Los Conventos de Arequipa

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—III— Los conventos de Arequipa Como he dicho, Arequipa es una de las ciudades del Perú que en- cierra mayor número de conventos de hombres y mujeres. Por el as- pecto de la mayoría de estos monasterios, la tranquilidad constante que los envuelve y el aire religioso que se exhala de ellos se podría creer que si la paz y la felicidad habitan sobre la tierra es en estos asilos del Señor, sobre todo si se transporta el pensamiento a las agitaciones de la sociedad. Pero, ¡ay!, no es en los claustros donde ese deseo de reposo que siente el corazón desengañado de las ilu- siones del mundo puede quedar satisfecho. En el recinto de aque- llos inmensos monumentos no se encuentra más que agitaciones fe- briles que la regla cautiva pero no ahoga. Sordas y veladas, hierven como la lava en los flancos del volcán que la encubre. Aún antes de haber entrado en el interior de uno solo de aque- llos conventos cada vez que pasaba delante de sus pórticos siem- pre abiertos, o a lo largo de sus grandes muros negros como de treinta o cuarenta pies de alto, se me oprimía el corazón. Sentía por las desgraciadas víctimas sepultadas vivas entre esos monto- nes de piedras una compasión tan profunda que mis ojos se lle- naban de lágrimas. Durante mi estada en Arequipa iba a menudo a sentarme al mirador de nuestra casa. Desde aquel punto me gus- taba pasear la vista desde el volcán hasta el lindo riachuelo que corre en su parte baja y desde el riente valle que éste riega hasta los dos magníficos conventos de Santa Catalina y Santa Rosa. Este último, sobre todo, atraía mi atención y cautivaba mi pensamien- to. Era en su triste claustro donde se había desarrollado un drama [375]

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Esta es la parte del diario de Flora Tristán, donde nos describe la curiosa vida conventual en Arequipa en la primera mitad del siglo XIX y en medio de una de las tantas revoluciones que se produjeron en la ciudad.

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    IIILos conventos de Arequipa

    Como he dicho, Arequipa es una de las ciudades del Per que en-cierra mayor nmero de conventos de hombres y mujeres. Por el as-pecto de la mayora de estos monasterios, la tranquilidad constanteque los envuelve y el aire religioso que se exhala de ellos se podracreer que si la paz y la felicidad habitan sobre la tierra es en estosasilos del Seor, sobre todo si se transporta el pensamiento a lasagitaciones de la sociedad. Pero, ay!, no es en los claustros dondeese deseo de reposo que siente el corazn desengaado de las ilu-siones del mundo puede quedar satisfecho. En el recinto de aque-llos inmensos monumentos no se encuentra ms que agitaciones fe-briles que la regla cautiva pero no ahoga. Sordas y veladas, hiervencomo la lava en los flancos del volcn que la encubre.

    An antes de haber entrado en el interior de uno solo de aque-llos conventos cada vez que pasaba delante de sus prticos siem-pre abiertos, o a lo largo de sus grandes muros negros como detreinta o cuarenta pies de alto, se me oprima el corazn. Sentapor las desgraciadas vctimas sepultadas vivas entre esos monto-nes de piedras una compasin tan profunda que mis ojos se lle-naban de lgrimas. Durante mi estada en Arequipa iba a menudoa sentarme al mirador de nuestra casa. Desde aquel punto me gus-taba pasear la vista desde el volcn hasta el lindo riachuelo quecorre en su parte baja y desde el riente valle que ste riega hastalos dos magnficos conventos de Santa Catalina y Santa Rosa. Esteltimo, sobre todo, atraa mi atencin y cautivaba mi pensamien-to. Era en su triste claustro donde se haba desarrollado un drama

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    lleno de inters, cuya herona era una joven hermosa, tierna y des-graciada, oh, bien desgraciada! Esta joven era mi parienta. Yo laquera por simpata y forzada a obedecer los prejuicios fanticosdel mundo que me rodeaba slo poda verla en secreto. Aunque araz de mi llegada a Arequipa haca ya dos aos que se haba eva-dido del convento, la impresin causada por este acontecimientoestaba an latente. Deba por eso emplear muchos miramientos enel inters que despertaba en m esta vctima de la supersticin. Nohabra podido servirle con otro gnero de conducta pues corra elriesgo de excitar an ms el fanatismo de sus perseguidores. Todolo que Dominga (ste era el nombre de la joven religiosa) me habareferido de su extraa historia me daba el vivo deseo de conocer elinterior del convento donde la desgraciada haba languidecidodurante once aos. Por eso, cuando al atardecer suba a lo alto dela casa para admirar los graciosos y melanclicos matices quelos ltimos rayos del sol esparcen sobre el valle encantador de Are-quipa, en el momento de desaparecer detrs de los tres volcanescuyas nieves eternas tien de prpura, mis ojos se dirigan invo-luntariamente al convento de Santa Rosa. Mi imaginacin me re-presentaba a mi pobre prima Dominga revestida con el amplio ypesado hbito de las religiosas de la orden de las carmelitas. Veasu largo velo negro, sus zapatos de cuero con hebillas de cobre, sudisciplina de cuero negro pendiente hasta el suelo, su enorme ro-sario, que la desgraciada nia por instantes oprima con fervor pi-diendo a Dios ayuda para la ejecucin de su proyecto y ensegui-da destrozaba entre sus manos crispadas por la ira y la desespe-racin. Se me apareca en lo alto del campanario de la hermosaiglesia de Santa Rosa. Era a ese campanario adonde iba todas lastardes la joven religiosa con el pretexto de ver si faltaba algo a lascampanas del reloj, cuidado confiado a su vigilancia. Desde lo altode aquella torre la joven poda contemplar a su gusto el estrecho,pero hermoso vallecito donde se haban deslizado felices los dasde su infancia. Vea la casa de su madre, a sus hermanas y her-manos correr y retozar en el jardn... Oh!, qu felices le parecande poder as jugar en libertad! Cmo admiraba sus vestidos detodos colores y sus hermosos cabellos ornados de flores y de per-las! Cmo le gustaba su elegante calzado, sus chales de seda ysus ligeros mantos de gasa! A esta vista la desgraciada se senta

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    ahogar bajo el peso de sus gruesos vestidos. Aquella camisa, aque-llas medias, aquel largo y amplio vestido de tosco tejido de lana lecausaban horror. La dureza del calzado le hera los pies y su lar-go velo negro, tambin de lana, que la orden exiga con rigor tenersiempre cado, era para ella la plancha que encierra vivo al cata-lptico dentro del atad. La infortunada Dominga rechazaba esehorrible velo con un movimiento convulsivo. Sordos gemidos bro-taban de su pecho. Trataba de pasar los brazos por entre los ba-rrotes que cerraban las aberturas del campanario. La pobre reclusano deseaba sino un poco del aire libre dado por Dios a todas suscriaturas y un pequeo espacio en el valle donde mover sus miem-bros entumecidos. No peda sino cantar los aires campestres, bai-lar con sus hermanas, ponerse como ellas zapatitos rozados, unligero chal blanco y algunas flores de los campos entre los cabe-llos. Ay! Eran muy poca cosa los deseos de la joven; pero un vototerrible, solemne, que ningn poder humano poda romper la pri-vaba para siempre del aire puro y de los alegres cantos, de los ves-tidos apropiados a su edad y a los cambios de estacin y de losejercicios necesarios para su salud. La infortunada, arrastrada porun movimiento de despecho y de amor propio herido, a los dieci-sis aos haba querido renunciar al mundo. La ignorante niacort ella misma sus largos cabellos y echndolos al pie de la cruzhaba jurado sobre Cristo tomar a Dios por esposo. La historia dela monja hizo gran ruido en Arequipa y en todo el Per. La hejuzgado muy notable para incluirla en mi relato. Pero, antes deinstruir a mis lectores acerca de todos los hechos y dichos de miprima Dominga, les ruego seguirme al interior de Santa Rosa.

    En los tiempos ordinarios estos conventos son inaccesibles. Nose puede entrar en ellos sin permiso del obispo de Arequipa, per-miso que desde la evasin de la monja se negaba inflexiblemente.Mas, en las circunstancias extraordinarias en que se encontrabala ciudad, todos los conventos ofrecieron el asilo del santuario ala poblacin alarmada. Mi ta y Manuela juzgaron prudente refu-giarse y aprovech de esta coyuntura para instruirme sobre los de-talles de la vida monstica. Santa Rosa estaba siempre presenteen mi pensamiento. Me esforc en decidir a las seoras a que loprefiriesen a Santa Catalina adonde se hallaban inclinadas a ir.Las superioras de ambos conventos eran nuestras primas. La una

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    y la otra nos haban hecho las invitaciones ms cariosas. Cadauna de ellas deseaba tenernos y trataba de determinar nuestra elec-cin en favor de la buena hospitalidad que nos preparaba. SantaRosa excitaba ms vivamente nuestra curiosidad por su hermosu-ra; pero las seoras teman la extrema severidad de la orden delas carmelitas, que las religiosas de aquel convento no relajabanen ninguna oportunidad. Tuve mucho trabajo en vencer su repug-nancia. Sin embargo logr triunfar. Como a las siete de la nochenos dirigimos al convento despus de haber tenido el cuidado deenviar por delante a una negra para anunciarnos.

