Memorias de Ultratumba 2

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 MEMORIAS DE ULTRATUMBA POR EL VIZCONDE DE CHATEAUB RIAND TOMO II  TRADUCIDA AL CASTELLANO. MADRID, 1849 CONDICIONES DE SUBSCRIPCIÓN. Todos los días se publican dos pliegos, uno de cada una de las dos secciones en que está dividida la Biblioteca, y cada pliego cuesta dos cuartos en Madrid y diez maravedíes en provincia, siendo de cuenta de la empresa el porte hasta llegar los tomos a poder de sus corresponsales. Las remesas de provincias se hacen por tomos; en Madrid puede recibir el suscriptor las obras por pliegos o por tomos, a su voluntad. Para ser suscriptor en provincia basta tener depositados 12 rs. en poder del corresponsal.

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MEMORIAS DE ULTRATUMBA

POR EL VIZCONDE DE CHATEAUBRIAND 

TOMO II 

TRADUCIDA AL CASTELLANO.MADRID, 1849

CONDICIONES DE SUBSCRIPCIÓN.

Todos los días se publican dos pliegos, uno de cada una de las dos secciones en que está

dividida la Biblioteca, y cada pliego cuesta dos cuartos en Madrid y diez maravedíes en provincia,siendo de cuenta de la empresa el porte hasta llegar los tomos a poder de sus corresponsales.Las remesas de provincias se hacen por tomos; en Madrid puede recibir el suscriptor las obraspor pliegos o por tomos, a su voluntad. Para ser suscriptor en provincia basta tener depositados12 rs. en poder del corresponsal.

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PRIMERA PARTE

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Mis ocupaciones en provincia.— Muerte de mi hermano.— Desgracias de mi familia.— DosFrancias.— Cartas de Hingant.

Con las excursiones que empecé a hacer a caballo, recobré algunas, fuerzas y se restablecióun poco mi salud. La Inglaterra, vista con detención, era triste, pero me hechizaba: en todaspartes se me ofrecían los mismos objetos y los mismos paisajes. El estudio endulzóprincipalmente mis pesares: bien hacia Cicerón en recomendar el comercio de las letras en lasaflicciones de la vida. Las mujeres estaban contentísimas con haber encontrado un francés aquien hablar en su lengua.

Las desventuras de mi familia, que supe por los periódicos, me obligaron a descubrir mi

verdadero nombre (pues me fue imposible ocultar mi dolor), y aumentaron el interés de aquellagente en favor mío. Los papeles públicos anunciaron la muerte de Mr. de Malesherbes, la de suhija la señora presidenta Rosambo, la de su nieta la señora condesa de Chateaubriand, y la delconde de Chateaubriand, esposo de esta y hermano mío, inmolados juntos el mismo día, a lamisma hora y en el mismo cadalso; Mr. de Malesherbes era un objeto de veneración para losingleses, y mi alianza con el defensor de Luis XVI hizo subir de punto la benevolencia con que metrataban mis huéspedes.

Por mi tío Mr. de Bedée supe las persecuciones que sufrían mis demás parientes. Mi ancianae incomparable madre se había visto precisada a subir a una carreta con otras victimas, y a pasar desde el fondo de Bretaña a los calabozos de París, para compartir la suerte de aquel hijo a quien

tanto había amado. Mi esposa y mi hermana Lucila aguardaban su sentencia en los calabozos deRennes, desde los cuales se pensó trasladarlas al castillo de Combourg, convertido en fortalezadel estado, culpándose a su inocencia por el crimen de mi emigración. ¡Qué valían nuestrasaflicciones en tierra extraña comparadas con las de los franceses que residían en su patria!

Y sin embargo, ¡qué desgracia no era saber, en medio de los padecimientos del destierro,que aquel destierro mismo servía de pretexto para perseguir a nuestros allegados!

La sortija que recibió en arras mi cuñada cuando se casó la encontraron hace dos años enmedio del arroyo de la calle Cassette. Estaba rota cuando me la llevaron, y sus dos arillospendían abiertos y enlazados uno con otro; pero aun se leían perfectamente los nombres en ellosgrabados. ¿Cómo pareció esta sortija? ¿En qué sitio y época se perdió? ¿Pasó la víctima, que

estaba presa en Luxemburgo, por la calle Cassette al marchar al suplicio? ¿Dejó caer el anillodesde la carreta, o se lo quitaron del dedo después de la ejecución? El aspecto de aquel símbolo,que por su quebradura y su inscripción evocaba en mi mente tan crueles recuerdos, meenterneció en extremo. Parecía que mi cufiada me lo enviaba misteriosa y fatídicamente desde lamorada de los muertos, en memoria suya y de su hermana. ¡Ojalá que no sea fatal para su hijo aquien se lo he enviado!

Chere orphelin, image de ta mére,

au ciel pour toi je demaude ici-bas

les jours heureux retranchés a ton pére

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et les enfans que tan oncle n‘a pas 1.

Esta mala cuarteta forma con otras dos o tres el único regalo de bodas que pude hacer a misobrino en la época de su enlace.

Otro monumento me queda también de aquellas desgracias. Véase lo que me ha escrito Mr.de Contencin, quien encontró en los archivos de París la orden expedida por el tribunal

revolucionario para que mi hermano y su familia fuesen al cadalso.

«Señor vizconde:

«Es una especie de crueldad el resucitar en un alma que ha padecido mucho,el recuerdo de las desgracias que mas dolorosamente la afectaron. Esta idea meha hecho vacilar algún tiempo antes de ofreceros un documento harto triste, quedurante mis indagaciones históricas he encontrado. Es una fe de difunto, firmadaantes de la muerte, por un hombre que se mostró tan implacable como ella,siempre que encontraba reunidos en una sola cabeza el mérito y la virtud 

«Desearé, señor vizconde, no causaros un excesivo disgusto, al añadir a losarchivos de vuestra familia un título que despierta tan crueles memorias.Suponiendo que tendría interés para vos, puesto que para mí tenia subido preciome he resuelto por fin a enviároslo. Si no he obrado indiscretamente, me daré undoble parabién, puesto que hoy me ofrece este paso la ocasión de expresaros lossentimientos de profundo respeto y de admiración sincera que hace mucho tiempome habéis inspirado, y con los cuales soy señor vizconde.

«Vuestro humilde y obediente servidor.

«A. DE CONTENCIN.

«Palacio de la Prefectura del Sena.

«París 23 de marzo de 1835.»

He aquí mi contestación á esta carta:

«Muy señor mío: A petición mía se habían ya buscado en la Santa Capilla las piezas del proceso dé mi infeliz hermano y de su esposa; pero no estaba entreellas la orden que vos ¿sabéis tenido la bondad de «aviarme. Ella y otras muchashabrán sido ya presentadas con sus borrones y sus nombres estropeados ante el tribunal de Dios, donde le habrá sido forzoso a Fouquier reconocer su firma. ¡Esos

son los tiempos que hoy se echan.de menos, y sobre los cuales se escriben tomosenteros de admiración! Por lo demás la suerte de mi hermano me causa envidia,que al fin ya salió hace largos años de este triste mundo. Os doy infinitas gracias por la estimación que me manifestáis en Vuestra noble y hermosa carta, y ruegosque creáis en la sinceridad de mi distinguida consideración, con la cual tengo el honor de ser, etc.»

La orden de muerte citada es especialmente notable, porque prueba la ligerezacon que entonces se ajusticiaba, hay nombres con la ortografía equivocada, y otrosestán completamente borrados. Estos vicios de forma, que bastarían para invalidar la sentencia más insignificante, no detuvieron á los verdugos; solo se fijaban sus

 pensamientos en la puntualidad de la ejecución; a las cinco en punto.

1 «Huérfano amado, de tu madre imagen; ¡ójala te guarde el cielo la dulce vida que a tu padre negó, y la tierna proleque me niega a mí!»

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El documento auténtico es este; lo copio letra por letra:

EJECUCIÓN DE SENTENCIAS CRIMINALES,

Tribunal revolucionario,

«El ejecutor de las sentencias criminales acudirá con puntualidad a la casa de justicia de la Conserjería para llevar a efecto la que condena a Mousset,d‘Esprémenil, Chapelier, Thouret, Ilell, Lamoignon, Malesherbes, la mujer deLepelletier Rosambo, Chateaubriand y su mujer (el nombre propio está borrado y no se puede leer) la viuda Duchatet, la mujer de Grammont, ex duque, la mujer deRochechuart (Rochechouart) y Parmentier, total 14, a la pena de muerte. Laejecución tendrá efecto hoy a las cinco en punto, en la plaza de la Revolución deesta capital.

«El acusador público, H.Q. FOUQUIER.

«Dado en el tribunal, a 3 de floreal del año segundo de la república francesa.

«Dos carretas.»

Las ocurrencias del 9 de thermidor salvaron a mi madre, la que quedó, sin embargo, olvidadaen la Conserjería, en donde la encontró el comisario convencional. «¿Qué haces ahí, ciudadana?le dijo. ¿Quién eres? ¿Por qué no le has ido?» Mi madre contestó que habiendo perdido a su hijo,no pedía noticias de nada, y que le era indiferente morir allí o en cualquiera otra parte. «Peroacaso tendrás otros hijos», replicó el comisario. Entonces nombró mi madre a mi esposa y mishermanas presas en Rennes. Diose orden para ponerlas en libertad, y se obligó a mi madre asalir de su calabozo.

En ninguna historiado la revolución se ha cuidado de poner el cuadro de la Francia exterior  junto al de la Francia interior; de pintar aquella gran colonia de desterrados que iban variando deindustria y de padecimientos, según variaban los climas y las costumbres de los diversos pueblosa que se acogían.

Fuera de Francia, todo se hacia por individuos: metamorfosis de profesiones, afliccionesoscuras, sacrificios sin ruido y sin recompensar una idea fija se destacaba sin embargo de estaconfusión de individuos de todas clases, de todas edades y de todos sexos la de la antiguaFrancia viajando con sus preocupaciones y con sus leales, corno.cu otro tiempo la iglesia de Dios,errante sobre la tierra con sus virtudes y con sus mártires.

Dentro de Francia se consumaba todo por masas; Barrére anunciaba a un tiempo degüellos y

conquistas, guerras civiles y guerras extranjeras y a la par ocurrían los combates gigantescos dela Vendés y los de las orillas del Rin; se derrocaban los tronos al estruendo de los pasos denuestro ejército; se hundían nuestras escuadras en los mares; el pueblo desenterraba a losmonarcas en San Dionisio, y arrojaba el polvo de los reyes muertos al rostro de los reyes vivospara cegarlos: y la nueva Francia, enaltecida con sus modernas libertades, y orgullosa hasta consus crímenes, se asentaba en su propio terreno e iba ensanchando sus fronteras, doblementearmada con el hacha del verdugo y la espada del saldado.

En medio de mis pesadumbres de familia llegaron a tranquilizarme acerca de la suerte deHingant algunas cartas suyas, notables por más de un concepto En setiembre de 1790 meescribía lo siguiente: «Vuestra carta de 23 de agosto está llena de tierna sensibilidad. Se la heenseñado a algunas personas y les ha hecho llorar. Tentaciones tenía de decirles lo que Diderotdo J.J. Rousseau cuando fue éste a visitarlo en su encierro de Vincennes: \Mirad cómo mequieren mis amigos! Mi enfermedad no ha sido realmente más que una de esas calenturasnerviosas que hacen padecer mucho, y que no tienen mejores médicos que el tiempo y lapaciencia. Estando en cama me entretenía en leer algunos estrados de Fedon y de Timeo, libros

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que abren las ganas de morir. Algunas veces decía cuino Calón.

¡It mus be so, Plato! ¡Thou reason'st vell! 

Me forjaba ideas sobre mi viaje, como pudiera sobre otro a las Lidias Orientales, y pensabaen la multitud de objetos nuevos qué debía ver en aquel mundo de los espíritus (según lo llamaba

Sweden-borg), y sobre todo, en que el camino estaría exento de fatigas y de peligros.

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Carlota.

 A cuatro leguas de Beccles, y en una población, pequeña llamada Bungay, vivía el reverendoministro anglicano, Mr. Ibes, gran helenista y matemático. Tenía una esposa joven todavía, yencantadora por su rostro, su conversación y sus modales, y una hija única, que a la sazóncontaba quince años. Me presentaron en su casa, y fui recibido por aquella familia mejor que por ninguna otra de la población: todavía se conservaban allí las antiguas tradiciones inglesasrespecto a beber, y se pasaban dos horas de sobremesa después de retirarse las mujeres. Mr.Ibes, que había estado en América, gustad de referir sus viajes, de oír la relación de los míos y dehablar de Newton y de Homero. Su hija, que por agradarle había adquirido una vasta erudición,era además excelente profesora de música, y cantaba como hoy canta Mme. Pasta. A la hora detomar el té volvía a presentarse en el comedor, y deleitaba con sus armonías el sueño delanciano ministro: yo la escuchaba silenciosamente, apoyado en una esquina del piano.

Concluida la música, solía la young lady interrogarme acerca de Francia y de la literatura, yme pedía planes a que arreglar sus estudios: deseando particularmente conocer los autoresitalianos, rae suplicó le diese algunas notas sobre la Divina Comedia y la Gierusalemme. Poco a

poco fui sintiendo la tímida influencia de un afecto nacido todo del alma; a las floridianas lasayudaba en su tocado; pero estando con miss Ibes, no me hubiera atrevido siquiera a levantar delsuelo un guante suyo, y hasta me costaba rubor el traducir con ella algún trozo del Tasso; conDante, genio casto y varonil, me hallaba mas a gusto.

Mi edad y la de Carlota Ibes concordaban entre sí. En todas las relaciones que se forman a lamitad de la vida, entra siempre una- parte de la melancolía; sino data el conocimiento desde losprimeros años, los recuerdos de la persona amada se desprenden de aquellos días en que serespiró sin conocerla; días que, perteneciendo a otra sociedad, causan dolor a la memoria y estáncomo segregados de nuestra existencia. Y si a esto se añade alguna desproporción de edad,entonces crecen los inconvenientes: el mas viejo comenzó a vivir antes que el mas joven viniera

al mundo, y éste se halla destinado a existir solo también: el uno atravesó una soledad mas acáde una cuna; el otro atravesará otra mas allá de la tumba: lo pasado fue un desierto para elprimero, y lo porvenir lo será para el segando. Es muy difícil amar con todas las condiciones desuerte, juventud, belleza, oportunidad y armonía de corazón, de afecciones, de carácter, degracias y de años.

Resultas de haberme caído de un caballo, durante aquel invierno, pasé una temporada encasa de Mr. Ibes. Los sueños de mi vida comenzaron a desvanecerse ante la realidad, miss lvesse fue haciendo cada vez mas reservada, cesó de llevarme flores y no volvió a cantar.

Si me hubiesen dicho que había de pasar el resto de mi vida en la mayor oscuridad y en elseno de aquella solitaria, familia, me habría muerto de gozo; al amor solo le falta la estabilidad

para ser al mismo tiempo el Edén antes del pecado, y el Hosanna sin fin. Lógrese que dure labelleza, que se conserve la juventud, que el corazón no pueda cansarse y fe reproducirá el cielo.Tan cierto es que en el amor se encierra la felicidad soberana, cuanto que su quimera es el vivir eternamente; no pronuncia juramentos que no sean en la intención convocables; a falta de susgoces, quiere eternizar sus dolores: ángel caído, habla todavía el idioma a que estaba

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acostumbrado en la morada incorruptible; sus esperanzas se cifran en no cesar jamás; y enmedio de su naturaleza y de su doble ilusión terrena, pretende perpetuarse con inmortalespensamientos y con generaciones interminables.

Íbase acercando, con gran consternación mía, el momento de despedirme. La víspera del díaseñalado para mi marcha reinó gran tristeza en la comida. Mr. es se retiró a los postres;llevándose a su hija, y dejándome lleno de asombro con Mme. Ibes, la que daba visibles muestrasde turbación. Creí que iría a reconvenirme por una inclinación de que yo no le había dicho una

palabra, pero que ella podía fácilmente haber descubierto. Me miraba ruborizada y con los ojosbajos, en actitud tan seductora, que seguramente no existe ningún sentimiento que en aquelinstante no hubiera podido ella reclamar para sí misma. Venciendo por fin el obstáculo que leimpedía el habla: «Caballero, me dijo en inglés, ya veis mi confusión, no sé si Carlota os agrada,pero es imposible engañar a una madre; mi hija os tiene indudablemente cariño. Miss Ibes y yohemos -conferenciado sobre esto; nos convenís por todos conceptos, y creemos que liareis feliz anuestra bija. Os halláis sin patria, acabáis de perder vuestros parientes, y han sido vendidosvuestros bienes: ningún motivo, pues, os llama a Francia. Hasta tanto que recojáis nuestraherencia, podréis vivir con nosotros.»

De cuantas aflicciones había yo sufrido hasta entornes, aquella fue la mayor y la mas viva.Caí de rodillas a los pies de Mine. Ibes, y cubrí sus manos de besos y lagrimas. Creyendo ellaque mi llanto era de júbilo empezó también a sollozar de gozo, y alargó el brazo para tirar de lacampanilla. Ya llamaba a voces a su esposo y a su hija: «¡Deteneos, exclamé; estoy casado!» Aestas palabras perdió el sentido.

Salí de la estancia, y sin volver siquiera a mi cuarto emprendí mi viaje a pie. En Beccles toméel correo para Londres, después de escribir a Mme. Ibes una carta, de la que siento ahora nohaber guardado copia.

Me queda de este suceso el recuerdo más dulce, más tierno, mas impregnado ensentimientos de gratitud. La familia de Mr. Ibes es la única, que me ha querido bien» y que me haacogido con verdadero afecto antes de mi celebridad. Pobre, oscuro, proscrito, privado de

seducciones y de. belleza, se me ofrecieron de pronto un porvenir seguro, una patria, una esposaencantadora que me sacase de mi aislamiento; una madre, ras tan hermosa como ella, quehiciera las veces de mi anciana madre; un padre instruido, afectuoso y amigo de las tetras, parareemplazar al padre de que me había privado el cielo. ¡Y con que compensaba yo todo esto! En lapreferencia que se me otorgaba, no podía influir ilusión ninguna, y debo creer que la dictaba elamor. Desde entonces solo otra vez he sido objeto de un afecto bastante elevado para inspirarmeigual confianza. Por lo que hace al interés con que al parecer se me ha mirado luego, nunca hepodido averiguar si se fundaba o no en el barniz de causas externas, en el atronador estruendode la fama, la prestada pompa de los partidos, o el brillo propio de toda alta posición política oliteraria.

Pasando ahora a otras consideraciones, mi matrimonio con Carlota hubiera alterado

completamente mi destino en el mundo: perdido en un condado de la Gran Bretaña, me hubieraconvertido en un gentleman cazador; nunca habría brotado una sola palabra de mi pluma, y hastase me hubiera olvidado mi lengua, porque entonces escribía yo en inglés, y con forma inglesacomenzaban las ideas a presentarse en mi mente. ¿Hubiera perdido mucho mi patria con midesaparición? Si me fuera dable prescindir de los momentos que me han servido de consuelodiría que, en lugar de los días agitados que me han cabido en suerte, contaría hoy numerososdías de calma. ¿Qué me importaran entonces el imperio, la restauración, las divisiones y lasluchas de Francia? Nadie me hubiera obligado una y otra mañana a paliar faltas, a combatir errores... ¿Será o no cierto que tengo un talento positivo, y que ha merecido este talento elsacrificio de mi vida? ¿Iré más allá de mi tumba?

Y si voy, ¿habrá, en m dio de la transformación que se está verificando, y en un mundo queno es el mío y que piensa en cosas harto distintas, habrá en ese mundo un público que me oiga?¿No pasaré por un hombre de otros siglos, incomprensibles para las generaciones presentes?¿No serán mis ideas, mis sentimientos y hasta mi estilo cosas cansadas y envejecidas para ladesdeñosa posteridad? ¿Podrá mi sombra decir como la de Virgilio a Dante: Poeta fui et cantai ,

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«fui poeta y canté?...

Vuelta a Londres.

No encontré mi perdida tranquilidad en Londres, a dónde volví prófugo de mi destino, comoun malhechor de su crimen. ¡Cuán dolorosa debía haber sido para una familia tan digna de mishomenajes, de mi respecto y de mi gratitud, el recibir aquella especie de desaire del hombredesconocido a quien había ella acogido y franqueado nuevos hogares, con una sencillez y unafalta de recelo y precauciones propias solo de las costumbres patriarcales! Me figuraba lapesadumbre de Carlota y la justas reconvenciones que su familia podía y debía dirigirme; porqueyo, en suma, me había abandonado con cieno deleite a una inclinación de cuya insuperableilegitimidad estaba convencido ¿Traté por ventura vagamente de llevará cabo una seducción, sindarme cuenta de mi vituperable conducta? En este caso, ya fuera que me detuviese, como lohice, por no faltar a la honradez, ya que salvara el obstáculo para abandonarme a una propensiónanticipadamente mancillada por mi conducta, el objeto de aquella seducción estaba predestinadoal dolor o al arrepentimiento, solo por mi culpa.

De tan amargas reflexiones pasaba mi espíritu a otro orden de ideas, no menos llenas deamargura, y maldecía mis bodas, que según la falsa luz de mi entendimiento, muy enfermo a la

sazón, me hablan apartado de mi verdadero camino y me privaban de la felicidad. No advertíaque por razón de mi naturaleza irritable y de las novelescas nociones de libertad que profesaba,mi enlace con miss Ibes hubiera sido para mí tan penoso como cualquier otra unión másindependiente.

Una sola cosa se conservaba pura y hechicera, aunque triste, en mi mente; la imagen deCarlota, que siempre calmaba al fin mi irritación contra la suerte. Cien veces tuve impulsos devolver a Bungay, no para presentarme a aquella afligida familia, sino para ver pasar a Carlota,escondido junto a un camino, para seguirla al templo en que adorábamos al mismo Dios, ya queno en el mismo altar, para ofrecer a aquella mujer el indescriptible ardor de mis votos,haciéndolos atravesar el cielo, para pronunciar, mentalmente al menos, la plegaria de la bendición

nupcial que hubiera yo podido oír de boca de algún ministro de aquel templo.«¡Oh, Dios mío! unid, si os place, los espíritus de estos esposos, e inspirad a sus corazones

una sincera amistad. Mirad con favorables ojos a vuestra sierva; haced que su yugo sea un yugode amor y de paz, y que obtenga en su seno una fecundidad venturosa; haced, Señor, que estosdos esposos vean los hijos de sus hijos hasta la tercera y cuarta generación, y que alcancen unaancianidad feliz.»

Pasando de resolución en resolución escribí a Carlota largas epístolas, que desgarré enseguida. Algunas esquelas insignificantes suyas me, servían de talismán: la tierna y graciosaCarlota se apegaba a mis pasos por obra de mi pensamiento, y me seguía purificándolos, por lossenderos de la sílfide. Ella absorbía todas mis facultades, ella era el centro a que tendía y por 

donde circulaba mi inteligencia, como la sangre por el corazón; ella me hastiaba de todo,hirviéndome de objeto de una comparación perpetua que redundaba en ventaja suya. Una pasiónverdadera e infeliz es una ponzoñosa levadura que queda en el fondo del alma, y que bastaríapara dañar el pan de los ángeles.

Los sitios que con Carlota había recorrido, las horas pasadas con ella, las palabras que entrenosotros habían mediado, vivían eternamente en mi memoria: me parecía ver la sonrisa deaquella esposa que el destino quiso depararme, y ora tocaba respetuosamente sus negroscabellos, ora oprimía sus mórbidos brazos contra mi pecho, como una cadena de lirios ceñida ami cuello. No bien llegaba a un sitio desierto, cuando la Carlota de blancas manos acudía aponerse a raí lado, adivinando yo su presencia, como por la noche ni respira el perfume de las

flores, aunque no las distingue la vista.Privado de la compañía de Hingant, me hallaba en completa libertad de llevar la imagen de

Carlota a mis paseos, más solitarios que nunca. No hay un matorral, un camino ni una iglesia atreinta millas de Londres que no haya yo visitado. Los sitios mas incultos, cualquier erial de

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ortigas, cualquier zanja cubierta de cardos, cualquier lugar desdeñado de los hombres, eran missitios predilectos; en ellos respiraba va Byron. Apoyada la cabeza en una mano, pasaba las horascontemplando aquellos lugares de todos despreciados, v si su aspecto aflictivo me conmovía conexceso, alzábase en mi mente el recuerdo de Carlota y me llenaba de delicias, cuales las deaquel peregrino que al llegar frente a los peñascos del Sinaí, oyó el canto de un ruiseñor enmedio de las soledades.

En Londres estaban todos asombrados con mi conducta: no miraba ni hablaba con nadie, ni

entendía lo que me decían: mis camaradas antiguos creyeron que tenía un ramo de locura.

Encuentro extraordinario.

¿Qué pasó en Bungay después de mi partida? ¿Qué fue de aquella familia a cuyo seno llevéel júbilo y la tristeza?

Recuerda, por supuesto el lector que soy embajador cerca de Jorge IV, y que escribo enLondres en 1822, lo que me sucedía en Londres en 1795.

 Algunos negocios me forzaron hace ocho días a suspender la narración que hoy continuo.Durante este intervalo, llegó mi ayuda de cámara cierta mañana entre doce y una, a anunciarmeque se había parado un carruaje a la puerta, y que una señora inglesa solicitaba hablarme. Comoen virtud de mi posición pública, me he impuesto el deber de no negarme a nadie, respondí quepodía pasar adelante aquella señora.

Me hallaba ala sazón en mi gabinete; anuncian a lady Sultoir, y veo entrar una mujer vestidade lulo, acompañada de dos agraciados muchachos, de luto también : el uno podía tener diez yseis años y el, otro catorce. Notando que la desconocida estaba tan conmovida que apenas podráandar, me acerqué a ella; entonces me dijo con voz alterada: «Mylord , ¿do you remember me?(¿Me conocéis?) ¡Si, conocí & miss Ives! Los años, al pasar sobre su cabeza, le habían dejado

solo sus primaveras. La tomé por la mano, hícela sentarse y me coloqué a su lado; no acertaba adecirle una palabra; mis ojos estaban cargados de lágrimas, a través de los cuales lacontemplaba silenciosamente, por lo que entonces sentí, conocí que la había amadoprofundamente. Por fin pude preguntarle, como ella antes a mí «¿Y vos, me conocéis?» Alzóentonces los; ojos que tenia fijos en el suelo, y me dirigió una mirada risueña y melancólica a lapar, como un intenso recuerdo. Su mano seguía sujeta entre las mías. Luego me dijo Carlota:«Llevo el luto de mi madre; mi padre murió hace muchos años; estos son mis hijos.» Y alpronunciar las últimas palabras, retiró su mano y se recostó en su sillón, cubriéndose los ojos consu pañuelo.

Poco después, prosiguió: «Milord, ahora os hablo en el idioma que quise aprender con vos en

Bungay. Perdonad mi conclusión. Mis dos niños son hijos del almirante Sulton, con quien me casétres años después que salisteis de Inglaterra. Pero hoy no tengo las fuerzas necesarias paraentrar en pormenores. Permitidme que vuelva otro día.» Le pedí sus señas, ofreciéndole el brazopara acompañarla hasta su carruaje: noté que temblaba, y estreché su mano sobre mi corazón.

 Al otro día fluí a casa de lady Sulton, a quien encontré sola. Entonces comenzó esa serie de¿os acordáis? que dan nuevo ser a toda una vida. Al pronunciar cada ¿os acordáis? nosmirábamos como buscando en nuestro rostro las señales del tiempo que tan cruelmente marcanla distancia del punto de partida y el camino recorrido. «¿Cómo, pregunté a Carlota, cómo osanunció vuestra madre? Ruborizose ella y me atajó vivamente, diciendo: «He venido a Londres asuplicaros que os intereséis por los hijos del almirante Sulton: el mayor desearía pasar a Bombay,y como Mr. Canning, nuevo gobernador de las Indias, es amigo vuestro, pudiera llevarlo consigo.Mucho os lo agradecería: tendría gusto en deberos la felicidad de mi primer hijo.» Y recalcó estasúltimas palabras.

¡Ah señora! le respondí. ¿Qué me recordáis! ¡Qué trastorno en nuestra suerte! ¿Vos queacogisteis en la mesa hospitalaria de vuestro padre a un pobre desterrado, que no mirasteis con

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desdén sus padecimientos, que tal vez pensasteis en elevarlo hasta una posición gloriosa einesperada, vos reclamáis hoy su protección en vuestro propio país?...Veré a Mr. Canning, yvuestro hijo, por mucho que me cueste darle este nombre, irá a las Indias, si de mi depende.Pero, decidme, señora, ¿qué efectos obra sobre vos mi nueva posición, o como me miráis? Lapalabra milord de que os valéis para hablarme, me parece harto dura.»

«Ni os encuentro desfigurado, replicó Carlota, ni siquiera más envejecido. Siempre que habléde vos con mis padres, durante vuestra ausencia, os di el título de milord porque creía que

debíais llevarlo; ¿y no erais para mí como un marido, my lord and master, mi señor y dueño?» Aquella encantadora mujer tenía algo de la Eva de Milton al pronunciar estas palabras; no

había salido del vientre de otra mortal, y su belleza conservaba la impresión de la mano divinaque la formó.

De allí corrí a casa de Mr. Canning y de lord Lodonderry, lo que me pusieron dificultades paraun mezquino empleo, ni más ni menos que en Francia, pero me hicieron promesas como en todaslas cortes. Di cuenta de mi visita a lady Sulton, y volví tres veces a verla; a la cuarta me anuncióque iba a regresará Bungay. Esta última entrevista fue muy dolorosa para mí. Carlota me hablócomo acostumbraba, de lo pasado, de nuestra vida secreta; nuestras lecturas, paseos y cantos,de las flores y de las esperanzas antiguas. Cuando yo os conocí, decía, nadie pronunciaba

vuestro nombre: ¿quién lo ignora hoy?¿Sabéis que poseo una obra y varias cartas escritas por vuestra mano? Aquí están.» Y me

entregó un paquete de pápeles. «Nos os agraviéis, porque no quiero conservar nada vuestro,»añadió llorando: «¡Farewell, farewell! exclamó luego; no os olvidéis de mi hijo. Nunca os volveré aver, porque seguramente no iréis a buscarme a Bungay.—Iré, respondí; iré a llevaros el despachode vuestro hijo.» Carlota meneó la cabeza como dudándolo, y se retiró.

Devuelta en la embajada, me encerré en mi cuarto y abrí el paquete, que solo conteníaalgunas cartas insignificantes y un plan de estudios, con observaciones sobre los poetas inglesese italianos. Esperaba yo que acompañase a estos papeles una carta de Carlota, pero no la hallé;había únicamente algunas notas marginales en el manuscrito, escritas en inglés, francés y latín,

y cuya tinta pasada y letra juvenil indicaban su antigüedad.Esta es mi historia con miss Ibes. Al concluir de referirla, me parece que por segunda vez

pierdo a Carlota, aquí, en la misma isla en que la perdí la primera. Pero desde lo que ahora sientohasta lo que sentía en aquellas horas, cuyo dulce recuerdo he invocado, media todo el espacio dela inocencia; las pasiones se han atravesado entre miss Ibes y lady Sulton. Ya no puedo ofrecer aninguna mujer candorosa los castos deseos, la apacible ignorancia de ese amor que no pasa loslímites de un celestial ensueño. Escribía yo entonces con la vaguedad de la tristeza» y hoy ya notiene la vida vaguedad para mí. Y a pesar de todo, si estrechara en mis brazos, esposa y madre,a la que pude estrechar virgen y esposa, lo haría con una especie de rabia, anhelando marchitar,llenar de duelo y ahogar frenéticamente esos veinte y siete años dados a otro, después que a mi

se me ofrecieron.Debo considerar el sentimiento que acabo de describir, como el primero de su especie que

penetró en mi corazón; pero no era compatible con mi naturaleza indómita que hubieracorrompido, incapacitándome de saborear por largo tiempo sus santos deleites. Irritado por laadversidad, peregrino ya en ultramar, y habiendo dado principio a mi solitario viaje, justamenteme asediaran entonces las ideas de locura, expresadas en la misteriosa historia de Renato, ymerced a las cuales fui el ser mas atormentado que hubo nunca en la tierra. De todos modos, lacasta imagen de Carlota, que envió a lo profundo de mi alma algunos rayos de luz verdadera,disipó por el pronto una nube de fantasmas, y mi duende se sumergió como un mal genio en elabismo, aguardando los efectos del tiempo para renovar sus apariciones

LONDRES, de abril a setiembre de 1832.

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Revisado en diciembre de 1822.

Mis relaciones con Mr. Deboffe no habían sido interrumpidas jamás completamente por elEnsayo sobre las revoluciones, y tenia yo un interés directo en reanudarlas en Londres lo antesposible para sostener mi vida material. Porque, ¿de dónde provenía mi última desgracia? De miobstinado silencio. Para comprender esto bien, es preciso examinar mi carácter.

En cierta época de mi vida me ha sido de todo punto imposible dominar este espíritu de

reserva y e aislamiento interno, que me impide hablar de todo aquello que me conciernepersonalmente. Nadie puede afirmar, sin mentir, que yo he contado a loro aquello que la mayor parte de los hombres se apresuran a comunicar en un momento de vanidad, de pena o de placer.De mi boca no sale jamás, o sale raras veces, un nombre, una confesión, sea cual fuere suimportancia. Nunca acostumbro a hablar con los indiferentes de mis intereses, de mis designios,de mis trabajos, de mis ideas de mis afecciones, de mis goces, de mis disgustos porque estoyconvencido del fastidio profundo que se causa a los mío, cuando se les habla de uno mismo. Aunque sincero y verídico, mi corazón no es propenso a expansiones: mi alma tiendeincesantemente a replegarse hacia sí misma: nunca digo todo lo que tengo que decir: los secretosde mi vida entera únicamente han sido y serán revelados en estas Memorias. Cuando trato deempezar una narración, me espanta de improviso la idea de su latitud, se me hace insoportable alas cuatro palabras el sonido de mi voz, y me callo. Como no creo en nada, excepto en religión;de todo desconfío: la malevolencia y la infamación son los dos caracteres del espíritu francés: laburla y la calumnia es resultado seguro de una confianza.

Pero ¿qué he ganado yo con mi natural reservado? Nada más que el haber llegado a ser por mi impenetrabilidad una especie de ente fantástico que no tiene con mi realidad analogía alguna.Mis amigos mismos tienen acerca de mí una idea muy equivocada, cuando, para darme mejor aconocer, tratan de embellecerme con ilusiones forjadas a su capricho. Todas las medianías deantecámaras, de oficinas, de periódicos y de cafés, han supuesto ambición en mí, y puedoasegurar que no la conozco. Frío y seco en las escenas comunes de la vida, carezco deentusiasmo y de sentimentalismo: mi percepción rápida, y distinta se penetra pronto del hombre y

del hecho, y los despoja de toda aparente importancia. Lejos de dejarse arrastrar idealizando lasverdades aplicables, mi imaginación rebaja los más altos acontecimientos y me los hace ver a mímismo bajo su verdadero prisma: el lado mezquino y ridículo de los objetos es el primero que seofrece a mis ojos: los grandes genios y las grandes cosas apenas existen para mí. Atentosiempre, y dispuesto a aplaudir y admirar los talentos que se proclaman inteligencias superiores,mi encubierto desprecio, se ríe y cubre todos esos semblantes, ennegrecidos por el incienso, conlas máscaras de Callot. En política, el calor de mis opiniones no se ha excedido de los límites demis discursos o de mis folletos. En la existencia eterna y teórica, soy el hombre de las ilusiones;en la existencia exterior y práctica, el hombre de las realidades. Amigo de aventuras, y de la vidaarreglada al mismo tiempo, apasionado y metódico, no ha habido jamás un ser mas quimérico, alpar que mas positivo que yo, ni que reúna tanto ardor, tanta frialdad; andrógino extravagante,

amasado con la sangre tan diferente que corría por las venas de los autores de mis días.La inexactitud de las biografías que de mí se han hecho, procede de la reticencia de mis

palabras. La multitud es demasiado ligera, demasiado descuidada para tomarse el tiemponecesario de ver los hombres tales como son, sino hay quien le ahorre este trabajo. Cuandoalguna vez he tratado de rectificar en mis prefacios algunos de estos falsos juicios, no se me hadado crédito. El resultado de esto ha sido, que siéndome todo igual, no he querido insistir; uncomo mejor os parezca me ha libertado siempre del enojoso trabajó de persuadir a nadie, o delde poner los medios para dejar establecida una verdad. Yo me refugio a mi fuero interno, conouna liebre i su subterránea guarida, y desde El me pongo a contemplar las hojas que se meneanen los árboles, o las hebras de yerba que sé inclinan agitadas por el viento

No trato de hacer una virtud de mi circunspección tan invencible como involuntaria, porque,sino es una falsedad, tiene al menos todas las apariencias, puesto que no está en armonía conotras naturalezas mas felices, mas cándidas, mas amables, mas fáciles, mas fecundas y mascomunicativas que la mía. Me ha perjudicado muchas veces en mis afecciones, y en mis asuntos

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particulares, porque jamás he podido sufrir explicaciones, ni transacciones arregladas por mediode protestas y averiguaciones recíprocas, ni lamentos y lágrimas, ni habladurías yreconvenciones, ni detalles y apologías.

En el asunto de la familia Ibes, éste silencio obstinado sobre mi mismo me fue en extremofatal. Más de veinte veces me preguntó la madre de Carlota acerca de mi familia, facilitándome elcamino de las revelaciones, y sin prever a donde me conduciría mi reserva, me contenté conresponder, como siempre, algunas palabras vagas y breves. Si no me hubiese dejado llevar de

esta odiosa extravagancia de mi carácter, siendo, como era imposible, una equivocación, nohubiera tenido en contra mía las apariencias de haber querido engañar la hospitalidad másgenerosa: la verdad dicha por mí en el momento decisivo, no me servía de escusa, puesto que elmal real ya estaba hecho.

Volví, pues, a emprender mis trabajos en medio de los disgustos y de las justasreconvenciones que a mí mismo me dirigía, y experimentaba trabajando cierta satisfacción,porque me ocurrió la idea de que, adquiriendo renombre, se mostraría menos arrepentida lafamilia Ibes del interés que me había manifestado. Carlota con quien aspiraba yo a reconciliarmepor medio de la gloria, presidia mis estudios; su imagen sé hallaba sentada al frente de misiempre que escribía. Cuando levantaba los ojos del papel, era para dirigirlos sobre su adoradoretrato como si se hallase presente su modelo. Los habitantes de Ceylan vieron una mañana alastro del día levantarse con una pompa extraordinaria, abrirse su globo y salir de él una brillantecriatura que dijo a los ceylaneses: «Vengo a reinar sobre vosotros.» Carlota, circundada de unaaureola luminosa, reinaba sobre mí.

Pero abandonemos estos recuerdos que envejecen y se borran como las esperanzas. Mi vidava a cambiar, y a deslizarse bajo otros cielos y en otros valles. ¡Amor primero de mi juventud, yavas huyendo con todos tus encantos! Acabo de ver a Carlota, es verdad; pero ¿al cabo decuantos años? ¡Dulce resplandor de lo pasado, rosa pálida del crepúsculo que bordea la noche,después que el sol hace tiempo ya que llegó a su ocaso!

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

El Ensayo histórico sobre las revoluciones.— Su efecto.— Carta de Lemiére, sobrino delpoeta.

Frecuentemente se ha comparado la vida (y yo el primero) a una montaña que se sube por un lado y se baja por el otro: esta comparación seria también exacta tratándose de los Alpes,cuyas peladas cimas coronadas de nieve son inaccesibles. Siguiendo esta imagen, el viajero quesube siempre y no baja jamás, descubre mejor el espacio que ha recorrido, los senderos que sehan escapado a su vista, por los cuales hubiera podido hacer más suave el declive, y mira consentamiento y dolor el punto desde el cual empezó a extraviarse. Del mismo modo debo yo contar la publicación del Ensayo histórico, como el primer paso que me descarrió del camino de la paz. Acabé la primera parte del trabajo que me había trazado; la última palabra la escribí entre la ideade la muerte (había vuelto a caer enfermo) y un sueño desvanecido, in somnis venit imagoconjugis. Impreso por Baylie, el Ensayo fue dado a luz por Deboffe en 1797. Esta fecha es la deuna de las transformaciones de mi vida. Hay momentos en que nuestro destino, ora ceda a lasociedad, ora obedezca a la naturaleza, se separa de su primera línea, tal como un río quecambia su curso por una súbita inflexión.

El Ensayo ofrece el compendio de mi existencia como poeta, como moralista, y tomopublicista y político. Decir que yo esperaba, tanto cuanto me era dado, que la obra tuviese un

gran éxito, excusado el decirlo: nosotros los autores prodigios pequeños de una era prodigiosa,tenemos la pretensión de hablar de las inteligencias con las razas futuras; pero ignoramos, así locreo yo al menos, la morada de la posteridad, y nos dirigimos a ella por equivocadas sendas.Cuando nos hallemos encerrados en la tumba, la muerte congelará de tal modo nuestras palabras

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cantadas o escritas que no llegarán a derretirse como las palabras heladas de Rabelais.

El Ensayo debía ser una especie de enciclopedia histórica. El único tomo que ha visto la luzpública, es una grande investigación: el manuscrito, continuación de aquella obra, quedó en mipoder sin publicarse; en el segundo tomo, y después de los apuntes notas, e indagaciones delanalista, venían los Natchez, etc. Apenas acierto a comprender en la actualidad como pudeentregarme a unos estudios tan considerables en medio de una vida activa, errante y sujeta atantos reveses. La tenacidad con que me empeñé en escribir la obra, explica esta fecundidad: en

mi juventud he escrito de doce a quince horas sin dejar la mesa a la cual me hallaba sentado, ytachando y corrigiendo diez veces una misma página. La edad no ha disminuido nada estaaplicación: en el día escribo de mi puño y letra toda mi correspondencia diplomática, la que nosirve de obstáculo alguno a mis composiciones literarias.

El Ensayo cobró fama entre los emigrados, porque estaba en contradicción con lossentimientos de mis compañeros de infortunio: mi independencia en mis diversas posicionessociales ha herido casi siempre la susceptibilidad de mis correligionarios. He sido sucesivamenteel jefe de diferentes ejércitos, cuyos soldados no eran de mi partido: he conducido a los realistasantiguos a la conquista de las libertades públicas, y de la libertad de la prensa con especialidad,que ellos detestaban y en nombre de esta misma libertad he reunido a los liberales bajo labandera de los Borbones, a quienes profesan estos un horror invencible. La opinión de losemigrados me fue favorable en cierta época, merced a su amor propio: habiendo hecho de mí unelogio las Revistas inglesas, estas alabanzas recayeron sobre todo el cuerpo de los leales.

Había remitido los ejemplares del Ensayo a Laharpe, Ginguené y de Sales. Lemiére, sobrinodel poeta del mismo nombre, y traductor de las poesías de Gray, me escribió desde París el 15 de julio de 1797, que mi obra había alcanzado un gran éxito. Verdad es que el Ensayó fue conocidoy apreciado en el primer momento; pero también lo es que fue relegado al olvido con la mismafacilidad: una sombra súbita absorbió el primer rayo de mi gloria.

Habiendo llegado a ser un semi-personaje, la flor y nata de los emigrados empezó adistinguirme en Londres buscando mi trato, y fui haciendo mi carrera gradualmente, de calle en

calle: primeramente dejé a Holborn-Tottentham-Court-road, y avancé hasta la vía de Hamsteadt,en donde permanecí estacionado algunos meses en casa de Mme. O'Larry, viuda irlandesa,madre de una linda muchacha, y la que tenia una pasión ciega por los gatos. Unidos por estaconformidad de pasiones, tuvimos la desgracia de perder dos elegantes michos, blancos comodos armiños, y con la punta del rabo negra. Mme. O'Larry recibía las visitas de unas viejasvecinas, con las cuales me veía obligado a tomar el te a la antigua usanza. Mme. Staël hadescrito ya esta escena en su Corina, refiriéndose a la casa de lady Edgermond: «¿Creéis,querida mía, que el agua cuece ya lo bastante para echar el te en ella?— Creo que aun esdemasiado pronto, querida mía.»

También formaba parte de nuestra tertulia una hermosa joven irlandesa de desmesuradatalla, llamada María Neale, que estaba bajo la salvaguardia de un tutor, y que debía hallar en mis

ojos algo que la chocase, puesto que solía decirme: You carry your heart in a sling (lleváis vuestrocorazón como si fuera una banda). El hecho es que yo no sabia cómo llevaba mi corazón.

Mme. O'Larry partió para Dublín: me alejé entonces del cantón de la colonia de la pobreemigración del Este, y llegué de alojamiento en alojamiento hasta el barrio de la rica emigracióndel Oeste, en donde alternaba con los obispos, las familias cortesanas y los colonos de laMartinica.

 Allí volví a encontrar a Pelletier, casado, hablador como siempre, como siempredespilfarrado, y más amigo de frecuentar el bolsillo de sus vecinos, que el trato de sus personas.

Contraje además una porción de nuevos conocimientos, especialmente en la sociedad con la

cual tenía algunas relaciones de familia. Cristian de Lamoignon, herido gravemente de una piernaen la acción de Quiberon, y colega mío actualmente en la cámara de los pares, llegó a hacerseamigo mío: él fue quien me presentó a Mme. Lindsay, la que se había unido a Augusto deLamoignon, su hermano: el presidente Guillermo no se hallaba mejor en Basville entre Boileau,Mme. de Sevigné y Bourdaloue.

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Mme. Lindsay, irlandesa de nacimiento, de carácter seco, genio un poco adusto, elegantetalle, y de agradable figura, tenía nobleza de alma y sentimientos elevados: los emigrados dealgún mérito pasaban la noche en las reuniones de la última de las Ninon. La vieja monarquíaperecía con todos sus abusos y todas sus gracias. Algún día la desenterrarán, como a aquellosesqueletos de reinas adornadas con collares, pendientes y brazaletes, que se exhuman enEtruria. En casa de Mme. Lindsay encontré a Mr. Malouet y Mme. del Belloy, mujer apreciabilísima por varios títulos, al conde de Montlosier y al caballero de Panat. Este últimogozaba de una merecida reputación de talento, de poco aseado y de goloso, y pertenecía a esacaterva de hombres de gusto, que permanecían en otro tiempo con los brazos cruzados ante lasociedad francesa; ociosos, cuya misión era fisgarlo y juzgarlo todo; ejercían las mismasfunciones que ejercen hoy los periódicos, pero sin la grande influencia popular de estos,Montlosier continuaba gozando aun del renombre adquirido por su famosa frase de la cruz depalo; frase que yo he limado un poco cuando la he reproducido, pero la que es verdadera en elfondo. Al dejar la Francia se dirigió a Coblentz, en donde no fue bien acogido por los príncipes;tuvo un desafío, se batió de noche á la orilla del Rin y fue atravesado por su adversario. Nopudiendo moverse v no viéndose nada por la oscuridad de la noche, preguntó á los testigos si lapunta de la espada salía por su espalda: «como unos tres dedos, le dijeron estos, después dehaberle palpado. Entonces no es cosa de cuidado, respondió Montlosier: caballero, retirad vuestra

estocada.»Recibido Montlosier de esta suerte, a pesar de su realismo, pasó a Inglaterra, y se refugió a

las letras, grande hospital de los emigrados, donde tenía yo un jergón inmediato al suyo. EnLondres obtuvo la redacción del Courrier francais, y además de su periódico, escribía obras físico-político-filosóficas, en una de las cuales probaba que el color azul era el color de la vida, por lasencilla razón de que las venas se vuelven azuladas después de la muerte, lo que indica que lavida sale a la superficie del cuerpo para evaporarse y volver al azulado cielo. Yo que soyapasionado al color azul, le escuchaba lleno de encanto.

Montlosier, feudalmente liberal, aristócrata y demócrata, espíritu abigarrado, compuesto deretazos y tejuelos, produce con dificultad ideas disparatadas: pero si llega a despojarlas de lo que

tienen de grotesco, son magníficas a veces y enérgicas sobre todo: enemigo del clero, comonoble; cristiano sofístico, como amante de los viejos siglos, hubiera sido en tiempo delpaganismo, ardiente partidario de la independencia en teoría, y de la esclavitud en practica, yhubiera hecho arrojar los esclavos al mar para pasto de los peces, en nombre de la libertad delgenero humano. El antiguo diputado por la nobleza de Riom, a pesar de esto, y de ser undestripa-cuentas, un ergotista y un burlón de primera tijera, se permite sin embargo, algunascondescendencias con el poder; sabe cuidar de sus intereses, pero no sufre que nadie loconozca, y pone sus debilidades de hombre al abrigo de su honor de hidalgo. Pero no quierohablar de mi presumido Auvernat, enorgullecido con sus novelas del Monte de Oro, y su polémicade la Plaine, porque soy muy adicto a su persona heteróclita. Sus largos y oscuros comentarios,su tergiversación de ideas, sus paréntesis y sus ¡Oh! ¡Oh! capaces de hacer perder a un santo la

paciencia, no me causan, francamente, el mejor efecto (lo tenebroso, lo embrollado, lo vaporoso,es para mí abominable); pero por otro lado me divierte en extremo este naturalista volcánico, esepequeño Pascal, ese orador de montaña que perora en la tribuna como sus compatriotas cantanen lo alto de una chimenea, ese liberal que explica la carta a través de una ventana gótica, esecaballero pastor, en fin, casi casado con su vaquera, que siembra por sí mismo su cebada entrela nieve, en su reducido campo de pedernales: siempre le agradeceré el que me haya consagradoen su Puy de Dome una vieja roca negra, tomada de un cementerio de las Gaulas descubierto por él.

El abate de Delille, otro compatriota de Sidoine Apollinaire del canciller  de L’Hospital, de LaFayette, de Thomas, y de Chamfort, lanzado del continente por el desbordamiento de las victorias

republicanas, había venido también a establecerse a Londres. La emigración le contaba conorgullo entre sus filas: cantaba nuestras desgracias, y esta era una razón más para quegustáramos de su musa. Era laborioso en extremo, en lo cual hacia muy bien, porque Mme.Delille le encerraba, y no lo ponía en libertad hasta que había ganado su jornal naciendo ciertonúmero de versos. Un día que fui a su casa a visitarle, y que se hizo esperar largo rato, le vi salir 

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con las mejillas encarnadas como la grana; dices que Mme. Delille solía abofetearle; ignoro lo quehabrá en esto de cierto: yo no hago más que referir lo que he visto. ¿Quién no ha oído al abateDelille recitar sus versos? Era un excelente narrador: su semblante feo y lleno de arrugas,animado por su imaginación, cuadraba perfectamente a su fácil manera de decir, al carácter de sutalento y a su profesión de abate. La obra capital del abate Delille, es su traducción de lasGeórgicas, en la que hay trozos que casi revelan sentimiento; pero es como si leyeseis a Racinetraducido en la lengua de Luis XV.

La literatura del siglo XVIII, a excepción de algunos genios elevados que la dominan,colocada entre la literatura clásica del siglo XVII y la literatura romántica del XIX, sin carecer denaturalidad, carece de naturaleza; pagada únicamente de la belleza de las frases, no es bastanteoriginal, como escuela nueva, ni bastante pura como escuela antigua. El ábate Delille, era elpoeta de los palacios modernos, así como lo era el trovador de los viejos castillos; los versos deluno, y las baladas del otro, hacen conocer la diferencia que existía entre la aristocracia en el vigor de su edad, y la aristocracia en la decrepitud, el abate describe las lecturas y partidas de ajedrezde los salones, en los cuales cantaban los trovadores las cruzadas y torneos.

También se hallaban entonces en Inglaterra los personajes distinguidos de nuestra iglesiamilitante; el abate Carron, de quien ya he hecho referencia al hablar de mi hermana Julia, escritapor El mismo; el obispo de Saint Pol-de-Leon, prelado severo y limitado, que contribuía a hacer alconde d 'Artois cada vez más extraño a su siglo; el arzobispo de Aix, calumniado tal vez por sustriunfos en el mundo; otro obispo sabio y piadoso, pero tan avaro, que si hubiera tenido ladesgracia de perder su alma, no la hubiera rescatado jamás. Casi todos los avaros son personasde talento; preciso es por lo tanto que yo sea un irracional.

Entre las francesas del Oeste figuraba Mme. de Boignes, amable jovial, llena de talento, lindaen extremo, y la mas joven de todas. Algún tiempo después representó con su padre a la corte deFrancia en Inglaterra, mucho mejor que yo con mi rudeza. Madama de Boignes escribe en laactualidad, y su talento reproducirá de una manera admirable todo cuanto ha visto.

Madames de Caumont, de Gontaut y del Cluzet habitaban también en el barrio de los

emigrados dichosos, si es que yo no me confundo respecto a Mme. de Caumont y a Mme. Cluzel,a las cuales vi una o dos veces en Bruselas.

La duquesa de Duras se hallaba asimismo en Londres, pero yo no debía conocerla hasta diezaños mas tarde ¡Cuántas veces pasa uno en la vida al lado do aquello que constituiría nuestroencanto, así como el navegante atraviesa las aguas de una tierra protegida por el cielo, sinfaltarle para arribar a ella más que un horizonte y un día de vela! Escribo esto a la orilla delTámesis, y mañana irá por el correo una carta a decir a Mme. de Duras, que se halla en lasorillas del Sena, que he encontrado su primer recuerdo.

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Fontanes.— Clery.

De vez en cuando solía enviarnos la revolución algunos emigrados de nueva especie y denuevas opiniones: había desterrados de todas clases y condiciones, y de ellos podían formarsealgunas capas, semejantes a las que guarda la tierra en su seno, y que fueron depositadas enella por el diluvio. Una de estas avenidas me trajo un hombre cuya pérdida estoy deplorando en laactualidad, un hombre que fue mi guía en literatura, y cuya amistad ha sido uno de los honores yconsuelos de mi vida.

El lector habrá visto ya en uno de los libros de estas Memoras, que ya había conocido a Mr.de Fontanes en 1789: la noticia de su muerte la recibí en Berlín el año último. Mr. de Fontanesnació en Niort de una familia noble y protestante; su padre había tenido la desgracia de dar muerte en un duelo a su cuñado, y el joven Fontanes, educado por un hermano suyo de relevantemérito, fue a París. Presenció la muerte de Voltaire, y aquel gran representante del siglo XVIII le

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inspiró sus primeros versos: sus ensayos poéticos merecieron llamar la atención de Laharpe. Mástarde emprendió algunas obras para el teatro, y contrajo relaciones con una linda actriz llamadamademoiselle Desgarcins. Hallábase alojada cerca del Odeón, y habiendo andado errante entorno de la Cartuja, celebró su soledad. Allí se hizo amiga de Mr. Joubert, que estaba destinado aserlo también mío. Así que llegó la revolución, el joven poeta se afilió en uno de esos partidosestacionarios que perecen siempre desgarrados entre El partido del progreso que los impelehacia adelante, y el retrógrado que los tira hacia atrás. Los monárquicos agregaron a Mr. deFontanes a la redacción del Moderateur . Cuando los tiempos se presentaron borrascosos, serefugió a Lyon donde contrajo matrimonio. Tuve un hijo de su mujer, y durante el sitio de la ciudad(a la cual llamaban los revolucionarios la Municipalidad exenta, así como Luis XI apellidó a laciudad de Arras la Ciudad libre, cuando desterró de ella a los ciudadanos)

Mme. de Fontanes se veía obligada a trasladar de un lado a otro la cuna de su hija paraponerla a cubierto de las bombas. Habiendo regresada a París el 9 thermidor, Mr. de Fontanesfundó el Memorial con Mr. de Laharpe, y el abate de Veuxelles. Proscrito 18 fructidor, su puertode salvación fue la Inglaterra.

Mr. de Fontanes y Chenier fueron los últimos escritores de la escuela clásica: su prosa y susversos se parecen bastante, y tienen un mérito de la misma naturaleza. Sus pensamientos y susimágenes están llenos de una melancolía ignorada en el siglo de Luis XIV, que únicamenteconocía la austeridad y la santa tristeza de la elocuencia religiosa. Esta melancolía que resaltasobre todo en las obras del cantor del Día de los difuntos, imprime un «sello de la época en quevivió, fija la fecha de su advenimiento, demuestra evidentemente que había nacido después de J.J. Rousseau, y su gusto a las obras de Fenelon. Si se redujesen los escritos de Mr. de Fontanesa dos o tres tomitos; uno en prosa y otro en verso, serian el mejor monumento fúnebre quepudiera erigirse sobre la tumba de la escuela clásica 2.

Entre los papeles que dejó mi amigo se hallan algunos cantos del poema La Grecia libertada,libros de odas, de poesías diferentes, etc. Mr. de Fontanes no las hubiera publicado a buenseguro, porque este crítico tan delicado, tan ilustrado y tan imparcial, cuando las opinionespolíticas no le arrebataban aun, tenia a la crítica un miedo espantoso. Fue excesivamente injusto

con Mme. Staël. Un artículo de Garat inspirado por la envidia y referente, a la Floresta deNavarra, estuvo a pique de detenerlo al principio de su carrera poética. Al parecer Fontanes en laarena literaria, mató la escuela afectada de Dorat, pero no pudo restablecer la escuela clásicaque tocaba a su término, así como el idioma de Racine.

Entre las odas póstumas de Mr. de Fontanes, hay una sobre el aniversario de su nacimiento,que participa de la belleza del Día de los difuntos, y que la excede en el sentimiento, porque enaquella es más penetrante y más individual. Únicamente recuerdo de ella estas dos estrofas.

La vieillesse dejá vient avec ses souffrances:

¿Qué m‘offre l‘avanir? De courtes espérances. ¿Qué m‘offre le passeé? Des fautes, des regrets.

Tel est le sort de l‘homme; il s‘instruit avec l'áge: 

Mais que sert d‘etre sage, 

Quand le terme est si prés

Le passé, le present, l'avenir, tout m‘afflige; 

La vie a son declin est pour moi sans prestige;

Dans le miroir du temps elle perd ses appas;

2 Mme. Cristina de Fontanes acaba de erigirle un monumento que manifiesta su piedad filial; Mr. de Sainte-Beuve haadornado con una relación ingeniosa esto monumento. (París, nota de 1839).

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Plaisirs! allez chercher l‘amour et la jeunesse; 

Laissez moi ma tristesse,

Et ue l'insultez pas! 3 

Si algo debía ser anticipado en este mundo a Mr. de Fontanes, era tal modo de escribir. Yoempezaba con la escuela llamada romántica una revolución en la literatura francesa: mi amigo

empero, en vez de sublevarse contra mí barbarie, se adhirió a ella.Cuando le leía algunos fragmentos de los Natchez de Atala o del René, le conocía en el

semblante que me escuchaba como embobado; sentía la imposibilidad de someter estasproducciones a las reglas comunes de la crítica; pero conocía que iba entrando en un mundonuevo, y que veía una nueva naturaleza, y comprendía un idioma que él no hablaba. Diomeexcelentes consejos, y le debo, si es que tiene alguna, la corrección que haya en mi estilo;también me enseñó a respetar el oído, y me impidió incurrir en la extravagancia de invención, yen la rudeza de ejecución de mis discípulos.

Tuve una verdadera felicidad de volverle a ver en Londres, bien quisto de los emigrados, losque le pedían cantos de la Grecia libertada, que eran escuchados con sumo gusto. Alojose cerca

de donde yo vivía, y estábamos juntos la mayor parte del tiempo. Juntos presenciamos unaescena digna de aquellos días de infortunio; Clery, que había emigrado después, nos leyó susMemorias manuscritas. Júzguese la emoción que causaría a un auditorio de desterrados el oír referir al ayuda de cámara de Luis XVI los padecimientos y muerte del prisionero del Temple, delos cuales había sido testigo ocular. El Directorio, espantado con las Memorias de Clery, publicóuna edición interpolada, en la que hacía hablar al autor como a un lacayo, y a Luis XVI como a unmozo de cordel: de todas las torpezas revolucionarias, quizá fue esta una de las más asquerosasy repugnantes.

Un campesino vendeano.

Mr. del Théil, apoderado del señor conde de Artois en Londres, se había apresurado tambiéna buscar a Fontanes, y éste me rogó que lo llevase a casa de los agentes de los príncipes.Hallámosle rodeado de todos aquellos defensores del trono y del altar que paseaban en Pícadilly,de una caterva de espías y de caballeros de industria que habían huido de París bajo diversosnombres y diferentes disfraces, y de una nube de aventureros belgas, alemanes e irlandeses,vendedores de la contrarrevolución. Entre esta caterva de hombres se veía a un lado uno quetendría de treinta a treinta y dos años, que no miraba a nadie, en quien nadie reparaba, y cuyaatención parecía haberse fijado exclusivamente sobre un grabado del general Wolf. Chocome su

facha, y pedí informes de quién era; uno de mis amigos me respondió: «Es un quídam, un paletovendeano portador de una carta de sus jefes.»

 Aquel hombre, que era un quídam, había visto morir a Cathelineau, primer general de laVendée, y campesino como lo había sido éste; Bonchamp, en quien revivía Bayard; Lescure,armado de un cilicio que no estaba hecho a prueba de balas; Elbée, fusilado en un sillón, porquesus heridas no le permitían abrazar la muerte en pie; Larochejaquelein, cuyo cadáver mandaronidentificar los patriotas, para tranquilizar a la Convención en medio de sus triunfos. Aquel hombre

3

«Ya se acerca la vejez con sus dolores peculiares: ¿Qué me ofrece el porvenir? Escasas esperanzas. ¿Y lopasado? Culpas y recuerdos tristes. Tal es la suerte del hombre; se va instruyendo a medida que avanza en edad.¿Pero de qué sirve el ser sabio, cuando nos hallamos tan cerca de su término?«Lo pasado, lo presente, lo porvenir, todo me aflige: la vida en su declinación no tiene para mí prestigio alguno,porque pierde sus atractivos en el espejo del tiempo. ¡Placeres! id a buscar el amor y la juventud. ¡Dejadme con mitristeza y no vengáis a insultarme!»

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que era un quídam, había asistido a doscientos sitios de ciudades, y otros tantos asaltos dereductos, a setecientos encuentros parciales, y a diez y siete batallas campales y en toda regla:había combatido contra trescientos mil hombres de tropa disciplinada, y de seiscientos asetecientos mil sacamantas y guardias nacionales: habla contribuido a coger al enemigo ciencañones y cincuenta mil fusiles; había atravesado por en medio de las columnas infernales, y delas compañías de incendiarios mandadas por los de la Convención; se había hallado también enmedio del Océano de fuego, que abrasó tres veces con sus olas los bosques de la Vendée; habíavisto en fin perecer a trescientos mil hércules labriegos, compañeros suyos de glorias y de fatigas,y convertirse en un desierto de cenizas cien leguas cuadradas de un terreno fértil.

Las dos Francias se encontraron en este suelo nivelado por ellas mismas; todo lo quequedaba de la raza y de los recuerdos de la Francia de las cruzadas, luchó contra todo lo quehabía de la nueva raza en la Francia de la revolución. El vencedor sintió la grandeza del vencido.Thureau, general de los republicanos, declaraba «que la historia colocaría a los vendeanos en elrango de los pueblos aguerridos.» Otro general escribía a Merlín de Thionville: «Las tropas quehan balido a franceses semejantes, ya pueden jactarse que batirían a todos los demás pueblos.»Las legiones de Probo, en sus cantos, decían otro tanto de nuestros mayores. Bonaparte llamó alos combates de la Vendée, combates de gigantes.

De todos los del corro, yo era el único que consideraba con atención y respeto a aquelrepresentante de los antiguos Jacobos, que después de haber roto el yugo de sus señores,rechazaban en tiempo dé Carlos V la invasión extranjera: me parecía ver en él un hijo de aquellascomunidades del tiempo de Carlos VII, las cuales reconquistaron palmo a palmo y surco a surcoen unión con la nobleza provinciana de segundo orden, el suelo de Francia. Tenia el aspectoindiferente del salvaje; su mirada era turbia e inflexible como una barra de hierro; su labio inferior temblaba con un movimiento convulsivo sobre sus apretados dientes; sus cabellos descendían desu cabeza a guisa de serpientes ateridas, pero prestas a erguirse; sus brazos, que llevaba caídoscon cierta languidez, comunicaban una fuerza nerviosa a sus enormes puños acribillados desablazos; cualquiera lo hubiera tomado por un serrador. Su fisonomía revelaba una naturalezapopular rústica, dedicada por la fuerza de la costumbre al servido de intereses y de ideas

contrarias a su misma naturaleza; la fidelidad nativa del vasallo, y la fe sencilla del cristianismoestaban mezcladas en él con la ruda independencia plebeya acostumbrada a estimarse a sípropia, y a hacerse justicia. El sentimiento de su libertad únicamente parecía hijo en él de suconfianza en la fuerza de su mano, y de la intrepidez de su corazón. Hablaba como un león, serascaba como un león, bramaba y se enfurecía como él, y como él soñaría probablemente con lasangre y con los bosques.

¡Qué hombres de todos los partidos había en Francia en aquella época, tan diferentes de loque somos los de la raza actual! Pero los republicanos tenían su principio en ellos, y en medio deellos, al paso que el principio de los realistas estaba fuera de rancia. Los vendeanos mandabandiputados a los dé la emigración, o lo que es lo mismo, los gigantes iban a pedir jefes a lospigmeos. El agreste mensajero que yo estaba contemplando, había asido a la revolución por lagarganta, y les decía: «Entrad, venid detrás de mí; no tengáis cuidado; la revolución no os harádaño alguno, ni se moverá porque la tengo yo amarrada.» Nadie quiso seguirle, y despechadoSantiago Bonhomme por esta negativa soltó a la revolución, y Charette quebró su espada.

Paseos por Fontanes

Mientras que yo estaba haciendo las reflexiones que me había inspirado este labriego, asícomo en otra ocasión me las inspiraron Mirabeau y Antón, Fontanes obtenía una audiencia

particular de aquel a quien apellidaba él en broma Interventor general de hacienda, y de cuyabuena acogida salía muy satisfecho, porque Mr. del Theil le había prometido acelerar lapublicación de mis obras, y Fontanes únicamente pensaba en mí. Era imposible que hubiera unhombre mejor: tímido para todo aquella que le concernía personalmente, era hasta osado cuando

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se trataba de las ventajas de sus amigos, y lo demostró conmigo de una manera ostensiblecuando dimití mi destino de resultas de la muerte del duque de Enghien. En la conversación sedejaba llevar frecuentemente de una cólera risible, si aquella giraba sobre asuntos literarios. Enpolítica, desvariaba; los crímenes de la Convención le habían hecho cobrar a la libertad un horror invencible. Detestábalos periódicos, la ideología, y a los filosofastros, y comunicó a Bonaparte elodio que les tenia, cuando se aproximó al señor de la Europa.

Íbamos a pasear juntos al campo, y solíamos descansar a la sombra de algunos copudos

olmos, esparcidos por las praderas. Recostado en el tronco de uno de ellos, me refería mi amigosu antiguo viaje a Inglaterra antes de la revolución, y me recitaba los versos que había dirigido ados jóvenes ladys, que habían envejecido a la sombra de las torres de Westminster, torres quevolvió a hallar en pie como las había dejado, y al pie de las cuales yacían sepultadas las ilusionesy las horas de su juventud.

Muchos días solíamos comer en cualquier taberna de Chelsea, sobre el Támesis, y durante lacomida hablábamos de Milton y de Shakespeare: estos dos gigantes habían visto lo que nosotrosestábamos viendo; como nosotros se habían sentado a la orilla de aquel rio, extranjero paranosotros, y rio de la patria para ellos. Cuando regresábamos a Londres, ya no había otra luz quela que despedían los desfallecientes rayos de las estrellas, que iban sumergiéndose una en posde otra en la niebla de la ciudad. Para llegar a nuestras habitaciones respectivas, únicamenteíbamos guiados por ciertas luces que nos trazaban apenas el camino a través del humo decarbón, enrojecido en torno de cada reverbero; así trascurre la vida del poeta.

La nuestra en Londres era bien sencilla; antiguo desterrado, servía yo de cicerone a losemigrados modernos que la revolución mandaba, viejos y jóvenes: no hay edad legal para ladesgracia. En una de estas excursiones nos sorprendió un chaparrón, y nos vimos precisados arefugiarnos en el portal de una casa miserable, cuya puerta se hallaba abierta casualmente. Allíencontramos al duque de Borbón: en aquel Chantilly vi por la vez primera a un príncipe que noera todavía el último de los Condé.

¡El duque de Borbón, Fontanes y yo, igualmente proscritos, buscando en tierra extranjera, y

bajo el techo del pobre, un abrigo contra la misma tempestad! Fata viam invenient .Fontanes fue llamado a Francia, y se despidió de mí haciendo votos por nuestra próxima

reunión. Cuando llegó a Alemania me escribió la carta siguiente:

28 de julio de 1798.

