Los curas comunistas jose luis martin vigil

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El escritor y sacerdote lanza unamirada comprensiva a esos curasjóvenes y valientes, que hancambiado la confortabilidad de laparroquia por la dureza de la fábricao la intemperie de la obra. Los curasobreros, comprometidossocialmente sin renunciar a sucompromiso con Dios.

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José Luis Martín Vigil

Los curas«comunistas»

ePub r1.0Hoshiko 03.12.13

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Título original: Los curas «comunistas»José Luis Martín Vigil, 1965

Editor digital: HoshikoePub base r1.0

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No deseo, pues, ignorancia oestrechez

de espíritu, sino sobriedad yconciencia de

los límites, magnanimidad,flexibilidad y

apertura de espíritu; aperturapara seguir

nuevos caminos, lo cuál,ciertamente, no

puede hacerse sin correr unriesgo.

CARDENAL LERCARO

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La manera segura de perder unaguerra

es dejar la iniciativa al enemigo. Yla manera

más segura de no cargar con unainiciativa

equivocada es no tomar ninguna yenjuiciar

desde retaguardia las que el otrotoma en el frente.

CARDENAL SUHARD

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Pero aquí no estás completamentesolo y

van a espiarte innumerables ojos.Ten mucho

cuidado, no seas ingenuo. Quienhace

el ángel hace la bestia. Ydesconfía, porque

a través de nosotros, lossacerdotes estánjuzgando a Dios.

MICHEL de SAINT PIERRE(por boca de su personaje el

padre Barré).

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Mi gratitud a los sacerdotes quehan hecho

posible este libro, al brindarme lomejor

de su experiencia laboral, y cuyosnombres

omito a petición propia, porrazones comprensibles.

Ellos saben que no miento.

JOSÉ LUIS MARTÍN VIGIL

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1Un obispo septuagenario no es un obispodel todo viejo, aunque, al sonreír, se leformen tantas arrugas en la cara, quehagan olvidar el extraño brillo de susojos. Pero considerado a través de lamirada de un hombre que no hacumplido todavía los cuarenta, no serámás que un anciano, dígase lo que sediga.

Monseñor Ponte Carrero, titular dela diócesis, había hecho venir al padreQuintas, por quien sentía una indudablepredilección, casi siempre disimuladacon cuidado. Treinta años de gobierno

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episcopal no habían sido bastantes paraolvidar la animosa ilusión de losprimeros tiempos, y monseñorencontraba un curioso parecido entreaquel impulsivo y nada pacato sacerdotey el recuerdo un tanto idealizado de símismo que conservaba con nostalgia ensu interior, a pesar de que el modo devida del hombre que tenía frente a sí, nicontaba con su total aprobación, ni separecía en nada a lo que él habíapracticado en sus primeros años.

—Sabes que me esperan en Roma yque durante meses estaré fuera de ladiócesis…

—Eso no cambia nada.

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Francisco Quintas se habíaacostumbrado a mirar de frente, peroesta costumbre no molestaba amonseñor, sino todo lo contrario.

—Claro que lo cambia. Quiero dejarzanjado tu asunto.

—Pero no puede ahora,precisamente ahora, arrancarme del tajo.Es un momento crucial. Se sentiríantraicionados. Si usted… perdón, sivuecencia…

El obispo interrumpió.—Sé que no eres partidario de los

tratamientos, así que omítelos.—Gracias, es muy cierto. Viniendo

de donde vengo, esa jerga suena por lo

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menos a falso. ¿Se concibe eltratamiento si se piensa que a Jesús letuteaban como al hijo del carpintero?¿Cree usted que un peón de la rasquetapuede concebir que hay un padre dentrode tanto «palacio» y detrás de tanta«excelencia»?

Francisco se exaltaba con facilidad.—¡Calma, jovencito, calma! —dijo

el prelado agitando la mano.—No tan joven, señor obispo.—Vamos, ¿qué tienes?, ¿treinta y

cinco?—Treinta y seis.—Ya ves, yo tengo exactamente

cuarenta más que tú.

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—¿Y eso qué prueba?Monseñor sonrió.—Nada, excepto que soy muy viejo.—Perdón, yo no quería decir eso.—¿Por qué te excusas? Nunca hay

que tener miedo a la verdad. Si algo megusta en ti es que te veo tan lejos de laadulación como del orgullo.

—Lo que yo digo…—Deja, deja que diga yo primero.—Desde luego.Monseñor Ponte Carrero era medio

santo, lo que quiere decir que susvirtudes, si bien no habían acabado deltodo con sus defectos, brillaban a unaaltura poco corriente entre los hombres.

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—¿Cuánto hace que estás en lafábrica?

—Cerca de un año, exactamentenueve meses y medio.

—Enséñame las manos.Las manos de Francisco Quintas se

habían ensanchado y, aunque limpias,aparecían toscas y llenas de señales y demagulladuras más o menos recientes.

—Tienes manos de obrero.Se miraron a los ojos.—Señor obispo, ¿es que hay

mejores manos para un sacerdote?—No desviemos la cuestión —

repuso éste.—Como usted quiera.

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—Va a hacer el año que llevas en lafábrica, que vives entre ellos… ¿Y qué?

—¿Cómo y qué?—Sí. ¿Te das cuenta de lo que es el

año de un sacerdote?, ¿la cantidad deacción sacerdotal, de administración desacramentos, de predicación, que cabeen un año?

—Sí, pero…—¿Qué has hecho tú? ¿Qué frutos

puedes presentar? Di…Monseñor Ponte Carrero se había

puesto serio y sus ojos se afinaban almirar; pero Francisco no bajó los suyos.

—Está Tonchu, está Pili…—Sí, eso ya me los has contado. Un

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chiquillo y una muchacha, la Canela, ¿noes así como la llaman? —hizo una pausay luego sentenció—: No basta.

—He trabajado con mis manos; hesido uno de ellos; he dado testimonio —los ojos del sacerdote brillaban comocarbones—; me he hecho pobre conellos; no he tenido pelos en la lengua.Hoy saben que soy suyo…

Monseñor interrumpió reclamandosilencio con la mano.

—Calma, muchacho —en el fondo ycomo a través de muchas capas, sereconocía a sí mismo—. ¿Crees que nome doy cuenta? Pero hablame de frutos,de algo concreto.

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—«Si la semilla no muere…» —citóFrancisco—, y yo todavía estoy vivo,muy vivo.

—¿Es preciso que te aplaste unaviga para que veamos algo?

El obispo le azuzabaintencionadamente.

—Quizá —contestó él conmomentáneo resentimiento.

—¿Qué pretendes de mí en realidad?—Más tiempo. Tiempo, eso es lo

esencial.—¿Como cuánto?—¿Por qué poner medida? ¿Cuánto

tiempo hace que el proletariado se haseparado virtualmente de la Iglesia?

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¿Cincuenta años? ¿Un siglo?… ¿Ycontamos los meses de un cura en unafábrica esperando milagros? Si sabenque estoy con ellos sólo temporalmente,para volver a ser de nuevo «el señorcura», mi testimonio habrá sido en vanoy mi sudor en balde.

Monseñor alzó las cejascómicamente.

—¿Pretendes que mande mis curas alas fábricas?

—No soy quién para gobernar a losdemás. Solicito p título personal lacontinuación de una experiencia. Sientounas almas a mi cargo, las de lostalleres, las del barrio. Usted me envió

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allí; cierto que a petición mía; perousted lo sancionó al aceptar misugerencia. No tengo otra manera dehacerles bien que permaneciendo dondeestoy, ni otra posibilidad de atraerlesque manteniéndome en sus filas. Si mevoy ahora, todo el sudor de un año habrásido en vano. La fábrica es un campo debatalla ideológico. Puede que yo estésólo todavía prácticamente; pero estoy.Y conmigo, quiérase o no, está laIglesia.

—Y yo pregunto, ¿dignamenterepresentada?

Los ojos de Francisco Quintasexpresaron dolor, pero no se bajaron; su

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voz se suavizó al contestar.—Desde luego que no; pero mejor,

en todo caso, que si me presento a ellosvestido de sotana, dispuesto a misionar,en horas otorgadas por la bondadosadirección.

—Eres cáustico.—Soy realista.El prelado jugueteó con la plegadera

de plata que tenía sobre la mesa. Luego,sin levantar la vista, preguntó:

—¿Y tú qué?—¿Yo?—Sí. ¿Qué hay de tu alma? No me

digas que el ambiente del barrio y de lafábrica se parece en nada al de un

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convento de carmelitas.—Bueno, no es peor que el de las

calles céntricas de nuestras parroquiaselegantes. Aquí la gente está más pulida,huele mejor por supuesto; pero el animalque hay debajo de unas pieles caras, ode un traje inglés, es el mismo, créame.Sólo que aquí el refinamiento encubre elmal y lo hace hipócrita. Aquello es másáspero, pero por más elemental, pormenos sofisticada, hace menos daño.Por lo demás le aseguro que no hay nadaallí que no haya aquí.

—No tienes pelos en la lengua.—Ya se lo dije.—Pero no has contestado a mi

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pregunta.—¿Qué pregunta?—Tu alma, ¿qué hay de ella?—Confío en Dios.—Naturalmente. ¿Y qué más?Se miraron en silencio unos

instantes.—Nada más. Sé que juzgan a Dios a

través mía.—¿No te parece impertinente?—Sin duda, pero es cierto. Y eso me

salva donde cualquier otro recursopodría fallarme. Sé que soy como unaisla entre ellos. Sé que todos me miran.Para dar un mal paso primero tendríaque irme de allí.

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—¿Y la gracia? ¿Crees que puedesalgo sin la gracia?

—Vivo en ella.—Lo supongo, pero la vida

espiritual, tu oración…Francisco contempló las palmas de

sus manos.—Mis ocho horas de tajo, sin contar

cuando tengo que meter extraordinarias,¿qué cree que son?… ¿Qué sentidotienen estas manos consagradasempuñando una pala, un escoplo, hastauna escoba, si no es todo ello unaoblación, una oración permanente, elalma, por decirlo así, de un testimoniopleno? No, no se preocupe, señor

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obispo. Sin oración yo podría predicar,escribir, enseñar catecismo, geografía,matemáticas; pero no resistiría más deun mes de obrero voluntario, de obrerosolo, de obrero célibe.

Monseñor contempló con atención alpadre Quintas.

—¿Qué quieres decir con esareferencia?

—Que el celibato es mucho másdifícil en la fábrica que en la sacristía.

—Razón de más.Vivamente:—¡No! Nunca fue la menor

dificultad un criterio selectivo para elministerio.

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El obispo volvió a quedarsepensativo.

—Te tengo sobre mi conciencia —dijo al fin.

—Lo comprendo.—¿Qué hacemos, pues?Su mirada se enderezó hacia el

crucifijo que ocupaba una esquina de lamesa.

—Obedeceré.—Nunca lo puse en duda, pero me

agrada mucho oírtelo decir.—Usted tiene la palabra.Monseñor buscó los ojos del padre

Quintas. En su rostro se acusó la fatiga.—Y no sabes lo duro que es tenerla.

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Es peor que trabajar de peón, te loaseguro. Al lado de esto, obedecer essencillo. ¿Te devuelvo a la fábrica? ¿Tesaco de la fábrica?… Y esas almas,¿qué?… Tus mismos sentimientos, losconozco… ¿puedo pisotearlos? Nocomprendo a esas personas que mandany ordenan con una frialdadadministrativa. A mí me sobrecogedisponer de un hombre hasta tal punto.Ya ves, soy un obispo viejo y no hepodido acostumbrarme. Sí, la gracia deestado; pero es muda, hijo, y no soy tanpetulante que me crea asistido hasta elpunto extremo de librarme de la plenaresponsabilidad de mis decisiones. Y

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cuanto más veo a un hombre dispuesto aobedecer, más tiemblo en mi interior,créeme…

Monseñor abrió sus brazos con ungesto que pedía disculpas por eldesahogo. Francisco estaba conturbadoante aquella confidencia; no obstantedijo:

—¿Me permite una palabra todavía?—¿Cómo no?—Puesto que voy a obedecer de

cualquier modo —dijo con voz firme—quiero insistir.

—Habla.—Permítame seguir en la fábrica.

Deme tiempo. No ésta o aquella

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cantidad de tiempo. No basta. Se tratad e ser de ellos, no de estar con ellos.Son cosas muy distintas. Si soy unobrero de quita y pon, un obrero quepuede dejarlo en cualquier momento, mefalta la más esencial entraña delproletario. Seré falso a sus ojos.

—¿Olvidas que eres sacerdote antesque nada?

—No, no lo olvido, sino todo locontrario. Es porque soy sacerdote porlo que quiero ser obrero. Y, además, ¿novemos todos los días miles desacerdotes entregados de por vida a laenseñanza, a la investigación, a lasimple administración curial y

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oficinesca? ¿Y quién se rasga lasvestiduras? ¿Por qué hay que alarmarsetanto de que un sacerdote se hagaobrero? ¿Por qué?… ¿Importa más deverdad encerrarse a convivir con loshijos de los ricos, en un hermosocolegio, para enseñarles logaritmos, quealistarse con los pobres en una suciafábrica, para compartir con ellos el panamargo de los asalariados?… ¿Quiénentiende esto? ¿Lo entiende usted, señorobispo?, ¿entiende a los cristianos quehacen posible esta mentalidad? Yo no,lo confieso. Yo no lo entiendo. Estoydispuesto a obedecer, se lo he dicho;pero tengo que añadir que ya no me creo

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capaz de volver a ser «el señor cura» enque me convirtieron al salir delseminario.

Monseñor guardó silencio unosinstantes.

—Está bien —dijo—. Vas aseguir…

Francisco se puso en pie. No podíadisimular el gozo. El obispo le contuvocon un gesto.

—Siéntate y escucha.—Sí, señor.—Los domingos te quiero en la

parroquia…A Francisco no le gustaba la

perspectiva, pero asintió con fuerza; se

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había salvado lo esencial a su juicio.—Tendrás una habitación en la casa

rectoral —siguió el prelado— ydormirás allí los sábados al menos.Pondré al párroco en antecedentes.

—Sí, señor.—Ah, y esto no lo tomes como

definitivo ni mucho menos. Estamosprobando. Es una prórroga lo que teotorgo, ¿comprendido?

—Desde luego.Monseñor Ponte Carrero sonrió

abiertamente.—Te encuentro un poco demagogo.Francisco sacudió la cabeza. La

tensión había cedido.

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—Cuidado, señor obispo. Desdeciertas posiciones conservadoras seacostumbra llamar demagogia al decirlas cosas claras.

El prelado alzó las cejas.—De modo que para ti soy eso, un

conservador.—Depende de cómo se mire —

repuso Francisco sonriendo—. Serconservador no es tan malo si lo que seintenta conservar vale la pena.

—Y conservarte a ti en la fábrica…—Es formidable, es la más sabia

política.Rieron los dos.—Hablas como un chiquillo.

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—Es que es usted el obispo másjoven que he conocido en mi vida.

—¿Porque te doy gusto?—Porque desde su ancianidad no ha

olvidado su juventud.Monseñor Ponte Carrero se pasmó

de la penetración del padre Quintas. Eraeso, más que nada, el verse a sí mismoen aquel joven cura, lo que le habíallevado a otorgarle un margen mayor deconfianza.

—Pues ándate con ojo, porque losjóvenes somos impetuosos e inestables,y lo mismo puedes hacer una tontería tú,que cambiar de idea yo, ¿comprendes?

—Natural.

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—Me alegro.—Si no le escribo a Roma es que

todo va bien.Monseñor se levantó. Una expresión

de gravedad ganó su rostro. Mirófijamente a Francisco y éste, comosugestionado, hincó la rodilla en tierra.El obispo, tras un silencio, posó susdedos sobre la cabeza del sacerdote.

—Que Dios te bendiga, hijo.—Así sea, padre.Monseñor no estaba acostumbrado a

oírse llamar padre y el tono con que fuedicha la palabra le llegó al alma.

—Allí donde estés, mi espírituestará contigo.

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—Lo sé.—Vete en paz.Francisco Quintas besó el anillo y

notó la presión de los dedos delanciano. Una extraña emoción le habíainvadido. Era la primera vez que sentíaa Cristo encarnado junto a sí.

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2El sol de mediodía reverberaba en laplaza y, al cruzar el portón, hería losojos como un cuchillo blanco. No seapercibía sombra alguna.

—¡Paco!Estaba allí, al otro lado, doblada una

rodilla, la alpargata contra la pared. Lehacía señas con la mano. El padreQuintas cruzó hacia él.

—Hola, Tonchu.Los ojos del chico rebosaban de

desconfianza.—¿Qué? —preguntó sin moverse.—Me quedo.

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Parecía no creerlo.—¿Con nosotros?—Eso mismo.Le tomó la mano con las suyas.—¡Lo conseguiste!—Vamos andando. Te contaré.El amplio mono que vestía Tonchu

no bastaba para disimular su extremadelgadez. Tenía la cara fina, no tanto porlos rasgos, cuanto por la tirantez de lapiel sobre los huesos. En aquel rostro,casi geométrica, la expresión estaba enlos ojos y, en ocasiones, en la movibleboca, en la tremenda plasticidad deaquellos labios capaces de una mudaelocuencia.

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—¡Eres fenómeno!—No digas tonterías.Tonchu venía a ser casi el único

triunfo del padre Quintas. Un triunforelativo, desde luego, ya que la suya erauna adhesión mucho más a su personaque a sus ideas. Llevaba una cruz alcuello y le ayudaba a misa, peroFrancisco no se engañaba al respecto.

—¡Uf! Ahí dentro no se respira, mefiguro.

—¿Por qué dices eso?—¡No hacen más que entrar curas!

¡En mi vida había visto más en menostiempo!

—Es la curia.

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—¿Y eso qué es?—Las oficinas del obispo.—¿Las oficinas?… Ah, entonces,

¿iban a cobrar todos ésos?Francisco le dio un cariñoso y nada

comedido coscorrón.—¡No entiendes nada!Tonchu iba a cumplir los dieciocho,

pero para saberlo había que consultar sucarnet de identidad, porque aparentar noaparentaba más de quince. Su cuerpo,desmedrado y estrecho, llevaba el sellode muchos años de pasar hambre, yhabía que ser muy atento observadorpara alcanzar a descubrir en sussacudidos movimientos un poco de la

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gracia adolescente propia de su edad.—Creí que no salías ya.—¡Qué cosas se te ocurren!—Cualquiera os entiende a los

curas.El padre Quintas le buscó los ojos.—¿No me entiendes a mí?Tonchu remoloneó con la cabeza.—A diario sí, ya lo sabes; pero hoy,

con esos trapos negros…—¿Es la primera vez que ves una

sotana?—Claro que no; pero con ella no

convences.Tonchu, como cualquier español,

estaba acostumbrado a ver sotanas,

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cómo no. Pero a Francisco lo veía asívestido por primera vez.

—Bueno, cada cosa es para cadacosa. Tú no te metas en eso.

—No, si a mí… Lo digo por ti.—Vamos a casa; me cambio y

tomamos algo en «El Africano». Lo dehoy hay que celebrarlo.

—Te pago el autobús, que de aquí albarrio es más largo que un día sin pan.

Esperaron haciendo cola en laparada correspondiente. El vehículomunicipal llegó traqueteante y lleno,como siempre a aquella hora.

Tonchu había sido lo primero quellamara la atención del padre Quintas al

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entrar como peón en la fábrica un añoatrás. Fue la conjunción de su aspectodesvalido de chiquillo y de suasombrosa procacidad que todosjaleaban en los momentos en que undescanso, o la ausencia de vigilancia,hacían posible la conversación en grupo.No parecía sino que aquel aprendizhabía experimentado todo loexperimentable sin ninguna excepción.Lo cierto es que, con una falta absolutadel más elemental pudor, contaba y noparaba, con el consabido regocijo de losadultos circunstantes. Así, a la angustiapermanente de los primeros días, enaquel medio hostil, se unió el dolor por

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el alma de aquel muchacho cuyos ojosno sonreían, a pesar de las carcajadas.

Francisco se había presentado en elbarrio como un obrero más. No obstante,al entrar por primera vez en la asea de«El Africano», la víspera de empezar enla fábrica, algo impalpable le habíahecho sentirse hasta físicamente extrañoen medio de aquellos hombres. Quizáfuera que sus ropas, aunque pobres, erannuevas; las manos, sin duda, resultabanajenas a aquel ambiente; es posible quefaltara dureza a sus ojos, o que susrasgos, aun siendo acusados, carecierande un algo bronco allí habitual. Pero esmuy cierto que en seguida notó la

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hostilidad de los presentes, cifrada enlas miradas frías o en las espaldasvueltas de manera ostensible. La tascade «El Africano» era un sitio muyconcreto donde no solían presentarseadvenedizos. El padre Quintas, apoyadoen un rincón, mientras apuraba el tintoque acababan de servirle en un vaso nomuy limpio, comprendió que acababa decruzar una frontera, y que el mundo dedonde venía, a pesar de la proximidad,nada tenía que ver con el mundo en quese hallaba y en que quería echar raíces.«No hay que tenerles miedo —pensó—,en cualquier caso, no están más lejos deDios que la generalidad de los otros».

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No sabían que era cura y lediscriminaban. ¿Cómo hacerles sentirque era uno de ellos, que venía paraserlo, y esto con toda sinceridad y sinsegundas intenciones temporales? Por lopronto era extranjero allí. Había quecontar con ello.

Aquella primera noche durmió mal.No era la soledad, ni el frío, ni la faltade las discretas y pequeñascomodidades a las que estabaacostumbrado. Era la angustia por lo quele esperaba al día siguiente. Dabavueltas en el camastro entre la ropaáspera, en un duermevela agotador. Sinembargo, en las horas de plena lucidez,

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tenía la certeza de haberse acercado aCristo más que nunca. Por otra partesabía que era casi un lujo allí, contarcon un par de piezas para él solo. Lasventanas daban a un patio, pero, porhallarse en uno de los pisos altos deaquel bloque colmena, tenían vista porencima de los próximos tejados y,aunque no el paisaje, permitían ver elcielo. «Si no duermo llegaré a la fábricaagotado». Comprendió que lo temíatodo. Tenía miedo de la mala acogida,de no estar a la altura en el trabajo, de lareacción de los vecinos cuando tuvieranconocimiento de su condición desacerdote, de no ser eficaz y estar

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haciendo de ridículo quijote… «Meolvido de quién soy». Ya lo habíapensado en otras ocasiones. Elsacerdocio sella al hombre; pero elhombre no siempre vive la concienciade su consagración. «Me falta fe», sedijo; pero no hubiera estado allí sin fe;eso era cierto. Aún no había amanecidocuando se levantó.

—Paco…Tonchu le sacó de sus recuerdos

tirándole de la manga. Llegaban a laparada. El resto del camino había quehacerlo a pie.

—¿Estabas rezando?Los ojos del aprendiz, al preguntar,

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apuntaban una malicia juguetona.—De rezar sería por ti —respondió

el padre Quintas.—Oye, oye, que no me he muerto

todavía.—¿Es que tú te crees que sólo se

reza por los muertos?El piso de la calle, al llegar al

suburbio, dejaba de interesar alAyuntamiento y aparecía descarnado eirregular. Francisco andaba ahora confirmeza y miraba de frente. Le venía elrecuerdo de la primera madrugada enque había cruzado aquel paraje lleno deangustia, con la ansiedad royéndole pordentro, camino de la fábrica. El recelo

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al acercarse a las puertas mezclado conaquellos hombres silenciosos. Laprimera entrevista, cuando le hicieronpasar al despacho del jefe de personal.«Bien, ya sabe cuál es su obligación,portarse bien y obedecer a sussuperiores. Preséntese ahora alencargado en el taller de calderería».Nada más. Aquel hombre no habíasospechado que se hallaba ante un cura.El padre Quintas no pretendía ocultar sucondición; pero tampoco queríaanteponerla, lo que hubiera suavizadosus primeros pasos como obrero. Estabadecidido a rechazar el más leveprivilegio. El encargado se llamaba

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Rufino. Era un hombre menudo,machacado por la vida, que debía surelativa ascensión a un alarde de durezay a un continuo enfrentamiento con loshombres de fila, siempre en favor de losintereses de la dirección. El primercontacto ya fue desagradable. Le miróde arriba abajo como calibrándolo:«¿Qué clase de bicho eres tú?»Francisco guardó silencio; pero notó querenacía interiormente su entereza anteaquella mirada acosadora. Rufinoescupió hacia un lado, señaló unescobón que yacía en el suelo ymasculló entre dientes: «Coge esto yempieza a barrer por allí». El padre

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Quintas iba por el pasillo, entre lasmáquinas, bajo la mirada curiosa, hostilo indiferente del personal. «Soysacerdote de Cristo y no hay escoba quepueda invalidar esta tremenda realidad».Cuando empezó a barrer se habíanacabado sus temores. «¿Hubierarehusado barrer la casa de Nazaret?», sepreguntó. No había diferencia. Jesúsestaba bajo cada uno de aquellos cascosde metal. La primera blasfemia explotóen sus oídos antes de llegar a la mitaddel pasadizo. Instintivamente levantó losojos. Era Tonchu que cruzaba. Habíapensado en ello y estaba preparado; noobstante le dolió que fuera un niño, que

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no otra cosa aparentaba bajo su monograsiento, quien hubiera proferidoaquella frase…

—Tomaremos un vaso de vino paracelebrarlo —dijo Tonchu.

Estaban a la vista de «El Africano».—De acuerdo, pero subo a

cambiarme primero.—Te espero ahí.Sí, ahora era distinto. Ahora

Francisco podía entrar allí como Pedropor su casa, sin que nadie le diera laespalda.

—¿Qué hay, Paco?El Africano tenía dificultades para

moverse detrás del mostrador, debido a

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la gran barriga que le había ido saliendocon los años.

—Dos tintos.—Como éstos.No había cambiado nada en la

taberna.—¡Hasta arriba, Africano! —dijo

Tonchu.El aludido detuvo en alto la botella y

miró al muchacho de reojo.—Para menores —dijo— el

biberón.—¡En tu madre! —gritó Tonchu

lanzándose a saltar el mostrador.Francisco asió al aprendiz con mano

firme por el cuello del mono.

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—¡Tú quieto! —y dirigiéndose alAfricano—: No esperabas que te besarala mano, ¿verdad?

Tomó los dos vasos y se dirigió auna mesa. Tonchu le siguió tras fulminaral gordo con una mirada que juzgócriminal.

—Siéntate, anda.El muchacho todavía estaba

sofocado.—Si no es por ti —farfulló— le

como el alma.—Eso te quitaría el apetito.—¡Hijo de mala perra!—Calla.Al principio Tonchu, sobre todo

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cuando supo que Francisco era cura, sehabía ensañado más y más con susexcesos verbales, coreado, comosiempre, por la galería. Franciscocallaba sin dejar translucir ni por asomosus reales sentimientos. Sabía muy biende la hostilidad del personal. «Es unpolicía», «está vendido», «es unsoplón». Eran frases dichas de paso,pero con evidente intención de quellegaran, como por casualidad, a susoídos. Había contado con esto. Esperabasuperarlo; pero no se llamaba a engaño:hacía falta tiempo. Las comidas, en elinmenso comedor, le impresionaban.Largas mesas y filas apretadas de

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sujetos que engullían, casi siempre ensilencio, unos platos ya servidos. Judíascon pan. Eso solía ser todo. Y, porencima de las judías, las miradas frías,las señas entrevistas, alguna sonrisa,maliciosa no dirigida a él. A poco dedejar el comedor, pasados unos días, secruzó con Tonchu a solas. El chico, faltodel coro habitual, tuvo un gesto apenasperceptible de repliegue que no escapóa su observación. «Espera». Eraevidente que el aprendiz quería ponertierra por medio. «Tengo que hacer».«¿Tienes miedo?». Se engalló. «¿Miedoa usted?». Ya no se iría. «Puedestutearme». «Usted es cura». Ponía en la

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palabra tanto recelo como desprecio.«Yo soy un hombre». No contestó. «¿Lodudas?». Se encogió de hombros. «¡Yoqué sé!». Francisco le miró al fondo delos ojos. Luego dijo con una extraña ysuave voz: «No sé dónde te cabe tantabasura; y, sin embargo, estoy seguro deque algo queda limpio en tu interior».Tonchu estaba desconcertado y pasabael peso de su cuerpo de una pierna a laotra. Francisco, consciente de que ibamás allá de lo previsto, pero sin podersecontener, añadió: «He estado dudando siromperte la cara o estrecharte la mano…pero lo primero no me gusta a mí y losegundo puede que no te guste a ti.

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Tiremos por el medio. Haz lo quequieras, habla como te de la gana.Somos compañeros. Seremos amigos.No daré un paso detrás de ti; pero, encualquier momento, ya sabes dóndeestoy». Antes de que el chico tuvieraocasión de reaccionar, de aceptar orechazar aquella invitación, el padreQuintas había seguido su camino.

—Oye, Tonchu, ¿recuerdas laprimera vez que hablamos?

Bebió un sorbo antes de contestar.—¡Qué pinta de cura tenías

entonces!—Te acuerdas, ¿eh? ¿Qué sentiste?—Me puse furioso.

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—¿Por qué?—¡Jobar! ¡Por haberme callado!

¡Porque te dejé ir como si hubierasganado, como si me dejaras tirado en lacuneta! ¡Dios, qué cabreo cogí!

Francisco sonrió.—Tardaste dos meses en creerme.—¡Y todavía me parece un milagro!—Puede que lo haya sido, dado lo

que recé por ti.Tonchu sacudió la cabeza.—¡Y dale con el rezo!—Pero ¿qué te crees que ocurrió?—Yo, al principio…Efectivamente. El chico no arredró

en su ofensiva verbal, ni dio tregua en el

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hostigamiento colectivo. Fue la falta derespuesta por parte de Francisco, laindudable dignidad de su conducta y,sobre todo, la verdad de su palabra: elque no intentara dar un paso parahacerse con él, lo que operó con eltiempo un cambio paulatino. Tonchuestaba malhumorado, contrariado, perocallaba cada vez más. «¿Qué te pasa,chaval?». Reaccionaba como unavíbora: «¡Eso pregúntaselo a tu madre!».

—Anda, vamos a comer.—Es verdad, cómo se va a poner

Canela.El padre Quintas apuró lo que

quedaba en el vaso.

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—No la llames Canela —dijo—.Tiene un nombre.

—¡Canela!—No, Pili.—Como quieras…

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3Pili Bardales, más conocida en losbloques por Canela, era, con Tonchu, laconquista más patente del padre Quintasen sus meses de trabajo como sacerdoteobrero. La piel de la muchachajustificaba el mote y sus cortos años —no había entrado aún en la terceradecena de la vida— eran largos en todasuerte de experiencias prematuras, yaque de virgen sólo tenía el nombre, y deinocente, la primera impresión queproducía.

Su aparición en la vida de Franciscofue posterior a los primeros tiempos de

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abierta suspicacia, si bien supoadelantarse al común respeto y a lasimpatía que más tarde habían de irviniendo poco a poco.

—Escucha, Paco —dijo Tonchu enla escalera—, ¿te das cuenta de cómo seestá poniendo Canela?

Francisco se detuvo.—¿Ya empezamos?—Ya lo sé que eres cura, pero

¿tienes ojos o no tienes ojos?El padre Quintas se puso serio.—Cambia de disco —masculló.—¿No puedo hablar contigo porque

eres cura? ¡Nos ha fastidiado entonces!—Recuerda que es mayor que tú.

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Ah, y lo de «fácil» se acabó. Eso ya losabes bien.

Tonchu se obstinaba en ciertostemas.

—No hay mujeres difíciles.—¿No?—Pregúntaselo a mi madre.Francisco se volvió hacia el

muchacho.—¿Por qué te obstinas? ¿No puedes

olvidarte de eso?Tonchu tenía un camastro en una de

las piezas que había alquilado el padreQuintas, la que hacía el oficiosimultáneo de comedor y cocina, aménde otros menesteres, y allí solía dormir

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desde que el sacerdote había ganado suplena confianza.

Canela estaba sentada sobre una desus piernas recogida, absorta en lalectura de un tebeo sentimental de trespesetas. Hacía una figura encantadora ensu gracioso descuido. Saltó al suelo, alverlos entrar, y se encaró con ellos.

—¡Vaya horas! Dijo mi madre quesubiera y os tuviera eso caliente, pero yame iba a ir.

—Da las gracias que Paco se quedacon nosotros.

Canela acusó un respingo.—¡Ay, tonta de mí! ¿En qué estaría

pensando? ¡Ya no me acordaba!

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—Su jefe es un buen hombre, alparecer.

Tonchu lo explicó a su modo, conabundante intervención de la fantasía,mientras Francisco pasaba al otro cuartocon un pretexto cualquiera.

En la pared desnuda había uncrucifijo. Clavó los ojos en él. El hierrotosco resaltaba sobre el enlucido.«Sabía que iba a quedarme, porque aquíes donde te he encontrado, en serescomo Tonchu y Pili, que te quieren enmí, y cuya decepción no tendría límite sime fuera y les dejara». Canela…Recordó aquella misa mañanera enaquel pequeño cuarto, sobre un altar

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portátil, cuando a la medía docena desus habituales asistentes —cuatro niñosy dos mujeres— se sumó aquella chicadel pañuelo en la cabeza. Sus luminososojos verdes no podían pasardesapercibidos; pero no tuvieron parteen la alegría que acometió al corazón deFrancisco. Tampoco se le escapó laanimosidad de las devotas, cuyaaparatosa piedad se vio turbada por laaparición de la muchacha. «¡Ojo conésa, don Francisco!». La chica se habíaesfumado mientras él se despojaba de laropa litúrgica. «No es trigo limpio», ledieron por toda explicación. «¿Y quiénlo es?». No, en efecto, no lo era; pero el

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barrio, la ciudad entera, sin excluir lasgrandes familias de tradicional rutinacatólica, estaban llenos de trigo comoaquél.

Canela sirvió los huevos en platosde latón, sobre una mesa de pino sinmantel.

—Ahora vete —dijo Francisco—.Tendrás que hacer.

—Por la noche volveré para fregar.—No, nada de venir por la noche, ya

te lo he dicho. Fregaremos nosotros.El padre Quintas no dudaba de Pili,

pero sí de sus vecinos.—Déjala —exclamó Tonchu.Ella hizo un mohín de niña

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contrariada.—Escucha, Pili —dijo Francisco

con paciencia—. Bien está que ayudes atu madre que me atiende. Te estoyagradecido, tú lo sabes. Más aún, confíoen ti. Pero eres muy joven y no debesolvidar que hay mucha gente alrededor.Vivimos en una colmena, ¿no te dascuenta?

Pili se encogió de hombros.—No me importa la gente.—Feliz de ti. Jamás podré yo decir

lo miaño.—¿Por qué te preocupas?—No es por ti, ni siquiera por mí,

sino por ellos.

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Canela era, después de todo, unapersonilla elemental y sensitiva, a juiciode Francisco, de cuya adhesión habíaque defenderse, pues, en el fondo, noparecía conocer otro lenguaje que el deentregarse, de una forma o de otra, aquien se la ganaba.

«Quiero hablar con usted», le dijouna tarde en la escalera, cuando llevabados semanas asistiendo a su misa sindespegar los labios y desapareciendoluego igual que el primer día. Él la miródespacio. Sabía de ella muchas cosas.No habían faltado personas interesadasen informarle. Pero, en aquel momento,no podía convencerse de que tenía

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delante más que una chiquilla «Habla»,le dijo. «¿Aquí?» Su sorpresa noparecía fingida. «¿Por qué no?» Miró aambos lados y se encogió de hombros.«Quiero que me enseñes la religión».No se le ocultó a Francisco el súbitopaso al «tú», pero no se dio porenterado. Por lo demás, el barrio enteroparecía haber escogido el tú por tú paratratar con él. «¿Por qué quieres que te laenseñe?», preguntó. «Me gusta tu misa».Así había empezado todo.

Cuando salió Canela, Tonchu, que lahabía seguido con los ojos, se volvió alpadre Quintas y exclamó:

—¡Dios, cómo está!

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Francisco le miró.—Deja en paz a Dios. Y a Pili

también.El chico guiñó un ojo.—Paco, que yo no soy cura.—Aprende esto. Pili te está tan

vedada a ti como a mí.Los ojos del muchacho chispearon

un momento, pero una sonrisa que fueapareciendo suavizó su cara.

—No sé por qué te sigo.—No me sigues a mí. Sigues a Dios

en mí.—¡Y un cuerno!La mano del cura cayó sobre el

hombro del aprendiz.

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—¡Cierra el pico, bárbaro! ¿Noquedamos en que crees en Dios?

Tonchu se libró con una contraccióndel cuerpo.

—¡A tu lado qué remedio! —dijo, ylas palabras no disimulaban ni laadmiración ni el afecto.

Francisco venía dedicando a Piligran parte de sus menguados ratos libresy el cambio que se había operado en lamuchacha era tan notorio, que en losbloques la gente lo llamaba «el milagrode Paco», un concepto en quepredominaba la simpatía, elresentimiento o la ironía, según lasconvicciones de cada cual. Lo que era

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un hecho fuera de controversia es que laconducta de Pili había experimentadouna asombrosa mutación. Los recuerdosque conservaba de sus menguadoscontactos con la Iglesia, allá por los muyescasos años de la escuela, no teníannada que ver con lo que ahora veía. Laliturgia solemne y lejana de los templosque había visitado siendo niña, no separecía en nada a la imagen cercana yturbadora de la misa de Francisco.Aquella inmediación, aquellas palabrassusurradas, pero audibles, aquellosdelicados movimientos de las manossobre una mesa que estaba a su nivel, alalcance de cualquiera, y, sobre todo, el

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gesto del cura, aquel gesto inquietante ensu sencillez, sincero, profundo, solemnesin pretenderlo, habían puesto a aquelextraño obrero en un lugar que ningúnhombre había ocupado hasta entoncespara ella. «¿Tú crees en todo esto?», ledijo un día. «¿Puedes dudarlo?» Ella nose callaba fácilmente. «¿Dudar de qué?,¿dudar de eso o dudar de ti?». Franciscose sorprendió de aquella sutileza «De losegundo, por ejemplo». Canela dijo muytranquila: «De ti no dudo». «¿Y de loprimero?». «A eso voy, que si tú locrees de verdad»… «¿Puedes encontrarotra explicación distinta de la fe para loque estoy haciendo?… Pero el problema

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seguiría ahí, aunque yo no estuvierahaciendo nada. Dios te hizo. Tú estás eneste mundo porque Dios te hizo». Canelainterrumpió. «A mí me hicieron mispadres, no vengas con historias». «Esinútil que quieras escaparte. ¿Quién hizoa tus padres? Sería el cuento de nuncaacabar. Tú y Dios; ése es tu problema. ADios tienes que darle una respuesta. Yse la tienes que dar lo mismo si yo hagolo que hago que si desaparezco». Ellaguardó un corto silencio. Luego dijocomo para sí: «De no haber venido tú yoestaba tan tranquila». «De un modo o deotro —replicó él— Dios te hubieradado una oportunidad». Ella se echó a

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reír. «O sea que tú eres mioportunidad». Francisco le buscó losojos con cierta suspicacia; pero aquellasaguas verdes se ofrecían en perfectaserenidad. «No digas tonterías»,comentó. «¿Te hago sentir importante?».Optó por cortar. «Hasta mañana, Pili».«¡Adiós, hombre! Iré a tu misa». «Estábien».

Luego siguió una etapa de fervor. Lachica se mostró rezadora y empezó aservir a Francisco, junto con su madre, aquien él pagaba por la limpieza y otrosmenesteres, con verdadera dedicación yasiduidad. Había bromas con aquello,pero no pasaban de eso, de bromas, que

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mientras se proclamasen en voz alta, yen su presencia, le tenían sin cuidado.Por otra parte ella extremó su devocióny se vino a convertir en el sacristán deaquella curiosa feligresía con sucatedral de pandereta. «Se estáacabando el vino». «¿Otra vez?».Canela se encogió de hombros. «ConTonchu aquí no sé qué esperas». «Pediréotra botella». «Cierra con llave. Es másbarato». Pero Francisco no estaba porlas llaves. Ni la puerta de casa queríacerrar. «Un día te encuentras con lasparedes». «¿Te parece poco para unpobre?». «Precisamente un pobre nopuede permitirse el lujo de dejar que le

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roben». «¡Si no hay nada que valga lapena!». «Tú verás».

No se dejaba convencer. «No creoque haya nadie que quiera perjudicarme.Además, robar sin tener que hacer saltarla cerradura es demasiado bajo yhumillante. Los ladrones también tienensu orgullo». Canela fingía enfado. «¡Túríete, ríete!».

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4A Francisco tardó un mes largo endesencogérsele el ombligo, como decíaCelestino Corcuera, más conocido porel Navajas. Al principio, en efecto,volvía con las entrañas apretadas, lo queera la manifestación más palpable de laangustia producida por ladesambientación y el recelo. «Ellos sonCristo», se decía; pero eran unos cristostan toscos, tan bárbaros y primitivos —ose lo parecían a él—, que resultabadifícil hallar en ellos un vestigio levedel Maestro. «A su imagen ysemejanza», se repetía; pero ni les

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encontraba el parecido, ni creía quepudiera favorecer a Dios el que lohubiera. La angustia le rondaba tambiénpor la noche, contrapunteando el sueñode sobresalto y pesadilla. La tenue telade los párpados resultaba una defensa enextremo precaria ante la dura vidacircundante que se le arrojaba encima alsonar el destemplado despertador demadrugada. Sentía dejar la misa para latarde, pero era el único modo deasegurarse un mínimo auditorio. Hacíasu media hora de oración, pero, así ytodo, sin aquélla, era como ir inerme altajo. Luego estaba el camino y, a veces,el autobús, y el olor a sudor y los

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apretujones y el mal humor colectivo delcrónico madrugón, siempre esperandouna pulla, una interpelación, que unmiedo absurdo hacía aparecer coronadade risotadas generales; la aproximaciónpor la explanada, con las manos heladasy la nariz atufada por el olor a ácido y agas; y, en punto, el cuerno atronandosobre las cabezas —el cuerno que era lasirena, llamada así porque, a decir demuchos, al menor descuido te cogía—,compeliéndote a entrar de un modo casifísico; y el «chapero», con casi tres milchapas numeradas; y esa sensación dehaber perdido el nombre y lapersonalidad, entrando, chapa en mano,

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bajo la mirada vigilante del listero deojos saltones y larga lengua. Y, sinembargo, a pesar de las miradas, de loscodazos, del impalpable alejamiento y,por supuesto, del bárbaro lenguaje, nofaltaban atisbos de solidaridad que leaturdían y emocionaban, no sabiendoencontrar la adecuada respuesta.

—No te pongas ahí cuando viene lagrúa. Es peligroso.

Un veterano le empujaba a un ladosin mucho miramiento.

—No toques, hay tensión.Una mano enguantada le cogía el

brazo que se acercaba peligrosamente alcable.

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—¡Agáchate!Alguien le había arrojado al suelo

antes de pronunciar esa palabra. Unapieza de fundición venía silenciosa porel aire.

Eran como monosílabos. Apenasdichos ya no había con quién hablar. Setrataba de consejos sobre seguridad.Había en ellos una caridad espontáneade orden natural, si no de origencristiano, sí exponente de virtudeshumanas elementales, lo que daba quepensar. Francisco intuyó que no debíaconfundirse y que aquello no daba piemás que para un moderado gozo interno,lleno de duda y expectación. Por eso

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correspondía sin excesos de ningunaclase, sin palabras, con una inclinaciónleve de cabeza. Por otra parte, el ruidode aquella nave era atronador. Losnervios se ponían de punta antes dellegar a un peligroso aturdimiento. Lomás grueso del concierto venía dado porel retumbante estruendo de las calderas,el chirrido de las cuchillas sobre laspiezas, el roncar de motores y de grúas yel contrapunto de los más diversosgolpes sobre chapas de todas las formasy tamaños. Y, con todo, aquel ruidotenía una cosa buena, y es que cubría lossilencios en que temía verse envuelto.Luego estaba el calor. La gran nave de

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cemento se recalentaba, a pesar de losventiladores. Y al sudor se añadía lasuciedad —lo que más le molestabafísicamente—; el polvo de hierro y lagrasa parecían penetrar uno a uno todoslos poros del cuerpo. Sin embargo, alprincipio el trabajo no era duro: retirarla viruta de hierro colado o de acero;trasladar piezas del almacén o de lasierra; ayudar a los obrerosespecialistas que lo reclamaban;enganchar y desenganchar la grúa aérea,y barrer, siempre barrer, en cuanto notenía algo entre manos. De que así fuerase encargaba con celo digno de mejorcausa Rufino, el capataz.

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—¿Qué haces ahí pasmao?El padre Quintas pensó que nadie se

extrañaría de saber que aquel hombretenía vinagre en las fauces, en vez desaliva; pero por fuera sólo dijo:

—Mándeme.—No quiero ver ni a Cristo mano

sobre mano —era su expresión favoritaúltimamente—. Tienes allí la escoba.¡Que no te lo repita!

El anonimato no había durado ni dosdías. Francisco se dio cuenta sinnecesidad de que alguno lo dijera. Lasmiradas cambiaron y un clima deexpectación distante le envolvió. Pero,por si quedaba alguna duda, Celestino

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Corcuera, el Navajas, la disipó del todocuando dijo, al entregarle una pieza defundición:

—Dominus vobiscum, hermano.No replicó, pero tampoco bajó los

ojos; sin provocación, £ero sin miedo. Yes que los miedos de Francisco, desdeniño, eran especialmente antecedentes eimaginarios. Duraban tanto como laespera, pero no más. Como el ganadobravo necesitaba ser picado paracrecerse. Entonces tomaba concienciaplena de su singular condición, de suresponsabilidad, y le nacía un templeque estaba lejos de atribuirse a símismo, lo que le confortaba mucho más.

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«No estoy solo. Está claro».Aunque parezca extraño, quien peor

encajó la noticia del sacerdocio deFrancisco fue Rufino, el capataz. Algo ledebía de morder por dentro al pensarque aquel peón se le escapaba de algúnmodo e introducía un elemento extraño ala normal jerarquía del trabajo. Locierto es que extremó su quisquillosaasiduidad, deseoso de poner en claroque no le tenía miedo al cura. De ahívino el primer choque, a los diez días, yla razón de que Francisco consiguieraarañar, siquiera un poco, la corteza deaislamiento que sentía alrededor. Estabaencendiendo un pitillo. Todo el mundo

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lo hacía, en un momento o en otro. Quisola suerte que entonces, precisamente, seabriera la puerta en cuyo quicio se habíamedio refugiado, y se encontrara cara acara con el capataz. Retrocedió paradejarle paso, pero la presencia de loscircunstantes le aconsejó no esconder elcigarro como un colegial. A Rufino se lecongestionó el rostro, prueba de queaquella trivialidad no era más que lachispa que encendía un previo yapasionado polvorín.

—¿Quién crees que eres?No se escapó a nadie la carga de

violencia y resentimiento queencerraban las palabras. Francisco no

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contestó.—¡Te estoy hablando! —gritó

Rufino sobre él—. ¿Qué esperas paratirar ese pitillo?

Le estaban mirando todos los quehabía por allí. Tenía que hacer algo,pero el capataz no le dio tiempo deelegir.

—¡Te digo que lo tires! —chilló,añadiendo una blasfemia.

Ahora Francisco sintió, por fin, quevolvía a tierra firme.

—Así, no —dijo sólo.Rufino le agarró ostentosamente por

la pechera con las dos manos,barbotando sonidos ininteligibles. Él no

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se defendió, pero una mano enguantada ygrasienta se interpuso.

—¡No es manera!Oscar Raba era militante y tenía

cierto prestigio personal, aparte de unafuerte complexión. Rufino blasfemó denuevo antes de encararse con él.

—¿Quién Cristo te da vela en esteentierro a ti? —gritó.

En un momento se había formadocorro alrededor y las caras torvas nopresagiaban nada bueno. Rufino, que noera tonto, debió de comprenderlo.Francisco aprovechó para librarse conmano firme de las que todavía leprendían por la ropa.

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—Las blasfemias sólo asustan a losniños —dijo tranquilamente, y se diomedia vuelta, dirigiéndose hacia laescoba.

—¡Ya nos veremos!Rufino, sin hacer nada por disimular

su furia, se fue dando un portazo. Elpadre Quintas no pudo oír loscomentarlos. Todo volvió a lanormalidad y nadie se acercó a élmientras barría. Sólo CelestinoCorcuera, el Navajas, al pasar a su ladoalgo más tarde le estampó:

—Deo gratias.A mediodía le tocaron en el hombro

cuando se dirigía al comedor.

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—Me llamo Oscar Raba; pertenezcoa la HOAC y soy enlace sindical.

—Y yo, Francisco Quintas, cura,como sabrás. Agradecido por tuintervención de antes.

—No hay de qué. ¿Cómo no nos dijonada?

—Tutéame, por favor. ¿Qué queríasque os dijera?

—Somos varios los militantes deaquí y nos hemos tenido que enterar deque eras cura por medio de Hierro.

—¿Quién es Hierro?—Se llama León Ramírez, pero todo

el mundo le conoce por Hierro. Escomunista.

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—¿Sí?—No fue airoso para nosotros.Raba estaba dolido.—¿Y cómo lo supo él?—Ésos saben muchas cosas.

Pregúntales cómo.Francisco vio la hombría de bien en

los ojos de Oscar Raba.—Compréndelo. Yo no he venido a

la fábrica como capellán o cabeza deninguna organización. No quise contarcon apoyos que me endulzasen losprimeros días. Hazte cargo…

—Nuestra labor aquí es muy difícil;somos muy pocos y debemos estarunidos.

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—Sí, pero lo mío es distinto, siendoidéntico en el fondo. Estaré con vosotrosde corazón, puedes creerme, pero nodebo clasificarme desde el principio…

—¿Te parece que estás pococlasificado siendo cura?

—Precisamente por eso. No leañadamos más. Nadie se va a engañar ami respecto, pierde cuidado.

Oscar Raba guardó silencio. No eramuy inteligente, pero su corazón estaballeno de ideales y los servía con lealtady entrega incondicional.

—No lo entiendo, pero lo respeto.Nosotros somos pocos, pero de verdad.

—Ya sé que cuento con vosotros.

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Se apretaron las manos.Francisco no tenía un plan

preconcebido y procedía por instintomás que otra cosa. Iba a ciegas, peroalgo le impelía a conservar suindependencia y a no ligarse a nada,fuera de su testimonio individual. Temíaque el ser de unos le impidiera ser deotros, aunque no ignoraba que sucondición le discriminaba sin remedio.

—Te llamaron de personal.Se lo decía un desconocido. Alzó

los ojos y vio que todo el mundo lemiraba. La noticia debía de habersecorrido por el taller antes de llegar a él.Había expectación. Cruzó hacia la

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salida y alcanzó a oír dos comentarios.—Ahora le hacen capataz.Esto lo dijo el Navajas, casi a su

lado.—¿Qué se le habrá perdido aquí a

este pájaro?Fue la respuesta de un cualquiera,

cargada de prejuicio.Un conserje galoneado le salió al

paso.—¿Es usted Francisco Quintas?La noticia debía de haber llegado ya

hasta allí, de otra manera no teníaexplicación aquel «usted».

—Sí, soy yo.—Pase por aquí. Le espera don

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Federico.Era el nombre del jefe del

departamento, en cuyo importantedespacho fue introducido Francisco.

Don Federico, hombre de medianaedad, tan calvo como curtido, no era unamala persona. Pertenecía a una claseprivilegiada a la que estaba adscrito sinesfuerzo, por nacimiento, y, comoconsecuencia naturalísima, eraconservador, si bien, para tranquilizarsu conciencia, gustaba de interesarse porlos productores y era afable,comprensivo y ayudador hasta ciertopunto, siempre que no se comprometiesecon ello lo esencial, es decir: los

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intereses de la dirección o los suyospersonales.

Se levantó y rodeó la mesa con lamano extendida.

—Padre —dijo—, estoyconfundido… ¿Cómo no me lo hizosaber antes?

A Francisco tanta afabilidad le pusoen guardia.

—Por favor, apee el tratamiento.Don Federico se detuvo

sorprendido.—¿No es usted sacerdote?—Ciertamente. Pero aquí no estoy

como sacerdote, sino como productor.—Bueno —sonrió—, ustedes los

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curas son muy amigos de distingos.Tengo un hijo en un noviciado y sé algode esto.

El padre Quintas no deseaba lacordialidad de la dirección. Sabía quetendría que defenderse de ella.

—Le felicito —replicó—, perousted no me ha llamado para hablarmede eso.

—Desde luego que no. Lamentamoslo ocurrido esta mañana.

—¿Por qué han de lamentarlo? Notuvo ninguna importancia.

—Rufino no es mal hombre; créame,padre, yo…

Francisco interrumpió.

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—Le ruego que no me llame padre,salvo que me requiera usted comosacerdote, naturalmente.

La mirada de don Federico seoscureció.

—Bien, si usted se empeña…—No es un capricho, créame usted

ahora a mí. Es importante poner lascosas en su punto.

—En ese caso le daremos otropuesto.

—¿Por qué?—No quiero que vuelvan a chocar.

Aun sin pretenderlo, volcaría alpersonal contra Rufino y eso no nosconviene. Además usted estará mucho

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mejor con los administrativos…—No, no. Eso sí que no. Yo he sido

admitido aquí como peón. No tengo nadaque administrar. ¿No lo comprende?

Don Federico lo contempló duranteunos segundos.

—Ignoro lo que se propone —dijoserio—; pero no nos busqueconflictos… No sé qué mosca les hapicado ahora a los curas… ¿Usted creeque vale la pena ordenarse de sacerdotepara venir luego a darle a la escoba enun taller?

—Yo no me meto en los planes de ladirección. Deje a quien correspondadecidir lo que conviene a los que nos

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ordenamos.—Pero es que yo, como católico,

también tengo algo que ver en todoeso…

—Usted lleva muchos años teniendoahí abajo una masa de bautizados que noquieren saber nada con la Iglesia… ¿Leha preocupado eso?

—Hay cosas que siempre han sidoasí. Son algunos de ustedes los queintroducen extrañas novedades.

—Es que algunos creemos que sólocon extrañas novedades vamos aconseguir que no siempre haya de serasí.

—¡Soñadores!

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—¿Y es malo soñar?—Sí, si se hace el juego al enemigo.Francisco dejó pasar un tiempo para

dar solemnidad a su pregunta.—¿Piensa que soy marxista?Don Federico, sorprendido, alzó las

manos.—¡Yo no he dicho eso!—Es cierto, pero de seguir hablando

de ello, acabará insinuándolo; estoyseguro. Por lo tanto será mejor que lodejemos. Se lo ruego.

—Está bien. Le cambiaré de sitio.—Como guste.Francisco hizo una inclinación de

cabeza y se dirigió a la puerta. Iba ya a

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cruzarla, cuando la voz de don Federicole retuvo:

—Un momento…Se volvió.—Sí, señor.—No quise molestarle…Esbozó una sonrisa.—Puedo ser yo quien deba

disculparse.—Me gustaría hacer algo por usted.

De veras.—No puede hacer nada mejor que

dejarme en mi sitio, sin ayudas, sin elmás leve favoritismo, sin hacerme veniraquí más que a cualquier otro obrero…Estoy seguro de que lo comprenderá.

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—Lo intentaré.

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5Al día siguiente Francisco fue a dar consus huesos al otro extremo de la fábrica,donde se incorporó a una cuadrilla queestaba montando una mandrilladora deproporciones realmente colosales.Aquello, en la fase en que se hallaba, lehizo volverse a sentir niño, en la casapaterna. Era como un «meccano»gigante. Había por medio una prima ytodos ponían gran interés en despacharrápido y bien aquel trabajo. Algoimpalpable empezaba a cambiar. Nadamás entrar allí, aunque no podría decirpor qué, tuvo la intuición de que era otro

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el clima en torno a él. Hacía un calorintenso y los hombres trabajaban encamiseta, manchados de grasa hasta loshombros. No hubo saludos ni palabrascordiales. Un obrero veterano se leacercó.

—Llénate los bolsillos de algodones—le dijo—, los necesitaráscontinuamente.

Era muy cierto. Todo lo que tocabaste ponía perdido de grasa. A poco deempezar a ayudar, otro sujeto le empujócon el hombro.

—¡Cuidado con la grúa!Una gran pieza venía por el aire

sobre ellos. Francisco se agachó con

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presteza. El otro dijo sin mirarle:—Todo esto no vale la vida de un

obrero.Asintió sin decir una palabra En

seguida se dio cuenta de que allí sesudaba. Otra cosa que llamó su atención,no sin sorpresa, fue el ver que elencargado arrimaba el hombro codo acodo con la gente de su cuadrilla. Aquelsujeto no recordaba en nada a Rufino, elcapataz.

—Quita la grasa a todo eso.Era un descanso oír aquella voz que

no tenía matices, que no decía nada másque lo que significaban las palabras.«Todo eso» eran unas cuantas piezas de

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acero que habían de ser montadas en lamáquina.

—En seguida.—No te mates, pero tampoco te

duermas.—Descuida.Las piezas en cuestión venían

defendidas contra el óxido por unaespesa capa de grasa casi sólida quehabía que eliminar hasta dejarlasrelucientes. Era el momento del froteconcienzudo y el sudor generoso. Lasmanos se ponían escurridizas y todosugería una segunda y ruda unción…«Me estoy ordenando de otro modo. Elobispo me dio la unción de Dios…, ésta

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es la unción de los hombres». Leemocionó este simple pensamiento,mientras la lija iba y venía calentando elmetal. Fue la primera jornada de trabajoverdadero, de trabajo duro, continuadoapenas sin interrupción durante ocholargas horas, de trabajo agotador. Peronadie había cejado en el empeño; apenasse habían cruzado conversaciones; eldestajo cambiaba el clima y la decisiónestaba en cada par de manos, en cadacabeza gacha, en cada músculomoldeado en cambiantes prominencias.

Un día más y las cosas no cambiaronsino para acusarse. Si por un lado crecióel gozo de sentirse incorporado en el

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trabajo, de estar en el equipo, por otrola dureza fue mayor. Durante horas elpadre Quintas hubo de andar al pie de lagran fragua para coger con las tenazaslos pesados tornillos, bañarlos en aceitey llevarlos a la mandrilladora hastadejarlos colocados en su sitio. Entoncescomprendió de veras lo que se llamasudar. Desnudo de medio cuerpo, sentíafísicamente brotar la transpiración ycorrer el agua por sus costados.Enfundadas las manos en los guantes,ásperos y grasientos, utilizaba elantebrazo para enjugar su frente. Y, sinembargo, en medio de aquella febrilactividad, el tiempo no se le hacía largo,

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si bien la fatiga crecía como una oscuramarea en su interior. «Soy un obrero».No lo había creído hasta entonces.Ahora sí. Pero alguien, no supo quién,dio una orden, y de aquel empeño viril,efectivo, en equipo, hubo de regresar ala escoba del taller de calderería, a lasórdenes de Rufino, el capataz. Fue igualque recibir un golpe bajo. Pero estabadispuesto a soportarlo todo y se plegó ala adversa circunstancia. En el taller, lasmiradas entrevistas volvieron a ponerleen la adusta realidad. Y, sin embargo,cuando menos lo esperaba, un sujetovino a interpelarle.

—¿Te avergüenzas de ser cura?

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El Energías era un hombre muyleído, de afirmaciones tajantes, dedichos lapidarios, con fama deindependiente y con indudable prestigioentre los escalones bajos de la fábrica.Francisco quedó de una pieza ante loinesperado de la pregunta. No conocíala intención del otro.

—¿Qué me avergüenzo yo?—No lo afirmo, lo pregunto.Se vigilaban los ojos mutuamente

buscando adivinarse.—¿Por qué me había de avergonzar?—Eso mismo pienso yo.—Lo que no entiendo es la razón de

esta pregunta.

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—Tú pareces estar por loclandestino. Entraste aquí callando. Sifueras comunista, lo comprendo. Pero eneste país el ser cura se cotiza…

—Es posible, pero no el ser curaobrero. De todos modos yo no me ocultode nadie. A nadie he mentido.

—Ser cura es una cosa grande…, sise piensa de esa manera.

—¿Eres creyente tú?—No está el homo para bollos.—¿Qué quieres decir?—Que mirando alrededor…, la

verdad, no me convence la Iglesia.—¿Entonces?—Una cosa no quita la otra.

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El Energías carecía de todaprestancia física. Más aún: su carne y suespíritu parecían mantenerse unidos demilagro. Sin embargo nadie tomabacompletamente a broma su popularapodo, porque había algo en él que seasomaba por los ojos al mirar e infundíarespeto a los demás.

—Me gustaría hablar contigo.—Lo estamos haciendo.—Quiero decir largo y tendido.—Pero no ahora, que cada cosa

tiene su sazón y allí viene Rufino.El influjo de aquel hombre en los

talleres, lo mismo que su temple,quedaron de manifiesto, a los ojos de

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Francisco, en la tensión laboral que seprodujo de allí a poco, comoconsecuencia de un arrastrado conflictocon motivo del llamado plus familiar.

Oyendo a unos y a otros, Franciscollegó a entender que la empresa, durantecerca de seis años, había venidoreteniendo parte del dinerocorrespondiente al plus familiar de lostrabajadores, si bien no pudo conseguirdatos concretos respecto a la verdaderasituación.

—¿Estás seguro de eso? —preguntóa Oscar Raba, el de la HOAC.

—¿Cómo no?—No es fácil de creer.

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—Está en el Supremo.Y un día, como reguero de pólvora,

corrió por las naves la noticia de unfallo favorable a los productores.

—¡La han pringao!—¡A ver si se hace justicia de una

vez!—¡Tenían que meterlos a todos en la

cárcel!—Que paguen y tengamos la fiesta

en paz.Había euforia por todas partes y los

obreros se palmeaban la espalda unos aotros. Francisco estaba contento con laalegría contagiosa del ambiente. Pero elNavajas vino a aguarle la función.

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—Contigo no va nada, cura.Y otro comentó:—Éstos no contribuyen a la

conservación de la especie. Son raza aextinguir.

—Sí, sí —retrucó Celestino—,¿viste el vivero que tienen allá arriba?—se refería al seminario—. ¡Menudopalacio!

—Dejadlo en paz —terció Raba—.Todo lo tenéis que estropear. Hoy es undía grande para los trabajadores.

—Y que lo digas.Pero ya dice el pueblo: «el gozo en

un pozo». A los pocos días el malestarcundió por las naves como lo había

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hecho antes la alegría. Al parecer ladirección daba a la sentencia suinterpretación propia y no reconocíaefectos retroactivos donde el jurado deempresa los veía claros, con lo que seembolsaba unos sesenta millones depesetas. La indignación subió como unaola irrefrenable. El Energías aparecía ydesaparecía, repartía consignas al oídode ciertos elementos, llevaba luz en losojos. Francisco, escoba en mano, loobservaba todo sin que se le escapase laactitud vigilante y tensa del llamadoHierro y de otros cuantos biencaracterizados entre los obreros.

Poco antes del mediodía apareció

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Oscar Raba. Venía de la reunión que eljurado de empresa acababa de tener conel jefe de personal y otros elementos dela dirección. Nada más entrar en eltaller alzó los brazos y, en unossegundos, se hizo un silencio másaudible, por lo insólito, que todo eltumulto allí habitual.

—¡Amigos! —empezó.—¡Las cosas claras! —le

interrumpió el Energías, abriéndosepaso hacia él.

—Todo inútil.En el rostro del hombre se leía la

decepción.—¿Qué quieres decir?

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—Se niegan en redondo. De lopasado no quieren saber nada.

Con una agilidad pasmosa, elEnergías se encaramó sobre una grancaldera. Desde allí abarcó el auditorioque se había ido congregando.

—¡Compañeros! —gritó—. ¡Hastaahí podríamos llegar! ¡Estamos dentrode la legalidad! ¡Hay una sentencia afavor nuestro!… ¡¡Todos frente a ladirección a la hora de comer!!

En aquel momento llegaba Rufino,con su cara de aguafiestas, abriéndosepaso sin contemplaciones.

—¿Qué haces tú ahí? —gritó.—Ya lo estás viendo. Contemplo el

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panorama.Grandes y exageradas risas corearon

la salida.—¡Baja de ahí, Energías, o te va a

costar caro!—¿También tú estás por la

inflación?Gritos de «¡fuera!», «¡fuera!», se

oyeron por todas partes, mientras vocesanónimas, pero resonantes, decían:

—¡A la dirección!—¡Todos al patio!—¡Como un solo hombre!Algo similar debía de estar

ocurriendo en todas las demássecciones, porque al tiempo que salía,

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en medio del bullicio de suscompañeros de trabajo, Francisco viosurgir por todas partes grupossemejantes que confluían en el granpatio, ante las oficinas. Muy prontocalculó en varios miles la multitud quese había congregado.

En un principio aquello parecía unafiesta, algo así como la gente que seagolpa para presenciar algún granespectáculo deportivo. Tras los altoscristales de la fachada frontera, seadivinaban las caras de losobservadores; pero ninguna ventana seabría para hacer frente a la masa. Losgritos empezaron a cruzar el aire, al

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mismo tiempo que otras voces pedíansilencio y orden.

—¡Justicia!—¡El derecho está con nosotros!—¡Basta de explotación!—¡Silencio, silencio!—¡Entremos nosotros!—¡Adentro, adentro!—¡Orden, compañeros!Pero, entonces, se abrió un hueco en

la pared de cristal y una figura se asomóal exterior. Era don Federico. Enseguida se podía apreciar que estabaenfadado. Alzó la mano y se hizo desúbito un silencio expectante.

—Ignoro lo que queréis ahora —

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empezó.Pero una voz segura de sí misma

interrumpió.—¡Mentira!Era el Energías. Don Federico

siguió, sin mirarle.—No vamos a tratar con la masa.

Sea lo que sea es cosa que debe plantearel jurado de empresa.

—¡El jurado de empresa —volvió elEnergías— ya pasó la mañana conustedes!

Esta vez don Federico se volvió dellado del interpelante y le miró despacio.Luego dio frente al centro del patio ygritó:

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—¡Deben disgregarse ahora mismo!¡La empresa jamás obrará bajocoacción! Estamos dispuestos a recibir aun grupo pequeño, pero antes hay quedesalojar el patio.

Un espontáneo griterío se alzó de lamultitud. Los rostros se habían puestotensos. Don Federico cogió los batientesy cerró con fuerza. Francisco advirtió enel aire una carga peligrosa que no habíaal principio. Nadie parecía dispuesto amoverse de allí y la escena seprolongaba entre voces discordes,discusiones y gritos. El llamado Hierrose abrió paso hasta el cura.

—¿Qué te parece?

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Era la primera vez que le dirigíapropiamente la palabra.

—Esto no es cosa mía.—¡Con qué sales!… Política

vaticana, ¿eh?A Francisco le hirió aquella sonrisa.—Quiero decir que este conflicto es

anterior a mi llegada a la fábrica.—De acuerdo. Pero hay que estar

con unos o con otros. ¿Tú estás conéstos o con los de arriba?

—Yo estoy con la razón.—¿Sí?… Y con ése evangelio que

profesas, ¿crees tú que la razón puedeestar alguna vez del lado de los ricos?

—¿Conoces el evangelio?

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—Un poco.—¿Y te parece que con él se puede

estar al lado de los comunistas?—¿Por qué no?—Muy sencillo. Porque el evangelio

es amor…Pero, en aquel momento, una confusa

exclamación colectiva llenó el ambientedel patio, como un hondo suspiroexhalado por un monstruo. Por cada unade las esquinas, y de manera simultánea,había hecho su aparición la fuerzapública Nadie se movió y se hizosilencio. Los guardias, en cuatro gruposcompactos, parecían esperar. Fueronunos segundos largos. La voz del

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Energías rodó sobre las cabezas. Habíasido izado a hombros de un fornidotrabajador.

—¡Compañeros! —gritó, y nadiehizo ademán de impedirle discursear—.Nuestro litigio no es con la autoridad,sino con la dirección. Si aquélla nosinvita a disolvemos, lo haremospacíficamente, bien entendido que,frente a la dirección, seguimos en pie,inconmovibles. Tened serenidad. Laviolencia nos haría perder en parte larazón. El jaleo, eso es precisamente loque están esperando esos de ahí arribaNo les daremos por el gusto…¡Compañeros!… ¿Verdad que tenéis

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mucho apetito?Una ovación coreada por grandes

risas fue la cosecha que obtuvo elEnergías con sus palabras finales. Cedióla tensión y la gente comenzó adispersarse entre toda suerte decomentarios. Los obreros pasaban juntoa los guardias, que se hacían a un ladocon no disimulada satisfacción.

Oscar Raba se emparejó conFrancisco, camino del comedor.

—Tendrán que entrar por el aro.—¿Es clara la sentencia?—Según nuestro abogado, sí.—Entonces…—Una sociedad anónima es como un

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monstruo de muchas cabezas, pero delas que no se ve ninguna.

—¿Qué quieres decir?—¡Que te llevas cada sorpresa!

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6—¿Y ahora qué?Tonchu, con los brazos en jarras,

contemplaba al padre Quintas, quecerraba un pequeño maletín de mano.

—Es sábado.—¡Vaya una razón! ¿Te vas de

juerga?Francisco se incorporó. Quería a

Tonchu más de lo que dejaba entrever.—Tengo que ir a dormir a la casa

rectoral.—¡Ah, el señor obispo! —exclamó

el chico haciendo una grotescareverencia.

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—¿Tienes miedo a dormir solo?—Puedo avisar a Canela.—No sientes lo que dices; pero no

puedes menos de decirlo. Es más fuerteque tú.

—¡Y un jamón que no lo siento!—Tonchu…—¡Déjate de sermones! La moral

está bien para los ricos; pero si alobrero le quitas…

Francisco le cortó.—¡Calla! —y, en seguida, con una

suave voz—: Olvidas que el que enseñóesa moral era un obrero. No se trata deprivarte de lo que hay de bueno en eso.Hazte un hombre y tendrás una mujer;

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pero no una cualquiera, sino la madre detus hijos.

—Y mientras tanto a ayunar, ¿verdadque sí? ¡Pero yo no soy cura!

—Tonchu, Tonchu…Le miró a los ojos. Lo hizo sin

reproche, y, sin embargo, el chico bajóla vista y dijo:

—Perdona.—Ni por esto, ni por mil veces esto,

padecería nuestra amistad.—Ya lo sé.—Vamos, alegra esa cara.Tonchu tenía estas cosas. Era

versátil, impulsivo, apasionado. Levantóla cabeza, se echó a reír y dijo:

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—Está bien, «padre», en vez de lootro rezaré el rosario.

—Ten cuidado que me lo creo.Se apresuró por la escalera, pues

tenía que andar un rato hasta llegar a laparroquia. Estaba ésta situada lo que sedice al borde del suburbio y con lafachada principal abierta a la granavenida que, en poco tiempo, había sidoflanqueada por edificios de granempaque y de suntuosos interiores. «Lesfastidiará que me presente sin sotana».Llevaba un grueso jersey negro, decuello alto, y una zamarra imitandocuero por encima. «Me la pondré nadamás llegar. Es curioso, pero tengo que

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reconocer que me fastidia llevarlaencima por aquí». Iba a buen paso y levolvió el recuerdo de Tonchu. Un chicoa medio pulir, eso era cierto. Pero laobra iba adelante, poco a poco, y estabaseguro de que en él siempre sería mejorla realidad que la apariencia. Cuando ledijo: «Tengo un sitio para ti, si teinteresa», no estaba seguro en absolutode que no le fuera a salir con una de lassuyas; pero el aprendiz se quedó comopetrificado. «¿Por qué?», preguntó, y ensus ojos estaban todas las sospechas, almismo tiempo que el deseo y elagradecimiento.

«Si crees que en todo lo que se hace

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ha de haber un interés, puedes pensarque Cristo dijo: “Lo que hiciereis poruno de estos pequeños, por mí lohacéis”. Ayudarte a ti, por consiguiente,es una buena inversión». La mirada deTonchu se enfrió. «¿Sólo es por eso?»,preguntó. «¿Te parece poco?… Pero siprefieres pensar que te tengo simpatía,que deseo ayudarte, no andarásdescaminado». Hubo unos instantes desilencio y el chico inquirió: «¿Y acambio?» Francisco abrió los brazos.Nada dijo. No hablaron más; pero,entrada la noche, se oyó llamar a lapuerta del padre Quintas. Tuvo queecharse de la cama para abrir. En el

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descansillo esperaba el muchacho.«¿Tú?». «Hola», dijo él. Traía unpequeño saco sobre el hombro y señalesde golpes en el rostro. «No me volverána pegar más», añadió. Francisco abrióde par en par. «Pasa». Lo hizo así,dejando caer al suelo la bolsa en quetraía sus pertenencias. «¿De verdad mepuedo quedar?». El padre señaló alrincón. «Ahí tienes tu cama». Los ojosde Tonchu reflejaron asombro. «¿Meesperabas?». «Ya lo ves»… Y, derepente, el chico se desmoronó. Fuecomo si saltasen los diques de laslágrimas. Se arrojó sobre el camastro ymetió la cabeza entre los brazos, al

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tiempo que los sollozos le sacudían elcuerpo como ondas de punta a punta.Francisco dominó la tentación deponerse sentimental. «Te haré café —dijo— y no te importe llorar un rato.Eso es bueno y te descansará». Pasó alotro cuarto, donde tenía un hornilloeléctrico, y dejó solo a Tonchu para quese desahogara. Hizo tiempo y, a lavuelta, lo encontró sentado, con lacabeza entre los puños y el gesto hosco,pero sin llorar. «Toma esto», le dijo;pero él no hizo ademán de coger la taza,«¡malditos! ¡Me las pagarán!». «¡Vamos,Tonchu, deja en paz lo ya pasado! ¡Hoyempiezas de nuevo!». Pero el chico se

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encorajinaba por momentos. «¡A esechulo de m… le rasgo la barriga antesde un año!». «¡Calla!». «¡Y a mimadre…!!!». Francisco le tapó la bocafirmemente con la mano libre y Tonchuse dejó hacer. «Bebe», le dijo luego. Yel chico obedeció. Ya había llovido unpoco desde entonces…

—Paco…—Ah, hola.Era Paulino, el Campanilla, un

militante de la HOAC a quien su pocapresencia física y su condición deantiguo monaguillo, conocida por todos,le habían endilgado el mote que ya eramoneda de curso legal en aquel barrio.

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—No ves a nadie.—Voy con prisa.—¿Se puede saber adónde?—¿Por qué no? Voy a la rectoral.—Te acompaño hasta el cruce.

¿Vale?—Vale.Se le emparejó, con su andar

nervioso y corto. Campanilla veneraba aFrancisco. Tenía un corazón simpleCampanilla y una grande hombría debien.

—Ya sabrás lo que se rumorea.—Tú lo sabes siempre todo antes

que yo, de modo que desembucha.—Me refiero al expediente que

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colea hace tres meses.—¿Qué hay con él?—Va a haber despedidos.—¿Quién te lo dijo?—Pregúntaselo a Raba.Francisco tenía su particular

información. A medida que había idopasando el tiempo, y de una manerapaulatina, había sentido que el terreno sehacía más firme debajo de sus pies.Todo fue que los obreros empezaran apercatarse de que «no había gatoencerrado», como decían al principio.De ahí a unos tímidos primeroscontactos personales, no hubo más queun paso. No era buscado como

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sacerdote; pero sí como hombre de unainnegable instrucción superior que podíaechar una mano a la hora de escribir unacarta, llenar un formulario o redactar undocumento.

