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Los Cuadernos de Antpología AMONAS DE AMECA (y 11) Alberto Cardín L as últimas, más perdurables y mosas protagonistas del ciclo amazónico ame- ricano son, sin lugar a dudas, las que llegaron a dar nombre al más caudaloso río de la Tierra: las de la selva amazónico-para- guaya, lanzadas a la publicidad por la expedición de Orellana. Carlos Alonso del Real dice que el mito de Eldorado dio al traste con ellas, relegán- dolas al olvido (58). Pero no debe ser esto tan cierto cuando, en pleno s. XVIII, vemos aún a La Condamine tratando de verificar su existen- cia y buscando explicar en términos racionalis- tas sus anteriores avistamientos (59). Sí es cierto que los segundos navegantes del río al que las hembras guerreras dieron su nom- bre, los «marañones» de Lope de Aguirre, nin- guna constancia dejaron de casuales o buscados contactos con las temibles mujeres (60), a pesar de la precisión con que el principal cronista de la jornada, Franciso Vázquez, recoge otras nda- mentales noticias etnográficas, como la llegada a los límites del Virreinato Peruano, en 1549, de la primera gran migración mesiánica tupí (61), o su correcta deducción de que los «brasiles» -es decir, tupís- que habían remontado el Mara- ñón, y que en el descenso les sirven de guías, vuelven en las bocas del Amazonas a territorio propio, «porque de otra manera no se osaran huir los dichos guías, entre indios que comen carne humana» (62). Semejante desinterés por las amazonas, o tan flagrante lta de perspicacia en distinguirlas, no hay que ponerlas, sin embargo, por cuenta de un desplazamiento del interés por las amazonas, hacia la más lucrativa y dorada Omagua, sino que es consecuencia, más bien, de las luchas in- testinas que trastocaron a la expedición despa- chada por el Marqués de Cañete en una rebelión política, convirtiendo en itinerante «campo de Montiel» equinoccial lo que en principio era só- lo una exploración en pos de una quimera. Nada más claro que este ejemplo para mostrar el modo cómo las motivaciones internas del ob- servador determinan la selección de los datos, e incluso preseleccionan su percepción del entor- no, en lo que va más allá de la simple supervi- vencia. Lo cual nos lleva a preguntarnos el por qué la expedición de Orellana pudo trabar con- tacto, e inquirir por inrmantes que lo habían visitado, sobre un supuesto imperio menil sel- vático, gobernado por una tal reina Conori (63), y del que nunca más nadie pudo saber nada, al menos en aquella zona: lFue tal vez debido a una mayor objetividad, propiciada por aquella 53 «sociedad e amor entrañable e claro» (64) que unía a los cincuenta hombres de Orellana, en- te a las hebeénicas discordias de los de Agui- rre? lO era la época de Orellana más proclive a creer en Amazonas, que la de Ursúa y Aguirre, diecisiete años después? Y, si esto era cierto, tal proclividad lestaba mentada por su mayor proximidad en chas a los momentos de apo- geo de Matininó y Cihuatlán, o era indepen- diente? Más aún, y de nuevo como en los casos anteriores, lllevaban los de Orellana a las «ama- zonas» metidas ya entre ceja y ceja o recompu- sieron sus rastros mnémicos a posteriori, una vez avistadas las que ellos creyeron ser tales? Las motivaciones del viaje quedan bien claras en la crónica del aile Carvajal: los que él llama «poquitos» de Orellana no eran más que una avanzadilla de la expedición de Gonzalo Pizarro hacia el «País de la Canela», a los que el herma- no del conquistador del Perú había enviado a buscar bastimentas, pero que, impedidos de re- montar la corriente del Marañón, se vieron obli- gados a una especie de ite en avant que los lle- vó hasta Cubagua. En cuanto a las intenciones del cronista, el dominico Fray Gaspar, si no con las pretensio- nes críticas de un Oviedo o un Las Casas, desde luego nada hay en él de las ntasías de un Fray Marcos de Niza, y mucho de aquella humildad de Pané, antes citada, aunque quizá con una mayor dermación clasicista. Sus protestas de objetividad recuerdan a veces a las de los viaje- ros medievales, que no servían muchas veces si- no para introducir sus mirabi/ia con mayor im- punidad (65), pero subjetivamente hay en él un claro intento de imitar a los que considera los auctores clásicos más de fiar, empezando por Li- vio: «Así yo, no para más de inrmar con ver- dad a quien quisiere saber e leer mi relación lla- na e simple, sin circunloquios, con la rectitud que el religioso debe testificar lo que vio, e co- mo aquel a quien quiso dar Dios parte a esta pe- regrinación, contaré la historia tal cual es ella, si yo la supe sentir y en parte comprender e aún porque me paresce que no cumpliría con mi consciencia, dando de dar esta particular noti- cia a quien quisiera saber lo cierto de los traba- jos que ja pasado el capitán Francisco de Orella- na e cincuenta compañeros que sacó del real del gobernador de Quito, Gonzalo Pizarro» (66). Libre de la sospecha de ir buscando cuanto luego dirá encontrar -la expedición de Pizarro buscaba especias, ni siquiera oro, y Orellana y su grupo no buscaban sino volver a juntársele-, y ante tan sinceras protestas de objetividad, no habría más remedio que creer al aile cuando nos habla de las amazonas, si no era porque «lo que vido», tal como lo relata, aparece plaga- do de extrapolaciones valorativas, lo que averi- guó lo supo por mediación de un inrmante del todo sometido al «síndrome de Hans el listo» - interpretado, por lo demás, como veremos, por un políglota tan particular como es el mismo

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Los Cuadernos de Antropología

AMAZONAS DE AMERICA (y 11)

Alberto Cardín

Las últimas, más perdurables y famosas protagonistas del ciclo amazónico ame­ricano son, sin lugar a dudas, las que llegaron a dar nombre al más caudaloso

río de la Tierra: las de la selva amazónico-para-guaya, lanzadas a la publicidad por la expedición de Orellana. Carlos Alonso del Real dice que el mito de Eldorado dio al traste con ellas, relegán­dolas al olvido (58). Pero no debe ser esto tan cierto cuando, en pleno s. XVIII, vemos aún a La Condamine tratando de verificar su existen­cia y buscando explicar en términos racionalis­tas sus anteriores avistamientos (59).

