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MADAME Du Barry LA ÚLTIMA FAVORITA

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MADAME

DuBarryLA ÚLTIMA FAVORITA

La escandalosa historia de Madame Du Barry desde losburdeles parisinos al lecho del rey Luis XV, hastaconvertirse en la mujer más poderosa de Francia

Mónica Berenstein

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Colección: Novela Históricawww.novelanowtilus.com

Título: Madame Du Barry. La última favorita.Autor: © 2006 Mónica BerensteinCopyright de la presente edición: © 2006 Ediciones Nowtilus, S.L.Doña Juana | de Castilla 44, 3º C, 28027 Madridwww.nowtilus.com

Editor: Santos RodríguezResponsable editorial: Teresa EscarpenterCoordinador editorial: José Luis Torres Vitolas

Director artístico: Carlos PeydróDiseño y reaización de cubiertas: Florencia GutmanMaquetación: Juan Ignacio Cuesta MillánProyecto editorial: Contenidos Editoriales s.r.l.Producción: Grupo ROS

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegida por la Ley, queestablece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones pordaños y prejuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públi-camente, en todo o en parte, una obra literaria, artistica o científica, o su transformación,interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a travésde cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

ISBN: 84-9763-297-4ISBN13: 978-849763297-3Fecha de 1ª edición: Septiembre 2006

Printed in Spain

Imprime: Imprenta Fareso, S.A.

Depósito legal:

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A mi adorada hermana Pepa por tantos sueñosy vivencias compartidas

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ÍNDICE

EL ARRESTO, LA CAÍDA ............................ 9PARÍS, LA ESPERANZA .............................. 37VERSALLES, EL FULGOR ......................... 91VERSALLES: DOS REINAS, UN TRONO ....... 123LOUVICIERRES, LOS DÍAS FELICES ............ 149LA CAÍDA ................................................ 177LA CONDENA ........................................... 197

Epílogo .................................................................. 221Cronología de una vida de novela ........................ 223Los personajes de reparto ...................................... 227Anexo documental: correspondenciahistórica.................................................................. 235

I.II.

III.IV.V.

VI.VII.

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Capítulo I

EL ARRESTO, LA CAÍDA

EL OLOR QUE CUBRÍA EL CUARTO le había quitado toda posibilidad desueño. Las paredes agrietadas, invadidas por una humedad acumu-lada en años, exhalaban un tufo que lo penetraba todo. Sacudió irri-

tada la manta que la cubría y se incorporó con brusquedad, como siquisiera trasladarse de un solo movimiento a otro sitio, pero apenas pudoestirar malamente sus músculos entumecidos. Apoyó con esfuerzo los piesdesnudos en el suelo helado y con asco corrió el jergón de paja sobre elque había reposado, ubicándolo bajo una pequeña abertura a la que una yotra vez volvía su mirada. Se le ocurrió que era como una boca breve ysucia pero irresistible, tal vez porque era la única entrada de aire y luzdesde el patio de la Prisión. Trepó penosamente sobre el camastro y miróhacia fuera. Aún no había despuntado el día.

Los primeros fríos otoñales se hacían sentir. El silencio era fugaz-mente interrumpido por algún alarido que se filtraba por las paredes dela celda. A veces los gritos se volvían más prolongados, y transmitían ladesesperación propia de quien está próximo a irse de este mundo.Jeanne se apiadaba de la víctima y lloraba amargamente imaginando unidéntico y cercano final. Entonces rezaba, sin importarle la prohibición.

La Revolución había arrastrado con su furia desbocada no solo a larealeza sino también a su Dios.

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Pasados unos minutos volvía a controlarse y comenzaba a repasarlentamente las razones que la habían llevado a ese calabozo mugriento.Era su tercer día de infortunio y la rutina del recuerdo la asaltaba unavez más. Como un torbellino comenzaron a rodar por su mente las imá-genes de su último día en libertad.

Aquel fatídico veintidós de septiembre había amanecido lluvioso yfrío. Pero Jeanne, atareada por la inminente llegada de sus comensales, noreparaba en ello. Sólo le importaba ultimar los detalles finales para agasa-jar a sus invitados. Nada quedaría librado al azar en Louveciennes, esaespléndida mansión próxima a París, regalo de Luis XV, donde la conde-sa vivía muy cómodamente desde su salida forzada del palacio real. Lasriquezas heredadas del Mismísimo, como le gustaba ser llamado al rey, lepermitían una vida tan fastuosa como la que había tenido en Versalles.Desde hacía tiempo estaba acostumbrada al lujo y a la ostentación.

A pesar de lo poco oportuno de la reunión que iba a celebrar, una vezmás Madame Du Barry se daba el lujo de desafiar los riesgos que elnuevo tiempo deparaba.

Extraña conducta para quien había sido golpeada con tanta dureza enlos últimos meses. Pero a Jeanne no había Revolución que la hicieradesistir de un baile o un agasajo.

Todo estaba casi listo para el almuerzo. El banquete se concen-traría en el comedor diario, una réplica casi exacta del que existía enel fastuoso Petit Trianon.

Una larguísima mesa de caoba, adornada con incrustaciones demotivos orientales en palo santo, sobresalía en el centro de la sala, cus-todiada prolijamente por veinticuatro sillas de altísimo respaldotapizadas en seda china. A los lados, un enorme aparador contenía ladelicada vajilla de Sevres y los brillantes cubiertos de acero de Sajonia.Numerosas mesitas con coquetos sillones colocadas a todo lo largo delas paredes completaban un mobiliario exquisito, vigilado por loscuadros que recordaban las batallas ganadas en el pasado por Francia.En el pequeño palacete que ella misma había decorado, nada hacíasuponer que bajo sus pies hervía un volcán pronto a arrastrar con furiala vida ociosa y placentera que llevaba.

La mesa estaba servida. Sólo faltaban los invitados. Jeanne estabadando los últimos toques a su peinado cuando una de sus camarerasgolpeó discretamente a su puerta.

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–¡Adelante! –ordenó molesta por la interrupción.Henriette tímidamente se asomó y disculpándose, le anunció:–Madame, debo informaros que vuestro paje es inhallable en el

palacio.–¡Qué dices, mentecata!? ¡Te ordené que lo trajeras! ¡No puede

desaparecer por cinco días como si nada! ¡Vuelve a buscarlo!La pobre muchacha asintió y se retiró confundida.Jeanne ya no pudo continuar su tarea con tranquilidad. Se levantó y

bajó a la sala para examinar los preparativos. Al pasar por una de las vi-trinas notó una ausencia en la colección de miniaturas de porcelanas queallí se exhibían. Eran, junto con los diamantes, las cosas que más apre-ciaba de sus pertenencias y que le recordaban su estancia en Versalles.

–¡Claire! ¡Claire!De la antecocina apareció una bonita morena que con una reveren-

cia se plantó frente a ella.–¿Qué necesitáis, Condesa?–¿Dónde se halla la estatuilla que falta allí? –gritó señalando el

vacío en la vitrina. La camarera palideció. No se había percatado de la falta. Cuando

estaba por formular una respuesta evasiva fue auxiliada por el lla-mador de la puerta de entrada, que anunciaba a los primeros comen-sales. La condesa sólo le dijo:

–Ya hablaremos más tarde sobre el asunto –y se dirigió a la sala derecibo.

