Loaeza - Autoritarismo

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AUTORITARISMO SOLEDAD LOAEZA La noción de autoritarismo posee una connotación negativa que evoca un ejercicio excesivo o injustificado de la autoridad y, en algunos casos, un uso irracional o ilegítimo. Su valor para la descripción de regímenes políticos es limitado porque sugiere más carencias y limitaciones que rasgos distintivos firmes. No obstante, en la ciencia política contemporánea, sobre todo desde la década de los sesenta, la noción de autorita- rismo registró un importante desarrollo conceptual a partir de la tipificación de arreglos institucionales y formas de gobierno cuyo común denominador era la primacía de las funciones de dominación sobre las de representación y participación. En este tipo de regímenes la coerción es fundamental para el mantenimiento de la estabilidad; pero, a diferencia de lo que ocurre en las dictaduras, no es su único apoyo, sino que también cuentan con el respaldo de justificaciones de orden ideológico, político o simbólico, que sustentan la resignación, el conformismo o la adhesión pasiva de amplios sectores de la población. Por ejemplo, experiencias de inestabilidad política prolongada -revoluciones, como la mexicana de 1910 a 1940 - o de confrontación -como la guerra civil española de 1936 a 1939- prepararon el terreno para la instalación de regímenes autoritarios que estabilizaron las relaciones sociales recurriendo al control de la participación y a la desmovilización para poner fin a la violencia. A ojos de muchos, este objetivo bastaba para legitimar la instauración y el mantenimiento de un régimen antidemocrático. A diferencia de las formas del gobierno democrático, que se fundamentan en un modelo ideal construido con base en valores absolutos y universales como la libertad y la igualdad, el origen de los regímenes autoritarios son situaciones concretas; por ejemplo, la modernización capitalista, la agudización de conflictos políticos o el deterioro económico en una experiencia democrática fallida; es decir, estos regímenes se definen a partir de una calidad esencialmente pragmática y se distinguen porque en ellos no tiene cabida la utopía aun cuando sus objetivos sean situaciones ideales. El concepto de autoritarismo designa en primer lugar lo que es, ofreciéndose implícitamente como una negación del deber ser, que es la democracia. La vaguedad y la imprecisión de la categoría régimen autoritario también se explican porque ésta ha sido utilizada como un concepto relativo cuyas referencias apuntan, por una parte, a un modelo positivo y, por la otra, a uno negativo; el primero puede ser la democracia o la modernidad; el segundo, el totalitarismo o la tradición. Dadas estas características, dentro de la categoría de régimen autoritario cabe una amplia gama de experiencias, las cuales a su vez muestran rasgos variados; no obstante, algunos de ellos -por ejemplo, la centralización del poder, el control de la participación, el pragmatismo o la consecuente carencia de un componente utópico en la base de la estructura de poder han servido para el ordenamiento de experiencias de organización política que son inasimilables a la dernocracia moderna, a las dictaduras o a las formas tradicionales de dominación. Historia, teoría y crítica Han sido categorizados como regímenes autoritarios desde el imperio de Napoleón III en Francia y la Alemania bismarckiana en el siglo XIX hasta la Turquía de Kemal Ataturk, la Persia del Sha Reza Pahlevi, el México posrevolucionario de la hegemonía del PRI, la España franquista posterior a los años cincuenta y la Argentina peronista en el siglo XX. Cada una de estas experiencias tiene características propias que las hacen incomparables; sin embargo, también comparten rasgos comunes que permiten

