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Los Cuadernos de Antropología
AMAZONAS DE AMERICA (y 11)
Alberto Cardín
Las últimas, más perdurables y famosas protagonistas del ciclo amazónico americano son, sin lugar a dudas, las que llegaron a dar nombre al más caudaloso
río de la Tierra: las de la selva amazónico-para-guaya, lanzadas a la publicidad por la expedición de Orellana. Carlos Alonso del Real dice que el mito de Eldorado dio al traste con ellas, relegándolas al olvido (58). Pero no debe ser esto tan cierto cuando, en pleno s. XVIII, vemos aún a La Condamine tratando de verificar su existencia y buscando explicar en términos racionalistas sus anteriores avistamientos (59).
Sí es cierto que los segundos navegantes del río al que las hembras guerreras dieron su nombre, los «marañones» de Lope de Aguirre, ninguna constancia dejaron de casuales o buscados contactos con las temibles mujeres (60), a pesar de la precisión con que el principal cronista de la jornada, Franciso Vázquez, recoge otras fundamentales noticias etnográficas, como la llegada a los límites del Virreinato Peruano, en 1549, de la primera gran migración mesiánica tupí (61), o su correcta deducción de que los «brasiles» -es decir, tupís- que habían remontado el Marañón, y que en el descenso les sirven de guías, vuelven en las bocas del Amazonas a territorio propio, «porque de otra manera no se osaran huir los dichos guías, entre indios que comen carne humana» (62).
Semejante desinterés por las amazonas, o tan flagrante falta de perspicacia en distinguirlas, no hay que ponerlas, sin embargo, por cuenta de un desplazamiento del interés por las amazonas, hacia la más lucrativa y dorada Omagua, sino que es consecuencia, más bien, de las luchas intestinas que trastocaron a la expedición despachada por el Marqués de Cañete en una rebelión política, convirtiendo en itinerante «campo de Montiel» equinoccial lo que en principio era sólo una exploración en pos de una quimera.
Nada más claro que este ejemplo para mostrar el modo cómo las motivaciones internas del observador determinan la selección de los datos, e incluso preseleccionan su percepción del entorno, en lo que va más allá de la simple supervivencia. Lo cual nos lleva a preguntarnos el por qué la expedición de Orellana pudo trabar contacto, e inquirir por informantes que lo habían visitado, sobre un supuesto imperio femenil selvático, gobernado por una tal reina Conori (63), y del que nunca más nadie pudo saber nada, al menos en aquella zona: lFue tal vez debido a una mayor objetividad, propiciada por aquella
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«sociedad e amor entrañable e claro» (64) que unía a los cincuenta hombres de Orellana, frente a las hebefrénicas discordias de los de Aguirre? lO era la época de Orellana más proclive a creer en Amazonas, que la de U rsúa y Aguirre, diecisiete años después? Y, si esto fuera cierto, tal proclividad lestaba fomentada por su mayor proximidad en fechas a los momentos de apogeo de Matininó y Cihuatlán, o era independiente? Más aún, y de nuevo como en los casos anteriores, lllevaban los de Orellana a las «amazonas» metidas ya entre ceja y ceja o recompusieron sus rastros mnémicos a posteriori, una vez avistadas las que ellos creyeron ser tales?
Las motivaciones del viaje quedan bien claras en la crónica del fraile Carvajal: los que él llama «poquitos» de Orellana no eran más que una avanzadilla de la expedición de Gonzalo Pizarro hacia el «País de la Canela», a los que el hermano del conquistador del Perú había enviado a buscar bastimentas, pero que, impedidos de remontar la corriente del Marañón, se vieron obligados a una especie de fui te en avant que los llevó hasta Cubagua.
En cuanto a las intenciones del cronista, el dominico Fray Gaspar, si no con las pretensiones críticas de un Oviedo o un Las Casas, desde luego nada hay en él de las fantasías de un Fray Marcos de Niza, y mucho de aquella humildad de Pané, antes citada, aunque quizá con una mayor deformación clasicista. Sus protestas de objetividad recuerdan a veces a las de los viajeros medievales, que no servían muchas veces sino para introducir sus mirabi/ia con mayor impunidad (65), pero subjetivamente hay en él un claro intento de imitar a los que considera los auctores clásicos más de fiar, empezando por Livio: «Así yo, no para más de informar con verdad a quien quisiere saber e leer mi relación llana e simple, sin circunloquios, con la rectitud que el religioso debe testificar lo que victo, e como aquel a quien quiso dar Dios parte a esta peregrinación, contaré la historia tal cual es ella, si yo la supe sentir y en parte comprender e aún porque me paresce que no cumpliría con mi consciencia, dejando de dar esta particular noticia a quien quisiera saber lo cierto de los trabajos que ja pasado el capitán Francisco de Orellana e cincuenta compañeros que sacó del real del gobernador de Quito, Gonzalo Pizarro» (66).
