Los irregulares
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Regulando a los irregulares
Existe un vacío en la sherlockiana que este libro se va a encargar de paliar en parte. Y es
que, a pesar de toda la mítica que rodea a cuanto se refiere a Sherlock Holmes, que
podría llevarnos a pensar que entre toda la ingente cantidad de literatura que hay sobre
él se debería haber escrito en proporción también de todos aquellos detalles que le
hicieron famoso, la realidad no siempre es esa. Con los Irregulares de Baker Street ha
sucedido así al menos.
Ya desde el propio Canon, los relatos originarios de Doyle, que sólo los
menciona en unas pocas líneas en dos de las primeras novelas (Estudio en escarlata y El
signo de los cuatro) y en uno solo de los relatos (La aventura del hombre que reptaba),
muy posterior además, como dando a entender que el autor se había olvidado por
completo de ellos, se nos proporciona una idea del injusto ostracismo que se le dedicó a
una de las más grandes muestras de humanidad y generosidad del personaje de Holmes.
Tal vez como ejemplo también del ostracismo real que la sociedad victoriana reservaba
para los menos favorecidos de sus integrantes, esos que tan bien retrató Charles Dickens
en su Oliver Twist y que apenas eran visibles entre la aparente grandeza del Imperio.
Quizá Doyle tampoco quiso conceder demasiada importancia a esa debilidad de su
criatura por los desheredados y los humildes, empeñado como estaba en demostrar que
sólo le movía la lógica más fría e insensible y desterrar cuanto pudiera hacerle parecer
humano. Quizá la voz de Watson, paradigma perfecto de su tiempo, reflejó tan sólo el
poco interés que el lector de entonces mostró por esos niños perdidos a los que el
detective ofrecía un alivio pasajero y un lugar a ese lado de la justicia en el que no
solían estar.
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El Lecho Celestial del doctor Graham
Ángel Olgoso
�
I�
En el gabinete de trabajo del 221b de Baker Street reinaba el silencio aquella noche de
invierno, a excepción del crepitar de las ramas de enebro en el fuego. La tormenta había
cesado, la señora Hudson abrillantaba las tulipas flamígeras mientras canturreaba para sí
Paddy me está guiñando el ojo, la Tierra giraba, el corazón de lord Byron latía en su
urna de la iglesia de Hucknall, ciertos viajeros tomaban asiento en el correo de
Edimburgo, el recipiente portapipas de raíz de brezo bostezaba, volvía el dolor a los
heridos en la batalla de Balaklava, y la luna extraía reflejos metálicos de los adornos en
los arneses de los carruajes y de los ojos de un rastreador de cloaca que asomó de pronto
la cabeza sobre los adoquines del Strand.
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Una mujer respetable
Elia Barceló
Acaso sorprenda al lector que esta humilde crónica, aunque referida a nuestro admirado
Sherlock Holmes y escrita en primera persona, no se deba a la pluma del merecidamente
famoso doctor Watson, sino a la mucho más modesta de este servidor, M. Wiggins, que
en su juventud, tanto tiempo atrás, tuvo el honor y el privilegio de ser algo así como el
capitán de los Irregulares de Baker Street.
En la época a la que se refiere mi relato, yo debía de tener unos catorce años,
aunque la vida en las calles y la dura lucha por la supervivencia me habían forjado hasta
el punto de que parecía bastante mayor, casi un hombre adulto. Sin habérmelo
propuesto nunca, había conseguido reunir a unos cuantos chicos tan desgraciados como
yo, pero más pequeños, en una especie de familia que nos permitía comer casi todos los
días y que, gracias a nuestro empeño en luchar juntos, y a trabajillos sueltos que el señor
Holmes nos encargaba, nos daba también una sensación de unidad y pertenencia que
nunca antes habíamos tenido.
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Los Irregulares & Jack
Carmen Moreno
Hacía una hora que los trabajadores se habían marchado. Llevaban meses trabajando en
la City & South London Railway. Todas las tardes, a las cinco, volvían a los lúgubres
hostales, en los que cuatro o cinco hombres compartían una pequeña habitación oscura,
con paredes cubiertas por la suciedad de sus cuerpos, el moho que crecía a orillas del
Támesis, y la despreocupación de su dueña. Justo una hora después, los seis chicos
ocupaban uno de los pequeños túneles excavados.
Ataviados con abrigos viejos que usaban a modo de cama, y las escasas vituallas
con las que habían podido ir haciéndose a lo largo del día, tomaban posesión de los
espacios que iban ocupando en silencio.
