siquiera Venia logra disimular la conmoción que le supone ver micuerpo de muto destrozado.

—¡Sorpresa! —grazna Octavia antes de echarse a llorar.Su aparición me desconcierta; entonces caigo en que debe de ser el día de la

ejecución. Han venido a prepararme para las cámaras, a dejarme en base debelleza cero. Con razón llora Octavia: es una tarea imposible.

Apenas pueden tocar el puzle de piel por miedo a hacerme daño, así que meenjuago y seco y o sola. Les digo que apenas noto ya el dolor, pero Flavius haceuna mueca cuando me pone el albornoz. En el dormitorio me encuentro con otrasorpresa. Está sentada muy recta en un sillón, impecable desde la pelucaplateada a los tacones de cuero y agarrada a un cuaderno. La única diferencia esque ahora su mirada parece ausente.

—Effie —digo.—Hola, Katniss —responde, y se levanta para besarme en la mejilla, como si

nada hubiera ocurrido desde nuestro último encuentro, la noche antes delVasallaje de los Veinticinco—. Bueno, parece que tenemos otro gran, gran, grandía por delante. ¿Por qué no empiezas a arreglarte y y o me acerco a supervisarlos preparativos?

—Vale —respondo, aunque ella ya se marcha.—Dicen que a Plutarch y a Haymitch les ha costado mantenerla con vida —

comenta Venia en voz baja—. La encarcelaron después de tu fuga; eso ay udó.Es echarle mucha imaginación: Effie Trinket, la rebelde. Sin embargo, no

quiero que Coin la mate, así que tomo nota de que debo presentarla de ese modosi me preguntan.

—Supongo que al final tuvisteis suerte de que Plutarch os secuestrara.—Somos el único equipo de preparación que sigue vivo. Y todos los estilistas

del Vasallaje están muertos —responde Venia. No especifica quién los hamatado, aunque empiezo a preguntarme si eso importa. Me levanta con cuidadouna de las manos quemadas y la sostiene para examinarla—. Bueno, ¿quéprefieres para las uñas? ¿Rojo o quizá negro azabache?

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Flavius hace un milagro con mi pelo, consigue igualarlo por delante y taparlas calvas de atrás con algunos mechones más largos. Como las llamas merespetaron la cara, sólo presenta los desafíos habituales. Con el traje de Sinsajode Cinna, las únicas cicatrices visibles son las del cuello, los antebrazos y lasmanos. Octavia me pone la insignia a la altura del corazón y damos un paso atráspara mirarnos en el espejo. No puedo creerme lo normal que parezco por fuera,cuando por dentro soy una ruina.

Llaman a la puerta y entra Gale.—¿Puedo hablar contigo un minuto? —me pregunta.Miro a mi equipo de preparación en el espejo. Sin saber bien a dónde ir, se

chocan unos con otros hasta acabar escondiéndose en el baño. Gale se me acercapor detrás y examinamos nuestros reflejos. Yo busco algo a lo que aferrarme,algún rastro de la chica y el chico que se conocieron por casualidad en el bosquehace cinco años y se hicieron inseparables. Me pregunto qué les habría pasado silos Juegos del Hambre no se hubieran llevado a la chica, si ella se hubieraenamorado del chico, e incluso casado con él. Y si, en algún momento del futuro,una vez criados los hermanos y hermanas, hubiera huido con él al bosque ydejado el 12 atrás para siempre. ¿Habrían sido felices entre los árboles? ¿Otambién habría surgido entre ellos esta triste oscuridad sin la ay uda del Capitolio?

—Te he traído esto —dice Gale, levantando un carcaj ; cuando lo cojo, medoy cuenta de que contiene una sola flecha normal—. Se supone que essimbólico que seas tú la que dispare por última vez en esta guerra.

—¿Y si fallo? —digo—. ¿Irá Coin a por la flecha y me la traerá? ¿O le pegaráun tiro a Snow en la cabeza ella misma?

—No fallarás —responde Gale mientras me ajusta el carcaj en el hombro.Nos quedamos aquí, mirándonos a la cara, aunque no a los ojos.—No viniste a verme al hospital —le digo; como no responde, finalmente lo

suelto—: ¿Fue tu bomba?—No lo sé, ni tampoco Beetee —contesta—. ¿Importa eso? Nunca dejarás de

pensar en ello.Espera a que lo niegue, y quiero negarlo, pero es cierto: incluso ahora estoy

viendo el relámpago que la hace arder y noto el calor de las llamas. Nuncalograré separar ese momento de Gale. El silencio es mi respuesta.

—Cuidar de tu familia es lo único que tenía a mi favor —me dice—. Apuntabien, ¿vale?

Me toca la mejilla y se va. Quiero llamarlo y decirle que me equivoqué, quedescubriré el modo de aceptar todo esto, de recordar las circunstancias en las quecreó la bomba, que tendré en cuenta también todos mis crímenes sin excusa, quedescubriré la verdad sobre quién soltó los paracaídas, que probaré que no fueronlos rebeldes. Que lo perdonaré. Sin embargo, no puedo, tendré que vivir con eldolor.

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Effie llega para llevarme rápidamente a no sé qué reunión. Recojo el arco y,en el último segundo, recuerdo la reluciente rosa en su vaso de agua. Cuandoabro la puerta del baño me encuentro a mi equipo sentado en fila en el borde dela bañera, hundidos y derrotados. Me sirve para recordar que no soy la única a laque se le ha caído el mundo encima.

—Venga —les digo—, el público nos espera.Espero que se trate de una reunión de producción en la que Plutarch me

explique dónde ponerme y qué decir antes de matar a Snow, pero me encuentroen una sala con otras seis personas: Peeta, Johanna, Beetee, Haymitch, Annie yEnobaria. Todos llevan los uniformes grises de los rebeldes del 13, y ningunotiene buen aspecto.

