Los irregulares

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Pocas veces sucede que un secundario adquiera tanta o más importancia que el propio protagonista, pero que lo hagan personajes meramente anecdóticos (no por su importancia en el desarrollo de los casos de Holmes, sino por el lucimiento que de ellos hace Conan Doyle), como es el caso de los Irregulares de Baker Street, es casi un paradigma dentro de la literatura. Los Irregulares son nombrados tan sólo en dos de las historias del canon sherlockiano: "Estudio en Escarlata" y "El signo de los cuatro"; y se da nombre a dos de sus integrantes: Wiggins y Simpson. Algunas reivindicaciones, casi todas muy meritorias, ha habido de estos personajes sherlockianos. Desde Cazador de Ratas hemos intentando poner nuestro granito de arena e invitamos a algunos autores que son absolutamente necesarios para entender la historia de la literatura de género en habla hispana. Estudio en escarlata fue el inicio de las andaduras de nuestros héroes, Los Irregulares de Baker Street.

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Regulando a los irregulares

Existe un vacío en la sherlockiana que este libro se va a encargar de paliar en parte. Y es

que, a pesar de toda la mítica que rodea a cuanto se refiere a Sherlock Holmes, que

podría llevarnos a pensar que entre toda la ingente cantidad de literatura que hay sobre

él se debería haber escrito en proporción también de todos aquellos detalles que le

hicieron famoso, la realidad no siempre es esa. Con los Irregulares de Baker Street ha

sucedido así al menos.

Ya desde el propio Canon, los relatos originarios de Doyle, que sólo los

menciona en unas pocas líneas en dos de las primeras novelas (Estudio en escarlata y El

signo de los cuatro) y en uno solo de los relatos (La aventura del hombre que reptaba),

muy posterior además, como dando a entender que el autor se había olvidado por

completo de ellos, se nos proporciona una idea del injusto ostracismo que se le dedicó a

una de las más grandes muestras de humanidad y generosidad del personaje de Holmes.

Tal vez como ejemplo también del ostracismo real que la sociedad victoriana reservaba

para los menos favorecidos de sus integrantes, esos que tan bien retrató Charles Dickens

en su Oliver Twist y que apenas eran visibles entre la aparente grandeza del Imperio.

Quizá Doyle tampoco quiso conceder demasiada importancia a esa debilidad de su

criatura por los desheredados y los humildes, empeñado como estaba en demostrar que

sólo le movía la lógica más fría e insensible y desterrar cuanto pudiera hacerle parecer

humano. Quizá la voz de Watson, paradigma perfecto de su tiempo, reflejó tan sólo el

poco interés que el lector de entonces mostró por esos niños perdidos a los que el

detective ofrecía un alivio pasajero y un lugar a ese lado de la justicia en el que no

solían estar.

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El Lecho Celestial del doctor Graham

Ángel Olgoso

I�

En el gabinete de trabajo del 221b de Baker Street reinaba el silencio aquella noche de

invierno, a excepción del crepitar de las ramas de enebro en el fuego. La tormenta había

cesado, la señora Hudson abrillantaba las tulipas flamígeras mientras canturreaba para sí

Paddy me está guiñando el ojo, la Tierra giraba, el corazón de lord Byron latía en su

urna de la iglesia de Hucknall, ciertos viajeros tomaban asiento en el correo de

Edimburgo, el recipiente portapipas de raíz de brezo bostezaba, volvía el dolor a los

heridos en la batalla de Balaklava, y la luna extraía reflejos metálicos de los adornos en

los arneses de los carruajes y de los ojos de un rastreador de cloaca que asomó de pronto

la cabeza sobre los adoquines del Strand.

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Una mujer respetable

Elia Barceló

Acaso sorprenda al lector que esta humilde crónica, aunque referida a nuestro admirado

Sherlock Holmes y escrita en primera persona, no se deba a la pluma del merecidamente

famoso doctor Watson, sino a la mucho más modesta de este servidor, M. Wiggins, que

en su juventud, tanto tiempo atrás, tuvo el honor y el privilegio de ser algo así como el

capitán de los Irregulares de Baker Street.

En la época a la que se refiere mi relato, yo debía de tener unos catorce años,

aunque la vida en las calles y la dura lucha por la supervivencia me habían forjado hasta

el punto de que parecía bastante mayor, casi un hombre adulto. Sin habérmelo

propuesto nunca, había conseguido reunir a unos cuantos chicos tan desgraciados como

yo, pero más pequeños, en una especie de familia que nos permitía comer casi todos los

días y que, gracias a nuestro empeño en luchar juntos, y a trabajillos sueltos que el señor

Holmes nos encargaba, nos daba también una sensación de unidad y pertenencia que

nunca antes habíamos tenido.

