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JAIME DESPREE

LOS AÑOS DEROJO CARMÍN

MEMORIAS DE UN CURA REPUBLICANO ESPAÑOL

NOVELA HISTÓRICA

© Jaime DespreeTodos los derechos reservados

www.jaimedespree.com

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A la memoria de «La chata», miliciana de lasJ.S.U. caída durante el asedio a la catedral

de Sigüenza, en octubre de 1936,

y de Francisco Gonzalo, alias «El carterillo», socialista y presidente de la Casa del Pueblo

de Sigüenza, asesinado por los fascistas lavíspera de la Guerra Civil

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CAPÍTULO PRIMERO

Abril de 1931

Mi nombre es Andrés Lafuente, pero para mi desdichadesde muy joven siempre me han llamado «don Andrés».Antes de la guerra fui pastor y seminarista, después cura depueblo. Desde entonces sólo he vivido para el recuerdo dedos besos estremecedores: uno de vida y otro de muerte.También de una primavera feliz y del alegre canto de unruiseñor en el frescor de la noche castellana. Por pereza,respeto o desconsuelo no había pensado escribir estahistoria hasta hoy, cuando ya sólo espero el inevitableabrazo de la muerte. Esta es la historia de dos hijos delcampo, retoños tiernos de una primavera republicana yramas rotas de un otoño fascista.

Lo que voy a narrar en este libro lo siento todavía vivocomo si hubiera sucedido ayer, y, sobreponiéndome aldolor de su recuerdo, no quiero que se vaya conmigo a latumba. Si me quedan fuerzas quiero contar la historia delos hermanos Valiente: Juan, Damián, Benjamín e Inés,ésta última la flor más recia y perfumada que ha dado elmísero páramo castellano. Flor rota cuando liban en ella lasabejas; cuando la primavera da paso al verano y agitan lastiernas alas las nuevas golondrinas; cuando el relentematutino se hace pronto bochorno abrasador; es decir, enlo mejor de su vida.

Mis recuerdos se remontan a los primeros días de abrilde 1931, cuando «con las primeras hojas de los chopos y

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las últimas flores de los almendros», según cantara nuestroinmortal Antonio Machado, Inés subía como de costumbrepor el camino hacia el pueblo mientras yo intentaba cuidarun par de docenas de tercas ovejas y una cabra imposiblede dominar. Ella venía jugando con su cuaderno deescritura, garabateado por cada espacio disponible, y lolanzaba al aire como si fuera una cometa, volviéndolo arecoger como si estuviera amaestrado. Al llegar a mi lado sereía, tal vez de mi terquedad de adolescente analfabeto, altiempo que me miraba provocativa, ensayando esas artes demujer que surgen de forma natural en todas lasadolescentes sin que nadie se las enseñe. Al acercarseparecía como si el viento se agitara con más fuerza, lasásperas jaras parecían florecer, como si fueranmadreselvas, y el canto de los monótonos chichipanesparecían ser jilgueros o ruiseñores.

Cuando estaba cerca se sonrojaba, o hacía ver que sesonrojaba, porque Inés nunca tuvo vergüenza de mí, lo queme hacía perder la entereza, como si ella fuera veinte añosmayor que yo y supiera todo lo que hay que saber de lavida, mientras que yo, un mocetón de quince años, casidieciséis, apenas si sabía de dónde venían los niños, porquehabía visto parir a las ovejas, no sin cierto embarazo, puesme repugnaba la placenta y la viscosidad del cordero reciénnacido.

Cerca ya, en el ribazo, a cierta altura de donde estaba yo,Inés se arreglaba su tosco vestido estirando de aquí y de allí,colocándose bien las hombreras y ajustándose el delantal,como si se preparara para una actuación:

—¡Ea, Andrés, no me mires tanto que me vas a desgastar!

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Lo decía sabiendo que la miraba de reojo, cuando enapariencia estaba atento a varios corderos que remontabanla ladera en busca de hierba fresca, pero yo ni los veía.

—¿No ves que la cabra se te desmadra?Era verdad, aquella maldita cabra, que no todas las

criaturas deben ser de Dios, se echaba siempre al monte yno había nada que hacer. Para un cuartillo escaso de lecheque nos daba al día el trabajo de tenerla junto a las ovejasno compensaba, pero mi padre insistía en tenerla, más pornostalgia que por utilidad. Desde que murió mi pobremadre teníamos aquella cabra díscola e ingobernable comosi fuera su alma que seguía en el mundo, y que sólo a ellarespetaba. La compró ella misma en el mercado de ganadode Sigüenza, en el otoño del 27, porque quería que a mí nome faltara la leche, aunque fuera de cabra. «Si quieres serun hombre de bien, y lo serás, aunque tenga que molerte apalos, tienes que beber mucha leche de cabra». Lo decíacomo si aquella leche fuera el ungüento de confirmar delseñor obispo.

—¡Eres un pastor tonto, que no sabe ni tener firme a unacabra vieja! —me recriminaba Inés.

Pero yo sabía que desde que murió mi madre Inés metenía afecto, pero no sólo por compasión femenina, sinoque era por otras razones que mejor no quiero mencionartodavía. Pero disfrutaba martirizándome como si creyeraque tenía la obligación de hacerlo. Era como si quisierareemplazar a mi difunta madre y se propusiera la misión deespabilarme y hacer de mí un hombre de «bien» a base derapapolvos y recriminaciones, tal y como lo dejo dicho mipobre madre. Se detenía, metía el cuaderno en el ampliobolsillo del delantal, y me volvía a reprender.

