Lord Byron¡sicos en Español/Lord Byr… · en los libros de los poetas y están hoy olvida-dos....

316
Don Juan Lord Byron Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Transcript of Lord Byron¡sicos en Español/Lord Byr… · en los libros de los poetas y están hoy olvida-dos....

Don Juan

Lord Byron

Obr

a re

prod

ucid

a si

n re

spon

sabi

lidad

edi

toria

l

Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

PRIMERA PARTE

Yo, que soy el autor de este poema,ando buscando un héroe; es cosa extraordinariaque no pueda encontrarlo, cuando casi todoslos días se nos presenta uno a quien las gacetasy las plumas sirven de trompetas de la gloria,hasta que al fin el tiempo descubre que talhéroe no es el verdadero. Pero yo no quierocantar a gentes de esa especie, a héroes falsos;quiero celebrar a nuestro antiguo amigo donJuan, hijo de doña Inés, a quien todos hemosvisto en el teatro bajar a los infiernos un pocoantes de tiempo.

Vernon, el carnicero de Cumberland.Wolfie, Hawke, el príncipe Fernando Gramby,Burgoyne, Keppel, Howe, pícaros y hombreshonrados, todos han tenido su parte en el uni-versal elogio, y han servido de muestra, comoen nuestros días Wellesley; cada uno de ellos, asu vez, han desfilado ante vuestra simpatía

como los reyes de Banque, corriendo hacia lagloria, todos hijos de la misma madre. Franciaha conocido también a Bonaparte y a Dumoi-rier, y los ha visto llenar las páginas de sus "De-bats" y su "Moniteur".

Barnave, Brissot, Candercet, Marat Pe-tion, Cloetz, Danton, Mirabeau, La Fayette, hansido, también, según se sabe, muy famosos enFrancia. Y aún hay muchos que no están olvi-dados, como Joubert, Hoche, Marceau, LannesDesaix, Moreau, y otros mil guerreros inscritoshonrosamente en el templo de la Memoria; pe-ro sus nombres tampoco podrían tener un lugaren mi poema.

Nelson, hasta hace poco tiempo, era eldios Marte de la Gran Bretaña; todavía podríaseguir siéndolo si las cosas no hubieran cam-biado; pero ya no se habla de Trafalgar y estenombre duerme silenciosamente en la cruz deNelson. Actualmente el ejército está en boga y

nuestros marinos parecen olvidados. Nuestropríncipe sólo presta atención a los soldados,olvidando a Dulea, Neeson, Howe y Jervis.

Antes de Agamón existían, sin duda,hombres de mérito; después de él la Humani-dad ha contemplado a más de un valiente capi-tán y un sabio ilustre digno de su admiración.¡Cuántos ha habido que valían tanto como elRey Micenas y que, sin embargo, en nada separecían a él! Pero todos ellos no han brilladoen los libros de los poetas y están hoy olvida-dos. No trato yo de proscribir a nadie, pero nopuedo encontrar en todo nuestro siglo a un solohombre que merezca este poema, y por eso heescogido a mi amigo don Juan.

La mayor parte de los autores escribende este modo sus poemas: empezando in mediares, el héroe relata su epopeya, cuando le place,en forma de episodio. Para ello se sienta cómo-damente, después de comer bien, al lado de su

linda amante, en algún paraje delicioso, en unpalacio, un jardín, o tal vez en una gruta quesirve maravillosamente de refugio a la parejaafortunada.

Este es, sin embargo, el método vulgar,y no será el mío; yo prefiero comenzar por elprincipio. La regularidad y el rigor de mi planme prohiben toda digresión como una faltaimperdonable. Entraré, pues, en materia inme-diatamente, comenzando por contaros, si me lopermitís, algo sobre el padre y la madre de donJuan.

Don Juan nació en Sevilla, ciudad her-mosa de España, célebre por sus mujeres.Creedme que es digno de lástima aquél que nola ha visitado nunca. Así lo dice el proverbio, yyo soy de ese dictamen: entre todas las ciuda-des españolas no hay ninguna más bonita, nimás gentil. Quizá Cádiz... Pero esto lo podréis

decidir vosotros mismos muy pronto, yendo aEspaña.

Su padre se llamaba José, es decir, donJosé, y era un verdadero hidalgo. La noble san-gre que corría por sus venas estaba limpia detoda mezcla de sangre mora e israelita, y des-cendía de los hidalgos más godos de España.¡Nunca se había puesto a caballo un más noblecaballero, o bien, ¡una vez montado, nunca sehabía apeado! Tal era el don José que engendróa nuestro héroe, que engendró... Pero, un pocode paciencia, porque esto se dirá más adelante.

Su madre era una señora instruida, ini-ciada en todas las ciencias dignas de estimaciónen los pueblos cristianos; su alma reunía todaslas virtudes y sus talentos disminuían el valorde las personas más hábiles; hasta las gentesmejores y de más dulce corazón experimenta-ban cierta secreta envidia al verse sobrepujadas

en todas las perfecciones posibles por esta de-vota dama española.

La tal dama poseía una memoria queera como una mina inagotable; se acordaba conexactitud de todas las obras de Calderón y deLope de Vega, y si algún cómico que les repre-sentase hubiera titubeado en su papel, ella, sinnecesidad de recurrir al texto, hubiera hecho amaravilla el oficio de apuntador.

Las matemáticas eran su ciencia favori-ta; la magnanimidad, su más noble virtud; suespíritu (un espíritu superior casi siempre) eraenteramente ático; sus conversaciones, profun-das hasta tocar en lo sublime. Su traje de ma-ñana era de bombasí y el de tarde de seda. Y enverano de muselina, de limón, o de otras telasigualmente discretas, con cuyos nombres noquiero embarazar mi narración. Dominaba ellatín; conocía el griego o al menos, estoy segurode ello, el alfabeto helénico. Leía de cuando en

cuando tal cual novela francesa, pero no habla-ba con pureza esa lengua de "simples literatos".En cuanto al español, lo descuidaba mucho; suconversación era más bien oscura; sus pensa-mientos secos como teoremas, y todos sus pro-blemas se deshacían en palabras, como si ellacreyese que hacer a éstas misteriosas las enno-blecía tanto como la esposa de don José podíamerecerlo. Gustaba del inglés y del hebreo, yhasta sostenía que ambas lenguas se parecíanmucho, probándolo con la cita de algunos pasa-jes de los libros Santos; yo dejo estas pruebaspara que las analicen los demás; pero he oídodecir, piénsese de ello lo que quiera, he oídodecir a nuestra querida doña Inés que la pala-bra hebrea que significa "yo soy" expresa siem-pre, y ello es bien singular, "condenado" eninglés.

En una palabra, la madre de don Juanera una enciclopedia andando. Las novelas deMiss Edgeworth, los libros de Miss Trimmer

sobre la educación o la esposa de nuestro viejoamigo Coeleps corriendo en busca de su queri-do amante, son menos ejemplares que lo eradoña Inés. Representaba la moral personificaday la envidia no hubiera hallado ni la más pe-queña mancha censurable en aquel limpio di-amante de su alma. Dejaba para todas las de-más mujeres los errores y las debilidades de susexo, para ella las virtudes. En una palabra: notenía defectos... Lo que es peor que tenerlostodos.

Era tan superior a todas las tentacionespérfidas del Infierno, que el Ángel de su guar-da, aburrido, abandonó su alma, porque erainútil su custodia. Los movimientos espiritualesde esta santa mujer estaban arreglados con tan-ta exactitud como los del mejor reloj fabricadopor Harrison... Pero como la perfección resultabastante insípida en este mundo corrompido,en el que nuestros primeros padres no apren-dieron a acariciarse hasta después de haberse

hecho desterrar de su Paraíso, por mucho queen su hogar respirase la paz, la inocencia y lafelicidad (¿cómo diablos se pasarían los días?),nuestro buen don José, esposo de la perfectadoña Inés, descendiente de Eva en línea recta,iba de acá para allá muy a menudo para cogerlos diversos frutos de la vida sin el permiso desu dulce esposa.

Era el tal don José un hombre descui-dado, de muy poco gusto por las ciencias y lasabiduría. Solía ir fácilmente a lugares más gra-tos y se inquietaba muy poco por lo que pudie-se pensar su mujer. Así el mundo, que, segúncostumbre, encuentra un maligno placer enturbar la paz de los reinos y de las familias,murmuraba en voz baja que don José tenía unabuena moza por amante; algunos hasta le su-ponían dos. Pero la verdad es que una sola bas-ta para encender la guerra en un honesto ma-trimonio.

Como doña Inés, a pesar de todos susméritos, tenía en alta estima las cualidades desu marido, hemos de convenir nuevamente enque era una santa, puesto que es preciso serlopara sobrellevar pacientemente el desprecio desu esposo. De todos modos y a pesar de su san-tidad, en su noble cabeza se mezclaban a me-nudo las realidades con los sueños, y a veces detal mezcla resultaban ideas diabólicas. ¿No esciertamente una idea de esas aquélla que laaconsejaba a doña Inés perder en muy pocasocasiones la posibilidad de hacer caer a su que-rido esposo en algún lazo? Por lo demás, elloera cosa fácil con un hombre que tan frecuen-temente se descaminaba y que jamás tenía cui-dado de sí mismo. Aun los hombres más pru-dentes tienen momentos en los cuales un sim-ple golpe de abanico de mujer bastaría paraderribarles. Pero a veces ¿quién no ha vistocambiarse los dulces abanicos en mazas con-tundentes manejadas por las blancas manos deuna hermosa mujer...?

Gran pecado es casar a las doncellas sa-bias con hombres sin educación o con señoresque sin mengua de ser bien nacidos y estar bieneducados se fastidian de las conversacioneseruditas... No quiero hablar más sobre esta ma-teria tan delicada; soy un hombre de bien quevive en el celibato. Pero, decidnos la verdad,¿no es cierto que ellas son las que llevan pues-tos los pantalones?

En fin, tras tanto análisis, una verdad:Don José y su mujer riñeron. ¿Por qué? Esto eslo que nadie ha podido adivinar y, sin embar-go, mil personas oficiosas intentaron mezclarseen este particular, sin perjuicio de que tal nego-cio no era suyo, como tampoco es mío. Odiosoes el vicio innoble de la curiosidad, y por eso lotengo por despreciable; pero si hay algo, preci-so es ser sincero, en lo que sobresalga, es justa-mente en querer arreglar los asuntos de misamigos, sin perjuicio de no tener ningún cuida-do de mi propia casa. Quise, pues, mezclarme

en las querellas de don José y de su esposa, conlas mejores intenciones del mundo, pero fuirecibido muy desdeñosamente. Jamás pudeencontrarlos en su casa. Lo único cierto fue, a lavez que lo peor para mí, que un día Juanito,capullo entonces del don Juan de este poema,me regó la cabeza con el contenido de una ba-cineta, que no era agua de rosas precisamente.

Juanito era muchacho travieso y alegre;tenía rizado el suave y brillante cabello, y desdesu nacimiento manifestó ligereza y malignidadextraordinarias. La verdad es que sus padressólo supieron ponerse de acuerdo para mimaren él al más turbulento de todos los pillos. Síambos hubiesen tenido un poco de sentido co-mún, en lugar de reñir entre sí habrían enviadoa la escuela al tal bribonzuelo y le habrían zu-rrado como era conveniente a fin de enseñarle avivir con dignidad cristiana. Pero don José ydoña Inés, durante mucho tiempo, habían vivi-do dentro de su propia desgracia no el divorcio,

sino la propia muerte afectiva sea de uno o deotro. Aunque en apariencia se comportabancomo marido y mujer de una manera decente,ello era por disciplinar su conducta conforme ala de las gentes honradas que jamás demues-tran cosa alguna respecto a sus disgustos do-mésticos; pero, al fin, el fuego escondido hacíaya mucho tiempo se convirtió en hoguera, y yano quedó ninguna duda sobre el odio que seprofesaban los esposos.

Doña Inés reunió una mañana un cón-clave de boticarios y de médicos para probarque su marido estaba loco; mas como él teníamuy a menudo sobrada lucidez, hubo de con-tentarse con declarar más tarde que si bien sucabeza estaba buena tenía mal corazón. Sin em-bargo, cuando se le exigieron pruebas de ello,no pudo ofrecerlas; gritaba y protestaba única-mente afirmando que sus deberes hacia el Altí-simo y hacia su prójimo la obligaban a desearsepararse de aquel hombre. Llevaba un diario

en el que había escrito meticulosamente todaslas faltas de don José. Por él, por determinadoslibros pecaminosos y por algunas cartas quepodían leerse en caso necesario, le sería muyfácil condenar a su esposo; además contabacomo testigos a favor suyo con todos los habi-tantes de la ciudad, y también —y ello espe-cialmente tierno— con su vieja y amadísimaabuela, que ya chocheaba la pobre... Los queoyeron estas razones de doña Inés las repitieronpor todas partes, se convirtieron en sus defen-sores más exaltados, como inquisidores o juecesde una sola de las partes, los unos para entrete-nerse y los otros para satisfacer antiguas ene-mistades con aquél. Y doña Inés, modelo dedulzura y de bondad, hubo de soportar aque-llas penas y estas compasiones con la calma conque las damas espartanas, al saber la muerte desus esposos, tomaban la resolución de no vol-ver a hablar de ellos en adelante. Escuchó contoda tranquilidad los relatos de la calumniadirigida contra don José y vivió su aflicción con

entereza tan sublime que todo el mundo que lacontemplaba hubo de exclamar: "¡Qué magna-nimidad!"

Los amigos de los dos esposos intenta-ron reconciliarlos; sus parientes desearon enseguida mezclarse en sus asuntos, con lo que,claro está, se aumentaron las dificultades parasu solución. Los abogados hicieron cuanto pu-dieron a fin de conseguir un pleito de divorcioy, en fin, cada uno a su manera practicaron sujuego, su gusto, o su codicia. Pero todos, des-graciadamente, fueron burlados por la vida.Don José murió cuando los primeros estabanempezando a divertirse y antes de que los legu-leyos hubieran recibido la más pequeña suma acuenta de los gastos de las primeras diligencias.Murió —ya he dicho que fue una desgracia,porque su muerte privó al Foro de un procesoadmirable y a sus amigos y parientes de unentretenimiento— y con él se fueron al sepulcrolos provechos de los abogados y la curiosidad y

el interés de sus conciudadanos. Su casa fuevendida, sus criados despedidos, un judío tomósobre su corazón y su bolsillo a una de sus que-ridas, un militar a la otra, y todo terminó. Yopregunté a su médico la causa de la muerte,pero, como es muy lógico, no supo explicárme-la.

Don José era un hombre honrado, y yoque le conocía bien que me precio de ser verazquiero hacerlo constar en este poema. No bus-caré más faltas a su vida, y hasta estoy segurode que no podría encontrarlas aunque las bus-case. Si sus pasiones le arrastraban muchas ve-ces más lejos de los límites de lo que se ha con-venido en tener por discreto, y no eran tan dig-namente moderadas como las de Numa, llama-do también Pompilio, puede decirse, para justi-ficarle, que don José había sido mal educado. Yhasta es justo decir que padecía del hígado.Pero, cualquiera que sean sus méritos o susfaltas, ese pobre hombre también tuvo su parte

de contrariedades, especialmente cuando sehalló solo y abandonado en su casa vacía, con-templando las ruinas de sus dioses domésticos.Su pena fue tan grande que tomó el triste parti-do de morirse.

Como murió sin haber hecho testamen-to, Juan, nuestro héroe, fue el único heredero deun terrible pleito pendiente ante la Audienciaacerca de sus casas y sus tierras. Sin perjuiciode él, una larga minoría y una administraciónrazonable prometían a Juan para un día lejanouna buena fortuna. Doña Inés fue su sola tuto-ra, título al que tenía perfecto derecho por laley, y que la Naturaleza concede justamente afavor de una madre. Ya se sabe que un niñoeducado por una honesta viuda está siempremás sabiamente dirigido que ningún otro.

Doña Inés, la más prudente de las espo-sas y también de las viudas, resolvió hacer deJuan un completo caballero, digno de merecer

su noble origen. Deseaba que poseyera, cuandofuera un hombre, todas las nobles habilidadesque los hidalgos ponen a su servicio cuando losreyes nuestros señores desean hacer las gue-rras. Y así, Juanito aprendió a montar y a mane-jar las armas, y se le enseñó concienzudamenteel mejor modo de escalar una ciudadela. Perohabía una cosa especialmente atendida por elamor materno en la educación de nuestrohéroe, algo que doña Inés vigilaba todos losdías antes de la llegada de los maestros quepagaba para su hijo. Ella quería que su educa-ción fuese estrictamente moral. Antes de queJuanito tomara los libros se informaba de todolo que ellos le hacían estudiar, y las leccioneshabían de ser previamente aprobadas por ella.En consecuencia, todo se enseñaba a este man-cebo: artes, ciencias, etcétera; todo excepto His-toria natural, tan peligrosa. Se le descubrían lossecretos de las ciencias más abstractas, de lasartes menos comunes, pero temiendo que Juanse hiciese vicioso, no se ponía nunca en sus

manos ninguna obra literaria que a doña Inéspudiera parecerle atrevida. Sus estudios clási-cos se realizaron, por lo tanto, con algún emba-razo a causa de los conocidos e indecentesamores de los dioses y las diosas que se produ-cían tan a menudo en las primeras edades delmundo, amores tanto más inconvenientes cuan-to que dichas diosas nunca llevaron refajo nicorpiños. Los sabios pedagogos que eran susmaestros hubieron de recibir, a pesar de su cui-dado, muchas reconvenciones, y se vieron obli-gados a hacer una extraña versión de sus Enei-das, sus Ilíadas y sus Odiseas... Doña Inés temíacon razón la mitología.

Juanito se perfeccionaba en la devocióny en la gracia. A los seis años era un muchachomuy lindo y a los once prometía ya, para un díano lejano, una arrogante figura y ser tan buenmozo como pudo haberlo sido cualquier otrohombre entre los hombres. Estudiaba con celo,progresaba en cualquier disciplina y, para ma-

yor gozo de su madre, parecía caminar sobre laverdadera senda del cielo, ya que pasaba en laiglesia la mitad del, día y la otra mitad con susmaestros, su confesor y su querida madre.

A los doce años era nuestro héroe unhermoso joven que unía su agradable aparien-cia a su admirable discreción; si había sido unpoco picarillo en su niñez, la santa sociedad enque ahora vivía atemperaba aquella viveza cen-surable. No fue inútil la lucha para domar sucarácter naturalmente travieso, y su madre go-zaba repitiendo en todas partes los elogios másencendidos a la prudencia, tranquilidad y apli-cación del joven filósofo que era su hijo... Encuanto a mi opinión, si el lector me la pide, yo,ya en aquellos días, había concebido ciertasdudas, que aún hoy no he abandonado. No soymal pensado, pero he conocido al padre de donJuan y me engaño pocas veces cuando formojuicio. Sin embargo no es justo juzgar al hijo porel padre. Su mujer y él no estaban en demasia-

da buena armonía. Pero protesto contra todamaligna interpretación, aunque se haga en tonode chanza.

Cuando Juan cumplió los dieciséis añosera un mozo alto, hermoso, un poco femenilacaso, vivo, fuerte, bien formado y arrogante;alegre y desenvuelto como un pájaro. Cuantosle veían, excepto su madre, le miraban ya comose mira a un hombre, pero si alguno lo hacíanotar así doña Inés se encolerizaba y se mordíalos labios nerviosa, muerta de miedo, porque elhecho de que Juan representase tan gentilmentey de manera tan precoz la hombría, resultabaser para ella la cosa más criminal del mundo.

Entre los muchos conocimientos yamistades de don Juan, todos ellos escogidospor la prudencia y la devoción cuidadosa de sumadre, destacaba una linda doña Julia, a la quellamar hermosa es leve justicia. Sus mil encan-tos eran tan naturales en ella como lo es el aro-

ma y el suave tacto en las flores, la sal en elOcéano, el conjunto de la belleza de Venus y elarco amoroso en el dios Cupido. El color deébano de sus ojos orientales acreditaba el ori-gen moro de su sangre. Cuando la fiera ciudadde Granada fue tomada y Boabdil, obligado ahuir, derramó sus famosas lágrimas, varios delos antepasados de doña Julia se retiraron aÁfrica, en tanto otros se quedaban en España.Su bisabuela y su abuela fueron de estos últi-mos, y de ahí que nuestra linda Julia naciera enEspaña, pero su sangre no era puramente espa-ñola. Se había casado aquella bisabuela—pormás que no haya olvidado un poco su genealo-gía—con un hidalgo que transmitió a sus here-deros una sangre menos noble que la que corríapor sus venas, a consecuencia del desgraciado eincómodo enlace matrimonial, que hizo sufrirmucho a la familia, en la cual los matrimoniosse celebraban entre sí, primos, tíos y sobrinos,los unos con los otros; mala costumbre quehace degenerar la especie. Pero el pagano y

amoroso casamiento renovó la raza de aquellahidalga familia. Si dañó su nobleza, al menoshermoseó la carne de tal modo que de la estirpemás espantosa de la España antigua brotó unarama tan hermosa como fresca. Los varonesdejaron de ser enanos y las hembras de seramarillas, chatas y sarmentosas. Aunque corrí-an rumores, que yo desearía silenciar, sobre sila abuela de Julia dio o no a su marido másherederos bastardos que descendientes legíti-mos, lo cierto es que, sea como fuere, esta nobleraza continuó produciéndose y perfeccionán-dose hasta reducirse a un último y único here-dero varón, que no dejó sobre la tierra sino unasola hija: Julia.

Doña Julia, de la que tendremos muchoque hablar, era hermosa, sana, casta. Contabaveintitrés años de edad y estaba casada. Susojos eran rasgados y negros, bellísimos, pero nomanisfestaban sino sólo una parte de su fuegohasta que ella hablaba. Entonces, a pesar de su

reserva dulce, dejaba brillar en sus miradas unalinda expresión, más bien arrogante que enfa-dosa, que servía para probar que el amor reina-ba en aquel cuerpo y en aquella alma con másdecisión que ningún otro sentimiento. A talesojos seguramente se les vería el deseo si no fue-ra porque la voluntad de doña Julia les imponíasilencio con firmeza. Sus cabellos negros serizaban con gracia sobre una frente cuya dulzu-ra no tenía igual, animada por el noble reflejode la inteligencia. Las cejas formaban una dulcecurva, semejante al arco iris, bajo tan linda fren-te; las mejillas, sonrosadas con el encarnado dela juventud y de la vida, tenían a veces comouna aureola transparente, como si un fuegorepentino y secreto circulara por sus venas. Enuna palabra, Julia se hallaba dotada de un ros-tro encantador y de una gracia femenina supe-rior a todas las expresiones posibles. Era, ade-más, alta y arrogante. Ni yo, ni el lector, segu-ramente, gustamos de las mujeres pequeñitas.

Estaba casada hacía ya algún tiempocon un hombre de cincuenta años. Los maridosde esa especie son abundantes en todas las épo-cas. Yo creo, no obstante, que en lugar de unhombre de esa edad sería mucho mejor poseerdos de veinticinco años, particularmente en lospaíses en que el sol se aproxima más a la tierra.Damas severas y virtuosas me dan la razón,puesto que todas prefieren los maridos de me-nos de treinta años. Triste cosa, preciso es con-fesarlo, que la culpa de todo la tenga ese pícarosol, que no deja tranquila nuestra pobre má-quina humana, que nos calienta, tuesta y asa detal manera que, a pesar de sudar y aunqueayunemos mucho, nos extravía la carne débil.Todo eso que los hombres llaman galantería ylos severos dioses adulterio, resulta mucho máscomún y corriente en los climas del Mediodíaque entre nuestras tinieblas. ¡Dichosas las na-ciones del clima moral del septentrión! Allíreina por todas partes la virtud, y la estacióndel invierno castiga al pecado, que huye tiri-

tando para cubrirse con cualquier andrajo. (Lanieve es la que hizo prudente a San Antonio.)¡Dichosas las naciones en las que los juradosdefinen la calidad de la honestidad femenina,con sus valiosos votos, fijando la multa queestiman conveniente contra los galanes, que asíquedan libres por la gracia de sus dineros! Enellas es donde la dulce concupiscencia viene atransformarse en un vicio dignísimo que sevende en las plazas.

El marido de dona Julia, don Alfonso,era hombre bien parecido para su edad, y si suesposa no le amaba mucho tampoco le odiaba;vivían juntos como la mayor parte de los ma-trimonios, sufriendo con un acuerdo mutuobien conllevado las recíprocas debilidades. Noeran precisamente ni una ni dos. El esposo, sinembargo, era naturalmente celoso, pero no lodemostraba, porque los celos son un sentimien-to que no debe ser confiado a la curiosidad pú-blica.

Nunca he podido adivinar por qué Ju-lia, tan distinta de ella, podía estar tan unida adona Inés. Existían muy pocas simpatías entresus gustos. Julia, en contraposición con la sa-piencia de su amiga, no había tomado unapluma en la mano durante toda su vida. Porotra parte... Algunos dicen en voz baja... Peromienten, seguramente; ya sabemos que las ma-las lenguas inventan crímenes por todas par-tes... Dicen que antes que don Alfonso fuesecasado, o sea antes de que se uniera a la lindaJulia, doña Inés había olvidado con él su supe-rior prudencia... Cultivando siempre, segúnparece, esta antigua amistad, que el tiempohizo al fin más casta, había tomado doña Inésmucha afición a doña Julia; puesto que estasolución es, muchas veces, en casos parecidos,la mejor que pueda tomar una antigua amante.Concedía la primera a la segunda el lisonjerotítulo de protegida suya, y felicitaba a don Al-fonso, siempre que había ocasión, sobre su

buen gusto. Por tal medio, si bien no pudo im-poner un silencio completo a las desatadas ma-las lenguas, disminuyó al menos doña Inés lamateria sobre la que podían ejercer aquéllas sumalignidad.

Yo no puedo decir si Julia vio la cosacomo los demás la veían; cierto es, sin embargo,que si descubrió algo no lo demostró, y quetodos lo ignoran. Puede ser que, en efecto, nosupiese nada, o que le importase muy poco loque sucedía, bien por indiferencia, bien porcostumbre. Estoy verdaderamente perplejo yno puedo opinar con sinceridad sobre este pun-to, puesto que ella supo disimular maravillo-samente sus pensamientos.

Julia conoció a Juan casi niño aún y letomó gran cariño, acariciándole frecuentementecon gusto, como a un muchachito bello y ama-ble. Ciertamente que en estas caricias no habíaningún mal; nada podía ser más inocente, ya

que ella no contaba entonces sino poco más deveinte anos y Juan acababa de cumplir los trece;pero a fe mía que yo no hubiera podido menosde reírme ante tales caricias cuando Juan hubollegado a los dieciséis años y la hermosa Julia alos veintitrés. Estos pocos años más son sufi-cientes para dar ocasión a grandes cambios. Yvuelvo a recordar el ardiente sol de los pueblosdel Mediodía.

Sea como fuere, el hecho es que Juan yJulia se volvieron otros. Julia se manifestó másreservada, y el joven más tímido; los dos teníanlos ojos bajos con frecuencia; sus saludos erantrémulos balbuceos, y todo manifestaba unenorme embarazo, tanto en sus miradas comoen sus gestos y palabras. Estoy muy seguro quealgún lector no dudará de que a doña Julia nopodía escapársele el conocimiento de la razóndel cambio; pero, por lo que respecta a Juan noconocía nada, lo mismo exactamente que suce-de a quien no habiendo visto nunca el Océano

es completamente incapaz de formarse unaidea aproximada de él... Sin embargo, de supreocupación, alguna bondad latía entre lasfrialdades de que doña Julia hacía en su tratocon don Juan tras el cambio de actitud aludido;su mano, sí es cierto que se alejaba temblandode la de su joven amigo, también lo es que sólolo hacía tras haber apretado aquélla suavemen-te. Este suave contacto era tan tierno y tan lige-ro al mismo tiempo que dejaba dudosa el almade don Juan: la varita de virtudes de Armida noha operado jamás un cambio semejante al queexperimentó el corazón de don Juan de resultasde estos dulcísimos apretones de mano.

Cuando encontraba a Julia ya no sesonreían ambos candorosamente como en losdías de su conocimiento, pero sus miradas me-lancólicas tenían, si cabe, mayores hechizos queaquellas antiguas sonrisas, como si su corazónabrasado encerrase dentro de sí pensamientossecretos, imposibles de descubrir, por lo que

resultaban ser más apreciables. Hasta la ino-cencia tiene sus ardides y no se atreve siemprea entregarse a la franqueza: el dulce amor des-de que nace se ve precisado a ser hipócrita. Masen vano es que la pasión se disimule: la obscu-ridad de que voluntariamente se rodea la haceplena traición del mismo modo que el cielo másnegro anuncia los fulgores de la tempestad másterrible. Y así los mismos ojos de doña Julia lavendían. Cualquiera máscara con la que inten-tara cubrir sus sentimientos era igualmenteinútil para disimular la misma hipocresía. Indi-ferencia, cólera, odio o desprecio, siempre erademasiado tarde para recurrir al torpe disimu-lo.

En seguida vinieron los suspiros, que seocultaban muy mal cuando quería ahogárseles;después las miradas al descuido, que ese mis-mo descuido hace más dulces; llegó al fin esetiempo en el que al verse los amantes que toda-vía no lo son salen siempre los colores a su ros-

tro, aunque aún no puedan considerarse culpa-bles. Temblaban cuando se encontraban frentea frente y se entristecían en el momento de lasdespedidas. Tales son los pequeños preludiosque anuncian que la pasión conducirá más tar-de a sus tiernos favores. ¡Ay! No sirven paraotra cosa sino para probar cuánto embaraza unamor tímido cuando se apodera de un almanovicia.

El corazón de la linda Julia se hallabaen una triste situación: conocía bien que se leescapaba el alma hacia don Juan y se proponíahacer los más nobles esfuerzos para evitarlopor sí misma y por consideraciones a su nobleesposo; llamaba en su socorro al honor, al orgu-llo, a la religión y a la virtud; sus resolucioneseran ciertamente dignas de todo elogio y hubie-ran hecho dudar a un Tarquino. Imploró la pro-tección de los dioses morales como los mejoresjueces de sus penas. Pero una noche, cuandoformulaba su más firme voto de no volver a ver

a don Juan, comprendió doña Julia que en elmismo fervor de su propósito estaba la ardienterealidad de su deseo. Comprendió entoncesque, si bien una mujer virtuosa debe vencer ydominar las tentaciones del amor, huir es unacobardía indigna. Más honra existe en sostenerla batalla saliendo vencedora de la prueba; y,en fin, si el diablo no empujaba las cosas conexceso, siempre podría esa mujer virtuosa apar-tar al momento sus deseos y salir libre de lacorta lucha contra su cuerpo y su corazón.

Un amor como el de doña Julia es unamor inocente, puede existir sin peligro entredos personas jóvenes; al principio, se puedebesar una mano y después un carrillo. Esto estodo, puesto que no debe pasarse más allá. Ar-mada con estas piadosas intenciones y defen-dida por la pureza de su alma, Julia cesó deimponerse una inoportuna violencia. Creía suplan practicable e inocente. Un caballero dedieciséis años, pensaba ella, no puede dar mo-

tivo a las murmuraciones de las gentes malva-das por su amistad con una joven casada sensi-ble y linda. Y así, Julia se sentía satisfecha y sucorazón no experimentaba ninguna inquietud.¡Una buena conciencia, nos hace sentirnos tantranquilos! Los mártires cristianos han llegadoal extremo de quemarse unos a otros cuandoestaban persuadidos de que los Apóstoleshubieran obrado como ellos.

Y si su marido muriese en el intervalo...¡Dios nos libre de que este pensamiento man-che, ni aún en sueños, el alma de la hermosaJulia! Ella no podría sobrevivir a una pérdidasemejante, y tal idea hacía salir de su pechooprimido hondos suspiros. Pero supongamossolamente que se produjera un hecho semejan-te. Juan, siendo ya entonces un hombre hecho yderecho, sería un buen partido para una viudade condición, y hay que reconocer que, aunquepasasen algunos años en este intervalo, la feli-cidad no llegaría demasiado tarde. Aparte de

que (para seguir fielmente las ideas de nuestrahermosa pensativa) no habría acaso gran malen anticipar un poquito las cosas, haciendo quedon Juan supiese de antemano de su boca... Enfin..., que aprendiese a tiempo los principios delamor... Entiéndase: de aquel amor seráfico, quepuede mostrarse como ejemplo de espitualidady pureza...

En cuanto a don Juan, buscaba el modode definirse a sí mismo aquel sentimiento quele parecía nuevo y extraño, y que le obligaba aandar silencioso y pensativo, distraído y agita-do, hacía ya muchos días. Salía con frecuenciade su casa, y gustaba de extraviarse, a pasoslentos, en un cercano bosque solitario. El maldesconocido que le atormentaba le empujabahacia la soledad, como todas las penas profun-das. Vagaba por las márgenes floridas del río;se tendía sobre el césped, a la sombra de losárboles: meditaba, sufría. Hasta que, a fuerzade pensar en una misma cosa siempre, consi-

guió aliviar parte de su mal, ya que no todo,haciendo cuanto pudo por adueñarse de suspropias ideas. Con lo que consiguió hallarse,poco a poco, tan metafísico como Coleridge.

Meditaba sobre sí mismo y sobre elUniverso entero. Admiraba al hombre, maravi-llosa creación, y después a las estrellas, pregun-tándose quién las había colocado en la inmen-sidad del firmamento. Meditaba sobre el secre-to de los terremotos, la crueldad de las batallas,las posibles dimensiones de la luna, el misterioque empujaba hacia arriba a los globos aerostá-ticos, y sobre las dificultades que se oponen alperfecto conocimiento de la infinitud de loscielos; finalmente, pensaba en los hermosísimosojos de doña Julia.

En medio de este caos de pensamien-tos, la sabiduría puede distinguir deseos subli-mes, inspiraciones generosas cuyo germen,desde que nacen, reciben los hombres, y por los

cuales la mayor parte de ellos se atormentaninnecesariamente, sin saber por qué. Es cosasingular que un hombre, aún tan niño, se in-quietase tanto por el orden y el secreto del Uni-verso. Y si vosotros no veis en esto sino laprueba de la filosofía, yo, modestamente, pien-so que es la época crítica de la pubertad la quetiene la culpa... Juan meditaba sobre las hojas ysobre las flores; oía una voz única en todos losvientos; soñaba con las invisibles ninfas de losbosques y las florestas inmortales en las que lasdiosas antiguas se aparecían a los hombres enlos más hermosos tiempos del mundo... Se ex-traviaba en sus paseos, olvidaba la hora, ycuando miraba su reloj, percibía con dolor larápida huida de ese viejo barbudo que simboli-za el tiempo. A la vez que advertía que tambiénhabía olvidado su comida.

A veces, interrumpía sus desvaríos le-yendo en voz alta pasajes de Boscán o de Garci-laso... Del mismo modo que el céfiro viene a

agitar repentina y suavemente la hoja trémula,así el delirio poético de su alma aumentaba suexcitación al contacto de los hermosos versosajenos... De este modo corrían sus horas solita-rias. Juan conocía que le faltaba alguna cosa,pero ignoraba lo que era. Sus delirios misterio-sos, los versos de los poetas, el susurro de lasarboledas, los hermosos paisajes, la silenciosanoche..., ninguna cosa podía dar a su espíritu loque deseaba anhelante. ¿Qué necesitaba el almade Juan? Un pecho sobre el cual pudiese apoyarsu ardiente cabeza, sintiendo los latidos de uncorazón, que respondiese al suyo con tiernacorrespondencia. Necesitaba... todavía algunasotras cosas que yo olvido, o que, por lo menos,no tengo precisión de mencionar aquí.

Los paseos solitarios y los delirios, tanlargo tiempo continuados no se escaparon a laobservación de la tierna Julia... Vio que Juanestaba descontento, pero lo qué particularmen-te le extrañó fue que doña Inés no importunase

en modo alguno a su hijo por medio de pregun-tas. ¿Es que no veía ella la actitud de Juan? Pa-rece extraña, y es, sin embargo, frecuente estafalta de perspicacia de las madres. Recuerdaésta la de ciertos esposos, cuyas mujeres sepermiten olvidar los deberes impuestos por lavida. Un verdadero marido vive a menudodesconfiado, pero sus sospechas no dejan deresultar casi siempre equivocadas y así estáceloso regularmente del único que no piensapara nada en su mujer. Algunas veces, la ce-guera del celoso es tan absoluta, que él mismoprepara su desgracia albergando en su casa aun tierno amigo, poseedor de todos los vicios,que, naturalmente, no deja perder la ocasión; ydespués, cuando la mujer y él se han puesto yaen amable correspondencia, el crédulo espososuele admirarse de la perfidia de ambos, y node la tontería que él mismo cometió. Del mismomodo, los padres tienen algunas veces la vistamuy corta, y por más que espían a sus hijos conla agudeza de un lince, no pueden descrubir lo

que, riéndose, ve todo el mundo. Un dichosodía, el joven M. Hopeful sedujo a su queridaMiss Franny, esposa joven de un señor maduro,y desapareció con su amante, desvaneciendoasí los hermosos proyectos meditados durantelargos años por aquel respetable caballero... Lahistoria se repite con frecuencia.