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Los Irregulares & Jack

Carmen Moreno

Hacía una hora que los trabajadores se habían marchado. Llevaban meses trabajando en

la City & South London Railway. Todas las tardes, a las cinco, volvían a los lúgubres

hostales, en los que cuatro o cinco hombres compartían una pequeña habitación oscura,

con paredes cubiertas por la suciedad de sus cuerpos, el moho que crecía a orillas del

Támesis, y la despreocupación de su dueña. Justo una hora después, los seis chicos

ocupaban uno de los pequeños túneles excavados.

Ataviados con abrigos viejos que usaban a modo de cama, y las escasas vituallas

con las que habían podido ir haciéndose a lo largo del día, tomaban posesión de los

espacios que iban ocupando en silencio.

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El niño al otro lado de la tapia

Rodolfo Santullo

Wiggins se caló la gorra de paño ajada que le cubría la cabeza. La noche estaba helada y

sentía en la piel, en los huesos, y en el cuero cabelludo, que era perforado por mil agujas

invisibles. La niebla le cubría como un manto húmedo y no le dejaba ver más allá de

dos pasos adelante. Los cascos de los caballos permitían adivinar su existencia y ubicar

sus vagas siluetas cuando pasaban tirando de sus carros como fantasmas en la espesura

blanca.

Como si la noche no quisiera más que recargar mi mal ánimo, refunfuñó

Wiggins para sí. Combatió la sensación apretando el paso y volviendo puños sus manos

en los bolsillos de su abrigo raído. Cruzó a paso vivo Portman Square y las farolas le

jugaron malas pasadas con las sombras de los escasos transeúntes que se cruzó. No era

tan tarde, pero la pesada niebla se había encargado de que casi todo el mundo se metiera

veloz en sus casas. Todos menos los que caminaban con prisas, deseosos de salir de la

calle de una buena vez. Todos menos los que, como Wiggins, tenían trabajo que hacer.

Hay tareas que no se pueden hacer sino por las noches. Tareas que la misma niebla, la

soledad y las sombras ayudan a realizar. Wiggins tenía por delante una de esas tareas.

Wiggins iba a escuchar a un fantasma.

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Dura como un martillo, filosa como una hoz

Kike Ferrari

These youngsters, however, go everywhere and hear everything.

They are as sharp as needles, too; all they want is organisation.

Arthur Conan Doyle

I �¿Dónde están los rusos?�

—No se haga golpear más. No es que no me guste, eh. Créame, lo estoy disfrutando.

Pero es inútil. Ya le rompí una pierna, varias costillas, la nariz, le bajé unos cuantos

dientes. Vamos, hable que se nos acaba el tiempo: dígame dónde están los rusos.

— ...

—Uffff, Me había advertido el Profesor que iba a ponerse duro. En fin, peor

para usted.

—Tu jefe... no pudo matarme ni... ni con la ayuda del otro imbécil aquella vez...

en la cascada.

—¿Y quién dijo nada de matarlo? Usted ni se imagina lo que le espera. La

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paliza que le di hasta ahora ha sido un paseo por el campo comparado con lo que le

tenemos preparado. Así que, última advertencia, mejor hable: dónde están los rusos.

La Yumba

Juan Guinot

Diciembre es un mes de mierda y hoy es el peor día del mes. Tengo que laburar, tratar

de no pensar, tirar del carro, ir despacio, cuidarme y dejar que el día pase, que este mes

termine.

Salgo de avenida Corrientes, encaro por calle Drago, freno: sirenas y bocinazos

chillan a mi espalda. Voy con mi carro contra un auto que está estacionado. El camión

de los bomberos me pasa bien finito, sacude los cartones. Un bombero, que va agarrado

de una manija en la parte de atrás del camión, gira la cabeza debajo del casco, me

enfoca con los ojos; miro para un costado.

En la vereda de enfrente, al pie del monumento a la Orquesta de Pugliese, el

Loco Saúl me hace señas con la mano; quiere que cruce. Le digo que espere, le señalo

Corrientes en dirección al cuartel de los bomberos. Atrás del autobomba, casi siempre,

sale el camión con escalera y a ese mejor no ponérsele adelante, sobre todo, si sos un

cartonero.

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Peleando en la cubierta del Titanic

Mercedes Rosende

�18:23 horas�

En eso habíamos quedado, brother, le dije al estúpido de Sherlock una y otra vez

después que detuvo el vehículo, apagó el motor y su mirada se perdió en algún punto

que no pude determinar.

Hasta ese momento las cosas habían salido tal como las habíamos planeado, el

asalto al banco en menos de cinco minutos, la huida en el coche blanco —alquilado con

una tarjeta robada—, el cambio de vehículo en un bosque alejado y sin testigos. En un

pantano profundo quedaron las armas, las máscaras y la ropa que usamos para el robo, y

el auto blanco que vi sumergirse en el agua barrosa sin poder reprimir un suspiro de

pena. La policía tardaría al menos dos días en encontrarlo y algunas horas más en

sacarlo, para comprobar, después de realizar mil pericias, que en el vehículo no hay ni

una puta huella dactilar.

