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M ás que una ideología, el viejo axioma hollywoodiense de que «la mejor di- rección es la que no se nota» lo que oculta es una verdad inquietante. Mu- cho más allá del contencioso contra el mito del director como un demiurgo absorbente y dema- siado ostentoso (del escándalo Stroheim al es- cándalo Welles, de Griffith -quien era el pri- mero en imponer su propio «nombre» como marca de brica- a Kubrick), la excomunión de lo en ceso visible tiende a inundar cualquiera de los aspectos que constituyen una película. Y sin miedo de llegar hasta la paradoja: una pelícu- la, para verse lo que se dice bien, debería incor- porar una tograa y una escenograa que «no se viesen», una interpretación que no se notase, una música de la que casi no nos diéramos cuenta (y por ahí para adelante). Lo que se nos pretende decir, pues, no es sino que la máquina (filmadora o «hollywoodiense», esto es, la cáma- ra) es por sí misma más potente y decisoria que voluntad alguna expresiva o estilística: todo lo esencial viene dado y decidido por su mismo ncionamiento, enmascarado bajo su rma técnica. No es cuestión de «realismo» (ya sea ir-realis- mo o super-realismo) ni de verosimilitud. Cuen- ta la garantía técnica de una verdad: que algo su- cedió o está sucediendo; el hecho técnico de que las imágenes están siendo registradas; que las cosas están ante una máquina, o son movi- das, o la máquina se mueve para captarlas; que -por lo menos- una máquina produce el espec- táculo que se está viendo. Dentro de este no mentir original, cualquier relatividad es posible, cualquier afirmación es reversible y, por descon- tado, incontrolable, para siempre suspendida so- bre el abismo de lo que va a suceder apenas dentro de un instante y lo que ha estado a pun- to de suceder hace un momento. Todo puede ser una trampa, y la misma introducción del mo- vimiento (que, con respecto a la to fija, parece que da una mayor inrmación espacial) convo- ca infinitas posibilidades de error e incertidum- bre: sólo tras una reflexión técnico/económica parece más probable el que sea la cámara la que avance por un carril a través de un espacio de- terminado (travellin que no que -en una ope- ración, por lo demás, sobre incómoda, costosísi- ma- era «el mundo» el que se desplazara ha- cia ella. El cine viene a ser el caso de los trenes en movimiento (lcuál de los dos se mueve, en el caso de que observemos la situación desde el in- terior de uno de ambos?) elevado a la enésima potencia. Hoy, tras decenas de años de competición con la TV, el cine que impera y económicamente arrastra a los demás (el de los presupuestos su- permillonarios, la distribución planetaria y los beneficios desmesurados) parecería el modelo opuesto a un cine de la rendición. Ya sea un ci- 40 UN AO: Enrico Ghezzi ne «de autor» (Apocapse no o «integrado» (las películas de Lucas y Spielberg), ya sea in- cluso «intimista» ramer contra Krame, el ci- ne exhibe su propia potencia tecnológica, de la que resulta algo de colosales medidas, así sólo se consiga gracias a un increíble sonido dolby superestéreo o mediante ectos muy elabora- dos (véase la publicidad emitida para Tron, que se basó en un procedimiento de reproducción gráfica «sintética» de las imágenes, hecha por computadora: algo costosísimo y que en realidad ocupaba sólo muy pocos minutos de la película). Hasta los comienzos mismos de los 80, el límite de exhibición al que la voluntad de poder tecnológico llegaba era el truco. La película de monstruos (cualquier tipo de monstruo: desde El hombre elefante a E. T o La Cosa) gozó del vor popular, haciéndose cada vez más y progresiva- mente una película de tranrmaciones. Se con- siguió la máxima percción en lograr el paso de un cuerpo humano normal a uno monstruoso, o siquiera animalesco: vimos a la carne hincharse

