Malcomx vida y voz de un hombre negro

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MALCOLMX V y v un h Autobiografía y selección de discursos

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Marlcom X, autobiografía

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MALCOLMX VICia y voz ele un hombre negro

Autobiografía y selección de discursos

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lndarkeriaren aldekoa naiz bafdin eta indarkeri-ukatzeak, in­darkeria ekiditzearen aitzakiaz, arazoa eperik gabe luzatzera ba­karrik bagaramatza.

Maleo/m X.

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PROLOGO

Malcol111 X, en el centro ele la revolución

Lo década de los sesenta, entre brumas y esperanzas, fue uno seña l genera l i zado de protesto ont icopito l isto, de armo­mento ideo lóg ico cargado de futuro, de ofensivo de qu ienes Frontz Fonon había denominado como « los condenados de la Tierra » . . . y de revol ución. Lo m itad de Africo se i ndependiza­ba de los metrópol i s europeos, tonto a l norte como a l sur del Sohoro; Cuba respiraba los primeros horas s in gringos y en los ca l les de París estudiantes y obreros se movi l izaban contra lo l i nea l idad burguesa. Hasta en Euskol Herrio vivíamos el embrión y lo gestación de nuestro propio movim iento de l i be­roción, haciendo tamba lear tonto los c imientos de un nacio­nal ismo adormecido y res ignado con su suerte como de ese pilar sagrado forjado en los sueños un itarios de una victoria m i l itar fraguada veintici nco años antes.

E l concepto colon ia l y racista sobre el que descansaban los fundamentos de Occidente tuvo que ser ampl iamente revi ­sado, pero como cien años antes con la abol ic ión de la esc la­vitud, no por gusto de sus gestores s ino por la presión de m i l lones de desposeídos, de anónimo apel lido s i a lguna vez

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lo supieron, que ejercieron de marti l l o sobre las huecas con­ciencias del poder y su estructura de cemento.

La h istoria adquirió entonces su tona l idad cromática más ampl ia, como la del arco ir is tras la l l uvia. A Europa se le ca l ificó de «viejo continente >> , peyorativa e insu ltantemente, con toda la carga que se le impone a a lgu ien que, entre sus canas teñidas de sangre, no tiene n i puede argumentar en su favor. Las pa labras recuperaron su verdadero sign ificado popular, no aquel que s ig lo tras s ig lo habían ido imponiendo los ladrones del abecedario. Genocid io, apartheid, colon iza­ción, imperia l ismo, etc., fueron ubicadas en la estela del des­po jo y el expo l io . Che Guevara moría en e l l lano bol iv iano completando el d iccionario. ·

Entre este jardín de revoluciones y perspectivas l iberado­ras se a lzó la figura inconfundib le de un negro americano, que como el Premio Nobel de Literatura, e l yoruba Whole Soyinka, reivi nd icaba la negritud desde sus asientos más fir­mes. Nació y murió en medio de una sociedad sin matices, tan racista y clasista que no cabía en in j usticias. Su nombre, Mal ­colm X. Durante una década fue e l po lo referencia l para m i l es de compañeros, la mano sol idaria que se acercaba a las recientes muestras de las pos ib i l idades que guardaban las exp los iones de los hum i l lados. Cuba, Arge l ia , Tanzan ia , Oriente Medio fueron etapas exteriores de sus via jes; un iver­s idades, homeless, ca l lejones y cárceles sus i nteriores. Ma l ­colm X fue la razón, la teorización y la experiencia contra e l t i ra no en sus propias tripas. Por eso los m ismos aparatos del s istema -como una forma más de hacer de su cacareado esti lo democrático- aca l laron su voz con unos gramos de plomo.

En estos Estados Unidos de América, la potencia que iba a convert ir el con junto del p laneta en su patio trasero, los ne­gros, los descendientes de aquel los africanos sacados a gol­pe de fus i l y espada del verd i rrojo conti nente, no pod ían s iqu iera ejercer el que d icen primario derecho democrático, es decir e l voto. Los negros -tachados como «hombres de colon> por a lgún ignorante que desconocía la coloración mo­rada de su piel tras su propia muerte- ten ían prohibido no sólo acercarse a las urnas, s ino el sentarse a la mesa de cua lqu ier taberna, subir a l autobús mun ic ipal o asistir a la escuela estata l .

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Unicamente con una generación de por medio, los pupitres yanquis guardaban sin sonrojo un l ibro de texto en e l que se encontraban cosas como ésta : « la paciencia, doci l idad y s im­pl icidad infant i l son características del negro, que es un im ita­dor nato, fa lto de mora l , propenso al engaño y al l i bert inaje, fáci lmente intimidable. Los negros son una raza servi l , estúpi ­da, embrutecida, obediente a l látigo, de imagi nación i nfan­ti l . . . »

Quince m i l lones de personas, por la condición de su pie l , eran relegadas a categorías i nnominables, a l amparo de la Ley y su Corte Suprema. La segregación surafricana l iderada por Botha y De Klerk no es sino e l espejo de hace tres décadas en los c incuenta estados de la Un ión. Las leg i slaciones res­pectivas eran calcos. La marca podría quedar matizada por ese rol mes ián ico que durante este sig lo se han autofi jado los Estados Un idos como cuna de l i bertades, democracias y fan­tochadas por el esti lo.

La primera institución gri nga que recrim inaría el apartheid resu l tará ser el E jército. Pero Fort Braag, obviamente, no sería la competencia progres ista de Berckley, s ino todo lo contra­rio. Corea -la guerra y la invasión- estaban en su apogeo y los m i l i kos del Pentágono necesitaban de lo que e l los denomi ­naban como carne de i nferior ca l idad. Los b lancos de Man­hattan y Beberly H i l ls pon ían reparos a su incorporación. Los negros de Harlem serían un buen y adecuado sustituto a esta sangría «tercermundista » . Diez por ciento de la población americana y sin embargo trei nta por ciento del ejército i nva­sor.

El8 de marzo de 1957, Ghana va a ser la primera excolo­n ia africana que entrará en Naciones Unidas. Este hecho s ign ificará uno de los argumentos i n ic ia les en favor de la igualdad rac ia l en los propios Estados Un idos. Pero cargado de deb i l idad por cuanto el acceso a los medios de comun ica­ción estará cerrado, j unto a que los h i los socia les del tej ido ofic ia l americano está en su cien por cien, en manos de los más arduos defensores del estatus vigente.

Desde los sectores más reaccionarios, y con e l apoyo de las estructuras pol ic ia les en su genera l idad, había surgido la vanguardia defensora de los va lores c lás icos yanqu is, el l la­mado Ku Klux Klan (KKK), a lgo así como un GAL a lo bestia y a la americana. Jamás sus asesinatos, jamás sus l i nchamien-

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tos, i ncendios, saqueos y catequizaciones a la fuerza tuvieron una d igna persecución judic ia l . La razón de la impunidad no ten ía secretos, puesto que e l KKK estaba ejecutando lo que toda una sociedad blanco había plasmado en formo de « le­gal idad vigente» durante su conformación como Estado. E l propio Rono ld Reogon, en ca l idad de gobernador de Ca l ifor­n ia y mucho antes de d ir ig ir los destinos de la Un ión, había cal ificado de «perros rabiosos» a esos nacientes defensores de la igualdad racia l .

En este mapa i nterno de la prepotencia elevada a rango ofic ia l , cua lqu ier hecho o respuesta hoy ti ldado de ins ignifi­cante, adqui ría uno trascendencia extraord inaria. Un asiento en un autobús, en un campo de béisbol o inc l uso en uno parada m i l itar, escondía tras sus tablas un mensa je c laro y defin ido de prioridad. Sólo la puesta en duda de su valor, el poner en tela de ju icio su s ign ificado clasista, abría un aban i ­co de terror, desde la hoguera hasta la muerte.

Por eso la l ucha emancipadora de los negros norteameri­canos surg iría desde los puntos más ínfimos y bajos de lo desigualdad. Por eso las razones esgr imidas por los defenso­res de la igua ldad, en sus orígenes, no pueden ser ca l ificadas y anal izadas desde observatorios excesivamente a lejados o en los que la modernidad obnubi le el posado cercano. En nuestro Europa, s in i r más lejos, habría que recordar que los recog idos como grandes pensadores e ideólogos de los co­rrientes socia les anteriores a la 11 Guerra Mundial , j ustifica­ban en su amp l ia mayoría ( inc lu idos a lgunos marxistas), la colon ización y e l despojo de otros continentes como «medido correctora >> impresci ndib le para el bienestar de las masas trabajadoras metro poi ita nas.

Es e l mismo argumento que los clases medias norteameri­canas apuntaban para salvaguardar su n ivel y progreso cor­porativo. Hasta el mismísimo Bartolomé de Los Cosas haría, en e l s ig lo XVI, una petición al rey h ispano para que acelerase el mercado de esclavos negros en aros a sa lvaguardar la i ntegridad de los indios centroamericanos ya d iezmados en los primeras oleadas de la conquista. Lo esclavitud había sido abol ida junto o lo desaparición del siglo XIX, pero todos los argumentos que la habían hecho pos ib le estaban i ntactos.

Así, un hecho, a priori tan i rrelevante como el que se produjo el primero de febrero de 1 960 en Greensboro (Caro-

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l ino del Norte}, iba a suponer una chispa de gran intensidad para prender mu ltitud de hogueras secas y d ispersas. En esta fecha, un grupo de estud iantes del « Negro Agricultura! and T echn ica l Col lege» entraron en un supermercado para hacer varias compras. Después se sentaron en la cafetería del esta­blecimiento y p id ieron un café. Los empleados les negaron la consumición en razón del color de la pie l . Pero los jóvenes no se marcharon sino que permanecieron en e l local hasta su cierre. Luego serían desa lojados a la fuerza . La actuación provocaría, s impáticamente, una oleada repetitiva en toda la geografía norteamericana que daría origen a la campaña «sit i n » . Por reflejo, e l KKK quemaría ig lesias, apalearía m i l itantes y ases inaría impunemente.

Evidentemente este hecho a is lado no puede ser tomado como e l i n icio del movimiento por la integración, o en otro plano la puesta en marcha de una ampl ia y masiva fuerza de concienciación. Pero sí ayuda a encuadrar los estadios desde los que debió ponerse en marcha el i nacabado proceso por la igualdad rac ia l dentro de la sociedad americana. Y en cierta medida colabora a mostrar en el presente cuán frág i l y prosti­tuido es el concepto de « l i bertad>> que los aparatos del Estado norteamericano exportan como i nherentes a su concepción naciona l .

Cuando Ma lco lm Litt le, Malcolm X, l legaba a su mundo margina l en Omaha, a l lá por 1 925, las comunidades negras de América del Norte vivían un proceso un tanto especial. Su l íder, Marcus Garvey, acababa de ser condenado a una pena de seis años de prisión por fraude fisca l . Garvey, de quien era fervoroso segu idor -d icen que junto a otros seis m i l lones de negros norteamericanos- el padre de Ma lcolm, había procla­mado en 1 921 la creación ofic ia l del Imperio de Africa, del cual el m ismo se nombraría presidente a títu lo provisiona l . Al esti lo de las cortes europeas, Garvey imaginaba un Estado americano forjado en base a órdenes nobi l iarias: los caba l le­ros del N i lo, los de la orden del d i sti nguido servicio de Etio­p ía, los duques del N iger y Uganda ... Los miembros del «Un i ­versa l Negro l mprovement Assotiation » , c iudadanos de dere­cho del nuevo y pomposo imperio, desfi larían por las ca l les de Nueva York ba jo suntuosos un iformes.

Las doctrinas de Garvey servirían para sacudir a la pobla­ción negra rura l y u rbana -localizada organizativamente en

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grupos muy des l igados entre e l los- y, a la vez, para centrar muchas de las críticas de otras l íneas pol íticas dentro de la propia comunidad. Un hecho es incuestionable: la enorme masa de adeptos que Garvey lograría en pocos años. Du Bois, -el otro polo de la época- fieramente contrario a las tesis fi lo l iberianas de Garvey, le l lamaría «fanfarrón i rrea l i s­ta >> , a lo que el emperador provisiona l respondería con lo que probablemente era la c lave de su éxito: « los otros di rigentes negros quieren que nos convirtamos en b lancos, fusionándo­nos con la raza blanca . Ser negro no es una desgracia, s ino un honor, y por eso nosotros no queremos convertirnos en blan­cos. Amamos nuestra raza y respetamos y adoramos nuestras madres>> .

Cuatro años después de este cruce dia léctico, e l padre de Malcolm era asesinado, a la vez que Garvey fuera amnistiado por el Presidente Cool idge y expu lsado a Jamaica, por «ex­tran jero i ndeseable>> . Hecho, e l de la naciona l idad norteame­ricana, que muchos se negaban a aceptar. Malcolm también abordó la cuestión en cierta ocasión: « No. Yo no soy america­no. Soy uno de los 22 millones de negros que son víctimas del american ismo. Uno de los 22 m i l lones de negros que son víctimas de una democracia que no es más que una h ipocresía d isfrazada . Contemplo a América con los ojos de víctima. Lo que veo no es un sueño americano sino una pesadi l la ameri­cana » .

La Gran Cris is producto de la 1 Guerra Mundia l desplaza­ría a las comun idades negras inc luso de las tareas más ingra­tas que ejercían en los centros industria les donde estaban ubicadas. La mayoría de los s ind icatos afi l iados a la «Ameri­can Federation of Labor>> vetaron la presencic;:� negra en todas aquel las fábricas donde estuvieron en condiciones de hacer­lo. La crisis fue más crisis para veinte m i l lones de norteameri­canos. Grupos de obreros blancos armados resolvían por vía expeditiva los conf l ictos más enconados. Estas desavenencias tan abismales l l evarían a la creación para lela de otra federa­ción, la «American Negro Labor Congress >> , que no tendría s ino un éxito sumamente l im itado. El Partido Comunista de los EEUU, haciéndose eco de las tendencias más progresistas, propuso en su programa de 1 930, la creación de una « repú­b l ica independiente negra en el Sun> , aunque posteriormente reti raría ta l reivindicación, influenciado por los d ictados en la

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pol ítica exterior soviética marcada por Sta l i n en cuanto a l respeto de los mapas trazados por las democracias occiden­ta les.

Ma lcolm, en un discurso ofrecido en abri l de 1964, sería muy expl ícito a la hora de apoyar las tesis de Garvey o e l PC in icia l : «No debemos olvidar nunca que no l uchamos más por la integración que por la separación. Luchamos por ser reco­nocidos como seres humanos. Luchamos por obtener el dere­cho de vivir libres en esta sociedad».

De cua lquier manera -y como en los tres s ig los de escla­vismo en el i nterior de la sociedad norteamericana- las fuer­zas de las comun idades negras estaban d i rigidas a crear su propio universo (mantenerlo en todo caso) dentro de la Un ión. La separación de razas durante más de trescientos años, junto a la constitución de la mayoría negra como base de la p i rámi­de socia l americana, engendraría caminos y opciones, entre el co lectivo negro, tan distanciadas de las propias de los blan­cos, que difíc i lmente podrían expl icarse por otras cuestiones distintas de las del rechazo mutuo. La cultura blanca era cristia­na, capital ista e imperia l i sta y por el lo cua lqu ier peso en el otro lado de la balanza debería exc lu ir estos ape l l idos l igados a la conducta represora histórica. Por otro lado la integración, des­de sus pe ldaños más bajos, siempre se había planteado en términos de asimilación. Nunca organización o grupo negro que tratase el confl icto en términos profundos podría l levar en su tarjeta de identificación los va lores que los blancos uti l izaban como excusa centenaria para la seg regac ión.

Así, en 1930 nacería una organ ización que tendrá una rápida eclosión de adeptos y simpatizantes, bajo premisas i n ic ia l mente rel ig iosas. Se l lamaría, según quien la ca l ifique «Nación del Is lam», « B lock Mus l ims» o «Musu lmanes ne­gros » . La Ig lesia, de cualquier comunión, resu ltaba tradic io­nalmente la organ ización mós pujante en el mundo del negro norteamericano. En mitad del presente sig lo XX cohabitaban en los EEUU, treinta y cuatro Ig les ias excl usivamente negras (babtistas, protestantes, catól icas . . . ), con más de 35.000 pa­rroquias. La tendencia en 1 990 va d isminuyendo pero parece expresión acertada la de los h i storiadores que han afirmado que durante los últimos sig los la Ig lesia, en cua lqu iera de sus tendencias, ha sido «e l refugio de la comun idad negra » .

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La « Nación del Is lam» , congregó en su seno a muchos de los creyentes negros que escapaban de las atrocidades come­tidas en el nombre del cristian ismo.

Ma lco lm describi ría sus pensam ientos rel ig iosos desde la pris ión de Nokfort ( 1 948) : « La rel ig ión crist iana de los blan­cos enseñaba a l negro que debía poner la otra mej i l la , son­reír, escarbar la tierra, inc l inarse, humi l la rse, cantar, rezar y contentarse con las migas que caían de la mesa del b lanco; que ten ía que esperar el maná que caería del cielo, aspirar a su para íso en el otro mundo ya que el para íso de aquí abajo estaba reservado a los blancos» . Mo lcolm, como la mayoría reclusa negra, se converti ría a l is lamismo en pris ión. Como años después lo haría su am igo Mohamed Alí (Cassius Clay) encarcelado por negarse a su propio enrole en el ejército invasor yanqui en la guerra de Vietnam. De la cárcel , Mal ­colm Little X sa ldría transformado en EI-Hadj Mol i k EI-Shab­baz.

Quince años después ( 1 963) Malco lm sería expulsado de la «Nación del Is lam» . La excusa fue su respuesta a la muerte de Kennedy. Cuando un period ista le preguntó: ¿Qué piensa usted del ases inato del presidente Kennedy? » , Molco lm res­pondería: «the ch ickens come home to rosh>, una expresión i ng lesa que l itera lmente sign ifica : « los pol los vuelven al co­rra l » y que l i bremente podría interpretarse como «el od io se vuelve hacia el mismo que lo provoca» .

El fenómeno de la « Nación del Is lam» fue más socia l que re l ig ioso. Los musulmanes negros, ba jo la d irección de E l i jah Poole, que tomó el nombre de E l i jah Muhommad -y sigu iendo los dogmas esencia les del Is lam-, renunciaron a cua lquier entend imiento con la comun idad blanca de. los EEUU. Con prensa propia («Muhammad speaks») , numerosos templos, explotaciones agrícolas, panaderías, supermercados y res­taurantes, confi rieron al movimiento un carácter netamente pol ítico, s in abandonar los términos de su organización rel i ­g iosa. E l abandono de la nave, en 1 963, de l propio Ma lco lm -su portavoz más popular- y la muerte de su d i rector espir i­tua l E l i jah ( 1 975) supuso la desintegración del movimiento como colectivo ag lut inante de uno de los sectores más radica­les de la comunidad negra . E l sucesor de E l i jah, su h i jo Wa l la­ce, rebautizó la «Nación de l Is lam» como «World Community of Is lam in the Wesh> (Comun idad Mundia l del Is lam en Occi-

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dente), centrando las nuevas actividades en las estrictamente re l ig iosas y seculares. La nueva organización se abrió desde 1 978 y tras el reconocim iento de la Casa B lanca, a todas las razas.

La década de los trei nta, que conoce a Ma lco lm como a m i l lones de sus compañeros en la l ucha d iaria por la supervi­vencia, fue el inicio de la esca lada fascista en Europa . La invasión de Etiopía por las tropas de Musso l i n i ( 1 935) servi ría como trampo l ín de apoyo para la un idad de diversos grupos de negros urbanos norteamericanos, que veían en e l la la victoria f inal del hombre blanco sobre el negro. Cuando el führer a lemán se negaba a estrechar la mano de Jesse Owens y Ra lph Metca lfe en los juegos o l ímpicos de Berl ín, Malco lm acababa de ser detenido en Nebraska por robar sand ías. Su fam i l ia se había habituado a comer, lo que despectivamente constataban los asistentes socia les: « h ierba frita» .

E n 1 936 Ph i l i p Randolph fundaría e l «National Negro Con­gress» , lo que va a resu ltar el embrión de las organ izaciones integracion istas -mayoritariamente i nterracia les y frecuente­mente l igadas a comunidades rel ig iosas y pacifistas-. La mu l ­titudinaria marcha del 28 de agosto de 1 963 sobre Wash ing­ton (200.000 personas por los derechos cívicos reun idas a l p ie de l Lincoln Memoria l ) será la máxima declaración fís ica de este movimiento. Whitney Young, Mart in Luther K ing, Eugene Blake, John Lewis, Roy Wi l k ins y el citado Randolph serían las cabezas visib les de la l ucha por la i ntegración. La gestación organ izativa de estas expresiones se remontaba a l « N iagara Movemenh> ( 1 905) y a l NAACP ( 1 909) .

Para Malcolm, desde sus primeros d iscursos, el fracaso de la revolución negra venía del pel igro de sus propios compa­ñeros de raza, a qu ienes él denominaba como «Tíos Tom» : « hablo de los negros que huyen de sus miserables hermanos pisoteados; hablo de los negros que husmean el olor de sus amos ladrando como perros. Hablo de los negros que tiene el espíritu más b lanco, más ant inegro que los m ismos blancos» .

Malco lm fue tremendamente crítico y mordaz con la cam­paña por la i ntegración. La Nación del Is lam rehusó partici­par en el movimiento por los derechos civi les. Líderes blancos, entre e l los John Kennedy y el m ismo presidente de la Genera l Electric, se pusieron a la vanguard ia de este movim iento en su etapa fi na l , y con un evidente án imo de cap ita l izarlo. Hecho

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que produjo uno fuerte d ivisión entre las organ izaciones ne­gras.

« La pa labra integración es una invención de los l ibera les del Norte. No tiene n ingún sentido. La integración es una imagen, una panta l l a de humo fabricada por los zorros l ibe­ra les del Norte para entretener la confusión sobre las verda­deros aspiraciones del negro americano» .

Lo compaña por lo i ntegración actuó de separación insa l ­vable entre unos y otros. La prenso puso en una esqu ino a Mortin Luther King, y en la otra a Malco lm X. A la postre, por cam inos bien d istintos, ambos serían asesinados por p istole­ros o sueldo del FBI ( los recientes investigaciones apuntan en eso l ínea) . Poro los EEUU, e l crist iano representaba la renova­ción y adecuación de las leyes federales, ampl iando la cabi­do, m ientras que el is lámico encarnaba la revolución.

E l hecho de que la Nación del Is lam, y muy en concreto Molcolm, criticaran tan arduamente lo estrateg ia empleada en la campaña por los derechos cívicos, se configuró como una barrera que aceleró el a lejamiento entre los musulmanes negros y los organ izaciones de la izq u ierdo clásica norteame­ricana. Todavía muchos de aquellos grupos, con ocasión del veintic inco aniversario del ases inato de Ma lcolm, han a i reado estos d iferencias de visión en este aspecto de la l ucha por la igualdad.

Malco lm fue sumamente mordaz a l respecto : « De repente, los mismos blancos que antes se preocupaban por la Marcha, anunciaron su participación : sería un acto «democrático» . Sus declaraciones galvanizaron a la burguesía negra, a los que en principio esta in iciativa les parecía deplorable. Pero ya que los blancos iban a participar . . . los i ntegracionistas ne­gros se atropel laron unos a otros para inscrib irse los prime­ros. la marcha de los negros a i rados se había vuelto chic. « Haber estado» era una cuestión de rango socia l . l legó el gran d ía . Los viejos coches llenos de negros polvorientos, sudados y furiosos, se perd ían entre los aviones a reacción, los vagones del tren y los autocares c l imatizados. lo que orig ina lmente debía ser una furiosa marea a lta, acabó siendo un río tranqui lo, como escribió acertadamente un period ista ing lés» .

la Segunda Guerra Mund ial, para la comun idad negra, sería otro ejemplo de que la segregación a lcanzaba todos los

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n iveles socia les. Numerosos l íderes negros serían encarcela­dos por negarse a ser incorporados a f i las. Y muchos de los que se sumaban fueron víctimas de ataques de soldados blan­cos, en espec ia l en los campamentos situados a l Sur.

Estos años básicos fueron espec ia lmente duros para los afroamericanos. A la mayoría sólo le quedó el recurso de la emigración. Las estad íst icas socia les de aquel la época de­muestran que el racismo americano, a pesar de encontra rse su Gobierno en una cruzada de risueño nombre, era tan penetrante como para i ntroducir la muerte por inan ición en el corazón del Primer Mundo. Durante esos años muchos blan­cos competían por la miseria y el lo haría que los d isturbios y enfrentamientos se reprodujesen por doqu ier. Sólo en 1 943 se contab i l izaron 242 motines rac ia les en 47 c iudades d iferentes. En Detroit, por ejemplo, al cabo de ci nco d ías de enfrenta­mientos -que ocasionarían la para l ización inc l uso de la pro­ducción de guerra- murieron 34 personas (25 negros y el resto blancos) .

En febrero de 1 946, Ma lco lm X, s in haber cumpl ido aún los veintiún años, fue condenado a diez años de prisión por robo. En la ca l le los movim ientos negros habían du lcificado sus re iv i nd i cac iones espera ndo encontra r, de esta manera, apoyos inmediatos. E l f in de la Segunda Guerra l l evaría con­sigo la aparición de una pléyade de organ izaciones y colecti­vos, pol íticos, cívicos, sind ica les y confes ionales, que perse­guían la igualdad racia l . Truman creó, por vez primera, una comisión ofic ia l i nterrac ia l , dest inada a examinar los casos de segregación fundados en e l color de la piel. Esta actitud ten ía mucho que ver con los cambios pol íticos que se producían en todo el p laneta. Las metrópol is retrocedían ante el impu lso de las hasta entonces colonias.

Merze Tate ya había seña lado en 1 943 que «la paz que sucederá a la Segunda Guerra Mundial no será probable­mente más que un i nterl udio -una tregua antes de la guerra de razas y c lases- s i Gran Bretaña y EEUU no modifican sus profesiones de fe. En e l futuro orden mundia l , la l i bertad deberá pertenecer a todos o a nadie» .

La conferencia constitutiva de Naciones Un idas (San Fran­cisco, abr i l de 1 945) , supuso, en esta l ínea de esperanzas, un aporte tremendamente importante para las comun idades ne­gras. No sólo para e l las, s ino para otros pueb los y culturas.

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Las potencias vencedoras esperaban, con Naciones Unidas, la constitución de un aparato que pudiese dar fin a la agre­sión germano-japonesa . Por contra, los pa íses colonizados confiaban en un organ ismo del que emanasen las garantías suficientes para que el reconocimiento de sus derechos frente a los estados imperia l i stas no fuese d i l u ído en retóricas i nsti ­tucionales. Algunos g rupos fueron l lamados a esta reunión i n ic ial ba jo la cobertura de «m inorías observadoras» . Entre el los los negros americanos a través de dos de sus organiza­ciones, la NAACP y las mujeres del « National Counci l of Negro Women» . Haití, Ind ia, Liberia y Etiopía apoyarían las tesis de igualdad racia l . En el otro lado quienes se mostrarían dispuestos a conti nuar defendiendo la segregación fueron Holanda, Bélgica y Suráfrica.

La Carta de Naciones Un idas que surg ió de estos primeros contactos fue bien expl ícita: « Nuestra fe en los derechos fun­damenta les del hombre, en la dign idad y el va lor de la perso­na humana, en la igualdad de los derechos de hombres y mujeres, así como en las naciones grandes y pequeñas ( . . . ) , el respeto a los derechos del hombre y las l i bertades fundamen­ta les para todos, s in disti nción de raza, sexo, lengua o rel i ­g ión » . Las conclusiones, firmadas y estampadas por los nue­vos y viejos estados del p laneta, abrieron la puerta de la esperanza a las organizaciones de negros norteamericanos.

S in embargo el papel de la Carta fue humedecido in­mediatamente por los pa íses imperia l istas. En el otoño de 1946, la naciente India l levaba a la ONU una proposición de condena a Suráfrica por la d iscrim inación de este país con respecto a los h i ndús. Gran Bretaña y los EEUU votaron en contra de la condena. Bien es cierto que hasta entonces n ingu­na de las dos potencias colonizadoras había consentido en tratar la cuestión racial en los foros internaciona les. El hecho de l l evarlo a votación a la ONU ya había sido va lorado como una victoria por parte de sus precursores.

Los avances internaciona les an imaron al «National Negro Congress» a presentar, un mes después y en nombre del pueblo negro americano, una proposición a la ONU para que ésta se declarase partidaria de la desaparición de la d iscrim i ­nación pol íti ca, económica y socia l en los Estados Un idos. Los gobernantes yanquis vetaron la ventura i nstituciona l aducien-

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do que éste era un problema interno en el cua l la ONU, por esencia, no podía i nmiscu i rse.

Estas intrigas d ieron paso al i n ic io de la « Guerra Fría » . La primera noticia de la recién inaugurada «Voz de las Améri ­cas» (rad io puesta en marcha por el Departamento de Estado para que fuese oída en la URSS) hacía referencia a l l incha­m iento de un joven negro en Caro l ina del Sur. Era el genuino «made in América » , s ímbolo de « l i bertad» y «democracia » .

E n esta cesión de espacios los EEUU redujeron la igualdad rac ia l (aún los negros del Sur ten ían prohibido el derecho a l voto) a l fo l k lorismo. A part ir d e entonces y hasta 1 972, uno de los representantes del Estado yanqui en UNESCO sería negro. En 1 972 el representante negro, Charles Diggs, d im iti ría de la delegación poro protestar por la pol ítica norteamericano en Africa.

En agosto de 1 952, ·Malco lm X, con un tra je nuevo y un montón de consejos reinsertadores, dejaba la cárcel tras ha­ber hecho de e l la un auténtico centro de formación pol ítico rel ig ioso. Su destino fue Detroit. La sociedad americana con la que iba a tropezar estaba en período de derechización. E l senador republ icano por Wisconsin, Joseph McCarthy anun­ciaba, en febrero de 1 950, que ten ía conocim iento de la exis­tencia de comun istas en e l seno del Departamento de Estado. Ta l fantasiosa afi rmación no sería s ino el pre ludio de una feroz campaña conservadora que l l evaría poco después a Dwight E isenhower a la presidencia de los EEUU (enero de 1 933) . Las tibias medidas electora les de T ruman, ci nco años atrás, tendentes a la e l im inación de barreras racia les fueron abol idas. Toda referencia a la igua ldad en los derechos era tachada de «comunista » por los comités mccarthyanos. E l co lor negro y el rojo se acercaron.

En consecuencia el Ku Klux Klan reapareció de forma extremadamente violenta, reproduciendo sus esquemas a lo largo de toda la década 50-60. La sentencia del Tribunal Supremo (1954) en el sentido de reafirmarse en que la segre­gación en las escuelas públ icas era anticonstituciona l , fue la excusa esgrim ida por la mayor parte de la población blanca del Sur para arremeter contra los c iudadanos negros. Cien miembros de la Cámara de Representantes i nvitaron a la población a desobedecer la sentencia del Supremo, lo que provocaría centenares de agresiones y asesinatos.

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Inc luso amplios sectores de la guardia nacional se suma­ron a las protestas impidiendo físicamente el acceso de n iños negros a las escuelas. El tono excesivamente lento de las reformas rac iales hizo exclamar al escritor negro James Bad­win : «al ritmo a l que van las cosas, toda Africa será l ibre antes de que podamos tomarnos una mald ita taza de café» .

En Misis ipí, Lousiana, Georgia, Carol ina de l Sur, Alabama y otros estados, la violencia blanca, con tota l impunidad, era el ún ico argumento a favor de la supremacía racia l . A través del KKK, de la misma pol icía o de los «Consejos de Ciudada­nos Blancos» ( «el KKK de los barrios d istinguidos», como los defin i ría John Frankl in) , las muertes de los defensores de la igua ldad racia l se reprodu jeron con una facilidad pasmosa. Mi llones de americanos medios asistían gustosos a la matan­za en defensa de su papel ario.

La actitud del NAACP y de la recién creada «Southern Cristian Leadership Conference» (d i rig ida por Martin Luther King) se d i rig ió hacia la justicia, a través de una cuidada táct ica de ataques juríd icos, junto a una masiva campaña de boycot que d io sus primeros frutos en Mongomery (Aiabama) en 1 955. Unos y otros fueron tachados de <<Comunistas >> lo que restringió la capacidad operativa legal de estos grupos. La int im idación contra los negros y la lentitud en los resu ltados provocó una serie de enfrentam ientos d ialécticos entre Roy Wilkins -dirigente del NAACP- y el propio Luther King, que llegaron a disputarse espacios y subvenciones económicas a sus campañas.

Malcolm X no se quedó atrás en estas discusiones: « El amo cog ió a Tom y lo vistió bien, lo a l imentó bien y hasta le d io un poqu ito de educación; le d io una levita y un sombrero de copa e hizo que todos los otros esclavos lo miraran con respeto. Entonces utilizó a Tom para controlarlos. La m isma estrategia que se usaba en aquel los t iempos la está usando el m ismo hombre blanco. Coge a un l lamado negro y lo hace prominen- · te, le da una estatura, le hace publ icidad, le convierte en una celebridad. Y entonces éste se convierte en vocero de los negros y en l íder negro» .

Los Block Musl ims contin uaron ganando m i l itantes para su causa. Las acciones de los musulmanes, a l igual que las de los pacifistas tomarían formas más d i rectas y radicales. La resis­tencia masiva y el boicot llevarán a la cárcel a m iles de

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manifestantes y les condenaron a penas de varios meses de traba jos forzados. En Nueva York y Fi ladelfia piquetes de negros intentaron parar las empresas financiadas por el Esta­do que se negaban a emplearles como trabajadores en razón del color de su piel. Los Angeles, Boston, Chicago ... fueron otros escenarios de las protestas.

En 1 955 varios l íderes negros fueron asesi nados en Mis is i ­pí. El KKK actuaba con absol uta impun idad -bajo cobertura pol ic ia l y jud ic ia l- en el apogeo de las campañas de des­obed iencia civi l . E l paro entre la población negra había au­mentado en los ú lt imos c inco años en un 300%. Los asesores del presidente E isenhower a lertaron a éste de lo que en sus aná l is is de laboratorio se configuraba como una situación prerevolucionaria. Sería en la década de los sesenta cuando las expectativas de un cambio profundo adqu i ri rían mayor consistencia (el FBI y la CIA estarían impl icados en mult itud de asesi natos destinados a descabezar los grupos progresistas) . Estos ú ltimos años de los cincuenta dejarían constancia del enfrentamiento racia l y clasista que se auguraba con i ntensi ­dad creciente. Ante la gravedad de la situación Eisenhower apostó fuerte para que en 1957 fuese aprobada por la Cáma­ra norteamericana una ley de derechos civi les. La primera de esta índole en la h istoria de los EEUU.

S in embargo la i nnovadora ley era sumamente vaga e incompleta. Eisenhower pretend ía con e l la d ivid i r el movi­miento negro y ganar tiempo frente a las próximas elecciones presidencia les que se presentaban en medio de la consol ida­c ión defi n itiva de los EEUU como primera potencia mundia l . E n la sociedad americana e l « new dea l » conformaría y asen­taría como ciertos muchos de estos tópicos que retratan la v ida cotid iana en los estados de la Un ión. En este lanzamiento socia l , la esperanza de vida para un negro continuaba d iez años por debajo de la del b lanco, lo que, a pesar de los nuevos horizontes abiertos, pon ía de rel ieve las profundas d iferencias.

Ma lcolm defin i ría certeramente las expectativas de estos años: «Cua lqu ier esta l l ido racia l que tenga l ugar en este país actualmente, no será un esta l l ido rac ia l que pueda quedar encerrado dentro de las costas de los Estados Un idos. Será un esta l l ido racia l que podrá prender la chispa del polvorín que existe en todo el p laneta que denominamos Tierra. Creo que

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estaría de acuerdo en aceptar que de las masas de pie l oscura de Africa, Asia y América Latina se rezuma ya la amargura, la an imosidad, la hosti l idad y la impaciencia con la intolerancia racia l que han experimentado en sus propias carnes a manos del Occidente blanco» .

Malco lm se estaba refir iendo a los que los propios servi­cios secretos norteamericanos bautizarían como el «efecto dominó» . Efectivamente, entre 1 957 y 1 965, treinta y seis anti­guas colonias africanas recibi rían su i ndependencia oficia l i ­zada por la ONU.

En esta época la actividad de l nuevo Ma lcolm, nacido a l Is lam tras su paso por la prisión, se volcó en la organización y expansión de los Musulmanes Negros. Mi les de compatriotas, musulmanes o no, asistían a los actos d i rig idos por el l íder rel ig ioso El i jah Muhammad en cualquier punto de la Un ión. En un principio estos mítines fueron proh ibidos a los blancos (excepto period istas). En la entrada se vig i laba que los asis­tentes no portasen tabaco n i a l cohol .

La Nación del Is lam, como actuación po l ítica prioritaria, acorde con sus presupuestos rel ig iosos, centró gran parte de sus fuerzas humanas en programas de desintoxicación. Ma l­colm repetía constantemente que la droga y su penetración era a lentada por actitudes pol ic ia les perfectamente diseña­das, cuyo fin últ imo era destrozar las organ izaciones negras: «No es pura casual idad que haya más droga en Harlem que en cua lquier otra ciudad o barrio del hemisferio occidenta l . El color y la droga están íntimamente unidos» .

La primera fase de los programas de desintoxicación aus­piciados por la Nación del Islam se centraba en la misma propaganda antidroga. «El musulmán -contaba Malcolm­expl i ca que la droga se uti l iza siempre para escapar de algo; que la mayoría de los drogados negros qu ieren escapar de su situación de negros en una América b lanca. Pero en rea l idad el negro que se droga presta un servicio al blanco ya que le proporciona la prueba de que e l negro no va le nada» .

Malcolm consiguió atraer la m i rada de los ghettos nortea­mericanos. Sus m ítines atra ían diez veces más de oyentes que los organizados por otros l íderes negros. De esta manera se convirtió, en poco tiempo, en la voz referencial más atractiva con la que se identificaban las comunidades negras más des­poseídas. E l i nspector jefe de la pol icía de Nueva York l legó a

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afi rmar sobre é l : «N ingún hombre debería tener tanto poder» . la prensa añad i ría que era el ún ico negro capaz de desen­cadenar -o de detener- un motín.

Para conectar con las capas más bajas de la sociedad, Ma lcolm no había hecho sino estar en contacto d i recto con el las¡ no haber cambiado s iqu iera de hábitos y costumbres, a pesar de esa transformación profunda en sus convicciones re l ig iosas. Esa fue la c lave, que a la postre, le l l evaría a enfrentarse d irectamente con el d i rector de la Nación del Is lam, E l i jah Muhammad.

Estas d iferencias ya se pusieron de man ifiesto en 1 961 , cuando explotó una bomba en la iglesia crist iana de Birming­ham (Aiabama), matando a cuatro n iñas negras. Entonces Malcolm rea l izó unas durís imas declaraciones que le va l ieron una reprimenda de su jefe E l i jah , qu ien le ordenó que en adelante se mantuviera más d iscreto. Dos años después, el 24 de noviembre de 1 963, la Nación del Is lam proh ib i ría hablar en su nombre a Ma lco lm. Unos d ías más tarde, un negro musu lmán a l que habían ordenado colocar bajo el coche del proscrito una bomba, advierte a Malco lm de las órdenes que había recibido. Era el momento del d ivorcio tota l . Ma lco lm escribi ría : « No temía a la muerte. la tra ición era mucho peor. Podría concebir la muerte en rigor. Pero tra icionar era i ncon­cebible para mí» .

Apartado de la Nación, las tareas organizativas de Mal­colm se d ir ig irían hac ia la formación de un colectivo que contribuyera a mejorar la sa lud del hombre negro. Esta deci ­sión la tomo después de conocer a lgunos datos estad ísticos sobre sus compatriotas: la población negra, un d iez por cien­to de la estadounidense, consum ía el 40% de todo el wh isky importado por los USA.

la ruptura de Malcolm con la Nación del Is lam no supuso el abandono de sus ideas rel ig iosas, aunque sí, en otro aspec­to, l iberó al recién expu lsado de mu ltitud de tareas prosel it is­tas. Lo que a la postre redundaría en una mayor actividad por su parte. Maleo 1m dec id iría por s í mismo, sin tener que consu l ­tar la conveniencia de sus actuaciones para el movimiento. Viajaría a La Meca («América necesita comprender el Is lam porque es la ún ica rel ig ión que ignora el racismo» ) y Eg ipto. Con posterioridad efectuaría una vis ita a la mayoría de los nuevos estados africanos.

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En los Estados Unidos, la e lección de John Kennedy, en 1 960, s ign ificaría el com ienzo de un nuevo proceso para las comunidades negras. En rea l idad, Kennedy no iba a solucio­nar los eternos problemas de fondo sobre la igualdad, pero sus promesas electora les lograron que muchos negros diesen su voto al candidato demócrata. E l nombramiento de un repu­b l icano, Robert McNamara como secretario de Defensa, ven­dría a confirmar que en pol ítica exterior los gringos se iban a comportar con su habitua l prepotencia. Vietnam fue el ejem­plo más clarificador.

En el i nterior de los Estados Unidos, Kennedy se pondría a la cabeza -propagand íst icamente- del movimiento de los de­rechos c ívicos. Sin embargo las anunciadas reformas no estu­vieron a la a ltura que se habían anunciado. El país, según anotaba Micha l l Harrington en su l ibro «The other America» , contaba con 50 m i l lones de pobres, muchos de el los con e l negro como color de su pie l .

Las med idas prometidas por el equ ipo de Kennedy en campaña, relativas a la igualdad rac ia l , no se cumpl ieron. Cierto número de negros fueron nombrados para ocupar puestos pol íticos de relevancia mientras en la ca l le la segre­gación era una actitud d iaria . La legislación apenas fue remo­delada, y los Kennedy (el hermano del Presidente, Robert, era Min istro de Justicia) e ludieron sus responsabi l idades, hacien­do caer el peso de la estrateg ia en los Tribunales.

A principios de los sesenta, e l Sur se vio sacudido por una oleada de «marchas por la l i bertad» , «sit in» y campañas de boicot, organ izadas por disti ntos grupos reivi ndicativos de la igualdad racial. El proyecto de ley de Kennedy a favor de la igualdad de derechos quedaría estancado en el Congreso. La muerte del Presidente, el 22 de noviembre de 1 963 en Da l ias, haría de la in iciativa papel mojado. Malcolm no creyó en el futuro de estas reformas: «Mientras estos « negros» escogidos estaban dándose la buena vida, codeándose con los blancos, sentándose en Washington OC, las masas de gente negra en este país segu ían viviendo en los tugurios y en los ghettos. Las masas de gente negra en este país siguen yendo a las peores escuelas y obten iendo la peor educación» .

L a propia toma de conciencia de las poblaciones negras, los l ím ites de la democracia a la americana, y la misma ofensiva del KKK y la pol icía a favor de la segregación racia l

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hicieron de los años sesenta una época de revolución para los negros americanos. En j u l io de 1 964, tres jóvenes m i l itantes blancos por los derechos cívicos desaparecieron después de ser detenidos en un control pol ic ia l en Mis is ipí. D ías después aparecieron sus cadáveres acribi l l ados a balazos. Sus ases i ­nos -pol ic ías- jamás serían deten idos. De jun io a octubre del mismo año, veinticuatro ig lesias negras fueron destru idas en el mismo estado de Mis is ipí. George Wa l lace, gobernador de Alabama, se presentaba como la cabeza visib le que instigaba a la represión .

Lyndon B. Johnson sería e l encargado de continuar la pol ítica de John Kennedy tras el asesinato de éste. En 1 964 se aprobaría definitivamente por el Congreso la ley de derechos civi les, a lgo así como una ley para la protección del derecho a voto y poco más. Aunque la aprobación del proyecto fue presentada como h istórica e i nnovadora, las exigencias y expectativas de los negros quedaban s in colmar.

E l movimiento por la i ntegración, l iderado por Martin Lut­her King, tocaba su techo en la concentración del Memoria l L inco ln en 1 963. Entonces su ética no-violenta fue perd iendo paulatinamente infl uencia, a medida que la sociedad mu lt i ­rracia l , pretendidamente igua lita ria, iba tomando cuerpo le­ga l . N inguno de los problemas ancestra les había sido solu ­cionado. Unicamente, como Malcolm y otros l íderes habían vatici nado, se trataba de un maqui l laje externo.

Los negros americanos comenzaron a l lenar de conten ido el término de « revolución » . Ma lco lm era consciente de e l lo, y para j ustificar la posibi l idad de profundos avances, echaba mano del exterior: «También en 1 964 e l pueblo oprimido de Vietnam del Sur y toda esa zona del sudeste as iático logró repeler a los agentes del imperia lismo. Pequeños agricultores de a rroz, campesi nos con un fusi l , enfrentándose a ese a lta­mente mecanizado equipo bélico: aviones a reacción, na­pa lm, buques de guerra , todo lo demás. Y no pueden hacer retroceder a esos agricultores de arroz hasta donde qu isie­ran. Alguien está despertando» .

Las optimistas ideas de Ma lcol m no hacían s ino ca lar profundamente en sus oyentes, que l l enaban por doqu ier cua lqu ier acto donde su presencia estuviese anunciada. En todos los rincones norteamericanos la figura de Malcolm l l e­gó a adquirir una importancia referencia l tan destacada que

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los servicios secretos decid ieron actuar. En el Estado francés, y e l lo debido a la i nternacional ización de la causa negra, los di rigentes negros prohibieron la entrada a Malco lm.

E l mismo -desembarazado tota lmente del lastre de la Na­ción del Is lam- avanzaba en la idea de una organización armada negra como vanguardia revolucionaria : «Soy parti­dario de la violencia s i la no-vio lencia sólo nos conduce a a largar indefin idamente la solución del problema negro, bajo pretextos de evitar la violencia» .

El verano del 64 sería ca l ificado como « la rgo y cál ido». En Harlem y en otras ciudades americanas, «la d inamita negra explotaba como era de esperar» . La prensa nombraba a Malcolm como el símbolo de la revolución negra. Malcolm matizaba el lenguaje: «Cuando los adolescentes b lancos de Nueva York cometían asesinatos, era un problema sociológi­co. Pero cuando los adolescentes eran negros, las potencias americanas buscaban a a lguien para colgar» .

E l 29 de mayo de 1 964, en Nueva York, Malcolm i ría más lejos que nunca en su defensa de la violencia revolucionaria frente a los trescientos años de esclavismo promovido por los blancos: «Van a ver un terrorismo que les va a aterrar; y s i creen que no lo van a ver, están tratando de cerrar los ojos ante el desarro l lo h i stórico de todo lo que están pasando en este planeta . Van a ver otras cosas» .

En la madrugada de l 1 3 de febrero de 1 965 la vivienda de Malco lm en Nueva York fue i ncendiada. El 21 de febrero Malcolm X iba a ofrecer un mit in en el Audubon Bal l room de Harlem. Cuando se d isponía a hablar, tres hombres des­cargaron s imultáneamente sus a rmas contra é l . Murió al ins­tante.

Las predicciones de Malcolm se cumpl i rían al poco de su muerte. En 1966, Huey Newton y Bobby Sea l fundaron una organización a la que l lamarían «Block Panthers» . Los pro­pios d iscursos de Ma lcolm, así como los recientes trabajos de Frantz Fanon, fueron las primeras aportaciones teóricas al movim iento que sería denominado como «naciona l ismo revo­lucionario», basado en la autodefensa armada.

Los Block Panthers o Panteras Negras, fueron un h ito im­portante dentro de la h istoria de los Estados Un idos. Por todo el territorio norteamericano se habían producido esta l l idos de violencia. Una comisión de investigación sobre estos levanta-

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mientas, creada por el presidente Johnson, reseñaba que la violencia estaba «provocada por las fuerzas de pol icía y cuya ra íz se encuentra en el racismo blanco que impregna todos los aspectos de la vida americana)) .

El 4 de abri l de 1 968, Martín Luther King sería ases inado en un motel de Menphis. Como en la muerte de Ma lcolm, las investigaciones posteriores han desvelado que e l Gobierno de los Estados Un idos, a través de su pol icía secreta, el FBI , estuvo i nvo lucrado en ambos asesinatos. Ma lcolm los había vaticinado: «Mi voz no es más que una de tantas, pero nuestro objetivo ha sido siempre el mismo. Es verdad, mis métodos son rad icalmente opuestas a los de Martín Luther King, após­tol de la no-violencia (doctrina que tiene e l mérito de poner de rel ieve la bruta l idad de los blancos) . Pero en la atmósfera que reina actualmente en América, me pregunto cuá l de los dos 'extremistas', el 'vio lento' Ma lcol m X o e l 'no-violento' Dr. King, morirá primero)) .

En mayo de 1 990, con motivo de l XXV an iversario del asesinato de Ma lcolm X, se celebraba en La Habana un Con­greso Mundia l sobre la figura del l íder negro. A él asistieron gentes de muy d iversos puntos del planeta, que atestiguaron los va lores y aportes de Malco lm a la sol idaridad i nternacio­nal . No es casua l idad que en los escasos ci nco años que e l Movim iento de la Nueva Joya, d i rig ido por Maurice Bishop, estuvo en e l poder en Grenada, Malcolm X (cuya madre era oriunda de esta is la caribeño) , fuese considerado, j unto a Augusto César Sandino, Che Guevara y otros, como Héroe Naciona l .

Sus ideas, recuerdos, experiencias y discursos, adquieren hoy y desde Euskal Herria, la importancia y val idez de un trabajo en profundidad. Cuando a lgu ien presenta sus proble­mas delante de la ONU -decía Malco lm X- «cua lqu iera, en cualqu ier pa rte del mundo, se puede convertir en aliado». En la sol idaridad está e l futuro y la emancipación de los pueblos oprim idos. Como la razón, la historia también está de nuestro lado.

IÑAKI EGAÑA

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Notas sobre Malcolm X por M. S. Handler

Poco antes de anunciar su ruptu ra con E l i jah Muhammad, Malcolm X me vino a vis itar. La señora Hand ler no le había visto nunca.

- Tengo la impres ión de haber estado tomando el té con una pantera negra, declaró cuando Malco lm se hubo marcha­do.

Era la expres ión exacta. La pantera negra es un aristócrata en el reino de los an ima les. Es hermosa . Pel igrosa . Ma lco lm X ten ía el aspecto, la confianza en sí m ismo, del aristócrata de nacim iento. Y era un hombre pel igroso. Nadie ha engendrado nu nca como él el odio y el miedo en el hombre bla nco. Ya que el hombre blanco sabía que Malcolm X no se dejaba vender.

La primera vez que vi a Malco lm fue en el restaurante musu l mán de Harlem. Le esperé mucho t iempo entre el s i len­cio genera l . Yo era el ún ico blanco del restaurante. La atmós­fera era algo aséptica . Carteles que decían «Se proh íbe fu­mar», estaban pegados a los l imp ísimos crista les.

Tendí l a mano a Ma lco lm X. La suya vino lentamente.

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Comprendí que ese gesto le era penoso, pero, nobleza obl i ­ga , y lo hizo. Era a lto, bien formado, impresionante. Su piel era de color de bronce.

Discutimos durante tres horas. Sus opin iones sobre los blancos eran desoladoras, pero en n ingún momento me h izo pensar que como ind ividuo yo también era cu lpable.

Expuso sus ideas claramente, como lo hace un hombre que reflexiona . Lo que más me sorprendió fue su fe en la doctrina de E l i jah Muhammad sobre los orígenes del hombre, en la teoría genética que t iende a demostrar que el negro es supe­rior al b lanco, etc . . .

Desde este primer encuentro comprendí que había dos Malcolm, e l privado y el púb l ico. Sus actuaciones en la televi­s ión o en los grandes «meetings» eran, me atrevo a decir, aterradoras. La manera en que planteaba y ordenaba lóg ica­mente los hechos ten ía a lgo de d iaból ica. Era una nueva d ia léctica . Aterrorizaba a los telespectadores b lancos, derri­baba a sus adversarios negros, pero obtenía reacciones muy importantes de los espectadores negros. Muchos de sus ad­versarios negros acabaron por negarse a tomar la pa labra a l mismo t iempo que é l . Turbaba a los oyentes blancos, los confund ía . Los b lancos se sentían amenazados por Ma l ­colm X.

Atra ía especia lmente a dos grupos muy diferentes de ne­gros : las masas desheredadas y toda la galaxia de negros escritores y del mundo de la escena. La burguesía negra, los negros «establecidos» , odiaban y temían a Ma lcolm X tanto como él les despreciaba.

Los negros miserables ten ían a Ma lco lm el mismo respeto que muestra un n iño d ifíc i l a su abuelo. Era extraño y emocio­nante pasearse por Harlem con Malco lm X. Todo el mundo le conocía . La gente le lanzaba miradas sobrecogidas. A veces los n iños negros le ped ían un autógrafo. Siempre me ha pare­cido que en Harlem le querían porque, aún habiéndose con­vertido en una personal idad a esca la nacional , Malco lm se­gu ía siendo el hombre del pueblo y no le tra icionaría nunca. Los negros veían en Malco lm un hombre que ten ía una mis ión. Conocían sus antecedentes y se identificaban con él, a través de e l los . Conocían sus crímenes, su reg istro pena l , sus años de prisión, que Malco lm no trató nunca de ocultar. Miraban a Malcolm con una especie de maravi l lado asombro. Era un

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hombre del mismo arroyo en que e l los aún se ag itaban, que había triunfado sobre el crimen, sobre la ignorancia para converti rse en un « leader», era un portavoz enérg ico, y el campeón i ntratable de su pueblo.

Muchos no compartían sus convicciones rel ig iosas, pero veían en el puritan ismo de Malco lm un reproche permanente. Ma lco lm se había l iberado por sí solo de todos los vicios que afl igen a los negros desheredados: la droga, el a lcohol, e l tabaco, s in hablar de los del itos. Su vida privada era in­maculada, de un puritan ismo i nconcebib le para la masa . Mal­col m había rea l izado, en la tierra, en su propia v ida, ese sueño: la redención del hombre. Y los negros lo sabían .

Encontraba las pa labras para defin i r la miseria y las aspi­raciones de las masas desheredadas como éstas mismas no pod ían hacerlo. Al atacar al hombre b lanco, Malco lm no se entregaba en modo alguno a un ejercicio de est i lo . Hacía por los negros lo que e l los no podían hacer por s í m ismos: ataca­ba con una v iru lencia y una cólera que eran los portavoces de s ig los de opresión.

Muchos negros, escritores y artistas que son hoy persona l i ­dades de primer p lano en los Estados Un idos, reverenciaban a Malco lm X por su s inceridad i ntransigente, su negativa a todo compromiso, su búsqueda de una personal idad que su pueblo había perd ido cuando los b lancos se lo l levaron enca­denado de Africa. Los escritores y los artistas consideraban a Malco lm como un gran cata l i zador, como el hombre que inspiraba una gran admiración y una entrega tota l a m i l lones de oprimidos.

Algunos de estos artistas se reun ieron un domingo por la tarde en mi casa. Hablamos de Malco lm. «Malco lm no nos tra icionará nunca» , d i jo uno de e l los. « Hemos sufrido dema­siado, en el pasado, a causa de las tra iciones» .

En 1 964, Malco lm cambió de actitud respecto a l hombre b la nco. Este camb io contr i buyó a su ruptura con E l i j a h Muhammad y sus doctrinas rac istas. La erupc ión meteórica de Malco lm X en la escena nacional le permitió frecuentar a b lancos que no eran los «d iablos» que él había creído. Muy sol icitado en las un iversidades del Este, hablaba siempre muy respetuosamente y con un cierto asombro de las reacciones positivas que había obtenido de los estud iantes b lancos.

Sus horizontes se ensanchaban a medida que aumentaban

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sus dudas sobre la autenticidad de la versión muhammadiana del Is lam. Más tarde, estas dudas se convi rtieron en certezas. Las prácticas extrarrel ig iosas de E l i jah Muhammad en Chica­go h i rieron profundamente a Ma lco lm.

Las ba las de los asesinos pusieron f in a la breve carrera de Malcolm en el mismo momento en que acababa de reconocer que los negros eran una parte i ntegrante de la comun idad americana -concepción diametra lmente opuesta a las doctri­nas separatistas de E l i jah Muhammad-. Malcom empezaba a retroceder. Estaba a punto de redefin i r sus ideas sobre los Estados Un idos y sobre las relaciones entre blancos y negros. Ya no atacaba a los Estados Un idos, sino a una parte de los Estados Un idos, que representaban abiertamente l os que mantenían la supremacía b lanca en el Sur y, dis imu ladamen­te, los que la manten ían en e l Norte.

Malco lm quería d i rig i r a los m i l itantes negros hacia nue­vas victorias en la lucha contra la supremacía blanca en e l Sur y en el Norte. En los ú ltimos meses de su vida, el problema negro, a l que siempre había considerado como un problema blanco, empezaba a tomar para él nueva d imensión.

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AUTOBIOGRAFIA

Pesadil la

Cuando mi madre me l l evaba en su vientre, una banda de caba l leros del Ku-Kiux-Kian, encapuchados, entró en nuestra casa de Omaha (Nebraska) . Era de noche. Empuñando sus fus i les y carabinas, rodearon la casa y ordenaron a mi padre que sa l iese. Mi madre fue a abrir la puerta de lo entrada. Se colocó de manero que su estado quedara en evidencia, y d i jo que estaba so la con sus tres h i jos pequeños, y que m i padre había sa l ido: estaba pred icando en Mi lwaukee. Los hombres del Klan profi rieron amenazas, advertencias; era mejor que nos fuéramos de Omaha, d i jeron, porque «el buen pueblo cristiano blanco» no soportaría la manera en que mi padre «fomenta ba d i scord ia s » entre l o s neg ros « buenas» de Omaha pred icando el « retorno a l Africa » preconizada por Marcus Garvey.

Mi padre, el Reverendo Earl LiHie, era un pastor bautista, y m i l itaba en la Asociación Un iversal por el Progreso de los

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Negros 1 de Marcus Garvey. Con la ayuda de d iscípu los como mi padre, Garvey, cuyo barrio genera l estaba situado en Harlem (Nueva York) , levantaba el estandarte de la pureza de la raza negra y exhortaba a las masas negras para que volvieran a Africa, tierra de sus antepasados. Esto hacía de Garvey el negro más d iscutido del mundo.

Ch i l lando y amenazando aún, los caba l leros del Klan es­polearon a sus cabal los y galoparon a l rededor de la casa, rompiendo todos los crista les que pudieron con la culata de sus fusi les . Después se perd ieron en la noche, con sus antor­chas encendidas, con la misma rapidez con que habían ven i­do.

A su regreso, mi padre fue puesto a l corriente y se encole­rizó muchísimo. Decid ió esperar mi nacimiento, muy próximo, para marcharse. No sé por qué tomó esta decisión : mi padre no era un negro miedoso, como lo eran entonces la mayoría, y como lo son todavía ahora muchos. Mi padre era un hombre muy alto, medía un metro noventa y seis, y era muy negro. Sólo ten ía un ojo. Nunca he sabido cómo perdió el otro. Orig inario de Reynolds, en Georgia, dejó la escuela al cabo de tres años, o qu izás cuatro. Creía, como Marcus Garvey, que los negros americanos no consegu irían nunca la l ibertad, la i ndependencia y la consideración en América, y que debían por tanto dejarla para el hombre b lanco y volver a su tierra de origen, Africa. Mi padre había visto morir violentamente a cuatro de sus seis hermanos, tres de e l los a manos de los blancos. Uno había sido l inchado. Esta era una de las razones por las que había decid ido a rriesgarse y consagrar su vida a la propagación de sus ideas. Lo que mi padre no podía saber es que de los dos hermanos que le quedaban, sólo mi tío J im moriría en la cama, de muerte natura l . Mi tío Osear caería poco después bajo las ba las de los pol ic ías blancos del Nor­te. E l m ismo sería también abatido por los b lancos.

Siempre he pensado que yo también mori ré de muerte violenta . Hago todo lo que puedo para estar preparado.

Yo era el sépt imo hi jo de mi padre. De un matrimonio anterior, había tenido tres h i jos. E l la, Earl y Mary, que vivían en Boston. Conoció y se casó con mi madre en F i ladelfia,

l . Universal Negro improvement Association (U.N. I .A.). (N.T.) .

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donde nació su primer h i jo, Wi lfred. De F i ladelfia, mis padres se trasladaron a Omaha, donde Hi lda, y después Ph i l bert, v in ieron al mundo.

Luego, l l egó m i turno. Mi madre ten ía veintiocho años cuando yo nací, e l 1 9 de mayo de 1 925, en un hospita l de Omaha. Después, m i fami l i a se trasladó nuevamente y Reg i­na ld nac ió en Mi lwaukee. De pequeño, tuvo una d ificu ltad en la hern ia que le marcó para toda la vida.

Mi madre, Lou ise Litt le, nacida en Granada, en las Anti l las britán icas, ten ía la piel casi b lanca. Su padre era b lanco. Te n ía el pelo negro pero l iso y no hablaba como los negros. De su padre b lanco, lo ún ico que sé es que se avergonzaba de él. Me acuerdo que un d ía d i jo que se a legraba de no haberle conocido. Es debido a él , natura l mente, el que yo tengo la piel más bien roj iza que negra, y el cabe l lo del m ismo color. Soy más c laro que todos mis hermanos (Más tarde, en Boston y en Nueva York, yo sería uno de esos m i l lones de negros lo suficientemente locos como para imaginarse que su color c laro s imbol izaba su ((standing>>, su rango en la jerarqu ía del color; pero en rea l idad no es más que la suerte de haber nacido así. S in embargo, ensegu ida, empecé a od iar cada gota de sangre que tengo del hombre blanco que violó a mi abuela) .

