Mayas e incas
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Lo más complicado de las culturas precolombinas es que no pueden recordarse, sino
reconstruirse. Ya sea por el fanatismo religioso, los daños del tiempo o la lógica económica
de la Colonia, las culturas precolombinas de mayor esplendor de América sólo pueden
estudiarse a través de fragmentos incompletos, voces acalladas, lenguajes olvidados,
ciudades soterradas, calendarios en desuso, escrituras obsoletas, cultos secretos y libros
quemados. La interpretación que se haga de estas culturas debe dar por sobreentendidas la
carencia que marca el inicio.
Por otro lado, el esplendor de las principales culturas precolombinas; a saber, azteca, maya
e inca, fue suficiente para valerle la supervivencia a través del período colonial y su el
surgimiento de las repúblicas modernas. Si bien la azteca prácticamente se diluyó por
completo en el mestizaje, la maya y la inca perviven a través de sus descendientes con la
suficiente fidelidad para refrendar algunas conjeturas. Si bien sus grandes centros
ceremoniales levantan una admiración universal, las expresiones culturales de sus
descendientes alimentan el interés por estas civilizaciones y acaso también intrigue el
desarrollo de culturas tan avanzadas a pesar de tener que desarrollarse con la enorme
desventaja de no tener comunicación con el resto del mundo.
Incluso a las civilizaciones más misteriosas les gusta contar su origen. Un mito fundacional
que sirve tanto para explicar su lugar en el mundo, como para justificar el orden de las
cosas. Por otro lado, es sabido que estos mitos fundadores suelen tener elementos en
común, como bien ha quedado documentado en la psicología. Y estos puntos en común son
más frecuentes entre más cercanas son las culturas. Considerando esto no sorprende que
haya considerables coincidencias entre incas y mayas.
Debemos empezar por aclarar que estas sociedades estaban regidas por un pensamiento
mágico. Las distinciones entre religión, política y derecho no tenía sentido para ellos. En el
caso de los mayas, la religión no era un simple acto de su vida privada, sino el eje
articulador de todos los aspectos de la vida, incluso por encima de la lógica material o
economista. Como tampoco había una frontera clara entre lo espiritual y lo físico, los
rituales también eran sumamente llamativos, a tal extremo que la categoría de ciudades
teatrales, acuñado para algunas culturas de Asia, podrían muy bien aplicarse a la cultura
maya. (Sacred Space, p.65).
Este universo de fronteras difusas se divide en tres planos existenciales: el cielo, la tierra y
el inframundo. Mundos completamente diferentes, pero en continua relación (Sacred Space,
p.66). Este mundo se orienta a través de un plano cardinal que sirve para bastante más que
la orientación geográfica.
La brújula del mundo maya apunta al este. Se representa con el color rojo y apunta hacia
donde nace el sol. Luego está el sur, olor amarillo, de apogeo solar. El oeste, donde se
oculta el sol. El norte, de color blanco, es la región de la que proviene el viento frío. Y, por
último, el oeste, el lugar del ocaso, representado por un color negro. El centro también tiene
una importancia, dado que es el eje articulador de los distintos planos existenciales. Este
centro se representa por el color azul o verde y, en su materialización, era representado por
el Rey. (Sacred Space, p.66).
En esta sociedad religiosa, el rey es una suerte de chamán supremo, un árbol sagrado, el
Wacah Chan. Todo el simbolismo de la arquitectura maya converge en la figura del Rey
durante el rito. Se transforma en el centro del plano cósmico. La esplendorosa arquitectura
ceremonial maya se subordina a este momento de comunicación. Allí donde no es
simbólica, practica un mimetismo de la geografía sagrada: el bosque, la montaña y la
cueva. (Sacred space, p.72). Puestos a hacer comparaciones, los puntos cardinales mayas
nos hacen pensar en las cuatro esquinas o tawantinsuyu de los incas. Un concepto esencial
para su división política.
