Locos por el zonda, en La Rioja

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XYXYXYXYXYXYXY 90 Septiembre 2012 LOCOS POR EL ZONDA Acantilados por donde pasan 110 cóndores por d1a1 un parque nacional totalmente rojo y carrovelismo por el desierto. La Rioja mezcla paisajes impactantes con propuestas que aprovechan el viento de la zona. TEXTO: CONSTANZA COLL - FOTOS: ARIEL MENDIETA La paleta de rojos domina los paisajes en La Rioja.

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Quebrada del Cóndor, PN Talampaya, Chilecito y Vientos del Señor. Para Lonely Planet Argentina.

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Acantilados por donde pasan 110 cóndores por d1a1

un parque nacional totalmente rojo y carrovelismo por el desierto. La Rioja mezcla paisajes impactantes

con propuestas que aprovechan el viento de la zona.

TexTo: ConsTanza Coll - foTos: ariel mendieTa

la paleta de rojos domina los paisajes en la rioja.

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de arriBa a aBaJo: Un cóndor cruza el cielo sobre un acantilado donde está su nido; los cóndores llegan a medir 3 metros de embergadura y a vivir 50 años; Con el delantal puesto, José de la Vega prepara su famoso cabrito al horno de barro.

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la QUeBrada del Cóndor Tama“Llego al sitio donde la fantasía de volar es posible”, escribe a pluma Ñoñolo, chofer de un grupo de quince en una travesía de seis días por La Rioja. El libro de visitas de La Quebrada del Cóndor pasa de mano en mano entre las copas de bonarda que estiran la sobremesa: todos queremos firmar el registro de que estuvimos en este lugar, tan lejano, tan inmenso, que inspira las ideas más profundas y algunos silencios reflexi-vos esta noche helada junto al hogar. Mientras, en la cocina, José De la Vega rompe las nueces para servir con el postre, nueces de sus nogales, de la tierra que heredó con su hermano Juan y que trepa la Sierra de los Quinteros en más de 1.200 hectáreas. Las nueces llegan a la mesa con membrillo y torrontés, en platitos de aluminio.

Ñoñolo, apodo de Antonio Albarracín que significa “buen amigo” en quechua, conoce bien el mapa de chismes de toda la provincia. Camino a la posta, en los 40 kilómetros de curvas y contracurvas que la separan del paraje de Tama, nos cuenta la historia de Juan y José. Los abuelos de sus abuelos vivían en esta posta rural con sus cabras, su huerta y una familia de cóndores que custodiaba la casa. Los hermanos nacieron y pasaron medio siglo acá arriba, con su madre primero, con Jorge Toledo después, otro puestero de la zona que los

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ayuda con la posada. Hace unos diez años, José bajó a la capital y buscó en la secretaría de turismo una mano que devino en préstamo, para poder invitar viajeros a su casa y compartir el espectáculo de los 150 cóndores que todos los días planean su pedazo de cielo.

La camioneta se hace camino entre las cabras, estaciona en cualquier lugar. Son las cinco de tarde y Josho, así le dicen a José, ya prendió fuego en el horno de barro. Tiene el pelo negro por abajo de los hombros, vincha y cuellito de polar, barba espesa y un collar de cuentas de colores que le regaló una alemana. Usa delantal para preparar el asado. Calle, Ojo y Cuál le hacen compañía, se le tiran encima, se persiguen las colas, le piden un mimo. “Éstos van y vienen, son callejeros, aunque acá no hay mucha calle”, Josh mira alrededor, se ríe un poco, no viviría en ningún otro lugar. En la mesa hay una fuente con cebollas, zapallos, zanaho-rias y papas crudas. Al lado, un cabrito panza arriba se está oreando desde anoche. No hay moscas, soplan dos grados bajo cero. “¿Ya fueron a la jaula?” .

El camino hasta allá es impreciso, líneas de barro dibujadas por el tránsito de cabras del corral a la posada, de la posada al corral. Y alrededor, como si una lluvia de meteori-tos blancos hubiera salpicado toda la sierra, miles de piedras de granito forman terrazas hasta lo más alto. En la jaula hay una pareja de cóndores, lastimados en las alas por balazos perdidos, que acaban de tener su tercera cría, liberada en Río Negro con la

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desde la Posta de los Cóndores se organizan caminatas y cabalgatas hasta un peñasco rocoso a 1.800 metros de altura que hace de mirador.