    No creo que alguna vez haya existido en un estado monrqui-co una aristocracia ms altiva y ms chocante en sus distincio-nes que aquella cuya vista caus mi admiracin al entrar en San-ta Rosa. All reinan con todo su poder las jerarquas del nacimiento,de los ttulos, de los colores de la piel y de las fortunas y stas noson vanas clasificaciones. Al ver marchar en procesin por el con-vento a los miembros de esta numerosa comunidad vestidos conel mismo hbito se creera que la misma igualdad subsiste en todo.Pero, si se entra en uno de los patios queda una sorprendida delorgullo empleado por la mujer que tiene un ttulo en sus relacio-nes con la mujer de sangre plebeya; del tono despectivo que usanlas blancas con las que no lo son. Al ver este contraste de humil-dad aparente y del orgullo ms indomable est uno tentado de re-petir estas palabras del sabio: Vanidad de vanidades.

    Fuimos recibidas en la puerta por algunas religiosas enviadaspor la superiora a nuestro encuentro. Esta grave diputacin noscondujo con todo el ceremonial exigido por la etiqueta hasta la cel-da de la superiora que estaba enferma y en cama. Su lecho se ha-llaba colocado sobre un estrado, en los escalones de aquel estradonos esperaba un gran nmero de religiosas jerrquicamente colo-cadas. El estrado cubierto por un tapiz de lana blanca daba a estelecho el aire de un trono. Permanecimos algn tiempo cerca de lavenerable superiora. Las cortinas eran de gnero de lino y una desus acompaantes nos explic, en voz baja, que la superiora esta-ba sumamente afligida de verse obligada a infringir, por la natu-raleza de su enfermedad, la regla de la santa orden de las carmeli-tas reemplazando la lana por el hilo. Despus de haber satisfechosu curiosidad sobre los acontecimientos del da las buenas reli-

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    giosas, vacilantes y con discrecin, me hicieron algunas pregun-tas sobre los usos de Europa y enseguida nos retiramos a las cel-das que nos haban preparado. Pregunt a una de esas jvenesreligiosas que me acompaaba si poda hacerme ver la celda deDominga. S me contest maana le dar la llave para queusted entre; pero no diga nada, pues aqu esa pobre Dominga estmaldita, slo somos tres quienes nos atrevemos a compadecerla.

    Santa Rosa es uno de los ms grandes y ricos conventos deArequipa. La distribucin interior es cmoda. Presenta cuatro claus-tros que encierran cada uno de ellos un patio espacioso. Gruesospilares de piedra sostienen la bveda un tanto baja de estos claus-tros. Las celdas de las religiosas estn alrededor, se entra en ellaspor una puertecita baja, son grandes y las paredes muy blancas.Reciben luz por una ventana de cuatro vidrios que, como la puer-ta, da sobre el claustro. El mobiliario de estas celdas consiste enuna mesa de encina, un escabel de la misma madera, un cntarode barro y un cubilete de estao. Encima de la mesa hay un grancrucifijo. El Cristo es de hueso amarillento y ennegrecido por eltiempo y la cruz es de madera negra. Sobre la mesa est una cala-vera, un reloj de arena, un libro de horas y a veces otros libros deoraciones. A un lado, enganchada en un grueso clavo, pende unadisciplina de cuero negro. Excepto la superiora ninguna religiosapuede acostarse en su celda, slo la tienen para meditar en el ais-lamiento y el silencio, para recogerse o bien descansar. Comen encomn en un inmenso refectorio, almuerzan a las doce del da yla comida es a las seis de la tarde. Mientras toman los alimentosuna de ellas lee algunos pasajes de los libros santos y todas seacuestan en los dormitorios que son tres en este convento.

    Los dormitorios son abovedados, construidos en forma de es-cuadra y sin ninguna ventana que deje entrar la luz. Una lmpa-ra sepulcral, colocada en el ngulo, despide apenas suficiente cla-ridad para alumbrar un espacio de seis pies a su alrededor, desuerte que los dos extremos del dormitorio quedan en oscuridadabsoluta. La entrada a estos dormitorios est prohibida no slo alas personas extraas sino hasta a las mujeres del servicio de lacomunidad; si furtivamente uno se introduce bajo las bvedas som-bras y fras de sus largos salones, por los objetos con que uno sesiente rodeado, se creera haber descendido a las catacumbas pues

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    esos lugares son tan lgubres que es difcil retener un movimientode espanto. Las tumbas77 se hallan dispuestas a cada lado del dor-mitorio, a doce o quince pies de distancia unas de otras. Elevadassobre un estrado por su forma y el orden en que estn colocadasse asemejan a las tumbas que se ven en los stanos de las iglesias.Estn cubiertas por un gnero negro de lana parecido al que seemplea en las tapiceras de las ceremonias fnebres. El interior deestas tumbas tiene diez o doce pies de largo por cinco o seis deancho y otro tanto de alto. Estn amuebladas con un lecho forma-do por dos grandes tablas de encina colocadas sobre cuatro fie-rros. Encima de esas tablas hay un grueso saco de gnero que sellena, segn el grado de santidad de la que reposa en l, de ceni-za, piedras, paja o lana y hasta espinas. Debo decir que entr entres de estas tumbas y encontr los sacos llenos de paja. Juntoa una extremidad del lecho hay un mueblecito de madera negraque sirve al mismo tiempo de mesa, de reclinatorio y de armario.As como en la celda, sobre este mueble est un gran Cristo frenteal lecho y encima del Cristo estn alineados una calavera, un li-bro de oraciones, un rosario y una disciplina. Est expresamenteprohibido tener luz en las tumbas en cualquier circunstancia.Cuando una religiosa se enferma va a la enfermera. Es en una deestas tumbas donde mi pobre prima Dominga se haba acostadodurante once aos!

    La vida que hacen estas religiosas es de las ms penosas. Porla maana se levantan a las cuatro para ir a Maitines. Despus sesuceden casi sin interrupcin una serie de prcticas religiosas alas que estn obligadas a asistir. Esto dura hasta el medioda, horaen que van al refectorio. Desde las doce hasta las tres gozan dealgn descanso. Enseguida comienzan para ellas las oraciones quese prolongan hasta la tarde. Numerosas fiestas vienen an aagregarse a estos deberes con las procesiones y otras ceremoniasimpuestas a la comunidad. Tal es el compendio de las austerida-des y exigencias de la vida religiosa en los claustros de Santa Rosa.El nico recreo de esas reclusas es el paseo por sus magnficosjardines. Tienen tres, en los cuales cultivan hermosas flores quecuidan con mucho esmero.

    7 7 Se llama tumba al lugar donde cada religiosa se retira para dormir. (N. de la A.)

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    Al tomar el velo en la orden de las carmelitas, las religiosas deSanta Rosa hacen voto de pobreza y de silencio. Cuando se en-cuentran, la una debe decir: Hermana, tenemos que morir y laotra responde: Hermana, la muerte es nuestra liberacin y ja-ms pronunciar otra palabra. Sin embargo, estas seoras hablany mucho, pero es slo durante el trabajo del jardn, en la cocina,cuando van a vigilar a las mujeres del servicio o en lo alto de lastorres y de los campanarios cuando su deber las lleva all. Hablantambin en sus celdas cuando a escondidas se hacen largas visi-tas. En fin, las buenas seoras hablan en todas partes en dondecreen poder hacerlo sin violar el voto y, para ponerse en paz consu conciencia, observan un silencio de muerte en los patios, en elrefectorio, en la iglesia y, sobre todo, en los dormitorios en los quejams ha resonado una voz humana. No soy yo ciertamente quienles imputara como un crimen las ligeras trasgresiones a la reglade la Santa Orden de las Carmelitas. Encuentro muy natural quebusquen ocasin de cambiar algunas palabras despus de largashoras de silencio. Pero deseara, para su felicidad, que se limita-sen a hablar de las bellas flores que cultivan, de los buenos y sa-brosos bizcochos que hacen tan bien, de sus magnficas procesio-nes y de las joyas de la Virgen o aun de su confesor. Por desgra-cia, esas seoras no se limitan a estos temas de conversacin. Lacrtica, la maledicencia y hasta la calumnia reinan en sus charlas.Es difcil formarse una justa idea de los pequeos celos, de las ba-jas envidias que alimentan unas contra otras y de las crueles mal-dades que no cesan de hacerse. Nada menos piadoso que las rela-ciones que entre s mantienen esas religiosas. En ellas se revela lasequedad, la aspereza, el odio. Esas seoras no son ms rigurosasen la observancia de su voto de pobreza. Ninguna debera tener,segn el reglamento, ms de una mujer a su servicio; pero algu-nas tienen tres o cuatro esclavas alojadas en el interior. Adems,cada una sostiene afuera una esclava para hacer sus comisiones,comprar lo que desea y, en fin, para comunicarse con su familia ycon el mundo. Se encuentra tambin en esta comunidad, religio-sas cuya fortuna es muy considerable y hacen muy ricos presen-tes al monasterio y a su iglesia. Envan con frecuencia a sus amis-tades de la ciudad regalos de toda clase, frutas, golosinas, traba-jitos hechos en el convento y a veces las personas a quienes ellasdistinguen reciben dones de ms alto valor.