—Hay mar de fondo —siguióPaulino—. El Energías está con un piefuera, como quien dice.

—Esperó que no lo hagan.—Lo mismo digo.—¿Y el jurado de empresa?—La cosa creo que anda ya por la

Magistratura.—Malo.Llegaban al cruce. A pocos pasos

estaba la Avenida. Bruscamente se

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pasaba de un mundo de bloques baratosy calles de barro, a una pista de pulidopavimento y de soberbios edificios. Yase veían allá enfrente cruzar raudas lasluces fugaces de los coches.

—Te dejo aquí.—Adiós, Paulino.—Hasta mañana.El padre Quintas siguió solo. Le

costaba trabajo aquel cambio de lossábados. «He de ser ponderado. Nadietiene la razón toda entera. Si deseo quese me comprenda, yo debocomprender». Iba a buen paso,ensimismado y cabizbajo. «Me parecetan pequeño, tan insignificante, todo lo

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de éstos». Se refería al clero parroquial.Una mujer cruzó sobre sus altos tacones,enfundada en un traje ceñido, ydesapareció por un callejón de laderecha Se acordó de Canela. Estabapreocupado con el Navajas. No ladejaba en paz, según decía ella. YCelestino Corcuera no era un crío comoTonchu. «Le tengo asco, ¿sabes?», dijola chica la primera vez que le habló deello. Pero no se llamaba a engaño sobrelos ascos de Canela. Pili Bardales eraalgo sumamente primitivo y natural,donde las pasiones extremas, en sumisma elementalidad, se daban la mano.«¿Qué pasa con él?», le preguntó. «Que

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es un pelma». «¿Sólo eso?». Se puso enjarras la chica y exclamó: «¡Vamos, yame entiendes; que no estoy por lalabor!». La puerta de la rectoral, en laesquina de la Avenida, se alzaba ya anteél, cerrada a cal y canto. «¡Si no son lasnueve y media!». Llamó al timbre yesperó sin soltar el maletín.

—Ah, don Francisco.—Buenas noches, Ana. ¿Están

cenando ya?—Dentro de media hora. Tocaré la

campana.Los sacerdotes de la parroquia

vivían en comunidad y, aunque entrabany salían libremente, don Jacinto

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Retuerto, el párroco, gustaba de uncierto ambiente conventual, por lo que, aciertas horas, Ana, el ama de llaves,hacía voltear la campanita que colgabajunto al reloj de pared que había en elpasillo. El padre Quintas fuedirectamente a su habitación de los finesde semana y se alegró en su fuerointerno de que nadie le viera allí deaquellas trazas; porque en el barrio y enla fábrica, la sotana le hacía sentirseextraño, pero el verse sin ella en la casarectoral le daba la sensación de estardesnudo todavía. Se miró al espejo,vestido ya de cura, y se pasó el peinereiteradamente. «Tengo que cortarme el

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pelo». El vicario le había puesto malacara una vez porque no llevabacoronilla. «Y dentro de poco no será enEspaña más que una reliquia, comoocurre en otras partes». Cuando sonó lacampana se pasó el cepillo por loshombros, rectificó el alzacuello—«cuidado que es molesto», se dijo— yse presentó en el comedor.

—Buenas noches a todos.—¡Hombre! —dijo el párroco—.

¡Aquí está el proletariado!Era un cordial recibimiento, pues las

palabras fueron dichas por unos labiosabiertos en sonrisa y sin segundasintenciones. Estaban todos, es decir:

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además del viejo don Jacinto, los doscoadjutores, Sergio Pruneda, de medianaedad, y el recién salido, entusiasta y casibarbilindo, José Manuel Arce; cada cualen su puesto de la mesa. Francisco sesentó y en seguida empezó el fuego. Supresencia, al fin y al cabo, era unanovedad al final de la semana.

—Hubo muchas confesiones estatarde. Hubieras hecho falta.

Era Sergio, o sea, la oposición. Unbuen hombre, en realidad, pero bienchapado y calafateado contra cualquierintento de vanguardia.

—Tuve horas extraordinarias.Salimos tarde y es difícil pasar de allí a

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aquí directamente.En torno a aquella mesa todo el

mundo sabía el terreno que pisaba.—Qué, ¿muchas conversiones esta

semana?Francisco miró a Sergio despacio,

mientras se llevaba la cuchara a la boca.—Es una pregunta cuya respuesta

conoces, ¿no es verdad?—Desde luego.—¿Para qué la haces, entonces?—¿Ya empezamos? —dijo don

Jacinto levantando levemente la cabeza,en cuyos ojos brillaba una chispita decólera.

—Repudio con todo mi ser la

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contabilidad en el apostolado —siguióFrancisco—. Es Dios quien convierte,no los hombres. Y el instrumento queDios maneja no se recomienda por elresultado, ya que Dios puede hacermaravillas con una pésima herramienta,o no querer hacer ninguna con otramaravillosa. Así que vamos a dejar esetema de una vez por todas.

—Pero es Dios el que dijo: «Por susfrutos los conoceréis»…

Sergio tenía eso, que era teme en ladefensa de sus puntos de vista.

—Es cierto —replicó aquél—, perohay especies que fructifican a lasinmediatas, mientras que otras necesitan

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muchos años. Y, además, ¿por qué nodejas que sea Dios quien me juzgue?

—Eso es verdad —dijo JoséManuel, y fue como si las palabras se lehubiesen escapado de la abundancia desu corazón.

—Tú eres muy joven para opinar enesto —fulminó Sergio, sin siquieramirarle.

Era sabido que el segundo coadjutoradmiraba sin límites a Francisco, aunqueno solía atreverse a enfrentar susopiniones con las de los mayores de lacasa.

—Déjale —saltó éste—. Él es tancura como tú y como yo. Ha estudiado

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los mismos años que nosotros, demanera que bien puede expresar unaopinión.

—Sí, pero de sobra sabes tú que laexperiencia no se enseña en elseminario.

—¡La experiencia!… Ya salió.¿Nunca se te ha ocurrido pensar cuántachata rutina pasa como buena moneda,disfrazada bajo el nombre deexperiencia?

Don Jacinto, que muchas veces hacíarancho aparte ante las controversias desus coadjutores, extrajo un papel de suinmenso bolsillo y procedió sin más arepartir las tareas del domingo, cortando

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aquella conversación.—Y tú, Francisco —terminó—,

dirás la de siete y la de una; y predicasen las dos, aparte las confesiones.

Hubo un silencio en que sólo se oyóel ruido de los cubiertos y el ir y venirdel ama en torno a la mesa. Pero enseguida volvió Sergio.

—Al paso que vamos, un cura que seatenga a los cánones, que haga las cosascomo están mandadas, sin indultos niexcepciones, va ser un bicho raro, yaveréis.

—No tienes por qué preocuparte; deser como tú dices, cambiarían loscánones y las cosas se mandarían de

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otro modo.—No digáis tonterías —exclamó

secamente don Jacinto—. Nada esencialpuede cambiar.

—Estoy de acuerdo —comentóFrancisco.

—¡Quién lo diría! —saltó Sergio.—Es que tú tomas por esenciales

cosas que no lo son.—Por ejemplo…—¿De verdad quieres una

respuesta?—Sí.—Pues toma nota: la sotana, el

tratamiento, la «dignidad» entendidacomo tú la entiendes, el apostolado

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vinculado al templo, la noveneríatradicional…

Sergio aprovechó el primer respiropara comentar con acritud:

—Pues desprende a la Iglesia detodo eso y verás lo que te queda.

—Precisamente lo esencial.—¡Basta! —cortó don Jacinto

mirando a uno y a otro—. Estáis siempredando vueltas a lo mismo. Y tú dejatranquilo a Sergio, que sabe lo que hace.

—¡Si no deseo otra cosa! No soy yoquien pretende llevárselo a la fábrica.Es él quien quiere retenerme en laiglesia. ¿O no es así? —preguntómirando a su colega.

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—Eso es cosa tuya que a mí ni meva ni me viene.

—Pues no lo parece, amigo.—A ver, Ana —dijo el párroco—,

sirve una copita en honor de donFrancisco.

Hubo una distensión en el ambiente yse dijeron cosas triviales hasta que JoséManuel preguntó aquello.

—Escucha, ¿cómo tratas tú al obispocuando te llama?

—¿Yo? —dijo Francisco—. Deusted, naturalmente.

—Lo que hay que oír —comentó donJacinto desde la cima de sus dócilessetenta años.

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—¿Qué esperaba? —añadió Sergio.—Les contaré una cosa

completamente verídica —siguióFrancisco—. Todo el mundo sabe elhumor que tenía Ríos Aguirre, el obispodifunto. Pues en una ocasión en que,convaleciente, era agasajado por elgobernador, con mucho tratamiento, a lapregunta de éste: «¿Cómo se encuentravuecencia?», respondió: «Hombre, unpoco acatarrada, pero mucho mejor».

José Manuel soltó la risa, siendo elblanco de la adusta mirada de Sergio,que comentó:

—A mí no me hace gracia.—Pues a mí me hizo muchísima

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cuando me lo contaron.—Ríete de las formas y muy pronto

te estarás riendo dé los contenidos.—¿Por qué?—Porque, gústete o no, las formas

son indispensables. ¿Qué sería delpensamiento sin las palabras y losgestos?

—Nadie ha hablado de prescindir delas formas, sino de sustituirlas, en todocaso, por otras más adaptadas yeficaces.

—Nunca me convencerás de que unose ordena sacerdote para pasar lo mejorde la jornada agarrado a una pala omanejando un torno, que es lo mismo

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para el caso.—No, tienes mucha razón. Nunca te

convenceré.Pero Sergio no era hombre para

dejarse afectar por la sutileza de laironía.

—¿Por qué hablamos, entonces?—Eso digo yo, ¿por qué hablamos?

No me dirás que sea yo quien saque eltema.

—Señores, me retiro —dijo donJacinto, que hacía bastante rato que noescuchaba, haciendo números en unospapeles.

Francisco, encerrado en su cuarto,no tenía paz interior. «Es curioso que la

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pierda aquí, precisamente». Eran esascontroversias con el coadjutor las que ledejaban tan mal sabor de boca. Milveces se prometía no apasionarse en unacuestión opinable, al fin y al cabo, pormás que se creyera en la razón; pero,ante Sergio, ante su psicología enteriza,sin grietas, sin flexibilidad, siempreacababa por excitarse, por intentar herircon la dialéctica y por sentir un gocedesmedido con cada minúscula victoria.Cayó de rodillas en el reclinatorioporque necesitaba pedir perdón. «Si voya vanagloriarme del sudor de mi frente,si me voy a creer héroe, si voy amenospreciar a los demás, si…, estoy

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perdiendo el tiempo». Unos golpecitos ala puerta vinieron a sacarle de surecogimiento cuando ya bogaba maradentro, perdido el contacto con elmundo exterior y con las mismas oscurassensaciones provenientes del propiocuerpo.

—¡Adelante!Era José Manuel.—¿Puedo entrar?—Pasa, hombre.Lo hizo así, cerrando con cuidado.—Francisco, sabes bien que no

siento como ellos.—No tiene ninguna importancia.—No veo por qué te han de amargar

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la existencia.—¿Te refieres a Sergio?—Sí.—Él piensa de otra manera.—Pero eso no le da ningún derecho

a…Francisco interrumpió.—Escucha, José Manuel. Sergio lo

entiende de un modo; yo, de otro.Discutimos un poco, es cierto. Pero yaestá; no pasa nada.

El joven guardó silencio un rato.Luego habló. Se veía que le costabatrabajo hacerlo.

—Oye una cosa… ¿No podía yoirme contigo?

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Con verdadera sorpresa:—¿A la fábrica?—Sí.—Quítatelo de la cabeza.—Pero ¿por qué?—¿Crees que te darían permiso?—Si tú lo pides…—Desengánchate, chico. Sabes lo

dificultosamente que lo consigo yo.¿Cómo diablos se te ocurre que te iban adejar?… Pero ¿cuántos años tienes tú?

—Veintitrés.—Ni siquiera los aparentas todos,

conque, figúrate.El coadjutor bajó la cabeza,

contrariado y confuso.

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—No sabía que ser joven era algoasí como una enfermedad.

—¿Qué hablas de enfermedad? Serjoven es tenerlo todo a favor. Es sumarmás posibilidades que nadie. ¡Si es lomejor del mundo!

—Con tal de que se cuente con uncarro de paciencia.

—Alza esa cara, hombre; cuando yoera como tú, ni siquiera decía misa.

—¿Y eso qué tiene que ver?—Que la misa es, sin comparación,

lo más importante, lo más eficaz, lo másgrande de cuanto hago cada día. Y túdices misa igual que yo.

Cuando Francisco quedó a solas ya

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era tarde y la cama le atraía como puntode destino delicioso para una jornadadura de trabajo físico y mental.

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7Aunque parezca paradójico, la bazaprincipal en la aceptación del padreQuintas por parte de los obreros lajugaron los comunistas, o, lo que es lomismo, su cabeza visible en la empresa,compuesta por el llamado Hierro y porun tal Salmones, de nombre Higinio, sibien todo el mundo le llamaba por elapellido, sorprendentemente instruidopara su condición laboral, y siemprecorrecto en la palabra y en el gesto.

—El otro día apenas nos dejaronhablar.

Era Hierro y se refería a las cuatro

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frases cambiadas durante la masivaconcentración ante las oficinas.

—Es cierto.—Te voy a presentar a un amigo.

Higinio Salmones. Está en los hornos.—Encantado.Era al aire libre, después de la

comida. Aquellos hombres no parecíantener interés en que el diálogo pasaradesapercibido.

—Queríamos decirte que vemos conagrado tu presencia entre nosotros —dijo Hierro.

—¿Y eso?—Tú eres cura, ¿no?—Sí, y os advierto que sé cómo

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pensáis, por lo que me extraña…—No hay nada de extraño —

interrumpió Hierro—. Nosotrosbuscamos la colaboración de todos losgrupos de buena voluntad.

Francisco estaba en guardia. «Demanera que ya están éstos…»

—Os advierto que a mí la políticame deja frío.

—¿Quién habla de política? —repuso Salmones—. Hay mucho quehacer sin necesidad de invocar a lapolítica.

—¿Por ejemplo?—Promover la justicia social, sin ir

más lejos. ¿No estás tú por la justicia

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social?—Si se entiende como es debido,

desde luego.—¿Entonces? —inquirió Hierro.—Es que con la justicia social pasa

como con la democracia y como contantas cosas, que todos la invocan, perocada uno la entiende luego a su manera.

—Por eso, para llegar acomprenderse, se precisa el diálogo.

—Eso es cierto.—Sin embargo hay en vuestras filas

quien se niega a él de una formasistemática.

—Es propio de escarmentados, ¿noos parece?

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No se dieron por aludidos.—Juan XXIII abrió una puerta al

diálogo —dijo Salmones.—Habiendo buena fe, buena

voluntad, se puede dialogar con todo elmundo.

—¿Y no las ves en nosotros?Francisco les contempló unos

instantes. Luego dijo:—Como personas no puedo deciros

nada, porque no os conozco. En cuanto avuestra idea…

Fueron unos puntos suspensivos muyexplícitos.

—Yo, por ejemplo, no dudo de tubuena fe —allanó Salmones—. ¿Dudas

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tú de la nuestra?Lo pensó antes de contestar. Sabía

que pisaba un terreno comprometido,pero de ninguna manera estaba dispuestoa dejarse llevar por el tópico fácil.

—No. En principio no dudo devuestra buena fe; lo que pasa es quevuestra buena fe versa sobre una fe conla que estoy en completo desacuerdo.

—No juegues con las palabras —dijo Hierro, molesto.

—Calla —le opuso Higinio, mássutil—. Lo que dices es completamentenatural. Nos pasa lo mismo a nosotroscon tu fe; pero eso no nos impide desearvuestra colaboración para luchar por los

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ideales comunes.—¿Y cuáles son esos ideales

comunes?, porque habría queprecisarlos.

—Todos queremos libertad,dignidad y justicia…

—¿Te refieres a las palabras o a suscontenidos?

—¿Por qué esa distinción?—Porque en las palabras estamos de

acuerdo, si quieres; pero como loscontenidos son diversos, según quién laspronuncie, el acuerdo resulta verbalsolamente, a mi parecer lo que noconduce a nada.

Salmones sonrió como tenía por

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costumbre.—Seguramente eres un buen cura —

comentó—; pero tienes la cabeza llenade prejuicios.

Francisco sonrió a su vez.—¿Tú crees? —repuso—. No me

negarás que vosotros llegáis a mí con labodega bien repleta de juicios previos.Vosotros, los comunistas, soisdogmáticos.

—¿Y lo dices tú, sacerdotecatólico?

—Sí, porque hay una diferencia.Nosotros apoyamos nuestros dogmas enla palabra de Dios. Vosotros apoyáis losvuestros en la de un filósofo.

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Salmones se puso serio.—Para quien no cree en Dios puede

ser suficiente un filósofo conclarividencia.

—Quizá. Pero para quien cree, entodo caso, un filósofo resultaevidentemente poco.

—¿Te niegas, pues, al diálogo? —inquirió Hierro en tono adusto.

—No he dicho eso.—Pues lo parece.—Como personas siempre me

interesaréis. El diálogo contigo, ocontigo, así, de hombre a hombre,siempre será grato para mí. El diálogocon vuestro credo, no tanto. Nuestras

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ideologías son irreductibles.—En ese plan tuyo de intransigencia

—comentó Salmones—, desde luego;pero nosotros entendemos que hay unsaludable progresismo entre loscatólicos…

—Lo hay.—¿Y tú, que vienes a la fábrica, que

te haces obrero, no eres progresista?—Claro que lo soy. Pero,

entendedlo. Ser progresista no es cederen cosa alguna esencial; no os llaméis aengaño.

—El capitalismo está podrido pordentro. En realidad sólo hay dos fuerzasen presencia. Cuando se hunda aquél,

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cuando se disuelva en su propio yhediondo excremento, no quedará másque comunismo y cristianismo.

—A mí no me duelen prendas. Nosoy capitalista.

—Lo sabemos. Por eso nosinteresas.

—Pero, ojo. Decir que no soycapitalista no es decir que soyfilocomunista o cosa parecida.

Salmones siguió su pensamiento.—Comunismo y cristianismo han de

entenderse por fuerza.—¿Quieres decir por la fuerza?—No; forzosamente…Pero Francisco se mantuvo en su

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idea.—Si dijeras comunistas y cristianos,

en vez de comunismo y cristianismo, tedaría la razón.

—Vuelves a jugar con las palabras—terció Hierro.

—No lo creas.—Explícate.—Comunismo y cristianismo son

incompatibles. No así comunistas ycristianos. Las personas son siempremás flexibles que las ideas.

—Vamos —dijo Hierro conaspereza—, que tú estás por nuestraconversión.

—No he dicho eso, aunque, lo

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reconozco —sonrió—, eso resolvería elproblema.

Hierro era más directo, menospaciente que Salmones.

—¿Ves cómo con vosotros no sepuede dialogar? —dijo.

—Espera un poco; ¿y qué otra cosaestamos haciendo que dialogar desdehace un rato?

—Si llamas a esto diálogo…—Sí, salvo que tú entiendas por

diálogo el que uno se os entregue conarmas y bagajes.

—Ya seguiremos —cortó Salmonesmirando el reloj—, que hay tela pararato. Me interesa hablar contigo.

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—Me encontrarás siempredispuesto.

—¿Lo dices de verdad?—No tengo más que una palabra.—¿Y no te reñirán? —preguntó

irónico Hierro.—Descuida. Ya soy mayor de edad.—No le hagas caso —rio Salmones

—. Hierro es un primario.—No me disgusta que diga lo que

piensa.—Gracias —dijo éste—, lo mismo

digo.Toda la tarde le dio vueltas

Francisco a aquella conversación. «Escurioso, primero ni me miraban, y ahora,

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de pronto, todo el mundo quiere hablarconmigo». Era verdad. Frases como:«tenemos que hablar», «ya hablaremos»,«tengo que hablar contigo» eran algoque se había venido haciendo cotidiano.Una cosa estaba clara, y es que laprimitiva indiferencia había encubiertouna profunda curiosidad. Ningunahumana prenda bastaba para explicaraquello. Pero nada le preocupaba tantocomo la conversación mantenida conHierro y Salmones. Repasaba lo dicho yescuchado, frase por frase, escudriñandolos matices, las posibles intenciones, lasconsecuencias… «Decir que soncomunistas no es decir que pertenezcan

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a una extraña especie con la que notenga que ver la redención de Cristo. Elevangelio dice de Jesús que comía conlos pecadores… ¿acaso no lo hubierahecho con los comunistas? ¿Es uncomunista menos apreciable que laoveja extraviada por la que hay quedejar las otras noventa y nueve?». Conellos no podía ser débil, pero tampocoáspero. Era una línea de difícilequilibrio. «Un comunista, de ordinario,no es un fariseo, ni menos un tibio». Yes a los fariseos a los que Cristo fustigócon acritud, pensaba, y a los tibios a losque Dios habló de vomitar de su boca.Pero ¡cuidado!, querían envolverle,

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mezclarle, interesarle con ellos. Lasfrases «idiota útil» y «compañero deviaje» bailaban ante sus ojos, perosiempre le habían parecido recursosfáciles y demasiado simples de unadialéctica frente a otra… Lo cierto fueque aquella entrevista, aquel dilatadoparlamento que cuantos ojos quisierontuvieron ocasión de contemplar, fuelargamente comentado por los rinconesde la fábrica y, en cierto modo, resultóuna especie de tácito espaldarazo parael cura, ante el masivo estamentoproletario.

Don Federico hizo por cruzarse conél como al acaso.

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—Cuidado con quién se junta, padre.Quedó de una pieza. ¿Tan pronto

había subido la noticia? Pensó enRufino.

—No sé a qué se refiere —mintiósin escrúpulo.

—¿De veras?—Si no se explica…—El peligro para un cura obrero no

son las mujeres, es el marxismo.A Francisco le salieron los colores a

la cara.—Gracias por su desinteresado

consejo —dijo con sequedad.

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8Francisco ocupó el confesonario muytemprano en la mañana del domingo. Eraun menester que le exigía gran acopio depaciencia. Desde que estaba en lafábrica, desde que vivía por dentro de lavida del suburbio, se le hacía muycuesta arriba escuchar durante horascierto tipo de confesiones. Sentía deseosde gritar: «¡Salgan de sí mismos y mirenen torno! ¡Se trata, sobre todo, de amaral prójimo!». La parroquia se llenabacon fíeles del otro lado de la Avenida,con gentes acomodadas, pertenecientes aun distrito sólidamente residencial. «Y

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tienen tan cerca al prójimo… con sólocruzar la calle, ¡un prójimo que losnecesita!». Pero la Avenida era unafrontera, un telón invisible. Vivir a uno oa otro lado de la misma era definitivo. Yél se impacientaba esperando a lospenitentes que vinieran a acusarse de noamar a los demás; pero era en vano. Unotras otro seguían con su pequeño mundo,con sus mentiras, con susincumplimientos externos, con sus cuatroporquerías… Había mandamientos«afortunados» a los que todos hacíanreferencia; pero nadie venía a acusarsesimplemente de no amar a los otroscomo a sí mismo, que era, al fin y al

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cabo, resumen, compendio y clave delverdadero cristianismo. ¿Había, pues,que concluir que todos aquellos fieles,siendo un tanto remisos en la castidad,eran perfectos en la caridad?«Compadezco de corazón a los buenoscuras que se pasan cada día horas yhoras sentados en el cajón; su trabajo esmás duro que el mío con laherramienta».

—Me acuso también de algunasimpaciencias…

Era una señora quien hablaba.—Pido perdón, también, por todos

los pecados de mi vida, en especial dehaber hecho cosas feas…

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Era un muchacho de saludableaspecto.

—Y de dar malas respuestas a mimadre.

Ahora hablaba una chica.—Cogí dinero en casa, pero no

mucho…—Me pasé con la novia, dos

veces…—Le tengo rabia a la monja de mi

clase…—Me dan dinero para el taxi y yo

voy y cojo el Metro y el dinero me loquedo…

—Tengo muy malos pensamientos…—Es que ella…

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—Y miradas…A las dos horas de aquel ejercicio,

Francisco se sentía flotar en una nube deaburrimiento, por más que hacíaesfuerzos a fin de mantenerse atento. Erapoco amigo de echar discursos en elconfesonario. No conocía a aquellasgentes. Imaginaba que no volvería averlas. Sentía que no deseaban de él otracosa que la absolución por vía rápida. Yél se la administraba a uno tras otro.

Un monaguillo vino a llamarle parala misa. Fue como una liberación. Poraquel domingo había terminado. En elaltar, cara al pueblo, dejó vagar la vistamientras preparaba los corporales. A

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aquella hora tardía la asistencia era muycaracterizada. «Uno de los míos —pensó— pintaría aquí tan poco como unasardina en una lata de salmón». Estepensamiento se le hizo obsesivo durantela lectura de la liturgia correspondienteal día. De una manera confusa ysimultánea a la atención indispensabledebida a los textos, imaginaba a losoyentes como grandes, lustrosos y muycaros salmones, colgados verticalmentesobre los bancos. En su momento volvióa abrir las manos para decir:

—El Señor esté con vosotros.Sin habérselo propuesto, sintió lo

que estaba diciendo y volvió a mirar a

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la gente como a seres humanos. «Si suproblema —se dijo— consiste en ver alprójimo en los míos, el mío está enverlo en ellos». Y pidió perdónmentalmente por el despego que sentíahacia los presentes, confesándose que lacaridad no podía ser clasista y que sinduda él no venía a ser mejor que muchosde los que le miraban. La iglesia, aaquella hora, se había llenado siempre;pero estaba fuera de duda que laconcurrencia se sentía especialmenteatraída por la predicación del curaobrero. La noticia de su presencia en laparroquia se había corrido hacía tiempopor el barrio residencial, haciendo

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menear muchas cabezas y despertandosuspicacias, al mismo tiempo quecuriosidades.

—Estos curas de ahora se empeñanen buscar tres pies al gato —dijo donCosme, de profesión «sus consejos»,con un buen paquete de acciones en laempresa de Francisco.

Tomaban el aperitivo al lado de lapiscina familiar, en la que chapoteabansus hijos y los amigos de sus hijos.

—¿Pero, es cierto que está deobrero? —preguntó su cuñada, unarubia, todavía de buen ver, separada trasunos años tormentosos de matrimonio.

—Como lo oyes.

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—Quiero decir de obrero tal, comoesos pobrecitos…

—Pilar —terció la mujer de donCosme—, esos pobrecitos, como dicestú, ganan hoy sus buenas pesetas, quenunca estuvo el obrero como hoy. Loque pasa es que, cuanto más se les da,más piden.

—En eso, ¿eh Cosme?, allá nosandamos todos —dijo Felipe, el socioantiguo, el amigo de la familia.

—Eso siempre fue así —respondióel aludido—: pero tú me dirás lo quepinta un cura en una fábrica, porque,vamos a ver, ¿qué pretende? ¿Qué va asacar de ahí?

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—Revolver a los otros; eso estáclaro —dijo su mujer.

—Chica, ¿tú crees? —repuso lacuñada tomando el vaso con el meñiqueerecto.

—A ver si no.—Pero dicen que en Roma…—¡No me toques a Roma! ¡Estamos

buenos por ese lado!—Mujer, no hables así.—Tú me dirás. Desde que

empezaron con los cambios, todo vamanga por hombro, o es que no te dascuenta…

—Lo que pasa —dijo don Cosme—es que estos curas jóvenes no saben lo

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que fue aquello. No vivieron el 36. ¿Quéquerrán? ¿Que volvamos a las andadas?

—Pues a mí me han dicho —insistióPilar— que es muy buena persona.

—¿Y eso quién lo sabe?… Además,buenas personas lo somos todos —comentó el consejero con el mayoraplomo.

—¡Chicos, chicos! —gritó la señorade la casa—. ¡No achuchéis a lospequeños! ¡Las bromas fuera del agua!

Los cuerpos lampiños y relucientesse zambullían y volvían a surgir llenosde un incansable júbilo vital.

—Yo hablé con Federico —dijoFelipe serio ahora—. Parece que el tal

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cura es un hueso duro de pelar.—¿A qué Federico te refieres? —

preguntó ella.—Es el jefe de personal. Aquel

ingeniero de Murcia que te presenté encasa de los Arana —explicó don Cosme.

—Ah, sí. El marido de la cursilonaaquella, ya recuerdo.

—Al parecer charla con elementoscomunistas —siguió Felipe.

—¿Ño os lo digo? —recalcó laseñora, pasando una bandeja apetitosa,llena de deliciosos caprichos—. Loscurás y los comunistas de la mano. ¡Eralo que nos faltaba por ver!

—No me explico en qué están

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pensando los prelados —dijo donCosme, retrepándose en la silla dejardín.

—Querrán que todos seamos pobres—repuso aquélla con despecho—,porque otra cosa…

—Mujer —dijo conciliadora lacuñada—, ricos y pobres los hubosiempre. Está en el evangelio.

Felipe se echó a reír.—El evangelio es un libro

encantador —dijo—, pero, seamossinceros, para la vida de ahora ya no nosvale.

—¡No tanto, no tanto! —protestó laseñora.

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—Mira, Engracia —siguió él,festivo—, el evangelio dice quebienaventurados los humildes y losmansos… Tú me dirás a dónde vas coneso hoy, dado como está la vida. Y diceque ellos poseerán la tierra, pues,¡menuda!, tal como se está poniendo elmetro cuadrado…

—No seas ganso, Felipe.—La verdad, Engracita, la verdad.

Y, en cuanto a los ricos, recuerda…¿cómo era aquello del camello y del ojode la aguja?

—No desbarres. Lo que hay quetener, eso sí, es pobreza de espíritu.

—¿Con qué se come eso?

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—Os salís de la cuestión —precisódon Cosme—. Hablábamos del cura ese.

—¿Queréis que os diga lo que es?—dijo la señora con decisión.

—¿El cura? —preguntó la cuñada.—Sí, el cura.—Dilo, mujer.—Muy sencillo. Es uno de esos

tontos útiles de que hablan losperiódicos.

—Para mí que de tonto no tiene unpelo —dijo Felipe.

—Espera un poco —opuso donCosme—. Ya verás tú cómo loenvuelven; ¡si lo estoy deseando! Seráuno de esos listos de seminario, ya lo

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verás. En la vida práctica, nada. Si no,al tiempo.

Una gran parte de la asistencia a lasmisas tardías pensaba de forma parecidaa don Cosme y su círculo. Francisco losabía. Por eso se le hacía más fácil amara los obreros, aunque fuesen comoSalmones y Hierro. Los encontraba másauténticos y más en acuerdo profundocon su credo.

Leído el evangelio tenía que hablarunos minutos. Miró a la concurrencia.No les iba a gustar lo que pensaba decir.Por un instante se sintió roca deacantilado, ante un mar agitado decabezas que buscaban inquietas su

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acomodo, su particular ángulo de mira…—Creced y multiplicaos. Ahí tenéis

el texto de la primera ley dada a loshombres. Dios inventó la familia Luegovino Cristo, hizo del matrimoniosacramento. Ahora llegamos nosotros,inventamos el tópico de «la familiacristiana» y vivimos de rentas.

Había ruido en la iglesia; eseparticular zumbido de la multitud quebulle tomando posiciones.

—Él podría llamarse don José… esun nombre como otro cualquiera. DonJosé es «un cristiano padre de familia»,con derecho a tener en su día hasta notanecrológica en la prensa. Don José en un

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lustroso burgués, a pesar de que conoceel evangelio… es decir, «el evangeliode don José», un evangelio razonable ysensato, con pajaritos y palomas…

Un silencio profundo total, acababade producirse en el templo. Nadie semovía ya.

—Don José es cofrade de esto ymayordomo de lo otro. Don José recibepalmaditas en la espalda, de parte de supárroco, y hace ejercicios espirituales«para hombres». Don José salecualquier día en los periódicos. Allí sele llama «honrado industrial» aunque suscontabilidades están llenas de secretos;«digno esposo», aunque… ya sabéis lo

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que le pasa a don José; «padreejemplar», aunque ni quiso ser padre delos hijos que debía haber tenido, niresulta ejemplar para los que, de hecho,tuvo. Don José no falta a la misa deldomingo, pero ¡ay, si no yendo a misa sepudiera conseguir otro consejo más!Don José va por la vida con una camisasiempre impecable; y casi siempre conunos sucios pensamientos en la cabeza yunos deseos de la más ínfima extracción.Don José dice a los pobres «No tengosuelto», y, en el fondo, es verdad. Tienedinero, pero no lo tiene suelto, es cierto,sino cogido, increíblemente cogido. DonJosé tiene muchos amigos en la

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localidad y algunas amigas fuera de ella.Don José… bueno, si ya está dicho: esun cristiano padre de familia.

Era una extraña predicación a la queel público no estaba acostumbrado.Francisco podía ver los rostrosinmóviles, las miradas fijas. Sentíacierto calor en la cara, pero ya no iba aparar.

—Ella es «la señora». La señora espiadosa, rezadora y hasta un poconovenera. Ya veis que no trato de cargarlas tintas. Es amiga del párroco y tienecargos directivos en las asociacionesreligiosas. La señora tiene su propiodirector espiritual y comulga

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diariamente. Sin embargo, la señora noestá limpia. Si el justo cae siete vecescada día, ¿quién de vosotros va a sercapaz de calcular el número de vecesque cae la señora?… La señora tiene unreclinatorio para rezar sus oraciones;pero habría que dotarla de unmurmuratorio para evacuar susconversaciones. La señora dice que elservicio está imposible; pero la verdades que nunca se ha puesto a pensar en loque opinaría caso de pertenecer ella alservicio. La señora tiene una vida socialbastante intensa, espectáculos,reuniones, visitas, compromisos; pero,claro, ¿cómo va a aceptar las

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«exigencias» del servicio? ¿No les debebastar con salir cada domingo? Laseñora no se ocupa del incierto porvenirde sus sirvientas; pero no puededisimular que le disgusta que sus criadastengan novio… esas citas en el portal…La señora brujulea en torno de sus hijas.Hay que casarlas. Pero tiene un idealpara sus «chicas», que paulatinamente sevayan apergaminando al fiel servicio dela casa.

Francisco siguió implacable con laseñora hasta el final de su parte,consciente de la impopularidad de sudiscurso en aquel medio. Luego, tras unapausa, en que ni un carraspeo turbó el

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silencio, siguió así:—Pepito es el mayor. El mayor

sinvergüenza de la familia, de no ser porsu papá. Pepito se prepara paraingeniero. Él va a ser un ingenieroimpresionante a juzgar por los años quelleva preparándose. «El padre dice, lacarrera es muy dura, pero mi hijo esinteligente». La madre dice: «Aliméntatebien, hijo, y ten cuidado con el trabajo,que siempre vuelves muy desmejorado».Pepito dice: «Que me llamen tarde, o,mejor, que no me llamen. Ya medespertaré yo». El mayor tiene una misaal lado de casa; pero esa misa no espara que él la oiga; como tiene una

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novia, algo más lejos de casa, quetampoco es para que él se case con ella.El mayor estudió con religiosos. Ahorano estudia ni sin religiosos. El mayortiene asomos de anticlericalismo, perocon cierto pudor infantiloide. Habla malde los curas; pero se confiesa con loscuras. Diserta crudamente de mujeres,pero se llama Pepito todavía; no tienetalla para llamarse don Juan, ni siquieradon José, como su padre. Tieneinquietudes políticas; pero, pordesgracia, ni sabe lo que es política, nipierde el apetito por la inquietud. Lapolítica de Pepito, la única que de verasle interesa, es la política del dinero, de

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su dinero. Roba a sus padres de milmodos ingeniosos; roba fingiendo gastosy roba… sí, robando, mirandofurtivamente a los dos lados, mientrasejecuta la faena… De este mayor no hayrastro en el evangelio. Allí se habla, sí,de un joven rico; pero éste habíacumplido los mandamientos desde suprimera juventud. Pepito, el ojo derechode mamá, el hijito de familia, es elúltimo subproducto de una burguesíafracasada, blandengue y comodón, alque sólo una fuerte sacudida, unasacudida apocalíptica, podría arrancaraún ese destello de heroísmo que hastaen Pepito existe todavía como una

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última y hermosa posibilidad.Llegado aquí, hizo una pausa más

larga de lo habitual; pero nadie rebulló.—Ella, la niña, tiene dieciocho

años, pero lo mismo podría tenerveintiuno o veintidós, a juzgar por eltiempo que lleva saliendo con éste oaquel plan. La niña aprovechó laenseñanza media para llenar deestampitas el misal; pero la enseñanzamedia no aprovechó a la niña paraalcanzar su título de bachiller, que era lamenor de las posibles metas. Cuandotenía catorce años ya se dejaba coger lamano, ¿sólo la mano?, por el chiquillode turno. ¿Cómo explicarse que ahora su

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madre ponga mala cara porque se vasola en coche con un chico?… La niñaflota en casa entre almohadones, a laespera de la llamada telefónica. Notiene otra ocupación conocida. Susquehaceres se reducen a los aperitivos,las excursiones, los espectáculos y lashoras de comentario con la amiga, deparloteo insustancial por el teléfono. Ala noche, naturalmente, está rendida. Ensu mesilla de cama hay una cinta azul. Ala niña, en su momento, la nombraron«hija de María».

No tenía idea del tiempo que llevabahablando; pero quería cerrar el círculo yacabó con la niña para decir:

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—El más pequeño tiene quince años.Está todavía en el colegio. Es lo mássano, quizá de la familia, y, sin embargo,se confiesa de pecados mortales casitodas las semanas. El pequeño tiene unamigo del agrado de su madre, porque elamigo es hijo de «los tales». «¡Anda,hijo, llama a Carlos!». El pequeño estáencantado. Ese Carlitos es la mar deemocionante. El pequeño ha aprendidomás con Carlos que con todos susprofesores de bachillerato. Al pequeñole dan sus treinta duros los domingos;pero él gasta un tanto más a la semana.¿Cuál es la clave del misterio? «Elpequeño es un angelito». Así dice su

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mamá; pero la doncella que se fue decasa iba con otro pensamiento, aunque,¿quién conoce mejor a los hijos que sumadre? El pequeño se pone en casamenos colorado cada vez. Es una suerte,porque antes, cada mentira era untormento, y ¿qué hijo de familia puedevivir decentemente sin mentir? Elpequeño, en suma, no es casto, cogedinero, falta a clase, miente, insulta,agrede, guarda rencor, es cruel… elpequeño es católico, desde luego,absolutamente no apostólico y se ignorasi romano. El pequeño que, repito, es lomás sano, quizá, de la familia cristiana.

Todavía estaba hablando ante

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aquellas estatuas, que no en otra cosaparecían haberse convertido los oyentes,cuando pensó: «Merecen lo que digo, esverdad; pero son mis hermanos, hijos deDios igual que yo, y los estoycondenando»…

—Tengo que terminar. Cuando Jesúsllamó a los fariseos «sepulcrosblanqueados» no los juzgó del todo.Lejos de mí el condenar a nadie. Ymenos mientras vive. Pero lejos,igualmente, el acallar el evangelio queos urge a vosotros como a mí.

La tensión se aflojó y el ambientefue arropado por los murmullos delpúblico que se ponía de pie para decir

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el Credo. Los conocidos cambiabanmiradas significativas. Había quien sealegraba y había quien hervía deindignación. Pero, en el fondo, todosestaban satisfechos de algún modo. Elpredicador había respondido a laexpectación. El cura obrero no habíadefraudado. Estaban impacientes porqueaquello terminara, ávidos del sabrosocomentario a la hora del aperitivo queesperaba.

Francisco se quedó a comer en larectoral, a requerimiento del párroco.Era domingo y no tenía disculpa. Sesentaron tarde a la mesa y se notaba entodos la fatiga de una mañana de intensa

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actividad.—Estuviste colosal —dijo José

Manuel en una explosión de entusiasmojuvenil.

—Ya he oído, ya —comentó donJacinto sin definirse.

Sergio guardó silencio. No erapreciso que abriera la boca para sabercómo opinaba sobre el particular.

—Se la diste buena a los de la una—añadió el joven coadjutor.

—Seguirán igual, no te hagasilusiones —puntualizó Francisco.

—Nunca se sabe.—Esos son impermeables.Sergio alzó la cabeza.

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—Si es así —dijo—, ¿por qué losmachacas?

—Yo predico el evangelio. Nomachaco a nadie.

—También en lo bueno puede haberdemasía. El trato que has dado hoy a lafamilia cristiana, no lo dudes, seguroque habrá escandalizado a más de uno.

Francisco respiró hondo antes deresponder.

—Me río yo de ciertos escándalos«evangélicos» cuando te espera uncoche así de largo a la puerta de laiglesia y…

Sergio le interrumpió.—Te sales por la tangente.

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—¿Yo? Mira, si quieres escándaloste contaré el chistecito que corrió por lafábrica cuando la prensa publicó lasfotos de los cochazos en que se dirigíana entrevistarse el Papa y Atenágoras,«los humildes siervos de los siervos deDios», como rezaba el pie.

—¿Qué tienes tú que decir del Papa?—¡Si es él mismo quien me lo

sugiere!… Espera —se levantó y fue arevolver en el estante de las revistas,buscando un número atrasado de«Ecclesia»—. Atiende; escucha esto:«La figura del Papa aparece en uncuadro de majestad y esplendor. Unaatmósfera de gloria parece invadir la

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escena radiante. Renace la pregunta:¿Todo esto es Pedro? ¿Por qué tantasolemnidad? Hay quien encuentra ciertafatiga en llegar a esta identificación dePedro con el Papa así representado, y sepregunta el por qué de tanta vistosaexterioridad que sabe a gloria yvictoria… Una pobre túnica de pescadory de peregrino, ¿no nos daría la imagenmás fiel de Pedro que no el mantopontifical y real que viste su sucesor?»—levantó los ojos—. Son sus palabras,ya lo sabes.

—Te agarras a un tópico genéricopara zafarte del caso concreto queestaba sobre el tapete.

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—Eres tú quien habló aquí de«escándalo».

—Hay escándalos y escándalos.—De acuerdo. Pero yo te digo una

cosa. La Iglesia es el Sacramento deCristo, así, con mayúscula. Es lasociedad a cuyo través Cristo se noscomunica y se nos hace sensible. Perono es concebible un Cristo que no seapobre y no manifieste preferencia yamor, no sólo a los pobres, sino a lamisma pobreza. El que la Iglesia no seasímbolo real de Cristo pobre es, o sería,el gran escándalo, realmente, a cuyolado palidecerían todos estos otrosescándalos de que tanto se habla, el de

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una artista de cine, el de un traje debaño, o el de un predicador que cantalas verdades.

—Todos sabemos que hoy está demoda meterse con la curia de Roma ycon los cardenales. Para mí, sin negarlos defectos, no hay bajo esos ataquesmás que una forma larvada dedemagogia y anticlericalismo.

Francisco recordó una comentadadiscusión habida en un retiro hacía dosaños.

—José Manuel —dijo—, tú debestener «El abogado del diablo», ¿quierestraerlo, por favor?

Sergio hizo un signo evasivo con la

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mano mientras el joven coadjutor seapresuraba.

—¡No me vengas con literaturas!Además, Morris West, ¡menudooportunista!

—Lo que quieras, pero hay unpárrafo en ese libro que quierorecordarte y que a mí parecer resume unpensamiento que comparto.

—¿Pero tiene un pensamientoMorris West?

—Escucha —llegaba José Manuelcon el libro que Francisco ojeórápidamente—. Escucha esto: «… lasinsidiosas tentaciones de los príncipes»,está hablando de un cardenal, «orgullo,

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poder, frialdad de corazón. Cristo creóobispos y un papa, pero nunca uncardenal. El mismo nombre (cardo =gozne) contiene en sí mucho de ilusión.¡Como si ellos fueran los goznes de quependen las puertas del cielo! Podrían sergoznes, pero éstos son un metal inútil amenos que estén firmemente anclados enla estructura misma de la Iglesia, cuyaspiedras son los pobres, los humildes, losignorantes, los que pecan y los queaman; los olvidados de los príncipes,pero no de Dios».

Francisco cerró el libro de golpe.Sergio repuso:

—¿Y qué hay con eso?

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—Que por ese párrafo algunos delos nuestros tuvieron a Morris Westpunto menos que por un traidor; perohoy, si escuchas al Papa y a hombrescomo el cardenal Lercaro, sin ir máslejos, verás que, quitando el ropajeliterario, vienen a decir lo mismo, más omenos.

Don Jacinto, que había escuchado ensilencio, terció aquí.

—Discutís y discutís y no acabaréisnunca, porque, sencillamente, los dostenéis un punto de razón.

Sergio era más disciplinado queFrancisco y se calló. Fue éste el quedijo:

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—No veo…—Sí, «socialista», sí —el párroco

solía llamarle de esta forma y no lohacía sin afecto—. El manto pontificalno excluye la túnica de pescador.

—Es posible, pero…Don Jacinto tenía el genio vivo y se

enfadó.—No hay pero que valga, hombre.

El honor que se da al Papa no se para enel Papa; ni siquiera en Pedro. Es honorque se da a Cristo. Y tú verás si a Cristole damos demasiado.

A Francisco se le venían laspalabras a la boca; pero optó porcallarse.

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9—Paco…La Canela estaba en la puerta.—Espérame abajo.—¿No puedo entrar?La miró unos segundos.—Cuando estoy solo, no.Hizo un mohín de disgusto.—¡Hijo, no te voy a comer!—Naturalmente que no. Ya sabes

por qué lo digo.Volvió a la escalera sin decir nada.

Nunca comprendería que hubiera quepreocuparse por la gente. «Es unachiquilla», pensó él. Pero sabía que era

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planta silvestre de una tierra sin apenasroturar. Y era guapa —«atractiva, másbien»— por más que prescindiera deretoques. En su tez saludable, en elbrillo de sus ojos, en la apretadadelgadez de su carne, bajo el trajecamisero, estaba la juventud, unajuventud que, en Canela, lucía el mejormomento de sus encantos naturales.

—¿Qué querías? —le dijo sobre laestrecha acera.

—No, nada.—¿Te has enfadado?Le miró a los ojos, con los suyos

húmedos, y, de pronto, se le iluminó elrostro.

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—Contigo es imposible.—¡Menos mal!—Tú eres distinto.—No digas tonterías.—Esos…Había fruncido el ceño de una forma

graciosa, pero sumamente expresiva.—¿Volvió a molestarte Celestino?—Él va a lo suyo.—Le hablaré.—No, no —replicó con viveza—, tú

no te metas.—¿Por qué no?—Déjalo. Es un bruto. Además no

era por eso por lo que quería hablarte.—¿Por qué, entonces?

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—Si lo supiera yo misma…—¡Vamos, Pili!—Me gusta hablar contigo.—Y a mí contigo; pero ya sabes lo

que pasa con el tiempo.—¿Qué tienes que hacer ahora?—Tengo que ver a los de la HOAC.—¡Menuda pesadez!—No digas eso. Son unos tipos

estupendos.—No lo dirás por Campanilla.—No te burles, Pili.Canela se compungió.—Perdona.—Nunca olvides que lo que trato de

enseñarte es el amor. Un día me

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preguntaste que en qué consistía nuestrareligión y sabes lo que te respondí. Tútienes un corazón muy grande, chiquilla;intenta amar a los demás.

A ti eso no te cuesta. Pero fíjate,sobre todo, en los más débiles, en losmenos afortunados, aunque todo esto yalo sabes tú muy bien.

—Quisiera saber hacerlo como tú.Había una admiración sin límites en

el agua limpia de los ojos de Canela.—Yo no soy ningún modelo.—Pues ahora todo el mundo habla

de ti.—¡Qué cosas tienes!—Cuando yo te lo digo… y el

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Navajas no me deja en paz con el cura.—¿Sí?—Bueno, de eso prefiero no hablar.Francisco se puso serio.—¿Qué dice? ¡Dímelo!—Nada, si son chistes…En casa de Óscar Raba estaban

reunidos los responsables de la HOAC.Francisco no quería acudir a susreuniones regulares, porque no deseabaverse encasillado más de lo que estabapor su inalienable condición. Pero estavez había prometido su asistencia.

—Se barajan dos respuestas —hablaba el propietario de la casa—. Hayquien está por el trabajo lento. Hay

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quien prefiere retirar las horasextraordinarias.

El padre Quintas gustaba de estarbien informado y requirió con suspreguntas a los presentes para hacersecumplido cargo de la situación.

—Se trata de presionar de algúnmodo —explicó Óscar—, pero ambasdecisiones tienen pegas.

—¿Qué hay de ese expediente?—¿El del Energías y los otros?—El mismo.—Tiene muy mal cariz.—Ya.—Pero, además —terció Campanilla

—, con eso del paro tecnológico ya

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somos más de treinta los que estamoscon el salario base y sin dar golpe, quemaldita la gracia que nos hace estavacación forzosa, y conste que por mí nodigo nada.

—¿Tú qué piensas? —inquirióRaba.

Francisco se quedó un tantopensativo.

—Tú estás en el jurado. ¿No hayrecurso legal?

—Hombre, siempre se puedeinsistir; pero la gente se impacienta. Yase sabe que la empresa se resiste. Peroyo ahora pienso en la HOAC.

—No me toca a mí decidir lo que

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tenéis que hacer. ¿Qué dice Salmones?—Esos están por el trabajo lento.—Pero sería un plante, ¿no?—Algo parecido.—No sé. Vosotros conocéis el paño

mejor que yo. Por mi parte soy de laopinión de que siempre convieneintentar los caminos legales, mientrasestén abiertos y ofrezcan posibilidades.Claro que, caso contrario…

—De eso se trata —dijo un sujeto derostro taciturno que respondía porCampo—. ¿Estamos ya en el casocontrario?

—Salmones querrá jaleo —comentóFrancisco como para sí.

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—Seguro —dijo Raba—. Esos sonde los de río revuelto.

Campanilla miró al padre Quintas ypreguntó:

—¿Así las cosas, con quiéndebemos estar nosotros, con la empresao con ellos?

Francisco miró a todos en torno.—Sé que es muy fácil decirlo; pero

la respuesta no puede ser más que una:Hay que estar con lo más justo.

—Por cierto —dijo Raba—, a ti terondan mucho esos últimamente…

—¿Te refieres a Salmones y aHierro?

—Sí.

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—Se comenta lo suyo —añadióCampo.

—No hay ningún misterio —dijoFrancisco—. Ellos vienen y yo admitoel diálogo.

—Ten cuidado —repuso Rabagravemente.

El padre Quintas sonrió.—¿Son tan peligrosos?—Lo que andan buscando es

arrancarte afirmaciones de tipo socialpara luego ir diciendo por ahí: «el curadijo esto», «el cura dijo lo otro».

—Mientras no digan más que laverdad, yo acepto la responsabilidad detodo cuanto diga.

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—Sí, pero «verdad» y «mentira», enlabios de comunistas, no valen igual queverdad y mentira en labios de uno comotú.

—¿Dejará de haber un hombre comoyo en cada comunista?

La conversación se prolongó hastabien entrada la noche, y cuandoFrancisco bajó para dirigirse a casa, lacalle estaba como boca de lobo, pueslas bombillas municipales hacía tiempoque habían saltado bajo la afinadapuntería de la gente menuda, sin quenadie se hubiera preocupado dereponerlas. Iba solo y se decía: «Escomplicado todo esto y no es lo mío. Lo

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mío es trabajar y amar a todo el mundo.Desde Hierro a Campanilla, a todo elmundo». El cansancio y el sueñopesaban en sus párpados. Los bloquesaparecían mudos y oscuros, sin dejaradivinar la abigarrada vida que allídentro soñaba, sufría y amaba bajo elmanto de la noche.

Por debajo de la puerta de su casaadvirtió luz. Esto le contrarió, pues secaía de fatiga.

—¿Qué ocurre?Tonchu se afanaba por vendar la

cabeza ensangrentada de una mujer demediana edad.

—Ésta, que la han puesto buena.

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—¿Quién ha sido?—¡Quién va a ser, Paco!, ¿no la

conoces?, el marido.Levantó el rostro la mujer y

Francisco reconoció a la Isabela.—¿Qué fue eso? ¿Qué os pasó?—¡El gran castrón! —gimoteó la

mujer—. ¡El borracho de él!Era una cosa cíclica. No pasaban

quince días sin que la golpeara.Francisco sintió un tedio tremendo, unaoscura tristeza.

—Hablaré con él, Isabela.—¡No quiero verle más!Pero sí le vería. Estaban los hijos, ¡a

ver qué vida! Entre Tonchu y él

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acabaron de curar las heridassuperficiales que tenía en la cabeza.

—Ya está, no te apures. Anda,échate un sueño ahí —señalaba el catrede Tonchu— hasta mañana por lamañana. Y tú —al chico— ven conmigo.

Pasaron a la estancia contigua.—Nos ha fastidiao —dijo Tonchu.—No hables así.—¿Qué no hable así? ¡Dios… —le

contuvo la mirada de Francisco—, hastala cama le han de quitar a uno!

—Es a Cristo a quien le has cedidoel sitio.

—Si estuviera seguro…Francisco se le acercó hasta tomarle

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por los hombros y hacer que se leencarase.

—¿Cuándo aprenderás, Tonchu?Los ojos del muchacho acabaron

cediendo, al tiempo que decía:—Está bien, está bien.El padre le soltó, añadiendo:—Acuéstate en mi cama, yo tengo

que rezar.—¡Sí!, ¿eh? —saltó Tonchu—. Tú

no quieres ser menos y también quieresdejar la cama a Cristo, ¿verdad?

Francisco se echó a reír.—Obedéceme, hijo, y permite que

haga igual que tú.Nunca había oído aquellas palabras

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en boca del padre Quintas. Le ganó unaextraña sensación.

—Bueno, al fin y al cabo tú erescura —dijo, pero bajo la trivialidad delas palabras desenfadadas y cínicas,había una emoción cuidadosamenteescondida.

Francisco aguardó que Tonchu sedurmiera, cosa que no se hizo esperar, ysacando una manta del armario, seacostó en el suelo envuelto en ella,escogiendo para ello el ángulo opuesto ala ventana. «Dicen que es muy sana lacama dura»… En todo caso, la granfatiga que llevaba encima no le diotiempo a lamentarse.

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10Decididamente se hablaba ya más delpadre Quintas en los medios burguesesque en los proletarios. Mientras se habíamantenido acovachado en el mundo delos trabajadores, apenas era unaanécdota que comentar. Pero desde que,a través de sus predicacionesdominicales, debía dirigirse a lallamada «gente bien», era el tópicoobligado de muchas conversaciones desociedad. Y es que ejercía una curiosafascinación sobre los mismos que eranobjeto de sus diatribas. Se iba aescucharle con avidez, si bien era aviesa

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la intención y apenas se disimulaba elpropósito y la esperanza de sorprenderleen las palabras. Aquel cura obreromolestaba. Desde el principio habíasido para algunos como un huesodislocado; pero, desde que hablaba,dolía, además. Felipe, el rentistasolterón e íntimo de la familia de donCosme, observaba todo esto desde elángulo de humor en que gustaba situarse,y le tiraba de la lengua a Federico, eljefe de personal en la empresa deFrancisco. Se hallaban en el club,atracados en sendos butacones, delantede unas «colas» bien castigadas conginebra.

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—Ya hace tiempo que la prensaviene denunciando la maniobra.

Federico era un buen ingeniero, sinduda; pero no tenía clara conciencia deque, fuera de su campo, dejaba de serespecialmente apreciable su opinión.

—¿Tú crees de verdad en unamaniobra? —preguntó Felipe levantandolas cejas.

—Desde luego.—Qué quieres que te diga. Yo no me

imagino a ese padre Quintas urdiendoplanes tenebrosos.

—Nadie ha dicho que los urda elpadre Quintas. La maniobra es delmarxismo, no de los curas.

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Felipe sacudió la ceniza de sucigarro antes de reponer:

—¿Cómo probar eso?Federico se exaltaba con el tema.—Tenías que estar en la fábrica. Les

están haciendo el juego. ¿Qué másquiere el comunismo?

—No está claro, Federico.—¿No?—No. Si los curas se van con los

obreros, decís vosotros: «¡qué másquiere el comunismo!». Pero si los curasse vuelven a las sacristías, alguienpodría decir, y lo dirá sin duda, «¡quémás quiere el capitalismo!».

El ingeniero buscó los ojos al

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rentista.—Me extraña que seas tú quien

hable así.Felipe sonrió.—Estamos teorizando. A mí,

personalmente, me encanta el capital;para qué te lo voy a negar. Pero eso noimpide que me guste ser sinceroconmigo mismo. También me gustan lascoristas, y, sin embargo, todos los añoslo confieso.

—Lo que tienen que hacer los curases no meterse en estas cosas. No menegarás que esto es política, y la políticano va con ellos.

Felipe expelió el humo con

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delectación.—Simplificas demasiado —dijo—.

La deserción de las masas proletarias,respecto de la Iglesia, no puede ser«política» para los sacerdotes, siquieren que subsista la Iglesia de lospobres.

—La Iglesia no es de los pobres nide los ricos. La Iglesia es de todos.

—Permíteme que disienta, chico.Cristo dijo como señal: «Los pobres sonevangelizados».

—¿Y quién se lo impide a los curas?Que evangelicen, eso es. Ahí estarán enlo suyo. Nadie se lo iba a discutir.

Felipe se divertía pinchando a

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Federico.—¿Y qué quieres, que esperen a los

obreros en las sacristías?—Eso no me toca a mí decirlo. Ellos

verán cómo se arreglan. Es su oficio, noel mío.

—Ahora lo has dicho. Es su oficio.¿Por qué, entonces, los juzgáis vosotros,si deciden abandonar sus trincherastradicionales e irse a compartir las del«enemigo»? ¿No sabrán ellos mejor quevosotros lo que hacen?

—Convéncete que son unosingenuos. No conocen al obrero. Ymenos al obrero imbuido de la ideologíamarxista.

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—Razón de más para acercarse aconocerlo. ¿O piensas que lo conoceríanmejor conservándose a distancia?

—A los obreros los conocemosnosotros, que batallamos todo el día conellos.

Felipe sonrió ante la idea y dijo:—¿De veras, Federico, crees saber

más de tus obreros de lo que sabe él aestas alturas?

—En cuanto a anécdotas concretas, apequeños dichos o hechos, es posibleque no. Pero en cuanto a la psicologíadel obrero, a su mentalidad, sí.

—Yo que tú, ya ves, no estaría tanconvencido.

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—Tú nunca has puesto los pies enuna fábrica.

—Tanto como los pies, no digo;pero en cuanto a las manos, es verdad. YDios te oiga, que, a la larga, no las tengotodas conmigo.

Federico le miró gravemente.—Contigo nunca se sabe si estás

hablando en broma o en serio; pero yo tedigo una cosa: deja que proliferen esoscuras; déjalos que canonicen elcreciente confusionismo; que se borrenlos límites; que no se sepa quién esquién, y ya verás a dónde va a parar esavidita tuya tan apañada.

—No tengo ningún deseo de que

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ocurra tal horror; pero también te diréalgo, y es que me hago cruces todos losdías de que las cosas sigan siendo comoson y podamos vivir como vivimos. Enesto estoy con un amigo mío, inspectordel timbre, que hablando con uncompañero de profesión, decía: «Demosgracias a Dios, porque estoy convencidode que esta bicoca no nos va a durarsiempre».

En este punto llegó don Cosme, quesaludó ya desde lejos, mientrasencargaba algo en la barra.

—¿Qué se comenta, amigos?Venía como una fragata con todo el

trapo al viento; sudaba por toda su

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abundante humanidad y tomó asiento,requiriendo antes del bolsillo unpañuelo inmaculado con que enjugarseel rostro.

—Hablábamos de estos curitas deahora —dijo Federico con retintín.

—A mí es como ponerme delante eltrapo rojo. En ese tema yo es queembisto.

Felipe soltó la carcajada.—Tan gráfico como siempre,

Cosme.—Esto de la religión ya es bastante

arduo de por sí; pero que te lo echentodo patas arriba, ahora, después de loscincuenta, y, para colmo, que te vengan

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unos curas casi imberbes descubriéndotela pólvora de lo social, vamos, que escomo para darse de baja, si no fueraporque uno cree en algo que está porencima de pedro y de sampedro.

—Usted ya sabe lo que tenemos enla fábrica —dijo Federico que con donCosme se producía obsequioso.

—Sí, el cura ése, ya lo sé. ¡Y sifuera uno nada más! Pero es que dicenque son legión los que piensan así entrelos jóvenes. No, si ya digo yo que tantadislocada nueva ola no iba a quedarseen melenas y guitarras; hasta en el clerojoven hay que ver cada cosa…

Felipe alzó las manos divertido.

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—¡Por Dios!—Eso digo yo: Dios. Me pasmo de

que Dios lo permita; pero Dios, al fin yal cabo, es un misterio. Lo que yo digoes que los prelados, ¿qué piensan losprelados? ¿Qué esperan para pasar porla piedra a tanto curita como pulula porahí, con su tea particular, jugando a larevolución?

—Vamos —dijo Felipe—, que túestás por depurarlos.

—¡Si no hace falta! Verás, unosazotes a tiempo, y a otra cosa.

—Me hace el efecto de quesubestimas el problema. A mí no meparece que el padre Quintas sea

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susceptible de corrección a base deazotaina.

—¿Qué pasa con ese cura?—No le conozco, pero me ha

bastado verlo y oírlo, para darme cuentade que es un hueso duro de roer.

—Pues con su pan se lo coman, peroque nos dejen en paz a los cristianos.

Felipe no creía en nada. Por eso ledivertía la polémica, sin llegar aapasionarle. Era hombre ilustrado, pueshabía llenado sus ocios con lectura másque nada, y sus ocios, desde su juventud,habían sido muchos.

—Tenéis que haceros a la idea deque la Iglesia está cambiando.

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—Enhorabuena —dijo don Cosme—. A mí poco me importa que hayandado la vuelta a los altares y que lean enespañol. Pero los principios son losprincipios. Ahí que nadie toque.

—¿Quién toca en los principios?—Ahí le duele, amigo. Pío XII, para

mí el mejor papa moderno, digan lo quedigan, puso las cosas bien claras: Deeste lado los cristianos. De este otro, loscomunistas. Así nos entendemos todos.¿A qué viene…?

Felipe alzó la mano e interrumpió.—Un momento, un momento. Yo no

creo que el padre Quintas por ejemplo,se haya pasado al comunismo. Eso son

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pamplinas.—De hecho —terció Federico—

con ellos anda en amor y compañía.Tendrías que verlo conversaramigablemente con los elementos mássignificados de la fábrica.

—¡Lo que faltaba! —explotó donCosme, dejando traslucir su indignación.

—Como se lo digo. Eso lo sabe todoel personal. ¡Menudo ejemplo!

—Es su labor, ¿no? —dijo Felipe—.Tratará de convertirlos.

—¿Convertir a ésos? —replicó elingeniero—. Cómo se ve que no conocesel paño.

—Lo de siempre —barbotó don

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Cosme—. Se harán con él. Loenvolverán. Se escudarán en él. Un cura,fíjate. ¡Cómo no se darán cuenta!«Compañeros de viaje». ¡Qué razóntuvo el que inventó esa frase! ¡Un genio!

—Y lo peor es que, ¿qué se hace conun cura? ¿Lo tratas pomo sacerdote o lotratas como obrero? Esa es la cuestión.

—Es muy sencillo —repuso Felipe—. Se le pregunta a él.

—¿A él? ¡Si ni siquiera admite quele llames «padre»!

—¿No lo digo yo? —volvió donCosme—. Esos de cura no tienen nada.Estoy seguro de que querrían raerse lacorona.

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—Por supuesto que él no la lleva.Felipe meneó la cabeza.—Negáis la sal y el agua. ¿Qué

queríais?, ¿que fuera al trabajo con lacoronilla sobre el mono?

—Cada cual es cada cual —dijo donCosme— y cada uno es lo que es. Loque ese hombre tenía que hacer es ir adecir misa y dejarse de talleres.

—Pues a mí este cura me divierte,ya veis.

Federico apuró el último trago antesde reponer:

—¡Cómo se ve que tú no tienes quelidiar con ellos!

—¿Pero qué mal tan grandes

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advertís en el hecho de que un curatrabaje en un taller?

—Es como acusamos a todos losdemás —dijo aquél.

—¿Acusaros de qué?—Si se toma partido por el trabajo

—terció don Cosme— se está contra elcapital.

—¿Y qué?—¿Cómo y qué? ¿Quién sostiene a

la Iglesia? ¿Quién la llena? ¿Quién hapermanecido junto a Roma?…

—Si te refieres a los ricos no creoque sea defendible…

—¡Pues bien nos piden los cuartos!—saltó don Cosme.

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Felipe volvió a reír.—Después de todo, esos curas

jóvenes que tanto os preocupan, nopueden ir más allá de pedir que deis loscuartos, como tú dices.

—Que demos, Felipe, que demos —precisó Federico.

—Sí, claro, me incluyo.—Pero una cosa es pedir el huevo

—filosofó don Cosme— y otra muydistinta pretender alzarse con la gallina.

—En todo caso ten por seguro queno la apetecen para sí.

—Poco me importa. Si me la quitan,tanto me da quien se la lleve.

Era un tema inagotable aquél, y con

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tales o cuales matices, con mayor omenor virulencia, con más o menoscarga pasional, se hablaba de ello entodas partes, al conjuro de una bienorquestada campaña en letra impresa.

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11Dos velas sobre el altar portátil y losornamentos indispensables sobre lacarne flaca de Francisco bastaban paracambiar el aire de aquel cuarto y dotarlode un misterio impalpable que, a veces,se hacía casi físico. Caras nuevas, carascuriosas, caras sobrecogidas semezclaban con los rostros habituales. Elsilencio de la habitación contrastaba conlos mil ruidos domésticos que sefiltraban a través de la pandereta de lasparedes. El padre Quintas sacralizabade tal modo los gestos, los movimientos,el tono de la voz, que parecía querer

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suplir con ello cuanto faltaba de altasbóvedas, lucidos capiteles, polícromasvidrieras y desleído incienso. Chocabalo sobrenatural al desnudo, laproximidad de la Hostia, la vivasensación de su presencia. Francisco lesmiraba a los ojos. La comunicación eraabsoluta. Canela repartía a la entrada lascartulinas con las respuestas. «Cristo havuelto al pesebre, a las posadas de loscaminos, al hogar del pecador». Unamadre subía cada tarde a su hijo idiota.El chiquillo babeaba en silencio. AFrancisco, sin esperarlo, no le hubieraextrañado en absoluto un prodigio allímismo.

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—Me acercaré al altar de Dios.—A Dios que es nuestra alegría.Era la voz segura de Óscar Raba, y

la aterciopelada de Canela, y la broncade Campo, y la apagada de Isabela, y lallorosa de la madre del idiota, y la deTonchu, llena de desparpajo, y la deEtelvina, que estaba ciega y vendía los«iguales»…

Francisco oficiaba despacio, sinprisa alguna, pero sin inútiles pausas.Vivía cada gesto, cada movimiento. Sihacía una genuflexión, era toda supersona la que rendía homenaje. Cadacruz que trazaba con la mano incluía laconciencia de una bendición. Oyéndole

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se le sabía en coloquio con alguien queestaba allí, con los presentes. Por eso sumisa, si no inspiraba fe, aseguraba porlo menos respeto.

Gustaba de dirigirles la palabra. Lohacía casi siempre por breves minutos.«No dejes de decir algo», le advertíaCanela con avidez. Y no preparaba susdiscursos. Si hablaba lo hacía de laabundancia de su corazón. La misatemplaba su alma. La palabra de Dios leembebía. Cuando la tensión interioralcanzaba cierto nivel, se derramaba encomunicación a los demás. No decía«queridos hermanos», ya que eso sedaba por supuesto. Ni siquiera decía

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«hermanos», porque, siendo verdad, laexpresión sabía a tópico. Últimamentedecía «compañeros», pero la palabra ensus labios quedaba bautizada. Tonchuexclamaba luego a solas: «¡Fenómeno!¡Estuviste fenómeno!». Pero si algo lehabía gustado menos, no se recataba dedecirlo: «Estás en baja forma,muchacho». Al hablar le gustaba mirar alas caras de sus oyentes. Canela teníalos ojos fijos en él. Le oía comohipnotizada; pero más tarde, la mayorparte de las veces, no era capaz derepetir ni un ápice de cuanto habíaescuchado.

—Cuando Jesús volvió a su tierra,

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cuando se puso a hablarles a los suyos,decían sus antiguos convecinos: «¿No eséste el hijo de un obrero?». Ellos losabían mejor que nadie. «¡El hijo de unobrero!». Podemos enorgullecemos deello. Ni la apariencia de ciertas pompascardenalicias, ni la presencia de losgrandes automóviles a la puerta de lasiglesias céntricas, ni la posiblesuntuosidad de ciertos edificios puedencambiar las cosas. «El hijo de unobrero», ése es Jesús. Pero no nosconfundamos. El rico también es hijo deDios. Allá él con su responsabilidad, sies que la tiene. No podrá evitar queDios le juzgue. Ahora bien, cuando

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cierto joven rico se acercó a Jesús, elhijo del obrero, para hablar con él, diceel evangelio que Jesús le miró y le amó.Nadie con más razones que el cristianopara clamar por la justicia; pero nadamás impropio del cristiano que hacerlocon odio. Yo os ruego encarecidamenteque metáis esto en vuestras almas:«Amad incluso a vuestros enemigos».Para amar sólo a los amigos, a losnuestras, no hacía falta este misterio,esta Hostia y esta cruz.

Entregaba su alma en las palabras.Sólo esto explicaba la extenuación que aveces percibía en su interior al terminar.Elevaba la Hostia, tras la consagración,

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y la mantenía en alto durante largossegundos. Era la clave de todas lasmiradas. A partir de ahí venía lo mássuyo. Ya no apartaba la vista de laforma. «Has venido conmigo, ¿dóndemejor que aquí?». Paladeaba lasoraciones del Canon y se complacía encada rito, en cada gesto, en cadabendición trazada con su lenta mano. Noera difícil que al cuarto llegaran losgritos de fuera, los insultos, los llantos,las palabras soeces, y no importabanada. Cristo, encarnado de nuevo en elmundo, en el mundo real de cada día, enel barro, en la pobreza, en el pecado,era puro, incontaminable, limpio, pero

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nunca ajeno a la miseria de los hombres.—Mañana quiero comulgar —dijo

Canela cuando empezó el desfile delpequeño grupo.

—Harás muy bien.—¿Me confiesas?Francisco miró en torno.—Hazlo en la iglesia.—Tiene que ser contigo.—Pero no puedo aquí, mujer.—¿Por qué no?—No discutamos, Pili. En la iglesia

hay confesores todos los días. Si teempeñas en hacerlo conmigo, eldomingo por la mañana me tendrás en elconfesonario de la izquierda, el primero

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al entrar.Se acercó Tonchu.—¿Secretos? —dijo con sus ojos

maliciosos.—¡A ti qué te importa! —replicó

ella con tono airado.—Pili, Pili… —amonestó

Francisco.—El que se pica… —dijo Tonchu,

pinchón.—¿Cuándo aprenderéis?—No empieces, Paco, que ya no

estamos en edad de ir a la escuela.—Lárgate, Tonchu. Espérame en «El

Africano», que bajo ahora mismo.—Abur —dijo el chico,

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encogiéndose de hombros.Francisco hizo salir a Canela al

descansillo. La escalera, con sólo unabombilla polvorienta, era todopenumbra.

—Yo a la iglesia no voy.Fruncía el ceño con determinación.—¿Se puede saber por qué?—No sé qué me da.Iban bajando.—Pili, en la iglesia estás en tu casa,

igual, exactamente igual que aquí.—Yo no quiero nada con los curas.Francisco se detuvo.—Yo soy uno de ellos —dijo.—Tú eres distinto.

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—Te equivocas, chica. Ni yo dejode ser cura porque viva aquí y vaya a lafábrica, ni ellos lo son porque vistansotana y trabajen en la iglesia. Todo esoes accidental, ¿no lo comprendes?

—Paco…Estaban casi en el portal. Entraba un

poco de luz reverberada de la calle.Canela le había dado frente. En lasombra de la cara destellaba el blancode sus ojos. Se podía oír su respiración.

—¿Qué, Pili?Hubo un silencio. Él insistió.—Habla.Ella volvió la cara y dijo:—No, nada.

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Sin añadir palabra echó a correr.Francisco se detuvo en el portal, untanto perplejo. ¿Qué había queridodecir? «Es una chica maltratada, todoespontaneidad. Sea lo que sea, se lepasará. Hay que tener paciencia».Metido en estas reflexiones encaminósus pasos a la próxima taberna. Legustaba bajar todas las noches. En «ElAfricano» se encontraba con muchosconocidos. Desde que había empezado apisar firme con la gente del barrio,saboreaba como un desquite cadaentrada en el tascón, entre palmadas,invitaciones y alguna sonrisa que otra.

—¿Qué va a ser?

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El Africano parecía más gordo cadanoche, embutido entre el mostrador y elestante de las botellas.

—Un tinto, como siempre.En seguida se le juntaron unos

cuantos que no tenían asiento. Elambiente era denso, por los humos y lasemanaciones de un vino peleón.

—Págame un vaso —dijo el Antoniocon cara avinagrada.

—¿Pero qué te pasa a ti? —respondió Francisco, al tiempo quehacía una señal para que sirvieran alamigo.

—Nada, hombre, bromas de éste —dijo Campanilla señalando a un mocetón

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que se reía en silencio.El Antonio era metódico en sus

borracheras. Cada quince días, ya erasabido, se echaba al coleto cuanto lequedaba en el bolsillo después de habersido estrujado por la costilla. Luegodebía ayunar hasta la próxima.

—¿Qué pasó? —inquirió Franciscodivertido.

—Que está cabreado por culpa deéste —señaló Campanilla.

—¿Y eso?—Que llega el mala sombra, y le ve

así, caricaído, y va y le dice, digo…Al Campanilla le volvía a dar la

risa.

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—¿Qué le dijo, hombre?—Si te lo voy a decir… le da así y

le suelta: «¡Ánimo, Antonio, que pasadomañana ya es víspera de sábado!».

Rieron todos de una formadesproporcionada, mientras él Antonio,tras apurar el vaso de una vez, se dirigíaa un rincón.

—Oye, Paco —dijo Campanilla,como quien pasa la hoja—, ahí vieneuno que quería preguntarte algo.

Señalaba al Energías, que en aquelmomento entraba puerta adentro y alsentirse aludido se unía al grupo.

—¿Qué pasa, monaguillo? —dijo sinacritud.

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—Aquí tienes al cura. ¿Queríaspreguntarle algo?

El Energías hizo un curioso gestoobsceno en dirección a Campanilla y sevolvió hacia Francisco con naturalidad yaplomo.

—Paco —dijo—, te he venidoobservando todos estos meses. No tengoinconveniente en que sepas que, alprincipio, hasta dudé de ti.Sospechaba…

—¿Qué sospechaste? —preguntóFrancisco divertido.

—No quieras saber… todo lo delmundo sospeché.

—¿Y bien?

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—Bueno, a mí me gusta decir al panpan y al vino vino.

—Ya lo sé.—Pues quería decirte que ahora te

creo de los nuestros.—Ya sabes que yo de política, lo

que se dice política, nada.—Y yo, ¿tú qué te crees? Cuando

digo los nuestros quiero decir la fetén,vamos, que eres de fiar, que no estásaquí por nadie más que por nosotros.