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ayuda de la fundación Bioandina. Hay que andar un poco más para ver los cóndores en libertad, casi dos horas de caminata entre arroyos, formaciones rocosas y pinturas rupestres, hasta llegar a un peñasco rocoso que sobresale de un acantilado a más de 1.800 metros de altura. Esta tarde contamos trece príncipes negros que se asoman curiosos y cruzan las nubes dibujando círculos y líneas rectas hasta sus nidos. Los pichones abren el pico con hambre, ya casi es la hora de comer.

ParQUe naCional TalamPaya Villa Unión Bajo la sombra de un algarrobo la respira-ción vuelve de a poco a su ritmo normal. El cuerpo se afloja, tiembla haciéndose eco del esfuerzo en cada paso por la Quebrada de Don Eduardo. El pañuelo anudado en la cabeza como un turbante quedó hecho un trapo húmedo y en las zapatillas, rojas hasta los cordones, nos llevamos tierra de Talampaya. El clima en La Rioja es capri-choso: ayer hacía un frío patagónico que dejaba escarcha por todos lados, y ahora, junto al algarrobo, Hugo Páez asegura que la sensación térmica asciende a 35 grados: “Es

el viento zonda, dicen que vuelve loca a la gente sensible, que la pone violenta”, explica el guía entre sorbos de agua tibia. La caminata arrancó tres horas antes, después de un sanguchito y una manzana jugosa.

Vamos en fila por el cauce de un río seco, donde el tío-abuelo de Hugo Páez, Don Eduardo, solía traer a pastar su dote de vacas. Hasta que se declaró parque provin-cial en 1975, mucho antes de ser patrimonio de la humanidad, estas tierras fiscales eran dominio de los puesteros, baqueanos que le dieron los primeros nombres a geoformas como “La Abuela” o “El Mono”. El suelo es una arcilla en polvo, lleno de desniveles a los que estar atento y plantas pinchudas. Hugo se frota las manos con unas hojas de Incayuyo: “Es bueno para curar el empacho, cuando comés demasiado y te está costando digerir. ¿Ya fueron a la yuyería del Chango? El Zurdo Cerezo es un farmacéutico bárbaro, vos le decís qué problema tenés y él te da el yuyo justo. El negocio es en su casa, en Villa Unión”.

Estamos lejos del recorrido clásico por Talampaya, de la Ciudad Perdida y las famosas geoformas de Los Reyes Magos, La Catedral y El Fraile. El parque nacional ocupa 215.000 hectáreas y este circuito, por la Quebrada de Don Eduardo, todavía no está tan pisado. Caminamos a 1.300 metros de altura, como hormiguitas entre paredo-

nes gigantes llenas de cicatrices, testigos de doscientos cincuenta millones de años de evolución, de la división de la Pangea, los dinosaurios y el levantamiento de la cordillera de los Andes. Talampaya comparte con el Parque Provincial Ischigua-lasto, en San Juan, la Cuenca Triásica, considerada uno de los paraísos geológicos más importantes del mundo.

El silencio aumenta el misticismo. En “La Olla” —un anfiteatro natural— Hugo nos sienta en ronda, su voz rebota en las paredes curvas: “Este es un lugar muy energético, hay muchos grupos que vienen para meditar, han pasado cosas extrañas... A los cóndores también les gusta acá”.

la mexiCana ChileCiToLos 130 kilómetros que separan Talampaya del Valle de Chilecito son por la Ruta 40, la misma que arranca nevada en Santa Cruz y que en esta parte se tiñe de rojo y verde, trepa acantilados y deja ver la Sierra de Los Tarjados, la Precordillera y la Sierra de Famatina a lo lejos. Mario Andrada maneja la 4x4 en la que vamos, señala a un lado y al otro los caminos que descubre desde chico, a pata, en bicicleta, con su mejor amigo o solo. Más tarde se convertiría en guía de

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la caminata por la Quebrada de don eduardo es una de las posibilidades que ofrece el Parque nacional Talampaya, de 215.000 hectáreas.

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arriBa: Terrazas con cactus de distintas especies y un cristo redentor iluminado en la cima, en la

localidad de Chilecito; medio: la ruta zigzaguea camino a Villa Unión; Cactus en flor; aBaJo: antiguas

instalaciones en la estación Tres de la mina la mexicana.

montaña en el Aconcagua: “Nunca sentí el mal de altura allá en Mendoza, Famatina me entrenó bien, con 6.250 metros es la sierra más alta del mundo. Después volví a Chilecito, había muchas cosas que hacer acá”. Ahora, Mario desarrolla excursiones alternativas alrededor del cable carril que une la mina La Mexicana con el pueblo.