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    Santa Rosa de Arequipa est considerado como uno de los msricos monasterios del Per y a pesar de ello las religiosas me pare-cieron ms desgraciadas que las de cualquier otro de los conven-tos que tuve ocasin de visitar. La exactitud de mi observacin meha sido confirmada en Amrica por todas las personas familiari-zadas con el interior de las comunidades. Me han asegurado quelas austeridades de las monjas de Santa Rosa superan en muchoa las practicadas por las religiosas de los dems conventos. Tuvemuchas conversaciones con la superiora durante los tres das quehabit en Santa Rosa. Voy a citar algunos pasajes que harn co-nocer el espritu que dirige esta comunidad.

    Debo decir, en primer lugar, que la superiora me recibi con mu-cha distincin. Tena entonces sesenta y ocho aos y desde hacadieciocho presida la comunidad. Ha debido ser muy hermosa. Sufisonoma era noble y todo en ella anunciaba una gran fuerza devoluntad. Nacida en Sevilla vino a Arequipa a la edad de siete aos.Su padre la puso en Santa Rosa para educarse y desde entonces noha salido ms. Esta seora hablaba el espaol con una pureza yuna elegancia notables. Era instruida como puede serlo una religio-sa. Todas las preguntas que me hizo sobre Europa me probaron quela superiora de Santa Rosa se haba ocupado mucho de los aconte-cimientos polticos que han agitado Espaa y el Per desde hacaveinte aos. Sus opiniones en poltica eran tan exaltadas como enreligin y su fanatismo religioso pasaba todos los lmites de la ra-zn. Referir una de sus frases que, por s sola, resume el orden deideas de esta anciana religiosa:

    Ay!, mi querida nia, me dijo, ahora estoy demasiado viejapara emprender alguna cosa, ya mi tiempo se acab. Pero si tuvie-se tan slo treinta aos me ira con usted. Ira a Madrid y all per-dera mi fortuna, mi ilustre nombre y mi vida o, por la muerte deJesucristo que est all en la cruz, le juro que restablecera la SantaInquisicin.

    Era imposible tener ms fuego en la mirada, ms arrojo en lavoz y expresin en el gesto que el puesto por ella al extender lamano sobre el Cristo que estaba al pie de su lecho. Su conversa-cin se mantena siempre en el mismo diapasn. Al hablarme deDominga me dijo:

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    Esta joven estaba poseda por el demonio. Estoy contenta deque el diablo haya escogido mi convento de preferencia. Este ejem-plo har revivir la fe pues, mi querida Flora, le confiar una partede mis penas. Cada da veo vacilar en el corazn de las jvenesreligiosas esta fe poderosa que es lo nico que puede hacer creeren los milagros.

    La evasin de Dominga no me pareci que poda producir elefecto esperado por la superiora sino, por el contrario, era de na-turaleza para provocar la imitacin. Hasta dudo que se hiciese ilu-siones a este respecto; pero hablando de Dominga en presencia dealgunas religiosas, quiz crey de su deber hacer esta reflexin.Esta mujer, de una austeridad rigurosa, saba hacerse obedecer yrespetar de las religiosas aun gobernndolas con mano de hierro,mas despus de tantos aos que las gobernaba no haba podidoobtener el sincero afecto de ninguna de ellas. Los tres das pasa-dos en el interior de este convento haba fatigado tanto a mi ta y amis primas que, sin preocuparse del riesgo que podan correr alsalir, no quisieron quedarse ms tiempo. En cuanto a m haba he-cho durante tan corta permanencia muchas observaciones y no mehaba aburrido. Las graves religiosas nos acompaaron con la mis-ma ceremonia y la misma etiqueta que haban puesto al recibir-nos. Por fin pasamos el umbral de la enorme puerta de encina concerrojos y revestida de hierro como la de una ciudadela. Apenasse cerr nos pusimos a correr por la larga y ancha calle de SantaRosa gritando: Dios mo, qu felicidad estar libres!. Las seo-ras lloraban. Los nios y las negras saltaban en la calle y confiesoque yo respiraba con ms facilidad. Libertad!, oh libertad! Nohay compensacin por tu prdida! La seguridad misma no es su-ficiente! Nada en el mundo podra reemplazarte!

    Al da siguiente de nuestra entrada en Santa Rosa Althausnos haba mandado decir que la noticia era falsa, pues el indiode quien la haban recibido estaba vendido a San Romn y steno llegara antes de quince das. Cremos entonces convenienteregresar a casa. Pero la misma tarde de nuestra salida hubo otraalerta y esta vez mis parientes se retiraron a Santa Catalina. Pare-ca positivo que San Romn estaba en Cangallo. Su llegada a tancorta distancia de Arequipa (cuatro leguas) haca el peligro inmi-nente. En cuanto la nueva circul el desorden en la ciudad y en el

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    campo no fue menos que a la primera alarma dada por el espa.No saban qu hacer. Se tocaron las campanas a rebato. Masas degente se refugiaron en los conventos. Hubo una confusin y unterror que no me dieron muy alta idea del valor de esta poblacinfanfarrona que deba defender la ciudad hasta su ltimo soplo devida. Los conventos y las iglesias se haban convertido en guarda-muebles de los habitantes. Desde haca quince das escondan alltodo cuanto posean de objetos transportables y sus casas com-pletamente desguarnecidas parecan haber sido saqueadas. Yomisma hice llevar mis maletas a Santo Domingo junto con los efec-tos de mi to. A las doce del da se supo la llegada del enemigo aCangallo y se esperaba verlo aparecer hacia las seis o siete de lanoche. Las azoteas de las casas se llenaron de una multitud degente que miraba en todas direcciones. Mas la espera general que-d burlada. El enemigo haba hecho alto.

    Althaus regres del campamento y me dijo:Prima, esta vez s es verdad que San Romn est en Can-

    gallo. Pero sus soldados estn rendidos de fatiga y estoy segurode que permanecern all tres o cuatro das para reponerse.

    No cree que venga hoy?No creo que estn aqu antes de cuatro o cinco das; puede,

    pues, ir a reunirse con Manuela. Por lo dems podr usted con-templar el combate desde lo alto de las torres del monasterio tanbien como de la casa de su to.

    Segu su consejo y fui a Santa Catalina a reunirme con misparientes.

    Aqu estoy de nuevo en el interior de un convento. Pero, qucontraste con el que acababa de dejar! Qu ruido ensordecedor!Cuntas burras cuando entr! La francesita!, la francesita!, grita-ban de todas partes. Apenas se abri la puerta me vi rodeada poruna docena de religiosas que hablaban todas a la vez, gritando,riendo y saltando de gozo. La una me quitaba el sombrero, porqueun sombrero era una pieza indecente. Me quitaron igualmente lapeineta con el pretexto de que era indecente. Otra quera sacarmelas mangas abuchonadas siempre con la misma acusacin de sermuy indecentes. sta me levantaba el vestido por detrs porque que-ra ver cmo estaba hecho mi cors. Una religiosa me deshizo elpeinado para ver si mis cabellos eran largos. Otra me levantaba el

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    pie para examinar mis borcegues de Pars. Pero lo que excit so-bre todo su admiracin fue el descubrimiento de mi calzn. Esasbuenas jvenes son sencillas, pero sin duda haba ms indecenciaen sus preguntas que en mi sombrero, mi peineta y mis vestidos.En una palabra, aquellas seoras me revolvieron en todo sentidoy actuaron conmigo como hace un nio con la mueca que se leacaba de dar.

