Marcos Garcia de La Huerta Reflexiones Americanas Ensayos de Intrahistoria

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MARCOS GARCÍA DE LA HUERTA Reflexiones Americanas Ensayos de Intra-Historia

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MARCOS GARCA DE LA HUERTA

Reflexiones AmericanasEnsayos de Intra-Historia

LOM PALABRA DE LA LENGUA YMANA QUE SIGNIFICA

SOL

A Mara Elena

Reflexiones Americanas. Ensayos de Intra-Historia LOM Ediciones Primera edicin, mayo 1999 Registro de Propiedad Intelectual N 107.759 I.S.B.N: 956-282-171-4 Motivo de la cubierta: A. Aguilera Diseo, composicin y diagramacin Editorial LOM, Concha y Toro 23, Santiago. Fono: 688 52 73 - 672 1265 Impreso en los talleres de LOM Maturana 9, Santiago, Chile Fono: 672 2236 - 672 5612 Fax: 673 09 15 Impreso en Santiago de Chile.

"Este libro no tiene una funcin demostrativa. Existe como preludio, para explorar el teclado y esbozar un poco los temas, y ver cmo la gente va a reaccionar, dnde van a situarse las crticas, dnde las incomprensiones, dnde las cleras..." "Lo que he dicho no es 'aquello que pienso' sino lo que con frecuencia me pregunto si no podra pensarse..." "Podra decir que se trataba de pistas a seguir, importaba poco a dnde condujesen, incluso era importante que no condujesen a ninguna parte, que no tuviesen de antemano una direccin determinada. Eran lneas trazadas someramente. A ustedes corresponde continuarlas o conducirlas a otro punto. A m proseguirlas eventualmente o darles otra configuracin. Vamos a ver, en efecto, qu se puede hacer con estos fragmentos." Michel Foucault

AGRADECIMIENTOSEsta obra fue posible gracias a la ayuda que me brindaron la Comisin Nacional de Investigacin Cientfica y Tecnolgica (CONICYT); el Departamento de Desarrollo de la Investigacin de la Universidad de Chile (DDI) y desde luego el Departamento de Estudios Humansticos de la Facultad de Ciencias Fsicas y Matemticas de la Universidad de Chile, donde trabajo. Quisiera expresar as mismo mi reconocimiento a los colegas y amigos que me hicieron sus sugerencias y crticas, a Jaime Valdivieso y a Carla Cordua por su generosa respuesta y estmulo, a Cecilia Snchez por la temprana atencin que brind a estos ensayos y por su permanente aliento, y a Jorge Vergara por sus observaciones y sugerencias. Agradezco, por ltimo, a LOM Ediciones por la pronta y entusiasta acogida que dio al manuscrito.

Prefacio

La pregunta que imperiosamente se haca Bolvan "Qu somos?", ha seguido resonando en las voces de indigenistas, hispanistas y en las de quienes se preguntan ahora por la identidad latinoamericana. El propio ser se nos ha planteado como problema, y ste parece ser un rasgo distintivo, pues ni los norteamericanos ni los europeos, salvo quizs los espaoles, se han cuestionado tan persistentemente sobre s mismos. Seguramente eso responde, en parte al menos, al hecho de que nuestra historia se ha construido en abruptas y sucesivas superposiciones que han terminado por hacer borrosas las huellas. Pero tambin a la necesidad de autoafirmacin de un ser que otros nos han negado o regateado. La pregunta ahora no es la misma de los comienzos. Hemos aprendido, como todo el mundo, a desconfiar de preguntas como stas: "Qu somos?", "Qu es el hombre?", "Cual es su esencia?" o "identidad", parecen cuestiones eminentemente bizantinas, que nunca encuentran una respuesta satisfactoria. Tal vez porque no la hay, porque cada cultura contiene tal multiplicidad de cdigos, que esas preguntas admiten necesariamente respuestas variadas. De modo que sirven de mecanismos identificatorios, de autentificacin. No sera, entonces, preferible reformular el enunciado de la cuestin y hurgar por detrs de esta pregunta para averiguar al menos si somos lo que creemos que somos e intentar precisar mejor lo que est en juego con la supuesta "identidad"? As replanteada la cuestin tal vez podra rendir nuevos significados o producir algn redoble de significado. Pues, lo ms interesante, a fin de cuentas, en esto de la identidad, es llegar a ser algo distinto y mejor de lo que se ha sido, tomar distancia o rechazar tal vez, lo que somos. Para eso es preciso identificar aquello con lo que hay que romper. 11

"No somos nada todava, pero estamos en vas de ser algo; por eso no tenemos an una cultura, no podemos tenerla!". As responda Nietzsche la pregunta de nuestro encabezado, refirindose, claro est, a los alemanes. No lo deca con la intencin de rebajar o apocar, sino para provocar el deseo de ser algo ms, de querer hacer de s mismos algo mejor. En Amrica Latina hay, por de pronto, una tensin constitutiva que deriva de su singular relacin con Europa y Occidente. Se trata de una constante, un conflicto secular entre una cultura vernacular o tradicional y un proyecto modernizador que plantea la necesidad de reformar aquella. No hay, en efecto, un propsito ms sostenido, un motivo ms recurrente en la tradicin latinoamericana que ste de la modernizacin. Desde el siglo XVIII hasta hoy, sucesivamente los jesuitas ilustrados, los liberales y positivistas del siglo XIX y por ltimo marxistas y neoliberales del siglo XX, todos en distintas formas y con diversos lenguajes, lo que han propuesto como motivo conductor es la famosa "modernizacin". Lo moderno, sin embargo, coexiste junto a lo arcaico y nuestra relacin con el modelo europeo o el americano sigue siendo algo mimtica, ambigua y problemtica. Las estructuras e instituciones, las prcticas y las formas de ejercido de la libertad, lo que se suele llamar el echos cultural, son, en buena medida, herencias del pasado. Pero no ha sido la nuestra slo una "modernidad inacabada", como dira Habermas, tambin ha sido una modernidad inaceptada, resistida, incluso combatida. De modo que bajo el discurso y el nimo modernizadores subsiste una tradicin antimoderna robusta y de buena salud. El dilema entre modernidad y antimodernidad se ha tornado todava ms complejo actualmente, porque se ha reducido la modernizacin a una sola forma y modelo -el ultraliberal-, al punto que se ha producido una suerte de dictadura del pensamiento econmico, de neototalitarismo "tcnico" que monopoliza el discurso modernizador. Es una reduccin que vena siendo preparada, por lo dems, desde mucho antes, a travs de la identificacin de la modernizacin con el desarrollo. Bastara, no obstante, advertir el nfasis que se da a la educacin y al desarrollo cientfico, por ejemplo, para percatarse del abismo que nos separa del Primer Mundo: la sola estructura del gasto en este continente ya resulta turbadora por la barrera que significa para cualquier afn modernizador. De hecho esa distribucin garantiza la reproduccin indefinida de las condiciones del "subdesarrollo" y reduce a su real dimensin la retrica sobre el "combate a la pobreza". Nos interesa, sin embargo, mirar a travs de estos desfases del discurso, tomarlos como otros tantos indicadores de un imaginario utpico. Pues, no se trata de reemplazar una arenga por otra ms edificante, sino de leer como

sntomas esos desfases y considerarlos como signos de otra cosa: en ellos asoma, pensamos, una historia remota, enterrada viva, que es preciso exhumar e interrogar. No hemos nacido con la repblica, como se ha querido creer, ni sta conjur, como supuso, el pasado colonial que maldijo. La Mistral ya lo adverta: "Para mi tierra la Colonia no pasa todava", escribi, aludiendo a Chile. Pero lo mismo vale en alguna medida para Amrica Latina. Los habitantes de Macondo, recordemos, padecan de una "idiotez sin historia" que los condenaba a reiterar el mismo pasado, sin acertar con el antdoto que lo volviera irrepetible. En los individuos, es signo de vejez la agudizacin del recuerdo de lo remoto con prdida de la memoria reciente. Pero ocurre al revs en los colectivos: es un rasgo infantil que la memoria de corto plazo se vuelva invasora, obsesiva y excluyente. El antdoto de esta amnesia es la utopa, un sueo de futuro que neutraliza el agostamiento de la memoria. La utopa funciona como una forma de escapismo: u-topos, "en ningn lugar", pero en algn tiempo que no es hoy. El vaco de pasado se convierte en porvenir pleno, pero slo soado. Esa falta de integracin del pasado es justamente una buena caracterizacin del "subdesarrollo" pues, en lo sustantivo, ste consiste en un acortamiento de la memoria que es al mismo tiempo falta de mirada de futuro. El "subdesarrollo" concentra la temporalidad en el presente y cierra el paso a las estrategias y acciones de mayor aliento. Y quien recin deja de ser "pobre", tambin necesita olvidar el espesor simblico, cualitativo, de la "pobreza". Necesita, por ende, olvidar que la estructura poltica, la institucionalidad y la llamada cultura, son componentes de la capacidad "productiva". En una palabra, la misma concepcin econmica del poder sostiene a la pobreza y a los "combatientes" de la pobreza. Por eso preguntamos si no es el "desarrollo" una retrica del poder, una expresin ritualizada del paternalismo o, como dira Bataille, una forma de sacrificio. La destruccin del excedente no slo caracteriza a las sociedades "primitivas" que hacen de ello una celebracin festiva; segn Bataille, define un hecho social bsico. Los hombres no se renen en sociedad para mejor satisfacer sus necesidades, como pretende la Economa Poltica y el propio Marx, sino que el fenmeno primordial es el lujo, el gasto del excedente y el derroche. En lugar de "modo de produccin", habra que hablar de "modo de dilapidacin" o de "sacrificio". En lugar de la tesis del utilitarismo que pretende que la economa sirve al bienestar y la felicidad del mayor nmero, Bataille sostiene que a la humanidad nunca le ha importado un comino la pobreza e incluso que jams lograr erradicarla con los mtodos actuales.

