LIT86-El Lugar Sin Limites

88
OTRAS OBRAS DEL AUTOR Veraneo y otros cuentos Charlestón Coronación Este Domingo El obsceno pájaro de la noche Historia personal del «boom» Tres novelitas burguesas Casa de campo La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria El jardín de al lado EL LUGAR SIN LIMITES BRUGUERA

description

el lugar sin limites

Transcript of LIT86-El Lugar Sin Limites

Page 1: LIT86-El Lugar Sin Limites

OTRAS OBRAS DEL AUTOR

Veraneo y otros cuentosCharlestónCoronación

Este DomingoEl obsceno pájaro de la nocheHistoria personal del «boom»

Tres novelitas burguesasCasa de campo

La misteriosa desapariciónde la marquesita de Loria

El jardín de al lado

EL LUGARSIN LIMITES

BRUGUERA

Page 2: LIT86-El Lugar Sin Limites

Para Rita y Carlos Fuentes

4 edición abril. 1984La presente edición es propiedad de Editorial Bruguera. S A

Camps y Fabrés. 5 Barcelona (España)José Donoso 1965

Diseño de cubierta Neslé Soulé

Printed in SpainISBN 84 02 05161 8 I Depósito legal B 5 715 1984

I mpreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S ACarretera Nacional 152 km 21.650 Parets del Valles (Barcelona) 1984

Page 3: LIT86-El Lugar Sin Limites

Fausto: Primero te interrogaré acerca del infierno.Dime, ¿dónde queda el lugar que los hombres lla-man infierno?

Mefistófeles: Debajo del cielo.Fausto: Sí, pero ¿en qué lugar?Mefistófeles: En las entrañas de estos elementos.

Donde somos torturados y permaneceremos ajero-

El infierno no tiene límites, ni queda circunscritoa un solo lugar, porque el infiernoes aquí donde estamosy aquí donde es el infierno tenemos que perma-necer...

MARLOWE, Doctor Fausto

Page 4: LIT86-El Lugar Sin Limites

CAPITULO PRIMERO

La Manuela despegó con dificultad sus ojoslagañosos, se estiró apenas y volcándose haciael lado opuesto de donde dormía la Japonesi-ta, alargó la mano para tomar el reloj. Cincopara las diez. Misa de once. Las lagañas latigu-das volvieron a sellar sus párpados en cuantopuso el reloj sobre el cajón junto a la cama.Por lo menos media hora antes que su hija lepidiera el desayuno. Frotó la lengua contra suencía despoblada: como aserrín caliente y larespiración de huevo podrido. Por tomar tantochacolí para apurar a los hombres y cerrartemprano. Dio un respingo ---¡claro!—, abriólos ojos y se sentó en la cama: Pancho Vegaandaba en el pueblo. Se cubrió los hombroscon el chal rosado revuelto a los pies del ladodonde dormía su hija. Sí. Anoche le vinieroncon ese cuento. Que tuviera cuidado porque

9

Page 5: LIT86-El Lugar Sin Limites

sacaron la ropa y poniéndole su famoso ves-tido de española a la fuerza se lo rajaron en-tero. Habían comenzado a molestar a la Ja-ponesita cuando llegó don Alejo, como pormilágro, como si lo hubieran invocado. Tanbueno él. Si hasta cara de Tatita Dios tenía,con sus ojos como de loza azulina y sus bigo-tes y cejas de nieve.

Se arrodilló para sacar sus zapatos de de-bajo del catre y se sentó en la orilla paraponérselos. Había dormido mal. No sólo elchacolí, que hinchaba tanto. Es que quién sabepor qué los perros de don Alejo se pasaron lanoche aullando en la viña... Iba a pasarse eldía bostezando y sin fuerza para nada, condolores en las piernas y en la espalda. Se ama-rró los cordones lentamente, con rosas dobles...el arrodillarse, allá en el fondo, debajo delcatre, estaba su maleta. De cartón, con la pin-tura pelada y blanquizca en los bordes, ama-rrada con un cordel: contenía todas sus cosas.Y su vestido. Es decir, lo que esos brutos de-jaron de su vestido tan lindo. Hoy, junto condespegar los ojos, no, mentira, anoche, quiénsabe por qué y en cuanto le dijeron que Pan-cho Vega andaba en el pueblo, le entró la ten-tación de sacar su vestido otra vez. Hacía unaño que no lo tocaba. ¡Qué insomnio, ni cha-colí agriado, ni perros, ni dolor en las cos-

12

tillas! Sin hacer ruido para que su hija no seenojara, se inclinó de nuevo, sacó la maleta yla abrió. Un estropajo. Mejor ni tocarlo. Perolo tocó. Alzó el corpiño... no, parece que noestá tan estropeado, el escote, el sobaco... com-ponerlo. Pasar la tarde de hoy domingo co-siendo al lado de la cocina para no entumirme.Jugar con los faldones y la cola, probármelopara que las chiquillas me digan de dóndetengo que entrarlo porque el año pasado en-flaqueci tres kilos. Pero no tengo hilo. Arran-cando un jironcito del extremo de la cola selo metió en el bolsillo. En cuanto le sirvierael desayuno a su hija iba a alcanzar donde laLudovinia para ver si entre sus cachivachesencontraba un poco de hilo colorado, del mis-mo tono. O parecido. En un pueblo como laEstación El Olivo no se podía ser exigente.Volvió a guardar la maleta debajo del catre.Sí, donde la Ludo, pero antes de salir debíacerciorarse de que Pancho se había ido, sies que era verdad que anoche estuvo. Porquebien podía ser que hubiera oído esos boci-nazos en sueños corno a veces durante el añole sucedía oír su vozarrón o sentir sus manosabusadoras, o que sólo hubiera imaginado losbocinazos de anoche recordando los del pasado. Quién sabe. Tiritando se puso la ca-misa. Se arrebozó en el chal rosado, se aco-

1 3

Page 6: LIT86-El Lugar Sin Limites

modó sus dientes postizos y salió al patio conel vestido colgado al brazo. Alzando su peque-ña cara arrugada como una pasa, sus fosasnasales negras y pelonas de yegua vieja se dila-taron al sentir en el aire de la mañana nubladael aroma que deja la vendimia recién con-

cluida.Semidesnuda, llevando una hoja de perió-

dico en la mano, la Lucy salió como una so-námbula de su pieza.

—¡Lucy!Va apurada: tan traicioneros los vinos nue-

vos. Se encerró en el retrete que cabalga a laacequia del fondo del patio, junto al gallinero.Pero no, no voy a mandar a la Lucy. A la

Clotilde sí.—¡Oye, Cloty!...con su cara de imbécil y sus brazos fla-

cuchentos hundidos en el jaboncillo de la ar-tesa entre el reflejo de las hojas del parrón.

—Mira, Cloty...—Buenos días.—¿Dónde anda la Nelly?—En la calle, jugando con los chiquillos de

aquí del lado. Tan buena con ella que es laseñora, sabiendo lo que una es y todo...

Puta triste, puta de mal agüero. Se lo dijoa la Japonesita cuando asiló a la Clotilde hacíapoco más de un mes. Y tan vieja. Quién iba

14

a querer pasar para adentro con ella. Aunqueen la noche, embrutecidos por el vino y conla piel hambrienta de otra piel, de cualquierpiel con tal que fuera caliente y que se pudieramorder y apretar y lamer, los hombres no sedaban cuenta ni con qué se acostaban, perro,vieja, cualquier cosa. La Clotilde trabajabacomo una mula, sin protestar ni siquiera cuan-do la mandaban a arrastrar las javas de Coca-cola de un lado para otro. Anoche le fue mal.Tenía entusiasmo el huaso gordo, pero cuandola Japonesita anunció que iba a cerrar, en vezde irse a la pieza con la Cloty dijo que iba asalir a la calle a vomitar y no volvió. Porsuerte que ya había pagado el consumo.

—Quiero mandarla. ¿No ves que si Pan-cho anda por ahí no voy a poder ir a misa?Dile a la Nelly que se asome en toditas lascalles y que me venga a avisar si ve el camión.Ella sabe, ese colorado. ¿Cómo me voy a que-dar sin misa?

La Clotilde se secó las manos en su de-lantal.

—Ya voy.—¿Hiciste fuego en la cocina?—Todavía no.

—Entonces convídame unas brasitas parahacerle el desayuno a la niña.

Al agacharse sobre el brasero de la Clotilde

15

Page 7: LIT86-El Lugar Sin Limites

preparándole el desayuno al alba después detrabajar toda la noche, con las ventoleras queentraban al salón por las ranuras de la cala-mina mal atornillada, donde las tejas se co-rrieron con el terremoto. A la Clotilde le ibatan mal en el salón que podían dejarla parasirviente. Y a la Nelly para los recados, y cuan-do creciera... Sí, que la Clotilde les llevara eldesayuno a la cama. Qué otro trabajo quería asu edad. Además, no era floja como las demásputas. La Lucy regresó a su pieza. Allí se echa-ría en su cama con las patas embarradas comouna perra y se pasaría toda la tarde entre lassábanas inmundas, comiendo pan, durmiendo,engordando. Claro que por eso tenía tan buenaclientela. Por lo gorda. A veces un caballerode lo más caballero hacía el viaje desde Duaopara pasar la noche con ella. Decía que le gus-taba oír el susurro de los muslos de la Lucyfrotándose, blancos y blandos al bailar. Quea eso venía. No como la Japonesita que aunquequisiera ser puta la pobre, no le resultaría porlo flaca. Pero como patrona era de lo mejor.Eso no podía negarse. Tan ordenada y ahorra-tiva. Y todos los lunes en la mañana se iba aTalca en el tren a depositar las ganancias enel banco. Quién sabe cuánto tenía guardado.Nunca quiso decirle, aunque esa plata era tansuya como de la Japonesita. Y quién sabe qué

18

iba a hacer con ella porque de gozar no la go-zaba. Jamás se compraba un vestido. ¡Qué!¡Vestido! Ni siquiera quería comprar otra ca-ma para dormir cada una en la suya. Anochepor ejemplo. No durmió nada. Tal vez por losperros de don Alejandro ladrando en la viña.¿O soñaría? Y los bocinazos. En todo caso, asu edad, dormir con una mujer de dieciochoaños en la misma cama no era agradable.

Puso el platillo del pan encima de la tazahumeante, y salió. La Clotilde, lava que te lava,le gritó que la Nelly ya había ido a ver. LaManuela no le respondió ni le dio las gracias,sino que acercándose para ver si estaba lavan-do ropa de las otras putas, alzó sus cejas del-gadas como hilos, y mirándola con los ojosfruncidos de fingida pasión, entonó:

Veredaaaaaaaatropicaaaaaaaaaaa - aal.

19

Page 8: LIT86-El Lugar Sin Limites

CAPITULO II

La casa se estaba sumiendo. Un día se die-ron cuenta de que la tierra de la vereda ya noestaba al mismo nivel que el piso del salón,sino que más alto, y la contuvieron con unatabla de canto sostenida por dos cuñas. Perono dio resultado. Con los años, quién sabecómo y casi imperceptiblemente, la acera si-guió subiendo de nivel mientras el piso delsalón, tal vez de tanto rociarlo y apisonarlopara que sirviera para el baile, siguió bajando.La tabla que pusieron jamás formó grada re-gular. Los tacos de los huasos que entrabandando trastabillones molían la tierra dejandoun hueco sucio limitado por la tabla que se ibagastando, una hendidura que acumulaba fós-foros quemados, envoltorios de menta, troci-tos de hojas, astillas, hilachas, botones. Alre-dedor de las cuñas a veces brotaba pasto.

21

Page 9: LIT86-El Lugar Sin Limites

La Manuela se encuclilló en la puerta paraarrancar unas briznas. No tenía apuro. Falta-ba media hora para la misa. Media hora ino-fensiva, despojada de toda tensión por las no-ticias de la Nelly: ni un camión, ni un autoen todo el pueblo. Claro, fue sueño. No recor-daba siquiera quién le vino a contar el cuento.Y los perros. No tenían por qué andar sueltosen la viña en este tiempo, cuando ya no que-daba ni un racimo que robarse. Bueno. Cincominutos hasta la casa de la Ludovinia, uncuarto de hora para buscar el hilo, y cincominutos para cualquier cosa, para tomar unmatecito o para pararse a comadrear con cual-quiera en una esquina. Y después, su misa.

Por si acaso, miró calle arriba hacia laalameda que cerraba el pueblo por ese lado,tres cuadras más allá. Nadie. Ni un alma. Cla-ro. Domingo. Hasta los chiquillos, que siem-pre armaban una gritadera del demonio ju-gando a la pelota en la calzada, estaríanesperando junto a la puerta de la capilla parapedir limosna si llegaba algún auto de rico.Los álamos se agitaron. Si el viento arreciaba,el pueblo entero quedaría invadido por lashojas amarillas durante una semana por lomenos y las mujeres se pasarían el día ba-rriéndolas de todas partes, de los caminos, loscorredores, las puertas y hasta debajo de las

22

camas, para juntarlas en montones y quemar-las... el humo azul prendiéndose en un clarocariado, arrastrándose como un gato pegadoa los muros de adobe, enrollándose en losmuñones de paredes derruidas y cubiertas depasto, y la zarzamora devorándola y devoran-do las habitaciones de las casas abandonadasy las veredas, el humo azul en los ojos que pi-can y lagrimean con el último calor de la calle.En el bolsillo de su chaqueta, la mano de laManuela apretó el jirón del vestido como quiensoba un talismán para urgirlo a obrar su ma-gia.

Sólo una cuadra para llegar a la estacióndonde terminaba el pueblo por ese lado y ala casa de la Ludo a la vuelta de la esquina,siempre bien abrigada con un brasero encen-dido desde temprano. Se apuró para dejaratrás las casas de ese rumbo, que eran laspeores. Quedaban pocas habitadas porque ha-cía mucho tiempo que todos los toneleros tras-ladaron sus negocios a Talca: ahora, con loscaminos buenos, se llegaba en un abrir y ce-rrar de ojos desde los fundos. No es que delotro lado del pueblo, del lado de la capillay del correo, fueran mejores las casas ni másabundantes los pobladores, pero en fin, erael centro. Claro que en épocas mejores el cen-tro fue esto, la estación. Ahora no era más que

23

Page 10: LIT86-El Lugar Sin Limites

un potrero cruzado por la línea, un semáforoinválido, un andén de concreto resquebrajado,y tumbada entre los hinojos debajo del parde eucaliptos estrafalarios, una máquina tri-lladora antediluviana entre cuyos fierros ana-ranjados por el orín jugaban los niños comocon un saurio domesticado. Más allá, detrásdel galpón de madera encanecida, más zarzasy un canal separaban el pueblo de las viñasde don Alejandro. La Manuela se detuvo en laesquina para contemplarlas un instante. Vi-

ñas y viñas y más viñas por todos lados hastadonde alcanzaba la vista, hasta la cordillera.Tal vez no fueran todas de don Alejandro. Sino eran suyas eran de sus parientes, hermanosy cuñados, primos a lo sumo. Todos Cruz. El

varillaje de las viñas convergía hasta las ca-sas del fundo El Olivo, rodeadas de un parqueno muy grande, pero parque al fin, y por laaglomeración de herrerías, lecherías, tonele-rías, galpones y bodegas de don Alejo. La Ma-nuela suspiró. Tanta plata. Y tanto poder: donAlejo, cuando heredó hace más de medio siglo,hizo construir la Estación El Olivo para queel tren se detuviera allí mismo y se llevarasus productos. Y tan bueno don Alejo. ¿Quésería de la gente de la Estación sin él? Anda-ban diciendo por ahí que ahora sí que eracierto que el caballero iba a conseguir que

pusieran luz eléctrica en el pueblo. Tan alegrey nada de fijado, siendo senador y todo. Nocomo otros, que se les ocurría que por tenerla voz ronca y pelo en el pecho tenían derechoa insultarla a una. ¿Y como don Alejandro,que era tan hombre? Es verdad que en el ve-rano, cuando venía a misa al pueblo con MisiaBlanca y por casualidad se cruzaban en la ca-lle, el caballero se hacía el leso. Aunque a ve-ces, si Misia Blanca iba distraída le echaba suguiñadita de ojo.

La Ludo le sirvió mate y sopaipillas. LaManuela se acomodó en una silla junto al bra-sero y comenzó a escarbar dentro de las cajasllenas de pedazos de cintas y botones y sedasy lanas y hebillas. La Ludovinia ya no podíaver el contenido porque estaba muy corta devista. Casi ciega. ¡Tanto que la aconsejó laManuela que no fuera tonta y que se compra-ra otros anteojos! Pero ella nunca quiso. Cuan-do murió Acevedo, en el momento antes quesoldaran el ataúd, la Ludo casi se volvió locay quiso echar adentro algo suyo que acompa-ñara a su marido por toda la eternidad. No sele ocurrió nada mejor que echar sus anteojos.Claro. Ella fue sirvienta de Misia Blanca cuan-do la Moniquita se murió de tifus: la señora,desesperada, se cortó la trenza rubia que lellegaba hasta las corvas y la echó dentro del

24 25

Page 11: LIT86-El Lugar Sin Limites

ataúd. A Misia Blanca le creció de nuevo todoel pelo. Por imitarla, la tonta de la Ludo sequedó sin ver. Por Acevedo, decía, que era tanceloso. Para no mirar nunca otro hombre.Cuando vivo, él no la dejaba tener ni amigosni amigas. Sólo la Manuela. Y cuando lo em-bromaban recordándole que fuera como fuerala Japonesita era hija de la Manuela, el tone-lero se reía sin creer. Pero la Japonesita crecióy nadie pudo dudar: flaca, negra, dientuda,con las mechas tiesas igualitas a las de la Ma-nuela.

Con los años, la Ludo se había puesto muyolvidadiza y repetidora. Ayer le contó quecuando Misia Blanca la vino a ver le trajo unrecado de don Alejo diciéndole que le queríacomprar la casa, que raro no y otra vez dicedon Alejo se interesa por esta propiedad peroyo no entiendo para qué y yo no me quieroir, me quiero morir aquí. Ah, no, era comopara ahogarse. Ya no era divertido chismearcon ella. Ni siquiera se acordaba de qué cosastenía guardadas en la multitud de cajas, pa-quetes, atados, rollos que escondía en sus ca-jones o debajo del catre o en los rincones,cubriéndose de polvo detrás del peinador,metidos entre el ropero y el muro. Y para quédecir la gente, se le borraba toda, toda menosla de la familia de don Alejo, y les sabía los

nombres hasta a sus bisnietos. Ahora no sepodía acordar quién era Pancho.

—Cómo no te vas a acordar. Te he habla-do tanto de él.

—Tú te lo llevas hablándome de hombres.—Ese hombrazo grandote y bigotudo que

venía tanto al pueblo el año pasado en el ca-mión colorado, te dije. Era del fundo El Olivopero se fue y se casó. Después estuvo viniendo.Ese con las cejas renegridas y cogote de toroque yo, antes, cuando él era más chiquillo, loencontraba tan simpático, hasta que esa vezvino a la casa con unos amigos borrachos yse puso tan pesado. Cuando me hicieron tirasmi vestido de española.

Inútil. Para la Ludo, Pancho Vega no exis-tía. La Manuela tuvo el impulso de pararse,tirar el mate y las cajas con hilos al suelo yvolver a su casa. Vieja bruta. Ya no le quedamás que un terrón blando adentro de la cabe-za. ¿Para qué hablar con la Ludo si no se acor-daba quién era Pancho Vega? Escarbó en lacaja para encontrar su hilo y poder irse. LaLudo se quedó muda mientras la Manuela es-carbaba. Luego comenzó a hablar.

—Le debe plata a don Alejo.La Manuela la miró.—¿Quién?—Ese que tú dices.

26 27

Page 12: LIT86-El Lugar Sin Limites

—¿Pancho Vega?—Ese.La Manuela enrolló el hilo colorado en su

dedo meñique.—¿Cómo sabes?—¿Encontraste? No te lo lleves todo.—Bueno. ¿Cómo sabes?—Me dijo Misia Blanca el otro día cuando

vino a verme. Es hijo del finado Vega que eratonelero jefe de don Alejo cuando yo estabacon ellos. No me acuerdo del chiquillo. DiceMisia Blanca que éste, cómo se llama, quisoindependizarse de los Cruz y cuando don Ale-jo supo que andaba detrás de comprarse uncamión, a pesar de que el chiquillo hacía tiem-po que no estaba en el fundo y que el finadoVega era muerto y que la Berta también eramuerta, lo hizo llamar, al chiquillo este, y leprestó plata así nomás, sin documento, paraque pagara el pie de su camión...

—¿Así es que se compró el camión conplata de don Alejo?

—Y no le paga.—¿Nada?—No sé.—Perdido anda desde hace un año.—Por eso.—¡Sinvergüenza!Sinvergüenza. Sinvergüenza. Si venía con

28

abusos, podía decírselo: Sinvergüenza, esta-faste a don Alejo que es como un padre con-tigo. Entonces, diciéndoselo, no sentiría mie-do. O por lo menos, menos miedo. Era comosi esa palabra le fuera a servir para romperuna costra dura y amenazante de Pancho, de-jándolo duro siempre y siempre amenazante,pero de otra manera. Era una lástima quetodos esos bocinazos fueran sólo sueño... ¿Pa-ra qué iba a remendar entonces su vestidocolorado? Se desenrolló el hilo del dedo. ¿Quéiba a hacer hoy toda la tarde? Lluvia, sushuesos lo sabían. ¿Venir donde la Ludo? ¿Pa-ra qué? Si volvía a hablarle de Pancho Vegaseguro que le contestaría:

—Ya estás vieja para andar pensando enhombres y para salir de farra por ahí. Qué-date tranquila en tu casa, mujer, y abrígatebien las patas, mira que a la edad de nosotroslo único que una puede hacer es esperar quela pelada se la venga a llevar.

Pero la pelada era mujer como ella y comola Ludo, y entre mujeres una siempre se laspuede arreglar. Con algunas mujeres por lomenos, como la Ludo, que siempre la habíantratado así, sin ambigüedades, como debía ser,La Japonesita, en cambio, era pura ambigüe-dad. De repente, en invierno sobre todo, cuan-do le daba tanto frío a la pobre y no dejaba de

29

Page 13: LIT86-El Lugar Sin Limites

y me dice me das asco, anda a sacarte eso queeres una vergüenza para el pueblo. Y justocuando me va a pegar con esas manazas quetiene, yo me desmayo... en los brazos de donAlejo, que va pasando. Y don Alejo le dice queme deje, que no se meta conmigo, que yo soygente más decente que él, que al fin y al cabono es más que hijo de un inquilino mientrasque yo soy la gran Manuela, conocida en todala provincia, y echa a Pancho para siempredel pueblo. Entonces don Alejo me sube alauto y me lleva al fundo y me tiende en lacama de Misia Blanca, que es toda de raso ro-sado dice la Ludovinia, preciosa, y van a bus-car el mejor médico de Talca mientras MisiaBlanca me pone compresas y me hace olersales y me toma en brazos y me dice miraManuela, quiero que seamos amigas, quédateaquí en mi casa hasta que te sanes y no tepreocupes, yo te cedo mi pieza y pide lo quequieras, no te preocupes, no te preocupes, por-que Alejo, vas a ver, va a echar a toda la gentemala del pueblo.

—Manuela.Una bocacalle. Los pies metidos en el barro

de una poza en la calzada. Unos bigotes blan-cos, una manta de vicuña, unos ojos azulinoscomo bajo el ala del sombrero, y detrás, los

32

cuatro perros negros alineados. La Manuelaretrocedió.

—Por Dios, don Alejo, cómo sale a la callecon esos brutos. Agárrelos. Me voy, me voy.Agárrelos.

—No te van a hacer nada si no lo mando.Tranquilo, Moro...

—Preso debían mandarlo por andar conellos.

La Manuela se iba retirando a la otra ve-reda.

—¿A dónde vas? Estabas con las patas enel agua.

—Apuesto que me resfrío. A misa iba, acumplir con los mandamientos. No soy nin-guna hereje como usted, don Alejo. Mire lacara de muerto que tiene, apuesto que anduvode farra, a su edad, no digo yo...

—Y tú irás a pedir perdón por tus peca-dos, grandísima...

—¡Pecados! Ojalá. Ganas no me faltan, pe-ro mire cómo estoy de flaca. Santita: Virgeny Mártir...

—¿Qué no dicen que tienes embrujado aPancho Vega?

—¿Quién dice?—El dice. Cuidadito.Los perros se agitaron detrás de don Alejo.—Otelo, Moro, abajo...