Mi fam i l ia estuvo muy poco tiempo en Mi lwaukee; m i pa­dre buscó un l ugar en el que pudiéramos cultivar nosotros mismo a lgo con que a l imentarnos, donde él pudiera abrir un negocio. Marcus Garvey preconizaba la independencia del hombre negro. Mi fami l ia se tras ladó, no sé muy bien por qué, a Lansing (Mich igan) . Mi padre compró una casa y ensegu i ­da, como ten ía por costumbre, empezó a pred icar a d iestro y s in iestro en las iglesias negras bautistas de los a l rededores; durante la semana propagaba por todas partes la pa labra de Marcus Garvey.

Había empezado a ahorrar para comprar el negocio que siempre había deseado cuando, unos negros imbéci les, los Tíos Tom 2 de costumbre, avisaron a los blancos de que pro-

2. En e l lenguaje popular de los negros norteamericanos se refiere al negro sumiso deseoso de igua larse o de ser aceptado por los blancos. Se origina en el personaje de la novela antiesclavista de Harriet Beecher Stowe, La cabaña del tío Tom.

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pagaba ideas revolucionarias. Esta vez fue la Legión Negra, organ ización loca l que predica el od io racia l , la que le ame­nazó y le ordenó que se marchase. Los leg ionarios l l evaban vestidos negros y no blancos. Muy pronto, aparecieron por todas partes donde se encontraba mi podre y se burlaban de ese « negro que ¿qu ién se cree que es? » , que quería tener un negocio, que vivía fuera del barrio negro de Lansing, que fomentaba d iscordias e incitaba o los « buenos negros o la rebel ión » .

A l igual que en Omoha, mi madre estaba encinto, esto vez de mi hermana pequeña. Poco después del nacimiento de Yvonne ocurrió la noche de la pesad i l la de 1 929, mi primer recuerdo doloroso. Recuerdo que fu i despertado bruscamente por una tremenda cacofonía de disparos y gritos. Una cortina de humo y de l lamas me envolvía. Era mi padre quien gritaba a los blancos que habían quemado la casa y huían a toda prisa, y quien les d isparaba. A nuestro a l rededor, la casa ardía. Todos los miembros de la fam i l ia corrían, tropezaban, caían unos sobre otros huyendo de los l lamas. Mi madre, que ten ía a l bebé en sus brazos, l l egó justo a tiempo a l patio; después la casa sa ltó entre una l l uvia de chispas. Recuerdo que nos encontramos fuera , en plena noche, en camisón, l l orando y gritando con todas nuestras fuerzas. Los pol icías, los bomberos b lancos, estaban a l l í; vieron arder la casa hasta que no quedó nada.

Mi padre consiguió que a lgunos amigos nos d ieran ropa y nos a lbergaran provis ionalmente; después nos insta ló en otra casa, en las cercan ías de Lasingn-Est. En aque l la época los negros no ten ían derecho a entrar en una ciudad por la noche. En Lansing-Est se encuentra la un iversidad del Estado de Mi­chigan. Exp l iqué esta h istoria a los estud iantes cuando fui a dar una conferencia en enero de 1 963 (y a ver a m i hermano que hacía mucho tiempo que no veía, y que estaba a l l í prepa­rando sus oposic iones de psicología) . Les expl iqué que en lansing-Est nos h icieron la vida tan imposib le que tuvimos que tras ladarnos de nuevo, en p lena campaña esta vez, a unas dos m i l las de la ciudad. Es a l l í donde m i padre construyó por sus propios medios una casa de cuatro habitaciones. De este nuevo período -y de esta casa en la que empecé a crecer­tengo recuerdos más precisos.

Recuerdo que después del i ncend io la pol icía citó a mi

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padre y le i nterrogó sobre la pistola con la que había d isparo ­do a los blancos que habían quemado la casa : ¿tenía permiso para l levar armas? La pol icía estaba siempre en casa, reg is­trándolo todo, «sólo para comprobar» o « para buscar la pistola » . Esa pistola, que nunca encontraron, y para la que le negaban un permiso, estaba cosida en una a lmohada. Pero mi padre había dejado a la vista su carabina 22 y su fus i l de caza; todo el mundo los ten ía para cazar pá jaros, conejos y otros an imales.

Mi padre y mi madre se entendían cada vez menos. No estaban casi nunca de acuerdo, según parece. A veces mi padre pegaba a mi madre, quizás porque e l la era relativa­mente instru ida. De dónde había sacado su educación, no lo sé. Pero me imagino que una mujer instru ida no puede resisti r la tentación de reprender a un hombre que no lo es. A veces, cuando e l la adoptaba ese tono de reproche «como debe ser», él le pegaba .

Mi padre se mostraba agresivo con todos sus h i jos, excep­to conmigo. Pegaba salvajemente a los más mayores por infracción al reg lamento -y éste ten ía tantas reg las que era impos ib le conocerlas todas-. Era casi s iempre m i madre qu ien le daba el látigo. He reflexionado mucho sobre esto. En rea l idad creo que los blancos habían lavado tanto e l cerebro de mi padre que inconscientemente ten ía tendencia, aunque fuese anti blanco, a favorecer a los que tenían la tez más c lara, y l a mía era la más c lara de todos. Esta preferencia viene d i rectamente de la tradición esc lavista que qu iere que e l << mu­lato» sea << mejor», porque es más blanco.

Me acuerdo también de m i padre cuando predicaba. No tuvo nunca una igles ia propia; era un << pastor ambulante» . Recuerdo su sermón preferido : « Hay un pequeño tren negro en el horizonte . . . y ¡tenéis que estar preparados para cuando pase ! » . Supongo que este tema estaba re lacionado con el Retorno a Africa de Marcus Garvey, el del <<fren negro para el pa ís nata l » .

A mi hermano Ph i l bert, nacido poco antes que yo, le gusta­ba mucho la iglesia, pero a m í la iglesia me ponía nervioso y no entendía nunca nada. Me quedaba a l l í sentado, con los ojos en b lanco, mientras mi padre gritaba y saltaba de su s i l l a y los fie les gritaban también, entregándose en cuerpo y a lma a l canto y a la p legaria . A esa edad, yo ya no pod ía creer en

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un Cristo d ivino. Los hombres de ig les ia no me i nfundían ningún respeto.

Como pastor, mi padre estaba en contacto permanente con los negros de Lansing. Se encontraban en una situación muy triste, puede creerme. Y se encuentran todavía, pero de otra manera . Qu iero decir con esto que no conozco n inguna otra ciudad que tenga un número tan e levado de negros « burgueses)) , como se d ice normalmente, satisfechos de s í mismos y l l enos de ideas fa lsas -el t ipo de negro integracio­n ista, obsesionado por su standing y por su apariencia de riqueza- (Hace poco, me encontraba en un pasi l lo de las Naciones Un idas, hablando con un embajador africano y su esposa, cuando se me acercó un negro y me dijo: « ¿Me conoce? )) . Me quedé muy sorprendido y pensé que se trataba de a lgu ien de qu ien debía acordarme. En real idad, era uno de esos negros de Lansing, fanfarrones, servi les, « burgueses)) . No me h izo n i nguna gracia. Esta clase de negros se abstenían de todo contacto con los africanos, hasta el d ía en que se puso de moda tener amigos africanos, y esta relación se h izo s im­ból ica de un cierto standing, i nc l uso para los negros <<burgue­ses)) ) .

Cuando yo era n iño, los negros de Lansing que habían «tri unfado)) eran camareros o l impiabotas. E l empleo de jani­tor 1 en un gran a lmacén del centro ero el más cotizado. La verdadera <<él ite)) , los << portavoces de la raza negra)) , eran los camareros del Country Club 2 de Lans ing o los l impiabotas de la Cámara de d iputados del Estado de Michigan . Los escasos negros que ten ían un poco de d inero eran especia l i stas en juegos de azar, gerentes de casi nos, o vivían de una manera u otra a espa ldas de los más pobres, es dec i r, de la masa. N i la fábrica de 0/dsmobi/e, n i la de Reo, insta ladas en Lansing, admitían negros (Hubo que esperar la guerra para que la fábrica de Reo emplease a lgunos janitors de color) . Pero la mayoría de negros de Lansing figuraban en las l i stas de ind i ­gentes socorridos por el Estado o se morían de hambre.

l . En los Estados Unidos el janifor es el encargado de la conserva­ción del local y de las reparaciones corrientes. (N.T.) .

2. En muchas ciudades de los U.S.A. hay ccclubs de campo>> , en los que se monta a cabal lo y se jue!:!a a ten is. Están reservados a la ccalto sociedad» (blanca natura lmente) pues las cuotas son muy elevadas. (N.T.) .

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En aque l la época, nosotros disfrutábamos de una situación re lativamente buena. Como vivíamos en el campo, ten íamos nuestro propio huerto. Vivíamos mucho mejor que los negros ciudadanos que, mientras mi padre pronunciaba su sermón, esperaban el manó que había de l legar del cielo o el para íso del otro mundo (.el de aquí abajo estaba reservado a los blancos) .

Sé que las colectas de mi padre nos a l imentaban y nos vestían casi siempre, pero también cog ía iobs tempora les. Yo me sentía orgul loso sobre todo de su cruzado de m i l itante garveyista . Muy joven aún, sabía, por lo que oía dec ir, que m i padre decía cosas que hacían de él un «duro» . Me acuerdo de una viejecito que le decía a m i padre sonriendo: «Ya usted a clavarles una sagrada patada a esos blandos» .

Una de los rozones por los que he pensado siempre que yo ero el preferido de mi podre, es que o mí era el ún ico, que yo sepa, o qu ien l l evaba o veces a los « meetings» U .N . I .A. de Gorvey. Las orga n izaba d iscretamente en caso de particula­res, nunca en las m ismas . Lo concu rrencia no era muy nume­rosa : unos vei nte personas como máximo; pero esto era mu­cho poro una sola habitación. Yo notaba que lo mismo gente que sa ltaba y ch i l laba a veces en la ig lesia se comportaba en las reuniones de manera muy d istinta. Al l í se mostraban, a l igual que m i padre, más serios, más i ntel igentes; tocaban de pies a l suelo. Y yo también, como consecuencia.

Recuerdo haber oído el s logan «Africa para los africa­nos» , y mi podre decía que, muy pronto, Africa, sería comple­tamente d i rigido «por hombres negros» . « Nadie sabe cuando sonará lo hora de lo redención de Africa. Está en el a i re. Va o ven i r. L legará un d ía como una tempestad» .

Recuerdo también unas enormes fotos, muy bri l l antes, de Marcus Garvey que pasaban de mono en mano. Mi padre ten ía un sobre l leno que l levaba a todas las reun iones. En estas fotos se veía (o por lo menos yo creía ver) m i l lones de negros desfi lando detrás de Marcus Garvey que avanzaba en un coche magn ífico. Era un negro muy a lto, l l evaba un iforme des lumbrante con pasamanería de oro y un extraord inario sombrero de largas pl umas. Recuerdo que decían que ten ía d iscípu los no sólo en los Estados Un idos s ino en todos los lugares del mundo, y que las reun iones acababan siempre con estas palabras, que repetía muchas veces m i podre, y que

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la gente cantaba con é l : «Aizate, poderosa raza, podrás con­segu ir todo lo que quieras» .

A pesar d e todo l o que oía sobre Africa, nunca pensaba, en aquel la época, en los negros africanos. No sé por qué pero, para mí, Africa era una tierra l lena de salva jes des­nudos, de can íba les, de monos y de tigres, de selvas bajo un ca lor aplastante.

Mi padre conducía su viejo coche negro, a veces me l l eva­ba a las reuniones que se celebraban por toda la reg ión de Lansing. Me acuerdo de una que se h izo durante el d ía ( la mayoría eran de noche) en la ciudad de Owosso, a la que los negros l lamaban « la ciudad blanca» , a cuarenta m i l las de Lansing. Los negros no ten ían derecho a pasearse de noche por las cal les, como en Lansing-Est; por eso se hizo la reun ión de d ía . En real idad, esta prohibición estaba en vigor en mu­chas ci udades de Michigan. Cada ciudad ten ía sus negros «c iudadanos» . A veces era sólo una fami l ia, como en Mason, cuya ún ica fami l ia negra se l lamaba Lyons. Lyons había sido la vedette del equipo de fútbol del instituto de Mason; era muy apreciado por los ciudadanos de esta ci udad y podía por lo tanto encontrar empleos domésticos.

Me parece que por esa época mi madre estaba siempre trabajando: cocinaba, lavaba, p lanchaba, l impiaba y se ocu­paba de sus ocho h i jos. Por reg la genera l , se peleaba con mi padre, o no le d i rig ía la palabra . Una de las razones por las que no estaban de acuerdo era que ella tenía unas ideas muy particu lares sobre lo que no se debía comer, entre otras co­sas, cerdo y conejo, que mi padre adoraba. Era un verdadero negro de Georg ia, persuadido de que había que absorber mucho «a l imento del a lma» , como decimos actualmente en Harlem.

He dicho ya que era mi madre qu ien me pegaba, a l menos hasta que le dio vergüenza que los vec inos pud ieran creer que iba a despel le jarme vivo. En cuanto e l la hacía e l gesto de levantar la mano, yo me las a rreglaba para que todo el mundo se enterase. S i pasaba a lguien por la carretera, no me hacía nada o me daba sólo a lgunos golpes.

Pensándolo bien, me parece que si mi padre me prefería a los demás porque ten ía la piel más c lara, mi madre me hacía la vida imposib le por la misma razón . Su propia piel era muy

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clara y s in embargo sus h i jos favoritos eran los que ten ían la piel más oscura . Sé perfectamente que Wilfred era su favorito. Recuerdo que me ordenaba sa l i r de la casa y ponerme al sol « para que cojas un poco de colon> , decía . Hacía todo lo posible para evitar que yo me considerara superior porque m i piel era más c lara. Y estoy seguro de que s i me trataba así, era en parte debido a que e l la había nacido también con la piel muy c lara.

Enseguida me di cuenta de que las protestas obten ían resu ltado. Mis hermanos mayores iban ya a la escuela; a veces, cuando volvían, ped ían un bizcocho; m i madre enfada­da, les decía que no. Pero yo l loraba, hacía una escena, hasta que conseguía lo que quería . Recuerdo muy bien que m i madre me preguntaba porqué no era j u icioso como Wi lfred, pero yo pensaba en m i i nterior que Wi lfred, tan amable, tan du lce, se quedaba casi s iempre con hambre. Comprendí muy pronto que si se qu iere consegu ir algo hay que hacer ru ido.

Ten íamos un jard ín muy grande, y criábamos ga l l i nas. Mi padre compró po l l uelos y m i madre los cr iaba. Nos gustaba mucho el pol lo . Y ese p lato no ocasionaba n i nguna d iscusión entre m i padre y mi madre. Estuvo muy contento el d ía que le ped í que me d iera un jardín part icular. Me dio un trozo de terreno que yo cu ltivaba con mucho cuidado. Lo que más me gustaba era plantar gu isantes, y me sentía muy orgu l loso cuando los veía en nuestra mesa. En cuanto aparecían los primeros brotes de h ierbas los arrancaba . Arrastrándome a cuatro patas, inspeccionaba mis f i las de legumbres, sacaba los gusanos y los insectos, los mataba y los enterraba. A veces, cuando había acabado de l impiar lo todo y veía que mis legumbres podían crecer s in dif icultad, me tumbaba entre dos fi las, m i raba las nubes que pasaban en el cie lo y pensaba en tantas cosas . . .

A los ci nco años empecé a i r a la escuela; sa l ía por la mañana con Wi lfred, H i lda y Ph i l bert. Era la escuela primaria de Jol i Bosquet, a dos m i l las de la ciudad. S i nuestra presencia no p lanteaba n ingún prob lema era debido a que éramos los ún icos negros de la vecindad. En aquel t iempo, los blancos del Norte «adoptaban >> a un número muy reducido de negros que no parecía constitu i r una amenaza . Los n i ños b lancos no se hacían casti l l os sobre nosotros. S implemente nos l lamaban niggers, darkies (de pie l oscura) , y Rasfus, y nosotros tomába-

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mos estas palabras como nombres que nos eran propios. No pretendían insu lta rnos; nos veían así, eso es todo.

Una tarde de 1 931 , cuando Wilfred, H i lda, Ph i l bert y yo volvíamos a casa, encontramos a mis padres a punto de pelearse. Hacía tiempo que la atmósfera era algo ti rante a causa de las amenazas de la Legión Negra. Mi padre le ordenaba a mi madre que cociera uno de nuestros conejos (conejos que normalmente vendíamos a los blancos) . Con lo fuerte que era mi padre no ten ía necesidad de cuch i l lo para degol lar a un conejo o a un pol lo. A la primera vuelta de sus grandes manos negras arrancó la cabeza del animal y la arrojó, sangrando, a los pies de mi madre.

Mi madre l loraba. Empezó a sacar la piel del conejo antes de cocerlo. Pero mi padre estaba tan furioso que sa l ió dando un portazo y se fue, por la carretera, a la ciudad.

Entonces mi madre tuvo una visión. Siempre había ten ido esta extraña facu ltad que tenemos también la mayoría de sus h i jos, según creo. Cada vez que va a ocurrir a lgo g rave, lo presiento. Nunca me ha ocurrido nada para lo que no estuvie­se preparado.

Mi padre estaba ya muy lejos cuando mi madre sa l ió ch i l lando a las escaleras. « ¡ Early! ¡ Early ! » , g ritaba. Se cogía el delanta l con las manos crispadas; atravesó el patio corrien­do y l l egó a la carretera. Mi padre se volvió. La vio. Con lo furioso que estaba, no entiendo por qué le h izo una seña l con la mano. Pero s iguió a lejándose.

Mi madre me exp l icó después que había tenido una visión de la muerte de mi padre. Estuvo toda la tarde fuera de s í, nerviosa, trastornada, l l orando. Después de cocer el conejo, lo guardó en un p lato en e l rincón más cal iente del horno. A la hora de acostarnos, m i padre no había vuelto todavía ; mi madre nos estrechó entre sus brazos; notamos que pasaba algo raro, no sab íamos qué hacer, ya que nunca había estado así.

Recuerdo que me despertaron los gritos de mi madre. Salté de la cama y vi, en el sa lón, la pol ic ía que trataba de ca lmar­la . Se había vestido a toda prisa para sa l i r con los pol ic ías. Y nosotros, que estábamos a l l í m i rando, comprendimos perfec­tamente, sin que nadie nos lo d i jera , que a lgo horrib le le había ocurrido a nuestro padre.

La pol ic ía condujo a m i madre a l hospita l , la l levó a una

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habitación donde mi padre estaba tendido, cubierto con una sábana, pero el la no qu iso m i rar, tenía demasiado m iedo. Y desde luego, ten ía razón . El cráneo de mi padre estaba com­pletamente aplastado por un lado, según me exp l icaron pos­teriormente. Los negros de Lansing murmuraban que había sido atacado y dejado después sobre las vías del tranvía, que le había aplastado. Su cuerpo estaba casi partido en dos.

Sobrevivió en este estado unas dos horas y media . Los negros de entonces eran más resistentes que los de hoy en d ía, sobre todo los negros de Georgia . S i los negros de Georgia t�n.ían necesidad de ser fuertes, era s implemente para sobre­VIVIr.

Era ya de d ía y estábamos aún en casa, cuando nos d i jeron que había muerto. Yo ten ía seis años. Recuerdo que había un gran tumu lto; la casa estaba l l ena de gente que l loraba, que decía amargamente que la Leg ión Negra había acabado atrapándolo. Mi madre estaba h istérica. En su habitación, las mu jeres le hacían oler sales. Durante e l entierro se encontra­ba todavía en ese mismo estado.

No recuerdo muy bien el entierro. Lo que más me sorpren­dió fue que los funera les no se celebrasen en una ig lesia, siendo mi padre pastor. Yo había asistido a veces a funera les que é l oficiaba, en la ig les ia . Pero los funera les de mi padre tuvieron l ugar en las pompas fúnebres.

Durante la ceremonia, un moscardón negro se posó sobre la cara de mi padre y Wi lfred sa ltó de su asiento (una s i l la plegable) para cazarlo. Volvió deshecho en lágrimas . Cuan­do nos acercamos a l ataúd, me pareció que habían echado harina sobre e l rostro negro, enérg ico, de mi padre.

Al volver a la gran casa de cuatro habitaciones tuvimos que recibir muchas vis itas durante toda una semana. Eran amigos de la fam i l ia y gente de toda la reg ión que yo había visto en las reun iones de Marcus Garvey.

Los n iños se adaptaron con más fac i l idad que su madre a la nueva situación. No podíamos adiv inar como e l la lo que nos esperaba. A med ida que las visitas iban dejando de ven i r, empezó a i nqu ietarse seriamente por los dos seguros de vida que mi padre había suscrito, y de los que se sentía tan orgu l lo­so. Siempre decía que había que pensar en la fami l ia en caso de defunción. Uno de los dos seguros, e l menos cuantioso, se

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nos pago sm d ificultad. No sé a cuanto ascendía . Desde l uego, no eran más de m i l dólares, quizás la m itad.

Pero cuando mi madre tuvo este d inero, que se fue casi todo con el entierro y otros gastos, empezó a i r y a ven i r de la ciudad cada vez más preocupada. La compañía que debía pagarnos el seguro más e levado, se negaba o pagar. Preten­d ía que m i padre se había su ic idado. Empezaron de nuevo las vis itas, se habló mucho, y muy amargamente, de los hombres b lancos: ¿cómo pod ía ser que mi padre se hubiese aplastado él mismo el cráneo y se hubiese puesto después sobre las vías del tranvía para que éste le aplastara?

Ta l era la situación en que nos encontrábamos. Mi madre, que ten ía entonces treinta y cuatro años, no ten ía ni marido, n i protector, n i apoyo a lguno para sus ocho h i jos. S i n embargo, la vida fami l iar se fue reemprendiendo poco a poco. Nos los arreglamos m ientras duró el d inero del primer seguro.

Wilfred, que era un tipo bastante estable, maduró de gol­pe. Creo que era lo sufic ientemente l úcido como para com­prender, mejor que nosotros, que la m iseria se nos estaba com iendo. Dejó d iscretamente la escuela y se fue a la ciudad a buscar trabajo. Cog ió el primer empleo que encontró y volvió por la noche con todo el d inero que había pod ido recoger.

H i lda, que había s ido s iempre una ch ica equ i l ibrada, se encargó de los pequeños. Ph i l bert y yo no h ic imos nada. Nos l im itamos a pelearnos continuamente, uno contra el otro en casa, y contra los n iños blancos en lo escuela . Algunos veces eran peleas de origen racia l , pero norma lmente se puede deci r que nos peleábamos por cua lqu ier cosa.

Pusieron a Reg ina ld bajo mi protección. Desde que había empezado a andar, nos habíamos hecho muy amigos. Supon­go que me gustaba verle, tan pequeño, y tratándome con tanto respeto.

Mi madre empezó a comprar o créd ito. Mi padre se había opuesto siempre a este s istema. « E l créd ito, decía, es e l primer paso hacia las deudas, es e l principio de la vuelta a la esclavi­tud » . Después se puso a trabajar. Fue a Lansing donde encon­tró varios empleos ( l impieza, costura) , en los cosos de los b lancos. Norma lmente no se daban cuenta de que era negra . En Lansing, había muchos b lancos que no querían negros en su casa .

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Todo iba bien hasta que descubrían quién era, de quién era la viuda. Entonces la despedían. Recuerdo que volvía a casa l lorando, tratando de esconder las lágrimas.

Un día uno de nosotros, no me acuerdo cuál , tuvo que i r a donde trabajaba, y la gente, a l ver a l n iño, se d ieron cuenta de que la madre era negra; la pusieron i nmed iatamente en la ca l le. Esta vez volvió l lorando s in d is imu larlo.

Cuando los de la Asistencia v in ieron por primera vez a casa, les encontramos, a l volver de la escuela, hablando con nuestra madre. Le hacían m i l preguntas. Le miraban, nos m i ­raban, m i raban la casa, como si no fuéramos personas. A l menos, ésta era m i impresión. Para el los éramos cosas, nada más.

Mi madre empezó a rec ib ir cheques: uno ven ía de la Asis­tencia y el otro era una pensión de viuda, me parece. Los cheques nos ayudaban a vivir. Pero eran insuficientes, y noso­tros, demasiado numerosos. Cuando l legaban, a princ ip ios de mes, uno estaba ya h ipotecado por entero, o más: lo debía­mos a l tendero. Y el segundo no duraba mucho tiempo.

Empezamos a i r de capa ca ída; más lentamente en e l p lano físico que en e l psicológico. Mi madre era, antes y por encima de todo, una mujer tremendamente orgu l losa ; le cos­taba aceptar la caridad, y sus h i jos la im itaban.

Prontó empezó a mostrarse agresiva con e l tendero que no hacía más que aumentar la nota, le decía que no era una ignorante y esto a él no le gustaba. A los de la Asistencia les decía que no era una n i ña , que pod ía cuidar a sus h i jos so la, y que no ten ían por que ven i r a verla y meterse en sus asuntos. Y esto a e l los no les gustaba.

Pero e l cheque mensual les s i rvió de i ntroducción. H icieron como si les perteneciéramos. Mi madre hubiera querido ce­rrarles la puerta en las narices, pero no podía. Se puso furiosa cuando empezaron a hablar por separado a los más mayo­res, en las esca leras o en otra parte, haciéndoles muchas preguntas y hab lándoles mal de su madre o de sus hermanos.

Nosotros no pod íamos l legar a entender por qué nuestra madre no quería aceptar la carne, los sacos de patatas y de frutas, las conservas de todas c lases, que el Estado quería darnos. No comprendí hasta mucho tiempo después que se esforzaba desesperadamente en guardar intacta su d ign idad y la nuestra.

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Era lo ún ico que nos quedaba, ya que en 1 934 empezamos realmente a pasar hambre. Creo que fue el peor año de la Depresión. Entre todas las personas que conocíamos, n i nguna ten ía para vivir. Los viejos amigos de la fami l ia venían a vernos a lguna vez. Al principio, nos tra ían comida. Mi madre la aceptaba, aunque fuera caridad.

En Lansing había una panadería donde comprábamos, por un nickel, un gran saco de harina l leno de pan del d ía anterior y de pasteles secos; después volvíamos a casa. Creo que mi madre sabía hacer gran cantidad de p latos d iferentes a base de pan : un guiso de tomates con pan, y con huevos si ten íamos: un puding de pan, y uvas a lguna vez. Si podíamos compra r carne picada, hacía hamburguesas, con más pan que carne. Los pasteles secos, nos los comíamos enseguida.

Pero a veces no ten íamos n i s iqu iera un nickel y pasába­mos tanta hambre que nos daba vueltas la cabeza. Entonces mi madre hervía h ierbas en uno cazuela. Recuerdo que un vecino decía que com íamos « h ierba frita » , y los n iños se reían de nosotros. Otras veces, con un poco de suerte, podíamos comer cocido de aveno o de maíz tres veces al d ía . O cocido por lo moñona y pan de maíz por la noche.

Ph i lbert y yo éramos yo demasiado mayores paro pegar­nos. Cazábamos conejos con la carabina 22 de m i padre y los vendíamos o nuestros vecinos b lancos. Ahora me doy cuenta de que sólo los compraban para ayudarnos, pues e l los tam­b ién cazaban conejos, como todo el mundo. A veces Ph i l bert y yo nos l l evábamos a Reg ina ld o cazar. No ero muy fuerte pero estaba muy orgu l loso de poder ven i r con nosotros. Colo­cábamos trampas de ratón a lm izclero en el arroyo que corría por detrás de lo casa. Y esperábamos, boca o bajo, s in hacer ruido, que l l egase una rana que no sospechase nada; enton­ces la matábamos con uno lanza, le cortábamos las patas y las vend íamos o los vecinos, o un nickel el par.

Después, a fina les de 1 934 creo, ocurrió a lgo grave. La fam i l ia se había deteriorado psicológ icamente; nuestro orgu­l lo se había ido consumiendo poco o poco, qu izás porque ten íamos la prueba cotidiana y tangib le de nuestra pobreza. Conocíamos otros fam i l ias m iserables. S in que nadie lo hubie­ra d icho nunca exp l íc itamente, nos sentíamos muy orgu l losos de no tomar porte en las d istribuciones gratu itos de víveres. Ahora en cambio, íbamos como los demás. En la escuela nos

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seña laban con el dedo, nos l lamaban los «as istidos», y lo decían incluso en voz a lta .

Parecía que todo lo que ten íamos en casa para comer estuviera marcado « Proh ib ida su venta » . Los víveres que nos daba e l Estado estaban todos marcados así para evitar e l tráfico. Me sorprende que no l legáramos a creer que « Proh i ­bida su venta» era una marca .

A veces, en vez de volver a casa a l sa l i r de la escuela, recorría a pie las dos m i l las q ue nos separaban de Lans ing. Iba de tienda en tienda, me deten ía ante los escaparates l l enos de ca jas de manzanas, de toneles, de cestos, y buscaba la ocasión de aprovecharme. Me comía lo que fuera .

O bien i ba a ver, a la hora de cenar, a una fam i l ia que conocíamos. E l los sabían muy bien por qué i ba, pero lo d is i ­mu laban para no avergonzarme. Me invitaban a cenar y yo me atracaba.

Me gustaba mucho ir a visita r a los Gohanna. Eran una gente estupenda, de avanzada edad, que iban regularmente a la ig les ia . El los eran qu ienes provocaban los sa ltos y los gritos cuando mi padre pred icaba . Ten ían un sobri no al que todo el mundo l lamaba Big Boy. Nos entendíamos muy bien los dos. La señora Adcock, que iba con el los a la ig lesia, vivía también a l l í. Siempre estaba d ispuesta a ayudar, no se separaba de la cabecera de un enfermo. Era el la qu ien ten ía que decirme a lgo, años más tarde, que no he olvidado nunca : «Malco lm, hay una cosa que me gusta de t i . No va les nada pero no tratas de d is imu larlo. No eres un h ipócrita )) .

Me volvía cada vez más agresivo: cuando quería a lgo no pod ía esperarlo mucho tiempo.

Crecí muy deprisa, más fís icamente que mora lmente. La gente de la ci udad empezaba a reconocerme, y tomé concien­cia de la actitud de los b lancos hacia mí . Me di cuenta de que ten ía a lgo que ver con m i padre. Era la vers ión adu lta de lo que murmuraban los n i ños de la escuela : que la Legión Ne­gra, o e l Klan, había asesinado a m i padre y que la compañ ía de seguros le había hecho una mala jugada a m i madre a l negarse a pagar.

Alguna vez me atraparon robando, y los de la Asistencia empezaron a i nteresarse especia lmente por mí . Había que mandarme a algún sit io. Un d ía m i madre estaba muy excita-

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da, diciendo que era muy capaz de educar a sus h i jos sola . Cuando se enteró de que yo había robado, empezó a azotar­me, y yo i ntenté dar la a larma gritando. Hay una cosa de la que me he sentido siempre muy orgu l loso, y es que nunca le levanté la mano a m i madre.

En las noches de verano mis hermanos y yo nos íbamos por la carretera, o a través de los campos, a robar sandías. Los b lancos asociaban siempre las sandías con los negros hasta ta l punto que si un n i ño b lanco robaba sandías le decían que hacía como los negros. Los b lancos quieren d is imu lar o j ustifi­car siempre todos los defectos posib les cargándolos a espa l­das de los negros.

Yo cogía fresas. No recuerdo cuánto me pagaban por cada cesto, pero al cabo de una semana de trabajo había ganado un dólar, que en aquel tiempo era mucho. Me d i rig ía hacia la ciudad pensando en las cosas buenas de comer cuando me encontré con un muchacho b lanco, mayor que yo, Richard Dixon, que me preguntó s i quería jugar a cara o cruz. Me dio d inero suelto. Al cabo de media hora, lo había recupe­rado todo, y se quedó mi dólar. En vez de ir a comprar a lguna cosa a la ciudad volvía a casa, desengañado. Y lo estuve todavía más cuando descubrí que me había hecho trampas. Hay una manera de t i rar un nickel, cogerlo y hacerlo sa l i r del lado que se quiere. Fue mi primera lección de juego: el que gana siempre es un tramposo. Es como el negro de América que ve que el b lanco gana todas las partidas. E l b lanco es un profesiona l : t iene todas las cartas buenas en su mano y nos da siempre las ma las.

Fue más o menos por este tiempo cuando los Adventistas del Séptimo Día, que se habían insta lado cerca de casa v inie­ron a ver a m i madre; le hablaron durante horas y horas, le dejaron fol l etos, prospectos y revistas. El la los leyó. Wilfred, que volvía a ir a la escuela desde que rec ib íamos ayudas, leía mucho también. Estaba siempre sobre los l ibros.

Mi madre empezó a frecuentar asiduamente a los Ad­ventistas. Creo que ejercían una i nfluencia sobre e l la porque sus tabús a l imenticios eran aún más numerosos que los suyos. Al igual que nosotros, estaban en contra del conejo y del cerdo. Só lo com ían carne de rumiante en zuecos partidos, según la ley de Moisés. Acompañábamos a nuestra madre a las reuniones adventistas. Lo que nos i nteresaba más era que

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com íamos b ien . Pero también escuchábamos. Había unos cuantos negros que habían ven ido de las pequeñas ciudades de los a l rededores, pero creo que un noventa y nueve por c iento de los asistentes eran b lancos. Los Adventistas ten ían la convicción de que se acercaba el f in del mundo. De todos los b lancos que yo había conocido, eran los más amables. Pero en a lgunos aspectos se d iferenciaban de nosotros : los n i ños observamos que se ponían muy pocas especias en la comida, y que su olor no era como el nuestro.

Durante todo este t iempo, los de la Asistencia no dejaban de molestar a m i madre. El la los odiaba y no intentaba dis imu­larlo, no los quería en casa . Pero e l los seguían vin iendo, seguros de su derecho, y sembraban entre nosotros los granos de la discordia. Nos preguntaban, por ejemplo, cuál era el más i nte l igente de nosotros, y por qué yo era «tan distinto» .

Pensaban, me imag ino, que poner a los n iños en fam i l ias adoptivas formaba parte de sus funciones leg ítimas. Yo era su blanco: era un ladrón; esto quería decir que m i madre no se ocupaba de mí.

Todos nosotros habíamos sido traviesos en un momento dado, pero yo más que los otros. Ph i l bert y yo estábamos siempre en guerra . Lo que, entre otras cosas, permitió a los de la Asistencia hacer presión sobre mi madre fue que, un g ran­jero negro vecino nuestro nos había ofrecido carne de cerdo -un cerdo entero, o i ncl uso dos- y e l la no lo había aceptado. Esas a lmas caritativas trataron a mi madre de « loca » porque rechazaba la carne. E l la les expl icó que no habíamos com ido nunca cerdo y que era contrario a la rel ig ión de Adventista del Séptimo Día, pero para e l los esta exp l icación no ten ía sent i­do.

No ten ían por mi madre n i nguna s impatía, n i nguna com­pasión, n ingún respeto. E l d ía de esa h istoria de la carne, nuestra fam i l ia , nuestra un idad, empezó a desintegrarse. Evi­dentemente ten íamos d if icu ltades, y yo no arreg laba las co­sas. Pero hubiéramos pod ido arreg la rnos s i hubiéramos per­manecido juntos. Yo era malo, lo sé, creaba problemas y preocupaciones a m i madre, pero la quería.

Nos enteramos de que los de la Asistencia habían hablado con la fam i l ia Gohanna y que ésta había aceptado a lbergar­me. Pero a l saberlo, mi madre sufrió una crisis, y los des­tructores se largaron por un tiempo.

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Fue entonces cuando empezó a ven i r a vernos el g ran negro de Lonsing. No recuerdo cuál era su empleo. Por otro parte en Lansing, en 1 935, los negros no ejercían verdaderos «empleos» . Pero ese tipo se parecía un poco a mi padre. Era soltero y mi madre uno viuda de treinta y seis años solamente. Era i ndependiente, y por eso lo admiraba. E l la ten ía d ificu lta­des para mantener la d iscip l ina, y la presencia de un tipo así le sería muy úti l . Y con un apoyo materia l podría mondar a l diablo a los de la Asistencia .

Los n iños lo comprendíamos muy bien, s in necesidad de hablar. No pusimos n inguna objeción. Nos acostumbramos -incl uso nos d ivertía, ver a nuestro madre vistiéndose lo mejor que podía (era aún uno mujer hermosa) . Coda vez que él ven ía, se transformaba por completo, estaba a legre, sonreía, como no la habíamos visto desde hacía muchos años.

Vino o verla durante un año, creo. Pero hacia 1 936 ó 1 937, la dejó p lantado. Por lo que he podido comprender más tarde, se echó atrás ante la responsabi l idad de ocho bocas que a l imentar. Desde l uego, ero para asustarse.

Fue un golpe terrible para mi madre. E l principio del fin de la rea l idad. Empezó a hablar sola, sentada o andando, como si ignorase nuestra presencio. Los de la Asistencia vieron su estado de depresión. Entonces tomaron medidas defin itivas poro ocuparse de mi fami l ia . Me hicieron ver lo agradable que sería vivi r con los Gohonno, que me querían mucho, como Big Boy y lo señora Adcock.

Yo también les apreciaba mucho. Pero no quería separar­me de Wilfred, m i hermano mayor, a quien admiraba; n i de H i lda, que era como una segunda madre para mí¡ n i de Ph i lbert. Aunque nos pegásemos, éramos buenos amigos. N i de Reg i na ld, que ero muy débi l a causo de su hernia y me consideraba como su protector, de la m isma manero que yo consideraba o Wi lfred . Sin olvidar a los pequeños: Yvonne, Wesley y Robert.

Mi madre, cuanto más hablaba sola, menos se preocupa­ba de nosotros. Se había vuelto i rresponsable. Lo coso estaba cada vez más sucia. Y nosotros más descuidados. Ahora era H i lda quien hacía la comido.

Veíamos cómo nuestra madre se descuidaba. Ero a lgo terrible. Como el i n ic io de una catástrofe. Los pequeños se apoyaban en Wilfred y H i lda, los mayores, los más fuertes.

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Cuando me mandaron por fi n a casa de los Gohanna, estaba bastante contento, a l menos en apariencia. Lo ún ico que d i jo mi madre, cuando sa l í de casa con el funcionario que me escoltaba, fue : « No le dejen comer cerdo» .

En muchos aspectos, estaba mejor en casa de los Gohan­na. Compartía una habitación con Big Boy, y nos entendíamos bien. Pero no era un verdadero hermano. Los Gohanna eran muy creyentes. Big Boy y yo íbamos con e l los a la ig les ia. Los pastores y los fieles saltaban todavía más a lto y gritaban todavía más fuerte que los baptistas que yo había conocido. Cantaban a pleno pu lmón, se ba lanceaban de atrás a delan­te, l loraban, gemían, tocaban tambores, entonaban salmos.

Los Gohanna y la señora Adcock eran unos apasionados de la pesca y, a veces, Big Boy y yo les acompañábamos los sábados. Había a lgunos n i ños b lancos, pero Big Boy y yo no íbamos nunca con nuestros compañeros de clase. Cuando íbamos a pescar, e l tener que esperar que e l pez vin iera a morder el anzuelo no nos satisfacía. Yo pensaba que debía haber un truco mucho mejor para cogerlos, pero no lo había­mos descubierto todavía .

El señor Gohanna era muy amigo de los cazadores que nos l levaban a lgunos sábados a Big Boy y a mí a cazar conejos. Con permiso de m i madre, me había l levado la cara­bina 22. Los mayores tenían su sistema. Norma lmente, cuando el perro caza un conejo, éste se salva pero, por i nsti nto, vuelve. De manera que acaba siempre vo lviendo a l mismo lugar en que el perro se le ha echado encima. Pues bien, los viejos se escondían en algún sit io y esperaban que el conejo volviera, entonces le d isparaban . Este sistema me dio que pensar, y acabé encontrando otra estrateg ia. Big Boy y yo nos ale jábamos de los viejos y nos d i rigíamos a l l ugar por el que, según mis cá lcu los, ten ía que pasar el conejo cuando volvía .

Esto funcionaba siempre. Llegué a coger tres o cuatro conejos m ientras el los no cog ían n i nguno. Lo curioso, es que los viejos no sabían cómo lo hacía, y no cesaban de prod igar­me elogios por m i destreza. Yo ten ía entonces unos doce años. Lo ún ico que había hecho era mejorar su técn ica y para mí era una lección muy importante: si a lguna vez veis que a lguien tri unfa en lo que vosotros habéis fracasado, sobre todo si está is en igualdad de condiciones, es que ha hecho algo que vosotros no habéis hecho.

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Iba bastante a menudo a casa . De vez en cuando, Big Boy o alguno de los Gohanna me acompañaban. Por suerte, por­que con e l los era más fác i l .

Los de la Asistencia m i ra ron de separar enseguida a m i madre de todos sus h i jos. No cesaba de hablar sola, y cada vez había más blancos que iban a verla y le hacían un montón de preguntas. Inc l uso venían a verme a casa de los Gohanna, me i nterrogaban en la esca l inata, o en su coche.

Mi madre acabó hund iéndose del todo y, por decisión del tri buna l , la l levaron al hospita l psiqu iátrico de Ka lamazoo.

Se encontraba a más de setenta m i l las de Lansing, a una hora y media de autobús. Todos los h i jos estábamos bajo la protección de un ta l juez McCie l lan , de Lansing. Estábamos bajo tutela juríd ica, « pupi los de la Nación » . ¡Un blanco res­ponsable de n iños negros! Aún con las mejores i ntenciones, no era otra cosa que la esclavitud moderna, lega l izada.

Mi madre estuvo unos veintiséis años en el hospita l de Kalamazoo. Cuando yo era todavía un adolescente, y vivía en Michigan, iba a verla a lgunas veces. Nada me ha conmovido nunca tanto como el lamentable estado en que la encontraba. En 1 963 la sacamos de a l l í y ahora vive con Ph i l bert en Lan­sing.

Era mucho peor que s i hub iera estado enferma físicamen­te; en ese caso hubiéramos sabido por qué, le hubiéramos dado medicamentos y se habría curado. Cada vez que iba a verla, en el momento en que la tra ían, como un s imple núme­ro, y la alejaban de mí, me pon ía más triste.

La úl t ima vez que la vis ité a l l í, en 1 952, yo ten ía 27 años. Ph i l bert me había d icho que en su última visita casi no le había reconocido. «A ratos» , me d i jo. Pero a mí no me reconocía en absoluto. Me m i raba fi jamente. No sabía qu ién era . Yo i nten­taba hablarle, hacerle entender, pero e l la ten ía siempre la cabeza en otra parte. Le preguntaba : «Mamó, ¿sabes a qué d ía estamos? » . Y e l la me decía, m i rándome fi jamente : «Todos se han marchado» .

N o puedo expl icar l o que sentía entonces. La mujer que me había tra ído a l mundo, cuidado, aconsejado, castigado, que­rido, no me conocía. Yo la mi raba. La oía «hablar» . Pero no pod ía hacer nada por e l la . Creo que s i a lguna fam i l ia ha sido destru ida por la Asistencia públ ica, esa es la nuestra. Noso-

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tros queríamos estor j untos y lo intentamos. Eso desintegra­ción de nuestro hogar no era necesaria. Pero los de la Asisten­cia, los tribuna les y su médico nos d ieron el golpe de gracia. Y no éramos los ún icos en este caso.

Aquel d ía sabía que no volvería a ver o mi madre. Ya que nos habían considerado como números, como casos socia les que figuran en los manuales, y no como seres humanos, yo hubiera pod ido volverme muy malo y pel igroso. Mi madre había l legado a ese estado por que la sociedad había fa ltado a su deber, se había mostrado h ipócrita, avara, inhumano. Por m i parte, yo tampoco tengo compasión por una sociedad que aplasta a los hombres.

Casi nunca he hablado a nadie de mi madre, porque sería capaz de matar s in dudarlo ni un instante a cua lquiera que hablase mal de e l la . Por eso no he querido abri r n i nguna brecha en lo que podría precip itarse el primer imbéc i l que l legara.

Pero volviendo a 1 937, cuando mi fami l ia se d ispersó, Wilfred y H i lda eran yo lo sufic ientemente mayores como para que se les autorizase o vivi r en la gran casa de cuatro habitaciones que mi padre había constru ido. Ph i l bert fue colo­codo en otra fam i l ia de Lansing, en casa de la señora Hackett; Reginald y Wesley, en casa de los Wi l l iams, amigos de m i madre; Yvonne y Robert, en casa de los McGuire, u no gente de las Anti l las.

A pesar de la d istancia que nos separaba, segu imos estan­do muy unidos los unos con los otros y nos veíamos en Lan­s ing, en la escuela o en cua lqu ier otra parte, s iempre que pod íamos.

Mascota El 27 de jun io de 1 937, el boxeador Joe Louis venció a

James J. Braddock y se convirtió en el campeón del mundo de los pesos pesados. Los negros de Lansing, y los de todos partes, estaban locos de a legría : Joe Lou is era e l orgu l lo de nuestra raza, el ídolo de mi generación. Desde que empeza­ban o andar, los n iños negros soñaban con ser la próxima

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« bomba negra » . Mi hermano Ph i lbert no era una excepción; en la escuela era ya bastante buen boxeador (Yo en cambio, empecé a jugar a ba loncesto pero no tuve mucho éxito. Era muy a lto, pero muy torpe) . En otoño de ese mismo año, Ph i l ­bert participó en los combates de aficionados que se celebra­ban en el Auditor ium Prudden de Lansing.

Resu ltó vencedor en las pruebas e l im inatorias que eran cada vez más d ifíc i les. Yo iba a ver cómo se entrenaba en e l g imnasio. Era apasionante. Quizás s in darme cuenta le envi­d iaba secretamente. Además, no pod ía pasarse desapercibi­do que la admiración que Reg ina ld había sentido siempre por mí empezaba a desviarse.

Ph i lbert era un boxeador innato, decían . Pensé que siendo de lo mismo fami l ia, yo también debía serlo. Y entré en el mundo del boxeo. Creo que ten ía trece años cuando me i ns­crib í para el primer combate. Pero era tan a lto y tan atrevido que aparentaba d ieciséis, como mín imo. Pesaba 58 ki los. Era por tonto un peso plumo.

Mi contrincante era un blanco, novato como yo, que se l lamaba B i l l Peterson. Nunca lo olvidaré. Cuando nos l legó el turno, mis hermanos, y casi toda la gente que conocía, esta­ban mirándome. No es que hubieron venido o verme o mí precisamente, s i no o Phi lbert, que empezaba ya a preparar una buena segunda parte. Sus admiradores querían saber qué haría.

Sa lté a l ring y me presentaron a B i l l . Después el árbitro soltó el habitual ro l lo sobre el fair play que esperaba de nosotros. Sonó la campano. Yo sabía que estaba asustado, pero lo que no sabía (B i l l Peterson me lo d i jo más tarde) es que él también lo estaba. Tenía tanto miedo de que le hic iera daño que me tumbó a l menos cincuenta veces.

Perdí mi reputación en el barrio negro hasta tal punto que casi tuve que desaparecer de la c i rculación. Un negro no puede dejarse vencer por un blanco y volver con la frente a lta a su barrio. Y menos en aquel la época en que los deportes y, en menor escala, los espectáculos eran los ún icos campos en los que un negro podía vencer a un blanco s in ser l inchado. Cuando volví a aparecer por a l l í, los negros que me conocían se burlaban tanto de mí que comprend í que ten ía que hacer a lgo.

Lo que más me humi l ló fue el comportamiento de Reg inald,

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mi hermano pequeño: no hablaba nunca del combate. Pero era la manera en que me miraba y evitaba m i m i rada. Volví pues al g imnasio y me entrené duramente. Pegaba puñetazos a los sacos, sa ltaba a la cuerda, gruñ ía, sudaba agua y sangre. F ina lmente me inscrib í en las l i stas, para combati r con Bi l l Peterson.

Este segundo encuentro tuvo sólo una venta ja respecto al primero, y es que casi n inguno de mis am igos estaba en la sa la. Agradecí sobre todo que Reg ina ld no hubiera ven ido. En cuanto sonó la campana me l legó un puñetazo, después la lona subió; d iez segundos más tarde, el árbitro pronunciaba : << ¡ Diez ! » sobre m i cabeza . Fue, s in duda a lguna, el combate más corto de la Historia . Oía cómo el árbitro contaba, pero yo me sentía i ncapaz de levantarme. A deci r verdad, no estoy muy seguro de que qu is iera hacerlo .

Ese b lanco fue el principio y el fin de m i carrera pug i l íst ica. Durante estos ú lt imos años, desde que me convertí a l maho­metanismo, he pensado muchas veces en esta h istoria y creo que fue Al lah qu ien impid ió que s igu iera adelante: hubiera pod ido converti rme en un «punchy» .

Poco después de ocurri r esto, entré en una clase con el sombrero puesto. Lo h ice adrede. E l profesor, que era blanco, me ordenó que me lo quitase y que me paseara por toda la clase hasta que él me lo d i jera. «Así, d i jo, todo e l mundo te verá . Y m ientras tanto daremos la c lase para los que quieren aprender» .

Estaba todavía paseándome cuando se levantó para escri­bir a lgo en la pizarra . Todos los a lumnos le miraban. Entonces pasé por detrás de su mesa y puse un clavo en la s i l la . Cuando volvió a sentarse, yo estaba ya lejos del l ugar del crimen, en el fondo de la sa la. Se sentó sobre el c lavo. Le oí ch i l lar y levantarse como un rayo m ientras yo sa l ía por la puerta.

Mi conducta era ta l , que no me sorprendió lo más mín imo que me expulsaran .

Supongo que debí pensa r que no asistiendo a la escuela, podría quedarme en casa de los Gohanna y pasearme por la c iudad o qu izás encontrar un trabajo para ganar un poco de d i nero. Por esto me quedé tan sorprendido cuando un funcio­nario del Estado, a l que yo no conocía, vino a buscarme a casa de los Gohanna y me l levó ante el tribuna l .

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Me d i jeron que iba a i r a un reformatorio. Yo ten ía trece años.

Pero primero me l levaron a una casa de detención, en Mason (Mich igan), a doce m i l las de Lansing. Al l í i ban todos los chicos y ch icas «malos» de la reg ión de lngham, en espera de comparecer ante el tribunal de menores.

E l funcionario blanco se l lamaba Maynard Al len. Era más amable conm igo que la mayoría de los de la Asistencia. Incluso trató de consolar a los Gohanna y a la señora Adcock y a Big Boy que l loraban a lágrima viva. Yo no. Puse la poca ropa que ten ía en una ca ja. Fuimos a Mason en el coche de Al len. Me d i jo que s i i ba por el buen caminQ podría l legar a ser a lgu ien, se veía en mis notas. Añadió que se hablaba in justamente de los reformatorios, que eran sitios donde un joven como yo pod ía mejorar, tomar conciencia de sus erro­res y l legar a ser a lguien de qu ien todo el mundo se sentiría orgu l loso. Me d i jo también que la di rectora del reformatorio, una ta l señora Swerl in , y su marido eran muy buenas perso-nas.

Y era verdad. La señora Swerl i n dominaba a su marido: recuerdo que era una mujer robusta, con mucho pecho, que siempre estaba riendo. E l señor Swerl in era delgado; ten ía el pelo y el bigote negros y muchos colores en la coro . Ero d iscreto y educado, inc luso conmigo.

Les ca í en gracia desde el primer momento. La señora Swerl in me enseñó m i habitación, m i propia habitación, lo primero que ten ía en m i v ida. Estaba en un gran edificio, como un inmenso dormitorio, donde colocaban y colocan todavía, a los jóvenes deten idos. Descubrí ensegu ida, con gran asombro por mi parte, que se autorizaba comer en lo mesa de los Swerl in . Ero la primero vez que comía con adu ltos b lancos desde las reuniones de los Adventistas del Séptimo Día. Natu­ra lmente, yo no era el ún ico que tenía ese privi legio: excepto los más ind iscip l inados -los que habían intentado escapars� comíamos todos con los Swerl in , que se sentaban al extremo de una mesa muy larga.

Empecé o barrer y a l impiar el polvo como lo hacía en cosa de los Gohanna con Big Boy.

Todos estaban satisfechos de mí, y como me querían, me aceptaron ensegu ida. Ahora me doy cuenta de que me toma­ban por una mascota. Delante mío, hablaban de todo y de

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nada, como quien habla con su canario. Inc luso hablaban de mí, o de los niggers, como si yo no estuviera o no entendiera el sentido de esa pa labra. La repetían al menos cien veces al d ía, pero no era con mal icia, s ino a l contrario. Un d ía el señor Swerl i n al volver de un paseo por el barrio negro, d i jo delante de mí a su esposa : « No entiendo cómo se las arreg lan los niggers para ser fel ices y pobres a la vez>> . Añad ió que vivían en barracas, pero en cambio ten ían unos magníficos coches a la puerta.

La señora Swerl i n respondió, también delante m ío : « Los niggers son así» . No olvidaré nunca esa conversación.

Lo mismo ocurría con los b lancos, casi siempre relaciona­dos con la pol ítica, que ven ían a ver a los Swerl i n . La mayoría de las veces, los niggers eran su tema de conversación. E l magistrado que l l evaba m i caso en Lansing era muy amigo de los Swerl in . Preguntó por mí en cuanto l legó y me mi ró de a rriba a abajo como si fuera una muestra o un perro de caza.

Jamás se les ocurrió pensar que yo era capaz de entender, que no era un perrito, s ino un ser humano. No me atribuían n i sens ib i l idad, n i intel igencia, n i l a s facu ltades que hubieran reconocido en un muchacho blanco. Los b lancos han conside­rado siempre a los negros como unos seres que pueden estar con e l los, pero no pueden ser de e l los. Aunque pareciese que me abrían las puertas, seguían estando cerradas. En el fondo no me veían nunca, a mí mismo.

Y es precisamente esta clase de condescendencia la que hoy trato de desenmascarar a los negros ávidos de « i ntegrar­se» en la sociedad americana, que consideran a sus amigos blancos como « l i bera les» , los l l amados « buenos blancos» . Son «amables» . ¿Y después qué? Pensad que no os ven nunca como se ven a sí mismos, o como ven a los suyos. Puede que el b lanco esté j unto a l negro en lo fác i l , pero nunca en lo d ifíci l . En e l fondo, está convencido hasta la médu la de que va le más que cualquier negro.

Pero yo no me daba cuenta de todo esto cuando estaba en la casa de detención. Hacía m i trabajo y todo iba bien. Los fines de semana me daban permiso para ir a Lansing. Nadie me impedía pasear por las ca l les del barrio negro, inc l uso de noche. No ten ía la edad, pero la aparentaba por m i a ltura .

Crecía más rápidamente que Wi lfred y Ph i l bert. E l los ha­bían empezado ya a conocer ch icas en los ba i les de la escue-

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la y me presentaron a lgunas. Pero las que me encontraban agradable no me gustaban a mí, y vice-versa . De todos mo­dos, yo no sab ía ba i lar y no ten ía la menor i ntención de malgastar mis pocos dimes con unas chicas. Prefería pasar estos sábados por la noche paseando por los bares y restau­rantes negros. En los iukeboxes sonaba e l Tuxedo Junction de Erskine Hawkins . A veces ven ían a lgunas « bandas» de Nueva York. Al l í oí hablar por primera vez de Lucky Thompson y de Mi lt Jackson, a los que l uego conocería en Harlem.

Muchos jóvenes sal ían el d ía previsto de la casa de deten­ción para i r a l reformatorio. Pero cuando l legó m i turno, y l l egó dos o tres veces, se ignoraron las órdenes. Yo se lo agradecía mucho a la señora Swer l in -sabía que era e l la quien lo arreg laba todo- porque no quería i rme.

Un d ía me dijo que iba a ir a l instituto de Mason. Era la ún ica escuela de la ciudad. Los pupi los de la casa de deten­ción no iban cas i nunca a l l í. Los ún icos negros que habían, además de m í, eran los Lyons, más jóvenes que yo, que iban a clases i nferiores. Resu ltó que éramos los ún icos negros de Mason. los lyons, aun siendo negros, eran gente muy apre­ciada. E l señor Lyons era i ntel igente y trabajaba mucho. la señora Lyons era una mujer estupenda. E l la y mi madre eran dos de las cuatro personas procedentes de las Anti l las que vivían en Michigan.

Algunos de los jóvenes blancos que conocí eran todavía más s impáticos que los de Lans ing. Me trataban como a un nigger, natura lmente, pero no querían hacerme n i ngún daño, como los Swerl i n . Al ser el ún ico nigger de la c lase me h ice muy popular, en parte, supongo que debía ser porque repre­sentaba una novedad . Estaba muy sol icitado. Me daban la primacía absoluta en todo. Pero mi prestig io se debía también a la « recomendación» de la señora Swerl in , que era toda una persona l idad en la ciudad. En Mason nadie se atrevía a estar mal con e l la . Llegué a l extremo de no poder pasar un d ía en el instituto sin que se me reclamara en los grupos de d iscusión o en el equ ipo de ba loncesto. Yo aceptaba siempre.

Después la señora Swerl i n me encontró un empleo de lavaplatos en un restaurante de Mason : sabía que necesitaba d inero. El dueño del restaurante era el padre de uno de mis compañeros de c lase, un blanco con e l que nos habíamos hecho muy amigos. Su fami l ia vivía en el piso de arriba. E l

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empleo me gustaba. Los viernes por la noche, cuando me pagaban, me sentía flotando entre nubes. No recuerdo cuánto ganaba, pero me parecía mucho. Por primera vez en mi vida ten ía un poco de d inero mío. En cuanto pude, me compré un traje verde y unos zapatos y l l evaba caramelos a los compa­ñeros de m i clase, a l menos a los que hacían lo m ismo por mí.

Mis asignaturas preferidas eran Literatura e H istoria . E l profesor de Literatura, e l señor Ostrowski , me daba siempre consejos sobre la manera de l legar a ser a lgu ien. Lo ún ico que no me gustaba de las clases de H istoria era la manía del profesor, el señor Wi l l iams, en expl i car « h istorias de niggers>> . Un d ía, durante mi primera semana en el instituto de Mason, entré en la c lase en e l momento en que el señor Wi l l iams entonaba para d iverti rse un poco: <<A l lá en los campos de a lgodón hay qu ien d ice que los niggers no son unos ladro­nes» 1 • Muy divertido. Me gustaba mucho la H istoria, pero a partir de ese d ía no me gustó más el profesor. E l l i bro de texto dedicaba sólo un párrafo a la h istoria de los negros. El señor Wi l l iams nos lo leyó de un t i rón, riéndose a l m ismo tiempo: los negros habían sido esclavos, se habían emancipado, pero eran casi siempre perezosos, tontos e i ndolentes. El señor Wi l l iams añadía cosas de su cosecha : como verdadero antro­pólogo nos exp l icó entre dos carca jadas que los negros te­n ían unos pies «tan grandes que al andar dejaban agujeros en vez de hue l las» .

Siento tener que dec ir q ue no me gustaban las matemáti ­cas. Muchas veces he reflexionado sobre esto. Creo que era porque en matemáticas no hay d iscusión posible. Si te equ ivo­cas, te equivocas, y basta .

El ba loncesto en cambio era para mí muy importante. Formaba parte del equ ipo. lbamos a j ugar a las ciudades veci nas, Howel l , CharloHe. En cuanto me veían, los especta­dores me trataban de nigger y de « ladrón» a grito pelado. O me l lamaban ccRastus>> . Pero a dec ir verdad, esto no nos im­portaba n i a mis compañeros de equ ipo, n i a l entrenador, n i a m í. Mi posición era la misma que la de los negros que, todavía hoy, se dejan dec ir por los b lancos -aunque en el fondo les moleste- que <<progresan mucho» . Les han repetido tanto esta

l . Parod io de uno antiguo canción del Sur (N.T.) .

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historia, les han l lenado tanto el cerebro, que han acabado por creérselo.

Después del partido de baloncesto había casi s iempre un ba i le en e l instituto de uno de los equ ipos. Si no era en Mason, notaba cómo la sa la se enfriaba cuando yo entraba. Los jóvenes se tranqui l izaban cuando veían que yo no ten ía inten­ción de mezclarme con el los. Creo que encontré la manera de guardar las d istancias s in que pareciera que lo hacía expre­samente. Incluso en mi propio instituto notaba -era como una auténtica barrera- que a pesar de las grandes sonrisas, la «mascota» no pod ía ba i lar con las blancas.

Me puse a reflexionar largamente sobre un fenómeno muy extraño. Muchas veces mis am igos blancos de Masan, espe­cia lmente los que más conocía, me l levaban a un rincón y me incitaban a hacer proposiciones a a lgunas ch icas blancas, incluso a sus propias hermanas. Me expl icaban que el los ya se habían acostado con esas chicas, inc lu idas sus hermanas, o que lo habían intentado y no habían podido. Comprendí e l j uego enseguida : si consegu ía que el las rompieran el tabú y fueran conmigo a algún s itio apartado, podría hacerlas can­tar después y obl igarlas a acostarse con e l los .

Me da la impresión de que los b lancos pensaban que, siendo negro, yo debía saber mucho más que e l los de «amor»

. y de la sexua l idad; que sabía por instinto lo que había que deci r y hacer a sus amiguitas. No he dicho nunca a nadie que sentía una cierta atracción por a lgunas blancas y que e l las la sentían por mí. Me lo demostraban de muchas maneras. Pero cada vez que estábamos j untos haciéndonos confidencias o ten íamos relaciones que hubieran podido l l egar a ser muy íntimas, se interpon ía un muro entre nosotros. Las chicas que yo deseaba rea lmente eran dos negras que me había presen­tado Wilfred o Ph i l bert. Y, s in embargo, con el las no me atrevía.

