Los Gobernantes Jaliscienses

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LOS GOBERNANTES JALISCIENSES: DE LA CONSUMACIÓN DE LA INDEPENDENCIA A 1910 Fabián Acosta Rico

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LOS GOBERNANTES JALISCIENSES: DE LA CONSUMACIÓN DE LA INDEPENDENCIA A 1910

Fabián Acosta Rico

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Primera EdiciónImpreso en MéxicoNoviembre 2015

Instituto de Estudios del FederalismoCalle Juan Álvarez N°. 2440 Col. Ladrón de Guevara, C.P. 44600Guadalajara, Jalisco, MéxicoISBN: 978-607-8136-25-4

Arte y diseño: José Luis López GonzálezCorrector de estilo: Fanny Enrigue

Impreso por Ediciones de la Noche.Calle Madero 687, Zona Centro. C.P. 44100Guadalajara, Jalisco. MéxicoTiraje, 500 Ejemplares

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN

PREÁMBULOGeneral José de la Cruz

CAPÍTULO IGobernadores posteriores a la Independencia hasta la Gue-rra de ReformaGeneral Pedro Celestino NegreteAntonio Basilio Gutiérrez y UlloaCoronel José Antonio Andrade y BaldomarGeneral Luis de Quintanar Bocanegra y RuizCoronel José María Castañeda y MedinaLicenciado Rafael DávilaLicenciado y Doctor Juan Nepomuceno Cumplido y Rodríguez Licenciado Ramón Ignacio Prisciliano Sánchez PadillaCoronel José María Echauri Licenciado José Justo Corro Silva Licenciado José Ignacio de los Reyes Cañedo y Arróniz José Ignacio HerreraCapitán Ramón Navarro López de HerediaMédico Pedro Támez JuradoFrancisco Cortés ValdiviaSantiago Guzmán ParraLicenciado José Antonio RomeroAntonio Escobedo y DazaGeneral José Mariano Epifanio Paredes y ArrillagaJosé Joaquín Castañeda General José María Jarero Ruiz General José Antonio MozoGeneral Pánfilo GalindoLuis G. PortugalLicenciado Joaquín Angulo Sabás Sánchez HidalgoCoronel José Guadalupe Dionisio Montenegro Vizcaíno

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Licenciado Jesús López Portillo y SerranoLicenciado Gregorio DávilaGeneral José María BlancarteGeneral José María Yáñez CarrilloJosé Palomar RuedaGeneral José María OrtegaGeneral Manuel GamboaGeneral José Ignacio Gregorio Comonfort de los RíosGeneral José Nemesio Francisco Degollado SánchezMédico Ignacio Herrera y Cairo

CAPÍTULO IIGobernadores de la Guerra de Reforma hasta finales de la Segunda RepúblicaGeneral Anastasio ParrodiLicenciado Jesús Leandro Camarena General José Silverio NúñezLicenciado Urbano Tovar Licenciado Pedro Ogazón Rubio General Francisco García CasanovaGeneral Leonardo Márquez AraujoCoronel José QuintanillaGeneral Luis Tapia General Adrián WollGeneral Pedro Espejo General Pedro ValdésGeneral Severo del CastilloLicenciado Ignacio Luis Vallarta Licenciado Manuel DobladoGeneral José María Arteaga MagallanesGeneral Anacleto Herrera y Cairo General Rómulo Díaz de la VegaDomingo Llamas General Mariano Morett VizcaínoLicenciado Teodoro Marmolejo Sandoval Licenciado Juan Clímaco Jontan Rábago General Francisco Gutiérrez Mendoza

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General Eulogio Parra Espinoza General Donato Guerra OrozcoLicenciado Antonio Gómez Cuervo Licenciado Emeterio Robles Gil Coronel Florentino Carrillo Licenciado Aureliano Hermoso Basave Félix Barrón Altamirano General José Ceballos

CAPÍTULO IIIGobernadores de comienzos del Porfiriato hasta principios de la Revolución MexicanaGeneral Leopoldo Romano Licenciado Fermín González Riestra Licenciado Antonio I. Morelos Ingeniero Pedro Landázuri Diez General Francisco Tolentino BenítezGeneral Maximiliano Valdovinos JiménezGeneral Ramón Corona y MadrigalGeneral Luis del Carmen CurielLicenciado Juan Genaro Robles MejíaLicenciado Buenaventura Anaya ArandaIngeniero Mariano de la Bárcena y RamosGeneral Pedro A. GalvánMiguel Gómez AdameCoronel Francisco Santa Cruz EscobosaGeneral Gregorio Saavedra Vázquez y MoránLicenciado Emiliano Robles MuñozDoctor Juan R. Zavala RenteríaGeneral Amado M. RivasJosé Luis GarcíaGeneral Miguel Ahumada SaucedaLicenciado Rafael López

REFERENCIAS

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PRESENTACIÓN

Con el propósito de promover y difundir el tema del Federalismo, así como de transparentar la trayectoria pública y personal de quienes han conducido los destinos de Jalisco, sale a la luz este estudio histó-rico, realizado a partir de una perspectiva biográfica desde el primer gobernador constitucional hasta 1910.

El movimiento pendular entre el Federalismo y su antítesis, pro-tagónico en la evolución del Estado mexicano en la organización del poder público y en la sucesión gubernamental en Jalisco como parte de la Unión, desde 1824, contextualizan los datos de esta obra y aclaran pasajes, que representan aspectos claves para entender a quienes nos han gobernado.

El relacionar la trayectoria de sus vidas, con los hechos históricos que han moldeado al Estado nacional y las diversas formas en la sucesión del poder estatal, deja ver acontecimientos sumamente interesantes. Hasta 1897, la Constitución posibilitaba la reelección de los goberna-dores, con un período de por medio, y por un corto tiempo, la misma Carta Magna permitió la reelección inmediata por única vez.

Supuesto constitucional que sí fue aprovechado, por ejemplo, por Luis C. Curiel, que gobernó Jalisco durante 8 años (1895-1903). Esto, al margen de que desde 1887 sustituyó varias veces al mandatario en turno. También llama la atención, cómo, en pleno Porfiriato, Miguel Ahumada se reelige en forma consecutiva como gobernador, sin nin-gún respaldo constitucional, entre 1903 y 1911.

El libro de LOS GOBERNANTES JALISCIENSES nos permite va-lorar el esfuerzo del doctor Fabián Acosta Rico, investigador hono-rario del Instituto de Estudios del Federalismo, quien con su labor desinteresada y profesionalismo, dedicó su valioso tiempo a este tra-bajo. Lo que no hubiera sido posible, también, sin la colaboración de Rogelio Vega Castillo; la actitud diligente de la licenciada Carmen

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Guadalupe Lomelí Molina, Directora general del Archivo Histórico de Jalisco, a su área de investigación y divulgación, y a sus catalo-gadores de archivo; así como a las valiosas aportaciones del maestro Octavio de la Vega, quienes siempre mostraron su disposición e inte-rés, para su realización.

Sin dejar de lado la importancia que tiene, por ser la más reciente compilación de perfiles biográficos de gobernadores jaliscienses, des-pués de la realizada por el historiador Manuel Cambre, se espera sea el primero de muchos trabajos enfocados en rescatar la memoria y obra de los gobernantes de uno de los estados que más ha defendido el espíritu federalista en México.

Y por supuesto, al poner en manos de sus lectores esta amena forma de reconocer la historia de Jalisco, a través de sus gobernantes, el Instituto de Estudios del Federalismo se congratula por la visión e interés que tuvieron el maestro Arturo Zamora Jiménez, mientras ejerció el cargo en la Secretaría General de Gobierno, y su sucesor, el maestro Roberto López Lara, así como el Gobernador de Jalisco, maestro Jorge Aristóteles Sandoval Díaz, por brindar la posibilidad de hacer confluir a diversas dependencias del Ejecutivo estatal, gra-cias a lo cual, se pudieron conjuntar esfuerzos y recursos de manera eficiente, para ver materializada esta obra.

Instituto de Estudios del Federalismo “Prisciliano Sánchez”

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PREÁMBULO

El último gobernador virreinal de Guadalajara, General José de la Cruz

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GENERAL JOSÉ DE LA CRUZ

—1811-1821—

Juan de O’Donojú y O’Ryan pasó a la historia como el último vi-rrey de la Nueva España. En la Nueva Galicia1, el último hombre que gobernó en nombre del rey de España fue el general realista José de la Cruz.

De la Cruz jugó un papel destacado en la lucha contra los insurgen-tes. Se sabe que el también general realista y futuro virrey, Félix María Calleja, apresuró la Batalla del Puente de Calderón, sólo por no compartir con De la Cruz la gloria de acabar con la revolución iniciada por el Cura de Dolores. En efecto, De la Cruz llegó tarde a la cita; en los años sucesivos, ya lejos de la sombra de Calleja, cosechó un sinfín de éxitos como militar y gobernador.

1 La Nueva Galicia comprendía no sólo a Jalisco; abarcaba además a los actuales estados de Colima, Aguascalientes y Nayarit.

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José de la Cruz nació en Salamanca en el año de 1776. Iniciada la ocupación napoleónica de su patria, en 1808, participó en lucha con-tra los franceses con cierta fortuna para su carrera militar. Aunque no se le conocen acciones destacadas o de valor, en menos de dos años ascendió a brigadier, según refiere el historiador Luis Pérez Verdía. De España se lo trajo consigo Francisco Javier Venegas, quien susti-tuía en el cargo de virrey de la Nueva España al arzobispo Francisco Javier Lizana.

Venía el brigadier con el nombramiento de Inspector del Ejército. El clima de insurrección que se vivía en aquellos entonces, forzaron al virrey a darle otro encargo. Lo puso al frente de una división de reserva de dos mil hombres. Con ellos inició su participación en la Guerra de Independencia. Sus todavía no reconocidas dotes militares afloraron.

Casi recién desembarcado, partió con su división con rumbo a Hui-chapan y en las inmediaciones derrota al insurgente Julián Villagrán. Su primer triunfo no será el único. Sale para Valladolid con la mira puesta en reunir sus tropas con las de Calleja, quien se disponía a enfrentar al numeroso y desorganizado ejército de Miguel Hidalgo e Ignacio Allende, en el Puente de Calderón.

El 14 de enero de 1811, dos mil hombres mal armados, al mando del coronel Ruperto Mier, le cortan el paso con el propósito de impedir que llegue a su cita con Calleja. Lo consiguen; lo pagan con la derrota. En su parte de novedades, De la Cruz informó que las fuerzas contra las que combatió rebasaban los diez mil hombres. El que inflara la suma de sus atacantes seguro obedecía a su afán de darle relevancia a su segunda victoria: la que obviamente desmerecía ante la obtenida por Calleja en el Puente de Calderón.

Con los laureles de la victoria en las sienes, ingresó Calleja a Guadala-jara, el 21 de enero por la mañana. En la tarde se presentó De la Cruz y en un acto de caballerosidad militar, le cede el mando a Calleja, a pe-

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sar de que al primero le correspondía la distinción por tener más tiem-po el grado de brigadier. El gesto le fue recompensado. El virrey lo felicita y al siguiente mes lo nombra gobernador de la Nueva Galicia.

Recibió la orden de marchar hacia Tepic y San Blas, plazas domi-nadas por el insurgente hidalguista José María Mercado, cura del pueblo de Ahualulco. En estas empresas no gastó mucha pólvora ni municiones el brigadier; la suerte estuvo de su lado. No tuvo mayores contratiempos, salvo el combate en el que enfrentó con una fuerza de mil a los 500 indios de Juan José Zea, en la barranca cercana a Taray.

En San Blas, el cura Nicolás Santos Verdía fraguó una conspiración en contra de los insurgentes que dominaban la región, la cual culmi-nó con la captura y muerte del cura de Ahualulco. Un hecho similar aconteció en Tepic, a donde llegó el brigadier el 8 de febrero. El 12 estaba en San Blas, de allí partió de vuelta a Tepic para dirigirse a Guadalajara y asumir el cargo de gobernador de la Nueva Galicia que le concedió el virrey. Pérez Verdía señala que el nombramiento care-cía de legitimidad: “La Nueva Galicia era independiente de la Nueva España y jamás los virreyes habían tenido en su gobierno interven-ción directa” (Pérez Verdía, 1952: 101).

Por las acertadas acciones militares y políticas del general De la Cruz, los movimientos insurrectos posteriores al de Hidalgo, como el de Morelos o Mina, no se propagaron o tomaron auge en la Nueva Galicia. Durante los años de su gobierno se apresó y fusiló a José Antonio Torres, uno de los caudillos insurgentes más importantes del occidente; y se pacificó a los indios de la isla de Mezcala, quienes, atrincherados en su isla y cuartel, resistieron tenazmente a los es-pañoles hasta acogerse al armisticio del gobernador. El acuerdo, por demás conciliador, los dejó dueños y soberanos de sus tierras y libres, además, de todo cargo judicial.

De la Cruz afianzó el dominio realista o español en la Nueva Galicia; ni todo su genio militar y político le alcanzaron para resistir al último

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de los movimientos independentistas, el que por cierto, le dio la esto-cada de muerte al régimen colonial. La peor de sus derrotas la sufrió no en el campo de batalla, sino en el terreno de los ideales políticos. La mayoría de sus oficiales y soldados no compartían su lealtad a Es-paña. En cambio, las ideas enarboladas por Agustín de Iturbide, esas tres promesas que el Libertador representó en los colores de la ban-dera trigarante: “Religión, Libertad e Independencia” fueron acogi-das sin esfuerzo. Ellas sintetizaban los más profundos y verdaderos anhelos de los mexicanos: militares, civiles o clérigos.

Como simple atención, De la Cruz aceptó entrevistarse con Iturbide en la Hacienda de San Antonio, perteneciente a La Barca, el 7 de mayo de 1821. El Libertador lo invitó a sumarse a la causa libertaria; el general realista le respondió con evasivas que dejaron entrever que no aceptaría. De regreso a la ciudad, De la Cruz tomó algunas pro-videncias para resistir el eminente ataque de los iturbidistas, como levantar trincheras y defensas. Estas medidas fueron más desespe-radas que efectivas. La mayor parte de su tropa y mandos militares eran afectos a Iturbide y esperaban con ansiedad el momento para pronunciarse a favor de la Independencia.

El brigadier Pedro Celestino Negrete se puso al mando de ellos y reunió un fuerte contingente en San Pedro Tlaquepaque dispuesto a atacar la plaza. En la ciudad, los pocos soldados y oficiales que no se sumaron al Plan de Iguala eran insuficientes para organizar una decorosa defensa. De la Cruz estaba acabado y lo sabía. Casi de incógnito, abandonó la ciudad; se escondió en Zapopan y de allí salió con rumbo a Durango, donde de nuevo reuniría fuerzas para enfrentar la insurrección.

Los esfuerzos del general De la Cruz no afectaron el curso y desen-lace del Plan de Iguala. La victoria de las armas iturbidistas estaba decidida y la Independencia de México era un fruto maduro a punto de caer del árbol. Iturbide propagó sin problemas su movimiento por el occidente de México. De gran utilidad le fueron la adhesión de Pe-dro Celestino Negrete y del obispo Juan Ruiz Cabañas. Este último,

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como afirma el historiador Pérez Verdía: “Lo apoyó eficazmente pro-porcionando a Iturbide 20 mil pesos en los momentos más críticos” (1952: 211).

Después de firmar la capitulación de Durango, De la Cruz dio por concluidos sus servicios como general realista en las recién emancipa-das o liberadas tierras novohispanas. Para regresar a su amada Espa-ña necesitó de un pasaporte. En el mes de octubre viajó a la capital de México y se lo solicitó a Iturbide, quien sin traba alguna le exten-dió el documento. Salvado este trámite, se embarcó en Veracruz. El rey Fernando VII lo recibió y quizá como una forma de premiar su demostrada lealtad, el 2 de diciembre de 1823, lo nombró Ministro de Guerra, cargo que desempeñó hasta el 26 de agosto del siguiente año, cuando fue destituido y puesto en prisión acusado de conspiración.

El embajador de Francia ve por él, y echando mano de su influen-cia consiguió la excarcelación del general en 1825. Tras su salida de prisión le ocurrió un hecho un tanto paradójico: es desagraviado y después castigado por el rey, ascendido a teniente general y al día siguiente desterrado a París.

Al parecer, regresó a España a ocupar de nuevo el cargo de Ministro de Guerra. Esta es la versión que sostiene Pérez Verdía:

He hallado datos que justifican que al empezar el año de 1833, estaba [De la Cruz] en Madrid otra vez de Ministro de la Guerra y del Con-sejo de Estado. Fue nombrado por el Rey en su testamento como su-plente del Consejo de Regencia; pero retirado a París, murió allí el 24 de marzo de 1856 a la edad de ochenta años (Pérez Verdía, 1952: 225).

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CAPÍTULO I

Gobernadores posteriores a la Independencia hasta la Guerra de Reforma

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GENERAL PEDRO CELESTINO NEGRETE—1821—

Un primer planteamiento: ¿por qué iniciamos esta revisión de los go-bernadores de Jalisco, de la época independiente, con Pedro Celestino Negrete y no con Prisciliano Sánchez, a quien la historia reconoce, oficialmente, como el primero?

La administración de Prisciliano Sánchez arrancó con la instaura-ción en nuestra entidad del orden constitucional republicano; es de-cir, ejerció su gobierno en un Jalisco, que ya había nacido legalmente como estado tras promulgarse la Carta Magna de 1824.

Antes de alcanzar la categoría republicana de Estado, a Jalisco lo administraron y rigieron autoridades civiles y militares que no care-cieron de legitimidad política y que por ello merecen ser mencionadas por la historia con el título de gobernadores. El primero de la lista fue, precisamente, Pedro Celestino Negrete.

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Negrete nació en el pueblo de San Esteban, perteneciente a Vizcaya, España, en 1777. Era, por tanto, un peninsular o español avecindado en México. Como oficial del Ejército Realista (teniente coronel, para ser exactos) hizo campaña contra los insurgentes en la Nueva Galicia, en 1811. En el transcurso de la Guerra de Independencia alcanzó el grado de brigadier y a finales de la gesta libertaria desertó de las filas realistas para sumarse al Plan de Iguala.

Las fuerzas iturbidistas se habían apoderado, sin disparar una sola bala, de Valladolid, hoy Morelia, capital de Michoacán. Tras esta vic-toria, Iturbide recibió buenas noticias de la Nueva Galicia. Antes de iniciar su campaña en las tierras michoacanas, se entrevistó con el general De la Cruz, comandante y jefe político de la Nueva Galicia, invitándolo a sumarse a la causa independentista. Nada decidió el general y mantuvo una posición neutral. En cambio, Negrete hacía preparativos para apoyar la causa, sin haberse pronunciado siquiera. Y así fue. A la voz de “Independencia o muerte” la tarde del 12 de junio de 1821, en San Pedro, el brigadier Pedro Celestino Negrete reunió a la oficialidad de su división para decretar la Independencia de México en los territorios de la Nueva Galicia (Pérez Verdía, 1952: 212). Al día siguiente, según refiere Pérez Verdía, se volvieron a reu-nir a las diez de la mañana para jurar el Plan de Iguala, en la casa de un señor de apellido Kunhardt, ubicada en la calle principal.

La tan predecible proclama de Negrete se dio; el último gobernador virreinal de Jalisco recibió un comunicado firmado por el propio bri-gadier el día 13. Le informaba que pasaría esa misma tarde con su división a proclamar y jurar la Independencia en la ciudad, con toda solemnidad (Alamán, 1990: 141).

De la Cruz dirigió sus pasos a Zapopan y de allí partió rumbo a Aguascalientes, luego a Zacatecas hasta llegar a Durango, donde re-unió nuevas tropas para contener el avance de los trigarantes. En su ausencia, los iturbidistas tomaron el mando de la ciudad. Antonio Gutiérrez de Ulloa asumió la autoridad en calidad de intendente y

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jefe político superior; reunió a la Diputación Provincial en Palacio para leer la proclama de Negrete y en conjunto acordaron mandar una comitiva para recibir al brigadier.

El gobierno de Gutiérrez de Ulloa duró pocas horas, las que demoró en llegar Negrete de San Pedro con su división y jurar como jefe su-perior político de la Nueva Galicia. En su entrada triunfal lo acom-pañó Andrade junto con su tropa.

Según refiere el historiador Luis Pérez Verdía, al día siguiente, a las ocho de la mañana, la Diputación Provincial, la Audiencia, el Ayun-tamiento y las corporaciones civiles y eclesiásticas se reunieron a jurar con toda solemnidad el Plan de Iguala. Citando el acta de la Diputación Provincial, el historiador aclara que el juramento se hizo en los siguientes términos:

¿Juráis por Dios y los Santos Evangelios no reconocer otra religión que la Católica, Apostólica y Romana?

¿Juráis obedecer el Gobierno Independiente con arreglo al Plan del Sor. Coronel D. Agustín de Iturbide, primer jefe del Ejército de las Tres Garantías, que establece la fidelidad al Rey y la Unión de todos las habitantes de esta Nueva España?” (Pérez Verdía, 1952: 217).

En este mismo acto, el Brigadier fue nombrado jefe superior político y como su sustituto, en caso de ausencia, se designó al propio An-drade. Sujetándonos a estos datos, podemos afirmar que Celestino Negrete, desde del día siguiente de su entrada a Guadalajara y por designio de los representantes y autoridades de la provincia, asumió y ejerció, con toda le legitimidad y formalidad, el cargo de jefe o si se prefiere, de gobernador de la antes Nueva Galicia2.

2 El historiador Alberto Santoscoy, en referencia a la salida de José de la Cruz de la ciudad de Guadalajara, apunta que Celestino Negrete empezó a ejercer su cargo de gobernador desde el 13 de junio de 1821. Aunque tal parece fue un día después cuando tomó posesión.

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Siendo rigurosos, el primer gobernador del Jalisco independiente no fue Negrete sino Ulloa; como se apuntó líneas atrás, su gobierno duró apenas una horas; su razón de ser fue, como lo precisan los hechos, el tender y sacudir la alfombra roja con la que se recibió a Negre-te; es decir, su tarea más importante como gobernador consistió en preparar la llegada de los libertadores y velar porque se cumplieran correctamente los protocolos del juramento del Plan de Iguala y del nombramiento del jefe supremo.

Ya instalado como jefe político, Negrete mandó publicar, el 20 de junio, tres decretos: en el primero se estipulaba que en lo sucesivo los indígenas no pagarían derechos judiciales en asuntos individua-les, sólo en negocios comunitarios se les requeriría la mitad del dere-cho; además, quedaban libres, por fin, de los servicios personales o de la obligación de trabajar sin paga en requerimientos o encomien-das demandadas por autoridades civiles o eclesiásticas, e incluso por particulares.

Los otros dos decretos les otorgaron el derecho de cultivar tabaco, previo pago de la respectiva alcabala; y suprimieron el impuesto que pesaba sobre el maíz y leña con el nombre de “pensión de guerra”.

Ordenó un bando en el que mandó publicar la proclama de la Inde-pendencia. En cumplimiento de esta disposición, el 23 del mes en tur-no, volvieron a reunirse en Palacio el Jefe superior, la Audiencia, el Ayuntamiento y las demás corporaciones. Acompañadas de la tropa y el oficialato, las autoridades salieron, entre salvas de artillería, repi-que de campanas y música, con rumbo a las cuatro tarimas dispuestas en la Plaza de Armas, la Plazuela de la Universidad, la Plaza Venegas y en La Soledad. En este último punto, según refiere Pérez Verdía, el alcalde primero, Benito Domínguez, efectuó la proclamación en me-dio de una algarabía popular que estalló en aplausos y gritos festivos.En la catedral de Guadalajara, el canónigo de Oaxaca, José de San Martín, celebró una misa de acción de gracias. En su sermón, subra-yó que la lucha por la Independencia tuvo un carácter religioso; es

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decir, una de las intenciones y metas era proteger a la Iglesia de los ataques de sus enemigos.

El brigadier estaba más que dispuesto a cumplir lo dicho a Iturbi-de: que no descansaría hasta no asegurar el avance alcanzado en la intendencia y esto, a su forma de ver, no se lograría “si no arrojaba a la mar a De la Cruz” (Pérez Verdía, 1952: 220). Así procedió. Diri-giéndose al noroeste salió en persecución del general. El suplente de Negrete, José Antonio Andrade, asumió la jefatura política superior el 26 de junio.

De la Cruz viajó de la capital tapatía hacia Jocotán y de allí partió a Aguascalientes, donde se le incorporó el coronel Revueltas con 600 hombres; el 25 de junio se encontraba en Zacatecas reuniendo nuevas fuerzas y recursos. Para el 8 julio, llegó por fin a Durango y fue reci-bido por Diego García Conde, comandante general de las Provincias Internas de Occidente.

Negrete le seguía de cerca. El 3 julio, el brigadier se entrevista en Villa Encarnación con Valentín Gómez Farías; personaje nacido en la Nueva Galicia y hombre destinado a jugar un papel trascendente en la polí-tica nacional durante la primera mitad del siglo XIX. De momento encontramos al futuro presidente participando activamente a favor del Plan de Iguala, proclamando la Independencia en Aguascalientes y presentándose ante Celestino Negrete, quien llegó a esta villa el día 8.

El brigadier marchó hacia Zacatecas y el 4 de agosto, ya en tierras duranguenses, establecía su cuartel general en el Santuario de Gua-dalupe. A pesar de que Negrete les ofreció una honrosa capitulación, a fin de evitar el derramamiento innecesario de sangre, los realistas no rindieron la plaza. Tras algunas escaramuzas urbanas y combates, el 3 de septiembre, Negrete y Cruz firmaron la capitulación oficial de la plaza. El 6, las tropas independentistas ingresaron en la ciudad. Con este triunfo, Negrete cerró una etapa de su carrera como militar y político. Regresó a Guadalajara.

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La Independencia de México se había consumado el 27 de septiembre de 1821. La nación daba sus primeros pasos vacilantes y sin rumbo. En los Tratados de Córdoba, Iturbide y el último virrey, Juan de O’Donojú acordaron que México adoptaría como forma de gobierno la monarquía constitucional y el trono del naciente imperio estaría ocupado por alguno de los príncipes de la casa real española. Se hizo el ofrecimiento y ningún noble español aceptó. Ante esta negativa, el desenlace predecible era que el pueblo aceptara, o incluso promovie-ra, la coronación de Iturbide.

El 20 de julio de 1822, el obispo Juan Ruiz Cabañas presidía, en la ca-tedral de México, la ceremonia en la que Iturbide ascendía al trono. A ella asistió Celestino Negrete, no como un espectador más; él también iba a recibir un importante nombramiento. El emperador Agustín I lo designó Gran Cruz de la Orden Imperial de Guadalupe.

Parecía que Negrete dejaba de lado sus ideas liberales y se adhería plenamente a la recién nacida monarquía mexicana. El historiador Alamán afirma que la fama y prestigio del libertador de la Nueva Galicia lo convertían en el segundo personaje más importante del Imperio. Se le otorgó el título de Decano y es llamado a formar parte del Consejo de Estado (o gabinete imperial); el Congreso lo propuso para este puesto y aprobó su designación con 121 votos.

El reinado de Iturbide fue corto e inestable; los gastos de la corona eran excesivos para un país empobrecido por más de diez años de guerra; sus aliados se convirtieron en enemigos, y la simpatía y gra-titud popular de la que gozó fue en descenso. Como sería la constante de aquí en adelante, los inconformes se pronunciaron. En el Plan de Casa Mata se unificaron los hombres y partidos que se oponían a que Iturbide continuara reinando. Negrete entretanto esperó la mejor oportunidad para sumarse a los pronunciados. La revolución prospe-raría en poco tiempo.

Iturbide sólo tenía el respaldo militar del regimiento de Celaya y el

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de un reducido número de soldados, la única salida que le quedaba era abdicar. Negrete, en cambio, sabía que podía entenderse con los pronunciados; muchos eran amigos y compañeros de armas.

Sus cálculos fueron acertados y su apuesta la correcta. Con la salida de Iturbide, el Poder Ejecutivo quedó en manos de un triunvirato conformado por Nicolás Bravo, Guadalupe Victoria y Pedro Celesti-no Negrete.

Era una época de agitación, pronunciamientos y guerra civil, era pre-decible que cualquiera de los tres elegidos tuviera que salir a comba-tir. Previendo dicha situación, se eligieron dos suplentes. Los desig-nados fueron José Miguel Domínguez y José Mariano Michelena.

La mayoría de las provincias aceptaron, de momento, el gobierno emergido del Plan de Casa Mata. Con el tiempo, muchas de ellas asu-mieron una actitud de desacato y, como en el caso de Jalisco, de fran-ca rebeldía hacia los poderes de la capital. Las diputaciones locales empezaron a recelar de las autoridades capitalinas, desconfiaban del triunvirato y del Congreso General, demandando el cumplimiento del Plan de Casa Mata y la elección de nuevos diputados. Detrás de estas acciones de rebeldía y tendencias separatistas, muchos centra-listas creyeron ver la mano de los desplazados iturbidistas.

El principal bastión de estos últimos parecía ser Jalisco; imputación undada en la situación de que la entidad, en su momento, mostró una franca adhesión al Emperador. Después del triunfo de Casa Mata, sus autoridades exigieron al gobierno central, en una carta fechada el 12 de mayo, la instauración del régimen federalista. A estas pruebas se sumaba el hecho de que Jalisco era gobernado por dos de los más fieles partidarios de Iturbide: Luis Quitanar y Bustamante.

Para el historiador Pérez Verdía, esa acusación que pesaba sobre Ja-lisco, y sus autoridades, carecía de fundamento; no se estaba ges-tando en el estado un movimiento separatista ni sus jefes políticos

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conspiraban a favor del regreso de Iturbide. En la capital se creía lo contrario. Los poderes del centro enviaron a José Joaquín de Herrera a destituir del mando político del estado a Luis Quintanar, quien sólo conservaría la jefatura militar de la entidad.

El enviado del gobierno central fue rechazado. Los diputados locales declararon que el territorio dejaba su antiguo estatus de provincia y se constituía en Estado soberano federado, con los demás estados de la nación mexicana. Esta medida, por demás desafiante, tuvo su contestación. El triunvirato decidió tomar medidas más severas para disciplinar a Jalisco.

¿A quién enviar para imponer orden en el sedicioso Estado? La pri-mera opción era Pedro Celestino Negrete: militar destacado y hom-bre influyente en la región. El ex brigadier realista hubiera sido sin duda el hombre ideal para aquella misión, de no ser por un detalle: su condición de español. El temor, hasta cierto punto fundado, de que España planeaba reconquistar México había creado un sentimiento de recelo y desconfianza hacia todos los españoles.

Negrete tuvo que conformarse con acompañar a Bravo, quien quedó al mando. Regresaba a la antes Nueva Galicia, aunque ya no como libertador sino como opresor: quien años atrás fue recibido con todos los honores, y a quien iban dirigidos elogios y agradecimientos de un pueblo que lo elevó a dignidad de héroe; ahora ese mismo hombre le ocasionaba a la tierra que liberó su primera herida. Por órdenes de Negrete, el 4 de julio, Anastasio Brizuela tomó Colima y, con el su-puesto consentimiento de sus autoridades, proclamó su separación de Jalisco y su erección como Estado. Tras ser exiliado, Negrete murió en Burdeos, Francia, el 11 de abril de 1846.

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ANTONIO BASILIO GUTIÉRREZ Y ULLOA —1821-1822—

De Gutiérrez y Ulloa se desconocen sus datos biográficos; sólo se sabe lo que cuentan Santoscoy y Pérez Verdía en sus respectivas his-torias de Jalisco. Ambos sostienen que asumió el cargo de intendente y jefe político superior de la Nueva Galicia, cuando el 13 de junio de 1821, José de la Cruz, general realista y último hombre en gobernar estas tierras en nombre de la corona española, salió de Guadalajara. De igual forma, ninguno de los dos historiadores le admite, aunque tampoco le niegan, su calidad de primer gobernador del Jalisco in-dependiente.

Con o sin el reconocimiento de los historiadores, Gutiérrez y Ulloa asumió la intendencia y jefatura el día 13. En las escasas horas que lo ejerció, mandó reunir a la Diputación Provincial para que celebrara una sesión a la una de tarde en Palacio. Por un oficio dirigido a De la Cruz, el intendente y los convocados se enteraron de que el bri-

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gadier Celestino Negrete y la tropa a su mando habían proclamado la Independencia en San Pedro Tlaquepaque. Las autoridades de la ciudad participaron la noticia a otras instancias, tanto gubernamen-tales como clericales, y acordaron enviar una comisión a recibir al brigadier, quien se esperaba hiciera una solemne y marcial entrada junto con sus oficiales y soldados esa misma tarde.

A las seis se presentó el brigadier y su ejército; los habitantes de la ciudad, embargados de admiración y agradecimiento, salieron a la calles a ovacionar a los consumadores de la Independencia en la In-tendencia de Guadalajara. Al día siguiente, la Diputación Provincial, la Audiencia, el Ayuntamiento y las corporaciones civiles y eclesiás-ticas, así como las demás autoridades, se reunieron a jurar el Plan de Iguala. Aquí concluyó Gutiérrez y Ulloa su interinato. El brigadier Celestino Negrete fue reconocido como jefe político superior y José Antonio Andrade quedaba de sustituto en caso de ausencia. Pérez Verdía asegura que uno de los pocos actos de gobierno que alcanzó a realizar Ulloa en su breve período, fue ordenar que la Casa de Mo-neda reanudara sus trabajos, omitiendo el cobro por amonedación extraordinaria (Pérez Verdía, 1952: 217).

Negrete dejó al poco tiempo el puesto de intendente para ir en perse-cución del General realista De la Cruz. Andrade, como estaba acor-dado, lo sustituyó. Su gobierno duró menos de un año; se separó del cargo al ser electo diputado para el Congreso nacional. Negrete, por aquellas fechas, fue nombrado Capitán General de la Intendencia de Guadalajara, puesto que le daba autoridad sobre los gobernadores de dicha intendencia. Fue precisamente Negrete quien colocó a Gutié-rrez y Ulloa de nuevo en el puesto de intendente y jefe político.

Durante su nuevo período, tuvieron lugar, a nivel nacional, acon-tecimientos de suma relevancia como la instauración del Congreso nacional, cuya principal misión era dotar al Imperio mexicano de una Constitución. A Gutiérrez y Ulloa le correspondió anunciar ofi-cialmente a los habitantes de su intendencia la proclamación de

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Agustín de Iturbide como Emperador de México. La noticia causó una enorme alegría a los habitantes de Guadalajara, según refiere Pérez Verdía:

Los documentos oficiales acerca de la proclamación de Iturbide, se recibieron en Guadalajara a la dos de la mañana del 28 de mayo y una hora después, los repiques, las músicas, la iluminación general de las casas y los vítores entusiastas, revelaban las grandes simpatías hacia el nuevo soberano (Pérez Verdía, 1952: 248).

No sólo el pueblo de Jalisco era partidario de Iturbide; muchos de los hombres más insignes de esta tierra manifestaron en su oportunidad su adhesión al primer Emperador de México; el caso más notable fue el de Juan Ruiz Cabañas. El 20 de julio 1822, el obispo Cabañas pre-sidió la misa de coronación de Iturbide I y de su esposa.

A Gutiérrez y Ulloa se le terminó su tiempo como jefe superior el 20 de noviembre; el recién nombrado emperador tenía contemplada a otra persona para dicho puesto. El elegido fue el mariscal de campo Luis Quintanar; hombre de toda su confianza y comprobada lealtad. Éste descubrió una conspiración de diputados desafectos al Empera-dor y por tal servicio fue recompensado. Desconocemos qué fue en lo sucesivo de la vida pública y privada de Gutiérrez y Ulloa.

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CORONEL JOSÉ ANTONIO ANDRADE Y BALDOMAR —1821-1822—

No disponemos de mayores referencias acerca de sus primeros años y lugar de nacimiento. El historiador Ramiro Villaseñor, en su obra Los primeros federalistas de Jalisco 1821-1834, comenta que José An-tonio Andrade y Baldomar tuvo una participación modesta en la Guerra de Independencia (1981: 12). Para el 21 de diciembre de 1811, lo encontramos desempeñándose como oficial realista con el grado de coronel, asignado a la ciudad de Puebla. Su misión era ayudar a defender la plaza ante la posibilidad de que fuera atacada por José María Morelos y Pavón.

Es enviado después a Guadalajara a ejercer el cargo de jefe político y militar de la ciudad. Es en esta etapa de su vida cuando conoce del movimiento abanderado por Iturbide y conversa sobre éste con el propio obispo Juan Ruiz Cabañas y Barriga. Desconocemos el conte-nido de las pláticas que sostuvo con el religioso; suponemos que An-

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drade se acercó a Cabañas para que éste le esclareciera si era pruden-te o correcto secundar la causa independentista, causa que terminó abrazando decididamente.

En los últimos días del gobierno de José de la Cruz, cuando se espera-ba que de un momento a otro fuera proclamada la Independencia en la provincia, el coronel Andrade se encontraba dentro de la ciudad de Guadalajara al mando de una parte de los Dragones de la Nueva Ga-licia. Al igual que su compañero de armas, el capitán Eduardo Lariz esperaba con impaciencia las órdenes del brigadier Pedro Celestino Negrete, quien se había situado junto con su división en la garita de San Pedro, esperando el momento propicio para pronunciarse.

Cuando por fin, en la mañana del 13 de junio de 1821, el brigadier se pronunció por el Plan de Iguala, Andrade persuadió a la guarnición que defendía la ciudad de sumarse a la causa independentista. Al mando de esta tropa se presentó ante Lariz, quien por su cuenta se había apoderado de la artillería resguardada en el Hospicio.

Ese mismo día, por la tarde, la guarnición de la ciudad fue movi-lizada por Andrade. Ordenó que se sumara a la división del briga-dier, y como un solo ejército, ambas fuerzas salieron de San Pedro para entrar triunfalmente a la ciudad de Guadalajara. Villaseñor sostiene que Andrade tuvo el privilegio de firmar junto con Negre-te la consumación de la Independencia en Jalisco, en San Pedro Tlaquepaque, en una casa que perteneció a Juan Manuel Caballero (Villaseñor, 1981: 12).

Negrete no tenía la intención de permanecer mucho tiempo al frente del gobierno; le intranquilizaba que De la Cruz continuara en pie de guerra, situación que, a su entender, ponía en riesgo los triunfos lo-grados en la región. El general realista era su prioridad y tras él salió, el 26 de junio. Ese mismo día fue nombrado y empezó a ejercer como jefe político superior el coronel Andrade.

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En comparación con su antecesor, Andrade ocupó más tiempo el cargo de jefe superior político, empero, su administración no duró más de ocho meses (del 26 de junio de 1821 al 5 de febrero de 1822). Desempeñó su cargo de forma proba, pensando en el bien común y ocupándose con honestidad de los asuntos de gobierno.

La pesada carga tributaria que las anteriores administraciones im-pusieron sobre el pueblo, para allegarse recursos requeridos por la guerra, disminuyeron en el período de Andrade por su iniciativa. El recién designado gobernador suprimió el impuesto del 1 por ciento sobre amonedación extraordinaria y redujo el derecho de amoneda-ción a sólo el 6 por ciento de feble; eliminó la contribución personal, la directa de guerra, la de convoy, la del 10 por ciento sobre alquiler de casa y la llamada de sisa (Pérez Verdía, 1952: 220).

Después de once años de lucha insurgente, se abría un intervalo de sana paz para la provincia. Negrete triunfa finalmente en Durango contra de las últimas fuerzas realistas leales a De la Cruz y a España. El victorioso brigadier regresaba a Guadalajara. Mientras tanto, en la capital, las tropas trigarantes de Iturbide desfilaban por las calles; la Independencia quedaba consumada. Iniciaba el penoso y difícil proceso de reconstruir y reorganizar una nación fatigada y desecha por la guerra civil. Los mexicanos tenían, después de 300 años, que aprender gobernarse por ellos mismos.

Se crea la Soberana Junta Provisional Gubernativa, de la cual se desprendió una regencia cuya titularidad recayó en el propio Iturbide; el hombre amado por la nación y a quien, de momento, todos estaban dispuestos a seguir y obedecer. Andrade se sumó a este esfuerzo por levantar a la nación, obviamente desde su cargo y jurisdicción. A él también le interesaba sentar las bases políticas in-dispensables para el ejercicio del poder y la correcta administración de los recursos del estado. Mas esta tarea no pretendía realizarla solo; por el contrario, su idea (en esto coincidía con Negrete) era la de involucrar a los sectores más representativos e influyentes de la

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sociedad neogallega. Es por eso que a instancias suyas se instaló en Palacio, la noche del 22 de septiembre, la Junta Patriótica de Nue-va Galicia. Él encabezó la ceremonia y el discurso corrió por cuenta del obispo Cabañas.

La finalidad de la Junta era promover el desarrollo o progreso de las artes, la agricultura y la moral pública. Estaba compuesta por nueve secciones: enseñanza pública, agricultura, industria y arte, literatura y bellas artes, beneficencia pública, política y derecho público, esta-dística y geografía, historia natural y de gobierno, y economía social. ¿Qué destino tuvo la Junta y sus proyectos? Al parecer, dice Pérez Verdía, no pudo prosperar ni cumplir sus objetivos; la situación de pobreza y ruina que embargaba a la nación en general no lo permitió, se resentían en lo económico, político y social las heridas y estragos dejados por la guerra.

A pesar de todas las vicisitudes, la algarabía y el espíritu de festejo por la consumación de la Independencia no declinó en el ánimo de los tapatíos y de sus autoridades. Con la venia del Ayuntamiento, Andrade decretó que la Plaza Venegas cambiaría su nombre por el de Plaza de la Independencia.

El 27 de octubre, los neogallegos recibieron de su gobernador, por fin, la tan deseada noticia: México declaraba, con todo el protoco-lo y formalidad, su emancipación de España y su nacimiento como nación libre y soberana. La forma en que Andrade dio a conocer tan relevante acontecimiento fue a través de un bando que reproducía el Acta de Independencia del Imperio, cuya fecha de publicación era el 28 de septiembre del año en curso. El pueblo estalló en júbilo. Al día siguiente se vistió de luto por la muerte del último virrey, Juan de O’Donojú, acontecida el día 8. Los neogallegos supieron reconocer, con toda justicia, su decisiva participación en las negociaciones que consumaron la Independencia. Se le rindieron honores fúnebres en la iglesia de San Francisco.

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Por esa misma fecha, Andrade fue ascendido a brigadier. Como men-cionamos, la nación y Jalisco estaban en un período de reacomodo político. En diciembre, en todo el naciente Imperio mexicano se veri-ficaron elecciones para nombrar votantes que designarían a los dipu-tados del Congreso nacional. La elección de diputados no era a través del voto directo del ciudadano en edad y condición de sufragar; a los integrantes del Congreso los elegían los vecinos prominentes de cada pueblo. La elección se verificó el 28 de enero de 1822; uno de los escogidos para representar a la provincia fue el recién nombrado brigadier y todavía jefe político, José Antonio Andrade.

Por esta razón, dejó su puesto y en compensación tuvo el honor de participar en el primer Congreso Constituyente, del que tendría que salir la Carta Magna del Imperio mexicano. Lo sustituyó, como jefe político de la provincia, Antonio Basilio Gutiérrez y Ulloa. Villaseñor afirma que fue Andrade quien le dio el grado de mariscala a la Virgen de Zapopan y que durante su ejercicio como diputado, propuso que la moneda de Guadalajara circulara en todo el país (Villaseñor, 1981: 12).

Al parecer permaneció en la capital, aun después del derrocamiento de Iturbide. Lo último que se supo de él fue que lo tomaron preso, acusado de ser uno de los principales cabecillas de una conspiración que a punto estuvo de estallar el 4 de octubre de 1823. Según refie-re Santoscoy, los documentos encontrados a los conspiradores com-prometían de sobremanera a las autoridades de Jalisco; entre ellos estaban notas escritas por Luis Quintanar, quien era por ese enton-ces gobernador del Estado y sobre quien pesaba la acusación de ser, junto con Anastasio Bustamante, el principal promotor del regreso de Iturbide al poder. Andrade fue desterrado a Guayaquil, en donde murió.

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GENERAL LUIS DE QUINTANAR BOCANEGRA Y RUIZ —1822-1824—

Luis de Quintanar jugó un papel crucial al defender decididamente el Federalismo, es decir, la autonomía y libertad de los estados con respecto a los poderes centrales instituidos en la capital; poderes que propendían asumir formas y estilos autoritarios. Un reconocido pró-cer de la Independencia, Nicolás Bravo, aspiraba a convertirse en dictador y lo hubiera conseguido de no haberse topado con la oposi-ción de líderes locales y regionales como Luis Quintanar y José María Bustamante.

Quintar nació en San Juan del Río, en 1780; su padre fue el rico co-merciante y hacendado español José Raymundo Quintanar. De los estudios que cursó durante su niñez y juventud no tenemos mayores datos; sus biógrafos deducen que, por su condición social, segura-mente fue educado por un preceptor o maestro particular. Por las actividades que desempeñó en su edad adulta dentro del Ejército Re-

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alista y después en el Trigarante o Iturbidista es lógico pensar que tuvo algún tipo de instrucción militar y que incluso la pudo haber recibido en alguna academia o colegio. De esto no tenemos ninguna certeza. De su vida privada, se tiene documentado que se casó con Luisa Garay, quien moriría en México el 20 de febrero de 1843, seis años después que su esposo.

Durante la Guerra de Independencia, combatió en las filas realistas alcanzando el grado de coronel, participó en la Campaña de Queré-taro y para finales de la guerra fue nombrado comandante de Valla-dolid. Es en este momento cuando dejó de ser un peón en el ajedrez político y se convirtió en un personaje protagónico de los eventos venideros: la consumación de la Independencia, la coronación de Iturbide y la instauración de la República federal.

Siendo comandante de Valladolid, Vicente Guerrero se entrevistó con Quintanar para exponerle los proyectos e ideales comprendidos en el Plan de Iguala. Quintanar escuchó; no le definió cuál sería su postu-ra: si a favor o en contra; al final, se decidió por la revolución de Inde-pendencia. A las pocas semanas, le otorgó toda su lealtad al caudillo que la encabezaba, cuando éste, Iturbide, se presentó a las afueras de la capital de Michoacán acompañado de su Ejército Trigarante.

Su deserción y la capitulación de Valladolid marcaron el ingreso de Quintanar a las filas del Ejército Trigarante. A pesar de la resistencia realista, la guerra no tardaría en concluir. En las semanas que ante-cedieron a la toma de la capital de la Nueva España, encontraremos a Quintanar sumamente activo: tomó Tepotzotlán, y junto con Bus-tamante y otros generales y oficiales iturbidistas fue cercando a los realistas. El 27 de septiembre de 1821, el Ejército Trigarante desfiló por las calles de la capital dando por terminada la Guerra de Inde-pendencia. Iturbide premió a sus colaboradores, entre los que estaba obviamente, Quintanar. Por el mes de octubre, lo nombró mariscal de campo y a Bustamante, capitán general. Lo siguiente fue la procla-mación de Iturbide como emperador de México.

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La entronización de Iturbide le trajo a Quintanar un sinfín de reco-nocimientos y recompensas; como a muchos de sus compañeros de armas, el recién electo emperador lo ascendió de rango y le otorgó un importante cargo dentro del Imperio. A finales de 1822 fue enviado a Guadalajara con el cargo de capitán general y gobernador de la Pro-vincia de la Nueva Galicia.

La lealtad del nuevo jefe político al emperador y la simpatía que éste gozaba en la provincia de la Nueva Galicia quedaron claras durante el mes de diciembre. A las pocas semanas de asumir el cargo, Quinta-nar presidió una serie de festejos y actos, en los que tanto las autori-dades políticas como las religiosas exaltaron la figura del Libertador y solemnizaron su coronación. De un día a otro tuvo que cambiar su bandera política: todavía celebrando, el 26 de febrero, los jefes y oficiales al mando de las tropas que resguardaban la capital se le presentaron para solicitarle su adhesión al Plan de Casa Mata. Éste desconocía a Iturbide y proponía la instauración de una república. Quintanar, muy a su pesar, dejó en consecuencia de obedecer y reco-nocer la autoridad del emperador.

La ingratitud y la deslealtad se volvieron moneda corriente para Iturbide en aquellos momentos de crisis. Sus enemigos marcharon de Puebla a la capital y ésta fue ocupada precisamente por el ejército comandado por Negrete, el 16 de marzo; tres días después, Iturbi-de abdicó y el día 20 parte hacia Tacubaya, y de allí a Tulancingo, custodiado por Bravo. El 27, el cuerpo total del ejército entra a la capital y para el 31 se formó un gobierno provisional, integrado por un triunvirato: Bravo, Negrete y Victoria, que asumió las funciones del Poder Ejecutivo.

El 16 abril, Quintanar, decidido a desmarcarse de su antigua filia-ción política, mandó publicar un bando en el que decretó la prohibi-ción de toda manifestación de apoyo o simpatía al recién derrocado emperador.

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Por conducto del ministro de Guerra, el 24 de mayo el Supremo Poder Ejecutivo ordenó que los mandos político y militar, ejercidos ambos por Quintanar, fueran separados. Quintanar conservaría el mando militar, y el diputado y brigadier Joaquín Herrera fue designado jefe político. Comenzaban así las tensiones y los jaloneos políticos, y muy pronto, iniciarían las intimidaciones y represalias militares.

El 5 de junio llegó Herrera a Piedra Gorda, y a pesar de que venía escoltado por una tropa, no pudo pisar territorio neogallego; le cortó el paso el regimiento número 11 de infantería, comandado por el te-niente coronel Manuel Fernández Aguado.

Herrera recibió un tajante no como respuesta cuando le insistió a Quintanar y a las corporaciones de la capital (neogallega) sobre el reconocimiento de su cargo. Al ver que las provincias Guanajuato y Querétaro le otorgaban su apoyo a la Nueva Galicia, Herrera se percató de las pocas posibilidades que tenía de cumplir su misión y decidió regresar a la Ciudad de México.

Herrera entregó malas cuentas ante los poderes de la capital; en cambio, a Quintanar le tocó jugar un papel decisivo en uno de los acontecimientos más relevantes de la historia de la Nueva Galicia. Contando con su asistencia y respaldo, la Diputación Provincial, en la sesión extraordinaria del 16 de junio de 1823, decretó que la antes Provincia de la Nueva Galicia o Intendencia de Guadalajara se con-vertía en: “Estado soberano federado con los demás de la grande Na-ción Mexicana con el nombre de Estado Libre de Xalisco...” (Pérez Verdía, 1952: 264).

Esta declaración, a través de la cual los representantes y autoridades del pueblo de Jalisco se pronunciaban a favor de una federación que aún no existía, fue publicada por bando el día 21 de junio. Otro de los acuerdos, el que por cierto competía directamente a Quintanar, fue el referente al cambio de nombre o designación del titular del Poder Eje-cutivo: de jefe político, en lo sucesivo se le denominaría gobernador

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del Estado de Xalisco. La Diputación no dudó en designar para este cargo al actual jefe político y capitán general. De esta forma, Quinta-nar se convirtió, bajo el régimen federal, en la primera autoridad po-lítica de la entidad que ostentó el título de gobernador de Xalisco. En otro bando, expedido el mismo día, se dio a conocer otro importante acuerdo: la representación reunida, declaró a la Señora de Zapopan, Generala y protectora universal del Estado libre de Xalisco.

Quintanar no perdió tiempo, al día siguiente de la publicación del bando que daba a conocer su nombramiento, dejó depositado el man-do político en el intendente Bernardo J. Benítez y el militar en Felipe de Andrade; y salió con rumbo a Lagos a preparar la defensa del Estado. Sin duda ésta era su principal preocupación y tenía lógicos motivos para ello.

El desaire recibido por Herrera al intentar asumir la autoridad polí-tica del Estado y los decretos expedidos por la Diputación local el 21 de julio tendrían su debida contestación de parte del triunvirato que ejercía el Poder Ejecutivo. Sus integrantes: Bravo, Negrete y Victo-ria se inclinaban por un sistema centralista y al menos uno, Bravo, simpatizaba con la dictadura.

El Triunvirato no estaba dispuesto a dar tregua y se adelantó en sus represalias, Negrete fue su brazo ejecutor. Valiéndose de la influen-cia que aún tenía en la región, éste le ordenó al coronel Anastasio Brizuela separar Colima de Jalisco. Brizuela le remitió una carta a Quintanar, con fecha del 26 de junio, donde le explicaba que tomó la decisión de separar aquel partido, no por iniciativa propia ni insti-gado por ninguno de los enemigos de Jalisco, sino por petición de las autoridades y vecinos de la ciudad de Colima, ellos la promovieron, y como le dejó en claro al gobernador de Xalisco, él, al creerla justa, simplemente la secundó (Santoscoy 1984: 269).

Quintanar fue enérgico en su respuesta, contestándole en una misiva, fechada el 2 de julio: acusó a Brizuela de no hablar con la verdad, ni

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actuar por petición del pueblo de Colima. En pocas palabras, le re-clamaba que el movimiento separatista (al que calificaba de extraño) había sido instigado por él.

El 5 de julio, el Supremo Poder Ejecutivo movilizó un ejército de dos mil hombres al mando de Bravo. No tocando más por el momento el asunto de Colima, Quintanar se ocupó de hacerse fuerte en Lagos, plaza a la que llegó en compañía de una comisión de la Diputación Provincial.

Al poco tiempo se le incorporó el brigadier Gaspar Antonio de López, que salió de Silao para ponerse a sus órdenes, y lo mismo hicieron 300 hombres del regimiento de León comandados por el teniente coronel Manuel Torres y así, poco a poco, se le fueron incorporando soldados y oficiales que desertaban de los ejércitos del gobierno general para pelear por el sistema federal.

El gobierno de Zacatecas envió también representantes a Lagos; esta entidad, por razones parecidas a las de Jalisco, se sentía amenazada por los poderes de la capital y decidió cerrar filas con su estado vecino en las negociaciones, o de ser necesario, en las hostilidades. Al pare-cer ninguna de las dos partes deseaba la guerra, se acordó que Bravo enviara a tres comisionados a Lagos para entrevistarse con los repre-sentantes de Jalisco y Zacatecas. Las partes en conflicto pactaron un acuerdo de doce puntos, que tras ser revisados por Bravo quedaron reducidos a once. El más importante de los artículos del convenio fue el referente a las relaciones de obediencia y autoridad que entabla-rían, bajo el sistema republicano, entre la capital y los estados.

Los ejércitos federales no tardaron en regresar y amenazar de vuel-ta las fronteras de Jalisco. En el ínter, Quintanar, la Diputación y demás autoridades locales supieron aprovechar el tiempo para orga-nizar política, judicial y administrativamente al gobierno bajo el mo-delo federal republicano.

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El primer paso que dieron fue expedir una convocatoria para la for-mación del primer Congreso Constituyente local, el cual quedó inte-grado el 14 de septiembre y sesionaba en uno de los departamentos del Palacio Municipal. Las corporaciones le juraron reconocimiento a la asamblea y luego lo hicieron, a través de un escribano, los vecinos de cada parroquia. Al gobierno de Quintanar le interesaba demostrar que el pueblo de Jalisco se había definido por el Federalismo, y para hacerlo patente y oficial se levantó en todas las localidades del estado un acta de ad-hesión al gobierno federativo. Una clara muestra de la popularidad y confianza que le tributaban las corporaciones y el pueblo en general a Quintanar fue su ratificación como gobernador de Jalisco.

Mientras tanto, en la Ciudad de México también se daban cambios: el 30 de octubre desaparecía el Congreso General y en su lugar se insta-laba el Congreso Constituyente, instancia de la que surgiría la prime-ra Constitución de México, promulgada para el 31 de enero de 1824. Pese a que siempre pesó sobre Quintanar la recriminación, fundada o no, de que su interés por el Federalismo sólo había sido tomado para hostigar al gobierno que forzó la abdicación de Iturbide, por cuyo re-greso al poder supuestamente éste se afanaba, la nación había adop-tado libremente la forma de república federal; irónicamente, uno de los muchos ideales de Quintanar y su gobierno.