—Eso y que lo digas.—Sí, pero ocurre una cosa.El Energías no le perdía los ojos.—¿Qué cosa?—Sé sincero. A ti te perseguirán.

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Francisco no disimuló su asombro.—¿Perseguirme a mí?, ¿quién?, ¿por

qué?Por un instante pensó en Hierro, en

Salmones…—¡Quién va a ser! ¡La Iglesia!—Pero ¿qué estás diciendo?—Vamos, no disimules. No hace

falta. Estamos entre camaradas.—¿Por qué me iba a perseguir a mí

la Iglesia, vamos a ver?—Una de dos…Se lo quedó mirando con insistente

fijeza.—¿Qué quieres decir?—Que si no te persigue, aquí hay

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gato encerrado.Se había ido reuniendo gente en

torno y todos escuchaban en silencio.—Es mejor que te expliques —pidió

Francisco.—Si has venido con una misión

oculta, de sondeo, de quinta columna, depolicía, no hay problema, Pero si estono es así, y yo creo que no lo es, no mevas a convencer de que la Iglesia te miracon buenos ojos.

—Que no es cierto lo primero no mevoy a parar a demostrarlo —miró a losojos de los circunstantes—. El tiempohabla por mí. En cuanto a lo segundo, yapodéis ir dejando a un lado los

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prejuicios.—¿Prejuicios? —la mirada del

Energías relampagueó.—Eso he dicho.—Lo que haces tú me gusta, mejor

dicho, nos gusta a todos. Has dejado aun lado hábitos, formas, privilegios,tratamientos y canonjías. Por primeravez me encuentro un cura que no es el«señor cura», sino un tipo como yo, elPaco, que todos conocemos por aquí.Pero no me vengas con cuentos de queeso lo ven bien por allá arriba.

—¿A quién te refieres cuando dices«allá arriba»?

—Es meridano. A toda la clericalla

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de por ahí. A los bien situados, que soncasi todos. A los de la olla segura. A losdel agua bendita a tanto el litro. Ya meentiendes.

Francisco se dio cuenta de que aquelhombre expresaba un sentir en que todosconcordaban.

—Hablas de lo que no conoces —dijo sosegadamente—. Creo poderafirmar que soy el único cura que tútratas. Pero en vez de juzgar a los curasa mi través, el único que conoces, losjuzgas a través de los demás, de los queno conoces a ninguno. ¿Es justo esto?

El Energías hizo ademán deinterrumpir, pero Francisco le contuvo.

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—Espera, espera un poco. Yo no teniego que haya defectos en los curas,como en cualquier estamento compuestopor hombres. Pero esa pintura que tú hashecho es anacrónica, injusta y no se casacon la realidad.

—¿No?—Desde luego que no. ¿O crees que

yo soy un milagro?… Yo soy un simplefruto de toda una mentalidad compartidapor muchos; de una inquietudgeneracional; de una visión nueva,dentro de los principios dé siempre. Y,ten esto en cuenta: Estoy aquí con elpermiso y la plena aprobación de misuperior que es el obispo.

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Pero el Energías no era huesoblando.

—Si fuera verdad lo que dices,seríais legión los que estaríais connosotros.

—Y lo somos, aunque no te loparezca Ten en cuenta que lo que yohago no puede ser norma para lamayoría ni mucho menos. Los serviciosque la Iglesia presta, y debe seguirprestando, consumen todo el tiempo demuchos sacerdotes. ¿Tú te crees quesólo nosotros trabajamos? Tengo yomuchos compañeros que jamás duermenlo indispensable. Conozco ancianossacerdotes que no se dan un minuto de

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reposo. ¿Qué sabéis vosotros de eso?,¿qué podéis saber de las horas eternasescuchando miserias de los demás, en elconfesonario, de la asistencia paciente ycotidiana a enfermos incurables, delestudio y preparación de la palabra, delagobio y la angustia por laresponsabilidad de salvar a quienes tehan sido confiados? —miró en torno—.¿Qué sabéis de la soledad delsacerdote? ¿Decídmelo?… Vosotrostenéis una mujer al fin de la jornada,unos chiquillos por quien luchar. ¿Y elcura, qué?

Celestino Corcuera, el Navajas,habló desde la última fila.

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—Nunca falta una beata…Hubo algún conato de risa tímida.

Antes de que Francisco pudiera replicar,se volvió el Energías.

—¿Es un chiste? —preguntó, y anteel silencio del otro cargó la manoañadiendo—. El comunismo nunca sedistinguió por su sentido del humor. Túa la cama, chaval, que aquí estamoshablando los hombres.

El Navajas blasfemó. Todospudieron oír el clic característico. En unsegundo se apartaron a ambos lados ypudo verse el hierro en la manocrispada. No hubo el menor titubeo porparte del Energías, que empezó a

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trasladar su desmedrada humanidadhacia aquella hoja fulgurante.

Francisco le cogió el brazo.—¡Un momento! —dijo.Pero el Energías le apartó a un lado

sin dejar de mirar a Celestino.—Tú quieto. No pasa nada.Siguió acercándose hasta tener la

punta del acero lo que se dice en elpecho. Sabía lo que hacía. Sus ojosincidían de una manera punzante ysostenida.

—Aquí me tienes a tu merced,chaval —dijo—. Anda, pínchale elcorazón al Energías. Anda, guapo, hazloy verás cómo te ponen el culo los del

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partido.A Celestino se le veía temblar, pero

no opuso resistencia cuando sucontrincante le quitó la navaja de lamano y la cerró sin dejar de mirarle alos ojos.

—Tómala. Es tuya. No está bien quepeleemos los compañeros. Cuandotengas los años míos comprenderás quetenía yo razón y me lo agradecerás.¡Venga! —a todos—. ¡Cada cuál a losuyo y siga la fiesta en paz!

El Navajas se echó a la callemascullando. La conversación quedótruncada allí. Francisco rumió elprofundo sentido de los motes que

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cuelga el pueblo. A Celestino le sobrabavigor para haber despedazado alEnergías; pero allí no había más que unvencedor y era éste, cosa que, por lodemás, no parecía extrañar a nadie lomás mínimo.

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12Felipe sentía curiosidad. Se le habíaocurrido la idea días antes y, desdeentonces, había venido dándole vueltas.Quería conocer al cura. Decir «el cura»entonces era decir el padre Quintas.Pero no le interesaba como sacerdoteensotanado y parroquial. Era en su serde obrero donde quería verle y oírle. Esposible que, de andar más ocupado, estaidea no hubiera prosperado en suinterior; pero el mucho ocio tiene eso,que hay más tiempo para que lasimaginaciones tomen cuerpo. Se lo dijoa Federico, en el club, y ahora estaba

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llamando a su despacho, en las oficinasde la dirección.

—Aquí me tienes…—Pasa, pasa.—¿De verdad no estorbo?El ingeniero estaba sentado tras una

mesa atestada de papeles.—En absoluto.—Bueno, ya sabes que cuando se me

mete algo en la cabeza… Además,tratándose de ti, aunque estorbarainsistiría.

—Siéntate por ahí.Era un despacho funcional, pero

cuyos materiales, sin excepción,ostentaban la calidad que la empresa no

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escatimaba en las dependenciasdestinadas al personal directivo.

—¿Cómo os va? Cosme dice quehay mucha tensión.

—No pasará nada.—Oye, ¿tan difícil es ahora despedir

a la gente?—No lo sabes tú bien. Hay que

pasar por encima de Sindicatos.—Y, en realidad, ¿de quién es el

derecho en este caso?Federico sacudió la cabeza.—¡Qué cosas tienes! No

procedemos por capricho.—¿Y ellos?—Que trabajen, que es lo suyo, y

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nadie les molestará.—¿Y qué dice el cura de todo esto?—No he hablado con él; pero, si te

interesa, se lo preguntamos luego.—Perdona mi curiosidad, pero ya

sabes cómo soy.—Creo que te va a decepcionar.—¿Por qué?—Bueno…Una llamada a la puerta le

interrumpió.—Adelante.La cabeza rubia de la secretaria

asomó un momento.—Está aquí Onofre Ríos.Era el nombre del Energías.

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—Hágale pasar.Felipe hizo ademán de levantarse,

pero Federico le contuvo.—Verás qué tipo —dijo por lo bajo

—. Es un cabecilla.El Energías entró en el despacho sin

muestra alguna de azoramiento, aunquecon su mono grasiento y el sucio cascoen la mano contrastaba violentamente enaquel medio.

—Usted es Onofre Ríos, ¿verdad?El obrero ladeó la cabeza sin dejar

de mirar a los ojos.—Nos conocemos bien, don

Federico —dijo—. Vayamos, pues, algrano.

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—¿Quiere sentarse?—No creo que esto vaya a durar

mucho, así que no vale la pena.El ingeniero se puso de pie, tras la

mesa, buscando un mismo plano con suinterlocutor.

—Como usted sabe, ese dichosoexpediente está en Magistratura.

El Energías frunció ligeramente elceño.

—¿Por qué dice «dichoso»?—Es un asunto antipático, ¿no le

parece?—Para mí desde luego. Pero, si

usted piensa lo mismo, muy sencillo:retírelo y ya está.

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—No es tan fácil. Yo no soy laempresa. Sólo soy su jefe de personal.

—Bueno, hasta ahora estamos deacuerdo, al parecer. ¿Qué más?

El hombre se producía con evidenteaplomo; hasta con cierto despego, perodentro de la corrección.

—Cuando se establece un tira yafloja entre dos, ninguno quiere ceder,ya se sabe. Se hace cuestión de amorpropio, y el amor propio es muy malconsejero. Ocurre a veces que, porsalvar la honrilla, llega a perderse lahonra…

Los ojos del Energías se contrajerony semicerraron.

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—Con todos estos rodeos —dijo—,¿dónde quiere ir a parar?

—Son comentarios nada más.—Pues tradúzcamelos, que yo no

uso otro diccionario que el que pone la apara la a y la b para la b.

—Bien. Tal como yo la veo, la cosano está nada favorable para usted.

—¿No? ¡Qué casualidad! Pues yotengo otra impresión.

—Se trata de hechos, no deimpresiones.

—¿De qué hechos me habla?—Estoy autorizado para hacerle a

usted una proposición.—¿Sí?

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—Sí. Una proposición extraoficial;algo entre usted y yo, pero que, llegadoel caso, tengo la seguridad de queestaría respaldado por la empresa.

El Energías no dejaba trasluciremoción alguna.

—Muy interesante —dijo—. Unaproposición a cargo de la empresa.

Vivamente repuso el ingeniero:—Ojo. Le estoy hablando a título

personal. Pongamos las cosas en susitio.

—Entonces, abur —hizo ademán deretirarse—, que yo no he pedidoconsejos.

—¡Un momento! No haga las cosas

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más difíciles de lo que son.—Está bien. Escucho. Es pura

curiosidad.—No nos interesa el jaleo, jaleo que

sería aprovechado en seguida pordeterminados elementos a quienes losintereses de usted, y de otros comousted, les tienen sin cuidado. Sé que esusted independiente; un hombre conpersonalidad y con prestigio. No querráusted ser juguete de ciertos grupos cuyaintención no es laboral, digan lo quedigan, sino política.

El Energías volvió hacia la mesa.—Mire usted —repuso—. Somos

mayorcitos, ¿no?

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Supongo que no me habrá llamadoaquí para adoctrinarme. Sé defenderme.Y, además, hasta ahora no me hapropuesto nada. Si quiere decirme algo,dígamelo de una vez.

—De acuerdo. Por una serie derazones que no son ahora del caso y queno deseo discutir en este momento, laempresa está decidida a prescindir desus servicios.

Y parece, esto se lo aseguro, queestá a punto de lograrlo. Sabemos, porotra parte, que este hecho seráaprovechado por una facción indeseablepara intentar crear una tensión artificialentre la empresa y los productores, sin

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ventaja alguna para usted.—Siga —dijo el Energías

secamente.—Adelantándonos a los

acontecimientos, y en beneficio deambas partes, la empresa ofrecería unasolución pacífica y, desde luego,ventajosa para usted.

—¿A saber?Felipe se dio cuenta de que se

llegaba al punto álgido y que a Federicole costaba trabajo manifestar la últimaconcreción; tanto más cuanto que elproductor no daba facilidades, con sumodo directo de ir al meollo de lascosas.

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—Pediría usted la bajavoluntariamente, recibiendo de laempresa una compensación en metálico,cuya cuantía discutiríamos.

El Energías se estiró en toda suestatura.

—No hay nada que discutir. El hijode mi madre no se vende. Y menos alcapitalismo.

El ingeniero alzó las manos en ungesto de protesta.

—¡Pero si no hay ninguna venta! Setrata de algo a convenir entre dos partes,a convenir libremente, en razón de laconveniencia de ambas.

—Que no, don Federico. A otro

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perro con ese hueso.Y lo que no acabo de comprender es

cómo se le ha ocurrido, siquiera,proponérmelo… ¡Vamos, que nosconocemos, digo yo!

—El hombre guarda siempre unasorpresa.

—Pero mis sorpresas van todas enla misma dirección; si no, al tiempo.

—De todas maneras, piénselo usted.—Si ya está pensando, ¿no le digo?,

conmigo pinchan en duro. Yo no me dejosobornar. Puede decirlo arriba —lebrillaban los ojos—. Y ya veremosquién es quién.

Federico no quería perder el

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dominio de sí mismo e insistió todavía.—Piénselo bien, no obstante, porque

salir me parece que tendrá que salir detodos modos.

—Me sacarán los guardias, pongopor caso; pero con la cabeza alta, ¿eh?,con la cabeza alta.

—Está bien, puede retirarse.Respiró hondamente en cuanto el

obrero hubo cerrado la puerta, lo quehizo sin mucho miramiento.

—Ya has visto —dijo—. Así estánde cerriles.

Felipe se contempla las uñasminuciosamente.

—No es manco el hombre —

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comentó.—Manco o no, va a ser despedido,

antes o después, así que hoy ha hechosus diez de últimas al rechazar unarreglo pacífico.

—Si estáis tan seguros, ¿a quépreocuparos?, ¿por qué ofrecer nada?

—Tú no lo entiendes. No queremosvíctimas. No nos interesa que hagan deun hombre una bandera. ¿Comprendesahora?

—Pues dejadle en paz y está.—Cómo se ve que tú estás fuera de

esto. Ese hombre es un cabecilla.Revuelve a los otros. Le siguen. Suponeuna subversión en potencia. Con él

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abajo no se puede trabajar tranquilo.Pero ¿qué hora es ya?

El padre Quintas ya debía estar en eldespacho, puesto que había sidoconvenientemente citado para ello.

—¿Crees que no vendrá? —preguntóFelipe.

—Sí, por supuesto. Ha sido llamadoy ni siquiera sabe por qué.

—¿Qué crees que se habráimaginado?

—Sabe Dios. Estos curas socialesson herméticos.

—¿Tanto?—Salvo que están siempre a favor

del productor, nunca sabes lo que

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piensan.La cabeza rubia volvió a asomar tras

unos golpecitos a la puerta.—El… —titubeó—. Bueno,

Francisco Quintas está ahí fuera. Hasido citado.

—Muy bien. Hágale pasar.Felipe se puso en pie.—Veremos cómo lo toma —dijo

Federico.—Bah, una conversación no hace

daño a nadie.Francisco hizo su aparición. Su

atuendo no sé distinguía en nada delEnergías, pero sus ojos, aunque severos,tenían otra luz. Era difícil señalar en qué

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podía consistir la diferencia, perobastaba mirar para notarla.

El ingeniero se adelantó, no sincierta reserva.

—Padre —dijo tendiendo la mano.—Perdón —se disculpó Francisco

enseñando sus palmas—, están llenas degrasa.

—Aquí un amigo —siguió Federico—, Felipe Fortuny, que tenía ganas deconocerle —y volviéndose a Felipe—:Éste es tu hombre. Pero, siéntense, porDios.

Francisco titubeó un poco, pero alver que los otros ocupaban sendasbutacas, hizo lo propio.

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—Le agradezco mucho, padre —dijoFelipe— que se preste a estapresentación. Verá. Se habla mucho deusted y yo tenía interés en conocerlepersonalmente.

—Bien. Yo aquí soy un obrero ydeben comprender que me violentacualquier excepción.

El ingeniero alzó la mano vivamente.—No se trata de eso, padre… ¿Hoy

podemos llamarle padre?Francisco le observó con cuidado.—¿Qué significa esto en realidad?Se mostraron sinceramente

sorprendidos.—Nada —dijo Federico—,

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absolutamente nada. ¿Por qué esasuspicacia?

—La empresa no pierde su tiempo.—No se trata de la empresa. Mi

amigo no tiene nada que ver con laempresa.

—¿Por qué, entonces, el citarmeaquí?

Felipe terció con una ligera sonrisa.—Querido padre, la culpa es mía,

sin duda. Voy comprendiendo que éstees terreno áspero de incruentas batallaslaborales. Pero, créame, no pensé quepudiera conocerle en otra parte y laamabilidad de Federico hizo lo demás.

—Se trata de un encuentro particular

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—dijo éste—, un simple cambio deimpresiones entre amigos. Usted esobrero, pero también es sacerdote.

—¿Quiere decir que me requierencomo sacerdote?

—Digámoslo así, padre —repusoFelipe—, aunque, naturalmente, no setrata de que nos eche la bendición.

—Ustedes dirán lo que desean —dijo Francisco aún en guardia.

—En realidad, nada concreto. Verá,se nabla mucho de usted últimamente.Hay opiniones para todos los gustos.Reconozca que no es corriente unaactitud como la suya entre el clero quesiempre hemos conocido. Que se nos

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hable de curas obreros en París, «Lossantos van al infierno», «El desierto dePigalle». Bueno, tratándose de Franciauno no se sorprende por nada; pero aquí,en España, en la parroquia de uno, y leadvierto lealmente que yo soy unescéptico… comprenda que resulta, nosé, por lo menos pintoresco, y, porfavor, no se ofenda.

Francisco se tomó tiempo antes dereplicar.

—Debo entender que a usted le traenada más que la anécdota; nadapersonal, por tanto; una simplecuriosidad. Algo que le permita llegarluego a sus círculos habituales para

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decir: «Le conocí».Federico ofreció una caja con tabaco

rubio.—¿Quiere fumar?—No, gracias —dijo Francisco que

no estaba dispuesto a hacer concesiones.Felipe prendió el cigarrillo antes de

reponer:—Bueno, me atrae el asunto. Me

atrajo desde el principio. Me fascinó, encuanto puedo yo ser fascinado por algo.Verá, yo soy la antítesis de un obrero, deun productor. Me tocó esa lotería en lavida. De manera que el saber de su casome dio que pensar. Mi naturalcuriosidad hizo el resto.

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—Desde el punto de vista quesospecho adopta usted, un gesto como elmío no puede tener explicación.

—No lo crea. Yo soy siempresumamente comprensivo con lascreencias de los demás y me figuro queusted será consecuente con las suyas. Enese sentido le admiro. Pero, si pudieracontar con respuestas absolutamentesinceras, yo le haría unas preguntas,aunque carezco de derecho alguno paraello.

El padre Quintas consideró unmomento a aquel hombre que, en suatildada e impecable presencia,mostraba la verdad de cuanto había

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dicho respecto de sí mismo.—Puede hacerlas —dijo, y Felipe

comprendió que las contestaciones seceñirían del todo a la verdad.

—¿Espera usted cambiar el mundocon su, llamémosle, gesto?

—No.Se miraban de hito en hito.—¿Espera, al menos, convertir a los

obreros de esta fábrica?—No, salvo excepciones.—¿Busca llamar la atención sobre

su nombre?Francisco no movió un músculo.—En absoluto.—Esta postura suya, ¿implica una

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crítica a la labor corriente de los otrossacerdotes?

—¿Cómo puede pensar eso?Felipe titubeó antes de formular la

pregunta siguiente.—¿Está usted con los obreros contra

el capital?—Estoy con los pobres al margen de

los ricos.—Permitidme —terció Federico—.

Nuestros productores, padre, no sonpobres, creo yo; sino trabajadores queganan honradamente su jornal.

—El concepto de pobre es, desdeluego, relativo —dijo Francisco—, perouna familia que deba vivir en España

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aunque sea con cuatro o cinco milpesetas cada mes, es pobre, para elnivel occidental y para lo que se ve enla calle con sólo abrir los ojos. Y, si nolo cree, intente usted vivir un mes con sufamilia a base de ese presupuesto; yaverá lo que es canela. Ahora lepregunto: ¿Cuántos pasan aquí de lascitadas cuatro o cinco mil?

—La verdad es que el obrero, hoydía, no se conforma con nada y lapublicidad no hace más que crearnecesidades.

—¡Un momento, amigo! ¿Con qué seconforman ustedes, los ingenieros, losdirectores, los gerentes? ¿Con qué se

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conforman los consejeros? ¿Acaso noestá todo el mundo a dar un pellizcomayor este año que el pasado, en cuantosea posible? ¿A quién le amarga undulce? ¿Por qué, pues, esa viejacantinela de que el obrero no seconforma con nada? En un mundo deinconformistas, si alguien tiene razón esel de más abajo, digo yo.

La voz tranquila de Felipe tercióaquí para decir:

—¿Tiene usted de algún modoobjetivos políticos, siquiera sea por elbien de los obreros?

—Hay mucha confusión en elconcepto. Si por política entiende usted

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justicia y libertad, ni yo ni nadie puedelegítimamente echarse a un lado. De otracosa no entiendo.

—¿Le resulta repulsiva la gente,digamos, como yo?

Francisco sonrió.—No, ¿por qué? —pero añadió en

seguida—: Lo que pasa es que dan pena.Están ciegos. Objetivamente tienen unaresponsabilidad tremenda.Subjetivamente Dios les juzgará, no yo.

—Una pregunta importante, padre.—Venga.—¿Qué opina usted del marxismo?—¡Ya tardaba!—Por favor, no vea segundas

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intenciones ni prejuicios.—Le estoy contestando porque no

tengo nada que ocultar.—Gracias, de todas formas. ¿Qué

me puede decir, entonces?—El marxismo, tal como se halla

formulado, es una solución inadmisible.Pero no por la amenaza que supone paralos ricos, sino por su materialismocraso. La paradoja estriba en que elcapital no es menos materialista en lapráctica, aunque se toma buen cuidadode no proclamarlo en la teoría.

—Pero el capitalismo, padre —dijoFederico—, no está condenado por laIglesia.

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—Como doctrina, no; pero tal comose practica, la mayor parte de las veces,está condenado por los mandamientos,que es peor. Y si no lo cree así, intenteusted casar con el evangelio la prácticareal y actual del capitalismo.

—En concreto —siguió Felipe—,¿por qué está usted aquí, padre? ¿Cuáles su último motivo?

—No es tan fácil decirlo en cuatropalabras cuando se llega a esta decisióntras un largo y creo que hondoproceso…

—Lo comprendo, desde luego,pero…

—Está escrito: «Los pobres serán

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evangelizados». Ésta fue la señal quedio el mismo Jesús como sello deautenticidad. Pero hoy el proletariado,la masa trabajadora, está fuera de laIglesia. Es un hecho. Hablando engeneral se ha abierto un abismo entre laIglesia y los trabajadores, incluso máshondo que entre ellos y Dios. No es aDios a quien rechazan más propiamente,sino a la Iglesia. No están contra Cristocuanto contra sus sacerdotes. Esperarque vengan a escuchamos a los temploses en vano. Ir a ellos de otra forma quesiendo de ellos, haciéndose todo a ellosde algún modo, es ilusorio. Lo demás sedesprende por sí mismo.

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—Pero usted me ha dicho antes queno espera convertir a sus compañeros;luego, después de todo, están el mismocaso que tilda de vano y de ilusorio.

—De ningún modo. Las primeraspiedras de cualquier nuevo edificioquedan siempre bajo tierra; no se ven;pero son indispensables para que luegosuba la estructura. Queremos darles unanueva visión del sacerdote. Queremosechar por delante el testimonio auténticodel evangelio. Conseguir esto ya seríabastante para un hombre, para unageneración de hombres. Otros vendrándetrás a edificar.

De nuevo terció el ingeniero en el

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debate.—¿Y merece la pena sacrificar toda

una vida sacerdotal, jugándola a estacarta indecisa de lo que harán otrosdespués?

A Francisco se le coloreóligeramente el rostro.

—¿A qué sacrificio se refiereusted?, ¿a dejar de ser «el señor cura»?,¿a renunciar a una serie de «prestigios»sociales?, ¿a prescindir de ciertainstalación confortable en la sociedad?

—No, evidentemente. Yo me refieroal sacrificio de una vida de servicioconcreto, de administración desacramentos, de predicación, de

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asistencia al culto parroquial, etc.—Cristo murió joven y repudiado.

Podía haber seguido predicando yenseñando hasta tener setenta años.Usted qué cree, ¿mereció la pena elsacrificio?

A Federico le molestó aquellasalida.

—En el caso de Cristo, sí,naturalmente. Pero usted no es Cristo.

—En eso se equivoca también. ¿Es ono es otro Cristo el sacerdote? ¿En quéquedamos?

Felipe agitó una mano y dijo.—Os desviáis hacia la teología.

Pero yo quiero hacer otra pregunta.

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Dicen, yo no sé que hay de cierto, queexperiencias como la de usted no hanresultado. Que los sacerdotes obreros,en Francia, salieron por peteneras.Quiero decir, que en vez de convertir alos marxistas, fueron convertidos por losmarxistas. ¿Qué me dice de eso?

—¿Y lo lamentan, siquiera, quieneslo dicen, o dejan entrever la alegría depoder condenar una heroica experienciaque les molesta? Mire usted, y ahí va mirespuesta. Como afirmación general, esuna calumnia vergonzosa. En cuanto aalgunos casos particulares, es el precioy el riesgo de cualquier otro intento. Elprimer movimiento apostólico fue el de

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los doce; lo dirigía personalmenteCristo; y, sin embargo, falló uno. ¿Quépensaría usted de una campaña deprensa que se encaminara por eso asembrar la suspicacia y la repulsarespecto de los otros once?

Volvió Federico con animosidadcontenida.

—Usted, padre, se remonta siempre,por lo que veo, al primer siglo. Pero, ami juicio, eso no vale como término decomparación. Estamos en el siglo veintey las cosas han cambiado mucho.

—Pero el evangelio sigue siendo elmismo y sólo hay solución volviendo aél.

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—Pues tienen ustedes una forma muycuriosa de volver al evangelio.

—¿Qué quiere decir?—Que el evangelio es amor y, a mi

juicio, el amor está absolutamentereñido con cualquier sectarismo.

—¿A qué sectarismo se refiere?—Al sectarismo de clase. Ustedes lo

practican, sin darse quizá cuenta. Seponen del lado del obrero. Por unaparte, pase. Pero es que, al hacerlo,acampan frente a otros fieles que,después de todo, son también hijos deDios.

—No siga por ahí —interrumpióvivamente Francisco—. Nadie más

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interesado en mantener las dichosasclases que la burguesía.

Felipe alzó ambas manos.—Bueno, bueno. A mí me interesa lo

personal, no esta controversiaideológica.

Francisco se sentía molesto.—Sea como sea, creo que ya estuvo

bien. Para mí éstas son horas de trabajo,de manera que, señores, lo siento, perodebo irme.

Se puso en pie.—De todos modos, gracias, padre

—dijo Felipe—. Ha sido muyinteresante.

—No lo veo yo así. Cada uno sigue

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donde estaba.—¿Esperaba convertirnos? —

preguntó Federico.—Ustedes me llamaron.—En eso tiene razón —intervino

Felipe—, por eso le doy las gracias.—No hay de qué. Dialogar siempre

es bueno, en todo caso.Felipe tendió la mano. Ya nadie se

acordaba de la grasa.—Encantado, padre. Espero verle

alguna otra vez.—Quién sabe…En aquel momento sonaba la sirena

del mediodía y Francisco tomó ladirección de los comedores. No estaba

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satisfecho. Se le venían a las mientesfrases mucho más brillantes que lasdichas; salidas más ingeniosas, másoportunas, más cáusticas. Sobre todo sesublevaba contra el jefe de personal, dequien lo que más le molestaba era sufama de católico practicante. «DonFederico es un excelente feligrés»…Recordó las palabras de Sergio,corroboradas por don Jacinto, elpárroco. «Contribuye a los gastos conregularidad. Siempre se puede contarcon su persona». Sería muy cierto todoello, pero a él se le había indigestadodesde el principio, y nadie, entre losobreros, tenía confianza en su

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afabilidad. «Prefiero a Gómez —decíaCampo—, al menos sabe uno a quéatenerse». Gómez era un ingeniero detalleres, hombre adusto y exigente, perocon fama de recto. «Lo que le pasa aGómez es la úlcera —dijo un día elCampanilla—, que si no, sería unamalva». Lo cierto era que don Federicono le tenía ninguna simpatía, y estascosas suelen ser mutuas. «Tengo quecontrolarme en esto», se dijo, un tantodescontento de sí mismo.

Fue a dar al patio central cuandodesembocaba la riada de productores endemanda del turno de comedor.

—Oye…

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Era el Navajas.—¿Qué quieres?—¿Se puede saber qué se te ha

perdido a ti en la dirección?Le miraba con unos ojos cargados de

sospechas.—Déjame en paz, Celestino —dijo

Francisco apartándole a un lado paraseguir su paso.

—Anda con ojo, tú —masculló elotro por detrás—. No nos gustan lossoplones aquí.

Francisco se detuvo y acabó porvolverse.

—¿Qué es lo que quieres decir?Sintió ganas de machacar aquel

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rostro; pero sabía que no lo haría jamás.—A buen entendedor…Se acercó Salmones.—Deja en paz a Paco —dijo,

echando a un lado al Navajas—. ¿Te hamolestado?

—No, qué va.«Este Celestino está celoso —pensó

—, ¡qué cosa más absurda!».

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13Francisco se había hecho al trabajo. Niel ruido estruendoso de las naves leaturdía, ni las diversas faenas delpeonaje le asustaban. Hasta con Rufino,el capataz, parecía haber llegado a unmodus vivendi, si bien era a todosmanifiesto que el hombre no le mirabacon buen ojo. Trabajaba con guantesprotectores, pero esto no habíaimpedido que sus manos se ensanchaseny curtiesen. A veces se las miraba sinpena. No se parecían nada a aquellasdelgadas del estudiante, de uñasarregladas y piel blanca. «Cristo debió

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de tener unas manos así, pues trabajócasi todos los años de su vida».Recordaba las manos finas, las manoscuidadas, las manos perfumadas,incluso, que tantas veces le habían dadola comunión de niño y de joven. Sinduda era una atención con loscomulgantes; pero él sentía gozo de quepudieran percibir la tosquedad de susnuevas manos, por más que las lavaseescrupulosamente. «Tienes manos deobrero», le dijo José Manuel un día, alestrecharle la derecha en la calle, y losojos indicaban entusiasmo al hacérseloconstar. «Es que soy un obrero». Nadie,desde fuera, podría comprender el gozo

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que experimentaba al decir talespalabras. «¿Será una forma nueva desoberbia?… ¡Estaría lucido si acabarapor presumir de lo que hago! Y, a veces,me encuentro demasiado satisfecho demí mismo…»

Salía del comedor en compañía deTonchu, cuando Salmones le hizo unaseñal.

—Te veo luego —dijo al muchacho.—No, voy contigo.Salmones se acercó. Muchos de los

que salían repararon en ello ycomentaron en voz baja. El hombresonreía con esa sonrisa suya en que todose iluminaba menos los ojos, que

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seguían graves, si uno se fijaba bien.—Paco, quería hablar contigo.—Como quieras.Salmones se volvió a Tonchu.—¿Lo oyes, chico?—Déjanos —insistió Francisco—.

Nos vemos después.Hierro había surgido de algún lado e

increpó al muchacho.—¿Necesitas niñera?—¡La madre que te parió! —saltó

Tonchu, escupiendo a un lado.—Deja…Salmones sujetó a Hierro por un

brazo. El aprendiz se alejó con cara depocos amigos.

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—No me gusta que lo tratéis así —dijo Francisco contrariado.

—No tiene importancia, hombre —templó Salmones.

—Bien. ¿Qué queréis?—Nada. Charlar un poco. Queda

media hora.—Está bien.Se dirigieron hacia un rincón de la

explanada.—Le vengo dando vueltas a una idea

—empezó Salmones— y la quierocomentar contigo.

—Como gustes.Francisco estaba en guardia, pero

tranquilo. Había pasado muchos años

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oyendo hablar de comunistas; pero eltenerlos delante de sí, en carne y hueso,parecía quitar hierro al asunto. Despuésde todo eran personas, hombres, igualque Raba, Campanilla o él mismo; sibien algo impalpable, quizá producto desu imaginación, parecía advertirle deque aquellos dos estaban hechos de otrapasta, de que eran más duros, por lopronto, más tenaces y peligrosos.

—Tú has alcanzado aquí unprestigio, una popularidad.

—Muchas gracias.—Créeme que me alegro. No eres

uno más. Eres Paco…—¿A dónde quieres ir? —

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interrumpió Francisco, a quien poníanervioso aquel panegírico incoado.

—Muy sencillo. No puedespermanecer al margen.

—¿Al margen de qué?Salmones hizo un gesto vago con la

mano.—De lo que sea. De lo que se

produzca. La clase obrera tienereivindicaciones. Si llega el momento túno puedes echarte para atrás. A ti teseguirían muchos. Traicionarías lacausa, si lo hicieras. Dentro de poco túserás una fuerza aquí. Te lo digo yo.

Francisco le miró a la cara Elhombre tenía unas facciones varoniles y

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hasta angulosas; pero no exentas decierto encanto cuando quería ponerserisueño. Sólo en el fondo de los ojosquedaba una dureza intacta que no se lehabía escapado desde el primer día.

—En realidad, ¿qué es lo que estásqueriendo decirme?

Hierro intervino secamente.—Colaboración.—Eso es muy vago. ¿Colaboración

en qué, y con quiénes?—Con nosotros, desde luego —

volvió Salmones—, y en todo aquelloque atañe al interés de los obreros.

Francisco quedó pensativo.—Vosotros no improvisáis. Nunca

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improvisáis. Algo tenéis en las cabezas.¿Por qué no habláis claro?

—No oculto nada. Hablo en general.Lo que pueda venir depende de muchascosas; de la empresa, por lo pronto. Yono soy profeta.

—Yo aquí he venido a trabajar. Nosoy un activista.

A Hierro le brillaban los ojos.—Hay momentos —dijo— en los

que limitarse a trabajar, como tú dices,puede ser traicionar a la clasetrabajadora.

Francisco le sostuvo la mirada.—Puedes estar seguro de que yo no

traicionaré a nadie. Ahora bien, no eres

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tú, no sois vosotros, quienes tienen quedecir lo que haya que hacer en cadamomento y qué cosa pueda ser traición.

—¿Quién, entonces?—Para mí, mi conciencia. Sólo ella

me puede dictar a mí mis lealtades.—Tienes razón —terció Salmones

—. En eso estamos de acuerdo. Pero,llegado el caso, tú lucharías por lajusticia social como el primero. Estoyseguro de ti.

—¿Qué entiendes tú por luchar porla justicia social?

—No busques tres pies al gato.Entiendo las palabras como suenan.

—Si vas por ahí, yo no creo en la

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lucha de clases.—No se trata de creer o no. En un

país capitalista como éste, la lucha declases está planteada, guste o no guste,si bien la represión impide cierto tipode manifestaciones de esta realidad.

—No me habléis de política, que nome interesa.

Hierro explotó.—¡Ya estás! ¡De manera que para ti,

el tratar de sacar al obrero de sumiserable condición es eso, política, yno hay que tocarlo!… ¡Cuando yo digo!

Francisco no perdió la calma.—Estoy por la elevación de la clase

obrera a base de un profundo reajuste de

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las estructuras, de la redistribución de larenta, de la participación en beneficios,de la represión de los abusos delcapital, etc. Pero no por medio de lasubversión tradicionalmente buscadapor vosotros.

—Pues ya pueden esperarpacientemente los obreros si ha dellegarles la redención por los caminosque tú dices. La burguesía no se dejaráarrebatar sus privilegios por las buenas.Ni siquiera por los votos. Eso vetetragándolo y no seas ingenuo.

Salmones sacudió la mano comoimponiendo paz.

—Calma, calma. No se trata ahora

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de discutir sobre ideologías.—Yo os hablo en el terreno al que

me lleváis.—Escucha. Nosotros somos una

fuerza aquí, aunque no te lo parezca.—Eso no va conmigo.—Puede; pero resulta que tú, quizá

sin saberlo, te estás convirtiendo en otrafuerza, una fuerza moral.

Francisco se sentía claramentesupervalorado… «Me quieren coger porla estúpida vanidad».

—Supongamos que fuera así.—Llegado el caso, contaríamos

contigo.—¿En qué sentido?

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—No para promover intereses departido. Tú eres independiente y loreconocemos. Sirio para defender elbien de los demás, de nuestroscompañeros. El interés de los obreros.

No quería comprometerse en nada.—Ya veremos —dijo.—Oye —le interrumpió Hierro—,

¿todos los curas son tan temes como tú?—De todo hay, no vayas a creer.La tensión había decrecido un tanto.—Cuando nos conozcas mejor —

dijo Salmones— nos verás de otramanera.

—Desde luego que me interesaconoceros; pero yo entiendo conoceros

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como hombres, no como hombres departido.

—¡No empieces con silogismos! —volvió Hierro.

—No son silogismos, son distingos.—¿Y eso qué? ¿Qué importa el

nombre? Vosotros sois hábileshablando, para eso os han preparado.Lleváis veinte siglos embaucando alpueblo.

—No le haces al pueblo muchofavor que digamos; pero dime una cosa:ya que os metéis a redentores, ¿quién legarantiza al pueblo que no sois vosotroslos verdaderos embaucadores, con todaesa tremenda exigencia que supone la

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dictadura del proletariado, a cuenta deun futuro paraíso aquí en la tierra? Hayque desconocer a los hombres paracreer que sean capaces de instaurar lafelicidad universal sobre el planeta.

—No es el hombre burgués, en elque piensas tú, el que sea capaz deinstaurar y vivir el paraíso comunistasino el hombre nuevo, el proletario librede prejuicios…

Vivamente interrumpió Francisco.—No hay una naturaleza de burgués

y otra de proletario. Tu hombre nuevo,en su momento, estará acechado por losmismos enemigos interiores que elantiguo, y tendrá que luchar con la

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envidia, la ambición, la vanidad, elorgullo, la pereza y las demás pasiones.

Y cada vez que sucumba, como haocurrido siempre, habrá puesto sugranito de arena para que el pretendidoparaíso se convierta en un infierno.

—Tú no puedes entenderlo. Estáslleno de prejuicios religiosos. En elfondo no eres más que un producto de laburguesía.

—Lo seré si todo lo que sea nopensar como vosotros suponecredenciales de burgués; pero, entonces,la palabra burgués tiene un significadocaprichoso y nuevo. Además, ¿por quéiba a ser más verosímil ese paraíso

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pretendido por el marxismo, obra a mijuicio imposible de los hombres, que elotro paraíso prometido desde siemprepor Dios?

Hierro hizo un expresivo gesto.—¡Dios!… —dijo—. ¡Todavía

nadie me ha probado que exista Dios!—¡Ni tú has probado a nadie que no

exista!Salmones que había escuchado con

expresión benévola, como quien asiste auna discusión de colegiales, tomó lapalabra aquí.

—Os pirriáis por la dialéctica.Pasaríais horas discutiendo. Y tú, Paco,lo reconozco, eres hábil con la palabra.

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Pero no es discutir sobre la ideología loque importa ahora.

—¿No?—No. Lo que importa es la acción.

La acción que nos sea común.—¿Y qué acción puede sernos

común a vosotros y a mí?—Más de lo que parece a primera

vista. Si bien se mira, está más cerca delevangelio un comunista que uncapitalista…

—En cierto sentido te lo podríaadmitir. Pero sois materialistas. Negáisla trascendencia, con lo que quedáisradicalmente al margen del evangelio.La mayor negación del evangelio es

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sostener que Cristo no fue Dios.La mirada de Salmones se aceró.—¿Y de qué les vale confesar que

Cristo es Dios a las grandes y piadosassociedades anónimas? ¿Me lo quieresdecir? ¿De qué les vale a los orondosconsejeros que reciben panzudos sobresverdes por limpiarse las uñas o escucharbostezando en torno a una gran mesa?¿Cuál es el evangelio de los grandestrust, de los bancos, de los pecesgordos, de las veinte familias para lasque trabajan veinte millones deespañoles?

Francisco sonrió ante el asomo devehemencia de Salmones.

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—Yo no recuerdo que me hayaerigido nunca en defensor del capital.Quien pretenda dividir el mundo enbuenos y malos, a base de una línea quesepare capitalismo y comunismo, seequivoca tanto si los coloca en un ordencomo si lo hace en el inverso.

—Pero es que en este país da lacasualidad de que todos los capitalistasson católicos…

—Esa es una afirmacióninsostenible.

—¿No gastáis toneladas de tinta enhablar del tesoro de la unidad católica?,¿no la habrá al menos entre loscapitalistas?, ¿no van todos a misa?

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—¿Y qué? Te hablaría un rato largosobre eso. Por otra parte, y es evidente,ni mucho menos todos los católicos soncapitalistas.

—Ahora sois vosotros los que osenzarzáis en discutir —dijo Hierro mástranquilo.

—Tienes razón —concedióSalmones—. Es muy interesante, desdeluego; pero estamos perdiendo eltiempo, cuando lo que hay que hacer esobrar mucho más que charlar.

—No hago más que contestar avuestras preguntas.

—Sí —saltó Hierro—, pero no hascontestado a la pregunta principal.

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—¿Qué pregunta?Salmones tomó la palabra.—¿Contamos contigo?Francisco hizo una pausa antes de

responder.—Para todo lo que no vaya contra

mi conciencia, desde luego.—Lo que no es decir nada —repuso

Hierro—, porque cualquiera entiende laconciencia de un cura…

—Calla —dijo Salmones—, que noes poco.

—En cuanto a la conciencia de uncura —añadió Francisco dirigiéndose aHierro—, no es distinta de la concienciade otro hombre. La conciencia es algo

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íntimo que va con nosotros, algo difícilde sobornar. Cada cual sabe de la suya ydebe conformarse con ella al actuar.

—La conciencia es un prejuicio,otro más, contra el que hay que ir.

—Supongámoslo por un momento.En ese caso, el acallar la conciencia esno menos un prejuicio, sólo que unprejuicio comunista, y conseguirlosupone una lucha no menos ardua ydifícil.

—¿Ya volvéis a empezar? —dijoriendo Salmones.

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14Toda la tarde le dio vueltas Francisco ala conversación. El listo, el sutil, esoestaba fuera de dudas, era Salmones.Hierro, más directo, más simple, seríamás peligroso para la acción, quizá;pero dialécticamente no era enemigo.«Sin embargo, no voy a hacer nada conla dialéctica; es inútil irle a uncomunista con argumentos». Meditabamientras manejaba la herramienta de unaforma mecánica. «El testimonio que mecompete a mí no necesita de palabras.No he venido a convencer a nadie conrazonamientos, al menos no

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principalmente». Hierro era un fanático,a su juicio; por eso era más fácilmanejarlo; se podía prever con relativafacilidad su reacción en cada coyuntura.Salmones, mucho más inteligente, encambio, podía dar muchas sorpresas.Era evidente que manejaba a Hierro.Fuera cual fuera la jerarquía de ambos,estaba claro que lo empleabahábilmente, a modo de ariete, de patrullade descubierta, de fuerza de choque,mientras él se replegaba a observar. «Lolanza y lo retira a su capricho; se escudaen él cuando le conviene; y si le ve mal,tercia sonriente quitándolo del medio».

—¡A ver si estás en lo que se

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celebra!Rufino le increpó más con el tono

que con las palabras.—¿Qué pasa?Ya no iba a amilanarse ante el

capataz.—Que estás en babia y aquí no se da

nada gratis.—Muchas gracias por el recuerdo.Se volvió sin prisa y se aplicó con

pausa a apretar unos tomillos. «Despuésde todo —pensó—, ¿qué mejor ocasiónpara colaborar con el trabajo lento?».

—¡No te mates, Paco! —dijo burlónel soldador que se hallaba más cerca,poniendo tras la oreja un electrodo que

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no tenía prisa en colocar.—¡Ya os arreglaré yo a todos! —

farfulló Rufino retirándose.—Para lo que pagan éstos van

servidos —siguió el otro—. Date cuentayo, con cinco chavales. Vosotros, loscuras, tenéis en esto una ventaja.

—¿Para qué te casaste, entonces? —dijo Francisco sonriendo.

—Locuras de juventud, hombre,locuras de juventud. ¡De haberlo sabido!… Toma, ¿quieres fumar?

Le ofreció tabaco negro.—Gracias.Encendieron los pitillos: No se veía

ni rastro de Rufino.

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—Y ahora, encima, con la viviendadichosa.

—¿No tenías casa tú?—No, y estaba tan ricamente; pero

estos cabritos son muy listos.Era una historia cien veces oída. La

empresa había venido pagando un 30%sobre el sueldo, en calidad de ayudasocial, a aquellos productores a los queno había facilitado casa. Ahora, alcontar con unos bloques nuevos, ofrecíalas nuevas viviendas y suprimía lamencionada ayuda. Pero había obrerosque, por las razones que fueran,disponían de casa, bien propia, o biencon una renta menor de las quinientas

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pesetas que debían pagar, comoamortización, al trasladarse a la nueva y,no querían aceptar por sentirseperjudicados.

—Ya lo ves. Yo pago doscientas, ysoy de los que pagan más. Si tomo lacasa nueva tengo que pagar quinientashasta el año de la pera. Y, si no la tomo,me quitan el 30% que tenía, que paranosotros es vital. O sea que, hagas loque hagas, la que gana es la empresa.

—Pero si amortizas la casa…—Déjate de historias. Nosotros

vivimos al día. No podemos permitimosciertos lujos. Yo estaba guapamente enmi casa y de todo esto lo que saco en

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limpio es que me quitan el 30% delsueldo base. Esa es la ayuda de laempresa. ¿Lo entiendes tú?

No era más que uno, entre losmuchos motivos de disgusto.

—En vez de dar las casas a los másnecesitados —siguió el soldador—, alos que las cogerían inmediatamente,porque están en la calle, como quiendice, la ofrecen primero a mí, y a otroscomo yo, que saben que vamos a decirque no. Así, con una vivienda sola, seembolsan el 30% de media docena decristianos antes da que salga uno que lesdiga, «me quedo con ella», ¿te dascuenta?

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—¿Y qué piensas hacer?—¿Qué qué voy a hacer? Pues lo

que hizo mi padre y mi abuelo y el otro yel otro, así hasta Jesucristo: joderme,eso es lo que voy a hacer, ¿qué quieresque haga?

El hombre tiró el pitillo y empezó adarle al soplete; se había puesto de malhumor.

A la salida de la fábrica se formaroncorrillos. Había cierta tensión en elambiente y los hombres no seapresuraron a tomar el camino de casa.Un mendigo de aspecto deplorable pedíalimosna al borde mismo del portón.Muchos le daban una moneda. Francisco

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sintió aquella presencia miserable comouna punzada en el corazón. Aquel pobre,pidiendo a los pobres, rebajaba el nivelde la pobreza a la indigencia. Se acercóa él y le puso una mano sobre el hombro.

—¿Qué hay, hermano?El mendicante se volvió con

presteza. En su movimiento hubo algo defurtivo, presto a la huida. La barba y lasarrugas, en aquel rostro acartonado,podía denotar una edad avanzada; perolos ojos no eran viejos. Se serenó alverse ante un obrero.

—¿Tan mal andamos? —dijoFrancisco poniendo en sus manos eldinero que llevaba encima.

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El hombre contempló la dádiva conojos calculadores y luego le miró conpasmo.

—Dios te lo pague —dijo.—¿Dios? —era la voz burlona del

Energías que acababa de acercarse—.Dios debe de andar muy ocupado.

—Gracias, muchas gracias —dijo elhombre sin hacer caso.

—¿No hay trabajo, amigo?—Estoy enfermo…—¿Y el Seguro?—Vengo del campo…, allí no

había… Me voy…Trató de escabullirse. Francisco fue

a detenerle, pero el Energías le tomó por

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el brazo.—Déjale, hombre, no le estropees el

trabajo, que se le va la gente.Le vieron perderse entre los grupos.—¡Vivir de limosna! —murmuró el

padre Quintas.—Cálmate, Paco, ya lo ves. Es una

prueba del fracaso del cristianismo.—¿Qué estás diciendo? —se

revolvió Francisco.—No te sulfures; pero tú me dirás.

Después de tantos siglos de predicar quetodos somos uno y que en el amor seconocerá a los cristianos, resulta que ati, que eres pobre, y en un paíssupercatólico como éste, según dice la

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prensa, todavía vienen a pedirtelimosna.

—No enredes las cosas, Energías.—No, si yo no las enredo, son ellas

las que están más enredadas que unovillo entre los pies del gato.

Se habían acercado varios.—¿Qué hay de tu expediente? —

preguntó Francisco cambiando laconversación.

—Bah, eso no me preocupa.—Está en la Magistratura —dijo

Campo.—Como si está en el infierno. El

hijo de mi madre no se va de aquí.—Raba dijo que tenía mal cariz.

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El Energías sonrió con suficiencia.—Vosotros, los de la HOAC, sois

buenos chicos, pero bisoños. Eso es loque os pasa. Yo mamé la lucha. A mimadre la zumbaron estando yo en suvientre. Eso lo explica todo.

—¿Cuándo fue eso, Energías? —preguntó Casto, el marido de la Isabela.

—Oye, sin guasa, ¿eh? Fue cuandola del 17, que mi padre era minero. Tú,para entonces, ya andarías por el monterompiendo pantalones en tu tierra, quetú, si te descuidas, vas con el siglo.

—¡No tanto, no tanto! ¡Nos hafastidiao!

—Yo que tú, Energías —volvió

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Campo—, no las tendría todas conmigo.—Y dale —dijo aquél—. Escucha,

hermano. ¿Estabas ya aquí hace dosaños?

—Sí, claro. Y hace más también.—Bueno, pues haz memoria ¿Qué

pasó cuando fuimos a juicio?El padre Quintas se interesó. Era una

historia nueva para él.—¿Qué pasó? —preguntó al

Energías.—Es largo de contar. Me quisieron

hacer una judiada de esas empresariales.Pero el hijo de mi madre se encerró conel texto del convenio y estudió losnúmeros. Resulta que yo tenía derecho a

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la prima completa, y no a la mitad queme abonaban. Y lo mismo que yo no sécuántos más.

—¿Y qué hiciste?—A saber. Fui con los números al

jurado de empresa. Me dijeron que teníarazón y que lo presentarían. Pero pasa eltiempo y que si quieres. ¡Menudo soyyo! «A mí no me hacéis esto», les dije;bueno, eso y otra letanía más gorda quese supone, claro. Total, que lareclamación se presenta por escrito, yacaba el plazo reglamentario y que nada.La empresa en estos casos es muda ysorda. Pues con éstas, zas, a Sindicatoscon la reclamación. Allí nos citaron a la

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empresa y a mí, ¿os dais cuenta?, a laempresa y a mí, para que hubierareconciliación, que tiene bemoles,¡reconciliarme yo con la empresa! Pues,ya se sabe, la empresa no compareció yel asunto pasó a Magistratura. Me dieronun abogado de turno y, oye, el tío decíaque estaba encantado conmigo, pues selo daba todo clarito, como que me lohabía masticado yo noches y noches.Pues llega el día del juicio y el fulano,que me tenía a la puerta del tribunal, vay sale y me viene con carantoñas adecirme que si era mejor retiramos, quela cosa estaba perdida, que la empresaaducía esto y lo otro, que me darían una

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indemnización… «¿Limosnas al hijo demi madre?», grité yo, que no me lo comíallí mismo porque ninguno de misantepasados fue antropófago. Talescosas le dije y tan dispuesto me vio aentrar personalmente en aquella sala,que el tipo volvió con las orejas gachaspara adentro y a poco salió con la mejorsonrisa de conejo para decirme quepasara a firmar, que estaba todoarreglado.

—¿Y te pagaron?—¡Como me llamo Energías! A mí y

a todos los que estaban como yo.Casto dijo:—Hala, vamos a tomar una copa.

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—No, no —saltó Paco—, copas, no.—¿Por qué no?—Porque luego la Isabela…Las carcajadas de los circunstantes

no le dejaron seguir.—¡Si a ella le gusta! —se defendió

el otro.—¡Un par de rondas, hombre! —dijo

el Energías—. Eso no hace daño anadie.

Caminaron hacia la primera tabernadel camino, en una singladura queterminaría en «El Africano».

—¿Qué va a ser?La mayoría pidió vino.—Para mí una naranjada —dijo

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Francisco.—¡Vamos, Paco! —saltó Casto—.

¡Que no se diga, hombre!—Tengo que decir misa dentro de

poco.Todos conocían su condición y, sin

embargo, se notó cierto azoramiento.—¿Pero, en serio crees en eso? —

preguntó Justino, que era de Albacete yserio como un entierro.

—Si no creyera, ¿por qué había desostener esta comedia?

—Ser cura es un modo de vida, unbuen modo de vida.

—Mi modo de vida es el vuestro.Explícame qué hago yo aquí si no.

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El Energías tomó la palabra.—Tiene razón Paco. Yo que no creo

en nada, creo que éste cree de verdad.—Pero lo que yo digo —volvió

Casto, vaso en mano— es que qué tieneque ver eso con un vaso de vino. ¿Quevas a decir misa? Enhorabuena, si tienesese gusto. Pero ¿qué importa? Despuésde todo, vino antes, vino después. Es loque hacemos todos sin tanta ceremonia.

El padre Quintas consideró despaciola cara de Casto.

—No hay vino en la misa —dijo conmucha calma—. Es la sangre de Cristo,lo que tomo.

Semejantes afirmaciones, en aquel

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medio, sonaban como un violín en lanave de calderería.

—¡Qué cosas dices, hombre! —exclamó Casto, echándose al coleto elcontenido del vaso.

—Es vino de misa, pero vino —dijoel de Albacete—. Yo he visto una vezesas botellas.

—Así es —concedió Francisco conpaciencia—. Pero en la misa hay algoque se llama consagración. En eseinstante se produce la transustanciación.Lo que hasta ese momento no era másque vino, deja de serlo para pasar a serla sangre de Jesucristo.

—¿Y cómo sabe? —preguntó Justino

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tan serio como siempre.Francisco abrió los brazos en

expresivo gesto de impotencia.—Sabe lo mismo, hombre. La sangre

está bajo los accidentes, quiero decirbajo el aspecto y apariencias del vino.

—¿Y cómo sabemos que no es vino?—inquirió Casto ahora.

—Porque lo dijo Cristo. Está en elevangelio.

El marido de Isabela volvió a beber,se pasó el antebrazo por los labios yconcluyó:

—¡Quién sabe lo que dijo Cristo!—¿Cómo que quién lo sabe?—Sí, eso fue hace tanto tiempo…

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Conque no sabemos lo que pasó hacediez años, así que fíjate…

—Tú desde luego que no lo sabes,Casto —dijo divertido el Energías—.Eso es la teología y tú de teología cero.

Francisco se daba cuenta de que nohabía animosidad contra él en aquelloscomentarios. Incluso advertía una ciertabenevolencia que no pasaba, desdeluego, del terreno personal. Laignorancia, por lo demás, era absoluta.Caminaba hada casa, tras dejarlos atodos con el vino, y pedía a Dios porellos como lo haría por niños, que esoeran, a su juicio, en realidad. «Niñosgrandes, toscos, viriles, arrojados; niños

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ingenuos y sucios por dentro y por fuera;niños extrañamente puros, en sudesatada sexualidad; nobles, entrecotidianas mezquindades;tremendamente humanos en suslimitaciones».

Canela vino a sacar al padre Quintasde sus reflexiones sociológicas.

—Paco…—Ah, eres tú.—¿Te pesa verme?Con su apariencia de simplicidad,

era naturalmente femenina y coqueta.—No, qué va.Estaba bonita con cualquier cosa que

se pusiera encima. Canela era allí como

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una flor milagrosamente enhiesta en ellodazal. Con aquel pañuelo de coloresatado a la cabeza, podía hacer un primerplano sugestivo para cualquier revistade las grandes.

—¿Estás preocupado?—¿Yo?—Traes una cara…—Pensaba.—Piensas demasiado.—¿Tú crees?—Te diré lo que siento —hizo una

pausa—. ¿Te lo digo?Francisco la miró sin que ella bajara

la vista.—Habla.

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—Pienso en ti.Sintió una leve sacudida interior.—No digas tonterías, mujer.—Decir la verdad no es ninguna

tontería. Tú me lo has enseñado.Con paciencia.—Pero, bueno, ¿qué es lo que

piensas?Ella miró a lo lejos. Tenía un perfil

sugestivo y moderno.—Trabajas, trabajas, siempre

activo, siempre preocupado, siempreayudando a los demás… y para ti, ¿qué?

—Pili, tú sabes que no busco nadapara mí.

—Pero así no se puede vivir, Paco.

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—¿Cómo que no? ¿Pues no me ves amí, chiquilla?

—Así…—No le des vueltas. Mi felicidad

estriba en ayudar a los demás. Luegoestá Dios, tú lo sabes. Te lo heenseñado.

—Sí, claro que sí. Pero a Dios no levemos ni le tocamos…

—¿Qué tiene que ver eso? No es elcuerpo, es el alma quien se comunicacon Dios.

Anduvieron un poco en silencio.Luego ella dijo:

—Estás tan solo…A Francisco le conmovía aquella

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solicitud.—Tengo a Tonchu en casa.—Tonchu… —se quedó pensativa

antes de concluir—, Tonchu no es unacompañía.

—¿Cómo que no? ¿Qué te hizo elpobre Tonchu?

—Nada, a mí nada.—Entonces, ¿por qué menosprecias

su compañía?Estuvo a punto de decir lo que

pensaba: «No es compañía para unhombre», pero dijo en cambio:

—Lo que más quiero es ayudarte.—Y ya lo haces, pequeña.Se crispó.

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—No me llames pequeña.—Está bien, Pili.—Quiero que me llames Canela,

como todo el mundo.Quedó un poco desconcertado por la

salida.—No veo inconveniente, en

realidad. Pero a lo que iba, yo te estoyagradecido, Canela. Tú, mi conquista.Me ayudas con los niños de una formamaravillosa. Eso sin contar con la parteque le quitas a tu madre en todo lo de lacasa.

—Sí, claro.La notó contrariada.—Pero ¿qué te pasa?

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—No me pasa nada.—Si quieres que te diga la verdad

nadie me da tanto aliento como tú.Pienso en ti muchas veces. Es como simucho de lo que hago lo hiciera por ti.Debe ser parecido a lo que en el ordennatural siente un padre que trabaja poruna hija… En realidad me bastas tú parajustificar mi venida aquí. La obra deDios en tu alma…

Canela interrumpió.—No sigas.Apretó el paso separándose un poco.

Francisco la alcanzó, sorprendido.—¡Pilar!—Perdona —dijo—. No sé lo que

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me pasa.—Anda. Con la misa se te olvidará.Ella se detuvo.—Sigue tú. Yo no voy a ir a misa

esta noche.Iba a insistir, pero, al fin, no lo hizo.

«No es su día», pensó. No se le ocultabaque la psicología de las chicas tiene sucomplejidad. «¿Quién puede entender auna adolescente?».

—¿Te veré luego?—Es posible.—No te quedarás sola por ahí, ¿eh?—No te preocupes, voy a casa.—Adiós, Pilar.—Adiós, Paco.

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«Rezaré por ella».

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15Tonchu estaba tumbado en el catre, bocaabajo, con el pelo revuelto y unaconvulsión delatora en los hombros. Elpadre Quintas cerró la puerta tras sí y seacercó al lecho.

—Soy yo, Tonchu, ¿qué pasa?No obtuvo respuesta y se sentó al

borde del camastro. El chico lloraba, deeso no podía caber duda.

—Cuéntame. ¿Qué ha ocurrido?Quería evitar las demostraciones. El

muchacho había crecido sin caricias yno era aquél el momento deproporcionárselas. Francisco lo cifraba

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todo en la mirada de sus ojos y en eltono de su voz. Sabía que era suficientepara Tonchu.

—Estás llorando… ¿Qué te hanhecho?… No me cuentes, si no quieres.Basta que sepas que estoy aquí, contigo.

Guardó silencio, limitándose a dejardescansar una mano sobre el hombrofeble y pasó un tiempo. Cuando lepareció que el llanto había cesado, hizopresión para que se volviera.

—¡Déjame! —barbotó el chico, perose volvió. Tema la cara congestionada yroja. Entonces, sin que se lo pidiera,contó la historia sórdida y canalla deuna madre enchulada con un

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indeseable…—¡Quieren mi dinero!

¿Comprendes? ¡Dios, si se vuelven aacercar! ¡A ese tío lo pierdo! ¡Te lojuro!

Los ojos del muchacho llameaban deodio. Francisco no había visto nunca unapasión expresada en rostro humano contal plasticidad.

—Quedamos en que querías sercristiano —dijo con suavidad.

—¿Qué tiene que ver eso?—Sencillamente que Dios te pone a

prueba.Tonchu se revolvió con acritud.—¡A Dios déjalo en paz! —gritó—.

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¡Si ser cristiano significa ser un cordero,táchame!

—¿Has oído lo que decimos en lamisa?… «Cordero de Dios que quitaslos pecados del mundo». Y lo decimosde Cristo. Cristo fue un cordero llevadoal sacrificio por todos nosotros.

El chico seguía fuera de sí.—¡Pues yo, de cordero, nada! ¡Por

ésta —cruzó los dedos y los besó— quea ese tío lo desgracio! ¡Por ésta!

—Eso es muy fácil, Tonchu —dijoFrancisco, levantándose fatigado—. Yoesperaba más de ti.

—¿Qué esperabas? ¡Dilo!—¿Para qué?

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—¡Que lo digas!Se miraron.—Esperaba que siendo

perfectamente capaz de hacer eso quedices, no lo hicieras. Sencillamente eso.

—¿Por qué no?—Por amor…Tonchu se dejó caer hacia atrás con

un aire obstinado.—Deliras.—Nada de eso.—Los odio. Los odio a los dos con

toda mi alma.Y vienes tú hablándome de amor…

¡Estás loco!Francisco no tenía conciencia de la

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tristeza que expresaba su rostro.—Tienes razón. De otra forma no

estaría aquí.Pasó al otro cuarto, sin mirar al

chico, y cerró tras sí. Sentía una granfatiga que esta vez alcanzaba al espíritutambién. La monotonía de la fábrica, laincomprensión de amplios círculos, lasambigüedades de Pili, y ahora, .lareacción primitiva, despegada y paganade Tonchu… ¿Qué estaba haciendo él,en realidad? «No valgo, Señor. No creoque falte tu gracia a la cita con estasalmas; ni creo que sean peores que loscristianos que andan metidos por lasiglesias… Soy yo quien falla». Pensó en

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su testimonio, la rutina del trabajo, laimpermeabilidad de la gente, sumaterialismo. «Mi pequeño buenejemplo, mis tímidos gestos, mis cuatropalabras en una esquina… en medio deeste turbio mundo, de esta dureza, deesta lucha sin cuartel, de toda estadesesperación, de estas pasioneselementales de las que viven y que lossostienen…». Por primera vez, sin estartemplado por ningún idealismo, ayunode entusiasmo, experimentó suinsignificancia. «¡Me creía unredentor!». No había proporción. Eracomo echar una gota de vino en elocéano. Cien años que le dieran para

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vivir en el suburbio y nada cambiaría.Más de una vez le habían preguntado porsus frutos. ¿A qué engañarse? Su vistaerrante topó con el crucifijo de hierroque destacaba en la pared encalada.Cayó de rodillas. La figura tosca yatormentada quedaba poco más alta desus ojos. Podía apreciar cada detalle.«No tengo nada que decirte», empezó.Y, sin embargo, hablaba y hablaba sinparar, echando fuera la amargura queaquella noche, sin saber por qué, sehabía desatado ante la reacción deTonchu. Y no hubo respuesta, hasta queacabó de verlo todo negro; hasta que ensu desahogo hizo catálogo de todas sus

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desdichas, sin tener en cuenta la suma delogros que suponía su aceptación porparte de todas aquellas gentes. Fuecuando se hubo vaciado, cuando sedeclaró vencido, superado, inoperante,fue entonces, cuando sintió por dentro,sin advertirlo claramente en unprincipio, un sosiego, una serenidad, unequilibrio que le iban ganando poco apoco, sin razones, sin argumentos, sindiscursos. No eran palabras. Era unestado de ánimo. Levantó la cabeza.Miró de nuevo al Cristo. «¿Es turespuesta, Señor?»… Las lágrimasafluyeron a sus ojos, tranquilas,sedantes.

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En aquel momento, sin previo aviso,Tonchu abrió la puerta y entró en lahabitación. No hubo modo de ocultarse.El chico le observaba con una caraempavorecida.

—¿Estás llorando? —dijo incrédulo.No había por qué mentir.—Ya lo ves.Hubo un silencio.—¿Es por mí?Francisco meditó la respuesta.—No, creo que no.—¿Por qué, entonces?—Es difícil que lo comprendas…

Me acabo de entender con Dios.—¿Y lloras por eso?

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—Las lágrimas no fluyen de lavoluntad, ni se rigen por la razón. Laslágrimas vienen cuando vienen, sivienen, y no hay que pedirles cuentas.

Tonchu miró a un lado.—No te entiendo —dijo.—¿Por qué? ¿No lloras tú?—Yo lloro de rabia. Eso es otra

cosa.Antes de que Francisco encontrara la

respuesta se oyeron unos golpes en lapuerta.

—¿Cerraste? —preguntó.—No, está abierto.—Di que pase quien sea.Dos hombres estaban sobre el

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umbral.—¿Qué queréis? —inquirió Tonchu.

Eran desconocidos.—¿No vive aquí el cura?Francisco salió de la otra

habitación.—¿Me buscabais a mí?—Sí, a usted, si es que es Paco, el

cura que trabaja.—Soy el mismo. Pasad.Tenían aspecto de obreros, un tanto

desastrados.—Verá —dijo uno de ellos.—Aquí los compañeros me tutean.—Tanto mejor —siguió—. Nosotros

venimos de Murcia. Aquello está muy

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malo por la parte del campo.—No se come —dijo el otro que

tenía un rostro adusto.—Buscamos trabajo —continuó el

primero—, pero aquí ya hemos andadotodo y no nos dan.

Tonchu miraba a uno y a otromientras hablaban.

—¿Qué puedo hacer por vosotros?—preguntó Francisco.

—Queremos llegar a Vizcaya. Allípagan bien.

—Y si no, a Europa —añadió el másviejo.

—Ya…—Necesitamos dinero.

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Sí. Eso era todo. Y era de lo quemenos disponía Francisco. Sin embargo,no lo pensó. Alguna vez había que teneren cuenta aquello de Jesús…

—Esperad un momento.Pasó a la habitación contigua. Por

dentro se recitaba las palabras delevangelio: «No os preocupéis porvuestra vida, qué comeréis o québeberéis; poned la vista en las aves delcielo que ni siembran, ni siegan, nirecogen en graneros y vuestro Padrecelestial los alimenta ¿Acaso no valéisvosotros más que ellas?». Volvió con eldinero. Era un billete grande y trespequeños.

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—Tomad, amigos.Los ojos de Tonchu se desorbitaron.

Los de los hombres, brillaron. El másjoven guardó el dinero, mientras el otroextendía la mano hacia Francisco.

—Gracias, compañero.Su cara adusta no cambió de

expresión, pero su voz había sidoextrañamente cálida.

—¡Si todos los curas fueran comotú!

—Los hay mejores —dijo Franciscosonriendo—. No os quepa duda.

Los empujó hacia la puerta. Noquería demostraciones; pero ellosreiteraban las gracias. Cuando hubo

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cerrado se volvió hacia Tonchu.—¡Estás loco! —dijo el chico.—Eso ya lo has dicho antes.—Pero es que ahora lo digo de

verdad… Esos tíos arrastraos…—No hables así.—¡Pero si no sabes nada de ellos!…

¡Dos desconocidos!—Oye —dijo Francisco yendo hacia

él y poniéndole las manos sobre loshombros—. ¿Qué sabía yo de ti laprimera vez?

Tonchu no contestó.—¿Quieres que te lo diga? —siguió

Francisco—. Sólo sabía queblasfemabas. Sólo eso. Y te ofrecí mi

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casa. Y no estoy arrepentido… No haydesconocidos para nosotros, Tonchu, nodebe haberlos. De esos dos que acabande salir sé lo bastante. Sé de quién sonhijos. ¿No es suficiente? Si hubieraentrado Cristo en persona a pedirtedinero, ¿qué hubieras hecho?

—No es lo mismo —dijo éltitubeando.

—Sí que es lo mismo, si tienes fe.Francisco dio unos pasos por la

habitación.—Empieza a ser cristiano, Tonchu

—añadió—. Jesús ha estado aquí estanoche. Le he dado lo que tema…

Había una honda convicción en sus

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palabras.—¿Y con qué comeremos ahora?El cura sonrió.—Con tus ahorros, chico. Quiero

que participes de tanto bien.—¡Qué cara tienes, Paco!No había enfado en aquella

exclamación. En la mentalidadmaterializada del muchacho se abríavina rendija.

—Ya debías conocerme.—Estoy viendo que vivir contigo es

lo más inseguro del mundo. La puertaabierta. La cartera también. Y, de vez encuando, a dejarle la cama a la Isabela.

Francisco se sentía ahora contento y

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seguro.—¿Quieres irte?—¿Quién habló de eso? Y si yo me

voy, ¿quién te dará de comer? ¡Pero lovan a saber todos, que vives a mi costa!¡Te lo prometo!… ¡Lo que me faltaba!

—¿Te molesta?Tonchu se agitó para contestar.—¡No! Pero tiene gracia que se

crean que tú me has recogido. ¡Tú! Yahora resulta…

Sonaron golpes en la puerta. Tonchumiró hacia allí con aprensión. Luegojuntó las manos y, dirigiéndose aFrancisco de una manera cómica,exclamó:

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—¡Por favor!

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16Lo había pensado muchas veces, peronunca lo había manifestado. La granAvenida era la línea divisoria, y laiglesia se halla situada justo en esafrontera, pero dando cara a los lujososbloques residenciales. A su espalda,como quien dice, comenzaba el barrio,lo que en el centro llamaban él suburbio.Hasta los mismos muros traseros deltemplo llegaba como una ola sucia ycrespa la abigarrada construcción depandereta, la «perfumada» colmena delos gritos destemplados, la ropa tendida,el pavimento de tierra, los cables

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colgantes, el bote de lata, la basuratirada, el milagroso geranio, el estiércolseco, los colores comidos, las palabrasácidas, la pana raída, el…

—Empezamos porque la iglesia, estaiglesia, está al revés.

Le miraron con atención. Se sentabael pleno a la mesa. Don Jacinto enderezóla vieja cabeza y sus pobladas cejasparecieron entrar en erección.

—Tú siempre original —dijo Sergio—, siempre queriendo sorprender.

—Es algo que he pensado muchasveces —repuso Francisco.

—Si es una crítica…—No, no lo es.

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—¿Qué tienes que reprochar a estaiglesia? —inquirió don Jacinto molesto—. Estaba yo aquí cuando se hizo. Losplanos fueron aprobados en el obispado.

—No lo dudo; pero puesto a escogerentre dar la fachada a los feligreses dela Avenida, o dársela a los proletariosdel barrio, yo hubiera hecho al revés.

Don Jacinto sacudió la cabeza concierta cólera.

—¡Romanticismos!—O evangelios —repuso Francisco

suavemente.—¿En qué lugar del evangelio está

escrito que los feligreses de la Avenidano son hijos de Dios? —terció Sergio

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con impaciencia.—«Los pobres son evangelizados».

Esa es la señal, que yo sepa. Y, porconsiguiente, en mi opinión estaríamosmejor colocados mirando hacia lospobres, que mirando hacia los ricos.

—¡Vete al Ayuntamiento con esassutilezas! ¡Ya verás!

—Es evidente que cuando seescribió el evangelio no se pensó en elAyuntamiento. Te lo concedo.

Sergio se molestó.—Tú siempre sales con un chiste

fácil. Eso es muy cómodo.José Manuel, que no había

despegado los labios, lo hizo ahora para

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decir:—Se podía haber hecho a la larga,

con un costado para la Avenida y otropara el barrio.

—Muy listo —dijo don Jacinto—.¡Como si el solar pudiera dar vuelta a tucapricho!

Francisco tomó la palabra paracubrir al joven coadjutor.

—No hablamos de posibilidades,sino de símbolos. Discutimos en teoría.

—Sí, eso es lo que os gusta avosotros, los jóvenes, teorizar. Cuandoyo salí del seminario también lo hacía.Tenía unas magníficas ideas. Deja que lavida os cepille un poco. No viviré para

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verlo; pero me gustaría, creedme, megustaría oíros dentro de treinta años.

—El que nos gaste la vida, inclusoel que nos pueda, no quiere decir que nohayamos tenido razón.

—¿Y la experiencia, qué?—Le tengo mucho miedo a la

experiencia.—¿Por qué has de decir siempre

tonterías?—¿Tonterías?, no, don Jacinto, nada

de tonterías. ¡Hay tanta pereza, tantoconformismo cómodo, tanto temor alriesgo, tanta falaz hipocresía disfrazadoscon el nombre de experiencia!

Don Jacinto se puso en pie con el

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rostro encendido.—Ahí tenéis las misas —tiró un

papel sobre la mesa—. No me sientabien discutir tras la cena. Pero te veomal, amiguito, con esas ideas y esasocupaciones, muy mal. Ríete de laexperiencia y verás lo dolorosa queacaba siendo la tuya personal. Buenasnoches.

Abandonó el comedor y un penososilencio flotó tras él.

—Lo siento —dijo Francisco—. Nopensé que lo tomara así.

—Te olvidas de que es un viejobenemérito —repuso Sergio consequedad.

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—No me olvido de nada. Él erasacerdote cuando yo no había nacido.¿Crees que no me doy cuenta? Pero unacosa es el debido respeto, y Dios sabeque se lo tengo, y otra cosa es ese temorreverencial que entre nosotros matatantas veces el diálogo… Ha de podersehablar; ha de ser posible discutir,expresar el propio pensamiento,defenderlo, sostener contrariasopiniones. Somos adultos, ¿o no losomos?

Sergio hizo ademán de ponerse enpie.

—Si vas a criticar al párroco, mevoy.

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Francisco le miró de frente.—¿También tú? ¿Quién habla de

criticar al párroco?… Vengo aquí y meparece estar soñando… ¡Qué dosmundos!

—Pues éste es el tuyo y lo demásson pamplinas.

—No, Sergio. Yo no creo habermeordenado propiamente para ti, paravosotros, para esta pequeña y difícilcomunidad; sino para ellos, para laperdida de Pili, para el desnutridoEnergías, para Hierro el comunista, parala Isabela vapuleada por su marido, paraTonchu el huérfano, para un desgraciadoque llaman el Navajas, para Raba el

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militante, para un chiquilicuatro que ledicen Campanilla…

José Manuel miraba al padreQuintas con unos ojos encendidos.

—Tú como todos —replicó Sergio—. Todos tenemos nuestra gente, aunqueno vayamos por ahí cacareando unahueste tan pintoresca, tan…exhibicionista.