33

Page 14: LIT86-El Lugar Sin Limites

El agua sopeándole los calcetines, el panta-lón frío pegado a sus canillas. Hacía años queno se sentía tan averiada. Al subir por el taludhacia la otra vereda le dio una patada a unchancho para que se quitara, pero al resbalar-se tuvo que afirmarse en su lomo. Desde laotra vereda le preguntó a don Alejo:

—¿Cuidadito con quién?–Con Pancho. Dicen que no habla más

que de ti.—Pero si ya no viene para acá para El Oli-

vo. ¿No dicen que le debe plata a usted?Don Alejo se rió.—Todo lo sabes, vieja chismosa. ¿Sabes

también que fui al médico ayer en Talca? ¿Ysabes lo que me dijo?

—¿Al médico, don Alejo? Pero si está tanbien...

—Me acabas de decir que tengo mala cara.Mala cara vas a tener tú también en cuantote alcance Pancho.

—Pero si no está.—Sí. Sí está.Los bocinazos, entonces, anoche. No, no

iba a misa. No estaba para aguantar imperti-nencias en la calle. Hacía demasiado frío. Diosla perdonaría esta vez. Se iba a resfriar. A suedad, mejor acostarse. Sí. Acostarse. Olvidar-se del vestido de española. Acostarse si la Ja-

34

ponesita no le decía que hiciera algo, qué séyo, algún trabajo de esos que a veces le gri-taba que hiciera. El año pasado Pancho Vegale retorció el brazo y casi se lo quebró. Ahorale dolía. No quería tener nada que ver conPancho Vega. Nada.

—No te vayas, mujer...—Claro. No va a ser a usted al que le va a

pegar.—Espera.—Ya pues, don Alejo, diga lo que quiere.

¿No ve que estoy apurada? Tengo las patasempapadas. Si me muero usted me paga elfuneral porque usted tiene la culpa. De pri-mera, ah...

Don Alejo, seguido de sus perros, iba an-dando frente a la Manuela por la otra acera yhablándole. La última seña de la misa de once.Tuvo que gritar para que la Manuela le oyeraporque pasó el break de los Guerrero lleno dechiquillos cantando:

Que llueva,que llueva.La vieja está en la cuevalos pajaritos cantan...

—Ya pues, don Alejo. ¿Qué quiere?—Ah, sí. Dile a la Japonesita que tengo ur-

35

Page 15: LIT86-El Lugar Sin Limites

gencia de hablar con ella. Voy a pasar estatarde. Y contigo también quiero hablar.

La Manuela se paró antes de doblar la es-quina.

—¿Va a venir en auto?—No sé. ¿Por qué?—Para que estacione delante de la puerta

de la casa. Así Pancho ve que usted está connosotros y no se atreve a entrar.

—Si no vengo en auto, dejo a los perrosafuera. Pancho les tiene miedo.

—Claro, si es un cobarde.

CAPITULO III

La señorita Lila miró a Pancho Vega porla ventanilla, pero pese a las cosas que él leestaba diciendo no bajó la vista porque loconocía desde hacía tanto tiempo que ya nola escandalizaba. Además, me da gusto volvera ver a este tarambana.

—Pero si eres como marinero en tierra,pues Pancho, ahora con la cuestión de tu ca-mión y tus fletes: una mujer en cada puerto.La Emita no te verá ni el polvo, pobre. Quécastigo estar casada contigo.

—Ella no se queja.Entonces sí que la señorita Lila se puso

colorada.—¿Y tú, Lilita?Trató de tomarle la mano a través de la

ventanilla.—Déjate, tonto...

3736

Page 16: LIT86-El Lugar Sin Limites

La señorita Lila hizo un gesto señalandoa Octavio que fumaba en la puerta, mirandola calle. Pancho se dio vuelta para buscar elobjeto del temor de Lila y al ver sólo a sucuñado alzó los hombros. El interior del gal-pón en cuyo extremo funcionaba el correoestaba vacío, salvo por don Céspedes sentadoen uno de los fardos de trébol formando es-cala al otro extremo. El anciano se apeó desu fardo y se puso a mirar la calle apoyadoen la jamba, al otro lado de Octavio. Al frente,unas cuantas personas rondaban el otro gal-pón, el que servía de capilla los domingos y delugar de reunión del Partido durante la sema-na. Era más chico que el galpón del correo ytambién pertenecía a don Alejo, pero nuncallegaron a permutar sus funciones: el espaciode la capilla actual era suficiente para los feli-greses, sobre todo después de la vendimia,cuando ya no quedaban ni afuerinos ni lasfamilias de los dueños de fundos. Pancho sedio vuelta y encendió un cigarrillo.

—¿Llegó el cura de San Alfonso?Don Céspedes agitó la cabeza en signo de

negación.—Deben haber tenido una pana.Octavio palmoteó la espalda del viejo.—Tan viejo y tan inocente usted, don Cés-

pedes, por Dios. El cura debe haber tenido

sueño esta mañana y se quedó pegado en lassábanas. Dicen que bailó toda la noche en lacasa de la Pecho de Palo allá en Talca...

La señorita Lila asomó la cabeza.—¡Herejes! Se van a condenar.Pancho se rió mientras don Céspedes saca-

ba su mano de debajo de la manta para san-tiguarse. Octavio se fue a sentar en los fardos.Don Céspedes miró al cielo.

—Va a llover.Siguió a Octavio y encaramándose más alto

que él en las gradas de los fardos, dejó col-gando sus pies encogidos, oscuros, deforma-dos por las cicatrices y la mugre, metidos ensus hojotas embarradas.

En la ventanilla seguía el coloquio.—¿Tú, no estuviste en la cama de la Japo-

nesita anoche?—¿Yo? Yo no. Hace tiempo que no voy.

No me dan boleto.—Es que tú también, con lo revoltoso...—Lo malo es que estoy enamorado.Ella dijo que claro, que la Japonesita era

chiquilla buena y todo, pero fea, y no se ves-tía a la moda, parecía de casa de huérfanoscon esos pantalones bombachos hasta el to-billo que se ponía debajo de los delantales.Claro que era harto raro que ella se dedicara

3839

Page 17: LIT86-El Lugar Sin Limites

a ese negocio, siendo que todos sabían queera chiquilla buena. Sí, sí, herencia de la ma-má, pero podía vender. Cuando chica, la Ja-ponesa Grande la mandaba a la escuela, cuan-do había escuela en El Olivo y funcionaba aquímismo, en este galpón, antes que lo compraradon Alejo. A pesar de que todas las chiquillaseran buenas con ella, me cuenta mi hermanamenor, y la profesora también, la Japonesitase arrancaba, se iba a esconder por allá porla estación, dicen, hasta que terminaran lasclases y la Japonesa Grande no se diera cuentade que no iba a la escuela, y nunca salía a lacalle a jugar ni nada y no saludaba a nadie...Ahora, toda la gente decente le tiene pena a laJaponesita, tan rara la pobre. La señorita Lila,por lo pronto, buscaba la vista de la Japone-sita para saludarla lo más amable que podíacada vez que la encontraba en la calle. ¿Porqué no, no es cierto?

—Sí, pero yo no estoy enamorado de ella...La señorita Lila lo miró turbada.—¿De quién, entonces?—De la Manuela, pues...Todos se rieron, hasta ella.—Hombres cochinos, degenerados. Ver

güenza debía darles...—Es que es tan preciosa...La pareja comenzó a cuchichear otra vez a

40

través de los barrotes de bronce. Don Céspe-des volvió a bajar las gradas de pasto y seapostó en la puerta mirando al cielo.

—Aquí viene el agua, mi madre...La gente que esperaba cerca de la puerta

de la capilla se cobijó bajo el alero, pegados almuro y con las manos en los bolsillos, detrásde la cortina de agua que caía de las tejas.El caballo del break de los Guerrero quedóempapado en un segundo, y los Valenzuela,que venían llegando, se refugiaron en el Fordpara esperar que comenzara la misa. Don Ale-jo entró corriendo al correo, seguido de suscuatro perros negros. Se sacudió el agua de lamanta y del sombrero. Los perros también sesacudieron, y Octavio se trepó a los fardospara no quedar empapado. Después se alboro-taron en el galpón, que parecía quedarleschico.

—Buenos días, don Céspedes...—Buenos días, patrón.Luego miró a Octavio, pero no lo saludó.

Vio a Pancho de espaldas, que junto a la ven-tanilla suspendió su plática, pero no se diovuelta.

—Felices los ojos, Pancho...Como Pancho se quedó igual, don Alejan-

dro azuzó a sus perros, que se levantaron delsuelo.

41

Page 18: LIT86-El Lugar Sin Limites

—Otelo, Sultán...Pancho se dio vuelta. Subió las manos co-

mo si esperara un pistoletazo. Don Alejo lla-mó a sus perros antes que atacaran.

—Moro, acá...—Las bromitas suyas, don Alejo...—Contesta siquiera, si te saludan.—Esas bromas no se pueden hacer.Octavio los miró desde la cima de los far-

dos, cerca del envigado que sostenía la cala-mina del techo. Don Alejo se iba acercando aPancho a través de la bodega, rodeado de losperros que brincaban. En todo ese espacio par-dusco, donde hasta la cal del muro era decolor tierroso, lo único vivo era el azulino delos ojos de don Alejo y las lenguas babosas,coloradas, de los perros.

—¿Y las bromas tuyas? ¿Te parecen pocacosa, roto malagradecido? ¿Creís que no sépor qué viniste? Yo te conseguí los fletes deorujo, pero yo mismo llamé a Augusto hacedías diciéndole que te los cortara.

—Vamos a hablar a otro lado, mejor...—¿Por qué? ¿No quieres que la gente sepa

que eres un sinvergüenza y un malagradecido?Está lloviendo y no quiero mojarme más, mi-ra que el médico me dijo que me cuidara.Usted, don Céspedes, hágame el favor de ir

42

a la carnicería, aquí al lado, y le dice a Mel-chor que me mande unas buenas charchas paraque estos perros se queden tranquilos. ¿Y éste,quién es?

Octavio bajó los fardos con un par de brin-cos. Mientras sacudía su terno oscuro y seajustaba la corbata corrida en el cuello abier-to de la camisa, carraspeó antes de contestar.Pero contestó Pancho.

—Es Octavio, mi cuñado.—¿El de la estación de servicio?—Sí, señor. Para servirle. Somos compa-

dres con el Pancho, así que delante de mí pue-de hablar nomás...

La inquietud de los cuatro perros negrosde colas suntuosas, de fauces anhelantes, lle-naba el galpón. Los ojos de loza de don Alejosostuvieron la mirada negra de Pancho, obli-gándola a permanecer fija bajo las pestañassombrías. El leía en esos ojos como en un li-bro: Pancho no quería que Octavio supierade la deuda. El viento agitó las listas de car-tas sobrantes pegadas al muro.

—¿Así es que solitos no te importa que tediga que eres un sinvergüenza y un malagra-decido? Entonces, además eres un cobarde deporquería.

—Déjese pues, don Alejo.

43

Page 19: LIT86-El Lugar Sin Limites

—Tu padre, a quien Dios guarde en su Glo-ria, no me hubiera aguantado que yo le ha-blara así. Era un hombre de veras. ¡El hijitoque le fue a salir! Nada más que por memo-ria de tu padre te presté la plata. Y nada másque por eso no te mando preso. ¿Oíste bien?

—Yo no firmé ningún documento.Fue tal la furia de don Alejo que hasta los

perros la sintieron y se pusieron de pie gru-ñéndole a Pancho con los dientes descubiertos.

—¿Cómo te atreves?—Aquí le traigo las cinco cuotas atrasadas.—¿Y crees que con eso me dejas conten-

to? ¿Crees que no sé a qué viniste? Mira queyo veo debajo del alquitrán y a ti te conozcocomo si te hubiera parido. Claro, te cortaronlos fletes. Por eso vienes con la cola entre laspiernas a pagarme, para que yo consiga quete los vuelvan a dar. Dame esa plata, roto ma-lagradecido, dámela te digo...

—No soy malagradecido.—¿Qué eres entonces? ¿Ladrón?—Ya pues, don Alejo, córtela, ya está

bueno...—Pásame la plata.Pancho le entregó el fajo de billetes, ca-

lientes porque los tenía apretados en la manoen el fondo del pantalón, y don Alejo los con-44

tó lentamente. Después se los metió debajode la manta. El Negus le lamía la punta delzapato.

—Está bien. Te faltan seis cuotas para ter-minar de pagarme, y que sean puntuales, en-tiendes. Y mira, está bueno que lo sepasaunque cualquiera que fuera menos tonto quetú ya lo sabría: tengo muchos hilos en mi ma-no. Cuidado. No porque no te hice firmar elpapel voy a dejar que me hagas eso; si te dilibertad fue para ver cómo reaccionabas, aun-que con lo que te conozco, ya debía saber ypara que te aporrees solo. Ya sabes. Para otravez dime que no puedes pagarme por un tiem-po y que te espere, entonces, de buen modo,veremos lo que puedo hacer...

—Es que no tenía tiempo...—Mentira.—Es que no había venido por estos lados,

pues, don Alejo.—Otra mentira. ¿Cuándo se te va a quitar

esa maldita costumbre? Me dijeron que tehabían visto en la gasolinera de tu cuñadovarias veces en el camino longitudinal. ¿Quéte costaba recorrer los dos kilómetros hastaaquí o hasta el fundo? ¿Qué ya no conoces elcamino hasta las casas donde naciste, animal?

No, no quería tener nada que ver con esas

45

Page 20: LIT86-El Lugar Sin Limites

cosas ni con este pueblo de mierda. Le dolíaentregarle su plata a don Alejo. Era reconocerel vínculo, amarrarse otra vez, todo eso quelogró olvidar un poco, como quien silba paraolvidar el terror en la oscuridad, durante loscinco meses que tuvo fuerza para no pagarle,para resistir y guardar ese dinero para soñar-lo en otras cosas como si tuviera derecho ahacerlo. Es platita para la casa que la Emaquiere comprar en ese barrio nuevo de Talca,ése con las casas todas iguales, pero pintadasde colores distintos así es que no se ven igua-les, y cuando a la Ema se le ocurre algo nohay quien resista. Por suerte que ahora, enesta época de tanto flete, Pancho para pocoen la casa, a veces prefiere estacionar el ca-mión en el camino y dormir ahí. Por lo mismo,decía ella, por lo mismo que casi no te veoy qué sé yo qué harás por ahí, por lo mismoyo y la niña tenemos que tener alguna com-pensación... y cuando caiga en cama con úl-cera, un fuego que me quema aquí, un animalque hoza y me muerde y sorbe y chupa, aquí,aquí adentro y no me deja dormir ni hablarni moverme ni tomar ni comer, apenas respi-rar, a veces con todo esto duro y acalambra-do, con miedo a que el animal me dé un mor-disco y reviente, entonces ella me cuida y yola miro porque sin ella me moriría y ella sabe

46

y por eso lo cuida como a un niño que gimearrepentido, pero que sabe que va a volver ahacerlo todo igual, por eso es que Pancho ne-cesita esa casa. A veces da una vuelta por esebarrio con el camión y va viendo cómo desa-parecen los carteles que dicen «Se Venden. Yano quedan casas rosadas, sólo azules y amari-llas, y la Ema quería una rosada. A don Alejono le importan unos cuantos miles de pesos.

—¿Y por qué no llama a don Augusto pa-ra que me vuelva a dar esos fletes tan buenos?

—¿Qué te costaba cumplir conmigo, si erantan buenos?

Pancho no contestó. La lluvia se iba jun-tando en las pozas de la calzada: imposiblecruzar. Llegó el cura y la gente entró en lacapilla. Pancho no contestó porque no queríacontestar. No tenía que darle cuentas a nadie,menos a este futre que creía que porque habíanacido en su fundo... Hijo, decían, de don Ale-jo. Pero lo decían de todos, de la señorita Lilay de la Japonesita y de qué sé yo quién más,tanto peón de ojo azul por estos lados, peroyo no. Meto la mano al fuego por mi vieja,y los ojos, los tengo negros y las cejas, a vecesme creen turco. Yo no le debo nada. Habíatrabajado de chico como tractorista y despuésaprendió a manejar el auto, a escondidas, ro-bándoselo a don Alejo con los nietos del caba-

47

Page 21: LIT86-El Lugar Sin Limites

llero que eran de su misma edad... Nada más.Lo único que le debía era que aprendió a ma-nejar. Le faltaban varias cuotas para saldarsu deuda. Hasta entonces, callado. Que la Emaesperara. Tal vez en otro barrio, y despuéstodo lo que quisiera, la libertad, él solo, sintener que rendirle cuentas a nadie... y mepierdo para siempre de este pueblo de mierda.Pero el viejo fue a decir delante de Octavioque me atrasé en los pagos. Para que despuésse le salga y los creídos de los hermanos dela Ema, los otros, no Octavio que es mi com-padre, los otros anden diciendo cosas de unopor ahí.

—¿Quiubo? ¿Por qué?Regresó don Céspedes con las charchas. Los

perros, alborotados, gimieron, lamiéndole lospies, las manos, saltándole hasta casi botarlo.

—Tíreles una chamba, don Céspedes...La piltrafa sanguinolenta voló y los perros

saltaron tras ella y después los cuatro juntoscayeron hechos un nudo al suelo, disputándoseel trozo de carne caliente aún, casi viva. Lo des-garraron, revolcándolo por la tierra y ladrán-dole, babosos los hocicos colorados y lospaladares granujientos, los ojos amarillos fulgu-rando en sus rostros estrechos. Los hombres seapegaron a los muros. Devorada la charcha losperros volvieron a danzar alrededor de don48

Alejo, no de don Céspedes que fue quien losalimentó, como si supieran que el caballerode manta es el dueño de la carne que comen yde las viñas que guardan. El los acaricia —suscuatro perros negros como la sombra de loslobos tienen los colmillos sanguinarios, las pe-sadas patas feroces de la raza más pura.

—No. Hasta que me pagues todas las cuo-tas que faltan. No tengo ninguna confianza enti. Estoy viejo y me voy a morir y no quierodejar asuntos sueltos por ahí...

—Pero cómo quiere, pues, don Alejo...El suelo era un barrial ensangrentado. Los

perros lo husmeaban, resoplando en busca dealgún resto que lamer. Pancho Vega apretólos dientes. Miró a Octavio que le guiñó unojo, no se agite compadre, espérese, que va-mos a arreglar este asunto entre nosotros. Pe-ro era duro este gallo jubilado. Oyeron las cam-panillas de la iglesia.

—¿No vas a ir a misa, Pancho?No contestó.—Cuando eras chico, para las misiones,

ayudabas. A la pobre Blanca le gustaba tantoverte, tan piadoso, tan lindo que eras. Y esasconfesiones tan largas, nos moríamos de larisa... ¿Y usted, don Céspedes?

—Cómo no, patrón...

49

Page 22: LIT86-El Lugar Sin Limites

—¿Ves? ¿Cómo don Céspedes va a misa?Pancho miró a Octavio, que le dijo que no

con la cabeza.—Don Céspedes es inquilino suyo.Y tragó para poder agregar:—Yo no.—Pero tú me debes plata y él no.Era cierto. Mejor no acordarse ahora. Me-

jor ir a misa sin alegar. ¿Qué me cuesta? Cuan-do estoy en la casa el domingo, la Ema vistea la Normita con el abrigo celeste con pielblanca y me dice que vaya con ellas a la misade once y media que es la mejor y yo voy por-que no me importa nada y me gusta saludara la gente del barrio, a veces me gusta y hastatengo ganas, otras no, pero voy siempre, nos-otros tan elegantes. Voy con don Alejo que memira desde la puerta exigiéndomelo. Pero Pan-cho no puede dejar de decirle:

—No. No voy.Octavio sonrió satisfecho por fin. Salieron

los perros negros. Pero antes de salir, don Ale-jo se dio vuelta.

—Ah. Se me olvidaba decirte. Me contaronque andas hablando de la Manuela por ahí,que se la tienes jurada o qué sé yo qué. Queno sepa yo que te has ido a meter donde laJaponesita a molestar a esa gente, que es gen-te buena. Ya sabes.

50

Salió seguido de sus perros, que cruzaronla calzada salpicando en el barro y esperaronbajo el alero, detrás de la cortina de lluvia.Don Céspedes, sombrero en mano, mantuvo lapuerta de la capilla abierta: entraron los pe-rros al son de las campanillas y detrás, donAlejo.

51

Page 23: LIT86-El Lugar Sin Limites

CAPITULO IV

La Japonesita no adivinó inmediatamentepor qué don Alejandro tenía tanta urgenciade hablar con ella. Al principio, cuando la Ma-nuela le dio el mensaje, se sorprendió, porqueel Senador siempre caía a visitarla sin avisar,como quien llega a su propia casa. Pronto,sin embargo, se dio cuenta de que tanto proto-colo no podía significar más que una cosa:que por fin iba a participarle los resultadosdefinitivos de sus gestiones para la electrifica-ción del pueblo. Hacía tiempo que estaba em-peñado en que lo hicieran. Pero la respuesta ala solicitud se iba retrasando de año en año,quién sabe cuántos ya, y siempre resultaba

necesario aplazar el momento oportuno paraacercarse a las autoridades provinciales. ElIntendente se hallaba siempre de viaje o esta-mos haciendo gastos demasiado importantes

53

Page 24: LIT86-El Lugar Sin Limites

en otra región por el momento o el secretariode la Intendencia pertenece al partido enemi-go y es preferible esperar.

Pero el lunes anterior, al cruzar la Plazade Armas de Talca en dirección al Banco, laJaponesita se encontró con don Alejandro di-rigiéndose a la Intendencia. Se pararon en laesquina. El le compró un paquete de manícaliente, de regalo, dijo, pero mientras con-versaban se lo comió casi todo él, moliendo lascáscaras que al caer iban quedando prendidasen los pelos de su manta de vicuña allí dondela alzaba un poco su panza. Dijo que ahora sí:todo estaba listo. En medía hora más teníaentrevista con el Intendente para echarle encara su abandono de la Estación El Olivo. LaJaponesita se quedó vagando por la plaza enespera de la salida de don Alejo con los resul-tados de la famosa entrevista. Luego, comotuvo otras cosas que hacer y llegó la hora deltren, ya no lo vio. Durante toda la semana es-tuvo averiguando si el caballero había vuelto alfundo, pero esa semana no le tocó ir ni depasada, ni una sola vez. Se conformó con que-darse pensando, esperando.

Pero hoy sí. Por fin. La Japonesita perma-neció en la cocina después del almuerzo, cuan-do cada puta se fue a refugiarse en su covachay la Manuela acompañó a la Lucy a su pieza.

54

En vez de avivar con otro leño el rescoldo quequedaba en el vientre de la cocina se fue acer-cando más y más al fuego que palidecía, arre-bozándose más y más y más con un chal: ten-go los huesos azules de frío. Ya oscurecía. Elagua no amainaba, cubriendo poco a poco lostrozos de ladrillo que la Cloty puso para cru-zar el patio. Al otro lado, frente a la puertade la cocina, la Lucy tenía abierta la puertade su pieza y la vio encender una vela. La Ja-ponesita, de vez en cuando, levantaba la ca-beza para echar una mirada y ver de qué sereían tanto con la Manuela. Las últimas car-cajadas, las más estridentes de toda la tarde,fueron porque la Manuela, con la boca llenade horquillas para el peinado moderno que leestaba haciendo a la Lucy, se tentó de la risay las horquillas salieron disparadas y las dos,la Lucy y la Manuela, anduvieron un buen ratode rodillas, buscándolas por el suelo.

Quedaba un poco de luz afuera. Pero des-ganada, sin fuerza para vencer a las tinieblasde la cocina. La Japonesita extendió una manopara tocar una hornalla: algo de calor. Con laelectricidad todo esto iba a cambiar. Esta in-temperie. El agua invadía la cocina a través •de las chilcas formando un barro que se pe-gaba a todo. Tal vez entonces la agresividaddel frío que se adueñaba de su cuerpo con los

55

Page 25: LIT86-El Lugar Sin Limites

primeros vientos, encogiéndolo y agarrotándo-lo, no resultara tan imbatible. Tal vez no fue-ra creciendo esta humedad de mayo a junio,de junio a julio, hasta que en agosto ya le pa-recía que el verdín la cubría entera, su cuerpo,su cara, su ropa, su comida, todo. El puebloentero reviviría con la electricidad para serotra vez lo que fue en tiempos de la juventudde su madre. El lunes anterior, mientras espe-raba a don Alejo, se metió en una tienda quevendía Wurlitzers. Muchas veces se había pa-rado en la vitrina para mirarlos separada desu color y de su música por su propio reflejoen el vidrio de la vitrina. Nunca había entrado.Esta vez sí. Un dependiente con las pestañasdesteñidas y las orejas traslúcidas la atendió,dándole demostraciones, obsequiándole folle-tos, asegurándole una amplia garantía. La Ja-ponesita se dio cuenta de que lo hacía sin creerque ella era capaz de comprar uno de esosaparatos soberbios. Pero podía. En cuanto elec-trificaran el pueblo iba a comprar un Wurlit-zer. Inmediatamente. No, antes. Porque si donAlejo le traía esta tarde la noticia de que elpermiso para la electrificación estaba dado oque se llegó a firmar algún acuerdo o docu-mento, ella iba a comprar el Wurlitzer maña-na mismo, mañana lunes, el que tuviera máscolores, ése con un paisaje de mar turquesa

56

y palmeras, el aparato más grande de todos.Mañana lunes hablaría con el muchacho delas pestañas desteñidas para pedirle que se lomandara. Entonces, el primer día que funcio-nara la electricidad en el pueblo, funcionaríaen su casa el Wurlitzer.