En la ptica de esta paradojal economa del despilfarro, el objeto de apropiacin por excelencia es justamente el dispendio, a travs del cual el bien que se obtiene es prestigio, rango, estatus, jerarqua. La acumulacin de todo eso constituye poder. El erotismo mismo sera una expresin privilegiada de este movimiento de destruccin gozosa, de derrame dilapidatorio de la energa y la riqueza. De modo que la lgica del derroche se impone no slo en las llamadas sociedades primitivas sino en todas las conocidas y desde luego en las sociedades capitalistas que son aventajadas maestras del dispendio, del consumo suntuario y de la destruccin ostentosa de la naturaleza. La innovacin permanente es ella misma un gigantesco holocausto, que implica la obsolescencia del capital acumulado. De all que resulte hasta cierto punto ilusoria la acumulacin, que el concepto weberiano de ascetismo profano haba propuesto como piedra angular y contribucin fundamental de la tica protestante al mundo moderno. Ese concepto est puesto en entredicho en las sociedades de consumo y de innovacin dilapidatoria. Esta concepcin resulta pertinente e iluminadora, porque la pobreza no se constituy en Hispanoamrica slo como herencia material. Los desheredados de la fortuna en nuestro continente han sido en alguna medida resultado de una derrota, de modo que la pobreza no es un fenmeno slo econmico. Hoy se ha convertido en una banalidad afirmar que la pobreza es cultural y lo que sorprende es que haya sorprendido alguna vez. Era, sin embargo, una gran novedad cuando hace cerca de medio siglo, Oscar Lewis mostr que constitua una forma de vida estructurada que l llam justamente "cultura de la pobreza". Se entiende, no obstante, todava insuficientemente la pobreza cuando se excluyen de ella las relaciones de poder y las formas en que stas se inscriben en los cuerpos. La desigualdad que instauran las "condiciones materiales de existencia" tiene un espesor simblico, sicolgico y corporal que desconocen de plano los programas de ingeniera social. Incluso Hegel vio en el trabajo el elemento de la liberacin, cuando el trabajo puede esclavizar y hasta matar. Pero, para dejar atrs la concepcin econmica del poder que ha dominado desde el siglo XIX, es preciso reponer al mismo tiempo la cuestin acerca de la cultura y su relacin con el poder. Con estos gruesos trazos intentamos tan slo rayar la cancha y llamar la atencin sobre la necesidad de interrogar esos aspectos enmascarados o insuficientemente atendidos del pasado, que se suele identificar justamente como "cultura". Los programas modernizadores la excluyen de la pcima de sus modelos, sea porque subestiman la "ideologa" o porque sobreestiman la ganancia. Pero igual se ha replanteado recientemente entre nosotros con singular

fuerza, por razones que no es del caso analizar y que no nos son, por lo dems, del todo conocidas. La crisis de la forma precedente del Estado, la destruccin de las democracias y la liquidacin del modelo de modernizacin anterior: todo ese sbito agrietamiento del suelo de certezas, ese cuarteamiento general del mundo, ha de estar en esto presente y trabajndonos. Seguramente, con ms de algn sesgo local: no es posible saltar sobre la propia sombra. Pero en esto es al lector a quien corresponde introducir los correctivos y completar el cuadro con sus propios referentes, experiencias y perspectiva. Veamos, pues, qu resulta de estas Reflexiones. "A ustedes corresponde continuarlas o conducirlas a otro punto. A m proseguirlas eventualmente o darles otra configuracin. Vamos a ver, en efecto, qu se puede hacer con estos fragmentos".

Primera parte Posdata a los quinientos aos

Reflexin Primera Introductoria"Tuvimos un Estado y una Iglesia antes de ser una nacin" Octavio Paz

La "intra-historia"Estas Reflexiones surgieron, al menos en su Primera Parte, al tenor de los numerosos actos recordatorios del Quinto Centenario, cuando el tema del Descubrimiento se convirti en lema, algo as como: "Coln a toda costa" o "Evangelizacin II". En definitiva, la interrogacin gir en torno al fenmeno colonial, a sus efectos sobre el imaginario, sobre las relaciones sociales y sobre la cultura en particular. En una palabra, sobre la historia invisible, la que transcurre al margen de la epopeya, alejada del ruido de las batallas, la que no sabe siquiera de cdigos y edictos, de hroes ni de tiranos, la que se sustrae al espectculo de los eventos ms aparentes dominados por la poltica y la accin del Estado 1. La travesa que viene ahora al caso no es, pues, a cielo descubierto 'por mares nunca antes navegados', sino un descenso al subsuelo cultural, una exploracin en la historia recndita del continente, tomando como punto de orientacin las proyecciones que ahora pueden avizorarse, despus del medio milenio de choques e interacciones entre dos mundos de tan abrupta asimetra como eran el peninsular y el indiano. Mejor dicho, la constelacin de pueblos que habitaban las nuevas tierras, pues si de algo sirvieron esas conmemoraciones fue, a fin de cuentas, como pretexto para repensar nuestra diversidad en un nuevo contexto y aquilatar la vigencia que pueda tener la idea americanista. El trmino "intra-historia" lo tomamos de Unamuno, aunque torcindole bastante el sentido. Queremos con l aludir a esas zonas invisibles de la realidad humana hasta donde no suele llegar la disciplina histrica. La metfora es incmoda por lo que tiene de geolgica: las capas o estratos terrqueos se superponen y sustentan unos a otros, siendo los ms "internos" los ms"Coln a toda costa" es el ttulo de un ensayo de Jos Ricardo Morales.

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arcaicos. En tanto decantados de otro tiempo -estelar y galctico-, ellos atestiguan de otro ritmo del acontecer csmico. La intra-historia sugiere, en este sentido, la larga duracin, en cuanto trasciende los acontecimientos y gestas que agitan la superficie. La intra-historia no porta, sin embargo, ni es base o fundamento de una "historia corta". Su relacin con sta es ms de inclusin e imbricacin que de fundamentacin; ms de continente a contenido que de cimiento a estructura. La historia de superficie logra sus resultados embotando la sensibilidad para lo interno y oculto, del mismo modo que el saber arqueolgico, a falta del espesor simblico de la escritura, est sujeto y limitado por la espacialidad tcnica y fsil de su objeto. La intra-historia respeta la integridad de la "objetividad" historiogrfica, pero construye un segundo objeto en el primero, que procura a ste otra dimensin: muestra su lado menos aparente o invisible. Pertenece, sobre todo, a otro orden del acontecer en el que se disea y define una formacin secreta y poderosa de la realidad que requiere por eso mismo ser interrogada. El fenmeno colonial en especial, ha sido visto preferentemente como acontecimiento espacial. No se ha explorado suficientemente su configuracin interna, su penetracin e incorporacin en el colectivo a travs de los efectos de poder que ejerce sobre el imaginario, sobre las relaciones sociales en general y sobre las familiares en particular. El cambio y desplazamiento de ptica que esto supone ha de producir a su vez, desplazamientos de significado y suplementos de significado, nuevos efectos de conocimiento. La historia republicana, por su parte, tiene su propio lado espectacular: el fulgor de la epopeya, la fundacin de Estados, la "liberacin" y luego el yugo de la nueva ley. Todo eso tiende a producir otros tantos efectos de ocultamiento, pues circunscribe el objeto histrico a la poltica, entendida como lo que hacen los polticos: civiles o militares. Si la repblica se autodefini reactivamente frente a la historia precedente sin lograr exorcizar enteramente sus fantasmas, la historiografa republicana qued igualmente atrapada en la espacialidad de los fenmenos y definida como politografa: el mismo efecto de "retorno de lo indeseado", se reproduce en distinto plano, es decir, se reitera la misma mirada politocntrica que atiende preferentemente a los hechos del poder e ignora su estructura y su especificidad. La funcin primordial de la politografa en este sentido es procurar la justificacin y el reforzamiento del poder recin constituido. Cmo? Simplemente narrando los hechos del poder, sacndole brillo a las victorias, justificando las derrotas o trocndolas por la gloria cuando resultan injustificables, en fin, magnificando a los genios de la guerra o del derecho. Actuando, en suma, como el operador "objetivo" que produce un suplemento de legitimi-

dad del Estado. Los historiadores de la poltica son agentes oficiosos del poder, ministros sin cartera del Estado que por la va de su consolidacin y legitimacin, contribuyen de paso a consolidar su propia disciplina. Mientras ms "objetivo" el orden del discurso, ms inadvertida e inapelablemente tiende a replicar el mismo paradigma que informa y determina su objeto. Cuando Nietzsche caracteriza al filsofo como "mdico de la civilizacin", piensa sin duda en esa dimensin interna y no aparente de la temporalidad, que es justamente la que intentamos precisai. por contraste, bajo el concepto de "infrahistoria". El mdico tampoco se limita a ver con los ojos de la cara: la medicina no es una ciencia puramente perceptiva. De modo que el "mdico" en que pensaba Nietzsche debera ser algo as como un "internista", cuya mirada traspase la sintomatologa perifrica y cuyo campo de visin se extienda como el de ste al intra-cuerpo y su fisiologa. Sera, pues, una suerte de medicina interna de la historia la que ejerce ese facultativo de la civilizacin. Si en el discurso interesa lo no dicho y lo no pensado, por qu no habra de importar en la historia lo no manifiesto, lo omitido, incluso lo que no se hizo o lo que no pudo acontecer? Cmo se explica el espesor simblico de la Colonia frente al cual el perodo republicano-liberal suele representarse como una costra y un barniz de ltima hora, si no es por esa historia soterrada que no pasa, que apenas transcurre en lo invisible, en un espacio instantneo y con profundidad propia? La Conquista representa en cierto modo la apoteosis de la espacialidad, la hazaa / desastre que acontece en la exterioridad pura y que parece agotarse en el relato de la crnica. Sin embargo, en la medida que es internalizada por el conquistado, ella tambin es incorporada a un rgimen de verdades. Ni siquiera las crueldades son puramente episdicas: se sostienen en una estrategia de reduccin destinada a provocar el "entraamiento del miedo", a desarmar moralmente al adversario, a subyugarlo y paralizarlo ms bien que a aniquilarlo. Los efectos de "asimilacin" comienzan a producirse ya antes de la introduccin a rompe y rasga de cdigos morales, polticos y religiosos extraos e incomprensibles. La exposicin de la fuerza forma parte de una estrategia de des-concierto y desarme, de fascinacin y a la vez de internalizacin del miedo, que prepara y abona el terreno para lo que ha de venir. En las conquistas, raramente est ausente este uso del terror que se orienta a obtener el sometimiento, a convencer al otro de que la resistencia es intil, que doblegarse es lo nico razonable. Se apela para ello a esa forma casi biolgica del oportunismo que pone la vida por encima de la libertad. De este modo, la violencia termina por asumir forma humana como fuerza hecha ley, autoridad, orden, propiedad, Estado.