Sí es cierto que los segundos navegantes del río al que las hembras guerreras dieron su nom­bre, los «marañones» de Lope de Aguirre, nin­guna constancia dejaron de casuales o buscados contactos con las temibles mujeres (60), a pesar de la precisión con que el principal cronista de la jornada, Franciso Vázquez, recoge otras funda­mentales noticias etnográficas, como la llegada a los límites del Virreinato Peruano, en 1549, de la primera gran migración mesiánica tupí (61), o su correcta deducción de que los «brasiles» -es decir, tupís- que habían remontado el Mara­ñón, y que en el descenso les sirven de guías, vuelven en las bocas del Amazonas a territorio propio, «porque de otra manera no se osaran huir los dichos guías, entre indios que comen carne humana» (62).

Semejante desinterés por las amazonas, o tan flagrante falta de perspicacia en distinguirlas, no hay que ponerlas, sin embargo, por cuenta de un desplazamiento del interés por las amazonas, hacia la más lucrativa y dorada Omagua, sino que es consecuencia, más bien, de las luchas in­testinas que trastocaron a la expedición despa­chada por el Marqués de Cañete en una rebelión política, convirtiendo en itinerante «campo de Montiel» equinoccial lo que en principio era só­lo una exploración en pos de una quimera.

Nada más claro que este ejemplo para mostrar el modo cómo las motivaciones internas del ob­servador determinan la selección de los datos, e incluso preseleccionan su percepción del entor­no, en lo que va más allá de la simple supervi­vencia. Lo cual nos lleva a preguntarnos el por qué la expedición de Orellana pudo trabar con­tacto, e inquirir por informantes que lo habían visitado, sobre un supuesto imperio femenil sel­vático, gobernado por una tal reina Conori (63), y del que nunca más nadie pudo saber nada, al menos en aquella zona: lFue tal vez debido a una mayor objetividad, propiciada por aquella

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«sociedad e amor entrañable e claro» (64) que unía a los cincuenta hombres de Orellana, fren­te a las hebefrénicas discordias de los de Agui­rre? lO era la época de Orellana más proclive a creer en Amazonas, que la de U rsúa y Aguirre, diecisiete años después? Y, si esto fuera cierto, tal proclividad lestaba fomentada por su mayor proximidad en fechas a los momentos de apo­geo de Matininó y Cihuatlán, o era indepen­diente? Más aún, y de nuevo como en los casos anteriores, lllevaban los de Orellana a las «ama­zonas» metidas ya entre ceja y ceja o recompu­sieron sus rastros mnémicos a posteriori, una vez avistadas las que ellos creyeron ser tales?

Las motivaciones del viaje quedan bien claras en la crónica del fraile Carvajal: los que él llama «poquitos» de Orellana no eran más que una avanzadilla de la expedición de Gonzalo Pizarro hacia el «País de la Canela», a los que el herma­no del conquistador del Perú había enviado a buscar bastimentas, pero que, impedidos de re­montar la corriente del Marañón, se vieron obli­gados a una especie de fui te en avant que los lle­vó hasta Cubagua.

En cuanto a las intenciones del cronista, el dominico Fray Gaspar, si no con las pretensio­nes críticas de un Oviedo o un Las Casas, desde luego nada hay en él de las fantasías de un Fray Marcos de Niza, y mucho de aquella humildad de Pané, antes citada, aunque quizá con una mayor deformación clasicista. Sus protestas de objetividad recuerdan a veces a las de los viaje­ros medievales, que no servían muchas veces si­no para introducir sus mirabi/ia con mayor im­punidad (65), pero subjetivamente hay en él un claro intento de imitar a los que considera los auctores clásicos más de fiar, empezando por Li­vio: «Así yo, no para más de informar con ver­dad a quien quisiere saber e leer mi relación lla­na e simple, sin circunloquios, con la rectitud que el religioso debe testificar lo que victo, e co­mo aquel a quien quiso dar Dios parte a esta pe­regrinación, contaré la historia tal cual es ella, si yo la supe sentir y en parte comprender e aún porque me paresce que no cumpliría con mi consciencia, dejando de dar esta particular noti­cia a quien quisiera saber lo cierto de los traba­jos que ja pasado el capitán Francisco de Orella­na e cincuenta compañeros que sacó del real del gobernador de Quito, Gonzalo Pizarro» (66).

Libre de la sospecha de ir buscando cuanto luego dirá encontrar -la expedición de Pizarro buscaba especias, ni siquiera oro, y Orellana y su grupo no buscaban sino volver a juntársele-, y ante tan sinceras protestas de objetividad, no habría más remedio que creer al fraile cuando nos habla de las amazonas, si no fuera porque «lo que vido», tal como lo relata, aparece plaga­do de extrapolaciones valorativas, lo que averi­guó lo supo por mediación de un informante del todo sometido al «síndrome de Hans el listo» -interpretado, por lo demás, como veremos, por un políglota tan particular como es el mismo

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Francisco Pizarro

Orellana-, y· todo ello lo reelaboró, como él mismo no tiene empacho en confesar, a la luz de noticias revividas a posteriori, y ya en sí mis­mas preformadas como mito. Vemos, pues, co­mo se suceden y combinan todos estos elemen­tos:

Ya veinte días antes del único «contacto en la tercera fase» que Orellana y los suyos tendrían con las supuestas amazonas, Carvajal da una pri­mera muestra de su imaginativo modo de saltar de los indicios a las conclusiones: «este día to­mamos puerto en un pueblo donde se halló en una gran plaza, un adoratorio del Sol, figurado en relieve, un tablón grande de diez pies en re­dondo e de una pieza todo, de que podrá conje­turar el letor cuán grande árbol debiera ser aquel de donde se sacó tal pieza ... El edificio era mucho de vere indicio de las grandes ciudades que hay en la tierra adentro: así lo daban a en­tender los indios. En esta mesma plaza estaba una casa sobre sí exenta e grande, del sol, donde

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los indios hacen sus ceremonias e ritos. Allí se hallaron muchas vestiduras de plumas de diver­sos colores, asentados e tejidos sobre algodón e muy gentiles, los cuales se visten los indios para celebrar sus fiestas e bailar, cuando allí se juntan por alguna festividad o regocijo, delante de sus ídolos. A la redonda del tablón que es dicho, ofrescen los indios sus sacrificios con su conde­nada devoción» (67).

