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1 MARCOS(de Obregón) -contado a los niños y no tan niños- Isidro G. Cigüenza y Molinera, su burra Basado en la novela de Vicente Espinel: “Vida del Escudero Marcos de Obregón”

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MARCOS… (de Obregón)

-contado a los niños y no tan niños-

Isidro G. Cigüenza y Molinera, su burra

Basado en la novela de Vicente Espinel: “Vida del Escudero Marcos de Obregón”

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…en su 4º Centenario

(1618-2018)

Ilustra con tus dibujos este librito ¡y no te olvides estampar tu firma!

¡Buen provecho!

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1.Marcos, niño

ace mucho, pero que muuuuuuucho tiempo, (400 años, chispa más o menos), Marcos, un niño rondeño, se divertía tirando piedras

desde el puente viejo hasta el fondo del río Guadalevín. Jugaba con sus amigos a ver quién tiraba la más grande y oír a continuación el estruendo que formaban al golpear contra el agua. Y así, asomados a lo más profundo del tajo, se pasaban las horas muertas.

Un día, acertó a pasar por allí su maestro de música, don Juan Cansino. Al ver a los zagales cometer tamaña travesura les regañó, advirtiéndoles que podían herir a quien pasara por debajo, o que ellos mismos se podían caer a lo más profundo. Pero ellos, traviesos y desobedientes como eran, y sabiendo de sobra que su maestro era manco de ambas manos, y que no podría agarrarlos por mucho que corriera, no le hicieron caso.

Don Juan, entonces, ni corto ni perezoso se fue casa por casa, advirtiendo a los padres de todos ellos su desvergüenza y mal comportamiento.

¡Uf! No quiero ni decirte la regañina que le echaron los suyos a Marcos. A partir de aquel día le mantuvieron encerrado sin poder ver a sus amigos, ni bajar a los molinos con su burrita, ni jugar siquiera a las canicas en la plaza Mayor durante, por lo menos…, doce días.

Y quiso la fortuna, (para asombro de sus coleguillas que no daban crédito a lo que veían) que aquel castigo le sirviera a nuestro protagonista para estudiar más de lo que lo había hecho hasta entonces, y comprender que, el no hacerse caso de las personas mayores estaba muy mal, pero que aún estaba peor si se trataba de su propio maestro, como era el caso.

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Y tan bien le aprovechó aquel castigo a nuestro amiguito que, cambiando de actitud, le tomó un gran cariño al bueno de su profesor, siendo así que no pasaron ni cinco años y ya sabía todo lo que éste podía enseñarle. Maravillado el señor Cansino, volvió a casa de los padres del muchacho aconsejándoles que, de allí en adelante, ahorraran para poder enviar a su hijo a la Universidad de Salamanca a cursar estudios superiores.

Y fíjate si le cogió afecto nuestro Marcos a este buen señor que nunca se olvidó de él. Esto lo sabemos porque ya de mayor, cuando escribió sus memorias, nos dejó lo que sigue:

“Yo, señores, soy de Ronda. Y aunque aquellos altos riscos y peñas altas no son muy conocidos, debido a sus malas comunicaciones, cría tan gallardos espíritus que sienten estos la necesidad de viajar y acudir a universidades donde poder purificar sus ingenios y llenarlos de sabiduría. Allí daba clases un gran maestro de gramática llamado Juan Cansino, que sabía tanto de ciencias como de letras; virtuoso en sus costumbres, enseñaba latín y componía versos. Y, aunque manco de ambas manos, era de los más respetados y valorados en la ciudad. Solía ser tan callado que sólo hablaba en aquellas ocasiones en las que no había más remedio. En esto, como en lo referente a la lengua latina, a la poesía y a la música, si no fui yo uno de sus mejores discípulos, tampoco fui de los peores.”

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2.Marcos, hidalgo

hora estamos en el año de 1570. Nuestro protagonista tiene 20 años y ha terminado sus estudios en Ronda. A él le gusta el campo,

(ya sabes… bregar con bueyes, mulos, cabras, gallinas, conejos y cerdos…), pero, cosas de aquellos tiempos, no estaba bien visto en su familia que trabajara de agricultor y mucho menos de ganadero. “¿Por qué?” –te preguntarás- ¡Ay! Esa es una pregunta muy difícil de contestar, pero, sabiendo lo inteligente que tú eres, seguro que me vas a entender.

Mira…, resulta que el abuelo de Marcos, por parte de madre, había estado luchado junto a los Reyes Católicos en la conquista del Reino Nazarí de Granada (sí, hombre; el último reino de Al-Ándalus). Ronda que, hasta entonces, y desde hacía más de 700 años, había estado habitada por estos musulmanes, opuso gran resistencia. Pero..., por mucho que batallaron, no pudieron hacer nada contra los cañones de artillería, arcabuces y demás armas de guerra que manejaban los cristianos…

Los nuevos reyes, una vez entraron en la ciudad, premiaron generosamente (con las tierras, palacios, y molinos arrebatados a sus moradores) a los Marqueses, Obispos e hidalgos que habían invertido su dinero y esfuerzo en esta guerra. También a los soldaditos les dieron su parte, aunque, como bien supondrás, menor –mucho menor- que la de aquellos.

¿Me sigues? Vale. Pues como te decía, el abuelo de Marcos era precisamente uno de aquellos hidalgos que habían venido desde Cantabria a conquistar este territorio. ¡Y, claro, toda la familia presumía de ello! Y pasó que tanto se le subió el “pavito” a la cabeza que no consentía que ningún descendiente suyo se dedicase a oficios manuales. ¿Cómo iba el nieto de un “hijosdalgo de pura raza cristiana” mancharse

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sus manos con “semejantes bajos oficios”? Se trataba, ni más ni menos que aquel falso honor y orgullo tonto del que tanto se ha comentado…

Sin embargo tengo que reconocer, en honor ahora a la verdad, que nuestro personaje, aunque en alguna ocasión y cuando le convino, presumió de serlo, no por ello dejó también él de criticar tan rancia costumbre en sus escritos:

Volvió a preguntarme mi amo de dónde era yo y qué oficio tenía. -Soy montañés, de junto a Santander, aunque nací en Andalucía; llámome Marcos de Obregón y no tengo oficio porque en España los hidalgos no lo aprenden, pues antes prefieren padecer necesidad o servir, que ser maestros artesanos; que la nobleza de las montañas fue ganada por las armas y conservada por servicios hechos a los Reyes; y no se han de manchar los hidalgos con hacer oficios bajos, que allá con lo poco que tienen se sustentan, pasando lo mejor que pueden y conservando las leyes de hidalguía que es andar rotos y descosidos con guantes y calzas ceñidas.

En fin, lo que te venía diciendo, que nuestro Marcos, al que por otra parte le encantaba viajar, cogió un día el petate y les dijo a sus padres: “Papás, que me voy a Salamanca!” Así nos lo cuenta él mismo:

Al cumplir cierta edad, y debido a la inquietud que siempre he tenido, quise viajar allí donde pudiese aprender alguna cosa que perfeccionase el talento que Dios y la naturaleza me habían concedido. Mi padre, viendo mi deseo e inclinación, no se opuso a ello, antes bien me habló, a su modo y con la sencillez que por allí se acostumbra, diciendo: “Hijo, mi caudal no da para más de lo que he logrado reunir; id a buscar vuestra ventura. Que Dios os guíe y os haga un hombre de bien”. Y con esto me echó su bendición y me dio lo que pudo, junto a una espada bilbaína que pesaba más que yo, y que en todo el camino no me sirvió de otra cosa que de estorbo.

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3. Marcos, andariego

¡Salamanca! la ciudad universitaria por excelencia de aquella época.

Sí, pero para poder llegar hasta allí, y como por aquel entonces no existían los aviones, ni los trenes o las autovías, sino veredas, caminos y cañadas… había que hacerlo montado a lomos de caballerías. ¡Sí, claro, pero eso si tenías dinero…, porque si no, debía uno tomar el coche de San Fernando: “ ir un ratito a pie, y otro andando”. ¡Y así, durante un mes y pico que duraba el trayecto!

