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Suplemento Especial Juventud Rebelde Domingo 13 de mayo de 2018 Los 95 de Núñez Rodríguez ENRIQUE Núñez Rodríguez estaría cumpliendo 95 años este domingo. Nació en Quemado de Güines, en la región central de la Isla, el 13 de mayo de 1923 y aunque la cifra no miente, bien vale verla en su caso con natural reserva. Porque aún con casi cien años en las costillas, este popularísimo escritor —dramaturgo, narrador, autor de radio y TV, periodista— no sería jamás un veterano ni un viejo, sino una de esa gente, como afirmó el novelis- ta Abel Prieto, que se mantiene «entera hasta la eternidad, como un príncipe de sonrisa adolescente». Había cumplido los 75 cuando acarició la idea de acometer sus memorias. ¿Tendría a esa edad tiempo para terminarla? ¿Le fallaría antes el corazón, los pul- mones? Eran preguntas sin respuestas, pero una premisa quedaba clara para Núñez Rodríguez: «Por más filósofos importantes que uno lea, desde Heráclito a Gramsci, la conclusión viene a ser siempre la misma: la vida es del carajo». Había vivido mucho y presenciado no pocos cambios. Era numerosa la gente que había conocido. ¿Qué vivencias atraparía en sus memorias? «Del parque de Quemado al Consejo Nacional de la Uneac. De la oración de San Luis Beltrán al ultrasonido y los rayos laser. Del fonógrafo de cuerda al video-casete en colores. Del padrejón al sida. De Miguel Matamoros a Silvio Rodríguez. Del ábaco a la computadora. De Vargas Vila a García Már- quez. De la cabellera lacia a la calvicie. De la dentadura blanca y pareja a la prótesis par- cial. De la masturbación a la impotencia. Y todo en menos de 50 años. En realidad la vida es corta, pero vale la pena vivirla: ¡se ven tantas cosas! Y puede que hasta te publiquen un libro…». Las memorias como tal, no llegó Núñez Rodríguez a escribirlas. O para decirlo mejor: las fue dando a conocer, domingo tras domingo, con las crónicas que durante casi 20 años publicó en Juventud Rebelde, y que, consciente de que el des- tino último del buen periodismo es el libro, compiló en varios volúme- nes que el lector no dejaba empolvar en las librerías. ¿Cuál fue el tema de esas crónicas? El tema fue, sencillamen- te, la vida. Son páginas de recreación autobiográfica, de memoria espejeante, de evocación de hechos y gentes. Visión incisiva del fluir cotidiano. Peripecias e intimidades del mundo de la farándula. Escritas con desenfado, ajenas a todo tipo de estiramiento, sin pretensiones moralizantes y en las que la risa es, a veces, temblor inesperado y también una puntada a fondo. Núñez Rodríguez, preci- sa Abel Prieto, «no se inmiscuyó en cuestio- nes teóricas; se limitó a recordar y contar y así dejó su aporte a nuestra permanente e incan- sable definición colectiva y polifónica de “lo cubano”». No pocas de esas crónicas resultan memorables. Todos los domingos leía, bien temprano en la mañana, su página en este periódico; la releía, me dijo una tarde, hasta 20 veces, pues pocas cosas le producían tanta satisfacción como leerse a sí mis- mo, y enseguida se ponía a escribir la crónica del domingo siguiente. Después de haber escrito mucho para la TV, prefirió el periódi- co porque en la pequeña pantalla el trabajo es colectivo y a veces antagónico, mientras que en la prensa escrita el periodista sale solo a buscar el éxito o la derrota porque no es fácil acreditar una columna y establecer el hábito entre los lectores. Enrique lo consiguió. Hoy domingo, campante en su 95 cumpleaños, vuelve Enrique Núñez Rodríguez a este diario con páginas transidas de nostalgia y desbordada cubanía para hacernos reír y meditar. (Ciro Bianchi Ross) 13 de mayo de 1923/28 de noviembre de 2002

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Suplemento Especial Juventud RebeldeDomingo 13 de mayo de 2018

Los 95 de Núñez Rodríguez

ENRIQUE Núñez Rodríguez estaría cumpliendo 95 años este domingo.Nació en Quemado de Güines, en la región central de la Isla, el 13 de mayo

de 1923 y aunque la cifra no miente, bien vale verla en su caso con naturalreserva. Porque aún con casi cien años en las costillas, este popularísimoescritor —dramaturgo, narrador, autor de radio y TV, periodista— no seríajamás un veterano ni un viejo, sino una de esa gente, como afirmó el novelis-ta Abel Prieto, que se mantiene «entera hasta la eternidad, como un príncipe de

sonrisa adolescente».Había cumplido los 75 cuando acarició la idea de acometer sus memorias.