Pero doña Inés era tan suspicaz, que elhecho de que no pareciera preocuparse por laactitud de don Juan hace suponer que existíaalgún motivo secreto para que prefiriera aban-donarlo en brazos de la tentación que le embar-gaba. Acaso deseaba concluir con esta últimaasignatura la perfecta educación de su hijo;acaso quería abrir los ojos a don Alfonso, queestaba persuadido de que su esposa, Julia, eraun tesoro inapreciable.

Un día de verano, estación peligrosa esel verano (también la primavera, en especialhacia fines de mayo, y la culpa está, ciertamen-

te, en el Sol), exactamente el 6 de junio, a lasseis y media o siete de la tarde, la linda Julia sehallaba sentada bajo unos árboles, cuyas ramasentrelazadas formaban una fresca bóveda sobresu cabeza, como las que cubren a las huríes enel paraíso pagano descrito por Mahoma. Juliano estaba sola. Don Juan, el don Juan de losdieciséis años, se hallaba frente a ella. Cuandodos rostros como los suyos se miran tan cerca-nos en una disposición semejante, sería pruden-te, pero es muy difícil, que los ojos se cierren alplacer de la contemplación. ¡Qué hermosa esta-ba Julia! La agitación ardiente de su corazón semanifestaba irresistible en los vivos colores desus mejillas. ¡Oh, amor! Altivamente hermosa,Julia se hallaba a la orilla de un precipicio in-menso, pero la confianza que tenía en su virtudera más inmensa todavía. Pensaba en su fuerzay en la juventud de Juan; en la locura de lostemores de la prudencia; en la virtud triunfan-te; en la fe conyugal; en fin..., en los cincuentaaños de don Alfonso... Yo hubiera deseado que

no se le hubiese presentado a Julia este últimopensamiento, porque, en verdad, cincuentaaños son una cifra que inspira difícilmente afec-tos. En todos los climas, lo mismo los que ca-lienta el sol que los que cubren las nieves y lasnieblas, tal número de años suena mal en amor,aunque no sea lo mismo en el manejo de lahacienda.

Julia tenía hondísima afición a admirarel honor y la virtud; amaba a don Alfonso, leera fiel, y en voz baja, aquella tarde, estaba ju-rándose a sí misma no hacer ninguna afrenta alanillo conyugal que llevaba en su dedo, nopermitirse ningún deseo que la prudencia pu-diera desaprobar. Mientras se formulaba estejuramento, su mano descuidada se acercaba a lamano de don Juan, creyendo, acaso, acariciaruna de las suyas... Esa mano de Julia advirtió,poco a poco, a la de don Juan de su proximidaddulcísima, por medio de una presión casi in-sensible, que parecía decirle: "Tenme si quie-

res". Sin embargo, no podemos dudar que tuvosimplemente la intención de oprimir los dedosde su joven amigo de una manera puramenteplatónica; ella se hubiera separado con espantode él, como si se le hubiese acercado una avispao un reptil venenoso, sí hubiera podido imagi-nar siquiera que con aquel amable juego arries-gaba la excitación de un sentimiento capaz deturbar la paz de una esposa prudente.

Yo no sé bien qué es lo que pensó Juan,pero lo que hizo, vosotros lo hubierais hechodel mismo modo que él. Sus labios de carmínfueron, agradecidos, a aquella mano hermosa, ylo manifestaron por medio de un tierno beso.Pero en el mismo instante, entre la confusión desu dicha, don Juan se retiró desesperado, te-miendo haberse hecho culpable de un espanto-so atrevimiento. ¡El amor es tan tímido en uncorazón novicio! Julia se puso colorada, pero nose enfadó; ensayó a hablar con volubilidad decualquier tema, pero hubo de callar inmedia-

tamente al observar la emocionada debilidadtemblorosa de su propia voz...

El sol se ocultó y la luna vino a reem-plazarle, envolviendo todo bajo sus pálidosrayos... Yo creo que el diablo, para nuestra des-gracia, está alojado en la luna. Se equivocan, seengañan, los que la llaman casta. No hay nin-gún día (ni siquiera el más largo del año, que esel 25 de junio) que sea testigo de tantos pecadoscomo los que presencia la noche, alumbradapor la luna, sólo durante tres horas de su vida...Y, no obstante, se cantan su modesto aspecto ysu supuesta castidad mientras recorre bella-mente los cielos...El sol se ocultó y la luna vinoa reemplazarle. Reinaba, por añadidura, unpeligroso silencio. El alma se entregaba a lanecesidad de descubrirse toda entera, y bienpronto no pudo hacerse dueña de sí misma ya.La azulada luz, que da un encanto tan podero-so a los árboles de los bosques, que acompañacon tan insólita ternura el arrullo de la tortolilla

solitaria, que hermosea toda la naturaleza consus reflejos plateados, esa luz penetró tambiéndentro del corazón y derramó en él una amoro-sa languidez inexpresable...

Julia estaba, pues, sentada al lado dedon Juan, y, un poco más tarde, tras corta resis-tencia, se encontraba estrechada por un brazoque temblaba, lo mismo que toda ella. Juliadebió pensar que la tal posición era todavíainocente porque, de otro modo, la hubiera sidofácil separarse; pero esta situación tenía algúnhechizo... Un poco más tarde... En fin, Dios sabelo que sucedió. Dios lo sabe. Yo no puedo con-tinuar, y hasta casi siento haber empezado...

Julia perdió la voz: no podía explicarsus pensamientos sino por medio de suspiros.¡Se acabaron los lindos proyectos de inútiles einocentes entretenimientos; sus hermosos ojosderramaban copiosas lágrimas, y aunque losremordimientos no se olvidaron de hacer acto

de presencia contra la tentación, aunque resis-tió todavía un momento, aunque lloró su im-prudencia e intentó de nuevo resistir, diciendoen voz baja que no consentiría jamás..., así fuecómo ella consintió!

Se dice que Jerjes ofreció una recom-pensa al que pudiera inventarle un nuevo pla-cer. A fe mía, Su Majestad pedía una cosa bas-tante difícil y que le hubiera costado el sacrifi-cio de un tesoro inmenso porque el placer me-rece más respetos. ¡Oh, placer, cosa verdade-ramente muy dulce, aunque por tu causa, undía, seamos condenados sin remisión? Todaslas primaveras hacemos un proyecto de refor-ma de nuestras vidas, que olvidamos al si-guiente mes. Aunque hayamos violado confrecuencia los castos votos, ha sido siempre conla confianza de que los cumpliríamos, y, enverdad, es la buena fe la que nos empuja ennuestros propósitos de ser más prudentes en elpróximo invierno.

Hay licencias poéticas. Mi licencia con-siste en tomar de la mano al lector y conducirledesde el día 6 de junio, en que fue testigo delprimer encuentro de doña Julia y de don Juan,hasta un día cualquiera del mes de noviembre...Es muy placentero a media noche sobre losllanos azulados de las ondas creadas por laluna, oír los suaves y compasados movimientosde los remos en el agua y los cantos lejanos ylentos de los gondoleros del Adriático. Es inex-presablemente agradable contemplar el naci-miento de las estrellas en la noche; percibir elsuave rumor del cierzo que resbala sobre lashojas trémulas de la arboleda; oír el zumbidode las abejas, el canto de los pájaros; ser desper-tado por los jóvenes gritos de las golondrinas;dormirse al arrullo del agua de los riachuelos;ver los racimos verdes de las uvas madurasderramar arroyos de púrpura sobre la tierra, ytambién lo es huir de las ciudades tumultuosaspara disfrutar en paz la alegría de las silencio-

sas campiñas. Al avaro le place contar su oro.Para un padre, nada es comparable al naci-miento de hijo primogénito, su tartamudez in-fantiles y sus primeras balbuceadas palabras.Es dulce también la venganza... particularmen-te entre las mujeres. El pillaje es amable paralos soldados y para los piratas... Pero cien vecesmás dulce, mil veces más dulce es nuestro pri-mer amor; de tal modo, que para nosotros lopasado es como la memoria que conservabaAdán de su caída. El árbol de la ciencia ha sidoya despojado de su fruto—todo nos es ya cono-cido—, y la vida no nos ofrece nada que seadigno del pecado cosa tan dulce como la am-brosía. Sin duda hace alusión a él la fábula deaquel juego divino que Prometeo fue a robar alos cielos, crimen que los dioses jamás le per-donaron.

Volvamos a nuestra historia. Estába-mos en el mes de noviembre, cuando los díashermosos son muy raros y las montañas blan-

quean a lo lejos como si cubriesen con una in-mensa capa blanca sus pardos vestidos; el marempuja sus olas espumosas contra las rocas, yel sol, haciéndose prudente, se retira a las cincode la tarde... Era una noche nublada, sin luna,sin estrellas; el viento no se oía o soplaba a in-tervalos; algunas chimeneas brillaban alegradaspor las llamas, y en ellas la leña chisporroteabafeliz, contemplando las honestas familias re-unidas a su alrededor. Hay siempre un encantoprofundo en la claridad de un hogar encendi-do, y junto a él la vida parece tan agradablecomo lo es un hermoso día de verano. Yo gustodel fuego, de los crujidos de la leña, de la ensa-lada de langosta, del champaña y de la buenaconversación...

Era medianoche... Doña Julia, tan her-mosa, descansaba en su cama, y, probablemen-te, dormía... Inesperadamente, se oyó en supuerta un ruido capaz de interrumpir los sue-

ños de los muertos. Una mano vigorosa la em-pujaba con violencia, y una voz gritaba:

—¡Señora! ¡Señora! ¡Respondedme!

La misma voz seguía clamando:

—¡En nombre del cielo, señora mía,ved a mi amo que se acerca con la mitad de suscriados tras de él! ¿Se ha oído hablar jamás deuna desgracia semejante? ¡Oh!, no es falta mía,yo vigilaba..., pero... por Dios, señora, desco-rred el cerrojo más aprisa... ¡ Están ya al pie dela escalera!... ¡Ya llegan!... Puede ser que toda-vía tenga tiempo de huir... A Dios gracias, lasventanas no son muy altas... Señora, señora.

Don Alfonso había llegado ya con susamigos y los criados, todos portando hachasencendidas. Ya la mayoría de ellos habíanhumillado su noble cabeza bajo el dulce yugodel himeneo..., pero no se hacían rogar para

venir a turbar el sueño de una mala mujer, quese atrevía tan desconsideradamente a adornaren secreto la respetable frente de su marido.Bien es cierto que los ejemplos de esa naturale-za son muy contagiosos, y que si de cuando encuando, no se castigase con severidad a unadelincuente semejante, todas las mujeres toma-rían el gusto a tales desórdenes.

No puedo decir por qué, ni cómo, niqué sospechas se habían introducido en la ca-beza de don Alfonso; pero para un caballero desu condición, representaba ciertamente muypoca educación venir sin ningún aviso ni ante-cedentes a sitiar de aquel modo el lecho de unadama, convocando a sus lacayos, armados deespadas y de hachas, a ser testigos de aquélloante lo que él sentía tanto horror.

¡Pobre doña Julia! Fue despertada portoda aquella baraúnda (reparad bien que nodigo que no aseguro que estuviese dormida), y

empezó desde el momento mismo a dar gritos,a afligirse y a derramar lágrimas. Su fiel criadaAntonia, que gozaba de toda su confianza,aquélla que la había avisado un momento an-tes, se apresuró a poner el lecho en disposiciónde que pudiese verse que su ama había dormi-do y terminaba de salir de él. Pero, por si acaso,Julia y Antonia se presentaron ante los invaso-res como dos pobres mujeres inocentes, que,temiendo a los muertos aparecidos, y aún mása los vivos, en la soledad oscura de la noche,habían imaginado encontrarse mejor si dormí-an juntas, ya que igual un fantasma que un donJuan atrevido serían más fácilmente rechazadopor dos mujeres que por una. He aquí por quélas dos se habían acostado tranquilamente en lamisma cama, lado a lado, esperando que el se-ñor volviese, hasta el momento en que, habien-do llegado el amado esposo, éste se presentaradiciendo tiernamente: "Mí querida amiga,vedme aquí." Explicación clarísima, dulce yconvincente.

Dona Julia recuperó al fin su voz, y ex-clamó entre suspiros:

—En nombre del cielo, don Alfonso,¿qué es lo que esto significa? ¿Estáis loco?...¡Que no me hubiera muerto antes de haber sidola víctima de semejante suceso! ¿Qué quieredecir esta violencia nocturna? ¿Es acaso efectode la embriaguez, o sentís unos curiosos celosincreíbles? Este pensamiento, don Alfonso, bas-taría para darme la muerte... ¡Vamos!... ¡Vea-mos y busquemos por todas partes!

—Esto es lo que yo quiero hacer—respondió testarudo, don Alfonso...

¡Y vedlos ocupados en buscar él y losque le acompañaban; registran todos los rinco-nes, los gabinetes, los retretes, los armarios, loshuecos de las ventanas. Encontraron, es cierto,muchos lienzos, encajes, medias, chinelas, cepi-

llos, peines y toda las cosas que se encuentranen la habitación de una señora que gusta de lasmodas y adornarse y presentarse lindamenteaseada. Punzan las tapicerías y los; cortinajescon las hirientes puntas de sus espadas y hastarompen algunos tableros de los armarios y delas ventanas, y más de una mesa del mejor esti-lo... Buscan bajo la cama y encuentran... algoque ciertamente no era lo que buscaban. Abrenlas ventanas y observan si en el suelo se apre-cian las huellas de los pies de un hombre fugi-tivo, pero no ven ninguna; y entonces optanpor mirarse unos a otros con aire de sorpresa ydesencanto. Es singular, sin embargo, que aninguno de tantos buscadores se le ocurriesemirar bajo las ropas de la cama, revueltas enmontón, como lo habían hecho debajo de ella...Ciertamente que ello fue un gran descuido...

Durante tal registro, la dulce lengua dedoña Julia no descansaba, naturalmente:

—Sí, sí; buscad, buscad bien, acumuladultraje tras ultraje, afrenta tras afrenta; ved paraqué me he entregado fielmente a un esposo quesupuse noble; ved para lo que he sufrido tanlargo tiempo a mi lado a un hombre tal comodon Alfonso. Pero yo no puedo aguantarlo mástiempo, ni permanecer un instante más en estacasa, y saldré de ella si es que aún, hay leyes yabogados en España. Sí, don Alfonso, ¡desdeeste momento dejáis de ser mi esposo! ¿Habéismerecido alguna vez este título? ¿Lo que habéishecho es propio de vuestra edad? ¿No sois unsesentón? ¿Es prudente, ni siquiera discreto,hallar de esta manera, sin motivo alguno, elmodo de ultrajar la virtud de una mujer dignade estimación? ¡Ingrato, pérfido, bárbaro donAlfonso! ¿Cómo os atrevéis a pensar que vues-tra mujer sea capaz de olvidar sus deberes deun modo semejante? ¿Será porque he descui-dado el uso de los privilegios de mi sexo? ¿Por-que he escogido un confesor de amores tanviejo y sordo como vos, que hubiera resultado

insoportable a cualquier otra mujer menos re-signada? ¡Ay! ¿Habéis tenido nunca de quéreprenderme? Mi inocencia os embaraza de talmanera, que casi dudo de haber sido casada.¿Es acaso todo esto porque todavía no he acep-tado un cortejo entre todos los jóvenes de Sevi-lla? ¿Porque no voy a ninguna parte, excepto aalgunas corridas de toros, a misa, a la comediay a la tertulia? ¿Es porque cualesquiera quehayan sido mis adoradores, no he favorecido aninguno, y hasta he sido sobradamente desde-ñosa con ellos? ¿Es porque el general conde deO'Reilli, que tomó Argel, repite en todas partesque le he maltratado cruelmente? El músicoitaliano Gazzani, ¿no me ha cantado inútilmen-te su amor durante seis meses consecutivos? Sucompatriota, e1 conde Comiani, ¿no me ha pro-clamado la única mujer virtuosa de toda Espa-ña? ¿A cuántos rusos e ingleses no he desdeña-do? ¿No he desesperado al conde Strongstor-ganoff y al lord Mout-Coffechoose, el par deIrlanda, que el año pasado se ha dado la muerte

por mi amor (a fuerza de beber)? ¿No he tenidoa dos obispos arrodillados a mis pies, el duquede Icard y don Fernando Núñez? ¿Es este elmodo cómo tratáis a una mujer fiel? ¿En quécuarto de luna estamos, don Alfonso? Todavíaos encuentro muy moderado cuando no medais de palos en una ocasión que se os presentafavorable. ¡Oh, héroe valiente! ¡Con todas vues-tras pistolas preparadas y vuestras espadasfuera de la vaina, creedme: hacéis un papeladmirable!... Ved, pues, por qué habéis hechoeste viaje bajo el pretexto de un negocio indis-pensable y en compañía de vuestro tunanteprocurador, al que veo allí plantado como unbadulaque, que se muerde los labios por efectode su propia tontería. Os desprecio a los dos,pero a él más aún, puesto que su conducta notiene disculpa, ya que sólo es el cebo de una vilganancia lo que le hace obrar de esta manera. Siviene aquí para formar un testimonio, veamosel modo de que tal caballero haga su oficio.Aquí tenéis tinta y pluma; escribid, señor. Yo

no quisiera que hubieran de pagaros para nohacer nada. Pero como mi criada está casi ente-ramente desnuda, hacer salir a vuestros algua-ciles, os lo suplico... Ved el gabinete, ved el to-cador, ved la antesala; buscad de arriba abajo;mirad el sofá, el sillón, la chimenea, que, enefecto, podían servirme para ocultar algúnamante; vedlos. Mas, como yo quiero dormir,daos prisa, y no hagáis tanto ruido hasta quehayáis sacado de su nido al escondido caballe-ro. Cuando le hayáis encontrado, os suplicoque me lo presentéis, porque tengo curiosidadpor conocerle. Y mientras tanto, caballero,puesto que habéis ultrajado a vuestra mujer pormedio de infames sospechas, y puesto quevuestros amigos todos se hallan abochornadosde vuestro fracaso y vuestra mofa, os suplicoque tengáis la bondad de hacerme saber elnombre de la persona que buscabais. ¿ Cómo sellama? ¿Cuál es su rango? ¡Que yo le vea! Su-pongo que será joven y buen mozo. ¿Es alto,bello, arrogante? Vamos, hablad... y estad segu-

ro que, puesto que habéis manchado mi honory mi inocencia con una afrenta semejante, noserá en vano... A lo menos, mi supuesto amanteno será un hombre de sesenta años; a tal edadsería ya demasiado viejo para querer tomarse eltrabajo de jugarse la vida dando celos a un ma-rido tan joven como vos... (Antonia, dadme unvaso de agua...) Estoy avergonzada de derra-mar lágrimas, que son indignas de la hija de mipadre. Mi pobre madre no se engañaba al su-poner que pudiera un día estar en manos de unmonstruo como vos... Puede ser que estéis celo-so de Antonia, mi doncella, ya que la habéisencontrado durmiendo a mi lado, cuandohabéis venido a sorprenderme en unión devuestros acompañantes... Mirad por todas par-tes, caballero, pues no tenemos nada que es-conder. Y espero que otra vez me lo avisaréiscon tiempo, o, al menos, que os detendréis unmomento a mi puerta, para que tengamos lugara cubrir nuestra desnudez... a fin de recibir tanbuena compañía... Y concluyo de hablar, caba-

llero. Lo poco que os he dicho podrá servir paraprobaros que un corazón inocente sabe devoraren silencio afrentas que sería demasiado bajorepetir de palabra... Os entrego a vuestra con-ciencia. Ella os preguntará algún día por quéme habéis tratado de esta manera. ¡Quiera Diosque entonces no sintáis el punzante dolor deuna pena más amarga!... Antonia, ¿dónde estámi pañuelo?"

Al decir estas palabras, con las que ter-minaba sus brevísimas quejas, doña Julia seechó sobre su almohada. Sus negrísimos y be-llos ojos, brillantes a través del cristal de laslágrimas, recordaban el cielo que nos envía almismo tiempo la lluvia y los relámpagos. Lasadmirables ondas de su negra cabellera som-breaban como un velo sus mejillas húmedas ypálidas; se extendían atrayentes sobre ella; perosus largos y brillantes rizos no podían, sin em-bargo, ocultar del todo el gracioso contorno desu bella espalda, blanca como la nieve. Sus dul-

ces labios temblaban de agitación; su hermosí-simo pecho ondulaba alterado, y, bajo él, sutierno corazón latía con violencia.

El señor don Alfonso se hallaba muyconfuso. La doncella iba de una parte a otra delcuarto, en el que todo aparecía revuelto, con lasnarices levantadas con un manifiesto aire deprovocación, dirigiendo impertinentes miradasa su señor y a los monicacos que le acompaña-ban. Sólo el procurador, como Acate, fiel hastael sepulcro, se manifestaba tranquilo y satisfe-cho del incidente y la disputa, ya que sabíamuy bien que siempre es preciso hacer uso delas leyes para poner de acuerdo a los disputa-dores. Inmóvil, y con el entrecejo arrugado,seguía con sus pequeños ojos de lince todos losmovimientos de Antonia. Sus actitudes indica-ban la sospecha; a él le importaban poco lasreputaciones, con tal de que le proporcionasenla ocasión de un pleito o de un testimonio, y notenía ninguna compasión por la juventud ni

por la hermosura; jamás daba crédito a las res-puestas negativas, en tanto que no le hubieransido corroboradas por dos buenos testigos fal-sos.

En cuanto a don Alfonso, permanecíacon los ojos bajos, y es preciso confesar quehacía una fea figura. ¿Qué había conseguidodespués del escándalo y del ultraje a una mujerjoven? Nada, sino las reconvenciones que a símismo se hacía, añadidas a las que su mujer lehabía prodigado con tanta liberalidad duranteuna media hora, las cuales habían caído sobreél como el granizo de un día de tempestad so-bre los campos. Intentó al principio disculparse,tartamudeando; no se le respondió sino conlágrimas, sollozos y síntomas de desmayo, cu-yos preludios son siempre ciertos gemidos,ciertas palpitaciones, ciertas sacudidas nervio-sas, determinados suspiros, y, en fin, todo loque place a la parte querellante... El buen donAlfonso miraba a su mujer y pensaba en la de

Job. Intentó hablar, pero la advertida Antonia lecortó la palabra:

—Señor—le dijo—¡salid de aquí y notratéis de añadir una palabra, o bien mi pobreseñora va a perder la vida.

El buen don Alfonso echó a su alrede-dor una o dos miradas amenazadoras, sin dudapara que le vieran cuantos le habían acompa-ñado, y obedeció casi sin saber lo que hacía.Con él se retiró todo el coro; el procurador fueel último que abandonó la estancia a pasos len-tos, y deteniéndose en el umbral de la puerta,hasta que Antonia tuvo que empujarle haciafuera.

Apenas hubo corrido el cerrojo, cuandoinmediatamente... ¡Oh, vergüenza! ¡Qué desen-gaños y dolores ha de proporcionarnos siempreel sexo femenino!... Don Juan, medio ahogado,saltó de repente fuera de la cama. No pretendo

explicar, ni menos describir, dónde había esta-do escondido, ni de qué manera. Joven, delga-do y ágil, ocupaba, sin duda alguna, muy pe-queño espacio. Es cierto que pudo morir aho-gado, pero si hubiese muerto por una tan her-mosa mujer, ¿podría tenérsele lástima? No po-demos. Mejor es morir así, por tan dulce ahogo,que no rebosante de malvasía, como el ebrio deClarencia.

¿Tenía necesidad don Juan de cometerun pecado que el cielo nos veda y por el que lasleyes humanas suelen imponer multas? Precisoes convenir, cuando menos, que él empezabamuy temprano, y aquí está la razón más justapara perdonarle, puesto que a los dieciséis añoses rara la conciencia que nos reprende con lamisma fuerza que a los sesenta, ya que enton-ces recapacitamos nuestros yerros, y, despuésde haber hecho la cuenta, encontramos que eldiablo reclama con bastante derecho la mayorparte de nuestras acciones. Por mi parte, no

parece necesario que haya de ocuparme decambiar la posición de nuestro héroe, la cualviene a ser idéntica a aquélla, maravillosamentedescrita, de la crónica hebrea, que nos relata elmodo cómo determinados médicos, despre-ciando brebajes y píldoras, ordenaron al viejorey David, cuya sangre se hallaba ya algo en-torpecida, que se aplicase sobre el estómago, enforma de cataplasma, una hermosa muchacha.¡Adorable receta, que tuvo un éxito cumplido!Aunque puede ser muy bien que la misma quesirvió para conservar la vida de David, faltarapoco para que hiciese perder la suya, tantosanos después, a nuestro don Juan.

¿Qué podían hacer los tres personajes?Don Alfonso regresaría al punto, en el instanteen que hubiese despedido a su consejo de ma-jaderos, y la situación volvería a ser gravísima.Doña Julia suplica a Antonia que busque en sumaliciosa imaginación algún ardid que puedasacar del paso a los dos amantes, pero ella, por

más que da palmadas sobre su frente, no en-cuentra ninguna. ¿Cómo se sostendrá el nuevoataque que va inmediatamente a comenzar?Por si fuera poco, de aquí a algunas horas va aamanecer, y ello aumenta el peligro. Antoniano sabe qué decir. Doña Julia calla, pero acercasus labios descoloridos a las mejillas de donJuan. Entonces, los labios de él van a buscar losde ella, y ésta aparta dulcemente con su manolos bucles de sus cabellos que caían en desor-den sobre su frente de alabastro. Ninguno delos dos saben contener enteramente la fuerzaalegre de su amor, y casi se olvidan ambos porcompleto del peligro. La fiel Antonia, en taltrance, pierde la paciencia:

—Vamos, vamos, ¿es ahora el momentode juguetear? Es preciso encerrar al señorito enel gabinete. ¿Es este tiempo de hacerse caranto-ñas? ¿No sabéis qué todo puede concluir trági-camente? Si vosotros perdéis la vida, yo perde-ré mi plaza. ¡ Y todo por esa cara de señorita! Si

al menos hubiera sido por un hermoso caballe-ro de veinticinco o treinta años; vamos, señor,despáchese usted; pero por un niño... Estoyverdaderamente admirada del gusto de mi se-ñora... ¡Vamos, caballero, entrad aquí!...

Y don Juan hubo de colarse en el gabi-nete. La llegada de don Alfonso, que esta vezvenía solo, hizo salir a Antonia de la alcoba.Después de mirar alternativamente a su amo ya su ama, la fiel sirvienta espabiló la vela, hizouna cortesía y partió. Don Alfonso guardó si-lencio durante un minuto. Inició después unasexcusas tímidas, explicando el escándalo deaquella noche.

No trató totalmente de disculparse,pues aunque se había conducido como un caba-llero mal educado, tenía razones muy podero-sas para hacer lo que hizo. Su discurso fue untrozo de retórica, de esos que los catedráticosllaman "consonantes". Por su parte, Julia no

hablaba una palabra, sin perjuicio de que suentendimiento la sugiriera a cada frase de éluna de esas respuestas que están siempre a florde labios en boca de las señoras que conocen lasdebilidades de sus maridos, puesto que cuandoun esposo reprende a su mujer por causa de unamante, entonces la mujer riñe a él por tresqueridas... En realidad, Julia habría sabido muybien dónde hallar pruebas suficientes, ya quelos amores de don Alfonso y doña Inés eran,más o menos, cosa pública, pero no lo hizo, y esrazonable suponer que fue por delicadeza haciadon Juan, que la oía desde el gabinete, y queera muy celoso de la honesta reputación de sumadre. En los asuntos delicados, la más peque-ña cosa es suficiente para despertar las sospe-chas. Lo discreto es callar, y elogiaremos siem-pre ese exquisito tacto de algunas mujeres quesaben mantenerse lejos de la verdad de lascuestiones enojosas, y que mienten, ¡Dios mío!,con tanta gracia, que no hay nada que las hagatan interesantes como la mentira. Se ponen co-

loradas, y nosotros las creemos. Es inútil, entodos los casos, iniciar siquiera una vana répli-ca ante sus embustes, porque ello no sirve sinopara dar a su elocuencia la ocasión de mostrar-se todavía más abundantemente... Se muestranfatigadas, suspiran, bajan los ojos entristecidos,dejan caer una o dos lágrimas..., y he aquí quequedamos rendidos. Después..., después...,bien, sí...; después se sienta uno a la mesa ycena tranquilamente.

Don Alfonso concluyó su peroración eimploró de la linda Julia un perdón medio ne-gado y medio concedido. Ella entonces impusocondiciones, que él se vio precisado a hallarmuy duras, especialmente porque le negabancon toda firmeza ciertos pequeños favores queél, tras el arrepentimiento, exigía de la hermosa,en la misma esto se debatía; de pronto, los ad-mirados ojos de don Alfonso advirtieron debajode la cama un par de zapatos. Poca cosa, real-mente, significan un par de zapatos cuando

corresponden al pequeño pie de una señora,pero aquellos zapatos, en verdad, ¡siento unagran pena teniendo que decirlo!, eran los zapa-tos de un hombre. Verlos y lanzarse sobre ellos,fue para don Alfonso una misma cosa. Losexaminó un instante, como si realmente fuesenun objeto extraño, y después, se entregó a unfuror espantoso. Y como una fiera, salió en bus-ca de su espada.

Julia, entonces, corre al gabinete:

—Huíd, Juan, huíd, por amor del cielo!La puerta está abierta. Conocéis el pasillo. To-mad la llave del jardín. ¡Adiós, adiós! ¡Huíd!¡Oigo venir a Alfonso! ¡Daos prisa! Aún no haempezado el día. La calle estará desierta...

Es verdad que todo ello era un buenconsejo, pero lo sensible es que fue seguido pordon Juan demasiado tarde. Aunque de un sim-ple salto había corrido hasta la puerta e iniciado

la huida, lo cierto es que en el pasillo se encon-tró a don Alfonso imponente dentro de su bata,se vio amenazado con la muerte, y no pudoelegir. El combate fue terrible, y hubo de des-arrollarse en plena oscuridad, porque alguienhabía apagado la luz a tiempo. Entre los gritosde Julia y Antonia, don Alfonso fue aporreadomuy lindamente mientras juraba que se venga-ría antes de la mañana. Juan gritaba en tonomás alto; su sangre hervía. Sin perjuicio de serjoven, era ya un poco demonio, y por ello no sesentía dispuesto a morir mártir. Por fortuna, laespada de don Alfonso había caído al suelo desus manos antes de que él pudiera desenvainar-la, y en la oscuridad, los ojos de don Juan noadvirtieron el hierro homicida, puesto que, deno ser así, don Alfonso no hubiera vivido mu-cho tiempo... ¡Oh, esposas criminales, que asíponéis en peligro la vida de vuestros amantes yvuestros maridos, provocando continuamentecon ello la venganza que merece una desgraciadoble!

Cuando, al fin, llegaron los criados y laluz, todos quedaron sorprendidos del espectá-culo que se presentó ante sus ojos: Antonia su-fría un ataque de nervios, doña Julia aparecíadesmayada sobre la alfombra, don Alfonso seencontraba derribado en el suelo, cerca de lapuerta, casi sin respiración, y los jirones de losvestidos de don Juan, a los que el viejo se habíaagarrado desesperadamente, se mostraban es-parcidos por el suelo.

Don Juan pudo escapar por el jardín,pero, ¿tengo necesidad de decir cómo llegó asalvarse en una desnudez casi completa, a favorde las sombras de la noche, que protegen muya menudo a los malvados? ¿Cómo entró en sucasa con tan extraña vestidura? El escándaloque circuló al día siguiente, los chismes quesiguieron al acontecimiento, la petición de di-vorcio que don Alfonso hubo de formular, todoello, con perfecto detalle, se publicó en las gace-

tas inglesas, sin omitir cosa alguna. Y así, sitenéis curiosidad de conocer este asunto y lasdeclaraciones de todos los testigos con susnombres, las defensas de los abogados, las con-sultas de los jurisconsultos, en favor o en contrade cualquiera de los personajes, podéis satisfa-cerla porque existen numerosas ediciones im-presas todas ellas con pormenores muy varia-dos y picantes. Os recomiendo particularmentela edición de Gusney que hizo expresamente unviaje a España para recoger todos los documen-tos de este pleito.

La buena doña Inés, madre del mance-bo que se vio precisado a recorrer media Sevillapoco menos que desnudo, a fin de distraer loscomentarios de un acontecimiento que vino aresultar el más escandaloso en muchos siglos,tras hacer arder por su cuenta muchos quilosde cirios en la capilla de los santos de su devo-ción, se decidió a enviar a su hijo a Cádiz, paraque allí embarcase, siguiendo el consejo de

dignísimas señoras de edad, amigas suyas. De-seaban todas ellas que don Juan viajase portierra y por mar, a través de Europa, a fin deque se olvidase el horroroso incidente, y paraque él se corrigiese de sus defectos, haciendoprogresos en la práctica de la virtud y fortifi-cándose en los principios de la buena moral, enlas escuelas de Francia y de Italia. A lo menosallí es donde suelen ir a estudiar las más sabiasdisciplinas la mayor parte de los jóvenes desca-rriados.

En cuanto a doña Julia, tan linda damafue encerrada en un convento sombrío. Entróen él, como es natural, con mucha pena, y lacarta siguiente servirá para que el lector conoz-ca mejor, que a través de mis palabras, sus sen-timientos más secretos. La dirigió a don Juan:

"Me han dicho que partís, y no puedonegar que haciéndolo así obráis prudentemen-te. Ello no deja de ser penoso para mí, sin em-

bargo. En adelante, no ostento ningún derechosobre vuestro corazón, y el mío es solamente lavíctima. He amado demasiado. He aquí el úni-co artificio de que he hecho uso. Os escribo atoda prisa. Si alguna mancha ensucia este pa-pel, no es, don Juan; lo que parece. Mis ojosestán llenos de fuego y no brota de ellos lágri-ma alguna."

"Yo amaba. Amo todavía; he sacrifica-do a este amor mi rango, mi dicha, el favor delcielo, el aprecio del mundo, mi mismo aprecio...Sin embargo, no siento la pérdida de todo ello,ya que es tan dulce para mí la memoria delsueño de mi corazón... Si os hablo aquí de misfaltas, don Juan, no es, de ningún modo, paraalabarme de ellas, puesto que nadie puede juz-garme tan severamente como yo misma lohago. Os escribo tan sólo porque el reposo huyede mí. Pero no tengo nada que reprenderos, ninada que pediros. El amor es un episodio en lavida del hombre, y, sin embargo, es toda la

existencia de la mujer. Las dignidades de laCorte y de la Iglesia, los laureles de la guerra ode la gloria, los dones todos de la fortuna son elpatrimonio del hombre, y le ofrecen el bello yfuerte licor con que llenar el vaso vacío de sucorazón, y así, son muy pocos los hombres queno se dejan seducir por todo ello. En cambio,nuestro sexo sólo tiene un néctar dulcísimo conque colmar su copa; amar..., amar siempre yperderse."

"Vos, don Juan, seguiréis la carrera delos honores y de los placeres, seréis amado yamaréis muchas nuevas hermosuras; para mítodo ha concluido en la tierra, excepto la tristeandadura de unos años, durante los cuales voya esconder en el fondo de mi corazón mis dolo-res y mi vergüenza. Podré soportarlo todo, pe-ro no puedo desterrar la fatal pasión cuyo fue-go me consume como antes... ¡Adiós, pues!Perdóname. Ámame..., aunque esta palabra esya inútil ahora... Pero, amado mío, no puedo

borrarla"...