Habría que preguntarse hasta qué punto todo lo que en este cuadro aparece como reflejo de lo no directamente presenciado es informe de los nativos -y aún esto, de qué modo llegó a reco­gerse-, lo que no quita para que ya a primera vista al menos dos indicios de preconceptos: que el «adoratorio» -plancha labrada, estatua de bulto, o lo que fuera, que tampoco es claro-fue­se precisamente «del sol»; y, en segundo lugar, que aquellos indicios de mayor «policía» -que es como en la época se decía lo que hoy llama­mos «civilización»- que representaban el adora­torio, los ornamentos de plumas y el templo exento fueran signo de más monumentales po­blamientos situados más al interior, lo que Car­vajal parece ya pensar de por sí antes que los in­dios se los confirmen.

Pero pasemos ahora a trasladar aquí in exten­

so, porque lo merece, cuanto más adelante dice el dominico cronista sobre el avistamiento tal de las hembras capitanas y veedoras, que tuvo lu­gar, según él, el día «del glorioso precursor de Jesucristo, Sant Joan Baptista»:

Torcían un recodo del río, días después de ha­ber dejado a la derecha el Río Negro -lo que lle­va a Del Real, siguiendo a Gil Munilla, a situar tal encuentro cerca de la desembocadura del Ta­pajós- (68), cuando, comandando a un nutrido grupo de indios flecheros, vieron a las oficialas de Conori: «aquí se vieron indias con arcos e flechas que hacían gran guerra como los indios, o más, e acaudillaban e animaban a los indiospara que peleasen; e aún cuando ellas queríandaban palos con los arcos e flechas a los quehuían, e hacían oficio de capitanes, mandandoaquella gente para que pelease, e poníanse de­lante e detenían a otros para que estuviesen fir­mes en la batalla, la cual se trabó muy reciamen­te». Y remarca el honesto testigo, sin más tran­sición, para más impunemente introducir el re­cebo imaginario: «e porque este exercicio es tanapartado de las mujeres como el sexo femenilrequiere, e podrá parecer gran novedad al lectorque viere esta mi relación, digo para descargo demi conciencia que yo hablo de lo que ví. De loque entendimos e se tuvo por cierto es queaquestas mujeres que allí pelearon como amazo­nas son aquellas de quien por muchos y diver­sos relatos mucho tiempo ha que anda una famaextendida por estas Indias o partes, de muchasformas discantada, del hecho destas belicosasmujeres. Las cuales, en esta provincia o no lejosde allí, tienen su señorío e mero e misto impe­rio, e absoluto señorío, distante e apartado e sin

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conversación de varones, e aquestas que vímos eran algunas administradoras o visitadoras de su estado, que habían venido allí a guardar la cos­ta» (69).

lA veriguan los de Orellana esta alta calidad de las mujeres guerreras a simple vista, o es parte del relato que esa misma noche le hace un indio cap­turado, «que decía muchas cosas e particularidades de lo de tierra adentro», al abrigo de un inverosí­mil «robledal que estaba en la sabana»? Probable­mente, más bien lo segundo, dada la fértil imagi­nación del indígena, que «cada día decía cosas ma­ravillosas» (70), seguramente temiendo como She­rezade que el día que sus fábulas terminaran, em­pezaría a peligrar su cabeza:

«Preguntó el capitán al indido que es dicho de la calidad e dispusición de la tierra, e dijo que dentro de allá hay muchas poblaciones e gran­des señores e provincias, entre las cuales dijo que hay una provincia muy grande de mujeres; que entre ellas no hay varones e que todas aque­llas tierras les sirven e son tributarias; e que él había ido allá muchas veces a servir, e que tie­nen las casas de piedra e que por dentro de las casas, hasta medio estado de altura, tienen ale­rededor de todas las paradas planchas de plata, e los caminos de una banda a otra, murados de pa­redes bien altas, e unos trechos arcos por donde entran los que allí contractan, e pagan sus dere­chos a las guardas que para ello están deputadas. E decía este indio que hay mucha cantidad de ovejas de las grandes del Perú e muy grand ri­queza de oro; porque todas las que son señoras se sirven con ello e las otras mujeres que son plebeas e de más baja condición se sirven con vasijas de palo, e andan todas vestidas de ropa de lana muy fina. Más decía este indio, que de lejos tierra, de provincias donde estas mujeres guerrean traen por fuerza a los indios a su tierra dellas, en especial a los de un gran señor que se llama rey blanco, para gozar con ellos de sus car­nalidades e para su multiplicación; e los tienen con ellas algún tiempo hasta que se empreñan, e después que se sienten han concebido envíanlos a su tierra; e si después paren ellas hijos varones o los matan o los envían a sus padres; e si es hijala que paren, críanla a sus pechos e enséñanlalas cosas de la guerra» (71).

Hasta aquí el relato verbatim del indio, curio­samente apegado a la esencia del mito clásico greco-escita, si exceptuamos una serie de deta­lles -los caminos murados, las ovejas-llamas, el subrayado de las casas de piedra, los finos vesti­dos de lana de las ginecócratas, y su división en dos clases-, que parecen apuntar a un entorno cultural muy próximo al incáico, y añadiendo el subrayado de su condición de testigo visual que hace el indicio. Ahora bien, el relato es lo sufi­cientemente complicado como para requerir un «lengua» familiarizado con el idioma del indio, con cuya tribu los españoles trababan contacto por primera vez. lQuién era ese intérprete?: el propio Orellana que lo interroga bajo los «ro-

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bles» tropicales, y que resulta ser, según el entu­siasta retrato de Carvajal, el único conquistador español espontáneo políglota de que se tenga noticia (72). Véase si no:

«Quiso e permitió su Divina Providencia dar­nos un capitán tan a propósito e tan hábil, que en verdad paresce que le tenía Dios, N.S., guar­dado para tan gran efecto, porque su industria e afabilidad e diligencia fueron mucha parte de nuestro buen suceso. El cual, con mucha conti­nuación, después que pasó a estas Indias, siem­pre procuró entender las lenguas de los natura­les de ellas, e hizo sus abecedarios para su acuerdo; e dotóle Dios de tan buena memoria e gentil natural, e era tan diestro en la interpreta­ción, que non obstante las muchas e diferencia­das lenguas que en estas partes hay, aunque no entera ni tan perfectamente entendiese a todos los indios como él deseaba, siempre, por la con­tinuación que en ello tuvo, dándose a tal ejerci­cio, era en fin entendido y entendía asaz convi­nentemente para lo que hacía a nuestro caso» (73).