La intra-historia como "genealoga".Ms all del inters anecdtico expresado en la crnica, la violencia reviste un inters suplementario como hecho sicolgico, moral e institucional. En eso consiste la internalidad de lo espectacular de las gestas y la "actualidad" de la Conquista, si as puede llamarse. Pues la discriminacin y la marginacin no son fenmenos que acontecieron hace mucho. Pertenecen a una historia que se perpeta sin tiempo; que tan pronto transcurre en el siglo XVI y XVII, o en las huellas y heridas que su herencia dej en el presente. Huellas de las furias, de la injusticia generada en relaciones injustas, que slo se pueden borrar en la medida que generen relaciones justas. No podemos, en efecto, evitar que lo que ha sido sea todava, pero adquirir o no sentido en las preguntas que podamos dirigirle ahora. Si en el recuerdo falta ese sentido proyectivo, de futuro, tampoco hay la excitacin y la expectativa que provoca hurgar en sus pliegues y honrarlo con la memoria. Aunque se trate, como en este caso, de un descenso a los infiernos, pues la fundacin no fue un acto apacible. No nacimos del contrato y el acuerdo, sino del acto de insocialidad e intolerancia supremo, una guerra, en la que hasta los dioses fueron impuestos. Las dos fundaciones de que tenemos recuerdo, significaron deposicin, mutilacin y ruina. El inters de volver la mirada hacia atrs y explorar aun en el pasado ms remoto, est asociado, paradjicamente, a experiencias traumticas recientes. Es frecuente, por dems, que las sociedades que sufren las mayores conmociones y sacudidas en sus convicciones, reaviven su inters por su pasado, con la secreta esperanza de hallar algn hito u orientacin que pueda arrojar nueva luz sobre un presente que la mirada familiar tiende a rechazar y echar al olvido, acaso por resultar incomprensible o aberrante. Desde este ngulo, esta exploracin en la "intra-historia" y en particular en esas formas invisibles del poder que impregnan los cuerpos, las instituciones, es una suerte de genealoga del autoritarismo, una bsqueda de los ancestros arcaicos de nuestra cultura, y de sus secretos lastres de compulsin y violencia 2.2

Es tan falso pretender que nuestra historia comenz con la Repblica como hipcrita suponer que slo la Conquista o la Colonia excluyeron y marginaron. Por de pronto, las mayores batidas contra las culturas nativas -al menos en Argentina, Chile y Uruguay-, se llevaron a cabo en pleno siglo XIX. Con la diferencia que no se alz una sola voz para denunciar su arbitrariedad, como lo hicieron tres siglos antes Las Casas y los juristas de Salamanca, que rebatieron todos y cada uno de los ttulos de legitimidad de la Conquista. En el siglo XIX la legitimacin estrictamente secular del poder civil, haba vuelto inaplicable la distincin cannica de guerra santa y guerra injusta. An as, Espaa a su hora fue la nica nacin colonial moderna que se atrevi a levantar una discusin a fondo sobre la conquista. De ese debate surgi la "leyenda negra", pero fue el comienzo del Derecho Internacional de Gentes y el primer esbozo de carta moderna de derechos humanos. La herencia de "tres siglos de afrenta" cuya huella supuestamente "lavamos", es visible todava; no slo en las distintas formas de represin y censura y en las prcticas judiciales donde todo el mundo las advierte, sino en las costumbres donde encuentran el espacio propicio para su reproduccin. La pervivencia de la Colonia que adverta Gabriela Mistral, es ante todo expresin del deseo de que ese pasado, efectivamente, "pase" 3. Pero no es posible hacer apuestas sobre el futuro como si se habitara sobre la luna o en el ninguna parte de la U-topa. Entre el mnemonismo y la amnesia totales ha de haber un punto en que la seleccin de los olvidos evite quedar paralizado, sepultado, como Funes, bajo el peso de los recuerdos 4. Padecemos no slo a los vivos, tambin nos pena lo muerto: ese pasado incriminatorio que no termina de ser inhumado. No es posible rehuirlo, pero el recuerdo requiere re-inventar y procesar lo que ha sido. A fin de cuentas, si algo caracteriza la "identidad" ex-cntrica, ms o menos maldecida que hace nuestra contumaz alteridad respecto de los paradigmas europeo y norteamericano, es ese residuo arcaico, trasfondo soterrado y negado del pasado remoto. Desenterrar esa historia recndita significa, por otra parte, adentrarse en lo mtico y simblico, que es justamente uno de los espacios del encuentro / desencuentro del mundo indiano con el europeo. Significa tambin,3

El trmino "genealoga" se inscribe, como se sabe, en la lnea de pensamiento iniciada con Nietzsche y reacuada por Michel Foucault. Este ltimo distingue la genealoga y la historia que es memoria y tiene como soporte la conciencia. En cambio, la genealoga es una suerte de contrahistoria que articula la memoria con las luchas. Muestra el choque que hizo posible el nacimiento de formas de vida y de cultura. Por tanto, no puede sustentarse sobre una filosofa del sujeto. V.gr. la moral es un objeto genealgico para Nietzsche, como podra serlo tambin el amor, la piedad y la concupiscencia; o la locura, la clnica, la prisin, el encierro y el racismo, para Foucault. (M.Foucault: Nietzsche, la genealoga y la historia. Ediciones Pre-textos, Barcelona 1992.

"De tres siglos lavamos la afrenta". Verso del Himno de Yungay. "Para mi tierra la Colonia no pasa todava" (Mistral), es de "Carta a Aguirre Cerda" (1de Febrero, 1920). En Roque Esteban Scarpa. La desterrada en su patria. Editorial Nascimento, Santiago 1977, t. II, p. 339. 4 Funes el memorioso es el personaje de Borges que padece una hipertrofia de la memoria que no le permite olvidar nada, de modo que queda perdido en una maraa de datos insignificantes. "Funes ya no poda pensar porque pensar es olvidar diferencias ". El recuerdo del amnsico es tambin fragmentario e inconexo, de modo que en este caso para poder articular la memoria sera preciso aprender el rgimen de los olvidos.

como decamos, pensar la violencia en sus expresiones menos ostentosas, no expresas, pero impresas en las instituciones y en las prcticas. Significa, por lo mismo, detener la mirada no slo en los elegidos, no eludir la presencia de los mrgenes, fijar la atencin en los bordes. Es decir, desbordar el pensar logo-cntrico que domina en la reflexin docta y que tiende a ser excluyente. Eso supone poner a prueba el etnocentrismo fundamental de las dos vertientes de la tradicin occidental, la greco-romana y la judeo-cristiana. El mundo para los primeros se divida entre griegos y brbaros, para los segundos, entre elegidos y extranjeros, fieles e infieles, civilizados y primitivos. Amrica, en cambio, desde el comienzo es un mundo des-centrado, ex-cntrico, en que el intruso desaloja al residente, en que el dueo de casa es el importuno. No son los esclavos y las mujeres los excluidos como en el mundo antiguo, sino los "naturales" que, por una paradoja de la Conquista, se convierten en intrusos en su tierra. Sometidos a la ley del otro, un rey fantasmal, dominador invisible que habita en otro planeta, pues eso era en el siglo XVI el "ms all del ocano" para esos singulares "intrusos" dueos de casa. Los indoamericanos son los primeros aptridas del mundo moderno y la Conquista, la introduccin general al holocausto. La excentricidad original del mundo hispanoamericano marc en cierto modo su existencia posterior. Los Estados nacionales nacidos en el siglo XIX son un ensayo relativamente fallido, en la medida que reproducen la misma tensin fundamental entre una cultura vernacular y un proyecto transformador impulsado desde arriba. Si bien los nuevos Estados surgen contra la tradicin imperial, en el mejor de los casos son su rplica representativa a escala reducida: el mismo protagonismo del Estado y un rgimen de poder interior que deja intacto el problema de la diversidad, de la integracin de los mrgenes. Se abre, en suma, un espacio pblico slo de algunos, que a lo ms tolera las diferencias, sin permitir su expresin y despliegue: slo admite que sean representadas. Pero una ciudad que no consigue imponer la regla fundamental de igualdad, que mantiene como la luna un lado oscuro que no consigue eliminar ni integrar, no puede sostener un discurso sobre modernidad y modernizacin que no resulte fullero.

El problema de una latinoamericanstica generalHay una dificultad inicial, sin embargo, que surge al intentar definir nuestro objeto: "Amrica Latina" es un trmino emblemtico y a la vez problemtico. Nace como distintivo para diferenciarla de la otra Amrica, pero no es evidente la "latinidad", tampoco que haya una unidad cultural en el confinente. Son bastante manifiestas las diferencias, entre centro y sudamericanos, entre caribeos y andinos, entre las distintas naciones y aun al interior de cada una de ellas. Parece extrao, pero las Antillas, Mesoamrica y los Andes, definen an fronteras tanto si no ms reales que los lindes administrativos de los Estados nacionales. Subsisten, en fin, las culturas aborgenes, sobre todo en los reductos de los antiguos imperios y en los mrgenes donde han conseguido mantener su cohesin, sentido de pertenencia y tradiciones. Cuando se habla de "Latinoamrica" como si fuera un todo, se acenta lo que une y se omite lo que divide, pues se presume, y con razn, que hay un beneficio en la unidad y un perjuicio o menoscabo en la diversidad. Pero unidad no significa uniformidad: el contraste y la contradiccin son constitutivos de la realidad humana. La unidad existe en la pluralidad y la heteronoma. Por de pronto, en Latinoamrica se hablan distintas lenguas. Aunque las oficiales o mayoritarias sean el castellano y el portugus, decenas de millones de hombres siguen hablando el quechua o el aymara. Como se sabe, a pesar de las fronteras nacionales, hay menos diferencias en nuestro idioma que las existentes en la propia Espaa, donde millones lo aprenden como su segunda lengua, despus del cataln, el vasco o el gallego. No es seguro que entre nosotros perdure la unidad idiomtica, pero es un signo de nuestra peculiar modernidad que llegara a Amrica un castellano constituido en lengua oficial, recin codificado gramaticalmente y que fue depurndose de la carga dialectal que arrastraba en la pennsula desde la Edad Media. Es una singular coincidencia, pero un smbolo a la vez, que la Gramtica Castellana se haya publicado precisamente el mismo ao del "Descubrimiento". La renuncia a la diversidad linguistica que representa el castellano se minimiza al compararlo con el beneficio de su potencial formador y literario. La posibilidad de integrarse cada cual al mundo, su derecho a la ciudadana cultural, laboral y poltica, pasa por la lengua que se habla. Es un hecho demasiado familiar y por eso tiende a pasar inadvertido, que el lenguaje es en cierto modo previo al derecho y ste a su vez lo supone. En qu quedaran las libertades, la igualdad y las garantas reconocidas al ciudadano, para quien no sabe hablar o escribir? "Los lmites de mi lenguaje son lmites de mi acceso al mun-

do", podra decirse. Pues la relacin al mundo pasa por el lenguaje y es a la vez ldica, laboral y profesional; poltica, en suma, en el sentido ms trivial del trmino: constituyente de un sentido comn. La lengua es, literalmente, un capital simblico de propiedad comn y cuya socializacin es completa: de circulacin ilimitada, de costo mnimo y en principio sin desposedos. La religin catlica es un segundo elemento de la cultura originaria. Puede discutirse la hondura y verdad actual o pretrita de la fe catlica en el continente. El historiador Ricardo Krebs, por ejemplo, ha sostenido que las masas populares no han logrado ser conquistadas por la Iglesia; algo que siempre sostuvieron, por lo dems, sobre los indgenas, los antiguos misioneros. El telogo Sergio Silva, por su parte, admite que "en el pueblo pobre existen muchos valores cristianos", pero se niega a concluir que "haya un sustrato catlico en la cultura". Mario Gngora, en cambio, retaba con la paradoja de que no seramos cristianos sino marianos. El Padre Alberto Hurtado se haca la pregunta a propsito de Chile en un libro titulado precisamente: Es Chile un pas catlico? Y la cuestin podra extenderse a cada uno de los otros pases y al conjunto 5. Al margen de la cuestin propiamente religiosa, sin embargo, resulta innegable que Amrica Latina ha sido marcada, para bien y para mal, por la cultura del catolicismo hispnico. Se dir, tal vez con razn, que no ha formado una elevada moral colectiva, que se ha impuesto ms bien una religin ritualista y sacramental, de mandas y splicas, fetichista y pedigea. La adiccin por las procesiones y romeras, que algunos aducen como signos de fe, no nos parecen indicadores satisfactorios; tambin existe el gusto y atraccin por las paradas y desfiles militares, sin que eso se pueda atribuir a una particular inclinacin militarista. Con todo, la huella de la religin est presente, no slo en los ritos y costumbres, tambin en la formacin de sensibilidades, en la configuracin del imaginario, en las costumbres y prcticas. No en vano el catolicismo fue durante tres siglos la religin del Imperio y durante casi un siglo la religin oficial del Estado republicano. Dispuso durante todo ese tiempo del virtual monopolio sobre la instruccin. De hecho no hay ningn otro credo, idea filoVer Revista Mensaje Vol.XLI Mayo 1992, N.408. La Revista Pastoral Popular de 1955: "La masa del proletariado es pagana, no slo porque no practica sino porque su mentalidad es pagana, extraa al espritu cristiano, indiferente a nuestros dogmas". Alberto Hurtado Es Chile un pas catlico? Ediciones Los Andes, Santiago 1992. En Chile, la gran mayora de la poblacin se confes catlica en el ltimo censo, pero a la hora del recuento de quienes practican, an mnimamente su fe, la cifra no alcanz el 10% y es mucho ms baja la proporcin que contribuye con el dinero del culto

