Matias

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Transcript of Matias

Frío en Alaska

Matías Capelli

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Principio de incertidumbre

A la mañana Fernanda primero toma un café doble o un jugo de naranja en uno de los cuatro loca-

les que Starbucks tiene en Leeds. Puede estar leyendo una novela de bolsillo que le costó seis libras, hojean-do el diario que compra casi todos los días o tomando de un saque el vaso de agua de cortesía para bajar una aspirina en ayunas alguna mañana. De vez en cuando, compra las tabletas siempre en la misma farmacia. Una vez por mes paga cuarenta libras por el teléfono y el celular, veinticinco por el cable y la conexión de banda ancha. Por la luz, el gas y el agua, cincuenta en total. No paga alquiler porque vive en un departamento que le prestó una amiga que se fue “un año, tal vez dos” a Italia. Compra libros, una vez por semana, en general los martes a la mañana, los jueves por la tarde o, muy de vez en cuando, un sábado. Va siempre al mismo su-permercado, una vez por semana o cada diez días. En total no es mucho más de lo que gastaba en Buenos Ai-res cuando vivía sola a mediados de la década pasada.

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Las tarjetas telefónicas de larga distancia de cinco libras suele liquidarlas en una sola llamada. Come afuera una vez por día, al mediodía o a la noche. No viaja mucho en taxi o colectivo y apenas compra ropa, pero de vez en cuando va en tren a Londres y allá al cine, recitales, tragos, habitaciones de un hotel tres estrellas, a veces dobles, un boleto de subte hasta Victoria Station y uno o dos cafés antes de tomar el tren de regreso. O solo un taxi, cuando se hace tarde, porque a Fernanda casi siempre se le hace tarde cuando tiene que tomarse un tren, avión o colectivo.

Lekman ordena las facturas que ella le manda por correo cada mes. Desparrama todos los papelitos sobre la gran mesa del living que ahora apenas usa, los pone boca arriba y los agrupa, primero por día, hace tres lar-gas fi las de diez días cada una, y después por categoría: “alojamiento”, “comida”, “personales” y “materiales de investigación”. Pega una o dos facturas en hojas ofi cio que después agujerea, anota junto a cada una el total en dólares, después lo suma, total por rubro, total del mes, lo mismo en pesos, y guarda cada hoja en alguna de las cuatro carpetas, una por categoría, que tiene que pre-sentar antes del veinte de cada mes en la fundación bri-tánica que becó a Fernanda por un año con opción a dos. Con el tiempo se acostumbró a hacerlo pensando en otra cosa, algún cuadro a medio terminar, qué cenar a la noche, o qué forma darle a esa imagen, la pequeña revelación que había tenido el día anterior en el campo al ver a una gallina subida a una escalera contra la pared de la casa, la luz de agosto de un atardecer de invierno.

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Prepara todo sin prestar demasiada atención, para preguntarse cada vez menos por el signifi cado de algu-no de los recibos. Una mezcla de sorpresa, indignación y dolor era lo que sentía al principio, aunque todavía, a veces, sienta algunas puntadas, sobre todo al pensar que más que un descuido es como si ella quisiera que él se enterara de algunas cosas, de esos viajes a Londres, o lo que compra en el supermercado, la caja de pre-servativos de doce unidades –marca Durex, dos libras con quince– que descubrió hace un tiempo en un ticket entre una larga enumeración de productos inocentes: unos brócolis congelados, café de Guatemala, dentí-frico y tres botellas de agua con gas. Pero Fernanda nunca dijo nada al respecto, y Lekman tampoco había encontrado el momento ni el modo de preguntar.

Una novia del colegio le decía que era tímido porque había nacido en Noruega. La familia de Lekman había llegado en plena dictadura. Él era todavía muy chico cuando transfi rieron a su padre a la fi lial local de un banco francés. Juana fue su primera y única novia de la adolescencia. Salieron un año, exactamente: ella lo dejó un día antes del aniversario. Salvo esos meses que siguieron, la mayor parte del tiempo la soledad había sido una elección de Lekman. De todas formas, o tal vez por eso, atrajo a las mujeres desde muy chico. Sus genes escandinavos habían pegado el estirón con precocidad y a los catorce años ya medía un metro setenta y cinco, tenía brazos fuertes y parecía de veinte.