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AUTORITARISMO

SOLEDAD LOAEZA

La noción de autoritarismo posee una connotación negativa que evoca un

ejercicio excesivo o injustificado de la autoridad y, en algunos casos, un uso irracional o

ilegítimo. Su valor para la descripción de regímenes políticos es limitado porque sugiere

más carencias y limitaciones que rasgos distintivos firmes. No obstante, en la ciencia

política contemporánea, sobre todo desde la década de los sesenta, la noción de autorita-

rismo registró un importante desarrollo conceptual a partir de la tipificación de arreglos

institucionales y formas de gobierno cuyo común denominador era la primacía de las

funciones de dominación sobre las de representación y participación. En este tipo de

regímenes la coerción es fundamental para el mantenimiento de la estabilidad; pero, a

diferencia de lo que ocurre en las dictaduras, no es su único apoyo, sino que también

cuentan con el respaldo de justificaciones de orden ideológico, político o simbólico, que

sustentan la resignación, el conformismo o la adhesión pasiva de amplios sectores de la

población. Por ejemplo, experiencias de inestabilidad política prolongada -revoluciones,

como la mexicana de 1910 a 1940 - o de confrontación -como la guerra civil española de

1936 a 1939- prepararon el terreno para la instalación de regímenes autoritarios que

estabilizaron las relaciones sociales recurriendo al control de la participación y a la

desmovilización para poner fin a la violencia. A ojos de muchos, este objetivo bastaba

para legitimar la instauración y el mantenimiento de un régimen antidemocrático.

A diferencia de las formas del gobierno democrático, que se fundamentan en un

modelo ideal construido con base en valores absolutos y universales como la libertad y la

igualdad, el origen de los regímenes autoritarios son situaciones concretas; por ejemplo,

la modernización capitalista, la agudización de conflictos políticos o el deterioro

económico en una experiencia democrática fallida; es decir, estos regímenes se definen a

partir de una calidad esencialmente pragmática y se distinguen porque en ellos no tiene

cabida la utopía aun cuando sus objetivos sean situaciones ideales. El concepto de

autoritarismo designa en primer lugar lo que es, ofreciéndose implícitamente como una

negación del deber ser, que es la democracia.

La vaguedad y la imprecisión de la categoría régimen autoritario también se

explican porque ésta ha sido utilizada como un concepto relativo cuyas referencias

apuntan, por una parte, a un modelo positivo y, por la otra, a uno negativo; el primero

puede ser la democracia o la modernidad; el segundo, el totalitarismo o la tradición.

Dadas estas características, dentro de la categoría de régimen autoritario cabe una amplia

gama de experiencias, las cuales a su vez muestran rasgos variados; no obstante, algunos

de ellos -por ejemplo, la centralización del poder, el control de la participación, el

pragmatismo o la consecuente carencia de un componente utópico en la base de la

estructura de poder han servido para el ordenamiento de experiencias de organización

política que son inasimilables a la dernocracia moderna, a las dictaduras o a las formas

tradicionales de dominación.

Historia, teoría y crítica

Han sido categorizados como regímenes autoritarios desde el imperio de

Napoleón III en Francia y la Alemania bismarckiana en el siglo XIX hasta la Turquía de

Kemal Ataturk, la Persia del Sha Reza Pahlevi, el México posrevolucionario de la

hegemonía del PRI, la España franquista posterior a los años cincuenta y la Argentina

peronista en el siglo XX. Cada una de estas experiencias tiene características propias que

las hacen incomparables; sin embargo, también comparten rasgos comunes que permiten

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al menos la identificación de analogías. El primero y más notable de ellos es la primacía

del orden como valor político fundamental; pero es un orden que no depende del

concierto de la voluntad general o del respeto a reglas de gobierno y de convivencia social

universalmente aceptadas. Dentro de los regímenes autoritarios, el orden representa la

piedra angular de la preservación de la sociedad y de su fiel reproducción a través del

tiempo, y está sustentado en la prevalencia de estructuras tradicionales de control

político; por ejemplo, una figura carismática, paternalista o tutelar de la autoridad

pública, organizaciones corporativas, partidos únicos o instituciones jerárquicas como la

Iglesia o la familia.