Por lo que veía y oía los sábados por la noche en el barrio negro, me d i cuenta de que habían parejas mixtas. Pero, por extraño que esto parezca, no me impresionó lo más mín imo. Estoy seguro de que todos los negros de Lansing sabían que los b lancos pasaban en coche por a lgunas ca l les del barrio negro donde las prostitutas estaban a l acecho. Por otra parte, había un puente que separaba el barrio negro del blanco. Las mu jeres pasaban a pie o en coche a buscar a los negros que

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las estaban esperando. Ya en aquel la época, las mu jeres blancas de Lansing ten ían fama de conquistar a los negros. Entonces yo no sabía todavía que los blancos atr ibuyen a los negros una vir i l idad prodigiosa. En Lansi ng no he oído nunca decir que la mezcla de las dos razas hubiera creado proble­ma a lguno. Supongo que todo el mundo lo hacía por d ipero, como yo.

En sexto curso fu i elegido presidente de mi clase. El primer sorprendido fui yo. Pero ahora entiendo por qué: yo era uno de los mejores a lumnos del i nsituto, un fenómeno ún ico, a lgo así como un perrito rosa. Y me sentía orgu l loso, no puedo negarlo. No era todavía muy consciente de que era negro y trataba por todos los medios de ser b lanco. Por eso ded ico ahora mi vida a decir le al negro americano que pierde el tiempo queriendo « i ntegrarse» . Lo sé por experiencia, pues yo también lo i ntenté con todas mis fuerzas.

«Malcolm, qué orgu l losos estamos de ti » , d i jo la señora Swerl i n a l saber que me habían elegido presidente. La noticia corrió por e l restaurante donde trabajaba . Inc l uso m i tutor, que venía a verme a veces, me fe l icitó. Di jo que mi caso era un perfecto ejemplo de « reforma » . Tengo que reconocer que yo le apreciaba mucho, excepto cuando quería dar a entender que mi madre nos había abandonado.

En aquel la época conocí a E l la, la hi ja del primer matrimo­nio de m i padre. Vivía en Boston y vino a vis itarnos.

La encontré un d ía al sa l i r del instituto. Me estrechó en sus brazos, me miró de arriba a abajo. E l la era una mujer enor­me, quizás más que la señora Swerl i n . No era s implemente negra, s ino negra como el carbón, al igua l que mi padre. Por la manera con que se sentaba, se movía, hablaba, se veía que era una mujer que lograba siempre lo que quería. Mi padre estaba orgu l l oso de e l la porque había tras ladado a muchos miembros de la fam i l ia de Georgia a Boston, donde poseía a lgunos bienes, a pesar de que había l legado a l l í con las manos vacías. Nadie me había impres ionado nunca tanto.

En el verano de 1 940 tomé el autobús de Boston con m i maleta de cartón y mi traje verde. No hacía fa lta que l l evara un cartel que d i jera «pueblerino» : se veía demasiado. Desde mi asiento -lo habéis adivinado- en el fondo del autobús, veía pasar, como atontado, la América del hombre blanco.

E l la me esperaba en la termina l . Me l l evó a su casa, en el

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Harlem de Boston, Roxbury. La sentía más cercana que a una hermanastra, qu izás porque los dos tenemos un carácter do­m inante.

E l la hacía docenas de cosas a la vez; pertenecía a no sé cuántos c lubs; era un foco de atracción de la « buena socie­dad negra» de Boston. En su casa conocía un centenar de negros que hablaban como ci udadanos y me dejaban con la boca abierta.

Aunque hubiera querido aparentar ind iferencia no hubiera podido. La gente hablaba fam i l ia rmente de Ch icago, de De­troit, de Nueva York. No pod ía creer que hubieran tantos negras en el mundo, dada la cantidad que veía en Roxbury por las noches, sobre todo los sábados. Luces de neón, n ight­c lubs, bares, y ¡ los coches que conducían ! Por las ca l les se o l ía la coc ina negra de los restaurantes, rica, g rasa, tan nues­tra. Los jukeboxes dejaban oír a Erskine Hawkins, a Duke E l l i ngton, a Cootie Wi l l iams, y a otros. Los grandes con juntos de jazz actuaban todas las noches a lternada mente: una noche para los negros, la s igu iente para los b lancos.

Al volver a Masan me sentí i ncómodo, por primera vez en mi vida, en compañía de los blancos. Entonces no me daba cuenta, pero ahora sé que encontraba a fa ltar Boston, porque a l l í había descubierto, por primera vez, un mundo que era el m ío.

Un d ía, a l entrar en e l instituto, me encontré, no sé cómo, cara a cara con el señor Ostrowski , e l profesor de ing lés. Enorme, de cara sonrosada, y un espeso bigote. Con é l había tenido a lgunas de mis mejores notas y s iempre me había demostrado que me apreciaba. Ya he dicho antes que Os­trowski era un «consejero» innato : daba su opin ión sobre lo que había que leer, hacer y pensar sobre todo.

Creo que aquel d ía l levaba buenas intenciones. Estoy se­guro de que no quería hacerme n ingún daño. Era sólo a lgo propio de su natura leza de americano blanco. Yo era uno de sus mejores a lumnos, uno de los mejores a lumnos de todo e l instituto, pero mi porven ir estaba só lo «en m i sitio» : es esa clase de porvenir que todos los blancos preveen para los negros.

- Malco lm, me di jo, tendrías que pensar en tu porveni r. ¿ Lo has hecho?

No lo había pensado nunca. No sé por qué, le d i je que

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quería ser abogado. En aquel l a época no había en Lansing abogados negros que hubieran pod ido darme esta idea. To­do lo que sabía era que un abogado no ten ía que fregar p latos como yo.

E l señor Ostrowsk i se quedó sorprendido. Sonriendo me d i jo :

- Ma lco lm, en la v ida hay que ser ante todo rea l i sta . Entiéndeme. Aquí todos te queremos, ya lo sabes. Pero tú eres un nigger, y por eso tienes que ser rea l i sta . Ser abogado, no es una ambición rea l i sta para un nigger. Deberías reflexionar sobre todo lo que puedes ser. Tienes unas manos muy hábi les. Todo el mundo adm i ra tus trabajos de carpintería . ¿ Por qué no te haces carpintero? Personalmente, toda la gente te apre­cia, no te fa lta ría trabajo.

Después, cuanto más pensaba en esta conversación, más me preocupaba. Lo que más me molestó fueron los consejos que e l señor Ostrowski daba a mis compañeros de clase -todos el los b lancos-. Animaba a los que querían segu i r una carrera por sí solos, hacer a lgo nuevo. Algunas chicas que­rían ser maestras, los chicos funcionarios o veterinarios; una ch ica quería ser enfermera. Todos decían que el señor Os­trowski les an imaba a que lo h icieran . Y s in embargo, n i nguno de e l los ten ía tan buenas notas como yo.

Entonces me di cuenta de que, aunque no va l iera mucho, era más i nte l igente que la mayoría de los blancos. Pero apa­rentemente nunca sería lo bastante i ntel igente (a su modo de ver) para hacer lo que deseaba.

Fue entonces cuando empecé a cambiar, i nteriormente. Evitaba a los b lancos. Seguía as ist iendo a clase y contestaba cuando me hacían una pregunta, pero la c lase del señor Ostrowski se iba convirtiendo en un supl ic io para mí. Antes aparentaba no darme cuenta cuando me decían nigger; aho­ra me volvía para m i rar cara a cara al que me lo había dicho. Y la gente se quedaba sorprend ida .

He pensado muchas veces que si el señor Ostrowsk i me hubiese an imado a ser abogado, hoy sería miembro de esa burguesía negra, que ejerce profesiones l i bera les, frecuenta cockta i ls, y se considera portavoz o l íder del pueblo negro cuando en rea l idad su principal preocupación es « i ntegrarse» y recoger las migas que los b lancos le ofrecen a d isgusto.

Doy gracias a Al lah por haberme enviado a Boston en

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aquel momento. Si no, hoy sería un cristiano negro con el cerebro lavado.

Compatriota

Yo me parecía a li ' l Abner 1 • Mason (Michigan) estaba escrito en mi cara . Mi cabel lo roj izo y rizado estaba cortado con un est i lo muy pueblerino y no usaba bri l lantina. las man­gas de mi chaqueta verde me l legaban hasta las muñecas y los panta lones dejaban ver d iez centímetros de ca lcetines. l levaba un abrigo tres cuartos de color verde c laro, con el cuel lo estrecho, que me había comprado en un gran a lmacén de lansing. E l la por poco se cayó a l verme. Pero enseguida reconoció que había visto l legar de Georgia a otros miem­bros de la fam i l ia little en peor estado que yo.

Me había preparado una habitación pequeña y acogedo­ra en el primer piso. Cuando traba jaba en la cocina con sus potes y cazuelas, se veía perfectamente que era una auténtica georgiana. Era la clásica coci nera que te pone en e l p lato un taco de jamón, judías verdes, gu isantes negros, pescado frito, bon iatos, salsa y pan de maíz . Y cuanto más comes, más contenta está. Yo me atracaba como si fuera a mori rme a l d ía s iguiente.

Encontré a E l la tan grande, tan negra, tan obst inada, tan franca, tan impres ionante en una pa labra, como en Mason y en lansing. Quince d ías antes de m i l legada se había separa­do de su segundo marido, el soldado Frank, que yo había conocido el verano anterior. Me d i cuenta enseguida, aunque no se lo d i je, que un hombre norma l no puede conviv ir mucho tiempo con una mujer así. E l instinto de dominación corría por sus venas. A mí también me dio órdenes. No quería que me buscase un trabajo enseguida, como hacían la mayoría de recién l legados. El la había i ncitado a todos los que había hecho ven i r a l Norte a que d isfrutaran, fueran a pasear, toma-

l . Joven campes ino héroe de unas bandas que se hic ieron famosas en los EE.UU. (N.T.) .

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ron metros y autobuses para acostumbrarse a Boston antes de empezar a trabajar, porque entonces no tendrían nunca oca­sión de ver y conocer la ciudad en que vivían . Me prometió que me ayudaría a encontrar un traba jo cuando yo lo quis ie­ra .

Me ded iqué a pasearme por el barrio, con los ojos muy abiertos : el barrio de Waumbeck y de Humbolt Avenue, sobre la col ina de Roxbury, parecido a l Sugar Hi/1, donde viví des­pués. Noté que los negros de Roxbury, barrio negro snob, no se comportaban como los otros. Se l lamaban a sí mismos los «Cuatrocientos» y m i raban por encima del hombro a los ne­g ros del ghetto, l lamado «c iudad » , donde vivía mi otra her­manastra Mary.

Pensé que lo que estaba viendo en Roxbury eran los ne­gros «bien» , i nstru idos, importantes, en buena situación, que vivían en casas confortables y tranqui las rodeadas de césped. Andaban con paso seguro y org u l l oso. Iban a l trabajo, o l a ig lesia, de vis ita, con mucha d ign idad. Eran la versión bosto­niana de los l impiabotas y porteros « l legados» de Lansing, con la ún ica diferencia de que los de Boston eran víct imas de un lavado de cerebro mucho más profundo. Se las daban de ser i nfi n itamente más «cu ltivados» , más instru idos, «d ignos» y más ricos que sus hermanos negros del ghetto, a dos pasos de su casa . Los pobres se morían por i m itar a los blancos pen­sando que « blanqueados» serían « mejores » .

Se consideraba de la é l ite a toda fam i l ia que habitara en Boston desde hacía mucho tiempo y fuera propietaria de la casa que ocupaba. Y pertenecían a la él ite, aunque para e l lo tuvieran que a lqu i lar más habitaciones de las que les eran necesarias para poder poseer toda la casa. Los negros naci­dos en Nueva Inglaterra despreciaban a sus vecinos que, como E l la, habían emigrado recientemente del Sur. Y un buen número de negros de la Col ina eran como E l la : ambiciosos, emigrantes del Sur. También había negros de los Anti l las a los que tanto los negros del Norte como los del Sur habían bauti­zado con el nombre de « j ud íos negros » . Genera l mente, eran siempre los negros de l Sur y los de las Anti l las los que se las arreg laban para comprarse no sólo una casa, sino también otra para a lqu i lar la a particu lares. Los snobs del Norte eran los que estaban menos proveídos en este sentido.

En aquel la época, todos los que ejercían profesiones l i be-

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ro les -maestros, pastores, enfermeras- se creían superiores a los demás. Los carteros negros, los mozos de los coches-cama y los camareros de los vagones-restaurante parecían d ip lo­máticos, andando muy d ignos como si l l evaran sombrero de copa y smoking.

A mi modo de ver, de cada d iez negros de la col i na de Roxbury, ocho hacían traba jos domésticos que d is imu laban detrás de frases como: « trabaja en un banco» o «está en una compañ ía de seguros» , como si se tratara de Rockefe l ler o de Mel lon, y no de porteros y camareros negros con e l pelo gris que se esforzaban en mantenerse firmes para aparentar una mayor d ign idad. «Vivo con una fam i l ia de ancianos» era el eufemismo desti nado a d is imu lar e l empleo de criada o de cocinera en casa de los blancos, criadas y cocineras que, cuando estaban en Roxbury, hablaban entre e l las un lenguaje tan afectado que se hacía i ncomprensible. No sé cuántos botones de cuarenta o c incuenta años ba jaban todas las ma­ñanas de la Col ina, vestidos como embajadores con tra je negro y camisa blanca, para i r a l centro, a la Admin istración, «O las finanzas» , o a su <<gabinete de abogado» . Todavía hoy me aturde pensar en el número de negros que, tanto entonces como ahora, soportan la ind ign idad de esta clase de autointo­xicación.

Me paseaba por todas partes. Un d ía fu i a la un iversidad de Boston y a l d ía s iguiente cog í e l metro por primera vez. Bajé en la estación que había más gente. Era Cambridge: me ded iqué a dar vueltas a l rededor de la Universidad de Har­vard. Había o ído hablar de Harvard a lguna vez, pero en rea l idad no sabía nada. Si a lguien me hubiese d icho aque l d ía que veinte años más tarde daría una conferencia en e l fórum de la facultad de derecho no le hubiera creído.

E l la empezó a preocuparse porque nunca estaba en la Col i na, ni s iquiera después de mis visitas turísticas. Yo no quería decepcionarla, y menos preocupada, pero i ba cada vez más a menudo, en contra de su vol untad, al ghetto negro. Me atraía i nstintivamente ese un iverso de tiendas, apartamen­tos y restaurantes baratos, salas de bi l lar, bares, ig lesias, escaparates y casas de préstamo.

Esa parte de Roxbury era mucho más excitante y yo me sentía mucho más en m i ambiente entre los negros que se­gu ían siendo e l los m ismos y no se daban a i res de superiori-

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dad . Aunque vivía en la Co l i na, no me creía, ni me he creído nunca, «mejor» que los otros negros.

E l primer mes que pasé en Boston estaba siempre con la boca abierta . Aquel los «mocosos)) tan bien vestidos que co­rrían por las ca l les y los so los de b i l lar, v is ib lemente sin empleo/ me fasc inaban. No pod ía creer que tuvieran el pelo tan l iso y bri l lante como los b lancos. E l l o me d i jo que a los que se desrizaban el pelo les l lamaban 11conks». Yo no había probado nunca n i una gota de a lcohol ni fumado un cigarri l lo, y en cambio veía n iños de d iez o doce años que j ugaban a los dados con d inero, a las cartas/ se peleaban/ ped ían un penny o un nickel a los adultos para jugar a la lotería . Ju raban de molo manero y empleaban pa labras de argot que yo no entend ía . Por lo noche1 en lo cama1 daba vueltos y vueltas o todas esas pa labras. En el centro, sobre todo por la noche/ se veían o veces una b lanco y un neg ro que se paseaban abrazo­dos por la acero1 parejas mixtas bebiendo por los bares/ en vez de marcharse a un rincón oscuro como en Lansing. Las parejas mixtos del ghetto me sorprendían muchís imo.

Quería encontrar un trabajo por m í mismo para darle una sorpresa a E l lo . Uno tarde entré, no sé por qué presentimien­to/ en una so lo de bi l lar que observaba desde hacía mucho rato a través de los crista les de la ca l le. No ten ía i ntención de jugar; en rea l idad no lo había hecho nunca. Pero me sentía atra ído por los jóvenes que se apoyaban, con una cierta ind iferencia, sobre los mesas cubiertas de paño verde y envia­ban las bolas a los agujeros. Algo me dijo entonces que ten ía que d i rig i rme al t ipo que recog ía los bolos y del que sabía que se l lamaba Shorty 1 • Rea lmente, era muy baj ito y ten ía el pelo l iso y bri l lante. Un día, cuando sa l ía del b i l lar, me vio en lo acera y me di jo « hola , Red» 2 y yo pensé que ero un t ipo s impático.

Queriendo pasar desaperc ibido, me desl icé, evitando a los j ugadores/ hasta el fondo de lo sa lo/ donde encontré a Shorty que se d isponía a l lenar una lata de conservas con ese polvo que usan los j ugadores de b i l lar para tener las manos secos. Shorty empezaría enseguida a burlarse de mí : « ¡Uff! ,

l . Baj ito (N.T.) . 2. Pet i rrojo (N.T.) .

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este mocoso huele a campo a vei nte metros, d i ría riéndose. Tiene las piernas tan largas y los panta lones tan cortos que se le ven las rod i l l as, ¿y su cabeza? ¡si parece un matorra l ! » .

Pero aquel d ía Shorty se contuvo la risa a l verme tan « pueblerino» cuando le pregunté dónde podía encontrar un empleo como el suyo.

- Si te refieres al de recoger las bolas, d i jo Shorty, no conozco a nadie en los b i l lares de por aquí que necesite ayuda. ¿ Pero qu ieres un empleo cua lqu iera ?

Me preguntó qué clase de trabajos había rea l izado. Le d i je que había fregado platos en un restaurante de Masan (Mich igan) . A Shorty por poco se le cae la lata de polvos:

- ¡ No me digas! ¡ De m i tierra ! ¡Yo también soy de Lans ing! No le d i je nunca a Shorty -y él nunca lo sospechó- que

ten ía d iez años menos que é l . Creía que teníamos la misma edad. Al pr inc ipio me sabía mal decírselo y después yo no me acordé más. Shorty había dejado de estud iar su primer curso, en el i nstituto de Lansing, había vivido con unos t íos en Detroit, y pasado los seis ú ltimos años en casa de un primo de Rox­bury. Pero se acordaba perfectamente de muchas personas y lugares de Lansing que yo le citaba, y a l cabo de muy poco tiempo parecía que nos hubiésemos criado en la misma ca l le. Shorty estaba muy contento de haber encontrado un amigo y yo también me a leg raba. Había encontrado un amigo.

- Mira, esta ciudad es estupenda si te adaptas a ella, d i jo Shorty. Tú eres un muchacho de m i tierra . Voy a darte leccio­nes de ciudadano.

Me quedé como un imbéci l , sonriendo abiertamente. - ¿No tienes nada qué hacer ahora ? Entonces espérame. Lo que me gustó enseguida de Shorty fue su franqueza.

Cuando le d i je dónde vivía, d i jo lo que yo esperaba que d i jese, o sea que en el ghetto nadie pod ía sufri r a los negros de la Col i na . Pero a su modo de ver, una hermana que me acog ía s in hacerme pagar a lqu i ler y s in darme prisa para encontrar un trabajo, no podía ser mala persona. El oficio de Shorty en el b i l lar le perm itía i r viviendo y aprender a tocar el saxofón. Unos años antes había ganado bastante d inero, y había pod ido comprárselo.

- Ahora está guardado en e l armario esperando la lec­ción nocturna.

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Shorty iba a clase «con otros ti pos» y ten ía i ntención de formar una pequeña orquesta de jazz. «Hay mucho tr igo que moler en Roxbury», me aseguró.

Por la tarde, m ientras no recog ía bolas, Shorty me estuvo hablando de los traficantes que había en la sa la. Me d i jo que jugaban todos los d ías un dólar por lo menos. Cuando ganase mucho d inero lo emplearía para formar su con junto de jazz.

Me daba vergüenza deci r que no había j ugado nunca d inero. Shorty me excusó. « ¡ Bah ! Es que nunca has ten ido nada paro gastar. Cuando tengas un empleo podrás empe­zar». Me señaló con el dedo a los j ugadores y a los chu los. Algunos iban con prostitutas b lancas, murmuró. «Y no te voy a engañar. A mí también me gusta i r con una por dos dólares. Aqu í pasan muchas cosas por la noche. Ya lo verás» . Le d i je que ya había visto a lgunas. « ¿Ya has ido con a lguna?» , me preguntó .

Yo no ten ía n inguna experiencia y mi confusión me traic io­nó. «No te dé vergüenza, me d i jo. Yo fu i con algunas antes de sa l i r de Lansing ya sabes, aquel las preciosidades polacas que cruzaban el puente. Aqu í son casi todas ita l ianas o ir landesas. Pero todas las blancas son iguales: prefieren a los negros» .

Shorty me estuvo presentando durante toda la tarde a los tipos que venían al b i l lar. « Es un compatriota mío, decía. B�sca trabajo. S i sabéis a lgo . . . » . Todos decían que ya lo m 1 rarían.

A las siete l legó el otro encargado de recoger las bolas. Shorty se fue corriendo a la c lase de saxofón. Pero antes de i rse me d io los seis o siete dólares de propinas que había hecho aquel d ía en piezas de ci nco o de d iez cenfs. « ¿Tienes a lgo para comer, compatriota ? » .

Le d i je que sí, ten ía dos dóla res. Pero Shorty m e h izo coger tres más. « Para rel lenar los bols i l los» , me di jo . Abrió el estu­che del saxofón y me lo enseñó; e l cobre bri l laba sobre el terc iopelo negro. «No te preocupes, compatriota, y vue lve mañana. Alguno de esos te encontrará trabajo» .

Cuando l legué a casa, E l l a me d i jo que un ta l Shorty me había telefoneado. Había dejado un recado dic iendo que e l l impiabotas de l Roseland, un ba i le, se iba aque l la misma noche y que yo podría ocupar su puesto.

« Pero si tú no tienes experiencia, Malcolm» , me d i jo E l la .

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Me d i cuenta de que no le gustaba esa clase de trabajo. Pero a mí me daba lo mismo. Vería a las orquestas de jazz más importantes del mundo. Esta perspectiva me cortaba la respi­ración. N i s iquiera me esperé para cenar.

La sa la estaba i l um inada. En la puerta un hombre hacía entrar a los miembros del conjunto de Benny Goodman. Le d i je que quería ver a Fredd ie, el l impiabotas.

- ¿Eres e l nuevo? Me preguntó. Le respondí que sí y él se rió: « Bueno, qu izás tú también tendrás suerte y te comprarás un Cadi l lac» . Me d i jo donde pod ía encontrar a Freddie: en el segundo piso, en el lavabo de los hombres.

Antes de subir eché una ojeada a la sa la . La pista era inmensa. No pod ía creer lo que veía . Al fondo, bajo una tenue l uz de color rosa, los músicos de Benny Goodman paseaban, hablaban, reían, preparaban sus instrumentos.

Arriba, en el lavabo de hombres, me recibió un tipo delga­do como un h i lo, de piel morena y pelo l iso: « ¿Eres tú el compatriota de Shorty? » . Le d i je que sí. Se presentó: era Fredd ie . « Es un gran t ipo ese Shorty, añadió, te ha telefonea­do porque se había enterado de que he ganado la lotería y natura lmente supuso que iba a largarme» . Le expl iqué lo que me había dicho el portero sobre el Cad i l lac. Freddie se rió: « Los blancos se mueren de envid ia cuando ven que un negro gana la lotería . Sí, les he d icho, para hacerles rabiar, que voy a comprarme un Cad i l lac» .

Después me d i jo que le observara atentamente, pero s in molestarle. I ntentaría enseñarme el oficio antes del próximo bai le, que iba a celebrarse a l cabo de pocos d ías.

Freddie se sentó en su taburete y empezó a darme instruc­ciones: « Los paños y los cepi l los cerca del taburete ... cada cosa en su s it io, porque tendrás que ir muy deprisa, no hagas nunca un gesto i nnecesario . . . ».

Me dijo también que mientras l impiaba los zapatos ten ía que vig i la r a los cl ientes que sa l ían del lavabo para darles una toa l la blanca. « Hay muchos que no se acuerdan de lavar­se las manos, y a veces hasta les da vergüenza cuando les ofreces la toa l la . En rea l idad lo de las toa l las es lo mejor que hay aquí. Cuesta sólo un penny lavarlas y casi s iempre te dan por lo menos un nickel de propina» .

La música de abajo l legaba hasta nosotros. Yo estaba

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como h ipnotizado. « ¿ No has visto nunca un ba i le grande?» , me preguntó Freddie. «Vete a fisgar un poco» .

Había ya a lgunas parejas ba i lando ba jo la luz rosa . Pero lo que más me maravi l la ba era la gente que entraba. Nunca había visto mu jeres tan elegantes, jóvenes, viejas. Los b lancos compraban sus entradas y volvían a poner sus gruesos fa jos de b i l l etes en el bolsi l lo; dejaban los abrigos de las señoras en el vestuario, las cog ían del brazo y las conducían a la sala.

- « Esto no es nada, muchacho, di jo Fredd ie. ¡Cuando ba i­lan los nuestros hay ambiente ! » .

Los d iscos de Benny Goodman parecían fi l trarse por las paredes del lavabo de hombres. Freddie me dejó que ba jara a escucharlos. Iba a cantar Peggy Lee. ¡Qué guapa estaba! Era la gran atracción.

- «Estás todavía muy verde en según qué cosas, me di jo Fredd ie. Unos te ped i rán a lcohol, otros marihuana. Pero no des nunca nada hasta que estés seguro de que no son pol i ­c ías . . . S i sabes hacerlo, puedes l legar a ganar hasta d iez o doce dólares por ba i le. Lo más importante es que no olvides que en la vida uno tiene que aprovecharse de lo que puede. ¡Ad ios, Red ! » .

Volví a encontrar a Freddie un d ía por la noche, e n e l centro. Iba a l volante de un Cad i l lac gris perla que acababa de comprarse.

<< ¡Cuántas cosas me enseñaste ! » , le d i je, y se rió. Sabía muy bien a qué me refería . No me había sido muy d ifíc i l darme cuenta de que Freddie pasaba menos tiempo l impian­do zapatos y ofreciendo toa l las, que vendiendo a lcohol y marihuana y poniendo en contacto a los <<primos» b lancos con las prostitutas negras. También me había dado cuenta de que venían muchas b lancas a los bai l es negros. A a lgunas las mandaba e l chu lo, otras ven ían con su am igo negro, otras ven ían solas a probar fortuna con los negros siempre d ispon i ­b les y entusiastas.

Natura lmente, los negros no pod ían entrar en un ba i le b lanco. Pero los chu los de las prostitutas negras se encarga­ban de hacerle entender a l l impiabotas que pod ía ganarse un suplemento pasando un número de teléfono o una d i rección a los << primos» b lancos que después del ba i le se ponían en busca de << negritas» .

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La mayoría de los bai les de Roseland estaban reservados a los b lancos y todas las orquestas eran blancas. Que yo sepa, sólo una orquesta blanca tocaba por las noches en un bai le negro, la de Charl ie Barnet. Habían muy pocas orques­tas blancas capaces de satisfacer a los negros. Pero el Chero­kee y la Rumba del Piel Roia de Barnet les volvía locos. La sa la estaba l lena hasta los topes de negras con extravagantes vestidos y zapatos de satén, y unos peinados i ndescriptib les, y hombres con trajes de últ ima moda y conks. Todo el mundo reía, ch i l laba, era como una explosión.

A veces, cerca de las ocho, los músicos ven ían a l lavabo de los hombres para l impiarse los zapatos antes de empezar a trabajar. De este modo he l impiado l os zapatos a Duke E l l i ngton, Count Basie, Lionel Hampton, Cootie Wi l l iams, J im­my Lunceford . Johny Hodges, el g ran saxo de Duke, me debe todavía qu i nce cents . . . Yo manejaba el paño como un rayo, al ritmo de todos sus d iscos que rodaban por mi mente. N ingún músico del mundo ha tenido nunca un l impiabotas tan «fan» como yo.

Cuando no había mucho trabajo, ba jaba un rato a ver el ba i le. Los b lancos ba i laban como si les estuvieran dando clases -izqu ierda, uno, dos; derecha, tres cuatro- siempre los mismos pasos como si fueran relojes. ¡ Pero los negros! Nadie hubiera pod ido poner reg las a sus ba i les. Hacían lo que les pasaba por la cabeza, atrapaban al vuelo cua lqu ier pareja, inc l uso blancas. Quizás mis hermanos negros me odiarían si les d i jera que muchas negras eran pisoteadas por los negros que se lanzaban sobre las b lancas. Parecía que Dios hubiese hecho bajar a lgunos de sus ángeles. Pero los tiempos han cambiado; hoy en d ía, esas m ismas negras se lanzarían sobre los hombres de color, y las blancas lo mismo.

Algunas parejas se soltaban, improvisaban pasos y movi­mientos. Era algo increíble. Aunque no había ba i lado nunca, sentía el r i tmo en mis venas.

« ¡ Es la hora del espectácu lo! » gritaba la gente hacia e l fina l de la noche. Entonces las parejas más salva jes se queda­ban en la pista, las ch icas se ponían zapati l las de ten is, la orquesta tocaba, y los demás formaban un círcu lo, aclamán­doles, y tocando pa lmas, a l rededor de las parejas en compe­tición que ocupaban sólo la cuarta parte de la pista . Entre los

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espectadores, · la orquesta y los que ba i laban, el Roseland parecía un barco a punto de hund i rse. Los proyectores rosas, después amari l los, verdes, azu les, segu ían a las parejas que bai laban e l lindy-hop como locos. La orquesta iba tocando hasta que, agotadas y bañadas en sudor, las parejas iban cayendo una después de otra fuera de la pista .

A veces me quedaba cerca de la puerta, ba i lando solo, con m i chaqueta gris y e l cepi l lo en el bolsi l lo. E l gerente ven ía entonces a buscarme porque los c l ientes estaban esperándo­me arriba.

No sé cuándo empecé a beber y fumar marihuana. Era la época en que sa l ía con Shorty y sus compañeros por la noche, j ugábamos a los dados, a las cartas, apostaba cada d ía el dólar que ganaba. Segu ía siendo un puebleri no, pero mis compañeros me aceptaron. Pasábamos muchas noches jun­tos, genera lmente en casa de a lguna chica. La marihuana nos daba la impresión de estar f lotando, e l whisky nos quemaba el estómago. Todo el mundo sabía que ten ía que crecerme un poco el pelo para que Shorty pudiera hacerme un conk. Un d ía d i je que ya había ahorrado la m itad de l d inero que nece­sitaba para comprarme un zoot 1 •

- « ¿Ahorrado? (Shorty no pod ía creerlo) . Oye compatrio­ta, ¿tú no has oído hablar del créd ito? » .

Y me ordenó que fuera a l d ía s igu iente a primera hora a ver a un sastre amigo suyo. Este me tomó medidas y me enseñó un tra je maravi l loso: panta lón azul c ielo muy ancho en las rod i l las y estrecho en los tobi l l os, y una chaqueta larga enta l lada.

El dependiente me aconsejó un sombrero y lo compré. Era azu l , con una p luma en la cinta . En el a lmacén me h icieron un regalo: una cadena de re loj muy larga, chapada en oro, que sa l ía por debajo del doblad i l lo de la chaqueta . E l s istema de crédito me había conqu istado para s iempre.

Hice la prueba con E l la . «Tenía que ocurri r» , d i jo. Me h ice tres fotos de un tono sepia, a vei ntic inco cents cada una; en una pose de lo más moderno, sombrero inc l i nado, rod i l las j untas, pies separados, y los dos índ ices seña lando el suelo. De esta manera, la chaqueta larga, la cadena y los panta lo-

l . Traje de hombre, muy vistoso.

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nes Punjab quedaban mucho más espectaculares. Les dediqué una foto a mis hermanos de Lansing, le d i una a E l la y otra a Shorty que se emocionó much ís imo. Lo noté por el tono en que di jo: «Gracias, compatriota » . Pero el no man ifestar las emo­ciones formaba parte de nuestro cód igo.

Shorty decid ió poco después que ya ten ía el pelo bastante largo para desrizado. Me había prometido que me enseñaría como se hacía un conk en su casa en vez de i r a pagar tres o cuatro dólares a l barbero.

Me h izo una l i sta de los ingred ientes que ten ía que com­prar: dos latas de sosa caústica, dos huevos y dos patatas de tamaño med io. En el drugstore que había cerca del b i l lar pedí un bote de vase l ina, un trozo de jabón, un peine grande y otro pequeño, un tubo de caucho y un g rifo de ducha metá l ico, un delanta l de caucho y un par de guantes.

- « ¿Es la primera vez que te haces un conk?», me pregun­tó el dependiente.

- « ¡ Exacto ! » , le respondí, muy orgu l loso. Shorty me i nsta ló en el apartamento donde él vivía en

ausencia de su primo. «Mírame bien » , d i jo. Peló las patatas, las cortó a trocitos pequeños y los puso en

un gran pote de crista l , después los revolvió con una cuchara de madera y añadió la sosa cáustica hasta que el pote estuvo medio l leno. « No uti l i ces nunca una cuchara de meta l , d i jo. Con la sosa se pondría negra» .

Shorty añadió dos huevos a esa mezcla gelatinosa y a lm i ­donada y se puso a bati rlos muy deprisa . E l congo/ene se volvió amari l lo pá l ido. «Toca el pote» , me d i jo; puse la mano y la retiré enseguida. «Tienes razón, quema. Es la sosa . Cuan­do te lo ponga en la cabeza te quemará muchís imo, pero cuanto más aguantes, más l iso te quedará el pelo» .

Me d i j o que me sentara, me ató e l delanta l del caucho a l rededor del cue l lo y me peinó. Después me dio un masaje de vasel ina para que penetrara por el cuero cabe l l udo. Me untó las orejas, la nunca y la frente. «Cuando te enj uague el pelo, no te olvides de deci rme s i te quema todavía por a lgún sitio» . Se lavó las manos, se puso los guantes de caucho y se ató e l delanta l , también de caucho.

«Si el congo/ene no se va te hará una quemadura en la cabeza )) .

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Cuando Shorty empezó a ap l icarme el congo/ene sentí sólo un calor agradable. Poco después la cabeza me ard ía .

Apreté los d ientes y me cog í con todas mis fuerzas a los bordes de la mesa de la cocina. Te n ía la impresión de que el peine me arrancaba la p ie l .

Me l loraban los ojos, se me tapaba la nariz. No podía más. Me arrojé sobre el lavabo. A Shorty le l lamé de todo. Por fin abrió la ducha y me enjabonó la cabeza. Hacía espuma, me aclaraba, con el agua cada vez un poco más fría . Esto me a l ivió mucho.

- ¿Te quema todavía ? - No, le respond í, casi s i n poder articu lar. Las rod i l las me

temblaban. - Ve a sentarte entonces. Creo que ya está . Shorty cog ió una toa l la y empezó a secarme, friccionándo­

me muy fuerte. La cabeza volvía a quemarme. « Despacio» g rité.

- La primera vez es la más dolorosa . Pero te acostumbra­rás pronto. Te está muy bien, compatriota . Tienes un buen con k.

Vi en el espejo los mechones suaves y húmedos que me caían . La cabeza me quemaba todavía, pero no mucho. Me puso la toa l la sobre la espa lda y empezó a untarme el pe lo con vase l i na.

Me peinó hacia atrás, primero con el peine g rueso y des­pués con el f ino.

Después me cortó el pelo a nava ja, muy suavemente, em­pezando por la nuca y por los lados. Me dejó « pati l las» .

M i primera m i rada e n e l espejo bastó para compensar todo lo que había sufrido. Había visto conks que no estaban nada mal, pero cuando se ve sobre la propia cabeza, e l efecto es mucho mayor.

Shorty estaba de pie detrás m ío; nos sonre ímos, los dos sudábamos a chorros. Noté sobre m i cráneo un casco espeso, bri l l ante, de cabel los rojos -auténticamente rojos- l isos como los de un blanco.

¡Qué r idícu lo era ! Admiraba en el espejo a un negro con cabe l los « blancos» . Me ju ré que no tendría nunca más e l pelo rizado, y efectivamente me lo desricé durante muchos años.

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Acababa de dar el primer paso hacia la degradación de mí m ismo. Me había un ido a esa mu ltitud de negros de Améri­ca, que a base de lavados de cerebro acaban creyendo que los negros son « i nferiores» -y los blancos «superiores»- hasta ta l punto que no vaci lan en muti lar y profanar los cuerpos que Dios les ha dado para parecer «guapos» a los ojos de los blancos.

Mirad a vuestro a l rededor en cualquier c iudad, grande o pequeña, desde el drugstore hasta el sa lón « integrado» del Waldorf Astoria, y veréis todavía negros desrizados. Y muje­res negras con pelucas verdes, rosas, violetas, rojas o rubio platino, r idícu las como títeres de vaudevi l le. Y os preguntaréis si los negros han perdido la cabeza, el contacto con sí mis­mos.

Veréis que se desrizan el pelo muchos, muchos negros, pertenecientes a las c lases «superiores» y -me sabe mal de­cirlo- muchos artistas. Una de las razones por las que siempre he admirado a Lionel Hampton y Sydney Poitier, es que han conservado su pelo natura l aún s iendo figuras de primera categoría . Admi ro a los negros que no se han desrizado nunca e l pelo o que han sabido renunciar a hacerlo, como yo h ice fina lmente.

No sé qué conk es más vergonzoso: el que desfigura a los «grandes» o pequeños burgueses negros que tendrían que estar por encima de todo esto; o e l de los más miserables, los más humi l lados, los más ignorantes. Pienso ahora en e l negro del gheto, el del S.M. I .G., que yo era cuando me h ice el primer conk. Es genera lmente un pobre imbéci l que l l eva un pañuelo en la cabeza para que su conk dure más. Sólo lo expone en las grandes ocasiones para demostrar que va a la moda. Pero no he oído nunca hablar bien de los conks a n inguna mujer, b lanca o negra . Por otra parte, no entiendo cómo una mujer negra, orgu l losa de su raza, podría pasearse por la ca l le con un negro con e l cabe l lo desrizado: el conk es el emblema de su vergüenza de ser negro. Y lo digo por experiencia.

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Sophia

Shorty me l levaba muchas veces a las porties de su cuadri ­l la . La luz era suave, la música también, y todo el mundo estaba borracho. Conocí ch icas preciosas, como el vino de Mayo, y ch icos a los que nada pod ía asombrar.

Como los cientos de mi les de pueblerinos negros que ha­bían l l egado antes que yo a l ghetto negro del Norte, y los que l legaron después, empecé enseguida a hablar «argot» como si hubiera nacido a l l í, y me disfracé a la ú lt ima moda : tra je de cczoof», conk . . . a lcohol y marihuana. Hacía todo eso para d is imular que era de pueblo. Pero me quedaba todavía una tara secreta : no sabía ba i la r.

No recuerdo cuándo empecé a hacerlo. El ba i le era la principal d istracción de todas las porties y me estrené en el las. Entre el a lcohol y la marihuana que me hacían rodar la cabe­za y aquel la música del i rante que sonaba en los tocadiscos, se despertó en mí la herencia africana que l l evaba dentro. Recuerdo una porty en la que todo el mundo ba i laba menos yo. Una chica se prec ipitó sobre mí -muchas veces eran el las qu ienes tomaban la in iciativa- y me encontré de pronto en la pista, entre parejas que se retorcían . No tardé mucho en entrar en el j uego. Mi insti nto africano reprimido se l i beró como si a lgu ien hubiera apretado un botón. ¡Y de qué mane­ra !

Como había vivido mucho t iempo en el medio ambiente b lanco de Masan, pensaba que para ba i lar había que apren­der una serie de pasos en un cierto orden, como los blancos. Pero a l l í, entre los m íos, que desconocían todas esas i nh ib i­ciones, descubrí que el ba i le consistía en dejar que los pies, las manos, y e l cuerpo h ic ieran espontáneamente los gestos sugeridos por la música .

Desde entonces fu i a todas las porties -yo mismo me i nvi­taba s i era preciso- y ba i loba el lindy-hop hasta caer rendido.

Siempre he ten ido fac i l idad para aprender cosas nuevas. Recuperé de tal modo el t iempo perdido que l uego eran las mismas chicas qu ienes me reclamaban. Las hacía cansar mu­cho pero era lo que e l las querían .

No podía estarme qu ieto en el lavabo de hombres de l Roseland. E l trapo de l impiar los zapatos se movía a l ritmo de

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las grandes orquestas que tocaban en la pista. Mis c l ientes se divertían, sobre todo los blancos, cuando me veían marcar pasos de ba i le con los pies. Los blancos creen, con razón, que los negros son unos ba i lar ines i nnatos, inc luso los n iños. Ex­cepto a lgunos negros de hoy en d ía que están tan « integra­dos» , como yo lo estuve, que reprimen todos sus instintos. ¿Habéis visto esos muñecos mecán icos que bai lan cuando les dan cuerda? Pues bien, yo era uno de esos muñecos.

Estuve muy poco tiempo trabajando en el Roseland. Le expl iqué a E l la que no pod ía ba i lar y l imp iar zapatos a la vez. E l la se rió. Estaba contenta, porque no le gustaba verme haciendo un trabajo de suba lterno.

Al d ía siguiente de dejar el Roseland, fu i muy temprano al sastre. E l dependiente verificó mis cuentas y descubrió que únicamente había dejado de pagar una mensua l idad. Era un deudor de primera clase. Le di je que ya no traba jaba, pero se fió de m í. Si me hacía fa lta , pod ía suspender los pagos duran­te a lgún tiempo.

Esta vez examiné con atención todos los tra jes de mi ta l la . Acabé escog iendo un segundo <<zoof» : gris tiburón, con una chaqueta larga y unos pantalones muy anchos en las rod i l las y tan estrechos en los tobi l los que ten ía que sacarme los zapa­tos para ponérmelos. E l sastre me h izo comprar también una camisa, un sombrero, unos zapatos de moda : naran ja oscuro, con la suela muy fina y la punta cuadrada. El tota l ascendía a unos setenta u ochenta dólares.

Aquel era mi d ía y fu i a hacerme mi primer conk a una barbería . Como Shorty había previsto, esta vez sufrí mucho menos.

Aquel la noche me las arreg lé para l legar al Roseland en el momento en que había más gente. Actuaba Lionel Hampton, era un ba i le para negros excl usivamente. Noté que todos observaban mi tra je y que las mujeres se fi jaban en m í. Subí un momento a l lavabo para beber un trago de la bote l la que l levaba en el bolsi l l o del abrigo. Encontré a mi sustituto, un negro asustado, con cara de hambre, que acababa de l legar de Kansas City. Al reconocerme, se quedó mirándome, sin poder d is imu lar su admiración. Le di je que é l también apren­dería pronto.

La orquesta de Hampton había empezado ya a tocar cuan­do ba jé la pista estaba ya l lena de gente. Bai laban el /indy-

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hop. Saqué a una chica a la que no había visto nunca. Era formidable.

Ensegu ida entré en acción y empecé a sacar a ba i lar a los cientos de chicas l i bres que esperaban al borde de la pista y que casi todas ba i laban muy bien. En esos momentos perd ía el control de m í mismo. Las chicas g i raban tan deprisa entre mis brazos que les cru j ían las fa ldas. Las hacía dar vueltas sobre mis caderas, sobre mi espa lda, las levantaba en el a i re, negras, morenas, amari l las, e inc luso a lgunas b lancas. Ten ía sólo d ieciséis años, pero era tan a lto que aparentaba veinti u­no. - Y además era muy fuerte para m i edad.

En Roxbury, como en cualquier ghetto negro americano de aquel la época, tener una amante b lanca que no fuese prost i ­tuta reconocida era un «s igno exterior de riqueza » de primer orden, a l menos para el negro med io. Y la que estaba delante m ío, m i rándome, era tan guapa que parecía imposib le. El cabe l lo le ca ía por la espa lda, estaba muy bien hecha, y el vestido debía ser muy caro.

Llamémosla Sophia. No ba i laba muy bien según los crite­rios negros, pero a mí me daba lo mismo. Las demás parejas nos observaban. Le di je que ba i laba muy bien y le pregunté dónde había aprend ido. Intenté comprender qué estaba ha­ciendo a l l í. La mayoría de blancas ven ían a los bai les negros por las razones que ya sabéis, pero chicas como ésa se veían pocas.

Sus respuestas eran ambiguas. Pero m ientras ba i lábamos decid imos ir a da r una vuelta en su coche. ¡ Estaba de suerte ! E l la sabía muy bien a dónde iba. A la sa l ida de Boston tomó una pequeña carretera, después un cam ino desierto. Lo apa­gó todo, excepto la radio.

Durante los s iete meses s iguientes, Sophia vino a buscarme a la ciudad. Yo la l levaba a ba i lar y recorríamos todos los bares de Roxbury. A veces era ya de d ía cuando me dejaba en casa de E l la .

La exh ib ía por todas partes. Los negros la adoraban. Y parecía que e l la quería a todos los negros. Sa l íamos j untos dos o tres veces a la semana. Sophia admitía que también sa l ía con blancos «para guardar las apariencias» . Pero me juró que no había n i ngún b lanco que le i nteresase de verdad.

Me he preguntado muchas veces: ¿ Por qué se acercó a mí

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con tanto ímpetu la primera noche? ¿ Por la experienc ia que había ten ido con algún otro negro? Pero nunca se lo pregunté y e l la tampoco me lo di jo . Vale más no preguntar a una mujer sobre los hombres que ha habido en su vida : o m iente, y no adelantá is nada con e l lo; u os d ice la verdad, y entonces os dáis cuenta de que hubiera s ido mejor ignorarlo.

Sea como sea, parecía que estaba loca por mí. Cada vez veía menos a Shorty. Cuando le encontré con la cuadri l la me reprochó: «Vaya, yo le saqué la t iña del pelo a ese puebleri­no, y ahora tiene una querida de Beacon H i l l » . Pero como todo el mundo sabía que era Shorty quien me había «espabi­lado» , el hecho de que yo tuviera a Soph ia le daba importan­cia. Cuando se la presenté, e l la le d io un gran beso fraternal . Shorty no sa l ía de su asombro. El sólo había ido con prostitu­tas blancas o con a lgunas senci l las obreras que deseaban tener una aventura con los negros.

Desde que sa l ía con Sophia había mejorado mi standing en Roxbury. Antes era sólo uno más, con m i conk y mi zoot. Pero ahora que iba a los bares y los c lubs con la ch ica más guapa que jamás había puesto los pies a l l í, y que además me daba d inero para gastar, hasta los traficantes negros y los gerentes de c lubs, los jugadores y los « banqueros» me gol­peaban la espa lda, nos i nvitaban a beber y me l lamaban « Red» . Natura lmente, yo sabía el motivo de tanta amabi l idad como sabía m i propio nombre: todos querían qu itarme a mi preciosa blanca.

Poco después de m i primer encuentro con Soph ia, E l la descubrió el juego. Una mañana estaba m i rando por la venta­na cuando sa l í del coche de Sophia. No es de extrañar que desde entonces empezase a l lamarme víbora .

Sophia me dio d inero para que compartiese e l apartamen­to de Shorty. Me fu i del «drugstore» y encontré enseguida otro empleo en el Parker House. L levaba una chaqueta blanca a lm idonada y ten ía que l levar las bandejas que los camareros l lenaban de va j i l l a sucia a la cocina.

Unas semanas más tarde, un domingo por la mañana, l l egué tan tarde que pensé que me despedi rían . Pero e l equ i ­po de cocina estaba demasiado excitado para darse cuenta : los aviones japoneses habían bombardeado Pearl Harbor.

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«Detroit Red»

Codo d ía me jugaba los propinas -unos qui nce o vei nte dólares- y soñaba en lo que ha ría cuando ganase.

Veía gente que se pegaban lo gran v ida cuando ganaban. No me refiero o los que ten ían s iempre d inero, s ino a la clase trabajadora que a no ser por eso no se verían nunca en los bares, y que habían ganado lo suficiente para deja r de traba­jar para los b lancos del centro. Casi siempre se compraban un Cad i l lac, y a veces invitaban a sus am igos a beber y comer bistecs durante dos o tres d ías . Les juntaba dos mesas para que comiesen y el los me daban dos o tres dólares de propina cada vez que me veían aparecer con la bandeja.

Todos los d ías, excepto los domingos, había cientos de m i les de negros de Nueva York j ugando desde un penny hasta sumas de tres un idades. Para ganar había que acertar las tres últ imas cifras de la cantidad de los asuntos exteriores e i nte­riores, que se pub l icaba en la Bolsa y se imprim ía cada d ía en los periód icos.

Algunos jugaban todo el año al mismo número. Otros gua rdaban las l istas de los n úmeros que habían sa l ido en años anteriores; ca lcu laban las pos ib i l idades de que volvie­ran a sa l i r estos números, o i nventaban otros sistemas. Otros jugaban según lo que les pasaba por la cabeza : el número de la matrícu la de un coche que pasaba , cifras i nscritas en car­tas, en telegramas, en facturas de la lavandería, o en cua l ­qu ier sit io. Por un dólar se vendían l ibros espec ia l izados q ue sugerían números soñados.

E l Bar del Paraíso me fasci naba. No había nada más instructivo en todo Harlem. Les ca í en gracia a los hombres de negocios negros, sabían que era todavía bastante i ngenuo y querían «poner a Red en el buen camino» . Me seña laban d iscretamente, con un guiño, los i nspectores de paisano. Para un traficante, era e lementa l conocerles, y poco a poco fu i aprend iendo a adiv inar l a presencia de un pol icía. Los reg las del oficio eran : no confiar en nad ie, excepto en los am igos más íntimos, que había que escoger a conciencia.

En el Bar del Para íso necesitábamos estar todos j untos, un idos los unos a los otros, para encontrar una seguridad, un poco de ca lor, y confort. Nosotros, que hubiéramos pod ido

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explorar el espacio, cura r el cáncer, crear industrias, éramos, sin saberlo, las víct imas negras del s istema.

Pero el Bar del Para íso no era un n ido de crim ina les: insisto en este punto. E l un iverso de traficantes me fascinaba. Pero en rea l idad, el bar era uno de los sit ios más respetables de Harlem, al menos de noche. La pol icía de Nueva York lo recomendaba a los blancos que buscaban un sitio de Harlem «sin pel igro» .

Un cincuenta par ciento de los habitantes de Harlem vivían en habitaciones a lqu i ladas. Yo estaba en una casa i nmensa de Sa int N icholas Avenue. Era uno de los pocos hombres que vivían a l l í. La guerra estaba en pleno apogeo. No se pod ía poner la rad io s in oír hablar de Guadalcana l o de Africa del Norte. Muchas de las inqu i l i nas eran prostitutas. Algunas ha­cían contrabando, otras eran m iembros de una banda de ladrones, vendedoras de d rogas, y creo que la mayoría de e l las se drogaban. En Harlem, casi todo el mundo se veía obl igado a hacer contrabando para sobreviv ir y casi todos necesitaban olvidar lo que ten ían que hacer para sobrevivir.

En aquel la casa aprend í más cosas sobre las mujeres que en n inguna otra parte. Desde el punto de vista mora l, aquel las prostitutas va l ían mucho más que a lgunas h ipócritas que se­ducen a más hombres, por puro p lacer, que las m ismas profe­siona les. Y me refiero tanto a las negras como a las b lancas. ¡Cuántas negras riva l izaban, en este aspecto, con las b lancas de aquel los tiempos de guerra ! Mientras sus maridos estaban l uchando a l otro lado del mar, e l las se acostaban con otros hombres y hasta les daban el d i nero de sus maridos. Y cuántas mujeres, que ante todo pretendían ser esposas y madres, iban detrás de los hombres como las prostitutas, aun viviendo con su marido y con sus h i jos.

Aprendí los vicios de los blancos de una fuente segura : sus propias mujeres. A med ida que me hundía en el mal, podía ver con mis propios ojos la mora l idad blanca. Yo m ismo ayudaba a los blancos, para ganarme la vida, a satisfacer sus gustos más extraños.

Al vivir en la m isma casa que las prostitutas, l l egué a acostumbrarme a ver entrar y sa l i r b lancos y negros, de d ía y de noche. Pero la hora clave era entre las seis y las siete y media de la mañana. Todos los hombres sa l ían corriendo y, hacia las nueve, yo era el ún ico que quedaba en la casa.

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Estos hombres tan madrugadores eran los maridos que sa l ían de sus casas temprano para poder pasar por la Saint N icholas Avenue antes de ir a traba jar. Natura lmente, no ven ían cada d ía los m ismos, pero siempre ven ían muchos. Inc luso habían a lgunos b lancos que l legaban en taxi del cen­tro de la c iudad.

Las responsables de este movimiento mati na l eran las es­posas dominadoras que a base de quejarse o de ped i r dema­siado acababan castrando psicológ icamente a sus maridos. Esas mujeres eran tan desagradables y pon ían tan nerviosos a sus maridos que les hacían perder la satisfacción de ser hom­bres. Para l i brarse de la atmósfera tensa que se creaba en su casa y no quedar ridicul izados por su propia mujer, se levan­taban todos un poco más temprano y ven ían en busca de las prostitutas.

Estas conocían bien a los hombres : era su oficio. Me de­cían que después de los tre inta años, la mayoría hacen el amor ún icamente para satisfacer su amor propio, y al no comprender esta necesidad las esposas h ieren cruelmente a l amor propio de sus maridos. E n brazos de una prostituta, e l menos vir i l de los hombres se cree un t ipo extraord inario. Y ésta era la exp l icación de lo que pasaba por las mañanas en mi casa. La mayoría de mujeres podrían conservar a sus maridos s i se dieran cuenta de que, ante todo, e l los necesitan ser hombres.

Las prostitutas no me ocultaban nada. Me expl icaban co­sas muy curiosas sobre las d iferencias entre negros y blancos. ¡Qué perversidades! (Yo pensaba que me las sabía todas, pero descubrí muchas más cuando h ice de gu ía a los b lan­cos) . E l pequeño ita l iano a l que l lamaban «Diez dólares a l m inuto» hacía reír a toda la casa. Cada mediodía, s in fa lta, sa l ía de su restaurante situado en una cava y subía a casa de una prostituta . Lo más curioso es que no se quedaba nunca más de dos minutos, y se dejaba cada vez veinte dólares.

Según las prostitutas, era muy fáci l hacer perder el j u icio a la mayoría de los hombres. Los pobres se quejaban cada d ía de tener que aguantar los sermones de sus esposas, que ten ían de todo y no les fa ltaba nada. Las prostitutas decían que muchos hombres tendrían que saber lo que sabe cua l ­qu ier chu lo : e l hombre tiene que m imar de verlo en cuando a su mujer para demostrarle que la qu iere, pero después tiene

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que mantenerse duro. Las mujeres más d ifíci les d icen que prefieren a los hombres así: todas las mujeres son, por natu­ra leza, frági les y débi les; se sienten atra ídas por los hombres fuertes.

Contrabandista

No recuerdo bien qué clase de contrabando h ice en Har­lem durante los dos años s iguientes. Empecé vendiendo ma­rihuana en los trenes en una sa la reservada para e l los en el sótano de Grand Central Station. Se j ugaba a l pocker y al block jack durante las veinticuatro horas del d ía . A veces se perdían hasta qu in ientos dólares. Un d ía estábamos j ugando a l block jack y un viejo cocinero del vagón restaurante h izo trampas al repartir las cartas. Le puse mi revólver debajo de sus narices.

Cuando volví a la mesa de j uego, tuve una especie de presentim iento. Me colgué el revólver del c inturón en mitad de la espa lda. En efecto, a lgu ien se había chivado. Dos enormes pol ic ías ir landeses, unas verdaderas cabezas de buey, se presentaron enseguida y me detuvieron. Pero no encontraron el revólver que yo había escondido en un sitio poco común.

Los pol is me d i jeron que no volviera a poner los pies en Grand Centra l Station si no era con un b i l lete en e l bolsi l lo. Sabía perfectamente que al d ía sigu iente todas las ofic inas de personal de los ferrocarri les tendrían mis señas. Por lo tanto, aquél era mi ú lt imo empleo ferroviario.

Me encontré con otros m i l contrabandistas por las ca l l es de Harlem. Ya no podía vender marihuana: los inspectores de la brigada de estupefacientes me conocían demasiado. Yo era un contrabandista auténtico, sin i nstrucción, inepto para toda actividad honorable, y con la suficiente experiencia y astucia para componérmelas solo y aprovecharme de cua l ­qu ier c ircunstancia que se me presentase. Al menos, ta l era m i convicción.

Durante los seis o siete meses sigu ientes me ded iqué al robo y a los golpes de mano. Todos de poca importancia. Siempre fuera de Nueva York, pero no muy lejos. Y no me cog ían nunca. Me pon ía en forma, ta l como lo hacen los

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profesiona les, con fuertes dosis de droga. Empecé con la coca ína que me había recomendado un ta l Sammy.

Mi un iforme de ca l le, s i es que puedo l lamarlo así, era normal mente u n revólver a utomático, un 25 de color azu l acero, tan pequeño y tan plano que no se notaba. Pero para el trabajo prefería un 32, un 38 ó un 45. Así fue como vi aquel los rostros que pa l idecían y aquel las bocas que se abrían . Cuan­do hablaba, la gente parecía escucharme como si estuviera muy lejos de a l l í y hacían todo lo que les decía.

Me drogaba entre go lpe y golpe para no ponerme nervio­so.

Un d ía que trabajaba con Sammy pasé un buen susto. Algu ien debía habernos visto. Estábamos a punto de sa l i r a todo correr cuando oímos las s i renas. Nos pusimos a andar a paso norma l . Un coche de la pol icía frenó en seco. Yo me acerqué y les pregunté por una d i rección. Como e l los pensa­ban que éramos nosotros quienes íbamos a informarles, nos soltaron cuatro pa labrotas y se fueron corriendo. No les pasó por la cabeza que unos negros pudieran hacerles una jugada parecida. Nos creían demasiado tontos.

Me vestía en los mejores sastres, esos de trei nta y c inco a c incuenta dólares. Mi norma era no robar más de lo que necesitaba para vivi r. Preguntad a cua lqu ier contraband ista del ofic io: os d i rá que la avaricia l l eva d irectamente a la cárce l . Ten ía una l i sta de sitios y situaciones vul nerables en la cabeza y só lo daba el golpe cuando d isminu ía mi fa jo de b i l letes. Nunca antes.

El problema racia l de Harlem se agud izaba cada vez más en aquel los años de guerra . La tensión había l legado al l ím ite. Los viejos decían que Harlem no había estado así desde el motín de 1 935. En aque l la ocasión los negros habían sido excitados por los comerciantes blancos que hacían el gran negocio en Harlem y se negaban a contratar a los negros.

Durante la Segunda Guerra Mundia l , La Guardia, a l ca lde de N ueva York, h izo cerrar e l Savoy. Según decían en Harlem, quería imped i r con esto que los negros ba i lasen con blancas. Pero nadie obl igaba a las blancas a que vin ieran . Adam Clayton Powel l 1 convi rt ió esta h istoria en un caba l lo de bata-

l . Postor negro escogido por Horlem en lo Cámara de Representan­tes de Wash ington (N.T.) .

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l la . Había l uchado victoriosamente contra la Compañ ía Edi­son y la Compañía de Teléfonos de Nueva York obl igándoles a contratar negros. Había participado también en la l ucha contra la segregación en la marina y en el ejército america­nos. Pero esta vez fue vencido. E l Savoy permaneció cerrado durante mucho t iempo. Powel l era uno de esos « l i bera les» del Norte que no consiguieron que los negros se acercasen a los blancos.

Un d ía corrieron rumores de que, en el Braddock Hotel , unos pol icías blancos habían disparado a un soldado negro. Yo bajaba por la Sa int N icholas Avenue cuando vi una mu lti­tud de negros que corrían hacia la 1 25th Street. Algunos l l evaban muchos paquetes. Un ta l Shorty Henderson me exp l i ­có lo que había pasado: los negros rompían los crista les de los a lmacenes y se apoderaban de todo lo que les ca ía en las monos, de todo lo que podían l l evarse -muebles, comida, joyas, vestidos, whisky-. Al cabo de una hora, toda la pol ic ía de Nueva York ocupaba Harlem. La Guardia y el d ifunto Wa l te r Wh i te , sec reta r i o p o r a q u e l e n t o n c e s d e l a N.A.A.C .P. 1 , l l egaron e n u n coche de bomberos provisto de un al tavoz. Exhortaban a los negros furiosos, que ch i l laban y corrían en todas d i recciones, a que volvieran a sus casas.

Hace poco encontré a Shorty Henderson en lo Séptima Avenida. Nos reímos mucho pensando en e l t ipo al que había­mos bautizado con e l nombre de « Pie Izquierdo» . E l d ía del motín había entrado en una t ienda de zapatos de señora, y entre aque l la confusión, había cog ido cinco zapatos, ¡ todos del pie izqu ierdo! Nos reímos también pensando en el ch in ito asustado que había puesto un letrero en la puerta de su restaurante que decía : «Yo también soy de colon> . Nadie le molestó, a l contrario. Su letrero había hecho reír a todo el mundo.

Después del motín las cosas se pusieron muy d ifíc i les . Fue una época muy dura para los que vivían del Harlem nocturno, y para los que sacaban sus recursos de los blancos. Durante los años 1 920, el d inero de los blancos manaba a rauda les. Después l l egaba gota o gota. Con el motín, e l g rifo se cerró del todo.

l . Asociación nacional para el Progreso de los negros. (N.T.) .