sfica o moral que se equipare al catolicismo en presencia educativa, ascendiente moral y poltico. Gracias a esa larga coincidencia de propsitos con la divinidad, el Estado fue permeado por el poder pastoral. Y justamente por esta simbiosis entre poder civil y pastoral, que no logr del todo suprimir la separacin jurdica y poltica entre Estado e Iglesia, subsisti el "Estado providencia" o "Estado benefactor" o "Estado asistencial". Tratndose, entonces, de unidad, el aporte del Estado y de la Iglesia Catlica es fundamental, fundacional. Fuimos el resultado de la accin "civilizadora" /"normalizadora" /"disciplinaria" de estas dos grandes mquinas de poder fabricadas en la Edad Media y desarrolladas ambas a partir de la multiplicidad de poderes locales. Se consolidaron a la postre a expensas de ellos y contra ellos. Al revs de Europa, donde el Estado monrquico tuvo que luchar, rebajar y hasta derrotar a la aristocracia, a un sector de ella, en Amrica tuvo que hacer en cierto modo lo contrario: estimular la formacin de poderes aristocrticos locales. La monarqua que funcion ac fue una especie de poder reflejo y espectral que actuaba por procuracin, a distancia, permeado por mecanismos y tcnicas de poder que alteraron su articulacin fundamental con el Derecho y la soberana. Existi, en efecto, un poder invisible y por eso ms eficaz y duradero, una monarqua sin rey, que activ otros mecanismos y mtodos de autoridad. El poder oper a travs de formas de control y coercin directas, a menudo al filo de la legalidad e incluso sobrepasando y burlando el control del poder central. En todo caso, si hoy puede hablarse de "Latinoamrica", es en gran parte porque el Estado y la Iglesia forjaron un espacio en el que nadie poda soar hace cinco siglos. Y lo sorprendente es que en alguna medida subsista, a pesar de las heterogeneidades. Desde luego, es el nico continente que pasa por ser ntegramente catlico, lo que puede ser tambin un signo de lo mucho que se lo ignora. Pero no deja de ser sugestivo que el cuestionamiento de su catolicidad venga por lo general de los propios catlicos. Aunque se trate de un examen de conciencia o de un "acto de contricin", eso mismo confirma la presencia y gravitacin que ha tenido y contina teniendo la religin en el continente. En contraste con la unidad poltica colonial, el nacimiento del Estado republicano signific la balcanizacin territorial y la fragmentacin del Estado, lo que tampoco permiti amagar el fraccionalismo en cada regin/ nacin y menos an impedir la accin divisionista de las potencias imperiales de recambio. Y eso apunta -por decisiva que sea la instauracin de la repblica- al hecho de que los Estados forjados despus de 1810 no han tenido ni podan tener, separados, la capacidad del Estado espaol, pese a sus deficiencias, las que lejos de ser conjuradas fueron ms bien ratificadas y consolidadas por las nuevas repblicas. Por eso se ha sostenido, no sin razn, que la Independencia

lleg prematuramente al continente, aunque eso se puede decir y se ha dicho, de casi todas las revoluciones.

La "tibetizacin"Benjamin observaba que nunca se da una expresin de cultura sin que lo sea a la vez de barbarie. El Siglo de Oro espaol podra servir hasta cierto punto para ilustrarlo. Rene, desde luego, un extraordinario desarrollo de las letras y las artes, del imaginario jurdico y teolgico, con el subdesarrollo cientfico. La cultura que Espaa trajo a Amrica en los siglos XVI y XVII es la de la Contrarreforma, el mercantilismo y el orden fundado en la guerra. La misma idea de "evangelizacin" se inscribe en un periplo ms amplio de guerras santas, de fundamentalismo y de intolerancia, que result a la postre perjudicial para la propia Espaa. Si la fe que nunca entra en conflicto con los propios intereses termina por hacerse sospechosa, el catolicismo hispnico podra por este concepto quedar eximido de suspicacias. Pero eso mismo realza, por otra parte, la positividad histrica y el valor instrumental de la Reforma en el resto de Europa, a la vez que el significado de la Ilustracin, tanto como movimiento de renovacin intelectual como por la nueva sensibilidad moral que aport a las costumbres. Hasta por lo menos mediados del siglo XVII, Europa en su conjunto era un compendio de miseria y crueldad: el constante estado de guerra interna generaba dependencia del poder, temor y sumisin. Los juicios sumarios, las ejecuciones pblicas y las quemas de herejes o sediciosos estaban a la orden del da. Hasta el siglo XVIII an se aplicaban penas corporales atroces en casi toda Europa. Las continuas guerras, junto con las epidemias diezmaban la poblacin: en ciertas regiones de Alemania despus de la Guerra de los Treinta Aos, se debi autorizar la poligamia. A la nueva filosofa, Espaa respondi con escolstica, a la Reforma con Contrarreforma, a la naciente industria con comercio metalero y expansin territorial. Continu con una poltica mercantilista que Europa haba comenzado a desechar, junto con iniciar su nueva etapa manufacturera. El Estado persisti en una estrategia bsicamente militar: aniquil a su incipiente burguesa al expulsar de la pennsula a judos y musulmanes; en tanto, la abundancia de tierras y minas americanas la dispens, al menos por un tiempo, de desarrollar su propia manufactura. Le bast con el comercio, su flota mercante y sobre todo un ejrcito y una administracin que, pese a sus limitaciones, no tuvieron parangn en el siglo XVI.

El mundo indoamericano conoci y se mestiz con esa Espaa hermtica, "tibetizada" la llam Ortega, fundamentalista: empeada en una guerra de cruzada en dos continentes; encastillada en una defensa desesperada de un mundo que agonizaba. Envuelta, en suma, en una estrategia de poder suicida. Parece una constante en la hisoria de los imperios, que en nombre de un universal, de alguna empresa de emancipacin o de salvacin, un pueblo se arrogue el derecho a dominar a otros: griegos, romanos, rabes, espaoles, anglosajones, rusos, etc., se han sucedido en el relevo de esta carrera. Desde antiguo la cultura occidental se ha distinguido en las acciones expansionistas, mostrndose maestra de intolerancias. Los griegos separaron la humanidad en dos, griegos y brbaros; los romanos reconocieron slo a quienes admitan la ley romana; los judos se vieron a s mismos como elegidos de Dios, y as sucesivamente. Al combinarse la ley sagrada juda con el logos griego, las religiones que se desprendieron de su tronco se tornaron doblemente excluyentes, sumando intolerancia lgica a la intolerancia religiosa y resultando la intolerancia poltica, una de las ms intolerables. Sin ser el ltimo vstago de esa genealoga, la Iglesia Romana consigui que en Amrica se supiera muy bien y muy pronto lo que significaba la acusacin de "pagano", "infiel", "idlatra" o "hereje". Era una imputacin que contena virtualmente una doble condena, poltica y religiosa, de la autoridad del monarca y del papa. La opresin ejercida por la Iglesia cuando dispuso del poder temporal, no le va en zaga a ningn totalitarismo moderno, salvo en los mtodos, sin duda ms rudimentarios, pero precursores. A la postre, contribuy junto con el Estado absoluto a la gestacin de una cultura ms prescriptiva que electiva, ms coercitiva que correctiva. En muchos aspectos hemos quedado, pues, en los mrgenes de la modernidad, de modo que las carencias son el tercer elemento, junto con el idioma y la religin, que tenemos los latinoamericanos en comn y que compartimos con Espaa hasta avanzado el siglo XX. Hoy suenan irrisorias las diatribas que Unamuno todava se permita lanzar contra "esos papanatas europestas", que no haban reparado como l, claro est, que "Europa termina en los Pirineos". Era una apuesta que a Ortega an le despertaba el malhumor, pero que ha sido puesta de lado con la incorporacin de Espaa a la Nueva Europa. Sin embargo, entre nosotros ese debate no parece haber sido zanjado y asume hoy la forma de un dilema entre modernidad e "identidad", entre racionalismo y nacionalismo cultural, entre particularismo y universalismo. Esas cuestiones, y en general el problema de la cultura, no son ajenos, en efecto, a la realidad del poder y del Estado. En la medida que no adquiere espesor propio, la interrogacin sobre la cultura del poder tiene forzosamente

quo mur II hl vez una reflexin sobre el poder en la cultura y en las formas institudonales en general. La Tercera Parte es bsicamente un examen de la concepcin de Amrica de Hegel y una discusin con el hegelianismo de Francis Fukuyama. En particular se aborda la cuestin que algo eufemsticamente se ha llamado el etno-centrismo de Hegel, manifiesto especialmente en la Filosofia de la Historia Universal. Este centrismo reviste un significado especial pues, como veremos, para Hegel hay un impensable en Amrica que tiene estrecha relacin con su concepto del saber, de la razn y del Estado. A quien mira las cosas desde la otra orilla del Atlntico, no puede dejar de provocarle cierto estupor una "historia universal" en la que falta y se excluye expresamente, a Amrica; en la que slo es cuestin de la revolucin republicana en Europa y en la que ni siquiera se menciona el "Descubrimiento". De qu universalidad se trata, entonces? Porque si hay un acontecimiento que des-centra y des-mediterraniza la historia, es precisamente el "Descubrimiento" o comoquiera se le llame a la incursin en las nuevas tierras. La constitucin de un espacio atlntico es la condicin de posibilidad geogrfica y el punto de partida de una historia universal, es decir, de una universalidad que se configura en la interioridad de un sujeto, pero como rplica de un evento histrico-mundial. La Reforma e incluso la Revolucin francesa, habran sido todava fenmenos europeos, sin la revolucin republicana en Amrica. El mismo centrismo reaparece en Francis Fukuyama, cuya tesis renovada sobre el "fin de la historia" no habra tenido seguramente la difusin que se le conoce, si no hubiese tocado ciertos puntos estratgicos de la sensibilidad norteamericana. En efecto, Fukuyama logra dos objetivos simultneos: la completa conversin de Hegel al liberalismo y la inversin de su eurocentrismo en centrismo americano. La idea segn la cual el presente de la historia del mundo es un momento de culminacin y trmino significa, en esta versin renovada, que asistiramos a una suerte de mutacin de la historia en progreso: la historia como "hazaa de la libertad" estara concluida. Y como Fukuyama mantiene el culto hegeliano a la potencia dominante, lo que est en cuestin para nosotros es una no explicitada filosofa de la historia residual para los mrgenes.

