LOS AFECTOS (textos alrededor del proceso)

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I.

Nota para el hombre que vi en un sueño

Vi en usted la ternura que insinúan los días cuando se les mira de cerca. Las sombras se revelaron en su frente amarillas como las rosas que alguien narraba hace tiempos, Updike, creo. Y en la palma de su mano reconocí la profundidad quiromántica de un hombre solo. Su tacto me acuerda de un río, no sé por qué, ni siquiera he nadado en uno. Sus ojos, que son fractales, pueden hacer magia y crear universos donde sea que mire. Me gustaría volver a verlo, ¿está libre el viernes?

II.

Una abuela me dijo que el amor solo se da cuando Dios olvida. Dijo que si se acuerda de mí querrá guardar mi alma en el cielo y que sería capaz de cualquier cosa para tenerme cerca. Dios me da miedo porque prefiero quererte a ti.

III.

No he soñado el océano y tampoco esta manera de querer. No estás aquí y estoy en paz. No me inquieta la disposición de las estrellas ni la rosa muerta en el florero. Miro mi cuerpo y siento que no es mío, la sangre pasa de un extremo a otro y siento que no es mía. Mi imaginación tiene la extensión del desierto y sólo puedo intuir su medida en tu misterio. Tu viaje deja un vacío, lo convierto en un templo donde nadie reza, ni escucha, ni espera.

IV.

Aprendizaje:

No dejar de mirar lo que fallece es la única prueba de amor.

-Tania Ganitsky

****

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Prólogo (De los huesos que se quedaron afuera, porque entregué o porque me sacaron, antes o durante algún espectáculo que no recuerdo) Caminaba. Entré en la antesala de un teatro. Atrás quedaron las calles grises, asfaltadas y con lluvia, igual que cuando imagino la palabra calles: grises, extensas, perdiéndose en el horizonte y delgadas hasta desaparecer en el atardecer que cae azul, rojo, amarillo y blanco sobre la calle que lo corta. Adentro, aunque sé que es la antesala, la luz ahoga los ojos. Todo blanco en ellos, a punto de confundir el mármol del suelo con el de las columnas. Pero puedo llegar a los armarios, en donde me desprendo de un abrigo y de una maleta. Las siluetas de los cuerpos se pierden en la entrada negra que da al auditorio. Soy una de ellas.

Después soy la misma silueta pero saliendo. No recuerdo de qué iba la función porque de nuevo está la luz blanca ahogando los ojos. De nuevo estoy en los armarios y no recuerdo lo que vi. De una estructura soportada por vigas de oro vienen el abrigo y la maleta. La estructura gira lentamente hasta pararse frente a mí. Entrego una ficha impresa con un número rojo. Atrás, después del abrigo y la maleta, soportados por un delicado garfio, veo mi columna vertebral y mis costillas. Una estructura blanca y sensible que parece de cristal y no de calcio. Así como están suspendidos en el aire parecen los huesos de otro animal, de una ballena o de un mamífero que perdimos antes de existir. Pero están ahí, unos huesos que son los míos.

Hay un lapso en el que la luz, que había caído para que yo pudiera ver aquella parte de mi esqueleto, vuelve a crecer para ahogar los ojos. En lo que dura ese tiempo breve, sin saberlo, he guardado dentro de mi cuerpo aquellos huesos impresionantes que son míos y que entregué sin saber.

Mientras camino de regreso a no sé dónde siento una molestia en el hombro, un hueso más largo que lo golpea. Decidí que lo acomodaría después.

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Recuperar Algunos meses, o uno o varios años antes de querer hacer estas pintura, vi una película que se llama The Royal Tenenmbaums. En una escena, sobre las paredes del apartamento de Eli Cash,un amigo de los Tenenmbaums que escribe novelas de vaqueros, hay dos pinturas extrañas. En una de ellas hay seis hombres en motos, sin camisa, con mascaras tribales de distintos rasgos y colores. De las máscaras salen pelucas. Posan para una foto, alzan los brazos y ponen las manos en forma de garra. Atrás hay árboles y montañas; más que estar en un bosque parecen estar en un parque. En la otra hay cuatro hombres, probablemente algunos son los mismos de la pintura anterior, asustando a otro que está en el suelo y que no tiene máscara, a diferencia de quienes lo atacan. Sus cuerpos están en diferentes posiciones: uno jala la pierna del que está en el suelo y los otros repiten, a punto de lanzarse sobre él, la forma de garra en las manos. Pero esa acción que primero parece violenta también parece tierna. Como si los hombres de las máscaras, al atacarlo, también quisieran acogerlo y hacerlo parte de su equipo.