¿Tendría a esa edad tiempo para terminarla? ¿Le fallaría antes el corazón, los pul-mones? Eran preguntas sin respuestas, pero una premisa quedaba clara para

Núñez Rodríguez: «Por más filósofos importantes que uno lea, desde Heráclito aGramsci, la conclusión viene a ser siempre la misma: la vida es del carajo».

Había vivido mucho y presenciado no pocos cambios. Era numerosa la gente quehabía conocido. ¿Qué vivencias atraparía en sus memorias? «Del parque de Quemado al

Consejo Nacional de la Uneac. De la oración de San Luis Beltrán al ultrasonido y los rayoslaser. Del fonógrafo de cuerda al video-casete en colores. Del padrejón al sida. De Miguel

Matamoros a Silvio Rodríguez. Del ábaco a la computadora. De Vargas Vila a García Már-quez. De la cabellera lacia a la calvicie. De la dentadura blanca y pareja a la prótesis par-cial. De la masturbación a la impotencia. Y todo en menos de 50 años. En realidad la vidaes corta, pero vale la pena vivirla: ¡se ven tantas cosas! Y puede que hasta te publiquen unlibro…».

Las memorias como tal, no llegó Núñez Rodríguez a escribirlas. O para decirlo mejor:las fue dando a conocer, domingo tras domingo, con las crónicas que durante casi

20 años publicó en Juventud Rebelde, y que, consciente de que el des-tino último del buen periodismo es el libro, compiló en varios volúme-nes que el lector no dejaba empolvar en las librerías.

¿Cuál fue el tema de esas crónicas? El tema fue, sencillamen-te, la vida. Son páginas de recreación autobiográfica, de memoria

espejeante, de evocación de hechos y gentes. Visión incisiva delfluir cotidiano.

Peripecias e intimidades del mundo de la farándula. Escritas condesenfado, ajenas a todo tipo de estiramiento, sin

pretensiones moralizantes y en las que la risaes, a veces, temblor inesperado y tambiénuna puntada a fondo. Núñez Rodríguez, preci-sa Abel Prieto, «no se inmiscuyó en cuestio-

nes teóricas; se limitó a recordar y contar y asídejó su aporte a nuestra permanente e incan-sable definición colectiva y polifónica de “lo

cubano”». No pocas de esas crónicas resultanmemorables.

Todos los domingos leía, bien temprano en la mañana, su páginaen este periódico; la releía, me dijo una tarde, hasta 20 veces, puespocas cosas le producían tanta satisfacción como leerse a sí mis-

mo, y enseguida se ponía a escribir la crónica del domingosiguiente.

Después de haber escrito mucho para la TV, prefirió el periódi-co porque en la pequeña pantalla el trabajo es colectivo y a veces

antagónico,mientras que en la prensa escrita el periodista salesolo a buscar el éxito o la derrota porque no es fácil acreditaruna columna y establecer el hábito entre los lectores. Enrique

lo consiguió.Hoy domingo,campante en su 95 cumpleaños,vuelve Enrique

Núñez Rodríguez a este diario con páginas transidas de nostalgia ydesbordada cubanía para hacernos reír y meditar. (Ciro Bianchi

Ross)

13 de mayo de 1923/28 de noviembre de 2002

Domingo 13 de mayo de 20180022

O tengo una idea precisa de cuán-do tuve, por primera vez, conciencia cier-ta de la existencia de mi madre. Es raropero tengo la impresión de que un día,años atrás, mientras corría matape-rreando por mi vieja casa de madera mela encontré en la sala, sentada en un có-modo sillón de majagua, enfundada enun blanco vestido de hilo y leyendo el pe-riódico. Escuché por primera vez su voz:

—No sigas corriendo que vas a tum-bar el búcaro.

Empecé a darme cuenta de queaquella señora era mi madre. O tal vezla conocí, realmente, el día en que muyasustada y llorosa me leía la oración deSan Luis Beltrán para cortarme la fiebre.La pobre había olvidado que la oraciónno había dado resultado alguno con mihermana Bertica, que murió de acidosisa la edad de dos años. Conmigo, sinembargo, parece que la oración surtióefecto, pese a mis reservas en cuanto asu eficacia.

¿Fue ese día cuando por primera vezsentí que aquella señora era mi ma-dre? No sé. Se me pierde en el tiempo,entre recuerdos de papalotes, maripo-sas y lagartos. Y es que uno, pienso yo,no tiene madre, en el hondo sentido dela palabra, mientras no es conscientede ello.

Supongo que debe haber sido muydulce para la criatura que fui, en mis pri-meros meses de vida, dormirme en su

seno, arrullado por las canciones queescuché cuando se las cantaba a mishermanos menores:

Era una vocecita tímida, emocionan-te. Pero aquella no era mi madre. Era yala madre de mis hermanos menores:

—Muchacho, no hagas bulla, que nome dejas dormir a tu hermanito.No creo,sin embargo,que haya sido,nun-ca, más madre, para mí al menos, queaquel día que recibió, ella misma, comotelegrafista, el mensaje en que me co-municaban que había aprobado la Quí-mica, y salió corriendo por todo el pue-blo, agitando el telegrama para caer enmis brazos, diciéndome:

—Ya eres bachiller, mi hijo.Ella sabía cuánto trabajo me había

costado aquella maldita asignatura, laúltima que me faltaba para graduarme.