«Si mi partida de Londres os causó un gran sentimiento, os juro que no fuemenor el mío. Sois la segunda persona en quien he encontrado en el curso de mi vida un corazón y una imaginación tales como yo los apetezco. Jamás olvidaré losconsuelos que me hicisteis hallar en el destierro y sobre una tierra extraña. Desdeque os he dejado, los Natchez son mi predilecto y más constante pensamiento. Loque me leísteis de ellos, especialmente en los últimos días, es admirable, y no se

borrará jamás de mi memoria. Pero el encanto de las ideas poéticas que meinspirasteis, desapareció por un momento a mi llegada a Alemania. Las últimasnoticias de Francia son mucho más horrorosas que las que había cuando nosdespedimos en Londres. He pasado cinco o seis días en la mayor perplejidad, y hasta he llegado a temer persecuciones contra mi familia. Mi terror se hadisminuido ya algún tanto, porque esta desgracia no tenía tan mala tendencia comoyo me figuraba; ahora se amenaza mucho más de lo que se hiere, y losexterminándoles no quieren cebarse en gente de mi fecha. El correo último me hatraído seguridades de paz y de buena voluntad. Al presente puedo continuar mi camino, y pienso por tanto ponerme en marcha a principios del mes próximo. Fijarémi residencia en las inmediaciones del bosque de San Germán, entre mi familia, laGrecia y mis libros ¡Cuánto siento no poder contar entre ellos a los Natchez! Lainesperada tormenta que acaba de estallar en París, casi estoy seguro de que hasido producida por el aturdimiento de los jefes y agentes a quienes conocéis.Tengo una prueba evidente de ello. Merced a esta certidumbre, escribo a Great-

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Putteney-street (calle donde vivía Mr. del Theil) con toda la política posible, y contodo el cuidado que exige la prudencia. Quiero evitar toda correspondencia por espacio de algún tiempo, y he dejado a todo el mundo en duda acerca del partidoque voy a tomar, y del punto de residencia que voy a escoger. Por lo demás, prosigo hablando de vos con el acento de la amistad, y deseo en el fondo de mi corazón que las esperanzas de utilidad que puedan fundar acerca de mí, fomentenlas buenas disposiciones que me han manifestado sobre este punto, y que tandebidas son a vuestra persona y a vuestros talentos. Trabajad, amigo mío,trabajad, y haceos ilustre, ya que tenéis posibilidad, el porvenir es vuestro.Supongo que la palabra empeñada tantas veces por el interventor general de lahacienda estará cumplida ya en parte. Esto me serviría de algún consuelo, porqueno puedo sufrir la idea de que tan preciosa obra continúe en suspenso por falta dealgunos recursos. Escribidme; comuníquense nuestros corazones, y sean siempreamigas nuestras musas. No dudéis que cuando pueda pasearme libremente por mi  patria, trataré de buscaros un colmenar con flores inmediato al mío. Mi afecto esinalterable. Estaré solo, siempre que no me halle a vuestro lado, Habladme devuestros trabajos. Yo he hecho la mitad de un nuevo canto sobre las orillas del Elba, y estoy mas contento de él, que de todo lo demás.

«A Dios, y recibid un abrazo de vuestro amigo.«Fontanes.»

Fontanes me ha dicho que hacía versos a pesar de que había cambiado de destierro. Notodo puedo quitársele al poeta; puesto que lleva su lira consigo. Dejad al cisne sus alas, y los ríosignorados repetirán cada noche las melodiosas quejas que él hubiera preferido que escuchase elEurotas.

El porvenir es vuestro. ¿Decía verdad Fontanes? ¿Debo felicitarme por su predicción? ¡Ay! Aquel provenir anunciado ha pasado ya: ¿me espera algún otro?

 Aquella primera y afectuosa carta del primer amigo que he tenido en mi vida, y que ha

marchado desde aquella fecha al lado mío por espacio de veinte años me hizo caer desgraciadamente de mi aislamiento progresivo. Fontanes ya no existe: una pena profunda, latrágica muerte de un hijo, le lanzó al sepulcro antes de tiempo. Casi todas las personas dequienes he hecho mención en estas memorias, han desaparecido: este libro viene a ser unregistro de defunciones. Dentro de algunos años más, yo, que me he visto condenado a hacer elcatálogo de los muertos, no dejaré a nadie que escriba mi nombre en el libro de los ausentes.

Mas si es preciso que yo me quede solo, si es verdad que no resta ninguno de los seres queme han amado para conducirme al último asilo, también lo es que yo tengo menos necesidad deguía que otro alguno, yo he tomado informes del camino, he estudiado los sitios por donde tengoque pasar, y he querido ver lo que sucede hasta el último momento. Muchas veces, al borde de

una fosa, he oído la vibración de las cuerdas de las cuales iba suspendiendo el ataúd que en ellaiba a depositarse, y en seguida oía también el ruido sordo de la primera paletada de tierraarrojada sobre la caja que iba disminuyendo gradualmente; a medida que la sepultura se iballenando, iba subiendo también el silencio eterno sobre la superficie de la tumba.

Fontanes ¡Vos me escribisteis! Que nuestras musas sean siempre amigas: no me escribisteisen vano.

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Muerte de mi madre.— Regreso a la religión.

 Alloquar? Audiero nunquam tua verba loquentem?

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Nuoquam ego te, vita frater amabilior.

 Aspiciam posthac? At, certe, semper amabo! 4 

 Acaba de dejarme un amigo, y pronto va a dejarme también mi madre; preciso es, pues, estar repitiendo siempre los versos que Catulo dirigía a su hermano. En este valle de lágrimas, asícomo en el infierno, hay una especie de queja eterna, que viene a ser la nota obligada de las

lamentaciones humanas: esta nota se repite sin cesar, y continuaría sonando, aun cuandocallaran todos los dolores creados.

Una carta de Julia que recibí poco tiempo después que la de Fontanes, confirmaba mi tristeobservación sobre mi aislamiento progresivo; Fontanes me invitaba a trabajar, y a que procurarahacerme ilustre, y mi hermana me estimulaba a que dejara de escribir: el uno me proponía lagloria, y la otra el olvido. Como el lector habrá visto en la historia de Mme. de Farcy, las ideas demi hermana sobre este punto habían cambiado completamente; había cobrado odio a la literatura,porque la consideraba como una de las tentaciones de su vida.

Saint Servan, 1.º de julio de 1798 

«Amigo mío: acabamos de perder la mejor de las madres; con harto dolor demi corazón me veo precisada a anunciarte tan funesto golpe. Tú no dejarás de ser mientras vivas, el objeto de todos nuestros desvelos. Si supieras cuantas lágrimashicieron derramar a nuestra pobre madre tus errores, y cuan deplorables fueron atodo hombre de razón y de piadosos sentimientos, tal vez contribuiría esto ahacerle abrir los ojos, y a que renunciaras a escribir: si el cielo se dignase escuchar nuestros votos concediéndonos el que nos reuniéramos un día, estoy segura deque hallarías entre nosotros toda la felicidad que es asequible en la tierra, y de quenos harías a todos felices al mismo tiempo, porque nada hay que puedatranquilizarnos y proporcionarnos una verdadera dicha, mientras que estemos

inquietos por tu suerte y permanezcas lejos de nuestro lado.»

¡Ah! ¡Por qué no habré seguido los consejos de mi hermana! ¡Por qué he continuadoescribiendo! ¿Han influido algo por ventura mis escritos en los sucesos y tendencia del siglo?

Si tal hubiera hecho, quizás no hubiera perdido a mi madre, ni la hubiera afligido en losúltimos momentos de su vida! Mientras que la infeliz exhalaba su postrer aliento lejos de su hijo,¿qué es lo que hacía en Londres? Pasearme tal vez y disfrutar de la frescura de una mañanadeliciosa, quizás en el momento mismo en que los sudores de la muerte bañaban su frentematernal sin tener allí mí mano para enjugarlos.

Mi ternura filial hacia Mme. de Chateaubriand era profunda. Mi infancia y mi juventud estabanestrechamente unidas al recuerdo de mi madre; todo cuanto sabía se lo debía a ella. La idea dehaber emponzoñado los últimos días de la mujer que me había llevado en su seno, me llenó dedesesperación y lancé al fuego los ejemplares que tenía de mi Ensayo, considerándolos como uninstrumento de mi crimen; si me hubiera sido posible inutilizar la obra, lo hubiera hecho sin vacilar.No pude reponerme de los estragos, que esta idea hizo en mi corazón, hasta que me ocurrió elpensamiento de espiar mi primera obra por medio de otra obra religiosa: tal fue el origen delGenio del Cristianismo.

«Mi madre, decía yo en el primer prefacio de aquella obra, expiró en un pobre lecho donde lahabrán conducido sus desgracias, después de haber sido lanzada a los calabozos, en los cualesvio perecer a algunos de sus hijos. La idea de mi descarrío llenó de amargura los días de su

4 «¿No volveré a hablarte? ¿no he de oír ya jamás tus palabras? ¿No volveré a verte ya, hermano mío, a quien quieromás que a mi vida? ¡Ah! mi cariño hacia será eterno!»

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vejez, y dejó encargado al morir a una de mis hermanas, que procurase volver a atraerme haciala religión en que fui educado. Mi hermana se apresuró a participarme los últimos votos de mimadre por medio de una carta que recibí al otro lado de los mares, cuando ella había dejadotambién de existir; su muerte fue producida asimismo por los padecimientos que sufrió en laprisión. Aquellos dos votos que salían de la tumba, aquella muerte que servía de intérprete a lamuerte, volvieron a abrirme los ojos. Me hice, pues, cristiano. Mi conversión no es hija de grandesluces sobrenaturales; convengo en ello; es hija del corazón; he llorado y he creído.»

Yo me exageraba mi falta; El Ensayo no era un libro impío; era un libro de duda y de dolor, através del cual se deja ver un rayo de luz cristiana que brilló sobre mi cuna. No era necesario, por lo tanto, un gran esfuerzo para venir a parar del escepticismo del Ensayo, a la certeza del Geniodel Cristianismo.

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Genio del Cristianismo.— Carta del caballero de Panat.

Cuando, después de la triste nueva de la muerte de Mme. de Chateaubriand, me resolví avariar de camino, el título de Genio del Cristianismo, que se me ocurrió sin meditarlo, fue el queme inspiró esta obra, sobre la cual me puse a trabajar con el ardor de un hijo que se pone aedificar el mausoleo de su madre. Con mis estudios precedentes, tenía reunido ya el suficientenúmero de materiales. Conocía las obras de los santos padres mejor de lo que se conocen en eldía, porque las había estudiado, quizás con ánimo de combatirlas; entré en este camino conpésima intención, y en lugar de salir triunfante, quedé derrotado.

En cuanto a la historia, propiamente dicha, había tenido precisión de hacer un especialestudio de ella cuando escribí el Ensayo sobre las revoluciones. Las auténticas de Camden queacababa dé examinar, me habían hecho familiarizarme con las costumbres y las instituciones de

la edad media. Mi terrible manuscrito de los Natchez , de dos mil trescientas noventa y trespáginas en folio, contenía, en fin, todo aquello que necesitaba El Genio del Cristianismo, sobredescripciones de la naturaleza; de esta fuente podía tomar de largo y tendido, como habíatomado ya para El Ensayo.

Escrita la primera parte del Genio del Cristianismo, se hicieron cargo de su publicación losseñores Dulau, libreros natos del clero francés que estaba en la emigración, y al poco tiempovieron la luz pública las primeras páginas.

La obra comenzada en Londres de este modo en 1799, terminó en París en 1802: véanse losdiferentes prefacios del Genio del Cristianismo. Mientras estuve escribiéndola; me devoraba unaespecie dé fiebre: nadie puede formarse una idea de lo que es llegar a la vez en su imaginación,

en su sangre, en su alma y Atala y René, y el mezclar el doloroso parto de estos dos gemelos conel trabajo de concepción de las otras partes del Genio del Cristianismo. El recuerdo de Charlotteatizaba el fuego de mis deseos, y para decirlo de una vez el primer pensamiento de gloriainflamaba mi imaginación exaltada. ¡Estos deseos eran hijos de la ternura filial; quería yo que estaobra cobrase mucha fama, para que se elevase hasta la morada de mi madre, y le llevasen losángeles una santa expiación.

Como un estudio conduce regularmente a otro, no podía hacer mis escolios franceses sintomar nota de la literatura y de los hombres del país en que vivía: estas indagaciones mearrastraron en pos de sí. Pasaba los días y las noches leyendo y escribiendo, tomando leccionesde hebreo de un sabio sacerdote, el abate Capelan, consultando las bibliotecas y a los hombresinstruidos, recorriendo los campos embebido en mis tenaces meditaciones, y haciendo yrecibiendo visitas. Si hay efectos retroactivos y sintomáticos de los sucesos futuros, desde luegohubiera podido yo asegurar el movimiento y el fracaso de la obra que debía dar un nombre a lassobreexcitaciones de mi espíritu y a las palpitaciones de mi musa.

La lectura repelida de mis primeros bosquejos contribuyó mucho a ilustrarme. Las lecturas

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son excelentes como instrucción cuando no se toman por moneda corriente las lisonjas obligadasen semejante caso. Con tal de que un autor tenga buena fe conocerá al vuelo por la impresióninstintiva de los demás, la parte débil de su trabajo, y principalmente si este es demasiado largo odemasiado corto, y si guarda o no llena o sé excede de la justa medida. He vuelto a encontrar unacarta del caballero de Panat sobre la lectura de una obra tan desconocida en aquella época. Estacarta es bellísima; imposible parece que el espíritu positivo y burlón del sucio caballero fuesesusceptible de rozarse con tanta poesía. No vacilo en publicar esta carta, que es un documentode mi historia, a pesar de que se halla llena desde la cruz a la fecha de alabanzas dirigidas haciamí, como si su picaresco autor se hubiese complacido en verter su tintero sobre su epístola.

Hoy lunes.

«¡Válgame Dios! amigo mío, y qué lectura tan preciosa he merecido estamañana a vuestra extremada complacencia. Nuestra religión había contado hastaahora entre sus defensores grandes genios, y padres ilustres de la iglesia: estosatletas habían manejado vigorosamente todas las armas de la lógica: la

incredulidad estaba vencida, pero no lo estaba lo bastante; era preciso demostrar aun todos los encantos de esa admirable religión: era preciso demostrar cuánadecuada es al corazón humano, y los magníficos cuadros que ofrece a laimaginación. Ya no es el teólogo en la esencia, sino el hombre y el pintor, los quese han abierto un nuevo horizonte. Vuestra obra hacia falta, y vos erais el queestaba llamado a emprenderla. La naturaleza os ha dotado eminentemente de lasraras y brillantes cualidades que este trabajo exige: vos pertenecéis a otro siglo... 

«¡Ah! si las verdades del sentimiento son las primeras en el orden natural,nadie habría evidenciado mejor de lo que vos lo habéis hecho, las de nuestra

religión; vos hubierais confundido en la puerta del templo a los impíos, y hubieraisintroducido en el santuario a los espíritus delicados y a los corazones sensibles.Pareceísme a aquellos filósofos antiguos que daban lecciones llevando coronadade flores la cabeza, y llenas los manos de deliciosos perfumes. Esta es unaimagen, bien débil por cierto, de vuestro espíritu tan dulce, tan puro y tan antiguo.

«Cada día me felicito mas de la dichosa circunstancia que me proporcionóvuestro apreciable trato: jamás olvidaré que debo a Fontanes este beneficio: se loagradezco con toda mi alma, y mi corazón no se separara nunca dos nombres, alos cuales está reservada igual gloria, si la Providencia nos abre las puertas denuestra patria.

«El caballero de Panat.»

El abate Delille oyó también la lectura de algunos fragmentos del Genio del Cristianismo.Pareció sorprendido de la obra, y algún tiempo después me hizo el honor de rimar la prosa quemas le había agradado. Naturalizó mis flores salvajes de la América en sus diferentes jardinesfranceses, y puso a enfriar un vino que estaba un poco tibio en el agua fría de su claro puente.

La edición incompleta del Genio del Cristianismo, empezada en Londres, difería un poco enel orden de materias de la publicada en Francia. La censura consular, que tardó muy poco enconvertirse en censura imperial, se mostraba muy quisquillosa en lo concerniente a los reyes: supersona, su honor y su virtud le eran va muy queridas. La policía de Fouché estaba viendo bajar del cielo, con el cáliz sagrado, el blanco pichón, símbolo del candor de Bonaparte y de lainocencia revolucionaria. Los sinceros creyentes de las provincias republicanas de Lyon meobligaron a arrancar de la obra un capítulo titulado los Reyes ateos, y a diseminar los párrafos deacá para allá en el cuerpo de la misma.

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LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Mi tío Mr. de Bedée.— Su hija mayor.

 Antes de continuar estas investigaciones literarias, me veo precisado a interrumpirlas por unmomento para despedirme de mi tío Bedée. ¡Ay! esto equivale a despedirme del primer goce demi vida; fraeno non remorante dies: «no hay freno alguno que pueda detener al tiempo.» Ved sino los viejos sepulcros en las viejas criptas; caducos ellos mismos, vencidos por la edad, sinmemoria, y habiendo perdido sus epitafios, tan olvidado hasta los nombres de aquellos que tienenencerrados dentro de sí mismos.

Había escrito a mi tío hablándole de la muerte de mi madre, y me contestó por medio de unaextensa carta, en la cual se leían algunas expresiones afectuosas, pero cuyas tres cuartas partes,a pesar de que era un pliego en folio, estaban consagradas a mi genealogía. Recomendábamesobre todo eficazmente que cuando regrese a Francia, buscase los títulos de los Cuarteles de los

Bedées, que fueron confiados, a mi hermana. De manera, que para este emigrado venerable, niel destierro, ni la ruina, ni la destrucción de sus próximos parientes, ni el sacrificio de Luis XVI lehabían revelado la revolución; nada había pasado para él; ningún acontecimiento habíasobrevenido; continuaba impávido asistiendo a los estados de Bretaña y a la asamblea de lanobleza. Aquella ligereza de la idea del hombre en medio de la alteración de su cuerpo, la huidade sus años, y la pérdida de sus amigos y parientes, es bien extraña.

Cuando mi tío de Bedée regresó de la emigración, se retiró a Dinan, punto que dista deMonchoix seis leguas, y en el cual murió sin que yo le volviera a ver. Mi prima Carolina, la mayor de las tres hijas de mi tío, existe aun, y es una solterona, a pesar de las respetuosas intimacionesde su antigua juventud. Actualmente suele escribirme alguna que otra carta, sin ortografía, en las

que me tutea, me apellida el Caballero, y me habla de nuestros buenos tiempos: in illo tempore.En cierta época tenía dos hermosos ojos negros, bonito talle, bailaba como la Camargo, y estabaconvencida de que yo devoraba en secreto el ardiente amor que me había inspirado. Yo suelocontestarle en el mismo tono, echando como ella, a un lado mis años, mis honores y mirenombre: «Si, querida Carolina, tu caballero, etc.» Probablemente hará ya seis ó siete lustrosque no: nos hemos visto: ¡loado sea el cielo! porque solo Dios sabe lo que pensaríamos denuestras respectivas fachas, si llegáramos a abrazamos!

¡Dulce, honorable, patriarcal e Inocente amistad de familia, tu siglo ha pasado ya! Al presentese nace y se muere en la soledad. Los vivos tienen prisa de lanzar al difunto a la eternidad, y dedesembarazarse de su cadáver. De sus amigos, los unos van a esperar el ataúd a la iglesia,refunfuñando de verse precisados a introducir una ligera variación en sus hábitos, y los otrosllevan su abnegación hasta el cementerio formando parte del cortejo fúnebre: así que la fosa llegaa colmarse de tierra, desaparece el último. Ya no volveréis jamás, días de religión y de ternura, enlos cuales moría el hijo en la misma casa, en el mismo lecho, cerca del mismo lugar dondemurieron sus antepasados, y rodeado, como lo estuvieron ellos, de hijas y nietos llorosos, sobrelos que descendía la bendición paternal.

¡Adiós, mi querido tío! ¡Adiós, familia materna, que vas desapareciendo por todas partes!¡Adiós, prima mía; amadme siempre como me amabais cuando escuchábamos reunidos lasquerellas de nuestra buena tía de Boistilleuls, sobre el Milano, o cuando asistíais al relevo delvoto de mi nodriza en la abadía de Nazaret! Si llegáis a sobrevivirme, recoged la parte de afecto ygratitud que os lego en estas Memorias. No creáis en la falsa sonrisa que se bosqueja en mis

labios, al hablar de vos, porque mis ojos, os lo juro, están inundados de lágrimas.

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

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Revisado en febrero de 1845.

Incidentes.— Literatura inglesa.— Muerte de la antigua escuela.— Historiadores.— Poetas.— Publicistas.— Shakespeare.

Mis estudios correlativos para El Genio del Cristianismo, como he dicho ya, me fueronconduciendo insensiblemente a un examen mas profundo de la literatura inglesa. Cuando en1792 me refugié en Londres, me fue preciso reformar la mayor parte de los juicios que habíaexpuesto en la crítica. Respecto a los historiadores, Hume estaba reputado como escritor tory yretrógrado; se le acusaba, así como a Gibbon, de haber sobrecargado con galicismos la lenguainglesa, y preferían a él a su sucesor Sinollet. Filósofo fue en vida y cristiano a la hora de sumuerte; Gibbon pasaba, en calidad de tal, por un pobre hombre. Todavía se hablaba, sinembargo, de Robertson, merced a la aridez de su estilo.

Respecto a los poetas, los Elegant Extracts servían de destierro a las producciones deDryden; no se perdonaba nada a las rimas de Pope, si bien se visitaba su casa de Twickenham yse cortaban ramas del sauce llorón plantado por él, y destrozado como su fama.

Blair pasaba por un crítico posado y fastidioso a la francesa, aun cuando se le creía superior 

a Johnson. En cuanto al viejo Spectateur , había sido relegado a su desván.Las obras políticas inglesas tienen poco interés para nosotros. Los tratados económicos son

menos circunscritos; los cálculos sobre la riqueza de las naciones, sobre el empleo de loscapitales, sobre la balanza de comercio, se aplican en parte a las sociedades europeas.

Burke salía de la individualidad social política: al declararse contra la revolución francesa,arrastró a su país a aquella extensa vía de hostilidades, que empieza en los campos de Waterloo.

Todavía quedaban, sin embargo, eminentes genios. Milton y Shakespeare se encontrabanpor todas partes. Montmorency, Byron, Salles, embajadores de Francia cerca de la reina Isabel yde Jacobo I, en diferentes épocas, ¿oyeron hablar nunca acaso de un danzante, actor en suspropias farsas y en las de los otros? ¿Pronunciaron ellos jamás el nombre de Shakespeare, de

tan difícil pronunciación en francés? Pues bien: el cómico encargado del papel del espectro en elHamlet, era el gran fantasma, la sombra de la edad media que se levantaba sobre el mundo comoel astro de la noche, en el instante mismo en que la edad media acababa de descender a lamansión de los muertos: siglos enormes que abrió el Dante; y que cerró Shakespeare.

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Incidentes.— Lord Byron.

Hállanse en los versos de lord Byron patentes imitaciones del Minstret: cuando yo estuvedesterrado en Inglaterra, lord Byron vivía en el colegio de Harrow, situado en una aldea distantediez millas de Londres. El poeta inglés era entonces un niño, y yo era joven también e ignorado;sé había criado entre los matorrales de la Escocia, a la orilla de la mar, como yo en los arenalesde la Bretaña; gustó en sus primeros tiempos de estudiar la Biblia y el Osian, y los quería con lamisma pasión con que yo los quise; cantó en Newstead-Abbey los recuerdos de la infancia, comoyo los canté en el castillo de Combourg.

«Cuando yo, joven montañés, exploraba a Morven, tu cima coronada de nieve, paradesvanecerme al ruido del torrente que se precipitaba bajo mis pies, o con los vapores de latempestad amontonados debajo de ruinas.»

En mis excursiones a las cercanías de Londres, cuando era tan desgraciado, he atravesadoveinte veces la aldea de Harrow, sin sospechar el genio que encerraba. Solía sentarme en elcementerio, al pie del olmo bajo el cual escribía lord Byron en 1807 los siguientes versos, a miregreso de Palestina.

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Spot of my youth! whose hoary branches sigh,

Swept by the breeze that funs thy cloudless sky, etc.

«¡Lugares de mi juventud, donde siempre suspiran las ramas deshojadas por la brisa querefresca vuestro límpido cielo! Lugares por los cuales ando errante y solo hoy día, yo que he

hollado la muelle y verde yerba en unión a las personas, caras a mi corazón! Cuando el destinodeje yerto este pecho devorado por la fiebre; cuando haya calmado sus angustias y suspasiones... aquí mismo, aquí donde palpita, debe ser el lugar destinado a su reposo. ¡Plegue alcielo que pueda dormirme donde se despertaron mis esperanzas... identificado con la tierra por donde corrieron mis pasos... llorado de aquellos que vivieron asociados conmigo en mis primerosaños, y olvidado del resto del mundo.»

Y yo diré: salud, Olmo caduco, a cuyo pie se abandonaba Byron en su infancia a loscaprichos de su edad, cuando ya meditaba el René bajo su sombra; bajo aquella misma sombraen que mas adelante vino a su vez el poeta a meditar Childe-Harold. Byron pedía al cementerio,testigo de los primeros juegos de su vida una tumba ignorada: súplica inútil; porque la gloria no

permitirá jamás que sea escuchada. Byron, no obstante, no es ya lo que fue en otra época; yohallé en Venecia recuerdos vivos de él por todas partes, y al cabo de algunos años se habíaborrado su nombre casi del todo, o había sido relegado al olvido en aquella misma ciudad dondefue acogido con tanto entusiasmo. Las ecos del Lido ya no le repiten, y si se lo preguntáis a losvenecianos, ignoran de quien queréis hablarle. Lord Byron ha muerto enteramente para ellos; yano oyen los relinchos de su caballo: poco más o menos le sucede en Londres, donde su memoriava pereciendo. He aquí en lo que venimos a parar.

Si yo he pasado por Harrow sin saber que el niño Byron vivía allí, también han pasadoalgunos ingleses por Combourg sin que se les viniera a las mientes que un pequeño vagabundoeducado en aquellos matorrales, dejaría algún renombre. El viajero Young que había pasado por Combourg, escribía acerca de él las siguientes palabras:

«Hasta Combourg (de Pontorson) el país tiene un aspecto salvaje: laagricultura no está mas adelantada allí que entre los hurones, lo que, pareceimposible en un país cercado: el pueblo es casi tan salvaje como el país, y laciudad una de las plazas más sucias y más incivilizadas que se han visto; las casasson de tierra, y no hay en ellas ni siquiera un vidria; el empedrado es tandetestable, que apenas se puede atravesar, allí no se conoce comodidad deninguna especie. En aquel país existe, sin embargo, un castillo habitado. Pero¿quién es ese Mr. de Chateaubriand, propietario del mismo, que tiene la fortalezade nervio necesaria para residir en medio de tanta pobreza e inmundicia? Debajode este depósito de miseria se ve un hermoso lago cercado de una verde

empalizada.»Este Mr. de Chateaubriand era mi padre: su residencia, que tan mala parecía al

descontentadizo agrónomo, era, sin embargo, una noble y agradable residencia, aunque un tantocuanto grave y sombría. En cuanto a mí, débil enredadera que empezaba a encaramarse al piede aquellas torres salvajes, ¿podía acaso llamar la atención de Mr. Young, cuyo viaje no teníaotro objeto que el de reconocer nuestros campos? Permítaseme añadir a las páginas escritas enInglaterra en 1822, algunas otras escritas en 1814, y 1840, las que completarán el bosquejo delord Byron; este bosquejo quedará del todo acabado, cuando se lea lo que diré mas adelanteacerca del poeta insigne, al hablar de Venecia.

Quizás inspire al lector algún interés el encuentro de dos jefes de la escuela moderna inglesa

y francesa, de ideas iguales en el fondo, de destinos muy análogos, y de costumbres muyparecidas: el uno par de Inglaterra, y el otro par de Francia; ambos viajando por el Oriente,próximos muchas veces uno a otro, y sin encontrarse jamás: la única diferencia que entrenosotros existe, es que la vida del poeta inglés no se halla mezclada a sucesos tan grandes como

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la mía.

Lord Byron visitó después que yo las ruinas de la Grecia, y parece embellecer en Childe-Harold con los colores de su lozana imaginación las descripciones del Itinerario. En el principio demi peregrinación reproduje yo el adiós postrero del señor de Joinville a su castillo: Byron sedespidió también de su gótica vivienda.

En los Mártires parte Eudoro de la Messenia para dirigirse a Roma: «nuestra navegación fuelarga, dice... visitamos todos aquellos promontorios conocidos por sus templos o sus tumbas...

Mis jóvenes compañeros no habían oído hablar mas que de las metamorfosis de Júpiter, y nadacomprendieron al ver las ruinas que se ofrecían a sus ojos; pero yo me había sentado va, como elprofeta, sobre las ruinas de las ciudades desoladas, y Babilonia me enseñaba a Corinto.»

El poeta inglés es como el prosista francés, en la carta de Sulpicio a Cicerón; una analogíatan perfecta es para mí sumamente gloriosa, puesto que no precedido at cantor inmortal en lasriberas donde hemos tenido los mismos recuerdos, y donde hemos hecho conmemoración de lasmismas ruinas.

Tengo además el honor de que mis ideas hayan estado de acuerdo con los de lord Byron enla descripción de Roma: los Mártires y mi carta sobre los campos romanos, tienen para mí lainapreciable ventaja de haber adivinado las inspiraciones de un gran genio.

Los primeros traductores, comentadores y admiradores de lord Byron han tenido un especialcuidado de no consignar que algunas páginas de mis obras hubieran podido figurar en losrecuerdos del pintor de Childe-Harold; creían que de hacerlo así hubieran arrebatado algo a sugigantesco genio. Ahora que el entusiasmo ha ido entibiándose poco a poco, se me niega menosesta honra. Nuestro cancionero inmortal ha dicho en el último tomo de sus canciones: «En una delas que preceden a esta, hablo de las liras que la Francia debe a Mr. de Chateaubriand. No temoque este verso sea desmentido por la nueva escuela poética, que por haber nacido al abrigo delas alas del águila, se ha gloriado, con justicia, de semejante origen. La influencia del autor delGenio del Cristianismo ha llegado también a los países extranjeros, y acaso podría decirse confundamento que el cantor de Childe-Harold es de la familia de René.»

Mr. Villemain ha reproducido esta observación de Mr. de Beranger en un excelente artículosobre lord Byron: «Es verdad que algunas páginas incomparables del René, dice Mr. Villemain,habían expresado este carácter poético: pero yo no sé si Byron las imitaba, o si su genio las dabanueva vida;»

Lo que acabo de decir sobre las afinidades de imaginación y de destinos entre el cronista deRené y el trovador de Childe-Harold, no quita ni un solo cabello a la cabeza de un bardo inmortal.¿Qué es respecto a la musa de la Deé, que lleva una lira y tiene alas, mi pedestre y ronca musa?Lord Byron vivirá eternamente, sea porque, hijo de su siglo como yo, haya explicado como yo, ycomo lo hizo Goethe antes que nosotros, la pasión y la desgracia, o sea porque mis periplos y elfanal de mi barquilla de las Galias haya servido de rumbo al navío de la Albión en los mares

inesperados.Por otra parte, dos talentos de naturaleza análoga pueden muy bien tener análogas

excepciones, sin que pueda decírseles que han marchado servilmente por un mismo camino. Espermitido; y debe serlo, el aprovecharse de las ideas y de las imágenes vertidas en un idiomaextraño para enriquecer el propio: esto se ha visto con frecuencia en todos los siglos y en todostiempos. Yo soy el primero en confesar que en mi primera juventud pudieron asociarse a misideas Ossian, Werter, las meditaciones del Solitario y los Estudios de la naturaleza; pero no hedisimulado ni ocultado jamás placer que me causaban las obras cuyo estudio me servía derecreo.

Si fuese cierto que el René tiene en el fondo algunos puntos de contacto con el único

personaje que figura en escena bajo diferentes nombres en Childe-Harold, Conrad, Lara,Manfredo, y el Giaour; si lord Byron me hubiera asociado por casualidad a su propia vida¿hubiera tenido la flaqueza de no nombrarme jamás? ¿Era yo acaso uno de esos padres dequienes se reniega cuando se llega a la cúspide del poder? ¿Podía ser yo completamente

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Zenón: «La voz es la flor de belleza.»

Es una cosa deplorable la rapidez con que desaparecen en el día los renombres. Al cabo dealgunos meses huye el entusiasmo y le sucede el poco aprecio. En la actualidad ya vapalideciendo la gloria de Lord Byron; nosotros comprendemos mejor su genio; los altares erigidosen Francia en honra suya serán mucho más permanentes que en Inglaterra. Como Childe-Haroldes notable principalmente por la pintura de los sentimientos particulares del individuo, losingleses, que prefieren los sentimientos comunes a los demás, acabarán por desconocer al poeta

cuyo acento es tan triste y tan profundo. Empero, guárdense de hacerlo así; si estropean laimagen del hombre que les ha dado vida, ¿qué les quedará después?

Cuando en 1822 escribí durante mi residencia en Londres mis sentimientos acerca de LordByron, solo le estaban dos años de vida sobre la tierra: murió en el año 1824, cuando iban aprincipiar para él los desencantos y los disgustos. Yo le precedí en la vida, y él me ha precedidoen la muerte: fue llamado antes de que le tocara su turno; mi número estaba primero que el suyo,y el suyo salió sin embargo el primero. Childe-Harold debió haber quedado: el mundo hubierapodido perderme a mí sin hacer alto en mi desaparición. En la continuación de mis excursioneshe vuelto a encontrar a Mme. Guiccioli en Roma, y a lady Byron en París. La debilidad y la virtudvolvieron a aparecérseme; en la primera había acaso demasiada realidad; en la segundademasiados sueños.

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

La Inglaterra de Richmond a Greenwich.— Expedición con Pelletier.— Bleinheim.— Stowe.— Hampton-Court.— Oxford.— Colegio de Eton.— Costumbres privadas.— 

Costumbres políticas.— Fox.— Pitt.— Burke.— Jorge III.

Después de haber hablado al lector de los escritores ingleses de la época en que la Inglaterra

me servía de asilo, me resta ahora decir algo sobre la Inglaterra misma, del aspecto que ofrecíaen aquella época, de su situación topográfica, de sus castillos y de sus costumbres privadas ypolíticas

El que haya visto cuatro leguas de terreno por los lados de Richmond, y de Greenwich aLondres, puede hacerse cuenta que ha visto toda la Inglaterra. Por la parte de Greenwich está laInglaterra industrial y comercial, con sus diques, sus almacenes, sus aduanas, sus arsenales, susfábricas de cerveza, sus manufacturas, sus fábricas de fundición y sus buques: estos últimossuben por el Támesis en la alta marea, formados en tres divisiones; los mas pequeños primero,en seguida los medianos, y los últimos los buques de alto bordo, cuyas velas se elevan a la alturadel hospital de marinos inválidos, y de la taberna a donde suelen concurrir los extranjeros.

Por el lado de Richmond está la Inglaterra agrícola y pastora, con sus praderas, sus rebaños,sus casas de campo y sus parques, cuyos arbustos y céspedes bañan dos veces al día las aguasdel Támesis, impelidas por el flujo. Londres, situada en medio de estos dos opuestos puntos,(Richmond y Greenwich) reúne todas las cosas de esta doble Inglaterra: la aristocracia al Oeste, yal Este la democracia; la Torre de Londres y Westminster, límites entré los cuales viene acolocarse la historia entera de la Gran-Bretaña.

En Richmond pasé con Cristian de Lamoignon parte del estío de 1790, trabajando en elGenio del Cristianismo. Hacía expediciones en una barca sobre el Támesis, y paseaba, a caballopor el parque de aquel punto. Bien hubiera yo querido que el Richmon-les- Londres fuese elRichmond del tratado Honor Riche-mundiae, porque en tal caso hubiera estado allí en mi propiapatria: he aquí por qué Guillermo el Bastardo hizo donación a Alain, duque de Bretaña; su yerno,de cuatrocientas tierras señoriales en Inglaterra, que formaron después el condado de Richmond

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5. Los duques de Bretaña, sucesores de Alain, cedieron en enfiteusis estos dominios a loscaballeros bretones primogénitos de las familias de Rohan; de Tinteniac, de Chateaubriand, deGayon y de Montboucher. Pero a pesar de mis deseos, me veo precisado a buscar en elYorkshire el condado de Richmond, erigido en ducado por un bastardo en tiempo de Carlos II; elRichmond sobre el Támesis es el antiguo Sheen de Eduardo III.

 Allí expiró en 1377 Eduardo III, aquel famoso rey, a quien robó su favorita Alix Pearce, la quehabía dejado de llamarse Alix, o Catalina de Salisbury, desde los primeros días de la vida del

vencedor de Crecy: no améis sino en la edad en que podáis ser amados. Enrique VIII e Isabelmurieron también en Richmond: ¿a dónde no alcanza la muerte? Enrique VIII tenía predilecciónpor este sitio. Los historiadores antiguos se ven muy apurados con este hombre abominable: por una parte no pueden disimular su tiranía y el servilismo del parlamento, y si anatematizaran por otro al jefe de la Reforma, al condenarle, se condenarían a sí mismos.

Pl us l‘oppreseur est vil, plus l'esclave est infame. 6  

En Richmond se enseña el montecillo que sirvió de observatorio a Enrique VIII para esperar 

la señal del suplicio de Ana Bolena. Enrique se estremeció de placer al distinguid la señal sobre laTorre de Londres. ¡Qué voluptuosidad! el hierro había tronchado aquel delicado cuello, yensangrentado aquellos cabellos tan hermosos, que había halagado el poeta-rey con sus fatalescaricias: Pero yo no esperaba en el desierto parque de Richmond ninguna señal homicida, nihubiera deseado mal alguno a quien me hubiese sido infiel. Mis únicos compañeros eran algunosgamos pacíficos: acostumbrados a correr ante una traílla de perros, hacían alto cuando estabanfatigados, y se les traía después muy alegres y muy contentos de este juego, para colocarlos unchirrión lleno de paja. También solía ir a Kew a ver los canguros, animales ridículos, que son elreverso de la jirafa: estos Inocentes cuadrúpedos abundaban más en la Australia, que lasprostitutas del antiguo duque de Queensbury en las callejuelas de Richmond. El Támesis bañabala yerba de un montecito medio oculto bajo un cedro del Líbano y entre sauces llorones: una

pareja recién casada había venido también a pasar la luna de miel en aquel paraíso.Pero he aquí que una tarde, y cuando más tranquilo estaba yo paseando sobre la pradera de

Tockenham, se aparece Pelletier, con el pañuelo aplicado a la boca. «¡Oh qué sempiterna niebla!exclamó así que llegó bastante cerca de mí para poder ser oído, ¿Cómo diablos tenéis valor parapermanecer aquí? Por mi parte ya tengo hecho la lista de los sitios que hemos de recorrer,Stowe, Bleincheim, Hampton-Court, Oxford; por la vuestra y con esa manía de meditar, seríaiscapaces de permanecer encasa de Johon-Bull in vitan aeternam, sin dar un paso para ver nada.»

En vano intenté evadirme de la exigencia de Pelletier: estuvo inexorable, y fue preciso partir.En el carruaje me contó sus esperanzas, que se relevaban con tanta frecuencia como los tiros delos caballos: cuando se desvanecía una forjaba otra al momento, y esto se repetía diferentes

veces hasta llegar al término de la jornada. Una de sus esperanzas , la más fundada de todas, lecondujo después hasta Bonaparte, al que asió por el cuello. Napoleón tuvo la simplicidad deboxear con él. El segundo de Pelletier era Jacobo Makintosh: habiendo sido condenado por lostribunales, sacó de este incidente una nueva fortuna (que por supuesto se comió en un dos por tres) vendiendo las piezas de su proceso.

La estancia en Bleinheim fue para mí muy desagradable, porque al sentimiento que mecausaba un antiguo revés de mi patria, tenía que añadir el insulto de una afrenta reciente quetuve que soportar: una barca que subía por el Támesis me sorprendió a la orilla, y los remeros aldistinguir a un francés me dirigieron estrepitosos hurras: acabábase de recibir la de lasinstituciones literarias de la edad media. Recorrimos las bibliotecas, el museo, el jardín botánico, y

yo estuve viendo con extremo regocijo, entre los manuscritos del colegio de Worcester, una vida

5 Véase el Domesday book.6 «Cuanto más vil es el opresor, más infame es el esclavo.»

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del Príncipe negro, escrita en verso francés por el heraldo de este príncipe.

Oxford, a pesar de su semejanza, me traía a la memoria los modestos colegios de Dol, deRennes; y de Dinan. Había yo traducido la elegía de Gray sobre el cementerio de campo.

The curfew tolls the knell of parting day,

Imitación del siguiente verso de Dante:

Squilla di lontano Che paja 'l giorno pianger che si muore,

Pelletier se había apresurado a publicar en su periódico, a son de corneta, mi traducción. Alver a Oxford me acordé de la oda del mismo poeta sobre una vista lejana del colegio de Eton.

«¡Felices colinas, bosques deliciosos, campos amados, por donde vagaba en otro tiempo midescuidada infancia, extraña al dolor! Conozco las brisas que vienen de vuestro lado, y me figuroque acarician alma abatida, y que, perfumadas de gozo y de juventud, vienen a dar a mi vida unasegunda primavera.»

«Dígnate decirnos, Támesis paternal... dígnate decirnos qué generación voladora la impele

hoy a precipitar la carrera del rotante aro, o a lanzar la fugitiva pelota. ¡Ay! las Inocentes y jóvenesvíctimas juguetean sin cuidarse de sus destinos, sin prever los males de lo porvenir, y sinacordarse de que hay que andar mas jornadas!»

¿Quién es el que no ha probado en su vida los sentimentales y las penas, expresadas encada anotación toda la dulzura de la musa? ¿Quién es el que no se ha enternecido al recuerdo delos juegos, de los estudios y de los amores de sus primeros años? Pero ¿es posible acaso eldevolverles su animación y vida? Los placeres de la juventud reproducidos por la memoria, sonruinas vistas a la llama de un hacha de viento.

Vida privada de los ingleses.

Separados del continente por una larga guerra, los ingleses conservaban a fines del últimosiglo sus costumbres y su carácter nacional. En aquella época no era todavía más que un pueblo,en cuyo nombre se ejercía la soberanía por un gobierno aristocrático, ni se conocían más que dosclases, unidas amistosamente por un interés común: la de los patronos, y la de los clientes. Esaclase, celosa de sus prerrogativas, que se llama en Francia clase media, y que empieza ahora anacer en Inglaterra, no existía aun, nada había que se interpusiese entre los ricos propietarios y

los hombres dedicados a la industria fabril. Todavía no era todo máquinas en las profesionesmanufactureras, ni todo locura en los rangos privilegiados. En aquellas mismas aceras donde seven pasear ahora figuras sucias y hombres vestidos con un gran redingote, paseaban en otrotiempo lindísimas muchachas con su delantalito blanco, su sombrero de paja atado con una cintapor debajo de la barba, y su canastillo debajo del brazo, las que se ruborizaban cuando se fijabanen ellas atrevidos ojos. «La Inglaterra, dice Shakespeare, es un nido de cisnes en medio de lasaguas». Los redingotes de vestir se usaban tan poco en Londres de 1793, que una señora quelloraba amargamente la muerte de Luis XVI solía decirme: «¿Pero es verdad, caballero, que elpobre rey llevaba puesto un redingote cuando le cortaron la cabeza?»

Los gentlemen-farmers no habían a vendido aun su patrimonio para irse a vivir a Londres, y

formaban todavía en la cámara de los comunes aquella fracción independiente, que pasandodesde la oposición al ministerio, mantenía ilesas la libertad, el orden y la propiedad. Estospatricios cazaban ánades o faisanes en otoño, comían gansos y ocas en Navidad, gritaban viva elroastbeef, se lamentaban del presente, ponderaban lo pasado, maldecían a Pitt y a la guerra,porque aumentaba el precio del vino de Oporto, y se acostaban borrachos, para volver a empezar 

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el día siguiente la misma vida. Estaban muy creídos en que la gloria de la Gran Bretaña no seeclipsaría mientras que se cantase el God save the King , en que se conservarían las bourg-pourris (aldeas), en que las leyes de la caza permanecerían en todo su vigor, y en que sevenderían furtivamente en el mercado las liebres y las perdices bajo el nombre de leones y deavestruces.

El clero anglicano era hospitalario y generoso, y acogió al clero francés con una caridadverdaderamente cristiana. La universidad de Oxford hizo imprimir a sus expensas, y distribuyó

gratis a los curas un Nuevo Testamento, según el rito romano, con estas palabras: para el uso delclero católico desterrado por su constancia religiosa. Respecto a la alta sociedad inglesa, comopobre y mísero emigrado, no conocía más que la exterioridad. Cuando había recepción en lacorte o en el palacio de la princesa de Gales, veía pasar en sus carruajes a las brillantes ladys,ataviadas con un suntuoso lujo, y hermosas como las madonas que se ven en los altares. Aquellas bellezas eran hijas de las madres que adoraron los duques de Guisa y de Lauzun; estasson en 1822 las madres y abuelas de los pimpollos que bailan actualmente conmigo, en trajecorto; generaciones florecidas que pasan con una rapidez extraordinaria.

Costumbres políticas.

La Inglaterra de 1688 se hallaba a fines del siglo último en el apogeo de su gloria. Pobreemigrado en Londres desde 1792 a 1800, he oído hablar a los Pitt, los Fox, los SheridanWilberforce, los Grenville, los Witebread, los Landerdale y los Erskine: embajador hoy en 1822 enla misma corte, y lleno de lujo y de magnificencia, no me es posible expresar mi sorpresa, cuandoen lugar de aquellos brillantes oradores a quienes había oído hablar en otra época, veíalevantarse a aquellos que eran de segundo orden en la época de mi primer viaje; los estudiantesocupaban los sitios de los maestros. Las ideas generales han penetrado en aquella sociedadparticular. Pero la aristocracia ilustrada, colocada al frente del país desde ciento cuarenta años

hacia, ha mostrado al mundo una de las mas bellas y de las roas grandes sociedades, que hanhecho honor a la especie humana desde el patriciado romano. Quizás exista aun alguna viejafamilia, en el fondo de un condado, que reconocerá la sociedad que acabo de describir, y echaráde menos el tiempo cuya pérdida deploro.

En 1792 se separó de Mr. Fox Mr. Burke, al tratarse de la revolución francesa que Mr. Burkeatacaba y defendía Mr. Fox. Jamás habían desplegado tanta elocuencia estos dos oradores, quehabían sido amigos hasta entonces. Toda la cámara escuchó conmovida, y los ojos de Mr. Foxestaban preñados de lágrimas cuando Mr. Burke terminó su discurso con las palabras siguientes:«El muy honorable caballero me ha tratado en el discurso que acaba de pronunciar con unadureza inusitada; ha consagrado mi vida entera, mi conducta y mis opiniones. Pero ese grave ytremendo ataque, que no creo haber merecido bajo ningún concepto, no bastará para hacermetemer el declarar mis sentimientos en esta cámara y a la luz del mundo entero. Yo diré en todaspartes que la constitución del estado peligra. Conozco que es una indiscreción en todo tiempo,pero mucho más en la época presente de mi vida, el provocar enemigos, o el dar a mis amigosmotivos fundados para que me abandonen. Pero si mi destino es pasar por tan amargo trance,merced a mi adhesión a la constitución británica, estoy dispuesto a correr el riesgo, yobedeciendo a lo que el deber público y la prudencia pública me ordenan, terminaré exclamando:¡Huid de la constitución francesa! ¡Fly from the french Constitution.»

Habiendo dicho a Mr. Fox que no era motivo aquel para que sus amigos le abandonaranexclamó Mr. Burke:

«¡Sí, es motivo para ser abandonado por sus amigos! Conozco el resultado demi conducta; he cumplido con mi deber sacrificando a la amistad, que desde hoy haterminado entre nosotros: I have done my duty at the price of my friend; our 

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friendship is at han end. Advierto por lo tanto a los muy honorables caballeros queforman los dos partidos rivales en esta cámara, que deben conservar y sostener laconstitución británica, prevenirse contra las innovaciones, y salvarse del peligro deestas nuevas teorías, ora se muevan en el hemisferio político como dos grandesmeteoros, ora marchen como dos hermanos y de común acuerdo. From the danger of these new theories.» ¡Memorable época del mundo! 

Mr. Burke, a quien conocí poco tiempo antes de su muerte, abrumado con la pérdida de suhijo único, había fundado una escuela consagrada a los hijos de los emigrantes pobres, solía ir devez en cuando a ver lo que él llamaba su vivero: his nursery , y se recreaba con la vivacidad de laraza extranjera que crecía bajo los auspicios de su genio paternal. Cuando veía saltar y triscar alos inocentes y alegres desterrados, me decía «nuestros bribonzuelos, de por acá no harían eso:our boys could not do that , y sus ojos se inundaban de lágrimas, recordando a su hijo, que habíapartido para un largo destierro.

Pitt, Fox y Burke ya no existen, y la constitución inglesa ha sufrido las influencias de lasnuevas teorías. Es preciso haber visto la gravedad de los debates parlamentarios en aquellaépoca, es preciso haber oído a aquellos oradores cuya voz profética parecía anunciar una

revolución próxima, para poder formarse una idea de la escena a que me refiero. La libertad,contenida dentro de los límites del orden, parecía debatirse en Westminster bajo la influencia dela libertad anárquica, que hablaba aun en la ensangrentada tribuna de la Convención.

Mr. Pitt, alto y seco, tenía una fisonomía triste a la par que burlona. Su modo de hablar erafrío, monótona su entonación, y su gesto insensible, pero la fluidez y brillo de sus pensamiento, yla lógica de sus razones, iluminadas a veces por repentinos relámpagos de elocuencia, hacíanque su talento saliese de la esfera vulgar.

Muchas veces solía ver a Mr. Pitt cuando iba desde su casa al real palacio a pie, yatravesando el parque de Saint James. Jorge III, por su parte, llegaba de Windsor, después dehaber estado bebiendo cerveza en una vasija de estaño con los colonos de las inmediaciones, y

atravesaba los caminos detestables de su malhadado castillejo en un coche parduzco, escoltadopor algunos guardias de caballería: Jorge III era allí el amo de los reyes de Europa, como cinco oseis comerciantes de la Cité lo son de la India Mr. Pitt, vestido de traje negro, con espada deacerado puño pendiente del tahalí, y el sombrero debajo del brazo, subía los escalones de laregia morada de tres en tres, y no encontraba a su paso más que tres o cuatro emigradosociosos: al vernos, pasaba, lanzándonos una mirada desdeñosa, lleno de arrogancia, y pálido elsemblante.

 Aquel gran hacendista tenía su casa en el mayor desorden, y vivía sin horas fijas para comer y dormir. Abrumado de deudas no pagaba a nadie, y no se atrevía a adicionar el presupuesto. Unayuda de cámara hacia las veces de mayordomo. Mal vestido casi siempre, sin disfrutar jamás de

diversión alguna, exhausto de pasiones y ávido del poder únicamente, despreciaba los honores, yno quería ser más que William Pitt a secas.

Lord Liverpool me llevó a comer a su casa de campo en junio de 1822: al atravesar losmatorrales de Pulteney me ensañó la casita donde murió en la mayor pobreza el hijo de lordChiham, el hombre de estado que había puesto a la Europa a sueldo, y distribuido por sus propiasmanos todos los millones de la tierra.

Jorge III sobrevivió a Mr. Pitt, pero había perdido la vista y la razón. Cada vez que se abría elparlamento los ministros leían a las cámaras silenciosas y conmovidas el boletín en que se dabacuenta de la salud del rey. Un día fui a visitar el palacio de Windsor y por medio de una ligeragratificación que di a un conserje, conseguí que me ocultase en un sitio donde fácilmente pudiera

ver al rey. El monarca, ciego y con los cabellos blancos, se presentó vacilante, como el rey Lear en sus palacios, y buscando con sus manos un apoyo en las paredes de los salones. Sentosedelante de un piano, cuyo sitio le era muy conocido, y ejecutó algunos trozos de una sonata deHaendel; tal fue el término de la antigua Inglaterra! Old England!

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LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Vuelta de los emigrados a Francia.— El ministro de Prusia me da un pasaporte falso con elnombre de Lassagne, habitante de Neuchatel en Suiza.— Muerte de lord Londonderry.— 

Fin de mi carrera de soldado y de viajero.— Desembarco en Calais.

Empezaba a volver la vista a mi patria. Se había verificado una grande revolución. Bonaparteelegido primer cónsul; restablecía el orden con el despotismo; muchos desterrados volvían a supatria: los proscriptos de las clases elevadas se apresuraban a regresar para recobrar los restosde su fortuna; la fidelidad se destruía en sus mejores representantes, al paso que se conservabaíntegra en el corazón de algunos nobles de provincia arruinados. Mme. Lindsay había partido yescribía a Mres. de Lamoignon diciéndoles que volviesen; así mismo invitaba a Mme. de Aguesseau, hermana de Mres. de Lamoingnon, a que pasase el estrecho. Fontanes me llamabapara acabar en París la impresión del Genio del Cristianismo. Aunque no olvidaba un momento ami patria, no tenía grandes deseos de volver a ella: otros dioses mas poderosos que los larespaternales me retenían; Francia no me ofrecía ya bienes ni asilo; la patria era ya para mí un seno

de piedra, un pecho agotado; en ella no podía encontrar a mi madre, a mi hermano, y a mihermana Julia. Lucila vivía aun, pero se había casado con Mr. de Caud, y ya no conservaba minombre; mi joven viuda solo me conocía por una unión de algunos meses, por la desgracia y por una ausencia de ocho años.

Entregado a mí mismo; no sé si habría tenido la resolución necesaria para partir; pero laspersonas que formaban mi pequeña sociedad se ausentaban; Mme. de Aguesseau me proponíallevarme consigo a París: no opuse resistencia. El ministro de Prusia me proporcionó unpasaporte con el nombre de Lessagne, habitante de Neuchatel. Mres. Dulau suspendieron latirada del Genio del Cristianismo, y me enviaron las pruebas. Separé de los Natchez los apuntesrelativos a Atala y René, y lo restante del manuscrito lo encerré en una maleta que di a guardar a

mis huéspedes en Londres, y me puse en camino para Douvres, en compañía de Mme. de Aguesseau; Mme. de Lindsay nos esperaba en Calais.

 Así abandoné a Inglaterra en 1800; mi corazón estaba entonces preocupado con otrospensamientos distintos de los que tengo ahora, en 1822, al escribir estas líneas. Entonces traíadel destierro sueños y recuerdos gratos; hoy mí cabeza esta llena de proyectos de ambición, depolítica, de grandezas y de cortes, que tan mal se avenían a mi carácter. ¡Cuántos sucesos seagolpan en mi presente existencia! Pasad, hombres, pasad; ya llegará mi vez. Hasta ahora solohe ofrecido a vuestra vista la tercera parte de mis días; si los sufrimientos que he arrostrado hanpesado sobre la mejor época de vida, ahora que entro en una edad mas fecunda, el germen deRené va a desarrollarse, y amarguras de otra especie se mezclaran en mi narración. ¡Cuantopodía decir al hablar de mi patria y de sus revoluciones, cuyo primer plan he trazado! ¡de eseImperio, y del hombre gigantesco que he visto caer! ¡de esa Restauración en que tanta parte hetomado, tan gloriosa ahora, en 1822, y que sin embargó no puedo entrever sino a través de unanube fúnebre!

Este libro, que llega a la primavera de 1800, toca a su término. He llegado al fin de mi primeracarrera y me preparo a empezar la de escritor; de hombre privado, voy a convertirme en hombrepúblico; salgo del asilo virginal y silencioso de la soledad para entrar en el bullicio y en las intrigasdel mundo; las ilusiones de mí vida van a desaparecer ante la realidad, y la luz va a penetrar en elreino de las sombras. Dirijo una tierna mirada a esos libros que encierran mis horasinmemorables, y me parece que doy el último adiós a la casa paterna; me separo de lospensamientos y de los sueños de mi juventud, como de hermanas o de amantes a quienes dejo

en el hogar de la familia para no volverlas a ver.Cuatro horas empleamos en el tránsito de Douvres a Calais. Volví a mi patria bajo el seguro

de un nombre extranjero: oculto doblemente en la oscuridad del suizo Lassagne y en la mía,llegué a Francia con el siglo.

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DIEPPE, 1836.

Revisado en diciembre de 1846.

Residencia en Dieppe.— Dos sociedades.

El lector habrá visto que desde que empecé estas memorias, he cambiado diferentes vecesde lugares, que los he descrito, que he hablado de los sentimientos que me inspiraban, trazandomis recuerdos, y mezclando de este modo la historia de mis pensamientos y de mis diferenteshogares a la historia de mi vida.

 Al presente conoce también el punto de mi residencia. Paseando esta mañana por laescarpada costa situada detrás del castillo de Dieppe, he visto la poterna que sirve decomunicación a la mencionada costa, arrojada sobre un foso. Mme. de Longueville logró evadirsepor ella del furor de la reina Ana de Austria: habiéndose embarcado furtivamente en el Havre, ydesembarcado en Rotterdam, se dirigió a Stenay, a ampararse bajo la protección del mariscal deTurena. Los laureles del gran capitán habían dejado de ser ya inocentes, y la burlona proscripta

no trataba muy bien al culpable.Mme. de Longueville, que había sido rechazada por la casa de Rambouillet, por el trono de

Versalles, y por la municipalidad de París; se apasionó del autor de las Máximas y le fue todo lofiel que podía serlo. Este vivió menos de sus pensamientos que de la amistad de Mme. de LaFayette y de Mme. de Sevigné; de los versos de La Fontaine, y del amor de Mme. de Longueville;he aquí lo que es el rendimiento y la abnegación de los personajes ilustres.

La princesa de Condé dijo al espirar a Mme. de Brienne: —«Mandad decir, mi querida amiga,a esa pobre miserable que se halla en Stenay el estado en que me encuentro, y que aprenda amorir:» excelentes palabras; pero la princesa se olvidaba, sin duda alguna, de que había sido laquerida de Enrique IV, y de que, conducida a Bruselas por su marido, había querido volver a

incorporarse al Bearnés, escapándose de noche por un balcón, y caminando en seguida a caballomas de cuarenta leguas; la princesa era entonces una pobre miserable de diez y siete años.

 Así que bajé de la escarpada costa, me hallé en el camino real de París, que sube por unapendiente rápida desde la salida de Dieppe. A la derecha de este camino se elevan las tapias deun cementerio, a lo largo de las cuales hay un torno de cordelería. Dos cordeleros que caminabanparalelamente, retrogradando y bataneando una pierna sobre otra, cantaban a media voz:púseme a escucharlos, y cantaban esta copla del viejo sargento, soberbia mentira poética quenos ha traído a la situación en que hoy nos hallamos:

Qui labas sanglotte et regarde?Eh! c‘est la veuve du tambour, etc., etc. 7  

 Aquellos hombres pronunciaban el estribillo.

Conscriptos, al paso: no lloréis... Marchad al paso, al paso, con un tono tan débil y tanpatético, que mis ojos se llenaron de lágrimas. Al marcar ellos mismos el compás devanando sucáñamo, parecía que estaban hilando los últimos instantes del viejo sargento: imposible me seríadecir lo que había en aquella gloria exclusiva de Beranger, revelada por dos marineros quecantaban a la vista del mar la muerte de un soldado.

La costa escarpada la comparaba yo a una grandeza monárquica; el camino a una celebridadplebeya: también he hecho comparaciones entre los hombres de las edades extremas de la

7 «¿Quién es la que mira y gimotea allá abajo? ¡Eh! Es la viuda del tambor, etc., etc

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sociedad, y me he preguntado a mí mismo a cual de estas dos épocas hubiera preferidopertenecer. Cuando lo presente haya desaparecido como lo pasado, ¿cuál de estos dosrenombres llamará más la atención de la posteridad?

Y sin embargo, si los hechos fuesen lo principal, si el valor de los nombres nocontrabalancease en la historia el valor de los sucesos, ¡qué diferencia no habría entre mi tiempoy el tiempo que trascurrió desde la muerte de Enrique IV hasta la de Mazarino! ¿Qué son lasturbulencias de 1648, comparadas con esta revolución, que ha devorado el antiguo mundo; y que

quizás se habrá herido de muerte a sí misma, para no dejar en pos de sí ni vieja ni modernasociedad?

¿No debía yo, pues, describir en mis memorias cuadros de una importanciaincomparablemente mayor que la de las escenas referidas por el duque de La Rochefoucauld? EnDieppe mismo, ¿que es el voluptuoso ídolo de París, seducido y rebelde al lado de la duquesa deBerry? Los cañonazos que anunciaban en el mar la presencia, de la regia viuda, han dejado ya deoírse; los festejos de pólvora y de humo no han dejado en la costa más que el bramido de lasolas.

Las dos hijas de la casa de Borbón, Ana Genoveva y María Carolina, se han retirado; los dosmarineros de la canción del poeta popular desaparecieron también; Dieppe no me cuenta ya a mí

tampoco entre sus moradores; el yo que habitó aquellos lugares en otro tiempo, no es el yo demis primeros días ya terminados; aquel yo ha sucumbido, porque nuestros días mueren antes quenosotros. El lector me ha visto en Dieppe subteniente del regimiento de Navarra, instruyendo ¿los reclutas en aquellos pedregales; después ha vuelto a verme desterrado en tiempo deBonaparte; aun volverá a encontrarme aquí otra vez cuando vengan a sorprenderme las jornadasde julio. Al presente me hallo en esta ciudad, y vuelvo a tomar la pluma para continuar misconfesiones.

Para mayor claridad, bueno será que echemos una ojeada sobre la altura a que seencuentran mis memorias.

Estado en que se encuentran mis Memorias. 

Forzoso es confesar que me ha sucedido lo que le sucede a todo emprendedor que trabajaen una grande escala: en primer lugar, he levantado los pabellones de los extremos, y despuésquitando de aquí mis andamios para ponerlos mas allá, he ido levantando la piedra y loscimientos de las construcciones intermediarias: sabido es que se han empleado muchos siglos enedificar algunas catedrales góticas. Si el cielo me concede algún tiempo mas de vida, elmonumento quedará concluido por mis diversos años; el arquitecto, que será siempre el mismo,no habrá hecho otra cosa que cambiar de edad. Por lo demás, preciso es reconocer que es unverdadero suplicio conservar intacto su ser intelectual, aprisionada bajo una cubierta material muyusada. San Agustín decía, dirigiéndose al Ser Supremo, cuando conocía que su arcilla se ibadesmoronando: «Dignaos, señor, servir de tabernáculo a mi alma.» —Y a los hombres: «Cuandome hayáis conocido por medio de este libro, rogad a Dios por mí.»

Entre las cosas por las cuales empiezan estas Memorias, y las que me ocupan actualmente,hay un intervalo de treinta y seis años. ¿Cómo es posible, por lo tanto, volver a emprender con elardor conveniente la narración de aquellos acontecimientos, llenos para mí en otra época defuego y de pasión, cuando no es con los vivos con quienes tengo que habérmelas, cuando setrata de hacer revivir algunas efigies que yacen heladas en el fondo de la eternidad, y de bajar aun subterráneo fúnebre para jugar en él al juego de la vida? ¿No me hallo ya, por otra parte, casi

muerto? ¿No han cambiado por ventura mis opiniones? ¿Veo ya acaso los objetos bajo el mismopunto de vista? Los sucesos personales que tanto conturbaban mi ánimo, los sucesos generalesy prodigiosos que han acompañado o seguido a aquellos, ¿no habrán perdido su importancia, asía los ojos del mundo, como a mis propios ojos? Todo aquel cuya carrera se va prolongando,

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siente que sus horas se amortiguan, y a la mañana siguiente no vuelve a encontrar el interés deque estaba animado el día antes. Cuando hago investigaciones en mis pensamientos, hallo enellos frecuentemente algunos nombres, y nombres de personajes que se me escaparon de lamemoria, a pesar de que tal vez habrían hecho palpitar a mi corazón en algún tiempo. ¡Vanidaddel hombre! ¡Olvidar y ser olvidado! No basta decir al amor y a las ilusiones —«Renaced»— paraque renazcan; la región de las sombras no puede abrirse sino por medio del ramo de oro, y pararecoger este es preciso tener una mano juvenil y vigorosa.

DIEPPE, 1836.

Año do 1800.— Aspecto de la Francia.— Mi llegada a París.

 A’ucuus venants des lares patries. 

(Rabelais).

Encerrada ocho años hacia en la Gran Bretaña, no había yo visto en todo esto tiempo másque el mundo inglés tan diferente, y con especialidad en aquella época, del resto del mundoeuropeo. A medida que el packet-boat de Londres se va aproximando a Calais en la primavera de1800, mis miradas ibas, precediéndome hacia la costa. Cuando anclamos en el muelle, losgendarmes y los aduaneros saltaron sobre el puente del buque, registraron nuestros equipajes, ynos pidieron los pasaportes; un hombre siempre es sospechoso en Francia; y lo primero con quese tropieza, ora se entregue uno a sus negocios, o a los placeres, es con un sombrero tricornio, ocon una bayoneta.

Mme. Lindsay nos estaba aguardando en la posada, y a la mañana siguiente partimos en sucompañía para París, Mme. Aguessau, una joven parienta suya, y yo. En el camino apenas se

veía un hombre; las labores del campo las hacían algunas mujeres tostadas y denegridas por elsol, sucias, descalzas de pie y pierna, y con la cabeza descubierta o tapada con un pañuelo denarices; cualquiera hubiera creído, al verlas, que eran esclavas; pero la primera idea que a mí meinspiraron, fue la que revelaba la independencia y vigorosidad de aquel país, en el cualmanejaban las mujeres el azadón, mientras que los hombres manejaban el mosquete. Al ver elestado miserable en que se hallaban las aldeas, hubiérase dicho que habían sido presa delincendio: casi todas estaban medio demolidas, y llenas de polvo, y de cieno, de humo y deescombros.

 A derecha e izquierda del camino, llamaban la atención las ruinas de los castillos derruidos,de cuyas torres y almenas solo quedaban algunos trozos, sobre los cuales se encaramaban jugando los muchachos. Veíanse también cercados llenos de boquetes, iglesias desiertas, de las

cuales habían sido desenterrados los cadáveres, campanarios sin campanas, cementerios sincruces, e imágenes, cuyas cabezas habían desaparecido a pedradas de los nichos, dondequedaba aun su mutilado cuerpo. En las paredes se veían escritas las siguientes palabrasrepublicanas, desprestigiadas ya a fuerza de viejas; Libertad, Igualdad, Fraternidad, o la Muerte. Aquella nación que parecía hallarse a punto de disolverse, inauguraba una nueva era, comoaquellos pueblos que saltan de la noche de la barbarie y de la destrucción de la edad media.

 A medida que iba aproximándome a la capital, la Francia era para mí tan nueva, como lohabían sido los bosques de América. San Dionisio había quedado al descubierto; sus ventanasestaban hechas pedazos; la lluvia penetraba por todas partes en sus naves grandiosas, y habíandesaparecido sus tumbas; mas tarde vi los huesos de Luis XVI, los cosacos, el ataúd del duque

de Berry y el catafalco de Luis XVIII. Augusto de Lamoignon salió a recibir a Mme. Lindsay; y su brillante tren contrastaba

maravillosamente con los pesados carros y las diligencias sucias, destartaladas y tiradas por rocines matalones, guarnecidas con cuerdas, que había encontrado desde Calais. Mme. Lindsay

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debía quedarse en Thernes; echamos pie a tierra por lo tanto en el camino de la Revolte, y nosdirigimos atravesando los campos a casa de mi huéspeda. Permanecí allí veinte y cuatro horas; yme encontré con un alto y obeso señor, llamado Lasalle, al cual había encargado Mme. Lindsay elarreglo de los asuntos de los emigrados. Mi amable huéspeda avisó mi llegada a Fontanes, y alas cuarenta y ocho horas, vino a buscarme este a una reducida y cómoda habitación que habíaalquilado para mí Mme. Lindsay en una casa inmediata a la suya.

El día que llegamos a París era domingo, y entramos a pie a las tres de la tarde por la barrera

de la Estrella. Actualmente no podemos formarnos una idea de la impresión que había hecho larevolución sobre los espíritus en Europa, y principalmente sobre los hombres ausentes de laFrancia durante el Terror; parecíame, como lo digo, que iba a bajar a los infiernos, lo cual nadatenía de extraño, si se atiende a que aun cuando fui testigo de los primeros excesos de larevolución, los grandes crímenes no se habían perpetrado todavía, y los hechos subsiguienteshabían llegado hasta mí tal como se referían en la sociedad pasiva y normal de la Inglaterra.

 Avanzando con un nombre supuesto, y persuadido de que comprometía a mi amigoFontanes, oí con harta sorpresa, al entrar en los campos Elíseos, ecos de violón, de corneta, detambores y de clarinete, y vi infinidad de corrillos en los que estaban bailando una multitud dehombres y mujeres; un poco mas adelante se ofreció a mis ojos él palacio de las Tullerías, mediooculto entre dos grandes bosques de castaños. La plaza de Luis XV estaba desnuda: el destrozohecho en ella, le daba el tinte melancólico y desierto de un antiguo anfiteatro; al penetrar en ellaquedé sorprendido de no oír lamento alguno; a cada paso se me figuraba que iba a meter el pieen un charco de sangre, de la cual no quedaba ni el menor vestigio: mi vista no acertaba asepararse del sitio donde creía ver elevarse el instrumento de muerte, y se me representabantambién mi hermano y mi cuñada, desnudos, y atados al pie de la máquina sangrienta: allí habíacaído la cabeza de Luis XVI: a pesar del ruido de los festejos de las calles, las torres de lasiglesias estaban mudas; me parecía que había entrado en París el día del inmenso dolor, el díadel Viernes Santo.

Mr. de Fontanes vivía en la calle de Saint-Honoré, en las inmediaciones de Saint-Roch;llevome a su casa, me presentó a su mujer, y después me condujo a casa de su amigo Mr.

Joubert, donde encontré un asilo provisional: Mr. Joubert me recibió como se recibe a un viajerodel cual se ha oído hablar mucho.

 Al día siguiente fui a la dirección de policía a presentar mi pasaporte extranjero para recibir encambio un pase, para permanecer en París, el que tenía que renovar de mes a mes. A los pocosdías alquilé un entresuelo en la calle de Lille, cerca de la de los Santos Padres, y me fui a vivir aél.