"Mi corazón ha sido todo debilidad.Todavía lo es, aunque deseo reunir dentro de ély contra ella todas las fuerzas de mi alma. Sien-to circular mi sangre briosamente, y ello hacerenacer mi valor; del modo mismo como correnlas ondas pacíficas cuando los vientos quedanen calma. Mi corazón es el de una mujer tímida,que no puede olvidar, sin embargo. Es ciegopara todo, excepto para una sola imagen. Lomismo que la aguja que se vuelve siempre se-ñalando el Polo, mi corazón, prendado, está fijoen una idea querida... No tengo más que decir,y, sin embargo, no puedo dejar la pluma; no meatrevo a estampar sobre el papel la inicial de mifirma... ¿Qué tengo que temer, ni qué esperar?...Y, sin embargo, no puedo terminar. Mi desgra-cia no puede aumentarse. Moriré; pero temoque la muerte rehuye a los desgraciados quecorren tras ella. ¡Si las penas acabasen nuestra

vida!... Estoy condenada a sobrevivir a estadespedida y a soportar la vida para amaros yrogar por vos."

Esta carta se escribió sobre papel dora-do, con una pequeña y linda pluma nueva. Lablanquísima mano de Julia apenas podía acer-carse a la llama de su bujía para ablandar ellacre que había de cerrarla, y nuestra tiernaamiga se mostraba trémula como una aguja quese aproxima a la piedra imán. Sin embargo, nodejó caer una sola lágrima, y pudo al fin lacrar-la y grabar sobre el lacre su sello. Un sello quetenía un girasol en el centro, sobre una corneri-na blanca, y en el que se leía este lema: "Os sigoa todas partes"... El lacre era muy fino y del máshermoso bermellón. Esta que he transcrito fuela primera travesura de don Juan. Si me conce-déis vuestro favor, que es como la hermosapluma que el autor pone en su sombrero, con-tinuaré la relación de sus aventuras. Es unaepopeya lo que compongo. La dividiré en doce

libros. Cada uno de ellos comprenderá inconta-bles poemas de amor y de guerra: viajaremospor mar; poseeremos una inmensa lista de na-víos, de sus capitanes y de los monarcas que losllaman suyos. Emplearé una nuevo mitología,una ficción de original estilo, y situaciones yescenas extraordinarias. Acudiré a la historia, ala tradición y a los hechos; a los diarios, cuyaveracidad es conocida, a las comedias en cincoactos y a las óperas en tres. Debo advertir, paratotal confianza del que lee, que yo mismo yvarios testigos todavía existentes en Sevillahemos presenciado con nuestros propios ojos elúltimo rapto de don Juan, verificado por el dia-blo...

Si alguien tuviese el atrevimiento dedecir que esta historia no es moral, le pido res-petuosamente que no lance la queja antes desentirse herido. Que me lea una segunda vez yque pruebe a decir todavía que mi poema esinmoral, porque es alegre. ¿Quién cometerá tal

impertinencia? Además, yo haré ver en mi libroduodécimo, al final, el lugar horrible al que vana parar siempre todos los malvados.

Espero, pues, en calma vuestro aplau-so, por más que la gloria no sirva para nadadistinto al magno empeño de llenar cuartillas ycuartillas de papel, a fin de definirla incierta-mente. Algunos la comparan a una alta colina,cuya cumbre se oculta entre las nubes. ¿Por quéescriben los hombres, por qué hablan y por quépredican? ¿Por qué los héroes degüellan a sussemejantes? ¿Por qué los poetas consumen fe-brilmente en su trabajo el noble aceite de suslamparas? Para obtener, cuando ellos mismossean ya polvo, un mal retrato, un busto todavíapeor y un pequeño nombre... Un rey del anti-guo Egipto, llamado Keops, hizo elevar la pri-mera y mayor de las pirámides, creyendo quebastaba un monumento semejante para conser-var entera su momia y su memoria. Y un día,un viajero, excavando el interior de ella, se en-

tretuvo en romper la caja que guardaba el ca-dáver del monarca. Por consiguiente, ¿qué mo-numento podrá conservarnos cuando no quedani la huella de las pobres cenizas de Keops? Poreso yo, apasionado de la verdadera filosofía,me digo muy a menudo:

"Todo cuanto ha sido creado, debe aca-bar. El hombre al que la muerte siega con suguadaña, exactamente lo mismo que la hierbade los prados. He pasado mi juventud bastanteagradablemente, y si pudiese volver a empe-zar..., haría lo mismo. Doy, pues, gracias a miestrella, que no me hizo ser más desgraciado;leo la Biblia, y tengo buen cuidado de mi bolsi-llo."

***

Y ahora, amable lector, quiero, con tupermiso, estrechar cordialmente tu mano, lla-marme tu más humilde servidor, y darte des-

pués los buenos días. Volveremos a vernos sinos entendemos... y tú quieres. En el caso con-trario, no cansaré más tiempo tu paciencia.¡Qué dichosos seríamos si todos los autoressiguiesen este ejemplo! ¡Oh, vosotros que edu-cáis a la juventud de las naciones, pedagogosde la Holanda, la Francia, la Inglaterra, la Ale-mania o la España, sed duros con ella! ¿Acasolas ternuras de una madre y el mejor de lossistemas educativos han podido servir de algoa don Juan, al cual hemos visto olvidar de re-pente la modestia y la inocencia de los pocosaños? Si le hubieran puesto en un colegio, ocu-pando su imaginación en cierta clase de medi-taciones las obligaciones diarias hubieran im-pedido que se descarriase. ¡Si a lo menos hubie-ra vivido en un país del Norte! Pero el ardienteclima español nos ofreció el triste espectáculode un bello joven de dieciséis años, entregado ala nada edificante tarea de organizar un divor-cio, lo cual fue cosa tan terrible para los dómi-nes... Mas, si observamos bien, cabe hallar justi-

ficación al mozo. ¿A quién estaba entregado? Auna madre enamorada de las matemáticas, y...diremos más, a un preceptor que era, al fin y alcabo, un simple asno, a una señora joven (muybonita, y sin esta circunstancia hubiera sidomuy difícil un acontecimiento semejante) y, enfin, a un marido de más de cincuenta años... Enúltimo caso, ¿por qué hemos de aumentar laverdadera importancia de los actos humanos?Preciso es que la bola del Mundo gire incesan-temente sobre su eje, y que todo el génerohumano dé con ella constantes volteretas. Esnecesario vivir y morir, hacer el amor, pagarnuestras contribuciones y dirigir nuestras velassegún el capricho del viento. Los reyes nos go-biernan, los médicos nos asisten con su charla-tanería, los sacerdotes nos adoctrinan y nuestrapobre vida se pasa poco a poco. He aquí unsoplo, una huella de amor, una gota de vino,una leve sombra de ambición, un ensueño degloria, de combate, de devoción y, en fin, depolvo...

Don Juan fue enviado a Cádiz, ciudad,hermosa, que el que ve una vez no olvida nun-ca. Puerto y mercado de todo el comercio de lascolonias de Ultramar, Cádiz cruje y ríe, llena devida. Hay allí unas muchachas tan dulces, quie-ro decir, unas señoras tan amables y graciosas,que sólo el aire que las envuelve hace palpitarel corazón más viejo. ¿A qué compararlas? Nohe visto cosa alguna en la tierra que se las pa-rezca. Un caballo árabe, un ciervo ágil, un pája-ro imposible, un leopardo ondulante, una tier-na gacela... todo ello unido, es inferior a ellas. Ysu vestido, su mantilla, su corpiño, su falda, sussuaves pies diminutos, sus lindos tobillos,guardados en la seda de las medias... ¡Ay! Seríapreciso un libro entero para poder haceros lapintura de tan bellas Evas. ¡Qué admirablecuadro presentan estas vírgenes de España,cuando separan un momento su mantilla conmano delicada y lanzan una mirada que haceperder el color al rostro e inflama el corazón!

Mas don Juan no llegó a Cádiz, sino para em-barcar. Los proyectos de su madre no eranotros que éstos. Era preciso que don Juan em-prendiese un largo viaje por mar, que debíadurar cuatro largos años. Y así a poco de llegar,don Juan embarcó, y ahora le vemos sobre lacubierta contemplando la tierra que se aleja,haciendo quizá su última despedida a España.

El navío en que viajaba nuestro héroehacía vela para el puerto de Leghorn, lugar enel que la familia española de Moncada se habíaestablecido mucho tiempo antes de haber naci-do el padre de don Juan. Esta familia estabaunida a la suya por muchos lazos de parentes-co, y Juan llevaba una carta de recomendaciónpara ella. Su séquito se componía de tres cria-dos y de un preceptor, el licenciado Pedrillo.Este sabio pedagogo hablaba varias lenguas,pero en aquel momento el mareo le atormenta-ba de tal manera, que no hablaba ninguna.Había perdido la palabra, y tendido sobre una

hamaca, se dolía de haber abandonado la tierrafirme.

Los hechos vinieron al fin a confirmarsus lamentaciones. A la una de la madrugadauna tempestad envolvió el barco, y el navío,empujado violentamente por las olas y el vien-to, comenzó a dar horrorosos tumbos sobre elagua, y como era viejo, se le abrió una anchabrecha en un costado. Los marineros hubieronde echar mano de las bombas para achicar elagua que invadía las bodegas. Fue una nocheespantosa de trabajo y peligro. Al rayar el díapareció que la tempestad amainaba, cuando depronto el buque se volvió de repente sobre laproa y quedó inmóvil en esa posición. El aguade las bodegas cayó impetuosamente sobre lospuentes, arrancando los masteleros, y el palo demesana y el mayor cayeron al agua. A fin deconseguir que el barco recobrase el equilibrio,fue cortado el mastelero del bauprés, pero el

buque no pareció volver a su posición verdade-ra.

No es agradable para nadie encontrarseen presencia de la muerte, y así, tanto los mari-neros como el pasaje, se dedicaron a desvanecersus temores, unos bebiendo y otros rezando agritos y pidiendo al cielo benevolencia. El vien-to no cesaba de silbar, y las olas, embravecidas,mezclaban su trágica y ronca armonía a las tris-tes súplicas de los que rezaban. El miedo pusotérmino repentino a las angustias de los que sesentían marcados, y los gemidos, las blasfe-mias, las piadosas exclamaciones, resonaban enmedio del Océano. Acaso el único que supomanifestar una presencia de espíritu, superior asu edad, fue nuestro héroe. Armado de un parde pistolas, corrió decidido a ponerse delantede la puerta del cuarto en el que se guardabanlas bebidas, consiguiendo con ello que toda lamarinería conservase, en cierto modo, la cal-ma... ¡Conforme avanzaba el día, parecía cal-

marse la tormenta. Es cierto que el barco sehallaba sin arboladura; que la entrada del aguaen la sentina aumentaba gradualmente; quebajos peligrosos roncaban la embarcación, yque ninguna costa se descubría próxima. Pero,al fin y al cabo, el buque aún se sostenía sobrelas aguas. Durante unos momentos, la esperan-za renació entre los desdichados viajeros, perola verdad es que el navío flotaba a la deriva, sinque fuera posible gobernarlo.

Luchando con los elementos y la de-sesperación, los pobres mortales que ocupabanla destrozada nave vivieron tremendos días yhorrorosas noches entre la tormenta, hasta queel viejo carpintero del buque, que había viajadomucho y que supo mantener la serenidad hastael postrer instante, hubo de venir a decir al ca-pitán que todo estaba perdido. El desorden fueentonces completo entre los tripulantes; noexistía distinción alguna de grados ni de ran-gos; los unos redoblaban sus ruegos y lamenta-

ciones, prometiendo cirios a los santos de susdevociones; los otros, situados en la proa delnavío, avizoraban angustiosamente el horizon-te; los de más allá izaban las chalupas; éstos yaquéllos, abandonados a la desesperación, apa-recían tendidos y como sin sentido sobre lacubierta. Algunos habían enloquecido, se mecí-an en las hamacas sonrientes, los otros se poní-an sus mejores vestidos, como si se tratara deacudir a una fiesta. Aquél maldecía el día quevino al mundo, rechinaba los dientes y searrancaba los cabellos, dando tremendos aulli-dos; aquel otro se reunía con los que se ocupa-ban de preparar las chalupas, convencidos deque una lancha bien gobernada es capaz deresistir los embates de una mar tormentosa.Pero lo que era acaso peor en tan triste situa-ción es que los víveres se habían concluido yque el mal tiempo había estropeado los únicosque quedaban. Dos toneles de bizcochos y unbarril de manteca eran todo lo que todavía res-taba para satisfacer las necesidades de todos. El

agua se había concluido. Por fin, tras larga bus-ca y trabajos inmensos, todo cuanto pudieronllevar a la lancha se redujo a algunas libras depan enmohecido, mojado por el agua del mar,dos azumbres de agua potable, seis botellas devino, un cuarterón de vaca salada y un maljamón que no podía durarles mucho tiempo, asícomo tres litros de ron, milagrosamente salva-dos de la voracidad de los marineros.

Al comenzar la noche del duodécimodía de naufragio, el navío se inclinó y se su-mergió en las aguas rápidamente. Entonces seelevó hasta los cielos el terrible grito humanodel último adiós. Voces tímidas hicieron oír susquejas lastimosas, mientras los más valerososguardaban un triste silencio. Muchos se preci-pitaron en las aguas, profiriendo espantososgritos. El mar se abrió, como una infernal ca-verna, y el navío arrastró con él una ola devo-radora, del mismo modo que si su misma fuer-za y vitalidad hallaran alegría en aquella trage-

dia... Casi todos los viajeros perecieron, salván-dose tan sólo unos pocos de ellos, a los que laenergía, la habilidad o la suerte concedieron unlugar en el bote o en la lancha. Cuando todohubo terminado y el barco reposaba en el fondodel mar, los supervivientes hicieron un recuen-to. Nueve personas ocupaban el bote y treintala lancha. Juan había sabido colocarse en ésta, yhasta consiguió llevar consigo al licenciadoPedrillo. Parecía que uno y otro hubieran cam-biado sus papeles en la vida puesto que Juantenía aquel aire de autoridad que da el valor yla decisión, en tanto que los ojos del pobre li-cenciado se hallaban anegados por las lágrimasque produce el miedo. Los criados de don Juanhabían perdido la vida, sin duda por hallarse ala hora de peligro más repletos de ron de lo queera conveniente, pero a nuestro héroe le queda-ba, sin duda, el consuelo inocente de haber po-dido salvar de la muerte a su viejo perrillo fal-dero. Este animalucho, que había pertenecido adon José y que don Juan amaba profundamen-

te, fue lanzado por él sobre la lancha antes deque el navío se sumergiera.

Don Juan había llenado sus faltriquerasy las de Pedrillo con todo el dinero que pudocaber en ellas y, convencido de que al fin acaba-rían salvándose del naufragio, se sentía satisfe-cho de su previsión y relativamente feliz dehaber podido salvar a su preceptor y a su perro.

***

La noche era espantosa y la situaciónde los náufragos realmente desesperada. Entrelas olas embravecidas, al poco tiempo, desapa-reció el pequeño bote, y con él se hundieron losnueve hombres que lo ocupaban. La lanchasiguió flotando todavía. Salió el sol entre nubesrojizas, y entonces fueron distribuidos unostragos de ron y de vino entre los desdichadossupervivientes. Todos estaban reducidos a unaescasísima ración de pan mohoso y, entre la

tormenta, sus pobres cuerpos no tenían paracubrirse otra cosa que unos miserables andrajoscalados de agua. Eran treinta, y todos ellos,amontonados en el corto espacio de una lanchaque apenas les permitía realizar el menor mo-vimiento. Ensayaron cuanto les fue posible pa-ra aliviar y hacer más cómoda su posición, y asíla mitad de ellos se tendieron en los bancos,mientras la otra mitad se mantenía en pie y serepartía el trabajo de la guardia. De esta mane-ra, temblando de fiebre, de frío y de terror,hacinados en su barquichuela, sin otro abrigoque la capa del cielo y las rabiosas olas del mar,permanecían los pobres náufragos.

Es constante realidad humana la de queel deseo de vivir alarga la vida, y tengo a cien-tos experiencias que citar sobre ello. Hay en-fermos que saben que no pueden escapar a lamuerte y que se sostienen tiempo y tiempo, sinembargo, sólo con la ilusión de vivir, con talque su buena esposa no venga a matarlos mani-

festándoles su dolor, ya que es más fácil lison-jearse de una dichosa cura, aunque imposible,deseada, que no dedicarse a imaginar que setiene delante la horrorosa guadaña que acabacon nosotros. Se pretende también que unarenta vitalicia, puesta sobre la cabeza de unviejo, es para él la mejor garantía de una vidalarga... Lo mismo sucedía a nuestros náufragosque se hallaban abandonados en la débil lanchasobre la inmensa y tormentosa mar; vivían conel amor de la vida y eran capaces de soportarmás desgracias de las que puedan creerse. Tanduros como rocas, resistían todos los embates.Pero... el hombre es un animal carnívoro y esnecesario que coma, a lo menos una vez al día,puesto que no puede vivir del aire. Así pensa-ban nuestros pobres náufragos.

***

Al tercer día sobrevino una dulce calmasobre el mar, lo que renovó sus fuerzas y de-

rramó un bálsamo reparador sobre sus miem-bros fatigados. Pudieron disfrutar de algunashoras de sueño, pero cuando despertaron, sesintieron invadidos de un exceso de voracidad,y luego de economizar sus víveres prudente-mente, devoraron muy pronto todo lo que lesrestaba. Así, cuando amaneció el cuarto día, enmedio de una admirable calma; cuando amane-ció el quinto, sobre la misma paz de los elemen-tos; cuando llegó el sexto..., don Juan hubo deceder y su amado perrillo faldero fue sacrifica-do. Al séptimo día, la piel del animal constitu-yó el último recurso. Al llegar el día octavo,¡preciso es que quien me lea comprenda la te-rrible situación de aquellos hombres! Al llegarel día octavo se dejó oír un murmullo espanto-so, voz siniestra de la desesperación, en el quecada uno reconocía sus propias palabras en laspalabras de su camarada. Tales palabras habla-ban de carne y sangre humanas, y se pregunta-ban quién de entre ellos serviría para mantenera los demás. Más como ninguno estaba dis-

puesto a sacrificarse fue preciso recurrir a lasuerte. Se escribieron los nombres de todos enunos pequeños trozos de papel y mi pobre mu-sa se estremece al tener que confesar que porfalta de material fue preciso hacer pedazos lacarta que la hermosa doña Julia había escrito adon Juan bajo los dulces cielos de Sevilla... Latriste suerte designó como víctima al preceptorde Juan.

El infeliz licenciado Pedrillo, luego degemir lastimosamente, suplicó como gracia quele sangrasen. El cirujano del navío poseía susinstrumentos, y abrió las venas del desgraciadopreceptor, el cual expiró de modo tan tranquiloy dulce, que apenas podía conocerse que ya novivía. Murió noblemente, como había vivido;tal es, al fin y al cabo, lo que hace generalmentela mayor parte de los hombres. Besó con devo-ción un pequeño crucifijo, estrechó la mano dedon Juan y después entregó, con verdaderagracia, su garganta y su muñeca a la lanceta del

médico. Este fue menos digno, puesto que re-clamó por su trabajo el mejor trozo del cadáver;pero, instado por una sed ardiente, prefiriósaciarse con la sangre aun caliente que brotabade las venas del pobre licenciado. Todos, des-pués, consumieron con furiosa rabia el cuerpodel pobre hombre, exceptuando a don Juan,que, habiéndose negado el día antes a alimen-tarse con la carne de su perro, pensó aun menosen su hambre en tan terribles circunstancias.¿Cómo hubiera podido, fuese cual fuese la ne-cesidad en que se hallara, clavar sus dientessacrílegos en el cadáver de un honrado maestroque había sido en vida su capellán y su amigo?

La carne del licenciado Pedrillo pareceser que no se hallaba en buenas condiciones,puesto que la mayoría de los que se dieron unbanquete con ella experimentaron pocas horasdespués terribles accesos de fiebre, y muchosde ellos murieron entregados a la desespera-ción, rechinando los dientes, aullando y en me-

dio de los accesos de una risa feroz. El númerode los náufragos quedó muy reducido por estecastigo del cielo; entre los que sobrevivieron,unos perdieron de repente la memoria, otrosenflaquecieron de modo increíble, otros sufrie-ron violentos ataques de locura. Pero tambiénlos hubo capaces de unirse para organizar unsegundo asesinato, no encontrándose suficien-temente advertidos por el espectáculo espanto-so de la agonía de sus camaradas. Los tales pu-sieron sus miradas en el contramaestre, como élmás gordo de todos los que supervivían; masaparte de su firme y propia repugnancia a su-frir un destino semejante, contribuyeron a sal-var a este honrado navegante ciertas razonesparticulares, pues fue recordado que había es-tado recientemente enfermo de fiebres malig-nas, y, aún más, que poseía un gracioso regalo,al que en verdad debía la vida, que le habíanhecho en secreto ciertas damas de Cádiz, quiénsabe si por suscripción general, poco tiempoantes de su partida.

Aún existían algunos restos del pobrelicenciado Pedrillo, que se consumieron coneconomía. Si alguno sentía miedo e imponíasilencio a su apetito, otros, aunque poco a pocoy de tiempo en tiempo, consumían pequeñospedazos de aquella carne; tan sólo Juan se abs-tuvo siempre de probarla y engañaba su ham-bre masticando un pedazo de suela que habíaconservado... Si la suerte de Pedrillo causahorror, preciso es recordar al noble conde Ugo-lín, que devoraba las cabezas de sus enemigosdespués de referir su historia muy gentilmen-te... La suerte, al fin, favoreció, aunque muyavaramente, a los náufragos. Pudieron pescaralgunos raros peces, con los que se alimentaronalgunos días, y, para mayor alegría y esperan-za, una mañana hallaron dormida sobre untrozo de madera una especie de tortolilla deblanca pluma y pico de gavilán, a la que pudie-ron acercarse poco a poco y con infinitas pre-cauciones, hasta cazarla. La tortolilla satisfizo

su hambre un día más, pero, sobre todo, les dionuevo calor y nueva esperanza, puesto que elhecho de su presencia en el mar indicaba, in-dudablemente, la proximidad de la tierra.

Fue al amanecer del día siguientecuando hallaron sus ojos, en la lejanía, el perfilde unas costas, que se hacían más fáciles dédistinguir a medida que se iban acercando.¡Vedlos a todos sobre la cubierta de su débillancha, perdidos en conjeturas, sonrientes, an-siosos, ignorando en qué lugar del globo seencontraban! Los unos decían que las costaspertenecían a la isla de Gandía, los otros habla-ban de Chipre o de Rodas, uno afirmaba que setrataba del Monte Etna... La corriente los empu-jaba siempre hacia la costa consoladora. La lan-cha, semejante a la barca de Carón para cual-quiera que hubiera podido contemplar los des-carnados y pálidos espectros que transportaba,estaba ya sólo ocupada por cuatro hombres, yde tal modo la sed, el hambre, la fatiga, la de-

sesperación los había extenuado y desfigurado,que una madre no hubiera podido distinguir asu propio hijo entre aquellos cuatro esqueletosvivientes... Conforme se acercaban hallabanmás salvaje y aparentemente inhabitada aquellatierra; pero tenían tal ansia de ella que conti-nuaron durante el día abandonándose a la co-rriente. Al anochecer llegaron ante unos durosrompientes de rocas oscuras, con las que chocóviolentamente la lancha. Don Juan, hábil nada-dor desde su infancia, hubo de recurrir a todassus energías para llegar a la playa antes de quela noche cerrase por completo, y con horribleamargura presenció cómo un tiburón que lesseguía terminó con la vida de uno de sus com-pañeros; los otros dos se ahogaron faltos defuerzas. Y así don Juan fue el único que consi-guió llegar a la plaza.

Quedó tendido a la entrada de unagruta abierta en las rocas, exhausto e infinita-mente triste, pues conservaba bastante vida aún

para comprender sus males y darse cuenta deque quizá sería en vano haber podido escapardel naufragio... Ensayó a alzarse en pie, pormedio de un largo y penoso esfuerzo, pero lle-gó a doblarse sobre sus rodillas ensangrentadasy sus destrozadas manos; sus ojos se turbaron,un vértigo se apoderó de su cerebro, y cayósobre la arena cuan largo era. Parecido a unamarchita flor de lis, su joven cuerpo, destroza-do y pálido, conservaba aún emocionantes hue-llas de su hermosura y de la armoniosa y agra-dable línea de sus formas.

***

Juan no podrá nunca saber cuántotiempo duró su desmayo. Cuando abrió los ojosy, poco a poco, fue tornando a sentirse vivo, suvista, atravesando densas y movibles nubes quela oscurecían, contempló junto a él la hermosafigura de una joven desconocida. Aquella jovense hallaba inclinada sobre él, y parecía como si

su jugosa y encendida boca quisiera averiguar,juntándose con la suya, si don Juan respirabatodavía. El calor suave de una de las manos deella acabó de probar a nuestro héroe que aúnestaba vivo. La hermosa joven humedecía sussienes y las frotaba suavemente para provocarla circulación de la sangre en sus venas, cuandoun débil suspiro de don Juan la hizo conocer, alfin, el buen resultado de sus cuidados y de sutierna solicitud.

Auxiliado por otra joven, aunque me-nos hermosa que ella y de facciones no tan deli-cadas, la primera transportó a don Juan al inter-ior de la gruta y encendió fuego. Cuando lasllamas extendieron una brillante claridad bajolas bóvedas desconocidas por los rayos del sol,la primera de aquellas muchachas se manifestóen todo el noble y hermoso resplandor de subelleza. Su estatura era más bien alta para unamujer, y en su fisonomía y actitudes se advertíaun cierto aire de autoridad incomparable. Su

frente estaba adornada con alhajas de oro quebrillaban sobre el ébano de su cabellera, la cualdescendía en suaves bucles casi hasta sus pies.Sus ojos, todavía más negros que sus cabellos,parecían ocultarse tras la sombra de largas yhermosísimas pestañas. He aquí los ojos quecausan las heridas más profundas; las miradasrepentinas que dejan escapar atraviesan nues-tro corazón más fácilmente que una flecha arro-jada por una diestra mano. Del mismo modo,una serpiente extiende de repente sus largosanillos, escondida bajo la hierba, y nos hacesentir a un mismo tiempo su fuerza y su vene-no. La frente de la joven tenía la blancura de lanieve, y los colores de sus mejillas recordabanesas luces de la tarde que el sol, al desapareceren horizonte, tiñe de un dulce tono rosa. Suslabios de coral... ¡labios hechiceros que nos cos-táis tantos suspiros...! hubieran podido servirde modelo entre todos los labios de mujer de latierra... Tal era la "señora de la gruta". Sus ves-tidos estaban hechos de un finísimo tejido y el

oro y las piedras preciosas brillaban con profu-sión en sus manos, entre los encajes, en su cin-tura. Sus piernas se lucían desnudas y sus pe-queños pies, blancos como la nieve, se hallabanencerrados en unos zapatos de linda piel salpi-cada de diamantes...

Tan hermosa joven no era una princesadisfrazada, sino la hija única de un viejo quehabitaba la isla. Este hombre había sido pesca-dor en su juventud, pero al presente otras aten-ciones le atraían a recorrer los mares: especula-ciones ciertamente menos honrosas que la pes-ca. El contrabando y la piratería le habíanhecho propietario de un millón de duros, bas-tante mal adquiridos por cierto. Y la hermosí-sima muchacha era por ello la más rica herede-ra de todas las islas. Tales islas eran las Cicla-das, en una de las cuales se hallaba ahora nues-tro héroe. En ella había construido el padre dela hermosa Haida una suntuosa casa y en ellavivía en una dichosa comodidad. ¡Dios sabe el

oro que habría robado y la sangre que habríaderramado! Era griego de origen, de bastanteedad, y poseía un carácter triste y fuerte. Su ricacasa era un edificio espacioso y claro, lleno deesculturas, de cuadros y de dorados, al gustooriental.

Haida era tan hermosa que toda su dotecarecía de valor en comparación con su sonrisa.Se criaba en su casa como una hermosa plantaen su jardín; a los dieciseis años ya se habíanegado a varios amantes, mostrando de estamanera la firme voluntad de su alma hacia elverdadero amor. Paseando por la playa a lapuesta del sol, había encontrado a don Juansobre la arena, sin movimiento y casi muerto dehambre y fatiga. Compadecida de su estado ysu belleza, se decidió a salvarle; pero, para evi-tar que el alma codiciosa de su padre quisieracomerciar con el náufrago curándole las heridasy vendiéndole después como esclavo, concibióla idea de depositar por el momento a don Juan

en el interior de la gruta. El bien produce placersiempre al que lo ejecuta, y Haida hubo de ale-grarse mucho de su decisión de salvar al ex-tranjero desconocido cuando éste abrió los ojosal volver a la vida. Esos ojos negros aumenta-ron de tal modo su compasión que, si la cosa lafuera hacedera, habría abierto a don Juan laspuertas del paraíso.

Haida, ayudada por su fiel sirvienteZoé, colocó a don Juan sobre una cama de pie-les y lo cubrió con su propio capote bordado,rogándole que descansara tranquilamente yprometiéndole visitarle al rayar el día próximopara llevarle alimentos.

Cuando llegó la mañana, Haida, quehabía pasado muy intranquila la noche, bajó ala gruta: el sol recién nacido la envolvía con susrosados fuegos y la amable aurora, teniéndolapor una hermana suya, derramaba su dulcerocío sobre sus hermosos labios. Entró en la

gruta, tímida y apresurada a un mismo tiempo;vio que Juan dormía pacíficamente, como unniño; se detuvo absorta de admiración ante él,y, luego, se adelantó de puntillas y cubrió cui-dadosamente su cuerpo, temiendoque el airefrío del amanecer helase sus adormecidosmiembros. Silenciosa e inmóvil se inclinó sobresu rostro y lo contempló lentamente aspirandoel suave aliento que se escapaba de sus labios.

Al fin, tras largo rato de contemplacióny espera, don Juan abrió sus grandes ojos sor-prendidos, hallando frente a él el hermoso ros-tro de Haida. Entonces se incorporó sobre unode sus brazos y miró lentamente a la bella jo-ven, sobre cuyas mejillas se disputaban la pre-ferencia el carmín de la rosa y la limpia palidezdel lirio. Haida, en ese momento, habló a donJuan, y sus palabras no fueron más elocuentesque el fuego de sus ojos. Le explicó en griegolas peripecias de su salvación y le rogó cariño-samente que tomara algún alimento.

Don Juan no pudo comprender una so-la palabra de su discurso, pero la voz de Haidaparecía el gorjeo de un pájaro, tan tierno, deli-cado y sencillo, que él nunca había escuchadouna música tan dulce y patética. Contemplaba ala joven como aquél que ha soñado el lejanosonido de un órgano y que duda al despertar sitodavía sueña... Salió por fin de su éxtasis, gra-cias a su apetito. Los amables olores del al-muerzo preparado por Zoé obraron segura-mente sobre sus sentidos, así como la vista dela llama ante la que guisaba la sirviente... Des-pués de comer, don Juan arrojó al fuego susropas destrozadas y se vistió un traje completode griego que las dos jóvenes habían llevado ala gruta. Haida se puso entonces a parlotear.Juan no comprendía una palabra, pero escu-chaba atentamente. Cuando Haida comprendióque don Juan no la entendía, recurrió a los ges-tos, a las señas, a las sonrisas, leyendo en elrostro de él la respuesta que deseaba... Y en

verdad que es delicioso aprender una lenguaextraña a través de los ojos y los labios de unamujer hermosa. Entendámonos: en verdad quelo es cuando maestra y discípulo son jóvenes ybellos. Una linda mujer os sonríe tan tierna-mente cuando decís una palabra bien dicha, ocuando la decís mal, que nada es comparable asus lecciones. A ellas sigue un dulce apretón demanos, y quizá hasta un casto beso, algunasveces... Lo poco que yo sé de algunas lenguasextranjeras se lo debo a ese método... Ved a donJuan adelantar en el conocimiento del griego yved cómo, al mismo tiempo, conoce que sehalla invadido por un sentimiento tan universalcomo el sol y tan imposible de esconder en laintimidad secreta del corazón como la mismaalegría... Se sintió enamorado de Haida... Con-fesad que a vosotros os hubiera ocurrido exac-tamente igual... El amor le entró a Juan como leentra a todo el mundo.

Todos los días, al rayar la aurora, locual parecía excesivamente madrugador paraJuan, que gustaba de dormir hasta avanzada lamañana, Haida iba a la gruta, pero era sola-mente por contemplar el sueño de su amigo.Levantaba los bucles de sus cabellos con unamano tan cuidadosa que no le despertaba, y sucabeza permanecía silenciosamente inclinadasobre las mejillas de Juan, semejante a un céfiroque se detiene sobre un lecho de rosas.

Cada día, el rostro de don Juan demos-traba más claramente el restablecimiento de susalud, primera necesidad del hombre y esenciamisma del verdadero amor. La salud y la ocio-sidad son para la pasión lo que el aceite y lapólvora para el fuego, y por ellas, así como porCeres y Baco, el amor vive. Venus dejaría muypronto de parecer bella y terrible sin todos esoselementos. Pero, en tanto las cosas sean comoson en este pícaro mundo, mientras la tal Venusocupa nuestro corazón, Ceres nos ofrece una

excelente sopa, puesto que un amante de carney hueso tiene necesidad de reponerse, y Bacoderrama los chorros de su divino néctar sobrenuestra mesa. Una buena jalea de huevos y unacopiosa ración de ostras son cosas muy favora-bles a los que se ocupan en los dulces juegos deCitera. Pan y Neptuno son, allá arriba, los pro-veedores de los dioses.

Cuando Juan se despertaba hallabasiempre prontos muy buenos manjares. Toma-ba un baño, se desayunaba, y admiraba loshermosos ojos que habían hecho nacer el amoren su corazón. Haida era tan inocente, y ambostan jóvenes, que el baño no tenía para ningunode los dos reparo alguno que le privase de gra-cia. Juan era, a los ojos de la joven griega, aquelser que sus deseos esperaban hacía ya algúntiempo, y que se le había aparecido en sueños.Un mortal que ella había de hacer dichoso, des-tinado a su amor y a crear con ella la mutuafelicidad de ambos... Aquel que quiera conocer

los verdaderos placeres es necesario que tomeparte decidida en ellos, y así, la dicha deberíaestar representada por dos gemelos... ¡Era tandulce para Haida la sola contemplación deJuan! Se doblaba, y aun se multiplicaba el en-canto de la existencia, la contemplación de lanaturaleza, cuando se sentía temblar bajo sumirada, o cuando contemplaba su sueño... Vivirpara siempre con él le parecía a ella una felici-dad tan perfecta, que casi no se atrevía a espe-rarla, y la idea de una separación la hacía tem-blar... Juan era su tesoro, salvado del Océano yarrojado a la playa como el rico despojo de unnaufragio... Era su primero y último amor.

***

Un mes transcurrió de esta manera. Lahermosa Haida visitaba todos los días a suamigo, tomando precauciones tan severas paraello, que éste permaneció ignorado de todos ensu gruta de las rocas. Como el padre de Haida

se hallaba viajando, la hermosa joven podíadisponer de su libertad enteramente... Yo lacomparo a las señoras casadas de nuestros cris-tianos países conocidos que, como se sabe, noestán vigiladas jamás... Haida aprovechó sulibertad, como es natural, para prolongar susvisitas y sus conversaciones con don Juan. Pa-saban juntos horas enteras y solían dar largospaseos al anochecer, en ese inexpresable instan-te de absoluta belleza en que la isla se sumergíaen dos aureolas de luz diferentes: la del sol, quese hundía en el mar por Poniente, y la de laluna, que se elevaba del lado contrario sobre lasaguas.

Junto a Haida, don Juan se sentía feliz.Contemplaban ambos la espuma que las olasabandonaban sobre la arena al retirarse. Unaespuma semejante a la que corona una copa dechampaña llena hasta los bordes...

¡Lluvia benéfica que reanimas nuestrossentidos, pocas cosas son superiores a ti, vinomaravilloso! Que se predique todo lo que sequiera, puesto que se predica inútilmente. Hon-remos a Baco, al amor y a la alegría, y mañanairemos al sermón y a la casa del señor boticario.Puesto que el hombre es razonable, necesarioresulta que se embriague, ya que los momentosde la embriaguez son los mejores de la vida. Lagloria, el vino, el amor y el dinero: he ahí losgozos en los que se congregan las esperanzasde todos los hombres y de todos los pueblos.Mirad el jugo del árbol de la vida; sin él, susramas, tan fértiles algunas veces, apareceríanpocas y marchitas. Pero, os lo repito, bebedhasta embriagaros, que, si luego despertáis condolor de cabeza, fácil es saber lo que debéishacer... Tirad de la campanilla, decid a vuestroayuda de cámara que vaya a buscar vino delRhin y agua de soda. Experimentaréis un placerdigno de Jerjes, aquel gran rey. Ni el sorbeteexquisito, ni la espuma del vino de los postres,

ni el vino de Borgoña, con su chorro purpúreo,tras las fatigas de un viaje, la breve angustia delfastidio, el cansancio del amor, pueden compa-rarse a la bebida del vino del Rhin y el agua desoda...