Libre de la sospecha de ir buscando cuanto luego dirá encontrar -la expedición de Pizarro buscaba especias, ni siquiera oro, y Orellana y su grupo no buscaban sino volver a juntársele-, y ante tan sinceras protestas de objetividad, no habría más remedio que creer al fraile cuando nos habla de las amazonas, si no fuera porque «lo que vido», tal como lo relata, aparece plagado de extrapolaciones valorativas, lo que averiguó lo supo por mediación de un informante del todo sometido al «síndrome de Hans el listo» -interpretado, por lo demás, como veremos, por un políglota tan particular como es el mismo
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Francisco Pizarro
Orellana-, y· todo ello lo reelaboró, como él mismo no tiene empacho en confesar, a la luz de noticias revividas a posteriori, y ya en sí mismas preformadas como mito. Vemos, pues, como se suceden y combinan todos estos elementos:
Ya veinte días antes del único «contacto en la tercera fase» que Orellana y los suyos tendrían con las supuestas amazonas, Carvajal da una primera muestra de su imaginativo modo de saltar de los indicios a las conclusiones: «este día tomamos puerto en un pueblo donde se halló en una gran plaza, un adoratorio del Sol, figurado en relieve, un tablón grande de diez pies en redondo e de una pieza todo, de que podrá conjeturar el letor cuán grande árbol debiera ser aquel de donde se sacó tal pieza ... El edificio era mucho de vere indicio de las grandes ciudades que hay en la tierra adentro: así lo daban a entender los indios. En esta mesma plaza estaba una casa sobre sí exenta e grande, del sol, donde
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los indios hacen sus ceremonias e ritos. Allí se hallaron muchas vestiduras de plumas de diversos colores, asentados e tejidos sobre algodón e muy gentiles, los cuales se visten los indios para celebrar sus fiestas e bailar, cuando allí se juntan por alguna festividad o regocijo, delante de sus ídolos. A la redonda del tablón que es dicho, ofrescen los indios sus sacrificios con su condenada devoción» (67).
Habría que preguntarse hasta qué punto todo lo que en este cuadro aparece como reflejo de lo no directamente presenciado es informe de los nativos -y aún esto, de qué modo llegó a recogerse-, lo que no quita para que ya a primera vista al menos dos indicios de preconceptos: que el «adoratorio» -plancha labrada, estatua de bulto, o lo que fuera, que tampoco es claro-fuese precisamente «del sol»; y, en segundo lugar, que aquellos indicios de mayor «policía» -que es como en la época se decía lo que hoy llamamos «civilización»- que representaban el adoratorio, los ornamentos de plumas y el templo exento fueran signo de más monumentales poblamientos situados más al interior, lo que Carvajal parece ya pensar de por sí antes que los indios se los confirmen.
Pero pasemos ahora a trasladar aquí in exten
so, porque lo merece, cuanto más adelante dice el dominico cronista sobre el avistamiento tal de las hembras capitanas y veedoras, que tuvo lugar, según él, el día «del glorioso precursor de Jesucristo, Sant Joan Baptista»:
Torcían un recodo del río, días después de haber dejado a la derecha el Río Negro -lo que lleva a Del Real, siguiendo a Gil Munilla, a situar tal encuentro cerca de la desembocadura del Tapajós- (68), cuando, comandando a un nutrido grupo de indios flecheros, vieron a las oficialas de Conori: «aquí se vieron indias con arcos e flechas que hacían gran guerra como los indios, o más, e acaudillaban e animaban a los indiospara que peleasen; e aún cuando ellas queríandaban palos con los arcos e flechas a los quehuían, e hacían oficio de capitanes, mandandoaquella gente para que pelease, e poníanse delante e detenían a otros para que estuviesen firmes en la batalla, la cual se trabó muy reciamente». Y remarca el honesto testigo, sin más transición, para más impunemente introducir el recebo imaginario: «e porque este exercicio es tanapartado de las mujeres como el sexo femenilrequiere, e podrá parecer gran novedad al lectorque viere esta mi relación, digo para descargo demi conciencia que yo hablo de lo que ví. De loque entendimos e se tuvo por cierto es queaquestas mujeres que allí pelearon como amazonas son aquellas de quien por muchos y diversos relatos mucho tiempo ha que anda una famaextendida por estas Indias o partes, de muchasformas discantada, del hecho destas belicosasmujeres. Las cuales, en esta provincia o no lejosde allí, tienen su señorío e mero e misto imperio, e absoluto señorío, distante e apartado e sin
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conversación de varones, e aquestas que vímos eran algunas administradoras o visitadoras de su estado, que habían venido allí a guardar la costa» (69).
lA veriguan los de Orellana esta alta calidad de las mujeres guerreras a simple vista, o es parte del relato que esa misma noche le hace un indio capturado, «que decía muchas cosas e particularidades de lo de tierra adentro», al abrigo de un inverosímil «robledal que estaba en la sabana»? Probablemente, más bien lo segundo, dada la fértil imaginación del indígena, que «cada día decía cosas maravillosas» (70), seguramente temiendo como Sherezade que el día que sus fábulas terminaran, empezaría a peligrar su cabeza:
«Preguntó el capitán al indido que es dicho de la calidad e dispusición de la tierra, e dijo que dentro de allá hay muchas poblaciones e grandes señores e provincias, entre las cuales dijo que hay una provincia muy grande de mujeres; que entre ellas no hay varones e que todas aquellas tierras les sirven e son tributarias; e que él había ido allá muchas veces a servir, e que tienen las casas de piedra e que por dentro de las casas, hasta medio estado de altura, tienen alerededor de todas las paradas planchas de plata, e los caminos de una banda a otra, murados de paredes bien altas, e unos trechos arcos por donde entran los que allí contractan, e pagan sus derechos a las guardas que para ello están deputadas. E decía este indio que hay mucha cantidad de ovejas de las grandes del Perú e muy grand riqueza de oro; porque todas las que son señoras se sirven con ello e las otras mujeres que son plebeas e de más baja condición se sirven con vasijas de palo, e andan todas vestidas de ropa de lana muy fina. Más decía este indio, que de lejos tierra, de provincias donde estas mujeres guerrean traen por fuerza a los indios a su tierra dellas, en especial a los de un gran señor que se llama rey blanco, para gozar con ellos de sus carnalidades e para su multiplicación; e los tienen con ellas algún tiempo hasta que se empreñan, e después que se sienten han concebido envíanlos a su tierra; e si después paren ellas hijos varones o los matan o los envían a sus padres; e si es hijala que paren, críanla a sus pechos e enséñanlalas cosas de la guerra» (71).