Había traído conmigo el manuscrito del Genio del Cristianismo, y los primeros pliegosimpresos en Londres. Me indujo a ello Migneret, hombre digno que consintió en encargarse devolver a empezar la impresión interrumpida, y en darme algún dinero anticipado para cubrir misnecesidades. Ni un alma siquiera conocía mi Ensayo sobre las revoluciones, a pesar de lo que

me había dicho Mr. Lemiére. Yo desenterré al viajero filósofo Delisle de Sales que acababa depublicar su Memoria en favor de Dios, y me dirigí a ver a Ginguené, que vivía en la calle deGrenelle-Saint-Germain, cerca del palacio del Bon-La Fontaine: todavía se leían sobre la porteríaestas palabras: En esta casa se hace alta estima del titulo de ciudadano, y todo el mundo setutea; haz el favor de cerrar la puerta. Subí la escalera y llegué al aposento de Ginguené a quienle costó trabajo reconocerme, y el cual me habló, haciendo grandes ponderaciones de lo que era,y de lo que había sido. Me retiré por lo tanto humildemente, y sin procurar renovar unasrelaciones tan desproporcionadas.

 A cada paso asaltaban mi corazón los recuerdos de Inglaterra; había vivido tanto tiempo enaquel país, que había adquirido la mayor parte de sus hábitos: me costaba trabajo, por ende, el

acostumbrarme a la sociedad de nuestras casas, de nuestras escaleras y de nuestras mesas, anuestro poco aseo, a nuestra familiaridad y a la indiscreción de nuestras habladurías: era inglésen mis modales, en mis gustos, y hasta en mis pensamientos en cierto modo: esto se comprendefácilmente; porque si Byron, según dicen, se inspiró algunas veces con el René en su Childe-Harold, nada tiene de particular que ocho anos de residencia en la Gran Bretaña, precedidos de

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un viaje a América, y que una larga costumbre de hablar, de escribir y hasta de pensar en ingléshubiesen influido sobre el giro y expresión de mis ideas. Pero poco a poco fui gustando de lasociabilidad que nos distingue, de nuestro comercio seductor, fácil y rápido de las inteligencias;de nuestra despreocupación admirable, de nuestro poco miramiento hacia los nombres y hacialas fortunas, de nuestra nivelación natural de todos los rangos, y de esa igualdad de espíritu, enfin, que hace incomparable a la sociedad francesa, y que sirve de contrapeso a nuestros otrosdefectos: después de haber permanecido algunos meses en París, se conoce que no se puedevivir en otra parte.

PARÍS, 1837.

Año 1800.— Mi vida en París.

Me decidí a vivir encerrado en lo mas hondo de mi entresuelo, y me entregué al trabajo encuerpo y alma. En los ratos de ocio salía a hacer mis reconocimientos por diferentes puntos. Elcirco de Palais-Royal había sido cegado: Camilo Desmoulins no peroraba ya en él al aire libre, nise veía circular como en otro tiempo una falange de prostitutas, virginales compañeras de la diosa

Razón, que marchaban a las órdenes de David. En las galerías y al desembocar por cualquierade las calles de árboles, se encontraba uno con hombres que pregonaban una porción deespectáculos curiosos, tales como sombras chinescas, juegos de óptica, gabinetes de física yfieras del extranjero: a pesar de que se habían cortado tantas cabezas, aun quedaba crecidonúmero de ociosos. Del fondo de las bodegas del Palais- Marchand salían los ecos de unamúsica desgarradora, y creyendo que acaso habitarían en aquel subterráneos los gigantes que yobuscaba y que debían ser los que habían producido los inmensos acontecimientos, me decidí abajar a él y hallé bailando algunas parejas repugnantes en medio de un corro de espectadoresque estaban sentados y bebiendo cerveza. Un jorobado que estaba encaramado sobre una mesa,tocaba el violín y cantaba a Bonaparte un himno que terminaba por estos dos versos:

Par ses vertus, par ses attraits,

Il méritait d'etre leur pére 8 .

 Así que el jorobado acababa el ritornelo, le daban un sueldo por vía de salario. Tal es en elfondo aquella sociedad humana, que se entusiasmó con Alejandro y con Napoleón.

Complaciame en recorrer los lugares, por los cuales había paseado los sueños de misprimeros años.

Caminando sin dirección fija por detrás del Luxemburgo, fui a parar a la Cartuja, que acababa

de ser demolida.La plaza de las Victorias y la Vendome lloraban las efigies ausentes del gran rey; la

comunidad de capuchinos había sido saqueada; el claustro interior servía de retirada alfantasmagórico Robertson. En los Franciscanos buscaba en vano la nave gótica donde habíaoído a Marat y Danton decir primores. La iglesia de los Teatinos, situada sobre los malecones delmismo nombre, se hallaba convertida en café, y en teatro de saltimbanquis.

8 «Por sus virtudes, por sus atractivos, merecería ser su padre.

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Cambio de la sociedad.

La revolución se dividió en tres grandes partidos que no tienen nada de común entre sí: laRepública, el Imperio y la Restauración: estos tres mundos diferentes, y tan completamentedisueltos los tres, parecen separados por una infinidad de siglos. Cada uno de ellos tuvo unprincipio fijo: el principio de la república, era la igualdad; el del imperio, la fuerza; el de larestauración, la libertad. La época de la república es la más original y la que ha quedado más

profundamente grabada, porque ha sido única en la historia.Jamás se había visto hasta entonces, ni volverá a verse, el orden físico producido por el

desorden moral, la unidad procedente del gobierno de la multitud, y el patíbulo sustituyendo a laley, y obedecido en nombre de la humanidad.

En 1801 asistí a la segunda transformación social. La barahúnda que se armó no podía ser más grande; por medio de un disfraz, de un embuste cualquiera, se hacían personajes unaporción de gentes que no lo eran, ni podían haberlo sido; todo el mundo llevaba su nombre deguerra, propio o prestado, pendiente del cuello, como llevaban los venecianos en el Carnaval enla mano una careta para dar a entender que iban enmascarados. El uno pagaba por italiano oespañol, y el otro por holandés o prusiana. La madre pasaba por tía de su hijo, y el padre por tío

de su hija: el propietario de una finca no era más que el administrador. Este movimiento, ensentido contrario, me recordaba el movimiento de 1789, cuando los frailes salieron de susconventos, y la antigua sociedad fue invadida por la sociedad moderna; esta, después de haber reemplazado a aquella, era a su vez reemplazada por otra.

El mundo ordenado empezaba no obstante a renacer; las gentes abandonaban las calles ylos cafés para volverse a sus casas; cada cual iba recogiendo como podía los restos de su familiay de su propiedad, a la manera que se toca llamada después de una batalla para reunir la gente yenumerar las pérdidas. Las iglesias que habían quedado en pie, principiaban a abrirse. Lasgeneraciones republicanas se iban retirando, y avanzaban las generaciones imperiales. Losgenerales de los alistados, pobres en la verdadera acepción de la palabra, y que no habíansacado de todas sus campañas mas que heridas y las casacas hechas pedazos, andabanrevueltos y se cruzaban con los oficiales brillantes y llenos de bordados del ejército consular. Elemigrado que había regresado a su patria, hallaba tranquilamente con alguno de de los asesinosde sus próximos parientes. Todos los porteros, partidarios acérrimos del difunto Mr. deRobespierre, echaban de menos los espectáculos de la plaza de Luis XV, donde se cortaba lacabeza a las mujeres, que (así me lo decía el conserje de mi casa de la calle de Lille) tenían elcuello blanco como la carne de pollo. Los setembristas, que habían cambiado de nombre, debarrio, se habían hecho comerciantes de frutas cocidas; se veían, empero, precisados a levantar los reales a cada instante, porque el pueblo los reconocía con facilidad, y después de echarles elato por tierra, quería aporrearlos. Los revolucionarios enriquecidos empezaban a alojarse en losgrandes palacios del barrio de San German, vendidos durante la revolución. Los jacobinos que se

hallaban inclinados y próximos a hacerse condes y marqueses, se hacían lenguas lamentando loshorrores de 1793 y probando la necesidad de castigar a los proletarios y de reprimir los excesosdel populacho. Bonaparte, al colocar a los Brutos y los Scevolas en su policía, se preparaba avariar los colores de sus cintas, a emporcarlas de títulos, y a precisarlos a vender sus opiniones ya deshonrar sus crímenes. Todo esto iba produciendo una generación vigorosa sembrada en lasangre, que crecía para no derramar otra que la de los extranjeros; de día en día ibacompletándose la metamorfosis de los republicanos en imperialistas, y la de la tiranía de todos enel despotismo de uno solo.

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PARÍS 1837.

Revisado en diciembre de 1846.

Año de mi vida, 1801.— El Mercurio.— Atala .

 Aunque ocupándome en cercenar, aumentar o variar los originales de El Genio delcristianismo, la necesidad me obligaba a continuar algunos otros trabajos. Redactaba en aquellaépoca Mr. de Fontanes El Mercurio de Francia, y me propuso escribir en dicho periódico. Nocarecían de riesgos estas luchas, pues no se podía llegar hasta la política sino por medio de laliteratura, y la policía de Bonaparte era ciertamente muy avisada. Una singular circunstanciaimpidiéndome dormir, alargaba mis horas de trabajo y me dejaba mas tiempo. Había yo compradodos tórtolas que arrullaban sin cesar, y en vano las encerré en mi maleta durante la noche, puesno por eso cesaron sus arrullos. En uno de los momentos de insomnio que me producían estos,se me ocurrió escribir en El Mercurio una carta a Mme. de Staël. Esta humorada me hizo salir derepente de la oscuridad, y lo que no habían podido conseguir mis dos voluminosos tomos sobre

las Revoluciones, lo alcanzaron unas cuantas columnas de un periódico. Empecé a ver algo através de la oscuridad.

Este primer éxito parecía anunciar el que debía seguirle. Ocupábame en revisar las pruebasde La Atala (episodio incluido, así como René en El Genio del Cristianismo) cuando advertí queme faltaba original. Apoderose de mí el temor creyendo que me habían robado mi novela, temor seguramente harto infundado, pues nadie creía que yo valiese la pena de ser robado. Me decidí,sin embargo a publicar La Atala por separado, y anuncié mi resolución en una carta dirigida alDiario de los Debates y al Publicista.

 Antes de atreverme a dar a luz mi obra, se la enseñé a Mr. de Fontanes, quien había ya leídoen Londres algunos fragmentos manuscritos. Cuando llegó al discurso del padre Aubry, al ladodel lecho de muerte de Atala, me dijo bruscamente con voz acre: «¡Esto es detestable,corregidlo!» Me retiré desconsolado: no me creía capaz de hacerlo mejor. Quería arrojarlo todo alfuego; pasé desde las ocho hasta las once de la noche en mi entresuelo, sentado delante de lamesa con la cabeza apoyada en el dorso de mis manos extendidas y abiertas sobre mimanuscrito. Aborrecía a Fontanes, me aborrecía a mí mismo, y ni aun intentaba escribir, tanta erami desesperación. A eso de media noche llegó hasta mis oídos, el arrullo de mis tórtolasdulcificado por la distancia, y que hacia mas tierno aun la prisión donde las tenía encerradas,entonces me sentí inspirado, escribí acto continuo el discurso del misionero sin tener queenmendar una sola coma, tal como quedó y como existe en el día. Palpitándome el corazón llevépor la mañana el discurso a Fontanes, quien al leerlo exclamó: «¡Esto es! ¡esto es! ¡bien os dije

que lo haríais mejor!»Desde la publicación de La Atala data el ruido que he hecho en el mundo; cesé de vivir para

mí y comenzó mi carrera pública. Después de tantos sucesos militares, parecía prodigioso unacontecimiento literario, y así es que todos lo deseaban con ansia.

Lo singular de la obra aumentaba la sorpresa del público. La Atala apareciendo en medio dela literatura del imperio, de esa escuela clásica, vieja rejuvenecida, cuya sola vista inspirabafastidio, era una especie de producción de un género desconocido. Dudábase si se debíaclasificarla entre las monstruosidades o entre las bellezas; ¿era Gorgona o Venus? Losacadémicos reunidos disertaron doctamente acerca de su sexo y de su naturaleza, del mismomodo que lo hicieron acerca del Genio del Cristianismo. Rechazola el antiguo siglo, el moderno la

acogió.Llegó a popularizarse de tal modo La Atala, que junto con la Brinvilliers fue a acumular la

colección de Curtius. Las posadas estaban adornadas de estampas azules, verdes y de todoscolores representando a Chactas, al padre Aubry y a la hija de Simagham. Mis personajes hechos

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de cera, se enseñaban por las calles en retablos portátiles como se enseñan en las ferias lasimágenes de la Virgen y de los santos. Yo vi en un teatro del boulevard a mi heroína salvajepeinada con plumas de gallo, hablando del alma de la soledad a otro salvaje, de tal modo que mehizo sudar de vergüenza. Representábase en el teatro de Variedades una pieza en la que unamuchacha y un joven recién salidos del colegio; se marchaban en un carruaje a casarse a sualdea, y como al apearse solo hablaron con aspecto salvaje de cocodrilos, cigüeños y bosques,creyeron sus padres que se habían vuelto locos. Me abrumaban por todas partes con ridículasparodias, caricaturas y burlas. El abate Morellet, para confundirme, hizo sentar a su criada sobresus rodillas, y no pudo tener los pies de la joven virgen en sus manos como Chactas tenía los de Atala durante la tempestad: si a lo menos el Chactas de la calle de Anjou se hubiera hecho pintar de este modo le habría perdonado su crítica.

Todo aquello no hacía otra cosa sino aumentar el ruido que produjo mi aparición. Estuve demoda, Trastornose mi cabeza; ignoraba los goces del amor propio y me embriagué con ellos. Amaba la gloria como a una mujer, como un primer amor. Sin embargo, tan perezoso como era,mi terror igualaba a mi pasión. Mi natural aspereza, la duda que he tenido siempre con respecto ami suficiencia, me hacían humilde en medio de mis triunfos. Me sustraía a mi gloria, me paseabasolo tratando de extinguir la aureola que ornaba mi frente: por la noche con el sombrero caladohasta las cejas por temor de que reconociesen al grande hombre, me iba al café a leer a

escondidas mis elogios en algún insignificante periódico. Frente a frente con mi reputación,alargaba mis paseos hasta Chaillot, camino donde tanto había yo sufrido al dirigirme a la corte, yno me hallaba a mi gusto con mis nuevos honores. Cuando mi superioridad comía a treintasueldos en el barrio Latino 9, estaba incomodado por las miradas de que me creía objeto. Mecontemplaba y decía entre mí: «¡Eres tú, criatura extraordinaria, quien comes como los demáshombres!» Había en los campos Elíseos un café que yo prefería sobre todos, porque en el interior del salón revoloteaban en sus jaulas algunos ruiseñores; Mme. Rousseau me conocía de vista sinsaber quien yo era. A eso de las diez de la noche tomaba una taza de café y buscaba a Atalaentre los anuncios en medio del canto de mis cinco o seis Filomeles. ¡Ay! que de allí a poco vimorir a la pobre Mme. Rousseau; nuestra sociedad de ruiseñores y de la indiana que cantaba:«¡Dulce costumbre de amar, tan necesaria a la vida!» no duró más que un momento.

Si el éxito no podía prolongar en mí esa estúpida manía de mi vanidad, ni trastornar mi razón,tenía riesgos de otra especie que se aumentaron con la aparición del Genio del Cristianismo, ycon mi dimisión por la muerte del duque de Enghien. Entonces vinieron a asediarme junto con las jóvenes que lloran cuando leen novelas, la multitud de cristianas y otras nobles entusiastas aquienes conmueve una noble acción. Las jovencitas de trece a catorce años eran las máspeligrosas, porque ignorando lo que ellas mismas quieren, ni lo que os quieren a vosotros,confunden seductoramente vuestra imagen en un mundo de fábulas, de cintas y de flores. JuanJacobo Rousseau habla de las declaraciones que recibió a la publicación de la Nueva Eloísa, y delas conquistas que se le proporcionaron no sé si a mí se me hubieran ofrecido así mismo montesy montañas, pero es lo cierto que me hallaba siempre rodeado de una nube de perfumados

billetes; billetes que a no haber ya caducado, hoy me vería muy apurado al contar con laconveniente modestia como se disputaban una palabra de mi mano, como se recogía un sobre demi letra, y como lo ocultaban ruborizándose e inclinando la cabeza bajo el velo que pendía de unalarga cabellera. Era preciso que mi naturaleza fuese buena, para que no me enorgulleciese contantos halagos.

Ora por verdadera galantería o por curiosa debilidad, llegaba algunas veces hasta creermeobligado a ir a dar las gracias en persona a las incógnitas damas que firmaban sus adulaciones:cierto día, en un cuarto piso, me encontré con una encantadora criatura sola, bajo la protecciónde su madre, en cuya casa no volví a poner los pies. Una polaca me esperaba en salonesforrados de seda; medio odalisca, medio valkiria, asemejábase a una violeta blanca o a uno de

esos elegantes matorrales que remplazan a las demás hijas de Horan cuando su época no hallegado o ha pasado ya; este femenino coro variado en años y hermosura, era mi antigua sílfide

9 Barrio de París donde habitaban generalmente los estudiantes.

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realizada. El doble efecto que producía en mi vanidad y mis sentimientos podía ser tanto máspeligroso, cuanto que hasta entonces, exceptuando una adhesión formal, yo no había sido nibuscado, ni preferido de los demás. Debo decir, sin embargo, que me hubiera sido fácil abusar deuna ilusión pasajera, la idea de un placer conseguido por el casto camino de la religión, abrumabami sinceridad: ser amado a través del Genio del Cristianismo, amado por la Extrema-unción, por la Fiesta de los muertos! Jamás, hubiera sido un hipócrita infame.

Conocí un médico provenzal, el doctor Vigaroux, que al llegar a la edad en que cada placer 

cuesta un día de vida, aseguraba, «no tenía remordimiento alguno por el tiempo que habíaperdido de este modo; sin incomodarse devolviendo la felicidad que recibía caminaba hacia lamuerte de la que pensaba hacer su última delicia.» Fui no obstante, testigo de sus lágrimascuando expiró; no pudo ocultarme su aflicción; era demasiado tarde; sus nevados cabellos nodescendían lo suficiente para ocultar su llanto. No hay verdaderamente nadie más desgraciado alabandonar la tierra, que el incrédulo; para el hombre sin fe, la existencia tiene de cruel el que lehace sentir la nada; no habiendo nacido, no se experimentaría el horror de cesar de existir: la vidadel ateo es un terrible relámpago que sirve únicamente para descubrir un abismo.

¡Dios grande y misericordioso! Vos no nos habéis echado al mundo para penas tan leves ypara una miserable felicidad! Nuestro inevitable desencantamiento nos dice que nuestros destinosson más sublimes. Cualesquiera que hayan sido nuestros errores, si hemos conservado un almagrave y pensado en vos en medio de nuestras debilidades, seremos transportados cuandovuestra infinita bondad nos saque de este mundo, a esa región donde las afecciones son eternas.

PARÍS, 1837.

Año de mi vida, 1801.— Madama de Beaumont: su sociedad.

No tardé en recibir el castigo de mi vanidad de autor, la más detestable sino la más necia de

todas; creí poder saborear entre mí la satisfacción de ser un genio sublime, no como en el día,llevando una barba y un traje exagerados, sino permaneciendo ataviado como las genteshonradas y modestas, sin más distintivo que mi superioridad: ¡esperanza inútil! mi orgullo debíarecibir su castigo, y este me vino por parte de los personajes políticos a quienes tuve obligaciónde conocer: la celebridad no está exenta tampoco de responsabilidades.

Mr. de Fontanes tenía relaciones con Mme. Bacciochi, presentome aquel a la hermana deBonaparte, y de allí a poco al hermano del primer cónsul Luciano. Tenía este una casa de campocerca de Senlis, (el Plessis) adonde me veía precisado ir a comer; esta casa de campo habíapertenecido al cardenal de Bernis. Luciano tenía en su jardín la tumba de su primera mujer,señora medio alemana, medio española, y el recuerdo del poeta cardenal. La ninfa quealimentaba un arroyuelo socavado con el azadón, era una mula que sacaba agua de una noria:aquel era el origen, de todos los ríos que Bonaparte debía hacer correr durante su imperio,llamábanme, ya, yo me llamaba a mi mismo públicamente Chateaubriand, olvidando que debíallamarme Lassagne. Llegáronse a mí varios emigrados, entre otros Mres. de Bonald yChanedollé. Cristian de Lamoignon, mi compañero de destierro en Londres, me llevó a casa deMme. Recamier: el velo se corrió rápidamente entre ella y yo.

La persona que más ocupó mi existencia a la vuelta de mi emigración, fue la señora condesade Beaumont. Vivía esta una parte del año en la casa de campo de Passi, inmediato a Villeneuve-sur-Yonne, donde pasaba el verano Mr. Joubert. Mme. de Beaumont a su vuelta a París deseóconocerme.

Para que mi vida fuese una serie de tristes recuerdos, quiso la Providencia que la primerapersona que me acogió con benevolencia al empezar mi vida pública, fuera asimismo la primeraque desapareciese. Madama de Beaumont abre la marcha fúnebre de las mujeres que hanpasado delante de mí. Mis más lejanos recuerdos descansan sobre cenizas, y han continuadopasando de ataúd en ataúd; como el Pan indio, recibe las oraciones de los muertos hasta que se

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hayan marchitado las flores de mi rosario.

Madama de Beaumont era hija de Armand Marc de Saint-Herem, conde de Montmorin,embajador de Francia en Madrid, comandante en Bretaña, individuo de la asamblea de losNotables en 1787, y ministro de Negocios extranjeros en tiempo de Luis XVI, de quien era muyapreciado; pereció en el cadalso, adonde le siguieron parte de su familia.

Madama de Beaumont antes fea que bien parecida, está muy propia en un retrato hecho por madama Lebrun. Su cara era flaca y pálida, sus ojos en forma de almendra, hubieran quizá

despedido mucho brillo, si una dulzura extraordinaria no hubiese amortiguado algún tanto susmiradas dándoles cierta languidez, del mismo modo que un rayo de luz se amortigua al atravesar el cristal de un río. Tenía su carácter cierta seriedad e impaciencia que correspondía algo a suvoluntad y al mal interno que la aquejaba. Alma grande, animosa, Había nacido para el mundo, dedonde su espíritu se Había retirado por desgracia; pero cuando una voz amiga llamaba aparte aaquella inteligencia solitaria, se presentaba y os dirigía algunas palabras del cielo. La extremadadebilidad de madama de Beaumont hacía lenta su expresión, pero esta lentitud llegaba hasta elfondo del alma; nunca conocí afligida a esta mujer, sino en el momento de su fuga; hallábase yaherida de muerte, y yo me consagré a tratar de aliviar sus padecimientos. Había yo tomado unahabitación en la calle de San Honorato, en la fonda de Etampes, cerca de la calle nueva delLuxemburgo. Madama de Beaumont ocupaba en esta última calle una habitación que tenía vistasa los jardines del ministerio de Gracia y Justicia. Todas las tardes iba yo a su casa con susamigos y los míos, Mr. Joubert, Mr. de Fontanes, Mr. de Bonald, monsieur Molé, Mr. Pasquier, Mr.Chenedollé, nombres todos que han ocupado un lugar distinguido en las letras y en los negocios.

Lleno de manías y de originalidad, Mr. Joubert será siempre un vacio para aquellos que lehan conocido. Poseía un ascendiente extraordinario sobre el espíritu y sobre el corazón, y cuandollegaba a dominaros una vez, dejaba allí su imagen como un hecho, como una idea fija, como uninflujo sobrenatural que jamás podía desecharse. Aparentaba una completa tranquilidad, y sinembargo, se turbaba más fácilmente que otro alguno, estaba siempre sobre sí para contener aquellas emociones del alma, que creía perjudiciales a su salud, y sus amigos iban siempre aechar por tierra las precauciones que había tomado para impedirlas, toda vez que no podía evitar 

el conmoverse por su tristeza o su alegría; era un egoísta que solo se ocupaba de los demás.Con objeto de adquirir fuerzas, se creía obligado frecuentemente a cerrar los ojos, y a no hablar en horas enteras. Solo Dios sabe la barahúnda que se armaba en su interior durante aquelsilencio y reposo que se prescribía. Mr. Joubert mudaba a cada paso de alimentos y de régimen,manteniéndose unos días con leche, otros con carnes picadas, haciéndose conducir unas vecesal trote por malos caminos, y otras al paso por los más llanos paseos. Cuando leía arrancaba desus libros las hojas que le desagradaban, teniendo de este modo una biblioteca para su usocompuesta de obras esquilmadas metidas en cubiertas que parecían ser de tomos másvoluminosos.

Metafísico profundo, su filosofía, peculiar suya, se transformaba en pintura o en poesía;

Platón, apasionado, de La Fontaine, se había formado la idea de una perfección que no lepermitía acabar cosa alguna. En manuscritos hallados después de su muerte, dice: «Yo soy comoun arpa eólica que produce algunos sonidos hermosos pero no ejecuta nada completo.» MadamaVictorina de Chastenay decía que parecía un alma que por casualidad había hallado un cuerpo yque salía de él como le era posible, delicada y verdadera definición.

Preciso es reírse de los enemigos de Mr. de Fontanes, que querían hacerle pasar por unprofundo y disimulado político, siendo así que no era más que un poeta irascible, franco hasta elextremo de encolerizarse; un genio a quien la menor contrariedad ponía fuera de sí, y que nopodía ocultar su opinión ni tomar la ajena. Los principios literarios de su amigo Joubert erandistintos de los suyos; éste hallaba algo bueno en todo y en todos los escritores; Fontanes a lainversa, detestaba tal o cual doctrina, y no podía oír solo pronunciar el nombre de ciertos autores.Era enemigo declarado de los principios de la composición moderna; presentar a los ojos dellector la acción material, poner en juego el crimen o hacer aparecer la horca con su cuerda leparecían monstruosidades: sostenía que no se debía nunca dejar entrever el objeto sino en unmedio poético, y como a través de un globo de cristal. El dolor apurándose maquinalmente con la

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vista no lo parecía más que una sensación de teatro o la ejecución de un criminal; no comprendíael sentimiento trágico sino ennoblecido por la admiración, y cambiado por medio del arte en unainternante compasión. Citábale yo los vasos griegos: en los arabescos de estos vasos se ve elcuerpo de Héctor arrastrado por el carro de Aquiles, mientras que una figura, suspendida en elaire, representa la sombra de Patroclo, consolado por la venganza del hijo de Thetis. «Y bien!Joubert,» exclamó Fontanes, «¿qué decís de esta metamorfosis de la musa? ¡Cómo respetabanel alma aquellos griegos!» Joubert se juzgó atacado y puso a Fontanes en contradicción con élmismo, echándole en cara su indulgencia para conmigo.

Estas disputas, muy cómicas con frecuencia, eran interminables: cierta noche, a eso de lasonce y media, viviendo yo en la plaza de Luis XV en el sotabanco de la casa de madama deCoislin, subió furioso Fontanes mis ochenta y cuatro escalones y llamó estrepitosamente a mipuerta con su bastón para terminar una polémica que había dejado interrumpida: tratábase dePicard, a quien él colocaba en aquel momento a mayor altura que Moliere; se hubiera guardado,sin embargo, de escribir una sola palabra de lo que decía: Fontanes hablando y Fontanes con lapluma en la mano eran dos hombres enteramente distintos.

Mr. de Fontanes, me complazco repetirlo, es quien me animó en mis primeros ensayos: él esquien anunció El Genio del Cristianismo; su musa fue la que con una abnegación admirabledirigió la mía por la nueva senda en que se había precipitado; él me enseñó a disimular ladeformidad de los objetos según el modo de iluminarlos, a poner cuanto me fuera posible, ellenguaje clásico en boca de mis personajes románticos. Había en otro tiempo hombresconservadores del buen gusto, como aquellos fabulosos dragones que guardaban las manzanasde oro del jardín de las Hespérides; solo permitían entrar a los jóvenes cuando ya no podíanechar a perder la fruta.

Los escritos de mi amigo os conducen por un hermoso camino, el ánimo experimenta unbienestar y se encuentra en una situación armoniosa en que todo encanta y nada perjudica. Mr.de Fontanes revisaba continuamente sus obras; nadie mejor que este maestro de los tiemposantiguos, estaba convencido de la excelencia de la máxima. «Apresúrate despacio.» ¿Qué diríahoy que tanto en lo moral como en lo físico todo el mundo se esfuerza en acortar el camino, y se

cree que jamás se marcha con bastante rapidez? Mr. de Fontanes prefería viajar al compás deuna agradable medida había visto lo que dije de él cuando le hallé en Londres; necesito repetir aquí el sentimiento que manifesté entonces: la vida nos precisa a todas horas a llorar por elporvenir o por el pasado.

Mr. de Bonald poseía un talento delicado; tomábase por genio su sutileza; había soñado supolítica metafísica en el ejército de Condé, en la Selva Negra, lo mismo que esos profesores deJena y de Goettinga, que marcharon después al frente de sus discípulos y se dejaron matar por lalibertad de Alemania. Innovador, aun cuando había sido mosquetero en el reinado de Luis XVI,miraba a los antiguos como niños así en política como en literatura, y pretendía empleando elprimero la fatuidad del lenguaje, que el rector de la universidad no estaba aun bastante

adelantado para comprender aquello.Chenedollé, hombre de saber y de talento, no natural, pero adquirido, estaba siempre tan

triste que se apellidaba a sí mismo el Cuervo. Entraba a saco mis obras. Habíamos hecho unconvenio; cedíale yo mis cielos, mis nieblas, mis nubes, pero no debían tocar mis brisas, mis olasy mis bosques.

Hablo ahora solamente de mis amigos literarios, por lo que respecta a mis amigos políticos,no se si ocuparme de ellos: ¡principios y discursos han abierto entre nosotros un abismo!

Mme. Hocquart y Mme. de Vintimille concurrían a la reunión de la calle nueva delLuxemburgo. Madame de Vintimille, mujer de otros tiempos, de las que ya quedan pocas,frecuentaba el gran mundo y nos refería cuanto en él pasaba: preguntábala yo si aun seedificaban ciudades. La narración de la crónica escandalosa que hacía con una gracia picante sinser ofensiva, nos hacia conocer mejor el valor de nuestra seguridad. Mr. de La Harpe habíacantado a Mme. de Vintimille junto con su hermana. Su lenguaje era circunspecto, su carácter contenido, su genio incontestable: había vivido con las señoras de Chevreuse, de Longueville, de

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La Valliere, de Maintenon, con Mme. Geoffrin y con Mme. Deffant. Adaptábase muy bien a unasociedad cuyo interés consistía en una variedad de talentos y en la combinación de sus diferentesvalores.

Mme. Hocquart fue muy querida del hermano de Mme. de Beaumont, el cual se ocupó de laseñora de sus pensamientos hasta en el cadalso, del mismo modo que Aubiac fue a la horcabesando un manguito de terciopelo azul que conservaba de Margarita de Valois. Jamás en partealguna podrán, ya reunirse bajo un mismo techo tantas personas distinguidas, pertenecientes a

distintas clases y a destinos diversos, y pudiendo hablar así de las cosas más frívolas como dalas más importantes, sencillez de asuntos que no provenía de falta de recursos sino de laelección. Esta ha sido quizá la última sociedad en que ha brillado el espíritu francés de lostiempos antiguos. Entre los franceses modernos no se encuentra ya aquella cortesanía, fruto dela educación y transformada por la costumbre en predisposición del carácter. ¿Qué ha pasado aesta sociedad? ¡Formad proyectos, reunid amigos para prepararos un duelo eterno! Mme. deBeaumont no existe ya, Joubert tampoco, Chenedollé tampoco, Mme. de Vintimille tampoco. Enotro tiempo durante las vendimias, visitaba yo en Villanueva a Mr. Joubert, me paseaba con él por las márgenes del Yonne; cogía él hongos en los sotos y yo gusanos de luz en los prados.Hablábamos de todo en general, y en particular de nuestra amiga Mme. de Beaumont, ausentepara siempre: traíamos a la memoria el recuerdo de nuestras pasadas esperanzas. Volvíamos por 

la noche a Villanueva, ciudad rodeada de murallas decrépitas del tiempo de Felipe Augusto, y detorres arruinadas, sobre las cuales se elevaba el humo del hogar de los vendimiadores. Joubertme ensenaba a lo lejos sobre la colina una senda arenosa por entre los bosques, senda que éltomaba cuando iba a ver a su vecina, oculta en la casa de campo de Passy, durante el Terror.

Después de la muerte de mi muy caro huésped, he atravesado cuatro o cinco veces elSenonais: veía sus orillas desde el camino real, pero ya Joubert no se paseaba por ellas,reconocía los árboles; los campos, las viñas, los montoncitos de piedras donde acostumbrábamossentarnos a descansar. Al pasar por Villanueva, dirigía una mirada a la calle desierta y a ladeshabitada casa de mi amigo. La vez postrera que me sucedió esto iba de embajador a Roma:¡ah! ¡si él hubiera estado allí le hubiera conducido a la tumba de Mme. de Beaumont! Plúgole a

Dios abrir a Mr. Joubert una Roma celeste que se acomodaba mejor a su alma platónica, aunquecristiana. Jamás volveré a encontrarle ya en este mundo: iré hacia él; él no vendrá hacia mí(Salmo).

PARÍS, 1837.

Año de mi vida, 1801.— Verano en Savigny.

Habiéndome decidido el éxito de La Atala a volver a empezar El Genio del Cristianismo, del

cual estaban ya impresos dos tomos, Mme. de Beaumont me propuso cederme una habitación enuna casa de campo que acababa de alquilar en Savigny, y en ella pasé seis meses con Mr.Joubert y nuestros demás amigos. Estaba situada la casa a la entrada del pueblo por el lado deParís, inmediata a un antiguo camino real llamado en el país Camino de Enrique IV; lindaba conuna ladera de viñas, y tenía enfrente el parque de Savigny terminado en bosque y atravesado por el riachuelo Orge. A la izquierda se extendía la llanura de Viry hasta las fuentes de Juvisy. Todoeste país se halla circuido de valles, adonde nos dirigíamos por las tardes a descubrir nuevospaseos.

Por la mañana almorzábamos juntos; en seguida me retiraba a trabajar, y Mme. de Beaumonttenía la bondad de copiarme las citas que yo le indicaba. Esta noble señora me ofreció un asilo

cuando yo no le tenía; sin la tranquilidad que ella me proporcionó, jamás quizá hubiera concluidouna obra que no pude acabar durante mis malos tiempos.

Siempre tendré presente algunas tardes pasadas en aquel santuario de la amistad;reuníamonos después del paseo al lado de un estanque de agua corriente, que había en medio

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de un campo de césped de la huerta: Mme. Joubert, Mme. de Beaumont y yo, nos sentábamos enun banco; el hijo de Mme. Joubert enredaba a nuestros pies sobre la yerba, este niño tampocoexiste ya. Mr. de Joubert se paseaba solo por una arenosa calle de árboles; dos perros deganado y una gata retozaban en derredor nuestro, mientras que las palomas arrullaban en losaleros del tejado. ¡Qué dicha para un hombre recién llegado del destierro, después e haber pasado ocho años en un completo abandono, a excepción de unos pocos días trascurridos comoun soplo! En aquellas tardes comúnmente era cuando mis amigos me hacían hablar de misviajes; jamás he descrito tan bien como entonces los desiertos del Nuevo Mundo. Cuando por lanoche estaban abiertas las ventanas de nuestro salón campestre, Mme. de Beaumont designabadiferentes constelaciones, deciéndome que algún día me acordaría de que ella me habíaenseñado a conocerlas: después que la perdí para siempre, no lejos de su tumba, en Roma, hebuscado muchas veces en el firmamento, desde en medio de los campos, las estrellas que mehabía indicado, las he visto brillar por encima de las montañas de la Sabina; el rayo prolongadode aquellos astros iba a herir la superficie del Tíber. El sitio desde donde los había visto enSavigny y los lugares en que volvía a verlos; la inestabilidad de mi destino, aquella señal que mehabía dejado en el cielo una mujer para que me acordase de ella, todo destrozaba mi corazón.¿Por qué milagro consiente el hombre en hacer lo que hace sobre la tierra, sabiendo que debemorir?

Una noche vimos entrar a una persona cautelosamente en nuestro retiro por una ventana ysalir por otra: era Mr. Laborie que se escapaba de las garras de Bonaparte. Poco despuésapareció una de esas almas en pena que son de otra especie que las demás almas, y quemezclan, al pasar, su desconocida desgracia a los padecimientos comunes de la especiehumana: era esta mi hermana Lucila.

Después de mi llegada a Francia, escribí a mi familia para informarla de mi vuelta. Lacondesa de Marigny, mi hermana mayor, fue la primera que me buscó; equivocó la calle yencontró cinco caballeros Lassagne, de los cuales el último subió del fondo de una covacha dezapatero remendón para contestar a quien le llamaba por su nombre. Llegó después Mme. deChateaubriand: estaba encantadora y adornada de todas las cualidades necesarias para

proporcionarme la dicha que disfruto a su lado desde que nos hallamos reunidos. Lucila, condesade Caud, se presentó luego. Mr. Joubert y Mme. de Beaumont la manifestaron al momento unagrande y tierna amistad. Entonces comenzó entre ellas una correspondencia que no terminó sinocon la vida de aquellas dos mujeres que se habían inclinado una hacia otra como dos flores de lamisma especie próximas a marchitarse. Habiéndose detenido en Versalles Mme. Lucila el 30 desetiembre de 1802, me escribió la siguiente carta: «Te escribo para suplicarte des en mi nombrelas gracias a Mme. de Beaumont, por haberme invitado a pasar a Savigny. Espero tener esteplacer dentro de unos quince días, a no ser que haya algún inconveniente por parte de Mme. deBeaumont.» Mme. de Caud fue a Savigny según lo había anunciado.

Os he referido que en su juventud mi hermana, canonesa del capítulo de la Argentiere, ydestinada al de Remiremont, había tenido a Mr. de Malfilatre, consejero del parlamento deBretaña, un cariño que encerrado en su pecho aumentó su natural tristeza. Durante la revoluciónse casó con el conde de Caud, le perdió a los quince meses de matrimonio. La muerte de lacondesa de Farcy, hermana a quien amaba entrañablemente, aumentó la tristeza de Mme. deCaud. Aficionose en seguida a Mme. de Chateaubriand, mi esposa, y tomó sobre ella talascendiente, que rayó ya en demasía, llegando además a ser muy sensible, pues Lucila eraviolenta, imperiosa, irracional, y Mme. de Chateaubriand, sumisa a sus caprichos, se ocultaba deella, para prodigarla los servicios que una amiga más rica hace a otra amiga susceptible y menosdichosa.

El genio y carácter de Lucila habían llegado casi a la locura de J. J. Rousseau; creíaseperseguida por enemigos secretos, y a Mme. de Beaumont, a Mr. Joubert, y a mí, nos enviaba

señas supuestas para que la escribiéramos; examinaba con cuidado los sobres para descubrir silos habían abierto; vagaba de casa en casa, y no podía permanecer ni en casa de mi hermana nicon mi mujer; les había tomado antipatía, y Mme. de Chateaubriand, después de haberlaprofesado todo el cariño imaginable, concluyó viéndose abrumada bajo el peso de tan cruelesrelaciones.

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Otra fatalidad más había caído sobre Lucila: Mr. de Chenedollé, que vivía cerca de Vire,había ido a visitarla a Jougeres, y no tardó en hablarse de un casamiento que no llegó averificarse. Todo le salía mal a mi hermana. Este espectro melancólico sentose un momentosobre una piedra en la alegre soledad de Savigny. ¡Tantos corazones la habían recibido allí conplacer! ¡La hubieran con tanta ansia conducido a una verdadera y dulce existencia! Pero elcorazón de Lucila solo podía latir en una atmósfera formada expresamente para ella, y que nadiehubiese aspirado, devoraba con rapidez los días del mundo aislado en que Dios la había puesto.¿Por qué Dios había formado un ser únicamente para sufrir? ¿Qué misteriosa relación hay entreuna naturaleza que sufre y un principio eterno?

Mi hermana no había variado, había tan solo adquirido la expresión fija de sus males: sucabeza estaba un poco inclinada hacia adelante, como agobiada por el tiempo. Me traía a lamemoria mis parientes; esos primeros recuerdos de familia, evocados de la tumba, me rodeabancomo larvas que acuden por la noche a calentarse a la moribunda llama de una hoguera fúnebre. Al contemplarla creía distinguir en Lucila toda mi infancia, que me miraba a través de sus inciertosojos.

Desvaneciose la dolorosa visión: aquella mujer, abrumada bajo el peso de la vida, parecíahaber ido a buscar a la otra mujer abatida que debía llevar consigo.

PARÍS, 1837.

Año de mi vida, 1802.— Talma.

Pasó el verano: según costumbre, me había yo prometido a mi mismo volverle a empezar alaño siguiente; pero la aguja no retrocede a la hora en que se la quisiera llevar. Durante el inviernoen París, hice algunos nuevos conocimientos. Mr. Julieu, hombre rico, obsequioso y alegre,aunque de familia desconocida tenía palco en el Teatro Francés, y solía mandárselo a Mme. de

Beaumont: yo fui cuatro o cinco veces al teatro con Mr. de Fontanes y Mr. Joubert. A mi estradaen el mundo se hallaba la antigua comedia en todo su auge. Volví a encontrarla en un estado decompleta disolución; la tragedia se sostenía aun, merced a la señorita Duchesnoy, yprincipalmente a Talma, que había llegado a la cumbre del talento dramático. Habíale visto yo ensu estreno, era entonces menos bello, y por decirlo así, menos joven, que en la época en quevolvía a verle; había adquirido el aire distinguido, la nobleza y la gravedad que dan los años.

El retrato que Mme. Staël ha hecho de Talma, en su obra sobre Alemania, no es exacto, sinoa medias; el brillante escritor descubre al actor eminente con una imaginación de mujer, y le da loque le hace falta.

No convenía a Taima el mundo intermedio; no comprendía el hidalgo; no conocía nuestra

sociedad antigua; no se había sentado a la mesa de los castellanos, en la torre gótica en el fondode loé bosques; ignoraba la flexibilidad, la variedad de tono, la galantería, la marcha insustancialde las costumbres, la sencillez, la ternura, el heroísmo del honor, la abnegación cristiana de loscaballeros; no era el Tancredo, ni el Coucy, o cuando más les transformaba en héroes de unaedad media, creación suya: Otelo estaba en el fondo de Vendome.

¿Quién, pues, era Talma? El, su siglo y el tiempo antiguo. Poseía las pasiones profundas yconcentradas del amor y de la patria; estas pasiones salían de su pecho por explosión. Tenía lainspiración funesta, el desordenado genio de la revolución a través de la cual había pasado. Losterribles espectáculos de que se había visto rodeado, se reproducían en su imaginación con lostristes y lejanos acentos de los coros de Sófocles y Eurípides. Su gracia, que no era forzada, ossobrecogía como la desgracia. La negra ambición, el remordimiento, los celos, la tristeza de alma,el dolor físico, la locura por los dioses y la adversidad, el luto humano; he aquí lo que él conocía.Su sola salida a las tablas, el metal solo de su voz eran eminentemente trágicos. El dolor y elpensamiento se mezclaban en su frente, respiraban en su inmovilidad, en su postura, en susademanes, en sus pasos. Griego, llegaba jadeante y fúnebre desde las ruinas de Argos, inmortal

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Orestes, atormentado hacía tres mil años por las Euménides: Francés, venía desde las soledadesde San Dionisio, donde las Parcas de 1793 habían cortado el hito de la vida sepulcral de losreyes. Triste, esperando alguna cosa desconocida, pero decretada va por el cielo injusto,marchaba impulsado por el destino, encadenado inexorablemente entre la fatalidad y el terror.

El tiempo esparce una oscuridad inevitable sobre las obras maestras dramáticas envejecidas;su sombra transportada cambia en Rembrandt los más puros Rafaeles: sin Talma una parte delas maravillas de Corneille y de Racine hubieran quedado ignoradas. El talento dramático es una

antorcha; comunica el fuego a otras antorchas medio apagadas, y hace revivir genios que osencantan con su renovado esplendor.

 A Talma se debe el perfeccionamiento de los modales del actor. ¿Pero la verdad en laescena y el rigorismo del traje son tan necesarios al arte como se suponen? Los personajes deRacine no dependen en nada de la forma de sus vestidos: en los cuadros de los primeros pintoresse hallan descuidados los fondos, y los trajes son inexactos. Los Furores de Orestes, o laProfecía de Joab, leídos por Talma en una sala, vestido de serio, producían tanto efecto comodeclamados en la escena por Talma cubierto con manto griego o vestido a la judía. Ifigeniaestaba ataviada como Mme. de Sevigné, cuando Boileau dirigió estos hermosos versos a suamigo:

Jamais Iphigénie en Aulide immolée

N'a coûlé tant de pleurs a la Grece assemblée.

Que dans l’heureus spectacle a nos yeu x étalé

N'eua fait sous son nom verser la Champmeslé.

Esta exactitud en la representación del objeto inanimado está en el espíritu de las artes denuestra tiempo: anuncia la decadencia de la poesía sublime y del verdadero drama; conténtanse

con insignificantes bellezas cuando no pueden obtener otras; se procura engañar a la vista conlos sillones y el terciopelo, cuando no puede representarse la fisonomía del hombre que se sientasobre aquel terciopelo y aquellos sillones. Sin embargo, una vez descendidos a esta verdad de laforma material, es preciso reproducirla, porque el público, materialista de por sí, lo exige de estemodo.

Años de mi vida, 1802 y 1803.— Genio del Cristianismo.— Caída anunciada.— Causa deléxito final.

Mientras tanto acababa yo El Genio del cristianismo; Luciano quiso ver algunas pruebas;envíeselas y puso al margen algunas notas, si bien bastante comunes.

 Aunque el éxito de mi gran libro fue tan brillante como el de la pequeña Atala, fue no obstantemás disputado: era esta una obra de consideración, en la que yo no combatía los principios de laantigua literatura y de la filosofía por medio de una novela, sino con razones y hechos. El imperiovolteriano lanzó un grito y corrió a las armas. Mme. de Staël se burlaba del porvenir de misestudios religiosos: la llevaron la obra cuando aun no estaban abiertas las hojas; al cortar algunastropezaron casualmente sus ojos con el capítulo De la virginidad, y dijo a Mr. Adrián deMontmorency que se hallaba a su lado: «¡Ah, Dios mío! nuestro pobre Chateaubriand se va ahundir!» El abad de Boloña, teniendo en las manos algunos fragmentos de mi trabajo antes de

darle a la prensa, respondió a un librero que le consultaba: «Si queréis arruinaros no tenéis másque imprimir esa obra.» Y el abad de Boloña hizo posteriormente un exagerado elogio de mi libro.

Todo parecía, en efecto, que anunciaba mi caída: ¿qué esperanza podía yo tener sin nombrey sin partidarios, de destruir el influjo de Voltaire, que dominaba hacia más de medio siglo; de

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Voltaire que había elevado el colosal edificio acabado por los enciclopedistas y consolidado por todos los hombres célebres de Europa? Qué! ¿los Diderot, los Dalembert, los Duelos, los Dupuis,los Helvecios, los Condorcet, eran talentos desautorizados? Qué! ¿el mundo debía volver a laleyenda dorada, a renunciar a la admiración adquirida hacia las obras maestras de ciencia y deraciocinio? ¿Podía yo ganar una causa que no había podido salvar la misma Roma armada consus rayos, y el clero con todo su poder? ¿Una causa defendida infructuosamente por el arzobispode París, Cristóbal de Beaumont, apoyado en los decretos del parlamento, en la fuerza armada ycon el nombre del rey? No era tan ridículo como temerario en un hombre oscuro oponerse a unmovimiento filosófico, de tal manera irresistible, que había producido una revolución? ¡Erasumamente curioso ver a un pigmeo extender sus bracitos para ahogar los progresos del siglo,detener la civilización y hacer retrogradar al género humano!

Gracias a Dios, bastaría una palabra sola para pulverizar al insensato: así pues, Mr.Ginguené maltratando El Genio del cristianismo en la Década, declaraba que la crítica llegabademasiado tarde, porque mi trabajo estaba ya olvidado. Decía esto cinco o seis meses despuésde la publicación de una obra que el ataque de la Academia francesa entera, con motivo de lospremios decenales, no pudo echar por tierra.

Entre las ruinas de nuestros templos publiqué El Genio del cristianismo. Los fieles secreyeron salvados: experimentábase entonces una necesidad de fe, un ansia de consuelosreligiosos, que provenía de la privación de estos consuelos hacía muchos años. iQué fuerzas tansobrenaturales necesitaban para soportar tantas adversidades! ¡Cuántas familias mutiladastenían que irá buscar a los pies del padre de los hombres los hijos que habían perdido! ¡Cuántoscorazones destrozados, cuántas almas aisladas imploraban una mano divina que los aliviase!Precipitábanse en la casa de Dios, como se entra en la casa del médico el día que se declara unapeste. Las víctimas de nuestras revoluciones (¡y cuantas especies de víctimas!) se refugiaban alaltar; náufragos, se aferraban a la roca en que buscaban su salvación.

Bonaparte, deseando fundar entonces su poder sobre la primera base de la sociedad,acababa de arreglar sus tratados con la corte de Roma: no puso por el pronto ningún obstáculo ala publicación de una obra útil a la popularidad de sus designios; tenía que luchar contra los

hombres que le rodeaban y contra enemigos declarados del culto; tuvo, pues, la fortuna de ser defendido en lo exterior por las opiniones que El Genio del Cristianismo enunciaba.

Después se arrepintió de su engaño: las ideas monárquicas regulares habían venido con lasreligiosas.

Un episodio del Genio del Cristianismo que causó entonces menos ruido que Atala,determinó uno de los caracteres de la literatura moderna; pero además si René no existiese, novolvería a escribirle; si me fuese posible destruirle, lo haría así. Ha pululado una familia de Renéspoetas y de Renés prosistas; no se ha oído otra cosa que frases lamentables y desordenadas; nose han ocupado de otra cosa que de vientos y tempestades, de palabras desconocidas,entregadas a las nubes y a la noche. No hay muchacho recién salido del colegio que no haya

soñado ser el más desgraciado de los hombres; no hay barbilampiño que a los diez y seis añosno haya gastado su vida, y no se haya creído atormentado por su genio; que en el fondo de suspensamientos no se haya entregado al mar de sus pasiones, que no haya golpeado su pálida ydesnuda frente, y que no naya asombrado a los hombres, sorprendidos por una desgracia cuyonombre ignoraban él y ellos.

En René había yo presentado una enfermedad de mi siglo; pero era otra locura de losnovelistas el haber querido hacer universales las aflicciones aisladas, los sentimientos generalesque constituyen el fondo de la humanidad, la ternura paternal y materna, la piedad filial, laamistad, el amor, son inagotables; pero las maneras particulares de sentir, las individualidades deespíritu y de carácter, no pueden desarrollarse y multiplicarse sino en grandes y numerosos

cuadros. Los insignificantes sitios no descubiertos del corazón humano forman un campo muyreducido; nada queda que recoger en este campo después que ha sido segado una vez. Unaenfermedad del alma no es un estado permanente y natural; no se la puede reproducir, hacer deella una literatura especial, ni sacar partido de ella como de una pasión general modificadaincesantemente según el capricho de los artistas que la manejan y la varían de forma.

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De cualquiera manera que sea, la literatura tomó el colorido de mis cuadros religiosos, almodo que los negocios han conservado la fraseología de mis escritos sobre la Cité; la Monarquíacon arreglo a la Carta, ha sido el rudimento de nuestro gobierno representativo, y mi artículo delConservador sobre los intereses morales y los intereses materiales, ha legado estas dosdenominaciones a la política.

Hubo escritores que me hicieron el honor de imitar Atala y René, lo mismo que el pulpito seapoderó de mis escritos sobre las Misiones, y los beneficios del cristianismo. Los pasajes en que

demuestro que arrojando de los bosques a las divinidades paganas, nuestro extendido culto hadevuelto su soledad a la naturaleza; los párrafos en que trato de la influencia de nuestra religiónen nuestro modo de ver y describir, en que examino los cambios producidos en la poesía y en laelocuencia; los capítulos que consagro a las investigaciones sobre los sentimientos inverosímilesintroducidos en los caracteres dramáticos de la antigüedad, encierran el germen de la criticamoderna. Los personajes de Racine, como tengo dicho, son y no son griegos; son personajescristianos: esto es o que no se había comprendido bien.

Y si el efecto producido por El Genio del Cristianismo no hubiera sido más que una reaccióncontra las doctrinas a que se atribuían las desgracias revolucionarias, habría cesado este efecto,una vez desaparecida la causa, y no se hubiera prolongado hasta este momento en que escribo.Pero la acción del Genio del Cristianismo sobre las opiniones no se limita a la resurrecciónmomentánea de una religión que se creía muerta; fue más duradera la metamorfosis que seoperó. Si en la obra había innovación de estilo, también había cambio de doctrinas; habíasealterado el fondo lo mismo que la forma; el ateísmo y el materialismo no fueron más la base delas creencias o de la incredulidad de la juventud; la idea de Dios y de la inmortalidad del almaadquirieron nuevamente su imperio, y desde entonces empezó la alteración en elencadenamiento de las ideas que se ligan unas a otras. Ya no se vieron aferrados en suscreencias por una preocupación antirreligiosa; nadie se creyó obligado en lo sucesivo a continuar siendo momia de una nada revestida de formas filosóficas, y fue permitido examinar cualquier sistema, por absurdo que se le tuviera, aun cuando fuese el cristiano.

 Además de los fieles que volvían a la voz de su pastor, aparecieron en virtud de ese derecho

de libre examen, otros fieles a priori. Presentad a Dios como principio, y seguirá el Verbo; el Hijonace del Padre forzosamente.

Las diferentes combinaciones abstractas no hacen sino substituir a los misterios delcristianismo otros misterios aun más incomprensibles; el panteísmo, que por otra parte, es de treso cuatro especies, y que es hoy de moda atribuir a las grandes capacidades, es el sueño másabsurdo del Oriente dado a luz por Espinosa: acerca de esto basta leer el artículo del escépticoBayle sobre ese judío de Ámsterdam. El tono magistral con que hablan algunos de todo esto,seria insufrible no teniendo en cuenta su falta de instrucción; páganse de palabras, cuyasignificación no entienden y se figuran ser unos genios trascendentales. Es necesario persuadirsede que Abelardo, San Bernardo, Santo Tomás de Aquino, han tenido en la metamorfosis una

superioridad de luces a que nosotros no nos hemos acercado; que los sistemas sansimoniano,fourierista, humanitario, han sido hallados y puestos en práctica por los herejes de todos tiempos;que los que se nos da por progresos y descubrimientos, son antigüedades traqueteadas desdehace quinientos años en las escuelas de Atenas y en los colegios de la edad media. El malproviene de que los primeros sectarios no pudieron conseguir fundar su república neo-platónica,cuando Galieno permitió a Plotin que hiciese su ensayo de ella en la Campania: más tarde secometió la injusticia de quemar a los sectarios cuando quisieron establecer la comunidad debienes, declarar sagrada la prostitución, atreviéndose a decir que una mujer no puede, sin pecar,rechazar a un hombre que la pide una unión pasajera en nombre de Jesucristo: para llegar a estaunión no era necesario más, decían, que desprenderse del alma y depositarla un momento en elseno de Dios.

El sacudimiento que El Genio del Cristianismo produjo en los espíritus hizo salir de su carril alsiglo XVIII lanzándole para siempre fuera de la senda que había seguido; volviose a empezar, omejor dicho se empezó a estudiar el origen del cristianismo: leyendo de nuevo a los santospadres (dado caso que antes se hubiesen leído), se admiraba uno de hallar tantos hechos

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curiosos, tanta ciencia filosófica, tantas bellezas de estilo de todos géneros, tantas ideas que por una graduación más o menos sensible, formaban el tránsito de la sociedad antigua a la sociedadmoderna: era única y memorable de la humanidad en que el cielo comunica con la tierra a travésde las almas encerradas en los hombres de genio.

Junto al mundo ruinoso del paganismo, se alzó en otro tiempo, como desde fuera de lasociedad, otro mundo espectador de esos grandes sucesos, pobre, escondido, solitario y nomezclándose en los asuntos de la vida sino cuando tenía necesidad de sus lecciones o de su

auxilio. Era sorprendente el ver a aquellos primeros obispos, casi todos honrados con elsobrenombre de santos y de mártires, a aquellos simples sacerdotes custodiando las reliquias ylos cementerios, a aquellos religiosos y a aquellos ermitaños en sus convenios sus grutasredactando tratados de paz, de moral y de caridad, cuando todo era guerra, corrupción, barbarie;yendo de los tiranos de Roma a los jefes de los tártaros y de los godos, para prevenir la injusticiade los unos y la crueldad de los otros, deteniendo ejércitos enteros con una cruz de madera y unapalabra de paz; los más débiles de todos los hombres, protegiendo al inundo contra Atila;colocados entre dos universos para servir de lazo entre ellos, para consolar los últimos momentosde una sociedad expirante, y guiar los primeros pasos de una sociedad naciente.

Genio del Cristianismo.— Continuación.— Defectos de la obra.

Era imposible que las verdades desarrolladas en El Genio del Cristianismo no contribuyesenal cambio de las ideas. Desde esta obra fecha también el gusto actual por los edificios de la edadmedia; yo he sido quien ha despertado en el siglo moderno la admiración de los templos antiguos.Si se ha abusado de mi opinión; si no es cierto que nuestras catedrales se han aproximado a lasbellezas del Partenón, si es falso que estas iglesias nos transmiten en sus documentos de piedra,hechos ignorados; si es una locura el sostener que esas memorias de granito nos revelansecretos escapados a los sabios benedictinos; si a fuerza de oír hablar de lo gótico, aburre ya, no

es culpa mía. Por lo demás, bajo el aspecto de las artes sé lo que falla al Genio del Cristianismo;esta parte de mi obra es defectuosa, porque en 1800 no conocía yo las artes; no había visto ni laItalia, ni la Grecia, ni el Egipto. Tampoco he sacado bastante partido de las vidas de los santos yde las leyendas que me ofrecían, sin embargo, maravillosas historias, entre las que escogiendocon gusto podía recoger una abundante cosecha. Este campo de las riquezas de la imaginaciónde la edad media sobrepuja en fecundidad a las transformaciones de Ovidio, y a las fábulasmilesianas. Hay además en mi obra, juicios dudosos o falsos, tales como el que emití respecto aDante, a quien después he tributado un brillante homenaje.

Bajo el aspecto serio, he completado El Genio del Cristianismo en mis Estudios históricos,uno de mis escritos de que menos se ha hablado y que más se ha saqueado.

El brillante éxito de Atala me había embelesado porque mi alma era joven aun; el del Geniodel Cristianismo, me fue sensible: vime obligado a sacrificar mi tiempo a correspondencias,cuando menos inútiles, de fastidiosos cumplimientos. Esa reputación adquirida no mecompensaba de los disgustos porque tiene que pasar el hombre que es conocido del público,¡Que felicidad puede reemplazar la paz perdida cuando se ha introducido al público en vuestraintimidad! Unase a esto las inquietudes con que las musas se complacen en afligir a aquellos quese dedican a su culto, los inconvenientes de un carácter fácil, la ineptitud para la fortuna, lapérdida de la tranquilidad, un humor desigual, afecciones más vivas, inmotivadas tristezas,alegrías sin causa, ¿quién desearía si estuviese en su mano, comprar a semejante precio lasventajas inciertas de una reputación que no se está seguro de obtener, que será disputadadurante su vida, que la posteridad no confirmará, y a la que la muerte os ha de hacer extraña para

siempre?La controversia literaria sobre las novedades del estilo que había producido Atala, se renovó

a la publicación del Genio del Cristianismo.

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Obsérvese un rasgo característico de la escuela imperial y aun de la escuela republicana:mientras que la sociedad avanzaba en el mal o en el bien, la literatura se hallaba estacionada;extraña al cambio de las ideas, no pertenecía a su tiempo. En la comedia los señores de pueblo,los Colin, los Babet, o las intrigas de esos salones desconocidos ya, se representaban (como yahe hecho notar), ante hombres groseros y sanguinarios destructores de las costumbres, cuyocuadro se les ofrecía; en la tragedia, un patio plebeyo se ocupaba de las familias de los nobles yde los reyes.

Dos cosas sostenían a la literatura del siglo XVIII: la impiedad que conservaba de Voltaire yde la revolución, y el despotismo con que lo agobiaba Bonaparte. El jefe del estado hallabautilidad en aquellos escritos subordinados que enviaba a los cuarteles, que le presentaban lasarmas y que salían cuando gritaba «¡Forme la guardia!» que marchaban en hileras y quemaniobraban como soldados. La menor independencia parecía una rebelión a su poder; aborrecíadel mismo modo el trastorno de las palabras y de las ideas que una insurrección material.Suspendió el Habeas corpus así para el pensamiento como para la libertad individual.Convengamos también en que el público cansado de la anarquía, aceptó gustoso el yugo de lasreglas.

La literatura representante de la nueva era no ha reinado sino cuarenta o cincuenta añosdespués del tiempo en que ella formaba el idioma. Durante este medio siglo no se empleaba sinopor la oposición. Madama Staël, Benjamín Constant, Lemercier, Bonald, yo, en fin, hemos sido losprimeros que hemos empleado este lenguaje. El cambio de literatura de que se jacta el siglo XIX,le provino de la emigración y del destierro; Mr. de Fontanes fue quien cobijó esas aves de otraespecie que la suya, porque remontando al siglo XVII adquirió el poderío de aquel tiempofecundo, y perdió la esterilidad del XVIII. Una parte del espíritu humano, la que trata de lasmaterias trascendentales, adelantó únicamente con un paso igual al de la civilización;desgraciadamente la gloria del saber no se vio libre de defectos: Los Laplace, los Lagrange, losMonges, los Chaptal, los Berthollet, todos estos prodigios, Luzi Condos demócratas en otrotiempo, se hicieron los más sumisos servidores de Napoleón. Debemos decirlo en honor de lasletras, la literatura moderna fue libre, la ciencia servil; el carácter no correspondió al genio, y

aquellos cuyo pensamiento se había remontado al más alto cielo no pudieron elevar su almasobre los pies de Bonaparte. Creían no necesitar de Dios porque tenían necesidad de un tirano.

El clásico napoleónico era el genio del siglo XIX, disfrazado con la peluca de Luis XIV opeinado como en tiempo de Luis XV. Bonaparte quiso que los hombres de la revolución no sepresentasen en la corte sino de uniforme y con la espada al lado. No se veía a la Francia delmomento; aquello no era orden sino disciplina. Así, pues, nada era tan fastidioso como aquellapálida resurrección de la literatura de otros tiempos. Aquella calma fría, aquel anacronismoimproductivo desapareció cuando la nueva literatura hizo su invasión estrepitosa impelida por ElGenio del Cristianismo. La muerte del duque de Enghien tuvo para mí la ventaja, dejándomeaislado, de permitirme seguir en la soledad mi inspiración propia, e impedirme que me alistase enla infantería regular del viejo Pindo: debo sin duda a mi libertad moral mi libertad intelectual.

En el último capítulo del Genio del Cristianismo examino lo que hubiese sido del mundo a nohaberse predicado la fe en el momento de la invasión de los bárbaros: más adelante llamo laatención sobre un trabajo importante que falta emprender acerca de los cambios que elCristianismo produjo en las leyes después de la conversión de Constantino.

Si la opinión religiosa existiera tal cual se halla en el momento en que escribo estas memoriasy no estuviera escrito El Genio del Cristianismo, le escribiría de un modo enteramente distinto. Envez de recordar los beneficios y las instituciones de nuestra religión en el tiempo pasado,demostraría que el Cristianismo es el pensamiento del porvenir y de la libertad humana; que estepensamiento Redentor y Mesías es el único fundamento de la igualdad social; que él solo puedeestablecerla porque coloca al lado de esta igualdad la necesidad del deber, correctivo y regulador del instinto democrático. La legalidad no basta para contener porque no es permanente; estarecibe su fuerza de la ley y la ley es obra de los hombres que pasan y varían. Una ley no essiempre obligatoria y a más puede ser cambiada a cada paso por otra ley: por el contrario lamoral es permanente; tiene su fuerza en ella misma porque emana del orden inmutable y ella tan

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solo puede dar la estabilidad.

Demostraría que por de quiera que ha dominado el Cristianismo, ha modificado las ideas,rectificado las nociones de lo justo y de lo injusto, substituido la seguridad a la duda y haencerrado la humanidad entera en sus doctrinas y preceptos. Procuraría adivinar la distancia aque nos hallamos aun del total cumplimiento del Evangelio, calculando el número de malesdestruidos y de mejoras verificadas en los diez y ocho siglos trascurridos desde la venida deCristo. El Cristianismo obra con lentitud porque obra en todas partes; no se concreta a la reforma

de una sociedad particular sino que trabaja sobre la sociedad general; su filantropía se extiende atodos los hijos de Adán: así lo explica con maravillosa sencillez en sus más comunes oraciones yen sus votos cotidianos cuando dice al pueblo reunido en el templo: «Roguemos por cuantospadecen sobre la tierra:» ¡Qué religión ha hablado jamás de este modo! El Verbo no se encarnóen el hombre dichoso sino en el hombre doliente con el objeto del bien estar general, de lafraternidad universal y de la salvación eterna.

 Aun cuando El Genio del Cristianismo no hubiera dado origen sino a tales investigaciones,me felicitaría de haberte publicado; falta saber si cuando aparezca este libro, otro Genio delCristianismo cimentado sobre el nuevo plan que bosquejo obtendría el mismo éxito. En 1803cuando no se concedía nada a la antigua religión, cuando era objeto de desprecio, cuando aún nose conocía la primera palabra del asunto, ¿hubiérase recibido bien el hablar de la libertad futuradescendiendo del Calvario cuando aun estaban los espíritus destrozados con los excesos de lalibertad de las pasiones? ¿Hubiera consentido Bonaparte una obra semejante? Quizá fuera útilexcitar el sentimiento, interesar la imaginación en una causa tan desconocida, atraer las miradassobre el objeto despreciado, hacerle agradable antes de pasar a demostrar su importancia, supoder y su utilidad.

 Ahora, en la suposición de que mi nombre deje algún recuerdo, se lo deberé al Genio delCristianismo. Sin hacerme ilusiones acerca del valor intrínseco de la obra, reconozco en ella unvalor accidental; la oportunidad de su aparición. Por este motivo me ha hecho colocarme en unade esas épocas históricas, que uniendo una persona a los sucesos obligan a acordarse de ella. Siel influjo de mi trabajo no se limitase al cambio que de cuarenta años a esta parte ha producido

en las generaciones actuales; si sirviese aun para reanimar en los que llegaron tarde una chispade las verdades civilizadoras de la tierra. Si el leve síntoma de vida que se cree distinguir, sesostuviese en las generaciones venideras, partiría lleno de esperanza en la misericordia divina.Cristiano reconciliado, no me olvides en tus oraciones cuando haya dejado de vivir; mis faltas medetendrán quizá delante de esas puertas en que mi caridad había exclamado por ti: «¡Abríospuertas eternas!» ¡Elevamini portae aeternales.

PARÍS, 1837.

Revisado en diciembre de 1846.Años de mi vida, 1802 y 1803.— Palacios.— Mme. de Custine.— Mr. de Saint-Martin.— Mme.

d‘Houdetot y Saint Lambert. 

Toda mi vida se trastornó desde que dejó de pertenecerme. Tenía una multitud de relacionesfuera de mi habitual sociedad, y me llamaban en todos los palacios que iban restableciéndose.Trasladábanse del mejor modo posible a aquellas mansiones medio amuebladas en las que unsillón viejo reemplazaba a veces a uno nuevo. Algunas de estas moradas feudales, sin embargo,se habían conservado intactas, como por ejemplo el Marais, que había tocado en suerte a me. deLa Briche, mujer excelente a quien jamás faltó la dicha. Recuerdo perfectamente que mi inmortal

persona, iba a la calle de Saint-Dominique-d'Enfer a tomaran asiento para el Marais en un malcarruaje de alquiler, y allí encontré a Mme. de Vintimille y a Mme. de Fezenzac. En Champlatreux,Monsieur Molé hacia reedificar unas pequeñas habitaciones del segundo piso. Su padre, muertorevolucionariamente, había sido reemplazado en una gran sala derruida, por un cuadro que

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representaba a Mateo Molé con su clerical bonete apaciguando un alboroto: este cuadro ofrecíael contraste de la veleidad de los tiempos.

 Al regreso de la emigración no había quedado un solo proscripto por pobre que fuera, que nohubiese formado en su corta heredad un pequeño jardín a la inglesa: ¿yo mismo no planté en otrotiempo mi Vallée-aux-Loups? ¿No comencé allí estas Memorias? ¿No las he continuado en elparque de Montboissier, cuyo aspecto desfigurado por el abandono, se intentaba entonces demejorar? ¿No las he proseguido después en el parque de Maintenon? Los palacios incendiados

en 1789 hubieran debido advertir a los demás que permaneciesen ocultos entre sus escombros:pero los campanarios de las aldeas consumidas que daban salida a las lavas del Vesubio, noimpedían reedificar en la superficie de estas mismas lavas otras iglesias y otros lugarcillos.

Entre las abejas que componían su colmena, se hallaba la marquesa de Custine, heredera delos largos cabellos de Margarita de Provenza, mujer de San Luis, y de cuya sangre participaba. Asistí a su toma de posesión de Fervaques, y tuve el honor de dormir en el lecho del Bearnés, lomismo que en el de la reina Cristina en Combourg. No era un negocio así como quiera este viaje;necesitábase colocar en el coche a Astolfo de Custine, niño, Mr. Berschtet, el gobernador, unavieja criada alsaciana que no hablaba más que alemán, la doncella Juanita, y Trim, famoso perroque se engullía las provisiones del camino. ¿No se habría podido creer que aquella colonia setrasladaba a Fervaques para siempre? y sin embargo, aun no estaba acabado de amueblar elpalacio, cuando se dio la señal para la mudanza. Yo he visto a aquella mujer que arrostró elcadalso con un valor inaudito, yo la vi más blanca que una Parca, vestida de negro, adelgazado eltalle por la muerte, adornada la cabeza únicamente con su sedosa cabellera, la vi sonreír con suspálidos labios, y sus dientes de marfil, cuando salía de Sécherons, cerca de Ginebra, para morir en Bex, a la entrada del Valais; oí pasar su féretro durante las noches, por las desiertas calles deLausana, para ir a ocupar su eterno puesto en Fervaques: se apresuraba a ocultarse en una tierraque solo había poseído un momento, como su vida. Yo leí en fin, sobre una chimenea del palacioestos malignos versos atribuidos al amante de Gabriela:

La dame de Fervaques Mérite de vives attaques.