El gesto de las manos que toman la forma de una garra en el aire llamó mi atención. Una pintura, dentro de una película, que reproducía una acción y suspendía un movimiento. En la película, por supuesto, la acción continuaba. Pero las manos detenidas en el aire suspendían, para mí, el continuo de la narración. Y en mí, que desde antes ya estaba quieto siguiendo la película, algo se quebraba y quedaba colgado de esas manos, y aún más quieto Probablemente porque nunca antes había visto alguna pintura en donde fuera tan evidente la pose y el gesto. Durante los días en que empezaba este proyecto volví a ver la película y quise, conscientemente, reproducir esa acción de las manos en el aire. En principio quise hacer una pintura de hombres que desayunaran en la nieve mientras usaban pasamontañas. Les propuse a tres amigos posar para una pintura que después yo juntaría con algún paisaje nevado. El día en que quedamos para que ellos posaran y yo pudiera empezar la pintura uno de ellos no pudo. Decidí hacerla con los dos que estaban. Se desnudaron y les pedí, siguiendo la intuición del momento y casi olvidando las pinturas de la película, que posaran de cierta manera. Uno de ellos, se me ocurrió, estaría con una mano apoyada en el suelo, adelante, una pierna formando un triangulo y la otra recogida. Cuando lo vi pensé que había visto esa pose en algún lugar, en portadas de revistas para mujeres o para hombres a los que les gustan los hombres. Un hombre fuerte, un deportista que sonreía ingenuo hacía el frente sin saber de su posición afectada. Al otro le pedí que cruzara la piernas, que alzara los brazos y pusiera las manos en el aire y tensionara la boca y el cuello como cuando ha ido a un concierto que lo emociona. Le pedí que recordara esa emoción y lo que vibraba en él cuando sentía la música y alzaba los brazos y tensionaba la boca, aunque el resto de su cuerpo se encontrara en reposo. Yo imaginaba que él repetiría el gesto del toro que hacen los roqueros, con el pulgar presionando al anular y al corazón. Pero en cambio, él ubicó sus dedos de otra manera, recogiendo el meñique y el anular. Y además, alzó su pecho y recogió el vientre. Flaquísimo. Su memoria hacía que todo su cuerpo, y no solo la cara y las manos, recuperara la emoción de la música.

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Cuando ya el cuadro estaba terminado hablé con otro amigo, también pintor. El me preguntó algo que yo nunca me había preguntado antes. ¿Qué expectativas tiene cuando va a ver pinturas?

Recordé dos pinturas que me han detenido, que me han obligado a quedarme con ellas, ir de un lado a otro con mis ojos, recorriéndolas. No solamente con la pregunta por la resolución de sus técnicas; también por la sensación, en principio inexplicable, que me causaban. Una sensación visual que se agarraba de mis ojos, como sacándolos de mi cuerpo y causando en éste una perturbación, una incomodidad, un quiebre extraño. Una sensación sin fatiga de preguntas por el cómo, pero también por eso extraño que yo no entendía. El extrañamiento que abría en mí me hacía imaginar el cuerpo humano del artista con todos los órganos dispuestos en la atentación y en la concentración que necesitaba para pintar. La disposición de un cuerpo no solo mientras hacía su oficio sino mientras lo maquinaba. No solo el tiempo de la acción; también el de todos aquellos momentos en que no la hacía. Esos momentos en los que veía algo, cualquier cosa, y ese algo detonaba en él sensaciones. Con sensación me refiero acá a una impresión o a un conjunto de impresiones que no lo dejaban tranquilo -sensaciones del mundo que lo tomaban y le pedían un lugar afuera de él. Y esas sensaciones no necesariamente venían del arte, sino de cualquier parte. Y lo que me impresionaba aun más, era cómo aquellas pinturas, producto de una sensación personal, lograban superar el tiempo y los motivos por los que habían sido hechas. Y ahora estaban solas, mostrando un ejercicio mortal por comprender algún detalle del mundo; Cézanne, las manzanas; Van Gogh, las margaritas; Freud, la carne. Estas dos pinturas no son de ninguno de ellos.