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Hoy en d ía hay muy pocos blancos que visiten Harlem. Hay quizás a lgunas decenas que vienen a ba i lar e l twist, e l frug, el watusi y otros ba i les de moda a l Bar del Para íso. Pero la mayoría de los b lancos tienen miedo de ven i r a Harlem , y con razón. La vida en Harlem ya no es lo que era, n i s iquiera para los negros. Los que tienen un poco de d inero lo i nvierten en a lgún loca l del centro de Manhattan, donde t iempo atrás hubieran sido atrapados por la pol icía . Esto es la « i ntegra­ción» . ¡Qué h ipocresía ! Antes de que un Creso blanco tenga tiempo de abrir un nuevo hote l de lu jo en un rascacielos, los negros, que no tienen donde caerse muertos, caen en la locu­ra de la « integración» y a lqu i lan el hotel para sus «bai les» y sus «congresos» .

Las cosas se habían puesto tan d ifíc i les que los contraban­distas se vieron obl igados a traba jar honestamente y las pros­titutas tuvieron que hacer de criadas o de mujeres de la l im­p ieza y l impiar despachos por la noche. Los chu los estaban tan ma l que m i amigo Sammy tuvo que un i rse a mí . Habíamos escog ido un sit io considerado como inatacable. Ya que es precisamente en esos sitios donde los guardias acaban por confiarse y entonces es fác i l dar el golpe.

Nos encontrábamos en pleno trabajo cuando una ba la a lcanzó a Sammy. Tuvimos el t iempo justo para escaparnos. Por suerte, Sammy no estaba gravemente herido. Nos separa­mos: es lo más prudente en estos casos.

Fui a casa de Sammy antes de que amaneciera. Su nueva amante estaba a l l í, una negra española, muy guapa pero muy excitada. L loraba y expl icaba no sé cuántas h istorias a causa de Sammy. Se ti ró sobre mí ch i l l ando y con las uñas por delante. Sabía que habíamos dado el golpe juntos. La aparté de m í. No comprend ía cómo Sammy no le ordenaba que se estuviera quieta, pero entonces me d i cuenta . . . vi de reojo cómo Sammy cog ía su fus i l .

Esta reacción de Sammy ante la corrección que le ad­min istraba a su amante (a pesar de todo, él y yo éramos amigos íntimos) fue la ún ica flaqueza que le he conocido. La mujer empezó a ch i l la r y se lanzó sobre él. Sabía muy bien que cuando un hombre apunta a su mejor amigo con un fus i l es que ya no puede dominarse y va a d isparar. Le entretuvo e l t iempo suficiente para que yo me apartara . Sammy me pers i ­gu ió unos c ien metros.

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Con mi reputación pod ía entrar fáci lmente en el tráfico de los números de lotería, e l ún ico con el que no se corría pel igro en Horlem. Mi nuevo patrón había prestado un servicio o un gangster blanco qu ien, a cambio, le había ofrecido un empleo de « banquero» durante seis meses en el Bronx. Los gangsters b lancos organ izaban el tráfico por zonas. Ta l zona se atribuía a ta l « banquero» durante un t iempo determi nado.

Mi traba jo consistía en atravesar el puente George Was­h ington en autobús y darle una bolsa l lena de fichas con los números de las apuestas a un t ipo que estaba esperándome a l otro lado. No nos decíamos nunca nodo. Yo atravesaba la ca l le y volvía a tomar e l autobús en sentido contrario. Nunca he sabido qu ién ero aquel t ipo, ni quién se quedaba e l d inero. Los contrabandistas no hacen preguntas.

La mujer de mi patrón me admiraba con su sentido para los negocios. Cuando ten ía tiempo y ganas, me expl icaba muchas cosos. Me hablaba de los «convenios», de los sobor­nos d istribuidos a los funcionarios, a pol icías novatos, a los abogados i lega les, de la corrupción en los más al tos rangos de la pol icía y lo pol ít ica. Sab ía por experiencia que e l crimen no existe s ino en la medido en que la ley colaboro con él. Me enseñó que, en toda institución americana, socia l , pol ítico, económica, el crim ina l , e l agente de la ley y el pol ítico son compañeros i nseparables.

Fue entonces cuando cambié de apostador. Había estado con e l viejo desde la época en que trabajaba en Small's Paradise. Le fastidiaba perder a un gran j ugador como yo, pero comprend ía mi deseo de jugar con alguien de mi propia cuadri l la . Así empecé a hacer mis apuestas con un tal Archie de las Anti l las, uno de los peores negros de Harlem.

Archie había so l ido de lo cárcel de Sing-Sing poco antes de mi l legada a Harlem. Pero la mujer de mi patrón no le había contratado ún icamente porque yo le conocía. Archie ten ía uno memoria fotográfico; era un as de los opuestos. No anotaba nunca los números, aún cuando se trotaba de combi­naciones de varias cifras; los guardaba en lo memoria y sólo los escribía cuando ten ía que entregar d inero a l « banquero» . Era e l apostador idea l : lo pol ic ía no le cogía nunca con fichas encima.

Un ta lento como el de Archie hubiera pod ido servir para algo úti l en otra clase de sociedad. Pero Archie era negro.

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Una vez conocí a la « jefa » de un burdel , le había hecho un favor a un amigo suyo, que me enseñó otro aspecto de Har­lem nocturno: el mundo cerrado en el que los negros compla­cían a los b lancos en sus más extraños p laceres.

A los blancos que había conocido hasta ahora les gustaba mucho que les vieran con negras en los night clubs y en los speakeasies 1 • Estos, en cambio, frecuentaban Harlem clan­dest inamente. Los motines habían inqu ietado a tan d ifíc i les c l ientes. Mientras había otros blancos en Harlem nadie se fi jaba en sus furtivas idas y ven idas. Pero ahora era d iferente. Y además, tem ían la cólera recientemente desatada de los negros de Harlem. Por eso la « jefa » del burdel me ofreció un empleo de «guía » para proteger sus florecientes negocios.

Era muy d ifíc i l obtener un teléfono durante la guerra . Un d ía, la patrona me pidió que me quedara en casa al d ía s iguiente por la mañana. Habló con no sé quién y a la mañana siguiente, antes de med iod ía, v in ieron a i nsta larme el teléfo­no. Mi número no figuraba en el l istín .

La patrona en cuestión era una especia l ista . Cuando una de sus chicas no podía o no quería satisfacer a un c l iente, enviaba a éste a otro sitio, genera lmente a un apartamento de Harlem, donde se le sumin istraba la «espec ia l idad » sol icita­da.

Para recoger a los c l ientes, me colocaba enfrente del Astor Hote l , en la esqu ina -siempre muy frecuentada- de Broadway y la 45th Street. Vig i laba a los coches que pasaban e identifi­caba enseguida, antes de que se detuviera, al del b lanco de mirada ansiosa que buscaba a un negro un poco roj i zo, con traje oscuro o impermeable y una flor blanca en la solapa.

Si e l b lanco l l evaba coche, me pon ía al volante y le condu­cía a l l ugar en cuestión. Si ven ía en taxi , daba la d i rección del Teatro Apo l lon de Nueva York. Precaución úti l , pues a lgunos taxistas eran pol ic ías. En el Apol lon tomábamos otro taxi , éste conducido por un negro, a qu ien i nd icaba esta vez la d i rec­ción exacta.

Cuando había terminado telefoneaba a l a matrona. Gene­ra lmente me mandaba otra vez a la esquina 45th Streef y

l . Bares en los que se bebía alcohol clandestinamente en tiempos de lo ley Seco (N.T.) .

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Broadway. los cl ientes l legaban siempre a la hora fi jada. Nunca tuve que esperar más de cinco minutos delante del Astor. Sabía circu lar de manera que no l lamase la atención de la pol icía secreta o de la de un iforme.

Gracias a las propinas, a veces bastante e levadas, había l l egado a ganar hasta cien dólares en una noche, acompa­ñando a unos diez c l ientes al sit io donde podían ver, hacer, o dejarse hacer, absol utamente todo lo que deseaban . la mayoría de las veces ignoraba el nombre de los c l ientes. Ricos, hombres de una c ierta edad, u hombres más que madu­ros. No eran estudiantes del /vy League, s ino sus padres, o sus abuelos. Personal idades mundanas. Pol íticos de primer ran­go. Magnates. Personas importantes que estaban de paso en Nueva York. Grandes vedettes. Persona l idades de Hol lywood y del teatro. Y, natura lmente, contrabandistas.

Harlem era su escondri jo, e l reino del strip-tease. Se des­l izaban hasta a l l í furtivamente y dejaban caer sus máscaras asépticas, d ignas e importantes que l levaban en el mundo blanco. Esos hombres pod ían permiti rse el lu jo de gastar sumas enormes para satisfacer sus extraños apetitos durante dos, tres o cuatro horas.

Pero en esos bajos fondos, nadie expresaba sus op i n iones. Se sumin istraba a l cl iente todo lo que pod ía nombrar, des­crib i r o i nventar con ta l de que pagase.

Algunos c l ientes querían ser azotados. Era una de las principa les atracciones de m i c i rcu ito. Yo les conducía a un sitio donde una chica enorme, negra como el carbón, fuerte como un toro, musculado como un descargador, les suminis­traba esta especia l idad. Por extraño que parezca, eran los c l ientes de más edad los que pedían esta clase de tratam iento, los blancos de sesenta y hasta setenta años. No habían tenido aún t iempo de recuperarse que ya me esperaban de nuevo en la esquina de 45th Street y Broadway para que volviera a l l evarles a l mismo apartamento para postrarse de rod i l las, supl icar y ped i r gracia ba jo e l látigo. Algunos i nc l uso me pagaban un suplemento para que fuera a verlo. El la se engra­saba el cuerpo con una crema que le volvía la piel más negra y más bri l lante. Usaba unos látigos pequeños de esparto. Azotaba a los viejos hasta hacerles sangrar y hacía una fortu­na a sus espa ldas.

Muchos c l ientes ocupaban puestos de responsab i l idad:

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daban consejos, ejercían i nfluencia y ten ían autoridad sobre los demás. Todos esos b lancos expresaban expl ícitamente su preferencia por las negras: « ¡Cuánto más negras sean, me­jor! » . La patrona del burdel , que lo sabía muy bien empleaba las mujeres más negras que podía encontrar.

Durante todo e l t iempo que viví en Harlem, no vi nunca que un b lanco tocara a una prostituta b lanca, y eso que las había en diversos sit ios espec ia l izados. Dentro del género exh ib i ­c ionista, lo que más rec lamaban los c l ientes era el espectácu­lo de un negro haciendo e l amor con una blanca . ¿Sign ificaba esto que los blancos querían ser testimon ios del acto que más tem ían, sexua lmente hab lando? A veces, l l egué inc luso a acompañar a a lgunas b lancas a las que sus maridos l l evaban a ver este espectáculo. Conocí a otra patrona de burdel que también me ponía en contacto con las b lancas. Era una les­biana guapís ima, y vivía con un negro. Hablaba como un carretero. Proporcionaba hombres negros a las ricas blancas.

Yo la había visto ya otras veces con su amiga rubia en los bares, siempre en compañ ía de jóvenes negros. Era imposib le adiv inar, s i no se estaba a l corriente, que lo que aquel la mujer quería era rec lutarles para su negocio. Una noche les dí mar ihuana a e l la y su am iga y me d i jeron que era la mejor que habían fumado en su vida. Vivían en un hote l del centro y me pid ieron, a lguna vez, que les l levara cigarri l l os. Cuando iba, me quedaba un rato charlando con e l las.

La lesbiana me expl i có que se había especia l izado por casua l idad. Habituada a Harlem, conocía negros a los que les gustaban mucho las b lancas. E l l a trabajaba entonces en un instituto de bel leza del barrio residencia l b lanco. Veía que sus c l ientes blancas aburridas, se quejaban de la impotencia sexua l de sus maridos: y e l la les expl icaba que había <<oído hablar» de experiencias con negros. Viendo que ta l perspecti­va excitaba a las c l ientes, acabó concertando citas entre el las y los negros de Harlem que conocía . Los encuentros ten ían lugar en su propio apartamento.

Después a lqu i ló tres estudios para esta clase de citas. Las c l ientes la recomendaron a sus amigas. Dejó el instituto de bel leza y se ded icó a d i rig i r sus asuntos por teléfono.

Se había dado cuenta de que también las b lancas prefe­rían a los negros.

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- Tú no servirías n i para un caso de urgencia-, me di jo. - Tu piel es demasiado blanca . Casi todas las c l ientes especificaban « un negro negro>> y a

veces uno de verdad, o sea, negro, n i moreno, n i roj izo. Como a lgunas c l ie"ntes querían rec ib i r a los negros en sus

casas, a una hora establecida de antemano, la lesbiana pensó en montar un servicio de <<entrega>> . Las cl ientes vivían en los barrios «chics», en grandes edificios de lu jo con porteros vestidos de a lm i rante. La sociedad blanca abre fác i lmente sus puertas a un negro si se presenta como un criado. El portero telefoneaba a l apartamento, la c l iente respondía : << ¿Qu ién es? Hágole subir, James» y l os << recaderos» negros subían por la escalera de servicio y <<entregaban» el artícu lo encar­gado por las privi legiadas de Manhattan .

Pero esas mujeres ten ían a los negros el m ismo respeto que ten ían los b lancos a las mu jeres negras que uti l izaban desde los tiempos de la esclavitud. Y los negros por su parte, no sienten tampoco n ingún cariño por las b lancas con quienes se acuestan (Yo tampoco lo sentía por Soph io que ven ía o Nueva York cada vez que se lo pedía) .

El blanco puede i r hablando de l a << inmora l idad» de los negros, pero no hay ser más inmora l en la tierra que los blancos. Y sobre todo los blancos de la <<a lta sociedad» . Hace poco me hablaron de grupos de parejas jóvenes que se reú­nen a l rededor de un sombrero. Los maridos ponen las l laves de su casa en el sombrero, y después, con los ojos vendados, escogen una l lave cua lqu iera y pasan la noche con la mujer que posee otra idéntica. Nunca he oído hablar de orgías de este tipo en los ambientes negros, n i s iqu iera en los ghettos.

Abandoné m i empleo de <<guía» . No sé exactamente por qué. Quizás estaba ya harto de traficar. Prefería i r a los night clubs y drogarme con mis compañeros. Me drogaba tanto que viví en un mundo de sueño. A veces fumaba opio en compañía de amigos blancos, actores que vivían en el centro. Pero sobre todo, me entregué a la marihuana. Ya no me bastaban los bastones del tamaño de una ceri l lo . Estaba ton drogado, que pod ía fumarme treinta gramos de golpe.

Al cabo de un t iempo encontré un trabajo en el centro. Mi nuevo patrón era un judío. Me quería mucho porque le había hecho un favor. Se l lamaba Hymie. Se dedicaba a comprar

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bares y restaurantes destarta lados que reformaba y decora­ba, después organ izaba una fiesta de reapertura con bande­ras y hasta con un proyector. E l nuevo bar o restaurante se l lenaba enseguida hasta los topes. El letrero « nueva d i rec­ción » atraía a la gente, sobre todo a los judíos que buscaban night clubs en los que i nverti r d i nero. A veces Hymie volvía o vender el loca l a los ocho d ías de haberlo comprado, con un gran beneficio.

Hymie me quería y yo también. Le gustaba mucho hablar. Y a mí me gustaba escucharle. La mitad del tiempo hab laba de los jud íos y de los negros. Odiaba a los judíos que habían modificado su nombre. Recitaba los nombres de estos crim i ­na les escupiendo en el sue lo y contrayendo los labios en seña l de desprecio. Algunos eran gente famosa de los que nadie sospechaba que fueran judíos.

- Red, decía, yo soy jud ío y tú eres negro. Los cristianos no nos qu ieren n i a ti ni a m í. Si e l judío no fuera más astuto que el cristiano, sería todavía peor tratado que los tuyos.

Hymie me pagaba bien: a veces hasta doscientos o tres­cientos dólares a la semana. Hubiera hecho cualqu ier cosa por él. Y creo que hice de todo. Pero mi pri nc ipa l tarea era transportar el a lcohol c landestino que Hym ie sumin istraba a los bares que él m ismo había vendido después de haberlos renovado.

Iba con otro tipo en un coche hasta Long lsland donde los traficantes de a lcohol ten ían su barrio genera l . Nos l l evába­mos las cajas de bote l las vacías de wh isky c landest ino que nos ten ían guardadas en l os bares que sum in i strába mos. Comprábamos e l wh isky en bidones de 5 galones, l lenába­mos las bote l las y las entregábamos según las ind icaciones de Hymie a los diferentes bares.

Mucha gente pretendía que reconocía su marca y que no había otra ; pero eran i ncapaces de d isti ngui r la de nuestro wh isky c landesti no, de ocho días de edad y orig inario de Long ls land.

Pero un fina l de semana ocurrió a lgo que puso fin a todo este tráfico en Long l s land: La Stafe Liquor Authority acababa de ser acusada de corrupción. Corrían rumores de que a l ­guien de l « interior» se había ch ivado. Un d ía estuve esperan­do a Hymie en el s i t io en que habíamos quedado. No vino.

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Nunca más he sabido de é l . He oído deci r que lo a rrojaron a l mor, y n o sabía nadar.

A veces, cuando lo pienso, me pregunto cómo me los he arreg lado poro estar todavía vivo. Dicen que Dios protege a los imbéci les y o los bebés. He pensado muchos veces que Al loh me protegía . Pero durante todo este período de m i vida, yo estaba muerto, en un sentido -muerto i nteriormente-. Sólo que, en aque l lo época, no lo sa bía.

Cogido en la trampa

L lamaron o la puerto. Sammy, que estaba tumbado en la cama con pi jama y bota puestos, preguntó qu ién era .

Ero Archie el de los Ant i l las. Sammy escondió debajo de la cama e l espejo de afeita r en e l que quedaba todavía un poco de cocaína y yo abrí lo puerta.

- ¡ Red ! Dome mi d i nero. Un 32-20 es un revólver muy curioso. Es mayor que un 32 y

menor que un 38. No era la primera vez que me encaraba con un negro pel igroso, pero para atreverse con Archie había que desear lo muerte.

No pod ía creerlo. Ten ía un m iedo horroroso. Estaba tan aturdido que m i cerebro y mis labios no l l egaban a formular una so la pa labra.

- ¿Qué? Expl ícate. Aquel la tarde, Archie me había pagado trescientos dóla­

res. Había dado rea lmente en un buen número. Y ahora pre­tend ía que había mentido cuando le d i je que había ganado; me había pagado, a pesar de todo, los trescientos dólares, esperando comprobarlo después en la l i sta de las apuestas.

- ¿Estás loco o qué? Hablaba deprisa. Había visto de reojo lo mano de Sommy

que se des l izaba bajo lo a lmohada en la que guardaba siem­pre su 45. <<Arch ie, tú que te los das de tan astuto ¿ habrías pagado a a lgu ien que no hubiera ganado?» .

E l 32-20 me apuntaba. Sammy se inmovi l izó. <<Debería atravesarte la oreja con una ba la» , le d i jo Arch ie. Volvió a mi rarme. << ¿No tienes m i d inero?» .

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Debí sacud ir la cabeza . - Te doy hasta mañana a l med iodía . Era el c lásico ato l ladero. No era un problema de d i nero.

Ten ía todavía doscientos dólares. Si hub iera sido ésta la cues­t ión, Sammy me habría prestado lo que me fa ltaba. Y si él no hubiera pod ido, sus amigas hubieran reunido la suma en un momento. E l mismo Archie me lo habria prestado s i se lo hubiera ped ido. Me habría prestado mi les de dólares ya que cobraba el d iez por ciento de i nterés. Una vez se enteró de que estaba en un aprieto y vino a verme. Me a largó el d inero que no le había ped ido y d i jo : «Toma, ponte esto en el bols i­l lo» .

E l problema era la situación en que nos encontrábamos los dos. En la jungla de los traficantes amor propio y honor .son pa labras sagrados. Un traficante no puede soportar que le d igan que a lgu ien le dom ina. Y lo que es peor, no só lo no puede dejarse dominar s ino retroceder ante una amenaza, pasar por un cobarde.

Archie sabía que a lgunos traficantes jóvenes se hacían famosos poniendo en evidencia a los viejos, y arreg lándose­las para que todo e l mundo se enterara . Archie creía que yo intentaba hacerle una j ugaba de ese tipo. Por mi parte, yo sabía perfectamente que defendería su reputación expl icando a todo el mundo que me había amenazado. Conocía perso­nalmente a una decena de traficantes que se habían ido de Nueva York porque les habían amenazado. Estaban acaba­dos. Cuando el barrio se enterase, nos sería imposib le, tanto al uno como al otro, volvernos atrás. Todo Harlem esperaría nuestro encuentro. Y era posib le que lo cosa acabase con la muerte para uno, y la cárcel o la s i l la eléctrica para el otro.

Mis revólveres estaban en casa . Sammy me dio su 32. Me lo puse en el bols i l l o y sa l í, d is imu lándolo con la mano.

No podía desaparecer de la c i rcu lac ión. Ten ía que i r a todos los sit ios a los que iba normalmente. Me detuve un momento en la esqu ina, ten ía la mente ofuscada (este estado es típico en los drogados) . En esta j ung la de Horlem, la gente es capaz de engañar a su propio hermano. Los jugadores que se drogan se dejan domi nar muchas veces por los «apostado­res» ; están tan embrutecidos que son incapaces de demostrar que han ganado cuando a lgu ien se lo n iega.

Empecé o preguntarme s i Archie no ten ía razón. Si no me

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había equivocado de números. Me acordaba perfectamente de los números que había j ugado. Le había dicho a Archie que me los combinara con un tercero. ¿Pero cuá l ? ¿Dónde me había equivocado?

Llevé a una ch ica a l Onyx Club donde actuaba B i l l ie Hol i ­day. Fui un momento a l lavabo para tomar un poco de cocaí­na que me había dado Sammy. Al sa l i r de a l l í decidimos ir a tomar la últ ima copa. E l la no ten ía la más mín ima idea de lo que pasaba : me propuso i r o un bar a l que yo i ba a menudo, e l de La Marr-Cheri, en Harlem. Ten ía mi revólver, e l va lor que me daba la cocaína, y le d i je que sí . A la primera copa estaba ya tan borracho que la envié a su casa en un tax i .

Me quedé en e l bar como un imbéci l , de espa ldas a la puerta, pensando en Arch ie. Desde aquel la noche no me he puesto, n i me pondré nunca, de espaldas a una puerta. Pero aquel d ía fue una buena solución, porque estoy seguro de que si hubiera visto entrar a Archie le habría matado.

Poco después me encontré cara a cara con él . Me insu lta­ba amenazándome con su revólver. Quería hacer su pequeña demostración en públ ico, para la ga lería . Todo e l mundo -camareros, c l ientes- se quedó i nmóvi l , con el vaso en la mano. Se o ía el tocadiscos automático desde el fondo de la sa la . Era la primera vez que veía a Arch ie borracho. Pero no estaba borracho de whisky. Yo sabía que era otra cosa : la droga . Todos los traficantes se drogan antes de dar un golpe.

- Voy a matar a Arch ie, pensé. Esperaré a que se dé la vuelta y l e d ispararé en la espa lda. Pa lpé mi 32 que colgaba de m i c inturón.

Archie debió leer en mis ojos. Dejó de insu ltarme. Sus pa labras me sobresa ltaron .

- Crees que vas a matarme el primero, Red . Pero voy a hacerte reflexionar. Yo tengo sesenta años. Soy viejo. He estado en·S ing-Sing. Mi vida está acabada. Tú en cambio eres joven. Si me matas, estás perd ido. En el mejor de los casos i rás a la cárce l .

He pensado a veces que Arch ie só lo quería asustarme paro salvarnos el pel le jo a los dos. Quizás por esto estaba drogado. N inguno de los presentes sabía que yo no había motado nunca a un hombre, pero todos los que me conocían, yo mismo incluso, sabían que era capaz de hacerlo.

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Los amigos de Archie se acercaron o él l lamándolo suave­mente «Archie . . . Arch ie» . E l se dejó l levar. Lo a le jaron, lo l l evaron a l fondo del bar. Pasaron por delante de mí m i rándo­me burlonamente. Descendí lentamente de m i taburete, dejé un bi l l ete sobre el mostrador para e l camarero y sa l í s in volverme. Esperé fuera, p isto la en mano, durante unos ci nco minutos. Se me veía muy bien desde e l i nterior. Archie no so l ía . Entonces me fu i .

Deberían ser las cinco de la mañana cuando desperté a un actor blanco que conocía y que vivía en el centro. Sabía que necesitaba estor drogado. Durante las horas que s iguieron absorbí una cantidad i n imag inable de droga. E l actor me dio opio. Tomé un taxi y me fui a casa a fumarlo. L levaba e l revólver cargado. A la menor a larma, d ispararía .

Sonó el teléfono. Era la lesbiana b lanca que me ped ía que le l l evara c incuenta dólares de marihuana.

Siempre se los l l evaba, ten ía que hacerlo esta vez también. Pero el opio me daba sueño. Me tomé unas cuantas tabletas de bencedrina para est imu larme un poco. Las dos drogas traba jaban s imul táneamente, ten ía la i mpresión de que la cabeza se me iba en dos d i recciones opuestas.

L lamé a la puerta de mi veci no, un traficante que me proporcionaba marihuana en bruto a créd ito. Me ayudó a l iar los cigarri l los. Cien. Mientras lo hacíamos nos pusimos a fumar.

Volví al centro para entregar la mercancía . Tuve sensacio­nes i ndescriptib les, todas d isti ntas. Sólo una expresión podría defin ir lo : la ausencia del tiempo. Un d ía duraba cinco minu­tos. Med ia hora duraba ocho d ías.

Prefiero no pensar en e l aspecto que ten ía cuando l l egué a l hote l . La lesbiana y su amiga me ayudaron a acostarme. Ca í atravesado en la cama y me quedé dormido.

Me despertaron por la noche. E l ú lt imo p lazo de Archie había acabado después de med iodía . Volví muy tarde a Har­lem. Toda el mundo estaba a l corriente. Noté que los que me conocían se a lejaban de mí fi ngiendo que ten ían trabajo. Nadie quería encontrarse en la trayectoria de la bala.

Pero no pasó nada. Al d ía s iguiente tampoco. Yo seguía bajo los efectos de la d roga.

En un bar por poco le parto la caro o un traficante muy

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joven y enclenque que se había abalanzado sobre mí. Volvió al ataque, con el cuchi l lo en la mano. Iba a dispararle cuando a lgu ién le apartó y le h izo sa l i r.

Mi sexto sentido me di jo que haría bien deshaciéndome del revólver. Le h ice señas a un traficante que estaba al otro lado del bar. Acababa de pasarle el armo cuando entró un pol icía a l que yo había visto antes por a l l í. Ten ía la mano sobre la culata . Estaba a l corriente como todo el mundo. Avanzó lentamente persuad ido de que yo estaba armado. Sabía que bastaría un estornudo para que me disparara.

- Saca la mano del bo lsi l lo, Red, me d i jo. Con mucho cuidado.

Obedecí. Al ver mis manos vacías se tranqu i l izó un poco. Y yo también. Me ordenó que sa l iera delante suyo. Al otro lado de la acera estaba aparcado el coche patru l la en doble fi la, con la radio encendida. Había otro pol icía esperando. Me reg istraron entre los dos, pa l pándome s istemáticamente. La gente se detenía a m i ra rnos.

- ¿Qué buscan? Les d i je, ya que no habían encontrado nada.

- Dicen que estás armado, Red . - Lo estaba, l es d i je. Pero he t i rado mi revó lver a l río. -::- Yo en tu l ugar, Red, no andaría por aquí, me d i jo el

pol ic ía que había entrado al bar. Volví al bar. Menos mal que les d i je que había ti rado el

revólver, s i no, me hubieran l levado a casa y lo que ten ía a l l í me hubiera va l ido más años de cárcel que d iez pistolas jun­tas . . . y el los hubieran ascendido.

Las cosas se ponían cada vez más d ifíc i les para m í. Había ca ído en la trompo, en varios trampas. Durante cuatro años había sido lo bastante afortunado, o lo bastante astuto, para l ibrarme de la cárce l . N i s iqu iera me habían detenido. Nunca me había ocurrido nada grave de verdad. Pero aquel d ía me d i cuenta de que los cosas habían cambiado.

Iba por la Sa int N icholas Avenue cuando oí el c laxon de un coche. Para mis oídos fue como un disparo de fus i l . No pod ía pensar que fuese para mí.

- ¡Compatriota ! Me volví en seco. Estuve a punto de d isparar. ¡Era Shorty!

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¡Shorty de Boston ! Por poco se muere de m iedo. Yo estaba loco de a legría .

Subí a su coche. Me exp l i có que Sammy le había telefo­neado para decir le que yo estaba en un apuro y que él podría sacarme de a l l í. Shorty le había ped ido el coche a su pian ista y había quemado ki lómetros hasta Nueva York.

Me dejé l levar. Shorty se quedó de guard ia a lo puerta de mi apartamento m ientras yo recogía los pocos objetos que quería conservar. Y nos pusimos en camino. Shorty no había dormido desde hacía treinta y seis horas. Después me exp l icó que no paré de hablar durante todo el trayecto.

Atrapado

Después de un mes de « hacer e l muerto» , me di cuenta de que ten ía que hacer a lgo po ro viv ir.

Hablé con Shorty. Primero le h ice aceptar m i convicción (de la que é l m ismo ero una prueba i rrefutab le) de que sólo los imbéci les creen que se puede consegu i r a lgo trabajando.

Cuando le hablé de lo que l l evaba entre manos -desva l i jar casas- Shorty, que había s ido s iempre tan conservador, me sorprendió por lo deprisa que aceptó. N i s iqu iera sabía nada sobre esta clase de trabajo.

Le expl iqué de qué se trataba. Me propuso entonces que nos asociáramos con un amigo suyo que a m í me gustaba mucho, un ta l Rudy.

la madre de Rudy era ita l iana, su padre negro. Había nacido en Boston . Era baj ito, de piel c lara, ten ía el aspecto de buen ch ico y trabajaba regu larmente para una agencia que le hacía hacer de camarero en las porties de la a lta sociedad. Aparte de esto, se había encontrado un empleo que me tra ía muchos recuerdos. Rudy iba una vez por semana a cosa de un r ico y v ie jo aristócrata, un verdadero pi lar de la sociedad de Boston, que le pagaba para que le desnudara, se desnudara él también, le cog iera como a un paquete, le colocara encima de la cama, y le empolvara de pies a cabezo con . . . polvos de talco. Rudy decía que esto hacía fel iz a l viejo.

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Yo les expl iqué a él y a Shorty a lgunas de las cosas que había visto. Rudy di jo que en Boston no habían casas especia­l izadas como en Harlem, o a l menos é l no las conocía. Sólo había blancos ricos cuyas extrañas pasiones eran saciadas por negros que iban a sus casas disfrazados de chóferes, criadas, camareros, etc . . . Como en Nueva York, eran hombres de a lta sociedad, que habían pasado de la edad de las rela­ciones sexua les norma les, y querían tener <<sensaciones,, nue­vas.

Rudy habló de un viejo b lanco que pagaba a una pareja negra para que h ic iera el amor delante suyo en su cama. Otro era tan << sens ib le, que se contentaba con quedarse sentado en la habitación contigua a la que se encontraba la parejo. Le bastaba con dejar trabajar su imag inación.

Un buen equ ipo de ladrones t iene siempre lo que se l lama una <<antena , . La antena es quien busca los l ugares i nteresan­tes. También se necesita alguien que examine la d isposición de los loca les, que encuentre la manera de entrar, la mejor manera de sa l i r, etc. Rudy estaba ca l ificado en ambos terre­nos. Como traba ja ba en cosos buenas pod ía hacer un cá lculo del botín y estudiar los lugares m ientras c ircu laba, aparente­mente ocupado, con su chaqueta blanca.

- ¿Cuándo empezamos? d i j o entusiasmado, cuando le pusimos a l corriente.

Pero yo no quería precip itarme con los ojos cerrados en ese asunto. Mi experiencia y los profesiona les, me habían enseñado la importancia de planear bien las cosas. Si se ejecuta correctamente, el desva l i jamiento de casas ofrece las mejores pos ib i l idades de éxito y un m ín imo de riesgos. Había que evitar encontrar, e inc l uso conocer, a las víctimas; así no hay tanto pel igro de tener que atacarlas, o matarlas. Y si después te cogen, la pol ic ía no cuenta con testigos visua les.

También es importante l im itarse a un solo sector, todos los ladrones tienen su especia l idad : unos entran sólo en los apar­tamentos, otros en los hoteles, otros en las tiendas o en los a lmacenes. Los hay que ún icamente se interesan por las ca jas fuertes.

En lo categoría residencia l , hay varias subdivisiones: la­drones de d ía, ladrones de noche (a las horas en que la gente va a cenar o al teatro), ladrones de después de medianoche. Cua lquier pol icía os d i rá que hay muy pocos ladrones que

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traba jen fuera de sus horas habitua les. Mi am igo Jumpsteady era un especia l ista del robo nocturno en los apartamentos. Hubiera sido difíc i l hacerle traba jar de d ía aun en casa de un m i l lonario que se hubiera dejado la puerta ab ierta al ir a desayunar.

Yo era contrario a l robo diurno por una razón muy s imple : se me veía demasiado. «Un enorme negro roj izo de un metro noventa de a ltura » es a lgo que se ve a s imple vista.

Me preparé m inuciosamente. La organ ización debía ser perfecta . Pensé que sería mejor contar con la ayuda de dos blancas, por dos razones. Rudy no trabajaba en muchas ca­sas; dentro de poco nos quedaríamos sin recursos. Y en esos barrios residencia les, un negro que vaya observándolo todo l lamaría la atención. En cambio, las b lancas podían ser i nvita­das en cua lquier sit io.

No me gustaba demasiado la idea de tener a tantas perso­nas mezcladas en el asunto. Pero Shorty se había hecho muy amigo de la hermana de Sophia; Soph ia y yo, p.arecía que hubiéramos estado j untos c incuenta años. Y Rudy esperaba con impaciencia ponerse manos a la obra. N inguno de el los habría dejado su parte; corríamos todos los mismos riesgos. En cierta manera, formábamos una fam i l ia .

Sophia no me preocupaba. Hacía todo lo que yo le decía. Y su hermana hacía todo lo que e l la le decía . Las dos se adhi rieron con gran entusiasmo. E l marido de Sophia estaba ausente en aquel momento, había ido a la costa del Oeste.

Sabía que a la mayor parte de los ladrones no se les descubre con las manos en la masa, sino en e l momento en que tratan de vender el botín. Tuve la suerte de encontrar una excelente « panta l l a» . Nos pusimos de acuerdo en un sistema : nuestra «panta l la» no trabaja ría nunca d i rectamente con no­sotros, nos enviaría a su representante, un ex- pres id iario, que estaría en contacto conm igo, y con nadie más. Además de sus negocios i l ícitos, ten ía varios gara jes y a lgunos a lmacenes en Boston. Antes de dar un golpe, yo ten ía que advert ir a l repre­sentante, darle una idea de lo que íbamos a coger, y él me ind icaría en qué gara je o a lmacén podíamos guardar el botín. Una vez el asunto conc lu ido, el representante exami naría los objetos robados, e l im inaría todo lo que pud iera identificar los, y l lamaría a la «panta l l a » que d i ría el precio. Al d ía s igu iente,

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el representante me citaría y me pagaría la mercancía robada a l contado.

La «panta l la» en cuestión pagaba siempre con unos b i l le­tes nuevís imos que cru j ían en los dedos. Era astuto. Psicológi­camente, aque l los b i l l etes tan nuevos en nuestros bolsi l l os hacían un efecto extraordinario. Pero él debería tener otras razones.

Necesitábamos un punto de reunión fuera de Roxbury. Las chicas a lqu i laron un apartamento en Harvard Square, contra­riamente a los negros, e l las pod ían ver antes de decid i rse el apartamento que más les conven ía. Era una p lanta baja, de la que pod íamos entrar o sal i r a a ltas horas de la noche, sin l lamar la atención.

En nuestra primera reun ión en Harvard Square prepara­mos los golpes. Para ver las pos ib i l idades de cada casa, las ch icas se harían pasar por vendedoras, estud iantes que ha­cían encuestas, etc . . . I nspeccionarían la mayor parte posib le de la casa s in l lamar la atención. Nos ind icarían después los objetos de va lor que habían visto, dónde estaban colocados, y nos harían una composición de l ugar. Excepto en caso de necesidad, las ch icas no entrarían en el asunto. Sólo los tres hombres. Uno de el los se quedaría de guardia en un coche con e l motor en marcha .

Mientras hacíamos nuestros planos, me senté del iberada­mente en una cama, lejos de e l los. De repente saqué el revól ­ver y vacié todas las balas. E l los me m i raban, volví a poner una y me apunté el caño a la sien.

- Voy a ver si tenéis nervio, d i je. Me m i raban todos con la boca abierta. Apreté el gati l lo.

Todos oímos el click. - Voy a hacerlo otra vez. Me supl icaron que lo dejara . Shorty y Rudy se pensaban

interiormente -estoy seguro- si debían precipitarse sobre m í. Oímos el segundo click. Las ch icas estaban h istéricas. Rudy y Shorty me supl ica­

ban : « ¡ . . . Red . . . Basta ! » . Apreté otra vez el gati l lo. - Hago esto para demostraros que no me da miedo mori r,

les d i je . . . Y ahora, a l trabajo. Después de esto, no tuve nunca n i ngún problema con los

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miembros de la banda. Sophia estaba int im idada. Su herma­na por poco me l lamó «señor» . Con Shorty y Rudy ya no era como antes. No h ic ieron nunca a l us ión a este inc idente. Creían que estaba loco. Me ten ían miedo.

Nuestro primer robo tuvo l ugar aquel la noche en casa del viejo blanco que pagaba a Rudy para que lo empolvara . No pudo i r mejor. Todo fue sobre ruedas. Recib imos las fel icita­ciones de la «panta l l a» , y una recompensa todavía más con­creta : b i l letes nuevos que cru j ían en los dedos. E l viejo le expl icó después a Rudy que un ejército de detectives habían examinado la casa y l l egado a la conclusión de que nuestro robo era obra de una banda que trabajaba en Boston desde hacía un año.

Muy pronto h icimos una ciencia de aquel lo . Las chicas examinaban los barrios buenos. Los robos no duraban a ve­ces n i diez m inutos. En genera l , éramos Shorty y yo los que hacíamos el trabajo y Rudy se esperaba en el coche prepara­do paro ponerse en marcha.

Si los propietarios no estaban en casa, abríamos con una l l ave maestra . Si era un cerrojo de seguridad, empleábamos una palanqueta o una ganzúa. O bien entrábamos por la ventana, pasando por la esca lera de incendios o por el techo. A veces las crédulas señoras mostraban todas sus riquezas a las chicas, sólo para oír les exc lamar « ¡Oh ! » o « ¡Ah ! » . Gra­cias a los d ibujos que e l las nos proporcionaban, y a nuestras l i nternas, íbamos d i rectos a los objetos cod iciados.

A veces las víctimas estaban durm iendo en su cama. El robo en estas condiciones puede parecer muy atrevido. Pero en rea l idad ¡qué fáci l ! Esperábamos, en el mayor s i lencio, a que la gente se pusiera a respirar fuerte. Ten íamos una debi l i ­dad por los que roncaban, no hay duda; con e l los estaba todo hecho. Entrábamos sin zapatos en su habitación. Desp lazán­donos muy rápidamente, como sombras, cogíamos los vesti­dos, relojes, b i l l eteros, bolsos y joyeros que encontrábamos.

Para Navidad ten íamos también nuestros Reyes. La gente dejaba rega los por toda la casa. Y sacaban más d i nero del banco que de costumbre. A veces, empezando a traba jar un poco pronto, pod íamos robar s in n i s iqu iera haber examinado las casas antes. Si las pers ianas estaban bajadas, si no había l uz, si nadie abría cuando las chicas l l amaban a la puerta, nos arriesgábamos a entrar.

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Si queréis que no os roben, voy o daros un consejo: dejad siempre una luz encendida. La ideal , es la luz del cuarto de baño. Es la ún ica habitación en la que puede haber a lgu ien a cua lqu ier hora de la noche, y oír el menor ruido. El ladrón, que la sabe, no se atreverá a entrar. Y es también el método más barato. Los k i lowatios cuestan menos que los objetos de va lor.

La «panta l l a » nos ind icaba a veces un buen botín. Durante todo un período, uno de los mejores, nos especia l izamos en tapices orienta les. He sospechado siempre que la « panta l la » los volvía a vender a sus antiguos propietarios. Sea como sea, esos tapices va len una fortuna . Me acuerdo de uno que nos aportó m i les de dólares. Imposible saber lo que nuestra « pan­ta l la» se metía en el bols i l lo. Todos los ladrones soben que su «panta l l a» les roba más de lo que e l los mismos roban a sus víct imas.

Una vez nos l ibramos de una bueno. Acabábamos de subir a l coche, íbamos los tres hombres delante, y el asiento de detrás l leno de mercancía. En ese m ismo momento, apareció en la esqu i na un coche de pol ic ía . Se acercó a nosotros y posó de largo. Ton solo se paseaba. Pero l uego vi por el retrovisor que daba la media vuelta. Sabía que los pol icías nos d i rían que nos detuviéramos, pues a l posar se habían dado cuenta de que éramos negros, y los negros no ten ían nada que hacer por aquel barrio a esos horas.

La situación era bastante del icada. No éramos nosotros sólos los ún icos que trabajábamos. En Boston habían muchos robos en marcha en aquel momento. Pero yo sabía que a un blanco le es d ifíc i l imag inar que un negro pueda ser más fuerte que él. Antes de que los pol icías usaran e l i ntermitente, le h ice señas a Rudy para que se parara. H ice la misma comed ia que la otra vez : sa l í del coche, y me d i rig í a l coche patru l la . Les pregunté, tartamudeando, como si fuero un po­bre negro que se ha perd ido, cómo se iba o ta l sitio, en Roxbury. Me d ieron la i nformación y se fueron a sus asuntos, m ientras nosotros nos íbamos a los nuestros.

Todo iba bien. Cogimos tantas cosas que pudimos des­cansar por un tiempo. Shorty continuaba tocando con su or­questa . Rudy no se perdía ni una sola sesión de polvos de ta lco con su viejo señor, ni uno velado mundana. Nadie esta­ba a l corriente de nuestras actividades, pero se veía que nos

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iban bien las cosas. Las ch icas l ucían las pie les y las joyas que se habían escogido. A veces ven ían a vernos. Nos encontrá­bamos en casa de Shorty, en Roxbury, o en el apartamento de Harvard Squore, poro fumar marihuana y escuchar un poco de música. No está bien criticar a los demás, pero tengo que decir que Shorty estaba tan obsesionado por su amigu ita que cuando apagábamos la l uz subía lo pers iana poro ver su carne blanca a la l uz de los faroles .

A primeras horas de la noche, antes de empezar o traba­jar, iba muy a menudo a un night club de Massachusetts Avenue: el Savoy. Sophia me telefoneaba a las horas conven i ­das. I ncl uso las noches que íbamos a robar, sa l ía del night club para volver enseguida una vez terminado el traba jo. Así, s i fuera necesario, la gente podría atest iguar que yo estaba a l l í a la hora del robo aproximadamente. Cuando la pol icía les i nterrogaba, los negros no daban nunca informaciones muy precisas.

En aquel la época, había dos inspectores negros en Boston. Cuando volví a Roxbury, uno de el los, Turner, me d io o enten­der que no me pod ía tragar, y esa «s impatía» era recíproca . Hablaba de lo que iba a hacerme y yo le h ice saber por la «VOZ de la ca l le» c laramente m i respuesta. Cuando cambió de propósito, me di cuenta de que la « voz de la ca l le» era efectiva . Todo el mundo sabía que yo estaba armado. Y él no era tan tonto como para no comprender que no dudaría en d ispararle, i nspector o no.

Aquel la noche estaba en e l Savoy a la hora de siempre. E l teléfono sonó en la cabina en el mismo momento en que T urner hacía su entrada. Vio cómo me levantaba. Sabía muy bien que el te léfono era para m í, pero entró en la cabina y respondió en mi lugar.

Le oí decir, «Helio, helio, helio», mirándome fi jamente. Soph io, que no quiso arriesgarse con una voz desconoc ido colgó el teléfono.

- ¿No era para m í esa l lamada ? pregunté a Turner. D i jo que sí. - ¿Y por qué no me lo has d icho? Me respondió con un insu lto. Sabía que estaba esperando

que yo empezara. Los dos éramos muy prudentes. Los dos sabíamos que queríamos matarnos e l uno al otro. Pero n i ngu-

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no quería cometer una torpeza. T urner no quería decir nada que pudiera hacerle quedar mal. Yo no quería decir nada que pud iera ser i nterpretado como una amenazo o un pol ic ía.

Pero, aque l la noche no pude aguantarme. Recuerdo exac­tamente lo que le d i je.

- Oye Turner, tú que tratos de entrar en la h istoria, ¿no sobes que s i j uegos comigo entrarás de verdad porque te verás obl igado o matarme?

Turner se quedó mirándome. Después se a lejó. Supongo que no estaba preparado para entrar en la h istoria.

Yo había l l egado casi o cavar mi propio tumbo. Todo crim ina l espero que le cojan de un momento o otro. Es lo ley. Trata de evitar lo inevitable el mayor tiempo posib le, y bosta. La drogo me ayudaba o olvidarme de esa perspectiva cado vez que me ven ía o lo memoria. La drogo se había convertido en el eje de mi vida. L legué a absorber ta l cantidad diario­mente (cigarri l los, coca ína, o los dos o lo vez) que estaba por encima de cua lquier inqu ietud o cua lquier tensión. Y si , a pesar de todo, afloraba alguna preocupación a la superficie de m i conciencio, podía hacerlo volver a l sit io de donde habían ven ido hasta el d ía s igu iente, y a l d ía s igu iente hasta e l otro.

Pero ahora me costaba mucho drogarme s in que se me notara.

Una noche que no trabajábamos -a l d ía s iguiente de una bueno pesco- estaba drogado como siempre y fu i a un night club. E l camarero que me d i jo « Hola, Red» , pon ía uno coro que no me gustaba nodo. Pero no le h ice n i nguno pregunto. Es un pr inc ip io: no preguntar nunca nodo en eso clase de situa­ciones; pues la gente os d ice entonces lo que están deseando dec iros. De todos maneras e l camarero no tuvo tiempo de decirme nado pues yo lo vi enseguida.

Sophio y su hermana estaban sentados en una meso cerco de la pista, acompañadas de un blanco.

T odavío hoy no entiendo cómo pude cometer semejante error. Hubiera pod ido hablar después con Sophio. No sabía quién ero el blanco, n i me importaba. Pero la cocaína me h izo levantar.

No era el marido de Soph ia, s ino el mejor amigo de su marido. Habían hecho el servicio m i l itar j untos. Como el mari-

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do no estaba, el amigo había i nvitado a Sophia y su hermana a cenar, y el las habían aceptado. Después de cenar, él había propuesto i r a dar una vuelta por el ghetto negro.

Todos los ci udadanos negros conocen esta c lase de b lan­co del Norte que va a vis itar el «barrio negro» para «d iverti r­se un poco» a costa de los negros.

Las ch icas, a qu ienes conocía todo el mundo en el barrio, trataron de d isuad i rle. Pero él ins ist ió. Se aguantaron la respi­ración y entraron en aquel nighf club a l que habían ido cientos de veces. Lanzaron m i radas g lacia les a los camareros y e l los, comprendiendo lo que pasaba, h icieron ver que no las cono­cían . Pidieron algo para beber, rezando para que n ingún negro se acercara a sa l udarlas.

Fue entonces cuando intervi ne yo. Recuerdo que las l lamé ccBaby)). Se quedaron b lancas como el papel . E l t ipo, rojo como un tomate.

Aquel la noche me sentí rea lmente enfermo en Harvard Square. No fís icamente s ino más bien debido a las conse­cuencias de aquel los ci nco ú lt imos años que ahora sa l ían a flote. Estaba en pi jama, medio dorm ido encima de la cama, cuando oí que l lamaban a la puerta .

Era muy extraño. Todos ten íamos una l l ave y nunca había l lamado nadie a la puerta . Me escond í deba jo de la cama. Estaba tan borracho que no se me ocurrió coger el revólver de la cómoda.

Desde deba jo de la cama, oí g i rar la l l ave en el cerrojo y vi entrar unos zapatos y los bajos de unos panta lones. Los vi c i rcu lar, pararse. Cada vez que el t ipo se paraba, yo sabía perfectamente qué estaba mirando. Y sabía, antes que él m ismo, que iba a mi rar deba jo de la cama. Y así lo h izo. Era el amigo del marido de Soph ia. Su cara estaba a c incuenta centímetros de la mía . Tenía un a i re g lacia l .

- J o , j o , j o , ¿ l e h e hecho vo lverse loco, verdad? le d i je .

No ten ía n i nguna gracia. Sa l í de debajo de la cama rien­do. Tengo que decir en su favor que no echó a correr. Dio un paso atrás. Me miró como si fuera una serpiente.

No ten ía la menor i ntención de ocu ltarle lo que ya sabía. Las chicas ten ían a lgunas cosas en los armarios, por todas partes. E l las había visto. Inc l uso hablamos un poco. Le d i je que las chicas no estaban y se marchó. Lo que más me preo-

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cupó fue que me había cog ido a m í m ismo en la trampa a l esconderme debajo de la cama, desarmado. Rea lmente, me estaba descuidando.

Había l levado un reloj robado a arreg lar. Dos d ías des­pués del episod io de la cama, fu i a buscarlo. Mis armas formaban parte de m i ropo, como mis corbatas. Me había colocado el revólver en un estuche atado a lo espa lda deba jo del abrigo. Después me enteré de que el propietario del reloj había ind icado la reparación que necesitaba. Era un reloj estupendo y por eso lo había guardado poro m í. Todos los relojeros de Boston estaban a lerta .

El jud ío esperó que le pagara antes de poner el reloj en el mostrador. Después dio la seña l . Apareció un tipo del fondo de la tienda y se d i rig ió a mí.

Ten ía la mano derecha en el bols i l lo. Era un pol icía, evi­dentemente.

- Pose al fondo, me d i jo tranqu i lamente. Me d ispon ía a obedecer cuando otro negro, i nocente, en­

tró en lo t iendo. Más ta rde me enteré de q ue había acabado el servicio m i l itar aquel d ía. E l pol ic ía se pensó que era un cómpl ice m ío, y se volvió hacia é l .

Permanecí a l l í, a rmado, inmóvi l , m ientras el inspector de espa ldas a m í, i nterrogaba a l otro negro. Todavía estoy con­vencido de que Al lah estaba conmigo. No i ntenté d ispararle. Y esto fue lo que me sa lvó la vida.

Recuerdo que el inspector se l lamaba Shark. Levanté los brazos a l a i re y le h ice señas: «Coja mi revól­

ver», le d i je. Le m i ré mientras lo cogía. Estaba como atontado. Al ver

entrar a l otro negro no se le había ocu rrido pensar que yo pod ía estar armado. Estaba rea lmente emocionado porque no había i ntentado dispararle.

Con mi revólver en la mano, d io la seña l . Otros dos i nspec­tores sa l ieron de sus escondri jos. Me tenían rodeado. Un fa lso movimiento y habrían d isparado.

Si no me hubieran detenido en la relojería, hubiera podido mori r de otra manera. E l amigo del marido de Sophia se lo había contado a éste. E l marido, que había l l egado aquel la misma mañana, había ven ido a m i casa, armado. Se encon-

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traba a l l í en el momento en que me l levaron a la com isaría de pol icía.

Los inspectores me mataron a preguntas. Pero no me pe­garon. No levantaron ni un dedo contra mí porque no le había d isparado a l primer inspector.

Me encontraron papeles con mi d i rección. Ensegu ida detu­vieron a las ch icas. Habían delatado a Rudy. Todavía no entiendo cómo se las arreg ló para ser i nformado a tiempo. Debió salta r con e l primer tren que sa l ía de Boston. No le han cog ido nunca.

He pensado mil veces en este día en que escapé dos veces de la muerte. Por esto creo que todo está escrito.

La pol icía encontró todo lo que buscaba en nuestro apar­tamento: abrigos de pie l , a lgunas joyas, cosas s in importan­cia, y nuestros instrumentos de trabajo. Una pa lanqueta de ladrón, un desmontador de cerraduras, d iamantes para cortar vidrio, atorn i l ladores, l i nternas, l laves fa lsas . . . y m i arsena l de armas.

A las ch icas les pusieron muy poca fianza. Después de todo, eran blancas. Su crimen más monstruoso era el haberse re lacionado con los negros. Pero a Shorty y a mí nos pusieron una fianza de d iez m i l dólares a cada uno, cantidad que sabían perfectamente que éramos i ncapaces de reun i r.

Las asistentes socia les nos ofrecieron sus servicios. Las relaciones entre b lancos y negros eran un tema que las obse­sionaba. Nuestras chicas no eran lo que se l lama unas « ras­treras» o unas «golfas», sino blancas de la buena burguesía . C ircunstancia que preocupaba más a las asistentes sociales y a los representantes de la ley que n i nguna otra cosa .

¿Cómo, dónde, cuándo las había conocido? ¿Habíamos dorm ido juntos? Nadie se i nteresaba por los robos. Lo ún ico que veían era que habíamos cog ido unas mujeres que perte­necían a los b lancos.

Mi ré fi jamente a las asistentes socia les: «Y bien, ¿qué piensan ustedes?».

Hasta los escribanos y los u j ieres del tribuna l repetían la misma canción : « Unas blancas tan buenas chicas . . . esos su­cios niggers . . . » . ¡Y nuestros abogados! E l d ía del juicio le d i je a uno de e l los antes de que entrara el juez : « Parece que se nos va a condenar por las ch icas» . E l abogado enrojeció se puso

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o revo lver sus papeles: « ¡Vosotros no tenéis nodo que hacer con los blancos ! » d i jo.

Con e l tiempo fu i conociendo todo la verdad sobre los b lancos. Entre otras cosas, me enteré de que a los que roba­ban por primera vez se les condenaba a dos años de cárcel . Pero no iba a ser lo m ismo poro nosotros, poro nuestro cri­men.

Quisiera deci ros antes de continuar que nunca había con­tado mi sórdido pasado a nadie con tantos deta l l es. Lo hago ahora, no porque me siento orgu l loso del ma l cometido, sino porque la gente se pregunta siempre : ¿ Por qué soy así? Para comprender a a lguien, hay que conocer todo su vida, remon­tarse hasta su nacim iento. Nuestra persona l idad es la suma de todos nuestras experiencias.

Hoy, todo lo que hago me parece de una urgencia ta l que no perdería n i uno hora dictándoos este l i bro si m i propósito fuero entretener a los lectores. Si le consagro todo el tiempo necesario es porque es lo mejor manero de demostrar hasta qué punto estaba hundido en lo sociedad del hombre blanco cuando descubrí, poco después en lo cárcel , o Alloh y lo re l ig ión is lámica. Mi vida se transformó por completo.

Satán

Dios sobe de dónde había sacado lo madre de Shorty el d inero para coger e l autobús de Lansing a Boston. « Lee el Libro de las Revelaciones y rezo» , le decía o su h i jo cuando iba o vis itarle. Uno vez me lo d i jo o mí también, mientras esperaba la sentencia. Shorty leyó atentamente esto porte de lo B ib l ia ; se pon ía de rod i l los y rezaba como un d iácono negro de lo secta bautista .

Un día nos encontramos en presencio del juez del tribuna l de Middlesex (donde, si mol no recuerdo, habíamos cometido catorce robos) . Lo madre de Shorty l loraba, hacía inc l i nacio­nes de cabeza o su Jesús, no muy lejos de El lo y Regina ld . L lamaron o Shorty primero.

- Primer cargo. De ocho o d iez años . . . - Segundo cargo. De ocho o d iez años de cárcel . . .

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- Tercer cargo . . . Y finalmente: - Con profusión de penas. Shorty sudaba tanto que parecía que tuviera la cara cu­

bierta de grasa. Al no entender el s ign ificado de estas pa la­bras, había ca lcu lado menta lmente unos cien años. Dio · un ch i l l ido y se desplomó. Los u j ieres tuvieron que sostenerle. En ocho o d iez segundos, Shorty se volvió tan ateo como yo lo había s ido a l principio. Fu i condenado a diez años de cárce l . A las ch icas les sa l ió de uno a cinco años en el Reformatorio de Mujeres de Framingham (Massachusetts) . Fue en febrero de 1 946. Yo no ten ía aún vei nti ún años. Ni s iqu iera había empezado a afeitarme.

Nos l l evaron a Shorty y a m í, esposados juntos, a la cárcel de Charleston .

No puedo acordarme de n inguno de mis números de cár­cel . Parece extraño, aun después de doce años. E l número forma parte integrante del preso. Su nombre no se pronuncia jamás, sólo su número. Lo l levaba marcado en todas mis cosas, en todos mis vestidos. Al fi na l , lo ten ía impreso en el cerebro.

Toda persona que pretenda amar a su prój imo tiene que reflexionar un buen momento antes de votar una ley que mantiene a los hombres detrás de rejas, en jau lados. No digo que las cárceles tengan que desaparecer, pero s í las rejas. No se « reforma» nunca a un hombre detrás de rejas.

Recién l legado a Charleston, estaba muy mal físicamente y de un humor feroz, a l verme de repente privado de la droga. En las celdas no había agua corriente. La cárcel había sido constru ida en 1 805 -en tiempos de Napoleón-. Mi celda era estrecha y sucia, pod ía tumbarme en el camastro y tocar las dos paredes. Un recipiente tapado hacía de water. Por fuerte que uno sea no puede soportar el olor de la defecación que produce todo un pasi l l o de celdas.

El psicólogo de la cárcel me interrogó. Le i nsu lté de la manera más obscena que pude, y todavía peor a l cape l lán. La primera carta que rec ibí en Charleston era de mi piadoso hermano Ph i lbert; me decía que su «santa » Ig lesia iba a rezar por mí . Le mandé una respuesta de la que todavía me aver­güenzo.

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E l la fue la primera que vino a vis itarmé. Tuvo que dominar­se a sí misma y esforzarse en sonreír. Yo l l evaba unos blue­¡eans descoloridos con mi número marcado. No ten íamos mucho que decirnos; hubiera preferido que no vin iera. Los guardianes, a rmados, vig i laban una c incuentena de presos y a sus visitas. Cuando volvían a sus celdas, los presos novatos j uraban s iempre que cuando estuvieran en l ibertad lo primero que harían sería matar a los guardianes del locutorio. El odio se concentraba en e l los.

La primera vez que me emborraché en Charleston fue con nuez moscada. Mi compañero de celda era uno de esos trafi­cantes que compran ca jas de ceri l las l lenas de nuez moscada robada por los presos asignados a la cocina. Después nos las revendían contra reembolso o a cambio de c igarr i l los. Me arrojé sobre la caja como si hubiera sido una l ibra de droga fuerte. Una caja de ceri l las de nuez moscada en un vaso de agua da más o menos la misma euforia que tres o cuatro cigarri l los de marihuana.

Con e l d inero que me envió E l la pude comprar ensegu ida a los guard ianes de la cárcel euforias muy superiores. Obtuve marihuana, Nembuta l , Bencedrina. Los guard ianes las hacía n pasar de contrabando para ganar un poco más; todos los detenidos saben que viven de eso.

En tota l , pasé s iete años en la cárce l . Cuando pienso aho­ra, cuando trato de separar el año de más que posé en la c iudad de Charleston, los recuerdos se mezc lan en m i mente, recuerdos de nuez moscada y otras semi-drogas, de guardia­nes jurando, de mí arrojando cosas fuera de la celda, reza­gándome en las colas, dejando caer la bandeja en e l come­dor, negándome a responder por mi número, pretendiendo que lo había olvidado, etc . . .

Prefería estar solo que en comunidad. Me paseaba de arriba a abajo como un leopardo enjau lado, blasfemando en voz a lta como un carretero. Odiaba sobre todo a Dios y la B ib l ia . Desgraciadamente, la ley prevé un p lazo después del cual hay que rei ntegrarse a la celda colectiva. Mis compañe­ros de celda me l lamaron enseguida Satán, por m i hosti l idad a la rel ig ión .

E l primer hombre que me impresionó en la cárcel fue uno de mis compañeros de celda, B imbi . De piel c lara, un poco roj iza, como yo, más o menos de la misma estatura, cubierto

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de manchas rojas, ladrón desde s iempre. B imbi había estado en varias cárceles. Trabajábamos en un ta l ler en el que se fabricaban p lacas para matrícu las de coches. Yo estaba en la cadena en la que se pintaban los números. E l traba jaba en la máquina que los imprimía .

Muchas veces cuando terminábamos nuestra <<Cuota de placas», nos sentábamos todos j untos -unos qu i nce- para escuchar a B imbi . Norma lmente a un preso blanco no se le ocurri ría nunca escuchar a uno negro. Pero cuando era B imbi quien daba su opin ión, hasta los guardias se inc l i naban para oírlo mejor. B imbi hablaba sobre cua lquier tema, el más i nes­perado a veces.

Fascinaba a su aud itorio. Sabía mucho sobre el comporta­miento humano y nos demostraba que la ún ica d iferencia entre nosotros y la gente de fuera era que a nosotros nos habían atrapado. Cuando expl icaba la h istoria de Concord (a donde yo ten ía que ser tras ladado poco después) parecía que estuviera pagado por el s indicato de in iciativa. Como tantos otros presos, yo no había oído nunca hablar de Thoreau 1 , antes de que B imbi le dedicara una conferencia. B imbi era el mós asiduo de los c l ientes de la b ib l ioteca. Lo que más me fascinaba de él , era que i nfund ía un respeto absol uto . . . sólo con el poder de las pa labras.