Es un detalle poco valioso, es cierto,para caracterizar un amor que han can-tado todos los poetas y han eternizadolos narradores contando hechos glorio-sos, en ocasiones heroicos. Pero ¿quépuedo hacer, si este es el que me emo-ciona a mí? Confieso que mi mamá nofue, ni con mucho una Cornelia Graco,y en los momentos de conmociónnacional nos escondía a todos debajode la cama al sonar el primer disparo.

No sería una madre histórica, pero erala mía.

Pienso, sin embargo, que habíacosas grandes en su pequeñez cotidia-na. Siempre lo creí. Y no se lo pregun-té, en vida de ella, por pena. Pero nopuedo creer, por mucho que lo juraba,que a ella le gustara más el ala delpollo, que la pechuga, o el encuentro. Ycomo éramos siete contra un solo polloen la mesa familiar, ella siempre termi-naba comiéndose el alita. Yo sigo cre-yendo que nos mentía por algunarazón.

No me dio tiempo a preguntárselo. Debuenas a primera fue envejeciendo, jun-to a mi padre. Me di cuenta de que menecesitaban. Y, entonces, me convertíun poco en el padre de ellos dos. Pien-so que a mamá le gustaba. Al viejo, no.Cuando alguien le preguntaba qué iba ahacer el domingo, respondía enfadado:

—No sé, pregúntaselo a Enrique, quees el que me maneja.

Mamá, no. Tengo la idea de que no lequedaban fuerzas ni para luchar. Parirseis hijos no es cosa de juego. Y criar-los. Por eso se dejaba guiar sin moles-tarse.

Uno empieza sacando a sus hijos lamañana de los domingos. Cuando los

hijos toman su rumbo, es hora de irpensando en sacar a pasear a los vie-jos. Y así, hasta que lo saquen a paseara uno, si es que lo sacan.

¡Y qué fanática, mamá, de mis cosas!Yo era mejor escritor que Carballido Rey.Y que Luberta. ¡Que los dos juntos! Undía me dijo:

—No le hagas caso a Soledad Cruz.¿No ves que está enamorada de ti?

Estoy seguro de que,si estuviera viva,un día iba a recibir su llamada. Me pare-ce estarla oyendo:

—¿Y quién es el tal García Márquezese, que quiere hacerse famoso publi-cando en tu página?

Ha sido, indudablemente, la más acer-tada crítica de mi obra. No sería muy téc-nica, pero hay que reconocerle su impar-cialidad.

Un día me di cuenta de que se nosiba. Así, con la misma sencillez con quehabía vivido. Me acostumbré a la ideamucho antes de que sucediera. La videsgastarse. Apagarse. Había cumplidouna edad que estaba por encima del pro-medio de vida en Cuba. Estaba tan pre-parado que ni la lloré. Ni la he lloradohoy. Creo que es lo razonable en un hom-bre de esta época. Solo que, aunquehan pasado unos cuantos años,algunasmañanas como la de hoy,sin poder expli-carme por qué, me levanto con unosdeseos enormes de llamarla por teléfo-no para preguntarle:

—¿Cómo estás, vieja?

Mamá

ENÍA su puesto de frutasfrente a mi vieja casa de madera.No sé cuándo lo vi por primera vez,aunque debe haber estado allí,leyendo el periódico de su país,desde mucho antes de que yo na-ciera. Quizás desde siempre. Porlargo que parezca ese lapso.

Se llamaba Luis. El chino Luis,sin ningún otro apellido conocido:

—Pellido, ¿pa´qué? Genteno entiende pellido chino.

Se sentaba detrás del mostra-dor, acomodado en su viejo tabu-rete,y se ponía a leer el periódico,de grandes caracteres asiáticos,entrecerrando aún más sus pe-queños ojos rasgados.

Su establecimiento olía a plata-nitos maduros y a calabacitas chi-nas. Nunca lo vi levantarse del ta-burete. Cuando llegaba un clientey solicitaba un centavo de platani-tos, no alzaba la vista y se limita-ba a rezongar:

—Coge tú mijmo. Deja dine-lo mostlaló.

Y seguía leyendo.En los días difíciles del macha-

dato nadie entraba a comprar.Pero jamás lo oí quejarse de lasituación. En realidad nunca lo oíquejarse de nada.

Terminé la escuela primaria, lasecundaria,el bachillerato y,siem-pre que pasaba,veía a Luis leyen-do el periódico chino con sus ojillosentrecerrados y somnolientos.