Chilecito en kakán, lengua de los diagui-tas, significa “lugar lejano”. Pero el nombre también puede tener que ver con la cantidad de chilenos que llegó al pueblo cuando se descubrió oro, plata y cobre en la Sierra de Famatina. Arrancaba el siglo veinte y los ingleses supieron hacer el negocio, manda-ron a construir un cable carril de 35 kilómetros a ingenieros alemanes que lo diseñaron, armaron y probaron en su país, lo desarmaron para cruzar el Atlántico y volvieron a armar en Famatina. El abuelo de Mario trabajaba como mulero en la mina: “Se calcula que les pagaban seis pesos por día, en plata de hoy. Las condiciones de trabajo eran terribles, en una de las estacio-nes se conserva un cartel escrito con carbón donde los ingleses prohíben dar alojamiento a dos hombres que habían intentado armar un gremio. Por eso había muleros-funera-

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arriBa: el “señor de la Peña” es una piedra de 12 metros de alto donde los católicos reconocen la cara de Jesús; omar díaz pilotea un kite-buggy, dice que llegan a los 50 kilómetros por hora. aBaJo: el Parque eólico arauco queda a 20 Kms. de aimogasta.

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rios, que recorrían el cable todos los días para juntar a los que se iban muriendo”.

No hay registros de las personas que trabajaron ni de la cantidad de oro que sacaron de La Mexicana, pero se calcula que desde su inauguración, en 1904, hasta 1930, extrajeron por lo menos 400 toneladas diarias de minerales. En menos de un siglo: Chilecito acuñó la primera moneda del país, se vació de chilenos al cerrarse la mina en 1950 y empezó a producir su propia cepa, el torrontés, de la que vive desde hace por lo menos veinte años.

VienTos del señor araUCoEl viento levanta la tierra seca y nos la mete en los ojos, en el pelo, ensucia la ropa. Sopla fuerte mientras hay luz, unos treinta minutos más, después ya no alcanza. Omar Díaz se pone el casco y sube ágil a una especie de triciclo enano, llama al primer valiente, uno de 37, que se sienta atrás con bastante más dificultad, una pierna a cada lado y la cola casi en el piso. Omar estira los brazos y el viento infla el barrilete amarillo que sube y tira: el triciclo avanza y desapa-rece atrás de una nube de polvo. Según la cantidad de viento y la pericia del piloto, dicen que el kite-buggy puede alcanzar los cincuenta kilómetros por hora. Omar aclara: “Igual, esto es a nivel profesional, son números que se manejan en el Campeo-nato Nacional”.

El Barreal es un desierto chato color té con leche, 7 kilómetros de largo por 4 de ancho que hace miles de años fue una laguna. No

hay plantas, no hay animales, sólo huellas de ruedas que colearon y aplastaron un poco más la tierra arcillosa. Límite con Catamarca al norte y al oeste, en esta gran pista funciona el complejo Vientos del Señor, que hace cinco años aprovecha el viento de la zona para ofrecer actividades alternativas como el kite-buggy y el carrovela, que es como un velero con ruedas. Las sombras se proyectan cada vez más lejos en el desierto, el viento empieza a calmar. Carlos Miglierina, ex profesor de educación física, piloto e instruc-tor de carrovela, ajusta el paño para aumen-tar la velocidad: “Con los pedales le digo para donde ir, hay que tener cuidado porque no tiene frenos, solo se detiene cuando ponemos la vela paralela al viento”. Carlos sonríe con cada racha, ya no siente los labios partidos.

Saliendo del complejo, a pocos metros, Ñoñolo estaciona la combi para ver al “Señor de la Peña”, una piedra de unos 12 metros de alto, posiblemente un desprendi-miento del Cordón de Velazco, en el que los católicos reconocen la cara de Jesús. Y si bien el dibujo de un perfil es claro, con la nariz, la pera y la frente alta, cuesta creer que en la última Semana Santa llegaron más de 50 mil personas de todo el país para verlo. “Vienen en bicicleta, a caballo o caminando por el costado de la ruta, arman una carpa y se quedan un par de noches acá, cerca de la piedra”, dice Ñoñolo.

Pero los cristianos no fueron los únicos, ni los primeros: mucho antes de que los conquistadores españoles llegaran a esta zona, los diaguitas habían descubierto en esta roca al dios Llastay, protector de la caza y la montaña.

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en Vientos del señor se puede dar un paseo o incluso

tomar clases de carrovelismo.