Por cierto, ¿sabías que un servidor, siguiendo los pasos de Marcos de Obregón, recorrió hace muy poco y en compañía de mi burrita (de nombre Molinera) ese mismo camino? Y, aunque hoy las dificultades son aún mayores que las de entonces,(porque ya muchos caminos se han perdido, hay alambradas por todas partes y no existen descansaderos, pilares de agua, ventas ni ventorrillos), pudimos lograrlo juntos con ilusión y esfuerzo ¡Pero ese viaje ya te lo contaré otro día porque ahora vamos a lo que vamos!

Marcos –como te decía- llevaba dinerito fresco en el bolsillo y aunque no era mucho, por lo menos tenía lo suficiente como para poder pagarse, a medias con otros colegas, los servicios de un guía arriero. Pero no desde Ronda, que eso costaba mucho, sino desde Córdoba; y más concretamente desde el mesón del Potro, donde precisamente se concentraban los estudiantes que llevaban el mismo destino:

Partí para Córdoba, que es donde se concentran los estudiantes que quieren ir a dicha Universidad y donde acuden los arrieros salmantinos a ofrecer sus servicios. Me llegué hasta el mesón

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del Potro, donde el arriero que me había de llevar tenía su posada.

Y fue aquí, en Córdoba, donde aprendió la segunda gran lección de su vida: “la de no fiarse de los embaucadores y marrulleros”. Desde luego, en este caso le estuvo bien empleado el engaño que le hicieron, y ello por ser tan engreído y vanidoso. ¡El muy tonto pensó que sabía tanto de música y de latín que todo el mundo lo iba a admirar y aplaudir!

Y fue el caso que, mientras llegaba el día de la partida hacia Salamanca se entretuvo un tiempo visitando la ciudad y presumiendo, como digo, de lo que mucho que sabía y de lo listo que era. Pero ¡ay pobre! Lo que no supo es que un pícaro, de esos que viven del trabajo de los demás, había estado siguiéndole y escuchando sus propios elogios. ¡Y tiempo le faltó a aquel para, una vez en el mesón y sentado a la mesa, aprovecharse de la ingenuidad del estudiante!

Ya lo dice el refrán “por la boca muere el pez”. Y es que, apenas se hubo sentado, se le acercó el pícaro y, como si ya no lo supiera, le preguntó por su nombre y conocimientos. Nuestro Marcos, entones, volvió a pavonearse, cosa que aprovechó el otro para comenzar su engaño:

- ¡Ah, Marcos de Obregón! –exclamó haciéndose el tonto- ¡Pero si en toda Córdoba no se habla más que de ti! ¡En la Catedral, en el Alcázar, en la torre de la Calahorra…! ¡Todo el mundo comenta tus genialidades en música y lengua latina!

Y a nuestro jovencito le encantó el peloteo. Y con tal de que siguiera regalándole el oído, le fue invitando a comer y a comer, y venga a comer hasta que se hartaron, él y los amigos que corroboraban sus alabanzas. ¡Pobre ingenuo! ¡Y luego le hicieron la broma del “ciego”! Y es que le hicieron creer que había un hidalgo sabio y riquísimo que le quería “ver” y conocer.

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¡Y él, pobre ingenuo, se fió y fue con ellos a que el tal ricohombre le “viera” y le saludara.

¿Pero cómo te iba a ver, pobre idiota, si era ciego? Tú mismo nos dejaste escrita la moraleja que sacaste como lección aquel día:

Se alejaron ellos riéndose, y yo quedé muy enfadado, aunque reconociendo que el muy pícaro, en el fondo no me había engañado, pues había asegurado que el ciego bien daría todo lo que tenía por poder “verme”. Esta fue la primera lección que recibí para saber que no se ha de fiar uno de quien utiliza palabras lisonjeras porque se verá en la tesitura de tener que acarrear con las consecuencias.

Marcos caminando . Montado en un caballo

Comiendo con el pícaro en el mesón Marcos visita al ciego

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4. Marcos, estudiante

¡Vaya mala pata que tuvo apenas llegó a Salamanca! A eso le decimos nosotros: “Levantarse con el pie izquierdo”. Resulta que, con tanta hambre como tenía, no se le ocurrió otra cosa que ligar el pan caliente con el agua fría, recién traída del rio. ¡Y mira que fue advertido por el arriero de que “Agua fría y pan caliente, nunca hicieron bien al vientre”. Pero a él, que estaba completamente distraído leyendo el “Lazarillo de Tormes”, se le fue el santo al cielo, a consecuencia de lo cual se vio obligado a guardar cama durante un montón de días, muchos de ellos con una fiebre de caballo.

En fin, amigo lector, que como también dice el refranero: “A perro flaco todo se le vuelven pulgas…” y, apenas se sobrepuso de aquella enfermedad, aquí vemos a nuestro Marcos en Salamanca, de estudiante y pasando más hambre y frío que Carracuca. ¡Fíjate que cuando al poco tiempo se quedó sin dineros, porque llevaba muy pocos, se tuvo que poner a dar clases particulares de música, para así poder sobrevivir…., (aunque, como bien dice él, aquellas clases más que “dadas” eran “regaladas…”)

Vivíamos juntos por aquella época cuatro compañeros y yo por el barrio de San Vicente, con tanta necesidad, que el menos falto de dinero era yo por estar dando lecciones de canto, aunque hay que decir que estaban tan mal pagadas, que más que “pagadas” eran “dadas”. Lo único que nos consolaba era comprobar que había otros que lo pasaban aún peor que nosotros. Nos encontrábamos una noche, entre otras muchas, medio desesperados, necesitados de dinero y de paciencia, sin cenar, sin luz para alumbrarnos, sin leña para calentarnos y haciendo un frío tan grande que si tirabas un jarro de agua a la calle, ésta se convertía en hielo al momento. Salí yo de la casa y me acerqué al domicilio de ciertos alumnos míos donde me dieron

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como pago a mis lecciones un par de huevos y un panecillo; a renglón seguido, me volví muy contento a la casa donde hallé a mis compañeros muertos de hambre y temblando de frío, hasta el punto que no se atrevían a remover el brasero por no acabar con el poco rescoldo que quedaba.

¡Pobrecito mío! Si su madre hubiera llegado a saber, allí en Ronda, lo que su hijo estaba pasando en aquellas tierras castellanas, seguro que se lo hubiera quitado de la boca por enviárselo a él.

Pero la historia de aquella “noche de perros” no acabó ahí porque, cuando uno de sus compañeros salió a buscar leña con que avivar el fuego, todo lo más que halló (y él sin saberlo porque, por entonces, no había luz ni en las casas, ni en las calles) fue un zancarrón descarnado de un mulo que, a poco que tocó el fuego, comenzó a echar un olor a peste insoportable….

Y tanto asco sentimos al olerlo que si antes no cenamos por no tener qué, ahora tampoco lo hicimos por las náuseas y vómitos que nos entraron, que hubo uno de nosotros que de tantas fuerzas que hizo llegó a echar sangre por la boca, y el que lo trajo, hasta quería cortarse la mano de pura repugnancia.

Y llegó un día, estando próximas las vacaciones de verano en que, a causa de unas revueltas estudiantiles que tuvieron lugar en Salamanca, las autoridades cerraron la Universidad y mandaron a los estudiantes a sus domicilios. Se produjeron aquellas a causa del encarcelamiento que sufrió un profesor de Teología, un tal Fray Luis de León, que se empeñó en traducir a la lengua vulgar cosas de la Biblia prohibidas en aquel entonces. Y claro, los estudiantes, que lo apreciaban mucho y sentían por él gran admiración, se lanzaron a las calles protestando y haciendo huelgas… Y entonces, para evitar líos… ¡hala, todos a sus casas! ¡Vacaciones adelantadas!

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5. Marcos, escudero

e vuelta a Ronda tampoco aquí le fue bien a nuestro jovencito:

se aburría como una ostra. No encontraba en aquella ciudad pequeñita la compañía que tenía allí en la Universidad. Así que, en cuanto visitó a la familia y arregló unos asuntillos pendientes, se volvió para Salamanca en cuanto pudo.