La lista de invitados no se completaría ese día. El más esperado, el Duquede Rohan-Chabot, no se presentaría, así como tampoco otros muchos.

Su reciente relación con Monsieur Chabot la había ayudado a super-ar los malos momentos vividos los últimos meses: la desaparición de losdiamantes; la de Brissac y el terrible susto que había experimentadoante la abortada expropiación de su residencia.

La recuperación del Palacio parecía poner fin a la seguidilla de des-gracias.

Con absoluta ingenuidad suponía que la celebración anunciabaun nuevo comienzo.

Una vez que los pocos asistentes fueron ubicados en sus lugares,Jeanne, presidiendo la mesa ordenó a Denis Morin, su mayordomo, quehiciera servir.

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Los criados comenzaron su desfile exhibiendo y sirviendo los man-jares: iban y venían con bandejas de plata repletas de fiambres y carnesde pavo y otras aves, con guarniciones exóticas, dulces y frutas natu-rales y confitadas.

Durante el almuerzo la conversación fue monótona y aburrida, con-trastando con el atractivo servicio ofrecido. Alguien recordó el viaje dela vizcondesa de Latour-Larousse a Londres y la charla pareció reani-marse. Du Barry podría haber intervenido, ya que no hacía mucho tiem-po ella misma había visitado la espléndida ciudad, pero no sentía deseosde hacerlo. Su estancia allí no estaba asociada con motivos felices.Simplemente escuchaba, inclinando su cabeza con gesto de atención. Elsopor no le permitía concentrarse en los comentarios, y por pura apa-riencia asentía de continuo como si le importaran las tediosas acotacionesde mademoiselle D’Anjoux. Sentía un principio de inquietud y de zozo-bra que se expresaban en un sinfín de movimientos mecánicos: pedía quele acercaran la sal, arrimaba la servilleta a su boca para limpiar obsesi-vamente todo rastro de comida, alisaba los pliegues de su vestido.

Era notoria la ausencia del Duque de Rohan-Chabot, lo cual lerestaba brillo al encuentro. Sus comentarios políticos siempre habíananimado las reuniones.

Así, Jeanne, mientras el almuerzo se desarrollaba, procuraba des-menuzar la realidad que los nuevos tiempos ponían ante sus ojos. Los con-tratiempos de esa mañana agregaban inquietud. Primero la ausencia inex-plicable de Zamora, su camarero negro de confianza, al que considerabasu mano derecha y que siempre la auxiliaba en ocasiones como ésta, dán-dole tranquilidad cuando se angustiaba; luego la desaparición sin motivode su valiosa estatuilla.

Ella, a diferencia de las mujeres y hombres de su época, era muy pocosupersticiosa, pero estos dos episodios le bastaron para estremecerla yhacerlos sentir como un funesto presagio. Las advertencias, a las que lenegara atención, ahora comenzaban a inquietarla.

Algunas de sus más íntimas relaciones le habían aconsejado que, dadoque los tiempos habían cambiado para peor, debía espaciar sus elegantesreuniones y evitar todo contacto con ciertos personajes conocidos por susideas antirrepublicanas.

Ella, sin embargo, continuó con su mismo estilo de vida descuidado,ajeno al peligro que corría.

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Cuando conoció al Duque de Rohan-Chabot, a principios de1792, su amiga Justine le explicó muy bien el riesgo que implicabaprofundizar la amistad con él. Para esa fecha, la Revolución se habíatornado mucho más virulenta.

Desde el 14 de julio del año ochenta y nueve muchos de su mismacondición habían huido por temor a ser alcanzados por la furia del pueblo.Decenas de nobles escapaban de Francia, abandonando sus fastuosospalacios.

Aquello era lo que Justine pretendía hacerle ver. Jeanne, en cambio, no estaba dispuesta a irse; jamás resignaría aque-

llo que le había costado casi una vida conseguir. Nada auguraba por elmomento un desenlace trágico, creía ella.

Tanto que aún, tras las primeras horas del asalto a la Bastilla, enParís,persistía un inexplicable desconcierto entre quienes debieronhaber podido adivinar lo que se venía. Ese día, caluroso y húmedo, enVersalles nadie acertaba a comprender el significado de la insurreccióndesatada a menos de seis kilómetros del palacio real; y el más confun-dido de todos era el propio Luis XVI, hombre apático y abúlico. Lasnoticias ni siquiera le hicieron interrumpir su rutina. Por la noche seacostó como de costumbre, a las diez, y antes de perderse entre sussábanas preguntó con indiferencia:

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La toma de laBastilla y su posterior demolición representaron elfinal de la monarquía absolutista. Losrestos de laprisión-fortalezafueron enviados alos revolucionariosde todo el paíscomo corolario deun proceso quellevó un siglo degestación.

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–¿Se trata de una revuelta? La respuesta fue tajante:–No, Sire. Es una Revolución. Mayor reacción habían tenido, en cambio, sus hermanos: el

Conde de Artois y el Conde de Provenza. Esa misma noche aban-donaron el reino. Ellos y quienes los siguieron durante esosprimeros meses serían conocidos como los “emigrès” y acusadosde contrarrevolucionarios. El principal destino del exilio fueCoblenza, ciudad del imperio austríaco que los recibió y les dioasilo. En poco tiempo dicha ciudad se convertiría en el centro de lasoperaciones destinadas a restaurar la monarquía absoluta,movimiento que sería encabezado por los propios hermanos delrey.

Cuando en agosto del año noventa y dos la Convención asumió elpoder reemplazando a la Asamblea e instaurando la República comonueva forma de gobierno, la suerte de la monarquía quedaba definitiva-mente sellada y la guillotina comenzaba a ocuparse de cada uno de losque conspiraban contra el nuevo régimen. Nadie quedaría libre desospecha y París se transformaría en un matadero. Todos los días los ca-rros saldrían de las distintas prisiones cargados de condenados, y a suregreso descargarían sólo cadáveres. Las calles comenzarían a oler a san-gre seca.

El año 1792 había terminado de una manera dramática: el rey fue ejecu-tado.

El año siguiente no fue mejor en cuanto a persecuciones y matanzas.Por el contrario, éstas se intensificarían arrastrando en la vorágine, entreotras, la cabeza de la reina, María Antonieta.

Si bien Jeanne, atendiendo las súplicas de quienes la rodeaban habíaespaciado sus recepciones y banquetes, no las suspendió totalmente.Pensaba que la furia ciudadana no la alcanzaría. No se sentía respon-sable de los males que afligían al reino. Desde el año setenta y cuatro yano residía en Versalles. ¿Por qué tendría que rendir cuentas al pueblo?

Por eso, aquel veintidós de septiembre se había animado a celebrar unacomida en su mansión de Louviciennes, en donde se sentía segura. Aunsabiendo de antemano que muchos no concurrirían por la situaciónreinante, el almuerzo programado no sería suspendido. Había puesto muchoempeño en ello.

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Ese mediodía, su principal invitado sería el Duque de Rohan-Chabot.La relación galante entablada con él se sustentaba en la seductoraelocuencia con la que el duque expresaba sus ideas públicamente. Su fé-rrea oposición a la Revolución era bien conocida en los salones de lanobleza. No tenía cuidado en proclamar que nada lo haría renunciar a susprincipios. Petulante y seguro de sí mismo, ostentaba un valor del que,según sus propios dichos, pocos podían alardear.