Cuando iba de vacaciones,estando ya en la universidad, loencontraba sentado en su tabu-rete de siempre y me parecíaobservar, en sus labios, una

especie de sonrisa lejana y ama-ble que yo interpretaba comosu silencioso saludo. Un día meatreví a preguntarle cómo iba elnegocio, me contestó:

—Bien. Muy bien. Nadiecompla ná. Mejol pa’mí.

Y me dijo que cogiera unacalabacita china, como cuandoyo era niño y él se hacía elbobo, mientras yo se la robaba.

Aquella mañana de agosto de1951 el taburete amaneció vacío.Lo encontraron muerto entre lasristras de ajos y racimos de pláta-nos manzanos,acostado en su ca-tre de loneta. Sobre el pecho unejemplar de un periódico canto-nés fechado en 1920. El únicoperiódico que se encontró entresus escasas pertenencias. Elmismo que leía día tras día, des-de que le conocí.

Alguien echó a rodar,después,la leyenda de que había muertomientras regresaba,en sueños,asu aldea natal de Cantón, dondelo esperaba,para casarse con él,la novia que dejó al partir.

La novia que nadie le conoció.Claro que eran puras invencio-

nes de la gente. Porque Luis pasódel sueño a la muerte, víctima deun infarto masivo, según me dijoel médico del pueblo. ¿Cómo seiba a saber con qué soñaba?

Con el tiempo he pensadoque aquella leyenda pudo sercierta, porque en vida jamás lehabía visto en el rostro la dulcesonrisa que le dibujó la muerte.

Luis no lo sabrá nunca, perodesde entonces, yo he deseadovivir como él.

El chino Luis

ALO era el administrador delingenio. Noni, su esposa. Lalo,presidente del Club Rotario. Noni,presidenta de la Liga contra el Cán-cer. Lalo, ingeniero. Noni,maestranormalista. Lalo,venerable Maes-tro de la Logia. Noni, presidentade las Hijas de María. En una

palabra: lo mejor de la sociedaden aquel central azucarero. Claroque lo de Lalo y Noni era solopara los dueños norteamerica-nos y los jefes cubanos. Para lostrabajadores de la casa del inge-nio, como le llamaban a la plantaindustrial, eran don Bernardo y laseñora Ramona, los inquilinos de

«la vivienda», como le decían alcaserón donde residían, muy cer-ca del chalet de Mr. Lanier,el due-ño norteamericano. Es decir,en lazona más exclusiva del batey.

Aquel día, justo antes de lahora del cambio de turno,cuandolos trabajadores tenían que pasarmuy cerca de «la vivienda» para

¿A dónde vas, Lalo?

N

T

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Domingo 13 de mayo de 20180033

dirigirse al poblado cercano, lasvoces descompuestas de Noni yLalo despertaron la curiosidad delos trabajadores. La Hija de Maríale gritaba al venerable maestrolos más vituperables horrores. ElPresidente de los rotarios le ripos-taba,a gritos también,con un idio-ma más digno de un burdel quede «la vivienda».

Ante la inesperada batallaverbal, a grito pelado, desde elinterior de la casona, los traba-jadores detuvieron su marcha,

se agruparon a disfrutar el inu-sitado diálogo. En un momentodeterminado la presidenta de laLiga contra el cáncer le gritó:¡Hijo e’puta! al ingeniero.

El señor administrador le gritóa la maestra normalista: ¡Ma-rinona! Y tomando una decisiónrepentina le anunció a su distin-guida esposa, como le llamabanen la crónica social del periodiqui-to local: ¡Me voy pa’l carajo!, y sedirigió a la puerta de salida.

Noni lo siguió como una tromba,

con el dedo índice dispuesto alanzarle los peores improperios.Al salir se dio cuenta de que dece-nas de trabajadores se habíanconcentrado en las afueras de lavivienda. Detuvo su loca carreratras el marido en fuga. Se alisó elcabello alborotado. Cambió elgesto endurecido que llevaba ensu rostro por una sonrisa que qui-so ser amable,y con inusitada ter-nura en la voz le preguntó al altoempleado de la General SugarCompany: ¿A dónde vas, Lalo?

Y Lalo, que en su furia incon-tenible no había notado la pre-sencia de los trabajadores, lecontestó indignado: ¡A casa dela resingá de tu madre, puta demierda!

Desde aquel día, los trabaja-dores empezaron a llamarle «lajodienda», en vez de «la vivien-da», a aquella casona que eshoy, paradójicamente, la Casade la Cultura de un CAI cuyonombre tendrán que adivinarlos lectores. Lalo falleció. Pero

Noni vive todavía. Y le dedicatoda su ternura al biznieto alque le dicen Lalo, y al que ella,cuando tiene que regañarlo poralgo, le dice con más orgulloque ánimo de recriminarlo:«Eres cagaíto a tu bisabuelo».

