Memorias de allá, del frio. Crónicas de un uruguayo en la Antártida

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Dr. Osvaldo González Contrera Dotación 1990 MEMORIAS DE ALLA, DEL FRIO MEMORIAS DE ALLA, DEL FRIO MEMORIAS DE ALLA, DEL FRIO Crónicas de un uruguayo en la Antártida Dr. Osvaldo González Contrera Médico de la Base Artigas en 1990

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El lector, una vez que se introduce en las vivencias relatadas en este libro, las vive como aventuras propias, compenetrándose con los personajes, que sin dejar de ser originales de aquella dotación de 1990, son los personajes típicos de cada grupo humano que desarrolla actividades en las duras condiciones de vida de las bases antárticas.El lado humano del relato, la descripción de la naturaleza y la combinación de la presencia humana en medio de ese entorno puro, trasmiten las vivencias de todos los antárticos que viven el proceso de deslumbramiento inicial, adaptación al entorno y el sentir de pertenencia que se adquiere al pasar varios meses allí.El autor confirma ese sentimiento extraño que muchos han intentado trasmitir: mientras estamos en la Antártida, deseamos estar con nuestra familia y los seres queridos, mas al partir, sufrimos y luego, la añoramos de por vida cuando estamos lejos de ella... Tomado del prólogo escrito por Waldemar Fontes, del Instituto Antártico Uruguayo.Este libro fue escrito por el Doctor Osvaldo González, quien fuera el médico de la Dotación 1990 de la Base Científica Antártica Artigas.

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Dr. Osvaldo González Contrera

Dotación 1990

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Dr. Osvaldo González Contrera Médico de la Base Artigas en 1990

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Memorias de allá, del frío

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El manuscrito de este libro fue escrito por el autor y revisado y corregido por la Lic. Ana María de Salvo.

El material original, así como las fotografías proporcionadas por el autor, fueron revisados y compaginados para esta edición digital, por el Cnel. Waldemar Fontes.

La idea inicial del autor era de publicar este libro en papel, pero nunca consiguió una editorial que lo publicara.

Gracias a la generosa contribución del autor, que cedió el material original a la Asociación Antarkos y a la Biblioteca Profesor Julio C. Musso del Instituto Antártico Uruguayo, se pudo preparar esta edición digital, destinada a todo el público interesado en la actividad del Uruguay en el continente antártico y que es una contribución al conocimiento de la historia de nuestro país en la Antártida.

Título: Memorias de allá, del frío. Crónicas de un uruguayo en la Antártida

Autor: Dr. Osvaldo González Contreras (Médico de la BCAA en 1990)

Revisión: Lic. Ana María De Salvo (Asociación Civil Antarkos)

Prólogo, Diagramación y edición digital: Cnel Waldemar Fontes (IAU)

Edición Digital realizada por el Instituto Antártico Uruguayo Biblioteca “Profesor Julio C. Musso” Web: www.iau.gub.uy - mail: [email protected] Av. 8 de Octubre 2958 - CP 11600 - Montevideo, Uruguay. Enero 2011

Con el apoyo de la Asociación Civil Antarkos “Apoyamos a Uruguay en la Antártida”

Web: www.antarkos.org.uy - mail: [email protected]

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PROLOGO

Este libro del Doctor Osvaldo González, es un valioso aporte pa-ra el conocimiento de la actividad de los pioneros uruguayos que construyeron la Base Científica Antártica Artigas y vivieron allí en los primeros tiempos.

La forma de trasmitir las anécdotas y vivencias es amena y de agradable lectura.

El lector, una vez que se introduce en las vivencias relatadas en este libro, las vive como aventuras propias, compenetrándose con los personajes, que sin dejar de ser originales de aquella dotación de 1990, son los personajes típicos de cada grupo humano que desarrolla actividades en las duras condiciones de vida de las bases antárticas.

El lado humano del relato, la descripción de la naturaleza y la combinación de la presencia humana en medio de ese entorno puro, trasmiten las vivencias de todos los antárticos que viven el proceso de deslumbramiento inicial, adaptación al entorno y el sentir de perte-nencia que se adquiere al pasar varios meses allí.

El autor confirma ese sentimiento extraño que muchos han in-tentado trasmitir: mientras estamos en la Antártida, deseamos estar con nuestra familia y los seres queridos, mas al partir, sufrimos y lue-go, la añoramos de por vida cuando estamos lejos de ella...

Cnel. Waldemar Fontes

Instituto Antártico Uruguayo

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INDICE

Prólogo 3

Prefacio 7

Introducción 9

LA ANTARTIDA COMO TAL 11

La Partida 15

PRIMEROS DIAS 21

EL DESCUBRIMIENTO Y EXPLORACIÓN 25

LA LLEGADA 37

TRATADO ANTARTICO 39

LA BASE ARTIGAS 43

PRIMEROS DIAS 49

EL REFUGIO RAMBO 53

LOS DIAS DEL VERANO 57

LOS PINGÜINOS DE LA PINGÜINERA 63

PEPE PINGÜINO 69

LA HEPATITIS 71

LOS SOVIETICOS 75

LA PLAYA 83

EL TERRAPLÉN 87

ÁRBOLES DE PIEDRA 89

EL CAMPEONATO DE FUTBOL 93

LOS TURISTAS 97

LOS CHILENOS 101

COMIENZA EL INVIERNO 105

LOS ARGENTINOS 109

LOS ECUATORIANOS 115

LOS CHINOS 119

LOS COREANOS 123

DÍAS DE SKI- DOO 125

EL AGUA, EL HIELO, LA NIEVE 131

EL REGRESO A CASA 133

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Logo de la Dotación 1990 - La “del Lobito”, que estuvo a cargo del Tte. Cnel. Néstor Rosadilla.

Dr. Osvaldo González Contrera

Cumplió funciones como médico de la BCAA integrando la Dotación 1990.

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“Las condiciones de vida en la Antártida constituyen un laboratorio inevitable para estudiar el comportamiento, los sentimientos e impulsos de los hombres en situación límite, donde el afecto, el respeto y la solidaridad por los demás son puestos a prueba.”

PREFACIO

Este libro ha estado en mi mente por más de 13 años. Pero ha llegado el momento de darlo a conocer, porque siento que lo que tengo para decir maduró dentro de mí y está listo. Como creo que maduré y estoy pronto yo también.

Al regreso de la expedición el recuerdo de la Antártida disparaba en mí sensaciones y emociones ambi-valentes y contradictorias. Fue con el paso del tiempo, cuando sedimentaron y pude meditar sobre ellas, que se abrió para mí un pozo insondable y rico de enseñanzas que antes no había podido ver con claridad.

El viejo proverbio chino dice “Es mejor callar si no se tiene algo que decir”. Es por eso que casi sin ad-vertirlo he guardado en secreto hasta hoy este relato, empujado ahora al papel por la casi espontánea necesidad de contarlo.

Las condiciones de vida en la Antártida constituyen un laboratorio inevitable para estudiar el comporta-miento, los sentimientos e impulsos de los hombres en situación límite, donde el afecto, el respeto y la solidaridad por los demás son puestos a prueba. Y esta exigencia no repara en la ciudadanía, el idioma o la etnia de los que allí deben pasar sus helados días, semanas o meses.

La dimensión humana con su dignidad intrínseca y su importancia quedaba expuesta en esta región, en la que estamos igualados por las lejanías del país, de la familia y del dinero, donde las comunicaciones casi no existen y todos nos encontramos en similar grado de indefensión. Esa maravillosa zona antárti-ca que aún se conserva como fue creada, sin mancha ni prostitución por el comercio y los intereses ciegos de aquellos que explotan todo lo explotable, de aquellos que olvidan que este planeta es todo lo que tenemos.

Lo que viví en ese tiempo y en ese lugar fue una lección totalmente irrepetible y personal y constituyó para mí una prueba de la existencia de Dios, aunque creo que para otros pudo significar por el contrario la certeza de su inexistencia. También la diversidad hace maravilloso al ser humano.

Pero el resultado más importante fue la experiencia personal sobre mí mismo. Una visión nueva de mis defectos y mis virtudes, la exhaustiva autocrítica que debí hacer de lo que he querido, lo que he hecho y lo que no he hecho en el transcurso de mi vida. Mis días en la Antártida me llevaron a elaborar sobre mi persona y sobre el mundo un juicio y un proyecto futuro. Pero eso es asunto mío.

Sólo espero que estas crónicas, que son ciertas, que son sólo una parte de lo que allí viví, sean de algún interés y a lo mejor, de enseñanza. Yo, por haberlas escrito, estoy finalmente en paz.

Osvaldo González (Gaucho)

Dotación del Lobo, año 1990

Base Científica Antártica Artigas

Isla Rey Jorge, Archipiélago Shetland del Sur

ANTÁRTIDA

MEMORIAS DE ALLA, DEL FRIO Crónicas de un uruguayo en la Antártida

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II

Introducción

Cuando en el año 1989 recibí en Sala de Neurología al futuro jefe de la Base Antártica Uruguaya como paciente en situación crítica, no tenía idea de la influencia que aquel hecho iba a tener en mi vida.

Durante mi infancia y adolescencia he sido ávido lector de novelas de aventuras y relatos reales que inflamaban mi imaginación a esa edad. Emilio Salgari hacía pelear a Sandokan, Julio Verne narraba travesías futuristas que resultaron premonitorias y Mark Twain contaba las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn en el Río Mississippi. Comencé a soñar.

En esa infancia no había televisión y cuando la hubo fue en blanco y negro, entonces resultaba más entretenido colorear lo que leía con mi mente, de la mano del Corsario Negro, o visitando La Isla Del Tesoro. Así nacieron duendes que quedaron dormidos en mi interior para despertar en el momento indi-cado.

Cuando el “futuro jefe de la base antártica” recobró la conciencia y comenzó a hablar, descubrimos que teníamos varias cosas en común, detalles poco importantes como la práctica del karate en escuelas similares, los libros leídos y otros elementos intangibles que hacen que dos personas se sientan afines.

Cuando su dificultad para hablar fue mejorando y comenzó a referirse a su proyecto sobre el continente antártico, a contarme de su historia y geografía, mis duendes interiores se agitaron y progresivamente comencé a soñar con ese viaje, esa aventura.

Descubrí en mí una faceta pocas veces expuesta antes. Más allá de los frecuentes viajes “a dedo” por todo el país de mi adolescencia y el viaje de bodas cuando con Beatriz nos atrevimos a hacer seis mil kilómetros (haciendo auto- stop por Argentina y Bolivia), nunca había percibido o había dejado aflorar nada parecido.

A partir de ese momento, que fui invitado a ir como el médico de la base Artigas, en el continente antár-tico, me planteé dudas por tener esposa, cuatro hijos y un sentimiento de mucho apego por ellos. La lucha interior fue muy dura hasta que finalmente decidí que tenía que ir.

Cuando comencé el curso de adiestramiento para la permanencia de un año en la base antártica (al que accedí con la condición de permanecer allá por solo seis meses) volví a la atmósfera maravillosa de los aventureros de fines del siglo XIX y principios del XX, de los viajes de los descubridores, del co-raje infinito, de la personalidad de esos exploradores históricos, del impulso por ir más allá de lo conoci-do.

Entendí que los hombres tenemos esos duendes que nos impulsan, hasta que se logran objetivos no imaginados y maravillosos… o terribles.

De cualquier manera esta fue la historia que explica por qué un hombre como yo, aparentemente con-servador, en plena actividad profesional, muy ligado a su familia, una madrugada cálida de enero se embarcó en un pequeño avión Fairchild que conduciría nada menos que a la Antártida, junto con un

“Por diferentes motivos se marchan los hombres a los confines abandonados del mundo. A algunos los impele solo el afán de aventuras, otros sienten una imperiosa necesidad de saber, los terceros obedecen a la seductora llama-da de una voces quedas, al encanto misterioso de lo desconocido que les aleja de los senderos rutinarios de la vida”

Sir Ernest Shackleton

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grupo de hombres en circunstancias parecidas.

Lamentablemente el “futuro jefe de la Base Antártica” nunca logró ir, sin embargo gracias a la medicina moderna y a una gran capacidad personal de trabajo se recuperó totalmente y continúa con su activi-dad profesional.

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III

LA ANTARTIDA COMO TAL

Este continente helado existió en la mente de los pueblos miles de años antes de ser descubierto, puesto que los antiguos griegos llamaban Artkos (oso) a la región helada del norte de Europa y por ex-tensión a la región ártica en su conjunto, quizás porque es la región de los osos polares, o porque está debajo de la constelación de la Osa Mayor: ¿Quién lo puede saber?

De todos modos, supusieron que debía existir otra zona similar del lado contrario de la tierra, a la que provisoriamente llamaron Antarjko – algo así como del otro lado de los osos - o los osos del otro lado.

Hasta el gran Leonardo Da Vinci (para variar), calculó como debería ser esa extensión helada y no me sorprendería que hubiera andado cerca en sus cálculos.

En la época de la formación de la Tierra, hace ochenta millones de años, cuando todo lo que existía era un enorme continente único rodeado de agua, llamado Pangea (Pan= todo, Gea= tierra), la Antártida se encontraba unida al sub -continente Indio, Oceanía y Madagascar, en una zona que hoy ocupa el Mar Indico.

Según la teoría de la deriva continental, la Antártida dejó de pertenecer a una zona tropical y lentamen-te fue derivando hacia el sur, como también lo hizo Australia hacia el sureste.

Existen interesantísimas y muy bien fundadas teorías acerca de este tema, las cuales se basan en es-tudios geológicos y arqueológicos de restos fósiles animales y vegetales hallados en las regiones antes mencionadas. En nuestra estadía antártica encontramos restos de árboles petrificados, evidentes de-mostraciones del origen cálido de las tierras en que nos encontrábamos.

El Continente Antártico está rodeado de mares que van variando sus denominaciones de acuerdo a la zona y al explorador que lo bautizó, tributarios todos ellos de los océanos Atlántico, Indico y Pacífico.

Su dimensión es de catorce millones y medio de kilómetros cuadrados, más grande que Oceanía y mu-cho más grande que Europa (once millones y medio y diez millones de kilómetros, respectivamente)

El tamaño del continente varía enormemente con las estaciones del año ya que en el invierno, al conge-larse una impresionante cantidad de mar en las costas del territorio, éste incrementa la superficie en millones de kilómetros cuadrados.

Lo contrario sucede en el verano, cuando la Antártida se desprende de gran parte de su territorio coste-ro que se aleja flotando por el océano en forma de icebergs, hasta derretirse en aguas más cálidas. Es-te fenómeno es mayor en las costas de las grandes plataformas heladas de Ross y de Wedell.

El agua de mar comienza a congelarse lentamente con la aparición de microscópicos cristales de hielo dulce que, forman progresivamente una pasta similar al helado llamada “slush”, la que deja salir a la superficie un suero espeso que contiene la sal del agua de mar, también conocido como “hielo podrido”

De esta manera se forma una capa de hielo de más de un metro de espesor, muy resistente, que se va solidificando y expandiéndose en todas las direcciones.

En el año 1988, de las costas del Mar de Weddel se desprendió un témpano, ¡tenía un tamaño similar a la superficie de Bélgica! Esta gigantesca porción de hielo tenía edificadas sobre sí dos estaciones antárticas, una soviética y otra argentina; por supuesto que semejante desprendimiento de hielo no su-cedió de un momento a otro y las bases habían sido desalojadas

“el mar, el nivel de las aguas subirían entre cuarenta y ochenta metros… ¿Quién vive por encima de los ochenta metros sobre el nivel del mar en Uruguay?”

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Si tenemos en cuenta que el hielo cuando flota deja ver por encima de la superficie del mar sólo el 10% de su volumen, ¿Cómo será encontrarse con un témpano de ese tamaño cuando el explorador está navegando en un pequeño velero como los de los primeros viajeros?

Probablemente la altura total de ese témpano fuera de varios miles de metros y llevara parte de la fau-na y de la flora de la región en ese verano antártico.

Al continente antártico se le reconocen dos sectores, Menor y Mayor, con enormes diferencias en sus condiciones climáticas y en el tamaño y altura de la capa de hielo.

La Antártida Mayor se encuentra predominantemente hacia el oriente del meridiano de Greenwich, es mucho más grande en tamaño que la Menor, aproximadamente dos tercios del territorio total. Su super-ficie está recubierta por una capa de hielo que oscila en los cuatro mil metros de espesor ¡Cuatro kiló-metros de espesor!, la que forma la llamada Meseta Antártica (promedialmente el continente más alto del mundo).

El peso de esta cantidad de hielo es tal, que se considera que el continente debe estar hundido por ello; se conocen depresiones del terreno como la fosa subglacial de Bentley con casi dos mil quinientos me-tros bajo el nivel del mar, pero por encima tiene tres mil metros de hielo.

Los Montes Transantárticos es una cadena montañosa de más de tres mil kilómetros de longitud, que atraviesa todo el continente separando la Antártida Mayor de la Menor, con alturas considerables como el macizo de Vinson, con 5140 metros sobre el nivel del mar.

Esta parte de la Antártida es no sólo muy alta sino de gran severidad climática, generada por el frío y por la falta de humedad (promedio de precipitaciones de cincuenta centímetros cúbicos al año). El clima de la meseta antártica es más seco que el Sahara; sólo que con frío.

El record de frío del año 1960 fue en la base soviética Vostok con ¡89.3 grados centígrados bajo cero! En este territorio se han producido vientos de hasta trescientos veinte kilómetros por hora, lo que hace imposible ¡ni qué hablar! realizar cualquier actividad en el exterior. La Base Vostok es considerada el Polo Sur de Frío.

También se han introducido los conceptos de Polo Sur Geográfico, De Inaccesibilidad (el punto antárti-co más difícil de acceder desde el exterior), el Polo Sur Geomagnético y por supuesto el Polo Sur Magnético, que tiene movimientos a lo largo de los años de acuerdo a la oscilación de la Tierra, por eso es el único de los cinco Polos considerados que no tiene fija su posición geográfica en forma perma-nente.

La Antártida Menor es la más cercana al continente americano, por su proximidad con la Península Antártica. Es de menor tamaño y altura, con una capa de hielo permanente de alrededor de dos mil me-tros y condiciones atmosféricas menos severas.

Viendo la magnitud de los números que acabo de escribir, es difícil imaginarse el volumen y el peso que posee esa masa de hielo (por supuesto la mayor masa de hielo de la tierra y la mayor reserva de agua dulce). Existen tres kilómetros de hielo por sobre catorce y medio millones de kilómetros cuadrados de territorio, (sin pensar en las masas de hielo que rodean al continente) con un volumen total de ¡tres bi-llones de metros cúbicos de hielo! (Tres millones de millones). Se trata nada más y nada menos que del 90% de la reserva de agua dulce del mundo.

Diferente es el caso de la región Ártica, que compuesta por el Mar Glaciar Ártico sólo es eso, un mar rodeado de continentes y el Polo Norte Geográfico está fijado sobre el mar.

Para terminar, digamos que si el casquete polar antártico se derritiera, cosa que si bien en el pasado parecía absurda, actualmente con el efecto invernadero causado por la ciega y obtusa ansia de dinero y poder de los países desarrollados y sus industriales, el mar, el nivel de las aguas subirían entre cuaren-ta y ochenta metros. ¿Quién vive por encima de los ochenta metros sobre el nivel del mar en Uruguay?

Existe la teoría que dice que al derretirse el hielo de la Antártida, tragedia geológica difícil de imaginar, la tierra de ese continente, liberada del peso del hielo podría subir de nivel, lo cual compensaría la ele-vación del nivel del mar. ¿Pero qué sucedería entonces con el acomodamiento de las placas tectónicas, causantes de los terremotos?

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Actualmente, la Antártida es un santuario bastante respetado en su integridad y su pureza, recuperada en buena medida de las matanzas de focas y ballenas que se hicieron en el pasado, con una clara con-ciencia internacional de ser el área clave para la supervivencia de nuestro planeta, con múltiples pro-yectos de investigación científica llevados a cabo por los gobiernos nacionales de los países adheridos al Tratado Antártico (Tratado que explicaré más adelante)

Todo esto con mayor o menor respeto por la integridad de las especies vivas y la pureza del agua y el hielo... por el momento. Y con ciertas reservas.

La Base Científica Antártica Artigas, único bastión del Instituto Antártico Uruguayo, en ese continente en el año 1990 (momento a que se refiere esta crónica), se encuentra en la Isla Rey Jorge, una de las islas del archipiélago de las Shetland del Sur, cerca del extremo de la Península Antártica.

El archipiélago está separado de ésta hacia el oeste por el estrecho de Bransfield. Tiene forma alarga-da y está conformado por las islas Smith y Low más al suroeste y en dirección noreste se disponen las demás, que son las islas Snow, Decepción, Livingston (segunda en tamaño), Greenwich, Robert, Nel-son y por último la Isla Rey Jorge, la de mayor tamaño. Nuestra base se encuentra en el extremo suro-este, en el paralelo 62º de latitud Sur.

Como toda la costa antártica, el archipiélago se encuentra rodeado de múltiples islotes y rocas de gran tamaño, que por las extremas condiciones atmosféricas, de congelación- descongelación permanente y la fuerza del mar, se han ido erosionando.

Información más exhaustiva sobre este apasionante tema se puede encontrar en la magnífica obra “Paralelo 62, Uruguay en la Antártida” de la periodista Ana María De Salvo.

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Avión Fairchild antes de la partida

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IV

La Partida

Cuando llegamos al aeropuerto de la Base Nº 1 de Carrasco era una madrugada de enero, recién ama-necida y el cielo de un azul profundo sin viento y con calor que parecía decirnos: “disfruten de esto mientras les dure.”

La tensión del clima de la despedida no mejoró cuando nos enfrentamos con mi esposa, los niños, los abuelos y hermanas al pequeño Fairchild, que nos iba a transportar tres mil kilómetros hacia el sur. Esa nave era idéntica a la que ¡diecinueve años antes! Llevó a los muchachos del Old Christian que cayeron en los Andes.

En el entorno había mucha actividad; estaban las familias de otros pasajeros, unos conocidos del curso de preparación que habíamos hecho los integrantes de la dotación y otros no; viajeros de los equipos científicos, de investigación y especialistas en varias áreas de la construcción que iban para ampliar la base. Muchos eran ya veteranos de tareas de un mes en el verano, cuando es posible trabajar a la in-temperie y lograr que la mezcla fragüe y las reparaciones se terminen. Lo mismo los equipos de científi-cos que aprovechan el clima más moderado para desarrollar los proyectos.

Las expresiones de las caras de los viajeros y sus familias eran todas parecidas. Un nudo en la gargan-ta y la excitación de lo que se viene y no se conoce bien. Unos volverían en breve, otros en un año. Los niños chicos con carita de no entender muy bien, como Rafael de 3 años, que iba encantado de los bra-zos de una abuela a la otra y con el sueño del madrugón. Victoria con 15, casi con la misma angustia de Beatriz, mi esposa, mientras que Guillermo y Agustín de 8 y 9 años curioseaban aparentemente aje-nos, pero muy atentos a todo.

Desde la escalerilla del avión me volví a verlos, estaban todos los míos juntos, tostados por el sol del verano, ¡tan lindos! con esa expresión especial que sólo puede verse en las despedidas, en la que se mezcla la esperanza y la pena y me zambullí dentro del aparato para seguir viéndolos desde la ventani-lla con una sensación de opresión en la garganta.

La tensión contenida dentro del avión resultaba evidente, con alguna broma sobre lo viejo y pequeño de la nave, lo que íbamos a demorar en llegar, etc.

Todo el mundo espontáneamente se fue acomodando por gremios y conocimientos previos y concentró su atención en las ventanillas y los familiares que estaban en la pista.

Fue un alivio cuando todo fue bien en el despegue y rápidamente comenzaron a aflorar los paquetes con comida que esposas y madres habían preparado, porque ya a las seis de la mañana la ansiedad había despertado el apetito de algunos.

El viaje transcurrió con breves escalas en Mar del Plata, Viedma, (la ciudad que iba a ser la capital de la Argentina), Comodoro Rivadavia y finalmente Punta Arenas en Chile. Como el vuelo no fue a la altitud de los aviones comerciales, pudimos vislumbrar por entre las nubes la costa del Océano Atlántico, los campos, los pozos petroleros cercanos a Comodoro Rivadavia y las extensiones áridas del sur, color rojizo y gris, con elevaciones que aumentaban a medida que seguíamos viaje.

“El problema era que el avión no tenía suficiente autonomía para viajar los mil kilómetros de travesía con sus tanques y se le adicionaron ésos, lo cual estaba perfecto, pero aún con ellos no podíamos ir y venir... sólo ir. “

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A la vez que el Fairchild se acercaba al sur, las corrientes de aire cada vez más intensas comenzaron a sacudirlo, a veces con “pozos de aire” sorpresivos y que arrancaban gritos medio en serio, medio en broma, algunos, sospechosamente parecidos a los de arrear una tropa, delatando la presencia de gente de campaña.

Cuando pasamos Comodoro Rivadavia con rumbo sur, (más o menos en el mismo paralelo que las Is-las Malvinas), el avión se deslizó entre nubes de una blancura enceguecedora y no pudimos apreciar el paisaje sobre los canales fueguinos ni la costa patagónica.

Me senté junto a Balbino, veterinario, verdadero veterano en estos viajes, que estaba desarrollando un proyecto de etología de los pingüinos (La etología es el estudio de las conductas de las especies) y contando con la invalorable ayuda y consejo del Dr. Rodolfo Tálice, abanderado de la etología en el Uruguay.

–Sabés–, me decía con su amplia sonrisa, -que los pingüinos en el verano se reúnen en pingüineras en las costas, en territorios fijos en cantidades enormes, todos de la misma variedad, para reproducirse y cambiar el plumaje, lo cual es un hecho de enorme trascendencia en la Antártida- contaba Balbino, con un gran entusiasmo .

–Cerca de la Base Artigas estamos estudiando desde hace años una pingüinera de hasta medio millón de individuos, que son de la variedad “barbijo” y hemos llegado a conclusiones interesantísimas, por ejemplo: las parejas de pingüinos son permanentes, año a año se encuentran en el mismo lugar donde nacieron, se buscan, se cortejan y forman su nido.-

- El cortejo consiste en que el macho le ofrece a la hembra una piedrecilla con el pico, si ésta la acepta, allí comienzan a hacer el nido, que es una cama de piedras pequeñas formando un círculo; dentro de la pingüinera el lugar del nido parece no ser al azar, hay sitios de preferencia y sitios de menor categoría, por la cercanía con el agua y por el peligro de los depredadores- decía Balbino, que en un momento se recostó y se durmió hasta el fin del viaje.

Los demás compañeros conocidos eran los otros participantes del curso: Gary, Segundo Jefe, siempre alegre y animado, con un entusiasmo desbordante por la aventura y un atleta nato, con un físico como para correr hasta el infinito. Con Gary habíamos hecho una buena amistad en pocos meses y era el compañero charlatán y animado necesario para estos momentos de separación.

El mecánico Luna, hombre de Tacuarembó, criado en campaña, había sido tropero, callado pero simpá-tico y siempre dispuesto, había elegido el apodo de “Lobo” y con la cara alargada, ojos claros y grandes dientes sonrientes, casi lo parecía.

El buzo Pelayo, de la Marina, con gran experiencia en trabajos y reparaciones submarinas, era el en-cargado de las lanchas Zodiac que había en la base, sus motores y lo relativo al buceo. Siempre capaz de asombrarnos con sus cuentos sobre los mares que había recorrido y sobre la tradición marinera, pero no muy sociable y en ocasiones malhumorado.

El maquinista de la Marina, Cantini, experimentado, buen conversador y con décadas de conocimiento de la Armada y de los personajes del puerto, un hombre lleno de anécdotas de boliche, gran jugador de truco y algo borrachín, era el individuo de perfil bajo pero con quien siempre daba gusto charlar.

El cocinero Franco, Suboficial de Infantería procedente de Mercedes, capaz de hacer buenas variacio-nes en la cocina, siempre con los mismos ingredientes.

El Jefe de la Base por este periodo: Néstor, Mayor de Ingenieros que conocíamos poco porque se hab-ía entrenado con el grupo anterior, pero más adelante se convertiría en un gran amigo, con una amplia y sincera sonrisa, un guitarrista y cantor excelente. Se había sentado en el avión con el Teniente Coro-nel Pereyra, encargado máximo de las obras en este período de verano, quien estuvo todo el tiempo de su estadía compenetrado por lo que debíamos hacer, hasta que lo logró.

También viajaban meteorólogos y radio operadores de la Fuerza Aérea, personal de la Marina para co-locar un faro y hacer prospección de la costa y en el fondo del avión, comiendo y jugando al truco, se habían juntado carpinteros, electricistas, albañiles y otros especialistas en temas de la construcción, muchos de ellos veteranos en estas experiencias en la Base Artigas.

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Otro grupo era el de algunos científicos que por diversos proyectos viajaban solos o en reducidos gru-pos y estaban algo apartados y en un silencio cargado de tensión (más o menos como yo).

La llegada a Punta Arenas se concretó ya avanzada la tarde. El aeropuerto que está a 20 kilómetros de la ciudad, es de uso civil y militar y observamos modernísimos aviones de tipo caza y claramente, han-gares subterráneos y con poca infraestructura en la superficie.

Punta Arenas, es una ciudad baja, muy prolija y limpia, con casas de una planta, techos rojos a dos aguas, calles amplias y un puerto que centra toda la actividad. Allí pasaríamos la noche para esperar “El Salto”, la última etapa de mil kilómetros sin escalas sobre el Estrecho de Drake, hasta el Archipiéla-go de las Shetland del Sur.

Llamábamos “El Salto” al viaje hasta la Base, porque era una situación de riesgo. Un evento del que todos estábamos pendientes: si podíamos seguir hasta el destino final del vuelo, o si sería necesario volver a la mitad del viaje. Además, porque no íbamos todos juntos, sino en dos tandas.

Lamenté haber llevado mi equipaje en un antiguo baúl de viaje que estaba estibado en la bodega del avión, porque no pude sacar ropa de abrigo; conmigo sólo tenía una muda en el bolso de mano. La pre-ocupación de Beatriz y de mi madre había llenado el resto con comida.

En ese momento me di cuenta que el verano en el extremo sur de Chile es mucho menos caluroso que el de Montevideo. Tuve que recurrir a una campera prestada para poder salir a la calle con los compa-ñeros, a recorrer algo.

Llegamos al hotel gracias a la ayuda de Natalia Caro, una señora chilena que nos esperaba en el aero-puerto con su gigantesca camioneta. Era pequeño y modesto, pero decoroso; nos acomodamos en una pieza con Néstor y él, que ya había estado en Punta Arenas al asomarnos por la ventana me señaló el mar enfrente, a pocas cuadras, diciéndome: -Te presento el Estrecho de Magallanes– Y me dejó por un rato allí parado en estado de admiración ¡ya estaba allí!

Por supuesto que al sacar la famosa torta de manzanas de mi madre, el cuarto se llenó de gente con hambre, pero cuando salieron a relucir las milanesas de “carne vegetal” que me preparó Beatriz, el en-tusiasmo dio paso al asombro por las “milanesas de árbol”. A pesar de eso todo fue aprovechado y lo que aportaron los demás comensales, también.

Esa noche entre varios compramos una botella de whisky y la íbamos tomando cubierta con una bolsa de papel, mientras conocíamos el centro de Punta Arenas. Por su ubicación geográfica y por ser una ciudad-puerto, es visitada permanentemente por buques de paso entre un océano y otro y por expedi-ciones antárticas de todas las nacionalidades. Con poca historia como toda ciudad joven, tiene una si-tuación económica muy buena y una infraestructura adecuada para los visitantes que recibe. El turismo es más bien atípico: marinos, comerciantes, expedicionarios antárticos, pero no el turista que suele visi-tar otras latitudes.

Como tiene una extensa zona franca que es un gran shopping de cientos de locales (aún no había shoppings en Montevideo), atrae y mueve un importante flujo de dinero.

Hay, además, un gran número de restaurantes típicos, internacionales, etc. También muchos cabarets, casas de prostitución y “ramas” afines, lo que nos permitió escuchar en la radio a un cura de la ciudad pedir más control sobre esas actividades.

La ciudad en sí es muy bonita y prolija, con monumentos de gran renombre como los de Magallanes, Colón, el Indio Patagón, etc., para nosotros, acostumbrados a los monumentos de Belloni y Zorrilla de San Martín que tenemos en Montevideo, los de Punta Arenas nos parecían enormes y feos.

El trasporte colectivo es con micros como los que hay en Buenos Aires y taxis colectivos; coches comu-nes con recorrido y costo fijo y en los que viajan juntas las personas que llevan el mismo destino aun-que no se conozcan.

En esa ciudad andaba yo a la mañana siguiente, con ropa de verano y la campera que me prestó Gary, un bolso en que apenas cabía la torta de manzanas de mamá que aún quedaba y cosas que había comprado. Cuando salí del shopping de comprar unos recuerdos para los míos, parecía un bagayero con paquetes de todos los colores corriendo para tomar un taxi hacia el aeropuerto para hacer el primer

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“Salto”, el primero de dos, la mitad de nosotros ese día y el resto de los pasajeros en cuando fuera posi-ble.

En la escalerilla del avión nos sorprendió un tripulante con una bolsa pidiéndonos que pusiéramos de-ntro todos los encendedores, fósforos y cigarrillos que tuviéramos; no supimos por qué hasta que entra-mos y encontramos que en la cabina faltaban la mitad de las butacas que habían sido sustituidas por enormes tanques repletos de combustible.

El problema era que el avión no tenía suficiente autonomía para viajar los mil kilómetros de travesía con sus tanques y se le adicionaron ésos, lo cual estaba perfecto, pero aún con ellos no podíamos ir y ve-nir...sólo ir.

Eso significaba que si no podíamos aterrizar en la Base de la fuerza aérea chilena, Teniente Marsh, en la isla Rey Jorge de las Shetland del Sur, porque el clima no lo permitía, como suele suceder, pues... tendríamos que hacerlo de todos modos o caernos en la mitad del estrecho de Drake de regreso a Chi-le, porque “no nos dio la nafta”... literalmente hablando.

Este detalle del “punto de no retorno” a unos quinientos kilómetros de Punta Arenas lo sabía, pero no lo había evaluado en toda su dimensión hasta este momento, cuando se me formó una pelota en la boca del estómago que sólo se me incrementó cuando el avión, para levantar vuelo, se notaba mucho más pesado. Pero fue solo el momento, sabíamos que el intento se hacía porque el informe meteorológico era favorable y decidí que era mejor que se preocuparan los pilotos, pero mi excitación era difícil de contener.

El viaje transcurrió sobre un mar color calipso profundo, sin nada en la superficie, hasta que comenza-mos a ver algún témpano, que por la altura a la que volábamos, debía de ser grande. A más de 24 horas de conocimiento con los otros, la charla se hizo más movida y salvo por los fumadores muy de-pendientes que gemían, no tuvimos problemas.

Luego de unas cuatro horas, comenzamos a ver sobre la superficie del mar y cada vez con mayor fre-cuencia, figuras de color marrón y blanco con bordes irregulares que resultaron ser islotes con manchas de nieve. Así hasta que vimos la costa marrón rojiza de la isla Rey Jorge, muy escarpada, en los pocos metros de costa sin nieve, oleaje intenso y con una capa de hielo formando una enorme cúpula extendi-da por todo el territorio. En el mar, cerca de las costas, se ven permanentemente altos islotes negros de formas muy bizarras.

En el extremo oeste de la isla se encuentra la península Fildes, el único espacio de la isla Rey Jorge que no está cubierta de hielo y en donde se ubican bases antárticas de China continental, URSS y Chi-le sobre la bahía Fildes y nuestra Base Científica Antártica Artigas, (nuestro destino final), al borde del Glaciar Collins. Todas ellas fueron construidas en la costa sur, con vista a la Isla Nelson, que es más pequeña y tan cubierta de hielo como la nuestra.

Más hacia el este se encuentran, por orden: la base de Corea del Sur, “King Sejong”, como todas las demás en la costa, a ocho kilómetros de la nuestra; luego le sigue la base argentina Jubany, a unos diez o doce kilómetros. Y finalmente, las bases de Brasil, Capitán Ferraz y la polaca Arctowsky, vecinas entre sí y al doble de distancia.

La presentación de las bases vecinas está hecha, pero en la llegada sólo vimos las bases chilena y so-viética que están pegadas, sólo diferenciadas por el color de las edificaciones, rojas las rusas y blancas de techo oscuro las chilenas. Lo sorprendente no es el color de las edificaciones, sino que se trata de los edificios de ¡la URSS de Gorbachov y de Chile de Pinochet! Lo que es excelente como muestra, del tipo de territorio al que estábamos arribando.

En este paisaje nos desenvolveríamos por muchos meses, ¡qué extraño y ajeno me pareció en ese mo-mento!, pero con la sensación de que todo iba a estar teñido de otro afecto en el momento de marchar-me.

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Punta Arenas (Chile) y el Estrecho de Magallanes

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Explorando los alrededores de la Base Artigas

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IX

PRIMEROS DIAS

Nuestra lucha más feroz en estos días es con la luz pálida pero permanente que no te deja dormir, te desorienta y no sabés por qué, pero nunca tenés idea de la hora sin mirar el reloj. A pesar de que la hora que se usa en la base es la misma que en Uruguay, la sensación de cansancio y malestar es constante y el sueño nunca es reparador, más allá que en este momento los horarios son muy flexibles (porque aún no se hizo el segundo salto y la mitad de los compañeros no llegaron y algunos de los que deben irse, no lo han hecho) y las actividades están muy desorganizadas. De poco sirve intentar dormir más, porque sólo se consigue que el malestar aumente.

Lo primero que hicimos fue aprovisionarnos de ropa adecuada y los equipos que tiene la Base son ex-celentes, de procedencia norteamericana: prendas abrigadas y livianas, que consisten en una campera larga tipo parka con capucha y contra puños y unos pantalones de tiro alto casi hasta las axilas, con tiradores y cierres metálicos en las piernas, hasta por encima de las rodillas, para ponérselos con las botas. Estos pantalones los usaremos más adelante, solamente en momentos de mucho frío.

El primer día, luego de una gélida mañana con lluvia y viento, las condiciones mejoraron y de tarde salí a recorrer solo, pues Néstor está muy ocupado organizándose y la demás gente conocida está en Pun-ta Arenas.

Lo primero que hice fue dirigirme al cerrito vecino, caminando por el sendero que lleva a las bases chi-lena y soviética (Marsh y Bellingshausen, respectivamente). Como llegamos a la Base por mar, no co-nocía la ruta terrestre; a poco de empezar la caminata, tuve la sensación de transitar una montaña rusa llena de subidas, bajadas y curvas, nada fáciles de salvar con mis viejas botas de goma que traje de casa. Lamento que las únicas preciosas botas de cuero modelo montaña que había en el depósito fue-ran chicas para mí y, tendré que conformarme con éstas.

Me alejé de la Base Artigas hacia el norte, doblé a la izquierda y crucé el precario puentecito de madera sobre “El Pardo Tereso”, la cañadita que pasa cerca de la base (al principio se le vertían las aguas ser-vidas, más o menos en la época en que se lo bautizó) y que lleva ese nombre como demostración del sentido del humor de los pioneros de Artigas. Luego de una corta pero empinada subida pasé por el costado del Lago Uruguay, fuente de nuestra agua potable, lo bordeé y llegué al amontonamiento de rocas de diferente tamaño que forman el pie del cerrito cercano a la base y las usé como puntos de apoyo para subir, porque es muy vertical.

Una vez que alcancé la cima, comprobé que la superficie era pareja en toda su extensión, sobresalien-do una gran roca que mira al mar.

La vista en esta posición es fantástica, como una postal de mar azul turquesa muy quieto, con blanquí-simos témpanos pequeños flotando en el estrecho. Cerca está la Isla Nelson, con la blanca capa del glaciar que la cubre. Mirando hacia abajo, se aprecia una angosta playita al pie del acantilado y en ella, una elefanta marina y una foca tomando solcito, mientras un pingüino camina cachazudamente entre ellas, bamboleándose. Emergiendo del agua, a escasos cincuenta metros de la costa, hay dos estre-chos peñones, negros, agresivamente puntiagudos, muy altos y separados entre sí por muy poca dis-tancia.

“Sin duda que en esta etapa todos estábamos en el mejor momento de nuestra estadía por estas tierras, con mucha compañía, sol permanente, buena temperatura y todo por delante para hacer”

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Desde ese lugar divisaba cerquita a Artigas; me dirigí al extremo opuesto del cerrito y descubrí otra bahía bastante estrecha, pero bordeada de un alto barranco y en su costado, como una copia, otro acantilado similar al que yo estaba, pero más alto. Y en el aire todo era paz y silencio. El paisaje que estaba disfrutando me recordó la costa norte de España, salvo por los témpanos cerca del horizonte y la falta de vegetación. Mañana creo que voy a ir a esa playita. Bajé del cerrito y “Bordeé el cerro por debajo hacia la costa, caminando sobre piedras muy grandes, cuando me atacó una bandada de gavio-tines, que son como gaviotas pero mucho más chicas y con el pico colorado. Pasaban rozándome el vistoso gorro rojo que me hizo mamá y de paso, varios me cagaron, se nota que estaba cerca de sus nidos.

Cuando llegué al espacio entre el acantilado y el mar, me quedé boquiabierto “. . .” en algunos lugares, el mar había socavado cavernas bastante grandes y en otros, encontré gigantescas rocas apoyadas contra la pared, formando espacios de unos cinco o seis metros. Cuando llegué a la playa, aún estaban los bichos que había visto desde arriba”

Fue toda una experiencia encontrarme a medio metro de la elefanta marina, sacarle fotos, dar vueltas a su alrededor y verla rascarse el cuello con su pata- aleta, mientras bostezaba con su enorme boca ro-sada, sin prestarme la más mínima atención.

Al llegar a la base estaban de visita –auto invitación a cenar, mangueo-, unos muchachos que había visto de lejos y que resultaron ser un checo y un eslovaco, que se encuentran en esta zona desde no se sabe cuándo, no se sabe para qué, ni cómo llegaron. Con aspecto desgarbado pero modales correctos, mencionaron alguna universidad, que entre su inglés y el mío no descifré. Sólo sabemos que no tienen papeles, ni pasaporte alguno, que viven en un minúsculo refugio en la isla Nelson, no parecen tener apoyo de ningún gobierno y que solo cuentan con una pequeña embarcación para cruzar el estrecho Fildes ¡desde la isla Nelson!, para venir a la isla donde están todas estas bases.

Están interesados en irse de la Antártida; no les va a ser fácil sin papeles, pero con toda diplomacia están pidiendo ayuda. Probablemente tengan que ver con la base rusa, pero corren tiempos de mucha confusión en la Unión Soviética y quien sabe que les pasó. En el momento que estoy relatando acaba-ba de separarse la República de Checoslovaquia en República Checa y Eslovaquia. Pasan a integrar el selecto grupo de aventureros que las civilizaciones tienen en sus fronteras y esta es realmente una frontera de la civilización.