Una de las pinturas es Retrato de un cardenal del Greco. En ella hay un cardenal, evidentemente, que tiene un traje púrpura. Ese traje, lleno de pinceladas disparadas en múltiples direcciones vibraban como un holograma. Yo lo veía. Y cuando iba hacia un lado ellas iban hacía otro. Ese púrpura, lleno de variaciones de púrpura se extendía en un traje como el mar, sin dejar de hacer los pliegues y las texturas de la tela. Pero no era el mar. Era un simple traje. Y, además, a los pies apenas asomados del cardenal, sobre un circulo negro, una hoja doblada que sus manos habían dejado caer cuando lo vi -yo tenía la falsa intuición, la imaginación entonces, de que antes de que yo estuviera enfrente de él sus manos sostenían el papel. No puedo entender ese conjunto y el ritmo, casi cinematográfico, con el que me afectaba. Una escena sin nada aparentemente extraordinario y sin embargo, cargada de un poder inusual, extraño a su propia cotidianidad: la escena de un cardenal quieto con un papel a los pies. ¿De qué sensación intentaba liberarse? ¿De la impresión de una tela? ¿De la impresión que causaba en él el cardenal? De pronto de algo interno o externo que lo perturbó en su mundo, de otra cosa que no era la tela ni el cardenal. De pronto por medio de la pintura podía revelar, deformar y darle lugar a algo que en él se movía como un animal. Un animal nervioso como una ardilla que está quieta y de pronto, con un solo temblor del cuerpo, está escondida en la última hoja del árbol.

Esta manera de ser de las ardillas se parece a mí cuando pinto. Y si estoy equivocado, es al menos así como creo que lo hago. De pronto estoy quieto, pensando e intentando olvidarme de pensar para saber cómo debo poner un color junto a otro, en qué dirección y con qué pincel. Pero después ya no estoy. Soy una mano y un pincel reuniendo colores sobre una tela. El estudio desaparece y la mirada está sola, abarcando

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un universo que apenas ve y, sin embargo, ve todo. Todo el breve espacio que debe resolver. Esto de olvidarme de mí dura milésimas de segundo. No es una revelación, es como una guía que guía lo que hago. No sé porqué entidad. ¿Mi inconsciente? ¿Algún dios? Pero siento que en esa velocidad nerviosa de ardilla que descascara una nuez, estoy guiado por un impulso vital que es mío y no. No sé que sea. Sé que la ardilla hace sus cosas muy rápido porque sabe, sin saberlo, que las va a perder y que debe hacerse con ellas, ya sea la nuez o el árbol.

La otra pintura es La clase de dibujo de Nicole Eisenman, una pintora contemporánea. En primer plano, unas manos gordas, como si fueran las de Wallace, el inventor que tiene a un perro por amigo en la serie de plastilina Wallace and Gromit, sostienen un cuaderno con un dibujo. El dibujo es la modelo que está en el centro del cuadro y es una plasta de pintura homínida, casi femenina. Alrededor de ella hay una serie de personajes, casi humanos. Uno de ellos, a la derecha, es un hombre de piel plana que tiene por manos las garras de un dinosaurio. Una suerte de híbrido entre ellos y nosotros. Toda la composición, a pesar de su deformidad y a excepción de la modelo, están pintados de manera naturalista: los pliegues de la ropa, la perspectiva, los arcos, etc. Esta reunión de opuestos, de contradicciones que ocupan un lugar coherente y que apelaba a mis relaciones con el arte y la academia, me obligaba a quedarme. A diferencia de la pintura del Greco, esta pintura me hacía creer que yo podía entenderla, resolverla. Y a pesar de esta perfecta evidencia, se resistía. Ella daba lugar a una composición que replanteaba un lenguaje clásico, ya conocido. Y. sin embargo, depositaba en ellos su mirada, su interpretación y su lectura y, aunque yo estuviera cerca y participara de ese tipo de lugares, mi participación en ella era como la de un chismoso. La de alguien que entra a un lugar al que no está invitado.

Lo extraño aquí era extraño intencionalmente, no como en la pintura del cardenal. Un mundo fantástico en donde lo fantástico no era realmente fantástico al ser cosa de todos los días. Y a pesar de su falsedad, de su humor intimidante, de la consistencia de su pintura, de la atención que ella había puesto en esa serie de relaciones frívolas, yo me detenía. Pero parece, ahora en la comparación, que no hay en ella ese impulso vital, esa energía nerviosa a punto de perder el control que en principio creí haber visto. La camisa es la camisa y las manos son las de un comic, no es suficiente con que sea consistente, ni con que me identifique con sus elementos. A pesar de la rareza, ya no puedo ver en Clase de dibujo esa experiencia ominosa que sí está en el vestido del Cardenal.