—¿Qué es esto? —pregunto.—No estamos seguros —responde Hay mitch—. Una reunión de los

vencedores que quedan vivos, al parecer.—¿Sólo quedamos nosotros? —pregunto.—El precio de la fama —responde Beetee—: fuimos el objetivo de ambos

bandos. El Capitolio mató a los vencedores sospechosos de colaborar con losrebeldes, y los rebeldes mataron a los sospechosos de aliarse con el Capitolio.

Johanna mira a Enobaria con el ceño fruncido y dice:—Entonces, ¿qué hace ella aquí?—Cuenta con la protección de lo que llamamos el Trato del Sinsajo —explica

Coin al entrar en la sala detrás de mí—. Katniss aceptó apoyar a los rebeldes acambio de la inmunidad de los vencedores capturados. Ella ha cumplido su partedel trato, así que nosotros también.

Enobaria sonríe a Johanna, que replica:—No te pongas tan chula. Te vamos a matar de todos modos.—Siéntate, Katniss, por favor —me dice Coin antes de cerrar la puerta.Me siento entre Annie y Beetee, y dejo con cuidado la rosa de Snow en la

mesa. Como siempre, Coin va directa al grano.—Os he llamado para zanjar un debate. Hoy ejecutaremos a Snow. En las

últimas semanas hemos juzgado a cientos de cómplices de la opresión de Panemque ahora esperan la muerte. No obstante, el sufrimiento de los distritos ha sidotan extremo que las víctimas consideran insuficientes estas medidas. De hecho,muchos piden la aniquilación de todos los ciudadanos del Capitolio. Sin embargo,para mantener una población sostenible, no podemos permitirlo.

A través del agua del vaso veo una imagen distorsionada de una de las manosde Peeta. Las marcas de las quemaduras. Ahora los dos somos mutos de fuego.Subo la vista hasta el punto en el que las llamas le cruzaron la frente y lechamuscaron las cejas; los ojos se libraron por muy poco. Esos mismos ojosazules que solían buscar los míos en el colegio para después apartarserápidamente, igual que hacen ahora.

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—Por tanto, se ha puesto sobre la mesa una alternativa. Como mis colegas yyo no llegamos a un consenso, se ha acordado dejar que decidan los vencedores.Necesitamos una may oría de cuatro votos para aprobar el plan. Nadie podráabstenerse —sigue diciendo Coin—. Se ha propuesto que, en vez de eliminar atoda la población del Capitolio, tengamos unos últimos Juegos del Hambresimbólicos con los niños relacionados directamente con los que ostentaban elpoder.

Los siete nos volvemos hacia ella.—¿Qué? —dice Johanna.—Que tengamos otros Juegos del Hambre usando a los niños del Capitolio —

responde Coin.—¿Estás de broma? —pregunta Peeta.—No. También debo deciros que, si hacemos los Juegos, se sabrá que fue con

vuestra autorización, aunque mantendremos en secreto los votos concretos porcuestiones de seguridad —explica Coin.

—¿Ha sido idea de Plutarch? —pregunta Haymitch.—Ha sido mía —responde Coin—, para mantener el equilibrio entre la

necesidad de venganza y la menor pérdida de vidas posible. Podéis votar.—¡No! —grita Peeta—. ¡Voto que no, por supuesto! ¡No podemos tener otros

Juegos del Hambre!—¿Por qué no? —pregunta Johanna—. A mí me parece justo, y Snow tiene

una nieta, encima. Yo voto que sí.—Y yo —dice Enobaria, casi con indiferencia—. Que prueben su propia

medicina.—¡Por esto nos rebelamos! ¿Recordáis? —insiste Peeta, mirándonos a los

demás—. ¿Annie?—Yo voto que no, como Peeta —responde—. Y lo mismo habría votado

Finnick de estar aquí.—Pero no está porque los mutos de Snow lo mataron —le recuerda Johanna.—No —dice Beetee—. Sentaría un precedente. Tenemos que dejar de vernos

como enemigos. Llegados a este punto, la unidad es esencial para sobrevivir. No.—Sólo quedan Katniss y Haymitch —dice Coin.¿Así sería la primera vez, hace unos setenta y cinco años? ¿Un grupo de gente

se reunió en torno a una mesa y votó para aprobar el inicio de los Juegos delHambre? ¿Hubo alguna oposición? ¿Habló alguien de piedad y acabaronahogándolo los gritos que pedían la muerte de los niños de los distritos? El aromade la rosa de Snow me llega a la nariz, me baja por la garganta y se cierra en unnudo de desesperación. Después de perder a todas esas personas a las que tantoquería, ahora estamos hablando de hacer otros Juegos del Hambre para intentarperder más vidas. No ha cambiado nada. Ya no cambiará nada.

Sopeso detenidamente mis opciones y lo medito bien. Sin apartar la mirada

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de la rosa, digo:—Yo voto que sí… por Prim.—Haymitch, depende de ti —dice Coin.Peeta, furioso, insiste en la atrocidad de la que formaría parte Haymitch si lo

acepta, pero y o noto que Haymitch me está mirando a mí. Éste es el momento,el momento en que descubrimos lo mucho que nos parecemos y lo mucho queme comprende.

—Yo estoy con el Sinsajo —responde.—Excelente. Eso decide el voto —dice Coin—. Ahora tenemos que ocupar

nuestros puestos para la ceremonia.Cuando pasa a mi lado, levanto el vaso con la rosa.—¿Podrías asegurarte de que Snow la lleve puesta? ¿Justo a la altura del

corazón?—Por supuesto —responde Coin, sonriendo—, y también me aseguraré de

que sepa lo de los Juegos.—Gracias —respondo.Otra gente entra en la sala y me rodea. Los últimos toques de polvos y las

instrucciones de Plutarch de camino a las puertas principales de la mansión. ElCírculo de la Ciudad está lleno, hay gente abarrotando las calles laterales. Losotros ocupan sus lugares en el exterior: guardias, oficiales, líderes rebeldes yvencedores. Oigo los vítores que indican que Coin ha aparecido en el balcón.Entonces, Effie me da un toque en el hombro y salgo fuera, bajo la fría luz delsol invernal. Camino hasta mi posición acompañada del ensordecedor rugido dela multitud. Como me han dicho, me vuelvo para que me vean de perfil y espero.Cuando sacan a Snow por la puerta, el público enloquece. Le atan las manos a unposte, cosa que me parece innecesaria porque no va a ir a ningún sitio. No tiene adónde ir. No estamos en el amplio escenario del Centro de Entrenamiento, sino enla estrecha terraza de la mansión presidencial. Con razón nadie se ha molestadoen hacerme practicar: lo tengo a menos de diez metros.