–La monarquía, señores, es el único sistema de gobierno posible.Bajo ella, hemos vivido civilizadamente y seguiremos haciéndolo.¡Alcanza con ver lo que ocurre hoy en las calles! –solía decir.

Confiado en atraer la atención de los presentes, el Duque se pasea-ba con aires de estadista. Se diría que le preocupaba más escucharse así mismo que despertar adhesiones con su mensaje.

–La turba enloqueció con la idea de libertad y corre atropellando ennombre de ella todo lo que fue orgullo de Francia durante siglos. Lareligión y la moral han sido pisoteadas. Pero no hay que lamentarse,tampoco estamos solos. Nuestros aliados nos apoyan. ¡Austria y Prusiahan dispuesto la movilización de sus tropas! –pregonaba.

Sin embargo, el optimista vaticinio jamás se cumplió. Tiempo después, cuando la suerte en los campos de batalla empezó a

volcarse en favor de las tropas revolucionarias, sus pronósticos nopasaron de ser meras expresiones de deseos. Reorganizado, el ejércitorepublicano pronto logró superar el colapso producido por la deserción desus jefes nobles y pasó a la ofensiva.

Pero la condesa no sabía que esto ocurriría, por lo que lo escu-chaba con atención.

Sus palabras la tranquilizaban. Le aseguraban de alguna manera quepodría mantener su estilo de vida. Como a otros, la atrapaba más la sedu-cción del orador que sus reflexiones, que apenas si intuitivamente com-prendía.

El Duque había comenzado a frecuentar la mansión deLouveciennes asiduamente gracias a su amistad con otro duque, el deBrissac. Cuando en las veladas se iniciaba un debate político, casi siem-pre introducido por él, Jeanne solía hacer un gesto de aprobación.Luego se apartaba cortésmente del círculo ya que, en verdad, la políti-ca poco le importaba. Había aceptado que el duque la cortejara simple-mente porque no podía soportar la idea de que, a pesar de sus cincuen-

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ta años, hubiese perdido la capacidad para cautivar a un hombre. Peroella había impuesto una relación bastante elástica y poco comprometi-da. Por eso no se preocupaba demasiado si no lo veía por varios días ono recibía una esquela suya.

Sin embargo, últimamente se sentía su falta. La cantidad de visitantesa sus reuniones había disminuido tan notoriamente que la gran mesa de lamansión resultaba ridículamente grande para los pocos que todavía se ani-maban a compartir los banquetes que organizaba. Inclusive el Duqueretaceaba su presencia, a pesar de la relación íntima que mantenían. Aúnpeor, sus ausencias desanimaban a los que poco antes se habían mostradocautivados por sus discursos. Algunos comensales se preguntaban mali-ciosamente por su paradero.

No obstante, ese veintidós de septiembre el Duque había prometidoconcurrir y Jeanne lo aguardaba ansiosa para escuchar noticias tran-quilizadoras.

Inmersa en esas cavilaciones escuchó la pregunta:–¿Vos, qué opináis, Condesa?Pese al entrenamiento que Du Barry tenía para aparentar permanente

interés en la conversación, la súbita pregunta de mademoiselle Latour-Larousse la desorientó, y con un balbuceo insólito, apenas atinó a decir:

–¡Estoy de acuerdo, cherie! –y sin quererlo regresó a sus pen-samientos. Una sensación de inquietud fue apoderándose poco a pocode ella, a pesar de que seguía gozando a manos llenas del veranillo deSan Juan que pronto habría de convertirse en la gran tempestad revolu-cionaria.

La misma inquietud empezaba a ocupar sus noches. Allí, en el silen-cio y la oscuridad propios de un barrio residencial de las afueras deParís, olvidaba los placeres vividos durante el día y escuchaba todoaquello que no quería escuchar: el sordo tronar de un fusil que anuncia-ba una muerte segura; los gritos de un grupo de borrachos que jugabana los dados en alguna callejuela cercana empeñando los trofeosobtenidos durante la jornada: el sobrepelliz de un sacerdote, el gabán deun aristócrata o la peluca de alguna dama que ya no la necesitaría nuncamás. Jeanne no pensaba que esos hombres y mujeres, que sólo poseíansus almas y habían jurado fidelidad a la Revolución y a su líder, el“Incorruptible” Robespierre, no tardarían en ir por ella, pero sus pre-sencias la angustiaban.

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También pasaba por su mente la muerte de su último gran amor: elDuque de Cossé-Brissac, quien encendiera su pasión como a los veinteaños.

El pobre había sido víctima de una muerte horrenda. Para Du Barryel episodio permanecía aún oscuro. Lloró su pérdida junto al duque deRohan-Chabot, y el consuelo prodigado por él desató una relación másíntima que en el fondo no era más que utilitaria. Les servía para conso-larse mutuamente de sus soledades y de las pérdidas que ambos habíansufrido.

Ella igualmente siguió recordando a Brissac, pero no a sus consejos. Abruptamente, Henriette, su doncella, entró en la sala arrancándola

de sus recuerdos. –¡Madame, un grupo de soldados se acerca a la casa! –y agregó ate-

rrorizada–. ¡Los sigue una turba enardecida!El rostro de Henriette y la noticia presagiaron un mal momento para

los presentes. Habían escuchado ciertos rumores y ahora parecían estara punto de concretarse.

La camarera no terminó de explicar y ya los golpes en la puerta alar-maron a los visitantes, quienes olvidando las formas y su linaje se le-vantaron en desorden, agregando más caos a la situación.

–¡Tranquilos, nada va a pasar! –dijo Jeanne–. Son sólo alardes depoder. Ha ocurrido otras veces.

Trató de serenarse, pero no podía dejar de recordar sus presentimientos dehacía unas horas. Se decía a sí misma que muchas veces habían amenazadointerrumpir la tranquilidad de sus días, pero nada había ocurrido.“Seguramente”, se repetía, “buscarán a personajes influyentes que puedanponer en peligro a su preciada República”. Fugazmente pensó en Rohan. “Talvez les hayan informado que él vendría... Sí, con certeza lo buscarán a él”.

En ese momento agradeció íntimamente que el Duque no estuviera.Así, con seguridad se irían pronto.

¿Y si venían por ella? ¿De qué la podrían acusar? A lo sumo habíaapoyado a la familia real a quien le debía tanto, pero no andabavociferando proclamas en su favor.

Los insistentes golpes a la puerta la sobrecogieron y por un instantetemió que esta vez las cosas fueran diferentes.

–¡Henriette, acércate al ventanal!–Tengo miedo, Madame.

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–¡Acércate, te digo! –gritó con voz imperiosa, perdiendo su habitualcompostura. Pero de inmediato, recomponiéndose, decidió enfrentar enpersona la situación.

No hubo tiempo para nada. Los soldados, a fuerza de patadas yculatazos, rompieron la puerta e ingresaron al salón.

–¿Ciudadana Du Barry? –gritó altanero el jefe de la patrulla. Jeanne se abrió paso entre las doncellas que la acompañaban, y

tratando de simular entereza se acercó al soldado.–Hemos venido a detenerte, y a cerrar tu vivienda –le dijo malévola-

mente, al mismo tiempo que le exhibía una orden del ComitéRevolucionario.

–¿De qué se me acusa, Monsieur?–Eres una aristócrata, Du Barry. El pueblo te ha sentenciado.El soldado sonreía dejando entrever sus dientes amarillentos entre los

labios hinchados por el vino. La descuidada indumentaria acompañababien al sujeto.