¡Ay! Pero en esta ocasión no para estudiar, porque no le apetecía seguir hincando el codo, gastando así el dinero que no tenía. Lo que quería ahora era ponerse a trabajar y ganar dinerito. ¡Bastante tenía con el título de Bachiller que había conseguido! Desde luego la alegría y el libre albedrío que ofrecían las calles de las grandes ciudades le sentaban mejor que la pesadumbre de aquellas aulas, oscuras y aburridas, para un espíritu tan inquieto y jaranero como era el suyo.

Y así fue como, después de tres años de estancia en la Universidad y sin acabar aquellos estudios superiores que se había propuesto (que luego, ya de mayor, concluiría en la Universidad de Alcalá de Henares), joven y con fuerzas como se sentía, se dedicó a su verdadera pasión: recorrer mundo…

Aquella experiencia estudiantil, sin embargo y con el tiempo, le vino de maravilla pues, además del aprendizaje que obtuvo, contactó con muchos amigos, (con algunos de los cuales se encontraría después, sirviéndole de gran ayuda). De todos modos, su mejor aliada fue siempre la guitarra (que él tocaba muy bien, por cierto) y que le ayudaría también para hacer amistades allí por donde pasara.

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¡Y aquí tenemos a nuestro Marcos, saboreando la alegría de la vida, y conociendo mil lugares y ambientes distintos! Ganándose la vida también, como podía: unas veces de músico, otras de preceptor, y otras terceras, de escudero… De esta manera viajó y residió en muchísimas ciudades españolas: Santander, Valladolid, Bilbao, Burgos, Zaragoza, Málaga etc., etc.…

Con todo, la ciudad que más le cautivó fue Sevilla. Y no era para menos. ¡Menudo centro de oportunidades para bullangueros y buscavidas! Él, que conocía muy bien las historias de Guzmán el de Alfarache y de Rinconete y Cortadillo nunca pensó que, como ellos, iba a caer tan bajo como cayó. En un principio se hizo a la idea de permanecer allí sólo el tiempo necesario para embarcarse en algún galeón o velero que partiese de allí; pero resultó a la postre todo lo contrario: que se quedó incorporándose a la vida pendenciera y trajinera que allí prevalecía.

El puerto de Sevilla, apostado en las márgenes del Guadalquivir, era por entonces lugar de peregrinaje obligado para cientos y miles de personas que, arriesgándose a perderla, se aventuraban en busca de una mejor vida. Y es que, de la ciudad de la Giralda salían barcos a medio mundo: al continente americano, recién descubierto, a las costas asiáticas, a las del Estrecho de Magallanes, y a cualquier otro lugar donde los navegantes pudieran atracar y sacar provecho.

Pero, de nuevo, ¡qué mala pata! Para cuando llegó (recuerda que había que ir andando) ya había zarpado aquel dichoso navío en el que pensaba viajar. ¡Y claro! Con lo bien que tocaba y lo bien que cantaba, ¿dónde crees que halló mejor acogida mientras esperaba el siguiente pasaje? ¡En las tabernas y tugurios de mala muerte donde, además de ser muy aplaudido por malandrines y delincuentes, abundaban las mujeres de mala vida y corría la bebida generosamente. Y también donde poder ganar el dinerillo que le hacía falta para seguir subsistiendo. Así nos lo refiere:

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Enseguida comencé a tomar vuelo, pavoneándome más de la cuenta, presumiendo de guapo y galanteando a cuantas mujeres me encontraba, de manera que no había enamorado en toda Sevilla más azucarado que yo.

¡Madre de Dios! ¡A dónde le llevarían las malas compañías a este, ahora convertido en divertido bribón! ¡Si su padre viera en qué había venido a parar el bueno de su Marcos…! Excuso decirte que, al poco tiempo, y codeándose como digo con los pícaros más pícaros de la ciudad, no tardó en entrar en pendencias y encontronazos:

Entre las muchas cosas que me sucedieron en esta ciudad, una fue la de toparme con un tipo de gente cuya religión no es la cristiana ni la mora, sino la de adorar a la diosa “Valentía”, y ello porque están en la creencia de que, perteneciendo a esta cofradía, los tendrán y respetarán por valientes, pero no por serlo precisamente sino por pretender parecerlo. Y me sucedió que, pasando por la calle Génova, me crucé con uno de estos “valientes” de tal suerte que, por atravesar yo un charco sin ensuciarme, le hice pasar a él por medio con lo que, volviéndose hacia mí, me espetó con gran arrogancia: -Señor marquesote ¿es que no mira por dónde va? -Perdone vuesa merced, que lo hice sin querer… –le dije yo.

-Es que si lo llega a hacer queriendo tenga por seguro que ya estaría usted muerto y amortajado –replicó él.

¡Y no os quiero contar la que se lió…! Porque si no llega a encontrar refugió en una iglesia, y en la que le aportó un sacristán, amigo suyo, no hubiera salido vivo de aquella experiencia. Pero a él no parecía importarle… Nuestro, ahora antihéroe, que además de dárselas de gracioso y dicharachero, realmente lo era, se envalentonó de tal manera que, después de cachondearse (con perdón) de jueces y alguaciles, no tuvo otra manera de conservar la vida que coger el primer barco que zarpaba y huir, como suele decirse “viento en popa y a toda vela” de la ciudad.

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6. Marcos y los gatos

na de las cosas que más gracia me hacen de lo que se cuenta en el libro que escribiera Vicente Espinel, y en el que nuestro personaje

relata su historia, es aquella en las que nos habla de los animales que encontró en sus andanzas.

Unas veces serán culebras que parecían tener dos cabezas; otras, vacas bravas que trompaban al que pillaban por medio, y otras, loros, patos y monstruos marinos de los que tendrás noticias si algún día te atreves a leer el original o la Adaptación que nosotros dos, mi burrita y yo mismo hemos hecho de dicho libro.

Sin embargo, el suceso que me parece más curioso, y que más le sorprendió a él mismo es éste que observó en Sevilla. Y precisamente cuando huía de la justicia de la que hablábamos. Escucha:

No paré de correr hasta hallar descanso a la sombra de dos estatuas, la de Hércules y la de César, que están en todo lo alto de dos columnas justo a la entrada de la Alameda. Pero no habían de acabar mis pesadillas aquella noche porque, estando descansando a espaldas de la calle de la Garbancera, en un campo de malvas muy alto que allí se forma, sentí de repente un ruido entre unas piedras. Me acerqué con la espada desenvainada, sin poder adivinar quién lo podría provocar por ser de noche, hasta que salieron fuera luchando ambos, una culebra y un gato: la culebra, procurando ceñir al gato por el cuerpo, y el gato, puesto sobre los pies, hiriendo a la culebra con las uñas. Pero sucedió que la culebra, no pudiendo resistir los rasguños del gato, se quiso volver a las malvas, y el gato, como diestro que era, pegando un salto le cogió la delantera y con el mismo movimiento la agarró por la cabeza. La culebra entonces intentó golpearle con

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su lomo, que es donde estas tienen la fuerza pero, al esquivarla el gato, el golpe se lo dio ella misma contra las piedras, no pudiendo moverse y permitiendo a aquel rematar su mortal faena. Aquel suceso me dio en considerar la destreza de los gatos por encima de la de otros animales. Y, habiendo sido yo hasta entonces enemigo de ellos, desde aquel día me aficioné a su compañía porque, aunque no tienen tanto conocimiento ni amor como los perros, sirven para eliminar esas sabandijas que, de cuando en vez, invaden las casas.

Con todo, los animales con los que entabló más relación y con los que más episodios vivió sería las mulas, ya de alquiler, prestadas, o compradas por él mismo. Y casi nunca su experiencia con ellas fue complaciente porque, según cuenta, no había cosa más mala en el mundo: se tiraban al suelo cada vez que les venía en gana y, alguna de ellas, con la mala intención de tirar a su amo al suelo.

Y, como me hallé con dinero suficiente, compré una mula que me costó barata por tener algún defecto en las patas y un ojo bizco, pero que, para lo que yo la quería, cabalgaba razonablemente bien… Pero no he visto peor bestia en mi vida: maliciosa, ciega, llena de esparavanes y con más años a cuestas que un palmito viejo. Tropezaba a cada momento y se arrojaba al suelo sin pedir permiso. Solo una cosa tenía buena: que, si le ponían un alholí de cebada por delante, no se movía hasta tener sed.