Noto el zumbido del arco en la mano, saco la flecha del carcaj de la espalda,la coloco, apunta a la rosa y lo miro a la cara. Él tose, y una baba ensangrentadale baja por la barbilla; se pasa la lengua por los hinchados labios. Intentoencontrar algún rastro de algo en sus ojos, ya sea miedo, remordimientos o rabia,pero sólo encuentro la misma expresión burlona con la que acabó nuestra últimaconversación. Es como si lo dijera otra vez: « Ay, mi querida señorita Everdeen,creía que habíamos acordado no volver a mentirnos» .

Tiene razón, lo hicimos.La punta de mi flecha se mueve hacia arriba, suelto la cuerda y la presidenta

Coin cae por el borde del balcón y se estrella contra el suelo. Muerta.

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Entre las reacciones de asombro soy consciente de un sonido: la risa de Snow.Son unas carcajadas horribles, un borboteo acompañado de una erupción desangre espumosa cuando empiezan las toses. Lo veo inclinarse hacia delanteescupiendo la vida hasta que los guardias me tapan la vista.

Cuando los uniformes grises empiezan a rodearme pienso en lo que medeparará mi breve futuro como asesina de la nueva presidenta de Panem: elinterrogatorio, probablemente la tortura y, sin duda, una ejecución pública.Tendré que despedirme otra vez de las pocas personas que todavía guardo en micorazón. La idea de enfrentarme a mi madre, que ahora estará completamentesola en el mundo, me decide.

—Buenas noches —susurro al arco que tengo en la mano, y noto que sequeda quieto. Después levanto el brazo izquierdo y bajo la cabeza para arrancarla pastilla de la manga. En vez de eso, muerdo carne. Echo la cabeza atrás,perpleja, y me encuentro mirando a los ojos de Peeta, aunque ahora sí medevuelven la mirada. Le sangran las marcas de dientes en la mano que ha puestosobre mi jaula de noche.

—¡Déjame ir! —le grito, intentando soltarme.—No puedo —responde.Mientras me apartan de él noto que me arranca el bolsillo de la manga y veo

caer al suelo la píldora violeta, veo el último regalo de Cinna aplastado bajo labota de un guardia. Me transformo en un animal salvaje que da patadas, araña,muerde y hace lo que sea por liberarse de esta red de manos, entre losempujones de la muchedumbre. Los guardias me levantan en el aire paraapartarme, y yo sigo luchando mientras me llevan por encima de la gente.Empiezo a gritar llamando a Gale, no lo encuentro entre el gentío, pero él sabrálo que quiero: un tiro limpio que acabe con todo. Pero no hay flecha ni bala. ¿Esque no me ve? No, sobre nosotros, en las gigantescas pantallas colocadas por todoel Círculo, todos pueden ver lo que pasa. Me ve, lo sabe, pero no lo hace, igualque y o tampoco lo hice cuando lo capturaron. Menudos cazadores y amigos queestamos hechos los dos.

Estoy sola.

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En la mansión me esposan y me tapan los ojos. Me llevan, medio a rastras,medio en brazos, por largos pasillos, subiendo y bajando en ascensores, hastadejarme sobre un suelo enmoquetado. Me quitan las esposas y cierran la puerta.Cuando me quito la venda de los ojos, descubro que estoy en mi antiguo cuartodel Centro de Entrenamiento, donde viví durante aquellos últimos preciados díasantes de mis primeros Juegos del Hambre y del Vasallaje. El colchón estádesnudo, el armario abierto y vacío, pero reconocería esta habitación encualquier parte.

Me cuesta levantarme y quitarme el traje de Sinsajo. Tengo muchasmagulladuras y quizá un par de dedos rotos, pero es mi piel la que ha sufrido máslos efectos de la pelea con los guardias. Los nuevos parches rosas se han cortadocomo papel y la sangre mana de las células creadas en el laboratorio. Sinembargo, no aparece ningún sanitario, y yo estoy demasiado ida para que meimporte, así que me arrastro hasta el colchón y espero a morir desangrada.

No tengo tanta suerte. Por la noche la sangre se ha coagulado, y me hadejado rígida, dolorida y pegajosa, aunque viva. Me meto en la ducha yprogramo el ciclo más suave que recuerdo, sin jabones ni productos para el pelo;después me pongo en cuclillas bajo el agua caliente con los codos en las rodillasy la cabeza entre las manos.

« Me llamo Katniss Everdeen. ¿Por qué no estoy muerta? Debería estarmuerta. Sería mejor para todos que estuviera muerta…» .

Cuando salgo y me pongo sobre la alfombrilla, el aire caliente me seca la pieldañada. No tengo nada que ponerme, ni siquiera una toalla para taparme. En elcuarto veo que el traje de Sinsajo ha desaparecido, pero que han dejado una batade papel. También hay una comida enviada desde la misteriosa cocina, junto conuna caj ita con mi medicación de postre. Me como la comida, me tomo laspastillas y me aplico el ungüento en la piel. Necesito concentrarme en cómo mesuicidaré.

Me hago un ovillo en el colchón manchado de sangre; no tengo frío, aunqueme siento desnuda con este papel cubriéndome. Saltar no es una opción, ya queel cristal de la ventana tiene como treinta centímetros de grosor. Sé hacer unosnudos excelentes, pero no hay nada con lo que colgarme. Podría acumular laspastillas y tomarme unas dosis letal, pero estoy segura de que me vigilan lasveinticuatro horas del día. Por lo que sé, quizá me estén sacando en televisión enestos mismos momentos, mientras los comentaristas intentan analizar qué mehabrá impulsado a matar a Coin. La vigilancia hace que casi cualquier intento desuicidio resulte imposible. Quitarme la vida es un privilegio del Capitolio. Otravez.