Recordar entonces traiciona porque uno, como en la pintura, vuelve a inventar. Sé que sí me detuve en ambas un buen rato. Pero una aún me sigue deteniendo mientras que de la otra ya solo queda la imagen de una perfección demasiado controlada.

Le respondí que esperaba ver cosas extrañas. Lo que espero ver en el arte no es un tema, ni un motivo, sino la resolución de una escena vibrante. Y no solo eso, sino que tal resolución pueda causar en mi la sensación de que ahí hay algo que me supera, que causa un afecto. Un temblor en lo que creo saber; una ampliación en el horizonte de mis perspectivas.

La resolución de la que hablo no es una resolución técnica; en cambio, es una resolución corporal y espiritual en donde la pintura no solo es la pintura. La pintura o la obra de arte debe ser el recipiente de una sensación transformada por aquel que la hizo.

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Nosotros, los que vemos aquello transformado, no tenemos por qué conocerla pero sí podemos intuirla.

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De mi relación, dif íci l de explicar, con la pintura. I. Hay un hueco cerca de aquí. Aunque no lo veo sé que está, no más allá de mis brazos estirados dos veces. Pero tan cerca y con los ojos abiertos no se puede saber la dirección en que se esconde. Me veo como un dibujo en donde un hombre juega Marco Polo. Pero está solo, con los brazos enfrente y los dedos tensos en las manos abiertas. El eco que lo guía, él cree, tiene alguna razón que las manos abiertas necesitan. Las manos sirven para no perder el espacio pero no para encontrar. El hueco que debo encontrar se deja ver a veces en el aire. En otros momentos se deja ver como el espacio que algún animal removió para hacer una madriguera. Otras, es un hueco cerrado y cóncavo, tallado en el hielo dentro de otro hueco profundo; en un pedazo de hielo más grande que es una tierra completa de hielo. Así se deja ver adentro, en mi cabeza. Ese hueco es solo un hueco. No busca ser llenado porque aparece en el aire y en el aire no cabe nada, solo lo invisible. El hueco, que busca ser encontrado, se estrella contra una pared blanca y es polvo que cae en el suelo. II. El hueco. El vacío. Son lo mismo, un circulo rodeado de un polvo que brilla. Mi cuerpo, que puede ver, necesita ese hueco suspendido en el aire. Este hueco, suspendido en el aire, es lo que necesito encontrar para que lo que he imaginado pueda ser un espectro. Estas imaginaciones necesitan del aire, de la pared blanca y del polvo en el suelo. Otro ha dicho: mi cerebro concibe, mis ojos guían y mi cuerpo hace.1 A veces tengo dudas por el escondite del hueco porque sé que aparece y desaparece. De pronto yo no lo puedo ver y solo con la acción del cuerpo puedo ocuparlo y permitirle a las imágenes un lugar, una vibración, una suspensión. Una magia que quiero para ellas: la de ser ese lugar entre mi cuerpo y la pared que las sostiene; la de ocupar sin resistencia los ojos y la de ocupar, sin llenar, ese hueco que se esconde.

                                                                                                               1 Edouard Levé, Suicide, trans. Jan Steyn, (Londres: Dalkey Archive Press, 2011), 56.  

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Nota: La pintura debe caer, ser material abandonado que forma lo cargado y lo vacío. Y aunque de pronto por arrebato y aceleración esté solamente cargada, ella necesita ser resuelta y encontrar, de alguna manera, lo vacío.

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Momentos que se truecan.

Acá van dos historias que leí y crucé: en un país donde los adictos son tratados con *** , el hospital es el lugar al que todos quieren ir. La droga con que los tratan los mantiene atónitos, les adormece el cuerpo y los deja con los ojos y la boca abierta…frente a una pared blanca ante ellos se abría un mundo alucinante. Tal estado mental resulta en la incapacidad corporal de los enfermos.

Un personaje de esa historia escribe con dificultad sobre la sensación que *** le genera y un enfermero lleva esas impresiones a la ciudad. Entonces, un fragmento de los ciudadanos decide internarse. Aquí está la raíz del problema, los padres de los internos también han sido adictos y la enfermedad por la cual los enfermos están internos no está en el mundo exterior sino en la sangre. Sin ser adictos, la única opción que tienen para poder entrar en el hospital y entregarse a esa ficción inducida los obliga al tráfico de sangre con los internos.