–Debe haber un error, Monsieur. ¿Qué cargos hay contra mí?–demandó con altivez.

–Pregúntaselo al Tribunal, pero evita mentirle, como sé que lo estáshaciendo conmigo.

El gendarme dio por concluido el diálogo y con un gesto de su manoordenó la inmediata requisa. El portón de la entrada permaneció abier-to, y un momento después irrumpió un grupo de hombres y mujeres enandrajos que, siguiendo a los soldados por las distintas habitaciones,comenzaron a arrancar los cuadros de las paredes y a desparramar elcontenido de los cajones.

La turba rompía cristales y arañas y lanzaban los espejos a la calle.En sus espasmódicos movimientos derribaban cuanto mueble se inter-ponía en su paso. Escupían, orinaban y destrozaban todo lo que encon-traban.

De pronto un olor a sudor rancio impregnó todo el ambiente. Jeannequiso taparse la nariz con un pañuelo de seda embebido en su antiguoperfume de Brujas pero se detuvo instintivamente, temiendo que sugesto, que no pasó desapercibido, provocara una reacción más grave.

La turba le causaba un asco profundo, de otros tiempos. Le recor-daban a aquellos con los que había compartido su vida también mise-rable. Para ella, eran todo lo que no quería ser pero pudo haber sido.

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Algo así como un espejo vengativo que reflejaba una marca que ningúnperfume podía borrar.

No todos actuaban del mismo modo. Algunos de los que ingre-saron a la casa mezclados con el grupo de los desharrapados eranciertamente diferentes. O por lo menos obraban de otro modo. Habíaalgo en sus actitudes que los distinguía del resto. Se veía en ellos unodio menos visceral que aquel que mostraba la masa enceguecida.Uno de estos, sucio como todos pero de semblante calmo, tomó unapequeña caja de música entre sus manos y se quedó contemplándolaun breve tiempo, como escudriñando el alma de aquel objeto.Finalmente, lo volvió a dejar en su lugar. Un instante después, suesmirriada figura desapareció por la puerta principal con la mismaindolencia con la que había entrado. Ese hombre le pareció a Jeannemenos horroroso.

Entretanto, los comensales, en pánico, observaban el despojo sinsaber qué hacer ni cómo actuar. Los más, se maldijeron por haber asis-tido a la reunión mientras evitaban con ridículos movimientos que losandrajosos se les acercaran a robarles sus pertenencias. Las mujeres,pálidas por el espanto, se pertrechaban detrás de los caballeros queagitaban los brazos como marionetas descontroladas.

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Como en todoproceso0

revolucionario,las calles de

París funciona-ban como

escenario paraun pueblo que se

liberaba. Laturba iracunda

era moneda corriente en la

flamanteRepúblicaFrancesa.

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Las palabras fatales, con las que alguna noche había soñado, sonaronpor fin:

–¡Ciudadana Du Barry, deberá acompañarnos! –soltó ahora unenorme marsellés que se le acercó insinuante, y tras ello, sin dejar deobservar su profundo escote, consultó al jefe, quien accedió a queescoltara a la sospechosa contrarrevolucionaria.

–¡Corre a avisar a Justine, Claire!¡ Ella sabrá cómo obrar! Toma laRue Saint Sebastienne ¡y apura el paso! ¡Vite!

–Necesito ir a buscar mi mantilla, monsieur –dijo con voz tem-blorosa al soldado, sintiendo que el viento frío que entraba hasta alcomedor golpeaba en su pecho.

No hubo contemplaciones. El tiempo de la soldadesca apremiaba y elabrigo podía esperar, y así como estaba fue obligada a abandonar su man-sión.

Con la cabeza en alto, consciente de la dignidad que debía portar, ytratando de convencerse de que todo se reduciría a un malentendido,Jeanne salió. Tras ella quedaron sus pertenencias expuestas y a disposi-ción de la chusma. “¡Mis invitados!”, llegó a pensar. “¡Dios sabe quépasará con ellos!”. Pero fue sólo un instante. Tampoco le importabademasiado.

En pocos minutos Jeanne caminaba escoltada por dos gendarmesrumbo al viejo carro que la conduciría a alguna de las prisiones de París.Frío su cuerpo y helada el alma, volvió su cabeza para ver por últimavez el Palacio de Louveciennes.

–¡Justine! –suspiró. Tantas veces le había advertido el peligro quecorría.

“¡Debes abandonar la mansión!”, le había suplicado una y otra vez.“Recuerda cómo pagó Brissac el permanecer junto al Rey”.

“¡Cambia el vestuario! ¡Corta tu cabello, y cúbrelo con un gorrorojo! ¡Quizás de esa manera logres conservar tu cabeza!”

Ahora, mientras era empujada hacia el carro, evocaba su nombre,lamentando no haberla escuchado entonces. Tampoco a Brissac.

Justine hablaba otro lenguaje, imposible de entender para Jeanne.A pesar de tener orígenes muy parecidos, había en Justine algo que ladiferenciaba de todas las otras muchachas. Su versatilidad no se igual-aba a la de ninguna. Era muy bonita, aunque no tanto como Jeanne y

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siete años mayor que ella. Había buscado escapar de una infancia muydura en la que la falta de afecto le había enseñado que en este mundotodo lo que consiguiese dependería exclusivamente de ella. Se habíahecho mujer vagando por las calles y tropezando con todo tipo dehombres ruines: rufianes, vagos, alcohólicos, caballeros en desgracia.Su carácter se templó amargamente aunque, para su suerte, sin dejarhuellas en su rostro hermoso. Odiaba todo signo de debilidad. ¿Llorarsobre los hombros de alguien? ¡Caprichos de dama que no podíadarse! Sobrevivir había sido siempre su prioridad, y en las actualescircunstancias eso exigía estar dispuesta a pagar el precio que fuesenecesario.

Muchos años antes, la suerte quiso que conociera a una dama delcírculo de María Leczinska, quien al verle condiciones la hizo ingresaral entorno de la reina en calidad de camarera. Una vez en Versalles fuerescatada por Madame de Pompadour, la que imaginó otro destino parala muchacha. Su esbelta figura y un porte agraciado la volveríanapetecible para el Rey Luis XV, nunca suficientemente satisfecho consus compañeras de lecho.

No ocurrió. Empero, Justine pasó una larga temporada en el Palacioviviendo sin sobresaltos. A pesar de no haberse cumplido el deseo de laPompadour, la joven permaneció en la Corte, a la que se adaptó sin perdersu dureza.

Por eso cuando los tiempos se hicieron difíciles pudo prescindir delos lujos y los modos de vida cortesanos. A poco de iniciada la revueltaen París, decidió moderar su estilo de vida.

Cuando la situación se agravó tras la prisión de los reyes, Justinese disfrazó de republicana. Abandonó Versalles para dejar de serMademoiselle de Souvignè y pasar a convertirse, simplemente, enJustine, una sencilla jardinera. A la metamorfosis del nombre le habíacorrespondido la de su apariencia. Por el momento, ya no habríajabones y cremas aromáticas para su cuerpo. También arrojó su pelu-ca, y se cortó el cabello renegrido como si fuera un paje. Sus vestidosde seda fueron reemplazados por una pollera rústica y envolvió sucuello con un pañuelo rojo. Se desprendió de su vajilla de oro y despidióa sus doncellas y sirvientes. Abandonó el trato señorial, y se hizo llamar“citoyenne” Justine, muy consciente de los cambios que vendrían. Tomó

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el rumbo opuesto al elegido por su amiga Jeanne, a quien pronto tambiénle llegaría el tiempo de comprender.

