"Los 3 impostores" de Arthur Machen

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Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor.Todos los derechos reservados.

© Editorial Planeta, s. a., 2008Avinguda Diagonal , 662, 6ª planta 08034 Barcelona (España)

Diseño de la colección: Astrid StavroFotografía de la cubierta: Magnum Primera edición: Enero 2008

Depósito legal: B 32.654-2008isbn 84-08-05402-3Impresión y encuadernación: Liberdúplex, s. l.

Printed in Spain, impreso en España

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Prólogo

—¿Y Mr. Joseph Walters se quedará toda la noche?—preguntó el hombre pulcro y bien afeitado a su acom-pañante, un individuo de aspecto no muy cuidado, cu-yos bigotes color jengibre iban a confundirse con un parde patillas que le llegaban al mentón.

Esperaban ante la puerta de la casa, sonriéndose eluno al otro con aire maligno. Un momento después unamuchacha bajó corriendo las escaleras y se unió a ellos.Era muy joven, de cara graciosa e interesante, ya que nohermosa, y de ojos pardos y brillantes. Llevaba en lamano algo envuelto en un papel y se rió con sus amigos.

—Deje usted la puerta abierta —dijo el hombre pul-cro al otro cuando salían—. Sí, por… —prosiguió, conun atroz juramento—, dejaremos entreabierta la puer-ta. Tal vez quiera tener compañía.

El otro miró en torno, titubeando.—¿De veras le parece prudente, Davies? —pregun-

tó, con la mano puesta en la aldaba vieja y gastada—.Creo que a Lipsius no le gustaría. ¿Qué dice usted, Helen?

—Estoy de acuerdo con Davies. Davies es un artistay usted, Richmond, un hombre vulgar y un poco cobar-de. Dejemos la puerta abierta, por supuesto. ¡Qué lásti-

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ma que Lipsius haya tenido que irse! Se hubiera diverti-do mucho.

—Sí —respondió el elegante Mr. Davies—. Para eldoctor fue una pena que lo mandasen llamar del oeste.

Salieron juntos, dejando entreabierta la puerta delsalón, que estaba rajada, consumida por el hielo y la hu-medad. Se detuvieron un instante bajo el ruinoso so-portal de la entrada.

—Bueno —dijo la muchacha—. Por fin hemos aca-bado. Ya no tendremos que correr tras las huellas del jo-ven con gafas.

—Estamos en deuda con usted —le respondió ama-blemente Mr. Davies—. Lo dijo el propio doctor antesde irse. Pero ¿acaso no nos quedan por hacer a los tresunas cuantas despedidas? Por mi parte, delante de estamansión pintoresca y deshecha, me propongo decirleadiós a mi amigo Mr. Burton, comerciante de antigüe-dades y objetos curiosos —y quitándose el sombrero, seinclinó con un gesto exagerado.

—Y yo —dijo Richmond— me despido de Mr. Wil-kins, secretario privado, cuya compañía, debo confesar-lo, empezaba a ser algo aburrida.

—Adiós a Miss Lally y también a Miss Leicester —dijo la muchacha, haciendo una deliciosa reverencia—.Adiós a toda la extraña aventura. Ha terminado la farsa.

Mr. Davies y la joven parecían llenos de una torvaalegría. Richmond, en cambio, se atusaba nerviosa-mente el bigote.

—Me siento un poco trastornado —dijo—. Peores

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cosas he visto en los Estados Unidos, pero ese ruido quehizo, como si gritara, me dio una especie de náuseas. Yel olor... Pero siempre he sido de estómago delicado.