Con la aprobación del Congreso local, el 4 de marzo, el gobernador Quintanar nombró a Anastasio Bustamante comandante general in-terino de las tropas de línea y de las milicias del Estado. El Poder Ejecutivo de la Federación ratificó la designación el 10 del mismo mes; ésta simplemente era una estrategia diplomática, pues preten-día imponerle a Jalisco nuevamente a José Joaquín Herrera, no como jefe político como en la primera ocasión que fue rechazado, sino para sustituir a Bustamante en el mando de las fuerzas militares del Esta-do. Para lograr esta imposición, los integrantes del Triunvirato idea-ron toda una maniobra.

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De entrada ordenaron que el número 11 de infantería, el que detuvo precisamente a Herrera en su primera visita, saliera de Guadalajara y se pusiera a las órdenes de Bravo. Esta medida obviamente tenía un doble propósito, por un lado, allanarle el camino a su enviado y por el otro, debilitar militarmente al Gobierno de Jalisco. El Ayuntamien-to de Guadalajara, consciente de las intenciones de las autoridades federales, le pidió a Quintanar que revocara la orden. La respuesta de éste fue que dicho acto rebasaba el límite de sus facultades, no podía impedir la salida de un regimiento que había servido con tanta lealtad a Jalisco.

En este punto, el gobernador intentaba ser consecuente con los acuerdos y compromisos pactados en Lagos. No podría quedarse con los brazos cruzados cuando una nueva disposición del Poder Ejecu-tivo hiciera aún más claras las intenciones de dicho poder. De nueva vuelta fue el Ayuntamiento de Guadalajara quien puso bajo aviso a Quintanar de que el regimiento número 4 de caballería había recibi-do las mismas órdenes que el 11. El cabildo tapatío volvió a pedirle que detuviera la salida de este regimiento y que además pactara una alianza defensiva con otros estados en espera de un nuevo ataque del centro.

Esta vez, el gobernador estuvo de acuerdo con el Ayuntamiento y se lo hizo saber de viva voz a su enviado y presentante José María Portugal. Quintanar tampoco estaba dispuesto a reconocer el nom-bramiento de Herrera y menos a cederle, por consecuencia, el mando de las tropas y milicias.

A pesar de que estas decisiones lo enfrentaban directamente con el poder central, Quintanar no descartaba por completo el alcanzar un entendimiento con el Triunvirato. La respuesta del centro fue enviar de nueva cuenta un ejército a las órdenes de Bravo y Negrete para obligar a las autoridades de Jalisco a obedecer las disposiciones del Poder Ejecutivo y del Congreso.

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El ejército expedicionario salió de la capital el 12 de mayo y el día 29 se encontraba en Zamora. Quintanar le encargó, el 5 junio, la admi-nistración del Estado al coronel José María de Castañeda y Medina; acto seguido, marchó a tomar el mando de las tropas acuarteladas en la hacienda de El Rosario.

A los pocos días llegó Bravo a la Hacienda de El Cuatro, colindante a la de El Rosario. Bravo instó al general Bustamante a someterse a las órdenes del Gobierno General delegando su mando en el oficial de mayor graduación, además le mandaba replegar sus tropas a sus respectivos cuarteles. Por conducto de Herrera, envió un comunicado al Congreso estatal, que en respuesta autorizaba a Quintanar a nego-ciar con el general centralista.

Representando a sus respectivos bandos, Herrera y Bustamante discutieron los puntos de un convenio que impidieran un enfrenta-miento. El documento quedó concluido el día 11 de junio: en él las autoridades de Jalisco se comprometían a sostener el sistema federal y a obedecer la Constitución. A cambio se le reconocía el derecho al gobierno jalisciense de no aceptar la imposición de un dictador o déspota; además, se asentaba el compromiso de tomar represalias mi-litares o legales contra las autoridades y tropas locales que tomaran las armas para defender a su Estado de la aparente agresión de las fuerzas federales.

Esta promesa no pasó de letra muerta. Un engaño o trampa en la que cayeron Quintanar y Bustamante, confiados en la palabra y el honor militar de Bravo y Herrera. A las dos horas de ser firmado el conve-nio, el general centralista entró en la ciudad de Guadalajara sin aire triunfalista, acompañado sólo por su escolta, evitó las calles princi-pales y se alojó no en Palacio sino en el edificio de Correos. Por su parte, afectado de un dolor abdominal Quintanar se retiró a Palacio, lugar donde tenía su residencia, sin sospechar que desde la capital sus enemigos movían instancias y cernían sobre su persona todo tipo de acusaciones para justificar su captura.

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Los esfuerzos triunfaron, la noche del 16 Quintanar y Bustamante fueron aprehendidos como simples militares desafectos al gobierno federal, ignorando su categoría de autoridades y representantes del pueblo de Jalisco, como bien apunta el historiador Santoscoy. Los trasladaron a Colima y de allí al puerto de Acapulco. Por designación del Congreso local, Quintanar fue sustituido por el propio coronel Cas-tañeda, quien momentos antes de partir a frenar el avance de los fede-ralistas, había sido dejado a cargo de la administración del Estado. Su período sería breve. El 3 de julio le cedió el poder al licenciado Rafael Dávila, quien lo asumió con el nombramiento de vicegobernador.

Quintanar no era un militar sedicioso, ni menos un criminal. Su con-finamiento obedecía, obviamente, a razones políticas; para su fortu-na no sufrió como otros caudillos o prohombres la ingratitud de sus seguidores y amigos. En este momento de infortunio, las autoridades de Jalisco no lo abandonaron, no sólo siguieron reconociéndolo como legítimo gobernador del Estado, además, la Diputación local presio-nó al Congreso General para lograr su excarcelación, obteniendo por fin su liberación el 29 de enero de 1824, de parte del presidente de la República, quien hizo efectivo el decreto de amnistía expedido por el Congreso para todos los delincuentes o perseguidos políticos.

Quintanar estaba libre y dueño de una pensión que le permitía vivir con decoro; en vez de retirarse de la vida pública, volvió a pisar los escenarios políticos y militares.

En tiempos en que Vicente Guerrero estaba al frente del Poder Eje-cutivo de la Federación, Bustamante ocupó la vicepresidencia. En 1829, se pronunció contra Guerrero a través del Plan de Jalapa, al que se sumaría después Quintanar. Volvían a estar juntos. Sólo que ahora era el ex gobernador quien seguía los pasos de Bustamante.

Distintos destacamentos y guarniciones militares se fueron sumando o pronunciando a favor del Plan de Jalapa, entre ellas estaba la que resguardaba la capital; los oficiales y soldados que la componían se

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pronunciaron el 23 de diciembre. Al frente de ellos quedó el general Quintanar, quien estaba destinado a jugar un destacado papel en la insurrección, encabezando el ataque contra las pocas tropas leales a Guerrero, que defendían el Palacio de Gobierno.

Con la toma de Palacio caía también el Gobierno de Vicente Guerre-ro. Anastasio Bustamante fue nombrado por el Congreso Presidente, Lucas Alamán (brazo ideológico del nuevo presidente) y Quintanar juntaron fuerzas para sacar adelante el nuevo régimen y defenderlo de sus enemigos, uno de los cuales era precisamente Antonio López de Santa Anna.

El 22 de octubre, el futuro dictador de México se instaló, junto con su ejército, en Tacubaya. Quintanar, que fungía como jefe en la Ciudad de México, se presentó ante él para obligarlo a deponer las armas; no logró su cometido y regresó a la ciudad. Santa Anna avanzó hasta la Villa de Guadalupe, donde fue recibido con reservas y desconfianza en la Colegiata, por el canónigo Manuel Ramírez. A pesar de que el derrocamiento de Bustamante era por demás inminente, por la enor-me y creciente cantidad de fuerzas que en su contra se aliaban, el ex gobernador, celoso de su honor militar o quizá por honrar viejos lazos de amistad, se mantuvo fiel al régimen. Suponemos que Santa Anna además de su rendición lo invitó a sumarse al pronunciamiento, ofre-ciendo a cambio privilegios y honores.

Le respondió al caudillo a las tres de la tarde del día siguiente, cabe mencionar que lo hizo con la mayor gallardía, como correspondía a un militar de su rango y trayectoria: “Proceda usted como quiera”, dando por sobreentendido que estaba en disposición de presentarle combate en cualquier momento. El tomar partido por Bustamante lo desacre-ditó ante sus antiguos gobernados. En 1833, el Congreso del Estado le retiró su pensión vitalicia por haber apoyado a su antiguo colaborador.

Ramiro Villaseñor afirma que el ex gobernador murió en México el 16 de noviembre de 1837 y se le sepultó en el Panteón de los Ángeles.

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CORONEL JOSÉ MARÍA CASTAÑEDA Y MEDINA —1824—

Desconocemos los datos biográficos generales de este personaje; las pocas referencias históricas que de él tenemos conciernen a los años en que Jalisco se batía contra los poderes centralistas en defensa del Federalismo.

Ocupó el cargo de jefe político del Departamento de la capital tapa-tía, el 8 de mayo de 1824, en tiempos en que Quintanar fungía como gobernador del Estado. Semanas después, el 5 de junio, el mandata-rio lo dejó al frente de la administración al verse en la necesidad de salir de la ciudad para reunirse con Bustamante, en la Hacienda de El Rosario, y formar con él un contingente capaz de contener la nue-va incursión de Nicolás Bravo, quien, por órdenes del Poder Ejecuti-vo, invadía por segunda ocasión a Jalisco con la consigna de limpiarlo de iturbidistas y de paso someterlo a la autoridad del poder central.

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En esta empresa militar, las autoridades de Jalisco comprometieron a casi todas las fuerzas armadas que tenían a su disposición. Para defender Guadalajara, Castañeda únicamente contaba con la mi-licia cívica, un cuerpo armado creado por el propio Quintanar con los efectivos de la fuerza denominada “Compañía de los Malcriados” (grupo de milicianos conformado por hombres de mala nota y nula instrucción militar).

Afortunadamente, el gobernador suplente no tuvo que echar mano de la milicia cívica, ya que Quintanar, a través de Bustamante, logró pactar la paz con las fuerzas invasoras. Firmados los acuerdos, el día 11 en la Hacienda El Cuatro, Quintanar, a pesar de no estar muy bien de salud, se puso de nuevo al frente de la administración estatal. Será por muy pocos días. El jefe de la expedición, el general Nicolás Bra-vo, faltando a su palabra y honor militar, incumplió con uno de los puntos del acuerdo: el de no tomar represalias contra las autoridades de Jalisco.

Una vez que el general ocupó sin resistencia la capital del estado, en una acción deliberada y sorpresiva, apresó a Quintanar y a Busta-mante, a quienes la Diputación nacional y el secretario de Relacio-nes seguían acusando, injustificadamente, de promover el regreso de Iturbide al poder. Las aprehensiones se realizaron la noche del 16. Al día siguiente, a fin de no dejar sin titular al Poder Ejecuti-vo estatal, la Diputación local destinó de nuevo para este cargo al coronel Castañeda con el nombramiento de vicegobernador; por su parte, el general José Joaquín Herrera, por disposición del poder central, asumió el mando de las fuerzas del Estado con el título de comandante militar.

Castañeda no tuvo tiempo de encariñarse con su puesto. Nuevamente su paso por el poder fue fugaz y de mero trámite; duró lo suficiente para que las autoridades del centro le encontraran a Jalisco un vice-gobernador que les fuera leal y obediente, y lo encontraron, el hom-bre idóneo resultó ser Rafael Dávila.

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Los períodos de gobierno del coronel Castañeda fueron notoriamente breves: el primero duró del 5 al 11 de junio, aproximadamente, y el segundo del 17 de junio al 3 julio, siendo este último el más largo. Sumándolos apenas se completan alrededor de 22 días de gobierno, menos de un mes (Cambre, 1969: 21).

Una administración tan corta, no continua y transitoria como la del coronel Castañeda, tiene su importancia por los acontecimientos que durante ella tuvieron lugar. En su primer período, Castañeda apoyó, desde la administración pública, al general Quintanar en su intento de salvar a Jalisco de un enfrentamiento con los poderes del centro. En el segundo, además de llenar el vacío de poder dejado por la apre-hensión de Quintanar, jugó un papel crucial en el áspero proceso que concluyó con el restablecimiento de la “concordia” o “buen entendi-miento” entre la capital y el Estado de Jalisco.

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LICENCIADO RAFAEL DÁVILA —1824—

De la vida privada de Dávila sabemos que fue abogado de profesión y que tuvo una notable posición económica de la que haría ostenta-ción, como veremos más adelante; cuando al ser llamado por el Con-greso local para ocuparse del Poder Ejecutivo con el nombramiento de vicegobernador, aceptó, no sin hacer la salvedad o aclaración del sacrificio que para él representaba su designación, pues su fortuna le permitía vivir sin preocupaciones y holgadamente el resto de sus días; gustoso hacía de lado su comodidad para servir a su Estado.

Además de ser un distinguido miembro de la clase acomodada ja-lisciense, Dávila simpatizaba con las ideas conservadoras y jamás negó su filiación política centralista; es decir, militaba en el bando contrario al de Quintanar y Castañeda, y de ello dio testimonio, como lo menciona el historiador Santoscoy, cuando en plena admi-nistración de Quintanar, rechazó el nombramiento de Jefe de Po-

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licía del Departamento de Guadalajara que le hiciera el Congreso local. (1984:105)

En su carrera política transitó por varios cargos: pasó de ser dipu-tado suplente al Congreso de la Unión, en 1823, y a jefe político de Guadalajara, por designio del Congreso local, el 22 de marzo de 1824. Llegó a la cúspide de su trayectoria política cuando, en sustitución de José María Castañeda, la Diputación estatal lo nombró vicegoberna-dor, el 1 de julio de ese mismo año.

Al parecer, prestó juramento a su cargo el día 3 del mes en curso y el 15 lanzó una proclama al pueblo de Jalisco para dejar en cla-ro la orientación política que seguiría su administración, una com-pletamente distinta a la adoptada por sus antecesores. De entrada, desmintió que las intenciones del poder central al enviar al general Nicolás Bravo al frente de más de cuatro mil hombres en el mes de junio hubiesen sido vulnerar la soberanía de Jalisco e imponerle a sus habitantes nuevas cadenas. Señaló que fue la sensatez del general Bravo y no la del gobernador Luis Quintanar la que evitó un enfren-tamiento entre Jalisco y la federación.

Dávila vio como un notorio logro de su gobierno el aniquilamiento de una facción iturbidista que, en el puerto de San Blas, conspiraba a favor del restablecimiento del Imperio. Y es que al parecer, Tepic, y en especial el mencionado puerto, se habían convertido en uno de los últimos bastiones de los partidarios de Iturbide, que no cejaban en su empeño de restituirle la corona al Libertador.

Animado quizá por las muestras de lealtad de sus partidarios, Iturbi-de regreso a México pretextando que temía por la soberanía de su nación, la cual se vio amenazada por un intento de reconquista por parte de España. Éste desembarcó del bergantín inglés Spring, en Soto la Marina; sus enemigos apenas le permitieron pisar tierra, de inmediato lo aprehendieron y el 19 lo mandaron fusilar en Padilla; ambos lugares, en Tamaulipas.

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La noticia de la ejecución de Iturbide se conoció en Guadalajara el 28 de julio. El Congreso local, por voz de su presidente, el canónigo Diego Aranda, emitió una declaración: se lamentaba por la muerte del Libertador de México; reconocía que esta pérdida le ahorraba a la nación, por una acción sin duda providencial, futuras y mayores desgracias.

Dávila podía sentirse satisfecho con esta declaración pues, en sus términos y forma, evidenciaba un entendimiento, al menos protoco-lario, entre él y la Diputación estatal; la realidad era muy distinta. Pronto quedaron evidenciadas las diferencias entre ambos poderes en un par de asuntos polémicos, en los que Dávila actuó con apego a los intereses y órdenes de las autoridades del centro.

La impopularidad de Dávila creció rápidamente y las críticas a su administración no cesaron. La organización de una serie de eventos y celebraciones en honor del sucesor de Pío VII, Aníbal de la Gen-ga, quien asumió el pontificado con el nombre de León XII, fue sin duda, una de las pocas acciones afortunadas que realizó durante su gobierno. Del día 10 al 12, en el marco de esta festividad, se iluminó la ciudad y se realizó una misa de gracias y un Te Deum.

Buena parte de la prensa local hizo de los políticos centralistas el blanco recurrente y favorito de sus cuestionamientos, críticas y ataques. Se distinguió en esta cruzada periodística el joven escritor Anastasio Cañedo. Las letras de Cañedo seguramente resonaron más allá del estado, pues el Ministerio de Relaciones ordenó al propio Dá-vila que lo aprendiera y desterrara. Cañedo fue aprehendido el 2 de agosto y posteriormente conducido al puerto de San Blas.

El Congreso local, a través de los diputados Sánchez, Cumplido y Gil, le increpó al vicegobernador su proceder; pues el ordenar la aprehen-sión y el destierro del joven periodista eran acciones que rebasaban sus facultades y por ello exigieron una explicación, misma que debía publicarse en la Gaceta del Estado. Si había actuado por órdenes de

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una autoridad mayor, el Congreso exigía mandar consignar dicha or-den en el periódico oficial. Dávila respondió que en efecto había sido el Ministerio de Relaciones quien dispuso el arresto y él sólo lo ejecu-tó. Intentó explicarles a los diputados que sin una autorización del Poder Ejecutivo no podía facilitarles una copia del documento, pues eran órdenes reservadas.

Después de este enfrentamiento con el Congreso, a Dávila aún le fal-taba una última oportunidad para demostrar a quién servía realmen-te: si a Jalisco o a los políticos centralistas. Por aquellas fechas se de-cretó en toda la nación la leva. Esta práctica común de reclutamiento forzaba a los estados a conseguir nuevos soldados para aprovisionar de efectivos al Ejército federal. Jalisco, al igual que las demás enti-dades, debía aportar 500 hombres a las armas nacionales. La leva acrecentó la antipatía que le profesaban los jaliscienses al gobierno central y al vicegobernador.

En el cambio de gobierno a nivel federal, el 10 de octubre 1825 juró como presidente Guadalupe Victoria y como vicepresidente Nicolás Bravo, le advirtió al gobernador que era el momento de renunciar. Esta rotación de mandos lo dejó sin amparo político, un apoyo sin el cual le resultaría muy difícil sostenerse en el poder. El Congreso aceptó su renuncia y el día 13 nombró a Juan N. Cumplido para que le sucediera (Pérez Verdía, 1952: 294).

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LICENCIADO Y DOCTOR JUAN NEPOMUCENO CUMPLIDO Y RODRÍGUEZ

—1824, 1825, 1827-1828, 1830, 1834 y 1846—

Cumplido nació en Guadalajara el 16 de octubre de 1793. Sus padres fueron Mateo Mariano Cumplido y María Rafaela Rodríguez; quie-nes, al parecer, se preocuparon por su educación. Cursó la universidad alcanzando los mayores grados en Filosofía y Cánones; entre el 4 y el 8 de diciembre de 1824 obtuvo el título de licenciado y el de doctor.

Su buena preparación y talento le abrieron muchas puertas. El cuer-po de abogados de la ciudad lo aceptó como miembro tras acreditar el respectivo examen y recibir la aprobación de la Real Audiencia, el 23 de agosto de 1819. Formó parte de la junta patriótica de Guadala-jara. Consumada la Independencia, se adhirió al partido federalista e ingresó a la Logia yorkina.

Cumplido supo abrirse camino en el agitado mar de la política. Le tocó vivir momentos cruciales para México y Jalisco; en 1822, formó

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parte del Congreso Constituyente de México, que se hizo cargo de la Comisión de Agricultura; un año más tarde es electo diputado para el primer Congreso Constituyente de Jalisco, el cual quedó conformado el 14 de septiembre, tomando por sede uno de los departamentos del Palacio municipal.

La transformación de la nación avanzó gracias a hombres como Cum-plido que, ante reclamos como el de la señora María Josefa Gutiérrez, hicieron prevalecer la justicia. Esta mujer, oriunda de Teocaltiche, le dirigía por segunda ocasión una petición al gobierno, les solicitaba a las autoridades la libertad de su hija María Vicenta López y de otras de sus hermanas, que eran mantenidas en calidad de esclavas.

Por su proceder, entrevemos que para Cumplido este problema social, heredado del pasado, debía ser erradicado. Para tal fin, le propuso a sus compañeros de la legislatura mandar una orden a todos los ayun-tamientos, solicitándoles una relación sobre el número de esclavos existentes en sus respectivos distritos, del tiempo que llevaban sopor-tando este tipo de servidumbre y de los títulos de propiedad acredi-tados por sus amos.

El Congreso local dictaminó, a través del decreto número 14, que los dueños de esclavos tendrían un plazo de ocho días para presentar los documentos y datos requeridos ante los síndicos de sus respectivos ayuntamientos; de no hacerlo, sus esclavos quedarían automática-mente en libertad, y ellos sin derecho a realizar algún reclamo.

Tras la renuncia de Dávila a la gubernatura, los diputados eligieron a Cumplido para sustituirlo. Con su designación como vicegobernador de Jalisco, el partido federalista se anotó un triunfo.

El vicegobernador y el Congreso estatal, conformado en su mayoría por diputados federalistas, se esmeraron en proclamar con toda so-lemnidad y júbilo la Constitución de 1824; pues haciendo de lado el relevante hecho de que era ésta la primera Carta Magna de México,

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las leyes en ella contenidas, en un buen número, plasmaban el proyec-to de país y los ideales políticos de estos hombres que, desde sus res-pectivos cargos y a través de sus acciones, mantenían la reputación de Jalisco, ante la nación, de ser el principal bastión o defensor de la causa a favor de la autonomía y la libertad de los estados.

El Congreso decretó que la Constitución Federal de los Estados Uni-dos Mexicanos sería jurada el domingo inmediato a su publicación por las autoridades políticas, militares y eclesiásticas. El vicegober-nador precisó que del 21 al 23 de octubre de 1824, además del jura-mento, se realizarían una serie de festejos y ceremonias, con el fin de darle al evento mayor realce y solemnidad.

Cumplido y los legisladores convocaron a elecciones para designar a los diputados del primer Congreso estatal de carácter constitucional, durante este mismo ejercicio se elegiría al futuro gobernador y vice-gobernador. La elección se tenía programada para el 29 de octubre de 1824 y los ganadores ocuparían sus cargos el primero de febrero del siguiente año.

Desde mayo, la Diputación local discutía y deliberaba acerca de los artículos que integrarían la Constitución Política del Estado de Xa-lisco. Los legisladores le dieron un carácter federalista y moderada-mente liberal al documento.

Como se tenía contemplado, se llevaron a cabo las votaciones para renovar los poderes del Estado, quedando los dos candidatos a la gu-bernatura, Rafael Dávila y Prisciliano Sánchez, empatados. El Con-greso estatal intervino decidiendo la elección a favor del último.

El 24 de enero, el autor del Pacto de Anáhuac tomó posesión de su car-go, convirtiéndose en el primer gobernador constitucional del Estado de Jalisco. Cumplido, por su parte, recorrió durante esos meses todos los niveles y esferas del poder público. Le fue refrendado el cargo de vicegobernador y además, sustituyó a José Ramón Pacheco dentro

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del Congreso del Estado, donde fungió de secretario. Tiempo después ocupó un asiento en el Congreso de la Unión.

Siendo diputado federal conoció del deceso de Prisciliano Sánchez. La Diputación local lo mandó llamar para que, en su calidad de vicego-bernador, tomara la batuta del Estado. Su designación desencadenó una polémica en el Poder Legislativo federal entre grupos políticos rivales. Los centralistas argumentaron que el cargo de diputado era de mayor relevancia que el de vicegobernador y, por tanto, no podían aprobar su abandono. Los federalistas, el grupo político de Cumpli-do, lo apoyaron y lograron imponerse, pretextando la existencia de un caso similar fallado favorablemente.

Por fin, el vicegobernador pudo hacer sus maletas e ir a su estado a tomar posesión de la gubernatura. Tan importante cargo no quedaría vacío, provisionalmente el puesto de gobernador recayó en el senador José María Echauri, quien por designación del Congreso estatal ocu-pó el puesto del 29 de diciembre de 1826 al 18 de enero de 1827 (Pérez Verdía, 1952: 315).

Por segunda ocasión Cumplido encabezaba la administración del Es-tado de Jalisco. Condujo sus acciones con espíritu reformista, con apego a los principios del Partido Liberal y dando continuidad a los proyectos que Prisciliano Sánchez dejó inconclusos, como la restau-ración del Hospital de San Miguel y la inauguración del Instituto del Estado.

El 1 de febrero pronunció el discurso que dio comienzo a las sesio-nes de la Legislatura local. El gobernador y Congreso tuvieron que trabajar en conjunto para sacar a Jalisco de la crisis económica, me-jorando la recaudación de impuestos y ampliando el padrón de con-tribuyentes.

El espíritu liberal de Cumplido y de la Diputación local volvía a re-lucir en nuevas disposiciones que representaban, en sí mismas, un

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rompimiento con el pasado. El 22 de febrero, el vicepresidente expi-dió un bando cuya disposición implicaba una declarada intromisión en los asuntos internos de la Iglesia. El documento dado a conocer, anunciaba las bases generales y las reglas operativas de lo que sería la Junta directiva de diezmos.

Administraciones como las de Juan N. Cumplido y la del futuro gober-nador de Jalisco, Pedro Támez, estuvieron marcadas por una radical hispanofobia que desembocó en acciones tan radicales como la perse-cución de los denominados “gachupines” o españoles; acciones cuyas perjudiciales consecuencias no fueron oportunamente previstas.

La prensa liberal, tanto en el ámbito local como nacional, acusó a los españoles avecindados en México de ser súbditos fieles a la Corona y, por tanto, potenciales traidores dispuestos a secundar cualquier in-tento de reconquista. Para sustentar estas acusaciones bastaba refe-rir la conspiración de Joaquín Arenas. En contubernio con Francisco Martínez, un religioso dominico, el mencionado padre Arenas buscó el apoyo de clérigos, militares y gente pudiente para restablecer a Fernando VII en el absoluto dominio de México.

El padre Arenas y varios de sus colaboradores fueron detenidos y ejecutados. El caso fue exhibido a la luz pública, sirviendo para ati-zar la hispanofobia colectiva y, desde ella, orquestar y justificar todo tipo de persecuciones y atrocidades contra los españoles. Altos fun-cionarios de ideas liberales radicales, como el ministro de Guerra, Gó-mez Pedraza, estuvieron detrás de la campaña. Para el ministro era incluso un asunto personal, admitiendo su enconado odio hacia los “gachupines”.

El estado donde más eco tuvo la campaña fue, al parecer, Jalisco. Por las decisiones y acciones que se emprendieron, podemos suponer que Cumplido y el diputado Pedro Támez compartían el sentir de Pedra-za hacia los españoles.

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El “delito” de ser español, y por ende traidor, fue llevado al Congreso local y se convirtió en tema de discusión parlamentaria. El diputado Támez presentó la iniciativa, en la sesión del Congreso del Estado del 18 de agosto de 1827, proponiendo votar una ley que decretara la ex-pulsión de todos los españoles residentes en el estado, teniendo como plazo para abandonar el territorio jalisciense 20 días, sin poder regre-sar a él hasta que España reconociera la Independencia de México.

La ley de expulsión se promulgó con el número 100, el 3 de septiem-bre. A pesar de tener el aval de un importante sector de la sociedad, la aplicación de la Ley de Expulsión suscitaba varios problemas no sólo a los particulares, sino a la estabilidad económica del estado. El comercio por ejemplo, era controlado, mayoritariamente y casi de tradición, por los españoles, sin sus contactos y participación en este rubro, resultaba que la circulación de mercancías en el estado entra-ría pronto en crisis.

Al final, la ley no pudo ser aplicada en todo su rigor, ya que, gracias a excepciones -la alteración de datos y a los sobornos-, la mayoría de los españoles pudieron legitimar su residencia en el estado.

Para finales de 1827, Cumplido puso a prueba sus dotes de político; esta vez la suerte no lo favoreció. El 30 de diciembre, el teniente coro-nel Manuel Montaño se pronunció contra las autoridades federales a través de un plan que llevaría su nombre: el Plan de Montaño.

Detrás del teniente coronel estaban los conservadores, y el hecho quedaría constatado cuando el líder de éstos, el vicepresidente Ni-colás Bravo, tomó el mando del pronunciamiento. Para enfrentar a Bravo, el ministro Pedraza mandó llamar a un hombre de igual glo-ria y talento, Vicente Guerrero, quien dispuso de mayores y mejores fuerzas para cumplir la misión asignada.

Temiendo que este nuevo “sismo” revolucionario tuviera su corres-pondiente réplica en Jalisco, Cumplido tomó sus providencias; en

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esta ocasión el vicegobernador no supo escuchar a la prudencia y prefirió guiarse haciéndole caso a la desconfianza y al miedo, basán-dose en sospechas infundadas y poco sustentadas. Mandó aprehender al coronel Juan de la Peña y del Río, y a los tenientes Manuel Campa y Guillermo Maruri, quienes fueron recluidos en el presidio de la isla de Mezcala. La detención y encarcelamiento de Peña fue un acto im-prudente que le costó caro a Cumplido. El licenciado Ignacio Verga-ra, abogado enérgico y talentoso, acusó al vicegobernador de haber actuado sin una orden girada por un juez y sin las debidas pruebas que demostraran la complicidad con los montañistas.

El principal adversario político del vicegobernador era José Ignacio Cañedo. Los moderados, la facción liberal a la que pertenecía Cañe-do, eran mayoría en el Congreso local. En la sesión del 22 de septiem-bre, el Congreso nombró a José Justo Corro para que sustituyera a Cumplido.

Los liberales moderados también triunfaron en las elecciones presi-denciales. Su candidato, el ex ministro de Guerra, Gómez Pedraza, obtuvo 11 de los 18 votos de la legislatura; uno de éstos, fue precisa-mente de Jalisco. Por su parte. Anastasio Bustamante fue designado vicepresidente (Arrangoiz, 1999: 347).

De haberse respetado su triunfo, Pedraza hubiera asumido su cargo el 1 de abril de 1929; no fue así. El grupo opositor, la facción de los liberales que postuló a Vicente Guerrero, no supo asumir la derrota de su candidato e inició revuelta bajo el Plan de la Acordada. El pro-nunciamiento cobró la suficiente fuerza y obligó a Pedraza a dejar la capital (Arrangoiz, 1999: 347). El Congreso de la Unión declaró presidente al general Vicente Guerrero y vicepresidente a Anastasio Bustamante.

En Jalisco, las recién electas autoridades, también del partido mode-rado, tendrán un destino similar. Igual que Pedraza, Cañedo fue des-tituido por el hombre al que venció en la contienda electoral, Cumpli-

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do; a diferencia del presidente electo, Cañedo contó con el suficiente apoyo para reponerse y reasumir la gubernatura a los pocos meses. Pronto pediría licencia para separarse de su cargo, según refiere Pé-rez Verdía, a raíz de los dispositivos hacendarios que introdujo. Sería suplido por José Ignacio Herrera, el vicegobernador, desde el 7 de febrero de 1830.

El gobierno de Herrera entraría en crisis por la negación a publicar un decreto expedido por el Congreso federal que declaraba nulas las elecciones para diputados, realizadas en los departamentos de Gua-dalajara y Sayula. Valiéndose del cabildo tapatío, Cumplido fraguó la destitución de Herrera, apoyándose en el presidente municipal, Ramos Navarro, quien le exigió al gobernador interino la publica-ción de dicho decreto, criticando además varias de sus disposiciones.Con ayuda de Zenón Fernández, comandante militar del Estado, Na-varro destituyó a los titulares del Gobierno de Jalisco, el 8 de marzo de 1830. Durante la semana que ejerció el cargo de gobernador, del 8 al 15 de marzo, disolvió también la Legislatura y creó, en su lugar, una Junta Auxiliar. La junta asumiría las funciones del Congreso lo-cal y avaló legalmente el regreso de Cumplido al poder.

Cumplido asumió el cargo el 16 de marzo. Seguramente intranquili-zado por su situación política y las condiciones de su regreso, buscó legitimar su autoridad desvirtuando los resultados de las elecciones que perdió. Esta jugada política no le garantizaría a Cumplido la gubernatura y él lo sabía. Actuando con prudencia, como el hábil político que era, el 12 de julio, a unos pocos meses de entrar en fun-ciones, dejó el mando, anticipándose a sus enemigos que no tardarían en acusarlo de la ilegítima destitución de Cañedo.

En enero de 1833, la firma de los Convenios de Zavaleta marcó el fin de la presidencia de Anastasio Bustamante. Manuel Gómez Pedraza lo sustituyó en el cargo. En Jalisco también hubo cambios de au-toridades. José Ignacio Herrera asumió la gubernatura de manera interina en espera de convocar elecciones. Las votaciones favorecie-

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ron a Pedro Támez como gobernador y a Juan N. Cumplido como vicegobernador. Por aquellas fechas, la fama y prestigio del general Antonio López de Santa Anna iban en ascenso.

El general le profesaba un odio añejo a Pedraza y no tardó en levan-tar su espada contra él. Jalisco cerró filas con el presidente e incluso formó una coalición con otros estados para enfrentar al caudillo. En el interior del estado reinaban las tensiones y el riesgo de insurrección estaba latente a raíz de que el Congreso local había aprobado una serie de leyes reformistas que atentaban contra los intereses de la Iglesia. En Lagos, el padre Zermeño tomó las armas contra el gobier-no. Alarmado por este primer brote de insurrección, Támez intentó convencer a los diputados de derogar las leyes reformistas; no aten-dieron su petición. Incapaz de gobernar con un Congreso tan radical (o jacobino), renunció a la gubernatura.

La renuncia fue aceptada y el 16 de junio de 1835, Francisco Cortés fungió por una hora como gobernador interino, hasta la llegada de Santiago Guzmán, quien desempeña el cargo de secretario de gobier-no. Al final, Cumplido quedó de nueva cuenta al frente del Estado, tras realizar el debido juramento, el 22 de junio de 1833 (Pérez Ver-día, 1952: 346).

Cumplido heredó el problema del padre insurrecto Zermeño. Los se-guidores del sacerdote avanzaban de Lagos con rumbo a Zapotlane-jo. Las autoridades enviaron a Justo Corro y a Mariano Hermoso a negociar la paz; fracasaron y los insurrectos continuaron su marcha hasta la capital tapatía. El 4 de julio, en un punto localizado entre El Rosario y San Pedro, tuvo lugar el enfrentamiento. A los primeros tiros de las fuerzas cívicas, comandadas por José M. Mallado, los ata-cantes se dispersaron.

Esta victoria militar fue opacada de inmediato por el rompimiento de la coalición anti-santanista organizada por Jalisco, al invadir las tropas del caudillo el Estado de Querétaro. Santa Anna asumía la

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presidencia, hecho que marcaría la salida de Cumplido. Una división al mando del general santanista, Luis Cortázar, se apostó en Lagos; desde ese poblado, Cortázar le envió un comunicado al Congreso local exhortando a sus integrantes a reconocer a Santa Anna. Antes de considerar la petición, el Congreso demandaba la salida del ejército santanista del territorio de jalisciense. Cortázar respondió ocupando, a los pocos días, la capital y destituyendo a las autoridades locales. Al frente del gobierno quedó, el 12 de agosto de 1834, José Antonio Romero (Pérez Verdía, 1952: 351).

Santa Anna no acabó con la carrera política de Cumplido; éste per-dió protagonismo y por cinco años estuvo completamente fuera de la escena política. Jamás volvió a estar al frente de la gubernatura. El historiador Ramiro Villaseñor y Villaseñor afirma que Cumplido siguió desempeñando varios cargos públicos, principalmente legisla-tivos, hasta su muerte (Villaseñor, 1981: 48).

La fecha de su fallecimiento resulta incierta, según consideraciones de Juan B. Iguíñiz (citado por Villaseñor en obra Los Primeros Fede-ralistas de Jalisco 1821-1834), ésta ocurrió el 30 de agosto de 1851; aunque al parecer existe una nómina del Congreso de 1852, donde Cumplido aparece como senador junto a Crispiniano del Castillo (1981: 48).

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LICENCIADO RAMÓN IGNACIO PRISCILIANO SÁNCHEZ PADILLA

—1825-1826—

Prisciliano Sánchez nació el 4 de enero de 1783, en Ahuacatlán, pue-blo de la Nueva Galicia. Fueron sus padres Juan María Sánchez de Arocha y Mariana Lorenza Padilla, ambos vecinos del referido pobla-do. El matrimonio Sánchez no poseía grandes riquezas; gracias a su trabajo y honradez gozaba de ciertas comodidades.

Sus padres murieron cuando él apenas entraba a la juventud. Con el socorro de sus pocos parientes y amigos continuó de manera au-todidacta sus estudios. No estaba en condiciones de pagar escuela o maestro, mas poseía la capacidad para aprender por cuenta propia, siendo de su interés las obras literarias y el latín.

Deseaba seguir la carrera eclesiástica; para realizar este anhelo viajó a Guadalajara en 1804, y pide ser examinado para ingresar al Se-minario Conciliar. No tenía forma de certificar la preparación y los

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conocimientos que aseguraba poseer para ser admitido, de este pre-dicamento salió adelante anteponiendo la firmeza de su carácter y decisión. Al ser cuestionado sobre dónde había estudiado o quién lo preparó, contestó que él no había tenido maestro alguno, “que se sirviesen examinarlo para que se cerciorasen de su aptitud” (Pérez Verdía, 1981: 107).

El rector del Seminario Tridentino, el señor Cordón, le dio a Priscilia-no Sánchez la oportunidad de testificar aptitudes y conocimientos; lo hizo examinar por los doctores Sánchez Rea y Jiménez de Castro junto con el presbítero Vázquez Ibáñez. Aprobó el examen e ingresó al seminario; al tiempo entró en calidad de novicio al convento de San Francisco; lo suyo, definitivamente, no era la penitencia, el claustro y la oración. Su vida religiosa quedó resumida a dos meses y 18 días; continúa sus estudios hasta obtener el grado de bachiller en Leyes, el 17 de agosto de 1810. El cierre del seminario puso un alto en su preparación. Emigró a Compostela, donde fue empleado como de-pendiente por Fernando Hijar.

Un trabajo modesto y una condición económica precaria no fueron impedimentos para que Sánchez diera arranque a su vida pública. En Compostela desempeñó varios cargos: “Fue alcalde, regidor, síndico y director de correos” (Pérez Verdía, 1981: 108). En estos puestos tuvo, al parecer, un buen desempeño, de tal suerte que su integridad, dotes como administrador y patriota se conocieron en los alrededores.

Simpatizó con la Independencia de México y dejó asentado su sentir en más de una carta; varias de ellas cayeron en poder del gobernador y ge-neral español José de la Cruz, quien ofreció a los insurgentes y afectos a la Independencia el indulto; sus amigos y coterráneos intentaron per-suadir a Sánchez para que se acogiera al perdón del gobernador, mas su temple y convicción lo llevaron a responder que no encontraba nada en aquella correspondencia, declaración o comentario, que demandara la indulgencia o perdón de las autoridades. Sentía su conciencia limpia. La historia siguió su marcha y Sánchez, al igual que sus contemporá-

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neos, fue testigo de la gran e importante transformación que sufría la nación mexicana que, el 27 de septiembre de 1821, lograba su Inde-pendencia después de la firma de los Tratados de Córdoba.

En una época en la que la mayoría de los políticos abandonaban su partido o grupo y abjuraban de sus ideas o convicciones ante el en-canto y carisma de los caudillos (caudillos como el propio Iturbide, Anastasio Bustamante, Nicolás Bravo y Antonio López de Santa Anna), a Sánchez, al parecer, no lo impresionaban estos militares mesiánicos, por grandes que fueran sus méritos y gloria; él prefería mantenerse fiel a las ideas.

Y así lo demostró, no asistiendo a la sesión del Congreso celebrada en la madrugada del 18 de mayo de 1822. En las calles de la capital, una multitud, convocada por un oficial de baja graduación, de nombre Pío Marcha, ovacionaba a Iturbide y demandaba su entronización.

Ajeno a las pasiones políticas ligadas a la exaltación de figuras prota-gónicas, Sánchez ponía su esmero en asuntos más formales de índole Legislativo. Como diputado realizó una febril labor que rayó en la originalidad temeraria y el idealismo. El 29 de julio de 1822, propone ante sus compañeros del Congreso una ley, por él redactada, a la que intitula “Nada vamos a arriesgar en esta experiencia”.

En el planteamiento de su propuesta, explicitaba lo que, a su en-tender, eran la causas recurrentes que imposibilitaban una recauda-ción eficiente: si las aportaciones tributarias, o pago de impuestos, afrontaban la evasión o renuencia de parte de los contribuyentes se debía a una razón bastante sencilla de comprender. Sánchez lo explicó en los siguientes términos: si los contribuyentes son reacios a pagar sus impuestos se debe a “la gravosa desproporción en exigir las contribuciones, al abuso antiguo en administrarlas y al muy es-caso fruto que han experimentado en su aplicación” (Pérez Verdía, 1981: 113).

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La reforma resultaba demasiado innovadora para un México que apenas salía de su etapa colonial y no superaba aún muchos rezagos y vicios del anterior sistema; el cobro por el derecho de introducir mercancías (las famosas alcabalas) fue y siguió siendo, durante mu-chas décadas, el principal impuesto. La propuesta de Sánchez de sus-tituirlo por la contribución directa sobre el valor de fincas, capitales, sueldos, pensiones, etc., tendría que esperar hasta la promulgación de la Constitución de 1857 para reaparecer, ya no como iniciativa sino como artículo: el artículo 124 de la Constitución federal.

El Congreso interrumpió labores; los enemigos del Imperio multipli-caron su número y crecieron en fuerza. El pronunciamiento, cono-cido como el Plan de Casa Mata, unificó a grupos y hombres de las más distintas filiaciones políticas bajo una meta común: derrocar a Iturbide. Antiguos compañeros de armas del Emperador y muchos de sus favorecidos secundaron el pronunciamiento; entre ellos estaba el propio Pedro Celestino Negrete.

Temeroso de encontrarse rodeado de enemigos, Iturbide tomó medi-das represivas y encarceló a muchos de sus colaboradores. El propio Sánchez permaneció encerrado durante la revuelta hasta la caída del Emperador.

En esta coyuntura histórica, Sánchez desplegó sus mejores atributos como jurista e ideólogo. Haciendo uso de las facultades que su cargo de diputado le confería, presentó un documento ante la nación, el Pacto Federal de Anáhuac, cuya tónica era hacer una expresa y clara defensa de un sistema o forma de gobierno verdaderamente repre-sentativo, garante del orden y la legalidad, y moderado en el uso del poder, que entendiese que la razón de todo mando político no es ti-ranizar, sino servir al sostenimiento de las instituciones sobre las que descansa la unidad, la paz y bien común.

El modelo de república que mejor cumplimiento daba a estos ideales o metas era el federal, apuntó Sánchez y en su Pacto Federal de Aná-

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huac, se propuso mostrar a sus connacionales los principios o bases sobre los que deberían construir el Federalismo mexicano y les seña-laba, para animarlos en esta tarea, las ventajas y bienes que dicho modelo político acarrearía.

En este documento, que salió a la luz el 28 de julio de 1823, se asentó además que la edificación del Federalismo requería de manos nuevas, de almas abiertas y libres de los viejos prejuicios. Es decir, compro-metiendo a los hombres de las recientes generaciones que destacaban por sus virtudes, talentos y preparación; hombres nuevos, desintere-sados, ilustrados y patriotas que serían el “germen” de la clase políti-ca capaz de construir y sustentar la federación; entendida ésta como el ámbito donde los estados gozarían de libertad y soberanía, a la vez que se mantenían unidos bajo un pacto político, reconociendo ser parte de un cuerpo nacional e integrador llamado México.

En el Pacto Federal, Sánchez hace una abierta declaración de princi-pios que están en sintonía y forman parte de la tradición federalista que, desde siempre, ha mostrado y defendido Jalisco. Podemos decir, por tanto, que el Federalismo como ideal, local y nacional, del pueblo de Jalisco alcanzó en el Pacto Federal su mejor y más trascendente expresión. No en vano aún perdura como referencia histórica junto a la memoria de su autor. Prisciliano Sánchez, hombre visionario e idealista, que mantuvo una disciplina de abnegación y desinterés en una época en la que el común de los líderes y caudillos no dudaban en sacrificar a la nación en aras de su gloria y fortuna personal.

Sánchez, mejor que nadie, nos describe al final de su manifiesto fe-deralista los resortes o motivaciones que animaron su actuar como político:

Mis indicaciones llevan consigo el carácter de la imparcialidad y el sello del desinterés. No os puede ser sospechoso de ambición un sim-ple ciudadano que por la desconfianza que tiene de sí mismo jamás ha figurado en público, sino cuando su provincia lo arrancó del seno

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de su familia donde vivía contento en un ángulo remoto de la Nueva Galicia. De muy poco he servido en la asamblea política legislativa; pero tengo la satisfacción de haberme puesto siempre de lado de la libertad, a que genialmente propendo. Alma patria: ¡sé feliz por los siglos indefinidos! que yo no aspiro a otra cosa que a verte bien cons-tituida puesta en el goce de tus más preciosos derechos. Vean esto mis ojos y ciérrense para siempre. (Pérez Verdía, 1981: 116).

El 31 de enero de 1824 es promulgada la primera Constitución de Mé-xico; Sánchez coronó su primera etapa como figura pública, firmando este histórico documento que, en buena medida, plasmó muchos de sus ideales y convicciones políticas. Ese mismo año es electo diputa-do, ahora de la primera legislatura de Jalisco. Aceptó con gusto su nuevo cargo demostrando así que no le importaba dejar la escena na-cional, con todas las ventajas y proyección que ésta ofrecía; su amor por México no lo distanciaba de Jalisco, su tierra, a la que siguió ligado de por vida y a la que sirvió hasta el último de sus días.

A mediados de 1824, Prisciliano Sánchez regresó a Jalisco a ocupar su nuevo cargo. Desempeñarse como diputado local no le fue difícil, por el contrario, su participación en el Congreso constituyente le dotó de una experiencia que complementó con sus talentos. Sus compañeros lo nombraron presidente del Congreso local; el cargo conllevaba una especial responsabilidad en ese momento, pues la Diputación tenía la misión de dotar al Estado de su primera Constitución.

En este encargo, al igual que en el anterior, sus aportaciones fueron invaluables en la redacción de las leyes que conformaron la Carta Magna de Jalisco. La promulgación tuvo lugar el 18 de noviembre de 1824. Como afirma Pérez Verdía, Sánchez supo ganarse el honor de estampar su firma en los códigos que rigieron, respectivamente, a México y a Jalisco (Pérez Verdía, 1981: 119).

¿Estaba orgulloso de aquel documento que ayudó a redactar y pro-mulgar? Suponemos que sí, por la defensa que hizo de él cuando reci-

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bió sus primeras desacreditaciones. Un artículo en especial incomodó al gobierno eclesiástico de la diócesis: el 7°, a la letra, estipulaba que el culto sería sufragado con dinero del erario. La jerarquía católica tapatía interpretó la disposición como un atentado contra la libertad y disciplina de la Iglesia; implicaba subordinarla al Estado y darle a éste derechos y atribuciones en materia religiosa que no eran de su competencia.

Sánchez publicó un artículo que tituló “Hereje la tapatía porque no fía”, en el que hizo una defensa ingeniosa, en lenguaje sencillo y acce-sible, del polémico artículo, el cual jamás entró en vigencia, pues las partes en disputa, clero y autoridades civiles, llegaron a un acuerdo que les ahorró fricciones y desencuentros.

Fue aquel un año de elecciones; los poderes en Jalisco iban a ser re-novados y el electorado le dio su voto a Sánchez. El Congreso local convocó a elecciones para el 29 de octubre de 1824 en la que se elegi-rían gobernador, vicegobernador y diputados. Rafael Dávila se pre-sentó como el candidato de los centralistas, tuvo como contrincante, abanderando por los federalistas, a Prisciliano Sánchez. La elección terminó en empate. Al Congreso del Estado le correspondió la deci-sión. En una segunda vuelta, Sánchez obtuvo la ventaja al ser los diputados de su partido la mayoría y con nueve votos contra seis de Dávila obtuvo el triunfo.

Como todo buen liberal, Sánchez no estaba dispuesto a esperar que el pueblo por sí solo mudara costumbres y hábitos, es decir, que pau-latinamente fuera aceptando las nuevas instituciones; la reforma del Estado era una prioridad que requería energía y prontitud. En el transcurso de su primer año de gobierno expidió un documento al que llamó: “Cartilla instructiva sobre el modo de hacer las elecciones populares con arreglo a la Constitución del Estado”.

Los derechos políticos ya estaban garantizados en la Constitución, ahora se necesitaban lineamientos o reglas para ejecutarlos confor-

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me a lo indicado por la Ley Suprema del Estado. La Cartilla ins-tructiva tenía ese propósito: el especificar cómo debían realizarse las elecciones a nivel municipal; el documento no comprendía única-mente detalles técnicos; su autor, como lo hemos venido señalando, era un idealista que no separaba las cuestiones morales de las po-líticas, por eso indicaba además: “los requisitos de honradez, apti-tud y patriotismo que debían buscarse en los candidatos...” (Pérez Verdía, 1981: 121).

En el caso del bandidaje y de los pronunciamientos militares, a cual-quier gobierno de la época, dígase conservador o liberal, le resultaba más fácil y sobre todo menos costoso en vidas y recursos prevenir estos problemas que combatirlos.

Sánchez era partidario de esta idea, tan lo fue que mandó publicar, el 2 de abril de 1824, un decreto expedido por el Congreso local relati-vo a la prohibición de portar armas de “puñal, tranchete, malacate, mojarra, navaja, pistolas, lo mismo que otro instrumento corto que sea capaz de herir”3.

El ideal o sueño de hombres como Sánchez era consolidar una socie-dad sin militares; el ejército, y en especial los generales y oficiales, por lo común servían a los acaudalados o en el peor de los casos le hipotecaban su lealtad al déspota o dictador en turno.

Por aquella época, el ejército conservaba mucho de su lustre y tra-dición colonial; bajo la apreciación de reformistas como Sánchez, el ejército era una institución que, al igual que la Iglesia, representaba un obstáculo que necesitaban quitar o al menos adecuar para que no impidiera el crecimiento y fortalecimiento del sistema republicano federal. A los ciudadanos, y no al ejército, les competía, por obvias razones, defender la República. El gobernador Sánchez así lo enten-

3 AHJ. Cedulario. Tomo 4 Foja 50 43/1825 Núm. 12 1825, abril, 28.

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dió y mandó crear la milicia cívica o guardia nacional.

Estaba decidido a que la reforma afectara todos los rubros del go-bierno y de la administración, purgándolos o liberándolos de todo resabio del pasado, fuera institución o costumbre.

En el caso de la recaudación de impuestos, Sánchez, desde que fue diputado, propuso acabar con las alcabalas y tenía sus razones. Esta forma de tributación, tan colonial, consistía en el pago obligatorio por ingresar mercancías a las poblaciones; aunque funcionó durante varios siglos, presentaba fallas entre las que estaban el entorpecer el flujo comercial, fomentar el contrabando y para colmo las alcabalas resultaban difíciles de cobrar, pues se requería de vigilancia constan-te y excesiva para hacer efectiva su recaudación.

Como gobernador, Sánchez no quiso saber más de alcabalas y mandó publicar una nueva ley de hacienda para que el Estado las sustituye-ra por la contribución directa; es decir, por el cobro impositivo sobre bienes y capitales.

A pesar de esta importante reforma, el gobernador, como lo señala Pérez Verdía, no pudo resistir ciertos impulsos nacionalistas contra-rios al espíritu liberal y progresista que lo animaban a él y a sus com-pañeros de partido. Creyó, por ejemplo, que una manera eficaz de fomentar el desarrollo industrial local era cerrar las puertas comer-ciales del estado a las mercancías extranjeras; medida proteccionista no menos perniciosa para el comercio que las recién abolidas alcaba-las. Además, mantuvo el estanco del tabaco que tanto retribuía en ingresos a las arcas públicas.

No soportaba el gobernador, como ya lo mencionamos, la sumisión de Jalisco a los poderes e intereses del centro; de igual forma anhe-laba también que en el interior del estado las municipalidades y los cantones tuvieran cada vez más soberanía respecto a la capital; sobe-ranía que conllevaría la responsabilidad de administrar sus recursos

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y afrontar, en la medida de lo posible y deseable, sus problemas y necesidades.

Organizó la territorialidad jalisciense en ocho cantones, divididos en direcciones políticas y éstas en municipios:

(...) los cantones fueron Guadalajara que tenía veinticinco ayunta-mientos; Lagos que contaba con nueve; La Barca con diecisiete; Sa-yula con veintinueve; Etzatlán tenía trece; Tepic dieciocho y Colotlán que tenía diez; componiéndose en el estado de ciento treinta cuatro municipalidades (Pérez Verdía, 1981: 125).

Mandó publicar el 1 de diciembre de 1825 una instrucción que les in-dicaba a las autoridades municipales sobre las formalidades a seguir en la presentación de cuentas durante el mes de febrero de cada año; siguiendo lo marcado por el artículo 120 del reglamento instructivo de gobierno. A Sánchez le interesaba que los municipios no sólo rin-dieran cuentas claras ante el Gobierno del Estado, sino que también tuvieran orden y disciplina en su administración interna para que pudieran cumplir mejor con sus responsabilidades; por ello les envió, además, formularios que ilustraban a los responsables de los cabildos cómo organizar sus ordenanzas y reglamentos de policía, y los refe-rentes a la administración municipal.

Otra deuda por saldarse era la educativa. Existían pocas instituciones de enseñanza básica, las cuales trabajaban con programas atrasados y poco eficientes. Los centros educativos de instrucción superior no pasa-ban de tres: el seminario, el Colegio Real de San Juan y la Universidad.

Superar el rezago educativo de la entidad requería de esfuerzos e ini-ciativas innovadoras; el analfabetismo y la ignorancia en general per-petuaban el atraso y le impedían a los individuos y a la sociedad pro-gresar. Sánchez comenzó esta tarea presentando ante el Congreso local una propuesta de ley sobre instrucción pública. Conocieron los diputa-dos el documento el 14 de enero de 1826. Sin problema lo aprobaron y

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el 29 de marzo de ese mismo año fue promulgado a través del decreto 39. Pérez Verdía resume sus contenidos de la siguiente manera:

En él se dividió la enseñanza en cuatro clases: la primaria, que debía darse en las escuelas municipales; la secundaria que comprendía los ramos de dibujo y la geometría práctica, y debía darse en la cabece-ra de departamento; la tercera clase que abrazaba las matemáticas puras, que se enseñarían en las ciudades cabeceras de cantón y por último la profesional, exclusiva del Instituto del Estado… (Pérez Verdía, 1981: 127)

El Instituto del Estado todavía era un proyecto; ya fundado serviría para remplazar a la vieja Universidad, la cual había sido clausurada, junto con el Colegio de San Juan, por Prisciliano Sánchez con la ve-nia del Congreso, el 18 de enero de 1826 4.

En el Instituto, los estudiantes cursarían las materias y carreras que antes se impartían en la universidad; a diferencia de ésta, no sería controlado por el clero, permitiendo dar una preparación de corte progresista a los estudiantes, como tanto lo anhelaba el grupo refor-mista. Este último culpaba a la Iglesia del rezago educativo y desea-ba sacar de las aulas a los clérigos; aunque no necesariamente renega-ban de la instrucción religiosa, como fue el caso de Sánchez.

A unos meses de la inauguración del Instituto, murió su promotor y auspiciador; el honor de inaugurarlo le correspondió a su sucesor, a Juan N. Cumplido.

Reforzar la educación superior, no fue la única meta en materia edu-cativa del gobierno de Sánchez; como lo contemplaba la nueva ley sobre instrucción pública, otra prioridad era multiplicar el número de escuelas o, como a la letra especificaba, se trabajaría para que cada

4 AHJ. Cedulario. Tomo 4 Foja 58 51/ 1826 Núm. 23 1826, enero, 18.

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pueblo tuviera su escuela y en la creación de bibliotecas públicas.