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—¿No ves que la cabra se te va al monte?Yo la silbaba, le gritaba, le arrojaba un guijarro y trataba

inútilmente de hacerla volver al rebaño, porque no queríasalir en su busca y alejarme de Inés. Ella era mi únicaalegría en el mundo y esperaba ese momento, cuandoregresaba de la escuela, como se espera el sol tras una fríanoche de helada. Todo a mi alrededor era silencio ydesconsuelo. Mi padre no volvió a sonreír tras la muerte demi madre; mis tías parecían esperar el momento de entraren nuestra desangelada y fría casa para alejar de sussemblantes cualquier muestra de alegría, y parecían creerseen la obligación de compadecerse de mí a cada instante.«¡Pobre hijo mío! Sin una madre que lo cuide, ¡cómo va ahacerse un hombre de provecho!». Yo era para todos el«pobre Andresito», el niño sin madre, casi huérfano,porque mi padre parecía ya un cadáver. Los otros niños delpueblo, crueles y despiadados como todos los niños, memostraban todo aquello que sólo una madre puede hacer,como sus bien remendadas camisas y pantalones, lassuculentas meriendas, y me sonreían maliciosamentecuando sus madres los llamaban para recogerse alanochecer. «Vaya, me voy porque me llama mi madre.Claro, tú como no tienes puedes quedarte hasta cuando tede la gana.

¡Vaya suerte!». Su crueldad era tan inmensa como suignorancia.

—¡Estoy harto de esa cabra, tan harto que un día…bueno, que no sé lo que haré con ella!

—¡Ni se te ocurra, Andrés! ¡Esa cabra la compró tumadre y tienes que respetarla!

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Como todos los demás, al mencionar a mi madretambién Inés se creían en la obligación de compadecerse demí, pero apenas si dejaba ver un instante de melancolía einmediatamente su rostro volvía a brillar, sus mejillas seencendían y sus labios volvían a sonreír, como si tratara dealejar de sí cualquier pensamiento triste en alguien queparecía haber nacido para hacer propaganda de la alegría.Además, sentía la muerte de mi madre con la naturalidadde un cura que da la extremaunción a un moribundo,porque pienso que quien ama la vida también ama lamuerte, de la misma manera que quien se presta a sermártir puede llegar a ser verdugo.

Yo hacía lo que ella esperaba que hiciera: reunía elrebaño, reducía las aspiraciones revolucionarias de lamaldita cabra, y una vez todo en orden, volvía y me sentabaa su lado, como un niño que espera el beso de su madrepor su buen comportamiento. Pero ella seguía su metódicosistema de provocar mi dignidad.

—¡Yo nunca me casaría con un pastor tan tonto; vaya,que ni siquiera me casaré con un pastor, conque espabila!

—No digas tonterías, Inés, ¡hablar ya de casorios!—Cuando sea mayor seré como esas señoritas

veraneantes de Sigüenza. Llevaré bonitos vestidos deorgandí, con un buen escote para que rabien los chicos.Porque yo no me pienso casar con cualquiera. ¡Para eso voya la escuela, que no gano para suelas de zapatos!

Al mencionar la escuela su expresión se volvía solemne,su mirada se perdía en algún lugar del valle, permanecíaunos instantes en el más absoluto silencio, raros en ella,como si comprendiera que sólo con los cuatro garabatosque empezaban a surgir de su cuaderno rayado su dignidad

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de persona podría estar a la altura de sus sueños. Entoncesse volvía todavía más agresiva, sacaba su gastando cuadernodel bolsillo de su delantal, lo habría por cualquier páginamostrándome filas de frases repetidas, más o menosajustadas a las líneas, y casi con arrogancia me recriminada:

—¿Cómo un pastor ignorante que no sabe hacer ni la ocon un canuto puede comprender lo importante que es ir ala escuela? ¡Una señorita necesita saber leer y escribir,porque…—y se detenía súbitamente, como si supiera queaquellas letras garabateadas en un cuaderno de beneficenciano fueran suficientes para hacer de ella una señorita. Sinembargo a mí aquellos signos me acobardaban, porque, enefecto, no había tenido la oportunidad de aprender a leer yescribir, y ella me parecía una persona importante y confuturo. Tenía la sensación de que encerraban significadosque a mí se me negaban por mi ignorancia. Puede quecontaran historias, hablaran de la vida, de la naturaleza, detodo aquello que era necesario saber para comprendertodos los misterios que encierra el mundo. Sólo contemplaraquellos signos que me ocultaban su varadero significadome angustiaban— …por lo que sea! ¡Ea, que ya he dichobastantes tonterías!

Casi siempre terminaba sus reflexiones de aquella formatan desconcertante, pero casi inmediatamente recuperaba sujovialidad. Era como si regresara de un viaje imaginario porsu futuro, después de haberse paseado luciendo susdeseados vestidos por la alameda, provocado a losmuchachos por su descarado escote y, no obstante, nohubiera encontrado la satisfacción esperada. Por ello,regresaba al pueblo; al polvoriento camino de la escuela; ala ribera del arroyo cubierto de carrizales donde croaban las

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ranas; al sonido lejano de la campana de la iglesia, lasesquilas de las ovejas y el silbido de las alondras entre lossembrados. Como si en realidad aquel sueño suyo deseñorita de ciudad no fuera realmente suyo, sino que se lohabían tratado de inculcar aquellos garabatos mal escritosen su cuaderno desvencijado.