Y se sonríe amorosamente.Porque, como dijo una vez,cuando alguien le comentóaquella violenta discusión:«¿Qué matrimonio bien llevadono ha tenido una bronca en lavida?»

IS primeros pasos se limi-taron a un corto recorrido hastael café de Mauricio,a menos de50 metros de mi casa. Entrépor el billar, donde jugaban a lascarambolas para distraer eltiempo muerto, los desocupa-dos y pequeños delincuentesdel pueblo, bajo la mirada deDomingo Mecha, el coime, en-cargado de suministrar los tacosa una generación empeñada enigualar la fama de MunditoCampanioni, campeón mundial,cuyo nombre se codeaba conlos de Capablanca y RamónFonts en la naciente historia de-portiva nacional.

Papá nunca había entrado enun billar. Consideraba que ha-cerlo era algo que disminuía suprestigio como Venerable Maes-tro de la Logia Masónica. Su-pongo, pues, que mi entrada albillar fue algo así como un triun-fo de la democracia popular an-te los prejuicios de los sectoresmás conservadores del pueblo.Yo era el hijo de Tito, el del co-rreo, y mi visita al billar debió detener, para ellos, un significadoparecido al gesto del Príncipede Gales cuando años despuésabdicó al trono de Inglaterra pa-ra casarse con Wally Simpson,una plebeya.

helados había, para brin-darle a los visitantes. Lepregunté al propio Mau-ricio. Y la respuesta ami madre, en presen-cia de sus expectantesinvitados, me costóuna paliza que nuncame he explicado, pues melimité a trasladar, literal-mente, la información deMauricio:

—Hay helado de me-lón, de piña y de papayacon pelo.

La violencia engendra vio-lencia, y la represión en-gendra rebeldía. El casoes que mientras más me prohi-bían ir al billar,más deseos sen-tía de compartir aquellas deli-ciosas sesiones en las queconocí a exconvictos, estafado-res, ladrones y rateros. Y tam-bién, incluso entre ellos, a gen-te capaz de enseñarme cosastan útiles como fumar mi pri-mer cigarro o probar un tragode aguardiente, solemnidad ala que ellos llamaban «tomar lamañana»; sin excluir mis prime-ras clases de educación sexualen las que aprendí, a los cincoaños, que el miembro o rabo,como le decían, al igual que elsable «no se saca sin motivo nise guarda sin honor».

Si años después me costómucho trabajo terminar el ba-chillerato, me resultó, sin em-bargo, muy fácil el aprendizajeen aquel mundo que mis pa-dres, injustos, condenaban.Eso, junto con el apoyo audiovi-sual de las películas de gánste-res que empezaban a sustituirlas de Harold Lloyd, Fatty Arbu-kle y Buster Keaton, fueron con-formando en mi ánimo unamarcada simpatía por «los ma-los», que a mí me parecían losbuenos, porque si mis padresme privaban de todas las co-sas que me gustaban, ellos me

las proporcionaban con un cari-ño que todavía, a veces, meconmueve.

Mi secreta aspiración, poraquella época, distaba muchode alcanzar premios literarios.Mi más íntimo deseo, lo confie-so sin pudor, era compartir conGeorge Raft o Edward G. Robin-son una celda en la cárcel dealta seguridad, en Sing Sing.

Fueron, sin dudas, mispadres y mis maestrosde primaria los que frus-traron mi vocación.

Algo me quedó, sinembargo, de aquel tem-

prano aprendizaje:todavía puedo recitar, de untirón, los 36 bichos de la chara-da china, que comienza: uno,caballo; dos, mariposa; tres,marinero; cuatro,gato; etcétera,etcétera. A veces, siento ganasde encontrarme de nuevo en elbillar del café de Mauricio y diri-girme a Domingo Mecha y susmuchachos para exclamar,parafraseando a Fray Luis deLeón:

—Decíamos ayer...Deseo imposible. El billar de

Mauricio ya no existe. Y todosmis amigos, sin excepción, de-ben estar entizando sus tacos,tres metros bajo tierra, en el hu-milde cementerio de Quemado.

En justo pago a esa decisiónme enseñaron las primeras pa-labrotas que pronuncié en mivida. De las más sustanciosasde su habitual repertorio cuan-do me preguntaban qué iba aser cuando fuera grande, con-testaba mencionando esa pro-fesión nada académica y queprovocaba la carcajada entrelos asiduos asistentes al billar.Cada vez que alguien nuevo lle-gaba a la sala de la mesa ver-de no faltaba la pregunta deDomingo Mecha:

—Enriquito, dile a este:¿Qué vas a ser tú cuando seasgrande?

Y ante la sorpresa del reciénllegado, en vez de decirle queiba a ser médico o piloto, respon-día con la mayor naturalidad:

—¿Yo? Un jodedor cubano.Y la carcajada unánime me pro-vocaba la misma satisfacciónque debe de haber sentido Gar-cía Márquez al recibir el PremioNobel en Estocolmo.