El primer beso se lo había dado a la madre de un amigo una vez que se quedó a dormir en su casa. Había

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ido a la cocina a comer algo a escondidas y la encon-tró descalza, en camisón y con la puerta de la heladera abierta. Tenía los labios frescos, como si acabara de tomar agua del pico de la jarra, y un dejo apenas dulce. Al despertarse, tuvo pánico de que se armara un escán-dalo. Después sólo pensaba en lo que haría cuando volviera a estar con ella, pero no tuvo oportunidad, y al poco tiempo empezó a salir con Juana. Más que sus facciones nórdicas, a ella le gustaba que cantara y toca-ra la guitarra. Además de Juana, solo lo escucharon los pocos compañeros del colegio que iban a su casa, entre ellos aquel a cuya madre él había besado. Le dijeron que les gustaba, pero que les parecía un poco raro.

Lekman estudió un par de años abogacía, y se dio cuenta de que no quería ser ni abogado ni músico. Tal vez en Noruega, no acá: quería dibujar o pintar. Se anotó en un taller. Al año dejó la facultad, siguió tra-bajando y empezó a tomar clases particulares con un maestro prestigioso. Pasó otro año, y trabajaba cada vez menos en la ofi cina. Todos quedaron contentos con su primera participación en una muestra colectiva y dos críticos dijeron algo sobre su obra que no entendió pero que tenía la entonación de un elogio.

Dejó a su maestro una vez que al llegar a su estudio para la clase lo encontró en calzoncillos, moviéndose de una pared a otra de la habitación, desovillando una bola enorme de lana roja, el pecho rozando las tablas de ma-dera del piso, su mirada absorta en la punta del hilo. Tuvo varias entrevistas: ninguno lo convencía del todo, estaba en un momento de su formación bastante difícil

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como para empezar con otro, mejor largarse solo o probar afuera, cambiar de aire, le dijo uno de los con-sultados mientras le daba la mano al despedirlo.

Mandó copias de sus mejores trabajos a institutos de varios países, pero no recibió ninguna respuesta, salvo de una escuela portuguesa a la que no recordaba haber aplicado. Decidió renunciar a su trabajo en el ban-co francés que le había conseguido el padre, encerrar-se a pintar y vivir de algunas ilustraciones salteadas para una editorial infantil. Y no sabía por qué, de ahí en adelante, cada vez que lo veía, al padre le venía la imagen de su hijo con el uniforme del colegio senta-do en las butacas de pana del salón de actos. Es que el artista tiene que levantarse cuando está cómodamente sentado, así Lekman. Pero puede que al querer volver a sentarte, la silla ya no esté en el mismo lugar, res-pondía el padre, porque el mundo gira, y entonces tengas que quedarte parado, como un idiota, hasta la muerte.

Seis meses más tarde participó por segunda vez en una exposición colectiva. Lo importante al principio no es vender, sino las reseñas, y para eso la presenta-ción es tan importante como la obra, le dijo un crítico. Ese mes vendió un cuadro, el padre compró un segun-do, y recibió un mail de una tal Fernanda López, una periodista que quería entrevistarlo.

Ahora Lekman es mucho menos ingenuo, pasaron los años. Aunque cada vez que recuerda esas con-versaciones con el padre siente ternura –en su mo-mento, esas palabras le sirvieron para darse ánimo y

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enfrentarlo, para insufl ar cierta épica a decisiones que de otro modo no hubiera tenido el coraje de tomar–, lo cierto es que ya hace tiempo que, sin haberse vuelto del todo cínico, terminó por ceder y adoptar las palabras y modales del arte contemporáneo, la mayoría de los cuales le inculcó Fernanda, que ahora escribe y llama poco, una vez cada quince días, pero cuando hablan están media hora o más, sobre todo los domingos a la tarde, en Leeds es medianoche. Domingos en los que ella vuelve de Londres, como confi rma después él con los recibos. Es que debe sentir esa mezcla de culpa y vacío, a él también le pasa.