A la Manuela mejor no decirle nada. Bas-taría insinuarle el proyecto para que enloque-ciera, dándole por hecho, hablando, exigiendo,sin dejarla en paz, hasta que terminaría pordecidirse a no comprar nada. En el cuarto deenfrente se estaba desvistiendo para probarseel vestido colorado a la luz de la vela. A suedad no le tenía miedo al frío. Igual a mi ma-dre, que en paz descanse. Aún en los días másdestemplados, como éste por ejemplo, ella,grande y gorda, con los senos pesados comosacos repletos de uva, se escotaba. En el án-gulo inferior del escote, donde comenzaban ahincharse sus senos, llevaba siempre un pa-ñuelo minúsculo, y durante una conversacióno tomando su botellón de tinto o mientras pre-paraba las sopaipillas más sabrosas del mundo,sacaba su pañuelo y se enjugaba el sudor casiimperceptible que siempre le brotaba en lafrente, en la nariz, y sobre todo en el escote.Decían que la Japonesa Grande murió de algoal hígado, de tanto tomar vino. Pero no eraverdad. No tomaba tanto. Mi madre murió de

57

Page 26: LIT86-El Lugar Sin Limites

pena. De pena porque la Estación El Olivo seiba para abajo, porque ya no era lo que fue.Tanto que habló de la electrificación con donAlejo. Y nada. Después anduvieron diciendoque el camino pavimentado, el longitudinal,iba a pasar por El Olivo mismo, de modo quese transformaría en un pueblo de importancia.Mientras tuvo esta esperanza mi mamá flore-ció. Pero después le dijeron la verdad, donAlejo creo, que el trazado del camino pasabaa dos kilómetros del pueblo y entonces ellacomenzó a desesperarse. La carretera longitu-dinal es plateada, recta como un cuchillo: deun tajo le cortó la vida a la Estación El Olivo,anidado en un amable meandro del caminoantiguo. Los fletes ya no se hacían por tren,como antes, sino que por camión, por carre-tera. El tren ya no pasaba más que un par deveces por semana. Quedaban apenas un puña-do de pobladores. La Japonesa Grande recor-daba, hacia el final, que en otra época la misade doce en el verano atraía a los breaks y alos victorias más encopetados de la región, yla juventud elegante de los fundos cercanos sereunía al atardecer, en caballos escogidos, ala puerta del correo para reclamar la corres-pondencia que traía el tren. Los muchachos,tan comedidos de día como acompañantes desus hermanas, primas o novias, de noche se

58

soltaban el pelo en la casa de la Japonesa, queno cerraba nunca. Después, llegaban sólo losobreros del camino longitudinal, que hacíana pie los dos kilómetros hasta su casa, y des-pués ni siquiera ellos, sólo los obreros habi-tuales de la comarca, los inquilinos, los peo-nes, los afuerinos que venían a la vendimia.Otra clase de gente. Y más tarde ni ellos. Aho-ra era tan corto el camino a Talca que el do-mingo era el día más flojo —se llegaba a laciudad en un abrir y cerrar de ojos, y ya nose podía pretender hacerle la competencia acasas como la de la Pecho de Palo. Siquieraelectricidad, decía, siquiera eso, yo la oía que-jarse siempre, de tantas cosas, de la hogueraen el estómago, quejarse monótonamente, sua-vemente, al final, tendida en la cama, hinchada,ojerosa. Pero no, nunca, nada, a pesar de quedon Alejo le decía que esperara pero un buendía ya no pudo esperar más y comenzó a mo-rirse. Y cuando murió la enterramos en elcementerio de San Alfonso porque en El Olivoni cementerio hay. El Olivo no es más que undesorden de casas ruinosas sitiado por la geo-metría de las viñas que parece que van a tra-gárselo. ¿Y él de qué se ríe tanto? ¿Qué dere-cho tiene a no sentir el frío que a mí me está .trizando los huesos?

—¡Papál

59

Page 27: LIT86-El Lugar Sin Limites

Lo gritó desde la puerta de la cocina. LaManuela set paró en el marco iluminado dela puerta de la Lucy. Flaco y chico, paradoallí en la puerta con la cadera graciosamentequebrada y con la oscuridad borroneándole lacara, parecía un adolescente. Pero ella cono-cía ese cuerpo. No daba calor. No calentabalas sábanas. No era el cuerpo de su madre:ese calor casi material en que ella se metíacomo en una caldera, envolviéndose con él, yque secaba su ropa apercancada y sus huesosy todo...

—¿Qué?—Venga.—¿Para qué me quieres?—Venga nomás.—Estoy ocupada con la Lucy.—¿No le digo que lo necesito?La Manuela, cubriéndose con el vestido de

española, cruzó como pudo el lago del patio,chapoteando entre las hojas flotantes despren-didas del parrón. La Japonesita se había sen-tado de nuevo junto al fuego que se extinguía.

—Tan oscuro, niña. Parece velorio.La Japonesita no contestó.—Voy a echarle otro palo al fuego.No esperó a que diera llama.--¿Prendo una vela?¿Para qué? Ella podía estar tardes enteras,

60

días enteros en la oscuridad, como ahora, sinsentir nostalgia por la luz, añorando, eso sí,un poco de calor.

—Bueno.La Manuela encendió y después de dejar

la vela encima de la mesa junto a las papas,se puso los anteojos y se sentó a coser al ladode la luz. La Lucy había apagado. Iba a dormirhasta la hora de la comida. Así era fácil matarel tiempo. Eran las cinco. Faltaban tres horaspara la comida. Tres horas y ya estaba oscu-ro. Tres horas para que comenzara la noche yel trabajo.

—Apuesto que no viene nadie esta noche.La Manuela se paró. Sostuvo su vestido pe-

gado al cuerpo, el escote con el mentón, lacintura con las manos.

—¿Cómo me queda?—Bien.La lluvia cesó. En el gallinero oyeron hin-

charse el pavo de la Lucy: el pago de un ena-morado que no tuvo otra cosa con qué pagarle.El vestido quedó perfecto.

—Apuesto que no viene nadie esta noche.Esta vez lo dijo la Manuela. La Japonesita

levantó la cabeza como si le hubieran tocadoun resorte.

—Usted sabe que va a venir Pancho Vega.La Manuela se picó un dedo con la aguja

y se lo chupó.

61

Page 28: LIT86-El Lugar Sin Limites

—¿Yo? ¿Que va a venir Pancho Vega?—Claro. ¿Para qué está arreglando su ves-

tido, entonces?—Pero si no está en el pueblo.—Usted me dijo que anoche oyó la boci-

na...—Sí, pero yo no...—Usted sabe que va a venir.Inútil negarlo. Su hija tiene razón. Pancho

va a venir esta noche aunque llueva o truene.Tomó su vestido, la percala viejísima entibia-da por el fuego. Todo el santo día dele que tedele a la aguja, preparándolo, preparándose.Vamos a ver si es tan macho como dice. Melas va a pagar. Si pasa algo esta noche no vaa quedar nadie en todo el pueblo que no losepa, nadie, a ver si le gusta decir las cosasque dice de las pobres locas, hasta las piedraslo van a saber. La Manuela dejó su vestido,puso la vela encima de la mesa del lavatorio,debajo del pedazo de espejo. Comenzó a pei-narse. Tan poco pelo. Apenas cuatro mechasque me rayan el casco. No puedo hacerme nin-gún peinado. Ya pasaron esos días.

—Oye...La Japonesita levantó la cabeza.—¿Qué?—Ven para acá.Se cambió a una silla de totora frente al

62

espejo. La Manuela tomó sus cabellos lacios,frunció los ojos para mirarla, tienes que tra-tar de ser bonita, y comenzó a escarmenárse-los —qué sacas con ser mujer si no eres co-queta, a los hombres les gusta, tonta, a esovienen, a olvidarse de los espantapájaros conque están casados, y con el pelo así, ves, asíes como se usa, así queda bien, con un pococaído sobre la frente y lo demás alto comouna colmena se llama, y la Manuela se lo es-carmena y se ponen una cinta aquí, no tienesuna cinta bonita, yo creo que tengo una guar-dada en la maleta, si quieres te la presto, te lavoy a poner aquí. A una de las nietas de donAlejo la vi así en el verano, ves que te quedabien esta línea, no seas tonta, aprovecha... ves,así...

La Japonesita cedió tranquilamente. Sí. Se-guro que venía. Ella lo sabe tan claramentecomo lo sabe la Manuela. El año pasado, cuan-do trató de abusar con ella, sintió su alientoavinagrado en su mejilla, en su nariz. Bajo lasmanos de su padre que le rozaban la cara devez en cuando, el recuerdo agarrotó a la Sapo-nesita. La había agarrado con sus manos ás-peras como un ladrillo, el pulgar cuadrado, deuña roída, tiznado de aceite, ancho, chato, hun-dido en su brazo, haciéndola doler, un moretónque le duró más de un mes...

63

Page 29: LIT86-El Lugar Sin Limites

—Papá...La Manuela no contestó.—¿Qué vamos a hacer si viene?La Manuela dejó la peineta. Frente al es-

pejo el pelo de la Japonesita quedó escarme-nado como el de un bosquimano.

—Usted me tiene que defender si vienePancho.

La Manuela tiró las horquillas al suelo. Yaestaba bueno. ¿Para qué seguía haciéndosetonta? ¿Quería que ella, la Manuela, se enfren-tara con un machote como Pancho Vega? Quese diera cuenta de una vez por todas y que nosiguiera contándose el cuento... sabes muybien que soy loca perdida, nunca nadie tratóde ocultártelo. Y tú pidiéndome que te pro-teja: si voy a salir corriendo a escondermecomo una gallina en cuanto llegue Pancho.Culpa suya no es por ser su papá. El no hizola famosa apuesta y no había querido tenernada que ver con el asunto. Qué se le iba ahacer. Después de la muerte de la JaponesaGrande te he pedido tantas veces que me desmi parte para irme, qué sé yo dónde, siemprehabrá alguna casa de putas donde trabajarpor ahí... pero nunca has querido. Y yo tam-poco. Fue todo culpa de la Japonesa Grande,que lo convenció —que se iban a hacer ricoscon la casa, que qué importaba la chiquilla,

64

y cuando la Japonesa Grande estaba viva eraverdad que no importaba porque a la Manuelale gustaba estar con ella... pero hacía cuatroaños que la enterraron en el cementerio deSan Alfonso porque este pueblo de porqueríani cementerio propio tiene y a mí también mevan a enterrar ahí, y mientras tanto, aquí sequeda la Manuela. Ni suelo en la cocina: barro.¿Así es que para qué la molestaba la Japone-sita? Si quería que la defendieran, que se ca-sara, o que tuviera un hombre. El... bueno,ya ni para bailar servía. El año pasado, des-pués de lo de Pancho, su hija le gritó que ledaba vergüenza ser hija de un maricón comoél. Que claro que le gustaría irse a vivir a otraparte y poner otro negocio. Pero que no seiba porque la Estación El Olivo era tan chicay todos los conocían y a nadie le llamaba laatención, tan acostumbrados estaban. Ni losniños preguntaban porque nacían sabiendo.No hay necesidad de explicar eso, dijo la Japo-nesita, y el pueblo se va a acabar uno de estosdías y yo y usted con este pueblo de mierdaque no pregunta ni se extraña de nada. Unatienda en Talca. No. Ni restaurante ni ciga-rrería ni lavandería, ni depósito de géneros,nada. Aquí en El Olmo, escondiéndonos... bue-no, bueno, chiquilla de mierda, entonces nome digas papá. Porque cuando la Japonesita

65

Page 30: LIT86-El Lugar Sin Limites

le decía papá, su vestido de española tendidoencima del lavatorio se ponía más viejo, lapercala gastada, el rojo desteñido, los zurcidosa la vista, horrible, ineficaz, y la noche oscuraY fría y larga extendiéndose por las viñas, apre-tando y venciendo esta chispita que había sidoposible fabricar en el despoblado, no me digáipapá, chiquilla huevona. Dime Manuela, comotodos. ¡Que te defienda! Lo único que faltaba.¿Y a una, quién la defiende? No, uno de estosdías tomo mis cachivaches y me largo a unpueblo grande como Talca. Seguro que la Pe-cho de Palo me da trabajo. Pero eso lo habíadicho demasiadas veces y tenía sesenta años.Siguió escarmenando el pelo de su hija.

—¿Para qué te voy a defender? Acuéstatecon él, no seas tonta. Es regio. El hombremás macho de por aquí y tiene camión y todoy nos podía llevar a pasear. Y como puta vasa tener que ser algún día, así que...

...que la forzara. Esta noche por fin, aun-que tuviera que correr sangre. Pancho Vegao cualquier otro, eso ella lo sabía. Pero hoyPancho. Un año llevaba soñando con él. So-ñando que la hacía sufrir, que le pegaba, quela violentaba, pero en esa violencia, debajo deella o adentro de ella, encontraba algo con quévencer el frío del invierno. Este invierno, por-que Pancho era cruel y un bruto y le torció el

66

brazo, fue el invierno menos frío desde que laJaponesa Grande murió. Y los dedos de la Ma-nuela tocándole la cabeza, palpándole la meji-lla junto a la oreja para falsificar la coqueteríade rizo, tampoco eran tan fríos... era un niño,la Manuela. Podía odiarlo, como hace un rato.Y no odiarlo. Un niño, un pájaro. Cualquiercosa menos un hombre. El mismo decía queera muy mujer. Pero tampoco era verdad. Enfin, tiene razón. Si voy a ser puta mejor co-menzar con Pancho.

La Manuela terminó de arreglar el pelo dela Japonesita en la forma de una colmena. Mu-jer. Era mujer. Ella se iba a quedar con Pan-cho. El era hombre. Y viejo. Un maricón pobrey viejo. Una loca aficionada a las fiestas y alvino y a los trapos y a los hombres. Era fácilolvidarlo aquí, protegido en el pueblo —sí,tiene razón, mejor quedarnos. Pero de prontola Japonesita le decía esa palabra y su propiaimagen se borroneaba como si le hubiera caí-do encima una gota de agua y él entonces seperdía de vista a sí misma, mismo, yo mismano sé, él no sabe ni ve a la Manuela y no que-daba nada, esta pena, esta incapacidad, nadamás, este gran borrón de agua en que nau-fraga.

Al dar los últimos toques al peinado laManuela sintió a través del pelo que su hija

67

Page 31: LIT86-El Lugar Sin Limites

se iba entibiando. Como si de veras le hubieraentregado la cabeza para que se la embelle-ciera. Esa ayuda ella podía y quería dársela.La Japonesita estaba sonriendo.

—Prenda otra vela para verme mejor...La prendió y la puso al otro lado del es-

pejo. La Japonesita, con sus dedos, tocó ape-nas su propia imagen en el jirón de vidrio. Sedio vuelta:

—¿Me veo bien?Sí, si Pancho Vega no fuera tan bruto en-

tonces ella se enamoraría de él y sería suamante un tiempo hasta que la dejara parairse con otra, porque así son de brutos loshombres, y después yo sería distinta. Y talvez no tan avara, pasó la Manuela, tan ama-rrada con mi plata, que al fin y al cabo hartotrabajo me cuesta ganármela. Y yo tal vez nosentiré tanto frío. Un poco de dolor o amargu-ra cuando el bruto de Pancho se fuera, peroqué importaba, nada, si ella, y ella también,quedaba más clara.

Era una de esas noches en que la Manuelahubiera preferido irse a acostar, doblar elvestido, tomar una cápsula, y después, ya, otrodía. No ver a nadie hoy porque todo su calorparecía haberse trasvasijado a la Japonesita de-jándola a ella, a la Manuela, sin nada. Afuera,las nubes se perseguían por el cielo inmenso

68

que comenzaba a despejarse, y en el patio, laartesa, el gallinero, el retrete, todos los obje-tos hasta el más insignificante, adquirieronvolúmenes, lanzando sombras precisas sobreel agua que ya se consumía bajo el cielo overo.Tal vez, después de todo, no vendría Pancho...tal vez todo no fuera más que una broma dedon Alejo, que era tan aficionado a las bro-mas. Tal vez por último ni siquiera vendríadon Alejo con este frío --él mismo dijo queestaba enfermo y que los médicos lo moles-taban con exámenes y dietas y regímenes. To-có su vestido desmayado sobre la suciedad delas papas, y en el silencio oyó el ronquido dela Lucy al otro lado del patio. Vio su propiacara en el espejo, sobre la cara de su hija, quese miraba extática —las velas, a cada lado,eran como las de un velorio. Su propio veloriotendría así de luz en el mismo salón donde,cuando el calor de la fiesta fundía las durezasde las cosas, ella bailaba. Se iba a quedar eter-namente en la Estación El Olivo. Morir aquí,mucho, mucho antes de que muriera esa hijasuya que no sabía bailar pero que era joveny era mujer y cuya esperanza al mirarse en elespejo quebrado no era una mentira grotesca.

—¿De veras me veo bien?—Para lo fea que eres... más o menos...

69

Page 32: LIT86-El Lugar Sin Limites

CAPITULO V

Le pusieron una jarra de vino, del mejor,al frente, pero no lo probó. Mientras hablaba,la Japonesita se sacó una de las horquillas quesostenían su peinado y con ella se rascó lacabeza. Los perros se quedaron echados en elbarro de la acera, gruñendo de vez en cuandojunto a la puerta o dándole un rasguñón quecasi la derribaba.

—Negus, tranquilo... Moro...La Manuela también se sentó a la mesa. Se

sirvió un vaso de vino tinto, de éste que suhija reservaba para las grandes ocasiones yque nunca le convidaba. La Cloty, la Lucy, laElvira y otra puta más tomaban mate en unrincón, donde no las pescara el viento que en-traba por las rendijas de las puertas y deltecho. Cébame otro. No va a venir nadie estanoche. Bostezaban. Seguramente va a cerrar

71

Page 33: LIT86-El Lugar Sin Limites

apenas se vaya el caballero y nosotras nosvamos a poder ir a dormir. Elvira, cambia eldisco, ponme »»Bésame mucho», ay no, otra co-sa mejor, algo más alegre. La Elvira le diocuerda a la victrola encima del mostrador, pe-ro antes de poner otro disco comenzó a lim-piarla con un trapo, ordenando a su lado elmontón de discos.

Las noticias que trajo don Alejo Cruz fue-ron malas: no iban a electrificar el pueblo.Quién sabe hasta cuándo. Quizá nunca. El In-tendente decía .que no tenía tiempo para preo-cuparse de algo tan insignificante, que el des-tino de la Estación El Olivo era desaparecer.Ni toda la influencia de don Alejo sumada ala de todos los Cruz convenció al Intendente.Tal vez dentro de un par de años, pero sinseguridad. Que entonces le volviera a hablardel asunto a ver si las cosas se veían más des-pejadas. Equivalía a un no rotundo. Y donAlejo se lo dijo así, claramente, a la Japone-sita. Trató de convencerla de lo lógico que eraque el Intendente pensara así, dio razones yexplicaciones aunque la Japonesita no dijo niuna sílaba de protesta —sí, pues chiquilla, tanpocos toneleros que quedan, un par creo yviejazos ya, y la demás gente, tú ves, es tanpoca y tan pobre, y el tren que ya ni para aquísiquiera, los lunes nomás, para que tú te subas

72

en la mañana y te bajes en la tarde cuando vasa Talca. Hasta la bodega de la estación se estácayendo y hace tanto tiempo que no la usoque ni olor a vino le queda.

—Si hasta la Ludo me dijo esta mañanacuando le fui a pedir hilo colorado, cuando loencontré a usted, don Alejandro, que estabapensando irse a Talca. Claro, tiene a su Ace-vedo en un nicho perpetuo allá y con misastodos los días y una hermana que tiene...

—¿La Ludo? No sabía. Qué raro que laBlanca no me dijo nada y estuvo a verla hacepoco. ¿Cómo está la Ludo? ¿Es de ella lacasa...?

—Claro, si Acevedo se la compró cuando...Entonces la Manuela se acordó que la Lu-

do le había dicho que don Alejo quería com-prársela, de modo que sabía muy bien de quiénera la propiedad. Lo miró, pero cuando susojos se encontraron con los del senador losretiró, y mirando a las putas hizo señas paraque acercaran el brasero. La Lucy lo puso en-tre la Japonesita y don Alejo y ella volvió aofrecerle vino.

—No me desprecie, pues, don Alejo. Es dela cosecha que a usted le gusta. Ni a usted lequeda de éste...

—No, gracias, mijita. Me voy. Se estáhaciendo tarde.

73

Page 34: LIT86-El Lugar Sin Limites

Tomó su sombrero, pero antes de pararsese quedó un rato todavía y cubrió con su ma-nota la mano de la Japonesita, que dejó caerla horquilla en una poza de vino en la mesa.

—Andate tú también. ¿Para qué te quedas?La Manuela se encendió para terciar.—Eso digo yo, don Alejo. ¿Para qué nos

quedamos?Las putas dejaron de murmurar en el rin-

cón y miraron a la Japonesita como esperandouna sentencia. Ella se arrebujó con su chalrosado, haciendo un movimiento de negacióncon la cabeza, muy lento, muy definitivo, quela Manuela conocía.

—No seas tonta. Andate a Talca a ponerun negocio con la Manuela. Platita tienes har-ta en el banco. Yo sé porque el otro día leestuve preguntando el estado de tu cuenta algerente, que es primo mío, y ya quisiera yo...eso me dijo él, muchas propiedades y muchasdeudas, pero la Japonesita lo tiene todo sa-neado. Un restorán cómprate, por ejemplo. Site hace falta yo pido un préstamo para ti enel banco y te hago de aval. Te dan la plataen un par de días, todo arreglado entre ami-gos, entre gente conocida. Anímate, mujer,mira que esto no es vida. ¿No es cierto, Ma-nuela?

74

—Claro pues, don Alejo, ayúdeme a con-vencerla...

—¿Para qué le pregunta a él, que no piensamás que en andar de farra por ahí?

—La plata es de los dos, por partes iguales,según tengo entendido. Así lo dejó la JaponesaGrande, ¿no es cierto?

—Sí. Tendríamos que vender la casa...Don Alejo dejó transcurrir apenas un mo-

mento.—Yo te la compro...Tenía los ojos gachos, observando la hor-

quilla que flotaba en la mancha de vino. Y enel dorso de la mano bondadosa que cobijabala mano de la Japonesita ardían vellos dora-dos. Pero ella, la Manuela, era muy diabla, yno la iba a engañar. Lo conocía desde hacíademasiado tiempo para no darse cuenta deque algo estaba tramando. Siempre habla que-rido pillarlo en uno de esos negocios turbiosde que le acusaban sus enemigos políticos.Claro, cuando lo eligieron diputado hacía cer-ca de veinte años fue mucho venderle sitiosbaratos a los votantes, con plazos largos, aquíen la Estación, que esto se va para arriba, quetiene mucho futuro, que aquí y que allá, y lagente se puso a pintar las casas y a mejorarlas,porque claro, todo va a subir de precio aquí...

75

Page 35: LIT86-El Lugar Sin Limites

y claro, ni alcantarilla, y apenas un par decalles más que eran pura tierra • aplanada.¿Qué quiere hacer con nosotros ahora? ¿Nole parece suficiente lo que ya ha hecho? ¿Quése le ha metido en la cabeza ahora que quierecomprar las pocas casas del pueblo que no sonsuyas? A ella, a la Manuela, que no le vinierancon cuentos. Esta tarde don Alejo no vino atraerles la mala noticia de la electricidad, sinoque a proponerles la compra de la casa. Conlos años el viejo se estaba poniendo transpa-rente. Sus ojos azules chisporrotearon con elasunto de la casa de la Ludo. Y ahora estacasa... les quería quitar esta casa, que era dela Japonesita y suya. ¡Claro que qué impor-taba que don Alejo se los pasara a todos porel aro con tal de poder irse a vivir a Talca,aunque perdieran la plata!