“Esta fue otra noche de soñar cosas que no recuerdo, pero sé que era con ustedes, por lo que me volví a levantar tristón y como todo domingo, me acordaba cuando hacía el asadito en el fondo de casa y todas esas cosas tan lindas. Saqué las fotos que tenía en el baúl y por primera vez las estuve mirando largo rato, ¡Qué familia preciosa somos! ¿No? ¡Son tan lindos todos!”

Comencé esta tarde- noche después de la cena, a acomodar la enorme cantidad de correspondencia de todo el mundo pidiendo datos de la base Artigas, sus actividades y sobre todo, pidiendo sellos posta-les de la Antártida Uruguaya, lo que lamentablemente, no tengo. Los sellos que hay son un desastre, de idéntico diseño, con un perfil de Artigas (el prócer) pequeñitos, a un solo color, que se diferencian sola-mente por la tonalidad y el valor.

Como a la una de la mañana crucé hasta la cocina para tomar agua y ¡Oh sorpresa!, me encuentro a todos los oficiales chilenos reunidos con la dotación saliente, en plena despedida. Se ve claramente la confianza y la amistad entre ellos luego de tantos meses de apoyo y trabajo conjunto. Los integrantes del Instituto Antártico y la plana mayor con quienes llegué, están en este momento en la base China “La Gran Muralla”, presentándose y comiendo alguna cosita, seguramente.

Resulta claro que la sensación de desvelo y desorientación que produce el sol permanente nos afecta a todos por igual, como si no supiéramos nunca en qué momento del día nos encontráramos; nuestro ritmo circadiano – como se dice en medicina, por la sucesión del sueño – vigilia, está totalmente altera-do, lo que explica estas visitas y estas actividades en horas tan bizarras.

Los días siguientes fueron para explorar los lugares más próximos a la Base, para conocer a la gente que está en Artigas y que no conocía más que de vernos de pasada.

Por nuestras costumbres similares de salir a recorrer todo lo que se puede, nos acercamos con Jaime,

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un oficial de la Marina, que vino a instalar un faro alimentado por luz solar en el cerrito que describí.

Excelente compañero y muy buen caminador, apenas nos encontramos por esas colinas un día, lo pri-mero que advertí con envidia, fue que las preciosas botas de montañista que me quedaron chicas a mí, a él le iban perfectas y ¡qué buen uso les daba! Como una cabra subía y bajaba de todos lados, mien-tras los demás arrastrábamos nuestras pesadas botas de goma, o nos empapábamos los pies con bo-tas de cuero acordonadas, pero era lo que teníamos.

En pocos días, incluso antes que el resto de la gente llegara de Punta Arenas, con Jaime habíamos caminado decenas de kilómetros en las inmediaciones de la Base, subido al glaciar, descubierto las profundas grietas que el agua de deshielo produce en su lomo y que llegan a grandes profundidades formando resumideros donde se juntan varios surcos de agua. Apenas se pueden ver desde la superfi-cie, pero se oye claramente el bramido de su curso enloquecido hacia el mar.

Comenzamos a usar largas cañas de bambú para ayudarnos a caminar; las encontramos cerca de la Base, abandonadas por los glaciólogos chinos y pronto Jaime fue conocido en la isla como Todo Terre-no. Por supuesto, también es Todo Terreno en el momento de comer, a pesar de su físico más bien menudo.

Los recorridos trascurrían siempre de día; imposible llegar de noche, porque casi no hay noche, pero siempre con un clima similar al invierno en Montevideo, con frío, lloviznas de agua muy fría o aguanieve y viento. Nunca nieve, ni granizada ni lluvia franca en esta época del año; siempre nos llama la atención la presencia de grandes mamíferos marinos reposando en la costa en grupos llamados harenes de unos veinte y pequeños grupos de pingüinos que parecen charlar entre sí.

Una noche nos iban a venir a visitar los jefes rusos, pero no lo hicieron. En su lugar llegaron caminando tres alemanes orientales que viven en la base soviética Bellingshausen, son paleontólogos y geólogos. Néstor tuvo la ocurrencia de ponerse a tocar la guitarra con sólo cinco cuerdas y nos sorprendió a todos con su destreza. Estuve charlando con Detlef, el jefe del grupo de alemanes. Cumple años el mismo día que Beatriz y eso lo llenó de alegría más allá de lo esperado y me prometió hacer una chapka para re-galarle, (un gorro de piel ruso) y venir a Artigas el día de sus cumpleaños para saludarla cuando yo la llame por radio (no sé cómo estará Beatriz para el inglés con fuerte acento alemán).

Como el alemán se quejó de dolor en un codo, le di un blíster de antiinflamatorios. Quedó tan contento que me dio un abrazo y un beso (¡tienen unas costumbres esta gente!). Estoy comenzando a entender esta nueva forma de relación entre personas y pienso que si nos encontráramos en cualquier otra cir-cunstancia o lugar, de pronto no nos tendríamos para nada en cuenta; pero viviendo todos el mismo drama y en el caso de los de algunas bases como la soviética o la china, sin posibilidad de comunica-ción alguna con su gente en todo el periodo de estadía -que puede llegar hasta los veinte meses-, uno ve al prójimo con otra perspectiva, quizás la perspectiva del hombre primitivo, incontaminado, gregario e indefenso frente a la inmensidad de la naturaleza.

“Me acaban de avisar que el avión viene desde Punta Arenas para llevarse a los que se vuelven y traer al resto de nosotros, así que, mami, niños, queridos míos, termino esta carta enviándoles abrazos y besos a todos, deseando que se cuiden y no extrañen.

Siempre con ustedes, Papá”

P.D. “Comienzo ahora la siguiente carta, pero mándenme el pantalón gris de abrigo”

Sin duda que en esta etapa estábamos todos en el mejor momento de nuestra estadía, de nuestra pa-sada por estas tierras, con mucha compañía, sol permanente, buena temperatura y todo por delante para hacer. Seguramente pensábamos que no todo iba a ser tan bueno, pero no teníamos una clara idea sobre qué esperar. Todo esto es muy nuevo e imprevisible y sería aún más en los próximos me-ses.

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Comandante Byrd

El buque “Fram” de la expedición de Amundsen

Campamento base de la expedición de Amundsen

Roald Amundsen con su vestimenta de abrigo (30 kg de peso)

Descubrimiento del Polo Sur. Amundsen y su equipo.

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V

EL DESCUBRIMIENTO Y EXPLORACIÓN

Es de suponer que los primeros que llegaron a la Antártida lo hicieron luego del descubrimiento de América; seguramente algún galeón español del siglo XVI, extraviado en las terribles tormentas de la zona, tratando de navegar el Estrecho de Magallanes y que sin desearlo, terminaría atravesando los mil kilómetros de ancho que tiene el Estrecho de Drake, para encontrarse con alguno de los archipiélagos antárticos (ciertamente mucho antes que todo esto fuera descubierto, bautizado y en muchas ocasio-nes, reclamado como territorio colonial de alguna monarquía europea )

Recordemos que en esa época, los territorios desconocidos y más aún, en los extremos del mundo, provocaban terror en los marinos, gente muy supersticiosa con una gran imaginación acerca de lo que podría encontrar en esas aguas heladas y nunca exploradas.

El primer registro escrito que existe, es de la época en que Francis Drake, el pirata que dio nombre al Mar entre América y la Antártida, navegó por ahí en 1578. En 1587 el cartógrafo Ortelio presentó un mapa de la Terra Australis. A partir del 1600 la exploración antártica se hizo cosa común

El anuncio del descubrimiento de una tierra “que era alta y montañosa como el país de Noruega”, lo hizo el contramaestre holandés del Buena Nueva, (nave que había sido capturada a la Marina holande-sa, por la armada española), atribuyendo esta hazaña a la Marina de su propio país.

Entre 1773 y 1775 el inglés James Cook circunnavegó la Antártida; en esos dos años, llegó más allá de los 71º de latitud sur, pero sin divisar el continente helado.

Por un momento, imagínense un barco a vela, marinos con comida racionada y agua en barricas, frío, vestimentas rudimentarias, las dificultades de la navegación por el congelamiento del mar en invierno y los témpanos en verano, todo eso durante dos años, sin contacto alguno con la civilización– ¡y sin llegar a ver el continente!-

La banquisa de hielo que rodea el continente antártico durante el invierno austral, fue la gran barrera que impidió a Cook que pudiera llegar más al sur, aunque tuvo la certeza de que había tierra firme. Su razonamiento se basó en la gran cantidad de témpanos y trozos de hielo que flotaban alrededor de su embarcación, clara señal que en algún lugar no muy lejano tendría que existir esa tierra firme donde se formaran estas masas de hielo.

Que James Cook haya podido realizar una expedición de dos años de duración, se debió al rigor con que la preparó: la calidad de las embarcaciones, el entrenamiento de los hombres que viajaban como tripulantes y la preocupación por llevar alimentos variados, como jugos de frutas y verduras abundan-tes, para evitar el escorbuto, terrible flagelo de los marinos de la época, que enfermaban por carencia de vitamina C en las largas travesías. Aparentemente, en esa extensa expedición circumpolar, el Co-mandante Cook sólo perdió un marino y por causas naturales. Claro, según la bitácora de a bordo, quien se negara a comer la ración, era castigado.

Después de rezar unas oraciones, sepultamos a nuestros tres compañeros en aquel mismo lugar, sin sacarlos de sus sacos de dormir y cubriéndolos con la lona de la tienda. La labor de nuestros exploradores no habría sido segura-mente infructuosa”

Cherry-Garrard, biólogo 12 de noviembre de 1912

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El siglo XIX fue cuando más auge tuvieron las exploraciones del Océano Glaciar Antártico y los descu-brimientos de los mares de hielo perpetuo que rodean el continente, como el Mar de Ross y el Mar de Weddell, enormes escudos de hielo. Se batieron marcas de penetración en la latitud Sur, en la búsque-da de llegar al Polo Sur, como el caso de James Clark Ross, que logró avanzar hasta los 78º 10’ sur. Otra faceta de estos descubrimientos, es el caso del norteamericano Nathaniel Palmer, segundo del barco foquero Hersilia. Descubrió y bautizó con su nombre a la Península Antártica, (Tierra de Palmer) y a su regreso hacia el extremo sur de América, exploró el archipiélago de las Shetland del Sur. Llegó a una isla montañosa, encontró una caleta de entrada a una bahía interior y al penetrar, descubrió barcos de pescadores y foqueros argentinos y chilenos. Por este motivo se llamó Isla Decepción, que tiene la forma de un anillo incompleto.

La actividad foquera y ballenera de la zona se vio incrementada luego que Cook y otros exploradores como Bellingshausen, un alemán al servicio de Rusia, describieran la riqueza de las especies marinas en el sur. Esto provocó una gran avidez entre aventureros de todo tipo que zarparon en gran número desde Europa y Norteamérica.

A causa de esta situación, Montevideo se convirtió rápidamente en escala obligada para la mayor parte de las expediciones que navegaban hacia la Antártida desde distintos puntos del planeta. Como nuestra floreciente ciudad era el último punto de abastecimiento para la mayoría de los viajeros, Montevideo pasó a ser conocida como el Umbral a la Antártida.

En el momento de máxima expansión de la actividad de caza de ballenas y focas, llegaron a zarpar desde Montevideo unas cien expediciones por año, convirtiéndose en un punto de referencia para los expedicionarios. Para los comerciantes de Montevideo, la Antártida pasó a ser un sitio familiar e intere-sante.

Fue desde nuestra capital que partió un barco pesquero acondicionado por la Armada Nacional, para rescatar al explorador inglés Sir Ernest Shackleton, que había perdido su buque, atrapado por el hielo, suceso que relato más adelante.

Si bien lo que contamos hasta ahora es el comienzo de la historia de los descubrimientos de la costa antártica, la increíble epopeya de la conquista del Polo Sur en el principio del siglo XX y las expedicio-nes de verdaderos gigantes como Shackleton, Scott y Amundsen, son dignas de un relato aparte.

En el marco del CONGRESO INTERNACIONAL DE GEOGRAFIA de Berlín en el año 1899, se organi-zaron cuatro expediciones científicas antárticas: una alemana, una sueca, una escocesa y la cuarta, británica.

Al mando de la expedición sueca fue nombrado el profesor Otto Nordenskjold, experimentado explora-dor del Polo Norte, con su buque Antartic, el que quedó atrapado en los hielos cerca de las Shetland del Sur. Su tripulación se considera de las primeras que sobrevivieron durante el invierno antártico fuera de su barco ya que la nave había quedado atrapada por la banquisa y fue destruida lentamente.

El rescate lo llevó a cabo una expedición argentina en un viejo barco de la Armada, llamado Uruguay, que al mando del Teniente Irízar volvió a Buenos Aires en 1903 con toda la tripulación sueca a salvo.

La expedición británica fue dirigida por el Capitán Robert Falcon Scott, quien se interesó en la construc-ción de un ballenero de madera, el “Discovery”, muy adecuado para la navegación antártica.

En Agosto de 1901 el Discovery zarpó de Inglaterra rumbo a Nueva Zelanda y a fines de diciembre par-tió desde allí hacia la Antártida, siguiendo la ruta de Ross, sobre el mar que éste había descubierto y explorado sesenta años antes.

Logró progresos en la exploración hacia el Sur nunca alcanzados, a partir de una pequeña base en tie-rra y expediciones con perros y trineos. Aunque la falta de experiencia le impidió conquistas mayores, pues no tenía idea de la cantidad de alimentos ni de combustible necesarios, ni del manejo de los ins-trumentos más imprescindibles, como él mismo cuenta en sus Memorias.

Sir Ernest Shackleton, marino inglés, que muy joven acompañó como Segundo a Robert Scott en la expedición ya referida, no sólo enfermó de escorbuto en su primera experiencia austral, sino que tam-bién lo afectó la pasión por este continente misterioso e intocado por el hombre. A él volvió al frente de

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su propia expedición científica, años más tarde.

En enero de 1908 partió de Nueva Zelanda en compañía de quince personas, entre los que se contaba un biólogo, un meteorólogo y un geólogo, para invernar en las costas del Mar de Ross. A fines de octu-bre comenzó la expedición por tierra, con grandes trineos tirados por mulas que transportaban unos 300 kilos cada una.

Desde el inicio de la exploración, las dificultades se sucedieron. Primero la herida de uno de los expedi-cionarios a causa de la coz de una mula, luego la caída de parte de la expedición en grietas del hielo. Afortunadamente, aunque con gran dificultad, se logró la recuperación de hombres y animales.

Acerca de esto, dice en un pasaje de su diario: “20 de noviembre: Aquí todo es tan distinto del mundo habitado, que resulta muy difícil hallar palabras apropiadas para describir nuestras experien-cias....Algunas veces llega una ráfaga del Norte, luego otra del Sur; de repente el viento se pone a so-plar del Este al Oeste, diríase que sin obedecer a ninguna ley natural, sino cediendo al propio capricho. Es realmente como si hubiéramos llegado al fin del mundo, como si nos halláramos en el centro de las nubes, como si hubiésemos penetrado a hurtadillas en el antro de los cuatro vientos. Nos embarga un sentimiento extraño, como si, pobres mortales, nos estuviesen espiando las envidiosas miradas de los poderes de la Naturaleza”

El regreso de Shackleton al campamento base fue muy penoso. Luego de enormes penurias lograron llegar a 180 kilómetros del Polo Sur, poniendo en peligro sus vidas, al borde de morir de frío y hambre. Cubrieron 2830 kilómetros en 127 días, con un promedio de 22 kilómetros de marcha diaria.

“4 de enero: Se acerca el fin, en estas condiciones podemos seguir como máximo tres días más, pues nuestras fuerzas decaen rápidamente. Falta de alimento y por añadidura, este terrible blizzard con sus incesantes remolinos de nieve y una temperatura de 26º bajo cero…. a mediodía estábamos tan agota-dos que tres de nosotros no tenían más que 34.4ºC de temperatura”

Afortunadamente el 4 de marzo de 1909 todos los tripulantes estaban a salvo en su nave, el “Nimrod”

Ese mismo año comenzó la más fantástica aventura antártica de las muchas que todos los titanes que se atrevieron en esa zona pudieron concretar.

El noruego Roald Amundsen estaba preparando una expedición con intenciones de ser el primer hom-bre en alcanzar el Polo Norte Geográfico, cuando llegó la noticia de que el norteamericano Peary lo había logrado. En ese momento y sin decírselo a sus patrocinadores, Amundsen cambió el destino de la expedición y se decidió por Polo Sur.

Con una milimétrica planificación de los insumos, los equipamientos de la expedición y las fechas, Amundsen escribió el día exacto que estarían de regreso del Polo Sur y esta fecha se cumplió.

Usando más de cien perros esquimales para los trineos, una cuidadosa selección de la alimentación y excelentes equipos de esquiadores y adiestradores de perros, partió rumbo al Mar de Ross en el “Fram”, con el plan de alimentar con carne fresca de foca a diario tanto a los hombres como a los pe-rros.

Conocedor de los planes de Robert Scott de dirigirse al Polo Sur, le telegrafió desde Madeira: “me diri-jo al sur”, para comenzar caballerosamente la partida.

Scott, que llevaba mulas siberianas para tirar de los trineos, sabía que no podía ponerse en marcha hasta el verano austral. En cambio, Amundsen estaba listo para partir en octubre, como efectivamente lo hizo, pues los perros, más livianos, así lo permitían. Ambas expediciones se iniciaron desde el Mar de Ross, en puntos muy cercanos entre sí y conociendo ambos la existencia de la otra.

Los dos equipos instalaron varios depósitos de aprovisionamiento en la ruta, lo más cerca posible del polo para facilitar el regreso, en un recorrido total entre ida y vuelta de cerca de ¡3000 Km. EN TRI-NEO y ESQUIANDO! Para Amundsen y su equipo de tres hombres y cuatro trineos con trece perros cada uno, el tiempo le fue favorable y el uso de canes le dio un excelente resultado. Llegaron a recorrer 7.5 Km. por hora de promedio.

El 15 de diciembre los instrumentos detectaron que se había llegado a la latitud 90º Sur y plantaron la

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bandera de Noruega en la planicie a la que llamaron Tierra del Rey Haakon VII. En el lugar dejaron una carpa, el pabellón noruego, una corta nota para Scott y algunos documentos que probaban su presen-cia, e iniciaron el regreso, que fue rápido, sencillo y sin inconvenientes mayores.

La historia de Scott fue mucho más difícil ya que las previsiones que tomó no fueron tan buenas como las de Amundsen. Su equipo contaba con ponies siberianos en vez de perros y los expedicionarios no tenían los conocimientos del traslado en esquí de los compañeros de Amundsen.

Con un grupo multidisciplinario que involucraba a varios científicos con el objetivo de realizar diversas observaciones, su planteo fue diferente.

Lamentablemente las mulas fallaron y murieron prematuramente o tuvieron que ser sacrificadas, lo que obligó a los expedicionarios a tirar de sus propios trineos. Habían instalado cuatro campamentos lo más cerca posible del Polo, siguiendo la ruta para aprovisionamiento al regreso.

El Capitán Scott, el Dr. Wilson, Bowers, Oates y Evans se enfrentaron a terribles condiciones de tiem-po: “Requería todas nuestras energías cubrir en toda la jornada diez miserables kilómetros. Aún nos hallamos a 120 Km. del Polo y me pegunto si podremos resistir siete días más. Ninguno de nosotros ha efectuado en toda su vida un trabajo tan duro”

Llegar al Polo y encontrar las evidencias de que los noruegos habían estado primero, fue un terrible golpe para los expedicionarios, que ya se sentían agotados.

El regreso se hizo en condiciones aún peores ya que Evans cayó por dos veces en grietas resultando herido, lo que terminó desequilibrándolo y murió posteriormente. Para Oates la cosa no fue mejor ya que sufrió congelamiento de un pie y luego del otro. La falta de combustible para calentarse, hizo impo-sible que pudiera mantener el ritmo de marcha y pedía que lo dejaran solo y siguieran el camino sin él.

Sus compañeros no accedieron a ello, pero en un descuido se fue de la carpa en medio de un Blizzard y nunca fue encontrado, entregando su vida en beneficio de sus compañeros, luego de semanas de sufrimientos en una marcha cada vez más difícil.

Los demás integrantes de la expedición continuaron camino de regreso pero a unos 18 kilómetros del último refugio, Scott escribió:

“jueves 29 de marzo: Desde el 21 no ha cesado el furioso huracán de oeste –sudoeste. Teníamos com-bustible para preparar dos tazas de té por persona y un poco de comida para cuarenta y ocho horas., Cada día estábamos dispuestos a partir para el depósito, que no se halla más que a 18 Km., pero en torno a la tienda brama una terrible ventisca. No creo que podamos ya esperar ninguna mejora... Resis-tiremos hasta el fin, pero nos debilitamos rápidamente. El fin no puede estar lejos... Lástima. No puedo seguir escribiendo.

ÚLTIMA NOTA: ¡En nombre de Dios, cuidad a los nuestros!

Comandante Scott

Ocho meses más tarde el equipo de rescate encontró debajo de un montículo de nieve la carpa de los exploradores con los cuerpos de Bowers, Wilson y Scott, con las notas de viaje, muestras geológicas y el reporte meteorológico que habían llevado hasta pocos días antes. Resistieron hasta el final.

“Después de rezar unas oraciones, sepultamos a nuestros tres compañeros en aquel mismo lugar, sin sacarlos de sus sacos de dormir y cubriéndolos con la lona de la tienda. La labor de nuestros explora-dores no habría sido seguramente infructuosa”

Cherry-Garrard, biólogo

12 de noviembre de 1912

Enterados por el diario de Scott de lo sucedido con Oates, salieron en busca de su cadáver, pero no pudo ser hallado. En un lugar cercano a donde desapareció, levantaron un montículo de nieve con una

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cruz hecha con un par de esquís y escribieron:

“Cerca de aquí murió un bravo y esforzado caballero, el Capitán L.E.G. Oates ,de los Dragones de In-niskilling en marzo de 1912, de regreso del Polo Sur, fue voluntariamente a la muerte en pleno huracán de nieve, para no ser una carga para sus compañeros perseguidos por la desgracia. - Esta tabla ha sido fijada por la expedición de socorro, 1912”

Sir Ernest Shackleton, que había seguido con interés la odisea del grupo de Amundsen y del de Scott, decidió, que si bien no podía ya descubrir el Polo Sur, haría la primera travesía del continente Antártico desde el Mar de Ross al Mar de Weddel.

“Desde el punto de vista sentimental, es la única gran jornada polar que puede llevarse a cabo. Será un viaje más grande que el de ir al Polo y regresar y considero que corresponde a los británicos realizarlo, puesto que hemos sido derrotados en la conquista del Polo Sur. Ahora queda realizar el mayor y más notable de todos los viajes: el cruce del continente antártico”.

E. Shackleton.

A pesar de la supuesta gran experiencia de Shackleton, los enormes recursos humanos y materiales, sus dos barcos, el “Aurora” y el “Endurance”, éste último fue atrapado por los hielos en enero de 1915 y destrozado, por lo que la tripulación con Shackleton al mando debieron abandonarlo, recién pasado el invierno austral, en el mes de octubre.

Primero caminaron sobre el hielo, hasta que comenzó a resquebrajarse y les fue posible tirar los botes al agua e intentar llegar remando a la montañosa Isla Elefante, donde dejaron a la mayor parte de la tripulación y siguió viaje Shackleton con cinco hombres, buscando auxilio en una factoría ballenera de las Islas Georgia del Sur.

En ese lugar y tras remar 1200 kilómetros en un bote ballenero, dejó a tres de los tripulantes para que volvieran a Europa en el primer barco a vapor que llegara y trató de volver a la isla Elefante.

Lo hizo en un ballenero noruego junto con dos de sus hombres, pero nuevamente el hielo le impidió llegar y debió regresar, esta vez a las Islas Malvinas, desde donde telegrafió al mundo pidiendo socorro para su tripulación atrapada en Elefante.

Montevideo respondió inmediatamente al llamado y la Armada preparó un pequeño buque, el Instituto de Pesca Nº 1, al mando del Teniente de Navío Ruperto Elichiribehety, con tripulación conformada por voluntarios uruguayos, más un oficial de reserva de la marina inglesa (a pedido del embajador británico en nuestro país). Partieron desde Montevideo en el mes de junio, siendo ésta la primera intervención directa de Uruguay en la exploración antártica.

El barco, que tenía casco metálico, se había aprovisionado para tres meses de travesía, con camarotes calefaccionados y combustible más que suficiente. En la proa se había instalado un cañón de tiro ligero para romper hielo y para advertir a los náufragos, en caso de no poder llegar hasta la costa de la isla. Al arribar a Puerto Stanley en las Malvinas, Shackleton subió a bordo y luego de inspeccionar la nave y quedar satisfecho por las previsiones tomadas por los uruguayos, pidió que, a fin de no arriesgar más vidas de las necesarias, quedaran en tierra los tripulantes que no fueran totalmente imprescindibles. Sin embargo ningún tripulante uruguayo acepto bajar de la nave.

En pocos días se encontraron con la silueta de la Isla Elefante en el horizonte. Nuevamente la banquisa impedía el paso, con más de veinte millas de hielo. Por más que se rodeara la isla no había un canal de entrada y el hielo comenzaba a adherirse al casco metálico, corriendo grave riesgo de quedar atrapado.

A instancias del propio Shackleton, el teniente Elichiribehety reunió al cuerpo de oficiales para leerles el pedido del marino británico, escrito en español y en inglés, donde exhortaba a abandonar el rescate por resultar no sólo imposible, sino un grave riesgo para la embarcación uruguaya. Acatando lo que la reali-dad mostraba y muy a pesar de toda la tripulación, se volvió a las islas Malvinas en condiciones climáti-cas muy desfavorables.

Luego de varias expediciones fallidas, el escampavías chileno, “Yelcho”, al mando del piloto Luis Pardo, con un Shackleton desilusionado a bordo, pudo llegar a la Isla Elefante y rescatar a la tripulación ya desesperanzada, que llevaba más de dos años de espera y soledad.

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Con estas historias terminan las expediciones de la época heroica de la Antártida, pues con el adveni-miento de la aviación, las travesías se tornaron más técnicas y con menos esfuerzo personal de los par-ticipantes. Se diría que desde ese momento comienza una nueva generación de exploradores.

Efectivamente, alrededor del año 1929 comenzaron a gestarse exploraciones con aviones, como por ejemplo la de Lars Christensen y su esposa Ingrid, noruegos, que con un pequeño aeroplano transpor-tado a bordo de su buque Norvegia, sobrevolaron tierras antárticas desconocidas.

Lincoln Ellsworth, norteamericano, admirador de los pioneros que llegaron al Polo Sur, realizó importan-tes travesías a través de la Península Antártica a bordo de pequeños aviones con esquíes.

El más famoso y heroico de los nuevos exploradores fue el norteamericano Comandante Richard Byrd, sin dudas el que más logros alcanzó ya que en 1929 sobrevoló el Polo Sur, siguiendo por aire el mismo camino que hizo Amundsen en un recorrido de dieciocho horas y media. Estuvo apoyado por una im-presionante infraestructura de navíos y personal, así como de los más modernos recursos técnicos de la época.

Desde 1933 a 1935 realizó la segunda expedición; pasó el invierno de 1934 totalmente solo en una es-tación dotada de excelente equipamiento y comunicación diaria por radio con una base de la misma expedición, a 200 kilómetros de “Advance Base”, a 80º 8’ de latitud sur, lugar donde se encontraba Byrd.

Al despedirse de sus compañeros les dijo “Pase lo que pase pensad, que yo en esta caseta estoy en mejor situación de la que estaríais vosotros en el caso de una travesía antes de tiempo por la barrera de hielos. Os repito una vez más la orden de no venir hasta que haga un mes que el sol haya reapareci-do”

Le quedaban siete meses de soledad en el refugio, pero al poco tiempo se produjo un escape de gas que le provocó serios problemas de salud y quedó sin calefacción.

No dio aviso a sus compañeros para que no corrieran riesgos al intentar rescatarlo. Finalmente, tuvo que operar el radio manualmente, pues la rotura del equipo eléctrico lo obligó a ello ya que no quería dejar de comunicarse: de haberlo hecho, seguramente sus órdenes serían desobedecidas.

Al término de su odisea y cuando fueron a buscarlo, era un espectro del hombre que había sido siete meses antes. Pero, conservando toda su entereza, no relató sus penurias. Sin embargo, sus compañe-ros, al observar cómo había vivido todo ese tiempo, recompusieron el cuadro de graves dificultades que Byrd había enfrentado.

Años más tarde, el Comandante Byrd publicó el libro “Alone”, donde relata sus experiencias:

“Una parte de mí mismo se quedó para siempre en el grado 80 de latitud Sur. Allí dejé la juventud, la vanidad, la incredulidad En cambio me llevé de allí algo que antes no había poseído: el aprecio de la vida y de sus valores humildes. Todo esto ocurrió hace cuatro años. El caos del mundo no ha podido hacer variar en mí esas nuevas maneras de sentir y pensar. Ahora vivo sencillamente disfrutando de la paz del alma…El hombre sólo se vuelve sabio cuando se da cuenta que no es irremplazable”

Comandante Richard Byrd

Algunos años después de todos estos sucesos ocurrió algo que se ha mantenido y que es de muy buen augurio para la Antártida y para la Humanidad: El Tratado Antártico, que explicaré más adelante.

IMAGINANDO:

7 de Enero de 1911

Al despertarme, el barco se sacude terriblemente y a pesar de estar acostumbrado a que esto suceda, mi coy se hamaca casi hasta el techo al ritmo de las hamacas del resto de la tripulación. El ruido del mar contra el casco es también estruendoso, con golpes sólidos, que deben ser provocados por témpa-

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nos chicos. Los quejidos del maderamen, el lenguaje de esta nave que es diferente al de los demás barcos y la penumbra de este día más pálido que nunca, me hacen suponer que el temporal es fuerte.

Siento más frío que de costumbre a esta hora, en el cuello y en una mano, a la que se le salió el mitón mientras dormía y a pesar del guante de lana, está insensible y helada; me la golpeo suavemente y me la coloco debajo de la axila para que se caliente.

No me avisaron aún, así que calculo que no debe ser mi turno de subir a cubierta, pero con este movi-miento no hay quien duerma y quiero ver si en la cocina hay algo, así que me tiro de mi coy y subo por la escotilla a la cocina que siempre es un placer, es el único lugar donde se siente algo de calor cuando sopla así el viento.

“El Fram” continúa moviéndose y eso hace que los perros, que están muy acostumbrados al frío pero no a estos rolidos, aúllen como locos en los caniles improvisados sobre cubierta. Una vez que uno co-mienza le siguen los otros y con la cantidad que son, logran que el señor Bjaaland, o a veces Hassel, reclamen que se los calle como sea. Y eso que están más acostumbrados a los perros que a este mar.

El olor de los perros es terrible; pobres animales. Con estos sacudones, el aroma a vómito y mierda es insoportable, no hay quien se acerque a la cubierta de proa. Por suerte el mal tiempo hace que el mar lave la cubierta y se lleve la inmundicia.

Como son las tres de la mañana a pesar del sol, pellizco un trozo de pemmikan, que es la extraña ra-ción que ideó el Comandante Amundsen para los hombres, parecido al que hizo para perros, y me voy antes de que Harald, el cocinero, me vea. Mi hamaca me espera para reposar las tres horas que me faltan. Con el ruido del viento en las jarcias, el de los “trapos” que se sacuden y los perros desespera-dos, no voy a poder seguir durmiendo.

Afortunadamente, parece que mañana llegaremos a la Bahía de las Ballenas y comenzaremos a des-cargar todas estas porquerías y los bichos; al menos hace varios días que estamos bordeando los hie-los del Mar de Ross -según dicen los muchachos que están en la cubierta del Comandante- y podremos comenzar a desplegar los depósitos de aprovisionamiento.

17 de enero de 1911

Por fin llegamos a la Bahía de las Ballenas; el temporal amainó y el frío es soportable, esperemos a ver qué pasa en el invierno. Estamos en una planicie blanca, donde se ven algunas elevaciones no muy altas en dirección sur, con una costa escarpada a la que fue difícil subir, hasta que le tallamos unos es-calones en el hielo duro. Mientras, comenzamos la descarga de las porquerías y los perros que sólo dan trabajo, hay que ver lo que nos cuesta casi a diario darles de comer a más de cien perros malos como éstos, que sólo pueden ser dominados por los entrenadores, que son tan malos como sus perros; se comen además de su pemmikan, dos focas entre todos, que hay que ir a cazarlas, lo que para un marino como uno no es lo mejor a lo que se puede dedicar, patinando por este hielo y corriendo para que no se tiren al agua cuando no las matamos del primer disparo.

La construcción de las cabañas para pasar el invierno va viento en popa, los viejos con el Jefe Amund-sen a la cabeza festejaban cuando llegamos, porque el Fram tiene una marca gloriosa de la que todos estamos orgullosos y es que ningún otro barco en el mundo estuvo tan al norte y tan al sur como el nuestro. No sé si algún barco llegó tan al sur como el Fram, al menos hasta el día que pasó ante nues-tros ojos ese barco inglés, el Terra Nova, que dejó a los viejos preocupados. Dicen que es una expedi-ción de ingleses que nos quiere ganar de mano en llegar al Polo Sur, con un Comandante Scott que trae caballos en vez de perros, según dicen los muchachos de la cubierta de Amundsen... ¡Caballos, mire que traer caballos, por más que sean caballos siberianos, estos ingleses! ¿Pensarán jugar al polo en el Polo?

10 de Octubre de 1911

Por fin el tiempo ha mejorado. Este invierno ha sido terrible, cada salida de los compañeros al exterior era un motivo de sufrimiento. Dentro de las cabañas se pasa muy bien, una vez que el viento y la nieve

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cubrieron las paredes y parte del techo de las construcciones, se acabó el frío y sólo tenemos que pre-ocuparnos por tener las puertas despejadas de nieve para poder salir.

Adentro el clima invernal es de compañerismo, juegos de cartas, cantarola y manualidades. De hecho, casi hicimos nuevo el velamen del Fram que estaba todo reventado, además de escribir y tomar alguna cosita que caliente las tripas.

Aparte de la oscuridad a la que estamos acostumbrados en Noruega, este frío, que llegó hasta 56º C bajo cero, fue terrible. Se han muerto congelados varios perros; algunos de los muchachos tuvieron congelamiento de talones y eso que la vestimenta que usamos para salir es de la mejor que hay, todo pieles de oso y foca, con parkas muy largas y botas de cuero forradas de piel. El traje de los viejos que van a seguir hasta el Polo pesa alrededor de 30 Kg. ¡si serán abrigados!

Va a ser difícil viajar más de 3000 kilómetros con esa ropa, aunque más vale eso que congelarse.

Dentro de pocos días salimos con la expedición; me tocó acompañar al grupo para instalar los depósi-tos de alimentos, ropa y combustible. Desde aquí hasta la mitad de camino, cada muchos kilómetros asentaremos las construcciones y vamos a llegar a los 80º de latitud sur, que es donde se va a instalar el último depósito y volveremos al campamento cerca del viejo y querido Fram a esperar que estos lo-cos vuelvan (digo locos, pero por Dios que me gustaría haber sido elegido para ir). Claro, no soy uno de los viejos, (es decir, de los oficiales) y sobre todo el esquí, no es uno de mis fuertes.

El jefe Amundsen, un hombre callado serio, pero un gran tipo, nos tiene a todos convencidos de que vamos a pasar a la historia y que ésta va a ser una gran hazaña para nuestra querida Noruega.

Se pasa el día pensativo estudiando mapas y papeles, o reunido con los tres que lo van a acompañar, que son expertos con los perros y muy buenos esquiadores. Con frecuencia salen con otros a hacer recorridos dentro de lo que el clima les permite.

Los que van hasta el Polo Sur son el Jefe, por supuesto, Bjaaland, Hassel y Wisting, que están muy contentos de haber tenido el honor de ser elegidos entre tantos; algunos de la tripulación afirman que son muy pocos, que deben ir más, pero conociendo al Jefe Amundsen... difícil de convencer.

Por otra parte, se dice que la idea es llevar lo mínimo imprescindible, tanto es así, que piensan cargar sólo una carpa para no demorar en armar y desarmar.

10 de Noviembre de 1911

Las cosas fueron perfectas. Acompañando a los expedicionarios, hemos instalado los depósitos escalo-nados en el camino de regreso al campamento principal. El tiempo con algún altibajo fue muy bueno y salvo una tormenta que nos hizo difícil mantenernos un día entero muertos de frío, con un blizzard que no nos dejaba casi levantar la vista porque se nos pegaba nieve en la cara, fuimos y volvimos muy rápi-do. Recorrimos una planicie casi permanentemente, con algunas grietas grandes, pero fáciles de ver y cuando llegamos a los 80º de latitud sur, nos encontramos enfrente de una cadena de montañas enor-mes. Se ve que más allá la cosa debe ser muy difícil para quien se atreva. Para nosotros, el cansancio, los dolores de espalda de la caminata interminable y la sensación de no llegar más en ese desierto blanco nos terminó por desesperar y eso que estábamos volviendo.

Los expedicionarios siguieron adelante, luego de los saludos, los abrazos y los deseos de que puedan cumplir esta increíble hazaña, con sus cuatro trineos y catorce perros para cada uno, una rueda cuenta kilómetros adaptada delante del trineo para conocer la distancia y una provisión de comida más que suficiente. ¡Que Dios los acompañe!

Hasta ahora el clima ha sido muy benigno, por lo menos acá donde estamos. Espero que para ellos también lo esté siendo y todo marche viento en popa y que no se vayan a pasar del Polo para el otro lado. Nosotros estaremos de regreso en el campamento base en unas semanas.

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25 de enero de 1911

¡¡ Llegaron, llegaron!! los héroes llegaron más rápido que el viento, demoraron nada más que 99 días desde que partieron hasta el día de hoy, recorrieron los 3000 kilómetros, descubrieron el Polo Sur, deja-ron nuestra querida bandera noruega flameando en el viento del Polo y se vinieron. Calculo que han adelgazado por lo menos seis o siete kilos cada uno; perdieron casi todos los perros, sólo volvieron on-ce, lo cual estaba previsto, pero lo mejor de todo fue que los cuatro están muy bien.

Desde hace varios días que los muchachos vigilaban el horizonte por las dudas, mientras recogíamos el equipo y de a poco lo íbamos embarcando en el Fram, aunque nos parecía demasiado pronto. Hasta que a mi amigo Ludvig le pareció ver unos puntos lejanos en la llanura hacia el sur que eran casi imper-ceptibles, miramos con el catalejo y ¡eran ellos! Los cuatro hombres y el trineo con los perros venían a todo trapo hacia nosotros, no nos daban las piernas para correr a alcanzarlos!! Corrimos todos, hasta el viejo Harald, el cocinero que casi no puede moverse. Menos mal que se dio cuenta que iba a ser más útil si se quedaba en la cocina a calentar algo de borsch y a sacar la botella de aquavit .

Festejamos largo rato y sólo los dejamos descansar luego de repetidos gritos de alegría y felicitaciones y de terminar unas botellas. Nos contaron parte del viaje, lo más importante, aunque creo que el jefe Amundsen es demasiado modesto, sólo dice que todo fue muy fácil, que el tiempo ayudó y que no tu-vieron mayores dificultades, más que la distancia enorme y la cadena montañosa y otros accidentes del terreno.

Yo creo que debería poner un poco más de ingenio e imaginación en ese viaje, no digo que invente que se encontraron con algún dragón, pero sí con algún guardián del Polo tipo gigante, que era lo que mu-chos de los muchachos pensaban que podría hallar. Otros pensaban que en el Polo Sur existía un túnel que llegaba hasta el Polo Norte, charlas de borrachos… seguramente cualquiera se da cuenta que si en el Polo Norte no encontraron ningún túnel, en este Polo por qué va a haber un túnel- No sé si encontra-ron un túnel en el Norte -, como las noticias que tenemos son solamente que lo descubrió un americano y poco más, podría ser que estuviera y no lo vieron porque estaba tapado de nieve.

Mañana seguiremos con el estibado de la carga para hacernos a la mar lo antes posible y dar la noticia a Noruega y al mundo que, Roald Amundsen y la tripulación del Fram (vamos a ponernos nosotros tam-bién) descubrimos el Polo Sur.

Estamos con ganas enormes de llegar a tierra, para festejar como es debido, en una cantina, cantando, con chicas, bebiendo y también, ¿por qué no?, darnos un buen baño caliente luego de tanto tiempo; les digo a Ludvig y a Sigurd que hieden peor que los perros y ellos se ríen, pero es cierto.

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La tripulación del Instituto de Pesca 1, lista para zarpar rumbo a la Antártida desde Montevideo, en 1916, al mando del T/N Ruperto Elichiribehety.

El Instituto de Pesca 1, navegando en aguas antárticas en 1916

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Estación de aprovisionamiento de la ex-pedición de Amundsen

Trineo de la expedición sueca, con cuen-takilómetros

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Llegada al aeropuerto Tte Marsc en la Isla Rey

Jorge

“El Salto”

Interior del avión Fairchild, con los tanques de combustible suplementarios, en su interior

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VI

LA LLEGADA

La llegada se produjo con otro pequeño susto: luego de una vuelta de reconocimiento sobre las bases rusa y chilena, el avión se dirigió hacia el mar, con rumbo norte, giró 180º y enfiló a la pista de aterriza-je.

La pista está oculta por un altísimo islote de roca con paredes verticales, tan alto como ella, que se en-cuentra justo enfrente, a cuatrocientos metros de distancia y que comienza desde el borde mismo de la cima de la barranca costera.

Por supuesto que para los pilotos fue una pasada aterrizar en esas condiciones, aunque me imagino que a los demás como a mí se nos hizo un nudo en la boca del estómago. Pronto nos encontramos en el único aeropuerto de la isla Rey Jorge, que pertenece a la base Marsh, de Chile.

Al pie de la escalerilla del avión nos recibieron los integrantes de la dotación uruguaya que vinimos a relevar y que durante más de un mes vieron retrasadas sus expectativas de volver a casa luego de un año. No recuerdo haber visto gente más contenta; abrazaban a todo lo que bajara del avión con gran emoción y sin parar de darnos la bienvenida. También estaba el Comandante Barrientos, jefe de la ba-se Marsh, junto a otros oficiales de la Fuerza Aérea de su país. Marsh es una base de la Fuerza Aérea Chilena, pero se encuentra totalmente desarmada, como mandata el primer artículo del Tratado Antárti-co.

Al bajar del avión, inmediatamente sentí que estábamos en un lugar especial; el aire era muy frío para mis pantalones de verano y mis medias de nylon y sobre todo para mi cara. A pesar de no haber viento y de ser un día agradable. La luz de las 10.30 de la tarde -o noche- con el sol alto, no tenía la brillantez del cielo uruguayo, ni siquiera el de Punta Arenas y hasta los olores parecían apaciguados; en un aero-puerto, con vehículos encendidos alrededor, ¡no había olor a nada!.