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El niño al otro lado de la tapia
Rodolfo Santullo
Wiggins se caló la gorra de paño ajada que le cubría la cabeza. La noche estaba helada y
sentía en la piel, en los huesos, y en el cuero cabelludo, que era perforado por mil agujas
invisibles. La niebla le cubría como un manto húmedo y no le dejaba ver más allá de
dos pasos adelante. Los cascos de los caballos permitían adivinar su existencia y ubicar
sus vagas siluetas cuando pasaban tirando de sus carros como fantasmas en la espesura
blanca.
Como si la noche no quisiera más que recargar mi mal ánimo, refunfuñó
Wiggins para sí. Combatió la sensación apretando el paso y volviendo puños sus manos
en los bolsillos de su abrigo raído. Cruzó a paso vivo Portman Square y las farolas le
jugaron malas pasadas con las sombras de los escasos transeúntes que se cruzó. No era
tan tarde, pero la pesada niebla se había encargado de que casi todo el mundo se metiera
veloz en sus casas. Todos menos los que caminaban con prisas, deseosos de salir de la
calle de una buena vez. Todos menos los que, como Wiggins, tenían trabajo que hacer.
Hay tareas que no se pueden hacer sino por las noches. Tareas que la misma niebla, la
soledad y las sombras ayudan a realizar. Wiggins tenía por delante una de esas tareas.
Wiggins iba a escuchar a un fantasma.
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Dura como un martillo, filosa como una hoz
Kike Ferrari
These youngsters, however, go everywhere and hear everything.
They are as sharp as needles, too; all they want is organisation.
Arthur Conan Doyle
I �¿Dónde están los rusos?�
—No se haga golpear más. No es que no me guste, eh. Créame, lo estoy disfrutando.
Pero es inútil. Ya le rompí una pierna, varias costillas, la nariz, le bajé unos cuantos
dientes. Vamos, hable que se nos acaba el tiempo: dígame dónde están los rusos.
— ...
—Uffff, Me había advertido el Profesor que iba a ponerse duro. En fin, peor
para usted.
—Tu jefe... no pudo matarme ni... ni con la ayuda del otro imbécil aquella vez...
en la cascada.
—¿Y quién dijo nada de matarlo? Usted ni se imagina lo que le espera. La
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paliza que le di hasta ahora ha sido un paseo por el campo comparado con lo que le
tenemos preparado. Así que, última advertencia, mejor hable: dónde están los rusos.
La Yumba
Juan Guinot
Diciembre es un mes de mierda y hoy es el peor día del mes. Tengo que laburar, tratar
de no pensar, tirar del carro, ir despacio, cuidarme y dejar que el día pase, que este mes
termine.
Salgo de avenida Corrientes, encaro por calle Drago, freno: sirenas y bocinazos
chillan a mi espalda. Voy con mi carro contra un auto que está estacionado. El camión
de los bomberos me pasa bien finito, sacude los cartones. Un bombero, que va agarrado
de una manija en la parte de atrás del camión, gira la cabeza debajo del casco, me
enfoca con los ojos; miro para un costado.
En la vereda de enfrente, al pie del monumento a la Orquesta de Pugliese, el
Loco Saúl me hace señas con la mano; quiere que cruce. Le digo que espere, le señalo
Corrientes en dirección al cuartel de los bomberos. Atrás del autobomba, casi siempre,
sale el camión con escalera y a ese mejor no ponérsele adelante, sobre todo, si sos un
cartonero.
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Peleando en la cubierta del Titanic
Mercedes Rosende
�18:23 horas�
En eso habíamos quedado, brother, le dije al estúpido de Sherlock una y otra vez
después que detuvo el vehículo, apagó el motor y su mirada se perdió en algún punto
que no pude determinar.
Hasta ese momento las cosas habían salido tal como las habíamos planeado, el
asalto al banco en menos de cinco minutos, la huida en el coche blanco —alquilado con
una tarjeta robada—, el cambio de vehículo en un bosque alejado y sin testigos. En un
pantano profundo quedaron las armas, las máscaras y la ropa que usamos para el robo, y
el auto blanco que vi sumergirse en el agua barrosa sin poder reprimir un suspiro de
pena. La policía tardaría al menos dos días en encontrarlo y algunas horas más en
sacarlo, para comprobar, después de realizar mil pericias, que en el vehículo no hay ni
una puta huella dactilar.
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¿Alguien recuerda a Vera Lynn?