El soldado-rey había dicho lo mismo a otras muchas declaraciones pasajeras de loshombres, que se disipan como el humo, y que habían pasado de beldad en beldad, hasta Mme.de Custine. Fervaques fue vendido.

 Aun encontré a la duquesa de Chatillon, quien durante mi ausencia de los cien días, adornómi valle de Aulnay. Mme. Lindsay a quien no dejé de visitar, me hizo conocer a Julio Talma. Mme.de Clermont-Tonnerre me llevó a su casa; teníamos una misma abuela, y quiso con razónllamarme su primo. Viuda del conde de Clermont-Tonnerre, se volvió a casar con el marqués deTalaru. Por ella conocí al pintor Neveu, el cual me puso un momento en relaciones con Saint-

Martin.Mr. de Saint-Martin había creído encontrar en la Atala cierta jerigonza, en lo cual yo no había

pensado, y que le autorizaba, en su concepto, a creer que existía entre él y yo alguna afinidad dedoctrinas. Neveu, a fin de unir dos hermanos, nos convidó a comer en su habitación, que la teníaen un piso alto de las dependencias del palacio Borbón. Llegué a las seis a la cita, y ya hallé ensu puesto al filósofo celeste. A las siete entró un criado juicioso, y después de poner la sopasobre la mesa, se retiró cerrando la puerta: sentámonos y empezamos a comer en silencio. Mr.de Saint-Martin, que sea dicho de paso, tenía unos modales en extremo finos, no pronunciabamás que frases entrecortadas a manera de oráculo, y a las cuales contestaba Neveu conexclamaciones, con movimientos y gestos de pintor; yo me mantenía callado. Al cabo de una

media hora volvió a entrar el nigromántico criado, se llevó la sopa, y puso otro plato sobre lamesa, sucediéndose así de uno en uno, con largos intervalos. Mr. de Saint-Martin que se fueanimando poco a poco, empezó a hablar a manera de arcángel; conforme iba engolfándose en laconversación, sus palabras iban siendo cada vez más tenebrosas. Habíame insinuado Neveu,apretándome la mano, que veríamos cosas extraordinarias, que oiríamos ruidos sobrenaturales;

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trascurrieron sin embargo seis mortales horas, y no advertí absolutamente nada. A media nochese levantó de repente el hombre de las visiones: creí que iba a presentarme algún espíritu infernalo celeste, que iban a resonar en aquellos misteriosos corredores lúgubres campanillas; pero envez de esto, dijo Mr. de Saint-Martin que se hallaba fatigado, y que proseguiríamos otra vez laconversación; en seguida tomó el sombrero y salió. Desgraciadamente para él, fue detenido en lapuerta obligándole a volver a entrar una visita inesperada; no obstante, desapareció de allí apoco. Jamás he vuelto a verle; fue a terminar sus días al jardín de Mr. Lenoir Laroche, mi vecinode Aulnay.

Comiendo cierto día en casa de Mme. Custine, el célebre Gall, que se hallaba a mi lado sinconocerme, se equivocó sobre mi ángulo facial; me tomó por una rana, y quiso, luego que supoquien yo era, rehabilitar su ciencia de un modo vergonzoso para él. La forma de la cabeza puedeayudar a distinguir el sexo en los individuos, a indicarlo que pertenece a la bestia, a las pasionesanimales; pero en cuanto a las facultades intelectuales, siempre será un secreto para lafrenología. Si fuera posible reunir los diferentes cráneos de los grandes hombres muertos desdeel principio del mundo, y entregarlos para su examen a los frenologistas, sin decirles a quépersonas habían pertenecido, no enviarían seguramente a su sitio una sola cabeza.

Me asalta un remordimiento; he hablado un tanto burlescamente de Mr. de Saint-Martin, y por ello me arrepiento. Esta burla que desecho a todas horas y que se me viene sin cesar a laimaginación, me hace sufrir, porque odio el talento satírico como el más mezquino, el más vulgar,el más fácil de todos: Mr. de Saint-Martin, en último resultado, era un hombre de gran mérito, y deun carácter noble e independiente. Cuando llegaba a explicar sus ideas, eran estas elevadas, yde una naturaleza superior. ¿No deberé, pues, hacer el sacrificio de las dos páginas anteriores ala generosa y sobrado halagüeña declaración del autor del Retrato de Mr. de Saint-Martin hechopor él mismo? Veo, por lo demás con gusto, que mis recuerdos no eran equivocados. Mr. deSaint- Martin no recibió enteramente la misma impresión que yo en el convite de que hablo; perose ve que aquella escena no fue invención mía, y que la narración de Mr. de Saint-Martin separece a la mía en el fondo. Dice así:

«El 27 de enero de 1803, tuve una entrevista con Mr. de Chateaubriand, enuna comida dispuesta al efecto en casa de Mr. Neveu, en la Escuela politécnica.Mucho hubiera yo ganado en conocerle antes; es el solo hombre de letrasrazonable con quien he tropezado desde que existo, y eso que solo he disfrutadode su conversación durante la comida; porque inmediatamente después se presentó una visita que le hizo callar todo el resto de la sesión y yo no sé cuandose me proporcionará oírle otra vez.»

Mr. de Saint-Martin vale mil veces más que yo: la dignidad de su última frase destruyó

completamente mi inofensiva burla.Había yo visto a Mr. de Saint-Lambert y Mme. de Houdetot en el Marais, representando

ambos las opiniones y las libertades de otros tiempos, cuidadosamente conservadas: era el sigloXVIII, muerto y casado a su manera. Basta tener apego a la vida para que las ilegitimidades seconviertan en legitimidades. Experiméntase grande aprecio hacia la inmoralidad, porque nunca hadejado de existir y el tiempo la ha adornado de arrugas. Ciertamente dos virtuosos esposos, quesolo permanecen unidos por respeto humano, se fastidian y detestan cordialmente con todo elmal humor de la edad; es la justicia de Dios.

Malheur a qui le ciel accorde des longs jours! 10  

10 Desgraciado de aquel a quien el cielo concede larga vida.

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Era difícil comprender algunas páginas de las Confesiones, una vez conocido el objeto de losdesvaríos de Rousseau: había conservado Mme. de Houdetot las cartas que Juan Jacobo leescribía, y que al decir de éste eran más ardientes que las de la Nueva Eloísa. Créese que sehabía sacrificado a Saint-Lambert.

Después de ochenta años, Mme. de Houdetot exclamaba aun en agradables versos:

Et l’amour me consolé!  Rien he pourra me consoler de lui 11.

Jamás se acostaba sin golpear antes en tierra tres veces con su chinela diciendo al autor delas Estaciones: «¡Buenas noches, amigo mío!» A esto se reducía en 1803 la filosofía del sigloXVIII.

La sociedad de Mme. de Houdetot, de Diderot, de Saint-Lambert, de Rousseau, de Grimm yde Mme. de Epinay me hicieron insoportable el valle de Montmorency, y aunque bajo el aspectode los hechos, me alegro de que se haya presentado a mi vista una reliquia de los tiempos

voltairianos, no echo de menos para nada aquellos tiempos. Últimamente he visto en Sannois lacasa que habitaba Mme. de Houdetot reducida a cuatro paredes. Un atrio desierto interesasiempre; pero ¿qué es un hogar donde no reside la belleza, ni la madre de familia, ni la religión, ycuyas cenizas si no se hubiesen dispersado nos recordarían solamente los días que no hansabido hacer más que destruir?

PARÍS, 1838.

Viaje al Mediodía de Francia.

Era el mes de octubre de 1802, cuando una impresión furtiva de El Genio del Cristianismo,hecha en Aviñón, me condujo al Mediodía de Francia. Yo, que no conocía más que mi pobreBretaña, y las provincias del Norte, que atravesé al dejar mi país, iba a ver el cielo de Provenza,ese cielo en el que iba a encontrar un reflejo de Italia y de Grecia, hacia donde mi instinto y lainspiración me arrastraban. Hallábame en una feliz disposición; mi reputación hacia mi vidadichosa; en el primer éxtasis de la fama, hay una multitud de sueños, y los ojos gozansobremanera con luz que se levanta; pero que se eslinga esta luz, y os dejará en la más sombríaoscuridad: si persiste, la costumbre de verla os hará insensible a su resplandor.

Lyon me causó un placer indecible. Volví a hallar esas obras de los romanos que no había

visto desde el día en que leí en el anfiteatro de Tréveris algunas páginas de la Atala, sacadas demi mochila. Barcos entoldados, cada uno con su luz, atravesaban el Saona; conducíanlosmujeres; una barquera de diez y ocho años que me tomó a bordo arreglaba a cada golpe de remounas flores atadas a su sombrero. Por la mañana me despertaron las campanas. Parecía que losconventos de los alrededores habían recobrado sus solitarios monjes. El hijo de Mr. Ballange,propietario después de Mr. Migneret, del Genio del Cristianismo, era mi huésped; después fue miamigo. ¿Quién no conoce hoy al filósofo cristiano, cuyos escritos brillan con esa dulce claridad,sobre la que se deleita uno en fijar sus miradas, como sobre el rayo de luz de un astro querido?

El barco que me conducía a Aviñón, se vio obligado a detenerse en Tain el 27 de octubre, acausa de una tempestad. Me figuraba estar en el centro de la América; el Ródano merepresentaba mis caudalosos ríos salvajes. Estaba alojado en una pequeña posada a la orilla

misma del agua; un conscripto se hallaba de pie, en un rincón de la cocina; llevaba un saco a la

11 ¡Y el amor me consuela! Nada podrá consolarme de su pérdida.

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espalda, e iba a reunirse al ejército de Italia. Yo escribía sobre el fuelle de la chimenea, teniendodelante de mí a la posadera sentada y silenciosa, la que por consideración al viajero amenazabaal gato y al perro para que no hiciesen ruido.

Un artículo que había hecho bajando el Ródano, relativo a la legislación primitiva de Mr.Bonald, me ocupaba entonces; yo preveía lo que sucedió después: «La literatura francesa, decíayo, va a cambiar de aspecto; con la revolución van a nacer otros pensamientos, otro modo demirar las cosas y los hombres. Es fácil de prever que los escritores se dividirán. Mientras unos se

esforzarán por salir de las antiguas sendas, otros procurarán seguir los modelos antiguos; peropresentándolos bajo un nuevo aspecto. Es bastante probable que estos últimos concluyan por alcanzar la victoria sobre sus adversarios; porque apoyándose en las grandes tradiciones y en losgrandes hombres, tendrán guías más seguros y documentos más fecundos.»

De la historia son las líneas con que termina mi critica: mi espíritu marchaba desde entoncescon mi siglo: «¡El autor de este artículo, proseguía, no puede rehusar una imagen que le ofrece laposición en que se encuentra. En el momento de escribir estas últimas líneas, se ve arrastradopor la corriente de uno de los mayores ríos de Francia. Sobre dos opuestas montañas descuellandos torres ruinosas, en lo alto de las cuales vense suspendidas unas pequeñas campanas querepican los campesinos a nuestro tránsito. Este río, estas montañas, estos sonidos, estosmonumentos góticos, entretienen un momento los ojos del espectador; pero nadie se detiene parallegar adonde la campana le invita. Así los hombres que hoy día predican la moral y la religión,dan inútilmente la seña desde lo alto de sus ruinas a los que arrastra el torrente del siglo:asómbrase el viajero de la grandeza de las ruinas, de la suavidad de los sonidos que de ellasemanan, de la majestad de los recuerdos que se elevan de ellas, pero no interrumpe su marcha ytodo lo olvida al primer recodo del río.»

Habiendo llegado a Aviñón la víspera de Todos los Santos, un muchacho que llevaba librosme presentó algunos, y le compré tres ediciones distintas y falsificadas de una novelita titulada Atala. Recorriendo librería por librería, encontré al raptor, para el que yo era desconocido. Mevendió los cuatro tomos del Genio del cristianismo al precio razonable de nueve francos elejemplar, haciéndome un grande elogio de la obra y de su autor. Vivía en una hermosa casa con

patio y jardín. Pensé que había hallado el pájaro en su nido: al cabo de veinte y cuatro horas mefatigué de perseguir la fortuna y me convine con el falsificador por una friolera.

Visité a Mme. de Jauson, mujer de corta estatura, delgada, blanca, activa, la que habitaba ensu quinta, luchando con el Ródano al mismo tiempo que se defendía contra los años y se batía aescopetados con los habitantes de la ribera.

 Antes de ahora, los viajes transalpinos comenzaban siempre por Aviñón, que era la puerta deItalia. Dicen los geógrafos: «El Ródano pertenece al rey; pero la ciudad de Aviñón está regada por un ramal el Sorgue que pertenece al papa.» ¿Está el papa muy seguro de poseer por largotiempo la propiedad del Tíber? En Aviñón se acostumbraba visitar el convento de los Celestinos.El buen rey Renato, que cuando soplaba el viento ultramontano disminuía los impuestos, pintó en

un salón del convento de los Celestinos un esqueleto: era el de cierta mujer de singular hermosura a la que había amado.

El sepulcro de Madona Laura hallábase en el templo de los Franciscanos: Francisco I mandóabrirlo y saludó a aquellas cenizas inmortalizadas. El vencedor de Marignan, dejó sobre la nuevatumba que mandó construir el epitafio siguiente:

En petit lieu compris vous pouvez voir 

Ce qui comprend beaucoup par renommée:

¡O gentille ame!, estant tant estimée,¿Qui se pourra louer que en se saissant?

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Car la parole est tousjours réprimée

Quand le sujet surmonte le disant 12 .

Por más que se diga, el padre de las letras, el amigo de Benvenuto Cellini, de Leonardo deVinci, del Primático; el rey a quien debemos la Diana, la hermana del Apolo de Belvedere, y laSacra familia de Rafael; el cantor de Laura, el admirador del Petrarca, ha recibido de las bellas

artes reconocidas una vida que no tendrá fin.Yo iba a Vauclusa a coger, junto a la fuente, los perfumados brezos y la primer aceituna

producto de un joven olivo:

Chiara fontana, in aquel medesnio bosco

Sorgea d‘un sasso; ed acque fresche et dolci  

Spargea soavemente mormurando:

 Al bel seggio riposto, ombroso e fosco

Ne pastori appressavan, he bifolci;Ma ninfe et muse á aquel senor cantando 13.

Petrarca ha contado cómo encontró aquel valle: «Buscaba yo, dice, un sitio oculto adondepoder retirarme como a un puerto, cuando encontré un pequeño valle cerrado, Vauclusa, muysolitario, de donde nace el Sorgue, rey de todos los manantiales, donde me establecí. Allí fuedonde compuse mis poesías en idioma vulgar, versos en que he descrito las penas de mi juventud.»

También desde Vauclusa oía él, como se podía oír cuando yo pasé, el ruido de las armas qué

hacía estremecer la Italia; y exclamaba así:

¡Italia mía...

¡0 diluvio raccolto

Di che deserti strani 

Per inondar i nostri dolci campi! 

¿Non é questo ‘l terren ch‘io toccai pria? 

¿Non o questo ‘l mio nido, 

Ove nudrito fui si dolcemente?

¿Non e questa la patria, in ch‘io mi fido, 

Madre benigna é pia

Chi copre l‘uno et l‘altro mio parente 14.

12 En un pequeño espacio podéis ver contenido lo que tanto ocupó por su fama. ¡Oh alma sublime! siendo tanapreciada ¿qué mejor alabanza se te podrá tributar que el silencio? porque las palabras son siempre estériles

cuando el objeto sobrepuja a cuanto se puede decir.13 Clara fuente sale de una roca en el mismo bosquecillo, y esparce murmurando suavemente frescas y dulcesaguas: al hermoso y umbrío lecho de reposo no acuden los pastores ni los ganados; pero van a él cantando lasninfas y las musas.14 ¡Italia mía!... ¡Oh diluvio formado de los desiertos extranjeros para inundar nuestros deliciosos campos! ¿No estáallí la tierra que yo pisó por primera vez? ¿No está allí el nido en que me alimenté dulcemente? ¿No está la patria en

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Mas tarde el amante de Laura invita a Urbano V a trasladarse a Roma: «¿Qué responderéis aSan Pedro, exclama elocuentemente, cuando os diga, qué hay en Roma? ¿En qué estado sehalla mi templo, mi tumba y mi pueblo? ¿No respondéis nada? ¿De dónde venís? ¿Habéishabitado las orillas del Ródano? Allí nacisteis, decís; y yo ¿no he nacido en Galilea?»

Siglo fecundo, joven, sensible, cuya admiración conmueve; siglo que obedece a la lira de ungran poeta, como a la ley de un legislador! A Petrarca es a quien debemos la vuelta del soberano

pontífice al Vaticano; es su voz la que ha hecho nacer a Rafael y salir de la tierra la cúpula deMiguel Ángel.

De vuelta a Aviñón, busqué el palacio de los papas y me enseñaron la Nevera: la revoluciónse apoderó de los lugares célebres; los recuerdos del pasado se vieron obligados a mudar deforma y a reverdecer sobre osamentas. ¡Ay! los gemidos de las víctimas mueren inmediatamentedespués de ellas; apenas un eco débil les hace sobrevivir un momento, cuando se apaga la vozcon que exhalan el postrer suspiro. Pero mientras que el grito del dolor espiraba en las márgenesdel Ródano, se oían en lontananza los sonidos del laúd del Petrarca; una canzone solitariaescapada de la tumba continuaba encantando a Vauclusa con una melancolía inmortal unasveces y otras con amorosas quejas.

 Alaino Charlien vino de Bayeux para hacerse enterrar en Aviñón, en la iglesia de San Antonio. Había escrito la Belle Dame Sans Mercy, y el beso de Margarita de Escocia fe hizo vivir.

De Aviñón pasé a Marsella. ¡Qué puede desear una ciudad a quien Cicerón dirige estaspalabras, cuyo giro oratorio imitó Bossuet «Yo no te olvidaré, Marsella, ciudad tan eminentementevirtuosa que la mayor parte de las naciones deben rendirte homenaje, y hasta la Grecia misma nodebe compararse contigo. (Pro L. Flacco.) Tácito en la Vida de Agrícola, alaba también a Marsellapor unir la cortesanía griega o la economía de las provincias latinas. Hija de la Helenia, maestrade la Gaula, celebrada por Cicerón, tomada por César, ¿no reunía bastante gloria? Me apresuré asubir a Nuestra Señora de la Guarda para admirar el mar que bordean con sus ruinas las risueñascostas de todos los países famosos de la antigüedad.

El mar que no avanza es el origen de la mitología, como el Océano que tiene dososcilaciones cada día es el abismo a quien ha dicho Jehová «No pasarás más adelante.»

Este mismo año de 1838 he vuelto a subir a esa cima, he vuelto a ver ese mar tan conocidohoy para mí y a cuyo extremo se elevaron la cruz y la tumba victoriosas. El mistral soplaba confuerza, entré en el fuerte edificado por Francisco l, donde ya no velaba un veterano del ejército deEgipto, pero donde en su lugar había un conscripto destinado a Argel, perdido bajo aquellasoscuras bóvedas. Reinaba el silencio en la capilla restaurada, mientras que el viento silbaba en loexterior. El cántico de los marineros a Nuestra Señora del Buen Socorro se me venía a laimaginación: ya sabéis como y cuando os he citado esta súplica de mis primeros días en elOcéano:

Je met ma confiance

Vierge, en votre secour; etc. 15 .

¡Cuántos sucesos fueron necesarios para que yo llegase a los pies de la Estrella de losmares, a quien estuve consagrado en mi infancia! Cuando yo contemplaba esos ex-votos, esaspinturas de naufragios suspendidas a mi alrededor, creía leer la historia, de mi vida. Virgilio colocabajo los pórticos de Cartago al héroe troyano, conmovido a la vista de un cuadro querepresentaba el incendio de Troya; y el genio del cantor Hamlet se ha aprovechado del alma del

que confío, madre benigna y piadosa que cobija a mis padres?15 Virgen mía, pongo mi confianza en vuestro amparo.

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cantor de Dido.

 Al pie de esta roca cubierta en otro tiempo de un bosque cantado por Lucano, no reconocí aMarsella: en sus calles rectas, largas, y anchas, no podía ya perderme. El puerto estaba lleno denavíos; treinta y seis años antes me hubiera costado trabajo encontrar una nave que metrasportase a Chipre como Joinville; a despecho de los hombres el tiempo rejuvenece lasciudades. Apreciaba yo mucho a mi vieja Marsella con sus recuerdos de los Berenguer, del duquede Anjou, del rey Renato, de Guisa y de Epernon, con los monumentos de Luis XIV y las virtudes

de Belzunce; me agradaban las arrugas sobre su frente. Tal vez al deplorar los años que ellahabía perdido, no hacía otra cosa que llorar los que yo había encontrado. Marsella me recibiócon afabilidad, es cierto; pero la émula de Atenas se ha vuelto demasiado joven para mí.

Si las Memorias de Alfieri se hubiesen publicado en 1802, no hubiera yo abandonado aMarsella sin visitar los Caños del Poeta. Este hombre adusto llegó una vez al encanto de lasilusiones y de la expresión.

«Después de los espectáculos, dice, una de mis diversiones era el bañarme casi todas lastardes en el mar; había encontrado un sitio delicioso en una lengua de tierra situada a la derechadel puerto, en donde sentándome sobre la arena con la espalda apoyada en una roca, queimpedía me viesen desde tierra, no tenía delante de mí más que el cielo y el mar. Entre estas dos

inmensidades que embellecían los rayos de un sol poniente, pascaba yo horas dichosasentregado a dulces ilusiones; y allí me hubiese yo hecho poeta si hubiese sabido escribir encualquier idioma.»

Volví por el Languedoc y la Gascuña. En Nimes los Arenes y la Maison Carré existían aun; eneste año de 1838 los he visto en su exhumación. Fui también a buscar a Juan Revoul.Desconfiaba yo de esos artesanos poetas que no son por lo regular ni poetas ni artesanos:reparación a Mr. Revoul. Le hallé en su tahona; me dirigí a él sin saber a quien hablaba, nodistinguiéndole de sus compañeros de Ceres. Apuntó mi nombre y me dijo que iba a ver si sehallaba en su casa la persona por quien yo preguntaba. Volvió en seguida y se me dio a conocer:condújome a su almacén y después de haberme hecho andar por entre un laberinto de sacos de

harina, trepamos por una especie de escalera a un camaranchón como los que hay en la partealta de los molinos de viento. Allí tobamos asiento y hablamos un rato. Hallábame yo tan dichosocomo en mi granero de Londres y más que en mi sillón ministerial de París. Mr. Revoul sacó deuna cómoda un manuscrito y me leyó los enérgicos versos de un poema que estabacomponiendo sobre el último día. Le felicité por su talento y su amor a la religión». Viniéronsemea la mente estas bellas estrofas suyas aun desterrado.

Quelque chose de grand se couve dans le monde;

Il faut, ó jeune roi, que son ame y réponde;

¡Oh! ce n‘est pas pour rien que, calmant notre deuil. 

Le ciel par un mourant fit réveler la vie;

Que quelque temps aprés, de ses enfants suivie,

 Aux yeux de l'univers la nation ravie

T‘eleve dans ses bras sur le bord d‘un cercueil! 16 .

Me fue preciso al fin separarme de mi huésped no sin desear al poeta los jardines de Horacio.Hubiera preferido que se inspirase a orillas de la cascada de Tibur a verle recoger el trigo

16 Hay una cosa grande que se encierra en el mundo; es preciso ¡oh joven rey que tu alma corresponda a ella. ¡Oh!no en vano calmando nuestro dolor, el cielo quiso revelar tu vida por medio de un moribundo; no en vano algúntiempo después la nación adormecida, seguida de sus hijos, te elevó en sus brazos a los ojos del universo entero,sobre el borde de un ataúd.

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pulverizado por la rueda sobre aquella cascada. Verdad es que Sófocles era quizá un herrero en Atenas, y que Plauto en Roma anunciaba a Revoul en Nimes.

Entre Nimes y Montpellier dejé, a mi izquierda a Aigues Mortes, que visité en 1838. Estaciudad que se conserva aun entera, se parece a un navío de alto bordo encallado en la arenadonde le dejaron San Luis, el tiempo y la mar. El Santo Rey concedió usos y estatutosparticulares a la ciudad de Aigues Mortes: «Quiere el rey que la cárcel sea de tal modo, que sirvano para el exterminio de la persona sino para su custodia; que no se haga ninguna información

por palabras injuriosas; que no se trate de «indagar delitos de adulterio sino en ciertos casos, yque el violador de una virgen, volente vel nolente, no pierda la vida ni ninguno de sus miembros,sed alio modo puniatur .»

En Montpellier volví a ver el mar a quien de buena gana hubiera escrito lo que el reycristianísimo a la confederación suiza: Mi fiel aliada y grande amiga. Escaligero hubiera deseadohacer de Montpellier el nido de su vejez. Esta ciudad tomó su nombre de dos santas vírgenes,Mors puellarum: de aquí la belleza de sus mujeres. Montpellier cayendo ante el cardenal deRichelieu, vio morir la constitución aristocrática de la Francia.

Durante el camino de Montpellier a Narbona tuve un momento en que volví a verme asaltadode ilusiones. Hubiera olvidado esto sino lo hubiese consignado en un pequeño diario el día de mi

crisis, la única nota que yo he encontrado de aquel tiempo para ayudar mi memoria. Por esta vezfue un terreno árido, cubierto de vegetales, lo que me hizo olvidar el resto del mundo; mi vista sedeslizaba en aquel mar de tallos purpúreos, y solo era detenido a lo lejos por la azulada cordillerade Cantal. En la naturaleza, exceptuando el cielo, el Océano y el sol, no son por lo regular tangrandes cosas las que me ilusionan más: estas me producen únicamente una sensación degrandeza que pone mi pequeñez abismada y no consolada a los pies de Dios. Pero una flor cogida al acaso, una corriente de agua que se desliza por entre juncos; un pájaro que va volandoy que se detiene delante de mí, me llevan insensiblemente a toda clase de ilusiones. ¿No valemás enternecerse sin saber por qué, que buscar en la vida sensaciones emboladas y entibiadaspor su repetición y por su número? Hoy todo se ha gastado, sin exceptuar el dolor.

En Narbona vi el canal de los Dos-Mares. Corneille, preconizando esta obra, acumula sugrandeza a la de Luis XIV:

La Garonne et le Tarn, en leurs grottes profondes,

Soupiraient de longtemps pour marier leurs ondes,

Et faire ainsi couler par un heureux penchant 

Le trésors de laurore aux rives du couchant.

Mais á des vaeux si doux á de flammes si belles,

La nature, attachée a des lois eternelles,Pour obstacle invencible opposait fierement 

Des monts et de rochers l‘affreux euchainement. 

France, son grand Roi parle, et ces rochers se fendent,

La terre ouvre son sein, les plus hauts monts descenden. Tout céde... 17 .

En Tolosa contemplé desde el puente del Garona la extensa línea de los Pirineos: debíaatravesarlo cuatro años después: los horizontes se suceden lo mismo que nuestros días. Me

17 El Garona y el Tara en sus grutas profundas, suspiran tiempo ha por reunir sus aguas, haciendo bajar de estemodo por sus inclinadas corrientes los tesoros de la aurora a la ribera del Oeste. Pero la naturaleza sujeta a leyeseternas ha opuesto como obstáculo invencible una cordillera de montes y rocas. Francia, habla tú, gran rey, ydesaparecen las rocas, la tierra abre su seno y se humillan las más altas montañas. Todo cede etc...

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propusieron si quería ver el cuerpo momificado de la bella Paula, que se guarda en una bóveda:¡felices los que creen sin ver! Montmorency había sido decapitado en el patio de la casa deayuntamiento: esta cabeza cortada era demasiado importante, puesto que aun se habla de elladespués que tantas otras han sido cortadas posteriormente. No sé si en la historia de losprocesos criminales existe un testimonio que haya hecho conocer mejor la identidad de unhombre: «El fuego y el humo de que estaba cubierto, dice Guitaut, me impidieron reconocerle alpronto; pero viendo a un hombre que después de haber roto seis de nuestras filas destrozaba aunlos soldados de la séptima, juzgué que no podía ser otro que Montmorency, y me aseguré de ellocuando le vi tendido sobre su caballo muerto.

La iglesia abandonada de Saint-Sernin me admiró por su arquitectura. Esta iglesia es unmonumento de la historia de los albigenses, que hace resucitar el poema, tan bien traducido por Mr. Fauziel.

«El valiente joven conde, la luz y el heredero de su padre, la cruz y el acero,entran juntos por una de las puertas. No quedó dentro de las casas una sola joven.Los habitantes de la ciudad, grandes y pequeños, miraban todos al conde como laflor del rosal.»

De la época de Simón de Monfort data la pérdida de la lengua de Oc: «Simón, viéndoseseñor de tantas tierras, las repartió entre los caballeros franceses y extraños, atque loci legesdedimus:» dicen los ocho obispos y arzobispos signatarios.

Hubiera deseado haber tenido tanto tiempo para tomar noticias en Tolosa de una de laspersonas que más he admirado; de Cujas, escritor que trabajaba tendido boca abajo y rodeadode sus libros. —No sé si se ha conservado el recuerdo de Susana, su hija, casada dos veces. Laconstancia no era seguramente su prenda más apreciada, y hacia de ella muy poco caso; y elloes que alimentó a uno de sus maridos con las infidelidades de que murió el otro. Cujas fueprotegido por la hija de Francisco I, Pibrac por la hija de Enrique II, dos Margaritas de la sangrede los Valois, favoritas de las musas. Pibrac es célebre por sus cuartetas, traducidas en persa.(Hallábame tal vez alojado en la casa del presidente, su padre), «¡Este buen Mr. de Pibrac, diceMontaigne, tenía un talento tan agudo, sus ideas eran tan sanas, sus costumbres tan pacíficas, sualma estaba en tal desproporción con nuestra corrupción y nuestros disturbios!» y Pibrac hizo laapología de la Saint-Barthelemy. Corría yo sin poderme detener; la suerte me hacía retroceder a1838 para admirar detalladamente la ciudad de Raimundo de Saint-Gilles, y para hablar de losnuevos conocimientos que he hecho; Mr. de Lavergne, hombre de talento, de genio y deraciocinio, Madlle. Honorina Gasc, futura Malibran. Esta en mi nueva calidad de servidor deIsaura, me recordaba los versos que Chapelle y Bachaument escribían en la isla de Ambijoux,cerca de Tolosa.

Helas! que l'on serait heureux 

Dans ce beau lieu digne d‘envie, 

Si, toujours aimé de Sylvie,

On povait, toujours amoureux,

 Avec elle passer su vie! 18 .

¡Ojala que Madlle. Honorina pueda siempre estar en guardia contra su bella voz! Los talentosson el oro de Tolosa; siempre atraen la desgracia.

18 ¡Oh! cuán dichoso sería el que en este sitio tan delicioso, pudiese, amado de Silvia siempre y siempre enamorado,pasar la vida con ella!

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Burdeos hallábase apenas desembarazado de sus cadalsos y de sus cobardes girondinos.Todas las ciudades que veía parecían mujeres hermosas, convalecientes de una violentaenfermedad y que empezaban a respirar. En Burdeos había Luis XIV en otro tiempo hechoderribar el palacio de las Eutelles con el objeto de edificar el Chateau Trompette; Spon y losamigos de la antigüedad se entristecieron:

Pourquoi demolit on ces colonnes des dieux,

Ouvrage des Cesars, monument tutelaire? 19.

Veíanse apenas algunos restos de los Arenes. Si se consagrase un sentimiento a cada cosaque perece seria preciso llorar demasiado.

Me embarqué para Blaye. Vi el castillo, entonces desconocido, al cual en 1833 dirigí estaspalabras: «Cautivo de Blaye! siento no poder hacer nada por vuestros destinos presentes!»Encamineme a Rochefort y fui a Nantes por la Vendée.

Este país, como un antiguo guerrero, mostraba las heridas y cicatrices de su valor. Huesos

blanqueados por el tiempo, y ruinas ennegrecidas por las llamas, sorprendían las miradas delviajero. Cuando los vendeanos estaban próximos a atacar al enemigo, se arrodillaban y recibíanla bendición de un sacerdote; la oración pronunciada sobre las armas no era tenida por debilidad,porque el vendeano que levantaba su espada hacia el cielo pedía la victoria y no la vida.

La diligencia en que iba se hallaba llena de viajeros que referían las violencias y losasesinatos con que habían glorificado su vida en las guerras de la Vendée. Me latía con fuerza elcorazón cuando después de atravesar el Loira, en Nantes, entré en Bretaña. Pasé a lo largo deesas paredes del colegio de Rennes, que vieron los últimos años de mi infancia. No pude estar más que veinte y cuatro horas en compañía de mi esposa y de mis hermanas y volví a París.

PARÍS, 1838

Años de mi vida, 1802 y 1803.— Mr. de Laharpe.— Su muerte.

Llegué a tiempo de ver morir a un hombre que pertenecía a esos nombres superiores desegundo orden en el siglo XVlll, que constituyendo una sólida retaguardia de la sociedad daban aésta extensión y consistencia.

Conocí a Mr. de Laharpe en 1789; como Flins, se había apasionado con extremo de mihermana, la condesa de Farcy. Llegaba con tres gruesos tomos de sus obras debajo de suspequeños brazos, admirado de que su gloria no triunfase de los corazones más empedernidos.

Hablando alto, con animado rostro, se desataba contra los abusos, mandando hacerse una tortillaen casa de los ministros, cuya mesa solo le agradaba comiendo con los dedos, metiendo lasmangas en los platos, y diciendo groserías filosóficas a los más altos funcionarios, que seenfadaban de sus insolencias; pero por lo demás era recto, ilustrado, imparcial en medio de suspasiones, capaz de apreciar el talento, de admirarlo, de llorar al leer unos buenos versos, o al ver una bella acción, y tenía en fin, uno de esos genios dispuestos al arrepentimiento. Su fincorrespondió a su vida, le vi morir con un valor cristiano, no habiendo conservado orgullo sinocontra la impiedad, ni odio sino contra el lenguaje revolucionario.

 A mi vuelta de la emigración, la religión había convertido a Mr. de Laharpe en admirador demis obras; la enfermedad que padecía no le estorbaba trabajar; recitábame trozos de un poema

que traía entre manos sobre la revolución: advertíanse en él algunos versos enérgicos contra loscrímenes de la época y contra las honradas gentes que los habían consentido:

19 ¿Porqué han de demolerse esas columnas de los dioses, obra de los Césares, monumento tutelar?

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Mais s'ils ont tout osé, vous avez tout permis:

Plus l‘oppresseur est vil plus l‘esclavo est infame 20 .

Mr. de Laharpe dejó este mundo el 11 de febrero de 1803. El autor de las Estaciones moríacasi al mismo tiempo en medio de todos los consuelos de la filosofía, como Mr. de Laharpe entre

los de la religión; el uno visitado por los hombres y el otro por Dios.Mr. de Laharpe fue enterrado el 12 de febrero de 1803 en el cementerio de la barrera de

Vaugirard. Colocado el ataúd al borde de la fosa sobre el montón de tierra que debía cubrirle, Mr.de Fontanes pronunció un brillante discurso. Aquella fue una escena lúgubre; torbellinos de nievecaían del cielo y blanqueaban el paño fúnebre que el viento levantaba

Era dejar llegar las últimas palabras de la amistad hasta los oídos de la muerte. El cementerioha sido demolido y Mr. de Laharpe exhumado: apenas se veían algunas de sus tranquilascenizas. Casado durante el directorio, Mr. de Laharpe, no había sido muy dichoso con su lindaconsorte. Esta le tomó horror desde el momento que le vio y no quiso concederle jamás derechoalguno.

PARÍS, 1838.

Años de mi vida, 1802 y 1803.— Entrevista con Bonaparte.

Mientras que nos hallábamos ocupados en vivir y morir vulgarmente, se perpetuaba lamarcha gigantesca del mundo el hombre del tiempo ocupaba su alto puesto en la raza humana.En medio de los grandes trastornos precursores de la descomposición universal, había yodesembarcado en Calais, para concurrirá la acción general en la parte asignada a cada soldado.El primer año del siglo llegué al campo en que Bonaparte batía en retirada a los destinos, y prontofue nombrado primer cónsul perpetuo.

Después de la adopción del concordato por el cuerpo legislativo en 1802, Luciano, ministrode lo Interior, dio una fiesta en honor de su hermano a la que fui convidado, por haber reunido lasfuerzas cristianas y llevándolas a la pelea. Hallábame en la galería cuando entró Napoleón: mesorprendió agradablemente; nunca le habían visto sino de lejos: su sonrisa era afable; sus ojosinmejorables, sobre todo por el modo con que se hallaban colocados bajo su frente y bajo suscejas. No había aun en su mirada ninguna charlatanería, nada de teatral y de afectado. El Geniodel Cristianismo, que metía mucho ruido por entonces, había obrado sobre Napoleón. Unaimaginación prodigiosa animaba a aquel político tan glacial; no hubiera llegado a ser lo que era, si

la musa no hubiera tomado parte; la razón ponía en práctica las ideas del poeta. Todos estoshombres grandes son siempre un compuesto de dos naturalezas, porque es menester que seancapaz de inspiración y de acción: la una engendra la idea; la otra la realiza.

Bonaparte me vio y me reconoció, no sé en qué. Guando se dirigió hacia mi no se sabia aquien buscaba: abríanse sucesivamente las filas de los concurrentes; cada uno de por síesperaba que el cónsul se detuviera ante él; parecía que Bonaparte experimentaba una ciertaimpaciencia conociendo estas equivocaciones. Me coloqué detrás de todos; pero Bonaparte alzóla voz, y me dijo: «¡Mr. de Chateaubriand!» Quedeme entonces solo y delante de los demás,porque la concurrencia se retiró, y se colocó formando círculo alrededor de los interlocutores.Bonaparte se acercó a mí con agrado, ahorrando cumplidos, ociosas preguntas, y sin preámbulo

alguno habló del Egipto y de los árabes, como si fuese su íntimo amigo, y como si no hiciera otra

20 Si ellos se han atrevido a todo es porque nada les habéis negado: cuanto más vil es el opresor más infame es elesclavo.

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cosa que seguir una conversación empezada de antemano entre nosotros.

«Me sorprendía, dijo, siempre que veía a los cheiks volverse hacia el Oriente y tocar la arenacon su frente. ¿Que sería esa cosa desconocida que adoraban en el Oriente?»

Bonaparte se paró un momento, y pasando sin transición a otra idea: —«¡El cristianismo!¿Los ideólogos no han querido hacer de él un sistema de astronomía? Aun cuando fuera así,¿podrían acaso persuadirme de que él cristianismo es mezquino? Si el cristianismo es unaalegoría del movimiento de las esferas, la geometría de los astros, los espíritus fuertes han

concedido a su pesar demasiada: grandeza al infame.»Bonaparte se alejó en seguida. Gomo a Job, durante la noche, «un espíritu pasó delante de

mí; las carnes se me estremecían; allí estuvo, no conozco su semblante, y he oído su voz comoun ligero soplo.»

Mi vida no ha sido otra cosa que una serie de fantasmas, el infierno y el ciclo se han abiertocontinuamente bajo mis pies o sobre mi cabeza, sin que haya tenido tiempo para sondear sustinieblas o sus resplandores. Una sola vez he encontrado al hombre del siglo pasado y al hombredel nuevo siglo sobre las riberas de ambos mundos; Washington y Napoleón. Hablé un breve ratocon uno y con otro; ambos me enviaron a la soledad: el primero por medio de una benévoladespedida, el segundo por un crimen.

Noté yo que al cruzar por entre la concurrencia, Bonaparte fijaba sobre mí miradas másprofundas que las que me había dirigido al hablarme. Seguíale yo también con la vista.

PARÍS, 1837.

Años de mi Vida, 1803 y 1804.— Soy nombrado primer secretario de embajada en Roma.

 A consecuencia de esta entrevista, Bonaparte pensó en mí para enviarme a Roma; había

conocido al primer golpe de vista cómo y en dónde podía serle útil. Importábale poco que mehubiese anteriormente ocupado en los negocios, y que ignorase hasta la primera palabra de ladiplomacia práctica; creía que ciertos talentos saben siempre y que no necesitan aprendizaje. Eraun gran conocedor de los hombres, pero quería que no tuviesen talento más que para él, y con lacondición de que se hablase poco de este talento; celoso de toda reputación, la miraba como unausurpación de lo suyo; no debía haber en el universo nadie más que Napoleón.

Fontanes y Mme. Bacciochi me hablaron de lo satisfecho que había quedado el cónsul de miconversación: yo no había desplegado mi boca, y esto quería decir que Bonaparte se hallabasatisfecho de sí mismo. Me instaron a que me aprovechase de mi fortuna.— Jamás había pasadopor mi imaginación la idea de llegar a ser algo: así es que rehusé. Entonces interpusieron una

autoridad a la que me era difícil resistir.El abate Emery, director del seminario de San Sulpicio, vino a rogarme a nombre del clero,

que aceptase por el bien de la religión la plaza de primer secretario de la embajada queBonaparte destinaba a su tío, el cardenal Fesch. Hízome notar que no siendo gran cosa la aptituddel cardenal, llegaría a hacerme dueño absoluto de los negocios. Una extraña casualidad mehabía relacionado con el abate Emery: había pasado, como ya llevo dicho, a los Estados Unidosen compañía del abate Nagoty de algunos seminaristas... Este recuerdo de mi oscuridad, de mi juventud, de mi vida de viajero, que se reflejaba mi vida pública, me ocupaba el espíritu y elcorazón. El abate Emery, estimado por Bonaparte, era astuto por su naturaleza, por su traje y por la revolución; pero esta triple astucia no le servía sino en provecho de su verdadero mérito:ambicioso únicamente de hacer bien, no obraba sino para la mayor prosperidad del seminario.Circunspecto en sus acciones y en sus palabras, hubiera sido infructuoso el intentar violentarle,porque siempre presentaba fácil acceso en sus giros, en cambio de una voluntad que jamáscedía: su fuerza consistía es esperar sentado sobre su tumba.

No le salió bien la primera tentativa; pero volvió a la carga, y su paciencia me venció. Acepté

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el empleo que tenía encargo de proponerme, aunque siempre convencido de mi inutilidad para elpuesto a que me destinaban: no valgo para nada hallándome en segunda línea. Hubiera tal vezretrocedido aun, si la idea de Mme. de Beaumont no hubiese venido a poner término a misescrúpulos. La hija de Mr. de Montmorin se hallaba a las puertas de la muerte; el clima de Italiadebía serle, según decían, sumamente favorable; yendo yo a Roma se decidiría ella a pasar los Alpes, y me sacrifiqué con la esperanza de salvarla. Madama de Chateaubriand se preparabapara ir a reunirse conmigo; Mr. Foubert hablaba de acompañarla, y Mme. de Beaumont partiópara Mont-Dor, con el objeto de terminar su curación a orillas del Tíber.

Mr. de Talleyrand ocupaba el ministerio de Negocios extranjeros; me expidió elnombramiento, y comí en su casa: quedó siempre fijo en mi imaginación tal como lo había ellacolocado desde el primer momento. Por lo demás, sus buenos modales hacían un raro contrastecon los de los canallas que le rodeaban; sus truhanerías eran de una grande importancia; a losojos de un enjambre de ignorantes, la corrupción de las costumbres pasaba por genio; lasuperficialidad del talento, por profundidad. La revolución era demasiado modesta; no apreciabalo bastante su superioridad; no es gran cosa, a pesar de todo, el hallarse a mayor o menor alturaque el crimen.

Vi a los eclesiásticos apegados al cardenal; conocí al alegre abate de Bonnevie, limosnero enotro tiempo del ejército de los príncipes, se había hallado en la retirada de Verdún; había sidotambién gran vicario del obispo de Chalón, Mr. de Clermont-Tonnerre, que se embarcó despuésque nosotros para reclamar una pensión de la Santa Sede, en calidad de Chiaramonte.Terminados todos mis preparativos, me puse en camino; debía hallarme en Roma antes que el tíode Napoleón.

PARÍS, 1838.

Año de mi vida, 1803.— Viaje de París a los Alpes de Saboya.

En Lyon volví a ver mi amigo Mr. Ballanche. Fui testigo de la renaciente festividad del Corpus;me creía con derecho a aquellos ramilletes de flores, a aquella alegría del cielo que habíarespetado la tierra.

Continué mi camino; hallaba en todas partes una cordial acogida; mi nombre se hallabamezclado al restablecimiento de los altares. El placer más vivo que he experimentado es el dehaber sido honrado en Francia y en el extranjero con las muestras de un interés como el que meprofesaban. Sucedíame alguna vez, en tanto que descansaba en alguna posada de un pueblo,ver entrar a un padre y a una madre con su hijo; traíanme aquel hijo, decían, para que me diesegracias. ¿Era amor propio el placer que entonces experimentaba? ¿Qué importaba a mi vanidadel que oscuras y honradas gentes me manifestasen su satisfacción en un camino real, en un sitioen que nadie las oía? Lo que me enternecía, a lo menos así me atrevo a creerlo, era el haber hecho algún bien, haber consolado a algunos afligidos, hecho renacer en el fondo de las entrañasde una madre la esperanza de criar un hijo cristiano; esto es, un hijo sumiso, respetuoso yamante de su familia. ¿Hubiera experimentado esta satisfacción pura si hubiese escrito un libroen que se hubieran menoscabado las costumbres y la religión?

Saliendo de Lyon, el camino es muy triste; desde la Cour-du-Pin hasta Pont de Beauvoisin,es frondoso y ameno.

En Chambery, donde el alma caballeresca de Bayard se presentó tan sublime, una mujer recogió a un pobre hombre, quien por premio de la hospitalidad que había recibido, se creyófilosóficamente obligado a deshonrarla. Tal es el peligro de las letras; el deseo de hacer ruido sesobrepone a todos los sentimientos de generosidad; si Rousseau no hubiese llegado a ser unescritor célebre, hubiera ocultado en los valles de Saboya las debilidades de la mujer que habíaalimentado; hubiérase sacrificado a los defectos de su amiga; la hubiera consolado en su vejez enlugar de darla una caja de tabaco y huir. ¡Ah, que la voz de la amistad ultrajada no se alce jamáscontra nuestra tumba!

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Pasado Chambery, se presenta la contente del Isere. Vense por todas partes y en medio delos valles cruces sobre los caminos y madonas en los troncos de los árboles. Las pequeñasiglesias, rodeadas de arboleda, forman un bello contraste con las elevadas montañas. Cuando lostorbellinos del invierno descienden de estas cimas, cubiertas de témpanos de hielo, el saboyanose pone a cubierto en su templo campestre y reza.

Los valles que se atraviesan más allá de Montmeliar hállanse bordeados por montes devariadas formas, ya desnudos y ya vestidos de espesas selvas.

 Aiguebelle parece terminar los Alpes; pero al volver una roca aislada caída en el camino, sedejan ver nuevos valles que siguen el curso del Arche.

 A entrambos lados del río se ven montes elevados; sus flancos se van haciendo cada vezmás perpendiculares; sus cimas estériles empiezan a presentarse cubiertas de nieve;precipítanse desde ellas torrentes que van a engrosar el Arche. En medio de este tumulto de lasaguas, se nota una pequeña cascada que se desliza con gracia indecible bajo un toldo de sauces.

Habiendo atravesado por Saint-Jean-de-Maurienne y llegado a Saint-Michel al ponerse el sol,no pude hallar caballos: viéndome precisado a detenerme, salí a dar una vuelta por fuera delpueblo. La atmósfera aparecía trasparente en la cresta de las montañas; sus picos se dibujabancon una limpieza asombrosa, en tanto que una densa oscuridad, partiendo de sus pies, seelevaba hacia sus cimas. El cauto del ruiseñor resonaba abajo; el grito del águila arriba; el almezflorido destacábase en el valle; la blanca nieve sobre la montaña. Un castillo, obra de loscartagineses, según tradición popular, presentábase sobre las obras exteriores cortadas en picos. Allí se había incorporado a la roca el odio de un hombre más poderoso que todos los obstáculos.La venganza del género humano pesaba sobre un pueblo libre que no podía elevar el edificio desu grandeza sino con la esclavitud y la sangre del resto del mundo.

Partí al amanecer y llegué a las dos a Lans-le- Bourg, al pie del Monte Cenis. Al entrar en elpueblo vi a un paisano que tenía cogido un aguilucho por las patas; una multitud cruel maltratabaal joven rey insultando la debilidad de la edad y la majestad caída; el padre y la madre del noblehuérfano, habían sido muertos; propusiéronme que si quería comprarlo: después murió de

resultas de los malos tratamientos que la habían hecho sufrir antes de mi llegada. Acordomeentonces del desgraciado niño, de Luis XVII; hoy pienso en Enrique V. ¡Qué rapidez de caída yde desgracia!

En este punto empiézase a subir el Monte Cenis, y se deja el riachuelo Arche, que conduce alpie de a montaña. Al otro lado del Monte Cenis, el Doira, os abre las puertas de Italia. Los ríos nosolo son grandes caminos que andan, como los llama Pascal, sino que trazan además el caminoa los hombres.

Cuando me vi por primera vez en la cima de los Alpes, apoderose de mí una emociónextraña; hallábame como la alondra que cruzaba al mismo tiempo que yo la helada plataforma, yque después de haber entonado su canción en la llanura se arrojaba sobre la nieve en vez de

bajar sobre las mieses. Las estancias que me inspiraron estas montañas en 1822, pintan bastantebien los sentimientos que me agitaban en los mismos sitios en 1803:

 Alpes, vous n’avez point, subi mes destinées!  

Le temps ne vous peut rien;

Vos fronts legérement vut porté Ies années

Qui pésent sur le mien.

Pour la premiére, quand, rempli d'esperance,

Je franchis vos rempart,

 Ainsi que l‘horizon, un avenir inmense S'ouvrait á mes regards. 

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L'Italie á mes pieds, et devant moi lo monde! 21 

¿He penetrado yo realmente en ese mundo? Cristóbal Colon tuvo una aparición que lepresentó la tierra que había soñado, antes de haberla descubierto. Vasco de Gama encontró ensu camino al gigante de las tempestades: ¿cuál de esos dos grandes hombres me ha profetizadomi porvenir? Lo que hubiera yo deseado ante todo, hubiera sido una vida llena de gloria por susresultados y oscura por su destino. ¿Sabéis cuales son las primeras cenizas europeas que

reposan en América? Son las de Biorn, el escandinavo: murió al llegar a Vinland, y fue enterradopor sus compañeros sobre un promontorio, ¿Quién tiene noticia de esto? ¿Quién conoce a aquelcuya vela se adelantó al navío del piloto genovés en el Nuevo Mundo? Biorn duerme sobre lapunta de un ignoto cabo desde hace mil años, y su nombre no nos ha sido trasmitido sino por loscantos de los bardos en un idioma que ya no se habla.

Del Monte Cenis a Roma.— Milán y Roma.

Había yo empezado mis expediciones en sentido inverso al de los demás viajeros: lasantiguas selvas de la América se habían ofrecido a mis ojos antes que las antiguas ciudades deEuropa. Encontrábame lanzado en medio de ellas, en el momento en que se rejuvenecían ymorían a la vez en medio de una revolución nueva. Milán se hallaba ocupado por nuestras tropas:acababan de tomar el castillo, testigo de las guerras de la edad media.

El ejército francés se acampaba como una colonia militar, en las llanuras de Lombardía.Custodiados de trecho en trecho por sus camaradas colocados de centinela, estos extranjeros dela Gaula, cubiertos con la gorra de cuartel, llevando su sable a guisa de hoz, por bajo de su chuparedonda, parecían segadores activos y alegres. Ellos trasladaban las piedras, rodaban loscañones, conducían carretillas, y construían cobertizos y barracas de follaje. Los caballos

saltaban, caracoleaban, se encabritaban como perros que acariciaran a sus amos. Los italianosvendían frutas en el mercado de esta feria armada: unos soldados les regalaban sus pipas y suseslabones, diciéndoles como los antiguos bárbaros, sus antepasados a sus mujeres: —«Yo:Fotrad, hijo de Eupert, de la raza de los Franks, te doy a ti, Helgine, mi esposa querida en honor atu belleza (in honore pulchritudinis tuae), mi habitación en el barrio de los Pinos.»

Nosotros somos enemigos muy singulares: encuéntrasenos al pronto un poco insolentes, untanto demasiadamente alegres, bastante inquietos; pero apenas hemos vuelto la espalda, cuandoya se nos echa de menos. Activo, inteligente, espiritual, el soldado francés interviene en losquehaceres del patrón en cuya casa está alojado, saca agua del pozo, como Moisés para lashijas de Median, conduce los ganados al redil, corta leña, echa lumbre, cuida de la comida, paseaal niño en sus brazos, o lo duerme en la cuna. Su buen humor y su actividad dan vida a todo;acostúmbrase a mirarle como de la familia. Pero apenas se deja oír el tambor, cuando corre por sus armas, deja a las hijas de su patrón llorando en la puerta, y abandona la habitación, en la queno vuelve a pensar hasta que se halla en los Inválidos.

 A mi paso por Milán un pueblo inmenso, despertado, abría por un momento sus ojos. La Italiasalía de su letargo, y se acordaba de su genio como de un sueño divino, útil a nuestro paísrenaciente; llevaba a la mezquindad de nuestra miseria lo grande de la naturaleza transalpina,acostumbrada como estaba esta Ausonia a las obras maestras de las artes y a elevadasreminiscencias de una patria famosa. Llegó el

21 ¡Alpes, vosotros no habéis experimentado el poder de mis destinos! El tiempo no obra en vosotros; vuestras frenteshan soportado sin trabajo los años que abruman la mía.Cuando lleno de esperanzas atravesé vuestras cimas la vez primera, se presentaba a mi vista un porvenir inmensocomo el horizonte.La Italia estaba a mis pies, ante mí el mundo.

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 Austria; volvió a tender su manto de plomo sobre los italianos, y les obligó a volver aencerrarse en sus tumbas. Roma volvió a encerrarse en sus ruinas, Venecia en su mar. Veneciase doblegó embelleciendo el cielo con su última sonrisa; reclinose encantadora sobre sus olascomo un astro que no debe alzarse jamás.

El general Murat mandaba en Milán. Tenía yo para él una carta de Mme. Bacciochi.

Pasé el día con sus ayudantes de campo: estos no se hallaban tan exhaustos como miscamaradas delante de Thionville. La cortesanía francesa aparecía bajo las armas, probando que

era la misma cortesanía del tiempo de Lautrec.Comí de toda gala el 23 de junio en casa de Mr. de Melzi con motivo del bautismo de un hijo

del general Murat. Mr. de Melzi había conocido a mi hermano; los modales del vicepresidente dela república cisalpina eran escogidísimos; su casa parecía la casa de un príncipe acostumbrado aserlo: me trató política y fríamente, y me halló exactamente conforme con él en su modo depensar.

Llegué a mi destino el día 27 de junio por la tarde, antevíspera de San Pedro; el príncipe delos apóstoles me esperaba, como mi indigente patrón me recibió posteriormente en Jerusalén.Había seguido el camino de Florencia, de Siena y Radicofanio. Me apresuré a visitar a Mr.Cacault, a quien sucedía el cardenal Fesch, en tanto que yo reemplazaba a Mr. Artaud.

El día 28 de junio no descansé un momento, eché mi primera ojeada sobre el Coliseo, elPanteón, la columna de Trajano y el castillo de San Angelo. Por la noche Mr. Artaud me llevó a unbaile en una casa de los alrededores de la plaza de San Pedro. Veíase la rueda de fuego de lacúpula de Miguel Ángel entre los torbellinos de gentes que se agitaban tras de las ventanasabiertas. Los cohetes del muelle de Adriano se encorvaban hacia San Onofre sobre la tumba delTasso; el silencio, el abandono y la noche ocupaban la campiña romana.

El siguiente día asistí a la función de San Pedro. Pío VII, pálido, triste y religioso, era elverdadero pontífice de las tribulaciones. Dos días después fui presentado a Su Santidad: me hizosentar a su lado, Un ejemplar de El Genio del Cristianismo se hallaba abierto sobre su mesa. Elcardenal Consalvi, astuto y resuelto, que hacía siempre una oposición cortesana y suave, era elantiguo político romano resucitado, sin la fe del tiempo antiguo y la tolerancia del siglo.

Recorriendo el Vaticano, me detuve a contemplar aquellas escaleras, por las quecómodamente se puede subir a caballo; aquellas galerías ascendentes replegadas unas sobreotras, adornadas de obras maestras, a lo largo de las cuales los papas de otros tiempos pasabancon toda su pompa; aquellos aposentos que han decorado tantos artistas inmortales y admiradotantos hombres ilustres; Petrarca, Tasso, Ariosto, Montaigne, Milton, Montesquieu, y despuésreinas y reyes, o poderosos o destronados; en fin, un pueblo de peregrinos llegado de las cuatropartes del mundo; todo esto inmóvil y silencioso ahora, teatro cuyo proscenio abandonado, ydescubierto ante la soledad, es apenas visitado por un rayo de luz.

Me habían recomendado que me pasease a la luz de la luna: desde lo alto de la Trinidad delMonte, los lejanos edificios aparecían como los bocetos de un pintor o como las costas nebulosasvistas desde la mar a bordo de un buque. El astro de la noche, ese globo que se supone ser unmundo que ha perecido, paseaba sus pálidos desiertos sobre los desiertos de Roma, e iluminabalas calles sin habitantes, las plazas, los jardines solitarios, los monasterios donde no se oía la vozde los cenobitas, los claustros tan silenciosos y tan despoblados como los pórticos del Coliseo.

¿Qué sucedió hace diez y ocho siglos en aquel sitio y a aquella hora? ¿Qué hombres hanfranqueado aquí las sombras de esos obeliscos, después que esta sombra hubo cesado dedibujarse sobre las arenas de Egipto? No solo la Italia antigua ha cesado de existir sino que hadesaparecido también la Italia de la edad media. Sin embargo, la raza de esas dos Italias estáaun diseñada en la ciudad eterna: si la Roma moderna presenta su San Pedro y sus obras

maestras la Roma antigua le opone su Panteón y sus ruinas; si la una hace descender delCapitolio sus cónsules, la otra saca del Vaticano sus pontífices. El Tíber separa ambas gloriasasentadas sobre el mismo polvo; Roma pagana se hunde cada vez más en sus sepulcros, yRoma cristiana vuelve a descender poco a poco a sus catacumbas.

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Palacio del cardenal Fesch.— Mis ocupaciones.

El cardenal Fesch había alquilado, muy cerca del Tíber, el palacio Lancelotti. Allí vi despuésen 1827, a la princesa de este nombre. Diéronme habitación en el piso más alto: al entrar en ella,se volvió negro mi pantalón blanco, lo cual puede dar una idea de la infinidad de bichos inmundosque allí había. El abate de Bonnevie y yo hicimos limpiar nuestro alojamiento lo mejor que sepudo. Me creía trasplantado segunda vez a mi camaranchón de New-Road: este recuerdo de mipobreza no me era desagradable. Instalado en aquel gabinete diplomático, comencé a expedir pasaportes y a ocuparme de otros asuntos la misma importancia. Mi letra era un obstáculo parami talento, y el cardenal Fesch se encogía de hombros al ver mi firma, No teniendo casi nada quehacer en mi aérea habitación, me entretenía en mirar por cima de los tejados a unas vecinasplanchadoras, con quienes había establecido una especie de telégrafo: una futura cantante,ejercitando su voz, me perseguía con su eterno solfeo, ¡dichoso yo cuando por casualidad pasabaalgún entierro para dar alguna tregua a mi fastidio! De lo alto de mi ventana vi cierto día en elfondo de la calle el cortejo fúnebre de una joven madre: conducíanla con la cara descubierta entre

dos filas de peregrinos vestidos de blanco; su hijo recién nacido y muerto también, iba a sus piescoronado de flores.

En aquélla ocasión cometí una gran falta: sin saber lo que me hacia , creí deber ir a ofrecer mis respetos al rey abdicatario de Cerdeña. Este paso causó una horrible alharaca: todos losdiplomáticos se alarmaron; «¡Se ha perdido, se ha perdido!» repetían con la piadosa alegría quese experimenta por las desgracias de un hombre, sea quien sea. No hubo saltimbanquidiplomático que no se creyese superior a mí desde la cumbre de su ignorancia. Esperaban micaída aun cuando yo nada significase: pero esto no importa; caía alguno, y esto siempre causaalegría. En mi sencillez no me apercibía yo de mi crimen. Los reyes a quienes se creía daba youna gran importancia, no tenían otra a mis ojos que la de la desgracia. Escribieron desde Roma aParís mis increíbles desaciertos: ¡Afortunadamente escribían a Bonaparte; lo que debía ahogarmeme salvó!

Sin embargo, aunque de repente y de un salto había llegado a ser primer secretario deembajada a las órdenes de un príncipe de la iglesia, tío de Napoleón, y por extraño que estopareciese, yo no era en realidad más que un expedicionario de una prefectura. En lascontroversias que se preparaban hubiera podido tener en que ocuparme, pero no se me iniciabaen ninguno de los misterios diplomáticos. Yo me plegaba sin esfuerzo a los asuntos contenciososde chancillería; ¿mas para qué perder el tiempo en pormenores que se hallan al alcance detodos?

Después de mis largos paseos y mis visitas al Tíber no encontraba al volver más ocupaciónque los parsimoniosos enredos del cardenal, las baladronadas del obispo de Chalons, y lasincreíbles mentiras del futuro obispo de Marruecos. El abate Guillen aprovechándose de unasemejanza de nombres que sonaban al oído del mismo modo que el suyo, pretendía después dehaberse escapado milagrosamente de los asesinatos de los Carmelitas, haber dado la absolucióna Mme. de Lamballe en la Force; vanagloriábase de ser el autor del discurso de Robespierre alSer Supremo. Aposté un día a que le haría decir que había estado en Rusia; y aunque del todono convino en ello, confesó modestamente que había pasado algunos meses en SanPetersburgo.

Mr. de la Maisenfort, nombre de talento, pero desconocido entonces, se unió a mí y bienpronto Mr. Bertin el mayor, propietario del Diario de los Debates, me favoreció con su amistad encircunstancias bien tristes. Desterrado a la isla de Elba por el hombre que, volviendo a su vez de

aquella isla se trasladó a Gante, Mr. Bertin había obtenido en 1803 del republicano Mr. Briot, aquien conoció, el permiso de terminar su destierro en Italia. Con él fue con quien visité las ruinasde Roma, y con quien vi morir a Mme. de Beaumont; dos cosas que han unido su vida a la mía.Crítico lleno de buen gusto, me dio lo mismo que su hermano, excelentes consejos sobre mis

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obras. Hubiera demostrado seguramente grandes dotes oratorias si hubiese sido llamado a latribuna. Legitimista hacia muchos años, habiendo sufrido las pruebas de la prisión en el Temple yde la deportación a la isla de Elba, sus principios continuaban siendo los mismos en su esencia,siempre permaneceré fiel al compañero de mis malos tiempos: todas las opiniones políticas de latierra, serian demasiado pagadas con el sacrificio de una hora de amistad sincera: basta quepermanezca invariable en mis opiniones, como permanezco fiel a mis recuerdos.

 A mediados de mi permanencia en Roma, llegó allí la princesa Borghese; estaba yo

encargado de proporcionarla zapatos de París. Fui presentado a ella y concluyó su tocador a mipresencia: el joven y elegante calzado que colocó en sus pies, no debía pisar más que unmomento aquella tierra decrépita.

Por fin vino una desgracia a ocupar mi tiempo, este es un recurso con el que se puedesiempre contar.

Revisado en 22 de febrero de 1845.

Año de mi vida, 1803.— Manuscrito de Mme. de Beaumont. — Cartas de Mme. de Caud.

 A mi salida de Francia estábamos todos muy equivocados con respecto a Mme. deBeaumont; esta derramó muchas lágrimas, y su testamento ha probado que se creía herida demuerte. Sus amigos, sin embargo, sin participarse sus temores, procuraban tranquilizarse; creíanen los milagros de las aguas, terminados después por el sol de Italia; separáronse y tomó cadauno su camino, quedando citados en Roma.

 Algunos fragmentos, escritos en París, en el Mont-d’Or y en Roma por Mad. de Beaumont, yhallados entre sus papeles, demuestran cual era el estado de su alma.

París.«Desde hace muchos años mi salud empeora de un modo sensible. Síntomas

que yo creía eran la señal de despedida, han sobrevenido sin hallarme aun próximaa partir. Las ilusiones se aumentan con los progresos de la enfermedad. He vistomuchos ejemplos de esta singular debilidad, y me convenzo de que no me serviránde nada. Ya me presto a hacer remedios tan fastidiosos como inútiles, y sin dudatampoco yo tendré la fuerza suficiente para excusarme de los remedios crueles conque se martiriza a las personas destinadas, a morir de una afección de pecho. Lomismo que ellas me entregaré a la esperanza; ¡a la esperanza! ¿Puedo yo por ventura desear vivir? Mi vida pasada ha sido una serie de desgracias; mi vida

actual está llena de agitación y de disgustos; el reposo del alma ha huido de mí  para siempre. Mi muerte será un disgusto momentáneo para algunos, un bien paraotros y para mí el bien más apetecible.

«El 21 florear, 10 de mayo, es el aniversario de la muerte de mi madre y de mi hermano:

¡Je peris la derniere et la plus miserable! 22 .

Esta enfermedad, que casi tenía la debilidad de temer, se ha detenido, y tal vez me hallo condenada a vivir aun largo tiempo: creo, a pesar de todo, que moriría conmucho placer:

Mes jours ne valent pas qu'il m‘en coute un soupir 

23

.

22 Yo terminé mis días la postrera y la más miserable.23 No vale mi vida lo que me cuesta un suspiro.

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Nadie puede con más razón que yo quejarse de la naturaleza: rehusándometodo, me ha dado el sentimiento de todo lo que me hace falta. No hay un solomomento en que yo no sienta el peso de la medianía de recursos a que me hallocondenada. Bien sé que la alegría y la felicidad son por lo regular compañeras deesa medianía de que me quejo tan amargamente; pero negándome el don de lasilusiones, la naturaleza me ha proporcionado un suplicio con ella. Aseméjome a unser caído, que no puede olvidar lo que ha perdido, y que no tiene fuerzassuficientes para reconquistarlo. Esta falta absoluta de ilusiones forma mi desgraciade mil maneras. Yo me juzgo como pudiera juzgarme un indiferente, y veo a misamigos como son. No hay en mí otra cosa que una extremada bondad, que notiene la actividad suficiente para ser apreciada, ni para ser verdaderamente útil, y que está desvirtuada enteramente por la impaciencia de mi carácter; esta me hacesufrir tanto más por las desgracias ajenas, cuanto que me quita los medios derepararlas. Debo a ella, sin embargo, los pocos goces que he tenido en mi vida; aella debo sobre todo el no conocer la envidia, compañera por lo regular inseparablede una medianía sin conformidad.»

Mont-d’Or. 

«Tenia el proyecto de entrar en algunos detalles relativos a mí; pero el fastidiome hace dejar caer la pluma de las manos.

Cuanto tiene de penoso y amargo mi situación, se convertiría en felicidad si mehallase segura de cesar de existir dentro de algunos meses.

 Aun cuando tuviese el valor suficiente para poner el único término posible amis penas, no lo emplearía: sería ir contra mi objeto, dar una idea completa de missufrimientos, y dejar una herida demasiado dolorosa en el alma que he juzgadodigna de consolarme en mis males.

Yo me suplico llorando para tomar un partido tan riguroso como indispensable.Carlota Corday dice que no hay sacrificio que proporcione más placer que aquel cuya decisión ha costado más trabajo; pero ella iba a morir, y yo puedo vivir aunmucho tiempo. ¿Qué será de mí? ¿Dónde me ocultaré? ¿Qué tumba deberéelegir? ¿Cómo escudarme contra la esperanza de entrar en ella? ¿Qué poder  podrá tapiar la puerta de esa esperanza?

 Alejarme en silencio, dejarme olvidar, enterrarme para siempre: tales son losdeberes que me he impuesto y que espero tener el valor de cumplir. Si, el cáliz esdemasiado amargo, olvidada una vez, no habrá nada que me obligue a apurarle, y tal vez mi vida no será tan larga como temo.

Si hubiese determinado el sitio de mi retiro, creo que me hallaría más tranquila; pero la dificultad del momento se une a las que emanan de mi debilidad, y esmenester un pulso sobrenatural para obrar una contra sí misma con resolución, para tratarse con tanto rigor como pudiera hacerlo un enemigo violento y cruel.»

Roma, 28 de octubre.

«Hace diez meses que no he cesado de sufrir un solo momento; hace seis que

tengo todos los síntomas de la enfermedad del pecho, y algunos del último grado;¡no me faltan más que las ilusiones, y aun esas puede que no del todo!»

Mr. Joubert, asustado de este deseo de morir que atormentaba a Mme. de Beaumont, la

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dirigía estas palabras en sus Pensamientos: «Amad y respetad la vida, sino por ella, al menos por vuestros amigos: «sea cual fuere el estado en que se halle la vuestra, siempre desearía másveros ocupada en retejerla que en deshilvanarla.»

Mi hermana escribía por entonces a Mme. de Beaumont. Tengo en mi poder estacorrespondencia que me ha devuelto la muerte. La antigua poesía representa a no sé quénereida, como a una flor flotando sobre el abismo: Lucila era esta flor. Comparando estas cartascon los fragmentos citados, se admira uno de aquella semejanza de tristeza de alma expresada

en el diferente lenguaje de aquellos ángeles desgraciados. Cuando pienso en que he estado enrelaciones con personas de tanto saber, me admiro de valer tan poco. Esas páginas de dosmujeres de una superior inteligencia, que han desaparecido de la tierra tan inmediatamente unadespués de otra, no se presentan una sola vez a mi vista sin que dejen de afligirmeamargamente.