Lo que sí puedo hacer es rendirme. Decido tumbarme en la cama sin comerni beber ni tomarme las medicinas. Y podría hacerlo, morirme y punto…, si nofuera por el mono de la morflina. No poco a poco, como en el hospital del 13,

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sino de golpe. Debía de estar tomándome una dosis muy alta porque, cuandollega la necesidad, lo hace acompañada de temblores, dolores punzantes y un fríoinsoportable; aplasta mi voluntad como si fuera una cáscara de huevo. Estoy derodillas en el suelo, arañando la moqueta en busca de las preciadas pastillas quetiré en un momento de fortaleza. Reviso mi plan de suicidio y decido morir pocoa poco mediante la morflina. Me convertiré en una bolsa de huesos amarillentacon unos ojos enormes. Al cabo de dos días del plan, cuando ya estoy haciendobastantes progresos, sucede algo inesperado.

Empiezo a cantar. En la ventana, en la ducha, en sueños. Hora tras hora debaladas, canciones de amor, aires de montaña… Todas las canciones que mipadre me enseñó antes de morir, porque está claro que ha habido poca música enmi vida desde entonces. Lo más sorprendente es lo bien que las recuerdo: lasmelodías, las letras. Mi voz, al principio ronca y con gallos en las notas altas, setempla y se convierte en algo espléndido. Una voz que haría que los sinsajoscallaran y después se unieran encantados a ella. Pasan días y semanas. Veocómo la nieve cae en el alféizar de mi ventana. Y en todo este tiempo, sólo oigomi voz.

¿Qué estarán haciendo? ¿A qué tanto retraso? ¿Tan difícil es preparar laejecución de una sola asesina? Sigo con mi propia aniquilación. Estoy másdelgada que nunca y mi batalla contra el hambre es tan feroz que, a veces, miparte animal cae en la tentación de un pan con mantequilla o una carne asada.Sin embargo, estoy ganando. Me siento bastante mal durante unos días y creoque por fin voy a abandonar esta vida, hasta que me doy cuenta de que estánreduciendo el suministro de morflina. Intentan desengancharme poco a poco.¿Por qué? Imagino que sería más fácil manejar a un Sinsajo drogado delante dela multitud. Entonces se me ocurre algo terrible: ¿y si no me matan? ¿Y si tienenotros planes para mí, una nueva forma de rehacerme, entrenarme y usarme?

No lo haré. Si no puedo matarme en este cuarto, aprovecharé la primeraoportunidad que tenga en el exterior. Pueden engordarme, pueden arreglarme depies a cabeza, vestirme y ponerme de nuevo guapa; pueden diseñar nuevasarmas de ensueño que cobren vida en mis manos, pero nunca jamás mevolverán a lavar el cerebro para que necesite usarlas. Ya no siento lealtad haciaestos monstruos llamados seres humanos, a pesar de ser uno de ellos. Creo quePeeta dio con la tecla al comentar que nos destruyéramos entre nosotros paradejar que otra especie más decente ocupara nuestro lugar. Porque algo fallaestrepitosamente en unas criaturas capaces de sacrificar a sus hijos para zanjarsus diferencias. Da igual cómo se justifique. Snow creía que los Juegos delHambre eran un método de control muy eficaz. Coin creía que los paracaídasacelerarían la guerra. Sin embargo, al final, ¿a quién beneficia? A nadie. Locierto es que no beneficia a nadie vivir en un mundo en el que pasan estas cosas.

Después de dos días tumbada en el colchón sin comer ni beber, y sin tan

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siquiera tomarme la morflina, la puerta del cuarto se abre. Alguien se acerca a lacama hasta que puedo verlo: Haymitch.

—Tu juicio ha terminado —me dice—. Venga, nos vamos a casa.¿A casa? ¿De qué está hablando? Ya no tengo casa y, aunque fuera posible

volver a ese lugar imaginario, estoy demasiado débil para moverme. Aparecenunos desconocidos que me hidratan y me alimentan, me bañan y me visten. Unome levanta como si fuera una muñeca de trapo y me lleva a la azotea, a unaerodeslizador, y me pone el cinturón en mi asiento. Haymitch y Plutarch estánsentados frente a mí. Despegamos al cabo de unos segundos.

Nunca había visto a Plutarch tan contento, está entusiasmado.—¡Seguro que tienes un millón de preguntas! —exclama; como no reacciono,

las responde de todos modos.El caos se apoderó de la plaza después de disparar. Cuando se calmó el jaleo,

descubrieron el cadáver de Snow todavía atado al poste. No se ponen de acuerdosobre si se ahogó él solo mientras se reía o lo aplastó la multitud. A nadie leimporta, en realidad. Se llevaron a cabo unas elecciones de emergencia y Pay lorsalió elegida presidenta. Nombraron a Plutarch secretario de comunicaciones, loque significa que se encarga de la programación televisiva. El primer granacontecimiento emitido fue mi juicio, en el que también se convirtió en uno delos testigos estrella. De la defensa, claro. Aunque casi todo el mérito de miexoneración corresponde al doctor Aurelius, que, al parecer, se ganó sus siestaspresentándome como una lunática sin remedio víctima del estrés postraumático.Una de las condiciones de mi liberación es que siga a su cuidado, aunque tendráque ser por teléfono, ya que nunca viviría en un sitio tan abandonado como el 12,que es donde estaré encerrada hasta nuevo aviso. Lo cierto es que nadie sabe quéhacer conmigo ahora que no hay guerra, aunque, si surgiera otra, Plutarch estáseguro de que me encontrarían un papel. Después se ríe de su propio chiste;nunca le molesta que los demás no los aprecien.