    Sin ninguna exageracin, qued un largo cuarto de hora en lapuerta de entrada, que sirve de torno, temiendo a cada instanteverme sofocada por el calor en el pequeo espacio que me habandejado esas turbulentas religiosas y la multitud de negras o zam-bas que me rodeaban. Mis parientes que vieron la dificultad de misituacin, y sintieron cunto deba mortificarme, hicieron toda cla-se de esfuerzos para llegar al sitio en donde me hallaba mientrasmi zamba, que haba entrado al mismo tiempo que yo, gritaba contodas sus fuerzas que me ahogaban, que me hacan dao y pedaauxilio. Pero sus gritos y los de mis primas estaban dominadospor ms de cien voces que decan a la vez: Ah!, la francesita!, qubonita es!, viene a vivir con nosotras!

    Comenc seriamente a desesperarme y tem no salir de all enotra forma que desmayada. Senta flaquear mis piernas. Estaba ba-ada de sudor y el laberinto que toda esta gente haca en mis o-dos me aturda de tal manera que no saba ya dnde estaba, cuan-do por fin lleg la superiora a recibirme. Era prima de la superio-ra de Santa Rosa y parienta nuestra en el mismo grado. Al acer-carse se calm un poco el ruido y la multitud abri paso para de-jarla llegar hasta m. Me sent realmente muy mal. La buena seo-ra se dio cuenta de ello, rega severamente a las religiosas y dioorden de que las negras se retirasen. Me llev enseguida a su gran-de y hermosa celda y all, despus de haberme hecho sentar sobrericos tapices y blandos cojines, me hizo traer, en uno de los msbellos azafates de la industria parisin, diversas clases de exce-lentes bizcochos hechos en el convento, vinos de Espaa en lin-dos frascos de cristal cortado y un soberbio vaso dorado del mis-mo cristal y grabado con las armas de Espaa.

    Cuando me repuse un poco la buena seora quiso de todosmodos acompaarme a la celda que me destinaba. Oh!, qu amorde celda! Y cuntas de nuestras elegantes quisieran tenerla como

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    boudoir! Imagnense un cuartito abovedado de diez a doce pies deancho por catorce o diecisis de largo cubierto ntegramente conuna hermosa alfombra inglesa con dibujos turcos. En medio, unapuertecita en ojiva, a cada lado una ventana pequea del mismoestilo y las dos ventanas provistas de cortinas de seda color cere-za con franjas negras y azules. A un lado del cuarto una cama defierro barnizado con un colchn forrado en cut ingls recubiertopor un rico tapiz proveniente del Cuzco. Cerca del divn unos co-jines para uso de los visitantes y lindos banquitos de tapicera. Enel fondo se abra un nicho ocupado por una hermosa consola conmrmol blanco que imitaba con bastante propiedad un altar pe-queo. Haba sobre la consola muchos floreros llenos de flores na-turales y artificiales, candeleros de plata con velas azules, un li-brito de misa empastado con terciopelo violeta, cerrado con uncandadito de oro, as como un Cristo pequeo de madera primo-rosamente trabajado. Encima del Cristo se vea una Virgen en uncuadro de plata y a su lado, en ricos marcos, a Santa Catalina ySanta Teresa. Un rosario de granos finos y menudos haba sidoenrollado en la cabeza del Cristo. En fin, para que nada faltase aeste elegante mobiliario, en medio del cuarto estaba una mesa cu-bierta por un gran tapiz y sobre sta un gran azafate con un juegode t con cuatro tazas, una garrafa de cristal cortado, un vaso ytodo lo necesario para refrescarse. Este asilo encantador era el re-tiro de la superiora. Esta seora senta por m una amistad entu-siasta por el solo motivo de venir yo del pas en donde viva Rossini.A pesar de mis instancias para no aceptar este agradable alber-gue, quiso a viva fuerza que me instalase en su retiro. La amablereligiosa me hizo compaa hasta muy tarde y hablamos princi-palmente de msica y enseguida de los asuntos de Europa por losque estas seoras tomaban vivo inters. Despus se retir rodeadade una multitud de religiosas pues todas la queran como a su ma-dre y amiga.

    Durante diez aos de viajes he tenido que cambiar con frecuen-cia de habitacin y de lecho. Mas no recuerdo haber sentido ja-ms una sensacin tan deliciosa como la que experiment al acos-tarme en la cama de la superiora de Santa Catalina. Tuve la nia-da de encender las dos velas azules que estaban sobre el altar, cogel pequeo rosario, el lindo libro de oraciones y me qued leyendolargo rato, interrumpindome a menudo para admirar el conjunto

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    de los objetos que me rodeaban o para respirar con voluptuosidadel dulce perfume que exhalaban mis sbanas ornadas de encajes.Esa noche casi tuve el deseo de hacerme religiosa. Al da siguien-te me levant muy tarde, pues la indulgente superiora me previnoque era intil levantarme a las seis (como nos lo haban exigidoen Santa Rosa) para ir a misa. Basta con que asista usted a la delas once, me haba dicho la buena seora, y si su salud no se lopermite la dispenso de asistir.

    El primer da lo emple en hacer visitas a las religiosas. Todasqueran verme, tocarme, hablarme. Esas seoras me interrogabansobre todo: cmo se visten en Pars? Qu se come? Hay con-ventos? Pero sobre todo se toca msica? En cada celda encontra-mos reunida numerosa sociedad. Todo el mundo hablaba a un tiem-po en medio de risas y de chistes. Por todas partes nos ofrecanbizcochos de toda clase, frutas, jarabes y vinos de Espaa. Era unaserie continua de banquetes. La superiora haba ordenado parapor la tarde un concierto en su pequea capilla, all escuch unamagnfica msica compuesta con los ms hermosos pasajes deRossini. Fue ejecutada por tres jvenes y lindas religiosas, no me-nos diletante que su superiora. El piano provena de manos delms hbil fabricante de Londres y la superiora haba pagado porl 4.000 francos.

    Santa Catalina perteneca tambin a la orden de las carmeli-tas pero, como me hizo observar la superiora, con muchas modifi-caciones. Oh! S!, pensaba yo, con inmensas modificaciones.

    Estas seoras no usan el mismo hbito que las de Santa Rosa.Su vestido es blanco, muy amplio y se arrastra por el suelo. Suvelo, carmelita generalmente, es negro en los das de grandes so-lemnidades. No s si su regla exige que slo usen telas de lana,mas puedo asegurar que el vestido es la nica de sus prendas he-cha de lana. Es de un tejido muy fino, sedoso y de una radianteblancura. Su gorro es de crespn negro y tan lindamente plisadoque tena deseos de llevarme uno como objeto de curiosidad. Suforma graciosa les da una fisonoma encantadora. El velo es tam-bin de crespn. Nunca lo llevan cado salvo en la iglesia o enceremonias. Hay que creer que esas piadosas seoras no hacenvoto de silencio ni de pobreza, pues hablan bastante y casi todasgastan mucho.

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    La iglesia del convento es grande. Los adornos son ricos, peromal cuidados. El rgano es muy hermoso, los coros y todo lo rela-tivo a la msica de la iglesia es objeto de cuidados muy especialesde parte de las religiosas. La distribucin interior del convento esmuy extraa. Se compone de dos cuerpos de construccin, uno delos cuales se llama el antiguo convento y el otro el nuevo. Este l-timo comprende tres claustros pequeos muy elegantemente cons-truidos. Las celdas son pequeas, pero ventiladas y muy claras.En el centro del patio hay un crculo sembrado de flores y dos her-mosas fuentes que alimentan la frescura y la limpieza. El exteriorde los claustros est tapizado con vias. Se comunica con el anti-guo convento por medio de una calle escarpada. Es ste un verda-dero laberinto compuesto de una cantidad de calles y callejuelasen toda direccin y atravesado por una calle principal a la que sesube como por una escalera. Esas calles y callejuelas estn cerra-das por las celdas que son, a su vez, otros tantos cuerpos de unaconstruccin original. Las religiosas que las habitan se hallancomo en pequeas casas de campo. He visto algunas de aquellasceldas que tienen un patio de entrada bastante espacioso comopara criar aves y donde se halla la cocina y el alojamiento de losesclavos. A continuacin un segundo patio en el que se han le-vantado dos o tres cuartos. Enseguida, un jardn y un pequeoretiro cuyo techo forma una terraza. Desde hace ms de veinte aosesas seoras ya no viven en comn. El refectorio ha sido abando-nado, el dormitorio igualmente, aunque por la forma cada una delas religiosas tiene todava un lecho blanco como la regla lo exige.Tampoco estn obligadas, como las carmelitas de Santa Rosa, aesa multitud de prcticas religiosas que ocupan todo el tiempo deestas ltimas. Por el contrario, les queda despus del cumplimien-to de sus deberes conventuales, mucho tiempo que consagran alcuidado de su habitacin, de sus vestidos, a ocupaciones de cari-dad y, en fin, a sus distracciones. La comunidad tiene tres vastosjardines que no se siembran sino con legumbres y maz porquecada religiosa cultiva flores en el jardn de su celda. Adems, lavida que llevan esas seoras es muy laboriosa. Hacen toda clasede trabajos de aguja, admiten pensionistas a quienes instruyen ytienen tambin una escuela gratuita donde ensean a nias po-bres. Su caridad se extiende a todo: dan ropa a los hospitales, do-

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    tan a las jvenes y diariamente distribuyen pan, maz y vestidos alos pobres. Las rentas de esta comunidad se elevan a una sumaenorme, pero esas damas gastan en proporcin a sus mismas en-tradas. La superiora tena entonces setenta y dos aos. Nombraday destituida en varias ocasiones, su gran bondad haba hecho quesiempre la rechazaran los sacerdotes que tienen autoridad sobreel convento, mas esa misma bondad la haca nombrar de nuevopor las religiosas las cuales tienen el derecho de elegir a su supe-riora en el escrutinio.

