Los enigmas del cosmos · 2020. 9. 7. · Sinopsis Los enigmas del cosmos reúne, por vez primera...

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  • Índice

    PortadaSinopsisPortadillaDedicatoriaAgradecimientosPrólogoIntroducciónCAPÍTULO I. En busca de NémesisCAPÍTULO II. El sueño de VulcanoCAPÍTULO III. Tunguska, el enigma caído del cieloCAPÍTULO IV. Megacriometeoros: misterios de hieloCAPÍTULO V. La paradoja de la oscuridad del cieloCAPÍTULO VI. La Estrella de BelénCAPÍTULO VII. El pálpito de la LunaCAPÍTULO VIII. Lunas misteriosasCAPÍTULO IX. Los oasis de MarteCAPÍTULO X. Europa, Titán y EncéladoCAPÍTULO XI. Plutón y el planeta XCAPÍTULO XII. SiriusCAPÍTULO XIII. Exoplanetas: mundos más allá del SolCAPÍTULO XIV. Caprichos cósmicosCAPÍTULO XV. El universo perdido: de los agujeros negros a la materiaoscura

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  • Sinopsis

    Los enigmas del cosmos reúne, por vez primera en un libro, los grandesmisterios astronómicos para los que la ciencia aún no ha obtenidoexplicación, como el de Némesis, una posible estrella compañera del Sol quepodría ser la causa de extinciones masivas; el de Tunguska, un enclave de laSiberia central donde cayó un gigantesco cuerpo celeste que se trocó en un nomenos gigantesco enigma; el fenómeno de la caída de bloques de hielo; laEstrella de Belén, un portento que alumbró una nueva era; la presencia dehielo en nuestra luna o las investigaciones sobre Marte, que han pasado deldesengaño de sus «canales» al descubrimiento de signos de agua líquida ensu superficie. Mediante una exposición en la que se combina el rigorcientífico y el tono ameno, y una colección de interesantes ilustraciones conmás de sesenta imágenes en color, el autor nos guía en un viaje que va delcorazón del Sistema Solar al espacio más allá de sus límites.

  • Vicente Aupí

    Los enigmas del Cosmos

    De los océanos del SistemaSolar al Universo perdido: losgrandes misterios pendientes

    para la astronomía del siglo XXI

    Prólogo de Álvaro López

  • A la memoria de Henrietta Swan Leavitt,Caroline Herschel, Annie Jump Cannon y Vera Rubin.

    Por diferentes caminos, todas consagraron su vidaa explorar lo desconocido para que los demáspudiésemos descubrirlo junto a ellas, a pesar

    de que nunca recibieron el reconocimientocientífico que merecían.

  • Agradecimientos

    Para hacer realidad este libro ha sido imprescindible la colaboración denumerosas personas e instituciones a las que quiero transmitir mi más sinceroagradecimiento. Muchas de las cuestiones analizadas en la obra, así como laobtención de algunas imágenes, han requerido un importante esfuerzo debúsqueda en el que me han ayudado desinteresadamente científicos y centrosde investigación, a los cuales quiero hacer patente mi reconocimiento a suinterés por la divulgación científica.

    En este sentido, tengo un sentimiento especial de gratitud para Irene A.Eganova, del Instituto de Matemáticas de Novosibirsk; Alexander K. Guts, dela Universidad de Omsk, y Andrei E. Zlobin, de la Academia de Ciencias deRusia.

    Para Antoinette Beiser y Helen Horstmann, del Observatorio Lowell, enFlagstaff (Arizona), por la paciencia que han demostrado conmigo.

    En la obtención de material fotográfico ha sido inestimable la ayuda deBrenda Corbin, del Observatorio Naval de Washington; de Mary Ann Hagery Debra Rueb del Lunar and Planetary Institute, así como de Richard A.Muller, de la Universidad de Berkeley, y de Dorothy Schaumberg, delObservatorio de Lick.

    El astrofotógrafo español Vicent Peris me ha facilitadodesinteresadamente algunas de sus mejores imágenes. Igualmente, desde elCentro de Estudios de Física del Cosmos de Aragón (Cefca), LuisaValdivielso, Javier Cenarro y Miguel Chioare Díaz me han permitidoamablemente usar algunas imágenes de su colección.

  • El profesor Genrik Nikolsky me ha brindado una inestimable ayuda en elanálisis del suceso de Tunguska a partir de sus investigaciones en laUniversidad de San Petersburgo.

    También estoy muy agradecido al geólogo Jesús Martínez-Frías, por todala información clarificadora que me ha aportado en el estudio del origen delos megacriometeoros.

    A Esther Llompart y a Dolors Escoriza quiero mostrarles mireconocimiento y gratitud por su permanente apoyo.

    Tengo un especial recuerdo de gratitud para Carmen, mi esposa, fallecidaen 2002, meses después de publicarse la primera edición de este libro. Yfinalmente, a Gonzalo, mi hijo, le agradezco que haya soportadoestoicamente durante todos estos años la elaboración de todos mis libros.

  • Prólogo

    Es para mí un verdadero placer comentar el libro que el lector tiene ahoraentre sus manos. El autor ha demostrado su paciencia y tenacidad al recoger yclasificar una información variada y dispersa. Su brillante prosa y lacapacidad de transmitir al lector sus conocimientos sobre temas de graninterés para el aficionado a la astronomía y el gran público, demostrada por laedición previa de numerosos libros de divulgación científica, han sidorefrendadas por este nuevo volumen. Finalmente, el autor y Editorial Arieldeben ser felicitados por la esmerada presentación de este libro, que contieneunos complementos gráficos y estadísticos notables.

    Para el profesional de la astronomía, que dedica sus horas de docencia einvestigación a esta ciencia, la aparición de libros sobre temas afines essiempre una satisfacción y un estímulo, y de su lectura siempre puede extraeralgún nuevo conocimiento y refrescar inquietudes y aficiones. Además, laaparición de nueva bibliografía astronómica debe ser bienvenida, ya querefuerza y amplía las posibilidades de difusión de esta ciencia y afición, cadavez más extendida. La astronomía, ciencia antigua cuya base de conocimientoha sido y sigue siendo la observación, presenta en esta encrucijada del nuevomilenio un panorama variado y atrayente. La capacidad de observación haevolucionado y se ha diversificado hasta cubrir todo el espectroelectromagnético, y numerosos satélites han cumplido con éxito ambiciososproyectos de observación imposibles de realizar a través de la atmósferaterrestre. El envío de sondas espaciales a todos los planetas principales y aalgunos satélites, cometas y asteroides, ha representado un acopio de

  • información sin precedentes de nuestro entorno espacial, transformando laastronomía del Sistema Solar en una nueva ciencia cada vez másexperimental.

    La investigación in situ y la exploración del Sistema Solar requerirán losesfuerzos combinados de las naciones más avanzadas y deberían ser el Reto,con mayúscula, de la humanidad en el siglo XXI. Los medios instrumentalescon base en tierra son cada vez más complejos y costosos, por lo que senecesita de la colaboración internacional y la selección cuidadosa de loslugares más apropiados. Al mismo tiempo, algunas técnicas tradicionales sonreemplazadas por dispositivos cada vez más complejos y con amplia difusiónentre los observadores profesionales y aficionados.

    Los grandes observatorios, complementados con los telescopiosespaciales y las próximas observaciones desde estaciones tripuladas en órbita,han agrandado los límites de nuestro universo y han permitido descubrirobjetos exóticos (estrellas de neutrones, cuásares, agujeros negros), dandonuevo impulso a la actividad de cosmólogos y astrofísicos teóricos. Ante estepanorama tan variado y complejo comprobamos lo que es bien conocidodesde los albores de la cultura humana: que un nuevo descubrimiento da pasoa renovadas incógnitas que esperan ser contestadas. En algunos casos, larespuesta se demora tanto que pasa a ser un tema de interés histórico yadquiere el carácter de enigma. La curiosidad, que acompaña siempre alpensamiento humano y le sirve de acicate permanente, sigue tropezando conestos temas misteriosos, que en muchos casos seguirán abiertos con carácterpermanente. El acierto del autor ha sido hacer que lleguen al gran público, deforma documentada, asequible y en muchos momentos apasionante, algunosde estos enigmas astronómicos, mal conocidos incluso por el profesional yestudioso de la astronomía.

    Los enigmas abordados en este libro son muchos y bien escogidos.Algunos pueden considerarse resueltos, pero otros permanecen en los límitesde la pura hipótesis. El autor describe con pluma fácil los antecedentes decada tema, dibujando el marco histórico en que fue planteado. Lascircunstancias del mismo y el abanico de posibles soluciones permiten allector tomar parte activa en la discusión y adquirir una idea cabal del alcance

  • y posibles soluciones al enigma.El capítulo «En busca de Némesis», hipotética estrella de la muerte

    compañera del Sol, plantea su existencia y las posibles implicaciones en lasperiódicas catástrofes acaecidas a nuestro planeta desde épocas remotas.

    «El sueño de Vulcano» nos habla de este planeta interior a la órbita deMercurio que mantuvo la atención de los astrónomos durante una buena partedel siglo XIX. Aunque su existencia está prácticamente descartada, laproliferación de nuevas familias de asteroides en órbitas cercanas a la Tierray al Sol ha despertado nuevas y similares expectativas.

    El enigma de Tunguska, fenómeno catastrófico acaecido en Siberia en1908, encierra la incógnita de la naturaleza del objeto cósmico que seprecipitó a través de la atmósfera terrestre y la afectó en su totalidad. Tanto sise trató de un cometa como de un asteroide, el suceso en sí nos recuerda lafragilidad de nuestro hábitat, la Tierra. La historia de la investigación delsuceso, prolongada durante varios lustros y aún no concluida, es una buenamuestra de la tenacidad de muchos hombres de ciencia en pos de la verdad.

    Los numerosos fragmentos de hielo caídos desde los cielos españoles acomienzos de 2000 nos recuerdan la existencia de sucesos análogosregistrados desde el siglo XVIII en diferentes lugares de la Tierra. Aunque sunaturaleza se asocia a fenómenos atmosféricos mal explicados, estos sucesosno han perdido por ello su carácter enigmático y de gran actualidad.

    La Paradoja de Olbers, de sorprendente y sencillo enunciado, se engarzacon la naturaleza del Universo. Planteada por el propio Edgar Allan Poe,alcanza su actual solución con las teorías cosmológicas modernas sobre lanaturaleza y el origen del Universo.

    La Estrella de Belén, uno de los enigmas que han perdurado a través delos siglos, tiene connotaciones científicas, históricas y religiosas. En susolución, que se mantiene abierta, se implica la fecha del nacimiento deCristo y el tipo de fenómeno, sin duda astronómico, que se asoció a la«estrella de los Magos». Posibles conjunciones planetarias, cuidadosamentecalculadas, pueden dar una solución satisfactoria a este enigma maravilloso.