—¿Te preparas para otra guerra, Plutarch? —le pregunto.—Oh, ahora no. Ahora estamos en ese dulce periodo en el que todos están de

acuerdo en no repetir los recientes horrores. Sin embargo, esta coincidenciacolectiva no suele durar. Somos seres inconstantes y estúpidos con mala memoriay un don para la autodestrucción. Pero ¿quién sabe? Quizá esta vez sea la buena,Katniss.

—¿La buena?—La vez que acertemos. Quizá estemos siendo testigos de la evolución de la

raza humana. Piénsalo.Entonces me pregunta si me gustaría participar en un nuevo concurso de

cantantes que lanzará dentro de unas semanas. Algo animado iría bien. Enviará alequipo de televisión a mi casa.

Aterrizamos brevemente en el Distrito 3 para dejar a Plutarch. Se va a reunir

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con Beetee para actualizar la tecnología del sistema de retransmisión. Sus últimaspalabras son:

—¡No te olvides de llamar!Cuando volvemos a las nubes, miro a Hay mitch.—¿Por qué vuelves al 12? —le pregunto.—A mí tampoco me han encontrado un sitio en el Capitolio.Al principio no lo cuestiono, pero después empiezo a tener mis dudas.

Hay mitch no ha asesinado a nadie, podría ir a cualquier parte. Si vuelve al 12 esporque se lo han ordenado.

—Tienes que cuidarme, ¿no? ¿Como mi mentor? —pregunto, y se encoge dehombros; entonces me doy cuenta de lo que eso significa—. Mi madre no va avolver.

—No —responde; saca un sobre del bolsillo de la chaqueta y me lo da.Examino las delicadas palabras perfectamente escritas—. Está ayudando amontar un hospital en el Distrito 4. Quiere que la llames en cuanto lleguemos —me explica; y o recorro con el dedo el elegante trazo de las letras—. Ya sabes porqué no puede volver.

Sí, sé por qué: porque entre mi padre, Prim y las cenizas, ese lugar esdemasiado doloroso. Sin embargo, al parecer, no para mí.

—¿Quieres saber quién más no volverá? —me pregunta.—No, mejor que sea una sorpresa.Como un buen mentor, Hay mitch me obliga a comer un sándwich y después

finge que se cree que estoy dormida durante el resto del viaje. Se dedica aregistrar todos los compartimentos del aerodeslizador para sacar el licor yguardárselo en la mochila. Es de noche cuando aterrizamos en el césped de laAldea de los Vencedores. La mitad de las casas tienen luces encendidas, incluidasla de Hay mitch y la mía, pero no la de Peeta. Alguien ha encendido la chimeneade mi cocina. Me siento en la mecedora frente al fuego agarrada a la carta de mimadre.

—Bueno, nos vemos mañana —se despide Haymitch.Oigo el tintineo de las botellas de licor de su mochila al alejarse y susurro:—Lo dudo.No logro moverme de la silla. El resto de la casa me resulta frío, vacío y

oscuro. Me echo un viejo chal sobre el cuerpo y contemplo las llamas. Supongoque me duermo porque, cuando despierto, es por la mañana y Sae la Grasientaestá utilizando la hornilla. Me prepara huevos con tostadas y se sienta hasta queme lo como todo. No hablamos mucho. Su nieta pequeña, la que vive en supropio mundo, recoge una bola de lana azul vivo de la cesta de punto de mimadre. Sae le pide que la devuelva, pero y o le digo que puede quedársela; enesta casa ya no teje nadie. Después del desay uno, Sae la Grasienta lava los platosy se va, aunque vuelve a la hora de la cena para hacerme de comer. No sé si está

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siendo una buena vecina o si está en la nómina del Gobierno, pero aparece dosveces al día. Ella cocina y yo consumo. Intento averiguar qué hacer ahora, y a nohay ningún obstáculo que me impida quitarme la vida. Sin embargo, es como siesperara algo.

A veces suena el teléfono una y otra vez, pero no contesto. Hay mitch noviene nunca. Quizá hay a cambiado de idea y se haya largado, aunque sospechoque está borracho. Las únicas que me visitan son Sae y su nieta. Al cabo devarios meses de solitaria reclusión es como estar en una multitud.

—Hoy huele a primavera, deberías salir —dice—. A cazar.No he salido de la casa, ni siquiera he salido de la cocina salvo para ir al

pequeño cuarto de baño que está a unos cuantos pasos. Llevo la misma ropa quecuando salí del Capitolio. Me limito a sentarme frente a la chimenea y mirar lapila de cartas sin abrir que se acumulan en la repisa.

—No tengo arco.—Mira en el vestíbulo.Cuando se va, pienso en caminar hasta la entrada, pero lo descarto. Al final,

al cabo de varias horas, lo hago, me acerco sin hacer ruido, como si no desearadespertar a los fantasmas. En el estudio en el que tomé el té con el presidenteSnow encuentro una caja con la chaqueta de cazador de mi padre, nuestro librode plantas, la foto de boda de mis padres, la espita que mandó Haymitch y elmedallón que Peeta me dio en la arena del reloj . Los dos arcos y el carcaj deflechas que Gale rescató la noche de las bombas de fuego contra el distrito estánsobre el escritorio. Me pongo la chaqueta y no toco nada más. Me quedo dormidaen el sofá del salón para las visitas, y tengo una pesadilla horrible en la que estoytumbada en una profunda tumba abierta y todas las personas muertas queconozco por su nombre se acercan para echarme encima una palada de cenizas.Es un sueño bastante largo, teniendo en cuenta el tamaño de la lista de personas,y, cuanto más me entierran, más me cuesta respirar. Intento gritar pidiendoay uda, suplicarles que se detengan, pero las cenizas me llenan la boca y la nariz,y no logro emitir ruido alguno. Y la pala sigue y sigue…

Me despierto sobresaltada. La pálida luz de la mañana entra por los bordes delas contraventanas, pero el ruido de la pala continúa. Sin salir del todo de lapesadilla, corro por el vestíbulo, salgo por la puerta principal y rodeo el lateral dela casa, porque ahora estoy bastante segura de que puedo gritar a los muertos.Cuando lo veo, me detengo en seco. Tiene la cara roja de cavar el suelo bajo lasventanas. En una carretilla hay cinco arbustos ralos.