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Más que una ideología, el viejo axioma hollywoodiense de que «la mejor di­rección es la que no se nota» lo que oculta es una verdad inquietante. Mu­

cho más allá del contencioso contra el mito del director como un demiurgo absorbente y dema­siado ostentoso (del escándalo Stroheim al es­cándalo Welles, de Griffith -quien fuera el pri­mero en imponer su propio «nombre» como marca de fábrica- a Kubrick), la excomunión de lo en exceso visible tiende a inundar cualquiera de los aspectos que constituyen una película. Y sin miedo de llegar hasta la paradoja: una pelícu­la, para verse lo que se dice bien, debería incor­porar una fotografía y una escenografía que «no se viesen», una interpretación que no se notase, una música de la que casi no nos diéramos cuenta (y por ahí para adelante). Lo que se nos pretende decir, pues, no es sino que la máquina (filmadora o «hollywoodiense», esto es, la cáma­ra) es por sí misma más potente y decisoria que voluntad alguna expresiva o estilística: todo lo esencial viene dado y decidido por su mismo funcionamiento, enmascarado bajo su forma técnica.

No es cuestión de «realismo» (ya sea ir-realis­mo o super-realismo) ni de verosimilitud. Cuen­ta la garantía técnica de una verdad: que algo su­cedió o está sucediendo; el hecho técnico de que las imágenes están siendo registradas; que las cosas están ante una máquina, o son movi­das, o la máquina se mueve para captarlas; que -por lo menos- una máquina produce el espec­táculo que se está viendo. Dentro de este nomentir original, cualquier relatividad es posible,cualquier afirmación es reversible y, por descon­tado, incontrolable, para siempre suspendida so­bre el abismo de lo que va a suceder apenasdentro de un instante y lo que ha estado a pun­to de suceder hace un momento. Todo puedeser una trampa, y la misma introducción del mo­vimiento (que, con respecto a la foto fija, pareceque da una mayor información espacial) convo­ca infinitas posibilidades de error e incertidum­bre: sólo tras una reflexión técnico/económicaparece más probable el que sea la cámara la queavance por un carril a través de un espacio de­terminado (travelling) que no que -en una ope­ración, por lo demás, sobre incómoda, costosísi­ma- fuera «el mundo» el que se desplazara ha­cia ella. El cine viene a ser el caso de los trenesen movimiento (lcuál de los dos se mueve, en elcaso de que observemos la situación desde el in­terior de uno de ambos?) elevado a la enésimapotencia.

Hoy, tras decenas de años de competición con la TV, el cine que impera y económicamente arrastra a los demás (el de los presupuestos su­permillonarios, la distribución planetaria y los beneficios desmesurados) parecería el modelo opuesto a un cine de la rendición. Ya sea un ci-

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UN ARBO:

Enrico Ghezzi

ne «de autor» (Apocalypse now) o «integrado» (las películas de Lucas y Spielberg), ya sea in­cluso «intimista» (Kramer contra Kramer), el ci­ne exhibe su propia potencia tecnológica, de la que resulta algo de colosales medidas, así sólo se consiga gracias a un increíble sonido dolby superestéreo o mediante efectos muy elabora­dos (véase la publicidad emitida para Tron, que se basó en un procedimiento de reproducción gráfica «sintética» de las imágenes, hecha por computadora: algo costosísimo y que en realidad ocupaba sólo muy pocos minutos de la película).

Hasta los comienzos mismos de los 80, el límite de exhibición al que la voluntad de poder tecnológico llegaba era el truco. La película de monstruos (cualquier tipo de monstruo: desde El hombre elefante a E. T. o La Cosa) gozó del favor popular, haciéndose cada vez más y progresiva­mente una película de transformaciones. Se con­siguió la máxima perfección en lograr el paso de un cuerpo humano normal a uno monstruoso, o siquiera animalesco: vimos a la carne hincharse

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y deformarse; en resumidas cuentas, mutar. In­cluso nos llegó a mostrar no tanto cuerpos cuan­to procesos, que reproducían en el interior del encuadre/pantalla -a través precisamente de una cosa que aparecía- la manera en que, desde siempre, el cine condensó y sobreimprimió esta­dos espaciotemporales diferentes (recuérdense el fundido cruzado y la sobreimpresión). A la hora de confeccionar la película, el truco que se nos proponía solía ir acompañado de (música, luces) un estrépito tecnológico, por más que fue­ra un truco que también conservara su parte de actividad artesanal, dependiente de la tradición teatral y la escuela del maquillaje. Pero esto no es crucial, como tampoco lo es el que una pelí­cula dependa más del creador de efectos espe­ciales que del director, a que éste quiera conver­tirse en escenógrafo (Ridley Scott) o que los di­rectores artísticos (Tavoularis, Scarfiotti) sean los auténticos artífices del look de una película.