El gato y la culebra

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7. Marcos, fugitivo

l barco, un galeote muy bien pertrechado por cierto, que tuvo que coger a la bulla no se dirigía al Nuevo Mundo, donde pensaba, como

tantos otros, probar fortuna, sino a Nápoles, en Italia. De todas formas, la suerte, que nunca le fue demasiado favorable a nuestro muchacho, como esperara, en aquella le salvó de los tres peligros en que se hallara: de la persecución de la justicia, de la enfermedad de la peste que asolaba la ciudad, y de otra aún más grave: la ociosidad. Lee conmigo, sus propias palabras:

Durante algún tiempo, y mientras estuve en Sevilla, viví de noche y de día en continuas pendencias y enemistades, a consecuencia de la ociosidad en que me hallaba, raíz esta de todos los vicios y sepulcro de todas las virtudes. Y es que, en la ociosidad, no solamente se olvida uno del trabajo, sino que se le hace muy cuesta arriba volver a él, y ello porque, el que pierde la buena senda, cuanto más se aleja de ella, tanto más difícil le resulta volver a retomarla. El que hace costumbre de la ociosidad tarde o nunca olvida los resabios que en ella se adquieren ya que en cuatro cosas gasta la vida el ocioso: en dormir fuera de tiempo, en comer sin freno, en andar con gente deshonesta y en murmurar de todos. También por aquellos días me acuerdo que sobrevino en Sevilla tan gran peste, que se ordenó oficialmente se sacrificasen todos los perros y gatos de la ciudad para que no contagiasen la enfermedad. Y que cuando viajaba hacia Sanlúcar a casa del Duque de Medinasidonia, donde pensaba poner orden en mi vida, navegando por el río fue tanta la abundancia de gatos y perros que hallamos ahogados en todas aquellas quince leguas, que algunas veces fue necesario detener el barco o echarlo por otra parte.

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El muchacho se había librado de tantos males como le atenazaban allí en Sevilla, enrolándose en las naves del Marqués de Medina Sidonia. Había equipado este importante personaje un convoy militar para ir en auxilio de las tropas españolas que por entonces permanecían en Italia. Lo que no imaginaba era el peligro que corría echándose a navegar por aquellas procelosas aguas del Mediterráneo. Sí, peligro, porque aparte de las tormentas y ventiscas que podían sobrevenirle, estaba el de venir a parar en las manos de los piratas berberiscos que atacaban de continuo las costas y los barcos españoles en busca de riquezas y esclavos.

Nos embarcamos –como digo- en Sanlúcar con un tiempo muy desfavorable. Pasamos dando vista al Estrecho de Gibraltar, el cual en algunos sitios lo era tanto, que parecía se podría tocar una y otra orilla con solo extender los brazos. Vimos allí la montaña de Calpe, famosa en la antigüedad, pero más famosa aún por haber vivido allí un hachero, vigilante de la costa, que tenía una vista tan aguda y perspicaz que en todo el tiempo que ejerció este oficio, la costa de Andalucía no recibió apenas daño alguno por parte de los corsarios de Tetuán. Y ello porque, en armando aquellos piratas allí sus galeotas, él, desde el Peñón, enseguida los veía, dando así aviso a la soldadesca con hachones y ahumadas.

Pero de nada sirvió tan buena vigilancia costera porque ya en medio del mar y sin auxilio ninguno, en el siguiente capítulo conocerás los gravísimos sucesos que le vinieron a suceder.

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8. Marcos, cautivo

Sí, has leído bien: ¡cautivo y bien cautivo por los corsarios de Argel! Así es como se acabó nuestro rondeño después de estar dando bandazos por el mar, a consecuencia de las mil y una tormentas que le sobrevinieron.

Primero tuvieron que soportar los cañonazos de sus propios paisanos cuando, estando desarbolados sus barcos, intentaron refugiarse en Mallorca. Y ello porque sus habitantes no querían que atracasen en su puerto porque temían que en los barcos, además de ellos, viajara también la peste. A continuación fueron atacados por unas diez galeotas corsarias de las que lograron escapar como pudieron. Poco más adelante, y después de divisar las costas francesas, un viento fuerte les devolvió de nuevo a las Baleares; y por fin una vez atracados en la Isla de la Cabrera les recibieron unos presidiarios que allí estaban castigados con muy malas pulgas. Y, por fin, podían recuperarse de los trabajos sufridos… o eso creían ellos. De momento, y para asombro suyo, aquella isla inhóspita su les tenía reservada una cueva fantástica donde, como poco, manaba “leche y miel…”

El sitio nos producía un enorme deleite porque, si mirábamos hacia arriba, veíamos la boca de la cueva cubierta de flores de madreselva descolgándose y esparciendo su fragancia; y si mirábamos hacia abajo sentíamos el agua fresca y fría. Fuimos a por nuestra comida y a por la guitarra, con que permanecimos allí con grandísimo placer, cantando y tañendo.

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Pero como también dice el refrán: ¡Qué poco dura la alegría en la casa de un pobre! les sucedió que ¡oh casualidad! a aquella misma cueva también acudían, aunque en secreto, los corsarios berberiscos a abastecerse de agua.

Habiendo un día comido y estando echando la siesta, vimos asomar por la boca de la cueva un montón de bonetes colorados y capas blancas, al modo árabe. Nos pusimos enseguida de pie y, al mismo punto que los moros nos vieron, sorprendidos de nuestra presencia, enseguida nos dijeron en lengua castellana, muy clara y bien pronunciada: “¡Rendíos, perros!”. Al principio pensamos que era gente de nuestro galeón, disfrazada y que querían gastarnos una broma, pero pronto nos desengañamos cuando nos habló otro turco diciendo: “Rendí presto, que turco soy”.

¡Mecachis en la mar! Así, sin consuelo, ni posibilidad de que nadie viniera a socorrerles, se vieron nuestro Marcos y sus amigos prisioneros y hechos esclavos. Pero ¡oh también de nuevo, qué casualidad! el jefe de los piratas era otro español: un antiguo morisco, descendiente de aquellos musulmanes que habitaron esta tierra antes de la conquista ¿te acuerdas? y que una vez obligado a hacerse cristiano fue expulsado de España. Y así, queriéndose vengar de aquella afrenta, se había tomado la justicia por su mano y propuesto atacar las costas cristianas haciendo el mayor daño posible en ellas.

Después de lamentarse de su nueva y terrible situación, y vista la falta de socorro, al rondeño no le cupo otra solución que conformarse y procurar ganarse el favor del renegado. ¡Qué remedio!

Para desgracia nuestra, les vino a aquellos piratas muy buen tiempo, con lo que pudieron poner sus proas hacia Argel y navegar con viento en popa, sin ni siquiera tener necesidad de tocar los remos.

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9. Marcos, enamorado

¡Menudo golpe de fortuna tuvo, al fin y al cabo, el hasta ahora desdichado de nuestro amigo: resulta que, como en las películas de amoríos, a nuestro personaje le cupo en suerte venir a servir, y a hacer de ayo, de dos hermanos, hijos de su amo el corsario y que, entre otras virtudes, admiraban todo lo español y querían retornar a la religión cristiana. ¡Y para colmo de bienes, la muchacha, que era guapísima, dulce, tierna…etc., etc., comenzó a sentir una atracción irresistible por nuestro héroe.

¡Claro! Y como éste sabía cantar de maravilla, recitar poemas y embaucar con su palabrería al más pintado, en pocos meses se había ganado la confianza de toda aquella familia de modo que los hasta ahora islamistas de nuevo cuño se convirtieron al cabo de un tiempo también en renegados, aunque esta vez, musulmanes…

Y como “a nadie le amarga un dulce…” aquí tenemos a nuestro Marcos, enamorado perdido. Claro que, por no abandonar su mala racha, también sin poder llevar a cabo sus deseos más íntimos (abrazar, acariciar, besar..). En fin… tú me entiendes. Y ello porque (según era obligado en una época en la que primaba la religiosidad) ningún cristiano debía propasarse con miradas ni pensamientos obscenos. Antes bien, demostrar que por encima de todo estaba la fe y la misión transcendental de conseguir adeptos para la causa fijada en el contrarreformista (¡Jesús, qué palabra!) Concilio de Trento.