Alejándose de la puerta, los tres amigos se pusierona ir y venir despacio por lo que había sido un camino enarenado, ahora lodoso y cubierto de musgo. Era unespléndido atardecer de otoño y el sol hacía brillar te-nuemente los muros amarillos de la vieja casa abando-nada, iluminando trozos de gangrenoso deterioro, asícomo todas las manchas, las señales negras de la lluviay las cañerías rotas, los desgarrones en que asomabanladrillos desnudos, el llanto verde de un pobre laburnoal lado del porche y, cerca del suelo, los corrimientos dela arcilla sobre los ruinosos cimientos. Era una cons-trucción curiosa y destartalada; la parte central, con untejado en el que sobresalían varias buhardillas, tendríaunos doscientos años y se prolongaba en dos alas de es-tilo georgiano; en ambas, dos grandes ventanales ar-queados llegaban a la planta alta y remataban en cúpu-las de vidrio, que una vez estuvieron pintadas de un ver-de reluciente y ahora eran grises y opacas. Sobre elcamino, entre la espesa bruma que se levantaba del sue-lo arcilloso, se veían pedazos de urnas destrozadas; losarbustos intrincados y deformes, que habían crecidosin cuidado alguno, despedían olores profundos y per-versos, y en toda la casa abandonada la atmósfera evo-caba la idea de una tumba abierta. Los tres amigos mi-raron con desánimo las ortigas y las malas hierbas quese apretaban donde antes crecieran el césped y los ma-

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cizos de flores y, en medio de ellas, un tristísimo estan-que, ya no cubierto de nenúfares, sino de una hez verdey aceitosa. En el centro del estanque, sobre las rocas, untritón enmohecido soplaba en su caracola rota y másallá, pasando la verja hundida y los prados lejanos, sehundía el sol, rojo y resplandeciente, entre los bosquesde olmos.

Richmond se estremeció y dio una patada en el suelo.

—Más vale que nos vayamos —dijo—. Ya nada tene-mos que hacer aquí.

—No —respondió Davies—. Hemos terminado, porfin. Durante un tiempo creí que nunca lograríamos apo-derarnos del caballero con gafas. Era muy astuto, peroal final, ¡Señor!, se vino abajo de mala manera. Les ase-guro que lo vi palidecer cuando le toqué el brazo, en lataberna. Pero, ¿dónde lo habrá escondido? Los tres po-demos jurar que no lo llevaba encima.

La muchacha se echó a reír y ya se alejaban cuandoRichmond se detuvo, sobresaltado.

—¡Ah! ¿Qué lleva usted ahí? —gritó, volviéndose a lajoven—. Mire, Davies, mire usted: está chorreando y go-teando.

La muchacha puso los ojos en el paquete que lleva-ba en la mano y apartó un poco el papel.

—Sí, miren los dos —dijo—, es mi propia idea. ¿Noles parece que irá muy bien en el museo del doctor? Vie-ne de la mano derecha, la mano que se apoderó del tibe-rio de oro.

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Mr. Davies asintió, con un gesto de decidida aproba-ción, y Richmond, levantando el feo sombrero hongo decopa alta con que se cubría, se pasó un pañuelo suciopor la frente.

—Me voy —anunció—. Quédense ustedes dos, siquieren.

Los tres dieron un rodeo por el sendero que iba a lacaballeriza, pisaron ante los restos agostados del anti-guo huerto y salieron a la calzada, tras atravesar el setoque había detrás de la casa. Unos cinco minutos mástarde, dos caballeros, a quienes el ocio traía a explorarestos alrededores olvidados de Londres, entraron pa-seando por el camino sombreado que llegaba hasta laentrada. Habían divisado la casa abandonada desde la carretera y, al observar la grave desolación del lugar,se pusieron a moralizar en un estilo noble en que se ad-vertía la clara influencia de Jeremy Taylor.

—Mire usted, Dyson —decía uno de ellos mientrasse acercaban—, mire usted esas ventanas de la plantaalta; se está poniendo el sol y aunque los vidrios estánllenos de polvo...

El viejo marco incendia el mirador.