Bimbi no me hablaba mucho. Se mostraba arisco conmigo, pero yo notaba que me ten ía s impatía. Le gustaba hablar de rel ig ión : es lo que me h izo buscar su amistad . Oyéndole me consideraba a mí mismo como a lgu ien que había l legado más a l lá del ateísmo: yo era Satán . Pero Bimbi hacía del ateísmo un verdadero sistema, s i es que puede l lamarse así. Desde entonces dejé de ataca r a la rel ig ión a base de blasfemias. Mis argumentos parecían muy débi les a l lado de los suyos. Y él no era nunca grosero.

Bimbi me d i jo un d ía, de buenas a primeras, como acos­tumbraba a hacer siempre, que no sería tan estúpido s i usara mi materia gris. Yo quería su am istad, pero no sus consejos. Con otro preso, me hubiera mostrado grosero; pero nadie era grosero con Bimbi . Me di jo también que debería hacer cursos por correspondencia y uti l izar la bib l ioteca de la cárce l .

l . Henry Thoreau, célebre escritor americano. (N.T. ) .

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Desde que sal í de la escuela primario de Mason no se me había ocurrido nunca estudiar nada (excepto el arte de trafi­car) . Y la ca l le había borrado por completo todo lo que había pod ido aprender en la escuela. N i s iquiera sabía reconocer un verbo. Un corta de mi hermana H i ldo me sugi rió lo ideo de estud iar ing lés y mejorar mi escritura. Las pocas posta les que le había mondado eran casi i n i ntel ig ibles.

De uno manera u otra había que matar e l t iempo. Me inscribí en un curso de ing lés por correspondencia. Un catá lo­go cic losti lado de los l i bros de lo b ib l ioteca corría de mono en mano y de celda en celda. Apunté m i número en los títu los que no estaban ya prestados. Gracias a los cursos por correspon­dencia, los ejercicios y los l ecciones, fui recordando algunos elementos de g ramático. Al cabo de un año, empecé o escrib ir cartas legib les y más o menos correctas. Influenciado por las exp l icaciones etimológ icos de B imbi , me inscrib í también a un curso de latín por correspondencia.

Ba jo la tutela de Bimbi, h ice a lgunas ganancias con mis compañeros de celda. Les ganaba cas i o todos jugando a l dominó, y coda victoria me proporcionaba un paquete de cigarri l los que acumu laba en mi celda. Apostábamos cigarri­l los y dinero en los combates de boxeo y en los partidos de bose-bo l l y casi s iempre ganaba. Nunca olvidaré aquel d ía de abri l de 1 947 en que Jackie Robi nson j ugó con los Brooklyn Dodgers. De todos los «fans» de Jackie Robinson, yo era el más fanático. Coda vez que jugaba tenía las orejas pegados o lo radio.

Un d ía de 1 948, acababa de ser trasladado o Concord cuando mi hermano Ph i lbert, que no paraba de adheri rse o toda clase de movim ientos, me escr ibió que esta vez había descubierto « la rel ig ión natura l del negro» . Ahora pertenecía, me d i jo, o lo «Noción del Is lam» . Añad ió que tenía que « rezar o Al lah para que me l ibertara» . Le escribí una corto, esta vez en un lenguaje más correcto, es verdad, pero en el fondo todavía peor que aquel la en que le decía lo que pensaba de su «santo» Iglesia.

Después recibí uno carta de Reginold . Sabía que veía muy a menudo o Wi lfred, a H i lda y a Ph i lbert en Detroit, pero no vi n inguno relación entre las dos cartas. Reg ina ld me daba los ú lt imos noticias, y me decía : «Molcolm, no comas más cerdo y no fumes más. Yo te d i ré cómo sal i r de lo cárce l » .

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Automáticamente, pensé que había descubierto un truco para l i brarme de las autoridades pena les. Me dormí y me desperté, pensando qué podía ser. ¿Algo psicológ ico? ¿po­dría fing i r a lguna enfermedad que me permit iera sa l i r de la cárcel privándome del cerdo y del tabaco?

Me moría de ganas de consultar a Bimbi . Pero me retuve i nstintivamente. Era demasiado importante para decírselo a nadie.

No me costó mucho dejar de fumar. Había pasado d ías enteros s in cigarri l los. Después de leer la carta de Reg ina ld acabé el paquete que ten ía empezado. A partir de entonces no toqué ni una col i l la .

Tres o cuatro d ías más tarde nos s irvieron cerdo para comer.

No me acordaba del cerdo cuando me senté en mi sitio, como un robot, en la larga mesa de detenidos. Sentarse, lanzarse sobre el plato, tragar, levantarse, sa l ir en fi l a : los buenos modales pen itenciarios. Me pasaron la carne ¿pero qué carne? Presentada de aquel la manera, no se pod ía sa­ber .. . De golpe, la prescri pción : no comas más cerdo apare­ció en letras luminosas en la panta l la de m i memoria .

Dudé m ientras sostenía la bandeja en el a i re; luego se la pasé a m i vecino. E l se s i rv ió y después se paró bruscamente. Recuerdo que me miró sorprendido.

- No como cerdo, le d i je. Y la bandeja de carne siguió su camino hacia el otro

extremo de la mesa. Poco después, no se hablaba de otra cosa en toda la

cárce l . La vida a l l í era tan monótona que la menor diversión tomaba proporciones desmesuradas. Aque l la noche, todos los deten idos de mi h i lera de celdas sabían que Satán no comía cerdo.

Yo me sentía extrañamente orgu l loso. Siempre se d ice que los negros, presos o no, no pueden pasar sin cerdo. Los presos b lancos estaban sorprendidos, lo que me causaba una gran satisfacción.

Más tarde he comprend ido que había hecho, s in saberlo, un acto de sumis ión preis lám ica. Había obedecido a la pres­cripción musulmana : « Da un paso hacia A l lah, y Al lah dará dos hacia ti » .

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Mis hermanos de Detroit y de Chicago se habían converti­do ya a lo que e l los l lamaban «la rel ig ión natura l del negro» de la que me había hablado Ph i l bert. Rogaban todos por m i conversión en la cárcel . Cuando Ph i l bert les dio a conocer m i mala respuesta, se preguntaron qué camino debían segu ir. Concluyeron que era Reg i na ld, el ú l t imo convertido, el que estaba en más estrechas relaciones conmigo y me conocía mejor, el que ten ía que encontrar la manera de convencerme.

E l la , por su parte, había dado todos los pasos necesarios para que me tras ladaran a la colonia pen itenc iaria de Nor­folk (Massachusetts), cárcel experimenta l que tiene como ob­jeto la rehabi l itación de los crim ina les . Los detenidos de otras cárceles decían que con d inero, o con enchufe, se podía ser trasladado a esta colonia que parecía demasiado bonita para ser de verdad. E l la se las a rreg ló de manera que a fines de 1 948 obtuvo m i traslado.

En muchos aspectos, esta colonia era un para íso: los W.C. ten ían agua; no habían rejas, sólo muros, y en e l i nterior de estos muros una mayor l ibertad . Se respiraba a i re puro, no estábamos en lo ciudad.

La colonía comprend ía veinticuatro « un idades» de c in­cuenta hombres cada una, si mal no recuerdo. Lo que debía hacer un tota l de 1 .200 presos. Cada un idad ten ía su «casa», cada casa sus tres p isos, y -¡oh m i lagro!- cada preso su propia habitación.

Un qui nce por ciento de los detenidos eran negros; había de cinco a nueve en cada unidad.

Que yo sepa, la co lonia de Norfo lk es lo más l i bera l que hay en materia de detención . La «cu ltura» (o a l menos su vers ión pen itenciaria) reemplazaba las habladurías mal icio­sas, la perversión, la rapiña, los guardianes odiosos. Muchos detenidos de Norfo lk ten ían actividades « intelectuales >> , como las d iscusiones, los debates, y cosas por el esti lo. Los instruc­tores formados en las técn icas de la rehabi l itación venían de Harvard, la Un iversidad de Boston. E l reg lamento era mucho más l ibera l que e l de las otras cárceles: visitas autorizadas casi todos los d ías, y durante dos horas enteras. Pod íamos sentarnos delante de la vis ita, o a su lado.

Más extraord i naria todavía era la b ib l ioteca cedida por un m i l lonario l lamado Parkhurst, espec ia lmente i nteresado por la H istoria y la Rel ig ión. Había mi les de obras en las estante-

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rías, y otras tantas en ca jas, a fa lta de sit io en las estanterías. En Norfo lk los detenidos pod ían entrar en la b ib l ioteca s in autorización y escoger l os l ibros. Los había muy antiguos, y , s i n duda, muy raros. Al princ ip io los escog ía a l azar; después aprendí a seleccionar los l i bros con un objetivo determinado.

Estuve un tiempo s in notic ias de Regina ld . Mientras tanto, yo segu ía sin fumar y sin comer cerdo. F ina lmente, me anunció su vis ita. Cuando l l egó, yo estaba loco de impaciencia: ¿Qué secreto me d i ría?

Regina ld sabía que yo razonaba como un traficante. Por esto era tan eficaz su método. Yo esperaba que me aclarara su misteriosa proh ib ic ión. Pero él se l im itaba a darme noticias de la fam i l ia, de Detroit, de Harlem. Nunca le he ped ido a nadie que me expl ique a lgo antes de que esté d ispuesto a hacerlo. El tono fa lsamente ind iferente de Regina ld me h izo comprender que se trataba -de a lgo muy importante.

Por fin, como s i la idea acabara de pasarle por la cabeza, me di jo : «Malco lm si existiera un hombre que supiera todo lo que se puede saber, ¿Qué sería este hombre?» .

Le conocía bien esta manía exasperante de l a s adivinan-zas. Yo he preferido siempre decir las cosas a la cara.

- Bueno, sería una especie de d ios. - No, es un hombre que lo sabe todo. - ¿Quién ? le d i je. Dios es un hombre, respondió Reg ina ld . Su verdadero

nombre es Al lah . Al/ah. Me acordé de pronto de que ese nombre figuraba

en la carta de Phi lbert. Reg i na ld conti nuó. Di jo que Dios ten ía trescientos sesenta grados de conoc imiento, o sea « la suma tota l del saben> .

Decir que n o entend ía nada sería u n eufemismo. Segu í escuchando a Reg ina ld que hablaba lentamente.

- El d iablo sólo tiene trei nta y tres g rados de conocimien­to; es la franc-masonería, añadió Reg ina ld (Recuerdo las pa­labras exactas porque las he repetido tantas veces a los de­más) . E l d iab lo se s irve de la franc-masonería para dominar a la gente.

Regina ld me exp l icó que su Dios había venido a América y se había aparecido a un hombre l lamado E l i jah, « Un negro, un

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hombre como nosotros» . Ese Dios había d icho a E l i jah que el tiempo del diablo estaba l legando a l fina l .

- El d iablo también es un hombre, d i jo. - ¿Qué qu ieres decir? Con un gesto, Regina ld me ind icó a lgunos detenidos b lan­

cos y a sus visitas. - Esos, d i jo Regina ld . E l d iablo es el hombre blanco. - Todos los blancos saben que son diablos, sobre todo los

franc-masones. Nunca olvidaré ese momento. Pensé en todos los b lancos

que había conocido. No sé por qué, me detuve al l legar a Hymie, el jud ío que había sido bueno conm igo.

Reg inald también le conocía. - ¿Sin n i nguna excepción? le d i je. - Sin n inguna excepción. - ¿Y Hymie? - ¿Es una prueba de bondad pagarle a a lgu ien qu in ientos

dólares cuando uno m ismo está ganando d iez m i l ? Reginald se fue. Yo reflexioné. Reflexioné, reflexioné, re­

flexioné. Todo aquel lo no ten ía ni pies ni cabeza. Ni término med io.

Todos los blancos que conocía desfi laron ante mí. Desde el principio. Los de la Asistencia que se metían en nuestros asuntos tras la muerte de mi padre, asesinado por los blancos. Los blancos que trataban a mi madre de « loca » delante de sus h i jos. Los otros blancos que la habían l levado al asi lo de Ka lamazoo. E l juez b lanco, los otros jueces que habían sepa­rado a los n iños. Los Swerl in , los otros blancos de Mason. Los n iños b lancos de mi clase, los profesores, los que me habían aconsejado que me h iciera «carpintero» , porque ser abogado no era propio de un negro.

Sus rostros desfi laban ante mí, me do l ía la cabeza. Los blancos de Boston, los del Roseland que bai laban « sólo entre blancos» mientras yo les l impiaba los zapatos . Los del Parker House donde yo l levaba la va j i l l a sucia a la cocina. Sophia.

Los blancos de Nueva York, los pol icías, los crim ina les blancos con los que me había relacionado. Los blancos que se amontonaban en los speakeasies negros para probar el «a l ­ma negra» . Las mujeres blancas que deseaban hombres ne-

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gros. Los hombres que yo acompañaba a las casas negras especia l izadas.

Nuestra «panta l la» de Boston, su representante, un anti­guo detenido. Los pol ic ías de Boston. E l amigo del marido de Sophia. E l m ismo marido a l que no había visto nunca pero del que tanto había oído hablar. La hermana de Soph ia. E l joyero judío que me había tendido una trampa. Las asistentes socia­les. El magistrado que me había condenado a diez años de cárce l . Los presos, los guardianes, las autoridades.

Reg inald, que vino a verme unos d ías más tarde, notó que sus palabras habían producido efecto. Se puso contento. Des­pués, muy seriamente, me habló durante dos horas enteras del «diablo blanco» y del « lavado de cerebro que los negros habían sufrido» .

Regina ld me dejó terriblemente preocupado. Por primero vez en mi vida, empecé a reflexionar sobre cosas serias. E l poder del hombre blanco estaba de capa ca ída ; pronto ten­dría que dejar de oprim i r y de explotar a los que ten ían la p ie l oscura . Y las pieles oscuras iban a tomar ahora su venganza; el hombre blanco i ba a perder.

- Tú no sabes qu ién eres. Ni s iqu iera sabes, porque el blanco se ha guardado bien de decírtelo, que perteneces a una civi l ización muy antigua, rica en oro y en reyes. No sabes tu verdadero nombre de fam i l ia, no reconocerías tu propia lengua s i la oyeras hablar. El hombre blanco te ha a l i enado. Desde el d ía en que el d iab lo b lanco te asesi nó, violó, arrancó de tu tierra nata l en la personal de tus antepasados, has s ido su víctima.

Ahora recibía por lo menos dos o tres cartas a l d ía de mis hermanos de Detroit. Eran todos musulmanes, d iscípulos de un hombre a l que l lamaban «el Honorable El i jah Muham­mad» , un hombre amable, de ba ja estatura, a l que a veces también l lamaban «e l Mensajero de Al la h » . E l i jah Muham­mad era, según decían, un « negro como nosotros» . Había nacido en los Estados Unidos, en una granja de Georgia . Su fam i l ia se había trasladado a Detroit, donde él había conoci­do a un ta l Wal lace D. Fard . Afi rmaba que Fard era « Dios en persona» . Wa l lace D. Ford había confiado a E l i jah Muham­mad el mensa je de Al lah para el pueblo negro, pueblo que constitu ía « la Nación perdida y reencontrada del Is lam en el desierto de América del Norte» .

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Todos me exhortaban a « relacionarme con el Honorable El i jah Muhammad» . Reg ina ld me exp l icó que los musu lmanes, que adoraban a Dios, no comían cerdo. los d iscípu los de E l i jah Muhammad condenaban los productos nocivos ta les como narcóticos, el tabaco, el a lcohol . leí y oí repetir cien veces que ce la cual idad esencia l del musu lmán es la sumisión a la voluntad de A l lah» .

los d iscípu los de l Honorable E l i jah Muhammad poseían lo que e l los l lamaban <<el verdadero conocimiento del hombre negro» ; conocim iento que yo debía i r adqu i riendo poco a poco gracias a las largas cartas de mis hermanos, y a los fo l l etos que les añadían .

la verdad, en pocas pa labras, era que los blancos habían « blanqueado» la h istoria y los l ibros de h istoria, y que lava­ban el cerebro del hombre negro desde hacía cientos de años. E l Primer Hombre era negro y vivía en un continente que se l lamaba Africa, donde la especie humana había aparecido por primera vez en el p laneta.

El Primer Hombre, el hombre negro, había instituido impe­rios y grandes civi l izaciones, mientras el hombre blanco vivía todavía en las cavernas y andaba a cuatro patas. << E l d iablo blanco>> , a través de toda la h istoria, no había hecho más que ases inar, v iolar, exp lotar y torturar a todas las razas de color.

E l tráfico de la carne negra es el crimen más horroroso de toda la h istoria de la human idad. Data de la época en que el hombre b lanco l l egó a Africa para ases inar y secuestrar a los m i l lones de hombres, mu jeres y n i ños negros a fin de trans­portarlos al Nuevo Mundo en ga leras de esclavos.

E l d iablo blanco había privado al pueblo negro del cono­c imiento que había ten ido de sí m ismo, de su lengua, de su rel igión, de su cultura pasada, hasta ta l punto que el negro americano era el ún ico pueblo del mundo que ignoraba por completo su personal idad profunda.

En el espacio de una sola generación, los esclavos negros habían sido violados por sus amos blancos. Pronto apareció una raza, domesticada, que ignoraba su propio nombre. los amos obl igaban a esta raza mixta a adoptar sus nombres de fami l ia .

Decían a l << negro)) que su Africa nata l estaba poblada de impíos, de sa lvajes negros que se ba lanceaban en los d¡"boles

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como s 1m 1os. El « negro>> lo aceptó, como aceptó toda la i nstrucción que le d io el hombre b lanco y que iba desti nada a incu lcarle la obed iencia y el cu lto a l hombre blanco.

Cuando todas las rel ig iones del mundo enseñaban a sus fie les que su Dios era un ser identificable, un Dios que se parecía a el los, e l esclavista obl igó a l negro a adoptar la rel ig ión cristiana. Le enseñó a adorar un d ios extran jero, que ten ía el pelo rubio, la cara pá l ida y los ojos azu les de su amo.

Esta re l ig ión enseñaba a l « negro>> que ser negro era una mald ición. Que todo el que era negro, inc lu ido él mismo, era un ser odiable. Le enseñó que todo el que es blanco es bueno, admirable, digno de respeto y de amor. Este lavado de cere­bro se l l evaba de ta l manera que el «negro >> acababa por creer que cuanto más manchada estaba su piel de la blancura de su amo, más «superior>> era. La rel ig ión crist iana de los blancos enseñaba a l negro que debía poner la otra mej i l la, sonreír, escarbar la t ierra, i nc l i narse, humi l larse, cantor, rezar y contentarse con las migas que ca ían de la mesa del b lanco; que ten ía que esperar e l maná que caería del cielo, aspi rar a un para íso en el otro mundo ya que el para íso de aquí abajo estaba reservado a los b lancos.

¿Cómo describ i r m i reacción ante este lenguaje? Todos los instintos del ghetto, de la jung la, todos los instintos de zorro, de lobo, de crim ina l , todo lo que había rechazado en mí cua lqu ier enseñanza, quedó an iqu i lado de repente. Era como si m i vida pasada hubiera desaparecido de una vez para siempre sin dejar la menor huel la .

Escrib í a E l i jah Muhammad. Vivía entonces en Chicago. Tuve que escrib i r veintic inco veces esa primera carta de una pág ina. Quería que fuera bien leg ib le y comprensib le. Pero ni yo mismo podía descifrar m i propia escritura. Mi ortografía y m i g ramática eran aún muy malas . Le exp l i qué a E l i j a h Muhammad, lo mejor que pude, que m i s hermanos me habían hablado de é l , y me excusé por m i mala l etra .

Muhammad me respondió con una carta dacti lográfica . La firma de «Mensajero de A l lah >> me dejó electrificado. Me daba la bienvenida, y materia de reflex ión. E l preso negro, decía, es el s ímbolo del crimen de la sociedad blanca que oprime a l negro, deja que se corrompa en la degradación y la ignorancia y hace de él un crim i na l i ncapaz de aspirar a una vida honrada. Me decía que tuviera va lor. Inc l uso me manda-

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ba d inero, un b i l lete de cinco dólares. Estoy seguro que toda­vía debe mandar d inero a todos los presos que le escriben.

Mis hermanos me decían, « Reza a Allah . . . volviéndote hacia el Este» . De todas las pruebas que he pasado, la de la oración ha s ido la más d ifíc i l . Ya me entendéis. Admitía las teorías de Muhammad y las creía. Pero esto no me exigía más que una adhesión de espíritu. Me decía : « Es verdad» o: « No lo había pensado nunca» . Pero doblar las rod i l las, el acto de rezar, bueno, me costó una semana acostumbrarme.

Ya sabéis qué clase de vida había l l evado hasta entonces. Sólo me había arrod i l lado para desmontar una cerradura antes de entrar a robar. Y aún así me costaba arrod i l la rme. La molestia y la vergüenza me hacían levantarme enseguida.

Que un pecador se arrod i l le, reconozca su cu lpa, implore el perdón de Dios, es lo más d ifíc i l que hay en el mundo. Hoy lo digo y lo hago s in d ificu ltad. Pero entonces yo era el mal en persona. I ntenté cien veces ponerme en la posición prescrita por el Is lam para la oración. Cuando a l fina l consegu í arrod i ­l larme, no sabía que decir le a Al lah .

Durante los años sigu ientes estuve en una soledad casi tota l . Nunca había estado tan ocupado. Cambié con una rapidez sorprendente de manera de pensar. Mis viejas cos­tumbres ca ían en el vacío como la n ieve que se des l iza de los tejados. Era como s i a lgu ien -a qu ien yo conocía muy bien­hubiese vivido del contrabando y el crimen. Y me sorprendía cada vez que recordaba m i anterior personal idad.

Hasta aquí queda recogido íntegramente los primeros nueve capítulos de la Autobiografía. En los siguientes, Mal­eo/m X narra su salida de la cárcel y los largos años de militancia entre los Musulmanes Negros, pero hemos preferi­do recoger su evolución ideológica con una selección de sus discursos en la segunda parte del libro. Por su interés para reflejar sus últimas posiciones, reproducimos a continuación el último capítulo de su Autobiografía.

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Ultimo capítulo 1 965

Seamos s inceros. Los negros, los afro-americanos, no ma­nif iestan n i ngún deseo de plantar cara a las Naciones Un idas, de exig ir a l mundo entero que se les haga justic ia en América . Sabía perfectamente que no moverían ni un dedo. Yo ya estaré muerto cuando el negro americano comprenda que su combate es un combate i nternacional . Sabía también que los negros americanos no aceptarían el Islam ortodoxo. Nuestros negros -los viejos sobre todo- están demasiado embebidos de cristian ismo. Por esto en las reun iones que se celebraban todos los domingos en el Audubon Bol/room 1, no trataba de convert ir a mis oyentes a l Is lam, s ino de l l egar a todos los que estaban presentes:

- No a los musulmanes, cristianos, cató l icos o protestan­tes, bautistas o metodistas, demócratas o republ icanos, franc­masones u otros, s ino a l pueblo negro de América, y a todos los pueblos negros del mundo. Pues s i nos n iegan nuestros derechos c ívicos y nuestros derechos humanos, nuestro dere­cho a la d ign idad, es porque formamos parte de la gran colectividad negra.

Notaba una actitud de atención en todos los que me escu­chaban. Una incert idumbre acerca de mis i ntenciones. Y lo comprendía. Desde que la guerra de Secesión le dio la « l i ber­tad» , el negro se ha encontrado siempre en ca l lejones sin sal ida. Sus leaders le han decepcionado. E l cristian ismo le ha decepcionado. Al senti rse ma ltratado, e l negro se ha hecho prudente, desconfiado.

Yo m ismo, en la cumbre de una col ina de Tierra Santa, comprendí de pronto lo pel igroso que es tomar a un hombre, sea qu ien sea, por un d ios, o por el emisa rio de un d ios. «Ya estoy harto de la propaganda de los demás (escrib í a mis am igos) , qu iero la verdad, sea qu ien sea el hombre que la diga. Quiero la j usticia, sean qu ienes sean sus defensores y sus detractores. Por encima de todo soy un ser humano y como ta l , qu iero todo aquel lo que es bueno para la human idad en conjunto>> .

l . Gran Salón de ba i le y de reunión de Harlem (N.T. ) .

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La mayoría de los periód icos americanos guardaron s i len­cio sobre las declaraciones en las que trataba de abri r un nuevo camino a los negros. Los i ncidentes se mu lti p l icaron durante todo el « la rgo y cá l ido verano» de 1 964 y me acusa­ban conti nuamente de « i ncitar a los negros a la revolución » , a la «violencia» .

Me l lamaban «e l negro a i rado número uno» . Y yo no renegaba del nombre. Expresaba exactamente lo que pensa­ba. «Creo en la i ra. La B ib l ia d ice que hay un tiempo para la i ra >> . Cuando me acusaban de « i ncitación a la violencia >> , respondía : « Es fa lso. Yo no qu iero una violencia g ratu ita . Quiero j ustic ia. Si los negros atacasen a los b lancos, y la fuerza públ ica se viera i ncapaz de protegerles, entonces los b lancos tendrían derecho a defenderse, hasta con las a rmas si fuera necesario. Por lo tanto, s i la ley no protege a los negros contra la agresión de los b lancos, los negros tienen que tomar las armas, si es necesa rio, para defenderse>> .

«Malcolm X qu iere armar a los neg ros>> d i jeron los titu la­res de los periód icos.

¡ Pues bien ! Creo que el que se deja embrutecer sin hacer nada es un crim ina l . Si es así como se interpreta la f i losofía cristiana, si esto es lo que enseña Gandhi , es que esas doctri­nas son crimina les.

En todos mis d iscursos traté de deja r muy c lara m i nueva posición respecto a los blancos, pero los period istas preferían que m i nombre s igu iera siendo un s inónimo de violencia.

Soy partidario de la violencia, s i la no-violencia sólo nos conduce a a largar indefi n idamente la sol ución del problema negro, bajo pretexto de evitar la violencia.

Estoy en contra de la no-violencia, s i ésta representa un retorno de la solución de las calendas griegas. Si , para hacer reconocer sus derechos de ser humano, el negro americano no tiene otro recurso que la violencia, entonces soy partidario de la violencia, como lo fueron, y vosotros lo sabéis muy bien, los i rlandeses, los polacos, o los judíos que fueron objeto de una f lagrante discrimi nación. Como el los, yo soy partidario de la violencia sean cuales sean sus consecuencias y sean cua les sean sus víctimas.

E l negro americano no hace ni qu iere la revol ución. Con­dena un s istema, pero no i ntenta derribarlo. S implemente pide

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que se le admita: ¿ Es esto una « revolución » ? No. Una auténti­ca revolución negro traería consigo, por ejemplo, lo reivindi­cación de Estados separados para los negros en e l i nterior del país. Y esto, lo ha precon izado mucha gente antes de E l i jah Muhammod.

Cuando el b lanco l l egó a América ¿d io pruebas de «no­violencia » ? He aquí lo que dijo el hombre que represento actualmente el símbolo de la no-violencia 1 :

«Nuestro pa ís nació d e u n genocidio. Los primeros ameri­canos blancos, consideraron al americano ind ígena, a l i ndio, como perteneciente a una raza inferior. Mucho antes de que l l egaran a nuestras costas los negros de Africa, la plaga de odio racia l había ya desfigurado la sociedad colon ia l . Desde el sig lo XVI la sangre corre en la l ucha por la supremacía de la raza. Este país es quizás e l ún ico en e l mundo que ha adoptado una pol ítica nacional de extermin io de la población indígena . Peor aún, hemos hecho posar esta trágico experien­cia por uno noble cruzado. T odovía no hoy nadie que creo que se tiene que volver o examinar este terrib le episod io, o nad ie le da vergüenza. Nuestra l i teratura, nuestras películas, nuestro teatro, nuestro folk lore le exa ltan a l máximo. Nuestros h i jos aprenden a respetar lo violencia que ha reducido a los pueb los de pieles rojas de una época anterior o unos grupos fragmentarios encerrados en miserables reservas» .

¡ Lo «coexistencia pacífica » ! ¡Otro s logan que sa le fác i l ­mente de los labios de los b lancos ! ¡Muy bien ! Pero en rea l i ­dad, ¿qué es lo que han hecho? A través de toda la h istoria han enarbolado el estandarte del crist ian ismo ... y l levado en lo otra mono la espada y el fusi l .

¿Qué ha hecho pues este famoso cristian ismo en la t ierra ? Ha l l evado a los dos tercios de la human idad a la rebel ión. Y en este m ismo momento, los dos tercios de la human idad dicen a l tercio blanco -tercio m inoritario-: « ¡Vete ! » . Y el blan­co se va . A med ida que se ret i ra, los pueblos de color vuelven a sus rel ig iones de origen, que e l blanco ca l ifica de «pago­nas» . Só lo una re l ig ión, el Islam, ha pod ido combatir al cris­tian ismo del hombre blanco durante mil años. Sólo el Is lam ha sido capaz de enfrentarse con e l cristian ismo b lanco.

l . Se trata sin duda de Martín luther K ing (N.T.) .

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la cruzada crist iana ha emprend ido el camino de Oriente; la cruzada musulmana emprende ahora el cam ino de Occi­dente. Asia está cerrada a l cristian ismo, Africa se convierte rápidamente a l Is lam y Europa se descrist ian iza cada vez más. Se considera a la civi l ización americana como el ú lt imo baluarte del cristian ismo.

¡ Pues bien ! Si es así, s i el «cristian ismo» que nos proponen actua lmente en los Estados Un idos es lo mejor que nos puede ofrecer el cristian ismo mundia l , toda persona de espíritu sano debe l l egar forzosamente a la concl usión del fi na l del crist ia­n ismo. ¿Sabéis que a lgunos teólogos protestantes ca l if ican a nuestra época de «era postcrist iana » ? Si la Ig lesia crist iana ha fracasado es porque no ha combatido el racismo. En este año de gracia de 1 965, la «conciencia cristiana» de congre­gaciones enteras, y de d iáconos, c ierran las puertas de la ig lesia a los f ieles negros d iciéndoles « la entrada a la casa de Dios está prohibida » a los negros.

Creo que Dios les está dando a los l lamados «cristianos» su ú lt ima oportun idad de arrepenti rse y de red im i r sus críme­nes. Pero ¿es que la América blanca se a rrepiente de sus crímenes contra los negros? Y además, ¿cómo podría red im i r tantos crímenes -esc lavizac ión, v io lac iones, bruta l idades­que han sufrido mi l lones de seres humanos? Una taza de café, un teatro, W.C. mixtos, todas esas formas h i pócritas de << i nte­gración » no constituyen una redención.

S in embargo no es el americano blanco el rac ista . Es la atmósfera pol ítica, socia l y económica lo que fomenta e l ra­cismo. El hombre blanco no es congén itamente malo, es la sociedad americana rac ista qu ien le impulsa a cometer críme­nes d iaból icos. Esta sociedad produce y fomenta un estado de án imo que favorece la expansión de los insti ntos más ba jos, más v i les.

Estuve un tiempo en América y después volví a l extran jero. Esta vez pasé d ieciocho semanas en el Med io Oriente y en Africa.

Conocí a Gamal Abdel Nasser; a Ju l i us K. Nyerere, pres i ­dente de T anzan ia ; a Nnamoi Azik iwe, presidente de Nigeria ; a l Dr . Kwame N'Krumah, presidente de Ghana; a Sekou T ou­re, presidente de Gui nea; a Jomo Kenyatta, presidente de Kenya; a l pr imer m in istro de Uganda, el Dr . Mi lton Obote, y

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otras personal idades rel ig iosas africanas, árabes, asiáticas, musulmanas y no musulmanas.

Durante este t iempo, la campaña electora l de América estaba en pleno apogeo. Las agencias de la prensa america­na me telefoneaban del otro lado del Atlántico para pregun­tarme si prefería a Johnson o a Goldwater.

Les respondí que desde el punto de vista del negro ameri­cano tan mal i ba el uno como el otro. Johnson era un zorro, y Goldwater un lobo. En América los «conservadores )) decían : «Que los niggers se queden donde estám) ; y los cd ibera les)) decían : <<Que los niggers se queden donde están, pero haga­mos ver que les damos a lgunas venta jas, hagámoslos andar a base de promesas)) . Para el negro, se trota de escoger cuá l de los dos se lo va a comer, el zorro o el lobo.

Ten ía tanta s impatía por Goldwater como por Johnson, sólo que, en la boca del lobo, a l menos siempre sé donde estoy. E l au l l ido del lobo me mantiene en estado de a lerta, mientras que el zorro, con sus a rt imañas, puede ahuyentar mis sospechas. Johnson es el prototipo del zorro; cuando fue nombrado presidente, gracias al ases i nato de Da l ias, la pri ­mera persona que reclamó a su lado fue Richard Russel, de Georgia. Johnson declaró a quien quería oírle que los dere­chos c ívicos eran << una cuestión mora l )) , pero su mejor amigo, Richard Russe l l , sudista racista, representaba la oposición a los «derechos cívicos)) .

Goldwater es un hombre a qu ien aprecio porque a l menos dice lo que piensa . Sus posiciones rac istas sobre el problema racial no eran popu lares. No las hubiera d icho públ icamente si no hubiera sido s incero. No hay que olvidar que las eternas canciones de cuna de los zorros del Norte han convertido en un verdadero mendigo al negro del Norte. En cambio, los negros del Sur, frente a frente con unos b lancos que enseñan los d ientes, se han lanzado siempre a la l ucha por la l ibertad mucho antes que los otros.

Al menos, con Goldwater, los negros hubieran sabido que se las ten ían con un lobo auténtico. Johnson es un zorro que ya los habrá medio d igerido cuando el los l l eguen a entender lo que les está pasando.

Mi organ ización naciona l i sta negra sabía perfectamente todas estas d ificu ltades. ¿ Por qué el nacionalismo negro? preguntaréis. Porque en una sociedad competitiva como la de

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los Estados Un idos, la sol idaridad de los negros entre e l los debe preceder a la de los negros y los blancos. S in la primera, la segunda es imposible.

Desde m i i nfa nc ia había oído hablar de las doctrinas na­cional istas de Marcus Garvey, doctrinas que le habían va l ido a m i padre el mori r asesinado. Aún cuando era discípulo de E l i jah Muhammad me parecía que las doctrinas pol íticas, económicas y socia les de los naciona l i stas negros pod ían dar al negro su d ign idad de raza, pod ían dar al hombre a rrod i l la ­do el deseo de levantarse.

Mi organ ización me asignó como objetivo el contribuir a la formación de una sociedad en la que negros y b lancos pud ie­ran ser rea lmente hermanos. Por lo tanto, para empezar, ten ía que hacer olvidar el antiguo Malco lm X, a l Malcom X « musu l ­mán negro» . E ra muy d ifíc i l . Se trataba de cambiar progresi­vamente la idea que el públ ico, e l públ ico negro sobre todo, ten ía de m í. Yo estaba siempre furioso, pero la experiencia que había ten ido en Tierra Santa de una auténtica fratern idad me había hecho reconocer que la i ra puede ser ciega.

En cuanto ten ía un minuto l i bre, discutía con las personas que ejercían una i nf luencia en Harlem. A qu ien quería oírme, le repetía que ahora mis am igos eran negros, marrones, rojos, amari l los y blancos.

Pues sé que muchos b lancos tratan honestamente de resol ­ver el problema negro; que se sienten tan frustrados como nosotros. Algunos d ías rec ib ía hasta c incuenta cartas de b lan­cos. Los blancos que asistían a mis m ít ines me preguntaban continuamente : « ¿Qué podemos hacer los que somos s ince­ros? » .

Esto me hace pensar en la estud iante b lanca de la que os he hablado, la que tomó el avión desde Nueva Ing laterra para ven i rme a ver al restaurante musulmán de Harlem. En­tonces le di je que no pod ía hacer nada. Lo s iento. S i supiera su nombre, si pudiera escribi rle, o telefonearle, ya no le ha­blaría así.

Le d i ría lo que he dicho a todos los b lancos s inceros: que no pueden adherirse a m i organ ización nacional i sta negra, la Organ ización de la un idad afro-americana. Estoy profunda­mente convencido de que los blancos que qu ieren inscrib i rse a una organ ización negra sólo qu ieren tranqu i l izar su con­ciencia sin enfrentarse con el verdadero problema. Girando

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a l rededor nuestro, « prueban» que están «con nosotros» . Pero no es así como se resuelve el problema racia l . Los negros no son racistas. Por lo tanto, no es a el los a quien hay que dar « pruebas», s ino a los blancos. La verdadera bata l la t iene que entablarse entre los blancos, y no entre nosotros.

la misma presencia de los blancos en las organ izaciones negras las hace menos eficaces. Es necesario que los negros se den cuenta de que son capaces de desenvolverse solos, de trabajar solos, entre los suyos; y la presencia de los blancos, aún de los mejores, retarda esta toma de conciencia.

No querría molestar a nad ie, pero confieso que nunca he tenido confianza en el b lanco, que g i ra a l rededor nuestro con demasiada prisa. No sé . . . Quizás i nconscientemente, me re­cuerdan a todos esos blancos que he conocido, que he visto emborracharse, volverse rojos, y cogerse después a l primer negro que encuentran d iciéndole: «Sólo qu iero que sepas que eres un gran tipo, tanto como yo>> . Esos m ismos blancos cogen después sus taxis o sus coches y se van al centro, a sus barrios, a donde ningún negro puede ir s ino es un criado ... Sea como sea, sé que en cuanto un blanco se adhiere a una organiza­ción negra, los negros t ienen tendencia a d i rig i rse a él . Y aunque, oficia lmente, los d i rigentes sean negros, ensegu ida son los b lancos qu ienes toman las r iendas, porque son los que ponen d inero.

«Que cada uno trabaje por su parte, actuando en el mismo sentido», es lo que respondo a los blancos s inceros. «Tendre­mos gran estima por nuestros camaradas blancos. Reconoce­remos su mérito, les daremos nuestra confianza. Pero m i l itare­mos entre los nuestros, pues sólo los negros pueden demos­trar a los negros que pueden desenvolverse solos. Trabajando por separado, b lancos y negros trabajarán juntos» .

A veces me atrevería a soñar que la h istoria l l egaría a dec i r que m i voz -que ha sacado a l blanco de su autosuficien­cia, de su arrogancia, de su satisfacción- ha contribuido a evitar una grave catástrofe, una catástrofe qu izás fatal para América.

Mi voz no es más que una de tantas, pero nuestro objetivo ha sido siempre el mismo. Es verdad, mis métodos son radi ­calmente opuestos a los de l Dr. Martín Luther King, apóstol de la no violencia (doctrina que tiene el mérito de poner de re l ieve la bruta l idad de l b lanco respecto a los negros) . Pero

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en la atmósfera que reina actua lmente en América, me pre­gunto cuá l de los dos <<extremistas» : el <<violento» Malco lm X o el << no violento» Dr. King, mori rá primero.

Todo lo que hago en este momento lo considero urgente. E l hombre d ispone de muy poco tiempo para hacer lo que ha de hacer. Yo especulo sobre m i muerte s in gran emoción. Nunca he creído que l l egaré a viejo. Lo sé, lo he sabido siempre, que moriré de muerte violenta . Viene de fam i l ia . Pensad en las cosas que creo, pensad en m i temperamento, añadid el hecho de que me entrego con cuerpo y a lma a la causa que defien­do; con todos estos ingred ientes ¿cómo queréis que muera en la cama?

Si he consagrado tanto t iempo a este l ibro, es con la esperanza de que el lector objetivo encuentre un testimonio úti l a la sociedad. En los ghettos negros hay cada d ía más adolescentes como yo lo he sido. No qu iero decir que todos se convertirán en parásitos como yo lo fu i . No. Sólo son una fracción, pero esta fracción de jóvenes crim ina les es cada año más cara y más pel igrosa . E l F .B. I . ha pub l icado recientemen­te un informe sobre el promed io anua l de crim ina l idad en América. Desde la segunda guerra mund ia l , este promed io aumenta de año en año de un d iez a un doce por c iento. El i nforme no especifica demasiado, pero yo os d i ré que este acrecentam iento se debe a los ghettos negros. Y en los moti­nes del « largo y cá l ido verano» de 1 964, los jóvenes negros de los ghettos estaban siempre en primera fi la .

Y estoy convencido de que esta l larán otros motines, más graves todavía, a pesar de la ley sobre los «derechos cívicos» que tranqui l iza las malas conciencias. Pues nadie se ha preo­cupado rea l mente de la causa de los motines, que no es otra cosa que el cáncer racista .

Creo que n ingún negro americano se ha hundido en el fango tan profundamente como yo; n ingún neg ro ha sido más ignorante que yo; n ingún negro ha sufrido tanto como yo, conocido la misma angust ia. Pero la l uz más pura bri l la siem­pre después de la noche más profunda, la a legría más grande viene siempre después de las desgracias más grandes; hay que haber conocido la esc lavitud y la cárcel para d isfrutar plenamente de la l i bertad.

Tengo muchas lagunas, lo sé. Lo que más me ha fa ltado ha sido i nstrucción. Me hubiera gustado hacer estud ios superio-

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res. Si tuviera tiempo, no me daría vergüenza matricularme en un instituto, continuaría donde lo dejé, y l l egaría hasta la l icenciatura.

¡Me gustaría tanto estudiar! En todos los campos, porque tengo el espíritu muy abierto y me i nteresa todo.

Cada mañana me despierto sabiendo que he ganado un d ía de más. Vivo como un muerto con prórroga . Querría ped iros un favor. Cuando esté muerto -lo digo porque sé que ya lo estaré cuando aparezca este l i bro- cuando esté muerto, leed bien todos los periódicos. La prensa blanca identificará a Malcolm X con el «od io» . Ya lo veréis.

E l hombre blanco se servirá de m i muerte, como se ha servido de mí en vida: yo encarno a sus ojos, e l «odio», encarnación cómoda pues le permite negar la verdad, negar que lo ún ico que he hecho es darle a l hombre blanco su propio espejo, a f in de mostrarle los crímenes abominables de su raza contra m i raza.

Ya veréis. En el mejor de los casos, me pegarán la etiqueta de « negro i rresponsable» . Los leaders negros « responsables» son precisamente los que no obtienen nunca n ingún resu ltado.

Yo he obten ido a lgunos. Desde que soy, en cierta manera, un leader de los negros americanos, cada nueva ofensiva, cada nuevo contrataque del hombre blanco me ha afianzado: cuanto más me atacaban, más seguro estaba de ir por buen camino, y de obrar en favor de los negros. Al defender sus posiciones, el racista blanco me ha certificado que yo ofrecía a l hombre negro a lgo de vá l ido.

Sí, he amado mi papel de «demagogo». Sé que muchas sociedades ases inan a los hombres que les han ayudado a cambiar. Si muero habiendo aportado alguna l uz, alguna partícula de verdad, s i muero habiendo contribuido a destru i r el cáncer americano, todo el mérito se debe a A l lah . A m í atribuidme sólos los errores.

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El asesinato ele Malcolm X por Alex Haley

A principios del año 1 965, Malco lm X fue a Francia. Ten ía que hablar en un congreso de estudiantes africanos. Se le h izo saber oficia lmente que se le proh ibi ría hablar y que Francia lo consideraba como personna non grata. Le pid ieron que sal ie­ra del territorio. Lo que él h izo, rojo de i nd ignación. Tomó el avión para Londres. Los periodistas de la B.B.C. le h ic ieron visitar, mientras le entrevistaban, la ci udad de Smethwick, cerca de B i rm ingham, donde viven muchos negros. Los habi­tantes de Smethwick criticaron violentamente a la B .B.C. a la que acusaban de «avivar e l racismo» en esta ci udad donde la situación era ya bastante tensa. Durante su estancia en la Gran Bretaña, Malcolm X habló en la London School of Eco­nomics.

Volvió a Nueva York el 1 3 de febrero. Toda su fam i l ia dormía en la noche del 1 4 hacia las 2 h . 45 de la madrugada, cuando fue despertada por una gran explosión. Betty me expl i có más tarde que Ma lcolm X, dando órdenes y atrapan­do a l vuelo a sus cuatro h i jas que gritaban horrorizadas, cons igu ió hacerlas sa l i r al patio. Alguien había t irado cock-

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ta i l s Molotov por la gran ventana que da a la fachada de la casa. Los bomberos tardaron una hora en apagar el i ncend io. las l l amas a lcanzaron sólo la mitad de la casa. Ma lcolm X no esta�a asegurado contra i ncend ios.

Betty aterrada, enci nta, y sus cuatro h i jas fueron a lberga­das por a lgunos amigos íntimos. Malco lm X apretó los d ientes y voló al d ía s igu iente, domingo, a Detroit donde ten ía que dar una conferencia. El lunes por la mañana, el pastor James X de la Mezqu ita Número s iete de E l i jah Muhammad declaró a la prensa que Malco lm X había prend ido él m ismo fuego a su casa «para darse publ icidad» .

E l l unes por la noche, Malcolm X , fuera de s í, habló en e l Audubon Bol/room. Sabía que ten ía nervios de acero. Aquel la noche perd ió su sangre fría . «Se me está acabando la pacien­cia, g ritó ante qu in ientas personas. Si sólo se tratase de mí no me importaría, pero ¡que no toquen a m i fam i l ia ! Mi casa . ha sido bombardeada por los «musulmanes», añadió sin rodeos, y dio a entender que se vengaría : «Hay a lgunos que cazan . Pero los hay también que cazan a los cazadores» .

E l martes 1 6 de febrero, Ma lcolm X d iría a uno de sus compañeros: «Han decidido que he de morir uno de los ci nco próximos d ías. Conozco los nombres de los ci nco musulmanes negros escogidos para ases inarme. Revelaré estos nombres en el miti n >> . A otro amigo le dec laró que i ba a pedi r una autorización para l levar a rmas. « No sé s i me la darán, d i jo, sabiendo que he estado en la cárcel » .

Al cabo de dos d ías dec laró a un period ista, durante una entrevista que aparecería después de su muerte: « No me importa deci rle que no puedo defin i r exactamente cuá l es ahora mi fi losofía . Pero soy flexib le» .

El viernes, Malco lm X ten ía una cita con Gordon Parks, e l period ista y fotógrafo de Life, a quien apreciaba mucho: « Parecía tranqu i lo y un tanto resplandeciente con su barbi l la y su toca de astrakan» , escribía después Parks en Life. Parecía l i berado de gran parte de su agresividad y de la amargura que le había conocido anteriormente, pero la l lama, la con­fianza, estaban siempre en é l . Hablando del tiempo en que era discípulo de E l i jah Muhammad, Malcolm X d i jo a Parks : «Aquel lo era teatro del malo. ¡Qué enfermedad! ¡Qué locura ! ¡Qué contento estoy de haber sa l ido de a l l í ! Ahora e s el momento de los mártires. Si he de ser uno, que lo sea por la

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causa de la fratern idad. Es lo ún ico que puede salvar a este país. Lo he aprendido a expensas propias, pero lo he aprendi ­do . . . » .

Parks preguntó a Malco lm X s i era verdad que le perse­gu ían para matarle. «Es tan cierto como que tú estás delante m ía -respondió-. Lo han i ntentado ya dos veces en qu i nce d ías» . Parks le preguntó si había pensado en hacerse prote­ger por la pol icía. Malco lm X se puso a reír: «Sólo un musu l ­mán puede proteger a un musu lmán contra otro musulmán, o a lgu ien que conozca las tácticas de los musulmanes. Yo sé a lgunas, soy yo qu ien ha i nventado muchas de el las» . «En d iversos l ugares de Africa, añadió, he visto estudiantes b lan­cos que se ponían a l servic io de los negros. Cosas como ésta rebaten cua lqu ier c lase de argumentos. Como musulmán, he hecho muchas cosas que ahora lamento. Entonces yo era un «zombie», como todos los musu lmanes, estaba h ipnotizado, me habían designado el camino a segu ir y me habían dicho: ¡Anda! Supongo que cua lqu ier hombre t iene derecho a ser un imbéci l , s i está d ispuesto a pagar el precio. Yo lo he pagado durante doce años» .

E l sábado por la mañana, Ma lco lm X y Betty fueron a consu ltar a una agencia inmobi l iar ia. Les enseñaron una casa que les gustó mucho en Long ls land, en un barrio predominan­temente jud ío. Había que pagar 3.000 dólares a l contada. Malcalm X estuvo de acuerdo, en principio. Al volver a casa de los amigos que a lbergaban a su mujer, Ma lcolm X y Betty ca lcu laron que el traslado les costaría 1 .000 dólares. Pasó las primeras horas de la tarde con su mujer. Después se levantó, cog ió su sombrero y d i jo a Betty desde el pasi l lo : <<A pesar de todo estaremos juntos. Qu iero que mi fam i l ia esté conm igo. Las fami l ias no tendrían que separarse. Nunca más haré un v ia je largo s in t i . Encontraremos a a lgu ien que cuide de los n iños. Nunca más te dejaré tanto t iempo sola >> .

A las 1 5 h . 30 de aquel la tarde, Malco lm X me telefoneó. Por primera vez en dos años no reconocí inmediatamente su voz. Parecía que tuviera reuma. Me d i jo que, durante la no­che, él y a lgunos amigos habían ayudado a los agentes de mudanzas a sacar todo lo que había quedado en buen estado de la casa i ncend iada, antes que la pol ic ía sacase todas sus cosas a la acera ( la Nación del Islam había consegu ido des­pojar a Malco lm X de esta casa) .

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T t·as su .

primer atentad

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o.

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- Betty y yo hemos visto una casa que queremos comprar. Pero nadie querrá a lqu i lar nada a Malco lm X en los tiempos que corren. (Trataba de bromear), sólo tengo 1 50 dólares. ¿Cree que el ed itor me dejaría los 4.000 dólares que necesito adelantándomelos sobre mis derechos de autor?

Le respondí que me ocuparía de e l lo el l unes. - ¿Sabe? Cuanto más p ienso, menos seguro estoy de que

sean los musu lmanes los que me han hecho esto. Sé lo que son capaces de hacer, y de no hacer, y no han podido hacer esto. Pienso en lo que me ocurrió en Francia, y no creo que sean los musulmanes.

Después empezó de pronto a hablar de otra cosa. - Me a legro de haber sido el primero en establecer lazos

oficia les entre los afro-americanos y nuestros hermanos de A frica .

Y colgó. A continuación, Malcolm X fue a l Hotel H i lton de N ueva

York. Dejó su Oldsmobi le azul en el garaje del hotel y pid ió una habitación. Le d ieron una en el piso doce. Un botones le acompañó.

Poco después unos negros entraron en el gran hal l del hotel, s iempre an imado, y preguntaron a varios botones cuá l era la habitación de Ma lcolm X. Los botones ten ían la consig­na de no dar nunca el número de habitación de n ingún c l iente. Ahora se trataba de Ma lcolm X. Todos los lectores de los periódicos de Nueva York sabían que Malco lm X estaba en pel igro de muerte. Los botones avisaron i nmed iatamente a l detective del H i lton. Desde entonces, y hasta e l d ía s igu iente por la tarde, el piso doce fue vig i lado de cerca. Malco lm X sa l ió una sola vez de su habitación para ir a cenar a l restau­rante del hote l .

E l sábado por la mañana, a las nueve de la mañana, Betty tuvo la sorpresa de oír a su marido por teléfono preguntándo­le si no le importaría vestir a sus cuatro h i jas y l l evarlas a l mit in del Audubon Bol/room. Dicho mit in estaba previsto para las dos de la tarde. «C laro que no», d i jo Betty. La víspera, su marido le había d icho que no fuese.

- ¿Sabes qué me ha pasado hace una hora? le d i jo. A las ocho en punto me ha despertado el teléfono. Una voz mascu l i ­na me ha dicho: « Despiértate, hermano» . Y ha colgado.

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A med iodía, Malco lm X sa l ió de su habitación. Bajó en el ascensor, cog ió su coche y lo condu jo, en un d ía cál ido y soleado, a l Audubon Bol/room. Ero el domingo 21 de febrero.

E l Audubon Bol/room, s ituado en Harlem, es un edific io de dos p isos que se a lqu i la para ba i les, reun iones, etc. Una joven recepcionista que era , a rotos l ibres, ayudante de Malco lm X me expl icó después que aquel d ía, e l la había l legado con bastante tiempo de anticipación, hacia la una y media . Al entrar en la so la vio las cuatrocientas s i l l as a l i neadas como de costumbre. En las primeras fi las habían ya a lgunos sit ios ocupados. No vio nada de anormal en el lo, pues siempre había gente que ven ía antes para sentarse cerco del orador y saborear plenamente sus palabras. En el estrado, detrás del pupitre, había una fi la de ocho s i l las.

No hubo reg istros en la entrada. Semanas antes, Molco lm X, irritado, los había proh ibido: « Incomoda a la gente» , d i jo, y ese rito le recordaba demasiado a E l i jah Muhammad. «S i no pudiera estor seguro entre los m íos, no lo estaría en n ingún sitio», d i jo amargamente.

Aquel día había proh ib ido también la entrada a l os perio­distas, neg ros y b lancos. La prensa había «deformado» de­masiado sus pensam ientos ú lt imamente, d i jo. Y no se tomaba en serio sus declaraciones de que estaba en pel igro de muer­te.

Malco lm X entró en la sala poco antes de las dos. Su ayudante notó que su andar era pesado y no l igero como de costumbre. Otros ayudantes entraban y sa l ían de la pequeña antecámara que había cerca del estrado donde Ma lco lm X se había sentado de través en una s i l la, retorciendo sus largas p iernas por deba jo de los barrotes. L levaba un tra je oscuro, una comisa b lanca y una corbata estrecha también oscura . Dec laró a a lgunos de sus ayudantes que no ten ía la menor i ntención de hablar de sus problemas personales. « No qu iero que la gente venga a oírme por esto» . D i jo que iba a confesar que se había apresurado demasiado a l atribu ir a los musul­manes la responsabi l idad del atentado a su casa. « Desde entonces han pasado cosas demasiado importantes, para que sea obra de los musu lmanes. Sé perfectamente lo que son capaces de hacer. Las cosas han ido muy l ejos: los sobrepa­san. En el fondo no debería hablar hoy, añad ió. Voy a i ntentar a l iviar un poco la atmósfera d iciendo a los negros que no se

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peleen entre e l los. Esto forma parte de la maniobra del b lan­co. Yo no me peleo con nadie. No estamos aqu í para esto» .

Miraba el relo j muy a menudo pues esperaba a l reverendo Mi lton Galam ison, m i l itante presbiteriano de Brooklyn, q ue también ten ía que hablar aquel d ía .

La ayudante de Malcol m X se d i rig ió a l hermano Ben jamín X, también orador de ca l idad, y le pidió que tomara la pala­bra mientras esperaban a Galam ison.

- ¿Quiere que hable antes que usted? preguntó la ayu­dante a Malco lm X.

- Ya sabe que no tiene que preguntarme esto delante suyo, exclamó Malcolm X.

Después, dominándose, d i jo : «Ükay» . El hermano Ben jamín X estuvo hablando unos trei nta minu­

tos, pero Galamison y las otras persona l i dades esperadas no habían l l egado aún .

- El hermano Malcolm X parecía muy decepcionado, ex­pl icó la ayudante. Me daba pena. « Perdone que le haya levantado la voz, me d i jo antes de sub ir a l estrado, ya no sé dónde tengo la cabeza» . Le d i je que lo comprendía muy bien. «Me pregunto s i hay a lgu ien que comprenda realmente>>, d i jo con una voz lejana.

Subió a l estrado y empezaron los aplausos. Después reso-nó en la sa la el sal udo fam i l iar de Malco lm X :

- As Salaam Alaikoum, hermanos m íos, hermanas m ías. - Alaikoum Salaam, respondieron varias voces. Fue entonces cuando se produ jo un i nc idente en la octava

fi la . Se formó un grupo de hombres y una voz furiosa gritó: « ¡ Saque las manos de m i bolsi l lo ! » . Toda la sa la se fi jó en la octava fi la .

- ¡Calma! ¡ ca lma ! calmaros hermanos, d i jo suavemente Ma lcolm X con voz tensa.

Su atención esttlba en otro s i t io y es pos ib le que no recono­ciera en n i ngún momento a sus ases i nos.

- El incidente de la octava fi la d istra jo m i atención, decla­ró después una señora que estaba sentada en las primeras fi las. Cuando me volví hacia Malco lm X, tres hombres a l menos, de p ie en la pr imera fi la , descargaban s imu ltánea­mente sus armas sobre é l .

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Dos periodistas negros a los que habían dejado entrar en ca l idad de negros, pero no en ca l idad de periodistas, decla­raron que a l ruido de los disparos, hombres, mu jeres y n iños se precipitaron sobre las mesas, las s i l las, o se arrojaron a l suelo.

- Fue entonces cuando oí un ruido sordo, añadió uno de los period istas. Malcolm ten ía todavía los brazos levantados cuando le a lcanzaron las primeras balas. Después se retorció contra las s i l las que estaban detrás suyo. Todo el mundo gritaba. Yo también me t i ré al suelo. Detrás m ío había un hombre disparando. L levaba e l revólver escondido en el abri­go. Ti raba como en las pel ículas de vaqueros retroced iendo hacia la puerta .

- Lo sabía, d i jo la joven ayudante que se encontraba en aquel momento en la antecámara. Pero no qu ise i r a verlo. Quería acordarme de é l en vida.

La mano de Malco lm X cayó sobre el pecho cuando le a lcanzó la primera bala . Ten ía que rec ib i r otras qu ince. La otra mano se unió a la primera. La sangre corría por su mano izqu ierda y por su barb i l la . Las manos se le crisparon sobre el pecho. Su cuerpo enorme cayó bruscamente hacia atrás, r íg i ­do, y su cabeza se estre l ló contra el estrado.

Algunas personas se ava lanzaron sobre él. Entre e l las, Betty, que también se había ti rado al suelo para proteger a sus h i jas. Se levantó precipitadamente y se puso a gritar: « ¡Mi marido! ¡ Lo están matando ! » . Rasgaron la camisa de Mal­colm X, deshicieron su corbata. Una enfermera le apl icó la respi ración a rtificia l : « Hubiera muerto vol untariamente en su l ugar», declaró esta mu jer.

« He oído disparos» , di jo el pol icía Thomas Hoy, de veinti­dós años que patru l laba delante del Audubon Bol/room. Se precipitó en la sa la , v io gente que intentaba retener a un fug itivo. «He atrapado a l sospechoso», d i jo.

Malcolm X fue trasladado a l hospita l Vanderbi lt. L legó a las 3 horas 1 5 m inutos. «Ya estaba muerto a l l legar» , declaró poco más tarde un m iembro del personal del hospita l .

Los amigos de Ma lcolm X y su mujer sal ieron de l hospita l . Los hombres casi no podían dominarse. Uno de el los se des­cargó un puñetazo contra la pa l ma de su otra mano. Muchas mu jeres l l oraban.

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En Long ls land, a donde la habían l l evado después del ases inato de su padre, Att i lah , que ten ía entonces seis años, escrib ió esta carta lo mejor que pudo: «Querido papá, te qu iero mucho. D ios mío, Dios m ío, cómo querría que no estu­vieses muerto» .

A petición de su mu jer, el cuerpo de Malcolm X fue expues­to del martes 23 al viernes 26 de febrero inc l usive. Detrás de las barricadas de la pol icía, la mu ltitud esperaba para verle. Las pompas fúnebres que se habían hecho cargo de la cere­monia eran amenazadas por te léfono. Se reg istró dos veces el edificio en busca de las bombas anunciadas pero no se en­contró nada.

Las puertas se abrieron con cuatro horas de retraso, con Betty, acompañada de cuatro parientes y amigos, en cabeza . « Es una Jacque l ine Kennedy negra, declaró un period ista blanco. Sabe lo que ha de hacer, y todos sus gestos reflejan nobleza » .

Cuando l a fam i l ia se a lejó del féretro, dejaron entrar a los demás. Entre las s iete y las once, dos mil personas, entre el las gran cantidad de blancos, desfi laron ante el cuerpo, vestido con un tra je oscuro. En una p laca clavada al féretro se leía : «EI-Hadj Malik EI-Shabbazz - 1 9 de mayo 1 925-2 1 febrero 1 965» .

Mi les de personas conti nuaron desfi lando ante el cuerpo, y los pompas fúnebres seguían recib iendo amenazas por telé­fono.

«Molcolm X ha muerto sin un cént imo», titu ló el Amsferdam News. A lo semana s igu iente, se crearon dos organ ismos cuyos miembros h ic ieron colectas en Harlem para que Betty pudiera mantener a sus h i jas y l levar las al coleg io.

La atmósfera del gran m it in de musu lmanes negros que se celebró el viernes sig u iente, «D ía del Señor», fue muy tensa en Chicago. E l fantasma de Malco lm X estaba en la sa lo . Wa l l o­ce, el h i jo de E l i jah Muhammad, que había s ido partidario de Ma lcolm, fue el primero en tomar la palabra . Se acusó .a sí mismo y supl icó a los musu lmanes que le perdonaran . Des­pués, Wilfred y Ph i l bert, pastores musu lmanes y hermanos de Malco lm, exhortaron a los negros a que se un ieran a E l i jah Muhammad. F ina l mente, tómo la palabra este ú l t imo:

« Durante mucho tiempo, d i jo, Malcolm X os ha hablado en

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esta sa la, ha estado donde yo estoy ahoró . Entonces Malco lm estaba segura. Era amado de todos. Dios mismo le protegía . . . Después empezó a hacer largos via jes. A Asia, a Europa, a Africa e inc l uso a La Meca, y por todas partes me ha creado enemigos. Volvió d iciendo que no había que odiar a los ene­m igos. Pero hace pocas semanas vino a aquí a gritar su od io y extender su fango . . . Nosotros no hemos matado a Malcolm n i hemos i ntentado hacerlo. Yo quería a Malcolm. Fueron sus locas ideas las que le condujeron a este fi na l . . . ¡No ten ía derecho a rechazarme! gritó E l i jah Muhammad, cada vez más excitado. Era una estre l la que se fue del buen camino. ¡Y todo el que trata de ahogar e l a l iento de E l i jah Muhammad corre hacia su propio fi na l ! » .