Para rellenar algún silencio Fernanda pregunta si está todo bien con los papeles, y que por favor no se olvide de presentarlos a tiempo para que le habiliten los gastos del mes siguiente. Él dice que no se preocu-pe, que el trabajo es aburrido pero le gustan las tareas mecánicas para no tener que pensar, viene bien des-pués de pasar días encerrado trabajando, “me despeja”. Como viajar al campo: la ruta vacía, derecha, a ciento cuarenta. Ella pregunta si sigue sin fumar y él miente y dice que sí. Y Lekman le cuenta que acaba de ganar una beca para dedicarse a un proyecto por seis meses, le tiene fe, a pesar de que todavía no sabe bien qué hacer. Ella pide que apenas tenga le mande bocetos por mail, y que por favor tampoco se olvide de ese texto que abría el catálogo de su primera muestra co-lectiva auspiciada por una multinacional, que seguro va a serle muy útil para su tesis. Él dice que sí pero nunca lo hace, y se despiden: a veces uno dice “te

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quiero” y el otro “yo también”, a veces lo dice uno y el otro no contesta, y a veces ninguno dice nada.

Tiene que presentar las carpetas el lunes a la maña-na y apenas si abrió el sobre de papel madera británico que está apoyado en la mesa del living. Y por primera vez se pregunta por qué él está haciendo eso. Pero se lo había prometido, y además Fernanda no tenía a nadie, así que mejor terminarlo cuanto antes. Intenta pensar en un nuevo sistema o procedimiento para ordenarlos y concentrarse. Los viernes siempre se despierta tem-prano en el campo y cuando vuelve, tras un almuerzo liviano de quince pesos con agua mineral en una parri-lla sobre la ruta, noventa pesos de nafta y cuatro con veinte de peaje, ya está cansado. Y si encima se queda en su casa solo, puede complicarse. Y si sale con sus amigos, todos terminan tomando whisky o vino alre-dedor de una mesa, yendo al baño, de a uno, todos ha-blan, menos él, no pueden parar de hablar y Lekman se va quedando dormido, cabecea, se despierta sobresalta-do, sus amigos se ríen, se ríen muy fuerte, y él dice que lo disculpen: se levantó a las siete de la mañana, manejó en la ruta y tiene sueño.

Todavía le falta, y encima los huecos en las fi las de facturas son días en los que Fernanda desaparece. A ve-ces eso lo inquieta, a veces se consuela pensando que si no hay recibos es que no hay gastos, y si no hay gastos es porque se quedó en el departamento. Hay días en los que Fernanda va al cine y ve dos películas seguidas, porque en Leeds algunos cines chicos dan distintas películas según la función. O va al supermercado y

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compra de todo y vuelve a los quince minutos a com-prar algo que se olvidó. Es curioso que a pesar de la distancia, piensa Lekman algunas tardes, ahora tenga más registro de lo que ella hace que cuando vivían jun-tos. Y por lo que deduce apenas si avanza con la tesis de la beca. Está tan dispersa como él acá, con turno para exponer en una galería de las importantes a fi n de año, una muestra individual, quién lo hubiera dicho, lo de la beca, y el campo inutilizado.

Hasta el año anterior estuvo inundado y más que un campo era una laguna de mil quinientas hectáreas con una franja de pasto seco cerca del alambrado junto a la ruta. Y de la nada había aparecido un empresario provincial que ofreció alquilárselo al padre de Lekman. Quería explotar la laguna, armar un club de pesca, po-ner un muelle, trasplantar unos árboles, clavar unas sombrillas, sembrar peces, poner parrillas y traer al-gunas lanchas. Se cobraron diez meses puntuales, pero un lunes al mediodía avisaron que había problemas y antes de que se cumpliera el año de contrato, la laguna se había secado y el club cerró.

Por ese entonces Fernanda había decidido irse a In-glaterra a terminar su tesis de doctorado, un estudio comparativo entre un pintor británico y cuatro artistas jóvenes de países emergentes. Ninguno de los cinco había nacido donde vivía. Habían emigrado de chicos y, por algún motivo, venían desarrollando obras mucho más radicales en comparación con el resto de los artistas de esos países, algo así, Lekman nunca terminó de en-tender el proyecto del todo, como tampoco muchos de

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los otros artículos que Fernanda había publicado en los últimos dos años mientras vivieron juntos.

El británico nació en Turquía, emigró a los nueve, y tuvo muestras en Nueva York, Ámsterdam y una pe-queña retrospectiva en el museo de arte contemporáneo de su Estambul natal. Es uno de los pocos artistas vivos que Lekman admira. Había sido él quien le había hecho conocer su obra a Fernanda, después de hablarle noches enteras, en un viaje a Europa al poco tiempo de haberse ido a vivir juntos. El argentino es Lekman. Como él, los otros tres apenas si tienen una incipiente carrera, “es que prefi ero artistas menos destacados, vírgenes de atención académica”, decía Fernanda, y Lekman no podía evitar sentir un leve escalofrío cada vez que la escuchaba pro-nunciar esas palabras.