—Phillips —respondió el mayor y (no hay más reme-dio que decirlo) el más solemne de los dos amigos—,me dejo ganar por la imaginación; imposible resistir ala influencia de lo fantástico. Aquí, donde todo se hun-de en la oscuridad y el decaimiento, mientras camina-

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mos a la sombra de los cedros y hasta el aire que nos en-tra en los pulmones parece gastado, no puedo mante-nerme ecuánime. Veo ese resplandor profundo en lasventanas y la casa entera queda encantada; esa habita-ción, se lo digo yo, está llena por dentro de sangre y defuego.

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capítulo primero

La aventura del tiberio de oro

La relación entre Mr. Dyson y Mr. Charles Phillips sur-gió de uno de los infinitos azares que se presentan cadadía en las calles de Londres. Mr. Dyson era un hombrede letras y un ejemplo lamentable de talento mal em-pleado. En efecto, aunque sus dones hubieran hecho deél, en la flor de la juventud, uno de los novelistas más so-licitados de Bentley, había preferido mostrarse intrata-ble; poseía, sin duda, buenos conocimientos de lógicaescolástica, pero todo lo ignoraba de la lógica de la viday, si bien se otorgaba a sí mismo el título de artista, nopasaba de ser un observador vago y curioso de las activi-dades ajenas. Entre sus muchas ilusiones abrigaba conmayor exaltación la de ser un trabajador infatigable; so-lía entrar con gesto de cansancio supremo a su lugarmás frecuentado, una tabaquería de Great Queen Street,y proclamar ante quien quisiera escucharlo que habíavisto levantarse y ponerse el sol de dos días consecuti-vos. El dueño de la tienda, hombre de edad madura ysingular cortesía, toleraba a Dyson, en parte llevado porsu buen carácter y en parte porque era de sus clienteshabituales. Le permitía sentarse en un barril vacío y ex-poner sus opiniones sobre cuestiones literarias y artísti-cas hasta cansarse o hasta que llegase la hora de cerrar;

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tal vez no atrajera nuevos clientes pero cabía suponerque su elocuencia no ahuyentaba a nadie. Dyson eramuy dado a practicar experimentos impetuosos con eltabaco y no se cansaba de ensayar nuevas combinacio-nes; una tarde acababa de entrar a la tienda anunciandola última de sus fórmulas descabelladas cuando un jo-ven, más o menos de su edad, que se hallaba presente,pidió al dueño que le preparase a él la misma receta, altiempo que dirigía a Mr. Dyson una sonrisa de buenaeducación. Dyson se sintió profundamente halagado y,tras cambiar unas cuantas frases, los dos se pusieron acharlar; una hora más tarde el tabaquero vio a los nue-vos amigos, sentados lado a lado en sendos barriles,completamente enfrascados en la conversación.

—Mi querido señor —decía Dyson—: diré a usted,en dos palabras, cuál es la función del hombre de letras.Lo que debe hacer es esto y nada más: inventar una his-toria maravillosa y contarla de una manera maravillosa.

—Se lo concedo —respondió Mr. Phillips—, peropermítame usted señalar que, en manos de un verdade-ro artista de la palabra, todas las historias son maravi-llosas y cada incidente tiene su propio encanto. El fon-do es de poca importancia, todo está en la manera. Másaún, la mayor habilidad consiste en elegir un asuntoaparentemente vulgar y, gracias a la alta alquimia delestilo, transmutarlo en el oro puro del arte.

—Eso demuestra gran habilidad, por supuesto,pero aplicada tontamente o al menos con poco criterio.Es como si un gran violinista quisiera demostrarnos las

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armonías extraordinarias que puede arrancar del banjoque toca un chico.

—No, no, se equivoca usted de medio a medio. Veoque se hace usted una idea falsa de la vida. Pero esto te-nemos que discutirlo. Venga usted a mi casa, vivo cercade aquí.