    La Luna, nuestro astro compañero, encierra muchas incógnitas a pesar desu proximidad e intensa observación desde hace varios siglos. La existencia

  • de agua, recientemente detectada, y los fenómenos transitorios, asociados a laactividad volcánica y al choque de meteoritos, son descritos y analizados enforma detallada y atrayente.

    Los grandes planetas reproducen, a escala, una edición reducida denuestro Sistema Solar. Sus sistemas de satélites han sido ampliadostelescópicamente durante los siglos XIX y XX, a partir del descubrimiento delas lunas de Galileo en Júpiter, tal como se describe con certeras frases en elcapítulo VIII. Desde los años 70, el envío de sondas espaciales hacompletado y diversificado el conocimiento de cada planeta, incluyendo sussistemas de satélites y de tenues anillos ecuatoriales, en algunos casos. Laexploración sistemática del Sistema Solar aportará en las próximas décadasnuevos y copiosos datos sobre esta población de los satélites planetarios.

    El sorprendente descubrimiento de los canales de Marte, en el siglo XIX,no fue corroborado por la exploración de las naves Mariner y Viking, a partirde 1965. Sin embargo, el estudio detallado de su superficie no ha descartadola existencia de vida en el planeta rojo. La cartografía detallada del planetapermitirá en un futuro próximo la exploración y colonización de nuestrovecino en el espacio, iniciando una nueva era de descubrimientos sinprecedentes en la historia.

    La existencia de vida fuera de la Tierra es uno de los retos planteados a laciencia en la actualidad. La información aportada por la NASA sobre laslunas de Júpiter y Saturno deja abierta a la investigación posterior la soluciónde éste y otros temas de enorme interés. Los envíos de naves estánpermitiendo ampliar nuestro conocimiento sobre las condiciones superficialesen Europa, Titán y Encélado, los mejores candidatos a albergar o desarrollaralgún tipo de vida.

    Los límites exteriores del Sistema Solar, asociados al planeta X, secerraron en 1930 con el descubrimiento fotográfico de Plutón. Sin embargo,nuestro sistema planetario se ha ampliado casi indefinidamente. Plutón seconsidera actualmente un planeta enano, al tiempo que familias de cometas yasteroides cada vez más lejanos del Sol aumentan sus poblaciones. La posibleexistencia de otro verdadero planeta más allá de Neptuno sigue siendo unacuestión sin resolver y su búsqueda continúa abierta.

  • Sirius, la estrella más brillante del firmamento, ha planteado diversosenigmas a lo largo de la historia, asociados a su compañera, Sirius B. Estaestrella ha influido notablemente en la cultura del antiguo Egipto y otrascivilizaciones, tal como se describe en este libro de Vicente Aupí.

    La existencia de planetas en otras estrellas es una extrapolación natural denuestros conocimientos astronómicos. Algunas estrellas presentanmovimientos residuales que sólo se pueden interpretar atribuyendo laexistencia de algunos planetas gigantes en su órbita. A la famosa estrella deBarnard se ha unido un conjunto de candidatos, entre los que destaca elsistema Epsilon Eridani, que puede llegar a ser una réplica de nuestro sistemaplanetario. La posibilidad de vida en el Universo debe asociarse en cualquiercaso a la existencia de estos sistemas, y el proyecto SETI mantiene unaactividad constante en la búsqueda de señales inteligentes desde más allá denuestro Sistema Solar.

    El esplendor de las estrellas variables se puso de manifiesto ya en laépoca árabe, con el descubrimiento de Algol. Su población y diversidad sehan incrementado desde la época moderna y la astrofísica comienza adescubrir las claves de su variabilidad. Nuevas especies de estrellas, como lasenanas marrones, podrían contener una fracción considerable de la masainvisible del Universo.

    En el capítulo final de la obra se analizan los inquietantes agujeros negrosy la materia oscura, seguramente el principal enigma pendiente de resolución.La teoría del Big Bang, corroborada por la existencia de un fondo térmicohomogéneo, se ha asentado sólidamente frente al modelo de universo enestado estacionario. En este nuevo marco, los agujeros negros, puntossingulares donde la materia se colapsa indefinidamente, tendrían un lugardestacado en la estructura general del Universo.

    Como colofón, quiero señalar una vez más la gran oportunidad que seofrece al lector de este libro: recorrer un amplio panorama de hechossingulares y enigmáticos a través de la prosa ágil y atrayente de su autor.Confío en que después de finalizada esta obra, el lector habrá adquirido unaperspectiva nueva y bastante completa de algunos de los fenómenos, objetosy acontecimientos astronómicos más atrayentes, tanto para el profano como

  • para el estudioso de la ciencia astronómica.

    ÁLVARO LÓPEZExdirector del Observatorio Astronómico

    de la Universidad de Valencia

  • Introducción

    El 30 de junio de 1908, los sismógrafos de Europa y Asia registraron latrepidación cósmica más colosal de la historia reciente. La Tierra tembló,pero la sacudida no se produjo en sus entrañas como en un devastadorterremoto; llegó del cielo una cálida mañana tras el solsticio de verano,provocada por una gigantesca bola de fuego que atravesó la atmósfera avarios kilómetros por segundo y explotó en una remota región de Siberia, enla cuenca del río Tunguska. La estela fue observada a miles de kilómetros yla onda expansiva generada por el impacto dio varias veces la vuelta a laTierra, siendo detectada por numerosos sismógrafos y barógrafos del Globo.Diecinueve años después, la primera expedición científica enviada allí, bajola dirección de Leonid Kulik, comprobó que todos los árboles habían sidoderribados en sentido radial desde el lugar del impacto hasta una distancia de100 kilómetros. En el centro del círculo de devastación, los restos de lacatástrofe no dejaron lugar a dudas: un cuerpo celeste había chocado contranuestro planeta. Ésa es la única evidencia clara, así como la revelación de quela catástrofe podría haberse producido en alguna ciudad próxima.

    En realidad, el suceso pasó desapercibido para la mayor parte de lahumanidad en comparación con lo que tendría que ocurrir tan sólo dos añosdespués. La llegada del cometa Halley, que visita la Tierra cada 75-76 añosdebido a las características de su órbita, despertó una corriente apocalípticaque alimentaron los medios de comunicación y ciertos comerciantesoportunistas de la época a pesar de los mensajes de tranquilidad de losastrónomos, que no cejaron en su empeño de advertir la ausencia de peligro

  • en el encuentro de ambos astros. Fue en vano: en Europa y Norteamérica elanuncio de que el planeta atravesaría la extensa cola del cometa causó unafiebre rayana en el terror en los ámbitos sociales más supersticiosos, dondeno faltaron los suicidios y la venta de máscaras antigás. Al final, tal comoestaba previsto, la Tierra cruzó la cola cometaria el 19 de mayo de 1910, perolos negros augurios fueron reemplazados por una luminosidad inusualdurante la noche, ya que el único efecto palpable fue la presencia de unaneblina en las capas atmosféricas, traducida durante las horas nocturnas enuna especial claridad del cielo. La casi nula densidad de la cola del Halley,equiparable al mejor vacío de laboratorio, dio la razón a los astrónomos.

    Tal vez, la verdadera causa del miedo no residió en la agitaciónpropagandística que acompañó el primer viaje del Halley hacia el Sol duranteel siglo XX. En 1910, incluso en grandes ciudades como Madrid y París, lapolución lumínica no era todavía lo suficientemente intensa para ocultar elbrillo de la mayor parte de objetos celestes visibles a ojo desnudo, es decir,sin ayuda óptica. Mientras que en la actualidad ni siquiera en los núcleosurbanos de mediano tamaño es fácil ver las estrellas principales, en aquellaépoca la oscuridad del firmamento revelaba cualquier acontecimientoastronómico. El cometa y su cola de 110 millones de kilómetros de longitudmostraron al hombre una de sus apariciones más espectaculares desde que elcientífico Edmund Halley identificó este astro en 1682 y predijo queregresaría 76 años más tarde, en 1758, como así ocurrió. El período delcometa y las referencias históricas sobre la aparición de objetos celestesextraños permitió deducir que el Halley, bautizado así en honor a sudescubridor, había visitado la Tierra cada 75-76 años.

    Cuando el Halley alcanzó en 1910 el rincón que ocupa nuestro planeta enel espacio, la grandiosidad de su imagen en el firmamento nocturno acrecentóel miedo inducido por los titulares sensacionalistas en la prensa. Tras cruzarel perihelio —punto más cercano al Sol— en abril y sumergir a la Tierra ensu cola el día 19 de mayo, el cometa inició su viaje de regreso hacia losconfines del Sistema Solar hasta alcanzar en 1948 el extremo más alejado desu trayectoria, al rebasar la órbita de Neptuno. Su siguiente periplo por laTierra estaba, sin embargo, condenado a ser muy distinto. Las posiciones

  • relativas de nuestro planeta y del cometa, que varían de forma sustancialentre un paso y otro, se presentaron mucho más desfavorables en 1986, desuerte que las condiciones de observación empeoraron notablemente respectoa las de 1910. La gran expectación popular de su segundo viaje del siglo XXterminó en decepción para la mayoría de quienes trataron de avistarlo en uncielo nada propicio, sobre el que el Halley sólo se asomó tímidamente aescasa altura sobre el horizonte, infestado de luces en las ciudades.

    Tal vez la visita del Halley en 1986 fue la última en que el cometa visitóla Tierra cargado de leyendas, que nacieron de la mano de su impacto visualal cruzar un firmamento estrellado que, al menos para el mundo occidental,puede desaparecer en el lapso de varias décadas. Cuando regrese en el año2061, los tratados astronómicos acerca de su naturaleza y la del resto de loscometas serán muy diferentes. Lo que hasta el siglo XX fueron sus secretosmás íntimos llenarán los libros del futuro, gracias en parte a la informaciónobtenida por las sondas espaciales que en 1986 salieron a su encuentro. Lamultitud de datos recopilados por las sondas Vega y Giotto, que todavía seestudian actualmente, están sirviendo para determinar cómo es en realidad y,por extensión, para descifrar algunos de los principales enigmascosmológicos, ya que los cometas parecen constituir, en esencia, la materiaprimigenia de la que hemos nacido. El regreso del Halley en el año 2061quizá sea el primero de una nueva etapa en la relación del hombre con eluniverso que le rodea, y la visita de 1986, la última de un período de dosmilenios en el que el cometa fascinó a la humanidad.