***

La orilla del mar... Yo creo que la arenaondularía suavemente; que las olas dulces ytranquilas se acostarían sobre ella; que un pro-fundo silencio reinaría a lo lejos, interrumpidosolamente por el agudo grito de un pájaro noc-turno, el salto de un delfín en el agua o el ru-mor de una ola deseosa de libertarse de la pri-sión de una roca... Juan y su amiga andaríanerrantes sobre la playa. Sería la hora más dulcedel día y de la noche, cuando el disco del sol sesumerge en las azuladas colinas del mar y laluna naciente parece la única diadema de laobscuridad. Los dos amantes andarían, cogidosde la mano, a lo largo de las abiertas playas de

la isla. Hallarían una gruta de inexpresable be-lleza y misterio. Descansarían en ella, muy jun-tos, contemplando el admirable cuadro del cre-púsculo....

Sí; admiraron el cielo suspendido sobresus cabezas y el inmenso mar ondulante; escu-charon el murmullo del agua y los suspiros dela brisa de la noche. De improviso, sus ojos seencontraron, sus labios se acercaron, y se re-unieron por medio de un beso. Fue un besoprolongado lleno del ardor de los primerosfuegos de la juventud y del amor; un beso quesólo pertenece a los primeros días de nuestrasnacientes agitaciones, cuando la sangre circulacomo la lava devoradora en el interior de nues-tras venas y cuando el contacto de los labioscon los del objeto amado conmueve el corazóny lo arrebata en un largo éxtasis.

Estaban solos, pero no como aquéllosque se encierran en una habitación y se imagi-

nan hallarse en soledad. El mar, el cielo, el cre-púsculo, las mudas rocas, todo cuanto les ro-deaba, venía a asegurarles que estaban solos enel mundo, que eran los únicos seres vivientesde la tierra. Sobre la muda playa solitaria, eran,el uno para el otro, todo el Universo. Su con-versación se formaba, temblorosa, con frasescortadas, incompletas; pero ellos adivinabantodo lo que no se decían. Aquéllo, inmenso eincomparable, que inspira la pasión, lo mani-festaban los dos por medio de un suspiro, elmás seguro intérprete del anhelo amoroso, feli-cidad única que ha dejado a sus hijas la primeraEva culpable y desheredada.

Haida no hablaba nunca de ningún es-crúpulo; no hacía ningún juramento ni exigíaninguno. Jamás había oído hablar de promesasque fueran incumplidas ni de los peligros a losque se expone una amante crédula, e ignorabala perfidia de los hombres; en su sencillez, seentregaba sin sombra de temor a su amigo co-

mo una paloma inocente; y, no habiendo pen-sado nunca en la infidelidad, no pronunciabajamás la palabra constancia. Amaba y era ama-da; adoraba y era adorada. Conforme a las le-yes de la naturaleza, sus dos almas se confun-dían. Haida, sintiendo latir el corazón de Juancontra el suyo, soñó que esto habría de sucedereternamente. ¡Ay! Eran tan jóvenes, tan hermo-sos, tan tiernos, y estaban tan solos, que puededecirse que después de nuestros primeros pa-dres jamás una pareja tan perfecta ha corrido elriesgo de la condenación por el amor. Haida,tan devota como bella, había oído hablar sinduda del Purgatorio y aun del Infierno..., perose olvidó de cuanto le había sido dicho sobre lamateria..., en el momento mismo en que máshubiera debido recordarlo.

Entre miradas llenas de fuego, el brazode Haida rodea la cabeza de Juan; el de Juan sepierde entre los rizos innumerables de los cabe-llos de su amiga; ella se sienta sobre las rodillas

de él; ambos aspiran recíprocamente sus suspi-ros, y, en esta posición, inmejorable, los dosforman el antiguo y eterno grupo de dos aman-tes medio desnudos reunidos por el amor y lanaturaleza... Cuando pasaron estos momentosde delirio, Juan se quedó dormido sobre el pe-cho de su tierna amiga y ella vigiló dulcementesu sueño, pensando, sin temor y sin tristeza, entodo cuanto acababa de conceder y en todo loque concedería todavía.

Un niño que admira la luz o que toma elpecho de su madre; un fanático a la vista de unenemigo vencido; un árabe ofreciendo hospita-lidad a un extranjero; un navegante pirata apo-derándose de una rica presa; un avaro llenandosu arca, experimentan alegría, pero nada haycomparable a la dicha de aquéllos que contem-plan el plácido sueño de la persona que aman.La soledad, la noche, el mar, el estrellado cielotransido de luna, el amor, llenaban el alma deHaida de un sentimiento que no puede expli-

carse. Allí, en medio de la arenosa playa, juntoa las áridas rocas oscuras, se sentía dichosa dehaber creado por sí misma, en unión de suamante, un verdadero Edén, en el que nadapodía venir a turbar su ternura y cuyos solostestigos eran las estrellas del alto firmamento...He aquí la noble y bella historia: una gruta fuesu cama nupcial, el dios de la soledad consagrósu encuentro, el mar fue su testigo, y fueronesposos; ¡dichosos sin duda, ya que cada unoera el ángel del otro y aquella playa su Paraíso!

Pero, Juan, ¿olvidaría también? Habíaolvidado, ya una vez, a Julia. ¿Debió olvidarlatan pronto? La pregunta me embaraza y entris-tece, lo confieso. Es, sin duda, doloroso recono-cer que somos demasiado sensibles a los atrac-tivos de todos los nuevos rostros que llegan atentarnos.

¡Amor!, tú, cuyo favorito fue el granCésar; Tito, el señor; Antonio, el esclavo; Hora-

cio y Cátulo, los discípulos; Ovidio, el precep-tor, y Safo... ¿qué diré de Safo?; que todos aque-llos que quieran concluir su vida se arrojen entu tumba.

Tú eres el dios del mal, porque, des-pués de todo, no podemos llamarte diablo. Túte complaces en hacer precario el casto lazo delmatrimonio, y tú ultrajas, riéndote, la noblefrente de los más ilustres mortales. César yPompeyo, Belisario y Mahoma, han dado unamusa propia a la historia humana; su vida y susaventuras no se parecen mucho, y jamás seofrecerán a la admiración de la posteridadnombres semejantes..., pero estos cuatro gran-des hombres tuvieron la particularidad de serlos cuatro héroes, conquistadores y cornudos.Tú haces de los filósofos verdaderos materialis-tas, como Epicuro y Arístipo, como aquel sabiorey Sardanápalo, para quien toda verdad estabaen este lema: "Come, bebe y haz el amor; ¿quéimporta todo lo demás?"

¡Ay!, el amor es para las mujeres unacosa deliciosa y temible al mismo tiempo, por-que juegan a este dado engañoso todo lo quetienen, y, si se vuelve contra ellas, la vida ya notiene que ofrecerles sino la memoria cruel de supasado... Pero su venganza, entonces, es comola del tigre: pronta, mortal y sin remedio. Hábi-les en el disimulo, sus corazones desolados, trasechar de menos al ídolo querido, buscan un ricovoluptuoso que las compre a título de esposas,y así resulta que su vida acaba transformándo-se en todo lo que sigue: un amante infiel, unmarido nada grato, otro amante sólo elegidopara el placer de la venganza, la distracción delos adornos, la calidad de madre, acaso, la de-voción cuando ya son viejas y..., todo quedaconcluido... Esta toma nuevo amante, aquéllaprefiere una botella, la de más allá corre trasdisipaciones del gran mundo. Y hasta las hayque se van con un nuevo seductor, con lo queno hacen sino cambiar de penas y perder todas

las ventajas de la virtud disimulada. En fin,para dar total idea de sus variables tipos, yodiré que he conocido más de una, sumamentetraviesa dentro de su casa, que en seguida seponía tristona y escribía una novela sentimen-tal.

El corazón es, como el horizonte, unaparte del cielo; pero, como el horizonte, cambiaigualmente noche y día. Tan pronto las nubes ylos truenos lo recorren, la destrucción y las ti-nieblas se apoderan de él; pero cuando los fue-gos de la tempestad lo han surcado y abierto, sepierde en lluvias. De tal modo es como los ojosderraman la sangre del corazón cambiada enlágrimas. Al fin y al cabo, esto es lo que hace elclima inglés de nuestras vidas.

Sin extenderse más sobre esta anatomía,suelto mi pluma, hago al buen lector una corte-sía, y dejo a don Juan y Haida el cuidado de

pleitear, por ellos y por mí, acerca de sus pro-pios sentimientos.

SEGUNDA PARTE

Recordamos a don Juan dormido sobreel encantador y amable seno hermoso que leservía de almohada, velado su sueño por doslindos ojos que no conocían las lágrimas, y que-rido de un tierno corazón demasiado entregadoa su felicidad para conocer los efectos del vene-no que ya se derramaba dentro de él. El cruelenemigo de la tranquilidad humana había ases-tado sus tiros a la inocencia misma y amenaza-ba convertir en raudal de lágrimas la más pre-ciosa sangre.

¡Oh, amor! ¿Por qué en este desgracia-do mundo cambias tan duramente el dulce donde ser amado? ¡Ah! ¿Por qué has introducidoen el jardín amable de tus delicias las hojas del

ciprés? ¿Por qué te vales de un suspiro como elmejor intérprete de tus sensaciones? Semejantea aquéllos que, para gozar el perfume de lasflores, las cortan y ponen sobre su seno, sinpensar que en él habrán de marchitarse, asícolocamos en nuestro corazón los frágiles cora-zones que adoramos, para verlos luego perecer.

En la primera pasión de su vida la mu-jer ama a su amante; en las demás pasionesama tan sólo al amor. El amor se convierte paraella en un hábito que le es imposible abando-nar; cual un vestido que siempre le estuvierabien; como un guante flexible que se ajustaraperfectamente a sus manos. No sé en quiénestará la falta, pero lo que hay de seguro es quela mujer que haya gustado los placeres delamor, si no se hace beata, gusta de ser cortejadanecesariamente, según las reglas que exige ladecencia. No hay duda posible: dado el primerpaso, el corazón femenino se dedica en lo suce-sivo a la misma dulce agonía. Algunas, según

parece, no amaron ni la primera vez; pero lasque amaron no se contentarán con aquel primeramor solamente. Y triste cosa es ver que elamor y el matrimonio no llegan a juntarse sinomuy raras veces, siendo así que el uno es unaconsecuencia del otro, que el casamiento nacedel amor, como del vino nace el vinagre. Por-que es cierto que ésta es una bebida desagrada-ble, agriada por el tiempo.

Juan y Haida no fueron matrimonio,pero esto es cuenta de ellos, y no estaría bienque el casto lector me reprendiera a mí porqueno lo fueran. No obstante, eran felices. Felicesen su misma inocencia. Mas eran también cadavez más imprudentes. Haida olvidó que la islapertenecía a su padre. Iba a menudo a ver adon Juan, y apenas se separaba de él en tanto elpirata cruzaba los mares.

***

La vuelta del buen viejo se había retar-dado a causa de los vientos, las olas y, en espe-cial, por unas presas importantes que hubo quehacer. La esperanza de un nuevo botín le rete-nía aún sobre los mares. Pero, de todos modos,un día, el padre de Haida, se decidió a volver.Preparó, entre las mil maravillosas cosas adqui-ridas en su piratería, un hermoso regalo para suhija. Telas francesas, encajes, loza fina, un perroholandés, un mono, dos loros, una gata de Per-sia con su cría y un perrito faldero que habíapertenecido a un inglés que murió sobre lascostas de Francia; todo ello constituía sus pre-sentes. Dispuesto ya todo en sus buques corsa-rios con el mejor arreglo, ordenó que su propiobarco almirante tomara rumbo hacia la isla. Aella llegó, sin que nadie lo esperase, pronta-mente. Desembarcó, y después de dirigir a lamarinería las recomendaciones del caso, atra-vesó la playa y subió por la pendiente de unacolina que dominaba la explanada, en la que

resaltaban a la luz del sol las blancas paredesde su casa.

Nadie lo esperaba, y así las emocionessiempre singulares que ocupan el corazón delos viajeros al retorno a su hogar, palpitaban enel suyo con especial fuerza. Lambro, que así sellamaba el anciano, contempló con alegría elpaisaje familiar, y miró con ternura el humoque partía hacia los cielos desde la chimenea desu casa.

Después de largos viajes por tierra omar, la vuelta inspira siempre sentimientosparecidos. En una familia donde hay mujeres,los hombres no pueden dejar de sentir al regre-so cierta inquietud. (Nadie estima y admiramás que yo al bello sexo, pero aborrezco la li-sonja.) En la ausencia de los maridos, las muje-res se presentan más finas; en ausencia de lospadres, las jóvenes suelen también hacerlo. Unhombre honrado puede muy bien a su vuelta

sentir la ausencia de la felicidad de Ulises. Notodas las mujeres solitarias gimen por sus espo-sos ni muestran el disgusto de Penélope a lascaricias de los pretendientes. El hombre másquerido se ve en peligro de encontrar al volveruna elegante urna consagrada a su memoria. Sies soltero, su prometida, probablemente, casódurante su ausencia con algún rico avaro, encuyo caso aquél puede llegar a ser dichoso...

A medida que Lambro se aproximaba asu palacio, se vio sorprendido por un rumor demúsicas, cuyo motivo no supo comprender.Conforme avanzaba percibía más claramente laarmonía de una orquesta, y ese ruido caracte-rístico de las fiestas y los banquetes, en el quese mezclan los murmullos, las risas, el chocardel vidrio y de la loza. En el amplio salón delvestíbulo encontró una verdadera multitud desus súbditos sentada a una larga mesa exquisi-tamente adornada e iniciando un banquete.Otros escuchaban de pie la música de una or-

questa invisible, y aun otros danzaban a su rit-mo. La alegría era general, los manjares de di-versas clases, los frascos de exquisitos vinos deSamos, los sorbetes de todos los estilos, los lico-res, los aromáticos pebeteros, enriquecían lalarga mesa.

Lambro, hombre duro, frío y de pocaspalabras, extendió su mirada por la amplíahabitación deseando sorprender la imagen desu hija Haida, tanto con el deseo de abrazarlacomo con la esperanza de hallar en las palabrasde ella la explicación de tan inesperada fiesta,que acaso suponía motivada por su regreso,aunque de él no hubiera anticipado la menornoticia. Mas la bella Haida no se hallaba en laestancia, y, lamentablemente, uno de los escla-vos, al conocer a su amo, vino a arrojarse a susplantas profiriendo exclamaciones mezcladascon gritos de alegría, por las que el viejo piratasoberano de la isla vino a conocer que en ella sele daba por muerto, y que el festín que presen-

ciaba era uno de los festejos organizados por suhija para celebrar su ascensión a la heredadasoberanía.

Lambro, aunque extrañado, no se en-fadó, e imaginó ingenuamente el proceso deacontecimientos que su supuesta muerte habíaproducido en la isla. Supuso que durante mu-chos días su casa se vestiría de luto, y el dolorde Haida sería incontenible. Adivinó que, conel transcurso del tiempo, el duelo habría idocediendo y los ojos y las gargantas de sus gen-tes que tanto le amaban se habrían al fin seca-do; que el buen color tornaría a animar las meji-llas de la hermosa Haida, las lágrimas habríandesaparecido de sus bellos ojos, y que ya, porfin, con alegría no exenta de penosos recuerdos,la casa se gobernaba bajo sus órdenes... Perouna frase del esclavo le llenó de inquietud y surostro adquirió momentáneamente un sombríoaspecto: "Nuestro antiguo amo, creíamos todosque había muerto", dijo el esclavo, y ahora

vuelve... "Nuestra ama... O mejor dicho, nues-tro nuevo amo..." Lambro no escuchó más.Atravesó rápidamente el amplísimo vestíbulo,y por una puerta que le era bien conocida entróen el salón de su hija, a cuyo fondo se abría sucuarto de descanso y desde el que se contem-plaban las hermosas pieles de su lecho. Semi-escondidos, tras unas columnas, vio a Haida ydon Juan sentados ante una magnífica mesa demarfil ricamente servida. Una tropa de esclavosles rodeaba, y por todas partes resplandecíanlas pedrerías, el oro, la plata, el nácar, las perlasy los corales. Cerca de cien platos se servían eneste íntimo banquete. La sala estaba adornadacon tapices de terciopelo. Haida y su amantetenían a sus pies una riquísima alfombra deraso carmesí y se hallaban indolentementetumbados sobre un blando sofá que ocupabatoda la amplia cabecera de la mesa. Lambropudo ver claramente a su hija, cuyo hermoso yatrevido vestido confundía sobre su seno losdelicados matices del azul, el blanco y el rosa,

velados por el fino lienzo de su camisa, a cuyotravés se percibía un ligero movimiento de ele-vación y abatimiento semejante al de una blan-da ola. Iba cubierta de refulgentes joyas y lle-vaba, como heredera soberana de la isla y susdominios, un gran anillo de oro en la piernadesnuda. Las ondas de su larga, negrísima yhermosa cabellera, como un torrente de los Al-pes iluminado por los rayos de la aurora, des-cendían sobre sus hombros. Esparcía Haida entorno suyo una incontenible atmósfera de viday alegría. Sus miradas parecían comunicar alaire una inexpresable suavidad y sus ojos eranlos más dulces, celestiales, castos y amorosos decuantos se hayan abierto jamás en la tierra.

La actitud de Haida y del hombre, des-conocido para Lambro, que la acompañaba, nonecesitaba ser explicada, y el viejo pirata tuvobastante con contemplar a la pareja breves ins-tantes para comprender totalmente la clase deamor y de intimidad de esposos que a ambos

les unía. El viejo navegante, que había recorridoel mundo, tuvo así la ruda sensación de com-probar inesperadamente el pecado de su hija.En Francia, por ejemplo, hubiese compuestoeste Lambro, francés, una canción alegre ycomprensiva con aquel argumento. En Inglate-rra, un poema en seis cantos, pleno de conse-cuencias filosóficas llenas de melancolía. EnEspaña, una balada o un romance sobre la úl-tima guerra. En Alemania hubiera recurrido aGoethe. En Italia hubiese escrito el mismopoema en tercetos clásicos. En la misma Greciahubiese cantado un himno lleno de vida. PeroLambro, aunque griego, era un pirata de almaviolenta y exigente y vivía hacía años en la secasoledad de su isla o sobre los procelosos mares.En consecuencia, no se manifestó poéticamente.

Don Juan y su amada se hallaban en-tregados a la dulce saciedad de sus corazones,ignorantes de la espléndida mesa, los manjares,las luces y los criados que les rodeaban. Deseo-

sos de permanecer absolutamente solos, orde-naron a éstos que abandonaran la. sala y, des-conocedores de la presencia de Lambro, escon-dido tras las columnas, se dirigieron hacia ellecho. Haida y Juan pensaban en aquellos mo-mentos que los cielos, la tierra, el mar, el aireestaban exclusivamente hechos para ellos, yveían resplandecer en sus ojos todas esas belle-zas de la vida, junto a la alegría, que brillabacomo un diamante, y sabían que tanto brillo ytanto resplandor no eran más que el últimosecreto de sus propios ojos entregados a laamante contemplación mutua. Los tiernosabrazos, el estremecimiento de sus manos enla-zadas, la elocuente expresión de sus miradas,tales eran, con la más envidiable intimidad, losentretenimientos y placeres de aquellos doshermosos jóvenes que no parecían sino dosniños, y que hubieran permanecido siéndolohasta su postrer día. Desde el lecho, unidos enlánguido abrazo, contemplaban los dos la caídadel sol, aquella hora tan agradable para todos

los mortales, pero especialmente sentida paraellos, puesto que era la misma que les acompa-ñó el primer día en que se amaron. Inespera-damente, un estremecimiento repentino vino ainterrumpir la embriaguez en calma gozosa desus corazones. Fue como cuando el viento rozalas trémulas cuerdas de un arpa y las hace vi-brar, o como cuando curva el vuelo de una lla-ma. Una especie de presentimiento les hizoestremecerse: Juan suspiró hondamente, y losojos de Haida dejaron correr por sus mejillasuna leve lágrima, completamente nueva paraella. Entonces él le preguntó por qué lloraba,pero Haida unió sus labios a los de Juanhaciéndole callar con aquel tierno beso, quedesterró de su corazón toda tristeza. Sus pen-samientos, sin embargo, estaban ambos segurosde ello y ninguno de los dos podía engañar alotro, se movían en una extraña nube. Enlazadosy con los corazones próximos, pensaron los dosque acaso deberían morir entonces. ¿Por quéno? ¿No sería aquél el mejor momento? Dema-

siado habían vivido, puesto que en sus pechoshabía nacido, crecido y alcanzado las más altascimas el amor. Ellos hubieran debido vivir invi-sibles y desconocidos en el interior de los másespesos bosques, como viven los melodiososruiseñores, en vez de habitar los vastos desier-tos de la sociedad, donde todo es vicio y odio...

Reclinado sobre el seno de Haida, Juanse durmió con el sueño del amor. En la calma ydulzura de aquel contacto, la misma niña cerrósus ojos y tuvo un sueño. Ensoñó que estabasola a la orilla del mar, encadenada a una roca.Las olas venían hacia ella amenazantes, gol-peaban su cuerpo y a veces dejaban en sus la-bios su sabor acre... Sin saber cómo se hallabasalvada, corriendo ligera y angustiada sobre lahúmeda arena y las agudas rocas, cuyas aristasdestrozaban sus pies... Se hallaba luego en unacueva y sus cabellos húmedos se pegaban a lapiel de su cuerpo desnudo, produciéndola unasensación de frío inexpresable. A sus pies se

hallaba extendido Juan, sin vida, pálido comola espuma de las olas... Aquel ensueño, tan bre-ve y extraño, le pareció a Haida toda una largavida entera, y sintió su corazón oprimido alvolver a la realidad.

Fue entonces cuando Lambro, quehabía permanecido silencioso durante largashoras, salió de su escondite y avanzó con elceño fruncido y lentamente hacia los amantes.Haida volvió la cabeza y se estremeció violen-tamente... Lanzó un grito doloroso, que desper-tó a Juan, el cual, viendo la expresión del rostrode Haida ante un padre al que creía muerto, selevantó también y la sostuvo con su brazo iz-quierdo, en tanto que, adivinando claramenteun peligro, tomaba de la pared uno de los sa-bles colgados en ella.

Lambro siguió avanzando lentamente.Una sonrisa desdeñosa surcó su rostro y dijo:—Al alcance de mi voz aguardan mis órdenes

mil cimitarras como ésa; deja ahí la tuya, joven;deja tu acero inútil; de poco podrá servirte.

Haida retiene a Juan en sus brazos, ex-clamando:

—Juan, es... Landro... Es mi padre.¡Juan! Arrójate como yo a sus plantas. La her-mosa joven lo hizo así ella misma, y con la ca-beza derribada murmuró a las plantas del viejo:—Tierno padre mío, en esta angustia de gozo yde dolor, en el momento en que beso enajenadade felicidad la extremidad de vuestra capa,¿pueden por ventura mezclarse con mi gozofilial, asombrado y dichoso de volver a veroscuando os tenía por muerto, la duda o el te-mor? ¡Padre querido! ¡Haced de mí lo que que-ráis, mas perdonad a este joven!

El viejo Lambro permanecía inmóvil,duro y rígido como una estatua, en medio de laestancia. Reinaba en ella una calma absoluta, y

la mirada de él manifestaba total serenidad,pero también toda falta de sentimiento. Mirólargamente a su hija. Después miró a don Juan,notando que éste que conservaba e1 acero en sumano derecha, se hallaba dispuesto a combatir:—Joven arroja ese sable a mis pies —dijo elanciano. Juan respondió: —Nunca, mientras mibrazo esté libre y desconozca vuestras intencio-nes.

Entonces Lambro sacó de su cinto unapistola y, con la misma tranquilidad con quehasta ese momento se había comportado, lacargó y después la alzó en el aire, apuntando alpecho de don Juan. Entonces Haida se alzó delsuelo y se colocó con ademán trágico ante laboca del arma de su padre: —Hiérame a mísola la muerte... ¡Yo soy la única culpable...! Noha buscado él, padre, estas playas, a donde sólola casualidad le condujo. Le amo y moriré conél. Conocía yo vuestro carácter inflexible; cono-ced vos ahora el de vuestra hija.

Don Juan miraba a ambos, tan próxi-mos uno a otro, y se sorprendía de su extraor-dinaria semejanza. Una misma expresión ani-maba su fisonomía, feroz y serena, sólo con unaleve diferencia en el temblor de la llama quearrojaban sus grandes ojos negros. Contem-plándolos, pudo notar don Juan que una tor-menta se debatía en el interior de Lambro yhasta que éste vacilaba un momento. Bajó suarma, pero de nuevo volvió a alzarla; dijo, mi-rando firmemente a su hija, como si quisierapenetrar sus más profundos pensamientos: —No soy yo quien ha buscado le pérdida de eseextranjero, ni la causa de esta escena de deses-peración. Debo simplemente cumplir con mideber. ¿Cómo has cumplido tú con el tuyo? Lopresente responde de lo pasado. De nuevo bajósu arma, se llevó un silbato a la boca, y apenaslo aproximó a sus labios y se escuchó su silbido,cuando se precipitaron tumultuosamente en el

aposento unos veinte piratas armados de pies acabeza, que en un segundo rodearon a Lambro.

—Prended o matad a ese extranjero —gritó el viejo—.

Al instante se precipitaron los piratassobre don Juan, en tanto que Haida forcejea envano entre los brazos de su padre. Don Juan sedefiende bravamente, hiere al primero de susatacantes en el hombro derecho, rasga la caradel segundo de ellos; pero el tercero, antiguosoldado, lleno de sangre fría recibe todos losgolpes en su sable y dirige también los suyos,que en un momento Juan queda tendido a suspies, dejando correr la sangre de sus venas co-mo de un doble arroyo, de dos anchas heridas,una en el brazo izquierdo y la otra en la cabeza.

Encadenáronle entonces en el mismositio donde había caído y fue llevado en segui-da fuera del aposento. Arrastráronle hasta una

lancha y en ella fue conducido a uno de los na-víos anclados en la bahía, donde fue confiado ala guardia pirata, la cual lo encerró en la bode-ga. Ved, pues, un hidalgo español, rico en bie-nes de fortuna, buen mozo, joven, que un mo-mento antes vivía en el gozo de los presentesmás bellos del amor, y que ahora se encuentra,cuando menos podía esperarlo, embarcado derepente, herido, cargado de cadenas, incapaz detodo movimiento y ante la amenaza de un pa-voroso porvenir..., y todo porque una dama seenamoró de él.

En cuanto a la bella Haida... No era éstauna de esas mujeres que lloran, se derriten ensus propias lágrimas y acaban por ceder, ven-cidas, cuando se ven estrechadas por todas par-tes. Su madre había nacido en Fez y era morade estirpe; lo cual imprimía a Haida el selloespecial de un temperamento fuerte. El Áfricapertenece toda entera al sol: sus habitantes sonde fuego, como sus arenas. Si bien el dulce livo

derrama allí su perfumado tesoro y las mieses,las flores y las frutas cubren la tierra, allí tam-bién arraigan los árboles ponzoñosos, los rugi-dos del león turban el silencio de la noche y losvastos desiertos insondables abrasan a loshombres y a los camellos o, levantando susarenas, sepultan a las infortunadas caravanas.

Enérgica, lo mismo para el bien que pa-ra el mal, ardiente desde su niñez, la sangremorisca de Haida vive bajo la influencia delastro omnipotente lo mismo que la tierra de supatria materna. La belleza y el amor fueron ladote de su madre, y así los grandes ojos de labella amante de don Juan expresan y demues-tran todas las pasiones que dentro de ella ani-dan, aunque éstas se hallen adormecidas, comoun león junto a una fuente. El único ser en elque nuestra bella ha fijado sus miradas es Juansu adorado amigo, y la última vez que sus ojoslo han contemplado se hallaba él ensangrenta-do, derribado y vencido. Ella lo ve, y por un

momento su sangre mora se rebela y alza, peromás tarde, un gemido convulso termina susangustias. Cae entonces en los brazos de supadre, como se desploma el cedro derribadopor el hacha del leñador. Se había roto una ve-na dentro de su pecho y sus hermosos labios,suaves y bermejos, eran manchados por la san-gre negra que de ellos brotaba. Su cabeza seinclinó como un lirio fatigado por la lluvia,Lambro, aterrado, pues amaba a su hija pro-fundamente, llama a su servidumbre a grandesvoces. La llevan a su lecho, todos con el llantoen los ojos, y la aplican cuantos cordiales, tra-tamientos y plantas saludables conocen... Perotodos sus cuidados fueron vanos: la vida nopodía ya conservarla para ella y la muerte esta-ba a punto de destruirla. Permaneció algunosdías en el mismo estado: yerta ya, pero sin queen su rostro apareciese la menor huella lívida,conservando aún sus hermosos labios sonrosa-dos. Su joven corazón había cesado de latir,pero la muerte parecía aún hallarse ausente.

Ninguna triste señal la indicaba. No vino laputrefacción a destruir la esperanza última delos que intentaban prolongar su vida. Al con-templar aquel bello y apacible semblante, cree-ríase que se hallaba dormida. La llama inmate-rial del alma animaba sus facciones, y hasta elinstante último en que hubo de ser depositadaen ella había en su rostro y en su bello cuerpoun algo misterioso y profundamente atrayenteque impedía que fuese del todo reclamada porla tierra.

Pobre y hermosa Haida. Durante docedías y doce noches fue aniquilándose su vida,sin un suspiro, sin una lágrima, sin una miradaque indicase su tránsito. Su alma voló hacia elcielo y nunca pudieron saber los que la velabanel momento exacto en que ello sucedió. Murió,y no murió sola, ya que en su seno vivía ya otrogermen de vida que hubiera podido crecer undía: el hijo inocente de la madre culpable, hijoque terminó su breve existencia sin ver la luz y

que murió sin haber nacido, en la misma tumbaen que hubieran de marchitarse juntas la ramay la flor, heridas por un mismo golpe.

Así vivió y murió la bellísima Haida.Quedó para siempre libre de los ataques deldolor y de la vergüenza, ya que no había naci-do para soportar durante años enteros ese pe-sado fardo de penas del que sólo la vejez libertaa los corazones con su frío postrero. Sus días ysus dichas fueron cortos, pero deliciosos; fue-ron tales, que no hubieran podido durar si sudestino hubiera sido más largo. Hoy duerme enpaz en la playa más clara de la Isla, en cuyamansión amó y fue amada tan intensamente...Aquella isla es hoy árida y desierta, sus casashan sido derribadas y sus habitantes se handispersado; no existe en ella más que la tumbade Haida y la de su severo padre, y nada re-cuerda allí la morada de los mortales. Ni aunsiquiera podría saberse con exactitud el lugardonde yace aquella amante tan hermosa. Nin-

guna piedra lo señala, ninguna leyenda explicasu emplazamiento, ninguna voz hace oír el can-to fúnebre que sería preciso dedicar a la bellezade las Cícladas, a no ser la resonante voz de lasolas.

Su nombre, no obstante, se repite,acompañado de un suspiro, por todas las jóve-nes griegas que entonan a la luz de la luna suscantos de amor, y hasta existen viejos marine-ros que entretienen las largas noches invernalesde sus navegaciones relatando la historia deLambro, a quien la naturaleza concedió el va-lor, tanto como a su hija la belleza. Si ella amóimprudentemente, la pérdida de la vida fuesuficientemente precio de sus actos... Haysiempre un castigo reservado para cuantos sehacen culpables. Nadie piense, pues, en huirdel peligro, porque tarde o temprano, el amores su propio vengador...

Herido, cargado de hierros, encerradoen un camarote semejante a una jaula, perma-neció don Juan muchos días y muchas noches,sin poder casi recordar con precisión lo sucedi-do y sin que nadie se lo recordase. Cuando, alfin, consiguió volver a la razón, se encontrósobre el mar, navegando a seis millas por hora.Tenía ante sus ojos las playas de Ilión, que enotra ocasión diferente se hubiera conceptuadodichoso de contemplar, pero que entonces ape-nas consiguieron distraer su atención con subelleza.

Don Juan, a quien fue permitido enaquellos días salir de su estrecho calabozo ysubir a cubierta, se contempló a sí mismo escla-vo de los piratas, y sintió el profundo dolor demirar el mar en esa triste condición inhumana.Debilitado por la pérdida de sangre y apenadopor su propia suerte y la de su amada Haida,diría aún hoy, si pudiese ser preguntado, que

fueron aquéllas las horas más amargas de suvida.

Vio y conoció entonces a otros cautivoscomo él, italianos de nacimiento, y la tristesuerte común los hizo a todos casi amigos. Su-po por su propia voz sus aventuras, que eranbien singulares. Se trataba de una compañía decantantes, que en un viaje a la isla de Sicilia,donde debían actuar, habían sido atacados porel pirata Lambro en la travesía de Liorno yvendidos después por su empresario a bajoprecio. El bufo de la compañía fue el que relatóa Juan la curiosa historia. A pesar de saber queestaba destinado a ser tenido por simple mer-cancía humana en el mercado turco, conservabaeste hombre la alegría de su ingenio, o, al me-nos, la de su papel. Aunque muy pequeño deestatura, tenía el aire resuelto y arrogante, ysoportaba con bastante gracia su mala fortuna,en lo que se mostraba muy diferente de la pri-

ma-donna o el tenor. He aquí su relato, en po-cas palabras:

"Nuestro maquiavélico empresario, alver el bergantín del pirata, en vez de huir, seacercó a él, y trató por las buenas con su capi-tán. La venta fue acordada y fuimos transpor-tados a su barco, en desorden, sin señalar si-quiera nuestro salario, lo que es manifiestamen-te una mala costumbre. No nos importa dema-siado, ya que, si el sultán tiene gusto por la mú-sica, muy pronto restablecerá nuestra fortuna.

"La prima-donna no deja de tener ta-lento, aunque esté algo vieja, agotada por unavida de disipación intensa, y se halle siempremuy propicia a constiparse las noches que elteatro tiene poca entrada. La mujer del tenorcarece de voz, pero es muy bonita. En el últimocarnaval llamó la atención en Bolonia, privandoa más de una novia y de una señora de la dulcecompañía de su novio y esposo. Tenemos tam-

bién nuestras amables bailarínas: Niní, que ejer-ciendo más de una profesión, nada pierde enninguna; la Zumbona y la Pelegrini, que tam-bién fueron felices en dicho carnaval, reunien-do, por lo menos, 500 buenos cequíes, pero am-bas gastan tanto, que ya no les queda una blan-ca. Tenemos también la Grotesca, ¡qué bailari-na!, que tendrá que responder un día del cuer-po y el alma de muchos hombres. En cuanto alas figurantas, son como todas las de su calaña.Hay entre ellas alguna que otra que es bonita yque puede seducir, pero las demás, apenas sondignas de un teatro de feria. Una es grande ytiesa como una pica, tiene el aire sentimental ypodría hacer carrera, pero baila sin gusto. Encuanto a los hombres, son medianos. El músicono es más que un viejo petate, y, por lo que tocaa su canto, apenas puede contarse con él paranada. La voz del tenor está echada a perder porla afectación, y en cuanto al bajo, berrea dulce-mente. Es un ignorante, sin voz ni oído, que,por ser primo de la prima-donna, fue contrata-

do. No me conviene a mí extenderme sobre mipropio mérito, porque, aunque joven, conozco,caballero, que tenéis un aire de persona que haviajado mucho y no puede ser para vos la óperauna cosa nueva. ¿Habéis oído hablar de Raco-cauti? Soy yo mismo, y os aseguro que podrállegar un tiempo en que me oigáis cantar...Había casi olvidado a nuestro barítono, mucha-cho amable, pero henchido de amor propio;gracioso en sus ademanes, pero ignorante hastamás no poder. Su voz tiene apenas extensión ycarece de toda dulzura. Siempre se queja de susuerte, pero, si he de decir la verdad, apenassirve para cantar baladas en la calle. En los pa-peles de enamorado, con objeto de manifestarmás la pasión, como no puede mostrar corazón,enseña los dientes."