Las experiencias autoritarias antes citadas también se caracterizaron porque las

élites intentaron reconciliar el conservacionismo social con ambiciosos proyectos de

modernización económica impuestos; es decir, trataron de llevar a cabo revoluciones

blancas, profundos cambios dirigidos en cuya orientación y ritmo no intervinieron más

propuestas, intereses ni voluntades que las de esas mismas élites. El mantenimiento del

orden social es una condición esencial en este tipo de proyectos porque garantiza la

continuidad de la posición de privilegio de las élites modernizadoras en el diseño y puesta

en práctica de las decisiones que guían el proceso de cambio. La importancia que se

atribuye al orden y al monopolio político de las élites justifica la represión o la

neutralización de las demandas de participación y representación de otros grupos

sociales, pese a que también se ven afectados por estas decisiones.

Del supuesto anterior se desprende que la concentración del poder político es una

segunda característica general común a los regímenes autoritarios. Ésta puede beneficiar

a una sola persona -el emperador, el presidente de la república, el caudillo-- o a una

organización -normalmente a un partido político--. Sin embargo, en los regímenes

autoritarios no desaparece la distinción entre élites políticas y económicas; de hecho, esa

forma de organización del poder está asociada a economías capitalistas, o cuando menos

mixtas, esto es, no engloba a los regímenes socialistas. Lo distintivo del ejercicio del

poder en el arreglo autoritario es que el Ejecutivo ostenta una preeminencia absoluta

-frecuentemente de orden carismático- en relación con cualquier otra instancia de

gobierno, y goza de una amplia autonomía frente a cualquier otro actor político poderoso,

como pueden ser las élites económicas, sindicales o sociales.

La asociación entre experiencias de modernización dirigida y regímenes

autoritarios quedó firmemente establecida en la teoría de la modernización que se des-

arrolló en la ciencia política después de la segunda Guerra Mundial, y que buscaba

identificar las líneas históricas de transformación de las democracias capitalistas con el

fin de reconstruir y conceptualizar trayectorias discernibles de cambio, que a su vez

servirían de modelo para las sociedades que aspiraban a la modernidad. La identificación

entre modernización y autoritarismo no resolvió las debilidades conceptuales de esta

noción ni la imprecisión de la categoría de régimen autoritario, sino que, por el contrario,

las agravó. Muchos de los autores que llevaron a cabo el análisis y la reconstrucción de

procesos modernizadores partían del supuesto de que entre los dos polos que

representaban, por una parte, la sociedad tradicional y, por la otra, la sociedad moderna

existía un continuum que transcurría por etapas. El autoritarismo podía ser una de ellas.

De esta manera, los regímenes autoritarios adquirieron una calidad transicional,

indeseable pero necesaria, y con ello ganaron cierta respetabilidad; es decir, constituían

un paréntesis en que el presente antidemocrático se justificaba como vía hacia un futuro

democrático.

El hecho de que las experiencias autoritarias estuvieran acompañadas de

proyectos exitosos de modernización imprimió a estos arreglos una apariencia de eficacia

que se convirtió en una poderosa justificación. Los regímenes autoritarios no podían

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reclamar la legitimidad democrática que otorga la competencia electoral y el sufragio

universal; sin embargo, podían aspirar a que se les reconociera lo que dio en llamarse la

legitimidad por gestión, que se derivaba de su eficacia en el mantenimiento del orden

público, el desempeño de las funciones administrativas del Estado y la transformación de

la economía. Así, la estabilidad de un arreglo antidemocrático se explicaba como una

condición pasajera; no obstante, desde una perspectiva analítica, la sobresimplificación

implícita en el planteamiento básico del continuum tradición-modernidad restó

especificidad a este tipo de regímenes.