A veces me utilizaban parahacer víctimas de pequeñas ven-ganzas a mis padres, que metenían prohibido visitar aquel«antro», según lo calificaban. Undía mi madre, que atendía unavisita de cierto rango social,mepidió que fuera al café de Mau-ricio a averiguar qué sabores de

M

ODAVÍA en el mejor case-rón del pueblo se puede obser-var la tarja conmemorativa quereza:

—En esta casa nació DonArmando Gútara y de la Cuéta-ra, ejemplar alcalde de estemunicipio, fallecido a conse-cuencia de un fatal accidente eldía 3 de agosto de 1941.

El fatal accidente de refe-rencia no podía ser explicadoen la lápida. Y no precisamen-te por motivos de espacio.Hubiera sido muy difícil dejarexpresado en aquella tarjapara la posteridad, que donArmando Gútara y de la Cuéta-ra murió, según se dijo, de una

embolia, en el prostíbulo local,a consecuencia de haber inge-rido, en exceso, el aporreadode tasajo que su esposa, ladistinguida dama de la crónicasocial del periódico local, lehabía preparado con el sanopropósito de que no se lepudiera correr aquella noche.

Don Armando, cuando queríaevitar cumplir sus deberes con-yugales con su esposa, seexcusaba diciendo:

—Es que comí demasiado. Ytú sabes que soy de digestio-nes lentas.

Pero en la casa de María Pi-mentón las cosas eran distintas:

—Yo sí que no ando creyen-do en eso, como opíparamente,

y después hago lo que tengaque hacer.

Y así fue como aquellanoche cabalgó el mejor de loscaminos montado en potra denácar, como en los versos quele hacía recitar a su secretarioRamirito, en los momentos enque el alcohol encendía susafanes literarios.

Así lo encontró el médico—jinete de mil batallas el tal Dela Cuétara— cuando lo llama-ron con urgencia de la casa delenocinio. El doctor Cabezas selimitó a certificar:

—Como médico no puedohacer nada por él. Pero comoaficionado a la escultura estoydispuesto a inmortalizarlo con

la más original estatua ecues-tre que personaje alguno hayasoñado.

Y, después de tomar variosapuntes en su recetario, proce-dió a desmontarlo, con gran ale-gría de Fefa, la inocente homi-cida, a la que le habían adverti-do que no podía levantar elcadáver hasta tanto no llegarael forense.

Nadie se explica, todavía, elfinal de la despedida de dueloencargada al atribulado Ramiri-to, que expresó, con voz que-brada por el llanto:

—Murió en el cumplimientode su deber.

Hay lealtades políticasque van más allá de la tumba.

Únicamente así se explica queRamirito le llamara el cumpli-miento de su deber al accidenteque le costó la vida al Mayor deMango Jobo, el pequeño muni-cipio de una de nuestras seisprovincias por aquella época.

El pueblo, sin embargo, norecordó por mucho tiempo la pie-za elegíaca del destacado ora-dor. Quedó,eso sí,para siempre,en la historia del municipio, unaespecie de copla que una manoanónima escribió la noche mis-ma de la inauguración en elpedestal del monumento:

Es una felicidadmorir como murió Armando,que se murió cabalgando:¡No se puede pedir más!

TLa estatua

Cuando quise ser gánster

Domingo 13 de mayo de 20180044

O te juro que, desde que oísus pasos en la escalera, sabíaque era mi hermano. Hacía diezaños que se había ido de Cuba yno me había llamado ni una solavez. Ni siquiera una carta cuandomurió la vieja. Y, sin embargo,cuando escuché sus pasos en laescalera, supe que era él. Y abríla puerta sin esperar a que toca-ra. «Coño,mi hermano».

Allí estaba, con una sonrisamezcla de alegría y de temor. Demomento sentí la rara sensaciónde estarme mirando en un espe-jo. Porque no te he dicho todavíaque éramos gemelos. Idénticos.Mamá era la única que podíaidentificarnos sin equivocarse yyo, que sabía que era él, porqueno podía ser yo. Cuando lo tuvefrente a mí, lo abracé llorando. Ysentí cómo él sollozaba, uniendosus lágrimas a las mías. Lo hiceentrar sin pronunciar una sola pa-labra. Y ya dentro tomé su male-tín de mano y lo coloqué sobre lamáquina de coser de la vieja.Mirando hacia las paredes excla-mó emocionado. «Mi casa, cará».Y se sentó en la comadrita en queacostumbraba sentarse a tejermamá. Entonces me dijo: «Te tra-je una cosa». Y me entregó unreloj de bolsillo como el que usa-ba papá, que era conductor detrenes de los Ferrocarriles Conso-lidados. Iba a agradecerle el rega-lo cuando me preguntó: ¿Quéhora es? Instintivamente apretéel botoncito que servía para abrirla tapa que cubría el cristal delhorario, y empezaron a sonar lasnotas de Over There. La mismacanción que escuchábamos él yyo en una cajita de música quenos regaló mamá cuando cumpli-mos los diez años. Ella la habíatraído de un viaje que hizo en unaexcursión de un grupo de maes-tros cubanos a Estados Unidos.