—Me lo supongo…—Lo que os mata a vosotros es el

afán de novedad. Digas lo que digas yosostengo que harías más por todos esos,dedicándote a ellos como sacerdote, quecon esos dibujos de trabajar en unafábrica.

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—Los llamas «dibujos»…—¿Qué quieres que te diga? Nuestro

sacerdocio es espiritual. Hay otrosacerdocio, el de los seglares, al quecompete santificar las profesiones. Tesales de tu esfera. Tú has sido ordenadopara el altar, no para el torno; para laadministración de los sacramentos, nopara la representación sindical. De estono me sacas.

—De acuerdo. Pero, si la gente se haalejado del altar, tú me dirás qué hagoesperándolos allí.

—Hay otros medios.—¿Cuáles?—La oración, la penitencia, la

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acción apostólica de los seglares…—¿Y por qué no dar el salto, ir a

ellos, mezclarse profesionalmente conellos, para un día, volver con ellos? ¿Noestá escrito que el pastor dejará lasnoventa y nueve ovejas para ir en buscade la única perdida? ¿No urgirá estotanto más si, por desgracia, son casinoventa y nueve las perdidas y una solala fiel?

Sergio barrió el aire con la mano.—Juegas con las palabras. Buscar

las ovejas perdidas no quiere decirprecisamente apuntarse de obrero en unafábrica. Con eso, el pastor, en lugar derescatar la oveja, corre el riesgo de

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perderse con ella. Y, en todo caso, esono compete al sacerdote.

Francisco miró a lo alto.—Me parece que san Pablo pensó

de otra manera —recitando de memoria—: «No comimos el pan de balde,recibiéndolo de nadie, sino con fatiga ycansancio, trabajando noche y día parano ser gravosos a ninguno de vosotros».Está en la carta a los de Tesalónica.

—¡Ya salió vuestro textofundacional! —dijo con ironía Sergio—.Pero tú sabes tan bien como yo que sanPablo defendió con claridad en otrospasajes el derecho a vivir del altar, yque si en alguna ocasión proveyó a su

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sustento trabajando, lo hizo porquehabía sido calumniado de enriquecerse acosta de los cristianos.

—Exactamente. Lo mismo queocurre hoy.

—¡Qué tiene que ver!—No hace falta ir a la fábrica para

saber lo que la masa piensa de los curas,de su buena vida, de su influencia, de sudinero. Negar todo esto es ser ciego avoluntad.

—En todo caso tampoco demuestrasnada. Se puede vivir pobremente, conausteridad, sin influencias, etc., sinsepararse del altar. No es necesariohacerse obrero.

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Francisco se impacientó.—Tú eres testigo —dijo,

dirigiéndose a José Manuel—. Es unaalergia a cuanto suene a obrero. ¡Esincreíble!

—Te equivocas también en eso —saltó Sergio dolido.

—Así que un cura puedeespecializarse en cine y mezclarse consus profesionales en revistas, platos,cineclubs, etc. Y otro puede dedicarsede por vida a enseñar a chiquillosrudimentos matemáticos de bachillerato.

Y otro más envejece en trabajosadministrativos y rutinarios de oficinacurialesca. Y otro se quema las cejas en

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las lentes del telescopio por espiar unaestrella. Y nadie se rasga las vestiduras;nadie teme por su sacerdocio antesemejante «alejamiento» del altar. ¿Quétiene, entonces, el trabajo manual? ¿Porqué ese escándalo ante el cura obrero?¿Por qué si un cura se sale «paraarriba», se le critica, quizá, pero nadiese inquieta; mientras que si un cura sesale «para abajo», se oyen tales gritos,tan apasionadas voces? ¡Esto quisierayo que me explicaras!

—Dramatizas —dijo Sergio—. Lohacéis todos vosotros. Lo vuestro es unademagogia religiosa, eso es. Y lademagogia es siempre fácil y hasta

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brillante.—No me has contestado —le

apremió Francisco.—Lo haré, si te empeñas. Y perdona

si soy duro.—Puedes hablar.Sergio apuró medio vaso de agua

antes de seguir.—Un cura que se especializa en

cine, da frutos: Orienta, sanea, brindacriterios. Un cura que enseñamatemáticas, da frutos: Colabora en unaempresa global de formación cristiana;ayuda a que otros modelen el espíritudel niño. Un cura que se entrega a sulabor científica, da frutos: Gana

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prestigio intelectual para la Iglesia,tiende puentes que salven el pretendidoabismo entre la ciencia y la fe. Y ahorapregunto: ¿Cuáles son los frutos de loscuras obreros? Pon la mano sobre elcorazón. En un año que llevas, ¿qué haslogrado? ¿Cuántas son tus conversiones?¿A quién has traído a la Iglesia? Anda,sé sincero.

Francisco tenía la caracongestionada y hacía esfuerzos pordominarse. Aquel modo de argüir ya lehabía sido opuesto infinidad de veces ysiempre le producía indignación.

—Eres asquerosamente injusto —dijo con dificultad.

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Sergio se mantuvo impertérrito.—Paso por alto la palabreja; pero

aguardo a que me digas por qué.—Porque lo desconoces todo sobre

el tema. Porque vives en una torre demarfil, rodeado de tu abundantebeaterío. Porque tienes los ojoscerrados a un mundo doloroso queempieza aquí detrás y cubre más de losdos tercios de la tierra, y me quedo muycorto. Porque te sientes lleno de razón,seguro de ti mismo, en un planeta en quela incertidumbre y la angustia y el miedoy los ramalazos de la desesperaciónzarandean al hombre hasta la muerte.Porque…

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—¡Espera! —gritó casi su oponente.—¿Por qué tengo que esperar?—Está escrito que «por sus frutos

los conoceréis».—¿Y qué?—Que a la luz de este criterio, que

es de Cristo, lo vuestro es un fracaso.Debía bastarte con mirar a Francia.

A la cara de Francisco afloró ungesto de amargura.

—Fracaso, fracaso —replicó—. Elfracaso no demuestra nada aquí. ¡Quéfácil lo veis todo! A vosotros lo que osgusta es llegar y besar el santo. Pues oyelo que te digo: ¡Falta mucho para que lamasa obrera vuelva a besar el santo!

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¡No lo dudes!—Razón de más. No veo, entonces,

lo que haces tú en la fábrica.A Francisco le crispaba los nervios

el aplomo de Sergio. Alzó la voz.—¡Pues que Dios te conserve la

vista, amigo! Tras un siglo por lo menosde abandono y descristianización, ¿quémenos que un par de generacionessacerdotales que soporten la cerradaincomprensión, la repulsa, la suspicaciay los prejuicios?

—Dos generaciones de sacerdotesvalen demasiado para…

Se abrió la puerta del comedor y laalta figura de don Jacinto se enmarcó en

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ella.—Es hora de dormir —dijo—. Y, si

os falta sueño, haréis mejor en rezar queen discutir.

Se levantaron todos y desfilaronhacia sus aposentos. A Francisco, queiba el último, lo retuvo por un brazo.Cuando quedaron solos en el pasillo,cara a cara, la faz del párroco sedulcificó.

—Perdona, hijo, perdona miintemperancia de antes.

Francisco se agitó vivamente, perodon Jacinto no le dejó hablar aún.

—El ser viejo no me da derecho aproducirme como un verdadero

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cascarrabias.El padre Quintas se sintió humillado.—No puedo admitir que se excuse

ante mí, no, créame, no puedo. Soy yoquien trae aquí la discordia, soy…

—Nada de eso, hijo, nada de eso. Enel fondo todos andamos tras lo mismo,lo que pasa es que cada uno lo ve de unamanera. Es nuestra limitación, sólo eso.

—Jamás olvidaré esta lección, donJacinto.

—Por favor, no la llames lección.Además —sonrió— seguro que mañanate doy voces otra vez. Me conozco muybien.

—Usted puede gritarme cuando

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quiera.El viejo sacerdote apoyó una mano

amistosa en el hombro de Francisco.—Ah —dijo aún—. Sergio es un

hombre de bien, un buen sacerdote.—No lo dudo.—Si no es fácil que te comprenda,

tampoco lo es que le comprendas tú a él.Pero eso, ¿qué importa? Yo jamás tecomprenderé y, sin embargo, ya lo vesqué no llega la sangre al río.

Se despidieron allí mismo. El padreQuintas no tenía paz. Solía ocurrirle.Tras de una discusión así la turbaciónduraba horas en su ánimo. Se dirigió alpequeño oratorio. No encendió la luz.

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Una lamparilla roja hacía bailarfantásticas sombras en la pared. «Noaprenderé nunca». Rememoró laconversación y fue desmenuzando cadasalida airada, cada movimientoapasionado de su ánimo, y todo eldespecho sentido, y la acritud de la voz,y lo despectivo del gesto… «¿De quéme vale todo lo demás? ¿Por qué merefugio en la dialéctica? ¿Qué frutos hayque esperar de un hombre tancontradictorio como yo?». Estabadeprimido, y cuando estaba deprimidole venían arrebatos de humildad. Pero,en el fondo, tampoco estaba seguro deque aquella humildad fuese sincera y no

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simple desabrimiento por la concienciade su imperfección. Decidió quedarseallí durante un tiempo, de rodillas, a laespera, por si de frente, de aquellapuerta cerrada e inerte, llegaba algohasta su corazón; una voz, un calor, unatisbo de asentimiento.

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17—Padre, ¿sería tan amable de

almorzar con nosotros?Francisco se detuvo, con la casulla

que se acababa de quitar todavía en lamano.

—Un instante, por favor…Fue doblando con cuidado los

ornamentos; quería ganar tiempo. ¿Dequé conocía aquella cara? Nunca habíasido buen fisonomista. En cualquier casoera insólito. Aquella gente de la misa deuna no era la suya. No conocía a nadie.Lo veía por el espejo: Sombrero enmano, pelo muy cuidado, traje

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impecable… Sí. Era una cara conocida.«¿Dónde le habré visto?».

—¿No me recuerda, padre?—La cara, sí; pero no acabo de

ponerle nombre.—Soy Felipe Fortuny. Nos

conocimos en el despacho del jefe depersonal, ¿recuerda?

—Sí, claro, ya caigo —se puso enguardia—. ¿Y qué se le ofrece?

—Hay unos amigos que deseanconocerle y pensé que podría, hoy quees domingo, venir a comer con nosotros.

Francisco no tenía ningún deseo decruzar aquella frontera, a pesar de quesu interlocutor despertaba en él una

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mezcla de simpatía, curiosidad eincitante recelo.

—La verdad es que no entra en miprograma aceptar invitaciones.

—Vamos —dijo Felipe persuasivo—, no me diga que va a rechazar estoscontactos normales entre gente sociabley…

—Comprenda —interrumpió—. Noes mi mundo. Yo me debo a los míos.

—Lo sé y admiro su labor; perousted sabe también el interés quedespierta y, en todo caso, no me va ahacer un feo. A su manera, padre —lehizo un gesto de complicidad—, estasgentes le necesitan no menos que los

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obreros. Por otra parte, si no vieneusted, igual se creen que les teme, o quetiene algo que ocultar.

Eran razones pueriles,evidentemente, y, sin embargo, incitarona Francisco hasta el punto de decir:

—En realidad…—No lo piense más y véngase.—Ni uno solo de sus argumentos

vale la pena.Felipe le tomó familiarmente por el

brazo.—Confiese, padre, que se está

batiendo en retirada. No hablemos más.—No, no, a comer, no.Se resistía a la idea de hacer algo

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que de saberse en el barrio, seríatorcidamente interpretado.

—¿Por qué no? Y si efectivamentees tan importante para usted —insistióFelipe comprendiendo— ya está. Nohablemos de almorzar. Se viene usted unrato, toma un aperitivo con nosotros yluego se va a comer donde le plazca,con sus pobres o solo. Ya ve que cedo,pero ese poco no me lo va a negar.

La terraza trasera, sobre la piscina,estaba deliciosa. Francisco veníaacalorado del coche de Felipe; pero másque el calor era la vergüenza de servisto en aquel convertible deportivo loque había producido un súbito sofoco

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que aún duraba al entrar en aquelinesperado remanso de sombra y brisa,donde un grupo de personas esperabanreunidas. Las presentaciones rozaronapenas su atención. Lonas de colores;brochazos de azul y blanco en el aguaespejeante; aluminio en el esqueleto delas sillas; labios rojos; manos blandas;piel morena; arcoiris de bebidas; piesdescalzos; flores, muchas flores; gritosinfantiles; el tarro de la crema;descomunales gafas negras; el aleteo deun abanico; «encantado»; «es unplacer»; brazos carnosos, asalmonados,a dos colores; «estábamos deseandoconocerle»; portadas estridentes de

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revistas; sudorcillo; «nos han habladotanto»; alguien que se chapuza; «¿unmartini?»; «muchas gracias»; la panzarojo sangre del sifón; «sí, señora»; lassandalias doradas de la señora; «Pilar,un hielo»; voces adolescentes tras elseto; «¡Todos aquí!»; pieles mojadas;ébano claro, brillante; máspresentaciones; «perdone que esténmedio desnudos, son unos niños»;formas púberes; «no tiene importancia»;manos delgadas; «tanto gusto»; «el gustoes mío»; carreras; «¡Gracita, tú no temojes!»; el rubor de las gambas; laopulencia sin faja; «ponle un cojín alpadre»… Se maldecía interiormente por

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haberse metido allí. «Y sonrío como unhipócrita», pensó.

—Celebro que haya venido. Laverdad es que estaba deseandoconocerle.

Felipe explicó, dirigiéndose aFrancisco.

—Aquí donde lo ve, es uno de lospeces gordos.

—¿Sí?—De profesión, consejero —se rio

—. Uno de los grandes culpables.—No digas bobadas —protestó don

Cosme.—Tú siempre de broma —apostilló

la señora, mordisqueando con boca de

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piñón un pin chito delicioso.—Pues aquí lo tenéis —dijo Felipe

—, mi amigo el padre Quintas. Uno deesos «curas nuevos». Ahora podéispreguntarle cuanto queráis. Os lo hetraído, ¿no?

Sonrieron todos.—No le haga caso, padre —replicó

la señora—. A Felipe le gusta liar a lagente. Es un guasón. Y lo grande es queluego dice que a él las cosas de laIglesia le dejan frío.

—No te metas conmigo, Engracita,que aquí lo que importa es el padreQuintas, no disimules.

La señora hizo ademán de tirarle una

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aceituna, pero se volvió en seguida alsacerdote.

—Me habían dicho, padre, yperdone mi indiscreción, que usted nousaba sotana.

Francisco acomodó maquinalmentelos pliegues de la suya y respondió:

—Efectivamente, señora. No va conel trabajo. Mire usted a sus chicos. Novienen a la piscina con el traje de ir a lanieve, o viceversa. Como es naturalcada cosa requiere lo suyo.

—Sí, pero fuera del trabajo…—Donde yo vivo no está bien vista

la sotana.Don Cosme dejó el vaso sobre la

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baja mesita.—No es razón para ceder. Es un

prejuicio. ¡Si fuéramos a darles por elgusto en todo lo que quieren! —dijo.

—Si a usted le interesa muchofirmar un contrato con otro señor y se dacuenta de que le molesta el humo,¿encenderá un puro ante sus naricesdurante la conversación destinada aconvencerle?

La señora frunció el gesto.—La sotana significa mucho más que

el humo de un cigarro, digo yo.Aquel aplomo molestó a Francisco,

por eso dijo:—¿Mucho más?… ¿Por qué?

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Que le nieguen a uno lo que tiene poraxioma le deja sin palabras.

—Porque… Pero, bueno… ¿hablausted en serio?

Felipe no quería que las cosas sesalieran de un cauce picantillo.

—Para mí, querida, la sotana es unmero accidente —dijo.

—No es tu opinión lo que ahoracuenta —repuso ella—; es oírlo delabios de un sacerdote lo que producepasmo.

Pilar, que miraba ora a uno, ora aotro, comentó.

—A mí me gusta la sotana. Yo jamásme confesaría con un cura de paisano.

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—¿Qué es lo que cambia, enrealidad? —replicó Francisco.

—No sé, lo encuentro casiimpúdico.

A Felipe le hizo gracia que Pilar,precisamente Pilar, hablara deimpudicia con aquella carita apretada.

—¡Mujer! —dijo festivo—, loscuras van vestidos de hombre bajo loshábitos, ¿tú qué te crees?

—¡Felipe! —reconvino la señora.—Un cura sin sotana será siempre

algo así como un principio deprofanación —terció don Cosme—. Seempieza por colgar la ropa talar y luegono se sabe cómo se acaba.

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—Yo estoy por la sotana —remachóla señora—. La sotana tiene todos misrespetos. Lo tradicional. Lo probado.Las novedades son para nosotras, lasmujeres, no para la Iglesia.

—No olvides, Engracia —volvióFelipe—, ‘que la Iglesia es femenina.

—¿Femenina? —se encrespó ella—.De femenina, en todo caso, no tiene másque el nombre. Papa, cardenales,obispos, canónigos, arciprestes, curas…todos son hombres. Y, sin embargo, ¿quésería de la Iglesia sin nosotras, lasmujeres?

Francisco asistía como fascinado yal mismo tiempo ajeno a todo aquel

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despliegue de superficialidad, cinismo,ligereza e inconsistencia.

—El sacerdocio incide sobre lapersona —dijo— y la unción seadministra a las manos desnudas. Ya hadicho el pueblo que el hábito no hace almonje. Donde la sotana puede ayudar alministerio, si en algunas partes ocurretodavía, que no será por mucho tiempo,bien está la sotana; pero, si estorba, sisegrega, si obstaculiza, si pone enguardia, entonces, señores, está de más.

Don Cosme alzó un dedo comopidiendo vez.

—Un momento, amigo. Hacer deobrero con sotana es absurdo, lo

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concedo. Pero habría que aclarar si laconsecuencia legítima ha de ser quitarsela sotana o más bien dejar de hacerseobrero.

—Usted hace de la sotana un mito, oun tabú; pero la conveniencia o no dellevar adelante una forma de apostoladono se va a decidir porque se ejerza consotana o sin sotana. Ni Cristo ni losdoce vistieron de sotana, sino,simplemente, de paisano.

—Pero entonces no había caso —dijo la señora—, pues todo el mundousaba ropa talar.

—¿Y qué? ¿Es que hay algunavirtualidad en la condición talar de la

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ropa?Doña Engracia meneó la cabeza.—Siempre será más modesta.—Adóptenla entonces ustedes, las

mujeres, a quienes más concierne, entodo caso, la modestia en el vestir.Cristo, hoy, se echaría un mono encima,no le quepa la menor duda.

—Todo esto —dijo don Cosme— nose plantearía si ustedes los sacerdotes semantuvieran dentro de sus tareastradicionales. No habría necesidad dediscutir las costumbres admitidas.

—Pasando por alto lo de las tareastradicionales, ya que si se examinan afondo ciertas tradiciones, se lleva uno

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grandes sorpresas, ocurre que algunospensamos que, de seguir así, nos íbamosa quedar solos.

Don Cosme agitó la mano en el airede modo significativo.

—Tonterías. Nunca hubo en Españatanta religiosidad como ahora. Somos unEstado católico.

—¿Usted cree?—¿Es que lo pone en duda?Francisco miró al trasluz el vaso

apenas tocado de su vermú.—Cubique las iglesias; multiplique

por el número de misas y obtenga eltanto por ciento de cumplimientodominical entre nosotros. Repóngase de

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la sorpresa y luego reste la masa grandede los que siguen asistiendo porque lopide un clima nacional, diríamos;porque se trata de una rutinadominguera; por no tener disgustos encasa. Entre lo que le quede, rebusque enrecuento de los obreros… Luegohábleme de este católico pueblo.

—Debilidad humana; nada más quedebilidad humana; falta de reflexión;llámelo como quiera; pero están todosbautizados y no rechazan los últimossacramentos. ¿Qué más quiere?

—¿Qué más quiero? ¿Deboconformarme con una religión queconsiste en el bautizo del niño, que no

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decide por sí, y en la asistencia final alanciano, llevado al extremo de ladebilidad y acosado, al fin y al cabo,por el miedo?

—¡Por Dios! —dijo Pilar haciendoun mohín de disgusto—. No hablen deesas cosas tan tétricas.

Don Cosme pasó por alto lainterrupción.

—¿Y piensa usted llenar estediríamos vacío con su incorporaciónactiva al mundo del trabajo, con elsencillo expediente de hacerse obrero?

Francisco se daba cuenta de la cargade contenida pasión que llevaban laspalabras de su interlocutor. Se sentía

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violento en el fondo y con ganas degritar; pero no quería perder su dominioa ningún precio.

—Hacerse obrero —dijo conengañosa suavidad—, en ningún caso esun expediente sencillo. En cuanto a lodemás, yo hago lo que me dicta miconciencia.

—Uno puede equivocarse.—Sí, pero eso es un riesgo que hay

que correr y que no acecha menos enabstenerse que en actuar.

—No estoy de acuerdo, padre. No esigual. Un cura metido en una fábrica yase sabe cómo acaba. Es decir, es muchomayor la probabilidad de que la fábrica

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convierta al cura, que no de que el curaconvierta a la fábrica.

—Yo no he hablado en ningúnmomento de convertir a la fábrica.

—Entonces —saltó doña Engracia—, ¿a qué va a allí?

Francisco se volvió hacia ella no sinreprimir el particular encono queaquella virulenta y dogmática matronadespertaba en su ánimo.

—Voy —dijo— a dar testimonio deCristo. A ser pobre con los pobres deCristo. A participar del mismo cáliz. Ahacerme todo a ellos.

—¿Y en este testimonio —preguntódon Cosme—, entra el participar de sus

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inquietudes políticas, por llamarlas así?—Depende de lo que usted entienda

por inquietudes y por política.—Debajo de todo eso, ustedes

deben saberlo y si no lo saben yo se lodescubro, no hay más que agitaciónmarxista.

—¿Sí?Francisco sonreía, y, sin embargo, le

indignaba tanta simplicidad.—Sí —siguió don Cosme—. Y no sé

lo que usted, sacerdote, puede hacer ahí,a no ser el papel de víctima.

—¿Es usted filocomunista, padre?—preguntó Pilar con aire inocente.

—¡Qué pregunta, chica! —gritó

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Felipe divertido.El padre Quintas consideró a aquella

mujer donde el artificio se adivinaba entodo, hasta en el modo de extender elmeñique al sostener el vaso.

—Hasta ahora, no —dijo, siguiendoel juego.

Pero Engracia no tenía sentido delhumor.

—¿Cómo hasta ahora? ¿Es quepiensa dejar la sotana?

—Según como se mire. La sotana ladejaré dentro de un rato; el sacerdocio,evidentemente, no.

—Usted sabe muy bien —dijo donCosme— que un católico ha de ser

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anticomunista; cuanto más si essacerdote.

—Cuanto más, no; nada más. Másaún, en cierto modo puede que hastamenos.

—¡Hombre, hombre! —se alteró elconsejero—. ¡Esto sí que es nuevo!¿Puede decirnos en qué sentido le cabe austed ser menos anticomunista que a mí?

—¿Por qué no?—¡Nos está escandalizando! —

sentenció la señora.—Un escándalo inofensivo, créame

—replicó Francisco con la peorintención.

—Déjale, Engracia —dijo el marido

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—, déjale que se explique, porque estosí que es interesante en labios de uncura.

—Hay un anticomunismo, en elplano político, que trata de buscar ydesarrollar un clima de odio contra loscomunistas y que en el fondo lo hacepara defender intereses de clase. Esteanticomunismo suele ser el de ustedes,los consejeros; pero de él no debemosparticipar nosotros, los sacerdotes.

—Esas son palabras de uncompañero de viaje, ni más ni menos.

—Esas son palabras de un obispocatólico, monseñor Guerry. Perdón porno haberlo advertido al citarlas.

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La señora dejó de mordisquear eldelicioso canapé que tenía en la manopara decir:

—Citas de obispos… a mí no mehacen fuerza. Se oye cada cosa, pordesgracia. Pero un obispo no es elEspíritu Santo.

—Desde luego que no, amiga mía;aunque suele estar un poquito más cercade las fuentes de inspiración que unaseñora de nuestra maravillosa y bienasentada sociedad.

Felipe, atento a que la conversaciónno se le desmandase, se apresuró adecir:

—Padre, es una lástima que no

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quiere acompañarnos a la mesa, ¿deverdad insiste en irse?

La buena educación de los presentes,el convencionalismo del trato social,hicieron que la honda tensión parecieradisolverse y todo se trocó en sonrisasmelosas, apretones de manos,obsequiosas frases…

La señora de la casa, un pocosofocada aún, componía su mejor gestode despedida.

—Ha sido un verdadero placer,padre.

Pilar era coqueta hasta sin darsecuenta.

—¿Volverá por aquí?

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Don Cosme no cejaba del todo.—Aquí tiene su casa. Queda mucho

por hablar.Felipe tenía las llaves del coche en

la mano.—¿Le llevo, padre?—No se moleste, por favor.—Si no es molestia…—¡Niños —gritó la señora—, a

despedir al padre! Francisco salió deallí entre contento y asqueado yprometiéndose no volver. Tenía razónFelipe. Aquella gente, a su manera,estaba no menos necesitada que loscompañeros del tajo. Pero tenían suspastores. No eran sus ovejas. «No

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podría; creo que no podría».

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18El malestar causado por el sistema deturnicidad en el trabajo venía enaumento a medida que nuevas seccionesy talleres iban quedando afectadas, alconjuro de las necesidades de laempresa, que se racionalizaba cada díamás y pasaba como una gigantescaapisonadora sobre los menudos,insignificantes e indiferentes problemaspersonales. Los ánimos estabanexcitados y la experiencia resultónegativa, a juicio de la mayoría. Todo elmundo parecía querer verter su ira enpresencia del padre Quintas,

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desahogarse dialogando con él,sondearle al respecto.

Hierro acostumbraba a venirdirectamente; no necesitaba de hacerseel encontradizo.

—¿Y ahora qué dices tú?Francisco levantó la cabeza.—¿Cómo qué digo yo?—El trabajo a turnos con relevo es

lo último. El capitalismo se devora a símismo en el afán de competir.

Y se empieza a devorar por los pies,es decir, por lo de abajo, que son losobreros. Trabajo de esclavos. Y aagachar la cabeza. ¿No es eso lo quevosotros predicáis?

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—¿De qué te quejas? —repuso concalma Francisco—. Como buen marxistatú debes alegrarte de esta, para ti,autoantropofagia…

—¿Crees que por ser comunista nome toca aguantar como a todo quisque?

—Sí, pero lo que es bueno para lamarcha del partido, lo que confirma susdogmas, es bueno para un comunista. Lopersonal no cuenta. ¿O no es así?

—No me vengas con historias…A Hierro le sacaba de sus casillas la

dialéctica del cura.—No hago más que pensar con

vuestras categorías mentales. Fue Marxel que anunció la intrínseca

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descomposición del capitalismo y elbien inapreciable de la lucha de clases.¿No debe alegrarse un comunista detodo lo que ahonde las diferencias,aumente el descontento, hagainsoportable su condición a la clasetrabajadora?

—Hablas como un disco rayado. ¿Teenseñaron todo eso en el seminario?

—¡Qué cosas tienes! ¿No has leído«El Capital»?

—Era yo el que estaba preguntando.—Como quieras.—¿Qué postura vas a tomar tú?—¿Yo?—Sí, tú, claro. Tengo curiosidad.

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Francisco sonrió sin responder.—¿Qué dices? —insistió Hierr.—Es curioso. Tú eres ateo; pero la

presencia de un cura te desasosiega deforma manifiesta. A mí me dejaría tantranquilo la presencia de un bonzo entrenosotros.

Hierro se sublevó.—¿Quién te crees que eres? ¡Me

importas tanto tú como la mitra delobispo! ¡Nos ha amolao el tío!

Se le había ido la voz o el gesto; lacosa fue que ya tenían al encargadoencima.

—¿Qué demonios os pasa avosotros? —y dirigiéndose a Francisco

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en exclusiva—: ¡Éste no es sitio desermones! ¿A quién quieres embaucar?

Hierro era hueso duro de roer, aunpara el capataz.

—¡Si hay alguna indirectaaclarémonos!

Rufino esbozó una mueca.—Contigo no va nada.El padre Quintas se enfrascó en su

trabajo sin más. Le halagaba quevinieran a él, aunque fuera paradiscrepar. Miradas interrogantes yexentas de animosidad le llegaban desdelas máquinas. Querían saber. Pero elprimero que tuvo ocasión deemparejársele fue Salmones, con su

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gesto sempiterno de estar en el secretode todos los ritos.

—Te darás cuenta de que ha llegadoel momento de unir todas las fuerzas. Elnuevo horario es inaceptable, al menosen las presentes condiciones.

—Supongo que también en Rusiahabrá fábricas donde se trabaje a turnoscon relevos.

No se alteró Salmones.—No se trata de lo que pase en

Rusia, sino de lo que a nosotros, enconcreto, nos pasa aquí.

—Es que sería interesante estar deacuerdo en que si en occidente el capitalexplota al obrero, en oriente es el

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Estado quien lo hace.—Hablas con palabras

grandilocuentes: Oriente, occidente,Estado… ¿Por qué no te ciñes a nuestroproblema?

Francisco le miró de hito en hito.—No te voy a hacer el juego.Salmones alzó las cejas.—¿Será posible que por no hacerme

el juego a mí, como tú dices, dejes en laestacada a los compañeros?

—Lo que he de hacer por loscompañeros he de determinarlo yo, notú.

—Vaya, estás agresivo hoy,¿verdad? Uno viene a charlar contigo y

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lo recibes a patadas.Francisco sonrió a su vez.—¿No ves que nos conocemos bien?—Tienes razón —siguió Salmones

en el mismo tono—. ¿Sabes que te voyteniendo estima?

—No me digas que vas a acabarpidiendo confesión.

Se rio de buena gana.—Como hombre, Paco, eres algo de

carne y hueso para mí. Como cura noeres más que una entelequia.

—¡Pues fíjate lo que serás tú paramí como comunista!

—Sí, esto es la coexistenciapacífica; pero, oye, estarás de acuerdo

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en que el nuevo horario es inaceptable.—Ya lo hemos aceptado, puesto que

estamos inmersos en él.—Sí, pero siempre se puede uno

plantar.—Deliras.—¿Es que te opones?Se miraron.—Ya te dije que no me vas a sacar

nada.—No me digas que estás con la

empresa.—¿Lo estás tú?—Evidentemente, no.—Claro, sobraba la pregunta.—Pero no me has contestado.

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—Yo estoy con la justicia.Salmones le miró atentamente. Luego

su semisonrisa se ensanchó. Franciscose dio cuenta de que, por el momento,abandonaba la partida.

—Gran palabra —dijo aquél.—Sí, gran palabra.Oscar Raba le había pedido que

asistiera a la reunión del jurado deempresa. Había dudado entre ir o no.Por más que uno pretendiera mantenerseindependiente y al margen, elcompromiso iba en aumento cada día. Lacomunidad en el trabajo, la solidaridad,creaban unos vínculos e imponían unaslealtades. Lo pensó horas enteras.

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Arrimaría el hombre en cuanto notuviera política por medio. Pero ¿seríasiempre igualmente fácil discernir dóndeestaba pintada la divisoria? ¿Podría elhombre abstenerse siempre ylegítimamente de la política? Laturnicidad, tal como se habíaimplantado, no era justa. Había quevivirla para comprender hasta quépunto. Estaba claro que para ciertoselementos este asunto brindabaoportunidades de implicación política, yde una política subversiva. Pero ¿habíaque abstenerse de una justareivindicación porque alguien quisierasacar ganancia a río revuelto?

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En el jurado de empresa, Raba teníala voz más caracterizada. Se sentabancon él algunos otros de la HOAC. Laretracción de una serie de valiososelementos y la no viabilidad de otros,excesivamente comprometidos, habíandado paso a un equipo de hombres muysinceros, aunque con medianarepresentación y con muy pocasposibilidades circunstanciales.

—Te esperábamos, Paco.—Muchas gracias.El saloncito, por llamarlo de algún

modo, de que disponía el jurado deempresa tenía muy poco que ver con loslujosos despachos de la dirección y,

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desde luego, nada con la imponente salade consejos.

Raba ordenaba ante sí una pila depliegos garabateados en toda susuperficie.

—Hay más de tres mil firmas aquí, ynos quedamos cortos.

—El sentir es unánime —dijo uno dehornos—. Ya os lo decía yo.

—¿Y qué hay legalmente? —preguntó Francisco.

Raba tomó la palabra, ojeando unapunte.

—La legislación actual concedemedia hora, dentro de cada turno, paratemar alimento; media hora que aquí

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brilla por su ausencia. El trabajo aturnos con relevos no es ilegal en sí. Loque pasa es que nuestra legislación alefecto, la del 46, no tiene en cuentacircunstancias capitales que se dan eneste modo de trabajar, lo que hace queno se reflejen suficientemente en elorden económico. Se nos hicieronpromesas concretas, pero de palabra, yahora nadie parece querer acordarse deellas. Para la dirección todo eso sonmúsicas celestiales. Sabemos que enAlemania, Norteamérica, etc., laempresa debe pagar muy caro eltrastorno que causa al productor por laturnicidad.

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—Sí —dijo el de hornos—, ¿quiénme paga a mí los daños que acusa miestómago al cambiar cada semana lashoras de comer?

Campo, que no había abierto laboca, lo hizo ahora par decir:

—Tenemos hijos. Yo fui a uncursillo para matrimonios y elconferenciante se quejaba de lo pocoque convivimos hoy con ellos. Pero siyo tengo que andar a turnos de estaforma, ¿cuándo y cómo me organizo paraatenderlos a ellos como debe ser?

—Sí —dijo Francisco pensativo—.Todo eso es importante.

—¿Y qué decir del descanso? —

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planteó Raba—, porque no es igual quete toque el domingo a que te toque elmartes.

—A mí me toca un domingo cadacinco semanas —se quejó el de hornos.

—Y otra cosa, ¿qué pasa si te fallael relevo? —inquirió Campo—. En misección le ocurrió a Polanco, que no levino el fulano y tuvo que hacer otroturno sin interrupción, porque las llavesno podían quedar solas y el ingeniero leamenazó.

Hubo un silencio. Francisco miró entorno.

—¿Qué pensáis hacer?Raba tomó la palabra.

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—Para eso nos hemos reunido. Si nodamos la cara, los compañeros haráncaso a los de siempre, que nos llamanvendidos.

—Podemos dimitir y estamos alcabo de la calle —dijo Campo.

—No —le corrigió Francisco—,dimitir, no.

—Pues tú dirás, porque a nosotros,allá arriba, nos hacen tanto caso como sifuéramos el pito del sereno.

—Nada de retirarse antes de tiempo.Sopesemos las posibilidades. Pensemosalgo que valga la pena. Pongámoslo porobra y hagamos que lo conozca todo elpersonal. De esta forma los obreros

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sabrán que el jurado ha cumplido con sudeber y la empresa habrá de enfrentarsecon una realidad más dura e ingrata.

—Sí, pero ¿qué?Francisco tenía su idea.—Hagamos una memoria —dijo—,

una memoria breve, pero contundente, enque se resuma toda la razón que asiste alproductor.

—Ya —replicó Raba—, para que lareciban en dirección con las mejorespalabras y la archiven en cuantocerremos la puerta.

—Y menos mal si la archivan —apostilló el de hornos—, que a mí meparece que lo que harán será destinarla a

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la papelera.—O al retrete del gerente —dijo

otro.—¡Un momento! —interrumpió

Francisco al coro pesimista—. Hagamoscopias, copias en abundancia, una copiapara cada productor. De esta forma noles será tan fácil ignorarlo en dirección.

Los ojos de Raba se iluminaron.—Eso es mejor —dijo.—¿Y quién hace las copias? —

inquirió Campo.Hubo un momento de desánimo. El

de hornos dijo al cabo:—Tengo un hijo que trabaja en una

imprenta.

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Se animaron las voces, hablandovarios a la vez.

—Cuidado —advirtió Campo—, esoes clandestino.

—¿Pero hace falta permiso para unacosa así? —preguntó un joven militante.

—Nada se consigue sin un riesgo —comentó Francisco.

Raba miró al cura detenidamente.—Tienes que encargarte de

redactarlo —dijo.—¿Yo?…No se le había ocurrido. Él se

consideraba allí como mero observador.—Entre nosotros no lo haría nadie

como tú.

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—Sí, Paco —apremió el de hornos—. Échanos una mano.

—Nosotros reuniremos todo elmaterial —insistió Raba—, tú sólotienes que darle la forma conveniente.

—Di que sí.—No nos falles ahora…¿Y por qué no había de hacerlo? Era

una petición justa.—Está bien —dijo—. Lo haré.Los componentes del jurado de

empresa se encargaron de proporcionarlos datos, casos y experienciasnecesarios y más que necesarios. Habíaque hacer la síntesis, ordenar todoaquello, darle forma. No era trabajo

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difícil para él. Dejó a un lado todaretórica. La tesis era simple. No ibacontra el trabajo a turnos con relevos;pero potenciaba y ponía en su lugar losinconvenientes de todo orden que esto lesuponía al productor y valoraba, enconsecuencia, la indispensablecompensación económica que se ledebía en justicia para recomponer elequilibrio crasamente alterado.

—¿Cuándo te acuestas? —dijoTonchu irrumpiendo en su cuarto.

—Tengo que acabar el borrador.—Mañana entramos a las seis.

Tienes que dormir.Le miró a los ojos. La cara del

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muchacho expresaba disgusto. A él ledivertía aquella solicitud.

—Duerme tú —dijo.—¡Duerme tú, duerme tú! —le imitó

Tonchu enfadado—. No hay nada másdifícil que convencer a un cura.

Salió dando un portazo ante lasonrisa de Francisco.

«Extraño mundo éste». Sobre lamesa, que a sus horas servía de altar,estaban dispersos los papeles llenos denotas apretadas. El informe debía estarlisto por la mañana. Urgía. Una nochesin dormir, incluso cuando se tieneencima la fatiga de una jornada laboral,no es obstáculo de mayor monta para

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quien se da con entusiasmo a los demás.Lo que no es tan llevadero espresentarse a las seis de la mañana paratomar el turno con otras ocho horas pordelante. «Un día es un día. Nadie muerepor esto».

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19—Nena…Celestino Corcuera, el Navajas, la

estaba esperando al anochecer, en elquicio del portal, deslustrado y sucio.Ella no le había visto y ahora lo teníaencima, sobre el escalón, lo que leayudaba a sacarle más de la cabeza.

—Me asustaste.—¿Asustarte yo? ¡Si me muero por

tus huesos, cariño!—Ya tú sabes que no estoy por esas

músicas.Lo que terna el Navajas con las

mujeres era labia. Parolaba como un

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poeta de lengua suelta y en seguidaachuchaba como un novillo de buenacasta. Todo con mucho juego de ojos,entorne de párpados, aleteo de pestañasy frases rezumadas entre unos labioscasi inmóviles.

—¡Canela!…—Déjame pasar.No era Pili mujer que se acobardase

fácilmente. Había nacido en alta mar,como quien dice, y desde niña se habíavisto obligada a navegar por propiosmedios.

—¡Que no puedo más, te digo! ¡Queme muero por ti, preciosa!

Hizo ademán de sujetarla. Ella le

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propinó un manotazo sin ceder uncentímetro.

—¡Las manos quietas!—Lo que tú mandes, mi reina; pero,

escúchame. ¡Te lo juro que no te toco!,pero, oye, vámonos al terraplén, ¿teacuerdas?

—Ni lo sueñes. Eso fue antes deldiluvio. Éramos unos críos.

—Razón de más, mi vida. Lo nuestroes lo fetén Viene de antiguo.

—Olvídalo, chico.Hizo ademán de apartarle para

pasar, pero el Navajas obstruyó el pasocon los brazos abiertos.

—¿Ya dónde vas con tanta prisa, di?

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Se le había cambiado el gesto y lascomisuras de los labios caían ahorahacia abajo, con resentimiento.

—No tengo por qué darteexplicaciones.

—¿Es a ver al cura a lo que vas?Canela adelantó el rostro, agresiva.—¿Qué pasa con el cura?—¿Te crees que somos tontos? El

cura es de carne y hueso lo mismo quenosotros.

La chica se le acercó hasta un palmode la cara.

—Tú no lo entiendes, Navajas —susurró—; a un hombre como él nopodrás entenderle jamás; pero ¡ojo!, no

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le toques con tu sucia lengua. No letoques, te lo dice Canela.

—¡Qué me vas a decir de los curasque yo no sepa!

—Todavía estás en la A, Navajas,de eso estás en la A.

Celestino se enfureció.—¡Mira! —en un instante tenía el

hierro en la mano—. Díselo, anda. Quesepa dónde juega. Se me estáenmolleciendo la pinchosa, ¿lo sabías?

—¡Quita allá!Canela empujó a un lado la diestra

armada y pasó hacia la escalera.—¡Díselo, guapa!… Y no lo olvides

tú. ¡Con el Navajas nadie juega!

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Y ella, desde la escalera:—¡Olvídate!Francisco estaba a punto de dar

comienzo a la misa cuando llegó Canelacon la cara arrebolada.

—Tengo que hablarte.—Después.—De acuerdo.El sabor de celebrar en aquellas

circunstancias era fuerte. Y no parecíapasarse con el uso. La misma fatiga delcuerpo ponía pausa en los movimientosy hondura en los gestos. «Nunca lo habíasentido como ahora; el pan nuestro decada día… se necesita para subsistir».Un olor de humanidad impregnaba la

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estancia, y aunque era extracto de sudory suciedad, ya no ofendía al sentido delolfato de quienes pertenecían a aquelmundo. Cierto que, excepto Tonchu y unpar de militantes, sólo mujeres llenabanel cuarto hasta el pasillo; pero Franciscoveía en ellas a sus hombres, a susmaridos y a sus hijos, y añadía sinesfuerzo, a aquella exigua presencia, lahumanidad toda del barrio, y por ella ypara ella alzaba el pan, sin olvidar a sushermanos indiferentes, a sus hermanosblasfemos, a sus hermanos borrachos, asus hermanos comunistas, a todos,porque a todos alcanzaba aquel preceptode amar a los demás como a sí mismo.

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—Ya era hora de que se fueran ésas—dijo Pili cuando quedaron solos,mientras Tonchu recogía las cosas en elcuarto de al lado.

—¿Qué te pasa, chiquilla? —preguntó Francisco, que notaba en elrostro de la muchacha algo desusado ydifícil de definir.

—¿A mí? Nada.—Vaya, tú querías hablar conmigo,

¿en qué quedamos?Canela miró por la ventana.—Yo siempre quiero hablar contigo.—¿Y quién te lo impide?—Cada vez te veo menos. Al

principio te ocupabas de mí, me

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buscabas. Ahora todos son líos conesos… Pareces uno más.

Francisco reflexionó unos instantes.—Es que lo soy, Pili. Soy un obrero,

un obrero más.—Pero tú eres distinto.Había un fruncimiento de

obstinación en los labios de Pili.—Sólo en cierto modo. Sin

embargo, ya ves, aquí me tienes…Vamos, dime lo que te pasa.

—Si lo supiera yo…—A ver, mírame.Volvió la cabeza más aún, queriendo

hurtar el rostro.—Te digo que me mires —insistió

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él.Canela le miró. Sus ojos verdes

brillaban de lágrimas.—Ya te miro —dijo.—Criatura —musitó Francisco—.

¿Por qué lloras?—No lo sé.Se le ofrecía cercana, indefensa,

insólita.—¿Estás triste?—Sí.—¿Por mi culpa?—Sí.—Pero… —no encontraba palabras

—, tú sabes que no te olvido, quedispones de mí y que, por otra parte,

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tengo que llevar a Dios a todos, que…—Tú eres bueno. Tú no times la

culpa.—No digas eso. Yo haré lo posible

por atenderte mejor. Ya verás, te loprometo.

—Tú no puedes hacer nada —dijoella meneando lentamente la cabeza.

—No digas estas tonterías, anda.Sécate esos ojos. Toma.

Le ofreció un pañuelo al tiempo quehablaba.

—Todos quieren lo mismo. Todosmenos tú.

—Dime quién te molesta.—Pregunta mejor, quién no lo hace.

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Francisco paseó por la estancia.—Es la vida —dijo, como para sí

—. Los hombres… no debesorprenderte. No hay que hacer caso.

Canela le seguía con la vista.—También tú eres hombre —replicó

— y sabes tratarme.—Es distinto. Yo soy sacerdote, no

lo olvides.—Sacerdote o no, eres hombre.—No pretendas medir a los demás

por mí, Canela. Yo tengo la gracia de unsacramento y las formas de unaeducación. Ellos no son malos, soncomo niños grandes.

—De niños, nada.

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—Ya me entiendes, mujer.Francisco sentía sobre sí la mirada

de Canela. Se volvió a ella.—Después de todo, si Dios está

contigo, ¿qué temes?Las verdes pupilas se agrandaron.—Yo no temo nada.—Así me gusta.Aquellos ojos pugnaces seguían

fijos.—Yo te quiero mucho —dijo ella.Francisco se conmovió

interiormente, pero siguió aferrado a laidea de que estaba hablando con unahija.

—También yo —replicó—. Lucharé

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por ti con oración y penitencia. Me hassido dada por Dios. Yo te conservarépara él.

Tonchu entró en el cuarto.—¿Estorbo? —preguntó.—No, claro que no —dijo

Francisco.—Como tenéis tanta

parlamentaria…Se le notaba contrariado.—¿Qué te pasa a ti?—Le molesto yo —dijo Canela.—A lo mejor eres adivina.—¿Lo ves?Francisco alzó las manos al cielo.—¿Queréis volverme loco? ¿Por qué

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no os podéis llevar bien los dos?, ¿porqué?

—Es muy sencillo —contestóCanela.

—Ésta lo sabe todo —replicóTonchu con despego.

—Tiene celos.—¿Celos yo? Pero ¿de qué, guapa?

¡Nos ha pringao la fulana!—¡No hables así! —gritó Francisco.—¡Hablo como me da la gana! —le

soltó el chico todo sofocado.—¡Tonchu!Ya estaba en la escalera y no

contestó a la llamada. Se habíaenfurecido. El padre Quintas volvió

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adentro.—Se le pasará, no te preocupes —

dijo Canela.—Pero ¿por qué?, ¿qué le ocurre?—Eres un inocente, Paco.—¿Inocente?—El crío tiene celos. Eso es todo.—¡No digas tonterías!—Quisiera tenerte para él solo.—Pero…—Que sí —Canela hablaba con

sarcasmo—, que el niño tiene vocaciónde hijo único.

Francisco dejó caer los hombros.Estaba cansado.

—¡Tenéis una manera de querer!…

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—Quéjate. Tú tienes la culpa —dijoella implacable.

—¿Yo?—Sí, tú. Te entregas y luego te

extrañas de que se te quiera.—No es amor para mí lo que busco,

sino amor para Dios.Canela se le acercó. Sus ojos se

habían dulcificado.—Tú eres un santo.—¡Cállate! —dijo él volviéndose

con brusquedad.—No te preocupes por ese tonto.

Volverá.La sintió salir. Se alejaron sus pasos

por la escalera. «Hasta las cosas más

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simples y sencillas se complican».Abrumado como estaba porpreocupaciones de más monta, leafectaba de un modo especial el quehechos tan triviales, hechos cristalinos,domésticos, por decirlo así, seenturbiaran hasta el punto de produciresos brotes de pasión, esasdesproporcionadas reacciones, talesinesperados efectos. Celos, había dichoPili. ¡Celos! Pero ¿celos de qué?, ¿dequién?, ¿por qué? Seres faltos de cariño,desequilibrados en su vida afectiva, encarne viva, bajo la costra de vulgaridady de bajeza… ¿Había realmenteprecedentes? Tal vez aquella tarde,

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cuando el chico le dijo: «¿Se puede darun consejo a un cura?». Estaban tomandoel sol en el desmonte y acababa decontarle el sermón de la montaña. Lasalida le hizo gracia. «Sí, ¿por qué no?».En un principio había dado por sentadoque se trataba de algo en relación con loque le acababa de explicar. Pero lo queel muchacho añadió fue sólo esto: «Deesa chavala no te fíes». «¿Qué estásdiciendo? ¿De qué “chavala” hablas?».Fue un gran desengaño el salto quesuponía pasar de las bienaventuranzas auna alusión de género tan bajo. Serefería a Canela, claro. Pero era injusto,por supuesto, y prefirió pasar por alto el

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ceño adusto, el tono y la palabra.«Mientras no ames, Tonchu, noempezarás a ser cristiano». Le miró alos ojos. Habían caído de pronto losturbios cristalinos que una vida enemiga,prematura y ácida había colocado en sumirada y era un niño, un niño ansioso, loque tenía delante. «Yo te quiero a ti».«Eso no tiene mérito». La verdad es queno había vuelto a pensar sobre aqueltema.

Hubo de hacer un esfuerzo paraabstraerse en provecho del informe, alque tenía que dar los últimos retoques.Cualquier ruido en la escalera le hacíalevantar la cabeza, cual perro

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perdiguero puesto en guardia. A lasdoce, rendido de fatiga, decidió echarsea dormir, tomando la precaución dedejar entreabierta la puerta decomunicación entre los cuartos. No teníaidea de la hora cuando se despertó. Nohabía luz. Alguien se movía en la otraestancia.

—¿Tonchu? —llamó.Tardó un poco la voz, como si

titubeara.—¿Qué?—¿Eres tú?—Sí.Oyó cómo crujía el camastro. Se le

venían a los labios mil preguntas, pero

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era mejor tragárselas.Al día siguiente anduvieron juntos el

camino de la fábrica. Apenas hablaron,pero eso era corriente a aquellas horas.La escena de la víspera parecía irreal.El cielo estaba alto y su tono violetapalidecía en silencio. Oscuras siluetasse deslizaban a lo largo de las casas.Eran horas de sueño, de un sueñotranquilo, no profundo, confortador,nimbado de gratísima pereza; horas dedarse media vuelta para hundirse denuevo en la gustosa, dulcísimainconsciencia; horas de tibio regusto, delánguida prolongación no limitada de undescanso todavía necesario; horas en

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que sus pasos, sin embargo, los llevabanal trabajo y arrancaban un eco rotundo yrecortado que botaba en las paredes.

—Hace fresco.—Sí, lo hace.—Buenos días, Justino.—Qué hay, Tonchu, machote.—La madre que te parió.—¿Qué le pasa al crío?—Nada. El madrugón.—Ya.—Salud, gente.—Hola, Hierro.—Ufff…—¡Me cisco en los turnos!—Y yo en su padre.

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—El cornudo de personal.—¿Don Federico?—¡Qué don ni don!—Pues, ¿qué quieres?—¡Con lo caliente que estaba en mi

cama!—¡No digas, Casto!—¿Pero calienta algo todavía la

Isabela?—¡A ti te voy a contar un cuento yo!—¡Calma, Casto, calma!—¡Y encima se llama Casto!—Déjalo, hombre.—Envidia cochina.—¿Envidia yo?—Vamos, que es la hora…

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20El informe iba impreso en uncuadernillo grapado de papel blanco yconsistente. La factura correspondía a lacorrección y claridad con que había sidoredactado. Francisco se admiró cuandotuvo entre manos la propia obra. Lacosa, una vez pasada por la máquina,adquiría una solidez, una importanciainusitada. Pero no menos notable habíasido el modo y rapidez con que fuedistribuido. En veinticuatro horas, cadauno de los productores, desde el pinchemás novato, hasta el más especializadode los obreros, tenía su ejemplar. Unos

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lo habían recibido en mano. Otros lohabían encontrado introducido pordebajo de la puerta. Horas después deque el jurado de empresa entregara eldocumento en dirección, el correollevaba ejemplares sin remite a cada unode los consejeros, a todos losingenieros, técnicos medios y personalde administración. Fue una maniobrabien sincronizada, silenciosa, perfecta.No se hablaba de otra cosa. El informeera directo, clarísimo, concluyente, casiexplosivo. Ponía el dedo en la llaga;más aún; hurgaba en ella. El cúmulo dedatos suministrados había sidoaprovechado al máximo. En la portada

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campeaban cuatro palabras solamente:

INJUSTICIA DE LATURNICIDAD

Luego, tras una introducciónescueta, sin retórica, nidemagogia, se estudiaban a doscolumnas las diferencias entre lajornada normal y la jornada aturnos. No se iba contra elhecho, sino contra su exigua, atodas luces insuficiente e injustaretribución.

Alimentación

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JORNADA NORMAL:Horas normales de comida.

JORNADA A TURNOS:Variables según horario,deshaciendo la mesa familiar porel continuo cambio que imponecada semana; pudiendoestudiarse los desarreglosestomacales y nerviosos queafectan a los productores.

Transportes

JORNADA NORMAL:Medios normales.

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JORNADA A TURNOS:Fuera de una minoría con mediospropios, el resto tropieza condificultades inherentes a ciertashoras en que no hay o escaseanlos medios normales, con laconsiguiente pérdida de tiempo,grave incomodidad, etcétera.

Esfuerzo humano

JORNADA NORMAL: Elnatural por su trabajo.

JORNADA A TURNOS:Extraordinario. Variación deldescanso cada semana, sin

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tiempo de adaptarse. Cambiototal, cada ocho días, de régimende sueño, comida, etc. Desgastenervioso consecuente delmalhumor producido por laincomodidad de este desorden.

Descansos

JORNADA NORMAL:Normales.

JORNADA A TURNOS: Endías laborables, casi siempre,sin que por este cambio sereciba ninguna compensación.Obligación de trabajar en días

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de fiesta. Merma de lasposibilidades normales derelación social, de cumplimientoreligioso, de asistencia aespectáculos, cines, teatros,deportes. Durante años nocoincide el descanso con fiestasuniversales, como Navidad,Nochevieja, Reyes, etc.

Familia

JORNADA NORMAL:Desenvolvimiento normal.

JORNADA A TURNOS:Continua alteración del régimen

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familiar, con probable o segurarepercusión en la educación delos hijos, cuyas horas de asuetocoinciden de ordinario conaquellas en que el productordebe estar trabajando odurmiendo por exigencia delturno. Las mujeres han de cargarcon el cometido de los hombres,especialmente en las reiteradasausencias nocturnas, etc.

Ausencias

JORNADA NORMAL:Numerosos días graciables, asícomo posibilidad de faltar

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dentro de ciertos límites.

JORNADA A TURNOS:Generalmente ninguna, dada laresponsabilidad, índole deltrabajo y, sobre todo, lanecesidad del relevo delcompañero. Dándose casos,como veremos más abajo, deproductores que deben tomarforzosamente el relevo siguienteal no presentarse el sustituto.

Sanidad

JORNADA NORMAL:Normal.

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JORNADA A TURNOS: Enel reciente Congreso deMedicina del Trabajo, celebradoen esta capital, se estudiaron lasdeficiencias que produce en elorganismo el brusco ycontinuado cambio de las horasde alimentación y descanso. Eldelegado norteamericano expusouna ponencia, que obra ennuestro poder, sobre el aumentode peligrosidad en el trabajonocturno. La prensa nacional seha hecho eco varias veces delproblema, llegando a afirmar queestos cambios continuados

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pueden llegar a ser un verdaderoatentado contra la vida deltrabajador.

Accidentes

JORNADA NORMAL:Normales.

JORNADA A TURNOS: Lasocho horas continuadas hacenque mermen las facultadesfísicas del productor,especialmente por la noche, loque hace que se elevepeligrosamente el índice deriesgo, con consecuencias que

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pueden ser fatales.

Seguía abundante copia deinformación suplementaria, casosconcretos con su documentacióncorrespondiente, flagrantes ejemplos enque la anécdota, al sustituir a losconsiderandos, aportaba un testimoniovivo y realista. Finalmente terminabacon estas palabras:

«Por las razones antedichas,queremos llamar la atención de laempresa sobre una mayor consideracióndel personal que, por necesidades deella, y contra su voluntad, se veobligado a trabajar a turnos con relevo;

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lo que exige en justicia un aumentoproporcionado de la valoracióneconómica y consideración social de sutrabajo; una organización adecuada demedios de transporte, y la intangibilidaddel descanso de media hora por jornadaque concede la vigente ReglamentaciónNacional».

No se hablaba de otra cosa aquel díay las miradas de los hombres chocabancontra las altas lunas del muro cortinaque formaba la fachada del edificio dela dirección.

Aunque el informe iba sin firma, o,mejor dicho, llevaba la referencia de losmiles de firmantes que la habían

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estampado en los pliegos manuscritos,todo el mundo sabía que el autormaterial era Francisco. Y como cadauno encontraba allí plasmado lo quellevaba dentro de su propio corazón, loque él hubiera dicho, llegaban al autorlas felicitaciones calurosas, laspalmadas en la espalda, los guiños decomplicidad y las simples miradas desimpatía.

Los ojos de Rufino, el capataz,registraban aquellas manifestaciones queparecían amargarle más de lo que en élya era habitual; pero no se atrevió enesta ocasión a zaherir lo más mínimo aquien tantas veces había tomado por

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víctima propiciatoria.Una hora antes de que acabara el

turno de la mañana se presentó unordenanza reclamando la presencia deFrancisco en personal. Hubo ciertorevuelo, porque la cosa corrió en uninstante de punta a punta de la nave.

Don Federico estaba sentado en susilla giratoria, dando cara al anchoventanal que había a su izquierda. Lagran mesa metálica, cubierta por unaluna enmarcada en acero, estaba limpiade papeles. Cuando Francisco fueintroducido en el despacho, hizo girar elsillón y, sin levantarse, dijo:

—Nunca pensé que fuera a ir tan

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aprisa.No le había saludado. No le ofrecía

un asiento. No intentaba llamarle«padre». Francisco tomó buena nota detodo ello.

—Aparte de otras consideracionesque se me están ocurriendo —dijo concalma—, no sé de qué me habla.

Don Federico abrió una gaveta de lamesa.

—Sí que lo sabe usted —replicó,echando sobre el cristal un ejemplar delinforme sobre turnicidad.

—Ahora, gracias a su amable gesto,me figuro que quiere hablar sobre esospapeles.

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—Exactamente. Sobre estos papeles.—¿Puedo hacerle una pregunta?—Hágala.—En ese informe hay constancia de

más de tres mil firmas.Don Federico dejó caer con fuerza

la palma abierta de su mano sobre laportada del documento.

—No nos chupamos el dedo aquí.—Me lo figuro.Se miraron a los ojos.—Sabemos quién lo ha escrito.—¿Sí?—No disimule. Es inútil. Usted lo

sabe también.—Desde luego. Se trata del jurado

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de empresa.—¡No!Fue casi un grito. Francisco elevó

las cejas.—¿Por qué se enfada?—Lo ha escrito usted.—Por supuesto. Yo he sido,

diríamos, el amanuense. Ellos aportaronel material y me pidieron que le dieraforma.

—¡En buena se ha metido!—¿Yo?—Usted no pertenece al jurado de

empresa. Usted es un simple peón sinrepresentación alguna, por muysacerdote que sea. Usted no tiene nada

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que hacer allí.Francisco, todavía en pie, no estaba

dispuesto a dejarse gritar.—Si va a seguir chillando, me voy.La serenidad de aquella voz

desconcertó un tanto al ingeniero.—El jurado de empresa —prosiguió

— es muy dueño de hacer un encargomaterial a quien le venga en gana. Nadale impide consultar, asesorarse, dartrabajo a un mecanógrafo, etcétera.

—Usted sabe muy bien que en estecaso no ha sido un mero mecanógrafo.

—No tengo máquina. Por eso mismome llamé antes amanuense.

—¡Déjese de historias! A estas

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horas saben en dirección que es usted elautor de este panfleto. Y usted no está enla fábrica para gestar manifiestos de estetipo.

—No tengo que responder ante laempresa de lo que hago en horas libres.

—Pero sí de cualquier subversiónque lleve a cabo entre el personal.

Francisco sonrió. Lo hizo con todaconciencia.

—Subversión…, qué palabra.¿Dónde la ve usted?

—Este panfleto… —lo agitaba en lamano.

—Este informe —corrigió él— esun documento normal, elaborado por el

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jurado de empresa, con unas peticionesrazonadas…

—¡Esto subleva a la gente! —saltódon Federico.

—Si es así será porque la situaciónda motivos para ello. Ahí no se dice másque la verdad.

—Sea lo que sea, este alegato es elcatalizador que actúa sobre losproductores, que aúna a los descontentosque nunca pueden faltar, que sumavoluntades, que enfrenta a losproductores con la empresa. Y usted,precisamente usted, es su autor.

—Su autor material, en todo caso.—Tanto da. ¿Le parece a usted

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misión propia para un cura?Francisco se indignó.—¿Por qué no deja al cura en paz?—Porque lo es usted, mal que le

pese, y lo que haga usted aquí noscompromete a todos los que tenemos lamisma fe que usted.

—¡Hombre! ¡Esto sí que es bueno!Ahora resulta que lo que inquieta a laempresa y a su honorable jefe depersonal es el compromiso que puedavenirles, a causa de su fe, de laactuación de un sacerdote. ¡Me asombrausted, don Federico, se lo digo deverdad! Seamos lúcidos por una vez.¿Compromete más su fe el que yo,

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sacerdote, haya redactado este informe,que el que ustedes, directores, no denoídos a una reclamación evidentementejusta?

—Todos nuestros salarios sonlegales.

—¿Y qué? ¿Acaso la legalidad agotasiempre la justicia? ¿Va a sostener ustedque todo lo legal es justo y todo lo justoes legal?

—Yo no sostengo nada. Afirmo quese ha pasado de la raya. Y le aviso.Todavía no sé las consecuencias que sepueden seguir de estos hechos. Laempresa sabe defenderse, no lo dude.Ah, y usted tiene superiores

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eclesiásticos…, no olvide este detalle.Francisco consideró a aquel hombre

que permanecía sentado tras la mesa.—¿Pretende amenazarme? —

preguntó con sosiego.Don Federico apartó la mirada.—Lo dicho está dicho. Antes que

obrero es usted sacerdote. Debía tenerloen cuenta.

—Si no puede olvidar que lo soy; sitanto significa el que yo sea sacerdotepara usted, ¿por qué me ha tenido de pietodo este tiempo?, ¿por qué adoptódesde el principio una actitud carente dela más elemental cortesía?, ¿por quégrita?

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—Yo he llamado esta mañana alproductor. Fue usted el que ya el primerdía me indicó que apease el tratamiento.

—Así es. Pero, entonces, sea ustedconsecuente y déjeme en paz con sus«admoniciones» espirituales.

—Si quiere un consejo…—No se lo he pedido.—Es igual. Yo de usted solicitaba la

baja.—Afortunadamente es imposible que

comprenda usted mi caso.Estaba todo dicho. Don Federico

miraba por la ventana. Francisco girósobre sus talones y salió en seguida deldespacho.

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No iba dolorido. Contra lo quepudiera creerse a él le gustaba ladialéctica, la lucha verbal. Se confesabael secreto orgullo de haber deseado quetodos los productores hubieran asistidoa aquella conversación.

Las primeras miradas cálidas lehicieron tomar conciencia de que erasensible al halago. Reaccionó con todasu alma. No era ningún héroe. Lo quehabía hecho él lo hubiera hecho unabogado o, simplemente, cualquierobrero con letras bien sabidas. «Arribame consideran uno de ellos y no puedenencajar lo que les parece un golpebajo», se dijo. Notó su pulso acelerado.

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Había hecho un esfuerzo durante laconversación sostenida en el despacho.Ahora todos querrían saber. En efecto;había un grupo que esperaba fuera.Estaban Raba y el de hornos; estabaCampo con otros de la HOAC. Lerodearon en seguida. Les hizo unasucinta relación de lo ocurrido,reservándose las alusiones alsacerdocio y sus respuestas al tema…

Salmones esperaba más abajo,exactamente a la puerta de «ElAfricano».

—Ya era hora —dijo.—Hola.Francisco se acercó a él,

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separándose del grupo reducido quetodavía le acompañaba.

—Vaya, al fin te decidiste, ¿eh?—Eso no tiene importancia.—Ven, tomemos un vino. Pago yo.—Gracias.Entraron en la penumbra del interior.

El suelo era prácticamente de tierrahúmeda apelmazada, aunque debajo sedecía que había una baldosa de colores,y en el aire flotaba un olor dulzón, comoa fermento de algo fuerte.

—¿Qué queréis?El Africano había salido del

mostrador y venía hacia ellos con sutripa temblequeante.

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—Lo de siempre, tú —dijoSalmones.

—Al momento.Se sentaron en unas banquetas,

apoyando los antebrazos sobre una mesade pino fregado.

—Leí el informe. No está mal.—No tiene nada de particular. Dice

lo que todos sabemos.—Sí, pero se ve la buena mano. Lo

dice con especial claridad; con lucidez;con contundencia. Los curas tenéis aveces buena escuela.

Hablaba con benevolencia, sinironía.

—Supongo que no me has estado

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esperando sólo para felicitarme.Puso cara inocente.—¿Para qué, si no?—Tú dirás.Salmones hizo una pausa un tanto

larga.—Tú ahora eres un cabecilla. La

empresa no contestará. Pasarán días…—¿Y qué?—Que habrá que actuar.—¿Cómo?—No lo sé todavía.Bebieron en silencio.—Yo en eso no cuento —dijo

Francisco—. Soy uno más; uno de fila.—No.

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Salmones se había puesto serio.—¿Cómo que no?—Tú eres importante ahora. Tienes

una representación.—Yo no soy enlace sindical. No

tengo ninguna representación. Me loacaban de recordar en dirección.

—Te equivocas. La únicarepresentación auténtica es la que losobreros otorguen espontáneamente y deverdad. Ahora, gústete o no, estáscomprometido y eso entraña una granresponsabilidad.

A Francisco no le gustaba el sesgoque tomaban las cosas en boca deSalmones. Y reaccionaba tanto más

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vivamente, cuanto que comprendía laparte de razón que tenían sus palabras.

—Yo sólo respondo por mí mismo.—Eso no es cierto y tú lo sabes.

Ahora no te queda más que estaalternativa: o sigues adelante, en sumomento, o traicionas a la causa.

—¿A qué causa? ¿A la tuya?—No hay causa mía y causa tuya.

Hay la causa de los trabajadores. Lacausa por la que te has significadoplasmando el informe. Echarte atrásahora significaría una traición.

—Yo no me he comprometido anada ni con nadie. He hecho lo que hecreído mi deber. En su momento haré

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otro tanto.Salmones le miró fijamente.—Estamos de acuerdo en que no

tienes que hacer más que cumplir con tudeber. Se acerca el momento en quesepamos de veras qué es lo queentiendes tú por tu deber. Entoncessabremos de verdad a qué atenemos.

Era inusitada esta gravedad en unhombre como él.

—¿Qué es lo que pretendes? —preguntó Francisco de un modo directo.

—Sé lo que quiero.—Eso no es contestar.—Bueno, te estoy tendiendo una

mano. Es tu gran oportunidad.

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—Depende. Si es la mano delhombre, del amigo, estoy presto aestrecharla. Si es la mano delcomunista…

—Te obstinas con estos distingosescolásticos —replicó Salmones—. Esmuy simple.

—No más que la evidencia de quenunca tendré nada que ver con elmarxismo.

—Hay muchos modos de tener quever con el marxismo. Yo no te estoypidiendo que te hagas comunista.

—¡Qué cosas tienes! —dijoFrancisco sonriendo—. Si te digo quenunca tendré que ver con el marxismo,

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excuso decirte con el comunismo.—No empieces otra vez con tus

distinciones sofísticas.—Nada de sofismas. Contra lo que

el vulgo cree, tú sabes tan bien como yoque, en realidad, marxismo y comunismono tienen demasiado que ver.

Los ojos de Salmones se agudizaron.—Sigue —dijo.—Iríamos lejos.—No importa.Francisco tomó un pitillo que le

ofrecía el otro.—La gente acostumbra a considerar

al comunismo como la extremaizquierda, cosa que convendría al

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marxismo, pero de ninguna manera alcomunismo.

—Desbarras.—En absoluto. ¿Qué ha sido la

izquierda en la tradición occidental?Vamos a ver. Una tendencia a mayorlibertad, a más justicia social. Esto estáclaro. La extrema izquierda, por tanto,sería la extrema tendencia a la mayorlibertad y a la máxima justicia social.Ahora bien, el comunismo, allí donde hatriunfado, no sólo no ha dado la mayorlibertad, ni la menor siquiera; comotampoco ha implantado la máximajusticia social, sino que se ha limitado asuplir una clase de apropiadores de la

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plusvalía, por otra clase deapropiadores de la plusvalía. ¿Y elproletario, qué?

Salmones hizo ademán deinterrumpir, pero Francisco alzó la manoconteniéndole.

—Espera, que no acabé. ¿Eramarxista Stalin? ¿Tiene algo que ver elterror estaliniano con la doctrina deMarx? Hay que no haber leído a Marxpara creerlo.

—¡Simplificas demasiado!—Hago un esquema; pero un

esquema que responde en lo esencial ala realidad.

—Además somos nosotros mismos

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los que hemos repudiado a Stalin.Vivamente.—Fuisteis los últimos en hacerlo. Y,

desde luego, no por principios, sino porconveniencia política. Más aún,volveríais a Stalin en cualquiermomento que Moscú diera la consigna.Si el marxismo es la doctrina de Marx,tengo que decirte que Marx, que era unbuen burgués, amante de sus hijas, nuncasoñó con los campos de concentración,ni con las purgas, ni con muchas de lasdramáticas monsergas que luego añadióLenin, y no digamos Stalin. A mí mebasta esto: ¿Cuántas veces se ha escritola «Historia del partido comunista

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(bolchevique) de la U.R.S.S.»? Cadauna fue revisada, aprobada, alabada y,más tarde, retirada y prohibida, paradejar paso a la siguiente que lacontradecía y, a su vez, tras haber sidorevisada, aprobada y alabada, pasado untiempo, acababa por correr la mismasuerte. ¿Por qué? Porque vuestra«historia» ha de acomodarse a lasconveniencias del presente, de cadapresente; y cuando cambian esasconveniencias, cínicamente cambiáis lahistoria y todos decís amén, que en estosí que sois maestros los comunistas.

Salmones se echó para atrás.—No estás capacitado tú para

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entenderlo. Tu formación es escolástica,no dialéctica.

—No entres por ahí conmigo, te loaconsejo. ¿Has leído a Hegel? Hubo untiempo en que me dio por eso. Ni Hegelni Marx pensaron su dialéctica parajustificar los sorprendentes chaqueteosdel comunismo ruso, y mucho menos suimperialismo.

—Me hace gracia —dijo Salmonesriendo— que hables tú de imperialismodesde el lado occidental.

—Yo no estoy del lado occidental,que también tiene sus quiebras. Peronadie ha demostrado que la opción, apesar de las actuales apariencias, haya

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de ser entre oriente y occidente.—Tú vas muy lejos… ¿Dónde leíste

todo eso?—Si te refieres a las «historias» te

citaré las de Zinóviev, Popov,Yarolaski, Zhdánov —hizo una pausa—,pero si de veras te interesa puedo dartemás nombres.

—Insisto en que yo no te he pedidopara nada que te hicieras comunista.

—Eres lo bastante inteligente parano obrar de esa manera.

—Nosotros respetamos lasopiniones de los católicos.

—Vosotros caéis en lo mismo deque se acusa a la Iglesia católica: Pedís

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libertad cuando estáis en la oposición yla quitáis de raíz cuando alcanzáis elpoder. Sólo que la Iglesia empieza aestar de vuelta, mientras que vosotroslleváis las cosas al extremo.

Salmones miró el reloj.—Digas lo que digas —replicó—

estamos embarcados en la mismaexpedición, aunque no te guste. La causaobrera te interesa a ti tanto como a mí, almenos según dices. Entonces, ¿por quéno ir de acuerdo en la lucha?

—Hay muchos matices.Volvió a reír.—Hablando contigo desde luego,

hombre. Tienes la diplomacia vaticana.

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—¿Qué pasa con la diplomaciavaticana?

—Que es escurridiza.Se levantaron hablando ya de

trivialidades, sin volver a lo esencial.

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21La apariencia era normal. Las chimeneasseguían empenachadas noche y día. Nose interrumpía nunca el run run de lasmáquinas. Los hombres entraban y salíanpuntualmente de sus turnos. Pero latensión iba en aumento y toda suerte derumores, a veces de lo más disparatado,corrían por todas partes. Una nuevarazón de descontento, al par que desuspicaces conjeturas, vino dada por losregistros que empezaron a practicarse enpuertas a la hora de abandono deltrabajo. Al parecer se trataba desustracción de material. Sea como sea la

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impresión prevalente era que la empresaendurecía sus posiciones, al par queguardaba el más absoluto silenciorespecto al problema planteado por laturnicidad.

Había habido desagradablesincidentes en el turno de la tarde conocasión de los registros. La policía de laempresa, encargada del menester,trataba de proceder con toda corrección;pero el ánimo de algunos obreros estabademasiado excitado para no rebelarse.Se levantó el griterío.

Francisco buscó a Haba. Estabaindignado.

—Esto es un atropello. ¿Qué vais a

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hacer?Raba, más veterano y viejo

luchador, estaba sereno.—De momento, nada.—Pero es inadmisible. Esto atenta

contra la más elemental dignidad.—Pienso lo mismo, pero no es la

primera vez que ocurre y si alegan quehay sustracción de material, es difícilimpedir esa medida.

—¿Y os quedáis así? ¿No hay mássolución que resignarse?

—Creo que lo que buscan es unpretexto.

—¿Un pretexto para qué?—Si hay follón tú me dirás quién

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pierde.Francisco no estaba de acuerdo y lo

hizo constar. Raba le contempló un ratoy dijo:

—No te ofendas, pero tú tienes pocoque perder. Tienes cubierta la retiradaen cualquier caso. No tienes una familiaque dependa de ti. Piensa en todos estos.

Aquellas palabras, dichas así,tranquilamente, hicieron su impresión.Era el dedo en la llaga. A pesar de susesfuerzos por encamarse en los obreros,siempre se le podía reprochar elconservar una salida que no existía paralos otros. Lo había dicho el Energías:«Lo peor de la condición de proletario

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es que se te pega como la piel al cuerpoy, para la inmensa mayoría, no hayesperanza de sacudirse esadiscriminadora maldición».

Trabajaba distraído; lleno de dudasal respecto. Acompañaba a la grúa quetransportaba grandes piezas defundición, cuando se le emparejóHierro.

—Tú eres cura. ¿Vas a dejar que teregistren?

Estaba visto que les preocupabasobremanera su actuación.

—¿Vas a dejarte tú?—Yo no soy cura.—Y yo soy un obrero como los

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demás.—Pero vosotros tenéis una

pretendida dignidad sacerdotal quepadecería con el registro, ¿o no es así?

Súbitamente había salido de dudas.—Los cristianos —dijo— estamos

acostumbrados a que la dignidadpadezca contra toda justicia.Crucificaron a Cristo.

A Hierro le exasperó el tonotranquilo de la voz.

—¡Los cristianos —barbotó— estáisradicalmente incapacitados para la luchaobrera!

Francisco sonrió.—No te pongas trágico, hombre.

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El otro se apartó mascullandomaldiciones y dejó al sacerdote bienseguro de lo que tema que hacer. «Noseré yo el que se signifique. Seré fiel amis compañeros; pero no su abanderado.Del enemigo el consejo. Está bien; peropara desoírlo».