Reflexin Segunda"Se trata, en cierto modo, de una tentativa de darse a posteriori un pasado del que se quisiera provenir" Nietzsche

Las metforas de la razn colonial"Descubrimiento", "evangelizacin", "encuentro", son los nombres que remiten al laberinto de nuestros orgenes. Son metforas de la razn colonial, palabras acuadas por Europa para consumo interno. Sera preciso descodificar su centrismo para constituir una ptica descentrada o de los mrgenes. No basta llegar a la conviccin de que los criterios con que se legitim la colonizacin no eran vlidos. Aunque esa haya sido una de las experiencias ms decisivas de este siglo, es necesario "desconstruir" esas metforas si esa experiencia ha de producir nuevos significados. "Descubrir" significa levantar un velo o cubierta que impide ver algo, mostrar lo que se oculta a la mirada en razn de su mismo estado de "cubierto". Una vez desvelado lo que permaneca oculto o encubierto, debera aparecer su verdad, para lo cual es preciso que haya tambin una liberacin en la mirada. De otro modo lo que ha sido des-velado no mostrara ninguna novedad: el "Nuevo Mundo" no sera ms que la rplica y reproduccin del Viejo o bien una creacin del imaginario europeo. O'Gorman ha sostenido que el "Descubrimiento" fue ms bien una invencin. La metfora haba sido en realidad empleada mucho antes, entre otros, por Hernn Prez de Oliva en su Historia de la invencin de las Indias (1528), para referirse a la construccin del Nuevo Mundo, aunque sin el acopio de antecedentes que rene O'Gorman 1. Descubrimiento significa traer a presencia algo que permaneca oculto, es decir, que lo inmanifiesto se hace patente. En la invencin, en cambio, lo innominado pasa a ser nombrado, asimilado a un nuevo cdigo dentro del cual es resignificado. Esto fue lo que aconteci con Amrica: fue incorporada a un nuevo sistema de signos. El nombre mismo de Nuevo Mundo se origina, como se sabe, en la carta de Vespucio, Mundus Novus, y se impuso con rapidez porque responda' Edmundo O'Gorman La invencin de Amrica. Fondo de Cultura, Mxico 1977.

al nimo renovador de la modernidad renacentista. Mo-der-no significa simplemente "al modo de la era nueva". Pero lo "nuevo" se instala ante todo espacialmente en la geografa, que eclips la novedad del mundo americano, o sea, las culturas que poblaban las nuevas tierras. Todorov llega a afirmar que "el otro todava no ha sido descubierto". Quiere decir, que la novedad del mundo americano result ser nada ms que la rplica de lo conocido y la proyeccin del mundo europeo, la utopa forjada en su imaginario. Se le llam as "no porque se hall de nuevo, sino porque es en gentes y cuasi en todo como fue aquel de la edad primera y de oro", se lee en Vasco de Quiroga 2. Se comprende, por otra parte, que fuese Amrica del Norte la tierra ideal para realizar la quimera, pues se cumple en ella el sueo de la tabla rasa, la tierra que es pura virtualidad porque no porta el peso de una historia previa y admite ser modelada conforme al deseo. La colonizacin ideal es la que se puede hacer como sobre la luna; es lo que exige la utopa, que se suprima la realidad actual para hacer posible una realidad virtual: la realizacin de un deseo 3. Desde la pila bautismal Amrica fue conminada, pues, a ser un proyecto histrico definido en funcin de otro. En este sentido hubo invencin, pues para descubrir verdaderamente algo es preciso desde luego soarlo, barruntarlo con el deseo previo al encuentro, pero es necesario, adems, el enigma, el secreto que incita y provoca, sin lo cual se proyectan los propios sueos en lugar de dejar aparecer la novedad. De hecho lo que prevaleci fue la tendencia a superponer en el Nuevo Mundo viejos anhelos retenidos, esperanzas nacidas de la experiencia europea. La importancia que adquirieron en definitiva esas nociones no est en la "novedad" que proclaman o reclaman, sino ms bien en la continuidad y ligazn que mantienen con el Viejo Mundo y su imaginario. Si se compara la novedad proclamada en los comienzos con la ms reciente afirmacin de la diferencia, nacional o continental, salta a la vista que el motivo de la diferencia se origina no tanto en la utopa como en el deseo o la necesidad de rescatar la alteridad, incluso la antigua tradicin precolombina, olvidada y reprimida tanto por la tradicin colonial como por la republicana. La dificultad de reconocer la diferencia se presenta, por dems, en ambas partes: para el americano, el europeo se inscribe tambin en la quimera y aparece como un semi-dios barbado, emisario de extra-mundos ultramarinos2

Tzvetan Todorov La conquista de Amrica. El problema del otro. Ediciones Siglo XXI, Mxico 1991. Mario Gngora "El Nuevo Mundo en algunas escatologas y utopas de los siglos XVI a XVIII". En Estudios de Historia de las Ideas. Ediciones Universitarias de Valparaso 1980.

o ultracelestes, incluso como un monstruo: un centauro cuya apariencia humana queda desmentida por su indiscernible continuidad con la cabalgadura. Por su parte, el europeo ve inicialmente al americano tambin como un no-hombre, habitante de un extra-mundo o un "fuera del mundo" conocido. La literatura sobre el Nuevo Mundo registra al indoamericano, antes que la teologa dirimiera la cuestin de su humanidad, como "criatura del infierno", no alcanzada por la redencin y la "gracia". En una de sus acepciones, "cristiano" se asimila a "humano" y tiende a hacerse coextensivo de "hombre". Ambas miradas se encuentran, pues, ante la novedad radical. Las Casas describe esta impresin mutua de asombro cuando escribe: "Parbanse a mirar los cristianos a los indios, no menos maravillados que los indios dellos" 4. El europeo nunca antes experiment semejante alteridad: siempre supo de la existencia del africano y del asitico. En cambio, el encuentro del americano fue tan contradictorio con su mapa espiritual del mundo, como sera el hallazgo de otros seres en un astro que, contra toda previsin, resulta estar habitado. De hecho el ocano era todava para Coln el mace tenebris e ignotus de los antiguos, un elemento tan desconocido como sera hoy el espacio estelar o la tierra firme a la que finalmente arrib. Las hiptesis que se agitaban en su mente durante la travesa eran absolutamente fantsticas. Crea, por ejemplo, en la posibilidad de encontrar sirenas, dragones y otras criaturas mitolgicas en el ocano. Comparta el temor de muchos navegantes de su tiempo, de hallarse sbitamente ante un abismo en medio del mar. Otros exploradores de su poca hicieron viajes tal vez ms difciles que el suyo, pero ninguno tan incierto y aventurado. Coln crey dirigirse adonde no iba, nunca lleg a saber dnde lleg y el hecho de haber encontrado habitantes en las tierras a las que arrib, vino a confirmarle la "inexistencia" de lo "descubierto", o sea, le valdra como prueba de que se trataba de la costa asitica. Fue como si jams hubiese dejado de mirar lo que tena enfrente con otros ojos que los de Marco Polo. No puede descartarse, pues, que el americano ofreciera una dificultad efectiva a la representacin del europeo, que no logr concebirlo de buenas a primera como un semejante. Cuando alguien imagina al otro en el entendido de que se trata de otro yo -o de un otro como yo- la invencin del otro se convierte paradjicamente en la invencin de lo mismo. Pero en este caso europeos y americanos no son el uno para el otro la variante de un gnero nico "humano", sino ms bien la incgnita que rodea una alteridad radical: se ven recprocamenteBartolom de las Casas Historia de las Indias I,cap.40 BAE Madrid 1957 t.I p.142.

como "el otro de lo humano", sea bajo la forma de lo demnico, de lo divino o de lo simplemente monstruoso. Lvi Strauss refiere una ancdota cmica y a la vez trgica. En las Antillas, mientras los espaoles se daban a averiguar si los indios estaban dotados de alma, estos ltimos sumergan los cadveres de los invasores blancos para cerciorarse de si eran efectivamente humanos y sus restos estaban sujetos a la putrefaccin. Tambin solan salir de dudas sumergiendo a los vivos para asegurarse de su condicin mortal 5. Desde el primer momento se advierte el equvoco y la dificultad de la metfora del "encuentro", pues para que haya tal encuentro y asimilacin, es preciso que haya equivalencias, referentes comunes. En este caso, ambos trminos parecen diferir en todo: representan dos tiempos histricos, dos lenguas, dos miradas, dos paisajes, dos verdades, dos dioses, dos mundos. Son la diferencia radical, el diferendo por excelencia. La asimetra se anuncia en la metfora del "Descubrimiento" que es, segn veamos, en parte vlida para la geografa, pero no para el mundo habitado. En la mirada inicial, en efecto, estaban ante todo las tierras, a las que enseguida se les llam "dominios", pero la circunstancia de que estuviesen pobladas represent un tropiezo adicional: significaba que tenan dueos. No era slo la imagen tolomeica del mundo la que estaba en entredicho, tambin la razn jurdico-teolgica que legitimaba el dominio. La visin teolgica haca del orbe un mundo virtual-cristiano en virtud del carcter de seor del orbe atribuido al Papa. En ese mundo, el indio resultaba paradojalmente un intruso, invasor del imaginario europeo. El escollo que representaba la nueva humanidad se sumaba, pues, a la dificultad cosmolgica que planteaba el "Descubrimiento" de tierras no consignadas en la visin de los antiguos, de modo que la nueva humanidad pona en litigio el dominio y el carcter sacral que se le otorgaba en el derecho cannico 6. En la perspectiva de las etnias americanas, la intrusin era propiamente invasin, y a medida que mostraba su verdadero rostro, no pudo sino aparecer como un fin de mundo, un apocalipsis: una autntica "catstrofe csmica" (Paz). Signific, por de pronto, una de las mayores calamidades demogrficas de la historia humana: cerca del 90% de la poblacin del continente desapareci comoClaude Lvi Strauss Tristes Tropiques. Plon, Paris 1973. En la bula Inter Caetera, la Santa Sede conceda a Espaa la posesin y dominio sobre "las nuevas tierras descubiertas", de modo que la palabra reviste un significado crucial. En rigor, la bula no haca sino ratificar la tesis jurdica prevaleciente en los siglos XIV y XV, segn la cual los descubrimientos realizados por prncipes cristianos de tierras paganas, fundaban el derecho de aquellos de apropiarse de stas. Al papa se le atribua la condicin de "dominus orbis" de la "societas christiana", lo que le daba el poder de disponer de las tierras de infieles y otorgarlas a prncipes cristianos.

resultado tanto de las pestes como de la guerra. Un siglo y medio despus de la llegada de Coln, se calcula que haban desaparecido unos 100 millones de seres humanos. El fin de mundo que experimentaron los aztecas y los incas slo tiene parangn con lo vivido por los romanos que fueron testigos de la destruccin de Roma. Los griegos no conocieron nada semejante, pero ellos acuaron la palabra Apocalipsis que significa tambin descubrimiento, revelacin o desvelamiento, igual que Aletheia. Y una de las acepciones de Katastroph es "conquista", que quiere decir adems, fin, sumisin y ruina.