Al principio lo pensó en los términos en los que se lo había planteado ella: él tenía mucho más para ganar que el resto, ni hablar el inglés, o sea el turco, que ya era bastante reconocido. En otras palabras, que la com-paración iba a ser muy benefi ciosa para su obra. Pensó que solo su padre usaría esa palabra. Varios meses le llevó darse cuenta de que el turco inglés probablemente viviera en Leeds o en Londres. Es la segunda revela-ción del día, ese viernes a la tarde mirando por la ven-tana mientras prepara café con los restos que encontró en dos paquetes en la heladera.

Se la imagina con la mirada perdida esa misma no-che, luego de cenar un menú individual con media pinta de cerveza (cinco libras con noventa) en algu-na pizzería de cadena como hace casi todos los viernes

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que no va a Londres, mientras él al mismo tiempo en la cocina por la tarde se prepara un café, con los recibos desparramados en la mesa del living. Lo de los preserva-tivos claro que lo entiende. Él también sigue comprán-dolos de vez en cuando, no doce, cajitas de tres. Lo que no termina de cerrarle son esos viajes a Londres. Pon-gamos que con el turco británico. Debe ser interesante, seguro, incluso a él le gustaría. Pero ¿por qué siempre a Londres y nunca a otra ciudad? ¿O a Escocia? Y de todas formas, no entiende qué tiene que ver eso con un posgrado en artes comparadas, y cómo a los de la fun-dación, que son tan meticulosos con lo de los recibos, no les llama la atención.

Mira el día para atrás y para adelante, abre la hela-dera y ve bolsas de plástico vacías, botellas vacías, una mermelada destapada. Solo poner algo en la heladera y comer mucho puede salvarlo esa noche. Camino al supermercado ve el cartel de una película estadouni-dense que acaban de estrenar y que Fernanda ya vio hace meses, se acuerda de la entrada color naranja con el nombre impreso. Y ve a una chica con la remera de una banda inglesa y, no sabe por qué, piensa que los pintores que viven en Inglaterra seguro deben poder llevarla mejor que los argentinos, como casi siempre pasa con los grupos de rock.

Compra comida fresca y en paquetes. Algunas mar-cas son parecidas a las de allá, no tanto como antes, pero aun así hay muchas que son las mismas, salvo las cosas de la cocina. Y compra dos botellas de cerveza y

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dos de agua mineral, y por un instante piensa en sus pro-pios recibos: bares, pinturas, telas, nafta, peajes y tickets de supermercado, que la cajera, que es china, coreana o japonesa, le da en la mano junto con el vuelto, y se mira las uñas como si el contacto con las monedas se las despintara. Lekman cuenta las bolsas –son mu-chas– y pregunta si tienen envío a domicilio. La caje-ra dice que sí, mientras saca un fajo de billetes de cien del bolsillo interno de su campera, o de su corpiño, no ve bien, para guardar los dos que él acaba de darle, y pega un grito en japonés, coreano o chino, y de la puerta del fondo sale uno que bien puede ser un pri-mo segundo o un seudoesclavo, pone las bolsas en el changuito y espera.

La idea de caminar tres cuadras junto a alguien al principio lo incomoda. Empieza a hacerlo rápido, ig-norándolo, un par de pasos delante de él. No puede entender si acaba de llegar al país o si ya lleva años acá, siempre encerrado en el galpón del fondo. Si sólo sale a repartir pedidos y sólo conoce esa parte de la ciudad, que debe ser casi un sueño, la interrupción de su mundo oscuro de ordenar comida a la sombra del depósito, en una cama marinera de pino en la que pasa horas tirado añorando sus monzones.