A la hora de salir se sometió al ritoigual que los demás. Protestar hubierasido un error. No se trataba de hacervaler su condición. Y no porque desearaocultarla, sino porque de ningún modo laquería llevar como credencial deprivilegios. El registro, por lo demás,era apenas simbólico. Cuando el turnollegó a él el guarda le sonrió.

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—Adelante, adelante —dijo—.Usted puede pasar.

Francisco le miró a los ojos.—Como a todos, por favor.El otro se turbó un poco; pero palpó

someramente sus bolsillos.—Está bien.—Muchas gracias.No podía sufrir que le hicieran

distinciones. Tonchu, que salía detrás,se le junto corriendo.

—¿Por qué te dejaste? —preguntó.Francisco le palmeó la mejilla con

afecto.—¿Te dejaste tú?—Pero yo soy un aprendiz.

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—Y yo un peón.—Tú eres cura.Lo dijo con cierto énfasis.—Ser cura, Tonchu, supone una

mayor exigencia de servir a los demás.Nunca un motivo de privilegio.

El chico guardó silencio, comorumiando la respuesta. Luego dijo:

—No todos piensan como tú.Francisco le revolvió el pelo

rebelde.—¿Tú qué sabes? ¿Hablaste con

alguno?—Es lo que se oye.Llegaban a casa con las fuerzas muy

mermadas tras el turno continuado; pero

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de día en día las cosas se complicabanpara Francisco. Era raro que no hubieraalguien esperando para pedir una ayuda,un consejo, una gestión. Cierto que setrataba en exclusiva de asuntosmateriales, ya que aquellas gentesparecían tener bastante con losrompederos de cabeza que el sustento yla salud del cuerpo les ocasionaban, sinque, al parecer, les quedara tiempo oganas de ocuparse del alma, de la que noestaban seguros de disfrutar. Para él eraun consuelo esta creciente confianza,esta práctica cotidiana de las obras demisericordia. Sin embargo el tiempo seiba convirtiendo en un problema y se le

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hacían presentes las reiteradasadvertencias del obispo respecto de losejercicios de piedad indispensables a susacerdocio. Cierto que muchos de losque le estaban esperando debían asistiral insólito espectáculo de aquellahumilde misa que, por lo menos, lesinfundía respeto. Pero cierto tambiénque cada día encontraba mayordificultad en disponer del tiemponecesario para rezar su oficio, con loque el sueño se veía reducido a límitesmuy inferiores del mínimo que exigía sutrabajo. Había hablado de todo ello conel prelado, el cual no se mostraba fácilen permitirle pasar por alto los

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habituales ejercicios de piedad. «Laoración te es más necesaria que a losotros». Él estaba intentando orar altiempo del trabajo y muchas veces loconseguía maravillosamente. «Pero nobasta —opinaba el obispo—, eso esrecogimiento interior y está muy bien;sin embargo, tú, por la especialsituación que te permito, necesitas más,bastante más, que los que siguen elcamino tradicional». «No tiene quedecírmelo —replicó entonces—, porqueestoy completamente de acuerdo. Se esobrero a la fuerza: pero no se es obrerovoluntariamente, y con ánimo de serlo enforma definitiva, si no se cuenta con

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Dios, si no se actúa por motivossobrenaturales. De todos modos ladificultad está a veces en elbreviario…». Recordaba las palabras:«Tú eres y serás sacerdote antes quenada. No te dispenso del breviario. Miraa ver cómo te arreglas. Pero tampocohemos de ser esclavos de la letra. Teautorizo a que te dispenses a ti mismo,aunque sólo en casos excepcionales,nunca de manera habitual». Sí, pero lomalo era que las circunstanciasexcepcionales se estaban convirtiendoen habituales para Francisco.

Aquella tarde le esperaba en casaJoaquín Manzano. Era un hombre

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consumido que no pasaría de loscincuenta kilos y bastaba una miradapara darse cuenta de su pobreza deespíritu. Comenzó disculpándose encuanto Francisco le tomó aparte.

—Yo no soy de la empresa. Yotrabajo en «Construcciones».

—Bueno, es lo mismo. Habla.El hombre daba vueltas a la sucia

gorrilla entre las manos.—Me dijeron que si usted era

cura…—Lo soy.—Tiene que perdonar, yo no quería

molestarle, pero es que ya no sé adóndeacudir.

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Francisco se conmovió ante elhumillante desvalimiento que aquelhombre no podía disimular. Le puso lamano sobre el antebrazo.

—Ven, pasa aquí.Cerró la puerta de su cuarto tras de

ellos y le dijo:—Estás con un compañero. Soy un

obrero igual que tú. Habla.Era una historia larga, salpicada de

certificados médicos, recetas demedicinas, partes, papeles del S. O. E.… En resumen, Joaquín Manzano teníamujer y seis hijos, y la desgracia, que aveces no perdona al pobre, había hechocarne en él. Los datos eran éstos:

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Salario, ochenta pesetas de jornal. Conunas cosas y otras, tres mil quinientas almes. Piso consistente en cocina, doshabitaciones y un retrete, con renta desetecientas pesetas. Distancia de casa altrabajo, once kilómetros. Joaquinito,hijo mayor, doce años, meningitistuberculosa, pulmón derecho tocado,indicación de conveniencia deaislamiento a causa de posible contagio.Isabel, nueve años, artritis, tuberculosisósea. Según versión materna, cuandodieron de alta a la niña en el S. O. E.,ella la llevó a un especialista particulary famoso (médico de los grandesfutbolistas, lo que para el pueblo indica

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el súmmum), el cual la atendió porcaridad, y viendo el mal bastanteavanzado, mandó escayolarinmediatamente. Urgencia de aislar a loscuatro pequeños y de internar a los dosmayores. Desorientación del cabeza defamilia, traído y llevado por elconsiguiente papeleo. La pequeñaYolanda, por ser aún niña de pecho, nopuede separarse de la madre. Dolores—así se llama ésta— tiene frecuenteshemorragias intermitentes, por lo que enel S. O. E., a través del médico decabecera, disponen sea internada. Peroella se niega a dejar solos a los niños…¿A qué seguir? Joaquín Manzano, a

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pesar de los evidentes esfuerzos querealiza por contener su emoción, tienelos ojos arrasados de agua que se limpiacon la bocamanga manchada de yeso.Francisco le ha cogido por los brazos yse los aprieta. Tiene la cara tensa.

—Vamos a luchar por ti, compañero,te lo juro.

—Yo no quería molestar —diceentrecortado el constructor.

—¡Tonchu! —grita el sacerdote.—¿Qué pasa? —pregunta el chico

asomándose tras la puerta.—Di a todos esos que no sé a qué

hora será la misa y prepárate, que nosvamos.

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—¿Y cuándo comemos?—Olvídate de eso.Fueron unas horas agotadoras de

visitas, esperas, súplicas, llamadas…Francisco arremetió con el asunto comoun toro al que en todo su poder leenfrentan un trapo rojo. Lo más difícilfue completar el papeleo, acelerar lostrámites, lidiar con los organismos. Lerepugnaba tener que hacer valer sucondición de sacerdote y, no sin tristeza,voló de nuevo a casa, en ciertomomento, para vestirse la sotana, hartode comprobar que sin ella era miradocon sospecha y reticencia. Repartir a lospequeños fue más fácil. Ya había

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oscurecido cuando pudo dedicarse aeste menester. Siempre había pensadoque entre la masa obrera había ciertasvirtudes elementales, simples, unasolidaridad humana, un corazónasequible que, aun sin inspirarse, alparecer, en el evangelio, le eranenormemente afines.

Tonchu llevaba a dos críos de lamano. Él, cogido en brazos, al pequeño.No hizo falta ir más allá de los bloques.Bastaba contar la historia.

—Donde comen siete, comen ocho.—¡Criaturas de Dios!—Aquí estará como un rey, puedes

quedar tranquilo.

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—¡Y las cosas que se ven!—No está mi hombre, pero en

cuanto que le diga…—¡Pobre madre!Francisco estaba deslumbrado por la

sencilla naturalidad con que acogían alos niños. Cierto que en alguna casahubo hosquedad, reserva, incluso malacara; pero, aun entonces, acababan pormultiplicar las disculpas.

Cuando el último crío hubo quedadoen brazos maternales, el padre Quintasse volvió a Tonchu.

—Gracias, hijo.Estaban en una oscura escalera.—Nunca me habías llamado así.

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—¿Te gusta?—Querría que fuera verdad.Era un diálogo que la falta de luz

favorecía. Fueron bajando.—Ya lo es… Hay hijos del cuerpo y

hay hijos del alma.—Lo que has hecho hoy…—¿Qué?Llegaban al portal.—Tú sí que eres cristiano de

verdad.—Y tú lo mismo.—Pero yo iba contigo.—Y yo con Dios.Caminaban por medio de la calle

solitaria. Tonchu se paró.

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—¿Sabes una cosa?—¿Qué?Bajó la cabeza y lo dijo.—Me parece que estoy empezando a

quererte. Francisco le tomó por el brazoy le hizo andar.

—Ya lo sabía.Se sentía extrañamente feliz. No

recordaba cuándo lo había sido hasta talpunto. No había nada que añadir.

—Aún no comimos —dijo Tonchumás allá.

—Es cierto.Se había olvidado por entero.—No tengo hambre.—Tomaremos un bocadillo de paso

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para el hospital.El chico volvió a detenerse.—¿Otra vez al hospital?—Tú comes algo conmigo y te vas a

casa.—Ni lo sueñes.Francisco sonrió.—¿Quién va a mandar, el hijo o el

padre?—Te obedeceré en todo menos en

dejarte solo.—Si estás que no puedes contigo…—¿Pues tú, qué pinta crees que

tienes?—Está bien, está bien.—Pero ¿a qué tenemos que ir otra

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vez al hospital?—No querrás que esa pobre mujer

pase la noche sin saber en qué quedó lode los niños.

—Podíamos llamar por teléfono.—No. Eso es muy frío.Llegaron a casa pasadas las doce y

media de la noche. Llegaron rendidos.Teniendo en cuenta la hora solar,Francisco decidió que diría aún la misa.

—Salvo que te encuentres en lasúltimas y vayas a dormirte —dijosonriendo a Tonchu.

—Estás completamente loco, peroqué se le va a hacer…

Se hallaban los dos solos y había un

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gran silencio. Francisco se revistió.«Me acercaré al altar de Dios…».Saboreaba las palabras. Con la quietuddel rito, la fatiga se despertaba en élhasta costarle subir los brazos; pero unapaz inmensa crecía en su interior…

—El señor esté contigo.Miró a los ojos del chico al decirlo.—Y con tu espíritu —respondió él,

devolviendo la mirada.

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22—¡Ese desgraciado!El Energías miraba iracundo hacia la

nave de la que acababa de salirFrancisco llevando un carrillo de ruedasaltas y plataforma plana.

—Si no me importa nada, hombre.—Lo hace a las malas, el

malasangre de él. ¿Por qué tiene quemandarte a ti?

Rufino, el capataz, tenía gozo en losojos cuando se había acercado aFrancisco para decirle: «Coge el carro yvas a “Infasa”, a por unas piezas. Tomael vale». Había que atravesar el centro.

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—Yo u otro es lo mismo, Energías,no te preocupes que no se me van a caerlos anillos.

—Trae, que voy yo.—De ningún modo. Esta rosquilla es

para que yo la roa.El Energías miraba hacia la nave

trepidante.—¡Lo que le vamos a roer es el alma

a ese amargao!La intención de Rufino estaba en su

mirada, pero Francisco no le dio lasatisfacción de dejarle entrever sureacción. El espectáculo de un hombreadulto con aquel ridículo carro de manopor las calles trepidantes de coches

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charolados era ya bastante significativo;pero si ese hombre, además, erasacerdote… Tomó el vale y lo guardó enel bolsillo superior del mono sin soltaruna palabra. «¿No querías verte desnudode todo privilegio? —se dijo—. Puesvamos allá».

—Hasta luego, Energías.—Eres un tipo curioso.En sus ojos brillaba la simpatía.—¿De verdad?—Yo soy como el evangelio. Al pan

pan, y al vino vino.—Adiós.—Abur, hombre.Era una extraña situación verse calle

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adelante tirando entre las varas delcarro que, menos mal, era ligero. Pensóen que nunca se había imaginado escenasemejante. Claro que nadie podíasospechar que un sacerdote hacía de tiroanimal de tan raro vehículo, aunque yaera sobradamente raro vez un carro demano entre los automóviles. Por unelemental deseo de seguridad, y paraevitar entorpecer, tenía que pegarse todolo posible al borde de la calzada; perode esta forma desfilaba al lado de lospeatones, cuyas miradas distraídasresbalaban sobre él, a veces con unafijeza que le avergonzaba y le exaltabaal mismo tiempo. «Me alegro de estar

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asumiendo el oficio de los humildes, elde los desheredados. Si ha de haber unhombre que haga este papel en medio dela calle, me alegro de ser yo. Sí, yo,sacerdote de Cristo». Un par de chicasbien peripuestas y pimpantes, además deadecuadamente acompañadas, se volviópara mirarlo. Los que iban con ellas serieron. Alguien debió de decir algogracioso y ocurrente. Pensó en ladignidad del sacerdocio. «¡Ah, ladignidad sacerdotal!». ¿Y dónde habíaestado la dignidad de los santosantiguos, llevando a cuestas a losapestados, pidiendo de puerta en puertapara los hospitales, haciendo los más

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humildes menesteres? Un semáforodetuvo el intenso tráfico y se vio allí,parado al borde de la raya amarilla,mientras una oleada de gente pasabafrente a él y le miraba como algopintoresco. Sospechó que estabaenrojeciendo. El mismo deseo intensode dominar esta flaqueza contribuyó, sinduda, a aumentar su azoramiento. A lospocos segundos se sintió ruborizadohasta la raíz del pelo. En medio de suturbación se dijo: «He aquí algo quejamás le será dado experimentar a uncardenal». La luz verde vino a sacarledel bochorno; pero, un taxista, al pasar asu lado, le gritó:

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—¡Chalao! ¿Dónde vas con un solocaballo?

Las cosas menos deseadas y másimprobables por otra parte, ocurren aveces cuando nadie lo espera. Unfrenazo alineó a la altura de Francisco elestridente coche rojo deportivo deFelipe.

—¡Padre!En sus ojos se veía una sincera

desolación.—Ah, es usted.Por un momento fue lo mismo que

sentirse cogido en falta.—¿Cómo es posible?Había una sincera indignación en su

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gesto, en el tono de su voz.—¿Le hubiera extrañado esto, de ser

otro y no yo quien tirara del carro?—Esa es otra cuestión. Usted es

sacerdote.A Francisco le violentaba aquella

escena.—¡Váyase, por favor! Estamos

llamando la atención.Felipe aceleró sin decir nada. Era

curioso, bastaba salirse del carril paradar lugar a situaciones quedesconcertaban a la gente y ponían aldescubierto lo endeble, al par queanquilosado, de ciertas estructurassociales. Ahogada por los grandes

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edificios, asomaba tímidamente a laacera la fachada de una iglesia. No lodudó. Metió el carrillo en una bocacalley se abrió paso entre la gente que salíapara ganar el interior… En seguido notólas miradas de extrañeza Devotasseñoras y hombres atildados volvían elrostro. Pensó en su aspecto. El monoestaba grasiento, claro está; las manosennegrecidas, con medio brazo fuera delas mangas dobladas… «Estoy en micasa», se dijo casi con rabia; pero se lehacía patente el disgusto de unos y elincipiente paternalismo de otros. Searrodilló en un banco, y, aunque fueentrando la gente, no vino nadie a

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colocarse cerca de él. «Es curioso —sedijo—, siempre he pensado que lasotana te aparta de la gente; te metes enun tren y se llenan todos losdepartamentos antes de que vengan asentarse al tuyo. Y aquí pasa lo mismocon el mono…». Miró al frente, alsagrario, y procuró abstraerse delcontorno. Necesitaba ofrecer a Diosaquella experiencia lavarse deamarguras, librarse de escozores,purificarse de despechos. Nunca sehabía postrado, vestido de obrero, enuna iglesia céntrica Cerró los ojos. Elcoloquio fluía fácil, natural, íntimo. Leocurría con frecuencia, en tales

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situaciones, como un desdoblamiento.Estaba él y estaba el otro. No se hacíailusiones sobrenaturales. Sabía que eldiálogo se obraba entre dos partes de símismo; pero no tenía duda de que una deellas exponía el punto de vista delMaestro. Y así reconoció que le costabatrabajo amar a los de arriba, a las gentesque allí mismo guardaban las distanciasen torno suyo, por ejemplo, y pidióperdón por ello. Cuando de nuevo abriólos ojos advirtió que no se le miraba conreproche, sino con curiosidad, con unacomplacida curiosidad; algo así como sise dijeran unos a otros: «Mira esteobrerito cómo reza». «¡Qué edificante!».

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«¡Mujer, consuela ver estas cosas!». Seacomo sea, salió reconfortado y comomucho más seguro de sí mismo. «Lasotana —iba pensando— de cuántascosas preserva, es cierto; pero no merefiero a peligros, sino aincomodidades, atropellos, abusos; hoydía se siente uno con ella en seguridad;y, en muchas ocasiones, cuántasfacilidades, desde dejarte pasar delante,hasta no abrirte las maletas en la aduana;desde granjearte el apelativo de“señor”, hasta servir de ábrete sésamofrente a ciertas puertas cerradas a cal ycanto para otros…»

¿Fue sólo Felipe quien vio al padre

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Quintas aquella mañana ocupado ensemejantes menesteres? Es lo cierto queel comentario se expandió por toda laparroquia y sirvió de catalizador paraque se decantasen muchas posiciones. Ala mañana siguiente se produjo unanueva llamada por parte del director depersonal. La sensibilidad por entoncesen carne viva del estamento productorvibró al instante. Hasta se formó ungrupo en torno de Francisco.

—¿Y ahora qué? —preguntó elEnergías con brillo en los ojos.

—No tengo idea —respondió él.—Algo maquinan éstos, tanto llamar

—masculló Campo.

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Salmones se acercó corriendo.—¿Es cierto que te han vuelto a

llamar?—Sí. Allá voy.—Sea como sea, si te presionan,

quiero que sepas que estamos contigo.Era divertido, en medio de todo.—Vosotros vais a lo vuestro —dijo

Raba filosófico.—Lo primero es la unión entre todos

—replicó aquél.—Y lo segundo la puntilla a los

demás.—Bueno, bueno —interrumpió

Francisco—. No es momento dediscutir. Ya os diré.

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—¡Tú, firme, muchacho! —gritó elEnergías.

—Descuida —respondió élhaciendo con la mano una señal.

No se equivocó al sospechar que lallamada tenía algo que ver con laexcursión urbana de la mañana anterior.Don Federico estaba de pie ante la mesay esta vez la tendió la mano queFrancisco rehusó estrechar por nomancharle.

—Le llamo porque lamento mucholo ocurrido ayer.

Su tono era hoy cordial y abierto.—No tiene importancia.—Quiero que acepte nuestras

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explicaciones. Naturalmente ocurriótodo al margen de nuestro conocimiento.

Sorprendía tanto aparato paraarreglar aquello.

—Bueno, si alguien tenía quehacerlo, no veo por qué no podíatocarme a mí.

—No, amigo mío, nadie tenía quehacerlo. Hay otros medios de transporte.Fue una genialidad del encargado.

Francisco se limitó a alzar las cejas.—Sí, es un buen hombre, pero no sé

lo que le pasa con usted. Está amargado.Creo que tiene úlcera. De todos modosvamos a cambiarle de sitio.

—Por mí no lo hagan —protestó

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vivamente—. No puedo aceptar que secambie a ese hombre por mi causa.

La cara de don Federico se iluminócon una sonrisa inocente.

—No me ha entendido —dijo—. Nome refería a Rufino.

—¿No?La sorpresa de Francisco era

sincera.—No. Hemos estado pensando…Automáticamente se puso en guardia.—Siga —dijo al ver que don

Federico se había detenido.—Verá. Con el tiempo que lleva, y

dadas sus aptitudes, debemos cambiarlede cometido. Ya lo podíamos haber

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hecho mucho antes, porque usted, comoes natural, aprende de prisa; perosuponíamos que usted no querríaprivilegios excesivos y, por tanto, nonos parecía el momento. Pero ahora…

Volvió a interrumpirse, al tiempoque le observaba atentamente.

—¿Ahora qué?—Ahora le necesitamos en otro

puesto.Francisco alzó la mano, pero don

Federico siguió.—No, no se trata de la

administración, ni las oficinas. Es dentrodel campo laboral, como usted desea.

—Dígame, entonces, de qué se trata.

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Estaba tenso, dispuesto adefenderse, porque adivinaba detrás detan buenas razones, algo que le olía amaniobra.

—Usted sabe que tuvimos hace pocounas palabras usted y yo con motivo delas tensiones producidas por laturnicidad y el informe de usted sobre lamateria.

—Sí.—Olvide aquello. Ahora se trata de

algo interesante para usted. Tenemos enformación cierto equipo especializado,una cuadrilla piloto, por llamarlo dealguna manera.

—Yo no soy especialista.

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Don Federico temía decirlo, en elfondo, pero llegaba el momento en queno podía alargar más la conversaciónsin soltar prenda.

—Mi idea es hacerle a ustedencargado de esta cuadrilla…

—¿Vigilante yo?—No es eso exactamente. Yo diría

director…Francisco negaba con todo el

cuerpo.—No, no… De ninguna manera.

Empezando porque no tengo preparaciónpara eso.

—Está previsto que haga un cursillo,a cuenta de la empresa, claro está.

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—Le digo que no.—Es cosa tirada y el sueldo…Vivamente.—No insista, por favor. No. ¡Nunca!—Pero…Era un evidente intento de elevarle.

Era una maniobra.—Yo soy peón. A eso he venido. No

busco mi promoción personal. No le dévueltas.

Don Federico no ocultaba sudecepción y hasta un atisbo dedespecho.

—Usted verá.—Está visto.—No le oculto que esto sonará en la

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gerencia como una bofetada.—En todo caso no habrá sido por mi

culpa.—Allá usted. Yo ya le advertí el

otro día que iba por mal camino. Siquiere un consejo, a título estrictamentepersonal, retírese a tiempo. Una empresacomo ésta es como una apisonadora yusted, aunque no lo crea, es másvulnerable que los otros.

Francisco esperó un poco antes dedecir:

—¿Vuelve a amenazarme?—Tómelo como quiera.Estaba todo hablado.—Buenos días —dijo.

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No esperó a observar la últimareacción de su contrariado interlocutor.

«¡Qué cosas! —iba diciendo—. ¿Nopodrán dejarle en paz a uno?».

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23Aquella semana Francisco trabajaba enel turno de la noche y dormía algunashoras durante la mañana. Como ni lacalle, ni el bloque todo entero estaban aturnos, ni todos los que lo estabancoincidían en los horarios, era difícilconciliar el suelo, a causa de los milruidos estridentes de aquella vidapopular, de los que en modo algunobastaban para aislar los débiles murosmedianeros de la casa. Tonchu, sí.Tonchu caía como un tronco. Su mismaextrema juventud le defendía; peroFrancisco encontraba dificultad para

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dormir lo indispensable, a pesar delletrero que colgaba a la puerta a ciertashoras, suplicando silencio, lo que nosiempre impedía que alguien entrase conuna necesidad que reputaba urgente.

Canela reunía a los niños máspequeños, todavía manejables, en unsemisótano, carente de inquilino, a laespera de que él pudiera dar una vueltapor allí y atender a lo que considerabaun semillero de posibles militantes. Eraal atardecer.

Todavía había luz en el cielo cuandodejaron a los chiquillos correr a susjuegos callejeros. Para volver rodearonpor la explanada, a petición de la chica.

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—Tienes que tomar el aire, Paco.—¿Y la cena? —bromeó él.—Está mi madre.—De acuerdo, Pili. Y luego no digas

que no te hago caso.—Llámame Canela.—Es verdad.Caminaron en silencio, rodeando por

el lado de la explanada. El cielo se ibaapagando paulatinamente y una granserenidad caía de él sobre la tierra.

—¿Te has fijado cómo me mira elNavajas? Instintivamente Francisco sevolvió en torno.

—¿Dónde está?Ella hizo un gracioso mohín con la

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boca.—No hablo de ahora —dijo—. Es

en general. Francisco la contempló. Erabonita Pili con cualquier cosa que sepusiera encima.

—¿Qué pasa con eso?—No me quita ojo.—¿Y a ti te gusta?Le buscó la cara.—¿A mí?—Sí, claro, a ti.—¿Lo dices en serio?—Es una pregunta. Por supuesto que

no es lo que yo •quiero para ti. Celestinono viene con la buena.

—Ya lo sé.

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—Entonces…—A las mujeres nos gusta que nos

miren los hombres.—¿De esa manera?—De cualquier manera.Era una voz llena de vida contenida;

una voz baja y vibrante.—Canela…—¿Qué?—Con Celestino te echarías a

perder. Todo mi trabajo, nuestrotrabajo…

Ella le interrumpió.—¿Quién piensa en Celestino?—Vaya, menos mal.Anduvieron en silencio. Francisco

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quería cambiar de conversación, por esodijo:

—Hay que comprar velas, ¿lorecuerdas?, y traer formas.

Canela dijo como si no lo hubieraoído:

—Pienso en otro.Francisco se detuvo, pero ella siguió

andando lentamente y él se apresuró aalcanzarla.

—¿Conque ésas tenemos? —preguntó bromeando.

—Ya lo ves…—Pero, Canela, eres muy joven y

tenemos entre manos muchas cosas…—Es más fuerte que yo.

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Francisco se armó de paciencia.—A tu edad siempre se dice eso.—No te extrañes entonces.—No, si no me extraño. Lo que

quiero es quitarle importancia; hacerque tú misma te des cuenta…

—¿Cuenta de qué? —le interrumpióella.

—Cuenta de que estas cosas, porotra parte naturales, no tienenimportancia y son, por descontado,pasajeras.

—No.Le miró a los ojos.—¿Cómo que no?—Lo mío es distinto.

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Francisco alzó las manos.—Vaya, ¿y quién en tu caso no dice

que lo suyo es distinto?—No me importa lo que digan los

demás.—Está bien, está bien. Entonces,

dime, ¿quién es el feliz mortal queacapara tus pensamientos?

Canela volvió a mirar de frente.—Ese es mi secreto —dijo.—Ah, en ese caso…No es que a Francisco le importara;

pero se sentía desasosegado y mal agusto. Andaban en silencio y algunostranseúntes se volvían a mirarles. Laoscuridad se había levantado por detrás

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del horizonte y sólo a poniente quedabaun festón desflecado de rojo, como elreflejo muy lejano de un incendio.

—¿Estás enfadado? —preguntó porfin Canela con una voz que volvía a sercompletamente natural y sumisa.

—¿Por qué había de estarlo? Anda,vete a casa.

No sé qué aprensión le daba de quela gente los viera paseando por elbarrio. Pero antes de que la chicaobedeciera, se acercaron unos hombres.

—¿Dónde te metes?Era Salmones, con su voz alegre y

amistosa.—¿Qué pasa?

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—¿Bien acompañado, eh? —dijoHierro, que era el segundo de la terna.

No se le escapó a Francisco lointencionado de la frase.

—Ya puedes estar seguro de quemejor que contigo —replicó sin podersecontener.

—Bueno, bueno —terció Salmones—. Vosotros dos gozáis andando a lagreña todo el día.

Lo dijo en un tono que quitaba todaimportancia a lo proferido por los otros.

—Este es Benavides —siguió—, dela Metalúrgica. Quería presentártelo.

—Encantado.—El gusto es mío.

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Francisco se volvió a Canela.—Vete a tu casa, anda, que me

quedo con éstos.Hierro hizo ademán de darle una

palmada.—¡Hala, preciosidad! —dijo—, que

te lo devolvemos pronto.—Vamos a «El Africano» —

propuso Salmones.—No —replicó Benavides—.

Vamos a tu rincón.—Como quieras.Francisco se dio cuenta de que el tal

Benavides, calzaba, por lo que fuera,más que los otros dos. Se separaron endos parejas y se acercaron por distinto

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lugar a la casa donde Salmones tenía suminúscula vivienda de soltero.Francisco no había entrado nunca allí,por lo que fue grande su sorpresa altopar con aquella estantería repleta devolúmenes que no por estar en su mayorparte grasientos y deshilachados dejabande impresionar en la vivienda de unobrero.

—Trae unos vasos —le dijo eldueño de la casa a Hierro quedesapareció por la puerta que debía dedar a la cocina, para volver a poco conellos en una mano y una botella de tintoen la otra.

—Poneros cómodos.

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El llamado Benavides seguía con lagorra calada; pero bastaban sus ojospara comprender que no tenía nada quever con un paleto de pueblo. Franciscose extrañó en su interior de lo fácilmenteque se había dejado llevar hasta allí,pero sentía cierta curiosidad porconocer el juego de aquellos hombres.Salmones sirvió vino en los vasos y dijoal levantar el suyo:

—Vaya, henos aquí en plenaconspiración.

Miraba divertido a Francisco.—Cada palabra —replicó éste

precavido— tiene su propio y precisosignificado, así que no saquemos las

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cosas de quicio. Me habéis presentado aun amigo y me habéis convidado a unvino. Eso es todo.

—No hemos empezado —dijoHierro.

—¿De qué se trata?Salmones apartó el vaso a un lado,

como si necesitase espacio paramaniobrar ante sí.

—Como sabes muy bien hayproblemas en la empresa. Un expedientegravita con peligro sobre unoscompañeros. No se nos ha hecho malditocaso en lo de los turnos. Cada día seproducen roces y fricciones por laactitud dura e inflexible que ha adoptado

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esta vez la dirección. Nosotros creemosque todas esas cosas deben encontraruna respuesta por nuestra parte.

—¿A quién te refieres cuando dices«nosotros»? ¿A vosotros tres?

—A nosotros tres en primer lugar. Anuestros camaradas, en segundo. Y, engeneral, a todos los obreros de lafábrica, porque no ignorarás que eldescontento es de todos.

—Estoy de acuerdo en lo deldescontento. Lo que no me consta es quehaya de haber unanimidad en larespuesta de que hablas. ¿Quépretendéis?

—Hay que encauzar la tensión

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existente. Hay que organizar algoefectivo. Todo menos quedarse debrazos cruzados.

Francisco consideró las cosas antesde decir.

—¿Y por qué me llamáis a mí?—No necesitas la respuesta.—Pero proponéis ponemos fuera de

la legalidad. Y me lo decís a mí. Corréisun riesgo, no se os oculta. Vosotros soiscomunistas. Yo soy cura. ¿Por qué, pues,me dais cuenta de vuestros planes? ¿Y sime voy de la lengua?

Salmones se echó a reír.—Eso es precisamente lo que tú no

harás nunca.

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—¿Me amenazas?Agitó la mano con energía.—¡Qué va! Es que tendrías

remordimiento para el resto de tus díassi lo hicieras. Tú eres un buen tipo.Tienes el inconveniente de ser cura,pero no está todo perdido. Ya ves que,en el fondo, te estoy haciendo unhomenaje. Traicionar a un obrero esalgo que no entrará jamás en tuprograma. Esa es nuestra garantía, y esolo saben todos en la empresa.

—Gracias —dijo Francisco, a pesarde que aquella seguridad le daba enrostro.

—Lo que queremos saber es si

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contamos contigo.—Contar conmigo para qué; eso es

lo que hay que aclarar.—Para el enfrentamiento que, de un

modo o de otro, se avecina.—Yo no puedo enfeudarme así, en

abstracto. Yo tengo mis propioscompromisos y decido en cada caso.

El llamado Benavides, que no habíaabierto la boca, sin dejar de mirarfijamente a los interlocutores, lo hizoahora para preguntar:

—Dices que tienes tus propioscompromisos, ¿quieres decir que lostienes aparte y posiblementeencontrados con los que tenemos los

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demás con nuestra condición?La pregunta era un tanto confusa,

pero perfectamente inteligible.Francisco se dio cuenta en seguida deque aquel hombre no era una pera endulce precisamente.

—No creo en ese encuentro —dijo—, si por encuentro se ha de entendercontradicción.

—¿No? —preguntó aquél—. ¿Y silos obreros deciden actuar? ¿Siacuerdan la huelga, por ejemplo? ¿Cuálsería tu actitud?

—No veo dificultad. Cuando llegueel momento lo sabréis.

Se había puesto en guardia.

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—Te llamamos para saberlo ahora.—Ahora me habláis en hipótesis.

Sobre lo que realmente quieren losobreros sabéis poco más o menos lo queyo.

Y, de pronto, Benavides, sinsolución de continuidad, dio la vuelta ala conversación.

—Tú el otro día contabas a éstos nosé qué historias de diferencias entremarxismo y comunismo.

¡De modo que era por eso por lo quevenía el tal Benavides!

—Sigo pensando de la mismamanera.

—Me parece que sobre esa cuestión

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estás tú tan ayuno como yo sobre lasprerrogativas de los arciprestes.

—No me vas a enseñar nada sobreel comunismo que yo no sepa ya, te loadvierto.

—Hay dos actitudes esencialesfrente al movimiento comunista —siguióBenavides, como si no hubiera oído laobservación de Francisco—. Lasegunda, que es la tuya, considera alcomunismo como un enemigoirreconciliable de la democracia y lalibertad, irremediablemente totalitario, ytal, que hay que hacer bloque, frente aél, con ese llamado «mundo libre»,reconociendo en Washington, a pesar de

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sus defectos evidentes, algo así como elfaro de la libertad. ¿Estamos deacuerdo?

—Sí, con tal de que no sigas en laenumeración.

—Pero es que hay otra actitud queconsidera al comunismo como una parteesencial del movimiento obrero, al cual,por tanto, no hay que combatir comoenemigo irreconciliable, sino, más bien,contribuir para que se purifique y selibere de cualquier excrecenciaestalinista o similar, aplicando la críticamarxista así al occidente como aloriente, y contribuyendo de esta forma ala transformación radicalmente

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socialista del neocapitalismo tecnoburocrático.

Benavides hablaba con una profundaconvicción y daba especial solidez a susargumentos por la pronunciaciónreposada y enérgica a un tiempo de cadapalabra, y, dentro de cada palabra, decada sílaba.

—Sí —replicó Francisco—,conozco ese lenguaje. Pero ¿a quiénqueréis engañar con él?

—No se trata de engañar a nadie.Esa es la equivocación. Y el que no loentienda así está condenado a quedar almargen de la historia, la cual marchainexorablemente en un sentido y una

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dirección que son irreversibles.La mirada de Hierro parecía haberse

iluminado y sus mandíbulas apretadashacían resaltar muy concretos bultosmusculares debajo de la piel del rostro.

—Para empezar a daros crédito —dijo Francisco— haría falta que fueranunos nuevos comunistas y no vosotrosquienes vinieran a anunciamos lanoticia.

—¿Y qué diferencia encuentras?—Vosotros habéis dicho y hecho

demasiadas cosas.—A mí acabas de conocerme.—No hablo de ti personalmente.

Hablo de esta generación de comunistas.

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Estáis gastados. Habéis habladodemasiado y en forma excesivamentecontradictoria, y, sobre todo, habéisobrado de manera que muchos no seránnunca capaces de olvidar. Contra esto,debes reconocerlo, las palabras valenpoco.

Salmones terció con su sempiternasonrisa.

—Os alejáis de la cuestión. Nohemos venido a discutir en un terrenoteórico, sino práctico, y no sobre elcomunismo, sino sobre la accióninmediata.

Francisco asintió con la cabeza,pero dijo:

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—No veo que hayáis hecho ningunaproposición concreta.

—Lo sabrás a su tiempo.—Entonces decidiré.—En definitivas cuentas —volvió a

tomar la palabra Benavides—, que no tecomprometes, que quieres tener todoslos triunfos en la mano.

—No me comprometo ahora, y nome comprometo sin saber exactamente aqué.

—Ya me parecía a mí que un cura nopodía estar de de verdad con losobreros.

—Es curioso.—¿Por qué?

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—Porque yo pienso muchas vecesque un comunista, precisamente uncomunista, no puede estar de verdad conlos obreros.

—¿Con quién está, si no?—Con el partido. Esto es meridiano.—¡Es lo mismo!—No. Es un craso error confundir lo

general con lo particular. Y esto igual sise trata del comunismo que si se trata deotro movimiento cualquiera o facciónideológica, aunque sea de signocontrario.

—Hay mucha tela cortada todavía.Hablaremos de ello.

—Cuando gustéis.

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24El padre Quintas tenía visita en casa.

—Hay curas arriba —dijo Tonchu,que estaba en el portal del bloque.

—¿Curas? —preguntó Francisco,que sintió algo como un sobresalto.

—Sí, dos cuervos.—No hables así.El chico estaba contrariado.—¿Quién son? —preguntó

Francisco.—¡Y yo qué sé!—Voy a ver.De pie en el cuarto, y con un vago

aire de aves en corral ajeno, dos

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sacerdotes ensotanados se volvieron alentrar Francisco.

—Ahí lo tienes —dijo Sergio, elcoadjutor de la parroquia, que era unode ellos.

—¡Paco! —exclamó suacompañante.

—¡Lorenzo!… pero ¿de dóndesales?

Se abrazaron con efusión.—Ya ves, me trajo éste, tan amable.Lorenzo era un compañero de

estudios de Francisco, un buen amigo.Destinado lejos, hacía años que no seveían.

—Pero, bueno, sentaos donde

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queráis.—Así que eres tu de carne y hueso,

tú el revolucionario, el loco, elcomunista…

Había una cálida cordialidad en lavoz de Lorenzo. El padre Quintas se rio.

—¿Y tú qué? ¿Ya te hicierongeneral?

Su amigo era castrense.—Para eso harían falta un par de

guerras —siguió el otro la broma.—Pues me alegro de verte, y ya era

hora.Sergio escuchaba sin intervenir,

mientras sus ojos resbalaban por elcuarto considerando hasta el último

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detalle.—¿Y vives aquí? ¿Con esa pinta?Lo decía sin malicia, sólo con una

mezcla de curiosidad y de estupor.—Soy un obrero.Sergio volvió la cabeza como si

alguien le hubiera pinchado.—Querrás decir que eres también un

obrero.—Tú siempre tan puntualizador —

dijo Francisco sin perder el tonoamistoso, y, volviéndose a Lorenzo,añadió—: Éste y yo tenemos distintasopiniones, ¿sabes?

—Eso es bueno —replicó elcastrense.

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—Natural. Pero, dime, ¿cómo poraquí?

—Chico, tu fama está en la calle,como quien dice, y yo tenía ganas de daruna vuelta y ver sobre el terreno lo quehaces.

—Pues ya ves… Trabajar comoellos, vivir como ellos, comer comoellos…

—Sí, pero…Sergio repuso:—Él cree que es bastante.Francisco no le miró y se dirigió a

Lorenzo.—Y él no cree en lo que hago,

¿comprendes? Él piensa como Saint

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Pierre, el de «Los nuevos curas», ¿loleíste?

—Sí, claro.—Es un panfleto.Sergio terció.—Somos muchos los que pensamos

de ese modo.Francisco se encogió de hombros.—Tanto peor para vosotros. Yo me

río ante, un libro de «buenos» y«malos»; un libro simplista, para el quelos curas nuevos son unos tiposorgullosos, desobedientes, fríos,filomarxistas, faltos de caridad, dedevoción, etc., mientras que los otrosson, al parecer, medio santos,

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carismáticos, pasan la noche en oración,dicen una misa sublime, transpiran amorde Dios y arrastran a las multitudescomo taumaturgos… Un libro en que loscuras progresistas son cejijuntos, másbien feos, antipáticos, amargados yhoscos; mientras que los otros sonpiadosos, mansos (aunque llenos deextraño coraje si conviene), verdaderasperitas en dulce y, ¡qué te voy a decir!,hasta son guapos.

—Eres injusto —dijo Sergio—. Nopintas la obra, sino una caricatura de laobra.

—En todo caso se trataría de lacaricatura de una caricatura. Espera —

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dijo levantándose y tomando del estanteun libro manoseado entre cuyas páginasasomaban papeles—. Mira lo que diceGarrone, el vicepresidente delepiscopado francés —leyendo—: «Es,pues, esta caricatura, Los nuevos curas,la que va a presentar a los ojos delmundo uno de los esfuerzos apostólicosmás poderosos que la Iglesia haconocido en una de las épocas másgraves de su vida»… —alzó los ojos—.¿Qué tal?

—Hay opiniones —replicó Sergio—. Y te diré una cosa, que no sonbendiciones jerárquicas, precisamente,lo que le falta al libro de Saint Pierre.

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Francisco hizo un gesto despectivo.—Para mí el libro de un burgués que

afirma que «sólo un soñador puede creeren la espiritualidad del clero de lossuburbios», ya queda clasificado sinmás necesidad de acudir a la jerarquía.

Lorenzo que había estadoescuchando atentamente tomó ahora lapalabra.

—Bueno, no sé qué deciros. Laverdad es que, a mi juicio, nada tiene departicular que los tiempos nuevossupongan o pidan curas nuevos.

—Tonterías —dijo Sergio—. Elsacerdocio es de siempre.

—Pero las formas —replicó

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Francisco con viveza— son de cadaépoca. En el último siglo y medio, laIglesia, mal que nos pese, se encamópreferentemente en un medio burgués ycreó un tipo de cura, «el señor cura»,adornado no sólo de sotana, sino deduyeta y sombrero cómo de algoimportantísimo. Hoy, si la Iglesia quierede veras encarnarse en el pueblo, en elmedio obrero, tendrá que crear susnuevos curas, en efecto, que no sé cómoserán exactamente, pero que serándistintos, sin ninguna duda, por más quea algunos se les haga cuesta arriba.

—Pero un cura que, ante todo, nodice: «Yo soy un sacerdote», por lo

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pronto ha empezado por mentir. Un curaque se pone una máscara traiciona a laIglesia —señalando al libro—, tambiénlo dice ahí. Y es cierto.

—Nadie se pone máscara y nadiedebe negar su sacerdocio, salvo quepara ti todo consista en la sotana. Pero,entonces, ¿qué me dices de éstos, porejemplo? —apuntando al castrense—.¿Por qué un cura puede vestirse eluniforme militar para ir con lossoldados, y no puede vestirse el«uniforme» obrero para ir con lostrabajadores?

Terció Lorenzo.—No os vayáis por la periferia del

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problema. No se trata del atuendo.—¡Si yo no doy a eso la menor

importancia! —exclamó Francisco.—Lo que a mí me preocupa —dijo

el castrense— es otra cosa.—Dime.—Se dice que el comunismo busca

una coexistencia con el catolicismo; unaalianza que se sospecha momentánea,estratégica… Di la verdad; ¿no andandetrás de ti?

Francisco no deseaba explayarsedelante de Sergio.

—Hablo con ellos casi a diario.—¿No lo ves? —saltó el coadjutor.—¿Y tú qué harías? —replicó él—.

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¿Negarles el saludo? ¿Acaso no sonhijos de Dios igual que tú y que yo?

—El comunismo es intrínsecamenteperverso. Lo dijo Pío XI.

—Pero no los comunistas.—Distinguir entre comunismo y

comunistas es pasarte de sutil. Elcomunismo no es nada si no es pensadopor mentes humanas, por comunistas.

—Nadie está atado absoluta ydefinitivamente a una idea.

—Precisamente. Temblemos,entonces, porque eso también vale paranosotros.

—Si sigue siendo cierto lo de laoveja perdida, supongo que el comunista

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la encama, especialmente cuando estábautizado.

—Tienes razón —dijo Lorenzo—,pero eso es peligroso.

—De acuerdo; pero también lo eralo de un Javier, un Rici, y tantos otros,partiendo solos para adentrarse en unmundo hostil, lejano, fanático, lo que,sin embargo, nunca hizo a nadie rasgarselas vestiduras; sino qué siempreprovocó el entusiasmo y el aplauso.¿Qué es lo que pasa, entonces? ¿Es queuna fábrica de hoy, que se ve desde latorre de la parroquia, debe asustamosmás que la India incógnita del siglo XVIo la China implacable del XVII?

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—No hay paridad —protestó Sergio—. El marxismo es diabólico. No meextrañaría que fuera el anticristo.Además —añadió con desprecio—, elmarxismo, al negar el alma, que es loesencial del futuro, no tiene porvenir.

Francisco sonrió.—Hablas como si siguieras en el

seminario. «Diabólico»…«anticristo»… y esa frasecita final que,si no me equivoco, también es de SaintPierre.

—Sí, lo es.—Pero su brillantez es sólo

aparente. Son palabras que haríansonreír a un comunista. El porvenir del

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comunismo, si tiene alguno, se realiza enesta vida, y el futuro del alma, al que túte refieres, en la otra. Son dos planosdistintos y Lenin ya optó por un paraísopalpable, en esta tierra, contra uno que aél se le antojaba imaginario en la otra.

Sergio estaba encendido.—Hablas como si dudaras de la fe.—De tu manera de entenderla, desde

luego.—Vamos, calma —pidió Lorenzo.—Lo malo de éste —dijo Francisco

— es que está al cabo de la calle detodas las cosas. Mientras los demásexploramos penosamente, tanteamos ynos afanamos, en busca del camino, del

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medio y del método, él ya sabe a quéatenerse. Y eso, compréndelo, exaspera.

—Lo que yo sé —replicó Sergio confirmeza— es que el progresismo es vinaherejía. Y, mientras la Iglesia no hableclaro, que acabará haciéndolo, no lodudes, reinará el confusionismo queahora padecemos.

—¡Qué entenderás tú porprogresismo! Sería cosa de saberlo.

—Muy sencillo. El progresismo es,en el fondo, el comunismo dentro de laIglesia.

—¿De veras?Sergio siguió impertérrito.—Los progresistas están

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convencidos del triunfo final delcomunismo en los cinco continentes y,en consecuencia, en vez de luchar, dadoque tienen la batalla por perdida,quieren facilitar y acelerar esa victoria afin de reiniciar la cristianización delmundo.

—¡Al menos les concedes buenaintención! —dijo Lorenzo.

—Algunos la tienen.—Aunque así fuera —replicó

Francisco—, dejando al margen esadistribución de intenciones buenas ymalas de que te haces generosodispensador, te diré una cosa. Estáescrito que las fuerzas del infierno no

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prevalecerán contra la Iglesia; pero enninguna parte consta que nuestrosmonumentos, nuestras catedrales,nuestros palacios cardenalicios, nuestrasvírgenes enjoyadas, nuestras estructurastodas, las formas de vida de occidente,hayan de prevalecer. Ni el Vaticanomismo, ni la cúpula de San Pedro, ni lafamosa columnata son la Iglesia. Dedonde deduzco que, dado que elprogresismo pensara como tú afirmas yno pruebas, su pensamiento no sería másque una opinión, una opinión sobre algoperfectamente posible, y una visión porcompleto lógica de las cosas para quienopinara de esa forma.

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—Nada de eso —insistió temeSergio—. Subsiste el error, el graveerror de no darse cuenta de que elcomunismo es absolutamenteincristianizable, porque es totalmenteperverso e intrínsecamente ateo.

Francisco golpeó la tabla con elpuño.

—¡Y dale con el comunismo! —dirigiéndose a Lorenzo—: ¿Te dascuenta? La recristianización sería de loscomunistas, no del comunismo.

—Llegáis siempre al mismo punto—dijo Lorenzo tranquilamente—; perome gusta oíros. Donde yo estoy no sediscute, no se ventilan ideas. El cuartel

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acaba por llenarnos de herrumbre lacabeza. Esto me oxigena ¿Y qué decir,entonces, de toda esta renovaciónprofunda que se nota en la Iglesia?

La pregunta iba dirigida a Sergio.—Estos están contra lo que llaman

triunfalismo, poniendo en la palabramenosprecio. Es parte de la maniobra.Fuera procesiones, fuera congresos,fuera actos externos de nuestra religión.Se antepone a la predicación y a laconquista de las almas el renovar lasestructuras de la sociedad, conmanifiesta falta de fe en la misión divinade la Iglesia. Se arrinconan lasimágenes; se ridiculizan las devociones;

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se desprecia la apologética.—Date cuenta —dijo Francisco a

Lorenzo—. Éste no pasó aún de lascinco vías de Santo Tomás.

Curiosamente discutían más a travésdel castrense que de modo directo entresí.

—La Iglesia cultivó siempre laapologética y no hay ningún motivo paraecharla a un lado precisamente ahora,cuando el materialismo florece comonunca.

—Yo estoy por el testimonio. Creoque importa mucho más vivir lo que seprofesa que predicarlo. El mismo PíoXII, si mal no recuerdo, dijo estas

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palabras exactas: «Lo que sobre todonecesita la Iglesia de hoy son testigos,más que apologistas».

—Pero no dijo a qué clase detestimonio se refería y, por otra parte,sabemos que no se refería al testimoniode los curas obreros.

Lorenzo intervino conciliador.—No hace falta llevar las cosas a un

terreno personal.—Ni es mi intención, aunque

parezca lo contrario.Francisco, como si lo anterior no

fuera nada con él, añadió:—Yo suscribo la definición de

testimonio que dejó el cardenal Suhard.

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—No la conozco —dijo Lorenzo.—«Ser testigo —recitó de memoria

— es crear misterio; es vivir de talmodo que la vida resulte inexplicable siDios no existe».

—Esa clase de testimonio la dacualquier sacerdote, creo yo —repusoSergio.

—¿Estás seguro?—Naturalmente. Nuestra vida no

tiene explicación humana.—Y, sin embargo, sabes muy bien

que son legión los que creen que la vidadel sacerdote es una sustanciosaprebenda, un continuo privilegio; merefiero sobre todo a los humildes. Se

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dice por ahí: «Vives como un cura».Y todo el mundo entiende la

intención.—¡Qué vengan a probar! ¡Ya verán!—Esa no es una respuesta, como

tampoco lo es el que estén equivocados.Lo que importa del testimonio es que seacapaz de producir un efecto subjetivo, ylas formas tradicionales del sacerdocio,a veces, y para ciertas gentes, no sonalgo que convenza.

—Y entonces vienes tú —replicóSergio con acidez— y descubres lapólvora.

—Yo no descubro nada. Yoaprendo, sin ánimo ni esperanza de ser

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seguido por otros. Yo hago unaexperiencia delicada; pero eso sí tedigo, la vida que yo llevo ahora, paralos de este barrio, no tiene más que dosexplicaciones, descartada la sospechade que fuera un policía: O yo estoy loco,o Dios existe.

—En eso creo que tienes razón —seadelantó a decir Lorenzo.

Sergio miró a un lado.—Veremos a ver lo que te dura.—¿Qué quieres decir?—Antes o después, tendrás que

optar entre lo temporal y lo eterno.—Sí —opinó Lorenzo—, ésa es la

cuestión.

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—¿Y por qué ha de haber siempreoposición entre uno y otro?

No hubo acuerdo, desde luego, yFrancisco, cuando al fin quedó solo, sesentía desasosegado e inquieto sin poderdecir por qué. ¿Tenía razón en todo?

Fue todo tan simple, inesperado ybrutal, dentro de su aparenteintrascendencia, que Francisco no lopodía creer.

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25Abrió la puerta del piso y vio a Caneladentro, sola, arrimada a los cristales dela ventana, mirando para fuera. No sevolvió.

—Pili —dijo él—, ¿qué haces aquía estas horas?

Era muy tarde y se lo teníaprohibido.

—Ya ves…Quiso quitarle importancia.—Si te ve Tonchu…—Tonchu no vendrá ahora.Le habían cambiado el turno aquel

día.

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—¿Así que lo sabías?—¿Por qué no?Francisco entró, sin cerrar la puerta

del todo.—Bueno —dijo—, ahora tienes que

irte.No le gustaba aquello. Había algo

indefinible en la actitud de la chica quecasi la convertía en una desconocida.

—Quiero hablar contigo.—¿Ahora? ¿Aquí? Te he explicado

la cosa muchas veces, Pili. No puedotenerte aquí a estas horas.

Ella se cubrió el rostro con lasmanos.

—¿Te ha ocurrido algo? —insistió

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él.Negó con la cabeza.—Vamos, Canela…Dio un paso más y le puso la mano

sobre el hombro. Y entonces vino loinesperado: La chica se abrazó a él,murmurando algo ininteligible entresollozos. Francisco quedó de piedra porun instante.

—Cálmate, Pili —dijo tratando dedesasirse de sus brazos—. Cálmate,mujer.

Pero ella, con la cabeza apretadacontra su hombro, no parecía dispuesta aceder.

—No seas chiquilla, suéltame.

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Y, en un instante, se iluminó suentendimiento. Lo que tenía contra sí noera una niña desvalida, no. Había unamujer en cada ondulación de aquelcuerpo que se estaba estrechando contraél…

—¡Canela! —gritó sofocadamente.Y entonces lo oyó.—¡Te quiero! ¡Te quiero!—¿Estás loca?Forcejeó con ella para soltarse.

Cuando lo hubo logrado la vio delante,arrebolada, llenos de brillo los ojos.

—Ahora ya lo sabes todo —dijo sinbajarlos.

La confusión de Francisco corría

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parejas con su tristeza. ¿Había unaincipiente e instintiva respuesta en suinterior?… ¿Qué empezaba a pasar en sucarne? Hizo un tremendo esfuerzo contoda su alma.

—¡Vete de aquí! —exclamó.Pero ella, con toda la brutal

elementalidad de su primera ydesgraciada escuela en la vida, dijo sindejar de mirarle:

—He venido aquí para ser tuya.Francisco apretó los puños y cerró

los ojos. «¡Señor! —se dijo—. ¿Por quéesto ahora?, ¿por qué?». Fueron unossegundos de concentración, de actuaciónsobre sí mismo, de clamorosa apelación

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a Dios. Cuando volvió a mirarla ya sólosintió pena.

—Muchacha —dijo tranquilo en loque cabe—, nos hemos equivocado losdos. Vamos a olvidar esto. No hapasado nada. Yo no he oído ni una delas palabras que acabas de decir… Yahora, vete.

Sin alzar la voz estaba, al fin,mandando con imperio. La cara deCanela se encendió como la grana y ensus ojos relampagueó una fría luz.

—Tienes razón, me equivoqué. Noeres un hombre. Eres…

No dijo más y salió dando unportazo.

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Francisco cruzó el cuarto y llegóhasta el tosco reclinatorio que había alotro lado. Se le doblaban los hombros,como si un peso invisible hubiera caídosobre ellos. En aquel instante parecía unanciano… «Y ahora, qué, Señor, ahoraqué tengo que pensar… ¡Pili! ¿Todo esasí? ¿Todo tiene que ser así? No puedocreerlo. No quiero creerlo. ¿Es culpamía? No supe prevenirlo, ésa es laverdad»…

En aquel rincón de la colmena, ahorasilenciosa, un espíritu agobiado, perdidoentre el descanso y el amor y ladeshonestidad y el insomnio y el afán yla inconsciencia de la aperreada masa

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trabajadora, velaba ante Dios,asumiendo su angustia de hombre,interrogándose sobre suresponsabilidad, con el corazónresquebrajado y seco, con el alma aoscuras, con el cuerpo rendido de fatiga.

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26Era un momento malo para que losobreros aceptaran por las buenas laimplantación del sistema Gombert que laempresa deseaba imponer. Cierto quecomportaba un aumento en los salarios;pero es que, aparte de otrasconsideraciones, el ambiente de fondono estaba por lo racional, sino por creardificultades. Según la voz común yanónima que corría de boca en boca, el20% de aumento ofrecido en laretribución implicaba una mejora dehasta el 70% en la productividad, y losánimos andaban levantados ante una

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situación que se denunciaba por injusta.A Francisco le vino Raba en

compañía de Campo. Los dos eransoldadores.

—Nos han escogido para hacer laspruebas y concretar las medidas.

—Ya.Le miraron extrañados.—¿Qué te pasa?La verdad es que no había levantado

cabeza desde lo de Canela, ocurrido eldía anterior.

—¿Qué decíais?—Yo creo —dijo Campo— que hay

que boicotear este sistema.—Sí, pero ellos no son tontos y

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viene uno de la Gombert que sabe lo quese trae entre manos.

Francisco reaccionó.—No debéis echar sobre vosotros la

odiosidad que va a crear este asunto.—Eso es lo que nos preocupa —

repuso Raba—. El grupo de Salmonesse está moviendo mucho.

—Ya lo sé.—¿Conoces su juego?—Como todo el mundo, supongo.—Tú, ¿qué aconsejas?—Tal como están las cosas no

debéis consentir que la empresa base envosotros el imponer tiemposinaceptables.

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—Sí, es lo que todos pensamos.Francisco hizo una pausa.—Vosotros entendéis de esto mucho

más que yo —dijo—, pero si queréis miopinión os diré que yo aumentaría elrendimiento en una proporción lo másexacta posible a las mejoras reales quevayan a obtenerse en los salarios. ¿Esposible esto?

Raba miró a Campo.—Sí, creemos que sí.—Pues de ahí que no os saque nadie.Pero una idea repentina vino a su

mente.—Esperad… Hay una cosa que me

está dando vueltas…

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—Suéltala.—Corrijo lo de antes. Hay que

seguir igual; exactamente lo mismo.—¿Qué quieres decir?—Lo veo muy claro. Debéis avisar a

todos. Que corra la voz.—Pero…—Mirad. ¡Daos prisa!Desde la encrucijada donde estaban

podía verse la escalinata de la direccióny allí acababa de aparecer un grupo defiguras inconfundibles, a pesar del monoque algunos llevaban y el casco quecoronaba todas las cabezas.

El sistema de comunicación entre losproductores era silencioso y casi

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instantáneo. En unos momentos todo elmundo sabía lo que tenía que saber. Deboca a oreja corría vertiginosa la vozhasta el último rincón.

Fue precisamente la gran nave desoldadura el lugar escogido por lostécnicos para efectuar las primerasmediciones. La cosa resultó ardua desdeel primer momento y la discusión seprolongó durante toda la jornada. En suir y venir Francisco podía captaraspectos y momentos de aquel forcejeocon los ingenieros.

—Usted puede hacerlo en menostiempo.

El técnico de la Gombert tomaba el

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soplete de manos de Raba para repetirla demostración.

—Desde luego —replicó aquél—.Pero no es lo mismo trabajar a batir unamarca, bajo control y en las mejorescondiciones, que hacerlo en lascircunstancias reales de todos los días.

—Esas circunstancias se puedenracionalizar en todos sus detalles.

—Si se puede o no, no lo sé; perohoy por hoy las cosas son como son ynosotros no somos máquinas.

—Vamos —dijo don Roque, que erade la empresa—, usted es jurado, usteddebe dar ejemplo y colaborar en unacosa que es para el bien de todos.

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—Es en los demás en quienespienso.

El de la Gombert intervino.—Yo le demuestro todas las veces

que quiera que uno de estos electrodosse quema en tres minutos.

Tomó el soplete eléctrico y lo hizoincluso en menos.

—Lo ve —dijo.Pero la operación era siempre más

compleja y había que andar con laescobilla y con el martillo y prepararloantes e igualarlo después, por dondesiempre quedaba a Raba la oportunidadde complicar el proceso querido por eltécnico.

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No lejos de esta escena podíanrecogerse frases malhumoradas y nosiempre carente de sentido.

—A ese tipo quisiera verlo yodespués de quemar cien electrodos.

—Él trabaja sin que nadie le estorbeni interrumpa.

—Para cuatro cochinos duros quenos pagan…

El intento con otros operarios fue lomismo. Francisco vio trabajar a Campo.Era evidente que todos lo hacían másdespacio de lo que sus posibilidadespermitían.

—Va lento, va lento —decía entredientes el de la Gombert.

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Campo se detuvo y alzó la cabeza.—Yo no puedo ser medida para

otros. En esta nave nadie maneja elbicho como yo. ¿Qué quiere?, ¿quiereque sea yo el que embarque a losdemás?

Los tiempos que la empresa pudoarrancar con sus mediciones, al final delturno, ni eran satisfactorios para ella, nisuponían una neta victoria para losobreros, ya que en el forcejeo siemprese padece. Como consecuencia elmalhumor era general y la idea debloquear la producción, para mantenerseen los niveles anteriores, pasara lo quepasara, se había apoderado del ánimo de

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todos.En un corrillo, ya fuera de la fábrica,

Francisco se explicaba con unoscuantos.

—Ese 20% está suficientementejustificado con la subida de la vida.

—Ahora sí que hablaste bien,hermano —dijo el Energías.

—Claro. Se calcula sobre el salarioconcertado hace cuatro años, así queimagínate. Trabajando ahora como antesy cobrando un 20% más, venís a salirigual que entonces en realidad.

—¡Qué bien te explicas, hijo!El Energías le tenía afecto a

Francisco.

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—¡Vaya jornada! —dijo Raba.—Traerá consecuencias —repuso

Campo, muy serio.—Bobadas —volvió el Energías—.

Más metidos de lo que estamos novamos a estar.

—Bueno, yo me largo —dijoFrancisco.

Necesitaba estar solo. Elpensamiento de Canela le había estadorondando todo el día. Confusamenteesperaba algo, una nota, una palabra,incluso una sonrisa como si no hubierapasado nada. Quería llegar a casa, portodo eso y por hablar con Tonchu…«¡Ojo con ésa, Paco!». Se lo había dicho

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y él había creído que eran celos. Y loeran, sin duda ¿Qué podía enseñarleTonchu a él? Al principio no hacía másque darle la lata con Canela y llamarlela atención sobre sus encantos físicos.Más de un cariñoso coscorrón se habíaganado con ese motivo. El cambio habíasido luego. «¿Cuándo?». Sí, deseabaestar solo, rezar, hablar con Dios, llorarquizás…

Cuando Tonchu se le reunión en casatraía la cara alegre.

—¿Qué hay, machote? —dijo alentrar.

Francisco no tenía ganas ni desonreír.

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—Muy contento vienes.—¿Contento? No sé qué te diga. Por

un lado sí, por otro…—Vaya —repuso desmayadamente.El chico se fue hasta la ventana.—Vi a Canela.Francisco se sobresaltó.—¿Y qué?Tonchu se volvió a mirarle.—Veo que terminó contigo.—¿Qué te dijo?—Eso no lo preguntes. Siendo una

burra, como es, está furiosa.—Sí, pero ¿qué te dijo?—No la rompí los morros porque es

mujer, y porque no está mal la tipa de

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ella, a pesar de todo.Francisco se fue a él y le tomó por

los hombros.—¿Qué te dijo? ¡Dímelo!—Y dale —se soltó antes de seguir

—. Mira, ya era hora de que te diesescuenta, jobar. Ah, y lo que dijo, puesimagínalo: Ponerte verde y a mí contigo,y yo tenía tal cabreo que ya le dije quecuidado con la lengua, porque te juroque la marco. Lo que pasa es que en elfondo yo me alegré, porque hacía faltaecharla de una vez.

Sin duda que reparó en la expresiónde sufrimiento que Francisco nointentaba disimular. Se puso serio y

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preguntó de frente.—¿La querías?El sacerdote entendió el sentido de

la pregunta en la mirada del muchacho.—No. De esa forma, no.—¿Seguro?—Del todo.—Claro.—¿Por qué dices claro?—Porque te conozco, pero quería

oírtelo a ti. Y no le des vueltas. Canelasólo vale para una cosa y esa cosa a tino te interesa. Si es transparente, Paco.

Dio unos pasos por la habitaciónseguido por los ojos del chico.

—Lo que es transparente es que yo

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estaba aquí para que valiera para algomás… y lo estaba consiguiendo.

—¡Que te crees tú eso! Todavía nonos conoces a los de por aquí.

Francisco tuvo una idea repentina.—¿También tú quieres irte?Tonchu se le acercó.—¿Por quién me tomas?—Contesta.—Yo estoy contigo.Lo dijo sencillamente. Sin

dramatizar.

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27Era sábado y, antes de ir a la rectoral,Francisco optó por pasar por «ElAfricano», donde estarían los desiempre. La cordialidad con que fueacogido volvió a darle idea de lo quehabían cambiado los tiempos. Se le hizositio.

—¿De qué se habla?—De mujeres —dijo divertido el

Energías.—¿De las vuestras? —replicó

Francisco, siguiendo la broma.—¡Sin faltar!, ¿eh?, ¡sin faltar! —

exclamó Casto, que ya tenía el vino casi

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al nivel del cerebro.El Energías le dio una palmada

amistosa.—Espera que te coja la Isabela esta

noche y verás quién falta a quién.Rieron todos.—Págame un vaso, Paco —dijo

Antonio como siempre.—¿Ya estás? —protestó Justino, el

de Albacete.—¡Calla tú, funeral, que pareces un

funeral!—Si vais a ir tan aprisa en lo de la

tajada, yo me largo —dijo Francisco.—Calma, Paco, calma, que hay para

rato —apaciguó el Energías.

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Se bromeaba; se hablaba de todo,entre vaso y vaso de vino peleón, hastaque Justino, sin alterar su seriedad, sedirigió a Francisco.

—En mi pueblo, en la provincia deAlbacete, había un cura que hablabamucho de la natalidad.

—Querrás decir de la limitación dela natalidad —apostilló el Energías.

—Sí, eso.—¿Y qué? —dijo Francisco.—Que tú, ¿qué dices? Él creía en el

infierno.Algunos se rieron. Casto, que ya

estaba bastante cargado, preguntó.—Sí, ¿cuántos hijos hay que tener?

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—¡Eso depende de la prójima! —seadelantó el Energías.

Casto recitó:—Amarás al prójimo como a ti

mismo.—No hay quien hable en serio con

vosotros —dijo Francisco sin enfadarse.—Pues en serio —replicó el

Energías—. ¿A quién tengo que amaryo? ¿Crees que tengo que amar a losconsejeros? ¿A don Federico tengo queamar yo? ¿Crees eso?

—¿Qué ganas con odiarlos? Dímelo.—Me doy el gusto. Me desahogo.

Eso es bueno.—¡Qué va a ser bueno! Eso es

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venenoso.—Lo que es venenoso es quedarse

con la bilis dentro.—Si odias, digas lo que digas, te

queda el odio dentro, y el odio es peorque la bilis.

Las caras estaban atentas.—Sin odio —dijo el Energías—, la

clase obrera seguiría en las dieciséishoras de jornada por un cacho de pan.Eso es lo que no me gusta de la Iglesia,con perdón de lo presente, que predicáisel amor en un mundo como éste.

—El odio destruye —replicóFrancisco—; sólo el amor construye. Yel amor, lo sabes igual que yo, no está

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reñido con la justicia.—La predicación del amor es la

predicación de la resignación. Laresignación, ¿comprendéis, amigos?¿Qué más quiere la burguesía quenuestra resignación?

—No dices más que tópicos. Yopersonifico aquí todo eso que tú atacas.Y pregunto: ¿estoy yo por laresignación?

—Sabes de sobra que no ibacontigo.

—Pero da la casualidad que yo soycura.

—Tú eres distinto. Tú eres unidealista.

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—¡Qué cómodo! Lo bueno queconoces, digámoslo así, y perdón por lainmodestia, lo canonizas y lo dejasaparte. Luego juzgas en general por losupuesto malo, que no conoces.

El Energías hizo un gesto indefiniblecon la mano.

—Abre los ojos, Paco. Lo del amoral prójimo está pasado. Esto de ahora esuna película del Oeste. Si no sacudes, tedan.

Hubo muchos gestos deasentimiento. Casto dijo:

—El que da primero, da dos veces.Y Antonio:—A mí sólo me quiso mi madre.

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—Y tuviste suerte —dijo Justino, tanserio como siempre.

Francisco los conocía bien y no sedejaba impresionar por susapreciaciones desgarradas.

—Gusteos o no, Dios es amor —dijo tranquilamente—; y ahí, debajo deesas sucias camisas, lleváis un corazónque ama más de lo que os gustaríaconfesar.

—¿Quién habla de confesar? —preguntó Casto que andaba ya entrenieblas.

—La Isabela, hijo, la Isabela —contestó el Energías—, que te esperapara llevarte hasta el cajón.

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—Dios… —empezó otra vezFrancisco; pero Justino le interrumpió:

—Hablas como el cura de mipueblo; pero a Dios le pega más noexistir; porque, si existe, seríaresponsable de que nosotros naciéramospobres, y eso tiene mucho canto, digoyo.

El Energías sacó un billete verde ylo agitó en el aire.

—¡No hay más Dios que éste!Francisco sonrió.—No sabéis a lo que decís.—Paco —dijo, serio de pronto, el

Energías.—¿Qué?

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—Si todos los curas fueran como túyo, a lo mejor, creía en Dios.

—El cura de mi pueblo… —volvióa terciar Justino.

—¡Y dale con el cura de su pueblo!¡Vaya tema que tienes, compañero!

—¿Qué más decía el cura de tupueblo? —preguntó •amable Francisco.

—El cura de mi pueblo —siguióaquél— dijo una vez que Dios nos amótanto que se hizo hasta obrero.

—¡Lo último! —gritó el Energías—.¿Sabes que me cae simpático el cura detu pueblo?

—Cristo se hizo obrero,efectivamente —dijo Francisco—, pero

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eso no le humilla a él, sino que nosdignifica a nosotros.

—¡Mira por dónde hemos de estarleagradecidos! —exclamó Casto con sumedia lengua.

—In vino, veritas —replicóFrancisco—, que quiere decir que con elvino se dice la verdad. Este borrachonos acaba de dar una lección.

—¿Y no era mejor que en vez dehacerse obrero él, nos hubiera hecho anosotros millonarios? —preguntóAntonio con aparente ingenuidad.

—¿Mejor para quién?, ¿para ti?Escucha, si con los bolsillos arrascadoscomo sueles andar, coges esas curdas,

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¿qué harías tú si tuvieras talonario?Hubo risas.—Es que es esta cochina condición

—dijo el Energías— la que lo arrastraal vino. El rico bebe por vicio; el pobreporque es lo único que le queda.

Francisco se puso serio.—No te falta razón en lo que dices.

Tampoco Dios mira igual el vino delrico que el del pobre, no lo dudes. Peroos digo una cosa, aunque os parezca unabarbaridad. Dios os hizo pobres, deacuerdo. Y añado yo: No os hubierahecho ningún favor con haceros ricos. Siésta es una prueba para una vida mejor,nadie con tantas papeletas para ganar en

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la rifa como vosotros.Así podían seguir horas y horas.

Nunca se podía tomar del todo en seriolo que decían aquellos hombres. Porotra parte, tampoco solían hablar a humode pajas. Francisco estabaacostumbrado a seguirles la corriente yencajar todas sus barbaridades con unhumor equilibrado y pacienzudo. Teníapruebas de que una frase dejada caeraquí y otra allí causaban huella dondemenos se podía uno imaginar. Luegovenía la pregunta, la confidencia, eldesahogo, a la hora y en el sitio menospensado. Una era la actituddespreocupada y cínica adoptada en la

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tertulia y otra la angustia individual quecada cual llevaba dentro.

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28—Don Jacinto, el bicarbonato —

dijo José Manuel, el coadjutor másjoven, con una chispa de malicia en losojos.

—Sí, hijo. Ya se sabe que lossábados me sienta mal la cena.

El párroco dejó pasar sus ojos porlos rostros de Francisco y de Sergio,que, como de costumbre, ya estabantensos por la discusión.

—¿No acabaréis nunca? —añadió.—Se trata de cosas que están

planteadas en la Iglesia —dijo Sergio—y de cuya solución dependerá el futuro

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de muchas maneras y por mucho tiempo.—Tenéis una visión demasiado

temporal de los asuntos —comentó elanciano—. Tendéis a sobrevolar losproblemas de vuestra época.

Sergio protestó respetuosamente.—¿Visión temporal yo?—Eso te han dicho —repuso

Francisco, no sin cierto regocijo.—Pero si yo por lo que abogo es por

un sacerdocio estrictamente espiritual,sin compromiso temporal alguno; por unsacerdocio que se ocupa de procurar lagracia sobrenatural, no de levantar lossalarios; de administrar los sacramentos,no de militar en los sindicatos; de rezar

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por los obreros, no de trabajar con losobreros…

—Tu modo de ver las cosas hapericlitado.

—¡Que te lo crees tú!—Yo lo que sé —terció don Jacinto

— es que sin salir de esta iglesia, haytrabajo para dar y tomar.

—No lo pongo en duda —replicóFrancisco—, pero pregunto: ¿todo esetrabajo o parte de él, tiene que ver conlos obreros que viven por miles ahídetrás?

—Nosotros no excluimos a nadie;pero tampoco podemos obligarles.

—De acuerdo; pero la Iglesia

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siempre ha sido misionera y nunca seconformó con esperar. Grandes sectoresdel mundo obrero son hoy en realidadverdadera tierra de misión; y, a causa deprejuicios, de errores y de odios más omenos acumulados del pasado, estánmás endurecidos y son menospenetrables que los millones quedábamos en llamar paganos y gentiles.

—¿Y quién te impide predicarles?—le interpeló Sergio.

—¿Predicarles desde aquí? ¿Ir conmisioneros populares?

—¿Por qué no?—Porque no vienen aquí ni los

escuchan allí.

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—Pues yo sé de empresas queorganizan…

Francisco agitó las manos en el aire.—No me hables de eso —dijo—. Se

acabó el paternalismo de la empresa.Curas traídos por la empresa conasistencia ejemplarizadora de ladirección y coche «de la casa» paratraer y llevar al misionero… Que no,Sergio, que no. Ya son mayores de edad.

—No sé qué tiene que ver eso.—¿No lo sabes? Escucha ¿Admitiría

la dirección que los obreros trajeran asus propios predicadores y organizarancon ellos actos para los ingenieros yadministrativos?

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—¡Sacas las cosas de quicio, comosiempre!

—No lo creas. Lo que pasa es que alir contra el tópico establecido se lellama sacar las cosas de quicio. Peroaquí no hay quicios, ni hay cosas; sólohay verdades como templos.

—Lo que la empresa hace, en uncaso semejante, no es más que brindaruna oportunidad.

—El capital no tiene nada quebrindar al trabajo, a no ser el dinero quele debe. En lo demás, la relación, a losumo, ha de ser entre pares; aunque estoes difícil que entre sin sangre enmuchísimas cabezas. Por otra parte es

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inadmisible que la palabra de Dios seaservida al trabajo de mano del capital,cuando no es ningún secreto que estámucho más necesitado de ella éste queaquél.

—Todo eso es demagogia.—No me hagas decir todo lo que

pienso.—Aquí no quiero cuestiones —

intervino don Jacinto—, que todos lossábados hemos de acabar igual.

Sergio tomó en silencio lo quequedaba de sopa en su plato. Luego dijocon una voz al parecer normal:

—Yo no digo que no hayadificultades en la predicación a los

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obreros; pero es que tú por lo queabogas, al fin y al cabo, es por la nopredicación, y ya sabes lo de San Pablo:«¿Cómo creerán en aquél de quien nooyeron? ¿Y cómo oirán sin haber quienles predique?».

—Para creer en la palabra hay queno desconfiar de la palabra y, sobretodo, de quien pronuncia la palabra. Yano basta con predicar; hay que haceraceptable lo que se predica. Desde SanPablo hasta aquí se han acumuladoveinte siglos de polvo.

—¡Esto sí que es bueno! —exclamóSergio.

Don Jacinto, con el tenedor

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empuñado hacia lo alto, levantó laspobladas cejas.

—¿Qué pasa? ¿Tampoco cuenta SanPablo?

Francisco cambió una mirada deinteligencia con José Manuel.