De pronto Inés se volvía otra vez maternal, perdía suatractivo de joven casadera, y me recriminada duramente:

—¿Por qué no vas también tú a la escuela?—¿Yo a la escuela? ¡Y quién hace todo el trabajo de mi

casa!—¿Qué será de ti siendo un analfabeto? ¿No ves que un

hombre no tiene provenir si no sabe leer y escribir y lascuatro reglas?

—Teniendo tierras y ovejas ¿para qué hace falta saber decuentas?

—Pero ¿y si las pierdes; si viene un mal año o les coge unmal a las ovejas y se mueren? ¿Qué harás entonces?

—Trabajo no me faltará mientras tenga dos brazos—¿De peón en el campo y morirte de miseria?—¡De lo que sea, mujer!Indignada por mi terquedad, se levantaba airada y me

restregaba su cuaderno gastado por la cara, como si tratarade que las letras me entraran en la cabeza a fuerza degolpearme con ellas.

—¡Si no aprendes a leer y escribir no te querré comomarido, aunque me lo pidieras de rodillas!, ¡para que losepas!

Ella creía que aquella era la mejor forma de estimular miinconsciencia y mi terquedad pueblerina, porque para Inésla vida se reducía a vivir alegremente hasta el inevitable día

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en que tuviera que casarse. Entonces la vida dejaría de serun juego para convertirse en algo serio; una especie demisión natural a la que toda mujer está obligada a cumplir,como es cuidar un marido, llevar una casa y criar unoshijos. Por tanto, todo lo que hiciera antes de estetrascendental cometido no era sino un juego sinimportancia, que había que aprovechar lo mejor posible.

—¡Yo no sirvo para hacer letras como ésas! —me defendíayo, pero en mi interior sabía que no era así, es más, creíaentenderlas aun sin saber lo que significaban.

—Tampoco sirves para pastor…. ¡ni quiero que seaspastor!… Yo quiero que seas alguien importante… porqueyo sólo me casaré con alguien que sea importante, comoesos señores que vienen en automóvil de Madrid a veranearen Sigüenza…

—¿Pero qué ideas tan tontas se te meten en la cabeza?¿Qué tiene de malo el pueblo, eh? Además, ¿de dónde sacasesas ideas siendo una mocosa que, total, no hace ni medioaño que va a la escuela? ¿Qué te crees, que con saber leer yescribir y las cuatro reglas ya puedes aspirar a todas esastonterías de señoras y señores veraneantes? ¡Anda, baja yade la higuera, Inés, que las cosas no son como tú lassueñas! No somos más que dos campesinos como sontodos los campesinos. Tu serás como tu madre, te casaráncon uno del pueblo, cuidarás ovejas, escardarás loscebollinos, cavarás las judías, engordarás un cerdo para lamatanza de San Martín, segarás y trillarás la mies cadaverano, y Dios quiera que te de siquiera cuatro o cincohijos y puedas criarlos con salud para que te cuiden en tuvejez. ¿A qué vienen todas esas tonterías de señores yseñoras? ¡Para eso más te valdría no ir a la escuela!

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Era como si la hubiera abofeteado. Apretando los labioscon violencia, se levantó airada, me crucificó con la mirada,que si hubiera sido una espada se me hubiera clavado en elcorazón, y, poniéndose en jarras, me dijo todo lo que sinduda merecía y todavía por su buen natural se calló:

—¿Lo ves? ¡No eres más que un analfabeto tonto que nosabe nada de la vida! Para que lo sepas, en la escuela nosólo nos enseñan a leer y a escribir y las cuatro reglas, sinoa ser personas… Bueno, yo no quiero decir que sea maloser un campesino, pero hay que aspirar a ser algo más queunos analfabetos muertos de hambre y de miseria. Tú creesque esto es bueno porque no conoces nada más. ¿Por qué?¿Qué puedes aprender de la vida si todo el día estás en elmonte, o arreando la mula en el sembrado o cavando elhuerto? ¿Crees que todo se acaba aquí? ¿Qué los pobres notenemos derecho a comer algo más fino que el tocinorancio, o los chorizos y las morcillas? Que no es que no megusten, pero hay otras cosas: pasteles, dulces y cosas parabeber que no sea sólo agua y vino. ¿Crees que no tenemosderecho a vestirnos con otras cosas que no sean estosharapos remendados? ¡Mira tus pantalones, están másremendados que el tejado de mi casa! ¿Para qué crees queestán las tiendas llenas de cosas bonitas? ¿Para adorno, eh,so tonto? ¿Y cómo vamos nosotros a comprar esas cosas sino vemos el dinero más que cuando hay bautizo y nosechan cuatro perras de aguinaldo!

Yo callaba porque no entendía muy bien lo que mequería decir. Para mí la vida estaba bien como estaba. Megustaba el olor intenso del tomillo, el espliego, el romero, lasalvia o la mejorana, incluso la acidez de la flor de laretama; respiraba con satisfacción aquel aire serrano y

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limpio; disfrutaba contemplando el corretear de las liebrespor los sembrados o la procesión de los pichones detrás dela madre; me gustaba imitar el canto del asustadizo cuco,con su imagen recortada en la lejanía sobre la copa de lasencinas. Yo era feliz viendo declinar el sol al crepúsculo,cuando las nubes se encendían de bermellón, como siardieran. Todo aquello tenía para mí la solemnidad de lodivino y no sabría vivir sin ello.