Junto a la buena manera como me trataban, eché de ver en mi ama, la doncella, que siempre que pasaba cerca de mí se le alteraba el color del rostro y hasta el movimiento de las manos. Al

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principio lo atribuía a su honestidad pero, ante su perseverancia y la mucha experiencia que yo tenía de semejantes manifestaciones, enseguida me di cuenta del mal que padecía(…)

Le daba vueltas y más vueltas a la pasión que sentía hacia ella, y me enfadaba conmigo mismo a solas (…) Por eso decidí que, aunque me abrasase, no demostraría hacia ella ningún interés especial.

Cuando tuve ocasión de hablar con ella a solas, lo hice no de cosas lascivas, que nunca di ocasión de ofenderla, sino para decirla que, si se decidía a venir a España a bautizarse, que yo la ayudaría. Ella, rendida de amor honesto, se enterneció y, con lágrimas de piedad cristiana, besó muchas veces el rosario que yo le había regalado y del que dijo, lo guardaría para siempre. Y con estas y otras palabras me despedí de ella.

¡Qué bonito todo!, ¿verdad? ¡Y claro que resultó todo maravilloso, porque nuestro Marcos que, de engaños, embaucamientos y salir airoso de los peligros más grandes, sabía un montón, a la primera oportunidad que tuvo, consiguió no sólo la libertad, sino que pusieran un barco a su servicio que le dejase graciosamente, y sano y salvo, en las costas de este lado del mar. Y fue ello que consiguió mediante un ardid descubrir al autor de un robo que se había producido en la corte del gobernador de aquella ciudad. De modo que, haciéndoselo saber a su amo y consiguiendo este fama y honores, consiguió la libertad prometida. Es verdad que no todo sucedió tan bonito como lo pinto, pero en fin, que pudo enrolarse de nuevo en otro barco y llegar sano y salvo a su nuevo destino: Génova, también en Italia.

¡Uf! De lo que les pasó a los dos hermanos hay mucho que contar. Sólo adelantaré que también ellos consiguieron cruzar el “charco” y venirse para España, donde, además de recibir el bautismo llegaron a convertirse en dos cristianos ejemplares.

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10. Marcos, soldado

a tenemos a nuestro aventurero en tierra italiana! Y más concretamente en Génova. ¿Qué se le había perdido allí? Pues muy fácil: la soldada, o lo que es lo mismo, el sueldo que iba a ganar por servir en el ejército del Rey de las Españas aposentado como ya te dije allí en Italia. Ahora su intención fue viajar, a lomos de otra mula a la famosa ciudad de Milán. Pero ¡ay amigo! viajar así, atravesando territorios enemigos hasta llegar donde estaban los suyos… tenía un peluseo. De hecho aquí le vino a ocurrir uno de los hechos más peligrosos de toda su vida.

Así íbamos mi mozo de mulas y yo, caminado por territorios próximos a Génova, cuando nos topamos con unos labradores. Les preguntamos cómo volver al camino principal del que nos habíamos salido la noche antes, y ellos, para reírse de nosotros, nos engañaron indicándonos una dirección equivocada de forma que siguiéramos perdidos.

“¡Bromitas a mí!”, se debió de decir a sí mismo quien ya se consideraba parte del celebrado y temido al mismo tiempo Tercio de Flandes. ¡Y, sin comerlo ni beberlo, mira a qué llegó la cosa…!

El mozo que me guiaba se dio cuenta enseguida de la burla que nos estaban haciendo y yo, en cuanto lo supe, se lo eché en cara en un mal italiano, cosa que ellos se lo tomaron tan a pecho que comenzaron a arrojarnos piedras. Yo, encorajinado, me apeé de mi caballo y enfrentándome a uno le pegué una cuchillada. Mi mozo, por su parte, no queriendo verse involucrado en la pelea, me dejó sólo quitándose de en medio. Ellos, aprovechando que me había resbalado y caído al suelo, se echaron sobre mí, maniatándome y llevándome preso a una

Y

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población cercana. Una vez allí, acusándome de herir a mi contrincante, me entregaron a la justicia, siendo condenado a prisión y encadenado con grillos.

Arrepentido como quedó de su arrebato, el protagonista del libro que comentamos, aprovecha para darnos una lección que bien nos ha de venir hoy a nosotros cuando emprendamos un viaje y que se resume en aquello de “donde fueres, haz lo que vieres”:

Porque, quien viaja a países ajenos, tiene la obligación de entrar en ellos con mucho cuidado, ya que allí ni las leyes son las mismas, ni menos aún las costumbres. El forastero, de esta manera, debe ser afable, comedido y mostrar buena educación, debiendo ceder en sus derechos cuando desconozca los ajenos.

Y no contento con el discursito, a los españolitos de su época (porque los de ahora vamos por ahí más humildes y recatados …) les echa encima este jarro de agua:

Y es que los españoles, estando fuera, nos comportamos como dueños absolutos. Y así, por la misma razón que nos creemos los señores del mundo, venimos a ser aborrecidos de todos.

¡Ahí es nada! ¡Ahí queda eso!

Pelea con los italianos

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13. Marcos, alquimista

enudo problema: verse en un país extranjero, solo, acusado de intento de asesinato y a punto de ser llevado al patíbulo!

Preocupante, ¿verdad? Pero si Obregón se había librado de tantos peligros en su vida, no por ello se iba a dejar amilanar. Así que empezó a discurrir una estrategia para salir del atolladero.

Y comenzó por analizar la psicología de su carcelero: carácter agrio, siempre malhumorado, intratable… pero con un pequeño defecto: que era codicioso como él solo (ser codicioso significa que te devoran las ganas de poseer dinero, riquezas, objetos de lujo…) Y la forma de entrarle al agrio del vigilante fueron precisamente sus hijos:

Así resultó que, aprovechando la presencia de unos niños, a la sazón hijos del carcelero, y llevando en el bolsillo algunos dineros sueltos, sabiendo como sabía la buena cara que muestran los padres cuando se les hace un bien a sus hijos, le regalé a cada uno un escudo.

El carcelero, al verlo, creyó estar delante de un caballero adinerado e interesándose por la cuestión le quiso sonsacar más información. Nuestro Marcos, viendo cómo el pobre ingenuo picaba el anzuelo le regaló también a él, y como el que no quiere la cosa, unas cuantas monedas. Y siendo preguntado de dónde sacaba tanto dinero, nuestro hombre le respondió:

-Porque me parecéis un hombre discreto, os diré quién soy. Sabed que he conseguido, gracias a mi inteligencia, averiguar lo que muchos científicos andan buscando y no acaban de encontrar; aunque…, antes de contároslo, me habéis de jurar primero que no me delataréis.

¡M

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Y Marcos le contó la película de que él había conseguido dar con la fórmula de la “piedra filosofal”. Sí, has leído bien: piedra filosofal. ¿No sabes de qué se trata? Pues muy sencillo, se fundamenta en una leyenda muy antigua por la que los humanos mantenemos la creencia de que existe una fórmula química capaz de convertir en oro todos los otros metales. La cuestión, claro, es dar con la formulita de marras...

E imagínate tú ahora al ingenuo del vigilante, de aquí para allá, recogiendo herraduras viejas, trayendo ácidos, encendiendo una candela y haciendo todo lo que el prisionero le mandaba. ¡Eso sí, todo muy en secreto…, porque el avaricioso no quiere compartir con nadie lo que ha descubierto!

Y llegada la noche, encendió el brasero, y yo, con todo secretismo del mundo, saqué una redoma con la mezcla malsana que había preparado y se la mostré, de modo que le pareció como de oro. -¡Pues acercaos y comprobaréis qué olorcito tan bueno tiene! –le dije. Y, sujetándola él en sus manos, se la puso tan cerca de la cara que, pegándole yo un fuerte golpe en su dorso, le fue a parar su contenido directamente a los ojos, con lo que el hombre cayó al suelo, de espaldas y sin sentido.