Si tal elogio de Orellana como intérprete no es una ironía, que no lo parece, lo que el honra­do fraile cronista pretende decirnos es que Ore­llana, más que sólo «hacerse entender», lo que cualquiera puede con gestos y gritos, llegaba a chapurrear al menos los diversos idiomas con que iba topando, y a veces llegaba a comprender complicadas historias, como ésta de las amazo­nas, al anochecer del mismo día en que ha tra­bado contacto con un grupo tribal totalmente desconocido.

Lo que no deja de ser un milagro -y más en un «cristiano viejo» de la época, al que todo lo no castellano sonaba a «algarabía»-, si tenemos en cuenta que un etnólogo avezado, buen cono­cedor de la zona, y que domina varias lenguas amazónicas, cual es Lévi-Strauss, cuando ines­peradamente entra en contacto con un grupo indígena hasta entonces desconocido por la lite­ratura etnográfica, los mundé, debe abandonar­los desanimado, con estas palabras: «tan próxi­mos a mí como la imagen de un espejo, podía tocarlos, pero no comprenderlos. Los tenía allí, delante mío, dispuestos a enseñarme sus cos­tumbres y creencias, y no sabía su lengua» (73 bis).

lHay que atribuir, pues, todo el espejismo de las «amazonas» a la pura fantasía panglósica de Orellana, que creía entender las lenguas indias sin escuchar más que sus propias alucinaciones lingüísticas? Sería cargar demasiado en él las culpas, ya que debió ayudarle no poco el com­placiente indígena, con gestos y borboteos, a cuyo ritmo iban reviviéndose en el capitán, lo mismo que en el resto de la tropa, noticias sobre indias mandamases y guerreras, a las que hasta entonces no debían haber prestado mucha aten­ción, puesto que no las buscaban, sino que ines­peradamente las hallaron.

Semejante reviviscencia de lo subconsciente-

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mente registrado, adobada de una semipedante, más que crítica, comparación con las amazonas clásicas, aparece patentemente reflejada en el comentario que a la traducción de Orellana hace el fraile cronista:

«Destas mujeres siempre trujimos muy grand noticia en todo este viaje, e antes de que saliése­mos del real de Gonzalo Pizarra se tenía por cierto que había este señorío destas mujeres. Entre nosotros las llamamos amazonas impró­piamente, porque amazona quiere decir en len­gua griega «sin teta», e las que propiamente lla­maron amazonas quemábanles la teta derecha, porque no tuviesen impedimento para tirar con el arco, como más largo lo escribe Justino. Más aquestas que aquí tractamos, aunque usan el ar­co no se cortan la teta ni se la queman, e por tanto no pueden ser llamadas amazonas, puesto que en otras cosas, así como hayuntarse a hom­bres cierto tiempo para su augmentación y en otras cosas, parescen imitar a aquellas que los antiguos llamaban amazonas».

«Este indio, en la relación que dió destas mu­jeres, no discrepaba de lo que antes en el real de Gonzalo Pizarra e antes en Quito o en el Pe­rú decían otros indios; e antes acullá decían mu­cho más, porque desde el cacique de Coca, que está a cincuenta millas de Quito, que es el nasci­miento del río, mill e quinientas leguas, poco más o menos de esotros pueblos que el indio decía, traemos esta noticia por muy cierta y muy averiguada, porque todos los indios que se han tomado lo han dicho, algunos sin ser pregunta­dos. Este indio decía que dejamos aquestas mu­jeres en un río muy poblado que entra en este que navegamos, a la mano diestra de como de­bíamos» (74).

Era mucho, pues, lo que la noticia sobre las hembras gobernantas había corrido por la selva luego apellidada con su nombre, tal como el domi­nico recapitula aquí, intentando hacer ver que siempre habían tenido en cuenta tales chismes, lo que es imperdonable descuido, pues no lo había relatado. En compensación conseguimos al fin sa­ber la localización casi exacta del reino de estas amazonas de imitación: por lo que el fraile pudo oír traducir a su capitán, debía ser en las orillas del Madeira, que habían dejado atrás y a su derecha.

Oviedo, que recoge el testimonio póstumo del indio, muerto en Cubagua, con su castellano ya muy mejorado, o simplemente libre de la políglota mediación de Orellana, precisa aún más la ubica­ción: «El Estado de estas mujeres está en Tierra Firme, entre el río Marañan y el río de la Plata, cuyo nombre propio es Paranaguazú» (75).

DEL PARANA AL TITICACA

Tenemos, pues, al imperio de Conori, con sus «más de trescientas leguas pobladas de mujeres sin tener hombres consigo» (76), situado más o menos en el actual Matto Grosso. Lo que, para nuestra fortuna interpretativa, viene a coincidir

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con la localización que a las famosas guerreras otorga el penúltimo eslabón del «ciclo amazóni­co» americano: el revelado por la expedición de Cabeza de Vaca al Norte del Paraguay.

El andariego descubridor de las estepas texa­nas y los desiertos sonorenses había capitulado en 1540 con la Corona, por ocho mil ducados, el adelantamiento de Río de la Plata que acababa de dejar vacante D. Pedro de Mendoza. Y allá se enderezó, dejando de sus nuevas desventuras por las tierras sureñas un libro menos interesan­te que sus Naufragios en lo que a noticias etno­gráficas hace, aunque más preciso en cuanto a las denominaciones de los pueblos encontrados, los Comentarios redactados por su secretario Pe­ro Hernández, y prologados por el propio Alvar Núñez (77).

No se habla en dicho libro de mujeres guerre­ras, ni a Cabeza de Vaca parece habérsele ocu­rrido llegar a su fantástico imperio, en su «entra­da» hasta el Puerto de los Reyes, en el Paraguay superior. Y no se le ocurrió tal cosa porque las noticias que !rala había traído de aquellas tierras eran de indicios de plata y oro, y buen suelo. Sin que pudiera llegar a saber las noticias sobre un reino similar al de Conori que la avanzadilla de Remando de Ribera recogería río arriba, entre los xarais (78): primero, por estar con cuartanas a su vuelta, luego por ser preso por !rala, y de­vuelto in vinculis a la metrópoli.