De pronto Inés se puso a llorar, y lo supe porquebrotaban dos gruesas lágrimas de sus ojos grandes y verdes,resbalando por sus sonrojadas mejillas.

—Y ahora, ¿qué te pasa?—¡No sé, tengo ganas de llorar, eso es todo!—¡Vaya, así sin más!—¡Sí, así sin más! ¡Las mujeres lloramos porque sí, sin

más!—¡Pues vaya tontería! —siempre hablaba de sí misma

como de una mujer, a pesar de no haber cumplido todavíalos catorce años

—¡Lloro porque algo, que no sé qué es, me oprime elpecho, y si no lloro reviento!

—¿Pero tiene que tener alguna explicación?—¡Claro que tiene una explicación! ¿Te parece poca

explicación que seamos pobres, viviendo aquí en esta aldeamedio en ruinas, abandonados de Dios, sin una malabombilla en la plaza del pueblo, alumbrándonos concandiles. ¿Te parece poca explicación que a tu madre se lallevara una gripe, que los médicos ya saben curar concuatro pastillas?

—¡Deja a mi madre, que descansa en paz, y si se ha idoDios sabrá por qué!

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—¡Eso, siempre lo mismo; lo bueno o lo malo, todo loquiere Dios! ¿Pues qué Dios es ese tuyo que no sabedistinguir entre lo que es justo y lo que no? ¡Va, que meperdone Dios si existe, pero no hay justicia en el mundo yÉl debe saber por qué, pero yo no lo sé!

—¡No blasfemes, Inés, que Dios te castigará con algúnmal!

—¡Déjame en paz! ¡No, si tú vas para cura, y si no eltiempo!

—y se alejó airada, guardando con rabia su cuaderno enel delantal, hasta perderse tras la ermita del humilladero,sin ni siquiera volverse para ver la cara de estúpido con laque me había dejado.

Aquello fue una premonición, porque Inés sabía de micarácter más que yo mismo. Lo sentí como una maldicióndel cielo y no como una bendición. Ser cura era apartarmede ella, renunciar a ella, cuando de alguna manera vivíamoscon la ingenua convicción de que estábamos hechos el unopara el otro, pero que sólo era cuestión de dejar que eltiempo arreglara nuestras diferencias. Esto ocurriría tanpronto como yo dejara de ser un adolescente paraconvertirme en un hombre, pero no sabía cuándo ni cómosabría que ya lo era. Sólo estaba seguro de que todavía nolo era. Sin embargo ella hacía tiempo que era una mujer,pensaba como una mujer y se comportaba como una mujer.¡Incluso lloraba como una mujer!

Aquella nueva discusión no enfrió nuestra amistad yhasta yo diría que nuestro mutuo afecto que podría ya seramor. Al contrario, a mi regreso del campo la encontrésentada en la fuente, con un cántaro que rebosaba desdehacía bastante tiempo, porque sin duda me esperaba. Pasé

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por su lado confuso, temoroso de que, después de nuestradiscusión no me volviera a dirigir la palabra, y le di unsevero golpe de vara a una pobre oveja que se detuvo amordisquear una hierbas que crecían junto al pilón, justodonde ella estaba sentada. El animal, asustado, brincósobre sus patas traseras, y estuvo a punto de estrellarsecontra la piedra de la fuente de no haber sido porque ella lodetuvo.

—¿Quieres matar al pobre animal? ¡Mira que eres bestia,Andrés! —me recriminó Inés.

Yo no dije nada, pero estaba arrepentido. Cogí a lapobre oveja por el collar de la esquila y traté de calmarla,como si quisiera disculparme por mi mal comportamiento,pero el animal no quería otra cosa que librarse de mí. Inéscogió el cántaro, lo cargó sobre su cadera y caminó a milado en silencio.

—Lo que te he dicho de que serás cura no lo he sentido…—dijo al rato de caminar juntos y a pocos metros de su casa—. Yo no quiero que seas cura… Los curas no son hombresde verdad; no saben nada de la vida porque no se casan—de pronto se detuvo, cambió el pesado cántaro sobre suotra cadera, y riendo me gritó—: ¡Pero si tú te metes a curayo me hago monja!

Yo, una vez más, me quedé confuso y desconcertado,porque algo en mi interior me decía que nunca podríagozar del amor de aquella muchacha, que, sin embargo, yase veía a sí misma como una mujer.