    Esta amable mujer, en todo punto distinta de su prima de San-ta Rosa, era tan delgada y tan fina que desapareca casi por com-pleto bajo su largo y amplio vestido. Toda su vida haba estadoenferma y la nica cosa que proporcionaba algn alivio a sus ma-les era escuchar buena msica. No pareca vieja esta buena seo-ra, sino por su cara y sus manos decrpitas. Jams habra credoque se pudiese encontrar en una mujer de aquella edad y de tandbil constitucin tanta vivacidad y actividad como la superiorademostraba. Su conversacin excesivamente alegre era siempre bri-llante por sus agudezas y picante por su originalidad. Ningunade sus religiosas ms jvenes la podra superar en el entusiasmoque pone en hablar. Le refer los conceptos sostenidos por la su-periora de Santa Rosa. Se encogi de hombros con una sonrisa depiedad y me dijo con una expresin muy artstica:

    Y yo, mi querida nia, si slo tuviese treinta aos ira conusted a Pars a ver representar en la gran pera las sublimes obrasmaestras del inmortal Rossini. Una nota de ese hombre de genioes ms til a la salud moral y fsica de los pueblos que los horro-rosos espectculos de los autos de fe de la Santa Inquisicin lofueron a la religin.

    En Santa Catalina cada una de esas seoras haca poco ms omenos lo que quera. La superiora era demasiado buena para mo-lestar o contrariar a ninguna de las religiosas. La aristocracia delas riquezas, la que reina en todas partes hasta en el seno de lasdemocracias, era la nica que exista en este convento, por lo quenot. Las religiosas de Santa Catalina realmente progresaban. En-tre estas seoras haba tres a quienes se consideraba como las rei-nas del lugar. La primera, colocada en el convento a la edad dedos aos, poda tener cuando estuve all treinta y dos o treinta y

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    tres. Perteneca a una de las familias ms ricas de Bolivia y tenaocho negras o zambas para su servicio. La segunda era una jovende veintiocho aos, alta y esbelta, hermosa con esa hermosura vivay atrevida de las mujeres de Barcelona. Era de origen cataln. Estaencantadora muchacha, hurfana con 40.000 libras de renta, vi-va en el monasterio desde haca cinco aos. Por fin, la tercera,amable persona de veinticuatro aos, buena, alegre y risuea, erareligiosa haca siete aos. La de ms edad se llamaba Margarita yera la farmacutica del convento. Rosita, la segunda, era la porte-ra. En cuanto a la ms joven, Manuelita, era demasiado loca y de-masiado ligera para confiarle la menor funcin.

    Las tres religiosas, por el deseo incesante de actividad que lasatormentaba y por los caprichos de su espritu, fueron causa deuna de aquellas destituciones a las que su excesiva bondad ha ex-puesto a la superiora. La hermana Manuelita, a quien su excesivarobustez y demasiada gordura tenan siempre enferma, tuvo un pe-queo altercado con el viejo doctor del convento porque ste que-ra imponerle dieta a la cual la joven, un poco golosa, se neg asujetarse. El padre de Manuelita era un viejo octogenario, no me-nos extraordinario en su gnero que mi prima la superiora en elsuyo. El uno y la otra simpatizaban mucho y eran los mejores ami-gos que puede darse. El anciano iba a menudo al convento dondetena permiso para entrar cuando deseaba. Quera a su hija la reli-giosa con una pasin particular y Manuelita abusaba de ello comolo hacen todos los nios engredos. As, pues, se quej a l del tra-tamiento al cual que quera someterla el viejo doctor y se fingi mu-cho ms enferma de lo que realmente estaba. Don Hurtado, el viejosabio a quien mi lector ya conoce, tena la pretensin de ser filso-fo, mdico, qumico, astrlogo y, adems, estaba inclinado a teneruna gran admiracin por todos los europeos. Se mostr sensible-mente afectado por el estado de su hija querida e indignado contrael viejo doctor Bagras que quera imponer dieta a su hija.

    Querida hija, le dijo, no quiero que ese ignorante te prescri-ba el menor remedio. Te traer maana a un mdico ingls, jovenencantador lleno de ciencia, que a los veintisis aos ha dado yados veces la vuelta al mundo. Juzga hija ma qu mdico debe ser!

    El padre Hurtado, fiel a su promesa, fue al da siguiente al con-vento acompaado de un elegante y amable dandy que hablaba el

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    espaol con un acento muy agradable de admirar en un extranje-ro. Este infatigable viajero, cuya lengua se haba suavizado con eluso del francs y del italiano que hablaba igualmente bien, era almismo tiempo el ms fashionable78 de los mdicos. Una a manerasdistinguidas la originalidad especial de su nacin y una alegramuy difcil de encontrar.

    Despus de haber visto e interrogado a Manuelita juzg quetoda su enfermedad provena de la falta de ejercicio y, realmente,la tendencia de esta joven a la obesidad denotaba la necesidad ur-gente de hacerlo. El joven doctor prescribi el ejercicio del caballoa la religiosa quien lo recibi con alegra. Vio en esto una ocasinpara distraerse de la vida montona cuyo peso la agobiaba y dijoenseguida a su padre que ste sera el nico remedio que podramejorarla. El viejo Hurtado propuso mandar al convento su ye-gua que era muy mansa. El amable doctor ofreci la montura in-glesa usada por su esposa y slo faltaba, para seguir la receta, elconsentimiento de la superiora. La hermana Rosita, predilecta dela buena madre, se encarg de obtenerlo. En efecto, le hizo com-prender que Manuelita tena una enfermedad a los nervios de talnaturaleza que el ejercicio del caballo era tan necesario a su cura-cin como la meloda de una buena msica para la salud de suvenerable superiora. La comparacin de la astuta Rosita tuvo granxito. El permiso fue concedido sin la menor dificultad y la supe-riora agreg que como seguramente ese joven doctor ingls debaconocer la msica, ella deseaba conocerlo.

    El da esperado con impaciencia lleg por fin. Don Hurtadoentr en el convento una maana muy temprano seguido de suyegua. sta, completamente enjaezada, tena una magnfica sillade terciopelo verde. La vista del lindo animal produjo universalesaclamaciones. Las pobres reclusas acudan de todas partes vi-das por contemplar un objeto tan nuevo para ellas. Cuando todala comunidad se hubo saciado del placer de ver y tocar la yegua,la silla, la brida y la fusta, el viejo Hurtado ayud a su hija a subiry cuando estuvo en la silla condujo a la yegua de la brida y lehizo dar dos veces la vuelta a los corredores. Despus de haberseapeado Manuelita, su amiga Rosita que tambin tena enfermedad alos nervios, quiso montar en la yegua. Ms atrevida que la primera7 8 Dandy y fashionable: as en el original francs. (N. del T.)

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    amazona, gui sola su cabalgadura y a la tercera vuelta la lanzal trote. Este rasgo de valor extasi a las tmidas religiosas. Todas,hasta las viejas, queran tambin montar en la yegua. Se convinoen que el encantador animal quedara en el convento y don Hur-tado deba regresar al da siguiente para presidir el paseo. Al dasiguiente Manuelita manej su cabalgadura ella sola y la hizo iral trote. Rosita cabalg enseguida y qued arreglado que, en ade-lante, no se necesitara del padre Hurtado. La seora doa Mar-garita, que desde haca mucho tiempo sufra horriblemente de losnervios, quiso a su vez ensayar el ejercicio que tanto bien haca asus dos compaeras. La buena seora era un poco pesada y muycobarde, Rosita fue su conductora en los primeros das. Hacancerca de quince que los paseos a caballo divertan a la comuni-dad, alimentaban todas las conversaciones y curaban a maravillatodos los males cuando un acontecimiento, que pudo ser funesto,hizo cesar la alegra general, excit la ms viva inquietud y llevel desorden al seno de la comunidad. La hermana Margarita esta-ba lejos de ser tan gil como sus dos hermosas compaeras y nohaba podido convertirse en tan buena amazona como ellas; peroquiso imitarlas a pesar de todo y hacer correr su caballo a galope.Le sucedi una desgracia: al torcer una de las callejuelas del anti-guo convento su largo vestido se enred en una zarza. Margarita,en el movimiento que hizo para desasirse, perdi el equilibrio ycay pesadamente sobre el sardinel en el ngulo de la calleja. En sucada, la desgraciada se fractur el hombro en una forma horrible.