Antes que gobernador, Sánchez fue diputado, más que político era jurista. Dio prueba de lo anterior al preocuparse porque la legisla-tura tuviera un lugar digno para sesionar, mandó construir un salón para la Diputación local en la que fue la iglesia de la Compañía de Jesús. Para embellecer el edificio le encargó al arquitecto José María Gutiérrez le diseñara un pórtico; el arquitecto, por cierto, había sido nombrado catedrático del aún no inaugurado Instituto.

Al gobernador no le bastó darle al Estado leyes justas; le preocupó, en igual medida, que éstas pudieran ser aplicadas conforme a los cá-nones de la civilidad y la igualdad. Por eso mandó promulgar una ley penal, por medio de la cual el Estado adoptaba el sistema de jurados, quedando establecido en Jalisco, desde 1826, el Tribunal del pueblo para los delitos merecedores de pena corporal.

La propia sanción o condena del delincuente debía estar orientada a su toma de conciencia y readaptación, y no tanto a la reparación o castigo de la falta cometida. El tiempo de confinamiento carcelario atendería no al escarmiento, sino a la rehabilitación del reo, procu-rando infundirle buenos hábitos, moralizándolo e instruyéndolo en algún oficio o destreza, todo en un ambiente de higiene y respeto a su integridad.

Estos eran los razonamientos y deseos de Sánchez respecto al sistema penitenciario y a las cárceles del estado. No pudo ver cristalizados sus ideales, sus escasos dos años de gobierno no le alcanzaron. Pero An-tonio Escobedo, quien sería, como lo afirma Verdía, el cuarto gober-nador constitucional de Jalisco, él sí sacó adelante la edificación de una penitenciaría muy cercana al modelo visualizado por Sánchez, cuya primera piedra fue colocada el 24 de mayo de 1845, por el propio mandatario.

El gobernador fue partidario de una reforma o replanteamiento de

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las relaciones entre el Estado y la Iglesia. La ley que regularía las re-laciones entre ambas instituciones debería adecuarse o apegarse a las necesidades de los tiempos y a los dictados del espíritu reformista que inspiraba a las naciones que aspiraban a la modernidad y el progreso (naciones como los Estados Unidos o la arquetípica Francia).

La Iglesia estaba empecinada en conservar sus privilegios y en libe-rarse de la tutela del Estado. El último, por su parte, tiraba hacia el lado contrario: deseaba tener una inferencia directa en los asuntos eclesiásticos por considerarlos de orden e interés público. La polémica entre la Iglesia y el Estado estalló el 6 de marzo de 1826, a raíz de la expedición del Decreto número 30.

El decreto le otorgaba al gobernador la antigua función de ejercer la exclusividad en la provisión de beneficios eclesiásticos. En otras palabras, el precepto le concedía la facultad de prohibirles a los clé-rigos administrar sacramentos en determinado lugar, si su conducta violentaba las leyes o fomentaban el desacato de éstas y de las auto-ridades.

Como era de esperarse, los mandos eclesiásticos desaprobaron el de-creto. El gobernador de la mitra, José Miguel Gordoa, le entregó a Sánchez una exposición o documento que objetaba la disposición; le solicitó, además, que lo mostrara al Congreso. El gobernador hizo llegar a los diputados aquel reclamo junto con una refutación escrita por él. El tono que utilizó Sánchez en su refutación al jefe de la mitra fue, ante todo, respetuoso, o como dice Verdía:

Modelo de controversia es esa pieza del gran Prisciliano Sánchez, pues con una loable moderación, sin herir la susceptibilidad de nadie, sino por el contrario elogiando la conducta del clero y tratando me-recidamente al representante del cabildo, daba allí mismo respuesta a todos sus argumentos y resolvía todas las dificultades... (Pérez Ver-día, 1981: 141

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Las reformas que pretendió Sánchez en materia religiosa aparecieron con demasiada anticipación; para que pudieran ser implementadas faltaban varias décadas y acontecimientos tan relevantes como la Re-volución de Ayutla, la Constitución de 1857 y la Guerra de Reforma; mientras tanto, la oposición decidida del clero jalisciense bastó para dar al traste con la ley o con otra de las disposiciones de Sánchez refe-rentes a prohibir, por razones de salubridad, la inhumación de cadá-veres en iglesias, contemplando la creación de cementerios públicos.

Los problemas de salud de la entidad eran de consideración. El go-bierno de Sánchez no los desatendió. A finales del siglo XVIII, Jalis-co (entonces Intendencia de Guadalajara) padeció los embates de la hambruna y las pandemias. El obispo fray Antonio Alcalde hizo la-bor socorriendo a enfermos y hambrientos. Durante la segunda déca-da del XIX, nuevamente la entidad fue asolada por una epidemia: el sarampión. El gobernador Sánchez enfrentó este mal con un espíritu tan caritativo y filantrópico equiparable al del “fraile de la calavera”:

(...) publicó una proclama excitando a los jaliscienses a la caridad, instaló una junta de socorros y contribuyó de su propio peculio para aumentar el número de camas en el hospital y favorecer de todos mo-dos a los menesterosos y enfermos. (Pérez Verdía, 1981: 143)

El combate al sarampión fue exitoso. Gracias a las disposiciones del gobernador Sánchez, 605 niños de Guadalajara recibieron la vacuna. Su interés por la salud pública era genuino. Lo evidenció cuando ante el rumor de que la vacuna administrada estaba defectuosa, no dudó en mandarla analizar, quedando demostrado lo contrario.

Mejoró también los servicios hospitalarios. Aplicando una política de salud pública, que para su tiempo era bastante emprendedora, el gobernador procuró que en la cabecera de cada cantón existieran hospitales. En este mismo tenor, canalizó recursos para mejorar el de Belén. Le destinó al nosocomio 8 mil 500 pesos para reparaciones; mandó rehabilitar algunas de sus piezas y estableció un departamen-

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to dedicado a la atención de los niños vacunados. Además, introdujo el agua en el edificio y destinó mil 835 pesos en la adquisición de 670 piezas de ropa.

El gobernador Sánchez no concluyó su período. Una infección, oca-sionada por un padrastro en un dedo de la mano derecha, le degeneró en un cáncer que se extendió por su brazo y le contaminó la sangre. Su agonía duró 24 días, durante los cuales, hasta el 27 de diciembre de 1825, no desatendió sus obligaciones como jefe del Estado. Sabien-do lo grave de su padecimiento arregló sus asuntos y asentó ante el escribano Tomás de Sandi sus últimas disposiciones:

(...) mandó que hiciese su entierro en el cementerio de Belén al pie de un frondoso guamúchil y sin pompa alguna; y el día 30 de di-ciembre de 1826 a las ocho y media noche entregó su alma a Dios muriendo con los sacramentos de la religión católica que sincera-mente y sin afectación profesaba. (Pérez Verdía, 1981: 147)

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CORONEL JOSÉ MARÍA ECHAURI —1826-1827

El 30 de diciembre de 1826, Prisciliano Sánchez, entonces gobernador de Jalisco, falleció víctima de una infección; le faltaban poco más de dos años para terminar su período gubernamental. Si bien, la muerte del funcionario fue repentina, no tomó por sorpresa a sus colegas, pues con un día de antelación el jefe de Policía del Primer Cantón de Jalisco, Francisco Duque, dio a conocer un decreto del Congreso del Estado, relativo al nombramiento del sucesor de Sánchez. El señalado era nada menos que el senador José María Echauri, un rico propietario de gran-des extensiones en el Cuarto Cantón con sede en Sayula. Echauri ocupó el cargo de gobernador interino menos de veinte días; tiempo que tardó el vicegobernador, Juan N. Cumplido, en presentarse a tomar posesión del cargo como lo indicaba la Ley. Para el 17 de enero de 1827, la Co-misión Permanente del Congreso de Jalisco comunicó el nombramien-to de Cumplido como gobernador del Estado. Al igual que Echauri, Cumplido sólo ocuparía el cargo temporalmente. El 23 de septiembre de 1828, el Congreso designó como gobernador interino a José Justo Corro; quien a su vez dejó el cargo el 18 de febrero de 1829, concluyéndose así el primer período constitucional del original mandato de Sánchez.

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LICENCIADO JOSÉ JUSTO CORRO SILVA —1828-1829; 1837—

Nació en Guadalajara en 1794. Estudió en el Seminario Conciliar de esta ciudad y en 1814 cursó Filosofía. Posteriormente ingresó a la Es-cuela de Derecho, obteniendo el título de abogado el 31 de enero de 1821. Fue diputado al Congreso Constituyente en 1824 y secretario del mismo en 1825. Ese año es electo senador y más tarde gobernador interino; este último cargo lo ocupó del 24 de septiembre de 1828 al 28 de febrero de 1829. Durante el período gubernamental de José Ignacio Cañedo volverá a ser secretario de gobierno el 8 de enero de 1830.

Retirado por un momento de las actividades políticas, se dedicó a ejercer su profesión como abogado. Es llamado inesperadamente a México para hacerse cargo de la Secretaría de Justicia y Negocios Eclesiásticos del 18 de mayo de 1835 al 26 de febrero de 1836, en el gabinete del presidente interino Manuel Barragán.

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El domingo 21 de febrero de 1836, después de un largo paseo por el bosque de Chapultepec, el general Barragán se sintió indispuesto y no pudo asistir a un suntuoso banquete que Manuel Barrera había preparado en su honor. La indisposición resultó el preludio de una enfermedad que lo afectó de tal forma que se vio imposibilitado para cumplir con sus obligaciones presidenciales.

Seis días después, el sábado 27, el Congreso General solicitó una sesión extraordinaria para las nueve de la mañana. En ella, el secretario de Relaciones expuso lo obvio: dada la enfermedad del general Barragán y su posible muerte (ningún médico había logrado curarlo) era necesa-rio buscar un sucesor que pudiera ocupar su cargo o sustituirlo en caso de necesidad. Después de un ligero debate sobre el modo pertinente para proceder a la elección, acordaron los miembros que se hiciera por cédulas. El resultado fue claro: 51 a favor de José Justo Corro, en-tonces Ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos; 18 para Nicolás Bravo; 12 para el general Parres, y uno para Mangino.

De inmediato se acordó que en esa misma sesión el recién elegido presidente interino se presentara a prestar el juramento establecido, y así se hizo. A la media hora del comunicado, las tropas ya habían formado una valla en los corredores del Palacio, sin tocar cajas ni clarines para no molestar al enfermo, y el señor Corro se presentó en la Cámara a prestar el juramento de ley.

Cabe aclarar que el repentino triunfo de Justo Corro, para suceder al general Barragán, no tenía otro fin que evitar una crisis política mayor. Dada la poca influencia y liderazgo de Corro, su designación obedeció al deseo de las Cámaras de alejar de la presidencia de la Re-pública a cualquier personaje que de algún modo pudiera crear difi-cultades o influir en la discusión del nuevo código político en momen-tos en que era planteado el cambio del Federalismo al centralismo. Nadie mejor para este propósito que Corro; hombre que, al parecer, no contaba con ninguna iniciativa propia, y tan nuevo en la vida pú-blica nacional que carecía de amigos y enemigos políticos.

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No sería sino hasta el 2 de marzo de 1836 cuando el licenciado Corro tome debida posesión del cargo, esperando a Santa Anna, esta vez ausente por la guerra de Texas, a quien la elección del nuevo sucesor de Barragán le tuvo sin cuidado, limitándose a contestar de entera-do. El nuevo presidente organizó pronto su ministerio: José María Ortiz Monasterio en el Despacho de Relaciones y Joaquín Iturbide en el de Justicia, José María Tornel en el de Guerra, y Rafael Man-gino en el de Hacienda.

Aparte de las lógicas envidias por los demás aspirantes al cargo, la ad-ministración de José Justo Corro comenzaría con grandes problemas: las fuerzas mexicanas que luchaban contra los separatistas texanos por excesiva confianza de sus jefes, y la poca disciplina de sus subor-dinados, aunado a un equivocado plan de batalla fueron sorprendi-das y derrotadas en San Jacinto; el general Santa Anna, intentando incorporarse a los vencidos cayó en manos de sus perseguidores y fue hecho prisionero por el general Samuel Houston. Este par de reveses le cambiaron por completo el panorama a las armas nacionales.

El general Vicente Filisola, segundo al mando, se puso al frente del desorganizado ejército expedicionario; desmoralizado por las derro-tas y la captura de Santa Anna, decide replegar sus tropas hacia la derecha del río Colorado, movimiento que muchos calificaron de poco conveniente. Su posterior juicio habría de librarlo de culpas; Texas logró su independencia.

Corro tuvo que enfrentar también las sublevaciones que la instaura-ción del centralismo detonó. A mediados de 1836, se dieron insurrec-ciones contra el Gobierno en Guadalajara, Oaxaca, Ozumba, Hua-juapan y Guanajuato; ninguna significó un verdadero peligro para el régimen centralista.

La economía mexicana también presentaba problemas. La circulación de monedas de cobre, los tlacos de centavo y medio, y las cuartillas de tres centavos, disgustó y amotinó a cierta parte de la población.

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A pesar de los reveses militares, la pérdida de territorio y la crisis monetaria, la administración de Justo Corro logró mantenerse a flote para concretar el cambio de modelo político, de federal a centralista, a través de la expedición de las llamadas Siete Leyes, que sustituye-ron a la Constitución de 1824.

Después de convocar a nuevas elecciones, el licenciado Corro entregó el poder al general Anastasio Bustamante y regresó a Guadalajara, donde volvió a desempeñar otros cargos públicos: gobernador interi-no del 1 de noviembre al 30 de diciembre de 1837 y, en 1839, diputado presidente del Congreso del Estado. Se retiró definitivamente de la política tras la instauración del Imperio. José Justo Corro falleció el 18 de diciembre de 1864 en su natal Guadalajara.

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LICENCIADO JOSÉ IGNACIO DE LOS REYES CAÑEDO Y ARRÓNIZ

—1829-1830, 1831-1833—

José Ignacio Cañedo nació el 6 de enero de 1795, hijo de José Ignacio Cañedo y Zamorano y Juana Arróniz. De cuna privilegiada, el futuro parecía serle promisorio al nuevo miembro de la dinastía: por derecho de sangre heredaría un mayorazgo situado en el valle de Ameca y con él una de las mayores fortunas del estado. Su padre, hombre compro-metido con la causa independentista de Hidalgo, lo llevó consigo a la Batalla del Puente de Calderón, donde la causa insurgente sufrió, a manos del general Félix María Calleja, una de sus más dolorosas y significativas derrotas.

El hundimiento del “Padre de la Patria” trajo aparejado para los Cañedo represalias y desgracias; de la noche a la mañana pasaron de la opulen-cia a la pobreza. Cañedo tuvo que sobrellevar la pena de ver a su padre encarcelado por las autoridades virreinales, acusado de insurrección. Los bienes de la familia fueron incautados por el gobierno de José de la Cruz.

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De heredero de un mayorazgo, Cañedo pasó a la condición de apren-diz de talabartero; y lo hizo no de mala gana, sino animado por el propósito de ayudar con los gastos de su hogar. Tras quedar huérfa-no, se hizo cargo de él su abuela materna, Juana María Híjar.

Como lo demostró, él no requería de cuidados ni de tutelas. Las fincas y bienes rústicos que el gobierno le embargó a su familia se encon-traban casi en ruinas. Para levantarlos no disponía más que de cinco mil pesos que heredó. Con suma pericia y visión de los negocios hizo rendir aquel modesto capital. Cultivó las tierras y crió ganado; cose-chó con abundancia y sus animales fueron prolijos; en sus establos se llegaron a contar hasta 16 mil reses.

Para ser más que un simple hombre adinerado se compró un cargo público, práctica muy común en su tiempo. El cargo conllevaba un ostentoso título que le daba lustre y notoriedad social: alférez real de la ciudad de Guadalajara.

El título le pertenecía, originalmente, a José María Castañeda Medi-na. Cañedo se lo compró literalmente por una suma considerable: 440 pesos. El titulo le salió un tanto caro a Cañedo considerando el poco tiempo que lo pudo ostentar, pues con la Independencia de México su codiciado papel quedó sin validez alguna.

El frustrado alférez gozó de otros cargos más republicanos: fue coro-nel de plana mayor, quedando al frente de una de las muchas mili-cias que secundaron el Plan de Iguala. Posteriormente, lo eligen para formar parte del primer Congreso Constituyente nacional, que inició trabajos el 3 de julio de 1821.

Eran los años en los que el “Libertador”, Agustín de Iturbide, subió al trono de México. Cañedo tenía vocación de cortesano y la mejor prueba fue su elección, de parte de la Asamblea Constituyente, para acompañar a la señora Ana María Huerta, a la ceremonia donde su esposo fue coronado emperador. Durante el corto período que reinó

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Iturbide, aventajó los trámites para ser nombrado marqués de Es-tanvega y vizconde de Cañedo; antes de que pudiera colgar su escudo en su hacienda del Cabezón, el Imperio ya había pasado a mejor vida.

Estos no fueron los mejores años de Cañedo, pues no sólo no pudo concretar su deseo de ser un “noble señor”, tampoco logró formar una familia. Por aquellas fechas, se casó con la joven Bibiana Valdi-vielso, hija de José María Echevers Valdivielso Vidal de Lorca, mar-qués de San Miguel de Aguayo y Santa Olaya. La joven esposa, a sus 23 años, murió, el 18 de abril de 1823, dando a luz a su primer hijo, Ignacio Eustaquio.

Después de sus aventuras como cortesano iturbidista, Cañedo estaba de regreso en la vida política de Jalisco, y para su infortunio, sin otro título que el de viudo; los jaliscienses, a través de sus representantes populares, supieron consolarlo dándole un lugar en el primer Congre-so Constituyente; en éste ocupó el cargo de secretario. El Congreso inició secesiones el 18 septiembre de 1823.

Al año siguiente, Cañedo contrajo matrimonio por segunda ocasión; esta vez con Juana N. de Iruela, sobrina del coronel Celso de Iruela. El matrimonio no procreó ningún hijo.

Por andar metido en asuntos y líos políticos, el ahora senador de Ja-lisco, había descuidado su heredad. Poniendo en la balanza las prio-ridades, renunció a su nuevo cargo. Le comunicó al Congreso su de-cisión y dio como razones la necesidad de atenderse una enfermedad de la vista, que venía padeciendo de tiempo atrás, y el apremio de rescatar su hacienda de la ruina. El 21 de febrero de 1825, la asam-blea despachó favorablemente su solicitud.

Los menesteres y faenas de la hacienda no lo pudieron retener mu-cho tiempo; más que la tierra y los asuntos del campo, lo suyo era la política: dos años después de su retiro voluntario, estaba de vuelta ocupando una curul en el Congreso del Estado. El Congreso abrió

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sesiones el primero de febrero de 1827, Cañedo lo presidió desde en-tonces y hasta septiembre de ese año y del siguiente.

Cuando ocupaba tan importante cargo, la asamblea votó la contro-versial ley de expulsión de los españoles. Tras la muerte del Prisci-liano Sánchez, Juan N. Cumplido, vicegobernador, tomó las riendas del Estado. Cumplido, junto con el diputado Pedro Támez, impulsó el decretó que condenó al destierro a todos súbditos españoles hasta que su patria no reconociera la Independencia de México. En los de-bates entablados, en el seno de la Cámara, para discutir la ley, Cañedo salió en su defensa y junto con Támez, y otros diputados, logró su aprobación y posterior promulgación el 3 de septiembre de 1827.

Entre los adversarios políticos de Cañedo, el que más figuraba era el propio vicegobernador, Cumplido, candidato y carta fuerte de los li-berales exaltados o radicales. Entre estos dos liberales y contendien-tes a la gubernatura se gestó un antagonismo del que se destilaran futuros enfrentamientos e intrigas políticas.

El grupo de Cañedo dio el primer golpe. Maquinaron la destitución del vicegobernador y la consiguieron. En las elecciones locales, la man-cuerna formada por Cañedo y José Ignacio Herrera se impuso a la del partido exaltado que postuló al desprestigiado Cumplido y a Esteban Aréchiga, para gobernador y vicegobernador, respectivamente.

El nuevo gobernador tomó posesión, junto con Herrera que asumía el puesto de vicegobernador, el 1 de marzo de 1829. Mientras tanto, en la capital de México empezaban a rodar cabezas. Las luchas facciosas entre liberales moderados y exaltados, y de éstos contra los conservadores o centralistas se recrudecían. El primer presidente de la República, Gua-dalupe Victoria se despedía de su cargo en medio del motín que estalló en la Acordada, el 30 de noviembre de 1827. La insurrección le impidió a su sucesor, Manuel Gómez Pedraza, electo gracias al voto de la mayoría de los estados (incluido Jalisco), asumir el cargo y tuvo además que huir. El Congreso declaró presidente al general Vicente Guerrero y vice-

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presidente al general Anastasio Bustamante. Estos dos generales al poco tiempo estarán enfrascados en una disputa política que dividirá al país. Cañedo y Cumplido pasarán por un trance parecido, en el ámbito local.

El gobernador no olvidó el favor recibido de Corro. Su primera elec-ción para el importante cargo de secretario del despacho fue José Antonio Romero, político eficiente, aunque de ideas conservadoras; después le otorgó el cargo a Corro, el hombre que le entregó la admi-nistración y cuya integridad, más que su talento, lo hacían una per-sona de fiar. No obstante, el más cercano colaborador de Cañedo fue Herrera. Cuando el 15 de mayo de 1829, obtiene una licencia para ir a la capital, Herrera tomó su lugar y se lo cuidó hasta su regreso, el 10 de julio del mismo año. Esto lo hará en más de una ocasión posterior-mente. ¿Cómo fue la administración de Cañedo? Sobre este punto, el historiador Santoscoy nos comenta que el gobernador hizo todo lo posible por reactivar la economía de su estado, tarea nada fácil en tiempos de pronunciamientos y revueltas, además, se preocupó por mejorar las condiciones de sanidad pública:

... se declararon libres de derechos fiscales los cultivos de añil, el arroz y el algodón; se previno la construcción de cementerios en ciudades, villas y pueblos; se denominó “de Moreno” a Lagos y de “Torres” a Zacoalco... se mandó extender el perímetro del cementerio de San Miguel de Belén, en Guadalajara, y se prosiguió en el interior del templo de Santo Tomás... la construcción del soberbio salón de la Legislatura. (Santoscoy, 1984: 421)

La noche del 27 de noviembre de 1829, en San Felipe, estalló un pro-nunciamiento a favor del sistema centralista, secundado por 300 hom-bres del primer batallón de las milicias cívicas. Encabezaban a los milicianos dos capitanes, cuyos apellidos eran Patiño y Cambero. El motivo aparente de su levantamiento fue el reclamo de salarios caídos. Cañedo fue avisado de ello por el teniente coronel Pérez Vallejo.

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Los sublevados no pudieron sostener su alzamiento ni siquiera unas pocas horas; le remitieron un documento a Cañedo, el cual no era más que una copia del Plan de Campeche al que pretendían sumarse. Los cabecillas se entrevistaron con Parres y después, todos juntos, se dirigieron al cuartel de la caballería cívica, donde continuaron las negociaciones en presencia del gobernador.

Como condición para deponer las armas, Cambero y Patiño solicita-ron que se respetaran sus vidas; ni el gobernador ni Parres estaban facultados para hacer ese tipo de concesiones. Las negociaciones fra-casaron; al final, los pocos pronunciados que persistieron enviaron un documento, firmado por tres oficiales, en el que, además de disculpar-se, suplicaban ser tratados con deferencia y comprensión. A las seis de la mañana los insurrectos se dispersaron.

La rebelión de Patiño y Cambero era la primera llamada de un le-vantamiento de mayor importancia, encabezado por oficiales de más alto rango.

Los enemigos del gobierno (en especial del federal) aguardaban el momento indicado. Y éste llegó con el pronunciamiento del general Bustamante. Desde la vicepresidencia, el general desconoció al ti-tular del Ejecutivo, Vicente Guerrero, uno de los pocos héroes de la Independencia aún con vida. Proclamó el Plan de Jalapa secundado por la División de Reserva y formó un nuevo gobierno, de corte cen-tralista, con la ayuda de Lucas Alamán, el hombre de quien tomó ideas y directrices que orientaron su actuar político.

El “sismo” político y militar desatado por Bustamante tuvo su répli-ca en Jalisco. El 21 de diciembre de 1829, el coronel Mariano Pare-des Arrillaga, jefe de las armas federales, informó de madrugada al gobernador que las fuerzas apostadas en los edificios de San Felipe y colegio de San Juan seguían al coronel Celso Iruela en su pronun-ciamiento a favor del Plan de Jalapa y que a él, en lo personal, lo invitaban a unirse.

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Ocultando su adhesión al Plan de Jalapa, Paredes simuló estar con la federación. Informó de la situación a la legislatura y dispuso la defensa de la ciudad; cuando se le ordenó batirse contra los pronun-ciados antepuso una serie de evasivas y pretextos poco convincentes. Al negarse a combatir sólo por ahorrarle a la ciudad destrucción y penas, Paredes hacía explícito su contubernio con el coronel Iruela.

Los pronunciados se mantuvieron en una actitud defensiva; las fuer-zas de Paredes, por su parte, no los hostilizaron. A los ocho días, la guarnición de la Ciudad de México cerraba filas con Bustamante y el presidente Vicente Guerrero huía de la capital rumbo al sur. Ante el inminente triunfo de los partidarios del centralista y conservador Bustamante, el Congreso local no vio más opción que reconocer el Plan de Jalapa y lo hizo de forma oficial el 30 de diciembre.

Cañedo se encontraba en su Hacienda El Cabezón, desde el 16 de enero de 1830, disfrutando de una licencia para atender sus enferme-dades y negocios. El vicegobernador Herrera quedó al frente de la administración.

En el Congreso, instalado en el año de 1828, se tomó protesta a todos los nuevos miembros de la Cámara, al gobernador, al vicegoberna-dor e invalidó las elecciones de diputados de Guadalajara, Zapopan y Sayula, reconociendo como representantes de estos distritos a tres personas distintas a las elegidas por los votantes. El Congreso federal desaprobó las invalidaciones y exigió su derogación. Herrera se negó a promulgar la disposición; su negativa desató una controversia que los enemigos de Cañedo supieron capitalizar.

Cumplido movió sus piezas. En el cabildo civil de Guadalajara conta-ba con bastantes seguidores; de ellos dispuso para realizar una opor-tuna y hábil jugada política. Los ediles tapatíos, a través de su jefe político, Ramón Navarro, buscaron el apoyo del jefe de armas fede-ral, Zenón Fernández, para quedarse con el poder y publicar la con-trovertida disposición. Fernández esperó a recibir órdenes del centro.

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Al final le dio su apoyo a Navarro. El plan para derrocar al gobierno de Cañedo estaba funcionando.

El vicegobernador no soportó la presión, presentó a los diputados su renuncia y éstos nombraron gobernador a José M. Híjar. Igual que su antecesor, éste fue incapaz de mantenerse en el cargo; sin mayor pro-blema, Navarro le arrebató la autoridad y casi por encargo la entregó a Cumplido. Para darle toda la formalidad al cambio de gobernador, Navarro creó una Junta auxiliar que sustituyó al Congreso local, la cual se abrogó las atribuciones de la legislatura e hizo el nuevo nom-bramiento.

Los integrantes de la Junta, interpretando a su conveniencia la ley, declararon nulas las elecciones de gobernador, vicegobernador y de diputados argumentando que la asamblea que nombró a Cañedo y a Herrera estaba conformada por 18 diputados; restando los tres in-validados, quedaban 15; número que no constituía mayoría en un Congreso de 30 representantes.

Bajo esta intrincada e ingeniosa maniobra legal, los enemigos de Ca-ñedo declararon nula la elección de los funcionarios en turno y vali-daron la de los anteriores: Sánchez (gobernador) y Cumplido (vicego-bernador); este último, por obvias razones, reclamó la gubernatura y la asumió el 20 mayo de 1830.

A pesar de todo, no quería Cumplido ser señalado de usurpador, ries-go que corría si la opinión pública lo llegaba a vincular con la intriga orquestada por el cabildo tapatío; pensando en su futuro político, es decir, en su prestigio, se retiró oportunamente del poder. Esto ocurrió el 12 de julio; 17 días después Cañedo y Herrera eran reinstalados en sus cargos, quedando así restablecido el orden constitucional.

Pasado el susto y restablecido el orden, Cañedo le solicitó al Con-greso, 6 de octubre, que lo declarara imposibilitado, por razones de salud, para continuar al frente del Estado. Esto equivalía a pedir una

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licencia por tiempo indefinido. Con cierta tardanza, los diputados le expidieron, a través de un oficio del 13 y 14 del mismo mes, el permi-so que solicitó.

Herrera, el vicegobernador, fue llamado para sustituirlo, por decreto del día 25. Lo que pretendía ser una licencia por tiempo indefinido, se expidió con rapidez. El 14 de febrero de 1831, el Congreso dio por ter-minado el interinato del vicegobernador, como lo marcaba el decreto 328, y mandó llamar a Cañedo. Éste se negó a presentarse.

Cañedo tomó la decisión, la definitiva, la que meses atrás dejó en suspenso: renunció. Los diputados no la aceptaron. Lo querían en Palacio para que enfrentara el levantamiento que, a favor de Guerre-ro, habían iniciado Gordiano Guzmán y Guadalupe Montenegro. Los pronunciados se habían adueñado de Sayula, el 2 de febrero de 1831, y pretendían extender la rebelión por todo el estado.

Cañedo le advierte al presidente Bustamante que no disponía de las fuerzas suficientes para derrotar a los pronunciados. En respuesta, le manda al general Ignacio Inclán junto con mil hombres. Inclán sustituía, como comandante general, a Miguel Barragán. El gober-nador optó por sujetarse al supuesto orden constitucional. Recibió al general Inclán, pero su presencia, lejos de ayudar, sólo dividió más al estado.

El comandante general convirtió la ciudad de Guadalajara en un ver-dadero cuartel y sometió a sus habitantes a la ley marcial; de los poblados aledaños confiscó dinero, semillas y caballos. A estos des-plantes autoritarios se sumó su cuestionable conducta personal, la cual distaba mucho de ser ejemplar. La prensa no tardó en recrimi-narle su proceder público y su actuar privado. Por falta de garantías y libertad, el gobierno de Cañedo decidió trasladar los poderes del Estado, de Guadalajara a Lagos, en donde quedaron instalados el 4 de diciembre de 1831.

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Ahora, para Cañedo, el problema no era sofocar la insurrección de Sayula, sino sacar del estado a Inclán. Para esto pidió ayuda a los estados de Zacatecas, México, Guanajuato, Michoacán, Veracruz, Durango y San Luis Potosí. Por fortuna no la requirió. A Inclán se le ordenó dejar Jalisco y entregar la comandancia al general Cirilo Ana-ya. Con la llegada de éste a Guadalajara, el 28 de diciembre, Cañedo y su gobierno pudieron retornar también.

Buscando acabar con la revolución, Bustamante dio oídos al consejo de su ministro Facio, y sobornó a Pucilaga, con 50 mil pesos para que le en-tregara a Guerrero, a quien mandó fusilar, el 14 de febrero de 1832. Caro pagó el presidente el matar al último de los héroes de la Independencia.

El Congreso de Jalisco pactó con el gobierno de Zacatecas para le-vantarse contra Bustamante. El plan era dotar de recursos y armas a Inclán, el ex jefe militar de Jalisco, para que se pronunciara en Lerma a favor de Manuel Gómez Pedraza, al que reconocería como presidente legítimo.

Lo anterior, ponía a Cañedo entre el cielo y el infierno, pues, a su pesar, colaboraba con el gobierno de Bustamante y a la vez solapaba la cons-piración de los diputados locales. Para salir de esta paradoja, Cañedo pidió, como de costumbre, licencia para separarse de su cargo. Ésta le fue concedida el 7 de julio de 1832. Herrera lo sustituyó interinamente.

El día 14 de julio, durante las exequias celebradas por la muerte del obispo de Guadalajara, José Miguel Gordoa, el coronel del 4º Regi-miento, José de la Cuesta, se pronunció en el cuartel de Belén a favor de Pedraza; el propio Herrera lo secundó. A regañadientes, Cañedo regresó de su licencia, antes de que expidiera, para hacerse cargo del gobierno. La Revolución avanzaba. El Congreso local podía ya mos-trarse abiertamente a favor de la caída de Bustamante.

La asamblea comisionó a los señores José M. Híjar y Urbano San-román para que organizaran, junto con los representantes de otros

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estados, una reunión en Lagos, donde se discutirían los términos bajo los cuales le harían a Pedraza el llamamiento para ocupar la presi-dencia. La reunión no se efectuó, ni Pedraza ascendió al poder. Santa Anna, sin necesidad de acuerdos ni protocolos, lo impidió al tomar las riendas de la insurrección.

Cañedo, mientras tanto, era un simple testigo de todas estas maqui-naciones políticas; en desacuerdo con las medidas y las decisiones pactadas insistió, por última vez, que lo liberaran de manera defini-tiva de su cargo; estaba cansado de los ajetreos políticos y además su salud, palabras de él, no mejoraba. En resumen estaba imposibilita-do para continuar. Por fin le aceptaron la renuncia el 19 de agosto.

En sus últimos años, Cañedo se dedicó a atender sus asuntos parti-culares; no puedo evadirse del todo de la vida política, vida que fue para él más una condena que una pasión. Fue llamado para ocupar distintos cargos públicos:

En 1840 fue nombrado por el gobierno de Jalisco, miembro de la Junta de Agricultura; el 7 de febrero de 1841 prestó juramento de ley como magistrado asociado al Tribunal de Circuito. Es diputado por Jalisco al Congreso de la Unión al año siguiente y por medio de su apoderado Manuel Matute hace legado de sus dietas al entonces Departamento de Jalisco. (Villaseñor, 1981: 35)

En tiempos en que gobernaba el partido centralista y Santa Anna era el “hombre fuerte” de México, es electo diputado a la Asamblea departamental de Jalisco. Se incorpora a ella el 14 de enero de 1846, mas al poco tiempo es disuelta a consecuencia del levantamiento po-lítico ocurrido el 20 de mayo del año siguiente.

Estos fueron los últimos meses del segundo gobernador constitucio-nal del Estado: el 2 de diciembre, cuando estaba por cumplir 53 años, muere tras una vida de eventualidades y retos.

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JOSÉ IGNACIO HERRERA —1830; 1830-1831; 1832—

En el Estado de Jalisco, los liberales, moderados y radicales, se pre-paraban para unas turbulentas elecciones locales. Juan N. Cumplido y José Ignacio Cañedo, respectivamente, aspiraban a la gubernatura. Tras muchas peripecias, el Congreso declaró triunfantes a los mode-rados, y José Ignacio Herrera es electo vicegobernador en 1829.

Desde de ese momento, la vida política de Herrera quedó expuesta a un vaivén constante marcado por la lucha de intereses de las fuer-zas políticas prevalecientes en México. Cañedo pidió licencia para separarse del cargo y Herrera lo suplió desde el 7 de febrero de 1830. A los pocos días, el 11 de febrero, el Congreso Federal publicó un decreto invalidando las pasadas elecciones. Herrera tomó la deci-sión más pertinente: declaró ilegal el decreto federal y se negó a promulgarlo.

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Tras la constante presión de las fuerzas políticas locales y nacionales, Herrera no tuvo otra salida que renunciar a su cargo el 4 de marzo. Juan N. Cumplido fue designado gobernador y entró en funciones el 16. Herrera se limitó a retomar su puesto de diputado presidente.

El Congreso general analizó la crisis política en Jalisco y declaró legí-timas las elecciones de gobernador y vicegobernador. En estas condi-ciones, Cañedo volvió a hacerse cargo de la administración del Esta-do, junto con Herrera, el 29 de julio de 1830.

El 25 de octubre de ese año, Cañedo se separa nuevamente de su pues-to “por cuestiones de salud” y, como lo estipulaba la ley, Herrera lo suplió (Muriá, 1981: 463).

A inicios de 1831, le tocó sortear una nueva crisis, el gobierno estatal fracasó en su intento de reorganizar el monopolio tabacalero y el go-bernador interino propuso una solución radical: rematar el estanco a los empresarios tabacaleros.

Otro foco rojo prendió en el sur de Jalisco con las sublevaciones aus-piciadas por Gordiano Guzmán a favor de Vicente Guerrero, que lle-varon al general Ignacio Inclán, encargado de someterlas, a movi-lizar tropas y confiscar productos más allá de lo tolerable para la población.

Para fortuna de Herrera, el Congreso local obligó a Cañedo a regresar a su puesto, desde el 14 de febrero de 1831, para encarar las crisis polí-ticas y económicas que agobiaban al estado (Pérez Verdía, 1952: 329).

Cañedo finalmente renunció a la gubernatura el 19 de agosto de 1832. Herrera, como de costumbre, cubrió los seis meses restantes de su conflictiva administración (Muriá, 1981: 464).

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CAPITÁN RAMÓN NAVARRO LÓPEZ DE HEREDIA—1830—

Durante la guerra de Independencia (de 1816 a 1821), Ramón Na-varro López de Heredia forma parte de los Fieles Realistas, con el grado de sargento. Fue este un cuerpo de milicia creado en la Villa de Tepatitlán, para repeler cualquier ataque insurgente. El 14 de mayo de 1821 alcanzó el grado de capitán, a las órdenes del realista Manuel Andrade. Después de la consumación de la Independencia, Ramón Navarro será uno de los muchos oficiales realistas que hará carrera política. Alcanzó importantes cargos públicos que le dieron cierta no-toriedad e influencia en ese ámbito. Partidario de Juan N. Cumplido, lo apoyó en su disputa y lucha en contra de Cañedo.

En el expediente de las contiendas políticas que escenificaron estos dos destacados liberales jaliscienses, destaca un episodio que tuvo lugar el 7 de septiembre de 1828, cuando el Congreso de Jalisco declaró nulas las elecciones de diputados de Guadalajara, Zapopan

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y Sayula, reconociendo como representantes de estos distritos a personas no elegidas por los votantes. El Congreso de la Unión de-claró inconstitucional la anulación y expidió un decreto ratifican-do las elecciones. La orden de publicar el documento fue dada; no cumplida. La Legislatura y el entonces gobernador, José Ignacio Herrera, eterno sustituto de José Ignacio Cañedo, se negaron a pu-blicarlo al considerar que por el tiempo transcurrido era ya ilegal y extemporáneo.

Se le recordó al gobernador Herrera su responsabilidad, y obligación de publicar todas y cada una de las leyes y disposiciones del Congreso de la Unión, a más tardar al tercer día de haberlas recibido.

Juan N. Cumplido vio en esta negativa una buena oportunidad para poner en predicamento a la administración de Herrera. En su pro-pósito, Cumplido se valió del Ayuntamiento de Guadalajara como instrumento de su intriga política.

El entonces alcalde tapatío, Ramón Navarro, exigió primero la pu-blicación del decreto en conflicto; y poco a poco, fue oponiéndose a otras disposiciones de Herrera: principalmente al Decreto 380 que establecía una junta para enjuiciar a los delincuentes, vagos y demás. La gota que derramó el vaso fue el pronunciamiento de Manuel Gar-cía Vargas, un coronel de caballería de Tepic, que le demostró a un considerable sector de la población la incapacidad de Herrera para gobernar el Estado.

Con la intención de asumir la completa autoridad y publicar la ley, el alcalde pidió auxilio al jefe de armas federal, Zenón Fernández; éste se negó y respondió que actuaría hasta recibir órdenes del ministerio. En un intento de defenderse del constante asedio de Navarro, He-rrera disuelve el Ayuntamiento. Las órdenes llegan finalmente y el general Fernández se pone a disposición del alcalde tapatío. Herrera no tiene otra salida y renuncia el 4 de marzo.

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Con la ayuda de Zenón Fernández, y en ausencia de Herrera, Ra-món Navarro se apoderó del Gobierno de Jalisco cuatro días des-pués de la renuncia del vicegobernador, el 8 de marzo de 1830. Su primera acción de gobierno fue publicar el aparente motivo de la disputa: el decreto del 11 de febrero. Navarro no se contentó con esta acción, durante la semana que ejerció el cargo de gobernador, del 8 al 15 de marzo, disolvió la Legislatura local y creó una Junta auxiliar para suplir al Congreso. Además, logró que dicha junta declarara ilegal la elección de José Ignacio Cañedo y José Igna-cio Herrera como gobernador y vicegobernador, respectivamente (Muriá, 1981: 462).

Juan N. Cumplido fue designado gobernador por la junta y para el 16 de marzo tomó el mando provisional del Estado.

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MÉDICO PEDRO TÁMEZ JURADO —1833-1834, 1841—

Hasta el momento se desconoce la fecha exacta de su nacimiento. Fue nativo de Guadalajara e hijo de Pedro Támez y Bernal. En 1816 estudió Filosofía; fue alumno de José Domingo Cumplido hermano de Juan N. Cumplido, político y en su momento gobernador, además de compañero de partido e ideas de Támez.

Damos por sentado que, años después, el discípulo de Cumplido se desentendió de la “madre de las ciencias” y prefirió el arte de galeno: la Medicina, carrera que, sin duda, cursó y concluyó, pues en dicha profesión alcanzó cierto reconocimiento y fama de honrado.

Fue diputado local en el tiempo en que murió Prisciliano Sánchez, y Juan N. Cumplido ocupó la gubernatura de Jalisco, en su calidad de vicegobernador. En aquellas fechas, una alarma nacional exaltó las fobias y los viejos odios a España y a sus hijos. El 19 de enero de

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1927, el padre dieguino, Joaquín Arenas, fue acusado de conspirar a favor del restablecimiento del dominio español.

El plan maquinado por el padre contemplaba restituirle a Fernando VII su soberanía sobre México y devolverle a la religión católica toda su pureza. Para lograr lo anterior, los obispos y cabildos mexicanos nombrarían una regencia que aguardaría la decisión del soberano, los extranjeros que se hubiesen manifestado por la Independencia serían expulsados del país y los antiguos funcionarios coloniales serían res-tituidos en sus puestos y grados.

La conspiración del padre Arenas estaba muy lejos de ser un verda-dero peligro para la soberanía nacional; más allá de las exageracio-nes de los liberales mexicanos, en la realidad eran muy remotas sus posibilidades de éxito, pues de inicio, los conspiradores no tenían el patrocinio de España, ni contaban con el suficiente apoyo popular o con el respaldo de algún sector importante del ejército:

Aquel plan absurdo y antipatriótico contaba con algunos iniciados y por medios indecorosos e ilícitos el Gobierno logró comprobarlo, for-mándoles un proceso que conmovió a todo el país, porque los yorki-nos exageraron apasionadamente tanto la importancia del proyecto, como los peligros que corría la Independencia. Tras largos procedi-mientos fueron fusilados el 1 de junio el P. Arenas y en diversos días el General Arana, Martínez y Segura (Pérez Verdía, 1952: 317).

Desde la Cámara local, Támez fue una de las muchas voces alar-mistas que vio en la conspiración del padre Arenas un foco rojo que advertía sobre el inminente peligro de una reconquista. La amenaza estaría latente si no se obligaba a España a reconocer la Indepen-dencia de México; y aun así quedaría por liquidarse el problema de los españoles residentes en México, cuya lealtad se presumía con su país y, por ende, había que tomarlos por partidarios naturales del dominio español.

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En la sesión del Congreso de Jalisco, del 18 de agosto de 1827, Támez presentó una iniciativa de ley arriesgada y polémica que pronto deto-nó toda una tormenta política que desbordó el ámbito local. Támez proponía la expulsión de todos los españoles del territorio jalisciense en un plazo no mayor de 20 días, con la posibilidad de regresar cuan-do España reconociera la Independencia de México.

Defendió su iniciativa en la tribuna, se presentó en ella como uno de los oradores que estaban a favor y le tomarían la estafeta el propio Cañedo, Pacheco Leal y Castillo Portugal. Los oradores en contra fueron los diputados Sanromán y Hermosillo, quienes, esgrimiendo argumentos menos apasionados o prejuiciosos, apelaron a las propias leyes para descalificar la iniciativa y señalarla de anticonstitucional, pues el decreto de expulsión violaba garantías y derechos que la pro-pia Carta Magna, sin hacer distinción entre mexicano o español, le garantizaba a todos los individuos; derechos inalienables como el de la libertad, igualdad, propiedad y seguridad. Otro argumento pre-sentado fue que el propio Plan de Colonización para el Estado de Ja-lisco, aprobado por el Congreso local el 15 de enero de 1825, promovía la emigración de extranjeros, sin reparar en su nacionalidad, dada la escasa población (Olveda, 1972: 78).

Támez logró que su iniciativa fuera aprobada, el 3 de septiembre de 1827, gracias al voto mayoritario de sus compañeros de bancada. Era predecible que la ley recién aprobada tuviera repercusiones naciona-les; así lo anticipó Juan José de los Monteros, oficial mayor, encarga-do del despacho de relaciones exteriores; quien turnó la polémica ley a la Cámara de Diputados, el 14 de septiembre, para su estudio.

La ley que tanto promovía Támez tuvo de inmediato un defensor en las Cámaras federales. Su coterráneo y senador, Valentín Gómez Fa-rías no dudó en prohijar la iniciativa. Junto con el también senador, José María Alpuche, Farías debatió con Espinosa de los Monteros, quien sostenía que la referida ley transgredía el orden público. Des-pués de un interminable tren de discursos y artículos periodísticos,

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los liberales jaliscienses, en particular Támez y Farías, consiguieron que una iniciativa local, tan controversial como la expulsión de los españoles, se elevara al rango de ley federal. El 20 de diciembre de 1827, el Congreso general aprobaba la ley de expulsión.

Al final, la ley no fue aplicada en todo su rigor y hubo un sinfín de excepciones que le permitieron a la mayoría de los españoles evitar el destierro y conservar sus bienes. Esto significó, en cierta medida, un revés para la causa liberal; sin embargo, al partido centralista o conservador el panorama no le sonreía. El 23 de diciembre tuvo lugar la Convención de Zavaleta que ponía fin al gobierno de Anastasio Bustamante. Regresaba al poder el anterior presidente Manuel Gó-mez Pedraza, por corto tiempo, el necesario para que concluyera su administración iniciada en 1829.

Transcurridos tres meses, Gómez Pedraza dejó la silla a Antonio López de Santa Anna, el 1 de abril. Gómez Farías le cuidó el cargo 45 días; éste sería de ahora en adelante su trabajo recurrente: ser el presidente sustituto durante los permisos y ausencias de Santa Anna. Al caudillo le interesaba el poder por el poder; a Gómez Farías hacer germinar en el seno del estado los ideales liberales. Esta combinación de intereses y aspiraciones, entre individualistas y facciosas, desquiciaron el orden político y llevaron de nuevo a la nación a la guerra civil.

Antes de que surgieran las primeras discrepancias entre el veracruza-no y el jalisciense, los reacomodos políticos y la coyuntura histórica que abrieron, favorecieron a Támez y, con él, a todos los liberales. Tras la Convención de Zavaleta, se convocó a elecciones generales y hubo una renovación de poderes, tanto federales como locales. El Congreso de Jalisco estrenó diputados y el Poder Ejecutivo fue asu-mido por el defensor de la ley de expulsión, quien asumió la guberna-tura el 1 de marzo de 1833.

El 17 de abril, el gobernador Támez mandó expedir una ley que de-claraba que los españoles, residentes fuera del país, no podrían poseer

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bienes raíces en el estado. Las prohibiciones se radicalizaron y se hi-cieron extensivas a los residentes, quienes quedaron impedidos para administrar, o adquirir, cualquier tipo de predio que tuviese más de diez dependientes. Coronaron estas medidas un último decreto, ex-pedido por el Congreso local, que ordenaba la expulsión de todos los españoles que hubiesen regresado a Jalisco después de 1828.

Al clero también le tocó su parte y con la misma prontitud. También en el mes de abril y con el respaldo de Gómez Farías, el Congreso de Jalisco dispuso la aplicación de la Ley Orgánica de Hacienda que contemplaba una serie de medidas perjudiciales para las riquezas de la Iglesia; por ejemplo, la ley contemplaba una mayor contribución o pago de impuestos, de parte del clero, por la posesión de bienes o el cobro de rentas. Además, se gravarían las herencias recibidas por sacerdotes con tasas proporcionales al monto recibido.

Ambas medidas tenían sus grados de impopularidad, y más las que atentaban contra el patrimonio del clero; el propio cabildo eclesiás-tico de Guadalajara increpó al Congreso local por su proceder, califi-cándolo como propio de países incultos.

A pesar de todo, Támez y el grupo liberal jalisciense se mantuvieron firmes y continuaron su proyecto de reforma. Otras acciones de ad-ministración, menos controversiales e igual de importantes y signifi-cativas, fueron las encaminadas a mejorar el incipiente sistema edu-cativo del estado: se abrieron escuelas primarias en los pueblos y con ellas otras de carácter dominical para la enseñanza de los adultos. Un novedoso plan de estudios dio cabida a la apertura de un nuevo liceo y el Instituto del Estado, creado por Prisciliano Sánchez, para sustituir a la Universidad de Guadalajara, se vio también favorecido al serle aumentadas sus cátedras.

Las corridas de toros también quedaron prohibidas; aquí cabría preguntarse, si las autoridades, inspiradas de igual forma por su credo liberal, lo hicieron por considerarlas un espectáculo bárbaro

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contrario al espíritu ilustrado, o por ser una costumbre o tradición heredada de España.

Las fuerzas opositoras al gobierno liberal, encabezado por Santa Anna y representado en todo su peso por Gómez Farías, no tardaron en responder con las armas a las medidas anticlericales orquestadas por las administraciones liberales. En Morelia, Michoacán, se pro-nunció Ignacio Escalada, el 26 de mayo de 1833, bajo el lema “Reli-gión y Fueros”. Se sumaron al Plan de Escalada, el general Durán y el coronel Unda, en Chalco.

El Gobierno de Jalisco, a través de su Congreso, reprobó la insurrec-ción y el 11 de junio emitió un decreto declarando traidores a la pa-tria a Escalada y Durán, y estableció una sanción de ocho a diez años de cárcel a quienes secundaran el pronunciamiento. Para que el asunto no quedara sólo en palabras, se dispuso la formación de una fuerza de 20 mil hombres, dispuesta para defender las instituciones federales. El edificio del Colegio Seminario fue habilitado como cuar-tel de las milicias cívicas y el Hospicio como maestranza.

Estas disposiciones eran por demás precipitadas y difíciles de llevar a cabo sin el dinero del clero que, de antemano, no estaría dispuesto a financiar un ejército cuyo fin era combatir a quienes se levantaban en defensa de la Iglesia. Además, había escasez de hombres sanos o en condiciones de servir de milicianos. Desde el mes de abril, por el oriente del estado, se había desatado una epidemia de cólera mor-bus que dejaba una estela de muertes en cada pueblo donde prendía la pandemia. Guadalajara reportó sus primeros casos por el mes de julio. El cólera causó verdaderos estragos en la ciudad; el panorama, según Pérez Verdía, era verdaderamente dantesco:

El aspecto de la ciudad era tétrico: por las calles se veían única-mente cadáveres que se llevaban a sepultar, personas afligidas que corrían en búsqueda de médicos o sacerdotes y vecinos espantados que se comunicaban las noticias de nuevas defunciones de amigos o

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conocidos. (...) Las iglesias cerradas, el mercado exhausto, las calles desiertas, las reuniones prohibidas, las familias a dieta... los vecinos saliendo de las poblaciones infectadas para ir a otras donde aún no llegaba la epidemia... Tapalpa fue el único pueblo que se escapó de la epidemia, y Tonalá y Chapala aquellos en que se mostró más benigna. (Pérez Verdía, 1952: 343).

El mismo historiador pondera la actuación del gobernador en estos momentos de crisis; afirma que Támez, siendo doctor, dio muestras de filantropía y valor asistiendo a la multitud de enfermos que iba dejando la enfermedad. Ni todos estos padecimientos lograron que los liberales jaliscienses claudicaran en su empeño de poner en pie de guerra a Jalisco ante las insurrecciones conservadoras; pues de su sofocamiento dependía la marcha de la reforma política emprendida por Gómez Farías, bajo amparo, discreto y pasivo, de Santa Anna. Hasta ese momento, el caudillo veracruzano seguía siendo el adalid de la causa liberal; su permanencia en el poder era vital para los pla-nes reformistas. Es por eso que cuando cayó prisionero de los conser-vadores se intentaron medidas desesperadas para rescatarlo.

El Congreso local le otorgó facultades extraordinarias a Támez para que dictara las medidas pertinentes para rescatar a Santa Anna. En uso de estas facultades, el gobernador ordenó a los habitantes de las cabeceras de los cantones del Estado que poseyeran fusiles o carabi-nas, los entregaran, en calidad de préstamo, a sus respectivos jefes políticos. Quienes rehusaran hacerlo tendrían que pagar una multa de 10 a 500 pesos. Con la intención de prevenir conspiraciones, las reuniones quedaron suspendidas.

Los temores ante las revueltas conservadoras y la aprehensión de San-ta Anna pusieron en jaque la administración de Támez. El Ejecutivo, en combinación con el Legislativo, agotaba los recursos, humanos y monetarios del estado a fin de salvar el proyecto liberal de nación. Apelando a la llamada Ley del Caso, aprobada por el Congreso de la Unión, las autoridades jaliscienses expulsaron del estado a casi medio

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centenar de militares, clérigos y españoles que habían regresado des-pués de haberse aplicado los decretos de expulsión de 1827 y 1829. A los sospechosos de militar o simpatizar con los conservadores, se les prohibió el ingreso a Jalisco y a los adinerados tapatíos se les aplicó un préstamo forzoso por 200 mil pesos, para gastos de guerra. Hasta se les descontó a los funcionarios, con carácter devolutivo, 12.5 por ciento de sueldo con este mismo propósito.

Seguramente Támez jamás imaginó que terminaría encabezando a un Estado en pie de guerra, cuyas ciudades y pueblos estaban con-vertidos en verdaderos campamentos militares u hospitales, y que en vez de gobernar con la Constitución terminaría haciéndolo con la ley marcial. Para fortuna del bando liberal, llegaron mejores noticias del frente de guerra: Gabriel Valencia había derrotado a Escalada en el Monte de las Cruces, el 3 de septiembre; y Santa Anna, por su cuenta, hacía lo propio con Durán y Arista, en Guanajuato, el 9 de octubre. La sublevación estaba aplastada.

A finales de año, la Diputación del Estado expidió la ley de desamor-tización de manos muertas, que les imposibilitaba a las corporacio-nes y a las personas morales (en especial al clero diocesano y a las órdenes monásticas) el poseer bienes raíces y las obligaba a venderlas en remate judicial, en un plazo de 70 días, siendo denunciables las no rematadas. El clero protestó y exigió la derogación de la disposición a través del vicario capitular.

Ningún diputado accedió o dio oídos a la petición del clero. Había otras prioridades. En efecto, las finanzas públicas estaban exhaustas por los gastos militares; los recursos se agotaban en el sostenimiento del ejército.

Así concluía su primer año como gobernador Pedro Támez: entre epi-demias, levantamientos armados y controversias con la Iglesia.

A comienzos del año 1834, ante la crisis económica que embarga-

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ba a la administración, el Congreso local decidió delegarle toda la responsabilidad de sanear las finanzas públicas a Támez. Para ello podía echar mano de las facultades extraordinarias que le habían concedido; no le autorizaban adelgazar y menos desaparecer al ejército, pues su sostenimiento, aunque gravoso, era prioridad con-siderando los peligros que aún corría la federación. Sus enemigos: conservadores, clérigos y españoles seguían siendo una amenaza real. Y como se constató más delante, los diputados jaliscienses no estaban tan errados.