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Ambiente de elecciones

Faltaba una semana para las elecciones municipales de1931 y el pueblo se había convertido en un circo.Forasteros que nunca habíamos visto antes por allí,aparecían a pie, en cabalgaduras. Incluso llegaron enalgunos automóviles rotulados con grandes siglas blancas,correspondientes a los partidos políticos a los querepresentaban, y que a duras penas eran capaces deremontar la ladera, especialmente porque con el rocío de lamañana el camino se hacía resbaladizo. Tambiénaparecieron letreros con consignas políticas, pintados conpoca maña y hasta con alguna que otra falta de ortografíaen todas las paredes, en especial en la revocada delfrontón. «Campesino, acuérdate de tus cosechas, que nosean otra vez para el señor. Vota tu candidato del PSOE, elpartido de los campesinos». Pero en nuestro pueblo laselecciones no parecían tener más importancia que la deratificar al alcalde, don Mariano. Éste era el únicohacendado del pueblo, con más de quinientas cabezas deganado y el mejor pedazo de valle para el cereal, además deotras tierras baldías, pero buenas para el jabalí y el corzo,donde cazaban gentes venidas de Madrid, y hasta deAragón y Cataluña. El coto estaba bien guardado defurtivos con un par de guardas jurados, padre e hijo, queno preguntaban antes de disparar a los que merodeabanpor él. Don Mariano había sido nombrado a dedo durantela dictadura de Primero de Rivera. El candidato opositor eraGenaro Martínez, apodado el «Tejero», porque trabajabacomo oficial en el tejar del pueblo, una miserable industriadestartalada propiedad de alguien de Guadalajara que casi

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nadie sabíamos quién era y que sólo habíamos visto algunavez por el pueblo, para la temporada de caza del corzo, porfiestas o con ocasión de alguna solemnidad local. aun habíaotro candidato de un partido republicano, pero que seretiró a última hora para favorecer al socialista. No es que elpueblo fuera importante, pero para los partidos de lacoalición de izquierdas y republicanos todos los alcaldes oconcejales que pudieran conseguir eran importantes. Encambio los conservadores parecían dar por ganadas laselecciones, porque a penas se movieron.

Los comentarios de taberna eran apasionados y todo elmundo en el pueblo parecía saber de política sin ni siquieraser capaz de leer el nombre de los líderes que aparecía enlos periódicos, apoyando con sus artículos a los candidatosde sus partidos. «Éste es ese Gil Robles. Pa’mí que es un tíoinstruido de verdad y, además, es el más preparao, porquees de buena cuna, no como nosotros», comentaban unos yotros. «¡Va!, que to’s los políticos son iguales. Ahora seacuerdan de nosotros para que les votemos, pero yo meastengo o como se diga. Ni me gusta uno ni el otro; el unopor cebao y el otro por enterao. Na, ¡que no voto!». «Puesyo sí que votaré, no vaya a ser que por desgana se lleven laalcaldía los rojos, que con los socialistas este pueblo seríaun putiferio». «¡Que te digo yo que está to apañao! Al finalhabrá todos lo votos que quieran, que hasta los muertosresucitarán para las elecciones. Yo con la papeleta hago lomismo que con los cantos cuando cago en el campo». «¡Noseas bruto, que estas elecciones son serias!; que las cosas yaestán bastante caldeadas desde lo de Marruecos, y esteAlmirante Aznar no vale ni para mandar en un conventode monjas. Que sin mano dura y alguien con buena cuna

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que mande y templa este país se desmadra en dosjornadas». «¡Toma!, que el Romanones ya no caza tanto porestas tierras como cuando estaba el Primo de Rivera, quedeben estar todos con el cuello que no les llega a lacamisa».

Al atardecer venían grupos de jóvenes en cabalgadurasde Guadalajara, de Madrid y hasta de Zaragoza. Unas vecespara anunciar un mitin en Sigüenza, otras ellos mismos,acompañados de su candidato, improvisaban uno en laplaza del pueblo, que casi siempre terminaba en acaloradasdiscusiones, cuando no a garrotazos.

Los socialistas, los más activos, leían alguna proclama deLenín y después las comentaban rebajando ostensiblementesus pretensiones y sin mencionar la propiedad privada.

—El producto del trabajo no puede ser entregado alcapitalista, sino que debe ser repartido con justicia entretodos los trabajadores.

A lo que algún campesino respondía agitando el bastónen el aire.

—¡Anda y vete con tus cuentos a otra parte!, que aquí nosabemos de capitalismos ni de productismos, que todossemos gente honrada y nadie nos va a quitar lo que hemosganao con el sudor de nuestra frente, ¡y menos ese Leni, ocomo se llame!

—¿Pero es que no lo entendéis? —se esforzaba elimprovisado orador—. Todos somos iguales porque a todosnos ha parido una mujer, por lo que todos tenemosderecho a una vida digna y sin penalidades. La propiedadlatifundista y la mala explotación de las tierras son la causade la miseria del campo español. Hace falta una políticaagraria moderna. Necesitamos hacer una reforma agraria en

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profundidad, que reparta mejor el fruto del trabajo delcampesino y sea más rentable su trabajo.

Pero el campesino insistía, sin dejar de blandiramenazador su garrota:

—Cada cual tiene lo que merece, porque hay vagos ytrabajadores, que las gentes semos como las golondrinas,las hay listas y las hay tontas. Los listos bien está quetengan propiedades y los tontos no valen más que para serpeones. ¿Qué carajo ese eso de que todos semos iguales?

A lo que algún otro campesino replicaba:—¡Mira quién habla de listezas, que to lo que tienes lo

has heredao; y trabajar, lo que se dice trabajar, no te cansas,no, que lo hacen tus peones, que los tienes medio muertosde hambre y de miseria. Que aquí todos sabemos lo que lespagas…

Entonces era inevitable la trifulca.—¿Y a ti, so muerto de hambre, quién te ha dao vela en

este entierro? Heredao y con honra, y no dejaré que nadieme venga con esas de que todos semos iguales… ¡Elprimero que cruce mi sembrao probará ésta, que algunosaquí presentes ya saben cómo escuece en sus riñones!