Ahora van por la vereda rota de una avenida por la que pasan colectivos y tocan bocina. Lekman mira cuando dobla para confi rmar que todavía lo sigue. Y empieza a pensar, primero de aburrido, después con una morbosidad inédita, hasta dónde podría seguirlo el otro, que por la forma de caminar en su tierra natal

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debería haber tirado de uno de esos carritos a tracción humana que llevan gente con una sombrilla atrás. En qué momento recién le diría algo, en cuántas cuadras. Hasta dónde podría llevarlo, literalmente, su servilis-mo, y qué le diría en ese caso, en qué idioma. ¿Sol-taría el changuito y un insulto que no entendería y volvería al supermercado, o intentaría pegarle? ¿O no sabría cómo volver y quedaría perdido, vagando por el barrio, alucinado en una ciudad desconocida? Así, quizás llegue a otro supermercado oriental en el que lo entiendan y lo manden de regreso al suyo, o se quede ahí y tal vez sea mejor que el de ahora y además del galpón haya un pequeño patio, las camas no sean ma-rineras, y se encuentre con un primo que llegó al país en otra camada.

Lekman empieza a sentir una excitación casi infan-til, como si de algún modo estuviera vengándose de todos los inmigrantes del mundo, empezando por él y los del sudeste asiático, pero también de los turcos y de los paquis británicos, y de los otros cuatro artistas plásticos. Y dobla para el otro lado y cruza como si estuviera solo, como viene cruzando hace meses, sin tener en cuenta los temores de Fernanda, que siem-pre lo hacía cruzar cuando no venía nadie, y un auto oscuro dobla en la esquina, le pasa por al lado y atro-pella al changarín.

Había estudiado abogacía un par de años, y aunque había recursado Penal (ese fue el motivo o la excusa para dejar la carrera), sabe que tuvo algo de responsabilidad en el incidente y se asusta. El del súper está tirado en

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el piso, sobre el asfalto, entre las bolsas y las compras desparramadas, y no parece lastimado. Del auto ba-jan dos hombres, uno tiene barba y pelo largo, el otro es alto como Lekman, más grandote. En el asiento de atrás hay dos mujeres. Los tipos miran al chino y le preguntan con gestos si está bien. Después lo miran a Lekman, se miran, vuelven a mirar al otro y le ofrecen llevarlo de regreso. El tipo, o no entiende castellano, o solo sabe volver de memoria, y dice que “no” con las manos y la cabeza, y se va.

Entonces el de barba le dice a Lekman que puede subir, ellos lo acercan. Lekman no contesta, se queda quieto, y el de barba vuelve a bajarse y le dice que ven-ga, que se quede tranquilo. “No te preocupes”, dice, y abre el baúl y mete algunas de las bolsas del super-mercado, las cosas que no están rotas. Lekman sube sin estar del todo convencido, como si lo importante fuera no separarse de las compras. Se sienta y cierra la puerta sin dejar de mirar por la ventanilla hacia el changarín, que se aleja para el otro lado, por suerte el correcto.

En un segundo había pasado de lamentarse por la monotonía de su vida desde el punto de vista de sus gastos a imaginarse en una comisaría. Se tranquiliza un poco y se distrae. Va en el asiento de atrás, un poco apretado, junto a las dos chicas. No alcanzó a mirar-las detenidamente, aunque tiene una buena intuición, llevan pollera corta y huelen bien. El auto sigue dos cuadras y dobla en la avenida hacia el centro. Lekman deduce que no están llevándolo a su casa recién cuando

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pasan debajo de un puente. Piensa en bajarse en algún semáforo, aunque en ese caso perdería todo lo que tie-ne en el baúl, casi doscientos pesos.

Llegan hasta un bar en una zona de ofi cinas. Junto a la puerta del lugar hay una mujer llorando, las manos le cubren la cara. Bajan al subsuelo por una escalera y se acomodan en los sillones. Salvo por ellos, el lugar está vacío y es como si tuviera una hora propia. La músi-ca que suena es de hace tres o cuatro años. Una de las chicas va al baño y al rato también uno de los tipos, el grandote. Lekman se la imagina contra la pared, la po-llera levantada, las medias bajas, él trabando una pierna con el inodoro. Pero ella vuelve y le dice algo al oído a la otra, una rubia de pechos chicos que se sacuden dentro del escote. Suponía que era la pareja del otro, pero se van juntas al baño, y él se queda solo con el de barba, uno en cada punta del sillón.

Levanta la mano para llamar a la moza, que es la misma mujer que diez minutos antes estaba llorando afuera. Pide un trago. La música es mala y el volumen es lo sufi cientemente alto como para preferir escuchar-la que hablar. Además, no sabe qué decir. Vacía el vaso casi de un sorbo y se pone a jugar con la pajita hasta dejarla irreconocible. Pide otro y el de barba dice que él también quiere uno. La moza les deja dos vasos ge-melos, se va y quedan en silencio. Lekman empieza a revolver los sacos y las carteras del resto. El de barba pregunta si pasa algo y él dice que acaba de escuchar un teléfono sonando. Debe ser el tuyo, dice. El otro saca su celular, lo mira, y dice que no, que el suyo no es.