—Has vuelto —le digo.—El doctor Aurelius no me ha dejado salir del Capitolio hasta ayer mismo —

responde Peeta—. Por cierto, me pidió que te dijera que no puede fingireternamente que te está tratando. Tienes que contestar al teléfono.

Tiene buen aspecto. Delgado y lleno de cicatrices de quemaduras, como yo,

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pero en sus ojos ya no se ve esa mirada turbia y atormentada. Sin embargo,frunce un poco el ceño al examinarme. Me aparto el pelo de los ojos con pocoentusiasmo y me doy cuenta de que está apelmazado de tanta suciedad. Mepongo a la defensiva:

—¿Qué estás haciendo?—Fui al bosque esta mañana y desenterré estos arbustos para ella —responde

—. Se me ocurrió que podríamos plantarlos en el lateral de la casa.Miro los arbustos y los terrones de tierra que les cuelgan de las raíces, y

contengo el aliento cuando la palabra rosa me viene a la cabeza. Estoy a punto degritarle cosas horribles a Peeta cuando recuerdo el nombre real: son primroses,prímulas, la flor que dio nombre a mi hermana. Asiento, corro a la casa y cierrola puerta detrás de mí. Pero aquella cosa malvada está dentro, no fuera.Temblando de debilidad y nervios, corro escaleras arriba. Me tropiezo en elúltimo escalón y caigo al suelo, pero me obligo a levantarme y entro en midormitorio. El olor es tenue, aunque todavía se nota en el aire. Está ahí, la rosablanca entre las flores secas del jarrón; a pesar de su aspecto marchito y frágil,conserva esa perfección antinatural que se cultivaba en el invernadero de Snow.Agarro el jarrón, bajo dando tumbos a la cocina y tiro el contenido a las brasas.Mientras las flores arden, un estallido de llamas azules envuelve a la rosa y ladevora. El fuego vuelve a vencer a las rosas. Estrello el jarrón contra el suelo,por si acaso.

De vuelta en la planta de arriba, abro las ventanas del dormitorio para limpiarel aire del hedor de Snow, aunque todavía lo noto en la ropa y en los poros de micuerpo. Me desnudo, y unas escamas de piel del tamaño de naipes se quedanpegadas a las prendas. Evito mirarme en el espejo, me meto en la ducha, y merestriego las rosas del pelo, el cuerpo y la boca. Con la piel roj iza y sensible,busco algo que ponerme. Tardo media hora en peinarme. Sae la Grasienta abrela puerta principal y, mientras prepara el desay uno, echo al fuego la ropa que mehe quitado. Siguiendo su consejo, me corto las uñas con un cuchillo.

Mientras me como los huevos, le pregunto:—¿Adónde ha ido Gale?—Al Distrito 2. Tiene un trabajo importante, lo veo de vez en cuando en la

televisión —responde.Rebusco en mi interior intentando sentir rabia, odio o añoranza, pero sólo

descubro alivio.—Hoy me voy de caza —afirmo.—Bien, no me vendría mal carne de caza fresca.Me armo con un arco y las flechas, y salgo al exterior con la intención de ir

al bosque por la Pradera. Cerca de la plaza hay equipos de personas conmáscaras y guantes que llevan carros tirados por caballos. Están buscando bajola nieve que cay ó este invierno, recogiendo los restos. Hay un carro aparcado

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delante de la casa del alcalde y reconozco a Thom, el antiguo compañero deGale, que se ha parado un momento para limpiarse el sudor de la frente con untrapo. Recuerdo haberlo visto en el 13, pero supongo que habrá vuelto. Su saludome da el valor que necesito para preguntar:

—¿Han encontrado a alguien dentro?—A toda la familia. Y a las dos personas que trabajaban para ellos.Madge, la callada, amable y valiente Madge. La chica que me regaló la

insignia que me dio un nombre. Trago saliva con dificultad y me pregunto si seunirá a los protagonistas de mis pesadillas esta noche para echarme más cenizaen la boca.

—Pensaba que a lo mejor, como era el alcalde…—No creo que ser el alcalde del 12 pusiera la suerte de su parte —responde

Thom.Asiento y sigo moviéndome, procurando no mirar la parte de atrás del carro.

Me encuentro con lo mismo por toda la ciudad y la Veta: la cosecha de losmuertos. Conforme me acerco a las ruinas de mi antigua casa, la carretera se vallenando cada vez más de carros. Y no hay Pradera o, al menos, ha cambiado deforma drástica: han abierto un profundo hoyo y están colocando dentro loshuesos, una fosa común para mi gente. Rodeo el hoy o y entro en el bosque por elmismo lugar de siempre, aunque da igual, y a que la alambrada no estáelectrificada y la han sujetado con largas ramas para que no entren losdepredadores. Sin embargo, cuesta deshacerse de las viejas costumbres. Piensoen ir al lago, pero estoy tan débil que apenas llego a mi punto de encuentro conGale. Me siento en la roca en la que nos grabó Cressida; es demasiado ancha sinsu cuerpo al lado. Cierro los ojos varias veces y cuento hasta diez con laesperanza de que, al abrirlos, se materialice ante mí como solía, sin hacer ruido.Me recuerdo que Gale está en el 2 con un trabajo importante, seguramentebesando otros labios.

Es uno de esos días que tanto gustaban a la antigua Katniss: principios deprimavera, los bosques se despiertan del largo invierno. Sin embargo, la descargade energía que empezó con las prímulas se desvanece y, cuando llego a laalambrada, estoy tan mareada que Thom se ve obligado a llevarme a casa en elcarro de los muertos. Me ay uda a tumbarme en el sofá del salón y desde allíobservo cómo las motas de polvo giran en los débiles rayos de luz de la tarde.