El de Justine no era el único caso. El miedo a la muerte y al hambre,hasta entonces desconocida, habían conseguido que una marquesa ganarasu mendrugo de pan cosiendo ropas deshilachadas por encargo desde elhueco de una puerta, como Madame de Boufflers, marquesa de Vienne, quedesde una buhardilla del último piso de su palacio, de la que ya no salíamás, contemplaba el torrente revolucionario, rogando que no llegara hastasu refugio.

Jeanne era un caso distinto. No se resignaba a volver a su pasado depobreza y humillaciones. Había puesto mucho empeño en dejar esavida miserable. No era justo perder todo por la turbulencia del momen-to. Sentía que Justine no la comprendía, a pesar de que ambas habíanascendido en la escala social de una manera similar.

A su vez Janne no comprendía que para sobrevivir debía abandonarsus aspiraciones, insultantes para las nuevas autoridades.

Cuando Justine conoció a Jeanne al ingresar ésta en Versallescomo la condesa Du Barry, supo desde el primer momento en que lavio que su presencia en el Palacio daría que hablar. Y no se equivocó.

Fue en ese ambiente de frivolidades y placeres donde, y a pesar decumplir roles diferentes, Jeanne y Justine congeniaron de inmediato.Desde entonces compartieron los salones, las veladas danzantes, las ter-tulias y los banquetes, cimentando una amistad sincera y profunda queperduró más allá de Versalles, y continuó cuando Jeanne tras la muertede Luis XV fue expulsada del Palacio.

Los días que siguieron a la desaparición del rey, habían sido paraJeanne muy dolorosos y aburridos. Recluida en los apartamentos queformaban parte de los Pequeños Gabinetes del Rey pasaba largashoras cambiando su tocado, observando la colección de finísimas fi-guras de porcelana importadas de Sajonia, y probándose las joyas queaún los mejores orfebres de Francia le seguían trayendo por su encar-go. Su soledad en esos días sólo era interrumpida cuando algún alle-gado, preocupado por su prolongada ausencia, se hacía presente.Justine era una de las que más asiduamente la visitaba. Supo acom-pañarla compartiendo con ella tardes de confidencias.

Esto duró poco tiempo. La nueva pareja real la obligó a abandonarel palacio. Luis XVI la desterró de Versalles recluyéndola en el con-

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vento de Pont-Aux-Dames. Allí permaneció un año, tiempo suficientepara perder contacto con sus allegados más cercanos, entre ellosJustine, a quien no volvió a ver hasta septiembre de 1793, en plenaefervescencia revolucionaria. Para entonces, Justine había cambiado suresidencia, alejada también de los placeres versallescos.

El reencuentro con su vieja compañera se produjo en forma inesperada,uno de los días en que la reina, ya viuda de Luis XVI, asistiría al juicio ensu contra.

Todo París se hallaba convulsionado. El pueblo, sediento de sangre,se había apretujado frente a los portones del Tribunal de Justicia. Losrumores y comentarios circulaban en todas direcciones. La espera fuetensa y dejó en evidencia el desprecio que la gente sentía por la reinaextranjera.

El interior del Tribunal estaba atestado. Los que no habían podidoingresar se agolpaban frente a la entrada, ocupando el mínimo espaciolibre. Muchos, subidos a las rejas y aferrados con brazos y piernas aellas, intentaban conocer las últimas novedades. Todos escupían suodio.

“¡Plaza para la Reina! ¡Muerte a la austríaca! ¡Viva la República!”,gritaban enfurecidos. Los comentarios iban y venían entre los que enel interior podían observar lo que ocurría y los de afuera que reclama-ban ávidos noticias frescas.

–¿Es cierto que aún lleva el vestido negro en señal de luto? –pre-guntó alguien.

–¡Sí, y aún tiene el gesto de desprecio por los pobres y el pueblo!–le respondieron.

–¡No importa, ciudadano, pronto llevará ese vestido por ella misma! –¡Atención, franceses! ¡El fiscal acaba de pedir la pena de muerte!–¡Es lo único que merece la perra austríaca! Jeanne también merodeaba los portones del Tribunal, pero no para

unirse insultos de la multitud. No sentía rencor por quien había decidi-do expulsarla de Versalles años atrás. En cambio, tenía el presentimien-to de que tras su muerte debería enterrar para siempre un modo de ser yde vivir que amaba profundamente.

Fue entonces cuando, mezclada entre la gente, reconoció a sucompañera Justine.

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–¡Justine! ¡Justine! –envano alzó todo lo que pudo lavoz para ser escuchada. Elgriterío lo hacía imposible. FueJustine quien volviendo su ros-tro hacia ella, como adivinandosu presencia, la vio. No hubotiempo para un abrazo. Laescena que ambas estabanviviendo frente a los Tri-bunales era demasiado fuertepara obviarla.

–¡Justine! –repitió Jeanneemocionada.

–Hablaremos luego –con-testó secamente su antiguacompañera–. ¡Cuida tu pellejo!–añadió como única muestrade interés por ella, y se perdióentre la multitud.

Jeanne nunca volvió a saber de ella.Cuando la sacaron de Louveciennes, fue conducida, junto a otras

dos mujeres, en un carro, hasta la prisión de Sainte – Pélagie, un refor-matorio de prostitutas arrepentidas que hacía las veces de casa de deten-ción.

Al llegar, una de las prisioneras tropezó y cayó sobre el fango de lacalle. Al hacerlo, su falda se subió dejando al descubierto las enaguas.Los guardias rieron soezmente. Una mezcla de pudor y rabia se adueñó deJeanne, quien ayudó a incorporarse a su compañera de infortunio que yahabía roto en llanto.

Los guardias las empujaron con las culatas de sus mosquetes hacién-dolas avanzar a los tropezones hacia el pequeño portillo que en el marcode la entrada para carruajes daba acceso a una de las prisiones más tétri-cas de París.

Al atravesar la pequeña puerta, Du Barry sintió que toda su vidaanterior quedaba atrás definitivamente.

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La reina Maria Antonieta era una archiduquesaaustriaca. No tenía reparos en dilapidar los

erarios públicos en fastuosas fiestas y absurdoscaprichos. El pueblo sentía que en ella se encarnaba lo peor de la monarquía

y la odiaban.

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Se hallaron, entonces, frente a un anchísimo corredor abovedadoque, por lo que pudo vislumbrar, conducía a un patio descubierto conpiso de grava.

La patrulla comenzó a marchar por dicho sendero conduciendo a sustres prisioneras, pero a los pocos metros se detuvieron frente a unaentrada sin puertas a la que se accedía por una pequeña escalerilla. Conun gesto de la mano, el hombre que había arrestado a Jeanne les ordenóentrar, mientras las seguía sin perderles pisada.

Unos cuantos pasos después llegaron a una pequeña habitación ilu-minada por un par de antorchas donde se adivinaban tres o cuatro aber-turas oscuras. En el medio de la sala, un escritorio, y sobre él una velade sebo que sumaba un poco más de luz a la que daban las antorchas.