Lascardais, 30 de julio.

«He tenido tal placer, señora, en recibir al fin una carta vuestra, que no hequerido tomarme el tiempo suficiente para tener el placer de leerla de una vez: heinterrumpido su lectura para participar a todos los habitantes de esta casa queacabo de recibir noticias vuestras, sin pensar en que mi alegría no les importabanada, y que ni aun sabían que estuviese en correspondencia con vos. Viéndomerodeada de semblantes indiferentes, volví a subir a mi cuarto, tomando el partidode estar alegre a solas, me puse a acabar de leer vuestra carta, y aunque la hevuelto a leer muchas veces, a deciros verdad, no estoy aun enterada de todo lo quecontiene. La alegría que experimento siempre que veo esta carta tan deseada, perjudica a la atención que debiera prestarle.

¿Con que al fin os decidís a marchar? No vayáis, volviendo a Mont-d’Or, aolvidaros de vuestra salud; dedicadla todos vuestros cuidados, os lo suplico contoda la ternura de mi corazón. Mi hermano me dice que esperaba veros en Italia. El 

destino, lo mismo que la naturaleza, se complace en diferenciarle de mí de unmodo bien favorable. A lo menos no me aventaja en la felicidad de amaros; la partiré con él toda mi vida. ¡Oh Dios mío! Cuán oprimido tengo el corazón, y cuántriste me hallo! No sabéis cuanto bien me producen vuestras cartas, y cuántodesprecio me inspiran hacia mis males! La idea de que os ocupáis de mí, de que osintereso, me da un valor increíble. Escribidme, pues, señora, para que pueda yoconservar una idea que me es tan necesaria.

No he visto aun a Mr. Chenodolle; deseo mucho su llegada; podré hablarle devos y de Mr. Joubert, lo que me causará sumo placer. —Permitid, señora, que osvuelva a recomendar vuestra salud, cuyo mal estado me aflige y me ocupa

continuamente.¿Como es que no os amáis? ¡Sois tan digna del amor de todos!... es preciso

que hagáis la justicia de ocuparos más de vos.

Lucila.»

2 de setiembre.

«Lo que me decís, señora, con respecto a vuestra salud, me inquieta y meaflige; sin embargo, me tranquilizo pensando en vuestra juventud, y aunque seáisdelicada, os halláis, sin embargo, llena de vida.

Me desespera el que estéis en un país que no es de vuestro agrado. Desearíaveros rodeada de objetos que os distrajeran y animaran. Espero que con la vueltade vuestra salud os reconciliareis con la Auvernia: no hay sin embargo, lugar queno pueda ofrecer encanto a vuestros ojos. Por ahora habito en Rennes, y me hallo

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bastante bien con mi aislamiento. Cambio muy a menudo de habitación, como yahabréis visto: parezco estar en la tierra como de limosna: efectivamente, no es hoy el primer día que me conceptúo como una de sus producciones superfluas. Creo,señora, haberos hablado ya de mis penas y de mi agitación. Ahora estoy bien; y disfruto de una paz interior que no hay poder humano que me la pueda arrebatar. Aunque habiendo llegado a la edad que tengo, y habiendo, ora por lascircunstancias, ora por mi inclinación, tenido siempre una vida solitaria no conocíael mundo: por fin he adquirido este triste conocimiento. Afortunadamente lareflexión ha venido en mi auxilio. Me he preguntado a mi misma qué es lo quehabía de temible en ese mundo, y en qué consistía su valor, ese mundo, que tantoen la desgracia como en la felicidad, no puede ser sino objeto de compasión. ¿Noes cierto, señora, que el juicio del hombre es tan limitado como el resto de su ser,tan móvil y de una incredulidad igual a su ignorancia? Todas estas buenas o malasrazones me han hecho arrojar la investidura con que me había ataviado, y me heencontrado henchida de sinceridad y de valor, nada puede ya inquietarme. Trabajocon todas mis fuerzas en apoderarme de mi vida y en colocarla enteramente bajomi independencia.

«Creed también, señora, que no soy del todo digna de lástima, puesto que mi 

hermano, que es la mejor parte de mí misma, se halla en una buena posición, mequedan ojos para admirar las maravillas de la naturaleza, Dios por apoyo, y por asilo un corazón lleno de paz y de dulces recuerdos. Si tenéis la bondad decontinuar escribiéndome, esto aumentará el número de mis goces.»

El misterio del estilo, misterio que se advierte en todas partes, que no está presente enninguna; la revelación de una naturaleza dolorosamente privilegiada; la ingenuidad de una mujer a quien se creería en la primera juventud, y la humilde sencillez de un genio que se desconoce,respiran en todas estas cartas, de las que solo cito algunas. ¿Mme. de Sevigné escribía por ventura a Mme. de Griguan con un cariño más afectuoso que Mme. de Caud a Mme. de

Beaumont? La ternura de una podía muy bien colocarse al lado de la de la otra. Mi hermanaamaba a mi amiga con toda la pasión de la tumba, porque conocía que iba a morir. Lucila casinunca había dejado de habitar cerca de las rocas, pero era la hija de su siglo, y la Sevigné de susoledad.

PARÍS, 1837

Llegada de Mme. de Beaumont a Roma.— Cartas de mi hermana.

Una carta de Mr. Ballanche, del 30 de fructidor, me anunció la llegada de Mme. de Beaumontdesde Mont-d’Or a Lyon, dirigiéndose a Italia. Me decía en ella que la desgracia que tanto temíano era ya de temer, y que la salud de la enferma parecía muy mejorada. Habiendo Mme. deBeaumont, llegado a Milán, encontró a Mr. Bertin, que había ido allí a ciertos negocios: tuvo labondad de encargarse de la pobre viajera, y la condujo a Florencia, donde había ido yo aesperarla. Me quedé horrorizado al verla; no tenía fuerzas más que para sonreír. Después dealgunos días de descanso, nos pusimos en camino para Roma, andando al paso para evitar lasdificultades del camino. Mme. de Beaumont era objeto de los más afectuosos cuidados en todasparles por donde pasaba; tenía un singular atractivo aquella mujer tan melancólica y tan doliente.En las posadas las mismas criadas se dejaban arrastrar por aquella dulce simpatía.

Fácil es de adivinar lo que yo sufriría; he cerrado los ojos a algunos amigos moribundos, peroestaban mudos, y un resto de inexplicable esperanza venía a hacer más punzante mi dolor. Nodirigía la vista sobre el hermoso país que atravesábamos; había tomado el camino de Perouse;¿qué me importaba la Italia? Hallaba aun el clima poco agradable, y si el viento soplaba un poco,

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las brisas se me antojaban tempestades.

En Terni Mme. de Beaumont manifestó deseos de ir a ver la cascada: habiendo hecho unesfuerzo para apoyarse en mi brazo, se volvió a sentar, diciendo: «¡Es preciso dejar que seprecipiten las aguas!» había alquilado para ella en Roma una casa solitaria, cerca de la plaza deEspaña, bajo el monte Pincio; había en ella un jardincito con naranjos y un patio plantado conuna higuera. Allí dejé a la moribunda. Me había costado mucho trabajo el proporcionarla estahabitación, porque hay en Roma una preocupación contra las enfermedades del pecho, miradas

como contagiosas.En esta época del renacimiento del orden social buscaban lo que había pertenecido a la vieja

monarquía. El papa envió a pedir noticia de la hija de Montmorin; el cardenal Consalvi y losmiembros del sacro colegio imitaron a Su Santidad; el mismo cardenal Fesch dio a Mme. deBeaumont, hasta su muerte, pruebas de deferencia y de respeto de que seguramente no lehubiera creído capaz, y que me han hecho olvidar los insustanciales disturbios de primerostiempos de mi estancia en Roma había escrito a Mr. Joubert, participándole las inquietudes deque me hallaba atormentado antes de la llegada de Mme. de Beaumont: «Nuestra amiga nosescribe desde Mont-d‘Or, le decía, cartas que me destrozan el alma: dice en ellas que conoce queno hay ya aceite la lámpara; habla de los últimos latidos de su corazón. ¿Por qué la han dejadosola en ese viaje? ¿por qué no la habéis escrito? ¿Qué será de nosotros si la perdemos? ¿Quiénpodrá consolarnos de esa pérdida? No conocemos el precio de nuestros amigos sino en elmomento en que nos hallamos amenazados de perderlos. Somos lo suficientemente locos,cuando todo va bien, para creer que podemos alejarnos de ellos impunemente: el cielo noscastiga: nos los arrebata, y nos deja asustados de la soledad en que quedamos, Perdonad, miquerido Joubert, siento hoy latir en mi pecho un corazón de veinte años; esta Italia me harejuvenecido; amo todo lo que me es caro con la misma violencia que en mis primeros años. Eldolor es mi elemento, y no me reconozco sino cuando soy desgraciado. Mis amigos actuales sonde un género tan singular, que la sola idea de que pueda perderlos me hiela la sangre. Dispensadmis lamentaciones; estoy seguro de que sois tan desgraciado como yo. Escribidme, escribidtambién a esa desgraciada de Bretaña.»

Mme. de Beaumont se encontró al pronto algo aliviada. Ella misma empezó a creer en laposibilidad de vivir. Tenia yo la satisfacción de creer que al menos Mme. de Beaumont no sesepararía ya de mí; pencaba llevarla a Nápoles en la primavera, y desde allí enviar mi dimisión alministro de Negocios extranjeros. Mr. de Agincourt, ese verdadero filósofo, se acercó a ver laligera ave de paso que se había detenido en Roma antes de pasar a una tierra desconocida; Mr.Boquet, ya entonces decano de nuestros pintores, se presentó también. Estos refuerzos deesperanzas sostuvieron a la enferma, y la inspiraron en cierto modo una ilusión que no existía enel fondo de su alma. De todas partes fue recibiendo cartas crueles llenas de temores y esperanza.El 4 de octubre Ludia me escribía desde Rennes.

«Había empezado días atrás una carta para ti; la he buscado inútilmente; tehablaba en ella de madama de Beaumont, y me quejaba de tu silencio conmigo. Amigo mío; que vida paso tan triste y tan singular desde hace algunos meses. Aquellas palabras del profeta se presentan sin cesar a mi imaginación: El Señor oscoronará de males y os arrojará como una, pelota. Pero dejemos a un lado mis penas, y hablemos de tus temores. No puedo persuadirme de que sean fundados;veo siempre a Mme. de Beaumont llena de vida y de juventud, y casi inmaterial:ningún presagio funesto puede abrigar mi corazón con respecto a ella. El cielo queconoce nuestros sentimientos hacia nuestra amiga, nos la conservará, no lo dado.Espero que no la perderemos y tengo en mi interior esa seguridad. Me complazcoen pensar que cuando recibas esta carta, tus temores se habrán disipado. Asegúrala en mi nombre del sincero y tierno interés que tengo por ella, de que su porvenir es para mí una de las cosas de más importancia en este mundo. Cumpletu promesa, y no dejes de darme noticias suyas siempre que puedas. ¡Dios mío! ¡Cuán largo va a ser el tiempo que pasará antes de que pueda recibir contestación

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a esta carta! ¡Qué cruel es la distancia!, ¿De qué proviene el que me hables de tuvuelta a Francia? Sin duda quieres halagar mi cariño, y te engañas. En medio detodas mis penas se eleva del fondo de mi alma un dulce pensamiento, el de queestoy presente en tu memoria, tal como a Dios le plugo formarme. Amigo mío, nohay para mí en toda la tierra otro asilo seguro que tu corazón: en cualquiera otra parte soy una persona extraña y desconocida. ¡A Dios, pobre hermano mío! ¿Tevolveré a ver? Esta idea no se presenta a mi imaginación de una manera bienclara. Si me vuelves ver, te pareceré enteramente una loca ¡Adiós, tu a quien tantodebo! ¡Adiós, felicidad purísima! Recuerdos de mis hermosos días, ¡no podréisiluminar un poco mis presentes y tristes horas! 

«No soy yo una de esas personas que agotan todo su dolor en el momento dela separación, cada día que pasa aumenta el dolor de tu ausencia, y si cien añosestuvieras en Roma, no se debilitaría por eso. Para hacerme ilusiones sobre tuausencia no pasa un solo día en que no lea algunas páginas en tu obra y hagatodos los esfuerzos imaginables para figurarme que te estoy escuchando. Laamistad que te profeso es muy natural: desde nuestra infancia has sido siempre mi defensa y mi amigo; nunca me has costado una sola lágrima, y jamás has tenido unamigo que no lo haya sido mío. Querido hermano, el cielo que se complace en

 privarme de todas las felicidades, quiere sin duda que la encuentre solo en ti, queme confíe a tu corazón. Dame cuanto antes noticias de Mme, de Beaumont.Dirígeme las cartas a casa de Mme. Lamotte, aunque no sé el tiempo que en ella permaneceré. Desde nuestra última separación, estoy siempre como la arenamovediza que se escapa bajo mis pies; bien es verdad que para el que no meconozca debo parecer un ser inexplicable; pero a pesar de todo no varío sino en laforma, pues en el fondo soy siempre la misma.»

El canto del cisne, que se preparaba a morir, fue trasmitido por mí al cisnemoribundo; ¡yo era el eco de estos inefables y postreros conciertos! 

Carta de Mme. de Krudner.

Otra carta bien diferente de esta, pero escrita por una mujer cuya misión ha sidoextraordinaria, por Mme. de Krudner, demuestra la superioridad, que Mme. de Beaumont, sinningunas ventajas de hermosura, de fama, de poder ni de riqueza, ejercía sobre los espíritus.

París, 24 de noviembre de 1803.

«Antes de ayer supe por Mr. de Michaud, que ha vuelto de Lyon, que seencontraba en Roma Mme. de Beaumont, y por cierto muy enferma. Me hacausado una profunda aflicción; mis nervios se han resentido, y no he hecho másque pensar en esa mujer encantadora a quien amé mucho antes de conocer.¡Cuántas veces la he deseado la dicha! ¡Cuántas he ansiado que pudiera atravesar con felicidad los Alpes, y hallar bajo el cielo de Italia las dulces y profundasemociones que yo misma he experimentado! ¡Ay! ¿Será posible que haya llegado aese país para exponerse a los peligros que temo? Me es imposible expresaros loque me aflige esta idea. Perdonad si he estado tan distraída que no os hayahablado aun de vos, mi querido Chateaubriand; debéis ya conocer el sincero cariñoque os profeso, y demostrándoos el vivo interés que me inspira Mme. de

Beaumont, espero daros una prueba del mejor que ocupándome de vos mismo,tengo ante mis ojos ese triste espectáculo; tengo el secreto del dolor, y mi alma sedetiene siempre acongojada ante esas almas ante quienes la naturaleza ha dado el  poder de sufrir más que las otras. Esperaba que Mme. de Beaumont gozaría del 

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 privilegio que había recibido para ser más dichosa; esperaba que hallase un pocode salud con el sol de Italia y la felicidad de vuestra presencia. ¡Ah! tranquilizadme,escribidme, decidla que la amo sinceramente, que hago votos por su felicidad. ¿Harecibido mi respuesta a la carta que me escribió desde Clermont? Dirigid lacontestación a Michaud; no os exijo más que unas pocas palabras, porque conozcolo sensible que sois y cuánto debéis sufrir. Creía que seguiría mejor y no la heescrito. Hallábame abrumada de negocios, pero pensaba siempre en la felicidad que experimentaría al volveros a ver, y sabía comprenderla. Decidme algo devuestra salud; creed en mi amistad, en el interés que siempre me he tomado por vos y no me olvidéis.»

B. Krudner.»

PARÍS, 1838.

Muerte de Mme. de Beaumont.

El alivio que los aires de Roma habían hecho experimentar a Mme. de Beaumont no durómucho tiempo; las señales de una destrucción inmediata desaparecieron, es verdad; pero pareceque el postrer momento se detiene siempre para engañarnos. había yo ensayado dos o tresveces un paseo en carruaje con la enferma; me esforzaba por distraerla, haciéndola notar loscampos y el cielo; pero nada le agradaba ya. Un día la conduje al Coliseo; era uno de esos díasde octubre, como solo se ven en Roma. Consiguió bajar, y fue a sentarse sobre una piedra frentea uno de los altares colocados alrededor del edificio. Alzó los ojos, los paseó lentamente sobreaquellos pórticos, muertos también hacía tantos años, y que tantas cosas habían visto morir: lasruinas estaban adornadas de espinos y pajarillas azafranadas por el otoño e inundado de luz. La

mujer expirante bajó después de grada en grada hasta la arena sus miradas, que huían del sol;las detuvo sobre la cruz del altar y me dijo: «Vámonos, tengo frío.» La conduje a su casa, y seacostó para no volverse a levantar.

Me había relacionado con el conde de Luzerne, y le enviaba desde Roma todos los correosel boletín de la salud de su cuñada; cuando había estado encargado por Luis XVI de una misióndiplomática en Londres, había llevado consigo a su hermano: Andrés Chenier, formaba tambiénparte de esta embajada.

Después del ensayo de paseo, reuní nuevamente los médicos, quienes me declararon quesolo por un milagro podía salvarse Mme. de Beaumont. Tenía fija su mente en la idea de que nopasaría del 2 de noviembre, día de los difuntos: después recordó que uno de sus parientes había

muerto el 4 de noviembre. Yo le decía que su miedo era infundado; que pronto reconocería lafalsedad de sus pronósticos, y ella me respondía para consolarme: «¡Oh, sí, iré más lejos!»Distinguió algunas lágrimas que yo procuraba ocultarla; me tendió su mano, y me dijo: «Sois unniño; pues qué ¿no esperabais esto?»

El jueves 3 de noviembre, víspera de su muerte, me pareció más tranquila. Me habló dearreglar su fortuna, y me dijo hablando de su testamento: Que todo había concluido para ella;pero que todo le quedaba por hacer, y que habría deseado tener solo dos horas para ocuparse deello. Por la noche el médico me advirtió que se creía obligado a manifestar a la enferma era yatiempo de pensar en su conciencia: tuve un momento de flaqueza; el temor de precipitar por elaparato lúgubre los cortos instantes que Mme. de Beaumont debía vivir, me causó profundodesaliento. Me irrité con el facultativo, y le supliqué después esperase al siguiente día.

Pasé aquella noche muy cruelmente con el secreto que guardaba mi corazón. La enferma nome permitió pasarla en su cuarto. Permanecí fuera temblando a cada rumor que oía; cuandoentreabrían la puerta, distinguía solo la tenue claridad de la lamparilla que se apagaba.

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El viernes 4 de noviembre entré seguido por el médico. Mme. de Beaumont conoció miturbación y me dijo: «¿Por qué estáis de esa suerte? he pasado buena noche.» El médico afectóentonces que tenía que hablarme de cosas importantes en la sala inmediata. Salí, y al volver nosabía lo que me pasaba. Mme. de Beaumont me preguntó qué era lo que me quería el médico, yentonces me arrojé llorando sobre su lecho. Estuvo un momento sin hablar, me miró y dijo convoz firme, como si hubiese querido prestarme fuerzas. «No creía que fuese tan pronto: vamos espreciso despedirnos. Llamad al abate Bonnevie.»

El abate Bonnevie, autorizado en regla, se dirigió a casa de Mme. de Beaumont. La enfermale declaró que había abrigado siempre en su corazón vivos sentimientos religiosos; pero que lasterribles desgracias que la habían afligido durante la revolución, la habían hecho dudar algunavez de la justicia de la Providencia; que estaba pronta a reconocer sus errores y a recomendarsea la misericordia divina; pero que esperaba que las penalidades que había sufrido en este mundoharían más corta su expiación en el otro.

Me hizo seña de que me retirase y permaneció sola con su confesor.

Una hora después le vi volver; enjugábase sus ojos y decía que jamás había oído un lenguajemás hermoso ni visto semejante heroísmo. Enviaron a buscar al cura para administrarla lossacramentos. Volví al lado de su lecho. Al distinguirme me dijo: «Y bien, ¿estáis contento de mí?»

Se enterneció hablando de lo que llamaba mis bondades hacia ella. ¡Ah! si hubiese podido, enaquel momento, comprar uno solo de sus días con el sacrificio de todos los míos, ¡con qué alegríalo hubiera hecho! Los demás amigos de Mme. de Beaumont que no asistían a este espectáculono tenían que llorar al menos más que una vez; ¿e pie, a la cabecera de su lecho de dolor, dondeel hombre oye sonar su hora suprema, cada sonrisa de la enferma me devolvía la vida y me larobaba al disiparse. Una idea deplorable vino a agitarme: adivine que Mme. de Beaumont, no sehabía apercibido hasta su postrer suspiro del amor que la profesaba: no cesaba de manifestar susorpresa y parecía morir desesperada y gozosa a un tiempo. Había creído ser una carga para míy había deseado desaparecer para desembarazarme de ella.

 A las once llegó el cura: esa multitud de curiosos y de indiferentes que siguen a todo

sacerdote en Roma, llenó la habitación. Mme. Beaumont vio sin la menor señal de espantoaquella formidable solemnidad. Nosotros dos arrodillamos y la enferma recibió a la vez la sagradaEucaristía y la extremaunción. Cuando todos se hubieron retirado, me hizo sentar a la orilla de sulecho, hablándome durante media hora de mis negocios y de mis proyectos con la mayor elevación de ideas y la amistad más tierna: me recomendó especialmente viviese al lado de Mme.Chateaubriand y de Mr. Joubert; ¿pero debía éste vivir? Luego me rogó que abriese el balcónporque se sentía oprimida. Un rayo de sol vino a alumbrar su lecho y pareció alegrarla. Merecordó entonces sus proyectos de retiro al campo de que algunas veces nos habíamos ocupado,y rompió a llorar.

Entre las dos y las tres de la tarde, Mme. de Beaumont pidió a la Saint-Germain, antiguadoncella española que la servía con un cariño digno de tan excelente señora, que la mudase de

cama, a lo que se opuso el médico, temiendo que muriese la enferma durante esta traslación.Entonces me dijo sentía aproximarse la agonía. De repente se descubrió, me tendió una mano,apretó la mía convulsivamente y sus miradas se extraviaron. Con la mano que le quedaba librehacia señales a uno que se le figuraba ver al pie de su lecho: después poniendo aquella manosobre su corazón, decía: ¡Aquí es! Consternado, la pregunté si me reconocía; el bosquejo de unasonrisa se proyectó en sus labios en medio de su agonía: me hizo una ligera señal afirmativa conla cabeza; su palabra había ya huido de este mundo. Las convulsiones solo duraron algunosminutos. Nosotros la sosteníamos en nuestros brazos, una de mis manos se hallaba apoyadasobre su corazón que tocaba a sus ligeros huesos; palpitaba con rapidez como un reloj que gastasu cuerda rota. ¡Oh momento de horror y de espanto! ¡sentí pararse aquella máquina! Inclinamossobre la almohada el cuerpo de la mujer cuya alma había volado ya. Algunos bucles de susdestrenzados cabellos caían sobre su frente; sus ojos estaban ya cerrados: la eterna noche habíaya descendido hasta ellos. El médico presentó un espejo y una luz a la boca de la extranjera: elespejo no se empañó con el aliento vital y la luz permaneció inmóvil. Todo había concluido.

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PARÍS.

Funerales.

Los que lloran pueden, en general, gozar en paz de sus lágrimas, otros se encargan deatender a los cuidados postreros de la religión. Como representante de la Francia ausente el

cardenal ministro, como el único amigo de la hija de Mr. de Montmorin, y responsable a su familia,me vi obligado a dirigirlo todo: me fue preciso designar el lugar de la sepultura, ocuparme de laprofundidad de la huesa y de su longitud; entregar la mortaja y dar a los operarios lasdimensiones del féretro.

Dos religiosos velaron al lado de aquel féretro que debía ser conducido al templo de San Luisde los Franceses. Uno de aquellos padres era de Auvernia y había nacido en el mismoMontmorin. Mme. de Beaumont había deseado que se la envolviese en una tela que su hermano Augusto, único que se había librado del cadalso, le había enviado de la isla de Borbón. Esta telano se hallaba en Roma, y solo se encontró un pedazo que llevaba siempre consigo. La doncellaciñó a su cuerpo esta tela, y metió en el féretro una cornelina que contenía pelo de Mr. de

Montmorin. Los eclesiásticos franceses se hallaban convocados; la princesa Borghese, prestó elcarro fúnebre de su familia, el cardenal Fesch había dejado la orden en caso de un accidenteharto previsto por desgracia, de enviar sus carruajes y criados. El sábado 5 de noviembre a lassiete de la tarde, a la luz de las antorchas, y en medio de una gran multitud, pasó Mme. deBeaumont por el camino por donde todos pasamos. El domingo 6 de noviembre se celebró lamisa de Réquiem Los funerales hubieran sido menos franceses en París de lo que lo fueron enRoma. Aquella arquitectura religiosa que lleva en sus adornos las armas y las inscripciones denuestra antigua patria; aquellos sepulcros donde están grabados los nombres de algunas de lasrazas más históricas en nuestros anales; aquella iglesia bajo la protección de un gran santo, deun gran rey, y de un gran hombre; todo esto no consolaba, pero Honraba la desgracia. Deseabaque el último vástago de una familia, poderosa un día, hallase al menos algún apoyo en mi oscura

adhesión, y que no le faltara la amistad, ya que le fallaba la fortuna. Acostumbrado el pueblo romano a tratar extranjeros, les sirve de hermanos. Mme. de

Beaumont, ha dejado una piadosa memoria sobre aquella tierra hospitalaria para los muertos; aunse la conserva memoria: he visto a León XII orando sobre su sepulcro. En 1827 visitaba yo elmonumento de la que fue el alma de una sociedad destruida: el ruido de mis pasos en derredor de aquel mudo monumento, en una iglesia solitaria, era para mí una especie de consejo. «Teamaré siempre, dice el epitafio griego; pero tú, en la mansión de los muertos, no bebas, te ruego,en esa copa, que te haría olvidar tus antiguos amigos.»

PARÍS, 1838.

Año de mi vida, 1803. Cartas de Mr. Chenedollé, de Mr. de Fontanes, de Mr. Necker, y deMme. de Staël.

Si las calamidades de una vida privada se elevasen a la altura de los acontecimientospúblicos, estas calamidades apenas deberían ocupar una línea en mis Memorias. ¿Quién no haperdido un amigó? ¿Quién no lo ha visto morir? ¿Quién no podrá pintar una escena igual deduelo? La reflexión es justa, más sin embargo, nadie se ha corregido dejando de cantar suspropias aventuras: sobre el buque que los lleva, los marineros tienen una familia en tierra de la

que hablan entre si. Cada nombre guarda en su interior un mundo aparte extraño a las leyes y aldestino general de los siglos. Es además un error el creer que las revoluciones, los sucesosfamosos, las grandes catástrofes, sean los únicos fastos de nuestra naturaleza; todos trabajamos,uno tras otro, en esa cadena de la historia común, y de todas esas existencias individuales, secompone a los ojos de Dios el universo humano.

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 Al reunir la expresión de los diferentes sentimientos que produjo su muerte alrededor de lascenizas de Mme. de Beaumont, no hago más que colocar sobre su sepulcro las coronas a elladestinadas.

Carta de Mr. Chenedolle.

«No dudáis, mi querido y desgraciado amigo, de toda la parte que tomo envuestra aflicción. Mi dolor no es tan grande como el vuestro, porque esto no era posible; pero me aflige profundamente esta pérdida, y ella viene a oscurecer másesta vida que hace tiempo no es más que un sufrimiento para mí. Así pasa y seborra todo lo que sobre la tierra hay de bueno, amable y de sensible. ¡Pobre amigomío, apresuraos a volver a Francia, venid a buscar algunos consuelos cerca denuestros antiguos amigos! Sabéis cuanto os amo, venid.

«Estaba muy inquieto con respecto a vos; hacia mas de tres meses que nohabía recibido noticias vuestras, y tres cartas mías han quedado sin respuesta,

¿Las habéis recibido? Mme. de Caud hace dos meses que ha dejado deescribirme. Esto me ha causado una profunda pena, y no obstante, creo que denada tengo que acusarme respecto a ella. Pero por más que haga, no podráarrancar de mi la tierna y respetuosa amistad que la he consagrado toda mi vida.Fontanes y Joubert, han dejado también de escribirme: así todo lo que yo amaba, parece haberse reunido para olvidarme a un tiempo. ¡No me olvidéis, vos, amigomío, y que en esta tierra de lágrimas me quede un corazón con el que al menos pueda contar! ¡Adiós! Os abrazo llorando. Estad seguro mi buen amigo de quesiento vuestra pérdida cual debe sentirse.»

23 de diciembre de 1803.

Carta de Mr. de Fontanes

«Mi querido amigo, participo de vuestro pesar; siento lo doloroso de vuestrasituación. ¡Morir tan joven, y después de haber sobrevivido a toda su familia! Pero alo menos esa interesante e infeliz mujer no habrá carecido de los auxilios y de los

recuerdos de la amistad. Su memoria vivirá en corazones dignos de ella. He hechover a Mr. de la Luzerne la tierna relación que le estaba destinada. El anciano Saint-German, criado de vuestra amiga, fue quien le llevó la nueva. Este buen servidor me ha hecho llorar hablándome de su señora. Le he dicho que tenía un legado de10.000 francos; pero ni un momento se ha ocupado de esto. Si fuese posible hablar de negocios en tan lúgubres circunstancias, os diría que era muy natural daros al menos el usufructo de unos bienes que deben pasar a colaterales lejanos y casi desconocidos 24. Apruebo vuestra conducta; conozco vuestra delicadeza; pero yono puedo tener hacia mi amigo el mismo desinterés que él abriga para si. Confiesoque este olvido me sorprende y me aflige. Mme. de Beaumont, sobre su lecho demuerte, os ha hablado, con la elocuencia del postrer adiós, del porvenir y de

24 La amistad de Mr. de Fontanes iba demasiado lejos: Mme. de Beaumont me había juzgado mejor, puespensó sin duda que si me hubiera dejado su fortuna, yo no la habría aceptado.

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vuestra suerte futura. Su voz debe tener para vos más fuerza, que la mía. ¿Pero osha confesado que renunciéis a ocho o diez mil francos de sueldo, cuando vuestracarrera se ve desembarazada de las primeras espinas? ¿Podríais precipitaros, mi querido amigo, a dar un paso tan importante? No dudareis del gran placer quetendré en veros. Si solo consultase mi propia dicha, os diría: venid al instante. —Pero vuestros intereses me son tan caros como los míos, y no veo recursosbastante inmediatos para resarciros las ventajas que voluntariamente perdéis. Séque vuestro talento, vuestro nombre y el trabajo, no os dejarán nunca a merced delas necesidades más urgentes; pero veo en todo ello más gloria que fortuna.

Vuestra educación, vuestros hábitos exigen ciertos gastos. La fama no hasta para las necesidades de la vida, y esa miserable ciencia de la olla, marcha a lacabeza de todas las demás, cuando uno quiere vivir independientemente y tranquilo. Espero que nada podrá decidiros a buscar fortuna en suelo extranjero.¡Ah, amigo mío! estad seguro de que pasadas las primeras caricias, valen aúnmenos que los compatriotas. Si vuestra amiga moribunda ha hecho todas estasreflexiones, sus últimos momentos deben haber sido un tanto agitados; pero esperoque a los pies de su tumba hallareis lecciones y luces superiores a las que losamigos que os quedan podrían daros. Esa amable mujer os amaba; ella os

aconsejará bien. Su memoria y vuestro corazón os guiarán con seguridad. Adiós mi querido amigo; os abrazo tiernamente.»

Mr. Necker me escribió la única carta que he recibido de él. Había yo sido testigo de laalegría de la corte, cuando la separación de este ministro cuyas honradas opinionescontribuyeron a la caída de la monarquía. Había sido colega de Mr. de Montmorin. Mr. Necker ibaa morir bien pronto en el lugar donde fechaba su carta; no teniendo entonces al lado a madamede Staël, halló algunas lágrimas para la amiga de su hija.

Carta de Mr. Necker.

«Mi hija, caballero, al ponerse en camino para Alemania, me ha rogado laabriere las cartas que pudieran dirigírsela, con el objeto de juzgar si valían la penade mandárselas por el correo: este es el motivo de haber sabido antes que ella lamuerte de madame de Beaumont. La he enviado vuestra carta a Fráncfort, dedonde se la remitirán más lejos tal vez a Weimar o Berlín. No os extrañe si norecibís la contestación de Mme. de Staël tan pronto como tenéis derecho a esperar.Estáis bien seguro del dolor que experimentará Mme. de Staël al saber la pérdidade una amiga, de la que siempre la he oído hablar con particular cariño. Me asocioa su pena, y me cabe el mayor sentimiento cuando pienso en la desgraciada suertede toda la familia de mi amigo Mr. de Montmorin.

Veo, caballero, os halláis en vísperas de abandonar a Roma para regresaráFrancia: deseo que emprendáis vuestro camino por Ginebra, donde voy a pasar el invierno. Tendría un vivo placer en haceros los honores de una ciudad donde os ha precedido vuestra reputación. ¿Pero dónde no sois ya conocido? Vuestra últimaobra, radiante de incomparables bellezas, se halla en manos de cuantos aman lasletras «Tengo el honor de ofreceros las seguridades y el homenaje de mis

sentimientos más distinguidos».Necker.

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Coppet 27 de noviembre de 1803.

Carta de Mme. de Staël.

Fráncfort 3 de diciembre de 1803.

«iAh! my dear Francis: ¡cuán profundo dolor me ha causado vuestra carta! Yaayer había recibido por los diarios tan espantosa nueva, y vuestra relacióndesgarradora viene a grabarla para siempre con letras de sangre en mi corazón.¿Podéis, podéis hablarme de opiniones diversas sobre la religión y sus ministros?¿Por ventura hay dos opiniones, cuando solo existe un sentimiento? No he leídovuestra carta sino regándola con mis lágrimas. Mi querido Francisco, recordaos el tiempo en que me profesabais una amistad más viva; no olvidéis aquel en que todomi corazón era vuestro, y decid que esos sentimientos más tiernos, más profundosque nunca, están vivos para vos en el fondo de mi pecho. Amaba, admiraba el 

carácter de Mme. de Beaumont; no conocía otro más generoso, más agradecido,más apasionadamente sensible. Desde que he entrado en el mundo, no habíancesado mis relaciones con ella, y conocía que no obstante algunas diferencias, meera vivamente simpática. Mi querido Francisco, dadme un lugar en vuestra vida. Osadmiro; os amo; amaba a la que lloráis. Soy una verdadera amiga: seré para vosuna hermana más que nunca debo respetar vuestras opiniones: Mathieu, que participa de ellas, ha sido un ángel para mí en la última pena que acabo deexperimentar. ¿Os han escrito que había sido desterrada a cuarenta leguas deParís? He aprovechado esta ocasión para visitar la Alemania; pero en la primaverahabré vuelto a París si ha terminado mi destierro, y si no hasta donde este me permita o a Ginebra. Haced de cualquier modo que nos reunamos. ¿No conocéis

que mi espíritu y mi alma entienden la vuestra, y que a través de las diferencias decarácter, nuestras almas se parecen? Mr. de Humboldt me escribió hace algunosdías una carta, en que me hablaba de vuestra obra con una admiración que osdebe lisonjear en un hombre de su mérito y de su opinión. ¡Pero a qué hablaros devuestros triunfos en este momento! ¡Sin embargo, esos triunfos, ella los amaba y eran su gloria! Continuad haciendo ilustre al que tanto amó. Adiós, mi queridoFrancisco. Os escribiré desde Weimar, en Sajonia. Respondedme con sobre aMres. Despot, banqueros. ¡Cuántas frases desgarradoras hay en vuestra relación! Y la resolución de conservar a la pobre Saint-German: la llevareis alguna vez a mi casa.

«¡Adiós tiernamente, dolorosamente adiós!»N. de Staël.

Esta precipitada carta, afectuosamente rápida, escrita por una mujer ilustre, me enterneciónuevamente. ¡Mme. de Beaumont habría sido bien dichosa en aquel momento, si el cielo lahubiese permitido volver al mundo! Pero nuestro cariño, por más que llegue hasta las tumbas, notiene el poder de libertar a os que yacen en ellas: cuando Lázaro se levantó de la fosa, tenía lospies y las manos ligadas y el rostro cubierto con un sudario: ahora bien, la amistad no sabría decir como Jesucristo a Marta y a María: «Desatadle y dejadle ir.»

También han pasado los que prodigaban consuelos, y ellos me piden para sí los pesares quedaban a otra.

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PARÍS, 1838.

Años de mi vida, 1803 y 1804. —Primera idea de mis Memorias. —Me nombran ministro deFrancia en el Valais. —Salida de Roma.

Estaba resuelto ya a abandonar la carrera diplomática, en que tantos disgustos personaleshabían ido a confundirse con mis trabajos ¿de no mucha entidad, y con la mezquindad de losenredos políticos. No ha podido comprender lo que es un corazón lleno de amargura, el que no seha visto obligado a permanecer solo en los sitios habitados un tiempo por la persona que hacialas delicias de su vida. Se la busca por todas partes, y no se la encuentra; os habla, os sonríe, osacompaña; todo cuanto ella ha llevado o tocado, reproducen su imagen; no hay entre ella y vosmás que un velo transparente; pero tan pesado, que no se le puede levantar. El recuerdo delprimer amigo que os ha abandonado en el camino es cruel; porque si vuestros días se hanprolongado, habréis necesariamente sufrido otras pérdidas; estas muertes que se han idosucediendo, se acumulan a la primera, y lloráis a la vez en una sola persona todas las que habéisperdido sucesivamente.

Entretanto que yo tomaba mis disposiciones, prolongadas por el espacio que me separaba deFrancia, hallábame abandonado sobre las ruinas de Roma. En mi primer paseo todo me parecía

cambiado; no reconocía los árboles, ni los monumentos, ni el cielo: me extraviaba en medio delos campos, a lo largo de las cascadas, de los acueductos, como en otro tiempo bajo las verdesbóvedas de los bosques del Nuevo Mundo. Volvía a entrar en la ciudad eterna, que entonces uníaa tantas existencias pasadas una nueva existencia destruida. A fuerza de recorrer las soledadesdel Tíber, grabáronse tan profundamente en mi memoria que las reproducía con bastanteexactitud en mi carta a Mr. de Fontanes: «Si el extranjero es desgraciado, decía, si ha confundidolas cenizas que amó con otras tantas cenizas ilustres; ¡con qué placer no pasará desde la tumbade Cecilia Metella a la de una mujer desgraciada!»

En Roma fue también donde concebí por la primera vez la idea de escribir las Memorias demi vida. Guardo aun algunas líneas de ellas, de las que transmito estas pocas palabras:

«Después de haber andado errante sobre la tierra, pasado los mejores años de mi juventud lejosde mi país, y sufrido cuanto un hombre puede sufrir, incluso el hambre, volví a París en 1800».

En una carta dirigida a Mr. Joubert, presentaba mi plan del modo siguiente:

«Mi sola felicidad consiste en tener algunas horas para ocuparme en untrabajo, el único que puede dulcificar mis penas; este es las Memorias de mi vida.Roma estará comprendida en ellas; solo así puedo ya hablar de Roma. Estad tranquilo; mis confesiones no causarán disgusto a mis amigos: si he de llegar algúndía a figurar, mis amigo ocuparán también en el porvenir un lugar tan bello comorespetable. No molestaré a la posteridad con los pormenores de mis debilidades;no hablaré de mí, sino en la parte que conviene a mi dignidad de hombre, y, meatrevo a decirlo, a la elevación de mi corazón. Al mando no se le debe presentar sino lo que es bello; no es mentir & Dios el descubrir únicamente la parte de la vidaque puede inspirar a nuestros semejantes sentimientos notes y generosos.

Seguramente, en el fondo, no tengo nada que ocultarme; no he hecho despedir a ninguna criada por el robo de una cinta, ni abandonado a un amigo moribundo enmedio de la calle, ni deshonrado a la mujer que me ha acogido, ni entregado mishijos bastardos a la Inclusa; pero he tenido debilidades, flaquezas de corazón: unaojeada de compasión sobre mí bastará para hacer comprender al mundo estasmiserias humanas, que necesitan estar protegidas por un velo. ¿Qué ganaría la

sociedad en la reproducción de estas llagas que la afligen, y que en todas partes seencuentran? —No faltan ejemplos cuando se quiere triunfar de la pobre naturalezahumana.»

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En este plan que me había trazado olvidaba a mi familia, mi infancia, mi juventud, mis viajesy mi destierro, en cuya narración me he complacido después.

Había sido como un esclavo feliz, que, acostumbrado a poner su libertad en el cepo, no sabequé hacer de ella cuando ve rotas sus cadenas. Siempre que quería abandonarme a mi trabajo,un fantasma llegaba A colocarse delante de mí, yo no podía separar de él mis ojos; únicamente lareligión me fijaba por su importancia y por las reflexiones de un orden superior que me sugería.

Sin embargo, al ocuparme en la idea de escribir mis Memorias, comprendí el valor que los

antiguos daban a su nombre: hay, tal vez, una tierna realidad en esta sucesión de recuerdos quepueden dejarse al pasar. Tal vez entre los grandes hombres de la antigüedad, la idea de una vidainmortal en la raza humana, ocupaba el lugar de la inmortalidad del alma, que para ellos es unproblema. Si la fama es poca cosa cuando se concreta únicamente a nosotros, es menester convenir, sin embargo, en que es un hermoso privilegio, concedido a la amistad del genio, el dar una existencia imperecedera a todo cuanto hay amado. Yo empecé un comentario de algunoslibros de la Biblia, principiando por el Génesis sobre este versículo:

He aquí que Adán ha llegado a ser como uno de nosotros, conocedor del bieny del mal; ahora no conviene que lleve su mano al fruto de la vida, que le coja, quecoma de él, y que viva eternamente; fijé mucho mi atención en la imponente ironíadel Creador: He aquí que Adán ha llegado a ser como uno de nosotros, etc. Noconviene que el hombre lleve su mano al fruto de la vida. ¿Por qué? Porque hagustado el fruto de la ciencia, y conoce el bien y el mal; ahora se halla agobia de demales; por lo tanto, no conviene que viva eternamente. ¡Qué bondadoso ha sidoDios en conceder la muerte! 

Hay en el mismo comentario oraciones empezadas; unas para las aflicciones del alma, otraspara fortificarse contra la prosperidad de los malos: procuraba reunir en un centro de reposo lospensamientos errantes fuera de mí.

Como Dios no quería concluir allí mi vida, reservándola para largas pruebas, las tempestadesque se habían levantado se calmaron. Repentinamente el cardenal embajador cambió decomportamiento conmigo: tuvimos una explicación, en la que le declaré mi resolución deretirarme. Opúsose diciendo que mi dimisión en aquel momento parecería una caída; que llenaríade júbilo a mis enemigos; que el primer cónsul se incomodaría, lo cual me impediría el vivir tranquilo en el sitio a que quisiera retirarme. Me propuso el ir a pasar quince días o un mes aNápoles.

En este mismo momento, la Rusia me sondeaba para saber si aceptaría el puesto de ayo deun gran duque; solo a Enrique V hubiera yo hecho en todo caso el sacrificio de los últimos añosde mi vida.

En tanto que fluctuaba entre mil partidos diversos, recibí la noticia de que el primer cónsul mehabía nombrado ministro en el Valais. Había al principio dado algún crédito a mis detractores;pero volviendo a la razón, comprendió que yo pertenecía a la raza de hombres que no sirve másque para estar en primer término; que no debía asociarme a nadie si quería sacar algún partidode mí. No había plaza alguna vacante; creó una, y escogiéndola en conformidad a mis instintosde aislamiento e independencia me colocó en los Alpes, y me dio una república católica en mediode un mundo de torrentes; el Ródano y nuestros soldados se cruzaban a mis pies; el primerodescendiendo hacia la Francia; los segundos subiendo hacia Italia; el Simplón abría delante de mísu atrevido camino. El cónsul se obligaba a concederme todas las licencias que pidiera para viajar por Italia, y Mme. de Bacciochi me mandaba a decir par conducto de Fontanes que me estaba

reservada la primera gran embajada disponible. Obtuve, pues, esta primera victoria diplomática,sin esperarla y sin desearla; verdad es que se bailaba a la cabeza del estado un hombre deelevada inteligencia, que no quería abandonar a intrigas de oficina a otra inteligencia que veíadispuesta a separarse del poder.

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Esta observación es tanto más exacta, cuanto que el cardenal Fesch, a quien hago en laspresentes Memorias una justicia con la cual no debía él contar, había enviado pliegos a Paríspoco favorables a mi  persona, casi en el mismo momento en que mudó de conducta conmigo,después de la muerte de Mme. de Beaumont. ¿Su verdadero pensamiento sus conversaciones,cuando me daba permiso para ir a Nápoles, o en sus misivas diplomáticas? Conversaciones ymisivas de la misma fecha se hallaban en contradicción.

De mí únicamente hubiera dependido el poner de acuerdo consigo mismo al señor cardenal,

haciendo desaparecer hasta las huellas de las comunicaciones que trataban de mí; bastábamesacar de los legajos, cuando fui ministro de negocios extranjeros las elucubraciones delembajador, y no habría hecho más que lo que hizo Mr. de Talleyrand con su correspondencia conel emperador. Pero no creí tener derecho para usar del poder en beneficio mío. Si alguna vez seregistran aquellos documentos, se hallarán en su sitio. Tal vez esta manera de obrar será unanecedad perjudicial, pero para no hacer mérito de una virtud que no tengo, es menester que sesepa que el haber respetado esas correspondencias de mis detractores depende más de midesprecio que de mi generosidad. También he visto en los archivos de la embajada francesa enBerlín cartas del señor marqués de Rennay ofensivas a mi persona, y lejos de hacer un misteriode ellas, las daré a conocer.

El cardenal Fesch no aguardaba más consideraciones que conmigo con el pobre abateGuillon  (obispo de Marruecos), a quien se señalaba como agente de Rusia. Del mismo modollamaba Bonaparte a Mr. Lainé agente de Inglaterra, porque aquel grande, hombre habíaaprendido de los informes de la policía a entretenerse en esta especie de chismografía. ¿Pero por ventura, o no podía objetarse nada centra el mismo Mr. Fesch? ¿Qué caso hacia de él su propiafamilia? El cardenal de Clermont-Tonnerre se hallaba en Roma como yo, en 1803; y ¿qué decosas no escribió sobre el tío de Napoleón? Aún conservo las cartas.

Por lo demás, ¿a quién interesan ya estas empequeñeces, sepultadas hace cuarenta años enunos legajos carcomidos? De los diversos actores que figuraron en aquella época, uno solosobrevivirá, Bonaparte. Todos los demás que aspiramos a la vida estamos ya muertos. ¿Quiénlee el nombre del insecto al débil resplandor que suele dejar tras sí cuando rastrea?

Posteriormente el cardenal Fesch me vio de embajador cerca de León XII. Diome pruebas deaprecio, y por mi parte procuré anticiparme a ellas y tratarle con deferencia. Por otra parte, esmuy natural que se me haya juzgado con una severidad con que yo misma me trato. Todo estotiene una antigüedad fabulosa: hoy día ni aun quiero conocer la letra de los que en 1803 sirvieronde secretarios, oficiales u oficiosos al cardenal Fesch.

Salí para Nápoles, y allí viví un año sin Mme. de Beaumont. Año de ausencia, al cual debíanseguir tantos otros. No he vuelto a ver a Nápoles desde aquella época, a pesar de que en 1827llegué hasta sus puertas con intención de visitarle en compañía de madame de Chateaubriand.Los naranjos estaban cargados de fruta y los mirtos de flores. Las bahías, los campos Elíseos y elmar tenían encantos que ya no podía yo comunicar a nadie. En los Mártires he descrito la bahíade Nápoles. Subí al Vesubio, y bajé hasta su cráter. En esto no hice más que plagiarme;representaba la escena de René. En Pompeya me enseñaron un esqueleto cargado de cadenas,y varias frases latinas escritas con mala ortografía por los soldados, sobre las paredes. Regresé aRoma, Canova me permitió la entrada en su taller, al tiempo que trabajaba en la estatua de unaninfa. A otro lado estaban los modelos de los mármoles sepulcrales que yo le había encargado,los cuales estaban ya muy adelantados. De allí fui a San Luis a rezar sobre unas cenizas, y en 21de enero de 1804, día también desgraciado para mí, salí en dirección a París.

¡Cuán grande es la miseria humana! treinta y cinco años han pasado desde la fecha de estossucesos. En medio de mi dolor me lisonjeaba yo en aquellos lejanos días de que el lazo queacababa de romperse seria el último que contrajera: y sin embargo, ¡qué pronto he reemplazado,

ya que no olvidado, el objeto de mi cariño! Así camina el hombre de flaqueza en flaqueza; cuandoes joven y lleva por delante su vida, todavía le queda una sombra de escusa, pero cuandoamarrado a su yugo le arrastra penosamente tras de sí, ¿qué escusa tiene? Es tal la indigenciade nuestra naturaleza, que afligidos por nuestros transitorios achaques, al pretender expresar 

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nuestros nuevos afectos, no podemos emplear otras palabras que las que hemos empleado enlos antiguos. Y sin embargo, hay expresiones que no debieran servir más de una vez, y que seprofanan repitiéndose. Las amistades a que hicimos traición o que abandonamos nos echancontinuamente en cara las nuevas relaciones que hemos contraído; nuestras horas se acusanunas a otras; la vida es un perpetuo sonrojo, porque es una falta continua.

PARÍS, 1838.Revisado en 22 de febrero de 1845.

Año de mi vida, 1804. —República del Valais. —Visita al palacio de las Tullerías. —Palaciode Montmorin. —Oigo pregonar la muerte del duque de Enghien. —Presento mi dimisión.

Como no era mi intención detenerme en París, me apeé en la fonda de Francia, calle deBeaume, a donde fue Mme. de Chateaubriand a reunirse conmigo para marchar juntos al Valais.Mis antiguas relaciones ya medio dispersas habían perdido el lazo que las reunía.

Bonaparte caminaba hacia el imperio; su genio se elevaba a medida que iban creciendo losacontecimientos, y pedía como la pólvora al dilatarse, trastornar el mundo. Inmenso ya yconociendo no obstante que aún no había llegado el apogeo, sentíase atormentado por suspropias fuerzas. Marchaba a tientas y parecía como que buscaba un camino. Cuando llevado deuna mezquina envidia. Moreau, Pichegru y Jorge Cadoudal, que era muy superior a los dosanteriores, fueron reducidos a prisión.

Esa porción de conspiraciones que se ven en todos los negocios de la vida no cuadraba a minaturaleza, y con gran pacer aproveché la ocasión de refugiarme a las montañas.

El consejo municipal de Sión me dirigió una carta; su sencillez me ha hecho mirarla comoimportante documento; entraba yo en la política por la religión; El Genio del Cristianismo me ha

abierto las puertas.

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REPÚBLICA DEL VALAIS.

Sion, 20 de febrero de 1804.

El consejo municipal de Sión,

«A Mr. de Chateaubriand, secretario de legación de la república francesa en Roma».

Señor.

«Por una carta oficial de nuestro gran bailío hemos sabido vuestronombramiento para ocupar el puesto de ministro de Francia cerca de estarepública, y nos apresuramos a manifestaros el especial placer que semejanteelección nos causa. En vuestro nombramiento vemos una preciosa prenda de la

benevolencia del primer cónsul para con nuestra república, y felicitándonos por el honor de poseeros en nuestro recinto, consideramos esta circunstancia como unode los más felices agüeros para el bienestar de nuestra patria y de nuestra capital.Como una muestra de estos sentimientos, hemos, acordado que se os prepare unalojamiento provisional digno de recibiros, y provisto de muebles y efectosadecuados a vuestro uso hasta el punto que las circunstancias y la calidad lo permitan, ínterin podéis vos mismo dictar las disposiciones convenientes.»

«Tened a bien aceptar esta oferta como una prueba de nuestras sincerasintenciones de honrar al gobierno francés en la persona de su enviado, cuyaelección debe ser particularmente grata a un pueblo religioso . Desearíamosque os sirvieseis avisarnos con anticipación de vuestra llegada a esta ciudad.

(El presidente del consejo municipal de Sión.)

DE RIEDMALTEN.

(Por el consejo municipal.)

El secretario.

DE SORRENTR.»

Dos días antes del 20 de marzo me vestí para ir a despedirme de Bonaparte en las Tullerías;

no le había vuelto a ver desde nuestra entrevista en casa de Luciano. La galería en que dabaaudiencia se hallaba llena de gente; estaba acompañado de Murat y del primer ayudante decampo; pasaba casi sin detenerse. A medida que se acercaba a mí me sorprendía la alteraciónde su semblante; sus mejillas estaban hundidas y lívidas, su mirada torva, su tez pálida; suaspecto sombrío y terrible. Cesó desde aquel momento la simpatía que al principio tuve hacia él;en vez de permanecer en el sitio por donde debía pasar, di unos pasos atrás para evitar suencuentro. Me dirigió una mirada como procurando reconocerme, dio algunos pasos hacia mí, ydespués se volvió y se alejó. ¿Era yo por ventura a sus ojos una reconvención? Su ayudante decampo reparó en mí; perdido entre la muchedumbre que me rodeaba, me seguía con la vista yarrastraba al cónsul hacia el sitio en que me hallaba. Esta maniobra continuó por espacio de uncuarto de hora; yo retirándome siempre. Napoleón siguiéndome sin saberlo. Nunca me he podido

explicar la causa de la conducta del ayudante de campo. ¿Me creía tal vez un hombresospechoso sin conocerme? ¿Quería conociéndome, obligar a Bonaparte a que me hablase? Seade esto lo que fuere, Napoleón pasó a otra habitación. Satisfecho yo con haber cumplidopresentándome en las Tullerías, me retiré. Al ver la alegría que siempre he experimentado al salir de un palacio, es evidente que no he nacido para entrar en ellos.

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De vuelta a la fonda de France dije a varios de mis amigos: «Preciso es que suceda algunacosa muy extraña, porque Napoleón no puede haber cambiado tanto, a menos de hallarseenfermo.»

Mr. Beuvienne tuvo noticias de mi singular profecía, solamente que ha equivocado las fechas:he aquí lo que dice: «Mr. de Chateaubriand dijo a sus amigos que había notado en el primer cónsul una gran alteración y algo de siniestro en sus miradas.»

Si, lo noté efectivamente; una inteligencia superior no comprende nada malo sin dolor, porque

el mal no es hijo natural de ella, y nunca debería producirlo. A los tres días, el 20 de marzo, me levanté muy temprano, a causa de un recuerdo tan triste

como querido. Mr. de Montmorin había hecho edificar un palacio a lo último de la calle de Plumet,en el baluarte nuevo de los Inválidos. En el jardín de este palacio, vendido durante la revolución.Mme. de Beaumont, siendo casi una niña, había plantado un ciprés, y muchas veces al pasar por allí se complacía en enseñármelo. Fui a despedirme de este ciprés, cuyo origen y cuya historiaera solamente conocido por mí. Aún existe; pero sus ramas enfermizas se elevan apenas a laaltura de la ventana, bajo la cual una mano que no volverá a hacerlo, cuidaba de su cultivo.Siempre he tenido por este pobre árbol una particular predilección, distinguiéndole entre tres ocuatro de su especie; parece como que me conoce y que se alegra cuando me aproximo a él; las

brisas melancólicas hacen inclinar ante mí su amarillenta pirámide, produciendo un tristemurmullo ante la ventana de la abandonada estancia: misteriosa inteligencia que existe entrenosotros, y que cesará con la muerte de uno de los dos.

Habiendo pagado mi piadoso tributo, volví a cruzar el baluarte y la explanada de los Inválidos;atravesé el puente de Luis XVI y el jardín de las Tullerías, de donde salí por la verja que da hoy ala calle de Rivoli. Allí, como entre once y doce de la mañana, oí a un hombre y a una mujer quegritaban vendiendo una noticia oficial; los transeúntes se detenían petrificados al escuchar estaspalabras:

«Sentencia de la comisión militar especial convocada en Vincennes, quecondena a la pena de muerte al llamado Luis Antonio Enrique de Borbón, nacido enChantilly el 2 de agosto de 1772.»

Este grito me hirió como un rayo; cambió mi vida del mismo modo que cambió la deNapoleón. Entré en mi casa, y dije a Mme. de Chateaubriand.

«El duque de Enghien acaba de ser fusilado,» me senté delante de una mesa; y me puse aescribir mi dimisión. Mme. de Chateaubriand no se opuso, y me vio redactarla con un gran valor.No desconocía ella el peligro que corría: trabajábase en el proceso del general Morcan y de JorgeCadoudal: el león había probado la sangre, y no era aquel el momento de irritarle.

Mr. Clauses de Coussergues llegó en aquel momento; había oído también pregonar lasentencia. Me encontró con la pluma en la mano: mi carta, de la que me hizo suprimir algunasfrases algo duras, en atención a Mad. de Chateaubriand, partió para su destino; estaba dirigida alministro de Negocios extranjeros. Poco importaba su redacción, mi opinión y mi crimen consistíanen el acto de dimitir: Bonaparte no se engañó. Mme. Bicciochi puso el grito en el cielo al saber loque llamaba mi defección; me mandó a buscar, y me hizo las más vivas reconvenciones. Mr. deFontanes casi enloqueció de miedo en el primer momento: me creyó fusilado cuando menos, asícomo todas las personas que me eran adictas. Por espacio de muchos días mis amigosestuvieron temiendo verme prender por la policía; presentábanse en mi casa de hora en hora,temblando siempre que se acercaban al cuarto del portero. Mr. Pasquier vino a abrazarme al día

siguiente de mi dimisión, diciéndome que se consideraba dichoso en tener un amigo como yo.Este permaneció bastante tiempo en una honrosa medianía, alejado de los negocios públicos.

Sin embargo, se contuvo este movimiento simpático que nos hace objeto de alabanzas por una acción generosa. En nombre de la religión había yo aceptado un empleo fuera de Francia,

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empleo que me había conferido un genio poderoso, vencedor de la anarquía, un jefe emanadodel principio popular, el cónsul de una república, y no un rey continuador de una monarquíausurpada; al principio me hallaba aislado en mi sentimiento, porque era consecuente con miconducta; me retiré cuando se modificaron las condiciones a que podía yo suscribir. Seis mesesdespués del 20 dé marzo, hubiérase creído que no había más que una opinión en la alta clase dela sociedad, con alguna que otra excepción, que solo se manifestaba a escondidas. Lospersonajes caídos pretendían haber sido forzados, y no se forzaba, según ellos decían, sino a losque tenían un gran nombre o una grande importancia, y cada uno, con el objeto de probar esta osus cuarteles, obtenía el ser forzado a fuerza de solicitudes.

Los que más me habían elogiado se alejaron de mí; mi presencia era para ellos unaacusación: las personas prudentes hallan una imprudencia en ceder al honor.

Hay momentos en que la elevación de alma es una verdadera enfermedad, nadie lacomprende, pasa por una limitación de talento, por una preocupación, por una mala inteligenciade educación, por una locura en fin, y por una obcecación que impide ver las cosas tal como son;obcecación honrosa tal vez, dicen, pero que no por eso deja de ser un estúpido idiotismo. Esainteligencia, ¿puede dársele a la persona que nada ve, que permanece extraña a la marcha delsiglo, al movimiento de las ideas, a la transformación de las costumbres, a los progresos de lasociedad? ¿No es una lastimosa equivocación el dar a los acontecimientos una marcha que no

tienen? Encerrados en vuestros estrechos principios, con el espíritu tan escaso como el juicio, oshalláis como una persona que vive en un cuarto interior, no teniendo más vista que la de unestrecho patio, ignorando cuanto pasa en la calle, y sin oír el ruido que reina en derredor. He aquía lo que os conduce un poco de independencia, siendo objeto de lástima para las medianías;porque en cuanto a los espíritus fuertes, para el afectuoso orgullo, y para los ojos sublimes,óculos sublimes, su desdén misterioso os perdona sabiendo que no podéis comprender. Así fue,que me volví a dedicar con más ahínco a la carrera literaria. Pobre Píndaro destinado a cantar enmi primer olimpiada la excelencia del agua, dejando el vino a los dichosos.

La amistad rindió el corazón de Mr. de Fontanes; Mme. Bacciochi interpuso su benevolenciaentre la cólera de su hermano y mi resolución; Mr. de Talleyrand, sea por cálculo o por 

indiferencia, retuvo por mucho tiempo mi dimisión antes de dar cuenta de ella; cuando la anuncióa Bonaparte, había ya tenido éste tiempo bastante para reflexionar. Al recibir de mi parte la únicay directa muestra de acusación de un nombre probo que no temía su cólera, pronuncióúnicamente estas dos palabras: «Está bien.» Algún tiempo después dijo a su hermana:«Confesad que habéis tenido miedo por vuestro amigo.» Mucho tiempo después, hablando conMr. de Fontanes, le confesó que mi dimisión era una de las cosas que más le habían sorprendido.Mr. de Talleyrand me hizo mandar una comunicación en que me reprendía con muchaamabilidad, por haber privado a su departamento de mis talentos y de mis servicios. Devolví losadelantos que se me habían hecho para mi embajada, y todo concluyó en apariencia. Pero alaventurarme a separar de Bonaparte, me había colocado a nivel suyo, y éste se hallaba animadocontra mí de esa mala fe, del mismo modo que yo me había armado contra él de toda mi lealtad.

Hasta su caída tuvo la espada levantada sobre mi cabeza; pensaba algunas veces en mí por unnatural instinto, y procuraba buscar un medio para mezclarme en sus fatales prosperidades; aveces me inclinaba ante él llevado de la admiración que me inspiraba, por la idea de quepresenciaba una transformación social, y no un mero cambio de dinastía; pero en constanteoposición sobre muchos puntos, nuestras dos naturalezas se chocaban a su vez; y si es ciertoque él me hubiera hecho fusilar de muy buena gana, también lo es que al matarlo no hubieratenido yo mucho sentimiento.

La que hace o destruye una gran posición, es la muerte: ella detiene al hombre en el abismoen que se va a hundir, o en la altura a que se halla pronto a encumbrarse: todo es una misióncumplida o no cumplida; en el primer caso se sujeta a examen le que ha sido; en el segundo se

hacen conjeturas sobre lo que hubiera podido ser.Si hubiese únicamente consultado mi ambición, seguramente me habría equivocado.

Carlos X no supo hasta Praga lo que yo hice en 1805; volvía entonces de la monarquía:«Chateaubriand, me dijo en el palacio de Hradschin, ¿habéis servido a Bonaparte? —Si señor. —

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¿Hicisteis vuestra dimisión a la muerte del duque de Enghien? —Si señor.» La desgraciadevuelve la memoria. Ya os he referido que cierto día en Londres, habiéndome refugiado con Mr.de Fontanes bajo una calle de árboles, durante un aguacero el duque de Borbón se acogió bajo lamisma: en Francia, su valiente padre y él que tantas acciones de gracias prodigaban a cualquieraque escribía la oración fúnebre del duque de Enghien, no me han consagrado un solo recuerdo.Sin duda ignoraban mi conducta. Verdad que nunca les hablé de ella.

CHANTILLY, noviembre de 1838.

Muerte del duque de Enghien.

En el mes de octubre apoderose de mí, como de las aves de paso, una desazón que mehabría obligado a mudar de clima, si hubiese podido disponer del poder de las alas y de laligereza de las horas; las nubes que cruzaban el cielo me causaban envidia. Con el fin deengañar mi instinto, me dirigí a Chantilly. Allí, anduve errante sobre el césped en que ancianosguardas arrastran sus pesados pies custodiando los bosques: algunas cornejas revoloteando por encima de los vallados, los árboles y las explanadas, me llevaron hasta los estanques de

Commelli. La muerte me había privado de los amigos que en otro tiempo me acompañaron alpalacio de la reina Blanca. Aquellos sitios y aquellas soledades no eran para mi otra cosa másque un triste horizonte entreabierto un momento por la parle de mis pasados años. En los tiemposde René habría hallado yo los misterios de la vida en el arroyo de la Théve: este oculta sucorriente entre las espigas y el musgo; se halla rodeado de cañaverales, y muere en losestanques que alimenta su juventud siempre espirante y siempre rejuvenecida: estas aguas meencantaban cuando llevaba en mí el desierto con los fantasmas que me sonreían a pesar de sumelancolía, y que yo me complacía en engalanar con flores.

Retirándome por fuera de los setos apenas crecidos, me sorprendió la lluvia; me refugiébajo una haya; sus últimas hojas desaparecían como mis años; su copa se despoblaba como mí

cabeza, y su tronco estaba marcado con un círculo rojo como para que el hacha del leñador loderribara, como me habrá de derribar a mi la guadaña de la muerte. De regreso en la posada,habiendo recogido una porción de plantas de otoño, y en una disposición poco favorable a laalegría, os haré la narración de la muerte del duque de Enghien, teniendo a la vista las ruinas deChantilly.

En el primer momento esta muerte heló de terror todos los corazones: se temía ver la vueltaal reinado de Robespierre. París creyó volverá presenciar uno de esos días que solo se ven unavez: el día de la ejecución de Luis XVI. Servidores, amigos, parientes de Bonaparte, todosestaban consternados. Si en el extranjero, el lenguaje diplomático ahogó repentinamente lasensación popular, no por eso conmovió menos a la multitud. En la familia desterrada de losBorbones, el golpe fue terrible: Luis XVlll devolvió al rey de España la condecoración del Toisónde oro que Bonaparte acababa de recibir: esta devolución fue acompañada de la siguiente carta,que honra mucho seguramente a la mano que la trazó.

«Señor y caro primo: nada puede haber de común entre mí y el gran criminal aquien la audacia y la fortuna han colocado sobre un trono que ha tenido la barbariede salpicar con la sangre de un Borbón, el duque de Enghien. La religión puedellevarme hasta perdonar al asesino; pero debe ser por siempre enemigo mío el tirano de mi pueblo. La Providencia, en sus inescrutables designios, puedecondenarme a pasar el resto de mis días en el destierro; pero jamás, ni los

contemporáneos, ni la posteridad podrán echarme en cara que en los tiemposadversos me he mostrado indigno de ocupar hasta mi último suspiro el trono de misascendientes.»

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Tampoco se debe olvidar otro nombre que se unió al del duque de Enghien; Gustavo Adolfo,el destronado, el proscripto, fue el único de las reyes reinantes entonces que osó alzar la voz parasalvar al joven príncipe francés. Desde Carlsruhe expidió un ayudante de campo, portador de unacarta dirigida a Bonaparte: ésta llegó demasiado tarde; el último de los Condé había dejado deexistir. Gustavo Adolfo devolvió al rey de Prusia el cordón del Águila negra, como Luis XVlll habíadevuelto el Toisón al rey de España. Decía Gustavo al heredero de Felipe el Grande: «Que conarreglo a las leyes de la caballería, no podía él consentir en ser hermano de armas del asesinodel duque de Enghien.» (Bonaparte tenía el cordón del Águila negra). ¡Indecible y amargosarcasmo se encierra en estos inusitados recuerdos de caballería, que se extinguieron ya entodas parles, excepto en el corazón de un rey desgraciado hacia un amigo asesinado; noblessimpatías del infortunio que viven retiradas, sin ser comprendidas, en un mundo extraño a loshombres.

¡Ay! habían pasado a través de una porción de despotismos diferentes; muchoscaracteres, bajo la impresión de una serie de desgracias y de opresiones, carecían ya de lasuficiente energía para llevar luto por mucho tiempo a causa de la muerte del joven Condé: pocoa poco se agotaran las lágrimas; el miedo prorrumpió en felicitaciones al primer cónsul por lospeligras de que recientemente se había salvado: lloraba de reconocimiento por haber sidolibertado con un tan santo sacrificio. Xeron escribió al senado una carta, redactada por Séneca,

que hacia la apología del asesinato de Agripina: los senadores entusiasmados, colmaron debendiciones al hijo magnánimo que no había temido arrancarse el corazón con un parricidio tansaludable. La sociedad volvió muy pronto a entregarse a los placeres; asustábase ella misma desu luto, después del terror, las victimas que habían escapado bailaban y se esforzaban enaparentar que eran felices, y temiendo ser tenidas por culpables de memoria, tenían la mismaalegría que al subir al patíbulo.

La prisión del duque de Enghien no se hizo sin objeto y sin precaución. Bonaparte habíatomado una nota exacta del número de Borbones que había en Europa. En un consejo, a quefueron llamados Mr. de Talleyrand y Mr. de Fouché, se dio cuenta de que el duque de Angulemase hallaba con Luis XVIII en Varsovia; el conde de Artois y el duque de Berry, en Londres, con los

príncipes de Condé y de Borbón. El menor de los Condé se hallaba en Ettenheim, en el ducadode Baden. Se reconoció que los señores Taylor y Drake, agentes ingleses, habían renovado lasintrigas por este lado. El duque de Borbón, con fecha 16 de junio de 1803, avisó a su nieto de unaprisión probable por medio de una carta que le mandó desde Londres y que se conserva aun.Bonaparte convocó a los dos cónsules, sus colegas, y ante todo dirigió amargas quejas contra Mr.Real por haberle dejado ignorar o que contra él se proyectaba: escuchó con paciencia lasescusas, siendo Cambaceres el que se expresó con más energía. Diole Bonaparte las gracias, yfue más allá que él. Esto lo he visto en las memorias de Cambaceres, que uno de sus sobrinos,Mr. de Cambaceres, par de Francia, tuvo la bondad de permitirme consultar, por lo que le hequedado sumamente reconocido. La bomba una vez lanzada, no retrocede al punto de dondepartió; va hacia el sitio adonde se la dirige, y cae. Para llevar a cabo las órdenes de Bonaparte

era preciso violar el territorio de Alemania, y fue inmediatamente violado. El duque de Enghien fuepreso en Ettenheim. A su lado se encontró, en lugar del general Dumouriez, al marqués deTumery, y a algunos otros emigrados de poca nombradía, lo que hubiera debido advertir de laequivocación. El duque de Enghien fue conducido a Estrasburgo. El principio de la catástrofe deVincennes, nos fue referido por el mismo príncipe en un diario de camino desde Ettenheim aEstrasburgo. El héroe de la tragedia se presenta en la escena y pronuncia el siguiente prologo:

Diario del duque de Enghien.