El suelo de la pista está formado por piedrecillas de color pardo, que se extienden a las cercanías y hasta donde se puede ver. Las únicas excepciones son las áreas de hielo y mar; no hay el más mínimo rastro de vegetación a la vista y, por supuesto, ni hablemos de arbustos o árboles. Son, sin embargo, abundantes las colinas de diferentes alturas que dibujan un territorio totalmente escarpado, entre las que se destacan lenguas de hielo dispersas en lo más bajo.

De alguna manera y por alguna causa me asaltó una terrible pregunta tardía: ¿Qué estoy haciendo acá?, pero como dije, era muy tarde.

Nos hicieron pasar al pequeño hotel de Marsh, al final de la pista, al lado de los gigantescos hangares de la base, todos pintados de color naranja. Este edificio tiene una recepción, cafetería con grandes ventanales hacia las colinas, que en invierno serán de muy bonita vista, pero ahora en pleno enero con sus colores amarronados, sin rastros de verde, no tanto. También un restaurante con algunas pocas mesas.

Las habitaciones del hotel, con cuchetas y sin baño privado tienen lo imprescindible, pero decoroso y muy prolijo. Mientras tomábamos un café y charlábamos con los oficiales chilenos y los contentísimos

“En el medio de ese paisaje resplandecía la Base Artigas, brillante en su blancura, bajo el sol de las 23.30 horas. Pequeña, pocas instalaciones pero con un hermoso pabellón oriental pintado en uno de los edificios.”

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compatriotas que regresaban, el personal bajaba el equipaje y especialmente con mi baúl, gemían los pobres haciendo fuerza, lo que me costó bromas sobre ello por varios días.

Apenas estuvo todo descargado, nos pusimos en marcha hacia Artigas, la mayoría en camiones que nos prestaron los chilenos y otros, como el mar estaba muy tranquilo, lo hicimos en una lancha Zodiac, con los integrantes del Directorio del Instituto Antártico, que completaban el grupo.

La navegación por la bahía Fildes y luego la caleta Collins, donde se asienta nuestra base, (ocho kiló-metros) fue una maravilla. La costa está formada por imponentes acantilados altísimos, con paredes verticales de piedra negra o gris de diferente textura. Y en otras zonas nos encontramos con terraple-nes muy pronunciados de pedregullo grueso, que llegan hasta el mar y con grandes rocas en la costa, todo en tonos de marrón, rojizo o pardo.

El color del mar, es un azul verdoso “calipso”, oscuro y transparente, sin el más leve movimiento en la superficie. Esto era delicioso, mientras no recordara que la temperatura del agua no alcanzaba 2 º C. Sí, parecía invitar al chapuzón. Al girar a la izquierda, rodeamos un farallón de gran altura que emergía del agua y nos sorprendimos con una amplia playa dispuesta en terrazas, que se extendía hasta tocar el Glaciar Collins. En el medio de ese paisaje resplandecía la Base Artigas, brillante en su blancura, bajo el sol de las 23.30 horas. Pequeña, pocas instalaciones, pero con un hermoso pabellón oriental pintado en uno de los edificios.

En la costa, vestidos con el equipo de abrigo verde característico de nuestra dotación en esa época, estaba el resto del grupo, esperándonos, junto a tres o cuatro pingüinos parados en la costa, con las patitas en el agua, mirando para otro lado.

Como no hay embarcadero, al bajar de la Zodiac, mis zapatos de cuero me dejaron conocer la tempera-tura exacta del agua... helada. Caminamos hasta la Base y no tuvimos oportunidad de mucha recorrida, porque estaban de visita dos oficiales del buque británico Endurance (así bautizado en honor a la nave que usó Sir Shackleton en una de sus incursiones antárticas y que perdió en esta zona en el año 1914). Fueron invitados a cenar y no tuve más remedio que sacar a relucir mi oxidado inglés.

A uno de ellos le pregunté desde dónde habían partido y su respuesta fue que había nacido cerca de Londres (en ese momento decidí que tenía que afirmar de alguna forma mi inglés.)

La cena comenzó a medianoche, con el crepúsculo y decidí que hablaría sólo lo necesario para evitar otras posibles metidas de pata. De todos modos, la reunión estuvo muy amena y pude percibir una cla-se de camaradería particular, con una especie de confianza o de protocolo diferente, que se seguiría manifestando en todo momento, algo de hombres solos lejos de casa.

Néstor, asombrado del manejo del inglés del jefe saliente, le decía: -¡Pero vos eras peor que yo en inglés y eso que yo no existo y ahora hablas bárbaro y te entienden! -a lo que el otro a las risas le expli-caba las maravillas que hace un año sin traductor y sin más remedio, para aprender un idioma.

Los ingleses se fueron muy satisfechos, con dos hormas de queso semiduro bajo el brazo (porque en el barco no tenían) y los muchachos de Artigas se quedaron muy contentos porque no sabían qué hacer con tanto queso, al que le llaman queso “UY! UY! UY!” por su efecto a la mañana siguiente de comerlo.

Nuestra Base siempre se distinguió por la generosidad con los visitantes en temas de alimentos (no creo que los ingleses hubieran sido tan generosos en situación inversa).

Llegué muerto de cansancio a mi nuevo cuarto, que ni conocía, a las dos de la mañana y ya amanecía. Sobre el glaciar se desparramaban colores rosa, naranja y amarillo. Ahí, en ese instante, más que nun-ca hasta entonces, me enfrenté con la soledad y la lejanía de los míos, de Bea, de los niños, de los lu-gares conocidos, de mi vida anterior.

Miré lo que tenía alrededor. Mi nuevo cuarto era enfermería, consultorio, farmacia y oficina postal, todo en un terrible desorden. Hacía seis meses que la Base Artigas no tenía médico. Elegí tener cosas pen-dientes para ordenar mañana, miré por la angosta ventana que da al norte, chiquita, con una cortinita rabona y finita, que dejaba colar el cielo claro con sol de verano y me dormí pensando en los míos.

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VII

TRATADO ANTARTICO

El Tratado Antártico fue firmado definitivamente en Washington DC, EEUU, el 1º de diciembre de 1959 y entró en vigencia el 23 de junio de 1961.

Intentaremos explicarlo rápidamente para los no entendidos o no muy interesados en estos temas, aun-que es un ejemplo claro de lo que la civilización debería hacer en todos los casos controversiales.

El texto original, redactado en español, francés, inglés y ruso, expresaba que

Alemania, Argentina, Australia, Bélgica, Chile, Francia, Japón, Nueva Zelanda, Noruega, África del Sur, la URSS, Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y los Estados Unidos de Norteamérica, re-clamaban soberanía en la Antártida, aludiendo proximidad geográfica o participación directa en los des-cubrimientos.

Tratándose la Antártida de un continente en el cual no existen aborígenes, ni poblaciones estables de ningún tipo, conformado por tierras incontaminadas, que son la llave de el equilibrio ecológico de todo el planeta, pero sabedores de las extensísimas reservas minerales y biológicas de todo tipo que este con-tinente posee, se llegó a la creación del TRATADO ANTARTICO, que se refiere a todo el espacio com-prendido entre el paralelo 60º Sur y el Polo Sur Geográfico.

“Reconociendo que es de interés de todas la humanidad, que la Antártida continúe utilizándose siempre exclusivamente para fines pacíficos y que no llegue a ser escenario u objeto de discordia internacio-nal...“

Para hacer una explicación de la filosofía de este tratado vamos a enumerar de manera somera los principios más fundamentales y su motivo si no resulta obvio.

Art. 1.- La Antártida se utilizará con fines pacíficos, se prohíbe entre otras cosas, toda medida de carác-ter militar.

Art.2.- Libertad de investigación científica en la Antártida y la cooperación hacia ese fin.

Art.3.- Promover la cooperación internacional, las partes acuerdan el intercambio de información, el in-tercambio de personal científico y el intercambio de observaciones y resultados científicos.

Art.4.- No se acepta como motivo de controversia el reconocimiento o no de reclamos de soberanía te-rritorial en la Antártida, por las naciones.

Art.5.- Toda explosión nuclear en la Antártida y la eliminación de desechos radiactivos en dicha región quedan prohibidas.

Art.6.- El presente Tratado se aplicará a la región situada a los 60º C de latitud Sur, incluida las barreras de hielo pero no afectará los derechos de cualquier Estado en lo relativo a la alta mar dentro de la re-gión.

Art.7.- Todas las regiones de la Antártida y todas las estaciones, instalaciones y equipos que allí se en-cuentren, así como los navíos y aeronaves estarán abiertos en todo momento a la inspección por parte de cualquier observador designado por otro Estado.

La Organización del Tratado antártico que tiene reuniones periódicas desde su fundación, ha ido per-feccionando las normas y aceptando nuevos socios. Uruguay ingresó como adherente en el año 1980 y como socio pleno en 1985.

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Mapa que muestra algunos de los recursos minerales que existen en la Antártida

Vista de la costa antártica

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Para ser socio pleno es imprescindible realizar actividad científica relacionada con la Antártida en forma ininterrumpida y tener al menos una base permanentemente ocupada es ese territorio.

Entre otras normas se encuentra la de no introducir especies animales o vegetales foráneos, no plantar, ni dejar en libertad animales ajenos a la fauna local.

La caza de los animales antárticos está prohibida salvo con autorización especial para fines de estudio ya registrados, por lo que se acabaron las terribles cacerías de focas de antaño en ese territorio.

No está permitido el uso de ningún tipo de armas, ni se reconocen reivindicaciones territoriales, por lo que las bases de cualquier país están abiertas a la entrada de cualquier persona y más aún, a observa-dores de otra nación. Las investigaciones científicas son publicadas anualmente por las naciones miem-bros, como lo hace el Instituto Antártico Uruguayo, quien es un ejemplo del estricto cumplimiento de las reglas y de la no contaminación del medio antártico.

Es costumbre permanente recibir como huéspedes a científicos extranjeros en las diferentes Estaciones para desarrollar actividades en total libertad y cooperación.

En lo único en que hay una tenue competencia es entre los países que reivindican territorios y no reco-nocen mutuamente los actos simbólicos que los otros realizan de reafirmación de la propia territoriali-dad.

Durante mi estancia, aproximadamente a fines de febrero, aparecieron en la bahía Fildes, entre tantos aventureros, un trío de alemanes en un yate, que aparentemente estaban navegando desde hacía bas-tante tiempo y pidieron por radio para desembarcar en Marsh, con el objeto de que el jefe de la base, como juez de paz, casara a la mujer de la nave con uno de los hombres. La idea encantó a los chilenos ya que un grupo de personas europeas pidieran semejante cosa significaba el reconocimiento tácito de la soberanía territorial chilena en el área.

Los alemanes desembarcaron y se les hizo una fiesta bastante grande con la concurrencia de los chi-nos y rusos, también las señoras de la base Marsh. La gente de Artigas fue invitada por supuesto, pero como no se reconoce en Uruguay la soberanía territorial de ningún país, el jefe decidió que no se iba.

La fiesta estuvo muy animada, sobre todo para los rusos, que con total complacencia del novio presen-ciaron un casi strip-tease de la novia y escándalo entre los matrimonios chilenos y no se habló más de lo sucedido.

Pero a los pocos días los alemanes pidieron en la base argentina Jubany para ser casados por ese je-fe... y lo fueron, aunque quedan dudas de que el novio era el otro hombre del yate. Nuevamente fiesta y regalos de los argentinos, que también reclaman territorios en la misma zona geográfica de la Antártida que los chilenos, así que parece que el territorialismo también sirve para subvencionar viajes de aventu-reros.

En la Isla Rey Jorge pude apreciar durante mi estancia que más que respeto por las normas del Trata-do Antártico, lo que existe es una cultura antártica enmarcada dentro de lo que dicho documento dicta, salvo la existencia de basura tirada en los alrededores de algunas bases y ausencia de previsiones pa-ra la eliminación del agua servida y fecal (principalmente de las bases de los países más grandes), de lo que la Base Artigas constituye un ejemplo impecable de corrección ya que se cuenta con fosas sépti-cas calefaccionadas todo el año para evitar la solidificación del contenido y se hace una rigurosa selec-ción de los residuos entre los combustibles y los que se deben enviar por vía aérea hacia el continente (plásticos, vidrios, metales, ropa, químicos)

Para profundizar más en el tema, se puede recurrir al Instituto Antártico Uruguayo o consultar el libro “Paralelo 62, El Uruguay en la Antártida” de Ana M. De Salvo

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De izquierda a derecha: El autor, Juan el arquitecto, “Todo Terreno” Mateo y Gary,

Los Caminadores

Lancha Zodiac en plena travesía, con dos buzos , “Todo Terreno” y el autor

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VIII

LA BASE ARTIGAS

Base Artigas, 18 de enero de 1990

Querida Bea, queridísimos todos:

¿Cómo están? Pido a Dios que todo esté marchando bien como hasta que hablamos por teléfono, espero que sigan con las actividades de siempre yendo a la playa, a la pileta, que los niños sigan con los deportes, que “Memo” Rafita esté tranquilo y portándose bien. Salgan, paseen, diviértanse mucho y sepan que siempre están conmigo acá.

Ayer llegamos y hoy está como a principios del invierno en casa, fresco, con un solcito tibio y sin viento, los oficiales se fueron temprano en Zodiac a la base argentina Jubany que es bastante lejos, como 12 Km. y dejaron al doctor paseando por la costa y sacando fotos.

La playa está tapizada por un grueso colchón de algas de todos los colores y en algunas zonas triplica su espesor, consecuencia del terrible temporal de viento sur que hubo el día antes de nuestra llegada.

Llama la atención la ausencia casi total de vegetación en la superficie de la tierra, que está a la vista ahora en verano y el hielo está restringido sólo a algunas áreas.

Pero la cantidad de algas y otros vegetales marinos que se ven en la costa, me hacen imaginar que la riqueza submarina debe ser grande, a diferencia de la pobreza de la tierra.

Artigas se encuentra, como les contaba, en una playa dispuesta en terrazas o escalones, de unos veinte metros de ancho, que van bajando hacia el agua. Al este, muy cercano, tenemos el glaciar y al oeste, más cerca aún un cerrito pequeño pero muy escarpado que termina en el mar. Cuando la marea baja, se deja ver una pequeña playa, con una pared vertical. Entre ese cerrito y el terreno ocupado por la Base, corre un pequeño surco de agua, producto seguramente del deshielo.

Artigas está formada por las viviendas del personal, que llamamos “wannigans”(1), que son una especie de contenedores o cámaras frigoríficas, pero con el frío por fuera…

La más pequeña de estas construcciones está alejada de la costa y tiene el honor de haber sido el primer edificio instalado en el área de nuestra estación. Aquí trabajan los meteorólogos (los meteo) y los radio operadores (los radio), todos ellos de la Fuerza Aérea y viven todos juntos en el mismo lugar donde está el equipo de radio, nuestro único medio de comunicación con el resto del mundo ya que no captamos frecuencias de radio AM o FM y menos aún, televisión.

Hay dos viviendas más del mismo tipo, de quince metros de largo, que están divididas en habitaciones dobles o cuádruples, de acuerdo a las necesidades, con baño único. En el “wannigan” más cercano al comedor está mi cuarto, que además es enfermería y otras cosas y es el que tiene pintado el pabellón nacional.

“pero luego y a la distancia sé que Artigas se quedó con algo mío que no logro definir, como también es cierto que ella dejó mucho en mí. Aún luego de muchos años, cuando el viento sopla fuerte en la noche, me parece oír el golpeteo de las piolas en los mástiles”

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El comedor es del mismo largo que los otros “wannigans”, pero mucho más ancho, cerca del triple y es el edificio más cercano a la costa. Tiene una cocina amplia y cómoda, con microondas (un lujo en 1990), heladera, cocina con un enorme horno eléctrico y una muy surtida despensa. El salón comedor es grande, con varias ventanas estrechas que miran al sur, al mar, dos espacios para baños aún no habilitados, biblioteca, aparato de televisión con el video que está en reparación, (así que no está en uso), mesa de ping pong y un Atari con varios juegos. La decoración se completa con mástiles con las banderas de los países que tienen estaciones y bases científicas en la Isla; fotos de Artigas (el prócer) y nada más.

Este lugar (el Casino, como le dice la gente de la Base), es el centro de toda la actividad social, sobre todo cuando vienen visitas.

Todos los edificios de tipo “wannigan” están sobre elevados del piso aproximadamente ochenta centímetros para evitar la acumulación de nieve en el invierno, con entradas a través de una escalerita de madera, que conduce a una pequeña cabina aislada con una puerta común hacia fuera y otra de heladera para adentro y que se conoce como “cortavientos” o “ventisquero”. Si bien no son herméticos, tienen una gran utilidad para que no entre viento y para sacarse la ropa mojada y el calzado con nieve cuando se viene del exterior.

Cerca del “wannigan” de los radios se encuentran dos galpones: uno con los generadores de electricidad, que son cuatro y otra maquinaria; el otro es depósito de materiales, de vestimenta y de los tanques de agua. Tiene un baño, lavadero y un mínimo gimnasio. Frente al comedor hay otro depósito fabricado con dos contenedores comunes unidos y cumple la función de preservar los alimentos.

Por el momento no tenemos cámara frigorífica, pero está planeada para este año.

En Artigas el aprovisionamiento de todos los insumos proviene del continente; la basura se saca de la Antártida como exige el Tratado Antártico y se envía en tanques a Punta Arenas. La electricidad se obtiene con generadores a gasoil que se usan alternadamente, para asegurar la continuidad de la electricidad, que acá es más importante que en cualquier otro lado. Si llegara a faltar y no se pudiera reparar, tendríamos que abandonar la Base.

Como anécdota cuento que a pocos días del regreso a Montevideo, una noche Beatriz me despierta para decirme- Osva. ¡no hay luz!- A lo que me levanto agitadísimo y le contesto: -¡rápido, llamá al maquinista para ver que pasó o nos tenemos que ir!-, hasta que me desperté y ¡qué alegría!, recordé que estaba en casa.

El agua proviene de un lago cercano, el Lago Uruguay, ubicado detrás de la Base y en un nivel más alto que el plano de Artigas. Desde esta fuente de agua se ha instalado una cañería que llega a los tanques protegidos en el depósito y que tienen varios miles de litros de capacidad. El agua se distribuye por un sistema de caños hacia los baños de las viviendas y hacia la cocina; a su vez hay instalados en el exterior de los edificios depósitos de agua más pequeños, protegidos en casillas cerradas y que poseen un calentador siempre encendido.

Habíamos oído hablar de la “maniobra de agua”, que consiste en el llenado de los depósitos cuando es necesario ya que por el frío es conveniente que las cañerías - que son todas en desnivel-, estén vacías, pues si se congelara el agua en su interior, las rompería. No sabría hasta el invierno la dificultad de esta maniobra en la que intervenimos todos y lleva horas.

Durante el invierno, en Artigas solamente permanece la dotación básica que puede llegar a doce personas, contando los radio y los meteo, pero cuando llegamos, el grupo anterior tenía menos ya que no contaban con médico- farmacéutico- agente de correos- como seré yo en este periodo. En verano, la cantidad de personas es mucho mayor, unos cincuenta, contando a los científicos, trabajadores, visitantes del Instituto Antártico y algún colado que nunca falta.

En el momento de máxima cantidad de gente, las dificultades de espacio, uso de los tres baños existentes y la comida, son complejos, más que nada a la hora de bañarse, con las dificultades de abastecimiento de agua. Se planifican tres duchas por semana y por persona en el verano y una lista de turnos para lavar el baño a diario, lista de la que no me salvé.

En invierno, el uso del baño va a ser totalmente libre, aunque ya vi que como única ventilación tiene un

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extractor de aire que se enciende al prender la luz; me parece una excelente idea, pero cuando el viento viene del norte y es fuerte, el pobre extractor se ve forzado a girar al revés por la fuerza del viento y en vez de extraer, entra: imagínense desnudarse en semejante situación y luego mojarse bajo una ducha con poca fuerza de agua; es duro.

Las comunicaciones en Artigas son por radio. Para hacer llamadas telefónicas personales, el radio operador se comunica a Montevideo con la Base Aérea de Boiso Lanza y de allí llaman por teléfono con quien uno se quiere comunicar, pero por el sistema de radio habla uno y el otro escucha, como en las películas de guerra. Cuando uno termina dice “cambio” y habla el otro y al terminar la charla, “cambio y fuera”.

Por eso fue que ya entrado el invierno y extrañando mucho, pedí comunicación con mi familia y también con el médico que me iba a suplantar y cuando me dieron la llamada a mi cuarto, comencé a decir -- ¿Cómo están mis amorcitos, no saben lo que los estoy extrañando, sobre todo a ti, Bea, que quisiera darte muchos… -El radio me interrumpe –Doctor, mire que el corresponsal es el doctor Avelino- La risa le duró a mi colega hasta después que le diera las explicaciones y dijera “cambio” . Bueno, que vamos a hacer, es la Antártida.

Y en el año 1990 era el único medio de comunicación con el exterior que había ya que ni las emisoras de TV ni las de radio podían ser captadas con el equipamiento del que se disponía. En el momento de mi llegada el video estaba roto, así que tampoco podíamos ver películas, es cuestión de acostumbrarse.

Cuando asumió la presidencia el Dr. Lacalle, leímos las primeras noticias en los diarios que Bea me mandó como un mes después, lo mismo con las cuestiones económicas y la política. No teníamos oportunidad de preocuparnos por nada, eso seguro. Pero no tengo que explicar lo importante que eran las llamadas a la familia, que se nos permitía hacer dos veces a la semana durante el verano.

Vista panorámica de la Base Artigas en 1990

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Esta es la presentación de la Base Artigas en el momento que llegamos, que era un lugar muy movido, tibio aún, pero extraño, sin la vegetación verde que uno sin saberlo necesita, sin los animales que identifican nuestro suelo. Lo más parecido a nuestros animales que vimos, fue un pobre ratón que se metió en un embarque y llegó convertido en momia.

Con los ojos del recién llegado, era una incógnita saber de antemano como íbamos a llevarnos y los sentimientos que íbamos a desarrollar mutuamente la Base y yo, pero más tarde y a la distancia, sé que Artigas se quedó con algo mío que no logro definir, como también es cierto que ella dejó mucho en mí, aún después de muchos años. Cuando el viento sopla fuerte en la noche, creo oír el golpeteo de las piolas en los mástiles de las banderas, o su silbar y aullar por entre las cañerías de agua, como si se tratase de un navío de velas, de los que me hacían soñar en la infancia.

“Una parte de mí mismo se quedó para siempre en el grado 80 de latitud Sur.

Allí dejé la juventud, la vanidad, la incredulidad. En cambio me llevé de allí algo que antes no había poseído: el aprecio de la vida y de sus valores humildes.”

“El caos del mundo no ha podido hacer variar en mí esas nuevas maneras de sentir y pensar: Ahora vivo sencillamente disfrutando de la paz del alma... El hombre sólo se vuelve sabio cuando se da cuenta de que no es irremplazable “

Comandante. Richard Byrd (libro “Alone”)

Hacia fines de febrero, luego de un proceso de “ablande” que le hicimos con Gary a Pelayo, el buzo, accedió a enseñarnos lo elemental del buceo y así aprendimos a emparchar los equipos secos, llenar los tanques de aire, su manejo, disponer las pesas en el cinturón y otras menudencias. Hasta que una tarde y una vez terminados los trabajos del hangar que nos ocupó todo el verano, nos dieron la oportunidad de bajar al lago Uruguay con los buzos, para ayudar a arreglar el sistema de succión del agua que alimenta a la Base.

Con Gary nos llevamos los respectivos equipos secos de buceo, que pesan alrededor de quince kilos cada uno. Cuando estuve a solas en mi cuarto con el tremendo y complicado traje, dudé poder ponérmelo solo, pero lentamente me fui metiendo en un mono similar a la piel de sol, peludita, luego logré poner los pies en el equipo principal como si fueran medias panty, subirlo trabajosamente, calzarme las mangas, meterme adentro desde atrás y una vez pasadas las manos, que quedan descubiertas, llegar a alcanzar la cinta del cierre de la cremallera y subir el cierre hasta la nuca luego de pasarlo por la entrepierna.

Una vez terminada la maniobra, como cuarenta minutos después, tuve que caminar con botas hasta el lago, cargando patas de rana, tanques, cinturón de contrapeso, máscara y capucha, para terminar de vestirme en el borde del lago. Mientras forcejeábamos con los elementos faltantes, mirábamos con envidia como los buzos se vestían con gran facilidad, charlando entre ellos de otras cosas.

Al terminar de prepararnos parecíamos extraterrestres, pero la emoción de entrar al agua con la posibilidad de sumergirnos y nada menos que en ese lugar, no tenía precio.

Lo primero que sentí fue que no había examinado bien el traje, pues inmediatamente me entró un chorrito de agua helada por el hombro izquierdo, que me mojó el cuello hasta la axila y demoré un rato en calentarla; pasada esa sensación, todo fue una maravilla y cuando quise darme cuenta, estaba a más de veinte metros de profundidad, nadando en agua bastante clara pero sin vida alguna a la vista ni fondo visible sin vegetación ni rastros de peces. En mi entusiasmo, me tuvo que ir a buscar Pelayo, como a quince metros de profundidad, para hacerme volver a la zona de trabajo.

El trabajo consistía en cambiar el caño y el dispositivo de succión, que estaba amurado al fondo con un muerto de hormigón, que debimos retirar, cambiar por otro e instalar, bajo las directivas de los profesionales.

Ese día, casi todo el mundo salió con Petrel a plantar cañas cada diez metros a lo largo del camino desde Artigas hasta Bellingshausen, para que sirvan de guía cuando lleguen las nevadas. En ese momento, la idea me pareció poco importante, pero en el invierno evitó que me desbarrancara con la

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motonieve una noche de tormenta.

La visión que teníamos de la estructura de la Base en el verano, con mucha gente, gran actividad, prolija y pequeña pero notoria, que se divisaba nítida desde los cerros cercanos, fue cambiando con el tiempo ya por el hangar de gran tamaño que construimos durante el verano ya porque la nieve comenzó a taparla y la luz se hizo más tenue a la entrada del invierno. Entonces la imagen que fuimos teniendo de ella a lo largo de los meses, subjetivamente nunca fue la misma.

(1) Nota del Editor: “Wannigan”: (en inglés), es una palabra originaria de los indígenas de Alaska, se emplea para designar una cabaña o refugio de madera, precario pero confortable, usado para pescar o cazar. También significa “caja de madera”. Los “wannigan” de la Base Artigas fueron adquiridos en Nueva Zelandia por el Cnel Porciúncula, el fundador de la BCAA y se trasmitió una tradición oral, de que “Wannigan” era la marca de la fábrica o el apellido del fabricante.

Vista panorámica de la Base Artigas, al comienzo del invierno de 1990

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Mi Dormitorio-Enfermería

Pantalón del traje de abrigo. Frente a mi wannigan

Domingo, día de descanso del cocinero

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IX

PRIMEROS DIAS

Nuestra lucha más feroz en estos días es con la luz pálida pero permanente que no te deja dormir, te desorienta y no sabés por qué, pero nunca tenés idea de la hora sin mirar el reloj. A pesar de que la hora que se usa en la base es la misma que en Uruguay, la sensación de cansancio y malestar es constante y el sueño nunca es reparador, más allá que en este momento los horarios son muy flexibles (porque aún no se hizo el segundo salto y la mitad de los compañeros no llegaron y algunos de los que deben irse, no lo han hecho) y las actividades están muy desorganizadas. De poco sirve intentar dormir más, porque sólo se consigue que el malestar aumente.

Lo primero que hicimos fue aprovisionarnos de ropa adecuada y los equipos que tiene la Base son ex-celentes, de procedencia norteamericana: prendas abrigadas y livianas, que consisten en una campera larga tipo parka con capucha y contra puños y unos pantalones de tiro alto casi hasta las axilas, con tiradores y cierres metálicos en las piernas, hasta por encima de las rodillas, para ponérselos con las botas. Estos pantalones los usaremos más adelante, solamente en momentos de mucho frío.

El primer día, luego de una gélida mañana con lluvia y viento, las condiciones mejoraron y de tarde salí a recorrer solo, pues Néstor está muy ocupado organizándose y la demás gente conocida está en Pun-ta Arenas.

Lo primero que hice fue dirigirme al cerrito vecino, caminando por el sendero que lleva a las bases chi-lena y soviética (Marsh y Bellingshausen, respectivamente). Como llegamos a la Base por mar, no co-nocía la ruta terrestre; a poco de empezar la caminata, tuve la sensación de transitar una montaña rusa llena de subidas, bajadas y curvas, nada fáciles de salvar con mis viejas botas de goma que traje de casa. Lamento que las únicas preciosas botas de cuero modelo montaña que había en el depósito fue-ran chicas para mí y, tendré que conformarme con éstas.

Me alejé de la Base Artigas hacia el norte, doblé a la izquierda y crucé el precario puentecito de madera sobre “El Pardo Tereso”, la cañadita que pasa cerca de la base (al principio se le vertían las aguas ser-vidas, más o menos en la época en que se lo bautizó) y que lleva ese nombre como demostración del sentido del humor de los pioneros de Artigas. Luego de una corta pero empinada subida pasé por el costado del Lago Uruguay, fuente de nuestra agua potable, lo bordeé y llegué al amontonamiento de rocas de diferente tamaño que forman el pie del cerrito cercano a la base y las usé como puntos de apoyo para subir, porque es muy vertical.

Una vez que alcancé la cima, comprobé que la superficie era pareja en toda su extensión, sobresalien-do una gran roca que mira al mar.

La vista en esta posición es fantástica, como una postal de mar azul turquesa muy quieto, con blanquí-simos témpanos pequeños flotando en el estrecho. Cerca está la Isla Nelson, con la blanca capa del glaciar que la cubre. Mirando hacia abajo, se aprecia una angosta playita al pie del acantilado y en ella, una elefanta marina y una foca tomando solcito, mientras un pingüino camina cachazudamente entre

“Sin duda que en esta etapa todos estábamos en el mejor momento de nuestra estadía por estas tierras, con mucha compañía, sol permanente, buena temperatura y todo por delante para hacer”

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ellas, bamboleándose. Emergiendo del agua, a escasos cincuenta metros de la costa, hay dos estre-chos peñones, negros, agresivamente puntiagudos, muy altos y separados entre sí por muy poca dis-tancia.

Desde ese lugar divisaba cerquita a Artigas; me dirigí al extremo opuesto del cerrito y descubrí otra bahía bastante estrecha, pero bordeada de un alto barranco y en su costado, como una copia, otro acantilado similar al que yo estaba, pero más alto. Y en el aire todo era paz y silencio. El paisaje que estaba disfrutando me recordó la costa norte de España, salvo por los témpanos cerca del horizonte y la falta de vegetación. Mañana creo que voy a ir a esa playita. Bajé del cerrito y “Bordeé el cerro por debajo hacia la costa, caminando sobre piedras muy grandes, cuando me atacó una bandada de gavio-tines, que son como gaviotas pero mucho más chicas y con el pico colorado. Pasaban rozándome el vistoso gorro rojo que me hizo mamá y de paso, varios me cagaron, se nota que estaba cerca de sus nidos.

Cuando llegué al espacio entre el acantilado y el mar, me quedé boquiabierto “. . .” en algunos lugares, el mar había socavado cavernas bastante grandes y en otros, encontré gigantescas rocas apoyadas contra la pared, formando espacios de unos cinco o seis metros. Cuando llegué a la playa, aún estaban los bichos que había visto desde arriba”

Fue toda una experiencia encontrarme a medio metro de la elefanta marina, sacarle fotos, dar vueltas a su alrededor y verla rascarse el cuello con su pata- aleta, mientras bostezaba con su enorme boca ro-sada, sin prestarme la más mínima atención.

Al llegar a la base estaban de visita –auto invitación a cenar, mangueo-, unos muchachos que había visto de lejos y que resultaron ser un checo y un eslovaco, que se encuentran en esta zona desde no se sabe cuándo, no se sabe para qué, ni cómo llegaron. Con aspecto desgarbado pero modales correctos, mencionaron alguna universidad, que entre su inglés y el mío no descifré. Sólo sabemos que no tienen papeles, ni pasaporte alguno, que viven en un minúsculo refugio en la isla Nelson, no parecen tener apoyo de ningún gobierno y que solo cuentan con una pequeña embarcación para cruzar el estrecho Fildes ¡desde la isla Nelson!, para venir a la isla donde están todas estas bases.

Están interesados en irse de la Antártida; no les va a ser fácil sin papeles, pero con toda diplomacia están pidiendo ayuda. Probablemente tengan que ver con la base rusa, pero corren tiempos de mucha confusión en la Unión Soviética y quien sabe que les pasó. En el momento que estoy relatando acaba-ba de separarse la República de Checoslovaquia en República Checa y Eslovaquia. Pasan a integrar el selecto grupo de aventureros que las civilizaciones tienen en sus fronteras y esta es realmente una frontera de la civilización.

“Esta fue otra noche de soñar cosas que no recuerdo, pero sé que era con ustedes, por lo que me volví a levantar tristón y como todo domingo, me acordaba cuando hacía el asadito en el fondo de casa y todas esas cosas tan lindas. Saqué las fotos que tenía en el baúl y por primera vez las estuve mirando largo rato, ¡Qué familia preciosa somos! ¿No? ¡Son tan lindos todos!”

Comencé esta tarde- noche después de la cena, a acomodar la enorme cantidad de correspondencia de todo el mundo pidiendo datos de la base Artigas, sus actividades y sobre todo, pidiendo sellos posta-les de la Antártida Uruguaya, lo que lamentablemente, no tengo. Los sellos que hay son un desastre, de idéntico diseño, con un perfil de Artigas (el prócer) pequeñitos, a un solo color, que se diferencian sola-mente por la tonalidad y el valor.

Como a la una de la mañana crucé hasta la cocina para tomar agua y ¡Oh sorpresa!, me encuentro a todos los oficiales chilenos reunidos con la dotación saliente, en plena despedida. Se ve claramente la confianza y la amistad entre ellos luego de tantos meses de apoyo y trabajo conjunto. Los integrantes del Instituto Antártico y la plana mayor con quienes llegué, están en este momento en la base China “La Gran Muralla”, presentándose y comiendo alguna cosita, seguramente.

Resulta claro que la sensación de desvelo y desorientación que produce el sol permanente nos afecta a todos por igual, como si no supiéramos nunca en qué momento del día nos encontráramos; nuestro ritmo circadiano – como se dice en medicina, por la sucesión del sueño – vigilia, está totalmente altera-do, lo que explica estas visitas y estas actividades en horas tan bizarras.

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Los días siguientes fueron para explorar los lugares más próximos a la Base, para conocer a la gente que está en Artigas y que no conocía más que de vernos de pasada.

Por nuestras costumbres similares de salir a recorrer todo lo que se puede, nos acercamos con Jaime, un oficial de la Marina, que vino a instalar un faro alimentado por luz solar en el cerrito que describí.

Excelente compañero y muy buen caminador, apenas nos encontramos por esas colinas un día, lo pri-mero que advertí con envidia, fue que las preciosas botas de montañista que me quedaron chicas a mí, a él le iban perfectas y ¡qué buen uso les daba! Como una cabra subía y bajaba de todos lados, mien-tras los demás arrastrábamos nuestras pesadas botas de goma, o nos empapábamos los pies con bo-tas de cuero acordonadas, pero era lo que teníamos.

En pocos días, incluso antes que el resto de la gente llegara de Punta Arenas, con Jaime habíamos caminado decenas de kilómetros en las inmediaciones de la Base, subido al glaciar, descubierto las profundas grietas que el agua de deshielo produce en su lomo y que llegan a grandes profundidades formando resumideros donde se juntan varios surcos de agua. Apenas se pueden ver desde la superfi-cie, pero se oye claramente el bramido de su curso enloquecido hacia el mar.

Comenzamos a usar largas cañas de bambú para ayudarnos a caminar; las encontramos cerca de la Base, abandonadas por los glaciólogos chinos y pronto Jaime fue conocido en la isla como Todo Terre-no. Por supuesto, también es Todo Terreno en el momento de comer, a pesar de su físico más bien menudo.

Los recorridos trascurrían siempre de día; imposible llegar de noche, porque casi no hay noche, pero siempre con un clima similar al invierno en Montevideo, con frío, lloviznas de agua muy fría o aguanieve y viento. Nunca nieve, ni granizada ni lluvia franca en esta época del año; siempre nos llama la atención la presencia de grandes mamíferos marinos reposando en la costa en grupos llamados harenes de unos veinte y pequeños grupos de pingüinos que parecen charlar entre sí.

Una noche nos iban a venir a visitar los jefes rusos, pero no lo hicieron. En su lugar llegaron caminando tres alemanes orientales que viven en la base soviética Bellingshausen, son paleontólogos y geólogos. Néstor tuvo la ocurrencia de ponerse a tocar la guitarra con sólo cinco cuerdas y nos sorprendió a todos con su destreza. Estuve charlando con Detlef, el jefe del grupo de alemanes. Cumple años el mismo día que Beatriz y eso lo llenó de alegría más allá de lo esperado y me prometió hacer una chapka para re-galarle, (un gorro de piel ruso) y venir a Artigas el día de sus cumpleaños para saludarla cuando yo la llame por radio (no sé cómo estará Beatriz para el inglés con fuerte acento alemán).

Como el alemán se quejó de dolor en un codo, le di un blíster de antiinflamatorios. Quedó tan contento que me dio un abrazo y un beso (¡tienen unas costumbres esta gente!). Estoy comenzando a entender esta nueva forma de relación entre personas y pienso que si nos encontráramos en cualquier otra cir-cunstancia o lugar, de pronto no nos tendríamos para nada en cuenta; pero viviendo todos el mismo drama y en el caso de los de algunas bases como la soviética o la china, sin posibilidad de comunica-ción alguna con su gente en todo el periodo de estadía -que puede llegar hasta los veinte meses-, uno ve al prójimo con otra perspectiva, quizás la perspectiva del hombre primitivo, incontaminado, gregario e indefenso frente a la inmensidad de la naturaleza.

“Me acaban de avisar que el avión viene desde Punta Arenas para llevarse a los que se vuelven y traer al resto de nosotros, así que, mami, niños, queridos míos, termino esta carta enviándoles abrazos y besos a todos, deseando que se cuiden y no extrañen.

Siempre con ustedes, Papá”

P.D. “Comienzo ahora la siguiente carta, pero mándenme el pantalón gris de abrigo”

Sin duda que en esta etapa estábamos todos en el mejor momento de nuestra estadía, de nuestra pa-sada por estas tierras, con mucha compañía, sol permanente, buena temperatura y todo por delante para hacer. Seguramente pensábamos que no todo iba a ser tan bueno, pero no teníamos una clara idea sobre qué esperar. Todo esto es muy nuevo e imprevisible y sería aún más en los próximos me-ses.

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Refugio RAMBO y asado con concurrencia internacional

En el Refugio RAMBO

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X

EL REFUGIO RAMBO Desde la llegada a la Antártida escuchamos hablar de la existencia de un refugio brasileño ubicado al otro lado de la Isla Rey Jorge; pero por suerte no en dirección este, pues si así fuera, no podríamos ir, ni por la distancia ni por el glaciar. Está hacia el norte, distante a unos cuatro o cinco kilómetros de Arti-gas.

El fin de semana siguiente al recambio de dotación, estuvimos conversando “Todo Terreno”, Mateo, Gary, Juan el arquitecto y yo, con la intención de ir hasta ese refugio y sobre todo conocer la costa nor-te, que solo habíamos visto al sobrevolarla en avión.

Pero como suele ser costumbre, el domingo a mediodía, aparece en Artigas un enorme camión ruso, conducido alocadamente por “Crazy Horse”, o sea Yury, el jefe de la base rusa y Vladimir (segundo de los rusos en ese momento), a invitarnos para ir en camión al Refugio Rambo. Así el programa se com-pletó y después de almorzar con los visitantes, partimos.

Yuri cuando conduce, siempre hace honor a su apodo; por ese territorio muy desparejo y cambiante, de pequeñas pero muy empinadas colinas, íbamos como en una montaña rusa y más o menos a su misma velocidad. Gary, como el resto de nosotros, se aferraba a las barandas de la caja y gritaba de entusias-mo con su vozarrón, hasta que llegamos a una planicie de color verde fuerte: fue como zambullirnos en una piscina de barro y por supuesto, nos empantanamos.

Aprovechando un respiro de Yuri en sus intentos de desempantanar el vehículo, nos bajamos alejándo-nos rápidamente para no quedar llenos de barro. Por media hora el camión rugió, gimió, embarró, escu-pió, e intentó salir en todos los sentidos, hasta que el campo quedó totalmente arado, con el camión en el medio enterrado hasta los ejes y Yury peleando y discutiendo con Vladimir, como durante todo el ca-mino, pero más enojados (siempre se peleaban en ruso frente a todo el mundo).

La distancia hasta nuestro destino era corta, así que continuamos a pie, hasta encontrarnos con un te-rraplén pronunciado y altísimo, que terminaba en una playa frente al Estrecho de Drake y estaba verde de musgo y muy plana. Un poco hacia la derecha, amarillo, pequeño y solitario: El Refugio Rambo.

“A medida que nos acercábamos al Estrecho de Drake, comenzaron a aparecer zonas bajas con mus-gos verde oscuro. En otras, un color ladrillo y también áreas en las que había que caminar cuidadosa-mente para no dejar una bota enterrada en el barro”

“Justamente en esa zona, encontré tierra parejita que tenía grietas muy juntas formando hexágonos, como los de un panal de abejas y casi todos con una piedrita chata, gris y pequeña en el centro, que cosa rara ¿no?”

Bajamos resbalando y cayendo a pesar de las largas cañas que siempre llevamos y nos encontramos con cuatro estudiantes de la Universidad de Porto Alegre, dos varones, brasileños, estudiantes de bio-logía marina y dos chicas chilenas, estudiantes de oceanografía. Estaban en ese lugar desde unas se-manas atrás, e iban a permanecer por algo más de un mes.

Las condiciones en que se encontraban no eran las mejores, pues en el pequeño refugio contaban con dos camas cuchetas, una despensa grande con abundancia de enlatados y galletitas brasileñas- por

“Acá Bea, niños, todo es precioso, pero de una belleza brutal y gigantesca. Por momentos da la impresión que no existen las cosas chicas o de contornos normales, nada tiene la dimensión humana”

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supuesto-, gaseosas y un equipo de radio. Nada de baño ni sanitario a la vista, por lo que me imagino que no pasarían muy cómodos. De cualquier forma, nos recibieron muy bien con la clásica hospitalidad antártica y a los pocos minutos charlábamos como conocidos de siempre.

Mientras tanto Yuri se había apropiado del radio y repetía “Bellingshausen Proist! ¡Bellingshausen Proist! “ pero nada, no era copiado en ninguna base cercana, así que después de pelearse otro poco con Vladimir, éste último se fue solo a su base y Yuri se vino con nosotros, caminando hasta Artigas.

Cuando íbamos por la mitad de camino, la tardecita que parecía de invierno en Montevideo, comenzó a presentar ventisca a nuestras espaldas y los trocitos de hielo nos pegaban y caían, mojando la ropa.