Hasta aquí el relato verbatim del indio, curiosamente apegado a la esencia del mito clásico greco-escita, si exceptuamos una serie de detalles -los caminos murados, las ovejas-llamas, el subrayado de las casas de piedra, los finos vestidos de lana de las ginecócratas, y su división en dos clases-, que parecen apuntar a un entorno cultural muy próximo al incáico, y añadiendo el subrayado de su condición de testigo visual que hace el indicio. Ahora bien, el relato es lo suficientemente complicado como para requerir un «lengua» familiarizado con el idioma del indio, con cuya tribu los españoles trababan contacto por primera vez. lQuién era ese intérprete?: el propio Orellana que lo interroga bajo los «ro-
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bles» tropicales, y que resulta ser, según el entusiasta retrato de Carvajal, el único conquistador español espontáneo políglota de que se tenga noticia (72). Véase si no:
«Quiso e permitió su Divina Providencia darnos un capitán tan a propósito e tan hábil, que en verdad paresce que le tenía Dios, N.S., guardado para tan gran efecto, porque su industria e afabilidad e diligencia fueron mucha parte de nuestro buen suceso. El cual, con mucha continuación, después que pasó a estas Indias, siempre procuró entender las lenguas de los naturales de ellas, e hizo sus abecedarios para su acuerdo; e dotóle Dios de tan buena memoria e gentil natural, e era tan diestro en la interpretación, que non obstante las muchas e diferenciadas lenguas que en estas partes hay, aunque no entera ni tan perfectamente entendiese a todos los indios como él deseaba, siempre, por la continuación que en ello tuvo, dándose a tal ejercicio, era en fin entendido y entendía asaz convinentemente para lo que hacía a nuestro caso» (73).
Si tal elogio de Orellana como intérprete no es una ironía, que no lo parece, lo que el honrado fraile cronista pretende decirnos es que Orellana, más que sólo «hacerse entender», lo que cualquiera puede con gestos y gritos, llegaba a chapurrear al menos los diversos idiomas con que iba topando, y a veces llegaba a comprender complicadas historias, como ésta de las amazonas, al anochecer del mismo día en que ha trabado contacto con un grupo tribal totalmente desconocido.
Lo que no deja de ser un milagro -y más en un «cristiano viejo» de la época, al que todo lo no castellano sonaba a «algarabía»-, si tenemos en cuenta que un etnólogo avezado, buen conocedor de la zona, y que domina varias lenguas amazónicas, cual es Lévi-Strauss, cuando inesperadamente entra en contacto con un grupo indígena hasta entonces desconocido por la literatura etnográfica, los mundé, debe abandonarlos desanimado, con estas palabras: «tan próximos a mí como la imagen de un espejo, podía tocarlos, pero no comprenderlos. Los tenía allí, delante mío, dispuestos a enseñarme sus costumbres y creencias, y no sabía su lengua» (73 bis).
lHay que atribuir, pues, todo el espejismo de las «amazonas» a la pura fantasía panglósica de Orellana, que creía entender las lenguas indias sin escuchar más que sus propias alucinaciones lingüísticas? Sería cargar demasiado en él las culpas, ya que debió ayudarle no poco el complaciente indígena, con gestos y borboteos, a cuyo ritmo iban reviviéndose en el capitán, lo mismo que en el resto de la tropa, noticias sobre indias mandamases y guerreras, a las que hasta entonces no debían haber prestado mucha atención, puesto que no las buscaban, sino que inesperadamente las hallaron.
Semejante reviviscencia de lo subconsciente-
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mente registrado, adobada de una semipedante, más que crítica, comparación con las amazonas clásicas, aparece patentemente reflejada en el comentario que a la traducción de Orellana hace el fraile cronista:
«Destas mujeres siempre trujimos muy grand noticia en todo este viaje, e antes de que saliésemos del real de Gonzalo Pizarra se tenía por cierto que había este señorío destas mujeres. Entre nosotros las llamamos amazonas imprópiamente, porque amazona quiere decir en lengua griega «sin teta», e las que propiamente llamaron amazonas quemábanles la teta derecha, porque no tuviesen impedimento para tirar con el arco, como más largo lo escribe Justino. Más aquestas que aquí tractamos, aunque usan el arco no se cortan la teta ni se la queman, e por tanto no pueden ser llamadas amazonas, puesto que en otras cosas, así como hayuntarse a hombres cierto tiempo para su augmentación y en otras cosas, parescen imitar a aquellas que los antiguos llamaban amazonas».