«El jueves 15 de marzo, dice el príncipe, fue rodeada la casa donde vivía enEttenheim por un destacamento de dragones y piquetes de gendarmes, en todo

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como unos doscientos hombres, dos generales, el coronel de dragones y el coronel Charlot, de la gendarmería de Estrasburgo: serian las cinco de la mañana.Habiendo derribado las puertas a las cinco y media, fui conducido al molino cercadel Tejar. Mis papeles fueron ocupados y sellados. Conducido en un carro entredos hileras de soldados, fui así llevado hasta el Rin. Después me embarcaron paraRhisnau. Habiendo desembarcado, fui a pie hasta Pfortsheim. Almorcé en la posada. Subiéronme después en un carruaje con el coronel Charlot, con el comandante de la gendarmería del distrito, un gendarme en el pescante y Grumtheim. Llegué a Estrasburgo a casa del coronel Charlot a las cinco y media dela tarde. Media hora después fui conducido en un fiacre a la ciudadela.

«Domingo 18. Acaban de hacerme levantar a la una y media de la mañana, sindejarme más tiempo que el preciso para vestirme. Después de abrazar a miscompañeros y servidores, parto, acompañado únicamente de dos oficiales degendarmería y dos gendarmes. El coronel Charlot me dijo que íbamos a casa del general de división que había recibido órdenes de París. En lugar de esto hallo uncarruaje de camino con seis caballos, en la plaza de la iglesia. El subtenientePetermann, subió a mi lado, el comandante del distrito, Blitezsdorff, se colocó en el  pescante, dos gendarmes dentro y otro fuera.»

 Aquí el náufrago próximo a sumergirse interrumpe su diario de a bordo.

Llegado que hubo a cosa de las cuatro de la tarde, a una de las barreras de la capital,término del camino real de Estrasburgo, el coche en vez de entrar en París, siguió el baluarteexterior y paró en el castillo de Vincennes... Mandose apear al príncipe en el patio interior, y se lellevó a uno de los aposentos de a fortaleza, donde se le encerró y se quedó dormido. A medidaque el príncipe se iba acercando a París, afectaba Bonaparte una tranquilidad que no era natural.El día |18 de marzo partió para Malmaison era domingo de Ramos. Mme. Bonaparte, que comotodos los de la familia sabía la prisión del duque de Enghien, le habló de ella y Bonaparte le

contestó: «Tu no entiendes nada en política.» El coronel Savary había llegado a tener machainfluencia con Bonaparte; ¿por qué? Porque había visto llorar al primer cónsul en Marenge. Loshombres excepcionales deben desconfiar de sus lágrimas, porque los someten al yugo de loshombres vulgares. Las lágrimas son una de esas debilidades, por los que un testigo puedehacerse dueño de las resoluciones de un gran hombre.

Tiénese por seguro que el primer cónsul hizo redactar todas las órdenes para Vincennes.Decía una da estas órdenes, que si la sentencia que resultase era una sentencia de muerte debíaser ejecutada al momento. Creo esto, aunque no lo puedo afirmar, porque aquellas órdenes handesaparecido: Mme. de Remusat, que en la noche del 20  de marzo jugaba al ajedrez enMalmaison con el primer cónsul, le oyó recitar por lo bajo algunos versos sobre la clemencia de Augusto; creyó aquella por un momento que se había salvado el príncipe. Pero no, el destino

había pronunciado su oráculo. Cuando Savary volvió a aparecer en Malmaison, Mme. Bonaparteadivinó toda la desgracia. El primer cónsul se encerró solo por espacio de muchas horas.Después sopló el viento y lodo se concluyó.

Nombramiento de la comisión militar.

Una orden de Bonaparte del 29 ventoso, año 12, había mandado que se reuniese enVincennes una comisión militar compuesta de siete individuos nombrados por el general

gobernador de París (Murat), para juzgar al duque de Enghien, acusado de haber hecho armas contrala república, etc.

Cumpliendo con esta orden, nombró Joaquín Murat el mismo día 29 ventoso, para componer dicha comisión, a los siete militares siguientes:

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El general Hulin, que mandaba a los granaderos de infantería de la guardiaconsular, presidente.

El coronel Guillon, comandante del primer regimiento de coraceros.

El coronel Bazancourt, comandante del cuarto regimiento de infantería ligera.

El coronel Raier, comandante del 18.º regimiento de infantería de línea.

El coronel Barrois, comandante del 96.° regimiento de infantería de línea.

El coronel Rabbe, comandante del regimiento de la guardia municipal de París.

El ciudadano Autancourt, mayor de la gendarmería de preferencia quedesempeñará las funciones de capitán-relator.

Interrogatorio del capitán-relator.

El capitán Autancourt, el jefe de escuadrón Jacquin, de la legión de preferencia, dosgendarmes de infantería del mismo cuerpo, Lerva, Tharsis y el ciudadano Noirot, teniente delpropio cuerpo, se presentaron en el aposento del duque de Enghien; despertáronle; ¡no tenía queesperar sino cuatro horas para volver a su sueño! El capitán-relator en compañía de Molin,capitán del 18.° de línea, escribano escogido por el citado relator, interrogó al príncipe.

Preguntado que le hubieron por sus nombres, apellidos, edad y punto de sunacimiento,

Respondió: llamarse Luis Antonio Enrique de Borbón, duque de Enghien,nacido el 2 de agosto de 1772 en Chantilly.

Preguntado por el punto en que había residido después de su salida deFrancia,

Respondió: que después de haber seguido a su familia y habiéndose formadoel ejército de Condé, había hecho toda la guerra; y que antes de esto había hechola campaña del Brabante, en 1792 con el ejército de Borbón.

Preguntado si había emigrado a Inglaterra, y si esta potencia le continuabasuministrando alguna pensión,

Respondió: que jamás estuvo allí, que la Inglaterra le seguía pasando una pensión, sin que tuviera otra cosa más para vivir.

Preguntado por el grado que ocupaba en el ejército de Condé,

Respondió: comandante de la vanguardia desde 1796; antes de esta campaña,voluntario en el cuartel general de mi abuelo; pero desde el citado año de 1796,estuve siempre al frente de la vanguardia.

Preguntado si conocía al general Pichegrú, y si había tenido relaciones con él,

Respondió: no me acuerdo de haberle visto jamás: no he tenido con él relaciones de alguna especie. Sé que ha deseado verme, y me doy la enhorabuena

de no haberte conocido, si es verdad que se ha querido valer de medios tan bajoscomo se asegura.

Preguntado si conocía al ex-general Dumouriez y si había estado enrelaciones con él,

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Respondió que no.

De este interrogatorio se tomó acta firmada por el duque de Enghien, por el jefe de escuadrónJacquin, por el subteniente Noirot, por los dos gendarmes y el capitán-relator.

 Antes de firmar el anterior proceso verbal, el duque do. Enghien dijo: «Pido con empeño seme conceda una audiencia particular con el primer cónsul. Mi nombre, mi rango, mi modo de

pensar y la horrible situación en que me encuentro, me hacen esperar que no se desechará mipetición.»

Sesión y fallo de la comisión militar.

 A las dos de la mañana del 21 de marzo, fue conducido el duque de Enghien a la sala en queestaba reunida la comisión; allí, repitió cuanto había dicho en el interrogatorio del relator. Ratificósu primera declaración, y añadió que estaba decidido a hacer la guerra, y que deseaba tomar parte en la nueva campaña de la Inglaterra contra la Francia. «Habiéndosele preguntado si teníaalgo que alegar en su defensa, contestó que nada más tenía que decir.

«El presidente mandó retirar al acusado: el consejo deliberó en sesión secreta;el presidente recogió los votos, empezando por el vocal de menor graduación;cuando todos hubieron votado, emitió el presidente su opinión, y el duque deEnghien fue declarado culpable por unanimidad de votos, y en su vista se le aplicóel articulo... de la ley de... concebido en estos términos... condenándole por tanto ala pena de muerte. Se ordenó que la presente sentencia fuese inmediatamentecumplida después de las diligencias del capitán-relator, y después de haberse

hecho lectura de ella ante el condenado, a presencia de los diferentesdestacamentos de los cuerpos de la guarnición.

«Dado, juzgado y sellado sin desamparar a Vincennes en el día, mes y año dela fecha arriba citada.»

En pos de aquella hoya, abierta, ocupada y cerrada, vinieron diez años de olvido, de alegríageneral y de gloría: la yerba creció al estruendo de las salvas que anunciaban las victorias, a laluz de las iluminaciones, que alumbraban la consagración pontifical, el casamiento de la hija delos Césares, o el nacimiento del rey de Roma. Solamente algunas afligidas personas, pocas enverdad, erraban por los bosques, arriesgándose para lanzar furtivas miradas al pie del foso en

dirección del sitio lamentable, en tanto que algunos presos las veían desde lo alto de la torre quelos encerraba. Llegó la restauración; removiose la tierra del sepulcro y con ella las conciencias:cada uno de por sí creyó entonces que debía explicar su conducta. Mr. Dupin, mayor, publicó sudiscusión; Mr. Hulin, presidente de la comisión militar, habló a su vez; el duque de Rovigo entróen la controversia, acusando a Mr. de Talleyrand: un tercero respondió en nombre de Mr. deTalleyrand, y Napoleón elevó su estentórea voz desde la roca de Santa Elena.

Es necesario reproducir y estudiar estos documentos para dar a cada uno la parte que lecorresponda y el lugar que debe ocupar en este drama. Es de noche y estamos en Chantilly; asícomo era de noche cuando el duque de Enghien se encontraba en Vincennes.

CHANTILLY, noviembre de 1838.

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Año de mi vida, 1804

Cuando Mr. Dupin publicó su folleto, me lo remitió acompañado de la carta siguiente:

«La muerte del desgraciado duque de Enghien, es uno de los acontecimientosque más han afectado a la nación francesa, y que deshonró al gobierno consular.

«Un príncipe en lo mejor de su edad, sorprendido traidoramente en un paísextranjero, donde descansaba tranquilo bajo la salvaguardia del derecho de gentes;arrastrado violentamente a Francia; llevado ante unos que se apellidaban jueces; pero que de modo alguno podían serlo suyos; acusado de crímenes imaginarios; privado del auxilio de un defensor; interrogado y condenado en secreto; ejecutadode noche en los fosos del castillo que servía de prisión de estado; tantas virtudesmenospreciadas, tantas esperanzas destruidas, harán para siempre de estacatástrofe, uno de los actos más crueles a que haya podido entregarse un gobiernoabsoluto.

«Si no se han respetado formas ningunas; si les jueces eran incompetentes; si 

no se han tomado él trabajo de citar en sus disposiciones la fecha y al testo de lasleyes sobre que fundaban esta condena; si el desgraciado duque de Enghien fuefusilado en virtud de una sentencia firmada en blanco... y que no se regularizóhasta después de haberse ejecutado! no es, pues, tan solo la víctima inocente deun error judicial; el hecho conserva su verdadera designación: es un vil asesinato.»

Este elocuente exordio conduce a Mr. Dupin al examen de las piezas de la causa; demuestradesde luego la ilegalidad de la prisión; el duque de Enghien no fue preso en Francia; no eraprisionero de guerra porque no fue cogido con las armas en la mano; no era tampoco un presocivil, pues no se había pedido la extradición; aquello fue un atropello violento de su persona,

comparable solo a las capturas de los piratas tunecinos y de Argel, una incursión de ladronesincursio latronum. 

Pasa el jurisconsulto a la incompetencia de la comisión militar; jamás ha sido de la atribuciónde las comisiones militares el conocer en supuestos complots tramados contra el Estado.

Sigue después el examen del juicio.

«El interrogatorio (continúa Mr. Dupin), fue el 29 de ventoso a las doce de lanoche. El 30 de ventoso a las dos de la mañana, compareció el duque de Enghienante la comisión militar.

«Léese en la minuta del juicio: Hoy 30 de ventoso del año XII de la república, alas dos de la mamama: las palabras dos de la mañana, que se escribieron, porqueen efecto era aquella la hora, están borradas en la minuta sin haberlasreemplazado con indicación alguna.

«No se presentó ni fue oído un solo testigo contra el acusado.

«¡Se declara culpable al acusado! ¿Culpable de qué? En el fallo no se dice una palabra.

«En todo fallo se debe citar la ley en virtud de la que se aplica la sentencia.

«Pues bien, ninguna de esas formas se ha observado en este proceso; nada

atestigua que los comisarios hayan tenido a la vista un ejemplar de la ley; nadaasegura que el presidente leyó el texto de ella antes de aplicarla. Muy lejos de eso,el proceso en su forma material, ofrece la prueba de que los comisarioscondenaron sin saber la fecha ni el espíritu de la ley, toda vez que han dejado en

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blanco en la minuta de la sentencia, la fecha de la ley, el número del artículo y el lugar destinado para el texto. ¡Y a pesar de todo, por la minuta de una sentenciaconstituida en tal estado de imperfección, hicieron correr los verdugos aquellanoble sangre! 

«La deliberación debe ser secreta, pero la pronunciación del fallo debe ser  pública; la ley lo dice así. Es verdad que en el juicio de 30 de ventoso dice: El consejo deliberando a puertas cerradas, pero no hace mención en parte alguna de

que se volvieran a abrir; no se halla expresado que se pronunciase en sesión pública el resultado de la deliberación. Y aun cuando así fuera, ¿podría crearse?¡Una sesión pública a las dos de la mañana en la torre de Vincennes, y hallándoseguardadas todas las avenidas del castillo por gendarmes de confianza! Pero al finno tuvieron ni la precaución de recurrir a la mentira; nada dice el juicio acerca deeste punto.

«Está firmado este rallo por el presidente y los otros seis comisarios, incluso el relator, pero debe observarse que falta en la minuta la firma del escribano, cuyoconcurso, sin embargo, era necesario para darle autenticidad.

«Termina la sentencia con esta terrible fórmula: Será ejecutado en seguida de

la diligencia del capitán relator.«¡En seguida! palabras desgarradoras que son obra de los jueces. ¡En

seguida! Cuando una ley expresa del 15 brumario del año VI, concedía el recursode revisión contra todo fallo militar!»

Pasando a la ejecución Mr. Dupin, se expresa así.

«Interrogado de noche, juzgado de noche, el duque de Enghien fue muertotambién de noche. Éste horrible sacrificio debía consumarse en medio de las

tinieblas, para que se dijera que habían sido violadas todas las leyes, todas, hastalas que prescriben la publicidad de la ejecución.»

Tal es en resumen el luminoso folleto de Mr. Dupin. Ignoro, no obstante, si en un acto de laíndole del que examina el autor, es de alguna importancia la mayor o menor regularidad: que elduque de Enghien fuese ahogado en una silla de posta en el camino de Estrasburgo a París, omuerto en el bosque de Vincennes, viene a ser lo mismo. ¿No es, pues, providencial el ver a loshombres después muchos años, demostrar unos la irregularidad de un asesinato en que nohabían lomado la menor parte, y presentarse otros sin ser mandados, ante la acusación pública?¿Qué han escuchado? ¿Qué voz sobrenatural les ha intimado a que compareciesen?

CHANTILLY, noviembre de 1838.

El general Hulin.

Después del gran jurisconsulto se ve llegar a un veterano ciego; mandó los granaderos de laantigua guardia, y con esto está dicho todo. Recibió de Mallet su última herida, cuyo impotenteplomo fue a perderse en un rostro que jamás se volvió ante las balas. Herido de ceguera, retirado

del mundo, no teniendo otro consuelo que los cuidados de su familia (son sus propias palabras),el juez del duque de Enghien parecía salir de su tumba llamado por el soberano juez: defendía sucausa sin hacerse ilusiones y sin excusarse.

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«Que nadie se engañe, dice, acerca de mis intenciones. No escribo por miedo, porque mi persona se halla bajo la protección de leyes emanadas del mismo trono,y porque bajo el gobierno de un rey justo, nada tengo que temer de la violencia ni de la arbitrariedad. He escrito para decir la verdad, aun en aquello que me puedaser desfavorable. Así pues, no pretendo justificar ni la forma ni el fondo de lasentencia, pero si voy a demostrar bajo qué influjo y en medio de quécircunstancias se ha pronunciado: quiero alejar de mí y de mis colegas la idea deque hemos obrado como hombres de partido. Si a pesar de todo debevituperársenos aun, quiero que se diga al mismo tiempo de nosotros: ¡Fueron biendesgraciados!»

El general Hulin asegura, que fue nombrado presidente de una comisión militar cuyo objetoignoraba; que cuando llegó a Vincennes lo Ignoraba aun; que los demás individuos de la comisiónlo ignoraban también, y que el comandante del castillo dijo no saber él tampoco una palabra,añadiendo: «¿Qué queréis? Yo no soy nadie aquí. Todo se hace sin mi anuencia; es otro el queda aquí las órdenes.»

Eran las diez de la noche cuando el general Hulin salió de su incertidumbre por haber 

recibido los autos. — Abriose la audiencia a media noche, luego que el capitán relator terminó elexamen del prisionero. «La lectura de las piezas de la causa, dice el presidente de la comisión,promovió un incidente. Advertimos que al fin del interrogatorio sufrido ante el capitán-relator, elpríncipe antes de firmar  escribió, con su propia mano, algunas líneas manifestando deseos detener una entrevista con el primer cónsul . Un individuo propuso trasmitir al gobierno aquellapetición. La comisión lo difirió; pero en aquel momento el general que había venido a colocarsedetrás de mi sillón nos hizo presente que aquella petición era inoportuna. Por otra parte, nohallando en la ley disposición alguna que nos autorizase a sobreseer, la comisión en su vistapasó adelante, reservándose satisfacer los deseos del acusado después determinados losdebates.»

He aquí lo que refiere el general Hulin. Ahora bien, léese este otro pasaje en la memoria delduque de Rovigo: «Había demasiada gente para que me hubiera sido fácil, habiendo llegado delos últimos, penetrar hasta detrás de la silla del presidente, en cuyo sitio llegué al fin acolocarme.»

¿Era, pues, el duque de Rovigo quien se situó detrás del sillón del presidente? Pero bienfuese él u otro cualquiera, ¿no formando parte de la comisión tenia derecho de intervenir en losdebates de aquella comisión, y de hacer presente la inoportunidad de una petición?

Escuchemos lo que dice el comandante de los granaderos de la antigua guardia, acerca delvalor del joven hijo de Condé.

«Procedí al interrogatorio del acusado; presentose ante nosotros, fuerza esdecirlo, con noble tranquilidad, rechazó la acusación de haber tomado parte directani indirectamente en un complot de asesinato contra el primer cónsul; pero confesóal propio tiempo haber tomado las armas contra la Francia, diciendo con un valor y una arrogancia, que no nos permitió, por su propio interés, nacerle variar sobreeste asunto: «Que había sostenido los derechos de su familia, y que un Condé no podía jamás entrar en Francia sino con las armas en la mano. Mi nacimiento, mi opinión, añadió, me hace para siempre enemigo de vuestro gobierno.»

«La firmeza de sus confesiones hacia desesperar a los jueces. Diez veces le pusimos en disposición de rectificar sus declaraciones, y siempre insistió en ellas

de un modo inalterable: «Veo, decía de cuando en cuando, las honrosas,intenciones de los individuos de la comisión, pero no puedo servirme de los mediosque me ofrecen.» Y al advertirle que las comisiones militares juzgaban sinapelación: «Ya lo sé, me contestó, y no desconozco el peligro a que me expongo:

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deseo tan solo tener una entrevista con el primer cónsul.»

¿Hay por ventura en nuestra historia una página más patética? La nueva Francia juzgando ala antigua le rendía homenaje, le presentaba las armas, y saludaba su bandera al tiempo decondenarla; el tribunal establecido en la fortaleza en que el gran Condé, prisionero cultivabaflores; el general de los granaderos de la guardia de Bonaparte, sentado en frente del últimodescendiente del vencedor de Rocroy se hallaba conmovido de admiración ante el acusado sin

defensor, abandonado del mundo, y a quien se le estaba interrogando al compás de los golpesdel sepulturero que abría su tumba. Algunos días después de la ejecución exclamaba el generalHulin: «¡Qué valiente joven! qué ánimo! Quisiera morir como él!»

El general Hulin después de haber hablado de la  primera y segunda redacción de lasentencia dijo: «En cuanto a la segunda redacción, la única verdadera como no contenía la ordende ejecutar en seguida, sino solo de leer en seguida la sentencia al reo, la ejecución inmediata,no seria obra de la comisión sino únicamente de aquellos que cargaron con la responsabilidad deacelerar aquella fatal ejecución.

«¡Ah! ¡bien diferentes eran nuestras ideas! Apenas se firmó la sentencia, me puse a escribir una carta en la que haciéndome intérprete del voto unánime de lacomisión, me dirigía al primer cónsul participándole el deseo que habíamanifestado el príncipe de tener una entrevista con él, y suplicándole al mismotiempo le librase de una pena que el rigor de nuestra posición no nos había permitido eludir.

«En aquel momento fue cuando un hombre que había permanecidoconstantemente en la sala del consejo, y que nombraría ahora si no reflexionaseque aun defendiéndome, no me conviene acusar... «¿Qué hacéis ahí? me dijoacercándoseme. —Escribo al primer cónsul, le respondí, para manifestarle losdeseos del consejo y del reo.— Vuestra misión ha terminado, me dijo tomando la pluma, lo demás es de mi incumbencia.»

«Confieso que creí, y muchos de mis colegas lo mismo, que quería decir: a mí me toca avisar al primer cónsul. Tomando en este sentido su respuesta, nos quedóla esperanza de que nuestros votos llegarían a oídos del que apetecíamos. ¿Y cómo se nos había de haber ocurrido que el que así nos hablaba tuviese orden desalvar todas las formalidades que las leyes exigen?»

En esta deposición se halla todo el secreto de aquella funesta catástrofe. El veterano queexpuesto siempre a morir en el campo de batalla, había aprendido de la muerte el lenguaje de la

verdad concluyó con estas palabras:

«Hablábamos de lo que acababa de ocurrir, en la pieza inmediata a la sala delas deliberaciones. Se habían suscitado conversaciones parciales; esperaba yo mi carruaje, que no habiendo podido entrar en el patio interior, como tampoco ningunode los demás individuos, retardó mi marcha y la de ellos; nos hallábamosencerrados sin poder comunicarnos con nadie de afuera, cuando se oyó unaexplosión; ruido horrible que resonó en el fondo de nuestras almas helándolas deterror y espanto.

«Si, lo juro en nombre de todos mis colegas; nosotros no autorizamos aquellaejecución, nuestro fallo decía que se remitiese una copia de él al ministro de laGuerra, otra al decano del tribunal supremo de justicia y otra al general en jefegobernador de París.

«La orden de ejecución no podía ser expedida legalmente sino por este último;

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no se habían aun mandado las copias, y no podían hallarse concluidas quizá entodo aquel día. Una vez en París hubiera ido a ver al gobernador, al primer cónsul,¿quién sabe lo que yo hubiera hecho? ¡pero de repente un ruido espantoso nosreveló que el príncipe había dejado de existir! 

«Ignorábamos si el que tan cruelmente había precipitado aquella tristeejecución tenía ordenes para ello: si no las tenía, él es el solo responsable, si lastenía la comisión, extraña a ellas, la comisión cuyo último deseo era la salvación

del príncipe, no pudo prevenir ni evitar su cumplimiento, y no se le puede acusar deél.

«Veinte años han trascurrido desde este suceso; y aun no se ha podidotemplar la amargura de mi dolor. Que se me acuse de ignorancia, de error,consiento en ello; que se me eche en cara una obediencia a la que hoy día sabríasustraerme en igualdad de circunstancias; mi adhesión a un hombre a quien creíadestinado a labrar la felicidad de mi país, mi fidelidad a un gobierno que teníaentonces por legitimo y que había recibido mis juramentos; pero que se me tengaen cuenta, lo mismo que a mis compañeros, las fatales circunstancias en que nosvimos llamados a ejercer el triste ministerio que entonces desempeñamos.»

La defensa es débil, pero una vez que os arrepentís, general, ¡la paz sea con vos! Si vuestrofallo fue el pasaporte del último Condé, iréis a reuniros con la vanguardia de los muertos, con elúltimo conscripto de nuestra antigua patria. El joven soldado tendrá un placer en partir su lechocon el granadero de la antigua guardia, y dormirán juntas la Francia de Friburgo y la Francia deMarengo.

CHANTILLY, noviembre de 1838.

El duque de Rovigo.

El duque de Rovigo, dándose golpes de pecho, toma puesto en la procesión que va aconfesarse a la tumba. Había yo estado largo tiempo bajo el poder del ministro de Policía quesucumbió al influjo que él supuso haberme devuelto el regreso de la legitimidad: comunicome unaparte de sus Memorias. Los hombres en su posición, hablan de lo que han hecho con un candor maravilloso, no se aperciben de lo que dicen contra sí mismos; se acusan sin conocerlo, nosospechan que hay más opinión que la suya con respecto a los cargos que han desempeñado, ya la conducta que han seguido. Aunque hayan faltado a la fidelidad no creen por eso haber violado sus juramentos; si han desempeñado papeles repugnantes a otros genios, piensan haber 

hecho de ese modo eminentes servicios. Su sencillez no los justifica pero los escusa.El duque de Rovigo me consultó sobre los capítulos en que trata de la muerte del duque de

Enghien; deseaba conocer mi modo de pensar, precisamente porque sabia lo que yo habíahecho; agradecile aquella prueba de estimación y devolviéndole franqueza por franqueza, leaconsejé que no publicase nada. Díjele: «Dejad morir esos recuerdos; en Francia llega pronto elolvido. Creéis lavar a Napoleón de una mancha, y hacer recaer la falta en Mr. De Talleyrand; coneso no justificáis al primero lo bastante, ni acusáis suficientemente al segundo. Presentáis elflanco a vuestros enemigos, los cuales no dejarán de contestaros. ¿Que necesidad tenéis dehacer recordar al público que mandabais la gendarmería elegida en Vincennes? El ignora la partedirecta que tuvisteis en aquella desgraciada catástrofe y vos se la reveláis. General, arrojad alfuego vuestro manuscrito; os lo digo así por interés vuestro.»

Imbuido en las máximas gubernamentales; del imperio, creía el duque de Rovigo que estasmáximas convenían asimismo al trono legítimo; tenía la convicción de que su folleto le abriría lapuerta de las Tullerías.

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 A la luz de este escrito podrá la posteridad ver dibujarse aquellos enlutados fantasmas. Quiseocultar al culpable que vino durante la noche a pedirme un asilo, pero no acepté la hospitalidad demi hogar.

Mr. de Rovigo describe la marcha de Mr. Causaincourt, a quien no nombra; habla del rapto deEttenheim, del viaje del prisionero a Estrasburgo y de su llegada a Vincennes. Después de unaexpedición sobre las costas de Normandía, el general Savary volvió a Malmaison. A las cinco dela tarde del 19 de marzo, 1804, fue llamado por el primer cónsul, quien le entregó una carta

cerrada para que se la entregase al general Murat, gobernador de París. Corre a casa delgeneral, halla al ministro de Negocios extranjeros, recibe la orden de incorporarse a lagendarmería de preferencia, y de marchar con ella a Vincennes. Llega a aquel punto a las ochode la noche, y ve llegar a los individuos de la comisión. Penetra de seguida en la sala en que se juzgaba al príncipe, el día 21 a la una de la madrugada, y toma asiento detrás del presidente.

Da cuenta de las respuestas del duque de Enghien, poco más o menos como las refiere elproceso verbal en su única sesión. Me contó que el príncipe, después de haber dado sus últimasexplicaciones, se quitó repentinamente la gorra que llevaba, la colocó sobre la mesa, y como unhombre que entrega resignadamente su vida, dijo al presidente: —«Señor nada más tengo quedecir.»

Mr. de Rovigo insiste en que la sesión no tuvo nada de misteriosa: «Las puertas de la sala,dice, hallábanse abiertas para todos los que podían entrar en ella a aquella hora.» Mr. Dupinhabía notado ya este descabellado raciocinio. Con este motivo, Mr. Aquiles Roche que pareceescribir por inspiración de Mr. De Talleyrand, exclama: «¡Con que la sesión no fue misteriosa! ¡Amedia noche! ¡Se celebró en la parte habitada del castillo, en la parte habitada de una prisión!¿Quién, pues, se halló presente a aquella sesión? Los carceleros, los soldados y los verdugos.»

Nadie podía dar pormenores más exactos sobre la hora y el sitio de la ejecución que Mr. DeRovigo: escuchémosle:

«Después de pronunciada la sentencia, me retiré con los oficiales de mi cuerpo, que como yo, habían asistido a los debates, y fui a reunirme a las tropasque se hallaban sobre la explanada del castillo. El oficial que mandaba la infanteríade mi legión vino a decirme con una emociona profunda que le pedían un piquete para ejecutar la sentencia de la comisión militar: «Dadle, respondí. —¿Pero adóndedebo enviarle?— Adonde no haya peligro de herir a nadie, porque ya a aquellahora los habitantes de París cruzaban el camino para dirigirse a los diferentesmercados.»

«Después de haber examinado detenidamente el terreno, el oficial escogió el foso como sitio el más seguro para no poder nacer daño a nadie. El duque deEnghien fue conducido a él por la escalera de la torre de entrada del lado del 

 parque, y allí se le leyó la sentencia, que fue ejecutada.» Al pie de este párrafo se halla la siguiente nota del autor de la memoria; «En el 

intervalo que media entre la sentencia y su ejecución se había abierto una huesa:lo que ha dado lugar a que se diga que la huesa se había abierto antes de lasentencia.»

Desgraciadamente las inadvertencias en este punto son lastimosas: «¡Mr. De Rovigopretende, dice Mr. Aquiles Roche, apologista de Talleyrand, que él no hizo más que obedecer;¿quién le transmitió, pues, la orden de ejecución? Parece que fue un tal Mr. Delga, muerto en

Wagran. Pero, fuese o no Mr. Delga, si Mr. Savary se equivoca al citarnos a Mr. Delga, nadiereclamará seguramente hoy día la gloria que se le atribuye a este oficial. Acusan a Mr. De Rovigode haber precipitado esta ejecución, y responde que él no fue, sino un hombre que ha muerto, elcual dijo que había recibido ordenes para la inmediata ejecución de la sentencia.»

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El duque de Rovigo no está muy feliz hablando de la ejecución, que dice tuvo lugar de día;además de que esto, no modificando el hecho, no hacia más que quitarle un hachón al suplicio.

«A la hora en que el sol sale al aire libre ¿había necesidad, dice el general, de un farol, por ventura, para ver a un hombre a seis pasos? No es decir, añade, que el sol estuviese claro ysereno: como durante toda la noche había estado cayendo una lluvia menuda, quedaba aun unaniebla húmeda que retardaba su aparición. La ejecución se verificó a las seis de la mañana, y elhecho está atestiguado por documentos irrecusables.»

Y el general no indica ni menciona estos documentos. La marcha del proceso demuestra queel duque de Enghien fue juzgado a las dos de la mañana y fusilado en seguida. Estas palabrasdos de la mañana, escritas al margen de la primera minuta de la sentencia, se hallan despuésborradas en la misma. El proceso verbal de la exhumación prueba por la deposición de los trestestigos Mme. Bon, el Sr. Godard y el Sr. Bounelet (este había ayudado a abrir la huesa), que laejecución se efectuó de noche. Mr. Dupin, mayor, cita la circunstancia de un farol colgado delantedel pecho del duque de Enghien para servir de blanco, o bien sostenido para el mismo objeto por una mano segura; por la del príncipe. Se ha hablado mucho de una gran piedra sacada de susepulcro, con la que probablemente aplastaron la cabeza del paciente. En fin, el duque deRovigo, según decían, habíase vanagloriado de poseer algunos despojos del holocausto; aun yomismo he dado crédito a esos rumores; pero los documentos legales prueban que no eranfundados.

Según el proceso verbal, fecha del miércoles 20 de marzo de 1816, los médicos y cirujanosencargados de la exhumación del cuerpo, reconocieron que la cabeza se hallaba magullada, quela mandíbula superior , enteramente separada de los huesos de la cara, estaba guarnecida dedoce dientes; que la mandíbula inferior , fracturada en la parte media, estaba dividida en dos, y no presentaba sino tres dientes. El cuerpo se hallaba tendido boca abajo, con la cabeza más bajaque los pies, y tenía una cadena de oro rodeada a las vértebras del cuello.

En el segundo proceso verbal de exhumación (en la misma fecha, 20 de marzo de 1816) el proceso verbal general, asegura que se halló con los restos del esqueleto una bolsa de tafilete,

que contenía once monedas de oro, otras setenta del propio metal envueltas en cartuchoslacrados, cabellos, restos de los vestidos y pedazos de la gorra, que conservaban los agujeros delas balas.

De modo que Mr. de Rovigo no pudo recoger ningún despojo; la tierra que los contenía los hadevuelto, y ha demostrado la probidad del general; no se ató ningún farol ante el pecho delpríncipe, pues se hubieran encontrado los fragmentos lo mismo que se hallaron los pedazos de lagorra, ni se halló en el sepulcro piedra alguna; la descarga del piquete, a seis pasos, ha sidosuficiente para destrozar la cabeza, para separar la mandíbula superior de los huesos de la cara,etc. No faltaba a este sarcasmo de las vanidades humanas más que la inmolación de Murat,gobernador de París; la muerte de Bonaparte cautivo, y esta inscripción grabada sobre el ataúddel duque de Enghien:

«Aquí yace el cuerpo del muy alto y poderoso príncipe de la sangre, par deFrancia, muerto en Vincennes el 21 de marzo de 1804, a la edad de treinta y unaños, siete meses y diez y nueve días.» El cuerpo eran unos huesos destrozados y secos; el alto y poderoso príncipe era unos cuantos fragmentos del esqueleto de unsoldado; ni una sola palabra que recuerde aquella catástrofe, ni una queja en aquel epitafio grabado por una familia tan afligida; ¡efecto portentoso del respeto que el siglo tiene por las obras y por las susceptibilidades revolucionarias! También seapresuraron a hacer desaparecer la capilla mortuoria del duque de Berry.

¡Cuántas miserias! Borbones que habéis regresado inútilmente a vuestros palacios, y no os ocupasteis de otra cosa que de exhumaciones y de funerales;vuestra vida ha pasado; ¡Dios lo ha querido así! La antigua gloria de Francia pereció delante de la sombra del gran Condé en un foso de Vincennes, tal vez en el mismo sitio en que Luis IX, a quien se aproximaban como a un santo, «se sentaba

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bajo una encina, y donde todos los que deseaban algo de él se acercaban ahablarle sin los obstáculos de la etiqueta ni de otra especie, y cuando notabaalguna cosa vituperable en las palabras de los que hablaban por otros, él mismo laenmendaba, y todos los que tenían que hablarle, le hablaban a su alrededor.»(Joinville.)

El duque de Enghien pidió hablar a Bonaparte. ¡Deseaba alguna cosa de él , y no fue

escuchado! ¿Quién desde el borde del revellín contemplaba en el fondo del foso aquellas armas,aquellos soldados apenas iluminados por una linterna en medio de las nieblas y de las sombras,como en la noche eterna? ¿Dónde estaba colocado el farol? ¿El duque de Enghien tenía abiertaa sus pies la sepultura? ¿Fue obligado tal vez a saltarla para ponerse a la distancia de seis pasos, mencionada por el duque de Rovigo?

Se ha conservado una carta del duque de Enghien, escrita a la edad de nueve años, a supadre el duque de Borbón, dice así: «¡Todos los Enghien son dichosos, el de la batalla deCerisoles; el que ganó la batalla de Rocroy: yo espero serlo también!»

¿Es cierto que se le negó un sacerdote a la víctima? ¿Es verdad que solo con mucho trabajopudo hallar una persona que se encargase de llevar a una mujer la última prenda de su amor?¿Qué importaba a los verdugos un sentimiento de piedad o de ternura? ¡Ellos estaban allí paramatar, el duque de Enghien para morir!

El duque de Enghien se había casado en secreto por medio de un sacerdote, con la princesaCarlota de Rohan; en aquellos tiempos en que la patria andaba errante, un hombre, a causa desu elevación misma, hallábase esclavizado por mil exigencias políticas; para disfrutar de losderechos que la sociedad pública concede a todo el mundo, se veía obligado a ocultarse. Aquelmatrimonio legítimo, conocido hoy día, realza aun más el brillo de aquel trágico fin, sustituye lagloria del cielo al perdón del cielo: la religión perpetúa la pompa de la desgracia, cuando despuésde consumada la catástrofe, se alza una cruz en el sitio desierto.

CHANTILLY, noviembre de 1838.

Mr. de Talleyrand.

Mr. de Talleyrand, según el folleto de Mr. de Rovigo, presentó una memoria justificativa a LuisXVIII: esta memoria, que yo no he visto, y que debía ilustrar todos los hechos, no ilustraba

ninguno. En 1820, nombrado ministro plenipotenciario en Berlín, desenterré de los archivos de laembajada una carta del ciudadano Laforest, escrita al ciudadano Talleyrand, con motivo de lossucesos del duque de Enghien. Esta carta enérgica es tanto más honorífica para su autor, cuantoque no temía éste comprometer su carrera sin recibir recompensa de la opinión pública, debiendopermanecer ignorado el hecho.

Mr. de Talleyrand recibió la lección, y calló: a lo menos nada hallé suyo en los mismosarchivos concerniente a la muerte del príncipe. El ministro de Negocios extranjeros había enviadoa decir el 2 ventoso al ministro del elector de Baden: «Que el primer cónsul había creído deber dar órdenes a los destacamentos de que marchasen a Offembourg y a Ettenheim paraapoderarse en estos puntos de instigadores de conspiraciones inauditas, que por su naturaleza

colocan fuera del derecho de gentes a todos aquellos que manifiestamente han tomado parte enellas.»

Un pasaje de los generales Gourgaud, Montholan, y del doctor Ward presenta en escena aBonaparte: «Mi ministro, dice éste, me representó con mucha eficacia que era menester 

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apoderarse del duque de Enghien, aunque se hallase en un territorio neutral. Pero yo vacilabatodavía, y el príncipe de Benevento me trajo por dos veces la orden de prisión para que yo lafirmase. Sin embargo, hasta después de convencerme de la urgente necesidad de aquel acto, nome decidí a firmarla.»

Según el Memorial de Santa Elena, se le escaparon a Bonaparte estas palabras: «El duquede Enghien se comportó ante el tribunal con gran valor. A su llegada a Estrasburgo me escribióuna carta; esta carta fue remitida a Talleyrand, quien la conservó hasta después de la ejecución.»

No doy mucho crédito a la existencia de semejante documento: creo más bien que Napoleónhaya transformado en carta la petición que hizo el duque de Enghien para hablar al vencedor deItalia, o mejor las pocas líneas que expresaban este deseo que el príncipe escribió de su manoantes de firmar el interrogatorio sufrido ante el relator. Sin embargo, aunque esta carta no se hayaencontrado, no por eso sería imposible que hubiese sido escrita. «Yo supe, dice el duque deRovigo, que en los primeros días de la restauración en 1814, uno de los secretarios de monsieur de Talleyrand estuvo haciendo minuciosas pesquisas en los archivos bajo la galería del Museo.He sabido eso por el que recibió la orden de franquearle la entrada. Lo mismo hizo en el depósitode la Guerra, con respecto a las actas del proceso del duque de Enghien, del que no queda másque la sentencia.»

El hecho es cierto: todos los papeles diplomáticos» y en particular la correspondencia de Mr.de Talleyrand con el emperador  y el  primer cónsul , fueron transportados de los archivos delMuseo al palacio de la calle de San Florentino: una gran parte fue destruida, el resto metidodentro de una estufa, a la que sin duda se olvidaron prender fuego: la prudencia del ministro nopudo ir más allá contra la ligereza del príncipe. —Los documentos que se escaparon de la quemafueron hallados; hubo alguno que creyó deberlos conservar; he tenido en mis manos, y he leídocon mis ojos una carta de Mr. de Talleyrand; está fechada el día 8 de marzo de 1804, y es relativaal arresto aún no consumado del duque de Enghien. El ministro incita al primer cónsul aensañarse contra sus enemigos. No me permitieron conservar esta carta, y solamente recuerdode ella estos dos pasajes. «Si la justicia obliga a castigar rigorosamente, la política exige que secastigue sin excepción... Indicaré al primer cónsul a Mr. de Caulaincourt, a quien podrá dar sus

ordenes, y que las ejecutará con tanta discreción como fidelidad.»¿Este documento del príncipe de Talleyrand aparecerá completo algún día? Lo ignoro, pero loque si sé es que existía aun hace dos años. Hubo una deliberación del consejo para la prisión delduque de Enghien. Cambaceres, en sus Memorias inéditas, asegura, y yo lo creo, que se opuso aesta prisión; pero refiriendo lo que él dijo, no nos refiere lo que le contestaron.Hubo una deliberación del consejo para la prisión del duque de Enghien, Cambaceres, en susMemorias inéditas, asegura, y yo lo creo, que so opuso a esta prisión; pero refiriendo lo que éldijo, no nos refiere lo que le contestaron.

Por lo demás, el Memorial de Santa Elena niega las súplicas de perdón que Bonapartetuvo que escuchar. La pretendida escena de Josefina pidiendo de rodillas el perdón del duque de

Enghien, agarrándose a la ropa de su inexorable marido y dejándose arrastrar por él, es una deesas invenciones de melodrama, con las cuales nuestros jabalislas forman hoy la verdaderahistoria. Josefina ignoraba el 19 de marzo por la noche que debiera ser juzgado el duque deEnghien, sabiendo únicamente que se hallaba preso, había prometido a Mme. de Remusatinteresarse por la suerte del príncipe. Al tiempo de volver ésta con Josefina a Malmaison el 19 por la noche, notó que la futura emperatriz, en vez de hallarse exclusivamente ocupada del peligro delprisionero de Vincennes, sacaba muy a menudo la cabeza por la ventanilla del carruaje para ver aun general que venía en su comitiva: la coquetería de una, mujer había dirigido a otra parte elpensamiento de la que podía únicamente salvar la vida del duque de Enghien. El día 21 de marzofue cuando únicamente Bonaparte dijo a su esposa: «El duque de Enghien ha sido fusilado.»

Estas Memorias de Mr. de Remusat, a quien he conocido, eran sumamente curiosas encuanto a las interioridades de la corte imperial. El autor las quemó durante los cien días, ydespués las volvió a redactar, y no son otra cosa que recuerdos reproducidos por recuerdos; elcolorido se ha debilitado algo, pero Bonaparte se ve siempre en ellas tal como es, y juzgado conimparcialidad.

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Personas afectas a Napoleón dicen que este no supo la muerte del duque de Enghien, sinodespués de la ejecución del príncipe: esto parecería confirmado en algún modo por la anécdotareferida por el duque de Rovigo, concerniente a Real cuando iba a Vincennes, si esta anécdotafuese verdadera. La muerte, llevada a cabo por intrigas del partido revolucionario, fue aprobadapor Napoleón después de consumada, para no irritar a hombres que creía poderosos; pero estaingeniosa explicación no es admisible.

Participación de cada uno.

Resumiendo ahora todos estos hechos, he aquí la que yo he venido a sacar de positivo.

Bonaparte quiso la muerte del duque de Enghien; nadie le había impuesto como condiciónesta muerte para subir al trono. Esta supuesta condición es una de las sutilezas de los hombrespolíticos, que pretenden en todo hallar causas ocultas.— Sin embargo, es muy posible quealgunos hombres comprometidos viesen con placer al primer cónsul separarse para siempre delos Borbones. El acto de Vincennes fue asunto del temperamento violento de Bonaparte, un

acceso de fría cólera alimentado por las sugestiones de su ministro.Mr. de Caulaincourt solo es culpable de haber ejecutado la orden de prisión.

Murat solo tiene que echarse en cara el haber trasmitido órdenes, y el no haber tenido laresolución necesaria para retirarse; no se halló en Vincennes durante el enjuiciamiento.

El duque de Rovigo se halló encargado de la ejecución, y tenía probablemente una ordensecreta.— El general Hulin lo cree así: ¿quién hubiera cargado con la responsabilidad deejecutar  inmediatamente una sentencia de muerte contra el duque de Enghien sin una ordensuperior?

En cuanto a Mr. de Talleyrand, sacerdote y caballero, él fue quien inspiró y preparó el

asesinato, inquietando a Bonaparte sin cesar: temía la vuelta de la legitimidad. Sería posible,recopilando lo que Napoleón dijo en Santa Elena, y las cartas del arzobispo de Autun, el probar que tomó una parte muy activa en la muerte del duque de Enghien. En vana se objetaría que lafrivolidad, el carácter y la educación del ministro debían impedirle esta violencia, que la corrupcióndebería privarle de la energía necesaria; no por eso seria menos probable que él fue quiendecidió al cónsul a la fatal prisión. La prisión del duque de Enghien verificada el 15 de marzo noera ignorada de Mr. de Talleyrand; diariamente conversaba con Bonaparte en el tiempotrascurrido entre el arresto y la ejecución. Mr. de Talleyrand, ministro instigador, se arrepintió.¿Dijo al primer cónsul una sola palabra en favor del desgraciado príncipe? Lógico es el creer queaprobó la ejecución de la sentencia.

La comisión militar sentenció al duque de Enghien, pero con dolor y con arrepentimiento.

Tal es, concienzuda, imparcial y estrictamente la parte que corresponde a cada uno. Misuerte se ha aliado demasiado ligada a esta catástrofe para que no trate yo de iluminar sustinieblas y exponer sus menores detalles. Si Bonaparte no hubiese muerto al duque de Enghien;si él me hubiera catequizado cada vez más (cosa a que seguramente se inclinaba) ¿qué hubierasucedido? mi carrera literaria hubiera terminado: entrando repentinamente en la carrera política,en la que he probado lo que hubiera podido hacer, en la guerra de España me hubiera hecho ricoy poderoso. La Francia hubiera podido ganar en mi unión al emperador, pero yo hubiera perdidoseguramente. Tal vez hubiera llegado a mantener algunas ideas de libertad y de moderación en lacabeza del grande hombre; pero mi vida, colocada entre las que se tienen por dichosas, sehubiera visto privada e lo que ha engendrado en ella el carácter y el honor: la pobreza, la lucha y

la independencia.

CHANTILLY, noviembre de 1838.

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Bonaparte: sus sofismas y sus remordimientos.

Finalmente el principal acusado se alza después de los demás, y cierra la marcha de lospenitentes ensangrentados. Supongamos que un juez haga comparecer ante él al llamadoBonaparte, lo mismo que el capitán instructor hizo comparecer al llamado de Enghien; supongamos que nos queda la minuta del último interrogatorio calcado sobre el primero;comparad y leed:

 Al preguntarle su nombre y apellido, respondió llamarse Napoleón Bonaparte.

Peguntado en donde residió desde su salida de Francia, respondió:

—En las Pirámides, en Madrid, en Berlín, en Viena, en Moscú, en Santa Elena.

Preguntado por el grado que tenía en el ejército, respondió:

—Comandante de la vanguardia de los ejércitos de Dios.

Ninguna otra respuesta sale de la boca del acusado.

Los diferentes actores de esta tragedia se han atacado mutuamente; Bonaparte tan solo nohace recaer las faltas sobre nadie, conserva su grandeza bajo el peso de la maldición; no doblasu cabeza y permanece de pie, exclamando como el estoico: «¡Dolor, jamás confesaré que seasun mal!» Pero lo que su orgullo no le consiente confesar a los vivos hállase obligado a confesarloa los muertos. Este Prometeo, con el buitre sobre el seno, usurpador del fuego del cielo, se creíasuperior a todo, y se ve obligado a responder al duque de Enghien, a quien ha reducido al polvoantes de tiempo: el esqueleto, trofeo sobre el cual se ha agitado, le interroga y le domina por unanecesidad divina.

El servilismo del ejército, la antecámara y la tienda de campaña, tenían sus representantesen Santa Elena: un servidor muy apreciable por su fidelidad al amo que había elegido, fue acolocarse al lado de Napoleón, como un eco, a su servicio. La sencillez repetía la fábula, dándolaun acento de sinceridad. Bonaparte era el Destino: lo mismo que él, engañaba con las formas alos espíritus fascinados; pero en el fondo de la impostura se oía resonar la inexorable verdad:«¡Yo soy!» Y el universo gimió bajo su peso.

El autor de la obra más acreditada sobre Santa Elena, expone la teoría que Napoleón inventóen favor de los asesinos: el desterrado voluntario admite como palabras del Evangelio unacharlatanería homicida de muchas pretensiones que podría explicar únicamente la vida deNapoleón tal como él la quería presentar, y tal como quería que se escribiese. Dejaba susinstrucciones a sus neófitos: el conde de las Casas aprendía sin saberlo su lección; el grancautivo, errante por los solitarios senderos, arrastraba tras sí a su crédulo adorador con sus

mentiras, lo mismo que Hércules suspendía a los hombres de su boca con cadenas de oro.«La primera vez dice el honrado chambelán, que oí a Napoleón pronunciar el nombre del

duque de Enghien, me puse encendido como la grana. Afortunadamente iba yo detrás de él por un sendero estrecho, pues de otro modo no hubiera dejado de notarlo. Sin embargo, cuando por la vez primera desenvolvió el conjunto de este acontecimiento con todos sus detalles y susaccesorios, cuando expuso los diferentes motivos con su lógica estricta, luminosa y atractiva,debo decir que el asunto tomó a mis ojos un aspecto enteramente nuevo... El emperador hablómuchas veces de él, lo que me hizo descubrir en su persona rasgos característicos muypronunciados. He podido con este motivo ver en él muy distintamente y en diversas ocasiones, alhombre privado batallando con el hombre público, y los sentimientos naturales de su corazón en

oposición con su orgullo y con la dignidad de su posición. En el abandono de la intimidad no semostraba indiferente a la suerte del desgraciado príncipe; pero en cuanto se hallaba en público,era ya otra cosa. Un día, después de haber hablado conmigo de la suerte y de la juventud deaquel desgraciado, concluyó diciendo: «Después supe que me apreciaba; me han asegurado quehablaba de mí con cierta admiración, y sin embargo, he aquí la justicia distributiva de este

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¿mundo!» Y estas, últimas palabras fueron dichas con tal expresión, toda su fisonomía se hallabatan en armonía con ellas, que si el que deploraba napoleón hubiese estado entonces en su poder,seguramente que cualesquiera que fuesen sus intenciones o sus actos, hubiera sido perdonadoinmediatamente... El emperador tenía costumbre de considerar este suceso bajo dos puntos devista muy diferentes: el del derecho común, o sea el de la justicia establecida y el del derechonatural, o de los extravíos de la violencia.

«Entre nosotros, y hablando familiarmente, Napoleón decía, que la falta en suesencia podía muy bien atribuirse a un exceso de celo; pero que en lo exterior soloa miras privadas o a misteriosas intrigas. Decía haber sido impulsadoinopinadamente; que habían sorprendido, por decirlo así, sus ideas, precipitado susdisposiciones, encadenado sus resultados. «Seguramente, exclamaba, si hubieseyo sido instruido a tiempo de ciertas particularidades concernientes a las ideas y carácter del príncipe; si sobre todo hubiese visto la carta que me escribió y que nome remitieron, sabe Dios por qué, seguramente hubiera perdonado. Y era muy fácil advertir que únicamente el corazón y la naturaleza dictaban estas palabras al emperador, y esto solo hablando en familia, porque se hubiera creído humillado deque se pudiese creer un solo momento que procuraba echar la culpa a otro o quese bajaba hasta el punto de justificarse; su temor en este punto, o más bien sususceptibilidad, eran tales, que hablando a personas extrañas o escribiendo sobreeste asunto para el público, se circunscribía a decir que si hubiese tenidoconocimiento de la carta del príncipe, tal vez le hubiese perdonado, vistas lasgrandes ventajas políticas que de ello hubiera podido sacar; y trazando con sumano sus últimos pensamientos, que él supone deber ser consagrados a suscontemporáneos y a la posteridad, dice sobre este asunto, que confiesa ser uno delos más delicados, que si se hallase aun en las mismas circunstancias, volvería ahacer lo que hizo.»

Este trozo, en cuanto al escritor, tiene todos los caracteres de la más completa sinceridad,esta brilla hasta en la frase en que el conde de las Casas declara que Bonaparte hubieraperdonado inmediatamente a un hombre que no era culpable. Pero las teorías del jefe sonsutilezas, a favor de las cuales se esfuerzan en conciliar lo que es irreconciliable. Haciendodistinción del derecho común o de la justicia establecida, y del derecho natural o de los arrebatosde la violencia, Napoleón creía escudarse con un sofisma que de nada le servía: no podíasometer la conciencia del mismo modo que había sometido el mundo. Hay una flaqueza naturalen los espíritus grandes y en los pequeños cuando se comete una alta, que es el querer hacerlapasar por la obra del genio, o por una vasta combinación que el vulgo no puede comprender. Elorgullo dicta todas estas cosas, y los tontos las creen. ¿Bonaparte miraba sin duda como el signo

de un talento dominador esta sentencia que él anuncia en calidad de hombre grande? ¡He aquí la justicia distributiva de este mundo! ¡Ternura verdaderamente filosófica! ¡Qué imparcialidad!¡Cómo justifica, escudándose con el destino el mal emanado de nosotros! Se cree subsanarlolodo cuando se dice: «¡Cómo ha de ser! eso estaba en mi naturaleza; es dependiente de laflaqueza humana.» Cuando se ha quitado la vida a un padre, se diría: «¡Dependía de mipredisposición!» Y el vulgo se queda con la boca abierta, y se examina el cráneo de este granhombre y se le encuentra esta predisposición! ¿Se debe por ventura, tolerar el ser de este modo?Seria el mundo un caos, si todos los hombres que tienen ciertas predisposiciones quisierandominarse unos a otros. Cuando no se pueden borrar los errores, se los diviniza; hácese undogma de los crímenes, y se cambian en religión los sacrilegios, juzgando una apostasía elrenunciar al culto de sus iniquidades.

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Lo que se deduce de todo lo que va dicho.— Enemistades suscitadas por la muerte delduque de Enghien.

La vida de Bonaparte suministra una gran lección. Dos actos criminales han preparado yperpetrado su caída; la muerte del duque de Enghien y la guerra de España. Por más que él hayaquerido ahogarles en su gloria, ellos han subsistido para perderle. Pereció por el lado que se juzgaba fuerte, profundó, invendible, cuando violaba las leyes de la moral, descuidando y

despreciando su verdadera fuerza, esto es, sus cualidades superiores en el orden, en la equidad.Mientras que se limitó a atacar la anarquía y a los extranjeros enemigos de la Francia, llevóconsigo la victoria; pero se vio despojado de su fuerza en el momento en que marchó por un malcamino: el cabello cortado por Dalila no representa otra cosa que la pérdida de la virtud. El crimenlleva consigo una incapacidad radical y un germen de desgracia; practiquemos, pues, el bien, siqueremos ser felices, y seamos justos para ser sabios.

En prueba de esa verdad, nótese que en el momento de la muerte del príncipe empezó ladisidencia que, creciendo en razón de la mala fortuna, provocó la caída del que llevó a cabo latragedia de Vincennes. El gabinete de Rusia con motivo del arresto del duque de Enghien, dirigióenérgicas representaciones contra la violación del territorio del imperio. Bonaparte sintió el golpe,y respondió en El Monitor con un artículo sangriento que recordaba la muerte de Pablo I. En SanPetersburgo habíanse celebrado honras fúnebres por el joven Condé. Sobre el cenotafio se leía:«Al duque de Enghien quem devaavit bellua corsica.» Ambos poderosos adversarios sereconciliaron pronto, al menos en apariencia; pero la mutua herida que había abierto la política ydilatado el insulto quedó siempre en el corazón; Napoleón no se creyó vengado hasta que fue adescansar a Moscú: Alejandro no se vio satisfecho hasta que entró en París.

El odio del gabinete de Berlín provino del mismo origen; hablo aquí de la noble carta de Mr.de Laforest, es la que contaba a Mr. de Talleyrand el efecto producido por el asesinato del duquede Enghien en la corte de Postdam. Mme. Staël se hallaba en Prusia, cuando llegó la nueva deVincennes. «Estaba yo en Berlín, dice, sobre el muelle de la Spree, y mí habitación era un cuartobajo. Una mañana, a eso de las ocho, me despertaron, para decirme que el príncipe Luis

Femando se hallaba a caballo al pie de mis ventanas, y que me suplicaba fuese a hablarle.— ¿Sabéis me dijo, que el duque de Enghien ha sido arrancado del territorio de Baden, entregado auna comisión militar y fusilado veinte y cuatro horas después de su llegada a París? —¡Quelocura! le conteste: ¿no conocéis que los que hacen circular esos rumores son los enemigos de laFrancia?— En efecto, lo confieso; por grande que fuese mi rencor contra Bonaparte, no llegaba ahacerme creer en la posibilidad de una infamia semejante.— Puesto que dudáis de lo que osdigo, me respondió el príncipe Luis, os enviaré El Monitor, en el que podréis leer la sentencia; ydichas estas palabras, partió; la expresión de su fisonomía presagiaba la venganza o la muerte.Un cuarto de hora después tuve en mis manos El Monitor del 21 de marzo (30 pluvioso), quecontenía una sentencia de muerte, pronunciada por la comisiona militar residente en Vincennes,contra el llamado Luis de Enghien. ¡Así es como los franceses nombraban al nieto de los héroes

que han hecho la gloria de su patria! Aun cuando se abjurasen todas las preocupaciones delilustre nacimiento que la vuelta de las formas monárquicas debían necesariamente renovar, ¿esposible blasfemar de ese modo de los recuerdos de la batalla de Lens y de la de Rocroy? Esemismo Bonaparte que tantas batallas ha ganado, no sabe ni aun respetarlas; para él no hay nipasado ni porvenir; su alma imperiosa y llena de arrogante desprecio no reconoce nada de loconsagrado por la opinión; no admite el respeto sino hacia la fuerza existente. El príncipe Luís;me escribía empezando su carta por estas palabras: «El llamado Luis de Prusia desea preguntar a Mme. de Staël, etc.» Resentíase de la injuria hecha a la sangre real a que él pertenecía, alrecuerdo de los héroes entre los cuales aspiraba ardientemente a colocarse. ¿Cómo después deeste horroroso atentado han podido unirse a un hombre como ese un solo rey de Europa? ¿Sedirá que obligado por la imperiosa necesidad? Hay un santuario en el alma, donde jamás debepenetrar su imperio; si así no fuese, ¿qué seria la virtud sobre la tierra? Un entretenimiento queno convendría sino a los tranquilos placeres de los hombres privados.»

Este resentimiento del príncipe, que debía pagar con la vida, duraba aun cuando se abrió lacampaña de Rusia en 1805. Federico Guillermo dice en su manifiesto del 9 de octubre: «Los

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alemanes no han vengado la muerte del duque de Enghien; pero nunca, el recuerdo de esteatentado se borrará de su memoria.»

Estos pormenores históricos, poco apreciados merecían serlo sin embargo, porque ellosexplican las enemistades cuya causa seria difícil encontrar en otra parte, y manifiestan al mismotiempo los escalones porque la Providencia conduce el destino de un hombre, para llegar desdela culpa al castigo.

Un artículo del Mercurio.— Cambio en la vida de Bonaparte.

¡Dichosa mi vida, que no fue a lo menos turbada por el miedo ni atacada del contagio, niarrastrada por los malos ejemplos! La satisfacción que experimentó hoy por lo que entonces hiceme confirma más y más en que la conciencia no es una quimera, más contento que todos estospotentados, que todas esas naciones rendidas a los pies del glorioso soldado, repaso con unorgullo disimulable esta página que me ha quedado como mi único bien, y que a nadie debo sinoa mí. En 1807 con el corazón conmovido aun por el atentado que acabo de referir, escribía yo las

siguientes líneas: ellas hicieron suspender la publicación del Mercurio y expusieron nuevamentemi libertad.

«Cuando en el silencio de la abyección no se oye más que el ruido de la cadena del esclavo yla voz del delator; cuando todo tiembla ante el tirano, siendo tan peligroso incurrir en su favor como en su desgracia, el historiador parece encargado de la venganza de los pueblos. En vanoprospera Nerón; Tácito había ya nacido en tiempo del imperio; crece desconocido al lado de lascenizas de Germánico, y ya la equitativa Providencia ha entregado a un hijo oscura la gloria delseñor del mundo. Si el papel de historiador es hermoso, está sin embargo, rodeado de peligroscon frecuencia; pero hay altares, como el del honor, que aunque abandonados, reclaman todavíasacrificios: el dios no se ha aniquilado, aunque su templo se halle desierto. En cualquier parte enque quede a la justa causa una probabilidad, por pequeña que sea, debe probarse fortuna, sinque esto pueda llamarse heroísmo; las acciones magnánimas son aquello cuyo resultado previstoes la desgracia y la muerte. ¿Qué importan los reveses, si nuestro nombre, pronunciado por laposteridad, va a hacer latir un corazón generoso dos mil años después de nuestra vida?»

La muerte del duque de Enghien, introduciendo un principio nuevo en la conducta deBonaparte, descompuso su recta inteligencia. Se vio precisado a adoptar, para que le sirvieran deescudo, máximas en que no tuvo a su disposición la fuerza entera, porque las farseaba a cadapaso por su gloria y por su genio. Hízose sospechoso; causó miedo; perdiose la confianza que séhabía puesto en él y en su destino; viose obligado a conocer, ya que no a buscar hombres queno hubiera conocido jamás, y que por su influencia se creían sus iguales: el contagio de su llagase extendía por todo su cuerpo. No se atrevía a acriminar a estos hombres, porque había perdido

la libertad de acriminar. Sus grandes cualidades permanecieron las mismas; pero sus buenasinclinaciones se alteraron y no sostuvieron a aquellas; con la corrupción de aquella marchaoriginal se deterioró su naturaleza. Dios mandó a sus ángeles que alteraran la armonía deluniverso, que cambiaran sus leyes, y le inclinaran sobre sus polos:

«Los ángeles, dice Milton, impelieron oblicuamente el centro del mundo... el sol recibió la orden de invertir su curso sobre el camino del ecuador... Los vientosdesgajaron los árboles y trastornaron los mares.»

They with labor push‘d  Oblique the centrie globe... the sun

Vas bid turn reins from the equinoctial road.

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(Winds;).

... redn d the woods, and seas upturn.

Abandono de Chantilly.

Las cenizas de Bonaparte, ¿serán exhumadas como lo han sido las del duque de Enghien?Si hubiese yo podido hacerlo, esta última víctima dormiría aun sin honores en el foso del castillode Vincennes. Este excomulgado debiera haber sido abandonado, según Raimundo de Tolosa,en un ataúd abierto; la mano de ningún hombre debiera haber osado cubrir bajo una tabla altestigo de los juicios incomprensibles y de la cólera de Dios. El esqueleto abandonado del duquede Enghien y la tumba desierta de Napoleón en Santa Elena formarían una pendiente inversa;nada habría más conmemorativo que estos restos, unos frente a los otros, a los dos extremos dela tierra.

 Al menos el duque de Enghien no ha quedado en tierra extranjera, como el desterrado de losreyes: éste tuvo cuidado de devolver al otro a su patria; algo cruelmente, es verdad; pero, ¿esto

será para siempre? La Francia, en donde tantas cenizas se han esparcido al soplo de larevolución, no guarda fidelidad a los huesos. El anciano Condé, en su testamento, dice que no sehalla seguro del país que habitará el día de su muerte ¡Oh Bossuet! ¡Qué no hubierais añadido ala obra maestra de vuestra elocuencia si cuando hablabais del ataúd del gran Condé hubieseispodido penetrar en el porvenir!

 Aquí mismo, en Chantilly; fue donde nació el duque de Enghien. Luis Antonio Enrique deBorbón, nacido en 2 de agosto de 1772 en Chantilly, dice la sentencia de muerte. Sobre estosprados jugó durante su infancia; la huella de sus pasos se ha borrado. Y el vencedor de Friburgo,de Nordlingen, de Lens, de Senef, ¿a dónde ha ido con sus manos victoriosas, ahoradesfallecidas? Y sus descendientes, el Condé de Johannisberg y de Bersthein, y su hijo y su

nieto, ¿dónde están? Ese castillo, esos jardines, esos surtidores de agua, que no se callaban dedía ni de noche, ¿qué se han hecho? Estatuas mutiladas; leones de los que se restauran a cadapaso las garras o las mandíbulas; trofeos de armas esculpidos en un muro ruinoso, escudo deflores de lis borradas; cimientos de torres destruidas; algunas galerías de mármol sobre lascaballerizas desiertas, en que va no resuenan los relinchos del caballo de Rocroy; al lado de unpicadero una elevada puerta no concluida, he aquí lo que queda de los recuerdos de una heroicaestirpe: un testamento, anudado por un cordón, ha cambiado los poseedores de aquella herencia.

La selva entera ha sucumbido poco a poco a los devastadores golpes del hacha ¡Oh inútilesmemorias mías! Yo no podría deciros ahora:

Qu‘ a Chantilly, Condé vous lise quelque fois;Qu'Enghin en soit touché 25 .

Hombres oscuros, ¿qué somos nosotros al lado de esos hombres ilustres? Desapareceremospara no volver: tú renacerás ¡oh clavellina! que reposas sobre mi mesa, al lado de este papel, yde la que he cogido la pequeña flor tardía entre los brezos; pero nosotros no reviviremos con elsolitario perfume que me ha distraído.

25 ¡Que Condé os loa alguna tez en Chantilly; que Enghien se enternezca!

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Año de mi vida 1804.— Voy a habitar a la calle de Miromesnil.— Verneuil.— Alejo deTocqueville.— Lo Mesnil.— Mézy.— Mereville.

Desde entonces, separado de la vida activa, pero protegido por la influencia de Mme.Bacciochi contra la cólera de Bonaparte, dejé mi habitación provisional de la calle de Beaume, yfui a habitar a la de Miromesnil. La pequeña habitación que yo alquilé fue ocupada después par Mr. de Lally-Tolendal y madame Denair, su muy amada, como él decía, en tiempo de Diana de

Poitiers. Mi jardinillo daba a un almacén de madera, y tenía al lado de mi ventana un gran álamoque Mr. de Lally-Tolendal, a fin de respirar un aire menos húmedo, derribó por sí mismo con surobusta mano, que él veía trasparente y descarnada: esto era una ilusión como otra cualquiera. Elempedrado de la calle concluía delante de mi  puerta; más adelante la calle, o mejor dicho elcamino subía por un terreno desigual, que se llamaba el Cerro de los Conejos. Este terrenosembrado de algunas casas aisladas, terminaba a la derecha en el jardín del Tívoli, punto dedonde salí con mi hermano para la emigración; a La izquierda está el jardín de Monncesaux.Paseábame con frecuencia por aquel abandonado parque; la revolución empezó en él, en mediode las orgías del duque de Orleáns: este sitio había sido embellecido con estatuas desnudas demármol, con ruinas artificiales, símbolo de la política ligera y bordada que iba a cubrir a la Franciade llanto y desolación.

No me ocupaba en nada, todo lo más que hacia era entretenerme en el jardín con algunosabetos, o hablaba del duque de Enghien con tres o cuatro cuervos, a la orilla de un rio artificial,escondido debajo de un tapiz de verde musgo. Privado de mi legación alpina y de mis amistadesde Roma, de la misma manera que había sido privado de repente de mis relaciones de Londres,no me sabia que hacer de mi imaginación y de mis sentimientos; colocábalos todas las tardes a laaltura del sol, cuyos rayos no podían transpórtalos a los mares. Volvía a mi casa y procurabadormirme al murmullo de las hojas de mi álamo.

Entre tanto mi dimisión había aumentado mi renombre: un poco de valor sienta siempre, bienen Francia. Algunas personas de la antigua reunión de Mme. de Beaumont me introdujeron ennuevas sociedades.

Mr. de Tocqueville, cuñado de mi hermano y tutor de mis dos sobrinos huérfanos, habitaba elpalacio de Mme. de Senazan: en todas partes había herencias de patíbulo. Allí veía crecer a missobrinos con sus tres primos, los de Tocqueville, entre los cuales se educaba Alejo, autor de laDemocracia en América. Más mimado estaba él en Verneuil que lo había yo sido en Combourg.¿Será esta la última capacidad que he visto pasar ignorada en embrión? Alejo de Tocqueivillerecorrió la América civilizada, de la cual no visité yo más que las selvas.

Verneuil ha cambiado de dueño; ha pasado a manos de Mme. de Saint-Fargeau, célebre por su padre y la revolución que la adoptó por hija.

Cerca de Nantes, en Mesnil, hallábase Mme. de Rosambo: mi sobrino Luis de Chateaubriandse casó allí después con Mlle. de Orglandes, sobrina de Mme. de Rosambo: y a ésta no hacebrillar su belleza junto al estanque ni bajo las hayas de su morada, ¡ha pasado ya! Cuando ibadesde Verneuil a Mesnil encontraba casi siempre en el camino a Mezy: Mme. de Mezy era unanovela encerrada en la virtud y en el amor maternal. Al menos, si su hijo, que cayó desde unaventana y se rompió la cabeza, hubiese podido como las codornices que cazábamos, volar desdeallí y refugiarse en la Isla-Bella, isla pequeña del Sena, Coturnioe per stipulas pascens.

 Al otro lado de ese Sena, no lejos del Marais, Mme. de Vintimille me presentó a Meneville.Meneville era un oasis emanado de la sonrisa de una musa; pero de una de esas musas que lospoetas gaulas llamaban doctas-hadas. Allí fueron leídas las Aventuras de Blanca y de Velleda enpresencia de generaciones elegantes, que escapándose unas de otras, como las flores, escuchanhoy las quejas de mis años.