Al cabo de un rato empezamos a congelarnos, a pesar de caminar lo más rápido que podíamos. El po-bre Yury, con su eterna campera militar verde, americana, temblaba con una gran soltura, como quien está acostumbrado.

Otro fin de semana, volvimos al refugio con el propósito de recorrer toda la costa norte, pero cuando llegamos, encontramos que los chicos brasileños estaban en pleno asado con la carne que les queda-ba, tomando mate como corresponde y nos insistieron con tanta vehemencia que nos quedáramos, que lo hicimos a pesar que ya habíamos almorzado.

“Nos llamó la atención que las chicas estaban afuera con los varones, en actitud de tomar mate, no podíamos ver bien, me pareció absurdo, pero ¡Oh sorpresa! Sí, estaban tomando mate y los mucha-chos tenían dos tremendos pedazos de pulpa en el fuego, claro, siendo de Río Grande Do Sul...”

Poco rato después llegaron los alemanes Detlef y Hakim, uno el que cumple años el mismo día que Beatriz y el otro, aficionado al saxofón, un tipo de casi dos metros, completamente rapado, con lentes redondos y pequeños, tipo John Lennon, con un aspecto raro, más del que tenemos todos en este lu-gar.

Más tarde llegaron tres rusos y el panorama era de hablar a cuatro idiomas, lo que provoca esas situa-ciones cómicas en que de repente hablamos en inglés entre nosotros y tratamos de entendernos con los alemanes en español o portugués. Como los brasileños tenían pendiente un trabajo en la costa de la Bahía Collins, quedaron los cuatro en ir a pasar unos días a Artigas

La vez siguiente que pasamos por el refugio fue, cuando ya estaba vacío. Entramos y encontramos to-do lo que el Tratado Antártico define como necesario en un refugio: mantas, calefacción, ropa, alimen-tos y faroles. Dejamos nuestras firmas en el libro de visitantes y continuamos camino hacia el oeste, recorriendo la costa casi hasta el extremo de la isla.

“Un poco más adelante estaba la cañadita donde tuve que pasar a Gary a babuchas la vez anterior, porque estaba con botas de cuero, (lo que nos dio la pauta que por allí debía haberse quedado empan-tanado el camión ruso), miramos y: ¡Oh sorpresa! Encontramos el camión, que desempantanado y en terreno firme, todavía estaba allí”

“Seguimos camino y al rato, oigo a Gary: - “¡Ayudáme loco, que me hundo!” - y estaba en el barro ente-rrado a media pierna. Le tuve que pasar la punta de la caña para que se afirmara y saliera”

La playa llana y pareja era un paisaje surrealista cubierta de verde musgo, con costillas, vértebras y cráneos de ballena diseminados y con piedras grises. Lo único vivo era una loba de mar con sus cacho-rros, grandes y movedizos, que en lugar de huir hacia el agua, se acercaban a curiosear y nos ladraban igual que perritos.

Más adelante encontramos elefantes marinos machos adultos, mucho más grandes que las hembras, por lo que les calculamos un largo de cuatro metros y un peso de mil quinientos kilos. Se podía contar hasta doce ejemplares acostados todos juntos, mirando hacia la costa y dándose calor mutuamente, totalmente inmóviles, hasta que algún impertinente los molestaba con una caña; entonces abrían una boca más grande que la cabeza de un hombre y lanzaban un bramido poniendo erecta su corta trompa, para volver a su letargo.

La costa norte que recorrimos está formada por una sucesión de playas semicirculares, con enormes rocas en los extremos de cada una y bordeada por un alto terraplén que se continúa con la meseta del interior de la isla.

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El recorrido nos llevó hasta el aeropuerto de Marsh. A cada paso encontramos más huesos de ballena y piedras extrañas, que terminaban en los bolsillos. El panorama marino contenía islotes cercanos a la costa, formando altas columnas de piedra negra con formas caprichosas, puntas, palacios, catedrales, estructuras dignas de “Mortal Kombat” o “El Señor de los Anillos”, todo emergiendo del agua a pocos metros de la costa.

La vuelta la hicimos desde Marsh por el camino conocido hacia Artigas, hasta que el jefe chileno Ba-rrientos nos encontró con su preciosa camioneta Land Cruiser y nos llevó hasta la base. Pero habíamos recorrido toda la costa del extremo oeste de la isla y los veinticinco kilómetros caminados con botas de goma entre el barro, subiendo y bajando barrancos, merecieron la pena.

La geografía de la costa que da al Estrecho de Drake es totalmente diferente a la costa sur. Por su so-ledad y formaciones de piedra; parece realmente otro mundo.

Lamentablemente Juancito a último momento se enojó porque demorábamos mucho buscando piedras y se fue solo por otro camino y no lo vimos desde la camioneta para recogerlo. Llegó mucho después que nosotros y bastante enojadito, claro que la cargada duró horas.

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XI

LOS DIAS DEL VERANO

Con la llegada del resto de personal y científicos que estaban esperando “su salto” y la partida simultá-nea de la dotación del año anterior, se dio comienzo a los trabajos y actividades programadas.

Lo que más me llamó la atención en ese momento, fue la despedida que le organizaron los jefes de las bases vecinas a nuestros hombres que se iban, especialmente los jefes rusos, con Yuri a la cabeza. Este era un hombre delgado pero corpulento, de cabello muy lacio, cabezón y de ojos claros, típica-mente eslavo, que más allá de lo que aparentaba, era muy capaz y de gran sensibilidad y cariño por los amigos.

Al día siguiente empezó nuestra vida de trabajo y horarios estrictos; desde ese instante y aún no sé por qué, cada uno comenzó a usar su nombre clave en lugar del verdadero. Como debían coincidir la inicial de ese nombre con la primera letra del apellido yo había elegido “Gaucho” y así todos.

Así el Comandante “Petrel” (Pereyra) citó a todos los que iban a trabajar y planteó jornadas de diez horas, para la construcción de un hangar en las cercanías de la base, que en el futuro albergaría al helicóptero que se planeaba traer a Artigas durante el verano austral.

El trabajo lo empezaron los albañiles, armando un enorme encofrado algo apartado de los alojamientos, con una superficie de quince por veinte metros, vigas gruesas y travesaños de lado a lado. Se necesita-ron cuarenta metros cúbicos de pedregullo, que sacamos de la playa, ayudados por un pequeño tractor y un trailer, que no cargaba más de un metro cúbico por vez. Este fue el primer trabajo en grupo de la dotación, que no sabe de albañilería y que pasó horas con el vehículo empantanado en el canto rodado de la playa.

Por mi parte, me dediqué al trabajo postal, que es enorme, gracias a la cantidad de cartas que han es-tado llegando desde el año pasado. Esta tarea me resultó muy interesante por la diversidad de sellos que recibo de todo el mundo. Claro que a mitad de la tarde ya estaba aburrido, por lo que me uní a la patota y terminé apaleando pedregullo.

Mi acto de “solidaridad” tuvo sus efectos: esa noche Néstor me pidió si podía ayudar en el trabajo de construcción del hangar a horario completo. Me resultó violento decir que no y dejarlos trabajar mien-tras tomo mate en el escritorio. A las siete de la mañana del día siguiente yo también paleaba pedregu-llo en la playa, o ayudaba a cambiar las ruedas traseras del tractorcito, para mayor agarre para que no quede empantanado a cada momento.

Para no quedarnos quietos, con Gary comenzamos a desarmar cajas que vinieron en el embarque de Punta Arenas y que formaban una montaña. Estaban clavadas; Todo Terreno y Néstor les quitaban los clavos mientras esperábamos al jeep. Después de un rato y como forma de combatir el aburrimiento, desarrollamos técnicas para desarmarlas mejor, hasta que terminamos haciendo una competencia para ver quien lo hacía más rápido y terminamos Gary y yo casi empatados, en 35 y 37 segundos, respecti-

“De alguna forma el fin del verano lo marcó la llegada del avión que se llevó a casi todos nuestros más queridos amigos caminadores y que cerró la primera etapa de la estadía.”

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vamente. A veces parecemos chiquilines, pero entre que si nos quedamos quietos nos congelamos y que no tenemos otra cosa que hacer.

Y se sucedieron largos días de trabajo a pico y pala, que para mi gusto por la actividad física no fue tan espantoso, a pesar de la eterna lucha entre las ganas de sacarme el abrigo por el calor y, tener que ponérmelo al ratito por los 0 o 1ºC en que estábamos.

De tardecita, luego de guardar ciento diez bolsas de Pórtland, quedamos grises de polvo hasta las pa-tas. Me cambié y salimos con Mateo (Todo Terreno), hasta un cerro que hay entre Artigas y Bellings-hausen, bastante alto y con una vista espléndida, según nos habían dicho...

Llegamos al poco rato y realmente valió la pena el esfuerzo de la subida. Desde la cima se podía ver el peñón del refugio Rambo y el Estrecho de Drake hacia el norte.

Girando la vista se podía divisar en el aire transparente, todo ese extremo de la isla,, también la isla Nelson y el impresionante mar color calipso. Más cerca el juego de la luz sobre la tierra marrón tan es-carpada con los parches de hielo”

Por tierra se podía ver en su totalidad el camino que une Artigas con Marsh, rodeando pequeños lagos, barriales, subidas y bajadas del suelo.

Caminamos hacia el centro del cerro y encontramos que había un lago de buen tamaño, por lo que nos imaginamos que esta isla es volcánica y que nos encontramos en el mismo cráter de un volcán apaga-do, quizás hace decenas de miles de años. Bajamos por un lugar diferente al que usamos para subir y vimos una pequeña catarata que surgía entre las piedras, probablemente agua del lago, que por el frío de ayer se había congelado en la superficie y a través del hielo transparente, se podía ver cómo se des-lizaba el agua y formaba burbujas.

Por ahí bajamos. Primero clavando el talón en la nieve con cuidado, pero a su vez corriendo por la pen-diente; luego deslizándonos unos cuantos metros como si tuviéramos esquís y una vez abajo, termina-mos cayendo sentados. Fue muy divertido.

A la vuelta y como siempre, fuimos juntando toda la basura que encontrábamos, como cajas de cartón, papeles, bolsas de nailon, etc., pues nos parece una afrenta a esta naturaleza maravillosa que uno va-ya caminando por cualquier lado y se encuentre con basura.

En la base, de la recolección del pedregullo pasamos al hormigón para llenar el encofrado de los ci-mientos.

Habían prendido fuego para calentar agua en dos tanques de doscientos litros para la mezcla ya que con el frío es necesario usar agua caliente, acelerador y descongelarte para que la mezcla se endurez-ca.

Comenzamos. Al principio estuve con Néstor apaleando pedregullo para llenar la pequeña mezcladora de motor a nafta, pero a las dos horas me cansé de que me llenaran de polvo de Pórtland y me cambie al otro extremo, donde los albañiles estaban llenando el encofrado. El trabajo consistía en esperar que llegaran las carretillas llenas de mezcla, levantarlas entre dos, uno de cada lado y volcarla a lo bestia en el encofrado. En total trabajamos alrededor de diez horas de continuo. Con el otro muchacho calcula-mos que volcamos alrededor de quinientas carretillas, luego de levantarlas, por supuesto y la mayor parte de las veces en posiciones muy incómodas. En fin, a la hora de terminar me dolía hasta el pelo.

Luego se comenzó a armar el techo con chapas unidas formando una medialuna de diez metros de diá-metro y cinco de alto, que se unen unas con otras por medio de diez mil tornillos (alguien los calculó) y lograr un techo semicilíndrico de quince metros de largo.

Entre el cansancio y el aburrimiento de la rutina, la gente termina teniendo pequeños accidentes. Un día vi al buzo Pelayo de pie sobre la estructura, pero con los ojos cerrados y bamboleándose a cinco me-tros de alto. Tuve que recomendarle al jefe “Petrel” descansar al menos el domingo, lo que se hizo en la tarde. Su idea era aprovechar el buen tiempo reinante.

El trabajo pesado lo combinábamos con caminatas largas aprovechando el día permanente. Casi siem-pre eran con Mateo alias “Todo Terreno” y con Gary, a veces con el malhumorado Juan, el joven arqui-

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tecto del Instituto Antártico que estaba a cargo de las obras. Juancito odiaba tener que -además de pla-nificar la actividad y hacer los cálculos y mirarnos trabajar-, cargar carretillas de hormigón por expreso “pedido” del Jefe, lo que probablemente le resultaba lesivo para su dignidad de arquitecto. Pero allá andaba Juancito, con su figura espigada y su cara de niño, empujando una carretilla cargada y maldi-ciendo, por decirlo eufemísticamente.

La vegetación terrestre se resume a extensos campos de musgo verde, que parece césped, pero que observado de cerca se nota que no lo es. De todos modos no conviene verlo muy cerca, pues siempre está sobre áreas de barro o muy mojadas. El otro tipo de flora son líquenes, con una trama muy delica-da de finas ramitas de color verde yerba, alternada con negro.

Al terminar el hangar, la alegría colectiva fue grande, sobre todo la de “Petrel”, que había cumplido con la misión. Como festejo, tuvimos partido de fútbol cinco dentro del recinto, donde entramos todos cómo-damente. El edificio fue bautizado en el hormigón fresco como “Hangar Sacrificio”.

Como corresponde a la estación de verano en la Antártida, mucha gente la visita, procedente de todos lados y por diferentes motivos. Entre los visitantes tuvimos varias presencias femeninas, además de las esposas de los jefes chilenos que venían esporádicamente, durante todo el año.

Estuvieron las dos chicas y los dos varones del refugio Rambo (del que contaré más adelante) en nues-tra base durante un fin de semana, con los consiguientes pequeños inconvenientes que la presencia de mujeres genera, como tener que vestirse para ir al baño al extremo del corredor y cosas similares, que hizo que como viejos chúcaros respirásemos aliviados cuando se fueron.

Aparece Balbino acompañando a otras dos chicas, ¡pero qué joda che! vuelta a hacer sala- “¿Qué quie-ren tomar? té, café, etc. etc”. Para peor venían de Marsh, se habían metido en el barro y no pudieron salir sin enchastrarse todas las medias y los pies, pues no supieron sacar las botas del barro sin descal-zarse y además empapadas por la llovizna...

Allá salió el jefe Pereira a conseguir ropa del depósito de la base para prestarles. Una de las chicas, la chilena, vive en Cambridge y está haciendo un estudio sobre relaciones de cooperación entre los paí-ses latinoamericanos en la Antártida y la otra, es canadiense, trabaja manejando una APLANADORA en una compañía de su país que hace realiza construcciones para el gobierno británico en la isla Li-vingston, a trescientos kilómetros de acá.

Por supuesto que luego que se pusieron confortables con ropa prestada,-que pidieron con total despar-pajo-, hubo que llevarlas de vuelta a Marsh para que no se volvieran a embarrar y de paso recuperar la ropa ya que eran aves de paso y teníamos riesgo de no encontrarlas nunca más.

Como en verano las llegadas de aviones y barcos son frecuentes, nos encontramos con todo tipo de personas de cualquier parte del planeta, que vienen a curiosear a esta región, algunas tan extrañas co-mo estas chicas. Pero lo bueno de las comunicaciones tan fluidas es que a su vez estamos mejor co-municados con nuestras familias.

¡Qué emoción! Recibí la encomienda y desde ese momento desaparecí de escena, primero en el aero-puerto leyendo las cartas tan lindas y luego en el camino. Al llegar a la base le pedí el walkman a Gary, me tiré en la cama, corrí la cortina hasta que escuché todo el casete. La gente del grupo entraba a bus-carme, me miraban y sin decir nada se daban vuelta y se iban... se me empañaron un poco los lentes, aunque yo no use lentes.

Con el tiempo malo las actividades dan un respiro al trabajo al aire libre, tanto que sólo se puede hacer trabajo de tipo administrativo, sobre todo si además de ser el médico soy el Encargado de la Oficina de Correos.

Todo el día de hoy estuve trabajando en el escritorio – farmacia – consultorio – dormitorio y es bueno como los amigos pasan de a ratos por acá a tomar un mate, charlar o quedarse callados como hace Jaime “TT”, que se pasa ratos haciendo palabras cruzadas (eso del silencio no sucede cuando está Gary con su forma de ser) y hacemos bromas, murmuramos de un pueblo y elaboramos sobrenombres nuevos para la gente de la base, porque cada vez nos conocemos más”

Siempre que era posible, las caminatas para conocer toda zona a nuestro alcance dentro de la isla, era

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la regla. Caminatas que siempre nos deparaban fantásticas sorpresas y porque el ejercicio era funda-mental para mantenernos ocupados y en actividad que nos previniera de la depresión que nos acecha-ba como un duende.

Desde el aeropuerto hacia el este, hacia el glaciar Collins nos quedaban dos cerros y esos los subimos hoy. No encontramos en ellos piedras bonitas que colectar, ¡pero queriditos, que cosas interesantes se pueden encontrar siempre acá! Uno de los cerros es de trescientos metros, pero tan escarpado que tuvimos que subirlo casi en cuatro patas y tiene un largo en la parte alta de dos kilómetros, así que llega casi a la mitad del camino al estrecho de Drake. La vista desde su cima es espléndida, pero el otro ce-rro -que es más alto-, domina el aeropuerto chileno y sus instalaciones.

Bajamos del primer cerro y nos dirigimos al otro y en el punto donde se unían sus faldas se había for-mado una capa de hielo muy extensa, que corría entre las dos faldas en dirección al agua, hacia la pla-ya.

Esta capa de hielo se ha ido derritiendo desde que llegamos y se ha formado una cañada que atraviesa el camino entre Artigas y las otras bases, formando pequeños laguitos. Eso lo conocíamos de sobra desde que llegamos, pero visto desde el camino. Desde arriba la cosa es distinta, porque el hielo está perforado, formando cavernas en las cuales corre el agua. Estas cavernas son múltiples y van en direc-ción de la pendiente, sobre los pliegues del terreno.

Encontramos varias de estas cuevas que podríamos haber explorado sin problemas, si hubiéramos te-nido cuerdas lo suficientemente largas y una buena linterna. Por dentro se podían ver extrañas forma-ciones provocadas por el deshielo, similares a columnas y estalactitas, que a la luz del sol creaban un espectáculo difícil de describir, sobre todo enmarcado en el misterio que significa un lugar donde nadie ha entrado... creo que sería una locura por el riesgo de derrumbe del techo de hielo en el momento en que uno se encuentra adentro

Cuando subimos al segundo cerro, bastante alto, nos dimos cuenta que nos habíamos olvidado de otro cerro, justamente el más alto y el más cercano al aeropuerto, así que seguimos y cuando llegamos al tope pudimos ver el espectáculo de todo el extremo sudoeste de la isla, que no la hemos recorrido más que en pequeños tramos y parece realmente interesante, pero que quedará para otra etapa. A la vuelta, recorriendo caminos diferentes, nos encontramos con dos riscos de un mismo cerro que parecían cons-truidos de adoquines de ésos de las calles, en increíbles estructuras enormes y verticales.

Otros cerros en cambio, muestran muchas grietas perfectamente horizontales y paralelas, que se con-tinúan de una elevación en otra a través de cientos de metros, como si les hubieran pasado un gigan-tesco peine.

La vuelta la hicimos por el camino, rápidamente, porque estábamos realmente cansados, así que al llegar: baño, cena y gracias a dios pude conseguir llamada con casita, un día perfecto,...hasta mañana

De alguna forma el fin del verano lo marcó la llegada del avión que se llevó a casi todos nuestros más queridos amigos caminadores y que cerró la primera etapa de la estadía.

En nuestra base esta noche se hizo la despedida de la gente que se va y los de la dotación les entrega-mos un regalito a todos. Hubo momentos de mucha emoción, es increíble, pero uno de los que se van contó al recibir el regalo, que años antes, también en Artigas, fue la primera vez en su vida que tuvo una torta de cumpleaños al cumplir los 34 años. Hacia el final de la ceremonia, aparecieron los jefes rusos, se quedaron a cenar y me dediqué a hablar lo poco que sé de italiano con el nuevo segundo so-viético, porque si no, el pobre gordo no habla en toda la noche ya que no entiende inglés y los rusos no le dan mucha pelota.

Quizás por las interminables horas de sol del verano, por la situación en que nos encontrábamos, tan particular, o por simple afán de aventuras, en el verano especialmente tuvimos jornadas de muchísimas horas de actividad, trabajando duro y luego éramos capaces de tener resto para salir a recorrer largas distancias como si nada fuera suficiente para combatir la sensación del alejamiento, pero con la entrada del frío, la oscuridad y la lejanía de los amigos, todo fue cambiando.

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XII

LOS PINGÜINOS DE LA PINGÜINERA

24 de enero de 1990

“Queridos y añorados:

No saben lo que los extraño y como a cada cosa que conozco me los imagino a ustedes conmigo acá.”

“El martes de mañana fuimos a llevar a los “pingüineros” a la pingüinera de la península Ardley, del otro lado de la península Fildes, cerca de la base china. Lo hicimos en lancha y por tierra nos acompañó el jeep, pues además de llevarlos, se les instaló una preciosa cabina telefónica de fibra, pero no para hablar por teléfono, (ellos se comunican por radio como cualquier hijo de vecino en este barrio), sino como letrina. ¿Se imaginan a estos pobres que desde hace cuatro años vienen cagando a la intempe-rie? A veces con nieve hasta las pantorrillas. Por supuesto que el jeep se rompió y estuvieron media mañana en vueltas para arreglarlo.”

“El pasaje a la península Ardley es a través de un istmo que con la marea alta queda cubierto por el mar, entonces hay que aprovechar el momento de bajante para cruzar. Fue justo en ese momento y lugar que el maldito jeep eligió para romperse, así que ¡¡imagínense el apuro por arreglarlo!!”

“Aprovechamos el rato con Balbino -el jefe de los investigadores- para charlar, quien me ilustró sobre cosas muy interesantes.”

Esta pingüinera es considerada de las más grandes que hay en las cercanías ya que se compone de unos quinientos mil ejemplares durante la época de cría. Estos pingüinos son de tipo “Barbijo”.

La actividad principal de una pingüinera, es oficiar como nursery, pues los pichones se concentran allí cuidados por los adultos, quienes no los dejan alejarse y los protegen de los depredadores.

Mientras uno de los padres va de pesca, el otro se queda y es cómico observar que cuando el padre o madre llega y los pichones lo reconocen de entre la multitud de otros padres, comienzan a gritarle y aletear a su alrededor, hasta que el adulto entra en un “estado de nerviosismo” y termina regurgitando el contenido de su estómago y en el momento en que hace una arcada, “el bebé” aprovecha y hunde el pico en la garganta del padre para retirar el alimento.

Con frecuencia el tamaño del pichón y el de su padre no tienen mucha diferencia; incluso el pichón pa-rece más grande que sus padres en algunos casos. La única diferencia es que los adultos nadan para pescar y están limpios, mientras que los pichones están con su blanca pechera totalmente sucia de guano y aún conservan el desprolijo plumón gris en partes del cuerpo.

Cuando caminábamos por el terreno totalmente escarpado, el olor a gallinero y el escandaloso graznido de todos esos pingüinos al unísono, era ensordecedor, pero nos provocaba la sensación de una enor-me fábrica de vida en ese territorio tan árido.

“A partir de ese momento la hembra pone dos huevos y los van a empollar macho y hembra indistintamente, mien-tras el otro busca comida. Si por casualidad les falta un huevo, la hembra pone otro y si vuelve a faltar: otro y otro hasta varias veces. Ellos quieren empollar dos huevos.”

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-Fijate- me decía Balbino- que los pingüinos son monógamos; cuando llega la época de apareamiento, vienen todos al lugar donde nacieron, desde donde estén. No se sabe mucho de su vida desde que abandonan la pingüinera al principio del otoño, cuando terminan de hacer el cambio de plumas los adul-tos, pero en su momento ellos vuelven y cuando no tienen pareja, los machos galantean a la hembra caminando a su alrededor, le ofrecen una piedrita, otra y si ella la acepta queda conformado el noviazgo y hacen un confortable nido de piedritas en forma circular en un pequeño terrenito plano y si es guareci-do del viento mejor y si está cerca del mar, mejor aún.

A partir de ese momento la hembra pone dos huevos y los van a empollar macho y hembra indistinta-mente, mientras el otro busca comida. Si por casualidad les falta un huevo, la hembra pone otro y si vuelve a faltar: otro y otro hasta varias veces. Ellos quieren empollar dos huevos.”

- Que extraño que estén siempre dispuestos a seguir poniendo, además ¿Por qué pueden desaparecer, Balbino?-

-“Acordate que te dije que acá hay cerca de medio millón de pingüinos, entonces imagináte la enorme masa de huevos que ponen en total: toneladas”-.

-“Cerca de la mitad de esos huevos son el alimento fundamental para las aves de la región,”- me decía- “que dependen de ellos para a su vez, alimentar a su prole y vivir ellos, a quienes no les es tan fácil vivir de la pesca ya que sólo pueden capturar krill en la superficie, que es la especie llave de la cadena ali-menticia en la Antártida”-

Tenés razón, no me había imaginado algo tan cruel, pero es totalmente lógico. Acá no hay pájaros co-mo los que conocemos en Uruguay, que son herbívoros, pues al no poseer vegetación en la región, forzosamente tienen que ser especies carnívoras y así formar parte del ecosistema antártico. Uno de sus alimentos favoritos son los huevos de pingüinos.

-“De sus huevos o sus pichones o incluso de los adultos”- me corregía Balbino –“los pichones son un plato que los petreles y las skúas aprecian mucho, aunque los petreles negros son capaces de perse-guir a un pingüino adulto, arrancarles el ano de un picotón antes de que se tiren al agua y con eso lo detienen y se lo comen sin ningún problema”-

Balbino, con su charla tranquila y su paciencia de veterinario de años, era capaz de hablar apasionada-mente del tema, con una pausa característica durante horas y siempre lo que decía resultaba intere-santísimo.

“Los pingüinos que habitan más al Sur en la Antártida, son bien diferentes a estos ejemplares magallá-nicos y de barbijo que tenemos en la isla. Resultan asombrosos en todo: desde su tamaño, su belleza, el colorido de las plumas de cabeza y cuello y la manera de vivir. Fíjate que los de la variedad “Emperador”, miden cerca de un metro con veinte, viven en el continente también en grandes grupos, pero en condiciones mucho más duras. Lo hacen en la noche antártica; cuando la hembra pone el hue-vo que pesa medio kilo se va al mar a pescar para comer, para lo que tiene que recorrer kilómetros y demora en volver cerca de dos meses. Mientras tanto, el macho permanece con el huevo sobre sus patas y cubriéndolo con el pliegue del abdomen para que reciba calor ya que se encuentra rodeado de hielo y en ese lapso ¡no come nada!” –

-“Llega a perder hasta la mitad de su masa corporal y cuando vuelve la hembra, es ella la que se queda con el adorado huevo y el macho quien se va a comer, luego de una ceremonia de reconocimiento en-tre ellos y de bienvenida. Entretanto, la hembra recibe el nacimiento del pollo y lo alimenta con la secre-ción de unas glándulas, de contenido graso”.

-“¡¿Qué te parece Doc!? ¿Conocés mucho padres humanos que estén dispuestos a algo parecido por su prole?”- me preguntaba Balbino.

Luego de esta visita a la pingüinera y la interesante lección de etologia de los pingüinos, volvimos a la base en la Zodiac, navegando un mar con olas grandes que nos mojaron más de los hubiéramos queri-do. Pasamos muy cerca de un témpano que emergía del agua diez metros y era de un increíble color azul celeste, de hielo de miles de años, seguramente. Tomé las fotos más hermosas que conservo de

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allá.

“El agua estaba tan transparente que desde la borda se podía ver a los pingüinos pasar nadando a una velocidad increíble y haciendo piruetas maravillosas; por ejemplo ¡son capaces de doblar en ángulo recto a toda velocidad!”, “a mucha más profundidad el color no se podía creer, el agua estaba como el buzo que me trajeron “los reyes”, verde azulado, pero más oscuro, nunca había visto una cosa igual”

Una vez instalados Balbino y Toribio (el otro veterinario de los pingüinos) en la pingüinera, se los iba a buscar los fines de semana para que no se convirtieran también ellos en pygosceles y para que se ba-ñaran y pudieran hablar con las familias. Entonces, el “wannigan” bruscamente se impregnaba de olor a gallinero, aparecían objetos tirados por los corredores y se llenaba de la profunda pero sobria alegría de estos hombres que sufrían como pocos la soledad y la incomodidad, pero de una manera tal, que se integraban al paisaje que investigaban.

Eran los momentos en que volvía a hablar con Balbino, que bañado y afeitado se disponía, sentado en la mesa del comedor, a pasar su fin de semana de descanso y reencuentro con los humanos.

Con los reiterados viajes a la pingüinera y a medida que el verano iba pasando a una especie de otoño, las condiciones de navegación se tornaron más difíciles. Me fui haciendo a la idea de que existía la po-sibilidad que un hombre se cayera al mar, o que se produjera un naufragio de la Zodiac, en un agua a 2 o 3 ºC. Esto fue suficiente para sufrir pesadillas con el tema.

Regresé a la pingüinera pasado un mes. Ya casi todos los bichos habían terminado el re- emplume y se habían marchado. Me encontré con un panorama desolador.

-¿Qué pasó Balbino? ¡Fíjate lo que es esto, un campo de batalla después de la última pelea! Casi vac-ío, pichones muertos por todos lados y otros que están agonizando….

-“Es la selección natural Osvaldo. Cuando los pichones pueden tirarse por sí solos al agua para pes-car, a las tres semanas de vida, comienza la temporada de cambio de plumas para los adultos,” -me explica Balbino-“ Durante las tres semanas en las que los adultos están cambiando las plumas, no pue-den nadar y por lo tanto no pueden pescar y se quedan parados. quietos esperando poder volver al agua y en ese periodo adelgazan muchísimo-.”

-“El problema es que si los padres entran en el periodo de cambio de plumas cuando el pichón no está en condiciones de nadar, ¿quién lo va a alimentar? El pobre bichito se queda parado en la costa hasta que muere de hambre, no tiene reservas para esperar el re emplume de los padres y esto es precisa-mente lo que estás viendo”-.

Recorrimos el terreno que había quedado en mi memoria como un enorme gallinero. Se había converti-do en un lamentable cementerio de pichones vivos que sólo tenían un destino. Navegamos de regreso todos callados en la lancha, por última vez en esta temporada.

Pero la belleza de los alrededores, los témpanos azul celeste, eso estaba igual. La blancura de la nieve, tal cual y nada cambiaba porque los pichones se estuvieran muriendo, como todos los años desde... ¿Cuánto tiempo hará que esto sucede?

“Esta salida el mar está realmente complicada, con olas de casi dos metros, pero no hay más remedio que ir a buscar a los investigadores de la pingüinera. Ya hace cuatro días que tendríamos que haberlos traído, pero el tiempo no lo permitía por mar y menos por tierra; el istmo está bajo el agua del mar enfu-recido.

Por radio, Balbino y Toribio informan que sólo tienen alimentos para un día. Desde hace dos días que están comiendo media ración y ya se les terminó el kerosén de la estufa.

El frío es terrible y en la isla, las olas revientan con estruendo en las negras rocas de la costa y llegan a golpear los ventanucos del refugio, por lo que casi no pueden salir.

Con el agua a esta temperatura se sabe que un hombre bien alimentado, sano y bien abrigado, de en-tre treinta y cuarenta años, puede resistir con vida alrededor de dos minutos, pues la hipotermia lo lle-varía en menos de ese tiempo al paro cardio-respiratorio, coma y muerte. ¿Pero, cómo llegar desde la costa en estas condiciones, en menos de dos minutos a sacar del agua a alguien?

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Se decide ir a buscarlos en la Zodiac con cuatro hombres, lo mínimo que se puede llevar de tripulación para darle estabilidad a la embarcación. Los helicópteros chilenos no pueden despegar por la velocidad del viento y en Marsh están atentos al derrotero de la Zodiac, acercándose personal a la orilla para cuando pase frente a esa base, para un rescate en caso de necesidad. Los rusos también están aten-tos, aunque todos sabemos que si sucede algo con este tiempo, el rescate sería casi imposible.

Entre varios ayudamos a botar la lancha al agua y suben Pelayo el buzo, Luna “Lobo” el mecánico, Ga-ry “Bravo” y Cantini “Cobra“, el electricista. A pesar de que yo quería ir, no me lo permiten pues dicen que en caso de problemas, es mejor que yo esté en tierra preparando los auxilios.

De primera, la lancha con el motor al tope de potencia golpea contra la primera ola y casi se da vuelta a pesar de sus seis metros de largo y su gran peso. Todos se sostienen con esfuerzo a las cuerdas y en-tre sí para no caer. Mi corazón da un vuelco pensando en que tendría el primer hombre al agua, pero logran sortear la rompiente con gran esfuerzo y salen mar afuera haciendo zig-zag.

La escena, por el frío, la poca luz, el viento que reina y que no permite que nadie pueda abrir los ojos normalmente, se convierte en blanco y negro y la lancha se ve intermitentemente, cuando la cresta de una ola la levanta. Adivino las caras de los tripulantes, tensas, sin palabras, cada uno con la vista enfocada en lo que debe hacer, las manos atenazando la cuerda de seguridad de la borda inflada y el vientre contraído pensando en no errar el rumbo para llegar a la península Ardley.

Se pierden en el horizonte, detrás del promontorio de la derecha y los minutos son largos. No ha habido apertura de transmisión del radio, no sabemos si no lo han necesi-tado, o si la onda no llega, o si el handy está en el fondo de la bahía Fildes. Hasta que se rompe el silencio luego de muchos minutos y la voz aterida de Gary informa que lle-garon y que están embarcando a la gente para volver.

–“El mar está terrible y no se ve casi nada, encontramos témpanos medianos casi sobre nosotros que no habíamos visto y casi chocamos. Por favor, estén atentos”- Nos pide “Lobo”, como si fuera necesario que nos lo dijera.

Nuevamente el silencio de radio y los minutos pasan, has-ta que se oye en el handy abierto: “-¡Hombre al agua, Tori-bio se cayó! , volvemos por él, ¡no lo vemos!”

En ese terrible momento nos llega la conversación de los tripulantes desesperados – “¡Allá!, da la vuelta más cerra-da, por allá, ¡cuidado la ola!, ¡agárrense!, ¡¡cuidado, Lobo, Lobo, agarráte de mi mano!! “

-“¡Ojo la ola, se cayó, se cayó, cuidado, agárrense!”- true-na la voz de Gary y luego silencio total.

En ese momento me despierto en mi cama bañado en su-dor frío. En un segundo tomo conciencia de que estaba soñando, que no ha sucedido. Oigo los ronquidos acompasados de Balbino en el cuarto contiguo y doy gracias a Dios. Desde hace semanas que estoy preocupado por lo que acabo de soñar y tengo prepa-rado los implementos para hacer recuperación de pacientes con hipotermia.

¿Pero, qué significa todos los preparativos ante un compañero que cae al agua a kilómetros de la costa en un momento como ése?

Afortunadamente nunca sucedió hasta el momento.

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PEPE PINGÜINO

-Acá estoy, tranquilo, paradito a la orilla del mar, deleitándome con la vista de mi querida Antártida, donde nací y he vivido hasta ahora.

Puedo ver el agua clara con muchas olas, que rompen a mis patas (que no sienten frío), y más lejos, varios témpanos, esos trozos de hiel grandes como montañas flotantes, algunos azul celeste, otros más blancos…

Me gusta mucho jugar alrededor de los icebergs; puedo nadar por debajo de ellos, ver formas extrañas y encontrar deliciosos calamares y bancos de kril en los recovecos del hielo.

Cuando termina el verano y me alejo de la Antártida hacia el norte, se con-vierten en un barco de lujo para transportarme.

-No es por ser presumido, pero soy buenísimo nadando. Muevo mis alitas en el agua como si volara –nosotros los pingüinos, no volamos-, y uso mis patas como timón. Así puedo estar sumergido mucho tiempo sin salir a respirar, perseguir mi comida favorita y jugar con mis amigos.

-Les quiero hablar de mi familia. Yo nací en esta pingüinera de la isla Nel-son, la que conozco muy bien, ya que todas las primaveras regreso al mismo lugar. Aquí conocí a Cata, mi esposa, en la primera visita que hice a la pingüinera luego de hacerme adulto. Cuando la vi, mi corazoncito se aceleró y entendí por qué tenía tantas ganas de volver.

-Cata me pareció muy agradable desde el primer momento; empecé a caminar en círculos a su alrede-dor y le ofrecí una piedrita que levanté con el pico, pero ella miró para otro lado. Le ofrecí otra piedrita más lida, la observó un ratito, pasó la cabeza por el guijarro, me miró a los ojos y a mí se me derritió la nieve pegada en las patas.

-Elegimos un espacio pequeño dentro de la pingüinera y comenzamos a fabricar nuestro nido de pie-dras sobre el piso plano. Esta es la ciudad de los pingüinos, el lugar donde nos reunimos en la prima-vera para conocer a nuestra pareja, hacer nuestros nidos, empollamos y criamos a nuestros pichones. Una pingüinera como esta puede tener medio millón de habitantes, todos de la misma especie, que nos unimos como una gran familia para poner huevos, empollaros y cuidarlos de otros animales depredado-res.

-Las skúas, son unas aves similares a las gaviotas, marrones y más grandes que una gallina gorda; vuelan alto y tienen un pico muy peligroso. Esperan el momento en que las mamás pingüinas han puesto sus huevos para robarlos y comérselos. Imagínense que en la pingüinera, pueden haber más de doscientas mil parejas poniendo huevos al mismo tiempo!!!. Todo lo que nosotros perdemos en ese momento cuando nos atacan, lo ganan otras especies animales, en alimento. Es doloroso, pero así es la cadena alimenticia en este lugar tan inhóspito del planeta.

-Yo pertenezco a la especie de Adelia, una de las dieciséis que los científicos han contabilizado en el continente antártico. Puedo hablar de otros familiares, como los que viven más al norte, en las costas de Sudamérica, de Sudáfrica y Tasmania, unos hermanos bajitos que no superan los cuarenta centíme-tros de altura. Hay otros que se llaman Barbijos, Papúas, Macaroni y los primos del sur, los más gran-des y lindos, los Emperadores, con plumas de colores en la cabeza y en el pecho y que miden un metro veinte de alto. Siempre admiré a estos parientes tan impresionantes en aspecto y tamaño; es que ellos viven en el continente antártico, muy lejos del océano y sobre el hielo eterno. Una vez que la pingüina pone el huevo, se lo pasa al papá, éste lo guarda en su pliegue de la panza y sobre las patas y así so-porta más que seis semanas de blizzards, tormentas, temperaturas bajísimas, mientras la mamá cami-na hasta el mar, quizás doscientos kilómetros de distancia, para alimentarse y cargar provisiones para su esposo y futura cría. Cuando la mamá regresa, es el turno de papá de ir a comer y procurar más alimento. Le pasa el huevo y sale a andar el largo camino hacia el mar, único lugar donde nosotros podemos encontrar alimento. Cuando nace el pichón de Emperador, se alimenta de lo que sus papás han guardado durante semanas y regurgitan para él.

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-Cata y yo nos mantenemos inmóviles desde hace algún tiempo, pues estamos ahorrando energías… ¡pero tengo hambre! Es que estamos cambiando nuestro traje de gala, si, el esmoquin… todos los años cambiamos las plumas y mientras tanto, no podemos nadar porque no tenemos protección térmica contra el frío. Pero observamos felices como nuestros pichones han crecido este año y desafían el oleaje tirándo-se desde las rocas… Fue una suerte que aprendieran a pescar por su cuenta antes de nuestro desplume, pues muchos de nuestros vecinos tuvieron que ver impotentes, como sus pequeños morían de hambre, paraditos a la orilla del mar, ya que no habían aprendido a alimentarse por sí mismos antes del cambio de plumas de los adultos.

-La Antártida, nuestra madre tierra, tiene reglas que nos permiten vivir felices, pero pagamos precios muy altos. Lo importante aquí es que la especie sobreviva a través de los siglos... Si nosotros fuéramos más de los que ya somos (y somos muchos), terminaríamos con las existencias de pequeños calamares y kril que nos alimenta y que a su vez es comida de otros animales más grandes, como las ballenas. Por eso, entendemos que muchos pichones deben morir cada temporada y muchos huevos deben perderse, para salvaguardar el equilibrio natural que nos ha mantenido con vida durante tantos miles de años en el peor clima del mundo.

-No hablé aún de los humanos; no hay muchos por aquí, aunque cuando aparecen, les encanta observar-nos como si fuéramos unos bichos de los más raros, ¡…ejem! Nosotros pensamos lo mismo de ellos, pero como somos muy educados, no se lo hacemos notar… sabemos que adoran fotografiarnos, espiarnos y tomar notas sobre nuestras costumbres. Aprendimos a conformarlos y dejarlos contentos aproximándonos con cara de curiosidad, aunque en realidad no tienen nada que nos llame demasiado la atención. Efectiva-mente, nos parecen graciosos todos los esfuerzos que tienen que hacer para adaptarse a vivir en nuestro hábitat y creo que en cierta forma hasta los compadecemos… Oímos que se burlan de nuestra torpeza para caminar sobre la nieve… ¿Cómo nadarán ellos? Nunca vi ningún humano nadando por acá. Por suerte no son demasiados en la zona, aunque un familiar explorador que se arriesgó y llegó hasta las cos-tas de América del Sur, nos contó que pueden llegar a ser más que nosotros en sus pingüineras huma-nas…

Acá cerca, hay un lugar donde viven humanos y es gracioso ver las caras que ponen cuando salen de sus barracas y hay una pequeña ventisca, parecen unos pollos desgraciados tirirtando a pesar de que se llenan de capas de ropa. Viven en unas barracas blancas, sobre pilotes tan altos que yo podría pasar por debajo sin agacharme y navegan en el mar con unos vehículos negros que hacen mucho ruido pero que son muy lentos. A nosotros nos gusta pasarles por debajo y jugar a su alrededor, para que se den cuenta de lo tor-pes que son.

Lo único lindo que tiene la pingüinera de las personas, de acá cerca, es que en una de las barracas tiene una pintura como de una bandera que tiene un lindo sol amarillo y unas cuantas franjas azules y blancas a su alrededor.

-Dentro de unas semanas, Cata y yo nos separaremos hasta el año entrante. Nuestra relación durará mientras los dos estemos vivos y será maravilloso cuando en la próxima primavera lleguemos por miles a esta isla y nos llamemos para el reencuentro…

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XIII

LA HEPATITIS

“Adorada Bea, hijitos míos:

“Ayer se fue al avión y eso marca otro jalón que acerca el momento del reencuentro.”

“Cuando leí las cartas y sobre todo, cuando escuché el casete, me embargó una enorme emoción al oír esas voces tan queridas y me llegó muy profundamente tu monólogo, Bea, tan calmo, tan maduro, que me da la sensación que estás dominando la situación perfectamente”.....