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¿Alguien recuerda a Vera Lynn?

Alejandro Castroguer

A mis abuelos Diego, Antonia y Josefa, que nunca se olvidaron de las navidades de sus

nietos.

Cuando le conocí estaba muerto de miedo, por mucho que él se esforzase en

esconderlo tras esa sonrisa que brindaba al destino a modo de repulsa. Era más un rictus

funerario de momia egipcia que la natural expresión de un estado vecino a la alegría o la

felicidad. Sonrisa estrangulada. Recuerdo que una mañana coincidimos en Wellington

Park. De pronto, William y yo nos vimos sentados a la misma sombra del mismo nogal

centenario y frente al mismo coro de palomas que, de un lado a otro de nuestro banco,

exigía el diezmo en pago a sus esfuerzos, al ser o no ser de sus estómagos. Empezamos

compartiendo el pan duro que les brindábamos. Eso fue al principio de todo. Días más

tarde llegó la ocasión de las presentaciones. Encantado, me llamo William. Yo, Graham.

Y la catarsis de las primeras confidencias:

—Me gustaría ser un pájaro. —Esta es la frase inaugural de su drama. Los

minutos previos al laberinto de sus últimas semanas. (A veces he pensado en llamar a

este relato «William Spode». Él es lo sustantivo en este recuento de heroicidades

mínimas. Pero los editores mandan y piensan, con razón o sin ella, que su palabra es

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Palabra de Dios.)

Out of context

Cristina Jurado

El día que cumplí siete años, entendí por qué en casa me llamaban Gábriel y no Gabriel

o Grabié, por qué tomábamos té a las cinco en punto, y por qué mi padre lucía un

bombín en cualquier época del año, aunque viviéramos en una de las zonas más

calurosas del sur de España. We are Englishmen, of course!, decía él y yo no sabía a qué

se refería.

Cierto que en casa se hablaba inglés, pero hasta entonces no había comprendido

que aquel era un idioma distinto al de la escuela. Simplemente, no me había dado

cuenta. Entonces empecé a prestar atención y comprendí que Josefa, nuestra asistenta,

no entendía lo que decíamos cuando servía la mesa. Llegué a creer que se trataba de una

lengua secreta inventada por mis padres para comunicarse conmigo sin hacer partícipe

al resto del mundo de nuestros asuntos domésticos.

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Corinne

María Zaragoza

1�

Frente al pelotón de fusilamiento, Violette Szabo recordaría cómo fue reclutada y

pensaría que, después de todo, quizá lo que más le había seducido del asunto no había

sido matar nazis, ni vengar a su marido, ni siquiera la libertad. Quizá lo que más le

había conquistado de toda la propuesta era el nombre, o más bien el apodo por el que se

conocía al Ejecutivo de Operaciones Especiales (SOE): los Irregulares de Baker Street.

No sabía a quién se le había ocurrido la gracia, pero no dejaba de tener un punto

simpático pese a todo. Los Irregulares de Baker Street, pero los de Winston Churchill,

no los de Sherlock Holmes.

Quizá le hubiese gustado ser una golfa de cara sucia, una sin techo observadora,

correteando por el Londres victoriano, aquel del que tanto había escuchado hablar.

Era demasiado joven para haber conocido al señor Holmes, desde luego, pero su

espíritu perduraba todavía en algunos barrios y ciertas historias que los padres le

contaban a los hijos: las hazañas del detective más famoso.

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Argón Californio

Daniel Pérez Navarro

En Estados Unidos no se acuerdan de la guerra con España de 1898

(Woody Allen)

Cuéntame un cuento, juégame un juego, fóllame un follo

(Francisco-Jota Pérez)

1. Nuestro mundo está completamente loco�

-Le pondré al día rápidamente, así se hará cargo de la situación. Hace muchos años, la

Sección de Macrotecnología diseñó lo que pensábamos era el arma definitiva con la que

dominaríamos cualquier conflicto armado durante los próximos cien años, un robot

humanoide muy destructor y gigantesco al que bautizamos con el nombre de

Magallanes. ¿Ha oído hablar de él?

-Sí, señor.

-La puesta de largo de Magallanes tuvo lugar en julio de mil ochocientos

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noventa y ocho. El lugar escogido fue Cuba. Enfrentamos a Magallanes a una moderna

escuadra naval norteamericana. Utilizamos como señuelo nuestros viejos buques de

guerra. Al principio nos pareció un éxito. No tardamos ni veinticuatro horas en

descubrir que había sido un gran fracaso, una tomadura de pelo. ¿Sabe por qué?