Dos testimonios han quedado, no obstante, de esta descubierta: uno, la deposición del pro­pio Ribera, hecha en Ascensión en marzo de 1545, ante el escribano González de Paniagua y testigos, y que suele publicarse como anexo de los Comentarios; otro, el relato de un aventurero almán de la estirpe de Von Staden (79), que ha alcanzado justa fama como cronista de la con­quista del Plata, a pesar de ciertos devaneos fan­tasiosos, atribuibles a la rememoración senil de los hechos: Ulrich Schmidl, autor del Derrotero yviaje a España y las Indias (80).

Lo que Schmidl refiere de las amazonas, y sin duda debido a su tardío recordatorio, aparece por entero reelaborado a la luz del retrato clási­co de las mismas -el pecho quemado, su reino rodeado de agua, los maridos visitantes que vi­ven en tierra firme, etc.-, y fuera de su ubica­ción más allá de los xarais, es perfectamente abstracto y trasportable a cualquier otro lugar. En cambio, la declaración de Ribera, evacuada a apenas dos años de los hechos, guarda en su concisión una especificidad admirable: «y los di­chos indios, en conformidad, sin discrepar, le di­jeron que a diez jornadas de allí, a la banda del oestenorueste, habitaban y tenían grandes pues­blos unas mujeres que tenían mucho metal blanco y amarillo, y que los asientos y servicios de sus casas eran todos de dicho metal y tenían por su principal una mujer de la misma genera­ción, y que es gente de guerra y temida de la ge­neración de los indios; y que antes de llegar a la generación de las dichas mujeres estaba una ge-

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Lago de Titicaca, al sur del Perú, con las célebres barcas de «totora».

neración de indios (que es gente muy pequeña), con las cuales, y con la generación de estos que la informaron, pelean las dichas mujeres y les hacen la guerra, y que en cierto tiempo del año se juntan con estos indios comarcanos y tienen con ellos su comunicación carnal, y si las que quedan preñadas paren hijas, tiénenselas consi­go, y los hijos los crían hasta que dejan de ma­mar, y los envían a sus padres; y de aquella parte de los pueblos de dichas mujeres habían muy grandes poblaciones y gente de indios que con­finan con las dichas mujeres, que lo habían di­cho sin preguntárselo; a lo que le señalaron, está parte de un lago de agua muy grande, que los in­dios nombraron casa del Sol; dicen que allí se encierra el Sol; por manera que entre las espal­das de Santa Marta y el dicho lago habitan las dichas mujeres, a la banda de oestenorueste» (81).

lEstamos acaso ante la repetición de un com­plejo como el de Cihuatlán, donde el Oeste y lo femenino aparecen ligados como mitificación de los orígenes de la agricultura? Y o diría que nos hallamos más bien ante un caso de trasmisión mítica sin difusión cultural, y en el que el recur­so final a Harris parece no tener lugar. Es preci-

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so echar mano de la hipótesis sobre la trasmi­sión de mitos que Lévi-Strauss esbozaba al final de La gesta de Asdiwal: «cuando un esquema mítico pasa de una población a otra y existen di­ferencias de lengua, de organización social o gé­nero de vida que lo hacen difícilmente comuni­cable, el mito comienza a empobrecerse y con­fundirse. Pero podemos encontrar un caso lími­te, cuando, en lugar de abolirse definitivamente, perdiendo todos sus contornos, el mito se in­vierte y recupera parte de su precisión» (82).

En el caso de las «amazonas» selváticas de América del Sur resulta difícil establecer la trayectoria del esquema mítico, sometidos como estamos a la criba que la atención y el interés de los observadores españoles interponen. A partir de ella, y una vez depurada de su ganga proyec­tiva, podemos concluir, gracias a la comparación entre dos expediciones que siguen rutas distin­tas, con una búsqueda no prejuiciada de las lue­go denominadas «amazonas», y casi simultáneas en el tiempo, que el mito de las hembras guerre­ras estaba ya preformado como tal en las pobla­ciones indígenas de la jungla paraguayo-amazó­nica.

Podemos, igualmente, conformar en gran me-

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dicta la intuición de Carlos Alonso del Real so­bre la «refracción del Incario» en esta zona, en lo que la relación de Remando de Ribera viene a completar con nuevos detalles los indicios ya contenidos en el informe de Carvajal-Orellana: no se trata ya de una incidental referencia al «rey blanco», o de más directos anamorfismos que señalan a las vírgenes del Sol, al entorno viario-arquitectónico del Tahuatinsuyu, y en los que incluso los selváticos súbditos de Conori, según la cauta pero nada despreciable sugeren­cia de Del Real, aparecen designados con nom­bres de sospechosas resonancias runasimi (83). En el relato de Ribera, recogido de los ríos Para­guay y Cuiabá, el señalamiento geográfico y los detalles descriptivos apuntan de tal modo a unos elementos y un marco tales del supuesto reino de las amazonas, que uno se ve tentado a ver en ello la mitificación concreta de un solo complejo ceremonial: el que en el Lago Titicaca formaban la península de Copacabana y la isla de Coati, sedes respectivas del más venerado coricancha, y del más rico ac/lahuasi o convento solar-lugar del Imperio Incáico.

De la riqueza fabulosa de este centro de pere­grinación, dice el Inca Garcilaso que en «oro y plata había tanta cantidad amontonada en la isla (84), fuera de lo que para el servicio del templo estaba labrado, que lo que dicen los indios acer­ca de esto es más para admirar que para creer» (85). En cuanto al convento de ac/las del islote de Coati, no era, al parecer uno más de los que acompañaban a los templos del Sol por todo el ámbito del Tahuatinsuyu, sino que parecía tener una especial dedicación a la Luna, establecién­dose entre el templo solar y el convento unas re­laciones de visita ceremonial que no parecían ser habituales en los restantes santuarios del Sol y las casas de vírgenes del Imperio (86).