“He escuchado la cinta todas las veces que Gary me puede prestar su walkman y sus pilas, esto último es lo más difícil de conseguir y me acuesto a oscuras a escucharlos a todos ustedes; te aseguro que no lloré (solo casi)”

En febrero, cuando la construcción del hangar estaba ocupando los afanes de toda la base y todo el mundo pasaba muchas horas a la intemperie, “gozando” de un excelente tiempo, sin nevadas, tormen-tas ni ventiscas, parecía que la sensación de lejanía y falta de los seres queridos se acotaba sólo a las pocas horas de la noche. Fue en ese momento, que una mañana me avisan que tengo una llamada.

El camino de doscientos metros desde la obra hasta la cabina de los radios se hizo interminable y mien-tras corría, sentía una opresión en el pecho y se me pasaron por la cabeza las locuras de Memo, las rabietas de Agus, la salud de Nenina, la madre de Bea y la de mis padres.

Cuando la voz seria de Bea me dijo: “Victoria tiene hepatitis”, tardé un instante en darme cuenta de la magnitud del problema en una liceal, mi nena, conmigo lejos, con su mamá sola con el cuidado de sus hermanitos, casi en el comienzo de clases.

“Dear Daddy:

“Comenzaría de buena gana con française, japonés, english, pero no creo que me entiendas, el ja-ponés, claro. . .”

“…Cuando llegamos al apartamento de la abuela para almorzar, fui al baño a quitarme el rimel de los ojos, porque el domingo de noche fui al cumple de 15 de Eve, q` me divertí de lo lindo y me hice amiga de una chica amiga de Evelyn, que va a Santa Rita.”

“Entonces quedamos en ir juntas a ver las listas y pedir “al dire” que nos pusiera juntas. Después nos íbamos a quedar en el patio con los compañeros de clase a paviar 1 rato, ¡grr, que rabia que no lo pue-da hacer!”

“Te sigo con el cuento, a eso de las 2.30 am los papis de Eve, me llevaron a casa y como nos levanta-mos re- temprano no tuve tiempo de mirarme y limpiarme los ojos... ¡Cuando los miro!, ah un color ama-rillo inmundo y el pis de color coca- cola.”

“Entonces fuimos a buscar a la Tity para ir a primeros auxilios, la doc me vio y volando me mandó a hacerme un examen hepático. Salí de allí llorando como una bobita, con decirte q` hasta q` no Salí del hospital, 1 hora después no paré de llorar”. . .

“Dudo que en otro momento de mi estadía en la Antártida haya pasado algo que me afectara tanto”

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“A propósito, no me dijiste si te gustaron las canciones q` te mande. Espero q` si, te digo q` para estar con hepatitis estoy bastante animada. Debe ser porque me paso el día escuchando música, o el casete de video, la música me anima pila y así el tiempo me pasa más rápido a pesar de q` estoy aislada de todo en mi cuarto y q` estoy con la TV color de la Tity y su video”

“Good Night father! ...I miss you so, so much”

Victoria

No recuerdo que más nos dijimos en esa charla que fue breve, sólo rememoro la sensación de confu-sión, de pesadumbre, de culpa, que me inundó en ese momento que me vi con mi hija enferma de algo serio, conmigo en el culo del mundo y en los pocos lugares imaginables de todo este planeta donde uno no puede decir: ¡me voy en el próximo vuelo!, porque no hay vuelos regulares.

-¿Que te pasó Osvaldo?- Me preguntó Gary, que fue el primero que me encontró en algún lugar senta-do sobre una roca, con la cabeza entre las manos.

Tampoco recuerdo claramente que contesté, ni si estaba llorando, no importa, por dentro sólo yo sabía cómo me sentía: inútil, negligente, con mis hijos chicos y mi mujer lejos. y yo acá, en este desierto, ju-gando a los aventureros

Durante el resto de la mañana vagué por el terreno pateando piedras, pensando que el pateado debía de ser yo, pero cerca del mediodía hablé con el jefe Pereira para pedirle mi relevo en el siguiente vuelo y solicité a los radio una comunicación a casa para la tarde. Dadas las circunstancias, no me pusieron inconvenientes.

Pereira, comprendiendo mi situación, me explicó que debía comunicarse con el Instituto Antártico en Montevideo para plantear el caso y que lo haría ese día. Entretanto, en nuestra pequeña comunidad, la noticia de la enfermedad de Victoria corrió como el viento y no hubo quien no me acercara una palabra de aliento, una palmada en la espalda, o una señal de reconocimiento por una u otra ayuda que en algún momento habré dado. Porque todos cuando estamos lejos sentimos que lo que sucede en casa es siempre más grave.

Cuando hablé a casa, me enteré que se había instalado una especie de plan desastre, con Victoria en cama con todas las medidas higiénicas para no contagiar a nadie. Beatriz, como una leona, organizó todo y estuvo en contacto con los médicos ya que el diagnóstico no era de hepatitis viral confirmada y quedaba pendiente la causa. La abuela Nenina, la tía Alicia y mis padres, acompañaban y cuidaban a los tres varones.

En la base traté de continuar con las actividades, pero sin poder apartar la mente de mis mujeres ni de mis varones, imaginando las dificultades de la organización de una familia ya de por sí grande y con la principal ayuda, la de la hermana mayor, jaqueada.

En ocasiones, terminado el trabajo y en mi cama panza arriba, recordaba la voz, las expresiones, los detalles de cada uno de los integrantes de mi familia.

Recordaba los ojos de Victoria y de Beatriz, con la misma expresión misteriosa, de secreto encanto, con la mayor expresividad, o la sensación de algún secreto profundo acorde con su estado de ánimo. En eso, las dos son iguales.

Recordaba la manera de caminar, de moverse, de los varones, la pequeña naricita de Guille y las ore-jas de Memo, que parecen pararse cuando pone cara de ingenuo luego de hacer una picardía y la ex-presión de Agus cuando ve algo que lo emociona, abriendo esos ojos desmesuradamente.

Sus manos, sus pies, sus aromas, todo se representa en la memoria, sobre todo cuando yo los convo-caba en mi cabeza para tenerlos más cerca. ¡Ah, Guille, cuando duerme con la punta de la lengüita afuera, asomando por la boquita rosada! y también lo que era Vito, con la bicicleta nueva, cuando volvi-mos pedaleando desde el centro y nos turnábamos ¡qué contenta que venía y qué contentos todos!

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“Querido Papi:

“…Pero ahora estoy re- contenta ¡porque no tengo hepatitis! y solo tengo que estar 2 semanas en ca-ma, aunque me gustaría empezar las clases la semana que viene como todos.”

“Mira, si no fuera por mami tendría que comerme 2 meses, es una genia, ¡pensar que todo me lo diag-nosticó ella! Hoy cuando fui al hospital era la primera vez que salía después de una semana y me sent-ía algo extraña.”

“Me sacaron sangre y el resultado fue que solo tengo un toque hepático por las hormonas que estaba tomando. ¡Y el ginecólogo no sabía eso!”

“Eso sí, dentro de 2 semanas me toca lavar hasta el piso. Bueno espero que estés tan contento como nosotros y que te quiero mucho”

Besos besitos besotes

Victoria “

“Luego de la llamada me quedé muy reconfortado porque la nena se siente bien, porque supiste mane-jarte de manera soberbia con ese problema Bea y sabiendo que las cosas están volviendo a la normali-dad, para mí es un alivio que no les puedo explicar”

“Les envío todo mi amor y mi devoción y como últimamente estoy haciendo, esta noche voy a rezar por ustedes”

Papá

Dudo que en otro momento de mi estadía en la Antártida me haya pasado algo que me afectara tanto y me pusiera en duda a mí mismo como padre como este episodio, que por supuesto, visto desde la dis-tancia y la imposibilidad de hacer nada, para mí se magnificó hasta el infinito.

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Despacho del Jefe Soviético.

Néstor, Sasha, yo y Pasha. Abajo, Petrel Pereyra

Reunión en Artigas, con Yuri.

Crazy Horse, en primera fila

Las “Vinchucas” de los rusos, apoyando las descargas de la Base Artigas

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XIV

LOS SOVIETICOS

Cuando se fue la dotación anterior, a Yuri, el jefe soviético, le dejaron como trofeo una banderita de nuestro país pegada a la hombrera de su campera americana, que él paseaba con mucho orgullo hasta el día que regresó a su Leningrado natal (hoy San Petersburgo) y lo hizo con su banderita uruguaya.

Lo otro que le dejaron y de lo que no estaba menos orgulloso, era su apodo “Crazy Horse”, (Caballo Loco). Seguramente por su manera de conducir los vehículos por esta tierra, sin carreteras ni caminos,

Yuri Petrovich era el típico hombre de la transición de la URSS, de la Perestroika de Gorbachov hacia la Rusia actual, sumido en una organización restringida y controladora, pero con una actitud de gran aper-tura hacia la realidad y su entorno.

“En su despacho uno se siente como en casa, salvo por tener que hablar en inglés y por la profusión de banderas y símbolos soviéticos. Si hay algo poco soviético en este mundo, es Yury”

A nuestra bienvenida vinieron Yuri e Iván, el segundo de su base, a cenar a Artigas en uno de sus gi-gantescos camiones. Nos habían traído desde el aeropuerto, en la caja del camión a toda velocidad y Gary, recién llegado, venía gritando como un niño, entusiasmadísimo, prendido a la baranda en las lo-cas subidas y bajadas del camino.

Iván, pálido, delgado e inexpresivo, parecía estar siempre en pugna con lo que Yuri decidía. Según se decía, era el comisario político del Partido Comunista en Bellingshausen. Casi no hablaba inglés, pero gustaba hablar de su patria chica (no tanto) Siberia, de los paisajes y de los fríos del invierno.

Cuando veía que no entendíamos lo que decía en su mezcla de ruso, español e inglés, decía: “I transla-te” (traduzco) y recomenzaba con la explicación, en el mismo engendro de idioma que siempre usaba. Por supuesto, nadie entendía nada, nadie se reía y todos guardábamos respetuoso silencio con cara neutra de haber comprendido.

Para la gente de Artigas la presencia de los soviéticos es fundamental ya que no sólo significa una enorme ayuda en lo que es préstamo de vehículos y conductores, sino también en lo afectivo, porque era muy difícil que necesitando algo, grande o chico, fácil o difícil de conseguir, que los soviéticos no estuvieran al instante con su grito antártico de guerra: “¡NO PROBLEM!”.

Y se aparecían en el horizonte con las PTS o “vinchucas” (según el bautizo de algún oriental de Arti-gas). Unos enormes vehículos de oruga con capacidad para trasportar veinte personas, algunos de los cuales eran anfibios y que no conocían obstáculo alguno ya fuera un enorme repecho o un profundo barrial con nieve.

La “vinchuca” llegaba bufando y de su interior se asomaban las cuadradas cabezas con pequeños ojos claros, pelo rubio y salían de entre los fierros con su típico aspecto eslavo, grandotes y macizos, fueran muy altos o más bien bajos, todos fornidos y muy alegres.

Con esas “vinchucas” los rusos nos llevaban, nos traían y nos desembarcaban la carga de barcos que al pasar por Montevideo, solidariamente, nos la traían y que consistía en miles de litros de gasoil, nafta de avión, comida, bebidas, repuestos, materiales de construcción, algún vehículo, etc., etc. Esto requer-ía un trabajo de más de un día entrando al agua, llegar hasta el barco, cargar, volver, salir del agua en el Puerto de los Chilenos, donde almacenábamos el combustible para el avión. O recorrer los siete kiló-

“Para la gente de Artigas la presencia de los soviéticos es fundamental ya que no sólo significa una enorme ayu-da en lo que es préstamo de vehículos y conductores, sino también en lo afectivo, porque muy difícil que necesitan-do algo, grande o chico, fácil o difícil de conseguir, que los soviéticos no estuvieran al instante con su grito antár-tico de guerra: “¡no problem!”.

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metros hasta Artigas, para emerger en la playa como un gran monstruo prehistórico y desembarcar to-neladas de material.

“Cuando llegamos al barco en la lancha Zodiac, la Vinchuca ya estaba cargada con veinticinco tanques de doscientos litros de nafta de aviación, de un total de setenta y cinco tanques que hay que descar-gar....”

“Regresamos en nuestra lancha a la costa acompañando la vinchuca por cualquier inconveniente; la vinchuca sale del agua con sus orugas de diez metros de largo y toma por el camino del aeropuerto, haciendo un ruido de mil demonios y largando humo como loca…”

“Este aparato, como todo lo ruso que conocemos, es de una potencia increíble, de una fortaleza fuera de serie y una rusticidad difícil de creer. Por ejemplo, para bajar y subir la rampa de atrás que pesa unos cuatrocientos kilos, tiene que ponerse todo el mundo a hacer fuerza, porque carece de cualquier sistema mecánico o electrónico para hacerlo”

Nos llamaba la atención la potencia de esos motores y lo rústico de estos vehículos, así como los pocos miramientos para hacer los “arreglos” que tenían los “ingenieros” (que era como se auto-definían los conductores). Con frecuencia, algún perno de las orugas se deslizada hacia fuera y amenazaba con desarmarla, lo que era percibido por el conductor por el ruido de roce en la carrocería. Entonces, colo-caba el vehículo en la posición adecuada, se asomaba por la borda con un enorme martillo y con uno o dos certeros golpes, solucionaba el desperfecto desde arriba y, ¡No Problem!

Años después viendo la película “Armagedon”, donde un cosmonauta ruso se une a la expedición por accidente y cuando la nave tiene que huir del asteroide y no enciende y los pilotos americanos deses-perados comienzan a buscar causas, el ruso dice que él sabe cómo hacer. Le advierten que las partes electrónicas son muy sofisticadas, pero él responde: - Partes americanas, partes rusas, ¡ son todas hechas en Taiwán¡ - y tomando una gran llave la emprende a golpes contra el mueble que estaba fa-llando, entonces la nave enciende bruscamente. Este episodio me pareció calcado de lo que los mu-chachos rusos pueden llegar a hacer en circunstancias parecidas.

Una vez que entramos en confianza con ellos, antes de verlos llegar oíamos los motores, luego los gri-tos – Oso urruguayo!! Priviet, Hello ¡ Garry, Oswalda, Niéstor ¡ y luego aunque sólo hubieran pasado pocos días, venían los abrazos de oso, los besos en las mejillas y las palmadas en la espalda, con una fuerza como si se tratara de una lucha entre locos furiosos.

La charla siempre era a los gritos, con la típica mezcla de español que varios hablaban muy bien por haber estado en Cuba; en ruso, del que yo había aprendido algunas palabras y el inglés que sólo los rusos pueden asesinar de esa manera. Por ejemplo, su queja más frecuente era que tenían “Mieny ra-bota”, que traducido es: mieni = many (mucho en inglés) y rabota: que quiere decir trabajo en ruso, (de donde sale el término “robot”).

“En un rato cayeron dos rusos al refugio Rambo: Víctor, el encargado de la recepción de las imágenes meteorológicas del satélite y un astrónomo y técnico en computación llamado Volodia, altísimo y con cara de bebé, ambos de Stalingrado y con enormes ganas de hablar con otras personas”

Pero si la invitación era por algún motivo más protocolar, llegaban en otras condiciones: de traje y cor-bata, con algún regalo a veces muy hermoso, con modales tan correctos, como la vez que estaban las chicas argentinas que pasaron un tiempo en la base y con elegancia y total naturalidad les besaban la mano (cosa que por supuesto, las dejó fascinadas).

Misha, el médico ya era veterano en la Antártida. Se trataba de un hombre muy alto, cincuenta años, robusto, con tristes ojos celestes y cara de perro sabueso, pero capaz de una gran calidez y de atencio-nes muy finas.

Cada vez que llegaba a Artigas, pasaba por mi cuarto, en el que por supuesto yo nunca estaba y me dejaba regalos, algunos insólitos y muy bonitos. Desde un florero de cristal, o un mantel de hilo o pes-cado conservado en sal envuelto en papel manteca, cuyo nombre nunca pude saber, porque con Misha, mi amigo y colega, nunca nos pudimos entender hablando. No hablaba español ni inglés y yo sólo aprendí pocas palabras en ruso, por lo que nuestras conversaciones iban por algunas palabras en latín o griego que los médicos un poquito conocemos y con muchos gestos.

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El otro médico que tenían los rusos durante el verano, era un anestesista llamado Konstantin, un rubio de bigotito, más joven y con muy buen inglés, que se declaraba ferviente anticomunista y que proclama-ba la caída de la URSS delante de Misha, que según se decía era del Partido Comunista, pero como no entendía. . .

Konstantin tenía modales mucho más modernos que Misha ya que éste parecía un caballero de princi-pios de siglo.

“Konsta” quería volver a salir de misión a todos los sitios posibles, hasta que la transición pasara en su país y pudiera regresar sin comunismo.

En una visita a Artigas, “Konsta” vio que un “radio” estaba como en trance frente a un juego Atari, (este compañero era capaz de pasar todo un domingo sentado jugando y sólo levantarse para comer) y quedó totalmente fascinado, porque él tenía un juego igual en Leningrado, pero no tenía los casetes.

Me pidió que le diera unos cuantos y aquí comenzó un episodio largo e incómodo: los pedidos de Kons-tantin para que se los diera y su increíble incapacidad de entender que no se los podía dar porque no eran míos sino de la base y por lo tanto, un bien de todos.

Una mañana, Konstantin se aparece en la base con una manta de lana nueva, de muy buena calidad y me la ofrece para cambiarla por dos o tres casetes de Atari. Nuevamente le explico que no puedo dárselos por que no son míos, hasta que finalmente me deja de cualquier manera la manta para que se los consiga en Montevideo, por intermedio de Beatriz, para mandárselos por Misha ya que él volvía a su país.

Comentamos este episodio entre los compañeros y quedamos muy extrañados de la nula discrimina-ción de Konstantin entre lo que son los bienes de la colectividad y los propios. Un hombre técnico, culto e inteligente, como si se tratara de una actitud cultural de su sociedad.

Esto me hizo temer, mirando la preciosa manta que aún conservo, si en un algún momento no vendrían de la base rusa a reclamarme y acusarme de robar sus cobertores. Por supuesto que de inmediato, para mis compañeros pasé a ser “el turco” mercachifle de la base, comerciante del trueque, etc.

“Estuvimos en el hospital de Bellingshausen a visitar a Misha y ya de paso llamar a la casa de Nicolai para ver si estaba, porque vive en la cima de una colina tan empinada y tan alta que realmente da pere-za subir por las dudas.”

“A los pocos minutos de llegar al hospital estábamos sentados tomando café con los colegas. No demo-ramos mucho y cuando nos íbamos, Misha me regaló el palo de mortero y la cuchara de madera que te estoy mandando Bea, porque son para tí y cuatro pescados secos, que realmente no sé que hacer con ellos. Menos mal que les llevé unas galletas dulces.”

Los soviéticos están a veinte mil kilómetros de distancia de su patria y con frecuencia tenían serios pro-blemas de abastecimientos. Además de la situación política de la URSS en esos momentos, (recordar que en el año 90 durante la URSS de Gorbachov, fue que cayó el muro de Berlín) y tenían que pasar penurias incluso con la comida, por lo que visitar Artigas, reconocido restaurante de la Isla, era una op-ción siempre bienvenida por todos ellos.

“De tarde avisaron que iba a venir Yury Petrovich a despedirse porque regresaba a casa y se invitó además al otro Yury y al nuevo jefe Pavel. Cuando llegó el momento, aparecieron Yury con el otro Yury y seis tipos de color amarillo, que resultaron ser coreanos del norte que están pensando poner una ba-se por acá y vinieron en el barco ruso a adquirir un poco de experiencia.

“A su cabeza vino un tal “Ministro de Meteorología” y varios técnicos, algunos con unas caruchas muy poco recomendables y unos modales aún peores”.

“Nos sentamos a tomar un whisky y picar algo y apenas se entonaron, comenzaron a servirse entre ellos sin el menor protocolo, pero cuando pasamos a cenar fue el acabóse, porque seguían tomándose todo y eructando como una gracia”

“Para completar la cosa, “el Ministro” gritó “Com Pei” que parece ser una invitación al trago ( algo así como “fondo blanco”), se sirvieron sendos vasos de vino de 300 cc y se los mandaron de un buche. A

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esa altura, para servirse ponían los vasos en fila y no levantaban la damajuana, imaginate como quedó la mesa.”

“Se fueron esos locos con un pedo que no podían ni hablar. Al “Ministro” yury lo metió en la caja del camión junto con sus coterráneos y menos mal, porque vomitó todo al momento en que subió. Queda-mos mirándonos entre nosotros sin saber que decir...Lo que es esta Antártida, ¿no?”

En Artigas teníamos un visitante muy asiduo que aparecía siempre que podía; era un conductor de ca-miones, bajito, algo encorvado y con una barba candado a lo Chejov, que hablaba bastante bien el es-pañol, de unos sesenta años de edad y que nos decía –“Yo ser ingenierro de motores”- y ni bien llega-ba comenzaba con: “Por favor escuchar”- decía a cualquiera que encontrara, con voz baja – “Por favor necesitar caramelos o chicles parra mi pequeña hija, tener?”- Al principio alguna cosa le dábamos por agradecimiento a sus compatriotas, hasta que al fin nos pedía cualquier tipo de cosa, incluido alcohol, todo para su pequeña hija y con frecuencia los muchachos le preguntaban –“¿Che, Porfavorescuchar no precisar preservativos para tu hija?”

Más adelante “ Porfavorescuchar” como lo empezamos a llamar, se hacía escapadas hasta Artigas a la hora de comer para mandarse una comida extra y tomarse unos vasos de Coñac Juanicó, (que encan-taba a todos los soviéticos), o vino, o lo que fuera, hasta que un día que estaba en el comedor a la hora del almuerzo, apareció Yury “Crazy Horse” sorpresivamente. En ese preciso instante “Porfavorescuchar” desapareció debajo de la mesa y en el segundo que nos distrajimos para recibir al jefe ruso no volvimos a ver a nuestro amigo fugitivo. De cualquier manera parece que Yury lo vio, por-que sacó la cabeza para afuera por la puerta y gritó una frase en ruso a toda voz y volvió a entrar. Al pobre “Porfavorescuchar” no lo volvimos a ver en Artigas; lo veíamos sí, trabajando en Bellingshausen.

Queda claro que los rusos son gente ingeniosa y dispuesta a sacar provecho de su estadía en esta re-gión, porque cada uno de ellos hacía gala de una gran habilidad para fabricar objetos comercializables.

Cuando llegó el contingente de turistas internacionales a Marsh, todos de gran poder adquisitivo, los rusos se ingeniaron para ofrecerles objetos de verdad interesantes para la venta: Piedras de jaspe ver-de o rojo pulidas y engarzadas en preciosos collares o pulseras rústicas, álbumes de fotos de la fauna local en blanco y negro con sellos de su base, de gran tamaño y bien logradas, (las fotos eran conoci-das porque nos habían regalado a todos ejemplares iguales), cuadros al óleo hechos casi al instante y por supuesto, las preciosas artesanías rusas: matriushkas, típicas cucharas de madera de todos los tamaños, muy bien pintadas con motivos de frutas y hojas en rojo, verde y amarillo sobre negro, que ellos usan como cucharas normales y chapkas (gorros de diferentes pieles).

Entrar de visita a sus casas en la base soviética, era hacerlo a un gran aposento de techo muy alto y enormes dimensiones, todas elevadas sobre altos pilotes y a pesar de las dimensiones y el clima exte-rior, nunca hacía frío adentro.

Al entrar, te ofrecen una botas de fieltro muy grueso que llega hasta la mitad de la pierna, para ponerse en lugar de los zapatos, para no ensuciar y ¡qué calentitas y cómodas!

El mobiliario es todo anticuado, pobre y enorme; uno puede entrar en un ropero por una puerta y salir por la otra sin la más mínima dificultad.

Siempre pueden sacar de un armario un juego de copas o un mantel finos, fantásticos que hace que uno se pregunte: ¿para qué lo trajeron a la Antártida? Uno termina pensando que se trata de una cos-tumbre al poner la mesa cotidiana, una parte de su idiosincrasia a la que no se puede renunciar, o quizás no conciben otra manera de comer. (¿Qué pensarán entonces de nosotros en Artigas, con mesa de comida abundante, pero mantel de hule y vasos de dulce de leche?) Resulta cómico ahora que lo pienso.

Sus camas son de hierro, como las de los años ‘20 en Uruguay, pequeñas en medio de una gran habi-tación, acompañadas de una diminuta mesa de luz metálica, como las de los hospitales de Salud Públi-ca.

El baño, que es solamente una taza y un lavamanos (para bañarse hay un sauna en toda la base y nin-guna otra cosa) y el escusado, que es un WC puesto en una altura, sobre otros dos escalones. Debajo, en el piso, en el exterior, a dos o tres metros, un tanque de doscientos litros con agua. . .y lo demás, sin

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cisterna para no desbordar el tanque enseguida. ¿Quién será el desgraciado que los tiene que vaciar?. En las paredes del escusado ponen fotos de tamaño casi natural de chicas Play Boy, como un ejemplo del más descarnado masoquismo en esa soledad.

Cuando por primera vez fui al hospitalito de Bellingshausen, entré y empecé a gritar: –Hello, someboby at home?, hello-, hasta que apareció Misha con su cara amable y triste, pero contento de verme, porque me estaba esperando. Tenía, como en todo vecindario pequeño, noticias de la presencia de un nuevo médico.

“Luego de una breve recorrida nos sentamos a charlar. Fue a preparar té y trajeron unos bombones que son muy ricos y unas galletas de cebada que son muy feas y luego una botella de una bebida alcohóli-ca, que ellos mismos destilan en el hospital con pasas de uva.”

“La calidez de estos hombres es similar a la que ya habíamos encontrado en los otros muchachos so-viéticos; llama la atención su sencillez y el enorme interés que tienen en contar lo de ellos y saber de nosotros”

Me mostró las instalaciones, todo muy limpio y muy grande. El consultorio odontológico con ¡ Un torno de poleas!. Creo que antes de tener que tratarme con ese instrumental, preferiría tirarme al mar.

“Me pidieron que por favor almorzara con ellos y me quedé ya que Gary se tuvo que volver a Artigas. La comida: un plato de sopa picante, rica y tallarines con carne picada hervida, imbancables y un vaso de agua de orejones, con los orejones incluidos.”

“Antes de entrar al comedor, Konstantin me dijo – Bueno, ahora ojo con lo que se dice porque hay ore-jas muy grandes acá adentro y escuchan todo- “

“Luego del almuerzo me despedí de cada uno de ellos con un fuerte abrazo y por supuesto, un beso. ¿Qué manía no?”

Todo lo que pertenece a los rusos, sus casas, su base, su ropa, ellos mismos, tiene un olor agrio parti-cular que es difícil describir, pero que años después cuando compré un auto nuevo, ruso, reconocí in-mediatamente: ese olor penetrante que es característico y que sin ser muy agradable, se volvió sopor-table al hacerme acordar de mis amigos.

El hombre rana, Sasha, era una permanente fuente de sorpresas para unos pobres y friolentos orienta-les, que lo mirábamos sorprendidos cuando aparecía en Artigas con uno o dos grados bajo cero vestido solo con un bucito de lana, en una lancha medio desinflada, con su pequeño motorcito. Bajaba en zapa-tillas y se empapaba las piernas hasta las rodillas.

Como si nada, entraba al comedor a tomar lo que fuera. Lo hemos visto zamparse una botella de coñac en un rato, mientras rasgueando la guitarra cantaba preciosas canciones rusas con su esplendida voz de bajo y pasaba horas de cantata y contrapunto con Néstor. En una oportunidad en que Néstor hizo un precioso solo de guitarra, Sasha dio vuelta la mesa, tomó a Néstor de la cara y le dio un sonoro beso en cada mejilla y le gritó “¡you maestro!”, lo que terminó en una gran carcajada general, porque fue el único momento en que se entendieron hablando.

Luego se marchaba de madrugada con su precario vestuario, tal cual vino, subiendo a la lancha con el agua por las rodillas. Mientras que a nosotros, si al embarcar se nos metía agua en las botas, durante rato nos retorcíamos por lo helados que nos quedaban los pies.

Otra cosa que nos llamaba la atención, era el manejo que tenían todos ellos de lo que fuera hielo, por ejemplo, cuando venían caminando a Artigas y encontraban charcos congelados en el camino, les en-cantaba dar un saltito y patinar por la superficie del hielo varios metros hasta cruzar y lo hacían todos con gran soltura, tanto los más jóvenes y ágiles como los grandotes y veteranos, como mi colega Misha, mientras que los uruguayos teníamos que andar con un bastón, como viejos, para no resbalar-nos.

“Pasamos al comedor a tomar mate y café y Nicolai sacó una caja da bombones de Leningrado, Victor me dio un alto de fotos para toda la gente de la base y Misha me regaló un libro de gramática rusa. A

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todos ellos les estuve diciendo unas palabras en ruso y eso les causó gran entusiasmo”

“Pusimos un video de Susana Traverso, Porcel y Olmedo y los pobres gritaban, gemían, mugían y bala-ban de entusiasmo, a pesar de que por supuesto no entendían nada de los parlamentos. Claro que nos pidieron todos los videos que pudiéramos prestarles, para copiarlos”

Debajo de la ventanita de mi cuarto, justo en el camino para pasar al comedor, había un espejo de hie-lo bastante grande, que quedaba tapado de nieve y no se veía. Con frecuencia escuchaba que alguien venía caminando por la nieve por el crujido que ésta produce y de pronto, el ruido del golpe al caer, in-mediatamente seguido por las puteadas y quejas de la víctima de turno. Era una de las cosas que más gracia me hacía en el aburrimiento de las tardes-noches de invierno. Por suerte, siendo gente joven y fuerte, no había heridos.

Por ese manejo del frío y del hielo era posible que nuestros amigos de la base soviética se aparecieran a cualquier hora en la tarde- noche y se quedaran a comer (y a tomar, por supuesto). El famoso dicho de “toma como un cosaco” es muy modesto; en realidad toman como cosacos todos los que vienen de la Madre Rusia. Luego se volvían caminando, a veces con temperaturas terribles, como peces en el agua.

“Va a ser un problema esta nueva gente que vino como jefes de los rusos porque no hablan una pala-bra de inglés, aunque entienden: Pavel, el jefe, le dijo alguna palabrita tímida a Néstor cuando vio que él tampoco habla nada”

”Por mi parte enganché a hablar italiano con el 2º jefe (también llamado Yury), un gordo inmenso, vete-rano, con aspecto apacible y que usa un cinturón de cuero como de levantador de pesas. Lo cómico es que yo no sabía que me podía hacer entender en italiano con una persona de un idioma totalmente di-ferente”

“En la cena no probé bocado porque de tarde me comí media torta frita de las que hizo Balbino, enor-mes.”

“ Cuando me acosté, el viento soplaba cada vez peor”

Me pregunto con frecuencia mientras escribo estas memorias, ¿Qué será de mis queridos amigos ru-sos? Luego de tantos años, luego de tantos cambios en el mundo y en su país que he aprendido a que-rer y admirar a través de su testimonio. ¡Cómo quisiera tener noticias de ellos!

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La PTS rusa, bautizada como “la Vinchuca” por los uruguayos, era de mucha utilidad para el trans-porte de carga ya fuera desde el aeropuerto Marsh, como desde los barcos de apoyo.

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XIX

LA PLAYA

Como tratando de suplantar la falta de entretenimientos al no tener TV ni radio, la playa de Artigas siempre era una fuente de interés y de paisajes cambiantes.

Desde la llegada en la Zodiac, esa tardecita de las once de la noche de enero, con su azul turquesa sin olas ni viento y mirando el panorama al revés- desde el mar a la costa-, descubrí por primera vez como se veía Artigas a pleno sol, tan blanca y prolija, con su pabellón nacional pintado al frente. Hasta que me fui de Artigas y de la Isla Rey Jorge, el mar siempre estuvo dando su espectáculo.

Durante el verano la vista era de enormes icebergs lejanos, que iban desde color blanco rutilante hasta un azul celeste fuerte, con formas asombrosas y alturas variables.

Pero si pensamos que sólo la décima parte de ellos está por sobre la superficie, esto sirve como dato indirecto de la gran profundidad de nuestra bahía, que los puede contener.

Ocasionalmente, durante las largas horas de trabajo en la construcción del hangar que llevó más de cuarenta días, pudimos avistar majestuosos grupos de ballenas, seis, ocho, quizás diez, navegando juntas, zambulléndose, dejando ver sus enormes colas negras y al emerger, lanzando largos chorros de vapor de agua por el orificio del dorso, de manera alternada, una y otras, como si se tratara de una co-reografía que duraba varios minutos, hasta perderse a lo lejos.

En otros momentos aparecía en la superficie del agua, sobre todo con la mar calma, una mancha na-ranja de muchos metros, siempre con cantidad de gaviotas sobrevolándola y mandándose de cabeza con gran entusiasmo: los bancos de krill, la llave de la cadena alimenticia de la Antártida, pasaba lenta-mente frente a la playa con su séquito de depredadores.

Ocasionalmente en el verano, la playa pasaba solitaria de hielos por unos días y sólo ocupada con pe-queños grupos de pingüinos Barbijo o Papúa, paraditos mirando el mar durante horas, o corriendo en grupos para zambullirse como niños jugando. Algún lobo de mar, soberbio sobre sus patas delanteras como un perro guardián, o un grupo de redondas focas en grupos tiradas tomando sol, completaban el conjunto.

En oportunidades, las olas en la rompiente escupían trozos de diamantes blancos y transparentes, es-plendorosos, de maravillosas formas, como producto de las manos de un orfebre y de todos los tama-ños posibles. En esos momentos esperábamos tener un rato libre para bajar a la costa y fotografiarlos.

Con la marea baja, el glaciar quedaba con su extremo desnudo y dejaba una estrecha playa muy larga que nos permitía pasar. Y un domingo desfilamos hasta la otra punta de la costa.

Allí encontramos una península rocosa con altas columnas agrupadas, horadadas por el mar, el frío y el tiempo. Parecía un castillo de ciencia ficción, negro, con una sala interior que las olas invadían rítmica-mente, múltiples entradas en todas direcciones y un techo infinito de piedras rajadas, martirizadas por los años de golpes de agua y hielo, entre cuyos espacios se veían trocitos de cielo. Pararnos bajo el techo de esa catedral natural, sobre el piso resbaloso de algas, nos provocó una sensación de intensa

...“una mancha naranja de muchos metros cuadrados, siempre con cantidad de gaviotas sobrevolndola y mandán-dose de cabeza con gran entusiasmo: los bancos de krill, la llave de la cadena alimenticia de la Antártida, pasaba lentamente frente a la playa con su séquito de depredadores”

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irrealidad.

Al regreso de esa aventura, vimos una gran masa de hielo blanco – azulado pendiendo del glaciar a más de veinte metros de altura, amenazando caer sobre el paso que transitábamos. Grupo de incons-cientes, igual caminamos lo más retirados posible y en total silencio, con el temor de provocar el de-rrumbe de miles de metros cúbicos de hielo sobre nuestras humanidades.

A la mañana siguiente escuchamos un gran trueno, cosa nunca vista en la Antártida y resultó ser la caí-da de ese hielo colgante, que llegó a alcanzar lugares bien entrados en el agua. Nuevamente cometi-mos la imprudencia de ir a pasear entre trozos de hielo, más altos que nosotros y con otros aún pen-dientes de caer.

“Hoy se me fue la mitad del día en lavar el montoncito de ropa que tenía y hacer las historias clínicas de la gente y en algún momento de la mañana se despeñó el hielo que estaba por caer ayer en el glaciar”

Más cerca del invierno, comenzaron a aparecer a lo lejos, casi en el horizonte, maravillosos témpanos celestes de gran tamaño, que permanecían muchos días como un adorno puesto a propósito. En otras oportunidades, la marea alta traía multitud de hielos desde el sur y ocupaban el mar hasta donde llega-ba la vista. Al bajar la marea, esas piedras de hielo quedaban suspendidas sobre las rocas, altivas y transparentes. Con las nevadas de los días siguientes, la capa de hielo se iba consolidando y formaba una superficie continua, sin agua a la vista, sobre el mar y las rocas cercanas.

“...Entró a la bahía, frente a la base, un iceberg realmente enorme. Es bastante más alto y mucho más ancho que los peñones que hay hacia la derecha y quedó varado en el fondo. Si es así de alto, como será de hondo si es que 9/10 quedan debajo del agua”

Estaba el mar en esas condiciones desde hacía al menos dos semanas y cansado de ver y fotografiar ese paisaje, un día, termo, mate y cámara en mano, sin avisar a nadie y sin llevar handy, comencé a caminar sobre los hielos saltando de témpano en témpano, hacia adentro.

Cuando giro para mirar atrás, a doscientos metros mar adentro, es el preciso instante en que mi pie resbala: al caer sobre la capa de nieve entre dos témpanos, ésta se rompe y mi pie se mete en el agua y el témpano hace un movimiento de hamaca conmigo encima.

Me recorrió un escalofrío terrible al saber que la profundidad a esa altura debía ser de más de cien me-tros, que si el témpano se daba vuelta o si se separaba del resto era mi fin y tuve que luchar con el pánico que me ganaba. Debí quedarme inmóvil muchos segundos, tal vez minutos, abrazado estúpida-mente al mate y a la cámara.

Cuando reaccioné, lentamente retorné a la costa. Con cada paso que resbalaba, veía abrirse el agua debajo de mí y yo caer, pero no sucedió y cuando llegué a la orilla, bañado en sudor y con los músculos agarrotados por la tensión, más que otra cosa sentí vergüenza de lo que hice y volví a Artigas sin decir nada a nadie.

Esa tarde comunicaron desde Marsh que un hombre de Jubany, la base argentina, había salido a hacer el mismo paseo que yo sobre el hielo y al darse vuelta un témpano, se había caído al agua y perdido. Los témpanos luego que abren un poco, se vuelven a unir inmediatamente. No se puede siquiera bus-car a ese hombre en esas condiciones: simplemente no es posible.

Si fuera gato ya me deben quedar sólo dos o tres vidas.

“A la vuelta, familia, un buen baño con agua caliente. Mañana voy a tener que lavar ropa porque no me quedan más calzoncillos limpios”

La experiencia del buceo en el mar fue una maravilla que viví junto con el vecino de la cucheta de arri-ba, Nin, que es marino y conocido en nuestro vecindario; como “el Ninja”.

A diferencia del Lago Uruguay, que había sido mi debut como buzo, el fondo marino es de una gran riqueza en vegetación de algas de todos los tipos.

Una tarde de domingo de fines de abril, con nieve cubriendo todo, cuando parte de la dotación se mandó al glaciar para intentar esquiar, -cosa que yo ya había estado intentando con muy poca suerte en días anteriores- acompañé a Nin en el largo proceso de ponernos el traje seco de buzo, preparar el

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equipo y salir en una lancha a buscar un lugar para bucear. Lo encontramos a la vuelta del peñón del Faro, en la siguiente playa a la bahía Collins, que parecía poco profundo y mucho más calmo que nues-tra playa.

Nos tiramos cerca de la costa, para ir recorriendo en todos los sentidos posibles y si al principio en la parte llana no se veía mayor vegetación, cuando nos separamos de la zona de la rompiente, encontra-mos una enorme variedad y cantidad de algas de todas las formas y colores y de un tamaño sorpren-dente, si tenemos en cuenta la ausencia de vegetación en la superficie. A pesar de ser una playa relati-vamente llana, rápidamente entramos en una franca pendiente del fondo marino, por lo que, al no tener mayor experiencia como buzos, preferimos mantenernos en diez o quince metros de profundidad.

La playa, también mirada desde la profundidad, muestra un cúmulo de enseñanzas y un enorme atracti-vo en esta zona de la Antártida.

Lamentablemente nunca logramos pescar, como hacían los chinos y coreanos, que se alimentaban de pesca muy a menudo.

Por lo que vi en esas bases y en literatura, los peces antárticos son de aspecto muy desagradable, con espinas y terribles crestas con púas, algunas parecidas a “las viejas del agua” que se encuentran en arroyos y ríos uruguayos.

Los orientales (de Asia, no nosotros) usaban una especie de jaulas depositadas en el fondo marino con una trampa en la entrada y un cebo en el interior.

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El terraplén, a un lado del cerrito, Con la marea baja

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XV

EL TERRAPLÉN

Entre las primeras grandes metidas de pata que nos mandamos los integrantes del grupo de caminado-res que salíamos con frecuencia a pesar de las muchas horas que pasábamos en el hangar u otros lu-gares,-trabajando-, recuerdo la aventura que vivimos Gary, Todo Terreno, Juancito el arquitecto y yo una tarde cuando comenzábamos a explorar la costa cercana, que se extiende entre nuestra base y las chileno- soviética.

Luego de haber pasado el repecho y bordeado el Lago Uruguay, continuamos por el camino al oeste, cruzamos por el pie del cerrito que reina sobre Artigas, (aquel que fue lo primero en ser visitado) y se-guimos adelante; luego sigue una preciosa playita que se recuesta debajo de un barranco de veinte metros desde el nivel del camino, que queda entre este farallón y otro similar más adelante, al cual co-mo no podía ser de otra manera: subimos.

Desde su lomo no nos pudimos acercar al mar porque lo impidió una grieta muy profunda paralela a la costa; así que luego de descender decidimos llegar hasta el mar por un terraplén lateral muy empinado de unos trescientos metros de largo, cubierto de arena gruesa.

Parados en lo alto del terraplén veíamos abajo el mar turquesa tranquilo, muy bonito y un poco más cerca algún témpano y las olas estrellándose contra las rocas del fin del terraplén, rocas muy grandes y con aristas marcadas, de formas diferentes, todas de color gris- rojizo y el agua asomándose por deba-jo, al entrar con el embate de las olas.

Antes de decir nada ya estaba Todo Terreno con su caña y sus botas de montañista a medio camino hacia abajo y casi corriendo; –vamos- dijimos con Gary y allá fuimos, mientras Juancito se quedó para-do en el borde en actitud expectante.

Caminados los primeros metros de canto rodado donde los pies se hundían y ya en el descenso, nos dimos cuenta progresivamente que la “arenita” se apoyaba sobre hielo duro y comenzamos a resbalar cada vez más rápido hasta que ni apoyados en las cañas podíamos detenernos en la bajada, deslizán-donos peligrosamente en ese tobogán tan largo.

En un santiamén Gary y yo quedamos sentados en el piso helado, que quemaba nuestras manos y nuestros traseros, sin poder hacer pie en algo firme o movernos rápido, porque el desbarranco era inmi-nente.

Afortunadamente, Gary logró alcanzar una gran roca a la que se prendió con una mano, mientras yo, más abajo y lentamente, me deslizaba por la pendiente.

En el momento que dirigí la mano al bolsillo trasero del jean buscando el pañuelo para protegerme las manos que sangraban y dolían por el frío, supe que bolsillo y pañuelo estaban medio metro más arriba pues con el deslizamiento se había desprendido y quedado por el camino. Como cada movimiento favo-recía el corrimiento por el terreno, opté por quedarme inmóvil. No necesité decirle nada a Gary pues le había sucedido lo mismo. El como yo tenía botas de goma comunes, pero le pegué el grito a Jaime que ya estaba saltando abajo del todo entre las piedras – (de sólo mirar esas rocas y la distancia me daba un sudor frío). Por suerte me escuchó o escuchó a Gary con su “vocecita” estruendosa y comenzó a subir; pensé que no iba a poder, pero con su agilidad en un santiamén estuvo con nosotros, mientras

“Cada movimiento favorecía el deslizamiento por el terreno; opté por quedarme inmóvil. No necesité decirle nada a Gary pues le había sucedido lo mismo”

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Gary, apoyado en su roca, me había alcanzado su caña a la que me aferré sosteniéndome con enorme esfuerzo - “No te preocupes doc, que si te caés es porque yo también me caigo”-, me decía Gary: -Mirá qué consuelo-.