—A ti no te gusta este negocio, no te hagustado nunca, como a tu mamá. Mañana mis-mo te consigo la plata si quieres, y podemospreparar la escritura de la venta donde el no-tario, si te decides. Empújala, Manuela. Y tepuedo ayudar a buscar un local conveniente,bueno, bien bueno, allá en Talca. ¿Vas a ir enel tren de mañana?

—Sí. Tengo que depositar.—Entonces...Ella no contestó.

76

—Voy a andar por el Banco alrededor delas doce...

Esta vez don Alejo se puso de pie: la al-mendra de luz de carburo en el pico del chon-chón se agitó con el movimiento de la manta.Los perros comenzaron a alborotarse afuera,husmeando el aire del salón por la junturade la puerta como si quisieran bebérselo. LaManuela y la Japonesita lo siguieron hasta lapuerta. Tomó el picaporte. Con la otra manose puso el sombrero y apagó su rostro. Estuvoasí unos instantes diciéndoles cosas, repitién-doles que lo pensaran, que si querían podíanseguir discutiendo el negocio otro día, que élestaba a su disposición, ya sabían el afectoque les tenía de toda la vida, que si querían.tasaran la casa, él conocía a un experto serioy estaba dispuesto a pagar el precio de la ta-sación...

Cuando por fin abrió la puerta y entró elaire con la bocanada de estrellas y volvió acerrarla, el Wurlitzer se hizo añicos detrás delos ojos fruncidos de la Japonesita. Ella y elpueblo entero quedaron en tinieblas. Qué im-portaba que todo se viniera abajo, daba lomismo con tal que ella no tuviera necesidadde moverse ni de cambiar. No. Aquí se que-daría rodeada de esta oscuridad donde nadapodía suceder que no fuera una muerte im-

77

Page 36: LIT86-El Lugar Sin Limites

perceptible, rodeada de las cosas de siempre.No. La electricidad y el Wurlitzer no fueronmás que espejismos que durante un instante,por suerte muy corto, la indujeron a creer queera posible otra cosa. Ahora no. No quedabani una esperanza que pudiera dolerle, elimi-nando también el miedo. Todo iba a continuarasí como ahora, como antes, como siempre.Volvió a la mesa y se sentó en la silla calen-tada por la manta de don Alejo. Se inclinósobre el brasero.

—Tranca la puerta, Cloty...La Manuela, que se dirigía hacia la victrola,

se quedó parada y bruscamente dio mediavuelta.

—¿Vamos a cerrar?—Sí. Ya no va a venir nadie.—Pero si no va a seguir lloviendo.—Los caminos deben estar embarrados.—Pero...—...y va a escarchar.La Manuela fue a sentarse al otro lado

del brasero y también se inclinó sobre él. LaCloty puso «Flores negras» en la victrola y eldisco comenzó a chillar. Las demás putas de-saparecieron.

—¿Por qué no le hacemos caso a don Alejo?Lo dijo porque de pronto vio claro que

don Alejo, tal como había creado este pueblo,tenía ahora otros designios y para llevarlos acabo necesitaba eliminar la Estación El Olivo.Echaría abajo todas las casas, borraría las ca-lles ásperas de barro y boñigas, volvería a unirlos adobes de los paredones a la tierra de don-de surgieron y araría esa tierra, todo paraalgún propósito incomprensible. Lo veía. Cla-rísimo. La electricidad hubiera sido una salva-ción. Ahora...

--Vámonos, hija.La Japonesita comenzó a hablar sin mirar

a la Manuela, escudriñando los carbones en-canecidos. Al principio parecía que sólo estu-viera canturreando o rezando, pero después laManuela se dio cuenta de que le estaba ha-blando a éL

—Saca el disco, Cloty, que no oigo.—¿Me vas a necesitar?—No.—Buenas noches, entonces.—Buenas noches. Yo voy a cerrar después.Quedaron solos en el salón, sobre el bra-

sero.—...que todo siga igual. ¿Qué vamos a ha-

cer en un pueblo grande nosotras dos? Paraque se rían... allá nadie nos conoce, y vivir enotra casa. Aquí siempre va a haber huasos que

7978

Page 37: LIT86-El Lugar Sin Limites

estén calientes o que tengan ganas de embo-rracharse. No nos vamos a morir de hambreni de vergüenza. Cuando voy a Talca los lunesme vuelvo temprano a la estación a esperar eltren de vuelta para que la gente no me mire—a veces lo espero más de una hora, dos, yla estación está casi sola...

Cuando la Japonesita se ponía a hablar asía la Manuela le daban ganas de chillar, porqueera como si su hija estuviera ahogándolo conpalabras, cercándolo lentamente con su vozplana, con ese sonsonete. ¡Maldito pueblo!¡Maldita chiquilla! Haber creído que porquela Japonesa Grande lo hizo propietario y sociode la casa en la famosa apuesta que graciasa él le ganó a don Alejo, las cosas iban a cam-biar y su vida iba a mejorar. Claro que enton-ces las cosas eran mejores. Hasta los chon-chones iluminaban más, no como ahora quecomenzaban las lluvias y ay, mi alma, cuatromeses de sentirme fea y vieja, una que podíahaber sido reina. Y ahora que don Alejo lesofrecía ayuda para poder irse a Talca las dostranquilas y contentas y poner algún negocio,de géneros le gustaría a ella porque de trapossí que entendía, pero no, la chiquilla se poníaa hablar y no paraba nunca, así, despacito,construyendo una muralla alrededor de la Ma-

80

nuela. La Japonesita dio vuelta al tornillo paraquitarle luz al chonchón.

—Deja eso.Lo dejó por un instante pero luego volvió

a manipular el tornillo de la lámpara.—Deja eso, te digo, mierda...La Japonesita se sobresaltó con el grito de

la Manuela, pero siguió disminuyendo la luz,como si no hubiera oído. Yo no existo ni aun-que grite. Hasta que un buen día ella, que po-día haber sido la reina de las casas de putasdesde Chanco a Constitución, desde Villa Ale-gre hasta San Clemente, reina de las casas deputas de toda la provincia, estirara la pata yllegara la pelada para llevársela para siempre.Entonces, ninguna maña ni ningún chisme po-dría convencer a esa vieja de porquería quela dejara un poquito más, para qué quieresquedarte, Manuela por Dios, vamos para alláque está mucho mejor el negocio al otro lado,y la enterraran en un nicho en el cementeriode San Alfonso bajo una piedra que dijera«Manuel González Astica» y entonces, duranteun tiempo, la Japonesita y las chiquillas deaquí de la casa le llevarían flores, pero des-pués seguro que la Japonesita se iba a otraparte, y claro, la Ludo también se moriría yno más flores y nadie en toda la región, nada

81

Page 38: LIT86-El Lugar Sin Limites

más que algunos viejos gargajientos, se acor-darían que allí yacía la gran Manuela.

Fue a la victrola a poner otro disco.

Flores negrasdel destinoen mi soledadtu alma me diráte quieroooooooooo ...

La Manuela detuvo el disco. Puso la manoencima de la placa negra. La Japonesita tam-bién se había puesto de pie. En el centro dela noche, allá lejos, en el camino que veníadesde la carretera longitudinal al pueblo, seirguió un bocinazo caliente como una llama,insistente, colorado, que venía acercándose.Una bocina. Otra vez. Para hacerse el gracioso,el imbécil, despertando a todo el mundo a estahora. Iba entrando al pueblo. El camión conllantas dobles en las ruedas de atrás. Tocan-do todo el tiempo, ahora frente a la capilla,sí, sí, tocando y tocando porque seguro queel bruto viene borracho. La Manuela, con losescombros de su cara ordenados, sonreía.

--Apaga el chonchón, tonta.Antes de que apagara, la Manuela alcanzó

a ver que en la cara de su hija había una son-risa —tonta, no le tiene miedo a Pancho, se.

82

guro que quiere que venga, que lo espera,tiene ganas la tonta, y una también esperando,vieja verde... pero era importante que Panchocreyera que no había nadie. Que no entrara,que creyera que estaban todos dormidos enla casa. Que supiera que no lo estaban espe-rando y que no podía entrar aunque quisiera.

—Viene.—Qué vamos a hacer...—No te muevas.La bocina se acerca a través de la noche

y llega clara, como si en toda la llanura es-triada de viñas no hubiera nada que se inter-pusiera. La Manuela se acercó a la puerta enla oscuridad. Quitó la tranca. ¡A esta hora, sin-vergüenza, despertando a todo el pueblo! Sequedó al lado de la puerta mientras la bocinallamaba, despertaba cada músculo, cada ner-vio y los dejaba vivos y colgando, listos pararecibir heridas o choques —esa bocina no ce-saba. Ahora venía, sí, frente a la casa... losoídos dolían y la Japonesita cerró tos ojos yse cubrió los oídos. Pero igual que la Manuela,sonreía.

—Pancho...—¿,Qué vamos a hacer?

83

Page 39: LIT86-El Lugar Sin Limites

CAPITULO VI

Las mujeres del pueblo se pusieron deacuerdo de no protestar por tener que que-darse en sus casas esa noche, sabiendo perfec-tamente que todos los hombres iban donde laJaponesa. La esposa del jefe de Estación, ladel sargento de Carabineros, la del maestro,la del encargado de Correos, todas sabían queiban a festejar el triunfo de don AlejandroCruz y sabían dónde y cómo lo iban a festejar.Pero porque se trataba de una fiesta en honordel señor y porque cualquier cosa que se rela-cionara con el señor era buena, por esta vezno dijeron nada.

Esa mañana habían visto bajar del tren deTalca a las tres hermanas Farías , gordas comotoneles, retacas, con sus vestidos de seda flo-reada ciñéndoles las cecinas como zunchos,sudando con la incomodidad de tener que

85

Page 40: LIT86-El Lugar Sin Limites

transportar las guitarras y el arpa. Bajarontambién dos mujeres más jóvenes, y un hom-bre, si es que era hombre. Ellas, las señorasdel pueblo, mirando desde cierta distancia,discutían qué podía ser: flaco como palo deescoba, con el pelo largo y los ojos casi tanmaquillados como los de las hermanas Farías.Paradas cerca del andén, tejiendo para no per-der el tiempo y rodeadas de chiquillos a losque de vez en cuando tenían que llamar agritos para que no se acercaran a mendigarlea los forasteros, tuvieron tema para rato.

—Debe de ser el maricón del piano.—Si la Japonesa no tiene piano.—De veras.—Decían que iba a comprar.—Artista es, mira la maleta que trae.—Lo que es, es maricón, eso sí...Y los chiquillos los siguieron por el polvo

de la calzada hasta la casa de la Japonesa.Las señoras, de regreso a sus casas a al-

morzar, conminaron a sus maridos para queno dejaran de acordarse de todos los detallesde lo que esa noche pasaría en la casa de laJaponesa, y que si fuera posible, si hubieraalguna golosina novedosa, cuando nadie los es-

tuviera viendo se echaran algo al bolsillo paraellas, que al fin y al cabo se iban a quedarsolas en sus casas, aburriéndose, mientras

86

ellos hacían quién sabe qué en la fiesta. Claroque hoy no tenía importancia que se embo-rracharan. Esta vez la causa era buena. Quese estuvieran cerca de don Alejandro, eso eralo importante, que él los viera en su celebra-ción, que de pasada y como quien no quierela cosa le recordaran el asunto del terrenito,y de esa partida de vino que prometió vender-les con descuento, sí, que cantaran juntos,que bailaran, que hicieran las mil y una, hoyno importaba con tal que las hicieran con elseñor.

Durante meses el pueblo estuvo tapizadode carteles con el retrato. de don AlejandroCruz, unos en verde, otros en sepia, otros enazul. Los chiquillos patipelados corrían portodas partes lanzando volantes, o entregándo-selos innecesaria y repetidamente a quien pa-sara, mientras los más chicos, a los que nose confió propaganda política, los recogían yhacían con ellos botes de papel o los quema-ban o se sentaban en las esquinas contándolosa ver quién tenía más. La Secretaría funcio-naba en el galpón del correo, y noche a nochese reunían allí los ciudadanos de la EstaciónEl Olivo para avivar su fe en don Alejo y con-certar citas y excursiones por los campos ypueblos cercanos para propagar esa fe. Peroel verdadero corazón de la campaña era la

87

Page 41: LIT86-El Lugar Sin Limites

casa de la Japonesa. Allí se reunían los ca-becillas, de allí salían las órdenes, los proyec-tos, las consignas. Nadie que no fuera parti-dario de don Alejo entraba a su casa ahora,y las mujeres, adormecidas en los rinconessin nada que hacer, oían las voces que en lasmesas del salón, alrededor del vino y de laJaponesa, programaban incansablemente. Du-rante el último mes sobre todo, cuando laproximidad del triunfo enardeció la verba dela patrona haciéndola olvidar todo salvo supasión política, escanciaba generosa su vinopara cualquier visitante cuya posición fueravacilante o ambigua, y en el curso de unascuantas horas la dejaba firme como un peralo la definía tajante como un cuchillo.

Las elecciones fueron diez días antes, perorecién ahora don Alejo regresaba al pueblo.El salón y el patio de la Japonesa estabantapizados con retratos del nuevo diputado. Lasinvitaciones atrajeron a lo más selecto de lacomarca, desde habitantes escogidos de ElOlivo, hasta los administradores, mayordomosy técnicos viñateros de los fundos cercanos.Y de Talca la Japonesa encargó a su amiga laPecho de Palo que le mandara dos putas derefuerzo, a las hermanas Farías para que nofaltara música, y a la Manuela, el maricón esetan divertido que hacía números de baile.

88

—Mi plata que me va a costar. Pero algúngusto tengo que darme, y todo sea para queEl Olivo tenga el futuro que nos promete elflamante diputado don Alejandro Cruz, aquí,presente, orgullo de la zona...

Claro que la Japonesa se daba muchos gus-tos. Ya no era tan joven, es cierto, y los últi-mos años la engordaron tanto que la acumu-lación de grasa en sus carrillos le estiraba laboca en una mueca perpetua que parecía —ycasi siempre era— sonrisa. Sus ojos miopes,que le valieron su apodo, no eran más que dosranuras oblicuas bajo las cejas dibujadas muyaltas. En sus mocedades había tenido amorescon don Alejo. Murmuraban que él la trajo aesta casa cuando la dueña era otra, muertahacía muchos años. Pero sus amores eran cosadel pasado, una leyenda en la que se enraizabala realidad actual de una amistad que los uníacomo a conspiradores. Don Alejo solía pasarlargas temporadas de trabajo o en el fundosin ir a la ciudad hasta después de la vendi-mia, o para la poda o la desinfección, muchasveces sin su esposa y sin su familia, lo que leresultaba aburrido. Entonces, en la noche, des-pués de comida, echaba sus escapaditas a laEstación para tomar unas cuantas copas yreírse un rato con la Japonesa Grande. Enesas temporadas ella se encargaba de tener

89

Page 42: LIT86-El Lugar Sin Limites

una mujer especial para don Alejo, que nadiemás que él tocaba. Era generoso. La casa queocupaba la Japonesa era una antiquísima pro-piedad de los Cruz y se la daba en un arriendoanual insignificante. Y todas las noches, invier-no o verano, la gente de los fundos de alre-dedor, los administradores y los viñateros ylos jefes mecánicos, y a veces hasta los patro-nes menos orgullosos y los hijos de los patro-nes, que era necesario echar cuando aparecíanlos padres, solían ir a la casa de la Japonesaen la Estación El Olivo. No tanto para meterseen cama con las mujeres, aunque siempre ha-bía jóvenes y frescas, sino para entretenerseun rato hablando con la Japonesa o tomán-dose una jarra o jugando una mano de monteo de brisca en un ambiente alegre pero se-guro, porque la Japonesa no abría las puertasde su casa a cualquiera. Siempre gente fina.Siempre gente con los bolsillos llenos. Por esoes que ella pertenecía al partido político dedon Alejo, el partido histórico, tradicional, deorden, el partido de la gente decente que pagalas deudas y no se mete en líos, esa gente queiba a su casa a divertirse y cuya fe en que donAlejo haría grandes cosas por la región era taninquebrantable como la de la Japonesa.

—Tengo derecho a darme mis gustos.El gran gusto de su vida fue dar la fiesta

90

esa noche. Apenas llegó la Manuela, la Japo-nesa se adueñó de él. Creyó que el bailarínde quien le habían hablado era más joven:éste andaba pisando los cuarenta, igual queella. Mejor, porque los chiquillos jóvenes,cuando los clientes se emborrachaban, le ha-cían la competencia a las mujeres: mucho lío.Como la Manuela llegó temprano en la maña-na y no iba a tener nada que hacer hasta tardeen la noche, al principio anduvo mirando porahí, hasta que la Japonesa le hizo seña de quese acercara.

—Ayúdame a poner estas ramas aquí en latarima.

La Manuela tomó el asunto de la decora-ción en sus manos: tanta rama no, dijo, lashermanas Farías son demasiado gordas y contanta arpa y guitarra y además las ramas, nose van a ver. Mejor poner ramas arriba nomás,ramas de sauce amarradas con cinta de papelde color, que cayeran como una lluvia verde,y al pie de la tarima, enmarcado también enramas frescas de sauce llorón, el retrato dedon Alejo más grande que se pudiera conse-guir. La Japonesa quedó feliz con el resultado.Manuela, ayúdame a colgar las guirnaldas depapel; Manuela, dónde será mejor ubicar elpoyo para asar los lechones; Manuela, échaleuna mirada al aliño de las ensaladas; Manuela,

91

Page 43: LIT86-El Lugar Sin Limites

esto; Manuela, lo otro; Manuela, lo de más allá.Toda la tarde y a cada orden o pedido de laJaponesa, la Manuela sugería algo que hacíaque las cosas se vieran bonitas o que el con-dimento para el asado quedara más sabroso.La Japonesa, ya tarde, se dejó caer en unasilla en el medio del patio, bastante borracha,con los ojos fruncidos para ver mejor, dandoórdenes a gritos, pero tranquila porque la Ma-nuela lo hacía todo tan bien.

—Manuela, ¿trajeron la frutilla para elborgoña?

—Manuela, pongamos más flores en eseadorno.

La Manuela corría, obedecía, corregía, su-gería.

—Lo estoy pasando regio.La Pecho de Palo le habla dicho que la

Japonesa era buena gente, pero no tanto comoesto. Tan sencilla ella, dueña de casa y todo.Cuando la Japonesa fue a su pieza a vestirsela Manuela la acompañó para ayudarla: alrato salió muy elegante con su vestido de sedanegra escotado en punta adelante, y todo elpelo reunido en un moño discreto pero llenode coquetería. El vino comenzó a correr ape-nas llegaron los primeros invitados, mientrasel aroma de los lechones que comenzaban adorarse y del orégano y el ajo recalentado de

92

las salsas y de las cebollas y pepinos macerán-dose en los jugos de las ensaladas se exten-dieron por el patio y el salón.

Don Alejo llegó a las ocho, bastante achis-pado. Entre aplausos abrazó y besó a la Ja-ponesa, cuyo rimmel se le había corrido conla transpiración o con el llanto emocionado.Entonces las hermanas Farías se subieron ala tarima y comenzó la música y el baile. Mu-chos hombres se quitaron las chaquetas y que-daron en suspensores. El floreado de los vesti-dos de las mujeres se oscureció con sudordebajo de los brazos. Las hermanas Faríasparecían inagotables, como si a cada tonadales dieran cuerda de nuevo y no existiera ni elcalor ni la fatiga.

—Que pongan otra jarra...La Japonesa y don Alejo no tardaron en

despacharse la primera y ya pedían la segun-da. Pero antes de comenzarla el diputado sacóa bailar a la dueña de casa mientras los demásles hacían rueda. Después se fueron a sentarotra vez. La Japonesa llamó a la Rosita, traídaespecialmente de Talca para don Alejo.

—¿Ve pues, don Alejo? Mire estas nalgas,toque, toque, como a usted le gustan, blan-ditas, puro cariño. Para usted se la traje, yosabía que le iba a gustar, no voy a conocersus gustos... Ya, déjeme, mire que estoy vieja

93

Page 44: LIT86-El Lugar Sin Limites

para esas cosas. Sí, ve, y la Rosita ya no estan joven, porque sé que usted le hace ascosa las chiquillas muy chiquillas...

El diputado palpó las nalgas ofrecidas ydespués la hizo sentarse a su lado y le metióla mano por debajo de la falda. El Jefe deEstación quiso bailar con la Japonesa, peroella le dijo que no, que esta noche se iba a de-dicar a atender a su invitado de honor. Ellamisma escogió las presas más doradas del le-chón vigilando a don Alejo para que comierabien hasta que salió a bailar con la Rosita,sus bigotes manchados con salsa y orégano yel mentón y los dedos embarrados con la gra-sa. La Manuela se acercó a la Japonesa.

—Quiubo...—Siéntate.—¿Y don Alejo?—Si cabes. No dice nada el futre.—Bueno.—¿Te serviste de todo?—Estaba rico. Un vasito de vino me falta.—Toma de ése.—¿A qué hora voy a bailar?—Espera a que se caliente un poco la

fiesta.—Sí, es mejor. El otro día anduve bailando

en Constitución. Regio me fue y me quedé apasar el fin de semana en la playa. ¿Tú no vas

94

nunca a Constitución? Tan bonito, el río ytodo y tan buen marisco. La dueña de la casadonde estuve te conoce. Olga se llama y diceque es medio gringa. Nada de raro porque esharto pecosa, por aquí en los brazos. No sisoy de aquí yo, nací en un fundo cerca deMaule, sí, ahí mismito, ah, así que tú tambiénhas andado por ese lado. Bah... somos com-patriotas. No. Me fui al pueblo y después tra-bajaba con una chiquilla y recorrimos todoslos pueblos para el Sur, sí, le iba bien, perono creas que a mí me iba tan mal, claro quepara callado. Pero era joven entonces, ya no.Qué sé yo qué será de ella, hasta en un circotrabajamos una vez. Pero no nos fue nada debien. Yo prefiero este trabajo. Claro, una secansa de tanto andar y todos los pueblos soniguales. No, si la Pecho de Palo se está ponien-do muy mañosa. Más de sesenta, muchísimomás, cerca de los setenta. ¿No te has fijado có-mo tiene las piernas de varices? Y tan lindaspiernas que dicen que tenía. En la maleta tra-je el vestido. Sí. Es de lo más bonito. Colorado.Me lo vendió una chiquilla que trabajaba enel circo. Ella lo había usado poquito, pero ne-cesitaba plata, así que me lo vendió. Yo locuido como hueso de santo porque es fino, ycomo yo soy tan negra el colorado me quedaregio. Oye... ¿Ya?

95

Page 45: LIT86-El Lugar Sin Limites

—Espera.—¿En cuánto rato más?—Como en una hora.—¿Pero me cambio?—No. Mejor la sorpresa.—Bueno.—Puchas que estái apurada.—Claro. Es que me gusta ser la reina de la

fiesta.Dos hombres que oyeron el diálogo comen-

zaron a reírse de la Manuela, tratando de to-carla para comprobar si tenía o no pechos.Mijita linda... qué será esto. Déjeme que latoquetee, ándate para allá roto borracho, quevenís a toquetearme tú. Entonces ellos dije-ron que era el colmo que trajeran mariconescomo éste, que era un asco, que era un des-crédito, que él iba a hablar con el Jefe de Ca-rabineros que estaba sentado en la otra esqui-na con una de las putas en la falda, para quemetiera a la Manuela a la cárcel por inmoral,esto es una degeneración. Entonces la Manue-la lo rasguñó. Que no se metiera con ella. Queél podía delatar al Jefe de Carabineros porestar medio borracho. Que tuviera cuidaditoporque la Manuela era muy conocida en Talcay tenía muy buen trato con la policía. Una esprofesional, me pagaron para que haga mi

96

La Japonesa fue a buscar a don Alejo y lotrajo apurada para que interviniera.

—¿Qué te están haciendo, Manuela?—Este hombre me está molestando.—¿Qué te está haciendo?—Me está diciendo cosas...—¿Qué cosas?—Degenerado... y maricón...Todos se rieron.—¿Y no eres?—Maricón seré, pero degenerado no. Soy

profesional. Nadie tiene derecho a venir a tra-tarme así. ¿Qué se tiene que venir a meter con-migo este ignorante? ¿Quién es él para venira decirle cosas a una, ah? Si me trajeron esporque querían verme, asique... Si no quierenshow, entonces bueno, me pagan la noche yme voy, yo no tengo ningún interés en bailaraquí en este pueblo de porquería lleno demuertos de hambre...