Hasta podríamos tomar el concepto de look (por lo demás, bastante poco interesante en sí

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mismo de ir unido a los cambiantes aspectos de la «moda») como banderín de enganche del cine contemporáneo. Serían suficientes tres películas de Kubrick para agotar la materia. 2001 vendría a ser la imagen acabada de los diferentes looks (para entendernos: formas de ver) habidos en la historia del cine, desde Lumiere/Melies hasta el cine de pasado mañana: recorremos desde el musical «mudo» y «prehistórico» de la primera parte hasta la «televisión» del viaje espacial, vamos del asesinato del único y ciclópeo ojo tecnológico del superordenador a las alucinacio­nes visuales del corredor estelar, acabando en una reproducción, una vuelta al origen de todas las cosas en el interior de una cámara que enfo­ca el puro espacio, que se vuelve espacio ... En Barry Lyndon, el cine simula ser «luz» (fotográfi­ca) inédita, capaz de encuadrar sin intermedia­rios la Historia, o por lo menos el status lumíni­co del tiempo, su look teórico. Shining [El res­plandor} será el juego vertiginoso e insuperado entre los centelleos del look y las oprimentes cargas teóricas del overlook, la monovisión, la mirada omnisciente (el Hotel). Sin necesidad de mostrar las transformaciones, Shining [El res­plandor} produce el mismo efecto que La Cosa, de Carpenter; si es cine de verdad, cualquier imagen es la negación de la misma verdad. El actor/escritor (Nicholson en el papel del «autor») no es sino un maniquí de la historia. Su mirada no es la suya; su historia, tampoco lo es. Es una historia narrada miles de veces por otra cámara u otro ojo, y para saber esto es su­perfluo desjarretar el cuerpo. No deja de ser sin­tomático que Kubrick, en el montaje definitivo de la película, haya eliminado la imagen, por lo demás presumiblemente costosa, del trucaje de maniquíes, esto es, la única donde se veían los espectros, y, sin embargo, conservada, de un modo que se diría subliminal, en el primer trai­ler enviado a la TV americana. Más importante en la película es algo que no se ve, pero que nos hace ver de manera diferente, como si verdade­ramente un espectro viese en lugar nuestro, res­balando por o flotando en el espacio a nuestro lado o dentro de nosotros: la Steady-cam, la cá­mara que forma cuerpo con el operador que la lleva, permitiéndole correr, vacilar, pararse de golpe, incluso encuadrar cosas «obvias», pero dándole de cualquier manera a la imagen una tremenda capacidad alucinatoria y de clarifica­ción, como si todo se tomase en forma de «cá­mara subjetiva», sólo que con una subjetividad que no sería la nuestra, ni la de un personaje, si­no, en último término, quizá la del cine mismo.

«De ninguna manera pretendo enseñar cómo los hombres piensan los mitos, sino, por el con­trario, cómo los mitos se piensan dentro de los hombres, y a espaldas suyas» (Claude Lévi­Strauss). Si el truco y el monstruo pueden ser producto de las ganas de hacer una locura o ser

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un guiño cómplice y lúdico (Indiana Iones, Gremlins, o Back to the future) [Regreso a_lfutu­ro}, incluso responder a la personal obsesion de un autor (Dune, de Lynch), parece _claro_ que_ el cine está más allá, como si la propia «histo�ia» se hubiera por fin acabado, perfe�tamente, ms­crita en su propio círculo. Travestido de Victor/ Victoria, el cine (cuyas obsesione� de autor J?O­demos otra vez y sólo amar) efectua una fingida y defin(g)itiva cancelación/disolución de sí. Su estadio del espejo (puesto en marcha de fo_rm_a casi didáctica por la Nouvelle Vague hace ve_mti­cinco años), se generalizó en estos últimos tiem­pos, de manera que todo el mun�o y ,en _todoslos géneros no dejan de aparecer citas fümicas Y, en general, autorreferenciali�ad cinematográ�ca (hasta el extremo de la Metropolis de Lang vista por Moroder, o, por otro lado, las últimas pe�í­culas de W oody Allen desde Zelig a La rosa pur­pura de El Cairo), llegando así a una superación en cierto modo hacia atrás, retroprogresiva, back to the... en dirección del olvido, de una nueva cancela�ión que le /nos impide/ impedirá reco­nocerse y reconocerlo. Y a no es cosa de gran�es o pequeñas pantallas. Videodra"!as ... Esta «m­vención sin presente» que es el video se d�sposatecnológica e indisolublem�pte con la �<mven­ción sin futuro» de los Lumiere, que ya tiene un pasado.