Ahora bien, por singulares que fueran la devo­ción y la fama que irradiara este santuario, ello no basta para permitirnos pensar en una simple y di­recta trasposición del mismo en forma de «mito amazónico». El pensamiento mítico, como no se ha cansado de repetir Lévi-Strauss, es transforma­tivo por esencia (87), y ya el doble santuario del Titicaca aparece suficientemente cargado de con­notaciones múltiples en su modulación armónica, como para no pensar que el esquema mítico-cul­tual polifónico que lo subyacía no empezara a des­componerse desde sus más inmediatas irradiacio­nes, o viceversa, que no fuera más que la recom­posición ritual-política de un mito previo. De he­cho, es muy posible que el emparejamiento entre Copacabana y Coati, y las visitas ceremoniales en­tre la isla y la península, al igual que el templo so­lar y el ac/lahuasi en ellos construidos, no fueran más que el travestimiento incáico de un culto ay­mará anterior, como Garcilaso claramente lo in­tuye (88): el matrimonio entre el poder fecundante de la diosa acuática Kotahuicha -la Macococha in­ca-con el dios civilizador Viracocha, que el culto inca asimilará con Inti.

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En cualquier caso, fuera el esquema ideológi­co aymará, o su recomposición ritual-narrativa incáica los que irradiaran a través de la yunga boliviana hacia la cuenca del Paraguay, y de allí, posiblemente al Brasil Central, no es posible considerar que sea ésta la trayectoria principal de difusión del mito, ni podemos saber en qué punto espacial, o en qué momento histórico de las altas culturas andinas -fuera ya desde la épo­ca de Tihuanaco, o con la llegada de los incas al territorio colla-aymará- las acllas, o el culto de Kotahuicha, empezaron a tomar forma de coali­ción imperial de hembras guerreras.

Sin prejuzgar por la trayectoria de los dos ras­treos hispanos, no sería descartable pensar que la trasmisión del mito de las amazonas recogido por Carvajal y Orellana, siguiera una ruta similar a la que el fraile cronista rememora, Marañón abajo. Ruta que quizás habría que desdoblar, en la medida que podría tener que ver con los con­tactos tardíos y directos del imperio del Cuzco con las tribus de la Amazonía peruana: una por el paucaritambo y el Ucayali, siguiendo la fraca­sada conquista de los antis, por el aún príncipe Yahuar Huácac (89); otra, la del Napo y el Putu­mayo -la ruta que describe Carvajal- tras la conquista del reino del Quito por Huayna Ca­pac.

Tal vez, en este descenso por el Marañón, el mito amazónico trasmitido por la despresión del Amazonas y sus cuencas tributarias, viniera a topar con un eco más fuerte procedente de la vía de trasmisión que del Titicaca pasaba direc­tamente a la yunga y el Pantanal, induciendo es­te eco más fuerte a situar definitivamente el te­rritorio mítico de las nunca vistas guerreras go­bernantas más cerca del «Paranaguazú» que de cualquier tributario del Amazonas. Se trata de una pura suposición no fundada en otra cosa más que en el hecho de la mayor fuerza eficien­te que el mito incáico tuvo entre las tribus tupi­guaraníes, lo que produjo los diversos movi­mientos migratorios de carácter mesiánico tan bien estudiados por Métraux entre los tupíes (90), y de los que tanto la crónica de Vázquez (91), como los mismos Comentarios de Cabeza de Vaca (92) han dejado cumplido testimonio.

Lo cual viene, por otro lado, a poner en barbe­cho cuanto hipotéticamente llevo avanzado, tan­to desde el punto de vista de las posibles vías de trasmisión del mito, cuanto desde el punto de vista de la verdadera relevancia de la parte que de él tocaba a las supuestas amazonas en la con­ciencia indígena. Por lo que hace a lo primero, Clastres resume a la perfección el hecho de que las migraciones tupís se dirigieran primero hacia el Este, y sólo posteriormente hacia el Oeste, como si lo principal en el mesianismo migrato­rio de los indígenas brasileño-paraguayos fuera la inquietud social, a la que la predicación de los karais acababa por dar forma, siendo lo secun­dario la meta concreta: lo que indicaría un móvil interno de las propias sociedades tupí-guaranís

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que no era otro, como ocurre en todos los movi­mientos quiliásticos, que la búsqueda de una co­hesión social, tras la aparición de las primeras convulsiones sociales provocadas por el excesi­vo aumento demográfico y la aparición de una incipiente diferenciación social (93).

La localización concreta de la «Tierra sin Mal» donde los quiliastas indios pensaban en­contrar la solución a sus problemas dependía de la captación que cada profeta concreto pudiera tener del reverbero noticioso que recorría la jun­gla, reverbero en el que, al final, pareció salir triunfante la ruta hacia el Oeste. Ahora bien: no en busca del reino de las amazonas, sino de la «tierra de promisión» entre cuyas características podría contarse la existencia de mujeres gober­nantas, vestidas con hermosas ropas de vicuña, y asentadas en palacio de «metal blanco y amari­llo».

No era precisamente la existencia de mujeres que empuñaran las armas contra el enemigo, co­mo bien señalara Gómara (94), algo que pudiera extrañar a los indígenas de todo el Caribe y la América Meridional, ni tampoco el hecho de mujeres con atributos de mando, que eran bien habituales entre los arawak -los mismos espa­ñoles habían podido experimentarlo en La Espa­ñola y en Florida-, y en menor medida entre los mbayá. Lo que podía admirar a los indígenas conmovidos por pálpitos milenaristas del Para­guay y el Brasil Central era el que estas mujeres formaran parte de un entorno mítico, lleno de promesas de riqueza y bienestar: es muy proba­ble que fueran los españoles los que situaran a las mujeres en primer plano, como elemento clave del ciclo quiliástico.

De cualquier modo, y tanto si se incluye a la función femenina como elemento básico, como si no, el ciclo amazónico sudamericano presenta una diferencia básica con relación al ciclo caribe y al mesoamericano: el imperio de Conori -en cuanto posible interpretación española de la «Tierra sin Mal»- no es ni un mito etiológico como Matininó, ni una localización mítico-cos­mológico-histórica, como el Cihuatlán-Tamoan­chan de los aztecas: es, como muy bien ha su­brayado Clastres, una utopía posible, «un lugar concreto, real, accesible hic et nunc, es decir, sin pasar por la prueba de la muerte» (95).