«Sí. . . » . «Muhammad sea alabado . . . » . «Tan amable . . . » , g ri ­taron entonces tres m i l hombres, mu jeres y n iños musu lmanes.

Durante este tiempo, el Cheikh Ahmed Assoun, un sudanés, anciano de barba blanca, amigo y consejero espiritua l de Malco lm X, celebró los ritos funerarios musu lmanes en Nueva York. Le despojó de su traje occidenta l , untó el cuerpo con un aceite especia l , lo envolvió en s iete velos b lancos trad iciona­les, los kafan. Sólo el rostro quedaba a l descubierto. Después, el Cheikh leyó a lgunos pasa jes del Corán .

Vei ntidós m i l personas en tota l desfi laron ante el cuerpo. Otras seis m i l fueron al cementerio, así como cientos de pol i ­cías. Los period istas i nterrogaban a la gente: «Me fascina­ba» , d i jo una joven b lanca a l New York Times, y una negra añadió: « Estoy aquí para rend i r homenaje a l negro más gran­de de este s ig lo. Es un negro. No pongan : hombre de color» .

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Notas sobre Malcolm X por Ossie Davis 1

Ningún negro se sorprendió de que h ic iera un elogio a Ma lcolm X en sus funera les. Muchos negros no comparten sus opin iones, pero todos, del primero al ú ltimo, saben que Ma l ­colm, aparte de todo lo que pudiera ser o de jar de ser, ¡era un hombre!

Los blancos no necesitan que nadie les recuerde que son hombres. Nosotros, sí . Y esto es, sin d iscusión, lo mejor q ue Malco lm ha dado a su pueblo.

E l protocolo y el sentido común exigen que los negros se mantengan en reti rada, que dejen que el b lanco hable por e l los, que les defienda, que d i ri ja su l ucha entre bastidores. Ma lcolm nos ha dicho: ¡Al d iab lo todo esto! ¿Qué hacéis de rod i l las? ¡ Levantaros y l uchad solos!

Malcolm, como véis, era un fenómeno refrescante, excitan­te. Nos d io una lección a todos los negros que habíamos

l . Ossie Davis es un actor negro americano. El texto que sigue es la respuesta que dio a una revista que le preguntó: ¿ Por qué hizo el elogio de Malcolm X el d ía de su entierro?

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aprendido a ser prudentes e h ipócritas delante de los blancos, a sonreírles siempre.

Vosotros sabéis qué peste era Malco lm, qué insoportable y fast idioso, tanto para las negros como para los blancos. Una vez que se os agarraba no había manera de soltar le. Era e l hombre más fasc inante de este mundo, más encantador, pero no dudaba en tomar su encanto con las dos manos y go lpea­ros con él . Su conti nua i nd ignación nos era penosa, pero sal udable. Nos hacía entrar en furor, pero a l m ismo tiempo nos hacía senti rnos orgu l losos de nosotros mismos. Delante suyo, n ingún negro podía defenderse ni excusarse de ser negro. Ma lco lm no se lo hubiera permitido. Y al dejarle, nos quedaba siempre la furtiva sospecha de que qu izás, y a pesar de todo, éramos rea lmente hombres.

Y Malco lm era un hombre l ibre. Los que le conocieron antes y después de su peregrinación a La Meca saben que había dejado atrás toda clase de racismo, de separatismo, de odio. Pero había conservado su gusto por las fórmulas explo­s ivas, por la constante agitación en favor de la l ibertad in ­mediata , no só lo de los suyos, s ino de todos los americanos .

Encontraba s iempre un placer ma l igno en acrib i l la r de f lechas a l hombre b lanco, en avergonzar a los «Tíos Tom» , a los negros comprometedores, que se acomodan a todo, para nuestra vergüenza -y digo nuestra porque yo también soy uno de el los- y que son unos h ipócritas con ta l de existi r en un mundo del que envid iamos y despreciamos a l m ismo tiempo sus va lores.

La h i storia j uzgará a este hombre que hoy es todavía el objeto de las más grandes controversias en América. Yo co­nocí personal mente a Ma lco lm X. No compartía todas sus ideas, n i mucho menos. Pero, aún cuando se equ ivocaba, segu ía siendo lo que más escasea entre nosotros los hombres: un hombre.

Y si, para conservar mis buenas relaciones con los b lancos que me han permit ido ganarme correctamente la vida en las tablas, fui demasiado cobarde, demasiado prudente, para reconocerle cuando vivía, ahora que los b lancos ya se han l i brado de él, creo que puedo ser lo bastante s incero conmigo mismo y descubrirme para saludar por últ ima vez a esta

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El asesinato en la sala de baile Audubon, Harlem.

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caba l lería negra, hecha de coraje y de i ronía, que era su esti lo y su atractivo, a esta i ntrepidez, tan ausente en los demás negros que conozco, y que le condujo, demasiado pronto, a la muerte.

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DISCUUOS

Mensaie a las masas 1

Sólo queremos sostener una conversación i nformal entre ustedes y yo, entre nosotros. Queremos hablar claro y d irecto, en un lenguaje que todo el mundo pueda entender con faci l i ­dad . Todos estamos de acuerdo esta noche, todos los que hemos hablado hemos estado de acuerdo esta noche en que Estados Un idos tiene un problema muy serio. No sólo tiene Estados Un idos un problema muy serio, sino que nuestra gen­te tiene un problema muy serio. E l problema de Estados Uni ­dos somos nosotros. Nosotros somos su problema. La ún ica razón por la que tiene un problema es que no nos qu iere aquí. Y cada vez que uno de ustedes se m i ra, ya sea negro, moreno, rojo o amari l lo, están viendo a una persona que constituye un serio problema para Estados Un idos porque no los qu ieren a

l . Este d iscurso lo real izó Malcolm siendo todavía miembro de la Nación del Islam. E l resto de discursos fueron dados después de que él rompió con dicha organización.

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ustedes aquí. Una vez que se enfrenten a esta rea l idad, pue­den empezar a trazarse un curso que los haga parecer gente de intel igencia y gente s in i nte l igencia.

Lo que ustedes y yo necesitamos es tratar de olvidar nues­tras d iferencias. Cuando nos reun imos, no nos reun imos como bautistas ni como metod istas. No vives en un infierno porque seas metod ista o bautista ; no vives en un i nfierno porque seas demócrata o republ icano; no vives en un i nfierno porque seas masón o elk 1; y seguro que tampoco vives en un i nfierno porque seas norteamericano, porque s i fueras norteamerica­no no vivi rías en un i nfierno. Vives en un i nfierno porque eres negro. Tú vives en un i nfierno y todos nosotros vivimos en un i nfierno por la m isma razón .

As í es que todos somos gente negra, los l lamados negros, ci udadanos de segunda, ex esclavos. Ustedes no son más que ex esclavos. A ustedes no les gusta que se lo digan. Pero, ¿qué otra cosa son? Son ex-esclavos. No v in ieron en el buque Mayflower. Vinieron en un barco de esclavos. Encadenados como un caba l lo o una vaca o una ga l l i na. Y los tra jeron los que vinieron en el Mayflower, a ustedes los tra jeron los l lama­dos Peregrinos o Padres fundadores de la Patria. E l los fueron qu ienes los tra jeron a ustedes aquí.

Tenemos un enemigo común. Tenemos esto en común : tenemos a un opresor común, a un explotador común y a un d iscrim inador común. Y una vez que nos damos cuenta de que tenemos un enemigo común, nos un imos sobre la base de lo que tenemos en común. Y lo que ante todo tenemos en común es ese enemigo: e l blanco. Es enemigo de todos nosotros. Ya sé que a lgunos de ustedes creen que algunos de el los no son nuestros enemigos. E l tiempo lo d i rá .

Y cuando ustedes y yo aquí, en Detroit y en Michigan y en todo Estados Unidos de Norteamérica, hoy que hemos des­pertado, m i ramos a nuestro a l rededor, y también nos damos cuenta que aquí en Estados Un idos todos nosotros tenemos un enemigo común, ya esté en Georg ia o en Michigan, ya esté en Cal iforn ia o en Nueva York. Es el m ismo hombre -de ojos azules, pelo rub io y piel pá l ida-, el mismo hombre. De mane-

l . Elk (alce) : m iembro de lo Orden Benevolente y Protectora de los Elks (BPOE), fundado en 1 868. (N.T.) .

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ro que tenemos que hacer lo que h icieron e l los. E l los acorda­ron dejar de pe learse . Cua lqu ier d isputa que tuvieran la resol ­vían entre e l los solos, reun idos; no dejes nunca saber a l ene­migo que tienes uno desavenencia .

En vez de venti lar nuestras d iferencias en públ ico tenemos que comprender que todos somos una m isma fam i l ia . Y cuan­do hoy uno r iña fami l iar, uno no la vent i lo en lo acera . S i así lo hoces, todo el mundo te l lamará grosero, s i n refi namiento, incivi l izado, salvaje. Si tienes problemas en casa, los arreg las en caso; te metes en el armario, los d iscutes a puerta cerrado y l uego, cuando sa lgas a la ca l le, muestras un frente común, un frente un ido. Y eso es lo que necesitamos hacer en la comunidad y en la ciudad y en el estado. Necesitamos dejar de venti la r nuestras d iferencias delante del b lanco, sacar el blanco de nuestas reun iones y entonces sentarnos o hablar de negocios entre nosotros. Eso es lo que tenemos que hacer.

Me gustaría hacer a lgunos comentarios respecto a la d ife­rencia que existe entre la revol ución de los negros y la revolu­c ión de la gente de color 1 • ¿Son la misma coso? Y si no lo son, ¿qué diferencio hay? ¿Qué d iferencia hay entre una revolu­c ión de los negros y una revol ución de la gente de color? Primero, ¿qué es uno revo lución ? A veces me inc l ino a creer que mucho de nuestra gente está usando esa pa labra, « revo­l ución » , con descuido, s in tomar en cuenta cuidadosamente lo que esa pa labra s ign ifica rea lmente y sus características his­tóricas. Cuando estud ien la natura leza h istórica de las revolu­ciones, el motivo de una revol ución, e l objetivo de una revolu­c ión, el resu ltado de una revolución y los métodos empleados en una revolución, puede ser que cambien de palabra . Puede ser que se tracen otro programa, que cambien de objetivo y cambien de idea.

Miren la revolución norteamericana de 1 776. ¿Qué fin persegu ía esa revo luc ión? La tierra. ¿ Por qué querían la t ie­rra ? Porque querían la i ndependencia. ¿Cómo la h icieron? Con sangre. Primero: se basaba en la tierra, base de la i nde-

l. Block revolufion y Negro revolufion, respectivamente. El término Block l legó a reemplazar a Negro para sign ificar afronorteamericano durante los años 60 y 70, reflejando el nacional ismo negro que surgió en esa época. Malcolm uti l iza estas dos palabras para contrastar el nacio­nal ismo con el reformismo dentro del movim iento negro. (N.T.) .

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pendencia. Y la ún ica manera de consegu irla era con sangre. La revolución francesa, ¿en qué se basaba? Los que no ten ían tierra estuvieron contra el terrateniente. ¿Qué fin perseguía? La tierra . ¿Cómo la obtuvieron? Con sangre. No hubo amor perdido, no hubo compromiso, no hubo negociación. Se lo d igo : ustedes no saben lo que es una revo lución . Porque cuando descubran lo que es volverán a meterse en el ca l lejón, se quitarán del cam ino. La revolución rusa, ¿en qué se basa­ba? En la tierra; los que no ten ían tierra pelearon contra el terrateniente. ¿Cómo la l l evaron a cabo? Con sangre. No hay una revolución que no derrame sangre. Y a ustedes les da miedo sangrar. Se lo d igo, a ustedes les da m iedo sangrar.

Eso sí, cuando el b lanco los mandó a Corea, sangraron. Los mandó a Alemania y sangraron. Los mandó a l sur del Pacífico a pelear contra los japoneses y sangraron. Sangra­ron por los blancos; pero cuando se troto de ver que bombar­dean sus propias ig lesias y asesi nan o n iños negras, entonces no tienen sangre. Sangran cuando el b lanco dice que san­gren; muerden cuando el b lanco dice que muerdan y ladran cuando e l b lanco d ice que ladren. Me es odioso tener que decir eso de nosotros, pero es verdad. ¿Cómo van a abando­nar la violencia en Misis ipí con lo violentos que fueron en Coreo? ¿Cómo pueden justificar el no ser violentos en Mis is ipí y en Alabama cuando les bombardean las ig lesias y les asesi­nan o nuestros n iños, y sí van o ser violentos con H itler y con Tojo y con cua lqu ier otro a quien ni s iquiera conocen?

Si lo violencia no está bien en Estados Un idos, lo violencia tampoco está bien fuero. Si no está bien ser violento defen­d iendo a mujeres negras y a n iños negros y a recién nacidos negros y o hombres negros, entonces tampoco está bien que Estados Un idos nos reclute y nos hago ser violentos en el exterior en defensa suyo. Y s i está bien que nos reclute y nos enseñe a ser violentos en defensa suya, entonces también es correcto que ustedes y yo hagamos todo lo que sea necesario para defender a nuestra gente aquí mismo, en este país.

Lo revolución chino : querían lo tierra. Expulsaron o los britán icos y j unto con el los o los chinos entreguistos, o los tíos T om chinos. Sí, señores, eso h icieron. Sentaron un buen ejem­p lo . Cuando estaba en la cárcel , leí un artícu lo . . . No se espan­ten cuando les d igo que estuve encarcelado. Ustedes todavía están encarcelados. Eso es lo que s ign ifico Estados Un idos:

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una cárce l . . . Cuando estaba en la cárcel , le í en la revista Life un artícu lo que mostraba a una niña china, de nueve años: su padre estaba en cuatro patas y ella apretaba un gati l lo por­que él era un ch ino «tío Tom» . Cuando a l lá tuvieron la revolu­ción, cog ieron a una generación entera de tíos T om y s imple­mente los l iqu idaron. Y en d iez años esa n iñ ita se convi rtió en una mujer adu lta. Se acabaron los Tom en China. Y hoy es uno de los países más recios, más fuertes y más temidos de esta planeta : para el b lanco. Porque a l lá no hay más tíos Tom.

De todos nuestros estud ios, la h istoria es la más ca l ificada para recompensar nuestra investigación. Y cuando uno ve que confronta problemas, todo lo que tiene que hacer es examinar e l método h istórico empleado en todo el mundo por otros que confrontan problemas s im i lares a los de uno. Cuando ve có­mo resolvieron e l los los suyos, ya sabe uno cómo puede resolver los propios. En Africa ha estado ten iendo l ugar una revolución, una revolución negra. En Kenia, los mau-mau eran revolucionarios; fueron el los qu ienes pusieron de moda la palabra « Uhuru» . Los mau-mau eran revol ucionarios, creían en el principio de la tierra arrasada, derribaban todo cuanto se les ponía por delante, y su revolución también se basaba en la tierra, en un deseo de poseer la tierra . En Argel ia, en la parte septentrional de Africa, tuvo l ugar una revolución. Los arge l inos eran revolucionarios, querían su tierra . Francia les ofreció dejarlos integrarse a Francia. Le d i jeron a Francia que a l demonio con Francia, que el los querían un poco de tierra y no un poco de Francia. Y entablaron una bata l la sangrienta.

Así, cito estas d iversas revoluciones, hermanos y herma­nas, para mostrarles que no hay revoluciones pacíficas. No hay revol uciones de << poner la otra mej i l l a » . No hay n i la más remota posib i l idad de una revolución s in violencia. La única clase de revolución sin violencia es la revolución de la gente de color. La ún ica revolución que tiene por meta el amor a l enemigo es la revolución de la gente de color. E s la ún ica revolución en que la meta es un comedor desegregado, un teatro desegregado, un parque desegregado y un inodoro públ ico desagregado; puedes sentarte o l lado de gente b lan­ca . . . en e l i nodoro. Eso no es una revolución . La revolución se basa en la tierra . La tierra es la base de toda i ndependencia. La tierra es la base de la l i bertad, de la j usticia y de la igualdad.

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El blanco sabe lo que es una revolución. Sabe que la revolución negra es de a lcance y natura leza mundia les. La revolución negra está barriendo en Asia, barriendo en Africa, levantando la cabeza en América Lati na. La revolución cuba­na: eso es una revolución. Echaron abajo el s istema. La revo­l ución está en Asia, la revo lución está en Africa y el b lanco ch i l l a porque ve la revolución en Americe Lati na. ¿Cómo creen que reaccionará contra ustedes cuando ustedes apren­dan lo que es una verdadera revolución? Ustedes no saben lo que es una revolución. Si lo supieran, no usarían esa pa labra.

La revolución es sangrienta, la revolución es hosti l , la revo­lución no conoce compromisos, la revolución echa abajo y destruye todo cuanto se le pone por delante. Y ustedes, senta­dos ahí como un pegote en la pared, d iciendo: «Voy a amar a esta gente por más que me od ien . » No, ustedes necesitan una revolución. ¿Qu ién ha oído hablar de una revolución de bra­zos en lazados, como bel lamente seña laba e l reverendo Clea­ge, para cantar « Nosotros lo vamos a superar» ? 1 • Eso no se hace en una revolución. No se canta porque uno está muy ocupado golpeando. Se basa en la tierra . U n revo lucionario qu iere tierra para levantar sobre el la su propia nación, una nación independiente. Estos negros no están pid iendo una nación : están tratando de volver a doblar el lomo en la plan­tación.

Cuando se quiere una nación, eso se l lama naciona l ismo. Cuando el blanco desató una revol ución en este país contra Inglaterra, ¿ para qué lo hacía? Quería esta tierra para poder levantar sobre e l la otra nación blanca. Eso es naciona l ismo blanco. La revolución norteamericana fue naciona l i smo blan­co. La revolución francesa fue naciona l ismo b lanco. La revo­l ución rusa también fue -sí, señores, lo fue- nacional ismo blanco. ¿ No lo creen? ¿ Por qué creen que J ruschov y Mao no logran ponerse de acuerdo? Naciona l ismo b lanco. Todas las revoluciones que están ten iendo l ugar en Asia y en Africa actua lmente, ¿en qué se basan? En el naciona l ismo negro. Un revolucionario es un naciona l i sta negro. Quiere una nación. Estaba leyendo unas hermosas pa labras del reverendo Clea­ge en que seña laba por qué no lograba reun i rse con casi

l . En inl¡J iés, We Sha/1 Overcome, canción del movimiento por los derechos civ1 les. (N.T.).

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nadie en lo ciudad porque todos tenían m iedo de que los identificaran con el naciona l ismo negro. Si uno le tiene miedo al naciona l ismo negro, le t iene m iedo a la revolución. Y s i uno amo lo revolución, ama el naciona l ismo negro.

Poro entender esto tienen ustedes que recordar lo que decía este joven hermano sobre el negro doméstico y el negro del campo en los tiempos de lo esclavitud. Había dos c lases de esclavos : e l negro doméstico y e l negro del campo. Los negros domésticos vivían en la casa del amo, vestían bastante bien, comían bien porque comían de su comido: lo que él dejaba. Vivían en el sótano o en el desván pero como quiero que sea vivían cerca del amo y amaban a l amo más de lo que se amaba éste a sí m ismo. Daban la vida por salvar la cosa del amo y más rápido que el propio amo. Si e l amo decía : « Bueno cosa lo nuestra » , el negro doméstico decía : «Sí, bue­no casa la nuestra » . Siempre que el amo decía «nosotros» , él decía « nosotros» . Por ahí se puede descubri r a l negro domés­tico.

Si la casa del amo se i ncendiaba, el negro doméstico l uchaba más que e l propio amo por apagar el fuego. Si el amo enfermaba, el negro doméstico le decía : « ¿ Qué pasa, amo? ¿ Estamos enfermos?» ¡ Estamos enfermos! Se identifica­ba con el amo más de lo que e l propio amo se identificaba consigo m ismo. Y si uno iba a ver al negro doméstico y le decía : «Vamos a escaparnos, vamos a separarnos» , e l negro doméstico lo m i raba y le decía : « Hombre, tú estás loco. ¿Qué es eso de separarnos? ¿ Dónde hoy uno cosa mejor que ésto? ¿ Dónde puede usar ropa mejor que ésta ? ¿ Dónde puedo comer mejor comida que ésta ? » Ese era e l negro doméstico. En aquel los t iempos les l l amaban nigger 1 doméstico» . Y así los l lamamos actua l mente, porque todavía tenemos unos cuantos niggers domésticos por ah í.

Este negro doméstico moderno ama a su amo. Quiere vivir cerca de é l . Está dispuesto a pagar tres veces el precio verda­dero de uno coso con ta l de vivir cerco de su amo, paro l uego a lardear: «Soy e l ún ico negro aqu í. Soy el ún ico en mi trabajo. Soy e l ún ico en esta escuela » . ¡ No eres más que un negro doméstico! Y si viene a lguien ahora m ismo y te d ice: «Vamos

l . Nigger: término racista, despectivo de negro. (N .T. ) .

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a separarnos», le dices lo mismo que decía el negro domésti­co en la p lantación: « ¿Qué es eso de separarnos? ¿De Esta­dos Unidos, de este buen hombre blanco? ¿Dónde vas a conseguir trabajo mejor que el de aquí? » Quiero decir que eso es lo que tú d ices: « No se me quedó nada en Africa» ; eso es lo que dices. ¡ Pero sí se te quedó la cabeza en Africa !

En esa misma plantación estaba el negro campesino. Los negros del campo: ah í estaban las masas. Había siempre más negros en los campos que en la casa . E l negro del campo vivía en un infierno. Comía sobras. En la casa comían carne de puerco de la buena. E l negro en el campo no recibía más que lo que sobraba de los intestinos del puerco. Hoy en día le dicen a eso « menudencias» . En aquel los tiempos le decían lo que era : tri pas. Eso es lo que eran ustedes: cometripas. Y a lgunos de ustedes todavía son cometripas.

Al negro del campo lo apa leaban de la mañana a la noche; vivía en Úna choza, en una casucha; usaba ropa vieja, de desecho. Odiaba al amo. Digo que od iaba al amo. Era inte l igente. Aquel negro doméstico amaba a l amo, pero aquel negro del campo, recuerden que era la mayoría y od iaba a l amo. Cuando la casa se incendiaba, no trataba de apagar e l fuego; aquel negro rogaba por que soplara el viento, por que soplara una brisa . Cuando e l amo enfermaba, e l negro del campo rogaba por que muriera. Si uno iba al negro campesi­no y le decía : «Vamos a separarnos, vamos a i rnos» , él no preguntaba : «Adónde vamos?» Sólo decía : «Cua lqu ier l ugar es mejor que aquí». Actualmente tenemos negros del campo en Estados Un idos. Yo soy un negro del campo. Las masas son negros del campo. Cuando ven arder la casa de este hombre blanco, no se oye a los negros pobres hablar de que «nuestro gobierno está en pel igro» . Dicen: «El gobierno está en pel i ­gro» . ¡ Figúrense a un negro d iciendo «nuestro gobierno» ! Hasta le oí dec ir a uno « ¡ nuestros astronautas» . ¡N i s iquiera lo dejan acercarse a las insta laciones y él con eso de «nuestros astronautas» ! « Nuestra marina» . Ese es un negro que se ha vuelto loco, ¡ un negro que se ha vuelto loco!

Igual que e l amo de aquel los tiempos usaba a T o m, e l negro doméstico, para mantener a raya a los negros campesi­nos, el mismo viejo amo t iene hoy a negros que no son más que modernos tíos T om, tíos T om del s iglo XX, para mantener­nos a ustedes y a mí a raya, para tenernos controlados, para

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mantenernos en la pasividad, pacíficos y s in v io lencia. Ese es Tom, haciendo de ustedes gente s in violencia. Es como cuan­do uno va a l dentista y aquel hombre le va a sacar una muela. Uno va a l uchar contra él cuando empiece a halar. Así es que le i nyecta a uno en la mandíbula una cosa l lamada novoca í­na, para hacerle creer que no le están haciendo nada. Con eso se está uno ah í sentado y, como tiene toda esa novoca ína en la mand íbu la, sufre ... pacíficamente. La sangre corriéndole a uno por la cara y uno sin saber lo que está pasando. Porque a lgu ien le enseñó a sufri r . . . pacíficamente.

El b lanco les hace lo mismo a ustedes en la ca l le, cuando quiere embrutecerlos y aprovecharse de ustedes s in el temor de que se vayan a defender. Para imped i rles defenderse se busca a esos viejos y rel ig iosos tíos Tom que nos enseñan a ustedes y a m í, exactamente igua l que la novocaína, a sufri r pacíficamente. No que dejen de sufri r: sólo que sufran pacífi ­camente. Como seña ló el reverendo Cleage, d icen que uste­des deben dejar que su sangre corra por las ca l les. Es una vergüenza. Ustedes saben que é l es un pred icador crist iano. Si para él eso es una vergüenza, ya saben lo que será para mí.

En nuestro l i bro, e l Corán, no hay nada que nos enseñe a sufr ir pacíficamente. Nuestra re l ig ión nos enseña a ser i nte l i ­gentes. Sé pacífico, sé cortés, obedece la ley, respeta a todo e l mundo; pero si a lgu ien te pone la mano encima, mándalo a l cementerio. Esa es una buena rel ig ión. Es más, ésa es aquel la rel ig ión de los viejos t iempos. Es la rel ig ión de la que sol ían hablar mamá y papá : o jo por ojo, d iente por d iente, cabeza por cabeza, vida por vida. Esa es una buena rel ig ión . Y a nadie le puede doler que se enseñe esa clase de rel ig ión s ino a l lobo que se propone convertirte en su a lmuerzo.

Así nos pasa a nosotros con e l b lanco en Estados Un idos. El es un lobo y ustedes son las ovejas. Siempre que un pastor -de ovejas y de a lmas- nos enseña a ustedes y a mí que no debemos l uchar contra el b lanco, está s iendo un tra idor con ustedes y conm igo. No entreguen una vida así. No, preserven su vida porque es lo mejor que tienen. Y si tienen que renun­ciar a e l la , que sea parejo.

E l amo cog ió a Tom y lo vistió bien, lo a l imentó bien y hasta le d io un poqu ito de educación -un poquito de educa­ciórr; le d io una levita y un sombrero de copa e h izo que todos los esclavos lo m i raran con respeto. Entonces uti l izó a

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Tom para controlarlos. La m isma estrategia que se usaba en aquel los t iempos la está usando hoy el mismo hombre blanco. Coge a un l lamado negro, y lo nace prominente, le da una estatura, le nace publ icidad, lo convierte en una celebridad. Y entonces éste se convierte en vocero de los negros y en l íder negro.

Quis iera mencionar todavía otra cosa brevemente: el mé­todo que uti l iza e l b lanco, cómo uti l iza a los « peces gordos» o l íderes negros contra la revol ución de los negros. No son parte de la revolución de los negros. Son uti l izados contra la revol ución de los negros.

Cuando Martin Lutner King fracasó en sus intentos de des­egregar a Albany, en e l estado de Georgia, la l ucha por los derechos civi les en Estados U n idos l legó a su punto más bajo. King cayó prácticamente en bancarrota como l íder. La Sout­hern Christian Leadership Conference 1 ten ía problemas fi­nancieros; y tuvo problemas, s in más, con el pueblo, cuando fracasaron en el i ntento de desegregar a Albany. Otros l íde­res de la l ucha por los derechos civi les, que gozaban de lo que se l lama estatura naciona l , fueron ído los ca ídos y empe­zaban a perder su prestigio y su influencia, aparecían l íderes negros loca les que empezaban a ag itar a las masas. En Cam­bridge, estado de Maryland, fue Gloria Richardson; en Danvi­l l e, estado de Virg in ia, y en otras partes del país, también empezaron a ag itar a nuestras masas a lgunos l íderes loca les, al n ivel de las masas. Esto nunca lo hicieron esos negros de estatura nacional . E l los los contro lan a ustedes pero nunca los han i ncitado ni los han excitado. Los controlan, los contienen, los han mantenido en la p lantación.

En cuanto King fracasó en B irmingnam, los negros se lan­zaron a la ca l le. K ing se fue a Ca l iforn ia, a una gran concen­tración y recogió qué sé yo cuántos mi les de dólares. Vino a Detroit y rea l izó una marcha y recaudó unos cuantos m i les de dólares más. Y recuerden que i nmediatamente después Roy Wi l kins atacó a King 2• Acusó a King y a CORE de provocar l íos en todas partes y l uego nacer que la NAACP los sacara de

l . Conferencia de Líderes Cristianos del Sur (SCLC), la organización fundada por Martín Luther King. (N.T.) .

2 . Roy Wi lk ins era di rigente de la NAACP (Asociación Nacional para el Avance de lo Gente de Color¡ . James Farmer era d irigente del CORE (Congreso de la Igualdad Recia ) . (N.T.) .

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la cárcel y gastara much ís imo dinero; acusaron a King y a l CORE de recaudar todo e l d i nero y no restitu i rlo. Eso ocurrió; lo tengo, en el periód ico, en pruebas documentadas. Roy empezó a atacar a King, y King empezó a atacar a Roy, y Farmer los empezó a atacar a los dos. Y a medida que esos negros de estatura nacional se atacaban unos a otros iban perdiendo su control sobre las masas negras.

Los negros estaban en la ca l le. Hablaban de cómo iban a marchar sobre Washington. Precisamente entonces había es­ta l lado B i rm ingham y los negros de B irmingham -acuérden­se- también esta l laron. Empezaron a apuñalar por la espalda a los blancos racistas del sur y a reventarles la cabeza . Sí, señores, eso h icieron. Fue entonces cuando sa l ió Kennedy en

. televisión y d i jo : « Esta es una cuestión mora l » . Fue entonces cuando d i jo que iba a sacar una ley de derechos civi les. Y cuando mencionó la ley de derechos civi les y las blancas racistas del sur empezaron a hablar de que iban a boicotearla o a entorpecerla, entonces los negros empezaron � hablar ¿de qué? De que iban a hacer una marcha hasta Washington, una marcha hasta el Senado, una marcha hasta la Casa Blan­CA, uno marcha hasta el Congreso para obstac.ul tzorlo, dete­nerlo, paro no dejarlo prosegu i r. Hasta d i jeron que iban al aeropuerto a acostarse sobre la pista para no dejar aterrizar a n i ngún avión. Les estoy diciendo lo que d i jeron. Era la revol ución. Aquel lo era la revol ución. Era la revol ución negra .

Eran las masas las que estaban en la ca l le. Eso le i nfundió pánico a l b lanco, le i nfundió pán ico a la estructura del poder b lanco en Washington, D. C.; yo estaba a l l í. Cuando se ente­raron de que aque l la ap lanadora negra le iba a ven i r encima a la capita l , l l amaron a Wi lk i ns, l lamaron a Randolph, l lama­ron a esos l íderes negros de estatura naciona l que ustedes respetan y les d i jeron: «Suspéndan lo» . Kennedy d i jo : «Miren, todos ustedes están dejando que esto l legue demasiado le­jos>> . Y e l viejo Tom di jo: «Amo, no lo puedo parar porque no lo empecé» . Les estoy d iciendo lo que d i jeron . Di jeron : « N i s iqu iera estoy metido e n eso y mucho menos encabezándolo» . Di jeron : « Estos negros están haciendo las cosas por su propia cuenta . Se nos están yendo por delante» . Y este viejo zorro astuto d i jo : «Si ustedes no están metidos en eso, los meteré yo. Los pondré de cabeci l las . Lo endorsaré. Lo sa l udaré. Lo apoyaré. Me adheri ré .»

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La cosa pasó en cuestión de horas. Se reunieron en e l Carlyle Hote l , en la ciudad de Nueva York. E l Carlyle es propiedad de la fami l ia Kennedy; es e l hotel donde Kennedy pasó la noche hace dos d ías; es propiedad de su fam i l ia . Una sociedad fi lantrópica encabezada por un b lanco l lamado Stephen Currier reunió a todos los grandes l íderes de la l ucha por los derechos civ i les en e l Carlyle Hote l . Y les d i jo : «Con pelearse entre ustedes no hacen más que destru i r el movi­miento por los derechos civi les. Y ya que se están peleando por e l d inero de los l ibera les b lancos, vamos a crear lo que se conoce por el nombre de Council for United Civil Rights Lea­dership [Consejo Un ido de Líderes de los Derechos Civi les] . Vamos a crear ese consejo y pertenecerán a él todas las organ izaciones que l uchan por los derechos civi les y lo uti l i ­zaremos para recabar fondos .» Déjenme mostrarles lo tram­poso que es e l blanco. En cuanto lo constituyeron, e l ig ieron presidente a Wh itney Young; ¿y quién creen ustedes que fue el copresidente? Stephen Currier, e l blanco, un m i l lonario. Po­wel l hablaba de eso hoy en Cabo Hal l . De eso era de lo que estaba hablando. Powel l sabe que así fue. Randolph sabe que así fue. Wi l ki ns sabe que así fue. King sabe que así fue. Cada uno de esos Seis Grandes sabe que así fue.

Una vez que lo constituyeron, con e l blanco arriba, éste les prometió y les dio 800 m i l dólares para que se los repartieran los Seis Grandes; y les d i jo que después que terminara la marcha les daría 700 mi l dólares más. Mi l lón y med io de dólares . . . repartidos entre l íderes a los que ustedes han esta­do s iguiendo, por los que ustedes han estado yendo a la cárcel y l lorando lágr imas de cocodri lo. Y no son más que Frank James y Jesse James y los hermanos qué sé yo qué.

En cuanto tuvieron montado el aparato, el b lanco puso a su a lcance a expertos de primera en relaciones públ icas; puso a su d isposición en todo el país medios noticiosos que enton­ces empezaron a presentar a estos Seis Grandes como l íderes de la marcha. Orig ina lmente ni s iqu iera figuraban en la mar­cha. Ustedes hablaban lo de la marcha en la ca l le Hastings, hablaban de la marcha en la avenida Lenox y en la ca l le F i l lmore y en la avenida Centra l y en la cal le 32 y en la ca l le 63. Ahí es donde se estaba hablando de la marcha. E l los se convirtieron en la marcha. Se apoderaron de e l la . Y el primer paso que d ieron después de apoderarse de ella fue invitar a

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Walter Reuther, un b lanco; i nvitaron a un cura, a un rabino y a un viejo cura b lanco; sí, a un viejo cura b lanco. El mismo elemento blanco que puso a Kennedy en el poder: los s ind ica­tos, los cató l icos, los jud íos y los protestantes l ibera les; la misma camari l la que puso a Kennedy en el poder se un ió a la marcha sobre Washington.

Es exactamente igual que cuando uno t iene un café dema­siado negro, lo que s ignifica que está demasiado fuerte. ¿Qué hace? Lo i ntegra con leche, lo pone f lo jo . Pero s i se le echa demasiada leche, ni s iqu iera se sabrá que tenía café. Estaba ca l iente y se enfría . Estaba fuerte y se pone flojo. Te des­pertaba y ahora te pone a dormi r. Eso fue lo que hic ieron con la marcha sobre Washington . Se un ieron a e l la . No se i ntegra­ron a e l la , s ino que se infi ltra ron en el la . Se le un ieron, se h icieron parte de e l la , se apoderaron de e l la . Y a l apoderarse de e l la la h ic ieron perder su combatividad. Dejó de ser furio­sa, dejó de estar ca l iente, dejó de ser i ntransigente. Y hasta dejó de ser una marcha. Se convirtió en un picnic, en un ci rco. Ni más ni menos que un c i rco, con payasos y todo. Ustedes tuvieron uno aquí m ismo en Detroit y por televisión; con paya­sos que lo d i rig ían, payasos blancos y payasos negros. Ya sé que no les gusta lo que estoy d iciendo pero se lo voy a decir de todas maneras. Porque puedo probar lo que estoy d icien­do. Si creen que les estoy d iciendo cosas fa lsas, trá iganme a Martin Luther King y a Ph i l i p Randolph y a James Farmer y a esos otros tres y verán si lo n iegan ante un micrófono.

No, la vendieron. Se la apropiaron. Cuando James Bald­win vino de París no lo dejaron hablar, porque no pod ían hacerlo atenerse a la letra . Burt Lancaster leyó el d iscurso que suponía que d i jera Ba ldwin ; no dejaron que Ba ldwin se enca­ramara a l l í porque saben que Ba ldwin es capaz de decir cua lquier cosa. Lo controlaron todo tan estrechamente que les d i jeron a esos negros en qué momento l legar a la ci udad, cómo i r, dónde pQrarse, qué carteles l l evar, qué canciones cantar, qué discurso podían decir y qué d iscurso no podían deci r; y les d i jeron entonces que abandonaran la ciudad a la ca ída del sol . Y no quedaba uno solo de aquel los Toms en la ciudad a la ca ída del sol . Ya sé que no les gusta que diga esto. Pero lo puedo respa ldar. Fue un ci rco, un espectáculo que le ganó a cua lqu ier cosa que pudiera montar Hol lywood, el espectáculo del año. Reuther y esos otros tres demonios debe-

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rían recibir un «osear» por la mejor actuación, porque actua­ron como si de verdad amaran a los negros y embaucaron a todo un montón de negros. Y los seis l íderes negros también deberían recib ir un premio al mejor elenco de asistencia.

(Detroit, 1 O de noviembre de 1 963}

El voto o la bala

Señor moderador, hermano lomax, hermanos y hermanas, amigos y enemigos, porque senc i l lamente no puedo creer que aquí todos sean amigos y no quiero dejar a nadie fuera. Esta noche la cuestión es, a mi entender, « La revuelta negra» y « ¿Qué rumbo seguimos de aquí en adelante?» o << ¿Y ahora qué? » A mi humi lde manera de entenderlo la cuestión es el voto o la ba la.

Antes de que tratemos de expl icar lo que quiere deci r eso del voto o la bala, quisiera aclarar algo con respecto o mí mismo. Todavía soy musulmán, m i rel igión es todavía la del Islam. Esa es mi creencia personal . Igual que Adom Clayton Powel l es min istro cristiano y encabeza la Iglesia Bautista Abisin ia en Nueva York, pero al mismo tiempo partic ipa en las l uchas pol íticas para tratar de estab lecer los derechos de los negros en este país; y que el Dr. Martin luther King es min istro crist iano en Atlanta , estado de Georg ia , y encabeza otra organ ización que lucha por los derechos civi les de los negros en este país; y que el reverendo Galamison -supongo que habrán oído hablar de él- es otro min istro cristiano en Nueva York y se ha visto seriamente involucrado en los boi­cots de las escuelas para e l im inar la enseñanza segregada; bueno, pues yo también soy min istro, no min istro cristiano, sino min istro musulmán y creo en la acción en todos los frentes y por todos los medios que sean necesarios.

Pero aunque todavía soy musulmán no estoy aquí esta noche para discutir mi rel igión. No estoy aquí para tratar de hacerlos cambiar de re l igión. No estoy aquí para d iscutir n i polemizar sobre n i nguna de l a s cosas en que d iferimos, por­que es hora ya de que aca l lemos nuestras d iferencias y nos demos cuenta de que es mejor para nosotros ver primero que

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confrontamos el m ismo problema, un problema común que los hará vivir en un infierno lo mismo si son bautistas que si son metod istas o musulmanes o nacional istas. lo mismo s i son gente educada que s i son analfabetos, s i viven en el bu levar que si viven en e l ca l lejón, los harán vivir en un i nfierno igua l que a mí. Todas estamos metidos en el mismo barco y a todos no hará vivir en e l mismo infierno e l m ismo hombre blanco. Todas nosotros hemos sufrido aquí, en este país, la opresión pol ítica de manos del b lanco, la explotación económica de manos del blanco y la degradación socia l de manos del b lan­co.

Ahora bien, que hablemos así no qu iere deci r que seamos antib lancos, pero s í qu iere deci r que somos antiexplotación, que somos antidegradación, que somos antiopresión. Y s i e l b lanco no quiere que seamos ant iblancos, que· deje de opri­m irnos y de explotarnos y de degradarnos. lo m ismo si somos cristianos que si somos musulmanes o naciona l i stas o agnósti ­cos o ateos, tenemos que aprender primero a olvidar nuestras d iferencias. Si hay d iferencias entre nosotros, vamos a tener­las metidas en el armario; cuando sa lgamos a la ca l le que no haya nada que discutir entre nosotros hasta que no hayamos term inado de d iscutir con ese hombre b lanco. Si el d ifunto presidente Kennedy pod ía reun i rse con J ruschov para inter­cambiar le un poco de trigo, no cabe duda de que tenemos más en común entre nosotros que Kennedy y J ruschov entre sí.

Si no hacemos a lgo muy pronto me parece que estarán ustedes de acuerdo en que nos vamos a ver obl igados a escoger entre la ba la y el voto. En 1 964 hay que escoger entre una cosa y la otra . No es que el t iempo se vaya volando: ¡e l tiempo ya se voló ! 1 964 amenaza con ser e l año más explosi­vo que Estados Un idos haya presenciado jamás. E l año más explosivo. ¿ Por qué? También es un año pol ítico. Es e l año en que todos los pol íticos b lancos volverán a meterse en la l la ­mada comunidad de la gente de color para engañarnos y sacarnos unos cuantos votos. El año en que todos los bribones pol íticos b lancos volverán a meterse en la comun idad de ustedes y en la m ía con sus fa l sas promesas, a l imentando nuestras esperanzas para l uego defraudarles con sus trucos y sus tra iciones, con promesas fa lsas que no tienen intención de cumpl i r. Mientras e l los a l imentan el descontento, todo esto no puede conducir más que a una cosa : a una explosión y ahora

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tenemos ya en la vida norteamericana de nuestros d ías a l tipo de hombre negro -lo siento, hermano lomax- que no tiene n inguna intención de seguir poniendo la otra mej i l la .

No dejen que nadie les venga con e l cuento de que tienen pocos chances de ganar. Si los reclutan, los mandan a Corea y los hacen enfrentarse a ochocientos m i l lones de chinos. Si ustedes pueden ser tan val ientes a l lá, también pueden serlo aquí m ismo. Estas cosas no son tan g randes como aquel las cosas. Y si l uchan aquí, por lo menos sabrán para qué están l uchando.

No soy pol ítico, n i s iquiera soy estud ioso de lo pol ít ica; la verdad es que apenas si soy un estudioso de nada. No soy demócrata, no soy republ icano y ni s iquiera me considero norteamericano. Si ustedes y yo fuéramos norteamericanos no habría problemas. Esos Hunkies 1 que acaban de bajarse del barco ya son norteamericanos; los polacos ya son norteame­ricanos; los refugiados ita l ianos ya son norteamericanos. To­do lo que vino de Europa, todo lo que tuviera ojos azules, ya es norteamericano. Y con todo el tiempo que l l evamos aquí ustedes y yo todavía no somos norteamericanos.

Bueno, yo no creo en eso de engañarse uno a s í m ismo. No me voy a sentar a tu mesa con el p lato vacío para verte comer y decir que soy un comensal . Si yo no pruebo lo que hay en ese plato, sentarme a la mesa no hará de mí un comensal . Estar en Estados Unidos no nos hace norteamericanos. Haber nacido aquí no nos hace norteamericanos. Porque s i el nacimiento nos hiciera norteamericanos, no se necesitaría n inguna legis­lación, no se necesitaría n inguna enmienda a la Constitución, no habría que hacerle frente al entorpecimiento de los dere­chos civi les, ahora mismo, en Washington, D. C. No hay que promulgar leyes de derechos civi l es para hacer norteamerica­no a un polaco.

No, yo no soy norteamericano. Soy uno entre los veintidós m i l lones de negros víctimas del norteamerican ismo. Uno entre los veintidós m i l l ones de negros víctimas de la democracia, que no es más que h ipocresía enmascarada. Así es que no estoy aqu í hablándoles como norteamericano n i como patrio­ta ni como el que saluda la bandera ni como e l que hace

l . Hunkies: término despectivo de blancos. (N.T.)

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ondear la bandera; no, yo no. Yo estoy hablando como vícti­ma de este sistema norteamericano. Y veo a Estados Unidos de Norteamérica con los ojos de la víct ima. No veo n ingún sueño norteamericano; veo una pesadi l la norteamericana.

Estos veintidós m i l lones de víctimas están despertando. Se les están abriendo los ojos. Están empezando a ver lo que antes sólo miraban. Se están haciendo pol íticamente madu­ros. Se están dando cuenta de que hay nuevas tendencias pol íticas de una costa a la otra . Como ven estas nuevas ten­dencias pol íticas, les es posib le ver que cada vez que hay e lecciones, la carrera resulta tan apretada que hay que hacer un recuento. Tuvieron que hacerlo en Massachusetts, por lo apretada que estuvo la votación, para ver qu ién iba a ser gobernador. Lo mismo pasó en Rhode ls land, en Minnesota y en muchas otras partes del pa ís. Y lo mismo pasó con Kennedy y Nixon cuando compitieron por la presidencia. Fue tan apre­tada la cosa que tuvieron que hacer un recuento de todos los votos. Bueno, ¿y eso qué qu iere decir? Quiere decir que cuando los b lancos estén d ivididos equ i l ibradamente y los negros tienen un bloque de votos propios, les toca a éstos determinar quién irá a parar a la Casa Blanca y quién i rá a parar a la perrera.

Fue e l voto del negro el que insta ló a la nueva administra­ción en Washington, D. C. El voto de ustedes, el voto estúp ido, el voto ignorante, el voto malgastado de ustedes fue el que insta ló en Washington, D. C., a una admin istración que ha tenido a bien promulgar toda clase de leyes imaginables, dejarlos a ustedes hasta el ú lt imo momento, para terminar entorpeciendo la acción de esas mismas leyes. Y los l íderes de ustedes y m íos tienen osadía de andar correteando y aplau­d iendo por ah í y decir que cuántos progresos estamos rea l i ­zando. Y que qué buen presidente tenemos. Si no fue bueno en Texas, seguro que no podrá serlo en Wash ington, D. C. Por­que Texas es un estado de l i nchamientos. Al l í soplan los mis­mos vientos que en Misisipí, no hay d iferencia; sólo que en Texas l i nchan con acento texano y en Misis ipí con acento de Misisipí. Y estos l íderes negros t ienen la osadía de i r y tomar café en la Casa B lanca con un texano, con un blanco racista del sur -eso es todo lo que él es- , para l uego venirnos a deci r a ustedes y a m í que éste, como es del Sur, va a ser mejor con nosotros porque sabe como tratar a los sureños. ¿Qué clase

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de lóg ica es ésa ? Que East land sea pres idente : él también es del Sur. El sabría todavía mejor que Johnson cómo tratarnos. [ . . . ]

De manera que ya es hora de despertar, en 1 964. Y cuando los vean ven i r con esa clase de conspiraciones, hágan les saber que ustedes tienen los o jos abiertos. Y hágan les saber que hay otra cosa que también está bien abierta . Tienen que ser la ba la o el voto. La ba la o el voto. Si les da miedo usar una expresión como ésa, deberían i rse del país, deberían volver a la p lantación a lgodonera , deberían volver a meterse en el ca l l ejón. E l los reciben todos los votos negros y, después que los rec iben, e l negro no recibe nada a cambio. Toda lo que h icieron cuando lograron l l egar a Washington fue darles grandes empleos a unos cuantos grandes negros. Esos gran­des negros no necesitaban grandes empleos, ya ten ían traba­jo. Eso es un camuflaje, eso es un truco, eso es una tra ición, un teatro. No estoy tratando de derribar a los demócratas en favor de los republ icanos; a éstos ya l legaremos dentro de un minuto. Pero es verdad : ustedes ponen a los demócratas en primer l ugar y e l los los ponen en el ú l t imo a ustedes. [ . . . ]

Conque, ¿qué rumbo segu imos de aquí en adelante? Pri­mero, necesitamos unos cuantos amigos. Necesitamos unos cuantos a l iados nuevos. Toda la l ucha por los derechos civi les necesita una nueva i nterpretac ión, una i nterpretación más ampl ia . Necesitamos contemplar este asunto de los derechos civi les desde otro ángu lo, tanto desde adentro como desde afuera. Para aquel los de nosotros cuya fi losofía sea la del nacional ismo negro, la ún ica manera de meterse en la l ucha por los derechos civ i les será darle una nueva interpretación. La vieja i nterpretación nos exc lu ía a nosotros. Nos dejaba fuera. Por eso le estamos dando una nueva i nterpretación que nos permita entrar en el la, tomar parte en el la. Y a estos tíos Tom que han estado actuando con evas ivas, c laudicaciones y componendas, no los vamos a dejar que sigan con sus evasi­vas, con sus c laudicaciones n i con sus componendas.

¿Cómo pueden agradecerle a un hombre que les dé lo que ya es de ustedes? ¿Cómo pueden, entonces, agradecerle que les dé sólo una parte de lo que ya es de ustedes? Ni s iquiera han rea l izado progresos y lo que les están dando ya deberían haberlo tenido desde antes. Eso no es progreso. Y yo adoro a mi hermano Lomax y la manera en que seña ló que nos ha l la-

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mos otra vez donde estábamos en 1 954 1 • Estamos más atrás de donde estábamos en 1 954. Hay más segregación ahora que en 1 954. Hay más an imosidad racia l , más odio racial , más violencia racia l hoy en 1 964, que en 1 954. ¿Dónde está el progreso?

Y ahora se enfrentan ustedes a una situación en que el joven negro está apareciendo. Y éste no quiere oír hablar de ese asunto de <<dar la otro mej i l la » ; no. En Jacksonvi l le -y eran adolescentes- estaban arrojando cócteles Molotov. los negros nunca lo habían hecho antes. Pero eso demuestra que hay a lgo nuevo entrando en escena. Hay una nueva manera de pensar que está entrando en escena. Serán los cócteles Molotov este mes, las granadas de mano el mes que viene y otra cosa el mes siguiente. Será la ba la o será el voto. Será l i bertad o será la muerte. la ún ica d iferencia es que esta c lase de muerte será recíproca·. ¿Saben lo que quiere decir « recí­proca» ? Esa es una de las palabras del hermano lomax: se la robé a é l . Por lo genera l no manejo esas g randes pa labras porque por lo genera l no me codeo con gente grande. Me codeo con la gente humi lde. Sé que uno puede buscar a un montón de gente humi lde y poner a correr a un montón de gente grande. Aquel los no tienen nada que perder y pueden ganarlo todo. Y en segu ida se lo hacen saber: << Hacen falta dos para bai lar; y si yo voy, tú vas» .

los nacional istas negros, aquél los cuya fi losofía es la del nacional ismo negro, al i ntroducir esta nueva interpretación de todo lo que s ignifican los derechos civi les, lo entienden en el sentido -como señaló el hermano lomax- de la igualdad de oportun idades. Bueno, está justificado que busquemos los derechos civi les si eso sign ifica igua ldad de oportun idades, porque en ese caso todo lo que estamos haciendo es tratar de cobrar nuestras i nversiones. Nuestros padres i nvierten sudor y sangre. Traba jamos trescientos d iez años en este país s in recibir ni un centavo a cambio. Ustedes dejan que el b lanco se pasee por aquí hablando de lo rico que es este país, pero nunca se paran a pensar cómo se hizo rico, pero es que ustedes lo hicieron rico.

1 . En 1 954 la Corte Suprema decretó que la segregación racial en las escuelas era i legal . Esta decisión sentó las bases para el comienzo del movimiento por los derechos civiles. (N.T. ) .

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Tomen por ejemplo a la gente que está reunida ahora mismo en este aud itorio. Son pobres, todos nosotros somos pobres como ind ividuos. Nuestro sa lario semanal ind ividua l no suma casi nada. Pero si toman colectivamente el sa lario de todos los que hay aquí podrán l lenar un montón de sacos. Es un montón de d inero. Si pueden recoger nada más que los salarios de un año de la gente que está aquí ahora, se harán ricos : más que ricos. Cuando se mi ran así las cosas, piensen lo rico que tuvo que hacerse e l tío Sam, no con este manojo de gente s ino con m i l lones de negros. Con los padres de ustedes y los m íos, que no trabajaban en turnos de ocho horas, s ino desde que, « no se veía» por la mañana hasta que « no se veía >> por la noche, y que traba jaban por nada haciendo rico a l blanco, haciendo rico a l t ío Sam.

Esa es nuestra inversión. Esa es nuestra contribución : nues­tra sangre. No sólo d imos gratis nuestro trabajo: d imos nues­tra sangre. Cada vez que había un l lamado a las armas, éramos los negros los primeros en vesti r e l un iforme. Moría­mos en todos los campos de bata l la del blanco. Hemos hecho un sacrificio mayor que el de cua lqu ier otro que viva actual­mente en Estados Un idos. Hemos hecho una contri bución mayor y hemos cobrado menos. Para aquel los de nosotros cuya fi losofía es el naciona l ismo negro, los derechos civi les qu ieren decir: « Dénnoslo ahora . No esperen el año que viene. Dénnoslo ayer y todavía no será bastante rápido.»

Podría hacer un a lto aquí mismo para señalarles una cosa . Siempre que uno ande detrás de a lgo que le pertenezca, e l que lo prive a uno del derecho a tenerlo es un crim ina l . Entiendan eso. Siempre que anden detrás de a lgo que sea de ustedes, están en su derecho lega l de reclamarlo. Y el que por cua lquier medio i ntente privarlos de lo que es de ustedes, está violando la ley, es un crim ina l . Y eso lo seña ló la decisión de la Corte Suprema. Puso fuera de la ley la segregación. Y eso sign ifica que la segregación va contra la ley. Y eso quiere decir que un segregacionista está violando la ley. Un segre­gacionista es un crim ina l . No se le puede apl icar n ingún otro ca l if icativo s ino ése. Y cuando hacen una manifestación con­tra la segregación, la ley está de parte de ustedes. La Corte Suprema está de parte de ustedes.

Ahora bien, ¿qu ién es e l que se opone a la apl icación de la ley? E l propio departamento de pol icía . Con perros pol icías y

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con garrotes. Siempre que ustedes estén manifestando contra la segregación, ya se trate de la enseñanza segregada, de la vivienda segregada o de cua lqu ier otra cosa, la ley estará de parte suya, y e l que se les ponga en el camino deja de ser la ley. Está violando la ley, no es representativo de la ley. Siem­pre que ustedes estén man ifestando contra la segregación y un hombre tenga la osadía de echarles encima a un perro pol icía, maten a ese perro, máten lo, les digo que maten a ese perro. Se lo d igo aunque mañana me cueste la cárcel : maten a ese perro. Entonces le pondrán punto f inal a este asunto. Ahora, si estos b lancos que están aquí no qu ieren ver esa clase de acción, que vayan y le d igan al a lca lde que le diga a l departamento de pol icía que encierre a los perros. Eso es todo lo que tienen que hacer. Si no lo hacen e l los, lo hará otro.

Si ustedes no adoptan ese tipo de actitud, sus h i jos crece­rán y los m irarán y pensarán : « ¡ Qué vergüenza ! )) Si no adop­tan una actitud ta jante .. . No quiero decir con eso que vayan a sa l i r y ponerse violentos; pero, a l m ismo tiempo, nunca debe­rían ser gente sin violencia, a menos que se ha l laran ante una situación s in violencia. Yo no soy nada violento con los que no son nada violentos conmigo. Pero si a lguien me echa encima esa violencia, entonces me hace perder la cabeza y ya no respondo de lo que haga. Y así es como deberían ponerse todos los negros. Siempre que sepan que están dentro de la ley, dentro de sus derechos mora les, en conformidad con la justicia, entonces mueran por aquel lo en lo que ustedes creen. Pero no mueran solos. Que su muerte sea recíproca. Eso es lo que qu iere decir igualdad. lo que es bueno para ti, es bueno para m í.

Cuando empezamos a adentrarnos en este terreno necesi­tamos nuevos amigos, necesitamos nuevos a l iados. Necesita­mos ampl iar la l ucha por los derechos civi l es l levándola a n iveles más altos: al n ivel de los derechos humanos. Mientras estén enfrascados en una lucha por derechos civi les, sépan lo, se estarán l im itando a la jurisdicción del tío Sam. Nadie del mundo exterior puede man ifestarse en favor de ustedes mien­tras su l ucha sea una l ucha por derechos civi les. los derechos civi les son parte de los asuntos internos de este país. N inguno de nuestros hermanos africanos n i de nuestros hermanos asiá­ticos n i de nuestros hermanos latinoamericanos puede abrir la

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boca para interferir en los asuntos i nternos de Estados Un i ­dos. Mientras se trate de derechos civi les, éstos caerán bajo jurisdicción del tío Sam.

Que el mundo sepa lo ensangrentadas que tiene las ma­nos. Que el mundo sepa lo h ipocresía que se predica aquí. Que sea la bala o el voto. Que él sepa que tiene que ser la bala o el voto.

Cuando l levan su caso ante Washington, D. C., lo están l levando ante el crimina l responsable; es como hu ir del lobo hacia la zorra. Todos el los están encompadrados. Todos ha­cen trapacerías pol íticas y los hacen quedar a ustedes como unos zoquetes ante los ojos del mundo. Aqu í están ustedes paseándose por Estados Unidos, preparándose para que los recluten y los manden fuera, como soldaditos de plomo, y cuando l leguen a l lá lo gente les va a preguntar por qué luchan y ustedes tendrán que quedarse con la boca cerrada. No, l leven a l tío Sam ante los tribunales, l l éven lo ante el mundo.

Para mí el voto sign ifica s implemente la l i bertad, ¿No soben ustedes -y en ,.te,�_ .no, . estPr de acuer�o co� lomax- que el voto es�-�· c¡W el dólarf ¡Que st puedo probarlo� Sí. Mifen fo ONU. Hay ftclciones pobres en la ONU; s in embargo, esas naciones pobres unen la potencia de sus votos y les impiden dar un paso a las naciones ricas. Tienen un voto por nación, todo el mundo tiene un voto igua l . Y cuando esos hermanos de Asia y Africa y de l a s naciones más oscuras de esta tierra se unen, la potencia de sus votos basta para mantener a raya a l tío Sam. O para mantener a raya a Rusia. O para mantener a raya a cua lqu ier otra parte de esta tierra. De modo que el voto es de la mayor importan­Cia.

Ahora mismo, en este pa ís, s i ustedes y yo, los veint idós m i l lones de afronorteamericanos . . . Sí, eso es lo que somos: africanos que están en Norteamérica ... Ustedes no son ni más ni menos que africanos. Ni más ni menos que africanos. Es más, que sa ldrían ganando con l lamarse a s í m ismos africa­nos en vez de negros. los africanos no viven en un infierno. Ustedes son los ún icos que viven en un i nfierno. E l los no tienen que promulgar leyes de derechos civ i les para los africanos. Un africano puede i r adonde le plazca en este m ismo mamen-

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to. Todo lo que tienen que hacer ustedes es ponerse un tropo en la cabeza. Así mismo, y vayan adonde se les ocurro. S im­plemente dejen de ser negros. Cámbiense el nombre por el de Hugagaguba. Eso les demostrará lo imbéci l que es el blanco. Se las están viendo con un imbéci l . Un amigo mío, que es bien oscuro, se puso un turbante en la cabeza y entró en un restau­rante de Atlanta antes de que a l l í se d i jeron desagregados. Entró en un restaurante para blancos, se sentó, lo atend ieron y él preguntó: « ¿Qué pasaría si aqu í entrara un negro? >> . Y así estaba él sentado, más negro que la noche; pero como ten ía la cabeza envuelta en aquel turbante, la camarera se volvió hacia él y le di jo: «Qué va, n ingún nigger se atrevería a entrar aqu Í>> .

De manera que s e las están viendo con u n hombre cuyos preju icios y pred isposiciones le están haciendo perder e l j u i ­cio, la i ntel igencia, cada d ía más. Está asustado. Mira a su a l rededor y ve lo que está pasando en esta tierra, y ve que e l péndulo de l t iempo se i nc l i na en d i rección de ustedes. La gente de piel oscura está despertando. Le están perd iendo el miedo al b lanco. No está ganando en n i nguno de los l ugares donde está peleando ahora . Dondequiera que está peleando lo hace contra hombres de nuestro color, de nuestro comple­xión. Y esos hombres lo están derrotando. Ya no puede segu ir ganando. Ya ganó su ú lt ima bata l la . No pudo ganar la guerra de Coreo. No la pudo ganar. Tuvo que firmar una tregua. Eso es una derrota . Siempre que al tío Sam, con toda su maquina­ria bél ica, lo obl igan unos comedores de arroz a hacer una tregua, es que ha perdido la bata l la . Tuvo que f irmar la tregua. Se supone que Estados Un idos no firme tregua a lguna. Se supone que Estados Un idos sea bravo. Pero ya no es bravo. Es bravo mientras puede usar su bomba de h idrógeno, pero no puede usar las suyas por temor de que Rusia use también las suyas. Rusia no puede usar las suyas, pues teme que el tío Sam también use las suyas. De manera que están los dos desarmados. No pueden usar el arma, pues el arma que cada uno de el los tiene anula la del otro. Así que donde ún icamente puede desarro l larse la acción es en tierra y el blanco ya no puede ganar otra guerra en la t ierra. Aquel los d ías ya pasaron. El negro lo sabe, el moreno lo sabe, el cobrizo lo sabe, e l amari l lo lo sabe. Por eso le hacen frente en guerra de guerri l las. Ese no

-es el est i lo de él. Hay que tener

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coraje para ser guerri l lero y él no tiene coraje. Se lo digo en este momento a ustedes.