En abril de 1834 se presentaron nuevos levantamientos: el día 3, en Chapala, Manuel Teodosio comenzó la insurrección, y el 5, en Guada-lajara, el batallón activo de Tepic secundó a los insurrectos. Ambos focos de rebelión fueron parcialmente apagados; los de Tepic lograron huir con dirección a Jamay. El 9 llegaban noticias a la capital tapatía de que en el rancho Los Coyotes, perteneciente a Zapotlanejo, se pre-paraba una gavilla para sumarse a los insurrectos. El 11, el coronel del Primer Regimiento de Cívicos del Estado, Juan E. Calvillo infor-maba que en Pochitlán, un fraile, “rico y fanático”, en contubernio con dos oficiales del ejército, orquestaba una ofensiva contra las au-toridades liberales; y que igual situación se presentaba en Mezcala, Ocotlán, Zapotlán, etc.

Tal parece, las insurrecciones rebasaron al gobierno de Támez; la Fe-deración poco podía hacer para socorrer a los estados ante ellas y és-tos no disponían de los medios suficientes, como en el caso de Jalisco, para mantener la paz y el orden. Ante la premura y la incapacidad de responder, el Congreso local decidió habilitar el Plan de Coalición, conocido como los Estados de Occidente, el cual agrupaba a Guana-juato, Querétaro, Jalisco, Zacatecas, San Luis Potosí y Michoacán. Estas entidades formaban una alianza en defensa de las instituciones federativas. El Congreso general y las autoridades del centro no le dieron su aval a la coalición.

Mala jugada ésta para la causa liberal y más considerando que las

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diferencias entre Santa Anna y Gómez Farías iban en aumento. En efecto, el caudillo veracruzano le ordenó al vicepresidente suprimir la Ley del Caso y ponerle fin a su proyecto de reformista. Ni Farías ni el Congreso general atendieron el ultimátum de Santa Anna; en vez de acogerse a sus órdenes, intentaron realizar una última serie de reformas antes de que regresara de su hacienda, abanderando y defendiendo ahora la causa conservadora.

Este golpe de timón en la fidelidad y ánimo de Santa Anna dejaba a los liberales sin su principal defensor y la popularidad de los gran-des reformistas, ya de por sí maltratada por el púlpito y la prensa reaccionaria, decreció aún más. Olveda comenta que a Támez se le describía como: “Un gobernador déspota y arbitrario en una hoja suelta que apareció en 1833 y que se titulaba: Gobernador y Peineta” (1972: 175).

Era de esperarse que el cambio de bandera del caudillo veracruzano tendría repercusiones en Jalisco; para empezar, era predecible una nueva escalada de insurrecciones conservadoras. Anticipándose a este escenario, el 17 de mayo de 1834, el Congreso local volvió a in-vestir al gobernador de todas las facultades necesarias para impedir cualquier levantamiento; después, le extendieron la licencia para que pudiera implementar cualquier medida en defensa de “la Indepen-dencia, la federación y la tranquilidad” (Olveda, 1972: 175).

A pesar de sus esfuerzos, no pudo el gobierno de Támez frenar el es-tallido de una insurrección que ya se venía gestando en la zona de los Altos de Jalisco. El 12 de mayo, un grupo de militares, encabezados por Juan Gallardo, proclamó el Plan de Lagos, en la localidad de ese nombre. Ese mismo día se presentó el presbítero José María Zermeño a tomar el mando de la insurrección.

Támez adoptó las medidas pertinentes: envió tropas a sofocar el le-vantamiento; la situación era más complicada de lo esperado, pues al parecer autoridades militares, eclesiásticas y civiles estaban coa-

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ligadas con la sedición. Y en efecto, el propio presidente municipal, Bernardo Torres, cerraba filas con el presbítero Zermeño y le advirtió al gobernador que detuviera el avance de sus tropas, pues el pueblo respaldaba el pronunciamiento y de continuar la incursión, termina-ría en una desgracia que mancharía a la administración de Támez.

El gobernador estaba en una verdadera encrucijada: seguir con la reforma hasta el final, a pesar de tener todo en contra, o dar un giro hacia la moderación y la prudencia, como lo exigía la situación. Pues en efecto, la insurrección de Lagos no era el mayor de sus problemas: estaba también la crisis política desencadenada por el Plan de Cuer-navaca, proclamado el 25 mayo, a la voz, ya trillada, de “Religión y Fueros”. Oportunamente, Santa Anna prohijó el plan rompiendo de manera definitiva con el Congreso y con el vicepresidente. La Di-putación local, en un dictamen expedido el 9 de julio, desconoció al presidente y le ofreció asilo al Congreso de la Unión y con él la pro-tección de las armas jaliscienses.

Suponemos que Támez, por la forma en que procedió, por fin com-prendió que la Iglesia y el Ejército eran dos enemigos a los que de momento no vencería (y menos con Santa Anna de su lado) y que por tanto era el momento de dar marcha atrás a la reforma, empezando por la ley de desamortización. Ella era, en buena medida, la detonan-te de las insurrecciones locales y la causante de la impopularidad de su gobierno. Intentó convencer a la Diputación local de lo difícil e inconveniente que resultaba aplicar dicha y ley:

Esta pretensión de Támez, provocó la exaltación de los miembros de la Legislatura, quienes se opusieron rotundamente a que se de-rogara. A raíz de esto, Támez presentó su renuncia por considerar que sería imposible ponerse de acuerdo con los diputados que a toda costa querían llevar adelante la práctica de la Reforma (Olveda, 1972: 182).

El Congreso no le aceptó la renuncia a Támez, a pesar de que tenía

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carácter de irrevocable; al final, el 16 de junio, el gobernador se de-claró impedido para seguir ejerciendo su cargo. Ante la ausencia del sucesor oficial, el vicegobernador Juan N. Cumplido, el cargo recayó, por unas horas, en Francisco Cortés Valdivia y luego éste lo depósito en Santiago Guzmán, quien lo asumió en calidad de interino. El día 22 se pudo presentar Cumplido, para asumir, como lo contemplaba la ley, el cargo que dejaba vacante Támez.

El historiador Villaseñor refiere que Támez murió en Guadalajara, en noviembre de 1846, y fue enterrado en el Panteón de Belén, en la Galería Poniente, Izquierda Arco 4, Gaveta 5/425 (Villaseñor, 1981: 141).

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FRANCISCO CORTÉS VALDIVIA —1834—

El año de 1833 terminó con la publicación de la ley de desamortiza-ción de bienes de manos muertas. El Congreso establecía con ella la prohibición absoluta a las corporaciones y personas morales a poseer bienes raíces y de paso ordenaba que todas las fincas urbanas en ma-nos de los clérigos (seculares o monásticos) se vendieran en remate judicial dentro de 60 días, siendo denunciables las que no fueran li-quidadas en ese plazo.

El impacto que dicha ley causó fue enorme: la Iglesia, principalmen-te, contaba con inmensos capitales invertidos en fincas rústicas y ur-banas; acatar la desamortización cambiaba de la noche a la mañana su situación. Numerosos intereses se opusieron a la medida. Por si esto fuera poco, la guerra civil se extendía en el país a raíz de “un atentado contra el Pacto federal” de la República. Responsabilizan-do a Santa Anna de la violación de éste, Jalisco buscó formar una

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coalición con los estados de Querétaro, Guanajuato, San Luis Potosí, Michoacán, Zacatecas y Durango en su contra.

Además, en Lagos de Moreno, el padre José María Zermeño inició un pronunciamiento local contra las leyes reformistas. El entonces gobernador de Jalisco, Pedro Támez, advirtiendo la clara oposición contra la reforma, buscó la derogación del decreto 525, el 13 de junio de 1834 (Pérez Verdía, 1952: 345). La legislatura se negó rotunda-mente a considerar la iniciativa. Támez, previendo la dificultad de trabajar con una legislatura tan jacobina, y en medio de circunstan-cias muy complicadas, dimitió de su cargo.

El 16 de junio se aceptó su renuncia y el cargo recayó, momentánea-mente, en el jefe político, Francisco Cortés Valdivia. El mandato de Cortés sólo duró un día: el 17 de junio de 1834. Al siguiente, Santiago Guzmán ocuparía la plaza.

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SANTIAGO GUZMÁN PARRA—1834—

Originario de Guadalajara, estuvo encargado de la Casa de Moneda. Resultó electo de diputado al Congreso Constituyente del Estado, en 1823, con 36 votos a su favor. Presidió las comisiones de Agricultura, Minería, Comercio y Arte, y la de Hacienda. También formó parte de la Legislatura II (febrero de 1827 a enero de 1829), en la que fue vocal de la comisión para hacer las reparaciones del edificio que se destinó al Congreso; este inmueble era la iglesia anexa a la desaparecida Uni-versidad de Guadalajara. También formó parte de la legislatura sin número de 1846 a 1847. Su vida política se divide en dos capítulos: como diputado presidente y secretario en algunos congresos del Esta-do, y encargado interino de la gubernatura de Jalisco por escasos días: del 17 al 22 de junio de 1834, cuando tras la renuncia de Pedro Támez y la sustitución de Francisco Cortés, dejó su cargo de secretario de go-bierno para presidir el Poder Ejecutivo del Estado (Villaseñor, 1981: 66). El 22 de junio, el vicegobernador Juan N. Cumplido regresó a la capital, hizo el juramento y quedó al frente del Gobierno de Jalisco.

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LICENCIADO JOSÉ ANTONIO ROMERO —1834; 1835-1836—

Nació en el Estado de Jalisco, probablemente en Ameca. Hizo sus estudios de abogado en Guadalajara. Para 1829 funge como secre-tario del gobernador José Ignacio Cañedo, habiendo desertado del partido liberal. Fue diputado del 18 de febrero de 1831 al 1 de mar-zo de 1832 del Congreso del Estado, del que fue presidente.

Con la adhesión de Jalisco, bajo acta, al Plan de Cuernavaca que reconocía a Santa Anna como presidente legítimo y defensor de la religión, el liberalismo jalisciense sufrió un golpe terrible. Bajo la presión de las bayonetas de Luis Cortázar, implicado en el plan, se orquestó un cambio de mandos en el Gobierno de Jalisco: Antonio Romero y Antonio Escobedo fueron nombrados gobernador y vi-cegobernador interinos, respectivamente, el 12 de agosto de 1834. Como nota curiosa, Pérez Verdía refiere que ese mismo día un gru-po de reaccionarios centralistas irrumpió en el recinto del Congre-

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so de Jalisco, haciendo pedazos el retrato de Prisciliano Sánchez y pretendiendo violar su sepulcro. El nuevo gobernador, temeroso de mayores desmanes, ordenó que los restos fueran rápida y se-cretamente llevados al Panteón de Belén. Cuando los amotinados lograron destruir el monumento, lo encontraron vacío: fracasando en su atroz propósito de arrojar a un muladar, como decían, el cuerpo de Sánchez.

Por ser afectos a Santa Anna, las primeras acciones de los nuevos encargados del Estado estuvieron encaminadas a justificar la impo-sición y en dar marcha atrás a la reforma liberal emprendida por Gómez Farías, Támez, Cumplido, Sánchez, entre otros prominentes federalistas. Romero aseguró, en una de sus primeras circulares, que las leyes reformistas no eran otra cosa, “sino violentas usurpaciones”. De inmediato, y sin mayor pérdida de tiempo, ordenó la derogación de los decretos 493 y 525, mismos que atentaban gravemente contra los intereses del clero.

Buena parte del quehacer como gobernador de Romero estuvo en-cauzado a derogar cualquier ley o disposición que lastimara los pri-vilegios de la Iglesia; por ejemplo, clausuró el Instituto de Ciencias y en cambio restableció la Universidad y Colegio de San Juan Bau-tista, instituciones dirigidas por el clero y en su momento supri-midas por los gobiernos liberales; inmuebles y capitales les fueron devueltos a la Iglesia.

En pocas palabras, Romero no sólo suprimió las disposiciones de la administración anterior que concernían a la Iglesia, sino que hizo una revisión detallada de todas las leyes expedidas desde la confor-mación del Estado que, de algún modo, vulneraban los intereses del clero. Como es obvio suponer, todas fueron derogadas sin titubeos. A tal grado llegó esta situación que Romero intervino, ante la entonces legislatura, para que se emitiera una ley que desconociera en Jalisco a Gómez Farías como vicepresidente de la República.

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El ambiente conservador invadió la ciudad y el nuevo Ayuntamiento, integrado por elementos conservadores, entró en funciones. El 1 de diciembre de 1834, Romero fue declarado gobernador constitucional. La línea política quedó clara desde el primer momento: represión de los inconformes y la búsqueda de convencer a los jaliscienses de que el Federalismo era el causante de todos los problemas padecidos du-rante la década pasada. El centralismo, en cambio, prometía como una mejor y más adecuada opción para la naturaleza del mexicano. La anarquía reinante sólo era el resultado de la autonomía de los estados; el cúmulo de libertades representaba el mayor impedimen-to para consolidar el Poder Ejecutivo de la nación. De tal forma, se prohibieron en el estado todas las agrupaciones de apego localista y se remitió una propuesta, el 20 de febrero de 1835, que pretendía extinguir las milicias cívicas por ser éstas una fuerza militar ajena al poder centralista.

No todo fue miel sobre hojuelas para Romero. El optimismo centra-lista no podría, por mucho que lo quisiera o lo insinuara, resolver la crisis del erario jalisciense. Instalar una nueva fórmula de gobierno no subsanó mágicamente las desigualdades sociales, los problemas económicos o los conflictos políticos del país. Las finanzas públicas del Estado colapsaban: el raquítico ingreso que captaba la Tesorería general no era suficiente; y para colmo, el gobernador no podía am-pliar el número de contribuciones gravando con impuestos el comer-cio o la propiedad, sin provocar agitación social y conflictos políticos. El gobierno de Romero afrontó timoratamente la crisis económica de su administración. El 10 de abril de 1835, exigió a los morosos el pago inmediato de la mitad de lo adeudado a la Hacienda Pública. En realidad no podía hacer más.

Para el 2 de agosto, logró que la comisión permanente del Congreso local le diera autorización para subastar el arriendo del ramo de ta-bacos y ofrecer mejores condiciones a los postores a cambio del pago por adelantado. A duras penas, el año de 1835 llegaría a su fin sin que se emitiera una ley orgánica de Hacienda. Quedaba la esperanza de

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que los cambios dictados por el gobierno central modificaran la triste situación estatal en materia presupuestal.

Empeñado en debilitar el Federalismo y en anular la injerencia de las localidades menores en asuntos oficiales, Romero promulgó, el 22 de abril, un decreto que suprimía los ayuntamientos de Jalisco, salvo al-gunas contadas cabeceras departamentales. En su lugar, una oficina, denominada: “Sección municipal” se encargaría de los trámites más indispensables o necesarios. Por si esto fuera poco, se presionó a los municipios para que remitieran al Congreso Nacional actas levanta-das y firmadas por sus respectivas poblaciones, exigiendo la inmedia-ta adopción del centralismo. Una profunda “regeneración política” estaba por comenzar.

El 2 de mayo de 1835, se dispuso que en todos los pueblos del estado se establecieran escuelas de primera instrucción, en las que se ense-ñara a los niños a leer, escribir, contar y el catecismo del padre Ripal-da. Ese mismo año, sería nombrado regidor Manuel López Cotilla, confiándole acertadamente la comisión de escuelas. Su compromiso y afanes en el desarrollo de la educación primaria cambiarían total-mente la dimensión de la educación en Jalisco. Así mismo, el Ejecu-tivo expidió la ley de administración de justicia, logrando normar los procedimientos civiles.

Vencida en Zacatecas la última resistencia federalista, el Congreso General promulgó, el 3 de octubre, la ley que constituyó al país en República central, dividiendo su territorio en departamentos. Para el 19 de octubre, se dispuso en Jalisco la supresión del Congreso local y se designó a los cinco miembros de la Junta Departamental, cuyas atribuciones serían servir de simples consejeros de los gobernadores. Romero fungió como gobernador del Estado hasta el 18 de junio de 1836, cuando entró en vigor una licencia que solicitó para poder mar-charse a la Ciudad de México, donde tendría un puesto en el gabinete del gobierno central. Su lugar sería ocupado por el entonces vicego-bernador Antonio Escobedo.

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Un año después, el 25 de octubre de 1837, José Antonio Romero sería nombrado ministro del Interior por el General Bustamante. Cargo que ocuparía hasta el 8 de marzo de 1838; lo volvió a asumir con San-ta Anna y de nuevo con Bustamante, del 18 de mayo al 25 de junio de 1839. Romero fue también magistrado de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, llegando a ocupar el cargo de vicepresidente de ésta. En 1856 presentó un plan monárquico al ministro de Francia, asegurando que contaba con el apoyo de Juan Álvarez y de Ignacio Comonfort. Sus expectativas no se concretaron; al final murió en la Ciudad de México el 7 de enero de 1857.

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ANTONIO ESCOBEDO Y DAZA —1836, 1837-1841, 1843-1846—

Salvador Antonio Escobedo nació el 12 de junio de 1777 en el pueblo de Etzatlán, provincia de Guadalajara. Se desconocen quiénes fueron sus padres biológicos; en su fe de bautizo lo registraron como hijo de padres incógnitos y aparece como su padrino Salvador Escobedo y Daza. Antonio Domínguez Ocampo, en su obra Ensayo biográfico de Antonio Escobedo, refiere que el primer nombre del futuro goberna-dor, el que por cierto nunca usó, hace entrever que fue hijo natural de quien lo apadrinó:

Aunque el niño fue presentado como hijo de padres no conocidos, su primer nombre nos hace pensar que fue hijo natural de don Salvador, sin embargo en toda su vida jamás usó su primer nom-bre (Ocampo, 1987: 13).

Poco se conoce de la infancia y de la vida privada de Escobedo,

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tenemos sólo algunos datos generales que no aclaran del todo estos puntos; por ejemplo sabemos que junto con su familia emigró a Gua-dalajara a principios de siglo XIX, que no realizó estudios superiores y que al parecer mantuvo la soltería hasta el fin de sus días. Más allá de estas breves y vagas referencias, la información que poseemos de Escobedo nos remite a su actuar público o nos aclara su postura po-lítica.

Escobedo comenzó su carrera política cuando superaba ya los cua-renta años; era un hombre maduro del que también desconocemos su profesión y oficio. El primer puesto público que desempeñó fue el de alcalde constitucional de la Villa de Etzatlán.

Siendo gobernador el licenciado Sánchez, Escobedo tuvo la distin-ción de formar parte de la primera legislatura estatal, en el período constitucional de 1825 a 1826. El primero de febrero de 1825, al for-marse las comisiones dentro del Congreso, le fue asignada la de Ha-cienda; la responsabilidad la compartió con José María Híjar, Juan Bautista Arespacochaga, Julio Vallarta y con su compañero de par-tido y colaborador Urbano Sanromán. Como veremos más adelante, entre Sanromán y Escobedo persistió un buen entendimiento, al me-nos político, pues en varias ocasiones abanderaron, desde las esferas del poder, los mismos proyectos e iniciativas.

En este su primer actuar legislativo, Escobedo demostró el perfil de su rectitud y el quilataje de su compromiso con Jalisco. Del centro se giró una disposición, rubricada por el ministro de Hacienda, de co-brar el 2 por ciento sobre la moneda circulante para cubrir una con-tribución que ascendía a 600 mil pesos. El ex munícipe de Etzatlán no tardó en protestar; la medida le parecía injusta y señalaba que el estado ya había pagado, y con réditos, esa suma. Con el respaldo de sus compañeros de la Comisión de Hacienda, le solicitó al goberna-dor que le informara al ministro la decisión del Congreso local de no secundar la iniciativa.

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En su siguiente actuación en el Congreso, lanzó junto con Sanromán una propuesta por demás pertinente. Solicitó la derogación del cobro de la alcabala (o impuesto) a la explotación del fierro. Antonio consi-deró oportuno liberar a la industria minera jalisciense de esta carga tributaria para incentivar la explotación metalúrgica. La iniciativa prosperó y recibió la aprobación del Congreso. Escobedo empezaba a forjarse un respeto como político y como hombre íntegro.

En la primera oportunidad, el futuro gobernador salió en defensa de la Iglesia como probado conservador que era. En la sesión del 9 de abril de 1825, el señor Prisciliano Sánchez presentó la propuesta de gravar las limosnas con un impuesto. Muy distante del criterio libe-ral, y más del jacobino, que tachaba a la Iglesia de acaparadora de riquezas, Escobedo estaba convencido de que poco era el dinero obte-nido por el cobro de limosnas; pedir una contribución por este ingreso empobrecería a los curas y dejaría en la ruina los fondos de los tem-plos. Poca resonancia tuvo su protesta, la iniciativa del gobernador tuvo la aprobación mayoritaria de los legisladores, sólo Escobedo y Joaquín Souza se abstuvieron de votar.

Los rubros de la Seguridad Pública y de los procesos judiciales tam-bién suscitaron el interés del futuro gobernador. Durante la discusión del artículo que permitía el registro, o inspección de resguardo, de los comercios e incluso de las casas de los vendedores de cigarros, Es-cobedo pidió a sus compañeros que palparan la realidad de los cuer-pos de seguridad, en lo tocante a su calidad moral. En este aspecto no eran muy confiables; esto se sabía, por ello advirtió que de cumplirse la disposición era predecible que abusaran de ella. Sobre el problema de los cigarros, convenía que lo mejor y más sencillo era recoger la mercancía a los vendedores que no reunieran los debidos requisitos. En esta cruzada tampoco fue secundado.

A pesar de ser una voz contestataria y un diputado de contracorrien-te en un Congreso local dominado por el espíritu liberal, Escobedo logró alcanzar el máximo cargo dentro de la legislatura. El primero

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de septiembre de 1926, al ser reasignadas las comisiones del Congreso, aparece como presidente y secretario de la legislatura y a cargo de la gobernación.

Un hecho puso a prueba la integridad de Escobedo y su respeto a la ley por encima de las simpatías políticas. La gubernatura de Jalisco había quedado vacante a la muerte del licenciado Sánchez. Ante la eventualidad, el Congreso le asignó el cargo temporalmente a José María Echauri. La sucesión recaía por ley en el vicegobernador Juan N. Cumplido, ausente por estar en funciones de diputado por Jalisco en el Congreso de la Unión. Había que mandarlo llamar. Al secreta-rio de la Legislatura local, a Escobedo, le tocó firmar el comunicado que demandaba la presencia de Cumplido el 18 de enero de 1827 a las once de la mañana para jurar como gobernador interino.

Bromas del destino o disyuntivas que prueban las rectas conciencias; con aquel documento, Escobedo mandaba llamar a una persona no grata para su partido, a un hombre de ideas jacobinas. Más allá de las lealtades partidarias, él cumplió la demanda de la ley.

En el año de 1829, estaba de regreso en el Congreso del Estado ocu-pando una curul y el cargo de vicepresidente; su antiguo compañero, Sanromán, también formaba parte de la Cámara como diputado y secretario. Como en la anterior legislatura, Escobedo fue represen-tante activo y comprometido, que sin dejar de lado sus banderas po-líticas, daba prioridad a los intereses de Jalisco.

En la sesión del 16 de enero de 1830, le propuso a la legislatura exhor-tar al Congreso de la Unión a reconocer al general Manuel Gómez Pe-draza como presidente de la República. La petición era una llamada a mantener el orden constitucional y el respeto a las instituciones repu-blicanas, pues Pedraza había sido electo por el voto de los mexicanos; el pronunciamiento de la Acordada, del 30 de noviembre de 1827, lo obligó a dejar el poder. El Congreso de la Unión nombró en su lugar a Vicente Guerrero y como vicepresidente a Anastasio Bustamante.

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Al integrarse una nueva legislatura, la número IV, por decisión del Congreso, Escobedo fue integrado a ella como diputado por Tonalá, a cubrir el período 1831-1832. Para julio de 1832 ocupaba la presi-dencia del Congreso.

En el contexto político nacional había reacomodos significativos: Bustamante y Alamán ya no dirigían los destinos de México; el hom-bre que ahora acaparaba el poder era Santa Anna, quien delegaba la autoridad y la administración del Estado a Valentín Gómez Farías, el vicepresidente; oportunidad que este último no desaprovechó para impulsar la reforma liberal.

El reformismo de Farías golpeó los intereses de la Iglesia, atentó con-tra sus derechos a poseer bienes y pretendió llegar al punto de obli-garla a malbaratar parte de sus propiedades. El enojo del clero se materializó en un nuevo pronunciamiento, el Plan de Cuernavaca. Los rebeldes, al grito de “Religión y Fueros”, proclamaron a Santa Anna líder y salvador de México; sacaron del poder al vicepresidente y a sus correligionarios y comenzaron la edificación de un régimen de corte centralista, cuyos primeros cimientos fueron las Siete Leyes. El 1 de diciembre, Jalisco estrenaba su primer gobernador de extrac-ción centralista, José Antonio Romero y hacía mancuerna con él, como vicegobernador, el propio Escobedo.

El tema de la Seguridad Pública siempre le preocupó y lo tuvo muy presente en su agenda política, y más en esta etapa, cuando ejerció el poder directamente. Como vicegobernador, una de sus funciones era atender los asuntos carcelarios. Tres veces al año, por obligación, de-bía presentarse en el presidio de la Isla de Mezcala, del Lago de Cha-pala. Estaba facultado para disponer cambios y mejoras que juzgara pertinentes. El vicegobernador, según lo estipulado por la ley, no po-día permanecer más de tres días en la isla, tiempo que debía bastar para que el castellano, o encargado, el diera el parte de novedades.

Otra de las cárceles de la época estaba situada a un costado del Palacio

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de Gobierno; su localización no dejaba de ser riesgosa, pues en caso de un motín o levantamiento, los prisioneros se volvían una amenaza directa para los poderes del Estado.

Con la doble finalidad de rehabilitarlos y de paso hacerlos ganar al-gún dinero, dispuso Escobedo la anexión e instalación en el presidio de talleres, donde los reos pudieron trabajar obras de algodón, zapa-tería y sastrería.

Así como tomó medidas en el asunto de los reos, Escobedo hizo tam-bién suyo el problema de la vigilancia de las calles de Guadalajara. Quiso que la responsabilidad recayera directamente sobre él, por eso redactó un reglamento para organizar a los gendarmes, cuyo mando sería depositado en el vicegobernador. Le participó su propuesta al tesorero general del Estado, quien, tras evaluarla, notificó al gober-nador que podía ser puesta en marcha provisionalmente, a la espera de lo que decidiera el Congreso.

Pronto pasó de vicegobernador a gobernador, pues, tras serle conce-dida una licencia a Romero, Escobedo ocupó su lugar, interinamente, del 18 de junio de 1836 al mes de noviembre de 1837.

El 22 de agosto de 1836 estalló un brote de rebelión en Autlán; la enca-bezaban Rafael Carreón, Francisco Uribe y Juan Ramírez. Este cona-to de insurrección no le causó mayores dolores de cabeza al gobierno de Escobedo, las oportunas acciones de Antonio Borbón y José Coro-na dieron fin al levantamiento. El gobernador interino parecía tener bajo control la situación aunque el peligro de nuevas sublevaciones seguía latente, pues los federalistas, enemigos del régimen, velaban armas y esperaban una nueva oportunidad para hacer uso de ellas.

Mientras tanto, en el ámbito federal se gestaban importantes refor-mas políticas cuyas repercusiones afectaron a todas las entidades del país. El 30 de diciembre de 1836, el grupo centralista dominante ex-pedía las Siete Leyes Constitucionales, con ellas desaparecieron los

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estados y nacieron los departamentos, como la nueva forma de di-visión político-territorial del país; además surgió una nueva figura: el Poder Conservador, cuya función era vigilar a los tres poderes y evitar que éstos cometieran cualquier abuso o exceso.

El nuevo reordenamiento afectó también en lo interno a los recién creados departamentos, los cuales quedaron divididos en distritos y éstos a su vez en partidos. En otras palabras, el apenas ensayado mo-delo federalista iba siendo paulatinamente desmontado y sobre sus escombros se edificaba el centralista.

No fue sino hasta el mes de marzo de 1837 que el todavía gobernador interino dio a conocer el cambio de denominación y la nueva división se realizó según lo estipulado por las Siete Leyes. El antes Estado de Jalisco se convirtió en Departamento y quedó divido en ocho distri-tos: Guadalajara, Lagos, La Barca, Sayula, Etzatlán, Tepic, Colotlán y Autlán.

Para diciembre de ese mismo año, Escobedo dejó de ser gobernador interino para convertirse en constitucional. La situación del país era por demás crítica. La promulgación de la Constitución centralista desató un conflicto con los colonos estadounidenses avecindados en el Estado de Texas con el permiso de las autoridades mexicanas.

Los colonos deseaban mantener cierta autonomía que las nuevas leyes no permitían. Encabezados por Samuel Houston y por el mexicano Lorenzo de Zavala, iniciaron una lucha separatista. El entonces presi-dente, Santa Anna, improvisa un ejército; en su ausencia, un jaliscien-se quedó en su lugar: Justo Corro. Tras la victoria del Álamo, en San Jacinto, el presidente es tomado por sorpresa por los colonos texanos y cae prisionero. A cambio de su liberación negocia el reconocimiento de la independencia de Texas. México pierde así su estado más grande. Por otro lado, en Jalisco había graves problemas de salud y educación pública a los que dio prioridad el gobernador; uno de ellos era el de las parteras. La mayoría de estas mujeres carecían de una adecuada

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preparación; su ignorancia, sumada a prácticas insanas o supersticio-sas, ocasionaba una alta mortandad infantil. Era necesario darles a las parteras, al menos, una instrucción básica, pues, de momento, la sociedad, en especial sus sectores más pobres, precisaban de ellas dada la escasez de médicos y la inexistencia de enfermeras profesionales. En atención a esta necesidad, Escobedo dispuso la creación de cáte-dras de obstetricia que estarían a cargo de un profesor asignado por el gobierno y que sería impartidas en el hospital de San Miguel.

Las clases eran para todas las parteras del Departamento, incluidas, obviamente, las de Guadalajara; en consecuencia se les ordenó a los jefes políticos de los distritos el enviar al menos a una persona a capa-citarse, cuyos gastos de traslados se sufragarían con donativos o en su defecto con los fondos de los distritos.

El profesionalizar y capacitar a los encargados de mantener la buena salud de los jaliscienses se extendió a los propios médicos; en octubre de 1838, el gobernador dio a conocer un nuevo plan de enseñanza de medicina y cirugía para la ciudad de Guadalajara. El plan enumeraba las asignaturas que cursarían los estudiantes y precisaba que éstas se-rían impartidas en la facultad de Medicina y Cirugía de la Universidad.

En el rubro de la instrucción pública, el gobernador contó con el apo-yo y la asesoría de uno de los grandes educadores de Jalisco: Manuel López Cotilla. Entre ambos personajes surgió una amistad que dio impulso a un proyecto educativo que abarcaba todo el Departamento.

En este tenor, en el mes de agosto, Escobedo expidió un decreto que buscaba la alfabetización y la instrucción del mayor número de jalis-cienses; por disposición del gobernador, en todo el Departamento se en-señaría a leer y escribir, contar, junto con nociones de urbanidad y de doctrina cristiana. A las niñas, además, se les enseñaría a coser y bordar.

El 1 junio de 1839, el gobierno dio a conocer los requisitos para obtener el título de preceptor (o maestro) de Primeras letras. Los aspirantes

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debían presentarse ante la Junta Directiva de Instrucción Primaria del Departamento. Ésta les solicitaría una serie de documentos como la fe de bautizo, un informe de sus buenas costumbres, expedido por el prefecto del Departamento o subprefecto del partido, y un certifi-cado de examen de aprobación en la doctrina cristiana extendido por un párroco. Tras la entrega de estos documentos, la Junta le aplicaría un examen al aspirante cuya aprobación era la última condición para que le fuera otorgado el título.

La reabierta Universidad Literaria de Guadalajara también fue obje-to de la atención del gobernador. Considerada por los liberales como una institución reaccionaria, la Universidad vivió mejores tiempos bajo los gobiernos centralistas. En el mes de agosto de 1838, Escobe-do presentó el nuevo plan de estudios de las materias Teología y Ju-risprudencia. La primera quedó sujeta a tres cátedras que serían im-partidas en el Convento de Santo Domingo, San Francisco y Nuestra Señora de la Merced. La segunda la darían dos profesores expertos en Derecho Canónico y Civil; a la par se crearía la Academia de Ju-risprudencia.

Para evitar los abusos en la venta de productos tan básicos como el pan y la carne, se estipuló que sus vendedores estarían obligados a colocar letreros en sus negocios especificando cuántas onzas pesaban estos productos y su precio respectivo. Los comercios, sin excepción, debían cerrar a más tardar a las diez de la noche.

La administración pública sufría de malos manejos y de una inade-cuada organización. En especial, el sistema tributario era deficiente y, en consecuencia, las arcas del estado languidecían. José Justo Corro, ex gobernador y futuro presidente de la República, presidía la junta departamental y de él fue la iniciativa de establecer los costos de peaje para las garitas de:

Puente de Tololotlán (hoy Puente Grande), El Astillero y El Pe-dregal, las tarifas fueron aceptadas y puestas en vigor por el gober-

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nador Escobedo, ya que la Hacienda necesitaba de esas entradas económicas... (Ocampo, 1987: 63).

Cuando un gobernante se conduce con honestidad y el ejercicio del poder es para él la forma de procurar el bien común, como ocurrió con Escobedo, la sociedad se encarrila, y la paz y los negocios em-piezan a prosperar. Un signo de los buenos manejos administrativos fue el establecimiento de la fábrica de hilados y tejidos La Escoba, de la Compañía Escandón. Cabe mencionar que esta fábrica fue de las primeras de Jalisco; pues el estado, como muchos otros, sufría un significativo rezago industrial, la mayoría de las manufacturas o mercancías producidas en la localidad las elaboraban pequeños talle-res con técnicas todavía artesanales. El comercio también daba visos claros y ascendentes de recuperación.

En noviembre de 1839, el presidente Anastasio Bustamante giró una ley inspirada en una patriótica intención; por supuesto, inconvenien-te en lo político. La disposición establecía un impuesto del 15 por ciento a todos los productos textiles importados que pudieran com-petir con los producidos en el país; era una medida proteccionista que favorecía la consolidación y crecimiento de la naciente industria textil mexicana. Los beneficiados se reducían a un pequeño grupo de inversionistas nacionales y extranjeros; en cambio, los perjudicados los superaban en número y poder.

Los primeros en protestar fueron los miembros del gremio comercian-te, hombres que amasaban importantes fortunas con la importación de textiles. La ley atentaba contra sus negocios y presionaron al go-bernador para que cancelara el nuevo gravamen. Utilizaron de inter-locutor al general Mariano Paredes. Para aminorar el descontento de los importadores, Escobedo les redujo impuesto al 7 por ciento, sin pedirle autorización al Congreso Nacional. No consiguió con esta me-dida que los comerciantes le retiraran su apoyo a Paredes ni que éste desistiera de pronunciarse en contra del gobierno de Bustamante, pro-clamando, el 8 de agosto, el Plan del Progreso.

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Una junta de notables, formada por federalistas, conservadores y re-presentantes de los comerciantes le ofreció su apoyo al general Pa-redes; sus 48 integrantes ratificaron a Escobedo como gobernador, quien despreció el ofrecimiento. Ante este desaire, la Junta le ofreció el cargo al general Paredes, quien aceptó y a los pocos días salió de Jalisco a propagar su insurrección; antes depositó la gubernatura en José Joaquín Castañeda.

Santa Anna se pronunció también, con el Plan Las Bases de Tacuba-ya, y le arrebata el liderazgo de la rebelión a Paredes. Con la firma de los Convenios de la Presa de Estanzuela, la silla presidencial pasó de Bustamante al caudillo veracruzano. No hubo un lugar en el gabine-te santanista para el jefe del Plan del Progreso.

Resentido por la ingratitud de Santa Anna, Paredes regresó a Jalisco y retomó la gubernatura desde el 3 de noviembre de 1841.

Bajo el régimen santanista, Escobedo vuelve a ser designado goberna-dor del Estado; tomó posesión del cargo el 15 de mayo de 1843 prestan-do el correspondiente juramento ante la Asamblea Departamental.

En los momentos que los Estados Unidos invadía México, Mariano Paredes fue nombrado jefe del ejército que combatiría a los invaso-res. Con los recursos y efectivos a su mando comenzó una revuelta en contra del presidente en turno, José Joaquín Herrera. Lo destituyó. El proyecto de instaurar una monarquía en México -con un príncipe extranjero al frente-, abanderado por Paredes, dada su impopulari-dad, animó una revolución en su contra, que en Jalisco prendió el 20 de mayo de 1846. El coronel Felipe Santiago Xicoténcatl tomó por asalto el Palacio de Gobierno y, en nombre de la revolución, destituyó al gobernador, Antonio Escobedo.

Escobedo murió olvidado y retirado de la política en su pueblo natal en el año de 1849.

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GENERAL JOSÉ MARIANO EPIFANIO PAREDES Y ARRILLAGA—1841; 1842-1843—

Nació en la Ciudad de México en 1797. Fue cadete del Regimiento de Infantería, en 1812. Se unió al Ejército Trigarante y para 1823 se pronunció en contra de Agustín de Iturbide. Del 4 al 12 de diciembre funge como Ministro de Guerra. Luego ocupó el cargo de Mayor de la plaza en Puebla y México. Más adelante será nombrado Comandante General de San Luis Potosí, Sonora y Jalisco.

El 8 de agosto de 1841, lanzó en Guadalajara un pronunciamiento conocido como Plan del Progreso, atacando el régimen de Anastasio Bustamante y las Siete Leyes. Detrás de este levantamiento estaban los comerciantes de la ciudad, que se oponían al impuesto estipulado por Bustamante a la importación de textiles. El brazo armado de su desacuerdo fue Paredes. Escobedo intentó negociar con los inconfor-mes. Les ofreció reducir el impuesto del 15 por ciento al 7 por ciento; la rebaja no marcó ninguna diferencia, la insurrección siguió su mar-cha con el general Paredes al frente.

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Una junta de notables, conformada por los representantes de los co-merciantes y por líderes de las facciones federalistas y centralistas del Estado le ratificó su cargo de gobernador a Antonio Escobedo. El gobernador no aceptó; su negativa llevaba implícita su decisión de no respaldar el levantamiento. El general que la encabezaba no tuvo reparos para asumir la titularidad del Gobierno de Jalisco por desig-nación de aquella junta. Paredes tenía una revolución que dirigir.

A los pocos días, el 26 de agosto, abandonó Guadalajara con sus esca-sas tropas, 800 hombres, a reclutar adeptos, con la esperanza de su-mar a sus filas a más generales y gobernadores, pues de momento eso aconsejaba la prudencia. Mariano carecía de los elementos suficientes para medirse en el campo de batalla con los ejércitos de Bustamante. Así que les dio las gracias a los comerciantes tapatíos y, cinco días antes de su salida, puso de gobernador a José Joaquín Castañeda.

No tuvo que esforzarse demasiado el general para hacer crecer la insu-rrección. La impopularidad del presidente le granjeó simpatías para su causa; le ofrecieron su respaldo la guarnición de Zacatecas y la Jun-ta Departamental de Guanajuato; después lo haría la de Querétaro y la de San Luis Potosí. El día 14 de septiembre, el general Gabriel Valencia abrazará el Plan del Progreso. Santa Anna, desde Veracruz, más que adherirse al levantamiento, lo capitalizó a su favor; sobre la ola revolucionaria desatada por Paredes, montó su propio pronuncia-miento, al que bautizó como las Bases de Tacubaya.

El régimen de Bustamante naufragaba en un mar de traiciones y deslealtades. Santa Anna marcó la diferencia. Él era, a pesar de su fracaso en la guerra de Texas, el “hombre fuerte” de México, el caudillo, a cuyo llamado los políticos y militares importantes, conservadores o liberales, acudían. Bustamante no tuvo más salida que aceptar los Convenios de la Presa de Estanzuela; el documento obligaba a dejar la presidencia y a depositarla en el caudillo vera-cruzano.

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Santa Anna no le otorgó ningún ministerio o cartera en su gobierno al general, cuya iniciativa le permitió regresar al poder. Esta ingrati-tud sembró en Paredes un resentimiento que avivó más sus ambicio-nes políticas. De momento tuvo que conformarse con que el régimen le devolviera su antiguo cargo de comandante militar de Jalisco y de igual forma no tuvo mayores obstáculos para asumir también de vuelta la gubernatura del Estado, el 3 de noviembre de 1841 (Pérez Verdía, 1952: 375).

Durante su administración, ocupando el antiguo edificio del Colegio de San Juan, abrió sus puertas la Escuela de Artes y Oficios, el 1 de marzo de 1842. En ese mismo año, comenzó a producir una fábri-ca de papel en Tapalpa, siendo uno de los primeros establecimientos industriales de importancia del estado. La mayor parte de su capi-tal pertenecía a Ignacio Gutiérrez. El 29 de noviembre, se instaló en Guadalajara la Compañía Lancasteriana, cuyo modelo educativo facilitaba la instrucción de mayor número de niños mediante monito-res o estudiantes avanzados, que recibían primero la lección y luego la impartían a los educandos menos instruidos o aventajados. En este proyecto educativo estuvieron involucrados destacados intelectuales del estado como Luis Pérez Verdía, presidente, y Manuel López Coti-lla, vicepresidente.

Santa Anna integró a Paredes a la Junta Nacional Instituyente; no confiaba el caudillo en el gobernador de Jalisco y quiso tenerlo cerca y vigilado. Quedó en su lugar el general José María Jarero, quien ocu-pó la gubernatura el 28 de enero de 1843 (Pérez Verdía, 1952: 377).

La desorganización del gobierno, los nuevos impuestos y la leva o reclutamiento forzado le acarrearon impopularidad a Santa Anna. Ecos de una inconformidad generalizada se dejaron escuchar en Jalis-co, cuya Junta Departamental y la guarnición militar persuadieron a Paredes para que encabezara un levantamiento contra el “hombre fuerte” de México. El General iba de paso a Sonora en cumplimiento de una diligencia de armas. Versado como era en las intrigas políti-

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cas, no prosiguió su camino creyendo que se le presentaba una buena oportunidad para arrebatarle el poder al caudillo que tan ingrata-mente lo había tratado.

La historia y resultados del Plan del Progreso se le repitieron a Pare-des: de nueva cuenta estados limítrofes a Jalisco secundaron el pro-nunciamiento. Él, con escasa tropa salió de Guadalajara, ahora con rumbo a Lagos, a reunir efectivos y recursos; la insurrección quedó varada en la desorganización. En la capital, el Congreso le dio un giro sorpresivo a la crisis: desconoció al presidente interino, Nicolás Bravo y nombró en su lugar a José Joaquín de Herrera.

Con el estallido de la guerra entre México y Estados Unidos, en 1845, Paredes es nombrado jefe del ejército que combatiría a los invasores. Acuarteló a sus tropas en San Luis, en espera de recibir refuerzos y recursos para contener a las huestes estadounidenses que avanzaban por el norte. No contaba el general mexicano con los suficientes hom-bres; apenas unos cuatro mil o menos para defender la soberanía na-cional. Tomando de pretexto la ineptitud del gobierno para enfrentar la intervención, proclama un plan, el 14 de diciembre, en San Luis, desconociendo a Herrera y decide retornar a la Ciudad de México.

El golpe de Estado encabezado por el general Gabriel Valencia, el 30 de diciembre, le abrió las puertas de la capital y lo colocó en la silla presidencial. En efecto, el general Valencia, quien estaba cargo de la guarnición de la Ciudad de México, lo recibió junto a su ejército en medio de la aclamación popular.

El 2 de enero de 1846, una junta de representantes de los departa-mentos lo nombró presidente interino de la República. Por fin, el ge-neral Paredes vestía la banda presidencial, bajo las circunstancias más desafortunadas: el país estaba dividido y en guerra contra la principal potencia militar y económica del continente americano. El panorama nacional no podía ser más desolador.

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A pesar de sus esfuerzos, no logró enlistar más de diez mil hombres aunque consiguió que la Iglesia le prestara dinero para los gastos de guerra. Terminó siendo destituido el 4 de agosto, por sus enemigos que temían concretase su intención de instaurar una monarquía pre-sidida por un príncipe de la casa Borbón de España. Santa Anna se hizo cargo del país por un corto tiempo; después de la rendición de las armas mexicanas, ante los victoriosos generales estadounidenses, salió del país.

Tras ser arrestado, Paredes terminó exiliado en Francia, en octubre; al poco tiempo regresó a México para sumarse a la rebelión del padre Celedonio Doménico Jarauta y del liberal Manuel Doblado, quienes tomaron las armas contra el gobierno de Herrera, abanderando como causa el desconocimiento de los Tratados de Guadalupe Hidalgo. Este acuerdo binacional despojó a México de más de la mitad de su territorio. La insurrección fue sofocada por el general el 18 de julio de 1848. Paredes, por su parte, fue exiliado de nuevo; retornó al país amparándose en una amnistía decretada por el gobierno. Murió en la pobreza el 7 de septiembre de 1849.

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JOSÉ JOAQUÍN CASTAÑEDA —1841—

Joaquín Castañeda nació en Guadalajara. Cursó la carrera de Leyes y desde joven ejerció el periodismo, defendiendo sus ideas conserva-doras. Su habilidad para expresarse y sus constantes polémicas le va-lieron el respeto de sus adversarios. La carrera política de Castañeda comienza en 1822, como diputado al Congreso Constituyente. En su momento, el diputado denunció la extracción de barras de plata de Guadalajara. En la discusión sobre los derechos civiles y políticos, se opuso a aumentar el activo del ejército de 20 mil unidades a 36 mil, por considerar que el país no podía ni tenía con qué solventar dicho gasto.

Resultó electo diputado al Cuarto Congreso Constitucional del 1 de enero de 1831 al 28 de diciembre de 1832 y vocal de la Junta Depar-tamental, de donde lo llamó Mariano Paredes para ocupar el puesto de gobernador interino. Asume el cargo el 21 de agosto y lo deja el 4 de noviembre de 1841 (Pérez Verdía, 1952: 351).

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A los pocos días de haber comenzado su gestión, el 18 de septiem-bre, ratificó un acuerdo de la Junta Departamental que declaraba la no observancia en Jalisco del controvertido 15 por ciento de arancel sobre todos los productos extranjeros que significasen competencia contra hilados o tejidos de manufactura nacional. Así mismo, el 2 de octubre suspendió la puesta en vigor de una ley, decretada el 6 de noviembre del año anterior, que imponía el cobro de fuertes derechos a la introducción del cobre; la cual, además de dificultar y encarecer el acuñamiento de moneda, entorpecía el comercio.

Tras la revuelta nacional que regresó a Santa Anna al poder, Mariano Paredes regresó a Jalisco y retomó el gobierno del Estado, concluyen-do así el breve período de Joaquín Castañeda.

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GENERAL JOSÉ MARÍA JARERO RUIZ —1843—

José María Jarero nació en 1801 en Jalapa, Veracruz. Se enlistó como soldado de infantería urbana en enero de 1816 y más adelante sirvió en el Ejército Trigarante. Fue vocal de la Junta Consultiva de Guerra y jefe de armas en Jalapa, Córdoba y Orizaba, en 1831.

Fungió como gobernador de Ulúa en 1839 y comandante general de Aguascalientes, en 1841. El 28 de enero de 1843, el general Mariano Paredes le entregó la gubernatura de Jalisco. Duró en el puesto esca-sos dos meses, pues el 29 de marzo, de ese mismo año, le cedió el cargo a José Antonio Mozo (Pérez Verdía, 1952: 377).

Ejerció como gobernador y comandante general de Sonora a princi-pios de 1846 y, desde agosto repetiría los cargos en México. Finalmen-te se ocupó en 1848 de Puebla y desde 1849 a 1857 fue presidente del Supremo Tribunal de Guerra. Murió en la Ciudad de México en 1867.

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Cabe rescatar de su breve estadía al frente del Estado, la apertura, por decreto del 15 de marzo, del antiguo Colegio de San Juan bajo un nuevo plan de estudios; y la declaración de diversos catedráticos beneméritos, entre ellos: Domingo Sánchez Reza, Luis Pérez Verdía, Pedro Vander Linden, Nicolás Banda y Fr. Manuel de S. Juan Crisós-tomo Nájera Jarero entregó el cargo el 29 de marzo de 1843.

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GENERAL JOSÉ ANTONIO MOZO —1843—

José Antonio Mozo nació en Cuba. Entró al servicio de guardiama-rina española en 1804. Intervino en la rendición de la escuadra fran-cesa en Cádiz y llegó, a la entonces Nueva España, para combatir a los insurgentes.

En octubre de 1820, fue nombrado ministro tesorero de las Cajas Reales de Zimapán y, en agosto de 1821, se incorporó al Ejército Tri-garante. Tras su presencia en el sitio de México, siguió en la milicia mexicana después de la Independencia.

Sus cargos fueron numerosos: director de Maestranza, comandante principal de Artillería de Guadalajara, México y Veracruz; director interino de Artillería, vocal de la Junta de Redacción y Ordenanza y comandante militar de la plaza de Veracruz. Por órdenes de Anas-tasio Bustamante, lo nombraron comandante del Ejército Federal, y

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gobernador y comandante general de los departamentos de Jalisco, Puebla y México. Defendió al Gobierno de la Ciudadela en 1840. La gubernatura de Jalisco la recibió de José María Jarero, el 29 de marzo de 1843, y a los diez días la entregó al general Pánfilo Galindo (Pérez Verdía, 1952: 378).

El general Mozo promulgó las Bases Orgánicas el 12 de junio de 1843, disposiciones casi iguales a las de las Siete Leyes, con la dife-rencia de que suprimían el Supremo Poder Conservador, reducían a cinco años la duración del presidente en el poder y a las Juntas Departamentales las llamaba Asambleas Departamentales. Murió en la Ciudad de México.

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GENERAL PÁNFILO GALINDO —1843—

Pánfilo Galindo nació en San Juan de los Lagos. Llegó a general de brigada en 1855. Partidario de Santa Anna, en 1841 se pronunció a su favor. Con la caída del presidente Bustamante fue designado go-bernador y comandante general de Michoacán. Estos cargos los re-pitió en Jalisco cuando se hizo cargo de su gobierno del 8 de abril al 15 de mayo de 1843. Durante su tiempo en la gubernatura hizo gala de su despotismo; reflejo de la severidad y tiranía mostrada en Mi-choacán. Dejó el cargo en Antonio Escobedo, el 15 de mayo de 1843. (Pérez Verdía, 1952: 378).

El año siguiente se rebeló contra Santa Anna y ocupó la comandan-cia general de Guanajuato. Más tarde, en la comandancia de San Luis Potosí, pidió su retiro. En 1854 fue rehabilitado por Santa Anna y nombrado gobernador de Michoacán. Al triunfo de la Revolución de Ayutla fue depuesto. Dos años más tarde, en 1856, se alzó contra

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Ignacio Comonfort. Durante la Guerra de los Tres Años figuró entre los conservadores que combatieron al régimen juarista y a la Consti-tución de 1857.

En documentos privados del Emperador, se expresa que Pánfilo Galindo, general de brigada, era un liberal lleno de probidad; fue muchas veces comandante general y desempeñó este empleo con buen éxito. El 14 de enero de 1867, el general Pánfilo Galindo fue uno de los 35 notables que formaron la Junta que decidió, sin sa-berlo, la terrible suerte de Maximiliano al solicitarle no abandona-ra el trono. Al triunfo de la República fue encarcelado. Murió en la Ciudad de México.

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LUIS G. PORTUGAL —1845—

Como el vocal más antiguo de la Asamblea Departamental, Luis Portugal sustituyó en el cargo de gobernador a Antonio Escobedo. Este último solicitó una licencia al presidente de la República por razones de salud. Portugal lo cubrió, interinamente, del 5 de junio de 1845 al 26 del mismo mes (Pérez Verdía, 1952: 397). En esta fe-cha, ya repuesto, Escobedo regresó a su cargo, dando por termina-do el breve período de Portugal.

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LICENCIADO JOAQUÍN ANGULO —1846-1847, 1848-1852—

Joaquín Angulo nació en 1811, en Santa María, municipio de Cocula. Cursó la clase de Filosofía en el Seminario de Guadalajara en 1824. Se recibió de abogado en el Instituto Prisciliano Sánchez, el 6 de ju-nio de 1830. Durante su época de estudiante publicó, junto con otros compañeros, el periódico de corte liberal La Estrella Polar (Villase-ñor, 1981: 12).

Formó parte del Foro de Jalisco y se afilió al partido moderado, en unión de los señores Juan Nepomuceno Cumplido, Gregorio Dávila y Jesús López Portillo. Tomó parte en el pronunciamiento contra el presidente Mariano Paredes Arrillaga, para restablecer la repúbli-ca federal. El 20 de mayo de 1846 deponen al gobernador Antonio Escobedo.

Angulo es electo diputado al Congreso local para el período de 1845

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a 1846. Los poderes políticos locales lo nombran, por primera vez, gobernador interino del Estado de Jalisco; tomó el cargo el 23 de noviembre de 1846.

Como interino, una de sus labores prioritarias consistió en reunir ele-mentos de guerra contra la invasión norteamericana. Las armas na-cionales estaban escasas de cañones y municiones; para su fabricación se requería de metal. El hierro escaseaba. Había que conseguirlo de donde fuera. De las torres de los templos de La Merced, de El Carmen y de San Francisco fueron descolgadas sus respectivas campanas y lle-vadas a fundir para transformarlas en piezas de artillería. Los parro-quianos no protestaron. Las urgencias de la guerra tenían prioridad. El valor y el patriotismo no escaseaban en Jalisco. Numerosos volun-tarios se presentaron para salir en defensa de la soberanía nacional. En los primeros meses de la guerra, salieron del estado a luchar contra los invasores: dos batallones de guardia nacional, una compañía de artillería, dos regimientos de caballería y tres compañías sueltas.

La nación estaba desunida; rencillas y distanciamientos facciosos complicaban la organización de los ejércitos nacionales; ante el enemi-go común no prevaleció la unión entre los partidos y los departamen-tos. En La Resaca, las fuerzas comandadas por el general Mariano Arista son derrotadas. Los ejércitos mexicanos se repliegan. En La Angostura, el militar jalisciense, Felipe Santiago Xicoténcatl enfrentó con arrojo al enemigo. Su ejemplo inspiró. Pero, los desaciertos del alto mando mexicano convirtieron la victoria en derrota. Xicoténcatl resulta herido y lo trasladan a Guadalajara a reponerse. El descaso era un lujo que no quiso darse. En menos de dos meses formó al ilustre batallón de San Blas. Al frente de estos soldados y milicianos jalis-cienses, salió el héroe de La Angostura con rumbo a la capital, donde inmolaron sus vidas en el asalto al Castillo de Chapultepec.

El alcázar que serviría de colegio militar y de residencia de empera-dores y presidentes había sido tomado por las divisiones de Pillow, Worth y Quitman, las cuales barrieron la improvisada y heroica de-

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fensa presentada por los cadetes y los 800 soldados comandados por Nicolás Bravo. A destiempo, Santa Anna mandó a cuatro compañías del Batallón de San Blas para apuntalar este emplazamiento. La po-sición estaba tomada. Para cumplir la orden de defender el casillo, Xicoténcatl debía ahora atacarlo y recuperarlo. Con su columna de 400 soldados comenzó el ataque por la falda del cerro. Un diluvio de metralla se precipitó del castillo sobre los jaliscienses que peleaban contra un enemigo diez veces mayor. La columna de Pillow retrocede. Al final, el número y el poder de fuego de los invasores pusieron freno al arrojo del militar jalisciense y de sus hombres; él y 95 por ciento de éstos murieron en el asalto.

La bandera de los Estados Unidos ondeó en Palacio Nacional después de que las armas mexicanas fueran vencidas en otras batallas como las de Molino del Rey. La guerra se había perdido y no restaba más que negociar, para que a la brevedad regresara el pabellón trigarante a su asta. El precio fijado por los estadounidenses para firmar la paz en un principio se mantuvo en secreto. O al menos así se pretendió. El darlo a conocer hubiera suscitado un escándalo nacional que habría dado al traste con las negociaciones. Las hostilidades habían cesado; Manuel de la Peña y Peña despachaba como presidente en Querétaro. Angulo y el Congreso del Estado ya sospechaban en qué terminarían aquellas negociaciones y anticipándose a la firma, el gobernador le declaraba a la legislatura que no transigiría con ningún tratado de paz que despojara a México de parte de su territorio; contagiados de la misma indignación patriótica, los diputados decretaron que no reconocerían ningún acuerdo de cese al fuego con los invasores mien-tras éstos permaneciesen en tierras mexicanas.