    Ahora, mientras el Halley cruza un frío rincón del Sistema Solar amillones de kilómetros de nosotros, la ciencia se halla en una encrucijadallena de caminos prometedores que permitirán al hombre avanzar de formaespectacular en la comprensión del Cosmos. En los últimos 100 años se hanidentificado algunos de los pilares fundamentales con los que está construidoel Universo, pero, como ocurre en otras muchas áreas del saber, a medida quese descubren cosas nuevas se abren otros interrogantes. Unos enigmas sedescifran y otros se descubren, como si el Universo se empeñara en dejarnospreguntas en el éter. Y así, antes de llegar a la encrucijada actual, laastronomía ha ido dejando en el camino preguntas para las que la ciencia aún

  • no ha conseguido respuesta, aunque es posible que lo haga pronto, o quizá nolo haga nunca. Este libro aborda algunos de esos enigmas, en los que resideuna buena parte de nuestra fascinación cósmica, y merced a ella muchoscientíficos se han dedicado en cuerpo y alma a tratar de descifrarlos. El lectorno encontrará aquí una mirada irracional al más allá ni un tratado sobreinexistentes hombrecillos verdes, sino una aproximación a las investigacionescientíficas sobre algunos de los más fascinantes dilemas de la astronomía y alas respuestas que la ciencia trata de dar a ellos. La historia está repleta dedogmas hechos añicos por las revelaciones de la observación del Cosmos, yvivimos en una época en la que a cada teoría nueva le nace al día siguienteotra dispuesta a rebatirla, como si el afán científico nos hubiera llevado aobsesionarnos en llegar los primeros a la meta antes que descubrir lo querealmente buscamos. En un momento así, quizá sea oportuno pararse aobservar la nebulosa de secretos que siguen guardados entre las estrellas, quecada noche, al brillar en el cielo, nos ofrecen nuevos indicios para quepodamos desvelarlos algún día.

    VICENTE AUPÍ

  • CAPÍTULO I

    En busca de Némesis

    Sospecho que los científicos del futuro mirarán este episodio ysonreirán, pero no estoy seguro si lo divertido es que algunos denosotros nos dejáramos embaucar por algunas falsas indicaciones deperiodicidad y divagáramos con una historia delirante sobre unaestrella compañera imaginaria, o que la mayoría de los científicos nolo tomaran en serio, de manera que la estrella compañera que estáahí afuera, y que cambiaría toda nuestra concepción del SistemaSolar, no se ha encontrado nunca.

    WALTER ALVAREZ

    La astronomía escribe la historia del conocimiento del Universo a golpe desorpresas. Muchos de sus descubrimientos fueron profetizados décadas antesgracias a la observación y al estudio sistemático de los astros, pero otros hanobligado a la ciencia a mantener furiosos debates antes de digerir hallazgosque iban en contra de lo establecido. Ocurrió con Copérnico, Galileo yKepler cuando derrumbaron el modelo geocéntrico —la Tierra era hastaentonces el centro de todo—; con Edwin Powell Hubble al postular laexistencia de un universo en expansión en el que la Vía Láctea, nuestraciudad estelar, no era la única, sino sólo una más entre una vasta multitud degalaxias pobladas por miles de millones de estrellas, y también conSubrahmanyan Chandrasekhar por sus teorías, ahora aceptadas, sobre el

  • colapso gravitatorio de las estrellas masivas, que actualmente se considera elcamino hacia la formación de los agujeros negros.

    Llegado el nuevo milenio, crece el número de científicos convencidos deque pronto obtendremos respuesta a esta célebre pregunta: «¿Hay alguien ahífuera?». Las próximas misiones espaciales y los previsibles hallazgos de lasnuevas generaciones de telescopios terrestres y espaciales quizá puedanencontrar en las próximas décadas las pruebas de que no estamos solos. En laúltima década del siglo XX, el descubrimiento de los primeros planetasextrasolares (que giran alrededor de estrellas exteriores al Sol) creció deforma abrumadora; tanto, que antes del cambio de milenio el número ya eramayor fuera del Sistema Solar que dentro de él y actualmente se conocenmiles. Las nuevas técnicas permiten detectar la presencia de planetas o dediscos protoplanetarios que el brillo de las estrellas analizadas ocultaba antes,de forma que impedían a los telescopios la suficiente resolución para revelaralgún cuerpo celeste junto a ellas.

    Todo esto ha hecho proliferar el número de proyectos de búsqueda deplanetas en otros sistemas solares, de forma que, salvo en lo que concierne alas misiones espaciales a los mundos vecinos de la Tierra, diríase que losastrónomos dan por hecho que todo o casi todo está descubierto ya en nuestroSistema Solar y que difícilmente los telescopios puedan aportar algunanovedad importante. Empero, quedan muchas cuestiones por resolver, enespecial en relación con la posible existencia de objetos no descubiertos enlos confines del Sistema Solar. De forma sucesiva, los descubrimientos deUrano, Neptuno y Plutón parecieron contribuir a zanjar el debate históricoacerca del número de planetas existentes, pero los tres hallazgos no hicieronsino presentar a la ciencia nuevos enigmas, de suerte que desde 1930, año enque Clyde Tombaugh descubrió Plutón, seguimos sin saber si hay otrosplanetas más allá de ese diminuto mundo, al que, además, desde el año 2006ya no se considera planeta de forma oficial, sino planeta enano, una nuevadenominación acuñada por la Unión Astronómica Internacional (IAU, por sussiglas en inglés).

    Además de plantearnos si «hay alguien ahí fuera», la incertidumbre sobrelo que puede haber más allá de Plutón ha suscitado otra pregunta sin

  • respuesta: «¿Hay algo ahí fuera?». Los estudios científicos para aclarar esteenigma se han encaminado, por un lado, hacia la búsqueda del denominadoplaneta X, que se analiza detalladamente en el capítulo XI, y por otro, haciala localización de una posible estrella compañera del Sol que no haya sidoencontrada aún a causa de la debilidad de su brillo. Así, hay una pléyade decientíficos que ha dedicado una parte de sus investigaciones a tratar dedescifrar algunos de los enigmas pendientes del Sistema Solar. Mientras laastronomía «oficial» pasa de puntillas sobre esta cuestión, un grupoencabezado por el físico estadounidense Richard A. Muller ha trabajadodesde mediados de los años 80 del siglo XX en un proyecto sistemático debúsqueda de una supuesta estrella compañera del Sol, a la que se bautizó conel nombre de Némesis, la diosa griega de la venganza.

    Hasta ahora no hay pruebas de su existencia. En realidad, Némesis es unarespuesta —naturalmente, no la única— a otro dilema científico, que sesintetiza en el siguiente interrogante: ¿qué clase de proceso cósmico es capazde causar en la Tierra extinciones masivas con una periodicidad regular deaproximadamente 26 millones de años? Una de las contestaciones plausiblesa este misterio es que el Sistema Solar tenga otra estrella además del Sol,aunque de tamaño y brillo mucho menores, con un período orbital demillones de años y todavía no observada. Una estrella oscura diminuta, perocon la suficiente masa para alterar las nubes cometarias existentes más allá dela órbita de Plutón y producir, a intervalos de 26 millones de años, unincremento de la afluencia de cometas hacia el Sistema Solar interno,aumentando a su vez la probabilidad de que alguno de ellos choque con laTierra, con consecuencias devastadoras para la vida sobre el planeta.

    Si enunciamos el asunto de una forma simple, concibiendo Némesis comomera hipótesis en el contexto de las teorías actuales sobre el Sistema Solar,no es extraño que la mayoría de los astrónomos se muestre muy escéptica.Sin embargo, si juzgamos el proceso cronológico de los hallazgos geológicosrelacionados con las extinciones masivas, resulta difícil esquivar la avalanchade preguntas que de inmediato se suscitan sobre su origen y que, se quiera ono, conducen a sospechar que hay algún fenómeno cósmico periódico quemarca la evolución de la vida sobre la Tierra. Es importante distinguir ambos

  • planteamientos: el principio de la teoría no surge porque alguien postule deantemano que el Sol tiene una estrella compañera, y que de ahí cabría deducirlos episodios periódicos de extinciones, sino que son éstos los que se handescubierto y conducen a sospechar la existencia de Némesis.

    Hasta la segunda mitad del siglo XX se mantuvo la creencia generalizadade que los volcanes, en épocas de muy intensa actividad y violentísimaserupciones, fueron el factor principal de extinciones aleatorias a lo largo de lahistoria. Pero en 1979, las investigaciones realizadas por el geólogo WalterAlvarez dieron un vuelco a los conocimientos sobre la extinción que seprodujo hace 65 millones de años, al descubrir la presencia anormal de iridioen los sedimentos de la corteza terrestre que separan el paso del períodoCretácico al Terciario. Él y su padre, el físico y Premio Nobel (1968) LuisWalter Alvarez, de ascendencia española, hallaron pruebas contundentes deque había un exceso de iridio en lo que los geólogos denominan el límite KT,el umbral que separa los períodos Cretácico y Terciario, y que coincidía conla desaparición masiva de vida que se produjo en nuestro planeta. Surgiórápidamente la tesis de un origen extraterrestre de ese exceso de iridio, lo quea su vez condujo a las primeras teorías sólidas sobre el impacto de un cuerpoceleste ocurrido hace 65 millones de años. El choque de un cometa o unasteroide de unos 10-12 kilómetros de diámetro pudo ser suficiente paraprovocar la extinción de una gran parte de las especies, como prueban losestudios actuales sobre sus consecuencias. Aunque su tamaño únicamenteprovocaría al principio una catástrofe local en el lugar de la colisión, lasconsecuencias sobre la atmósfera debieron de hacer de la superficie terrestreun infierno. Tras un calentamiento brutal como consecuencia del choque, elpolvo y las partículas en suspensión levantadas por la violenta colisiónprodujeron un paulatino enfriamiento al ocultar la radiación solar. El aire seconvirtió durante un largo período en un manto negro letal para la mayoría delos seres vivos, que no pudieron superar el trance. La extinción de losdinosaurios sólo fue una más entre las de miles de especies quedesaparecieron de la Tierra, ya que muchos investigadores creen quedebieron extinguirse muchas especies con un peso superior a los 25kilogramos, al no ser capaces de adaptarse a las durísimas condiciones

  • ambientales.El impacto explicaría, pues, la extinción ocurrida en el límite KT, pero

    nada más, puesto que el choque de asteroides o cometas con la Tierra —o concualquier otro planeta; recuérdese la caída del Shoemaker-Levy sobre Júpiteren julio de 1994— es algo que, aparentemente, ocurre de forma impredecibleen el tiempo. El desafío científico llegó de la mano de los paleontólogosDavid Raup y Jack Sepkoski, quienes tras estudiar el registro fósil llegaron ala conclusión de que la Tierra es escenario de extinciones masivas cada 26millones de años aproximadamente, lo que introdujo una sorprendenteperspectiva de difícil explicación. ¿Qué extraordinario episodio periódico dela naturaleza podía provocar algo semejante, como si se tratara de un relojcósmico de enormes proporciones?