Quiero decirles nada más a lgunas cosas sobre la guerra de guerri l las porque un día de éstos, un d ía de estos . . . Hay que tener coraje para ser guerri l lero porque uno estó solo. En la guerra convencional se tienen tanques y un montón mós de gente con uno para respa ldarlo, aviones que le vuelan a uno sobre la cabeza y toda clase de cosos de ese t�. P�ro u� guerri l la está sola. Todo lo que uno tiene es un fusil, unos zapati l las y un plato de arroz; y eso es todo lo que se necesita, y mucho coraje. En a lgunas de esas is las del Pacífico donde estaban los japoneses, cuando desembarcaban los soldados norteamericanos, a veces un solo japonés podio impedir el avance de todo un ejército. Sencitlamente, esperaba que el sol se pusiera y cuando el sol se ponía todos el los resurtabon iguales. Entonces empuñaba su cuchi l lo y se desl izaba de un arbusto a otro y de un norteamericano a otro. Y los soldados blancos no podían bregar con eso. Siempre que se topen con un soldado blanco que haya combatido en el Pacífico, lo verán en temblores, con los nervios alterados, porque altó lo CJIUtltoroft � •. . ' · ' '-<tt. . . . ' '> ' · . . •··· . - ·' . , ... �,·.���.·. -� · . . •. �.�:;;;;

lo mismo les pasó a loahncesa•• b....,c1Mii�t:7f: '- ; ·· · so. Gentes que sólo unos años antes habían sido cor1lpesines . . . ded icados a l cu ltivo del arroz, se unieron y sacaron de Indo-china al a ltamente mecan izado ejérc ito francés. No se necesi-tan los armamentos modernos: hoy no s irven esos armamen-tos. Son los d ios de la guerri l la . lo mismo h icieron en Argel ia. los argel inos, que no eran más que beduinos, cog ieron un fus i l y se a lzaron en las lomas y De Gau l le y todo su estupen-do equipo bél ico no pudieron derrotar o esas guerri l las. En n ingún lugar de esta tierra logra ganar e l hombre blanco cuando se enfrenta a una guerra de guerri l las. No es su va ina. Por lo mismo que la guerra de guerri l las está preva leciendo en Asia y en a lgunas partes de Africa y en a lgunas partes de América lati na, t ienen ustedes que ser muy i ngenuos o des­empeñar muy pobremente el papel de negros, si no piensan que un d ía habrá que despertar y darse cuenta de que habrá que escoger entre el voto y la ba la .

Me gustaría decir, para terminar, unas cuantas pa labras respecto a la Mezqu ita Musu lmana, lnc. , que establecimos recientemente en la ciudad de Nueva York. Es verdad que

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somos musu lmanes y que nuestra re l ig ión es la del Is lam; pero no mezc lamos nuestra re l ig ión con nuestra po l ítica n i con nuestra economía, como no la mezclamos con nuestras activi­dades socia les y civi les; ya no. Observamos nuestra rel ig ión en nuestra mezqu ita . Cuando terminan nuestros servicios rel i ­g iosos, entonces nos metemos como musulmanes en la acción pol ítica, en la acción económica y en la acción socia l y civi l . Nos un imos a cualqu iera, en cualquier lugar, en cua lqu ier momento y de cua lquier manera, siempre que sea para e l im i ­nar los males pol ít icos, económicos y sociales que afl igen a l pueblo de nuestra comunidad.

La f i losofía pol ítica del naciona l ismo negro consiste en que e l negro controle la pol ítica y a los pol íticos de su propia comun idad; nada más. E l negro de la comun idad negra t iene que ser reeducado en la ciencia de la pol ít ica, para que sepa lo que la pol ítica deberá darle a cambio. No malgasten los votos. Un voto es como una ba la . No ti ren sus votos hasta que no vean un objetivo y si ese objetivo no está a su a lcance, guárdense la boleta en el bols i l lo. La fi losofía po l ítica del nacional ismo negro se enseña en la ig lesia crist iana. La están enseñando en la NAACP. La están enseñando en los m ít ines del CORE. La están enseñando en los m ít ines del SNCC [Co­mité Coord inador Estudiant i l para la No Violencia ] . La están enseñando en los m ítines musu lmanes. La están enseñando en l ugares donde no se reúnen más que ateos y agnósticos. La están enseñando en todas partes. Los negros están hartos de la actitud evasiva, c laudicante y de componendas que hemos estado empleando para obtener nuestra l i bertad . Queremos la l ibertad ahora, pero no la vamos a obtener d iciendo « No­sotros lo vamos a superar» . Tenemos que luchar hasta supe­rar.

La f i losofía económica del naciona l ismo negro es pura y s imple. Consiste senci l lamente en que contro lemos la econo­m ía de nuestra comun idad. ¿ Por qué han de ser blancos los dueños de todas las tiendas existentes en nuestra comunidad? ¿ Por qué han de ser b lancos los dueños de los bancos existen­tes en nuestra comunidad? ¿ Por qué ha de estar en manos del b lanco la econom ía de nuestra comun idad ? ¿ Por qué? Si un negro no puede trasladar su tienda a una comunidad blanca, ustedes me d i rán por qué un blanco ha de tras ladar su tienda a una comun idad negra . La fi losofía del naciona l ismo negro

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comprende un programa de reeducación de la comunidad negra en lo relativo a la economía . Hay que hacerle entender a nuestra gente que cada vez que a lguien saca un dólar de su comun idad y lo gasta en una comun idad donde no vive, la comun idad donde vive se va empobreciendo más y más, mientras que la comun idad donde gasta su d inero se va ha­ciendo más y más rica. Y después se preguntan por qué la comun idad donde e l los viven es siempre un ghetto y un barrio de mala muerte. Y otra cosa que nos afecta es que no sólo lo perdemos cuando lo gastamos fuera de la comun idad, s ino que el blanco t iene en su poder todas las tiendas de la comu­nidad; de manera que, aunque lo gastemos dentro de la comun idad, a la ca ída del sol el dueño de la tienda se lo l l eva a otra parte de la ciudad. Nos tiene atenazados.

Así pues, la fi losofía económica del naciona l ismo negro sign ifica para todas las ig les ias, para toda organ ización cív i ­ca, para toda orden fraternal , que ya es hora de que nuestra gente adquiera conciencia de lo importante que es controlar la economía de nuestra propia comunidad. Si nos hacemos dueños de las t iendas, s i d ir ig imos los negoc ios, si tratamos de establecer a lgunas industrias en nuestra comunidad, esta­remos progresando hacia una posición en que crearemos empleos para los nuestros. Una vez que uno logra el control de la economía en su propia comun idad, no hay necesidad de hacer piquetes y boicots ni de supl icarle un empleo en su negocio al b lanco racista del sur del centro comerc ia l de la c iudad.

La fi losofía social del naciona l i smo negro consiste s imple­mente en que tenemos que un i rnos y suprim i r los males, los vicios, el a lcohol ismo, la narcoman ía y otros males que están destruyendo la fibra mora l de nuestra comunidad. Tenemos que elevar nosotros mismos el n ivel de nuestra comun idad, tenemos que hacer más a lto el n ivel de vida de nuestra comu­n idad, tenemos que hacer bel la nuestra propia sociedad para sentirnos satisfechos en nuestros propios círculos socia les y no andar por ah í tratando de abr irnos paso hacia un círcu lo socia l donde no nos qu ieren.

Entonces digo que a l pred icar a lgo como el naciona l ismo negro no nos proponemos hacer que el negro reva lorice al blanco -ya ustedes lo conocen- sino que e l negro se reva lori­ce a s í m ismo. No hagan cambiar de ideas a l b lanco; no se le

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puede hacer cambiar de ideas, y todo ese asunto de apelar a la conciencia mora l de Estados Un idos . . . La conciencia de Estados Un idos está en qu iebra . Hace mucho t iempo que perd ió toda conciencia. E l t ío Sam no t iene conciencia. E l los no saben lo que es la mora l . No tratan de e l im inar el mal porque sea un mal n i porque sea i l egal n i tampoco porque sea i nmora l ; l o e l iminan solamente cuando amenaza su exis­tencia. De manera que están ustedes perd iendo el t iempo si apelan a la conciencia mora l de un hombre en qu iebra como el t ío Sam. S i tuviera conciencia, arreg la ría este asunto s in que se ejerciera sobre él mayor presión. Entonces no es necesario hacer cambiar de ideas al b lanco. Tenemos que cambiar nosotros de ideas. No se le puede hacer cambiar sus ideas acerca de nosotros. Somos nosotros quienes hemos de cam­biar las ideas que tenemos unos sobre otros. Tenemos que vernos unos a otros con nuevos ojos. T enemas que vernos unos a otros como hermanos. T enemas que juntarnos con calor a fi n de que podamos desarro l lar la un idad y la armonía necesa rias para resolver nosotros m ismos este problema. ¿Cómo podremos lograrlo? ¿Cómo podremos evitar los ce­los? ¿Cómo podremos evita r la desconfianza y las d ivis iones existentes en la comunidad? Ahora les voy a dec i r cómo. [ . . . ]

Nuestro evangel io es el naciona l ismo negro. No i ntenta­mos amenazar la existencia de n i nguna organ ización, pero divulgamos el evangel io del naciona l ismo negro. Donde sea que haya una ig les ia que también pred ique y practique el evangel io del naciona l i smo negro, únete a esa ig les ia . S i la NAACP pred ica y practica el evangel io del nacional ismo ne­gro, únete a la NAACP. Si el CORE d ivulga y practica el evangel io del naciona l ismo negro, únete a l CORE. Unete a cua lqu ier organ ización que tenga un evangel io que favorezca el avance del hombre negro. Y cuando entres y los veas vaci lando o acomodándose, retírate porque eso no es nacio­nal ismo negro. Encontraremos otra .

Y de esta forma, las organ izaciones aumentarán en núme­ro y en cantidad y ca l idad y para agosto pensamos tener una convención naciona l i sta negra que se i ntegrará de delegados de todo el pa ís qu ienes se interesen en la fi losofía del nacio­nal ismo negro. Después que se reúnan estos delegados, cele­braremos un seminario, rea l izaremos d iscusiones, escuchare­mos a todos. Queremos escuchar nuevas ideas y nuevas solu-

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ciones y nuevas respuestas. Y en ese momento, si nos parece conveniente organizar un partido naciona l ista negro, organ i ­zaremos un partido naciona l ista negro. Si es necesario orga­n izar un ejército naciona l ista negro, organ izaremos un ejérci­to nacional ista negro. Será el voto o la ba la. Será la l ibertad o será la muerte. [ . ; � J

(Cieveland, 3 de abril de 7 964.)

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Fragmentos

Is lam

«Ustedes qu ieren saber por qué nosotros, los negros, nos acercamos al Is lam. La rel ig ión que muchos de nuestros ante­pasados practicaban antes que fuéramos secuestrados y con­ducidos a este país por el hombre blanco norteamericano, era la rel ig ión del Is lam. En los l i b ros de texto del s istema educa­cional norteamericano se ha destru ido esto, para tratar de aparentar que no éramos más que an ima les o sa lvajes antes que nos tra jeran aquí, y aparentarlo, para oculta r los actos crim ina les que cometieron con nosotros a fin de reba jarnos a l n ive l de an ima les en que estamos hoy. Pero cuando uno vuel­ve atrás, se encuentra con que hubo grandes imperios musul­manes que se extendían hasta el Africa ecuatoria l , el imperio de Ma l i , de Guinea. Todas estos l ugares . . . su rel ig ión era el Is lam.

Por eso, aquí en América, hoy d ía, cuando uno se encuen­tra con muchos de nosotros que estamos aceptando el Is lam

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como nuestra re l ig ión, lo ún ico que estamos haciendo es re­g resando a la re l ig ión de nuestros antepasados. Además creemos que ésta es la rel ig ión que hará más que cua lqu ier otra rel ig ión por reformarnos de nuestras debi l idades, a las que nos hemos hecho adictos aquí en la sociedad occidenta l . Y en segundo lugar, podemos ver dónde el cristian ismo nos ha fa l lado en un ciento por ciento. Nos enseñan a volver la otra mej i l la, pero el los no la vuelven. »

(Palm Gardens, Nueva York. E/ 8 de abril de 1 964.)

Terrorismo

<< [ • • • ) Si vamos a hablar de la bruta l idad de la pol ic ía, es porque la bruta l idad de la pol ic ía existe. ¿Por qué existe? Porque los nuestros, en esta sociedad específica, viven en un estado pol icíaco. Un negro, en Estados Unidos, vive en un estado pol ic íaco. No vive en una democracia; vive en un estado pol icíaco. Eso es lo que es, eso es lo que es Harlem . . .

Vis ité el a lcazaba de Casablanca y vis ité e l de Argel , con unos hermanos, hermanos de sangre. Me l levaron a l l í y me mostraron el sufrim iento, me mostraron las condiciones en que tuvieron que vivi r mientras estuvieron ocupados por los franceses .. . Me mostraron las condiciones en que tuvieron que viv ir mientras estuvieron colon izados por esos hombres de Europa. Y también me mostraron lo que tuvieron que hacer para quita rse a esos hombres de encima. lo primero que tuvieron que comprender fue que todos eran hermanos; la opresión los hacía hermanos; la explotación los hacía herma­nos; la degradación los hacía hermanos; la d i scrim i nación los hacía hermanos; la segregación los hacía hermanos; la humi­l lación los hacía hermanos.

Y una vez que comprendieron que eran hermanos de san­gre también comprend ieron lo que ten ían que hacer para qu itarse a aquel hombre de encima. Vivían en un estado pol ic íaco; Argel ia era un estado pol icíaco. Todo territorio

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ocupado es un estado pol icíaco; y eso lo que es Harlem. Harlem es un estado pol ic íaco. La pol ic ía, su presencia en Harlem, es como una fuerza de ocupación, como un ejército de ocupación. No está en Harlem para protegernos; no está en Harlem para cu idar de nuestro bienestar; está en Harlem para proteger los intereses de hombres de negocios que ni s iqu iera viven a l l í.

Las mismas condiciones que preva lecían en Argel ia y que obl igaron a ese pueb lo, a l noble pueblo de Argel ia, a recurri r a las tácticas de tipo terrorista que fueron necesarias para sacud i rse el yugo, esas m ismas cond ic iones preva lecen ac­tua lmente en Estados Un idos en todas las comun idades ne­gras.

Y yo no sería hombre s i me parara aquí a deci rles que los afronorteamericanos, los negros que viven en esas comunida­des y en esas cond iciones, están d ispuestos y resueltos a permanecer sentad itos y s in violencia, buscando paciente y pacíficamente a lguna buena vol untad que cambie las condi­ciones existentes. ¡No! [ . . ]

Sólo me gustaría dec i r lo s igu iente para terminar. Van a ver un terror ismo que los va a aterrar; y si creen que no lo van a ver, están tratando de cerrar los ojos ante el desarro l lo h istórico de todo lo que está pasando actua lmente en este planeta . Van a ver otras cosas.

¿ Por qué las van a ver? Porque la gente se dará cuenta de que es impos ib le que una ga l l i na produzca un huevo de pato, aunque ambos pertenezcan a la m isma fam i l ia de aves. Una ga l l ina senci l lamente no t iene un s istema con la capacidad de producir un huevo de pato. No lo puede hacer. Solamente puede producir de acuerdo con lo que ese sistema específico fue constru ido para producir. El s istema en este país no puede producir la l ibertad para un afronorteamericano. Le es impo­sible o este sistema, este s istema económico, este s istema po l íti co, este sistema soc ia l , este s istema, punto. Le es impos i ­b le a este sistema, así como está, producir la l i bertad ahora mismo para el negro en este pa ís.

Y si a lguna vez una ga l l i na produ jera un huevo de pato, ¡estoy bastante seguro de que ustedes d i rían que rea lmente era una ga l l ina revo luciona r i a ! »

(Nueva York, 29 de mayo de 1 964.)

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Manifestaciones

<< Los d ías de man ifestaciones de protesta se terminaron. Son anticuadas. Todo lo que hacen es meterlos a ustedes en la cárcel . Tienen que pagar para sa l i r. Y aún así no han resuelto el problema. Vayan y averigüen cuánto han tenido que pagar los manifestantes durante los ú ltimos cinco o seis años, en ju ic ios, honorarios y fianzas. Y después averigüen lo que hemos ganado, y verán que estamos endeudados. Estamos en qu iebra .

Además, una man ifestación de protesta es un acto que es una reacción a lo que a lgún otro ha hecho. Y mientras se está partic ipando en él, se está en manos de ese a lgún otro. Uste­des reaccionan contra lo que el los han hecho. Y todo lo que e l los tienen que hacer para mantenerlos en su puño es conti­nuar creando situaciones para que ustedes conti núen reaccio­nando, para que se mantengan tan ocupados que nunca ten­gan oportun idad de sentarse a elaborar un programa cons­tructivo propio que nos perm ita a ustedes y a mí lograr el progreso que tenemos que hacer.

Un ejemplo. Está bien que se haga una manifestación s i va a dar resu ltados. Oh, sí . Pero una man ifestación sólo para manifestar es una pérdida de tiempo. Si a lgu ien toca a a lguno de los nuestros y queremos i r donde está el cu lpable, todos vamos juntos. Pero no vamos sólo a cam inar por la ca l le con un carte l . No, vamos a agarrar al que nos perjud icó . . . eso es una man ifestación, eso es lo que se conoce como una acción positiva . Uno no va a caminar a l rededor de a lgu ien para hacerle saber que no está de acuerdo con lo que h izo. Para eso, pueden quedarse en la casa y hacerle saber que no les gusta lo que h izo. Si él tiene a lgún sentido común, sabe que a ustedes no les habrá de gustar lo que h izo. No, toda esa basura es anticuada.

E l ti po de man ifestación que ustedes y yo queremos y necesitamos es el que dé resu ltados positivos. No una mani­festación de un d ía, s ino una man ifestación hasta el fin , e l fin de cualquier cosa contra la que hayamos manifestado. Esa es una man ifestación. No es dec ir que a ustedes no les gusta lo que h ice e i rse a caminar una hora frente a m i casa. No, están perd iendo vuestro tiempo. Me sentaré y dormi ré hasta que

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vuestra hora se haya terminado. Si vamos a manifestar, habrá de ser una man ifestación s in l im itaciones.

(Voz del públ ico : <<Cuanto antes, mejor. )) ) Lo sé, cuanto antes mejor. Pero cuanto antes, mejor, no.

Porque cuando el pueblo negro sea lo sufic ientemente i nde­pendiente para aparecerse con el tipo de manifestación que es necesaria para obtener resu ltados, habrá sangre. Porque en una manifestación verdadera, el blanco va a resisti r ... s í, va a resistir. Por eso, s i ustedes no están a favor de una acción tota l , no deberán partic ipar en clase a lguna de acción. Eso es todo lo que d igo. Si por lo que ustedes manifiestan no vale la pena mori r, no man ifiesten . Vuestra manifestación es en vano.

Y cuando d igo que no va lga la pena mori r por e l lo, no qu iero dec ir morir de un solo lado. La muerte tiene que ser recíproca, mutua; a lgunos muertos por ambas partes. Si no vale eso, quédense en su casa .

Si puede costarle la vida y no estás d ispuesto a qu itar la vida, ¿Te das cuenta de lo que te estás haciendo a ti mismo? Entras en la g ua rida del león con las manos atadas. Si no va le la pena morir por e l lo, apártate de el lo. Si puede costarte tu vida y, al mismo tiempo, na estás preparado psicológicamen­te para qu itar la vida, mantente a l margen. Apártate. Todo lo que harás es interponerte en e l camino. Harás que a lgu ien tenga que hacer a lgo innecesariamente. I rás y te mata rán, y tu hermano tendrá que ir y arrancar la cabeza que a rrancó tu cabeza. ))

Precio de la l ibertad

«Tenemos que hacer ver a l mundo que el problema que afrontamos es un problema para la human idad. No es un prob lema negro; no es un problema norteamericano. Ustedes y yo tenemos que hacerlo un problema mundia l , tenemos que hacer saber a l mundo que no habrá paz en esta Tierra m ien­tras en los Estados Unidos se violen nuestros derechos huma-

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nos. Entonces el mundo tendrá que i nterven ir y ver que se respeten y reconozcan nuestros derechos humanos. T enemas que crear una situación que haga esta l lar bien a lto este mun­do, a menos que nos escuchen cuando ped imos a lgún tipo de reconocimiento y respeto como seres humanos. Esto es todo lo que queremos . . . ser un ser humano. Si no podemos ser reco­nocidos y respetados como ser humano, tenemos que crear una situación en la que n ingún ser humano d isfrute de la vida, la l ibertad y la búsqueda de la fe l ic idad.

Si ustedes no están con eso, no están con la l ibertad. Sign ifica que n i s iqu iera qu ieren s·er un ser humano. No quie­ren pagar el precio que sea necesario. Y si no quieren pagar el precio, n i s iqu iera se les habrá de perm iti r que estén en torno a nosotros, otros humanos. Se quedarán en el campo de a lgodón, donde no se es un ser humano. S i no se está dispues­to a pagar el precio que sea necesario pagar por el reconoci­miento y el respeto como ser humano, se es un an imal que pertenece a l campo de a lgodón a l igual que un caba l lo y una vaca, o un pol lo o una zarigüeya.

Hermanos, en rea l idad, el precio es la muerte. E l precio para hacer que otros respeten vuestros derechos humanos es la muerte. Tienen que estar d ispuestos a mori r o tienen que estar d ispuestos a quitarles la vida a otros. Esto es lo que el viejo Patrick Henry qu iso decir cuando d i jo l i bertad o muerte. La vida, la l ibertad, la búsqueda de la fel ic idad o mátenme. T rátenme como un hombre, o mátenme. Esto es lo que tienen que deci r. Respétenme, o denme muerte. Pero cuando comien­ces a darme muerte, ambos vamos a mori r j untos. Eso es lo que t ienen que decir.

Esto no es violencia. Esto es intel igencia. Tan pronto co­mienzas a pensar así, d icen que estás propugnando la violen­cia. No, estás propugnando · la inte l igencia. ¿No oyeron a Lyndon B. Johnson la semana pasada cuando d i jo que i rían a la guerra en un minuto para proteger la vida, la l ibertad y la búsqueda de la fel icidad de el los? ¿ Di jeron el los que LBJ era violento? No, d i jeron que era un buen pres idente. B ien, sea­mos ustedes y yo buenos pres identes .»

(En la segunda reunión de la Organización de Uni­dad Afronorfeamericana, celebrada el S de iulio de 1 964 en el Audubon Hall de Harlem.)

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Tío Sam

« Rogamos porq ue nuestros hermanos afr icanos no se hayan l i berado del colonia l ismo europeo sólo para que aho­ra sean sometidos y controlados por el dolarismo norteameri­cano. No permitan que el racismo norteamericano sea « lega­l izado» por el dolarismo norteamericano.

Los Estados Un idos son peores que Africa del Sur, no sólo porque los Estados Unidos son racistas sino porque son fa lsos e h ipócritas. Africa del Sur pred ica la segregación y practica lo segregación. E l la , a l menos, practico lo que pred ico. Los Estados Un idos pred ican la i ntegración y practican la segre­gación. Pred ican una cosa m ientras practican otra.

Una últ ima pa labra, mis amados hermanos en esta cumbre africana :

« Nadie conoce mejor a l amo que su criado. » Hemos sido criados en los Estados Un idos durante 300 años. Tenemos un conocimiento abso luto y rea l de este hombre que se l lama a sí mismo «Tío Sam » . Por tanto deben escuchar nuestra adverten­cia : No se l ibren del colonia l ismo europeo sólo paro que el fa lso y «amistoso» .dolarismo norteamericano los esclavice aún más.»

(Del llamamiento dirigido a los iefes de Estado durante la conferencia de la Organización de la Unidad Africana, celebrada en El Cairo en ¡ulio en 1 964)

Reglas del iuego

«Que nadie nos diga a ustedes y a m í que estamos en desventa ja . . . n i s iqu iera qu iero oír eso. Aquel los que piensan que ustedes están en desventa ja, que lo olviden. Ustedes no están en desventa ja. Un icamente se está en desventaja cuan­do se está asustado. Cuando uno se despoja de ese miedo no hay ta l desventa ja para uno. Porque cuando un hombre sabe que cuando comienza a meterse contigo tiene que matarte, ese hombre no va a meterse contigo. Pero si sabe que cuando

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se mete contigo vas a retroceder y ser no violento y pacífico y respetable y responsable, ustedes y yo jamás saldremos de sus garras.

Hazle saber que eres pacífico, hazle saber que eres respe­tuoso y que lo respetas, y que acatas la ley, y que qu ieres ser un buen ci udadano, y todos esos buenos conceptos. Pero a l mismo tiempo hazle saber que estás dispuesto a hacerle lo que é l ha estado tratando de hacerte a t i . Y entonces siempre tendrás paz. Siempre la tendrás. Aprendan de la h istoria, aprendan de la h istoria .

Que nadie que nos oprima establezca las reg las del j uego. No hacerle juego, no jugar el partido por sus reg las. Que sepan que éste es un nuevo part ido, ya que tenemos a lgunas reg las nuevas, y estas reg las s ign ifican que aquí todo va le, todo vale. Hermanos, ¿están conmigo? Sé que están con­migo.»

(Discurso en el Audubon Hall, el 29 de noviembre de 1 964.)

Extremismo

<<No creo en forma a lguna de extremismo i n j ustificado, pero creo que cuando un hombre emplea e l extremismo, cuando un ser humano emplea el extremismo, en defensa de la l i bertad de los seres humanos, no es una fa lta . Y cuando uno es moderado en la persecución de la j ustic ia para los seres humanos, d igo que es un pecador. Y pudiera añad i r mi concl usión : en rea l idad los Estados Un idos son uno de los mejores ejemplos, cuando se lee su h i storia, acerca del ex­trem ismo. E l viejo Patrick .Henry d i jo << l i bertad o muerte» . . . eso era extremista, muy extremista.

Leí una vez, de pasada, acerca de un hombre l lamado Shakespeare . . . sólo leí acerca de él de pasada, pero recuerdo una cosa que escribió que me conmovió. La puso en boca de Hamlet, creo que era, qu ien d i jo : <<Ser o no ser. » El sentía duda sobre a lgo: «si era más noble para la mente sufr ir las hondas y las flechas de una fortuna adversa» -moderación-, <<O esgrim i r las armas contra un mar de d ificu ltades, y enfren-

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tándolas darles término» . Y yo estoy con eso. Si ustedes es­grimen las armas, lo term inarán . Pero si se sientan a esperar porque el que está en el poder determine que debe terminar­lo, estarán esperando un tiempo largo.

Y en m i opinión la joven generación de blancos, negros, pardos, y todo lo demás, están viviendo en una época de extremismo, una época de revolución, una época en la que tiene que haber un cambio. la gente en el poder lo ha em­pleado mal, y ahora tiene que haber un cambio y tiene que constru i rse un mundo mejor, y la ún ica forma en que va a construi rse es con métodos extremos. Yo por lo menos me un i ré con cua lquiera, no me importa de qué color sea, mien­tras qu iera cambiar esta condición m iserable que existe en esta tierra . »

(Del debate en la Oxford Union Society, 3 de di­ciembre de 7 964.)

Capital ismo

«Miren a l continente africano actual , observen qué posi­ción ocupa en esta tierra y se darán cuenta que hay una pelea entre Oriente y Occidente ... Entre los pa íses asiáticos, o bien son comunistas, o social istas: no se encuentran, hoy d ía, mu­chos pa íses capita l istas. Casi todo país que ha logrado su independencia, ha ideado algún tipo de sistema socia l i sta, y esto no es accidenta l . Esto es otra de las razones por la que les d igo que ustedes y yo, aquí en los Estados Unidos -que buscamos trabajo, que buscamos mejor vivienda, que busca­mos una mejor educación- antes de comenzar a tratar que se nos incorpore, o i ntegre, o desintegre, en este sistema capita­l i sta, debemos m i ra r a l l í y averiguar cuá les son los pueblos que han conquistado su l ibertad optando por proveerse a s í mismos de mejor vivienda y mejor educación y mejor comida y mejor ropa.

N inguno de e l los opta por el s istema capita l ista porque se dan cuenta que no pueden . No se puede d i rig i r un sistema capita l ista, a menos que se sea « bu itresco» ; poro ser un capi­ta l i sta hay que tener sangre de a lguien que chupar. Muéstre-

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me un capita l i sta, y les mostraré un vampiro. Si se trata de un capita l ista, no puede ser más que un vampiro. Tiene que sacarla de cua lquier lugar que no sea él m ismo, y ah í es de donde la saca . . . de cua lqu ier l ugar o de cua lqu ier otro que no sea él . Por eso, cuando mi ramos a l continente africano, cuan­do mi ramos la pugna que hay entre Oriente y Occidente, nos encontramos que las naciones en Africa están desarro l lando sistemas socia l i stas para reso lver sus problemas. »

Votar

«Ustedes y yo necesitamos aprender cómo ser neutra les de manera positiva . Necesitamos aprender cómo ser no a l i nea­dos. Si ustedes y yo estud iáramos la ciencia del no a l i nea­miento, ha l laríamos que hay más poder en el no a l i neamiento que en el a l i neamiento. En este pa ís, es imposible para uste­des a l i nearse a n inguno de los dos partidos. A l inearse a uno de los dos partidos es un su ic id io . Porque ambos partidos son crimina les. Ambos partidos son responsables de la situación crim ina l que existe. Por eso ustedes no pueden a l inearse a un partido.

Lo que pueden hacer es i nscrib irse como e lectores para que tengan poder, potencia l pol ít ico. Cuando ustedes i nscri­ben vuestro potencial pol ítico, eso qu iere dec ir que vuestra arma está cargada. Pero por lo mismo que está cargada, no t ienen que d isparar hasta que vean un b lanco que les sea beneficioso. Si qu ieren un pato, no d isparen cuando vean un oso; esperen hasta que vean un pato. Y si qu ieren un oso, no disparen cuando vean un pato; esperen a que vean un oso. Esperen hasta que vean lo que qu ieren ... entonces ¡tomen puntería y d isparen !

Lo que el los hacen con ustedes y conmigo es decirnos: « Inscríbanse y voten» No se i nscriban y voten . . . ¡ i nscríbanse! Eso es lo i ntel igente. No se inscriban y voten . . . pueden votar por un testaferro, pueden votar por un p i l lo, pueden votar por otro que quis iera exp lotarlos a ustedes. « Inscrib irse» sign ifica estar en posición de tomar una acción pol ítica en el momento, el lugar y la forma que nos sea beneficiosa a ustedes y a mí;

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estar en posición de sacar ventaja de nuestra posición. Enton­ces estaremos en una posición en la que se nos respete y reconozca. Pero tan pronto se i nscriban y quieran ser demó­cratas o republ icanos, se estarán a l i neando. Una vez que estén a l i neados, no tendrán poder para discuti r, n i nada por el esti lo. T enemas un programa, que vamos a lanzar, que comprenderá el mayor número de inscripciones de tantas de nuestras gentes como podamos. Pero se i nscrib i rán como independientes. Y estar i nscritos como independientes s ign ifi­ca que podemos hacer lo que sea necesario, donde sea nece­sario y en el momento que sea necesario. ¿Comprenden? ... >>

Mau-Mau

«Como d i je hoy -probablemente ustedes leerán mañana algo acerca de eso; el los lo i nflarán y lo terg iversarán- lo que necesitamos aquí en este pa ís (y lo creo con todo mi corazón, con toda m i mente y con toda m i a lma) es el m ismo t ipo de mau mau que ten ían a l lá en Kenya. No se avergüencen jamás de los mau mau. No hay por qué avergonzarse de el los. Hay que estar orgu l losos de el los. Esos hermanos eran combatien­tes por la l i bertad. No sólo hermanos, también había herma­nas a l l í. Conocía a muchos de el los. Son va l ientes. Te abrazan y te besan . . . se a legran de verte. De hecho, si estuvieran aquí, enderezarían este problema en un instante.

Una vez leí un cuento, y los mau mau lo h ic ieron rea l idad. Leí una vez un cuento en el que alguien le preguntaba a un grupo de personas cuántas de el las querían la l i bertad . Todas levantaron las manos. Creo que había a l rededor de 300. Entonces la persona d i jo : « Bien, ¿cuántos de ustedes están dispuestos a matar a todo el que se i nterponga en vuestro camino hacia la l ibertad? >> Unos cincuenta levantaron sus manos. Y él les d i jo a esos cincuenta : « Párense aquí . >> Queda­ron sentadas 250 personas que querían la l ibertad, pero que no estaban d ispuestas a matar por e l la . Entonces se d i rig ió o los c incuenta y les d i jo : «Ustedes qu isieron lo l ibertad y d i je­ron que matarían a todo el que se i nterpusiera en vuestro camino. ¿Ven esos 250? Primero los l iqu idan a el los. Algunos

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son vuestros propios hermanos y hermanas y madres y pa­dres. Pero son los que se i nterponen en el camino de vuestra l i bertad. Temen hacer lo que sea necesario para a lcanzarla y les imped irán a ustedes que lo hagan . Desháganse de e l los y la l ibertad vendrá natura lmente. »

Estoy con eso. Eso e s l o que los mau mau aprendieron . Los mau mau se d ieron cuenta que lo ún ico que se i nterpon ía en el camino de la i ndependencia del africano en Kenya, era otro africano. Por eso comenzaron a l iqu idarlos uno a uno, todos esos Toms. Uno tras otro, según iban encontrando otro tío Tom africano en el cam ino. Hoy son l i bres. E l hombre blanco jamás participó . . . se apartó del cam ino. Eso es lo m ismo que ocurrirá aquí. Tenemos demasiadas de nuestras propias gen­tes que se i nterponen en el camino. Son demasiado escrupu lo­sas. Quieren que se les m i re como respetables tíos T om. Quieren que el hombre blanco los m i re como gentes respon­sables. No quieren que él los clasifique como extremistas, o violentos, o i rresponsables. Qu ieren esa buena imagen. Y nad ie que busque una buena imagen, será l ibre jamás. No, esa clase de imagen no los pone en l i bertad. Ustedes tienen que tener una cosa en vuestras manos, y decir: «Miren, uste­des o yo. » Y les garantizo que entonces les dará la l ibertad . D i rá : « Este hombre está d ispuesto a e l lo . » Les repito, una cosa en vuestras manos. No defin i ré lo que qu iero decir con « una cosa en vuestras manos» . No qu iero dec i r un plátano.»

Cantar

« Nos sentimos honrados a l tener con nosotros esta noche no sólo a un combatiente por la l i bertad, sino también a lgunos cantantes del programa de hoy . . . creo que todos están aquí . Les ped í que vin ieran esta noche porque cantaron una can­c ión que me conmovió. No soy de los que están con «We Sha l l Overcome» . No creo, senci l l amente, que vamos a vencer, cantando. Si van a consegu i rse una 45 y comienzan a cantar «We Sha l l Overcome», estoy con ustedes. Pero no estoy con un canto que, al m ismo tiempo, no les diga cómo consegu i r a lgo para usarlo cuando se termina de cantar. Me doy cuenta

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que estoy d ic iendo algunas cosas que ustedes piensan pueden meterme en l íos, pero, hermanos, s i yo nací en medio del l ío. Ni s iqu iera me preocupa el l ío. Me i nteresa una sola cosa : la l i bertad . . . por todos los medios que sean necesarios. »

Del mitin de la Organización de Unidad Afronor­teamericana de/ 20 de diciembre de 1 964.)

No violencia

« La experiencia que tengo es que, en muchas ocasiones, cuando se encuentran negros que hablan de no violencia, no son no violentos unos con otros, no se aman unos a otros, n i se perdonan unos a otros. Por lo genera l cuando d icen que son no violentos, quieren dec ir que son no violentos con otra gente. Creo que comprenden lo que qu iero decir. Son no violentos con el enemigo. Una persona puede l l egar a tu casa, y si es b lanco y qu iere hacerte objeto de un montón de bruta l i ­dades, tú eres no violento; o puede l l egar a coger a tu padre y ponerle una soga a l rededor de su cuel lo, y tú eres no violento. Pero si otro negro nada más que lo pisa, en un segundo te enredarás con él . Lo que les demuestra que ah í hay una contrad icción.

Yo m ismo estaría con la no violencia s i ésta fuera estable, si todo el mundo fuera a ser no violento todo el t iempo. Diría, está bien, estemos con e l la , todos seremos no violentos. Pero no transig i ré con clase a lguna de violencia, a menos que todo el mundo vaya a ser no violento. Si hacen no violento a l Ku Klux Klan, yo seré no violento. Si hacen no violento a l Consejo de Ciudadanos B lancos, seré no violento. Pero mientras haya otro que no vaya a ser no violento, no qu iero que a lgu ien me venga a hablar de no violencia. No creo que sea justo deci rle a nuestra gente que sea no violenta, a menos que algu ien esté a l lá afuera haciendo que el Klan y el Consejo de Ciudadanos y esos otros grupos sean no violentos.

Ahora bien, no estoy crit icando aquí a aquel los que son no violentos. Creo que cada quien debe hacerlo en la forma que considere mejor, y fel ic ito a todo el que pueda ser no violento ante toda esa clase de actuación en esa parte del mundo. No

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creo que en 1 965 encuentren ustedes en la generación que surge de nuestro pueblo, especia lmente aquel los que han estado pensando un poco, quien trans i ja con forma alguna de no violencia, a menos que la no violencia sea practicada caba lmente.

Si los l íderes del movimiento de la no violencia pueden entrar en la comun idad b lanca y pred icar la no violencia, bien. Transig ir ía con eso. Pero m ientras los vea pred icando la no violencia só lo en la comun idad negra, no podemos transi­g i r con eso. Creemos en la igualdad, y la igua ldad significa que tienes que hacer aquí lo m ismo que haces a l l í . Y si sólo los negros van a ser los ún icos no violentos, entonces no es justo. Nos quedaríamos s in guardia. En rea l idad, nos desarmaría­mos y nos haríamos i ndefensos. »

(De las palabras pronunciadas el 37 de diciembre de 7 964 en el hotel Theresa.)

Racismo negro

<<Habitua lmente el racista blanco ha creado al racista ne­gro. En la mayor parte de casos en que ha l lé is el racismo negro, éste constituye una reacción contra el racismo blanco, y s i lo anal izá is detenidamente, podéis constatar que esto no es realmente racismo negro. Creo que jamás pueblo a lguno ha presentado tan poca tendencia a l racismo como los ne­gros . . .

A m i entender, responder con violencia a l racismo blanco, no constituye racismo negro. Si ven ís a ponerme una soga a l cue l lo y sucede que yo os cuelgo por ta l motivo, no e s racis­mo. Vuestra actitud es racista , pero m i reacción nada t iene que ver con e l racismo; es la reacción de un ser humano que procuro defenderse y protegerse. Cosa que los nuestros no han hecho y que a lgunos de el los, a l menos a n ivel un iversita­rio, rehuyen hacer. Pero la mayoría no se encuentra en este n ivel . . . »

<< . . . Estaba hablando con e l embajador de los EE .UU . en un país de Africa. Cuando le encontré, empezó d iciéndome: <<A mi entender, usted es un racista» , etc. etc. Yo sentía respeto

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por él, pues decía lo que pensaba; una vez le hube expuesto mi posición, mis convicciones . . . me confesó: «Mientras estoy en Africa trato a las gentes como seres humanos. Resulta curioso, pero no reparo en el color. Soy más consciente de las d iferencias l i ngü ísticas que de una d iferencia de color: es, senc i l lamente, que la atmósfera es humana. Pero, en cuanto regreso a los EE.UU . y me d i ri jo a un no-b lanco, tengo con­ciencia de e l lo, tengo conciencia de mí m ismo y de las d iferen­cias de color» .

Le respondí : «Consciente o no, l o que usted me d ice de­muestra que el racismo no es un elemento fundamenta l de su persona l idad, sino que la sociedad americana, que usted con todos los demás ha contribuido a crear, le convierte en un racista » . Es cierto, se trata de la peor sociedad racista del mundo. No existe otro país donde la sociedad tranforme más rápidamente a sus habitantes -blancos o negros- en racistas que en éste que se hace pasar por una democracia. En este país, la atmósfera socia l, pol ítica y económica crea una at­mósfera psicológica ta l que hace casi imposib le, s i no habéis perdido el buen sentido que podá is sa l i r en compañ ía de un blanco s in senti r rubor y s i n que también el blanco lo s ienta. Es casi imposib le, y sentís aflorar esta tendencia racista . Pero es que está unida a la sociedad. »

(Diciembre 1 964.)

Jesús

«Siempre se ha ven ido d iciendo que yo era anti-blanco. Yo estoy con quien esté en favor de la l i bertad. Estoy con quien esté en favor de la justic ia. Estoy con quien esté en favor de la igualdad. No estoy con qu ien me d ice que ofrezca la otra mej i l la cuando un racista me rompe la mand íbu la . No estoy con quien d ice a los negros que sean no-violentos, m ientras que nadie se lo d ice a los b lancos. Sé que me ha l lo en una ig lesia y que, seguramente, no debería expresarme en estos

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térmi nos. Pero el m ismo Jesús estaba d ispuesto a desarbolar la sinagoga cuando las cosas no marchaban como debían . En el l ibro del Apoca l ipsis, es cierto, se presenta a Jesús a caba­l lo y bland iendo la espada, preparándose para pasar a la acción. No obstante, n i a vosotros n i a m í nos hablan de este Jesús. No nos hablan más que del Jesús pacífico. Nunca nos dejan leer e l l ibro hasta la últ ima pági na . Solamente nos dejan leer los fragmentos donde todo se hace de manera . . . no-violenta. Leed, pues, el l ibro completo, y cuando l leguéis a l Apoca l i psis veréis como el propio Jesús acabó por perder la paciencia. Una vez agotada la paciencia, volvió a dejarlo todo en orden. Tomó la espada. »

(Diciembre 7 964.)

Autodefensa

«Mientras los negros s ienten miedo, el K lan está seguro. No obstante, e l Klan por s í mismo es débi l . Nunca os atacan uno contra uno. Van todos contra uno. Os tienen m iedo. Y m ientras os están poniendo la soga a l cuel lo, permanecéis inmóvi les, d iciendo: « Perdónales, Señor, porque no saben lo que hacen . » Con el t iempo que l levan practicándolo saben muy bien lo que hacen, se han convertido en verdaderos maestros. ¡No! Ya que el gobierno ha demostrado que su intervención se l im itará a pa labras, nuestro deber de hom­bres, de seres humanos, nuestro deber para con los nuestros, es organ izarnos y hacer saber al gobierno que si él no pone término a las actividades del Klan, nosotros mismos lo hare­mos. Veréis como entonces el gobierno busca remedio a la situación. Mas no penséis que actuará por n i ngún impu lso mora l . No es eso. Yo no creo en la vio lencia, por eso qu iero acabar con e l la . No consegu i réis ponerle fin mediante el amor, el amor de las cosas que ocurren aquí. ¡No! Toda cuanto ped imos es una vigorosa acción autodefensiva que nos sentimos en derecho de suscitar por no importa qué me­dio»

(Febrero 7 965.)

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Aliados

«Tenemos que buscar a lgunos métodos nuevos, una nueva eva luación de la situación, a lgunos métodos nuevos para atacarlo o resolverlo, y una nueva d i rección, y nuevos a l iados. Necesitamos a l iados que nos ayuden a lograr la victoria, no a l iados que nos digan que seamos no violentos. Si un blanco quiere ser a l iado nuestro, ¿qué piensa él de John Brown? ¿Saben ustedes lo que h izo John Brown? Se fue a la guerra. Fue un blanco que marchó a la guerra contra los blancos para ayudar a l ibertar a los esclavos. El no era no violento. Los blancos d icen que John Brown era un ch iflado. Lean la h isto­ria, lean todo lo que d icen acerca de John Brown. Tratan de hacerlo parecer como si hubiera sido un ch iflado, un fanático. De eso h icieron una pel ícu la ; una noche yo la vi en el cine. Tendría miedo acercarme a John Brown s i éste pudiera oír lo que otros blancos d icen de él .

Pero lo representan con esta imagen porque estaba dis­puesto a derramar sangre por l i berar a los esclavos. Y cua l ­quier hombre blanco que esé presto y d ispuesto o derramar sangre por la l ibertad de ustedes . . . para los otros b lancos, es un chiflado. Mientras qu iera aparecerse con a lguna acción no violenta, lo aceptan, él es l i bera l, un l i bera l no violento, un l i bera l que ama a todos. Pero cuando l lega el momento de hacer, para la l ibertad de ustedes y la m ía, el mismo aporte que a e l los les fue necesario hacer para su propia l ibertad, entonces se vuelven atrás. Por eso, cuando quieran conocer los blancos buenos en la h istoria, en lo que respecta a los negros, léanse la h istoria de John Brown. Ese fue lo que yo l lamo un l ibera l b lanco. Pero los de la otra clase, ésos están dudosos.

De manera que si en este país necesitamos a l iados blan­cos, no necesitamos de los que nos exhortan a que seamos corteses, responsables, ustedes saben. No necesitamos de los que nos dan esa clase de consejos. No necesitamos de los que nos d icen cómo ser pacientes. No, s i necesitamos a lgunos a l iados b lancos, necesitamos de los de la c lase de John Brown, o no los necesitamos. »

(S de iulio de 1 964)

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Lucha común, dirección negra

« Hay en la comun idad b lancos que desean s inceramente ayudarnos. ¿ Pero cómo pueden ayudarnos? ¿Cómo puede un blanco ayudar a los negros a resolver su problema ? ¿Cómo pueden ayudarnos? Para empezar, no podéis resolverlo por el los. Podéis ayudarles a solucionarlo, pero no podéis ahora resolverlo en su l ugar . . .

Los b lancos que desean ayudarnos no pueden hacerlo s i se i ntroducen en la l ucha med iante la ocupación de cargos d i rectivos, como hasta hoy han i ntentado hacer. Si rea lmente desean la l ibertad de los negros de este pd ís, que no nos den andadores. Es preciso enseñar a los negros cómo l iberarse y los blancos s inceros deben apoyar todas las decisiones toma­das por el g rupo negro. »

(Abril 1 964).

« Los b lancos s inceros no nos ayudan en nada cuando se i ntroducen en las organizaciones negras y las transforman en organ izaciones i ntegradas. Deberían organ izarse entre los blancos y encontrar una estrateg ia que les perm ita hacer desaparecer el preju icio existente en el seno de las comunida­des blancas. Así, en el i nterior de la propia comunidad blan­ca, pueden rea l izar la acción más i nte l igente y eficaz; y, s in embargo, es lo que nunca han hecho . . . »

(Enero 1 965)

El Poder Negro

« . . . 1 964 no. ha sido el año de la promesa de que nos

hablaban en enero. La sangre se ha derramado por las ca l les de Harlem, de F i ladelfia, de Rochester, de otras ci udades de New-Jersey y de otros Estados. En 1 965 correrá aún más, por encima de lo que jamás hayá is imaginado; pero lo m ismo ocurrirá en los barrios del centro. ¿Y por qué? ¿Por qué esta sangre? ¿Acaso se han e l im inado las causas que la h icieron

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brotar en 1 964? ¿Y las de 1 963? No, han ven ido subsistiendo hasta hoy . . .

En 1 965 -creed lo- los negros no se dejarán maniobrar por d i rigentes est i lo Tío Tom; no serán arri nconados, reten idos en la p lantación por estos capataces, acurrucados nuevamente en el corra l no serán conten idos . . .

La frustración de aquel los representantes de Mississ ippi a l l l egar recientemente a Washington imag i nando que la Gran Sociedad les acogería, y senti r cómo les daban con las puer­tas en sus narices, es algo que hace pensar.

Estos les ha hecho comprender quien es su adversario. Ha sido una frustración semejante a la que d io origen a l movi­miento Mau-Mau; se d ieron cuenta de que era necesario un poder para dirigirse al poder. Para ser respetado por el poder, es preciso un poder . . .

E l poder no da nunca un paso atrás, a no ser que se encuentre ante un poder superior. E l poder no retrocede ante una sonrisa, ante una advertencia o ante una acción no­violenta basada en el amor. No se encuentra en su natura leza retroceder ante nada, sa lvo ante un poder superior. Esto es lo que han comprend ido los habitantes del Sudeste asiático, del Congo, de Cuba y de otros l ugares del mundo. E l poder sólo reconoce al poder: qu ienes comprend ieron esto, tri unfaron. »

(Enero 1 965).

Lenguaie

« . . . Nunca nos comun icaremos si nosotros hablamos un id ioma y él otro. Nos dedica el lenguaje de la violencia, mientras nosotros nos desgañ itamos en pobres razonamien­tos pusi lán imes, imaginando que va a entendernos. Aprenda­mos a hablar su lenguaje. S i se expresa con un fusi l , hablé­mosle de fus i les. Sí, d igo esto : si no comprende otro id ioma que el del fus i l , tomad un fus i l , s i no comprende más que el id ioma de las sogas, tomad una soga. S i realmente queréis establecer una comunicación rea l, no perdáis el t iempo ha­blándole en una lengua que no entiende. Hablad su lengua.»

(Diciembre 1 964).

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Prensa

«El FBI puede comun icar a la prensa i nformaciones ta les que den a entender a vuestros veci nos que sois elementos subversivos. El FBI conoce el paño, lo hace muy hábi lmente, maniobra en la prensa de toda la nación, como la CIA hace en el resto del planeta . Todo su j uego sucio lo apoyan en la prensa ... Si bajo la opresión de las in justicias que os abruman, esta l lá is con razón, uti l izan la prensa para presentaros como unos vándalos . . . Son maestros en el arte de fabricar cl ichés.

No qu iero deci r con ello que condene a todos los b lancos sin excepción. No todos son opresores. Ni todos están en_ cond iciones de serlo. Pero gran parte de e l los pueden y lo hacen. La prensa conoce tanto el ofic io de crear reputaciones que puede hacer pasar a l asesino por víctima y a la víctima por ases ino. Esa es la función de la prensa, de esta prensa i rresponsable; hacer pasar a l ases ino por víct ima y a la vícti­ma por asesi no. S i no andáis prevenidos, los periód icos os l levarán a odiar a los oprim idos y amar a los opresores. »

(Diciembre 7 964).

Socialismo

«Todos los países que actua lmente emergen de entre las garras del colon ia l ismo se están volviendo hacia el soc ia l is­mo. No creo que eso sea accidenta l . La mayor parte de los países que eran potencias colon ia les eran pa íses capita l istas y el ú lt imo ba luarte del capita l ismo es actualmente Estados Un idos. Es imposib le que una persona blanca crea en el capita l ismo y no crea en el racismo. No se puede tener capita­l ismo sin racismo. Y s i encuentran a a lguno y logran l levarlo a sostener una conversación y ese ind ividuo expresa una fi loso­fía que asegura no dar cabida al racismo en sus l i neamientos, genera lmente se trata de un socia l ista o de a lguien cuya fi losofía pol ítica es la del socia l ismo. »

(Nueva York, 29 de mayo de 7 964)

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Muier

«Una cosa de la que me d i cuenta en mis via jes recientes por Africa y el Medio Oriente, en cada pa ís que uno vis ita, es que por lo norma l el g rado de progreso no puede ser separa­do del papel de la mujer. Si tú estás en un país progresista, la mujer es progresista . Si tú estás en un pa ís que refleja concien­cia hacia la importancia de la educación, es porque la mujer está consciente de la importancia de la educación. Pero en todo país atrasado encontrarás que la mu jer está atrasada, y en cada pa ís que no pone énfasis en la educación encontrarás que es porque a la mujer no se le educa. Así que una de las cosas de la que me convencí tota lmente en mis viajes recientes es la importancia de darle la l i bertad a la mujer, darle educa­ción, y darle incentivos para que salga y transm ita ese m ismo espíritu y entendim iento a sus n i ños. Y, para ser s incero, yo estoy orgu l loso de los aportes que nuestras mu jeres han he­cho en la lucha por la l i bertad y soy una persona que está a favor de darles todo el margen pos ib le porque han hecho aportes más grandes que muchos hombres.

(París, noviembre de 7 964)

Sistema

«No es un pres idente el que puede ayudar o perj udicar; es el s istema. Y este s istema no está r ig iendo ún icamente en Estados Un idos, sino en todo el mundo. En nuestros d ías, cuando un hombre se postu la para presidente de Estados Un idos no se está postu lando ún icamente para pres idente de Estados Un idos; tiene que resu lta r aceptable para otras reg io­nes del mundo donde impera la i nfl uencia norteamericana.

Si Johnson se hubiera postu lado él solo, no habría s ido aceptable para nadie . Lo ún ico que lo hacía aceptable para el mundo era que los astutos capita l istas, los astutos imperia l is­tas, sabían que la ún ica manera de hacer que la gente corrie­ra hacia la zorra era mostrarles un lobo. Por eso crearon una lúgubre a l ternativa . Y lograron que e l mundo entero -i n -

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c l uyendo a gente que se d ice marxista- deseara que Johnson derrotase a Goldwater.

Esto es lo que tengo que deci rles : los que se proclaman enemigos del sistema estaban de rod i l las rogando a l c ie lo que e l ig ieran a Johnson, porque se supone que él era un hombre de paz. ¡Y en aquel momento ten ía tropas i nvadiendo el Congo y Viet Nam del Sur! Hasta ten ía tropas en reg iones de las que se han ret irado ya otros imperia l i stas. ¡Cuerpos de Paz a N igeria, mercenarios al Congo! »

(París, 23 de noviembre de 1 964)

Cuba

«Á un revolucionario yo lo qu iero. Y uno de los hombres más revolucionarios que está en estos momentos en este pa ís i ba a ven i r j unto con n uestro am igo Sheik Babu, pero lo pensó mejor. No obstante, nos envió de todos modos su mensa je. Dice así:

«Queridos hermanos y hermanas de Harlem: Me habría gustado estar junto a ustedes y con el hermano Babu, pero las cond iciones actua les no son buenas para esa reun ión. Reci­ban los ca lu rosos sal udos del pueblo cubano y especia lmente los de Fidel , quien recuerda con entusiasmo su vis ita a Harlem hace pocos años. Un idos venceremos. »

Este mensaje es del Che Guevara. Me siento fel iz de oír los aplausos ca lurosos con que

responden, porque le hacen saber a ese otro hombre, a l blanco, que él no se encuentra actua lmente en posición de deci rnos a quién debemos aplaudir y a quién no debemos aplaudir. Y aquí no se ve a n ingún cubano anticastrista : nos lo comeríamos vivo .»

(Nueva York, 73 de diciembre de 7 964)

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Medios

«El señor pregunta si creo en la acción pol ítica, en primer l ugar. Y que s i los grupos de izquierda se un ieran y me postu­laran para a lca lde, s i yo aceptaría . Sí, creo en la acción pol ítica . En cua lquier t ipo de acción pol ítica. Creo en la ac­ción y punto. En cua lquier clase de acción que sea necesaria . Cuando ustedes me oigan deci r «con los medios que sean necesarios» , eso es exactamente lo que qu iero dec ir. Creo en todo lo que sea necesario para correg i r las condiciones in jus­tas : ya sea pol ítico, económico, soc ia l , fís ico, todo lo que sea necesario. Creo en ello siempre que esté d ir igido i ntel igente­mente y se proponga obtener resultados .»

(7 de enero de 1 965)

Internacional ismo

«Y ése es un buen ejemplo de por qué hay que internacio­nal izar nuestro problema. Ahora las naciones africanas están manifestándose y vinculando el problema del racismo en Mis­sissipi con el problema del racismo en el Congo y también con el problema del racismo en Viet Nam del Sur. Todo eso es racismo. Todo eso es parte del vicioso s istema racista que han uti l izado las potencias occidenta les para segu i r degradando y explotando y oprim iendo a los pueblos de Africa, de Asia y de América Lati na durante los ú lt imos sig los.

Y s i esos pueblos de esas diferentes reg iones empiezan a ver que el problema es el m ismo problema, y s i los veintidós mi l lones de norteamericanos negros vemos que nuestro pro­blema es igual que e l problema de los pueblos que están siendo oprim idos en Viet Nam del Sur y en el Congo y en América Latina, entonces -pues los oprim idos de la tierra constituyen una mayoría y no una m inoría-, entonces afronta­mos nuestros problemas como una mayoría que puede exigir y no como una minoría que tiene que supl icar. »

(Nueva York, 28 de enero de 1 965)

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Ulti111as palabras

Discurso de Malcolm del 1 6 de febrero de 1 965, cinco días antes de su asesinato

Primero, hermanos y hermanas, quiero comenzar agrade­ciéndoles por haberse tomado la molestia de ven i r aquí esta noche y en especia l por la i nvitación que me h icieron para que vin iera a Rochester y participara esta noche en este pequeño d iá logo informa l sobre temas que son de común interés a todos los e lementos en la comun idad, a la tota l idad de la comunidad de Rochester. La razón de m i presencia es para d iscutir sobre la revo lución negra que está aconteciendo, que se está l levando a cabo en el g lobo, de la forma que se está desarro l lando en el conti nente africano, y del impacto que está ten iendo hoy d ía en las comun idades negras, no sólo aquí en Estados Un idos s in también en Ing laterra y en Francia, y en otras antiguas potencias colon ia les.

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Probablemente muchos de ustedes leyeron la semana pa­sada que i ntenté viajar a París y que me lo impidieron . Y París no le n iega la entrada a nadie. Como ustedes saben, se supone que cua lquiera puede ir a Francia, se supone que es un l ugar muy l ibera l . Hoy, s in embargo, Francia está ten iendo problemas a los que no se les ha dado mucha publ ic idad. Y también I ng laterra está ten iendo problemas a los que tampo­co se les ha dado mucha publ icidad, porque han sido los problemas de Estados Un idos los que han recibido tanta pu­bl icidad. Pero ahora estos tres socios, o a l iados, tienen pro­blemas comunes sobre los que el negro americano, o afroa­mericano, no está muy al tanto.

Y para que ustedes y yo comprendamos la naturaleza de la l ucha en la que estamos envueltos, tenemos que conocer no sólo los d istintos ingredientes que se mezclan a n ivel local y a n ivel naciona l , s ino también los ingredientes que se mezclan a un n ivel i nternaciona l . Y los problemas del hombre negro en este pa ís han dejado de ser s implemente un problema del negro americano o un problema americano. Se ha convertido un problema tan complejo, y con tantas ramificaciones, que uno tiene que estudia rlo en su mundo tota l , dentro del contex­to mundia l o en su contexto internaciona l , para poder ver de lo que rea lmente se trata. De lo contrario, ni s iquiera se pueden entender los temas loca les, a menos que se sepa el papel que desempeñan dentro del contexto i nternaciona l . Y cuando se examina en ese contexto, se ve de una forma d istinta, pero se ve con una mayor c laridad. ( ... )

Como muchos de ustedes saben, dejé el movimiento mu­su lmán negro y durante los meses del verano, pasé cinco de esos meses en el Oriente Medio y en el continente africano. Durante este tiempo visité muchos países, el primero de el los fue Eg ipto, y l uego Arabia, después Kuwait, Líbano, Sudán, Ken ia, Etiopía, Zanzíbar, Tangan ica -que hoy es Tanzania-, N igeria, Ghana, Guinea, L iberia, Argel ia . Y en los cinco me­ses que estuve a lejado tuve la oportun idad de sostener largas conversaciones con el presidente Nasser en Eg ipto, el presi ­dente Ju l ius Nyerere en Tanzan ia, Joma Kenyatta en Kenia, Mi l ton Obote en Uganda, Azikiwe en Nigeria, Nkrumah en Ghana y Sekú Turé en Guinea .

Y durante las conversaciones con estos hombres, y con otros africanos en aquel continente, i ntercambiamos mucha

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i nformación que c laramente ampl ió m i entendim iento, y que s iento que me ampl ió e l panorama. Puesto que desde mi regreso, no he ten ido ningún deseo de enredarme en n i nguna d iscusión s in importancia basada en hechos que tienden a ser confusos y que no conducen a nada, con n ingún cabeza de chorl ito o persona de mente estrecha sólo porque pertenez­can a alguna organ ización, m ientras que se tienen problemas tan complejos como los nuestros y que se están tratando de resolver.

Entonces yo no vine aquí a hablar acerca de n inguno de estos movimientos que están en pugna entre sí. He ven ido a hablar del problema que todos tenemos ante nosotros. Y a hacerlo de una manera muy i nforma l . Nunca me ha gustado apegarme a un método o a proced im ientos formales cuando hablo ante un públ ico, porque me doy cuenta que, usua lmen­te, la conversación que sostengo g i ra en torno a la raza, o a cuestiones racia les, lo que no es por cu lpa m ía. No fui yo qu ien creó el problema rac ia l . Y ustedes saben que yo no vine a Estados Un idos en el Mayflower n i tampoco por voluntad propia. A nuestro pueb lo se le tra jo aquí i nv.o luntariamente, contra nuestra voluntad . Por eso, si p lanteamos el problema ahora, no deberían de cu l parnos por estar aquí . E l los fueron qu ienes nos tra jeron. [ ... ]

Para aclarar mi posic ión, como lo h ice hoy temprano en Colgate, soy un musu lmán, lo que ún icamente qu iere deci r que m i re l ig ión es el I s lam. Creo en Dios, el Ser Supremo, e l creador del un iverso. Esta es una forma senc i l la de re l ig ión, fác i l de comprender. Creo en un Dios, y creo que ese Dios tuvo una rel igión, t iene una re l ig ión, y siempre tendrá una re l ig ión . Y que ese Dios le enseñó a todos los profetas la misma rel ig ión, por lo tanto no es cuestión de debat i r qu ién haya sido el más g rande o e l mejor: Moisés, Jesucristo, Maho­ma, o a lguno de los otros. Todas el los fueron profetas que v in ieron de un D ios. E l los ten ían una doctri na, y esa doctri na fue d iseñada para darle c laridad a la human idad, para que toda la human idad viera que era uno so lo y así tener un cierto tipo de hermandad que sería practicada aquí en la tierra. Eso es lo que creo.