Finalmente se hacía un clamor caótico en el que cadauno expresaba en voz alta sus opiniones: «¡Si no puedehaber justicia sin mano dura!». «¡Que el ser humano notiene arreglo!». «¡Sin una revolución como Dios manda nopuede haber solidaridad ni justicia!».

Don Mariano pronunció un discurso de compromisopara complacer a los del partido de Sigüenza, pero por susmalas dotes de orador, fue un rotundo fracaso y casi unamofa, compensada por la acritud de sus correligionarios:

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—A mí no me gusta andar de sermoneos, que para seralcalde basta con tener buen juicio y sentido común. Yo depolítica no sé na de na, ni me importa, porque para unpueblo como éste contri menos política mejor. Mientras yosea alcalde tendremos tranquilidad, que es lo másimportante. ¿De qué nos vale el progreso ese de la ciudad sinos viene envenenao de maldades y corruciones. Lo queimporta es la tranquilidad y la buena salud, de la quetenemos a carretones y d’eso aquí no nos falta.

Pero sus correligionarios de Sigüenza no estabansatisfechos con la simpleza de aquellos argumentospueblerinos, y metían sus puyas mal intencionadas contrael candidato socialista.

—Los socialistas y comunistas quieren quitaros las tierras,quemar la iglesia y declarar el amor libre, para que todos sepuedan acostar con vuestras mujeres. ¿Es eso lo que queréisque aprendan vuestros hijos?

A pesar de la provocación, las réplicas eran jocosas.—¡Anda y vete pa’tu pueblo, marquesito, que aquí no

queremos señoritos!—¡Éste es también mi pueblo, porque esto es España, y

España es lo más sagrado! Los rojos los manda Moscú y siganan las elecciones aquí mandarán los rusos y no losespañoles!

Pero los campesinos recelaban de los políticosconservadores tanto como de los socialistas.

—¡Muy lejos está Rusia pa que vengan a mandarnos!Que pa cuatro fanegas de trigo que recogemos al año,media docena de corderos y unas cuantas caballerías que secaen de viejas no creo que se molesten en venir de tan lejospa gobernarnos.

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—¡Pero, desgraciado!, ¿y los valores universales, y lapatria, la religión, Dios, y todo lo sagrado que hay ennuestra tierra?, ¿vamos a permitir que esos rojos losprofanen?

—¡Sin insultar, chalao, que pa’eso están las lecciones! Pamí lo único sagrao es un jamón bien curao y el vino tintode Aragón, y de eso creo yo que no nos faltaría, ¡aunquevinieran los rusos!

Las carcajadas eran unánimes, y los conservadoresfinalmente comprendían que sus argumentos catastrofistasno impresionaban a nadie.

Para mí todo aquello de las elecciones no era sino unaoportunidad para salir de mi rutina. Nunca el pueblo habíaestado tan animado ni había llegado tanta gente forastera.La taberna estaba siempre repleta de parroquianos, dondeno se discutía de otra cosa que de política. Mis paisanosparecían haber recuperado la ilusión por el futuro. Eraestimulante ver a la gente en la taberna hablar de temassociales, como el trabajo, la educación, el derecho aexpresarse libremente, a criticar a los políticos o a lamonarquía. Los instruidos leían los pasquines políticosentre baso y baso de vino, mientras los analfabetosmordisqueaban los cigarros mal liados por la premura alhacerlo por no perder detalle de lo que se estaba leyendo.De vez en cuando, si no entendían algo, se rascaban lasgreñas apartando momentáneamente la gorra quemostraban sus calvas blanquecinas.

—«El doce de abril será la primavera de España, porquelos trabajadores votarán en masa por la República —leía elcampesino ilustrado—. El voto de los trabajadores pondráfin a los históricos sufrimientos que ha padecido la clase

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trabajadora de este país por la opresión de la oligarquíaformada por militares, nobles envilecidos y financieros sinescrúpulos, que dejará paso a un Gobierno honrado, delpueblo para el pueblo. Un nuevo gobierno democrático,honesto y comprometido con el bienestar del pueblo y nosólo en defensa de los privilegios de unos pocos».

Los hermanos de Inés, Juan, Damián y BenjamínValiente, eran los más atentos y no dudaban en interrumpirla lectura si no entendían algo. Parecían ávidos deconocimientos y sufrían visiblemente por su ignorancia.

—¿Qué significa pri… pri…?—¿Privilegios? Hombre, pues qué va a significar, que

unos pocos se quedan con todo lo que debe ser repartidoentre todos…

—¡Sigue, sigue, que ya lo entiendo!—«En esta histórica consulta electoral el trabajador no

puede tener dudas a la hora de votar, porque la coalición delas izquierdas y los republicanos es la única que defiendesus intereses…»

Así daban las tantas de la noche. El candil se quedabasin aceite y el tabernero se quejaba de que hablabanmucho, pero bebían poco, y que ya estaba bien de mitinesen su taberna; que la política no podría traer sinodesgracias a la gente, sobre todo a los pobres. Al final,como si despertaran de un sueño, estiraban las piernas, secolocaban bien la boina y lentamente iban abandonando lataberna, sin dejar de comentar lo que habían escuchado.Afuera sólo el resplandor del mortecino candil de lataberna iluminaba la callejuela mal empedrada. Los gatos,que permanecían acurrucados en la puerta de la taberna ala espera de alguna raspa de sardina arenque, saltaban

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ágiles las tapias y se enzarzaban en peleas territoriales.Algún gallo cantaba prematuramente el amanecer del nuevodía y de alguna ventana llegaba el llanto monótono dealguna criatura hambrienta o dolorida.