Los regímenes autoritarios no están asociados únicamente con proyectos de

modernización, sino que se han presentado también como soluciones temporales a si-

tuaciones de crisis agudas en las que la confrontación entre fuerzas políticas antagónicas

hace imposible el funcionamiento de las instituciones democráticas. Desde esta

perspectiva, el autoritarismo es una salida para la situación caótica que se presenta en un

régimen democrático fallido. En este caso, el régimen autoritario no es una propuesta

elitista de cambio, sino un remedio de urgencia en una situación de deterioro continuo. El

régimen autoritario se justifica nuevamente como un paréntesis; pero en este caso su

función primordial es estabilizar las relaciones políticas, disolver los antagonismos y

superar una coyuntura de ruptura en la que los mecanismos de negociación democrática

son insuficientes para reconciliar los diversos intereses en conflicto. Los autoritarismos

que se establecieron en Polonia, Hungría o Austria entre las dos guerras mundiales re-

presentan un ejemplo de experiencias de este tipo. El establecimiento de la democracia

parlamentaria en esos países al término de la primera Guerra Mundial fracasó porque el

pluralismo político degeneró en fragmentación. La poca disposición de las élites

tradicionales y de los nuevos actores políticos que se formaron en el orden liberal para

llegar a un acuerdo produjo inestabilidad y enfrentamientos que únicamente pudieron

superarse con la imposición de una fórmula autoritaria, uno de cuyos principales aspectos

era el control de la participación. Cuando las fórmulas autoritarias han estado asociadas

con situaciones de confrontación también se han identificado con la defensa de la nación

y han encontrado apoyo en los nacionalismos; se cree que son un mecanismo para poner

fin a los antagonismos que han provocado, o podrían provocar, una guerra civil. En estos

casos, la concentración del poder político se justifica en nombre del valor supremo del

orden y de la necesaria superación de las diferencias internas de la sociedad. Éstas son

denunciadas como fuente de fragmentación artificial en un cuerpo social, cuya reconci-

liación queda en manos del líder carismático o del partido, los cuales, a su vez, encaman a

la nación.

En 1964 Juan J. Linz publicó un artículo titulado "Una teoría del régimen

autoritario: el caso de España" que buscaba delimitar el concepto y, con ello, aumentar su

utilidad analítica. Este trabajo era distinto de todo lo que hasta entonces se había escrito

sobre el tema porque por primera vez se reconocía la especificidad del régimen autoritario

como un arreglo institucional consolidado. Este trabajo tuvo una influencia amplia y

prolongada en los esfuerzos de categorización de regímenes en América Latina que en el

pasado eran vistos simplemente como dictaduras, o bien como regímenes excepcionales

que escapaban a las clasificaciones establecidas. Éste era el caso en particular del régimen

posrevolucionario mexicano, el cual era citado con frecuencia como un ejemplo que

ameritaba un tratamiento especial.

Este artículo de Linz señala que estos regímenes no son fórmulas de transición,

sino que se trata de arreglos institucionales que tienen características propias y bien

definidas; de esta suerte, plantea la necesidad, y la posibilidad, de estudiar estos

regímenes en sí mismos. Aunque el autor no abandona los dos referentes básicos de

democracia y totalitarismo, en cierta forma modifica el énfasis que habían recibido.

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Antes, la categorización del autoritarismo partía de su carácter no democrático como

premisa fundamental de la definición. Linz, en cambio, describe y analiza los rasgos

antidemocráticos de estos regímenes; al subrayar sus diferencias con el totalitarismo

construyó un modelo positivo del régimen autoritario, le imprimió un contenido

específico y fortaleció su capacidad explicativa.

Con base en la observación y el análisis de la organización y el funcionamiento

del régimen franquista, Linz diseña un tipo ideal que recoge muchos de los elementos

presentes en ejercicios anteriores: la concentración del poder, la impunidad de quienes lo

ejercen, la relación asimétrica entre gobernantes y gobernados, en la que éstos son

tratados como sujetos y no como ciudadanos, y propone una sistematización. Con este

fin, identifica en los regímenes autoritarios cuatro dimensiones: un pluralismo político

limitado y no representativo; la existencia de mentalidades distintivas; una movilización

política limitada tendiente a la no participación, y la concentración del poder en un líder o

en un grupo reducido, quienes lo ejercen dentro de límites mal definidos pero predecibles.