FINAL ILUSTRADO

El último eslabón documental del ciclo ameri­cano de las amazonas lo representan las refle­xiones que en tomo a ellas hace Carlos M. ª de la Condamine en su Viaje a la América Meridional. Su método, como el propósito que preside su expedición, es crítico, y acaba recomendando como complemento la lectura del tratado «De­fensa de las mujeres», del P. Feijóo, donde me­diante la evaluación crítica de los materiales eruditos al respecto, se acaba concluyendo sobre

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Familia de indios de Guanabara.

las amazonas americanas que se ha mezclado en su historia «mucho de fábula», aunque se da por cierta la existencia contemporánea de tal tipo de hembras guerreras en el «imperio del Monomo­tapa» (96).

La Condamine partiendo de las premisas rea­listas del criticismo de las luces se hace la si­guiente pregunta: «lSe puede creer que salvajes de comarcas tan alejadas se hayan puesto de acuerdo para imaginar, sin ningún fundamento, el mismo hecho, y que esta pretendida fábula haya sido adaptada tan uniforme y universal­mente en Maynas, en Pará, en Cayena y en Ve­nezuela, entre tantos pueblos que no e entien­den ni tienen ninguna comunicación?» (97). La respuesta más adecuada a esto desde un punto de vista actual podría ser la cita antes transcrita de La gesta de Asdiwal, pero sería un imperdo­nable pecado de cronocentrismo.

Lo interesante es ver la solución verosímil que La Condamine da a su propia pregunta, una vez vista la imposibilidad de encontrar un testi­go de visu, por más que sean no pocos los que

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les señalen su territorio en una u otra parte de la Amazonía, dándoles un nombre cuya etimología seguramente remitiría a un mito etiológico pare­cido al de Matininó: cuñantensecuima, «mujeres sin marido».

Soltería que, para La Condamine, que escribe en 1743, se explica en términos de una emanci­pación femenil muy propia de aquella época pre­revolucionaria: «Me contentaré con hacer notar que, si alguna vez ha podido haber amazonas en el mundo ha tenido que ser en América, donde la vida errante de las mujeres, que siguen fre­cuentemente a sus maridos en la guerra y que no son muy dichosas en la vida doméstica, pudo hacer nacer en ellas estas ideas, puesto que se les ofrecían frecuentes ocasiones de sacudir el yugo de sus tiranos buscando el medio de esta­blecerse en un sitio en el que pudiesen vivir in­dependientes y al menos no hallarse reducidas a la condición de esclavas y de bestias de carga. Semejante resolución, acordada y ejecutada, no tendría nada de extraordinaria ni de difícil, y es cosa que sucede a diario en todas las colonias europeas, en donde es corriente que esclavos maltratados o descontentos huyan a bandadas a los bosques, y algunas veces solos, cuando no encuentran con quien asociarse, y pasan así mu­chos años, y a veces toda su vida en la soledad» (98).

Curioso ejemplo éste de cómo las analogías conducen a veces a explicaciones opuestas de las pretendidas, ya que fue precisamente el ci­marronismo de los varones esclavos el que creó el actual predominio de la matrifocali- edad en las culturas negras del área del Caribe.

NOTAS

(58) Cit., p. 169.(59) Viaje a la América Meridional, BB. AA., Espasa,

1954, pp. 58-62. (60) Se limita el «tirano» Aguirre a reconocer, en su car­

ta a Felipe II, el nombre con que empieza a designarse el río: «Río de las amazonas, que se llama el Marañón», en Feo. Vázquez, Jornada de Omagua y el Dorado, Madrid, Mi­raguano, 1979, p. 118.

(61) /bid., p. 12.(62) /bid., p. 67.(63) Oviedo, cit., T.V., p. 242.(64) La frase es del propio Fray Gaspar de Carvajal,

cuya crónica recoge íntegra Oviedo en el cap. XXIV del Li­bro L de su Natural Historia. A este respecto, no deja de sorprender que Nicolau D'Olwer, en su antología Cronistas de las culturas precolombinas, México, FCE, 1971, donde las crónicas de Bobadilla, Ranguel y Ximénez de Quesada es­tán tomadas directamente de Oviedo, haya elegido una edi­ción distinta para la de Gaspar de Carvajal, lo que da lugar a ciertas contradicciones, como más adelante veremos.

(65) Kappler, cit., p. 55.(66) Oviedo, cit., p. 373.(67) En el trozo antologado por D'Olwer aparece aquí

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una variante fundamental, en la que aparece ya un indio apresado, el cual les informa que las plumas de papagayo guardadas en el templo son el tributo que pagan a las ama­zonas. Habría que averiguar de cuál de las cinco ediciones de la crónica de Carvajal que cita al comienzo de los trozos antologados está tomado este relato que tan fundamental­mente difiere de la crónica de Carvajal que Oviedo nos pre­senta en su Natural Historia como la fidedigna. Cfr. N. D'Olwer, Crónicas, p. 587.

(68) Realidad y leyenda, cit., p. 178.(69) Oviedo, cit., p. 392.(70) Oviedo, ibid.

(71) Oviedo, cit., p. 393.(72) Políglotas fueron también Jerónimo de Aguilar y

Cabeza de Vaca, pero a costa de pasar varios años presos de los indios, el primero en tierras mayas, y el segundo itine­rando por el Sur de los actuales USA. Orellana, en cambio, parece tener una disposición extraordinaria para aprender y traducir lenguas nada más oírlas. O, al menos, eso nos cuenta Carvajal.

(73 bis) Tristos Trópics, Barcelona, Anagrama, 1969 p. 344.

(74) Oviedo, cit., 394.(75) Oviedo, cit., p. 242.(76) Oviedo, ibid.

(77) La reciente edición de los Naufragios y comentarios,con prólogo de Roberto Ferrando (lleno, por cierto, de erro­res etnográficos), Ha. 16, «Crónicas de América» n.0 3, in­cluye la autorización real y el envío a S.M. de Cabeza de Vaca, que no aparecen en la edición de Taurus antes citada.