    Doa Margarita fue conducida a su lecho en un cruel estadode sufrimiento. Se corri a llamar al mdico ingls quien se apre-sur a ir, arregl el hombro roto y consol a las amigas de la en-ferma asegurndoles que la herida no presentaba peligro alguno,si bien tema que la curacin fuese un poco larga.

    Pero, el viejo doctor Bagras iba como de costumbre al conven-to y al no ver a la hermana Margarita en su farmacia pregunt siestaba enferma.

    No, le contestaron primero, pero se ha hecho reemplazar enla farmacia porque tiene por otro lado algunas ocupaciones quepor algunos das le impedirn venir.

    Cuatro semanas trascurrieron sin que la pobre farmacuticaestuviese en estado de levantarse para ir en persona a suministrar

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    al doctor Bagras los medicamentos que necesitaban las enfermasdel convento. Y mientras la curiosidad del viejo mdico con res-pecto a ella le haca nacer inquietudes, se vea obligada a perma-necer en su lecho sufriendo atroces dolores.

    Bagras al fin comenz a sospechar que le ocultaban algunacosa acerca de la hermana Margarita. Espi a las negras de estareligiosa, interrog a algunas de ellas y el aire confuso con querespondieron a sus preguntas lo convenci de que Margarita esta-ba enferma. El desconfiado doctor qued intrigado por el misterioque todo el convento le haba hecho sobre esta enfermedad. Milconjeturas se presentaron a su espritu y no tuvo ya sino un pen-samiento: el de descubrir la palabra del enigma.

    Tena, como mdico de la comunidad, el derecho de entrar has-ta el interior de los claustros. Un da acech el instante en que lospatios estaban desiertos y aprovech para ir y presentarse en lacelda de Margarita. Encontr a la religiosa acostada e inconocible,tan plida y delgada la haba puesto el sufrimiento! A la vistadel doctor todas las personas presentes lanzaron un grito de es-panto. La enferma se desvaneci. El viejo Esculapio no saba endnde se hallaba. No poda explicarse cmo l, mdico del con-vento desde haca veinticinco aos, conocido por todas esas seo-ras de la comunidad a tal punto que todas lo trataban con fami-liaridad, poda producir tan terrible efecto en las que estaban enla celda de la enferma. Quiso aproximarse al lecho de Margaritapara ofrecerle sus cuidados, pero todas las religiosas se precipita-ron sobre l para rechazarlo. La alarma producida y el misteriocon que aquellas seoras se envolvan hicieron nacer en el pensa-miento del viejo doctor las ms extraas sospechas. Estaba estu-pefacto. Lleno de respeto por el convento de Santa Catalina, al quedesde haca tanto tiempo serva celosamente y receloso de la san-tidad de sus religiosas, se persuadi de que por deber y por reli-gin deba prevenir a la superiora de lo que ocurra. Sin embargo,lo que en el fondo de su alma lo apenaba ms era ver que la her-mana Margarita no tuviese suficiente confianza en l como parareclamar sus cuidados. En presencia de la superiora Bagras, queconoca su extraordinaria vivacidad, no se atreva a hacer un lar-go prembulo y, con todo, no saba cmo componrselas para abor-dar de frente el tema. La venerable seora, cuya inteligencia es real-

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    mente notable, comprendi el pensamiento del viejo doctor antesde que l encontrase palabras con qu expresarlo. Esta ancianareligiosa con toda la extravagancia y alegra de su espritu habasido siempre de una severidad de principios y de una virtud ejem-plares. Sufra en el alma y se escandaliz horriblemente ante laidea de que se pudiese sospechar que una de sus religiosas se hu-biese apartado de las reglas de esa virtud que ella cree existir en elcorazn de todas las hermanas con la misma pureza que en elsuyo. Con un gesto impuso silencio al anciano y con una voz lle-na de nobleza e indulgencia le dijo:

    Doctor Bagras, si he consentido en que se le oculte el desgra-ciado percance ocurrido a la hermana Margarita ha sido slo porconsideracin hacia usted. Sus largos servicios merecen atencio-nes que no puedo desconocer. Pero usted comprende, doctor, queno debo llevar la complacencia hasta el punto de comprometer lasalud de las santas nias que Dios ha confiado a mis cuidados.Juzgu conveniente llamar a mi convento a un joven mdico ex-tranjero que, en adelante, le ayudar a usted en sus funciones, de-masiado penosas para un hombre de su edad. Nuestro nuevo m-dico prescribi a algunas de estas seoras montar a caballo. Eseejercicio les hace mucho bien, pero la Providencia permiti quenuestra querida hija Margarita cayese y se rompiese el hombro.Sufre desde hace dos meses y el doctor ingls que la cuida respon-de de su curacin. Tales son, doctor Bagras, las causas muy senci-llas de la enfermedad de la hermana Margarita. Ahora que estusted enterado de lo que deseaba saber puede retirarse.

    Refiero este rasgo de mi vieja prima con una satisfaccin inte-rior que no puedo callar. Su conducta, en esta ocasin, me pareceadmirable de generosidad y de dignidad.

    El doctor Bagras se puso tan furioso al verse suplantado porel elegante ingls que regres a su casa hirviendo de ira y dirigienseguida al obispo un informe de lo que acababa de suceder enel convento.

    Yo he ledo la copia de aquel informe. Es en realidad una pie-za curiosa. Dice as: Horror! Tres veces horror! Ha entrado enel santo convento de Santa Catalina un descredo, un perro ingls!79

    7 9 En el Per se cree por lo general que todos los ingleses son protestantes y latolerancia ha hecho tan pocos progresos que el epteto de perro se usa con

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    En fin, Monseor, podr usted creerlo! El perro ha hecho galopara las santas religiosas sobre una yegua que estaba vestida con unasilla inglesa.... Todo el informe prosigue en el mismo tono.

    Este acontecimiento hizo gran ruido en la ciudad. La genera-cin joven estaba toda en contra del obispo y a favor del elegantedoctor ingls y de la generosa superiora. sta fue destituida a causade este hecho, pero las religiosas se indignaron tanto por esta in-justicia que la reeligieron inmediatamente.

    Las amables amazonas de Santa Catalina han hecho que meaparte de mi tema. Este convento ofrece un campo tan vasto deobservacin que me es difcil, aun omitiendo muchas cosas, sermenos extensa de lo que intentaba ser. Es menester aadir, paraterminar esta digresin, que desde aquel acontecimiento las seo-ras tuvieron que renunciar al hermoso proyecto que haban con-cebido: hacer construir en un rincn del jardn una caballerizapara tener tres caballos a fin de que cada una de ellas tuviese elsuyo. Don Hurtado se vio obligado a recoger su yegua y recibiuna severa reprimenda del obispo. En fin, el amable doctor inglsfue puesto a la puerta del convento; pero se sac el clavo en la rejadel locutorio donde continuaba dando perniciosos consejos a las san-tas religiosas, pues todas tenan males nerviosos desde que el se-vero doctor Bagras las atenda por orden del obispo.

    Desde el da siguiente a nuestra llegada cada una de las tresamigas haba dejado ver en la conversacin el vivo deseo quetenan de escuchar el relato exacto de la aventura de la pobreDominga. Circulaba por el convento el rumor de que estas tres se-oras despus de aquella aventura meditaban de concierto unano menos abominable. Rosita tena la edad de Dominga y sentapor ella vivo inters, pues la haba conocido mucho cuando am-bas eran nias. Mi prima Althaus no apeteca otra cosa que con-tar la historia quiz por vigsima vez y se ofreci con gusto a sa-tisfacer la curiosidad de las religiosas. Qued convenido en quela buena Manuelita invitara a mi prima y a m a comer en priva-do con sus dos amigas para poder conversar a nuestro gusto ytanto tiempo como deseramos. Fue la vspera de nuestra salidadel convento cuando tuvo lugar la comida. Era terminar de una

    frecuencia al hablar de ellos. He odo decir, al hablar de una joven que se habacasado con un ingls, que se haba casado con un perro. (N. de la A.)

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    manera bastante picante los seis agradables das pasados en elmonasterio.