En este momento, la elocuente relacióndel bufo fue interrumpida por la llegada de loscarceleros, que venían a encadenar a los cauti-vos, ya que el buque atravesaba el estrecho de

los Dardanelos, y para pasar la Sublime puertahabían de ser encadenados los presos, mujercon mujer y hombre con hombre, disponiéndo-los así, de dos en dos, para el mercado de Cons-tantinopla. Al fin de tal tarea resultó que sobra-ron un varón y una hembra, los que, en conse-cuencia, hubieron de ser atados juntos. El varónera don Juan, que (cosa impropia para su edad)fue el compañero de una joven bacante de rubi-cundo rostro. Y preciso es notar que el empare-jamiento aludido y las operaciones todas no severificaron sino después de una discusión largay dudosa sobre el sexo del tenor, decidiéndose,al fin, colocarlo como vigilante de las mujeres.

La linda compañera de don Juan era lade la Romaña, aunque había sido educada enlas cercanías de la antigua Arcona; entre otrosatributos, lucía la bella-donna unos ojos quepenetraban el alma, más negros y ardientes queel carbón. Su pálida y gentil fisonomía expresa-ba constantemente el deseo de agradar, cosa

muy atractiva, especialmente cuando acompa-ña a la belleza. Mas todas aquellas gracias pa-saban para nuestro héroe, pues sólo el dolor yel pesar dominaban sus sentidos. En vano losojos de la italiana trataban de encontrarse conlos de don Juan. Este permanecía insensible,aunque, encadenados como estaban, estuviesenunidas mutuamente sus manos. Ni la suavepiel de la hermosa, ni la proximidad de susatrayentes prendas corporales pudieron agitarel pulso de Juan ni alegrar su fiel corazón. Elrecuerdo de Haida y quizá también la debilidadque le habían producido sus heridas contribuí-an a ello. Ningún caballero hubiera podido sen-tirse más fiel, ni ninguna dama hubiera podidodesear una más firme constancia. Dícese queuna persona no puede permanecer con un car-bón encendido en la mano y pensar a la vez enel frío de los hielos del Cáucaso, y yo creo fir-memente que muy pocos podrían hacerlo. Perola prueba de Juan fue aún más victoriosa. Po-dría empezar aquí una casta descripción deta-

llada del trance y de la firmeza demostrada pornuestro héroe, mas conozco que se me vituperapor haber sido demasiado franco en mis doslibros anteriores, y me ahorro el riesgo, procu-rando que don Juan deje pronto el navío, yaque mi editor piensa que es más fácil hacer pa-sar un camello por el ojo de una aguja, que con-seguir que mis dos cantos primeros entren enciertas casas.

En realidad, el aplauso público me esindiferente. Los grandes nombres no son másque nombres, y el amor de la existencia de Tro-ya. Las edades venideras discutirán si hubo unavez o no hubo una ciudad llamada Roma. Lasgeneraciones de los muertos quedarán borra-das. Las tumbas son las herederas de las tum-bas, pero un día la memoria de los siglos seacaba y desaparece bajo las ruinas de los quelos siguen. ¿Dónde están aquellos epitafios queleían nuestros padres? Apenas quedan unospocos salvados de la inmensa noche sepulcral,

en la que millares y millares de muertos hanperdido su nombre en la universal muerte. To-das las tardes gusto de pasear a caballo junto alsitio donde pereció, en medio de su gloriaaquel héroe que vivió demasiado para loshéroes y demasiado poco para la vanidadhumana, el joven Gastón de Foix. Una corona,esculpida con arte, pero cruelmente abandona-da a la mano destructora del tiempo, cuenta lacarnicería de Ravena, y la base de esa coronaestá cubierta de espinas e inmundicias. Todoslos días paso junto al mausoleo del Dante: unapequeña cúpula, más sencilla que majestuosa,protege sus cenizas, y si bien, de vez en cuan-do, la tumba del poeta luce unas flores, reci-biendo con ello un homenaje rehusado a la delguerrero, no obstante llegará un tiempo en que,igualmente olvidado el trofeo del capitán y ellibro del poeta, tendrán la misma suerte que losversos y las hazañas que precedieron a la muer-te del hijo de Peleo y al nacimiento del divinoHomero... Con todo, siempre habrá poetas;

aunque la gloria no sea más que humo, porqueese humo es incienso para el hombre. El senti-miento inquieto que inventó los primeros ver-sos buscará siempre lo que buscaba antaño. Asícomo las olas se convierten en espuma sobre lasplayas, las pasiones, alcanzando sus últimoslímites, se hacen poesía. La poesía no es másque la pasión o, por lo menos, tal fue hasta quellegó a convertirse en una moda...

Volvamos a nuestro poema, injusta-mente abandonado. Ved el navío cargado deesclavos anclado en el puerto de Constantino-pla, junto a los muros del serrallo del sultán. Sucargamento humano ha sido trasladado al mer-cado y ofrecido a la venta pública.

Algunos de aquellos desdichados sevendieron caros. Se dieron hasta 1500 dólarespor una linda circasiana, la cual fue garantizadacomo virgen y cuya tez, casi bermeja, daba a sudueña una expresión del todo celeste. Doce

negras de la Nubia fueron tasadas a un precioque hubiera asustado en cualquier mercadoamericano, aunque Wilberforoe haya hechoduplicar aquél con la abolición del tráfico, locual, sin embargo, no nos sorprende, porque elvicio es más pródigo y magnífico que un rey.Las virtudes son económicas, aun la más desin-teresada de todas, que es la caridad; pero elvicio no ahorra nada para procurarse un deseo.

En cuanto al destino de nuestra compa-ñía de cantantes, los unos fueron compradospor bajáes y los otros por judíos, al paso que lasmujeres, elegidas una por una, aguardaban susuerte esperando no caer en manos de algúnviejo visir que hiciese de ellas una querida, unacuarta mujer o una víctima. Don Juan, joven,animoso, lleno de esperanza y salud, aparecíasin embargo, algo triste, y, a veces, asomaba ahurtadillas una lágrima en sus ojos. Atraía so-bre él todas las miradas por su hermosura. Porsu parte, contemplaba, como la tabla de un jue-

go de chapete, la plaza abigarrada de gentes,que contemplaban a los desdichados puestos enventa. Entre estos desdichados destacaba otrohombre, de unos treinta años, lozano y robusto,cuyos ojos garzos manifestaban un corazónresuelto. Tenía trazas de inglés, es decir, hom-bros cuadrados y tez blanca y rojiza, hermososdientes, cabellos rizados, y, sea por efecto delos pesares y fatigas o de los estudios, su anchafrente aparecía surcada de arrugas. Llevaba elbrazo izquierdo en cabestrillo y manifestabauna sangre fría tal, que un simple espectadorno hubiera mostrado menos inquietud que él.

Acercándose a don Juan, cuyo aspectorevelaba un corazón elevado, aunque entoncesse hallase abatido por su destino, el hombreaquel le dijo con amabilidad y ternura: —Hijomío, entre esta mezcla de seres con la que nosconfunde la casualidad, veo que no hay máspersonas decentes que vos y yo, y ello me hacedesear que, como es de razón, hagamos cono-

cimiento. Os suplico me digáis de qué naciónsois. Juan respondió: —Soy español.

—Bien creía yo —replicó el otro— queno podíais ser griego, pues nadie entre todosellos tiene una mirada tan entera como la vues-tra. La fortuna, sin duda, os ha jugado una ma-la partida, pero, tarde o temprano, hace esosiempre con los hombres, sin duda, para pro-barlos. No paséis cuidado por ello, pues os ser-virá mejor para el futuro.

—Caballero dijo Juan—, ¿puedo to-marme la libertad de preguntaros quién os haconducido aquí?

—¡Oh!, nada más extraordinario: seistártaros y una cadena.

—Pero el objeto de mi pregunta, sipuedo repetirla sin ser indiscreto, es el de cono-cer la causa de vuestra desgracia...

—He servido algún tiempo en el ejérci-to ruso, y estando últimamente encargado detomar una plaza por orden del general Suga-row, he sido cogido yo mismo en lugar de co-ger la ciudad que deseaba.

—¿No tenéis amigos?

—Los tenía; pero, a Dios gracias, ape-nas me han importunado en estos últimostiempos... ¿Por qué os afligís?

—No me aflijo por mi suerte actual, si-no por la pasada. Amaba a una joven...

—Ya adivinaba yo que había algunadama metida en la aventura, pues eso es unacosa que exige tiernas lágrimas. Yo lloré cuan-do murió mi primera esposa, y volví a llorarcuando me dejó la segunda. Mi tercera...

—¿Vuestra tercera? ¿Apenas contáistreinta años y tenéis tres mujeres?

—No, ahora sólo tengo dos en tierra.Por cierto, joven, que no es nada extraño ver aun hombre enredado tres veces en los sagradoslazos del matrimonio.

—Y ¿qué hizo vuestra tercera mujer?¿Os dejó como la segunda?

—No, a fe.

—¿Entonces...?

—Soy yo quien huyo de ella.

—Tomáis las cosas con sangre fría, ca-ballero.

—¿Qué otra cosa puede hacer un hom-bre?... Vos tenéis todavía más de un arco iris en

vuestro firmamento, pero todos los míos handesaparecido... Empezamos nuestra primerajuventud entre sentimientos ardientes y eleva-das esperanzas, mas el tiempo destruye el colorde todas nuestras ilusiones y cada año nos des-poja de nuestros errores, como a las serpientesde su brillante piel. Verdad es que algunas ve-ces ello es únicamente para volver a cubrirnoscon otra más hermosa, pero de todos modosresulta que al fin del año este último ropajesigue la misma suerte que el primero. El amores la mentira que más pronto nos tiende suspérfidas redes. Tras él vienen la ambición, laavaricia, la venganza, la gloria, que preparansus brillantes anzuelos en torno de los cualesnos pasamos la vida revoloteando en busca dedinero o alabanzas...

—He aquí cosas muy bellas, y quizámuy ciertas, pero os confieso que no sé en quépueda mejorar nuestro presente el hablar deellas.

—Sin duda que no, mas convendréisconmigo en que, poniendo las cosas bajo suverdadero punto de vista, se adquiere, por lomenos, experiencia. Por ejemplo, ya sabemosahora lo que es la esclavitud, y nuestras desgra-cias nos enseñarán a portarnos mejor con aque-llos cuyos amos seamos algún día... Aparte deello, ¿cuál es nuestro estado presente? Es triste,lo cual quiere decir que puede ser mejorado, ytal es la mejor suerte de todo el género humano.Además, casi todos los hombres son esclavos, ynadie lo es más que los grandes y poderosos,que lo son de sus caprichos, de sus pasiones yno sé de cuántas mil cosas más. La misma so-ciedad, que debería inspirar la benevolenciamutua, destruye la poca que llevamos en elcorazón...

En aquel momento, un viejo personaje,a primera vista digno de ser clasificado en eltercer sexo, se adelantó, mirando a los cautivos,

en los que parecía estudiar detenidamente laapostura, la edad, la belleza y la capacidad,como para ver si eran dignos de la jaula que seles destinaba. Jamás fue ojeada una dama porsu amante, un caballo por el chalán, un pañopor el sastre, el dinero por un abogado, un la-drón por el carcelero, como lo es un esclavo poraquél que quiere comprarle. Cosa chistosa es,desde luego. comprar a nuestros semejantes.Estos se venden y se compran siempre, sin em-bargo, aunque no se trate del mercado de Cons-tantinopla. Se venden y se compran los rostrosbonitos, los empleos, los sentimientos, las pa-siones. Todo tiene su tarifa, desde ricos escudosa tristes puntapiés, conforme a las virtudes ylos vicios.

Habiendo observado el eunuco a losdos cautivos con atención, se volvió hacia elvendedor y comenzó su trato sobre uno y otro;le contestó aquél, disputaron, juraron como siestuvieran en una feria cristiana ajustando un

buey; de manera que la compra de aquel gana-do humano causó toda la algarabía de una ba-talla. Terminaron, por fin, comprador y vende-dor, por murmurar entre dientes; sacó su bolsi-llo el eunuco, entregó la suma correspondienteal otro, la examinó cuidadosamente, firmó losrecibos, y, satisfecho, comenzó a pensar en se-creto en su comida.

Si os sorprende que tuviera aquel rufiánbuen apetito, tenéis el mismo criterio que yo.De todos modos, Voltaire pretende que Cándi-do consideraba más tolerable la existenciamientras hacía sus digestiones, y así el vende-dor de nuestra historia se consolaría con unbuen almuerzo de su triste comercio. Yo no leaplaudo el gusto. Pienso, como Alejandro, queel acto de comer, con otros dos o tres más de lavida, nos hace conocer dolorosamente lo quehay de mortal en nuestra naturaleza. Si un asa-do, un guisado, un pez y una sopa pueden pro-curarnos daño o placer, ¿quién puede tener la

vanidad de poseer una inteligencia que de talmanera depende de los jugos gástricos? Esta esla desolada conclusión que alcanzamos. La otratarde (el viernes pasado), y ello es un hecho, nouna fábula poética, acababa de embozarme enmi capa y tomaba mi sombrero y mis guantesde sobre la mesa, cuando oí un tiro. Salí a lacalle y hallé tendido en ella a un bravo militar,que apenas respiraba. Por alguna razón, que noconozco, le habían traspasado de un balazo.Hice que lo llevaran a mi casa, a fin de curarle;pero no hubo remedio, porque cuando llegóhabía muerto ya. Me puse a contemplarle ape-nado. He visto más de un cadáver, y por ellomantuve con facilidad la sangre fría ante aqueltestimonio de la muerte. ¿Quién poseía mo-mentos antes una energía mayor que la deaquel hombre? Mil guerreros respetaban yobedecían sus menores órdenes. La trompeta ylas armas permanecían mudas hasta que élhablaba. Junto a su herida reciente mostraba sucuerpo, sano y fuerte, las honrosas cicatrices

que hicieron su gloria... Tal debía ser, pues, elfin del que tantas veces había arrostrado lospeligros y puesto en fuga a los enemigos en lasbatallas...

El comprador de Juan y su compañerolos condujo a un barco dorado, en el cual seembarcó con ellos, navegando rápidamente, agolpe de remos, hasta llegar a anclar junto auna muralla dominada por las copas de unossombríos cipreses. Descendieron, y su conduc-tor golpeó el postigo de una puertecilla de hie-rro, que se abrió al momento, entrando los tresen una alameda sombreada. Mientras avanza-ban, don Juan comunicó a su compañero en vozbaja sus pensamientos:

—Me parece que no sería un gran pe-cado intentar conseguir nuestra libertad. Ma-temos a este viejo negro y huyamos. Antes po-dríamos hacerlo que decirlo.

—Sí —replicó el otro—, pero, ¿quéharemos después? ¿Cómo saldremos de aquí?Aun cuando consiguiéramos salir, mañana nosveríamos en otro atolladero y en peor disposi-ción, tras la muerte del viejo, de la que estamosahora. Por otra parte, tengo hambre y, comoEsaú, cambiaría de buena gana mi derecho dehuir por un razonable bistec.

Llegaron a un vasto edificio; a todasluces, un hermoso palacio. Según las costum-bres turcas, su fachada dorada se hallaba cu-bierta por pinturas de variados colores, de posi-tivo mal gusto, y que recordaban la decoraciónde un teatro o el biombo pintado de una entre-tenida europea. Pero, corroborando los secretosproyectos del compañero de Juan, al acercarse ala casa, llegó hasta ellos el aroma de ciertosmanjares, asados, guisados, fritos y otros platosque halagan el gusto de todo hombre ham-briento, lo cual venció las últimas intencionesbelicosas de Juan, el que, abandonando al mo-

mento sus ideas, siguió pacientemente al guía,deseoso ya tan sólo de una buena cena.

Entraron los tres en un salón magníficoy muy amplio, contemplando toda la pompaasiática de que sabe rodearse el orgullo otoma-no. De un extremo a otro de aquel aposentodiscurrían o formaban grupos multitud de per-sonas, todas altivas y lujosamente vestidas queni siquiera pararon atención en el eunuco y losdos cautivos. Atravesaron los tres la vasta sala,y a continuación de ella, sin detenerse, una filade aposentos lujosamente decorados, en los quereinaban la soledad y el silencio. Llegaron auna habitación redonda, en el centro de la cualuna hermosa fuente lanzaba sin cesar un rumo-roso chorro de agua. Al fondo de ella se veíauna puerta amplísima, cerrada por una reja, y,a través de sus barrotes, pudieron contemplarlos hermosos ojos de un grupo de mujeres, cu-yo rostro permanecía cubierto por un blancovelo, las cuales mostraban una intensa curiosi-

dad por los cautivos. Siguieron después hastaun aposento, en el que se admiraban profusiónde objetos que parecían inútiles, puesto quesólo constituían un halago para la mirada. Pa-recía el tal aposento el vestíbulo de otra serie decuartos, por los que se iría Dios sabe a dónde.Los muebles eran de un lujo extraordinario, ysimplemente tenderse en los magníficos y lujo-sos sofás debía de constituir un pecado. El tra-bajo y colorido de los tapices era tan admirabley precioso, que hacía nacer en el que los con-templaba el deseo de deslizarse sobre ellos aca-riciándolos.

El eunuco, sin dignarse apenas dirigiruna mirada a las bellezas que tanto admirabanlos cautivos, se acercó a una especie de armarioo guardarropa, oculto en un rincón, lo abrió ysacó de él unos vestidos dignos de adornar elcuerpo del más distinguido musulmán. El trajeescogido para el compañero de Juan se compo-nía de una capa que descendía hasta las rodi-

llas, un ancho pantalón otomano, un chal decachemira, unas chinelas amarillas, una dagade riquísima empuñadura y, en una palabra, detodo lo que constituye el tocado de un petrime-tre turco.

Mientras el compañero de Juan se ves-tía aquellas ropas, el eunuco, cuyo nombre eraBaba, explicaba a los dos cristianos las inmen-sas ventajas que podrían lograr sólo con seguirel sendero que la fortuna abría ante ellos, ala-bando incesantemente la suerte de los dos cau-tivos, siempre que supieran conducirse coninteligencia ante los hechos y sucedidos que lesesperaban.

Cuando el inglés se hubo convertido enun elegante ciudadano de Constantinopla, Babase volvió hacia Juan, rogándole que se vistierael otro traje, con el cual se hubiera ataviadomagníficamente y con gusto una princesa. Juanpermanecía mudo e inmóvil; su humor no esta-

ba propicio a los disfraces, y rechazó aquellosvestidos con la punta de su pie cristiano, di-ciendo:

—Anciano, yo no soy una mujer.

La discusión que se sostuvo al respectofue larga y hasta violenta, pero Baba la terminóconcisamente, asegurando a don Juan que si noaccedía a cubrirse con aquellos vestidos, a él lesería muy fácil acabar la cuestión llamando aalguien que en un momento le resolvería, de-jando a don Juan al margen de uno u otro sexo.

Jurando y perjurando, hubo, pues,nuestro héroe de meterse en aquellas ropas,que no eran otras sino un precioso pantalón deseda color carne, una túnica de gasa blanca yun simple cinturón que le ceñía el talle. Comosus cabellos no eran muy largos, Baba unió aellos unas trenzas postizas, cubriendo luego sucabeza conforme a la moda entonces usada en

Turquía. Finalmente, perfumó a don Juan conlas más amables esencias.

Equipado así del todo como una mujer,gracias a las ropas, los postizos, las tenacillas,los afeites y los perfumes, diestramente mane-jados por Baba, nuestro héroe parecía una mu-chacha joven y hermosa, hasta el punto de queel eunuco se mostró inconcebiblemente encan-tado de contemplarla. Llamó a unos enanos yante ellos y los cautivos, con una risible solem-nidad, dijo lo siguiente:

—Vos, —señor— dirigiéndose al com-pañero de Juan—, no tendréis inconveniente-mente en ir a cenar con estos señores—y seña-laba a los enanos—. En cuanto a vos—se dirigíaa Juan—, respetable monja cristiana, me segui-réis. Pocas chanzas, caballero, porque cuandodigo una cosa debe hacerse. ¿Qué teméis? ¿To-máis este sitio por la cueva de un león? Es unpalacio donde los verdaderos sabios ganan an-

ticipadamente el paraíso del Profeta, y donde, aveces, hasta lo gozan.

Y como don Juan protestara, añadió:

—Vamos, locuela, os digo que nadie oshará mal.

Don Juan se volvió hacia su compañero,el cual, aunque algo triste, no pudo conteneruna sonrisa ante la metamorfosis de que eratestigo:

—Adiós—dijo don Juan.

—Adiós—replicó el otro—. Conservadvuestro honor, aunque la misma Eva haya sidola primera que nos mostró el camino del peca-do.

Y don Juan, con orgullo, aseguró:

—Estad tranquilo. Ni el mismo sultánme poseerá, a no ser que su Alteza me dé pala-bra formal de casamiento.

Con esto, que indica un cierto buenhumor, se separaron ambos, tomando cada unodistinto rumbo. Baba condujo a Juan, de apo-sento en aposento, atravesando suntuosas gale-rías, hasta llegar a una ancha puerta de mármolque se distinguía a lo lejos entre las tinieblas.Los vapores de un rico perfume les envolvían alos dos y parecía que se acercaban a un templo,porque todo cuanto les rodeaba era vasto, si-lencioso, odorífico y divino. La gigantescapuerta de mármol se hallaba recamada debronces dorados, cincelados con exquisito ta-lento. Cerraba la entrada de una extensa sala.Antes de entrar, Baba se detuvo para dar aJuan, como fiel guía de su conducta, algunossanos consejos:

—Si pudierais probar, tan solo, a modi-ficar vuestro paso, realmente majestuoso, perodemasiado varonil, todo iría mejor. Deberíaisbalancearos un poco de uno a otro costado,cosa que os comunicaría una gracia encantado-ra. Sería también conveniente que tomaseis unaire más modestito. Lo digo porque los guar-dianes de esa puerta podrían ver a través devuestras ropas, y si llegase a descubrirse vues-tro disfraz, lo mismo vos que yo, dormiríamosesta noche en el Bósforo dentro de un saco,modo de navegar, en realidad, un poco difícil.

Después de haber animado así a nues-tro héroe, Baba introdujo a Juan en una salamás esplendorosa aún que la última de quehemos hablado. Un confuso montón de rique-zas deslumbraba la vista del que penetraba enella. En aquel aposento maravilloso, bajo undosel de las más ricas telas imaginables, se ex-tendía un amplísimo lecho, cubierto de pieles yde sedas, en el que se hallaba recostada una

dama, con el aire de bienestar y abandono deuna reina. Baba se paró y, doblando la rodilla,hizo una seña a Juan, que, poco acostumbradoa rezar, se arrodilló también por instinto, igno-rando lo que esto podía significar, en tanto eleunuco continuaba sus zalemas hasta el fin dela ceremonia. La dama, levantándose con graciasingular, con la gracia de la misma VenusAfrodita saliendo de las ondas, fijó sobre losdos sus ojos voluptuosos, como los de una ga-cela, que eclipsaron toda la pedrería que la cer-caban, y, levantando un brazo, tan blanco comoun rayo de luna, hizo una seña a Baba, el cual,después de haber besado sus sandalias de púr-pura, la habló en voz baja, mostrándole a Juan.

Todo en la dama era tan noble como sumismo rango y su belleza. Tenía ese encantoomnipotente que una descripción literaria debi-litaría. Prefiero abandonarla a vuestra imagina-ción que perjudicarla con mis palabras, ya quequedaríais deslumbrados totalmente si fuera

posible que os describiera y detallara sus atrac-tivos, ajustándome a la realidad verdadera.Debo decir, sin embargo, que tan hermosa mu-jer había pasado ya la primera juventud y po-dría tener de veinticinco a veintiséis primave-ras. Pero hay bellezas en las que el tiempo nodeja la menor huella; tal fue María Estuardo,porque aunque el amor y las lágrimas perjudi-quen la belleza y el dolor marchite sus encan-tos, es cierto que hay hermosas que nunca pier-den la belleza. Tal fue también, y el ejemplo estodavía más justo, Ninón de l'Enclós.

La dama dijo algunas palabras a lasdoncellas que formaban un grupo de 10 ó 12jovenzuelas e iban uniformemente vestidas conla misma ropa que don Juan. Parecían todasverdaderas ninfas, y hubieran podido tratarcomo hermanas a aquellas doncellas de Dianaque el tiempo no olvida. Claro está que estadoncellez comparativa era sólo exterior y queyo no puedo, por mucho que lo quiera, ofrecer

garantía de lo demás... Hicieron todas ellas unsaludo respetuoso y se retiraron. Luego quehubieron salido, Baba hizo una seña a Juan pa-ra que se acercara y después para que se arrodi-llase y besase los los dos lindos pies de la her-mosa dama. Juan se hizo repetir esta invitación,haciendo notar a Baba que lo sentía mucho,pero que él no podía besar ningún zapato, ex-cepto el del Papa. Indignado Baba con aquellaorgullosa contestación, le amenazó en voz baja,hablándole del Bósforo. Al fin, hubo un arreglo,que consistió en que Juan, ya que no queríabesar el pie, besase la linda mano de la dama.Así lo hizo, y preciso es convenir que si el esta-do de su alma, fiel a la memoria de la dulceHaida, hubiera sido otro, acaso no se hubieselimitado a aquella fórmula de cortesía, cuantoque en manos como aquélla que besaba se de-tiene la boca con amor, y daría muy gustosados besos en vez de uno.

Miró la dama a Juan de pies a cabeza yordenó a Baba que se marchase, lo cual hizoéste al momento Después que el guía salió, seprodujo en la dama, que hasta entonces habíapermanecido solemne y desdeñosa, un cambiorepentino. Su frente dejó ver una extraña con-moción y sus mejillas se cubrieron de un ruborsemejante al de las nubes que recorren el cieloen el estío a la hora de la puesta del sol. Mez-clábanse en sus ojos las variadas luces que indi-can el orgullo y el deleite. Su belleza tenía en talactitud todas las gracias de su sexo, y sus fac-ciones poseían el aire seductor del demoniocuando tomó la forma de un querubín paraengañar a Eva y abrirnos, Dios sabe cómo, lasenda del mal. Iguales defectos hubieran podi-do encontrarse en el sol que en ella. Le faltaba,sin embargo, algo, como sí pareciese más pro-pia a mandar que a conceder. Su sonrisa eraaltiva, aunque muy dulce. Sus movimientos,soberanos e imperiosos. Había orgullo hasta enlas uñas de sus lindos pies pequeñitos, como si

ellas también hubiesen comprendido su rango.Parecía caminar sobre cabezas humilladas. Paraacabar plenamente su descripción entera enalma y cuerpo, diremos que un puñal, con laempuñadura cargada de pedrería, adornaba sucintura admirable. Señal que indicaba, ademásde las condiciones de su carácter, que era laesposa del Sultán.

Todo merece ser explicado en un poe-ma. La verdad es que don Juan, el último de loscaprichos de esta hermosa Sultana, la habíaseducido con su sola presencia cuando ella pa-só entre sus esclavos delante del mercado.Mandó al instante que se lo comprasen, y Baba,que jamás había rehusado su ministerio paraninguna mala jugada, recibió sus instruccionespara obrar. Si ella no tenía prudencia, el eunucosuplía esa falta, y ello explica el traje que donJuan se había visto obligado a vestirse tan apesar suyo. La juventud y las facciones denuestro héroe favorececieron el disfraz, y esto

fue todo. Si vosotros me preguntáis cómo seaventuraba la esposa de un Sultán a satisfacersemejantes caprichos, he ahí un punto cuyacontestación dejo al arbitrio de las propias Sul-tanas. Los emperadores más poderosos y exi-gentes no son sino maridos a los ojos de susmujeres, maridos simplemente, con idénticafacultad en sus frentes, y los reyes, como lasreinas, son engañados muchas veces, cosa quela experiencia y la tradición atestiguan.

La Sultana creía haber zanjado ya todaslas dificultades. Estimando a Juan de su absolu-ta propiedad, le dirigió una tierna mirada amo-rosa, no exenta de autoridad, y le dijo, sinpreámbulo alguno, persuadida de que su frasesería más que suficiente para abrir-le las puer-tas a su deseo:

—Cristiano ¿sabes amar?

Hubiera sido suficiente aquello, entiempo y lugar oportunos, pero Juan, cuya almaestaba llena aún del recuerdo de Haida, sintióretroceder hasta el corazón la sangre que colo-reaba su rostro, cambiándose el encarnado quelo cubría en una palidez extrema. La preguntade la hermosa mujer penetró en él como unalanza, le emocionó profundamente, trajo a sumemoria el dulcísimo recuerdo de otras horas,y su tierna juventud se deshizo en llanto. Chocóesto a la Sultana, no por las lágrimas, que lasmujeres usan con tanta frecuencia, sino porquesiempre hay algo desagradable en los ojoshúmedos de un hombre. Un momento, Gulbe-yaz, que así se llamaba la hermosa, tuvo el im-pulso de consolar a Juan, pero no supo cómohacerlo, puesto que conocía escasamente lamanera de dirigirse de igual a igual a un seme-jante. No pudo, pues, intervenir, y las lágrimasde don Juan hubieron de cesar solas. En ello seperdió un tiempo que Gulbeyaz considerabamuy valioso, ya que, arriesgando como arries-

gaba, dado el carácter del Sultán, su vida enaquella agradable lección de amor que habíaproyectado, era para ella un verdadero martirioperder la hora de que podía disponer, y de lacual se había pasado ya una parte considerable,viendo verter lágrimas al varonil objeto de suscaprichos.

He de afirmar que la bella Sultana teníarazón y tengo que aconsejar a los que se en-cuentren en iguales circunstancias que ella queaprovechen su tiempo, sobre todo, si viven enun país meridional, puesto que, entre nosotros,en general, hay menos prisa para eso. Pero enlos climas del mediodía, toda dilación es uncrimen. Como mucho favor no se conceden másque dos minutos o tres para preparar el asunto,y la tardanza de un momento más menoscabala buena fama de cualquiera.

La reputación de Juan como amadorera bastante buena y aún, dada su juventud,

hubiera podido mejorarse, pero se le había me-tido Haida en la cabeza, y por extraño que fue-ra frente a una mujer como Gulbeyaz, no po-dría olvidarla, lo que le hacía parecer muy maleducado. La Sultana, que lo consideraba comodeudor suyo por haberlo traído a su palacio,empezó a ruborizarse hasta el blanco de losojos, empalideció después rápida e intensamen-te, volvió a ruborizarse, tornó a ponerse pálida,y luego se ruborizó de nuevo. Finalmente, colo-có sus manos entre las de él y le dirigió unatierna mirada, con ojos que no necesitaban na-da para persuadir al menos propicio, buscandoel amor en los suyos; pero no lo encontró. Sufrente se obscureció entonces, pero se abstuvode toda amenaza, porque esto es lo último quehace una mujer verdaderamente altiva. Se se-paró de Juan y fue a reclinarse sobre su lecho.

Don Juan, entonces, conociendo lo em-barazoso de la prueba por la que pasaba, parala que le servían de coraza el dolor, la cólera y

el orgullo, pero deseoso de salvar la opiniónque de él pudiera haber Gulbeyaz, se acercó aella y, altivamente, dijo:

—El águila rehusa anidar; yo rehusotambién servir los sensuales caprichos de unaSultana. ¿Me preguntas si sé amar? Con noamarte a ti, te pruebo cuánto he amado. Bajoeste vil disfraz, más que el amor me convendrí-an el huso y la rueca. El amor pertenece a loscorazones libres. No me fascinan ni tu poderíoni la belleza de estos espléndidos artesonados.Cualquiera que sea tu poder, que tan grandeparece, las frentes se humillan ante él, las rodi-llas se doblan, los ojos velan, los brazos obede-cen; pero aún nos pertenecen nuestros corazo-nes.

Eran estas de don Juan unas verdadesmuy comunes entre nosotros, los europeos,mas Gulbeyaz no había oído jamás palabrassemejantes. Creía que el menor de sus manda-

tos constituía un placer para aquél que lo reci-bía, e imaginábase que la tierra entera no habíasido creada sino para los Sultanes y las Sulta-nas. Apenas sabía si el corazón estaba a la dere-cha o a la izquierda. Por otra parte, era tanhermosa, que, en una situación mucho máshumilde que la suya, hubiera podido ser reinao turbar un reino. Jamás sus atractivos habíansido desdeñados por nadie. Por consiguiente...Recordad vosotros lo que sucedió cuando con-servasteis vuestra castidad juvenil contra lospropósitos de amor de una viuda desesperaday dolida por vuestro desdén en la canícula; re-cordad su rabia y todo cuanto se ha dicho yescrito sobre el tema, y en seguida tendréis unaidea aproximada de la figura que hacía la bellaSultana en el mismo caso. Suponed... la esposade Putifar, lady Boody, Fedra y todos los bue-nos ejemplos que la historia nos ha dejado, ydespués suponed que aún os halláis lejos deconcebir el furor de Gulbeyaz.

Su rabia no duró más que un minuto,lo cual fue una felicidad, porque un momentomás la hubiera hecho morir. Fue como un re-lámpago, y pasó sin palabras. En realidad, Gul-beyaz no podía hablar, puesto que la vergüenzanatural en su sexo, por débil que hubiese sidoen ella hasta entonces, se manifestó de repente,humillándola dolorosamente. Su primer pen-samiento fue mandar que cortaran la cabeza deJuan...; el, segundo despedirle...; el tercero, pre-guntarle dónde había recibido su educación...;el cuarto, excitar su arrepentimiento...; el quin-to, llamar a sus doncellas y echarse a dormir...;el sexto (lo cual indica que la ira intentó retor-nar), darse de puñaladas a sí misma...; el sépti-mo, mandar azotar al pobre Baba... Pero, al fin,se sentó de nuevo en el borde de su lecho y... sepuso a llorar.

Enternecióse Juan al verla; mas era tan-to su heroísmo, que se hubiera dejado empalar,descuartizar, degollar en medio de los mayores

tormentos, arrojar a los leones, o servir de ceboa los peces, antes que consentir en el pecado,excepto cuando ello le conviniese. De todosmodos, su virtud vaciló ante aquel tierno espec-táculo. En un momento se asombró de haberrehusado las proposiciones de la Sultana y has-ta soñó que aún podía volver a entablar nego-ciaciones, concluyendo por acusar a su salvajevirtud lo mismo que el monje acusa al voto queha contraído o la mujer al juramento que haprestado, de lo que resulta con frecuencia queuna y otro violen su juramento y quebranten suvoto... Empezó, pues, Juan, a tartamudear al-gunas excusas, pero las palabras no bastan ensemejante negocio. Sin embargo, en el momen-to en que una lánguida sonrisa de Gulbeyaz letraía la esperanza de hacer las paces, entró derepente, sin aviso, y con una expresión de te-rror en los ojos saltones, el viejo Baba. Se arrojóa los pies de la Sultana y exclamó, sin aliento:

—Esposa del Sol y hermana de la Lu-na, Emperatriz de la tierra, vuestro esclavo ostrae..., esperando que no sea demasiado pron-to..., noticias dignas de vuestra sublime aten-ción: El Sultán llega. El mismo Sol me ha en-viado a anunciaros su venida...

—Bien quisiera yo—dijo Gulbeyaz—que no brillase hasta por la mañana..., pero de-cid a mis doncellas que formen la vía láctea..., ytú, cristiano, mézclate entre ellas como puedas,si quieres que te perdone tus desdenes.

Así conoció don Juan al poderoso Sul-tán de Turquía. Mezclado con el tropel encan-tador de las doncellas de Gulbeyaz vio llegar asus eunucos blancos y negros, los soldados desu guardia y sus esclavos indios. Detrás veníasu Majestad con un turbante colado hasta lanariz y una hermosa barba que cubría su rostrohasta los ojos. Sacado de una cárcel para presi-

dir su corte y gobernar su reino, debía el tronoal cordón con el que hacía poco había ahorcadoa su hermano. Su Majestad paseó en su derre-dor su mirada y viendo a Juan, disfrazado, en-tre las doncellas, dijo a la Sultana:

—Ya veo que habéis comprado otramuchacha. Lástima es que una simple cristianasea tan hermosa.

Este requiebro hizo temblar y sonrojar-se a la virgen recién comprada, en tanto que suscompañeras la miraban entre mohines y cuchi-cheos que la etiqueta contenía. La envidia no essólo patrimonio de nuestras damas europeas.