(78) Entre los muchos despropósitos etiológicos de R.Ferrando está el de convertir a los xarais en «borobos». Es de suponer que quiera decir «bororos», pero, aunque así fuera, ninguna razón hay para identificar a los xarais, que según Krickeberg son de tronco arawak (Etnología de Améri­ca, México, FCE, 1974, p. 197) con los bororo, a los que suele emparentarse lejanamente con el tronco gé. En cuan­to a su emparentamento con lps patagones es una hipótesis puramente morfológica, pero no cultural, fundada, como L.-S. señalaba en el hecho de ser «los indígenas más altos de todo Brasil» (Tristos Trópics, cit., p;' 221). Cfr. Naufragios y comentarios, Ha. 16, 1984, p. 241, nota 91.

(79) Al igual que la relación de su cautiverio entre lostupinamba, hecha por Von Staden diez años después de su vuelta a casa (Cfr. Historia y descripción de un país de salva­jes desnudos, Barcelona, Argos-Vergara, 1983), Schmidl tar­dó casi unos treinta en poner por escrito sus recuerdos, con las consiguientes distorsiones y aditamentos, fruto del paso del tiempo.

(80) BB. AA., Espasa-Calpe, 1947.

(81) Naufragios, Taurus, 1969, pp. 326-26.

(82) En Estructuralismo, mito y totemismo, BB. AA.,Nva. Visión, 1970, pp. 74-75.

(83) Del Real, Realidad y leyenda, cit., p. 184: «me atre­vo, como en voz baja, pidiendo perdón a los especialistas, a decir que a mí algunos nombres como Yaguarayo y Topayo me tienen un vago aire runasimi». El runasimi era la koiné de base fundamentalmente quechúa hablada en todo el Im­perio Inca.

(84) Garcilaso habla sólo de la Isla Titicaca, situada alNO de la península de Copacabana. El gran templo del Sol -sustituido tras la conquista por un santuario mariano- es­taba en Copacabana y no en la citada isla. Cfr. ComentariosReales de los Incas, BB. AA., Emecé, 1968, T. I, p. 181.

(85) Garcilaso, ibid.

(86) La Luna, como bien subraya Garcilaso, aunque latuvieron los incas «por hermana y mujer del Sol y madre de los incas, no la adoraron por diosa ni le ofrecieron sacrifi­cios ni le edificaron templos: tuviéronla en gran veneración

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por madre universal, pero no pasaron adelante en su idola­tría» (Comentarios Reales, cit., p. 65). Lo que nos lleva apensar que la especial dedicación lunar de la isla de Coati era algo específica de la región colla-aymatá, y probable­mente también el ceremonial de visitas entre la isla y la península, en el que según Cobo «perdían mucho tiempo yendo en barca de un lugar a otro para intercambiar rega­los» (Baudin, La vida cotidiana en el tiempo de los últimos incas, BB. AA., Hachette, 1955, p. 178).

(87) L'Homme Nu, París, Pion, p. 603.

(88) «El primer inca, Manco Cápac, favorescido destafábula antigua y de su buen ingenio, inventiva y sagacidad, viendo que los indios la creían y tenían el lago y la isla por lugar sagrado, compuso la segunda fábula diciendo que él y su mujer eran hijos del Sol y que su padre los havía puesto en aquella isla para que de allí fuesen por toda la tierra doc­trinando aquellas gentes» (Comentarios Reales, cit., p. 181).

(89) Aún podría hablarse de una influencia de las altasculturas del Altiplano sobre las tribus selváticas, y es la pe­netración en territorio anti que hizo el rebelde jefe de los chancas (aymaráes), Huancohuallu, hizo con ocho mil de los suyos, una vez fracasada su rebelión, en tiempos del in­ca Viracocha, sucesor de Yahuar Huacac. Su rastro, cuenta Garcilaso, se perdió en la selva (Comentarios, cit., p. 281).

(90) Migrations historiques des tupi-guaraní, Paris, Mai­soneuve, 1927. Un cierto resumen de dicho estudio puede encontrarse en el capítulo 1, de Religión y magias indígenas de América del Sur, Madrid, Aguilar, 1973.

(91) Jornada de Omagua, cit., p. 12.

(92) Los llamados por Cabeza de Vaca «indios de Gar­cía», es decir, los tupís que habían emigrado años antes has­ta el Paraguay con el portugués Alejo García, aparecen con cierto protagonismo a partir del cap. L de los Comentarios. Su migración no era estrictamente mesiánica, ya que no ve­nían liderados por ningún pajé, o profeta indio, sino por uncristiano. Aunque dada su intención final de llegar al Perú, no cabe duda que el portugués debió utilizar bastantes de los recursos propagandísticos puestos habitualmente en juego por los profetas tupís y guaranís.

(93) Clastres, Investigaciones en antropología política,Barcelona, Gedisa, 1981, pp. 98-104.

(94) Cfr. nota 29, supra. Sin llegar al grado de escepticis­mo de Gómara, que sopesa los hechos hasta el punto de considerar una estupidez lo de cortarse la teta derecha, «pues con ella tiran muy bien» (!bid.}, Américo Vespuciohabía observado ya algo que podría explicar la aparición cir­cunstancial de hembras guerreras entre los indígenas -y que, como arriba señalábamos, los mismos lejanos avista­dores de Matininó habían podido experimentar en Guada­lupe, sin ligarlo con el mito-, a saber: que cuando los in­dios de la zona circuncaribe «van a la guerra, llevan consigo sus mujeres, no para que peleen, sino para que conduzcan tras ellos las cosas necesarias, por razón de que una mujer de éstas puede cargar y llevar a cuestas, por espacio de 30 ó 40 leguas, mayor peso del que puede levantar de la tierra el hombre más forzudo» («Viajes de A. Vespucio», en Obras de M. Fdez. de Navarrete, T. II, B.A.E. vol. 76, Madrid, 1955,p. 133). Estas forzudas hembras, que asistían a la batalla, nodebía ser raro que participaran en ella cuando veían en peli­gro a sus maridos, y que incluso pudieran animarlos en susdesfallecimientos, lo que explicaría aquel «cuando ellasquerían daban palos con los arcos e flechas a los quehuían», que Carvajal, en el fragor de la pelea atribuía a suhacer ellas «oficio de capitanes».

(95) Clastres, cit., p. 103.

(96) Feijóo, Tratados escogidos, Madrid, CIAP, T. I, p.50.

(97) La Condamine, Viaje, cit., p. 62.

(98) Id., p. 61.

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