«Este indio, en la relación que dió destas mujeres, no discrepaba de lo que antes en el real de Gonzalo Pizarra e antes en Quito o en el Perú decían otros indios; e antes acullá decían mucho más, porque desde el cacique de Coca, que está a cincuenta millas de Quito, que es el nascimiento del río, mill e quinientas leguas, poco más o menos de esotros pueblos que el indio decía, traemos esta noticia por muy cierta y muy averiguada, porque todos los indios que se han tomado lo han dicho, algunos sin ser preguntados. Este indio decía que dejamos aquestas mujeres en un río muy poblado que entra en este que navegamos, a la mano diestra de como debíamos» (74).
Era mucho, pues, lo que la noticia sobre las hembras gobernantas había corrido por la selva luego apellidada con su nombre, tal como el dominico recapitula aquí, intentando hacer ver que siempre habían tenido en cuenta tales chismes, lo que es imperdonable descuido, pues no lo había relatado. En compensación conseguimos al fin saber la localización casi exacta del reino de estas amazonas de imitación: por lo que el fraile pudo oír traducir a su capitán, debía ser en las orillas del Madeira, que habían dejado atrás y a su derecha.
Oviedo, que recoge el testimonio póstumo del indio, muerto en Cubagua, con su castellano ya muy mejorado, o simplemente libre de la políglota mediación de Orellana, precisa aún más la ubicación: «El Estado de estas mujeres está en Tierra Firme, entre el río Marañan y el río de la Plata, cuyo nombre propio es Paranaguazú» (75).
DEL PARANA AL TITICACA
Tenemos, pues, al imperio de Conori, con sus «más de trescientas leguas pobladas de mujeres sin tener hombres consigo» (76), situado más o menos en el actual Matto Grosso. Lo que, para nuestra fortuna interpretativa, viene a coincidir
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con la localización que a las famosas guerreras otorga el penúltimo eslabón del «ciclo amazónico» americano: el revelado por la expedición de Cabeza de Vaca al Norte del Paraguay.
El andariego descubridor de las estepas texanas y los desiertos sonorenses había capitulado en 1540 con la Corona, por ocho mil ducados, el adelantamiento de Río de la Plata que acababa de dejar vacante D. Pedro de Mendoza. Y allá se enderezó, dejando de sus nuevas desventuras por las tierras sureñas un libro menos interesante que sus Naufragios en lo que a noticias etnográficas hace, aunque más preciso en cuanto a las denominaciones de los pueblos encontrados, los Comentarios redactados por su secretario Pero Hernández, y prologados por el propio Alvar Núñez (77).
No se habla en dicho libro de mujeres guerreras, ni a Cabeza de Vaca parece habérsele ocurrido llegar a su fantástico imperio, en su «entrada» hasta el Puerto de los Reyes, en el Paraguay superior. Y no se le ocurrió tal cosa porque las noticias que !rala había traído de aquellas tierras eran de indicios de plata y oro, y buen suelo. Sin que pudiera llegar a saber las noticias sobre un reino similar al de Conori que la avanzadilla de Remando de Ribera recogería río arriba, entre los xarais (78): primero, por estar con cuartanas a su vuelta, luego por ser preso por !rala, y devuelto in vinculis a la metrópoli.
Dos testimonios han quedado, no obstante, de esta descubierta: uno, la deposición del propio Ribera, hecha en Ascensión en marzo de 1545, ante el escribano González de Paniagua y testigos, y que suele publicarse como anexo de los Comentarios; otro, el relato de un aventurero almán de la estirpe de Von Staden (79), que ha alcanzado justa fama como cronista de la conquista del Plata, a pesar de ciertos devaneos fantasiosos, atribuibles a la rememoración senil de los hechos: Ulrich Schmidl, autor del Derrotero yviaje a España y las Indias (80).
Lo que Schmidl refiere de las amazonas, y sin duda debido a su tardío recordatorio, aparece por entero reelaborado a la luz del retrato clásico de las mismas -el pecho quemado, su reino rodeado de agua, los maridos visitantes que viven en tierra firme, etc.-, y fuera de su ubicación más allá de los xarais, es perfectamente abstracto y trasportable a cualquier otro lugar. En cambio, la declaración de Ribera, evacuada a apenas dos años de los hechos, guarda en su concisión una especificidad admirable: «y los dichos indios, en conformidad, sin discrepar, le dijeron que a diez jornadas de allí, a la banda del oestenorueste, habitaban y tenían grandes puesblos unas mujeres que tenían mucho metal blanco y amarillo, y que los asientos y servicios de sus casas eran todos de dicho metal y tenían por su principal una mujer de la misma generación, y que es gente de guerra y temida de la generación de los indios; y que antes de llegar a la generación de las dichas mujeres estaba una ge-
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Lago de Titicaca, al sur del Perú, con las célebres barcas de «totora».
neración de indios (que es gente muy pequeña), con las cuales, y con la generación de estos que la informaron, pelean las dichas mujeres y les hacen la guerra, y que en cierto tiempo del año se juntan con estos indios comarcanos y tienen con ellos su comunicación carnal, y si las que quedan preñadas paren hijas, tiénenselas consigo, y los hijos los crían hasta que dejan de mamar, y los envían a sus padres; y de aquella parte de los pueblos de dichas mujeres habían muy grandes poblaciones y gente de indios que confinan con las dichas mujeres, que lo habían dicho sin preguntárselo; a lo que le señalaron, está parte de un lago de agua muy grande, que los indios nombraron casa del Sol; dicen que allí se encierra el Sol; por manera que entre las espaldas de Santa Marta y el dicho lago habitan las dichas mujeres, a la banda de oestenorueste» (81).
lEstamos acaso ante la repetición de un complejo como el de Cihuatlán, donde el Oeste y lo femenino aparecen ligados como mitificación de los orígenes de la agricultura? Y o diría que nos hallamos más bien ante un caso de trasmisión mítica sin difusión cultural, y en el que el recurso final a Harris parece no tener lugar. Es preci-
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so echar mano de la hipótesis sobre la trasmisión de mitos que Lévi-Strauss esbozaba al final de La gesta de Asdiwal: «cuando un esquema mítico pasa de una población a otra y existen diferencias de lengua, de organización social o género de vida que lo hacen difícilmente comunicable, el mito comienza a empobrecerse y confundirse. Pero podemos encontrar un caso límite, cuando, en lugar de abolirse definitivamente, perdiendo todos sus contornos, el mito se invierte y recupera parte de su precisión» (82).