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“¿No será el tuyo?”. Pero Lekman no trajo el celular. Entonces no sé. “Mirá que yo escuché un teléfono”. Sí, a veces pasa, le dice en voz alta, cerca del oído, es como si ciertas notas de algunas canciones hicieran vibrar la neurona donde se guarda ese sonido.

Había aprendido lo que era un armónico a los tre-ce años. A esa edad Lekman era bastante prejuicioso y le sorprendió que Pitágoras, un fi lósofo, un mate-mático, se hubiera dedicado a investigar, en sus ratos libres, suponía, el sonido que emite una cuerda según su longitud. También le sorprendió que su profesor de música, siempre con pantalones de colores, aliento a té, galletitas de agua y algo que solo más adelante descu-briría era marihuana, supiera sobre Pitágoras bastante más que la anécdota del armónico que debía contarle a cada alumno al menos una vez.

El recuerdo hace que Lekman se entusiasme con la conversación y pregunta que cómo es la cuestión con las chicas, si son pareja, si cada uno está con una. El tipo se ríe y le dice que son unas encargadas de pren-sa, dos prenseras, y que ellos son periodistas. Están aceitando la relación, dice, y se ríe, mal. “Es parte del trabajo, con lo que nos pagan...”, y Lekman no sabe si dejó la frase a medio terminar o si el lamento se deshi-zo en la música mientras recorría la distancia que los separaba.

El de barba se acerca a la pared, toca algo detrás de unas cortinas y va a la pista, que como el resto del lugar está vacía, salvo por el que pasa música en un rincón, un fl aco de pelo largo. La bola de luces empieza a girar. Le

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hace una seña a Lekman, que se acerque, y este compra otro trago para tener las manos ocupadas, y va. La can-ción que suena no tiene ritmo para bailar, solo girar en el lugar con los brazos al costado, apenas extendidos, como si todo el bar fuera una caja de música en modo menor con las pilas gastadas. Y claro que a él también le gustaría llevar veinte minutos encerrado en el baño con dos chicas. En cambio, casi había provocado la muerte de una persona, después se había tomado tres fernets, y ahora bailaba con otro hombre en la pista de un bar vacío una canción de Morrisey.

Tiene que irse: si algo aprendió en los años con Fer-nanda es a desconfi ar de los periodistas. Pero el de barba parece simpático. Lo acompaña al auto, abre el baúl, le da las bolsas y le pregunta si no quiere que lo acerque, si está seguro. Lekman dice que no, le da la mano, y se toma un taxi. El viaje es largo, los comentarios que le hace el chofer lo asustan un poco y por momentos se hace el dormido.

Casi no tomaba taxis desde que se había comprado el auto cuando decidió encargarse del campo tras la muerte del padre, al fi n y al cabo no implicaba dema-siado tiempo. El agrónomo que contrató le dijo que el lago había acumulado tantos sedimentos que el exceso de minerales hacía “imposible y peligrosa” la germinación. Por un año no se va a poder cultivar nada, pero en un fu-turo va a ser extremadamente fértil, dijo, por el potasio. Sigue yendo, de todas formas, una vez por semana, los jueves. Siempre se queda a dormir y allá se despierta a las siete, tarde para los peones, que ya están despiertos

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a las cuatro y media en verano, y cinco, cinco y me-dia en invierno, con escarcha todas las mañanas hasta septiembre, que al salir de la casa son glaciares derre-tidos que brillan como soles de una dimensión lejana. Controla que todo esté bien, que los seis peones estén, no que trabajen, porque no hay nada que hacer; al me-nos que estén en sus puestos para que no les ocupen el campo, se les metan en la casa, y que tampoco se ha-yan robado nada, ni ladrones ni peones, ni que estos últimos estén borrachos, o lleven mujeres. Al menos cuando está él, para no perder autoridad, después que hagan lo que quieran, mientras no roben ni rompan. Pero hay veces que va y vuelve y se da cuenta de que no habló con nadie, apenas un par de señas.