Así fue como Mr. Dyson trabó relación con Mr. Char-les Phillips, quien vivía en una plaza silenciosa no lejosde Holborn. A partir de ese día se visitaron mutuamenteen sus apartamentos, a intervalos que podían o no ser re-gulares, y concertaron citas para reunirse en la tienda deQueen Street, donde su charla robó al tabaquero la mitaddel placer que le dejaban sus ganancias. Libraban entreellos un interminable combate de fórmulas literarias:Dyson exaltaba los derechos de la imaginación pura,mientras que Phillips, estudioso de las ciencias físicas ytambién un poco etnólogo, insistía en que toda literaturadebe asentarse sobre una base científica. Gracias a la ex-traviada benevolencia de parientes fallecidos, ambos jó-venes se hallaban fuera del alcance del hambre y, medi-tando altas empresas, pasaban la vida en un ocio agrada-ble, saboreando las despreocupadas alegrías de unabohemia a la que faltaba la sal de la adversidad.

Una noche de junio, Mr. Phillips estaba sentadoante la ventana abierta en su tranquilo retiro de RedLion Square, fumando plácidamente y mirando el movi-miento de la calle. El resplandor de la puesta de sol sehabía demorado largo rato en el cielo claro. La luz roji-za del atardecer de verano, en lucha con los faroles de la

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plaza, formaba un claroscuro con algo de sobrenatural;los chicos que corrían de un lado a otro, los ociosos quetomaban el fresco, los transeúntes que pasaban apre-tando el paso, parecían figuras que revoloteasen sus-pendidas en un juego de luces más que seres de carne yhueso. En las casas del otro lado de la plaza fueron en-cendiéndose uno a uno varios rectángulos de luz; unasilueta se perfilaba un momento contra las persianas ydesaparecía, y esta magia casi teatral tenía por adecua-do acompañamiento las fugas y adornos de una óperaitaliana que unos pocos pasos más allá tocaba un orga-nillo, sobre el profundo bajo continuo del tráfico deHolborn. Phillips disfrutaba de la escena y de sus efec-tos; la luz se desvaneció, la oscuridad ganó el cielo, laplaza quedó gradualmente en silencio, pero él siguiósoñando frente a la ventana, hasta que lo hizo volver ensí el tintineo agudo de la campanilla y, al sacar el reloj,comprobó que eran pasadas las diez de la noche. Lla-maban a la puerta y un instante después entró al salónel amigo Dyson quien, como era su costumbre, se arre-llanó en una butaca y se puso a fumar en silencio.

—Usted sabe, Phillips —dijo por fin—, que siemprehe defendido lo maravilloso. Recuerdo haberle oído de-cir, sentado en esa misma silla, que en literatura nadiedebe utilizar lo increíble, lo improbable, la coinciden-cia extraordinaria, puesto que lo increíble y lo improba-ble no suceden en la realidad y las vidas de los hombresno están, en la práctica, conformadas por extrañas coin-cidencias. Observe usted que, aunque así fuera, no

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aceptaría yo su conclusión, puesto que para mí toda lateoría de la literatura como «crítica de la vida» no pasade ser una sandez. Pero niego su premisa. Esta nocheme ha ocurrido algo curiosísimo.

—Créame usted, Dyson, que me alegro de oírselo de-cir. No estaré, naturalmente, de acuerdo con sus razones,sean las que fueren, pero si tiene usted la bondad de con-tarme su aventura, lo escucharé con mucho gusto.

—Bueno, pues esto fue lo que pasó. He tenido undía de trabajo agotador. A decir verdad, apenas si me hemovido de mi viejo escritorio desde anoche a las siete.Quería desarrollar esa idea que discutimos el martespasado, sabe usted, la del adorador de fetiches.

—Claro que me acuerdo. ¿Y ha conseguido ustedalgo con ella?