Sin poder evitarlo me puse atararear la melodía de la canciónmarcha, y al momento se meunió él, como hicimos tantas

veces cuando éramos niños. «Overthere, over there, over there, thenthe yanks are coming, the yanksare coming...». Después él dijo: «Note escribí nunca, pero no fue pormotivos políticos. No quería con-tarte que me había ido muy maleconómicamente. Que los extra-ñaba mucho. Que deseaba ver-los. Recibí tu carta cuando muriómamá, no te la contesté porqueno sabía cómo escribir mi angustiapor no poder estar contigo,en esemomento tan terrible. Pero te qui-se más que nunca, mi hermano.Y te necesité más que nunca».

Le acaricié el cabello dulce-mente. Recliné su cabeza en mihombro y le canté en voz bajaaquella canción de cuna quenos cantaba mamá, primero aél y después a mí, porquesegún ella, él era el mayor, porhaber nacido casi media horaantes que yo: «Al arrón de lamar, al arrón». Él se durmió y yome fui quedando dormido juntocon él. Cuando desperté, ya élno estaba. Lo busqué en lacasa. Grité su nombre en el par-que, a donde solíamos ir a jugarde niños. Le pregunté a los veci-nos, pero nadie lo vio salir. Deci-dí esperarlo, pero no regresó.Dos días después de su visitame llegó una carta de Miami.Ansioso, la abrí al momento. Noera de él. Era de un compañerode trabajo. Me comunicaba,conpena, que mi hermano habíafallecido hacía una semana.

La carta había demorado, se-gún la fecha,22 días en llegar. Ati te parecerá absurdo. Pero yoestoy seguro de que mi herma-no me visitó después de muer-to. Sacó del bolsillo un bello relojde plata. Oprimió el botón queabre la tapa que cubre el horario,y exclamó: «las dos menos diez,tengo que irme. Otro día hablare-mos». Y se marchó, dejando trasde sí, el pegajoso sonido de unamelodía: «Over there, over there,then the yanks are coming, theyanks are coming...».

DISEÑO:Rolando Padilla Hernández

CORRECCIÓN: Equipo de Correctores

EDICIÓN: Ricardo Ronquillo Bello y Enriquito Núñez Rodríguez

Suplemento Especialpor los 95 años del nacimiento de Enrique Núñez Rodríguez

YOver There

O recuerdo qué fue lo queprovocó aquella discusión con mihijo. Por suerte los padres, y creoque también los hijos,tenemos lafacultad innata de borrar los ma-los recuerdos y quedarnos, siem-pre, con lo que tuvo de bondad yamor el más ácido y doloroso detodos los diferendos paterno-filia-les. Algo tendrá que ver con esoese músculo tan llevado y traídopor los poetas que nos late al surde la garganta,según la tierna ubi-cación geográfica que le asigna-ra, el memorable poema de Caril-da Oliver Labra.

Lo cierto es que la discusiónllegó a un punto tal que me fal-taron las razones y levanté lamano para pegarle.

La reacción de aquel niño de15 años no pudo ser más sor-presiva: cerró los puños comopara defenderse de la inminen-te agresión.

Reaccioné en la forma que mepareció más lógica. Yo no podíapegarle. Aunque mi indignaciónme impulsaba a descargar sobreél la rabia que había provocadocon su terquedad, algo frenabamis instintos. Tal vez una cuestiónde educación formal o, con máscerteza, una honda ternura queme impedía golpear aquello queera parte de mi propia vida. Midecisión fue, quizá, más brutalque la de un golpe físico. Le gritéindignado:

—¡Vete de mi casa!Y salí del cuarto con un bes-

tial portazo.

Ya afuera esperé angustiado lasalida de mi hijo, con la secretaesperanza de que me rogara quele permitiera quedarse en casa. Alos 15 años, nadie pide perdóndespués de haber sido agredido.Y los ruidos que me llegaban delcuarto me indicaban,claramente,que estaba recogiendo sus cosaspara marcharse. Más de una vezsentí la tentación de abrir aquellapuerta y pedirle perdón. Recordélas discusiones con mi padre ycomprendí que la vida me cobra-ba con toda dureza, las ligerezasde mi propia adolescencia, cuan-do mi padre tenía que escribir susregaños y consejos, porquejamás podíamos ponernos deacuerdo en las discusiones. Conlos años me arrepentí una y milveces de aquella actitud, y la vidame convirtió un poco en el padrede mi padre. A los 80 años el ado-lescente era él,protestando siem-pre por mis regaños. El almana-que no perdona, pensé.