    Raup y Sepkoski enviaron sus conclusiones a Walter Alvarez y a supadre, que al principio se mostraron muy escépticos con los resultados de unainvestigación difícilmente asumible. Y en este punto apareció el fantasma deNémesis: Raup-Sepkoski y los Alvarez trasladaron la cuestión al físicoRichard A. Muller, que la estudió junto a Piet Hut y Marc Davis. Nació lahipótesis de que el Sol podía tener una estrella compañera, no conocida,cuyas perturbaciones gravitatorias originaban un flujo anormal de cometashacia la Tierra a intervalos de 26 millones de años. La existencia de un soloscuro en la región más remota del Sistema Solar era una teoría audaz, peroaportaba una de las mejores respuestas a las reveladoras pruebas sobre laperiodicidad de las extinciones.

    Los acontecimientos científicos investigados en conjunto por Raup-Sepkoski, Luis y Walter Alvarez, y el grupo encabezado por Richard A.Muller conforman un trabajo detectivesco apasionante. Aunque sus teoríashayan sido objeto de numerosas réplicas y el equipo de Muller no hayapodido demostrar —todavía— que Némesis existe, la cadena dedescubrimientos relativos al impacto meteorítico ocurrido en el límite KT y ala sucesión de extinciones periódicas recibió un importante espaldarazogracias a un espectacular hallazgo: el cráter de Chicxulub.

    Cuando Walter Alvarez y su padre propusieron su teoría del impacto deun cometa o un asteroide como causa de la extinción ocurrida hace 65

  • millones de años, la principal crítica que recibieron fue la ausencia del cráterdemostrativo de la colisión. Hubo que esperar hasta principios de los años 90,cuando se logró identificar un enorme cráter de impacto en la penínsulamexicana de Yucatán, donde estaba enterrado varios kilómetros por debajode la superficie. Los trabajos de campo realizados por diversos geólogoscorroboraron numerosos datos del cráter que lo relacionaban con el impactodel límite KT, hace 65 millones de años. Posteriormente, la NASA obtuvoimágenes del cráter que atestiguan que su diámetro supera los 180kilómetros. Tanto Alvarez y su equipo como los demás geólogos quecomparten sus teorías, denominaron al cráter de Chicxulub la «pistolahumeante», algo así como el vestigio incontestable de una colisión que,además de provocar una gigantesca extinción sobre la Tierra, ha servido paraimprimir un cambio de rumbo en los conocimientos científicos sobre lamateria.

    Cuando se halló la «pistola humeante», Richard A. Muller ya habíaemprendido su infatigable búsqueda de Némesis. Antes de que WalterAlvarez plasmara la narración de sus descubrimientos en su famoso libroTyranosaurus rex y el cráter de la muerte, Muller escribió Némesis, laestrella de la muerte, pero lo más importante es su proyecto de búsquedasistemática de la supuesta compañera del Sol. Se eligieron unas 3 000estrellas candidatas, en su mayor parte enanas rojas, y se ha descartado yauna parte de ellas. Aun en el supuesto de que Némesis exista, encontrarla esuna de las tareas más arduas emprendida por un grupo de científicos. Pese aque los catálogos celestes actuales tienen clasificadas la mayoría de lasestrellas, la principal dificultad es estudiar cada una de ellas para averiguar ladistancia a la que se hallan, su tamaño y otras características que permitiesenconfirmar, en su caso, que se trata de la segunda estrella de nuestro SistemaSolar.

    La posibilidad de que el Sol sea realmente una estrella binaria no es, ensí, descabellada. Cualquiera que eche un vistazo al cielo nocturno a través deltelescopio podrá observar que los sistemas estelares dobles, triples ycuádruples se cuentan a miles en la Vía Láctea, y lo propio debe ocurrir en lasdemás galaxias. Son binarias o múltiples la mayoría de las estrellas famosas,

  • como Sirius, Alfa Centauri, Rigel, Polaris, Deneb, Capella y Mizar, entreotras. Si se analizan los catálogos estelares podrá comprobarse que sonaplastante mayoría los sistemas múltiples, esto es, los sistemas solaresformados no por una estrella única, sino por dos o más unidas en torno a uncentro de gravedad común.

    Para nosotros, el sistema múltiple más cercano es el de Alfa Centauri. Lointegran tres estrellas: Alfa Centauri A (también llamada Rigil Kentaurus),Alfa Centauri B y Próxima Centauri (también denominada Alfa Centauri C).La primera de ellas es prácticamente idéntica en casi todo al Sol, ya que sutamaño es muy similar, así como su clase espectral, temperatura y color.Aunque en términos generales se sitúa el sistema de Alfa Centauri a unadistancia de 4,3 años luz del Sol, de las tres estrellas del grupo, PróximaCentauri es la más cercana, ya que se estima en 4,2 años luz la distancia quenos separa de ella. Se trata de una enana roja cuyo brillo es 20 000 vecesinferior al del Sol y al de Alfa Centauri A.

    Para entender cómo es un sistema estelar múltiple resulta muy adecuadala comparación del caso de Alfa Centauri con nuestro Sistema Solar. Las doscomponentes principales de aquél, Alfa Centauri A (Rigil Kentaurus) y AlfaCentauri B, están separadas entre sí alrededor de 3 500 millones dekilómetros, lo que significa que están más cerca la una de la otra que Neptunodel Sol. Si colocáramos Alfa Centauri A en el sitio del Sol, Alfa Centauri Bestaría entre las órbitas de Urano y Neptuno, y desde la Tierra laobservaríamos como una diminuta bola de luz brillante, aunque no noscalentaría a causa de su lejanía. En estas condiciones, aunque habría unaestrella principal —Alfa Centauri A en el sitio del Sol—, la observación deAlfa Centauri B nos habría permitido saber que era un segundo sol de nuestromismo sistema.

    En cambio, Próxima Centauri (Alfa Centauri C) traza una órbita alrededorde Alfa Centauri A a unos 1 600 billones de kilómetros de distancia o, lo quees lo mismo, a unas 250 veces la distancia que separa Plutón del Sol. Próximaes una enana roja de brillo débil que está a 0,1 años luz de las otras doscomponentes del triple sistema de Alfa Centauri, y no es más que un ejemplode la enorme muchedumbre de estrellas múltiples que cada noche están al

  • alcance de los telescopios. Como ilustran el grupo de Alfa Centauri y lasdemás estrellas mencionadas, la Vía Láctea está llena de sistemas estelaresmúltiples.

    Por todo lo anterior, que el Sol tuviera una compañera no sería algoextraño; más bien, lo raro es que no la tenga, o que si la tiene no se hayapodido descubrir todavía. Y también es posible que ese otro sol oscuro noconocido exista y no tenga relación alguna con las extinciones periódicas quese producen cada 26 millones de años. En 1999, el físico Daniel Whitmire, dela universidad norteamericana de Louisiana, publicó en la revista científicainternacional Icarus un interesante trabajo en el que propone la presencia deun objeto perturbador en los confines del Sistema Solar. Se trataría de unaenana marrón, un tipo de objeto celeste descubierto a finales del siglo XX —la naturaleza de las enanas marrones se aborda en amplitud en elcapítulo XIV—, que puede considerarse un sol frustrado a mitad de caminoentre un planeta y una estrella, que no alcanzó la suficiente energía para ardercomo el Sol y el resto de las estrellas. Según el artículo de Whitmire, estaenana marrón se hallaría a unas 30 000 unidades astronómicas (UA) —unaunidad astronómica equivale a 150 millones de kilómetros, la distancia mediaentre la Tierra y el Sol— o, lo que es lo mismo, a unos 4,5 billones dekilómetros, y su masa sería tres veces mayor que la de Júpiter, el planeta másgrande del Sistema Solar.

    En los años 80, Whitmire ya aportó ideas fundamentales al modelo deNémesis y a su posible relación con las extinciones masivas en la Tierra, perosu trabajo sobre la posible existencia de una enana marrón más allá de Plutónse refiere a un objeto diferente, aunque las dos teorías no se excluyen entre sí.Sin embargo, Whitmire no relaciona la enana marrón de su teoría con lasextinciones masivas, ya que para explicar éstas hay otras hipótesis denaturaleza cósmica que no requieren necesariamente la existencia de un astroperturbador. Sin duda, de las teorías alternativas para explicar la periodicidadde las extinciones, la de mayor peso es la relacionada con los efectosgravitatorios sobre el Sistema Solar que produce la rotación de la Vía Láctea,nuestra galaxia. El Sol y su corte de planetas, desde Mercurio a Plutón, sehallan en uno de los brazos galácticos, a unos 30 000 años luz

  • aproximadamente del centro de la Vía Láctea, una espiral de unos 100 000años luz de extremo a extremo, que aglutina a unos 150 000 millones deestrellas. La galaxia, como las demás, gira sobre sí misma, y se estima que elperíodo de rotación es de unos 225 millones de años, pero en ese tiempo, elSol y su familia de planetas —con sus lunas—, asteroides y cometas cruzandiferentes zonas del espacio y se alejan o acercan al plano galáctico, lo queproduce alteraciones gravitatorias significativas. Estas alteraciones seríansuficientes para perturbar la Nube de Oort, un gigantesco conglomerado en elcual se cree que está la mayor parte de los cometas del Sistema Solar. Debesu nombre al astrónomo Jan Hendrik Oort, quien en 1950 propuso laexistencia de un gran halo cometario que se extendería hasta unas 100 000unidades astronómicas, muy alejado de la parte interior del Sistema Solar enla que se hallan el Sol y los planetas. A esta nube pertenecerían los millonesde cometas que forman los despojos del Sistema Solar, es decir, losfragmentos de la nebulosa primigenia de la que nacieron el Sol y todos losplanetas y sus satélites.

    Es especialmente llamativo que la teoría de Némesis y la de los efectossobre el Sistema Solar derivados de la rotación de la Vía Láctea sefundamentan en las perturbaciones sobre la Nube de Oort. En el caso deNémesis, la supuesta influencia de la estrella oscura compañera del Solfavorecería una mayor afluencia de cometas desde la Nube de Oort hacia elSistema Solar interior y la Tierra, con la conocida periodicidad de 26millones de años. La otra teoría se basa también en perturbaciones en la Nubede Oort, con las mismas consecuencias, pero debidas al influjo gravitatorioque se produce en el Sistema Solar cuando éste cruza el plano de la galaxia.

    Los estudios sobre Némesis se centran en la búsqueda y análisis de unas3 000 estrellas candidatas, la mayoría de ellas enanas rojas. Quizá lamisteriosa compañera del Sol no exista o no se encuentre nunca, pero elmejor argumento a favor de la teoría de Némesis es que constituye una de lasrespuestas más sólidas para explicar el enigma de las extinciones periódicassobre la Tierra. Aunque su existencia sea dudosa, pocas o ninguna de lasrespuestas alternativas ofrecen una explicación mejor.