—Sí. La cosa salió mejor de lo que esperaba. Congrandes dificultades, por supuesto, las angustias desiempre entre la concepción y la ejecución. En todocaso, terminé a eso de las siete de la tarde y tuve ganas derespirar un poco de aire fresco. Salí y me eché a vagar sindirección alguna; tenía la cabeza llena de mi historia yapenas sí me daba cuenta de por dónde caminaba. Memetí por esas calles tranquilas al norte de la calle de Ox-ford, yendo hacia el oeste, un barrio residencial de gen-tes de buen pasar, hecho de estuco y prosperidad. Di otravez vuelta hacia el este, sin reparar en ello, y ya habíaanochecido cuando pasé por una callejuela apartada,mal alumbrada y desierta. No tenía en ese momento lamenor idea de dónde me encontraba, aunque compren-

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dí después que no debía ser lejos de Tottenham CourtRoad. Me paseaba distraído, disfrutando de la calma; ca-minaba junto a lo que debía ser la parte de atrás de unode esos grandes almacenes, piso tras piso de ventanaspolvorientas que se levantaban en la noche, arriba aque-llos aparatos en forma de horca que sirven para izar mer-cancías pesadas y abajo las grandes puertas bien cerra-das y trancadas, todo ello oscuro y con aire de desola-ción. Luego siguió un enorme depósito, una larga pareddesnuda como el muro de una cárcel, el cuartel de un re-gimiento de voluntarios y, al final, un pasaje que iba adar a un patio donde guardaban varios coches de alqui-ler. Casi podía decirse que era una calle deshabitada yapenas se veía una que otra ventana con luz. Justamenteme sorprendía haber dado con una paz y oscuridad tanextrañas, y tan cerca de una de las avenidas más grandesy ruidosas de Londres, cuando oí los pasos de alguienque se acercaba a todo correr, y de un estrecho pasaje,un callejón o algo así, como lanzado por una catapulta,surgió ante mis narices un hombre, que, al pasar co-rriendo a mi lado, arrojó algo al suelo. Un instante des-pués había desaparecido por otra calle, casi sin que yome diera cuenta de lo ocurrido, aunque a decir verdadno me ocupaba de él pues mi atención estaba puesta enotra cosa. Le he dicho que arrojó algo; al menos vi algoque volaba por el aire, en una línea de fuego, y rebotabasobre el pavimento. Me incliné instintivamente y me pa-reció ver una moneda brillante, como de medio peni-que, que rodaba cada vez más despacio hasta una boca

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de alcantarilla y bailaba un instante en el borde antes dedesaparecer. Creo que grité con verdadera desespera-ción, aunque no tuviese la más mínima idea de lo queera; luego comprobé con alegría que, en vez de caer alfondo, la moneda había quedado entre dos barras de larejilla. Me incliné a recogerla, me la eché al bolsillo y mehallaba a punto de seguir mi camino cuando volví a es-cuchar el ruido de una persona que venía a la carrera. Nosabría decirle por qué lo hice, pero lo cierto es que entréde un salto en el callejón, o lo que fuese, y me ocultécomo mejor pude en la oscuridad. A unos pasos de don-de me encontraba pasó el hombre que corría y me felici-té de haberme escondido. No logré ver muy bien sus fac-ciones, pero iba mostrando los dientes, le ardían los ojosy llevaba en la mano un cuchillo de muy mal aspecto.Pensé que el primer caballero pasaría un rato muy de-sagradable si el segundo ladrón, o la víctima del robo, olo que usted quiera, conseguía darle alcance. Le aseguroa usted, Phillips, que la caza del zorro puede ser emocio-nante, cuando suena el cuerno una mañana de invierno,se echan a correr los perros y los cazadores sueltan lasriendas de sus cabalgaduras, pero nada se compara a lacaza del hombre y eso es lo que, durante un momento,he entrevisto esta noche. Lo que brillaba en los ojos delperseguidor era el crimen y no creo que hubiese muchomás de cincuenta segundos entre ambos. Espero tansólo que haya sido suficiente.

Dyson se echó atrás en el sillón, volvió a encender lapipa y dio unas cuantas pitadas con aire meditativo.