Sentados a la mesa, dos carceleros discutían acaloradamente, cuando depronto la presencia de los nuevos huéspedes los interrumpió. El jefe de lapatrulla se acercó a uno de ellos murmurándole algo al oído. Este, trasescucharlo, anotó algo en un libro mugriento y se lo hizo firmar a cada unade las detenidas.

La condesa y sus dos compañeras fueron separadas. Lo que al entrar parecían simples aberturas, a la luz de la antorcha

que portaba el carcelero se convirtieron en pasadizos largos, estrechosy tenebrosos, que por momentos descendían para luego volver a subir;doblaban en imprevistas curvas y, cada tanto, pesadas puertas de hierrocon gruesos pasadores y angostas mirillas daban acceso a las inmundasceldas. Cada uno de los corredores estaba apenas iluminado por una pá-lida tea.

Luego de una cerrada curva, el pequeño cortejo traspuso una puer-ta más grande que las que habían visto en el largo corredor y se hallóen una amplia sala, colmada de hileras de camastros apilados de a dos,con las cobijas desordenadas. Ocupaban la estancia decenas demujeres que, acostadas o sentadas al borde de sus lechos con las pier-nas balanceando en el aire, parloteaban sin cesar. La mayoría en andra-jos, todas semidesnudas.

El grupo de Madame Du Barry no se detuvo; al atravesar la estanciase hizo el silencio. Las mujeres que allí estaban las observaban concuriosidad. Antes de salir pasaron junto a un pequeño cuarto por cuyapuerta, abierta para aumentar la pobre luz que daba un candil, se podía

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ver a una mujer, joven aún, de porte distinguido, vestida humilde perolimpiamente.Sentada absorta frente a una tosca mesa en donde había ungran pila de hojas de papel en blanco, escribía febrilmente.

Jeanne alcanzó a verla fugazmente, pero quedó impresionada. Esamujer era distinta a todas las otras.

Du Barry fue la última de las prisioneras en ser ubicada tras elangustioso recorrido. Por fin ingresó en un cuarto pequeño y húmedoalejado del griterío cotidiano de las calles parisinas. Se sentía con-fundida. Por breves momentos, una ráfaga de optimismo la tranqui-lizaba al pensar que pronto todo se aclararía. Confiaba en su amigaJustine. Ella no la abandonaría. Por el contrario, apelaría a toda suaudacia para sacarla de allí. “Seguramente se trata de un malentendi-do”, se decía sin convicción. “Claire ya le habrá comunicado la noticiade mi detención”, se esperanzaba. “Alguno de sus íntimos me pondrá nue-vamente en libertad”. Estaba convencida de que así ocurriría. Sólo le que-daba aguardar hasta que el asunto se aclarase.

Pero ahora se hallaba sola, en esa pequeña celda, apenas iluminadapor la luz que se filtraba a través de los dos barrotes herrumbrados quecruzaban el único ventanuco que tenía el calabozo y que le recordabanen todo momento cuál era su nueva condición.

Luego de escuchar el atronador ruido de la puerta al cerrarse tras elcarcelero y el correr del pasador externo, permaneció aturdida, de pie,sin poder reaccionar. No supo cuánto tiempo quedó en esa posición,hasta que sintiéndose debilitada, se recostó sobre el manto deshilacha-do que cubría el jergón y comenzó a repasar una vez más lo ocurridoantes de su detención.

Esta vez, su mente fue un poco más atrás en el tiempo. Con dificul-tad, y concentrando el resto de fuerza que le quedaba intentó recordarsus movimientos durante los primeros días de septiembre, segura de quea través de ellos encontraría las razones de su actual infortunio.

Habían sido unas semanas muy activas. Aunque más espaciadas y sintanta ostentación desde julio de 1789, continuó con su rutina festiva, víc-tima de una ingenuidad que desde el verano del 92 se había convertidocasi en suicida. Concurrió a misa en Saint Germain des Près, como solíahacerlo cada siete días; disfrutó en la Comedia la representación de “Lascostumbres del tiempo” de Monsieur Saurin; aceptó la invitación delconde Lambert para asistir al baile que daba en honor a la graduación de

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su hijo mayor y, por último, intensificó los aprestos para la inminenterecepción que daría en Louveciennes y que le había demandado casi todoel tiempo de las últimas tres semanas.

La preparación de cada uno de esos eventos le habsorbía casi todo eltiempo. Debió elegir las alhajas que luciría en esa ocasión y convocar a sujoyero de confianza para que la asesorase sobre cómo combinarlas.Consultarle con qué traje o vestido se destacarían mejor, y supervisar per-sonalmente todos los detalles del arreglo de su casa para recibir finalmentea sus invitados.

No había forma de relacionar esas actividades con el arresto.Y hasta tanto no descubriese el porqué no recuperaría su serenidad.También vino a su memoria el viaje hecho a París en esa semana.

Allí, en uno de los comercios de la Rue Saint Honoré, debía elegir unobsequio para el hijo de Monsieur Lambert. Henriette la había acom-pañado.

Recordó el impacto que le causó encontrar París totalmente cambiada. Los viajes al exterior la habían alejado de sus paseos. Por eso, cuan-

do su calesa ingresó en la ciudad no podía creer lo que veían sus ojos.Sintió escalofrío al ver costumbres y paisajes tan opuestos a los que ellaconociera.

¡París, considerada el centro de la moda europea, la ciudad que fuera deFrancia todos querían imitar!... ¿Qué había pasado...? No saliendo aún desu asombro vio cómo la gente comía en las calles. Bastaba una mesadelante de una puerta para armar un comedero. En su recorrido pasó frentea varias iglesias; siempre se repetía el mismo cuadro: mujeres sentadas ensus pórticos, hilando y cantando una canción de moda de entonces: laMarsellesa.

Al doblar por una de las callejas, le llamó la atención una armería enpleno trabajo. Los obreros fabricaban fusiles a la vista de los paseantes.Algunos comercios permanecían cerrados. En uno de ellos, un cartelanunciaba:

Paciencia, estamos en Revolución

Se habían desorientado buscando una dirección. Ahí mismo seenteraron de que muchas calles habían cambiado de nombre: la calleRichelieu era calle de la Ley, el arrabal de Saint Antoine se llamaba

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ahora el arrabal de la Gloria. La gente lucía en sus sombreros laescarapela tricolor. También supieron que hasta los juegos llevabanimpresa la marca de la Revolución. Del mazo de naipes tradicionalhabían desaparecido las sotas, las damas y los reyes. Sus lugares eranocupados por “las igualdades”, “las libertades” y “los genios”.

También le llamó la atención ver a la gente tranquila, hasta alegre, apesar de que en la Plaza bautizada como “de la Revolución”, la gui-llotina “Luisette” manejada diestramente por el verdugo oficial de París,un tal Sansón, no cesaba de caer.

De vuelta en Louveciennes le había durado unas horas la conmociónpor lo visto y oído.

Repentinamente, mientras intentaba rescatar algún incidente quetuviese relación con su actual situación, en su mente apareció un nom-bre: Zamora. No lo veía desde días atrás. Atareada con la organizaciónde tantos eventos, había descuidado al negro.