En el principio fue el crimenEl viaje del Almirante, junto con abrir la geografa del mundo en toda su redondez, inaugur una poca de experimentacin y representacin de la tierra que se asocia directamente con el proyecto moderno fundamental de dominio. El "Descubrimiento" inici, desde luego, la experiencia de la tierra que tuvo una primera intencin obvia de poder: se desarroll a la sombra y amparo de las milicias. Las expediciones de exploradores a partir del siglo XVI, fueron cada vez ms, destacamentos o huestes: contingentes armados y pertrechados para luchar, doblegar, anexionar, utilizar y someter. Las provincias (vincere), eran territorios por-vencer o regiones (refiere) del imperio, zonas estratgicas regidas desde un centro de comando que ocupaba el rey. La labor cartogrfica de los primeros viajes de exploracin recibi un empleo casi directo en la conquista, la colonizacin y la administracin de los territorios. El inters geogrfico estuvo tambin asociado al inters geopoltico: la grafa o representacin de las tierras, es la antesala de la conquista de la tierra en el doble sentido guerrero y comercial del trmino. El saber geogrfico pertenece a la constelacin del dominio del mundo, del mismo modo que el clculo pertenece a la ingeniera o la autopsia a la medicina. La condicin de la imagen cartogrfica es el viaje alrededor del mundo, al igual que la condicin de la imagen fotogrfica del globo es el viaje espacial. Sus instrumentos son la carabela y la nave espacial respectivamente. Si la idea de Amrica ha llegado a ser coextensiva y casi sinnimo de modernidad, es justamente porque su "Descubrimiento" se inscribe en el proyecto de intervencin, experimentacin y dominio total de la tierra, que caracteriza la modernidad. El hecho de construir las ciudades conforme a un diseo o plan, por ejemplo, se encuadra en el proyecto moderno fundamental de la

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invencin y de la experimentacin total. El Estado espaol, lejos de ser la excepcin, es el ensayo general de construccin moderna de colectivos. Castilla forj la unidad del Imperio a partir de una idea, pues ni la pennsula ni menos las sociedades amerindias tenan mayor homogeneidad. La Conquista de Amrica es la expresin inicial del proyecto moderno de modelizacin de colectivos y de lo que hoy se llamara globalizacin. La historia de ese periplo es bien conocida. Se asocia a la ltima empresa guerrero-religiosa de Europa, cuando el Estado espaol desat una guerra dentro de la pennsula y ms tarde la extendi a Europa y a Amrica. Los Reyes Catlicos comenzaron amputando los miembros moros y judos de la sociedad peninsular, reorganizaron la Santa Hermandad que se transform en el Tribunal de la Inquisicin y prohijaron la que se convertira en la mayor aventura pica colectiva de los tiempos modernos. Ese periplo de expansin condujo a Espaa a la cima del mundo y la convirti en la mquina de guerra ms colosal de su tiempo. Culmin con la Paz de Westfalia (1648) que por primera vez la dej a la defensiva. Slo se completar el ciclo otro siglo y medio ms tarde con la invasin napolenica, la deposicin del rey, la prdida del Imperio, la humillacin, la ruina. La cruzada de los capitanes espaoles hacia Occidente recuerda la de los caballeros feudales hacia el Oriente, porque ambas concluyeron en un desengao: ante el sepulcro vaco, en un caso, en el otro ante las arcas vacas. El oro de Amrica se asocia por una parte con el Siglo de Oro y por otra con la bancarrota: simboliza el auge y la ruina del Imperio. Le permiti a Espaa asentar su hegemona en Europa por ms de un siglo y en Amrica por casi tres; mantener un sistema seorial que se aliment de la guerra y el trabajo servil, mientras otras potencias emergentes iniciaban su expansin mercantil y manufacturera. Al revs de Midas, Espaa converta en sal y agua todo el oro que tocaba, y con la misma prodigalidad con que afluan a ella los metales preciosos, los derramaba enseguida por los bancos de Europa saldando deudas colosales. En el Imperio donde "nunca se pone el sol", jams paraba tampoco la mquina militar y el dispendio. La cruzada hacia Occidente que sigui a la liquidacin de la emergente burguesa juda y musulmana, sirvi a la postre de polea trasmisora para llevar al resto de Europa la riqueza metalera del Nuevo Mundo. De modo que Espaa mantuvo la sociedad seorial y suministr al mismo tiempo el carburante financiero para el arranque del capitalismo en Europa, conservando ella misma un horizonte mental y material todava feudal, a pesar de contar con el aparato militar y administrativo ms avanzado de su tiempo. Semejante contradiccin naturalmente no poda perdurar y ms temprano que tarde el primer Estado moderno tuvo que ceder frente al avance de

sociedades que lo sobrepasaron tanto en lo poltico y administrativo como en lo econmico y estratgico. Espaa se qued en definitiva sin la riqueza financiera, sin industria y con el conjunto de su economa arruinada: los precios internos subieron en estampida con el torrente de medios de pago que aflua a las arcas reales, mientras la competencia mercantil se encarg de hacer el resto. Cuestan caro las cruzadas! Y Espaa lo aprendi cuando ya no haba remedio: permaneci como una reliquia medieval sin poder impedir que Amsterdam, Londres y Pars tomaran sucesivamente el relevo de Madrid y Sevilla como capitales del mundo. Coln haba establecido desde temprano una ecuacin fatdica entre conquista, guerra y difusin de la fe: "Creo que si comienzan (Vuestras Altezas), en poco tiempo acabarn de los haber convertido a nuestra Santa Fe multidumbre de pueblos, y cobrando grandes seoros y riquezas (...) pues sin duda es en estas tierras grandsima suma de oro" (Diario 12.11.1492). En buen romance: les damos nuestra religin a cambio de su tierra y de su oro. La alianza entre la cruz y la espada signific a la postre recuperar en Amrica lo que se perda en Europa como consecuencia de la Reforma. De all que la Iglesia haya adoptado a Coln como uno de sus hijos predilectos. Ante el triunfante liberalismo protestante y "descredo", l ha brindado "un momento de respiro, en que la Iglesia puede decirle al liberalismo: tenemos en Coln, en el Descubrimiento y la Conquista de Amrica un timbre de gloria propiamente catlico, que le da a Amrica un origen tambin catlico" 7. El primer turno en la guerra santa de Fernando e Isabel les toc a los moros de Andaluca. Haban residido en la pennsula por ms de ocho siglos llegando a convivir pacficamente con los cristianos y a constituir una sociedad pluritnica de elevada cultura y refinamiento. Pero la historia oficial ha construido el mito de la "Reconquista" espaola junto al de la "Resistencia" cristiana: ambos suponen la inaudita hiptesis segn la cual no hubo fusin y sincretismo a lo largo de toda la Edad Media y los cristianos por ocho siglos mantuvieron su "lucha" contra el "invasor". Estudios recientes muestran lo inverosmil de esta suposicin, sin perjuicio de que se puedan inventar "resistencias" retroactivas una vez conocido el desenlace 8. Espaa haba sido durante la Edad Media la piedra de choque, el punto de encuentro de Europa y la civilizacin rabe y la cultura juda. En el espacio americano, continu desempeando una funcin anloga de puente y asimilacin de mundos diversos. Son muchos los signos que indican el grado conside' Sergio Silva G. SSCC en Revista Mensaje N.408 Mayo 1992, p. 114. J. A. Maravall Poder, honor y lites en el siglo XVII. Siglo XXI Editores, Madrid 1984.

rable de permeacin que el Islam consigui en la pennsula durante los ocho siglos de ocupacin. Por ejemplo: uno de los signos de estatus en la naciente sociedad americana lo constitua el tamao de la servidumbre que sola incluir un squito de indias tomadas como rehenes de las tribus vencidas o cedidas en donacin. La palabra "conquista" tiene, por dems, una resonancia polismica, ertica y a la vez militar, en la mayor parte de las lenguas europeas. Es bien sugerente el hecho de que un buen nmero de conquistadores a la primera ocasin que se les brindaba, haya echado por la borda su puritanismo para entregarse a la prctica ms o menos desenfrenada segn su rango y energas, de la poligamia. La exposicin de la desnudez de las aborgenes, muy inusual para las complicadas indumentarias de la poca, ha debido despabilar los impulsos retenidos en aquellos soldados habituados al disimulo y enmascaramiento del cuerpo. Y la porfa de su mirada ha debido despertar a su vez la curiosidad en las propias indias. En todo caso, la formacin de verdaderos serrallos en torno a jefes y soldados, permite adivinar que tras las ambiciones seoriales latan tambin, algo dormidas, las menos santas inclinaciones del califa o el jeque. La liberalidad en el trato entre espaoles e indias en el antiguo Paraguay, favorecido por la abundancia de mujeres y la costumbre guaran de darlas en donacin, le vali a aquel el nombre de "paraso de Mahoma" 9. Fernando e Isabel rompieron, pues, con esa larga tradicin de convivencia y permeacin entre ambas culturas, la musulmana y la cristiana. Inspirados en la idea de una romanitas catlica, que acaso fuera tambin una expresin de fundamentalismo islmico, intentaron convertir a Espaa en el baluarte de la cristiandad en el mundo, iniciando la ms despiadada operacin de ciruga de su historia. Seguramente Nietzsche pensaba en esa mutilacin cuando escribi: "El cristianismo nos arrebat la cosecha de la cultura antigua, ms tarde volvi a arrebatarnos la cosecha de la cultura islmica. El prodigioso mundo de la cultura nueva de Espaa que en el fondo es ms afn a nosotros que Roma y que Grecia, que habla a nuestro sentido y a nuestro gusto con ms fuerza que aquellas, fue pisoteado" 1. Una vez concluida su cruzada peninsular, Fernando e Isabel enfilaron lanzas hacia el mundo, iniciando una no menos feroz acometida externa. La unidad de estos dos actos, nuevamente es el propio Coln quien la establece al comienzo del diario de su primer viaje: "Este presente ao de 1492, despus de Vuestras Altezas haber dado fin a la guerra contra los moros (...) y luego en aquel presente mes (...) Vuestras Altezas pensaron de enviarme a m, Crist9

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Ricardo Herren La conquista ertica de las Indias. Editorial Planeta, Barcelona 1991. Nietzsche El Anticristo.