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Phillips se puso a caminar de arriba abajo por el salón,pensando en la historia que había oído: la muerte vio-lenta que va de caza y a la carrera en medio de la calle, elpuñal que brilla a la luz de los faroles, la furia del perse-guidor y el terror del perseguido.

—Bueno —dijo por fin—, ¿y qué era, a todo esto, loque recogió usted del suelo?

Dyson tuvo un gesto de sobresalto, claramente sor-prendido.

—No tengo idea. No se me ocurrió mirar. Pero aho-ra lo veremos.

Buscó en el bolsillo del chaleco, sacó un objeto pe-queño y reluciente y lo puso sobre la mesa. Era una mo-neda, que brillaba bajo la lámpara con la gloria radian-te del mejor oro viejo; la figura y la leyenda se destaca-ban en relieves tan puros y nítidos como si hubiesesalido del troquel tan sólo un mes antes. Los dos ami-gos se inclinaron sobre ella y Phillips la levantó para mi-rarla de cerca.

—Imp. Tiberius Caesar Augustus —dijo, leyendo lainscripción. Dio vuelta a la moneda para ver el reverso,lo contempló con asombro y por último se volvió aDyson con una mirada de júbilo.

—¿Sabe usted lo que ha encontrado? —le preguntó.—Al parecer una moneda de oro de cierta antigüe-

dad —respondió Dyson sin inmutarse.—Pues sí, un tiberio de oro. No, me equivoco: ha en-

contrado usted el tiberio de oro. Mire el reverso.Estampada en la moneda, Dyson vio la figura de un

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fauno, erguido en medio de juncos y agua que corría.Las facciones, aunque diminutas, resaltaban con deli-cada precisión; era un rostro gracioso y, sin embargo,terrible, que hizo pensar a Dyson en la historia del com-pañero de juegos del niño que creció con él y fue ganan-do estatura y corpulencia, hasta que el aire se llenó delfétido hedor del macho cabrío.

—Sí —dijo—, es una moneda curiosa. ¿La conoceusted?

—Algo sé de ella. Es uno de los objetos históricos,muy contados, que han llegado hasta nosotros desde laAntigüedad con su propia historia, como esas joyas so-bre las que todos hemos leído algo. Hay un verdadero ci-clo de leyendas en torno a esta moneda. Se dice que Ti-berio la mandó acuñar para conmemorar algún excesoinfame. Mire usted la inscripción del reverso: «Victoria.»Se dice también que, por un extraordinario accidente,toda la emisión fue a parar al crisol y sólo se salvó esteejemplar. Desde entonces reluce en la historia y la le-yenda, aparece y desaparece con intervalos de cien añosen el tiempo y continentes enteros en el espacio. Fue«descubierta» por un humanista italiano, perdida y ha-llada otra vez. Nada se sabía de ella desde 1727, en queSir Joshua Byrde, que comerciaba en Turquía, la trajo deAleppo, la mostró a los conocedores y se desvaneció conella un mes más tarde, como si se lo hubiera tragado latierra. Y ahora, aquí la tiene usted.

—Guárdesela en el bolsillo, Dyson —añadió, trasuna pausa—. Si estuviera en su lugar no se la mostraría

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a nadie. Ni siquiera hablaría de ella. ¿Está usted segurode que ninguno de los dos hombres alcanzó a verlo?

—Creo que no. Me parece que el primero, el que sa-lió como alma que lleva el diablo del pasaje oscuro, noveía absolutamente nada, y estoy seguro de que el se-gundo no puede haberme visto.

—Y en realidad usted tampoco los vio. ¿Podría us-ted reconocer a cualquiera de ellos si mañana se trope-zara con él en la calle?

—No, no lo creo. Ya le digo que la calle estaba muymal alumbrada y los dos corrían como locos.

Los dos amigos quedaron un buen rato sin decir pa-labra, tejiendo sus propias fantasías con la historia,pero el apetito de lo maravilloso iba ganando lentamen-te las ideas más serenas de Dyson.