***

Pero nuestro poema bien merece quehagamos una pausa, examinando determinadoshechos. Hemos dejado a nuestro héroe y anuestra tercera heroína en una situación que,

aunque embarazosa, no es de las más extraor-dinarias, puesto que los hombres se ven mu-chas veces obligados a exponer su vida por daren la triste tentación de conquistar una mujercuyos amores les están vedados. Los Sultanesaborrecen extraordinariamente estos pecadillos,no siendo, por cierto, del parecer del sabio ro-mano, (el heroico, el estoico, el sentencioso, elamable Catón, que prestaba su mujer a su ami-go Hortensio... Ya sé que Gulbeyaz no obrabacon razón, y así lo confieso, lo deploro y lo vi-tupero, pero, como detesto toda mentira, aun-que sea en poesía, tengo que hacer constar quela razón de la Sultana era más débil que suspasiones. Así, ella pensaba que no le bastaba elcorazón de su esposo, aun suponiendo que leperteneciese por entero, lo que, en verdad, eracosa dudosa, considerando que el Emperadorcontaba cincuenta, y nueve años de edad y te-nía mil quinientas concubinas. No soy "aritmé-tico" como Cacio, pero, si calculamos con exac-titud, tal como hacen nuestras lindas mujercitas

con sus cuentas, el cálculo nos demostrará quela imposibilidad en que se encontraba el bar-budo Sultán de cumplir por entero sus deberesconyugales, era lo que hacía pecar a la Sultana,pues si aquél era equitativo, no podía ésta re-clamar para sí más que el insignificante milquinientos-avo de su corazón, víscera turca quedebería estar entregada a su monopolio, con-forme a la verdadera justicia amorosa... Se haobservado que las mujeres litigan sobre todaclase de posesiones, y si esto sucede en los paí-ses cristianos como lo prueban sendas sesionesde los tribunales en el instante en que ellas sos-pechan que otra tiene parte en lo que la Ley lesconcede para su goce exclusivo, también lasdamas paganas están dispuestas a reclamar losuyo. Hacen, pues, valer sus derechos matri-moniales todas las hijas de Eva, lo mismo en lospaíses bañados por el Tigris que en los que rie-ga el Támesis. Gulbeyaz, pues, tenía algún mo-tivo para sentirse caprichosa...

Y volvamos al poema. La Sultana debióllevar bastante hábilmente su papel, puestoque, a pesar del requiebro dedicado por su es-poso a nuestro héroe, es lo cierto que unashoras después los dos soberanos turcos dormí-an plácidamente en su lecho, o cuando menosuno de ellos. ¡Cuán penosa es la noche que pasajunto a su celoso la mala mujer que, amando aalgún mozalbete, suspira por el alba y espía envano su llegada, no osando moverse, ni darvueltas, ni dormir, ni respirar siquiera, por te-mor a despertar a su demasiado legítimo com-pañero de cama!

En cuanto a don Juan, disfrazado consus vestidos de doncella, hubo de no olvidarsede tal disfraz entre sus compañeras, a las que,sin embargo, no pudo menos de admirar a cadainstante, contemplando a conciencia sus encan-tos, desde la garganta hasta las uñas de los pie-cecitos. Confundido con ellas, fue trasladado aldormitorio de aquellas hermosas jóvenes y,

después de un agradable rato dedicado a laconversación, el juego, la danza y el canto, seencontró convertido en la mejor "amiga" de tresde aquellas muchachas, llamadas Lolah, Katin-ka y Dudú. Lolah era morena, fuerte y flexible,como una indiana; Katinka, que había anacidoen Georgia, blanca y sonrosada, con grandesojos azules, bonitos brazos, lindas manos yunos pies tan pequeños que no parecían hechospara andar, sino para deslizarse suavementesobre la tierra; al paso que Dudú, bellísima ymuy joven, parecía estar hecha para vivir siem-pre en la cama, porque era más bien algo gordi-ta, lánguida e indolente, y con un atractivo sin-gular que hacía perder la cabeza a cualquiera.Se hallaban las cuatro amigas en la más amabley cariñosa conversación posible cuando la en-cargada de las doncellas se acercó y dijo:

—Ya es tiempo de acostarse. No sé quéhacer de vos, querida niña—añadió, dirigién-dose a don Juan—. Vuestra llegada no estaba

prevista, y todas las camas están ocupadas.Habréis de partir conmigo la mía. Mañana porla mañana arreglaremos el asunto.

Al oír estas palabras, Lolah se apresuró aintervenir:

—Vuestro sueño es ligero, queridadueña, y no puedo sufrir que nadie lo turbe.Me llevaré a Juana. No nos molestaremos nadala una a la otra, pues entre las dos somos lamitad de delgadas que vos. Os respondo decuidar bien a la joven extranjera.

Pero fue interrumpida por Katinka, lacual manifestó que sentía también compasiónpor su amiga y poseía igualmente una cama,añadiendo:

—Además, odio el dormir sin compa-ñía.

—¿Por qué?—replicó la matrona, frun-ciendo las cejas.

—¡Oh!—dijo Katinka—. Por miedo a losduendes.

—Os advierto a las dos—replicó la ma-trona—que debéis continuar durmiendo solas,en tanto el Sultán no opine de otro modo. Con-fiaré a Juana a Dudú que es tranquila, inofensi-va, silenciosa y tímida, y que no se mueve, nicharla, ni ríe, ni molesta en toda la noche. ¿Quéos parece, hija mía?

Dudú no respondió nada, porque erade un carácter bastante silencioso; pero se le-vantó para besar a la matrona en los ojos y aKatinka y a Lolah en las mejillas y, después,con un ligero movimiento de cabeza, tomó aJuana de la mano para conducirla a su habita-ción y a su lecho.

Tal habitación era el dormitorio comúnde todas aquellas ninfas, y Juan fue conducidopor Dudú por aquel laberinto de mujeres, escu-chando las explicaciones de la dulce niña sobrelas costumbres de Oriente y las leyes castas ypúdicas, gracias a las cuales, cuanto más sepuebla un harén, más estrictas se van haciendo,por necesidad, las virtudes virginales de cadabelleza supernumeraria.

Después de todo esto, la dulce Dudúdio a quien ella tenía por Juanita un casto beso,pues estaba loca por dar besos, lo que nadie,estoy seguro, tomará a mal, ya que se trata dealgo muy grato que, además, no significa nadaentre mujeres. Se fue quitando después, inocen-temente, sus vestidos, lo que no le costó muchotrabajo, porque, como hija de la naturaleza queera, se adornaba con muy pocos velos. Las dife-rentes prendas de su traje fueron puestas a unlado, una después de otra, aunque no sin que

Dudú hubiera ofrecido primero su ayuda paradesvestirse a la hermosa Juana, si bien la exce-siva modestia de ésta le hizo rehusar la com-placiente oferta. Después ambas se metieron enla cama, en la mutua actitud de ignorancia ysobresalto que el lector puede suponer.

Reinaba un profundo silencio en eldormitorio; las lámparas no iluminaban sinodébilmente la estancia, y en cada lecho se cerníael sueño sobre las bellas que los ocupaban. Erantodas ellas semejantes a flores diferentes entresí por sus colores, su clima, la arrogancia yflexibilidad de sus talles. La una con la cabelle-ra de ébano, enlazada con desaliño, y la hermo-sa frente suavemente reclinada en la almohada,como una fruta pendiente de su rama, dormi-taba con tranquila respiración, dejando ver porsus entreabiertos labios una doble fila de per-las. Otra apoyaba su sonrosada mejilla sobre unbrazo de resplandeciente blancura, y numero-sos rizos de oro coronaban su frente. Entregada

a un sueño grato, y suponemos que ardoroso,se sonreía de un modo encantador y, semejantea la luna que penetra a través de una nube, des-cubría a medias sus más secretos atractivos,agitándose blandamente entre las blancas sába-nas de su lecho, como si se aprovechara de lasdiscretas horas nocturnas para sacarlos sin ru-bor a la luz. Las facciones pálidas de una terce-ra recordaban el dolor e indicaban que soñabaen unas playas lejanas y queridas, de las quehabía sido arrancada cruelmente; bajo las som-brías pestañas de sus párpados corrían consuavidad algunas lágrimas, semejantes a lasgotas de rocío que brillan en la negra rama deun ciprés.

Otra había inmóvil, como una estatuade mármol, sumergida en un sueño silencioso yapacible: blanca, fría y pura y extraordinaria-mente hermosa.

¿Cómo dormía o ensoñaba la dulceDudú, mientras tanto? Nunca ha podido saber-se. Mas lo cierto es que la noche no habría lle-gado aún a la mitad de su camino, cuando, derepente, Dudú lanzó un grito tan agudo quedespertó a todas sus compañeras, produciendouna conmoción general. Las doncellas saltaronde sus lechos y acudieron asombradas. Dudú,que se había despertado también con su propiogrito, hubo de contestar a las agitadas pregun-tas de las bellas que rodeaban su cama, envuel-tas en flotantes velos, los cabellos en desorden,los pechos, los brazos y las piernas desnudos yla vista ansiosa. Sólo una, y ello es asombroso,permanecía dormida en la habitación, y eraJuana, precisamente acostada al lado de Dudú.Ningún clamor fue bastante a interrumpir susueño, y hasta que la sacudieron sus compañe-ras no abrió los ojos, bostezando.

Estrechada a preguntas, confesó Dudúque había soñado que se paseaba por un bos-

que obscuro, lleno, sin embargo, de frutasagradables. En medio del bosque, pendiente dela rama de un árbol, se veía una hermosa man-zana que Dudú hubiera querido probar. Comola fruta se hallaba muy alta, fuera del alcancede sus manos, arrojó piedras y cuanto pudoencontrar, contra ella, a fin de desprenderla delárbol y conseguir que cayera a sus plantas. Derepente, en el momento que más desesperadase hallaba, la manzana cayó por sí misma a suspies, y entonces su primer movimiento fue elde tomarla entre sus manos y morderla conansia hasta el corazón. Sus labios bermejos ibana abrirse sobre la fruta de oro de su sueño,cuando salió de ella una abeja zumbadora queclavó a Dudú su aguijón hasta el fondo del al-ma. Ello fue lo que la hizo despertarse con es-panto y lanzar su queja.

Las doncellas del harén, al escuchar elrelato de su compañera, comenzaron a murmu-rar, considerando que Dudú las había desper-

tado sin motivo. La matrona se incomodó tam-bién, riñendo a la pobre Dudú, que no hizo másque suspirar, sintiendo haber gritado.

—He oído hablar de historias de gallosy de toros —dijo la matrona—, pero arrancar-nos de nuestro reposo por bobos ensueños so-bre una manzana y una abeja y turbar a todaslas odaliscas en su cama a las tres y media de lamadrugada, eso es inconcebible. Mañana ve-remos lo que dice el médico sobre vuestro his-terismo... ¡Y la pobre Juanita, verse incomodadade este modo la primera noche que pasa entrenosotros! Muy cuerda andaba yo cuando pen-saba que la joven extranjera no podía dormirsola, pero que necesitaba una compañera tran-quila. Creí que vos hubierais podido propor-cionarla un buen reposo, pero ahora veo queserá preciso que la confíe a los buenos cuidadosde Lolah, aunque su cama no sea tan anchacomo la vuestra.

Al oír esto, brillaron los ojos de Lolah;pero la pobre Dudú, entre lágrimas, imploró elperdón por su culpa y añadió, con tono tierno yafectuoso, que suplicaba no la quitasen a Juanay que en adelante procuraría reprimir sus en-sueños. La misma Juana se interpuso cariñosa-mente diciendo que se encontraba muy bien allado de Dudú, como lo atestiguaba su profundosueño, y que no tenía deseo de abandonar a subuena compañera de lecho. Mientras así habla-ba nuestro héroe, convertido en heroína, Dudúescondía su cabeza en el seno de aquélla, nodejando visible sino una parte de su lindo cue-llo del color de las rosas a punto de abrirse.Ignoro por qué se ruborizaba, y no podría ex-plicaros el misterio de su grito y de su ensueñointerrumpido, pero puedo aseguraros quecuanto os relato es absolutamente verdadero...

***

Mientras sucedía lo que queda relata-do, los tímidos rayos de la nueva aurora envol-vían tiernamente el palacio del Sultán de Tur-quía. La bella Gulbeyaz, abandonando su lecho,en el cual sólo había hallado insomnios, un le-cho magnífico y más blando que el de aquelsibarita que gritaba de dolor cuando encontra-ba en su cama una hoja de rosa, se cubrió conuna capa de gasa y se adornó con algunas jo-yas. Era tan hermosa que el arte de tocador nohacía sino destacar levemente sus propiosatractivos. En aquel momento se hallaba tanagitada que ni siquiera pensó contemplarse encualquier espejo, por lo que perdió una ocasiónde sentirse orgullosa de sí misma, puesto quesu palidez y sus ojeras, consecuencia de la malanoche que había pasado en lucha entre el amory el orgullo, la hacían aún más bella.

Casi al mismo tiempo, o quizá un pocomás tarde, se levantaba también el Sultán, due-ño sublime de treinta reinos y de una mujer

que, sin embargo, lo aborrecía. Cuando el Sul-tán abandonó el palacio, Gulbeyaz se retiró a sugabinete e hizo llamar a Baba. Le preguntó porJuan y se informó de lo que había pasado desdeque los esclavos se retiraron. ¿Qué había hechoBaba de ellos? ¿Había salido todo a la medidade su deseo? ¿Había sido conocido el disfraz?Pero, sobre todo, ¿cómo había pasado Juan lanoche y en qué sitio? ¡Oh!, la Sultana estabaimpaciente por saberlo...

Baba parecía preocupado, perplejo, ycomo si quisiera ocultar algo. Gulbeyaz, queamaba ante todo la obediencia rápida en sussúbditos, multiplicó sus preguntas; pero lasrespuestas eran cada vez más vagas, de maneraque el semblante de la Sultana comenzó a darseñaladas muestras de disgusto. Con ello, Babahubo de ser relativamente sincero, y explicó asu dueña que don Juan había sido confiado aDudú y se había visto obligado a pasar la nochecon ella en un mismo lecho. De todos modos, él

estaba seguro de que Juan no había dejado co-nocer su verdadero sexo... Buen cuidado tuvoBaba de olvidar en su relato el extraño sueñosufrido por Dudú.

Aunque Gulbeyaz no era una mujerdébil y propicia al desmayo, como lo son lasdamas cristianas, aunque no lo sean, el hecho esque pareció próxima a desmayarse. Postradalentamente en un sillón apoyó su hermosa ca-beza entre las manos, reclinando los brazossobre las trémulas rodillas. Una sombría deses-peración elevaba y oprimía su seno encantador,y su larga cabellera caía sobre su rostro ocul-tando casi sus hermosas facciones y sus exqui-sitas manos pálidas... Baba, que sabía por expe-riencia cuándo debe hablarse y cuándo no, con-tuvo su lengua hasta que hubo pasado aquellatempestad... Por fin, la Sultana se dirigió al eu-nuco y le dijo:

—Baba, trae a los dos esclavos.

Baba se estremeció y pareció dudar unmomento, pidió perdón después y, al fin, acabópor suplicar respetuosamente a su ama que sesirviera decirle con exactitud a qué esclavos serefería.

—La georgiana y su amante—replicóGulbeyaz, y luego añadió—: Que esté pronta labarca al pie de la puerta secreta; lo demás ya losabes.

Baba suplicó a la Sultana que revocasela orden que acababa de oír.

—Oír es obedecer —dijo—, pero pen-sad en las consecuencias. No es que no estépronto a obedeceros, pero una precipitaciónpuede constituir un grave riesgo, señora mía.Pienso en vuestra sensibilidad, en el caso que seprodujera un descubrimiento inesperado. Aunoculto por las olas más profundas de todos los

mares vuestro esclavo, ya le amáis, señora, y sirecurrís a un medio violento y lo hacéis perecer,no os curaréis por ello.

—¿Qué entiendes tú de amor, misera-ble? ¡Vete! ¡Vete y ejecuta mi voluntad!

Baba desapareció, porque sabía muybien que si llevaba adelante sus razonamientos,se hubiera visto expuesto a seguir la mismasuerte de don Juan, y, por más que deseabaacabar el asunto sin hacer mal al prójimo, pre-fería su cabeza a la de otro cualquiera. Marchó,pues, a ejecutar su comisión, si bien refunfu-ñando contra las mujeres, en especial cuandoson Sultanas. Llamó en su auxilio a dos compa-ñeros, enviando a uno de éstos para que advir-tiera a la joven pareja que se ataviase sin tar-danza y se presentase a la soberana, la cual sehabía informado de Dudú y Juana con la mástierna solicitud. Al oír tal mensaje, una y otraparecieron sorprendidas, pero hubieron de

obedecer de buen o mal grado. Dejémoslas aho-ra que se preparen para asistir a la audienciaimperial. ¿En ella Gulbeyaz se compadeció denuestro héroe y de la tierna niña, libertando auna y otro, como hubieran hecho tantas muje-res de su especie, o no lo hizo? He aquí algoque conviene saber más adelante.

Ahora es preciso que nuestro poemacambie de escenario. Esperando que la dulceJuana y su compañera, o nuestro hermosohéroe y su reciente esposa, porque ya casi nosabemos lo que en verdad era don Juan, se li-braran de ser pasto de los peces, utilizamos elincontenible vuelo de la fantasía para iniciar elcanto de sucesos y personas distintos...

Cantemos los amores feroces y loscombates infieles. Cantemos las hazañas y loscañonazos que hicieron famoso el sitio de unafortaleza llamada Ismail, sitio que fue sosteni-do, al frente de sus ejércitos, por el bravo gene-

ral Suvaroff, guerrero, aficionado a la sangre,como los alemanes a la cerveza. La fortaleza loera de primer orden y guarnecía todo un arra-bal de la ciudad. Su foso era profundo, como elmar mismo, y sus murallas se elevaban a unaaltura, de la cual no quisierais por cierto verosahorcados.

La mañana de nuestro relato, los ejérci-tos rusos se hallaban dispuestos para el asaltode la ciudadela. ¡Ay! ¿ Qué he de hacer parapoder citar los gloriosos nombres de sus gene-rales, todos a las órdenes del inmarcesible Su-varoff? ¿Qué ortografía y qué esfuerzo no seránnecesarios para introducir sus inmortales nom-bres en mis versos? Sin embargo, he de citaralgunos. Strongenoff, Strokonoff, Meknoff, Ser-gio Loff, Arsnieuw, de la Grecia moderna;Tchitsshakoff, Rokenoff, Chokenoff y otros dedoce consonantes para una vocal, de los cualesharían mención, si pudiera sacarlos del olvido.Entre todos ellos había también extranjeros

ilustres, voluntarios que combatían contra elturco; ingleses inmortales, de los cuales dieci-séis se llaman Thompson y diecinueve se lla-maban Smith; franceses valientes, jóvenes yalegres; españoles, alemanes, y diversas mez-clas de europeos.

La batalla comenzó casi de madrugada,y durante mucho tiempo las baterías rusasbombardearon la ciudad y la fortaleza. Mástarde, los barcos sitiadores avanzaron en ordende combate acercándose a la ciudad y comen-zando un feroz cañoneo contra ella. Entonceslos barcos turcos contestaron el fuego, y duran-te seis horas hubieron de sufrir las naves rusasla horrible lluvia de proyectiles de la armadaturca. En tales juegos, unos y otros perdieronmuchos buques, a la vez que veían morir a mi-les los bravos soldados de su infantería. Entretodos éstos se destacaba especialmente un ver-dadero hércules, llamado Potemkin, gran per-sonaje de los ejércitos rusos, muy destacado en

los tiempos en que el homicidio y la prostitu-ción podían servir para hacer una grandeza.

Fue este Potemkin quien tuvo la fortu-na, en medio del combate, al realizar un valero-so avance sobre el terreno enemigo, a fin deaveriguar el emplazamiento de su artillería, deencontrar al anochecer una banda desconocidade turcos, uno de los cuales hablaba su lenguabien, o mal, y traerlos prisioneros ante el granSuvaroff. Suvaroff, en aquel momento, en man-gas de camisa, arengaba a una compañía decosacos, intentando convencerles de la enormebelleza que anida en la noble ciencia de matar,pues, considerando la naturaleza humana comobarro vil, aquel gran filósofo proclamaba suspreceptos, a fin de probar a las inteligenciasmarciales que, en una batalla, la muerte equiva-le a una buena pensión para las viudas. ViendoSuvaroff que Potemkin se acercaba con aquellatropa de prisioneros, le preguntó:

—¿De dónde vienen esos hombres?

—De Constantinopla, señor. Somoscautivos escapados del serrallo— dijo uno delos prisioneros.

—¿Quiénes sois?

—Los que veis.

—¿Vuestros nombres?

—Jhonson es el mío. Juan, el de micompañero.

Los otros dos son mujeres. El quinto noes ni mujer ni hombre.

—He oído ya vuestros nombres; elvuestro no es nuevo para mí. En cuanto a esaquinta persona... En fin... Bien, ya veremos...

Digo que creo haber oído vuestro nombre en elregimiento Nikolaiew.

—Precisamente.

—¿Servíais en Midis?

—Sí.

—Conducíais el ataque?

—Sí.

—¿Qué ha sido de vos después?

—Un tiro me derribó y me hicieron pri-sionero.

—Seréis vengado... ¿Dónde queréis ser-vir?

—Donde queráis.

—Y ese joven, ¿qué puede hacer?

—A fe, general, que si es tan bueno enla guerra como en el amor, podía ser puesto a lacabeza de los encargados del asalto.

—Se le pondrá, si se atreve a ello.

A estas palabras, nuestro héroe, que noera otro el desconocido, se inclinó con el respe-to que merecía el cumplido de su amigo y secuadró marcialmente ante el general. Este pro-siguió:

—Una providencia especial ha queridoque vuestro antiguo regimiento sea el señaladopara el asalto. He jurado a más de un santo queentraremos en la fortaleza, quieran o no quie-ran... ¡Así, pues, hijos míos, a la gloria!... Vos,Jhonson, volveréis a incorporaros al mando devuestro regimiento. El joven extranjero se que-

dará entre los bravos que me rodean. En cuantoa las mujeres, y a ese otro que pertenece a unaclase especial, irán con sus bagajes a las tiendasde los heridos.

Pero aquí tuvo principio una verdaderaescena. Las damas, que por cierto no habíansido educadas de modo que se pudiera dispo-ner de ellas de tal manera, a pesar de su educa-ción de harén, levantaron la cabeza y, con losojos inflamados y arrasados en llanto, extendie-ron sus brazos y se agarraron firmemente aJhonson y a don Juan. Entonces Suvaroff, quetenía poco miramiento ante las lágrimas y pocasimpatía hacía las lamentaciones, creyó ver, sinembargo, cierta emocionada simpatía en aque-llos ademanes femeninos, y dijo a Jhonson conel más blando acento aue le fue posible usar:

—Pero, Jhonson... ¿en qué diantre pen-sáis trayendo aquí a mujeres? Se les tendrántodas las consideraciones que sean precisas,

pero habrán de ser conducidas, para su propiaseguridad, al hospital de sangre. Hubierais de-bido comprender que este equipaje femeninono es cómodo en una batalla. No me gustan losreclutas casados, y tengo muy buenos motivospara sostener esta opinión.

—No se disguste vuestra excelencia —replicó nuestro inglés—, pues son las mujeresde otro y no las nuestras. Soy antiguo en el ser-vicio y estoy al corriente de las costumbres mi-litares. Estas no son sino dos damas turcas quede consuno, con su guardián, han favorecidonuestra fuga y nos han acompañado por entremil riesgos bajo este peligroso disfraz. Com-prended que para ellas, pobres mujeres, el quehan dado es un primer paso algo penoso. Osruego por ello que sean tratadas con todo mi-ramiento.

Entretanto, las pobres mujeres, des-hechas en llanto, empezaban a perder la con-

fianza que tenían en sus propios protectores, yen medio de su tristeza se sorprendían de queun anciano, en mangas de camisa, sucio, con elbarro hasta las rodillas, fuese más respetado yordenara con mayor soberanía aún que el másostentoso sultán del mundo. Tal comprobaciónno hizo sino aumentar sus penas, y, viendoJonhson el dolor que las aquejaba, intentó diri-girles, a su modo, algunos consuelos. Don Juan,que era mucho más sentimental, les juró quevolvería a verlas al alba, o que se arrepentiríade ello todo el ejército ruso, consiguiendo quetales palabras, por lo que gusta a las mujeres laexageración, llevaran a su ánimo algún consue-lo. En seguida, después de algunas lágrimas,algunos suspiros y algunos besos, se separaronde ellas. Los hombres tomaron las armas paraincendiar una población que no les había hechodaño alguno, en tanto que las mujeres fueron aesperar su regreso Suvaroff, que consideraba lavida como una pequeñez, y que con tal de ob-tener un triunfo se le daba muy poco de la pér-

dida de su ejército, se olvidó al momento de lasdos mujeres y media abandonadas. La obra desu gloria continuaba entretanto y se preparabaun cañoneo tan terrible como el de Ilión, siHomero hubiera hallado morteros que enfilarcontra las murallas.

Escuchad, entre el silencio de la fría ymonótona noche que caía sobre el campamento,el murmullo de las conversaciones de los sol-dados. Vedlos moverse a lentos pasos, comosombras tristes, a lo largo de los sitiados muros,mientras la temblorosa y escasa luz de las estre-llas forma a su alrededor como un velo muchomenos espeso que el que les cubrirá en la bata-lla. Detengámonos por ahora frente a ellos.Hagamos una corta pausa, un momento toda-vía, antes que el grito de la muerte convoque elestrépito de la lucha.

TERCERA PARTE

Todo estaba preparado, el fuego, el hie-rro y los hombres, para salir de su madriguera.El ejército avanzó, y a las anchas filas de solda-dos caídas frente a la metralla sustituían otras,igualmente destinadas para la muerte.

La Historia sólo considera las cosas enconjunto. Es tal vez éste su recurso moral paraevitarse el pensamiento de que, en cada guerra,con oro y con sangre se paga un poco de lodo.Secar una sola lágrima es gloria más honrosaque derramar mares de sangre...

Tras el terrible duelo de la artillería,avanzaron, unos contra otros, los infantes. Uninstante después ya pueden ser contempladaslas angustias, siempre renacientes, que son elespectáculo de las batallas. Aquí gime uno, allíse revuelca otro en el polvo y un tercero hacegirar en las órbitas sus ojos de lívido color. Esa

es la recompensa reservada a la mitad de cadabatallón, mientras la otra mitad alcanzará quizáuna cinta para el ojal de su casaca... Pero, detodos modos, la lucha tiene su profunda belle-za. Mirad los granaderos rusos subiendoacompasadamente, en medio del fuego másnutrido que pueda imaginarse, una loma forti-ficada. Entre ellos camina nuestro héroe. Sigá-mosla, abandonando a sus compañeros a lagloria de las gacetas y los partes, a la cual co-rresponde recordar a los muertos. ¡ Feliz milveces aquel cuyo nombre ha sido bien escritoen el comunicado! Yo he conocido a un oficialmuerto en Waterloo, citado con el nombre deGrove, a pesar de llamarse realmente Grosse...

Juan y mi amigo Jhonson combatieroncomo unos valientes y, aunque fuera aquel elprimer lance en que nuestro héroe se encontra-ba, hay que reconocer que supo quedar a lamejor altura. En un momento de la batalla, se-parado de los suyos, por uno de esos azares del

combate que separan a un guerrero de otro, demodo semejante a como sucede a las castasesposas con sus constantes maridos al ano dematrimonio, Juan se encontró solo, entre lasruinas de un parapeto, y tuvo la sensación clarade su importancia como soldado. Un instanteocupó aquellas ruinas nuestro héroe frente alfuego infernal de los turcos. Después sus com-paneros, que habían acaso huido momentá-neamente, volvieron a su lado impresionadospor el ejemplo, y todos juntos, con Juan a lacabeza, dieron la última embestida y tomaronlas murallas. Y ahí está, sobre ellas, nuestrohéroe, como toda su vida ha estado junto alhermoso seno de las bellas, del que por ciertono se separó nunca, mientras conservaba susatractivos, a no verse obligado a ello por el fierodestino, los bárbaros elementos o los parientespróximos, que viene a ser lo mismo.

Pero no acabó aquí el heroísmo de Juan.Viendo al general Lascy, con parte de sus tro-

pas, rodeado y en peligro en otro lugar de labrecha, corrió hacia él con los suyos para auxi-liarle. No le conocía, en realidad, ni entendíasus palabras cuando le daba las gracias, puestoque sabía de alemán lo que de sánscrito; peroviendo a un hombre lleno de cintas negras, azu-les y doradas, escudos, medallas y espada en-sangrentada en la mano, que le hablaba en tonocortés, comprendió que se hallaba ante un ofi-cial superior, y también él estuvo muy amable.En tanto se cruzaban estos saludos ininteligi-bles, la batalla seguía y las tropas rusas y de susaliados entraban en Ismail. No es posible referirsiquiera cuánto fue el esfuerzo necesario paraello, ni cómo los cosacos fueron acribillados abalazos y a cuchilladas por las cimitarras hastallegar a conseguirlo. Lo cierto es, olvidando lashazañas de los bravos de tanda, que, muchashoras después, en las que fue disputado el te-rreno palmo a palmo, don Juan y Jonhson yalgunos de los suyos tomaron un baluarte quesu defensor turco les hizo pagar muy caro. Juan

le ofreció cuartel, pero esta palabra debe sonarmuy mal a los oídos de un turco que se preciede serlo, y aquél prefirió morir merecedor detodas las lágrimas turcas presentes y futuras.Aquello fue espantoso. Tres mil turcos cayerony su jefe fue lindamente traspasado por dieci-séis bayonetas rusas.

* * *

La ciudad fue tomada, pero en cadaesquina, en cada trozo de muralla, en cada casa,los turcos no han depuesto todavía las armas, yla lucha no cesa en toda la noche. Don Juanrecorre los baluartes sin descanso. En un rin-cón, donde poco ha han sido degollados unosturcos, una hermosa niña de unos diez años deedad gime inconsolable, asustada del aspectoferoz de dos cosacos que la persiguen. Luchan-do con los dos fieros soldados rusos, nuestrohéroe la salva de sus garras. La niña le mira yen el ánimo de don Juan se mezclan por prime-

ra vez las emociones de los más puros senti-mientos. Consulta con su amigo Jonhson cómopoder dejar a aquella criatura a salvo del horrorde la batalla y acuerdan enviarla al campamen-to con unos soldados que la guarden. Hechoasí, nuestro héroe continúa batallando. Las in-cidencias de la lucha le conducen con su amigoante la propia torre donde el Sultán se defiendedesesperadamente, no pudiendo creer en laderrota. Ambos le ruegan que se rinda, pero, adespecho de toda la fraseología turca prodiga-da por ellos, el Sultán no cede y hasta les atacapersonalmente con su cimitarra. Caen entoncessobre su feroz sultanería resueltos a acabar consu inhumana resistencia. ¡Nunca sabrá donJuan hasta qué punto el Sultán no veía, olvi-dando los encantos de sus cuatrocientas jóve-nes esposas terrenales, sino los de las huríes deojos negros que preparan en el paraíso el lechode los valientes que rechazan el cuartel de losvencedores! El buen turco sonrió mentalmente

a los mil deleites que le esperaban, se arrojósobre sus enemigos y murió dignamente...

***

Toda la ciudad fue devastada en unabrir y cerrar de ojos. La Historia canta a me-nudo proezas semejantes. Leed en vuestrospropios corazones, recordando la historia ac-tual de Irlanda. Decidme luego si la gloria deWellington la consuela del hambre. Hoy existe,para un pueblo patriota que tanto se ama a símismo y tanto ama a su rey, un sublime gozo, yes ése de la gloria de los héroes... Aunque denuevo se nos ocurra meditar en que el dolor yla devastación... Si bien hemos de convenir queIrlanda puede morir de hambre, pero el granWellington pesa doscientas libras...

Ismail sucumbió, y Suvaroff, vencedor,pudo gritar a voces: "¡ Viva la emperatriz! ¡Glo-

ria a Dios! ¡Gloria a la gran Catalina!" (¡Eterni-dad, qué alianza de nombres!...)

He cumplido mi palabra. Habéis teni-do escenas de amor, de tempestades, de viajes,de guerra... Podría deciros lo que ha sucedido ysucederá aún al héroe de este gran enigma poé-tico, pero me complazco en detenerme ante laciudad incendiada y cubierta de sangre, y envíoa Juan, con un parte de la batalla victoriosa, aSan Petersburgo, donde todos esperan angus-tiosamente. Tal honra le ha sido concedida enpremio a su valor. La huerfanita musulmanaque salvó en el fragor del combate partió con élpara aquella capital de salvajes civilizados porel Zar Pedro. Ya sé bien que aquel inmensoImperio se ha granjeado ahora muchas adula-ciones y que hasta el viejo Voltaire le elogia;pero yo prefiero ser sincero y decir que consi-dero a los autócratas absolutos, no como bárba-ros, sino como algo mucho peor que eso...

Juan rodaba en un maldito coche haciala capital rusa. Un fiero coche sin colgar, quepor los malos caminos no deja hueso sano. Me-ditaba en los reyes, en las órdenes con que asíacondecorado, en la caballería y en la gloría, y sibien deseaba que todo aquello le fuera conoci-do muy pronto, la verdad es que mejor querríaque las sillas de posta tuvieran almohadones.

A cada vaivén y cada salto miraba a supequeña protegida y se compadecía de ella.Pero yo soy demasiado propenso a la metafísicay ando tan trastornado como el mundo. Cuen-to, relato, hablo, diserto demasiado. Pongamosa don Juan y su niña turca en San Petersburgode una vez y veamos cómo es esa ciudad, en-vuelta por las nieves, dividida entre el lujo másostentoso y la más inconcebible miseria quequepa imaginar.

Miremos a don Juan en un salón her-moso del palacio imperial. Viste un lindo uni-

forme: frac encamado con solapas negras, largoplumero blanco, ceñidos pantalones de casimiramarillo, medias brillantes de excelente seda,sin una sola arruga que estropee la línea de susadmirables piernas. Mirémosle con la espadacolgada del costado, el sombrero en la mano,adornado por todos los encantos de la juventudy la gloria, y también por el sastre del regimien-to, gran hechicero, cuya varita mágica crea labelleza. Vedle colocado como en un pedestal ypareciéndose al amor convertido en teniente decaballería.

Los cortesanos le miraron con atención,las damas se hablaron al oído unas a otras, laEmperatriz sonrió dulcemente y el favoritoreinante se mordió los labios y frunció las cejas.No puedo recordar a quién correspondía aqueldía tan íntimo servicio, ya que eran muy nume-rosos los que alternativamente se sacrificabanpor la patria y aceptaban aquel puesto difícildesde que Su Majestad había sido coronada

sola, pero sí sé que la mayoría de ellos eranunos compadres de seis pies de estatura, robus-tos como toros y muy capaces de despertar ce-los en un patagón... Juan no tenía aquella talla;delicado y esbelto, barbilampiño y de aire ri-sueño, era de otra naturaleza que ellos; perohabía, sin embargo, en su talante, y sobre todoen su mirada, algo que demostraba sin necesi-dad de prueba la existencia del hombre bajo suaire de serafín y sus apariencias de espírituceleste. Por otra parte, la caprichosa Catalinaamaba a veces a los jóvenes así, y acababa pre-cisamente de enterrar a su rubio Lanskoi. Nodebe, por lo tanto, extrañarnos que Yermoloff,Monotoff, Schermomoff, o cualquier otro "off",temiese por su puesto, sospechando que SuMajestad diese aún cabida a una nueva llamaen un corazón acreditado como elástico; pen-samiento éste capaz de sobresaltar a aquél que,según el lenguaje de su empleo, desempeñabaentonces "tan elevada misión oficial".

Catalina se embelesó al ver al mozo, alhéroe encantador sobre cuyo penacho se habíaprendido la victoria. Tan atenta estuvo con-templándole cuando él dobló la rodilla y laalargó el pliego, que se olvidó de romper elpliego y permaneció un momento con el parteen la mano. Reaccionó en seguida, rasgó el pa-quete y leyó con los ojos de la Corte pendientesde ella. Sonrió después, y es preciso convenirque aquella sonrisa era muy agradable. Su im-perial rostro, aunque algo ancho, era noble; susojos, bellos, y su boca, graciosa. Aquella sonri-sa, al fin demostraba tres goces de muy distintaespecie. El primero era el goce de saber quehabía ganado una batalla, tomado una ciudad,hecho morir a treinta y tantos mil enemigos yconquistado una vez más el temor y el respetodel mundo. El segundo goce se lo dio, comosiempre, la mala literatura de Suvaroff, su ge-neralísimo comunicante. El tercero, marcada-mente femenil, se lo produjo bajar la vista yhallar frente a sus ojos los del joven español. De

esta simple manera brotó en ambos el amor.Catalina se sintió prendida por la gracia, por lafigura, por no supo qué que halló en don Juan.La copa de Cupido embriagaba al primer trago,pues contiene una quintaesencia que nos haceperder la cabeza sin necesidad de abusar de subebida... El hecho es que ambos se prendaronmutuamente y que Juan se sintió en brazos delamor o de la lujuria, contemplando a la Empe-ratriz, Y que no se nos censure por emplearjuntas estas dos palabras, pues tan mezcladasandan en la vida con el polvo humano que noes posible separarlas. Y en el caso de nuestrohéroe, mucho menos, cuanto que la grandesoberana de todas las Rusias obraba al respectocomo una mujerzuela.