En el caso de las «amazonas» selváticas de América del Sur resulta difícil establecer la trayectoria del esquema mítico, sometidos como estamos a la criba que la atención y el interés de los observadores españoles interponen. A partir de ella, y una vez depurada de su ganga proyectiva, podemos concluir, gracias a la comparación entre dos expediciones que siguen rutas distintas, con una búsqueda no prejuiciada de las luego denominadas «amazonas», y casi simultáneas en el tiempo, que el mito de las hembras guerreras estaba ya preformado como tal en las poblaciones indígenas de la jungla paraguayo-amazónica.
Podemos, igualmente, conformar en gran me-
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dicta la intuición de Carlos Alonso del Real sobre la «refracción del Incario» en esta zona, en lo que la relación de Remando de Ribera viene a completar con nuevos detalles los indicios ya contenidos en el informe de Carvajal-Orellana: no se trata ya de una incidental referencia al «rey blanco», o de más directos anamorfismos que señalan a las vírgenes del Sol, al entorno viario-arquitectónico del Tahuatinsuyu, y en los que incluso los selváticos súbditos de Conori, según la cauta pero nada despreciable sugerencia de Del Real, aparecen designados con nombres de sospechosas resonancias runasimi (83). En el relato de Ribera, recogido de los ríos Paraguay y Cuiabá, el señalamiento geográfico y los detalles descriptivos apuntan de tal modo a unos elementos y un marco tales del supuesto reino de las amazonas, que uno se ve tentado a ver en ello la mitificación concreta de un solo complejo ceremonial: el que en el Lago Titicaca formaban la península de Copacabana y la isla de Coati, sedes respectivas del más venerado coricancha, y del más rico ac/lahuasi o convento solar-lugar del Imperio Incáico.
De la riqueza fabulosa de este centro de peregrinación, dice el Inca Garcilaso que en «oro y plata había tanta cantidad amontonada en la isla (84), fuera de lo que para el servicio del templo estaba labrado, que lo que dicen los indios acerca de esto es más para admirar que para creer» (85). En cuanto al convento de ac/las del islote de Coati, no era, al parecer uno más de los que acompañaban a los templos del Sol por todo el ámbito del Tahuatinsuyu, sino que parecía tener una especial dedicación a la Luna, estableciéndose entre el templo solar y el convento unas relaciones de visita ceremonial que no parecían ser habituales en los restantes santuarios del Sol y las casas de vírgenes del Imperio (86).
Ahora bien, por singulares que fueran la devoción y la fama que irradiara este santuario, ello no basta para permitirnos pensar en una simple y directa trasposición del mismo en forma de «mito amazónico». El pensamiento mítico, como no se ha cansado de repetir Lévi-Strauss, es transformativo por esencia (87), y ya el doble santuario del Titicaca aparece suficientemente cargado de connotaciones múltiples en su modulación armónica, como para no pensar que el esquema mítico-cultual polifónico que lo subyacía no empezara a descomponerse desde sus más inmediatas irradiaciones, o viceversa, que no fuera más que la recomposición ritual-política de un mito previo. De hecho, es muy posible que el emparejamiento entre Copacabana y Coati, y las visitas ceremoniales entre la isla y la península, al igual que el templo solar y el ac/lahuasi en ellos construidos, no fueran más que el travestimiento incáico de un culto aymará anterior, como Garcilaso claramente lo intuye (88): el matrimonio entre el poder fecundante de la diosa acuática Kotahuicha -la Macococha inca-con el dios civilizador Viracocha, que el culto inca asimilará con Inti.
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En cualquier caso, fuera el esquema ideológico aymará, o su recomposición ritual-narrativa incáica los que irradiaran a través de la yunga boliviana hacia la cuenca del Paraguay, y de allí, posiblemente al Brasil Central, no es posible considerar que sea ésta la trayectoria principal de difusión del mito, ni podemos saber en qué punto espacial, o en qué momento histórico de las altas culturas andinas -fuera ya desde la época de Tihuanaco, o con la llegada de los incas al territorio colla-aymará- las acllas, o el culto de Kotahuicha, empezaron a tomar forma de coalición imperial de hembras guerreras.
Sin prejuzgar por la trayectoria de los dos rastreos hispanos, no sería descartable pensar que la trasmisión del mito de las amazonas recogido por Carvajal y Orellana, siguiera una ruta similar a la que el fraile cronista rememora, Marañón abajo. Ruta que quizás habría que desdoblar, en la medida que podría tener que ver con los contactos tardíos y directos del imperio del Cuzco con las tribus de la Amazonía peruana: una por el paucaritambo y el Ucayali, siguiendo la fracasada conquista de los antis, por el aún príncipe Yahuar Huácac (89); otra, la del Napo y el Putumayo -la ruta que describe Carvajal- tras la conquista del reino del Quito por Huayna Capac.