—Quiero decir que los cristianosdel siglo primero aparecían comorevolucionarios, mientras que los de hoypasan por conservadores. Ya hay aquíun abismo entre la impresión quecausaban ellos y la que causamosnosotros. Aquellos aparecían puros,limpios, transparentes. Hoy aparecemoscon casi todo lo que de erróneo yequivocado, aunque no esencial, ha ido

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acumulando una rutina de siglos; más,con cuanto el enemigo ha tenido tiempode echar sobre nosotros. El rostro de laIglesia ya no resplandece a los ojos delas masas. Hay que lavarlo antes deabrir la boca.

—Ya estás con el tópico deltestimonio —replicó Sergio cansado.

—Sí. «Seréis testigos míos», dijoJesús. Testimonio, pues, de cuanto diceel evangelio, empezando por la pobreza.

—Hay pobreza en la Iglesia, sinfalta de irse a un barrio obrero.

—¿Te refieres a la pobrezaespiritual de ciertos dignatarios? —preguntó Francisco con una pizca de

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acidez.—Sobra la ironía. Me refiero a ella

y a su pobreza actual, en muchasocasiones; y a la pobreza profesada pormiles de hombres y mujeres enconventos y monasterios, y a…

Francisco le cortó.—A quienes viven con lo justo no

les hables de pobreza espiritual. Nisiquiera de pobreza canónica.

—Es que la que llamas tú pobrezacanónica es verdadera pobreza.

—¿Lo crees así? En todo caso esuna pobreza que no sirve comotestimonio ante el obrero de hoy. Unacosa es la «pobreza religiosa» y otra

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muy distinta la verdadera maldición dela clase proletaria; la incertidumbreconstante del mañana; la vivienda tantasveces sórdida; el embrutecimiento deltrabajo con frecuencia rudo; la fatiga delos cuarenta y los cincuenta añossometidos al trabajo físico; lahumillación causada por la falta radicalde consideración, aunque se empleenpalabras corteses… ¿Tiene esto que vercon el voto de pobreza tal como se vivehoy día en amplísimos sectores de laIglesia?

—Eres injusto con los religiosos.—¡Alto ahí! Yo no me meto para

nada con los religiosos, ni soy quién

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para juzgar su grado de virtud. Yo sólodigo que su pobreza no sirve comotestimonio ante la masa proletaria. Loque pretendieron los curas obreros, eneste sentido, fue compartir la pobrezafísica, real y actual de los asalariados.Participar de lleno en su propia«maldición».

—A mí eso no me convence —dijodon Jacinto—, sin dudar de su intención,lo encuentro incompatible con ladignidad y con las necesidadesespirituales del sacerdocio.

Eran palabras que Francisco habíaoído muchas veces y considerado muchamás.

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—Un sacerdote siempre será unsacerdote —afirmó Sergio conconvicción.

—Eso también lo piensa Francisco—se atrevió a decir José María.

—Tú eres muy joven —dijo elpárroco— para tener en cuenta tuopinión.

El coadjutor miró hacia el plato yFrancisco tomó la palabra.

—Yo no entenderé nunca la dignidaddel sacerdocio como algo mayestático yexterno, algo más o menos engolado ysuntuoso, precisado de los plieguesreverenciales de un manteo. Y, en cuantoa las necesidades espirituales del

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mismo, las reconozco; pero no entiendopor qué pueden ser satisfechas en tantosy tantos cometidos y no pueden serlo enel vituperado cometido laboral. Un curamuerto en accidente, mientras trabajababajo una grúa de puerto, dejó escritasunas palabras que me sé de memoria:«La oración me es mucho más fácil aquíque envuelto en la batahola depreparativos de sesiones y de tómbolas.Cuando uno acarrea sacos o cajas a lasombra de los mástiles de un cargo quetienen forma de cruz, ¡resulta en verdadtan sencillo unirse a Cristo crucificado!Entonces es viernes santo todos losdías».

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—Están bien esas palabras —dijodon Jacinto—, pero, a la larga, no sé, nome convence.

—Pues escuche al auxiliar de Lyon,creo recordarlo al pie de la letra y serefiere a sus años de obispo obrero enGerland: «Puedo confesar —dice— queaprendí más, desde el punto de vistaespiritual, durante los cinco años quepasé en Gerland, que en todo el resto demi vida sacerdotal».

—Citas a hombres, sin duda,excepcionales —terció Sergio—. Haysiempre personas capaces desantificarse en las condiciones másadversas.

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—¿Y qué me dices de la inmensacantidad de personas vulgares que estánentregadas a cometidos temporales queles llevan más horas de las que mepueda ocupar a mí la fábrica?

—Yo hablo de sacerdotes.—Y yo también. Piensa en los

colegios, por poner un ejemplo, o en laadministración, sin ir más lejos…

Y nadie parece temer por elsacerdocio de los que se consumen allí.

—Es distinto.—Esperaba que lo dijeras; pero

habría que demostrarlo.—Trabajan en un ámbito mucho más

inocente, por decirlo de algún modo.

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—¡Qué equivocado estás! ¡Y quémanera más simple tienes tú de entenderla palabra «inocente»!

—No me parece que tenga queaprender nada de ti —replicó Sergio enun tono militante.

—Os tengo dicho —exclamóautoritario don Jacinto— que no quieroveros llegar a un plano personal.¡Parecéis dos chiquillos!

—No llega la sangre al río —aseguró Francisco.

—Hay otra cosa —siguió Sergio—;me refiero a ciertas cautelas normales enla vida del sacerdote y que nosinculcaron en el seminario. A la larga,

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¿se puede prescindir de todo esoimpunemente?

—Ya sé por dónde vas; pero siquieres hablar de tentaciones te diré unacosa.

—Habla.Se había producido una particular

expectación apenas pronunciada lapalabra «tentaciones».

—Las dos únicas clases deverdadera tentación que hasta ahora heexperimentado yo, en el mundo de lafábrica, son muy distintas de lo que túpuedes suponer…

El tono grave de Francisco movió adon Jacinto a intervenir.

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—Nadie te pide que te confieses enpúblico, muchacho.

—Lo voy a hacer, de todos modos—dejó pasar un tiempo—. La tentaciónmás repetida, la más molesta, laverdaderamente peligrosa, consiste enunas ganas tremendas de desertar, delargarse uno de esa vida, de evadirse, dedejarse de complicaciones, de volver alo fácil, a lo seguro, a lo tradicional, o,al menos, de mitigar la situación conconcesiones al confort, para las que sele ocurren a uno mil disculpasplausibles…

—¿Y la otra? —preguntó Sergiolleno de reservas.

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Francisco miró al coadjutor un pocomás de lo que podía ser correcto enaquel caso.

—La otra —dijo— consiste ensospechar, ante tamaño apasionamientoen contra de lo que uno ha emprendido,que la Iglesia aplica dos pesas y dosmedidas.

Hubo un silencio en que cada cual seesforzó por penetrar hasta el fondo delpensamiento anunciado.

—¿A qué te refieres? —inquirióSergio.

—Está bien claro. Basta pensar en eloleaje que se ha levantado y se levantacontra el sacerdote que trabaja codo a

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codo con los obreros, y lo tranquilosque dejan a cuantos, y no son pocos porcierto, desempeñan tan diversasactividades no menos temporales,aunque codo a codo con jóvenesburgueses, con administrativos a sueldo,o con científicos incrédulos.

—Tiene razón Francisco.La voz del coadjutor más joven se

clavó como una flecha en el silencio quehabía seguido a las palabras de aquél.El párroco se molestó.

—¿Quién te pregunta a ti quién tienerazón? ¡Caramba con el definidor este!

—Expresar una opinión nunca especado —dijo Francisco.

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—Ni yo he dicho que lo sea. Venga.Vámonos.

Don Jacinto se puso en pie y todoslo imitaron.

—Las misas están puestas en eltablón —añadió el anciano antes desalir.

Sergio siguió al párroco y Franciscoquedó atrás con José Manuel.

—¿Lo has visto? —dijo éste—. Noquiere admitir el diálogo.

—Don Jacinto no está para estostrotes —repuso Francisco conciliador.

—¿Y el pasmarote de Sergio?Consideró la cara sofocada del

joven cura y cambió de tema.

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—Si puedes, escucha mañana lo quevoy a decir. Tengo una idea.

—¿De qué se trata?—Ten paciencia y hazme un favor.—Lo que quieras.—Tráeme un café bien cargado, que

debo que trabajar un par de horas.—¿No estás rendido?—Tú hazme caso, anda.—Se va a escandalizar Ana.—Que no demos más escándalo en

la vida que el pedir un café a las oncede la noche.

—Yo te lo haré.—Si eres tan amable…

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29La predicación de Francisco erasiempre esperada con una curiosidadque en algunos no estaba exenta demalicia. La iglesia rebosaba y, a pesardel frío de fuera, ya avanzadodiciembre, había que abrir las puertasde par en par. Don Jacinto le habíadicho por la mañana: «Ojo con lo quedices, jovencito». Pero él le respondió:«Si voy a hablar del Niño Jesús», con loque el párroco, satisfecho, comentó: «Sies así…» Esta vez lo llevaba escrito ycolocó los papeles sobre el atril quehabía en medio del ambón, al tiempo

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que se excusaba de no dirigir la palabradirectamente a sus oyentes, ya que iba aleerles una carta que aquella nochehabía escrito al Niño Jesús. Hubo unmovimiento de sorpresa en el auditorioy un vaivén de cabezas en busca de unavisión más cómoda y segura. Tras unbreve preámbulo, la carta entraba delleno en situación.

—… Te escribo para comentarcontigo lo mal montado que estuvo todolo concerniente a tu nacimiento acá en latierra…

Lo insólito de la fraseología y elenfoque concitó una extremada atencióndesde el principio.

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—… Aquella epifanía teníasoberbias posibilidades; podía haberseconvertido en el espectáculo del siglomediante una financiación sumamentesencilla, que hubiera cubierto gastos yreportado generosos beneficios condestino a caridad, naturalmente. Fue unalástima. ¡Qué oportunidad! Falló lapropaganda. De ahí vino todo el mal. Yote garantizo que hoy hubiéramos volcadomultitudes sobre el portal. Por preciosrazonables, cantidad de agencias deviaje, así como asociaciones religiosas,hubieran llevado a Belén turistas y másturistas, gentes piadosas, desde luego,que hubieran tenido de paso la

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oportunidad de realizar un hermosoviaje de recreo con escalas inolvidablesen Roma y en El Cairo…

El público estaba inmóvil y lascaras de muchos indicaban a las clarasque no sabían aún a qué carta quedarse.

—… Insisto en que falló lapropaganda. No fue presidida por uncriterio realista. ¡Canciones de ángeles yestrellas que se mueven! Sí, muy bonito;pero los ángeles cantaron de noche y endespoblado, y la estrella fue vistasolamente por tres hombres que nisiquiera eran romanos. No; lo concreto,lo seguro, hubiera sido llenar de carteleslos muros de Jerusalén; volcar sobre los

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mostradores de los comerciantesmultitud de cartulinas con ágiles dibujosy letreros alusivos en inglés y organizaruna tómbola con espléndidos regalos,para poder financiar, por lo pronto, laestancia en la posada, aparte deinteresar, desde luego, en el asunto a lasautoridades del lugar… Sin lasautoridades no se hace nada, ¿cómo nosabíais esto? Ni siquiera hubo unaempresa que organizara caravanas aBelén, desde Jerusalén, naturalmentecon un ánimo de lucró moderado…

Entre los más avisados de los fielesse cambiaban miradas de inteligencia,divertidas unas, indignadas otras.

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—… Y qué capricho el de cantar elGloria a los pastores. ¿No hubiera sidomejor hacerlo a los banqueros, a lasviudas ricas y sin hijos, a los capitanesgenerales, a los cabecillas de losllamados grupos de presión y, en fin, alas autoridades en persona? Y es que lacosa financiera se llevó mal desde elprincipio. Y ya se sabe que el dinero loes todo. Si luego, de mayor, hubierastenido dinero bastante, seguro que Judasno te habría traicionado. ¿Y no hubieravalido la pena tener dinero para salvar aJudas? Caso de contar con dinero enabundancia hubieras podido comprar alos pontífices y no hubieras sido

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crucificado. De esta forma habríaspodido vivir setenta años y losevangelios serían mucho más largos ytus enseñanzas más variadas. Si hubierastenido dinero los ricos estarían muchomás tranquilos y los pobres no lopasarían peor por eso… Un poco más depropaganda y una taquilla a la puerta dela cueva. Eso hubiera sido empezarbien. Así hubiéramos hecho nosotros.Bien llevada la cosa habría podido dardinero de verdad. Hubiéramos puestotarifas distintas. Entradas de primera filay entradas de última fila. Tú mismodijiste que en el cielo había muchasmoradas. También aquí. Nadie va a

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confundir la casa del cristiano rico conla casa del cristiano pobre. Claro que,para hacer las cosas bien del todo,hubiera convenido hacer atractiva lavisita a la cueva, organizar allí algunadiversión, alguna fiesta benéfica, algode buen tono, de buena sociedad… Túya comprendes. La gente es así.

En este punto ya todo el mundo sabíaa qué atenerse, lo que ayudaba amantener la expectación.

—… El dinero nunca estorba, eso dala experiencia. Después de veinte siglosdeberías ir pensando en suavizar elevangelio por lo que toca al dinero.Deberías tener en cuenta que si un día se

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te fueran los ricos y los bienacomodados, quedarían medio vacíaslas iglesias. Nosotros, con dinero, esosí, te hubiéramos facilitado la huida aEgipto en coche cama de ser preciso.

Muchas caras denotaban escándalo;pero no faltaba la expresión de regocijoen algún rostro.

—… Y qué decir de los padres queescogiste. Un San José, buenísimapersona, sí; pero simple carpintero deoficio y no de beneficio. Cualquiera denosotros, de haber estado encondiciones de escoger, hubiera echadoojo a un aventajado hombre de empresa,a un consejero de innumerables

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sociedades. ¿No te hace fuerza el quetodos coincidamos en semejanteapreciación? Mira que tus padres, envez de organizar, de hacer propaganda,de moverse, se cruzan de brazos y vengade rezar. Hoy no nos preocupamos tantode rezar y las cosas van mejor, no sonexageraciones mías. Está todo muchomejor organizado; hay más técnica en elapostolado, más control, másestadística. Hay que vivir con los piesen el suelo. Eso fue lo que les faltó aMaría y a José. De seguro que cuandoeras un niño, en medio de ellos, nadie tehabló de lo cara que está la vida, deluchar por la vida, de abrirte paso en la

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vida… Nosotros no somos santos comoellos, pero preparamos a los hijos desdemuy pronto para triunfar en la vida. Poreso a nuestros hijos les suele ir muchomejor de lo que a ti te fue.

Nadie parecía sentir el más mínimocansancio o impaciencia y la voz deFrancisco se elevaba sobre un silencioque nada perturbaba.

—… Pero lo que no tieneexplicación es la forma en que se llevó acabo la visita de los Magos. En primerlugar no se hizo nada por brindarles unagrata estancia. No se prepararonfestivales, coros y danzas, excursión aun lugar típico. No hubo discursos de

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exaltación y loa. En segundo lugar no sesupo explotar la circunstancia. Unacaravana oriental de verdad podía habercausado sensación. Antes de exhibirlaen la calle, la hubiéramos presentado enun teatro, a tanto la butaca… Bastacomparar el poco efecto que produjoaquella visita, con ser auténtica, y elfruto que en la actualidad produce lafiesta de los Reyes… Letreros, cartelesluminosos, anuncios por todas partes,¿no lo ves? Los comerciantes vendenmás que nunca. Son días de negocioseguro. La conmemoración de tu venidavuelve felices a los niños. Y tanto másfelices cuanto más ricos sean sus padres.

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Y la verdad es que los Reyes tampocose lucieron contigo. Pase lo del oro, queno sería mucho; pero mira que regalarteincienso y mirra… Nosotros tehubiéramos llevado leche en polvo yqueso americano, o, lo que es mejor, tehubiéramos abierto una cartilla en lacaja de ahorros. Por otra parte tehubiéramos proporcionado algúnjuguete. Bueno, naturalmente, nojuguetes nuevos, no relucientes juguetesde niño rico, ya que a quien nace pobreno se le hace bien sacándole de sumedio; pero, después de todo, ¿qué tepodía importar a ti que faltara aquí unarueda o sobrara un desconchado allí?

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Sergio asomó por la puerta lateralde la sacristía, pero Francisco no reparóen él. Leía con una voz intencionada,alta y clara, y levantaba la vista confrecuencia para mirar al auditorio.

—… Otra cosa imperdonable fue elno acostumbrarte a aprovechar laamistad de los de arriba. Mira, entrenosotros, la amistad con el de arriba seexplota hasta el fondo. Y no sabes lasventajas que supone. Todo está en saberadularle de una forma inteligente. Alhombre se le maneja por la vanidadcomo al toro por la nariz. Pero tú teempeñaste en comenzar por abajo y biencaro lo hubiste de pagar. Nosotros te

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hubiéramos puesto en contacto con lascapas más altas de la sociedad. Ahí esdonde están las posibilidades. Es ciertoque tú dijiste: «¡Ay de los ricos!». Perotambién lo es que hoy dice todo elmundo: «¡Pobrecitos los pobres!». Connosotros hubieras aprendido muy prontoque cuando se quiere algo de verdad nose va a las chabolas; se va a losministerios. No se pierde el tiempohablando con los pobres, sino que sehace uno director espiritual de lasseñoras de los poderosos. Es cierto queel evangelio no habla de lasrecomendaciones; pero también lo esque, a juicio de la mayo ría de nosotros,

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las recomendaciones podían haber sidoobjeto de una novena bienaventuranza.Al menos cualquiera que tenga sentidocomún estimará que tiene mejor venturael que posee una buena recomendación,que el que llora, por ejemplo.

Al lado de Sergio estaba ahora donJacinto. El público seguía comoparalizado.

—… Por lo que toca a nuestroshijos, querido Niño, de empeñarte ennacer en una cueva, dudo mucho que seles hubiera permitido jugar en tucompañía. La mayoría de los queestamos aquí hemos sido educados en laprevención y quizás el desprecio hacia

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los «niños de la calle»… y uno que naceen una cueva es peor que de la calle.Jugar con los niños de la calle siempreestuvo mal visto. Ten en cuenta quenuestros niños van a colegios de pago y,en ellos, aun siendo católicos,posiblemente no hubiera habido sitiopara ti, tal como nuestra sociedad estámontada. Claro que hoy día, caso de queSan José accediera a pertenecer a unmontepío, hubieras podido ingresar enuna universidad laboral. Es cierto queallí sólo hubieras alternado con hijos detrabajadores; pero, dado tu modo de ser,quizá no te molestase semejantesituación. Allí encontrarías piscinas,

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salones de actos, verdaderos estadiosdeportivos… La verdad es que somosmuchos los que pensamos que esdemasiado para los hijos de los obreros;que es un disparate y un gasto absurdo yque qué va a pasar cuando vuelvan a suscasas; aunque en realidad nos importamuy poco lo que a esos chicos lesocurra. Claro que si tú fueras allí, y leshablaras de pobreza como tú sabeshacerlo, puede que estuviera bien, paraque luego, al crecer, no se levantaran amayores, pidiendo el oro y el moro,siendo así que no vivieron nunca comoahora.

Francisco hizo una pausa y dejó

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vagar los ojos inexpresivos por laiglesia. Bajó la vista, luego, y concluyó.

—… En fin, querido Niño, lacivilización ha avanzado mucho y hoy seven las cosas de muy diverso modo.Cada cual es hijo de su tiempo.Nosotros somos así, ésta es la verdad. Ycomo no hay esperanza honrada de quevayamos a cambiar, yo te pregunto si nosería una medida inteligente el retocarun poco el evangelio, porque, si no, sinir más lejos, yo te digo que da la risa elver anunciado un evangelio como eltuyo, en edición de lujo, al precio de milquinientas pesetas ejemplar… Y nadamás. Perdona si al hablar con esta

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inusitada sinceridad te he faltado alrespeto. Hoy son así las cosas, te loaseguro. Afectísimo tuyo…

Nadie se había movido. Franciscodobló los papeles y se volvió al centrodel altar. Ya estaba hecho. De prontoignoraba si su disertación era acertada oridícula. Inició el recitado del Credo yapenas le siguieron algunas vocestímidas. Al acabarlo, y antes de pasar alofertorio, alzó de nuevo la cabeza, miróa los fieles, que aparecían como un murocompacto e inexpresivo, y volvió adirigirles la palabra:

—La carta que os he leído no es unjuego literario; ni es una fina sátira; ni es

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sólo una ironía. Esta carta, eso es lotremendo, es la verdad. Esta carta, porlo demás, es de todos. Esta carta es mía,quiero ser el primero en reconocerlo.Esta carta es tuya. Es del otro y del demás allá. Si hubiera sido injusto convosotros, al imputaros estos párrafos,me prestaría, como en los viejostiempos, a ser apedreado. Pero sólodigo esto: El que crea que profesa en lapráctica un cristianismo exento de losreproches implícitos en la carta leída,que dé un paso al frente. «Que arroje laprimera piedra».

No hubo ninguna reacción aparente.Francisco sostuvo las miradas un

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momento y abrió los brazos para lasalutación consueta.

—El Señor esté con vosotros.

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30En la sala de espera Francisco no lastenía todas consigo. Pensaba que no eraigual tratar con el obispo que hacerlocon el vicario. Por otra parte, aquellallamada sin más explicaciones le habíapuesto en guardia desde el primermomento. Se había prometido no hacercábalas, ni formar juicios prematurosque podían convertirse en temerarios. Yestaba allí, a la espera, paseando por laantesala con cierto nerviosismo.

Don Honorio Azcueta denotaba supertenencia al alto clero hasta en lafacha externa. A pesar de la edad, que

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era pareja a la del prelado, conservabauna prestancia digna de la figuraconvencional de un cardenal de Roma.Para nadie era un secreto que, por suformación, por su ejecutoria personal ypor principio, era conservador,autoritario e inmovilista, aunque, eso sí,había que reconocerle una sincerasumisión a lar jerarquía, así como ciertaausteridad que autorizaba su opinión.

—Tenemos que hablar muyseriamente, jovencito.

Con estas palabras recibió aFrancisco, indicándole el asiento. Yaera sabido que no perdía el tiempo conpreámbulos.

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—Usted dirá.—Sí, sí. Y no me voy a quedar con

nada dentro.Consultó una nota que tenía sobre la

mesa, mientras Francisco contemplabaaquel pelo blanco pero enhiesto todavía,como un cepillo sobre la cabeza.

—Llegan hasta mí rumores que nome gustan nada.

La mirada de aquel hombre seguíasiendo penetrante.

—¿Sí?—No es ningún secreto que yo no

comulgo con lo que hace usted; con esepseudoapostolado que se han inventadoustedes, los jóvenes.

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A Francisco el tono militante de susoponentes siempre le hacía crecerse.

—Yo no he inventado nada, y, por lodemás, obro con permiso del obispo.

—Del señor obispo, querrá usteddecir —le corrigió.

—No veo por qué vamos aimponemos la palabra «señor». Para míno añade nada en absoluto a la palabra«obispo». Más bien estorba.

Don Honorio no estabaacostumbrado a que un cura corriente lerespondiera así. Clavó los ojos en elque tenía delante, pero no perdió elcontrol que ejercía a la perfección sobresí mismo.

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—Un pensamiento original —dijocon extrema frialdad—. Pero no le hellamado para discutir de eso. Sé queusted tiene permiso para estar dondeestá. Sin embargo, ese permiso no le dacarta blanca para cometer ciertasgarrafales imprudencias…

Vivamente:—Por ejemplo.—¡No me interrumpa cuando hablo!Hubo una pausa de silencio en la que

no dejaron de mirarse. Luego siguió elvicario.

—Quiero reconocer su buenavoluntad. Todavía no he dudado nuncade ella. Pero usted se pasa de la raya y,

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en ausencia del prelado, es mi deberllamarle a capítulo.

—Ardo por que me diga…—Se lo diré, se lo diré. Por

ejemplo: El otro día ha sido visto por elcentro, sucio, grasiento, descamisado,tirando de un carro… ¿Le parecebonito?

—No fue cosa voluntaria. Fue unaorden.

—No lo dudo. Pero me pregunto siun sacerdote puede ocupar un puesto enel que, entre otras cosas, cabe quereciba órdenes como ésa.

—Si se es obrero hay que serlo contodas las consecuencias; sin privilegios.

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Además, ¿qué tiene de malo?Los ojos del vicario chispearon.—¿Qué tiene de malo? ¿Es que no lo

ve usted?—No, no lo veo, o, si lo veo,

prefiero creer que no lo veo.—Es usted sacerdote y como tal ha

sido reconocido en la calle, a pesar deldisfraz infamante. Escandaliza usted.

Francisco se indignó.—¿Que escandalizo yo? —exclamó

—. Yo creía que el escándalo estaba delotro lado, de la parte del cleroaburguesado y comodón; de laapariencia más o menos real de buenavida que mucho creen advertir en los

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curas; de…—Todo extremo es dañino. Se puede

ser fiel al mensaje, pero con decencia,con compostura. El sacerdocio nossupone una dignidad a la que debemosrespeto.

Francisco habló con amargura.—Así entendida la dignidad, el

sacerdocio nos pone a cubierto deinnumerables incomodidades,humillaciones y servidumbres que detantas maneras hieren a nuestroshermanos pobres. Yo no lo entiendo así.

El vicario siguió impertérrito.—Las cosas son como son, no como

usted las entiende.

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—¿Entonces piensa usted que teníaque negarme? —preguntó condesabrimiento.

—Desde luego.—¡Pues me iba a lucir el pelo si

invocara el sacerdocio para gozar deprivilegios! ¡Invalidaría toda mi labor!

—En ese caso quiere decirse que sulabor no es apta para un sacerdote; perousted tiene permiso del prelado y yo eneso no me meto. Ahora bien, hay unacosa que me compete por entero y en laque usted no cuenta con un fueroespecial.

—¿A qué se refiere?—A su predicación.

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—¿También mi predicación? ¿Quépasa con ella?

Estaba experimentando unaapasionada reacción interior contraaquellos, quienes fueran, que se tomabanel trabajo de llevar hasta la curia todasaquellas denuncias. «Si me dedicara achuparme el dedo nadie se quejaría».

—El que usted se encuentretemporalmente —subrayó la palabra—trabajando en una fábrica, no le daderecho a hacer demagogia en el altar.

—¡Eso no es cierto!La viveza de la respuesta sorprendió

al vicario.—¿No? —dijo, alzando las cejas.

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—¡Es muy cómodo acusar, y acusardesde el anonimato! ¡Que vengan adecírmelo a mí!

—No tienen por qué decírselo austed. Por otra parte, las personas quedan cuenta de este asunto son de todasolvencia moral y no tienen otro interésque el bien de la Iglesia.

—Es muy fácil decir eso. ¿Y yoqué? ¿No tengo yo interés por el bien dela Iglesia?

—Habrá que suponerlo.—Pues, afirmación por afirmación,

¿por qué van a tener razón ellos y no yo?—Nadie es buen juez respecto de sí

mismo. Además el sólido criterio de

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quienes se quejan es una garantía.Y mi criterio no es sólido,

naturalmente…Francisco pensaba en Sergio y en el

párroco.—Usted es joven, romántico y

visionario… aparte de que le veoapegado con exceso a su juicio.

No lo pensó dos veces y replicó:—Usted no es juez imparcial en una

causa que ya tenía juzgada antes deoírme.

Don Honorio acusó el golpesolamente en la presión que sus dedoshicieron sobre el mango de la plegaderacon que estaba jugando.

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—Mala escuela la fábrica —dijo—.Le hace insolente.

—Me ha acusado usted dedemagogia en la iglesia y me defiendo.¿O es que esperaba que me callase?

—El domingo adoptó usted unaforma de predicar que ni es predicaciónni es nada. Aquí tengo un informedetallado: «Carta al Niño Jesús». ¿Quéfantasía es ésta? ¿Qué nueva homiléticanos está inventando? ¡Y revestido conlos ornamentos sagrados! ¿Dónde vamosa parar?

—En ningún lado consta, que yosepa, la ilicitud de un artificiosemejante.

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—Eso es una comedia. Escandalizaa la gente. No se puede consentir.

Francisco respiró hondo, luego dijo:—Si el contenido de esa carta

hubiera sido un piadoso y melifluoflorilegio de alabanzas al Niño, decongratulaciones navideñas, deconvencionales letrillas de villancico,¿se hubiera quejado alguien?, ¿mehabría llamado usted?

—Pero es que el contenido,precisamente, me parece intolerable.

—Vamos, luego ya no es la carta, nila forma o artificio; es lo que dije lo queconcita el rapapolvo. ¿Y qué dije? ¿Quédije que no pueda ir a misa? ¿Qué dije

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que no sea una verdad como un templo?Don Honorio acabó

impacientándose.—¡No creí que estuviera usted tan

lejos de una mínima humildadsacerdotal! Usted me hará el favor depredicar como todo el mundo, en laforma tradicional acostumbrada, sobreel evangelio del día y sinsensacionalismos.

—No he sido yo quien ha apetecidoesa predicación de los domingos. Me hasido impuesta.

—Y usted la va a llevar adelante dela forma correcta. Pero hay otra cosa…

A Francisco no le importaba ya que

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hubiera más.—Naturalmente.El vicario no hizo caso y continuó.—La empresa en que trabaja se ha

quejado de usted.—Y usted va a hacer más caso a la

empresa que a mí.—Hay buenos católicos en ella;

personas sensatas y desinteresadas eneste asunto.

Francisco explotó.—¿Cómo puede decir que

desinteresadas? ¿Qué puede saber usteddel mundo aquél? ¡Desinteresadas!

—Vayamos al grano.—Sí, claro que sí. Vayamos al

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grano.—Parece ser que usted agita a los

obreros…Francisco se rio con amargura sin

decir una palabra.—No se limita a trabajar —siguió el

vicario—, sino que toma parte, y parteimportante, en la subversión de lostalleres…

Le miraba atentamente y él sóloañadió:

—Siga.—No han querido tomar

providencias contra usted por respeto asu condición de sacerdote; pero confíanque nosotros, de un modo discreto, le

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pongamos en su sitio.—Sí, por eso me han propuesto

privilegios, enchufes, puestos de mando.¿No lo comprende? ¡Quisieronsobornarme!… Y, ahora, ahora buscanel golpe bajo.

El vicario meneó la cabeza.—A usted le pierde la imaginación.—Y a usted la credulidad.—¡Modérese!—Es que si hoy no digo lo que

siento, reviento.—Está claro que el permiso que

usted tiene no se extiende hasta laactuación, diríamos, temporal. Porconsiguiente, en el futuro se abstendrá

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usted en absoluto de toda intervenciónen los conflictos laborales, en lasposibles agitaciones, en fin, se limitará asu trabajo escrupulosamente.

Francisco se reservó la opinión. Eramejor no discutir con aquel hombre.Escribiría al prelado.

—Entendido —dijo.—En cuanto a todo esto, el señor

obispo decidirá.—Así lo espero.Don Honorio contempló largamente

al padre Quintas.—Mientras tanto confío en su

obediencia. Sabe lo que quiero. Obre enconsecuencia. Y, piense lo que piense,

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no olvide que la voluntad de Dios, hoypor hay, le llega a través de mí.

Francisco tenía muchas reservas quehacer al respecto, pero dijo:

—Está bien.El vicario ablandó el gesto.—Usted es muy joven todavía. Yo

admiro su combatividad, pero ¿no creeque ya ha visto bastante por ese lado?

—¿Qué quiere decir?—¿No habrá llegado el momento de

que usted mismo solicite el regreso a lasformas tradicionales de nuestroapostolado?

—¿Que lo pida yo?—Sí, eso arreglaría las cosas. Estoy

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seguro de que al señor obispo le quitaríausted un peso de encima.

—No, no lo creo. Tengo fe en lo quehago y cuento con permiso.

—Un permiso forzado…—Si eso fuera cierto, que no lo es,

todavía podría pensar que Dios forzó lamano del obispo.

El rostro del vicario volvió aendurecerse.

—Tiene usted un concepto muyespecial de la gracia de estado.

—La gracia de estado no es unagarantía infalible. Infalible es sólo elpapa y ya sabemos en qué condiciones.

Se miraron sin acuerdo.

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—No tenemos más que hablar.Espero que pronto deberá dejar esepintoresco apostolado, por llamarlo dealguna manera. Ese día me alegraré porusted.

—Muchas gracias. Pero yo, encambio, me alegro de que la decisión nodependa de usted.

—Ya veremos.—Sí, ya veremos.Don Honorio tendió la mano sin

entusiasmo y Francisco la estrechó demodo formulario.

«Como dependa de él tengo los díascontados», pensó al salir y en seguidaempezaron a venir a su mente las frases

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que podía haber dicho y los argumentosque debía haber empleado. «Siempre meocurre igual». Iba malhumorado y sentíadentro como un desasosiego físico quele andaba de la garganta al estómago.Tonchu le esperaba en la plaza, como decostumbre. Se había olvidado de él.

—¿Qué te querían?Había una conmovedora solicitud en

los ojos de ordinario agrestes delmuchacho.

—Nada, cosas de rutina.Pero el chico le conocía muy bien.—A mí no me engañas. ¿Qué te han

hecho?Francisco no pudo menos de sonreír.

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—¿Hacerme?—Sí, tienes una cara…—Bah, pequeñeces.—No me lo quieres decir, ¿eh?, pero

tú no hagas caso.—Claro.Cuando pudo estar solo cayó de

rodillas porque tenía necesidad de rezar.Eran cosas que no se podían compartir.Tenía que perdonar a muchos unasupuesta intromisión en su camino. ¿DonFederico?, ¿Sergio?, ¿el párroco?, ¿lasbeatas? Y tenía que hacerse perdonar sufalta de dominio, su acidez, sus palabrasy sus juicios ayunos de caridad. Y lecostaba trabajo, porque, a cada instante,

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aquella rueda de su pensamiento daba ungiro y volvía a encontrarse increpando,juzgando, razonando con pasión.«¿Cómo no se darán cuenta de que todaslas críticas vienen del mismo lado, delmismo sector, del mismo modo depensar?». Y se esforzaba en volcarlotodo en Dios, en recuperar, de la manode Dios, un sosiego y una serenidad quesólo de Él podía esperar.

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31¿Hubo mala intención por parte dealguien? ¿Fue simplemente un efectomecánico de la organización, que notiene alma? Andaban las cosas bastanterevueltas para que un sucedidocualquiera, aunque fuera insignificante,no pusiera los ánimos a hervir. Tantomás si la injusticia, culpable o no, eraflagrante, y la apelación a unmalentendido o a un error era menoscomprensible para los productores.

Justino Álvarez era un buen obrero,callado, cumplidor y, desde luego, máspaciente de lo ordinario. Estaba en

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hornos, a turnos. Como todos los demástenía un cierto compromiso de seguir enel tajo, caso de que el relevo no sepresentase por cualquier circunstancia.Esto no era normal, pero con Justinoocurrió hasta la saciedad. Sin que sesupiera la causa, no vino quien tenía quesustituirle y él, tras ingerir la comidaque en tales casos se servía a cuenta dela empresa —consistente en un cocidode garbanzos, tortilla de patata y fruta—tomó el relevo seguidamente para otrasocho horas. Lo malo, sin embargo, nofue eso, sino que al repetirse la mismacircunstancia por tres veces, el hombre,sin decir oste ni moste, hubo de hacer

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seguidos hasta cuatro turnos, o, lo que esigual, treinta y dos horas de trabajo, sólointerrumpido para hacer las comidas, yno de un trabajo cualquiera, porque latemperatura se acercaba casi siempre alos 50° y las cenizas se iban acumulandosin interrupción. Pasado este calvariopudo disponer de un relevo paradescansar; es decir, ocho horas en total.Como era de suponer, cayó en la cama,se durmió profundamente y no sepresentó a tomar el relevo del turno quevolvía a corresponderle. El escándaloestalló cuando se supo que a Justino, poresta supuesta infracción, se le cargabaen cuenta una multa de quinientas

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pesetas, a deducir de su salario.—¿Qué vais a hacer? —preguntó

Francisco a Raba.Éste estaba indignado.—¡No lo comprendo! ¡Se empeñan

en tirar piedras sobre su propio tejado!—¿Tú crees que lo hacen a

propósito?—Es que si no se dan cuenta, son

más culpables todavía.—Es cierto. Un productor es un

hombre, no una ficha ni un número.—Y dan con ese infeliz de Justino,

que se dejaría pisar sin decir esta bocaes mía.

Francisco miró a lo lejos y comentó.

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—Hijo de siervos, nieto desiervos… ¿qué quieres?

—No podemos pasar por esto.—Hay algunos que se están

moviendo mucho. Yo creo que estánencantados de que ocurran estos casos.

—¿Ves? Tú te das cuenta. Yotambién. Pero allí arriba —señaló a ladirección— parecen estar ciegos.

—O muy seguros de sí mismos.—Ciegos, te lo digo yo.—¿Y qué podéis hacer?El de la HOAC dijo con firmeza:—Tenemos que actuar. No se trata

ya de Justino. Es que un caso así nospone en entredicho y hay quien está

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esperando para desprestigiamos.—Pienso lo mismo.—Esto va a sindicatos.—¿Y qué esperas?—Lo espero todo, ya verás.—Dios te oiga.Fueron dos días de nerviosismo en

los talleres. En apariencia todo seguíaigual; pero no hacía falta ser muyobservador para notar en mil detallesque la gente estaba soliviantada. Sinembargo el sistema respondió y eljurado de empresa se apuntó un tanto alconseguir que fuera levantada la multaque amenazaba a Justino. Y ya no erapor la multa, que estaba cubierta con

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creces por la suscripción que, a lasinmediatas, habían organizado loscompañeros del sancionado, sino por elhecho de hacer rectificar a la empresa,de hacerla «morder el polvo», comodecía el Energías.

Sólo unos pocos, muycaracterizados, parecían no sentirsesatisfechos con el rápido arreglo de lascosas.

—Esos van a lo suyo —dijo Campo,tomando un vaso en «El Africano».

—Lo mismo digo —concedióFrancisco.

El Energías, muy serio esta vez,repuso:

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—No buscan la promoción delobrero concreto. Si las empresas nosdiesen todo lo que queremos, adióscomunismo. Muchos no se dan cuenta deesto. El partido es su dios. Y a ese diosse sacrifica todo. Yo ya se lo digo aellos: ¿A qué viene tanto hablar departido si luego van por todo? Que seanlógicos; que no lo llamen partido; que lollamen «entero»: el «entero comunista».

Se rieron los otros. Francisco sintiócuriosidad.

—¿Y tú, Energías, qué eres enpolítica?

—A mí la política me deja frío,¿sabes? Yo defiendo al obrero, que es

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defenderme a mí, y que es lo que hemamado de mi padre; pero de políticanada, chico. Mi padre, que era viejo ylisto, o sea, sabio dos veces, me dijouna vez, en una exposición de ganado,señalando a una cerda inmensa quehabía llevado un premio: «¿Ves quémarrana?… En toda mi perra vida sólovi otra más grande, la política».

Volvieron a reírse.—De acuerdo —dijo Francisco—,

pero tú, ¿cómo piensas?El Energías miró al cura con calma.—Si llegara el caso —dijo— en que

hubiera que ser algo, yo seríaanarquista. Ya lo sabes.

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—Lo esperaba.—¿Sí?—Por mi edad, o por lo que sea,

nunca conocí personalmente a unanarquista; pero tú respondesperfectamente al tipo que yo meimaginaba.

—¿Y qué tal es ese tipo?Francisco le dio una palmada en el

hombro.—No te preocupes —dijo—.

Idealista, puro a su modo, íntegro y, porsupuesto, utópico.

—¡Vaya favor que me haces!—De sobra sabes que te estimo;

pero el anarquista está llamado a ser

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abandonado en la estacada, traicionado,burlado después de utilizado. No haysitio en el futuro para el anarquismo.

—Probablemente tienes razón. Poreso te digo que no quiero saber nada conla política.

—En eso te alabo, ya ves.Caía la tarde cuando Francisco se

dirigía a casa para decir su misa. Apesar de los cambios a que obligabanlos turnos, su minúscula «feligresía»seguía siendo fiel. Era una media horaque no hubiera cambiado por nada deeste mundo. Había tenido que venir adar a aquella extraña situación pastoralpara tomar el pulso de verdad a la misa.

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Pero esta vez Tonchu le esperaba en elportal.

—Ven conmigo —le dijo.—No tenemos tiempo ahora.—Para esto, sí.—Me estarán esperando arriba.—Pues que esperen.Había algo en el rostro del

muchacho que puso en guardia aFrancisco.

—¿Qué ha ocurrido?—No me preguntes nada.—Pero…—Es sólo un momento. Volvemos en

seguida.Echaron calle abajo sin hablar. No

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podía ser una broma del muchacho. Ibana paso largo y dejaron atrás los bloques.

—¿Me llevas a la explanada?—Más o menos.Hacía frío. Un cielo alto, sin

pájaros, transparentaba la última luz. Nohabía más color que un brochazo naranjapor la línea de poniente.

—Pero ¿a dónde vamos?—Calla…Iban por el borde bajo de los

terraplenes. Allí se abrían las bocasdesconchadas de unas semicuevas quehabían servido de alojamiento, añosatrás, antes de hacer los edificios, a losprimeros habitantes de la zona.

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Francisco no quería confesarse elpresentimiento que bullía de una maneraconfusa en su interior.

—Espera aquí un momento —dijoTonchu.

El chico se deslizó en silencio,confundido con la tierra. Francisco notuvo que aguardar demasiado. Le oyóchistar antes de volver a verlo.

—Ven —oyó que susurraba.Se acercó al aprendiz.—Sígueme y no digas nada.No tuvieron que ir muy lejos.—Mira —le dijo en un murmullo.De la oscuridad se destacaban

apenas dos siluetas entrelazadas.

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—Métete aquí —volvió a decirTonchu.

Tuvieron el tiempo justo paraocultarse. La pareja pasó muy cerca sinadvertirles. No podía caber duda.

—¿La has visto? —preguntó a pocoel chico.

Francisco quería a Canela a pesar delos pesares. En aquel momento seconsumaba un enorme desengaño.

—¿Quién era él? —preguntó a suvez.

—¡Quién iba a ser! ¡El Navajas!—¿Celestino?—Claro.De manera que así eran las cosas. Y

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tan pronto…—¿Te alegras?Tonchu reaccionó con viveza.—¡A mí qué me importa! ¡Es por ti,

para que caigas de la burra!Emprendieron el regreso despacio.

Francisco caminaba encogido.—¿Es por mi culpa?La pregunta no esperaba respuesta,

ni iba dirigida a nadie en particular,fuera de sí mismo; pero Tonchurespondió.

—Con lo listo que tú eres, a vecespareces bobo.

—Pero…—Esa nació para fulana, no le des

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vueltas. Unas nacen de una manera yotras de otra. Y es inútil querer…

—Calla —le pidió Francisco.—Como quieras.Aquel dolor estaba allí y Tonchu

jamás podría comprenderlo.

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32La inquietud y el malestar en lostalleres, sea por causas reales, sea porlos hábiles manejos de unos cuantos,llegaron al paroxismo cuando corrió elrumor por toda la fábrica de que erainminente el despido de dos docenas deobreros, entre los que se encontraba elEnergías, como resultado final delexpediente que se había incoado hacíaya bastantes meses y que muchos yaestaban en trance de olvidar. Verdades ybulos corrían por igual de boca a oreja yabundaban las caras largas y las miradasaviesas.

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Francisco estaba limpiando elpolipasto de una grúa aérea cuando se leemparejó Hierro, que llevaba un rollode cable sobre el hombro.

—Repite esta dirección: Bodega deel Chata, bloque 7.

El padres Quintas, sin dejar la labor,recitó:

—Bodega de el Chata, bloque 7.—Te esperan a las diez. Vete solo.Cuando quiso pedir aclaraciones el

otro ya había seguido con su carga. ¿Quésignificaba aquello? La cita, viniendo dequien venía, no podía tener unasignificación ambigua. Estaba claro queaquella gente iba a moverse. ¿Debía ir?

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No había razón alguna, en realidad, paranegarse. A tiempo estaba de tomar ellargo si lo creía conveniente. De todosmodos decidió hablar con Raba. Cuandopudo apartarse unos minutos le buscó enel local del jurado de empresa.

—¿Tienes un momento?—Lo que quieras.—Es confidencial lo que voy a

decirte, absolutamente confidencial.—De acuerdo.En Óscar Raba no había más

remedio que confiar.—¿Sabes algo de una reunión en la

bodega del Chata, en el bloque 7?—¿Una reunión? No, no sé nada.

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—¿Conoces al Chata?—Sí. Es un chatarrero trapisondista

y listo. Creo que compra todo lo quesale de aquí de contrabando.

—¿Tiene filiación conocida?—¿Ese? Bueno, me figura que es un

oportunista. No sé, no creo que leinterese nada, fuera del negocio.

—Tengo una cita allí para las diez.—¿Te citó el Chata?—No, Hierro.—Ah…Se vio que Raba había sido cogido

por sorpresa.—Tal como están las cosas me

figuro que no sería para charlar tan solo.

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—No, seguro que no.—¿A ti qué te parece?Raba lo miró a los ojos.—¿Vas a ir?—Es lo que te pregunto.Hubo una pausa. Luego el militante

dijo:—Sí, vas a ir. No es que lo diga yo.

Basta mirarte.—¿Qué opinas tú de todo esto?—Hombre… Una cosa es reconocer

el descontento y otra estar dispuestos aque nos quiten las riendas de la mano,¿comprendes?

—Perfectamente.—Nuestra postura no es fácil. Si les

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hacemos el juego, malo, porque ellosvan a otra cosa. Si no se lo hacemos,malo también, porque intentarándesprestigiamos ante la masa.

—Lo que importa, creo yo, esprecisar dónde está lo justo y lo eficazen bien de los obreros. Con eso hay queestar, independientemente de que seacon ellos o contra ellos.

—Ahora has puesto el dedo en lallaga.

Francisco meditó unos instantes.—Sí, voy a ir. Quiero ir. Vale más

saber a qué atenerse.—Creo que tienes razón.A las diez de la noche estaba

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completamente oscuro y el frío eraintenso. En la calle sin pavimentar nohabía iluminación alguna, pues lasbombillas municipales habían perecidotiempo a manos de la chiquillería delbarrio, hábil con la piedra desde la mástierna infancia. Sólo el resplandor dealguna ventana permitía orientarse enaquella oscuridad. Francisco acertó conel portal. Bajó unas escaleras y se llevóel gran susto cuando una mano salió deun negro rincón para tomarle por elbrazo.

—¿Dónde vas?—Tengo una cita.—Ah, eres el cura, ¿no?

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No le veía la cara.—Pasa —añadió el otro antes de

recibir respuesta.Debían de llevar tiempo reunidos,

pues un humo denso envolvía labombilla. Estaban Hierro, Salmones, unpar de desconocidos y el inefableBenavides. La bodega era sórdida, y porel techo y las paredes corrían grandestuberías. En la penumbra de los rinconesse adivinaba material almacenado. En elcentro, bajo la luz, había una mesacuadrada en torno a la cual se sentabantodos en los más dispares asientos quecabía imaginar.

—Salud, Paco, y gracias por la

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puntualidad —dijo Salmones sonriendoabiertamente.

—Buenas noches —contestóFrancisco, haciendo un gesto generalcon la mano.

—Siéntate aquí.Le ofreció una silla y acercó para sí

una especie de fardo envuelto en tela desaco.

—Éste es el Chata —dijo Hierroseñalando—, y estos unos amigos.

Francisco reparó un momento enellos.

—Tanto gusto.—Dejémonos de formalismos —dijo

Benavides que, como de costumbre,

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llevaba calada su gorra grasienta.—Te estábamos esperando.Salmones ponía allí una nota de

cordialidad con su sonrisa sempiterna.—Bueno, aquí me tenéis.—Bien —carraspeó—. Aquello de

que tantas veces hemos hablado, estállegando a su punto de cocción.

—¿Sí?—Sí. Tú sabes igual que yo cómo

está la gente con lo de Justino, con lasexigencias del sistema Gombert, con elexpediente y todo lo demás.

Francisco se sentía muy alerta.—Lo de Justino se arregló en

sindicatos —dijo con una voz tranquila

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—. Lo de Gombert está en veremos. Lodel expediente, sí, he oído los rumores,pero aún no ha pasado nada en realidad.

Salmones no perdió su sonrisa.—Lo de Justino se habrá arreglado

como un caso particular; pero no se hanarreglado las condiciones que puedenproducir casos semejantes. Lo demásestá para estallar de un día para otro. Lainquietud de la gente ha llegado a unnivel que no admite dilaciones. ¿Por quéíbamos a esperar? ¿Esperar a qué?, ¿aque nos las den todas en el mismocarrillo?

—No olvides que la doctrina deéstos dice que hay que poner la otra

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mejilla —repuso Hierro, sin podercontener su acritud.

—Tú calla —ordenó Benavidessecamente.

Francisco preguntó.—Y suponiendo todo eso que tú

dices, ¿qué proponéis?—Acción —dijo Salmones sin

perder la alegría de su cara.—¿Qué clase de acción?—Eso está en estudio.—¿Y yo qué pinto en todo esto?—Ya te lo expliqué en una ocasión.—Se ve que no bastó.Francisco no quería de ninguna

manera comprometerse a título personal.

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—Queremos unidad. Participaciónde todos. Unidos somos fuertes.

—Sigue.—Para ello tú eres pieza importante.—¿Sí?—A ti te obedecerán todos esos

jurados de la HOAC.—¿Por qué lo crees?—Tú eres cura y ellos son creyentes,

¿no se dice así?—¿Y qué tiene que ver eso?Salmones tuvo un breve instante de

desconcierto. Entonces tercióBenavides.

—¿Qué clase de disciplina es lavuestra? No escurras el bulto. Los de la

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HOAC te obedecen a ti. No es ningúnsecreto.

—Estás equivocado. No están a misórdenes. Harán lo que creanconveniente.

—Es igual —volvió Salmones—.Tú tienes prestigio. A ti te seguirán,Paco, y lo sabes muy bien.

Hubo una pausa.—¿Queréis que os diga lo que

pienso?—Estamos esperando —dijo

Benavides.—Yo soy un obrero, no un líder, ni

un agitador. Yo estaré con la mayoría,pero no para dirigirla, sino para

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participar con ella.—Eso es igual que traicionar —

replicó Benavides.—No veo por qué.—Niegas a la causa tu talento.

Sustraes tu influencia. Quieresesconderte en la fila.

—Nada de eso.—¿Cómo que no?—Traicionaría al obrero si ayudara

a conducirlo hacia su mal. Para moverun dedo, en el sentido que vosotrosqueréis, para moverlo empujando a losdemás, tendría que ver primero que lohacía por su bien.

—¿Y no lo ves?

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—No claramente, por ahora.—¡Ya os lo dije! —exclamó Hierro

triunfante.Benavides le dirigió una mirada que

lo redujo al silencio. Luego se volvióhacia Francisco.

—Yo creía que vosotros, losavanzados del catolicismo, habíaisempezado a comprender de qué ladoestaba la verdad.

—¿Y qué te hace creer que laverdad está contigo?

Los ojos del dirigente se enfriaronfijos en el cura.

—No teoricemos —terció Salmonescon ánimo de echar un capote.

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—Como queráis —dijo Francisco.—¿Qué actitud piensas tomar

entonces?—No lo sé.Benavides miró a los suyos.—Me hicisteis concebir una

esperanza falsa. Estaba visto. Despuésde todo éste es como los otros.

Francisco se molestó con la alusión.—¿Pues qué creías?No le contestó directamente.—Vienen a la fábrica, sí, y ya lo

veis, a repartir caramelo divino; pero, ala hora de la verdad, vuelve a versequién es quién.

—Debías haber sabido que nuestra

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verdad no es la vuestra. Desde elprincipio habéis querido utilizarme paravuestros fines. No ha habido verdaderodiálogo. Así no juego.

Benavides le miró ahora con unamirada que no disimulaba el desprecio.

—A lo que sí jugarías es aaprovecharte de nosotros, eso sí.

Francisco se sulfuró ante lo queconsideraba el colmo del cinismo.

—¿Y habláis así vosotros, los de losfrentes populares, los de las coalicionesen la oposición y la dictadura en elpoder? ¡Vamos, hombre, que no mechupo el dedo!

—La Iglesia es ducha en

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aprovecharse de todos y de todo.—No sabes de qué hablas.Benavides siguió imperturbable.—Se aprovechó de Roma, de los

señores feudales, de los reyes absolutosy de la burguesía. Siempre estuvo dellado del más fuerte, aunque cuidando deaparentar que defendía al débil, pero sinsacarle de su debilidad durante veintesiglos. Y ahora, cuando empieza a ver loque se le viene encima, se apresura aponerse del lado de los oprimidos dehoy, que se convertirán en los másfuertes de un mañana inmediato, y nosmanda a sus curas para queconfraternicen con nosotros; pero ¡ojo!,

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no se vayan a comprometer antes detiempo, que todavía es alguien en elmundo el capitalismo… ¿Te crees quesomos bobos?

Francisco veía el fanatismo en losojos de Benavides. ¿Cómo hacerleentender que nadie le había mandadohacerse obrero y que en su gesto nohabía la más pequeña maniobracalculada?

—No sabes de qué hablas —repitió.—Claro, claro —siguió el otro—.

Pero no, amigo. La trampa es demasiadoburda esta vez, y demasiado grande latajada que esperáis.

—Lamento que pienses de una forma

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tan simplista —dijo con amargura elpadre Quintas—. A Dios gracias no haynadie en la fábrica, de buena voluntad,que crea que yo he venido en busca dealgún provecho humano calculado. Todolo que dices son tópicos, nada más quetópicos de vuestra propaganda.

—¿Te duele, eh? —replicóBenavides impertérrito—. Lo que pasaes que el estómago de tu Santa MadreIglesia, que hasta ahora fue capaz dezampárselo todo sin ningún trastornodigestivo, corre hoy el riesgo deindigestarse con este último bocado. Poreso se inquieta. Por eso tiembla y haceel doble juego.

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Francisco se levantó.—Necesitaría tiempo y un resquicio

sin prejuicios en tu ánimo para proseguiresta conversación.

—Espera —quiso retenerleSalmones.

—No tengo nada que hacer aquí.—Déjale ir —ordenó Benavides—,

que atufa a cura que no hay quien pare.—Esto ya lo pensabas cuando me

hiciste llamar.—Naturalmente.—De donde se sigue que no hubo en

ningún momento buena voluntad, sinosólo ánimo de utilizarme para vuestrosfines.

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—¡Lárgate ahora mismo!—Descuida, no perderé un segundo.Salía ya por la puerta de la bodega

cuando la voz metálica de Benavides lehizo detenerse un instante.

—¡Y la lengua quieta! ¡Te lo digopor tu bien!

—¿Es una amenaza?—Es un consejo, por ahora.Miró a todos, antes de darse media

vuelta. Eran ojos duros, ojos fríos. SóloSalmones los terna clavados en el techo.

No veía nada al salir a la oscuridady subió tanteando la escalera. Iba a dejarel portal cuando una silueta se le pusodelante.

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—Hola, cura. Recuerdos de Canela.¡Y cómo está, la muy zorra!

Soltó una carcajada y se perdió calleabajo, antes de que Francisco pudierareaccionar. Era Celestino, el Navajas, ylo había hecho, sin duda, para que ledoliera.

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33Para Francisco la situación secomplicaba, se deshumanizaba, sobretodo. Él buscaba hombres concretos,pero chocaba con ideologías, contópicos, con prejuicios. El acercamientoque, en ocasiones, había parecido serindividual, de alma a alma, saltabaahora por cualquier cosa y reaparecíanlas viejas suspicacias, cuando no lamala voluntad. Su rompimiento con loscomunistas le había afectado mucho.Desde la mañana siguiente al encuentroen la bodega del Chata, pudo darsecuenta de su cambio de actitud. Ni

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siquiera Salmones le envió alguno desus saludos desde lejos. Caras largas.Miradas que te atraviesan sin verte, alparecer.

—No seas tonto —dijo Raba—, sieso estaba visto.

—Nada está visto hasta que sucede.—Querían manejarte y eso no te

interesa.—Tampoco me interesa su

enemistad.—Pero, bueno, ¿pensabas

convertirlos?—No lo sé.Nunca se había hecho esa pregunta.

No vivía de ilusiones. Se había aferrado

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simplemente a su vieja idea de que uncomunistas es un hombre como losdemás; un hombre, por otra parte, que aél, como pastor, le interesaba más quelos demás. No les había hablado dereligión sino para defenderse. Habíabuscado, eso sí, su amistad, su aprecio,su contacto real de individuo aindividuo. Pero ahora los veíareaccionar en bloque.

—Me odian —dijo.Estaba impresionado por ciertas

miradas.—Tonterías —replico Raba—. Esos

ni aman ni odian. Obedecen consignas, ylo hacen ciegamente, eso es todo.

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Por otra parte estaba bien seguro deque no podía haber obrado de otromodo. El equilibrio era difícil. Si habíapodido abdicar de una serie de formasexternas adyacentes a su sacerdocio, nopodía asumir unos compromisostemporales que le eran absolutamenteimpropios. Desde el principio hubo deestar alerta. Había sido adoctrinado enese sentido. Pero nunca creyó que lascosas alcanzaran tal extremo. Ahorallegaba verdaderamente lo difícil.

—Encuentro rara a la gente.—Bah, imaginaciones tuyas. Están

inquietos, nerviosos. Pero nada más.Sin embargo no eran sólo

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imaginaciones. Se hacía una laborcallada, metódica y hábil contra elprestigio de Francisco. Se fomentabasutilmente la desconfianza. Era unasiembra que apenas afloraba al exterior;pero que su sensibilidad aguzadaempezaba a captar de una maneraintuitiva, sin que pudiera demostrarlacon razones.

Luego estaba lo de Pili. Intentabaolvidarla. Lavarse las manoslimpiamente. Él había hecho por ellatodo lo posible. Pero era más fácilproponérselo que llevarlo a cabo deverdad. Tonchu era tosco; no teníaapenas cabeza, y aunque capaz de

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afectos, era demasiado chiquillotodavía. Pili, no. Pili había sido para élel primer triunfo serio, el único triunfo,en realidad. Y ahora todo el barrio sabíalo de Celestino. Era como una bofetadapara él, tanto más cuanto que no seprivaban de hacer público alarde de sucariño. Se sentía despojado, robado;hasta el punto de preguntarse si sudisgusto hubiera sido tan grande de nohaber otro hombre por medio. ¿Erancelos, entonces? Desechó la idea confuerza. No. De eso creía estar seguro. Elafecto que había sentido, que todavíasentía, por Canela era completamentelimpio.

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—El Navajas habla pestes de ti —ledijo Tonchu en casa.

—¿Cuándo hizo otra cosa?—Desde que está con Canela va a

peor.—¡Qué le vamos a hacer!—Yo ya le paré los pies.Francisco contempló al muchacho

con simpatía. Era el gallito de siempre.—Déjalo, Tonchu. No sabe lo que

dice.—¡Menudo cabrito!—No hagas caso.—¿Y ella qué? ¡La tipa esa! ¡Yo ya

te lo había advertido!—Cree que la ofendí.

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—¡Ofenderla tú! ¡Nunca oí algo tangracioso!

—No conoces a las mujeres todavía.Tonchu se picó.—¿Y las conoces tú? ¿Un cura?Francisco hizo un gesto cansado con

la mano.—No juzgues. No condenes. Ya te lo

he dicho mil veces.—Sí. Sólo falta poner la otra mejilla

—replicó el chico con acritud.—Al menos te sabes la letra de la

lección.—Y me falta la música, ¿no es eso?—Te falta, quizás, el espíritu. Pero

no perdamos la esperanza.

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Era una oración seca y desganada lade Francisco aquellos días. Quisoatribuirla a la fatiga del trabajo; pero nopudo engañarse a sí mismo. Muchasveces había llegado rendido de lafábrica y eso mismo le había llenado degozo al postrarse para hablar con Dios.La desilusión sufrida con Canelaperduraba a pesar del tiempo. Por otraparte, la dura costra de Tonchu y, sinduda, su propia depresión contribuían aponerlo todo cuesta arriba… ¿Se habíaequivocado de camino? Esta preguntaque se encontró formulada de repente ensu interior provocó una viva reacción.«Eso sí que no». Todo sigue siendo

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como era el primer día. Mi testimonioestá en pie y, gracias a Dios, no hehecho nada que pueda invalidarlo.Recordó, de sus tiempos de ejerciciosespirituales en el seminario, una frase deSan Ignacio de Loyola que habíaquedado grabada en su memoria: «Entiempo de desolación no hacermudanza». Estaba claro. Como tambiénlo estaba que había que insistir en laoración. Y era un tormento el intentarlocon la mente vacía, la fatiga en loshuesos y sólo la fe para mantenerse allípostrado.

En la fábrica las cosas iban a peor.Se insistía en la inminencia de las

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expulsiones, sin que de la direcciónviniera indicio alguno que permitieraconfirmarlo. Los pequeños conflictos yroces cotidianos entre los diversosestamentos y escalones del trabajo seestaban haciendo crónicos y, lo que espeor, tomaban mayor auge cada día.Había reprimendas desabridas ydesplantes insolentes. Los hombresestaban inquietos y los nervios saltabanpor cualquier cosa. El Energías buscó aFrancisco.

—¿Qué te pasó con ésos? Dicenpestes de ti.

—Quieren que me una a ellos.Quieren manejarme.

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Le miró despacio.—Si aquí pasa algo, ¿te vas a echar

para atrás?—¿Tú lo crees así? —preguntó a su

vez.—No —replicó el otro sin dudar.—Ya está respondido entonces. Pero

eso es una cosa y otra muy distinta esdejarles a ellos la batuta, ¿comprendes?

—Esta vez tienen razón.A Francisco le sorprendió oír tal

cosa de labios del Energías.—¿Estás seguro?—No podemos quedarnos mano

sobre mano.—Podemos seguir como siempre,

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por el momento. Aún no ha pasado nada.—Pero pasará.—Es posible. Pero también es

posible que haya algo de artificial en elclima que se ha creado aquí sin sabercómo.

El Energías lo pensó antes de decir:—No te conviene a ti hacer de

apaciguador en esta fábrica. Te lo digoporque te estimo.

Era sincero. No cabía duda.—Yo no soy apaciguador; pero

tampoco soy incendiario.—Pues algo tienes que ser, porque

todos te miran.—Quiero ser uno más; uno de

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vosotros; ni más ni menos.—Cuando se es lo que tú eres es

difícil ser uno más.—¿Qué quieres decir?Se rio con simpatía.—Tú debes saberlo mejor que yo.Sí, aquel hombre parecía ser de los

pocos que no habían sido tocados por lacampaña desatada contra el cura Era untipo independiente el Energías, ya sesabía, y sus últimas frases quedarongrabadas en el alma de Francisco.

«Cuando se es lo que tú eres esdifícil ser uno más».

Estas palabras… ¿se había dadocuenta el hombre de toda su

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profundidad? Es cierto que le mirabantodos de algún modo y que su decisiónno sería tomada nunca como algopersonal, sino que en ella, quisiera o no,fuera o no justo, comprometería de algúnmodo a la Iglesia entera a los ojos deaquellos miles de productores. «¿Porqué se hace todo tan difícil derepente?». Él que creía haber pasado lopeor, cuando recordaba los primerosdías de paulatina adaptación, seencontraba con que lo más arduo lehabía sido reservado para ahora.

Una noche, al salir a la escalera paradirigirse al trabajo, Francisco estuvo apunto de caerse al pisar algo suelto que

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rodaba. Encendió la linterna y se agachópara recoger aquellos granos queaparecían con profusión en el suelo.

—¡Tonchu! —llamó.El muchacho salió poniéndose la

zamarra.—¿Qué hay? —dijo.—Mira.Iluminó con la linterna la palma de

su mano.—Maíz.—Eso parece.—¡Cochinos!—¿Qué quiere decir esto?El chico apretaba los puños.—Esto es cosa del Navajas.

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—Pero ¿por qué?—Dicen que tú estás contra la

huelga…Era la primera noticia que Francisco

tenía sobre el particular.—¿De qué huelga estás hablando?Ignoraba que alguien había tenido

interés en propagar la especie de que elcura negaba su colaboración y erapeligroso hablar con él sobre elparticular. Cosa absurda, por otra parte,puesto que en el próximo turnoaparecieron, sin que nadie diera cuentade su procedencia, unas octavillassubversivas que solicitaban la unión detodos para el plante que se avecinaba.

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34El padre Quintas tuvo una visitainesperada. Acababa de cambiarse elturno y le tocaba dormir por la nochecomo cualquier cristiano. Y lo estabahaciendo profundamente, porque no seenteró hasta que Tonchu empezó asacudirle por los hombros.

—¿Qué pasa?—Hay ahí unos tipos que preguntan

por ti.Acabó de sacudirse el sueño.—¿De la fábrica?Tonchu tenía los ojos cargados y

estaba a medio vestir.

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—Parecen señoritos.Su extrañeza no tuvo límites.—Di que ahora voy.Se vistió en un momento y pasó al

otro cuarto. Ambos personajes ibancorrectamente trajeados de calle.

—Buenas noches —dijo el más alto— y perdone por la hora.

—¿Qué ocurre?—Tenemos que hablar con usted.—Bien, pero no entiendo. ¿Es tan

urgente?El más bajo se identificó como

policía.—Sigo sin comprender que haya de

ser ahora —dijo Francisco molesto.

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—Tiene que ser a solas —replicó elotro, sin responder directamente.

—¿Quién es el chico? —preguntó elprimero.

—Vive aquí. Trabaja conmigo.—Ya.—En ese caso tendrá que

acompañamos.—¿Quién?, ¿el chico?Francisco ya estaba alerta por

completo.—No, no. Usted, naturalmente.El más bajo dijo pacientemente:—Hemos de hablar a solas.—Me voy —dijo Tonchu con

despecho, cogiendo un grueso jersey y la

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zamarra.—¡No, qué te vas a ir!Pero el muchacho ya estaba en la

puerta con cara de pocos amigos.—Déjelo. No vamos a tardar mucho.Cuando Tonchu hubo salido dando

un portazo, Francisco se volvió a lospolicías.

—Francamente no me parecetolerable esta manera de irrumpir en eldomicilio de uno. ¿Traen ustedes unaorden judicial?

El bajito tomó una silla y dijo sinrecoger la pregunta.

—Podemos sentarnos, ¿no?—Ya lo ha hecho usted.

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El otro hizo lo mismo. No asíFrancisco.

—Veamos, padre, porque usted essacerdote, ¿verdad?

—Razón de más para no aceptar estaforma de invadir la casa de uno.

—Padre, teníamos entendido queusted no quería privilegios —dijo elalto.

A Francisco no dejó de sorprenderleesta información de que hacían gala,pero, al mismo tiempo, le exasperó.

—¡No estoy dispuesto a charlar conustedes toda la noche! —dijo—. Si notienen una orden en regla les ruego quese larguen ahora mismo.

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El más bajo dijo conciliador:—Sinceramente le pido disculpas.

Ya sabe que nosotros no decidimos en elservicio. Pero procuraremos ser brevesy molestar lo menos posible.

—Está bien.Hizo un esfuerzo para dominarse.—Veamos —siguió el otro sacando

un papel—. Usted conoce esto, supongo.Era una de las octavillas repartidas

en la fábrica.—¿Qué le hace suponerlo?—Bien. Lo conoce, desde luego. Es

superflua la pregunta. Comocomprenderá, nosotros no vamos contrausted.

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—Muchas gracias.—Cierto que hay quien no mira con

buenos ojos lo que usted hace y yomismo, perdone que se lo diga, no acabode entenderlo.

—Me figuro que no habrán venidoustedes a discutir de eso a estas horas.

—No, Dios nos libre. Allá laIglesia.

—Efectivamente.—Era sólo una opinión, y una

opinión personal. Creo que ustedes, loscuras jóvenes, sin negarles la buenavoluntad, no saben lo que hacen o conqué juegan. Iba a decir que si noescarmentaron con lo del 36, aunque ya

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me doy cuenta de que ustedes no lovivieron.

Francisco no estaba dispuesto adescender hasta el punto de discutir suforma de apostolado con la policía.

—Al grano —dijo.El más alto tomó ahora la palabra.—Vamos a él. Como se puede ver

por la octavilla y por otros detalles quesabemos y callamos, donde usted trabajahay una gran agitación; una agitación quetiene derivaciones que se salen de lolaboral. Nosotros hemos pensado queusted, como sacerdote, como personaformada y de criterio, querría prestamossu colaboración leal.

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Francisco no salía de su asombro.—¿Usted se da cuenta de lo que me

propone?El otro, tranquilo, respondió:—Nada del otro mundo. Que nos

oriente. Que nos ayude. En fin…—Que quiere convertirme en un

chivato de la policía.Intervino el más bajo.—Olvidemos esa palabra, padre.—Sí, será mejor olvidarla.—Convendrá conmigo en que le

interesa a usted el bien de los obreros,el verdadero bien.

—Sí.—Y que no tiene usted miras

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políticas.—Depende de lo que entienda por

política; pero supongámoslo. —Noquería ceder en nada.

—Estará usted de acuerdo en que elbien del obrero concreto no puede estaren salir de los cauces legales.

—¿Es que me va a hacer un examena mí?

—No sea suspicaz. Insisto en quesólo quiero su ayuda.

—Yo me debo a los obreros, no a lapolicía.

—Por supuesto; pero ¿es que nopuede concebir que en algún casocoincida el interés de la policía con el

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verdadero bien de los obreros?Francisco esbozó una sonrisa por

primera vez.—Le advierto que no me va a

envolver con palabras.—¿Y quién lo ha pretendido?… Si

usted quiere de verdad el bien de losobreros, estará dispuesto a ayudarnos anosotros que queremos evitar disturbiosy acciones ilegales.

—¿Por qué lo cree así?—Porque creo en su buena voluntad.Aquel hombre parecía sincero y no

había razón para que no pudiera serlo.Pero no acababa todo ahí.

—Muchas gracias.

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—Entonces, ¿contamos con suayuda?

—¿Qué clase de ayuda?—Necesitamos información.

Sabemos que se prepara algo yqueremos evitarlo.

—¿Cómo?—Es evidente que la masa es

agitada por alguien. Siempre ocurre así.Ese alguien, o esos alguien, sonprofesionales del activismo. Tienen suspropios fines.

—Sigamos suponiendo.—Usted sabe sus nombres…Francisco experimentaba un raro

placer en no facilitar las cosas al

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interrogador.—¿Y qué?El otro resopló.—Que esperamos que nos los

facilite.—Acabáramos.No añadió más.—Bueno, ¿qué dice?—Pero ¿en serio esperan que les

diga algo?—Tenemos medios para conseguirlo

—dijo el alto.—¡No me diga!…Era el peor camino para doblegar a

Francisco.—No nos entienda mal —volvió el

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bajito—. La misión que nos trae hastaaquí es enteramente de buena voluntad.

—Pues nadie lo diría.—Es a su buen sentido a quien

apelamos. Se trata de que no paguenjustos por pecadores.

—Plausible deseo.—Que está en sus manos convertir

en realidad.—¡Alto ahí, amigo! A mí no me eche

usted el fardo de la responsabilidad. Sialguna vez pagan justos por pecadores,la responsabilidad es de quien pase lafactura a tales justos, no mía. ¡Hasta ahípodíamos llegar!

—Debemos advertirle —dijo el alto

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— que las andanzas de usted no estánmuy claras que digamos en todo estefollón, y que la mejor manera deaparecer limpio de polvo y paja en esteasunto es colaborando con nosotros.

Francisco miró a los dosalternativamente.

—Vaya —dijo—, distingo dosvoces actuando en contrapunto —ydirigiéndose al más alto—: Usted llevala peor parte, la más antipática,¿verdad?

—Lo que acaba de decir micompañero es muy cierto. Tenemosinformes. No se trata de amenazas.

—Bien… ¿por qué no me detienen,

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entonces?—Sabe que no hemos venido a eso.—Tiene gracia —dijo pensativo.—Vamos, díganos los nombres y

habrá beneficiado a sus compañeros y así mismo.

—A ese precio, jamás. Compañerosmíos lo son todos sin excepción.

El policía alto se levantó.—Ya te dije que era mejor empezar

por la cabeza Allí es posible que lehagan entrar en razón a éste.

El bajito insistió aún.—Por última vez. No queremos

crearle dificultades. Colabore y todoshabremos salido ganando.

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—No —dijo Francisco de un modorotundo.

Salieron sin despedirse. Aquellaúltima amenaza le había parecidosencillamente odiosa. En ningúnmomento había estado dispuesto a dar unsolo nombre; pero menos que nunca bajoforma alguna de presión. ¿Qué crimenestaba cometiendo, se preguntaba, paraque desde uno y otro lado de la trincheratuviera que venirle todo el mundo conamenazas?

La puerta se abrió con violencia yentró Tonchu. Traía encendido el rostro.

—¿Qué querían ésos?—Nada, no te preocupes.

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—¿No querían nada y se presentanaquí a las tres de la mañana?

—Querían hacer unas preguntas.—¿Qué preguntas?—Se fueron como llegaron. De

vacío. ¿Te basta esto?Francisco no quería dar detalles a

Tonchu. Deseaba dejarlo al margen detodo aquello. El muchacho, contrariado,empezó a maldecir de la policía.

—Anda, olvida todo esto.Intentemos dormir.

—Esos querían sacarte algo, si losabré yo.

—No vas descaminado.—Espero que les hayas dado lo

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suyo, que para eso tienes tanta lengua.—No se trataba de dar algo, sino de

no dar nada.—Ya entiendo.—Hala. Y ahora o dormir.Pero el padre Quintas ya no volvería

a pegar ojo aquella noche.

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35A espaldas del padre Quintas se estabaoperando un cambio en el ánimo de lagente. Nadie hubiera podido señalar conseguridad de dónde salía todo aquello,pero hasta las cosas más triviales, queantes no habían inquietado a nadie lomás mínimo, eran ahora tergiversadas demanera insidiosa, y salían a relucirtodas y cada una de las llamadas de quehabía sido objeto por parte de ladirección, especialmente al despacho dedon Federico, el jefe de personal, asícomo sus ausencias de los domingos,sobre las que urdía sus adivinanzas la

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imaginación; y, lo que más extrañoparecía, al cabo del tiempo, era dedominio público la visita que para tomarel aperitivo había hecho al domicilioparticular de don Cosme, el consejero…

Francisco esperaba la llamada delvicario que, en efecto, no se hizoesperar. Allí estaban, de nuevo,sentados frente a frente, con la mesa enel medio.

—Sería muy de desear —dijo donHonorio— que se pusiera usted en unplan razonable desde el principio deesta conversación.

—Es lo que más deseo —replicó—,pero lo deseo por ambas partes.

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Los ojos del viejo sacerdotechispearon, pero no aludió a lo quejuzgaba impertinencia.

—Donde trabaja usted, segúninformes fidedignos, las cosas están muymal y se esperan, al parecer, ciertosconflictos.

—Es posible.—Conflictos nada claros quiero

decir, no laborales, sino mucho másconfusos y, diríamos, sucios.

Francisco guardó silencio y elvicario prosiguió.

—Hay dos cosas que me han movidoa llamarle.

—Le escucho.

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—Primero. Parece ser que usted hatenido ciertos contactos que lecomprometen. Que no se ha limitado atrabajar, sino que, quizá con la intenciónde meterse a redentor, se ha complicadoen lo que se prepara…

—Ignoro a lo que se refiere conpalabras tan cabalísticas —replicótranquilo Francisco—, así como la clasede informes que usted tiene y el créditoque pueden merecer. Pero, en todo caso,mi informe al respecto es éste: Todo esoes falso.