—Ya, Manuela, ya... toma...Y la Japonesa lo hizo tomarse otro vaso

de tinto.Don Alejo dispersó el grupo. Se sentó a la

mesa, llamó a la Japonesa, echó a alguien quequiso sentarse con ellos, y sentó a un ladosuyo a la Rosita y al otro a la Manuela: brin-daron con el borgoña recién traído.

—Porque sigas triunfando, Manuela...

97

Page 46: LIT86-El Lugar Sin Limites

—Lo mismo por usted, don Alejo.Cuando don Alejo salió a bailar con la Ro-

sita, la Japonesa acercó su silla a la de laManuela.

—Le caíste bien al futre, niña. Eso se notade lejos. No, no hay nadie como don Alejo,es único. Aquí en el pueblo es como Dios. Hacelo que quiere. Todos le tienen miedo. ¿No vesque es dueño de todas las viñas, de todas, has-ta donde se alcanza a ver? Y es tan bueno quecuando alguien lo ofende, como éste que teestuvo molestando, después se olvida y losperdona. Es bueno o no tiene tiempo de preo-cuparse de gente como nosotros. Tiene otraspreocupaciones. Proyectos, siempre. Ahora nosestá vendiendo terrenos aquí en la Estación,pero yo lo conozco y no he caído todavía. Quetodo se va a ir para arriba. Que para el otroaño va a parcelar una cuadra de su fundo yva a hacer una población, va a vender propie-dades modelo, dice, con facilidades de pago, ycuando haya vendido todos los sitios de suparcelación va a conseguir que pongan elec-tricidad aquí en el pueblo y entonces sí quenos vamos a ir todos para arriba como la es-puma. Entonces vendrían de todas partes ami casa, que tú sabes que tiene nombre, deDuao y de Pelarco... Me agradaría y mi casasería más famosa que la de la Pecho de Palo.

Ay, Manuela, qué hombre éste, tan enamora-daza que estuve de él. Pero no se deja agarrar.Claro que tiene señora, una rubia muy linda,muy señora, distinguida ella te diré, y otramujer más en Talca y qué sé yo cuántas másen la capital. Y todas trabajando como chinaspor él en las elecciones. Si hubieras visto aMisia Blanca, hasta sin medias estaba, y laotra mujer, la de Talca, también, trabajandopor él, para que saliera. Claro, a todos nosconviene. Y el día de las elecciones él mismovino con un camión y a todos los que no que-rían ir a votar los echó arriba a la fuerza yvamos mi alma, a San Alfonso a votar por mí,y les dio sus buenos pesos y quedaron tan con-tentos que después andaban preguntando porahí cuándo iba a haber más elecciones. Claroque hubieran votado por él de todas maneras.Si es el único candidato que conocen. Los otrospor los cartelones de propaganda nomás, mien-tras que don Alejo, a él sí que sí. ¿Quién nolo ha visto pasar por estos caminos en su tor-dillo, rumbo a la feria de los lunes en SanAlfonso? Y además de su platita, a los que vo-taron por él les dio sus buenos tragos de vinoy mató un novillo, dicen, para tener asado todoel día, y de San Alfonso los hizo traer paraacá en camión otra vez, tan bueno el futredicen que decían, pero después desapareció

98 99

Page 47: LIT86-El Lugar Sin Limites

porque se tuvo que ir a la capital a ver cómofue la cosa... Mira cómo baila el Jefe de Es-tación con esa rucia...

La Japonesa fruncía los ojos para alcanzara ver los extremos del patio: cuando no podíaver algo, le decía a la Manuela que le soplarasi la rucia todavía está bailando con el mismo,y con quién está ahora el sargento Buendía ysi las cocineras están poniendo más lechón alfuego, mira que ahora pueden no tener ham-bre, pero en poquito rato más van a querercomer otra vez.

Don Alejo se acercó a la mesa. Con sus ojosde loza azulina, de muñeca, de bolita, de santode bulto, miró a la Manuela, que se estreme-ció como si toda su voluntad hubiera sido ab-sorbida por esa mirada que la rodeaba, quela disolvía. ¿Cómo no sentir vergüenza de se-guir sosteniendo la mirada de esos ojos por-tentosos con sus ojillos parduscos de escasaspestañas? Los bajó.

—¿Quiubo , mijita?La Manuela lo miró de nuevo y sonrió.—¿Vamos, Manuela?Tan bajo que lo dijo. ¿Era posible, enton-

ces...?—Cuando quiera, don Alejo...Su escalofrío se prolongaba, o se multipli-

caba en escalofríos que le rodeaban las pier-

100

nas, todo mientras esos ojos seguían clavadosen los suyos... hasta que se disolvieron en unacarcajada. Y los escalofríos de la Manuela ter-minaron con un amistoso palmotazo de donAlejo en la espalda.

—No, mujer. Era broma nomás. A mí nome gusta...

Y tomaron juntos, la Manuela y don Alejo,riéndose. La Manuela, todavía envuelta en unafunda de sensaciones, tomó sorbitos cortos, ycuando todo pasó, sonrió apenas, suavemente.No recordaba haber amado nunca tanto a unhombre como en este momento estaba amandoal diputado don Alejandro Cruz. Tan caballeroél. Tan suave, cuando quería serlo. Hasta parahacer las bromas que otros hacían con jetasmugrientas de improperios, él las hacía deotra manera, con una sencillez que no dolía,con una sonrisa que no tenía ninguna relacióncon las carcajadas que daban los otros ma-chos. Entonces la Manuela se rió, tomándoselo que le quedaba de borgoña en el vaso, comopara ocultar detrás del vidrio verdoso un ru-bor que subió hasta sus cejas depiladas: ahímismo, mientras empinaba el vaso, se forzóa reconocer que no, que cualquier cosa fuerade esta cordialidad era imposible con don Ale-jo. Tenía que romper eso que sentía si no que-ría morirse. Y no quería morir. Y cuando dejó

101

Page 48: LIT86-El Lugar Sin Limites

de nuevo el vaso en la mesa, ya no lo amaba.Para qué. Mejor no pensar.

Don Alejo estaba besando a la Rosita, lamano metida debajo de la falda. La retiró pa-ra alisarse el pelo cuando un grupo de hom-bres acercaron sus sillas a la mesa. Claro, élles había prometido agrandar los galponesjunto a la estación en cuanto lo eligieran, sí,y claro, acuérdese de la electricidad en cuantopueda y lo de aumentar la guarnición de cara-bineros especialmente en tiempos de vendimia,por los afuerinos, que iban vagando de viñaen viña buscando trabajo y a veces robando,sí, que se acordara, no me lo vaya a poner or-gulloso este triunfo, no se vaya a olvidar denosotros pues, don Alejo, que lo ayudamoscuando usted nos necesitó, porque al fin y alcabo usted es el alma del pueblo, el puntal, ysin usted el pueblo se viene abajo, sí, señor,póngale otro poco, don Alejo, no me desprecie,y dele más a su chiquilla, mire que está consed y si no la atiende capaz que se vaya conotro, pero como le iba diciendo, patrón, losgalpones se llueven todos y son harto chicos,no me diga que no ahora después que lo ayu-damos, si usted dijo. El contestaba atusándoselos bigotes de vez en cuando. La Manuela leguiñó un ojo porque vio que estaba ahogandolos bostezos. Sólo ella se había dado cuenta

102

de que estaba aburrido, tarareando lo que can-taban las hermanas Farías: ésta no es conver-sación para fiestas. Qué latosos son los hom-bres con sus cosas de negocios, no es verdaddon Alejo, le decía la Manuela con la mirada,hasta que don Alejo no pudo reprimir un bos-tezo descomunal, baboso, que descubrió hastala campanilla y todo su paladar rosado termi-nando en el vértigo de su tráquea, y ellos, mien-tras don Alejo bostezaba en sus caras, se ca-llaron. Entonces, en cuanto volvió a cerrar laboca, con los ojos lagrimeantes, buscó la carade la Manuela.

—Qye, Manuela...—¿Qué, don Alejo?—¿No ibas a bailar? Esto se está mu-

riendo.

103

Page 49: LIT86-El Lugar Sin Limites

CAPITULQ VII

La Manuela giró en el centro de la pista,levantando una polvareda con su cola cobra-da. En el momento mismo en que la músicase detuvo, arrancó la flor que llevaba detrásde la oreja y se la lanzó a don Alejo, que le-vantándose la alcanzó a atrapar en el aire. Laconcurrencia rompió en aplausos mientras laManuela se dejaba caer acezando en la sillajunto a don Alejo.

—Vamos a bailar, mijita...Las voces agudas y gangosas de las herma-

nas Farías volvieron a adueñarse del patio. LaManuela, con la cabeza echada hacia atrás yel talle quebrado se prendió a don Alejo y jun-tos dieron unos pasos de baile entre la ale-gría de los que hacían ruedo. Se acercó el En-cargado de Correos y le arrebató la Manuelaa don Alejo. Alcanzaron a dar una vuelta a la

105

Page 50: LIT86-El Lugar Sin Limites

Don Alejo regresó con un grupo a la casade la Japonesa. Algunos se fueron a sus casassin que los demás notaran. Otros, con el cuer-po pesado por el vino, se dejaron caer entre lamaleza a la orilla de la calle o en la estación,para dormir la borrachera. Pero a don Alejotodavía le quedaban ganas de fiesta. Mandó alas hermanas Farías que se volvieran a subiren la tarima para cantar. Con algunos amigo-tes se sentó a una mesa donde quedaba unplato con huesos fríos y la grasa opacando lahoja del cuchillo. La Japonesa se les unió, pa-ra escuchar los pormenores del baño de la

Manuela.—Y dice que no le sirve más que para

mear.La Japonesa alzó la cabeza fatigada para

mirarlos.—Eso dirá él, pero yo no le creo.

—¿Por qué?—No sé, porque no...Lo discutieron un rato.La Japonesa se acaloró. Su pecho mullido

subía y bajaba con la pasión de su punto devista: que sí, que la Manuela seria capaz, quecon tratarla de una manera especial en la ca-ma para que no tuviera miedo, un poco comoquien dijera, bueno, con cuidado, con delica-

108

deza, sí, la Japonesa Grande estaba segura deque la Manuela podría. Los hombres sintieronuna ola de calor que emanaba de su cuerposeguro de su ciencia y de sus encantos ya talvez un poco pasados de punto, pero por lomismo más cálidos y afectivos... sí, sí... yosé... y de todos los hombres que la escucha-ron entonces diciendo que sí, que yo puedocalentar a la Manuela por muy maricón quesea, ninguno hubo que no hubiera dado muchopor tomar el sitio de la Manuela. La Japonesase enjugó la frente. Pasó la punta de su len-gua rosada por sus labios, que durante un mi-nuto quedaron brillantes. Don Alejo se estabariendo de ella.

—Si ya estái vieja, que vai a poder...—Bah, más sabe el diablo por viejo que...—¡Pero ' la Manuela! No, no, te apuesto

que no.

—Bueno. Yo le apuesto a que sí.Don Alejo cortó su risa.—Ya está. Ya que te creís tan macanuda,

te hago la apuesta. Trata de conseguir que elmaricón se caliente contigo. Si consigues ca-lentarlo y que te haga de macho, bueno,entonces te regalo lo que quieras, lo que me pi-das. Pero tiene que ser con nosotros mirándo-te, y nos hacen cuadros plásticos.

109

Page 51: LIT86-El Lugar Sin Limites

Todos se quedaron en silencio esperandola respuesta de la Japonesa, que le hizo señasa las hermanas Farías para que volvieran acantar y pidió otro jarro de vino.

—Bueno. ¿Pero qué me regala?—Te digo que lo que quieras.—¿Y si yo le pidiera que me regalara el

fundo El Qlivo?—No me lo vas a pedir. Eres una mujer

inteligente y sabes muy bien que no te lo da-ría. Pídeme algo que te pueda dar.

—Q que usted quiera darme.—No, que pueda...No había forma de romper la barrera. Me-

jor no pensar.—Bueno, entonces...—¿Qué?—Esta casa.Cuando primero se habló de la apuesta ha-

bía pensado pedirle sólo unos cuantos barri-les de vino, del bueno, que sabía que don Ale-jandro le mandaría sin hacerse de rogar. Perodespués le dio rabia y pidió la casa. Hacíatiempo que la quería. Quería ser propietaria.Cómo se siente una cuando es propietaria, yodueña de esta casa en que entré a trabajarcuando era chiquilla. Nunca soñé con ser pro-pietaria. Sólo ahora, por la rabia que le daba

110

que don Alejo contara con lo que llamaba su«inteligencia» y abusara de ella. Si se queríareír de la Manuela, y de todos, y de ella, bue-no, entonces que pagara, que no contara conque ella fuera razonable. Que pagara. Que leregalara la casa si era tan poderoso que podíadominarlos así.

—Si esta casa no vale nada, pues, Japo-nesa.

—¿Qué no dice que todo va a subir tantode precio aquí en la Estación?

—Sí, mujer, pero...—Yo la quiero. No se me corra, pues, don

Alejo. Mire que aquí tengo testigos, y despuéspueden decir por ahí que usted no cumple suspromesas. Que da mucha esperanza y después,nada...

—Trato hecho, entonces.Entre los aplausos de los que asistieron a

la apuesta, don Alejo y la Japonesita choca-ron sus vasos llenos y se los zamparon al seco.Don Alejo se paró a bailar con la Rosita. Des-pués se fueron para adentro a pasar un ratojuntos. Entonces la Japonesa se limpió la bo-ca con el dorso de la mano, y cerrando losojos, gritó:

—Manuela...Las pocas parejas que bailaban se detuvie-

ron.

111

Page 52: LIT86-El Lugar Sin Limites

—¿Dónde está la Manuela?La mayor parte de las mujeres ya habían

formado parejas cuya estabilidad duraría loque quedaba de la noche. La Japonesa cruzóbajo el parrón cuyas hojas comenzaban a tiri-tar con el viento y entró a la cocina. Estabaoscura. Pero sabía que estaba allí junto a lacocina negra pero caliente aún.

—Manuela... ¿Manuela?Lo sintió tiritar junto a las brasas. Mojado

el pobre, y cansado con tanta farra. La Japo-nesa se fue acercando al rincón donde sintióque estaba la Manuela, y lo tocó. El no dijonada. Luego apoyó su cuerpo contra el de laManuela. Encendió una vela. Flaco, mojado,reducido, revelando la verdad de su estructuramezquina, de sus huesos enclenques como larevela un pájaro al que se despluma paraecharlo a la olla. Tiritando junto a la cocina,envuelto en la manta que alguien le habíaprestado.

—¿Tienes fríos?—Son tan pesados...—Brutos.—A mí no me importa. Estoy acostumbra-

da. No sé por qué siempre me hacen esto oalgo parecido cuando bailo, es como si metuvieran miedo, no sé por qué, siendo que sa-

112

ben que una es loca. Menos mal que ahora memetieron al agua nomás, otras veces es mu-cho peor, vieras...

Y riéndose agregó:—No te preocupes. Está incluido en el pre-

cio de la función.

La Japonesa no pudo dejar de tocarlo, co-mo buscando la herida para cubrirla con sumano. Se le había pasado la borrachera y aél también. La Japonesa se sentó en un pisoy le contó lo de la apuesta.

—¿Estás mala de la cabeza, Japonesa, porDios? ¿No ves que soy loca perdida? Yo no sé.¡Cómo se te ocurre una cochinada así!

Pero la Japonesa le siguió hablando. Letomó la mano sin urgencia. El se la quitó, peromientras hablaba volvió a tomársela y él yano se la quitó. No, si no quería, que no hicieranada, ella no iba a obligarlo, no importaba,era sólo cuestión de hacer la comedia. Al finy al cabo nadie iba a estar vigilándolos de cer-ca sino que desde la ventana y sería fácil en-gañarlos. Era cuestión de desnudarse y meter-se juntos a la cama, ella le diría qué carapusiera, todo, y a la luz de la vela no era mucholo que se vería, no, no, no. Aunque no hicierannada. No le gustaba el cuerpo de las mujeres.Esos pechos blandos, tanta carne de más, car-

113

Page 53: LIT86-El Lugar Sin Limites

ne en que se hunden las cosas y desaparecenpara siempre, las caderas, los muslos comodos masas inmensas que se fundieran al me-dio, no. Sí, Manuela, cállate, te pago, no digasque no, vale la pena porque te pago lo quequieras. Ahora sé que tengo que tener estacasa, que la quiero más que cualquier otracosa porque el pueblo se va a ir para arribay yo y la casa con el pueblo, y puedo, y esposible que llegue a ser mía esta casa que erade los Cruz. Yo la arreglaría. A don Alejandrono le gustó nada que yo se la pidiera. Yo sépor qué, porque dicen que el camino longitu-dinal va a pasar por aquí mismo, por la puer-ta de la casa. Sí, porque sabe lo que va a valery no quiere perderla, pero le dio miedo que losotros que oían la apuesta le dijeran que seachicaba o se corría... y entonces dijo quebueno y puede ser mía. Traería artistas, a ti,Manuela, por ejemplo, te traería siempre. Sí.Te pago. Nada más que por estar desnuda unrato conmigo en la cama. Un rato, un cuartode hora, bueno, diez, no, cinco minutos... ynos reiríamos, Manuela, tú y yo, ya estoy abu-rrida de esos hombronazos que me gustabanantes cuando era más joven, que me robabanplata y me hacían lesa con la primera que seles ponía por delante, estoy aburrida, y lasdos podemos ser amigas, siempre que fuera

mía, mi casa, mía, si no, y seguiré siempre asípendiente de don Alejo, de lo que quiera él,porque esta casa es suya, tú sabes. Pero meda miedo eso, eso también me da miedo, Ja-ponesa, hasta la comedia, no importa, no im-porta. Quieres que te sirva un mate, estás ti-ritando, y yo me tomo uno contigo, no, nome gusta el mate, ahora por acompañarte no-más. Japonesa, diabla, me estás pastoreando,dándome vuelta y vuelta vas a ver qué biente cebo el mate, no tengas miedo, no me ten-gas miedo, a las demás mujeres sí, pero a míno, está bueno el mate, ves, y se te va a pasarel frío. Pero la Manuela seguía diciendo no,no, no, no...

La Japonesa devolvió la tetera al fuego.si te quedaras como socia?

La Manuela no contestó.—¿Como socia mía?La Japonesa vio que la Manuela lo estaba

pensando.

—Vamos a medias en todo. Te firmo a me-dias, tú también como dueña de esta casa cuan-do don Alejo me la ceda ante notario. Tú y yopropietarias. La mitad de todo. De la casa yde los muebles y del negocio y de todo lo quevaya entrando...

•..y así, propietaria, nadie podrá echarla,

114 115

Page 54: LIT86-El Lugar Sin Limites

porque la casa sería suya. Podría mandar. Lahabían echado de tantas casas de putas por-que se ponía tan loca cuando comenzaba lafiesta y se le calentaba la jeta con el vino, y lamúsica y todo y a veces por culpa suya comen-zaban las peleas de los hombres. De una casade putas a otra. Desde que tenía recuerdo. Unmes, seis meses, un año a lo más... siempretenía que terminar haciendo sus bártulos yyéndose a otra parte porque la dueña se eno-jaba, porque, decía la Manuela armaba laspeloteras con lo escandalosa que era... teneruna pieza mía, mía para siempre, con monascortadas en las revistas pegadas en la pared,pero no: de una casa a otra, siempre, desdeque lo echaron de la escuela cuando lo pilla-ron con otro chiquillo y no se atrevió a llegara su casa porque su papá andaba con un re-benque enorme, con el que llegaba a sacarlesangre a los caballos cuando los azotaba, yentonces se fue a la casa de una señora quele enseñó a bailar español. Y después ella loechó, y otras, siempre de casa en casa, sinun cinco en el bolsillo, sin tener dónde escon-derse a descansar cuando le dolían las encías,esos calambres desde siempre, desde que seacordaba, y no le decía a nadie y ahora a loscuarenta años se me están soltando los dientesque llego a tener miedo de salpicarlos cuando

estornudo. Total. Era un rato. Los garbanzosno me gustan, pero cuando no hay más quecomer... total. Propietaria, una. Nadie va apoder echarme, y si es cierto que el puebloeste se va a ir para arriba, entonces, claro, lavida no era tan mala, y hay esperanzas hastapara una loca fea como yo, y entonces la des-gracia no era desgracia sino que podía trans-formarse en una maravilla gracias a don Ale-jo, que me promete que las cosas pueden sermaravillosas, cantar y reírse y bailar en la luztodas las noches, para siempre.

—Bueno.—¿Trato hecho?—Pero no me hagái nada porque grito.—¿Trato hecho, Manuela?—Trato hecho.--Vamos a hacer leso a don Alejo.—¿Y después firmamos donde notario?—Donde notario. En Talca.Ahora ya no tiritaba. Le latía muy fuerte

el corazón.

—¿Y cuándo vamos a hacer los cuadrosplásticos?

La Japonesa se asomó a la puerta.—Don Alejo no ha salido de la pieza toda-

vía, espera...Se quedaron en silencio junto a la cocina.

116117

Page 55: LIT86-El Lugar Sin Limites

La Manuela retiró su mano de la mano de laJaponesa, que se la dejó ir porque ya no im-portaba, ese ser era suyo, entero. La Manuelaen su casa siempre. Unido a ella. ¿Por qué no?Trabajadora era, eso se veía, y alegre, y tantacosa que sabía de arreglos y vestidos y comi-da, sí, no estaba mal, mejor unida con la Ma-nuela que con otro que la hiciera sufrir, mien-tras que la Manuela no la haría sufrir jamás,amiga, amiga nada más, juntas las dos. Fácilquererlo. Quizá llegaría a sufrir por él, pero deotra manera, no con ese alarido de dolor cuan-do un hombre deja de quererla, ese descuarti-zarse sola noche a noche porque el hombre seva con otra o la engaña, o le saca plata, o seaprovecha de ella y ella, para que no se vaya,hace como si no supiera nada, apenas atre-viéndose a respirar en la noche junto a esecuerpo que de pronto, de pronto podía decirleque no, que nunca más, que hasta aquí llega-ban... ella puede excitarlo, está segura, casisin necesidad de esfuerzo porque el pobre tipopor dentro y sin saberlo ya está respondiendoa su calor. Si no fuera así jamás se hubierafijado en él para nada.

Excitarlo va a ser fácil. Incluso enamorar-lo. Pero no. Eso lo echaría todo a perder. Nosería conveniente. Era preferible que la Ma-nuela

jamás olvidara su posición en su casa,el maricón de la casa de putas, el socio. Peroaunque no se tratara de eso sería fácil paraella enamorarlo, tan fácil como en este mo-mento era quererlo.

—Oye, Manuela, no te vayas a enamorarde mí..,

118 119

Page 56: LIT86-El Lugar Sin Limites

CAPITULQ VIII

—Esto es lo que vale, compadre, no sealeso: la plata. ¿Usted cree que si uno tuvierano sería igual a él? ¿Q cree que don Alejo esde una marca especial? No, nada de cuestionesaquí. Usted le tiene miedo al viejo porque ledebe plata nomás. No, si no le voy a decir anadie. ¿Usted cree que yo quiero que la gentesepa cómo trató al marido de mi hermana?En el sobrecito que le di tiene la plata parapagarle lo que le debe... no, págueme cuandopueda, sin urgencia, usted es de la familia.Yo no soy de esos futres parados y no me voya portar con usted como él. ¡Las cosas que ledijo, por Diosito Santo! Le digo que no sepreocupe, que a mí me sobra. Me da una rabiacon estos futres... ¿Por qué va a estar hacién-dole caso de no ir donde la Japonesita si austed se le antoja y paga su consumo? ¿Es de

121

Page 57: LIT86-El Lugar Sin Limites

él la Japonesita? Claro, el futre cree que todoes suyo, y no, señor. A usted no lo manda, nia mí tampoco y si queremos vamos donde senos antoja. ¿No es cierto? Usted le paga suplata y adiós... Ya pues, Pancho. anímese, queno es para tanto...

El camión pasó de largo frente a la casade la Japonesita. Doblaron lentamente por esabocacalle y luego dieron vuelta a esa manzanay de nuevo frente a la casa de la Japonesita,esta vez sin tocar la bocina, Octavio conven-ciéndolo, dando vueltas y vueltas alrededorde la manzana.

—¿Y qué hago con la cuestión de los fle-tes?