Las armas nacionales habían sido derrotadas; no así el patriotismo y el valor de los mexicanos. Los tambores de guerra volvían a sonar. Angulo incitaba a sus gobernados a no reconocer ningún acuerdo de paz y a continuar la guerra. Había que silenciar todo llamado a las armas para no incomodar a los vencedores. Con el propósito de apa-ciguar las pasiones nacionalistas y llamar al orden y al consenso, el

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Gobierno federal citó en Querétaro a los gobernadores para deliberar sobre el destino de México. Angulo no pudo asistir; el Congreso envió en su lugar y representación a Crispín Castillo. Al final, tras la firma de los Tratados de Guadalupe Hidalgo, los ejércitos estadounidenses descolgaron su bandera y marcharon hacia el norte, llevándose con-sigo más de la mitad del territorio del país.

La República central pasó a la historia; la normalidad de las cons-piraciones, los pronunciamientos y las guerras fratricidas regresó. México volvió a ser el mismo, aunque sin la mitad de su otrora exten-sión. En Jalisco se celebraron elecciones, en septiembre de 1847; el partido de los liberales moderados que postuló a Angulo a la guber-natura se impuso al de los puros y a su candidato Gregorio Dávila. El gobernador electo asumió el cargo el primero de marzo de 1848. El 22 de abril pidió licencia y lo sustituyó José Guadalupe Montenegro (Pérez Verdía, 1952: 450).

A su regreso a la gubernatura, Angulo se topó con la sorpresa de que José María Martínez Negrete andaba de rijoso con 30 Dragones, con los que tomó el cuartel de Lagos, por órdenes del padre Celedonio Domeco Jarauta. Lo llamaron el Plan de Jarauta a este levantamien-to que desconocía al presidente Herrera y hacía un llamado a todos los mexicanos a recontinuar la guerra contra los Estados Unidos. En Lagos, los partidarios de este sacerdote criollo y pro monarquista tu-vieron una tibia y casi indiferente acogida por parte de los lugareños.

Al llamado de resarcir la afrenta recibida de los invasores del Norte, acudió Mariano Paredes. El ex presidente sujetó las riendas militares del alzamiento. Movilizó las escasas fuerzas que el plan reunió y la em-prendió contra Guanajuato; plaza donde lo esperaba Anastasio Bus-tamante para hacerle frente. Las armas federales vencieron fácilmen-te a los hombres de Paredes. El padre Jarauta fue apresado y fusilado.

Si la insurrección de Jarauta tuvo móviles nobles, incluso patrióticos, otros acudían a las armas con motivos menos desinteresados o ani-

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mados por el resentimiento o la sed de dinero fácil. El número de ban-doleros se multiplicaba; el orden público estaba debilitado a raíz del clima de sedición, crisis económica e inestabilidad política. Le basta-ba a una partida de forajidos sumarse a un levantamiento o simular que abrazaba cualquier causa político-revolucionaria para delinquir con toda justificación e impunidad, para cometer extorsiones (prés-tamos forzados), secuestros (captura de enemigos), robos (acopio de fondos para la causa) y todo tipo de fechorías.

Preocupado y harto de esta situación, Angulo recurrió a medidas legales radicales para restablecer la paz social. Haciendo uso de la autoridad y poder que le otorgaba el Estado, decidió expedir una ley draconiana, la Ley Tigre, el 12 de septiembre, que decretaba castigos ejemplares en contra de los delincuentes. El robo y el asesi-nato se pagaban con la pena de muerte; los cadáveres de los ejecu-tados eran expuestos públicamente, rotulados con una inscripción que decía: “Así castiga la ley al ladrón y al asesino” (Pérez Verdía, 1952: 455). En la aplicación de la Ley Tigre, las autoridades hicie-ron distingos de clase: fueron clementes con los transgresores ricos y severos con los pobres.

Igual que en el plano de la Seguridad social, Angulo intentó calmar las aguas y reconciliar a los partidos en las altas esferas del gobierno: al jefe de la facción pura o radical de los liberales, Gregorio Dávila, le ofreció la Secretaría de Gobierno, quien se hizo cargo de ella el 30 de enero de 1850. La unión entre radicales y moderados fue un simple espejismo que no tardó en difuminarse con la entrada del período, fijado por la ley, para renovar los poderes del Estado. El partido de Angulo presentó como candidato a Jesús López Portillo; el puro es-tuvo abanderado en la contienda por Jesús Camarena. Con el voto de 20 de los 24 departamentos, ganó la elección el primero.

Sin pasar por alto el triste episodio de la Ley Tigre, Angulo entregó buenas cuentas a los jaliscienses al término de su administración. De-jando de lado celos partidistas, le dio continuidad a las obras de cons-

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trucción de la Penitenciaría de Escobedo, iniciada por el gobernador de filiación ideológica distinta a la suya.

Por otro lado, no sobrecargó con impuestos a sus gobernados; y en cambio supo capitalizar en iniciativas de provecho público los ingre-sos del erario, por ejemplo, ordenó la reparación del camino a Tepic, Tala y Santa Ana Acatlán y de los caminos del sur, entre Sayula y Zapotlán, así como la del camino de Lagos. Mandó construir el Pan-teón de Guadalupe y cuatro puentes rumbo a Zapopan.

Su carrera política no cesó; posteriormente fue senador de la Repú-blica y más adelante magistrado del Supremo Tribunal de Justicia del Estado. En 1856 lo nombran gobernador sustituto, aunque no llegó a tomar posesión. Dos años después, el voto popular lo lleva a la Suprema Corte de Justicia. Fallece en Guadalajara el 5 de fe-brero de 1861.

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SABÁS SÁNCHEZ HIDALGO —1847—

Se tienen pocos datos biográficos acerca de Sabás Sánchez Hidalgo. Está documentado que estudió francés en el Instituto del Estado y que, en ocasiones, compartió clases con Bruno Aguilar o con Fer-nando Calderón durante 1827 y 1828.

Aunque Sánchez Hidalgo no obtuvo título alguno, sus contemporá-neos lo describen como un hombre culto, afín a las ideas socialistas de Francisco Severo Maldonado y de Charles Fourier. Dio testimo-nio de su pensamiento político como legislador, gobernador interino y periodista.

El 31 de diciembre de 1834, Sánchez Hidalgo introdujo una pro-puesta en el Consejo Asesor de Representantes Departamentales (creado por Santa Anna en sustitución del Congreso), que plantea-ba la nacionalización completa de los bienes de la Iglesia. Los sa-

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cerdotes serían mantenidos por el Estado, quedando abolidos todos los impuestos y estipendios eclesiásticos como el diezmo, las obven-ciones, las primicias, etc.

Formó parte del Consejo de Representantes de los Departamentos, resultó electo para este cargo de acuerdo a los lineamientos estipu-lados en las Bases de Tacubaya; representó a Jalisco como propie-tario, tomó protesta el 5 de noviembre de 1841 y renunció el 5 de julio de 1842.

Se sabe, por una referencia de Luis Pérez Verdía, que fué elegido diputado de la legislatura que entró en funciones el 17 de noviembre de 1846 (Pérez Verdía, 1952: 417). A la par de su instalación, quedó también designado como gobernador interino Joaquín Angulo, a quien Sabás Sánchez cubrió en el cargo en septiembre de 1847, se-gún refiere Manuel Cambre (Cambre, 1969: 34).

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CORONEL JOSÉ GUADALUPE DIONISIO MONTENEGRO VIZCAÍNO

—1848—

José Guadalupe Dionisio Montenegro Vizcaíno nació en Sayula en 1799. Fue hijo del rico comerciante Diego Montenegro y Alarcón, y de su segunda esposa María Inés Guadalupe Vizcaíno, y medio her-mano del doctor Juan Antonio Montenegro, prócer ideológico de la Independencia de México.

Hizo estudios en Guadalajara y volvió a su pueblo, donde se dedicó al comercio. En 1818 abandonó el ramo y sentó plaza en el Ejército Realista, en el que combatió a Gordiano Guzmán, quien operaba al sur de la entidad y ponía en jaque a los realistas. Los vaivenes de la guerra acabaron hermanando en la lucha al realista y al insurgente; en efecto, Montenegro terminó combatiendo a lado de Gordiano y se unió al Plan de Iguala.

En 1841 se unió al pronunciamiento del Plan del Progreso, iniciado en Guadalajara por el general Mariano Paredes Arrillaga. Detrás

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del General estaban acaudalados comerciantes de la ciudad y po-líticos locales tanto de filiación centralista como federalista, que tenían el común propósito de derribar a Anastasio Bustamante. Montenegro combatió a favor de la insurrección de Paredes en el Estado de Veracruz.

Santa Anna, quien oportunamente asumió el liderazgo del levanta-miento, al que rebautizó como las Bases de Tacubaya, le arrebató la presidencia a Bustamante. Ya en el poder, el caudillo veracruzano premió los servicios de Montenegro nombrándolo, el 2 de marzo de 1842, coronel de Auxiliares de Caballería de Sonora.

En menos de cinco años estalló la guerra contra los norteameri-canos. El general Paredes salió de Jalisco con órdenes de reforzar el Ejército del Norte. El General tenía otros planes e intenciones. Concentró sus tropas en San Luis Potosí, sus efectivos no llegaban a los seis mil soldados, mal alimentados y peor armados; pretextando que el gobierno federal no le mandaba refuerzos ni suministro para enfrentar a los invasores estadounidenses, se pronunció contra el gobierno de José Joaquín Herrera. Movilizó su ejército, tomó la ca-pital y se hizo del poder. Ya sentado en la silla presidencial, Paredes puso en marcha su plan de instaurar en México una monarquía, convencido de que sólo un príncipe extranjero, de preferencia espa-ñol, pondría orden en el país.

Los enemigos del modelo monárquico se movilizaron en contra de Paredes, así, ocurrió que el 20 de mayo de 1846, un grupo de estos desafectos a los reyes comenzaron en Guadalajara un levantamiento. Lo encabezaban José Guadalupe Montenegro, José María Yáñez y José Guadalupe Perdigón Garay. Tras apresar al gobernador Antonio Escobedo, los sublevados lanzaron una proclama en la que exaltaban a la República, rechazaban la monarquía y refrendaban su intención de pelear contra los invasores.

Por haber contribuido a la caída de Paredes y de su proyecto, las

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autoridades republicanas del Gobierno de Jalisco recompensaron a Montenegro y a sus compañeros, declarándolos Beneméritos del Es-tado de Jalisco por decreto número 5 del Congreso, expedido el 22 de diciembre de 1846.

Montenegro contendió en los comicios extraordinarios de 1846 y re-sultó electo diputado al Congreso estatal. No pudo asumir su curul; la guerra contra los norteamericanos se lo impidió.

Al año siguiente volvió a contender por el mismo cargo y de nuevo ganó; además de un lugar en el Congreso, alcanzó la vicegubernatu-ra del Estado para el período que gobernó Joaquín Angulo, a quien suplió, interinamente, el 22 de abril 1848. Angulo reasumió el mando para volverlo a dejar, por motivos de enfermedad, el 1 de agosto; re-gresó a su despacho el 20 de noviembre. Durante este plazo, lo susti-tuyó nuevamente Montenegro (Pérez Verdía, 1952: 452).

Ocupó en varias ocasiones curules tanto en la Diputación local como en el Congreso de la Unión. En 1853, los conservadores lo aprehenden y lo llevan al Castillo de San Juan de Ulúa como prisionero. Es deste-rrado a los Estados Unidos; su incansable disposición para el comba-te lo impulsa a volver y adherirse al Plan de Ayutla y a la Reforma. Con el estallido de la Intervención Francesa, Montenegro organizó, de su propio peculio, un batallón: el Independencia. Tres de sus hijos mueren luchando en la defensa de la República.

Fue también jefe político del Primer Cantón, presidente de la Junta de Seguridad, socio de la Compañía Lancasteriana, regidor del Ayun-tamiento y administrador principal de Correos. Murió en Guadalaja-ra en 1885.

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LICENCIADO JESÚS LÓPEZ PORTILLO Y SERRANO —1852, 1862, 1865, 1866—

Jesús López Portillo y Serrano nació el 14 de agosto de 1818. Cursó los primeros grados escolares en el Seminario Conciliar. Estudió la carrera de Leyes en la Universidad de Guadalajara. Obtuvo su título profesional el 30 de marzo de 1846 y el Tribunal Supremo del Estado le entregó su certificado de ejercicio profesional al año siguiente.

Durante sus años de estudiante, López Portillo dio muestra de no-tables actitudes políticas desempeñando varios puestos en los dife-rentes niveles de la administración pública. En 1843 lo encontramos laborando como síndico del Ayuntamiento, después ocupó el cargo de regidor y al final el de alcalde.

La probidad y capacidad de López Portillo lo recomendaron a lo lar-go de su vida. Su credo era el liberal, mas sus convicciones políticas no le impidieron tener cabida en gobiernos federalistas, centralistas

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e incluso monárquicos. Distó de ser un político arribista o acomoda-ticio; como pocos entendió que el ejercicio del poder era una respon-sabilidad que demanda honestidad y desinterés, en el entendido de anteponer el bien común a lo propios intereses.

Siempre fiel a sus principios éticos, uno de los primeros cargos públi-cos que ejerció fue el de vicepresidente de la Junta Departamental, en 1843. Después, con el cambio de régimen de república centralista a federalista, López Portillo ocupará un nuevo cargo: el de jefe político del Primer Cantón de Guadalajara.

Su carrera política apenas comenzaba. Las puertas del Poder Le-gislativo también se le abrieron de par en par: comenzó como di-putado; después, el 10 de octubre de 1849 resultó electo senador por Jalisco y posteriormente ocupará una curul en el Congreso de la Unión. En su quehacer como legislador tuvo destacadas partici-paciones y logros, por ejemplo, ayudó en la redacción del proyecto de reforma a la instrucción pública, en que hizo mancuerna con otros destacados abogados jaliscienses como José Luis Pérez Verdía y Manuel López Cotilla.

De regreso en Jalisco y con apenas 33 años de edad, la facción libe-ral moderada, a la que pertenecía Joaquín Angulo, lo postuló para gobernador. Su compañero de fórmula, para vicegubernatura era el propio hermano de Angulo, Leonardo, quien, además de su paren-tesco con el gobernador poseía otras credenciales, de menor relevan-cia, que abonaban a su prestigio, como la de haber sido inspector de Guardia Nacional y diputado.

La dupla de los moderados se midió electoralmente con la radical, in-tegrada por Jesús Camarena y Gregorio Dávila. Camarena contendió por la primera magistratura del Estado y Dávila por la viceguberna-tura. Llama la atención que Dávila, el jefe de los liberales radicales o puros, contendiera contra el hermano del gobernador por el mis-mo puesto, dado que meses atrás, en un esfuerzo de conciliar a los

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dos grupos liberales, el propio Angulo lo integró a su gabinete con el nombramiento de secretario de Gobierno. Las elecciones dieron al traste con la momentánea unidad de las facciones liberales locales. El triunfo en los comicios al final fue para los moderados.

Como cuenta el historiador Luis Pérez Verdía, el 1 de marzo de 1852, Jesús López Portillo se convirtió en el sexto gobernador constitucio-nal de Jalisco. La prensa local no hacía más que desgranar elogios hacia el candidato triunfador creando grandes expectativas respecto a su forma de conducirse en el poder (1952: 461).

El gobernador supo estar a la altura de esta estima y respeto, y de su capacidad y compromiso dio testimonio durante el corto tiempo que le permitieron gobernar las futuras adversidades que aquejaron a Jalisco. En los primeros meses de su administración, logró establecer en Guadalajara un servicio de policía y seguridad; antes, los respon-sables de cuidar de las calles eran los serenos encargados del alum-brado y las rondas nocturnas. De igual forma, constituyó un cuerpo de bomberos y estableció el puesto de arquitecto de la ciudad, cuya función era planear y dirigir las obras públicas. Penalizó y persiguió la vagancia y los juegos de azar.

Mandó también empedrar muchas calles, colocar banquetas, pintar casas y estableció un servicio de recolección de basura operado por carros municipales. Estableció una exposición anual de manufactu-ras, productos agrícolas y de bellas artes. Durante su administración, se expidió una nueva ley de Hacienda más equitativa, que gravaba el peaje y los alambiques, y establecía además un impuesto sobre la riqueza pública.

Su administración también impulsó y apuntaló la educación pública y la cultura abriendo nuevas primarias y para adultos, financiando el periódico El Ensayo, órgano de la Falange de Estudios, y destinando recursos para abrir la biblioteca pública.En tan sólo tres meses, de mayo a julio, López Portillo logró resta-

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blecer la paz pública y se avizoraban signos de recuperación econó-mica y de efervescencia cultural; desafortunadamente, en el ámbito federal se pintaban nubarrones de futuras tormentas, cuyos primeros relámpagos retumbaron en Jalisco.

Teniendo que sortear la bancarrota del estado, el presidente Mariano Arista era acosado tanto por el Partido Conservador, que conspiraba para traer de regreso a Antonio López de Santa Anna, como por el Liberal radical que insistía desde las Cámaras para echar andar nue-vas reformas a la Constitución.

La insolvencia económica de su administración y las intrigas po-líticas llevaron al presidente a considerar la posibilidad de dar un golpe de Estado; es decir, de disolver las Cámaras de diputados y la de senadores. Antes de tomar una decisión consultó a Jesús López Portillo, quien le aconsejó no romper el orden constitucional. No imaginaba este último que dicho orden terminaría, al final, resque-brajándose y por una rebelión armada que detonaría en su propio estado.

En Jalisco, como en todo México, el dinero no abundaba; las finanzas públicas estaban siendo saneadas y los recursos se canalizaban a me-jorar la seguridad y la urbanidad; era significativa la desproporción entre lo recaudado y lo gastado por el gobierno. Como buen liberal, López Portillo distaba de ser el mejor amigo de los militares; cuando se vio en la necesidad de economizar, no dudó en disolver el batallón de guardia nacional que comandaba el coronel José María Blancarte. La medida procedió el 20 de mayo.

Enfurecido por el proceder del Gobernador, el Coronel lo confrontó y le exigió que pusiera orden en sus finanzas y que a la brevedad le entregara la suma de tres mil pesos que requería con urgencia. No es-taba López Portillo de ánimo para atender peticiones improcedentes o carentes de fundamento y le contestó con una negativa.

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Un incidente menor sirvió de pretexto para que Blancarte pasara de las palabras retadoras a la insubordinación y sedición. Celebraba el Coronel una fiesta en la casa de la famosa “Tuerta Ruperta”; los com-pañeros de juerga de Blancarte ocasionaron tal escándalo, a deshoras de la noche, que la policía tuvo que irrumpir en el establecimiento para poner orden. Cuando el agente de policía San León, ordenó ter-minar la reunión, Blancarte se amedrentó de tal forma que agredió al agente dejándolo maltrecho y lastimado.

Con su orgullo de militar herido, Blancarte esperó a que amanecie-ra para dar su siguiente paso. Reunió a los oficiales de su disuelto batallón, el Batallón 20 de Marzo, y otros parroquianos; con estos efectivos comenzó un motín urbano y enfiló rumbo a Palacio, de cuya guardia, compuesta por 100 hombres, sólo cinco permanecieron fieles al Gobierno y a las órdenes de Benigno Villegas, oficial al mando.

López Portillo no se encontraba en sus oficinas al momento del asal-to; se había retirado. Ya estaba por llegar a su domicilio en la calle del Seminario número 13. Tras ser informado de la defección del Coronel, se dio a la tarea de reagrupar a las fuerzas leales a su per-sona. Logró reunir en el Carmen apenas 30 soldados; en Zapopan contaban también con un pequeño contingente de militares federa-les, comandados por el general Rafael Vázquez, que no respondió con prontitud a su llamado.

Con tan pocos y dispersos efectivos, nada podía hacer el gobernador para sofocar la insurrección de Blancarte. Así que, antes de caer pri-sionero de los alzados, salió de la ciudad y reagrupó a su escasa tropa en Zapotlanejo. En dicha plaza, las autoridades de varios cantones del estado y departamentos de la capital tapatía cerraron filas con él. Este apoyo no era suficiente.

López Portillo avisó a Arista de la situación, esperando que le en-viara alguna ayuda. El presidente no anticipó la fuerza que cobraría el alzamiento, lo tomó como un problema local que no representaba

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ninguna amenaza o riesgo a su gobierno. Su falta de cálculo al sub-estimar aquel brote de insurrección le costaría la presidencia. Mien-tras tanto, en Guadalajara, la conducción y los fines del pronuncia-miento se le escapaban de las manos a Blancarte. Afines y desafines estaban interesados en capitalizar a su favor el pronunciamiento. Los primeros que se presentaron con el Coronel a darle clases de política fueron los liberales puros, a través de Gregorio Dávila, el ex candidato a la vicegubernatura y jefe de la facción radical. Político experimentado, y hombre de ideas y convicciones, Dávila supo po-sicionarse como el líder de los insurrectos y en una proclama, dada a conocer el 26 de julio, delineó y expuso el por qué se luchaba. Los conservadores no fueron simples observadores; igual que sus rivales ideológicos, intuyeron que la revuelta de cantina de Blancarte po-día ser el comienzo de un movimiento más grande y trascendente. Así que mandaron a uno de sus agentes, conocido por su filiación santanista, a arrebatarles las riendas de la revolución a los liberales radicales o puros.

Dávila hizo su jugada: rápida y al punto. Mandó a Contreras Mede-llín a negociar con Arista su reconocimiento, ante la federación, como jefe político de Jalisco. Ignoraba que Blancarte le era desleal y que por su cuenta negociaba con los conservadores el relanzamiento del pronunciamiento. Y así lo hizo, el 13 de septiembre, bautizado como Plan del Hospicio, en alusión al lugar donde fue suscrito (el Hospicio Cabañas); en esta nueva versión, el Coronel daba a conocer otros re-clamos y propósitos: de entrada, desconocía a Arista como presidente y llamaba a Santa Anna a coadyuvar en la defensa y sostenimiento de la federación.

Ostentándose como único jefe del pronunciamiento, Blancarte no fue recompensado como esperaría; igual que a Mariano Paredes, lo sacó de la jugada y le arrebató las riendas el general Santa Anna, quien gracias al Plan del Hospicio regresó a la presidencia, ahora bajo el patrocinio de los conservadores y la égida ideológica de Lucas Ala-mán. Al Coronel, casi como premio de consolación, lo ascendieron a

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General brigadier. Título que el ejército federal no le quiso reconocer y que prefirió regresar; no le aceptaron la devolución.

En peor situación se encontraba López Portillo. Calificado como ene-migo del régimen, Santa Anna lo desterró. Tres años deambuló por Europa; no de ocioso. Aprovechó su forzada estancia en el Viejo Con-tinente para actualizarse y perfeccionarse en los menesteres de su vieja profesión: el Derecho.

Regresó a México en marzo de 1856 casi a un año de que estallara la Guerra de Reforma. En estos meses ocupó varios puestos públicos. Primero fue designado miembro del Tribunal Supremo de Justicia del Estado y por último, en 1857, terminó de diputado del Congreso Constituyente de Jalisco.

Concluida la Guerra de Reforma con el triunfo de los liberales y la re-instalación de Juárez en la presidencia, López Portillo volvió a jugar un papel destacado en Jalisco. En diciembre de 1862 es nombrado secretario del Despacho del Supremo Gobierno del Estado y en dos ocasiones ocupó de forma interina la gubernatura de Jalisco.

En aquel año, Francia y México estaban en guerra. El entonces gobernador Pedro Ogazón levantó un ejército para servir en la de-fensa de la patria ante la amenaza de un invasor decidido en instau-rar en tierras mexicanas una monarquía presidida por un príncipe austriaco, el archiduque Fernando Maximiliano de Habsburgo. Ma-nuel Lozada, el caudillo nayarita, que luchaba por la emancipación del Séptimo Cantón, aprovechó la situación para romper los trata-dos de paz que suscribió con el Gobierno de Jalisco, los Tratados de Pochotitlán, y comenzó una nueva ofensiva. El general Ramón Corona, su eterno enemigo, le combatía sin mucho éxito y urgió a Ogazón a que le enviara refuerzos; no tuvo más remedio que desti-narles los soldados que tenía contemplados para ir a luchar contra los franceses.

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Las divisiones entre los altos mandos militares y las intrigas políticas asolaron el Gobierno de Jalisco en momentos en que el ejército fran-cés por fin tomaba Puebla y se apoderaba de la Ciudad de México el 10 de junio de 1863. Meses después, Guadalajara correría la misma suerte, el general Aquiles Bazaine entraría triunfante en la capital del Estado de Jalisco, el 6 de enero de 1864. El general francés orga-nizó un gobierno provisional; convocó a una junta de cien notables a la que sólo asistieron 31, quienes firmaron un acta de adhesión al Imperio, sin la presencia de Bazaine. Fue nombrado prefecto políti-co del Estado, el general Rómulo Díaz de la Vega, héroe en la lucha contra los estadounidenses y militar de convicciones conservadoras y monárquicas. Entró en funciones el 7 de enero y dejó el cargo en manos de Domingo Llamas, comerciante acaudalado, el 18 de agosto. Como lo refiere Pérez Verdía, el nuevo prefecto le obsequió al general francés Douay una recepción a la que asistió López Portillo junto con otros prominentes liberales moderados. La adhesión del político ja-lisciense al Imperio fue más allá de estos eventos sociales y pasó a co-laborar con Maximiliano más abiertamente en los siguientes meses.

Salvo raras excepciones, como la del general Miguel Negrete, los con-servadores respaldaron al Imperio. El patriotismo y las lealtades li-berales estaban más dividas o indefinidas: moderados, como López Portillo, dieron por perdida la guerra y al notar la afinidad de ideas que mostraba para con ellos el Emperador, muchos decidieron su-marse a su gobierno, ya fuera por invitación o iniciativa propia. En Jalisco, los liberales puros y los militares más republicanos, como An-tonio Rojas, se mantenían en pie de lucha.

Derrotados y escasos en hombres y armas, en noviembre de 1864, los últimos jefes republicanos de la región se reunieron en la Hacienda de Zacate Grullo, cerca de Autlán, con la intención de reagruparse y organizar una guerra de guerrillas. Rojas, Anacleto Herrera y Cairo, y Julio García pactaron luchar a muerte contra el invasor. Todo que-dó en la intención. Rojas cayó abatido por los soldados del general francés Berthelin, y Herrera y Cairo se rindió al enemigo.

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El 14 de diciembre, por órdenes del Ministerio de Gobernación, Do-mingo Llamas le entregó la prefectura al general Mariano Morett. Mientras tanto, en la capital, Maximiliano se daba a la tarea de re-configurar la geografía política de México para hacerla más acorde con su estatus de imperio. Transformó los antes estados en departa-mentos, 50 en total, y los agrupó en ocho grandes comisarías impe-riales. En su conversión a Departamento, Jalisco se vio muy reducido territorialmente. En compensación, Guadalajara ganó en rango al convertirse en la cabecera de la Cuarta comisaría. El 8 de mayo de 1865, Morett le entregó la prefectura a Jesús López Portillo y el 16 de septiembre ascendió a Comisario imperial.

El Imperio presentaba fisuras en todo los órdenes; la guerra no se ganaba, y Luis Napoleón III, el promotor e instaurador de facto del trono de Maximiliano, estaba siendo seriamente cuestionado por la opinión pública gala, por comprometer en una aventura en América al mejor ejército francés, teniendo una guerra contra Prusia casi a la puerta. El ejército expedicionario tendría que salir y pronto; y las fuerzas rebeldes y patrióticas, aún no eran derrotadas. Con esta presión encima, el Emperador radicalizó sus medidas de pacificación; el 3 de octubre de 1865, junto con sus ministros, expidió una ley que castigaría con toda severidad no sólo a los insurrectos, sino a todo aquel que se negara a colaborar con el Imperio.

Contra este marco legal chocó la integridad moral del Comisario im-perial. Las nuevas disposiciones judiciales obligaban a las autoridades a criminalizar la lucha patriótica; los rebeldes serían tratados como forajidos y sus bases sociales como reductos de la deslealtad. Uno de los republicanos indultados que era objeto de incisiva vigilancia, el general Antonio Neri, fue aprehendido e incomunicado, el 3 de julio de 1866, durante 50 días. El general Gutiérrez pretendía mandarlo a Yucatán en una cuerda de malhechores. López Portillo lo puso en libertad; su proceder los enemistó con el jefe de armas. Para evitar un conflicto mayor, Maximiliano mandó llamar al Comisario Imperial y lo incorporó a su Consejo (Pérez Verdía, 1952a: 330).

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Siendo parte del Consejo, votó a favor de la abdicación de Maximi-liano. Este gesto de patriotismo republicano de última hora de nada le valió cuando tuvo que rendir cuentas ante el recién restaurado gobierno juarista. No hubo perdón para López Portillo; tampoco una pena severa. Las autoridades lo tomaron prisionero y lo conde-naron a seis años de destierro; sentencia que le fue conmutada por su confinamiento en Guadalajara, donde ya apartado de la política se dedicó por completo a las actividades docentes y a las propias de su profesión, la abogacía. Falleció en su ciudad natal el 18 de sep-tiembre de 1901.

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LICENCIADO GREGORIO DÁVILA —1852; 1856; 1856-1857—

Nació en Ameca, el 12 de marzo de 1810. Estudió Literatura en el Se-minario Real y Tridentino del Señor San José. Ingresó posteriormen-te a la Escuela de Derecho, obteniendo el título el 31 de diciembre de 1829. Desempeñó varios empleos relacionados con su profesión.

El abrazar el liberalismo radical le acarreó persecuciones y enemis-tades. Avecindado en Colima, tuvo que salir huyendo de la loca-lidad, en el año de 1839, por el acoso del gobierno centralista. El propio Mariano Paredes Arrillaga, militar pro monárquico, lo puso en su lista de enemigos, y le ordenó al general Navarro que lo apre-hendiera. Tuvo que esconderse en Guadalajara. Del 1 de enero al 31 de diciembre de 1841 fue jefe político del Cabildo de la ciudad de Guadalajara. Cuatro años después, se ve nuevamente acosado por los centralistas y huye a Veracruz. Bajo esas circunstancias, apoya el restablecimiento de la Constitución de 1824.

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Dávila logró posicionarse en Jalisco como líder de la facción liberal pura o radical; su grupo político lo postuló como candidato a la gubernatura del Estado, para las elecciones de septiembre de 1847; en esas votaciones salió triunfador por el partido liberal moderado Joaquín Angulo (Pérez Verdía, 1952: 450).

Vendrían después los funestos años de la guerra México-estadou-nidense con sus fatales consecuencias para la nación mexicana; la firma de la paz le costó la pérdida de la mitad de su territorio, según lo estipulado en los Tratados de Guadalupe Hidalgo.

En el ámbito local, privaba la desunión y las pugnas facciosas. An-gulo intentó conciliar a los liberales invitando a Dávila a integrarse a su gabinete como secretario de Gobierno. El jefe de los liberales puros asumió su cargo el 30 de enero de 1850.

La contienda electoral que se aproximaba, para renovar los poderes locales, dio al traste con la conciliación entre las facciones liberales. Dávila y su grupo postularon en esta ocasión a Jesús Camarena para gobernador; y éste le acompañó en la contienda compitiendo por la vicegubernatura. Nuevamente el candidato de los moderados triunfa; ahora el ganador sería Jesús López Portillo.

Poco después, se le presentó al líder de los radicales la oportunidad de tomar revancha de estos dos reveses electorales. El instrumento de ésta fue el coronel José María Blancarte. Con la suspensión de pagos y disolución de su batallón, al Coronel le bastó un inciden-te de copas, verificado en el establecimiento de la “Tuerta Ruper-ta”, para pronunciarse contra el gobernador, Jesús López Portillo. Gregorio Dávila se le presentó a Blancarte para ofrecerle su guía ideológica. El que dos hombres de posturas doctrinarias opuestas, un militar clerical y un liberal puro, lograran entenderse y hacer causa común fue un logro de la sagacidad política de Dávila, quien convenció a Blancarte de nombrarlo gobernador provisional, como consta en el acta que el Coronel presentó a la guarnición que secun-

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daba el levantamiento, firmada el 26 de julio de 1852 (Pérez Verdía, 1952: 467).

Durante el último período de Santa Anna en el poder, Dávila es aprehendido y confinado en Veracruz. Tras el pronunciamiento del Plan de Ayutla asume la Secretaría de Gobierno de Guadalajara y luego es nombrado vocal del Consejo. Fue también gobernador sus-tituto del Estado del 4 de enero al 5 de febrero de 1856 y del 17 de diciembre de ese año al 8 de febrero de 1857.

Fue consejero del Estado, presidente del Supremo Tribunal de Jus-ticia, magistrado del Tribunal de Circuito y diputado al Congreso de la Unión. La muerte lo sorprendió en 1868, siendo magistrado.

Fue declarado Benemérito del Estado el 16 de enero de 1868, por decreto de Antonio Gómez Cuervo, y sepultado en el Panteón de Belén un día antes. Resultó significativo que a este incasable refor-mador lo homenajearan en su sepelio dos insignes liberales como los licenciados Antonio Pérez Verdía e Ignacio L. Vallarta; le despidie-ron con una oración fúnebre que el primero escribió y el segundo re-citó. No se conservan la tumba ni el lugar donde estuvo sepultado, no hay registros en el panteón.

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GENERAL JOSÉ MARÍA BLANCARTE —1852, 1858—

Nació en La Barca. Su verdadero nombre era José María González Zapata. De muy joven llegó a Guadalajara donde lo acogió como hijo Vicente Blancarte, fabricante de sombreros de lana, cuyo negocio se ubicaba en el barrio de San Juan de Dios.

De su protector adoptó el apellido con el que fue conocido; su juventud la pasó entre los obreros que trabajaban en la factoría de su padre adop-tivo, donde probablemente adquirió sus hábitos desordenados. Obtuvo el nombramiento de oficial de guardias cívicas de Guadalajara y siguió la carrera de las armas. Alcanzó el puesto de comandante del Cuerpo de Lanceros de Jalisco. Participó en la campaña militar de 1846 a 1847.

Durante la crisis económica que afectó las finanzas públicas de la administración de Jesús López Portillo, Blancarte estaba a cargo del Batallón 20 de Marzo, de guardia nacional, apostado en la ciudad de

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Guadalajara, cuyo sostenimiento, dadas las circunstancias, resultaba gravoso para las arcas públicas. El gobernador disolvió el batallón, el 20 de mayo de 1850, a pesar de la renuencia del Coronel, quien le in-crepó por su decisión, exigiéndole que pusiera orden en sus finanzas.

Del trato ríspido y las increpaciones, pasaron a las hostilidades por un acontecimiento menor. Con sus hombres, Blancarte se encontraba de fiesta en el establecimiento de la “Tuerta Ruperta”. Hicieron tal alboroto en su jolgorio, a deshoras de la noche, que los gendarmes allanaron el lugar y reprendieron al Coronel y a sus compañeros de juerga. El agente de policía, San León le indicó a Blancarte que diera termino a la reunión; le supo mal al Coronel que un simple gendarme le diera órdenes y le hizo pagar la falta de no respetar las jerarquías militares a puñetazos. Allí quedó San León, tendido en el suelo y maltrecho. Con el disgusto se le detonó la bravura y la osadía a Blan-carte; en cuanto amaneció comenzó un motín al que primero se su-maron sus subordinados, los efectivos del batallón, y luego una turba de vecinos. Con este contingente enfiló rumbo a Palacio de Gobierno, donde una guardia de 100 hombres, más que cerrarle el paso se le unió. Sólo cinco siguieron a su oficial al mando, Benigno Villegas.

En el momento de la toma de Palacio, el gobernador se dirigía a su domicilio. Una vez enterado, reunió los pocos soldados y gendarmes que le eran leales, apenas 30, a los que habría que sumar un pequeño contingente federal situado en Zapopan. No pudiendo defenderse con tan pocos efectivos, abandonó la ciudad y le informó al presidente Mariano Arista sobre la insurrección; Arista no le dio importancia al asunto y esperó a que el gobernador lo solucionara sin darle ningún apoyo.

En cambio, a Blancarte no le faltaron nuevos amigos, como Gregorio Dávila, el líder de los liberales puros de la localidad. El ex candidato a la vicegubernatura le arrebató el mando político del movimiento y lo tiñó ideológicamente con sus principios. El Coronel era sólo un militar sin más convicciones que el celo por el uniforme y su aprecio

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a las sotanas. De la pluma de Dávila salió el manifiesto que dieron a conocer el 26 de julio. Pronto tocaron a la puerta del Coronel los conservadores. Con los discípulos de Lucas Alamán tenía más afini-dades políticas y sin problema se entendió con su enviado. Fue así que sorpresivamente rompió con Dávila y el 13 de septiembre, con la asesoría de los conservadores, lanzó un nuevo pronunciamiento en el Hospicio Cabañas, de cuyo lugar adoptó el nombre: El Plan del Hospicio. En éste desconocía a Arista como presidente y llamaba a Santa Anna a salvar a la federación. Y de Colombia se lo trajeron los conservadores, después de que su agente, Antonio Haro Tamariz le entregara una carta de Alamán en la que le exponía sobre qué pilares ideológicos descansaría su gobierno.

Santa Anna regresó al poder y a Blancarte sólo le extendió el grado de general brigadier, cargo que no fue reconocido por el ejército fe-deral. Éste intentó regresarlo, sin embargo tampoco le aceptaron la devolución.

Fue gobernador y comandante general del Estado de Jalisco del 13 de septiembre al 20 de octubre de 1852. El 19 de septiembre de 1852 declaró mediante decreto a Jalisco en estado de sitio; estipuló la per-manencia del Poder Judicial y ordenó la sujeción de las autoridades políticas y municipales a los militares. En 1855 respaldó el Plan de Ayutla. Tiempo después asumió la jefatura militar de Baja Califor-nia. Fue procesado en 1857 por abandonar dicha zona e intentar una subversión. El gobernador de Jalisco, Anastasio Parrodi, lo mandó aprehender y lo envió a la Ciudad de México. En enero de 1858, el general Félix Zuloaga incorporó a Blancarte a las fuerzas comandadas por Miguel Miramón que iban a tomar Jalisco. Al ocupar Guadalajara, Blancarte quedó como jefe militar y se distinguió durante el asedio de Santos Degollado, en septiembre de 1858.

Su segundo gobierno lo ejerció del 24 de septiembre al 24 de octubre de 1858. Cuando los liberales recuperaron Guadalajara, el 28 de octubre, Blancarte es asesinado en su casa por el guerrillero Antonio Rojas.

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GENERAL JOSÉ MARÍA YÁÑEZ CARRILLO —1852-1853—

Nació en la Ciudad de México. Fue soldado del Quinto Batallón y se unió al Ejército Trigarante en 1821. Dos años después se adhirió al Plan de Casa Mata que derrocó a Iturbide. Estuvo en Tabasco y en 1828 combatió la expedición española de Isidro Barradas. Apo-yó la sublevación liberal de 1832 a 1833 que llevó a Antonio López de Santa Anna por primera vez a la presidencia.

En 1838 participó en la Guerra de los Pasteles. En 1846 intervino en la sublevación federalista de José Mariano Salas, que derrocó al gobierno de Mariano Paredes y Arrillaga, por lo que en 1847, la legislatura jalisciense lo declaró Benemérito del Estado. En sep-tiembre, desalojó a las fuerzas estadounidenses del puerto de San Blas y a principios de 1848 luchó contra los invasores en Sinaloa y Zacatecas. En 1852 se adhirió al Plan del Hospicio, que llevó de nueva cuenta a Santa Anna al poder.

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José María Blancarte, el militar que inició este levantamiento en Guadalajara, lo designó gobernador y comandante general de Ja-lisco, el 20 de octubre de 1852. El 10 de junio de 1853 dejó el cargo (Cambre, 1969: 38).

Fue gobernador y comandante militar de Sinaloa y Sonora en 1854; y secretario de Guerra y Marina de Comonfort, del 6 al 29 de abril de 1856. En 1857 fue nombrado nuevamente gobernador de Sinaloa, pero el Congreso le impidió tomar posesión. Se levantó en armas en diciembre de ese año; derrocó al gobierno liberal y se encargó del gobierno sinaloense del 4 de enero al 24 de abril de 1858. Militó en las filas conservadoras durante la Guerra de los Tres Años. En 1862 se alistó para combatir la Intervención France-sa, pero más tarde reconoció al Imperio y gobernó el Departamen-to de Guanajuato del 13 de diciembre de 1863 al 22 de septiembre de 1864. Al triunfo de la República fue juzgado y condenado a prisión. Quedó en libertad en 1872 y se le concedió una pensión vitalicia. Muere en la Ciudad de México.

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JOSÉ PALOMAR RUEDA —1853—

Nació el 19 de septiembre de 1807 en la Hacienda Santa María, del municipio de Magdalena. Desde muy joven radicó en Guadalajara y prosperó como comerciante. Hombre industrioso y filántropo, se de-dicó a socorrer a los pobres. Contrajo matrimonio en tres ocasiones, quedando en cada una de ellas viudo. Sus dos primeras esposas le dieron 13 hijos. Fue de una gran visión empresarial.

Al inicio de la década de los cuarenta del siglo XIX, fundó la fábrica de hilados y tejidos de Atemajac y la papelera de El Batán. Colabo-ró en el establecimiento de la compañía Telegráfica de Jalisco; tomó parte en la fundación del Monte de Piedad, de la Escuela de Artes y de la Junta de Caridad de San Felipe. A él se le atribuye la fundación de la primera escuela rural de Jalisco, en su Hacienda La Cofradía, que instaló para la educación de sus trabajadores.

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Afiliado al grupo moderado y católico, representó a Jalisco en el año de 1851, ante el Congreso de la Unión. Fue gobernador interino de este estado del 10 de junio al 16 de julio de 1853 (Pérez Verdía, 1952: 483).

Como gobernante tuvo una actuación destacada y valiente. Palomar recibió la orden del dictador Santa Anna de desterrar a dos jaliscien-ses: “El destierro es una pena gravísima, y yo no podría imponerla sin estar debidamente justificada”. Antes de dar cumplimiento a la orden, prefirió renunciar al cargo. Murió el 16 de noviembre de 1873.

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GENERAL JOSÉ MARÍA ORTEGA —1853-1855—

Nació en la Ciudad de México. Sirvió en el Regimiento de Dragones de España. Luchó contra los insurgentes durante diez años, pero en 1821 se une al Ejército Trigarante, al mando de la artillería de la Di-visión del general Anastasio Bustamante y en 1822 es nombrado V comandante de las Provincias internas.

En 1830 fue designado jefe de la Brigada de Artillería del Sur, dirigi-da por el general Nicolás Bravo. En 1836 y 1837 tuvo a su mando la artillería del Fuerte del Álamo, en Texas, donde combatió a los fili-busteros de los EE.UU. y a los colonos texanos rebeldes. Se le encar-gó, por orden de Santa Anna, la destrucción de ese fuerte al retirarse. Alcanzó el grado de general de brigada desde 1841.

Fue comandante general de Nuevo León de 1844 a 1846, y de San Luis Potosí en 1847. Luchó contra las fuerzas invasoras de EE.UU.

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Años después, en 1853, lo enviaron a Jalisco en calidad de comandan-te general y finalmente quedó también como gobernador del Estado. Asumió la gubernatura el 17 de julio de 1853, en sustitución del acau-dalado empresario José Palomar. Fiel partidario de Santa Anna, le declaró su lealtad junto con la de varios prominentes conservadores del estado y dejó como testimonio un acta expedida por la guarnición en la que él y sus correligionarios estamparon sus firmas. Las desme-didas e injustificadas cargas tributarias volcaron la opinión pública en contra de la dictadura; surgieron brotes de insurrección en sur del país liderados por Ignacio Comonfort y Juan Álvarez, cuyo epicentro o zona fuerte eran los estados de Guerrero y Michoacán. Comenzaba una nueva revolución intitulada el Plan de Ayutla.

En Jalisco, la administración de Ortega acató la disposición federal de emprender el reclutamiento involuntario o leva. Santa Anna ne-cesitaba más soldados para su ejército, sin él su régimen carecía de fuerza política y prestigio moral para sostenerse.

Ortega dejó el cargo cuando los revolucionarios, que secundaban en Jalisco el Plan de Ayutla, sufrían serios reveses. Impuso un préstamo forzoso a la ciudad de Guadalajara por 45 mil pesos y el día 13 de febrero de 1855 le entregó la gubernatura a José de la Parra, quien duró en el cargo escasos días. Lo sustituyó, el 3 marzo, el general José Gamboa, recién nombrado gobernador y comandante Militar. Retirado de la milicia, Ortega muere en la Ciudad de México (Pérez Verdía, 1952: 494).

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GENERAL MANUEL GAMBOA —1855—

Nació en la Ciudad de México. Egresó del Colegio Militar para incorporarse al ejército en 1833, con el grado de subteniente de ingenieros. Asumió la gubernatura y la comandancia general del Estado de Jalisco el 3 marzo de 1855; recibió el cargo del general José de la Parra, quien permaneció en el puesto unos pocos días. En el estado, los militares malograban contener el avance de la revolución de Ayutla.

En el mes de julio, el ejército de Comonfort cruza la frontera con Michoacán y se presenta a las afueras de Zapotlán, ciudad sitiada por el llamado “Héroe de la derrotas”, el general Santos Degollado, a la postre gobernador de Jalisco. El 22, las fuerzas rebeldes asaltan la plaza; gracias al valor y determinación de Comonfort destruyen a quienes la defendían, 800 soldados de línea, comandados por el gene-ral santanista Plutarco Cabrera.

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Las tropas liberales enfilaron a Colima; el día 29 la plaza capitula y regresan a Zapotlán, donde el futuro presidente dispuso a sus hom-bres para tomar Guadalajara. Gamboa también se preparaba para la batalla por la capital de Jalisco. Fortificó la ciudad y el propio mi-nistro de Guerra de Santa Anna, el general Santiago Blanco le pasó revista a la guarnición de 800 hombres y cuatro piezas de artillería, a la que se sumó, el 13 de agosto, la Brigada Márquez, conformada por mil 850 soldados y seis piezas de artillería. Los preparativos de Gamboa resultaron infructuosos; la batalla la perdió sin disparar una sola bala, por la decisión de Santa Anna de capitular.

La rebelión no tenía la fuerza para vencer al bien equipado ejérci-to del Dictador, sus generales no habían defeccionado, sin embargo, aquel no era un levantamiento más, instigado por militares inconfor-mes o políticos resentidos, Santa Anna enfrentaba una verdadera re-belión popular; es decir, animada por el pueblo inconforme y harto de la opresión y las injusticias del régimen. Así que se marchó, sin más solemnidad o drama; lo hizo en silencio, sin dar aviso, simplemente abandonó la Ciudad de México el 9 de agosto y se dirigió a Veracruz. El día 13 la guarnición capitalina abrazó el Plan de Ayutla, mas el partido conservador, en un golpe de mano, convence al general Ró-mulo Díaz de la Vega, jefe de la guarnición, de formar un gobierno provisional bajo su patrocinio.

El 15, tras secundar el pronunciamiento de Díaz de la Vega, Blanco salió de Guadalajara al frente de la Brigada Márquez con rumbo a la capital. Gamboa envainaba la espada, le dijo a José Silverio Núñez y al resto de los oficiales de la comandancia que quedaban francos para tomar el rumbo que les placiera. Envió después al canónigo Juan José Caserta a negociar con Comonfort la capitulación de la ciudad. Lo recibió en Santa Ana Acatlán y el 22 de agosto de 1855 ingresó en Guadalajara. Concluía así el breve mandato del general Gamboa (Pérez Verdía, 1952: 496).

En 1856, al triunfo del Plan de Ayutla, estuvo confinado en Puebla.

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Sirvió a Miguel Miramón y Félix Zuloaga durante la Guerra de los Tres Años o Guerra de Reforma. Rehabilitado en su grado militar en 1861, operó en Michoacán.

Colaboró con el imperio de Fernando Maximiliano en 1864. El 25 de junio de 1865, fue nombrado comisario Imperial de la 8° División Territorial; residió en el Puerto de Guaymas hasta 1866. Formó par-te del Consejo Supremo de Guerra y de la Orden de Guadalupe. Fue encarcelado al triunfo de los republicanos. Beneficiado por la amnis-tía decretada por el gobierno a favor de mexicanos que colaboraron con el Imperio, logra su liberación y pasa a laborar en el Ferrocarril Mexicano. Se desconoce la fecha de su muerte.

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GENERAL JOSÉ IGNACIO GREGORIO COMONFORT DE LOS RÍOS

—1855—

José Ignacio Comonfort nació en Amozoc, Puebla. De padre francés, estudió sus primeras letras en la capital poblana. No terminó la ca-rrera de Derecho, que cursaba en el Colegio Carolino, hoy Universi-dad Autónoma de Puebla. Comenzó su carrera militar uniéndose al ejército de Santa Anna cuando el caudillo veracruzano combatía al régimen de Anastasio Bustamante. Luchó contra la invasión esta-dounidense en 1847. Antes fue diputado en el Congreso de la Unión en dos ocasiones: en 1842 y en 1846, y volvió a ocupar en él una curul a finales de la guerra en 1848. Luego resultó electo senador y finalmente trabajó como administrador de la Aduana de Acapulco en 1854, cargo del que fue despedido por Santa Anna.

El 1 de marzo, el coronel Florencio Villareal haciendo eco del ma-lestar popular generado por el despotismo del régimen santanista, proclama el Plan de Ayutla. Al pronunciamiento se sumarán Juan

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Álvarez y el propio Comonfort. El Plan fue reformado en Acapulco el 11 de marzo. El presidente en persona se desplazó al teatro de las hostilidades a comandar a las tropas destinadas a sofocar la insu-rrección. Venciendo a las guerrillas de Álvarez, llegó hasta Acapulco, donde topó con la férrea resistencia del general Comonfort. Ganaba una importante batalla; la revolución era frenada y atrincherada en las regiones del sur, en Michoacán y Guerrero. Las harapientas, en-fermas y famélicas milicias de Álvarez necesitaban armas para lu-char contra el ejército de Santa Anna, el cual, por el contrario, lucía marcial y gallardo, más que listo para el combate. En busca de per-trechos de guerra salió Comonfort con rumbo a los Estados Unidos. Regresó a Acapulco el 7 de diciembre de 1854 con algunos recursos; viajando después a Michoacán con el rango de general en jefe de las tropas del Estado. De ahí se trasladó a Jalisco para reforzar al general Santos Degollado que batallaba en su intención de tomar Zapotlán, plaza defendida por el General Plutarco Cabrera con 800 hombres y unas pocas piezas de artillería. El 22 de julio 1855, al despuntar las mañana, Comonfort dio la orden de asalto; sus oficiales y tropas son contenidos por el enemigo. Para dar valor en sus filas, comandó en persona la ofensiva logrando vencer las defensas enemigas y tomar finalmente la plaza.

La salida de Santa Anna del poder le abrió las puertas de Guadalaja-ra; el gobernador Gamboa la rindió pacíficamente: envió al canónigo Juan José Caserta a negociar los términos de la entrega de la plaza con el General en Jefe, quien se encontraba a la espera en Santa Ana Acatlán. De allí partió a la capital de Jalisco por cuyas calles desfiló triunfante, en medio del clamor popular, el 22 de agosto de 1855. Asumió el mando político y militar del Estado; conformó un Consejo de cinco miembros encargado de nombrar al gobernador provisio-nal; la designación recayó sobre Santos Degollado: el general entró en funciones el 31 de agosto (Pérez Verdía, 1952: 496).

Concluidos sus asuntos en Jalisco, movilizó a su ejército a Colima. Tras el triunfo de la Revolución se hizo cargo del Ministerio de Gue-

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rra, en el gabinete de Juan Álvarez, a quien sustituyó en la presiden-cia. Durante su primera estancia en ese puesto sofocó varias revueltas y promulgó la Ley de Desamortización de Bienes de Manos Muertas.El 1 de diciembre de 1857, se convirtió en Presidente Constitucional. El día 11 anunció su adhesión al Plan de Tacubaya y disolvió el Con-greso. Con esta acción desconocía también la Constitución aprobada en febrero de ese año. En enero de 1858, repudiado por los liberales y abandonado por los conservadores, partió hacia los Estados Unidos. En 1863, aceptó el ofrecimiento de Benito Juárez de incorporarse a la lucha contra los invasores franceses y muere en combate.

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GENERAL JOSÉ NEMESIO FRANCISCO DEGOLLADO SÁNCHEZ (General José Santos Degollado)

–1855-1856–

Nació en Guanajuato, capital. Fue hijo de Francisco Degollado y Mariana Sánchez. El gobierno virreinal despojó a su familia de sus bienes, como represalia a la militancia insurgente de su padre. Este hecho le condenó a una infancia de pobreza y privaciones. Un tío vio por él y le ayudó a trasladarse a la Ciudad de México, donde fue interno del Colegio Militar.

En octubre de 1828, se domicilió en Morelia. En esta ciudad consiguió trabajo como escribiente del notario Valdovinos. Este mismo oficio lo desempeño durante veinte años en la Haceduría de la Catedral.

Estudiante autodidacta, se daba el tiempo para leer y aprender idio-mas. A través de sus lecturas, forjó su pensamiento político. Hombre de contraste: profesó una profunda y devota fe, pero simpatizó abier-ta y militantemente con las ideas liberales y con el modelo federalista.

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Su credo político y la defensa de sus ideales le granjearon, desde muy joven, persecución y cárcel. En 1839, participa en un levan-tamiento armado; en estas andanzas conoce a Melchor Ocampo, prócer de la Reforma, quien lo invitó a colaborar en el gobierno de Michoacán. En 1846 lo nombró secretario de la Junta Subdirectora de Estudios de Michoacán y presidente de la Junta Directiva de Fomento de Artesanos.

Su carrera política iba en ascenso: Ocampo lo asignó a la secretaría Colegio de San Nicolás y llegó a ser gobernador de Michoacán. Fiel a sus ideas, luchó contra Santa Anna. En su carrera militar pasó de soldado raso hasta alcanzar el grado de general.

Se sumó a la Revolución de Ayutla. Combatiendo contra el ejército santanista lo encontró Ignacio Comonfort, quien unió fuerzas con él para atacar el poblado de Zapotlán. El 22 de julio 1855 toman por asalto la plaza. Al mes siguiente marchan hacia Guadalajara; sema-nas antes, la ciudad había sido rendida por el gobernador, el general Manuel Gamboa, a Comonfort, tras dimisión de Santa Anna.

El 22 de agosto los revolucionarios son dueños de la Capital tapatía. El general en jefe asumió las funciones ejecutivas y conforma un consejo que eligió como gobernador provisional a Santos Degollado. Su administración arrancó el 31 de agosto de 1855 (Pérez Verdía, 1952b: 496).

Ya en funciones, atendió rubros del quehacer gubernamental desa-tendidos, como el de la Educación pública. Restableció el Instituto (que hacía las veces de Universidad), dispuso la creación de escuelas de primeras letras distribuidas en los ocho cantones del estado y eti-quetó una partida del presupuesto estatal para su sostenimiento.

En materia legislativa, durante su gobierno se expidió un Plan Ge-neral de Hacienda Pública, y una ley de imprenta, respetuosa de la moralidad y la libertad.

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El problema más grave que sobrellevó y que al final le costó la gu-bernatura fue el pronunciamiento armado, promovido por la casa Barron y Forbes. Los señores Guillermo Forbes y Eustaquio Barron fueron diplomáticos y prósperos empresarios ingleses dedicados a la importación y al contrabando de mercancías vía marítima. Avecin-dados en el Séptimo Cantón de Jalisco (el hoy Estado de Nayarit), controlaban el comercio del puerto de San Blas. El rostro externo del pronunciamiento era Ángel Benítez, comandante del Batallón Libres de Jalisco, quien lanzó la proclama el 13 de diciembre de 1855.