Cada una de estas dimensiones tiene su contraparte en los regímenes totalitarios, en los

que un partido político único usurpa la posición y las funciones del Estado, y la élite

concentra las distintas fuentes de poder -político, económico, cultural y social-o El

régimen totalitario vive bajo el imperio de una ideología explícita y bien definida que

introduce la rigidez que le es característica y que, al fijar las fronteras del pensamiento,

los valores y los comportamientos sociales, es un eficaz instrumento de control del poder

sobre la sociedad. Por otra parte, en los regímenes totalitarios la élite promueve una

movilización intensa y sostenida, y ejerce el poder en forma arbitraria y absoluta, esto es,

sin límites. Sin embargo, la arbitrariedad de la autoridad deriva del principio básico sobre

el cual descansa toda construcción totalitaria: la negación de la existencia de fronteras

entre el poder y la sociedad; además, dicho principio puede estar codificado, como

ocurrió en el régimen nacionalsocialista en Alemania, el fascista en Italia o el socialista en

la Unión Soviética.

Las implicaciones del modelo de Linz del régimen autoritario aparecen con mayor

claridad si se tiene en cuenta la afirmación de Samuel P. Huntington de que la

categorización de un régimen político depende no tanto de cómo gobierna sino de qué

tanto gobierna. Según este autor, lo decisivo no son las formas de gobierno sino el grado

de gobierno. Vistos desde esta perspectiva, los regímenes autoritarios también se

distinguen de los totalitarismos y de las democracias porque su acción cotidiana no

alcanza al conjunto de la sociedad. Esto es, de las cuatro dimensiones propias del

autoritarismo se desprende que uno de sus fundamentos es el principio de exclusión, que

garantiza la concentración del poder y un amplio margen de autonomía del poder en el

proceso de toma de decisiones. En las democracias pluralistas, la vigencia de la

representación y de la participación garantiza la inclusión de todos los ciudadanos en la

vida política por la vía de las elecciones o de la negociación parlamentaria, que son los

mecanismos mediante los cuales los gobernados ejercen control sobre la autoridad. En los

regímenes totalitarios, la inclusión se pervierte en integración; la autoridad del Estado es

omnipresente y éste reclama para sí una representatividad absoluta que sujeta a los

ciudadanos a la voluntad general; es decir, los anula, y al hacerlo también suprime la

diferencia entre lo público y lo privado. En los regímenes totalitarios el Estado penetra

hasta en los últimos rincones de la vida del individuo; no regula únicamente sus

actividades políticas o civiles, sino que acapara su entorno natural con la intención de

satisfacer todas sus necesidades y curiosidades en el ámbito de la cultura, el deporte, las

diversiones e incluso sus relaciones sociales. Las organizaciones del partido único son el

instrumento de integración del individuo al poder. Una de las consecuencias del

pluralismo limitado, propio de los regímenes autoritarios, es que la coexistencia de élites

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diferenciadas es la proyección de esferas igualmente diferenciadas de la vida social.

En los regímenes autoritarios el margen de discrecionalidad de las autoridades es

muy amplio, pero lo será más cuanto menor sea el número de actores políticos y cuanto

más extendida esté la indiferencia hacia estas decisiones, así como la creencia de que los

actos de gobierno no afectan sino de manera oblicua la vida de los ciudadanos, y que es

muy poco lo que éstos pueden hacer para influir sobre sus gobernantes. Por tanto, estos

regímenes promueven el conformismo y la no participación, y rehúyen los compromisos

ideológicos precisos y explícitos, así como la intensa movilización, a la que, en cambio,

recurren de continuo los regímenes totalitarios.