—No se preocupe. ¿No ve que todos loscamioneros de por aquí pasan por mi gasoli-nera y yo sé dónde hay mejores fletes de laregión? No se preocupe. Le digo que ustedno es esclavo de ese viejo... Bueno. Ya meaburrí con este asunto. Vamos a pagarle aho-ra mismo, sí, ahora...

—Es tarde...Qctavio lo pensó.—Total, qué me importa que estén comien-

do. Vamos, nomás.Pancho hizo girar el camión en la calle es-

trecha y enfiló hacia el otro lado, hacia el fun-

do El Olivo, más allá de la Estación. El cono-cía su máquina, y en el camino más allá de lasmoras y de los canales que limitaban la esta-ción, sorteó acequias y hoyos, maniobrandoesa máquina enorme que le resultaba livianaahora, iba a casa de don Alejo para arrancarlela parte de ese camión que aún le pertenecía.

—Nos vamos a quedar pegados en el ba-rro...

Qctavio abrió la ventana y tiró el cigarrillo--No...

Pancho no siguió hablando porque avan-zaba por un desfiladero de zarzamoras. Teníaque avanzar muy lentamente, los ojos frunci-dos, la cabeza inclinada sobre el parabrisas.Para ver las piedras y los baches. Conocía bieneste camino, pero de todos modos, mejor te-ner cuidado. Hasta los ruidos los conocía:aquí, detrás de la mora, el Canal de los Palosse dividía en dos y la rama para el potrero deLos Lagos borboteaba durante un trecho poruna canaleta de madera. Ahora no se oía. Pe-ro si fuera a pie corno antes, como cuando erachico, el ruido del agua en la canaleta de ma-dera se comenzaba a oír justamente aquí, pa-sando el sauce chueco. Este era el camino quetodos los días recorría a pie pelado para asis-tir a la escuela de la Estación El Qlivo, cuan-

122 123

Page 58: LIT86-El Lugar Sin Limites

do había escuela. Tiempo perdido. Misia Blan-ca le había enseñado a leer y a escribir y lascuatro operaciones junto con la Moniquita,que aprendió tan rápido y le ganaba en todo.Hasta que don Alejo dijo que Pancho teníaque ir a la escuela. Y después a estudiar quésé yo, en la Universidad. ¡Cómo no! Fui el po-rro más porro de la clase y nunca pasaba decurso porque no se me antojaba, hasta quedon Alejo, que no tiene pelo de tonto, se diocuenta y bueno, para qué seguirse molestandocon este chiquillo si no salió bueno para lasletras, es mejor que aprenda los números y aleer nomás para que no lo confundan con unanimal, y que se ponga a ayudar en el campo,vamos a ver qué podemos hacer con él, paraqué va a ir a perder el tiempo en la escuelasi tiene la mollera dura. Cada piedra. Y másallá, el mojón de concreto roto desde siem-pre. Quién sabe cómo lo rompieron. Difícildebe ser romper un mojón de concreto, peroroto está. Cada hoyo, cada piedra: don Alejose las hizo aprender de memoria yendo y vi-niendo, todos los días del fundo a la escuelay de la escuela al fundo hasta que dijeron queya estaba bueno, que qué se sacaban. Pero laEma quiere que la Normita vaya a un colegiode monjas, no quiero que la niña sea una cual-quiera, como una, que tuvo que casarse con

el primero que la miró para no quedarse paravestir santos; mira cómo estaría una si hubieraestudiado un poco, para qué decís eso cuandosabís que te gusté apenas me viste y dejasteal chiquillo dueño de la carnicería porque teenamoraste de mí, pero estudiando hubierasido distinto, qué es estudiar mamá y qué sonlas monjitas, yo quiero que la niña estudie unaprofesión corta como obstetricia, qué es obste-tricia mamá, y a él no le gustaba que pregun-tara, tan chiquita y qué le va a explicar uno,mejor esperar que crezca. Si quiero, si se meantoja, mando a mi hija que estudie. Don Ale-jo no tiene nada que decir. Nada que ver con-migo. Yo soy yo. Solo. Y claro, la familia, co-mo Octavio, que es mi compadre, así es queno me importa deberle y no me va a hacernada si me demoro un poco con los pagos...le va a gustar que le quiera comprar casa ala Ema. Ahora le pago al viejo y me voy.

El camión giró entre dos plátanos y entrópor una avenida de palmeras. A los lados, bo-degas. Y montones de orujo fétido junto a losgalpones cerrados y oscuros. Al fondo, el par-que, la encina gigantesca bajo la cual los veíatenderse en las hamacas y sillas de lona multi-color --él mirándolos desde el otro lado, perocuando chico no porque la Moniquita y él ju-gaban juntos entre las hortensias gigantes, los

124 125

Page 59: LIT86-El Lugar Sin Limites

dos solos, y los grandes se reían de él pre-guntándole si era novio de la Moniquita y éldecía que sí, y entonces sí que lo dejaban en-trar, pero después, cuando era más grande,entonces ya no: leían revistas en idiomas des-conocidos, dormitando en las sillas de lonadesteñida.

Los cuatro perros se precipitaron hacia elcamión, que se acercaba por la avenida de pal-meras, y atacaron su caparazón brillante, ras-guñándolo y embarrándolo en cuanto se de-tuvo frente a la Ilavería.

—Bajémonos...—¿Cómo, con estos brutos?Los brincos y gruñidos de los perros los

sitiaron en la cabina. Entonces Pancho, por-que sí, porque le dio rabia, porque le dio mie-do, porque odiaba a los perros, comenzó atocar la bocina como un loco y los perros aredoblar sus saltos rasguñando la pintura co-lorada que tanto cuidaba, pero ya no impor-ta, ahora no importa nada más que tocar, to-car, para derribar las palmeras y la encina yatravesar la noche de parte a parte para queno quede nada, tocar, tocar, y los perros la-dran mientras en el corredor se prende la luzy se animan figuras entre los sacos, y bajo laspuertas, gritando a los perros, corriendo hacia

126

el camión, pero Pancho no cesa, tiene que se-guir, los perros furiosos sin obedecer a lospeones que los llaman. Hasta que aparece donAlejo en lo alto de las gradas del corredor yPancho deja de tocar. Entonces los perros secallaron y corrieron hacia él.

—Qtelo... Sultán. Acá, Negus, Moro...Los perros se alinearon detrás de don

Alejo.—¿Quién es?

Pancho se quedó mudo, exangüe, como sihubiera gastado toda su fuerza. Qctavio le dioun codazo, pero Pancho siguió mudo.

—Bah. Poco hombre.Entonces Pancho abrió la puerta y saltó a

tierra. Los perros se abalanzaron sobre él perodon Alejo alcanzó a llamarlos mientras Panchovolvía a subir a la cabina. Qctavio había apa-gado los focos, y surgió todo el paisaje de laoscuridad, y la encina negra y las frondas delas palmas y el espesor de los muros y lastejas de los aleros se dibujaron contra el cie-lo repentinamente hondo y vacío.

—¿Quién es?—Pancho, don Alejo. Hay que ver sus pe-

rritos.—¿Qué es esta pelotera que llegaste metien-

do? ¿Estás borracho, sinvergüenza, que crees127

Page 60: LIT86-El Lugar Sin Limites

que puedes llegar a mi casa a cualquier horametiendo todo este ruido? Ustedes encierrena los perros por allá, ya Moro, Sultán, allá,Qtelo, Negus... y tú, Pancho, sube para acáarriba para el corredor mientras yo voy a bus-car mi manta, mira que está helando...

Pancho y Qctavio bajaron cautelosamentedel camión tratando de no caer en las pozas,y subieron al corredor. En el fondo de la Uque abrazaba el parque vieron unas ventanascon luz. Se acercaron. El comedor. La familiareunida bajo la lámpara. Un muchacho de an-teojos —nieto, el hijo de don Jorge, qué esta-rá haciendo aquí en el fundo cuando ya debíaestar en el colegio. Y Misia Blanca a la cabe-cera. Canosa, ahora. Era rubia, con una trenzamuy larga que se enrollaba alrededor de lacabeza y que se cortó cuando él le pegó eltifus a la Moniquita. El la vio hacerlo, a MisiaBlanca, en la capilla ardiente —alzó sus bra-zos, sus manos tomaron su trenza pesada y lacortó al ras, en la nuca. El la vio: a través desus lágrimas que le brotaron sólo entonces,sólo cuando la señora Blanca se cortó la tren-za y la echó adentro del cajón, él la vio na-dando en sus lágrimas como ahora la veía na-dando en el vidrio empañado del comedor.Que me presten a Panchito: llegaba a pedírse-lo a su madre para que fuera a jugar con la

Moniquita porque eran casi de la misma edady los sirvientes de la casa se reían de él por-que decía que era novio de la hija del patrón.Ahora, ella era una anciana. Comía en silencio.Y cuando don Alejo por fin salió a reunirsecon ellos en el corredor, con el sombrero y lamanta de vicuña puesto, Pancho lo vio tan al-to, tan alto como cuando lo miraba para arri-ba, él, un niño que apenas sobrepasaba la al-tura de sus rodillas.

---¡Qué milagro, Pancho!—Buenas noches, don Alejo...—¿Con quién vienes?—Con Qctavio...—Buenas noches.—¿En qué puedo servirles?Se dejó caer en un sillón de mimbre y los

dos hombres quedaron parados ante él. Pe-queño se veía ahora. Y enfermo.

—¿A qué vinieron a esta hora?—Vengo a pagarle, don Alejo.Se puso de pie.—Pero si me pagaste esta mañana. No me

debes nada hasta el mes entrante. ¿Qué te picóde repente?

Iban paseándose por la U de los corredo-res. De cuando en cuando, al pasar, se repetíala imagen de Misia Blanca presidiendo la larga

128129

Page 61: LIT86-El Lugar Sin Limites

mesa casi vacía, una vez revolviendo la tisana,otra vez tapando la quesera, otra vez rompien-do el trozo de pan contra el mantel albo, den-tro del marco de luz de la ventana. Octavio leiba- explicando las cosas a don Alejo... quiénsabe qué, prefiero no oír, lo hace mejor queyo. Sí, dejar que él lo haga porque él no seva a dejar montar por don Alejo, como memonta a mí. Misia Blanca elige en un platilloun terrón de azúcar tostada para su tisana.Uno para ella, otro para la Moniquita y otropara ti, Panchito, tiene un trozo de hoja decedrón pegada, le da un gusto especial, gustoa Misia Blanca, bueno, váyanse a jugar al jar-dín y no la pierdas de vista, Pancho, que eresmás grande y la tienes que cuidar. Y las hor-tensias descomunales allá en el fondo de lasombra, junto a la acequia de ladrillos atercio-pelados de musgo él papá y ella mamá de lasmuñecas, hasta que los chiquillos nos pillanjugando con el catrecito, yo arrullando a lamuñeca en mis brazos porque la Moniquitadice que así lo hacen los papá y los chiquillosse ríen —marica, marica, jugando a las muñe-cas como las mujeres—, no quiero volver nun-ca más pero me obligan porque me dan decomer y me visten pero yo prefiero pasar ham-bre y espío desde el cerco de ligustros porquequisiera ir de nuevo pero no quiero que me

digan que soy el novio de la hija del patrón,y marica, marica por lo de las muñecas. Hastaque un día don Alejo me encuentra espiandoentre los ligustros. Te pillé, chiquillo de mier-da. Y su mano me toma de aquí, del cuello, yyo me agarro de su manta pataleando, él tangrande yo tan mínimo mirándolo para arribacomo a un acantilado. Su manta un poco res-balosa y muy caliente porque es de vicuña. Yél me arrastra por los matorrales y yo meprendo a su manta porque es tan suave y tancaliente y me arrastra y yo le digo que no mehabían dado permiso para venir, mentiroso,él lo sabe todo, eres un mentiroso, Pancho,no te arranques, porque quién va a cuidar y ajugar con la niña más que tú, y me lanza alparque tan grande para que la busque en lamaraña de matorrales, y corro y mis pies seenredan en las pervincas pero yo no tengopara qué correr tanto si sé que está como to-dos los días, bajo las hortensias, en la sombra,junto a la tapia en que brillan las astillas debotellas quebradas, y llego y la toco, y de lapunta de mi cuerpo con que iba penetrandoel bosque de malezas, huyendo, esa punta demi cuerpo derrama algo que me moja y enton-ces yo me enfermo de tifus y ella también yella se muere y yo no, y yo me quedo mirandoa Misia Blanca y sólo cuando sus manos levan-

130 131

Page 62: LIT86-El Lugar Sin Limites

—Cuidadito con los perros...Don Alejo se rió fuerte.—Cómetelos, Sultán...Y los cuatro perros se lanzaron detrás de

ellos. Apenas tuvieron tiempo para subir alcamión antes de que comenzaran a arañar laspuertas. Al girar hacia la salida los focos alum-braron un momento la figura de don Alejo enlo alto de las gradas y después los focos queavanzaban fueron tragándose, de par en par,las palmeras de la salida del fundo. Panchodio un suspiro.

—Ya está.—No me dejaste decirle en su cara que es

un fresco.—Si es buena gente el futre.Pero fresco. Qctavio se lo habla venido con-

tando cuando venían hacia el pueblo y enton-ces le creyó, pero ahora era más difícil creerlo.Que lo sabían hasta las piedras del caminopor donde regresaban a la Estación. Que nofuera idiota, que se diera cuenta de que el vie-jo jamás se había preocupado de la electrici-dad del pueblo, que era puro cuento, que alcontrario, ahora le convenía que el pueblo nose electrificara jamás. Que no fuera inocente,que el viejo era un macuco. Las veces quehabía ido a hablar con el Intendente del asun

134

to era para distraerlo, para que no electrifi-cara el pueblo, yo se lo digo porque sé, porqueel chófer del Intendente es amigo mío y mecontó, no sea leso, compadre. Claro. Piénselo.Quiere que toda la gente se vaya del pueblo.y como él es dueño de casi todas las casas,sí no de todas, entonces, qué le cuesta echarleotra habladita al Intendente para que le cedalos terrenos de las calles que eran de él paraempezar y entonces echar abajo todas las ca-sas y arar el terreno del pueblo, abonado ydescansado, y plantar más y más viñas comosi el pueblo jamás hubiera existido, sí, meconsta que eso es lo que quiere. Ahora, des-pués que se le hundió el proyecto de hacer laEstación El Qlivo un gran pueblo, como pensócuando el longitudinal iba a pasar por aquímismo, por la puerta de su casa...

Inclinado sobre el manubrio, Pancho escu-driña la oscuridad porque tiene que escudri-ñarla si no quiere despeñarse en un canal oinjertarse en la zarzamora. Cada piedra delcamino hay que mirarla, cada bache, cada unode estos árboles que yo iba a abandonar parasiempre. Creí que quedaba aquí esto con mishuellas, para después pensar cuando quisieraen estas calles por donde voy entrando, queya no van a existir y no voy a poder recordar-las porque ya no existen y yo ya no podré

135

Page 63: LIT86-El Lugar Sin Limites

Iban llegando al pueblo.—¿A dónde vamos?—A celebrar.—¿Pero a dónde?—¿A dónde cree, pues, compadre?—Donde la Japonesita.—Adonde la Japonesita, entonces.

volver. No quiero volver. Quiero ir hacia otrascosas, hacia adelante. La casa en Talca parala Ema y la escuela para la Normita. Me gus-taría tener dónde volver no para volver sinopara tenerlo, nada más, y ahora no voy a tenerPorque don Alejo se va a morir. La certidum-bre de la muerte de don Alejo vació la nochey Pancho tuvo que aferrarse de su manubriopara no caer en ese abismo.

—Compadre.—¿Qué le pasa?No supo qué decir. Era sólo para oír su

voz. Para ver si realmente quería ser comoQctavio, que no tenía dónde volver y no leimportaba. Era el hombre más macanudo delmundo porque se hizo su situación solo y aho-ra era dueño de una estación de servicio ydel restaurancito del lado en el camino longi-tudinal, por donde pasaban cientos de camio-nes. Hacía lo que quería y le pasaba para lasemana a su mujer, no como la Ema, que lesacaba toda la plata, como si se la debiera.Qctavio era un gran hombre, gran, gran. Erauna suerte haberse casado con su hermana.Uno sentía las espaldas cubiertas.

—Quedó a mano, entonces. Mejor no tenernada que ver con ellos. Son una mugre, com-padre, se lo digo yo, usted no sabe en las queme han metido estos futres de porquería.

136 137

Page 64: LIT86-El Lugar Sin Limites

CAPITULQ IX

La Japonesita apagó el chonchón.—Es él.—¿Qtra vez?Después que cerraron las puertas del ca-

mión transcurrió un minuto espeso de espera,tan largo que parecía que los hombres quebajaron se hubieran extraviado en la noche.Cuando por fin golpearon en la puerta del sa-lón, la Manuela apretó su vestido de española.

—Me voy a esconder.—Papá, espere...—Me va a matar.—¿Y yo?—Qué me importa. A mí me la tiene jurada.

No tengo nada que ver con lo que te pase a ti.Salió corriendo al patio. Si se salvaba de

ésta seguro que se moría de bronconeumoníacomo todas las viejas. ¿Qué tenía que ver ella

139

Page 65: LIT86-El Lugar Sin Limites

con la Japonesita? Que se defendiera si queríadefenderse, que se entregara si quería entre-garse, ella, la Manuela, no estaba para salvara nadie, apenas su propio pellejo, y menos quenadie a la Japonesita que le decía «papá», papácuando una tenía miedo de que Pancho vinie-ra a matarla por loca. Lo mejor era escabu-llirse por el sitio del lado para ir a pasar lanoche donde la Ludovinia, caliente siempre ensu dormitorio, y cama de dos plazas, no, no,nada de meterse en cama con mujeres, ya sa-bía lo que podía pasarle. Pero a la Ludo quizále quedaran sopaipillas de la hora del almuer-zo y se las calentara en el rescoldo y le dieraunos matecitos y pudieran ponerse a hablarde cosas tan lindas como los sombreros deMisia Blanca cuando se usaban los sombrerosy olvidarse de esto, porque esto sí que no selo iba a contar a la Ludo para que no le pre-guntara y no tener que hablar. Hasta que estoretrocediera entrando en la oscuridad que selo va tragando y entonces una le diría a laLudo que sí, fíjate, mañana tal vez pudieradecírselo, fíjate que la chiquilla por fin se de-cidió y se llevó al hombre para la pieza, yaestaba bueno de leseras, ahora sí que nos va-mos a quedar tranquilas, y toda la oscuridadrodeando todo hasta que fuera hora de dormiry poder ir dejándose caer gota a gota, dentro

del charco del sueño que crecería hasta llenarentero el cuarto tibio de la Ludo.

La luz se encendió de nuevo en el salón.Un hombre apareció en el rectángulo. La agujade la victrola comenzó a raspar un disco. Qc-t a vi o se apoyó en el marco de la puerta. LaManuela dio un paso atrás, abrió la reja delgallinero y se escondió debajo de la mediaguajunto a la escalerilla blanqueada por la cacade las gallinas, y el pavo de la Lucy comenzóa rondar, inflado, furioso, todas las plumaserizadas. La Manuela se metió una mano de-bajo de la camisa para calentársela: cada unode los pliegues de su piel añeja era como decartón escarchado, y la retiró. Ahora bailaban.La Japonesita cruzó el rectángulo de luz, pren-dida a Pancho Vega.

En un rato más iban a comenzar a regis-trar la casa para buscarla. ¡Si la Japonesitafuera lo suficientemente mujer para entrete-nerlos, para desviar sus bríos hacia ella mis-ma, que tanto los necesitaba! Pero no. Iban aregistrar. La Manuela lo sabía, iban a sacar alas putas de sus cuartos, a deshacer la cocina,a buscarla a ella en el retrete, tal vez en elgallinero, a romperlo todo, los platos y losvasos y la ropa, y a ellas, y a ella si llegabana encontrarla. Porque a eso habían venido. A

140 141

Page 66: LIT86-El Lugar Sin Limites

mí no van a engañarme. Esos hombres nohabían brotado así nomás de la noche paraacudir a la casa y acostarse con una mujercualquiera y tomar unas jarras de vino cuales-quiera, no, vinieron a buscarla a ella, paramartirizarla y obligarla a bailar. Sabían quea ella se le había puesto entre ceja y ceja queno quería bailar para ellos, tal como el añopasado se le puso a Pancho que sí, que teníaque bailarle, roto bruto, viene por ella, la Ma-nuela lo sabe. Mientras tanto se conformabacon bailar con la Japonesita. Pero después ibaa buscarla a ella. Sí, podía haberme ido dondela Ludo. Pero no. La Japonesita bailaba, raro,porque no bailaba nunca, ni aunque le roga-ran. No le gustaba. Ahora sí. La vio girar fren-te a la puerta abierta de par en par, pegadaa él, como derretida y derramada sobre Pan-cho, con sus bigotes negros escondidos en elcuello de la Japonesita, sus bigotes sucios, elborde de abajo teñido de vino y nicotina. Yagarrándole el nacimiento de las nalgas, susmanos manchadas de nicotina y de aceite demáquina. Y Qctavio parado en el vano de lapuerta, fumando, esperando: después lanzó elcigarrillo a la noche y entró. El disco se detu-vo. Una carcajada. Un grito de la Japonesita.Una silla cae. Algo le están haciendo. La mano'de la Manuela metida de nuevo entre su piel

y su camisa justo donde late el corazón, aprie-ta hasta hacerse doler, como quisiera hacerledoler el cuerpo a Pancho Vega, por qué gritade nuevo la Japonesita, ay, ay, papá que nome llame, que no me llame así otra vez porqueno tengo puños para defenderla, sólo sé bailar,y tiritar aquí en el gallinero.