Se despierta en la puerta de su casa. Se baja del taxi y deja las bolsas en la vereda mientras busca la llave para abrir. Sube al ascensor, vuelve a dejar las cosas en el suelo, y se apoya como la noche con Fernanda en ese mismo ascensor. Había vuelto por unos días. Iba a quedarse quince pero terminó yéndose al noveno, y por primera vez le habló de la opción de un segundo año y dijo que tal vez la usaría.

A pesar de todo, el reencuentro no había estado mal, pensó más adelante Lekman haciendo un balance, en el que lo del ascensor contrarrestaba alguna de las otras veces en las que Fernanda recibía llamados en su celular británico y volvía a los diez, quince minutos. Una noche miraban una película tapados en la cama, llamaron y Fernanda atendió y se fue a hablar a la co-cina, exactamente en la otra punta del tres ambientes de

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Lekman. Tardó seis minutos, que él pasó acostado en silencio, la luz apagada y la película en pausa, la sonri-sa de un actor deformada. En el cine no hay instantes perfectos, cuadros, sino efecto de continuidad, pen-só Lekman al principio, mirando la televisión. Luego pensó otras cosas, sin correr la mirada de la pantalla. No se escuchaba ningún ruido, ni siquiera la voz de Fernanda, aunque él sabía que ella estaba hablando por teléfono, murmurando en inglés, la mano cubriéndo-le la boca. Cuando ella volvió, la videocasetera había pasado a la función de stop. Se metió en la cama y le dijo, como si nada, que siguieran.

Lo cierto, piensa Lekman mientras apoya las bolsas en la mesada de la cocina, es que si no hubiera sido por lo del padre, Fernanda no habría vuelto. Y desde en-tonces no volvieron a hablar de futuras visitas. Al ver los recibos sobre la mesa del living, tal como los había dejado él algunas horas antes, es como si despertara de un sueño, de una noche o de meses, y la llama por pri-mera vez en mucho tiempo.

Ella atiende dormida y pregunta si pasó algo, si la llama por algo en particular. Él le dice que nada, que tenía ganas de hablar, le cuenta lo que pasó con el chi-co del supermercado, que no entiende cómo él pudo hacer algo así, tan cruel, lo del bar, del taxista raro que lo trajo de vuelta. Uno de los periodistas me acompañó afuera y volvió a insistir con eso de llevarme. Venía un taxi a unos veinte metros, despacio, y otro atrás, también libre, pero bastante más rápido. Tanto que se le adelantó y clavó los frenos. Era un modelo de auto

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que no había visto nunca antes. El taxi que venía atrás se frenó a la altura del que acababa de pasarlo, insultó al taxista, que se quedó callado mirando hacia delante, hasta que el otro se cansó y se alejó apoyando la mano sobre la bocina el resto de la cuadra. “Una noche como esta no se le perdona la vida a ninguno”, dijo mientras metía primera apenas el otro llegó a la esquina. Hubie-ra jurado que era un paralítico y manejaba moviendo unas palancas con las manos, dice Lekman. Iba atrás medio dormido, y un locutor de trasnoche pregun-tó en qué número de la zaga de una película pasaba tal cosa y el chofer se dio vuelta y dijo, sacado: “¡En la tres, esa que le meten un tanque de oxígeno para que se lo trague, ja, y después le disparan ahí, ja, y explota, ja… me encanta esa parte!”, dijo el tipo, dice Lekman, y Fernanda se ríe y dice algo acerca de los taxistas de Londres.

Entonces él pregunta si estaba por salir, allá deben ser las nueve de la mañana. Sí, las nueve, pero estaba durmiendo, dice Fernanda. Ah, claro, porque hoy es sábado, dice él, si no a esta hora en general ya estás desayunando. Y no termina de pronunciar esa palabra que se arrepiente de sonar delante de ella como un ma-niático que conoce su rutina como si la siguiera por la calle todos los días. A Fernanda parece no molestarle. Se ríe, dormida, y dice que no se guíe mucho por los tickets, que a Starbucks, por ejemplo, no va muy segui-do, en general no desayuna. A veces sí, pero la mayo-ría se los da una amiga rumana que trabaja de moza en uno de los locales. Y así va juntando porque la verdad,

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dice, hay veces que ni me acuerdo en qué gasté la plata, o pierdo las facturas, vos sabés cómo soy de colgada con esas cosas. Y Lekman siente algo que se desmo-rona, que baja desde algún lado, una frase sin palabras rodando por su cuerpo.