Envolví mi mano izquierda en el gorro rojo de lana porque el frío era insoportable así como el dolor por las piedras que se me incrustaban, lastimándome y que no permitían apoyarme con fuerza, mientras esperaba la salida de esta situación.

Le pedimos a Juancito -que seguía en la parte más alta-, que fuera a la base a pedir cuerdas para sa-carnos del atolladero y se marchó calladito, aunque no estábamos seguros de si entendía el peligro en que quedamos Gary y yo.

Cuando Todo Terreno nos alcanzó estuvimos unos momentos, muchísimos para mi gusto, pensando la manera de salir, hasta que a él se le ocurrió clavar la caña horizontalmente debajo de uno de mis pies para que yo pudiera apoyarme, mientras el a su vez permanecía parado en la barranca solo apoyado en las puntas de sus botas, que había clavado en el terreno de una patada.

A pesar de que sólo habrían pasado diez minutos yo estaba exhausto y con las manos muy doloridas, pero hice pie en la caña de T.T. Me erguí unos centímetros y él cambió la caña para el otro pie, para volver a apoyarme en mejores condiciones. Hasta que finalmente me pude poner de frente al terreno, apoyar las rodillas y liberar mi helado y resbaloso culo.

En esa posición todo fue más fácil y la subida se hizo progresivamente hasta que me confié, le erré a la caña de T.T., me caí de boca y nuevamente comencé a deslizarme tratando de sostenerme con manos y rodillas de todas las salientes. Afortunadamente, el movimiento fue leve y pude volver a apoyarme en la caña que T.T. me alcanzó luego de bajar él también, pero el escalofrío me duró un momento.

En pocos minutos estábamos en la cima de la barranca, raspados en cuanta superficie saliente o al descubierto teníamos, con pequeños sangrados, congelados en esos mismos lugares pero sanos y agradecidos al coraje y la agilidad de T.T. y la fuerza física y moral de Gary ya que perfectamente pudi-mos haber terminado los dos hechos huevos fritos entre las piedras.

“. . .así que nos dimos vuelta, pero la subida era tan empinada que nos costó una barbaridad, resbalan-do en el hielo y el barro, llegamos a la base muertos de cansancio y con mugre hasta las orejas”

Este tipo de cosas hacen que los hombres sellen amistades y respeto para siempre. Por suerte la pe-queña aventura no pasó de un susto, pero de haber salido mal, hubiera sido como deslizarnos por un tobogán muy empinado de tres cuadras de hielo directo a un grupo de rocas muy grandes, debajo de las cuales se agita la marea helada del Océano Antártico. Nunca quise pensar mucho en las posibles consecuencias. Las reales fueron el abrazo con T.T. y Gary y un estrechamiento grande del afecto. Por supuesto, sin contar que tuve que tirar mi gorro rojo y perdí el pañuelo y el bolsillo. Bueno, tengo otros.

“Tengo una montañita de ropa para lavar pero el lavarropas que funciona acá es como el primero que tuvimos, Bea, con una ruedita en el fondo que gira y que hay que cambiarle el agua y lo demás todo a mano. Cuando junte coraje: lavo”

Por supuesto que de nuestra pequeña aventura con Gary y Jaime, en la base: Nada y en casa: Nada, hasta ahora que lo cuento.

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XVI

ÁRBOLES DE PIEDRA

Una de las primeras salidas domingueras del mes de enero, para la que pudimos convencer a los más sedentarios, la hicimos tratando de recorrer el borde occidental del Glaciar Collins.

Con nuestros bastones y el consabido abrigo, la parka, gorro, botas de goma y jeans, salimos los cami-nadores de siempre, más el mozo- cocinero Martínez, (que tenemos por en el verano, porque somos muchos y con un solo cocinero no da). Es un hombre veterano, bajito, excelente compañero que ya ha estado varias veces en la base Artigas y nos contaba que ésta es la primera vez que ve que los inte-grantes de la dotación salgan permanentemente, tratando de conocer los alrededores.

Tiene el típico aspecto de mozo de boliche, camina muy rápido en la cortita, pero cuando salimos se moderó, se cansó y disfrutó en gran forma la caminata sobre el glaciar, aunque en esta época se en-cuentra en pleno deshielo.

Nos topábamos permanentemente con grietas angostas pero profundísimas en las que no se llega a distinguir el fondo, provocadas por pequeños cursos de agua de deshielo y se puede oír como un eco lejano el rugido del agua corriendo y horadando bajo nuestros pies. En ciertos lugares con mayor decli-ve se unen varios de estos cursos en una grieta mayor, con aspecto de resumidero gigante y se puede ver el fondo a unos quince o veinte metros, con el agua barbotando y corriendo furiosa hacia el mar.

Pero cuando observamos las paredes de hielo, nos corrió un escalofrío, pues ¡estaban totalmente ahuecadas! Nos habíamos detenido inadvertidamente en salientes de hielo que penden sobre la corren-tada muy abajo; con toda seguridad, de habernos parado más cerca del borde, alguno hubiera termina-do cayendo.

Luego de esto y a pesar de nuestra inconsciencia, decidimos seguir caminando por tierra y fue en esa etapa que encontramos cerca de un laguito, pegado al glaciar, los únicos árboles que se ven en la Antártida.

Se trata de trozos de madera petrificada, en tronquitos de quince y hasta treinta centímetros de diáme-tro, con el color de la madera, con las vetas totalmente conservadas, mostrando en sus resquebraja-mientos los anillos concéntricos del crecimiento del árbol y los muñones de las salidas de las ramas.

Martínez fue el primero que se tropezó con una piedra grande semienterrada y al observarlas descubrió lo que no podía creer ¡un tronco!, pero de un peso descomunal para lo que parecía. Al limpiarlo del ba-rro ¡oh sorpresa: era realmente un tronco petrificado!

Los demás comenzamos a buscar febrilmente otros ejemplares y en cosa de media hora teníamos cer-ca de diez troncos de diferentes tamaños y pesos desenterrados y lavados. Como siempre, el que en-contró Todo Terreno era maravilloso.

Nos preguntábamos cómo era posible ese hallazgo en este lugar, pero los que hicimos el curso prepa-ratorio para la expedición sabíamos el motivo: hace más o menos cincuenta millones de años, el conti-nente antártico estaba unido a la costa oriental de África y Madagascar, al sub continente Indio y a Aus-tralia y, por lo que propone la tesis de la deriva continental, la Antártida llegó a donde se encuentra, pa-sando de un clima tropical a este desierto blanco. Creo que con este hallazgo, la tesis de un Supercon-

.... “decidimos seguir caminando por tierra y fue en esa etapa que encontramos cerca de un laguito, pegado al glaciar, los únicos árboles que se ven en la Antártida.”

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tinente único, está nuevamente confirmada.

Luego de cuatro kilómetros de caminata para volver, portando esas piedras que pesaban como nunca imaginamos, con Martínez casi sin poder más, la base entera se llenó de admiración, sobre todo los de las excursiones que habían partido en otras direcciones y enseguida se formularon planes para ir a ese lugar a buscar troncos.

Cuando los alemanes de la base Bellingshausen fueron a Artigas, los geólogos no podían creer lo que veían de nuestros tesoros y tanto Detlef como Hakim nos rogaron que los lleváramos al lugar. Por su-puesto que accedimos y quedamos para el siguiente sábado en la tarde.

Llegaron el sábado, puntualmente a la hora de almorzar, para hacer los honores de la fama de Artigas y luego de la comida partimos con Balbino, recién llegado de la pingüinera. Como íbamos caminando cer-ca del glaciar, propuse marchar por encima de éste, mientras Detlef nos seguía con un cuadriciclo que habían traído, probablemente con la idea de llevarse los hallazgos.

Con Detlef habíamos formado una cierta amistad al entendernos en nuestro precario inglés, pero no recuerdo haber escuchado al larguirucho y calvo Hakim decir nada que no fuera en alemán, hasta que, por el lomo del glaciar, vio la primer grieta y me dijo con evidente temor ¡ it’s very dangerous! (es muy peligroso), mientras me miraba con cara de pánico. Luego de esto, bajamos a embarrarnos reconocien-do nuestra ignorancia en temas de hielo, que no es lo mismo con los alemanes, que lo conocen desde que nacen.

Lamentablemente en el sitio de nuestros hallazgos no encontramos en esta oportunidad más que pe-queños trozos de madera, a pesar de las dos horas de búsqueda, por lo que no se si por decepción o por pensar que los engañábamos para no mostrarles el sitio preciso, los alemanes se subieron al cua-driciclo y se fueron y nos dejaron a Balbino y a mi caminando entre el barro. En cierto momento, Balbi-no, con sus cincuenta y cuatro años y poco entrenamiento me confesó que tenía la bota rota y que se le estaba congelando un pie.

Realmente me molesté muchísimo con la soberbia y descortesía de estos dos hombres que no fueron capaces de llevar a Balbino en su máquina.

Cuando llegamos a Artigas, estos dos se encontraban cómodamente en el casino tomando café –Dale Balbino, pegate un baño caliente mientras yo preparo un mate, que a estos gringos no les damos mas bola- le dije.

Como una hora después se fueron, nos dejaron saludos y mostraron su extrañeza por no vernos más que de pasada en la cocina calentando el agua, ¿qué te parece?

Por supuesto, más adelante volvimos a tener un trato mejor, porque el vecindario es muy chico para tener prolongados rencores, pero se les acabaron las franquicias para pedir cualquier cosa, por más que para el cumpleaños de Beatriz, Detlef le regaló una chapca blanca muy bonita, (bueno, igual, le quedó chica)

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XVII

EL CAMPEONATO DE FUTBOL

En pleno mes de marzo, la base chilena Marsh terminó de construir su nuevo hangar, realmente gran-de. Nosotros lo llamamos hangar a pesar de que, seguramente, su destino no iba a ser el de guardar aviones a pesar de que Marsh es una base de la aeronáutica ya que el nuevo edificio está más cerca de la Villa Las Estrellas (el pueblito de los chilenos), que del aeropuerto.

Se trata de un galpón que tiene el tamaño adecuado para albergar una cancha de fútbol 5, con gradas para espectadores y con la altura adecuada para poder practicar deportes. Fue construido con chapa galvanizada y es similar a nuestro trabajoso hangar aunque notablemente más grande.

Para la inauguración del hangar, a Barrientos y su gente no se les ocurrió nada mejor que organizar un campeonato de fútbol entre los vecinos de la isla y lanzó la invitación, con trofeo y todo, esperando que los candidatos se anotasen.

No sé si habremos sido o no los primeros, pero seguro que fuimos los más entusiasmados, por el de-porte que se trataba y por ser los chilenos los organizadores, con los cuales siempre en la isla nos unió una relación de verdaderos hermanos, como todo hermano que se precie: amor y odio.

Los chilenos para Artigas eran un apoyo fundamental, los dueños del aeropuerto, los que en la necesi-dad nos proveían de repuestos, de combustible, transporte cuando el tractorcito se quedaba en un “peludo” y de todo tipo de infraestructura para lo que fuera, de manera incondicional... casi.

La otra parte de la situación estaba signada por la actitud de superioridad de las autoridades de Marsh, ciertas libertades que se reservaban para recomendar o criticar asuntos de funcionamiento interno, so-bre todo cuando por alguna razón teníamos que pedir ayuda, todo en una relación de cariño por nuestro parentesco de vecinos latinoamericanos y de hispano parlantes... aunque...

La inauguración del hangar para los chilenos era un motivo de alegría genuina, pero para los mucha-chos de Artigas, pareció como un acto de soberbia, quizás algo sensibles porque recién habíamos ter-minado nuestro hangar, más chico, pero que tanto nos costó levantar con nuestras manos y una peque-ña mezcladora de motor a nafta de la época de la guerra.

Entonces al grito de¡¡ FUTBOL EN MARSH !!, la patota comenzó a reunirse, organizarse y no se sabe de dónde apareció una vieja pelota de fútbol de salón desinflada y nuestro hangar rápidamente se con-virtió en cancha de entrenamiento, porque había que ganarle a los chilenos, que generosamente ofrec-ían un campeonato, el almuerzo para todas las delegaciones y un premio que consistía nada menos que en un cordero asado y un cajón de frutas y verduras frescas, trofeo de valor incalculable, si conta-mos que desde la llegada a la isla no habíamos probado una lechuga ni un tomate ni en foto, como es lógico por la distancia. ¿Cómo sería para los otros vecinos de países más lejanos?

Una mañana, Gary, como encargado de deportes de Artigas (cargo creado ex profeso), marchó con toda la solemnidad que su investidura requería a Marsh para la reunión de los equipos- naciones parti-cipantes, para tratar los detalles de organización, reglas del campeonato y de los partidos, así como el

...“los muchachos de Artigas, con esa cosa que tienen los uruguayos con el fútbol, habían conseguido, no sé de dónde, el equipo oficial de camisetas y shorts de la Selección, satinados, preciosos.”

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sorteo del fixture.

A la vuelta nos enteramos que los participantes eran los dueños de casa, los chinos, los rusos y Uru-guay, un cuadrangular en el que los chinos parecían los más débiles y los rusos un misterio ya que in-mediatamente los conocedores de siempre recordaron equipos como el Dinamo de Kiev y otros, de los mundiales en que participaron y demás yerbas, que para un indiferente del fútbol como yo resultan una maraña de datos indescifrables.

La cosa resultó en que los candidatos favoritos éramos los chilenos y nosotros, motivo de más para afilar las garras, los tapones y preparar el ánimo para dar todo y darles a los chilenos un disgusto... mo-destamente.

Temprano en la mañana del día del campeonato ya los babosos habían preparado una enorme bande-ra uruguaya, un gran pasa casete a pilas con “Uruguayos Campeones” y “Cuando Juega Uruguay” de Roos a todo volumen y al rato llegó un camión que nuestros amigos y aliados rusos nos mandaron. Dis-cretamente nos habían anunciado ser nuestros hinchas.

Subimos a la caja del camión los integrantes de la delegación: Gary como D.T. y jugador, TT como de-lantero, varios marinos, albañiles de la obra, el buzo Pelayo, el Mecánico Luna, Franco el cocinero yo como médico y otros más y la bandera y la radio con la música a todo trapo, con el mate y termo como un símbolo más de uruguayismo.

Llegamos a Marsh, los soviéticos nos dejaron en su base y caminamos los trescientos metros que nos separaban del hangar; ya estaba la delegación china calentando. Como niños pequeños, los chinitos, menuditos y cabezones, pateaban la pelota sin fuerza ni dirección y se caían y se reían sin parar, segu-ramente por participar en una situación que los ponía a practicar una actividad que les parecía exótica y propia de los “locos y enormes” occidentales. ¡Cómo cambian los tiempos, ahora compiten en primera!

“Colgamos de los tirantes del hangar nuestra bandera y con la música a todo trapo nos senta-mos a tomar mate y a esperar que fueran cayendo los chilenos y los rusos, un ambiente precio-so de camaradería y amistad.”

“En el banco detrás del cual se encuentra nuestra bandera se sentaron los rusos amigos (Volodia, Viktor, Misha, Sacha, etc.)”

Cuando comenzó el partido Chile- China se hizo notoria la diferencia de físicos y de habilidad. Todo fue muy correcto y simpático y al cabo de los dos tiempos de veinticinco minutos, Chile ganó por dieciocho a cero. Al comenzar el partido URSS- Uruguay, los jugadores parecían de otra liga, por ser mucho más altos y fornidos que los que jugaron el primer partido y los muchachos de Artigas, con esa cosa que tienen los uruguayos con el fútbol, habían conseguido, no se de dónde, el equipo oficial de camisetas y shorts de la Selección, satinados, preciosos.

Ganamos frente a los rusos doce a uno (por gol en contra) y todos nos divertimos como locos con la espontánea alegría de los rusos y el aprecio que nos tenemos mutuamente: como siempre que Sasha el meteorólogo y Gary se ven, se enfrentan, se gritan ¡ OSO!, como son enormes los dos, se aprietan en un abrazo, se levantan el uno al otro gruñendo y lo cómico es que Sasha no sabe hablar más que ruso, pero creo que lo único que dice en otro idioma es precisamente ¡oso!, o ¡Garrry oso!

Terminados los dos primeros partidos y quedando sólo las dos finales, fuimos a almorzar en el comedor de los chilenos, una comida muy animada y alegre en que todos comentábamos lo hecho. Los oficiales y jefes almorzamos aparte a tres cubiertos, pero se notaba la preocupación de Barrientos por nuestra superioridad.

Jugaron los perdedores primero y era cómico ver a los enormes rusos con la gran diferencia de tama-ños. Ganaron los de la URSS ocho a cero.

“El partido Uruguay - Chile comenzó con gran nerviosismo y nosotros metimos el primer gol antes del minuto, lo que provocó que los chilenos se calentaran y comenzaran a jugar pegando y empujando (lo malo es que promedialmente en tamaño los nuestros son mucho mas grandes)”...

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“En un momento en que nuestro arquero tomaba una pelota, rastrera, un jugador chileno le cayó enci-ma y se golpeó en un ojo y cuando se levantó le pegó un golpe al arquero. Lo expulsaron de la cancha y se armó flor de tremolina”

El juego se puso cada vez más picado; hasta el propio Barrientos pidió que se detuviera el partido para recordarles a todos que era un campeonato amistoso.

A Gary hubo que sacarlo porque en cualquier momento iba a hacerle un desastre al médico Hein, que jugaba y estaba también muy caliente y era mucho más chico que Gary.

Les ganamos 6 a 0.

Los rusos lo festejaron tanto o más que nosotros; volvimos a Artigas con la bandera y el pasacassette a todo trapo en el camión, donde nos esperaban con gran expectativa. ¡Qué placer ese cordero y esas ensaladas de verduras frescas!

Entrado el invierno, los chinos organizaron un campeonato en el mismo lugar, pero en este caso de ping–pong, e intervinieron los mismos participantes, más Corea, que fue invitado especialmente. En esa oportunidad nuestras expectativas eran mucho más modestas y me tocó oficiar de juez. Creo que fue el día que pasé más frío en toda mi vida, parado quieto, mirando por horas los partidos y tratando de que los enfervorizados amarillos no se enojaran entre sí ni conmigo.

A mitad del campeonato yo miraba con preocupación como las paredes internas del edificio se iban cu-briendo progresivamente de una gruesa capa de escarcha, producto de la condensación de la humedad interna. Casi no podía mover mis manos, parecía que los dedos fueran gruesos como salchichones, no sentía las piernas desde las rodillas para abajo y hasta caminar me provocaba un dolor como si me es-tuvieran desgarrando los músculos y con casi total anestesia en los pies.

Salimos últimos, no ganamos ni un partido y triunfaron los chinos, que de eso sí saben y segundos los chilenos, pobres, siempre segundos, pero con una excelente trayectoria ya que les ganaron a los core-anos.

Como los organizadores fueron los chinos, la reunión final de festejo fue en su base y constituyó otra muestra de la amistad antártica entre los representantes de tantos países, que comenzamos la cena sentados ordenadamente cada delegación en su mesa y terminamos mezclados, parados, charlando animadamente y cuando el jefe Chou pidió silencio para decir las palabras de agradecimiento (y despe-dida), nos encontrábamos varios uruguayos en rueda con varios coreanos cantando “Amor de hombre”, del grupo Mocedades, en español y ellos sabían la letra mejor que nosotros.

¡Qué placer cuando Barrientos nos llevó a Artigas en su precioso Snow-Cat con la calefacción al man-go! Pensé que nunca más iba a recobrar mi temperatura normal, luego de más de diez horas parado en esa heladera, pero, como muestra de buena salud, luego de un baño hirviendo quedé como nuevo.

De cualquier manera, ese cordero con ensalada fresca que devoramos en compañía de los soviéticos, gracias al campeonato de fútbol, siguió siendo motivo de anécdotas en Artigas, nuestra base.

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XVIII

LOS TURISTAS

Estábamos a fines de febrero, poco después de haber conocido a aquellos locos: el checo y el eslova-co, que habían llegado a la Antártida no sabemos cómo, ni quienes los trajeron, pero que luego de mu-chos meses, querían volver a la civilización y finalmente, tras mucho insistir, de alguna forma consiguie-ron que nuestro avión los llevara a Uruguay a pesar de no tener documentación, aparentemente con intenciones de seguir con destino al Amazonas (¿?)

Luego aparecieron los aventureros alemanes en el yacht. Eran tres, dos hombres y una mujer, que an-daban pidiendo en todas las bases con reivindicaciones territoriales que los casaran, como excusa para ser recibidos, festejados, obsequiados y poder comer gratis, cosa que escandalizó sobremanera a las señoras de la base Marsh, que se tuvieron que ir de la fiesta de casamiento cuando la recién casada se desnudó para bailar con los presentes.

Hacia fines de febrero y estando yo en la base chilena una mañana, llegó un barco de pasajeros con una carga de turistas internacionales, integrado por personas del tipo de las que ya no les queda nada por conocer en el resto del mundo.

El barco era de origen chileno y recorría la zona antártica más próxima a Chile; vinieron a visitar su ba-se, que por algo tiene un pequeño hotel, con un restaurante y grandes, enormes precios.

Como en la época de los descubrimientos y como se acostumbra en esta zona, el barco fondeó en la bahía Fildes y con lanchas se hizo el desembarco en el pequeño muelle de la playa. Tuve la oportuni-dad de presenciar la maniobra y me resultó llamativo el tipo de pasajeros, la mayoría japoneses de to-das las edades (por supuesto nadie menor de los cuarenta años) y varios rubios hablando en idiomas norte- europeos.

Una japonesa pequeñita, de unos sesenta años- dentro de lo que se puede calcular-, apenas bajó del muelle, se apresuró a sacar un pingüinito de peluche y colocarlo sobre una piedra paradito cerca del agua. Se apartó para fotografiarlo de todos los ángulos posibles. Muy comedido me acerqué para avi-sarle que a pocos metros había pingüinos reales (que estaban paraditos en la playa mirando el movi-miento de gente con su típica curiosidad) y que los podía fotografiar –Oh yes, those are real penguins, but this is mine! (Oh si, esos son pingüinos verdaderos, pero éste es mío) me contestó y siguió con su tarea muy sonriente. Yo me fui preguntándome -¿pa’ qué me meto?

Esa misma tarde en Artigas me encontraba leyendo “El Péndulo de Foucault” de Umberto Eco, cuando apareció un flaco alto, rubio, con lentes enormes de armazón oscuro y una vestimenta estrafalaria, co-ronado con un gorro de gamulán, con grandes orejeras paradas hacia los lados, visera y una prolonga-ción hacia atrás para proteger el cuello, que me hizo recordar el sombrero de Sherlock Holmes. Se acercó a grandes zancadas y nos llamó la atención a todos, porque, claro, en el vecindario hay poca gente y éste no era de por acá.

Se trataba de Danielle, un visitante que vino con los turistas, que se animó por el camino desde Marsh y que resultó ser un periodista italiano del “Corriere Della Sera”, el vespertino más importante de su país, que lo había enviado como corresponsal para que escribiera una serie de artículos.

No pasó mucho tiempo cuando el flaco estaba sentado en nuestro comedor tomando café y charlando

“Cuando llegamos al hotelito encontramos una escena poco vista por nosotros y poco repetible a la largo de este planeta, por la diversidad de nacionalidades, aspectos, actitudes y vestimentas ya que muchos de los japone-ses estaban disfrazados: uno era un tigre de bengala”

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en un fluido inglés, hasta que en mi chapuceado italiano le dije que en la base tenemos muchos admira-dores de la Chiccolina y en ese momento se rompió el hielo y hasta a mí me sorprendió que me enten-diera perfecto. Cuando vio el libro que estaba leyendo, el de Umberto Eco, (un erudito italiano sobre temas de semiología y sociedades secretas), se entusiasmó muchísimo sobre el tema y hasta le tuvi-mos que pedir que hablara más lento.

Afortunadamente se encontraba en Artigas la gente de los pingüinos y Balbino le estuvo explicando, como siempre ameno e interesantísimo, sobre la etología de los pingüinos y las pingüineras, mientras el visitante tomaba notas con gran atención.

Pero cuando llegó la cena, que de pura casualidad eran canelones (por única vez en la historia), Danie-lle saltó de sorpresa gritando - ¡caneloni!-, lo que terminó por convencerlo que Uruguay es un país de insospechadas (para ellos) raíces italianas.

Luego de la cena Gary, Luna y yo nos ofrecimos para llevar al visitante hasta Marsh, pues al caer la noche se había puesto realmente frío para alguien inexperto, lo que aceptó encantado. El viaje en el viejo jeep como siempre parecía en montaña rusa: de noche, patinando en la nieve, con repechos en los que estuvimos a punto de irnos para atrás y en bajadas sin ver para adelante y sin posibilidades de una frenada brusca para evitar un desastre; creo que para ese pobre flaco el viaje fue el más largo de su vida, pero para nosotros: solo rutina.

Cuando llegamos al hotelito nos encontramos con una escena poco vista por nosotros y poco repetible a la largo de este planeta por la diversidad de nacionalidades, aspectos, actitudes y vestimentas ya que muchos de los japoneses estaban disfrazados: uno era un tigre de bengala con una larga cola y hasta lo más convencional, como enfermeras, militares, etc. y bailaban muy entusiasmados una cueca chile-na, que un grupo de muchachos de Marsh tocaba muy bien con varios instrumentos y otros con trajes típicos enseñaban a bailar a los extranjeros .

Al pasar delante de una mesa me llamaron con entusiasmo: eran los alemanes Hakim y Geolef , acom-pañados por un veterano de aspecto ambiguo y un muchachito, que nos presentaron como compatrio-tas, pero de Alemania occidental. Estaban felices como familiares que se encuentran después de mu-cho tiempo (en esa época estaban derribando el muro de Berlín).

Nos sentamos a otra mesa con Danielle para tomar una copa que él había insistido en invitar, cuando una chica japonesa se acercó mirando con gran desenfado a Luna y el pobre, inocentemente, saludó correctamente como si se encontrara en su Paso de los Toros natal: -“¿Cómo anda joven? ”-, pero ella lo tomó por otra cosa, le tiró un beso y le quedó sonriendo. Nosotros no nos habíamos perdido detalle y comenzamos la cargada cuando vimos la cara de sorpresa de Luna – dale Lobo, acercate que te debe haber confundido con un samurai- y el pobre no sabía donde meterse. Seguramente nunca imaginó en su vida de paisano uruguayo con caerle simpático a una japonesa adinerada y en una fiesta internacio-nal en la Antártida.

Al hablar con otros turistas, comprobamos con sorpresa que los rusos habían aprovechado para ven-derles manualidades. Ellos están permanentemente tratando de vendernos cosas, todo para llevarse la mayor cantidad de dólares posibles, para mejorar su situación y comprar lo que sueñan en Hamburgo antes de llegar a Leningrado (San Petersburgo). Había pinturas al óleo, al acrílico, piedras de esta zo-na, talladas, pulidas y engarzadas en preciosos collares y pulseras, fotos en blanco y negro de esta re-gión, encuadernadas en bonitos volúmenes con material de papelería rusa, con profusión de sellos con leyendas en el alfabeto cirílico (el de los rusos).

Me hicieron recordar a los populares “rusos” que recorrían la campaña de Uruguay en el principio del siglo XX, vendiendo todo tipo de cosas, como hilos, telas ollas, etc. Aunque creo que ésos no eran ru-sos como éstos, sino árabes o judíos, que fueron los primeros comerciantes de la campaña.

Al regresar a la base uruguaya, sorprendidos, no parábamos de comentar las cosas vistas y habladas en el breve rato que pasamos en el hotel. Recordando ahora lo que pasó, creo que la visita de los turis-tas a la base chilena, sobre todas las cosas nos conmovió por la sensación de soledad y rutina en que vivimos. Bueno, así son las reglas.

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Reunión social en la base chilena

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LOS CHILENOS

La presencia de los chilenos en la Isla Rey Jorge es permanente y muy importante por ser la base de mayor tamaño y la más compleja de las que se encuentran en el área.

Son los dueños del aeropuerto, con un hotel, restaurante, cafetería, todo pequeño pero en funciona-miento. Cuando un avión de cualquier nacionalidad llega a la isla, ellos brindan su total, amistoso y co-laborador control de la actividad aérea de la zona, pero control al fin y no sólo de lo aéreo.

Sin su ayuda hubiera sido imposible para Uruguay tener una base en ese lugar, por la dificultad para llegar con la frecuencia imprescindible y brindar los suministros en esa zona. Para los soviéticos y chi-nos la situación es diferente porque no llegan a la Antártida aviones de esas nacionalidades a causa de la distancia y los costos. Ellos se abastecen con buques especializados en la navegación polar, que vienen desde sus países y recorren sus bases antárticas, que están ubicadas en todo el perímetro del continente, abasteciendo y cambiando personal durante el verano y luego. . .arreglate como puedas.

Por otra parte, la base chilena es lo más parecido a un pueblito que uno se pueda imaginar. “Villa Las Estrellas”, con familias establecidas, que son las de los oficiales de la base, con esposas e hijos, escue-la, hospital, supermercado (sólo para chilenos), kiosco y hasta una emisora de FM conducida por las señoras (Ahora es posible que tenga aún más servicios). Un fluido tránsito de particulares y familiares desde y hacia el continente, léase Punta Arenas por la cercanía y desde allí al resto de Chile

Pero también es una base de la Fuerza Aérea Chilena, con personal que a diferencia de las demás ba-ses, están permanentemente uniformados aunque cumpliendo estrictamente con el Tratado Antártico. Tienen actividades de investigación, principalmente en meteorología.

Los chilenos de la base Marsh estaban a la orden para colaborar con las tareas en las que los demás los necesitaran, pero también tenían tendencia a opinar y estar demasiado al tanto de las actividades, al menos en el caso de Artigas, lo que generaba molestia entre los orientales, que seríamos pocos y pobres, pero muy sensibles en nuestra independencia.

Por ese motivo y por la exacerbada pasión nacionalista de los chilenos, (tengo la teoría de que los chi-lenos se mantienen como si fueran una isla dentro de Sudamérica, parapetados detrás de la Cordillera), nos sentíamos algo más alejados de ellos que de, por ejemplo, los soviéticos, gente totalmente diferen-te a nosotros, eslavos, de idioma extraño, pero en el afecto mucho más cercanos y desinteresados.

La República de Chile reivindica, por fuera del Tratado Antártico, territorios en la Antártida, que justa-mente incluyen el archipiélago de las Shetland del Sur, a la que pertenece esta isla y siempre observa-mos que para arribar a ella indirectamente teníamos que hacer el trámite de inmigración en Punta Are-nas al llegar, pero curiosamente no teníamos que hacer ningún papel para salir hacia la Antártida y tam-poco luego, al volver, como si nuestra base estuviera dentro del territorio Chileno.

Haciendo omisión de ese detalle, gracias a los chilenos pudimos almacenar combustible que nos traían barcos de variada nacionalidad hasta el Puerto Fildes, (aunque afortunadamente ahora las maniobras tan complejas de descarga y almacenamiento del combustible, Uruguay lo realiza con medios propios. Contamos con un buque y un helicóptero que en el momento del relato sólo eran un sueño).

“Ocasionalmente y sobre todo en las tardes de domingo de invierno, llegaban algunos oficiales chilenos. A veces con sus señoras, en grupitos, a charlar y nos daban la oportunidad de oír voces femeninas y en español, con su acento tan particular, muy simpáticos todos…”

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Fue gracias a los chilenos que nos pudimos transportar en helicóptero a bases lejanas y tuvimos com-pañía en muchas ocasiones de soledad y sobre todo, gracias a ellos y muy a su pesar, fuimos campeo-nes antárticos de fútbol el día que inauguraron su gimnasio con un campeonato, como ya se dijo.

“El tiempo volvió a empeorar aunque no tanto como durante la ventisca, pero ha estado cayendo algo de nieve en pelotitas que se acumulan por los rincones como si fuera “espuma plast”

“Con este tiempo fue otro día de sacar datos de los archivos de biología antártica, que espero sirvan para algo. En este momento terminé con todos los tipos de algas y krill y estoy estudiando los peces”

Ocasionalmente, sobre todo en las tardes de domingo del invierno, llegaban algunos oficiales chilenos. A veces con sus señoras, en grupitos, a charlar y nos daban la oportunidad de oír voces femeninas y en español, con su acento tan particular, muy simpáticos todos, con anécdotas graciosas. Por ejemplo, la vez que pasaban varias de las señoras chilenas en la camioneta del jefe Barrientos frente a la base so-viética y vieron salir corriendo a media docena de rusos para revolcarse en la nieve a corta distancia de ellas y enseguida levantarse, para volver corriendo como locos a meterse de donde salieron; el detalle es que estaban completamente desnudos, seguramente disfrutando de su baño semanal, que es un sauna y salieron para hacer sus ejercicios de cambio de temperatura.

En realidad no se quien habrá quedado más acalorado, si los rusos, el chileno o las señoras. En fin, estas cosas sólo pueden suceder en la Antártida.

Como sea, cuando uno llega a la isla es recibido con afecto por los antárticos chilenos, recurre a ellos en todo momento sabiendo que nunca te dan la espalda y al despedirte, son ellos los que están al pie del avión para darte un abrazo y pedirte que vuelvas.

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La base Marsh de Chile, en 1990

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Vista aérea de la Base Artigas en el Invierno de 1990

Caminata en la ventisca

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XXI

COMIENZA EL INVIERNO Se podría decir que nuestro verano terminó a principios de abril, cuando nuestros compañeros y amigos queridos de toda la primera etapa se fueron. Se fue Juancito el arquitecto, se fueron Balbino y Toribio: los pingüineros. También el comandante “petrel” Pereyra, los albañiles, los sanitarios. Y se fue Todo Terreno.

Cuando ellos regresaron a Uruguay, sé que visitaron a los míos en casa, que dejaron por su amistad unas muy buenas opiniones sobre mí y mi gestión, que dieron una gran tranquilidad a Bea y a los niños acerca de mi participación en Artigas y en las bases cercanas, que fue como un bálsamo para ellos, que tuvieron por primera vez noticias de primera mano de lo que es esto.

“Querido Osva. Son las dos de la mañana y acabo de terminar de leer tu larga carta”.... “Todas las ma-ñanas Agustín, Guille y Rafita me hacen deberes en una libreta que yo les compré con el dinero que papi manda desde la Antártida.”

“Los dos mayores me hacen copias de tres hojas y dos hojas de cuentas y Rafita me pinta dibujos que yo le pongo.”

“Victoria me tuvo de susto en susto por su gastroenterocolitis (creo que se dice así) pero después de ver al médico de medicina general, llegamos a la conclusión de que debe tomar dos Plidex por día.”

“Me dijo además que hay una epidemia de gripe, pero yo presumo que son los nervios propios de una adolescente que va a comenzar en un liceo nuevo”

“Guillermo se porta como todo un campeón y de vez en cuando me dice muy tierno:- mami estoy extra-ñando a papi ¿me dejas llorar un poquito en tu falda?- y luego que termina me da un beso y me dice –No te preocupes mami que falta menos para que papi regrese- y se va como si nada pasara, tan fresco como siempre”

“Rafita si que parece de juguete, pues cuando se manda una de las grandes, viene corriendo y se me pone nariz con nariz, medio bizquito y con sus dos ecas (orejas) paraditas y me dice-MAMA YO TE AMO-(me parece que está viendo mucho teleteatro)”

Por casa estuvieron un día Balbino y Sra. Luego “petrel” Pereyra y una tarde, la familia de ”Todo Terre-no“ Mateo, Carmen su esposa, con los niños: Rafael y Mercedes que se relacionaron inmediatamente con los nuestros como si fueran conocidos de siempre, amistad que gracias a dios aún atesoramos después de tantos años.

“Querido memito Rafita, bebé:

“Tengo un pingüinito amigo que se llama Pepe que me viene a visitar, le mostré tu foto a mi amigo Pepe y me dijo-¡qué lindo nene!“

“Me parece que se parece a Superman cuando era niño- yo le dije que la foto era de mi bebé que es un campeón y que se llama Rafita “

“Pepe te manda un beso en la “eca.” (A los pingüinos les gustan las “ecas” porque ellos no tienen para que no les entre agua cuando nadan)”

“Con mucha menos gente, casi sin animales en los alrededores, el silencio comenzó a adueñarse de Artigas en las tardes cortas, cuando el sol pálido iluminaba la nieve”

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“GUILLERMO:

“Papa te ciero ¡MUCHO!”

“yo te estraño y mis hermanos también yo fui a Costa Azul y abia jugetes y una balsa y bicicletas en las que podíamos andar y fui a la plalla y al charco y Juan Pedro me contó una historia del puente viejo que si vos saltas te caés y las tablas se te caen arriba tullo. Fin”

“Querido Papa:

“Yo voy a ponerte dibujitos que creo que te va a gustar pero la gata y la perra te mandan saludos y atrás de la hoja esta el dibujitos grandes papa.”

“Te quiere tu pato Agustín”

“Me gustaría contarte pila de cosas, pero temo que te deprimas, pero también quiero que esta sea una carta divertida y un tanto asquerosa (como es mi costumbre)”

“Así que dejame pensar: Si te pongo versitos como: Tu madre es una rosa, tu padre un clavel y vos sos un salame colgado de un piolin, no creo que tenga nada que ver, aunque sea cierto....”

“Victoria”

“Hola papi como estas yo bien y tu”

“. . .bueno la tía 1 día se quedo en casa a mi casi me dan plata porce me sacé un STE, haora tengo de plata $N 1200 ya fui al cine tres veces y no te estraño porce falta un mes”

“bueno haora Rafael esta jorovando espero que te mande mas cartas te ciere tu hijo Guillermo”

Pero en la base la cosa cambió, en especial, mi dormitorio, consultorio etc., Hasta ahora había sido per-manente sitio de reunión de quien venía a charlar, tomar un mate, murmurar, o quedarse horas sentado haciendo palabras cruzadas, como T.T. (Todo Terreno). Podíamos estar horas en silencio, él con lo suyo y yo en lo mío, estudiando y leyendo cualquier cosa, pero sintiendo la amistad, de sólo compartir el mate lento y distraído que se llegaba a enfriar.

Mi dormitorio por ser más grande y estar frente a la puerta del “wannigan”, recibía al grupo de los inves-tigadores, los oficiales, los otros integrantes de la dotación y era hermoso recordar los momentos de compañía en medio de tanta soledad. Eso se acabó, se fueron luego de una fiesta de despedida nada íntima porque vinieron de todas las bases cercanas, como siempre.

Y el clima también, más rápido que lento fue cambiando. Al comienzo de abril los días eran tan largos como las noches, pero con notoria menos claridad durante toda la jornada, con sol más diluido y lecho-so, incluso al mediodía.

Todo cambió luego de tres días de ventisca y nevada. La temperatura y la luz decayeron bruscamente, así como el panorama. Pasamos de temperaturas de alrededor de cero grado o algo por encima, a lo que fue después, con registros normalmente de 5 o 10 º C bajo cero.

El paisaje de cerros oscuros amarronados, con mucho relieve y mantos de nieve y hielo dispersos, se transformó en blancura permanente, con salpicones de rocas negras en las puntas de los cerros, en las paredes verticales.

El mar, con vida propia como siempre, comenzó a tener una dinámica diferente y los cambios pasaron a ser más frecuentes, con mañanas de mar tranquilo azul oscuro, témpanos aislados en la lejanía; o al amanecer como dando una fiesta para los espectadores: con un cúmulo de hielos diamantinos transpa-

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rentes que se agolpaban en la costa, de todos los tamaños y formas imaginables.

“Coincidiendo con todo, estos días en que la temperatura ha ido bajando, hoy está en la mañana todo blanco y cuando desde el comedor miré hacia el mar ¡ OH sorpresa ¡ estaba cubierto de icebergs chi-cos y medianos, que se habían metido navegando en nuestra bahía y en la playa, sobre las piedras y apretándose en los últimos metros de agua, con trozos de hielo de tamaños muy diferentes, blancos o trasparentes”… “Les aseguro que muchos de esos hielos si fueran de cristal serían maravillosos ador-nos, porque tienen una forma y una transparencia que creo que si se quisiera imitar no se podría”

Ahora en mi dormitorio, al irse Juan de la cucheta de arriba, se instaló Nin, un marino que vino por tra-bajos relacionados a la prospección marina. Pero no era Juancito y en las primeras de cruce tuvimos discusiones por temas de orden y lugares dentro del cuarto, pero llegamos a ser muy buenos amigos.

De cualquier manera el público que venía de visita también cambió; en lugar de Todo Terreno llegaron los veterinarios del proyecto de Contaminación con colibacilos, que son varios y a pesar de su juventud ya tienen varias campañas en esta base y se entretienen en comparar cómo les va este año en relación con años anteriores.

Las vecinas inmediatas a mi cuarto pasaron a ser dos mujeres del Instituto Antártico Argentino, que es-taban estudiando la Contaminación de la nieve con Hidrocarburos. Una chica joven, bonita, pero que llevaba siete campañas seguidas en la Antártida y una señora de unos cincuenta años, bajita, muy simpática y charlatana. Las dos se pasaban horas sentadas en la nieve con sus clásicos trajes anaran-jados de abrigo de los científicos argentinos, con temperaturas de 5 o 10 ºC bajo cero.

Amables, simpáticas, con mucha experiencia en estar en diferentes bases y en este tipo de vida, pero el problema éramos los vecinos. Teníamos que ponernos los pantalones para levantarnos al baño com-partido del “wannigan”, salir vestidos luego de bañarnos y otras pequeñas molestias a las que nos fui-mos acostumbrando.

Lo que más nos sublevaba es que se negaron a tomar un turno para lavar el baño como todos: -Somos visita- nos dijeron y se acabó el tema. Eso sí: cuando encontraban sucio llamaban al limpiador de ese día para protestar... -¡MUJERES!

Con los medios de comunicación, el contacto fue siempre muy pobre y en esta circunstancias se hacía más duro el no tener radio abierta ni TV y los diarios eran los que la familia mandaba de Uruguay, que llegaban dos o tres meses después.

Nos encontramos reducidos a los casetes de música, que cada cual trajo de su casa y que al ponerlos en el equipo de audio del casino todos escuchábamos.

Progresivamente, sin notarlo, comenzamos a compenetrarnos en la música de las mañanas durante el desayuno y en la de los mediodías en la reunión de los almuerzos, que siempre fueron protocolarmente hechos a la misma hora por todos los habitantes de Artigas.

Entraron a mi vida y para siempre intérpretes que no me gustaban, que no me había tomado el tiempo de analizar o que eran desconocidos; y comencé a amar las milongas de Zitarrosa, la música de murga y sus letras, el ritmo del candombe con sus maravillosas variantes.