Tal vez, en este descenso por el Marañón, el mito amazónico trasmitido por la despresión del Amazonas y sus cuencas tributarias, viniera a topar con un eco más fuerte procedente de la vía de trasmisión que del Titicaca pasaba directamente a la yunga y el Pantanal, induciendo este eco más fuerte a situar definitivamente el territorio mítico de las nunca vistas guerreras gobernantas más cerca del «Paranaguazú» que de cualquier tributario del Amazonas. Se trata de una pura suposición no fundada en otra cosa más que en el hecho de la mayor fuerza eficiente que el mito incáico tuvo entre las tribus tupiguaraníes, lo que produjo los diversos movimientos migratorios de carácter mesiánico tan bien estudiados por Métraux entre los tupíes (90), y de los que tanto la crónica de Vázquez (91), como los mismos Comentarios de Cabeza de Vaca (92) han dejado cumplido testimonio.
Lo cual viene, por otro lado, a poner en barbecho cuanto hipotéticamente llevo avanzado, tanto desde el punto de vista de las posibles vías de trasmisión del mito, cuanto desde el punto de vista de la verdadera relevancia de la parte que de él tocaba a las supuestas amazonas en la conciencia indígena. Por lo que hace a lo primero, Clastres resume a la perfección el hecho de que las migraciones tupís se dirigieran primero hacia el Este, y sólo posteriormente hacia el Oeste, como si lo principal en el mesianismo migratorio de los indígenas brasileño-paraguayos fuera la inquietud social, a la que la predicación de los karais acababa por dar forma, siendo lo secundario la meta concreta: lo que indicaría un móvil interno de las propias sociedades tupí-guaranís
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que no era otro, como ocurre en todos los movimientos quiliásticos, que la búsqueda de una cohesión social, tras la aparición de las primeras convulsiones sociales provocadas por el excesivo aumento demográfico y la aparición de una incipiente diferenciación social (93).
La localización concreta de la «Tierra sin Mal» donde los quiliastas indios pensaban encontrar la solución a sus problemas dependía de la captación que cada profeta concreto pudiera tener del reverbero noticioso que recorría la jungla, reverbero en el que, al final, pareció salir triunfante la ruta hacia el Oeste. Ahora bien: no en busca del reino de las amazonas, sino de la «tierra de promisión» entre cuyas características podría contarse la existencia de mujeres gobernantas, vestidas con hermosas ropas de vicuña, y asentadas en palacio de «metal blanco y amarillo».
No era precisamente la existencia de mujeres que empuñaran las armas contra el enemigo, como bien señalara Gómara (94), algo que pudiera extrañar a los indígenas de todo el Caribe y la América Meridional, ni tampoco el hecho de mujeres con atributos de mando, que eran bien habituales entre los arawak -los mismos españoles habían podido experimentarlo en La Española y en Florida-, y en menor medida entre los mbayá. Lo que podía admirar a los indígenas conmovidos por pálpitos milenaristas del Paraguay y el Brasil Central era el que estas mujeres formaran parte de un entorno mítico, lleno de promesas de riqueza y bienestar: es muy probable que fueran los españoles los que situaran a las mujeres en primer plano, como elemento clave del ciclo quiliástico.
De cualquier modo, y tanto si se incluye a la función femenina como elemento básico, como si no, el ciclo amazónico sudamericano presenta una diferencia básica con relación al ciclo caribe y al mesoamericano: el imperio de Conori -en cuanto posible interpretación española de la «Tierra sin Mal»- no es ni un mito etiológico como Matininó, ni una localización mítico-cosmológico-histórica, como el Cihuatlán-Tamoanchan de los aztecas: es, como muy bien ha subrayado Clastres, una utopía posible, «un lugar concreto, real, accesible hic et nunc, es decir, sin pasar por la prueba de la muerte» (95).
FINAL ILUSTRADO
El último eslabón documental del ciclo americano de las amazonas lo representan las reflexiones que en tomo a ellas hace Carlos M. ª de la Condamine en su Viaje a la América Meridional. Su método, como el propósito que preside su expedición, es crítico, y acaba recomendando como complemento la lectura del tratado «Defensa de las mujeres», del P. Feijóo, donde mediante la evaluación crítica de los materiales eruditos al respecto, se acaba concluyendo sobre
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Familia de indios de Guanabara.
las amazonas americanas que se ha mezclado en su historia «mucho de fábula», aunque se da por cierta la existencia contemporánea de tal tipo de hembras guerreras en el «imperio del Monomotapa» (96).
La Condamine partiendo de las premisas realistas del criticismo de las luces se hace la siguiente pregunta: «lSe puede creer que salvajes de comarcas tan alejadas se hayan puesto de acuerdo para imaginar, sin ningún fundamento, el mismo hecho, y que esta pretendida fábula haya sido adaptada tan uniforme y universalmente en Maynas, en Pará, en Cayena y en Venezuela, entre tantos pueblos que no e entienden ni tienen ninguna comunicación?» (97). La respuesta más adecuada a esto desde un punto de vista actual podría ser la cita antes transcrita de La gesta de Asdiwal, pero sería un imperdonable pecado de cronocentrismo.