Poco a poco mi inteligencia, fatigada del reposo en mi retiro de Miromesnil, vio aparecer lejanos fantasmas. El Genio del Cristianismo me inspiró la idea de hacer la prueba de esta obra,mezclando personajes cristianos a personajes mitológicos. Una sombra que mucho tiempodespués llamé Cimodocea se dibujó vagamente en mi imaginación, aunque todavía sin perfiles

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bien marcados. Comprendida una vez Cimodocea, me encerré con ella, como tengo siemprecostumbre de hacerlo con las hijas de mi imaginación; pero antes de que estas salgan del estadode sueño, y antes de que hayan pasado desde las orillas del Leteo por las puertas de marfil,cambian de forma muchas veces. Si las creo por amor, las destruyo por amor, y el objeto único yquerido que luego doy a luz es el producto de mil infidelidades.

Solo un año habité en la calle de Miromesnil, por que fue vendida la casa que yo ocupaba. Arregleme después con la marquesa de Coislin quien me alquiló el sota-banco de su palacio en la

plaza de Luis XV.

Mme. de Coislin.

Mme. de Coislin era una señora de modales muy distinguidos; contaba muy cerca de ochentaaños, y sus ojos orgullosos y dominantes tenían una singular expresión de talento y de ironía.Mme. de Coislin carecía de ciencia, de lo cual se vanagloriaba; había atravesado el siglovolteriano sin saberlo, y si alguna idea había tenido de él, se redujo a considerarle como una

época de cultura popular. No es esto decir que ella hablase nunca de su nacimiento; teníademasiado talento para incurrir en el ridículo: sabía tratar a sus inferiores sin descender hastaellos; pero nunca podía olvidar que era hija del primer marqués de Francia. Aunque descendía deDrogon de Nesle, muerto en la Palestina en 1096; de Raoul de Nesle, condestable y que habíasido armado caballero por Luis IX; y de Juan II de Nesle, regente de Francia durante la últimacruzada de San Luis, Mme. de Coislin decía que esta era una necedad de la fortuna, de que ellano podía hacerse la responsable: pertenecía naturalmente a la corte, como otras más felicespertenecen a la calle; lo mismo que hay yeguas de raza y matalonas de simón: no podía nacer nada contra aquel acaso de la fortuna, y le era preciso soportar el mal con que el cielo habíaquerido castigarla.

¿Estuvo Mme. de Coislin en relaciones con Luis XV? Esto fue lo que nunca me confesó;convenía, sin embargo, en que había sido muy amada; pero siempre pretendió haber tratado consumo rigor al real amante. «Le vi muchas veces a mis pies, decía, y confieso que tenía unos ojosencantadores y un lenguaje seductor. Me propuso un día regalarme un neceser de porcelanacomo el que tenía Mme. de Pompadour. —¡Ah señor! exclamé, ¿seria para ocultarme debajo deél?»

Por una singular casualidad vi yo aquel neceser en casa de la marquesa de Cuninghan, enLondres; había sido regalo de Jorge IV, y me lo enseñaba con la más encantadora sencillez.

Mme. de Coislin ocupaba en su palacio una habitación que se abría bajo la columnata quecorresponde a la galería del guarda-muebles. Dos marinas de Vernet, que Luis el muy amado había regalado a la noble dama, estaban clavadas sobre una antigua tapicería de raso verde.Mme. de Coislin permanecía hasta las dos en su cama, colgada igualmente de verde, incorporaday recostada sobre almohadas. Una especie de cofia de noche, mal prendida cabeza, dejabaescapar algunos cabellos grises. Enormes arracadas de diamantes montados a la antigua caíansobre las hombreras del sobre-todo de cama, sembrado de tabaco como en tiempo de loselegantes de la Fronda.

 A su alrededor y entre la colcha, veíanse esparcidos confusamente una porción de sobresseparados de sus cartas, sobre los cuales Mme. de Coislin escribía en todos sentidos suspensamientos: nunca compraba papel, porque le proveía de él el correo. De vez en cuando unaperrita, llamada Lili, sacaba el hocico por bajo de las sábanas, me ladraba por espacio de cinco oseis minutos, y se volvía a esconder refunfuñando bajo la ropa. A este estado había reducido los

años a la joven amante de Luis XV.Mme. de Chateauroux y sus dos hermanas eran primas.de Mme. de Coislin; ésta no hubiera

tenido la misma calma que Mme. de Mally, arrepentida y cristiana, cuando respondió a un hombreque la insultaba en la iglesia de San Roque con un dictado poco decoroso: «Amigo mío, puesto

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que me conocéis; rogad a Dios por mí.»

Mme. de Coislin, avara como lo son muchas personas de talento, amontonaba el dinero ensus arcas. Vivía consumida por la avaricia; cuando la hallaba ocupada en el arreglo de susinterminables cuentas, parecíame estar viendo el avaro Hermócrates, que dictando sutestamento, se nombraba a sí mismo por heredero. A pesar de esto, tenía de vez en cuandoconvidados a su mesa; pero siempre echaba pestes contra el café, que a nadie gustaba, segúndecía, y que no tenía otro objeto que el de prolongar la comida.

Mme. de Chateaubriand hizo un viaje a Vichy con Mme. de Coislin y el marqués de Nesle; elmarqués se adelantaba siempre una jornada, y hacía preparar buenas comidas. Mme. de Coislin,sin embargo, no pedía después más que una media libra de cerezas. Al salir le presentaban unacuenta enorme, y entonces era ella: la buena señora decía que solo había tomado unas cerezas,y el posadero sostenía que en las posadas se acostumbraba pagar la comida, que se comiese oque no.

Mme. de Coislin tenia una religión a su modo; crédula e incrédula, la falta de la fe la haciaburlarse de creencias cuya superstición le causaba miedo. Encontrose una vez con Mme. deKrudner; la misteriosa francesa no se hallaba iluminada sino a beneficio de inventario; no agradóa la ferviente rusa, la que tampoco le agradó a ella. Mme. de Krudner dijo a Mme. de Coislin:

«Señora, ¿quién es vuestro confesor interior?— Señora, respondió Mme. de Coislin: no conozcoa mi confesor interior; sé únicamente que mi confesor está en el interior de su confesonario.»

Y aquí se separaron ambas mujeres para no volverse a ver.

Mme. de Coislin se vanagloriaba de haber introducido una novedad en la corte: la moda delos rizos flotantes, contra la voluntad de la reina María de Leczinska, mujer muy piadosa, que seoponía a esta peligrosa innovación. Sostenía que en otro tiempo una persona de cierta categoría, jamás se hubiera acordado de pagar al médico. Hablaba contra la abundancia de ropa blanca enlas mujeres: «Eso es de señoras de ayer, decía: nosotras las señoras de la corte, solo teníamosdos camisas, que renovábamos conforme se iban usando; íbamos vestidas con trajes de seda, yno teníamos aire de modistas, como las señoritas de hoy día.»

Mme. Suard, que vivía en la calle Real, tenía un gallo, cuyo cauto importunaba a Mme. deCoislin, tanto, que ésta escribió a aquella: «Señora, mandad que corten la cabeza a vuestrogallo.» Mme. Suard devolvió la respuesta siguiente: «Señora, tengo el honor de contestaros quede ninguna manera haré cortarla cabeza a mi gallo.» No pasó de aquí la correspondencia; peroMme. de Coislin dijo a Mme. de Chateaubriand: «Dios mío, ¡qué tiempo hemos alcanzado! ¡y esamujer es la hija de Pankoucke, la esposa de ese miembro de la Academia! Ya sabéis quien digo.»

Mr. Henin, antiguo empleado en el ministerio de Negocios extranjeros, y fastidioso como unprotocolo, zurcía algunas malas novelas. Leyendo cierto día a Mme. de Coislin una descripción enque una amante llorosa y abandonada pescaba melancólicamente un salmón, la marquesa, queno era aficionada a este pescado interrumpió al autor, diciéndole con un tono muy serio, que le

sentaba tan bien: «Mr. Henin, ¿no pudierais hacer que esa enamorada pescase otro pez?»Las anécdotas que refería Mme. de Coislin no podían retenerse en la memoria, porque no

tenían fondo alguno; toda su belleza consistía en la pantomima, en el acento y la expresión de lanarradora, y nunca se la veía reír. La oí un diálogo entre Mr. y Madama Jacqueminot, en queestaba inimitable. Cuando en la conversación entre ambos esposos, Mme. de Jacqueminot decía:«¡Pero Mr. Jacqueminot  este nombre era pronunciado de una manera tal, que no podía unomenos de soltar la carcajada. Mme. de Coislin entre tanto esperaba gravemente a queconcluyese la risa y tomaba un polvo.

Leyendo en un periódico la muerte de muchos reyes, quitose los anteojos, y dijo sonándose:«Se ha declarado una epizootia entre los animales coronados.»

En el momento en que se hallaba próxima a abandonar el mundo, decía no sé quien a lacabecera de su cama que nadie sucumbía sino por su culpa, y que si siempre se estuviera enguardia contra el enemigo, nadie se moriría: «Lo creo, dijo Mme. de Coislin, pero temo muchopadecer una distracción.» Y poco después expiró.

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 Al día siguiente bajé a su casa; hallé en ella a Mr. y Mme. de Avaray, su hermana y sucuñado, sentados delante de la chimenea, que sobre una pequeña mesa contaban una porciónde luises que habían sacado de un escondrijo, encerrados en un gran saco. La pobre difuntaestaba allí cerca en su cama y con las cortinas medio descorridas: ya no oía el ruido del oro quehubiera debido despertarla, y que contaban aquellas manos fraternales.

Entre los pensamientos escritos por aquella señora al margen de los impresos o en lossobres de las cartas, hay algunos muy ingeniosos. Mme. de Coislin me había hecho ver lo que

quedaba aun de la corte de Luis XV en tiempo de Bonaparte, y después de Luis XVI, así comoMme. de Houdetot me hizo conocer los restos existentes aun en el siglo XIX de la sociedadfilosófica.

Viaje a Vichy, a la Auvernia y a Mont-Blanc.

En el verano de 1805 marché a reunirme con Madama de Chateaubriand en Vichy, adonde lahabía llevado Mme. de Coislin como llevo dicho. No encontré allí a Jussac, a Termes, ni a

Flamarin, a quienes Mme. de Sevigné había llevado delante y detrás de sí en 1677: hacía másde ciento veinte años que dormían. Dejé en París a mi hermana, Mme. de Caud, que estabaestablecida allí desde el otoño de 1804. Después de una corta estancia en Vichy, Mme. deChateaubriand me propuso que viajásemos para alejarnos por algún tiempo de los enredospolíticos.

En mis obras se han intercalado dos viajes que yo hice entonces a la Auvernia y Mont-Blanc.Después de treinta y cuatro años de ausencia, hombres que no   me conocían me hicieron enClermont la acogida que

se hace a un antiguo amigo. El que se ha ocupado mucho tiempo de los principios de quegoza la raza humana en comunidad, tiene amigos, hermanos y hermanas en todas las familias:

porque si el hombre es ingrato, la humanidad es agradecida. Para los que se han dejado arrastrar por el renombre y que nunca os han visto, siempre sois el mismo; para ellos siempre tenéis laedad que os han supuesto; su entusiasmo no decae con vuestra presencia, os mira siempre joveny hermoso, como los sentimientos que admiran en vuestros escritos. Cuando era yo niño, allá enmi Bretaña, y oía hablar de la Auvernia, figurábame que era este un país muy remoto, donde seveían cosas extraordinarias, adonde no se podía ir sino corriendo gran riesgo, y caminando bajola salvaguardia de la Santa Virgen. Nunca puedo mirar sin una especie de tierna curiosidad aesos jóvenes auverneses que van a buscar fortuna por el mundo con una pequeña caja de abeto.Ellos no tienen otra cosa que la esperanza dentro de su caja al bajar de sus rocas. ¡Dichosos deellos si la vuelven a llevar a su país!

¡Ay! no hacía aun dos años que Mme. de Beaumont reposaba en las orillas del Tíber, cuandoyo recorrí su tierra natal en 1805; hallábame solo, a algunas leguas de Mont-d‘Or, adonde habíaella venido a buscar la vida, que alargó únicamente lo bastante para llegar a Roma. El veranopasado, en 1838, recorrí otra vez esa misma Auvernia. Entre estas dos fechas, 1805 y 1838,puede colocar las transformaciones acaecidas en la sociedad alrededor de mí.

Dejamos a Clermont y dirigiéndonos a Lyon, atravesamos a Thiers y Roannes. Este camino,poco frecuentado entonces, seguía las riveras de Lignon. El autor de la Astron, que no es untalento superior, ha inventado, sin embargo, sitios y personajes que viven: ¡tan grande es el poder creador de una ficción acomodada a la edad en que parece! Hay además, algo ingenioso y defantástico en aquella resurrección de las ninfas y de las náyades que se mezclan con lospastores, con las señoras y con los caballeros: estos diversos mundos se asocian bien, y se

presentan de una manera agradable las fábulas de la mitología unidas a las mentiras de lanovela: Boussent cuenta como fue engañado por Urfé.

En Lyon volvimos a encontrar a Mr. Ballancher: hizo con nosotros el viaje a Génova y a Mont-Blanc. Iba a todas partes donde le hallaban, sin que tuviese que evacuar negocio alguno en

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ninguna de ellas. En Génova no fue recibido a la puerta de la ciudad por Clotilde, prometida deClovis. Mr. Barante padre había sido nombrado prefecto de Leman. En Coppet fui a ven a Mme.de Staël, la hallé sola, encerrada en su palacio. La hablé de su fortuna y de su soledad como deun medio precioso para hallar la felicidad; pero no le agradaron mis palabras. Madame de Staëlgustaba del gran mundo: juzgábase la más desgraciada, de las mujeres en un destierro quehubiera hecho toda mi felicidad. ¿Podía yo por ventura vislumbrar la desgracia en la vida deaquella mujer, que habitaba en sus haciendas, rodeada de todas las comodidades posibles?¿Qué comparación podía haber entre aquella vida pacífica, llena de gloria, pasada en unsuntuoso retiro, a la vista de los Alpes, y los millares de víctimas sin pan, sin nombre, sinprotección, desterradas en todos los rincones de Europa, mientras que sus padres perecieron enel cadalso? Triste es ciertamente hallarse atacado de un mal desconocido del coman de lasgentes. Por lo demás este males cada vez más activo; no se alivia comparándole con otrosmales; no puede juzgar el dolor ajeno; lo que aflige a uno consuela al otro; los corazones tienensecretos diferentes incomprensibles a otros corazones. A nadie disputemos sus padecimientos;hay dolores lo mismo que patrias, cada cual tiene la suya.

 Al día siguiente Mme. de Staël visitó a Mme. De Chateaubriand en Ginebra, y despuéssalimos para Chamouny. Mi opinión sobre los paisajes de las montañas hizo decir que yo tratabade singularizarme, lo que no es verdad. Esta opinión mía ha sido siempre la misma, como se verá

confirmado cuando hable del Saint-Gothardo. Debo recordar un pasaje que se lee en el viaje aMont-Blanc por ser un lazo que une los acontecimientos pasados de mi vida a los que entonceseran futuros, hoy pasados ya igualmente.

Solo hay una circunstancia en que es cierto que las montañas hacen olvidar los sinsaboresde la tierra: es, que nos aleja del mundo para consagrarnos a la religión. Un ermitaño que seconsagra al servicio de la humanidad, un santo que quiere meditar en silencio sobre la grandezade Dios, pueden hallar la paz y la alegría en medio de las rocas desiertas; pero no es latranquilidad de los lugares la que pasa entonces al alma de estos solitarios, sino que por elcontrario, su alma es la que esparce la calma en la región de las tempestades...

Montañas hay que yo visitaría con un placer singu lar; y son las de la Grecia y de la Judea. Me

complacería en reconocer todos aquellos lugares que mis nuevos estudios me obligandiariamente a conocer; con mucho gusto iría a buscar sobre el Tabor y el Taygete otros colores yotras armonías, después de haber diseñado los montes sin prestigio y los desconocidos valles delNuevo Mundo.» Esta última frase anunciaba el viaje que verifiqué el siguiente año de 1806.

Cuando regresamos a Ginebra, sin haber podido volver a ver a Mme. de Staël en Coppet,hallamos todas las posadas llenas de gente. Sin las atenciones de Mr. de Forbin que nosproporcionó una mala comida en una nada buena habitación, habríamos tenido que abandonar lapatria de Rousseau sin tomar un solo bocado. Mr.de Forbin disfrutaba entonces de una perfectabeatitud: rebosaba en sus ojos la felicidad interior, y sus pies no tocaban a la tierra. En alas de sutalento y de su gloria, descendía de la altura como del cielo con su traje de pintor, con la paleta

en la mano y sus pinceles en forma de carcax, Hombre honrado, aunque excesivamente dichoso,preparándose a imitarme algún día cuando emprendiese el viaje de Siria, y aun queriendo ir hastaCalcuta, para atraer los amores por extraordinarios caminos, toda vez que se hubiesen gastadoen las trilladas sendas. Sus ojos brillaban con una protectora compasión; yo era pobre, humilde,estaba poco satisfecho de mí mismo, y no tenía a mi disposición el corazón de las princesas. EnRoma tuve la dicha de pagar a Mr. Forbin, su comida. del Lago: había yo merecido la honra deser embajador. En aquel tiempo se ve sobre el trono por la tarde al pobre vergonzante que por lamañana se abandonó en medio de la calle.

Pintor por derecho de la revolución, empezaba el noble caballero esa nueva generación deartistas, que se presentan en forma de croquis, de caprichos y de caricaturas. Llevan Los unosespantosos bigotes, y podríase creer que trataban de hacer la conquista del mundo. Sus lanzasson las brochas, los raspadores sus sables; los. otros tienen barbas enormes, y largos y enmarañados cabellos; fuman un cigarro a manera de volcán. Como dice nuestro antiguoRegnier, estos  primos del arco iris, tienen la cabeza llena de diluvios, de mares, de ríos, deselvas, cataratas y tempestades; de escenas sangrientas, de suplicios y de cadalsos. En su casa

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se ven cráneos humanos de duelistas, de trovadores, de capitanes, y soldados. Habladores,emprendedores, impolíticos, pródigos (hasta de los retratos del tirano que pintan), procuranformar una especie aparte entre el mono y el sátiro; tratan de dar a entender que los secretos deltaller tienen sus peligros, y que no hay en él seguridad para los modelos, ¡Pero a qué preciocompran aquella posición! Al precio de una existencia inquieta; de una naturaleza débil y sensible;de una completa abnegación, de una esclavitud a las miserias de los demás, de un modo desentir delicado, superior, idealista; de una indigencia orgullosamente aceptada y noblementesoportada alguna vez, en cambio de su talento inmortal, hijo del trabajo, de la pasión, del genio yde la soledad.

Ya de noche salimos de Ginebra para volver a Lyon, y nos detuvimos al pie del fuerte de laEsclusa, esperando a que abrieran las puertas. Durante esta estancia de las brujas de Macbethsobre los brezos, una cosa extraordinaria pasó por mí. Mis años pasados resucitaban, y merodeaban como un círculo de fantasmas: volvíanse a presentar mis épocas de pasión, con suardor y su tristeza. Mi vida destrozada por la muerte de Mme. de Beaumont había quedadovacía: aéreas formas, sueños o huríes, saliendo de este abismo, me tomaban por la mano y metransportaban a los tiempos de la sílfide. Trasladábanme lejos del sitio que ocupaba, y veía otroshorizontes. Una secreta influencia me impelía hacia las regiones de la aurora, adonde por otraparte me arrastraba el plan de mi nuevo trabajo, y la voz religiosa que me relevó del voto de la

aldeana, mi nodriza. Como todas mis facultades habían tomado un notable incremento; comonunca había abusado de la vida, abundaba en la savia de mi inteligencia, y el arte triunfandodentro de mi naturaleza, se une a mis poéticas inspiraciones. Sentía lo que los padres de laTebaida llaman ascensiones del corazón. Rafael (perdóneseme lo blasfemo de la comparación),Rafael, ante la Transfiguración, diseñada únicamente sobre su caballete, no se hallaba tanelectrizado por su obra maestra como lo estaba yo por Eudosio y Cimodocea, personajes cuyosnombres ignoraba aun; pero cuya imagen entreveía a través de una atmosfera de amor y degloria.

De este modo„ el genio nativo que me atormentó en la cuna, vuelve a veces por el mismocamino después de haberme abandonado; de este modo se renuevan mis antiguos sufrimientos:

ningún dolor se apaga en mí completamente; si mis heridas se cierran por un instante, serenuevan de repente, como los crucifijos de la edad media que destilaban sangre en elaniversario de la pasión. Para atenuar estas crisis no me queda otro recurso que dar libre rienda ala fiebre de mi pensamiento, lo mismo que se abren las venas, cuando la sangre afluye al corazóno sube a la cabeza. ¿Pero qué digo? ¡Religión! ¿dónde está tu poder, tus leyes, tu bálsamo? ¿Noescribo esto muchos años después de trazadas las páginas de René? ¡Tenia mil razones paracreerme muerto y vivo aun! ¡Gran bondad es esa! Estas aflicciones del poeta aislado, condenadoa sufrir la primavera a despecho de Saturno, son desconocidos al hombre que no sale de lasleyes comunes: para él los años son siempre jóvenes. «Los cabritillos monteses, dice Oppiano,velan por el autor de sus días; cuando este llega a caer en las redes del cazador, ellos lepresentan con su boca yerba tierna y florida, que van a coger muy lejos, y le traen en el borde de

sus labios agua fresca del más cercano arroyo.»

Vuelta a Lyon.

De regreso en Lyon, me hallé con cartas de Mr. de Goubert, en las que me anunciaba suimposibilidad de ir a Villeneuve antes del mes de setiembre. Yo le contesté: «Vuestra salida deParís se retarda demasiado y yo lo siento mucho: ya conocéis que, mi esposa no querrá, por ningún estilo, llegar a Villeneuve antes que vos; tiene una cabeza a su modo, y desde que se

encuentra a mi lado, me hallo al frente de dos cabezas muy difíciles de gobernar.Permaneceremos en Lyon, donde tan bien nos dan de comer, que apenas tengo valor paraabandonarle. El abate de Bonnevie esta aquí de vuelta de Roma y se halla muy bueno; siemprealegre, sermonea y no se acuerda de sus desgracias: me encarga te envíe de su parte un abrazo,mientras se dispone a escribiros. En fin, todo el mundo se halla alegre, excepto yo: únicamente

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vos sois el regañón. Decid a Mr. de Fontanes, que he comido en casa de Mr. Saget.»

Este Mr. Saget era la providencia de los canónigos: vivía cerca de Sainte-Foix, en la religióndel buen vino. A su casa se subía sobre poco más o menos, por el sitio en que Rousseau habíapasado la noche a orillas del Saona. Mr. Saget era un viejo y del gado solterón, casado en otrotiempo, que llevaba una gorra verde, una levita de camalote gris, un pantalón de mahón, mediasazules y zapatos de castor. Había vivido mucho tiempo en París, donde había estado enrelaciones con Mlle. Devienne. Esta le escribía cartas muy espirituales, le saqueaba y le daba

muy buenos consejos: él no hacía caso, porque nunca miraba el mundo por el lado serio,creyendo al parecer, como los mejicanos, que el mundo había gastado ya cuatro soles, y que enel último, (que es el que nos alumbra) los hombres habían sido cambiados en monos. No secuidaba del martirio de San Pothin y de San Ireneo, ni de la degollación de los protestantes,colocados uno después de otro por orden de Mandelot, gobernador de Lyon, y que todos teníancortado el cuello por el mismo lado. Frente por frente del campo de los fusilamientos de losBooteaux, me contaba los detalles, en tanto que se paseaba por entre sus cepas salpicando surelación con algunos versos de Loyse Labbé: no hubiera dejado escapar un solo bocado durantelas últimas desgracias de Lyon.

En ciertos días del año, en Sainte-Foix, se preparaba cierta cabeza de ternera marinada, por espacio de cinco noches, cocida en vino de Madera y rellena de cosas muy apetitosas. Algunaslindas muchachas del campo servían a la mesa, escanciando excelente vino de su cosecha,encerrado en frascos de cabida de tres botellas. Yo y el capítulo de sotana reverenciábamos elfestín Saget.

Pronto dio fin nuestro anfitrión a sus provisiones: en la ruina de sus últimos momentos, fueacogido por dos o tres antiguas queridas que habían saqueado su vida, «especie de mujeres,dice San Cipriano, que viven como si pudieran ser amadas, que sic vivis ut posis adamari ».

Excursión a la Gran Cartuja.

Tratado de visitar la cartuja, siempre con Mr. Ballanche, abandonamos las delicias de Capúa. Alquilamos una carretela que hacia un ruido desapacible con sus desvencijadas ruedas. Llegadosa Voreppe, nos paramos en una posada a lo último de la ciudad. Al amanecer del día siguiente,montamos a caballo y partimos precedidos de un guía. Ya en el pueblo de Saint-Laurent, al pie dela Gran Cartuja, franqueamos la puerta del valle, siguiendo entre dos precipicios el camino que sedirige al monasterio. Os he hablado en otra ocasión a propósito de Combourg, de lo queexperimenté en aquel sitio. Los abandonados edificios se hundían bajo la vigilancia de unaespecie de guarda de ruinas. Un lego se había quedado allí para cuidar de un solitario enfermoque acababa de morir. La religión había impuesto a la amistad, la fidelidad y la obediencia. Vimos

la estrecha sepultura acabada de cubrir: entretanto, Napoleón, se prevenía a abrir otra másinmensa en Austerlitz. Se nos enseñó todo el recinto del convento, las celdas, en  cada una de lasque había un jardín y un taller; veíanse allí bancos de carpintero y ruedas de tornero; la manohabía dejado caer el escoplo. Una galería ostentaba los retratos de los superiores de la Cartuja.El palacio ducal de Venecia, guarda también la serie de ritrati de los dux; ¡lugares y recuerdosdistintos! Más arriba, a alguna distancia, se nos condujo a la capilla del inmortal recluso de LeSucur.

Después de haber comido en una espaciosa cocina, volvimos aponernos en marcha, y nosencontramos a Mr. Chaptal, en otro tiempo boticario, después senador, en seguida dueño deChanteloup, e inventor del azúcar de remolacha; ávido heredero de las bellas rosas indianas de

Sicilia, perfeccionadas por el sol de Otaiti. Al descender de las florestas, yo las veía ocupadas por los antiguos monjes; durante siglos enteros se entretuvieron en llevar en sus mismos hábitosplantas de abetos cubiertas con un poco de tierra, que después se han convertido en árbolessobre las rocas. ¡Afortunados vosotros que cruzasteis el mundo sin ruido, y sin dirigir hacia él lavista durante la travesía!

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No habíamos tenido apenas tiempo de llegar a la puerta del valle, cuando estalló unatempestad; un diluvio se precipita y espumosos torrentes saltaron rugiendo de todos losbarrancos. Mme. de Chateaubriand, a quien el miedo había vuelto valiente, galopaba a través delos guijarros y a pesar de la lluvia y los relámpagos. Había arrojado su paraguas para oír mejor los truenos; el guía le gritaba: «¡Encomendad vuestra alma a Dios! ¡En nombre del Padre, del Hijoy del Espíritu Santo!» Llegamos a Voreppe con repique de campanas; los restos de la tormentaestaban deshechos ante nosotros. A lo lejos, en la campiña se divisaba el incendio de un pueblo;la luna asomaba la parle superior de su disco por encima de las nubes, como la frente pálida ycalva de San Bruno, fundador de la orden del silencio. Monsieur Ballanche, todo chorreandoagua, decía con su dulzura inalterable: «Me encuentro como el pez en el agua.» He vuelto a ver aVoreppe en este año de 1838; ya no hay tempestad; pero aun me quedan dos testigos, Mme. deChateaubriand y Mr. Ballanche. Lo hago notar, porque he tenido que hacer mención con muchafrecuencia de los ausentes, en estas Memorias.

De vuelta a Lyon, dejamos allí a nuestro acompañante y marchamos a Villeneuve. Os hecontado ya lo que es esta pequeña villa, mis pesares y mis paseos a orillas del Yonne con Mr.Joubert. Habitaban allí tres ancianas solteronas, las señoritas Piat, lasque me recordaban las tresamigas de mi abuela en Plancouet, con solo la diferencia de la posición social. Las vírgenes deVilleneuve, murieron una después de otra, y yo me acuerdo de ellas contemplando una gradería

llena de yerba que hay a la entrada de su casa inhabitada. ¿Qué decían en sus tiempos estasseñoritas de pueblo? Hablaban de un perro y de un manguito que su padre las había compradoantiguamente en la feria de Sens. Esto me entretenía tanto como el concilio de esta ciudad, en elque San Bernardo hizo condenar a Abelardo, mi compatriota. Las vírgenes del manguito pudieronser, tal vez, otras Eloísas; alguna vez tendrían amores, y sus cartas halladas un día, admirarán alporvenir. ¿Quién sabe? Escribían, quizá a su señor , a su padre, a su hermano, a su esposo: «domino suo, imo patri , etc.,» que se creían honradas con el nombre de querida o cortesana«concubinae vel scorti.» «A pesar de todo su saber, dice un grave doctor, hallo yo que Abelardo,hizo una admirable locura al requerir de amores a su discípula Eloísa.»

Muerte de Mme. de Caud.

En Villeneuve, me sorprendió un grande y nuevo dolor. Para referírosle es preciso retroceder algunos meses antes de mi viaje a Suiza. Todavía habitaba en la casa de la calle de Miromesnilcuando llegó a París Mme. de Caud en el otoño de 1804.

La muerte de la señora de Beaumont había acabado de alterar el juicio de mi hermana: faltómuy poco para que no creyese su muerte, sospechase algún misterio en aquella desaparición, ypara que no colocase a la Providencia en el número de los enemigos que se complacían en susmales. No tenía nada: la había buscado una habitación en la calle Caumartin, engañándola encuanto al precio del alquiler, y al convenio que había celebrado con un fondista. Como una llamapróxima a apagarse, su talento esparcía una luz muy viva, se hallaba completamente iluminada.Escribía algunas líneas que arrojada en seguida al fuego, o bien copiaba de diversas obras lospensamientos que se encontraban en armonía con la disposición de su alma. No permaneciómucho tiempo en la calle Caumartin, y se retiró al arrabal de Santiago, convento de religiosas deSan Miguel, de que era superiora Mme. de Navarra. Lucila ocupaba una celdita, cuyas vistasdaban al jardín, y observé que sus miradas se dirigían con cierta sombría impaciencia a lasreligiosas que dentro de la cerca se paseaban alrededor de los cuadros de legumbres. Conocíaseque envidiaba a la Santa, y que avanzando un poco más, aspiraba a ser un ángel. Santificaréestas Memorias, depositando en ellas como reliquias estos billetes o cartas de Mme. de Caud,

escritos poco tiempo antes de que emprendiese su vuelo hacia su patria eterna.

17 de enero.

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«Mi felicidad descansaba en ti y en Mme. de Beaumont, y vuestra idea hacíadesaparecer mi fastidio y mis pesares; mi exclusiva ocupación era el amaros.

Esta noche he reflexionado detenidamente sobre tu carácter y tu modo de vivir.Como tú y yo estamos siempre próximos, se necesita, según creo, algún tiempo para conocerme: tan diversos son los pensamientos de mi imaginación, y tangrande es la oposición en que mi timidez y mi especie de debilidad exterior seencuentra con mi fuerza interior. Y he aquí que esto es demasiado para mí Ilustre

hermano mío, recibe las más expresivas gracias por las consideraciones,deferencias y pruebas de amistad que incesantemente me has prodigado. Esta esla única carta mía que recibirás por la mañana: por más que procuro participartemis ideas, quedan, no obstante, completamente grabadas en mí.»

Sin fecha.

«Amigo mío, ¿crees seriamente que me hallo a cubierto de cualquier impertinencia por parte de Mr. de Chenedolle? Estoy decidida a no invitarle a quecontinúe sus visitas, y me resigno a que la del martes sea la última: no quieroabusar de su urbanidad. Cierro para siempre el libro de mi destino, y le pongo el sello de. la razón: desde ahora, no consultaré ya sus páginas, ni sobre lasbagatelas, ni sobre las cosas importantes de la vida. Renuncio a todas mis locasideas; no quiero ocuparme de las de los demás ni apesadumbrarme por ellas; meentregaré sin temor a todos los acontecimientos que puedan sobrevenir durante mi  peregrinación por este mundo. La atención o el cuidado que pongo en mí me causalástima verdaderamente. Dios solo puede afligirme en ti. Le doy gracias por el  precioso, excelente y querido regalo que me ha hecho en tu persona y por haber conservado mi vida sin mancha: he aquí todos mis tesoros. Podría tomar por emblema de mi vida a la luna cubierta por una nube con este mote; «Confrecuencia oscurecida, pero jamás empañada.» A Dios, amigo mío: quizá te

extrañará mi lenguaje desde ayer mañana. Después de haberte visto, he levantadomi corazón hacia el Señor, y le he colocado todo entero al pie de la cruz, que es suúnico y verdadero sitio.»

Jueves.

«Buenos días, amigo mío, ¿de qué color son tus ideas hoy por la mañana? Por lo que a mí hace, me acuerdo de que la única persona que pudo consolarmecuando temía por la vida de Mme. de Farcy, fue la que me dijo: —Pero está en el número de las cosas posibles el que muráis antes que ella. ¿Podía acaso hacerseuna reflexión más exacta? Amigo mío, nada como la idea de la muerte puede

desembarazarme de pensar en el porvenir. Me apresuro, pues, a alejarla de mí esta mañana, porque me hallo en disposición de decir muy buenas cosas. Felicesdías, pobre hermano mío: consérvate alegre.»

Sin fecha.

«Cuando existía Mme. de Farcy, como siempre estaba a su lado, no habíaconocido la necesidad de hallarme en sociedad de pensamientos con alguien.Poseía este bien sin apercibirme de él. más desde que hemos perdido a estaamiga, y las circunstancias me han separado de ti, conozco el suplicio de no poder 

hacer jamás que descanse y se explaye mi ánimo con la conversación de alguno:siento que mis ideas me hacen daño cuando no puedo desembarazarme de ellas,lo cual consiste seguramente en mi mala organización. Sin embargo, desde ayer estoy bastante satisfecha de mi valor. Ningún aprecio hago de mi mal humor, mi tristeza, ni de la especie de desfallecimiento interior que experimento, y me he

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abandonado a él. Continúa siendo siempre amable conmigo, en lo cual harás unacto de humanidad. Buenos días, amigo mío: hasta luego según espero.»

Sin fecha.

«Tranquilizaos, amigo mío: mi salud se restablece visiblemente. Confrecuencia me pregunto a mí misma por que pongo tanto esmero en su

conservación. Soy como un insensato que edificase una fortaleza en medio de undesierto. Adiós, pobre hermano mío.»

Sin fecha.

«Como esta tarde padezco mucho de la cabeza, acabo de escribirte sencilla y casualmente algunos pasajes de Fenelon para cumplir mi compromiso.»

—«Cuando uno se encierra dentro de sí mismo se encuentra demasiadoestrecho; mas por el contrario, se disfruta de una cómoda amplitud, cuando seabandona aquella prisión para entrar en la inmensidad de Dios.»

—«Bien pronto encontraremos lo que hemos perdido: todos los días dosacercamos a ello a paso agigantado; avancemos un poco, y no tendremos ya por que llorar. Nosotros somos los que morimos: lo que amamos vive y no morirá.»

—«Os atribuís unas fuerzas engañosas, como las que una abrasadora fiebrecomunica al enfermo. Hace algunos días que se advierte en vos un movimientoconvulsivo para aparentar buen ánimo y alegría en el fondo de la agonía.»

«He aquí lo que mi cabeza y mal cortada pluma me permiten escribirte estatarde. Si quieres, mañana volveré a comenzar y tal vez te contaré roas. Buenastardes, amigo mío. No cesaré de repetirte que mi corazón se prosterna ante el deFenelon, cuya ternura me parece tan profunda, y la virtud tan elevada. Buenas

tardes, amiguito.«Al despertarme, te dirijo mil ternezas y cien bendiciones. Hoy por la mañana

me siento bien, y me inquieta algún tanto si podrás leer mi carta, y si esos pensamientos de Fenelon están bien escogidos. Temo que mi corazón se hayamezclado mucha en ellos.»

Sin fecha.

«¿Podrías imaginar que desde ayer me ocupo locamente en corregirte? LosBlossac me han referido con el mayor secreto una anécdota tuya. Como no vea

que en ella hayas sacado partido de tus ideas, me complazco en procurar devolvértelas en todo su valor. ¿Puede acaso llevarse más lejos la audacia?Perdonadme, grande hombre; acordaos de que soy vuestra hermana, y que por lomismo me es permitido abusar algún tanto de vuestras riquezas.»

San Miguel.

«No te diré mas, ¿no vienes ya a verme? porque no teniendo que pasar másque algunos días en París, conozco que tu presencia me es esencial. No vengashasta las cuatro, porque pienso salir y no volver hasta esa hora. Amigo mío, tengo

en la cabeza mil ideas contradictorias de cosas que me parecen existir y no existir,y que hacen en mí el efecto de unos objetos que presentándose en un espejo, no puede nadie tocarlos, aun cuando se los ve clara y distintamente.

No quiero ocuparme ya de todo esto, y desde ahora lo abandono. No tengo

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como tú el recurso de mudar de rumbo, pero me siento con el valor de no dar ninguna importancia a las personas ni a las cosas de mis riberas, y de lijarmeentera e irrevocablemente en el autor de toda justicia y de toda verdad. Solo hay undisgusto del que temo morir difícilmente, y es el de chocar al paso sin querer el destino de algún otro, no por el interés que pudiera tomarse por mí: no soy tan loca para eso.»

San Miguel.«Amigo mío, jamás el sonido de tu voz me ha causado una sensación tan

dulce como cuando le oí ayer en mi escalera. Entonces mis ideas trataban desuperar mi valor: quedé enajenada de gozo al sentirte tan cerca de mí: te presentaste, y toda mi máquina volvió a entrar en orden. Mi corazón siente amenudo repugnancia a apurar mi cáliz. ¿Cómo este corazón que ocupa un espaciotan pequeño, puede contener tanta existencia y tantos pesares? Estoy muy descontenta de mí misma, muy descontenta. Mis negocios y mis ideas mearrebatan: ya casi no me ocupo de Dios, y me limito a decirle cien veces cada día.—Señor, apresuraos a oír mis súplicas, porque mi espíritu desfallece.»

Sin fecha.

«Hermano mío, no te fastidies con mis cartas, ni te incomode mi presencia: piensa que bien pronto te verás para siempre libre de mis importunidades. Mi vidadifunde su última claridad, lámpara consumida en las tinieblas de una larga noche,y que ve nacer la aurora en que va a morir. Dígnate, hermano mío, echar una solamirada sobre los primeros momentos de nuestra existencia; acuérdate de que conmucha frecuencia hemos estado sentados sobre unas mismas rodillas, y estrechados contra un mismo seno, que mezclabas tus lágrimas con las mías; quedesde los primeros días de tu vida has protegido y defendido mi frágil existencia;que eran comunes nuestros juegos, y que he participado de tus primeros estudios.No te hablaré de nuestra adolescencia, de la inocencia de nuestro júbilo y denuestros pensamientos, y de la necesidad mutua de vernos sin cesar. Si te hagoesta pintura de lo pasado, lo confieso ingenuamente, hermano mío, es parahacerme revivir más en tu corazón. Cuando por segunda vez partiste de Francia,me confiaste tu esposa, y me hiciste prometerte que no me separaría de ella. Fiel atan querida promesa, he presentado voluntariamente mis manos a los hierros, y heentrado en esos lúgubres sitios ocupados únicamente por las víctimas destinadas ala muerte. En aquellas tristes mansiones solo me inquietaba tu suerte, y sin cesar interrogaba acerca de ti a los presentimientos de mi corazón. Cuando recobré la

libertad, el pensamiento de nuestra reunión me sostuvo únicamente en medio delos males que me oprimían. Ahora, que sin remedio tengo perdida la esperanza de pasar mis días a tu lado, tolera mis disgustos. Me resignaré con mi destino, auncuando pudiese disputarle, porque sufro crueles y desgarradoras penalidades. máscuando me haya sometido a mi suerte... ¡Y qué suerte! ¿En dónde están misamigos, mis protectores y mis riquezas?... ¿A quién importa mi existencia, estaexistencia abandonada de todos, y que pesa enteramente sobre sí misma? ¡Diosmío!... ¿No son bastantes para mi debilidad mis males presentes, sin añadirlesademás la espantosa perspectiva del porvenir?... Perdón, carísimo amigo, meresignaré, cerraré los ojos sobre mi destino; como si durmiese el sueño de lamuerte. Pero durante los pocos días que he de permanecer en esta ciudad, déjame

buscar en ti mis últimos consuelos: déjame pensar que te es grata mi presencia.Cree que entre los corazones que le aman, ninguno se acerca a la sinceridad y a laternura de mi amistad hacia ti. Llena mi memoria de dulces recuerdos, que a tulado prolongan mi existencia. Ayer, cuando me hablabas de ir a tu casa, me parecía que estabas desasosegado y triste, aunque tus palabras eran afectuosas.

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Qué, hermano mío, ¿seria yo también para ti un objeto de indiferencia y defastidió?... Ya sabes que no he sido yo quien te ha propuesto la amable distracciónde ir a verte, y que te he prometido no abusar de ella, pero si has mudado de parecer, ¿por qué no me lo has dicho con franqueza?... Ningún valor tengo yocontra tus delicadas escusas. En otro tiempo me distinguías un poco más de lamultitud, y me hacías justicia. Puesto que ahora cuentas conmigo, iré luego a vertea las once, y de común acuerdo arreglaremos lo que más te convenga para el  porvenir. Te he escrito persuadida de que no tendría valor para decirte una sola palabra de lo que contiene esta carta.»

Estas líneas, tan sentidas y admirables, fueron las últimas que recibí, y me alarmaron por laprofunda tristeza que se advertía en ellas. Corrí al convento de San Miguel; mi hermana sepaseaba en el jardín con Mme. de Navarra: en cuanto se la avisó que yo estaba allí, se apresuróa volver a su cuarto. Hacia visibles esfuerzos para recordar sus ideas, y por intervalos seobservaba en sus labios un ligero movimiento convulsivo. La supliqué que recobrase toda surazón, que no me volviese a escribir cosas tan injustas, que me desgarraban el corazón, y que jamás pensase que yo podía llegar a cansarme de ella, y me pareció que las palabras quemultiplicaba para distraerla y consolarla, la calmaron un poco. Me dijo que creía que el conventola probaba mal, y que se hallarla mejor en una habitación aislada hacia la parte del jardín de lasPlantas, en donde podría ver a los médicos y pasearse. La invité a que siguiese su gusto,añadiendo, que para que ayudase a su doncella Virginia, la enviaría al anciano Saint Germain.Esta proposición la agradó al parecer en extremo, por el recuerdo de Mme. de Beaumont, y measeguró que iba a ocuparse de su nueva habitación. Me preguntó qué pensaba hacer aquelverano, y la contesté que iría a Vichy a reunirme con mi esposa, y en seguida a Villeneuve a casade Mr. Joubert, para volver desde allí a París, y la propuse que se viniera con nosotros. Merespondió que quería pasar el verano sola, y que iba a enviar a Virginia a Fougeres. Me separéde ella y la dejé más tranquila.

Mme. de Chateaubriand marchó a Vichy, y me preparaba a seguirla, pero antes de dejar a

París volví a ver a Lucila. Estaba muy afectuosa y me habló de sus obritas, cuyos hermososfragmentos hemos visto ya en el tomo primero de estas Memorias. La animé a continuar aqueltrabajo, me abrazó, me deseó un viaje feliz, y me hizo que la prometiese el volver cuanto antes:me acompañó hasta la meseta de la escalera, se apoyó en la barandilla, y me miró bajar tranquilamente. Cuando estuve abajo me detuve, y levantando la cabeza grité a la infeliz quecontinuaba mirándome... « Adiós, querida hermana, hasta la vista, cuídate mucho, y escríbeme aVilleneuve: yo te escribiré, y espero que el invierno próximo consentirás en vivir con nosotros.»

Por la tarde me avisté con el buen Saint Germain, y le di ordenes y dinero para que rebajaseen secreto los precios de todo lo pudiera necesitar.

La previne que me enterase de cuanto ocurriese, y que no dejase de avisarme en el caso de

que ella tuviese por desgracia que valerse de mí. Trascurrieron tres meses, y al llegar aVilleneuve encontré dos cartas bastante tranquilizadoras en cuanto a la salud de Madame deCaud; pero Saint Germain olvidaba hablarme en ellas del nuevo domicilio y de los compromisos oconvenios de mi hermana. había comenzado a escribirla una larga carta, cuando Mme. deChateaubriand cayó peligrosamente enferma: me hallaba al lado de su lecho, y se me entregóuna nueva carta de Saint Germain: la abrí, y una línea fulminante y aterradora me participaba larepentina muerte de Lucila.

Durante mi vida he tenido que entender en varios funerales, y me era muy interesante parami tranquilidad y el destino de mi hermana que sus cenizas fuesen depositadas en un sitioconveniente. No me hallaba en París en el momento de su muerte, ni tenía allí ningún pariente:

retenido en Villeneuve por el peligroso estado de mi esposa, no pude correr a aquellos restosqueridos y sagrados: las órdenes comunicadas desde lejos llegaron demasiado tarde para evitar un entierro común. Lucila se encontraba completamente aislada, no tenía ningún amigo, y soloera conocida del antiguo criado de Mme. de Beaumont, como si estuviese encargado de enlazar la suerte de ambas. Acompañó solo al abandonado féretro, y él mismo murió también antes que

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las dolencias de Mme. de Chateaubriand me permitiesen trasladarla otra vez a París.

Mi hermana fue sepultada entre los pobres; pero ¿en qué cementerio había sido colocada?¿en qué inmóvil ola de un océano de cadáveres había sido sumergida....? ¿En qué casa espiródespués que salió de la de las religiosas de San Miguel? Aun cuando al hacer averiguaciones, alcompulsar los archivos de las municipalidades, y los libros de las parroquias encontrase elnombre de mi hermana, ¿de qué me serviría? ¿Volvería a hallar al mismo encargado del fúnebrerecinto? ¿Encontraría al que abrió una huesa sobre la que no se había colocado nombre ni

inscripción alguna? Las toscas manos que fueron las últimas que tocaron aquella arcilla pura,¿habrían conservado algún recuerdo de ella? ¿qué nomenclátor de las sonaras me indicaría laborrada tumba? ¿no podía equivocarse entre el polvo de los sepulcros? ¡Pues que el cielo lo haquerido así, qué Lucila se pierda para siempre...! En esta circunstancia encuentro una distinciónde las sepulturas de mis demás amigos. La que me ha precedido en este mundo Y en el otro,ruega por mí al Redentor; le ruega desde en medio de los indigentes despojos, entre los que sehallan confundidos los suyos: así descansa entre los preferidos de Jesucristo, la madre de Lucilay mía. Dios habrá sabido reconocer muy bien a mi hermana, y ella que tan poco apegada sehallaba a la tierra, no debía dejar en su superficie huella alguna. Me ha abandonado, pero yo nohe dejado de verter lágrimas ni un solo día. Lucila gustaba de ocultarse, y yo la he formado en micorazón un albergue solitario, del que no saldrá sino cuando yo cese de vivir.

Estos son los verdaderos y los únicos acontecimientos de mi vida real. En el momento en queperdía a mi hermana, ¿qué me importaban los millares de soldados que caían exánimes en elcampo de batalla, la ruina de los tronos, ni la mudanza de la faz del mundo?

La muerte de Lucila me tocó en el fondo de mi alma: con ella desaparecía mi infancia enmedio de mi familia, y los primeros vestigios de mi existencia. Nuestra vida se asemeja a esasfrágiles apuntaladas en el cielo con botareles o estribos: no se arruinan a un mismo tiempo, sinoque van desprendiéndose sucesivamente: todavía apoyan alguna galería cuando ya faltan delsantuario o de otras, partes esenciales del edificio. Madama de Chateaubriand, mal parada aun, yresentida por los imperiosos caprichos de Lucila, solo vio en aquel funesto desenlace el principiode su libertad. Seamos dulces si queremos ser amados: la altivez del talento y las cualidades

superiores, sólo las lloran los ángeles. Pero yo no puedo participar del consuelo de Mme. deChateaubriand.

PARÍS, 1839.

Revisado en diciembre de 1846.

Años de mí vida, 1805 y 1806.— Vuelvo a París.— Salgo para el Levante.

Cuando al regresar a París por el caminó de Borgoña divisé la cúpula de Val-de-Grace y lamedia naranja de Santa Genoveva que domina el  jardín de las Plantas, se me despedazó elcorazón: ¡todavía tenía que dejar en el camino una compañera de mi vida....! Fuimos a parar a lafonda de Coislin, y aunque Mres. de Fontanes, Joubert, Clausel y Molé iban a visitarme y aacompañarme por las noches, me hallaba tan abatido por mis recuerdos y pensamientos que yano podía resistir más. Había quedado solo detrás de los queridos objetos que me habíanabandonado, como un marino extranjero, cuyo empeño ha concluido, y que no tiene ni patria nihogar: golpeaba la tierra con mi pie, y estaba impaciente por arrojarme a nado en un nuevoocéano para refrescarme y atravesarle. Criado en el Pindo y cruzado en Solimá, teníavehementes deseos de ir a mezclar mi desamparo con las ruinas de Atenas, y mi llanto con laslágrimas de la Magdalena.

Fui a ver a mi familia a Bretaña, regresé a París, y el 13 de julio de 1806, salí para Trieste.Mme. de Chateaubriand me acompañó hasta Venecia, a donde fue a reunirse con ella Mr. deBallanche.

Referida mi vida hora por hora en el Itinerario, nada me quedaría que decir aquí sino fuese

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por algunas cartas desconocidas, escritas y recibidas durante mi viaje. Julián, mi criado ycompañero, ha formado también su Itinerario, como los pasajeros de un buque llevan su diarioparticular en un viaje de descubrimientos. El manuscrito que pone a mi disposición, servirá deregistro a mi narración: Yo seré Cook, el será Clerke.

Para hacer más palpable la diferencia que existe en la sociedad y la jerarquiza de lasinteligencias, mezclaré mi relación a la de Julián. Le dejaré hablar el primero porque refierealgunos días de navegación cuando no me encontraba yo a bordo, desde Modon a Esmirna.

Itinerario de Julián.

«Nos embarcamos el viernes 1° de agosto, más no siendo favorable el viento para zarpar del puerto permanecimos en él hasta el día siguiente al rayar el alba.Entonces el piloto del puerto vino a prevenirnos que nos podía sacar de él. Como jamás me había embarcado, tenía formada una idea muy exagerada del peligro, porque no veía ninguno en los dos primeros días, más al tercero, nos sorprendióuna violenta tempestad: los relámpagos y truenos eran terribles, y la mar seengruesó con una fuerza espantosa. Nuestra tripulación solo se componía de ochomarineros, un capitán, un oficial, un piloto, un cocinero y cinco pasajeros incluidosmi amo y yo, lo cual formaba un total de diez y siete hombres. Entonces nos pusimos todos a ayudar a los marineros para plegar las velas, a pesar de laabundante lluvia que sobre nosotros caía, y que nos obligó a quitarnos los vestidos para trabajar más desembarazadamente. Aquella faena me tenía ocupado y mehacia olvidar el riesgo, que en verdad aparece más temible de lo que es enrealidad, por la idea que nos formamos de él. Durante dos días, las tempestades sesucedieron unas a otras, lo cual me hizo adquirir intrepidez en mis primeros días denavegación, y que no sufriese la menor incomodidad. Mi amo temía que memarease, y cuando se restableció la calma me dijo: «Estoy satisfecho por el buenestado de vuestra salud; habéis soportado bien estos dos días de tempestad, y 

 podéis tranquilizaos con respecto a cualquier otro contratiempo.» Pero felizmentenada ocurrió en el resto de nuestra travesía hasta Esmirna. El 10, que era domingo,mi amo hizo que se abordase cerca de una ciudad turca llamada Modon en dondedesembarcó para ir a Grecia. Entre nuestros compañeros de viaje había dosmilaneses que se dirigían a Esmirna a ejercer su oficio de ojalatero y fundidor deestaño. Uno de ellos llamado José, hablaba bastante bien la lengua turca, y mi amole propuso se fuese con él como criado intérprete, del cual hace mención en suItinerario. Al dejarnos nos dijo que su viaje solo duraría algunos días, que sereuniría con el buque en una isla en que debíamos detenemos cuatro o cinco días,y que nos esperaría en ella si llegaba antes que nosotros. Como mi amo encontróen aquel hombre lo que le convenía para su pequeña excursión (de Esparta y 

 Atenas), me dejó a bordo para continuar mi camino a Esmirna, y cuidar de nuestroequipaje. Me entregó una carta de recomendación para el cónsul francés, por si acaso no se reunía con nosotros, como así sucedió en efecto. El cuarto díallegamos a la isla indicada: el capitán bajó a tierra, y mi amo no estaba allí; pasamos la noche y le esperamos hasta las siete de la mañana. El capitán volvióde tierra y manifestó que era forzoso partir, porque hacía buen viento, y poiqueestaba obligado a aprovecharlo todo para su travesía: además, veía un pirata que procuraba acercársenos, y era urgente prepararse prontamente para la defensa:hizo cargar sus cuatro cañones, y que se subiesen al puente los fusiles, pistolas y armas blancas: más como el viento nos era ventajoso el pirata nos abandonó: el lunes 18 a las siete de la tarde llegamos al puerto de Esmirna.»

Después de haber atravesado la Grecia, y tacado en Zea y en Chío, encontré a Julián enEsmirna. Aun ahora veo en mi memoria a la Grecia como uno de esos círculos brillantes, que seperciben algunas veces al cerrar los ojos. Sobre esa fosforescencia misteriosa se ven como

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grabadas ruinas de una arquitectura fina y admirable, y todo su conjunto es aun másresplandeciente por no sé qué claridad de las musas. ¡Cuándo volveré yo a encontrar el tomillodel Himeto, y las adelfas de las orillas del Eurotas! Uno de los hombres a quienes he dejado conmás envidia en aquellas playas extranjeras, es el administrador de la aduana turca del Pireo:custodio de tres puertos desiertos, vivía solo, y podía dirigir sus miradas sobre islas azuladas,promontorios brillantes, y dorados mares. Allí yo no oía más que el ruido de las olas en eldestruida sepulcro de Temístocles, y el murmullo de lejanos recuerdos: en el silencio de las ruinasde Esparta, la misma gloria permanecía muda.

 Abandoné en la cuna de Melegisenes, a mi pobre dragoman José el milanés, en una tiendade hojalatero, y me dirigí hacia Constantinopla. Pasé a Pérgamo, porque quería ir a Troya, pero alprincipio de mi camino me aguardaba una caída del caballo, no porque mi pegaso tropezase, sinoporque yo iba durmiendo. He referido este accidente en mi Itinerario y Julián le cuenta en el suyo,en el que hace acerca de los caminos y los caballos observaciones de cuya exactitud certifico.

Itinerario de Julián.

«Mi amo que se había dormido sobre su caballo, cayó al suelo sindespertarse. Al punto se detuvo el caballo, como también el mío que le seguía. Al momento eché pie a tierra para saber la causa, pues me era imposible verle a ladistancia de seis pies: le descubrí medio dormido al lado del caballo, y muy asombrado de verse en el suelo: me aseguro que no se había herido. Su caballono procuró escaparse, lo cual hubiera sido muy peligroso, porque cerca de dondeestábamos se encontraban unos precipicios.»

 Al salir de la Soumma, después de haber pasado a Pérgamo, tuve con mi guíala disputa que se lee en el itinerario. He aquí la narración de Julián.

«Salimos muy temprano de aquella aldea, y a poca distancia me sorprendió ver a mi amo muy encolerizado con nuestro conductor, y le pregunté el motivo.Entonces me dijo que en Esmirna había convenido con el conductor, en que al  paso le llevaría por las llanuras de Trova, y que en aquel momento se negaba aello, bajo pretexto de que aquellas llanuras se hallaban infestadas de ladrones. Mi amo no quería creerlo, y no escuchaba a nadie. Como yo veía que cada vez seirritaba más, hice una seña al conductor para que se colocase cerca del intérprete y del jenízaro, y me explicase lo que le habían dicho acerca de los peligros a que podíamos vernos expuestos en las llanuras que mi amo quería visitar. El conductor dijo al intérprete que se le había asegurado era necesario caminar en gran húmero para no ser atacados, y el jenízaro confirmó lo mismo. Entonces me aproximé a mi amó, le repetí lo que me habían dicho los tres, y además, que a una jornada dedistancia, encontraríamos un pueblecito, en donde había una especie de cónsul 

que podría informarnos de la verdad. Con esta relación, mi amo se apaciguó, y continuamos nuestro camino hasta aquel lugar. En cuanto llegó fue a casa del cónsul que le dijo todos los riesgos a que se exponía si perseveraba en su ánimode ir en tan corto número a las llanuras de Troya. Viose, pues, mi amo, obligado arenunciar a su proyecto, y continuamos nuestra marcha a Constantinopla.»

Llego a Constantinopla.

Mi itinerario.

«La ausencia casi total de las mujeres, la falta de carruajes, y las jaurías ocuadrillas de perros sin dueño, fueron los tres caracteres distintivos que desdeluego llamaron mi atención en lo interior de aquella ciudad extraordinaria. Como nose usan más que babuchas, no se oye ruido de coches ni carros, no hay campanas

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ni casi ningún oficio de los en que se emplea el martillo, reina un continuo silencio.Veis en derredor vuestro una multitud muda; que parece quiere pasar sin ser vista,y que aparenta siempre ocultarse a las miradas de su amo. Llegáis sin cesar desdeun bazar a un cementerio, como si los turcos no estuviesen allí más que paracomprar, vender, y morir. Los cementerios, sin paredes Y situados en medio de lascalles, son unas magnificas avenidas de cipreses, en los que hacen sus nidos las palomas, que participan de la paz de los muertos. Acá y allá se descubren algunosmonumentos antiguos, que no tienen relación ni con los hombres modernos, ni conlos nuevos monumentos de que están rodeados: diríase que han sido trasportadosa aquella ciudad oriental por efecto de un talismán. Ninguna señal de alegría,ninguna apariencia de felicidad se presenta ante vuestros ojos; lo que se ve no esun pueblo, sino un rebaño que un imán conduce, y que un jenízaro degüella. Enmedio de las prisiones y de los baños se eleva el Serrallo, capitolio de laservidumbre: allí es en donde un custodio execrable conserva cuidadosamente losgérmenes de la peste y las leves primitivas de la tiranía.

Itinerario de Julián.

«El interior de Constantinopla es muy desagradable por su pendiente hacia el canal y el puerto: en todas las calles que bajan en aquella dirección (que todasestán mal empedradas) es necesario poner muy cerca unos de otros, variosobstáculos para impedir que las aguas arrastren la tierra. Hay pocos carruajes: losturcos hacen más uso que las demás naciones, de caballos de silla: en el cuartel francés hay algunas sillas de manos para las señoras. Hay también camellos,caballos de carga para el trasporte de las mercaderías. Se encuentran ademásmozos de cuerda, que son turcos, que tienen unos palos gruesos y largos; puedencolocarse cinco o seis en las extremidades de ellos, y de este modo llevan cargasenormes con un paso regular; un solo hombre lleva también fardos muy pesados.Llevan una especie de garfio que les ocupa parte de la espalda hasta los riñones, y en él colocan, equilibrados con admirable destreza, todos los paquetes sin que sea

necesario atarlos.»

Desde Constantinopla a Jerusalén.

Me embarqué en un buque que conducía peregrinos griegos a la Siria.

Mi itinerario.

«Éramos en el buque cerca de doscientos pasajeros entre hombres, mujeres,

ancianos y niños. A los dos lados del entrepuente se veían otras tantas esterillascolocadas en buen orden. En aquella especie de república cada uno desempeñabasu faena a su elección: las mujeres cuidaban sus hijos, los hombres fumaban y  preparaban la comida, y los papas conversaban familiarmente. Por todas partes seoían los sonidos de las bandurrias, violines y liras: todos cantaban; bailaban, reíano rezaban: la alegría era general. Me señalaban hacia La parte del Mediodía, y medecían... ¡Jerusalén!.. y yo contestaba... Jerusalén!... En fin, sin el temor hubiéramos sido las gentes más felices de este mundo: pero al menor viento losmarineros plegaban las velas y los peregrinos exclamaban, Christos kyrie eleison.Pasada la tempestad volvíamos a recobrar nuestra audacia.»

 Aquí me confieso batido por Julián.

Itinerario de Julián.

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«Nos fue preciso ocuparnos de nuestra partida para Jaffa, que se efectuó el  jueves 18 de setiembre. Nos embarcamos en un buque griego, en donde habíaentre hombres y mujeres unos ciento y cincuenta griegos qué iban en peregrinacióna Jerusalén, por lo que el buque se encontraba poco desahogado. Como los demás pasajeros, llevábamos nuestras provisiones y utensilios de cocina, que compré yoen Constantinopla. Además tenía otra provisión bastante completa que me habíadado el señor embajador, compuesta de excelentes bizcochos, jamones,salchichones, sesos, vinos de diferentes clases, ron, azúcar, limones, y hastatintura de quina para la fiebre. Me encontraba, pues, con una provisión abundanteque economizaba cuanto me era posible, por que sabia que en llegando a tierra notendría ningún otro recurso, por hallarse interceptado todo a los extranjeros.

«Nuestra travesía, que solo fue de trece días, me pareció en extremo larga por las muchas incomodidades y poca limpieza que había en el buque. Durantealgunos días que tuvimos mal tiempo, las mujeres y niños se marearon, y setendían y vomitaban por todas partes, por manera que nos vimos obligados a dejar nuestro camarote y a dormir sobre el puente. Allí comíamos con más comodidad que en cualquier otro sitio, pues tomamos el partido de esperar a que nuestrosgriegos concluyesen su baturrillo.»

Paso el estrecho de los Dardanelos, toco en Rodas, y tomo un piloto para lacosta de Siria. —Una calma nos detiene a vista del continente del Asia, casi enfrente del antiguo cabo de Celedonia.— Permanecimos dos días en el mar sinsaber en donde nos encontrábamos.

Mi itinerario.

«El tiempo era tan hermoso y el aire tan apacible, que todos los pasajeros permanecían por la noche sobre el puente. Yo había disputado una parte del alcázar de popa a dos monjes griegos muy gruesos, del orden de San Basilio, que

tuvieron que cedérmela refunfuñando. Allí dormía el 30 de setiembre, cuando a lasseis de la mañana, me despertó un confuso ruido de voces: abrí los ojos y vi quelos peregrinos miraban hacia la proa del buque. Pregunté lo que era y se mecontestó: ¡Signor il Carmelo!... Se había levantado el viento a las ocho de la noche,y durante ella habíamos llegado a vista de las costas de Siria. Como me acostévestido estuve al momento en pie, enterándome de la sagrada montaña: todos seapresuraban a enseñármela con la mano, pero yo nada veía por causa del sol quecomenzaba a elevarse en frente de nosotros. Aquel momento tenía algo dereligioso y augusto: todos los peregrinos con el rosario en la mano, permanecíansilenciosos en la misma actitud, esperando la aparición de la Tierra Santa. El jefede los papas oraba en voz alta: no se oía más que aquella oración y el ruido de la

marcha del buque, que el viento más favorable impelía sobre una mar brillante. Decuando en cuando resonaba un grito en la proa al volverse a ver el Carmelo. Por último, yo mismo divisé esta montaña, como una mancha redonda por debajo delos rayos del sol. Entonces me arrodillé como hacen los latinos, pero no sentí aquella especie de turbación que experimenté al descubrir las costas de la Grecia.Sin embargo, la vista de la cuna de los israelitas y de la patria de los cristianos, mellenó de júbilo y de respeto. Iba a bajar a la tierra de los prodigios, a las fuentes dela más asombrosa poesía, a los lugares, en fin, en que humanamente hablando, seefectuó el acontecimiento más grande que haya mudado jamás la faz del mundo...

«Al medio día nos faltó el viento, pero volvió a soplar a las cuatro: por la

ignorancia del piloto avanzamos más de lo necesario!... a las dos de la tardevolvimos a ver a Jaffa.

«Vino de tierra un bote con tres religiosos: bajé a reunirme con ellos y entramos en el puerto por una abertura hecha entre las rocas, peligrosa aun para

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un esquife.

«Los árabes de la playa se metieron en el agua hasta la cintura paraconducirnos en sus hombros. Allí pasó una escena bastante divertida: mi criadollevaba un redingote blanquizco: como el blanco es el color de distinción entre losárabes juzgaron que Julián era el scheik. Apoderáronse de él, y le llevaban entriunfo a pesar de sus protestas: mientras que merced a mi vestido azul me salvabaobscuramente sobre la espalda de un andrajoso mendigo.»

 Ahora oigamos a Julián, principal actor de aquella escena.

Itinerario de Julián.

«Lo que me entrañó mucho fue el ver llegar seis árabes para conducirme atierra, mientras que solo había dos para mi amo, al cual le divertía mucho vermellevar como una caja. Yo no sé si mi traje les pareció más brillante que el de mi amo: llevaba éste un redingote oscuro con botones de la misma tela, el mío erablancuzco con botones de metal blanco que brillaban bastante con el sol que hacia:

esto quizá seria lo que produjese su equivocación.«El miércoles 1° de octubre entramos en el convento de religiosos de Jaffa,

que son de la orden de San Francisco, y que hablan el latín e italiano, pero muy  poco el francés. Nos recibieron muy bien e hicieron todo lo posible para proporcionarnos cuanto nos era necesario.»

Llego a Jerusalén.— Por consejo de los padres del convento atravieso con presteza la Ciudad Santa para ir al Jordán. Después de detenerme en el conventode Belén, parto con una escolta de árabes y me detengo en San Saba. A la medianoche me encuentro en las orillas del mar Muerto.

Mi itinerario.

«Cuando se viaja por la Judea se apodera del corazón al principio un granfastidio: pero cuando después de pasar de soledad en soledad, se extiende antevuestra vista un espacio sin límites, se disipa poco a poco el disgusto, y seexperimenta un terror secreto que lejos de abatir el alma, da valor y eleva el genio.Vistas extraordinarias descubren por todas partes una tierra trabajada por losmilagros: el sol ardiente, el águila impetuosa, la higuera estéril, toda la poesía y todas las pinturas de la Sagrada Escritura se encuentran allí. Cada nombreencierra un misterio, cada gruta declara el porvenir, cada cima de las montañas

resuena con el acento de un profeta. El mismo Dios ha hablado en aquellas playas:los torrentes secos, las montañas hendidas, los sepulcros entreabiertos atestiguanel prodigio: el desierto aparece todavía mudo de terror, y podría decirse que no seha atrevido a romper el silencio, desde que oyó la voz del Eterno.

«Bajamos de la montaña con objeto de pasar la noche a orillas del mar Muerto, para remontar o subir en seguida el Jordán.»

itinerario de Julián.

«Nos apeamos de los caballos para dejarlos descansar y comer, como también

nosotros que, teníamos una buena merienda que nos habían preparado losreligiosos de Jerusalén. Concluida nuestra colación los árabes se apartaron aalguna distancia de nosotros, para aplicar el oído a la tierra a escuchar si oíanalgún ruido. Habiéndonos asegurado que podíamos estar tranquilos, cada uno procuró dormirse. Aunque estaba echado sobre las piedras disfrutaba de un sueño

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 profundo cuando me despertó el amo a las cinco de la mañana para que todos se preparasen a continuar la marcha. Ya había llenado una cantimplora de hoja delata que cabía cerca de tres cuartillos, de agua del mar Muerto, para llevarla aParís.»

Mi itinerario.

«Levantamos el campo, y durante hora y media caminamos con mucho trabajo por una arena blanca y fina. Nos acercábamos a un bosquecillo de árboles debálsamo y tamarindos, que con gran asombro veía elevarse en un terreno estéril.De repente los betlemitas se detuvieron y me mostraron con la mano, en el fondode un barranco una cosa que yo no había visto. Sin poder decir lo que eraentreveía como una especie de arena en movimiento en medio de la inmovilidad del terreno. Me acerqué a tan singular objeto y vi un rio amarillento cuya arena deambas orillas difícilmente podía distinguir. Su cauce era profundo, sus aguasgruesas, y corría con lentitud: era el Jordán...

«Los betlemitas se desnudaron y se sumergieron en él. Yo no me atreví aimitarlos por la fiebre que constantemente me atormentaba.

Itinerario de Julián.

«Llegamos al Jordán a las siete de la mañana, por medio de arenales en quenuestros caballos se metían hasta las rodillas, y por fosos y hoyos que los costabasumo trabajo subir. Recorrimos la ribera hasta las diez, y para refrigerarnos, nosbañamos cómodamente a la sombra de unos arbustos que se hallan en la margendel rio. Hubiera sido fácil pasar a nado a la otra orilla, porque en el sitio en dondenosotros estábamos no tenía de ancho más que unos doscientos cuarenta pies; pero no era prudente hacerlo porque había árabes que procuraban sorprendernos

y en poco tiempo se reúnen muchos. Mi amo llenó la segunda cantimplora de aguadel Jordán.»

Volvimos a entrar en Jerusalén: a Julián no le hicieron gran impresión lossantos lugares: como verdadero filósofo, es seco: «El Calvario, dice, está en lamisma iglesia, sobre una eminencia semejante a otras muchas alturas a quehabíamos subido y desde donde no se ve a lo lejos más que tierras sin cultivo, y  por todos lados árboles, zarzales y arbustos roídos por los animales. El valle de.Josafat se encuentra fuera, al pie de las murallas de Jerusalén, y se asemeja al foso de una fortaleza.»