  • CAPÍTULO II

    El sueño de Vulcano

    Durante miles de años, la humanidad se equivocó sobre lanaturaleza de la Tierra, su lugar en el Universo y la estructura deéste. Sin el desarrollo de la astronomía, aún estaría en la ignoranciade las cosas más elementales, al igual que lo están las personas quecarecen de los principios de esta ciencia.

    CAMILLE FLAMMARION

    Un enigmático punto de luz que Galileo vio en 1612 se convirtió, 233 añosdespués, en el octavo planeta del Sistema Solar. Neptuno pasó desapercibidopara el ilustre científico italiano que encontró en el telescopio la mejorherramienta de la astronomía, porque la debilidad de su brillo hizo quepareciera una estrella como otra cualquiera. Aunque notó un cambio deposición al cabo de varias noches, Galileo no le dio ninguna importancia ycontinuó absorto en sus observaciones de Júpiter y Saturno. Posiblemente, siGalileo hubiese sido un genio de la ciencia, como Kepler, Newton o Einstein,el descubrimiento de Neptuno sería un acontecimiento histórico delsiglo XVII y no del XIX, pero él no pensó en la posibilidad de que fuera unnuevo planeta y se limitó a aplicar la lógica dirigiendo su espartanotelescopio de lentes hacia los planetas que ya eran conocidos en su época. Eldescubrimiento de los mundos ocultos a la vista quedó encomendado a otrosmientras Galileo revelaba a la humanidad, gracias a la ayuda de su telescopio,

  • los aspectos inéditos de los planetas que científicos y profanos llevaban siglosestudiando sólo con sus propios ojos; y es que Mercurio, Venus, Marte,Júpiter y Saturno se diferencian de Urano y Neptuno en que puedenobservarse claramente a simple vista, mientras que los dos últimos requiereninstrumentos ópticos.

    El asalto a los planetas perdidos del Sistema Solar continúa en laactualidad, pero la primera gran victoria la consiguió William Herschel con eldescubrimiento de Urano el día 13 de marzo de 1781. Aunque este planeta, elséptimo en orden de distancia al Sol, tiene una magnitud de 5,5 y está, portanto, al alcance de nuestros ojos, su escaso brillo en comparación con el delos seis primeros planetas demoró su hallazgo hasta el siglo XVIII. El propioHerschel, uno de los mejores observadores de la historia de la astronomía —mérito que comparte con su hermana Caroline—, lo descubrió a través de sutelescopio y no a simple vista, lo que prueba la dificultad de su localización.

    Después de que en 1781 Herschel descubriera Urano, la astronomíaquedó inmersa en una fiebre que la empujó a buscar nuevos planetas, pero losdos siglos transcurridos desde entonces sólo aportaron a la lista dos nuevosnombres: Neptuno, descubierto en 1846 por Johann Galle gracias a loscálculos de Urbain Jean Joseph Le Verrier, y Plutón, encontrado por ClydeTombaugh en 1930. Durante los 86 años posteriores a su descubrimiento laciencia consideró que Plutón era un planeta, pero en 2006 dejó de serlooficialmente merced a su clasificación como planeta enano. La hipótesis delplaneta X, que podría existir más allá de Plutón, es tema del capítulo XI ydemuestra el interés de los astrónomos por explorar las regiones lejanas delSistema Solar, ya que históricamente la búsqueda siempre se ha dirigido másallá de las órbitas de los planetas que se iban descubriendo de formapaulatina. Pero hay una excepción junto al Sol, un mundo que la humanidadcreyó haber encontrado en una infernal órbita más cercana a nuestra estrellamadre que la del propio Mercurio, y la convicción sobre su existencia acabóotorgándole un nombre: Vulcano. Durante varias décadas, a finales delsiglo XIX, mucho antes de que se descubriese Plutón, fue el noveno planetadel Sistema Solar. El noveno en el orden cronológico de los descubrimientos,pero el primero de la lista por su proximidad al Sol.

  • Duró poco: Vulcano forjó una hipnosis colectiva que llevó a numerososastrónomos a observarlo en las inmediaciones del Sol, pero luego desapareciódel cielo y la ciencia lo desterró de su memoria. El enigma por descifrar es silos astrónomos del siglo XIX observaron Vulcano cierta o supuestamente. Unhermoso atributo de la astronomía es que, a diferencia de otras ciencias, escapaz de crear leyendas, y en Vulcano encontramos una de las más sugestivasescrita gracias a los telescopios. Muy pocos investigadores creen actualmenteque exista algún planeta entre el Sol y la órbita de Mercurio, pero Vulcanofue, en muchos aspectos, la consecuencia ulterior de uno de los episodios másbellos de la historia de la astronomía: el descubrimiento de Neptuno.

    Transcurridos más de dos siglos desde que Galileo anotara en susobservaciones el puntito luminoso cuya naturaleza no supo identificar, losastrónomos europeos buscaban con denuedo un octavo planeta. La órbita deUrano, el séptimo, descubierto por Herschel en 1781, mostraba vaivenes quesugerían el efecto gravitatorio de otro planeta más lejano. Urbain Jean JosephLe Verrier en Francia y John Couch Adams en Inglaterra protagonizaronindependientemente, en 1845, uno de los capítulos más conmovedores de laastronomía predictiva, ya que coincidieron en sus cálculos sobre la posicióndel nuevo planeta, que fue localizado un año después por el alemán JohannGalle en el Observatorio de Berlín.

    El descubrimiento de Neptuno supuso para Le Verrier un gran triunfo,pero para Adams fue la mayor odisea de su vida. Ambos hicieron los mismoscálculos por separado, pero el astrónomo inglés fue despreciado por elObservatorio Real de Greenwich, donde no le hicieron el menor caso trasrecibir su informe sobre la posición del nuevo planeta. Aunque a Le Verrierle ocurrió algo parecido en Francia, donde nadie se mostraba dispuesto abuscar un nuevo mundo con los telescopios, finalmente envió su informe alObservatorio de Berlín, donde Johann Galle avistó el planeta el 23 deseptiembre de 1846, tan sólo un día después de recibir los datos de suposición. Los laureles fueron, de esta forma, para el francés Le Verrier, perotras conocerse lo ocurrido en Inglaterra, se hizo partícipe del logro a JohnCouch Adams y en la actualidad se considera a ambos como los autores delas investigaciones que condujeron al descubrimiento de Neptuno.

  • El mismo año en que predijo la existencia de Neptuno, Le Verriertambién pronosticó que había otro planeta muy próximo al Sol. De la mismaforma que calculó la posición de Neptuno a raíz de las alteracionesgravitatorias sobre Urano, el astrónomo francés fundamentaba su creencia enun planeta junto al Sol en las anomalías observadas en la órbita de Mercurio,cuyo perihelio —su posición más próxima al Sol— se desplazaba unos 43segundos de arco cada siglo.

    De 1845 a 1877, el año de su muerte, Le Verrier dedicó su vida a labúsqueda del misterioso planeta intramercuriano, al que en 1876 decidióbautizar con el nombre de Vulcano. Aunque en los primeros años susestudios estaban basados únicamente en las alteraciones detectadas enMercurio, en 1859 recibió una notificación de un observador, el doctorEdmond Lescarbault, que le aseguraba haber visto un planeta en tránsito porel Sol, es decir, su sombra circular pasando a través del luminoso disco solar.El informe de Lescarbault actuó como un resorte sobre Le Verrier, quemovilizó a numerosos astrónomos para la búsqueda del planetaintramercuriano. Sus cálculos daban a entender que se trataba de un planetamuy pequeño, con una masa inferior a la quinceava parte de la de Mercurioy con una distancia media al Sol de apenas 21 millones de kilómetros.

    Sin embargo, como ocurre con Mercurio, los estudios se vieronextraordinariamente entorpecidos por la presencia del Sol en la zona del cieloque se observaba. No es ninguna casualidad que Mercurio fuera hasta 1974 elplaneta del que los astrónomos tenían menos información acerca de sunaturaleza, puesto que su observación telescópica es poco menos queimposible a causa de su proximidad al Sol, que impide analizarlo por lanoche y limita el tiempo para estudiarlo a poco más de una hora antes delamanecer o después del ocaso. Marte, Júpiter y Saturno se han prestado en lahistoria a un detallado estudio al ser observables en buenas condicionesdurante la mayor parte de la noche, pero el resplandor del Sol mantuvo aMercurio oculto a la ciencia hasta que la nave espacial Mariner 10 seaproximó a él en 1974 y envió las primeras fotografías, que mostraron unasuperficie muy parecida a la de la Luna y la práctica ausencia de atmósfera.

    Le Verrier y los demás astrónomos tuvieron el mismo problema con

  • Vulcano en el siglo XIX. Los telescopios no podían atisbar nada en lasinmediaciones del Sol, donde se suponía que estaba el planeta, debido alintenso resplandor. Por esta razón, tras efectuar los oportunos cálculos, LeVerrier confió en poder detectarlo en el transcurso de algunos eclipses de Sol,en los que la Luna tapa por completo el disco solar y la oscuridad envuelve elcielo como si fuera de noche. Precisamente, la observación de Lescarbault seprodujo poco antes del eclipse de Sol que tuvo lugar en 1860, por lo que LeVerrier aprovechó la circunstancia y emplazó a una multitud de astrónomos yobservadores a que buscaran el planeta durante el fenómeno. La expectaciónfue máxima y, tras la fama adquirida por el científico francés después depredecir la posición exacta de Neptuno, casi todo el mundo dio por hecho queel nuevo planeta aparecería en el cielo durante la oscuridad del eclipse. PeroVulcano no estaba allí y nadie pudo encontrarlo.

    Pese a la decepción, Le Verrier mantuvo su convicción y años despuéstrató de afinar los cálculos acerca de la posición del misterioso astro, para locual se sirvió de diversas observaciones similares a las de Lescarbault,efectuadas en los años 1802, 1819, 1839, 1849, 1850 y 1861 y queapuntaban, en todos los casos, a su existencia. Con todos los datos sobre sutamaño y la trayectoria orbital hipotética, Le Verrier hizo un nuevo vaticinio:Vulcano pasaría en tránsito por delante del Sol el día 22 de marzo de 1877,poco después del equinoccio de primavera. Esta vez, la predicción no sólocontagió a los astrónomos franceses, sino también a la mayoría de losobservatorios del mundo entero, que prepararon concienzudamente susinstrumentos de observación para la fecha señalada. Llegó el nuevo día yVulcano tampoco acudió a la cita.