Zamora había entrado en su vida accidentalmente una tarde mientraspaseaba en su carruaje por el barrio de Saint Germain. Allí estaba elmuchachito, sucio y hambriento, solo con su alma. Desvalido y exage-radamente delgado, le provocó una gran pena. Supo después que elmuchacho había logrado evadir un destino de esclavitud en unaplantación en las islas del Caribe, gracias a que un piadoso español lorescatara. Llegado a París, el español murió de fiebres y el negro, que noportaba otro nombre que el apellido de su amo, quedó en la calle. Allí loencontró Jeanne. De inmediato decidió llevarlo a su residencia, dondepasaría a engrosar su nutrido ejército de sirvientes. Sin embargo, Zamorano fue uno más. Jeanne volcó en él un amor casi maternal. Lo educó yhasta se retrató con él en distintas ocasiones, y muy pronto él gozaría dela confianza de su señora.

Compartieron los tiempos de estancia en Versalles, y Luis XV,sabedor del aprecio que por él sentía Jeanne, lo premió con una jugosapensión de tres mil libras y el nombramiento como gobernador deLouveciennes.

Con el tiempo, el joven comenzó a evidenciar sus dotes. Ávido deconocimientos, todo libro que caía en sus manos era fuente de atencióny solía pasar muchas horas disfrutando del tiempo libre que Jeanne leregalaba para volcarse a la lectura. Más tarde Madame Du Barry, en unode sus viajes a Londres, dejó a su cuidado la mansión Louveciennes,

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un acto de suprema confianza. No vestía con la librea de la condesa, sinocon atuendos ricos y originales. Ella, orgullosa de su obra, solía exhibir-lo como se exhibe a un pequeño animal domesticado.

Ya en la celda, el recuerdo de su joven paje la reconfortaba: él tam-bién se preocuparía al enterarse de su detención. Finalmente, agotada, apesar del frío y su angustia, se entregó a un sueño intranquilo.

El cosquilleo en los pies la sobresaltó. Por el ventiluz entraba una pál-ida claridad que anunciaba el alba. Con la luz distinguió una enorme rataparda que, en el extremo de su jergón, la miraba fijamente. Aterrada, la con-desa saltó del catre, espantando sin querer al roedor que, sobresaltado, desa-pareció de su vista.

En ese momento, la distrajo el ruido metálico y seco del pasador almoverse, y el chirriar de la plancha de hierro sobre sus goznes oxidados.

No había visto nunca al hombre que entró portando una pequeñabandeja que dejó en el suelo. Jeanne se abalanzó sobre él y entre lágri-mas lo acosó a preguntas. El carcelero, que parecía más compasivo queaquellos que había conocido el día anterior, gruñó:

–¡Mira, ciudadana! Un par de escudos logran milagros, pero noarriesgaré mi cabeza ni por el tesoro del Rey. ¡Aprende! Aquí tienes turación. Alguien te envía este candil, la manta y una nota.

Y agregó con fastidio: –Para hacer tus cosas está el agujero en el piso contra aquella pared.

No tendrás más de mí, ya he arriesgado demasiado –dicho esto, seretiró.

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Papel moneda de laépoca. El deficienteconocimiento sobre

política monetariallevó a los

revolucionariosfranceses a

sobre-emitir generando

movimientos infla-cionarios que termi-

naron depreciando lasdivisas y desatando

graves conflictosfinancieros.

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Desolada, Du Barry contempló lo que el guardia había apoyado enel piso. Dejó a un lado el mendrugo de pan seco y la vasija de agua queserían toda su comida del día y se abalanzó sobre el papel que estabadoblado en cuatro bajo el cuenco con la hogaza.

–¡Claire! ¡Claire! ¡Yo sabía que no me abandonarías!Alisando el papel se ubicó junto al candil. Leía, pero no podía com-

prender las palabras; era como si estuvieran escritas en otro idioma.Madame, estoy desolada por lo que os pasa. Busqué a mademoiselle

Justine por todo París, pero no la pude hallar. La ciudad es una locu-ra; no se puede dar dos pasos sin toparse con un grupo enloquecido quesólo canta el ¡“ca-ira”!, ¡“ca-ira”! y os mira con sospecha. Noquisiera afligiros más en estas horas que vivís, pero debo confiaros loque supe de vuestro arresto. Zamora, su protegido, es miembro activodel Tribunal Revolucionario de Louveciennes.

Jeanne no pudo terminar de leer. Arrugó la nota entre sus manosmientras un torbellino de imágenes entremezcladas invadía su mente.Sin sentido, cayó de lado.

Habían pasado varios días desde su arresto. Estaba resignada a queni de su carcelero más bondadoso iba a obtener noticias sobre el porquéde su detención. No obstante, recordando a la mujer que escribía, quehabía entrevisto el día de su llegada y la fuerte impresión que ella lehabía causado, una mañana, antes de que aquél se retirara tras dejarle sucomida en el piso, lo trató de retener:

–¡Una palabra, Monsieur, una palabra tan sólo!–¿Qué quieres, Du Barry? –gruñó el guardia.–El día en que me arrestaron y encerraron en esta prisión

pasamos por un gran salón que era, evidentemente, el dormitorio demuchas mujeres vulgares que allí estaban. Sin embargo, en unapequeña habitación lateral, se encontraba una mujer diferente, deaspecto distinguido. Satisfaced mi curiosidad, os ruego, ¿quién eraesa mujer?

El hombre lanzó una carcajada: –¡Dices bien, Du Barry! ¡Quién era, porque ya no es!Jeanne se estremeció. Se arrepentía de haber preguntado, pero el

guardia no se detuvo.–Fue guillotinada la semana pasada. Su nombre era Madame

Roland, y la llamaban Manón. Ella y su esposo habían conspirado con-

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tra la República, por eso fueron detenidos, pero solicitó no estar con las calle-jeras, y el Director de la prisión se lo concedió, en honor a su pasado.

–¿Callejeras? ¿Qué queréis decir? –Jeanne no alcanzaba a com-prender.

El guardia rió nuevamente. Esa mañana parecía estar de buen humory dispuesto a salir de su mutismo habitual.

–¿Todavía no sabes dónde estás? –le preguntó burlón. Y sin esperarrespuesta continuó–: Esto es Sainte-Pélagie. Con seguridad a algúnestúpido funcionario se le ocurrió hace tiempo que las prostitutas podríanregenerarse y destinó este convento para cambiar sus mentes. Y pareceque tú de eso sabes mucho, ¿verdad Du Barry? –con una última carca-jada la dejó, atónita. Aún no conocía el motivo de su detención, pero yasabía por qué fue destinada a ese lugar.

Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba ahí, aunque nopodían ser más que unas pocas semanas. Siempre igual, la misma rutina.Apenas despuntaba el día le tiraban una hogaza de pan duro, agua parabeber y con eso debería aguantar hasta la próxima ración. Por suertehabía logrado de un carcelero bondadoso, a cambio de unas monedas, quele consiguiera papeles para escribir a los suyos. Lo que más la desespera-ba era no saber qué pasaba allá afuera. Qué habría sido de su amadoLouveciennes y su fiel bibliotecario.

¿Y Zamora? Comenzaba a entender. Su desaparición unos días antesde su arresto ahora cobraba sentido.

¡Le han envenenado la cabeza!, pensaba. Zamora, siempre obe-diente, servicial y agradecido, ni siquiera podía culparlo. Lo que noentendía era desde cuándo y por qué su paje la traicionaba.

Había escrito varias cartas a algunos amigos y criados de su con-fianza. Pero nada... Los días pasaban sin ninguna noticia del exterior.

En cuanto a los carceleros, eran hoscos, casi mudos. Sólo en unaoportunidad uno de ellos la espantó.