Benítez no pasaba de ser un empleado con cargo público a las órdenes de la casa Barron y Forbes. Otro, al poco tiempo, hará su trabajo y mejor, aunque calificó más ante la historia con un aliado de esta casa, pues poseía su propia agenda política: este hombre fue Manuel Loza-da, “El Tigre de Alica”, némesis de general Ramón Corona.

Más que sedición, en Tepic reinaba la agitación social. Degollado de-cide ir en persona a poner orden. Su sola presencia bastó para que Benítez huyera. El Ayuntamiento de la ciudad le pidió al gobernador que expulsara a los empresarios acusándolos de ser los instigadores del pronunciamiento.

El señor Barron ostentaba el cargo de cónsul de su Majestad Bri-tánica; con esta credencial obtuvo el amparo del embajador inglés, Letteson y reclutó también la protección del capitán del buque de bandera británica, President, quien desde el puerto mandó una nota intimidatoria a Degollado. El gobernador no respondió a este despro-pósito. Sus verdaderos problemas se fraguaban en la Ciudad de Méxi-co, donde el embajador ingles obligó al propio presidente, Ignacio Co-monfort, a suscribir un arreglo que implicaba restituir como cónsul a Barron, pagarle una indemnización y llevar a juicio a Degollado.

El “Héroe de las derrotas” era diputado por el Congreso de la Unión; de allí que la acusación de Barron fue turnada a la sección del gran jurado y a la Cámara. De propia voz expuso y defendió su caso, y

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lo hizo con tal elocuencia e inteligencia que las instancias ante las que compadecían lo exculparon de todos los cargos, el 16 de febrero de 1857.

Tras regresar de Tepic, el gobernador asumió de nuevo su puesto el 4 de enero de 1856; se ocupó de encauzar un proyecto por el que es recordado en Guadalajara, pues agregó al rostro arquitectónico de la ciudad uno de sus edificios distintivos: el Teatro Degollado. La obra le fue encomendada al arquitecto Jacobo Gálvez y para cos-tearla se le autorizó al municipio la venta de ejidos que no tuvieran un uso público.

Como lo acordaron y firmaron los jefes de la revolución de Ayutla, el general debía hacer entrega de la gubernatura al presidente del Consejo, que asumió el mando político, tras la salida del estado de las autoridades santanistas. El presidente era Joaquín Angulo; libe-ral moderado sumamente impopular entre los radicales. Dado que el estatuto aprobado facultaba a los miembros del Consejo a elegir a un gobernador sustituto en ausencia del presidente, Degollado aprove-chó la circunstancias y la coyuntura legal para entregarle la guber-natura, el 30 de mayo de 1856, a Ignacio Herrera y Cairo, un liberal radical y afín a su postura política.

El 27 de marzo de 1858, Benito Juárez lo nombró ministro de Guerra y Marina, y general en jefe del Ejército Federal y en 1860 Ministro de Relaciones. Se dedicó a preparar soldados improvisados para conver-tirlos en vencedores.

En 1861, al ser asesinado Ocampo, pidió Degollado su reincorpora-ción al ejército, lo cual se le concedió. Combatiendo a los conserva-dores marchó al frente de una columna y, en el Monte de las Cruces, trabó combate con las fuerzas de Leonardo Márquez. Cayó prisionero en una emboscada el 15 de junio de 1861 y murió a manos de sus ene-migos en Llanos de Salazar, Estado de México. Enterrado en Huix-quilucan, sus restos fueron exhumados el 5 de julio de 1862.

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El Congreso aprobó el decreto número 26 declarando Benemérito del Estado a Santos Degollado, disponiendo que se colocara su retrato en el Salón de Sesiones del Congreso. El teatro que por su iniciativa se mandó construir en Guadalajara llevaba en su honor el nombre de Teatro Degollado y se inscribió con letras de metal sobre la entrada principal del pórtico al terminarse la obra.

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MÉDICO IGNACIO HERRERA Y CAIRO —1856—

Nació en Guadalajara, donde hizo todos sus estudios: desde la edu-cación básica en el Seminario hasta la profesional en la Escuela de Medicina. A la edad de dieciocho años empezó la carrera de la que se recibió en 1845, al obtener su título de Médico Cirujano. Impartió clases en la Facultad de Medicina de Guadalajara. Tenía la mejor clientela de la ciudad y se destacaba por sus ideas de avanzada.

El pensamiento liberal que defendía no era bien visto en su tiempo: se inclinó por el Federalismo y por la libertad de cultos. Estuvo en pugna con el comandante militar general José Guadalupe Montenegro.

Herrera y Cairo fue gobernador sustituto del Estado de Jalisco del 30 de mayo al 30 de julio de 1856. Como lo dictaban los estatutos, el sucesor legal y legítimo del anterior gobernador, Santos Degollado, era Joaquín Angulo, en su calidad de presidente del Consejo.

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Degollado y Angulo militaban en bandos políticos antagónicos: el primero pertenecía a la facción liberal radical; el segundo encabezaba a los moderados en Jalisco. Degollado aprovechó la ausencia de su rival y sucesor, nombrando gobernador sustituto a Herrera y Cairo. El gobernador sustituto se negó a entregar el cargo a su legítimo de-tentador, el señor Angulo, argumentado que la presencia de éste en el estado desencadenaría agitaciones y revueltas, dada su impopulari-dad entre los radicales (Pérez Verdía, 1952: 512).

El comandante militar del Estado, José Guadalupe Montenegro, re-cibió órdenes del ministro de Guerra de hacer cumplir la entrega de la gubernatura; si no se acataba la disposición, él debería asumir el cargo. El 22 de julio, Herrera y Cairo mandó arrestar al comandan-te militar, obligándolo a retirarse a la ciudad de León. El presiden-te Ignacio Comonfort envió tropas a Jalisco, al mando del general Anastasio Parrodi, para restablecer el orden. El general negoció y logró remplazar, interinamente, en la gubernatura a Herrera y Cairo (Pérez Verdía, 1952: 516).

Entre las pocas acciones de gobierno que logró concretar en su breve e inestable administración, Herrera y Cairo expidió un decreto que prohibía la venta de bienes eclesiásticos.

Decepcionado de la política por la intromisión del Gobierno Federal en los asuntos internos del Estado, se retiró a la vida privada; dedi-cándose a la agricultura en su Hacienda De la Providencia y ejercien-do su profesión gratuitamente en Ahualulco y pueblos vecinos.

Por intrigas del Doctor Liceaga, enemigo de Herrera e íntimo de los conservadores, fue acusado de poseer armas en su hacienda. El gene-ral Casanova mandó una columna de hombres al mando del coronel Manuel Pliego, del batallón activo de Toluca, y el 20 de mayo a las dos de la tarde entró a Ahualulco. Pliego fusiló, el 21 de mayo de 1858, a Herrera y Cairo en la plaza principal.

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CAPÍTULO II

Gobernadores de la Guerra de Reformahasta finales de la Segunda República

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GENERAL ANASTASIO PARRODI —1857-1858; 1858—

Nació en La Habana, Cuba. De muy joven, viajó a México y se en-listó en el ejército. Fue Comandante General de Tamaulipas en 1846, cuando el presidente Antonio López de Santa Anna le ordenó eva-cuar la plaza ante el hostigamiento de las tropas estadounidenses. En 1847 participó en la Batalla de Padierna donde resultó herido.

Se unió al Plan de Ayutla en 1854. Combatió la sublevación de Luis G. Osollo en San Luis Potosí en 1856. Fue gobernador y comandante general de Coahuila; asumió también estos puestos en Jalisco del 30 de julio al 16 de diciembre de 1856. Asumió el cargo remplazando a Herrera y Cairo, quien a su vez lo había obtenido por designación de Santos Degollado, su antecesor. Herrera y Cairo estaba obligado, legalmente, a entregar el cargo a Joaquín Angulo. Se negó a hacerlo. Encomendado por el presidente Ignacio Comonfort, Parrodi negoció la salida de Herrera y Cairo y lo sustituyó como mandatario.

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En su segundo período, Parrodi gobernó del 2 de marzo de 1857 al 18 de enero de 1858. Dejó el cargo tras el pronunciamiento de Tacubaya que detonó la Guerra de Reforma. Se opuso al pronunciamiento y formó una coalición de estados para defender el orden constitucional conformado por Colima, Aguascalientes, Zacatecas, Guanajuato, Mi-choacán, Querétaro, Guerrero y Veracruz (Pérez Verdía, 1952: 531).

La coalición puso al frente de sus ejércitos al general Parrodi, quien a su vez depositó la gubernatura en Jesús Leandro Camarena, para irse a combatir a los alzados. El 10 de marzo de 1858, fue derrotado en Salamanca por las tropas de Miguel Miramón y unos días más tarde, entregó Guadalajara a los conservadores.

Terminada la Guerra de los Tres Años, asumió la gubernatura del Distrito Federal del 8 de enero al 23 de abril de 1862 y del 1 al 21 de mayo de 1862. Más tarde reconoció el gobierno de Maximiliano de Habsburgo, aunque sin ocupar ningún cargo. Muere en la Ciudad de México.

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LICENCIADO JESÚS LEANDRO CAMARENA —1858-1879—

Nació el 21 de julio de 1801 en Arandas. Estudió las primeras letras en su pueblo natal y, bajo la protección de su tío Juan Camarena, se trasladó a Guadalajara, por ser la sede del único establecimiento de enseñanza superior que existía en la región en aquellos entonces. Pos-teriormente se inscribió en la Escuela de Jurisprudencia. Al terminar su carrera obtuvo el título de abogado, el 3 de marzo de 1828.

En 1846 fue electo diputado al Congreso de la Unión, y por esas fe-chas contrajo matrimonio con Isabel Gómez. Diez años después, nue-vamente alcanzó una Diputación formando parte de la legislatura del Congreso Constituyente. Intentó renunciar a su curul para aten-der sus negocios de minas en Unión de Tula; pero no procedió, por ser un cargo de elección popular. Fue miembro de la Comisión para la Ley de portación de armas e intervino en el tortuoso proceso seguido contra la compañía Barron y Forbes.

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A comienzos de la Guerra de Reforma, Anastasio Parrodi lo dejó de gobernador sustituto, en su propósito de ponerse al frente de una coa-lición de estados que combatiría el pronunciamiento armado de los conservadores en contra de la Constitución de 1857. La nueva Carta Magna recogía anteriores leyes como Ley Lerdo y Ley Juárez que atentaban contra los intereses y privilegios de la Iglesia y el Ejército; ambas instituciones defendidas y representadas por el Partido Con-servador.

El entonces presidente, Ignacio Comonfort, liberal de la línea mode-rada, fue persuadido por su compañero de partido, el escritor Manuel Payno, de entrevistarse con el general conservador, Félix Zuloaga. El general lo exhortó a desconocer la Constitución y lo invitó a en-cabezar un golpe de Estado cuya demanda sería la disolución de las Cámaras y conformación de un nuevo Congreso Constituyente.

De principio Comonfort aceptó conspirar para revertir el orden cons-titucional; al poco tiempo se retracta. Zuloaga lo desconoce, enton-ces, como líder del levantamiento al que bautizó como el Plan de Ta-cubaya. Las tropas de los generales Luis G. Osollo y Miguel Miramón ocuparon la Ciudad de México.

El general Comonfort renuncia a la presidencia y antes excarcela a Juárez, cuyo cargo de presidente de la Suprema Corte de Justicia lo convertía, según la tan repudiada Constitución, en el sucesor del ge-neral. Un solo México, dos presidentes: Zuloaga, apoyado por los con-servadores; y Juárez respaldado por los liberales. Sobre esta disyun-tiva y confrontación facciosa estallaba la llamada Guerra de los Tres Años o Guerra de Reforma.

Partiendo de que los golpistas disponían de mayores recursos y de respaldo social en el centro y en el Bajío de México, Parrodi replegó a los ejércitos constitucionalistas hacia el norte, donde según sus cál-culos militares, enfrentaría con ventaja a los ejércitos conservadores. Mientras tanto, Juárez y su gabinete se despedían del gobernador

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Manuel Doblado y salían de Guanajuato con rumbo a Guadalajara, donde son recibidos el 16 de febrero de 1858, por representantes de todos los poderes, en la garita de San Pedro Tlaquepaque.

Los condujeron a Palacio, donde el gobernador Jesús Camarena puso a su disposición el edificio para que con plena libertad lo convirtieran en sede temporal del Gobierno federal.

A pesar de las buenas intenciones de Camarena, de brindarle seguri-dad y algunas comodidades, lo cierto es que en Guadalajara Juárez se encontraba rodeado de enemigos, como el coronel Antonio Landa. De este último circulaba el rumor de que abrazaría el Plan de Tacu-baya, dado que su suegro, el general J. Castro, pelaba en el bando conservador; además frecuentaba a clérigos y ciudadanos desafectos a la Constitución, quienes al final lo instigaron a defeccionar.

Hasta donde pudo, el Coronel mantuvo en secreto sus intenciones. El propio Parrodi, antes de salir rumbo al Bajío a enfrentar a los insu-rrectos, lo cuestionó acerca de su lealtad y le dio la oportunidad de desertar, sin represalias. Le respondió que con gusto pelearía por la causa constitucionalista poniendo como única condición no combatir contra su suegro.

Que Guadalajara fuera temporalmente la sede de los poderes cons-titucionales obligaba a extremar la precaución y con Landa tenían los liberales jaliscienses un foco rojo que demandaba su atención. El gobernador puso en alerta al presidente y al ministro de Guerra, Mel-chor Ocampo, sobre las sospechas de la posible traición del Coronel. Al ser cuestionado el general Jesús Silverio Núñez acerca de Landa, éste contestó que: “Tenía mucha confianza en el coronel Landa por-que era un caballero, y que no había más motivos para desconfiar de éste que de sí mismo” (Olveda, 2006: 123).

El 10 de marzo llegó a la administración de correo una carta con la peor noticia que Juárez podía recibir. La misiva le informaba

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que Parrodi había sido derrotado por el general conservador Luis G. Osollo, en Salamanca. El Ejército Constitucionalista estaba mo-mentáneamente sobre la lona. Juárez y su gabinete debían salir lo antes posible de Guadalajara. Las fuerzas conservadoras avanza-ban rumbo a Jalisco.

El día 13, Landa y su 5° Batallón de soldados de línea, apostado en el edificio de la Universidad, se pronunciaron a favor del Plan de Ta-cubaya. Una mala noticia tras otra; ésta en particular contrarió al general Núñez. El Presidente no estaba menos alarmado y le ordena que corrobore si los informes de Contreras Medellín, el heraldo del infortunio, eran ciertos.

El General caminó las dos cuadras que separaban la Universidad de Palacio y constató la traición de Landa. Se abrió paso entre la tropa buscándolo. El Coronel se encontraba en la plazuela contigua al edificio de la Universidad. Núñez le ordenó pusiera en formación a sus soldados fuera del cuartel; pistola en mano le respondió: “Ge-neral, estoy pronunciado”. No logró intimidarlo; por el contrario, encolerizado tomó a su protegido del cuello e intentó estrangularlo. Un soldado que tenía la orden de apresar a Núñez le disparó a que-marropa en el pecho. Un reloj de oro que portaba entre las ropas contuvo la bala. Aturdido por el disparo, recibió un culatazo de otro soldado, que lo derribó.

Mientras tanto, los pronunciados, en un cambio de guardia, se apo-deraban de Palacio y tomaban preso a Juárez y a su gabinete. Landa se les unió llevando prisionero a su mentor, quien pidió hablar con el Presidente para disculparse por su falta de previsión respecto a la deslealtad de los oficiales del 5° Batallón.

No consintió Núñez que un custodio malmodeara al Benemérito y le increpó diciéndole: “¡Soldado! este ciudadano es el primer magistra-do de la nación, y debe tratársele con respeto” (Olveda, 2006: 132).

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Las fuerzas leales a Juárez contraatacaron; el Batallón Hidalgo, co-mandado por Contreras Medellín se atrincheró en el templo de San Agustín, y junto con las tropas de San Francisco descargaron fuego de artillería sobre Palacio. El gobernador, quien había escapado de caer prisionero de los pronunciados tras salir de la presidencia, in-tentaba organizar a las fuerzas liberales en su empeño de rescatar al presidente y a su gabinete. Tarea nada fácil. Después de una lluvia de descargas y metralla, y de escaramuzas callejeras, liberales y con-servadores se sentaron a dialogar. Camarena en compañía de Núñez y Ocampo recibió al coronel Pantaleón Morett, quien en nombre de los pronunciados intentó negociar un alto al fuego y la salida de sus compañeros de Palacio. El Coronel intentó presionar al Gobernador, advirtiéndole que la vida del Presidente corría peligro; Camarena en tono enérgico le respondió que él y sus compañeros lo pagarían caro si le tocaban un solo cabello a Juárez.

Aprovechado el cese de hostilidades, el coronel Miguel Cruz Aedo sa-lió de San Francisco al frente de una columna de 160 combatientes, dispuesto a realizar un asalto furtivo sobre Palacio. Tomados por sorpresa, los hombres de Landa rechazaron el ataque. A la hora de rendir cuentas, ante el gobernador, Cruz Aedo dijo en su descargo que nadie le había notificado sobre las negociaciones; por su parte, Camarena le reprochó que su arrebato de heroísmo comprometía la integridad del presidente. Y así fue.

El capitán a cargo de la custodia de los cautivos, de quien sólo tene-mos su apellido (Peraza), por órdenes o iniciativa propia, asumió el riesgo de dar cumplimiento a los planes de Landa de fusilar a los pri-sioneros. La ocasión lo demandaba, los soldados estaban nerviosos e indignados por el ataque y deseaban cobrarse la osadía de su enemigo.

Peraza le encomendó la ejecución a un subalterno, al teniente Filo-meno Bravo. Iniciaba así, dentro de la Guerra de Reforma, un dra-mático y heroico episodio, que pudo darle un giro completo a la his-toria de México.

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En Palacio, tras escucharse la reanudación del fuego, dos secciones de reserva, apostadas en los corredores poniente y sur del patio, salieron en tropel, arma en mano, a la entrada; momentos después una nube de humo invadió el edificio, extendiéndose hasta los salones donde estaban recluidos los prisioneros.

Exaltados por el combate, defensores y atacantes intercambiaron disparos y maldiciones. Los apresados podían esperar lo peor; en me-dio de toda aquella confusión y gritería, la guardia a cargo de su vi-gilancia se plantó frente a ellos en formación; firmes aguardaban las órdenes de Bravo de apuntar y disparar.

Inesperadamente, un hombre cerró con su arrojo los labios de Bravo. Fue Guillermo Prieto, quien con un desplante desesperado salvó la vida de Juárez y de todos sus acompañantes. El ministro extendió sus brazos, encaró los fusiles y arengó a los soldados con una senten-cia que se ha vuelto celebre e histórica:

¡Hijos! ¿Qué vais a hacer con nosotros? Los soldados del ejército son valientes; pero no asesinos... Somos vuestros prisioneros… so-mos vuestros hermanos...; respetad nuestras vidas... la humanidad lo reclama... levantad esas armas... levantad esas armas… (Olveda, 2006: 56).

El presidente y los miembros de su itinerante gabinete salvaban la vida por acto de heroísmo. La batalla, afuera de los muros de Pala-cio, continuaba. Habrá que reconocer que Jesús Camarena demostró ser un hombre firme en sus determinaciones, la situación lo reba-só, el mejor ejemplo fue la temeraria incursión de Cruz Aedo, esa que incitó el malogrado fusilamiento de los prisioneros. El Coronel pudo decir a su favor que no estaba enterado de las negociaciones de paz; pues el gobernador, ocupado en mil asuntos, no tuvo tiempo de nombrar un jefe que sustituyera a Núñez y coordinara las acciones militares. Con la mayor parte de los oficiales apresados en Palacio, los liberales carecieron de un mando unificado en sus intentos de

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rescatar al gabinete juarista. Para remediar semejante carencia, Ca-marena nombró jefe de las fuerzas del gobierno al veterano general Juan Bautista Díaz.

Ambos bandos deseaban llegar a un acuerdo, pues tenían cada uno sus propias apuraciones. A Landa le inquietaba el pronto arribo de Parrodi a la ciudad, con los restos del Ejército Constitucionalista; a Camarena, por su parte, le apremiaba que detrás del general liberal venía Luis G. Osollo junto con Miramón y sus victoriosas tropas. Así que, haciendo de lado la desconfianza, se sentaron de nuevo a nego-ciar. En representación del gobernador se presentaron Antonio Álva-rez y el licenciado José González; en nombre de Landa, habló Morett. En la tarde, Camarena le hizo llegar a Landa el proyecto de acuerdo en todos sus puntos; dos de ellos, los primeros por cierto, no con-vencieron al jefe de los pronunciados, pues le ordenaban salir, junto con sus hombres y pertrechos, a cualquier sitio de su elección cuya distancia respecto a la ciudad fuera de por lo menos diez leguas. Le remitió al gobernador una carta solicitándole la modificación o de preferencia revocación de dicha exigencias.

El gobernador no cedió. El que tuvo que hacerlo fue Landa; mas no quiso irse con las manos vacías y exigió una cantidad en pesos, a manera de rescate, misma que, según el historiador Pérez Verdía, ya había negociado con Prieto. El ministro le explicó que las arcas del gobierno estaban vacías, pero que concertarían con el cónsul de Francia, Guillermo Augspurg, un préstamo por ocho mil pesos. Lan-da los aceptó y dispuso su salida; antes cumplió su parte del trato, liberó al presidente y sus ministros.

La ciudad de Guadalajara finalmente capituló y desfilaron por sus calles el ejército de Osollo y Miramón. Juárez y su séquito arribaron al Puerto de Manzanillo y realizaron un periplo marítimo que los llevó de Panamá a Nueva Orleáns y de allí al Castillo de San Juan de Ulúa, en el Puerto de Veracruz.

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Este capítulo de la historia de la Guerra de Reforma, le granjeó fama y prestigio a Jesús Camarena y le abrió la puerta de nuevos cargos públicos. Fungió como presidente del Tribunal Superior de Justicia de Jalisco en varias ocasiones. Después de restaurada la República y hasta la muerte de Juárez tuvo mucha influencia política en el es-tado. Volvió a ocupar la gubernatura de Jalisco del 11 al 12 de junio de 1870; del 1 de marzo de 1871 al 15 de julio de mismo año; del 1 de marzo de 1875 al 9 de febrero de 1876 y del 6 de enero de 1877 al 28 de febrero de 1879.

Durante su gestión como gobernador se construyó y terminó el jardín de la Plaza de Armas de Guadalajara. Dentro de su administración, luchó por establecer la moralidad en los funcionarios y empleados públicos. Acorde con sus ideas liberales, sugirió la simplificación del sistema rentista para facilitar la libertad del comercio y la industria; presentó un proyecto de ley para la organización de los tribunales de justicia y manda establecer la Academia de Bellas Artes.

Leandro Camarena murió a los 77 años en Guadalajara, el 26 de enero de 1884, a las ocho de la noche. Fue sepultado en el Panteón de Belén.

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GENERAL JOSÉ SILVERIO NÚÑEZ —1858—

Nació en Puebla, aunque existe una versión que sitúa su nacimiento en el sur de Jalisco en 1820. Se enlistó, desde muy joven, en el ejér-cito y participó en la guerra de 1847 contra los norteamericanos. Siendo teniente del Batallón de Aguascalientes en 1854, se adhirió al Plan de Ayutla.

En 1857, el gobernador de Jalisco, Anastasio Parrodi, lo comisionó para someter a los asesinos del general Manuel Álvarez, gobernador de Colima. El 7 de septiembre recuperó Colima y el 9 asumió los mandos civil y militar del Estado. Entregó el gobierno el 8 de enero de 1858 y puso su espada a las órdenes de la Coalición de Estados que se conformó para combatir el golpe a los militares conservadores que secundaron el Plan de Tacubaya. Durante el mes y semanas en que Guadalajara fue sede de los poderes constitucionales, Silverio comandó las fuerzas que resguardaban la ciudad y la integridad del Presidente y sus ministros.

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Esta enorme responsabilidad los puso en una difícil situación. Se ru-moraba que uno de sus hombres de confianza, el Coronel Antonio Landa, simpatizaba secretamente con los insurrectos y aguardaba el momento oportuno para defeccionar. Juárez y sus ministros peligra-ban. El coronel Silverio Núñez confiaba plenamente en Landa

Qué equivocado estaba. Landa y el Batallón a su cargo abrazaron el Plan de Tacubaya el 13 de marzo de 1858. Contreras Medellín infor-mó a Juárez de lo que estaba ocurriendo en el antiguo edificio de la Universidad. Alarmado, el Presidente le ordenó al hombre que ju-raba meter las manos al fuego por Landa ir a corroborar la noticia. Contrariado y sin escolta, el General caminó desde la Universidad hasta el Palacio.

El Coronel atendía otras diligencias en la Plazuela contigua a la Uni-versidad. Núñez dio la orden de que la tropa se formara. Su protegi-do, Landa, le aclaró que había tomado las armas contra el gobierno de Juárez. Sus palabras encolerizaron el general, quien lo intentó es-trangular. Un soldado le disparó al pecho. Su reloj de oro recibió la bala. Otro le dio un golpe con su rifle y cayó al suelo.

En un cambio de guardia, el Palacio había sido tomado por los in-surrectos y Juárez y sus ministros capturados. Landa se dirigió al inmueble haciéndose acompañar, en calidad de prisionero por Núñez. Avergonzado por no haber aprehndido en su momento a su protegi-do, pidió ver al Presidente para disculparse. En presencia del Bene-mérito atestiguó cómo un custodio lo trataba con displicencia: un nuevo disgusto; con voz de mando, lo regañó pidiéndole respeto para el primer magistrado de la nación.

Comenzó al poco rato una cruenta batalla urbana: de San Francisco y San Agustín dispararon los cañones liberales contra las posiciones de los conservadores; éstas respondieron con fuego de artillería. Núñez participó en las pláticas en las que Pantaleón Morett, a nombre de los insurrectos, negoció la liberación de Juárez y de sus ministros.

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Fue gobernador y comandante general del Estado de Jalisco del 17 al 23 de marzo de 1858. Asumió el cargo tras la llegada de Anastasio Parrodi y de las fuerzas que aún comandaba, después de su derrota en Salamanca. Durante su breve gubernatura, intentó fortificar la ciudad ante el inminente ataque de los conservadores, encabezados por Luis. G. Osollo; y ayudó a Juárez y a sus ministros a abandonar la plaza con rumbo a Manzanillo. Lo destituyeron de su cargo las autoridades impuestas por los generales conservadores que tomaron la plaza (Cambre, 1949: 70).

Nuevamente es hecho prisionero; y logró fugarse en el viaje hacia México. Parte hacia Colima para presentarse ante Santos Degollado, donde recibió el grado de Mayor y asumió nuevamente el gobierno de ese estado, del 25 de abril al 3 de junio.

Participa en la campaña de Jalisco y Colima, tocándole perseguir a Miguel Miramón tras la batalla de Atenquique. En el ataque a Gua-dalajara por las fuerzas liberales, es herido mortalmente por una bala cuando se encontraba en el zaguán de la casa de los Foncerrada. Fue trasladado al Hospital de Belén donde falleció horas después, el 4 de octubre de 1858.

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LICENCIADO URBANO TOVAR —1858—

Nació en Mascota. Abogado y político conservador. Desempeñó car-gos importantes: procurador general de la Nación, magistrado del Supremo Tribunal de Justicia y ministro de Hacienda del 5 de no-viembre de 1859 al 13 de agosto de 1860, en el gabinete del general Miguel Miramón. Perteneció al Colegio Nacional de Abogados.

El presidente Benito Juárez y su gabinete se trasladaron a Guadala-jara quedando al amparo de Jesús Leandro Camarena y del general José Silverio Núñez. La victoria del general conservador Luis G. Oso-llo en Salamanca puso en peligro la ciudad y al gobierno de Juárez. El general Anastasio Parrodi, derrotado en Salamanca, ordenó for-tificar la plaza durante su repliegue; tarea por demás inútil, pues ca-recía de hombres y armas para repeler al enemigo, así que prefirió negociar la rendición. El 22 de marzo le mandó a Osollo los términos de la capitulación conocida como los Tratados de Tlaquepaque. El

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Ejército Restaurador de las Garantías marchó por las calles de Gua-dalajara al siguiente día. El 24, por órdenes de Osollo, se reunió una junta de notables que eligió a Urbano Tovar, mandatario del ahora Departamento de Jalisco. Gobernó dicho Departamento del 24 de marzo al 2 de junio de 1858.

Durante su administración deliberó sobre la necesidad de estable-cer un juzgado de distrito de Hacienda. Dictó que ninguna perso-na podría transitar de una población a otra del Departamento sin pasaporte firmado por la autoridad. Mediante decreto, informó la imposición de un préstamo forzoso a todos los propietarios y capi-talistas del Departamento, destinado exclusivamente a cubrir los gastos de pacificación. Participó también en un decreto el que se declaró la capital del Departamento en estado de sitio y, en conse-cuencia, quedaron suspendidas las funciones de todas las autorida-des políticas y judiciales.

Se enfrentó en repetidas ocasiones a los generales Ramón Corona y a Rojas, siendo derrotado cerca de Mascota, el 25 de marzo de 1862. En vista de la superioridad numérica de los liberales dispersó a sus tropas y pasó a Nayarit, a los dominios de Manuel Lozada. Tres años después reapareció en el escenario político entre los más alle-gados a Maximiliano, quien lo hizo miembro de la Imperial Orden de Guadalupe.

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LICENCIADO PEDRO OGAZÓN RUBIO —1858-1863—

Nació el 17 de septiembre de 1821 en Guadalajara. Se graduó de ba-chiller en el Seminario Conciliar en 1842 y de abogado en la Univer-sidad de Guadalajara, en 1846. Ese mismo año, al estallar la rebelión del general José María Yáñez contra el presidente Mariano Paredes y Arrillaga, se dio de alta como voluntario en el Batallón Terán de la Guardia Nacional, a las órdenes del coronel Luna. Se batió en defensa de Guadalajara del 12 de junio al 11 de agosto.

De marzo de 1854 a enero de 1855 tomó parte en la Revolución de Ayutla. A las órdenes de Santos Degollado, asistió a la toma de Za-potlán el Grande (Ciudad Guzmán); y bajo la dirección de Ignacio Comonfort a la de Colima. Ogazón fue Secretario General de Gobier-no en 1855; ascendió a coronel y se le dio el mando del Segundo Ba-tallón Republicano de 1855 a 1856. Fue diputado del Congreso Cons-tituyente de 1856 a 1857.

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Fue gobernador suplente de Jalisco el 7 de abril de 1858 en el sur del estado, en plena Guerra de Reforma. Tal nombramiento lo había recibido directamente del Congreso Estatal el 27 de enero de 1858; el cargo obedecía a la necesidad de que cubriera las ausencias del gober-nador sustituto.

En opinión del historiador Luis Pérez Verdía, su designación fue an-ticonstitucional, pues la ley estipulaba que ante la ausencia o falta de gobernador, las personas facultadas legalmente para sustituirlo eran los insaculados (o auxiliares del Poder Ejecutivo electos por el voto popular y ratificados por el Congreso) o, en su defecto, el presidente del Tribunal.

Después de que general Anastasio Parrodi capitulara y Guadalaja-ra fuera ocupada por los ejércitos conservadores, Ogazón se dirigió a Colima. El 27 de abril se entrevistó con Juárez, quien le dio su voto para que siguiera al frente del Gobierno de Jalisco, a pesar de las irregularidades que acompañaron a su designación (Pérez Ver-día, 1952b: 42).

En el otro frente, con el apoyo de los militares que secundaron el Plan de Tacubaya, Urbano Tovar asumió la gubernatura; despachaba des-de el Palacio de Gobierno los asuntos del rebautizado Departamento de Jalisco. A la par, Pedro Ogazón instalaba su gobierno en Zapotlán el Grande, cabecera del Noveno Cantón (Cambre, 1949: 85).

A unos meses de que culminara la Guerra de Reforma, los ejércitos liberales desalojaron a las fuerzas conservadoras que ocupaban Gua-dalajara. El general que comandaba estas fuerzas, Severo del Casti-llo, pactó con los liberales, que sitiaban la plaza, la salida de sus tro-pas y la entrega de la ciudad. Acompañado de otro destacado general conservador, Adrián Woll, se replegó a Tepic, es decir, a los dominios del caudillo indígena y aliado de los reaccionarios, Manuel Lozada, “El Tigre de Alica”.

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El general Ogazón ocupó la capital tapatía, el 3 de noviembre de 1860. Aquí concluía para Jalisco la Guerra de Reforma e iniciaba la difícil labor de levantar el estado de las ruinas y la anarquía.

El general no pudo desentenderse del todo de sus deberes militares y asumir tranquilamente sus funciones políticas como gobernador del Estado; pues aunque los liberales habían firmado su victoria defini-tiva en Calpulapan, faltaban todavía muchos asuntos por finiquitar, relacionados con las secuelas de la guerra.

El 11 de enero de 1861 declaró ciudadano jalisciense al general José López Uraga por los servicios prestados al estado durante el conflicto armado5; sobre todo se reconocía su valiente desempeño durante el ataque que dirigió contra Guadalajara para desalojar de ella a las fuerzas conservadoras que, a las órdenes de Adrián Woll, la mante-nían ocupada. Combatiendo contra ellas perdió una pierna, el 24 de mayo de 1860, por una herida recibida en la calle coba de Santa Ma-ría de Gracia.

En el mes de febrero, advertido de que Manuel Lozada, pese a la de-rrota de sus aliados, los conservadores, se preparaba para resistir al gobierno liberal, Ogazón decidió comandar él mismo una campaña militar en su contra. El gobernador intentó pactar con los rebeldes un armisticio el 1 de febrero; éstos se negaron y pasaron al combate.

Aunque la campaña contra los lozadeños era vital para alcanzar la pacificación del estado, había otras prioridades a ser atendidas que demandaban la presencia del gobernador en la capital tapatía. La ad-ministración estaba en completo desorden, además, había la urgencia de darle verdadera aplicación a la Constitución de 1857 y a las Leyes de Reforma; en otras palabras, era preciso echar a andar la reforma del Estado y el establecimiento del nuevo orden jurídico, orden inspi-rado en los ideales liberales.

5 Archivo Histórico de Jalisco, documento: G-10-1861/Gua-184.

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Como veremos en otro apartado, entre batallas y tratados de paz, la rebelión lozadeña nunca fue del todo sofocada e incluso se agravó con la llegada de los franceses, pues los rebeldes nayaritas se aliaron a los invasores y con su ayuda lograron inclinar la balanza a su favor.

Sin alcanzar una victoria definitiva sobre “El Tigre de Alica”, el 22 de febrero, Ogazón está de vuelta en la capital dispuesto a atender otras prioridades, entre ellas las políticas. Suponemos que no dejaba de ser para él una preocupación que su designación como gobernador no hubiese sido del todo de acuerdo a la ley y, al parecer, deseaba continuar en el cargo. Aunque, por otro lado, un general con su tra-yectoria e influencia, seguramente no tenía por qué preocuparse, de momento, por legitimar ante sus gobernados su autoridad.

En el mes de mayo tuvo una atención con la tropa que luchó en las filas liberales, en especial con los reos que fueron obligados a servir como soldados. A los excarcelados que mantuvieron el uniforme has-ta el final de la guerra les redujo a la mitad su condena y a los que no habían sido juzgados todavía, también les hizo extensiva esta gracia una vez que fueran sentenciados6.

Ogazón remedió su comprometida situación política, para su fortu-na, a mediados del año. El 8 de marzo de 1861 se convocó al pueblo de Jalisco para elegir diputados. En su mayoría, el Congreso quedó inte-grado por liberales radicales que, en sesión del 29 de julio, declararon gobernador constitucional a Pedro Ogazón e insaculados a Ignacio Vallarta, Anastasio Cañedo y a Gregorio Dávila.

Como lo hizo el Congreso de la Nación con el presidente Juárez, la Di-putación local le otorgó al gobernador facultades extraordinarias o, siendo más precisos, le ratificó las que ya ejercía durante los años de guerra; facultades de las que hizo uso, meses atrás, para implemen-

6 AHJ G-10-1861/Gua-184.

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tar en el estado algunas disposiciones presidenciales como las Leyes de Reforma. Por ejemplo, el 17 de mayo mandó publicar un bando donde se le daba plena vigencia y aplicación a un decreto expedido por Juárez, entre el 5 y el 7 de septiembre de 1860, en el que cedía a las comunidades indígenas la propiedad sobre las cofradías adminis-tradas por el clero. Dando cumplimiento, de una forma un tanto ex-temporánea, a esta disposición, Ogazón ordenó, a través del referido bando que:

Los jefes de los cantones en donde hubiere bienes conocidos con el nombre de “cofradías de indios”, nombraran luego que reciban este decreto, los comisionados que fueren necesarios para que de inmedia-to reciban bajo inventario esos bienes de las personas en cuyo poder estuvieren, para proceder luego a su reparto en los términos que de-marca la ley7.

El brazo derecho de Ogazón, Ignacio Luis Vallarta, estuvo con él durante años que combatió a los conservadores, en la Guerra de Reforma, y de nuevo lo acompañaba, como uno de sus más fieles y confiables colaboradores. Vallarta se desempeñó como secretario del despacho del Ejecutivo y en más de una ocasión suplió, tempo-ralmente, a Ogazón como gobernador, siendo la primera vez el 1 de agosto, día en que rindieron protesta los nuevos magistrados del Tribunal de Justicia. El primero de septiembre, Ogazón se reincor-poró a su cargo.

Entre los meses de noviembre de 1861 y febrero de 1862, Ogazón estaba de nuevo en campaña contra Lozada. En su ausencia, la refor-ma del Estado avanzó substancialmente gracias a los trabajos de la Diputación local. El segundo de los tres poderes actuaba, hasta don-de las leyes lo permitían, con autonomía y libertad, al grado de que en muchas ocasiones entraba en conflictos con el Ejecutivo, al que

7 AHJ. G-10-861/Gua-184

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reconocía como su igual en la conducción de los asuntos del Estado y junto a él (es decir ni por encima ni abajo) gobernaba.

El 13 de diciembre de 1861, la Diputación aprobó la ley de Ayunta-miento a través del decreto número 34, la cual le reconocía a estas corporaciones plena independencia para atender o manejar sus asun-tos administrativos, salvándolas así de la injerencia o intromisión ar-bitraria de otros poderes más altos o ajenos. La ley representaba una aplicación de los principios federalistas a un contexto local; es decir, así como los estados exigían, de parte de los poderes federales, pleno respeto a su derecho a gobernarse, de la misma forma los ayunta-mientos hacían suya esta demanda respecto a los poderes estatales, a quienes les reclamaban el derecho de autogobernarse, dentro los márgenes autorizados por la ley.

Al día siguiente, los legisladores reforzaron la reforma municipal con el decreto número 40 que establecía y reglamentaba las jun-tas cantonales. Los cantones eran divisiones políticas de carácter regional que agrupaban a un cierto número de municipios y ayun-tamientos; la nueva ley les daba mayores atribuciones políticas y administrativas.

Ese mismo día, la Diputación aprobó también la ley de Hacienda de Jalisco, cuya aplicación se topó con una pertinaz resistencia, de parte de Ogazón y de Vallarta, hasta cierto punto justificada, pues, como veremos más adelante, aunque en teoría la ley resultaba justa, en la práctica era sumamente perjudicial para las finanzas públicas.

Vallarta, en su calidad de gobernador sustituto, prefirió actuar con apego a la prudencia y se abstuvo de publicarla y sin más se la remitió junto con la ley de las juntas cantonales a Ogazón, quien, como ya se mencionó, se encontraba en campaña contra las fuerzas lozadeñas.

Empezaban las fricciones entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo en el peor momento. A kilómetros de distancia, los puertos de Veracruz

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y Tampico eran amenazados por una fuerza multinacional integrada por Inglaterra, Francia y España. Daba inicio la Segunda interven-ción francesa.

Esperando un tiempo prudente para que Vallarta o en su defecto Ogazón autorizaran la publicación de las leyes, el Congreso local, ante la falta de respuesta, mandó imprimir, el 20 de diciembre, 500 ejemplares de los tres decretos en los que se explicaba, en lo particu-lar, el por qué de la Ley de Hacienda de Jalisco.

Una segunda ley avivaría la tensión entre poderes: la ley de enseñan-za del Estado, aprobada 6 de enero de 1862, cuyo espíritu reformista la hacía la más revolucionaria y radical de las leyes educativas expe-didas hasta aquellos entonces en el estado.

Al enterarse los diputados que el gobernador sustituto no había reci-bido ya debidamente impresa Ley de Hacienda, se la hicieron llegar para que sin más demora la mandara publicar.

Ni ésta ni la Ley de enseñanza de Jalisco lograban convencer al go-bernador sustituto, pues las consideraba anticonstitucionales; en vez de arriesgarse publicándolas, el día 11 pidió autorización para no ha-cerlo; dos días más tarde, el Gobierno le negó dicha autorización. Vallarta echó mano de su última y más desesperada opción: la de renunciar para salir de tan comprometida situación.

Al no poderse dirimir el asunto, los implicados prefirieron esperar a que regresara Ogazón, apostando a que él sí pudiera ponerle fin a la controversia. El 9 de febrero entraba triunfalmente el general Oga-zón, tras dar por concluida la campaña contra Lozada. Una comisión lo buscó para ponerlo al tanto sobre la crisis política por la que atra-vesaba el gobierno y pidió, de paso, su parecer. El gobernador respon-dió como todo militar en campaña que, ante los rigores de la guerra, minimiza cualquier asunto extraño a las armas. Les expresó que no había tenido tiempo de leer ninguna de los leyes que tanto revuelo

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habían ocasionado; pero, Vallarta y Caserta le había advertido que eran malas. Para no ser cuestionado más sobre el asunto, les dijo que pediría licencia ocho días para organizar un contingente jalisciense que marcharía al oriente a sumarse a los ejércitos mexicanos que se preparaban para enfrentar a los invasores franceses.

El día 11 se le otorgó la licencia solicitada y para sustituirlo se eli-gió a otro de los insaculados, a Anastasio Cañedo. Antes, una nueva comisión se entrevistó para preguntarle si permitiría actuar con li-bertad al que sería nombrado gobernador sustituto para aprobar o no la publicación de las tan controversiales leyes. Les contestó que no se entrometería y dejaría a la conciencia del gobernador sustituto la decisión.

Se mandó llamar a Cañedo para que rindiera protesta; por falta de quórum quedó aplazada para el día siguiente. Cañedo rechazó el car-go y exhortó a los diputados a concederle facultades extraordinarias al gobernador.

En esta lucha entre poderes, ambas partes eran asistidas por bue-nas razones y podían, sin problema, justificar su intención de so-meter a su autoridad al otro. La posición del Congreso era, sin duda, la más idealista: a los diputados los apremiaba a mantener la legalidad y salvar al estado de la dictadura. Por su parte, Ogazón, al parecer, sentía que los ideales democráticos, liberales y republi-canos podían esperar para mejores tiempos; las circunstancias re-querían de un gobernante que concentrara en su persona todas las facultades y poderes del Estado. Al final la postura del mandatario fue la que se impuso.

El general Ogazón le solicitó a Juárez que declarara en estado de sitio a Jalisco, lo cual implicaba la suspensión de las garantías individua-les y la disolución del Congreso. El presidente aprobó su petición y el 14 de febrero lo nombró gobernador y comandante militar. El de-creto salió publicado en un bando fechado el 1 de marzo de 1862; en

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él se expuso, según lo acordado entre el presidente y el gobernador, que Jalisco quedaba en estado de sitio y que: “La autoridad militar nombrada por el gobierno general, reasumiría en consecuencia, los mandos político, civil y militar”8.

El proceder del gobernador, obviamente, disgustó a los legisladores y no esperando que el hecho se concretara, se le adelantaron decretan-do ellos mismos la concesión de facultades y la disolución temporal del Congreso.

En el decreto número 53, con fecha del 12 de febrero de 1862, anun-ciaban la derogación del 52, en el que se concedía al gobernador una licencia de ocho días, quedando como interino Anastasio Cañedo:

El gobernador constitucional C. Pedro Ogazón se encargará inme-diatamente del poder. Se conceden amplias facultades al mismo C. Gobernador Pedro Ogazón en los ramos de Hacienda y Guerra para hacer frente a la guerra extranjera, por todo el tiempo que esta dure. La legislatura suspende sus funciones hasta que la cuestión extranje-ra quede arreglada9.

El general dejó en claro que sus dificultades y problemas eran con el Congreso y no con los demás poderes; obvio que con el Ejecutivo no, pues él lo encabezaba; tampoco con el Judicial y en consecuencia expidió un dictamen, publicado el 3 de marzo, en el que señalaba que el estado de sitio no coartaba de manera alguna las funciones de estos dos poderes; con excepción, en el caso del Poder Judicial, de los crímenes contra la seguridad nacional, los cuales pasarían a ser com-petencia de los tribunales militares10.

8 AHJ. G-10-862/Gua-187.

9 AHJ. G-10-861/Gua-185.

10 AHJ. G-10-862/Gua-187.

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El estado de sitio entró en vigencia en todo su rigor; por disposición de las autoridades militares que habían asumido el control del Esta-do, se prohibió transitar sin el debido pasaporte o portando armas; quienes infringieran estas disposiciones serían consignados; la multa por no traer el pasaporte sería de diez pesos11.

Sin tener ya que darle cuenta al Congreso, Ogazón se dio a la tarea de preparar el contingente militar que aportaría Jalisco al ejército federal para enfrentar la invasión francesa, tarea en la que fue en-torpecido por la nueva ofensiva de Lozada; mas no era ésta la única amenaza, otros guerrilleros conservadores como Remigio Tovar y el famoso Jesús Ruiz “Colimilla” también se levantaron en armas. Con-tra las fuerzas lozadeñas, Ogazón montó una segunda campaña al romper éstas los Tratados de Pochotitlán. Para su realización tuvo que comprometer muchos de los hombres, recursos y armas que pro-metió enviar al ejército de oriente.

La fuerza que cobraron los alzamientos desquició o puso en jaque al aparato militar jalisciense, al grado que Ogazón tuvo que recurrir al auxilio del gobernador de Guanajuato, Manuel Doblado. Este hábil político y militar escribió su nombre en los bronces del altar patrio al negociar con éxito, en los Tratados de la Soledad, la salida del contin-gente español e inglés, quedándose los franceses solos en la empresa de conquistar México.

Doblado llegó a Jalisco con 3 mil hombres y al poco tiempo Juárez lo nombró gobernador y comandante militar; tomó las riendas del Estado el 15 de noviembre de 1862. A los nueve días salió para Gua-najuato dejando en su lugar, de manera interina, al licenciado Jesús López Portillo. Ya desentendido del Gobierno de Jalisco, el general Ogazón desempeñó, de principio a fin, un destacado papel en la gue-rra contra el Segundo Imperio; le tocó asistir al último aliento del

11 AHJ. G-10-862/Gua-187.

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Trono de Maximiliano, en el episodio histórico conocido como el Sitio de Querétaro, en 1867.

Al triunfo de la República fue magistrado de la Suprema Corte de Justicia de la Nación de 1868 a 1874. Se adhirió al Plan de Tuxte-pec y combatió contra el gobierno del presidente Sebastián Lerdo de Tejada. Ocupó la Secretaría de Guerra y Marina de 1876 a 1878, durante los gobiernos de Porfirio Díaz y Juan N. Méndez. Volvió a ser magistrado de la Suprema Corte de Justicia de 1878 a 1883. Murió en Orizaba, Veracruz.

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GENERAL FRANCISCO GARCÍA CASANOVA —1858—

Nació en Veracruz en 1812. Militar conservador, participó en la toma de Guadalajara, tras el sitio que le impuso a la ciudad el general Luis G. Osollo, mismo que concluyó el 23 de marzo de 1858. Antes de par-tir de la ciudad, Osollo dejó una brigada a las órdenes de García Ca-sanova y de José María Blancarte, quienes cuidarían del recién nom-brado gobernador Urbano Tovar.

Los liberales estaban al asecho y movilizaban sus fuerzas para recu-perar la plaza; el día 3 de junio, durante la madrugada, llegaba Mi-guel Blanco a San Pedro, después lo hizo Santos Degollado, “Héroe de las derrotas” al frente de la primera división del Ejército federal. Éste reunió una fuerza de ataque que rondaba los 3 mil 500 comba-tientes con 8 o 10 piezas de artillería. Instaló su cuartel general en el Hospicio Cabañas. Tovar declaró a la ciudad en estado de sitio, impuso préstamos forzosos, dictó severas medidas de seguridad y

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dejó responsable de la situación a Francisco García Casanova al día siguiente (Pérez Verdía, 1952c: 49).

Casanova resistió el ataque liberal. Consigue dominar la línea fortificada del sector norte, con la conquista del monasterio de Santo Domingo, y de la iglesia y Colegio de San Diego, el 13 de junio del 1858.

La ofensiva liberal sobre Guadalajara se frustró ante la proximidad de una fuerza capitaneada por el general Miramón, el “Joven Ma-cabeo”. El Ejército Conservador, de cuatro mil veteranos, o solda-dos de líneas, artillado con 14 cañones llegó a Venta de Pegueros. Degollado decidió replegar sus efectivos al sur, donde consideró que enfrentaría a Miramón con ventaja, quien entró en Guadalajara el día 23 de junio: supo entonces de la muerte de Luis G. Osollo, el general victorioso de Salamanca y primer comandante del ejército reaccionario; le rindió honores fúnebres y marchó al sur a enfrentar a Degollado. En la barranca de Atenquique, el 2 de julio, los bandos trabaron combate. En lo táctico, o guerra de movimientos, la vic-toria fue de Miramón; en lo estratégico, el triunfo le correspondió a Degollado. El 8 estaba de vuelta el “Joven Macabeo” en Guada-lajara y al poco tiempo salió con rumbo al oriente; acreditando a Casanova como jefe político y militar del Estado. Para el historia-dor Pérez Verdía el no continuar su ofensiva contra los liberales comandados por Degollado, Núñez, Blanco… fue una mala estra-tegia, pues les permitió seguir hostigando desde el sur a la capital de Jalisco. (1952c: 53)

El 26, García Casanova emitió un decreto el que avisaba que serían remuneradas las personas que entregaran, en el término de cuatro días, a la Mayoría General, las armas de munición esparcidas por los constitucionalistas.

Con el fin de acabar con las “guerrillas liberales” que dominaban el Sur de Jalisco, el 17 de septiembre, el General emplazó un ejército

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de mil 500 soldados de línea; el cual fue emboscado y vencido por las fuerzas del general Degollado, en las Cuevas de Techaluta (Pérez Verdía, 1952c: 54). Perseguido por los ejércitos liberales, García Ca-sanova llegó a Guadalajara decidido a evacuar la plaza, acción que no secundó José María Blancarte, quien estaba decidido a resistir el ataque liberal. Por esta razón, el 25 de septiembre, lo nombró gobernador y comandante militar. Casanova muere en la Ciudad de México en 1872.

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GENERAL LEONARDO MÁRQUEZ ARAUJO —1858; 1859—

Nació en la Ciudad de México en 1820. Fue un destacado militar con-servador apodado “El Tigre de Tacubaya” de filiación santanista, centralista y también pro monarquista. Ingresó en el ejército como cadete de la Compañía permanente de caballería en Lampazos, Nue-vo León, en enero de 1836. Participa en las guerras de Texas y en la lucha contra intervención estadounidense en 1847.

Lo exiliaron en 1855 por haber defendido la ciudad de Puebla en contra del gobierno emanado de la Revolución de Ayutla. En 1858 regresó al país como jefe de la División del Poniente establecida en Acámbaro.

El 8 de enero de 1859, el general Miguel Miramón, el “Joven Ma-cabeo” lo nombra gobernador y comandante militar del Departa-mento de Jalisco (Pérez Verdía, 1952c: 71). El 10 de enero de 1859

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se suscitó una explosión en Palacio provocada por la detonación de unas cajas de pólvora almacenadas en uno de los salones del edificio. Los generales Miramón y Márquez estaban alojados en Palacio. El “Joven Macabeo” advirtió que los barriles que contenían la pólvora estaban siendo martillados con descuido y cabía la posibilidad de que saltara una chispa que podría causar una detonación, lo que al final ocurrió. La explosión fue escuchada en toda la ciudad; buena parte del edificio, en particular la cárcel anexa a éste, quedó redu-cido a escombros. Milagrosamente, los generales conservadores, que se encontraban en uno de los salones del segundo piso del lado norte, sobrevivieron, pasando como único percance el tener que bajar uti-lizando una cuerda que ataron a uno de los balcones, para salir a la calle (Olveda, 1982: 104).

Pasado este susto, Márquez se dedicó a organizar la administración pública y al ejército, y para ello recurrió al reclutamiento forzoso e implementó una serie de disposiciones que sancionaban a los liberales y a sus simpatizantes.

Como gobernador del Departamento de Jalisco, Leonardo Márquez expidió un bando, con fecha del 12 de noviembre del 1858, que impo-nía la pena de muerte a todo el que contribuyera con servicios o dine-ro, voluntaria o forzadamente, en beneficio de los liberales. El 16 de febrero del 1859 comunica disposiciones relativas a penas, a enemigos del orden y la tranquilidad pública.

Al atacar Santos Degollado la capital de la República, mientras el general Miramón asediaba la plaza de Veracruz ocupada por Benito Juárez, Márquez sale de Guadalajara con su ejército y gana la Bata-lla de Tacubaya, el 11 de abril de 1859.

Hace prisioneros a algunos liberales, entre ellos a médicos que auxi-liaban a los heridos. El General los mandó fusilar. A estos ejecutados la historia los recuerda como “Los mártires de Tacubaya”, destacán-dose Juan Díaz Covarrubias, poeta y practicante de medicina. Otras

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muertes que se le atribuyen a Márquez son las de Melchor Ocampo y la de Leandro Valle.

Ese mismo año, 1859, Miramón lo destituyó del mando en Jalisco y le manda procesar, acusado de tomar 600 mil pesos para cubrir nece-sidades del primer Cuerpo del Ejército Conservador. Es encarcelado nueve meses. Miramón concluyó su período en 1860 y Márquez parte rumbo a Querétaro.

En 1861 reconoce como Presidente de la República al general Félix Zuloaga. Se retractó de su decisión en mayo de 1862. Al romper las tropas francesas, que tomaron el Puerto de Veracruz, los Tratados de la Soledad, Márquez se presentó al General Lorencez a la cabeza de 2 mil 500 soldados de caballería con los que protegió los convoyes franceses de Orizaba a Veracruz.

En 1864, se le dio una misión diplomática extraordinaria en Cons-tantinopla. Volvió en 1866 y un año más tarde, cuando los franceses se retiraron, comenzó junto con otros jefes imperiales a organizar un ejército mexicano (en sus filas estaba uno de los pocos contingentes extranjeros que se quedaron en México, por solidaridad y lealtad al Emperador) para sostener al Imperio.

Márquez, junto a Miramón, Mejía y Méndez, fue de los generales con más influencia durante los últimos meses del Imperio. Acompa-ñó al Emperador a Querétaro y allí fue designado General en Jefe del Imperio. Su nombramiento disgustó a Miramón. Las rencillas y descortesías entre los generales del Imperio, obligaron Maximiliano a tomar el mando del ejército, nombrando a Márquez Jefe del Es-tado Mayor.

Antes de la caída de Maximiliano, Márquez pretendió auxiliar a la ciudad de Puebla, pero el general Porfirio Díaz se apodera de la plaza tras un largo sitio. Márquez se retiró a la capital y a la entrada de los republicanos permaneció oculto. Después de seis meses, emprendió la

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huida disfrazado de arriero; logró escapar al puerto de Veracruz, don-de se embarcó con rumbo a los Estados Unidos. Montó su domicilio definitivo en la Habana, Cuba.

Porfirio Díaz le concede permiso para regresar a México, pero su pre-sencia fue rechazada por la prensa liberal, por lo que permanece en Cuba hasta 1913, fecha de su fallecimiento.