No se vuelve, pues, el cine sobre él mismo para fascinar o inquietar, sino que establece el límite que se abre dentro de sí, su nueva ten­dencia a la no recognoscibilidad (hasta hacer de su interior un exterior), que parecería superflua en un lugar (la imagen fotográfica) donde sigue siendo imposible saber (a no ser que, por con­vención o convinción, no nos fiemos del narra­dor, o de la voz, o de los subtítulos, o del co­mentarista ... ) si, por ejemplo, un muerto que ve­mos en el encuadre está ciertamente muerto, o es más bien un autor que finge, o un vivo al que se le ha mandado hacerse el muerto ...

Como si se sintiera liberado, el aparato tecno-

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lógico del cine se esfuerza e? múltipl�s direccio­nes a fin de apresar un «mas de realidad»: �Ita definición (para el vídeo), hologramas con laser, pantallas gigantes o multipantallas, pa�talla�-pa­red para las casas, infinitos canales via s�tehte

1 cine tridimensional, estereofonía, holofoma .. : Si todavía hay gente que sueña (Herzog y Spiel­berg que querrían ser los primeros «autores» en film�r en el espacio desde una lanzadera espa­cial) el cine ya ha estado en el espacio; antes de que �1 hombre pusiera allí sus p_lantas, ha �stado en aquel lugar desde el que la tierra s_emeJa ap�­nas una pelota de golf. Algo nos suena, y suen_a por nosotros. Como si ya no tuviéramos necesi­dad de los científicos locos, los charlatanes o los inventores que hicieron alumbrar esa máquina llamada cine. El objetivo del actual momento tecnológico del cine parece ser conseguir imáge­nes que no se puedan disting�}r del mu?do, o de nuestra compleja percepcion sensorial del mismo (Proyecto Brainstorm). Imágenes a las que no podremos llamar «imágenes».

La simple posibilidad de una imagen sintética (Tron; pero los resultado� ,

van más �v�nzad?� enel terreno de la simulac10n electromca militar) exime al cine de su antigua y tan ambigua ver­dad. Gracias a la nueva tecnología, es difícil, dis­tinguir las técnicas. Y a se piensa en una pehcula donde se haga interpretar a nuevos James Dean, a nuevas e idénticas Marilyn programadas por computadora, sin que cuerpo al�uno o imágenes procedentes de películ�s anteno�es ten_gan 9-ue aparecer frente a una camara: ya esta lo imagma. La cosa, apenas entrevista, sale de ca�po ya. La obsesión mística de la «cosa» ( que fatigaron des­de Meister Eckart a Kubrick. .. ) de la que o por la que o desde la cual la imagen se produc�, es algo superado. Ni siquiera sirve ya la misma imaginación, ese «espectáculo» al que tanta y tanta teoría «debilísima» saludó como nuevo y único «espíritu». Ya no más imágenes de imáge­nes de imágenes (fáciles vértigos teóricos, o mi­tos del doble a lo Blade runner). Llega la fisión. Son «cosas». lQué robots son los que vigilan y quiénes los que son vigilados? Quizá no poda­mos ya llamarlos robots.

No deja de ser curioso q�� en 1895 aco�tezca la primera autointerpretacio�, de un suepo_ deFreud, justo cuando los Lum1ere hace� pubh�as sus primeras proyecciones. Apen1:1-s tremta an9s después, Jean Vigo, en Atalante,_ mv�nta la �as hermosa sobreimpresión de la h1stona del eme: un hombre bajo el agua sueña y ve realmente _ (y nosotros con él, gracias al tosco truco) la muJer que pretende amar. Hoy, quizá la mejor tecnolo­gía sea aquella que no nos ve. (Incluso e en el caso de que -ya fuera de campo-quede por fuerza sin verse).

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