Vuelvo la cabeza rápidamente al oír el bufido, aunque tardo un rato encreérmelo. ¿Cómo habrá llegado aquí? Observo las marcas de garras de algúnanimal salvaje, la pata trasera que lleva un poco levantada y los prominenteshuesos del rostro. Debe de haber venido andando desde el 13. Quizá lo echaron oquizá no podía soportar seguir allí sin ella, así que ha venido a buscarla.

—Ha sido una pérdida de tiempo, no está aquí —le digo, y Buttercup vuelve abufar—. No está aquí, bufa todo lo que quieras, no vas a encontrar a Prim. —Al

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oír su nombre, se anima, levanta las orejas y empieza a maullar, esperanzado—.¡Vete! —le grito, y él esquiva el coj ín que le tiro—. ¡Lárgate! ¡Aquí no hay nadapara ti! —Empiezo a temblar, furiosa con el gato—. ¡No va a volver! ¡Novolverá jamás! —Agarro otro coj ín y me levanto para apuntar mejor; laslágrimas surgen de la nada y me caen por las mejillas—. Está muerta. —Meagarro el vientre para mitigar el dolor, pero me derrumbo sobre los tobillos y meagarro al coj ín, llorando—. Está muerta, gato estúpido. Está muerta.

Un nuevo sonido, parte llanto, parte música, sale de mi cuerpo y da voz a midesesperación. Buttercup también se pone a gemir. Por mucho que intentoecharlo, no se va, sino que camina en círculos a mi alrededor, justo fuera de mialcance, mientras sufro un ataque de llanto tras otro. Al final, me desmay o. Sinembargo, él lo entiende, debe de saber que ha ocurrido lo impensable y que, portanto, para sobrevivir tendrá que hacer cosas que antes consideraba impensables,ya que, horas después, cuando me despierto en la cama, él está conmigo, a la luzde la luna. Se ha colocado a mi lado, con sus ojos amarillos abiertos y alerta,para protegerme de la noche.

Por la mañana se sienta, estoico, mientras le limpio los cortes, aunque se ponea maullar como un gatito cuando le saco la espina de la pata. Los dos acabamosllorando otra vez, sólo que esta vez nos consolamos mutuamente. Con las fuerzasque saco de esto, abro la carta de mi madre que me dio Haymitch, marco elnúmero de teléfono y también lloro con ella. Peeta aparece con Sae la Grasientacargado con una barra de pan caliente. Ella nos prepara el desay uno y y o le doymi panceta a Buttercup.

Poco a poco, con muchos días perdidos, vuelvo a la vida. Intento seguir losconsejos del doctor Aurelius y regresar a la rutina; me asombra comprobar que,llegado cierto punto, vuelve a tener sentido. Le cuento mi idea del libro, y unagran caja de papel de pergamino llega en el siguiente tren del Capitolio.

La idea la saqué del árbol de plantas de mi familia, el sitio en el queapuntábamos las cosas que no queríamos olvidar. La página comienza con laimagen de la persona, una foto si la encontramos o, si no, un boceto o un dibujode Peeta. Después, con la mejor caligrafía de la que soy capaz, anoto todos losdetalles que sería un crimen no recordar: Lady lamiendo la mejilla de Prim; larisa de mi padre; el padre de Peeta con las galletas; el color de los ojos deFinnick; lo que Cinna podía hacer con un trozo de seda; Boggs reprogramando elholo; Rue de puntillas, con los brazos ligeramente extendidos, como un pájaro apunto de volar. Etcétera, etcétera. Sellamos las hojas con agua salada yprometemos vivir bien para hacer que sus muertes no hayan sido en vano.Haymitch por fin se une a nosotros y contribuy e con veintitrés años de tributos alos que se vio obligado a ayudar como mentor. Cada vez añadimos menos cosas:un antiguo recuerdo que aparece de repente, una prímula conservada entre lashojas, y pequeños trocitos de felicidad, como la foto del hijo recién nacido de

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Finnick y Annie.Aprendemos a mantenernos ocupados de nuevo. Peeta hornea y y o cazo.

Haymitch bebe hasta que se acaba el licor y después cría gansos hasta que llegael siguiente tren. Por suerte, los gansos saben cómo cuidarse solitos. No estamossolos. Otros cientos de personas regresan porque, al margen de lo sucedido, éstees su hogar. Con las minas cerradas, aran las cenizas y la tierra, y plantancomida. Las máquinas del Capitolio preparan el terreno para una nueva fábricaen la que se harán medicinas. Aunque nadie la planta, la Pradera vuelve a serverde.

Peeta y y o nos volvemos a acercar poco a poco. Sigue habiendo momentosen que se agarra al respaldo de una silla y se aferra a ella hasta que acaba elflashback, y y o me despierto a veces gritando por culpa de las pesadillas conmutos y niños perdidos. Sin embargo, sus brazos están ahí para consolarme y, alcabo de un tiempo, también sus labios. La noche que vuelvo a sentir el hambreque se apoderó de mí en la playa sé que esto habría pasado de todos modos, quelo que necesito para sobrevivir no es el fuego de Gale, alimentado con rabia yodio. De eso tengo yo de sobra. Lo que necesito es el diente de león enprimavera, el brillante color amarillo que significa renacimiento y nodestrucción. La promesa de que la vida puede continuar por dolorosas que seannuestras pérdidas, que puede volver a ser buena. Y eso sólo puede dármeloPeeta.

Así que, después, cuando me susurra:—Me amas. ¿Real o no?Yo respondo:—Real.

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Juegan en la Pradera: la niña de pelo oscuro y ojos azules que baila por la hierba;el niño de rizos rubios y ojos grises que intenta seguirla con sus rechonchaspiernecitas de bebé. He tardado cinco, diez, quince años en aceptar, pero Peetaestaba deseando tenerlos. Cuando la sentí moverse dentro de mí por primera vez,me ahogó un terror que me parecía tan antiguo como la misma vida. Sólo laalegría de tenerla entre mis brazos logró aplacarlo. Llevarlo dentro a él fue unpoco más fácil, aunque no mucho.