    Manuelita nos recibi en su linda habitacin del antiguo con-vento. La comida fue una de las ms esplndidas y sobre todo delas mejor servidas a que fui invitada durante mi estancia en Are-quipa. Pusieron hermosas porcelanas de Svres, manteles adamas-cados, servicio de plata elegante y en el postre cuchillos de platadorada. Cuando acab el convite, la graciosa Manuelita nos invita pasar a su retiro. Cerr la puerta del jardn y dio orden a su prime-ra negra de que no se nos molestase con ningn pretexto.

    Ese pequeo retiro no era tan hermoso como el de la superio-ra, pero era ms original. Como yo era extranjera, las religiosasme hicieron los honores. Quisieron que ocupase yo sola el divn yme recost en l muellemente, apoyada sobre cojines de seda. Lastres religiosas, muy elegantes con sus vestidos de anchos pliegues,se colocaron en torno a m: Rosita, sentada sobre un cojn cuadra-do, con las piernas cruzadas a la moda del pas, se inclinaba alpie del divn; la buena Manuelita, a mi lado, jugueteaba con miscabellos, los destrenzaba y los trenzaba de mil maneras; y la gra-ve Margarita, en medio de nosotras mostraba complacientementesu linda mano blanca y llena que apretaba un grueso rosario debano. Mi prima, la actriz principal, estaba sentada frente a su au-ditorio sobre un gran silln muy antiguo con un cojn a los pies.80

    Mi prima comenz por darnos a conocer los motivos que ha-ban determinado a Dominga a hacerse religiosa. Dominga era mshermosa que sus tres hermanas. A los catorce aos su belleza es-taba lo bastante desarrollada como para inspirar amor. Gust aun joven mdico espaol quien, al saberla rica, trat de hacerseamar de ella. Eso fue cosa fcil. Dominga naca para el mundo.Era tierna y amaba como se ama a su edad, con sinceridad y sindesconfianza, creyendo la pobre nia en su sencillez que el amor

    8 0 La iconografa conocida de Flora Tristn empieza con el leo [1,00 x 1,80 m]que representa su visita al Convento de Santa Catalina de Arequipa, pintado porJules Laure en Pars en 1838. Este cuadro se halla en Lima, en poder de don JuanBryce y Cotes, descendiente de la familia Tristn y su existencia no lleg a serconocida por el bigrafo Puech. Fue reproducido por primera vez por Jorge Holgunde Lavalle en Turismo de noviembre de 1944. En prlogo de Jorge Basadre a FloraTristn, Peregrinaciones... op. cit., p. XXIII. En la edicin citada, entre laspginas 308 y 309, puede verse una reproduccin del mismo. (N. del E.)

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    que inspiraba igualaba al que ella misma senta. El espaol la pi-di en matrimonio y la madre acogi su demanda. Pero, temiendoque su hija fuese todava demasiado joven, quiso que el matrimo-nio se efectuase al cabo de un ao. El espaol, como casi todos loseuropeos llegados a esta comarca, estaba dominado por la codi-cia, quera conseguir grandes riquezas y como su unin con Do-minga le haba parecido un medio de lograrlas haba especuladocon la crdula inocencia de una nia. Apenas transcurridos algu-nos meses desde que aquel extranjero pidi su mano, renunci alamor verdadero de la nia a cambio del de una mujer viuda sinninguna cualidad; pero mucho ms rica que Dominga y no de-mostr la ms ligera consideracin por el profundo pesar que ibaa causarle su abandono. La falta de lealtad del espaol hiri cruel-mente el corazn de Dominga. Su proyectado enlace haba sidoanunciado pblicamente a toda la familia y su orgullo no pudosoportar este ultraje. La joven se senta humillada y los consuelosque trataban de prodigarle no hacan sino irritar un dolor que hu-biese querido ocultarse a s misma. En su desesperacin no vio msrecurso que la vida conventual. Declar a su familia que Dios lallamaba a s y que estaba resuelta a entrar en el monasterio. Todoslos parientes de Dominga unieron sus esfuerzos para quebrantarsu resolucin; pero ella tena la cabeza exaltada y los pesares de sucorazn no le permitieron escuchar ninguna splica. Todo fue in-til. La joven se mostr tan indiferente a las exhortaciones y a losconsejos como haba sido sorda a las solicitudes. La resistenciaencontrada en su familia slo dio por resultado que su obstinadatemeridad la llevase a entrar en el convento ms rgido de la or-den de los carmelitas. Despus de un ao de noviciado Domingatom el velo en Santa Rosa.

    Parece, continu mi prima, que Dominga en el fervor de su celofue feliz los dos primeros aos de su estancia en Santa Rosa. Alcabo de ese tiempo comenz a cansarse de la severidad de la re-gla. Los sufrimientos fsicos haban calmado su exaltacin moraly tardas reflexiones la hicieron verter lgrimas sobre la suerte quehaba escogido. No se atreva a hablar de sus penas y de su tedioa su familia que se haba opuesto tenazmente al partido que ha-ba adoptado y, por lo dems, de qu hubiese podido servirle?

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    Ustedes saben, seoras, agreg mi prima, todo pesar esintil. Una vez que se entra en uno de estos retiros no se sale ms.

    Aqu las tres religiosas se miraron y hubo en esas miradas cam-biadas de soslayo un acuerdo que no se nos escap a ninguna delas dos.

    La desgraciada Dominga encerr sus pesares en el corazn ysin esperar consuelo de nadie se resign a sufrir en espera de lamuerte que pondra fin a sus males. Cada da pasado en el con-vento, el que la religiosa ya slo consideraba como una prisin,debilitaba su salud antes tan excelente. Una palidez mortal habareemplazado en sus mejillas el carmn que daba tanto realce a subelleza cuando viva en el mundo. Sus hermosos ojos, que esta-ban ya opacos, se haban hundido en las rbitas como los de lospenitentes agotados por las austeridades del claustro. Un da, ha-cia fines del tercer ao, le toc el turno de hacer la lectura en elrefectorio y Dominga encontr en un pasaje de Santa Teresa la es-peranza de su liberacin.

    Refera este pasaje que con frecuencia el demonio recurre a milmedios ingeniosos para tentar a las monjas. La santa cuenta, porejemplo, la historia de una religiosa de Salamanca que sucumbia la tentacin de fugarse del convento. El demonio le sugiri elpensamiento de poner en el lecho de su celda el cadver de unamujer muerta destinado a hacer creer a toda la comunidad que ellahaba fallecido, con el fin de tener tiempo de ponerse a cubierto delos alguaciles de la Santa Inquisicin, ayudada por el mensajerodel diablo bajo la forma de un hermoso joven.

    Qu rayo de luz para la joven! Ella tambin podr salir desu prisin, de su tumba, por el mismo medio de la religiosa deSalamanca. Desde aquel momento la esperanza entr en su almay desde entonces ya no sinti tanto fastidio. Apenas tuvo tiemposuficiente para emplear toda la actividad de su imaginacin enidear los medios de realizar su proyecto. Ya no hubo prcticas aus-teras, ni deberes penosos que le costasen trabajo cumplir porquevea un trmino a su cautiverio. Cambi gradualmente de modode ser con las religiosas y buscaba ocasiones de hablarles a fin deconocer a fondo a cada una de ellas. Dominga trataba sobre todode trabar amistad con las hermanas porteras cuyas funciones noduraban sino dos aos en el convento de Santa Rosa. A cada cam-

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    bio ella se esforzaba con sus atenciones y asiduidades en atraersea la nueva portera. Se mostr muy generosa y muy buena con lanegra que le serva de comisionista fuera del convento a fin de ase-gurarse una abnegacin sin lmites. La prudente y perseverantejoven no olvid, en suma, nada de lo que pudiese facilitar la eje-cucin de sus planes. Ocho aos trascurrieron, sin embargo, an-tes de poder realizarlos. Ay! Cuntas veces durante esa larga es-pera la desgraciada pasaba de la alegra delirante que siente elprisionero al abandonar su calabozo por un esfuerzo de valor yhabilidad, al desnimo profundo, a la desesperacin del esclavoque, sorprendido en el momento de su fuga, va a caer de nuevoentre las manos de un amo cruel! Sera demasiado largo referir to-das sus ansiedades, todas sus alternativas de esperanza y de te-mor. Algunas veces, despus de haber empleado cerca de dos aosen halagar a una vieja hermana portera, dura y spera, en el mo-mento en que Dominga se crea segura de la simpata y discrecinde la vieja, una circunstancia le haca ver que si hubiese tenido laimprudencia de confiar en aquella mujer se habra perdido. A estepensamiento Dominga, espantada del peligro que acababa de co-rrer, temblaba de terror. Se pasaban entonces muchos meses sinque se atreviese a hacer la menor tentativa. Suceda tambin queen momentos de confiarse a una portera, que le pareca buena ydigna del terrible secreto que iba a decirle, la cambiaban y era re-emplazada por una especie de cancerbero cuya sola voz helaba ala pobre joven.