—Supongo que usted no miente. Enese caso se trataría de modos diversosde ver las cosas. Pero ocurre que ya

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sabe que no me merece confianza elmodo que tiene usted de juzgar estecaso.

—¿Podemos hablar de hechosconcretos?

—Sí, ¿cómo no? Por ejemplo suamistad con los comunistas.

—¿Desde cuándo está prohibida porla Iglesia?

—No nos perdamos en discusiones.Si ha de establecerse un diálogo conellos, cosa que personalmente pongo enduda, no será por cierto a nivel de usted.Para eso hay especialistas.

—¿Quiere decir —replicó Franciscocon amargura— que un sacerdote

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católico no tiene formación bastantepara dialogar con obreros comunistascarentes, por supuesto, de estudiossuperiores?

El vicario se impacientó.—No trate de llevarme a un terreno

distinto del que nos importa aquí yahora. Tal como están las cosas esevidente que le interesa clarificar susituación y desengancharse de todocompromiso, si no quiere comprometera la Iglesia, cosa en la que no tieneningún derecho para decidir por sucuenta.

—Mi situación está clarísima paraquien quiera verla sin prejuicios y no he

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aceptado compromiso alguno en elsentido que usted está insinuando.

—En ese caso no llegarían hastaaquí los rumores que llegan.

—¿Supone que estoy faltando a laverdad?

—¡Es usted un chiquillo, vamos!…Ya le he dicho antes que no creo quemienta. Lo que pasa es que ve las cosasde un modo no conforme con la realidadobjetiva.

—Es muy fácil decir eso. Y decirlodesde aquí.

—Precisamente desde aquí tenemosuna perspectiva que usted no tiene allí.

—Desde aquí —dijo Francisco

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demasiado rudamente— no pueden tenerninguna perspectiva, de eso doy fe. Hayun abismo entre esta curia y el mundo dela fábrica. Eso también lo garantizo.

—Pasaré por alto su actitudimpertinente —replicó el vicario sinmostrar alteración—. Pero le dije quehabía otra cosa.

—¿Qué cosa?Don Honorio hizo una pausa.

Buscaba las palabras.—A nadie le interesa el desorden —

dijo—, sea de la clase que sea. A nadie.—Desde el punto de vista burgués

esa afirmación es exacta, lo reconozco.—Desde todos los puntos de vista.

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Déjese de tonterías.—Cuando no se tiene nada que

perder…El vicario le interrumpió.—Siempre se tiene algo que perder.

No hay nadie que no tenga nada queperder.

A Francisco se le agolpaban muchascosas en la punta de la lengua, pero selimitó a decir:

—Bueno, no me ha dicho todavía lasegunda cosa.

—A ello iba —replicó don Honorio—. Sé que le han solicitadocolaboración.

—Sí, últimamente son muchos los

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que me han pedido colaboración. Depronto todo el mundo quiere echar manode mí. Es como si no hubiera manera dequedarse al margen.

—Me refiero a las fuerzas del orden.—¡Ah!Fue manifiesta la repulsa del joven

cura.—Comprendo muy bien que usted no

quiera perjudicar a nadie. Pero, bienpensado, si usted puede hacer algo porque se eviten posibles disturbios, quesólo redundarán en perjuicio de losobreros, no veo por qué se ha de negar aechar una mano. Usted sabe, sin duda,muchas cosas.

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—Pues ya ve, yo que comprendoperfectamente que la policía venga aquerer sonsacarme, no comprendo enabsoluto que usted lo apruebe; nocomprendo que me llame para pedirmeque venda a algunos compañeros,porque, dejémonos de rodeos, usted meha llamado para eso.

El vicario protestó vivamente.—Yo tengo que mirar por usted. En

ausencia del prelado es mi obligacióncuidar de que usted no dé pasos en falsoen el peligroso terreno en que se mueve.

—¿Y un paso en falso sería noprestarme a delatar a unos obreros? —preguntó con indignación.

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—¡No sea terco, ni tergiverse lascosas! Usted se cree el ombligo delmundo, por lo visto, y es incapaz deentender que hay otros bienes decarácter más general que su pequeña ymuy dudosa acción en esa fábrica.

—Se trata de un asunto que es de mipersonalísima responsabilidad y en elque nadie puede decidir por mí.

Hablaban los dos con la voz un tantolevantada, pero esforzándose pormantener el dominio de sí mismos.

—No se da usted cuenta de que nocabe alinearse con una de las partes, así,de hoz y coz, sin enfrentar de algúnmodo a la Iglesia con la otra.

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—Usted sabe tan bien como yo quehay hombres en la Iglesia alineados a suvez, y de hoz y coz, con esa otra. ¡Y dequé manera! No, no me venga consofismas. Además, oiga esto: ¿De dóndesaca eso de las alineaciones? ¿Y quéinformes son los que llegan aquí?

—¿Qué quiere decir?—Es que tiene gracia. Fuera de la

fábrica se me acusa de conspirar con losobreros, o algo así; mientras que en lafábrica, al parecer, se está tratando deachacarme no sé qué deserciones. ¿Enqué quedamos?

El vicario se le quedó mirandopensativo.

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—¿Lo ve? —dijo—. Siempre pensélo mismo. ¡En buen lío se ha metido!

—Nunca esperé descansar en unlecho de rosas.

—Pero es que ahora ya se pasa. Poreso pienso si no será el momento justode sacarle de ese medio.

—Precisamente ahora menos quenunca. Invalidaría todo lo anterior.

—¿Y qué mal encuentra en ello?Porque, veamos, en resumidas cuentas,¿a qué se reduce todo lo anterior?

Francisco sintió una aversiónprofunda, irreprimible, hacia aquelhombre que, sentado allí, juzgaba ydefinía lo que tanto dolor y lágrimas le

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había costado a él.—A nada —dijo—, a nada que usted

pueda comprender.Don Honorio suavizó el tono, sin

ceder en su firmeza.—Me hago cargo de sus

sentimientos y se equivoca si cree queno me doy cuenta de la dureza de la vidaque se ha impuesto. Pero eso no tienenada que ver con la convicción quetengo de que se trata de un caminoequivocado. Y, en estas circunstancias,me parece que lo correcto, lo leal, esdecirle que escribiré al señor obisposolicitando permiso para apartarle austed del trabajo en la fábrica. Creo que,

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en conciencia, debo hacerlo.—Está todo hablado, ¿no es así? —

dijo Francisco levantándose.—Así es.—No quiero ocultarle que yo

también voy a escribir.—Me lo imaginaba.—¿Puedo irme?—Sí. Y Dios le bendiga.El padre Quintas salió de la curia

exasperado. Tenía que escribir alobispo. Tenía que hacerlo sin pérdidade tiempo. Se desahogaría en aquellacarta. El obispo había demostrado queera capaz de comprender. Le explicaríapor qué de ninguna manera se podía

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pensar en removerle ahora,precisamente ahora. Era imposible queDios permitiera al vicario poner porobra sus deseos. Se fue directo a casa.No había nadie. Tonchu estaría con susamigos. Se echaba de menos elrevoloteo de Canela, sus continuasentradas y salidas. Era igual quecorriesen los meses. La presencia deella seguía allí para Francisco. Pero estavez, ante la urgencia de las cosas, le fuefácil apartar el recuerdo de la chica.Dudó un momento a la hora deencabezar la epístola, pero fue sólo uninstante.

«Querido padre…», empezó.

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36Aquel viernes nevó toda la noche.Cuando Francisco acabó su turno, a lasseis de la mañana, se fue derechamente acasa, mientras Tonchu se entretenía conotros aprendices tirando bolas de nieveen una batalla tan alegre como incruenta.

Las habitaciones estaban heladas yél se sentía aterido. Calentó un poco decafé y lo tomó casi hirviendo. Luego seacostó, echando encima toda la ropa deque pudo disponer, y, rendido comoestaba, se durmió muy pronto. Aún nohabía empezado a amanecer.

Fue un sueño profundo, sin

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sobresaltos, del que no emergió hastabien pasado el mediodía. Cuando abriólas contraventanas una intensa claridadinundó la habitación, a pesar de que elcielo estaba gris. La tierra parda, losdescascarillados tejados, y sin duda lasucia calle, todo había desaparecidobajo el impoluto lienzo blanco de lanieve. Se vistió con prisa, antes dequedarse helado, y pasó al cuartocontiguo para despertar a Tonchu; perono había rastro del muchacho y elcamastro estaba recogido. No dejó deextrañarle aquella ausencia; pero nillegó a sospechar que el chico nohubiera dormido allí. Se puso la zamarra

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y la bufanda y bajó a la calle. La nevadahabía metido en casa a la gente. Erasábado y se dirigió a la rectoral. Allítuvo trabajo bastante para olvidarse detodo. Aprovechó para darse una duchacon agua caliente que, al tiempo que leproporcionaba un placer casi excesivo,le remordía por dentro, como sicometiera un exceso condenable.

Volvió tarde a casa, la noche deldomingo. Caía un aguanieve y pensabaen Tonchu por el camino. «Tengo unpoco abandonado a ese chiquillo». Sehizo propósitos al respecto y subióaprisa la escalera. Pero no se veía luz.

—¡Tonchu! —llamó al entrar.

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Encendió y no había nadie. Dudó sisalir a preguntar por él. Por últimodecidió esperar. Tenía que rezar elbreviario todavía. Lo hizo paseando deuno a otro cuarto para no quedarse frío.Estaba distraído y se le iba la atención.«¿Qué me pasa?». Era un desasosiegocreciente, tanto más molesto, cuantomenos explicable. «Puede haber ido alcine; otras veces lo ha hecho». El frío nole dejaba estarse quieto. Decidióacostarse. Sabía por experiencia quesólo en la cama se podía uno defenderde aquella temperatura. Dejó abierta lapuerta que comunicaba las doshabitaciones, a fin de sentir llegar a

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Tonchu, y se envolvió en las mantas, trasapagar la luz. Fue un sueño inquieto, conpesadillas; pero continuo. Cuando sonóel despertador faltaba mucho paraamanecer. Escuchó en la oscuridad yllamó desde la cama:

—¡Tonchu!No se oyó ni un susurro.—¡¡Tonchu!! —volvió a llamar más

fuerte.Al no obtener respuesta saltó al

suelo, se vistió rápidamente y pasó alotro cuarto. Todo estaba intacto. Eraevidente que el chico no habíapernoctado allí. «¿Qué mosca le habrápicado?», se dijo, queriendo quitarle

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importancia. Pero ahora comprendía queel anterior desasosiego teníafundamento. «Bueno, lo voy a saberpronto». Eran las cinco y media. A lasseis tenía que hacer el relevo, pues letocaba el turno de la mañana. La calleestaba helada. Hizo el camino solo,pisando sobre la nieve reciente quecrujía bajo sus pies. «Es un pocotemprano», comentó para sí. Ya cerca dela fábrica vio moverse algunas sombrasencogidas por el frío. No hablaba nadie;pero a aquella hora y con aquel tiempoera lo que cabía esperar.

Apenas cruzó el portón de entrada sedio cuenta de que algo había ocurrido.

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No era porque la gente pareciera hoscay malhumorada; ni porque apenas seintercambiase una palabra. Era porqueno había modo de verles las caras;porque las miradas andaban huidizas yno se atisbaba ni una leve chispa desimpatía en ojo alguno. Se le cruzóJustino.

—Buenos días —le dijo, pero nopudo entender ni una sílaba de lo querespondió sin volver la cabeza.

En el taller todo el mundo se puso alo suyo; sin embargo, trabajaban condesgana y, al mismo tiempo, conmovimientos bruscos, ásperos, como siestuvieran conteniendo una violencia a

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punto de estallar. No se veían más quecaras largas, y, entre el fragor de lasmáquinas, se oía blasfemar porcualquier cosa. Tonchu no aparecía porningún lado. Francisco se acercó aCasto, el de Isabela, y le dijo:

—¿Ha ocurrido algo?El hombre, ahora completamente

limpio de vapores alcohólicos, le miró alos ojos un instante sin que su caraexpresara la menor simpatía.

—¿Tú qué piensas? —replicó,dándose la vuelta sin esperarcontestación.

—Oye…Francisco le tomó por el hombro,

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pero el otro se sacudió con brusquedad.—¡No me toques, cura! —dijo.Exploró con la mirada. Alguien le

sacaría de dudas. Pero sólo encontróojos huidos, caras largas, sin que se lepasara por alto que algunos volvíanostentosamente las espaldas. Buscó unpretexto para cruzar hasta el otroextremo de la nave. Anduvo el caminocon una plancha bajo el brazo.

—Tú, Andaluz, ¿qué pasa aquí? —ledijo a uno.

—¿Qué?El estruendo era grande, como

siempre; pero estaba seguro de que lehabía oído.

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—¡Que qué ocurre!—No oigo nada.Era inútil. Unos se daban la vuelta.

Otros miraban sin decir palabra. Algunose burlaba.

—¿Dónde vas?Se volvió, pero era Rufino, el

capataz.—Voy a llevar esto.El hombre tenía como una chispa de

alegría en el fondo de los ojos.—Déjalo ahí y vuelve al sitio.Francisco depositó la chapa en el

suelo.—¿Y ahora quién te va a echar a ti

una mano? —preguntó Rufino con íntima

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satisfacción.—No necesito manos de nadie.El otro se rio.—Ya lo veo, ya lo veo… ¡Si lo

sabría yo!—¿De qué me estás hablando?El capataz echó adelante la

mandíbula.—¡Yo soy perro viejo! —dijo con

rabia—. ¡A mí no me engañaste nunca!¡Vete, vete ahora con don Federico!

Francisco sintió unas ganastremendas de coger a aquel hombre porla camisa y sacudirle. Apretó los puñosy los dientes mientras hacía un esfuerzopor dominar aquel impulso. «¡Soy

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sacerdote!»… luego se dio la vuelta sindecir una palabra, ni siquiera cuando asus espaldas oyó decir al capataz:

—¡Renegado!Una creciente confusión se levantaba

en su interior como una ola que sube.«¿Renegado por qué?». ¿Se referían a sucondición de sacerdote o a la de obrero?No podía seguir así. Buscó a Raba conlos ojos, pero ni él, ni Campo, estaban ala vista. Entonces, sin permiso de nadie,cruzó la nave y salió fuera. Corrió bajoel aguanieve y se dirigió al pequeñolocal del jurado de empresa. ÓscarRaba iba a salir en aquel instante.También su cara era larga, pero no le

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hurtó la mirada.—Entra —dijo Francisco con

imperio.No había nadie allí. Se miraron en

silencio.—¿Qué quieres? —preguntó Raba.—¿Qué quiero? ¡Quiero no

volverme loco!… ¿Qué es lo que pasaaquí?

—No me digas que no lo sabes.—Te lo juro.—¿En qué mundo vives?—¡Por favor!En los ojos de Raba había una

titilante vacilación.—He estado en la parroquia desde

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el sábado a mediodía —añadióFrancisco.

—La policía hizo una redada.—¿Qué?—Han detenido a Hierro, a

Salmones, al Energías… hasta aCelestino.

—¿El Navajas?—Sí.—¿Cuándo ha sido eso?—El sábado de madrugada.—¡Dios!…Raba hizo una pausa.—Oye —dijo—, ¿es verdad que

estuvieron contigo?—¿Quiénes?

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—Los policías.En la cara de Raba había un gesto de

ansiedad. A Francisco ni se le pasó porla imaginación negar los hechos.

—Sí.—De modo que era cierto…—¿Y qué tiene eso que ver?El otro se replegó.—No, nada —dijo.—¿Cómo que nada? He acudido a ti

para saber qué es lo que ocurre. Mevisitó la policía. Sí, es cierto. Bueno, ¿yqué?

—¿No te das cuenta?—Habla ya, por favor.—Se ha corrido por todo el barrio

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que fuiste tú.Sintió como si le golpearan en el

vientre.—¿Que fui yo?—Tú estabas en todo. Tratabas con

todos ellos. Te visitó la policía. Haytestigos…

—¿Quién ha dicho eso? —explotóFrancisco rojo de indignación.

—¿No conoces a Benavides?—Sí.—Estuvo aquí y habló con mucha

gente. Luego se esfumó.—Bien, pero ¿quién puede creerlo?

¿No me conocen todos? ¿Qué dices tú?Se le acercó hasta casi tocarle. Raba

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sostuvo la mirada.—Yo ahora te creo.—¿Y antes no?—Antes no importa. Primero quería

hablar contigo. Pero lo malo es que lode menos ahora es lo que piense yo.

—Tú puede decírselo a los otros.—No me creerán. Toda la HOAC

está en entredicho. Si hacemos causacomún contigo, nos hundimos.

Francisco se rebeló.—No es hacer causa conmigo, sino

con la verdad.Raba miró a un lado.—Tú sabes poco de esto. Hemos

luchado mucho aquí para ganar una

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confianza. Tú, sin querer, nos hascomprometido.

—Pero…No salía de su asombro.—Si quieres un consejo, vete.

Esfúmate, siquiera por un tiempo.—No haré tal cosa. Es imposible

que, de la noche a la mañana, todo elmundo…

—Escucha —le detuvo Raba—. Tehabían aceptado, es cierto; pero haydemasiado prejuicio contra los curas.Tú difícilmente lo puedes comprender.Son tornadizos. Ha bastado un soplo dellado malo para que te echen a ti elmuerto. Unos lo creen y otros lo dudan,

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pero incluso éstos les seguirán el juego.Alguien mueve bien los peones aquí.Los que te echan por la borda deben deser los mismos que primero quisieronutilizarte. Ya te lo avisé. No seastestarudo. Vete ahora y se olvidará todo.

Francisco no podía oír aquello conpaciencia.

—Ni lo sueñes —dijo—. Eso seríadesertar. Lo que me extraña es que seastú quien venga a proponérmelo.

—Personalmente te admiro, Paco —repuso Raba—. Si te hablo así esporque creo que, en este momento, deseguir aquí nos perjudicas. Queramos ono, nos asocian •contigo. Tú eres una

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baza para quienes nos combaten anosotros.

—Amigo —dijo Francisco lleno deconvicción—; hay que estar con laverdad, no con la conveniencia De todosmodos, gracias por decírmelo.

Hizo ademán de retirarse, pero elotro le detuvo.

—Si puedo hacer algo…—Después de lo que hemos hablado

me parece preferible luchar solo.—Estoy pensando si no habrá una

manera de probar que todo eso soncalumnias.

—¿Qué manera?—No lo sé…

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—Calla.Una idea le vino a la cabeza.—¿Qué pasa?—Tonchu…—¿El chico?—Sí. Él estaba allí.—Hombre…—Él sabe que yo no hablé. Entró

inmediatamente. Yo se lo dije…Según iba hablando se deshinchaban

las velas de su esperanza. ¿Tonchu? ¿Yqué sabía él en realidad? Mas, ¿dóndeestaba?, ¿por qué no había ido a dormir?¿Acaso también él…? Se le oprimió elcorazón. «¡Es imposible!», se dijoanimándose: pero en aquel mismo

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momento comprendió que lo habíapresentido.

—¿Dónde está Tonchu?—Tú sabrás.Francisco salió disparado de allí.

Quería ver a Tonchu. Si aquella espinaque imaginaba era verdad, quería quefuera el mismo muchacho quien se laclavase. Mientras tanto se negaba aaceptar lo que su razón le pintaba comoevidente. Pero, por más vueltas que dio,no pudo encontrarle en ningún lado. Esosí, se hartó de ver caras largas, espaldasque se vuelven, miradas como muros.Pero nada le importaba. Era a Tonchu aquien buscaba como el náufrago bracea

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en busca de una tabla. Ya no era supropia suerte lo que le importaba, sinosólo el comprobar que no era cierto yque Tonchu, Tonchu, al menos, le seguíasiendo fiel.

Del trabajo voló a casa sin pararsecon nadie. Y la casa seguía tan fría ysolitaria como la había dejado antes deamanecer. Era como si de pronto aquelrecinto, al que había llegado a querer, sehubiera despersonalizado, al serdespojado sucesivamente de loscuidados de Canela y del bulliciosorebullir de Tonchu. Abrió el pequeñoarmario donde el chico solía guardar susescasas pertenencias. No había nada.

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Aquel vacío era elocuente. ¿Qué máspodía querer? Sin embargo se echó a lacalle, sin dudarlo un instante. Dio unavuelta por el barrio, como un perrovagabundo. Luego entró en «ElAfricano». No había mucha gente. Elhombre del mostrador no sonrió. Losotros le dieron las espaldas. Todovolvía a ser como al principio. Y, depronto, lo vio allá en el fondo, con unoscuantos bebedores. Dio unos pasoshacia él.

—Tonchu —dijo.—Deja en paz al chaval —replicó

uno de hornos, un tipo desgarbado aquien sólo conocía de vista.

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—Es con él con quien quierohablar…

Francisco tenía clavados los ojos enlos ojos del chico, cuyo rostro huraño,no disimulaba del todo una apenasperceptible indecisión.

—Con él ya has terminado —dijootro desconocido—. El chaval es de losnuestros. Bastante tiempo lo tuviste a tusfaldas. Ahora lárgate.

Algo ciego le impulsaba a golpear.Él era un hombre, después de todo; peroayudaba a su propia contenciónclavándose las uñas en las palmas.

—Tonchu, quiero hablar contigo.Los que estaban en la mesa se

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pusieron de pie, dándole cara. Pero losojos de Francisco seguían clavados enel rostro del muchacho y no se movíande allí. Éste se levantó también yempezó a acercarse, como si no pudierahacer otra cosa. El de hornos le pusouna mano en el hombre, deteniéndolo.

—¡Tú, quieto aquí!—¿Por qué te has ido sin decir una

palabra? —preguntó Franciscoconsciente de que no podría tenerle asolas.

—Te lo voy a decir yo —dijo elotro—. El chico no quiere tener nadaque ver con un cochino soplón, con un…—soltó la palabra.

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Francisco no se inmutó.—Di la verdad, Tonchu —se dirigía

sólo a él—. Di la verdad.La cara del aprendiz denotaba

sufrimiento y contradicción.—Él estaba contigo cuando llegó la

policía —dijo el de hornos— pero lehiciste salir de la habitación, ¿qué másquieres?

—¡Habla, Tonchu! ¡Tú me conoces!—¡Chaval! —gritó una voz—. ¡No

te arrugues ante un cura!—¡Tonchu! —exclamó Francisco

aún.—¡Déjame! —explotó el chico.—¿Lo oyes?

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Se levantaron voces airadas.—¿Te largas tú —preguntó uno— o

prefieres que te larguemos nosotros?Miró en torno. No vio más que

enemigos. Sólo los ojos del chiquilloestaban bajos.

—Está bien —dijo.Comprendió que era inútil. En

realidad el chico no tenía idea de lo quehabía hablado con los policías y sabeDios qué coacciones estaríanpresionando sobre él. Le halagarían; leamenazarían… No era más que unadolescente, al fin y al cabo, y muchomás inestable aún de lo corriente aaquella edad. Pero todo esto no bastaba

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para paliar la dolorosa decepción quesentía en su interior. Dio la vuelta ycaminó hacia la salida.

—¡Cuervo!—¡A la sacristía!—¿Vais a dejar que marche así?—¡Hay que darle una lección!Eran voces distintas, airadas, llenas

de odio, que se incitaban unas a otras. Elfrío de fuera le dio en el rostro. Respiróprofundamente. «¿No bastaba conCanela, Señor?». Por la calle solitariaiba un hombre encorvado, con la cabezagacha, las manos hundidas en losbolsillos. Sin verle la cara pocoshubieran identificado al padre Quintas.

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37En la cama del sanatorio a donde fuetrasladado desde la Casa de Socorro,Francisco se debatía en medio de unaaltísima fiebre. Todavía no teníaconciencia de su cuerpo dolorido ydeliraba sin ninguna coherencia.Recogido sin conocimiento, sobre lanieve, se le había declarado una doblepulmonía, aparte de los hematomas ycontusiones que era fácil observar asimple vista.

—¿Cómo lo ve, doctor?El viejo párroco estaba realmente

conmovido y no se separaba de su

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cabecera.—Peligro serio no hay, salvo

complicaciones. Es joven y fuerte.Saldrá de ésta.

—Pero esos golpes en la cabeza…—No tiene nada roto, a Dios

gracias. Esa hinchazón aparatosa bajarámuy pronto, ya verá.

Todos se hacían conjeturas y lapolicía esperaba para poderleinterrogar. Por el momento no había másque los hechos, y los hechos eran muyescuetos. La mujer que lo encontrótendido en la explanada, sin dar pie nimano, creyó que estaba muerto y saliódespavorida, sin tocarlo. La policía se

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personó en la Casa de Socorro.—Sí, ha sido golpeado —dijo el

médico de guardia—. Una verdaderapaliza.

—¿Es grave?—En principio, no. Hay que hacer

radiografías.—¿Con qué le hirieron?—Yo creo que no hubo ninguna

clase de armas, fuera de las manos y lospies.

—¿Podríamos hacerle unaspreguntas?

—Está sin conocimiento.Don Jacinto fue avisado en cuanto se

supo de quién se trataba y se personó sin

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pérdida de tiempo, dejando la parroquiaen manos de sus coadjutores. Su dolor alcontemplar el rostro de Francisco notuvo límites, porque bajo su ruda cortezaexterna el hombre era todo corazón.

La fiebre remitió al tercer día y losojos se abrieron, mejor el derecho queel izquierdo, ya que éste se hallabaenmarcado por un gran hematoma con laconsiguiente hinchazón.

—Agua —dijo.Aquella palabra movilizó en torno a

todo el mundo. Unos por una causa yotros por otra, todos querían saberdetalles de lo ocurrido. Francisco cerrólos ojos de nuevo e hizo con la mano un

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signo muy elocuente. El médico ordenódespejar la habitación y decretó quenadie entrase, fuera del párroco y elpersonal de servicio.

Al día siguiente, el vapuleado teníaun aspecto mucho mejor. Había dormidobien y las señales de los golpes, asícomo la hinchazón de la cara,empezaban a ceder.

—Veamos, padre, ¿cómo seencuentra?

—Uff… ¡me duele todo el cuerpo!—Es natural.—¿Tengo algo roto, doctor?—Nada. Es usted de hierro.—¡Cualquiera lo diría!

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—Padre… la policía espera hacedías para interrogarle.

—¿La policía?, ¿por qué la policía?—A usted le han golpeado, ¿no es

así?—¿Quién dice eso?El médico sonrió.—Vamos, padre, ¿le traigo un

espejo?—Ah, ya.—¿Puedo avisarles?—Si no hay más remedio…Lo que son las cosas. Estaba ahora

más tranquilo que los días anteriores alincidente. Era como si el dolor físico ledescargara del dolor moral. Sentía pena

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por Tonchu, por Pili, por todos loscompañeros; pero, en su interior, sehabía operado por la vía cruenta unapurificación que le acercaba más a Diosy le hacía menos asequible aldesengaño.

El policía encargado de hacer laspreguntas se produjo de una formacorrecta.

—¿Es usted sacerdote?—Así es.—Fue usted recogido el jueves de la

semana pasada, sin sentido, en laexplanada que hay detrás de los bloquesde su barrio, con señales de haber sidogolpeado. ¿Le pegaron?

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—Sí.—¿Quiénes fueron sus agresores?—Lo ignoro.El policía levantó la vista de la

libreta en que anotaba.—¿Quiere decir que no sabe quién

le agredió?—Eso es.—Pero…—No los conocía.—¿Cuántos eran?—Tres o cuatro.—¿Tres, o cuatro?—No lo puedo precisar.—¿Qué señas tenían?—Estaba completamente oscuro.

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—¿Quiere decir que no vio nada?—Nada que pueda concretar.El policía miró a ambos lados,

incrédulo.—Entonces, ¿por qué le pegaron?—Lo mismo digo yo.—Vamos, piense un poco. Una cosa

así no ocurre sin un motivo.—Supongo, pero no puedo decir

nada.—¿No puede o… no quiere?—En el fondo vendría a ser lo

mismo, ¿no?—No exactamente.El interrogatorio siguió hasta que el

médico le puso fin; pero Francisco no

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dijo nada que pudiera ser útil paralevantar una pista. Parecía evidente queno quería colaborar en el castigo de losculpables.

—Usted quiere encubrir a losobreros —dijo el policía ya de pie.

—¿Qué le hace suponer que tuvieronque ser obreros?

—¿Quién, si no?No hubo forma de sacarle una

palabra. Por otra parte, que no conocía alos agresores no era más que la verdad.El cielo estaba negro al ir para lafábrica aquella madrugada. Cuandosalieron de la esquina y le dijeron: «Vencon nosotros», no dudó ni un momento.

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Él no tenía nada que esconder y norehusaba ninguna responsabilidad que sepudiera seguir de su actuación. Sumisma facilidad en seguir con ellosdebió de sorprenderles.

—Vamos, Francisco, ahora estamossolos. ¿Quién te puso así?

Don Jacinto se sentía capaz de ir apedir cuentas en persona a cualquierparte.

—No tiene importancia. Ya estoycasi bien.

—Sí, pero no me has contestado.Francisco sonrió entre esparadrapos.—Secreto de confesión —dijo.—Como quieras, pero haces mal.

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—No se preocupe, don Jacinto. Soncosas del oficio.

En realidad no tuvo la primerasospecha hasta ver que se dirigían a laexplanada; pero, aun entonces, no acabóde comprenderlo. No eran de la fábrica,de eso estaba seguro. Él esperaba suspreguntas, porque aquello, bien lo vio,estaba relacionado con las detenciones ycalumnias consiguientes. Pero nadie selas hizo.

—¿Por qué no le dice a la policíaquién le atacó?

Era el médico ahora.—Usted me cae simpático, doctor,

por eso le voy a dar una respuesta.

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—Dígame quienes fueron.—Pero la pregunta no era ésa, sino

por qué no se lo decía a la policía.—Bien. ¿Por qué?—Porque pienso volver al barrio.

Por eso.—Volver es una locura. Y no es

bastante razón.—Y porque soy sacerdote.—¡Toma! ¡Más motivo todavía! ¡No

se puede consentir que le hagan esto a unsacerdote!

Francisco sonrió de un modo apenasperceptible.

—Ya ve. Yo pienso todo locontrario. Desde luego que no se debe

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consentir que le hagan esto a ningúnhombre. Pero, de hacérselo a alguno,¿por qué no al sacerdote?

—Usted delira todavía.—Qué va. Esto me pasa por andar

leyendo tantas veces los cuatroevangelios.

El médico se le quedó mirando.—Admiro su humor, padre.—Hace bien, porque no creo que

encuentre en mi otra cosa que admirar.Caminaban por la nieve sin decir

una palabra y se oía distintamente elcrujir de las pisadas. Cuando una manole cogió por el brazo notó en seguida lacarga de violencia que desbordaba

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aquel gesto vital. «¿Qué…?» Iba a decirqué queréis, pero no pudo terminar lafrase, ya que de la oscuridad del ladoizquierdo le llegó el primer golpe,propinado por un puño duro como elhierro. El ángulo de incidencia y lodesprevenido que se hallabacontribuyeron para dar con él en tierracuán largo era. Los agresores sedetuvieron y uno dijo: «¡Levántate!».Sabía que le iban a volver a golpear y élno era ningún valentón; pero la mismaseguridad de su razón y el pensamientode que Dios estaba allí, en toda la negrabóveda que cubría la escena, le llenaronde un estoicismo del que nunca se

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hubiera creído capaz. Se levantó y losgolpes llovieron sobre él ahora devarias direcciones. Sin embargo tardómás en caer. Le hervía la sangre, pero ledominaba un como orgullo de no gritarni defenderse, limitándose a cubrir elrostro, en lo posible, con los brazos.Cuando se vio en el suelo sintió la fríanieve como un alivio, pero los golpes nocesaron. Ahora le machacaban con lospies. «¡No gritaré! ¡No gritaré! ¡Ni unapalabra!». Le estaban hablando y nolograba entender lo que decían. Luego sehizo el silencio y creyó que se dormía.Sentía un gran bullicio en su cabeza,pero ninguna sensación le llegaba del

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cuerpo. Al fin perdió toda noción.Con los ojos cerrados se dio a

explorar cada dolor concreto. Lebastaba con insinuar un leve movimientopara localizar, ahora aquí, ahora allí, lapunzada delatora de algún golpe. Losiba ofreciendo a Dios uno por uno, y losaplicaba a personas conocidas: «Éstepor Tonchu, pobre muchacho, cuántohabrá tenido que sufrir»… El pinchazoque sentía en la cintura, al revolverse, loofreció por Canela. «No he perdido laesperanza, Señor, no la he perdido». Noquería saber de dónde había partido laagresión. Además era lo mismo. Amor yodio están muy próximos. Él volvería a

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ellos. A un testimonio de amor no se lepuede resistir sin límite.

Empezó a tener visitas. Todosquerían saber. Le molestaba lacuriosidad, la caza de la anécdota, elafán de sensacionalismo. Primero setrataba de algún que otro sacerdote; perolas truculencias corren aprisa y prontotuvo a la prensa sobre sí. Nada máscontrario a sus deseos. Sabía muy bienque nada bueno le podía reportar lapublicidad. A unos no los recibió,alegando mil pretextos; a otros, los másinsistentes, les rogó que le hicieran elfavor personal de no tocar el tema en losperiódicos.

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Lorenzo, el cura castrense y buenamigo suyo, fue de los primeros enpresentarse.

—¿Qué te han hecho, Paco?Estaba indignado. A Francisco le

hizo gracia.—Si te lo permito traes un

regimiento y arrasas.—Sin bromas. ¿Qué pasó?—Ya lo ves.—Pero ¿por qué?, ¿por qué?—Tú eres un amigo. Te diré algo

con tal de que no te vayas de la lengua.—Palabra de honor.—Está bien. Creen que he delatado a

los que han sido detenidos.

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—¿Qué detenidos?—Echaron el guante a unos cuantos

de la empresa.—¿Y por qué ibas a ser tú?—Soy cura. Para ellos eso es

importante.—No te entiendo.—Están llenos de prejuicios contra

los curas. Hay un abismo entre ellos ynosotros…

—Pero precisamente tú habías dadoel salto; te habían aceptado, ¿no?

—Así es.—¿Y no era cierto?—Claro que sí. Pero ya ves, la

policía estuvo en casa un par de noches

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antes… Eso y algunas malas lenguasbastaron para soliviantar los ánimos.

—¿Así son?—No lo puedes entender. Además,

¿cómo crees que somos nosotros?—¿Qué quieres decir?—Todos caéis en lo mismo.

Después de tantos años no basta llegarpara besar el santo, ¿comprendes?Quizás haga falta que muchos denosotros pasemos por experienciascomo ésta.

—¡No!—Sí, Lorenzo, sí.—Pero ¿de qué ha servido todo tu

sacrificio de casi dos años?

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—Nada es inútil. Aunque el edificiono emerja todavía, están hincados loscimientos. Ya lo verás.

El castrense hizo una pausa, luegodijo:

—Admiro tu fe.—No es fe, hombre, no es fe. Es

mucho más sencillo.—Y ahora, ¿qué piensas hacer?—¿No me conoces?—Sí, supongo lo que quieres.—Eso, volver, naturalmente.—¿Y el riesgo?—No hay riesgo ya. Lo que tenía que

pasar, pasó.—¿Tú crees?

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—Ya lo verás.—¿Y si te equivocas?—Nadie se puede equivocar si obra

por amor.Aquellas palabras, dichas en un tono

sencillo, parecieron consagrar de algúnmodo el aire de la habitación. Lorenzole miró a los ojos.

—¿Qué te han dado allá abajo? —preguntó.

—¿Por qué lo dices?—O estás loco o hablas como un

santo.Francisco sonrió.—Siempre fuiste listo, Lorenzo.

Gracias por no llamarme santo. Ni soy

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santo, ni estoy loco. Hablar como unsanto no es difícil. Está al alcance decualquiera.

—Pero tú obras como hablas…—Bah… a lo mejor resulto un

orgulloso, o un cabezota… Vete a saber.Un hombre es una cosa tan compleja…¿Quieres creer que muchas veces no meentiendo a mí mismo?

—¿Cómo te han podido cambiartanto?

—Siempre creí que con relación almundo obrero sabíamos lo suficiente.Ahora me he dado cuenta de que eramucho más lo que teníamos queaprender que lo que teníamos que

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enseñar.—Alguno se escandalizaría de esas

palabras.—¿Sólo alguno?Rieron los dos.—¿Sigues creyendo que el diálogo

es posible?—Por supuesto.—Pero lo que ha ocurrido contigo

parece desmentirlo.—Esto es una anécdota personal y

no tiene que ver con las posibilidadesauténticas del diálogo.

—Muchos sostienen que esimposible dialogar de verdad con loscomunistas.

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—En efecto, con el partidista, pordecirlo así, no hay nada que hacer.

—Entonces…—Pero es que el partidista sigue

siendo hombre. Es al hombre al que hayque ir.

—Salvo que el partidista devore alhombre, porque el comunista suele serun tipo enterizo, sin grietas y sin otraconciencia que el partido mismo.

—Me niego a creer que el hombrepueda ser devorado del todo en ningúncaso. La mayor dificultad reside para míen nuestros propios fallos históricos.Sólo reconociéndolos podemosempezar.

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—¿A qué fallos te refieres?—Lo he pensado mucho. El

comunista ve a la Iglesia comoportadora de un mensaje de justiciasocial hasta revolucionario; pero, almismo tiempo, la ve actuar tímidamenteen su realización histórica, pormiramiento a las potencias financieras ypolíticas que han garantizado suexistencia. Por esta contradicción, queaún subsiste, acusa a la Iglesia deimpotencia radical.

—Pero eso, en todo caso, no atañe alo esencial…

—No, si bien se entiende. Sinembargo no se detienen ahí. Van también

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contra la misma sustancia. Consideran ala caridad como un ideal irrealizablepor impotencia de la misma naturaleza.Esto, que es discutible inclusohistóricamente, les parece axiomático aellos. Son veinte siglos de ver lainjusticia y la miseria flanqueando lasinstituciones eclesiásticas, sin provocarpor parte de éstas una reacciónsuficiente. Consideran que la Iglesiadispuso de demasiado tiempo y que fueimpotente para aprovecharlo. Más aún,ellos ven en la caridad una coartadainteligente para permitir a losexplotadores seguir viviendo, contranquilidad de sus cristianas

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conciencias, a base de beneficencia eneste mundo, con la cual obtienen baratoel billete para la gloria celestial…Tenemos que cambiar en muchas cosassi queremos allanar los obstáculos quepor nuestra parte se oponen a un diálogoposible.

—Tienes razón. Conozco católicosque se imaginan el diálogo con losmarxistas como si fueran un torneo entreángeles y demonios.

—Exacto. Y nada más lejos de larealidad.

La convalecencia discurrió porbuenos cauces, sólo que la fiebre lehabía dejado muy postrado y el médico,

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de acuerdo con el párroco, procuróalargarla cuanto pudo, con el fin de queaquel cuerpo trabajado se fortalecieratodo lo posible.

A Francisco le dolía que noapareciera por allí nadie del barrio.Tenían que saberlo, ya que a la mujerque lo encontró le habría faltado tiempopara irlo contando con pelos y señales;aparte de que la policía no dejaría dehacer sobre el propio terreno suspropios intentos de averiguación. Sinembargo, cuando alguien le tocaba eltema, reaccionaba prontamente, como side defender sus propios hijos se tratara.

Sergio, que pasaba a verle todos los

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días un momento, aunque sin intenciónde discutir, no pudo menos de decirle:

—¿Y tu gente? ¿No viene nadie poraquí?

—Parece que te alegras.—No. Es que me llama la atención.—Vamos, sé sincero. Encuentras en

ello como una confirmación de tuspuntos de vista.

—Si quieres verlo así…—Pues yo encuentro natural que no

aparezcan.—Tú siempre me sorprendes.—No puedes comprenderlos. La

policía anda por medio y ellos tienenalergia a la policía.

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—No será por nada bueno, digo yo.Francisco le miró con fatiga.—Si yo te dijera que el pobre ve a

la policía como un instrumento alservicio del capital, tú, ¿qué dirías?

—Eso son tópicos.—De acuerdo. Pero ¿qué otra cosa

es la que gobierna a la gente, así a la dearriba como a la de abajo, sino tópicos?¿Me lo quieres decir?

Estaba visto que tampoco sobre estohabían de llegar a un acuerdo; lo que noquitaba para que la discusión sereanudase cada día.

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38La respuesta del obispo encontró alpadre Quintas todavía en el sanatorio. Yresultó ser la mejor medicina y elreconstituyente más eficaz. «Estimo queno ha ocurrido nada —decía— por loque deba yo dar contraorden. Mi palabrasigue en pie». Cierto que eso estabaescrito antes del último incidente que letenía postrado allí; pero a él no leparecía en modo alguno que pudieraextraerse del mismo otra conclusión quela de seguir en la brecha con más razónque antes. «Ignoro lo que decidiré mástarde sobre esta experiencia singular que

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estás llevando a cabo —seguía elobispo—, pero presiento que Dios estácontigo y que no debo ser yo quien seinterponga. Eso sí, tiemblo por ti,aunque parezca paradoja, y te tengopresente cada día en mi oración. Aveces los caminos que acercan más aDios están orillados por más hondosprecipicios. Contra lo que pudierasugerirte una remisión en la vidaespiritual, piensa que la precisas másque nadie. De este apostolado queejercitas, si te soy sincero, no esperootros frutos de momento que el nadapequeño y despreciable de tu propiasantificación».

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A Francisco, leyendo estas cosas, sele llenaban los ojos de lágrimas,mientras sentía un gran amor hacia aquelanciano venerable. «¿Sería igual mireacción si su respuesta hubiera sidootra?». Esta pregunta le inquietaba.Creía que sí, y se lo repetía; peronecesitaba estar seguro de ello.

Al pie de la carta, y bajo la firma,había una nota que le advertía de queenviaba copia de la misma a su vicario.Este detalle era importante y completóla alegría de Francisco.

Por lo demás, aquella misma tardese presentó de visita don Honorio. Erauna suerte que hubiera tardado tantos

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días, pues aquel rostro se habíarecuperado mucho y ya estabapresentable.

—¿Qué dice el héroe? —preguntó alentrar.

—De héroe, nada.—¿De mártir, entonces?No podía ofender, con aquella

cándida sonrisa, aunque Francisco no sedejaba engañar.

—He tenido carta del obispo —dijocortando por lo sano.

—Lo sé, lo sé.—Me dice que le envía a usted una

copia. Supongo que la habrá recibido.—Sí. Venía a decírselo, aparte de

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hacerle una visita.—Muchas gracias; pero ya me

encuentro bien. Espero que me dejensalir mañana o pasado a todo más.

—Me figuro que insiste en volverallá.

—Naturalmente. La carta…—La carta —le interrumpió— fue

escrita sin tener conocimiento de estedesagradable desenlace.

Francisco se aprestó a la defensa.—Eso no cambia nada —dijo.—Es usted muy optimista. No voy a

permitir que se vapulee a un sacerdote ytodo siga igual.

—Agradezco su buena intención;

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pero si de veras quiere hacer algo pormí, es precisamente eso lo que tiene quehacer, no inmiscuirse en nada.

—¡Hasta ahí podíamos llegar! Lassingularidades a que usted está dandolugar, con su manía obrerista, nosafectan a todos. Es un sacerdote quien hasido golpeado brutalmente, un sacerdote,no un tal Francisco Quintas, y ésa es lacomidilla de toda la ciudad.

—¿Y qué pasa con ello?—¡Ah! ¿Le parece poco al señor?Francisco tenía ganas de soltarlo.—Hay precedentes —dijo.—Sí, ya lo sé, mataron a Cristo, por

lo que el padre Quintas debe hacerse

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asesinar.—¡Me da una idea! —replicó en el

mismo tono de ironía—. Pero no estabapensando en eso.

—¿En qué, si no?—En san Pablo. ¿No recuerda lo que

dice en la primera carta a los Corintios?—recitando despacio—: «Hasta elpresente pasamos hambre, sed ydesnudez; somos abofeteados y penamostrabajando con nuestras propiasmanos».

—Hay textos para todo —dijo donHonorio imperturbable.

—Si usted lo dice…—No pretenderá que lancemos a

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nuestros sacerdotes a ser vapuleadospor ahí.

—Yo no quiero nada. Hablo de lomío. No es mi misión resolver por losdemás.

—Ni siquiera lo es resolver por símismo.

—Por eso acudí al obispo, ¿o es queno acudí?

El vicario alzó las manos.—Bien —dijo—. Dejemos eso.—Es lo que estoy deseando.—Voy a correr el riesgo de

permitirle volver. Creo que es unalocura, pero no quiero que piense queestoy sistemáticamente en contra suya.

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Francisco sonrió y su voz se alegrópara decir:

—No tiene opción. El obispo hadecidido.

—No cante victoria. El preladodecidió sin conocer todas lascircunstancias.

—Usted da demasiada importancia aun incidente que carece de ella.

—Hágase a la idea de que sus díasen la fábrica están contados. Será mejor.

—Dios tiene la palabra.—Eso espero. Y ahora a cuidarse.Francisco salió a los dos días. Se

despidió de quienes le habían asistidoen el sanatorio y se dirigió directamente

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al barrio. Estaba lleno de fortaleza. Loshechos ocurridos, lejos de haberleamilanado, le daban una seguridad en símismo que nunca había tenido en aquelgrado. La carta del obispo, por otraparte, había llegado en un momentodecisivo. Sentía verdaderas ansias deser visto por todos los de los bloques,de presentarse sin jactancia, perotambién sin miedo, ya que, ni sentía éste,ni se creía capaz de aquélla. Pasó delargo por la parroquia, sin entrar. Sehabía puesto las mismas ropas quellevaba cuando fue sorprendido,convenientemente lavadas y cosidas. Ibapor la calle con la cabeza alta, con aquel

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pequeño esparadrapo por encima de laceja. Se cruzó con alguno y vioinscribirse en sus ojos la sorpresa.Campanilla quiso escurrirse en unportal, pero le alcanzó.

—¡Paulino!—¿Eres tú?Le hizo gracia el desmayo de la voz.—¿Qué te pasa? ¿Te sientes

culpable? —le preguntó en broma.El hombre miraba furtivamente a uno

y otro lado.—¿Culpable de qué?—Déjalo. Ya estoy de vuelta. Pero,

oye, ¿qué tienes?Su nerviosismo era evidente.

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—¿Yo?—Sí, tú, ¿quién va a ser?—Nada, yo no tengo nada.—¿Por qué miras a todas partes,

entonces?Le buscó los ojos.—¿Por qué has vuelto, Paco?—¿Qué pasa?—No debiste venir. Están todos

contra ti. Volvió la policía.A Francisco se le amargó el gesto.—No es de mí de quien depende.Los ojos de Campanilla chispearon.—Tú eres un tío estupendo —dijo

de pronto—, pero tú tienes la retiradacuando quieras. Nosotros, no. Vete, no

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seas tonto.—Te agradezco que me muestres

afecto, aunque haya de ser en la sombrade un portal. Gracias de todos modos,pero no me iré de aquí. Jamás me iré porpropia voluntad.

—Ninguno de los nuestros cree quefueras tú; pero somos muy pocos y yasabes cómo es la gente.

—Diles que no se preocupen…—No, yo ya le dije a Raba, si hay

que dar la cara, damos la cara. No espor miedo.

Francisco le palmeó el hombre aCampanilla.

—Lo sé, Paulino, pero no quiero que

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os comprometáis por mí. Lo mío es sólomío. Es mi ración y a mí me tocadigerirla.

—Creo que es mejor que te vayas;pero si decides quedarte, yo…

—Calla, hombre, calla.Volvió a la calle dejando a

Campanilla en la penumbra y se dirigióal bloque donde tenía la vivienda. Subióde dos en dos las escaleras, sin tropezarmás que con un chiquillo de seis o sieteaños, que se aplastó contra la pared alpasar él. La puerta estaba sin llave,como de costumbre. En el interior todoestaba revuelto. La ropa andaba por elsuelo y los papeles yacían esparcidos

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por todas partes. Alguien habíaregistrado todo aquello. ¿La policía?¿Los compañeros? Se encogió dehombros y se dispuso a poner orden allí.Fuese quien fuese el que había hechoaquello, no había ocasionadodesperfectos. Pronto pudo darse cuenta,asimismo, de que no faltaba nada.Cuando estuvo cada cosa en su sitio,concluyó de rezar el breviario enaquella fría soledad. Se esforzaba porfijar su pensamiento en Dios y no dejarvolar la imaginación detrás de Canela yde Tonchu. Sí; no estaban allí; pero haymuchos modos de salvar a una persona.Concluido el rezo no dudó en afrontar la

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situación. «Cuanto antes aparezca enciertos sitios será mucho mejor». Bajó ala calle y se dirigió a «El Africano».Anochecía ya y era una hora de seguraanimación. No esperaba causar sorpresaalguna, pues suponía que la voz yahabría corrido por el barrio. Noobstante, su entrada hizo sensación. Fuecomo si todas las conversacionesquedaran en suspenso por unossegundos. Hubo mano que se detuvo enel aire con la ficha de dominó, y vasoque se paró camino de la boca. Fuederecho hasta una parte libre de la barray dijo:

—Un tinto.

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Su voz sonó tranquila y sirvió comoseñal para que todo el mundo hablara almismo tiempo, aunque estaba claro quepretendían ignorarle, volviéndose deespaldas y exagerando el gesto, la voz ola risa.

Se mantuvo de codos, mirando a lasbotellas que tenía delante, y, poco apoco, comenzó a observar por el espejo.No tuvo duda de que, explícita o no,había una consigna de vacío en torno asu persona. No haría nada por forzarla.Soportaría aquello como todo lo demás.Había sido aceptado demasiadofácilmente; ahora lo comprendía bien.Se había equivocado en cuanto al

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precio. Ahora tendría que pagar másalto, pero lo que obtuviese a cambiosería definitivo y no estaría al arbitriode un malentendido, de una calumnia.

—Cobra —dijo pasado un rato.El Africano tomó el billete que le

tendía, sin mirarle a los ojos. Cuandovolvió con la vuelta la puso sobre elmostrador e hizo ademán de irse.

—¿No quieres perjudicarte, eh? —lesusurró cerca del oído.

La situación tenía gracia, después detodo. «La mayoría es esclava del quédirán», pensó.

Con el turno de noche se presentó enla fábrica. Nadie le hizo una pregunta.

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Era como si hubiera trabajado el díaanterior. Sencillamente le ignoraban.Buscó a Rufino, el capataz.

—¿Qué hago?El viejo le miró de arriba abajo.—Barre —le dijo.Hacía mucho tiempo que no había

vuelto a manejar la escoba. Estaba vistoque se le relegaba a los principios. Peroera para lo que se había preparado, paracomenzar de nuevo. Demostraría que sutestimonio no era endeble y que teníaque tener motivos extraordinariamentepoderosos para seguir allí, en talescondiciones, pudiendo, como todossabían, irse en cualquier momento.

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También Tonchu estaba en su sitio.Y no le ahorró blasfemias yexclamaciones soeces de las suyas. Loadivinaba desde lejos, pero cuandopasaba cerca, tenía ocasión decomprobarlo. Y hasta los más adustosparecían tener ahora interés encelebrárselo al muchacho. Sin embargo,lo que en otro tiempo le hubiera hechosufrir, apenas le llegaba ahora a lafrontera del alma. «Va contra mí, nocontra Dios». Estaba claro que al chicolo habían trabajado en su ausencia, asícomo ahora lo halagaban con suscarcajadas descompuestas. El mismoRufino, antes tan exigente, se reía ahora

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complacido. «Son tan simples comoniños —pensó—. Se pondrían furiosossi pudieran saber que los sigoqueriendo».

Pero los niños, ya se sabe, sonespecialmente crueles muchas veces.

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39Durante más de un mes, purgóFrancisco, en soledad, pecados que nohabía cometido. No se le dirigía lapalabra, pero tampoco se le molestaba.Esperaba que aquello no duraríasiempre y lo llevaba con paciencia. Lamisa, sin embargo, no quedó del tododespoblada. Dos o tres mujeres, de edadmás que madura, siguieron fieles a lacita, y, para ayudar, solía venir unmocosuelo, hijo de Raba. Evitaba deintento a los militantes de la HOAC.Sabía que no le rehuirían, pero no queríacrearles compromisos, tal como estaban

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las cosas.Para quien sea capaz de una vida

interior, la soledad no es tan graveproblema. Francisco hablaba con Dios yhasta encontraba un regusto en el vacíoque los hombres creaban en torno suyo.Daba largos paseos por los ateridosdescampados, atendía a los pocos niñosque seguían acudiendo y esperaba,seguro de que una actitud digna,comedida y constante, acabaría porablandar las piedras.

Pero el cambio se produjo en unsentido insospechado. Fue unatransformación sutil en un principio, dela que no tuvo conciencia inmediata. Era

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como una renacida curiosidad respecto asu persona que, sobre todo, se cifraba enmiradas. Pero no tardó en asomarse aaquellos ojos la hostilidad, y lo que másle turbó, algo así como la burla. Confrecuencia tenía la sensación de quehablaban de él, pero no podía saber enqué sentido. Se dio cuenta de que erapreferible el ataque directo a aquellaincertidumbre. Algo estaba pasando asus espaldas y una amenaza indefiniblele acechaba.

En el suelo de su casa, con trazas déhaber sido introducido por debajo de lapuerta, encontró un pequeño sobre consu nombre. Antes de abrirlo tuvo la

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certeza de que provenía del otro lado dela Avenida. En efecto, la tarjeta era deFelipe Fortuny. Francisco tuvo unavisión del coche rojo deportivo. Eltexto, lacónico, decía así: «Quierohablar con usted». Y añadía la hora y lasseñas de una cafetería que estaba al otroextremo de la ciudad. Francisco sequedó pensativo. Una cita, aunque fuerade un hombre como Felipe, significabamucho por entonces para él. Alabó laprecaución de señalar un sitio donde eradel todo improbable tropezar con algunodel barrio. ¿Qué cuerda se le habría rotoal señorito?

Puntualmente se presentó en el

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establecimiento escogido. Llevaba unospantalones grises, un jersey negro,cerrado, y una zamarra de cuero. En unamesa del fondo divisó a Felipe que lehacía señas. Fue a sentarse con él.

—Tiene que perdonar el haberlehecho venir y el modo de citarle.

—No tiene importancia.—De ninguna manera quería

aumentar sus dificultades.—¿Qué le hace suponer que estoy en

dificultades?Felipe sonrió, divertido.—Usted siempre tan tieso —dijo—.

Estoy enterado de todo lo que pasó.—¿Sí?

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—Su jefe de personal sigue su casocon apasionamiento.

—No es para tanto.—Vamos. No sea modesto. No ha

querido hacer nada por no perjudicarle.—¿De veras?—¿Por qué no cree en la posible

buena voluntad de los demás?Francisco se refrenó.—Perdone.—Usted me cae simpático. Me

interesó desde el principio. Cuando supelo que había ocurrido con esos bárbaros,me indigné.

—¿Por qué los llama bárbaros?—¿Y me lo pregunta usted?

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—La culpa no es de ellos.—¿De quién es, entonces?—Pongamos que de la sociedad.—Eso es generalizar demasiado.—Puede, pero prefiero no concretar.

Seguramente no estaríamos de acuerdo.Felipe consideró cordialmente a su

interlocutor.—Padre, en serio, ¿no ha sido

bastante todavía?—¿Bastante de qué?—De hacer lo que está haciendo.

Perdone, no quisiera parecerentrometido, pero su caso me hasugestionado. Admiré su aventura desdeque la conocí casualmente a través de

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Federico. Usted no sabe que le defendí acapa y espada en innumerablesdiscusiones de tertulia y de café. Yo,que no creo en nada serio, he llegado aapasionarme con usted. Le he admiradodesde el primer momento. Sí, admiro sudesprendimiento, su gallardía, sutozudez incluso, por llamarla de algunamanera. Pero todo tiene un límite. Suactuación debe tener una lógica; ustedtambién cuenta… En fin, que yo creoque ha llegado al extremo y, vamos, queya está bien.

Francisco consideraba curioso a suinterlocutor.

—Es posible que sea cierto eso de

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que las simpatías suelen ser mutuas,porque yo me pasmo de encontrar en míuna reciprocidad de sentimientosrespecto a usted.

Felipe alzó las cejas, divertido.—¿Tan extraño le parece que yo

pueda suscitar simpatía?—Que la suscite en mí, desde luego.—¿Merecería yo saber por qué?—Hombre, sinceramente, su vida

está tan lejos de todo lo que yo estimo yaprecio…

—Nunca se sabe, padre —replicócon humor—, el santoral está lleno degrandes convertidos.

Francisco le miró al fondo de los

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ojos.—Sin embargo, y por desgracia, me

hace el efecto de que no ha sido pormotivos de conversión por los que meha citado aquí.

—No, sinceramente, no. Es ustedquien me preocupa.

Con auténtica extrañeza.—¿Que le preocupo yo?—Mire, no fui a visitarle al

sanatorio por temor a perjudicarle. Séde lo que le acusaron.

—Bah, tonterías.—Tonterías o no, los golpes que le

dieron no fueron ninguna broma.—Le aseguro que me dolieron

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mucho menos de lo que yo hubierasupuesto. Salí de aquello mucho máscurtido.

—Sé también cómo le han recibido,el tácito, pero efectivo boicot que se hadecretado contra usted.

—¡Caramba! —dijo Francisco confingido pasmo—. Usted lo sabe todo.

—No es ningún misterio, ¿verdad?—Evidentemente, no.—¿Y no es bastante?—¿Bastante para qué?—Para renunciar, para darse por

satisfecho, para…Le cortó vivamente.—¿Darme por satisfecho?

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¿Satisfecho de qué?… No, amigo mío.La verdad es que estoy empezandotodavía.

—Es excesivo lo que yo ha tenidoque pagar para estar aún empezando.¿Qué busca, en realidad? ¿Que acabencon usted?

—Si eso fuera un medio para algoque valiera la pena, ¿por qué excluirlo?

Felipe le observó con atención.—¿Y debe usted exponerse a todo,

absolutamente a todo?—¿Qué quiere decir?—Le diré por delante que yo creo en

usted.—La fe en mí no tiene gracia. No le

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vale para nada.—Hablo en un plano humano.—Ya, ¿y qué?—No le he llamado para hablar por

hablar.—Me lo figuro.—Pero le veo muy tranquilo.—¿Por qué no había de estarlo?—Óigame…Se interrumpió.—Pero ¿qué pasa?Francisco veía que el hombre quería

desembuchar alguna cosa, pero noparecía encontrar las palabrasadecuadas.

—Vamos —dijo—, usted quiere

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decirme algo. ¿Me equivoco?—No, no se equivoca.—¿Qué es ello?Felipe jugó con la cucharilla.—Al parecer hay una chica en el

barrio que responde por Canela.Se puso en guardia de una forma

automática.—Sí —concedió.—La conoce, claro.—Sí, trató mucho conmigo hasta

hace irnos meses. Luego las cosas setorcieron.

Se veía que a Felipe le costabatrabajo seguir.

—¿Las cosas? —preguntó—. ¿Qué

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cosas?—Era una pobre chiquilla, cargada

de experiencias prematuras, y yo lainicié en la religión.

¿Qué pretendía aquel hombre? Por lacabeza de Francisco cruzaronvertiginosamente las ideas másabsurdas. Por un instante llegó asospechar que Felipe tuviera intencionesconcretas acerca de Canela, perodesechó la idea que no casaba enabsoluto con el tono anterior de laconversación.

—¿Y luego?—¿Luego? Antes de que hubiera

podido consolidar en ella una verdadera

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formación, se apartó.—Usted me odiará por esta sarta de

preguntas… Perdone de nuevo.La curiosidad de Francisco estaba

muy despierta.—No tiene importancia.—¿Qué sabe ahora de esta chica? —

siguió Felipe.—Anduvo con uno de los que han

sido detenidos, uno que llaman elNavajas. Ahora no la veo. Supongo queme huye deliberadamente.

—¿Y eso es todo?—¿Cómo todo?—¿Todo lo que sabe de Canela?Francisco se le encaró.

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—Oiga —dijo—, ¿a qué viene todoesto?

Felipe se mordió el labio inferior enun gesto maquinal.

—Canela está embarazada.Aquello no le podía sorprender, en

realidad; pero, al pronto, se quedó loque se dice boquiabierto.

—Todo el mundo lo sabe en lafábrica —continuó Felipe—. ¿No sabíausted nada?

—Es la primera noticia que tengo,palabra. ¿Por qué me lo dice?

—¿Usted está interesado en esachica?

Una instintiva suspicacia hizo decir

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a Francisco:—Según como se mire.—Comprendo.—Sí, pero no ha respondido a mi

pregunta. ¿Por qué me llama aquí paradecirme eso?

—¿No se lo figura?—¡No!Fue casi un grito contenido. Felipe

titubeó y dijo al fin:—Dirá que nadie me ha dado vela

en este entierro; pero me abruma lo queestá pasando con usted. Créame: Debeirse de aquí. No le merecen a usted. Nilos unos, ni los otros. Déjese deromanticismos y váyase lo más lejos

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posible.Ahora sí. Ahora Francisco tenía

motivos para la sorpresa, más aún, parala profunda estupefacción que se habíaapoderado de él. Oía hablar a Felipe yapenas entendía sus razones. «¡No esposible! ¡No es verdad!»… Aquello, deser cierto, tenía que haber partido de unsitio muy concreto y ese sitio sólo podíaser uno, pero se negaba a admitirlo.

—Usted ya ha dado bastante. Le hedicho que le admiro; pero todo tiene unlímite. Los de abajo se cebarán en ustedy no estoy seguro de que los de arriba nose ensañen.

—Pero… ¿quién puede creer eso?,

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¿quién?—¿Quién? Cualquiera. ¿Es usted

sacerdote y no conoce a la gente?—¡Si es absurdo!—La vida misma es absurda y el

celibato de ustedes, no digamos. Y, sinembargo, yo creo en su inocencia. Yave, no faltarán quienes tengan por másabsurda esta creencia que la otra.

—¡Hablaré con ella! —dijoFrancisco con decisión.

—Creo que está imposible con lasdetenciones. No debe ni intentarlo.Armaría el escándalo.

—¿Cómo lo sabe usted?—Federico tiene buenos informes.

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—¿Qué hacer, entonces?—Es el momento. Hágame caso.

Váyase.—¡Eso nunca!—Es usted terco.—Lo que usted me pide es una

huida. Para eso tendría que ser culpable,y, aun entonces, lo que corresponderíasería hacer frente a la responsabilidad.

—Admiro su valor, pero conozco lavida.

—También yo —insistió Francisco—. Delante de mí dirá toda la verdad.¡Vaya si la dirá!

Felipe abrió los brazos, en un gestode impotencia.

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—Quisiera tener una gran fe pararezar por usted. Es un asunto feo éste.

—De todos modos, gracias porhaberme avisado.

—Total ha sido inútil por lo visto.—Nada hay inútil. Buenas tardes.—Suerte.Se separaron allí mismo.A Francisco se le había secado la

garganta y la ansiedad trajinaba en susvísceras. Ahora comprendía el cambioexterno que se había operado en elambiente los Últimos días. Todoresultaba meridiano. No habían bastadolos golpes para ablandar su ánimo; peroesto era distinto. «Un golpe bajo». Sí,

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eso era en realidad. Se daba claracuenta de que por ahí podían hacerlemucho daño. «Un asunto feo», teníarazón Felipe. Una materia sucia yresbaladiza; algo que era difícil manejarsin mancharse. Pero Canela, no, nopodía ser. Tenía que ser mentira.Hablaría con ella. Su despecho de mujerno podía haber llegado a tal extremo. Y,de pronto, por primera vez, pensó en elhijo, porque el hijo estaba ahíevidentemente de camino. ¿Quién podíahaber sido? Recordó los comentarios deunos y de otros. La escena que Tonchu lehizo presenciar. Era cosa de Celestino,«¡el muy bestia!». ¿Qué otro podía ser?

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Sintió prisa por llegar al barrio, poractuar, por sentir en su propia y sufridacarne los puyazos que pudieran estarlereservados. Era como si fuera peor estarausente; como si faltando él el asuntopudiera agravarse más aún. No, no seiría. Aunque temblase en sus fibras másíntimas haría frente a la amenaza. Diossabía la verdad y no permitiría que se leprobase más de lo que podía soportar.Sintió su respiración agitada, su bocaseca, la rigidez de su garganta y entró enun tascucho para beberse cualquier cosa.

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40Pasaron tres días en que no logró darcon Canela. Parecía haberse evaporado.Y, sin embargo, sabía que seguía allí.Pero si aquellas tres jornadas nobastaron para consumar su propósito, sífueron suficientes para que el cambio dedecoración se completara. Ya no era laindiferencia y el olvido de las semanasanteriores, aquel tormento de la soledadque ahora resultaba envidiable. Eran lasrisas, las alusiones, los codazos; eranlas miradas torvas, las miradasmaliciosas, las miradas de odio. Y noquedaba siquiera el parvo consuelo de

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poder dudar acerca del motivo deaquellas actitudes. La especie habíahecho fortuna y el barrio entero secebaba en ella. Sólo aquella tácita leydel vacío, que seguía pesando sobre él,impedía que se enterara con pelos yseñales de toda la basura que semezclaba con su nombre y con susacerdocio. Pero estaba la imaginaciónpara suplir, y los gestos eran tanelocuentes, que su interpretaciónresultaba dolorosamente simple. Ensayóa identificarse con el Cristo delevangelio, el Jesús calumniado eincomprendido, lo que, en ocasiones, lellenaba de fortaleza y hasta de un íntimo

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gozo; pero no faltaban momentos dedepresión en que su ánimo se sublevaba.«No es sólo por mí. Después de todo,¿qué me importa a mí ser pobre en fama,como lo soy en bienes materiales? Esque manchan el sacerdocio en mí. Esque confirman injustamente en mí susprejuicios anticlericales. ¿Basta con queme calle? ¿Qué debo, hacer?»…

Había algo que era superior a susfuerzas y de lo que no quería privarse.Tenía que dar con Canela. Hablar conella cara a cara. No era posible que todaaquella maldad contara con sucolaboración activa. En estospensamientos andaba, cuando le llegó un

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aviso discreto para que fuera por eljurado de empresa.

Oscar Raba y Antonio Campoestaban sentados detrás de la largamesa. Sus rostros denotaban gravedad.

—¿Me llamabais?Raba llevó la voz cantante, como de

costumbre.—Sí, siéntate.—Tú dirás.Se estaban mirando a los ojos.—Bueno está lo bueno —dijo muy

serio—, pero esto ya pasa de la raya.Francisco consideró aquel rostro

adusto. Se hallaba perplejo.—¿Qué ocurre? —preguntó

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dolorido.—En toda la fábrica, qué digo, en

todo el barrio, en los bloques, por todaspartes, no se habla de otra cosa…

—Supongo…—Nosotros…Interrumpió.—¿También queréis que me vaya?—Calla y escucha —terció Campo.—Cuando ocurrió lo de los

detenidos —siguió Raba— decidimosapartamos de ti. Sin querer ponías enpeligro toda nuestra labor, ya te lo dije.

—Sí.—Pero ahora seríamos unos

cobardes si nos calláramos.

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—¿Por qué?El gesto del militante se endureció.—Nosotros creemos en ti. Si ahora

no damos la cara por ti no nos loperdonaremos en la vida.

—Estamos convencidos de quealguien dirige todo esto —remachóCampo—. La masa es ignorante y seceba en la carnaza que le echen; perohay alguien detrás y no podemos hacerleel juego.

Francisco, después de tanto tiempode proscripción general, experimentó lahumanidad de aquellos hombres, cáliday próxima, como si fuera un bálsamopara su alma. Y aquello fue bastante

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para que recuperase, de momento, almenos, todo el ánimo perdido.

—Nunca sabréis —dijo— cómo osagradezco estas palabras. Pero ahorasoy yo quien os dice que este asunto espersonal estrictamente personal, y quesoy yo solo quien debe hacerle frente.

—Pero no podemos dejarte solo —replicó Raba con vehemencia.

—Todo lo contrario. Lo que nopodéis es hacer otra cosa. Vuestrapalabra en este asunto no vale nada. Notenéis pruebas. No contáis más que convuestra buena voluntad.

Insistieron todavía en un forcejeolleno de los mejores deseos.

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—Gracias, amigos, pero tengo querehusar. Por otra parte, pensad que noestoy solo. Creemos en Dios y Dios estáconmigo.

—¡Al primero que bromee con esodelante de mí, le parto la boca! —dijoCampo con un gesto que no dejabaabrigar la menor duda de que lo haríaasí, llegado el caso.

—No es ése el camino —dijoFrancisco sonriendo—; casi tocáis a unopor mil. Es demasiado, ¿no os parece?

Francisco, de todos modos, saliófortalecido de aquella conversación yvolvió a levantar la frente. Miraba sinodio. Miraba sereno, miraba recto, y

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notó que muchos ojos se bajaban altropezar con los suyos. «Y el caso esque no son malas personas. Debe de sertan fácil, para su mentalidad, dar créditoa infundios como ése… Tengo laconvicción de que cualquier giro de losacontecimientos puede devolvermemañana en ellos a los mejores amigosdel mundo».

Aquella misma tarde —«tengo quehacerlo, ¿por qué esperar más?»— sedirigió a la vivienda de Canela. Hacíatiempo que la madre de la chica habíadejado de aparecer por sus habitaciones.Ella, como los demás, había desertado.Y ahora estaba allí, abriéndole la puerta

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y mirándole como sin dar crédito a susojos.

—¿Qué quiere usted? —dijo al fincon el más áspero tono.

—Quiero hablar con Pili —repusoFrancisco haciendo esfuerzos pordominar aquel corazón queinopinadamente se había desbocado.

—¡Habrase visto desfachatez!…La mujer gritaba ya y, como si

hubiera estado esperando la señal, todaslas puertas empezaron a abrirse y laescalera se llenó de mujeres.

—¿Está en casa la chica?—¡Pregunta por la chica! ¿Lo estáis

oyendo? —no se dirigía a él, sino a las

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vecinas, que se encrespaban con losojos como ascuas.

Francisco quiso retroceder. Nohabía previsto aquello; pero estaba en lomás alto de la escalera y no era cosa detirarse por el hueco.

—Por favor —dijo.Los insultos se iniciaron a su

espalda. Era la madre de Canela.—¡El tío guarro! ¡Y se atreve a

presentarse delante de mí después quedesgració a mi hija!

No pudo oír más, porque gritabatodo el mundo, y él, aturdido, sordo yciego de repente, bajaba abriéndosepaso a codazos, entre el griterío, los

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ayes y las imprecaciones de todasaquellas mujeres convertidas, por unode esos tornadizos fenómenoscolectivos, en verdaderas harpías.

Cuando llegó a su casa tenía larespiración entrecortada del perseguido.Por primera vez cerró con llave pordentro y fue a desplomarse sobre elcamastro. La congoja de tantos días,disimulada unas veces, contenidavirilmente otras, en ocasiones soterradabajo una momentánea exaltación, estalló,al fin, llenándole el pecho yderramándose al exterior en forma degruesas lágrimas, quemantes y ácidas.Seguía oyendo los insultos, las

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obscenidades y las vilezas y veía losojos encendidos, el chispear del odio,de un odio viejo, casi instintivo, quevenía de muchas generaciones atrás yque no podía estar verdaderamentedirigido en exclusiva a su persona.«¡Dios!, ¡Dios!», gritaba él hacia dentro.Pero no acudía nadie a responder.Dejado por los hombres, no habríaángeles que vinieran a hacer algo por él.Poco a poco fue sintiendo que el tedio leinvadía. Una fatiga, que no era física, seesparció por cada una de sus fibras.Jamás se había encontrado tan cansado.Todo era inútil. Y, además, ¿para qué?¿Valía la pena realmente? Quiso rezar,

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tirarse de la cama y caer de rodillas;pero supo al mismo tiempo que no lo ibaa hacer; que aquella pereza honda quesentía, aquella desgana radical eran másfuertes que cualquier impulso de subuena voluntad. Se durmió, al fin, depuro agotamiento y soñó que Canelaestaba ausente, y que era ajena a todoaquel manejo, y que se indignaba alenterarse; y no fue una pesadilla, sino uninmenso alivio. La pesadilla, pordesgracia, comenzaría al despertar.

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41El vicario estaba serio.

—Siéntese —dijo.Francisco lo hizo así.—Si prefiere sincerarse, contar lo

que sea, será mucho mejor —siguió.El padre Quintas estaba

desconcertado, al pronto, por estaentrada tan directa en materia. No sehabía hecho ninguna ilusión al recibir laurgente llamada; pero había imaginadolas cosas de manera muy distinta.

—¿Qué quiere que cuente? —preguntó, mirando con fijeza a suinterlocutor.

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—Usted sabrá. Aquí han llegadonoticias…

La mente de Francisco funcionaba agran velocidad. ¿Quién podía haberllevado a la curia un chisme comoaquel? ¿Con qué voluntad lo habríahecho?

—Me ha llamado usted y he venidolo antes posible para escuchar lo que metenga que decir. Ya que ha entrado tanderecho en el asunto, será mejor que mediga cuanto antes lo que sea.

Don Honorio adelantó el busto,apoyando los antebrazos en la mesa.

—La acusación —dijo con vozneutra— versa sobre una mujer que va a

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tener un hijo.—Ya.—Una chica con la que usted tuvo

familiaridad, imprudente familiaridad—recalcó—, hace unos meses.

A Francisco, como siempre,aquellas insinuaciones militantes en sucontra le devolvieron su naturalbeligerancia dialéctica.

—No recuerdo ninguna familiaridad—repuso—, ni prudente, ni imprudente.

—¿No?—No. Traté con esa chica como

cualquier sacerdote lo hace con docenasde ellas en el curso de su apostoladocorriente.

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—O sea que reconoce de qué chicase trata…

Los ojos de Francisco seencendieron.

—Por favor, deje a un lado conmigocualquier suerte de artimañas.

El vicario se enderezó comoofendido.

—Está bien. En concreto: esa chicase encuentra en estado.

—¿Y qué? —replicó con su prontaviveza.

—Dígame la verdad.Que lo dijera él. No pensaba

adelantarse a pronunciar la palabra.—¿Tuvo usted que ver con esa

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chica?—En el sentido en que usted lo

pregunta, no.—¿Nada?—Rotundamente, no.Podía decirle más; podía contarle

cómo ella se le había insinuado; cómose le había ofrecido; cómo, en susimplicidad, había llegado a querer sersuya; pero, ofendido como estaba,prefirió callar. Un residuo de orgullo,del que en aquel instante no eraconsciente, le selló la boca.

—Sin embargo parece ser que todoel barrio y todo el mundo de la empresaen que trabaja usted afirma lo contrario.

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—En efecto —dijo con la frente alta—. Tiene usted que escoger. La palabrade todos o la mía.

El vicario contempló unos instantesel rostro obstinado de Francisco.

—Me temo que le ciegue la soberbia—dijo.

—Por donde quiera que me mire —le replicó— usted no verá más quedefectos. Y los tengo —añadió—, comotodos, como usted mismo; pero en todos,y también en mí, hay algo más, apartelos defectos.

—No nos desviemos —insistió donHonorio autoritario—. Si tiene que deciralgo es mejor que lo diga ahora.

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Francisco encontraba algunadificultad para mantener la respiración asu ritmo normal.

—Pero… ¿usted cree que yo hehecho eso?