El tráfico de sangre demanda de los internos un esfuerzo que no pueden soportar, algunos enfermeros o guardias se encargan de las transacciones con los ciudadanos. Y después de pocos años entran para siempre algunos ciudadanos. Nunca se sabe si a pesar del estado de consternación infinito los internos quieren recuperar la vida cotidiana, afuera en la ciudad. Ni siquiera se sabe si al menos queda en ellos algo de voluntad, a pesar del personaje que escribe. Y tampoco queda certeza de las condiciones en las que adentro viven los internos (probablemente tirados sobre camillas) y de sí, sabiéndolas, los ciudadanos quisieran hacer parte del hospital.

Pero hay dos preguntas que importan más sobre las anteriores, ¿qué ven los enfermos que los mantiene detenidos? Y, ¿qué escribió el escritor para causar tanto movimiento en los ciudadanos? No está la respuesta. Lo más probable es que cada interno vio cosas diferentes y que el escritor escribió una mentira alucinante en la que, como cuando se escriben autobiografías, los fragmentos que parecían más verídicos eran, tal vez, solo oraciones muy bien armadas.

No es necesaria la certeza por la verdad. Lo importante es aquel proceso en que se depura lo vivido, la información vista, lo que se sintió y cómo todo ese conjunto de experiencias se deforma para tomar otra forma. Y entonces lograr, no el alcance de euforia con que el escritor atrae a los ciudadanos, pero sí por lo menos un estado de conmoción en otros. Al menos poder hacerse con algo de lo escrito, habrán pensado aquellos que se inyectaron la sangre de los enfermos.

Intento desenredar este nudo. Primero hay un hombre que experimenta algo. Breves instantes después de experimentar, o inclusive durante la experiencia, hay en él una vibración interna que lo inquieta. En un tercer momento, de pronto cuando ya está solo y la experiencia quedó atrás, la vibración continúa pulsando. Esa inquietud vibrante mantiene al hombre en un estado sin calma. Algo en él necesita resolver aquella inquietud y vuelve a sus recuerdos de aquella experiencia o, si puede recuperarla, a la experiencia misma. Aproximarse a lo que experimentó con ojos que examinan y que ya no son inocentes aquieta la inquietud. Sin embargo, la inquietud sigue pulsando y debe, para devolverle la calma al hombre, volver afuera, no siendo solo inquietud sino otra vez experiencia. Pero esa inquietud que se ha hecho experiencia no es la misma del primer momento, puede que ni siquiera se le parezca. En este proceso largo, que parece corto, se ha ensuciado y se ha alimentado de otras inquietudes que se

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mantenían también adentro. He descrito un proceso de modo lineal pero de hecho no lo es, es simultáneo. Sentimos una vez una experiencia y seguimos sintiendo otras, inclusive antes de resolverla.

Una vez se ha logrado la experiencia final, la experiencia desembocada, el resultado supera a quien la ha creado. Esta experiencia, como producto final, es lo que el escritor escribió: una novela, un ensayo o un poema…una obra de arte.

“La finalidad del arte, con los medios del material, consiste en arrancar el percepto de las percepciones del objeto y de los estados de un sujeto percibiente, en arrancar el afecto de las afecciones como paso de un estado a otro. Extraer un bloque de sensaciones, un mero ser de sensación…Para salir de las percepciones vividas no basta evidentemente con la memoria, que solo invoca percepciones antiguas, ni con una memoria involuntaria que añade la reminiscencia como factor conservante del presente…Bien es verdad que toda obra de arte es un monumento, pero el monumento no es en este caso lo que conmemora un pasado, sino un bloque de sensaciones presentes que solo a ellas mismas deben su propia conservación…El acto del monumento no es la memoria, sino la fabulación"2.