Lo interesante es ver la solución verosímil que La Condamine da a su propia pregunta, una vez vista la imposibilidad de encontrar un testigo de visu, por más que sean no pocos los que
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les señalen su territorio en una u otra parte de la Amazonía, dándoles un nombre cuya etimología seguramente remitiría a un mito etiológico parecido al de Matininó: cuñantensecuima, «mujeres sin marido».
Soltería que, para La Condamine, que escribe en 1743, se explica en términos de una emancipación femenil muy propia de aquella época prerevolucionaria: «Me contentaré con hacer notar que, si alguna vez ha podido haber amazonas en el mundo ha tenido que ser en América, donde la vida errante de las mujeres, que siguen frecuentemente a sus maridos en la guerra y que no son muy dichosas en la vida doméstica, pudo hacer nacer en ellas estas ideas, puesto que se les ofrecían frecuentes ocasiones de sacudir el yugo de sus tiranos buscando el medio de establecerse en un sitio en el que pudiesen vivir independientes y al menos no hallarse reducidas a la condición de esclavas y de bestias de carga. Semejante resolución, acordada y ejecutada, no tendría nada de extraordinaria ni de difícil, y es cosa que sucede a diario en todas las colonias europeas, en donde es corriente que esclavos maltratados o descontentos huyan a bandadas a los bosques, y algunas veces solos, cuando no encuentran con quien asociarse, y pasan así muchos años, y a veces toda su vida en la soledad» (98).
Curioso ejemplo éste de cómo las analogías conducen a veces a explicaciones opuestas de las pretendidas, ya que fue precisamente el cimarronismo de los varones esclavos el que creó el actual predominio de la matrifocali- edad en las culturas negras del área del Caribe.
NOTAS
(58) Cit., p. 169.(59) Viaje a la América Meridional, BB. AA., Espasa,
1954, pp. 58-62. (60) Se limita el «tirano» Aguirre a reconocer, en su car
ta a Felipe II, el nombre con que empieza a designarse el río: «Río de las amazonas, que se llama el Marañón», en Feo. Vázquez, Jornada de Omagua y el Dorado, Madrid, Miraguano, 1979, p. 118.
(61) /bid., p. 12.(62) /bid., p. 67.(63) Oviedo, cit., T.V., p. 242.(64) La frase es del propio Fray Gaspar de Carvajal,
cuya crónica recoge íntegra Oviedo en el cap. XXIV del Libro L de su Natural Historia. A este respecto, no deja de sorprender que Nicolau D'Olwer, en su antología Cronistas de las culturas precolombinas, México, FCE, 1971, donde las crónicas de Bobadilla, Ranguel y Ximénez de Quesada están tomadas directamente de Oviedo, haya elegido una edición distinta para la de Gaspar de Carvajal, lo que da lugar a ciertas contradicciones, como más adelante veremos.
(65) Kappler, cit., p. 55.(66) Oviedo, cit., p. 373.(67) En el trozo antologado por D'Olwer aparece aquí
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una variante fundamental, en la que aparece ya un indio apresado, el cual les informa que las plumas de papagayo guardadas en el templo son el tributo que pagan a las amazonas. Habría que averiguar de cuál de las cinco ediciones de la crónica de Carvajal que cita al comienzo de los trozos antologados está tomado este relato que tan fundamentalmente difiere de la crónica de Carvajal que Oviedo nos presenta en su Natural Historia como la fidedigna. Cfr. N. D'Olwer, Crónicas, p. 587.
(68) Realidad y leyenda, cit., p. 178.(69) Oviedo, cit., p. 392.(70) Oviedo, ibid.
(71) Oviedo, cit., p. 393.(72) Políglotas fueron también Jerónimo de Aguilar y
Cabeza de Vaca, pero a costa de pasar varios años presos de los indios, el primero en tierras mayas, y el segundo itinerando por el Sur de los actuales USA. Orellana, en cambio, parece tener una disposición extraordinaria para aprender y traducir lenguas nada más oírlas. O, al menos, eso nos cuenta Carvajal.
(73 bis) Tristos Trópics, Barcelona, Anagrama, 1969 p. 344.
(74) Oviedo, cit., 394.(75) Oviedo, cit., p. 242.(76) Oviedo, ibid.
(77) La reciente edición de los Naufragios y comentarios,con prólogo de Roberto Ferrando (lleno, por cierto, de errores etnográficos), Ha. 16, «Crónicas de América» n.0 3, incluye la autorización real y el envío a S.M. de Cabeza de Vaca, que no aparecen en la edición de Taurus antes citada.
(78) Entre los muchos despropósitos etiológicos de R.Ferrando está el de convertir a los xarais en «borobos». Es de suponer que quiera decir «bororos», pero, aunque así fuera, ninguna razón hay para identificar a los xarais, que según Krickeberg son de tronco arawak (Etnología de América, México, FCE, 1974, p. 197) con los bororo, a los que suele emparentarse lejanamente con el tronco gé. En cuanto a su emparentamento con lps patagones es una hipótesis puramente morfológica, pero no cultural, fundada, como L.-S. señalaba en el hecho de ser «los indígenas más altos de todo Brasil» (Tristos Trópics, cit., p;' 221). Cfr. Naufragios y comentarios, Ha. 16, 1984, p. 241, nota 91.
(79) Al igual que la relación de su cautiverio entre lostupinamba, hecha por Von Staden diez años después de su vuelta a casa (Cfr. Historia y descripción de un país de salvajes desnudos, Barcelona, Argos-Vergara, 1983), Schmidl tardó casi unos treinta en poner por escrito sus recuerdos, con las consiguientes distorsiones y aditamentos, fruto del paso del tiempo.