Toda la Corte se dedicó al cuchicheo,mientras los ojos de los rivales de nuestro jovense llenaban de lágrimas. Los embajadores ex-tranjeros preguntaron quién era aquel nuevojoven que prometía subir tan alto. Todos los

presentes le veían ya sobre un río de rublossonoros y llameantes, cubierto de honores ycondecoraciones. Él, aún inocente, no com-prendía la admiración general, pero supo con-ducirse conforme a su noble cuna. Había reci-bido, por otra parte, de la naturaleza la apostu-ra más amable y gallarda, y así se comportómaravillosamente: habló poco, pero a propósitoy con gracia, y sus modales fueran bellos ypuede decirse que insuperables... Una orden dela Emperatriz le confió a los cuidados de todossus funcionarios. Y hasta recibió muy especial-mente las atenciones y sonrisas de la "señorita"Protasoff, un ángel del cielo, llamada, según lossecretos de su misterioso empleo, "la probado-ra", término inexpresable para mi pobre musade poeta. Abandonó con ella los salones, comoparece que era su deber, y nosotros los aban-donaremos a ambos, como parece lo correcto.Que mi Pegaso descanse. Descendamos de losaltos lugares del mundo, cuya grandeza besa elcielo, evitemos el vértigo de las alturas, y con-

duzcamos despacito nuestra cabalgadura sobreel verde y humilde tapiz de algún sendero...

Don Juan llegó a ser un ruso muy civili-zado, y es natural, porque muy pocos jóvenessaben resistir el choque de las tentaciones queencuentran en su camino y, además, la que sepresentó ante él lo hacía ofreciéndole el almo-hadón de honor de un monarca. Lindas donce-llas, por otra parte, banquetes, fiestas, danzas,vinos, dinero contante y sonante, hicieron quecreyera un paraíso el hielo, y el invierno, vera-no. El favor de la Emperatriz le era muy lisonje-ro, y, aunque un poquito asiduo, le dejabahoras libres, además de que un joven debe ysabe cumplir con mucha gracia semejantes fun-ciones. Mas como soy sincero cantor de supoema, debo también decir que, durante aqueltiempo, don Juan acaso se mostró un tanto di-sipado, circunstancia o defecto muy sensible,que no sólo marchita la flor de nuestras sensa-ciones más puras, sino que también suele

hacernos egoístas y esconde nuestro fondobondadoso, a la manera que la ostra, amenaza-da de acompañar un trago de vino aperitivo, seagazapa en su concha y une sus dos valvas. Poreso no queremos describir esta época de su vi-da. Baste decir, tan sólo, que su éxito fue talque, en lugar de cortejar a la Corte, se vio corte-jado por ella, acontecimiento diariamente repe-tido que, aunque se debiese a sus gracias, sujuventud y su sastre, tenía su verdadero fun-damento en la circulación sanguínea de unavieja mujer y en el empleo que representabajunto a ella.

Escribió a España y, con la distancia sinduda, todos sus deudos se alegraron de saberleen el camino de la fortuna y en la mejor dispo-sición para colocar primos y sobrinos, elogian-do, algo imprudentemente, que al fin hubiérasedecidido a seguir la buena senda. Algunos delos suyos le hablaron de trasladarse a Rusia y,tomando helados, decían a todo el mundo que

el clima de Madrid y el de Moscú eran casiiguales para el que se cubriera con un buencapote. Su madre se alegró también de su carre-ra cortesana, puesto que así no había de man-darle dinero en abundancia como antes, y leescribió diciéndole que le felicitaba por verleapartado de los placeres, que siempre represen-tan un cuantioso gasto. Le prevenía contra elculto griego, recomendándole, sin embargo,que no llevara su actitud católica hasta un lími-te que pudiera ser molesto para otros senti-mientos, le informaba de que ya tenía un her-manito, fruto de su segundo matrimonio, y leensalzaba a cada paso el amor "maternal" de laEmperatriz, cuya regla de conducta, protectorade los jóvenes, nunca sería bastante alabada...

***

¡Oh! ¡Así me dieran mis musas la fuer-za necesaria para cantar tus loores, vieja hipo-cresía! ¡Así pudiera entonar un himno tan

grandioso como las virtudes de que te alabascon tanta inmodestia y que jamás practicas!¡Ay! ¡Si me fueran dadas las trompetas de losquerubines...! ¡Si me dieran, al menos, aquellatrompetilla de mi anciana tía, sabia y buena,que no hubo recurso ni consuelo cuando ya nopudo seguir leyendo su devocionario a travésdel obscurecido vidrio de sus anteojos...! Ya queella, cuando menos, no tuvo nunca hipocresíaen el alma...

***

Pero sigamos nuestra historia. Nuestrohéroe enfermó. La Emperatriz se alarmó. Tem-bló la Corte. El médico imperial habló de posi-bilidad de muerte. Catalina creyó sucumbir detristeza. El médico tornó a hablar de clima y depeligro y de necesidad de viaje, tal vez porqueun aspirante a determinado cargo le diere sufi-cientes motivos para ello. La Emperatriz se pu-so algo mohína con la receta del doctor, pero, al

fin, accedió, y nuestro héroe, cargado de dine-ros y de honores; salió para determinada mi-sión oficial fuera de Rusia.

Su destino final era Inglaterra, y partíahacia ella muy feliz. Menos feliz quedaba Cata-lina, que, aunque de capa caída, no queríacomprenderlo, y sufría por la pérdida de suamante en silencio, hasta tal punto que durantealgún tiempo nuestro héroe no tuvo sustitutoposible. Pero el tiempo es gran consolador, ynuestra querida Emperatriz, a las cuarenta yocho horas, hubo de consolarse... Dejémoslaocupada en tal consuelo y subamos con Juan ala "barouche" que había de trasladarle fuera deRusia. La misma barouche" en la que la bellaCatalina de antaño, cual nueva Ifigenia. se en-caminó a Tanride, fue dada a su favorito. En lasportezuelas llevaba sus armas imperiales: unalano, una alondra y un armiño...

Con Juan iba Leila, la niña salvada enIsmail. Juan la amaba y ella le amaba a él conun extraño amor que no era afecto familiar y desangre, ni sentimiento inspirado para nada enel sexo. Acaso por eso, por no fundamentarseen razón alguna humana, era más tierno y pro-fundo aquel mutuo cariño... Atravesaron Polo-nia, el ducado de Varsovia, famoso por sus mi-nas de sal y su yugo de hierro; Curlandia, don-de hubo de ocurrir aquella farsa que dio a susduques el nombre de Byron. Llegaron a la Pru-sia propiamente nombrada. Visitaron Koenis-berg, su capital, cuya gloria se funda sobreKant; pero, como a Juan no le importaba paranada su filosofía, continuaron su camino porAlemania. Conocieron Berlín, Dresde y otrasciudades del Rhin. Atravesaron Manheim yBonn, Drachenfeds y Colonia. Llegaron, por fin,a La Haya, Helvoetsluys, patria húmeda de losholandeses y los fosos, donde la ginebra da susmejores frutos y suple por sí sola todas las ri-quezas de que se ven privados los pobres. Los

sabios y los senados han condenado siempre suuso, pero parece muy cruel prohibir a los hom-bres un cordial que es todo el vestido, todoalimento, toda la leña y todo el ensueño quepuede proporcionarles un buen gobierno... EnLa Haya se embarcaron en un navío que bogó atoda vela hacia la patria de los hombres libres...

No tengo demasiados motivos de cari-ño para la rubia Albión, que contiene en símisma cuanto hubiera sido necesario para serla más noble de las naciones; pero, aunque sólosea porque la debo mi nacimiento, experimentouna mezcla de pesar y de respeto ante su mori-bunda gloria y sus antiguas virtudes en deca-dencia. Una ausencia de siete anos—términoordinario de una deportación—destruye todoslos posibles resentimientos de un ciudadanohonesto, cuando su patria está dada a los dia-blos... ¡Ay, si supiera ella cuánto desean todoslos otros pueblos vengarse de su falsa amistad,cómo esperan el instante de hundir en su pecho

el acero de la venganza, porque les prometió lalibertad del género humano, ella, la misma queahora quiere encadenar a todos los hombres,incluyendo sus almas...! Si pudiera saberlo, ¿semostraría ella tan altiva y se vanagloriaría deser libre, siendo la primera de las esclavas?¿Los pueblos están aprisionados ellos solos, ocon ellos lo está también su carcelero? El mise-rable privilegio de tener encadenado al cautivo,¿puede considerarse como libertad? No, porqueprivados del goce de ella están tanto el que lle-va la cadena como el que tiene la fatal obliga-ción constante de vigilarla...

Don Juan vio las primeras bellezas deAlbión: sus rocas, sus puertos, sus fondas deDouvres, tan queridas; su aduana, cuyas atri-buciones son tan delicadas; sus mozos de hos-tería, corriendo como locos a cada campanilla-zo; sus paquebotes, cuyos pasajeros son alter-nativamente presa de los habitantes de la tierray el mar; sus largas, sus larguísimas cuentas de

hotel, sin reducción alguna posible. Aunqueindiferente, joven, rico, magnífico, don Juan seasombró, y su mayordomo, diestro y vivo ser-vidor nacido en Grecia, hubo de explicarle queacaso el aire inglés, puesto que era libre, comotodo en Inglaterra, se hacía pagar por ser respi-rado...

***

¡Hurra! ¡Caballos, caminos y posadas!¡Hurra! ¡Vamos a Canterbury, a galope tendidosobre la tierra llana y gentil, salpicando de ba-rro a todo el mundo! ¡Hurra! ¡Con qué rapidezcorre la posta! No sucede lo mismo, pesadaGermania, en tus caminos fangosos, donde pa-rece que los coches van a un entierro, y no secansan de parar, para emborracharse, los posti-llones, para los cuales los juramentos son cosacorriente... ¡Hurra...! Mirad la catedral de Can-terbury, el casco de hierro de Eduardo, el prín-cipe negro, y la piedra sangrienta de Becket,

que enseña el bedel con el tono más frío y afec-tado del mundo. He aquí la gloria, que ha ve-nido a parar en un casco mohoso y en los restosde las pobres sosas y magnesias que forman esaporción amarga que se ha dado en llamar espe-cie humana... El efecto fue, naturalmente, su-blime para Juan, que creyó ver mil Crecys mi-rando aquel casco... En cuanto a Leila, preguntóqué era aquéllo, y cuando la dijeron que la "ca-sa de Dios", elogió su riqueza, pero se extrañóde que en ella entraran los "infieles" que habíavisto incendiar en su patria los verdaderostemplos de los buenos creyentes... ¡Partamos!¡Aprisa, aprisa! ¡Crucemos esos prados cultiva-dos como jardines! (Después de tantos años deviaje por otras tierras cálidas, pero menos fe-cundas, un campo de verdor es, para un poeta,un amable espectáculo que le hace olvidaraquellos paisajes en los que vio una vez viñas,olivos, álamos, ventisqueros, hielos, naranjas yvolcanes...! ¿Por qué viene a las mientes del queviaja en esta posta una simple botella de cerve-

za muy fría? ¡Arre, arre, postillón...! ¡Qué cosadeliciosa es un camino con portazgos, tan sua-ve, llano y liso, donde se roza el suelo, como eláguila roza con sus alas poderosas el aire...! ¡Sí,qué gloria! Lo malo es el portazgo. Tomad lavida entera de un hombre razonable; arrebatad-le su esposa querida, sus libros, sus recuerdos;quitádselo todo; pero no toquéis su bolsillo,porque sus alaridos llegarán al cielo... Altivosingleses y humildes habitantes de todo el restode la tierra: ¡escuchad! ¿Qué importa el portaz-go? ¡Estamos ahora sobre una colina insupera-ble, a ocho millas de Londres...!

***

El sol se ocultó, el humo se elevó comode un volcán medio apagado y nuestro héroehubo de experimentar un sentimiento extraño,diferente al que hubiera experimentado un in-glés legítimo: un sentimiento de respeto pro-fundo por este suelo, donde nacieron aquéllos

hombres que han degollado a la mitad del gé-nero humano y asustado a la otra mitad con susfanfarronerías... Una enorme masa de ladrillo,de humo de navíos; sucia, sombría, pero que seextendía hasta donde la vista podía alcanzar;una vela que se agitaba de repente y después seperdía en una selva de mástiles: una soledadplantada de campanarios que atravesaban susdoseles negros como el hollín, asesinando elaire; inmensa y obscura cúpula, semejante alcasquete de un loco gigantesco: tal parecía y esLondres... Pero Juan no lo vio así. Cada torbe-llino de humo se le imaginaba el vapor mágicode un hornillo de alquimista, del que brotaba lariqueza del mundo (riqueza de impuestos y depapel moneda), y hasta las tenebrosas nubesque se agrupaban sobre el techo de los edificiosy apagaban el sol, que no brilla allí más que lohaga una antorcha, eran para él una atmósferasana y francamente pura... Contemplando todoesto, se detuvo. También yo me detengo, como

hace un navío de guerra antes de soltar su an-danada...

***

Querida Mrs. Fry, mejoradora de todoslos sistemas carcelarios ingleses, dejadme quelimpie vuestro cuchitril con una escoba fiel ydiligente, porque están llenas de telarañas susparedes. ¿Por qué vais a Newgate a predicar alos pobres bribones allí presos? ¿Por qué nocomenzáis vuestros sermones por ei palacioreal de Carlton y otros hermosos inmueblessemejantes? Ensayaos contra los pecadores in-corregibles y endurecidos de la Corte. No inten-téis mejorar, porque sería un absurdo, al pobrepueblo con vuestra vana palabrería filantrópica.¡Quitad allá! Os creí más religiosa, Mrs. Fry...Enseñad la decencia que conviene al hombre desesenta años, curadle de vanidosas y egoístasapetencias, de las costumbres húsaras y escoce-sas; mostradle que sólo una vez pasa la juven-

tud, y que después no vuelve nunca; hacedlever que el poderoso banquero Curtis es un ton-to. Decidle, aunque acaso sea demasiado tardepara su pobre vida gastada y estragada que...

***

A la caída del sol llegó don Juan a Soo-ters-Hill, donde el bien y el mal han sido domi-nados y fermentan en plena actividad las calleslondinenses. Todo era silencio alrededor, salvoese murmullo, ese susurro de las ciudades, quees su misma espuma inaprehensible. Absortoante la grandeza de aquel pueblo, bajó de sucoche y se puso a seguirlo meditando. Esto eralo que meditaba:

—He aquí la mansión querida de la li-bertad; aquí resuena la voz del pueblo, al cuallos tormentos, los calabozos y la Inquisición nopueden ya sumir en las tumbas; aquí le espera,por el contrario, una resurrección a cada nueva

asamblea o a cada nuevas elecciones. Aquí lasesposas son castas y la vida pura; aquí no pagael pueblo más que lo que le place, y si todo estácaro, es porque gusta a la gente tirar su dinero ala calle para manifestar el bonito volumen de surenta; aquí las leyes son inviolables; nadie ace-cha a los viajeros, y los caminos son seguros yplácidos; aquí...

Así meditaba, cuando se sintió cogidopor detrás, empujado contra un muro, amena-zado por una abierta navaja, y escuchó estasincreíbles palabras:

—¡Malditos sean vuestros ojos! ¡La bol-sa o la vida!

Se trataba de cuatro perillanes, nacidospor error en Inglaterra, que se dedicaban alpintoresco oficio de privar de su dinero, suscalzones y su vida a cualquier viajero de laopulenta isla. Juan al principio sospechó que

todo aquella fuera el saludo cortés de los ingle-ses, el "Dios os guarde" nacional, y es precisoconvenir que tal idea no era demasiado loca,cuanto que yo mismo, por mi desgracia, no heoído decir jamás a un inglés '"Dios os guarde"de otro modo que de ése. Pero, al poco, tuvoque comprender que la cosa iba en serio, y, co-mo era impulsivo e iracundo, sacó su pistola yse la descargó a uno de los rufianes en mediodel estómago. Cayó éste, aullando de dolor,sobre su natal lodo. Huyeron los demás. Acu-dieron los de la comitiva de nuestro héroe. Mu-rió por fin, el herido, no sin entregar antes aJuan su pañuelo ensangrentado, encomendán-dole este dulce encargo de imposible cumpli-miento, pero no por ello menos tierno:

—Entregad esto a Sal, respetable mi-lord...

Y murió, como digo, cosa que, tras mo-lestar un tanto a nuestro héroe ante el Juez co-

rrespondiente, no dejó de darle tema para muyhondas cavilaciones sobre la pobre vida huma-na. Aquel desdichado se llamaba Tom... PeroTom ya no existe. Los héroes deben morir y,por la gracia de Dios, no pasa mucho tiemposin que la mayor parte de ellos se vayan a laúltima morada...

¡Salud, Támesis, salud! La carroza deJuan vuela, con alegre estrépito, entre las filasde coches y carretas de los cerveceros, las esta-cadas obstruidas con escombros, el torbellinode las ruedas, los gritos, la confusión, las puer-tas abiertas de las tabernas, las malas postas, lastristes cabezas de madera, cubiertas con pelu-cas apolilladas de los escaparates de las pelu-querías; los brillantes faroles, donde un hom-bre, subido en una escalera, derrama lentamen-te su porción municipal de aceite (porque aúnno teníamos entonces gas).

Habíase puesto el sol cuando nuestrosviajeros atravesaron el puente. ¡Hermosa obra,en verdad! El blando rumor del ancho Támesis,que reclama un momento de atención en favorde sus olas, aunque apenas oído entre mil ju-ramentos; la luminosa claridad de los fanalesde Westminster; la anchura de las calles y ace-ras; la silueta de aquel lujoso templo, habitadopor la gloria, que hace sagrada esta parte deAlbión. Los bosques de druidas ya no existen, yello nos complace, porque tampoco existe StoneHenge; mas, ¿qué diantres es todo eso? Existenaún, por ventura, las cadenas de Bedlam, paraque los locos no muerdan a los visitantes. Exis-te el banco del rey, el Mansion-House, en el queel monarca hace sentar a la fuerza a sus deudo-res. Existe, sobre todo, la abadía, y ella vale solapor todas las cosas del mundo... Don Juan y lossuyos cruzaron sobre los retumbantes empe-drados, camino de Pall-Mall, hacia su fonda.Una de las fondas más hermosas de toda latierra...

La misión de Juan era secreta y sólo sesabía de él que era extranjero, rico, joven yhermoso y que había merecido el amor de lasoberana de todas las Rusias. Él supo presentarsus cartas muy a tiempo, y fue recibido conhonores y zalemas por esos buenos políticos dedos caras que, frente a un hombre casi un niño,se las prometieron muy felices, pensando en-gañarle fácilmente. No fue así, como habrá deverse, mas ello no importa ahora. Porque ahorase trata simplemente de cantar la mentira. Ellaes únicamente una verdad rebozada y desafío atodos los seres humanos a que afirmen algo queno tenga alguna levadura de falsedad. ¡Loor alos embusteros y sus embustes!

Fue presentado en palacio. Fue admira-do por todos, y gustó especialmente, entre susprendas personales, un diamante admirable ygrandísimo que le había regalado Catalina, sinduda porque tuvo sus motivos íntimos para

hacerlo, lo cual, a ciertos ojos, aumentaba elvalor de la preciosa piedra. Noble como era,mereció la amistad y consideración de los de suestirpe. Mozo, lo apetecían por igual solteras ycasadas: para unas, porque era una esperanzade matrimonio, y para otras, por un sentimien-to algo más generoso. Él, bachiller tres veces enartes, en talentos y en corazón, bailaba, cantabay lucía un aire sentimental como una suavemelodía de Mozart, apareciendo triste o alegre,según venía a cuento. No tenía caprichos y de-mostraba conocer el mundo. Las doncellitasfrescas e inocentes se ruborizaban frente a él;las casadas intentaban ruborizarle; las marisa-bidillas, esas tan sensibles que suspiran por elúltimo soneto y guarnecen su desdichada sole-dad tras las páginas de la revista de poesía másdesconocida, avanzaron hacia él como verda-deros asaltantes; pero Juan era hábil y se libróde servir para que lady Fitz-Friky o miss MaríaMaunisw se sintieran cantadas en el idioma deCervantes... De todo triunfó Juan. Entregó a la

pequeña Leila al cuidado cariñoso y la sabiaeducación de lady Pinchbeck, conforme leaconsejaron ciertas damas de la "Asociaciónpara la supresión del vicio", y continuó vivien-do alegremente. Esta lady Pinchbeck era algovieja, pero había sido joven; era virtuosa y no lohabía sido, conforme aseguraban malas len-guas. En todo caso, era ahora una anciana in-geniosa, que tenía a Juan en gran estima y queabrió a la niña las puertas de su casa y de sucorazón. Tranquilo en este punto, Juan tuvomuchos amigos que tenían muchas mujeres, yfue espléndidamente atendido por todos en esaalegre vida que consiste en tener el coche siem-pre preparado para hacerle correr en cualquiermomento en pos de un convite.

Un joven soltero que tenga un nombrey sea rico —no me canso de decirlo— se ve pre-cisado a jugar en sociedad un juego que consis-te en hallar el perfecto equilibrio entre la aspi-ración de las solteras por encontrar compañía

asegurada y el afán de las casadas de ahorrar alas vírgenes el trabajo del matrimonio. Puedeéste parecer un juego fácil, mas si habláis sieteveces seguidas con una cualquiera de las pri-meras, ya podéis preparar el vestido de boda.Quizá recibiréis una carta de la madre, asegu-rándoos que ha descubierto casualmente lossentimientos de su hija y que no quiere estorbarvuestra mutua felicidad; quizá sea la visita delhermano, que vendrá con su levita y su corsédebajo, sus bigotes y su aire trascendente, apreguntaros por vuestras verdaderas intencio-nes. Ambos inesperados acontecimientos, tantopor compasión hacia la virgen como por cari-dad hacia vosotros misinos, pueden muy bienservir para añadir un ejemplo más a la largalista de curaciones realizadas por el matrimo-nio. En cuanto a las casadas, son más dulces ygenerosas, pero, ¿quién garantiza nunca el ca-rácter de sus maridos? Y aún se mezcla en eljuego, para no detenernos demasiado sobre él,un tercer elemento que quiero denunciaros: el

de esa especie de cortesana anfibia, "color derosa", es decir, ni carmesí ni blanco, la fría co-queta que no puede decir "no" y no quiere decir"sí", la cual envía todos los años a la tumba unaconsiderable cantidad de Werthers. Y, en fin,para acabar, existe aún un peligro, que es, enverdad, el más grave de todos: el de aquéllasque, sin miramientos a la Iglesia, al Estado, almarido, a la madre o al hermano, se entregaformalmente a enamorarse de vosotros. En laantigua Inglaterra, cuando eso sucede, ¡pobrecriatura! el pecado de Eva se considera unabagatela comparado con el suyo.

Si, por ventura, la inglesa llega a entre-garse a "una pasión", el negocio se pone muyserio. Por cada diez veces, en nueve no inter-viene sino la moda o el capricho, la coquetería oel deseo de darse tono, el orgullo de un niñoadornado con un cinturón nuevo o el anhelo dedesconsolar a una rival; pero tal vez llega laocasión en que el amor será un huracán, y en-

tonces no puede calcularse de lo que una ingle-sa es capaz. Juan, aunque no conociera estaverdad, ni fuera casuista, recordaba a su dulceHaida, y entre varios centenares de mujeres noencontraba ninguna que fuera enteramente desu gusto. Por otra parte, se divertía conociendoLondres, visitando sus Cámaras, prodigios dela elocuencia y de la libertad del hombre, sien-do recibido en la mejor sociedad, donde, sinembargo, como sucede con frecuencia, se halla-ba amenazado de caer ante el peligro que que-ría evitar. Mas, ¿por quién, cómo, cuándo? Heaquí lo que todavía no podemos saber, aunque,sin duda, se preparaba ya en el secreto inson-dable de los hechos organizados y previstospor el destino.

Milady Adelina Amundeville era denoble origen, rica por el testamento de su padrey muy bella en el país en que más abundan lasbellas, según voto de sus fieles y celosos patrio-tas, que la proclaman, cosa indispensable, la

tierra más preciosa en cuerpos y en almas. Nosoy yo quien les contradice. Unos ojos sonsiempre unos ojos y, en realidad, no importaque sean azules en lugar de ser negros. El bellosexo debe ser bello siempre, y ningún hombrede menos de sesenta años debe advertir queexiste una mujer que no sea linda. Transcurridaesa edad, les resta todavía a los hombres la pa-sión por la reforma, la paz, la discusión de losimpuestos, lo que se llama la nación, en fin;gozan de la esperanza de llegar algún día aregir la nave del Estado, y, por último, de losplaceres que encierra el odio, que viene a susti-tuir al amor. Ello es la última enseñanza, puestoque los hombres que aman de prisa odian concachaza. Yo ni amo ni odio con exceso, aunquebien es verdad que siempre no me ha sucedidolo mismo. Pero confieso que sería muy feliz sipudiera enderezar entuertos y que preferiríaprevenir el crimen a tener que castigarlo, aun-que Cervantes, en su demasiado verídica histo-ria del Quijote, haya demostrado lo inútil de

semejante designio. Por cierto que ningunanovela es más triste que ésta, tanto más tristecuanto que hace reír. El héroe es en ella unhombre honrado que anda buscando el bien sinfatiga y que corre constantemente tras el malpara combatirlo... La risa de Cervantes conclu-yó con la caballería española, resultando de elloque su chanza privó a España de su brazo dere-cho. Desde entonces han sido allí muy raros loshéroes. En los días en que las novelas de caba-llería encontraban a aquel pueblo, el Universoabría ancho campo a sus brillantes falanges.Pero tanto ha sido el mal producido por la ge-nial burla del poeta, que toda su gloria, comoingente creación literaria, ha venido a resultarpagada muy cara con la ruina de España.

Mas me olvido de milady AdelinaAmundeville, la hermosura más fatal con queJuan tropezara jamás, aunque ella no fuese ma-la ni deseara enojarle. El destino y la pasión, sinmolestarse en dar explicaciones, extendieron

sus redes alrededor de estos dos jóvenes. Ladulce Adelina era, en medio de la zumboneríade este mundo, un espejo de belleza, cuyos en-cantos daban que hablar a todos los hombres yhacían callar a todas las mujeres. Esto últimofue tenido por un milagro, que desde aquellosdías no ha vuelto a repetirse. Casta, hasta elpunto de desesperar a la maledicencia; esposade un hombre a quien había amado con todo sucorazón, hombre muy conocido en los círculospolíticos: frío, imperturbable, franco, comobuen inglés, bastante inclinado a obrar con ca-lor en determinadas circunstancias y tan orgu-lloso de sí mismo como de su encantadora mu-jer. El mundo no tenía nada que decir en contrade ellos, y ambos parecían vivir en la más per-fecta tranquilidad: ella en su virtud y él en sualtanería.

El acaso hizo que determinadas gestio-nes diplomáticas reunieran muchas veces a donJuan y al esposo de milady. Aunque éste fuera

reservado, la juventud, la gracia y el talento denuestro héroe hicieron mella en su espíritu,inspirándole una estimación que acaba casisiempre por hacer buenos amigos a los hom-bres, según las reglas de la buena crianza. Co-mo los dos eran iguales en nacimiento, posiciónsocial y fortuna, no podían, uno a otro, recla-marse distinción alguna que los diferenciara,aunque milord creyera que le llevaba algunaventaja por los añs y por la patria. El hecho esque su amistad se hizo de día en día más íntimay que don Juan acabó por ser siempre huéspedbien venido y aun deseado en casa de lord En-rique.

Es muy cierto que las mujeres se hallanmás seguras de su propia virtud entre una mu-chedumbre de fatuos aspirantes a su desapari-ción que ante uno solo. El palacio de lord Enri-que, repleto de ellos, podía representar en talsentido la más perfecta de las garantías, pero laverdad es que Adelina no tenía la menor nece-

sidad de semejante escudo, que deja, por cierto,muy poco mérito para la verdadera pureza fe-menina. Su gran recurso estaba en su elevadoespíritu, que sabía juzgar a los hombres segúnsu verdadero valor. En cuanto a la coquetería ladesdeñaba la esposa del inglés, porque, segurade la admiración que causaba, había concluidopor importarle muy poco los tributos que di-ariamente recibía. Cortés sin afectación, si bienes verdad que sabía mostrar por algunos de susadmiradores cierta deferencia halagadora, tam-bién lo es que ella no dejaba nunca huella algu-na indigna de la esposa o de la doncella máscasta y que, si era generosa y amable por natu-raleza, lo era por cortesía con cuantos pasabanpor amigos suyos y, acaso, por tierna solicitudy caridad hacia los que gozaban fama de ge-nios, a fin de consolarlos de la triste gloria deser gloriosos. Bella hasta lo infinito, venía a ser,por unión de su hermosura corporal con la desu alma, lo más grato que Londres podía ofre-cer a viajero alguno.

Mas no crea el lector que milady fuerauna mujer fría e indiferente, porque de todos esconocida la repetida imagen del volcán que,alimentando en su seno la ardiente lava, se cu-bre de por fuera con un manto de nieve, oaquella otra que me viene a las mientes de unabotella de champaña, cuyo licor, helado por elfrío, no encerrase entre sus témpanos sino unaspocas gotas, que por ello serían las mejores delmundo, ya que nada hay como el vino reducidoa su quintaesencia. ¡Oh!, estas gentes que pare-cen contenidas y frías son sorprendentementeardorosas, una vez roto el hielo maldito que lasrodea.

***

El invierno inglés, que termina en juliopara volver a empezar en agosto, había termi-nado ya en el tiempo en que tiene lugar nuestrahistoria. Tal época era, pues, la que todos los

años se transforma en el paraíso de los postillo-nes: vuelan las ruedas, los caminos se cubrende carruajes, las diligencias se cruzan, al Sur oal Este, al Norte o al Oeste, sin que nadie com-padezca a los pobres caballos de posta, porquecada cual guarda su piedad para sí y para sushijos, bien entendido que éstos, que se hallan enlos colegios, habrán cumplido su deber contra-yendo más deudas que sabiduría... Milord En-rique partió también en su carroza, durmiéndo-se en ella al lado de milady. Partían para sumagnífico castillo en el campo, Babel gótica,que contaba ya más de mil años de antigüedad.Ya todos los periódicos habían dedicado unpárrafo al comentario de su viaje. Tal es la glo-ria moderna. El Morning Post fue el primero enproclamar la gran noticia: "Hoy ha partido—dijo—, para su casa de campo, lord H. Amun-deville con su esposa, lady Adelina." Y aúnañadía: "Se asegura que este ilustre señor reci-birá este otoño, en su castillo, a una espléndidapartida de sus nobles amigos, entre los cuales

sabemos, por conducto fidedigmo, que se cuen-ta el duque D., que piensa pasar por allí la esta-ción de la caza con otros muchos personajes dealto rango, entre los cuales se nombra al ilustreextranjero enviado en misión diplomática porla Corte de Rusia."

Así vemos, puesto que no puede du-darse siquiera de lo que dice el Morning Post, anuestro amable ruso-español brillar, con losreflejos de sus encantos propios, en medio delos encantos de todos los demás.

El castillo de los Amundeville hallába-se, desde antiquísimas edades, enclavado en elfondo de un fértil valle, guardado por todoslados por colmas pobladas de frondosos bos-ques. Ante él se extendía un lago de límpidasaguas, mantenido por la corriente líquida de unbello riachuelo, que trazaba su curso constantea través de la floresta, y cuyas claras aguas es-capaban de él por medio de una brillante cas-

cada coronada de espumas, cuyos ecos se ibanapagando a lo lejos, como los quejidos de unniño consolado por su nodriza, y que acababaconvirtiéndose en un pequeño arroyuelo que sedeslizaba suavemente a través de la enramada.

El castillo era un edificio vasto y vene-rable, que conservaba todavía las raras huellasde su anterior destino monástico, y en el queaún existían los claustros, las antiguas celdas, elrefectorio y una pequeña capilla intacta. Entodo lo demás había sido reformado, por lo queactualmente recordaba más a los barones queeran sus propietarios que a los monjes quehabían sido sus habitantes. Sus anchas salas,sus largas galerías, sus espaciosos aposentos,juntos todos por una ilegítima, pero bella uniónde los estilos y las artes, podían chocar a uninteligente, pero producían una muy noble im-presión en el ánimo de aquéllos que ven con losojos del corazón, puesto que mirando así sehalla bello a un gigante, sin pensar si está hecho

según las regulares leyes de la naturaleza. In-signes barones cubiertos de hierro que en lasiguiente generación se veían convertidos enfinos condes vestidos de sedas y de cintas, or-naban las paredes del castillo, cada uno en sulienzo correspondiente, en admirables cuadrosmuy bien conservados y había también, alter-nando con ellos, lindas ladies Marías de frescosrostros y largos cabellos, condesas de edad másmadura, brillantes de perlas y de rasos, y algu-nas de esas bellezas a lo sir Peter Lely, cuyoescaso vestido nos invita a admirarlas libre-mente.

***

Ha llegado el otoño y, con él, los hués-pedes que eran esperados para el dulce goce delos placeres del campo inglés. El trigo está yasegado; los montes, llenos de caza; corren losperros de presa, seguidos de los cazadores acaballo, por las praderas verdes y alegres... In-

glaterra tiene una felicidad a flor de piel y alalcance de todos: la de que, cuando comienzansu dulce declive los días otoñales, se creería queva a volver la primavera; tiene también unainagotable mina de placeres interiores, a basedel amable fuego sostenido con carbón de pie-dra, y, al fin, posee ese conmovedor panoramade madurez del buen otoño, que lo que pierdeen verdes lo gana en amarillos...

Los nobles huéspedes, reunidos en laabadía-castillo, eran, dando la preferencia alsexo femenino, la duquesa Fitz-Fulke, la conde-sa Grabby, lady Scilly, lady Busey, miss Eclat,miss Bombazeen, miss Mackstay, miss O'Tab-by, miss Rabby, esposa del rico banquero, y lahonradísima Mrs. Sleep, que parecía una cosa yera otra. Había, además, algunas de esas conde-sas, de las que es mejor no dar el nombre, sinoel rango, que son la flor y nata, y también lahez, de las sociedades, mujeres por las que pa-san los pecados como el agua a través de los

filtros, que también son como el papel monedaque llega a convertirse en buen oro contante ysonante en los Bancos. El por qué ni el cómo noimportan, puesto que el pasaporte cubre lo pa-sado, ya que la gente de buen tono no tienemenos nombradía por su tolerancia que por supiedad. Advertiré, sin embargo, que son muydifíciles de apreciar las reglas de la justicia querige entre tales gentes, demasiado parecidas alas de la lotería. Mujeres virtuosas he visto tira-das por tierra sin motivo, en tanto que otras,realmente pecadoras, han sabido intrigar y lu-char tan bien, que han podido volver al seno dela sociedad, brillando en ella como estrellassalvadas de la ferocidad ajena, tan sólo median-te algunas ligeras murmuraciones que no dejancicatriz ninguna.

La partida se compondría de unastreinta y tantas personas de muy noble casta, yentre los hombres estaban: Paroles, el legistaespadachín, que, limitando el terreno de sus

batallas al foro y al Senado, cuando se ve lla-mado a otro lugar, se muestra siempre másamigo de las palabras que de los combates; eljoven poeta Rackrhyme, recientemente apare-cido, y brillante como un astro; lord Pyrrho; elgran librepensador y bebedor sir John Pottle-deep; el duque Dash; doce pares, semejantes alos de Carlomagno; cuatro honorables místers,que no tenían otro honor que ése que, por títu-lo, colocaban ante sus nombres; estaba tambiénese valiente caballero anónimo, venido deFrancia, que nunca falta y representa la astuciay la fortuna, el metafísico Dick Dubious, queamaba la filosofía y las buenas comidas; Angle,que se llamaba a sí mismo ilustre matemático;Silvercup, famoso por los muchos premios quehabía obtenido en las carreras de caballos; elreverendo Rodomonte Precisian, que odiabamenos el pecado que el pecador; lord AugustoFitz-Plantagenet, muy bueno para todo, aunquemejor que para todo, para las apuestas; el gi-gantesco oficial de la guardia, Jack Jargon; el

general Fireface, famoso en los campos de bata-lla, que en las últimas guerras se comió másyanquis que los que mató; el divertido juez delPaís de Gales, Jefferis Hardsman, tan expertoen su oficio que, cuando un acusado oía su sen-tencia, escuchaba a la vez, para su consuelo,una chunga del que le había sentenciado. ¡Ah!,y estaban también, se me olvidaba, las cuatromiss Rawbolds, lindas hembras, en las cualestodo era música y sentimiento, y cuyos corazo-nes pensaban menos en un convento que enuna corona de conde o barón.