El alcance limitado del poder político de los regímenes autoritarios tiene al menos

dos implicaciones significativas: una se refiere al nivel de institucionalización, y la otra a

los temas de la vida social y a los sectores de la población que afecta. Los regímenes

totalitarios ostentan un aspecto de institucionalización consolidada; no obstante, en su

funcionamiento ofrecen un violento contraste entre la autoridad personalizada y caris-

mática del líder o los dirigentes partidistas y la extensión y profundidad del esfuerzo por

organizar hasta los últimos resquicios de la vida del individuo. Mientras esto último se

traduce en la existencia de un complejo aparato burocrático y una apretada red de normas

y reglamentos, el ejercicio del poder es por definición discrecional y arbitrario, y no

encuentra ningún obstáculo para imponerse a las decisiones de la burocracia o a procesos

reglamentados. En los regímenes autoritarios, el líder carismático o la élite política

ejercen la autoridad en forma igualmente arbitraria y discrecional; pero el desarrollo de la

burocracia o la reglamentación es muy inferior, pues estos regímenes no aspiran a abarcar

la vida del individuo en su totalidad; de esta suerte, su nivel de institucionalización es

menor al que ostenta el totalitarismo. Es probable que los regímenes autoritarios tengan

menos poder que los totalitarios simplemente porque tienen menos recursos, es decir, son

más pobres.

Para ilustrar el aspecto institucionalizado de los regímenes autoritarios pueden

citarse nuevamente las experiencias española y mexicana. A pesar de que el régimen

franquista estaba dominado por el poder personalizado de Francisco Franco, también

contaba con un aparato de Estado, un servicio público y leyes fundamentales que eran

definidas por los juristas españoles como una "constitución abierta". Según ellos, esta

característica suponía la posibilidad de renovación en cualquier momento, según lo

demandaran las "especiales características y necesidades del país". El verdadero alcance

de esta flexibilidad constitucional -por así llamarla- estaba dado por el hecho de que

Franco estaba facultado para dictar normas de carácter general y fundamental. y en la

práctica él fue el autor material de estas leyes, que reflejaban su pensamiento antes que

cualquier otra cosa. Las leyes fundamentales eran el cuerpo de normas que fue

integrándose a lo largo del tiempo. En 1938 fueron expedidos el Fuero del Trabajo y la

Ley Constitutiva de las Cortes; en 1945, el Fuero de los Españoles, dedicado a los

derechos y deberes de los españoles y amparador de sus garantías, y la Ley de Referén-

dum Nacional; en 1947, la Ley de Sucesión de la Jefatura del Estado, yen 1958, los

Principios del Movimiento Nacional. Todos estos documentos fueron la referencia

central para la reorganización del Estado y de la sociedad española en el régimen

autoritario; pero en cada caso su formulación y aplicación estaban supeditadas a la

voluntad suprema del jefe del Estado, que era Francisco Franco.

La experiencia mexicana muestra similitudes muy importantes con esta práctica,

aunque también ostenta diferencias notables que se derivan sobre todo del hecho de que

mientras la Constitución española era corporativa, la Constitución mexicana de 1917 fue

formulada con base en los principios liberales de la democracia representativa, la

soberanía popular, el sufragio universal y la división de poderes. Sin embargo, uno de sus

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rasgos centrales es que, además de ser el documento que define la forma de organización

del poder político -lo que se ha llamado su contenido programático y que se refiere a los

derechos de obreros y campesinos, y a los compromisos del Estado en materia de

bienestar social-, en la práctica posee las características de una "constitución abierta",

pues los sucesivos gobiernos han entendido el cumplimiento de esos compromisos a la

luz de "las características y necesidades del país" en un momento dado. Los cambios

necesarios en las políticas gubernamentales han justificado numerosas reformas al

documento original. Éstas además eran posibles gracias a que uno de los rasgos más

notables del presidencialismo mexicano era que el titular del Poder Ejecutivo era también

el supremo legislador. Hasta principios de los años ochenta casi todas las reformas

constitucionales fueron resultado de iniciativas del presidente en turno. Hasta finales de

esa misma década, su discusión y votación en el Congreso era solamente un formulismo,

pues su refrendo estaba asegurado por la consistente mayoría absoluta que mantuvo el

PRI en las cámaras de Diputados y de Senadores.