    Le Verrier falleció ese mismo año, rico en acontecimientos astronómicos,entre ellos el anuncio por parte de Giovanni Virginio Schiaparelli de loscanales de Marte y el descubrimiento de las dos lunas de este planeta, Fobosy Deimos, que fue obra del norteamericano Asaph Hall. Aunque todavía seprodujeron algunos nuevos testimonios de supuestas observaciones, tras lamuerte de Le Verrier la ciencia sumió a Vulcano en el olvido. A lo largo delsiglo XX las referencias sobre posibles observaciones han sido muy escasas,pero en 1915 surgió de forma inesperada una posible explicación racional a la

  • leyenda de Vulcano. Ese año, Albert Einstein presentó la Teoría de laRelatividad, que explica que los campos gravitacionales curvan el espacio y,por tanto, el desplazamiento observado en la órbita de Mercurio podríadeberse a su proximidad al Sol.

    Todos los cálculos realizados por Le Verrier en el siglo XIX estabanbasados, lógicamente, en las leyes de Isaac Newton, por lo que lasobservaciones de la órbita de Mercurio no encajaban con los cálculos teóricossobre sus movimientos. Esto indujo a sospechar que había un planetaperturbador cerca del Sol. Como es evidente, ni Le Verrier ni los demásastrónomos de su época conocían nada acerca de la curvatura del espaciocomo consecuencia de la gravedad, ya que este fenómeno no había sidodescrito por Newton y hubo que esperar a la Teoría General de la Relatividadde Einstein para que se descubriera.

    Aunque el anuncio de Einstein sobre la curvatura del espacio causó unnotable escepticismo, el eclipse total de Sol que se produjo cuatro años mástarde, en mayo de 1919, le consagró como uno de los mayores genios de laciencia. El eclipse se convirtió en una prueba de fuego para su teoría, ya queera una oportunidad de oro para comprobar si, como él aseguraba, la luz securvaba a causa de un intenso efecto gravitatorio, en este caso del Sol. Elprincipal aval para Einstein le llegó de la mano de Arthur Eddington, unprestigioso astrónomo británico cuyas contribuciones al conocimiento de laevolución estelar han sido fundamentales, y que se prestó a encabezar una delas expediciones científicas para observar el crucial eclipse. Tal comovaticinaba la Teoría de la Relatividad, se curvó la luz de las estrellas que sehicieron visibles durante la totalidad del eclipse en las inmediaciones del Sol.Los astrónomos británicos comprobaron cómo el desplazamiento de diversasestrellas de la constelación de Tauro no coincidía con el calculado, lo quesupuso una prueba de la curvatura espacial que predijo Einstein.

    La confirmación de la Teoría de la Relatividad fue rápidamente aplicadaal caso de Vulcano para explicar el desplazamiento del perihelio de Mercurioa causa de la gravedad del Sol. Antes de las predicciones de Einstein sobre lacurvatura del espacio a causa de la gravedad, el astrónomo norteamericano deorigen canadiense Simon Newcomb, director del Observatorio Naval de

  • Washington, aportó nuevos cálculos sobre el influjo gravitatorio de losplanetas del Sistema Solar que admitían el desplazamiento orbital deMercurio, ya que sus datos mejoraban notablemente los conocidos en laépoca. Las ecuaciones de Newcomb y la Teoría de la Relatividad de Einsteinse usaron de forma conjunta para explicar las alteraciones en el perihelio deMercurio, y desde 1919 la mayoría de los astrónomos considera que Vulcanono existe, aunque lo cierto es que su búsqueda no ha tenido continuidad.Además de las dos explicaciones aportadas por Newcomb y Einstein, lasdificultades que entraña la localización de un posible planeta intramercurianoson notables por su proximidad al Sol, que impide las observacionesnocturnas.

    No existen dudas, por otra parte, sobre la credibilidad de algunas de lasobservaciones del siglo XIX en las que se basó Le Verrier para anunciar laexistencia de Vulcano, incluida la de Edmond Lescarbault, quien pese a serun astrónomo aficionado era respetado en los ámbitos científicos. ¿Quévieron, pues, Lescarbault y los demás observadores del siglo XIX? Larespuesta apunta hacia asteroides que se aproximaron al Sol y que pudieronhaber sido observados en el momento en que pasaban por delante del astrorey. Los testimonios de las observaciones concuerdan con esa posibilidad, yen este punto cabe recordar que el propio Le Verrier nunca pensó en Vulcanocomo un planeta del tamaño de la Tierra, sino más bien en un mundodiminuto, mucho más pequeño incluso que Mercurio, por lo que suscaracterísticas parecían situarlo a medio camino entre los conceptos deasteroide y de planeta. Teniendo en cuenta lo que actualmente sabemosacerca de Plutón, cuyo diámetro es de únicamente 2 370 kilómetros, no sepuede descartar de forma categórica que haya algún cuerpo celeste de tamañosimilar entre Mercurio y el Sol.

    El 19 de noviembre de 1948, durante la totalidad de un eclipse de Solobservado en Arabia y Australia, fue descubierto un espectacular cometadesconocido hasta entonces, con una cola que alcanzó unos 20 grados delongitud en la oscuridad del cielo mientras la Luna ocultaba los rayos solares.Su proximidad al Sol había impedido descubrirlo, pero gracias a su peculiarhallazgo el cometa catalogado como 1948-1 fue bautizado popularmente

  • como «el cometa del eclipse». Tal vez el resplandor de Vulcano se asomealgún día entre las sombras de un eclipse para dar la razón a Le Verrier.

  • CAPÍTULO III

    Tunguska, el enigma caído del cielo

    Cometas y dinosaurios tienen en común la extravagancia de sutamaño, las largas colas y una inquietante nota de terror. Si la genteenloqueció por los cometas, no está menos demente en lo querespecta a los dinosaurios, y afirmar que un cometa mató a losdinosaurios amenaza con combinar las manías. Pero cuando recibíde Berkeley y Ámsterdam unos tétricos manuscritos, me sentíobligado a salir volando y ver por mí mismo el ataúd de losdinosaurios.

    NIGEL CALDER

    Prisionero en un campo de concentración nazi durante la segunda guerramundial, Leonid Kulik murió de tifus en abril de 1942 sin poder resolver elmayor enigma cósmico del siglo XX. Tuvo la valentía y el privilegio de ser elprimer científico que viajó a la remota cuenca fluvial de Tunguska, en Siberiacentral, donde el 30 de junio de 1908 un gigantesco cuerpo celeste explotótras entrar en la atmósfera y abocó a la ciencia a uno de los más intrigantesretos de su historia, que sigue sin superar. Qué ocurrió exactamente en aquelagreste enclave siberiano es algo que continuamos ignorando en laactualidad.

    Como les ha ocurrido a otros científicos embarcados en la investigaciónde apasionantes enigmas, Kulik descansa en su tumba sin haber podido

  • resolver el suyo. Aunque después de tres expediciones al lugar del sucesoprobablemente pensaba que sus estudios le permitirían resolver la cuestión,hoy le cabría el consuelo de que ninguna de las generaciones posteriores deinvestigadores ha podido desentrañar, todavía, el misterio de Tunguska. Lahuella de aquella catástrofe está repartida por todo el mundo; numerososobservatorios con instrumentos registradores de precisión que ya funcionabanen 1908 guardan la firma de la explosión en sus sismógrafos o barógrafos. Laonda expansiva fue recorriendo el planeta y las estaciones sismográficas ymeteorológicas anotaron en sus gráficas el impacto, que además de hacertemblar la Tierra dio varias veces la vuelta al Globo a través de la atmósfera,dejando en los barógrafos el trazo de tinta del violento cambio de presión enel aire.

    Las hipótesis surgidas sobre el suceso de Tunguska han ido más allá de laastronomía, y hay quien ha planteado, incluso, la posibilidad de que se tratarade la explosión de una nave extraterrestre. Sin embargo, el verdadero debatecientífico se centra en determinar si el fenómeno fue causado por un cometa opor un asteroide, pero se acepta mayoritariamente que se trató de un cuerpoceleste. Las teorías han experimentado numerosos giros: después de una largaetapa en la que la mayor parte de la comunidad científica había señalado alcometa Encke como culpable de la colisión, en los años 80 y 90 del siglo XXafloraron las tesis a favor de un asteroide. Posteriormente, en el año 2000, seobtuvieron nuevos datos que avalaban la teoría cometaria, aunque con algúnotro cometa distinto al Encke como protagonista. Pese a ello, a lo largo de lasúltimas décadas, la opción de que se trató de un fragmento del Encke havuelto a cobrar peso gracias al cúmulo de indicios a su favor. En los díasprevios al impacto se produjo la lluvia de meteoros de las Beta Táuridas, quetienen como precursor al propio Encke, por lo que esta circunstancia,históricamente, ha jugado a favor de las teorías que relacionan lo ocurrido enTunguska con la posibilidad de que se desprendiera un gran fragmento dedicho cometa.

    La clave principal del enigma es que el objeto cósmico no ha podidoencontrarse. Como si nunca hubiera estado allí, el meteorito de Tunguska seesfumó tras dibujar el más catastrófico escenario causado por la mecánica

  • celeste sobre la Tierra desde que el hombre busca sus orígenes en lasestrellas. El único regalo conseguido hasta ahora por los científicos sonpequeñas muestras microscópicas de polvo meteórico y algunos fragmentos,pero el cuerpo principal de aquello parece haberse desintegrado.

    Hay otras dos claves fundamentales: que la explosión se produjo en laatmósfera —no hubo un choque propiamente dicho contra la superficieterrestre— y la ausencia de cráter que caracteriza la mayoría de los impactosmeteoríticos, lo que concuerda, a su vez, con que no se haya encontrado nadabajo la superficie. Los testigos del fenómeno coinciden al describir unainmensa bola de fuego que avanzaba velozmente por la atmósfera y una ovarias explosiones posteriores acompañadas de ensordecedores ruidos. Pese aque no se conocen víctimas humanas, muchos de los testigos fueronvolteados o derribados por la onda expansiva, y la estela incandescente fuevista a miles de kilómetros, provocando el terror en numerosas ciudades ypueblos de Siberia. En Europa, además de los registros efectuados por lossismógrafos y los barógrafos, el principal efecto del fenómeno fue unainusual luminiscencia nocturna que se produjo a causa del polvo con el quequedó impregnada la atmósfera, que al dispersar la luz permitía leer demadrugada en las calles de numerosas ciudades del continente. En España,este fenómeno tuvo eco en algunos periódicos de la época, como LaVanguardia, que el 3 de julio de 1908 recoge la noticia de que en Londres seha producido un extraordinario fenómeno celeste «parecido a una auroraboreal», con un gran resplandor de fondo que hizo creer a la población que«se trataba de un incendio».