La compañía de buen tono se parece aun juego de ajedrez, pues en ella hay reyes,reinas, obispos, caballeros, rateros, usureros, detal modo que el mundo no es más que un juego,con la sola diferencia de que las figurillas queen él trabajan se mueven por impulsos o resor-tes encerrados en ellas mismas y quizá pudie-ran compararse con los del alegre Polichinela.

Lord Enrique y su bella esposa eran elseñor y la señora del castillo, y las personas quehemos nombrado, con alguna que tal vez se nosolvide, eran sus huéspedes. Su mesa hubieraquizá puesto a los manes en la tentación depasar la laguna Estigia para hacer un banquetemás substancioso. No me extenderé descri-biendo los guisados o asados, aunque la histo-ria atestigua que, en todo, la felicidad del hom-bre, ese pecador hambriento desde que Evacomió la manzana, depende mucho de la comi-da. Diré solamente que los hombres salíantemprano para cazar: los más jóvenes, porquegustaban de aquel ejercicio, y los de mediaedad para abreviar el día, en tanto que los vie-jos se paseaban por la biblioteca, revolviendolibros, criticando cuadros, o iban y venían mi-serablemente por el jardín, disertando sobre elinvernadero. Algunos muy valientes montabantodavía un viejo caballo de apacible trote. Ytodos, en fin, leían por la mañana las gacetas,fijando una lánguida mirada en los relojes en la

disimulada, pero impaciente espera, propia delos setenta años, de que dieran las seis de latarde. Nadie se sentía incómodo; la hora de lascitas generales era anunciada por la campanade la comida, y hasta aquel momento todoseran dueños de su tiempo y libres de entretenersus ocios, reunidos o en soledad, conforme qui-sieran emplear su día, circunstancia amable demuy pocos mortales conocida.

Las señoras, unas con afeites y otraspálidas, disponían también como les parecía delas mañanas; si hacía buen tiempo, salían a ca-ballo o a pie; si lo hacía malo, leían o referíanuna historia, cantaban o repetían la última con-tradanza llegada del Continente, discutían so-bre la moda del porvenir, arreglaban la futuraforma de los sombreros o borroneaban mediadocena de hojas de papel, aglomeradas en unacartita, con la que entretenían su corresponden-cia. Pues preciso es saber que, si algunas teníansus maridos ausentes, todas ellas poseían ami-

gos a quienes escribir. Nada hay en la tierra yen el cielo que se parezca a una epístola feme-nina, que, lo primero que es, es interminable yque jamás dice lo que tiene intención de decir,ni mucho menos lo que decir debiera... Tam-bién había partidas de billar y diversos juegosde cartas. Barquichuelos, para los días en que elagua del lago estaba tranquila; patines, paracuando helaba y el frío dificultaba las pistas dela caza; pesca de caña, viejo y triste vicio solita-rio, diga lo que diga Isaac Wartol, ese viejo lo-co, ese cruel fatuo, que debería tener un anzue-lo en la garganta y una trucha tirando del sedalpara sacárselo.

Por la tarde se verificaba el banquete yse bebía vino, se entablaban conversaciones, yvoces más o menos divinas (como que aún pa-decen con el recuerdo mi corazón y mi cabeza)ejecutaban dúos; las cuatro miss Rawboldsdanzaban alegremente y aprovechaban la oca-sión de ostentar sus lindos brazos blancos y sus

talles de sílfidos. Separábanse todos temprano,es decir, antes de la media noche, la que es elmediodía de Londres... Y que Dios guarde enpaz el dulce sueño de cada una de aquellasdamas, flor replegada en sí misma, y haga re-saltar cuanto antes los verdaderos colores de surosa espléndida.

Nuestro héroe se avenía bien con todaclase de personas y vivía igualmente contentoen el campo, a bordo de un navío, en una chozao en los palacios cortesanos, pues había nacidocon ese dote feliz del alma que por nada se tur-ba, de manera que tomaba parte con la mismamodestia así en los trabajos como en los juegos.Sabía quedar en buen lugar con todas las muje-res, sin dejarse llevar por afectación alguna.Conquistó la admiración de todos aquella tem-porada campesina, y hasta en el deporte taninglés de la caza del zorro supo mostrarse con-sumado maestro. Poseía, por otra parte, unacualidad, muy rara para una persona que había

de madrugar para ir a la caza, y era la de nodormirse después de las comidas, cosa que gus-ta siempre a las mujeres, deseosas de poseer unoyente, sea santo o pecador, a quien dirigir lasgratas palabras que se deslizan de sus labios derosas. Vivo e inteligente estaba siempre atento ala parte más interesante del diálogo, aceptandocuantos conceptos ellas asentaban; unas vecesgrato, otras alegre, nunca pesado o impertinen-te, componiendo a las mil maravillas la figuradel oyente perfecto. También bailaba, y muybien, con gracia y comedimiento; sus pasos dedanza eran castos y sabían retenerse en suslegítimos límites, sin que por eso perdieran nila elegancia ni el atractivo... No debe, pues,causarnos admiración que llegara a ser el favo-rito de todas las señoras que habitaban el casti-llo, y que muchas lo consideraran como un Cu-pido verdadero, tanto dentro del grupo de lascastas como en el de las que no gozan de talfelicidad. La duquesa de Fitz-Fulke, que gusta-

ba de él, comenzó a atraparle con una marcadadeferencia.

Era la duquesa una hermosa rubia, deedad inicialmente madura, pero de apetecibleposesión aún, muy distinguida y celebrada enlos inviernos del gran mundo. No relato suhazañas, porque constituyen, en cierto modo,un asunto espinoso, aparte de que puedenhaberse deslizado determinadas calumnias ensu crónica. Sólo debo decir que su última pa-sión había sido consagrada a su reciente espo-so, lord Augusto Fitz-Plantagenet, noble perso-naje que, de todas maneras, empezó a fruncirlas cejas ante el coquetismo que, frente a donJuan, invadía manifiestamente a su señora.

Inflamada por el amor sagrado a la vir-tud, lady Adelina empezó a encontrar algo cen-surable la conducta de la duquesa y, sintiendomuy de veras que tal dama hubiese entrado enla mala senda y hubiera, acaso, de pasar por el

terrible dolor de perder su decoro, se decidió aponer de su parte cuanto fuera preciso paraevitarlo. Y, así, la tranquila severidad de la cas-ta lady Adelina no se limitó a apesadumbrarsepor su amiga, cuya reputación estaba a puntode parecer dudosa a la posteridad, sino queresolvió tomar las medidas que fueran conve-nientes para detener los progresos de tan tristeaventura.

No era una de las razones menores dela conducta de lady Adelina la de considerar elpeligro que había también para don Juan ensemejante asunto, ya que la juventud de nues-tro héroe (nada menos que seis meses menorque ella), el genio del duque y, en especial, lascondiciones temperamentales de la duquesa, lojustificaban cumplidamente. Tenía Su Graciafama de intrigante y algo pícara, aun en la esfe-ra de lo amoroso; era una de esas bonitas y pre-ciosas plagas que fatigan a un amante con tier-nos caprichos, que gustan de promover duelos

y disputas, siempre que tienen ocasión paraello; que os encantan y os atormentan, si lasamáis, en sus accesos de frialdad y ardor alter-nativos, y, lo que es aún peor, que no os dejanmarcharos nunca de su lado, que no dejan queacabe nunca la aventura. En una palabra, erauna de las mujeres nacidas para trastornar lacabeza de los hombres jóvenes o para acabar deconvertirlos en un Werther. No es extraño,pues, que el alma pura de lady Adelina temieraque la duquesa llegara a ser funesta para sujoven amigo. Movida por la inocencia de sucorazón, que ignoraba o creía ignorar toda es-pecie de artificios, suplicó primero a su esposoque diese algunos consejos a don Juan, sin con-seguir que éste le hiciera caso, ya que lord En-rique se limitó a aconsejarle, a su vez, que no semezclara en asuntos ajenos, y se marchó a leersu correspondencia, dándole un inocente besoen la frente, más propio de un hermano que deun esposo. Y en este beso está, al fin y al cabo,toda la psicología de este buen hombre, a

quien, reuniendo numerosas excelentes condi-ciones, le faltaba aún algo, que, por consecuen-cia, también le faltaba a su hermosa lady Ade-lina. Tanto le faltaba que, a veces, especialmen-te en los atardecidos, sentía ella vacío su cora-zón, aunque lo supiera muy digno de hallarsebien ocupado. Ella amaba, o al menos creíaamar, a su marido, mas tal amor la costaba unesfuerzo, pues terrible trabajo es, al fin y al ca-bo, hacer caminar nuestros sentimientos cuestaarriba.

Por más que la bella Adelina pudieralisonjearse íntimamente de la pureza de susintenciones, interviniendo en el pleito de donJuan y la duquesa, lo cierto es que en su almaiba creciendo, gota a gota, un extraño senti-miento que la obligaba a sentirse cada hora másresuelta a oponerse a los deseos de su amiga. SiBonaparte hubiese vencido en Waterloo hubie-ra seguido siendo firme, pero alcanzó esta fir-meza suya de siempre un grado de obstinación

total precisamente cuando fue vencido. No creoque nuestra hermosa estuviera ya entoncesenamorada de don Juan, pues, de lo contrario,hubiera tenido fuerza de ánimo bastante pararechazar como convenía tan exaltado senti-miento, absolutamente nuevo para su alma.Creo que experimentaba tan sólo hacia él unasimpatía extraordinaria, que no sé si era verda-dera o falsa, y que se afirmaba más vigorosa-mente al considerar que nuestro héroe era muyjoven, extranjero, amigo suyo y de su esposo, yse hallaba a punto de caer en los brazos de unasirena tan acreditada como la duquesa.

Es indudable que la secreta, pero cons-tante influencia del sexo interviene mucho en laamistad y transforma en sentimientos, espe-cialmente gratos y tiernos, la de los hombres ylas mujeres. Don Juan y la casta Adelina, ¿llega-ron, por ventura, en su amistad a darse cuentade este matiz profundo? En otra parte lo vere-mos. Durante la temporada de estancia en el

castillo, pasearon mucho juntos, estudiaron elespañol, conversaron largamente, danzaron y,acaso, se contaron uno a otro más de un levesecreto. Mas ruego al lector que no prejuzguenada anticipadamente, pues se expondría aincurrir en equivocaciones, tanto acerca de ellacomo de él... Tomaré, en consecuencia, un tonomás serio que el que hasta ahora he empleadoen esta sátira para hablar de ellos. Ignoro apunto fijo si, al fin, habrán o no de sucumbir.Pero si así sucede, los tendré por perdidos a losdos y lo sentiré profundamente.

***

De las cosas más pequeñas suelen ori-ginarse las más grandes consecuencias. ¿Quiéncreería que una pasión tan peligrosa como laque conduce muchas veces al hombre y a lamujer al borde de los precipicios del pecadopuede producirse simplemente a consecuenciade una ocasión trivial, insignificante? Bien se-

guro estoy de que no creeréis la historia aquéllade un galán francés y una arrogante y dulcelady escocesa que hubieron de sufrir el fuegoeterno y el desdén humano, simplemente por-que el destino los dejó solos una tarde de lluviadurante una partida de billar. El mundo nuevono sería nada comparado con el antiguo si al-gún Cristóbal Colón de los mares morales en-señase a los hombres las antípodas de sus al-mas. ¡Cuántos desiertos, cuántos bosques,cuántas montañas, y ríos, y paisajes, se descu-brirían en el alma humana! Lady Adelina, lamuy honorable y muy honrada lady, corría elriesgo de perder, al menos, una parte de suhonor, aunque no lo supiera ella misma, puesson muy pocas las personas de su amable sexoque saben ser constantes en las resolucionesque toman. Adelina, sin embargo, podía com-pararse a esos licores puros, esencia misma delos pámpanos, que acaso no pueden nuncaadulterarse. Cuanto más interesada estaba enuna cosa, más ingenua se mostraba. Entregaba

sin reparo su cabeza y su corazón a los senti-mientos de la naturaleza más inocente. Y así erade esa pura especie su agrado al conocer la his-toria de don Juan, tan llena de aventuras, gue-rras, viajes, amores, peligros y ternuras, porquelas mujeres oyen siempre esas relaciones conplacer infinito. Añadid a esto que don Juan ga-naba cada día ante los ojos que lo contempla-ban. Era sereno, amable, y se manifestaba pla-centero, aunque sin ostentarlo; era insinuantesin insinuación; observaba los defectos y lasfragilidades del mundo, pero no lo decía; mos-trábase altivo con las personas altivas, massiempre con cortesía, de un modo capaz dehacerlas entender que conocí el rango que ocu-paba él, así como el que pertenecí a ellas; sinsentir pretensiones a la prioridad, jamás con-sentía ni reclamaba la superioridad. Y consteque todo esto es de aplicación para referirlo altrato de don Juan con los hombres, porque, encuanto a las mujeres, era lo que ellas queríanque fuese o llegase a ser, gentil y simplemente.

Como Adelina no era un juez muy pro-fundo en materia de caracteres, dominaba bas-tante en ella la propensión a prestar a los de-más un colorido que era, al fin y al cabo, el su-yo propio; así es como la bondad comete ama-bles yerros y lo hace también la sabiduría, con-forme lo atestigua la experiencia, que es el granfilósofo, el más triste de todos, pero el más sa-bio cuando una vez hemos llegado a profundi-zar su ciencia...

Cuando Adelina, apreciando algo delpropio mérito de Juan y del peligro de su situa-ción actual frente a la duquesa, experimentóhacia nuestro héroe un vivo interés que quizáera un poco de afecto, por ser una sensaciónnueva para ella, o porque había allí cierta apa-riencia de inocencia, lo cual es una tentacióncruel para las mismas inocentes, comenzó areflexionar sobre la manera de salvar el alma desu buen amigo, expresión un poco diferente da

la de su bien amado. Como auténticamente erauna lady digna y respetable, y como sólo eraexperimentada en su propia experiencia y notenía demasiado interés en que Juan encontrarael amor entre sus amigas, reflexionó dos o treshoras sobre el caso y decidió que moralmente, yconforme a las buenas costumbres, el mejorestado del hombre —¡ay, no podría decir lomismo del de la mujer, aunque no lo supo defi-nir claramente!—es el del matrimonio, por locual aconsejó con mucha formalidad a don Juanque se casase. Don Juan, con la deferencia con-veniente, aunque sin entenderlo demasiado, lacontestó que sentía una especial predilecciónpor el lazo matrimonial, pero que de momento,y en atención a sus ocupaciones, no estaba pre-cisamente en la ocasión de hacer un matrimo-nio, aparte de que era preciso consultar en talestrances, no sólo a su propio gusto, sino al de laspersonas a las que podría dirigirse y, sobre to-do (no podía decir más), que él se casaría conmuchísimo gusto con alguna dama si no fuera

porque daba la casualidad de que ya estabacasada. Adelina citó entonces los mejores parti-dos femeninos de la Gran Bretaña: la discretamiss Reading, o sus semejantes miss Raw, missFlaw, miss Flowman, miss Knowman o las doshermosas y ricas heredades (queremos decir,naturalmente, una cualquiera de las dos) Gilt-bedding. También podía contarse con missMillpond, apacible como el mar en un hermosodía de verano, aquella maravilla, tantas vecescitada, hija única, con espléndida dote, seme-jante a una crema de dulce mansedumbre,cuando menos en lo exterior, porque en el fon-do de la crema había una leche acuosa, teñidade ligeros matices azules; pero esto importapoco, porque el amor es libertino, naturalmen-te, pero el matrimonio debe ser pacífico y, comose ve con frecuencia atacado de consunción, esrecomendable para él la dieta lactanciosa... Es-taba también miss Audacia Shoestring, brillanteseñorita, de estupenda fortuna. Podía tambiénpensarse en..., pero, ¿a qué ir más lejos, a no ser

que las señoras gusten de que terminemos larevista de las novias?

Sin embargo, la verdad es que podíatodavía pensarse en una belleza no citada porlady Adelina, una belleza deseada por todos,del mejor gusto y la mejor clase: Aurora Raby,astro joven y lindo, alegre sano, hermoso sindisputa, hacia el que no tenemos más remedioque lanzar nuestras alabanzas; admirable cria-tura apenas formada, capullo de rosa, cuyashojas más tiernas aún no se habían abierto. Erarica, noble, huérfana, amante de la soledad,joven, soberbia y sublime, melancólica, sin em-bargo de ello, como los serafines. ¡Y, era, ade-más, triste y grave, como un ángel que se lasti-mase del ángel caído, arrepentida de un crimenque no había cometido, flor nacida a las puertasdel Edén para el gozo de los desgraciados quenunca podrán entrar en él...! Pero, cosa rara,Adelina la había olvidado entre sus candida-tas...

Tal omisión, como la del busto de Bru-to en la pompa fúnebre de Tiberio, sorprendió adon Juan, y así lo hizo notar con cierta sonrisa.Adelina, con algún desdén, contestó que no sele había ocurrido pensar en una niña afectada,desdeñosa y fría.

No seríamos justos si pensáramos que alady Adelina la movía la envidia, puesto quesus ideas y su mismo rango y belleza la poníaal abrigo de sospecha semejante. Tampoco eradesprecio, puesto que la joven no era despre-ciable. Tampoco podían ser celos... Mas deje-mos este vano intento de explicar lo que fuese.El corazón humano tiene siempre esas sombras,esos secretos... Más fácil es siempre, ¡ay!, decirlo que no era que lo que era...

Para resumir: el congreso habido entreAdelina y Juan acabó como los de nuestros dí-as; es decir, que produjo cierto mal humor entre

ellos, porque Adelina era obstinada y aun du-daba de su Waterloo... Pero el sonido de lacampana, que llamaba a todos a la mesa, acabóla cuestión muy lindamente.

Por una extraña casualidad, Juan se en-contró colocado en la mesa entre lady Adelinay la duquesa, de cuyos ocultos pensamientos yahemos hablado..., lo cual era una situaciónrealmente muy apurada para un joven que de-seaba comer, pero que, sin embargo, tenía cora-zón y ojos. Por si fuera poco ya esta situaciónno podía tampoco ostentar siquiera las graciasde su ingenio suelta y gentilmente, porqueAdelina, que ni siquiera le dirigía la palabra,llegaba hasta el fondo de su alma con sus pene-trantes miradas. Se puede comprender que allíhabía cierta violencia. Tanta, que Adelina pare-cía felicitarse —siempre con las miradas— deque la duquesa no demostrara demasiado in-genio; y tanta, al fin, que Juan se vio precisadoa dirigirle a ésta ciertas atenciones y galanterías

que, al menos, justificaran las sonrisas de ella.Con lo que la comida acabó proporcionandopoco gusto a los tres: a la duquesa, a Adelina ya Juan...

***

La vida fluctúa entre dos mundos, co-mo el día y la noche, el sol y las estrellas. ¡Cuánpoco sabemos lo que somos y cuán menos loque mañana hemos de ser! El eterno curso deltiempo lleva muy lejos nuestras frágiles exis-tencias. Las olas del Océano de los siglos sesuceden unas a otras, en tanto que los más or-gullosos monumentos edificados por los máspoderosos emperadores sólo viven y triunfanun instante... Los antiguos persas enseñabantres cosas útiles: tirar al arco, montar a caballo ydecir la verdad. La juventud moderna imita asu manera tal ejemplo, adoptando arcos de doscuerdas, haciendo sudar a su caballo sin piedady haciendo reverencias que sustituyen gentil-

mente la sinceridad. De todas las verdades delmundo, la que voy a contar es la más verdade-ra.

Tras la triste comida celebrada en elcastillo, Juan se retiró a su cuarto, sintiéndoseescéptico, inquieto, receloso y turbado, pues enla juventud todos estos sentimientos puedenmezclarse. Tenía ante sí los dulces ojos de Au-rora Raby, más brillantes de lo que hubieradeseado Adelina (tal es la suerte que siempreespera a los buenos consejos), los pícaros labiosde la duquesa y la tierna solicitud y encanto desu huesped. Meditó en todo ello, suspiró, con-templó la luna desde su balcón, y, con la ideade pasear un rato por el bello jardín, pues lehuía el sueño, salió a la galería. La galería esta-ba inundada de la azulada luz de la luna. Todolo que esa luz toca, hombre de mundo, poeta,pastor, amante, aldeano o prestamista, se sientepropenso a entregarse a las ideas abstractas.Como existen grandes secretos confiados a su

brillante luz obtenemos de ella grandes pensa-mientos.

Juan permanecía en la galería, medi-tando en su suerte y su desgracia (ya que detodo hay en esta vida y de todo había o al me-nos podía haber en el castillo entre los tres en-cantos de las tres bellas que le seducían), cuan-do un ruido le sobresaltó. Fue un ruido muyextraño. Parecía el deslizamiento silencioso deun ser humano sobre los enlosados de piedra.Es preciso decir que la galería estaba colgadade retratos antiguos de los barones y las ladiesfallecidos, que eran los antecesores de lord En-rique y de lady Adelina, antecesores que alcan-zaban a los tiempos más antiguos de Inglaterra,y que tales lienzos, muchos de ellos gastadospor los siglos, tenían ese aire y ese sombreadoinconfundible que recuerda que sus modelosduermen deshechos en las tumbas... El rumorpersistía, y don Juan, que nunca fue cobarde,quedó petrificado al contemplar una extraña

figura, envuelta en un a modo de hábito demonje, que pasó ante sus ojos por tres veces,lenta y grave, como si flotara suavemente sobresus invisibles pies fantasmales. A la terceravuelta desapareció el fantasma, tras una pausamás o menos larga desde que nuestro héroedejara de verlo, sin que don Juan fuera capazde precisar si se había filtrado por los muros depiedra del castillo o había utilizado para sudesaparición alguna de las numerosas puertasde la galería. Quedó nuestro joven petrificado,inmóvil, esperando la nueva aparición del fan-tasma. Más tarde fue recobrando su tranquili-dad y hubiera deseado verdaderamente quetodo hubiera sido un sueño, pero no tuvo lafortuna de despertar de él. Volvió a su habita-ción, aún tembloroso, sin saber por qué pensar;se acostó, sin conseguir dormir en toda la no-che, y se despertó, sin haber dormido, muytemprano y muy preocupado.

Cuando bajó al salón para el almuerzo,se sentó pensativo junto a su taza de té. Tandistraído se hallaba que todos lo notaron. Ade-lina, que había, reparado en ello la primera, sinpoder adivinar la causa, se acercó a él, aunquepara dirigirle unas palabras vanas, sin atreversea inquirir la manifiesta causa que le desasose-gaba. La duquesa, jugando con su velo, fijótambién su mirada distraída sobre él aunquesin proferir una sola palabra al respecto. Y labella Aurora Raby le examinó con sus ojos ne-gros mostrando una especie de sorpresa sose-gada.

Adelina, por fin, no pudo contenerse yle preguntó a Juan la causa de su preocupaciónindiscutible. Juan, al principio, contestó vaga-mente. Al fin, contó la aparición de la nochepasada. Con sorpresa escuchó algo que no sa-bía, pero que era de todos conocido, o sea queen el castillo, cosa que es muy frecuente en lascasas inglesas, había un fantasma. Mostró en-

tonces don Juan mayor preocupación, y enton-ces Adelina quiso quitar importancia al asuntoy dijo, con aquella gracia casi celestial que lacaracterizaba, que sabía una canción muy lindasobre el tema y que iba a cantarla. Entre la ale-gría, no exenta de temor, si somos sinceros, detodos los invitados, se sentó al piano y cantó losiguiente:

"Guardaos del sombrío padre, descen-diente de los primitivos moradores de este edi-ficio, que vaga por el castillo y ora todas lasnoches por los que yacen en sus tumbas. Desdeque el viejo lord Amundeville arrojó a los frai-les de esta casa, ese monje habita las tinieblasdel sagrado asilo de la antigua iglesia. En vanovinieron los soldados del rey a amenazar laabadía y vigilarla concienzudamente; el frailefiel sigue paseando por esta mansión luego quela noche sucede al día. Nadie sabe si es hués-ped fatal o invitado benéfico. Cuando muerenlos lores Amundeville, se posa respetuoso so-

bre sus tumbas. Cuando les nace un hijo, sequeja lastimeramente. Cuando les amenaza unadesgracia, ríe sin temor alguno. Los pliegues desu negra capucha ocultan su rostro y sólo dejanver sus ojos, que brillan con mirada de sombríopresagio ¡Guardaos del monje de Amundeville,el monje negro, heredero del viejo monasterio!Hasta hoy, el lord que lleva el título es el amodel día, pero el monje lo es de la noche y nadiesabe cuándo lo será de todas las horas creadaspor los hombres. No maldigáis su presenciacuando sale de las sombras, ni turbéis el silen-cio de este inmortal habitante del sombrío casti-llo. Dirigid más bien al Cielo preces por su al-ma. Sea cual sea ese fraile y sus designios, de-sead para él el descanso eterno."

Adelina calló. Se habló más tarde deotros temas. Se olvidó por el mismo don Juan laaparición nocturna. Pasó éste su día entre lastres hermosas de sus sueños, admirando de-terminadas condiciones de marisabidilla de

Adelina, ciertas hermosas cualidades de Auroray la gracia indudable de Su Gracia la duquesa,cuyos ojos parecían rejuvenecidos. El rostro deesta última era la residencia de su alma —si esque gozaba de ella— y era muy seductor, sinperjuicio de un cierto airecillo maligno y pica-resco... Las horas transcurrieron sobre igualesacontecimientos que los días anteriores: cánti-cos, juegos, caza del zorro, danzas, conversa-ciones y coqueteos, con y sin secreto. Se oyó,por fin, sonar la campana que congregaba atodos para la comida, viejos y jóvenes, aunqueninguno inocente, y se bendijo, como siempre,la lujosa mesa. He aquí una bendición que de-bíamos cantar cumplidamente.

***

En la comida de aquel día reinó en cier-to sentido, la displicencia. Un vecino de mesade Juan declaró su deseo de chupar una aletade pescado. La relación que pudiera haber en-

tre esto y la aparición de la noche anterior no espara comprendida, pero el hecho es que Juanrecordó su aventura de ultratumba y que tornóa sentirse incómodo. Turbóse todavía máscuando sorprendió los ojos de miss Aurora fijosen los suyos y cierta cosa en sus labios que nopodía ser sino una sonrisa. En cuanto a Adeli-na, ocupada aquel día por la gloria que aún leduraba a su canción, se ocupaba tan sólo de susinvitados, con manifiesta gracia, pero con ciertoolvido de su preconcebida misión custodiadorade las virtudes de don Juan.

Mientras que Adelina prodigaba a to-dos sus gracias y agasajos, como perfecta caste-llana de su castillo, la hermosa duquesa de Fitz-Fulke se mostraba muy contenta y satisfecha...Se sirvió el café. Se despidieron los comensalesque no vivían en el castillo. Se jugó un poco. Secharló. Llegaron las doce. Y cada huésped semarchó a su cama. Pues aunque hubiera algu-nos matrimonios, la rígida costumbre del casti-

llo y las exigencias naturales de la caza tempra-na, reservada a los hombres, determinaban laprudente separación de sexos.

Don Juan, como los otros, fue a su cuar-to. Desnudo ya, y envuelto en su bata, dio enpensar que podía volver su fantástico visitadorde la noche anterior y se sentó a esperarle,puesto que él, ante todo, y por razones de bue-na educación y excelente nacimiento, se debía así mismo determinadas correcciones, determi-nadas delicadezas. Quiero decir que resolvió aesperar la llegada del fantasma.

Tantos años después podemos asegurarque no esperó en vano... ¿Qué es eso? Veo,veo... Ah, no, no... Pero..., ¡sí!... ¡Gran Dios!... ¡Éles!... ¡Él es, de nuevo!... Vaya al diablo ese furti-vo paso, que lo mismo puede recordar las pisa-das de un fantasma que el suave deslizarse deuna miss enamorada hacia los brazos de suamante..., encaminándose a una cita amorosa

por primera vez y, por ello, sobradamente te-merosa de que puedan oírse los ecos de suszapatitos... El monje estaba allí, el mismo monjede la noche antes, dispuesto a helar la sangrede don Juan en sus venas...

Tras el ruido conocido, vino algo másintenso todavía. La puerta del aposento de donJuan comenzó a abrirse lentamente. Acabó, alfin, por estar abierta ya de par en par, no contemor, sino con la gracia con que se abren lasalas de las gaviotas, y luego volvió a cerrarsecon el mismo impulso decidido, en tanto quedon Juan, desfallecido, tomaba la cosa comple-tamente en serio. En el umbral apareció el mon-je negro con su capucha... El alma del hombreestá llena de temor al ridículo, y don Juan lotemió también aquella noche, puesto que erahombre de mucha alma. Se avergonzó de suactitud y hasta se atrevió a pensar que, aun enel supuesto de que se tratara de un verdaderofantasma, un alma y un cuerpo son más que

suficientes para poder entendérselas con unalma sola...

Su primitivo miedo se convirtió en des-pecho y su despecho en cólera cuando quisosuponer que se trataba de una broma. Se levan-tó de su asiento, avanzó decidido hacia el fan-tasma... Pero éste abrió la puerta e intentó huir.Don Juan la cerró de un empujón definitivo.Decidido a saber, contempló cara a cara al mon-je. Hubo de extrañarse de que sus ojos, queeran lo único visible de su rostro, fueran bri-llantes y vivos, completamente opuestos a laidea infeliz que podemos tener en este mundode los ojos de un muerto hace mil años. Y noera sólo esto, porque la tumba aquí había con-servado algo muy agradable: el dulzor exquisi-to de la respiración del muerto. Era un olorencantador, de veras. Y aún, un suave rizo ru-bio se escapaba de la capucha. Y todavía la lu-na, saliendo de una nube, hizo que viera Juandos blancas y lindas filas de perlas que asoma-

ban a unos bermejos labios, cuando el fantasmapretendía desasirse de sus brazos...

¿Qué podía hacer Juan, lleno de curio-sidad verdadera? Alargó un poco más sus fuer-tes brazos, dominando del todo al viejo monje.Movió sus manos. Y, ¡oh, maravilla!, tocó, sinduda alguna, un duro seno, una turgente graciaterminada en la gloria, que palpitaba alegre-mente, como si contuviera un joven corazónconmovido... Volvió a tocar, ya sin usar los bra-zos para ninguna violencia, y comprobó quehabía dos maravillas como aquélla bajo los ne-gros hábitos del fantasma...

Y muy pronto, lector: una barbilla deli-cada, un cuello de marfil, un calor suave y tier-no, dulce y pecadorzuelo, revelaron a nuestrohéroe una existencia demasiado carnal para sufantasma bajo aquellos sayales... Un momentodespués cayó el disfraz al suelo y... ¡ay!... ¿de-bemos decirlo?... apareció ante los ojos de don

Juan... Digamos de una vez que apareció el vo-luptuoso cuerpo, nada fantasmal, de Su locuelaGracia la duquesa de Fitz-Fulke, a cuya buenaalma debe agradecer nuestro héroe determina-das cosas muy delicadas y poco fáciles de ex-plicar en este poema.

***

El mundo está lleno de huérfanos: enprimer lugar, los que lo son en el estricto senti-do de la palabra, pero muchos son los árbolessolitarios que crecen más alto que los apiñadosen la maraña del bosque; los siguientes sonaquellos que, sin estar condenados a perder asus amantes padres en la tierna infancia, se venprivados del cariño paternal, con lo cual van adar en no menos que huérfanos de corazón;otros son los hijos únicos, hoy tan de moda, queno dejan nunca de ser niños, pues, como dicen,un hijo único es un hijo malcriado —su educa-ción, en mi opinión, ya sea benevolente o seve-

ra, no debe ir nunca tan lejos que transgreda loslímites del amor o el respeto—. Quienes lo pa-decen —sea en el corazón o el intelecto— seacual sea la causa, son en la práctica huérfanos.

Pero volviendo a la norma estricta —entanto las palabras sirvan para dictar normas—la noción más común de huérfano implica a untiempo la imagen de una escuela parroquial,una criatura hambrienta, un naufragio en elocéano de la vida, una mula (como dirían lositalianos) humana, objeto de piedad o algunaemoción peor. Incluso, si se piensa un poco, talvez habría que admitir que los huérfanos ricosson aún más dignos de conmiseración.

Son demasiado pronto sus propios pa-dres. ¿Qué valor tienen los tutores, guardas,etc., comparados con los progenitores natura-les? De ese modo el hijo de un canciller, de laGuardería de la Cámara Estrellada (por ponerel primer ejemplo que me viene a la mente) es

como un patito, criado por Dame Parlett —especialmente si es una niña—, temeroso deecharse al agua de cabeza.

Dice el clamor popular, cuando alguienosa ofrecer una perspectiva nueva: "si ustedtiene razón entonces todo el mundo está equi-vocado". Supongamos el caso contrario: "si us-ted está equivocado, entonces todo el mundotiene razón". ¿Alguna vez es alguien tan discre-to? Así pues, yo recomendaría libre discusiónsobre todos los temas, cualesquiera estos sean,o debidos a quién fuere, porque a medida queunos tiempos van empujando a los otros, elúltimo tiende a acusar al anterior de colocarloen un colchón de púas, sin importarle los pin-chazos porque es demasiado obtuso: lo que erauna paradoja deviene una verdad, o algo pare-cido (Lutero lo atestigua).

Los sacramentos se ven reducidos ados, y las brujas a una, aunque un poco tarde,

ahora que quemar viejas en la hoguera ha sidodeclarado un acto de inurbanidad (a pesar de locual, hay que decir, no faltan en algunas fami-lias quienes merecieran buena reprimenda). Algran Galileo le fue negado el sol porque lohabía arreglado, y para evitar que contara quela tierra rodaba en torno a él, le prohibieronincluso que andara. Cuando estuvo casi muertoy enterrado, algunos hombres comenzaron apensar que su ccabeza no había merecido en-mienda; y hoy, por lo visto, resulta que teníarazón. Sin duda será un consuelo para sus ceni-zas. El hombre sabio sólo está seguro cuandoya no puede compartir su saber; tendrá un fir-me Post Obit en la posteridad.

Si tal condena espera a cada gigante in-telectual, nosotros, gente nimia en nuestro mo-desto modo, deberíamos, sin duda, soportarmejor los leves quebrantos de la vida, y eso espor una vez lo que voy a hacer yo, tan bien co-mo sepa —ojalá fuera menos impetuoso—.

Cuando me propongo, cada mañana, ser untotus teres, estoico, sabio, el viento empieza asoplar y yo vuelo, lleno de rabia. Moderado losoy —jamás fui temperamental—; soy modesto—sin ser inseguro—; flexible —aunque en cier-to modo idem semper—; paciente —si bien noaficionado a resistir a cualquier precio—; alegre—aunque, a veces, un tanto dado al lloriqueo—; pacífico —pero en ocasiones también una es-pecie de Hercules Jurens—, de tal modo quecasi pienso que la misma piel contiene a dos otres seres distintos.

Dejamos arriba a nuestro héroe en unasituación algo delicada, de las que ofrecen alhombre la posibilidad de mostrar su fuerza —física o moral—. En esta ocasión, si venció suvirtud o, de llano, su vicio —pues procedía deuna nación generosa—, es más de lo que yodeba atreverme a describir, a menos que unabeldad me pague con un beso.

Ahí dejo la cuestión: llegó la mañana, yel desayuno, té y tostadas, del que casi todoslos hombres toman sin rechistar. La compañíacuyo nacimiento, salud, valor, han costado a milira varias cuerdas, se unió a nuestra anfitriona,y mi anfitrión; aparecieron los invitados, el pe-núltimo, Su Gracia, el último, Juan, con su ros-tro virginal.

Si es mejor hallar un fantasma o nada,era difícil de determinar. Juan parecía habercombatido con más de uno, y haber sido venci-do y agotado. Con unos ojos que apenas arroja-ban la escasa luz que traspasa un ventanal góti-co, Su Gracia, también, tenía todo el aspecto dehaber sufrido escarmiento; se la veía pálida ytemblorosa, como si hubiera guardado vigilia, osoñado más que dormido.

FIN