bal Coln, a las dichas partidas de India (...) As que, despus de haber echado fuera todos los judos de vuestros reinos y seoros, en el mismo mes de enero mandaron Vuestras Altezas a m, que con armada suficiente me fuese a las dichas partidas". Los mtodos empleados en ambas operaciones tambin se asemejan. La gigantesca hoguera en que ardieron los cdices mayas en 1562 recuerda otra inmensa pira y otras venerables cenizas: la de los libros islmicos que el arzobispo Cisneros haba ordenado quemar sesenta y tres aos antes, en Granada. Quedaban atrs los viejos tiempos del ecumenismo peninsular cuyo smbolo es el otro rey Fernando, apodado "el Santo" y "gran seor de la convivencia", cuya inscripcin mortuoria, a cada lado de su sepulcro en la catedral de Sevilla, aparece en latn, rabe, hebreo y espaol. Considerando las consecuencias trgicas que en definitiva tuvo para Espaa ese periplo imperial de su historia, result en cierto modo premonitoria aquella palabra proferida en tono de maldicin proftica por Las Casas hacia el final de su vida, cuando vaticin: "Creo que por estas impas y celerosas e ignominiosas obras tan injusta, tirnica y barbricamente hechos en ellas y contra ellas, Dios ha de derramar sobre Espaa su furor e ira". Los comienzos rara vez son pacficos. Suponen una intervencin en el curso ordinario de los hechos que comporta casi invariablemente destruccin y ruina. La violencia no ha sido privativa de la ciudad moderna ni fueron tampoco "brbaros" quienes inventaron la invasin y la guerra: los griegos la justificaron tanto como los romanos. La pax romana slo regiment y legitim la agresin, no la temper. Segn la narracin bblica, Can mat a Abel, pero la misma Roma naci del asesinato de Remo a manos de Rmulo. El relato de un crimen originario no pertenece en exclusividad a ninguna de las dos vertientes de la tradicin occidental. La fundacin de Amrica no fue la excepcin: Pizarro orden la muerte de Atahualpa como Corts haba reducido a Moctezuma antes de fundar la Nueva Espaa: en el principio fue el crimen. En la edad moderna slo hay un cambio de escala en la violencia de los orgenes, y se asocia desde luego al poder de las armas. Tal vez no sea del todo inoportuno recordar que la primera forma de legitimacin de la violencia es de orden religioso antes que jurdico y, a la inversa, el pacifismo se asocia directamente con las nuevas tecnologas de guerra. En particular la idea de que la agresin sobre otro pueblo constituye un crimen, es muy reciente. Data de la Primera Guerra Mundial y es en gran parte consecuencia del terror que provoc el hecho hasta entonces inaudito, de que las matanzas, adems de masivas y annimas, fueran recprocas. El pacifismo debe

seguramente ms al terror de la aniquilacin mutua que a la idea ilustrada de "paz perpetua" ". Recordemos, todava a propsito de la guerra como origen -"Polemos es el padre de todas las cosas" segn Herclito -, que despus de la destruccin de Roma y del Mundo Antiguo, los mayores esfuerzos por salir de la rebarbarizacin provocada por las invasiones, estuvieron bajo el signo del renacimiento, inspirados por el modelo de la humanidad clsica, griega o romana. El primer empeo en tal sentido lo constituy el renacimiento carolingio, pero la idea de romanitas persisti durante toda la Edad Media y volvi a mostrar su vitalidad seis siglos ms tarde al culminar en el Renacimiento italiano. En ambos casos se expresa el obstinado afn por implantar una "cultura fornea" en una sociedad donde la cultura escrita estaba limitada a las torres de marfil de los claustros. En cambio, las races germnicas, a pesar de constituir el elemento originario y vencedor, no fueran reivindicadas en forma tan persistente. Pero resulta igualmente sorprendente que la cultura ms etno-cntrica, la eurocristiana, haya tenido su centro fuera de ella misma, en un pasado que no es cristiano sino pagano, cuyos sitios sagrados tampoco estn dentro de su territorio y han permanecido por siglos, muchas veces a pesar suyo, en manos de musulmanes y judos, sus grandes rivales. Nietzsche, nuevamente a propsito de esta relacin con los otros mundos, escribi: "los modernos no tenemos nada propio; slo llenndonos con exceso, de pocas, costumbres, artes, filosofas, religiones y aprehensiones ajenas llegamos a ser algo digno de atencin" 12 . Y reitera algo similar al invocar como modelo digno de emular el caso de la "ilustracin" griega: "hubo siglos en que los griegos se hallaron expuestos a un peligro semejante...(y) nunca vivieron en orgullosa inaccesibilidad; su "ilustracin" fue un caos de formas y nociones extrajeras: semticas, babilnicas, lidias, egipcias, etctera, y su religin, una verdadera pugna de las divinidades de todo el Oriente". No obstante, fueron capaces de "organizar el caos" y evitar convertirse11

en los "abrumados epgonos y herederos" de aquel magma de formas encontradas 13 . "Tendramos que preguntar si ha de ser para todas las eternidades nuestro destino ser discpulos de la antigedad decadente" 14 . Precisamente por el riesgo de permanecer en esa condicin de eternos epgonos de una cultura terminada, Nietzsche recus los excesos del historicismo y la invocacin del pasado, a pesar de que el olvido tampoco resultaba para l una respuesta enteramente satisfactoria.

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El "equilibrio del terror" resulta indispensable para entender la paz armada del ltimo medio siglo. La paz caliente que se llam "Guerra Fra" supone una ostentacin recproca del potencial de las armas, es decir, supone que la exhibicin de la fuerza produce sus propios "efectos de verdad". La posibilidad del fin de la Guerra Fra era predecible conforme a la pura lgica del equilibrio armado. De hecho Hannah Arendt lo anticip treinta aos antes que se produjera, cuando escribi: "es como si la carrera armamentista se hubiera convertido en una especie de guerra preventiva en la cual cada bando demostrase al otro la capacidad destructora de las armas que posee...no es de ningn modo inconcebible que algn da la victoria y la derrota pongan fin a una guerra que en realidad nunca lleg a estallar en la realidad" (En Sobre la Revolucin. Revista de Occidente, Madrid 1963. Sin subrayar en el original). De la utilidad y desventaja del historicismo para la vida 4.

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De la Utilidad y desventaja... Op. cit. 10. De la utilidad... Op. cit. 8.

Reflexin Tercera"Espero que alguna vez merezcamos la democracia" Gabriela Mistral

La religin positivaUna manera de analizar el discurso religioso consiste en verlo de acuerdo a sus propias reglas y funciones. De este modo se hace justicia a su verdad interna, pero no se agota su significado, que dice relacin con otros discursos y que ha de ser apreciado no slo en funcin de su propia consistencia y correccin. Esta doble ciudadana del discurso aparece cuando, en lugar de las lecturas internas, se lo analiza como dispositivo cultural e institucional; Maquiavelo dira, "como cosa del mundo", o sea, en los efectos de realidad que provoca. Es el punto de vista que adopta, por lo dems, Hegel cuando analiza la positividad del cristianismo: "no fueron siempre conocimientos, moderacin y racionalidad -escribe-, los motivos que guiaron a los Santos Padres, que ya en la aceptacin de la religin cristiana el mvil no era slo el amor a la verdad, sino que en la misma tuvieron su influencia motivos en parte muy mezclados, clculos muy poco santos, pasiones muy impuras y, a veces, necesidades del espritu fundadas en simple supersticin. Por esto se nos conceder que es legtimo para la explicacin... presumir qu circunstancias externas y espritu de la poca tuvieron influencia sobre el desarrollo de su forma, (y aclarar) cul es el propsito de la historia eclesistica".1 La otra forma de plantear la cuestin consiste en afirmar la creencia como una realidad autorreferente, inabordable por la historia crtica, un reino autnomo e inexpugnable de certeza interior. En esta ptica, todo intento por descubrir los resortes sicolgicos y morales, las implicaciones prcticas de una fe, sera desde la partida descaminado, porque apunta a un objeto distinto al propuesto. Puede servir tambin como estrategia para que la religin no sea jams vista ms que en la perspectiva religiosa y, consiguientemente, se omita la forma de presencia que tiene en el mundo, los modos de operar del poder"La positividad de la religin cristiana". En Escritos de juventud. Fondo de Cultura, Mxico 1984, p.78.

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eclesial, que muchas veces poco tienen que ver con la doctrina o la moral. Por su contenido y su tica, el cristianismo, por ejemplo, habra quiz armonizado mejor con una sociedad lamasta o hinduista. Y otro tanto cabra decir de otras grandes religiones que condenan la guerra y predican la fraternidad, como es el caso del budismo, pero que se desarrollaron en el seno de comunidades guerreras. Quiz haya algn ejemplo en la historia de una sociedad que se haya vuelto pacifista por causa de la religin, pero en el caso del cristianismo es claro que ni la sociedad imperial romana en que surgi ni menos las germnicas en que se desarroll, se desviaron de su condicin guerrera a causa de la tica de la caridad y el amor. Recibieron, antes bien, de la religin una razn suplementaria para combatir y luchar, al igual como ocurri con los turcos y musulmanes, sus grandes imperios rivales. Hegel, al revs de la crtica ilustrada que parta de una religin pervertida a la que opona el pensamiento "libre" y la fe interior, se plante el problema acerca de cmo la creencia viva puede derivar en una "religin positiva", y amagar la libertad. El "destino del cristianismo" y la tragedia de Jess consistira, segn l, en que la semilla del evangelio no hall suelo frtil en el mundo antiguo. Ni la sociedad romana ni la juda habran estado preparadas para hacer germinar la semilla de la libertad. El cristianismo tuvo cimientos en la autoridad, por eso hubo que aguardar que los pueblos germnicos realizaran su verdadera esencia moral, en el mundo moderno. La ventaja y hasta cierto punto la superioridad de esta visin, consiste en que comprende la necesidad de la religin en una realidad pervertida, pero al mismo tiempo establece condiciones para que la religin sea superada 2. Qu queda, no obstante, de una religin si se la despoja de su sentido sacral y de la vivencia interna? Lo mismo que queda de una moral desmoralizada o de una ideologa desideologizada, es decir, nada; nada de moral y de ideologa. Queda, sin embargo, el gesto cultural, susceptible de considerar de acuerdo con otras pautas y criterios. Por ejemplo, la solidez de los marcos y referentes que la moral o la religin dej emplazados, la cohesin que pudo brindar al colectivo, el aliento, la conviccin y el bro que imprimi a sus empresas, en fin, el ethos que forj o contribuy a crear. Los fenmenos de cultura en general poseen reglas y contenidos independientes de su realidad histrica y de los contenidos que constituyen suHegel "El espritu del cristianismo y su destino" en Escritos de juventud. Fondo de Cultura, Mxico 1984, p.287ss.

verdad expresa: es su sentido latente, operativo y funcional. Siguiendo con el ejemplo, una fe o una moral, aunque mueran, favorecen la adopcin de otra fe y otra moral, incluso de un nuevo orden disciplinario y de nuevas tcnicas de sumisin y asimilacin. Las "rdenes" religiosas, precisamente, trajeron a Amrica no slo una nueva doctrina y una nueva fe, tambin impusieron nuevas formas disciplinarias asociadas al poder y a la administracin. Hasta el ms consumado agnstico ha de reconocer que en el proceso educativo siempre es mejor tener alguna formacin, aunque sea religiosa, que no tener ninguna. Porque desde la nada no se engendra nada, en cambio, un pensamiento por "deformado" que sea, siempre permite enmiendas. Y esa verdad historial de la religin es la que mejor resiste cualquier crtica: ella abre un espacio de interpretacin y ordenamiento del mundo 3. Anlogamente, una estructura estatal tambin genera sus propias inercias y favorece la pervivencia de la misma cultura poltica, aunque se altere el rgimen de gobierno e incluso la forma del Estado. Un rgimen autoritario, por ejemplo, sea de tipo monrquico, zarista u otro, cuando muere, tender a dejar algo de su mismo estilo y formas, al margen de las diferencias en cuanto a su fundamento y contenido doctrinario, o de su institucionalidad misma. La pesantez propia de un aparato administrativo, por ejemplo, lo que se llama la burocracia, produce una viscosidad suplementaria en sus operadores y oficiantes que se expresa en una cultura de la traba y del aplazamiento. Genera, en suma, una inercia de gestin que sobredetermina la rigidez propia del aparato. La dificultad de un sistema democrtico para arraigar donde nunca hubo tradiciones libertarias, confirma este mismo espesor simblico de las instituciones, que permea a los propios agentes. La misma ingenua petulancia, el mismo serio mortal del antiguo telogo, tendern a reaparecer en los nuevos custodios del cliz, llmense jueces, idelogos o expertos en &lanza pblica. Las figuras cambian -cambian de papeles y hasta de funciones-, permanece un perfil o diseo funcionario: el intelectcrata de Estado, el funcionario de la verdad, el alguacil del espritu 4.3