    El gobierno de Rusia mostró tal desinterés por lo ocurrido en Tunguska,que nadie se preocupó de enviar a ningún científico tras el suceso. Añosdespués, Leonid Kulik, un geólogo especializado en el estudio de meteoritosen el Instituto Forestal de San Petersburgo, empezó a obtener referencias ydecidió organizar un viaje, que no consiguió llevar a cabo hasta la primaverade 1927, en la que él y sus acompañantes se vieron envueltos en una de lasmayores aventuras vividas por una expedición científica. Al tratarse de unazona salvaje e inexplorada, en plena taiga, el acceso fue extraordinariamentedifícil para un equipo cargado con instrumental científico, pero una vez allí

  • Kulik y sus compañeros de expedición lograron reconocer sobre el terreno losprimeros signos de una catástrofe cósmica, la mayor de los últimos siglos.Aunque no hallaron la excavación de un cráter meteorítico, la taiga reveló deforma espectacular los signos de la destrucción pese a que ya habíantranscurrido dos decenios desde el suceso. En un radio de decenas dekilómetros los árboles estaban derribados y sus copas miraban en direccióncontraria al epicentro, resultando destruidos más de 2 000 kilómetroscuadrados de bosque. Kulik observó también la primera prueba de que laexplosión se produjo en la atmósfera y no en el suelo, ya que los árbolesaparecieron calcinados en su parte superior, lo que daba a entender que elfuego llegó desde arriba hacia abajo.

    Tras obtener numerosas fotografías de la zona cero, Kulik emprendió elregreso a los tres meses de iniciar su expedición. En Vanavara, la poblaciónmás próxima al punto de la catástrofe, el científico entrevistó a numerosostestigos, muchos de los cuales fueron reacios a hablar del asunto al creer quela bola de fuego era un castigo divino. Otros accedieron a conversar con él yconfirmaron haber visto cómo un enorme objeto incandescente surcaba laatmósfera y que después se produjo una explosión a la que siguieron ruidosmuy fuertes, como truenos.

    Después de su primera expedición, Leonid Kulik volvió a Tunguska en1929 y en 1938 para continuar el trabajo más apasionante de su vida: labúsqueda del meteorito o de sus restos. Resulta emocionante leer algunos desus informes, como el publicado por la Academia de Ciencias de Rusia en1939, en el que Kulik expone los resultados de su exploración sobre elterreno y pormenoriza los testimonios obtenidos. Explica que lasdetonaciones producidas por el impacto «se escucharon en un radio de 1 000kilómetros» y que hasta el agua de los ríos se vio afectada por la ondaexpansiva. Kulik, en el estremecedor relato del último gran impacto cósmicosufrido por la Tierra, habla de «casas sacudidas, edificios dañados y personasy animales derribados» por la onda de choque, que según él «pasó dos vecespor el suelo» y fue detectada por barógrafos y sismógrafos.

    La segunda guerra mundial no sólo interrumpió sus investigaciones, sinoque además le convirtió en prisionero de los nazis durante la invasión

  • alemana de Rusia. En abril de 1942 falleció en un campo de concentración,víctima del tifus y sin haber concluido sus estudios para demostrar que elsuceso de Tunguska se debió a la caída de un gigantesco objeto cósmico,cuya masa él estimó en unas 40 000 toneladas.

    En las décadas siguientes, las investigaciones sobre Tunguska seextendieron a los países occidentales, en los que la colisión con un fragmentocometario se asentó como la teoría más sólida acerca de lo ocurrido, sobretodo a partir de la hipótesis planteada por el británico Francis Whipple. Serelacionó, asimismo, la coincidencia del acontecimiento con una intensalluvia de meteoros causada por el cometa Encke, cuyo período es el máscorto que se conoce, ya que recorre su órbita en sólo 3,3 años y no se alejadel Sol más de 600 millones de kilómetros. Aunque el Halley sea el másfamoso, el rápido período orbital del Encke ha hecho de él que sea el cometamás estudiado, y los datos obtenidos al cotejarse la lluvia meteórica de 1908con el suceso de Tunguska provocaron que la mayoría de los científicosaceptara que un fragmento desprendido de su núcleo, con un tamañoaproximado de 80-100 metros, chocó con la Tierra y produjo una explosión alentrar en la atmósfera. Incluso el popular astrónomo y divulgador Carl Saganconsideró esta teoría como la más creíble para explicar lo sucedido en Siberiael 30 de junio de 1908.

    Sin embargo, mientras la ciencia occidental hacía sus cábalas, losinvestigadores soviéticos siguieron trabajando pacientemente sobre Tunguskabajo el manto de silencio del Telón de Acero. Las muestras recogidas porLeonid Kulik se empezaron a analizar en la Academia de Ciencias de Rusiaaños después de su muerte, y en ellas aparecieron partículas microscópicasque parecían avalar la caída de un meteorito pétreo de unos 50 a 100 metrosde diámetro. De la teoría del cometa se pasó a la del asteroide a raíz de losanálisis de laboratorio.

    Asimismo, en 1991, un equipo de investigadores de la universidaditaliana de Bolonia organizó una expedición a Tunguska y llegó a laconclusión de que el impacto fue de un asteroide tras efectuar numerososanálisis en los árboles de la zona, en los que se hallaron muestras de losmateriales típicos que componen los asteroides. Ochenta y tres años después

  • del impacto, este grupo científico todavía halló numerosas pruebas visualesdel suceso, en especial los «postes telegráficos», denominación que se dio alos árboles calcinados por la ardiente onda expansiva y que permanecían enpie completamente desnudos por efecto de la devastación.

    Cometas y asteroides son restos del Sistema Solar, en algunos casosincluso de la nube primordial de la que se formaron la Tierra y los demásplanetas hace unos 4 500 millones de años. Se trata, por tanto, de corpúsculoscelestes de pequeño tamaño, aunque existen notables diferencias entre ellos.Los cometas suelen tener un núcleo rocoso de sólo varios kilómetros dediámetro, pero también albergan hielo y elementos volátiles que durante suaproximación al Sol son desprendidos por la energía de éste, formandogigantescas colas de millones de kilómetros de longitud con los materialesarrancados. Estas partículas desprendidas propician, a su vez, las lluvias demeteoros —también conocidos popularmente como estrellas fugaces—cuando la Tierra atraviesa durante su órbita el punto del espacio en el que loscometas han perdido sus elementos volátiles, que se vuelven incandescentesal penetrar en la atmósfera.

    Los asteroides tienen una composición diferente, ya que suelen estarcompuestos íntegramente por materiales rocosos y metálicos. Aunque existeun cinturón principal de asteroides entre Marte y Júpiter, muchos de ellostienen trayectorias caóticas que los llevan a aproximarse al Sol y a cruzar confrecuencia la órbita de la Tierra, aproximándose peligrosamente a nuestroplaneta. Es posible, por otra parte, que muchos asteroides pequeños sean, enrealidad, núcleos cometarios difuntos que han perdido sus elementosvolátiles.

    Aunque las investigaciones sobre el suceso de Tunguska mantienenabiertas las dos opciones —impacto con un cometa o con un asteroide—,científicos rusos han aportado una visión del fenómeno que apunta hacia lateoría cometaria. En la segunda mitad del siglo XX se creía mayoritariamenteque el cuerpo celeste caído sobre Tunguska en 1908, con independencia de suorigen, entró en la atmósfera moviéndose de este a oeste, pero varios gruposde investigadores rusos consideraron esto uno de los principales erroreshistóricos sobre el suceso. Según su análisis, en el momento de la explosión

  • el objeto describía una trayectoria sur-norte, confirmando las teorías que yafueron postuladas con anterioridad por los profesores Arkady Voznesenskyen 1925 y por Ivanov Astapovich en 1958.

    Por otra parte, pero en concordancia con la teoría del desplazamiento sur-norte, autores como Andrei Zlobin atribuyen la explosión a la entrada en laatmósfera de un fragmento del núcleo de un cometa. Numerosos aspectos dela explosión y de las circunstancias que rodearon el suceso se explicarían,según Zlobin, a causa de la excepcionalmente baja temperatura del heladonúcleo del cometa, que él estima en unos –270 °C, es decir, tres gradosKelvin o, lo que es lo mismo, tan sólo tres grados por encima del ceroabsoluto. Dentro del escenario descrito, Zlobin y otros investigadores rusossostienen que el objeto celeste que causó la explosión procedía del espaciointerestelar, con una posición inicial en la nube cometaria existente en elSistema Solar exterior. Esta teoría descartaría, por tanto, al cometa Enckecomo candidato, ya que su órbita es mucho más pequeña.

    Este enfoque se basa, entre otros, en el análisis balístico de la trayectoria.El programa «Tunguska 2000», en el que han trabajado algunos de losprincipales expertos, liderados por Zlobin, logró aportar luz a algunas de lasclaves que no estaban resueltas, como ocurría respecto a la trayectoria delobjeto cósmico, a partir de la cual se establecieron nuevas conclusiones. Lapropia trayectoria del cuerpo celeste permitió a Zlobin y sus compañeros deinvestigación postular la procedencia interestelar del fragmento cometarioque cayó en Tunguska.

    Sin duda, Andrei Zlobin es uno de los científicos que más detalladamenteha investigado el suceso de Tunguska en las últimas décadas. Su expediciónde 1988 al lugar del impacto le permitió obtener muestras que, según suspropias investigaciones, son fragmentos meteoríticos del cuerpo celeste. Sucomposición sería compatible con la teoría cometaria, ya que dichos restosprocederían del núcleo del cometa.

    Las investigaciones de Zlobin sobre el suceso de Tunguska han idomucho más allá y conciernen también a aspectos como el origen de la vidasobre la Tierra. Sus ensayos le han permitido obtener resultadosespectaculares sobre la forma en que evolucionaron la materia orgánica y los

  • organismos vivos en el lugar del impacto tras el suceso. El investigador, de laAcademia de Ciencias de Rusia, habla en algunos de sus artículos de unproceso en el que se produjo «un ingreso masivo de agua cósmica sobre laTierra» y en el que parece haber una relación entre la entrada de materiaorgánica de origen cósmico y la formación de vida en el lugar del impacto.La tesis de Zlobin concuerda con las teorías sobre la panspermia defendidaspor numerosos científicos, que vinculan el origen de la vida sobre la Tierracon los impactos de cometas ocurridos hace millones de años, ya que estoscuerpos celestes habrían traído presumiblemente a nuestro planeta lassustancias precursoras.