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CORONEL JOSÉ QUINTANILLA —1859—

Fue gobernador y comandante general del Departamento de Jalisco del 18 de diciembre de 1858 al 8 de enero en 1859, durante la Guerra de Tres Años. Ejércitos leales al gobierno de Benito Juárez expulsa-ron de Guadalajara a las fuerzas del general conservador José María Blancarte, quien rindió la plaza. Miramón la volvió a recuperar para el bando conservador.

Después de la breve gubernatura de Quintanilla, el general Leonardo Márquez lo sustituyó en el cargo por designación del presidente y general Miguel Miramón. Cabe mencionar que por estos días se dio el famoso estallido que destruyó la parte central del Palacio de Go-bierno. La causa de la explosión fue la detonación de varios barriles de pólvora que estaban siendo martillados con imprudencia (Pérez Verdía, 1952c: 72).

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GENERAL LUIS TAPIA —1859—

Fue gobernador y comandante militar sustituto de Jalisco en varias ocasiones por ausencia de Leonardo Márquez, gobernante durante 1859. El 1858 fue Comandante Militar del Cantón de Tepic y en marzo de 1859, el Coronel Luis Tapia comienza a suplir las ausen-cias de Leonardo Márquez como gobernador del Departamento de Jalisco. Por ejemplo, en dicho mes, el general Márquez se vio obli-gado a salir en auxilio de la capital de México ante el asedio del general liberal Santos Degollado (Pérez Verdía, 1952c: 77).

Fiel a sus principios políticos, Tapia combatió a los liberales con los escasos recursos de los que disponía. El general Pedro Ogazón y los jefes de su Estado Mayor Domingo Reyes, Bonifacio Peña y Antonio Rosales desplazaron sus fuerzas a Colima. Tapia intentó apoyar al general José María Moreno, gobernador de dicho estado. No logró llegar y la capital de Colima fue sitiada el 8 de abril del

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1859, obteniendo la victoria los liberales y por ende, los beneficios económicos de la aduana de Manzanillo.

Luis Tapia manifestó enérgicamente su desavenencia respecto a las Leyes de Reforma por atentar contra la religión, la familia, la moral y la paz. Como gobernador sustituto del Departamento de Jalisco, expidió un decreto, con fecha del 23 de marzo del 1859, el que se impuso a las personas acomodadas la obligación de contribuir con caballos que servirían para perseguir y aprehender bandidos y de-más criminales.

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GENERAL ADRIÁN WOLL —1859-1860—

Nació en Saint Germain, París, Francia, en 1795. Llegó a México en 1817, en la expedición de Francisco Javier Mina y perteneció a su Estado Mayor. En 1821 se adhiere al Plan de Iguala, naturalizándose mexicano.

En 1832, se levantó en armas contra el gobierno de Anastasio Busta-mante y en noviembre tomó Colima. En 1836 formó parte del ejército con el que Antonio López de Santa Anna intentó impedir la indepen-dencia de Texas. Luchó contra los Estados Unidos durante la guerra de 1847; se marchó a Francia y en 1853 volvió llamado por Santa Anna. Fue gobernador y comandante militar de Tamaulipas, del 2 de mayo del 1853 al 28 de enero del 1855.

Al triunfo de la Revolución de Ayutla se autoexilió en Francia. En 1858 regresó a México y se sumó al Plan de Tacubaya. Durante la

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Guerra de los Tres Años es nombrado gobernador y comandante ge-neral de Jalisco en reemplazo de Leonardo Márquez, a quien mandó llamar el presidente Miguel Miramón a rendir cuentas por haberse apropiado de una partida destinada al puerto de San Blas, donde sería embarcada. El General Woll viaja de Zacatecas a Guadalajara y toma posesión de su cargo el 15 de diciembre de 1858 (Pérez Verdía, 1952c: 92).

El general Pedro Ogazón, gobernador por el bando liberal, operaba en el sur de Jalisco, en la ciudad de Zapotlán. Sobre el bastión ene-migo lanzó una ofensiva el gobernador franco-mexicano capitaneada por Pedro Valdés. Los cañones de Contreras Medellín diezmaron la columna de Valdés, en Ameca. Abrumado por los ataques de las gue-rrillas liberales, se repliega derrotado a Guadalajara. Woll le hace el relevo y sale de la ciudad con mil soldados rumbó a Zapotlán. Al verse acosado por varios frentes por las fuerzas de Ogazón, que domi-naban la región, decide dar media vuelta y regresar. Ogazón reunió hombres y pertrechos e inició su contraofensiva; el 12 mayo llegó a San Pedro.

Teniendo al enemigo en la puerta, el general franco-mexicano reci-bió la orden del Miramón de resistir el próximo a ataque del general López Uraga, hasta que él llegara a auxiliarlo. Uraga partió de León, Guanajuato, con rumbo a la capital de Jalisco; el general presidente se encontraba en Silao y creyó que trabaría combate con él en Cerro Gordo, mas no fue así.

Prevenido de la proximidad del enemigo, Woll fortificó la ciudad y atrincheró a sus escasos soldados y artillería. El 23 las tropas de Ura-ga arribaron a San Pedro y se allí se trasladaron al Hospicio Cabañas, donde se reunieron con soldados y oficiales como los coroneles Con-treras Medellín y Antonio Bravo, y los generales Zaragoza y Valle.

El ataque comenzó a las cuatro de la mañana, por el oriente y norte de la ciudad, comprometió un contingente de 8 mil hombres, sufi-

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cientes para rendir la plaza. Los conservadores resistieron con te-són; de tal suerte que, horas después de comenzado el asalto, los liberales reportaban la bajas de oficiales como Bravo, Contreras Medellín y Ávila.

Las tropas de Uraga avanzaban con dificultad y a un alto costo: no lograban sostener sus posiciones; las fuerzas combinadas de Ornelas, Ortiz, Neri y Montenegro tomaron varias trincheras ubicadas en las calles de Santa Teresa y La Merced, pero la reserva conservadora, comandada por el coronel Prudencio Romero, los desalojó y además capturó a setenta enemigos.

El golpe definitivo, el que marcó la derrota del ejército liberal, lo reci-bió directamente Uraga. Sorpresivamente, el general cayó herido en la bocacalle de La Merced y Degollado; casi de inmediato, el general Zaragoza lo condujo a una cochera, para después ordenar la retirada.Al mando de Zaragoza, el ejército liberal abandonó la garita de San Pedro entre las nueve o diez de la mañana; tomaron camino hacia el sur, lamentado la muerte en combate de más de dos mil compañeros contra trescientos del bando conservador.

De esta victoria, el general Woll no salió incólume; al igual que Uraga, él también fue herido, no de gravedad, al ser alcanzado en un pie por un casco de granada cuando transitaba por la línea de San Agustín.

Miramón arribó a Guadalajara tres días después al frente de un lúci-do cuerpo de tropas de más de 6 mil hombres y con esta fuerza salió en persecución de Ogazón, cuyos destacamientos superaban los 9 mil efectivos parapetados en la Cuesta de Zapotlán. La desventaja numé-rica y estratégica hizo declinar al general presidente en su propósito de luchar con las fuerzas liberales del sur de Jalisco. Obligado a batir-se en otros frentes, salió Miramón de Guadalajara el 27 de junio, no sin antes fortificar la plaza y nombrar un nuevo gobernador; sustitu-yó a Woll en el cargo el general Severo del Castillo.

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Tras culminar la Guerra de Reforma con el triunfo definitivo de los ejércitos que respaldaban la legitimidad de la Constitución de 1857 y la presidencia de Juárez, el general franco-mexicano decide exi-liarse de nueva cuenta y estará de regreso en México en 1862; siendo conservador y francés naturalizado mexicano, su presencia por aquel año era casi obligada. Con más razón que cualquier de sus compañe-ros de armas, Woll secundó los esfuerzos de Luis Napoleón III de im-plantar una monarquía pro francesa en México. Viajó a Europa como miembro de la comisión de conservadores que, en octubre de 1863, le ofreció a Maximiliano de Habsburgo el trono de México. Combatió a los republicanos hasta 1867, año en que regresó a Francia, donde murió en 1875.

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GENERAL PEDRO ESPEJO —1860—

Gobernador y comandante general del Departamento de Jalisco en ausencia de Adrián Woll a principios de mayo de 1860 y en momentos en que las fuerzas del sur, capitaneadas por el general José López Uraga y Pedro Ogazón, en número de ocho mil sol-dados, se disponían a atacar la ciudad de Guadalajara (Cambre, 1869: 73).

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GENERAL PEDRO VALDÉS —1860—

Nació en San Diego de Alejandría. Fue comandante militar interi-no de Jalisco del 24 al 26 de mayo de 1860 durante la Guerra de los Tres Años (Cambre, 1869: 74). Le antecedió el general Pedro Espe-jo, quien gobernó a principios de mayo de 1860.

Su estancia en la regencia duró los escasos dos días que estuvo bajo sitio la ciudad de Guadalajara. El General Adrián Woll repelió con éxito el ataque liberal a pesar de que el enemigo lo superaba en nú-mero y poder de fuego: contaba con dos mil soldados que enfrenta-ron una fuerza de ocho mil liberales capitaneados por los generales José López Uraga y Pedro Ogazón. La férrea defensa y la proxi-midad del ejército de Miguel Miramón, quien venía en auxilio de la plaza, obligó a Ignacio Zaragoza a ordenar la retirada, dejando en el campo de batalla dos mil muertos y al general Uraga herido y prisionero de Woll.

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GENERAL SEVERO DEL CASTILLO —1860—

Militar y novelista, nació en la Ciudad de México en 1824. Alcanzó el grado de General de Brigada el 8 de febrero de 1859, y desempeñó el cargo de maestro de Guerra del 15 de febrero de ese año al 12 de agosto de 1860.

Durante la Guerra de Reforma, luchó en el bando conservador. En una de sus tantas incursiones por Jalisco, el general-presidente, Mi-guel Miramón calculó que pelearía con desventaja, así que abortó la campaña contra los liberales de la región de Sayula, lugar donde buscó presentarle pelea Pedro Ogazón junto con una fuerza de 10 mil hombres, a los que atrincheró en la Cuesta de Zapotlán.

El general conservador regresó a Guadalajara el 23 de junio, y sin decidir aún su siguiente movimiento táctico, dejó la plaza no sin antes fortificarla y nombrar al general Severo del Castillo goberna-

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dor y comandante militar de Jalisco, el día 27 (Pérez Verdía, 1952c: 122). La ciudad fue puesta por segunda ocasión bajo sitio por los liberales. Desprovisto de los elementos suficientes para defender-la, Del Castillo pactó su rendición ante los generales enemigos. Los acuerdos le permitieron salir a él y al general Adrián Woll, el 2 de noviembre de 1860, junto con parte de su tropa y oficiales (Pérez Verdía, 1952c: 144).

Durante el Segundo Imperio, delegaron a Del Castillo a Yucatán, donde, por Fernando Maximiliano, combatió a los indios mayas. Participó en la defensa de Querétaro a principios de 1867, al frente de una división. Escribió la novela titulada Cecilio Chi (1869).

A la caída de Querétaro quedó prisionero en San Juan de Ulúa por motivos políticos. Fue condenado a muerte; sus hermanos suplica-ron por su vida al presidente Juárez, quien le perdonó de sufrir la pena capital. Murió en la Ciudad de México el 23 de mayo de 1872.

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LICENCIADO IGNACIO LUIS VALLARTA —1861; 1861-1862; 1871-1875—

En su fe de bautizo, del 25 de agosto de 1830, consta que el nombre completo del hijo de José Ignacio Vallarta y de Isabel Ogazón era José Luis Miguel Ignacio Vallarta Ogazón. Por el lado paterno pro-venía de un linaje de prósperos comerciantes del pueblo minero de Hostotipaquillo. Su madre, por su parte, pertenecía a una familia acaudalada del Teúl, Zacatecas; ella era prima del que también fuera gobernador de Jalisco y general liberal, Pedro Ogazón Rubio. Realizó sus estudios primarios en la escuela de Faustino G. de Ceballos; ingre-só al Seminario Conciliar el 8 de diciembre de 1843 y el 16 de julio de 1848 alcanzó el grado de bachiller en Filosofía.

En junio de 1850 formó, junto con otros brillantes jóvenes jaliscien-ses, la sociedad literaria La Esperanza y la Falange, donde presentó un tema sobre la pena de muerte, entre otros trabajos de temáticas sociales. El 22 de diciembre de 1854 se recibió de abogado, por la

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Universidad de Guadalajara; su tema tesis llevó por título: ¿Es lícito al hijo acusar criminalmente a su padre? En su disertación para obte-ner el grado, argumentó que el deseo de venganza debe ser sustituido por el espíritu de caridad; apelando a un humanismo que no omite a Dios, sostuvo que el hombre debe ser visto con distancia a todo utili-tarismo, reconociendo su dignidad de hijo de Dios, hermano del hom-bre y señor de la ternura. Señaló que los temas jurídicos no tienen que ser abordados al margen de las Ciencias Sociales, en particular de la Filosofía; pues, sin ésta, el Derecho no es ciencia. A la pregunta sobre si le es lícito a un hijo denunciar a su padre, su respuesta es no, en el entendido que dicha obligación contraviene la naturaleza de la rela-ción padre e hijo, de afinidad y solidaridad sanguínea. A su entender la ley no está por encima del hombre, dado que ésta no es más que la expresión de las relaciones morales que ligan a los seres humanos.

En 1855 se desempeñó como fiscal de imprenta en Guadalajara. En ese mismo año funge como secretario particular del gobernador de Jalisco, Santos Degollado, quien asumió el cargo, tras el triunfo de la Revolu-ción de Ayutla, el 31 de agosto. Junto al gobernador liberal enfrentan la conspiración de los diplomáticos y empresarios ingleses Eustaquio Barron y Guillermo Forbes, quienes en uso de sus influencias y fortu-nas financiaron un levantamiento armado en contra de Degollado en Tepic y San Blas; en lo que antes era el Séptimo Cantón de Jalisco, hoy Estado de Nayarit. El gobernador logró la expulsión del hijo de Barron y los diplomáticos logran con el apoyo de su embajador que Degollado fuera llamado a compadecer ante la ley. Al parecer Vallarta intervino en la redacción de su defensa, de la que al final salió bien librado.

Pasado este episodio fue electo diputado para el Congreso Consti-tuyente, el 6 de enero 1856, por el distrito de San Gabriel, habiendo contabilizado 43 votos. Desde su curul se opuso con determinación, junto con Contreras Medellín, a que el jefe de los liberales moderados de Jalisco, Joaquín Angulo, en su condición de insaculado, sustitu-yera en el cargo de gobernador a Santos Degollado; logrando que el cargo recayera en el general Anastasio Parrodi.

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Fungió como secretario de Gobierno, en el período del licenciado Pe-dro Ogazón, en 1858, y ejerció varias veces como gobernador provi-sional del Estado de Jalisco en 1861. Ese mismo año se le nombró coordinador del Batallón Hidalgo.

El 23 de agosto de 1861, comunicó un decreto que suspendió en el estado todo tratamiento oficial por palabra o por escrito y estableció para las personas la palabra ciudadano, y del impersonal para las corporaciones. También en funciones de gobernador sustituto, hizo un llamado público, el 23 de diciembre, a todos los ciudadanos a to-mar las armas en defensa de la nación, ante el avance de las tropas francesas que, tras el rompimiento de los tratados de la Soledad, ase-diaban al gobierno republicano de Juárez con la intención de colocar en el trono de México a un príncipe austriaco, al archiduque Fernan-do Maximiliano de Habsburgo.

En 1862 fue electo diputado federal, pero rehusó el cargo. En di-ciembre de 1863, el presidente Benito Juárez lo dejó a encargo del Gobierno de Jalisco; el general José María Arteaga no le entregó la administración del Estado. En 1868 fue electo diputado al Congreso de la Unión.

El 23 de marzo de 1868, Juárez nombró a Vallarta secretario de go-bernación, puesto al que renunció para aceptar la candidatura al go-bierno de su Estado. Triunfó en las elecciones y ejerció el cargo del 27 de septiembre de 1871 al 28 de febrero de 1875. Durante este período logró mejorar la Hacienda Pública, estableció la Escuela de Agricul-tura, hizo obligatoria la educación elemental. Realizó varias mejoras en obras materiales como la reparación del Palacio de Gobierno y la construcción de la Cámara de Diputados, al interior de dicho Palacio. Facilitó la construcción de la primera línea de tranvías de la ciudad y del telégrafo.

A pesar de estos y otros muchos avances y mejoras, su administra-ción no estuvo excepta de escollos, sobre todo conflictos políticos y

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controversias con los poderes federales. En efecto, Vallarta mantenía una tensa y áspera relación con el presidente provisional de la Repú-blica, Sebastián Lerdo de Tejada. El sucesor de Benito Juárez espe-raba la confirmación constitucional de su cargo a la par que sorteaba las ambiciones políticas de Porfirio Díaz, héroe de lucha contra los franceses y líder la facción de militares, quienes demandaban cargos y puestos públicos como justo pago a su valor y sacrificio durante la guerra de intervención.

En el ámbito local la situación no era menos conflictiva, el periodista Rafael Arroyo responsabilizaba a Vallarta del intento de asesinato que sufrió por parte de unos desconocidos disfrazados de policías. El hecho suscitó la solidaridad e indignación gremial que se desplegó e hizo sentir en un tropel de artículos publicados en La Prensa, La Civilización, Juan Panadero, Prensa Libre, entre otros. La campaña periodística le propinó una serie de descalificaciones que sólo fueron silenciadas o dejadas de lado ante una preocupación mayor: el inmi-nente ataque a Guadalajara por las huestes de Manuel Lozada, “El Tigre de Alica”.

La tregua de los rotativos duró poco y los detractores de Vallarta volvieron a la carga. La prensa continuó con “verdadero furor y des-enfreno” sus ataques al gobierno local; por otro lado y abonando a la misma intención, una infinidad de amparos eran interpuestos en con-tra de las leyes y disposiciones de Hacienda. El gran jurista mexicano tenía la opinión pública en contra, en un momento de gran peligro para el Estado.

Lozada y su ejército de indios nayaritas habían sido vencidos; los verdaderos enemigos del gobernador estaban entre sus coterráneos.

Lo que vino a agravar aún más la situación fue la propuesta de re-forma a la Ley electoral del Estado, de septiembre de 1873. Los ene-migos políticos de Vallarta denunciaron cómo la reforma atentaba contra los derechos políticos de los ciudadanos al negarles el voto

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a los deudores del estado. Acogiendo este reclamo popular, un juez suspendió los comicios por declararlos inconstitucionales; pero la Su-prema Corte de Justicia declaró improcedentes los amparos y retiró al juez. Las elecciones sí se realizarían en noviembre.

La severa crisis política del Estado hizo eco en el Congreso de la Unión, en cuya contra elevaron sus enemigos una acusación. Supe-rado por la situación, decide Vallarta solicitar licencia al Congreso local para separarse de su cargo y acudir a contestar la demanda. Concedido su permiso por el tiempo que fuera necesario, el inculpado compareció el 20 de enero de 1874 ante una Diputación federal, con-vertida en Gran Jurado.

Ignacio L. Vallarta triunfaría sobre las imputaciones: no sólo se es-timaron improcedentes, sino además se le otorgó la merced de con-trademandar a sus inculpadores. Para el 7 de septiembre de 1874 se publicaría una convocatoria para elegir a un nuevo gobernador para Jalisco, lo cual propiciaría de nuevo el enfrentamiento entre la opo-sición y el grupo de Vallarta. Al terminar su período de gobierno, radicó en México desempeñándose como titular de la Secretaría de Gobierno, en la primera administración del general Porfirio Díaz.

Fue electo presidente de la Suprema Corte de Justicia. Vallarta trató de interpretar la Constitución de 1857 dando sus famosos Votos de Vallarta, que tratan puntos de Derecho Constitucional.

En reconocimiento a su persona, la ciudad le dedicó una de sus prin-cipales avenidas, y cinco colonias residenciales: Vallarta, Vallarta Norte, Vallarta Poniente, Vallarta San Jorge y Juan Manuel Vallar-ta. También lleva su apellido el municipio que alberga el principal puerto de Jalisco.

Se retira a la vida privada y muere en la Ciudad de México a sus 63 años de edad, el 30 de diciembre de 1893.

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LICENCIADO MANUEL DOBLADO —1862; 1862-1863—

Militar liberal. Nació en San Pedro Piedra Gorda, Guanajuato, en 1818. Realizó sus primeros estudios en su pueblo natal. En 1843 ob-tuvo el título de abogado y un año después impartía clases de Geo-grafía y Derecho Público en el Colegio del Estado de Guanajuato. Fue magistrado del Tribunal Superior de Justicia de ese estado. En 1847 ocupó una curul en el Congreso en Querétaro. Se opuso al Trata-do de Guadalupe Hidalgo. Al tomar Guanajuato, el general Mariano Paredes lo designó gobernador interino. En 1854, apoyó el Plan de Ayutla. Firmó los Convenios de Lagos con Ignacio Comonfort y An-tonio Haro y Tamariz.

En 1857 fue elegido gobernador de Guanajuato. Ese mismo año, a causa del golpe de Estado contra la Constitución, renunció al cargo para militar en las filas liberales. En 1860, se apoderó de un millón de pesos que algunos comerciantes enviaban al extranjero por la vía de

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Tampico. Al año siguiente ocupó de nuevo la gubernatura; pero, lla-mado al gabinete del presidente Juárez, se hizo cargo del Ministerio de Relaciones Exteriores del 11 de diciembre de 1861 al 13 de agosto de 1862. Como ministro sorteó a la reacción internacional por la sus-pensión de pagos decretada por el presidente. Tratando de evitar la guerra, negoció los Tratados de Soledad, el 19 de febrero de 1862. Vol-vió a Guanajuato y, ante la inminente invasión, tomó las armas con-tra los franceses. Participó en la campaña de la Sierra de Querétaro.

Desesperado por los constantes ataques de las gavillas de bandole-ros y de las guerrillas reaccionarias, el gobernador de Jalisco, Pedro Ogazón pidió auxilio a Doblado, quien se encontraba en Guanajuato como general en jefe del ejército de reserva. En respuesta al llamado de Ogazón, Doblado movilizó un ejército de tres mil hombres. Antes, el presidente Benito Juárez lo nombró gobernador y comandante mi-litar de Jalisco; cargo que contrajo el 15 de noviembre de ese mismo año. Lo volvió a asumir el 21 de noviembre. A los nueve días salió para Guanajuato, dejando en su lugar, de manera interina, al licen-ciado Jesús López Portillo.

Igual que el otro gobernador interino, Luis. L. Vallarta, también López Portillo entró en conflictos y controversias con el Congreso; al parecer, un cierto respeto al uniforme y a la espada mantenía a los diputados quietos cuando se trataba de gobernadores como Ogazón y Doblado, quienes sabían hacer valer su condición de militares, pero en cuanto éstos dejaban la gubernatura encargada a un civil, les re-gresaba la confianza y olvidaban la prudencia.

A pesar de estar en receso, los diputados quisieron contribuir con los esfuerzos encaminados en defender la patria. En una de sus últimas sesiones, decretaron el reclutamiento de todos los jaliscienses cuyas edades fluctuaran entre los 18 y 50 años.

Emplazados en comisión permanente, y preocupados en mantener la legalidad y el orden constitucional, a pesar del difícil clima político

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y militar por el que atravesaba la nación, los diputados pretendieron convocar a la elección de un nuevo Congreso, una vez que el actual concluyera su período en enero de 1863.

López Portillo, en oficio fechado el 16 de diciembre, los exhortó a continuar en receso en espera de que concluyera la guerra o de que los mandase llamar el Ejecutivo. Los diputados no acataron la reco-mendación del gobernador interino y continuaron reuniéndose, obli-gándolo a dar la orden de que se recogieran las llaves de las oficinas del Congreso.

Ante esta medida, los diputados contestaron recriminándole a López Portillo que él no estaba facultado para atender cuestiones de lega-lidad y trataron de reunirse en un domicilio particular para levantar una protesta; medida que no lograron concretar, al no poder formar una mayoría que estuviera de acuerdo.

El 21 de diciembre, de nuevo estaba Doblado al frente del Estado; al día siguiente tenía sobre su escritorio un comunicado de la comi-sión permanente refiriéndole lo ocurrido con López Portillo, y soli-citándole manifestar si estaba de acuerdo o no con que el Congreso siguiera congregándose. La urgencia de seguirse reuniendo era, como ya se dijo, la de renovar el Congreso y dejar a los nuevos diputados instalados, bajo la preocupación, según refiere el historiador Pérez Verdía, de que si no se hacía, “Jalisco quedaría en situación de no poder jamás volver al orden constitucional sino por medio de una revolución”. (Pérez Verdía, 1952c: 235).

En épocas de guerra, poco importa el orden constitucional. Con una respuesta enérgica e incluso un tanto ofensiva, Doblado les enfatizó a los diputados esta lección de política elemental, la que, tal parece, no lograban entender al querer, obcecadamente, que se les siguiera to-mando en cuenta como autoridades públicas; rango que habían perdi-do temporalmente, desde el momento que el presidente Juárez había declarado a Jalisco en estado de sitio, el 14 de febrero del año anterior.

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Carente de recursos y fuerzas para sortear los problemas que agobia-ban al Estado, como las guerrillas conservadoras, las controversias con el Poder Legislativo y las divisiones en el seno del Partido Libe-ral, Doblado renunció a seguir como mandatario y obligó a Ogazón a tomar su lugar, quien, a pesar de su renuencia, asumió de nuevo la gubernatura y comandancia militar de Jalisco en enero de 1863 y la de Colima el 20 de marzo. Heredó los problemas que dejó incluso su antecesor y como él, también fracasó en su intento de solucionarlos.

El general Doblado, en tanto, acompañó, en 1864, al presidente Juárez desde Saltillo a Monterrey; más tarde hasta Paso del Norte. Marchó a La Habana y luego a Nueva York, donde falleció en 1865.

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GENERAL JOSÉ MARÍA ARTEAGA MAGALLANES —1863; 1864—

Nació en la Ciudad de México en 1827. Realizó algunos de sus pri-meros estudios en Aguascalientes. En 1847, combatió a los invaso-res estadounidenses. Al año siguiente, viajó a San Luis Potosí para enlistarse en el ejército regular. En 1852 era sargento y para 1853 capitán.

En 1854 marchó al sur a las órdenes de Félix Zuloaga. Después de la capitulación de Nuxco, entre santanistas y partidarios del Plan de Ayutla, Arteaga, desligado de sus anteriores compromisos, se unió a las filas liberales en las que militaría en lo sucesivo. Ascendió a co-mandante de batallón. En 1855, estando en Uruapan como mayor de órdenes, acompañó al general Ignacio Comonfort en su intento de resolver las disputas entre Jalisco y Colima; en aquella ocasión lo ascendieron a coronel. Meses después lo nombraron gobernador de Querétaro.

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Durante la Guerra de Reforma alcanzó el grado de general de briga-da combatiendo contra los conservadores. Estuvo en la campaña de Michoacán. Fue gobernador de Querétaro en dos ocasiones: en 1856 y de 1860 a 1862. Cargo que dejó la segunda vez para luchar contra la Intervención Francesa. Combatió en Barranca Seca y en Acultzin-go, resultando herido, en la pierna, durante esta segunda batalla. Se retiró a Morelia, el 19 de junio de 1863, fecha en que el Ministerio de Guerra lo nombró gobernador y comandante militar del Estado de Jalisco, cargo que asumió el día 28 de ese mismo mes (Pérez Verdía, 1952: 249).

El general Arteaga se encontraba en Morelia convaleciendo de la he-rida, la cual nunca cerró del todo y terminó empeorándole -según re-fiere Pérez Verdía- su mal carácter, pues era propenso a las actitudes despóticas y autoritarias, mismas que, de principio, supo reservarse o mantener amagadas.

El sucesor de Manuel Doblado, al frente del Gobierno de Jalisco dejó de lado las fórmulas democráticas y constitucionales: nombró una junta encargada de redactar un plan o programa de gobierno para orientar su administración. La integraron destacados personajes lo-cales como: Ignacio L. Vallarta, Juan. J. Caserta, J. M. Castaños, E. Robles Gil y Jesús Camarena.

Al final, despachó a los consejeros y asumió él solo el poder y control del Estado, haciendo en ello gala de actitudes intransigentes y despó-ticas, en parte forzado por los apremios de la guerra.

En la medida que progresaba la empresa de conquista de los invaso-res franceses, aumentaba la fuerza de las gavillas reaccionarias que, aprovechando la dispersión y desorganización de los ejércitos federa-les, se iban apoderando de un número mayor de territorios y pueblos, infligiéndoles constantes derrotas a las armas republicanas.

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Cuando el ejército expedicionario, comandado por el general Fran-cisco Aquiles Bazaine comenzó la invasión de Jalisco, Arteaga tomó medidas extremas para enfrentar al enemigo: declaró que todos los poblados que fueran amagados por los invasores quedarían en estado de sitio, cesando inmediatamente en sus funciones las autoridades civiles, quedando sólo vigentes las militares. A los empleados y fun-cionarios les advertía cumplir con la disposición, del 1 de septiembre, referente a no colaborar de ninguna forma con los invasores; de tal suerte que se considerarían traidores a la patria todos aquellos que no solicitaran licencia a la llegada del enemigo.

Al pueblo en general también le exigió no prestarle ningún tipo de ayuda a los franceses y le subrayó su patriótica obligación de dejar fuera del alcance de los ejércitos invasores ganado, granos y cualquier tipo de bien requerido para su aprovisionamiento. Todo lo expuesto se publicó en un bando fechado el 29 de diciembre de 186312.

En resumen, podemos decir que la actuación de Arteaga como go-bernador no fue la mejor, en parte por la difícil situación por la que atravesaba el país; igualmente su condición anímica (recordemos que sus heridas de guerra no sanaban) no era la mejor para dirigir el des-tino de un Estado.

Escaso de hombres y recursos para defender la ciudad del arribo de las tropas francesas, capitaneadas por Aquiles Bazaine, el general Artea-ga ordenó a los batallones quinto y onceavo de infantería de Guardia Nacional retirarse de la ciudad, quedando ésta desguarnecida.

El 21 de julio de 1864 se manifiesta en relación a la traición de José López Uraga y su nombramiento como jefe del Ejército del Centro. Finalmente es aprehendido en Michoacán y fusilado en Uruapan en 1865.

12 AHJ. G-10-863/Jal-359

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GENERAL ANACLETO HERRERA Y CAIRO —1864—

Nace en Guadalajara. Gobernador del Estado de Jalisco del 24 de ju-lio al 18 agosto de 1864. Estudió en el seminario de Guadalajara, mas la sotana no resultó lo suyo e inicio la carrera de médico, la cual no concluyó por combatir a los invasores estadounidenses. Se mantuvo en el bando liberal durante las guerras de Reforma. Organizó gru-pos guerrilleros en Michoacán, Jalisco y Colima para luchar contra la Intervención Francesa y el Segundo Imperio. Alcanzó el grado de general en atención a sus méritos, en 1863.

José María Arteaga, el 24 de julio, nombró a Anacleto Herrera y Cai-ro gobernador y comandante militar de Jalisco. Durante su gestión hubo pocos hechos relevantes: el 9 de agosto una columna francesa sorprendió en Cocula a la primera División del Centro, ocasionándole 100 muertos; Herrera y Cairo permanecía en Sayula. Al poco tiempo de tomar posesión del cargo, se vio en la necesidad de abandonar la

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gubernatura (Pérez Verdía, 1952c: 286). Fue sustituido por el licen-ciado José María Gutiérrez Hermosillo, quien a su vez tuvo que salir del estado. Las consecuencias de estos acontecimientos dejaron a Ja-lisco sin autoridades republicanas al frente del gobierno, cuyo cuartel general continuaba en el sur del estado, mudando de población según las vicisitudes de la guerra.

Herrera y Cairo murió en combate, en la Hacienda La Quemada, municipio de San Felipe, Guanajuato, el 4 de febrero de 1867.

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GENERAL RÓMULO DÍAZ DE LA VEGA —1864—

Nació en la Ciudad de México, el 23 de mayo de 1804. Fue militar de carrera que luchó contra los federalistas. En 1821 se enlistó en las filas de quienes proclamaron el Plan de Iguala. Ingresó a la escuela de cadetes en 1825, donde le fue expedida la patente de subteniente de ingenieros.

En 1827 tuvo a su cargo las obras de fortificación de Alvarado, de donde pasó a Coatzacoalcos. En 1830 estuvo con las fuerzas del gene-ral conservador Nicolás Bravo que combatían al General Álvarez y al gobierno del Presidente Vicente Guerrero, tocándole luchar en las costas guerrerenses, cerca de Acapulco.

En septiembre de 1833 se le dio de baja por haberse sublevado con-tra el gobierno. Se le confinó en Puebla, pero en 1835 reingresó al ejército. A los pocos meses, en 1836, marchó a la campaña de Texas,

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cuyos colonos, apoyados por Estados Unidos, habían promovido una rebelión. Estuvo en el asalto y toma del Fuerte del Álamo. Radicó en Matamoros durante dos años. Combatió en 1838 contra los franceses, en la llamada Guerra de los Pasteles.

En 1842 le toca nuevamente luchar contra los texanos. Por sus bri-llantes servicios se le condecora y asciende a general. Sus anteriores grados los había ganado por escalafón. Luchó contra los estadouni-denses en 1846 y 1847, participando en las batallas de Palo Alto y Resaca de Guerrero.

Fue enviado preso a Estados Unidos. Después de la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo volvió a México y desempeñó la comandancia en varios departamentos del país.

Sin ser elegido ni nombrado, ocupó la presidencia de México durante 22 días. En el vacío de poder creado por la renuncia de Martín Ca-rrera, previo a la elección del gobierno que debía surgir del Plan de Ayutla, Díaz de la Vega asumió la responsabilidad del Poder Ejecuti-vo, sin ser presidente.

Desde su cargo mantuvo el orden. Respetó a los ministros designados por Martín Carrera, quienes pudieron continuar trabajando con cier-ta normalidad. Nombró nuevas autoridades para el Distrito Federal y esperó la llegada del general Juan N. Álvarez, el cual detuvo su marcha en Cuernavaca, lugar en que fue electo Presidente de México.Álvarez envió una comunicación a Díaz de la Vega ordenándole en-tregar el mando militar de la Ciudad de México. El presidente de facto lo hizo sin problema y se retiró.

Fue gobernador de Yucatán, de 1853 a 1854; de Tamaulipas, de enero a abril de 1855 y del Distrito Federal, en 1855 con el triunfo del Plan de Ayutla. Después de haber sido presidente de facto, en 1856, volvió al bando conservador. Se vio inmiscuido en una conspiración con-tra Comonfort por lo que, en agosto, fue aprehendido y desterrado.

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Estuvo en Estados Unidos y volvió al llamado del General Miguel Miramón, llegando a México en mayo de 1859.

Fue nombrado comandante del 2° Cuerpo del Ejército, con mando en San Luis Potosí, Aguascalientes y Zacatecas. En Loma Alta enfrentó y fue derrotado por las tropas liberales capitaneadas por Jesús López Uraga y Nicolás Régules, el 24 de abril. De la batalla resultó herido. Se le trasladó a San Luis y luego a México en calidad de prisionero. El triunfo de Jesús González Ortega en Calpulalpan y la definitiva victoria liberal, determinaron su libertad. Volvió a conspirar contra el gobierno y, a mediados de 1861, se le aprehendió por varios meses.

Rómulo Díaz de la Vega fungió como prefecto superior de Jalisco de enero a agosto de 1864, sirviendo al Imperio. Con fecha 19 de mayo de 1864, la Secretaría de Estado y de Negocios Extranjeros, le comu-nica el acta sobre la proclamación del Emperador de México, Fernan-do Maximiliano de Habsburgo. Como prefecto político estableció en el Departamento una lotería, cuyo producto se invertirá en la bene-ficencia. Con el triunfo de la República se va a Puebla, donde muere en la pobreza el 3 de octubre de 1877.

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DOMINGO LLAMAS —1864—

Nace en Zapotlanejo. El 18 de agosto de 1864 se efectuó un cambio en el gobierno imperial del Estado. Rómulo Díaz de la Vega entre-gó la prefectura a Domingo Llamas, comerciante ajeno a la política que en ese entonces fungía como prefecto de Colotlán (Pérez Verdía, 1952: 290).

La entrega del cargo se debe al desempeño de Díaz de la Vega, insatis-factorio para Mariano Morett, encargado de la prefectura del Distri-to de Guadalajara, y para Félix Douay, jefe de la guarnición francesa en la misma ciudad. De la Vega fue acusado de ser un despilfarrador y de estar en alianza con el clero.

La actividad política de Domingo Llamas resultó mínima y su paso por la prefectura de Jalisco, breve. Llamas extendió un decreto, fe-chado el 24 de noviembre de 1864, que anunciaba que el Ministerio

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de Guerra y Marina daba a conocer el decreto de Maximiliano, Em-perador de México, con fecha del 7 de noviembre de 1864, sobre el establecimiento de la guardia rural reglamentada en guardia móvil.

El cambio de prefectura política a manos de Llamas no representó un cambio notable. Los problemas en el Departamento de Jalis-co continuaron, en parte, por la inconformidad que la política del Imperio despertó entre los conservadores; y a que Díaz de la Vega continuó viviendo en Guadalajara, apoyado por un grupo de re-accionarios recelosos que se sentían defraudados porque Fernando Maximiliano no abolió del todo las Leyes de Reforma. Domingo Llamas no tomó ninguna medida al respecto, por ineptitud o com-plicidad; las autoridades imperiales le recriminaron su pasividad en el asunto. El 14 de diciembre de 1864, el Ministerio de Gobernación le ordenó entregar la prefectura política a Mariano Morett. Llamas muere en el año de 1873.

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GENERAL MARIANO MORETT VIZCAÍNO —1864-1865 y 1866—

Nació en Sayula. Siendo comandante de caballería, Morett luchó en la guerra contra los Estados Unidos y fue distinguido por su valor. Durante un tiempo abrazó las convicciones liberales, pero tras su mal comportamiento en Salamanca, se le dio de baja y acabó en las filas del partido conservador.

El 14 de diciembre de 1864, Domingo Llamas le entregó la prefectu-ra de Jalisco a Mariano Morett (Pérez Verdía, 1952c: 318). Inmedia-tamente ordenó el establecimiento de las Cortes marciales. Morett tenía, además, la obligación de estructurar una guardia civil en cada población importante del estado. Se modificó el nombre y el modo de elegir autoridades: en cada Departamento gobernaría un prefecto político superior, en tanto que en los distritos y partidos actuarían los prefectos y subprefectos.

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En marzo de 1865 se dio a conocer, mediante un decreto, una nueva nomenclatura y demarcación territorial para el Imperio mexicano. En Jalisco, a Mariano Morett le correspondió recibir las nuevas dis-posiciones que establecían la división del país en 50 departamentos, que a su vez se subdividían en distritos y éstos en municipalidades.

En Jalisco se presenciaron nuevos cambios. El 16 de septiembre de 1865, el licenciado López Portillo fue elevado al rango de Comisario imperial del Departamento de Jalisco; por tal motivo, se nombró pre-fecto político de la ciudad de Guadalajara al general Morett. Este úl-timo tomó posesión de su cargo el primero de enero de 1866, en com-pañía de su secretario Esteban Alatorre (Pérez Verdía, 1952c: 327).

Morett solicitó la venia de Aquiles Bazaine, mariscal francés, para publicar un periódico oficial del Estado de Jalisco. El galo manifes-tó su conformidad con la idea, no con el título. A principios del año de 1866 se autorizó a Jesús López Portillo, comisario imperial, para que a su libre albedrío nombrara o destituyera a las autoridades del Departamento. Para el mes de abril, Teodoro Marmolejo sustituyó a Mariano Morett en el cargo de la Prefectura Política. Se desconoce el año de su muerte.

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LICENCIADO TEODORO MARMOLEJO SANDOVAL —1866—

Conservador ilustrado de excelente reputación. Nació en la ciudad de Lagos de Moreno. Fue magistrado del Tribunal de Justicia. Alcanzó la prefectura de Jalisco en el momento en que el emperador Fernan-do Maximiliano de Habsburgo decretaba una serie de medidas para organizar los diferentes gobiernos regionales, las cuales no se concre-taban del todo, en parte por la guerra. Por ello se autorizó a Jesús López Portillo, comisario imperial, para que nombrara o destituyera a las autoridades del Departamento que, según su juicio, no dieran los resultados esperados. Para el mes de abril del año de 1866, Teo-doro Marmolejo sustituyó a Mariano Morett en la prefectura política del Estado de Jalisco (Pérez Verdía, 1952c: 330).

Teodoro Marmolejo tuvo que sortear, durante su corto período de gobierno, los levantamientos de guerrillas republicanas. Los aconte-cimientos políticos que se desarrollaron a la sazón contra el Imperio,

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repercutían en el Estado y originaban alzamientos y conspiraciones. Marmolejo tuvo que resistir estos embates, como el de Trinidad Ro-dríguez y Angulo, en Cocula y el de Autlán.

El teniente coronel Izazi derrotó en la Hacienda de San Clemente a Simón Gutiérrez. Cerca de Tamazula se formó una guerrilla que fue abatida por fuerzas imperiales. Teodoro Marmolejo redobló la vigilancia en Guadalajara al enterarse de que varios republicanos habían sido indultados. Su gobierno fue caótico y pronto fue releva-do en el puesto por Juan Clímaco Jontan. Sobre el año de su muerte, carecemos de datos.

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LICENCIADO JUAN CLÍMACO JONTAN RÁBAGO —1866—

Nació en Guadalajara. En sustitución de Mariano Morett, fue pre-fecto político de Jalisco del 1 de noviembre al 31 de diciembre de 1866; período que resultó muy difícil: le tocó resistir los problemas y embates que vivía el Imperio de Maximiliano y concretamente el ambiente hostil imperante en el estado.

Una serie de acontecimientos orillaron a cambios sustanciales en la jefatura política de Jalisco. Durante este lapso, el general Antonio Neri fue aprehendido y cuando José Ignacio Gutiérrez pretendía en-viarlo en calidad de preso a Yucatán, el comisario imperial, Jesús López Portillo, contrariando las órdenes del jefe de armas, puso en libertad al republicano. Este hecho provocó un nuevo ordenamiento en el gobierno del Departamento de Jalisco, entrando a la Prefectu-ra Política Juan Carlos Jontan.

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Jontan desarrolló para entonces una política severa y firme. Inició una serie de trabajos para fortificar a Guadalajara y comenzó las aprehensiones políticas (Pérez Verdía, 1952c: 331).

Durante su muy corta carrera política, Jontan publicó distintos de-cretos; en uno de ellos precisa y ordena que ningún ciudadano pue-da andar montado a caballo dentro de la población, de las once de la noche en adelante, sino con licencia de la Prefectura. Comunicó también el establecimiento de un impuesto a la introducción de vino mezcal, al tabaco en rama o labrado y al numerario. El impuesto sería para el sostenimiento del Hospital de Belén.

A finales de 1866, la población del Departamento vio que las disposi-ciones de Juan C. Jontan eran un tanto contradictorias. En noviem-bre, la derrota del comandante en jefe de la Gendarmería Imperial, coronel Berthelin, en el Cañón del Guayabo (Colima), frente a los re-publicanos, Julio García y Antonio Neri, propició el nombramiento de Jefe Político de Juan C. Jontan; la derrota evidenció también que la causa Imperial estaba irremediablemente perdida. Jontan vería terminada su aventura como Jefe Político del Estado de Jalisco al poco tiempo. Muere en el año de 1885.

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GENERAL FRANCISCO GUTIÉRREZ MENDOZA —1866—

Nació en Guadalajara. Comisario imperial y jefe de armas de Jalis-co de agosto a diciembre de 1866. Luchó para las fuerzas francesas durante el Imperio de Maximiliano. Su carrera política-militar la desempeñó junto al prefecto político, Juan C. Jontan.

Francisco Gutiérrez enfrentó un ámbito de ingobernabilidad en el Departamento, síntoma de la profunda crisis que vivía el Imperio. Los problemas y levantamientos republicanos se incrementaron. A raíz de ello, Gutiérrez y Jontan se dedicaron a fortificar la ciudad de Guadalajara. Francisco Gutiérrez iba a presenciar los enormes cam-bios que se vislumbraban.

Por esos días una columna de franceses salió de Guadalajara con el propósito de reforzar a los imperialistas en Ciudad Guzmán y de proteger su retirada hacia México, lugar donde estaban siendo con-

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centradas las fuerzas leales a Maximiliano. Enterado de este mo-vimiento, Eulogio Parra interceptó, el 18 de diciembre de 1866, al batallón que iba a Ciudad Guzmán en una hacienda cercana a Santa Ana Acatlán, llamada La Coronilla.

Las fuerzas del ejército comandadas por Parra lograron una signi-ficativa victoria que abrió el camino de los republicanos hacia Gua-dalajara. La noticia de la derrota en La Coronilla llegó a la capital como a las diez de la noche, y fue tal el pánico que causó en el gobier-no imperial, que el general Gutiérrez y el prefecto Jontan acordaron abandonar la plaza inmediatamente. Interrumpieron todos los tra-bajos de fortificación emprendidos y durante toda la noche hicieron preparativos para el desalojo (Pérez Verdía, 1952c: 358).

Entre las seis y las siete de la mañana del 19 de diciembre de 1886 habían acabado todos de salir. Iba el General Gutiérrez con cerca de ochocientos soldados mexicanos y doscientos franceses, acompa-ñados con todos los empleados y algunos de los hombres prominen-tes de la ciudad. El 21 de diciembre de 1866, Eulogio Parra entra triunfante a la ciudad de Guadalajara. A Francisco Gutiérrez le tocó observar cómo concluía en Jalisco el Segundo Imperio. Se desconoce el año de su muerte.

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GENERAL EULOGIO PARRA ESPINOZA —1866—

Nace en la ciudad de Ixtlán del Río, Nayarit. Luchó en el bando liberal en la Guerra de los Tres Años y en el republicano durante la Intervención Francesa y el Segundo Imperio. En 1864, con el grado de capitán, combatió a Miguel Lozada, “El Tigre de Alica”, a las ór-denes de general Ramón Corona.

En noviembre de 1866, la derrota de Berthelin en el Cañón del Gua-yabo, Colima, alentó a las guerrillas republicanas que operaban en la región a intensificar sus ataques contra los imperiales. El general en jefe del Ejército de Occidente, Ramón Corona, le ordenó al coronel Eulogio Parra invadir Jalisco.

Para la incursión se disponía de tres secciones del recién formado Ejército de Occidente, compuesto por las brigadas de Sinaloa y Ja-lisco; en total cerca de mil hombres de infantería y caballería se mo-

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vilizaron de Amatlán a Cuautla, de Ameca a Autlán, de San Gabriel a Sayula y finalmente a Zapotlán. Esta fuerza republicana iba en persecución de un desmoralizado ejército imperial que partía apenas avistaba al enemigo.

El 10 de diciembre, una columna francesa de 800 soldados salió de Guadalajara para reforzar Zapotlán. El coronel Parra se replegó a Amacueca y Sayulapan mientras los imperiales se desplazaban. Du-rante siete días, la vanguardia del Ejército de Occidente esperó y acosó al enemigo. Finalmente, el coronel Parra determinó incitar el combate en Santa María, al ser notificado de que los imperiales aban-donaban Zapotlán y se replegaban a Guadalajara. Convencido del éxito de su estrategia, Parra les ordenó a sus soldados marchar de madrugada. Avistaron a los imperiales en La Coronilla, en las inme-diaciones de Santa Ana Acatlán.

A las órdenes del Coronel, una fracción del ejército integrada por el Batallón “Mixto”, escuadrones “Ocampo” y “Guerrero”, y la gue-rrilla “Martínez” cubrió una loma pedregosa y de corta elevación. Al centro y flanco izquierdo se ubicaron los batallones “Degollado”, “1er. ligero de Jalisco” e infantería “4º Ligero de Ahualulco”; a la izquierda quedó situado un cuerpo ligero, “Lanceros de Ramírez” y la fuerza de vanguardia. La reserva y el parque, al abrigo de esta úl-tima quedaron en la pequeña loma. Tras estos movimientos tácticos comenzó la batalla.

Una fuerza de caballería imperial, apoyada por infantería francesa y dos cañones, atacó la vanguardia del ejército. Replegándose la van-guardia hacia la derecha se generalizó el combate. Tras una retirada en falso, que el enemigo creyó, el cuerpo de lanceros aplastó por com-pleto la columna francesa y se colocó en la retaguardia del enemigo. Aunque los imperiales seguían cargando contra los republicanos, el Batallón Degollado resistió valientemente rechazando cada ataque. La caballería de reserva hizo su aparición envolviendo al enemigo. Los imperiales, viendo su número reducido a 150 hombres, tocaron

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retirada y tomaron rumbo a la Hacienda de El Plan; abandonando artillería y demás pertrechos.

Dos columnas de caballería apoyadas por el Batallón Degollado per-siguieron al enemigo, logrando rendirlo y capturarlo. Después de cin-co horas, el combate acabó a las cuatro de la tarde del 18 de diciem-bre. La columna franco-mexicana dirigida por el coronel Napoleón Sayn había sido derrotada.

Desconocía Eulogio Parra que su victoria en La Coronilla pondría en fuga a los imperiales de Guadalajara y le entregaría por completo la capital de Jalisco. El 20 de diciembre, recibió una comisión de jalis-cienses que le instaban a ocupar la abandonada capital. Al día siguien-te hizo su entrada triunfal a Guadalajara (Pérez Verdía, 1952c: 360).

Entre las primeras medidas dictadas por Parra destacó la proclama dirigida a los habitantes del estado, asegurándoles el respeto a su ideología, por parte de los republicanos. Asimismo, Eulogio Parra se dedicó a las tareas de organización de un gobierno provisional hasta la llegada del general Ramón Corona. Con este fin, para el 22 de di-ciembre, nombró a Regino Mora jefe político del Primer Cantón y a José María Híjar y Haro, director general de Rentas (Pérez Verdía, 1952c: 361). Parra restableció el Poder Judicial en el Estado, integró un nuevo Supremo Tribunal de Justicia y reorganizó, provisional-mente, las oficinas de Hacienda.

Parra daría cuenta de todo lo acontecido al general en jefe. Impuso tam-bién un préstamo de 40 mil pesos y dispuso su salida a Tepic, a fin de proteger el tránsito del resto del Ejército de Occidente por aquel terri-torio. Salió el 27 de diciembre y, en su calidad de comandante militar de Jalisco, designó, en decreto del 26 de diciembre de 1866, al coronel Donato Guerra, como encargado provisional de la Comandancia Militar.

Parra radicaba en Santiago Papasquiaro, Durango, cuando murió en 1868.

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GENERAL DONATO GUERRA OROZCO —1866-1867—

Nació en Teocuitatlán. A los 26 años de edad formó parte, como sol-dado, de la Guardia Nacional de Jalisco. En 1862 se dio de alta en el ejército republicano con el grado de capitán de caballería, bajo las órdenes de Ramón Corona y Rosales. Luchó contra los franceses en Sinaloa, Nayarit y La Coronilla, en las cercanías de Santa Ana Acatlán. La victoria de los republicanos en La Coronilla, dio por con-cluido en el Segundo Imperio en tierras jaliscienses. Fue gobernador y comandante general del 27 de diciembre de 1866 al 16 de enero de 1867 (Cambre, 1969: 85).

Siendo gobernador se incorporó al Ejército de Oriente. Bajo las ór-denes del general Porfirio Díaz, estuvo en el sitio y ocupación de la Ciudad de México. En 1871, pidió su baja del ejército por estar comprometido a favor del Plan de la Noria, contra la reelección de Benito Juárez.

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En 1872 ocupó Hidalgo del Parral, Chihuahua. En 1875 fue candi-dato al gobierno de Durango y se le negó el triunfo. Después de la muerte de Juárez, el presidente Sebastián Lerdo de Tejada decretó una amnistía a la que Guerra se adhirió.

Al poco tiempo vuelve a insurreccionarse tras conocerse la aspiración de Lerdo de Tejada de reelegirse. Donato Guerra operó en Jalisco, Colima y Sinaloa tras firmar el Plan de Tuxtepec, el 10 de enero de 1876. El plan desconocía el gobierno de Lerdo de Tejada y demanda-ba su renuncia a la presidencia. Tras sufrir algunas derrotas, Guerra decide internarse en la sierra tarahumara.

Se fue solo y de incógnito. Usando el nombre de Desiderio García, tenía el propósito de unirse al general Frías. En estos andares, recibió alojamiento en casa de Francisco Ortega, quien, tras reconocerlo, lo denunció. Lo apresó el teniente Jesús Herrera, el 15 de septiembre de 1876. El día 19 de septiembre, el coronel Machorro ordenó la muerte de Guerra.

Años más tarde, y tras el triunfo de Díaz, los restos mortales de Do-nato Guerra fueron trasladados a la Rotonda de los Hombres Ilustres del Panteón de Dolores, en la Ciudad de México. De manera póstuma se le concedió el grado de general de división, en reconocimiento a su labor militar.

Por decreto número 465, aprobado el 18 de enero de 1877, se declaró Benemérito del Estado de Jalisco, al general Donato Guerra, por los importantes servicios que prestó a la restauración del orden constitu-cional, federal y republicano.

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LICENCIADO ANTONIO GÓMEZ CUERVO —1867-1868; 1869-1870; 1870-1871—

Nació en Tequila. Antonio Gómez Cuervo alcanzó el grado de coronel en el año de 1862. Combatió la Intervención Francesa y al Imperio. Al ocupar Ramón Corona la ciudad de Guadalajara, lo designó go-bernador y comandante general de Jalisco, el 16 enero de 1867 (Pérez Verdía, 1952c: 361). Fue acusado de aliarse con personajes que sirvie-ron al Imperio, para llegar a la gubernatura constitucional; al final resultó electo para el período de 1867 a 1871.

La presión de sus opositores lo obligó a pedir una licencia de seis me-ses en mayo de 1868. Lo suplió al frente de la gubernatura el insacu-lado Emeterio Robles Gil (Pérez Verdía, 1952c: 422). Constituido el Congreso Federal en Gran Jurado, emitió un veredicto ambiguo que la Suprema Corte entendió como de culpabilidad y le impuso de cas-tigo su retiro del gobierno por el tiempo que pidió de licencia.

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En 1870, ante la asonada de Amado Guadarrama, Juárez decretó el estado de sitio en Jalisco y nombró un gobernador militar, por lo que Gómez Cuervo volvió a quedar suspendido durante varios meses. Al volver al cargo, entró en conflicto con la Legislatura local, que nom-bró gobernador a Jesús Camarena, presidente del Supremo Tribunal de Justicia. Gómez Cuervo se negó a dejar el cargo y Jalisco tuvo en-tonces dos gobernadores. Como el conflicto se prolongó, el 2 de marzo de 1871, el Presidente Juárez decidió reconocer como gobernador a Camarena.

Durante su accidentada administración, a Antonio Gómez Cuervo le tocó inaugurar los servicios telegráficos entre Guadalajara, León y Guanajuato. Hizo válidas las desamortizaciones realizadas en-tre 1857 y 1867 y ordenó que todas aquellas personas que hubieran servido durante el Imperio lo reportaran al nuevo gobierno federal. Como buen liberal, en materia económica se inclinó por el desarrollo de la industria nacional, la inmigración y la atracción de capitales extranjeros para hacer crecer las ciudades.

Gómez Cuervo prohibió que las iglesias recabaran limosnas y puso en vigencia el decreto federal de 1859, relativo a que los cementerios serían administrados por autoridades civiles. Muere en su natal Te-quila, el 1 de agosto de 1884.

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LICENCIADO EMETERIO ROBLES GIL —1868-1869—

Nació en Guadalajara el 3 de marzo de 1831. Hizo sus estudios en el Seminario y cursó Filosofía en 1848, siendo su maestro Mariano Gon-zález. Estudió en la Universidad, recibiéndose de abogado en 1855.