La música de los españoles como Isabel Pantoja, con la que desayunamos todas las mañanas durante semanas porque a Pereira le gustaba, nos terminó seduciendo a todos, Perales, con canciones que para tipos en nuestra condición tienen especial profundidad y así muchos otros conjuntos e intérpretes.

Sobre todos los uruguayos como Jaime Ross y Rúben Rada, que nos llamaban desde las calles grises y de cara la río, del sur de Montevideo, con temas de nuestra vida cotidiana y en nuestro idioma.

Una mañana al entrar al comedor para desayunar y todavía medio dormidos, cuando terminó el tango que estaba en el aire, un locutor comenzó a hablar con una voz muy particular:

-DESDE LA CUENCA DEL PLATA, GARDEL EN LAS HORAS PARES. .

-¡Escuchen, es Radio Clarín!-

-Durante un segundos quedamos muy confundidos hasta que nos dimos cuenta que era una grabación

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que alguien tenía en un casete, ¡qué decepción!

Los programas favoritos de radio y los informativos de la TV en este momento de soledad y frío, hubie-ran sido muy importantes y realmente los echábamos de menos. Además con el uso las pilas se agota-ban y no había donde comprar, así que ¡mala suerte!

Con el cambio de la temperatura y obedeciendo voces de la naturaleza con todos los animales menos con los humanos, un día la playa amaneció sin pingüinos, sin focas tomando sol, sin las skúas paradas como perros pedigüeños cerca de la puerta de la cocina, sin elefantes marinos y no volvimos a oír el grito de ningún pájaro y sólo quedamos con la visita de las chionis y algún petrel gigante.

Si las skúas del verano con su apariencia de gaviotas marrones pero el tamaño de un ganso, descara-das para pedir comida, pero agresivas con los que se acercan a sus nidos, las chionis en cambio, apa-recieron en Artigas una mañana preciosa de frío, pero calma, con cielo despejado, haciendo ruido con sus patitas y arrullos, paraditas sobre el hielo del techo.

De color blanco inmaculado, con la forma redondita de palomas pero más chicas y de pico rojo. Cuando salí con la cámara fotográfica, sigilosamente para que no volaran, estaban todas juntitas como charlan-do sobre el techo de la cocina, pero al verme, ¡Oh sorpresa! se acercaron al borde para mirarme mejor y con total confianza. Me hicieron sentir como si el bicho raro fuera yo. Y, en ese lugar: lo era. Venían de más al sur y se quedaron el invierno con nosotros.

Con mucha menos gente, casi sin animales en los alrededores, el silencio comenzó a adueñarse de los alrededores de Artigas en las tardes cortas, cuando el sol pálido iluminaba la nieve, si no había viento, cuando uno salía al exterior, cada sonido tomaba otra importancia, desde los propios pasos crujiendo en la nieve, hasta el respirar más fuerte al escalar un repecho.

Salía a caminar con frecuencia por los alrededores, sobre todo para calentarme, porque de estar mucho tiempo quieto, con la temperatura en picada libre dentro de los “wannigan”, te llegabas a congelar. En una de esas salidas como decía, subí el cerro cercano a Artigas, para mirar desde la altura el mar que parecía congelado hasta el horizonte, pero de pronto al acercarme al borde del cerro para mirar nuestra base, que aparecía como desdibujada por la nieve que cubría todo, sentí con toda claridad a Los Ira-cundos cantando. . .-Veeenite volando, que tengo muuuchas ganas de veerte-

Por un momento pensé que sufría alucinaciones, pero ¿por qué esa canción de Los Iracundos? Artigas estaba aproximadamente a un kilómetro y medio de distancia en línea recta, ¿Cómo?

A la vuelta le pregunté al cocinero si había estado escuchando el casete de Los Iracundos y me lo con-firmó, de manera que en esa situación de aire transparente y helado, sin viento, ni colores ni olores, la música se podía oír desde distancias impensables en medio del silencio.

Con la disminución de las actividades en el exterior, el ocio, el cambio de la luminosidad y de las horas de sol ya se comenzaron a ver cambios en las actitudes de la gente. Dormir mal y perder lentamente la referencia que significan los horarios de trabajo. Pero esto sólo era el comienzo.

Progresivamente, nos fuimos adentrando en el verdadero frío. Seguimos viendo partir a los compañeros que habían llegado y comenzamos a completar la soledad....Otro tipo de frío más profundo.

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XXII

LOS ARGENTINOS

La base argentina Jubany está en la Isla Rey Jorge, a unos veinte kilómetros de Artigas hacia el este. Con las bases cercanas de China, URSS y Chile teníamos contacto frecuente, también con la coreana (aunque no era fácil ir), pero la veíamos a lo lejos del otro lado del glaciar, en los días tranquilos y en las noches veíamos brillar sus luces. En cambio, la base Jubany de Argentina solo teníamos noticias indirectas y por radio.

Nuestro primer contacto con los argentinos se dio una mañana de verano en el momento que el HMS Endurance, buque británico, había fondeado frente a Jubany y desde este barco nos radió un oficial de la Marina uruguaya en misión con ellos que quería- POR FAVOR-, venir a visitar Artigas, conocernos y supongo, hablar un poco de uruguayo y comer en uruguayo.

Cuando T.T. se enteró de la llamada tomó su handy, habló con la lancha de su servicio y les dijo a los marinos que estaban trabajando en el mar que fueran al Endurance a buscar al oriental. Los marinos dijeron –sí señor- y arrancaron.

A la hora avisaron desde las cercanías de la base argentina que había mucho mar, que estaba lleno de témpanos y que con ese gomón era peligroso intentar llegar; además, les quedaba poco combustible. Todo Terreno les dijo que volvieran a preparar la Zodiac de la base, que es otro gomón, pero mucho más grande, para ir hasta el dichoso barco y a Jubany.

Con la invitación de Todo Terreno y Dupont, otro marino, me uní a la expedición ya que no conocía esa base y se presentaba la posibilidad de ver la costa más allá de la desembocadura del glaciar, que me interesaba mucho. Creo que si no me hubieran invitado igual me hubiera invitado yo mismo.

En la Bahía Collins el mar estaba bastante calmo, así que luego de la consabida mojadura de pies a pesar de las botas de goma al abordar en la playa, -lo que provoca el dolor instantáneo de la quemadu-ra por frío, acompañado de las malas palabras habituales-, arrancamos con viento de frente, suave pe-ro con más frío a medida que nos separábamos de la costa y de los reparos de tierra.

Al salir de la bahía comenzamos a tener más mar. El viento en contra nos hacía chocar con pequeñas olas que salpicaban agua helada y nos mojaban. Al rato las manos estaban agarrotadas de frío, a pesar de los mitones de abrigo; además navegábamos prendidos de las cuerdas de borda para no caer. Íba-mos haciendo “sapito”, saltando de ola en ola.

La dirección que tomamos fue noreste, lo que nos permitió observar en su plenitud y de frente la cara de esa parte del glaciar. A lo lejos, el “volcán”, un cerro de varios cientos de metros de altura, blanco y muy empinado, que se ve desde la base. Más adelante, unos barrancos de arena volcánica negra en cuyas cimas se asoman las puntas de cerros con las formas más variadas.

Esa arena en su declive derrama todas las variaciones del ocre: un degradé marrón, rojizo, amarillo, todo eso en un murallón que llega hasta el mar, sin playa.

Nos fuimos acercando a una península de aspecto extraño.

“...bajaron, saludaron, desembarcaron unas cuantas cajas de vacío congelado, como setenta kilos. Nos pidieron que nos quedáramos con ellas porque las tenían demás; tomaron un café y se volvieron en sus pequeñas embar-caciones a través de los témpanos blancos y celestes (como nuestros pabellones,) y nos dejaron realmente con-movidos por el gesto.”

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Columnas altas y delgadas, verticales, de roca negra, conforman prismas de caras rectas, como deja-das allí por un niño gigante que se aburrió de jugar” “Enfrente a la `península a cien metros dentro del mar hay otra roca de igual altura, pero con la forma exacta de la aleta de un tiburón, completando el paisaje irreal.

A medida que nos acercábamos a la península empezamos a divisar miles de pingüinos paraditos co-mo mojones blancos y negros, todos mirando hacia nosotros con su característica curiosidad. La esce-na parecía dibujada por un artista loco, tenía aspecto sobrecogedor y fantasmal, con esa luz antártica tenue y la niebla liviana que nos rodeaba.

Una vez rodeada la península, la tierra parece desaparecer, porque se entra en una ensenada. Si bien habíamos visto algún témpano chico flotando, la navegación se daba con facilidad, pero a esa altura...

...había una larga fila de témpanos pequeños, apretados entre sí, que nos impedía el paso. Los aparta-mos con un remo y pasamos; ya veíamos cercana la silueta del Endurance y más allá se adivinaba Ju-bany..

Una vez que atravesamos la línea de témpanos nos dimos cuenta que no se podía seguir porque frente a nosotros casi no había espacio libre de agua sin témpanos. Pequeños, no sobrepasaban los treinta centímetros de altura, pero cubrían toda la superficie hacia adelante... allí nos quedamos con el motor moderando, en silencio, pensando qué hacer y se oía muy claro la delicada música de los viejísimos témpanos que se quebraban constantemente, con la total indiferencia que tienen los fenómenos de la naturaleza,... clic, clic, clac.

Y tuvimos que volver a Artigas, porque no sólo música tenían esos hielos, sino afiladas puntas que so-bresalían en la superficie; hubiera sido terrible que se nos pinchara el gomón y tan lejos de todo...

Si a la ida íbamos saltando de ola en ola, a la vuelta lo hicimos montados en ellas, dejándonos llevar como haciendo surf y fue un placer navegar en esas condiciones: con viento en popa el frío no se sien-te tanto.

En el trayecto levantamos un pequeño témpano de diez kilos que desee que no fuera de hielo sino de vidrio, por las formas y la transparencia, con la superficie cubierta por concavidades del tamaño de una moneda, formando un panal y era maravilloso el juego de luces a través de él. Sólo espero que las fo-tos queden bien.

Así que del encuentro con los “hermanos argentinos” de entrada: nada. Pero unos días después de la partida del barco inglés y como los argentinos se habían enterado de nuestra fracasada visita, un calmo domingo aparecieron dos pequeñas Zodiac en la playa. Bajaron cuatro muchachos con el característico ropaje naranja de los argentinos, que se habían atrevido a través de una cantidad de enormes icebergs celestes agolpados en nuestra bahía.

Mariano, el jefe, un médico de veintiocho años, bajo, de pelo negro enrulado y cara simpática, como de uruguayo y tres biólogos, todos entre los veintiuno y veintiocho años. Nos contaron que habían hecho el trayecto desde Jubany en una hora y al ratito estábamos en el casino charlando de cosas en común.

...ahora me llama la atención que en media hora estábamos charlando como si ellos fueran parte de la familia a la que no veíamos desde hacía tiempo y quedó algo desmerecida la relación que tenemos con nuestros más queridos amigos chilenos y rusos que también estaban de visita. No hay duda que encon-trarse con los argentinos para los uruguayos es como encontrarnos con nosotros mismos y enseguida Víctor, Gabriel y Osvaldo se entreveraron con el resto de la gente y andaban conociendo la base como si fueran de la casa.

Nos fuimos con Néstor y Mariano a recorrer los alrededores; como el tiempo empeoró a la noche, los vecinos cercanos se fueron luego de cenar y los argentinos se quedaron a dormir. En la sobremesa apareció la guitarra de Néstor, comenzó el folklore y los argentinos mostraron también lo suyo. El Os-valdo argentino, muy delgado y alto, con pelo muy largo, comenzó a acariciar la guitarra como si fueran viejos amigos y sacó antiguas melodías de Atahualpa Yupanqui, canciones removedoras de León Gie-

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co y tradicionales zambas del norte argentino, que terminan siendo comunes con lo nuestro.

Nos dejaron un casete de video que Mariano grabó para copiarlo ya que aparecemos varios de noso-tros y los alrededores de Artigas y porque nosotros no teníamos videocámara. Cuando se fueron nos miramos entre nosotros y notamos que los íbamos a echar de menos.

No habrían pasado dos semanas cuando un día de frío intenso a pesar del poco viento y del mar en calma, aparecieron las pequeñas Zodiac en la playa Collins con la misma tripulación. Bajaron, saluda-ron, desembarcaron unas cuantas cajas de vacío congelado, como setenta kilos. Nos pidieron que nos quedáramos con ellas porque las tenían demás; tomaron un café y se volvieron en sus pequeñas em-barcaciones a través de los témpanos blancos y celestes (como nuestros pabellones,) y nos dejaron realmente conmovidos por el gesto.

La historia de esas cajas de carne fue que en la visita anterior, cuando recorrieron la base, se percata-ron que nos quedaba poca carne vacuna y que nuestros abundantes almuerzos y cenas, eran invaria-blemente guisos y ensopados, hábilmente hechos por el cocinero, pero con poca carne. Decidieron es-pontáneamente acercarnos las cajas, como quien pasa por el vecindario y decide entrar.

Cuando en Artigas se decidió festejar el 18 de Mayo con una inconfundible uruguayez, como es hacer un asado a la intemperie, sobre la nieve, en frente a la cocina, la barra colocó una chapa galvanizada en el piso. Con bastante trabajo pero con profunda devoción se prendió el fuego con las maderas que sobraron de la obra- que para asados es sabido que es la mejor madera- y cuando Franco, el cocinero, trajo la carne pronta para la parrilla, un maravilloso pulpón de vacío argentino, suficiente para todos y de sobra, brindamos con los vasos de vino en alto por los argentinos de Jubany, que eran los que invi-taban.

Para el 25 de Mayo recibimos la invitación de acudir al festejo de la fecha patria de Argentina en su ba-se. Claro que a esa altura del año el invierno estaba instalado en la Antártida, el mar totalmente conge-lado desde Artigas y hasta el horizonte, así que de lancha Zodiac: imposible ir. A esa altura estaba guardada, desinflada, entalcada y plegada, junto con su gran motor fuera de borda, por lo que nuestra vía de comunicación eran los Ski-Doo, unas preciosas motonieves veloces como el viento que usába-mos para nuestros traslados a las otras bases, pero con ellas, ni pensar.

Los chilenos solucionaron el problema haciendo nuestro traslado en su helicóptero, lo que fue una ex-periencia fantástica y muy excitante, poder recorrer por aire el camino que laboriosamente hicimos en Zodiac en el verano. El paisaje ahora presentaba permanente dominio del color blanco en tierra y en el mar. Sólo se percibían las cumbres de los cerros que sobresaliendo del terraplén que en el verano vi como una hermosa variación de ocres.

El vuelo del helicóptero nos mostró que la costa era mucho más irregular de lo que vimos desde la lan-cha ya que hay dos caletas de boca bastante angosta entre Artigas y Jubany, que se abren formando bahías y comprendimos que no pudimos llegar a la base de los argentinos porque se encuentra en el interior de la Caleta Potter, llena de hielos flotantes en aquel momento.

El 25 de Mayo de 1990, la base Jubany estaba engalanada con el pabellón argentino en el mástil princi-pal, acompañado por las banderas de URSS, Chile, China y Uruguay, flameando enloquecidas por el fuerte viento de esa tarde-noche, que andaría por los treinta grados bajo cero. Antes de descender to-talmente el helicóptero ya estaban esperándonos, encapuchados los argentinos, conocidos y descono-cidos.

Cuando bajamos, la nave levantó vuelo para buscar a la delegación soviética y empezamos por reco-rrer la antigua base, conformada por barracas de chapa por fuera y madera por dentro, muy bien arre-gladas y mantenidas, regalo de los ingleses, que aparentemente tenían una factoría de focas en ese lugar. Los techos eran de chapa acanalada galvanizada, de cuyos bordes pendían largas estalactitas de hielo, que simulaban enormes y extravagantes peines transparentes. Las construcciones están apo-yadas en tierra, no como nuestros “wannigan”, que se encuentran sobre pilotes, para que el viento pase por debajo y no se acumule la nieve. Por eso nos encontramos entrando a las instalaciones a través de estrechos corredores de bastante altura excavados en la nieve, que luego de cada nevada había que limpiar.

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Las barracas están separadas entre sí por mucha distancia, hasta un kilómetro, con el criterio de evitar la destrucción de más de un edificio en caso de incendio ya que son estructuras de madera permanen-temente calefaccionadas. Hubo un antecedente de incendio en una base de ese tipo y por estar muy cerca los edificios entre si, todo se destruyó y la dotación quedó totalmente a la intemperie con lo que eso puede significar en la Antártida, sin comunicaciones para pedir ayuda ni medios de transporte para salir del lugar.

La reunión por el festejo del Día de la Independencia de la Argentina, tuvo su parte de conmemoración patriótica con el himno argentino que escuchamos con respeto, felicitaciones para los dueños de casa y luego una cena y un brindis entre los anfitriones, los soviéticos, los chinos y los orientales de Artigas, que fuimos traídos por los helicópteros chilenos y los chilenos ausentes porque no pudieron llegar des-pués de todo ya que empeoró el estado del tiempo. Cosas que suceden en esta región.

Lo mejor de la fiesta fue después de la cena cuando a la guitarra de Néstor se agregaron el charango de Osvaldo, la guitarra de Mariano, un bombo legüero y comenzó la música a nivel artístico de un con-junto profesional y bailaron los carnavalitos, zapatearon las zambas, compadrearon las milongas cam-peras y juguetearon los gatos, mientras los soviéticos y chinos al principio miraban y luego comenzaron a disfrutar por la música y el vino mendocino, a la par nuestra.

Era curioso y conmovedor ver un hombre de la provincia de Jujuy, (norte argentino) con rasgos que-chuas, bajito y de negro pelo chuzo, haciéndose amigo de un chinito pequeño y muy parecido a él y sin poder intercambiar una sola palabra, parecían hermanos.

Cerca de las diez de la noche recibimos una llamada de Artigas que era para Néstor: Su esposa habla-ba desde el Hospital Militar para darle la noticia de que había tenido familia,¡¡ había nacido el segundo hijo varón de Néstor esa misma noche!!

Esa clase de situaciones son muy extrañas. Entre la emoción de la noticia, la clara ansiedad que se desbordó en un tipo sensible y afectuoso como Néstor, que justo en ese momento ni siquiera se encon-traba en Artigas, que no podría ver a sus hijos por muchos meses y no tenía cerca a la mayor parte de los amigos y compatriotas de Artigas para sentir su afecto.

Luego de momentos de emoción, de lágrimas y de felicitaciones, estuvo a punto de primar la melancol-ía por las ausencias que nos acecha a todos. Alguien comenzó nuevamente y con timidez, con un ritmo de zamba en el bombo, para que en honor del recién nacido y su madre y de todas nuestras mujeres e hijos, recomenzara la música.

Esa noche al acostarnos, no sé a que hora (como siempre sin saber bien la hora, allá) escalé a la altísi-ma cucheta donde ya roncaba en la cama de abajo Yuri, el gordo ruso y me quedé pensando en lo que sentiría Néstor en ese momento.

Y esta fue la última – única visita que hice a los argentinos. Pero me dejaron el recuerdo afectuoso e intransferible de las personas que están cuando se los necesita.

La Base Jubany en 1990, vista desde el helicóptero

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Visita a la Base Jubany, el 25 de mayo de 1990

Navegando rumbo a Base Jubany, entre los témpanos

El asado que hicimos en la Base Artigas, el 25 de agosto de 1990, gentileza de los argentinos

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XXIII

LOS ECUATORIANOS

En el mes de marzo aparecieron en la base Marsh un grupo de neurofisiólogos chilenos de Santiago, que estaban desarrollando un proyecto-estudio sobre los trastornos del sueño en regiones polares.

Desde mi llegada a estos lares, fui el primero en notar las dificultades que provoca el cambio de horas de luz natural en la región. Al principio había día casi en forma permanente, con sólo cuatro horas de noche, cosa que nos costó a todos trastornos del sueño y cambios de humor.

Cuando los chilenos se enteraron que había un neurólogo en Artigas, enseguida recibí la invitación para encontrarnos, entre otras cosas porque el tema del sueño es de enorme interés para neurofisiólogos y neurólogos clínicos, con patologías que se están investigando y procedimientos de diagnóstico que se van ajustando.

Aproveché un viaje de T.T. a Bellingshausen y me fui a Marsch con él para encontrarme con los cole-gas que estaban hospedados en el hotel de la base.

Llegué con mi aspecto muy poco protocolar, botas de goma, gorro rojo y larga caña, pero los colegas no estaban, se habían ido en helicóptero a otra base. Cuando regresaba caminando a la Villa, me al-canzó la “Land Cruiser”de Barrientos, el jefe de Marsh, que venía con Gustavo Heine, el médico chile-no.

“– ¡Doctore!, te estábamos buscando porque en la base ecuatoriana, a cincuenta kilómetros de acá, se accidentó un trabajador y parece que tiene una herida profunda en la cabeza, precisamos que nos ayu-des-“

No terminaron de hablar y ya estaba instalado en la camioneta, preguntándole a Gustavo si disponía de la medicación indispensable para un caso como éste y a medida que me iba contestando afirmativa-mente me tranquilicé y quedé pensando en los pasos a dar.

El hospital de “Villa las Estrellas” de Marsh, que es el pueblito chileno de la base, es pequeño pero muy bien equipado, con material y equipo muy moderno, que yo ya conocía, así como al enfermero, un tipo muy eficiente.

Luego de preparar lo necesario en el hospitalito y dejar la sala de operaciones lista, nos fuimos al heli-puerto a esperar al herido. Al rato llegó Konstantin, el anestesista ruso y más tarde, Misha, mi amigo, que es cirujano.

La noche era bastante desagradable, con rachas de viento fuerte y la espera se hizo más larga de lo deseable, hasta que en el cielo apareció el helicóptero y bajó lentamente en un torbellino de nieve que volaba en todas las direcciones, provocando un ruido ensordecedor que recordaba las escenas de pelí-culas de guerra.

El paciente era un muchacho joven, estaba despierto y tranquilo y la herida era en la cara; se la había provocado con un disco de corte, de esmeril y abarcaba desde el lado izquierdo del nacimiento de la nariz, hasta la oreja del mismo lado, pasando por el párpado superior.

Mientras lo preparamos en el quirófano, tuvo un vómito de sangre roja muy abundante (encima de mí, por supuesto) y comenzó con síntomas de anemia aguda: transpiración, palidez, caída de la presión y

“¡una pena mami! Un indiecito jovencito, tan lejos de su país, de sus seres queridos, sin nadie que le hable en su dialecto, con un costurón en la cara, con un ojo menos. . .”

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confusión. Era evidente que tenía un sangrado oculto... y eso no estaba en el libreto.

Inmediatamente los rusos lo sondaron para sacar la sangre de su estómago y le sugerí a Gustavo que debía explorar rápidamente la herida, pues la sangre debía provenir de una arteria en la base de la na-riz y el muchacho se la estaba tragando.

Por suerte, rápidamente fue localizado un pedículo sangrante que fue suturado y recién entonces pasa-mos a la exploración del ojo. Estaba totalmente deshecho, sin recuperación y en eso estábamos cuan-do el paciente dejó de respirar, ¡Paro respiratorio!... Trabajamos complementándonos como si lo hubié-ramos ensayado y con la reanimación lo sacamos de esa situación.

El próximo paso fue la limpieza de la órbita, sacar los restos del ojo y suturar. Terminamos con éxito y si no hubiéramos intervenido, habría muerto en minutos.

“...¡una pena mami! Un indiecito jovencito, tan lejos de su país, de sus seres queridos, sin nadie que le hable en su dialecto, con un costurón en la cara, con un ojo menos. . .”

Finalizamos a las 2 de la mañana, dejamos todo pronto y el paciente comenzaba a despertarse. Nos esperaba Barrientos, que nos tomó fotos hasta dentro del quirófano y luego nos llevó a cenar.

Cuando los cuatro nos sentamos a la mesa, casi me da un ataque de locura: sólo había unos pocillos de té y unos panecillos con una crema de palta y… ¡nada más! ...se deben haber dado cuenta que era muy escaso y al rato trajeron pasta y huevos ¡cuánto hacía que no veía un huevo frito! Y me parece que los soviéticos ni los conocían.

Cuando terminamos de comer, un oficial me llevó en camioneta al hotelito del aeropuerto para no tras-ladarme hasta Artigas a esa hora y no me acuerdo más, me dormí antes de acostarme.

A la mañana siguiente estaba desayunando cuando me llamó Barrientos para decirme que no me mo-viera de allí porque me mandaba a buscar. De camino a su despacho, pasamos por el hospitalito y vi al muchacho, que se encontraba bien. Charlé un rato con el jefe chileno y en eso llegó el jeep de Artigas con el comandante Pereira, T.T. y Néstor que venían a buscarme y me di cuenta que se le estaba dan-do mucha importancia a lo de la noche anterior.

Los dos jefes se mostraron muy contentos, se felicitaron mutuamente por sus médicos, por el éxito del tratamiento y los agradecimientos y felicitaciones iban y venían.

Llegamos a Artigas cerca del mediodía y yo había dormido tan poco, que estaba muerto de sueño.

Durante el almuerzo el jefe se paró, pidió silencio y muy protocolarmente contó lo sucedido ayer (lo del herido). Resaltó mi trabajo y el de los colegas y se mandaron flor de aplauso, esas cosas que si bien son totalmente exageradas, te dejan con el ego inflamado.

Unos días después de estos acontecimientos, avisaron que una delegación de Ecuador iba a visitar la isla y con el antecedente de lo del chico herido, nos aprestamos a recibirlos.

El Comandante en Jefe, un hombre distinguido, alto y veterano, estaba acompañado de su señora, una mujer muy arreglada, con el cabello prolijamente peinado y de color entre anaranjado, amarillo, violáceo y unos tonitos verdosos que eran una maravilla. Deseé fervientemente que esa no fuera la moda entre las mujeres del mundo, pues no deseaba encontrar a Bea con el pelo de esos colores cuando volviera a casa.

En esa reunión charlamos largo y tendido con todos los oficiales de la delegación y nos enteramos de muchas cosas de Ecuador: de sus trece millones de habitantes, de su industria y turismo y de que los ecuatorianos saben mucho más de Uruguay que nosotros de ellos.

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Por supuesto y como me temía, “Petrel” Pereyra hizo varias menciones a mi intervención en la cirugía del muchacho, provocando manifestaciones tales como que había estado bárbaro, etc., etc. Ahora... ¿qué otra cosa debía hacer si soy médico?

La experiencia de este episodio sobre tratar a una persona entre varios médicos, sin un protocolo pre-vio, de entendernos en inglés, de obtener un resultado bueno, de hablar un idioma común a pesar de las distancias y las diferentes formaciones, fue, aparte de lo lamentable de la circunstancia, algo fantás-tico.

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La Base “Great Wall” de la República Popular de China, vista desde el mar, en 1990

Con el jefe Han y el médico Yang, en la sala de recepción de La Base “Great Wall” de China, en 1990

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XXIV

LOS CHINOS

Nacionalidad llena de misterios, si las hay, es la de los chinos de la base La Gran Muralla o “Gleit guol” (Great Wall) como la llamaban ellos.

En nuestro caso, la mayor parte del misterio chino consistía en que sólo el médico de la base hablaba inglés y los demás solo chino (y quizás ni eso, con el tema de que tienen muchos dialectos dentro de su enorme nación y que dudo si lo unificaron muy bien).

Mi primera visita a “la Gran Muralla” fue varias semanas después llegar a la Antártida y la hice en Zo-diac una preciosa tarde de mar inmóvil, por lo que el trayecto de diez kilómetros fue un placer. Bordea-mos la costa de la península Fildes, luego pasamos frente a Marsh- Bellingshausen y continuamos un poco hacia el sur. Finalmente bordeamos la península Ardley donde está la pingüinera con la gente de Balbino y llegamos a la base china.

Enorme como era de esperar, con grandes edificios pintados de rojo- naranja, con un helipuerto- centro de ceremonias (probablemente, por el aspecto), el frente estaba presidido por una gran roca cual monu-mento, con una placa de bronce que vaya a saber que diría.

Los alrededores se veían bastante sucios, con basurales en varios lugares. Nadie salió a recibirnos, por un motivo muy lógico: Cada base se rige por el horario de su país y como las horas de la noche son muy escasas nunca se sabe bien que hora es, entonces nosotros llegamos a altas horas de la madru-gada para ellos y estaban durmiendo.

Por allá apareció un personaje a atendernos, quien nos habló probablemente en chino y parece que nos preguntó algo, pero...como si nos hablara en chino.

Nosotros íbamos a esta base amiga a buscar algo de carne que ellos amablemente nos estaban guar-dando en su cámara ya que en Artigas por el momento no teníamos frigorífico.

Gary estaba encantado con sus intentos de comunicarse y no ser entendido en su buen inglés, por lo que comenzó a decirle disparates con cara seria, que nuestro pequeño interlocutor, (repetidas reveren-cias mediante) señalaba que era como si habláramos en inglés. Después yo probé con francés y por supuesto, nada. Todo muy divertido pero sin resultados, hasta que Gary hizo el muy tano gesto de lle-varse los dedos a la boca abierta en señal de comer y luego con los dedos en la frente como cuernos dijo: MUU, MUU.

¡Qué alegría le dio al chinito! Rápidamente nos llevó a la cámara frigorífica, grande como uno de nues-tros “wannigan”, donde se amontonaban carnes de todos los tipos imaginables y nos dio algo de carne vacuna, luego con procedimiento similar, moviendo “las alitas” y cacareando, logramos varias cajas de pollo.

Después de este primer contacto conocimos al Dr. Yang, el médico y al jefe de la base, Han, un hombre bajito y callado que yo lo encontré siempre parecido a MaoTse Tung, muy amable y con quien hicimos cierta amistad a pesar de no hablar inglés. El colega Yang me explicaba que el jefe procedía de la Mon-

“El jefe estaba muy contento porque la dotación uruguaya anterior le había regalado un mate “galleta” enorme, posamate y bombilla, pero no tenia yerba, por lo que en un momento le cambié un kilo de yerba argentina puro palo ¡ espantosa! por un kilo de té de jazmín delicioso (probablemente horrible para ellos) y todos contentos.”

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golia superior y que gente tan alejada de Beijing llegara a una misión como esta, era muy poco frecuen-te.

Yang, que era alto para su promedio, cerca del metro ochenta, delgado y bastante joven, era médico de medicina tradicional china y había estudiado medicina occidental en Shangai, donde vivía.

Las habitaciones destinadas a la actividad social de la base “Gleit Guol” tenían alfombra de pared a pa-red, muebles laqueados en negro y oro, tapices y porcelanas. Como en todas las bases civilizadas - no la nuestra -, al llegar uno debe cambiarse el calzado para no ensuciar, pero el calzado que nos ofrecían los chinos eran unas chinelas con taquito muy coquetas y los “patones uruguayos” apenas podíamos enfundar las puntas de los pies y quedarnos con el talón afuera, lo que era motivo de risa para ellos y nosotros.

El recibimiento era siempre protocolar, con el jefe en su recibidor, con una gran mesa laqueada de doce plazas, un tapiz de La Gran Muralla, hecho a mano y de más de dos metros, alfombras, vitrinas con porcelanas, abanicos y otros objetos del arte tradicional (daban ganas de quedarse a vivir allí). Nos servían una gran taza de porcelana de té de jazmín hirviendo, con una tapa, sin azúcar y sin colar (complicado de tomar)

El jefe estaba muy contento porque la dotación uruguaya anterior le había regalado un mate “galleta” enorme, posamate y bombilla, pero no tenia yerba, por lo que en un momento le cambié un kilo de yer-ba argentina puro palo ¡espantosa! por un kilo de té de jazmín delicioso (probablemente horrible para ellos) y todos contentos.

Varias veces cenamos en la base china, todas fueron una maravilla, con profusión de esos preparados a base de diferentes carnes y vegetales muy sabrosos, a veces picantes, rehogados o fritos en unas grandes sartenes de bronce de forma hemisférica, acompañados de un pan blanco, casi crudo, peque-ño, servido muy caliente en un bowl, chips de camarón, arrollados primavera, pescado crudo sazonado y otras cosas que no sabíamos identificar.

Ante la duda frente a una carne que comíamos, picada finita en un plato multicolor, le preguntamos al cocinero con la técnica de los ruidos y los gestos y vimos que no era pollo (pipi), no era conejo (boca de conejo), no era cordero (beeee) y cuando nos miramos entre nosotros, desconcertados, el cocinero con una sonrisita nos dijo: (MIAU).

Entre las bebidas que nos ofrecían estaba lo que el doctor Yang llamaba “Chinean Vodka”: una precio-sa botella de vidrio blanco opaco, con dibujos de dragones y grafismos chinos que contenía un licor muy fuerte y aromático, perfumado, que me hizo acordar vagamente a.... la caña con butiá.

Con frecuencia en Artigas, durante las primeras semanas del verano, tuvimos hospedados a Chong, Han y Veng, tres glaciólogos chinos que tuvieron que adaptarse a nuestra comida y pareció gustarles. Nos explicaban en buen inglés que el Glaciar Collins, nuestro vecino, es muy joven, tiene más o menos cuarenta mil años, determinado por medio del O² isotópico.

Uno de mis primeros trabajos fue limpiar y curar una herida de un dedo chino provocada por un martilla-zo. Quedaron muy agradecidos y siempre que necesitaban algo, se dirigían a mí.

A principios de febrero vinieron a buscar a nuestros glaciólogos chinos para festejar la semana de la primavera, que es fiesta nacional-“¡Qué buena idea! En vez de festejar siempre batallas, festejar la pri-mavera, la luna llena u otras cosas que suceden y no valoramos, ¿no?-“Decía Cantini.

“-Lástima que en febrero, en China, nadie me va a convencer que no es invierno,-“Contestaba Pelayo, el buzo-

Alguno quiso explicar que los chinos se rigen por el año lunar, que es más corto que el solar y las fe-chas se van corriendo.... además, como el país es tan grande... Luego de un momento de confusión, terminamos a las risas: Nadie entendió nada.

Durante un almuerzo en La Gran Muralla, apareció el jefe, encantado, al grito de “Mate Tea” (té de ma-te). Traía su gran mate preparado con un tercio de yerba, casi lleno de agua y la bombilla sacudiéndose

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locamente dentro y me lo mostró.

“-¡Muy bien! ¿Le gustó?” -le pregunté

Con gran ceremonia sacó un frasquito con un contenido rojo y por medio de Yang me dijo que era un condimento mogol que quería que probara (debí haber mirado la cara de Yang cuando traducía). Probé unas gotitas mezcladas con lo que comía y realmente me sentí un dragón chino, ¡pero en el momento en que escupen fuego por la boca! Tuve que tomar tres vasos de refresco frío para calmar el ardor; el chino muerto de risa.

–Los mogoles tienen una comida muy fuerte- me decía Yang después, tampoco muy serio.

El día de mi cumpleaños, junto con gente de todas las bases, estuvieron el Dr. Yang y su jefe. En reali-dad, el motivo principal era la llegada del avión uruguayo, pero como Franco, el cocinero y ocasionales ayudantes me habían hecho una torta y otras cosas, se quedó todo el mundo a cenar y me dieron va-rios recuerdos de su enorme país. Nunca fui muy afecto a festejar mi cumpleaños, pero éste, lejos de los míos tuvo una relevancia muy especial porque estaba necesitado del afecto de mis niños, mi gente y mi Bea. Pero, a falta de pan...

Siento que con la colectividad china hemos aprendido como con ninguna otra de nuestros países, pro-bablemente sea porque los orientales y los orientales del Uruguay no podemos ser más diferentes, sal-vo en la curiosidad por la cultura de los pueblos ajenos.

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El grupo de chilenos y uruguayos, de visita en la

Base King Sejong, de Corea del Sur.

Aspecto de la Base King Sejong, de Corea del Sur, en 1990.

Vehículo anfibio empleado por los coreanos en 1990.

El autor en la Base King Sejong, de Corea, en 1990.

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XXV

LOS COREANOS

Cuando recién llegué a la isla, la presencia de los coreanos la percibí con un sentimiento similar al que tienen los montevideanos con la Isla de Flores: se divisa desde la costa, en la noche siempre se puede ver el rítmico destello de la luz del faro, se fantasea con la posibilidad de ir y se puede imaginar cómo será.

Lo mismo nos sucedía con King Sejong, la base coreana que se veía a través de la bahía Collins, hacia el noreste, en la costa de nuestra misma isla. Resultaba inaccesible por tierra pues el glaciar se interpone y si bien no es tan difícil de transitar, resulta muy peligroso por los cambios de clima y por las grietas del piso. El agua del deshielo corre a gran velocidad y forma grietas en la superficie no mayor a los treinta centímetros de ancho, pero con una profundidad de cuarenta metros que terminan en gran-des cavernas.

No conocíamos pues a los vecinos coreanos en nuestros primeros días en Artigas y supusimos que serían como los marinos de esa nacionalidad que veíamos en la Ciudad Vieja: pequeños, con aspecto sospechoso, que atemorizan porque parecen salidos de esas películas baratas de artes marciales, pero todo fue cuestión de tiempo para conocerlos.

Una mañana a fines de enero, teníamos un oleaje muy violento mientras trabajábamos en la playa con la lancha y el equipo de Balbino que iba hasta la pingüinera. Nos empapamos con el agua helada y Ga-ry tuvo la mala suerte de caer sobre Toribio en el corcovo de la Zodiac cuando cruzaba la rompiente, dejándolo sin aliento por un buen rato. Finalmente nuestro bote pudo salir sin más problemas y mien-tras los observábamos alejarse, nos sorprendió una embarcación negra y naranja que venía pechando las olas desde el noreste. Por momentos desaparecía bajo el oleaje y reaparecía, moviéndose en todos los sentidos, pero avanzando siempre hacia nosotros.

Nos quedamos en la costa, hipnotizados por esa lucha que parecía iba a terminar en tragedia, pero la embarcación no se arredraba. Llegó a la playa y emergió por sus propios medios un precioso vehículo tipo 4X4, con ruedas del tamaño de un tractor, una cabina hermética y una caja posterior con un toldito negro, del cual se elevaba una pluma de guinche cortita, también anaranjada, como toda la máquina.

Una vez afuera del agua, pudimos apreciar que por el porte y la forma, era un vehículo que parecía un engendro entre un tanque de guerra y un todo terreno, con unas ruedas enormes y gruesas, una proa que era sólo un plano inclinado, como las lanchas de desembarco que se ven en las películas y con una pequeña hélice en popa.

Una vez que se detuvieron en la plaza de Artigas, salieron de la caja dos muchachos coreanos empa-pados y por la escotilla en el techo de la cabina, aparecieron otros tres ocupantes.

Luego de los saludos de rigor, nos indicaron en un correcto inglés que iban a Marsh por trámites; toma-ron café, subieron a “su cosa” naranja y emprendieron el camino, pero a poco de irse regresaron por-que no lograban subir los repechos y les parecía peligroso... ¡después de la travesía que habían hecho por mar!

Se comunicaron con Marsh y al rato vino a buscarlos un vehículo y allí quedó “la cosa" coreana por va-

“La base de Corea del Sur era espléndida, con grandes edificios sobre pilotes en perfecto estado de conservación, dos enormes tanques de combustible de acero inoxidable y un parque de vehículos de carga con orugas y motonie-ves muy grandes y con aspecto de modernísimas; no sabíamos qué fotografiar primero. “

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rios días, hasta que vinieron a levantarla y con amables genuflexiones se despidieron y volvieron a me-terse en el agua, hasta King Sejong, esta vez con mar calmo.

Un domingo tranquilo con “mar de almirantes” (así le dicen los marinos al mar cuando está muy tranqui-lo y no hay viento), partimos varios viajeros eternos en la Zodiac hasta la base de Corea. El trayecto resultó muy placentero, pasando por las montañas y los terraplenes de la costa que me habían llamado la atención cuando hicimos el frustrado viaje a Jubany. Atracamos sin problemas en el muelle coreano, bajamos del bote y al acercarnos nos encontramos con una enorme piedra, con una plaqueta con ca-racteres coreanos, similar a la que vimos en The Great Wall, como si se tratara de un elemento perma-nente en las poblaciones de cultura oriental.

La base de Corea del Sur era espléndida, con grandes edificios sobre pilotes en perfecto estado de conservación, dos enormes tanques de combustible de acero inoxidable y un parque de vehículos de carga con orugas y motonieves muy grandes y con aspecto de modernísimas; no sabíamos qué foto-grafiar primero.

Nos recibieron los principales de la base, a quienes conocíamos y nos mostraron las instalaciones, los laboratorios, el área de investigación sobre pesca y algas del fondo marino, con un equipamiento que pudimos apreciar, era de primera.

Ahora tenemos claro que no sólo es costumbre uruguaya comer cuando unas cuantas personas se reú-nen por cualquier motivo; siempre que llegamos de visita a una base extranjera somos invitados a co-mer. En King Sejong, durante la recorrida pasamos por la cocina y en el comedor nos invitaron con una sopa de vegetales de sabor picante y un platillo de pescado preparado de una forma extraña. Como todo era en porciones muy frugales, nos pareció minúsculo para nuestro apetito oriental (del Uruguay).

De todos modos, la comida que habíamos devorado varias veces en la base china, nos pareció por consenso, mucho más apetitosa que esta y sobre todo, “más”. Supongo que como nos conocían, al ver-nos venir seguramente ponían “toda la carne en el asador”.

En la mitad de nuestra visita, apareció gente de la base chilena, un oficial y varias de las señoras de los oficiales y continuamos la recorrida todos juntos. Claro que al mirar las fotos, resalto un detalle algo cómico: tanto los coreanos como el chileno y las chilenas promediaban el 1.50 metros de altura y quedábamos como una cosa rara en esa uniformidad los cuatro uruguayos que rondábamos el metro ochenta.

Varias veces más nos encontramos con estos vecinos y así pudimos apreciar las similitudes y diferen-cias entre ellos y los chinos, que para nuestra ignorancia “parecen todos iguales”.

En el plano físico, los chinos tienen la cara más redondeada, mientras que los coreanos poseen rasgos angulosos; incluso su forma de relacionarse socialmente es distinta, ¿se deberá a su situación política?: unos provienen de un régimen socialista maoísta y los otros son un país aliado de EEUU y progresiva-mente occidentalizado.

Y fue en el campeonato de Ping Pong que se organizó en Marsh, (y en el que salimos últimos), que vi-mos en plena acción a las dos potencias orientales jugando y relacionándose, donde conocí al médico de la base coreana y nos pudimos reunir los seis médicos del “vecindario”.

Esa reunión de todos los médicos de la isla fue en la fiesta final del campeonato y como ya conté en otro capítulo, fue la ocasión en que todos los presentes terminamos cantando el tema “Amor de Hom-bre” del grupo Mocedades, en español y los coreanos sabían la letra mejor que nosotros.

Estas reuniones de varias nacionalidades, donde todos los participantes tienen la misma actitud solida-ria, desinteresada, amistosa, es uno de los recuerdos más reconfortantes que llevo conmigo desde en-tonces y para siempre. Lástima que cuando visité King Sejong no le pedí al maestro de Tae-Kwon-Do, que me mostrara algo de este arte marcial coreano.