En fin… que, como suele decirse: “la avaricia rompe el saco” y ahí tenéis los sueños del carcelero tirados como él por el suelo y medio ciego. ¡Y al ingenioso prisionero en libertad! “Los codiciosos -nos dirá el autor- son como las esponjas, que no se hartan de absorber agua, hasta que no pueden más”.

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14. Marcos, músico

ero… ¡qué va! A nuestro soldadito no le gusta para nada la vida militar ¡y menos aún la guerra! La vida en los cuarteles se le antoja

de lo más aburrida y pendenciera: todo el tiempo poniéndose en peligro, haciendo instrucción y jugándose los dineros a las cartas… Él, que tiene el alma sensible para las cosas del arte (el arte de la interpretación, de la oratoria, de la tertulia…) echa de menos un poco más de nivel… cultural. Y descubre de repente que se halla precisamente en el país de lo que está deseando:¡Italia! Luego está también el asunto ese de la enfermedad de “la gota” que está empezando a morderle los huesos, y la moral…

¡Ufff! Italia en aquella época era un hervidero de pintores, escritores, músicos y artistas… Allí es donde comenzó precisamente el “Renacimiento”: el redescubrimiento de las esencias grecolatinas. Unas esencias basadas en el gusto por la Filosofía, la Ciencia, el Saber, la Música y la práctica de las Artes… ¡Y anda que tardó mucho nuestro guitarrero en cogerle gusto a las Academia, las Tertulias y cualquier juntera de amigos que oliera a sabiduría y perfección!

En Milán abundan, además de en otras muchas materias, los hombres doctos en letras y en el ejercicio de la música. Yo me reunía con ellos en casa de don Antonio de Londoña, presidente del Consejo secreto de Milán, donde acudían excelentes músicos y magníficos cantores. Tañíanse allí con gran destreza las vihuelas de arco y los órganos de tecla, junto a las arpas y la vihuelas de mano. También a casa del maestro Clavijo, acudían gallardísimas voces y músicos instrumentistas, que es lo mejor que yo he oído en mi vida.

Y, si maravillas encontró en Milán… ¡no te quiero decir nada de lo que halló en Venecia! ¡Y anda que no fue recibido bien allí nuestro andaluz

P

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malagueño…! Como que, habiendo aprendido el oficio en Salamanca, se explayaba poco bien delante de la alta sociedad de la época y aún más de las bellas “donnas” de la sociedad veneciana. Y es que, además de dominar como nadie todos los instrumentos de cuerda, componía, bellísimos poemas y canciones…

Vuelvo los ojos do contemplo, y miro el áspero rigor con que me tratas,

de temor tiemblo, y de dolor suspiro viendo la sinrazón con que me matas:

a veces ardo, a veces me retiro, mas todos mis intentos desbaratas,

que sólo uno no sé qué del pecho interno promete gloria en medio deste infierno.

Yo, por mi parte, y hablando sinceramente entre nosotros, no creo que destacara por su guapura….; por lo que hemos visto de retratos suyos, la barriga le empezaba a sobresalir un tanto; cojeaba por culpa de la enfermedad que le atacaba las piernas; la calva ya empezaba a brillarle en la cabeza y más que alto y esbelto (ideales en aquellos entonces de la belleza masculina), debía de presentar un tipo más bien “chaparrito”.

Andando el tiempo, y cuando se le pasó la fiebre de viajar por toda Europa dando bandazos, volvió a España. Pero ahora, no blandiendo ninguna arma de muerte, tan propia de soldados, sino las armas mucho más pacíficas y sosegadas de la educación y de la música.

Nos vino muy bien la música para acompañar la siesta, que este arte no solamente sosiega los sentidos del cuerpo, sino que mitiga y suspende las pasiones del alma. Y es tan señora, que el practicarla no se le da bien a todo el mundo, por inteligencia que se tenga, sino a aquellos a quienes la naturaleza les ha regalado ese don. Se ha comprobado, además, que la música ayuda a asimilar todas las materias de estudio, siendo así que habría que enseñar a los niños a ejercitarse en ella y practicarla. Y ello por dos

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razones: una, porque ayuda a quien la ejercita a descubrir su talento, si es que se tiene; y la otra, por tenerlos ocupados en una actividad tan virtuosa que a todos apacigua con su dulzura.

Marcos con sus amigos, tocando la guitarra

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15. Marcos, poeta

¡La poesía…, los libros! Me emociono, amigo lectora, al leer estos versos de Marcos, el poeta. Y me pregunto: ¿Cómo un tarambana como éste, encontró en la lectura, en la música y la poesía, el rinconcito donde guarecerse de los golpes que de continuo le daba la vida? Y no puedo resistirme a transcribir aquí lo que nuestro Espinel dejó reflejado en sus escritos. ¡Los libros… siempre los libros!

El hidalgo, cuando se le hubo pasado el susto, me comenzó a persuadir de que me fuese con él; y yo, después de algunos otros trances que pasé en su compañía, y pensándomelo mucho, preferí volverme a mi posada que, aunque pequeña, allí tenía una docena de buenos amigos, mis libros, que siempre me supieron devolver el sosiego y la paz. Y es que, los libros, ponen contento a quien los quiere bien. Con ellos me consolé aquella noche, pensando en la servidumbre en que me hubiera puesto de haber seguido los pasos de aquel hidalgo. Y así, satisfice mi hambre con un pedazo de pan, conservado tierno dentro de una servilleta, y de postre, y siguiendo la dieta, con un capítulo que encontré donde se aconsejaba, precisamente, la práctica del ayuno. ¡Oh libros, fieles consejeros, amigos que no adulan, despertadores de la inteligencia, maestros del alma, gobernadores del cuerpo, guías del bien vivir y compañeros para el bien morir!

Y tampoco me resisto a transcribir la poesía que Vicente Espinel dedicó a su Ronda natal:

Desiertos riscos, solitarias breñas, peñascos duros, ásperos collados,

agras montañas, que medís el cielo: agua que de las cumbes te despeñas

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de los montes más rígidos y helados que cubre la nieve y endurece el hielo:

senoso y verde suelo, cuya profundidad y anchura apoca

esta soberbia y levantada roca Ancha vega profunda, cuyos más altos bustos

aquí aparecen a la vista ocultos… Mi corazón entrego en vuestra mano

manso, rendido, humilde; albergad este hijo y recibidle.

Hasta quí han de llegar, ¡oh Patria cara! con el aplauso universal del mundo

mis rudos versos y tu heroica fama… este te daré por paga…

¡Oh patria! Del talento que me diste… ya en tus términos entro:

salud y paz en Dios, tajadas peñas; salud y paz, peñascos, montes, breñas…

Dibuja un niño, un niña, leyendo un libro

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16. Marcos, deportista

¡Qué mala pata! Iba caminando nuestro Marcos por una calle de Madrid, enfadado y con la cabeza gacha. Acababa de salir de una cárcel donde, por culpa de la casualidad, había sido retenido durante meses hasta que se pudo comprobar que él, y un amigo suyo, no habían intervenido para nada en el delito del que se les acusaba.

Al cabo de tres meses, nos soltaron de la cárcel, pero tan pobres que no teníamos a dónde ir. Al día siguiente, y para poder comer, tuvimos que vender, yo unas botas escuderiles más gastadas que nuevas y mi compañero, su maleta llena de agujeros, que es cosa común entre escuderos no tener un cofre donde guardar los pedazos de pan que sobra de las comidas, sino en semejantes alacenas, refugio de ratones.

E iba así, de esta manera como digo, cuando se le acercó un antiguo conocido suyo con un problema al parecer “gravísimo” y que no era otro que, a causa de su vida poltrona, no podía dormir, ni comer, ni descansar bien.