(80) BB. AA., Espasa-Calpe, 1947.
(81) Naufragios, Taurus, 1969, pp. 326-26.
(82) En Estructuralismo, mito y totemismo, BB. AA.,Nva. Visión, 1970, pp. 74-75.
(83) Del Real, Realidad y leyenda, cit., p. 184: «me atrevo, como en voz baja, pidiendo perdón a los especialistas, a decir que a mí algunos nombres como Yaguarayo y Topayo me tienen un vago aire runasimi». El runasimi era la koiné de base fundamentalmente quechúa hablada en todo el Imperio Inca.
(84) Garcilaso habla sólo de la Isla Titicaca, situada alNO de la península de Copacabana. El gran templo del Sol -sustituido tras la conquista por un santuario mariano- estaba en Copacabana y no en la citada isla. Cfr. ComentariosReales de los Incas, BB. AA., Emecé, 1968, T. I, p. 181.
(85) Garcilaso, ibid.
(86) La Luna, como bien subraya Garcilaso, aunque latuvieron los incas «por hermana y mujer del Sol y madre de los incas, no la adoraron por diosa ni le ofrecieron sacrificios ni le edificaron templos: tuviéronla en gran veneración
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por madre universal, pero no pasaron adelante en su idolatría» (Comentarios Reales, cit., p. 65). Lo que nos lleva apensar que la especial dedicación lunar de la isla de Coati era algo específica de la región colla-aymatá, y probablemente también el ceremonial de visitas entre la isla y la península, en el que según Cobo «perdían mucho tiempo yendo en barca de un lugar a otro para intercambiar regalos» (Baudin, La vida cotidiana en el tiempo de los últimos incas, BB. AA., Hachette, 1955, p. 178).
(87) L'Homme Nu, París, Pion, p. 603.
(88) «El primer inca, Manco Cápac, favorescido destafábula antigua y de su buen ingenio, inventiva y sagacidad, viendo que los indios la creían y tenían el lago y la isla por lugar sagrado, compuso la segunda fábula diciendo que él y su mujer eran hijos del Sol y que su padre los havía puesto en aquella isla para que de allí fuesen por toda la tierra doctrinando aquellas gentes» (Comentarios Reales, cit., p. 181).
(89) Aún podría hablarse de una influencia de las altasculturas del Altiplano sobre las tribus selváticas, y es la penetración en territorio anti que hizo el rebelde jefe de los chancas (aymaráes), Huancohuallu, hizo con ocho mil de los suyos, una vez fracasada su rebelión, en tiempos del inca Viracocha, sucesor de Yahuar Huacac. Su rastro, cuenta Garcilaso, se perdió en la selva (Comentarios, cit., p. 281).
(90) Migrations historiques des tupi-guaraní, Paris, Maisoneuve, 1927. Un cierto resumen de dicho estudio puede encontrarse en el capítulo 1, de Religión y magias indígenas de América del Sur, Madrid, Aguilar, 1973.
(91) Jornada de Omagua, cit., p. 12.
(92) Los llamados por Cabeza de Vaca «indios de García», es decir, los tupís que habían emigrado años antes hasta el Paraguay con el portugués Alejo García, aparecen con cierto protagonismo a partir del cap. L de los Comentarios. Su migración no era estrictamente mesiánica, ya que no venían liderados por ningún pajé, o profeta indio, sino por uncristiano. Aunque dada su intención final de llegar al Perú, no cabe duda que el portugués debió utilizar bastantes de los recursos propagandísticos puestos habitualmente en juego por los profetas tupís y guaranís.
(93) Clastres, Investigaciones en antropología política,Barcelona, Gedisa, 1981, pp. 98-104.
(94) Cfr. nota 29, supra. Sin llegar al grado de escepticismo de Gómara, que sopesa los hechos hasta el punto de considerar una estupidez lo de cortarse la teta derecha, «pues con ella tiran muy bien» (!bid.}, Américo Vespuciohabía observado ya algo que podría explicar la aparición circunstancial de hembras guerreras entre los indígenas -y que, como arriba señalábamos, los mismos lejanos avistadores de Matininó habían podido experimentar en Guadalupe, sin ligarlo con el mito-, a saber: que cuando los indios de la zona circuncaribe «van a la guerra, llevan consigo sus mujeres, no para que peleen, sino para que conduzcan tras ellos las cosas necesarias, por razón de que una mujer de éstas puede cargar y llevar a cuestas, por espacio de 30 ó 40 leguas, mayor peso del que puede levantar de la tierra el hombre más forzudo» («Viajes de A. Vespucio», en Obras de M. Fdez. de Navarrete, T. II, B.A.E. vol. 76, Madrid, 1955,p. 133). Estas forzudas hembras, que asistían a la batalla, nodebía ser raro que participaran en ella cuando veían en peligro a sus maridos, y que incluso pudieran animarlos en susdesfallecimientos, lo que explicaría aquel «cuando ellasquerían daban palos con los arcos e flechas a los quehuían», que Carvajal, en el fragor de la pelea atribuía a suhacer ellas «oficio de capitanes».
(95) Clastres, cit., p. 103.
(96) Feijóo, Tratados escogidos, Madrid, CIAP, T. I, p.50.
(97) La Condamine, Viaje, cit., p. 62.
(98) Id., p. 61.
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