Creo en la hermandad del hombre. Sin embargo, a pesar del hecho que creo en la hermandad del hombre, tengo que ser rea l ista y entender que aquí en Estados Un idos nos encon-

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tramos en una sociedad que no practica la hermandad. No practica lo que pred ica. Predica la hermandad, pero no prac­tica la hermandad. Y ya que esta sociedad no practica la hermandad, aquel los de nosotros que somos musu l manes -los que nos separamos del movim iento musu lmán negro y nos reagrupamos como musulmanes en base a l Is lam ortodo­xo- creemos en la hermandad del Is lam.

Pero también nos damos cuenta que el problema que afec­ta al pueblo negro en este pa ís es tan complejo y tan enreda­do y ha existido por tanto t iempo, sin resolver, que es absolu­tamente necesario para nosotros formar otra organización. Y eso fue lo que h ic imos, la cual es una organ ización no rel ig io­sa que se conoce como la Organización de la Unidad Afro­Norteamericana, y que está estructurada organ izativamente de manera que permite la partic ipación activa de todo afro­norteamericano, cua lqu ier negro norteamericano, en un pro­grama cuyo fi n es e l im inar los males pol íticos, económicos y socia les que nuestra gente enfrenta en esta sociedad. Y tene­mos esa estructura porque nos damos cuenta que tenemos que l uchar contra los ma les de una sociedad que no logró producir la hermandad para todos los miembros de d icha sociedad. Esto de n inguna manera sign ifica que somos anti­blancos, antiazu les, antiverdes o antiamari l los. Somos anti­ma l . Somos antidiscrim inación. Somos antisegregación. Esta­mos en contra de todo el que practique cualqu ier forma de segregación o d iscrim inación contra nosotros porque da la casua l idad de que no somos de un color que les resu lte acep­table . . .

No juzgamos a l hombre por e l color de su pie l . No te juzgamos por ser blanco; no te juzgamos por ser negro; no te juzgamos por ser moreno. Te juzgamos por lo que haces y por lo que practicas. Y m ientras practiques la maldad, estaremos en tu contra. Y para nosotros, la princ ipa l , la forma más grande de maldad es la maldad que se basa en j uzgar a un hombre debido al color de su piel . Y creo que nadie aquí puede negar que estamos viviendo en una sociedad que s im­plemente no juzga a un hombre en base a su ta lento, según sus habi l idades, según sus posib i l idades, h istoria l o fa lta de h istoria l académico. Esta sociedad juzga a l hombre exc lusiva­mente en base al color de su piel. S i eres blanco, puedes sa l i r

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adelante, y si eres negro, tienes que arreg lárte las a cada paso, y aún así no sa les adelante.

Estamos viviendo en una sociedad que en gran medida está controlada por gente que cree en la segregación. Vivi ­mos en una sociedad que en gran medida está controlada por gente que cree en el racismo, y practica la segregación, la d i scrim inación y el racismo. Y d igo que está controlada, no por los blancos de buena voluntad, sino controlada por los segregacionistas, por los racistas. Y esto se puede ver a través del curso que esta sociedad persigue por todo el mundo. En estos instantes en Asia e l ejército norteamericano está dejan­do caer bombas sobre gente de piel obscura.

Es racismo. Es el racismo que Estados Un idos practica. El racismo que impl ica una guerra contra las personas de piel obscura en Asia, otra forma de racismo es la que hay detrás de una guerra contra las personas de piel obscura en el Congo .. . es lo mismo que hay detrás de una guerra contra las personas de piel obscura en Misis ipí, Alabama, Georgia, y Rochester, Nueva York.

Entonces no estamos contra a lguien porque sea blanco. Sino que estamos en contra de aquel los que practican e l racismo. Estamos en contra de los que dejan caer bombas sobre otras gentes porque sucede que su piel es de una tona l i ­dad d istinta a la de e l los. Y porque nos oponemos a eso, la prensa d ice que somos violentos. No estamos a favor de la violencia. Estamos a favor de la paz. S in embargo, la gente que enfrentamos apoya la violencia. No se puede ser pacífico cuando uno trata con e l los.

Nos acusan de lo que el los mismos son cu lpables. Esto es lo que siempre hace el crim ina l . Te bombardean, y l uego te acusan de haberte bombardeado a tí m ismo. Te aplastan el cráneo, y luego te acusan de haberlos atacado. Esto es lo que los racistas han hecho siempre . . . el crim ina l , el que ha desa­rro l lado el proceso crimina l a l grado de una ciencia. Sus costumbres son las acciones crimina les, y l uego uti l izan la pensa para victim izarte . . . hacer que la víct ima se vea como el crim ina l , y el crimina l como la víctima. Así trabajan .

Y probablemente ustedes aquí en Rochester saben más a l respecto que nadie. Les voy a dar un ejemplo de cómo lo hacen. E l los agarran la prensa, y a través de la prensa, se burlan del s istema . . . O a través del públ ico blanco. Porque el

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públ ico blanco está dividido. Algunos qu ieren hacer el bien y otros no qu ieren hacer el bien. Algunos tienen buenas i nten­ciones y otros no. Esto es cierto. Hay los que son mal i ntencio­nados y los que son bien i ntencionados. Y generalmente los ma l i ntencionados son más numerosos que los bien i ntencio­nados. Se necesita de un m icroscopio para encontrar a los de buenas i ntenciones.

Así que a e l los no les gusta hacer nada s in el apoyo del públ ico b lanco. Los racistas, que en genera l t ienen mucha i nfluencia en la sociedad, no rea l izan sus maniobras sin antes tratar de poner la opin ión públ ica de su lado. Así que uti l izan a la prensa para poner la opin ión públ ica de su lado. Cuando qu ieren suprim i r u oprim i r a la comunidad negro, ¿qué es lo que hacen? Cogen las estad ísticas, y por med io de la prensa, se los dan o tragar a l púb l ico. Hacen que parezco que en la comunidad negro e l crimen j uega un papel más grande que en cua lqu ier otro lodo.

¿Cuál es el resu ltado? Este mensa je es un mensa je muy hábi l que los racistas usan para hacer que los b lancos que no son racistas crean que lo tosa de crim ina l idad en lo comuni­dad negra es tan a lta. Esto mantiene a la comunidad negra con una imagen de crim ina l . Da la impresión de que cual­qu iero en lo comun idad negra es un crim ina l . Y tan pronto como se ha creado esta impresión, entonces les permite, pre­paro el terreno para crear un estado pol ic ia l en la comun idad negra, cons igu iendo e l apoyo tota l del públ ico b lanco para que cuando la pol ic ía l lega, empleando todo tipo de medidas bruta les para reprim i r a los negros, les partan la cabeza, l es lancen los perros, y otras cosas por el esti lo. Y los blancos lo aceptan . Porque creen que a fin de cuentas a l l í todos son unos crim ina les. Es esto lo que hace la prensa.

Esto requ iere habi l idad. A esta habi l idad se le l lama . . . esto es una ciencia que se le l lama «fabricación de imágenes» . Te mantienen en jaque a través de esta ciencia de las imágenes. Inc l uso hacen que uno m ismo se vea con desprecio, y lo logran dándonos una mala opi n ión sobre nosotros mismos. Algunos de nuestros m ismos negros se han tragado esta opi­n ión sobre el los m ismos y la han d igerido, a l punto que ni s iquiera qu ieren vivi r en la comun idad negra. No quieren estar cerca de los mismos neg ros.

Es una ciencia que uti l izan, muy hábi lmente, para hacer

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que el crim ina l aparezca como víct ima, y para que la víct ima aparezca como crim ina l . [ . . . ]

A n ivel i nternacional el mejor y más reciente ejemplo que s i rve de prueba para eso que estoy d iciendo es lo que suced ió en el Congo. Vean lo que pasó. Ten íamos una situación en la que un avión estaba dejando caer bombas sobre aldeas afri ­canas. Una a ldea africana no tiene defensas contra las bom­bas. ¡Y una a ldea africana tampoco presenta la suficiente amenaza como para que se la bombardee! S in embargo, los aviones estaban dejando caer bombas sobre las a ldeas afri ­canas. Al caer, estas bombas no d ist inguen entre amigos y enemigos. No d istinguen entre hombre y mu jer. Cuando estas bombas caen sobre las a ldeas del Congo, caen sobre mu jeres negras, n i ños negros, bebés negros. Hacen añ icos de estos seres humanos. No escuché n i nguna protesta, ni una frase de compasión por estos m i les de negros que fuerqn masacrados por los aviones.

¿ Por qué no hubo protestas? ¿ Por qué no le preocupó a nad ie? Porque, una vez más, la prensa, de forma muy hábi l , había vuelto a las víctimas en crim ina les, y los crim ina les parecían ser las víctimas.

Vean que cuando mencionan las a ldeas las ca l ifican de «bajo control rebelde)) . Como quien d ice, ya que son a ldeas bajo control rebelde, se puede destru i r a la población, y está bien. También se refieren a los mercenarios de la muerte como «con entrenamiento norteamericano, p i lotos cubanos anti-Castro)) . Esto hace que todo esté bien. Porque estos pi lo­tos, estos mercenarios, ustedes saben lo que es un mercena­rio, no es un patriota. Mercenario no es aquél que va a la guerra por amor a su patria . Un mercenario es un matón a sueldo. Es a lgu ien que mata, que saca sangre por d inero, la sangre del que sea. Se mata a un ser humano tan fáci lmente como se mata a un gato o a un perro o a una ga l l i na . [ . . . ]

S in embargo esto es a lgo que uno tiene que observar y por lo que tenemos que dar cuenta. Porque esos son aviones norteamericanos, bombas norteamericanas, escoltados por tropas norteamericanas, a rmados con ametra l ladoras. No obstante, nos aseguran que esos no son soldados, que sólo están a l l í de escolta, así fue como empezaron con a lgunos asesores en Vietnam del Sur. Eran veinte m i l , y todos asesores. No son mós que «escolta» . E l los pueden rea l izar todo este

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asesinato en masa y sa l i rse con la suya con ponerle la etique­ta de « humanitario» , un acto humanista. O «en nombre de la l iberación >> , «en nombre de la l ibertad» . Todo tipo de consig­nas a ltisonantes, pero no deja de ser asesinato a sangre fía, ases inato en masa. Y lo hacen tan hábi lmente, que tanto ustedes como yo, que nos consideramos tan sofisticados en este sig lo veinte, lo podemos observar, y le damos el visto bueno. S implemente porque se comete contra personas de piel negra, y lo están cometiendo personas de piel b lanca.

Toman a un hombre que es un ases ino a sangre fría l lama­do [Moise] Tshombe. Ustedes han o ído hablar de él , el tío Tom Tshombe. El ases inó al primer min i stro, el primer m in istro leg ítimo, [Patricio] Lumumba. Lo asesinó. Ahora bien, he aquí un hombre que es un ases ino i nternaciona l , escogido por el Departamento de Estado y colocado en el Congo y l levado al poder gracias a los dólares de los impuestos que ustedes pagan. Es un asesino. T ro baja para nuestro gobierno. Es un ases ino a sueldo. Y para demostrar el tipo de asesino a sueldo que es, tan pronto como toma posesión del cargo, contrata más ases inos de Sudófrica para que acrib i l len a su propio pueblo. Y te preguntas por qué está tan desacred itada tu imagen norteamericana en e l exterior.

Fíjense que d i je, «está tan desacred itada tu imagen nor­teamericana en el exterior» .

E l los hacen que aceptemos a este hombre con sólo deci r en la prensa que él es el ún ico que puede un i r a l Congo. ¡Ha ! Un asesino. No le permiten a Ch ina que ingrese a Naciones Un idas porque le declaró la guerra a las tropas de Naciones Unidas en Corea. Tshombe le declaró la guerra a las tropas de Naciones Un idas en Katanga. A él le das d inero y lo promueves. No usas la misma vara para medir . Usas una vara por aquí, y la cambias por a l lá .

Es cierto, hoy todo el mundo te puede ver. Ante los ojos de l mundo te ves como un demente tratando de hacerle creer a la gente que a l menos en una época fu iste astuto con tu super­chería. Pero ya tu bolsa de trucos está tota lmente vacía . El mundo entero puede ver lo que estás haciendo.

La prensa fustiga la h isteria del públ ico blanco. Luego, cambia de ritmo y comienza a tratar de ganarse la s impatía del públ ico blanco. Y luego, cambia de ritmo otra vez e i ntenta consegu i r el apoyo del públ ico blanco para cualqu ier acción

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crim ina l en la que e l los estén p laneando invol ucrar a Estados Un idos.

Acuérdense cómo cuando hablan de rehenes los l laman « rehenes blancos» . No « rehenes» . Decían que estos «can íba­les» en el Congo ten ían « rehenes blancos» . Ah, y esto a ustedes los sacudió. Mon jas blancas, sacerdotes blancos, m i ­s ioneros blancos. ¿Qué d iferencia hay entre un rehén blanco y un rehén negro? ¿Qué d iferencia hay entre una vida blanca y una vida negra? Ustedes deben creer que hay d iferencias porque su prensa especifica la b lancura. «Diecinueve rehenes blancos» le marti rizan a uno el corazón.

Durante los meses en que estaban dejando caer cientos y m i les de bombas sobre los negros, uno no decía nada. N i tampoco hacía nada. Pero tan pronto como unos cuantos -un puñado de blancos que en resumidas cuentas no ten ían nada que hacer en esa cuestión- tan pronto sus vidas se vieron invol ucradas, entonces uno se empezó a preocupar.

Yo estaba en Africa durante el vera no cuando el los . . . cuando los mercenarios y los p i lotos estaban acrib i l lando a gente negra en el Congo como si fueran moscas. N i s iquiera lo mencionaron en la prensa occidenta l . No lo mencionaron. Y s i lo mencionaron, fue en la sección de anuncios clas ifica­dos. A l l í donde se necesita ría un microscopio para ha l larlo.

Y en ese momento los hermanos africanos, en un pri ncipio no estaban tomando rehenes. Sólo comenzaron a tomar rehe­nes cuando se d ieron cuenta que estos pi lotos estaban bom­bardeando sus a ldeas. Y entonces tomaron rehenes, los l leva­ron a las a ldeas, y le advi rt ieron a los p i lotos que s i t i raban bombas sobre la a ldea, iban a darle a su propia gente. Era una maniobra de guerra . Estaban en guerra . Un icamente to­maron un rehén en la a ldea para evitar que los mercenarios asesi naran de forma masiva a la gente de esos pueblos. No los hic ieron rehenes porque eran can íba les. O porque se les ocurrió que su carne era sabrosa. Algunos de esos m isioneros habían estado a l l í por cuarenta años y no se los habían comido. Si se los hubieran comido, se los hubieran comido cuando estaban tiernos y b landos. Es que esa v ie ja carne blanca no se puede d igeri r n i s iqu iera cuando es de ga l l ina vieja.

Son las imágenes. Usan su habi l idad para crear imágenes, y l uego usan esas imágenes que han creado para confund ir a

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la gente. Para confundir a la gente y hacer que la gente acepte lo malo como bueno y que rechace lo bueno como malo. Hacer que la gente crea que el crim ina l rea lmente es la vícti­ma y la víctima, el crim ina l .

Aún cuando les seña lo esto, ustedes d i rán, « ¿Qué tiene que ver todo esto con el negro en Estados Unidos? ¿Y que tiene que ver todo esto con las re laciones entre negros y b lancos aqu í en Rochester? »

Esto hay que entenderlo. Hasta 1 959, la imagen del conti­nente africano no la crearon los enemigos de Africa . Africa era una tierra domi nada por potencias extran jeras. Una tierra dominada por los europeos. Y en tanto que eran estos euro­peos los que dominaban el continente de Africa, eran e l los qu ienes creaban la imagen de Africa que se proyectaba en el exterior. Y a Africa y a la gente de Africa los proyectaron con una imagen negativa, una imagen odiosa. Nos h ic ieron creer que Africa era una tierra de jung las, una tierra de an imales, una tierra de caníbales y de sa lvajes. Era una imagen odiosa.

Y como tuvieron éxito en proyectar esta imagen negativa de Africa, aquel los de nosotros de ascendencia africana que nos ha l lábamos aquí en occidente, los afroamericanos, veía­mos en Africa un lugar od ioso. Veíamos en el africano a un ser odioso. Y si se nos l lamaba africanos era como si se nos tratara como s i rvientes, o como si se nos tratara como a n iños, o como si hab laran de nosotros de la manera en que nosotros no queríamos que se hablara .

¿ Por qué? Porque los opresores saben que no se puede consegu i r que a lgu ien od ie la ra íz sin hacer que también od ie el árbol . Uno no puede od iar a los suyos s in terminar od ián­dose a sí m ismo. Y como todos v in imos de Africa, no se nos puede hacer que odiemos a Africa sin hacer que nos odiemos a nosotros mismos. Y lo lograron de una manera muy hábi l .

¿Y cuá l fue el resu ltado? Term inaron con 22 mi l lones de gente negra aquí en Estados Un idos que od iaban todo lo nuestro que fuera africano. Od iábamos las características africanas, las características africanas. Odiábamos nuestro cabel lo, od iábamos nuestra nariz, la configuración de nuestra nariz, y la configuración de nuestros labios, el color de nues­tra piel . S í, lo odiábamos. Y fueron ustedes los que nos ense­ñaron a od iarnos s implemente manipu lándonos astutamente

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para que odiáramos a nuestros ancestros y a la gente de ese continente.

Mientras od iábamos a aquel la gente, nos od iábamos a nosotros mismos. Mientras od iábamos todo lo que creíamos se les parecía, od iábamos nuestra propia apariencia. Y a mí me l lamas maestro del od io. Es que tú nos enseñaste a odiar­nos a nosotros mismos. Le enseñaste a l mundo a od iar a toda una raza de gente y ahora tienes el descaro de cu lparnos por odiarte, s implemente porque no nos gusta la soga que nos pones al cuel lo.

Cuando se le enseña a un hombre a que od ie sus labios, los labios que Dios le d io, la forma de la nariz que Dios le d io, la textura del cabel lo que Dios le d io, el color de la piel que Dios le d io, se comete el peor cr imen que una raza de seres puede cometer. Y este es el crimen que tú has cometido.

Nuestro color se convirtió en una cadena, una cadena sicológica. Nuestra sangre -la sangre africana- se convirtió en una cadena sicológica, una prisión, porque estábamos avergonzados de e l la . Creíamos, y hay qu ien nos lo d i rá a la cara, y d i rán que no lo estaban; ¡ s í lo estaban! Nos sentíamos atrapados porque nuestra pie l era negra. Nos sentíamos atra­pados porque ten íamos sangre africana en nuestras venas.

Así es como nos h ic iste prisioneros. No s implemente con traernos y hacernos esc lavos. S ino que la imagen que creaste de nuestro suelo materno y la imagen que creaste de nuestra gente en ese continente eran una trampa, era una pris ión, era una cadena, era la peor forma de esclavitud que haya sido i nventada jamás por una l lamada raza civi l izada y por una nación civi l izada, desde el or igen del mundo.

En este país todavía hoy se puede ver el resu ltado de esto entre nuestra gente. Debido a que od iábamos nuestra sangre africana, nos sentíamos inadecuados, nos sentíamos i nferio­res, nos sentíamos impotentes. Y en nuestro estado de impo­tencia no íbamos a traba jar para nosotros mismos. Recurri ­mos a tí por un consejo y nos respondías con el consejo equ ivocado. Nos volvíamos hacia tí por d i rección y nos man­ten ías dando vueltas en círculos.

S in embargo, ya se ha dado un cambio. Dentro de noso­tros m ismos. ¿Y de dónde viene? Al lá en el 55, en I ndonesia, en Bandung, se rea l izó una conferencia de gentes de piel obscura. Las gentes de Africa y de Asia se reun ieron por

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primera vez en siglos. No ten ían armas nucleares, no ten ían floti l las aéreas, n i marina. Sin embargo, p laticaron sobre su sufrimiento y se dieron cuenta que había a lgo que todos ten íamos en común : la opresión, la explotación, el sufrimien­to . Y que ten íamos a un opresor común, un explotador común.

Si un hermano ven ía de Ken ia y l lamaba a un opresor i ng lés; ven ía otro del Congo y l lamaba a un opresor belga; otro ven ía de Guinea, l lamaba a un opresor francés. Pero cuando se pon ía juntos a todos los opresores hay a lgo que todos e l los ten ían en común, todos ven ían de Europa. Y este europeo estaba oprim iento a la gente de Africa y de Asia.

Y ya que veíamos que ten íamos una opresión común, y una explotación común, una tristeza y un dolor comunes, nuestra gente comenzó a un i rse en la Conferencia de Bandung y decid ió que ya era hora de que nos olvidáramos de nuestras d iferencias . Ten íamos d iferencias. A lgunos eran bud istas, otros practicaban el h i nduismo, otros eran cristianos, otros eran musulmanes, a lgunos no ten ían n i nguna rel ig ión. Algu­nos eran socia l i stas, otros capita l istas, a lgunos comun istas, y otros no ten ían sistema económico a lguno. Pero a pesar de todas las d iferencias que existían, estaban de acuerdo en a lgo, el espíritu de Bandung era, a part i r de entonces, reduci r el énfasis en el á rea de d iferencias y hacer énfasis en las áreas que ten íamos en común.

Y fue el espíritu de Bandung e l que h izo arder las l lamas del naciona l ismo y de la l ibertad no sólo en Asia, s ino espe­cia lmente en el cont inente africano. Desde el 55 al 60, las l lamas del nacional ismo, de la independencia del continente africano, a lcanzaron tanto resplandor y tanta furia, que lo­graron quemar y azotar todo lo que les sa l ió al paso, y ese mismo espíritu no se quedó en el continente africano. De una forma o de otra, se i ntrodujo en el hemisferio occidenta l y l legó al corazón, a las mentes y a l a lma del negro en el hemisferio occidenta l que supuestamente había estado sepa­rado del continente africano por casi 400 años.

Y ese m ismo deseo de l ibertad que motivó a l hombre negro en el continente africano comenzó a a rder en el cora­zón y en la mente y en el a lma del hombre negro aqu í, en Sudamérica, Centroamérica, y Norteamérica, demostrándo­nos que no estábamos separados. Aunque existía un océano entre nosotros, todavía nos estremecía un mismo palpitar.

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El espíritu del naciona l i smo en el conti nente africano . . . Comenzaron a derrumbarse; las potencias, las potencias co­lonia les, ya no pod ían segu i r a l l í. Los britán icos se vieron en prob lemas en Ken ia, Nigeria, Tangan ica, Zanzíbar, y en otras áreas del continente. Los franceses se vieron en problemas en toda la zona francesa del norte ecuatoria l africano, inc l uso en Argel ia . Se volvió un problema para Francia. E l Congo ya no i ba a perm iti r que los belgas permanecieran a l l í. La tota l idad del conti nente africano se volvió explosivo del 54-55 hasta 1 959. Para 1 959 ya no podían permanecer a l l í n i un momento más.

No es que se qu is ieran marchar. No es que de repente se volvieron benévolos. No es que de repente dejaron de querer segu i r explotando a l hombre negro por sus recursos natura­les. Sino que era el espíritu de la i ndependencia que a rd ía en el corazón y en la mente del hombre negro. Ya no iba a permiti r que se le colonizara, que se le oprim iera y explotara. Estaba dispuesto a bri ndar su vida y a qu itar le la vida a los que trataran de arrebatarle la suya, en eso consistía el nuevo espíritu.

Las potencias co lonia les no se fueron. Entonces, ¿qué fue lo que hicieron? cuando una persona está j ugando ba lonces­to, y s i -ustedes lo van a ver-, los j ugadores del equ ipo contrario lo acorra lan y si uno no qu iere perder el ba lón, se lo tiene que pasar a a lgu ien que está en un c laro, a lgu ien de su mismo equ ipo. Y ya que Bélg ica y Francia y Gran Bretaña y estas otras potencias colonia les estaban acorra ladas -fueron desenmascaradas como potencias colon ia les- ten ían que ha­l lar a lgu ien que todavía se encontrara en el c laro, y el ún ico que se ha l laba en el c laro en cuanto a los africanos se refería, era Estados Unidos. Así es que le pasaron el ba lón a Estados Unidos. Y esta admin istración lo recog ió y a part ir de enton­ces comenzó a correr como loca.

Tan pronto como se apoderaron del ba lón, se d ieron cuen­ta de que se les p lanteaba un problema nuevo. E l problema era que los africanos habían despertado. Y tras su despertar ya no ten ían n i ngún miedo, y puesto que los africanos ya no ten ían miedo, era imposible para las potencias europeas que se quedaran en ese cont inente a la fuerza. Entonces nuestro Departamento de Estado, tomó el ba lón y según su nuevo anál is is, se dio cuenta que tendría que emplear una nueva

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estrategia si es que quería reemplazar a las potencias colo­n ia les de Europa.

¿Cuál era su estrateg ia? E l acercamiento amistoso. En vez de ir rechi nando los d ientes, comenzaron sonriéndole a los africanos. «Somos tus amigos)) . Pero para convencer al afr i­cano de que él era amigo de e l los, tuvieron que comenzar pretendiendo que e l los eran amigos de é l .

Ustedes no consiguieron que el hombre les sonriera por­que le mostraron que eran de cuidado, no. E l estaba tratando de impresionar a nuestro hermano a l otro lado del mar. Les sonrió para que su sonrisa se volviera consecuente. Comenzó a usar un acercamiento amistoso por a l lá. Un acercamiento benévolo. Un acercamiento fi lantrópico. Llámen lo colon ia l is­mo benévolo. Imperia l ismo fi lantrópico. Humanitarismo res­paldado por dolarismo. De las fa lsas ofrendas. Este es el enfoque que e l los usan . No fueron para a l lá con buenas intenc iones. ¿Cómo puedes sal i r de aquí y luego ir a l conti­nente africano con los Cuerpos de Paz y con las Encruci jadas y todos esos grupos cuando estás l i nchando negras en Misis i­pí? ¿Cómo es posible?

¿Cómo puedes preparar mis ioneros, que supuestamente están a l lá para enseñarles sobre Cristo, cuando no le permites a un negro que s iqu iera entre a tu ig lesia de Cristo aquí mismo en Rochester, ya no se d iga en el sur del país? Va le la pena pensar sobre eso. Me ca l iento cada vez que pienso sobre eso.

Los años entre 1 954 y 1 964 se pueden ver fáci lmente como la era del surg imiento del estado de A frica, y conforme surg ió el estado africano entre e l 54 y el 64, ¿qué impacto, qué efecto tuvo en el afronorteamericano, en el negro norteamericano? Conforme el negro en Afria obtuvo su independencia, consi­gu ió una posición para ser el amo y el señor forjador de su propia imagen. Hasta 1 959, cuando ustedes y yo pensábamos en un africano, pensábamos en a lgu ien desnudo, que ven ía con tantanes, con huesos atravesados por su nariz. ¡Oh, sí !

Esta es la ún ica imagen que uno ten ía metida en la mente sobre lo que era un africano. Y desde el 59, cuando comen­zaron a ven i r a la ONU (Organización de Naciones Un idas) y uno los veía en televisión, uno se quedaba sorprendido. Se trataba de un africano que pod ía hablar ing lés mejor que uno. Ten ía mejor sentido que uno. Ten ía más l ibertad que uno. Y a los l ugares a los que uno n i s iqu iera pod ía i r , lo ún ico que él

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ten ía que hacer era ponerse su tún ica y pasaba frente a uno s in s iqu iera notarlo.

Te ten ía que sacudi r. Y era ún icamente cuando a uno lo sacudían que uno rea lmente empezaba a despertar.

De modo que m ientras las naciones africanas obtenían su independencia y la imagen del conti nente africano comen­zaba a cambiar, lo acordado como imagen de Africa se cambió de negativa a positiva . Subconscientemente. E l negro por todo el hemisferio occidenta l , en su subconsciente, co­menzó a identificarse con esa imagen africana positiva que estaba surgiendo. [ . . . ]

Cuando tuvieron que cambiar su enfoque con la gente del continente africano, así también comenzaron a cambiar su enfoque con nuestra gente en este continente. En la medida que usaron las fa lsas ofrendas y toda una serie de acerca­mientos amistosos, benévolos, fi lantrópicos hacia el continen­te africano, que no ero más que esfuerzos fa lsos, así también comenzaron a hacer lo m ismo con nosotros aquí en Estados Un idos.

Las fa lsas ofrendas. Sa l ieron con todo tipo de programas que en rea l idad no estaban encaminados a resolver los pro­blemas de nad ie. Cada in ic iativa que rea l izaban era una i n ic iativa fa lsa. Jamás rea l izaron una verdadera i n ic iativa práctica en momento alguno para resolver un problema. Sa­l ieron con una decisión de segregación de la Corte Suprema que todavía no han l levado o lo práctica . Ni aquí en Rochester ni mucho menos en Misis ipí.

Engañaron a la gente de Misis ipí a l trotar de hacer creer que iban a i ntegrar la Un iversidad de Misis ipí. Metieron un negro a lo un iversidad con e l respa ldo de entre seis m i l y 1 5 m i l so ldados, si mal no recuerdo. Y creo que les costó seis m i l lones de dólares .

Y tres o cuatro resu ltaron muertos en este acto. Y era solamente eso, un acto. Ahora, fíjense, después que uno de e l los logró entrar, d i jeron que había i ntegración en Mis is ipí.

Metieron a dos de el los en una escuela de Georgia y d i jeron que había integración en Georgia. Les debería de dar vergüenza. En serio, s i yo fuera blanco, me daría tanta ver­güenza que me escondería debajo de una a lfombra. Y estan­do debajo de la a lfombra me senti ría tan ba jo que no dejaría ni s iqu iera un bulto.

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Este ofrend ismo, este ofrendismo era un programa d iseña­do para proteger los beneficios de tan sólo un puñado de « negros>> escog idos. Y a estos « negros» escog idos les d ieron altos puestos, y los usaron para que abrieran la boca y le d i jeran a l mundo, «Vean cuánto progreso estamos logrando» . Se debería decir, vean cuánto progreso está logrando é l . Puesto que, mientras estos «negros» escog idos estaban dán­dose la buena vida, codeándose con los blancos, sentándose en Washi ngton, D. C., las masas de gente negra en este pa ís segu ían viviendo en los tugurios y en los getthos. Las masas, las masas de gente negra de este pa ís siguen desempleadas, y las masas de gente negra en este pa ís s iguen yendo a las peores escuelas y obteniendo la peor educación.

Durante la m isma época apareció un movim iento conoci­do como el movimiento musu lmán negro. E l movimiento mu­sulmán negro h izo lo s igu iente: Hasta el momento en que el movimiento musulmán negro entró en escena, la NMCP era considerada rad ica l . La querían i nvestigar. La querían i nvest i­gar. CORE y todos los demás grupos se hal laban bajo sospe­cha. No se oía hablar de King. Cuando el movim iento musu l ­mán negro l legó d ic iendo todas esas cosas que el los d icen, e l blanco d i jo, «Gracias a Dios por el NAACP».

El movimiento musu lmán negro ha hecho que la NMCP se vuelva aceptable ante los b lancos. H izo que sus l íderes se volvieran aceptables. Y comenzaron a referi rse a e l los como los l íderes negros responsables. Lo que quería decir que eran responsables ante los blancos. Ahora, no estoy atacando a la NAACP. Sólo les estoy platicando de e l la . Y lo peor es que no se pueden negar.

Así que ésta es la contribución que ese movim iento h izo. Asustó a mucha gente. Muchas gentes que no pod ían portarse bien por amor, comenzaron a portarse bien por m iedo. Por­que Roy [Wi lk i ns] y [James] Farmer y a lgunos otros le sol ían decir a los blancos, vean s i ustedes no actúan b ien a nuestra cuenta, entonces van a tener que rend i rle cuentas a el los. Nos usaban para mejorar su posic ión, su propia posición negocia­dora . No importa lo que uno opine de la fi losofía del movi ­m iento musu lmán negro, cuando uno anal iza el papel que jugó en la lucha del pueblo negro durante los ú lt imos 12 años uno tiene que ubicarlo en su contexto adecuado y verlo a través de su perspectiva adecuada.

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El movim iento en s í atro jo o los elementos más combativos, los más i nsatisfechos, los más i ntrans igentes de lo comund iod negro . Y también o los elementos más jóvenes de lo comun i ­dad negro . Y en lo medida que este movim iento creció, atrajo o toda esto copo de elementos m i l itantes, i ntransigentes e insatisfechos.

E l movim iento en sí supuestamente estaba basado en lo rel ig ión del Is lam por lo tanto ero supuestamente un movi ­m iento re l ig ioso. Pero porque el mundo del Is lam o el mundo musulmán ortodoxo jamás aceptaría a l movim iento musu lmán negro como una auténtica parte de é l , o aquel los que pertene­cíamos a él nos puso en una especie de vacío rel ig ioso. Nos colocó en una posición en la que nos identificábamos en base a una rel ig ión, mientras que el mundo en el que esa rel ig ión se practicaba nos rechazaba por no ser practicantes genuinos, practicantes de esa rel ig ión.

También el gobierno trató de man ipu larnos y de t i ldarnos como pol ít icos y no como rel ig iosos de manera que nos pu­d ieran acusar de sed ición y subversión. Esta es la ún ica rozón. Sin emba rgo, aunque se nos cal ificó de pol ítico, debido a que nunca se nos permitió partic ipar en la pol ítica, pol íticamente estábamos en un vacío. Estábamos en un vacío rel ig ioso. Estábamos en un vacío pol ítico. En rea l idad estábamos a l ie­nados, separados de todo tipo de actividad, inc l uso, del mun­do contra el que estábamos l uchando

Nos convertimos en una especie de h íbrido rel ig ioso-pol í­tico, a is lados. S in i nvol ucrarnos en nada s ino parados en las l íneas latera les condenando todo. Pero s in poder correg ir nada porque no podíamos actuar.

Pero a l mismo tiempo, la natura leza del movimiento era ta l que atra ía a l os activi stas . Aque l los que querían acción. Aquel los que querían hacer a lgo respecto a los ma les que enfrentaban a todos los negros. No nos preocupaba de forma particu lar la rel ig ión del negro. Porque ya fuera metod ista o bautista o ateo o agnóstico, le tocaba vivir el m ismo i nfierno.

Entonces veíamos que ten íamos que l levar o cabo alguna acción, y aquel los de nosotros que éramos activistas nos l le­namos de descontento, nos des i l us ionamos. Y fina lmente se impuso la disensión y eventua lmente nos separamos. Los que se separaron eran los verdaderos activistas del movimiento, que eran lo suficientemente i ntel igentes como para desear

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algún tipo de programa que nos permitiera l uchar por los derechos de todos los negros aqu í en el hemisferio occidenta l .

Pero a l m ismo tiempo queríamos nuestra re l ig ión . Enton­ces, cuando nos separamos, lo primero que h ic imos fue rea­grupornos en una nueva organ ización conocida como la Mez­qu ita Musu lmana, con sede en Nueva York. Y en esa organ i ­zación adoptamos la verdadera, la rel ig ión ortodoxa de l I s ­lam, que es una re l ig ión de hermandad. As í es que m ientras aceptábamos esta re l ig ión y montábamos una organ ización que pudiera pract icar esa re l ig ión . . . i nmed iatamente esta Mezquita Musulmana fue reconocida y patroci nada por los funcionarios rel ig iosos del mundo musu lmán .

Al mismo tiempo nos d imos cuenta que en esta sociedad ten íamos un prob lema que iba mucho más a l lá de la re l ig ión . Y por esa razón establecimos la Organ ización de la Un idad Afro-Norteamericana en la que cua lqu ier miembro de la co­mun idad pudiera participar de un programa de acción d ise­ñado a producir e l reconocimiento y respeto plenos de la gente negra como seres humanos.

E l lema de la Organ ización de la Un idad Afro-Norteame­ricano es « Por todos los medios que sean necesarios » . No creemos en bata l las en las que las reg las las vayan a d ictar nuestros opresores. No creemos que podemos ganar una bata l la donde las reg las las d icten los que nos exp lotan . No creemos que podemos conti nuar una bata l l a tratando de ga­narnos el afecto de aquél los que por tanto t iempo nos han oprim ido y explotado.

Creemos que nuestra l ucha es j usta . Creemos que nuestros rec lamos son justos. Creemos que las prácticas ma l ignas rea­l izadas contra los negros en esta sociedad son un crimen y lo que se envuelven en dichas prácticas crim ina les no pueden ser vistos más que como crimina les. Y creemos que estaríamos dentro de nuestro derecho de l uchar contra esos crim ina les por todos los medios q ue sean necesarios.

Esto no exp l ica que apoyemos la violencia. S in embargo, hemos visto que el gobierno federa l ha mostrado su i ncapaci­dad, su absoluta fa lto de vol untad, de proteger las vidas y la propiedad de los negros. Hemos visto cómo los racistas b lan­cos organ izados, los m iembros del [Ku Kl ux] K lan, del Conse­jo de Ciudadanos, y otros entran a las comun idades negras y

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agarran a un negro y lo hacen desaparecer y no se hace nada al respecto .

Nosotros reeva l uamos nuestra condición. Si regresamos a 1 939, los negros en Estados Un idos estaban l ustrando zapa­tos. Algunos de los mejor educados daban lustre en Michigan, de donde yo vengo, en Lansing, la capita l . Los mejores traba­jos que uno pod ía consegu i r en la ciudad eran los de l l evar las bandejas en el club campestre para servir le comida a los b lancos. Y por lo genera l e l mesero del club campestre era visto como un gran señor del pueblo porque se había conse­gu ido un buen traba jo entre unos blancos «buenos» , así era .

Ten ía la mejor educación y s in embargo l ustraba zapatos j usto en la Cámara Estata l , el capitol io. Lustrándole los zapa­tos al gobernador, y a l procurador genera l , y esto lo convertía en a lgu ien que sab ía lo que estaba pasando, así es, porque le pod ía l ustrar los zapatos a los b lancos de a ltos puestos. Cuando los que estaban en el poder querían saber qué estaba suced iendo en la comun idad negra, iban donde su criado. El era lo que se conoce como «e l negro del pueblo » , e l l íder « negro» . Y los que no lustraban zapatos, los pred icadores, e l los también ten ían una gran i nfl uencia en lo comunidad. Eso es todo lo que nos dejaban hacer: l ustrar zapatos, servi r de meseros y pred icar .

En 1 939, antes que H it ler se solta ra como loco, o más bien en esa época . . . s í, antes que H it ler se soltara, un negro ni s iqu iera pod ía trabajar en la fábrica. Estábamos cavando zanjas para la WPA. Algunos de ustedes se olvidaron dema­siado pronto. Estábamos cavando zanjas para la WPA.

Esa era la cond ición en la que se encontraba el hombre negro, y esto fue así hasta 1 939 . . . Hasta que empezó la gue­rra, nos l im itaban a esas labores de criados. Cuando empezó la guerra, ni s iqu iera nos aceptaban en el ejército. A un negro no se le recl utaba. ¿Se le recl utaba o no? ¡No ! Uno no pod ía entrar a la armada. ¿Se acuerdan? No reclutaban a nadie. ¡ Esto fue apenas en 1 939 en los Estados Un idos de América !

A uno le enseñaban a cantar «du lce tierra de l i bertad » y todas esas tonterías. ¡ No! Uno no podía entrar en el ejército. Uno no pod ía entrar a la armada. Ni s iqu iera te rec lutaban . Só lo aceptaban b lancos. No nos empezaron a recl utar s ino hasta que el l íder «negro» abrió la bocata, d iciendo que : «S i los blancos van a mori r, nosotros también debemos morir» .

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El l íder « negro» consiguió que mataran a muchos neg ros en la segunda guerra mundia l , los cua les no ten ían que haber muerto. Así es que cuando Estados Un idos se metió en la guerra, i nmed iatamente se vio con escasez de mano de obra . Hasta e l in ic io de la guerra, uno n i s iqu iera podía entrar a una p lanta. Yo vivía en Lansing, donde estaban las p lantas de la Oldsmobi le y de la Reo. Había tres en toda la p lanta, y cada uno ten ía una escoba. Ten ían educación. Habían ido a la escuela . Creo que uno había ido a la un iversidad. Y sin em­bargo era un «escobólogo» .

Cuando la situación se puso d ifíc i l y había una verdadera fa lta de mano de obra, entonces nos dejaron entrar en lo fábrica. No como resu ltado de nuestro propio esfuerzo. No fue a causa de un repenti no despertar mora l de su parte. Nos necesitaban. Necesitaban la mano de obra. La mano de obra que fuera. Y cuando se vieron desesperados y en la necesi ­dad, abrieron el portón de la fábrica y nos dejaron entrar.

Así que empezamos a aprender a manejar máquinas. Co­menzamos a aprender a manejar maqu inaria cuando el los nos necesitaron. Metieron a nuestras mujeres lo mismo que a nuestros hombres. Mientras aprend íamos a manejar las má­qui nas, comenzamos a ganar más d i nero. Cuando comen­zamos a ganar más d inero, pudimos vivi r en barrios un tanto mejores. Cuando nos mudamos a los barrios un tanto mejores, fu imos a escuelas un tanto mejores. Y cuando fu imos o esas mejores escuelas, rec ib imos una educación un tanto mejor y nos pusimos en uno posic ión un tanto mejor como para conse­gu i r trabajos un tanto mejores.

No es que de su parte sus sent imientos cambiaran. No fue el despertar repentino de su conciencia mora l . Fue H it ler. Fue Tojo. Fue Sta l i n . Sí, fue la presión del exterior, a un n ivel mundia l , la que nos perm itió dar unos cuantos pasos hacia adelante.

¿ Por qué no nos querían rec lutar y ponernos en el ejército en primer lugar? Nos habían tratado tan mal , tenían m iedo de que s i nos pon ían en e l ejército y nos daban un arma y nos enseñaban a d isparar . . . ten ían m iedo que no nos iban a tener que deci r contra qué d isparar.

Y lo más probable es que no lo habrían tenido que hacer. Ero su propio conciencia. Así es que yo seña lo esto para mostrar que no se trató de un cambio en los sentim ientos del

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tío Sam lo que permitió que a lgunos de nosotros pudiéramos dar unos pasos adelante. Fue la presión mundia l . Fue la ame­naza del exterior. E l pel igro del exterior fue lo que ocupó su mente y lo obl igó a perm itirnos a mí y a ustedes a que nos i rgu iéramos un poquito más. No porque quería vernos ergu i ­dos . No porque quería vernos avanzar. Se vio obl igado a hacerlo.

Y una vez se ana l izan adecuadamente los e lementos que abrieron las puertas, i ncl uso el grado en que fueron abiertas a la fuerza, cuando uno ve de lo que se trató, uno va entendien­do mejor su posic ión actua l . Va entend iendo mejor la estrate­g ia que se necesita hoy d ía . Cualquier t ipo de movim iento a favor de la l ibertad de los negros que se base únicamente en los confi nes de Estados Un idos está absolutamente condena­do a fracasar.

Y m ientras uno l id ie con el problema dentro del contexto norteamericano, los ún icos a l iados que va a consegu i r van a ser los compatriotas norteamericanos. Mientras uno lo siga l lamando de los los derechos civi les, será un problema do­méstico dentro de la jurisd icción del gobierno de Estados Un idos. Y el gobierno de Estados Un idos está compuesto por segregacionistas y por racistas. Es que los hombres más po­derosos del gobierno son unos racistas. Este gobierno está controlado por 36 comités. Veinte comités del congreso y 1 6 comités senatoria les. Trece de los 20 congresistas que compo­nen los comités del congreso son del sur. Diez de los 1 6 senadores que contro lan los comités senatoriales son del sur. Lo que s ign ifica, que de los 36 comités que gobiernan la d i rección y el temperamento doméstico y del exterior del país en que vivimos, de los 36, 23 de el los están en manos de racistas. Segregacionistas declarados y . absolutos. Esto es lo que ustedes y yo enfrentamos. Estamos en una sociedad don­de el poder está en manos de los que pertenecen a la peor esti rpe de la human idad.

Ahora, ¿cómo los vamos a eludir? ¿Cómo vamos a ob­tener justic ia en un Congreso que el los contro lan? ¿O en un Senado que e l los contro lan? ¿O en una Casa B lanca que el los contro lan? ¿O en una Corte Suprema que e l los contro lan?

Vean la despreciable decisión que la Corte Suprema emi ­tió. Caramba, ¡véan la ! Acaso no se sabe que estos tipos de la Corte Suprema son maestros no sólo de la ley, s i no de la

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fraseolog ía lega l . Son maestros del lenguaje lega l de ta l ma­nera que fác i lmente podrían haber emit ido una decis ión sobre la desegregación en la educación redactada de manera ta l que nadie se habría pod ido escapar. Pero la redactaron de manera ta l , que habiendo pasado ya d iez años, todavía hay todo tipo de rendi jas en el la . E l los sabían lo que estaban haciendo. Pretenden darle a uno a lgo, cuando saben en todo momento que uno no lo va a poder usar.

El año pasado sa l ieron con la ley de los derechos civi les a la que le d ieron publ ic idad por todo el mundo como si nos l l evaría a la tierra prometida de la integración. ¡Oh, sí! Ape­nas la semana pasada, e l Justo y Reverendo Doctor Martin Luther King sal iendo de la cárcel se fue a Wash ington, D. C., d iciendo que todos los d ías va a so l icitar que se creen nuevas leyes para proteger el derecho al voto de los negros de Alabama. ¿ Por qué? Acaban de darle la leg is lación. Acaban de darle la ley de los derechos civi les. ¿Me quieren dec ir acaso que la tan anunciada ley de los derechos civi les no le da a l gobierno federa l n i s iqu iera el poder sufic iente como para proteger a la gente negra en Alabama que lo ún ico que quieren hacer es registrarse para votar? Si no es más que otro truco asqueroso, porque e l los . . . nos engañan años tras año. Otro truco asqueroso.

No quiero que piensen que estoy pred icando el odio. Yo amo a todos los que me aman a mí. Pero también es seguro que no amo a los que no me aman.

· Ya que vemos todos estos subterfugios, esta superchería, este manipu leo . . . no es sólo a nivel federa l , a n ive l nacional , a n ivel local , en todos los n ive les. La joven generación de ne­gros que ahora surge puede ver que en tanto que esperemos para que e l Congreso y el Senado y la Corte Suprema y el presidente resuelvan nuestros problemas, nos van a tener de meseros por otros m i l a ños. Y ya no hay d ías como esos.

Desde la ley de los derechos civi les . . . yo sol ía ver a los d ip lomáticos africanos en la ONU denunciar la i n j ustic ia que se estaba cometiendo contra los negros en Mozambique, en Angola, e l Congo, en Sudáfrica, y me preguntaba por qué y cómo podían i rse a sus hote les y encender sus televisores y ver que los negros estaban siendo mord idos por perros a unas cuadras de a l l í, y ver a la pol ic ía desarmar las t iendas de los negros con sus cachi porras apenas a unas cuadras, y lanzar

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aguo contra los negros con tanto presión en los mangueros que nos rompía lo ropo, apenas o unos cuadros. Y me pregun­taba cómo pod ían hablar tanto acerca de lo que pasaba en Angola y Mozombique y en todas portes, y ver qué estaba suced iendo a unas cuadras, pararse frente al podio de la ONU y no dec ir nodo al respecto.

Sin embargo, fu i y hablé con a lgunos de e l los. Y el los me respondieron que mientras el negro en Norteomérica cal ifi­que a su l ucha como una l ucho por los derechos civi les ... que en el contexto de los derechos civi les, es una cuest ión domést i­ca y cont inúa permaneciendo bajo la jurisdicción de Estados Un idos. Y si a lguno de el los abría la boca para deci r a lgo a l respecto, se consideraría una violación a los leyes y normas del protocolo. Y la d iferencia con los otros pueblos ero que e l los no l lamaban a sus reclamos, reclamos por los «derechos civi les>> , sino que los l lamaban reclamos por los «derechos humanos» . Los «derechos civi les» se ha l lan bajo la j u risdic­ción del gobierno donde se d isputan. Pero los «derechos humanos» son porte de lo corto de los Nociones Un idas.

Todas los naciones que firmaron la carta de la ONU re­dactaron lo Declaración de los Derechos Humanos y cua l ­qu iero que ca l if ique sus reclamos bajo el títu lo de violaciones de los «derechos humanos» , esos reclamos se pueden l levar ante Naciones Un idos y ser d iscutidos por las personas del mundo entero. En tonto que se les l lame «derechos civi les» los ún icos a l iados podrán ser los personas de la comun idad veci ­na, muchos de los cua les son los responsables m ismos de los reclamos. Pero cuando se les l lamo «derechos humanos» se vuelven uno cuestión i nternaciona l . Entonces uno puede l l evar sus problemas o la Corte Mundia l . Uno los puede presentar ante el mundo. Y cua lqu iera en cua lqu ier parte del mundo se puede convertir en a l iado.

Así es que uno de los principa les posos que tomamos, los que estábamos en lo Organ ización de lo Un idad Afro-Nor­teamericana, fue e laborar un programa que converti ría nues­tros reclamos en a lgo i nternacional y haría que el mundo viera que nuestro problema yo no es el problema de los negros o un problema norteamericano s ino un problema hu­mano. Un problema para la humanidad. Y un problema que debería ser abordado por todos los elementos de la humani­dad. Un problema que ero tan complejo que eran imposible

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que el Tío Sam lo reso lviera por su propia cuenta y por eso es que queremos integrar un organ ismo o una conferencia con personas que estén en posiciones ta les que nos puedan ayu­dar a obtener un cierto a juste que esta situación antes que se vuelva tan explos iva que ya nad ie la pueda manejar.

Gracias.

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Cronología Afronorteamericana

ceLa cuestión del n eg ro en los USA no ha sido nunca una mera cuestión de raza, ni lo es aún hoy en día. La clase, la raza y la naciona­lidad forman parle por igual del problema. La nación norteamericana se ha convertido en el gigante industrial que es actualmente a ex­pensas de los negros . . . Cuando alguien habla de la cantidad de rusos muertos en campos de concentración tras el telón de acero, el relato no logra conmover en absoluto a los negros americanos. La causa es muy simple. Los obreros norteamericanos blancos no tu­vieron que pasar las de Caín, como los obre­ros rusos en tiempo de Stalin, porque los ne­gros las pasaron por ellos. >>

(James BOGGS)

1 61 9.-Liegan a USA los primeros esclavos negros sigu iendo un circu ito triangular Africa-América (esclavos) , América- In­g laterra (materias primas), lng laterra-Africa (productos ma­nufacturados) establecido a finales del siglo XVI a l agotarse la mano de obra indígena y ser insuficientes los esclavos europeos. USA intenta im itar la experiencia anti l lana (ex­plotación por medio de esclavos de grandes plantaciones) con poco éxito en el tabaco (Vi rg in ia, Maryland, Caro l ina del Norte) y algo mayor en el arroz (Georgia, Carol ina del Sur) .

1 776.-Declaración de Independencia: acuerdo entre e l capita l is­mo industria l -financiero del Norte (asalariados l ibres) y la aristocracia esclavista del Sur.

1 778.-Una organización negra de Newport pro¡one a la Free Afrícan Sacíety de Fi ladelfia un retorno a Africa de los negros l ibres. La idea es recogida en 1 81 7 por la American Colonísatíon Society y es l levada a cabo en 1 822 -creación del Estado de Liberia- embarcando sin med ios suficientes de inversión a unos 20.000 negros hacia Africa.

1 794.-Ei i Whitney inventa la desmontadora mecánica de algo­dón : el s istema esclavista -monocu ltivo e inespecia l ización­l lega a ser rentable por primera vez. El esclavismo en el Sur

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no es pues un residuo feudal sino una institución capita l i sta fruto de la revolución industria l (su período álgido está comprendido entre 1 820- 1 860) . El a l!iJodón substituye a l arroz y se extiende por Alabama y Mis1sipí.

1 823.-Wi lberforce crea en Inglaterra la Sociedad Antiesclavista. 1 828.-lnglaterra boicotea el a lgodón USA (que sufre una crisis

bruta l ) en protesta por los aumentos de aranceles: acentua­ción del confl icto entre el Norte proteccionista y el Sur l ibre­cambista.

1 831 .-Revuelta de esclavos de Nat Turner. Poco antes hay bata­l las raciales en Cinci nati ( 1 829) , F i ladelfia ( 1 828, 1 834, 1 835, 1 838, 1 842) . . . Oleada de revueltas y evasiones.

1 833.-lnglaterra anula la esclavitud en las Anti l las: Francia hará lo mismo en 1 848.

1 840.-EI abol icionismo blanco -Wi l l iam Lloyd Garrison: pacifis­mo, no-resistencia, persuasión moral- es dejado a un lado por el abol icionismo negro -Frederic Douglas: acción d i ­recta- culminando con el golpe de mano de John Brown en Harper Ferry (1 859) .

1 856.-EI Free Soil Movement -pioneros del Oeste con un progra­ma antiesclavista y de tierras para sus estados- elabora decisivamente en la fundación del partido republ icano.

1 862.-Abraham Lincoln -republ icano- proclama la emancipa­ción de los esclavos por motivos m i l itares: por desorganizar los servicios auxi l iares del ejército sudista, por provocar deserciones . . .

1 865.-Derrota sudista . Asesinato de Lincoln . Se in icia el período de Reconstucción durante el cual fratern izan y colaboran en el gobierno los pobres blancos y los negros l iberados, cons­tituyen clubs, Union Leagues, mi l icias popu lares, cooperati­vas agrícolas . . . Durante unos años, amparados en la ocupa­ción m i l itar nordista, USA vive democráticamente en un plan de igualdad pol ítica (sufragio universa l ) y económica de los oprim idos.

1 873.-Crisis económica que, unida a los in icios de revuelta obre­ra en el Norte, l l eva a la burguesía a la reacción : retroce­der, evitar el reparto de tierras para restitui rlas a la aristo­cracia, retirar las tropas, de·¡ar el campo l ibre a l sector blanco (Ku Klux Klan) contra b ancos pobres y negros ahora indefensos.

1 890.-Renace la colaboración entre razas: el Peop/e's Party. El popul ismo logra hacer fracasar los primeros intentos de legis lación segregacionista (en los trenes de Carol ina del Norte, por ejemplo) . «Si no podemos sentarnos en la misma mesa» , dicen, « rompamos la mesa, y que todos se encuen­tren sentados en el suelo» .

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1 896.-EI Tribunal Supremo, prescindiendo de las enmiendas 1 4 y 1 5 de la Constitución, aprueba las leyes de segregación promulgados por los estados del Sur. Se extienden los pro­cedimientos indirectos para privar del voto o los negros -poli taxes, cláusulas «del abuelo», white primaries, exáme­nes, etc.-. El separate but equal que actualmente conoce­mos, al igual que el racismo nazi, no es un vestigio feudal sino un fenómeno del siglo XX: se ca lculo que fue hacia 1 91 4 cuando e l negro perd ió su estatuto lega l .

1 905.-Wi l l iam Burghard Du Bois funda el Niágara Movement que cuatro años más tarde se convertirá en el National Associa­tion for Advancement of Colored People (N. A. A. C. P.) . En 1 91 5 el T ribunol Supremo proclamo, aunque no apl ica, la inconstitucionol idad de las white primaries; en contraste, aprueba, en 1 937, los poli taxes; los progresos son lentos y ambiguos.

1 909.-Huelga negra en el Georgia Bailroad: en 1 91 8 lograrán la igualdad de retribución que reivindican, en 1 944 el derecho a conseguir trabajo especial izado (mecánico) gracias o lo intervención del Tribunal Supremo que reitero su decisión en 1 948 a l no verlo cumplida.

1 91 1 .-Du Bois participa en un congreso internacional de razas en Londres. Asistirá a congresos panofriconos en 1 91 9, 1 921 , 1 923, 1 927, 1 945.

1 91 7.-Los soldados negros de Houston (Te¡· as) se amotinan por el trato indigno de que son víctimas. E hecho se repetirá en Comp Stewort (Georgio) en 1 943 sin resu ltados.

1 91 9.-Luchos raciales en Chicago. E l fenómeno se repeti rá : De­troit (1 942 y 1 943), Horlem ( 1 943) .

1 921 .-Marcus Gorvey, creador de lo Universaal Negro lmprove­ment Association, se proclama presidente provisional del Imperio de Africa : su utópico programa de retorno a Africa tiene lo virtud de movi l izar los masas negros y de darles conciencio de su condición.

1 930.-Wi l l iom D. Ford fundo la National of Islam (Block Muslims) de inspiración s imi lar a l programa de Gorvey. El mismo año el P. C. incluye en su programa una « repúbl ica negra inde­pendiente en el Sun> , programa que posteriormente minimi­zará -influencia stal in ista de la « rondo de las democra­cias>>- reduciéndolo o una reivindicación de autogobierne.

1 936.-A. Ph i l ip Rondolph fundo el National Negro Congress. Desde él seguirá lo campaña de acción d i recta in iciada frente a l AFL. En 1 941 amenaza con una marcho sobre Washington de la que desiste frente a lo creación por porte del presidente Roosvelt del Committes on Fair Employmenf Pracfice (F. E. P. C.) abolido cinco años más tarde. En 1 948 emprende uno campaña de desobediencia civil contra la

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segregación en el ejército pero desiste también el m ismo año frente a las promesas de solución que se le hacen : en Corea ( 1 950- 1 951 ) no obstante habrá aún discriminación racial , y cuando en 1 954 ésta es el im inada se hace por razones meramente técnicas.

1 946.-La CIO se introduce en el Sur (Southern Orive}: como sindicato le interesa reduc i r al mín imo el número de no­sind icados (ya en 1 929 y en 1 934 se habían producido grandes huelgas en la industria text i l del Sur) . El AFL imita su ejemplo. El Klan se enfrenta a l Labor.

1 947.-Se constituye un comité ¡residencial para los Derechos Cívicos encabezado por e presidente de la General Elec­tric: la burguesía se da cuenta de que le i nteresa resolver pronto dicho problema. Al año siguiente el presidente Tru­man escribe un mensaje inspirado en el trabajo de este comité; pero todo acaba al abandonar él el poder (1 952) sin haber real izado nada en concreto en la práctica.

1 954.-EI Tribunal Supremo condena la segregación : integración escolar (1 954) ,derecho de voto ( 1 957) , integración en la vivienda ( 1 962) . . .

1 955.-Huelga de autobuses en Montgomery (Aiabama) que con­sigue la integración en los mismos (1 956) . El d irigente de la huelga, Luther King, funda en 1 956 la Southern Christian Leadership Conference. El año siguiente l leva a término la acción en Little Rock (Arkansas) contra la d iscrim inación en las escuelas. En 1 961 en Albany (Georg ia) para la integra­ción en los transportes, etc.

1 960.-Se real iza en Greensboro (Carol ina del Norte) el primer sif-in: de este movimiento surgirá el Studenf Non Violenf coordinafing Commiffee de James Forman (conocido como Snick).

1 961 .-Los Freedom Riders de James Farmer, en los cuales part ic i­pa F. Wi l l iams -promotor de la autodefensa y posteriormen­te refugiado en Cuba desde donde di rige las emisiones radiofón icas Free Dixie- crean el CORE (Congress for Ra­cial Equality) que con el Snick son los organismos mi l itantes por excelencia.

1 963.-Conferencia de la Unidad Africana en Addis-Abeba senti­da como cosa propia por el nearo americano, interesado ya anteriormente por Bandung ( 1 955, primera conferencia afroasiática), por la revolución cubana (en 1 960, Castro aprovecha su estancia en Nueva York para visitar Harlem y entrevistarse con Malcolm X) y por la descolonización en genera l . Marcha sobre Washington según la vieja idea de Phi l ip Randolph pero con el beneplácito del presidente Ken­nedy; una acción masiva formidable, impresionante pero inefrcaz. Con motivo de la marcha se constiture el Council for United Civil Rights Leadership en el cua se agrupan

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Urban League NAACP, Snick, CORE y dos organ izaciones obreras negras: e l sind icato del automóvi l de Wa lter Reut­her (UA W) y el Negro American Labor Council.

1965.-Stoleky Carmichael, d i rigente del Snick, lanza el slogan PODER NEGRO (Block Power) en el que se concreta la clásica aspiración de « Libertad inmed iata)) (Freedom Now) , siguiendo un esquema s imi lar al de los ú ltimos tiempos de Malcolm. A part ir de aqu í los incidentes, básicamente radi­cados en los ghettos, adquieren un significado prácticamen­te nuevo: Los Angeles, Watts, Nueva York, Jacksonvi l le, San Francisco, Atlanta, Cleveland, F i lade lfia, etc . . . Como ha ad­vertido Carmichael a l presidente Johnson, si éste no rectifica su po l ítica frente al prob lema negro « las ciudades nortea­mericanas se verán en un estado constante de insurrec­ción . . . )) .

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Materiales y libros empleados

«MALCOLM X. EL PODER NEGRO». Autobiogra­fía. Editorial EDIMA. Barcelona, 1 967.

«MALCOLM X. Autobiografía». Editorial de Cien­cias Sociales. La Habana, 1 974.

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lndice

Malcolm X, en el centro de la revo lución . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 lñaki Egaña

Notas sobre Malcolm X . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31 M. S. Handler

AUTOBIOGRAFIA Pesad i l la . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37 Mascota . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57 Compatriota . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 68 Sophia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81 «Detroit Red» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85 Contrabandista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 88 Cogido en la trampa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 98 Atrapado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 03 Satán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 1 4 U ltimo capítu lo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 28

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El asesi nato de Malco lm X . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 37 Alex Haley

Notas sobre Malcolm X . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 47 Ossie Davis

DISCURSOS

Mensa je a las armas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 5 1

E l voto o la ba la . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 64

Fragmentos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 81

U ltimas pa labras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 207

Cronolog ía afronorteamericana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 235

Materia les y l ibros empleados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 241

l nd ice . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 243

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