    En medio de estas crueles ansiedades vivi durante ocho aosla joven religiosa. No se concibe cmo su salud pudo resistir unaagona tan larga. Al fin, sintiendo que ya no poda ms se decidia franquearse con una de sus compaeras a quien amaba ms quea ninguna otra y que acababa de ser nombrada portera. Su con-fianza se encontr felizmente bien colocada y Dominga, una vezsegura de la ayuda y del silencio de la portera, slo pens en elmedio de procurarse lo necesario para la ejecucin de su proyec-to. Necesitaba confiarse a la negra, su mandadera, pues sin el con-curso de esta esclava era imposible tener xito. Esta confidenciaiba rodeada de peligros y en esta circunstancia, como en todas lasrelacionadas con su plan de evasin, Dominga fue admirable devalor y de perseverancia. Slo poda comunicarse con su negra en

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    el locutorio y a travs de una reja. Las palabras de Dominga po-dan ser escuchadas por alguna de las silenciosas religiosas queiban y venan sin cesar al locutorio y sin cesar tambin tenan elodo en acecho. He aqu cul fue el plan concebido por Domingay que tuvo el atrevimiento de exponer a su negra ofrecindole unabuena recompensa para resarcir a esta esclava de los peligros quepoda correr.

    Era preciso que la negra consiguiese una mujer muerta y quela trajese al convento tarde, a la cada de la noche. La portera leabrira y mostrara el lugar donde deba esconder el cadver.Dominga vendra a buscarlo por la noche para llevarlo a su lecho,prenderle fuego y escapar mientras las llamas quemaban el cad-ver en la tumba. No fue sino muchsimo tiempo despus de haberconocido el proyecto de su ama cuando la negra pudo traer el ca-dver. Habra sido peligroso pedirlo en el hospital en donde, porlo dems, no los proporcionaban sino a los cirujanos y para usoindicado, pues en Arequipa no hay escuela de medicina. Era casiimposible obtener el cuerpo de una mujer muerta en una casa. Ase-guraban tambin que sin los buenos oficios de un joven cirujanoque fue admitido en la confidencia, la buena amiga de Domingahabra acabado sus dos aos de portera antes de que la esclavahubiese podido conseguir el cadver que, en el convento, deba ha-cer creer en la muerte de su ama. Una noche sombra la negra do-min sus terrores pensando en la recompensa prometida y cargsobre sus hombros el cadver de una india muerta desde hacatres das. Al llegar a la puerta del convento hizo la seal conveni-da. La portera, temblorosa, abri y la negra, en silencio, depositel fardo en el lugar que con el dedo le mostr la portera. La escla-va fue enseguida a apostarse a la vuelta de la calle de Santa Rosapara esperar a su ama.

    Dominga era, desde haca muchos das, presa de las ms vivasinquietudes por los obstculos sin cesar renacientes que dificulta-ban la ejecucin de sus planes. Esperaba con una ansiedad inima-ginable el resultado de las ltimas gestiones intentadas para conse-guir un cadver de mujer, cuando su amiga la portera vino a preve-nirle que su negra lo haba introducido en el convento. A esta noti-cia, Dominga cay de rodillas, bes el suelo y dirigiendo los ojos alCristo permaneci largo rato en esta posicin, como abismada enun sentimiento inefable de amor y de reconocimiento.

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    Por la tarde la portera puso el cerrojo en la puerta sin cerrarlacon llave. Enseguida fue, segn la regla lo exiga, a llevar la llavea la superiora y se retir a su tumba. Dominga, como a las doce dela noche, cuando juzg que todas las religiosas estaban profun-damente dormidas, sali de su tumba en la que dej su pequealinterna sorda y fue al lugar indicado por la portera a sacar el ca-dver. Era una carga muy pesada para los miembros delicados dela joven religiosa. Pero qu no puede el amor por la libertad?Dominga levant el horrible fardo con tanta facilidad como si hu-biese sido una canasta de flores. Lo deposit sobre su lecho, le pusosus hbitos de religiosa y revestida ella misma con un traje quehaba tenido cuidado de conseguir, prendi fuego a su lecho yhuy dejando abierta la puerta del convento.

    Mi prima call y las tres religiosas de Santa Catalina se mira-ron con un aire de inteligencia que me hizo presentir sus pensa-mientos. Despus de algunos instantes de silencio la hermanaMargarita pregunt lo que haba ocurrido en el convento despusde la evasin de Dominga y lo que haban pensado.

    Nadie, dijo mi prima, dud de la veracidad del hecho. Lahermana portera, que no dorma como pueden ustedes presumir-lo, corri tras los pasos de Dominga a cerrar la puerta con el ce-rrojo y en la confusin, ocasionada por el incendio, la lista porte-ra tom la llave del cuarto de la superiora y cerr la puerta comode costumbre. Todo el mundo qued convencido de que Domingase haba quemado. Los restos del cadver que se encontr estabaninconocibles y fueron enterrados con las ceremonias usuales en elentierro de las religiosas. Dos meses despus la verdad de esteacontecimiento comenz a traslucirse. Pero, las religiosas de San-ta Rosa no quisieron prestar fe y cuando la existencia de Domingahaba cesado de ser una duda para todo el mundo, las buenas her-manas sostenan todava que estaba bien muerta y que lo que secontaba sobre la pretendida salida del convento era una calum-nia. Slo se convencieron cuando la misma Dominga se tom elcuidado de hacerlo, demandando a la superiora para que le resti-tuyese su dote que era de 10.000 pesos (50.000 francos).818 1 La fuga espectacular de esta monja tuvo lugar el 6 de marzo de 1831. Se ocult

    en el campo en los primeros momentos, pero a poco don Andrs Martnez y donMariano Llosa Benavides se presentaron a la Corte Superior de Justicia para queprotegiesen la libertad de la monja. Le crearon as un serio problema de jurisdiccin

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    Durante todo el tiempo que dur el relato de mi prima me ocu-p atentamente en observar el efecto producido por su narracinsobre las tres encantadoras religiosas. La mayor de las tres, la her-mana Margarita, se mantuvo casi constantemente en su reservahabitual. A la viva e impetuosa Rosita se le haban escapado ex-clamaciones que demostraban con qu sinceridad esta amable niacompadeca los sufrimientos soportados por Dominga en sus onceaos de agona. En cuanto a la dulce Manuelita, lloraba y repetaa menudo con una sencilla compasin:

    Pobre Dominga! Cunto debi sufrir! Pero tambin, cunfeliz fue por haberse podido al fin libertar!

    Y la graciosa nia recostaba su cabeza en mi hombro con unmovimiento infantil y lloraba.

    Nos retiramos, dejando a las seoras sumidas en sus pensa-mientos que no cremos discreto turbar.

    Apostara, dije entonces a mi prima, que antes de dos aosestas tres religiosas no estarn ya ac.

    Pienso como usted, me respondi y me alegrara mucho deello. Estas tres religiosas son demasiado hermosas y demasiadoamables para vivir en un convento.

    Al da siguiente salimos de Santa Catalina. Habamos perma-necido seis das durante los cuales aquellas seoras pusieron todosu esmero en hacernos pasar el tiempo lo ms agradablemente po-sible: comidas magnficas, meriendas deliciosas, paseos en los jar-dines y en todos los sitios curiosos del convento. Las amables reli-giosas no omitieron nada para agradarnos y hacernos gozar delas distracciones que el convento les permita ofrecernos. Toda lacomunidad nos acompa hasta la puerta, en desorden, sin cere-monia ni la menor etiqueta; pero con un afecto tan verdadero yemocionante que lloramos con las buenas religiosas por el verda-dero pesar que tenamos de separarnos. Nuestras impresiones eranmuy diferentes de las que sentimos a nuestra salida de Santa Rosa.Esta vez nos retiramos con pena del convento y nos detuvimosmuchas veces en la calle para dirigir nuestras miradas hacia lastorres del asilo hospitalario que acabbamos de dejar. Nuestros

    al obispo Goyeneche. Se inici un proceso civil y otro eclesistico que durmucho tiempo. La monja se arrepinti finalmente y el obispo le impuso severapenitencia. (N. de la T.)

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    nios y las esclavas estaban tristes y las seoras no cesaban deelogiar la bondad de aquellas amables religiosas.

    No hubo da, en la semana siguiente a nuestra salida, que lasreligiosas no nos enviasen regalos de toda especie. Sera difcil ha-cerse una idea de la generosidad de estas excelentes seoras. Ha-ba yo conservado un recuerdo tan agradable de la acogida amis-tosa recibida en el convento de Santa Catalina que antes de mi par-tida de Arequipa fui varias veces a conversar en el locutorio conmis antiguas amigas. En esta circunstancia me colmaron de rega-litos y me dieron el encargo de enviarles de Francia msica deRossini.