Alejandro Castroguer
A mis abuelos Diego, Antonia y Josefa, que nunca se olvidaron de las navidades de sus
nietos.
Cuando le conocí estaba muerto de miedo, por mucho que él se esforzase en
esconderlo tras esa sonrisa que brindaba al destino a modo de repulsa. Era más un rictus
funerario de momia egipcia que la natural expresión de un estado vecino a la alegría o la
felicidad. Sonrisa estrangulada. Recuerdo que una mañana coincidimos en Wellington
Park. De pronto, William y yo nos vimos sentados a la misma sombra del mismo nogal
centenario y frente al mismo coro de palomas que, de un lado a otro de nuestro banco,
exigía el diezmo en pago a sus esfuerzos, al ser o no ser de sus estómagos. Empezamos
compartiendo el pan duro que les brindábamos. Eso fue al principio de todo. Días más
tarde llegó la ocasión de las presentaciones. Encantado, me llamo William. Yo, Graham.
Y la catarsis de las primeras confidencias:
—Me gustaría ser un pájaro. —Esta es la frase inaugural de su drama. Los
minutos previos al laberinto de sus últimas semanas. (A veces he pensado en llamar a
este relato «William Spode». Él es lo sustantivo en este recuento de heroicidades
mínimas. Pero los editores mandan y piensan, con razón o sin ella, que su palabra es
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Palabra de Dios.)
Out of context
Cristina Jurado
El día que cumplí siete años, entendí por qué en casa me llamaban Gábriel y no Gabriel
o Grabié, por qué tomábamos té a las cinco en punto, y por qué mi padre lucía un
bombín en cualquier época del año, aunque viviéramos en una de las zonas más
calurosas del sur de España. We are Englishmen, of course!, decía él y yo no sabía a qué
se refería.
Cierto que en casa se hablaba inglés, pero hasta entonces no había comprendido
que aquel era un idioma distinto al de la escuela. Simplemente, no me había dado
cuenta. Entonces empecé a prestar atención y comprendí que Josefa, nuestra asistenta,
no entendía lo que decíamos cuando servía la mesa. Llegué a creer que se trataba de una
lengua secreta inventada por mis padres para comunicarse conmigo sin hacer partícipe
al resto del mundo de nuestros asuntos domésticos.
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Corinne
María Zaragoza
1�
Frente al pelotón de fusilamiento, Violette Szabo recordaría cómo fue reclutada y
pensaría que, después de todo, quizá lo que más le había seducido del asunto no había
sido matar nazis, ni vengar a su marido, ni siquiera la libertad. Quizá lo que más le
había conquistado de toda la propuesta era el nombre, o más bien el apodo por el que se
conocía al Ejecutivo de Operaciones Especiales (SOE): los Irregulares de Baker Street.
No sabía a quién se le había ocurrido la gracia, pero no dejaba de tener un punto
simpático pese a todo. Los Irregulares de Baker Street, pero los de Winston Churchill,
no los de Sherlock Holmes.
Quizá le hubiese gustado ser una golfa de cara sucia, una sin techo observadora,
correteando por el Londres victoriano, aquel del que tanto había escuchado hablar.
Era demasiado joven para haber conocido al señor Holmes, desde luego, pero su
espíritu perduraba todavía en algunos barrios y ciertas historias que los padres le
contaban a los hijos: las hazañas del detective más famoso.
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Argón Californio
Daniel Pérez Navarro
En Estados Unidos no se acuerdan de la guerra con España de 1898
(Woody Allen)
Cuéntame un cuento, juégame un juego, fóllame un follo
(Francisco-Jota Pérez)
�
1. Nuestro mundo está completamente loco�
-Le pondré al día rápidamente, así se hará cargo de la situación. Hace muchos años, la
Sección de Macrotecnología diseñó lo que pensábamos era el arma definitiva con la que
dominaríamos cualquier conflicto armado durante los próximos cien años, un robot
humanoide muy destructor y gigantesco al que bautizamos con el nombre de
Magallanes. ¿Ha oído hablar de él?
-Sí, señor.
-La puesta de largo de Magallanes tuvo lugar en julio de mil ochocientos
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noventa y ocho. El lugar escogido fue Cuba. Enfrentamos a Magallanes a una moderna
escuadra naval norteamericana. Utilizamos como señuelo nuestros viejos buques de
guerra. Al principio nos pareció un éxito. No tardamos ni veinticuatro horas en
descubrir que había sido un gran fracaso, una tomadura de pelo. ¿Sabe por qué?