—Todo esto es más extraño de lo que imaginaba —dijo, rompiendo el silencio—. Lo que vi era ya bastan-te raro. Un hombre va de paseo por una calle tranquila yordinaria en el Londres de todos los días, una calle decasas grises y paredes desnudas, cuando, de pronto, du-rante un instante, se descorre un velo, los adoquines dela calzada dejan escapar exhalaciones del abismo, elsuelo le hierve al rojo vivo bajo los pies y le parece queoye crepitar las calderas del infierno. Pasa, enloquecidode terror, un hombre que huye para salvar la vida y de-trás, pisándole los talones, viene el odio rabioso, cuchi-llo en mano. Esto es horrible, qué duda cabe, pero todoello poca cosa al lado de lo que usted acaba de contar-me. Phillips, se lo aseguro a usted: todo empieza a co-

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brar sentido, a partir de ahora nuestros pasos estaránrodeados de misterio, los hechos más comunes han deencerrar una significación oculta. Oponga usted la re-sistencia que quiera y cierre los ojos: se los abrirán porla fuerza. Recuerde lo que le estoy diciendo, tendrá us-ted que rendirse ante lo inevitable. Hemos llegado, porazar, ante una pista y no tenemos más remedio que se-guirla. El culpable o los culpables de este extraño casono pueden escapársenos, nuestras redes están tendidasa lo largo y lo ancho de la gran ciudad y en cualquier mo-mento, en medio de calles y plazas llenas de gente, sa-bremos de alguna manera que estamos en contacto conel criminal desconocido. Más aún, me imagino que loveo venir paso a paso a esta plaza tan callada donde us-ted vive; se demora en las esquinas, vaga sin direcciónaparente por las profundas avenidas, pero a cada ins-tante está más y más cerca, atraído por un magnetismoirresistible, como los barcos atraídos por la Piedra Imánde las Mil y una noches.

—Lo que sí creo —respondió Phillips— es que si si-gue usted sacando la moneda y metiéndosela a todo elmundo por las narices, como en este preciso momento,es muy probable que acabe por encontrarse con el cri-minal o, en todo caso, con un criminal cualquiera. Nohay duda de que acabarán por robársela, y de maneraviolenta. Aparte de esto, no advierto ninguna razón deque lo ocurrido sea una molestia para usted o para mí.Nadie lo vio recoger la moneda, nadie sabe que se en-cuentra en su poder. Por mi parte, me echaré a dormir

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en paz y seguiré ocupándome de mis asuntos, con unasensación de seguridad y una confianza inquebrantableen el orden natural de las cosas. Lo que sucedió esta tar-de, la aventura en la calle, fue algo sorprendente, noseré yo quien lo niegue, pero estoy enteramente decidi-do a no ocuparme más del caso y, de ser necesario, recu-rriré a la policía. No me convertiré en el esclavo del tibe-rio de oro, por más que haya trabado conocimiento conél de modo algo melodramático.

—Y yo, por mi parte —dijo Dyson—, salgo, como elcaballero andante, en busca de aventura. Aunque notendré necesidad de buscar; más bien, la aventura mebuscará a mí. Seré como la araña en el centro de su tela,sensible al menor movimiento, siempre alerta.

Poco después Dyson se despidió y Mr. Phillips pasóel resto de la noche examinando unas puntas de flechahechas de pedernal que había comprado. Tenía buenasrazones para suponerlas obra de un contemporáneo yno de un hombre paleolítico, pero se llevó un disgustocuando un estudio más detenido le permitió compro-bar que sus sospechas eran fundadas. Que haya infa-mes capaces de engañar a un etnólogo provocó en él talcólera que no pensó más en Dyson ni en el tiberio de oroy al llegar la hora de acostarse, con las primeras lucesdel alba, toda la historia se le había ido de la memoria.

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