Los ruidos del cuarto,violentosal principio, se fueron atenuando.Un acorde de guitarra, inarmónicoy solitario, aquel que me dismi-nuía el dolor de su ausencia,cuando por alguna razón se aleja-ba de casa. Compañera guitarra,llegué a llamarle un día.

Ya estaba decidido a rogarleque no se marchara, cuando la

puerta de su cuarto se abrió. Nosalió con el maletín o la mochila.Traía en sus manos la guitarra. Suvoz fue entonces como un ruego:

—Oye esto, papi.Y se me sentó en las piernas

para entonar una larguísima can-ción, de la que recuerdo algunospárrafos que me sorprendieron porsu aliento poético y, sobre todo,por su ternura. Le escuché decir:

—Hace tres horas vi por últi-ma vez tu rostro. La luna ya noestá donde la dejamos, y meduele el cuerpo.

Una bella historia de amor sefue adueñando de la casa. Eraun amor imposible. Desgarra-do. Triste. Una frase, que hacemuy poco volví a escuchar, seme clavó como una saeta. Con-taba un bello sueño, en el querecorría con su amada un bos-que inmenso, y entonces la vozde mi hijo se quebró para decir:

—Despertar con miedo esterrible, Isel. Es terrible contarlos pasos hasta mi casa.

—¡Su casa!Entonces supe que mi hijo se

estaba haciendo adulto,esa dolo-rosa metamorfosis en que tannecesitado está el ser humanode cariño y comprensión. No quie-ro contar, por hombre, como dijoFederico García Lorca en circuns-tancias muy distintas, las lágri-mas que me tragué mientras mihijo seguía cantando aquella his-toria que terminaba saludando alfuturo con una frase llena demelancólica esperanza:

—Buenos días, Isel.

UE por los días en que Ful-gencio Batista, encaramado enel poder por un golpe de Esta-do, el primero de su triste histo-ria, trataba de imponer la ban-dera del 4 de septiembre, comosímbolo de su asonada cas-trense.

El pueblo rechazó aquel tra-po con aspiraciones de arcoíris,que podría quedar como ejem-plo de mal gusto en los analesde la heráldica. ¡Y cuando deci-mos anales le estamos dandoel sentido que el lector debesuponer!

No recuerdo cuántos colori-nes tenía aquella bandera, peroreunía una gama polícroma tanridícula como los gestos pú-blicos del sanguinario dictador,al que un periodista de la épo-ca llamó, con toda justicia, Na-poleón de bolsillo.

Un grupo de alumnos deingreso al bachillerato fue aSagua la Grande a examinar enel Instituto de Segunda Ense-ñanza. Entre nosotros, proce-dentes de Quemado de Güines,se destacaba por su gracianatural, Israel Coba, «El ciego»,al que llamábamos así porque

padecía de cataratas congéni-tas, con un pronóstico desfavo-rable de un oculista famoso. Lehabía augurado que perderíatotalmente la visión en pocosaños. (La fiebre tifoidea seencargó de impedir que se con-firmara la certeza del apodo,tronchando su vida en plenajuventud).

Ninguno de nosotros habíavisto una fuente de soda. EnQuemado, si acaso, conocía-mos el guarapo y el granizadode a centavo. Y al llegar aSagua y enfrentarnos por pri-mera vez al sofisticado sifón,caímos sobre el establecimien-to refresquero con espíritu depioneros. «El ciego» con másentusiasmo que los demás.

Costaba un centavo el vaso.Y, quizá por observar el paranosotros inusitado experimen-to de mezclar el extracto con ellíquido efervescente, o porsaciar su sed de sabores dedistintos gustos y colores, «Elciego» se gastó todo su capi-tal, una peseta, probando cada

uno de los distintos tipos derefrescos:

—Cola. Mantecado. Fresa.Anís. Menta.

Y cuando se había agotadola lista de ofertas, volvía aempezar de atrás para alante:

—Menta. Anís. Fresa. Man-tecado. Cola.

Todos nos asombrábamosde su capacidad estomacal. Y,como era lógico, nos preocupa-mos por su salud. No sabíamossi aquel exceso de líquidos des-conocidos por nosotros podríaprovocarle ingesta.

Regresamos a Quemado, nosin haberle manifestado a «Elciego» nuestra preocupación. Yquedó decidido que, al día si-guiente, nos informaría delresultado.

A primera hora, y cuandoestábamos reunidos en el patiodel colegio, apareció El Ciego.Venía feliz. Orgulloso. Y antenuestra curiosidad exclamó lle-no de satisfacción:

—Soy un cubano afortuna-do. Hice lo que hubiera queridohacer todo el mundo en Cuba.Hoy por la mañana cuando fuial baño, «cagué» la bandera del4 de septiembre.

El ciegoF

N Buenosdías, Isel