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XXVI

DÍAS DE SKI- DOO

Más rápido de lo esperado, a comienzos de abril la temperatura empezó a bajar y los días dieron paso a más horas nocturnas. De acuerdo con los datos de los "meteo" de Marsh, que llevaban un registro diario de las horas de luz, en un momento de mayo, todos días perdían 15 minutos de sol.

Con el descenso de la temperatura, las nevadas se convirtieron en la forma de precipitación más fre-cuente en nuestra zona antártica, en lugar de la llovizna que había sido la regla. El paisaje cambió rápi-damente: todo se volvió blanco, hubo cada vez menos luz, los sonidos de las aves que nos acompaña-ban, desaparecieron, comenzó el silencio total. Como único medio de transporte - salvo los pies-, cam-biamos la lancha y el jeep a los Ski Doo, los maravillosos Ski Doo.

No sé por qué se llaman así, pero eran dos preciosas motonieves Yamaha, de 125 CC, negras, como habíamos visto solo en las películas de aventuras, pero que marcaron el comienzo del tiempo frío de verdad.

Cuando a principios de abril se fueron nuestros amigos de todo el verano, nos sentimos solos y tuvimos que adaptarnos a la nueva compañía, a “el Nin”, el muchacho de la armada que ocupó la cucheta de

“Ahora, la última noche en esta blancura- soledad- silencio, donde el frío era sólo un detalle más de la vacuidad que me embriagaba, por el contacto con lo esencial con lo verdadero, que la Antártida me regalaba, como reco-mendándome que nunca me olvidara de qué cosa es lo que en realidad importa”

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arriba en mi cuarto y con quien en alguna oportunidad buceamos.

Pero un día a principios de mayo, confirmado el vuelo desde Montevideo y como en otras ocasiones, nuestros compañeros comenzaron a inquietarse, a hablar entre ellos de la inminente partida, de los pla-nes para la llegada a casa y al mismo tiempo empezó nuestra zozobra al saber que nos quedábamos solos, que estos hombres se estaban por ir y que esta vez no iban a ser reemplazados por otras perso-nas.

Cuando quisimos ver, el avión llegó a Punta Arenas - hizo el primer salto - trajo personajes del Instituto Antártico -, entre ellos al jefe Cappi, una especie de alma mater del curso de preparación que tuvimos para el viaje y el encargado de los abastecimientos, del personal de la misión y de la logística.

Durante su estadía, los visitantes del Instituto recorrieron, averiguaron, preguntaron, pasearon por las bases vecinas, trajeron cajas de whisky (y se las tomaron) y se fueron cuando el avión regresó con el jefe Cappi, - que se había pasado todo el tiempo averiguando lo que se precisaba en la Base y tratando que el ánimo de los que nos quedábamos se mantuviera firme.

El avión se fue a principios de mayo y nos quedamos solos los que éramos: Ravera el "meteo" y los radio Muiño y Klappenbach que vivían todos en el “wannigan” chico de los "meteo", apartados, al pie de la antena.

El resto de la dotación, éramos Néstor y yo solos en el “wannigan” de adelante y Gary, Franco, Cantini, Pelayo y Luna en el otro “wannigan” que, enormes y silenciosos, lo parecían más aún en la penumbra creciente de esos días y sin las charlas ni caminatas de los amigos, que habían regresado a sus casas y a sus vidas

En mi cuarto-enfermería, entre las estanterías, los medicamentos, los cajones con instrumental y el ro-perito que pasó a ser suficiente al no tener que compartirlo con nadie, nos quedamos yo y mi alma, con la cucheta de arriba vacía y en el otro extremo del “wannigan”, el cuarto-despacho de Néstor, cuya gui-tarra se escuchaba con frecuencia, pero que nos podíamos pasar una mañana entera sin hablarnos o podíamos perfectamente hacerlo desde nuestros cuartos por el total silencio, sin tener que levantar mu-cho la voz.

Como en un acuerdo tácito, todos nos dejamos crecer la barba, no todos con la misma suerte y a las pocas semanas se dejaron ver las enormes y tupidas, hasta las ralas, escasas y de pelos retorcidos que crecían con dificultad y junto con esto se liberó la rutina con horarios rígidos para las tareas. Desde entonces, las horas de almuerzo y cena fueron los únicos momentos fijos de reunión de todo el grupo.

Éramos tan pocos en las instalaciones, que éstas nos quedaban grandes y aún se palpitaba el recuerdo de tantos amigos que nos habían acompañado, por lo que el espacio parecía mayor y a veces vagába-mos como sonámbulos por la base, sin saber mucho que hacer, sufriendo la desorientación que provo-ca la penumbra. El sol se desperezaba cerca de las diez de la mañana, rodaba por el horizonte y a eso de las tres de la tarde se estaba recostando para desaparecer.

Si cuando recién llegamos nos molestó y desorientó la permanente luz solar, fue peor esta noche per-manente, con un tenue brillo en el horizonte.

Así, uno no sabe cuándo es tarde en la noche, o de mañana temprano y puede dormir en cualquier mo-mento, levantarse en la oscuridad y no saber si es de tarde o de mañana, si durmió todo el día o si fue un rato. Este caos temporal en general se acompaña de una sensación de depresión y tristeza provoca-da por el ocio y la soledad, e hizo que alguno sintiera la inutilidad de la permanencia en el sur y del sa-crificio de tantas horas de vida normal en nuestras casas, por una estadía que era solo vacío.

Comenzó a ser normal encontrar siempre gente en la cocina y el comedor, cocinándose un chorizo en el microondas, jugando un partido de ping-pong o con el Atari y podía ser a las tres de la mañana o a media tarde. En los dormitorios se podía encontrar gente durmiendo o cosiendo los calcetines a cual-quier hora y sólo los fines de semana, cuando los vecinos llegaban de visita a almorzar o a charlar, el ambiente se animaba, casi siempre gracias a nuestros queridos amigos rusos que en el tiempo frío

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están como peces en el agua y nos levantaban el ánimo.

También nuestros vecinos disminuyeron toda su actividad y si bien mucha gente se había ido al termi-nar las tareas científicas, como las otras bases son más grandes, sus dotaciones permanentes tienen mayor número de integrantes y las tareas también son mayores.

Como sabía que regresaría a casa en la mitad del invierno, comencé a abrir los libros de medicina y a tratar de recolectar material biológico para poder mostrar en casa y a mis amigos de Enseñanza Secun-daria, que me lo habían encargado.

Pero tantas horas de quietud y la escasa calefacción hacía que se me congelaran las rodillas, para lo cual el mejor método de calentamiento posible es el natural: la caminata, así que normalmente tenía una larga caminata por la mañana y otra por la tarde, aprovechando las horas de luz, subiendo y bajan-do cerros acompañado siempre de mi fiel bastón o “el palo de amansar osos” como decía Gary.

Pero lo más gratificante de toda esa época era el Ski Doo, con el que nos movilizábamos en nuestras salidas “por mandados” a las bases cercanas. Normalmente salíamos por el camino, subíamos el repe-cho y en vez de hacer la curva a la izquierda para bordear el Lago Uruguay, pasábamos alegremente por su superficie congelada a toda velocidad y continuábamos en la montaña rusa del camino, de baja-das y subidas, ahora convertido en pista totalmente blanca, hasta la base soviética. Era la mayor diver-sión teníamos, especialmente disfrutada por Gary, por Luna y por mí.

A nuestra llegada a Bellingshausen, los muchachos nos saludaban siempre, por supuesto sin saber quién era el piloto ya que con el abrigo, capucha y antiparras no quedaba nada a la vista y en mi caso me identificaban porque había prendido en mi campera los pins que había recolectado: multicolores, rusos, chinos, polacos, argentinos y chilenos, donde se podía ver el perfil de Lenin, la cara de Mao Tse Tung con la muralla atrás y caracteres chinos (que quien sabe que diría), o una banderita argentina, o un barco o alas de aviador que me habían ido regalando en las diferentes bases.

En una de esas excursiones a Marsh, me acompañó el “meteo” de la Fuerza Aérea de turno llamado Diego Ravera (ellos cambiaban cada tres meses) y en realidad se sentían muy identificados con los chilenos por ser colegas aviadores, por lo que si bien, con nuestra gente tenían la familiaridad normal, se sentían muy atraídos por la compañía de Barrientos, el jefe chileno y su gente, que seguramente los trataba muy bien.

En esa oportunidad se había hecho la noche luego de visitar a los rusos y a los chinos; hablamos con todo el mundo y pasamos del té de jazmín al vodka ruso casero. Afuera había una fuerte ventisca y -35ºC. Barrientos se ofreció a llevarnos de regreso a Artigas en uno de sus preciosos vehículos de nieve con aire acondicionado. Como Néstor me había pedido que no fuera a dejar el Ski Doo en otra base y como los chilenos estaban de cualquier manera invitados a cenar en Artigas, ellos llevaron al “meteo” Ravera en su vehículo y yo salí en la motonieve.

Lo primero que me pasó fue que a pocos metros de la salida, en un gran repecho, me metí en un enor-me colchón de nieve fresca recién caída, me enterré hasta el pecho y tuve que forcejear un rato para sacar la Ski Doo, puteando y jadeando por el esfuerzo. Iba a intentar nuevamente cuando me alcanza-ron los chilenos y me dice Barrientos: – Pero “dotore”, lo que tienes que hacer es acelerar a fondo y seguir derecho hasta arriba, `po.

Aceleré a fondo, mantuve recto el manubrio y la moto subió el repecho como una exhalación, arriba sólo era viento y nieve que volaba de izquierda a derecha, casi horizontal y las luces del Ski Doo ilumi-naban dos metros adelante de un blanco torbellino. Seguí al mango tratando de no desorientarme a pesar de lo uniforme del trayecto, guiándome por las bajadas y subidas que conocía tan bien, pero pasé tan cerca de los tanques de combustible soviéticos que estaban sobre la costa, que supe que estaba demasiado cerca del peligroso barranco. Rectifiqué el rumbo en el siguiente repecho, buscando con la vista las cañas que Petrel había hecho clavar durante el verano bordeando el camino, pero no las veía.

Creí que aún no había llegado a la zona donde debían estar clavadas, o de lo contrario, estaba des-orientado y viajando a 60 KM/h a ciegas, con el barranco de treinta metros de caída vertical a mi dere-cha, lo que me preocupaba, pero estaba tan embriagado por la velocidad y el viento cruzado, la nieve volando delante, que parecía que nada podía pasar... o que no me importaba.

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Como una visión vi pasar s una caña paradita a mi izquierda y luego otra más aún a mi izquierda… ¡estaba bordeando el precipicio! y estúpidamente estaba a punto de terminar mis días aplastado en el fondo de la playa.

Me aterré por lo que estaba haciendo, giré tan violentamente como pude a la izquierda y por un instante me pareció iluminar, cerca, muy cerca, el borde del barranco.

Con el corazón a mil y transpirando, seguí el camino a menor velocidad, guiado por el trayecto de ca-ñas y agradecido por la previsión de Petrel al haberlas puesto. Creo que estuve a poco más de un me-tro de mi final.

Llegué a Artigas temblando, me bajé del Ski Doo y fui hasta el comedor para avisar que los chilenos venían en camino. Estaban todos calentitos en el comedor y yo acalorado por mi derrame interno de adrenalina; Néstor me hizo notar que estaba totalmente blanco de la cabeza a los pies y tenía un blo-que de hielo en el bigote, del aliento congelado.

–Este doctor, como médico será bueno, pero para hacer locuras es mandado a hacer- Oí que decía, mientras me iba a pegar un baño. Ni me pasó por la cabeza comentar lo que había pasado o lo que estuvo por suceder.

Luego de un baño hirviente volví al casino y recién estaba llegando el vehículo chileno, con Barrientos escandalizado por la velocidad con la que yo había llegado. No tenía idea de lo escandalizado que es-taba yo, pues no me explico, con la cantidad de vidas que en mi profesión he visto truncadas por el ex-ceso de velocidad, que haya cometido esa locura. En fin, si fuera gato me quedaban solo tres vidas.

La otra tarea para la que usamos los Ski Doo fue para aprender a esquiar ya que nos tomábamos con fuerza de la parrillita posterior mientras nos remolcaba con los esquíes puestos glaciar arriba, por unos 500 metros.

En ese punto nos agrupábamos varios y nos dejábamos caer a velocidad creciente, pero en trechos cortos, pues nos caíamos permanentemente, cosa de lo más divertida para los que solo miraban. En base a muchos intentos fuimos mejorando la técnica, unos más, otros menos, siempre con Gary a la cabeza en materia de destreza y los demás detrás haciendo lo posible.

También usé el Ski Doo para despedirme de las otras bases el día el día antes a mi regreso a la civili-zación. Tenía la fecha “casi” (como siempre “casi“) confirmada del arribo de un Hércules de la Fuerza Aérea brasileña, donde vendría mi reemplazo, el Dr. Avelino (un veterano antártico de muchas misio-nes, algunas en condiciones muy duras, durante la fundación de Artigas). El avión me llevaría a la ciu-dad de Pelotas, Río Grande Do Sul y de allí a casita.

Con la “casi fecha” y siendo una comunidad tan pequeña y escasa de novedades para compartir, mi retirada resultó ser todo un acontecimiento, no solo en casa sino en el vecindario, por lo que la actividad se vio sacudida por dos o tres despedidas hechas en Artigas.

Primero fue con los colegas médicos Gustavo de Chile yang de China y los rusos Misha y Sergey, que vinieron una noche en patota, cenamos bromeamos, tomamos vino, cantamos y en la madrugada, co-mo final de fiesta, me sacaron en andas, me tiraron en un colchón de nieve solo vestido con pantalón y camisa de jean, me envolvieron en nieve y me llevaron en un vehículo a las afueras de Artigas desde donde tuve que volver corriendo con 10º C bajo cero. Claro que si eso me lo hubieran hecho cuando recién llegué a la Antártida, me tendrían que haber internado por hipotermia severa, pero a esta altura no fue más grave que abrigarme un poco cuando volví y seguir con la cantarola y el vino. Estaba dema-siado feliz con el regreso para molestarme por detalles.

Como decía, fue en Ski Doo que la noche anterior a mi partida (digo la noche porque no había luz, por más que hayamos partido a las 4 de la tarde) Esa noche salí a despedirme de los amigos de las demás bases cercanas acompañado por Gary y resultó ser una ocasión en la que el cielo estaba totalmente despejado y con impresionante cantidad de estrellas que iluminaban el camino. Sin viento, pero sin lu-na, marchamos primero a saludar a los chinos, que nos recibieron con muchas demostraciones de aprecio y regalos que aún conservo como tesoros, a pesar que no teníamos una relación tan estrecha y

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la visita fue breve. Volvimos los cuatro kilómetros que separan The Great Wall del grupo ruso-chileno, nos encontramos a Barrientos y me confirmo que el avión estaba en Punta Arenas, en condiciones de cruzar.

Los comentarios abundaron en detalles tales como que los pilotos eran primerizos en viajar a la Antárti-ca, que jamás habían piloteado un aparato como ése, que las condiciones del tiempo….

-que no te puedes ir porque te necesitamos “Dotore”- etc., etc.,

En verdad me preocuparon los rumores “jocosos”, conociendo lo difícil que es el aterrizaje en esta pista.

En la base rusa nos encontramos primero con los jefes, luego con los médicos y más tarde con los astrónomos. De cada uno me quedó un grato recuerdo: unos tremendos abrazos de oso, besos en las dos mejillas y la sincera expresión de un gran afecto mutuo que veníamos madurando desde los meses de conocimiento a pesar de que por el problema del lenguaje las charlas no eran muy fluidas(o quizás por eso mismo)

Al regreso, con la luna naciendo detrás del glaciar, el cielo estrellado magníficamente, el paisaje en blanco, los murallones negros de los cerros que caían a pique, el mar congelado, blanco y celeste, sin aves, sin árboles, sin pasto, sin viento que silbe: sentí que en ese momento la Antártida desplegaba todo su encanto y fascinación para despedirse de mí, para decirme adiós.

Apagué la motonieve, cautivado por el espectáculo que me provocaba una sensación de soledad y pe-queñez sobrecogedora. Acostumbrado al silencio y a los colores blancos, ese momento especial se pareció a una experiencia mística, donde la vacuidad de todo sonido era hasta dolorosa, era el SILEN-CIO TOTAL donde quizás Dios estuviera mirándome directamente a la cara, ese Dios que me había acostumbrado a percibir de tanto estar conmigo mismo en todos estos meses, el mismo al que recurrí para orar todas las noches desde que se enfermó Victoria de hepatitis.

Ahora, la última noche en esta blancura- soledad- silencio, donde el frío era solo un detalle, más la va-cuidad que me embriagaba y ese contacto esencial con lo verdadero que la Antártida me regalaba, co-mo recomendándome que nunca me olvidara de qué cosa es lo que en realidad importa y cuál es mi ínfima dimensión frente a lo verdadero, a la vez que magnifica dimensión como ser humano.

No recuerdo el tiempo que estuve en silencio, solo contemplando y compenetrándome de todo, hasta que Gary, también en actitud de recogimiento, comprendía lo que me estaba pasando y me sugirió –Vamos “Tordillo”, que me estoy congelando- . El debía permanecer seis meses más, quizás ese era su “mecanismo de defensa” y veía las cosas diferentes.

De toda mi estancia en el sur, este momento es el que recuerdo con mayor intensidad y lo hago de una forma muy vívida, como un encuentro directo con El Creador.

Por todo esto es que considero tan especiales los días de Ski Doo durante mi estancia antártica y su-pongo que fueron los que más cosas dejaron en mi interior.

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Capítulo XXVII

EL AGUA, EL HIELO, LA NIEVE

Tres hermanas, que son lo mismo, sólo que en diferentes presentaciones y que en este territorio son de permanente presencia, como yo no había visto nunca antes.

Porque cualquiera puede vivir en una playa frente al mar, es común, pero si a eso le agregamos que en la Base estábamos a pocos cientos de metros del Glaciar Collins, que no es otra cosa que la prolonga-ción del glaciar que cubre absolutamente toda la Isla Rey Jorge; millones de toneladas de hielo: no es tan común.

El hielo que recubre la isla es como una enorme cúpula, cuando llegamos fue lo primero que vimos des-de el avión- y casi lo único-, con las costas de piedra negra azotadas por el mar y las puntas más empi-nadas de los cerros que están al descubierto. En la Isla Nelson que está enfrente: lo mismo.

No hay que olvidar que el continente antártico, en la zona conocida como Antártida Mayor, tiene una altura promedio de cuatro mil metros de hielo sobre la tierra.

Como a nuestra llegada era verano, había muy poca nieve y se disponía en largas lenguas en lo más bajo de los pliegues de los cerros, marcando relieves, mientras se derretía bajo el sol del mediodía a uno o dos grados centígrados.... ¡brrr!

Dentro de estas presentaciones, hay variedades (como si se tratara de los sabores de una línea de helados); una es la sorpresiva precipitación de agua – nieve que te agarra en cualquier lado y pega en la cara con tal fuerza y “frialdad”, que duele y no se puede abrir los ojos.

En los viajes en la lancha Zodiac, no era raro encontrarse en el camino con hermosos icebergs, algunos enormes, de color blanco brillante o sucios de arena incrustada; otros diferentes, increíbles para noso-tros, de color celeste que cambian de tono según el ángulo desde el que se lo mire.

Del agua aparecían los bichos que a mí me resultaban más interesantes, los pingüinos que nadan co-mo flechas y caminan como patos. Las redondas focas marrones y blancas, que se tiraban en la arena, como señoras gordas tomando sol. Parecidos eran los gigantescos elefantes marinos machos, que en grupos se asoleaban en las playas más alejadas, cambiando la piel y formando una masa de carne que daba miedo.

Una de las tareas domésticas de Artigas, era hacer la maniobra de agua, el procedimiento por el cual se llenaban los depósitos bajo techo.

El día fijado se comenzaba acoplando los caños de PVC gruesos, celestes, que estaban fijos y que iban desde el Lago Uruguay hasta los depósitos, todos en declive para poder vaciarlos al terminar. Se prendía la bomba de agua y todo el mundo a vigilar que no se desconectara nada. Por último volver a desconectar los caños, con la esperanza de poder darnos nuestro bañito de dos veces por semana en el verano. Los caños debían quedar vacíos, para que no se congelara el agua en su interior y los rom-piera. En general se terminaba la faena embarrados hasta los pelos, pero en invierno no.

Durante el invierno, en una ocasión estábamos en la etapa final de desconectar los caños, cuando uno de los que me tocaba había retenido bastante agua y cuando lo abrí me saltó en el pecho, cerré los ojos esperando el frío terrible de la mojadura, pero el agua ¡había quedado pegada a mi parka, congela-

En invierno el glaciar se torna más amable, con superficie blanca impecable y blanda de nieve que cruje con los pasos pero que no te hace resbalar, no tiene el grave peligro de las grietas, que ya se congelaron y hasta podés esquiar en su lomo”.

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da y me la saqué como quien se sacude tierra!

El vapor de agua, que hasta ahora no había mencionado, tiene su historia ya que al respirar lo exhala-mos. Es la versión más tenue del agua, pero es agua. Por el mes de mayo, arribado el avión, salimos algunos de los “veteranos” a mostrarle los alrededores a un meteorólogo recién llegado y a un par de kilómetros de la base nos pescó una terrible ventisca con sensación térmica de cuarenta grados bajo cero (para nosotros “no problem”), pero con gran susto del “meteo”. Al regreso, con dificultades para ver el camino por el viento, llegamos sin problemas pero con una barrita de hielo en el bigote, producto de la congelación del aliento. Un buen bautismo de frío para el pobre “meteo”. Esa misma congelación la tuve más entrado el invierno varias veces más, cuando volvía absolutamente blanco de nieve buscando urgente un buen baño caliente.

El pañuelo mojado que alguien colgó de un alambre a la intemperie una tarde de sol y se olvidó de sa-carlo, a la mañana siguiente cuando lo fue a descolgar, cayó y quedó clavado en la nieve como una flecha, con el palillo pegadito en la parte de arriba.

Las estalactitas que comenzaron a aparecer cuando el frío se profundizó fueron motivo de admiración colectiva ya que del alero del techo en ocasiones colgaban largas agujas de hielo, paralelas entre sí y de la chimenea de la cocina de manera similar se formaban delicadas láminas de hielo en punta, que el viento moldeaba a capricho.

El glaciar, motivo de asombro y de una especie de orgullo local de Artigas, como si fuera nuestro, mos-traba diferentes aspectos, siempre relacionados a la época del año. En verano resbaladizo y duro de hielo puro, ocultando las grietas del deshielo, que angostas en la superficie eran profundas y anchas en lo hondo, como un cañón, con un torrente que lo orada y ruge corriendo al mar y al llegar al borde forma un chorro grueso que salta desde la pared de hielo con gran fuerza.

En invierno el glaciar se torna más amable, con superficie blanca impecable y blanda de nieve que cruje con los pasos pero que no te hace resbalar, no tiene el grave peligro de las grietas, que ya se congela-ron y hasta podés esquiar en su lomo.

Cuando nos pusimos los esquíes por primera vez, me acordaba del viejo dicho: “más difícil que recular en chancletas” y puedo asegurar que mucho más difícil es girar con esquíes, porque es imposible no pisar uno con el otro y... ¡al suelo!

Por último en esta mención al fenómeno del agua en la Antártida, traigo el recuerdo de las piedras chi-cas de hielo que en varias partes mencioné, que aparecen salidas de quien sabe que glaciar y de que iceberg, que una mañana luego de la ventisca, invaden la playa como un regalo para los ojos, como si la naturaleza o “Tata Dios” pidieran disculpas por la tormenta pasada.

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XXVII

EL REGRESO A CASA

Pocos momentos de esta estadía tuvo tanta carga afectiva como la expectativa del regreso, que como expliqué, siempre fue una fecha indefinida pues no hay vuelos regulares. Sólo se cuenta con los cruces de aviones de aquellos países establecidos con bases o estaciones científicas en la Antártida, que por abastecimiento o algún otro motivo, deben viajar hasta la base chilena Marsh.

Claro que en el invierno, las posibilidades de que alguien decida llegarse hasta la lejana Isla Rey Jorge es poco frecuente, así que una vez que el último vuelo uruguayo retornó a Montevideo a principios de mayo, comencé a preocuparme. Con el incremento de frío y nieve, empeoraban las condiciones para la navegación aérea (ni hablemos de navegación marina, pues si en verano el Puerto Fildes era visitado permanentemente por naves de mediano o pequeño porte, apenas empeoró el clima, desaparecieron). Cuando estuve en condiciones de volver al continente americano, el mar hacía semanas que perma-necía congelado hasta el horizonte que yo podía ver y seguramente mucho más allá.

Pero estaba previsto un viaje de miembros del Instituto Antártico Brasileño más o menos por la fecha de mi regreso y el dato se fue haciendo más firme y fuerte, tan fuerte como mis ansias de volver a casa. Supongo que siendo tan pocos en la base, mis compañeros de tantos meses, mis amigos de pequeñas aventuras por estos cerros, deben haber visto en mí los síntomas de ansiedad que antes yo también vi en otros que volvieron al país durante el desarrollo de esta campaña.

El colmo sucedió cuando reproché duramente a Gary frente a unos visitantes, por una simple broma que en otro momento no hubiera dado para más que una risa y que puso incómodos a todos los pre-sentes, sin mencionar la bronca de Gary...no creo que hayan bastado mis disculpas.

Poco a poco empecé a leer medicina, a seleccionar lo que iba a llevar y lo que dejaría. Gradualmente, lo que había sido una posesión valiosa dejaba de serlo; las novelas de la biblioteca ya no me interesa-ban; la lata que usaba de cenicero a falta de uno, tampoco, porque voluntariamente dejé de fumar hasta que llegara a Punta Arenas, para que los que quedaban no se vieran privados de los cigarrillos ya que yo iba a comprar deliciosos cigarrillos americanos en pocos días más, en lugar de tener que soportar los espantosos “cohetes” rusos. Tenían un aroma terriblemente fuerte y desagradable, con un filtro que era de las 2/3 del cigarrillo (para fumar con los guantes puestos) y que a pesar de lo cortos que eran, apenas se los podía terminar.

Hasta el bastón de caña que me acompañaba desde el principio, firme y ancho, de los mejores que se podían conseguir y al que le había hecho unos trenzados de hilo sisal, como refuerzos en el lugar de la mano y en el extremo inferior, quedó en segundo plano y si bien lo seguí usando hasta el día antes del embarque ya no fue lo mismo.

Me desbordaba la ansiedad de ver a Beatriz, escucharla, sentir su aroma, presenciar sus gestos tan conocidos; ver a Victoria luego de todos los momentos de angustia vividos por la hepatitis, encontrarla más madura, más alta y escuchar sus cuentos del liceo, de sus compañeros y quizás, de sus primeros coqueteos... (ejem)

Deseaba ya poder ayudar a Agustín con los deberes, pues sabía que no iba bien en la escuela y era mi ausencia que lo perjudicaba. Jugar y practicar karate con Guillermo, que le encantaba y que con Agus y Rafa practicaban en el Club Malvín y ese era el tema principal de nuestras charlas telefónicas.

“– ¡Es él! ¡Es papá que llegó!-” Y las corridas de piecesitos desnudos “-¡ Apurate mamá, que es papá, lo vi por la ventana”

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Necesitaba ver a “Memo” Rafael que, tuvo momentos difíciles en mi ausencia, que me extrañó mucho y que con sus traviesos cuatro años se subía al techo de la casa para saludar a los aviones que pasaban y pedirles que me trajeran de vuelta.

La esperanza se hacía dolorosa y el recuerdo de mis padres, la madre de Beatriz, Nenina y Alicia, mi cuñada, siempre tan cerca nuestro y el resto de la familia y de los compañeros fueron poblando mis pensamientos con más fuerza.

Comencé a coser mi vieja camiseta deportiva, bastante usada, pero que yo sabía que a Gary le gusta-ba y lustré la hebilla de bronce de un grueso cinturón de cuero. Cada vez que Néstor la veía, decía “-¡correa maestra! –“ . Y si bien nunca supe que era eso de “correa maestra”, el día antes de la llegada del avión, los reuní a los dos y le regalé a cada uno la cosa que pensé que le gustaría, a manera de despedida. Les di un abrazo y prometí visitar a sus familias, como tantos amigos me habían prometido - y cumplido- visitar a la mía. Luego seguimos con nuestras cosas.

El día que me comunicaron que el avión brasileño estaba en Puntas Arenas, me emocioné. A pesar que ya estaba despedido de todo el mundo, no lograba convencerme que realmente me estaba yendo y recé como nunca para que al día siguiente el Hércules pudiera cruzar sin problemas.

Esa noche la ventisca fue terrible y el viento azotó constantemente el “wannigan” y todo el tiempo se escuchaba el gemir del viento en los caños del agua y el golpeteo de las cuerdas en los mástiles vacíos de las banderas Era casi imposible entrar al baño, pues como el viento soplaba hacia el extractor de aire, cuando prendíamos la luz y se ponía en funcionamiento, el pobre aparato giraba al revés y el baño quedaba a varios grados bajo cero.

Pude dormir bien, pero persistía en mi interior el temor de que las condiciones climáticas impidieran que el avión llegara a la isla. Cuando salió el sol, a eso de las diez de la mañana, pude oír rugir los motores del Hércules cuando sobrevoló Artigas. La ventisca no permitía verlo, pero seguimos escuchándolo hasta que aterrizó en Marsh.

No podía creer que hubiera llegado en esas condiciones y los fantasmas de temor que me habían acompañado en la noche se disiparon. Con Néstor nos fuimos en el Snow Cat, (un hermoso vehículo de cuatro orugas, con cabina para dos personas, calefaccionada y una cajita abierta para el equipaje), que se usaba poco por miedo a romperla y que quedara inoperante por el resto del invierno, como hab-ía sucedido antes. Pero se comportó perfecto y a pesar de la nieve y el viento llegamos rápidamente a Marsh, con la tarea de recoger a mi colega y relevo, el Dr. Avelino. Mi equipaje que venía a la intempe-rie en ese corto trecho se había congelado y las valijas parecían de madera, por lo rígidas.

En el hotel de Marsh nos esperaba el Dr. Avelino, recién salido del avión que percibí como un monstruo negro y majestuoso entre la ventisca, a unos doscientos metros de donde estábamos. Mi colega lucía algo curioso con un gran gorro de gamulán cerrado herméticamente; pero se mostraba feliz de volver a la Antártida, al sitio donde ya había tenido varias campañas.

El lugar hervía de gente de la base chilena y de personas llegadas de Punta Arenas y de Brasil. Eran integrantes de la expedición, entre ellos varias jóvenes, contentas y alegres como son los brasileños, provocándonos una sensación extraña después de tanto tiempo de no ver mujeres. El grupo se comple-taba con periodistas, algunos de ellos inquisidores y malhumorados y con trabajadores de Marsh que volvían a Chile. El movimiento de gente nos recordó a una feria.

Regresamos a Artigas con mi colega, a quien apresuradamente le hice entrega de las existencias en la enfermería, le expliqué el protocolo que elaboré para caso de “zafarrancho de hombre al agua”, almor-zamos y volvimos a Marsh, ahora ya para irme. Sólo me acompañó Néstor y en un periquete estaba subido al avión con mi ropa de civil, con mi eterno gorro rojo y mi grueso gamulán, que me quedaba mucho más holgado que la última vez que lo había usado y mitones de lana, en lugar del equipo “Refrigy-wear” que había usado todo este tiempo y, ¡estaba cómodo y abrigado! a pesar de los 62 ºC bajo cero de sensación térmica que había en ese momento (que tenía jaqueados a los pobres brasile-ros a pesar de estar muy bien equipados).

Rugieron los motores, cerraron la puerta trasera de rampa y en el interior, los pasajeros sentados como en un “108 CARRASCO” a las siete de la tarde, apretados en los bancos largos hechos de correas ver-

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La despedida del Doctor González.

Arriba, de izquierda a derecha:

Gary Benavídes, “Radio Muiño”, el autor, “Radio” Klappenbach, el Jefe Néstor Rosadilla.

Abajo: “Meteo” Ravera, Cantini y Franco… y éramos todos en la base, salvo Luna y Pelayo, que no están en la foto.

El avión Hércules brasilero, aterrizado en la Base Marsh el día del regreso a casa. Con 32º bajo cero de sensación térmica…

En primera fila, el Snow-Cat uruguayo y a la derecha uno de Chile

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El hangar construidos en la Base Artigas, en 1990

Una vista de la Base Artigas, en 1990

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des. La máquina carreteó, levantó vuelo y yo me imaginaba pasando por encima del peñón enorme que hay en la cabecera de la pista que tan bien conocía.

El cruce del Estrecho de Drake, de 1000 kilómetros de ancho, llevó menos tiempo que la ida en el Fair-child. Iba sentado al lado de la suegra de Barrientos, que regresaba de ver a sus nietos; una señora encantadora, que practicaba esquí y muy decidida para hacer ese tipo de viaje, no demasiado fácil para una mujer de casi 70 años. Me contó que era oriunda de Puerto Montt y que por lo tanto adoraba a Los Iracundos, que hicieron una canción a su ciudad.

A la llegada a Punta Arenas, encontramos otra ciudad, diferente a la que conocimos a la ida. Era noche a las cinco de la tarde; nos esperaba Natalia Caro con su camioneta. Empezamos a rodar lentamente por las calles congeladas y percibimos el terror de la pobre mujer que en las bajadas llevaba el vehículo frenado, pero éste seguía adelante como si nada y cruzándose peligrosamente de lado en la ruta.

El hotel, es el mismo para todos los pasajeros de ese vuelo y el mismo en que habíamos estado aloja-dos a la ida. Lo primero que hice fue recorrer la ciudad, ver árboles, perros, autos normales, carteles de neón, vidrieras y gente común hispano parlante caminando por las veredas. Veredas y calles que no veía desde hace seis meses.

En el primer quiosco que encontré compré un paquete de Chesterfield Filtro, extra largos y con enorme placer comencé a saborear el aroma mientras caminaba por Punta Arenas, mirando vidrieras y patinan-do a cada rato en las veredas; me salteé un semáforo por la falta de costumbre y recibí el primer boci-nazo de la civilización, de un pobre conductor que sin poder frenar se veía llevándome por delante.

Cuando regresé al hotel, el lugar parecía una feria, como siempre que hay brasileños cerca y estaba lleno de hombres y mujeres hablando animadamente, bailoteando y proyectando paseos. El avión re-gresaba al día siguiente a Marsh como parte de una práctica de los pilotos. Entonces nos iríamos pasa-do mañana a la ciudad de Pelotas.

Esa noche fui al restaurante recomendado por Balbino, a comer “bife a lo pobre”, un plato compuesto por un gran churrasco con varios huevos fritos encima y papas fritas. No probaba manjar así desde mi partida de Montevideo y me sirvieron abundante, todo regado por un vino Cabernet Sauvignon muy ri-co. Pero la carne me desilusionó; no me acordé que viniendo de Uruguay uno es muy exigente con la carne.

Esa noche me costó dormir por la ansiedad del retorno y nos quedamos charlando un rato con el avia-dor compañero de cuarto. Había ido a Artigas a reparar la antena de radio y regresaba a Montevideo en ómnibus. Al día siguiente era domingo. Recorrí parte de la ciudad solo y a pie y en el monumento al Indio Patagón, un enorme mamotreto de bronce de un indio sentado a los pies de Magallanes, que todo el mundo visita como un rito de los que van de paso por Punta Arenas, me encontré con mis compañe-ros de viaje brasileños, que muy simpáticos me invitaron a seguir con ellos, pensando que yo era un experto en esa ciudad, (cuando en realidad solo había pasado por allí una vez seis meses antes), pero seguimos juntos. Entre hombres y mujeres éramos una docena. Subimos al cerro para tener una buena vista de la ciudad y poder disfrutar de esos techos a dos aguas, de las calles limpias y tranquilas y del movimiento en el puerto sobre el Estrecho de Magallanes.

Por ser domingo había pocos negocios abiertos, no así la zona franca a la que fui caminando, pensan-do en comprar algún recuerdo para los míos y lo hice caminando para cansarme y calmar la ansiedad, pero lo que logré fue un dolor de piernas y de glúteos impresionante por culpa de los diez kilómetros entre ida y vuelta por las veredas congeladas y resbaladizas, -¡se me ocurre cada cosa! -

El bus que nos traslada al aeropuerto nos pasaría a buscar a las seis de la mañana, así que me fui a la cama temprano para no dormirme; también avisé a la recepción del hotel que me llamaran a las cinco; pero era tanto el temor que tuve de despertarme en la mañana y que el avión ya se hubiera ido, que no pegué un ojo en toda la noche.

Fui de los primeros en estar listo con mis bultos en el lobby del hotel, bañado y desayunado. Tuve una larga espera por el resto de los pasajeros. Además de mis dos grandes valijas mi equipaje se completa-ba con tres grandes cajas de equipo del Instituto Antártico, lo que hacía imposible que me movilizara

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con todo en forma simultánea. Nuevamente pasé por Punta Arenas siendo lo más parecido a un baga-yero que se pueda uno imaginar, porque caminaba unos pasos con las valijas, las dejaba, volvía por las cajas y así.

Volar en el Hércules era como hacerlo en un enorme galpón alado; iba poca gente, el mobiliario eran solamente las bancas de aluminio con correas, colocadas a lo largo del aparato y en el fondo del avión, haciendo una pila sostenida por redes, bultos y equipaje. Afortunadamente estaban a mano, porque en un movimiento brusco se me rajó el pantalón en la entrepierna desde la bragueta hasta la presilla del cinturón y pude recurrir a las valijas para cambiarme y por supuesto, lo único que tenía era el pantalón y la chaqueta del equipo corta- viento, muy bueno para los 10 o 15 ºC bajo cero, pero no para este viaje, de manera que me esperaban muchas horas de calor.

Las siguientes seis horas fueron una rara sinfonía de ruido muy fuerte, de ventanillas demasiado pe-queñas, de dormir en los bancos, comer, de batucadas y de cantar La bamba a voz en cuello.

El aterrizaje no fue en Pelotas sino en Porto Alegre, por problemas meteorológicos poco creíbles luego de venir de bajar en Marsh bajo ventisca. La tarde era demasiado húmeda y el calor resultó agobiante para alguien que venía del hielo. Tras luchar con mis bultos, enfilé en un taxi a la Rodoviaria donde mi-lagrosamente encontré un ómnibus TTL que salía a Montevideo en dos horas. Comí algo, embarqué mis bártulos y ¡sólo me faltaba empujar para que saliera más rápido!

¡Qué maravilla! la deslumbrante luz de julio en Porto Alegre, los fuertes ruidos de la ciudad me asom-braban, el tránsito me daba sensación de vértigo al ver los vehículos grandes y pequeños compartir las calles a todo ritmo porque me parecía que iban a chocar, los fuertes olores, casi todos desagradables. Humo, comida, algún perfume, estuve seis meses aletargado y me iba despertando de a poco, pero todo me resultaba fuerte, violento, hediondo. Y esa sensación duraría varios días….

Cómodamente instalado en el bus, descalzo, en camiseta y con el maldito pantalón corta-viento, que al sentarme se hinchaba por el aire que demoraba en expulsar y me daba un calor insoportable, no me vi impedido de dormir los cientos de kilómetros hasta la frontera del Chuy. En la aduana me miraban con ojos desorbitados el montón de paquetes que traía, hasta que mostré el certificado del Instituto, lleno de sellos oficiales y se terminó el problema.

En ese punto empecé a rebobinar paisajes conocidos a través de la ventanilla en plena noche de julio: Santa Teresa y tantas vacaciones pasadas allí; Pan de Azúcar y el camino por el que tantas veces con-duje de vuelta de las vacaciones; más adelante la Ciudad de la Costa; parecía mentira volver a ver el Hotel Carrasco. Le decía a una chica uruguaya que venía desde Porto Alegre a visitar a la familia:

–Desde hace seis meses que no veo a mi mujer ni mis hijos, seguro que me están esperando en la rambla en la esquina de casa, ¡qué ganas tengo de llegar de una vez!-

Cuando el ómnibus paró en la esquina de casa a las cinco de la mañana de ese invierno, bajé los bul-tos, miré los edificios tan conocidos de mi barrio, el silencio, la humedad de la calle y las luces de los faroles con un halo a su alrededor por la niebla y no había nadie. Claro, Salí de Artigas hace tres días y sabrán que llego pero imposible saber la hora, además me esperan viniendo de Pelotas, no de Porto Alegre, así que comencé a subir las valijas, las dejaba, volvía por las cajas, cada vez con mayor rapi-dez, subía las cajas, volvía por las valijas, hasta que llegué a la puerta y estaba todo apagado y no qui-se llamar hasta traer las valijas que habían quedado atrás en la vereda, después de tanto tiempo re-trasé hasta lo último el placer de verlos, de abrazarlos. Volví con las valijas y cuando llegué habían prendido la luz, habían escuchado el ruido al dejar los bultos y en un momento las luces prendidas, el ruido de las llaves, las vocecitas.

– ¡Es él, es papá que llegó!-

Y las corridas de piecesitos desnudos

-¡Apurate mamá que es papá, lo vi por la ventana!-

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Dr. Osvaldo González Contrera

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Edición Digital realizada por el Instituto Antártico Uruguayo Biblioteca “Profesor Julio C. Musso” Web: www.iau.gub.uy - mail: [email protected] Av. 8 de Octubre 2958 - CP 11600 - Montevideo, Uruguay. Enero 2011

Con el apoyo de la Asociación Civil Antarkos “Apoyamos a Uruguay en la Antártida”

Web: www.antarkos.org.uy - mail: [email protected]

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Dr. Osvaldo González Contrera

Dotación 1990 141

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MEMORIAS DE ALLA, DEL FRIO Crónicas de un uruguayo en la Antártida

Dr. Osvaldo González Contrera

Médico de la Base Artigas en 1990

Edición Digital realizada por el Instituto Antártico Uruguayo

Biblioteca “Profesor Julio C. Musso”

www.iau.gub.uy - 2011

El lector, una vez que se introduce en las vivencias relatadas en este libro, las vive como aventuras propias, compenetrándose con los personajes, que sin dejar de ser originales de aquella dotación de 1990, son los personajes típicos de cada grupo humano que desarrolla actividades en las duras condiciones de vida de las bases antárticas.

El lado humano del relato, la descripción de la naturaleza y la combinación de la presencia humana en medio de ese entorno puro, trasmiten las vivencias de todos los antárticos que viven el proceso de deslumbramiento inicial, adaptación al entorno y el sentir de pertenencia que se adquiere al pasar varios meses allí.

El autor confirma ese sentimiento extraño que muchos han intentado trasmitir: mientras estamos en la Antártida, deseamos estar con nuestra familia y los seres queridos, mas al partir, sufrimos y luego, la añoramos de por vida cuando estamos lejos de ella...

Cnel. Waldemar Fontes Instituto Antártico Uruguayo