...Pero una vez no tirité. El cuerpo desnudode la Japonesa Grande, caliente, ay, si tu-viera ese calor ahora, si la Japonesita lo tuvie-ra para así no necesitar otros calores, el cuer-po desnudo y asqueroso pero caliente de laJaponesa Grande rodeándome, sus manos enmi cuello y yo mirándole esas cosas que cre-cían allí en el pecho como si no supiera queexistían, pesadas y con puntas rojas a la luzdel chonchón que no habíamos apagado paraque ellos nos miraran desde la ventana. Porlo menos esa comprobación exigieron. Y lacasa sería nuestra. Mía. Y yo en medio de esacarne, y la boca de esa mujer borracha quebuscaba la mía como busca un cerdo en unbarrial aunque el trato fue que no nos besa-riamos, que me daba asco, pero ella buscabami boca, no sé, hasta hoy no sé por qué la Ja-ponesa Grande tenía esa hambre de mi bocay la buscaba y yo no quería y se la negabafrunciéndola, mordiéndole los labios ansiosos,ocultando la cara en la almohada, cualquier

142 143

Page 67: LIT86-El Lugar Sin Limites

cosa porque tenía miedo de ver que la Japo-nesa iba más allá de nuestro pacto y que algovenía brotando y yo no... Yo quería no tenerasco de la carne de esa mujer que me recorda-ba la casa que iba a ser mía con esta comediatan fácil pero tan terrible, que no com-prometía a nada pero... y don Alejo mirándo-nos. ¿Podíamos burlarnos de él? Eso me hacíatemblar. ¿Podíamos? ¿No moriríamos, de al-guna manera, si lo lográbamos? Y la Japonesame hizo tomar otro vaso de vino para quepierdas el miedo y yo tomándomelo derramémedio vaso en la almohada junto a la cabezade la Japonesa cuya carne me requería, y otrovaso más. Después ya no volvió a decir casinada. Tenía los ojos cerrados y el rimmel co-rrido y la cara sudada y todo el cuerpo, elvientre mojado sobre todo, pegado al mío yyo encontrando que todo esto está de más, esinnecesario, me están traicionando, ay quéclaro sentí que era una traición para apresar-me y meterme para siempre en un calabozoporque la Japonesa Grande estaba yendo másallá de la apuesta con ese olor, como si uncaldo brujo se estuviera preparando en el fue-go que ardía bajo la vegetación del vértice desus piernas, y ese olor se prendía en mi cuerpoy se pegaba a mí, el olor de ese cuerpo deconductos y cavernas inimaginables, ininteli-

gibles, manchadas de otros líquidos, pobladasde otros gritos y otras bestias, y este hervortan distinto al mío, a mi cuerpo de muñecamentida, sin hondura, todo hacia afuera lomío, inútil, colgando, mientras ella acaricián-dome con su boca y sus palmas húmedas, conlos ojos terriblemente cerrados para que yono supiera qué sucedía adentro, abierta, todohacia adentro, pasajes y conductos y cavernasy yo allí, muerto en sus brazos, en su manoque está urgiéndome para que viva, que sí,que puedes, y yo nada, y en el cajón al ladode la cama el chonchón silbando apenascasi junto a mi oído como en un largo secreteosin significado. Y sus manos blandas me re-gistran, y me dice me gustas, me dice quieroesto, y comienza a susurrar de nuevo, como elchonchón, en mi oído y yo oigo esas risas enla ventana: don Alejo mirándome, mirándo-nos, nosotros retorciéndonos, anudados y su-dorosos para complacerlo porque él nos man-dó hacerlo para que lo divirtiéramos y sólo asínos daría esta casa de adobe, de vigas mordi-das por los ratones, y ellos, los que miran,don Alejo y los otros que se ríen de nosotros,no oyen lo que la Japonesa Grande me dicemuy despacito al oído, mijito, es rico, no tengamiedo, si no vamos a hacer nada, si es la puracomedia para que ellos crean y no se preocupe

144 145

Page 68: LIT86-El Lugar Sin Limites

mijito y su voz es caliente como un abrazoy su aliento manchado de vino, rodeándome,pero ahora importa menos porque por muchoque su mano me toque no necesito hacer nada,nada, es todo una comedia, no va a pasar nada,es para la casa, nada más, para la casa . Susonrisa pegada en la almohada, dibujada en ellienzo. A ella le gusta hacer lo que está hacien-do aquí en las sábanas conmigo. Le gusta queyo no pueda: con nadie, dime que sí, Manue-lita linda, dime que nunca con ninguna mujerantes que yo, que soy la primera, la única,y así voy a poder gozar mi linda, mi alma,Manuelita, voy a gozar, me gusta tu cuerpoaterrado y todos tus miedos y quisiera rompertu miedo, no, no tengas miedo Manuela, noromperlo sino que suavemente quitarlo dedonde está para llegar a una parte de mí queella, la pobre Japonesa Grande, creía que exis-tía pero que no existe y no ha existido nunca,y no ha existido nunca a pesar de que me tocay me acaricia y murmura... no existe, Japo-nesa bruta, entiende, no existe. No mijita, Ma-nuela, como si fuéramos dos mujeres, mira,así, ves, las piernas entretejidas, el sexo en elsexo, dos sexos iguales, Manuela, no tengasmiedo al movimiento de las nalgas, de las ca- 'deras, la boca en la boca, como dos mujerescuando los caballeros en la casa de la Pecho

de Palo les pagan a las putas para que hagancuadros plásticos... no, no, tú eres la mujer,Manuela, yo soy la macha, ves cómo te estoybajando los calzones y cómo te quito el sosténpara que tus pechos queden desnudos y yogozártelos, sí tienes Manuela, no llores, sí tie-nes pechos, chiquitos como los de una niña,pero tienes y por eso te quiero. Hablas y meacaricias y de repente me dices, ahora sí Ma-nuelita de mi corazón, ves que puedes... Yosoñaba mis senos acariciados, y algo sucedíamientras ella me decía sí, mijita, yo te estoyhaciendo gozar porque yo soy la macha y túla hembra, te quiero porque eres todo, y sientoel calor de ella que me engulle, a mí, a un yoque no existe, y ella me guía riéndose, con-migo porque yo me río también, muertos dela risa los dos para cubrir la vergüenza de lasagitaciones, y mi lengua en su boca y qué im-porta que estén mirándonos desde la ventana,mejor así, más rico, hasta estremecerse y que-dar mutilado, desangrándome dentro de ellamientras ella grita y me aprieta y luego cae,mijito lindo, qué cosa más rica, hacía tantotiempo, tanto, y las palabras se disuelven y seevaporan los olores y las redondeces se replie-gan, quedo yo, durmiendo sobre ella, y ellame dice al oído, como entre sueños: mijita,mijito, confundidas sus palabras con la almo-

146 147

Page 69: LIT86-El Lugar Sin Limites

Que la Japonesita grite allá adentro. Queaprenda a ser mujer a la fuerza, como apren-dió una. Está buena la fiesta. La Lucy bailacon Qctavio, pero ella es la única capaz dehacer que la fiesta se transforme en una re-molienda de padre y señor mío, ella, porquees la Manuela. Aunque tiemble aquí en la oscu-ridad rodeada de guano de gallina tan viejoque ya ni siquiera olor le queda. Esas no sonmujeres. Ella va a demostrarles quién es mu-jer y cómo se es mujer. Se quita la camisay la dobla sobre el tramo de la escalera. Ylos zapatos... sí, los pies desnudos como unaverdadera gitana. También se quita los panta-lones, y queda desnudo en el gallinero, conlos brazos cruzados sobre el pecho y eso tanextraño colgándole. Se pone el vestido de es-pañola por encima de la cabeza y los faldonescaen a su alrededor como un baño de tibiezaporque nada puede abrigarla como estos me-tros y metros de fatigada percala colorada.Se entalla el vestido. Se arregla los plieguesalrededor del escote... un poco de relleno aquídonde no tengo nada. Claro, es que una es tanchiquilla, la gitanilla, un primor, apenas unaniñita que va a bailar y por eso no tiene senos,así, casi como un muchachito, pero no ella,porque es tan femenina, el talle quebrado ytodo... la Manuela sonríe en la oscuridad del

gallinero mientras se pone detrás de la orejala amapola de gasa que le prestó la Lucy. Hazlo que quieras con la Japonesita. Total, quétiene que ver ella con el asunto. Ella no esmás que la gran artista que ha venido a lacasa de la Japonesa a hacer su número, loca,loca, quiere divertirse, siente las manos pesa-das de Pancho pulsándola esa noche comoquien no quiere la cosa cuando nadie lo estámirando, agarrones, sí señor, agarrones y delos buenos. Que hagan lo que quieran con ella,treinta hombres. Qjalá tuviera una otra edadpara aguantar. Pero no. Duelen las encías. Ylas coyunturas, ay, cómo duelen las coyuntu-ras y los huesos y las rodillas en la mañana,qué ganas de quedarse en la cama para siem-pre, para siempre, y que me cuiden. Con talque la Japonesita se decida esta noche. Quese la lleve Pancho. Que haga circular su san-gre pálida por ese cuerpo de pollo despluma-do. sin vello siquiera donde debía tenerlo por-que ya es grande, pobre, no sabe lo que sepierde, las manos de Pancho que aprietan milinda, no seas tonta, no pierdas la vida, y yoque soy tu amiga, yo, la Manuela, voy a ir abailar para que todo sea alegre como debe sery no triste como tú porque cuentas peso ypeso y no gastas nada... y esa flor que tengoen el pelo. La Manuela avanza a través del

150 151

Page 70: LIT86-El Lugar Sin Limites

patio entallándose el vestido. Tan flaca, porDios, a nadie le voy a gustar, sobre todo por-que tengo el vestido embarrado y las patasembarradas y se quita una hoja de parra quese le pegó en el barro del talón y avanza hastala luz y antes de entrar escucha oculta detrásde la puerta, mientras se persigna como lasgrandes artistas antes de salir a la luz.

CAPITULQ X

En el fundo El Qlivo, a don Céspedes ledaban todo el vino que quería, tome nomásdon Céspedes que para eso está, le repetía elpatrón, pero él era sobrio. A veces un vasitoantes de echarse a dormir en la revoltura desacos, entre los barriles de madera curada porcosechas y cosechas de vino. Era del mismovino que el patrón le vendía a la Japonesitaa precio de costo, por pura amistad y para quela pobre chiquilla hiciera un poco de ganan-cia, pero a nadie más, ni aunque le rogaran.A veces, muy tarde en la noche, cuando donCéspedes no lograba dormir por uno de losdolores que ya nunca abandonaban algunaregión de su cuerpo, calzaba sus ojotas yechándose la manta sobre los hombros cru-zaba la viña, pasaba el canal de los Palos porel tronco caído de un sauce, atravesaba el lí-

152 153

Page 71: LIT86-El Lugar Sin Limites

mite de zarzamora y alambrado por boquetesconocidos sólo por él, y llegaba a la casa dela Japonesita donde se instalaba silencioso enuna de las mesas cerca de la pared, a tomarseuna jarra de vino tinto, del mismo que teníaal alcance de su mano en la llavería.

Qctavio lo vio entrar. La Japonesita noquería bailar con él, de modo que mientras es-peraba que la Lucy y Pancho terminaran subaile llamó a don Céspedes, que se trasladó asu mesa. Qctavio iba a preguntarle algo al vie-jo, pero no lo hizo porque lo vio quedarse tiesoen su silla, mirando fijo a un punto precisode la oscuridad, como si ese punto contuvierael plano detallado de toda la noche.

—Los perros...—¿Qué dice, don Céspedes?—Que soltaron los perros en la viña.Se quedaron escuchando.—No oigo nada.—Ni yo tampoco.—Pero andan. Yo los siento. Ahora van co-

rreteando hacia el norte, para el potrero delos Largos, donde están las vacas.., y ahora...

Una bandada de queltegües cruzó por en-cima del pueblo.

—...y ahora vienen corriendo para acá,para la Estación.

La Japonesita y Qctavio trataron de pene-

154

trar la noche con su atención, pero no pudie-ron traspasar la canción estridente para lan-zarse al campo y recoger de allí la minucia delos ruidos y el soplo de las distancias. Qctaviose sirvió un vaso de vino.

—¿Y quién soltó los perros?—Don Alejandro. Es el único que los suelta.—¿Y por qué?—Cuando anda raro... y esta noche andaba

raro. Me dijo que se iba a morir, cuando es-tuvo a conversar conmigo en la llavería estanoche, que un médico le dijo. Cosas rarasdijo... que no quedará nada después de él por-que todos sus proyectos le fracasaron.

—Futre goloso... ¿Si él, que es millonario,es un fracasado, qué nos deja a nosotros lospobres?

—Apuesto que anda en la viña con ellos.—¿Y para qué los suelta si no quedó ni

un racimo después de la vendimia y nadie vaa estar entrándose?

—Quién sabe. A veces entran a otras cosas.—¿A qué?

—Hay que andar con mucho cuidado conlos perros. Son mañosos. Pero a mí no memuerden... Qué me van a estar mordiendo amí cuando ni carne me queda.

Gris al otro lado de la llama de carburo,cerrado como alguien al que ya nada puede

155

Page 72: LIT86-El Lugar Sin Limites

sucederle, la Japonesita lo vio envidiable ensu inmunidad. Ni los perros lo mordían. Segu-ro que ni las pulgas de su jergón lo picaban.Alguien dijo una vez que don Céspedes ni co-mía ya, que las sirvientas de la casa de donAlejo a veces se acordaban de su existenciay lo buscaban por todas partes, por las bode-gas y los galpones, y le llevaban un pan o que-so o un plato de comida caliente que él acep-taba. Pero después volvían a olvidarse y yaquién sabe con qué se alimentaba el pobreviejo, durmiendo en sus sacos en cualquierparte dentro de las bodegas, perdido entre losarados y las maquinarias y los fardos de pajay trébol, encima de un montón de papas.

Pancho y la Lucy se sentaron a la mesa.—Esto parece velorio...Nadie contestó.—Anímese pues, compadre, que si no me

llevo a la Lucy...Y miró a la Japonesita para ver cómo reac-

cionaba: estaba mirando el mismo punto dela oscuridad que don Céspedes. Le tocó unpecho, demasiado pequeño, como una perapasmada, de esas que se encuentran sin per-fume, incomibles, caídas bajo los árboles. Perolos ojos. Retiró la mano y se quedó mirando.Dos redomas iluminadas por dentro. Cada ojobrillaba entero tragado por el iris traslúcido

156

y Pancho sintió que si se inclinaba sobre ellospodría ver, como en un acuario, los jardinessubmarinos del interior de la Japonesita. Noera agradable. Era raro. Si fuera por él la de-jaría allí mismo. ¿Pero por qué la iba a dejar?¿Porque el viejo lo mandó, porque don Alejole advirtió que no se acercara a ella? Perosi no somos bandidos, don Alejo, somos iguala usted, así es que no nos mire tan en menos,no vaya a creer...

—¿Vamos a bailar, mijita?La Lucy cerró los ojos y volvió a abrirlos,

pero al abrirlos de nuevo no supo cuánto tiem-po había transcurrido desde que los cerró nia qué trozo del tiempo inmenso, estirado, seasomaba ahora. Pasó una bandada de quelte-gües. ¿Qtra vez? ¿Q era otra parte de la mis-ma vez que creyó oír hacía rato? Los ladridosde los perros, cercanos algunos, lejanísimosotros, dibujaban las distancias del campo enla noche. Un jinete galopó por un camino, yde pronto la Lucy, que trataba de oír sólo elbolero de la victrola, se enredó en la angustiade no saber quién era ese jinete ni de dóndevenía ni para dónde iba y cuánto rato duraríaese galope tenue ahora, muy tenue, pero galo-pando siempre hacia el interior de sus oídos,hasta quedar clavado allí. Le sonrió a Qctavioporque vio que estaba molesto.

157

Page 73: LIT86-El Lugar Sin Limites

—Puchas que está aburrido...Don Céspedes bostezó y luego se quedó es-

cuchando.—Ese es el Sultán...—¿Y cómo conoce a cada uno de los pe-

rros?—Yo se los crío a don Alejo y los conozco

desde chicos. Desde que nacen. De veras. Cuan-do don Alejo ve que alguno de sus perros ne-gros anda mal, que se pone flojo o muy mansoo se manca de una mano, nos encerramos,don Alejo y yo, con el perro, y lo mata de unpistoletazo... yo lo sostengo para que le peguebien el balazo y después lo entierro. Y cuandola perra que guardamos encerrada en el fondode la huerta está en celo, les damos yohim-bina a los perros, y nos encerramos de nuevo,don Alejo y yo, con ellos en el galpón, y losbrutos se pelean por la perra, se vuelven locos,quedan heridos a veces, hasta que se la mon-tan y ya está. De los cachorros se deja losmejores, y si ha matado a uno de los grandesse queda con uno nada más, y a los otros losvoy a echar yo al canal de los Palos en unsaco. Cuatro, le gusta tener siempre cuatro.,La señora Blanca se enoja porque hacemosesto, dice que no es natural, pero el caballerose ríe y le dice que no se meta en cosas de.hombres. Y los perros, aunque sean otros, se

llaman siempre igual, Negus, Sultán, Moro,Otelo, siempre igual desde que don Alejo erachiquillito así de alto nomás, los mismos nom-bres como si los perros que él matara siguie-ran viviendo, siempre perfectos los cuatro pe-rros de don Alejandro, feroces le gusta quesean, si no, los mata. Y ahora los soltó en laviña. Claro, el caballero andaba triste...

Mientras don Céspedes hablaba, Pancho yla Japonesita se sentaron y se quedaron oyén-dolo.

—¿Qué tiene que ver que esté triste?—Es que se va a morir...—¡Hasta cuándo con don Alejo...!Hasta cuándo. Hasta cuándo. Que se mu-

riera. A él qué le importaba, que se fueran ala mierda él y su digna esposa. ¿El y su com-padre no podían divertirse un rato, entonces,sin oír el nombre de don Alejo, don Alejo?Que doña Blanca se fuera a la mierda, doñaBlanca que le había enseñado a leer y que aveces le daba alfeñiques que guardaba en untarro de té Mazawatte en la despensa. Esa des-pensa. Hilera tras hilera de frascos de merme-ladas con etiquetas blancas escritas con suaguda letra de las monjas que él, Pancho Vega,escribía hasta el día de hoy — Ciruela — Duraz-n — Damasco — Frambuesa — Guinda — y losfrascos llenos de peras en conservas y las ce-

158 159

Page 74: LIT86-El Lugar Sin Limites

rezas en aguardiente y los damascos flotandoen el almíbar amarillo. Y más allá las hilerasde moldes de loza blanca en forma de castillo:de manzana o de membrillo, y a la Moniquitasiempre le daban la torre del castillo dondeel dulce era liso y brillante. Que se fueran a lamierda. La mano de Pancho subía por la pier-na de la Japonesita y nadie decía ni una pala-bra mientras los oídos de la Lucy registrabanla noche para descubrir otro jinete que re-viviera su miedo. El había pagado toda la deu-da y el camión era suyo. Su camión colorado.Acariciar a su camión colorado y no a la lapo-nesita con su olor a ropa, y esa bocina roncael papú habla igual que el papá decía la Nor-mita. Suyo. Más suyo que su mujer. Que suhija. Si quería, podía correrlo por el caminolongitudinal que era recto como un cuchillo, ,esta noche por ejemplo, podía correrlo comoun salvaje, tocando la bocina a todo lo quedaba, apretando lentamente el acelerador parapenetrar hasta el fondo de la noche y de pron-to, porque sí, porque don Alejo ya no podíacontrolarlo, yo daría vuelta al volante un po-quito más, doblar apenas las muñecas, perolo suficiente para que el camión salga del ca-mino, salte y me vuelque y quede como un bo-rrón de fierros humeantes y silenciosos alborde del camino. Si quiero. Si se me antoja,

160

y a nadie tengo que explicarle nada. La piernade la Japonesita comenzó a entibiarse bajo sumano.

La Japonesita se estaba tomando un vasode vino. Esperó que la Lucy saliera a bailarcon Qctavio para empinárselo entero, como aescondidas. Vino. Todos los hombres que ve-nían a su casa tenían olor a vino y todas lascosas sabor a vino. Y durante la vendimia elolor a vino invadía al pueblo entero y después,el resto del año, quedaban los montones deorujo pudriéndose en las puertas de las bode-gas. Asco. Ella tiene ese mismo olor a vino,como los hombres, como las putas, como elpueblo. Había tan poco más que hacer quetomar vino. Como la Cloty, que cuando notenía clientes le decía oye Japonesita apúnta-me otra botella de tinto del más baratito y semetía en la cama y tomaba y tomaba hastaque al día siguiente amanecía hecha una cala-midad, trabajando como mula desde temprano,la nariz colorada y el estómago descompuesto.Pero a mi madre jamás le sentí olor a vino.Y la Japonesa Grande era buena para el fras-co, eso lo sabían hasta las piedras. Qlía a jabónFlores de Pravia aunque en el salón hubierabebido litros de vino, y entonces mi mamá seprendía como una antorcha y no había quién

la hiciera dejar de hablar y de reírse y de bai-

161

Page 75: LIT86-El Lugar Sin Limites

lar. ¿Cómo lo haría? Su calor llenaba la camacuando caía a la cama y ella la tenía que des-vestir, ella o la Manuela. Hasta la tumba enque la acostaron en el cementerio de San Al-fonso debía estar caliente y ella ya no volveríaa sentir nunca más ese calor. Sólo la mano dePancho abandonada sobre su muslo porque seestaba quedando dormido mientras miraba ala Lucy bailando pegada a Qctavio. Pero Pan-cho estaba borracho. Como todos los hombresque nació viendo en esta casa. Y jugó entrepantalones debajo de las mesas mientras ellosbebían, oyendo improperios y oliendo sus vó-mitos en el patio, jugando entre las sábanassucias apiladas junto a la artesa, esas sábanasen que esos hombres habían dormido con esasmujeres. Pero si la mano de Pancho lograbaencenderla como a su madre, entonces podríadescansar de todo, su padre se lo dijo. ¿Quiénera esa sombra que contaba los pesos paranada? La mano que avanzaba por su muslo selo iba diciendo porque ahora no le tenía mie-do y la Manuela se lo había dicho, le habíapreguntado quién eres, y la mano que remon-taba su muslo mientras el hombre a quien per-tenecía bostezaba podía darle la respuesta, esamano que era la repetición de la mano de loshombres que siempre habían venido a estacasa, quería encenderla, ese pulgar romo de

uña comida, sí, lo vi, esos dedos cubiertos devello y la uña cuadrada avanzando y ella noquería pero ahora sí, sí, para saber quién eresJaponesita, ahora lo sabrás y esa mano y esecalor de su cuerpo pesado y entonces, aunqueél se vaya, quedará algo siquiera de esta no-che...

—Puchas que está aburrido esto...Después vio al viejo al Gente.—¿No es cierto, don Céspedes?El sonrió.—Qye Qctavio, vámonos a otra parte...Don Céspedes le preguntó:—¿Por qué?—Aquí no hay ambiente.Sólo entonces se dio cuenta que Qctavio

ya no estaba.—¿Qué se hizo mi compadre?—Hace rato que pasó para adentro con la

Lucy.Entonces sentó a la Japonesita en sus ro-

dillas.—Peor es mascar lauchas.Pero como ella se quedó tiesa, Pancho le

dio un empellón que casi la botó al suelo.—Estoy cabreado.Comenzó a circular entre las mesas.—¡Porquería de casa de putas! Ni putas

hay. ¿Y las otras chiquillas? Y la victrola afó-162 163

Page 76: LIT86-El Lugar Sin Limites

nica. No hay ni qué echarle al buche. ¿A ver?Pan: añejo. Fiambres... puf, medio podridos.¿Y esto? Dulces cargados de moscas del tiem-po de mi abuela. Ya, Japonesita, báilame si-quiera. Empelótate. Qué, si eres más tiesa queun palo de escoba, qué vai a bailar. No comotu madre, guatona era, pero harto graciosa latonta. Y como la Manuella dicen...

Los mismos ojos. Se acordaba del año pa-sado de los ojos de la Manuella mirándolo y

él mirando los ojos aterrados, iluminados entresus manos que le apretaban el cuello y losojos mirándolo como redomas lúcidas con lacerteza de que él iba a ahogar ese paisaje deterror en las mareas de adentro. Se quedó pa-

rado.—¿Y la Manuella ?

La Japonesita no contestó.—¿Y la Manuella , te digo?

—Mi papá está acostado.—Que venga.—No puede. Está enfermo.La agarró de los hombros y la zarandeó.—¡Qué va a estar enferma esa puta vieja!

¿Crees que vine a ver tu cara de conejo res-friado? No, vine a ver a la Manuella , a eso vine.

Ya te digo. Anda a llamarla. Que me venga a

bailar.--Suéltame.

Pancho tenía las cejas fruncidas, los ojospeludos, confundidos, colorados, casi ciegos derabia. Que venga. Me quiero reír. No puedeser todo así, tan triste, este pueblo que donAlejo va a echar abajo y que va a arar, rodea-do de las viñas que van a tragárselo, y estanoche voy a tener que ir a dormir a mi casacon mi mujer y no quiero, quiero divertirme,esa loca de la Manuella , que venga a salvarnos,tiene que ser posible algo que no se.: esto, quevenga.

—La Manuella ...—Bruto. Déjame.—Que venga, te digo.—Te digo que mi papá no puede.—Don Alejo es tu papá. Y el mío.Pero le miró a los ojos.—No es cierto. La Manuella es tu papá.—No le digas la Manuella .Pancho lanzó una carcajada.—¿A estas alturas, mijita?—No le digas la Manuella .

1 64 165

Page 77: LIT86-El Lugar Sin Limites

CAPITULQ XI

—¿Por qué no?Avanzó hasta el centro del salón.—Póngame «El relicario», chiquillos.Con el talle quebrado, un brazo en alto,

chasqueando los dedos, circuló en el espaciovacío del centro, perseguida por su cola colo-rada hecha jirones y salpicada de barro. Aplau-diendo, Pancho se acercó para tratar de besar-la y abrazarla riéndose a carcajadas de estaloca patuleca, de este maricón arrugado comouna pasa, gritando que sí, mi alma, que ahorasí que iba a comenzar la fiesta de veras... perola Manuela se le escabullía, chasqueando losdedos, circulando orgullosa entre las mesasantes de entregarse al baile. La Japonesita sele acercó para tratar de impedirlo. Antes deque Pancho la despidiera de una manotada,alcanzó a murmurar:

167

Page 78: LIT86-El Lugar Sin Limites

—Váyanse para adentro...—Ay, chiquilla lesa, hasta cuándo voy a

tener que aguantarte. Andate tú si querís. ¿Noes cierto, Pancho? Estái aguando la fiesta.

—Sí, que se vaya...Y se dejó caer en una silla. Desde ahí Pan-

cho siguió gritando que ahora sí que iba acomenzar lo bueno, que por qué había tanpoca gente, que trajeran vino, pasteles, unasado, todo lo que hubiera, que él pagaba todopara celebrar... la Lucy, mijita, siéntese aquíy usted, compadre, dónde se me había metidoque me dejó solo en este velorio. venga paraacá, y don Céspedes, no tenga miedo mire queallá tan lejos le va a dar frío y una puta acu-dió llamada por tanto ruido y se sentó sola enotra mesa y avivó la llama del chonchón y laCloty se puso al lado de la victrola para cam-biar los discos mirando a la Manuela con losojos que se le saltaban.