—Yo no creo nada. Yo tengo queesclarecer los hechos.

—¿Y qué espera de mí?—La verdad.—Ya se la he dicho.El vicario movió la cabeza

dubitativo.—Cuando el río suena… —dijo.—El río sonaría igual si llevara

leche, o vino, o petróleo, en vez de agua—replicó Francisco desabrido—. Si

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tiene alguna prueba démela y déjese derefranes.

Se miraron sin comprensión.—Es usted insolente —repuso don

Honorio con frialdad— y no me pareceque sea éste el mejor momento paraserlo.

—Ningún momento es bueno paraser insolente —replicó Franciscodominándose—; pero, por lo que a mítoca, éste no es peor que los demás.

—Ya lo veremos.—Es a Dios a quien verdaderamente

tengo que dar razón de mi conducta. Élsabe perfectamente que estoy siendocalumniado.

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—Dios tiene representantes en latierra y éstos no cuentan con cienciainfusa, sino sólo con prudencia humana.El problema de su conciencia perteneceal fuero interno y es cosa suya; pero,además de eso, existen aspectosexteriores que entran dentro de mi totalcompetencia.

Francisco creyó verle venir.—Usted no aprobó jamás la forma

de apostolado que practico. Aguantóporque sabía que yo contaba con elrespaldo del obispo. Ahora encuentraque tiene un pretexto para imponerme sucriterio, ¿no es así?

Don Honorio entrecerró los

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párpados.—Me parece que usted minimiza el

problema. No se trata de un pretexto,sino de un hecho sumamente grave.

—Hecho que yo niego y usted noprueba.

—En el fuero externo su situación esmuy comprometida y el escándalo es unarealidad. No hace falta probar nada paraque la prudencia más elemental meaconseje separarle inmediatamente delteatro de sus andanzas.

—Sin pensar que comete unainjusticia si es verdad, como lo es, queestoy siendo calumniado.

El vicario alzó una mano.

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—Déjeme a mí —dijo— con mipropia responsabilidad. Aun tratándosede un infundio estimo que seríaprovidencial. Ya era hora, a todas luces,de sacarle a usted de ese mundo. Ahorano lo comprende; más tarde me loagradecerá. Ha perdido usted dos añosen una experiencia que ya estabajuzgada. Esa carta ya la jugaron enFrancia, antes que usted, y la perdieronpor completo. Allí duró el asunto más dediez años, hasta que la prudencia deRoma se vio obligada a intervenir. ¿Yme quiere decir de qué valió?

Francisco hizo un mohín elocuente alresponder.

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—Puede que ignore usted que enFrancia siguen probando. Dese un paseopor Pontigny. Por lo demás entiendo queusted está radicalmente incapacitadopara comprenderlo.

—¡Muy amable por su parte! Detodos modos soy modesto, no hablo pormí, sino por los cardenales del SantoOficio.

—También hay cardenales fuera deRoma; los hay en Francia, al lado mismode donde se llevó a cabo la experienciade la Misión Obrera. Ellos dejaronconstancia escrita de que los sacerdotesque compartieron la suerte de sushermanos obreros proporcionaron un

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testimonio que trascendió a todas lasclases sociales y cruzó las fronteras deFrancia, lo que es una verdadincontrovertible.

—La novedad, hijo, la novedad; y uncierto snobismo al que son siempredados los jóvenes.

A Francisco le hervía la sangre.—Lo que para usted es novedad y

snobismo, para el cardenal Feltin esalgo que ha empezado a desvanecer elprejuicio según el cual la Iglesia deCristo no sería la Iglesia de los pobres,sino la aliada del dinero.

—Eso, en el tono en qué lo diceusted, es demagogia, aparte de tópico.

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Quien ha empezado a ver a la Iglesia deCristo como Iglesia de los pobresporque unas docenas de sacerdotes sehicieron obreros, tenía obligación dehaberlo visto antes porque miles y milesde curas rurales, por ejemplo, vivían supobreza con los pobres.

—Pero lo cierto es que el prejuicioestaba y está creado y arraigado. Y nobasta con las demostracionestradicionales para desmontarlo.

—Bienvenida sea la pobreza y todolo que usted quiera; pero para ser pobre,convénzase, no hace falta hacerseobrero; como tampoco renunciar a laelemental dignidad que compete a

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nuestro estado.—¿Y es también la dignidad —

preguntó Francisco con ironía— la quele aconseja adelantarse al obispo paramandarme a otra parte?

—¿Por qué no?—Con lo que dará una prueba a

quienes me calumnian, lo que acabará dedestrozar su querida dignidadsacerdotal.

—Entre varios males es deelemental prudencia escoger el menor.Aparte de que si yo no pruebo que laacusación responda a la verdad,tampoco prueba usted que se trate decalumnia.

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Francisco golpeó la mesa con elpuño. Tenía encendido el rostro.

—¿Desde cuándo es el acusadoquien debe probar su inocencia?

El vicario no se inmutó.—Cálmese. En nada va a mejorar su

situación perdiendo el dominio de símismo. Con esta misma fecha, yllamando la atención lo menos posible,dejará usted su vivienda en el suburbio yse presentará aquí para recibir un nuevodestino. ¿Ha comprendido? Hoy mismo.

El padre Quintas bullía deindignación. Un texto se le vino a loslabios y no tuvo empacho en recitarlo.

—«En la cátedra de Moisés —dijo

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—, se sentaron los escribas y fariseos.Haced, pues, lo que os dijeren; pero noobréis conforme a sus obras».

La cara de don Honorio se contrajo,primero, y se distendió, luego, en unasonrisa indefinible.

—Su insolencia no hace más queconfirmar mi pensamiento. La respuestase la daré por la tarde. Puede irse.

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42El contraste entre la fábrica y el claustroera demasiado intenso como para nodesconcertar el ánimo del padreQuintas. No se le ocultaba que larapidez con que todo se le habíaimpuesto podía deberse al deseo decolocar al obispo ante hechosconsumados, ya que estaba muy próximoel día de su vuelta. Salió del barrio aloscurecer, como un ladrón, sin ánimopara intentar siquiera despedirse dealguien. En la curia le tenían guardadauna última sorpresa. En su indignaciónmañanera no había entendido que las

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palabras finales del vicario conteníanuna amenaza. Por eso no estabapreparado para escuchar aquello: «Iráusted hoy mismo al Convento de losReverendos Padres, donde tendrátiempo para enfriar sus insolencias yhará bien en comenzar una buenapenitencia. Y, por supuesto, no semoverá dé allí, bajo ningún pretexto, nirecibirá o escribirá a nadie hasta tantoque le lleguen instrucciones. Ya éstaavisado de todo el superior». Al prontoreplicó: «Esto no es Un cambio dédestino; esto es un castigo». Pero élvicario estaba en su terreno y contestó:«Esto es lo que ha parecido más

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conveniente para usted».Pasada la primera noche de mal

dormir, en medio de una sequedadespiritual desconocida, estaba ahora enel claustro solitario, donde el trino de unjilguero hacía más patente el silencio yel revoloteo de un pardal ponía más derelieve la quietud, y sentía en su interiorcomo un vacío que jamás habíaexperimentado en todos los años de suvida. Una absoluta desgana invadía porigual a su alma y a su cuerpo. ¿Por quéluchar? De su misma amargura brotabaun reconcentrado escepticismo. Nadavalía la pena. Todas sus iras, ahoraaparentemente apaciguadas, se volcaban

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en la persona del vicario. Era un hombreengolado, pagado de sí mismo, celosode una tradición, unas maneras y unosmitos con los que a él le iba muy bien yen cuya conservación parecía jugarsepersonalmente mucho.

Alguna invisible maniobra dio lugara que corriera el agua del surtidorcentral que se elevó hasta el cielo,produciendo al caer un rumor cantarín.Estaba absorto en la audición materialde aquel sonido, cuando una mano letocó en el hombro.

—¿Se aburre?Era el superior.—Si he de serle franco todavía no lo

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sé.Aquel hombre de calva tostada y

sienes blancas tenía una miradasorprendentemente tranquila ypenetrante.

—Lo ignoro casi todo respecto austed —dijo—. Pero no me extrañaríasaber que estaba ante los restosarrojados a la playa por un martempestuoso… Algo o alguien le hazarandeado a usted sin compasión.

Francisco pensó que tenía ante sí ala antítesis de don Honorio.

—Se supone —replicó— que estoyaquí por pecador.

El anciano levantó las cejas

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divertido.—Vamos, en eso coincidimos todos.Pero él sentía como un deseo de

herir.—No me figuro que le hayan

acusado nunca a usted de acostarse conuna jovencita.

—Tiene razón —repuso sininmutarse—, pero eso no quiere decirnada. A Jesús le acusaron de cosaspeores.

Esta respuesta y el tono de sencillezcon que fue dicha, sorprendieron aFrancisco.

—¿Piensa usted de veras que haymuchas cosas peores que ésa?

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—Naturalmente. Casi todos lospecados fríos de la cabeza, son peoresque los que tienen por cómplice alcuerpo, ¿o no lo cree usted así?

—Sí, pero no es ésa la cuestión.—¿Paseamos un poco?De pronto le apeteció conversar con

aquel hombre que parecía formar parteviva de la paz de las piedras doradaspor el sol de muchos años.

—Con gusto —dijo.Era lo que él necesitaba, un hombre

que escuchase, con interés, pero sinexcesiva curiosidad; con deferencia,pero sin interrumpirle a cada paso.Comenzó por el principio. ¿Cuánto

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tiempo hacía que no se desahogaba deese modo?…

—Usted lo toma todo muy a pecho—dijo el superior al fin.

—No creo que sea humano tomarlode otra manera.

—Humano, no; pero sí divino.—Pero yo soy un hombre, al fin y al

cabo.—Desde luego que sí; pero un

hombre consagrado; otro Cristo. ¿No esesto lo que nos dicen?

—Es cierto.El religioso agitó una mano en el

aire.—No, no crea que voy a salir por el

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tópico fácil. Cristo era Dios y tenía unanaturaleza humana. Usted es Cristo, encierto modo; pero no tiene unanaturaleza divina, no deja de ser unhombre con todas sus limitaciones yservidumbres. Ahora bien, a mí no mepreocuparía tanto lo que digan o nodigan, sino lo que haga yo o no haga.

—Explíquese.Hizo una pausa.—Si le juzgo no es porque me crea

superior a usted en nada, sino porqueestoy fuera de su hermosa aventura, dellado de acá de la trinchera,¿comprende?, y porque admiro lo queusted ha hecho y no quisiera verlo

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empañado por alguna reliquia demezquindad que en su ánimo puedaquedar, ¿se da cuenta?

—Adelante —dijo Francisco.—Es la caridad la que da valor y

sentido a cualquier cosa que hagamos,¿está de acuerdo?

—Completamente.—De manera que si no tenemos

amor, de nada nos vale el resto. ¿No esasí?

—Sí.—Y usted no meterá a la gente en

compartimentos estancos: basta conamar a éstos; a estos otros no importa;¿de acuerdo?

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—De acuerdo.—Pero usted no ama al vicario, por

ejemplo.Francisco se detuvo en silencio.—Vamos, dígaselo a sí mismo.—No, no le amo.—Ni ama a la empresa, es decir, a

los hombres de los escalones más altos,que son los que a sus ojos componen laempresa frente a los productores.

—Pues… no pensaba en ellos.—Pero ellos son también el prójimo,

y, a mi juicio, un prójimo en mayorpeligro y con mayores necesidadesespirituales qué los simples obreros, ¿oacaso no es así?

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—Es verdad.—Usted ha aceptado el compromiso

del evangelio; se ha llenado deautenticidad; se ha desprendido de todo;se ha hecho pobre con los pobres; haescogido lo difícil, lo áspero, loingrato… No, déjeme que termine. Se lepuede admirar; pero yo le hago unapregunta: ¿De qué le vale todo si fallaen la caridad?

—Yo amo a esa gente…—¡No lo dudo! Bien lo ha

demostrado; pero abomina de la otragente…

Francisco guardó silencio.—De ser así —siguió el superior—,

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¿qué diferencia hay entre usted y el queama a los ricos y desprecia a lospobres?

Este planteamiento no era nuevopara él; pero lo había tenido relegado altrasfondo de su conciencia sinpermitirse nunca confesárselo del todo.

—Vistas así las cosas… —dijo.—No hay otra manera de verlas.—Es duro.—Si pensamos más en Dios que en

los hombres. De otra manera resulta, enefecto, intolerable.

—Todo es distinto si se ve desdeaquí.

—Desde luego. Pero lo que importa

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es saber si esta visión es más cierta quela otra.

Caminaron un poco en silencio.Francisco se sentía en evidencia ante símismo. Era inútil forcejear buscandorazones que no le habían de convencer.¿Podían agradar a Dios susintemperancias ante el vicario? ¿Era deDios aquella ira que había sentido?

—Si miro para afuera —dijo— nohe hecho mucho en el barrio y si miropara dentro tampoco parece que me hayaaprovechado a mí mismo…

—¿Qué le induce a pensar de esamanera?

—La verdad es que me siento

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derrotado por dentro y por fuera.—También ahora se equivoca, y

perdone que parezca querer aleccionarleen todo. No es uno buen juez para símismo, ni para sobreestimarse, ni paradespreciarse.

—Sí, pero…Vivamente.—¿Por qué no deja a Dios ese

trabajo?—Tiene razón.Fue un coloquio que, si no le aportó

soluciones, sí puso las cosas en su sitioy le dio un cierto equilibrio en sudesolación, que había de librarle dedejarse llevar a la desesperanza. Sin

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embargo, no se hacía ilusiones y, a pesarde su amor propio, tendía a dar porcancelada su experiencia con el fracasofinal. Lo tenía todo en contra y se sentíaimpotente para remover tantosobstáculos. Sólo que no acababa decreer que Dios, a través de tantascontradicciones, quisiera manifestarrealmente su repulsa, lo que le hubieraayudado mucho para desarraigarse deuna vez de todo aquello. No queríapensar en las personas que había dejadoatrás: Tonchu, Canela, Raba, elEnergías, Isabela, Hierro… Se dabacuenta de que hasta el odio que pudierainspirarle alguno de esos nombres, ya no

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estaría nunca demasiado distante delamor. La culpa no era de ellos, de él yde Canela, por ejemplo; sino de muchasgeneraciones anteriores y de lainterferencia de muchas voluntades, demuchos intereses, de múltiplesprejuicios. Mandaban las circunstancias.Debajo de toda la hojarasca estaban lasalmas en su simplicidad, siempremejores de lo que sus manifestacionespodían dar a entender. «La parte que amí me toca, la única ahora de miexclusiva responsabilidad, es la dehacerme perdonar por mis excesos».

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43La celda que el padre Quintas ocupabadesde hacía algunos días tenía unaventana grande que se abría, de par enpar, sobre la huerta. Un sol, que yaanunciaba la primavera, pintaba coloresnuevos en las cosas, y una suave brisahacía temblar las tiernas hojas verdes. Yla brisa y el sol entraban hasta la mesaen que Francisco se apoyaba en actitudmeditativa. Llamaron a la puerta.

—Adelante.—Hay una visita para usted.El tono con que lo dijo el lego que

asomó la cabeza no era tan trivial como

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la frase.—¿Una visita?El otro miró fuera, primero, y

respondió después.—¡El señor obispo!Francisco botó materialmente en la

silla.—¿Qué dice?—Lo que oye.Hizo ademán de salir rápidamente,

pero el lego le contuvo.—Viene hacia aquí.—¿Aquí?… Pero ¿dónde está?—Está con el superior. Me dijeron

que les esperara en la celda.Francisco no salía de su asombro.

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Una tremenda expectación se habíaapoderado de él. Los minutos quepasaron fueron de cébalas y altibajos deánimo. ¿En qué son venía el prelado?¿Era buen o mal síntoma que sepresentara en persona en lugar dehacerle llamar? Pero no tuvo muchotiempo para destrozarse a base deconjeturas más o menos verosímiles. Porlo demás, habiendo renunciado a suempeño principal, ya no tenía qué temer.

—¿Dónde está el hombre?El corazón de Francisco se esponjó

al solo oído de aquel timbreinolvidable.

—Pase, pase vuecencia —dijo el

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superior.Entraron ambos y Francisco se

postró de rodillas delante del prelado.Fue un impulso espontáneo, nadaconforme con su estilo y convicciones.

—Levántate, levántate —dijo éste.Se miraron a la cara. El anciano

tenía aire de fatiga, pero los mismosojos de alegre luz.

—Aquí le tiene —dijo el fraile conaquella voz que infundía paz.

—¿Conque te tienen preso? —preguntó monseñor.

—Yo diría «retirado» —apostilló elsuperior.

—Es lo mismo, ¿no? Pero ¿qué

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dices tú?Francisco no apartaba su mirada de

los ojos del prelado.—Me alegro de que haya venido.—¿Me esperabas?—Le necesitaba.—¡Así me gusta!—Les dejo —terció el superior

yendo hacia la puerta—. Le traerán unsillón en seguida, señor obispo.

—No se moleste. Veo una silla ahí.—Pero…—Nada, nada. Estoy servido.

Muchas gracias.En cuanto la puerta se cerró la cara

de monseñor Ponte Carrero se

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ensombreció un tanto.—Te escucho —dijo tomando

asiento.—Le han hablado, ¿verdad?—Apenas llegué.—Si les ha creído huelga que yo

hable.El dolor que Francisco llevaba

dentro le empujaba de un modoincoercible a adoptar esas posturas;pero el obispo dijo:

—No seas chiquillo y deja a un ladoese amor propio de colegial. He venidopara escucharte. ¿Es que ya no merezcotu confianza?

—Le he necesitado aquí…

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Con el prelado Francisco volvía aser directo.

—Me lo figuro. No ha sido mivoluntad la que me tuvo ausente.

—Es igual. Ahora todo ha terminadoy ya no tengo nada que pedir. Puededisponer de mí. Mándeme a dondequiera.

—¿Qué palabras son ésas? Tedesconozco, la verdad.

—El vicario hará mucho más que yoporque me conozca.

El obispo alzó los brazos.—¡Vamos! Ya salió el vicario. ¿Te

trató mal?Francisco miró por la ventana.

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—Prefiero no hablar de eso.—Hablemos de ti.—Bien.—Escucha. No he formado ningún

juicio. Mírame, por favor…Lo hizo así. Los ojos de monseñor

Ponte Carrero resultaban punzantes enestas ocasiones. Ahora lo tenían fijoallí, como una mariposa clavada en lapared.

—¿Qué hay de esa sucia historia?Francisco le sostuvo unos segundos

la mirada con fijeza antes de contestar.—Nada.—¿No es cierto?—No.

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—¿Se trata de aquella chica de queme hablaste?

—¿Le hablé de Cartela?—Eso, Canela.—Sí, se trata de ella.—¿Qué pasó en realidad?Seguían los ojos en los ojos,

pugnaces, obstinados.—Un día quiso entregárseme…—¿Sin más ni más?—Sin más ni más. Creo que no era

capaz de demostrar su afecto en otraforma.

—¿Y tú que hiciste?—La rechacé, naturalmente.—¿Y ella?

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—Se fue despechada.—¿Qué más?—Nada más.—¿Eso fue todo?—Todo.Los ojos seguían como espadas en

alto. Monseñor Ponte Carrero puso unamano sobre la mesa. Francisco,instintivamente y sin pensar, alargó lasuya y estrechó la mano del obispo.

—¿Puedo creerte con seguridad? —dijo éste.

—Puede —respondió aquél.Se rompió aquella tensión. El

anciano sonrió.—Te creo, hijo. Te he creído desde

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el principio, antes de oírte; pero era miobligación hacerte las preguntas.

Francisco tenía los ojos brillantes.Parecía que fueran a formarse lágrimasen ellos de un momento a otro.

—Ahora me doy cuenta —dijo— deque siempre estuve seguro de que ustedaceptaría mi palabra.

—Yo siempre estoy por missacerdotes, mientras no se demuestre locontrario. Y, aun entonces, sigo conellos, más si cabe, porque es cuandomás necesitan de un padre.

—Usted es el hombre más humanoque he conocido —dijo Francisco conuna voz trascendida de emoción.

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El obispo sacudió la mano en elaire.

—¿Humano, dices? ¡No lo sabes túbien! Pero, para ser obispo como soy, yhace tantos años, lo que mecorrespondería a mí sería ser un pocomás sobrenatural, ¿no te parece?

—Jamás le agradeceré bastante…El prelado interrumpió.—No te pongas romántico. Seamos

prácticos: ¡Ahora qué!—Ya le he dicho que puede

disponer de mí.—No me gusta ese derrotismo que

veo en tu actitud.—¿Derrotismo?

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—Sí. Me gustaba más el tipomolesto, insistente e incordiante queeras antes. ¿Qué pasa? ¿Por qué no mepides lo que estás realmente deseando?

—¿Yo?—Sí, tú… ¿Qué te han hecho? Te

desconozco, renunciando así, sin lucha.—Creo sinceramente que he

fracasado.La chispeante mirada del obispo

centelleó.—¿Tienes miedo?Eso era ponerle rejones a Francisco.—¿Miedo yo?—¿Tengo que entender que te has

dado por vencido?

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Tantos altibajos durante la últimasemana había acabado pordesconcertarle.

—Yo…—Escucha —dijo monseñor Ponte

Carrero con un aire militante—. Ahorasoy yo quien no te deja abandonar.

Los ojos del cura se abríandesmesuradamente. Era como haberintercambiado los papeles.

—Ante una tentación contra lacastidad —siguió el prelado— lo mejory más seguro es huir, poner tierra pormedio. Pero ante una calumnia sobre lacastidad lo mejor, qué digo, lo únicoconveniente es dar la cara, hacer frente.

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Si ahora no vuelves, todo el mundo seconfirmará en la sucia sospecha. Vuelve,pues, y soporta lo que sea. Y cuenta conDios, que también juega.

—¿Y el vicario?—Tú no te ocupes del vicario.Una paulatina y sólida decisión iba

creciendo en el ánimo de Francisco:Volver. Era, en realidad, lo único quepodía devolverle la fe en sí mismo eincluso la confianza en Dios. ¡Volver!

—¿Volver igual que antes?—Exactamente.—¿Con la confianza de usted?—Con toda mi confianza.—¿De verdad? ¿Habla en serio?

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El prelado alzó la cruz pectoral ymostrándole el Cristo respondió.

—«Si alguno quiere venir en pos demí, tome su cruz cada día y sígame».

Francisco rodeó la mesa y searrodilló de nuevo ante el obispo.

—¿Qué haces?Pero ya se había apoderado de la

mano derecha y lloraba sobre el anillo.—Volverás para sufrir por todos

ellos. Volverás para ser quizácrucificado… Volverás sin pérdida detiempo. Mejor hoy que mañana. Y tuobispo estará contigo en espíritu. YDios con todos.

Oía aquellas palabras sin poder

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articular su propia voz, limitándose adecir que sí con la cabeza. Unas fuerzasgigantes, o la apariencia de las mismas,se levantaban dentro de élarrebatándole. Iría, cómo no, y que Dioshiciera el resto a su manera.

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44—Creo que comete usted una grave

equivocación.Don Federico, a quien remitieron al

padre Quintas, hablaba desde su sillónde la jefatura. Y lo hacía frío y distante.

—Eso déjelo de mi cuenta —dijoFrancisco.

—Naturalmente nosotros no tenemosnada que ver con los conflictos —titubeó como buscando la palabra—diríamos personales de nuestrosempleados.

El rostro del sacerdote pareciócolorearse; pero se había jurado no

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perder el dominio de sus nervios.—Desde luego que no —repuso con

no menos frialdad, pero con inequívocadecisión.

—Sin embargo hay algo más.—¿Qué más?—Su falta injustificada de asistencia

durante una semana.—Se lo he explicado.—Sí, pero esas explicaciones

particulares, que comprendo, no tienenvalor para la empresa.

—Sólo una evidente mala voluntadpodría pretender aprovecharse de unacircunstancia como ésta.

Lo dijo mirando de frente, con un

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gesto que dejaba a un lado la empresa enforma que no admitía duda.

—Allá usted.—Deseo volver al mismo sitio.—Por mí…—Pues eso es todo.Tenía que irse cuanto antes de allí o

reventaría. Pero don Federico volvió ahablar.

—Reconozco y reconocí siempretodas las dificultades de su empeño.Siempre quiero ser humano; pero le diun consejo muy al principio y usted nohizo caso. Ahora, no sólo no ha logrado,que yo sepa, nada de lo que podíapretender, sino que ha desprestigiado el

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sacerdocio ante esas gentes, ha…Francisco sentía clavarse sus

propias uñas en las palmas.—¡Usted! —gritó.—¡Espere, espere! Yo no digo nada,

Dios me libre. Pero las cosas estáncomo están. ¿Ha dado ya una vuelta porabajo? Yo lo comprendo todo; sólo quelas consecuencias luego se nos escapande las manos y, en todo caso, no sólo espreciso ser honesto, sino que hace faltano menos parecerlo.

—Vamos, dígalo —exclamóFrancisco—. Usted ha creído esosinfundios. Pero no es sólo eso. ¡Usted seha alegrado en el fondo de su alma al

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conocerlos!Don Federico perdió su compostura.—¿Por quién me toma?—Déjelo.—Sí, será mejor.Salió de allí con la boca amarga y el

corazón repicando. Resultaban vanossus firmes propósitos. Era demasiadosensible y algo se le sublevaba pordentro sin pedirle permiso.

En el taller su inesperada vueltacausó sensación. Todas las cabezas sevolvieron y los cuchicheosininteligibles, de boca a oído, dado elestruendo de la nave, corrieron de puntaa punta.

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—¿Qué hago?Estaba delante de Rufino y éste le

miró de arriba abajo.—¿Le parece poco al señorito —

dijo— lo que hizo?Jamás había sentido aquellas ganas

de golpear un rostro. La alusión noofrecía dudas. Pero, ni movió un rasgode la cara, ni pronunció una palabra.

—Ya sabes dónde está la escoba.Quiero este pasillo como un fanal delimpio.

Tenía que barrer la nave entera, deuno a otro extremo, lo que suponía, máso menos, cruzarse con todo el mundo.No hubo para él una palabra; pero sí

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abundaron las sonrisas canallas queintercambiaban unos con otros.Aplicado a su labor lo observaba todofingiendo lo contrario. Pensaba en Diospara hacer más soportable la injusticia.Pero a aquellas alturas no sentía ya porsí lo que pasaba, sino por su sacerdocio.«Si yo no fuera cura, si corriera estosriesgos a título personal, si no arriesgaraotra cosa que mi fama individual y mibuen nombre; pero así…».

Un sujeto fornido, desconocido paraFrancisco, pasó a su lado transportandouna chapa deformada.

—Entre Kyrie y Kyrie, ¿eh pillín?—dijo soltando una risa sumamente

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expresiva.Se enderezó para verle ir y le dirigió

una mirada fría, pero sin odio. Lo que nopodía consentirse a sí mismo era apartara Dios del pensamiento. En cuantoreaccionaba como hombre, aun comohombre bueno, era otro muy distinto ytenía sus motivos para temerse. «Pobresgentes —pensó—, no saben lo quedicen».

A la salida de la nave estabaesperando Raba sin ningún disimulo.Francisco quiso pasar de largo, pero elotro le retuvo por el brazo.

—Tengo que hablarte.—Como quieras.

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—Ven al jurado.—Sí.Muchos ojos se volvieron a mirar

cuando les vieron irse juntos.—Son tal para cual.—Todo clericalla.—¡Dios los cría y ellos se juntan!—¡Menudo elemento nos salió el

Paco!—Tú lo que tienes es envidia.—Si lo dices por Canela…—Vamos, que a nadie le amarga un

dulce.—¡Digo!—¡Deja que salga el Navajas!—¿Salir?

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—¿No lo sabes? Es el rumor quehay.

—¡Será de ver!—¿Y ella que dice?—¡La muy guarra!—Déjate, ¡que te la dieran!—Sí, ¡pero con un cura!Nada de todo esto podía llegar a

oídos de Francisco que, flanqueado porRaba, entró en el pequeño local deljurado de empresa.

—Menos mal que has vuelto —dijoCampo que esperaba allí.

—Nunca debió marchar —añadióRaba muy serio.

—¿Qué misterios te traes? —

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inquirió aquél. Francisco explicó en dospalabras las órdenes recibidas.

—Fue un error —dijo Raba.—Eso cuéntaselo al vicario.—Le conozco. Tuvimos una reunión

con él el año pasado. Pero esto tuyo…—¿Y vienes a quedar? —preguntó

Campo.—Sí.Raba dio unos pasos por la

habitación con las manos atrás.—El asunto está muy mal.—Me lo figuro.—No. Está más pobre que cuando te

fuiste. Tu desaparición desató todas laslenguas. Fue peor que dar tres cuartos al

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pregonero. Si alguien quedaba todavíacon la duda, se acabó. Marcharte, ymarcharte así, desaparecer, fue darles larazón.

—Pero mi vuelta…Raba negó con la cabeza.—No —dijo—. Ahora ya la cosa

hizo fortuna. Sólo ella…—¿Canela?—Sí. Ella podría quitarte el muerto,

si quisiera.—Lo hará.—No seas ingenuo. Todo esto ha

sido bien montado. Esa zorra habrállevado su buen por qué.

—No la llames zorra.

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—¿Cómo quieres que la llame?—Es curioso —terció Campo— que

seas tú quien la defienda.—Nada hay curioso si pensamos que

Cristo murió por todos; también por lossacerdotes que lo entregaron.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntóRaba.

—¿Yo?… Lo de siempre,exactamente lo de siempre.

—Sí, pero la situación ahora…—Releed el evangelio. Allí dice:

«Buscad el reino de Dios y su justicia».Lo demás, como sabéis, hay queesperarlo por añadidura. Que Diosdisponga.

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—Pero nosotros… —dijo Campo.—Vosotros quietos.—¿Y vas a aguantar, mejor dicho,

vamos a aguantar que se sigapropagando toda esa basura?

—Dejad a Dios una baza en eljuego.

—¡Pero yo salto!Francisco miró aquella cara de buen

hombre que llevaba Campo sobre loshombros.

—¿Y yo? ¿Qué piensas de mí? ¿Mecrees capaz de soportarlo por micuenta? ¿No comprendes que si estoyaquí, si callo, si no le rompo el alma aalguno es sólo porque me agarro a Dios

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con todas mis fuerzas?Le chispeaban los ojos a Francisco y

Campo bajó los suyos.—Tienes razón —dijo—, pero yo no

sé si…—Tú igual que yo. Tú eres militante

por la misma causa que yo.—Pero tú eres sacerdote.—Lo que no cambia nada,

convéncete.—Dejad eso —terció el otro.—Bien, ¿qué más?Los dos hombres se miraron entre sí.—El ambiente está muy estropeado

—dijo Raba—. No podemos enconciencia dejarte solo ahora.

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—¿Por qué?—No hace falta decirlo. Hemos

pensado echarte una mano.—¿Una mano en qué?—Estás solo.—Por cierto, ¿qué es de Tonchu?—¿El chaval? ¡Menudo punto!—¿Qué pasa?—No, nada. A ese le comen la poca

savia que le queda entre unas cuantasprójimas.

—Ahora vive en casa de la Adela—dijo Campo—, así que imagina.

Francisco se quedó pensativo. Ladeserción del chico no había bastadopara que le pudiera volver la espalda

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por entero.—Te decía… —volvió Raba.—Sí, dime.—Haremos de forma que haya

contigo alguien de los nuestros cadanoche.

—¡Ni hablar!—¿Por qué rechazas esto? ¿Sabes lo

que puede pasar?—No va a pasar nada que Dios no

tenga previsto.—¡No seas terco!—Gracias, amigos —dijo Francisco

cogiéndoles por los brazos. Os loagradezco de verdad, pero comprendedque no puedo aceptarlo. Si llegara el

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caso, en que no creo, ¿qué ibais ahacer?, ¿defenderme por la violencia?No, la violencia no entra en miprograma. ¿Pensasteis en el efecto queharía saberme a mí con guardaespaldas?

—Pero de noche…—Que no, os digo. Daos cuenta de

qué espíritu somos. También Pedroquiso un día defender a Jesús con elhierro en la mano. ¿Lo habéis olvidado?

—Es arriesgado…—Correré el riesgo, no os

preocupéis.A Francisco aquella insistencia le

compensó de toda la amargura de lamañana. Él no sabía de sí mismo apenas

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nada respecto a cobardía y valentía.Pero lo que ahora afrontaba, por sutrastienda espiritual, se salía de esascategorías meramente humanas. «Noimporta tener miedo si uno logra deverdad no aparentarlo», se dijocaminando solo y concentrado hacia sucasa.

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45Fueron unos días como losas a causa dela soledad. Ni le quedaron los niños, yaque los pocos que restaban dejaron deacudir al sótano. Hasta los máspequeños eran llamados a voces por susmadres cuando pasaba él por la calle, loque no era sino otra forma más deafrentarle, ya que nadie podía pensar enserio que él, Francisco, pudieraconstituir un peligro para aquellascriaturas. Las miradas de la gente sefueron distribuyendo según unaalternativa elemental. O le miraban conburla, o le miraban con ira. No le decían

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nada a la cara, pero tenía la sensaciónde que estaba siempre a punto deestallar o el chiste fácil o la agresiónverbal. Huía de la calle y se refugiabaen casa; pero la soledad pesaba másentre cuatro paredes que dejabantraslucir mucho de la vida que animabaa la colmena. Si se cruzaba con mujeres,en especial mujeres jóvenes, empezabaa notar en sus ojos provocación y reto, yalgunas más concretas le pedían con lamirada guerra abierta, lo que muy lejosde halagarle, le llenaba de unairrefrenable confusión. Por otra parte, loque nunca había pensado, antes de suconversación con Raba y Campo, se

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cernía ahora sobre él como una alevosaamenaza y, especialmente, por lasnoches, le venía como una obsesión laidea de que la puerta, aquella puerta quese obstinaba en no cerrar con llave, seiba a abrir de un momento a otro paradar paso a algo o a alguien de quienpodía esperar todos los males. Tenía aDios, eso sí, y en muchos momentos estole llenaba de una exaltada fortaleza;pero esta presencia era cambiante y, enocasiones, se descubría ayuno de ella yabandonado a su propia y radicalinseguridad. Aunque parezca paradojaera en la fábrica donde se encontrabamenos mal, allí, rodeado de estruendo,

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de material, de hombres, aunque ningunotuviera una palabra para él, porqueseguía en vigor la ley no escrita que lecondenaba al ostracismo, matizadaahora por el perfil de burla y dedesprecio que transcendía del asuntoCanela, hábil y groseramente manejadopor el vulgo.

Y en la fábrica pudo, de una formatotalmente imprevista, cambiar unaspalabras con Tonchu.

El chico no perdía ocasión demortificarle, pero siempre desde lejos.Fue Rufino quien, sin la menor buenaintención, por su parte, dio lugar a aquelencuentro casual. Venía Tonchu por el

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pasillo, doblado bajo una pieza quepesaba más que él. Llegaba a la alturade Francisco, que manejaba la escobauna vez más, cuando el capatazaprovechó para increparle.

—¿No ves al chico que no puede?¡Échale una mano, coño!

Tonchu se detuvo, cogido porsorpresa, y él se le emparejó. El pesodel hierro les hacía juntar casi lascabezas al caminar uno al lado del otro.Francisco podía ver de reojo el perfildel muchacho contraído por un rictusque igual podía venir del esfuerzo, quedel hecho de tener que estar tan cerca.No se presentaban muchas

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oportunidades así.—Tú no crees nada de lo que corre

por ahí —le dijo casi al oído, pero conuna honda convicción.

El chico blasfemó ostentosamente,pero Francisco insistió.

—No me ofendes, pero tampoco meengañas.

Tonchu se detuvo en seco. Tenía elrostro arrebolado.

—¡Por mi madre que dejo caer esto!—Me conoces. En el fondo sabes

que soy inocente.Empezó a gritar, dando con ello la

mejor prueba de su inseguridad. Todoscuantos estaban cerca volvieron la

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cabeza.—No es a mí a quien chillas; es a ti

mismo.Ya estaba allí Rufino con los ojos

encendidos.—¿Qué le haces al chaval? —le

chilló.—Que te lo diga él.Se armó un poco de revuelo y

algunos hasta enarbolaron lasherramientas que tenían en las manos.

—¡Quietos todos! —gritó Rufinofuera de sí.

Francisco tomó en peso la pieza quehabía soltado Tonchu y siguió solo elcamino, sin llegar a entender lo que a

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sus espaldas barbotaba el capataz.Había sido todo una pura improvisación.Ni esperaba tener a Tonchu tan cerca desu boca, ni había preconcebido aquellasfrases. Se admiraba él mismo de lo queacababa de decir y, sobre todo, desorprender que lo creía firmemente en suinterior.

El sábado se personó en la casarectoral, como venía haciendo duranteun año largo. No se le había ocurridopensar en ello, pero ahora sí, lo teníaallí delante, entre los ojos: ¿Qué sabíanen la parroquia de todos aquellosinfundios? ¿Qué concepto habíanformado de él? Esto hacía que se

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acercase al comedor con una inevitableaprensión y en un estado de alerta que,dado su carácter, andaba a un paso delanzarle a la ofensiva.

Se acababan de sentar cuando élentró. Lo primero que llamó su atenciónfue la mirada de Ana, el ama de llaves.En sus ojos estaban todos los reprochespuritanos de una soltera clerical ante unsupuesto desliz de la carne. No habíapiedad en aquella mirada. Lossacerdotes, en cambio, aparentaban, almenos, una absoluta normalidad, aunqueél ya no se fiaba de meras apariencias.

Tras los saludos rutinarios, laconversación languideció, en vez de

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chispear desde el principio, como solíaocurrir anteriormente. Nadie hacíaalusión a las novedades últimas, nisiquiera al retiro momentáneo en elconvento, del que sin duda estabanenterados. Hasta que José Manuel, elcoadjutor más joven, con una mirada quedemostraba inequivocadamente que eltema ya había sido debatido sobreaquella mesa, hizo la pregunta.

—¿Hablaste con el señor obispo?¿Es cierto que te ordenó volver?

Francisco vio en los ojos juvenilesuna adhesión que sabía incondicional.

—Sí —respondió—, es cierto.Hubo un silencio en que sólo se

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escuchó el ruido de los cubiertos sobrelos platos.

—¿Está informado de todo elprelado? —preguntó Sergio mirandodelante de sí.

—Tratándose de ciertas cosas —repuso Francisco— lo que sobran soninformadores.

El párroco miró a uno y otro.—El señor obispo sabe lo que hace

—dijo sentenciando.—Sin duda. Pero me ha sorprendido

—repuso Sergio.—¡Cómo no! —exclamó Francisco.—Ahora, particularmente, y

pensando en ti —siguió don Jacinto—

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creo que es una locura que hayas vuelto.—No se preocupe.—¿Que no me preocupe? Estás en

mi parroquia.—No quise decir…Sergio interrumpió.—Es muy desagradable todo lo

ocurrido.—¿A qué te refieres? —preguntó

Francisco buscándole la mirada.—Tú lo sabes mejor que yo.—Lo que me extraña es que tú estés

tan bien enterado.—Al confesonario llega todo en

seguida.Un movimiento de ira empezaba a

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alzarse en el ánimo del padre Quintas.Lo sentía venir y crecer mientras hacíaesfuerzos por controlarse.

—No creo que nadie del barrio, o dela fábrica, se acerque a confesarsecontigo.

—Lo que no viene si no a demostraruna vez más la inutilidad de tu originalforma de haber apostolado, que llevasahí dos años y en la parroquia, que yosepa, nadie lo ha notado todavía. Yahora, cuando llegan los primerosefectos, como digo, ya sabes de qué setrata…

Sobre el mantel podían verse casiblancos los nudillos de los dedos

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apretados de Francisco.—Vamos, vamos —terció don

Jacinto—, dejad eso.Había en su mirada posada en él una

desacostumbrada comprensión, peroéste replicó.

—No, nada de dejarlo. Lo vamos aaclarar de una vez por todas.

—¿Aclarar qué? —dijo Sergio,mirando ahora de frente.

—Estás insinuando algo desde queme senté.

—Yo no insinúo nada. En tuconciencia no me meto. Pero el climaexterno existe; ha trascendido. Y, enestas circunstancias, visto desde aquí,

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entiendo que lo mejor era tu retirada.—¿Sí?—En ese atasco tuyo estamos

comprometidos todos. Es embarazosopara todos los que llevamos sotana aquí.

José Manuel alzó una mano.—Yo no pienso así —dijo.—Gracias —repuso Francisco

posando por un instante sus ojos en eljoven—. Y tú escucha una cosa.¿Piensas que yo te comprometo a ti y nose te ocurre pensar que tú mecomprometes a mí? Cuando yo soyrechazado, cuando soy incomprendido,cuando me veo rodeado de recelos,cuando encuentro a la gente erizada de

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prejuicios, ¿qué te parece?, ¿pagopecados propios, o sufro lasconsecuencias de los ajenos? ¿Los queahora tratamos de acercarnos y ganar almundo obrero, purgamos por nuestroserrores, o por los errores de quienes nosprecedieron, más, de quienes compartennuestra generación, pero no nuestroscriterios, de quienes siguen aferrados auna tradición externa que ya hademostrado con creces su ineficacia, sutrasnochada inoperancia, su ingenuotriunfalismo?

Sergio aguantó impertérrito yrepuso:

—Ya tienes en la boca los tópicos

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del día. Cuando oigo la palabreja defortuna siento náuseas: Triunfalismo.¿Qué hay que hacer, entonces, serderrotista como vosotros?

—Ni uno ni otro.—¿Qué, pues?—«Nosotros», como dices tú,

procuramos ser realistas. Sólo eso.—¡A saber lo que entenderéis por

realismo!—Te diré una cosa —dijo Francisco

echándose hacia atrás en su silla—.Sigue tú sentado en tu confesonario.Sigue con tus grupitos, con tus circulitos,tu roperito, tus direcciones de «gentebien». Sigue, que, de todos modos, tú no

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lo verás. A principios de este siglo el35% de la población mundial eracristiana. Para el año 2000, según lasmás halagüeñas previsiones, apenasalcanzará el 20%.

—Esas estadísticas…—Espera, que son datos de

demógrafos católicos como Bouffard,gente nada sospechosa. Pero como delos llamados cristianos, apenas la mitadson católicos, para el comienzo delpróximo milenio sólo un 10% de lapoblación mundial será católica. ¿Sabeslo que esto significa?

—«El poder del infierno noprevalecerá» —dijo Sergio citando con

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firme convicción.—De acuerdo; pero sin caer en la

ingenuidad de pensar que todos los quevan a misa son auténticos católicos, perosí que todo buen católico va a misa losdomingos, y teniendo en cuenta que elíndice de este cumplimiento, en el mejorde los supuestos, se acerca al 25%, cifraen la que no creo, pero que concedo,resulta que para el año 2000, el númerode católicos, sólo aceptables, enprincipio, andará por el 2,5% de lapoblación mundial.

—¿Y qué?—Nada, nada, ya te digo. Que sigas

ahí sentado bien tranquilo y que

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condenes a cuantos se salgan de la fila.Sergio estaba encendido también.

Era un tema que apasionaba a ambos.—Yo no sé si hago poco —dijo—,

lo que si sé es que lo que pasa contigo,ciertamente, no va a favorecer esostantos por ciento.

Antes de que Francisco pudieraabrir la boca, terció don Jacinto.

—Sólo la caridad puede salvar almundo.

Aquella frase dicha plácidamentepor un hombre de carácter irascible hizosu efecto.

—Estoy de acuerdo —murmuróFrancisco—, aunque lo olvide tantas

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veces.Sergio no insistió.—Sois jóvenes —siguió el párroco

—. Todavía podéis hacer mucho. Unostienen que seguir con lo bueno antiguo.Otros tienen que buscar caminos nuevos.Pero si la guerra está dentro, si no hayamor, ¿qué esperáis?

Era un lenguaje al que no estabanacostumbrados en aquella boca. No esque tuviera nadie dudas respecto a queel anciano tenía un enorme corazón.Pero lo había celado siempre bajoformas ariscas y frases contundentes.

Ana quitó los platos. Sus ojosseguían siendo duros cuando miraba al

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padre Quintas. La carne virgen eraimplacable con los supuestos pecadosde otra carne.

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46La noticia corrió por el barrio como lapólvora.

—¡Calieron los detenidos!Fue un chiquillo el que lo gritó

desde la puerta de «El Africano», lo quebastó para que se produjera el tumulto.

En los bloques la buena nueva seproclamaba de ventana en ventana yhabía caras anchas, sonrientes,saludadoras. A todo el mundo parecíairle algo en la noticia.

—¿Es cierto eso? —preguntó Justinoa Campanilla en medio de la calle.

—Lo dijo mi chico. A él se lo

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dijeron en la escuela.—Pero ¿dónde están? ¿Quién los ha

visto?—No sé. Las noticias corren más

que las piernas.—Sí, claro.Pero la realidad no era tan redonda

como la noticia, y su rebaja dejó la cifraen un escaso cincuenta por ciento. NiHierro, ni Salmones, ni el Energíasvolvieron al sol. Sí, en cambio, recobróla libertad el Navajas, CelestinoCorcuera. Éste, con otros de menorcuantía, ya estaba camino del barrio, alparecer.

—¡La que va a armar Celestino! —

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dijo un bebedor en la barra de «ElAfricano».

—¡Ese le arrima el ascua al cura! —repuso el tabernero—. ¡Ya lo verás!

—¡Falta hará que alguien dé unalección a ese cuervo!

—Eso, eso —remachó el Africano,convencido además de que el clientesiempre tiene razón.

—Ya es hora de salir por el honorde las hijas del pueblo, holladas durantesiglos por esa alta gentuza.

—Y que lo digas.Todo el barrio ardía en comentarios,

y aunque a Francisco no vino nadie adarle la noticia, le llegó por el aire,

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gracias a las voces chillonas de lasmujeres. Tenía el turno de tarde y fue alir al trabajo cuando los gritos le dieronla clave de las nuevas miradas quedesde la mañana sentía clavadas en surostro. Pero fue Óscar Raba quien, en lafábrica, acabó de ponérselo en claro.

—Sígueme.Pasaba de largo y dijo esa palabra

en un tono que no admitía espera.—¿Qué pasa? —preguntó Francisco

una vez fuera de la nave.—No hables aquí y ven detrás de mí.Le siguió por aquellos vericuetos

fabriles hasta llegar a unos almacenestotalmente desiertos a aquella hora.

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—Cierra.—Pero ¿qué pasa?Raba le miró despacio.—¿De veras no lo sabes?—Si te refieres a la salida de los

presos…—Exactamente.—Bien. Lo he oído por ahí.—¿Y te has dado cuenta del

ambiente que se ha formado?—No he hablado con nadie.—Han soltado al Navajas…—Mejor para él.Los ojos de Raba no se apartaban de

los del sacerdote.—Es un bestia. Tú lo sabes igual

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que yo.—Sigue.—Que a estas horas debe de haber

llegado al barrio y le estarán calentandolos cascos. ¿No lo comprendes?

—Yo no tengo nada que ver con elNavajas.

Francisco se obstinaba en no querertomar conciencia de cierta insoslayablerealidad.

—Todo el mundo espera que te pidacuentas —dijo Raba con intención.

—¿Cuentas de qué?Se impacientó:—¡Vamos! ¡Despierta, hombre! Lo

sabes tan bien como yo. Te odia. Nunca

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te tragó. Y ahora, en cuanto le calientenesa cabeza de mosca que tiene, sesentirá obligado a venir por ti.

—El hijo de Canela es suyo —repuso Francisco con calma.

—¡Demuéstralo! No conoces a esagente. Lanzado el infundio ya puedesirles con discursos; porque, dime, ¿quétienes tú más que palabras? ¿Y quécrees que puedes conseguir sólo conpalabras?

Raba no era un timorato, ni erafácilmente impresionable, y él lo sabía.Su razonada alarma comenzó a hacermella en el ánimo de Francisco. Captó,de pronto, toda la hostilidad de que

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estaba cargado el ambiente.—¿Cómo lo ves tú? —preguntó.—Muy mal.—Ya.—Creo que debes irte.Reaccionó con viveza.—¡Eso nunca!—Al menos por unos días.—¿Otra vez?—Es de elemental prudencia…—¡No! No me moveré de aquí.—Me lo suponía —dijo Raba con

satisfacción.—Gracias.—Pero, entonces, puesto que te

quedas, necesitas protección.

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—Ya hemos hablado de ese punto.—Sí, pero ahora las cosas se han

puesto mucho peor.Francisco sentía cierto miedo que

iba invadiendo su parte consciente, peroeso no afectaba en nada a la firmeconvicción que tenía al respecto.

—No quiero guardaespaldas. Eso escontrario a cuanto significo. Si decidoquedarme, y lo decido, debe ser contodas las consecuencias.

Raba se le quedó mirandopreocupado.

—No sé si es valentía oinconsciencia lo tuyo —dijo.

—Ninguna de las dos cosas, créeme.

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—Puede que tengas razón; pero hacefalta mucha fe para esperar sereno.Celestino es mortal con la navaja.

Francisco sacó fuerzas de flaquezapara decir lo que pensaba.

—Exageráis. Además es posible queél sepa muy bien de dónde salió esteinfundio…

—No te hagas ilusiones. Cuando loencerraron no se había oído una palabrade esta historia…

—Sea lo que sea correré el riesgo.Raba reflexionó.—Hoy, al menos, ¿no puedes ir a

dormir a la parroquia?—Puedo, pero no lo haré.

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—Celestino beberá esta noche.Siempre lo hacen cuando salen… ¡Malconsejero el vino!

—Escucha —dijo Francisco condecisión—. Todo el mundo tiene puestoslos ojos en mí. Y hoy más que nunca…Iré a casa, como siempre, y dormiré allí.

—Cierra con llave, al menos.—¿Para qué? De todos modos, si

llaman, voy a abrir…Se miraron a los ojos.—Cuídate, Paco.—Dejémoslo a Dios, Oscar.Volvió al trabajo, logrando pasar

inadvertido de Rufino, pero no de lasmiradas inquisitorias de los obreros, y

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su imaginación comenzó a funcionarintensamente. Ya no sabía si los ojosque veía indicaban odio, desprecio olástima. De ahí a sentirse mirado comovíctima propiciatoria no había más queun paso. Se dio cuenta de que estabaponiéndose nervioso y advirtió quehacía rato que tenía un molesto nudo enla garganta.

A aquella misma hora hacía suentrada en la taberna de el Africano lacorte que constelaba a CelestinoCorcuera, el Navajas, y a dos o trestipos más de menor cuantía. Fueronrecibidos por los bebedores con grandesmuestras de algazara. Por unos instantes

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los «vivas» y los «mueras» atronaron elchamizo. Luego todo el mundo queríaconvidar, empezando por el taberneroque obsequió a los liberados con laprimera ronda.

A Celestino ya le habían venidocalentando las orejas durante todo eltrayecto. Las noticias que se estimanmalas tienen más propensión a sercomunicadas que las buenas. Labiosoficiosos, labios mordaces, lujuriososlabios y labios cómplices le habíanpintado el cuadro completo, con lasconsiguientes tintas de adorno salaz eimaginario. Él había escuchado a todossin hacer comentarios y ahora, acodado

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en la barra, seguía sin hacercomentarios, al tiempo que echaba alcoleto vaso tras vaso de un vino gruesoy casi negro, preñado de alcohol,enajenante y peleón.

—Y tiene el tupé —decía uno— deseguir aquí como en tierra conquistada.

—Porque sabe que Canela no tienehermanos y el padre es un lisiado, si no,de qué…

—¡Los curas!… Te digo yo,hermano… Yo conocí uno que…

—¡Que se casen, jobar!… ¡Y quedejen tranquilas a las hijas del pueblo!

—Y Canela, bueno tú ya lo sabes…Celestino golpeó la madera con el

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puño.—¡Callarse! —gritó.Todo el mundo lo hizo y una voz

cualquiera ordenó:—¡Otra ronda, Africano, que yo

pago!Poco más tarde sonaba la sirena del

relevo de turnos y Francisco secambiaba para abandonar la fábrica.Una cierta angustia había acampado ensu interior y la sentía físicamentelocalizada en su pecho. Era nochecerrada y tenía que abandonar el segurodel tajo, donde, rodeado de hombres,aunque los sintiera distantes de milmodos, se encontraba más a gusto.

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Procuró retrasarse cuanto pudo, paradejar salir delante al grueso de la gen le.Nada más franquear la puerta se llevó unsobresalto. Pero se trataba de Raba y deCampo, que le estaban esperando y leflanquearon en cuanto pisó la calle.

—¿Qué pasa?—Sigue y calla.Dados unos cuantos pasos y cuando

ya no tenían a nadie cerca de ellos, Rabatomó de nuevo la palabra.

—Ya llegó.—¿Cómo lo sabes?—Aquí no hay secretos.—Hace un rato todavía estaba en

«El Africano» —dijo Campo.

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—Bebiendo, como era de esperar —añadió el otro.

Francisco caminaba con la vista fijaante sí.

—¿Y qué queréis vosotros?—Vamos hasta tu casa.—No quiero que subáis.—No subiremos.—Pero no salgas —dijo Campo.—No lo haré.Anduvieron en silencio.—No me gusta nada todo esto —

comentó Raba como para sí.Entre luz y luz quedaban grandes

espacios negros en que apenas se veía.—No sé qué piensa el Ayuntamiento

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—murmuró Campo.—Cruza la Avenida y lo verás.—Es una vergüenza.Francisco tenía miedo; pero estaba

firmemente decidido a no darlo aentender. Creía que era lo menos quedebía a su fe en Dios.

—Esto —dijo— sólo se soportallevando nuestra propia luz encendidadentro.

Eran palabras de claro simbolismoque nadie comentó, mientras seguíanandando acompasados.

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47Francisco no había sentido nunca lasoledad como esta noche. Echaba demenos a Tonchu de una manera casidolorosa. Hasta los ruidos habituales deaquella palpitante colmena parecíanhaberse apagado. Era como si toda lacasa, con sus centenares de habitantes,participara de aquel enervante clima deexpectación que había estallado con lanoticia de que volvían los detenidos. Notenía sueño… Paseó largo rato por susdos habitaciones. Cada vez que dabafrente a la puerta de la escalera, sus ojosse fijaban en el pomo, y es que estaba

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obsesionado con la idea de que lo veríagirar en cualquier momento, girarsilenciosamente, girar hasta el fin;reminiscencia, sin duda, de algunapelícula de terror vista sabe Dioscuándo. Raba y Campo le habían dejadoen el portal, ante su negativa apermitirles que subieran. Ya había sidoarduo el momento de entrar en la casa.Alguien podía estar esperándole,amparado en la oscuridad. Avanzó atientas hasta dar con la luz que,absurdamente, no estaba al lado de lapuerta. Fueron unos segundos en que sele estremecieron los flancos, como sialgo o alguien hubiera de atentar contra

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él por cualquiera de ambos lados. ¿Porqué tenía también que soportar aquello?¿No era un vano quijote, después detodo?… Al fin decidió echarse,esperando que el sueño le hiciera leveaquella noche. No tenía ningún hambre yno hizo más que beber unos tragos decafé con leche que quedaba en el termo.Estuvo a punto de acostarse vestido;pero no había una razón que quisieraadmitir para una cosa así. Y es que dehacerlo, lo mejor sería ya tomar las deVilladiego y poner tierra por medio.Estaba en la cama y los nervios no ledejaban conciliar el sueño. Daba vueltasy más vueltas y se sorprendía a sí

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mismo, espiando cada ruido, aguzandoel oído en la oscuridad. A veces seponía a rezar. Hablaba con Dios y lohacía con una vehemencia qué, detraducirse en voz, hubiera supuestoverdaderos gritos. No obstante acabópor quedarse dormido.

Cuando se despertó, en medio de lamás total oscuridad, hubo un primermomento en que creía estar soñando,pero fueron sólo segundos.Inmediatamente se sintió lúcido porcompleto. Sentado en la cama escuchó eldistinto e inequívoco ruido de muchospies por la escalera arriba. Supo enseguida que no iban a pasar de largo y, a

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pesar de que subían aprisa, la leveespera se le hacía eterna al tiempo queun sudor frío empapaba su cuerpo…

Antes de que golpeasen la puerta sehabía tirado de la cama y tenía lospantalones puestos sin haber encendidoaún la luz. La llamada retumbó en lacasa. Tenía algo de perentorio y deviolento. Instintivamente hizo la señal dela cruz e iluminó el cuarto. No debían decomprender que la puerta estaba sincerrar con llave. Al dirigirse hacia ellasus ojos rozaron la imagen de Cristo quependía desnuda sobre la pared de cal.Fue una mirada intensa. Sus piernastemblaban ligeramente, pero sus labios

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dijeron: Fiat voluntas tua.Abrió.Al pronto no comprendió bien. Entre

las varias cabezas ninguna pertenecía aCelestino.

—¡Corre, que se desangra!Era una mujer la que gritaba, una de

tantas del barrio, cuyo nombre norecordaba.

—¡Se muere!—¡Pide confesión!—¡Dese prisa, Dios!Eran todo mujeres. Estaban como

locas.—Pero ¿quién se desangra?, ¿quién

se muere? —preguntó con una angustia

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difusa suelta por las vísceras.—¡La Canela, hombre!—¿Qué dicen?Todo le daba vueltas y creía

volverse loco. No era para aquello paralo que se había preparado.

—¡La desgració el Navajas, Dios lohunda!

Francisco luchaba consigo mismo.Ya no tenía miedo; pero ¿debía ir él,precisamente él? ¿Y si era unaencerrona? «¡Tonterías!», pensó.

—¡Dicen que viene hacia acá! —gritó una que estaba al fondo.

—¿Qué viene quién?—¡Celestino!

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Esto, el que el peligro se concretase,como tantas veces, no hizo más quefortalecer su ánimo, hasta poco antestitubeante. Sin embargo, dijo:

—Hay otros curas…—¡Quiere que vayas tú!No lo dudó un momento más. Se

echó sobre los hombros la zamarra ysalió, acompañado por las mujeres,entre apretujones, sofocos y prisas.

—¿Dónde está?—En ca la Paca. La metieron allí.Era un clamor por la escalera abajo.—¡Se desangra!—¿Qué pasó?—¡El Navajas, Dios lo hunda!

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—¡Un médico! ¡Que vayan a buscarun médico!

—¿La viste? ¡Blanquita como elpapel quedó!

—¡Desgraciao!Francisco rezaba sin hacer caso de

las voces que se proferían en torno suyo.«¡Qué estúpida tragedia, Dios!». Eracomo si todo su problema hubiera sidobarrido por aquella calamidad. Ya nopensaba en sí, sino en el alma deCanela. Corría entre las mujeres. «¡Queme reconozca, Señor!». Habían dichoque ella le llamaba. Después de todo ibaa ser cierto que era un alma a su cargo.Jamás había creído en su odio, y el

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despecho podía disolverse en unsegundo al contacto con la sangre.«¡Dios mío, dale vida!»…

A la puerta de la Paca searremolinaba la gente. Era un viejoedificio de una sola planta, casi al bordede la explanada, antiguo casón delabrantío, anterior al alud del barrio.Justo a su altura estaba el último puntode luz municipal.

La llegada de Francisco provocó unaoleada de súbita expectación. Hubocomentarios para todos los gustos; peroél, obsesionado con el afán de llegar atiempo, no tuvo atención alguna paraellos. Ahora se sabía protagonista y ni la

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idea de un posible encuentro con elmismo Celestino amenguaba su ímpetu.

—¡Vamos, dejad pasar! —dijo conimperio y todo el mundo se echó a unlado.

Hubo palabras maliciosas, miradas ycodazos, pero él entró, sintiéndosedueño de la situación. Entre untorbellino de gente, de lienzos rojos porla sangre, de ayes y suspiros, seencontró con los ojos dilatados deCanela fijos en él. La piel había perdidosu dorado característico y aparecíablanca como un sudario. El rubiocabello se derramaba como una pálidacorona en torno a su cabeza.

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—¡Salid todos! —dijo Franciscocon imperio.

Hay tonos de voz que no admitenréplica. En un momento quedódesalojado el cuarto y él cerró la puerta.Luego fue a arrodillarse al lado de lachica, que no había dejado de mirarle.En aquellos ojos, otra vez infantiles,había mucho miedo.

—¡Pili! —exclamó, cogiéndole unamano.

Sintió la fuerza desmayada con quequería asirse a él.

—Tranquilízate, niña, no hagasesfuerzos…

Vio que deseaba hablar.

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—Dime, Pili, dime bajito…Acercó el oído a sus labios.—¡Perdón! —susurró ella.Francisco acarició su frente.—No te preocupes por mí —ce

apresuró a decir—. Yo siempre te quisey te quiero como siempre. Si estásarrepentida pide perdón a Dios…

—Perdón a ti…Por los grandes y hermosos ojos

andaba el agua suelta y dos lágrimasiban resbalando por las lisas mejillas.

—¡Pero si yo te perdono, niña! ¡Siyo te quiero mucho!

—¡Tengo miedo!Hablaba con un hilo de voz.

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—No tienes nada que temer. Dios yyo estamos contigo…

—Te hice daño…Quiso protestar con toda su alma.—¡Qué va, mujer! Olvida eso. Dios

te lo perdona todo. Pídele perdón aDios…

Los ojos infantiles seguían clavadosen él de par en par.

—Me obligaron —dijo—… y yocreía que… te odiaba.

Aquello no podía prolongarse.—Escucha, Pili, arrepiéntete de

todos tus pecados… No, no pienses enellas ahora. Sólo pide perdón a Diosconmigo, pídele perdón… ¿me oyes?

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—Díselo… a todos…Cada vez era más difícil entender lo

que decía.—¿Que les diga qué?Se notaba el esfuerzo que hacía para

hablar.—Que tú no… que tú… que no

fuiste…—¡Calla!Francisco advirtió de pronto que

también él lloraba sin haberse dadocuenta de cuándo había comenzado ahacerlo.

—No quiero morir —parecíarecuperar algunas fuerzas—… quierodecirles… que… que no…

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—✓¡Calla, niña, calla!—Llama…—¿A quién?Respiraba con fatiga.—Que sepan… que yo no…La tomó por las manos. La veía entre

lágrimas.—Canela —le salió el viejo nombre

—, te voy a dar la absolución.—Yo… en el bolsillo…—No hables. No digas nada. Dios te

perdona… ahora mismo. Te perdonaDios… de todo…

El terror de los ojos infantiles lesobrecogía. Miró hacia arriba y fuediciendo:

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—Ego te absolvo e peccatis tuis…in nomine Patris, et Filii, et SpiritusSancti…

Al terminar de hacer la señal de lacruz con la diestra, bajó la mirada yencontró, de nuevo, los ojos de la chicafijos en él, pero, instintivamente se diocuenta de que algo impalpable habíacambiado.

—¡Pili! —exclamó—. ¡Niña!¡Canela!

La sacudió por los hombros, erosabía que era inútil.

—¡Pili! —repitió todavía.Sobre el murmullo de las voces de

fuera sintió a lo lejos el ulular de una

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sirena. Con los ojos arrasados delágrimas besó la frente de aquella pobrechica. «Descansa en paz, hija mía…Ahora, en Dios, comprenderás que no teguardaba rencor». Indiferente al tiempo,hizo bajar suavemente los párpadossobre aquellos ojos que habían perdidoel brillo. El bolso estaba en el suelo,junto a la cama. Lo tomó entonces y loabrió. Había un papel doblado dentro.Con letra de colegiala sin provechoestaba escrito allí: «No es cierto que fuePaco. El padre es Celestino. PiliBardales». La sirena parecía estarsonando ya encima. Se puso en pie y sesecó las lágrimas. Miró al cuerpo

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yacente. «Nunca creí que me odiases deverdad, nunca». Fue hacia la puerta conel billete en la mano y presintió elmundo que había al otro lado. ¿Qué ibaa hacer?… No fue el fruto de unaelección premeditada. Fue algoelemental, instintivo. Sus dedosarrugaron primero el papel y luego lorompieron en menudos pedazos…

—No será así como yo triunfe —dijo a media voz, y la miró—. Gracias,pequeña, de todos modos.

Y arrojó los pequeños trozos en unrincón. No trataba de ser un héroe. Almenos nada más lejos de su pensamientoen aquel instante. Tampoco más tarde se

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arrepentiría de lo hecho. Miró porúltima vez el cuerpo de la chica cuandoya sonaban golpes en la puerta.

—Descansa en paz —dijo, y abrió.Habían llegado a un tiempo la

ambulancia y la policía. Francisco viopasar indiferente a aquellos hombres.

La paz de la estancia se acabó. Iba asalir, cuando un individuo de gabardinale increpó.

—¿Y usted quién es? ¿Qué hacíaaquí?

Lo contempló con calma. Se sentíaal otro lado de toda excitación.

—Soy el padre Quintas.Los ojos del otro se abrieron con

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pasmo.—¿Un cura?—Sí —dijo serenamente—. Acabo

de ayudarla a bien morir.

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48Hubo inevitables molestias por parte dela policía. Francisco pasó como ausentepor los careos y las declaraciones. Semostraba correcto, pero se le notabadesinteresado de todo aquello.

En el barrio los hechos produjeronen principio una suerte de estupor y laslenguas se retrajeron. El hecho de queCanela requiriese al padre Quintas a sucabecera desorientó a más de uno; perola primera impresión de un sucedido nosuele ser duradera y, una frase aquí, uncomentario allí, pronto empezó a sertodo como antes.

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De igual forma, la primera reacciónen contra del Navajas fue cediendopaso, sobre todo en los hombres, a unatímida justificación que, poco a poco,daría lugar a la leyenda. Para muchosera el macho que venga su honor, lo quepor estos paralelos tan católicos, contósiempre con una indulgenciacomplaciente.

A Celestino no tardaron mucho enecharle el guante, y en sus declaracionesno se anduvo remiso ni paró endelicadezas, con regocijo de más de unfuncionario que encontraba todo aquellosumamente divertido.

Francisco quedó desmantelado y

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triste; con una tristeza que parecíahabérsele metido en los huesos y undesabrimiento que, por contraste, lehacía olvidar aquel vacío que, en tornosuyo, nadie se preocupaba de romper.Iba y venía de la fábrica. Trabajaba,pero, rodeado de obreros, mudos paraél, era lo mismo que trabajar en eldesierto. En dos años y pico, y másconcretamente en los últimos meses,había envejecido, si cabe decir esto dequien no ha cumplido todavía loscuarenta. Acudía los sábados a laparroquia, pero declinaba el discutir.Comía en silencio y respondía condesnudos monosílabos. Su rostro, con la

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creciente delgadez, parecía el de unasceta; pero, en todo caso, era un ascetaque no alcanzaba a Dios, porque, apesar de su fidelidad en loscumplimientos y de insistir en laoración, su corazón estaba seco yencontraba en el cielo una pared debronce que no lograba penetrar.

Alguien debió de llevar hasta lacuria los últimos rumores sobre lasituación, pues Francisco recibió, pormedio del párroco, una urgente cita delprelado.

Lo. que en otra ocasión le hubierapuesto en guardia y aprestado susdefensas, le dejó ahora indiferente. No

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se quería confesar que, al extremo a quelas cosas habían llegado, un cambio dedestino le hubiera parecido una auténticaliberación.

Descolgó su sotana, la cepilló y sevistió en la forma tradicional. Tomó elcamino de la curia, sin pena ni gloria, yrecordó el joven fogoso que tiempoatrás diera los mismos pasospergeñando argumentos, escogiendorespuestas, imaginando dificultades quesuperar. Y lo sintió extraño y lejano,soñador e ingenuo… «No queda nada deél», se dijo.

Entró en el edificio sin ningunaemoción. No tuvo que guardar antesala.

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Se abrió la gran puerta de roble y lafigura del obispo avanzó a su encuentro.

Monseñor Ponte Carrero no habíacambiado nada y sus ojos seguíanteniendo el mismo brillo penetrante.Ahora era todo solicitud.

—Pasa, hijo, pasa.Francisco, que al tomar la mano

había insinuado apenas una reverencia,entró en el despacho siguiendo alprelado.

—Sentémonos.Lo hicieron ambos, a uno y otro lado

de la amplia mesa.—Tienes muy mala cara —dijo el

obispo avizorándole con los ojos.

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—No sé —replicó él sin ningunaconvicción.

—¿Te pasa algo en el cuerpo?¿Estás enfermo?

—No.—Claro que no. Lo que te pasa a ti

es en el alma.—Eso me temo.El obispo le alargó una caja.—¿Quieres fumar?—No, gracias.—Cuéntame, entonces. ¿Cómo van

tus cosas?—No me diga que no lo sabe…—Hombre, depende. En parte sí y en

parte no.

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—Sabrá que hubo un crimen.—Sí, eso sí.—¿Y se dio cuenta de quién era la

víctima?—También.La mirada del obispo reflejaba una

tristeza honda, pero Francisco no lemiraba a los ojos.

—Me pregunto a veces —dijo comopara sí mismo— si no fui yo quien lamató.

Las manos del prelado se alzaron enel aire.

—¡Tonterías! —protestó—. Estoybien enterado. No quieras asumir todaslas responsabilidades. Bastante llevas

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encima ya… ¿Te han molestado coneso?

—¿Quién?—La policía.—Bah, no más de lo indispensable.—Cuéntame tu versión.—¿Es necesario?—Monseñor dijo quedamente:—Mírame…Francisco alzó los ojos.—Sí —repuso.—¿Cómo fue?Empezó la relación sin entusiasmo,

pero con sinceridad. Lo contó todo,desde la primera noticia que tuvorespecto a la puesta en libertad de los

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detenidos del barrio, sin omitir lasgestiones de Raba y Campo, losmilitantes de la HOAC. Relató las dudasque le asaltaron al ser requerido paraasistir a Pili. Sólo titubeó al llegar a losruegos de la chica para que proclamasesu propia inocencia, pero acabó por dartodos los detalles.

—De modo que tuviste entre tusmanos el papel.

—Sí, durante unos segundos. Sinduda lo escribió temiendo lo peor deCelestino…

—Y decía eso.—Exactamente. Se me quedó

grabado en la memoria.

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—Y lo rompiste.—Sí.Hubo una pausa.—¿Por qué?Se detuvo sorprendido por aquella

pregunta tan directa.—¿Cómo por qué?—Sí. Por qué lo hiciste.Reflexionó un momento.—Fue una cosa espontánea. Un

impulso… Supongo que no quería untriunfo tan fácil… Sé que me emocionósu generosidad de ultima hora y… —titubeó de nuevo— no me pareció lealproclamar su torpeza cierta por hacermeabsolver de la mía supuesta.

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—Pero…Interrumpió.—Seré tonto, lo reconozco; pero ella

estaba muerta, ¿comprende?,indefensa… Dios tiene que tener otrosmedios para sacarme de apuros.

Miraba ahora ansiosamente a losojos del obispo.

—¿Hice mal? —preguntó al fin.Monseñor volvió la cara a la

ventana y pareció meditar unosmomentos.

—¿Cómo lo puedo saber yo?—No me he arrepentido de eso. A

veces pienso que soy ridículo; perootras veces me parece que es lo más

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hermoso que he hecho desde que estoyallí.

—Todo depende del amor que hayaspuesto en la renuncia. Lo que en unopuede ser orgullo, en otro puede sercaridad. ¿Lo comprendes?

—Orgullo no fue. No lo creo. Desdeaquel mismo momento me sentí y mesiento derrotado.

—¿Derrotado por qué?Francisco esbozó un gesto vago de

impotencia.—Usted dirá…—Explícate.Hizo una pausa.—Hace mucho tiempo, casi me

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parece un siglo, estuve aquí. Llevaba unaño en el barrio, un año en la fábrica, yusted me apretaba y yo me defendía,¿recuerda cómo me defendía?… Ledecía que, al menos, ya había hecho dosconquistas: Tonchu y Pili…

—Sí, me acuerdo bien.—Ahora ha pasado un siglo, como

digo, y ¿qué puedo presentar?, ¿cuálesson mis conquistas? Pili ha muerto.Tonchu se ha alejado. Y nadie, fíjesebien, nadie ha venido a sustituirles.Entonces se me quería; ahora se meodia. ¿No es esto una derrota? Respondasinceramente.

El obispo juntó las manos como para

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orar. Su rostro, grave ahora, tenía lahermosura de una gran serenidad quesólo los muchos años consiguenalcanzar.

—Tú eres sacerdote —dijosuavemente—, por lo tanto te toca ser enla tierra otro Cristo.

Se detuvo aquí y Francisco,subyugado, repuso:

—Sí, señor.—Antes de que tú soñaras hacerte

obrero con los obreros, Él se hizohombre con los hombres. ¿Y quéhicieron los hombres con Él?… Lecrucificaron. ¿Qué esperabas tú?

Hubo un compás de solemne silencio

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en que los ojos de uno no dejaron deestar en los del otro.

—Por otra parte —siguió el prelado—, dime una cosa. Cuando Cristoculminó su redención, es decir, cuandosubió a la cruz, ¿con cuántos cristianoscontaba?

Se hizo una nueva pausa sinrespuesta.

—Que te hacen el vacío, que tecalumnian, que están llenos deprejuicios contra ti… ¿De qué teextrañas? ¿Qué esperabas, repito?¿Tengo yo que darte ahora las hermosasrazones que tú me dabas al principio?

Francisco estaba mudo, pero el

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efecto que aquellas palabras reposadasdel anciano iban causando en suzarandeado corazón no era distinto delque experimentaría si las oyera delmismo Jesucristo.

—Está escrito que si el grano detrigo que cae en la tierra no muere, no dafruto; pero si, por el contrario, muere,entonces produce el múltiplo. Y tepregunto yo: ¿Te compete a ti ser otracosa mejor que la semilla de Dios?

El obispo se había transfiguradopoco a poco diciendo sosegadamenteaquellas sabias razones. Ahora parecíaresplandecer de convicción al dirigir lamirada al crucifijo que tenía sobre una

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esquina de la mesa.—Te dejo en libertad de aceptar o

no lo que voy a proponerte.—Lo acepto —dijo Francisco con

vehemencia.—Espera a saber de qué se trata.Monseñor Ponte Carrero volvió los

ojos a su sacerdote y éste,inopinadamente, se puso de rodillas.

—Lo acepto desde ahora. No meimporta lo que sea.

El prelado alzó la mano derecha enactitud de bendecir, mientras hablaba.

—Vas a volver allí, porque allí eresCristo. Vas a vivir con ellos, entre ellos.Y vas a hacerlo en tal forma, que tu vida

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resulte efectivamente inexplicable siDios no existe.

Quedó en silencio mientras trazabaen el aire una cruz sobre la cabezahumillada de Francisco.

MARTÍN VIGILUria, 26 - Oviedo.

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JOSÉ LUIS MARTÍN VIGIL. EstudióIngeniería Naval en la Escuela Especialde Ingenieros Navales, abandonando losestudios al llegar la Guerra Civil, en laque participó en el bando sublevado.Terminada ésta, terminó también susestudios de ingeniería, prosiguiendo conlos de Filosofía y Letras, Humanidadesy Teología en la Universidad deComillas, ingresando en la Compañía deJesús, y ordenándose sacerdote en 1953.Fue capellán en varios colegios mayoresuniversitarios, y director deorganizaciones católicas en laUniversidad de Comillas. Comenzó conla escritura logrando gran éxito como

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escritor. Participó en programasradiofónicos y en Televisión española,en varios programas religiosos, y conuna serie propia.

Es autor de libros de carácterreligioso y especialmente juvenil.