Las preguntas están empezando. Las arenas se han destruido por completo, sehan construido monumentos en recuerdo a las víctimas y y a no hay Juegos delHambre. Sin embargo, lo enseñan en el colegio y la niña sabe que formamosparte de ello. El niño lo sabrá dentro de unos cuantos años. ¿Cómo les voy ahablar de aquel mundo sin matarlos de miedo? Mis hijos, que dan por sentadas laspalabras de la canción:

En lo más profundo del prado, allí, bajo el sauce,hay un lecho de hierba, una almohada verde suave;recuéstate en ella, cierra los ojos sin miedoy, cuando los abras, el sol estará en el cielo.

Este sol te protege y te da calor,las margaritas te cuidan y te dan amor,tus sueños son dulces y se harán realidady mi amor por ti aquí perdurará.

Mis hijos, que no saben que juegan sobre un cementerio.Peeta dice que no pasará nada, que nos tenemos los unos a los otros y que

tenemos el libro. Podemos lograr que comprendan todo de una forma que loshaga más valientes. Pero un día tendré que explicarles lo de mis pesadillas, porqué empezaron y por qué, en realidad, nunca se irán del todo.

Les contaré cómo sobreviví. Les contaré que, cuando tengo una mañana

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mala, me resulta imposible disfrutar de nada porque temo que me lo quiten.Entonces hago una lista mental de todas las muestras de bondad de las que he sidotestigo. Es como un juego, repetitivo, incluso algo tedioso después de más deveinte años.

Aun así, sé que hay juegos mucho peores.

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Me gustaría rendir homenaje a la gente que brindó su tiempo, su talento y suapoyo a Los Juegos del Hambre.

En primer lugar, debo dar las gracias a mi extraordinario triunvirato deeditores: Kate Egan, cuyos conocimientos, humor e inteligencia me han guiado através de ocho novelas; Jen Rees, cuya clara visión localiza las cosas que losdemás no vemos; y David Levithan, que se mueve como pez en el agua por susmúltiples cometidos de dador de notas, maestro de los títulos y director editorial.

Superando primeros borradores, intoxicaciones y altibajos, vosotros estáisconmigo: Rosemary Stimola, consejera creativa de gran talento y mentoraprofesional, mi agente literaria y mi amiga; y Jason Davis, mi agente en laindustria del espectáculo desde hace años, qué suerte tenerte a mi lado en nuestrocamino hacia la pantalla.

Gracias a la diseñadora Elizabeth B. Parisi y al artista Tim O’Brien por laspreciosas cubiertas que han logrado captar tanto a los sinsajos como la atenciónde la gente.

Un gran aplauso para el increíble equipo de Scholastic por llevar Los Juegosdel Hambre al mundo: Sheila Marie Everett, Tracy van Straaten, Rachel Coun,Leslie Gary ch, Adrienne Vrettos, Nick Martin, Jacky Harper, Lizette Serrano,Kathleen Donohoe, John Mason, Stephanie Nooney, Karyn Browne, JoySimpkins, Jess White, Dick Robinson, Ellie Berger, Suzanne Murphy, AndreaDavis Pinkney, todo el equipo de ventas de Scholastic, y todos los demás que handedicado tanta energía, sabiduría y buen hacer a esta serie.

A los cinco amigos escritores en los que más confío, Richard Register, MaryBeth Bass, Christopher Santos, Peter Bakalian y James Proimos, muchas graciaspor vuestros consejos, perspectivas y risas.

Un recuerdo especial para mi difunto padre, Michael Collins, que construy ólos cimientos de esta serie educándonos sobre la guerra y la paz, y para mimadre, Jane Collins, que me presentó a los antiguos griegos, la ciencia ficción yla moda (aunque lo último no cuajó). También para mis hermanas, Kathy y

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Joanie; para mi hermano, Drew; para mis suegros, Dixie y Charles Pryor; y paratodos los miembros de mi gran familia, cuyo entusiasmo y apoyo me hanpermitido seguir adelante.

Y, finalmente, me dirijo a mi marido, Cap Pry or, que leyó Los Juegos delHambre en su primer borrador, insistió en que respondiera a preguntas que yo nisiquiera me había planteado y fue mi experto de referencia durante toda la serie.Gracias a él y a mis maravillosos hijos, Charlie e Isabel, por permitirme disfrutartodos los días de su amor, su paciencia y la alegría que aportan a mi vida.

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SUZANNE COLLINS, nació el 10 de agosto de 1962 en Hartford, Connecticut,Estados Unidos, es escritora y guionista. Vive en Connecticut con Cap Pry lor, sumarido; Charlie e Isabel, hijos, y con un par de gatos que encontraron en sujardín. Es hija de Michael Collins y Jane Collins.

Desde 1991 se ha dedicado a escribir para televisión para niños y jóvenes.Mientras trabajaba en una serie de Warner Brothers llamada Generation O!,Suzanne conoció a James Proimos, quien la animó a intentar escribir un libropara niños. Y un día, pensando en Alicia en el país de las maravillas, Suzanne sedio cuenta de lo sorprendente que podía resultar el escenario campestre a loschicos que, como sus hijos, vivían en entornos urbanos, y escribió la serie defantasía Gregor (Gregor. Las Tierras Bajas, Gregor. La Segunda Profecía, Gregor.La Gran Plaga, Gregor. El Oscuro Secreto y Gregor. La Profecía Final). Además,también es la autora de un libro infantil de rimas, ilustrado por Mike Lester, WhenCharlie McButton Lost Power.

Pero con lo que se ha desbordado el fenómeno en torno a su obra es con latrilogía Los Juegos del Hambre (Los Juegos del Hambre, En llamas y Sinsajo).Una serie llena de momentos que llevan al lector hasta el filo del abismoambientada en Panem, un lugar que surgió de las ruinas de lo que una vez fueconocido como Norteamérica.

Collins ha sido reconocida con unas críticas unánimes por la creación de unverdadero fenómeno fan entre el público joven. Además, la trilogía está siendo

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adaptada al cine y cuenta con la colaboración de la propia autora en los guiones.