-Pues si hacéis lo que yo os voy a enseñar –le dije-, sanaréis de las tres cosas al mismo tiempo. -¡Claro que lo haré! –me respondió él todo entusiasmado- ¡Aunque me cueste una fortuna! -¡No os costará tanto! Mañana, en amaneciendo, levantaos y venid conmigo, que os pienso llevar a un lugar donde vos mismo cogeréis del campo una hierba que os curará de todos vuestros males. Levantóse, o mejor, le obligué a que se levantara, y al punto ordenó que le prepararan el coche de caballos. Yo le insistí en que la hierba no le haría ningún provecho si no iba a por ella a pie. Así que, dejando el coche en su sitio, lo llevé hacia San Bernardino, donde se halla el convento de los Recoletos

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franciscanos, diciéndole que la hierba nacía allí, pero que la tenía que recoger con sus propias manos. Hícele andar de una forma tan acelerada que, enseguida, se puso a jadear como si se tratara de un podenco sediento. Y de tal manera, que buscó un sitio donde sentarse. Pasado un rato, le pregunté si ya había descansado lo suficiente y él me respondió que sí. -Pues, ¿sabéis porqué estáis descansado? Porque antes os cansasteis. ¿Y sabéis por qué no podéis dormir, ni comer, ni tomar descanso? Pues porque previamente no os habéis cansado.

¡Y aquí se acabó el problema! Y, fíjate que estamos hablando de hace 400 años en los que nadie hablaba de “senderismo”, ni “footing”, ni cosas por el estilo:

Quien no se cansa, no puede descansar; quien no tiene hambre no puede tener ganas de comer; y quien no tiene falta de sueño, no puede dormir, así que no se ha de quejar quien no hace ejercicio, que la poltronería es el mayor enemigo que tiene el cuerpo humano. El ejercicio de caminar restaura y cura los daños causados por la ociosidad. Los caballos más ejercitados son los de más resistencia y brío; el pescado del mar Océano, es mejor que el del Mediterráneo, porque aquel siempre está más azotado por hondas profundidades y sus olas son más continuas y furiosas…

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17. Marcos y los bandoleros

¡Cielo santo! ¡Y que a estas alturas de su vida, ´cuando nuestro Marcos de Obregón había decidido marcharse de Madrid e ir a buscar un refugio donde poder rezar y reposar a su gusto, le sucediera lo que le sucedió!

Me determiné a abandonar, como decía, el trajín de la Corte y a buscar la quietud en una tierra más templada como es Andalucía, donde, por cierto, los antiguos griegos situaban el lugar ideal para el sosiego de las almas bienaventuradas.

Porque suele acontecer que los que durante su juventud fueron atrevidos, sinvergüenzas y alocados, buscan en la vejez lo que entones les faltó: paz y sano juicio.

Parecióme que para la quietud que yo buscaba, el bullicio de Málaga no era el sitio ideal. Fuime a la Sauceda de Ronda, donde hay lugares y soledades tan remotos que puede un hombre vivir allí muchos años sin ser visto ni encontrado por nadie, si él no quiere.

Y como suele decirse: “Escapaba de Málaga, y se metió en Malagón”. ¡Alma de cántaro! ¿Y que vinieses a parar, tú, que habías recorrido miles de kilómetros, a un lugar retirado, sí, pero plagado de bandidos? ¡La Sauceda! Un lugar a donde yo viajo muy a menudo en compañía de mi burrita Molinera. Se suponía entonces que era un lugar boscoso, alejado de cualquier lugar habitado por humanos… Pero, por lo que nos cuenta él mismo no era así:

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Cuando llegué a La Sauceda, lo primero que encontré fueron tres bandoleros con muy largas escopetas que me dijeron: -¡Apéese de la mula! Yo les repliqué, demostrando no tenerles miedo y en tono de broma: -Mejor voy subido que a pie. -Pues, si tan bien va, cómprenoslo. -Eso sería – les dije- quedarme sin animal y sin los dineros que no tengo. ¿Quiénes son vuesas mercedes que me venden la mula que yo mismo compré en Madrid? -Después lo sabrá –respondieron ellos con malas maneras-. ¡Agora, apéese!

Pero lo más curioso es que fue a encontrarse allí, aherrojado y hecho preso por los bandidos, con los que fueran sus amos cuando trabajó como ayo y consejero allí en Madrid: el doctor Sagredo y su mujer Doña Mergelina de Aybar.

hombre joven, de buen aspecto y algo locuaz, aunque más colérico y enfadoso que un perro de esos que cría la gente pobre, que molestan al vecindario, ladrando sin parar durante toda la noche y durmiendo de día. Era, por demás, muy presuntuoso y estaba casado con una mujer de su misma hechura: moza muy hermosa, alta de cuerpo, recogida de cintura, delgada que no flaca, derecha de espaldas, que se movía con mucho donaire, ojos negros y grandes, pestañas largas, cabello castaño tirando a rubio, briosa, con no poca soberbia y, por encima de todo, muy presuntuosa.

No contaré aquí los detalles de aquella aventura prodigiosa que, primero juntos, y después por separado, vivió este matrimonio. Tampoco del final del terrible jefe de bandidos, Roque Amador. Pero sí diré que la historia acabó felizmente para todos. Para todos, menos para nuestro Marcos quien, harto de buscar otro lugar y visto lo visto, prefirió volverse a Madrid, también como se dice “con las orejitas gachas y el rabo entre las piernas”

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18. Marcos y los gitanos

¡Qué lástima! Qué mala fama tenían los gitanos en la época que estamos comentando! Son muchos los libros que nos advierten que “ andar solo por el campo y encontrarte una caravana de ellos, era lo peor que te podía pasar”.

Estas criaturas, afanadas por ir de una parte para otra con sus mulos, sus carros y sus pertrechos, siempre de feria en feria, y siempre en grupo, soportaban sobre sus espaldas los delitos que, hechos o no por ellos, se cometían en el territorio. Si ya lo dice también nuestro refranero: “Cría buena fama y échate a dormir; cría mala fama y échate a morir”.

“Asesinos”, “ladrones”, “tramposos”, “embaucadores…” ¿alguien da más? Esos eran los adjetivos con que les agradecía el pueblo sus útiles trabajos realizados como cesteros, esquiladores, herreros, chalanes o fiesteros. Y nuestro Marcos de Obregón, no les iba a la zaga a los que les acusaban de aquello. También es verdad que tenía la mala experiencia de cuando se le escapó su mulo. Pero los gitanos que lo tenían, no se lo robaron…, tan sólo se lo encontraron.

¡Y yo, sin el mulo, ni esperanza de hallarlo! Me fui para el pueblo sobre las nueve o las diez y vi a unos gitanos que estaban vendiendo un animal, muy bien peinadas las crines y la cola, con una enjalma nueva, haciendo gala, además, de su mansedumbre y docilidad. Y decía uno de ellos tantas alabanzas de la bestia que ya tenía a mucha gente engatusada, deseando comprarla. Me acerqué y comprobé que era del mismo color que el mío pero, al verlo tan manso y remozado de crines y cola, no lo reconocí. Vi, además, que se dejaba tocar todas las partes del cuerpo sin alterarse, por lo que jamás pude imaginar que fuese el mío. Le alzaban además las patas y las

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manos, al tiempo que le daban palmadas en el pecho y en las ancas, permaneciendo él tan tranquilo y manso.

Cuando, ya mayor, y de vuelta a su ciudad natal, nuestro Obregón cruzaba los campos de Casarabonela, en la comarca serrana y topó con una caravana de ellos que se dirigían, como muchos otros ganaderos y caballistas a la famosa Feria de Ronda. ¡Y a nuestro héroe le entró canguelo! Mira lo que escribió:

Estaba yo así, entretenido con la exuberante vegetación que se cría por allí, cuando vi una caravana de gitanos por el arroyo que llaman de Las Doncellas. Al verlos, de puro miedo, quise volverme atrás, pero ya ellos me habían visto. Su presencia me trajo a la memoria las muertes que se les achacaba. El camino era estrecho y pedregoso, y tan lleno de raíces de árboles, que el macho tropezaba más de la cuenta. Los gitanos, como se acercaran, le daban palmadas en las ancas, cosa que yo sentía como que me las daban a mí en el alma. Y en medio de tanta turbación y miedo como yo llevaba, mirando con cuidado a ambos lados y moviendo los ojos sin girar el rostro, llegó un gitano de improviso y, asiendo del freno a mi animal, le miró la boca diciendo: “Ya el animal ha cerrado, mi ceñor”, que quería decir que ya había mudado todos los dientes”. “¡Cerrada –dije yo para mis adentros- tengas la puerta del cielo, ladrón, que me has dado tan gran susto!”