Corría el mes de octubre. Una mañana, al serle pasada su raciónhabitual, intentó obtener algo más que una palabra.

–¡Por favor, no os vayáis! ¡Quedáos un instante, os ruego! Ya véisqué triste es mi situación para que además se me niegue la merced deescuchar una palabra humana.

–¿Qué quieres? –gruñó el hombre, ocultando con su rudeza la com-pasión que le inspiraba esa mujer aún hermosa.

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–Sólo decidme si sabéis cómo continúa el proceso de la Reina. –¡Es cierto que estás atrasada en noticias, Du Barry! –contestó el

carcelero –¿Y...? –lo miró ansiosa.–Tu reina ... –se burló, gozando el suspenso que había creado–: Tu

reina... hace tres días.... fue guillotinada –dicho esto, se marchó. La terrible noticia la aturdió. Sintió que su mundo se iba apagando.

Inmediatamente tomó una hoja de papel y decidió escribirle a su queri-do Desfontaines.

19 de octubre de 1793No sé cómo empezar. Estoy desesperada. No sé qué será demí. Tampoco sé de qué se me acusa. Llevo casi un mes encer-rada y las únicas noticias que he recibido me han sumido enuna mayor angustia. Zamora me ha traicionado y MaríaAntonieta ha sido ejecutada.¿Por qué después de la corta visita de Claire nadie me ha venidoa ver? ¿Ignoran acaso qué significa estar encerrado y sin quenadie dé respuesta alguna a todas estas preguntas?Me acuesto por la noche y me levanto al alba rogando al Señorse apiade de mí. No pretendo ser hereje, pero creo que él tambiénme ha abandonado.Jeanne Vaubernier

Jeanne dirigió esta esquela, más bien este grito desesperado a su bi-bliotecario Desfontaines, y a sus doncellas Claire y Henriette.

Por eso cuando dos días después, al abrirse la puerta de su celda, entróel guardián seguido del bibliotecario, lanzó un grito de alegría:

–¡Gracias, Dios, yo sabía que escucharíais mis oraciones! ¡Gracias,querido amigo, por responder mi ruego!

El bibliotecario la miró con extrañeza, pero no respondió. Luegode las primeras efusiones miró en derredor y desolado por lo queveía se sentó en el jergón. Allí se dispuso a satisfacer todas las pre-guntas que el rostro de Madame Du Barry, sentada en el taburete, leplanteaba en silencio y expectante.

–Madame, tenemos poco tiempo pero trataré de resumiros lo que haocurrido a partir del momento de vuestra detención. Ese mediodía, no sólovos fuisteis detenida. Tras vuestro carro, el siguiente se completó con todos

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los invitados e inclusive vuestros criados y yo. Pero al día siguiente fuimosuno a uno liberados, menos Morin. Él aún continúa preso.

–¿Pero, por qué? ¿Qué tenía de particular el mayordomo para serretenido más tiempo?

Con voz apagada el fiel servidor pasó a relatar las desventurassufridas por sus íntimos desde que Jeanne fuera arrestada y lo quehabía sido de Louveciennes.

–Un rato después de que partió vuestra carreta hacia la prisión, y mien-tras Louviciennes quedaba expuesta al pillaje, se hicieron presente lostraidores.

–Los traidores entraron a continuación de que vuestra carreta se alejara.Monsieur Morin les increpó su terrible ingratitud y les preguntó si no sesentían avergonzados. Entonces, de un golpe, Zamora lo arrojó al piso. AllíSalanave lo pateó innumerables veces; al tratar de defenderlo me arrojaronlas gafas y las rompieron. Sabéis, Madame, que soy casi ciego, y que sinlentes no puedo ni moverme. Lo peor estaba por venir. Primero el negro,luego Salanave y luego Grieve se abalanzaron sobre la pobre Henriette y...–Desfontaines no se atrevía a pronunciar palabra.

–¿Fue violada! –exclamó Jeanne. Fue una pregunta, pero se escuchócomo una afirmación. El relato de Desfontaines era tan atroz que Jeanne ensu interior sabía, ante la interrupción del bibliotecario, que ese había sido eldestino de la mísera muchacha.

Con la voz entrecortada por el llanto, articuló: –¡Dios mío! ¿Cómo puedes permitir tanta maldad? ¿Qué madre pudo

haber engendrado tales monstruos? ¿Qué daño les podía causar esa inocentecriatura para que descargaran en ella su odio hacia mí? ¿Y Morin? ¡Siempregentil y dispuesto a ayudar a los demás! ¿Cómo se puede abusar así de unanciano? ¡Vos mismo, querido Desfontaines! ¿Qué clase de cobarde puedeser el que aproveche su superioridad por no tener ningún inconveniente físi-co como han hecho con vos?

–Sólo espero, Madame, que, si como parece, esta Revolución es irre-versible, pronto otros hombres más justos tomen sus riendas; tanta barbarie,tanta violencia desquiciada y sin control no puede lograr una nación mejor–repuso el abatido bibliotecario.

–¡No puedo creer lo que contáis! –sollozó Jeanne cubriendo su rostrocon las manos–. Sólo no comprendo quién es esa persona, Grieve, la lla-masteis, que estaba con nuestros criados.

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MÓNICA BERENSTEIN

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–Ese hombre, Grieve, funcionario de la Convención, es el culpablede todo lo que pasó. Hace tiempo andaba en busca de traidores en elpueblo –continuó Desfontaines–. Con su prédica había logrado seducir aZamora y Salanave para que presentasen una denuncia contra vuestrapersona, a cambio de entregarles la fortuna de Louveciennes. Además,entre los tres habían logrado también influenciar a las gentes del lugarpara que avalasen con sus dichos lo que ellos presentarían formalmenteante el Tribunal Revolucionario. En un principio no tuvieron éxito, porlo que no os retuvieron.

“Folletista socarrón”, John Wilkes.El humor político de la época no

fue amedrentado por la amenaza dela guillotina. Refinando la ironía y

apoyados en una insipiente libertadde expresión, los artistas podían

manifestar su disenso con las ten-dencias arbitrarias del nuevo

régimen apoyado en el terror.

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MADAMEDu Barry

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–Pero... ¿estáis diciendo que esto comenzó mientras yo estaba enLondres!

–Efectivamente, Madame. Desde entonces andaban tras vuestros pasos.Pero como habías probado las razones de vuestro viaje, no les quedó másremedio que liberaros y entregaros nuevamente Louveciennes.

–Y... entonces, ahora, ¿por qué me retienen? –preguntó sin entenderJeanne.

–Desde el diecisiete de septiembre entró en vigencia una nueva ley porla cual cualquier persona sospechosa de simpatía con la monarquía, o sim-plemente de no manifestar su fervor revolucionario y amor por la Repúblicanaciente, puede ser detenida.

–¿Me culpan por haber amado a un Rey?–¡Ojalá fuera sólo eso, Madame!–¿Entonces, en qué se han basado para encerrarme!–Ciudadano, debes retirarte. Has pasado con creces el tiempo permiti-

do para la visita.No habían escuchado, absortos en su conversación, la entrada del

carcelero. –¡No! –gritó Jeanne–. ¡Desfontaines, no os vayáis sin decirme de qué se me

acusa!Pero ya tomado del brazo por el guardia, el bibliotecario, con la com-

pasión pintada en su rostro se retiraba de la celda.

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