Hegel, al considerar que la filosofa surge a partir de la fractura de una fe ancestral, apunta a esta funcin de saber de la fe. Wittgenstein no dice algo tan diferente cuando sostiene que el error -y no la ignorancia- es el comienzo de la filosofa: "Hay que partir del error y conducir la verdad hasta donde l se encuentra...de otro modo no nos sirve de nada escuchar la verdad" (En Observaciones sobre "la rama dorada de Frazer". Citado por Carla Cordua Wittgenstein. Reorientacin de la filosofa. Editorial Dolmen, Santiago 1997, pgina 174). 4 Max Weber adverti este efecto de desplazamiento de los significados, a propsito del ascetismo, en su libro: La tica protestante y el espritu del capitalismo. Editorial Pennsula, Barcelona 1997

En Amrica durante la Colonia sobre todo, pero tambin ms tarde, prevaleci una cultura teolgico-jurdica, que produjo sus guardianes de la Palabra, sus custodios de la Ley, sus fiscales y litigantes. No era tanto cuestin de indagar en lo desconocido como de defender la posesin de una verdad, contenida en una escritura sacral. As positivizada, la verdad es madre de intolerancias, conduce a la vigilancia de los signos y al control de los textos, en una palabra, a la restriccin y a la censura. Esa modalidad de cultura no favorece la expresin de las ideas; tiende ms bien a legitimarlas por su proximidad con el poder. Favorece las feligresas y las militancias, pues el pensamiento tutelado requiere de custodios, hombres de capilla, defensores de una causa. Y la disposicin intelectual que reclama el mundo moderno es exactamente la inversa, nace de la trasgresin y el rechazo de los criterios de autoridad. Su ethos es la ignorancia docta, un no saber fundamental, que sobreentiende el carcter tentativo y provisorio, falible, de la razn. En el militante, en cambio, se juntan el militar y el sacerdote, unidos ambos en la obediencia y la fidelidad a un cuerpo, sea ste la orden religiosa o la legin. El soldado es, a su modo, un observante de la orden superior, como el sacerdote es un oficial de su Orden y ministro de su fe. El padrn jurdico-teolgico, predominante en la cultura y en el imaginario colonial, se mantuvo casi intacto en el siglo XIX y la abogaca conserv, junto al sacerdocio, su lugar entre las profesiones de mayor rango y prestigio. Eso mismo confirma, por otra parte, esa fuerza inercial de los roles al interior de una cultura y de sus padrones fundamentales, que se mantienen pese a los cambios en las hegemonas. En la segunda mitad del siglo XX comienza a alterarse el predominio jurdico-teolgico y otros saberes, otras profesiones -especialmente medicina e ingeniera- se agregan a la abogaca, el sacerdocio y la milicia, llegando a acceder a los puestos de ms alto rango en la jerarqua del Estado, conservando la positividad en la relacin con el saber y el sentido de cuerpo en la orden profesional.

na organizacin temporal y una moral. La Conquista de Amrica, en cuanto ?presenta la expansin de un credo, confirma la afirmacin de Pguy: "toda ?lig-ion comienza en un misticismo y termina en la poltica". Es otro modo de ecir que las ideas nacen mansas y envejecen feroces. La historia moderna quearta trunca si no se entendiera la "difusin de la fe" como el primer episodio de empresa colonial de los Estados modernos y al mismo tiempo como una de is ms poderosas herencias que Espaa recibi del Islam 5. Esa religin ideologizada, de capitanes al servicio de una causa, es la ue se difundi entre indgenas en su mayora de condicin sencilla y en estao tribal, con sus divinidades de la tierra, sus creencias animistas, sus ritos y ultos chamnicos, sus brujos y encantamientos. No cabe mayor contraste y, in embargo, la religin, el lenguaje mtico, habra servido, como lo ha subraado entre otros Octavio Paz, de elemento de enlace y mediacin entre los dos mndos 6. Uno de los efectos mayores que produjo la Conquista en el imaginario ldiano fue la separacin respecto de las propias divinidades tutelares y la adopin de los dioses vencedores. La derrota volvi funcionales a las nuevas ivinidades, en la medida que se las representaba victoriosas o asociadas a la ictoria, al par que como dioses del perdn, de la compasin y de la salvacin. rocuraban, pues, la reparacin requerida ante la traicin de los propios dioses su secuela de angustia y desamparo. La nueva fe, al conceder a todos los homres la condicin de creatura divina redimida por el Creador, mitigaba en parte 1 vaco, reservando tambin a los desheredados y a las vctimas un lugar de rivilegio. Como dice Monod, "Espaa ofreca un estatuto de ser humano al alvaje dispuesto a entrar en el camino de la gracia divina" '. Este "ofrecimiento" supone, sin embargo, otro registro, no traducible a ingn cdigo de reglas indiano. La frase puede leerse, en consecuencia, como na tinterillada que da por sobreentendida la lgica de la Conquista. La condiin de "libre" que "se ofreca" al nativo serva para afianzar la monarqua. ues el emperador y el Papa tenan que domar el delirio de grandeza y sobreLa sociedad islamista es un prototipo de sociedad militar (y religiosa). A pesar de que El Corn dice que "Dios no ama a los opresores ", el poder y la soberana islmica han tenido un carcter opresor y desptico. La misma palabra islam quiere decir sumisin; y "musulmn", el que se resigna y somete a Dios, a cuyos ojos "toda accin violenta es buena contra el infiel". (George Bataille La part maudite. Minuit, Paris 1967, 3a Parte, I, 1). Octavio Paz El laberinto de la soledad. Fondo de cultura, Mxico 1950; Prefacio al libro de Jacques Lafaye Quetzalcatl et Guadalupe. Gallimard, Paris 1974. Las Cruzadas de los siglos XI al XIII introdujeron, por su parte, una idea nueva en el catolicismo: la de "guerra santa". La guerra contra el Islam es una prolongacin de este "espritu de cruzada" que Espaa trajo a Amrica. Jean Monod "Viva la Etnologa" en El etnocidio a travs de las amricas. Mxico 1976.

La fe de los capitanesEl catolicismo del siglo XVI no es la religin de pastores y pescadores menesterosos ni la fe de catacumbas de los inicios. Se ha transformado de una religin de perseguidos en una de perseguidores; de asunto de Estado, se ha convertido en religin de Estado, inviscerada con el poder de un modo inextricable. Lo que queda de la religin patrstica en el siglo XVI es sobre todo cristiandad:

ponerse al poder de facto ganado por los nuevos seores de la guerra. A cambio de su botn, stos obtenan el espaldarazo real y la legitimacin / sacralizacin de sus derechos. Mientras al indio desposedo se le devolva su humanidad transubstancializada por la gracia de la nueva fe, la autoridad ratificaba su propio poder, arbitrando entre las dos partes: reconociendo a unos su flamante seoro y otorgando a los indios sometidos su nuevo estatuto de "seres humanos", "libres". El indio que acataba el nuevo orden adquira, en efecto, el estatuto jurdico de "libre" o "cristiano", aunque era reducido a un trabajo virtualmente de esclavo. Hay una distancia entre esa "libertad" y la que se supone otorga el trabajo mismo. Pero aun la tesis que le asigna al trabajo un poder liberador porque convertira al esclavo en sujeto portador del universal (Hegel), es cuestionable, pues la opresin y la marginacin pueden reproducirse indefinidamente y reducir al trabajador, destruirlo y hasta causarle la muerte. La creencia de que el hombre se redime por el trabajo y el cuerpo con la penitencia, es todo lo edificante que se quiera, pero insuficiente. Weber lo llam "ascetismo profano" o secular, pero es una idea que hace abstraccin del marco institucional de la actividad laboral. A los indios "conversos", ni la gracia ni el trabajo fue algo que los liberara. No se dice, es cierto, "trabajar como indio", se dice ms bien "trabajar como negro" o "como chino", pero no es porque no se haya ofrecido un estatuto laboral al "salvaje dispuesto a entrar en el camino de la gracia", como dira Monod. La funcin mediadora y comunicante del culto quedara, por otra parte, un tanto exagerada al asignar a la religin un papel nico o central en la asimilacin, como hacen ciertas concepciones fideistas de la "cultura" y el propio Octavio Paz. Ellas tienden, en efecto, a ver el ethos religioso como el estrato fundacional, en virtud justamente de que la religin inicialmente totaliz la cultura oficial. Pero en esto hay una estrategia discursiva, en la medida que se tiende a ocultar el fenmeno del poder o a minimizar la dominacin 8. La dificultad de una interpretacin de este tipo radica en que, junto con restringir el campo del sincretismo cultural, omite el marco histrico-poltico en que se inscribe la adopcin del culto y de los dioses vencedores. Omite, en buenas cuentas, que las transformaciones en el plano cltico tuvieron lugar a partir de una derrota, que la muerte de los dioses del mito se inscribi en la destruccin cultural y en la prdida de la libertad. Aunque el aspecto litrgicoPedro Morand, por ejemplo, afirma que la dualidad amo/ esclavo de Hegel es inadecuada para la relacin de espaoles e indgenas. "La sntesis cultural hispnica indgena". En Teologa y Vida. Vol XXXII, N. 1-2 Ao 1991, p.51. Ver ms adelante sobre este tema la Reflexin dcima.

y ceremonial suele predominar tanto en los cultos indianos como en el catolicismo hispnico, no es ni con mucho el nico espacio de sincretismo entre ambos mundos. La agricultura, sin ir ms lejos, es un campo de transferencias decisivo, al igual que la servidumbre y desde luego la sexualidad, que constituyen otros tantos puntos de acoplamiento entre las culturas. La separacin entre cultura y poder no es exclusiva de los "culturalistas". Ha caracterizado la tradicin de pensamiento occidental y ha dificultado en particular la comprensin del "encuentro" o "dilogo de las culturas". Es un dilogo por dems curioso ste, en que siempre es el mismo quien habla, el otro siempre escucha; uno es el que escribe, narra o predica, el otro el que aprende la lengua, hace de intrprete, adopta las formas artsticas y las costumbres. Uno es quien dicta normas y da rdenes, el otro las recibe. Pero si se trata de conferir las rdenes, uno es quien ord