    Históricamente, una de las principales discusiones ha sido la deldesplazamiento del cuerpo celeste antes del impacto. Tomando comoreferencia una trayectoria sur-norte, un equipo integrado por los profesoresG. A. Nikolsky, F. O. Shults, M. N. Tsinbal, V. E. Shnitke y Yu. D.Medvedev configuró el esquema fundamental de lo que debió de ocurrir el 30de junio de 1908. Según ellos, el objeto celeste tenía un radio equivalente a115 metros y se movió antes de la explosión como un mini satélite de laTierra, colocándose en órbita alrededor de nuestro planeta y describiendo tresrevoluciones y media alrededor de él antes de penetrar en la atmósfera. Enesta fase, su trayectoria hiperbólica se transforma en elíptica inicialmentepara ser casi circular poco después. A 24 kilómetros de altitud, el radio sereduce a 92 metros y la velocidad es de 6,5 kilómetros por segundo; el cuerpocósmico principal se disgrega en varios fragmentos y al caer a ochokilómetros de altitud se produce la explosión principal tras reducirse lavelocidad a 2,5 kilómetros por segundo. Se forma un hongo similar al de unabomba nuclear que alcanza una altura de unos 15 kilómetros y una anchurade cinco. A los tres segundos de la explosión, la incandescente ondaexpansiva alcanza la taiga y derriba los árboles en sentido radial desde elepicentro. En los siguientes 15 segundos, explosiones secundarias producidaspor otros fragmentos desprendidos menores provocan más destrozos sobre elbosque siberiano, y al cabo de unos ocho minutos los efectos del cataclismose traducen en importantes alteraciones magnéticas sobre la ionosfera.

    Andrei Zlobin plantea como conclusión principal que el cometa llegó

  • desde las nubes cometarias existentes en el espacio interestelar y que, enlugar de caer hacia el Sol como la mayoría, lo hizo sobre la Tierra. Loscálculos efectuados por él y su equipo establecen que durante el próximomilenio puede haber otras dos colisiones similares a la de Tunguska. Estaestimación es la más pesimista de las dos que manejan, mientras que en lamás optimista sólo se produciría un impacto al cabo de 10 000 años. Encualquier caso, Zlobin y otros investigadores rusos han puesto sobre la mesaestas conclusiones para avalar una advertencia que numerosos científicosvienen realizando desde hace muchos años: el peligro de impacto de uncometa o un asteroide con la Tierra es real. Las estimaciones de periodicidadque establecen intervalos de centenares o miles de años para un suceso comoel de Tunguska, o de millones de años para catástrofes planetarias como lasde las extinciones masivas, no garantizan que no se vaya a producir una deellas en breve: puede ocurrir en cualquier momento.

    Al margen de su naturaleza, el cuerpo celeste que cayó en 1908 enTunguska ha supuesto para la ciencia el último ejemplo de las colisiones queperiódicamente sacuden la Tierra y que forman parte de la historia delSistema Solar. Como parte de una civilización vivimos un tanto ajenos a larealidad cósmica, que alberga toda la belleza de las noches estrelladas, perotambién un implacable bombardeo meteorítico del que nuestro planetamantiene numerosos vestigios a pesar de que la mayoría de ellos estánocultos a la vista gracias a la vegetación, los océanos y la acción de laatmósfera. Aun así, resulta sorprendente que a lo largo de la historia lehayamos prestado tan poca atención a este tipo de colisiones teniendo casitodas las noches, frente a nosotros, la evidencia palpable de que somosblanco de los proyectiles potenciales que forman cometas y asteroides, labasura del Sistema Solar: la Luna, llena de cráteres, nos recuerda casidiariamente ese bombardeo. En ella no hay atmósfera, y las huellas deimpactos permanecen visibles desde hace miles de millones de años.

    Sobre la Tierra, un ser vivo que muda su piel y cicatriza sus heridas,existen pocas huellas intactas. La más espectacular es el Meteor Crater deArizona, también conocido como cráter Barringer. Hasta hace muy poco secreía que tuvo un origen volcánico, pero actualmente se considera

  • demostrada su naturaleza meteorítica. Al hallarse en un área desértica delestado norteamericano de Arizona, el Meteor Crater pervive desnudo desdehace unos 50 000 años, tiempo en el que se data su formación a causa delimpacto de un asteroide con un tamaño no muy diferente al que cayó en 1908sobre Tunguska. La principal diferencia entre ambos es que el de Arizonamuestra el cráter perfectamente visible y en Tunguska no se ha encontrado,quizá porque el primero fue formado por un asteroide con elementosmetálicos y el segundo por un cometa, en el que el hielo era lo más abundantey se desintegró durante la brutal explosión.

    Aunque a principios del siglo XX Daniel Barringer relacionó el MeteorCrater de Arizona con la abundante presencia de hierro en sus alrededores, laconfirmación de su origen cósmico se debe a Eugene Shoemaker, fallecido en1997, quien junto a su esposa, Carolyn, formó un equipo científico pionero enel estudio de los cometas y asteroides y sus impactos sobre la Tierra.Shoemaker descubrió conjuntamente con David H. Levy el cometaShoemaker-Levy, que en julio de 1994 entró en colisión con Júpiter a la luzde los telescopios terrestres, en un acontecimiento astronómico que sirviópara obtener excelentes resultados científicos y mostrar a la humanidad laaccidentada naturaleza del Sistema Solar.

    Si uno de los fragmentos mayores del cometa Shoemaker-Levy hubiesecaído sobre la Tierra, con un tamaño de dos kilómetros habría bastado paradesencadenar una catástrofe a escala planetaria, con consecuenciasdevastadoras. Impactos como los de Tunguska y el Meteor Crater, causadospor objetos de 50 a 200 metros de diámetro, ocurren en intervalos de variossiglos, mientras que los de asteroides o cometas de varios kilómetros puedendarse cada medio millón de años o cada varios millones. Analizado así, lacuestión no resulta preocupante, pero los Shoemaker nunca se han cansado deadvertir, junto a otros muchos investigadores, que el peligro es latente ypuede transformarse en real sin previo aviso. La próxima amenaza, sinembargo, tiene fecha: el 14 de agosto de 2126, el cometa Swift-Tuttle seacercará de forma peligrosa a la Tierra, tanto que algunos científicos creenque la probabilidad de una colisión es de una entre 10 000.

  • CAPÍTULO IV

    Megacriometeoros: misterios de hielo

    La Tierra es un lugar encantador y más o menos plácido. Las cosascambian, pero lentamente. Podemos vivir toda una vida y nopresenciar personalmente desastres naturales de violencia superior auna simple tormenta. Y de este modo nos volvemos relajados,complacientes, tranquilos. Pero en la historia de la naturaleza loshechos hablan por sí solos. Ha habido mundos devastados. Inclusonosotros, los hombres, hemos conseguido la dudosa distincióntécnica de poder provocar nuestros propios desastres, tantointencionados como inadvertidos. En los paisajes de otros planetasque han conservado las marcas del pasado, hay pruebas abundantesde grandes catástrofes. Todo depende de la escala temporal. Unacontecimiento que sería impensable en un centenar de años, puedeque sea inevitable en un centenar de millones de años. Incluso en laTierra, incluso en nuestro propio siglo, han ocurrido extrañosacontecimientos naturales.

    CARL SAGAN

    Si los aviones ya hubiesen existido en 1829, algunos científicos con escasasganas de investigar dispondrían de un argumento fácil para explicar loocurrido en España durante el mes de enero del año 2000. La misteriosa caídade bloques de hielo de origen desconocido mantiene abierto el debate entrelos expertos, pero la investigación ya ha permitido descartar, en los casosautentificados, que procedan del excusado de aeronaves. En otras ocasiones,

  • los desechos de algunos aviones se han precipitado accidentalmente sobre lasciudades después de solidificarse por el frío, pero esta vez el análisis químicorevela una composición diferente a la que podría esperarse en tal caso.Exquisita paradoja para la ciencia confundir un aerolito con semejante bolode desperdicios; sin embargo, aunque pudiese haber sucedido en pleno año2000, ello jamás explicaría el origen del bloque de hielo que cayó en 1829 enla ciudad de Córdoba, ni los demás casos ocurridos durante el siglo XIX.Entonces no disponíamos de artilugios que surcan el aire para echarles laculpa de nuestra ignorancia.

    La caída de bloques de hielo, pese al revuelo que originó en España, no esun fenómeno nuevo. Ha ocurrido decenas de veces en numerosos lugares delmundo y, en ocasiones, con espesores superiores a un metro. Amén dedescartar su relación con los aviones, las investigaciones efectuadas sobre losbloques caídos en España no amparan tampoco un presumible origencósmico —como restos cometarios, por ejemplo— y perfilan, en cambio, unfenómeno atribuible a causas atmosféricas y meteorológicasextraordinariamente singulares, en las que parece intervenir la influencia delaumento de aerosoles como consecuencia de la creciente contaminación.

    La oleada de «aerolitos» en España comenzó el día 8 de enero de 2000con la caída de un bloque de hielo en la población de Tocina (Sevilla), dondecausó notables destrozos en el vehículo de un ciudadano que no podía darcrédito a lo que acababa de ocurrirle. Días después, cuando los científicos nohabían hecho más que recoger el extraño objeto helado de Tocina, se produjouna verdadera lluvia de bloques de hielo, con casos como los de L’Alcúdia(Valencia) y Xilxes (Castellón). A partir de aquí, la expectación populargenerada por estos sucesos y varios artículos sensacionalistas convirtieron unextraño fenómeno natural en catarsis colectiva; los «aerolitos» se recogíandiariamente y los testigos presenciales los entregaban a la policía o losllevaban a los observatorios meteorológicos. Se contaron más de 50 casos,pero mientras se almacenaba la segunda docena resultó evidente que lamayoría eran falsos. La excepcional atención prestada por la sociedad alfenómeno, con el consiguiente reflejo en los medios de información, obligó aalgunos expertos a pronunciarse sobre el posible origen sin disponer todavía

  • de resultados científicos.La fiebre de los «aerolitos» tiene notables paralelismos con otros

    episodios relacionados con el espacio. Cuando en 1877 Giovanni VirginioSchiaparelli habló de los canali que observó sobre Marte, la traducción deltérmino en Estados Unidos fue entendida con un matiz de artificialidad que,rápidamente, enarboló la concepción de una civilización marciana creadorade tales ingenios para transportar agua. En España, el uso de la palabraaerolito para referirse a los bloques de hielo también determinó, de formainexorable, la suerte del fenómeno, puesto que se dio por sentado el origenextraterrestre de los objetos recogidos. Dado que los aerolitos son la clasemás común de meteoritos, el término utilizado descartaba implícitamente suposible origen terrestre y, a los oídos de la gente, establecía su procedenciadel espacio exterior, con el lógico revuelo. Incluso uno de los diarios másprudentes con este tipo de cuestiones se vio abocado a destacar en su primerapágina la excepcionalidad del fenómeno, aunque de la lectura de lainformación no podía deducirse con claridad si la noticia era la caída de losbloques de hielo o la forma en que respondió la sociedad. Al final, cuando losúltimos casos claramente falsos ya habían generalizado las risas entre lamultitud, la fiebre de los «aerolitos» remitió y el asunto desapareció de lasprimeras páginas en medio de una convicción general de fraude. Fue comodécadas atrás, durante las oleadas de avis