—Lo tengo decidido —comentaba el mayor de loshermanos Valiente—, votaré al «Tejero».

—¡No me fío de los socialistas, que estuvieron con Primode Rivera! —dijo el mediano.

—¡Pero ahora es distinto!, aquello era por lo que era…—Yo votaría a un candidato que fuera anarquista o

comunista.Aquí no valen medias tintas, ¡o todo o nada!—Yo también votaría a los anarquistas —añadió Benjamín

Valiente—, pero más vale el «Tejero» que el burro de donMariano. Aunque para lo que se puede arreglar aquí nocreo que importe quién gane. Como dice el Damián, ¡loque hace falta es una buena revolución que lo cambie todode raíz!

—¿Te crees que eso de la revolución es un juego o qué?¡Eso es una cosa muy seria y puede traer mucho sufrimientoal pueblo! — replicaba el mayor de los hermanos.

—¡Todas las cosas que valen cuestan conseguirlas y nacencon sufrimiento!

—¡Déjate de revoluciones y vamos a votar por el «Tejero»,que más valen los socialistas que estos caciquesmonárquicos!

Yo, que había estado sentado en un rincón de la taberna,seguí discretamente a los hermanos Valiente con laesperanza de que Inés estuviera despierta, esperando a sushermanos, y pudiera charlar un rato con ella antes de irmea dormir. Pero no fue así.

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Al llegar a casa mi padre permanecía despierto pero,como siempre, inmóvil y sentado en su taburete, frente alfogón, atizando las ascuas una y otra vez con el mismomonótono movimiento, como si estuviera hechizado. Nisiquiera se movió ni me dirigió la palabra cuando entré.Pero yo estaba habituado a su silencio, me acerqué a laalacena para coger un trozo de pan, y me senté a su ladomordisqueando el mendrugo, al tiempo que seguía susmonótonos movimientos con el atizador. Así estuvimos unbuen rato hasta que me atreví a preguntarle:

—Padre, ¿está usted bien? —pero no me respondió. Yosabía que no me contestaría, pero me animé a seguirhablando sobre cualquier cosa con la esperanza de que leinteresara—. La gente del pueblo anda revuelta con esto delas elecciones. He oído que los hermanos Valiente van avotar al «Tejero», pero el Benjamín dice que votaría a losanarquistas. Si yo tuviera la edad no sé ni por quiénvotaría, porque los socialistas me parecen extremados... queno son lo que este país necesita… creo yo... —no sé si meescuchaba porque su rostro permanecía inmutable y suinterés seguía centrado en las ascuas del fogón, pero yoseguí con mi monólogo porque suponía que pudiera estarinteresado—. A mí los hermanos Valiente me parecen buenagente, no sé por qué han de votar a los anarquistas. Dicenque si ganan las izquierdas habrá una revolución. Pero¿qué significa eso de la revolución? Yo no creo que estébien quemar iglesias y matar curas y monjas, como creo quehicieron en Rusia.

Cuando dije lo que quemar iglesias y asesinar curas ymonjas, mi padre reaccionó, dio un golpe con el atizador

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que levanto una nube de ascuas incandescentes iluminandoel cuartucho, y dijo una lacónica frase:

—¡Un pueblo sin Dios, eso son los rusos!No dijo nada más. Yo me retiré tratando de imaginar lo

que pudiera estar pensando después de su lacónica frase.¿Imaginaba a todos los rusos ardiendo entre las ascuas delfogón? Apenas me recliné sobre mi camastro me quedédormido, y mi último pensamiento, como cada noche, fuepara Inés.

La víspera de las elecciones el alcalde instaló un altavozen el balcón de Ayuntamiento, conectado a una radio de uncoche traído por los miembros de su propio partido deSigüenza. El artilugio sonaba poco pero suficiente pararadiar los discursos de Gil Robles y del propio conde deRomanones con un tono de voz metálica y chillona. Ungrupo de campesinos se arremolinaron alrededor delartilugio y aprobaban con metódicos gestos afirmativos decabeza las razones por las que deberían votar a losconservadores.

Yo me fui temprano al campo con las ovejas. Laselecciones no me importaban, aunque si me inquietaban,porque había visto nuevas miradas de odio en mispaisanos, y recelar unos de otros por causa de las ideaspolíticas, y eso no podía ser nada bueno. Desde el campopodía escuchar el lejano murmullo de los exaltadoscandidatos, pero era incapaz de entender apenas algunasfrases sueltas.