Fue diputado al Congreso Constituyente de Jalisco de 1857, y tam-bién en otras posteriores legislaturas locales y federales. Se casó el 8 de marzo de 1861 con Eulalia Tolsá. Jurisconsulto, literato y orador, perteneció a diversas agrupaciones científicas y literarias. Fue cate-drático en Derecho Constitucional, en la Escuela de Jurisprudencia, y jefe del Registro Público de la Propiedad.

Junto con Pérez Verdía, es considerado como uno de los elementos más talentosos del grupo La Falange de Estudio, no sólo por sus do-tes de escritor, sino también de orador, distinguiéndose por su conci-sión y elocuencia. Es autor de algunas comedias, entre las que des-

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tacan Al mejor postor, montada en 1856 y Episodios conyugales que se presentó en el Teatro Degollado cuando Robles se desempeñaba como gobernador de Jalisco, en el año de 1868.

Poco antes de su llegada a la gubernatura, las gavillas de ladrones asolaban el estado, la inseguridad en los caminos y los altos índices de criminalidad convencieron al gobernador Gómez Cuervo a tomar medidas radicales. Promulgó el decreto 61 que autorizaba a los jefes políticos a aplicar la pena de muerte en contra de los delincuentes.

El gobernador fue acusado ante el Congreso Nacional de haber vio-lado las disposiciones de un juez de distrito. El Congreso se erigió en gran jurado y suspendió a Gómez Cuervo. Por su parte, el Congreso local favoreció al gobernador, otorgándole una licencia para que se defendiera. Quedó en su lugar Emeterio Robles Gil. Hubo tanta pre-sión y tensiones que éste derogó el decreto 61.

Durante su gestión, Emeterio Robles Gil reorganizó la Guardia Na-cional, restableció el Liceo de Varones en el edificio que fue del Se-minario e inauguró el servicio de vapores entre Chapala y La Barca. Inició el camino a Zacatecas por la barranca y declaró propiedad del Estado las pinturas de los antiguos conventos, el 6 de diciembre de 1868 (Pérez Verdía, 1952c: 423). Murió a la edad de 75 años, en Gua-dalajara, el 24 de mayo de 1906.

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CORONEL FLORENTINO CARRILLO —1870—

Nació en Matehuala, San Luis Potosí. Comenzó su carrera militar en 1856; alcanzó el grado de coronel en 1868 y el de general en 1871. El 16 de enero de 1870 hubo una revolución en Sayula encabezada por Eufrasio Carreón. La proclamación del Plan de Sayula tenía la inten-ción de derrocar a Gómez Cuervo, entonces gobernador del Estado.El 17 de enero, Florentino Carrillo declaró a Jalisco en estado de si-tio y asumió el Poder Ejecutivo (Pérez Verdía, 1952c: 433). Al día siguiente, Juárez lo ratificó, provocando una enérgica protesta del Congreso local. Era un verdadero escándalo que un coronel del ejér-cito legislara y suspendiera el orden constitucional. Ese mismo día, se decretó que había asumido ilegalmente el poder político y militar (Pérez Verdía, 1952c: 434).

Carrillo estableció que todos los delitos en contra de la seguridad de la República, la Constitución, el orden y la paz pública fuesen juz-

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gados militarmente. Así mismo, prohibió todas las publicaciones y reuniones que pudieran excitar al desorden. Fortificó en los prime-ros días de febrero la gendarmería y tomó medidas autoritarias para mantener la paz y el orden. Entre las más impopulares figuró la leva destinada a formar un nuevo batallón. Participó en una importante batalla en las lomas del rancho de Lo de Ovejo, cerca de Tamazula, destruyendo las principales fuerzas de los rebeldes, quedando así Ja-lisco completamente pacificado.

Con fecha 3 de marzo celebraron Sóstenes Rocha y Florentino Ca-rrillo un convenio con el general Amado Antonio Guadarrama, en virtud del cual este último se sometió a las autoridades locales. Hasta el 6 de abril de 1870 se promulgó el decreto del Presidente de la República, levantando el estado de sitio, en esa fecha volvió a encargarse del Ejecutivo Antonio Gómez Cuervo. Ese mismo mes se instaló el Congreso.

Florentino Carrillo siguió de activo en el ejército; en 1876, los tuxte-pecanos trataron de derrotar a las autoridades lerdistas del Estado y la tenacidad de Carrillo lo impidió. Muere en la ciudad de Durango en 1887.

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LICENCIADO AURELIANO HERMOSO BASAVE —1870-1871—

Fue gobernador sustituto al mismo tiempo que Gómez Cuervo. Reci-bió el cargo del Congreso estatal y lo ejerció del 13 de junio de 1870 al 28 de febrero de 1871 (Cambre, 1969: 92).

Su antecesor, Gómez Cuervo, tuvo problemas con la nueva legislatu-ra. La Sección del Gran Jurado lo acusó de malversación de caudales públicos. Gómez Cuervo respondió argumentando que ésta se encon-traba trabajando fuera de su período legislativo.

El gobernador solicitó una licencia para responder ante la ley por esta acusación. En su lugar, el 12 de junio, el presidente del Tribunal de Justicia promulgó un decreto por el cual fue nombrado gobernador substituto el insaculado Aurelio Hermoso. Casi de inmediato, nom-bró secretario del despacho a Fernando Sansalvador, joven talentoso, recién egresado de la carrera de abogacía y prácticamente desconoci-

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do en el ámbito político (Pérez Verdía, 1952c: 447).

Gómez Cuervo atacó la designación de la Legislatura y asumió nue-vamente sus funciones de gobernador. Además, en represalia, sus-pendió al presidente del Tribunal y aprehendió a su secretario. Para respaldarse de facto, Cuervo contaba con la gendarmería y las ofici-nas de Hacienda. A Hermoso, por su parte, únicamente lo apoyaba el Congreso y el Tribunal, carecía de un solo hombre armado y de presupuesto para defender y financiar su administración. Concluido su período, Hermoso le entregó el gobierno del Estado a Jesús Cama-rena en su calidad de presidente del Tribunal de Justicia.

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FÉLIX BARRÓN ALTAMIRANO —1871—

Nació en Guadalajara. Abogado de profesión, fue presidente del Ayuntamiento de Guadalajara. Ocupó importantes cargos antes de llegar a la gubernatura de Jalisco. Fue diputado propietario por el Primer Distrito. Fungió como vicepresidente del Congreso en no-viembre de 1867 y obtuvo el mismo cargo en febrero de 1868 por un mes.

En febrero de 1869 desempeñó el puesto de segundo secretario, for-mando parte de la mesa directiva del Congreso, y en abril del mismo año ocupó la presidencia sólo por unos días, pues vuelve a desempe-ñarse como segundo secretario. En sesión de 9 de abril de 1870, ganó por votación el cargo de primer secretario suplente ante el Congreso.El 27 de junio, las autoridades del Estado convocaron a elecciones. El triunfador fue Ignacio Luis Vallarta y para insaculados los licencia-dos Félix Barrón, José María Ignacio Garibay y Emeterio Robles Gil.

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Los elegidos debían tomar posesión el 15 de julio de 1871. Vallarta residía en México y manifestó no poder estar en Guadalajara el día señalado, por lo mismo fue designado un sustituto: Félix Barrón.

Éste llegó al gobierno el 15 de julio de 1871 y ocupó el puesto úni-camente por dos meses y once días. Su corta administración le reportó buenos dividendos al Estado: dictó medidas de orden y economía en la administración de las rentas públicas, trabajó para incrementar la fuerza de seguridad pública e inició los trabajos de apertura de un camino de Autlán al Pacífico (Pérez Verdía, 1952c: 457).

Concluido su interinato al frente del gobierno del Estado, Barrón vol-vió a ser diputado vicepresidente del Congreso, en marzo de 1872; y presidente, desde de julio y por el resto del año. En febrero de 1873 fue nombrado segundo secretario.

Fue candidato a gobernador en 1874; no obtuvo mayoría de votos. Fue director del Liceo de Varones de Guadalajara y diputado federal.Termina su período de diputado en enero de 1876 siendo secretario en el Congreso. Muere en ese mismo año.

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GENERAL JOSÉ CEBALLOS —1876—

Nació en la ciudad de Durango, Durango. Egresó del Colegio Militar con el grado de subteniente en 1853 y llegó a general de división en 1873. Militó en las filas liberales y combatió la Intervención Francesa en el occidente del país.

Participó en la defensa del puerto de Mazatlán cuando, el 26 de mar-zo de 1864, se presentó en la bahía la fragata Le Cordellier. Luchó al lado del gobierno durante la rebelión del “Sufragio Libre”, en Du-rango. Después pasó a Sinaloa. De febrero a julio de 1873, comandó una de las tres brigadas del Ejército de Operaciones que persiguió a Manuel Lozada; le derrotó y es ascendido a general de división.

Fue gobernador y comandante militar de Jalisco en febrero de 1876. Sostiene la legalidad del presidente Sebastián Lerdo de Tejada, al estallar la rebelión de Tuxtepec. El 24 de noviembre, salió de Gua-

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dalajara a combatir a los seguidores de José María Iglesias, quien se rebeló contra Lerdo a raíz de su reelección. Ceballos dejó como go-bernador al coronel Leopoldo Romano. Ignoraba Ceballos que en la batalla de Tecoac, el régimen lerdista midió fuerzas con los rebeldes y ante la derrota, el presidente y sus cercanos optaron por huir (Pérez Verdía, 1952c: 532).

El gobierno militar que implantó Ceballos en Jalisco siguió fiel a Ler-do y anunció su determinación de aplastar la revolución. En opinión de Ceballos, el movimiento “iglesista” implicaba una nueva perfidia para la legalidad constituida. Por encima de su parecer, la presencia de José María Iglesias jugó un papel determinante en el triunfo final de Porfirio Díaz.

Con la derrota del ejército lerdista en Tecoac, el 16 de noviembre de 1876, Ceballos tomó partido por Iglesias. Enfrentó a las tropas de Díaz que se dirigían a Guadalajara.

Desmoralizado por la falta de elementos bélicos, Ceballos renunció al mando de la Cuarta División y al cargo de gobernador y comandante militar de Jalisco, entregando los cargos al general Crispín de S. Pa-lomares (Pérez Verdía, 1952c: 534).

Se exilió en los Estados Unidos; viajó a Guatemala y fue nombrado Director de la Escuela Politécnica. Volvió a México; fue diputado al Congreso de la Unión por Sinaloa, y después gobernador del Distrito Federal, en 1884, cargo que ejerció hasta su muerte.

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CAPÍTULO III

Gobernadores de comienzos del Porfiriato hasta principios de la Revolución Mexicana

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GENERAL LEOPOLDO ROMANO — 1876-1877—

Nació en Saltillo, Coahuila, en 1844. En 1861 ingresó a la guardia nacional de Zacatecas. El 13 de agosto de ese año, sirvió al general Jesús González Ortega en su victoria sobre Leonardo Márquez y Fé-lix Zuloaga, en Jalatlaco.

En 1861, durante la Intervención Francesa, dirigió la retirada de Ori-zaba, forzada por un sorpresivo ataque de los invasores a los efectivos del general González Ortega.

Participó en la defensa de Puebla en 1863; tras caer la plaza, fue en-viado prisionero a Francia. Regresó a México el 31 de julio de 1864 a seguir luchando contra los franceses y el Segundo Imperio.

Alcanzó el grado de general de brigada, el 15 de junio de 1872. A las órdenes del general Ramón Corona, participó en la Batalla de La

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Mojonera, el 28 de enero de 1873. Partidario del presidente Sebastián Lerdo de Tejada, combatió el Plan de Tuxtepec, encabezado por el general Porfirio Díaz.

Por ausencia del general José Ceballos, se encargó del Gobierno de Jalisco, del 24 de noviembre de 1876 al 6 de enero de 1877 (Pérez Verdía, 1952c: 537). Desde de entonces, se puso bajo las órdenes del general Díaz, quien le ordena entregar el poder al gobernador cons-titucional Jesús Leandro Camarena. Posteriormente se convierte en jefe político y comandante militar de Tepic. Muere en 1897 cuando desempeñaba ese cargo.

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LICENCIADO FERMÍN GONZÁLEZ RIESTRA —1879-1882—

Nació en Guadalajara, en 1821. Estudió Humanidades y Filosofía en el Seminario Conciliar de Guadalajara y, posteriormente, Derecho en la Universidad. Se dedicó a ejercer su profesión como abogado y en 1866 se le nombra Fiscal del Supremo Tribunal de Justicia.

Fue Secretario de Gobierno en las administraciones de Ignacio L. Va-llarta y Jesús L. Camarena, y también senador por Jalisco, en 1875. Fue electo gobernador constitucional del Estado de Jalisco; su admi-nistración comprendió del 1 de febrero de 1879 al 4 de febrero de 1882 (Cambre, 1969: 103).

Durante las elecciones para presidente de la República, diputados, senadores y magistrados, en junio y julio de 1880, se recrudeció la lucha entre los dos grupos liberales: uno postuló al general Manuel González y el otro, al licenciado Ignacio L. Vallarta, que en ese tiem-

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po era presidente de la Suprema Corte de Justicia. Con el apoyo del general Francisco Tolentino triunfaron los diputados y senadores “gonzalistas”, a pesar de que el gobernador dictó las medidas que creyó necesarias para evitarlo.

En noviembre de 1881 hubo elecciones de diputados al Congreso local y los dos grupos se proclamaron vencedores, como en la anterior con-tienda. Una legislatura se estableció en Palacio de Gobierno y otra en el Mesón de Guadalupe. Esta última suspendió de sus funciones al gobernador González Riestra y designó presidente del Supremo Tribunal de Justicia a Antonio I. Morelos; el nombramiento, por de-rivación, lo convirtió en gobernador interino de Jalisco.

El 4 de febrero de 1882, González Riestra entregó, bajo presión, al general Tolentino las fuerzas de la gendarmería y las cuentas ha-cendarias con abundantes fondos en las oficinas estatales. Dejó la ciudad sin apelar ni intentar recuperar su cargo. Muere en 1891, en Pinos, Zacatecas.

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LICENCIADO ANTONIO I. MORELOS —1882—

Nació en el Estado de Jalisco. Se tituló de abogado en la ciudad de Guadalajara. En febrero de 1882 se establecieron dos legislaturas, una en Palacio de Gobierno, apoyada por el mandatario Fermín Ries-tra, y otra, en el Mesón de Guadalupe. Esta última desconoció a di-cho gobernador y nombró presidente del Supremo Tribunal de Justi-cia a Antonio I. Morelos, quedando éste como gobernador interino de Jalisco, del 15 de febrero al 26 de mayo de 1882 (Cambre, 1969: 107).El gobernador Morelos derrotó al círculo vallartista que mantuvo el poder en Jalisco por más de diez años, y terminó con los conflictos en-tre los dos grupos liberales existentes en el Estado. Durante su corta administración, reorganizó los poderes, cambió a empleados y funcio-narios y, según su criterio, contrató al personal adecuado conforme a la ley. Retiró las tropas permanentes de la anterior gubernatura y reformó la gendarmería. Fue magistrado de circuito, puesto que des-empeñaba cuando murió, el 14 de octubre de 1894, en Guadalajara.

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INGENIERO PEDRO LANDÁZURI DIEZ —1882-1883—

Nació en Guadalajara, en 1832. Estudió la preparatoria en el Colegio de San Gregorio, en México, y Ciencias Matemáticas en el Colegio de Minería. En 1894 cursó la carrera de Ingeniería en la Escuela de Minas, en Freiberg, Alemania.

Durante la Intervención Francesa, luchó en las filas liberales y al-canzó el grado de coronel. Fue diputado al Congreso de Jalisco una vez restaurada la República y, en 1869, al Congreso de la Unión. Fue secretario particular del presidente Sebastián Lerdo de Tejada has-ta 1874. Este mismo año viaja como diplomático a las ciudades de Hamburgo, Bremen y Lübeck, en Alemania.

En 1878, y ya de regreso en México, resultó electo diputado al Con-greso de San Luis Potosí. En mayo de 1882, el Senado de la Repúbli-ca lo nombró gobernador interino de Jalisco, para llevar a cabo las

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elecciones, con motivo de la desaparición de poderes. Permanece en el cargo del 26 de mayo de 1882 al 28 de febrero de 1883 (Cambre, 1969: 107).

Posteriormente se desempeñó como senador y después como inter-ventor en los bancos de empleados de Londres y México. Muere en la Ciudad de México en 1905.

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GENERAL FRANCISCO TOLENTINO BENÍTEZ—1883; 1883-1884; 1884; 1885; 1885-1886; 1886; 1886-1887—

Nació en la ciudad de Tepic, Nayarit, en el año de 1838. Era de cuna humilde y trabajó como barbero en su ciudad natal. En 1855 ingresó como soldado raso en el Batallón Degollado. En 1859 asistió a su primer combate en las inmediaciones de Tepic, en el punto llamado Los Metates. En 1867 ascendió al grado de general brigadier y a di-visionario el 13 de marzo de 1877. Participó en la guerra de interven-ción, luchando contra los invasores franceses; colaboró en la batalla de La Coronilla, en 1866, y en el sitio de Querétaro. Tiempo después se sumó a la campaña militar de la Sierra de Alica, contra Manuel Lozada. Continuó con su vida militar apoyando los levantamientos de La Noria y Tuxtepec, encabezados por el general Porfirio Díaz.

Fue diputado al Congreso de la Unión en 1881 y gobernador del Es-tado de Jalisco del 1 de marzo al 9 de septiembre de 1883; del 2 de octubre de 1883 al 30 de abril de 1884; del 18 de mayo al 22 de di-

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ciembre de 1884; del 6 de enero al 5 de julio de 1885; del 24 de julio de 1885 al 1 de febrero de 1886; del 24 de febrero al 22 de mayo de 1886; del 8 de julio al 20 de octubre de 1886 y del 4 de noviembre de 1886 al 28 de febrero de 1887. Posteriormente fue presidente de la Suprema Corte de Justicia Militar.

Durante sus periodos gubernativos se notó una importante mejoría en el ramo hacendario: eliminó impuestos, favoreciendo a las viudas y mujeres solas, y respaldó a los productores de vino mezcal y aguar-diente de caña. Restableció la seguridad de los caminos, combatiendo los asaltos a las diligencias. Hizo llegar el agua a Guadalajara por me-dio de maquinarias que se colocaron en los terrenos del Agua Azul. Se tendieron más vías de tranvías, sobre todo en Atemajac. Organizó los tribunales, el Ministerio Público y el Registro Público de la Propie-dad. Se inauguró el alumbrado eléctrico y se estrenó el reloj del Pala-cio de Gobierno, el 15 de septiembre, con motivo de la Ceremonia del Grito. Duplicó los presupuestos para la instrucción y la beneficencia, y expidió nuevos planes de estudio. Creó la Escuela de Artes y Oficios para mujeres, en el Hospicio, y organizó el servicio de enfermos en el Hospital de Belén.

El Séptimo, ex Cantón de Tepic, fue separado de Jalisco, convir-tiéndose en el territorio de Tepic y erigido como Estado libre y so-berano en 1917. En este tenor, el gobernador Tolentino defendió la posesión del Puerto de Peñitas o Las Peñas, del Décimo Cantón, o Mascota que, por un decreto federal, se consideró perteneciente al territorio de Tepic.

Murió en la ciudad de Guadalajara a la edad de 74 años, en su casa, marcada con el número 12 de la calle Pedro Moreno, el 12 de marzo de 1903. Sus restos fueron sepultados en el Panteón de Mezquitán.

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GENERAL MAXIMIANO VALDOVINOS JIMÉNEZ —1883; 1884; 1884-1885; 1885; 1886—

Nació en 1815 en Zacoalco de Torres. El 15 de febrero de 1883, la Legislatura del Estado declaró electos, para gobernador al general Francisco Tolentino, y para insaculados al gobierno, al general Sa-bás Lomelí, Nicolás Pérez y Maximiano Valdovinos, para el período 1883-1887.

El general Maximiano Valdovinos se hace cargo del Gobierno del Es-tado en calidad de sustituto: del 10 de septiembre al 1 de octubre de 1883; del 1 de marzo al 17 de mayo de 1884; del 23 de diciembre de 1884 al 5 de enero de 1885; del 6 de marzo al 23 de julio de 1885; del 28 de mayo al 7 de junio de 1886 y del 21 de octubre al 3 de noviembre de 1886. Murió en el año de 1890.

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GENERAL RAMÓN CORONA MADRIGAL —1887; 1887-1888; 1888-1889—

Ramón Corona Madrigal nació el 18 de noviembre de 1837 en el ran-cho de Puruagua, perteneciente al Cuarto Cantón del Estado de Ja-lisco. El interés de sus padres, Esteban Corona y Dolores Madrigal, de que continuara su educación y se dedicara al comercio implicó numerosos viajes en sus primeros años de vida. La muerte de su ma-dre y los escasos recursos de su padre acentuarán esta situación; el talento y honradez del joven Corona le granjearon un trabajo de em-pleado de una tienda de abarrotes. Detrás de un mostrador lo encon-tró su futuro mecenas Jesús Gómez Cuervo, importante empresario y comerciante, quien contrató al joven, cuyo talento lo convenció de hacerlo hombre de su confianza.

Esta próspera asociación se vio interrumpida cuando Corona fue llamado a ocupar un despacho de subteniente de la 2ª. Compañía del Batallón activo de San Blas. Su benefactor intentó protegerlo y

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ocultarlo. A pesar de ser descubierto e incluso ser acusado de trai-dor, Gómez Cuervo actúa de nuevo y libra a Corona de portar el uniforme militar.

Como empleado, el futuro general viaja constantemente a Acapone-ta, donde conoce y traba amistad con integrantes del partido libe-ral; por aquellas tierras “pudo conocer los abusos que a cada paso cometían las autoridades impuestas por el partido reaccionario”. La región era asolada por las gavillas lozadeñas, financiadas y aliadas de la casas comerciales de los Barron y Forbes, enemiga del gobierno liberal y promotora de la separación del Séptimo Cantón de Jalisco. Tras enfrentar a los hombres de Manuel Lozada, quien sería a la pos-tre su némesis, Corona abandonó la plaza y junto a algunos dispersos se integra, finalmente, a la tropa de José María Villanueva. De nueva cuenta Gómez Cuervo consiguió un nuevo indulto para su protegido; ahora el propio Corona rechazaría la ayuda.

Muy pronto sus logros militares le acreditan asensos y mayores res-ponsabilidades. La interminable campaña contra Lozada y su derro-ta final, el 27 de enero de 1873 en La Mojonera, es sólo una pequeña faceta en su estadía en las filas liberales; Corona también combatió durante la Guerra de Tres Años y en la Intervención Francesa. En esta última comandó al Ejército de Occidente en las campañas de Si-naloa y Nayarit; en las que venció a los franceses y el 14 de noviembre de 1886 tomó por el puerto de Mazatlán.

Tras la victoria de La Coronilla por Eulogio Parra, 18 de diciembre, libre el camino de imperialistas, el Ejército de Occidente entró en Guadalajara y Corona fue recibido, el 14 de enero de 1867, como “el más grande y afortunado hijo de Jalisco”. Tuvo también una desta-cada participación en el sitio de Querétaro, el 15 de mayo de 1867. Cabe añadir que tras ser tomada la ciudad con la entrega del conven-to de las Capuchinas, se otorgó a Corona la espada de Maximiliano de Habsburgo en señal de rendición; respetuoso de las formas y las jerar-quías, el general no recibió el arma insignia y le indicó al emperador

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que la distinción le correspondía a su superior, el general Mariano Es-cobedo. Con el hundimiento del Imperio, la carrera militar de Corona no terminó; aún tenía un enemigo que vencer, el más importante de todos, “El Tigre de Alica”.

Lozada recibió todo del Imperio; antes de su naufragio supo deslin-darse de él a tiempo, su compromiso siempre estuvo con los pueblos de Nayarit, con las comunidades indígenas que luchaban por su de-recho a la tierra. La causa de “El Tigre Alica” perdía apoyo; a la Barron Forbes ya no le resultaba rentable financiar causas agraristas y los propios Pueblos del Nayar ya no estaban “tan unidos”. El cau-dillo decidió jugarse el todo por el todo en un asalto final sobre Gua-dalajara. Lanzó su último llamado a las armas, el Plan Libertador. El 25 de enero, la noticia del levantamiento circuló en la capital de Jalisco; cundió el pánico entre sus habitantes. Las huestes nayaritas avanzan implacablemente, apenas un día antes habían entrado en Tequila venciendo una heroica resistencia. El Congreso autorizó la formación de una guardia nacional que, por demoras interpuestas por el Ministerio de Guerra, no pudo salir a tiempo para irle a cortar el paso a Lozada. Éste había llegado ya muy lejos.

El enfrentamiento sería a las afueras de la ciudad que empezó a for-tificarse. Las defensas levantadas no satisfacían al héroe jalisciense. Ansiaba estar al frente del ejército que vencería de una vez por todas a su archienemigo. Transcurrieron dos días más. Corona comandaba 2 mil 241 soldados; y con ellos salió a escribir uno de los episodios más épicos de la historia de Jalisco: la Batalla de la Mojonera. Desplazó sus tropas a Zapopan y pernoctó en la plaza.

En la mañana temprano divisó un nutrido contingente movilizado por Lozada: ocho mil combatientes. A su primera brigada, coman-dada por el general Prisciliano Flores, la colocó al frente y de apoyo cerca de los corrales del rancho; por el flanco izquierdo desplegó a los batallones 11 y 12, a las órdenes de Gregorio Saavedra, con tres caño-nes, para contener al enemigo. Un error de logística pudo convertir-

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se en un contratiempo fatal para la causa de Corona: los sacos para alimentar la artillería estaban inservibles y la pólvora escapaba de ellos. Sin fuego de artillería resultaría imposible detener el avance de la infantería y la caballería lozadeños. Corona pensó rápido: utilizan-do los paños de sol de los soldados hizo confeccionar saquetes para reponer los inútiles; la tarea distrajo a muchos soldados y entorpeció el operar de los cañones en la refriega.

El numeroso ejército de “El Tigre de Alica” encerró a las fuerzas de Corona. El héroe no podía ceder terreno o replegarse; atrás estaba la ciudad y sus habitantes rezando y rogando a Dios por verlo salir vic-torioso. Con el estruendo de la artillería cundió el pánico en Guada-lajara, los comerciantes cerraron sus locales y la guardia cívica refor-zó sus posiciones. Lozada lanzaba un nuevo asalto. Corona recurrió al instante a la primera brigada que con bayoneta repelió el ataque mientras la caballería, protegida por el fuego certero de los cañones, arremetía al enemigo. Semejante movimiento puso en retirada a las tropas lozadeñas; extendió el combate por el flanco izquierdo y la retaguardia.

Como si se tratase de una magna obra de teatro, algunos tapatíos habían improvisado un día de campo para presenciar la batalla. El espectáculo no fue el que esperaban. Corona estaba cercado casi por completo en un movimiento de tenaza que prometía sofocarlo. Tes-tigos retornaron a la ciudad para dar la desoladora noticia. El héroe jalisciense mantenía su espada en alto. Él contenía por la derecha y por el frente el avance lozadeño; su enemigo reagrupó sus fuerzas y retomó, con menos intensidad, la ofensiva con pobres resultados. Du-rante la tarde, el crepúsculo fue saludado por tiroteos espaciados y búsquedas de heridos. Lozada había logrado huir. Corona carecía de caballería para ir en su persecución. Al amanecer del 29 de enero de 1873, el campo de La Mojonera lucía despejado de indios nayaritas.

Con una herida superficial en su pierna, Lozada se replegó dejando pequeñas guerrillas que cubrieron su retirada. Corona, por su parte,

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ordenaba la atención hospitalaria de los soldados que lo requerían y retornaba triunfante a su ciudad. En el recuento final de bajas, Loza-da reportaba más de mil hombres entre muertos y heridos, mientras que Corona sólo registraba 115 heridos y 193 dispersos. El caudillo nayarita sufriría un último tropiezo militar en su repliegue a tierras amigas; en Sinaloa, el general Jesús Altamirano le sale al encuentro y le derrota. “El Tigre de Alica” se retiró a lo más recóndito de la sie-rra y comenzó a pertrecharse fortificando las barracas de Mochitiltic para resistir a las tropas que empezaban a preparar su persecución final. Pronto una traición lo pondría en manos de sus enemigos.

El 13 de marzo de 1874, el gobierno de México le asignó al triunfador de La Batalla de la Mojonera la misión de representar a su nación ante las nuevas autoridades españolas. Recibió el nombramiento de ministro plenipotenciario de México ante España y Portugal; tarea en la que recibió la Gran Cruz de Isabel la Católica y la Gran Cruz del Mérito. Mientras Corona hacía fama y prestigio en el servicio exterior mexicano, en su país se gestaban importantes sucesos histórico-po-líticos: un nuevo caudillo sujetaba las riendas del gobierno, y no las soltará por treinta años. El general Porfirio Díaz, a través del Plan de Tuxtepec, derrocaba a Sebastián Lerdo de Tejada y por aclamo popular asumía la presidencia de la República.

Por el mes de abril de 1885, Corona estaba de regreso en México y toma posesión de la gubernatura de su estado natal en 1887. Fueron muchos sus méritos y éxitos como gobernador. En el ramo educativo, le dio continuidad al proyecto de Manuel López Cotilla de mejorar la preparación de los profesores, instaurando una Escuela Normal. El proyecto no se concretó durante su inconclusa administración. Otros de igual importancia corrieron con mejor suerte, como el de crear un Reglamento de Instrucción Primaria, promulgado el 15 de mayo de 1887. El Reglamento ordenaba que las escuelas públicas fueran cos-teadas con recursos gubernamentales. El ex embajador ante España y Portugal reforzó la disposición dotando de libros y uniforme a los estudiantes inscritos en las escuelas administradas por el Estado. La

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educación superior no quedó al margen de este impulso. Corona de-cretó, el 20 de febrero de 1888, la creación de nuevas cátedras en la escuela de Medicina.

Visitó también los cantones del Estado con el interés de atender di-rectamente las necesidades de sus habitantes. Reforzó la seguridad de los caminos de Jalisco y de las calles de Guadalajara. Los recluta-mientos forzados o leva, junto con los impuestos de guerra, eran ya cosa del pasado. De igual forma, las cargas tributarias disminuyeron; por ejemplo, desaparecieron las alcabalas, las cuales, al entender del propio Corona, entorpecían el comercio y fomentaban el contraban-do, y por tanto, la competencia desleal.

En este tenor, promovió también el crédito y el ahorro popular, fun-dando un Monte de Piedad y una Caja de Ahorros. Acorde con la nota distintiva del Porfiriato, Corona vio por la paz y la prosperidad de sus gobernados; y se afanó en crear las condiciones económicas que le permitieran a Jalisco mantener su crecimiento económico. En esta expectativa, la más beneficiada fue Guadalajara. Dotó a la ciu-dad de un nuevo mercado, el cual fue edificado sobre la antigua Pla-za Venegas, de cuya construcción se encargó el ingeniero Ambrosio Ulloa. El inmueble no duraría mucho, en los albores de la Revolución Mexicana, por 1910, un incendio lo consumió casi en su totalidad. También por iniciativa y empeño del gobernador, la línea del ferro-carril fue prolongada hasta Guadalajara. El 15 de mayo de 1888, los tapatíos vieron llegar a su ciudad la primera locomotora. Una comiti-va de bienvenida, reunida en las proximidades del Agua Azul, aclamó la llegada del tren.

La administración de Corona concluyó de manera trágica y sorpresiva. El domingo 10 de noviembre, cuando en compañía de su esposa y de su pequeño hijo se dirigía al Teatro Principal, fue atacado y herido a puñaladas por Primitivo Ron. A pesar de la herida de muerte, logró in-corporarse y calmar a su mujer; y tras quince horas de agonía, el héroe, diplomático y político jalisciense fallece el 11 de noviembre de 1889.

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GENERAL LUIS DEL CARMEN CURIEL —1887; 1890-1891; 1893; 1893-1894; 1894-1895; 1895-1896; 1896;

1896-1897; 1897; 1897-1898; 1898-1899; 1899; 1900; 1900-1901; 1901; 1902; 1902-1903—

Nació en Guadalajara, el 15 de marzo de 1846. Estudió abogacía e inició su carrera militar en el Estado de Morelos. Participó en el dia-rio de oposición El Mensajero, apoyando a Porfirio Díaz. Secundó los levantamientos de La Noria y Tuxtepec, luchando al lado de Díaz, a quien sirvió como secretario.

En 1877 fue gobernador del Distrito Federal, jefe militar de Yucatán, magistrado de la Suprema Corte de Justicia, senador y secretario de gobierno del Estado de Jalisco, durante la administración de Ramón Corona. En repetidas ocasiones fungió como gobernador sustituto de Jalisco; en la primera de ellas cubrió el período del 23 de septiembre al 23 de noviembre de 1887; luego, del 22 de octubre de 1890 al 28 de febrero de 1891; del 2 de marzo al 8 de noviembre de 1893; del 11 de junio al 18 de agosto de 1894; del 28 de agosto de 1894 al 19 de febrero

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de 1895. Es designado por fin gobernador constitucional y ejerce el cargo del 1 de marzo de 1895 al 4 de noviembre de 1896; vuelve a ser reelecto y cubre un nuevo período que duró del 26 de enero de 1897 al 9 de enero de 1903 (Urzúa, 1988: 235).

Durante su gobierno se introdujo el agua potable y alcantarillado, se construyó el parque Agua Azul y el parque San Rafael. Tuvo especial cuidado en la conservación del orden y el buen funciona-miento de los asuntos fiscales. Fomentó la educación y apoyó la beneficencia social.

Concluida administración, fue oficial mayor de la Secretaría de Guerra y Marina, y después subsecretario. Recibió el grado de ge-neral de brigada, el 25 de junio de 1891. Fue senador en la XXVI Legislatura y gobernador de Yucatán del 11 de marzo al 6 de junio de 1911. Se retiró de la milicia temporalmente en 1912, y definitiva-mente un año después, el 12 de julio. Muere en la Ciudad de México, el 20 de marzo de 1930.

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LICENCIADO JUAN GENARO ROBLES MEJÍA —1888—

Nacido el 10 de julio 1825, en la capital de Puebla. Se tituló de abogado en la Universidad de Guadalajara, en 1851. Resultó electo diputado suplente por el Estado de Jalisco, al Congreso Constitu-yente de 1857.

Fue presidente del Supremo Tribunal de Justicia y después gober-nador interino del Estado, del 17 al 18 de marzo de 1888. Falleció en Guadalajara, Jalisco, en 1898, a la edad de 73 años.

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LICENCIADO BUENAVENTURA ANAYA ARANDA —1889, 1890—

Nació en Lagos de Moreno, el 24 de septiembre de 1857. En 1868 in-gresó al Seminario del Señor San José, de la ciudad de Guadalajara, donde estudió algunos años, para luego pasar al Instituto de Ciencias del Estado. En éste cursó la carrera de Leyes. Obtuvo el título de abogado el 12 de julio de 1878. En los últimos años de estudiante tra-bajó como secretario de uno de los alcaldes de Guadalajara; y una vez recibido, renunció a su empleo y se fue a radicar a su pueblo natal, donde ejerció la abogacía por algún tiempo.

En 1884 contrajo matrimonio en la misma ciudad con la señorita María Álvarez del Castillo. Fue catedrático de la Escuela de Juris-prudencia de Guadalajara, donde impartió las siguientes asignatu-ras: Derecho Internacional Público, en 1888; Derecho Internacional Privado, de 1889 a 1890; Derecho Civil y Penal, en 1890; y dictó el curso de Derecho Canónico y Romano, de 1893 a 1897.

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En el ámbito jurídico alcanzó gran prestigio, que refrendó con el puesto de agente del Ministerio Público y presidente del Supremo Tribunal de Justicia del Estado.

Tras ser asesinado el general Ramón Corona, se encargó del Gobierno de Jalisco del 11 al 12 de noviembre de 1889. Volvió a ocupar el cargo, también como interino, del 7 al 30 de mayo de 1890.

Durante 1891 ejerció como notario público. Con el grado de gene-ral brigadier, el 23 de mayo de 1891, fue nombrado asesor de la Comandancia Militar de Jalisco. En 1892 pasó a hacerse cargo de la Asesoría de la Zona Militar, en la Ciudad de México. En la época en que gobernó el general Galván, cuestiones políticas lo hicieron abandonar Guadalajara, por lo que radicó en la Ciudad de México, de donde retornó, al cabo de algunos años, para dedicarse al ejerci-cio de su profesión.

El 26 de agosto de 1896, registró la propiedad literaria de su periódi-co El Siglo XX, semanario independiente, ante el Ministerio de Jus-ticia e Instrucción Pública, cuya publicación arrancó el año anterior. Puso como primer director del diario al licenciado Salvador Brambila y Sánchez, después lo dirigió el licenciado Anaya, y a su fallecimiento lo administró su discípulo, el licenciado Luis Manuel Rojas.

El 1 de septiembre de 1897 visitó su ciudad natal, al día siguiente, la nefritis que padecía se agravó y lo llevó al sepulcro el día 5 del mismo mes.

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INGENIERO MARIANO DE LA BÁRCENA Y RAMOS —1889; 1889-1890—

Nació en Ameca, el 22 de julio de 1842. Concluida su instrucción primaria, aprendió y ejerció el oficio de talabartero, bajo la égida de su padre. En el taller de la familia recibió sus primeras lecciones de música. Manuel Romo, amigo de sus padres, aportó los medios para que estudiara en Guadalajara, donde se aplicó en el estudio del dibujo, la pintura y la música. Mostró tal aptitud que fue enviado al colegio de San Carlos. Pasó de allí a la preparatoria, en donde estudió Geología y Botánica con Gabino Barreda y Química con Leopoldo Río de la Loza.

En 1871 fue enviado al Colegio de Minería, donde se recibió de inge-niero ensayador, en 1874. El 18 de septiembre de 1871, recibió el di-ploma de miembro de la Sociedad Mexicana de Historia Natural. La Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística le expidió, en 1872, el diploma de socio honorario. Ocupó el puesto de ensayador de la Casa

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de la Moneda hasta 1876. En ese año representó a México en la fiesta del Centenario de Filadelfia.

El general Vicente Riva Palacio, ministro de Fomento, le encargó el establecimiento del Observatorio Meteorológico, inaugurado el 6 de marzo de 1877. Bárcena fue director del mismo y de su boletín. Representó a México en congresos internacionales de meteorología, paleontología y geología en Nueva Orleáns, en 1885; en París, en 1889, y en Chicago, en 1893. Entre sus obras destacan: Tratado de Paleontología Mexicana, Geología Dinámica, Tratado de Litología, Las obsidianas en México, Descripción de Guadalajara en 1880, Ensayo Estadístico del Estado de Jalisco y Datos para el Estudio de las Rocas Mesozoicas de México y sus fósiles.

Salió electo insaculado en la votación que llevó a la gubernatura al general Ramón Corona; este nombramiento lo convertía en candi-dato a gobernador sustituto. Puesto que ocupó tras el asesinato del General. Desde del 13 de noviembre entró en funciones para cubrir el año tres meses y nueve días que le restaban a la administración del “Héroe de la Mojonera”. Cosa que no hizo, pues del 7 al 30 de mayo de 1890 se separó del cargo por licencia y entró a sustituirlo el licenciado Anaya y Aranda. El 22 de octubre, Anaya le entregó la gubernatura al insaculado Luis C. Curiel, pues Bárcena renunció y continuó en el cargo hasta la elección de nuevo gobernador, en la que salió triunfador Pedro A. Galván, quien tomó posesión el 1 de marzo de 1891 (Pérez Verdía, 1952: 605).

Como gobernador, Bárcena puso especial cuidado en la salud pública, promoviendo la aplicación de la vacuna que evitó el desarrollo de una epidemia de viruela. Emprendió también mejoras importantes en el Hospicio y en el Hospital de Belén. En el segundo, dispuso la repa-ración del manicomio y el establecimiento de salas de maternidad; además amplió su inmueble sujetándose al proyecto original de fray Antonio Alcalde. Mejoró la Escuela de Artes con nuevos métodos de enseñanza y arregló su edificio. Creó el cuerpo de bomberos y los ins-

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pectores de seguridad, que ayudaron a mantener la tranquilidad y seguridad de la población. Impulsó el Monte de Piedad y el reparto de terrenos indígenas. Murió en Guadalajara, Jalisco, el día 10 de abril de 1899.

El Congreso del Estado por decreto 18037, publicado el 27 de no-viembre de 1999, elevó a la calidad de Benemérito del Estado, en grado heroico, a Mariano de la Bárcena y Ramos, y autorizó el traslado de sus restos mortales a la Rotonda Jalisciense de los Hombres Ilustres.

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GENERAL PEDRO A. GALVÁN —1891; 1892—

Nació en Irapuato, Guanajuato, el 19 de octubre de 1833. Se inició como alférez a las órdenes del general Pedro Ogazón, en el año 1854; a lado de este General, peleó por la causa liberal durante la Guerra de Reforma. Combatió también a los franceses y al emperador Fernan-do Maximiliano de Habsburgo.

Acompañó a Porfirio Díaz durante su desembarco en el puerto de Man-zanillo, cuando proclamó el Plan de la Noria. Tras ser apresado y pro-cesado, logró la absolución, gracias a los litigios del licenciado Emete-rio Robles Gil. Acompañó a Díaz en la rebelión de Tuxtepec y cuando triunfó, en 1873, se convirtió en jefe de las fuerzas militares. Fue dipu-tado federal por Jalisco, en 1875, y senador por Colima, en 1877.

Fungió como jefe político de Baja California en 1879. Al año siguien-te, al desaparecer los poderes de Colima, recibió el cargo de gober-

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nador provisional de ese estado; tomando posesión el 17 de junio. Embelleció la ciudad de Colima y fue muy querido por sus habitan-tes; como prueba de ello recibe dos votos de gracia del Congreso y del pueblo. En Manzanillo fue administrador de la Aduana; por su iniciativa se construyó la plaza del puerto.

Dado el control que Díaz ejercía en Jalisco, y en todos los estados de la República, se daba por hecho que Pedro A. Galván, su incondi-cional, sería el sucesor de Francisco Tolentino. El regreso del general Ramón Corona a México, en abril de 1885, lo colocó un lugar atrás en la fila de la sucesión. El General venía con la chaqueta forrada de me-dallas y condecoraciones; toda esta cosecha de metal la logró durante su exitosa carrera como ministro plenipotenciario de su país, ante los gobiernos de España y Portugal; sus logros diplomáticos abonaban al prestigio que ya tenía de vencedor de la Batalla de la Mojonera y de héroe de la Reforma y la Intervención. Todos estos méritos y reco-nocimientos le facilitaron la obtención de apoyos y patrocinios para postulación como candidato a la gubernatura de su Estado.

Tan grande era el prestigio de Corona que la prensa y la voz po-pular lo anunciaban como un serio aspirante a la presidencia de la República; sin embargo, a pesar de su gran popularidad y de que tenía una bien ganada “fama de honradez y patriotismo”, Díaz no lo quería cerca y prefirió respaldar sus aspiraciones políticas, sin importarle frustrar las de Galván, a quien relegó a la comandancia militar. Así el 1 de marzo de 1887, a pesar de la franca oposición de Tolentino, Ramón Corona Madrigal asumió la gubernatura, al tiempo que se instalaba una nueva legislatura compuesta de cuatro diputados tolentinistas, otro tanto de coronistas, dos galvanistas y otros dos seguidores de Luis del Carmen Curiel, quien se desempe-ñaría como secretario de Gobierno.

Tras el asesinato de Corona, Galván fue elegido gobernador cons-titucional de Jalisco el siguiente cuatrienio (1891-1895), permane-ciendo en el cargo del 1 de marzo al 5 de abril de 1891 y del 22 de

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abril al 12 de diciembre de 1891. Como gobernador, contribuyó a la elección del general Manuel González para presidente. Convocó elecciones locales y embelleció la Plaza Libertad. Fue reconocido por su honradez, carácter franco y caballeroso. Murió en Guadala-jara, el 12 de diciembre de 1892.

Por decreto 579, aprobado en ese mismo año, el Congreso del Estado de Jalisco declaró Benemérito en grado heroico al general Pedro A. Galván. Su retrato se colocó en el Salón de Sesiones del Congreso en donde, además, se inscribiría su nombre con letras de oro.

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MIGUEL GÓMEZ ADAME —1891—

Nació en Zapotlán del Rey, en 1855. Gobernador sustituto del Estado de Jalisco del 6 al 22 de abril de 1891 (Cambre, 1969: 115).

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CORONEL FRANCISCO SANTA CRUZ ESCOBOSA —1891-1892; 1892-1893; 1893—

Nació en Guaymas, Sonora, el 4 de octubre de 1838. Marino en su juventud, radicó en el Estado de Colima, donde pronto arrancó su carrera política en 1857. En 1867, el gobernador De la Vega lo nom-bró prefecto político de la capital de ese estado; durante todo el año fungió como tal hasta el 31 de diciembre. Ocupó la titularidad del gobierno de Colima del 10 de diciembre de 1869 al 15 de septiembre de 1871. En ese año fue electo gobernador constitucional para el cua-trienio que terminó en 1875.

En su período gubernativo se realizó el censo del estado; el conteo de-mográfico arrojó un total de 65 mil 827 habitantes. Un grupo adver-so en el Congreso local, al frente del cual estaba un político popular, Filomeno Bravo, le obliga a renunciar el 6 de junio de 1872.

Continuó su carrera política en Colima y representó al Estado como

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senador de 1884 a 1888. Tres años después, fue electo insaculado por Jalisco y al poco tiempo lo nombraron gobernador sustituto, cargo que repitió en tres ocasiones: del 18 de diciembre de 1891 al 17 de abril de 1892; del 21 de noviembre de 1892 al 2 de marzo de 1893, y del 9 al 16 de noviembre de 1893 (Urzúa, 1988: 209).

En noviembre de 1893 regresó al gobierno de Colima; concluyó su pe-ríodo en 1895 y a partir de ese año se reelige indefinidamente. Muere en el cargo de gobernador en 1902.

Como gobernador de Jalisco, apoyó el funcionamiento del Monte de Piedad. Le correspondió a Santa Cruz concluir la construcción del Mercado Corona, que abrió al público el 16 de julio de 1891. Inauguró el rastro de cerdos de Guadalajara; así como el de reses y carneros. Mandó construir el Jardín Donato Guerra, frente al templo de San Agustín y dispuso el levantamiento de líneas telefónicas entre Gua-dalajara, San Pedro y Zapopan.

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GENERAL GREGORIO SAAVEDRA VÁZQUEZ Y MORÁN —1894; 1895; 1896; 1897—

Nació en Tepic, Nayarit, en 1840. Fue gobernador sustituto del Es-tado de Jalisco: del 11 de mayo al 10 de junio de 1894; del 19 al 27 de agosto de 1894; del 20 al 28 de febrero de 1895; del 18 al 27 de junio de 1895; del 19 de mayo al 2 de junio de 1896; del 5 al 13 de no-viembre de 1896, y del 2 al 18 de diciembre de 1897 (Cambre, 1969: 116-188). Murió en 1898.

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LICENCIADO EMILIANO ROBLES MUÑOZ —1895; 1911—

Nació en la ciudad de Guadalajara. Fue presidente del Supremo Tri-bunal de Justicia del Estado. Diputado por el X Distrito Electo-ral en la XVIII Legislatura (1 de febrero de 1901 al 31 de enero de 1903); por el V Distrito en la XIX Legislatura (1 de febrero de 1903 al 31 de enero de 1905); por el X Distrito Electoral en la XX Legis-latura (1 de febrero de 1905 al 31 de enero de 1907); por el V Distrito Electoral en la XXI Legislatura (1 de febrero de 1907 al 31 de enero de 1909), y por el XI Distrito Electoral en la XXII Legislatura (1 de febrero de 1909 al 31 de enero de 1911).

Fue gobernador interino del Estado de Jalisco del 2 al 22 de agosto de 1895 y del 20 al 22 de abril de 1911 (Cambre, 1969: 117 y 136).

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DOCTOR JUAN R. ZAVALA RENTERÍA —1896-1911—

Nació en Atotonilco el Alto, en 1843. Estudió Medicina en el Insti-tuto del Estado y obtuvo el título de médico. En dicha institución impartió la cátedra de Cirugía externa y creó una píldora antisépti-ca que lo hizo famoso.

Se dedicó también a la política. Fue nombrado munícipe sustituto de Guadalajara del 23 de mayo al 31 de diciembre de 1890; presidió la Comisión de Policía y Salubridad, del 1 de enero al 31 de diciem-bre de 1891, y por último estuvo a cargo de la Comisión de Instruc-ción Primaria, del 16 de junio al 31 de diciembre de 1891.

Llegó a ser gobernador sustituto del Estado de Jalisco: del 12 al 21 de junio de 1897; del 31 de marzo al 5 de abril de 1898; del 26 de enero al 28 de febrero de 1899; del 19 de agosto al 30 de septiembre de 1899; del 30 de noviembre al 27 de diciembre de 1900; del 17 al

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20 de abril de 1901; del 18 de octubre al 2 de noviembre de 1901; del 27 de febrero al 18 de marzo de 1902; del 28 de agosto al 18 de octu-bre de 1902; del 10 de enero al 28 de febrero de 1903; del 14 al 28 de abril de 1903; del 22 de agosto al 14 de septiembre de 1903; del 9 de mayo al 10 de junio de 1904; del 6 de noviembre a 27 de diciembre de 1904; del 19 de agosto al 17 de octubre de 1905; del 11 de marzo al 1 de abril de 1906; del 21 de junio al 9 de julio de 1906; del 6 al 28 de febrero de 1907; del 3 de agosto al 14 de septiembre de 1908; del 3 al 15 de enero de 1910; del 4 al 30 de agosto de 1910, y del 25 de enero al 28 de febrero de 1911.

Vivió en Guadalajara, por la avenida Colón, en la finca marcada con el número 177, entre las calles de Madero y Prisciliano Sánchez. Ahí murió a la edad de 74 años, el día 16 de febrero de 1917. Fue sepul-tado en el Panteón de Mezquitán (Urzúa, 1988: 317).

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GENERAL AMADO M. RIVAS —1899-1901—

Nació en la ciudad de Guadalajara. El 21 de febrero de 1899, la Le-gislatura declaró gobernador constitucional electo al licenciado Luis C. Curiel y para insaculados a Juan R. Zavala, Amado Rivas y José Lauro García, por el período 1899 a 1903.

Rivas fue gobernador sustituto del Estado de Jalisco del 26 de mayo al 12 de junio de 1899 y del 6 al 16 de diciembre de 1901 (Cambre, 1969: 119-120).

Fue también diputado por el I Distrito Electoral en la XVIII Le-gislatura del Estado (1 de febrero de 1901 al 31 de enero de 1903); participó en las comisiones de Guerra y Presupuestos.

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JOSÉ LUIS GARCÍA —1900—

Fue gobernador sustituto del estado del 8 al 28 de mayo de 1900 (Cambre, 1969: 119).

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GENERAL MIGUEL AHUMADA SAUCEDA —1903-1911—

Nació en la ciudad de Colima, el 29 de septiembre de 1844. Antes de ingresar a la vida política fue carpintero y vigilante de la Aduana Marítima de Manzanillo. Se dio de alta en el Ejército mexicano como soldado para combatir la Intervención Francesa, bajo las órdenes del general Ramón Corona. Participó en la campaña de San Luis Potosí en 1870, encabezada por el general Sóstenes Rocha.

Ayudó a evadirse al ex gobernador de Colima, Filomeno Bravo, el hombre que estuvo a punto de fusilar en Palacio al presidente Juárez cuando fue aprehendido y conducido a Guadalajara. Ahumada, por su parte, tenía mucho camino aún por recorrer y el destino le depa-raba ser uno de los políticos más prominentes en Jalisco, durante el Porfiriato. Antes, ocupó importantes puestos en estados del occiden-te y del norte de México. Fungió como prefecto suplente del Distrito Central de Colima; síndico del Ayuntamiento de la capital de dicha

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entidad, en 1880; fue también diputado del Congreso local. A finales de 1880 pasó al resguardo de Guaymas, Sonora, y se hizo cargo de la comandancia de la aduana.

Fue también comandante de la Segunda Zona Fiscal de Chihuahua, en 1886; y gobernador constitucional de Chihuahua de 1892 a 1903. Como mandatario de dicho estado unificó el ramo de la educación primaria; habilitó el drenaje de la capital y el servicio de agua pota-ble; mandó construir el Teatro de los Héroes, la Escuela Industrial para Señoritas, y la de Artes y Oficios. El Congreso local lo declaró Benemérito del Estado en decreto del 29 de octubre de 1896.

En 1903 resultó electo gobernador constitucional del Estado de Ja-lisco, renunciando al de Chihuahua. En pleno estallido revoluciona-rio, dejó la gubernatura de Jalisco el 23 de enero de 1911. Ante el avance del maderismo, el presidente de la República, general Porfi-rio Díaz, lo mandó de vuelta a gobernar Chihuahua, en su esfuerzo por frenar la revolución. La influencia y prestigio de Ahumada re-sultaron ineficientes para detener el curso de los acontecimientos. El 10 de junio del mismo año entregó el gobierno a Abraham González. Fue diputado federal por el XI Distrito de Jalisco en la XXVI Le-gislatura, 1914 a 1916.

En su mandato como gobernador de Jalisco realizó varias obras, por ejemplo: el embovedado del río San Juan de Dios, el servicio de tran-vías eléctricos y la inauguración del quiosco de la Plaza de Armas. En materia educativa emitió la nueva ley orgánica de instrucción pública.

En sesión celebrada por el Congreso Constituyente del Estado, el 19 de junio de 1917, en uso de la palabra, el diputado Alberto Macías manifestó, entre otras cosas, que se atribuía al gobernador Miguel Ahumada el haber comentado, en un banquete en El Paradero, de manera jactanciosa: “Aquí yo soy el Ejecutivo, yo soy el Legislativo, yo soy el Municipal, aquí no hay más escopeta que yo, todos los de-más son patos”.

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A la caída del dictador Victoriano Huerta, Ahumada marchó a los Estados Unidos. Murió en El Paso, Texas, el 27 de agosto de 1916. Sus restos fueron trasladados a Chihuahua, en marzo de 1943 y depo-sitados después en la Rotonda de los Hombres Ilustres.

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LICENCIADO RAFAEL LÓPEZ —1909—

Hizo sus estudios de abogado en la Universidad de Guadalajara, reci-biéndose en 1875. El 20 de junio de 1888, en el Círculo Mercantil, una especie de club ubicado por la calle de San Francisco, ahora avenida 16 de Septiembre, a una cuadra de la Plaza de Armas, se reunieron 37 caballeros, propietarios de los más importantes comercios de Guada-lajara. Pertenecían todos a las familias más adineradas e influyentes del Porfiriato.

Ahí escucharon las opiniones de Juan Somellera y otros, y convinie-ron todos en fundar una Cámara de Comercio que, en ese tiempo, representó los intereses de los agricultores, industriales, mineros y propietarios de inmuebles. La directiva fue la siguiente: presidente, Juan Somellera; vicepresidente, Justo Fernández del Valle; tesorero, Ramón Fernández Somellera; vocales: Adolfo Berriere, Jacobo Na-varro, Gabriel Castaños, Fernando de la Peña, Trinidad Zúñiga, Julio

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Rose, Manuel Corcuera y Luna, y Rafael López.

Rafael López fue diputado por el I Distrito Electoral en la XIII Legislatura del Estado (1891-1893); Fausto Uribe, que era su su-plente, entró en funciones en 1891. Volvió a ocupar una curul, aho-ra por el VIII Distrito en la XXIII Legislatura, del 1 de febrero al 7 de junio de 1911.

Fue también presidente del Supremo Tribunal de Justicia y goberna-dor interino del Estado de Jalisco del 2 al 10 de mayo de 1909 (Cam-bre, 1969: 124).

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DIRECTORIO

Mtro. Jorge Aristóteles Sandoval Díaz

Gobernador Constitucional del Estado de Jalisco

Mtro. Roberto López Lara

Secretario General de Gobierno

Dr. Javier Hurtado González

Director General del Instituto de Estudios del Federalismo “Prisciliano Sánchez”

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