Y después de describirnos cómo iban vestidos y los adornos que llevaban, concluye a modo de escapatoria:

Piqué al macho y le hice caminar por aquellas breñas más rápido de lo que él quisiera. Ellos, por su parte, se quedaron hablando en caló, su lenguaje de jerigonza.

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19. Marcos, viejo

odría seguir contándote mil y una aventuras más. Pero prefiero que tú mismo las busques, las leas y redescubras por ti mismo lo que yo

he ido descubriendo con su lectura.

El libro original, el que él escribió puede resultarte un poco “complicadillo”, ten en cuenta que la evolución del lenguaje y su forma de expresarlo han cambiado mucho desde entonces. Nosotros por nuestra parte, de Molinera y mía, hemos procurado facilitarte a ti, a tus padre y amigos su lectura y para ello hemos realizado una Adaptación. “Adaptación” significa que hemos limpiado de “polvo y paja” frases muy enrevesadas, discursos muy largos, palabras antiguas muy difíciles…

Concluiremos este librito (del que por cierto tú también eres autor pues vas a incorporar tus dibujos e impresiones) con algunas reflexiones más.

Vicente Espinel, autor como te he dicho varias veces del libro “Vida del Escudero Marcos de Obregón” (nuestro Marcos), reflejó en éste gran parte de su propia biografía. Sin embargo no todo lo que se lee en él le sucedió a él personalmente, pero sí gran parte.

De todos modos, y como nos sucede a todos los que nos gusta escribir, al final, quieras o no, siempre dejamos nuestra impronta, nuestro pensamiento, nuestros sentimientos y prejuicios en aquello que exponemos. Y Espinel, no fue ajeno a ello.

Marcos… (permíteme que le siga nombrando así, aunque ya sea un anciano) , lo mismo que Espinel, su autor, nos habla bien claro de sus ocupaciones postreras. También de la intención que le impulsó a escribir su novela:

P

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Escribo esta historia sobre mis memorias, no para gloria mía, sino para que sirva de enseñanza a la juventud. Y pues siempre me ha preocupado extraer provecho de los infortunios y adversidades que sufrimos los escuderos pobres, como soy yo, quiero mostrar aquí lo importante que es saber vencer las dificultades y sacar provecho de los peligros. Y ello, para conservar un don tan precioso como es la vida. Me llega este deseo ahora que soy viejo y que tengo una ocupación tan apacible como es la de ser el capellán del Hospital de Santa Catalina de los Donados de esta Real villa de Madrid, donde sobrevivo como puedo, cargando con la enfermedad “de la gota” que padezco. Y tengo la intención de utilizar un estilo sencillo que sea del agrado de mis lectores, imitando así a la propia naturaleza que, antes de regalarnos sus frutos, nos aporta primero un verdor apacible a la vista, luego una flor que nos alegra el olfato y, por fin, un fruto sabroso con el que, al comerlo, extender su semilla, garantizando así la perpetuidad de la especie.

¡El bueno de Espinel! ¡El travieso de Marcos! Ambos cogidos de la mano; y ambos disfrutando de un mismo comienzo y padeciendo un mismo final… Él (perdón), ellos, nos recomendaban que cuando leyéramos su libro (no éste, el original…) que no nos quedáramos con las anécdotas y lo leyéramos con los ojos del alma, es decir buscando lo provechoso que tuvieran para nuestra vida y salud espirituales. Que hagamos deporte –nos aconsejaba-; que nos divirtiéramos con los amigos; que cantáramos, bailáramos y recitáramos poesías; que disfrutásemos de las fiestas y de la familia…, pero en lo que más insistía era en que no nos dejemos llevar por la flojera, la poltronería y la comodidad. En resumen: el aburrimiento improductivo. Por eso quiero finalizar este breve repertorio con una cita que me paree muy oportuna traer a colación y que yo también pondría en mi misma boca:

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Me llora el corazón cuando veo excelentes personas rendidas ante un vicio tan cómodo como es la ociosidad. Se queja el ocioso de su desdicha y murmura en cambio de la dicha de los que, con gran trabajo, han conseguido reunir una fortuna; tiene envidia y se lamenta de lo que él mismo pudiera haber conseguido. El ocioso ni come a gusto, ni duerme con quietud, ni descansa con reposo porque la flojera, el poco brío y el mal ánimo vienen a convertirse en sus azotes y verdugos. Marcos de Obregón, ya viejo, escribiendo su novela.

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20. Las cenizas de Marcos

¡Madre mía, qué desastre! No sé bien qué pensar… Bueno… sólo aquello que ni siquiera sirve de consuelo; y que es lo de “Polvo eres y en polvo te convertirás”. ¡Y, en este caso que nos ocupa, más que polvo… cenizas!

¡Mira que me lo ha advertido mi burra, Molinera!

-No les hables a los niños del final del tal Marcos. O si lo haces y aunque mientas, diles algo bonito…!

-Los niños no son tontos –le he respondido sus enfadados rebuznos-. Ellos saben mejor que nosotros lo que nos pasa a todos, personas, animales y cosas, al final de nuestra vida…

Y eso voy a hacer ahora, y te pregunto: ¿A dónde crees, amable lector, atenta lectora, que fue a dar, una vez falleció, Marcos con sus huesos?

Primero te diré, como buena noticia, que estando trabajando como sacerdote en el Hospital de los Donados de la capital de España, y ya anciano y achacoso, fue elegido para ocupar el cargo con el que siempre había soñado: el de ser, primero Maestro de música de capilla, y después Capellán Mayor de la Capilla del Obispo. Esta Capilla denominada del Obispo por estar dedicada al obispo de Plasencia que fue quien la pagó, se encuentra adosada a la famosa Iglesia de San

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Andrés del barrio de Lavapiés, de Madrid. Aquí precisamente fue donde, en 1624, y también como él quería, fue enterrado.

¿Ya está? ¿Se acabó con ello la historia del protagonista y del escritor? Ahora toca la mala noticia: que habiendo sido enterrado en la cripta de dicha iglesia, sus huesos permanecieron allí hasta el año 1936. Año aciago en el que, por la rebelión de unos, y la rebeldía de otros, la Iglesia resultó incendiada y con ella, todos los documentos, archivos, reliquias y difuntos que allí había. ¡En fin, que el malhadado de nuestro amigo sufrió de dos tipos de muertes: una natural, de puro viejo; y otra, violenta, quemado muerto!

-Noooo, tranquila, Molinera, que no voy a terminar así esta historia…. Además voy a contar una cosa que tú no sabes. Este verano, y coincidiendo con las fiestas de La Paloma que se celebran en este barrio madrileño, tan castizo por otra parte, me acerqué a esa Iglesia de San Andrés (esta vez sin ti, burrita, porque no están los adoquines de las calles como para meterte por allí, con herraduras y a visitar iglesias). En su interior hablé con el párroco don Juan Francisco, pero por más que le preguntaba por nuestro personaje sólo me sabía decir una cosa: ¡Aquí, de aquella época, ya no queda nada! ¡Todo resultó arrasado!

Y con las mismas me salí a la calle. ¡Y allí estaba un montón de gente celebrando la Verbena que te decía. ¡Qué jolgorio! ¡Qué alegría! ¡Chotis, chulapos, mantones de Manila, peinetas… y un montón de cosas más! Le di la vuelta a los recios muros de la Iglesia y, en la que llaman Plaza de la Cebada, y en un tablado flamenco que habían montado allí, comenzó a sonar un guitarra. Una guitarra que nos hablaba de Cuba, Colombia, Dominicana, Venezuela… entonando aquellos cantes tan bonitos de ida y vuelta. Yo, emocionado y no pudiéndome contener, me puse entonces en pie y recité aquella estrofa espineliana que me enseñaron unos niños repentistas (que inventan la letra sobre la marcha) y que dice así:

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“Aunque el poeta inventor fuera Vicente Espinel,

la décima ya no es de él sino del pueblo cantor.

Si la inventó un ruiseñor o si la plantó un isleño, o si fue un margariteño quien le dio la picardía como no es tuya ni mía

nos tiene a todos por dueño”. ¡Y a gente rompió a aplaudir, y yo, Molinera, a llorar y a reír al mismo tiempo!

Dibuja lo que te parezca…

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