—Por Diosito santo, la veterana esta...En Talca le habían hablado a la Cloty de

estos bailes de la Manuela, pero cómo iba acreer, tan vieja la loca. Tenía ganas de ver.Encendieron dos chonchones en las mesas al-rededor de la pista y entonces Pancho vio porfin los ojos de la Manuela iluminados enteros,redomas, como se acordaba de ellos entre susmanos y los ojos de la Japonesita iluminados

enteros y tomó un trago largo, el más largode la noche porque no quería ver y le sirviómás tinto a Pancho, y a la Lucy, que tomentodos, aquí pago yo. Le tomó la cabeza a laManuela y la obligó a tomarse un trago largocomo el suyo y la Manuela se limpió la bocacon el dorso de la mano. La Lucy se quedó dor-mida. Don Céspedes miraba a la Manuela, perocomo si no la viera.

—Echale nomás, Manuelita de mi alma,échale... que sea buena mi fiesta de despedida.Y a ustedes los van a borrar todos, así fzzzzz...soplándolos, ustedes saben quién. Don Céspe-des, usted sabe que don Alejo los va a borrara todos estos huevones porque le dio la real

gana...En los campos que rodeaban al pueblo el

trazado de las viñas, esa noche bajo la luna,era perfecto: don Céspedes, con los ojos abier-tos, lo veía. El achurado regular, el ordena-miento que situaba al caserío de murallonesderruidos, la tendalera de este lugar que lasviñas iban a borrar —y esta casa, este peque-ño punto donde ellos, juntos, golpeaban lanoche como una roca: la Manuela con su ves-tido incandescente en el centro tiene que di-vertirlos y matarles el tiempo peligroso y vivoque quería engullirlos, la Manuela enloquecidaen la pista: aplaudan. Marcan el ritmo con

168 169

Page 79: LIT86-El Lugar Sin Limites

sus tacos en el suelo de tierra, palmotean lasmesas rengas donde vacilan los chonchones.La Cloty cambia el disco.

Pancho, de pronto, se ha callado mirandoa la Manuela. A eso que baila allí en el centro,ajado, enloquecido, con la respiración arrít-mica, todo cuencas, oquedades, sombras, que-bradas, eso que se va a morir a pesar de lasexclamaciones que lanza, eso increíblementeasqueroso y que increíblemente es fiesta, esoestá bailando para él, él sabe que desea tocarloy acariciarlo, desea que ese retorcerse no seasólo allá en el centro sino contra su piel, yPancho se deja mirar y acariciar desde allá...el viejo maricón que baila para él y él se dejabailar y que ya no da risa porque es como siél, también, estuviera anhelando. Que Qctaviono sepa. No se dé cuenta. Que nadie se' décuenta. Que no lo vean dejándose tocar y so-bar por las contorsiones y las manos histéricasde la Manuela que no lo tocan, dejándose sí,pero desde aquí desde la silla donde está sen-tado nadie ve lo que le sucede debajo de lamesa, pero que no puede ser, no puede ser ytoma una mano dormida de la Lucy y la poneallí, donde arde. El baile de la Manuela losoba y él quisiera agarrarla así, así, hasta que-brarla, ese cuerpo olisco agitándose en susbrazos y yo con la Manuela que se agita, apre.

tando para que no se mueva tanto, para quese quede tranquila, apretándola, hasta que memire con esos ojos de redoma aterrados y hun-diendo mis manos en sus vísceras babosas ycalientes para jugar con ellas, dejarla allí ten-dida, inofensiva, muerta: una cosa.

Entonces Pancho se rió. Si era hombre te-nía que ser capaz de sentirlo todo, aun esto,y nadie, ni Qctavio ni ninguno de sus amigosse extrañaría. Esto era fiesta. Farra. Marico-nes de casas de putas había conocido dema-siados en su vida como para asustarse de estavieja ridícula, y siempre se enamoraban deél —se tocó los bíceps, se tocó el vello ásperoque le crecía en la abertura de la camisa en elcuello. Se había tranquilizado bajo la manode la Lucy.

La música paró.—Se echó a perder la victrola.Qctavio fue a tratar de arreglarla. En un

dos por tres desarmó el aparato sobre el mos-trador mientras la Lucy y la Japonesita lo mi-raban. Parecía que no iba a volver a funcionar.La Manuela, sentada en la falda de Pancho,le dio un vaso de vino. Le rogaba que se fuerande aquí, no, no, que se fueran los tres a se-guir la fiesta a otra parte. Qué estaban hacien-do aquí. Perdiendo el tiempo, aburriéndose,comiendo y tomando mal. Hasta la victrola se

170 171

Page 80: LIT86-El Lugar Sin Limites

había descompuesto y quién sabe si alguienalguna vez pudiera llegar a arreglarla. Ya nifabricaban esos aparatos antediluvianos, va-mos, por favor, vamos. En el camión podíanir a seguir la fiesta a cualquier parte, en unrato estarían en Talca y allí, en la casa de laPecho de Palo, la fiesta seguía toda la noche,todas las noches... ya, vamos mijito, llévenmeque tengo el diablo en el cuerpo. Me estoy mu-riendo de aburrimiento en este pueblo y yono quiero morirme debajo de una muralla deadobe desplomada, yo tengo derecho a ver unpoco de luz, yo que nunca he salido de estehoyo, porque me engañaron para que me que-dara aquí diciéndome que la Japonesita eshija mía, y tú ves, qué hija voy a tener yo,cuando somos casi de la misma edad la Japo-nesita y yo, dos chiquillas. Llévame de aquí.Dicen que en la casa de la Pecho de Palo pre-paran asado a esta hora y siempre tienen algobueno que comer, hasta patos si los clientespiden, y hay cantoras, no sé si las hermanasFarías, no creo, porque estarían más viejasque una, otras, pero da lo mismo, tan anima-das para el arpa y la guitarra que eran lashermanas Farías, que en paz descansen. Yavamos, llévame, mira que esta chiquilla malale dice a todo el mundo que es hija mía paraobligarme a quedarme, vieras cómo me trata,

172

como a una china siendo que soy su madre,y no me deja salir nada más que a misa y don-de la Ludo. Yo me quiero ir con ustedes, chi-quillos, a seguir la fiesta a otra parte por ahí,donde esté divertido y podamos reírnos unrato.,.

—Está jodida.—¿Qué le pasó?—Se le rompió el resorte.—Qiga, compadre, déjela nomás y nos va-

mos a otra parte.-¿ A dónde?—Mire a don Céspedes, parece momia. Des-

pierta, viejo...—Vámonos donde la Pecho de Palo...Discutieron un rato y le pagaron a la Japo-

nesita.—¿A dónde van a ir?—¿Qué te importa, pejerrey fiambre?—¿Dónde va a ir, papá?—¿A quién le hablas?—No se haga el tonto.—¿Quién eres tú para mandarme?—Su hija.La Manuela vio que la Japonesita lo dijo

con mala intención, para estropearlo todo yrecordárselo a ellos. Pero miró a Pancho, yjuntos lanzaron unas carcajadas que casi apa-garon los chonchones.

173

V

Page 81: LIT86-El Lugar Sin Limites

—Claro, soy tu mama.—No. Mi papá.Pero ya iban saliendo, la Manuela, Pancho

y Qctavio, abrazados y dando traspiés. La Ma-nuela cantaba »El Relicario», coreado por losotros. Era tan clara la noche que los muroslanzaban sombras perfectamente nítidas sobrelos charcos. La maleza crecía junto a la vereday las hojas eternamente repetidas de las zar-zamoras cubrían las masas de las cosas consu grafismo preciso, obsesivo, maniático, repe-tido, minucioso. Caminaron hacia el camiónestacionado en la esquina. Iban uno a cadalado de la Manuela, agarrando su cintura. LaManuela se inclinó hacia Pancho y trató debesarlo en la boca mientras reía. Qctavio lovio y soltó a la Manuela.

—Ya pues, compadre, no sea maricón ustedtambién...

Pancho también soltó a la Manuela.—Si no hice nada...—No me vengas con cuestiones, yo vi...Pancho tuvo miedo.—Qué me voy a dejar besar por este ma-

ricón asqueroso, está loco, compadre, qué mevoy a dejar hacer una cosa así. A ver, Manuela,¿me besaste?

La Manuela no contestó. Siempre pasabacuando había un hombre tonto como el tal

174

Octavio, que maldito lo que tenía que ver conel asunto y mejor sería que se largara. Comen-zó a zamarrearlo.

--Quiubo, maricón, contesta.Pancho se cuadró amenazante frente a la

Manuela.—A ver.Tenía la mano empuñada.—No sean tontos, chiquillos, sigamos la

fiesta mejor.—¿Lo besaste o no lo besaste?—Pura broma...Pancho le pegó un golpe en la cara mien-

tras Qctavio la sujetaba. No fue un golpe cer-tero porque Pancho estaba borracho. La Ma-nuela miraba hacia todos lados calculando elmomento para huir.

—Una cosa es andar de farra y revolverla,pero otra cosa es que me vengái a besar lacara...

—No. Me duele...Parada en el barro de la calzada mientras

Qctavio la paralizaba retorciéndole el brazo,la Manuela despertó. No era la Manuela. Eraél, Manuel González Astica. El. Y porque eraél iban a hacerle daño y Manuel González Asti-ca sintió terror.

Pancho le dio un empujón que lo hizo

175

Page 82: LIT86-El Lugar Sin Limites

tambalear. Qctavio, al soltarlo, dio un tras-piés y cayó en el lodo mientras Pancho seinclinaba para ayudarlo a incorporarse. Y laManuela, recogiéndose las faldas hasta la cin-tura, salió huyendo hacia la estación. Comoconocía tan bien la calle evitaba los hoyos ylas piedras mientras los perseguidores trope-zaban a cada paso. Quizá lo perderían de vista.Tenía que correr hacia allá, hacia la estación,hacia el fundo El Qlivo porque más allá dellimite lo esperaba don Alejo, que era el únicoque podía salvarlo. Le dolía el bofetón en lacara, los tobillos endebles, los pies desnudosque se cortaban en las piedras o en un trozode vidrio o de lata, pero tenía que seguir co-rriendo porque don Alejo le prometió que leiba a ir bien, que le convenía, que nunca másiba a sentir el peso de lo que sentía antes sise quedaba aquí donde estaba él, era promesa,juramento casi, y se había quedado y ahora lovenían persiguiendo para matarlo. Don Alejo,don Alejo. El puede ayudarme. Una palabrasuya basta para que estos rotos se den a la ra-zón porque sólo a mí me tienen miedo. Al fun-do El Qlivo. Cruzar la viña como don Céspedesy decirle que estos hombres malos pri-mero tratan de aprovecharse de una y des-pués... Decirle por favor, defiéndame del mie-do, usted me prometió que nunca me iba a

176

pasar nada que siempre iba a protegerme ypor eso me quedé en este pueblo y ahora tieneque cumplir su promesa de defenderme y sa-narme y consolarme, nunca antes se lo habíapedido ni le había cobrado su palabra peroahora sí, sólo usted, sólo usted... no se hagael sordo, don Alejo, ahora que me quieren ma-tar y que voy corriendo a buscar lo que ustedme prometió.., por aquí, por la zarza detrásdel galpón como un zorro para que don Alejoque tiene escopeta me defienda. Usted puedematar a este par de rotos sin que nadie diganada, al fin -y al cabo usted es el señor y lopuede todo y después se arregla con los cara-bineros.

Cruza el alambrado cubierto de zarzamorasin ver que las púas destrozan su vestido. Yse agazapó al otro lado, junto al canal. Másallá está la viña: la corriente sucia lo separade la ordenación de las viñas. Tiene que cru-zar. Don Alejo lo espera. Las casas de El Qlivorodeadas de encinas con un pino alto como uncampanario allá donde convergen las viñas,esperándolo, don Alejo, esperándolo con susojos celestes. Debe descansar un poco. Escu-cha. Ya no vienen. No puede seguir. Se echaen el pasto. Nada, ni un ruido: hasta los rui-dos naturales de la noche se han detenido. LaManuela aceza, ya no tienes edad para estos

177

Page 83: LIT86-El Lugar Sin Limites

trotes, le diría la Ludovinia, y era cierto, ciertoporque le duele todo —ay, la espalda, cómole duele, y las piernas y de pronto el frío de lanoche entera, de las hojas y el pasto y el aguaa sus pies, si sólo pudiera cruzar este río, perocómo, cómo, si apenas se puede mover, despa-rramado en el suelo.

—Mijita linda...—Ahora sí que va a llegarte.—No... no...No alcanzó a moverse antes que los hom-

bres brotados de la zarzamora se abalanzaransobre él como hambrientos. Qctavio, o quizáfuera Pancho el primero, azotándolo con lospuños... tal vez no fueran ellos, sino otroshombres que penetraron la mora y lo encon-traron y se lanzaron sobre él y lo patearon yle pegaron y lo retorcieron, jadeando sobre él,los cuerpos calientes retorciéndose sobre laManuela que ya no podía ni gritar, los cuer-pos pesados, rígidos, los tres una sola masaviscosa retorciéndose como un animal fantás-tico de tres cabezas y múltiples extremidadesheridas e hirientes, unidos los tres por el vó-mito y el calor y el dolor allí en el pasto, bus-cando quién es el culpable, castigándolo, casti-gándola, castigándose deleitados hasta en elfondo de la confusión dolorosa, el cuerpo en-deble de la Manuela que ya no resiste, quiebra

178

bajo el peso, ya no puede ni aullar de dolor,bocas calientes, manos calientes, cuerpos ba-bientos y duros hiriendo el suyo y que ríen yque insultan y que buscan romper y quebrary destrozar y reconocer ese monstruo de trescuerpos retorciéndose, hasta que ya no quedanada y la Manuela apenas ve, apenas oye, ape-nas siente, ve, no, no ve, y ellos se escabullena través de la mora y queda ella sola junto alrío que la separa de las viñas donde don Alejoespera benevolente.

179

Page 84: LIT86-El Lugar Sin Limites

CAPITULQ XII

—Ese es el Sultán.Después otro ladrido más lejos.—Ese es el Moro. A éste le gusta quedarse

tendido en la noche al lado de la pared de laherrería, que se calienta con el sol y guardael calor... pero hoy no hubo sol. Quién sabepor qué andará el Moro por ese lado.

La Japonesita se había sentado frente adon Céspedes, al otro lado de la llama de car-buro, que iba achicándose. La achicó hasta de-jarla convertida apenas en un punto en el picodel chonchón. Ella también oía a los perros.Anoche ella y la Manuela estuvieron oyéndolosy casi no pudieron dormir, pero ahora eradistinto. Es que después de la lluvia el cielose había despejado sobre la luna redonda ylos perros le aullaban interminablemente, co-mo si le hablaran o le pidieran algo o le can-

181

Page 85: LIT86-El Lugar Sin Limites

taran, y como la luna no los oía porque que-daba demasiado lejos los perros de don Alejoseguían aullándole.

—Ese es el Sultán otra vez.Todos se habían ido a acostar. La Cloty le

dejó la victrola en la mesa frente a don Cés-pedes que siguió desatornillando, abriendo,cortando con un cuchillo de cocina con man-go de madera grasienta. Ya no fabrican re-puestos para esta clase de aparatos. Mejor quela tires al canal. No sirve para nada.

—Pero no podemos quedarnos sin victrola.—Falta poco para que pongan electricidad.—Ya no. Don Alejo me vino a decir hoy.Don Céspedes se hundió en la silla, más

chico que nunca. Hizo a un lado el desordende ruedecillas gastadas, de tornillos, tuercas,golillas y acercó su copa. Estaba casi vacía.Apenas un par de dedos colorados, en el fondo,donde se multiplicaba la llama del chonchón.

—Parece de esas cuestiones que hay en lasiglesias.

—¿Qué cuestiones, hija?—Esas cosas coloradas con luz adentro.Mejor volver al fundo. Don Céspedes se

tomó esa gota. Ya era tarde. Q tal vez no lofuera, porque el tiempo tenía esta extraña fcultad de estirarse, hoy parecía corto, mañ

182

larguísimo, y uno nunca sabía en qué partede la noche se encontraba.

—Mañana voy a Talca a comprar otra.— ¿Qué cosa?—Otra victrola. En una de esas casas don-

de venden cosas de segunda mano, porque enlas tiendas del centro no voy a encontrar deestas victrolas de manivela. Esta era de mimamá. Yo sé dónde hay una casa donde ven-den cuestiones de segunda mano y no son na-dita de careros. El caballero dueño, creo quealguien lo trajo para acá, para la casa unanoche. A ver si me hace precio.

—El Negus... no, el Qtelo...Se quedaron oyendo. Ahora, a la Japonesita

no le costó nada dibujar todo el campo dentrode su imaginación, como si de pronto hubieraadquirido, igual que don Céspedes, la facultadde desplegar ese campo como una alfombrapara que la ocuparan entera por dentro.

—Están inquietos esta noche.Es que hay luna, se dijo la Japonesita, o lo

diría en voz alta, o tal vez don Céspedes incli-nado sobre el brasero lo diría, o tal vez sólolo pensara y ella lo sintió.

—¿Y para qué los sueltan?—Es que anda raro el patrón. Anoche no

se acostó. Anduvo paseándose toda la nochepor el corredor y debajo de la encina. Yo an-

183

Page 86: LIT86-El Lugar Sin Limites

duve mirándolo desde la llavería por si se leofreciera algo, tú sabes lo mala que es la gentey hay tanta gente que se la tiene jurada al pa-trón. Ahí me quedé sin que él me viera, y élpaseándose y paseándose y paseándose, mirán-dolo todo como si quisiera grabárselo, comocon hambre diría yo, hasta que cuando ya ibaa comenzar a amanecer salió Misia Blanca yle dijo por qué no te vienes a acostar y enton-ces, antes de seguirla, soltó a los perros en laviña.

--Claro. Fue al amanecer cuando ladraron.—Quién sabe qué le pasará.—Estará preocupado con los irrespetuosos

como Pancho. .—No, esto fue ayer.—Igual. La gente ya no es como antes.—No. No es como antes.El viejo bostezó. Y bostezó la Japonesita.

Mañana iba a ir a Talca. Como todos los lunes.Ahora no tenía la posibilidad de fantasear conel Wurlitzer. Mejor. Ser como don Céspedesque no fantaseaba con nada vigilando por sisucedía algo, atento, oculto en la sombra.Atenta, nada más, pero nada de Wurlitzers.Sólo la victrola de segunda mano para repo-ner ésta que rompió Pancho Vega. No, no larompió Pancho. Se había ido. No iba a volvernunca más. Menos mal: dejaba pura tranqui-

184

lidad, nada de esperanzas, que era mejor quela tranquilidad, aquí en la Estación El Qlivo,hasta que le pasaran el arado por encima atodo el pueblo. Menos a su casa. Porque dijeralo que dijera don Alejo ella no la iba a vender.No señor. Que hiciera lo que se le antojaracon el resto del pueblo, pero yo me quedoaquí, aquí donde estoy. Aunque viniera cadavez menos gente, todo concluyéndose. Las co-sas que terminan dan paz y las cosas que nocambían comienzan a concluirse, están siem-pre concluyéndose. Lo terrible es la esperanza.Voy a ir a Talca como todos los lunes a depo-sitar en el Banco. Y voy a volver después delalmuerzo con las compras para la semana, lode siempre, azúcar, mate, fideos, sal, ají de co-lor, lo de siempre.

Don Céspedes se puso de pie, escuchando.La Japonesita recogía los tornillos, las ruede..citas, el resorte roto y lo ató todo dentro desu pañuelo para guardarlo. Quién sabe si sepodía ofrecer necesitarlos...

—Me tengo que ir.—¿Por qué?—Tengo que ir a ver. Están ladrando mu-

cho.La Japonesita le sonrió.—¿Cuánto es?—Trescientos.

185

Page 87: LIT86-El Lugar Sin Limites

Don Céspedes pagó. Ella guardó el dinero.Ella lo sabía todo, lo veía todo, todo lo quenecesitaba ver y saber. Esta casa. En las pare-des de adobe pardo anidaban las arañas en pe-queños hoyos tapizados en una baba blan-quizca.

—¿Y la Manuela?La Japonesita se alzó de hombros.—¿No le irá a pasar nada?—Qué le va a pasar.—Está viejo.—Viejo estará, pero cada día más aficiona-

do a la farra. ¿No lo vio salir con Pancho ycon Qctavio? Agarró fiesta. Le entró el diabloal cuerpo. Lo conozco. Me ha hecho esto otrasveces. Los hombres le convidan trago, él baila,se vuelve loco y sale de fiesta con ellos porahí... es que se le calienta la jeta con el vinoy van a Talca y a veces más lejos. Uno deestos días le va a pasar algo, eso me digo todaslas veces, pero siempre vuelve. Después detres o cuatro días. A veces después de unasemana en que ha andado por ahí en las casasde putas de otros pueblos donde lo conocen,triunfando como dice él, y llega de vuelta aquícon un ojo en tinta o con un par de costillasquebradas cuando los hombres le pegan pormaricón cuando andan borrachos. ¡Qué mevoy a preocupar! Si tiene siete vidas como

186

los gatos. Estoy aburrida de que pase esto.Y con lo bueno que es el tal Pancho Vega parala farra tienen por lo menos una semana paraandar por ahí. Los carabineros lo conocen yno dicen nada y me lo traen de vuelta calla-ditos y yo les convido unos tragos y aquí noha pasado nada. Pero puede ser que haya algúncarabinero nuevo, de esos pesados que se lespone la idea y no sueltan. Y después, un parde semanas en cama yo tengo que cuidarlo.Llorando todo el tiempo, diciendo que se vaa morir, que ya no está para estas cosas, quelo perdone, que nunca más, y dice que va abotar su vestido de española que usted vio, esun estropajo, pero no lo bota y lo guarda ensu maleta. Y después con la canción de quelos hombres aquí, que los hombres allá, queson todos malos porque le pegan y se ríende él y entonces mi papá llora y dice qué des-tino éste el mío y me dice que qué sería deél sin su hijita del corazón, su único apoyo,que no lo abandone nunca. ¡Por Dios, don Cés-pedes! ¡Viera cómo llora! ¡Si parte el alma!Claro que después de unos meses vuelve a sa-lir por ahí y se me pierde otra vez. Ahora ha-cía más de un año que no salía. Yo creía queya no iba a salir más porque está tan averia-do el pobre, pero usted ve lo que pasó...

Don Céspedes estaba escuchando otra cosa.

187

Page 88: LIT86-El Lugar Sin Limites

LIBRO AMIGO

Ultimos títulos publicados

921 Diario V922 Isabel de Egipto923 El balneario924 Memoria de la melancolía925 Vidas imaginarias926 Dinero negro927 Hermosos y malditos928 La quinta de Palmyra / El chalet

de las rosas929 El corazón es un cazador solitario930 Tres novelas ejemplares931 Pigmalión932 Reportaje al pie de la horca933 Adolphe934 Con las mujeres nunca se sabe935 El piloto del Danubio936 Yerma/Poeta en Nueva York937 En tierra de infieles938 La guardia blanca939 En la bahía940 Vathek941 El cuchillo942 Donde termina el camino943 Paralelo 42944 La casa Tellier945 Abel Sánchez946 Diálogos amenos

Anais NinLudwig Achim von AmimCarmen Martín GaiteMaría Teresa LeónMarcel SchwobRoss MacdorraldFrancis Scott Fitzgerald

Ramón Gómez de la SarnaCarson McCullersM. Vázquez MontalbánGeorge Bernard ShawJulius FucikBenjamín ConstantJames Hadley ChaseJulio VemeFederico García LorcaLeonardo Sciascia

Mijail A. BulgákovKatherine MansfieldWilliam BeckfordPatricia HighsmithJohn UpdikeJohn Dos PasaosGuy de MaupassantMiguel de UnamunoPietro Aretino

La Japonesita lo escudriña, tratando de adi-vinar qué escucha.

—No, nada, don Céspedes...Lo acompañó hasta la puerta. La abrió muy

poco, casi nada, apenas una ranura para quese escurriera don Céspedes y se colara un pocode viento y de estrellas que la hicieron arrebo-zarse en su chal rosado. Entonces cerró lapuerta con la tranca. Sobándose las manos ca-minó entre las mesas apagando, uno por uno,todos los chonchones.

—...tres y cuatro...Les ha dicho que no le gusta que encien-

dan tantos chonchones cuando hay poca gen-te, no sale negocio. Y el aire queda manchadocon la fetidez del carburo. Claro que el baile...en fin. Salió al patio. No sabe qué hora es,pero esos perros endemoniados siguen ladran-do allá en la viña. Deben ser cerca de las cincoporque oye llorar a la Nelly y la Nelly siemprellora un poco antes de la madrugada. Entró ensu pieza y se metió en su cama sin siquieraencender una vela.