La explicación religiosa del sacrificio humano es los mayas es que sirve de ofrenda y
vehículo de materialización para los seres del ultramundo. En el Popol Vuh, es una ofrenda
para Tohil y el punto de acceso es la mandíbula de Maw. Las puertas de las pirámides
simbolizan esta mandíbula, así como las pirámides simbolizan las montañas. A diferencia
de las ofrendas que son para apaciguar a los dioses, el sacrificio maya agradecía la
asiduidad, ya que se consideraba que esto incrementaba las energías que ponían en contacto
los mundos. Del mito de Hunahpú e Ixbalanqué se deduce que los mayas acudían a Xibalbá
con la esperanza de renacer. Pero esto sólo podía lograrse a través de un sacrificio previo.
Cabe decirse también que estas energías podían considerarse perdidas, situación en la cual
los habitantes abandonaban la ciudad, lo que podría servir de explicación religiosa a los
constantes desplazamientos de los mayas.
Los sacrificios y demás ceremonias religiosas estaban bien señalados por los mayas en los
diferentes calendarios que usaban para medir el tiempo. Acá sí surge un importante
contraste con los incas, de quienes no hemos podido conservar ningún calendario a pesar de
que, como sociedad agrícola, deben haber tenido un registro adecuado de los ciclos
climáticos y astronómicos. Para los mayas, los días y sus dioses regidores tenían un papel
imprescindible en la calendarización de sucesos. Estos podían ser inmortalizados a través
de monumentos por reyes y algunos nobles.
Resulta necesario resaltar que la cultura maya se desarrolló a lo largo de cerca de mil años,
mientras los incas lo hicieron por cerca de 500. También que pertenecían a organizaciones
sociales bastante diferentes. Los mayas del período clásico de la ribera del Usumacinta eran
un conglomerado de ciudades independientes que compartían rasgos culturales y
comerciaban entre sí. El inca, por otro lado, era un extenso imperio divido en provincias y
sayas que necesariamente debía delegar labores en los gobernadores, figuras que debían
resolver demasiadas situaciones mundanas para conservar el misticismo religioso (D’Altoy,
Providencial Rule, 231). Aunque declarativamente tuvieran puntos en común, la
complejización de la sociedad conlleva cierta pérdida de la espiritualidad, o al menos cierto
deslindamiento entre política y religión. La dispersión del imperio necesitaba un elemento
religioso que cohesionara a la sociedad. En este caso, la figura del rey se presentaba como
la idónea, y su distancia incluso podía jugar a su favor en cuanto figura mito, generalmente
asociado al dios del sol (Toohey).
Aunque mayas e incas compartían algunos rasgos como similitudes religiosas, economía
agrícola y un sistema de herencia patrilineal, los mayas colapsaron ante una constelación de
factores, que van de la competencia política entre las mismas ciudades mayas al
surgimiento de los aztecas y su más eficiente burocracia. El inca era un imperio, mientras
los mayas eran una cultura cuya cultura se expresaba en un grupo de ciudades cuya
hegemonía tuvo un relevo cronológico constante (Providencial Rule, 231).El imperio inca,
sin otro pueblo que disputase su hegemonía, se encontraban en su apogeo a la llegada de los
españoles, mientras los mayas de las tierras yucatecas arrastraban un largo proceso de
decadencia, si bien los del altiplano, especialmente los quichés, estaban en pleno proceso
expansivo pero con una nueva cultura y otras formas de organización social.
Las diferencias entre mayas e incas no eran tan marcadas en lo religioso, pero sí en lo
político, por lo no sorprende el rol protagónico de la religión en los mayas del clásico,
contrastado con el papel instrumental en los incas. Las ciudades-estado maya podían
permitirse un contacto directo con el rey, algo imposible para los incas. El papel de la
guerra también era diferente. Mientras para los incas el control territorial de su imperio era
lo esencial, los mayas lo hacían por rutas de comercio, así que había diferencias en las
exigencias de crueldad.
Puede observarse, entonces, que a pesar del papel que el mito tuvo para fundar ambas
civilizaciones, el mismo fue relegándose a medida que la civilización crecía en
complejidad, llegando a quedar, en el caso de los incas, como un mero referente histórico y
un instrumento de cohesión social.