Ese proyecto del escritor, capaz de superar la consternación casi infinita de los internos, me acerca al mío. Entre los internos, el escritor y los ciudadanos encuentro dos cualidades que necesité para poder hacer este proyecto: el detenimiento y el movimiento. Los internos están detenidos, los ciudadanos están en movimiento y el escritor ha necesitado de ambas para poder escribir. Entre ellas dos puedo pintar; salir de un estado de consternación en donde el mundo quedó detenido y pasar a un momento de creación, en el que mi cuerpo está en movimiento. Los afectos parte de un encuentro. Sin embargo no recupera ni intenta ser autobiográfico. Se hizo con fotos que vi o que yo mismo tomé. En esas imágenes, archivos fotográficos de familia, búsquedas en Google y películas, yo encontraba cierta empatía e interés porque de alguna extraña manera ellas me devolvían a aquel momento de mi vida y, sin embargo, lo ocultaban y me permitían tomar distancia de lo que había pasado. Frente a estas imágenes yo podía reformular y hacer de una experiencia individual pinturas cargadas de sensaciones que ya no eran las mías, sino las que ellas necesitaban para poder tomar distancia de las mismas fotos de las que partían. Así, veo un proceso análogo entre el punto de partida personal y el objeto de pintar y, entre el punto de partida de las imágenes fotográficas y las pinturas mismas. Hay momentos que se truecan: un intercambio entre el punto de origen que es la experiencia en la vida cotidiana y el resultado final en las pinturas; lo que se dejó atrás y lo que resulta en un objeto concreto, la pintura, para que permanezca.

Quisiera que esta serie de pinturas pudiera mantenerse suspendida como un bloque de afectos sobre la tela delgada. “Se pinta, se esculpe, se compone, se escribe con sensaciones. Se pintan, se esculpen, se componen, se escriben sensaciones”3. En la exposición, que veo como fragmentos de una narración en la que se mantiene oculta la intriga, quisiera imaginar y construir delicadamente un lugar. Un lugar, a caso distante de la cotidianidad ajetreada, en que aquel que los vea pueda encausar su propia

                                                                                                               2 Gilles Deleuze y Felix Guattari, ¿Qué es la filosofía?, trans. Thomas Kauf (Barcelona: Anagrama, 2011), 168-169. 3  Deleuze y Guattari, ¿Qué es la filosofía?, 167.

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imaginación, ver y hacer otras historias a partir de mis pinturas. Poder hacer, como dicen Guattari y Deleuze, un acto de fabulación. Creo que hice algo que Mario Bellatín en Disecado describe mejor: “¿Mi Yo? Señaló cree advertir que posiblemente el mecanismo que sustentó su escritura estuvo basado en colocar un universo terrible por delante como una suerte de protección contra lo que ese mismo mundo iba estableciendo”4. ***

                                                                                                               4  Mario Bellatín, Disecado, (México D.F: Sexto Piso, 2011) 17.  

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Imágenes: Durante este proyecto, inevitablemente, otras pinturas han influenciado consciente e inconscientemente este proyecto.

Edouard Manet, Le déjeuner sur l'herbe, óleo sobre tela, 1863.

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Miguel Calderón, Bad Road, óleo sobre tela, 1998 en Royal Tenenmabums de Wes Anderson.

Henri Matisse, Le bonheur de vivre, óleo sobre tela, entre Octubre de 1905 y Marzo 1906, 176.5 x 240.1 cm., en Barnes Foundation, Filadelfia.

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Peter Doig, Olin MK IV, óleo sobre tela, 1995-96.

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Alfred Sisley, Nogales al atardecer en los primeros días de octubre, oleo sobre

tela, 1982.

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El Greco, Retrato de un Cardenal, Probablemente Cardenal Don Fernando Niño de Guevara, oleo sobre tela, 1600- 1604.

Nicole Eisenmann, Drawing Class, oleo sobre tela, 2011.

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Peter Doig, Country Rock, oleo sobre tela, 1998.

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Bibliografía: Gilles Deleuze y Felix Guattari. ¿Qué es la filosofía?. Traducido por Thomas Kauf. Barcelona: Anagrama, 2011. Mario Bellatín. Disecado, México D.F: Sexto Piso, 2011. Mario Bellatín. Lecciones para una liebre muerta. Barcelona: Anagrama, 2005. George Perec. Species of spaces and other pieces. Traducido por Jhon Sturrock. Londres: Penguin Classics, 2008. Ricardo Piglia. La ciudad ausente. Barcelona: Anagrama, 2003. Karl Ove Knausgård. La muerte del padre. Traducido por Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Barcelona: Anagrama, 2012. Italo Calvino. Seis propuestas para el próximo milenio. Traducido por Aurora Bernárdez y César Palma. Barcelona: Siruela, 1998. Robert Walser. Sueños. Traducido por Rosa Pilar Blanco. Barcelona: Siruela, 2012. Clarice Lispector. Aprendizaje o el libro de los placeres. Traducido por Cristina Sáenz de Tejada y Juan García Gayo. Barcelona: Siruela, 2012. Julio Cortázar. Las armas secretas. Madrid: Catedra, 1984.