Como era sábado Inés no iría a la escuela y no pasaríapor el camino de Sigüenza. Lo más probable es que fuera ala iglesia a la misa de diez, por lo que don Gregorio notardaría en aparecer por el sendero. Por entonces me

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parecía un cura bondadoso y paciente, pero tenía un prontoque era temido por todo el pueblo. Ejercía su inútilapostolado con cierta resignación y conformismo. No era loque se dice un cura de pueblo, cazador, buen comedor yhasta generoso bebedor, sino un hombre comedido y dehábitos casi monásticos. No era de la comarca sinovalenciano. Había estado en Italia y conocido al Papa, y poralguna razón que nunca me desveló, terminó siendocapellán de un convento en Sigüenza y cura párroco denuestro pueblo, al que llegaba a pie, fuera en el crudoinvierno o en el agobiante verano. Por suerte para él,estábamos en primavera, y los campos se mostrabangenerosos y hospitalarios, y andar por sus olorosossenderos no era ya un sufrimiento sino un placer para lossentidos, y don Gregorio sabía disfrutar de ellossabiamente.

—Buenos días, Andresito, ¡mañana te quiero en la misade doce!

—Mañana no habrá misa, don Gregorio —le contesté sinsaber muy bien por qué lo decía, pero que sin duda teníaalgo que ver con la «revolución» que significaban laselecciones municipales.

—Llevas razón, Andrés, que casi lo había olvidado… —yquedó en silencio contemplando mis ovejas, que como sisintieran afecto por el cura, le contemplaban con ojoscándidos. Al cabo de unos reflexivos instantes prosiguiócambiando su jovialidad inicial por un cierto desconsuelo—.¡Mañana van a pasar cosas graves en este pueblo!… Sí,llevas razón, lo más probable es que no haya misa de doce.

Yo sabía el por qué de su desconsuelo, porque tenía elmismo presentimiento, por eso le había comentado lo de la

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misa. Al cabo de un rato, en que el cura recorrió con lamirada la amplitud del valle como si se estuvieradespidiendo de él, prosiguió cambiando totalmente de tonoy recuperando su habitual sobriedad y templanza:

—¡Pero Dios seguirá existiendo mañana, y pasado, ydespués de que todos nos hayamos muerto y dejemos estemundo!

—¡Hombre, Don Gregorio, Dios ha existido siempre! —contesté yo, sólo por complacerle, pero sin saber realmentede lo que estaba hablando. Don Gregorio aprovechó laoportunidad para probar la consistencia de mi fe.

—¡Qué sabes tú de eso! A ver, Andrés, ¿por qué Dios haexistido siempre?

—Hombre, don Gregorio, yo no soy muy listo paraexplicaciones, pero lo siento así… —contesté balbuceando.Don Gregorio me lanzó una mirada penetrante, como sitratara de leer dentro de mi mente cosas que ni yo mismoera capaz de ver.

—Tú serías un buen cura, porque la fe no se razona, sinoque se siente… pero yo te diré en dos palabras porque Diosexiste. El mundo es como un árbol y algunos de nosotrossomos los frutos y otros las hojas. Las hojas no sirven paraotra cosa que para sustentar el mundo y para que éstepuede dar sus frutos. Pero los frutos son codiciados por lospájaros y tienen que sacrificarse para cumplir con sumisión. ¿Comprendes? Ahora viene la segunda parte: losfrutos no saben de la realidad más que lo que ven durantesu corta vida en el árbol, o sea, que desconocen el inviernodel árbol. Esa es la otra vida. ¿Comprendes?

Yo asentaba mecánicamente con la cabeza pero no teníani idea de lo que me estaba hablando, aunque confieso que

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aquella breve charla marcaría toda mi posterior existencia,pues me demostró con sencillez demoledora que la realidadno es más que pura apariencia. Pero don Gregorio,consciente de mi incapacidad para comprender la metáforadel árbol, resumió su pensamiento lo más brevemente quele fue posible.

—En la otra vida es donde se puede ver a Dios, por esoen ésta no podemos verlo. ¿Crees que tu pobre madre yano existe porque está muerta? Piensa en lo que te he dichosobre el árbol y verás que tiene que seguir existiendo en laotra vida; la que no puede ver el fruto. Allí está y estaráesperándote el día en que Dios te lleve también a ti a la otravida. ¿Comprendes?

—¡Claro, don Gregorio!—No, no comprendes, pero es igual, ya lo comprenderás

algún día —me dio una amistosa palmada sobre el hombro,apretó su devocionario, lanzó un profundo suspiro yprosiguió su ascenso hacia la aldea, al tiempo que seguíamurmurando—. ¡Eso sólo lo comprendemos los quetenemos fe!

Naturalmente que yo me quedé sumido en una profundadesazón, pues si don Gregorio había dicho que mi madreseguía existiendo, tal vez incluso andaba por allí, como unaalma en pena, recorriendo los montes, contemplándome ytratando de hablarme sin que yo pudiera escucharla.Instintivamente me giré varias veces mirando en todas lasdirecciones, por si se aparecía. Sugestionado por esta idea,incluso creí ver que algunos guijarros se movían, o como silas zarzas se agitaran más de lo habitual, cuando apenashabía viento. Estuve a punto de llamarla y preguntar siandaba por allí y no podía verla, pero afortunadamente me

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recuperé de la sugestión y me dije que aquella idea debíasignificar alguna otra cosa que don Gregorio no quisoaclararme por mi ignorancia. «Por desgracia —pensé mástranquilo— los muertos están bien muertos y sus huesosestán en el cementerio. Si queda algo de ellos no debe deser en este mundo y si hay otro mundo ¿cómo saberlo si esotro mundo?». Aquella fue la primera vez que utilicé mimente con cierto sentido lógico, lo que marcaría miposterior educación y mi afición por la filosofía.

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