Recupera el aliento y pregunta por sus cosas, algo que casi nunca había hecho en todo este tiempo, se da cuenta cuando ella empieza a contar y todos los nom-bres y la mayoría de las palabras que usa le suenan desconocidos. La deja hablar y luego pregunta por el turco. Bien, dice ella, todo bien. Le pregunta si lo co-noce personalmente. Sí, claro, dice Fernanda, para eso vine acá, de alguna forma, además de que la universidad tiene una biblioteca muy completa y me da todas las fa-cilidades. Le pregunta cómo es en persona y ella dice que no sabría decirle.

Se acuerda de cómo se acercó ella a él: la primera entrevista, cómo volvieron a verse en varias exposi-ciones, en charlas, talleres. De uno se fueron a comer, era tarde, la una y media de la mañana, y él la llevó a una cantina para taxistas. Pensó que con eso perdía todas sus posibilidades pero igual la llevó, un poco para probarla y otro porque tenía hambre y cuando tiene hambre se pone de mal humor. Y ella lo fue en-volviendo con teorías sobre el arte, con ideas acerca de su obra, con nuevos puntos de vista y claves para entender trabajos de otros artistas y para considerar artistas a muchos que Lekman, que era bastante con-servador, tal vez debido a una formación autodidacta, antes despreciaba.

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Cuelga y se tira en la cama: no se puede dormir. Se levanta, se saca la ropa. La remera que tuvo puesta todo el día, desde la mañana en el campo, se la había regalado Juana hacía por lo menos diez años. Sin em-bargo todavía está en buen estado, extendida sobre el televisor, debajo de un par de pantalones con rastros de barro en la botamanga. Está acostado con los ojos abiertos. Pone música y vuelve a acostarse. Dos veces se sobresalta pensando que un teléfono suena; que tal vez sea Fernanda, que quiere seguir hablando o, no sabe por qué, Juana.

Sigue sin poder dormirse. Se da una ducha y se pone la misma ropa que la noche anterior. Va a la cocina y ordena las compras, vacía las bolsas. Los seis huevos que compró están rotos. Abre la caja de cartón hume-decido y viscoso y ve manchas rojas, sangre en el me-dio del líquido espeso mezcla de yema, clara y algunas plumas. La gallina del campo. Pone la pava. Está por hacer café y se da cuenta de que se olvidó de comprar. El motor de la heladera se apaga y solo se escucha el ruido del reloj sobre la puerta de la cocina. Son las nue-ve menos cuarto. A esta altura, Fernanda ya debe haber almorzado, o al menos estará levantada.

A las nueve y cinco llega a la puerta del supermerca-do, que como es sábado recién abre a las diez. Se sienta en el cordón a esperar un rato, pero enseguida se para y va hasta el hospital público de la zona, a cuatro cua-dras. Pregunta en informes si no ingresó un paciente oriental la noche anterior, temprano. La enfermera le dice que no sabría decirle, que si le dice le miente. Otra

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enfermera sentada detrás del mostrador le dice que ella ayer estaba haciendo un reemplazo de una compañera del otro turno, y que escuchó de uno que llegó cami-nando solo, a eso de las ocho o nueve. Aunque no era nada grave, el médico que lo atendió recomendó que pasara la noche en observación. Y al querer tomarle los datos se escapó, así que seguro era ilegal o tan mal no debía sentirse. Mientras baja por la escalera, a Lekman se le enturbia la mirada, tal vez por la mezcla de anes-tesia y desinfectante que se respira.

En la puerta del supermercado ya empiezan a jun-tarse empleados esperando al encargado con la llave. Tiene miedo de que lo reconozcan si se queda quieto delante de ellos y va a dar una vuelta. Cuando vuelve ya está abierto. Agarra unas galletitas, leche y un pa-quete de medio kilo de café. La cajera es la misma de la noche anterior y al darle el vuelto lo saluda con una amabilidad impersonal. Él no le saca los ojos de enci-ma y pregunta si está todo bien. Ella dice que sí, pero él sigue intranquilo y se acerca un poco más y vuelve a preguntarle si está todo bien, si está segura, ahora abarcando todo el supermercado con una mirada que termina perdiéndose en la puerta del fondo que da al depósito. Ningún problema, señor, responde ella, ya algo fastidiada por la insistencia.

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