Dejé a Jerusalén, llegué a Jaffa y me embarqué para Alejandría. Desde

 Alejandría fui al Cairo, y dejé a Julián en casa de Mr. Drovetti que tuvo la bondad de fletarme un buque austríaco para Túnez. Julián continua su diario en Alejandría.«Hay, dice, judíos, que como en todas partes donde se encuentran, se dedican al agiotaje. A media legua de la ciudad se encuentra la columna de Pompeyo, que esde granito de color rojizo, sobre un pedestal de piedra de sillería.»

Mi itinerario.

«El 23 de noviembre, siéndonos el viento favorable, me trasladé a bordo. Abracé a Mr. Drovetti en la ribera; y nos prometimos amistad y recuerdos. Pago hoy día mi deuda.

«Levamos el áncora a las dos, y un piloto nos puso fuera del puerto. El vientoera débil y de la parte del Mediodía. Permanecimos tres días a la vista de lacolumna de Pompeyo que descubríamos en el horizonte. La noche del tercer díaoímos el cañonazo de retreta del puerto de Alejandría, que fue como la señal 

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definitiva de nuestra partida, porque se levantó el viento del Norte, e hicimos vela al Occidente.

«El 1° de diciembre fijándose el viento al Oeste, nos obstruyó el camino. Pocoa poco fue bajándose al Sudoeste, y se convirtió en una tempestad que no cesóhasta nuestra llegada a Túnez. Para ocupar el tiempo, copiaba y ponía en orden lasnotas de este viaje, y las descripciones de los Mártires. Por la noche me paseaba por el puente con el segundo, el capitán Dinelli. Las noches que se pasan en medio

de las olas en un buque combatido por la tempestad, no son estériles; laincertidumbre del porvenir da a los objetos su verdadero valor; contemplada latierra desde una mar tempestuosa, se asemeja a la vida considerada por unnombre que va a morir.»

Itinerario de Julián.

«Después de nuestra salida del puerto de Alejandría, lo pasamos bastante bienlos primeros días, pero esto no duró mucho porque en toda la travesía tuvimossiempre mal viento y peor tiempo. había constantemente de guardia sobre el  puente un oficial, el piloto y cuatro marineros. Cuando al declinar el día veíamosque íbamos a tener mala noche, nos subíamos al puente. A cosa de la medianoche hacia el ponche: principiaba a servirle siempre por nuestro piloto, los cuatromarineros, y luego a mi amo, el oficial y yo; pero no lo tomábamos tantranquilamente como en un café. Aquel oficial tenía más disposición que el capitán,y hablaba muy bien el francés, lo cuál nos sirvió de mucha complacencia ennuestro viaje.»

Continuamos nuestra navegación y fondeamos delante de las islas Kerkeui.

Mi itinerario.

«Con gran júbilo nuestro, se levantó una tempestad por la parle del Sudeste, y en cinco días llegamos a las aguas de la isla de Malta. La descubrimos la vísperade Navidad, pero el mismo día de la Natividad, volviéndose el viento al Oeste-Noroeste, nos arrojó al Mediodía de Lampedusa. Permanecimos diez y ocho díasen la costa oriental del reino de Túnez, entre la vida y la muerte: jamás olvidaré el día 28.

«Echamos el ancla al frente de la isla de Kerkeui, y permanecimos ocho díasen la pequeña Syrte, en donde vi comenzar el año de 1807. ¿Bajo cuántos astros y con cuan varia fortuna había ya visto renovarse para mí los años, que pasan contanta presteza o son tan largos?... ¿Cuán lejos estaban de mí los tiempos de mi 

infancia en que recibía con el corazón palpitante de alegría la bendición y losregalos paternales?... ¿Con qué impaciencia esperaba aquel primer día del año?..Y ahora, sobre un buque extranjero, en medio del mar, a vista de una tierrabárbara, este primer día desaparecía para mí sin testigos, sin placeres, sin losabrazos de la familia, sin esos tiernos deseos de felicidad que una madre forma para su hijo con tanta sinceridad. Este día que nacía en el seno de lastempestades, solo dejaba caer sobre mi frente los cuidados, los disgustos y lascanas.»

Julián se halla expuesto a la misma suerte, y me reprende una de esasimpaciencias de que felizmente me he corregido.

Itinerario de Julián.

«Estábamos muy cerca de la isla de Malta y corríamos el riesgo de poder ser vistos por algún buque inglés que nos hubiera obligado a entrar en el puerto, pero

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ninguno salió a nuestro encuentro. Nuestra tripulación se hallaba fatigada, y el viento continuaba siéndonos contrario. Examinando el capitán su carta, vio unsurgidero llamado Kerkeui, del que no estábamos muy distantes, e hizo vela haciaél sin prevenírselo a mi amo, quien viendo que nos aproximábamos al fondeaderose incomodó por no haber sido consultado, y dijo al capitán que debía continuar sucamino puesto que había sufrido un temporal mucho más recio. Pero habíamosavanzado demasiado para volver a tomar nuestro derrotero, y por otra parte la prudencia del capitán mereció la aprobación general, por que aquel mes el vientofue muy violento y la mar estuvo embravecida. Obligados a permanecer en el ancladero veinte y cuatro horas más de lo que habíamos previsto, mi amomanifestó un vivo disgusto al capitán, a pesar de las justas razones que éste ledaba.

«Hacía cerca de un mes que navegábamos y no nos faltaban más que siete uocho horas para llegar al puerto de Túnez, más de repente arreció el viento con tal violencia que tuvimos que meternos más adentro, y permanecimos tres semanassin poder arribar al puerto. Entonces mi amo volvió a censurar al capitán por haber  perdido treinta y seis horas en el surgidero.

Y no se le podía convencer de que hubiéramos corrido más riesgo sin la previsión de aquel marino. La desgracia que más me impresionaba, era el ver quemis provisiones disminuían, y no sabia cuando terminaría nuestro viaje.»

Pisé por fin el suelo de Cartago: en casa de Mr. y de Mme. Devoise encontré la másgenerosa hospitalidad. Julián pinta con bastante exactitud a mi patrón, y habla también de lacampiña y de los judíos: «Rezan y lloran, dice.»

Habiendo podido conseguir pasar a bordo de un brick americano, atravesé el lago de Túnezpara trasladarme a la Goleta. «Por el camino, dice Julián, pregunté a mi amo si había tomado eldinero que colocó en el bufete de la habitación en donde dormía, y me contestó que se le había

olvidado, por lo que me vi precisado a volver a Túnez.» Jamás puedo acordarme del dinero.En cuanto llegamos de Alejandría, echamos el ancla en frente de los restos de la ciudad de

 Aníbal. Los miraba desde la orilla sin poder adivinar lo que eran. Divisaba algunas cabañas demoros, y una ermita musulmana en la punta de un cabo avanzado: las ovejas pastaban entre lasruinas, ruinas tan poco aparentes, que apenas las distinguía del terreno que ocupaban: aquellaera Cartago; la visité antes de embarcarme para Europa.

Mi itinerario.

«Desde la cima de Byrsa, la vista abraza las ruinas de Cartago, que son más

numerosas de lo que generalmente se cree: se asemejan a las de Esparta, y aunque no están bien conservadas, ocupan un espacio considerable. Las vi en el mes de febrero; las higueras, olivos y algarrobas echaban ya las primeras hojas:grandes angélicas y acantos ostentaban su verdor entre pedazos de mármol detodos colores. A lo lejos se presentaba a mi vista un doble mar, islas muy distantes,una risueña campiña, lagos y montañas azuladas: descubría bosques, navíos,acueductos, aldeas moriscas, ermitas mahometanas, minaretes, y los blancosedificios de Túnez. Millares de estorninos reunidos en batallones, y cual si fuesennubes, revoloteaban por encima de mi cabeza. Rodeado de los mayores y mástiernos recuerdos, pensaba en Dido, en Sofonisba, y en la bella esposa de Asdrúbal: contemplábala vasta llanura en donde yacen sepultadas las legiones de

 Aníbal, de Escipión y de César, y mis ojos deseaban descubrir el sitio del palaciode Utica. ¡Ay! todavía existen en Caprea los restos del palacio de Tiberio, y en vanose busca en Utica el lugar que ocupaba el palacio de Catón!.. En fin, los terriblesvándalos, y los ligeros moros pasaron alternativamente por mi memoria, que me

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ofrecía en último término a San Luis expirando sobre las ruinas de Cartago.»

Julián acaba como yo de tomar su última vista del África en Cartago.

Itinerario de Julián.

«El 7 y el 8 nos paseamos por las ruinas de Cartago, en donde todavía seencuentran algunos cimientos a flor de tierra que prueban la solidez de losmonumentos de la antigüedad: hay allí también como unas distribuciones de bañossumergidas en las aguas del mar. Existen aun hermosas cisternas, y se veían otrasya cegadas. Los pocos habitantes que ocupan aquella comarca cultivan las tierrasque les son necesarias. Acumulan varios mármoles, piedras y medallas, quevenden como antiguas a los viajeros: mi amo compró algunas para llevarlas aFrancia.»

Desde Túnez hasta mi vuelta a Francia por España.

Julián refiere brevemente nuestra travesía desde Túnez a la bahía de Gibraltar: desde Algeciras llega prontamente a Cádiz, y desde Cádiz a Granada. Indiferente a Blanca, observaúnicamente que la Alhambra y otros edificios elevados están sobre rocas de una altura inmensa.  Mi itinerario tampoco comprende muchos más pormenores acerca de Granada; me contento condecir:

«La Alhambra me pareció digna de atención aun después de haber visto lostemplos de la Grecia. La vega de Granada es deliciosa, y se asemeja mucho a lade Esparta: se concibe muy bien por qué los moros echan de menos este país:»

En el último de los Abencerrajes es en donde he descrito la Alhambra. Esta, el Jeneralife y elMonte Santo, se han grabado en mi imaginación, como aquellos pasajes fantásticos que confrecuencia cree uno divisar en la alborada al primer rayo de la aurora. Todavía me siento conbastante ánimo para pintar la vega; pero no me atrevo a intentarlo por temor al arzobispo deGranada. Durante mi permanencia en la ciudad de las sultanas, un hombre que tocaba la guitarra,y que un temblor de tierra había obligado a abandonar un pueblecito por donde yo acababa de

pasar, se agregó a mí. Era sordo como una tapia, y me seguía a todas partes: cuando mesentaba sobre alguna ruina en el palacio de los moros, se colocaba de pie a mi lado, y cantabaacompañándose con su guitarra. El armonioso mendigo no hubiera quizá compuesto la sinfoníade la Creación, pero su tostado pecho se descubría a través de los girones de su casaca, y habríanecesitado escribir como Beethoven a la señorita Breuning:

«Venerable Leonor, mi muy querida amiga, desearía ser bastante feliz para poseer un vestido de piel de conejo, hecho por vos.»

 Atravesé desde un extremo a otro la España, en donde diez y seis años después mereservaba el cielo un gran papel, contribuyendo a sofocar la anarquía en un pueblo noble, y alibertar a un Borbón: restableciose el honor de nuestras armas, y hubiera salvado la legitimidad, sila legitimidad hubiese podida comprender las condiciones de su duración.

Julián no me dejó hasta que me llevó a la plaza de Luis XV el 5 de junio de 1807 a las tres de

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la tarde. De Granada me condujo a Aranjuez, Madrid, el Escorial, desde donde salta a Bayona.

«Salimos de Bayona, dice, el martes 9 de mayo, y pasamos por Pau, Tarbes,Bareges y Burdeos, adonde llegamos el 4 8 muy cansados y con un acceso defiebre. Volvimos a salir el día 19, atravesamos por Angulema y Tours, y llegamos el 28 a Blois, en donde pernoctamos. El 31 continuamos nuestro camino hastaOrleans, y en seguida hicimos nuestra última jornada en Angerville.»

 Allí me encontraba a distancia de una posta de una casa de campo, cuyos habitantes no mehabía hecho olvidar mi largo viaje. Pero ¿en dónde estaban los jardines de Armida? Dos o tresveces al volver a los Pirineos he visto desde el camino real la columna de Mereville, como lacolumna de Pompeyo me anunciaba el desierto; todo ha variado, como mis alternativas en el mar.

Llegué a París antes que la noticia que daba de mí: me había anticipado a mi vida. Aunquelas cartas que había escrito eran insignificantes, las revisó como se miran los malos dibujos querepresentan lugares que uno ha visitado. Aquellas fechadas en Modon, Atenas, Zea, Esmirna,Constantinopla, Jaffa. Jerusalén, Alejandría, Túnez, Granada, Madrid y Burgos, aquellas líneas

trazadas en toda especie de papel, y con toda clase de tintas, me son de mucho interés. Mecomplazco en desarrollar hasta mis firmanes: toco con satisfacción su vitela, miro su elegantecaligrafía, y me embeleso con la pompa de su estilo. ¿Era yo, pues, un gran personaje? Nosotrossomos unos pobres diablos con nuestras cartas y pasaportes de cuarenta sueldos, comparadoscon aquellos señores de turbante.

Osman Seid, bajá de Morea, extendió así mi firman para Atenas.

«Encargados de justicia de los pueblos de Misitra (Esparta) y Argos, cadíes,nadires, efendis, cuya sabiduría pueda aumentarse: honor de vuestros iguales y denuestros grandes vaivodas, a vosotros por quienes ve vuestro señor, y que le

representáis en cada una de vuestras jurisdicciones, funcionarios y hombres denegocios, cuyo crédito no puede menos de tomar incremento:

«Os participamos que entre los nobles de Francia, un noble (particularmente)de París, provisto de esta orden, y acompañado de un jenízaro armado y de uncriado para su escolta, ha solicitado el permiso y manifestado su intención de pasar  por algunos de los lugares y posiciones que pertenecen a vuestras jurisdicciones,con objeto de dirigirse a Atenas, que es un istmo separado de vuestras jurisdicciones.

«Vosotros, pues, efendis, vaivodas, y demás arriba mencionados, cuando el susodicho personaje llegue a los lugares de vuestras jurisdicciones, tendréis grancuidado de que se le guarden todas las consideraciones que exigen las leyes de laamistad, etc.

«Año 1221 de la Hégira.»

Mi pasaporte de Constantinopla para Jerusalén, dice:

«Al sublime tribunal de su grandeza el cadi de Kouds, (Jerusalén) scherif,excelentísimo efendi:

«Excelentísimo efendi: que vuestra grandeza colocada sobre su tribunal augusto reciba con gusto nuestras sinceras bendiciones, y nuestro afectuososaludo:

«Os participamos que un noble personaje de la corte de Francia, llamado

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Francisco Augusto de Chateaubriand, se dirige en este momento hacia vos paracumplir la santa peregrinación de los cristianos.»

¿Protegeríamos nosotros de este modo a los viajeros desconocidos, recomendándoles a losmaires y gendarmes que examinan sus pasaportes? En estos firmanes se pueden leer igualmente las revoluciones de los pueblos: ¿cuántos trastornos ha sido necesario que Diosdejase sufrir a los imperios para que un esclavo tártaro dicte ordenes a un vaivoda de Misitra, es

decir, a un magistrado de Esparta, y para que un musulmán recomiende a un cristiano al cadí deKouds, es decir, de Jerusalén?

El itinerario entra en los elementos que componen mi vida. Cuando partí en 1806 para miperegrinación de Jerusalén, parecía una gran empresa. Pero desde que me han imitado muchos,y todo el mundo se ha puesto en movimiento, se ha desvanecido lo maravilloso y no me haquedado como propio más que el viaje de Túnez. Pocos se han dirigido por esta parte, y seconviene en que he señalado la verdadera situación de los puertos de Cartago. Esta honoríficacarta lo prueba:

«Señor vizconde: Acabo de recibir un plano del terreno y de las ruinas de.Cartago, en el cual se hallan los perfiles y relieves del terreno con mucha exactitud:ha sido levantado trigonométricamente sobre una base de cinco mil pies, y seapoya en observaciones barométricas hechas con sus correspondientesbarómetros. Es un trabajo de diez años de exactitud y de paciencia, y confirmavuestra opinión sobre la posición de los puertos de Byrsa.

«Con este exacto plano he comparado los textos antiguos, y creo haber determinado el circuito estertor y las demás partes del Cothon, de Byrsa, Megara,etc. etc. Os hago la justicia que por tantos títulos se os debe.

«Si no teméis el verme caer sobre vuestro talento con mi trigonometría y mi 

 pesada erudición, me presentaré en vuestra casa a la menor indicación vuestra. Si mi padre y yo os seguimos en la literatura, longissimo intervallo, por lo menoshabremos procurado imitaros en la noble independencia de que dais a la Franciatan excelente modelo.

«Tengo el honor y me glorío de ser vuestro sincero admirador 

«DUREAU DE LA MALLE.»

Semejante rectificación de los lugares, hubiera bastado en otro tiempo para formarme unnombre en geografía. De aquí en adelante, si tuviese todavía la manía de querer que se hablase

de mí, no sé hacia donde había de dirigirme para llamar la atención del público: tal vez volvería aemprender mi antiguo proyecto del descubrimiento de un paso al polo Norte, y quizá subiría por elGanges. Allí vería la línea negra y recta de los bosques que impiden el acceso al Himalaya,cuando llegando al collado que une las dos cimas principales del monte Ganghour, descubriese elincensurable anfiteatro de las nieves eternas. Cuando preguntase a mis guías, como Heber, elobispo anglicano de Calcuta, el nombre de las demás montañas del Este, me responderían quecircuyen al imperio chino. Sea en buen hora. Pero regresar de las Pirámides, es como sivolvieseis de Montlhery. A propósito de esto, me acuerdo que un piadoso anticuario de lascercanías de San Dionisio, en Francia, me ha escrito preguntándome sino era cierto que Pontoisese parece a Jerusalén.

La página con que termina el itinerario parece haber sido escrita en este mismo momento,pues con tanta vehemencia reproduce mis actuales sentimientos.

«Hace veinte años, decía, que me dedico al estudio en medio de todas las

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eventualidades y de los pesares: diversa exilia et desertas quoerere terras: un grannúmero de las hojas de mis libros han sido trazadas debajo de la tienda, en losdesiertos, y en medio de las olas: con demasiada frecuencia he tomada la plumasin saber si prolongaría algunos instantes mi existencia... Si el cielo me concede unreposo que jamás he disfrutado, procuraré elevar en silencio un monumento a mi  patria: si la providencia me le niega, no debo pensar más que poner mis últimosdías a cubierto de los que han envenenado los primeros. Ya no soy joven ni megusta el ruido: sé que las letras cuya intimidad es tan dulce cuando es secreta, nonos atraen en lo exterior más que tempestades. De todos modos he escritobastante si mi nombre debe vivir, y demasiado si ha de morir.»

Es posible que mi itinerario quede como un manual para los judíos errantes: he marcado en élescrupulosamente los mercados y trazado cierto derrotero. Todos los viajeros de Jerusalén mehan escrito felicitándome y dándome gracias por mi exactitud: citaré un comprobante:

«Señor, hace algunas semanas que nos habéis dispensado la honra deadmitirnos en vuestra casa a mí y a Mr. de Saint-Laumer, mi amigo: al presentarosuna carta de Abou-Gosch, nos proponíamos manifestaros, que cada vez sedescubre nuevo mérito en vuestro itinerario, leyéndole sobre el terreno, y que eraapreciado hasta su título por humilde y modesto que le hayáis escogido; aprecioque a cada paso justifica La escrupulosa exactitud de las descripciones, fieles aunen el día, excepto algunas ruinas más o menos, única alteración en aquellasregiones etc...

«JULIO FOLENTLOT.»

Calle Coumartin, número 23.

Mi exactitud depende de mi buen sentido común; soy de la raza de los celtas y de lastortugas, raza pedestre; y no de la sangre de los tártaros y de las aves, razas provistas decaballos y de alas. La religión, es cierto, me arrebata algunas veces en sus brazos, pero cuandome vuelve a dejar en tierra, camino apoyado en mi báculo, descansando en las lindes paradesayunarme con las aceitunas y mi pan negro: Si yo he andado mucho embarcado como hacenlos franceses con gusto, no he apetecido jamás la mudanza por sí misma: el camino me fastidia;únicamente amo los viajes por la independencia que me proporcionan, como tengo inclinación alcampo, no por él, sino por la soledad. «Para mí todo el cielo es uno, dice Montaigne, vivamosentre los nuestros o vayamos a morir y padecer entre desconocidos.»

Me quedan también algunas otras cartas de aquellos países de Oriente, que han llegado a sudestino con muchos meses de retraso. Varios padres de la Tierra Santa, cónsules y familias,

suponiéndome poderoso con la restauración, me han reclamado los derechos de la hospitalidad.De lejos es muy fácil engañarse, y suele creerse lo que parece justo. Mr. Gaspari me escribió en1816 solicitando mi protección en favor de su hijo: el sobre de su carta venia dirigido Al señor vizconde de Chateaubriand, presidente de la Universidad de París.

Mr. Caffe, sin perder de vista lo que pasaba en derredor suyo, y dándome noticias de suuniverso, me dice desde Alejandría: «Después de vuestra partida, el país en nada ha mejorado,aunque goza de tranquilidad. Aun cuando el jefe nada tenga que temer por parte de losmamelucos, refugiados siempre en el alto Egipto, es preciso no obstante que esté prevenido. Abd-el-Onad, hace siempre de las suyas en la Meca. EL canal de Manouf acaba de ser cerrado.Mehemet Alí se hará memorable en Egipto por haber llevado a cabo este proyecto etc.»

El 13 de agosto de 1816, Mr. Pangalo, hijo, me escribió desde Zea:

«Monseñor: Vuestro itinerario de París a Jerusalén, ha llegado a Zea, y he

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leído a nuestra familia lo que V. E. quiere manifestar en él de obsequioso para ella.Vuestra permanencia entre nosotros fue tan corta, que no merecemos ni conmucho los elogios que V. E. hace de nuestra hospitalidad y del modo demasiadofamiliar con que os recibimos. Acabamos de saber también con la mayor satisfacción que V. E. se halla repuesto por los últimos acontecimientos, y queocupa el rango que tan merecido tiene por su talento y nacimiento. Nosotros osfelicitamos por ello, y deseamos veros en la cúspide de la grandeza. El señor conde de Chateaubriand se dignará sin duda acordarse de Zea, de la numerosafamilia del anciano Pangalo, su patrón, de esta familia, en que existe el consuladode Francia desde el glorioso reinado de Luis el Grande que firmó el despacho denuestro abuelo. Aquel sufrido anciano ya no existe; he perdido a mi padre; meencuentro con una mediana fortuna y encargado de toda la familia: tengo a mi madre; seis hermanas por colocar y algunas viudas con sus hijos. Recorro, pues, alas bondades de V. E. y le ruego acuda en auxilio de nuestra familia obteniendoque el viceconsulado de Zea, que es muy necesario por la escala de los buques dela marina real, tenga sueldo como los demás viceconsulados; que de agente quesoy sin emolumentos, sea ascendido a cónsul con el sueldo correspondiente a esteempleo. Creo que V. E. conseguirá fácilmente esta pretensión en favor de los

grandes servicios de mis abuelos, si se digna ocuparse de ella, y que se serviráexcusar la importuna familiaridad de vuestros patrones de Zea que confían envuestras bondades.

«Soy con el mayor respeto, monseñor de V. E. tú más humilde y obedienteservidor.»

«M. G. PANGALO.»

Zea, 13 de agosto de 1816.

Siempre que asoma a mis labios alguna alegre sonrisa, recibo un castigo como si hubiese

cometido alguna falta. Esta carta me hace sentir un remordimiento al leer un pasaje (atenuado esverdad, por expresiones de reconocimiento], sobre la hospitalidad de nuestros cónsules en elLevante, «las señoritas Pangalo, digo en el itinerario, cantan en griego.

«Ah! vous diraije; Maman.»

«Mr. Pangalo daba gritos, todos se desgañitaban, y quedaba completamente borrado elrecuerdo de Aristeo y de Simónides.» Las demandas de protección caían siempre en medio de midescrédito y de mis miserias. Al mismo principio de la Restauración, el 11 de octubre de 1814,

recibí esta otra carta fechada en París.

«Señor embajador.»

«La señorita Dupont, de las islas de San Pedro, que ha tenido el honor deveros en aquellas islas, desearía obtener de V. E. un momento de audiencia. Comosabe que habitáis en el campo, os suplica la indiquéis el día en que regreséis aParís, y en el que la podéis conceder esta audiencia.»

«Tengo el honor de ser, etc.»

«Dupont.»

No me acordaba ya de esta señorita de la época de mi viaje por el Océano, ¡tan ingrata es lamemorial... Sin embargo, había conservado un recuerdo, hablaba de la joven desconocida quese sentó a mi lado en la triste Ciclada helada.

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«Una joven marinera se presentó en los declives superiores del Morne; estaba descalza,aunque hacia frio, y andaba por medio de la escarcha, etc.»

Circunstancias independientes de mi voluntad me impidieron verá la señorita Dupont. Si por casualidad era la prometida de Guillaumy, ¿qué efecto había producido en ella una cuarta partedel siglo? ¿Había sido atacada del invierno de Terranova, o conservaba la primavera de lashabas en flor, abrigadas en el foso del fuerte de San Pedro?

 Al frente de una excelente traducción de las cartas de San Gerónimo, Mrs. Collombet y

Gregoire, han querido descubrir entre este santo y yo cierta semejanza acerca de la Judea, queyo niego desde luego por respeto. San Gerónimo, desde el fondo de su soledad, trazaba elcuadro de sus combates interiores: yo no hubiera encontrado las sublimes expresiones delhabitante de la gruta de Belén; cuando mas, hubiera podido cantar con San Francisco, mi patronoen Francia, y mi patrón en el Santo Sepulcro, sus dos versículos en lengua italiana de la épocaque precedió al idioma del Dante.

In foco l‘ amor mi mise

In foco l‘amor mi mise. 

Tengo sumo gusto en recibir cartas de Ultramar, porque se me figura que me traen ciertomurmullo de los vientos, algún rayo del sol, alguna emanación de los diversos destinos queseparan a las olas, y que enlazan los recuerdos de la hospitalidad.

¿Desearé acaso volver a ver aquellas regiones? Una o dos podrían ser. El cielo del África haproducido en mí una agradable e indeleble impresión: mí imaginación respira todavía losperfumes del templo de la Venus de los jardines y del lirio de Céfisa.

Fenelon en el acto de partir para la Grecia, escribió a Bossuet la carta que vamos a leer. Elfuturo autor del Telémaco se revela en ella con el ardor de un misionero y de un poeta.

«Varios pequeños incidentes han impedido hasta ahora mi regreso a París.más al fin, monseñor, ya parto. En vista de este viaje medito otro mayor. Ábresedelante de mí la Grecia entera, el sultán retrocede atemorizado: el Peloponesorespira ya en libertad, y la iglesia de Corinto va a florecer de nuevo: la voz del apóstol resonará otra vez en ella. Me siento trasportado a aquellos hermososlugares, y entre aquellas preciosas ruinas, para recoger en ellas, con los máscuriosos monumentos, el espíritu de la antigüedad. Busco aquel Areópago endonde San Pablo anunció a los sabios de la tierra el Dios desconocido; perodespués de lo sagrado viene lo profano, y no me desdeño de bajar al Pireo en

donde Sócrates formó el plan de su república. Subo a la cima del Parnaso, recojolos laureles de Delfos, y gusto las delicias del Tempe,

«¿Cuándo la sangre de los turcos se mezclará con la de los persas en lasllanuras dé Maratón, para devolver la Grecia entera a la religión, a, la filosofía, y lasbellas artes que la miran como su patria?

...Arva beata,

Petamus arva, divites et insulas.

«Jamás te olvidaré, ¡oh isla consagrada por las celestes visiones del discípulo predilecto! ¡oh dichosa Palmos! iré a besar en tu suelo los pasos del apóstol, y creeré ver abiertos los cielos. Allí me sentiré poseído de indignación contra el falso profeta que ha querido desentrañar los oráculos del verdadero, y bendeciré al Todopoderoso, que lejos de precipitar a la iglesia como a Babilonia, encadena al dragón, y la saca victoriosa. Ya veo sucumbir al cisma, reunirse el Oriente y el Occidente, y al Asia, que ve renacer el día después de tan prolongada noche: a la

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tierra santificada por los pasos del Salvador, y regada con su sangre, libertada desus profanadores, y revestida de una nueva gloria; en fin, a los hijos de Abrahamesparcidos por toda la tierra, y más numerosos que las estrellas del firmamento,que reunidos desde las cuatro regiones del viento, acudirán en tropel a reconocer al Cristo que han sacrificado, y mostrar al fin de los tiempos una resurrección.Basta ya, monseñor, y oiréis quizá con gusto que esta es mi última carta; y el fin demi entusiasmo con que os importuno. Perdonadle por mi pasión de hablaros desdelejos, hasta tanto que pueda hacerlo desde cerca.

«Fr. DE FENELON.»

Este era el verdadero Homero moderno, el único digno de cantare la Grecia y de referir susbellezas al nuevo Crisóstomo.

Reflexiones acerca de mi viaje.— Muerte de Julián.

No tengo presentes de los sitios de la Siria, del Egipto y de la tierra púnica, más que loslugares que se hallaban en relación con mi carácter solitario: me agradaban independientementede La antigüedad del arte y de la historia. Las Pirámides me admiraban menos por su grandezaque por el desierto junto al cual están colocadas; la columna de Diocleciano llamaba muchomenos mi atención, que las figuras que forma el mar a lo largo de las playas de la Libia. En lapolusiaca embocadura del Nilo, no hubiera deseado un monumento que me recordase aquellaescena descrita por Plutarco.

«El liberto buscó por lo largo de la playa, en donde encontró los fragmentos de una barcavieja de pescador, suficiente para un pobre cuerpo desnudo, y aun no entero. Cuando reunía y juntaba las diversas partes de él, se presentó un romano; hombre ya de edad, que en sus

 juveniles años había hecho la guerra a las órdenes de Pompeyo. ¡Ah! le dijo el romano, tú notendrás exclusivamente este honor, y te suplico que me admitas por compañero en tan santo ydevoto hallazgo, para que no tenga motivo de quejarme de todo, logrando en recompensa de losmuchos males que he sufrido, la dicha de poder tocar con mis manos, y ayudar a sepultar almayor capitán de los romanos.»

El rival de César no tiene ya sepulcro cerca de la Libia, y una joven esclava líbica recibió demanos de una Pompeya una sepultura, no lejos de aquella Roma de donde el gran Pompeyohabía sido desterrado. En estos caprichos de la fortuna se comprende por qué los cristianos ibana ocultarle en la Tebaida.

«Nací en Libia, y sepultada en mis floridos años bajo el polvo de la Ausonia,descanso cerca de Roma, a lo largo de esta arenosa ribera. La ilustre Pompeyaque me había criado con maternal ternura, ha llorado mi muerte y me hadepositado en un sepulcro, que me iguala a mí, pobre esclava, con los nombreslibres. El fuego de mi pira ha precedido al del himeneo. La antorcha de Proserpinaha defraudado nuestras esperanzas.» (Anthologia).

Los vientos han dispersado a los personajes de Europa, Asia y África, con quienes he vivido,

y de que acabo de hablaros: el uno cayó del Acrópolis de Atenas; el otro de la ribera de Chío;éste se precipitó desde la montaña de Sion; y aquel ya no saldrá de las aguas del Nilo, o de lascisternas de Cartago. Los lugares también han cambiado: así como en América se elevan ahoraciudades en donde yo he visto bosques, del mismo modo se forma un imperio en esas arenas delEgipto, en donde mis miradas no encontraron más que horizontes pelados y redondos como el

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hueco de un escudo, como dicen las poesías árabes: y lobos tan flacos como sus mandíbulas queestán como un palo hendido. La Grecia ha recobrado la libertad que la deseaba, cuando laatravesaba bajo la custodia de un jenízaro. ¿Pero goza de su libertad nacional, o no ha hechomás que cambiar de yugo? En cierto modo soy el último que ha visitado el imperio turco con suscostumbres antiguas. Las revoluciones que por donde quiera han precedido o seguidoinmediatamente mis huellas, se han extendido a la Grecia, la Siria, y el Egipto. ¿Va a formarse unnuevo Oriente?... ¿Qué saldrá de él? ¿Recibiremos el castigo que tenemos merecido por haber enseñado él moderno arte de las armas a unos pueblos cuyo estado social se halla fundado en laesclavitud y la poligamia? ¿Hemos llevado la civilización a lo exterior, o hemos introducido labarbarie en la cristiandad? ¿Qué resultará de los nuevos intereses, de las nuevas relacionespolíticas, de la creación de las potencias que puedan formarse en el Levante? Nadie podrádecirlo.

Yo no me deslumbro por los barcos de vapor, ni los caminos de hierro: por la venta delproducto de las manufacturas, y por la fortuna de algunos soldados franceses, ingleses,alemanes, e italianos al servicio del bajá: todo esto no es civilización. Quizá se volverán a ver venir, por medio de las disciplinadas tropas de los futuros Ibrahim, los peligros que amenazaron ala Europa en la época de Carlos Martel y de que más tarde nos salvó la generosa Polonia.Compadezco a los viajeros que me sucedan: el harem ya no les ocultará sus secretos: no verán

el antiguo sol de Oriente, ni el turbante de Mahoma. El beduino me gritaba en francés cuandopasaba por las montañas de la Judea; «adelante, marchad.» La orden estaba dada y el Orienteha marchado.

¿Qué ha sido de Julián, el compañero de Ulises? Al remitirme su manuscrito, me pidió laplaza de conserje de mi casa, calle del Infierno: estaba ocupada por un antiguo portero y sufamilia, a quien no podía despedir. El cielo en su cólera, hizo a Julián voluntarioso y beodo, másle sufrí largo tiempo: por último, nos vimos obligados a separarnos. Le di una pequeña suma, y leseñalé una corta pensión sobre mi caja, un poco ligera, pero provista siempre de excelentesbilletes hipotecados sobre mis posesiones en España. Según su deseo, le hice entrar en elhospicio de los ancianos, y allí emprendió su último y más largo viaje. Yo iré bien pronto a ocupar 

su vacío lecho, como dormí en el campo de Emir-Capi, sobre la hamaca de un musulmánapestado que acababa de extraerse de ella. Mi vocación definitiva es hacia el hospital en dondeyace la vieja sociedad. Aparenta vivir, y no por eso deja de estar agonizando. Cuando hayaexpirado se descompondrá para reproducirse bajo nuevas formas, mas antes es necesario quesucumba; la primera necesidad de los pueblos y de los hombres es el morir: «El cielo se forma alsoplo de Dios, dice Job.»

PARÍS, 1839

Revisado en junio de 1847.

Años 1807, 1808, 1809 y 1810.— Artículo del Mercurio del mes de junio de 1807.— Comproel Vallée aux Loups, y me retiro a él.

Mme. de Chateaubriand había estado muy enferma durante mi viaje: muchas veces misamigos me creían ya muerto. En algunas notas que Mr.de Chaussel ha escrito para sus hijos, yque me ha permitido examinar, encuentro este pasaje:

«Mr. de Chateaubriand partió para el viaje de Jerusalén en el mes de julio de1806: durante su ausencia iba todos los días a casa de su viajero me escribiódesde Constantinopla una carta de muchas páginas que encontrareis en uno de loscajones de nuestra biblioteca en Coussergues. En el invierno de 1806 a 1807 sabíamos que Mr. de Chateaubriand, se hallaba embarcado para regresar aEuropa: un día me encontraba de paseo en el jardín de las Tullerías con Mr. de

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Fontanes y hacia un viento de Oeste espantoso: estábamos resguardados con el terraplén de la orilla del agua, y Mr. de Fontanes me dijo: —Tal vez en estemomento un golpe de esa terrible tempestad va a hacerle naufragar. Despuéshemos sabido que faltó muy poco para que se realizase tan triste presentimiento.Hago esta observación para explicar la viva afición, el interés de Mr. deChateaubriand por la gloria literaria, que debía aumentarse con este viaje: losnobles, profundos y raros sentimientos que animaban a Mr. de Fontanes, hombreexcelente, de quien he recibido también grandes favores, y que os encargo leencomendéis a Dios.»

Si debiese vivir, y si pudiera hacer vivir en mis obras a las personas que me son queridas,¿con qué placer me llevaría conmigo a todos mis amigos?

Lleno de esperanza llevé a mi casa mi puñado de espigas, mi reposo no fue de largaduración.

Por una serie de contratos había llegado a ser el único propietario del Mercurio. Mr. Alejandro de Laborde publicó a fines de junio de 1807 su viaje a España: en el mes de julio vi enel Mercurio el artículo de que he citado algunos pasajes al hablar de la muerte del duque deEnghien: «Cuando en el silencio de la abyección, etc.» Las prosperidades de Bonaparte lejos desometerme me habían indignado: había adquirido nueva energía en mis sentimientos, con lastempestades y contratiempos. Mi rostro no se hallaba en vano tostado por el sol, y no habíasoportado las inclemencias del cielo, para temblar con mi ennegrecida frente ante la cólera de unhombre. Si Napoleón había concluido con los reyes, no había aun acabado conmigo. Mi artículo,que apareció en medio de sus prosperidades y maravillas, conmovió la Francia, y se esparcieronmuchas copias manuscritas: muchos subscritores del Mercurio desglosaron el artículo para leerleen las tertulias y llevarle de casa en casa. Es preciso haber vivido en aquella época para poder formarse una idea del efecto que produjo una voz que resonaba sola en el silencio del mundo.Los nobles sentimientos que aun conservaban los corazones, se reanimaron. Napoleón se

encolerizó; el ánimo se exaspera menos en razón de la ofensa, que en la de la idea que cada unotiene formada de sí. ¿Cómo?, ¿despreciar hasta su gloria, y desafiar por segunda vez al que veíaal universo prosternado a sus plantas?... «Chateaubriand cree que soy un imbécil, que no lecomprendo: le haré acuchillar en la misma escalera de las Tullerías.» Dio orden para que sesuprimiese el Mercurio y se me prendiese. Mi propiedad desapareció, y mi persona pudo escapar por una especie de milagro. Bonaparte tuvo que ocuparse del mundo, y me olvidó pero pesabasobre mi cabeza su amenaza.

Mi posición era verdaderamente deplorable: cuando creía deber obrar según las inspiracionesde mi honor, me encontraba con una grave responsabilidad personal y con los pesares quecausaba a mi esposa, grande era su valor, más no por eso sufría menos, y aquellos nubarronesacumulados sucesivamente sobre mi cabeza llenaban de amargura su vida. había sufrido tanto

por mí durante la revolución que era natural suspirase por un poco de reposo: mucho más cuandoMme. de Chateaubriand admiraba a Napoleón sin restricciones: no se formaba ilusiones acercade la legitimidad, y me predecía sin cesar lo que me sucedería cuando regresaran los Borbones.

El libro primero de estas Memorias está fechado en el Vallé aux Loups el 4 de octubre de1811: allí se encuentra la descripción del retiro que compré para ocultarme en aquella época.Dejamos nuestra habitación de casa de Mme. de Coislin y fuimos primero a vivir en la calle de losSantos Padres, fonda de Lavalette, que tomaba su nombre del de los dueños de ella.

Mr. de Lavalette. rechoncho y que llevaba siempre una caña con puño de oro, llegó a ser elencargado de mis negocios, si es que acaso alguna vez los he tenido. había sido oficial de larepostería de la casa real, y lo que yo no comía él se lo bebía.

Hacia fines de noviembre viendo que las obras de mi cabaña no adelantaban, tomé el partidode ir a inspeccionarlas. Llegamos por la tarde al valle y no seguimos el camino ordinario:entramos por la reja situada por debajo del jardín. La tierra de las calles de árboles reblandecidapor la lluvia impedía marchar a los caballos y el carruaje volcó. El busto de yeso de Homero

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colocado junto a Mme. de Chateaubriand, saltó por la ventanilla y se rompió el cuello: mal agüeropara los Mártires en que me ocupaba entonces.

La casa estaba llena de trabajadores que reían, cantaban y golpeaban: en el hogar ardíanunas virutas y las luces eran unos cabos de velas: se asemejaba a una ermita en los bosquesiluminada de noche por los peregrinos. Contentos con encontrar dos habitaciones regularmentearregladas nos sentamos a la mesa. Al día siguiente despertado por el ruido de los martillos y lascanciones de los operarios, vi salir el sol con más tranquilidad que el dueño de las Tullerías.

Yo gozaba dulzuras interminables; sin ser Madame de Sevigné, iba provisto de un par dezuecos a plantar mis árboles, pasaba y repasaba por las mismas avenidas, veía y examinabatodos los rincones y me ocultaba en dondequiera que encontraba malezas: me representaba loque llegaría a ser mi parque en lo porvenir, porque entonces no carecía de él. Al procurar volver adescubrir en mi memoria el horizonte que se me ha ocultado, no le divisé ya pero encontré otros.Me extravió en pensamientos ya desvanecidos: las ilusiones que me animan son quizá tan bellascomo las primeras, solo que son más jóvenes: lo que veía al resplandor del Mediodía, lo diviso ala débil claridad del Occidente. ¡Si pudiese sin embargo dejar de ser acosado por los sueños!Recibiendo Bayardo la intimación de entregar una plaza, respondió: «Esperad que haya hecho unpuente con los cuerpos muertos para pasar por él con mi guarnición.» Yo temo que para salir mesea preciso pasar sobre el vientre de mis quimeras.

Como mis arbolitos eran aun pequeños, no susurraba entre sus hojas el murmullo de losvientos del otoño; pero en la primavera las brisas qué besaban las flores, conservaban superfumado hálito que derramaban sobre mi valle.

Hice algunas mejoras en mi cabaña; adorné su pared de ladrillo con un pórtico sostenido por dos columnas de mármol negro y dos cariátides de mujer de mármol blanco. Me acordaba quehabía estado en Atenas: mi proyecto era añadir una torrecilla a la extremidad de mi pabellón.Hasta tanto figuré sobre la pared unas almenas de este modo: precedía yo a la manía de la edadmedia que nos entontece en el día. De todas las cosas que he perdido, lo que más siento es elVallée aux Loups: está escrito que nada me quedará. Después de perder mi valle había

planteado la Enfermería de María Teresa, y acabo también de abandonarla. Ahora desafío a lasuerte a que no me fijará en ningún pedazo de tierra: en adelante no tendré más jardín que esasalamedas situadas junto a los Inválidos y condecoradas con tan pomposos nombres, por dondeme pasearé con mis compañeros mancos y cojos. No lejos de estas avenidas, se eleva el ciprésde Mme. de Beaumont: en esos desiertos espacios, la ligera y grande duquesa de Chantillón, seapoyaba en otro tiempo sobre mi brazo: ya no doy mi razón sino al tiempo: es bien pesado.

Trabajaba con delicia en mis Memorias y los Mártires adelantaban: ya había leído algunoslibros a Mr. de Fontanes: me había situado en medio de mis recuerdos como en una granbiblioteca: consultaba a este y luego al otro, en seguida cerraba el registro suspirando, porqueobservaba que penetrando en él la luz se destruía su misterio. Iluminad los días de la vida, y yano serán lo que son.

En julio de 1808 caí enfermo y tuve que volver a París. Los médicos hicieron la enfermedadpeligrosa. El epigrama dice que en vida de Hipócrates escaseaban los muertos en el infierno;merced a nuestros modernos Hipócrates, en el día los hay en abundancia.

El momento en que me encontraba próximo a la muerte es sin duda en el que he tenido másdeseos de vivir. Cuando me sentía desfallecer, lo cual ocurría a menudo, decía a Mme. deChateaubriand: «tranquilizaos, voy a volver.» Perdía el conocimiento pero con gran impacienciainterior, porque estaba muy apegado Dios sabe a qué. Deseaba también ardientemente concluir la que creía y todavía creo mi obra más correcta. Entonces recogía el fruto de las fatigas quehabía sufrido en mi viaje a Levante.

Girodet había dado la última mano a mi retrato: le hizo moreno como yo estaba entonces;pero le llenó de expresión con su acostumbrada maestría. Monsieur Denon le recibió para elsalón: como hábil cortesano le colocó prudentemente en un sitio apartado. Cuando Bonapartevisitó la galería, después de mirar los cuadros dijo: «¿En dónde está el retrato deChateaubriand?» Sabia que debía estar allí, y hubo que presentársele: Bonaparte dijo mirando al

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retrato: «Tiene el aire de un conspirador que baja por la chimenea.»

Habiendo regresado solo al valle un día, el jardinero Benjamín, me avisó que un caballerodesconocido había preguntado por mí, y que no encontrándome había manifestado que mequería esperar; que había mandado le hiciesen una tortilla, y que en seguida se había echadoen mi cama. Subí y entré en mi cuarto: al punto divisé un enorme bulto que dormía: sacudiendo omeneando aquella enorme masa grité, ¿Quién está ahí? Moviose entonces el bulto y se sentó:llevaba puesta en la cabeza una gorra de piel, y una casaca y pantalón de lana moteados. Era mi

primo Moreau, a quien no había vuelto a ver desde el Campo de Thionville. Volvía de Rusia yquería entrar en la administración. Mi antiguo Cicerone en París, fue a morir a Nantes. Así hadesaparecido uno de los primeros personajes de mis Memorias. Espero que tendido sobre unacama de gamón, hable todavía e mis versos a Mme. de Chastenay, si esta agradable sombra hadescendido a los Elíseos campos.

Los Mártires.

En la primavera de 1809 vieron la luz pública los Mártires. El trabajo era concienzudo; habíaconsultado a críticos de gusto y de ciencia, Mres. Fontanes, Bertín, Boissonade, Malte Brun, y mehabía sometido a su juicio. Cien veces había hecho, deshecho y vuelto a escribir la mismapágina. De todos mis escritos este es el que tiene más correcto el lenguaje.

No me había engañado en el plan: ahora que mis ideas han llegado a hacerse vulgares,nadie niega que los combates de dos religiones, una que concluye y otra que principia, ofrecen alas musas uno de los asuntos más ricos, fecundos y dramáticos. Creía pues, poder alimentar unas esperanzas demasiado locas; pero olvidaba el éxito de mi primera obra. En este país no sepuede contar con dos resultados iguales: el uno destruye al otro. Si tenéis algún talento para laprosa, guardaos de versificar: si os distinguís en la literatura no os mezcléis en la política. Tal esel espíritu francés: el amor propio alarmado y la envidia sorprendida por la feliz aparición de unnuevo autor se coaligan y acechan la segunda publicación para tomar en ella una ruidosavenganza.

Todos con la mano en el tintero, juran vengarse.

Yo debía pagar la necia admiración que me había captado con la publicación del Genio del Cristianismo. Era preciso que restituyese lo que había usurpado, ¡Ay! no se necesitaba afanarsetanto para arrebatarme lo que yo mismo creía que no merecía. Sí había librado a la Romacristiana no pedía más que una corona obsidional, una mata de yerba cogida en la ciudad eterna.

El ejecutor de la justicia de las vanidades, fue Mr. Hoffmann, a quien Dios tenga en paz: elDiario de los Debates ya no era libre: sus propietarios no tenían ya facultades, y la censura

consiguió en él mi condenación. Mr. Hoffmann perdonó no obstante a la batalla de los francos, yalgunos otros trozos de la obra: pero si Cimodocea le pareció gentil, era demasiado buen católicopara no indignarse de la profana amalgama de las verdades del cristianismo con las fábulas de lamitología. Velleda no me salvaba, porque se me imputaba como crimen el haber transformado engala a la sacerdotisa druida germana de Tácito, como si hubiese tomado prestada otra cosa queun nombre armonioso. Más he aquí que a los cristianos de Francia, a quienes yo había hechosgrandes servicios volviendo a levantar sus altares, se les ocurre neciamente escandalizarse, por solo la evangélica palabra de Mr. Hoffmann. El título de los Mártires los había engañado;esperaban leer un martirologio, y el tigre que no despedazaba más que una hija de Homero lespareció un sacrilegio.

El martirio verdadero del papa Pío VII que Bonaparte había llevado prisionero a París, no losescandalizaba; pero les indignaban mis ficciones poco cristianas, según decían. Y el señor obispode Chartres fue el que se encargó de condenar las horribles impiedades del autor del Genio del cristianismo. ¡Ay! debe convencerse de que en el día debe desplegar su celo en otros combates.

El señor obispo de Chartres es hermano de mi excelente amigo Mr. de Clausel, muy buen

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cristiano, pero que no se ha dejado arrebatar por una virtud tan sublime como la del críticoprelado.

Pensaba que debía contestar a la censura como lo había hecho con respecto al Genio delCristianismo, y el ejemplo de Montesquieu, en su defensa del Espíritu de las Leyes, me animabaa ello, pero me contuve. Aun cuando los autores atacados digan las mejores cosas de estemundo, solo conseguirán excitar la sonrisa de los ánimos imparciales, y las burlas de la multitud.Se colocan en muy mal terreno: la posición defensiva es antipática al carácter francés. Aunque

para contestar a las objeciones demostrase que marcando con el sello de la reprobación tal o cualpasaje se había atacado algún hermoso resto de la antigüedad, vencido en cuanto al hecho, sesalía del paso diciendo que los Mártires no eran más que una copia. Si probaba la presenciasimultánea de las dos religiones, con la misma autoridad de los padres de la iglesia, se mereplicaría que en la época en que colocaba la acción de los Mártires, no existía ya el paganismo.

Creí de buena fe que la ruina de la obra era inevitable: la violencia del ataque habíaquebrantado mi convicción de autor. Algunos amigos me consolaban; sostenían que laprescripción no estaba justificada, y que el público tarde o temprano pronunciaría otro fallo: Mr. deFontanes se mantenía firme: yo no era Racine, pero podía ser Boileau, y no cesaba de repetirme:«ellos lo reconocerán.» Su persuasión era tan profunda, que hasta le inspiró estanciasencantadoras

El Taso errante de ciudad en ciudad, etc. etc., sin temor de comprometer y la autoridad de su juicio.

En efecto, los Már tires se han rehabilitado y obtenido el honor de cuatro edicionesconsecutivas: hasta han disfrutado de un favor particular entre los literatos: se me hacongratulado por una obra que demuestra un estudio serio, un gran respeto a la lengua y el gusto,y un estilo limado.

La crítica del fondo ha desaparecido prontamente. Decir que había mezclado lo profano conlo sagrado, porque había pintado dos cultos que existían a un mismo tiempo, y de los cualescada uno tenía sus creencias, sus altares, sus sacerdotes y sus ceremonias, era decir que

debiera haber renunciado a la historia. ¿Porqué morían los mártires? por Jesucristo. ¿A quién selos inmolaba? A los dioses del imperio: luego había dos cultos.

La cuestión filosófica, a saber: si en tiempo de Diocleciano los romanos y griegos creían enlos dioses de Homero, y si el culto público había sufrido alteraciones, esta cuestión, como poeta,no me comprendía; como historiador, hubiera tenido mucho que decir.

Ya no se trataba de esto. Los Mártires se han sostenido contra lo que yo esperaba, y ya solome resta ocuparme en revisar el texto.

La falta o defecto de los Mártires depende de lo maravilloso directo que había empleadopoco a propósito en el resto de mis preocupaciones clásicas. Asustado con mis innovaciones mehabía parecido imposible pasarme sin un cielo y sin un infierno. Los ángeles buenos y malosbastaban sin embargo para conducir la acción sin necesidad de emplear máquinas gastadas. Si labatalla de los Francos, Velleda, Gerónimo, Agustín, Eudoro y Cimodocea, si la descripción deNápoles y de la Grecia, no obtenían gracia para los Mártires; el ciclo y el infierno seguramente nolos salvarían. Uno de los pasajes que más gustaba a Mr. Fontanes era este:

«Cimodocea se sentó al frente de la ventana de la prisión, y apoyando en sumano su cabeza embellecida con el velo de los mártires, prorrumpió entre suspirosen estas armoniosas palabras:

«Ligeras naves de la Ausonia, surcad la mar tranquila y brillante: esclavas de

Neptuno, abandonad las velas al amoroso soplo de los vientos: encorvaos bajo el ágil remo. Volvedme a llevar con mi esposo y con mi padre, a las afortunadasorillas del Pamiso...

«Volad, aves de Libia, cuyos flexibles cuellos se tuercen con gracia, volad a la

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cima del Ithomo, y decid que la hija de Homero, va a volver a ver los laureles de laMesenia!...

«¿Cuándo volveré a encontrar mi lecho de marfil, la luz del día tan grata a losmortales, las praderas esmaltadas de flores que riega una agua pura, y que el  pudor embellece con su soplo?..»

El Genio del Cristianismo será siempre mi gran obra, porque ha producido o terminado unarevolución, y dado principio a la nueva era del siglo literaria. No sucede lo mismo con los Mártires;aparecieron después de efectuada la revolución: no eran más que una prueba superabundante demis doctrinas: mi estilo no era ya una novedad, y aun, excepto en el episodio de Velleda, y en lapintura de las costumbres de los francos, mi poema se resiente de los lugares que hafrecuentado: lo clásico domina en él a la romántico.

En fin las circunstancias que contribuyeran al buen éxito del Genio del Cristianismo, noexistían ya: el gobierno lejos de serme favorable me era contrario. Los Mártires me valieron el quese redoblase mi persecución: las alusiones bien marcadas del retrato de Galerio, y de la corte deDiocleciano, no podían pasar desapercibidas para la policía imperial: mucho más, cuando eltraductor inglés, que ningunas consideraciones tenía que guardar, y a quien era indiferente elcomprometerme, había en su prefacio llamado la atención sobre las alusiones.

La publicación de los Mártires coincidió con un accidente funesto. No desarmó a los Aristarcos, merced al ardor de que nos encontramos animados en el poder: conocían que unacrítica literaria que tendiese a disminuir el interés que inspiraba mi nombre, podía ser agradable aNapoleón. Este, como los banqueros millonarios, que dan opíparos festines, y hacen pagar losportes de las cartas, no descuidaba las menores utilidades.

Armando de Chateaubriand.

 Armando de Chateaubriand que, como habéis visto, fue compañero de mi infancia, y quehabéis vuelto a encontrar en el ejército de los príncipes con la sordomuda Libba, se habíaquedado en Inglaterra. Casose en Jersey, y estaba encargado de la correspondencia de lospríncipes. Salió el 25 de setiembre de 1808, y fue arrojado a las costas de la Bretaña el mismodía a las once de la noche cerca de Saint- Cast. La tripulación del buque se componía de oncehombres: solo dos eran franceses, Roussel y Quintal.

 Armando se fue en casa de Mr. Delaunay-Boise- Lucas, padre, que habitaba en el pueblo deSaint-Cast, en donde los ingleses se vieran en otro tiempo precisados a reembarcarse: su patrónle aconsejó que volviese a partir, mas el buque había ya vuelto a emprender el camino de Jersey.

Habiéndose entendido Armando con el hijo de Mr. Boise-Lucas, le entregó los paquetes de quevenia encargado de parte de Mr. Enrique Lariviere, agente de los príncipes.

«El 29 de setiembre, dice en uno de sus interrogatorios, me dirigí a la costa, endonde permanecí dos noches «sin ver mi buque. Como la luna era muy fuerte, meretiré y volví el 14 o el 15, y permanecí allí hasta el 24. Todas las noches las paséen los peñascos, pero inútilmente; mi barco no vino, y durante el día estaba encasa de Boise-Lucas. El mismo barco y la misma tripulación, de que formaban parte Roussel y Quintal, debía venir a recogerme. Con respecto a las precaucionestomadas con Mr. Boise-Lucas, padre, no eran otras que las que ya os tengo

especificadas.»

El intrépido Armando, que había abordado a algunos pasos del campo paterno, como sifuese en la costa hospitalaria de la Taurida, buscaba en vano sobre las olas con inquietos ojos, y

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a la claridad de la luna, la barca que hubiera podido salvarle. Habiendo dejado en otro tiempo aCombourg, para partir a la India, había paseado mis contristadas miradas por aquellas olas.Desde las rocas de Saint-Cast, en donde se situaba Armando hasta el cabo de la Verde en dondeyo estaba sentado, algunas leguas de mar recorridas por nuestras miradas opuestas, han sidotestigos de los pesares, y separado los destinos de dos hombres unidos por el nombre y por lasangre. En medio de las mismas aguas encontré a Gesril por la última vez. En mis sueños meocurre con bastante frecuencia que veo a Gesril y a Armando lavar la herida de su frente en elabismo, al mismo tiempo que llega enrojecida hasta mis pies la ola con que acostumbrábamos a jugar en nuestra infancia 26.

 Armando consiguió embarcarse en un buque comprado en Saint-Maló, pero rechazado por elNoroeste se vio precisado a calar velas y masteleros. En fin, el 6 de enero, ayudado por unmarinero llamado Juan Brien, logró poner flotante un bote encallado y se apoderó de otro. En suinterrogatorio de 18 de marzo cuenta así su navegación, que participa algo de mi estrella yaventuras:

«Desde las nueve de la noche en que partimos, hasta las dos de la misma, el tiempo nos fue favorable. Juzgando entonces que no estábamos distantes de las

 peñas llamadas Mainquiers, echamos el ancla con objeto de esperar la venida del día; pero habiendo refrescado el viento, y temiendo que se aumentase máscontinuamos nuestro camino. Pocos momentos después la mar se puso gruesa, y habiéndonos roto la brújula una verga, nos quedamos sin saber el camino quellevábamos. La primera tierra que avistamos el 7 (sería como medio día) fue lacosta de Normandía, lo que nos obligó a virar de bordo, y nos pusimos otra vez al ancla junto a las rocas llamadas Ecreho, situadas entre la costa de Normandía y Jersey. Los vientos contrarios y fuertes nos precisaron a permanecer en aquel apostadero todo el resto del día y de la noche del 8. La mañana del 9, en cuantofue de día, dije a Depagne que me parecía que el viento había disminuido puestoque nuestro barco no balanceaba mucho, y que mirase de qué parte soplaba. Me

dijo que no veía ya los peñascos, cerca de los cuales habíamos echado el ancla.Juzgué entonces que La habíamos perdido e íbamos en deriva. La violencia de latempestad no nos dejaba más recurso que arrimarnos a la costa: como no veíamosla tierra, ignoraba a qué distancia de ella nos hallábamos. En este momento fuecuando tomé el partido de arrojar al mar mis papeles, con la precaución de atarlosantes una piedra. Entonces nos dejarnos llevar del viento y fuimos a parar a lacosta a Bretteville-sur-Ay, en Normandía.

«En la costa nos recibieron los aduaneros que me sacaron del barco mediomuerto, con los pies y piernas heladas. A ambos se nos colocó en casa del tenientede la brigada de Bretteville. Dos días después, Depagne fue conducido a las

cárceles de Coutances, y desde aquella época no le he vuelto a ver. Algunos díasdespués fui trasladado a la cárcel de esta ciudad, y al día siguiente, conducido por el cuartel-maestre a Saint-Ló, en donde permanecí ocho días en casa del mismo.He comparecido una vez ante el prefecto del departamento, y el 26 de enero salí con el capitán y el cuartel-maestre de la gendarmería para ser trasladado a París,adonde llegué el 28. Se me condujo a la oficina de Mr. Demaret, al ministerio de laPolicía general, y desde allí a la cárcel de la Gran Fuerza.»

 Armando tuvo contra sí los vientos, las olas y la policía imperial: Bonaparte estaba deacuerdo con las tempestades. Los dioses desplegaban toda su cólera contra una existencia débil

y frágil.

26 Los originales, del proceso de Armando me han sido remitidos por una mano desconocida y generosa.

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encontrando algunas palabras que le hirieron, la arrojó al fuego con impaciencia. Yo habíaolvidado que no debe ser nadie altanero sino por sí mismo.

Mr. de Goyon, condenado con Armando, sufrió su sentencia. Había intercedido en su favor labaronesa duquesa de Montmorency, hija de Mme. de Matignon, con quien los Goyon teníanrelaciones de parentesco. Una Montmorency hubiera debido conseguirlo todo si bastase prostituir un nombre para llevar a un poder nuevo una antigua monarquía. Mme. de Goyon, que no pudosalvar a su marido, salvó al joven Boise-Lucas. Todo se mezcló en aquella desgracia que

descargaba sus golpes sobre personajes desconocidos: hubiérase dicho que se trataba de laruina de un mundo. Tempestades en los mares, emboscadas en la tierra, Bonaparte, el mar y losverdugos de Luis XVI, y tal vez alguna  pasión, alma misteriosa de las catástrofes del mundo.Todas estas cosas ni aun se han visto, todo esto no me ha admirado más que a mí, y solo hahabido en mi memoria, ¿Qué importaban a Napoleón unos insectos despedazados por su manosobre su corona?

El día de la ejecución quise acompañar a mi amigo a su último campo de batalla: no encontrécarruaje y corrí a pie a la llanura de Grenelle: llegué sudando, un segundó demasiado tarde. Armando había sido fusilado junto a la tapia que circuye a París. Su cabeza había sido hechapedazos, y un perro lamia su sangre y sus sesos. Seguí al carro que conducía el cuerpo de Armando y de sus dos compañeros, plebeyo y noble, Quintal y Goyon, al cementerio deVaugirard, en donde estaba enterrado Mr. de Laharpe. Volví a ver a mi primo por última vez sinpoder conocerle: el plomo le había desfigurado; ya no tenía cara: no pude observar en él lashuellas del tiempo. Aun permanece joven en mi memoria como cuando se hallaba en el sitio deThionville. Fue fusilado el Viernes Santo: el crucificado se me aparece al fin de todas misdesgracias. Cuando me paseo por el baluarte de la llanura de Grenelle, me detengo a mirar lasseñales del tiro marcadas todavía en la pared. Si las balas de Bonaparte no hubieran dejado otrashuellas, ya no se hablaría de él.

¡Extraño encadenamiento de la suerte!... El general Hulin, gobernador militar de París,nombró la comisión que mandó saltar la tapa de los sesos a Armando: había sido nombrado enotro tiempo presidente, de la que sentenció al duque de Enghien. ¿No hubiera debido abstenerse

después de su infortunio, de toda relación con un consejo de guerra? Y yo he hablado de lamuerte del hijo del gran Condé, sin recordar al general Hulin la parte que tuvo en la ejecución deloscuro soldado pariente mío. Para juzgar a los jueces en el tribunal de Vincennes, había sinduda, a mi vez, recibido la comisión del cielo.

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«Vos habéis devuelto a las pirámides esa noble y profunda intención, quedeclamadores triviales ni aun Habían percibido.

«Os agradezco en extremo, señor, el que hayáis entregado a la justaexecración de todos los siglos ese pueblo estúpido y feroz que hace mil y doscientos años está esparciendo la desolación por las comarcas más hermosasde la tierra. No puede menos de sonreírse uno con vos cuando anunciáis quetenéis la esperanza de volverle a ver entrar en los desiertos de donde ha salido.

«Me habéis inspirado un sentimiento pasajero de indulgencia para con losárabes, porque los pintáis muy semejantes a los salvajes de la AméricaSeptentrional.

«Parece haberos conducido la Providencia a Jerusalén, para asistir a la últimarepresentación de la primera escena del cristianismo. Si no es dado a los ojos delos hombres el volver a ver aquel sepulcro, el único que se encontrará desocupadoel último día, los cristianos le hallarán siempre en el Evangelio, y las almasmeditadoras y sensibles en vuestras pinturas.

«Los críticos no dejarán de censuraros los hombres y los hechos de quehabéis cubierto las ruinas de Cartago que no podíais describir puesto que ya noexisten. Pero os ruego encarecidamente, señor, que os limitéis tan solo a preguntarles si no se incomodarían ellos mismos de no volverlas a encontrar enesas pinturas tan atractivas.

«Tenéis el derecho de gozar, señor, de un género de gloria que os perteneceexclusivamente por una especie de creación, pero hay un goce todavía mássatisfactorio para un carácter como el vuestro, y es el de haber dado a lascreaciones de vuestro genio la nobleza de vuestra alma y la elevación de vuestrossentimientos. Esto es lo que en todo tiempo asegurará a vuestro nombre y avuestra memoria, la estimación, la admiración, y el respeto de todos los amigos dela religión, de la virtud y del honor.

«Con este título os suplico, señor, os dignéis aceptar el homenaje de missentimientos.

«L. F. DE BEAUSSET, obispo de Alais.»

Mr. de Chenier murió el 10 de enero de 1811, y mis amigos concibieron la fatal idea deinstarme para que le reemplazase en el Instituto. Pretendían que expuesto como estaba a laenemistad del jefe del gobierno, a las sospechas y enredos de la policía, me era necesario entrar en una corporación poderosa entonces por su nombradía y por los hombres que la componían, yque resguardado con este escudo podría trabajar pacíficamente. Tenía una repugnancia

invencible a ocupar plaza alguna, aunque no fuese del gobierno, y me acordaba demasiado de loque me había costado la primera. La herencia de Chenier me parecía peligrosa, no podría decirlotodo sin exponerme: no quería pasar en silencio el regicidio, aunque Cambaceres fuese lasegunda persona del Estado: estaba decidido a hacer que se oyesen mis reclamaciones en favor de la libertad, y a elevar mi voz contra la tiranía: quería explicarme acerca de los horrores de1793, manifestar mi sentimiento por la caída de la familia de nuestros reyes, y gemir por lasdesgracias de los que le habían permanecido fieles. Mis amigos me respondieron que meengañaba, que algunas alabanzas al jefe del gobierno, imprescindibles en el discurso académico,alabanzas, de que bajo un concepto, encontraba digno a Bonaparte, le harían tragar todas lasverdades que yo quisiese decirle, y que tendría al mismo tiempo el honor de haber mantenido misopiniones, y la felicidad de hacer que cesasen los terrores de madama de Chateaubriand. A

fuerza de asediarme me rendí; pero les declaré que se equivocaban, y que Bonaparte no sedejaría engañar por unos lugares comunes acerca de su hijo, su esposa, y su gloria: que sentiríamucho más vivamente la lección: que reconocería al dimisionario cuando la muerte del duque deEnghien, y al autor del artículo, origen de la supresión del Mercurio: y por último, que en vez de

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asegurar mi reposo, reanimaría las persecuciones contra mí. Bien pronto se vieron obligados areconocer la exactitud de mis palabras; pero es verdad que no habían previsto la temeridad de midiscurso.

Iba a hacer las visitas de costumbres a los individuos de la Academia. Mme. de Vintimille mecondujo a casa del abate Morellet. Le encontramos sentado en un sillón junto a la chimenea: sehabía dormido, y el Itinerario que estaba leyendo se le había caído de las manos. Despertómedio soñando al oír mi nombre que anunció su criado, y levantando la cabeza gritó: «hay

narraciones largas, muy largas.» Yo le dije sonriendo que lo creía así, y que acortaría la nuevaedición. Fue buen hombre y me prometió su voto, a pesar de Atala. Cuando después vio la luzpública, La Monarquía, según la Carta, no podía desechar su asombro de que el autor de aquellaobra política lo fuese el cantor de la hija de las Floridas. ¿No había escrito Grocio la tragedia de Adán y Eva, y Montesquieu el Templo de Gnido?... Mas es cierto que yo no era ni Grocio niMontesquieu.

Se verificó la elección, y hecho el escrutinio obtuve una gran mayoría. Enseguida me puse atrabajar en mi discurso, y no contentándome le rehíce veinte veces: unas, queriendo hacer posible su lectura, le encontraba demasiado fuerte, y otras volviendo a encolerizarme me parecíademasiado débil. No sabía cómo medir la dosis del elogio académico. Si a pesar de mi antipatía aNapoleón hubiese querido expresar la admiración que me causaba la parle pública de su vida, mehabría excedido en la peroración. Milton, a quien cito en el exordio de mi discurso, mesuministraba un modelo: en su Segunda defensa del pueblo inglés hizo un pomposo elogio deCromwell.

«Tú, no solo has eclipsado las acciones de todos nuestros reyes, dice, sino lasque se refieren de nuestros héroes fabulosos. Reflexiona con frecuencia en la rara prenda que la tierra que te ha dado el ser, ha confiado a tu cuidado; la libertad, queesperó en otro tiempo de la flor del talento y de las virtudes, ahora la espera de ti, y se lisonjea obtenerla de ti solo; honra las vivas esperanzas que hemos concebido;

honra la solicitud de la anhelante patria; respeta las miradas y las heridas de losbravos compañeros que bajo tu bandera han combatido intrépidamente por lalibertad; respeta las sombras de los que perecieron en el campo de batalla; en fio,respétate a ti mismo: no sufras, después de haber arrastrado tantos peligros por amor a la libertad, que sea violada por ti mismo o atacada por otras manos. Tú no puedes ser verdaderamente libre sin que lo seamos también nosotros. Tal es lanaturaleza de las cosas: el que usurpa la libertad de los demás, es el primero que pierde la suya y se convierte en esclavo...»

Johnson no ha citado más que las alabanzas dirigidas al protector, para poner al republicano

en contradicción consigo mismo. El hermoso pasaje que acabo de traducir muestra lo queformaba el contrapeso de aquellas alabanzas. La crítica de Johnson yace en el olvido, y ladefensa de Milton subsiste: todo lo que pertenece a los arrebatos de los partidos y a las pasionesdel momento, muere como ellos y con ellas.

Preparado ya mi discurso, fui llamado para leerle ante la comisión nombrada para oírle; fuerechazado por ella, excepto dos o tres individuos. Era necesario ver el terror de los fierosrepublicanos que me escuchaban, y a quienes asustaba la independencia de mis opiniones:temblaban de indignación y espanto a la palabra libertad. Mr. Daru llevó a Saint-Cloud el discurso.Bonaparte declaró que si se hubiese pronunciado, hubiera mandado cerrar las puertas delInstituto, y me hubiera arrojado a una mazmorra por toda mi vida.

Recibí esta esquela de Mr. Daru.

Saint Cloud, 28 de abril de 1811.

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«Tengo el honor de participar a Mr. Chateaubriand, que cuando guste venir aSaint-Cloud podré devolverle el discurso que ha tenido la bondad de confiarme. Aprovecho esta ocasión para renovarle la seguridad de la alta consideración conque tengo el honor de saludarle.

«DARU.»

Fui a Saint-Cloud, y Mr. Daru me entregó el manuscrito tachado en varias partes, marcado abirato con paréntesis y rayas de lápiz por Bonaparte: la uña del león había penetrado por todaspartes, y sentía una especie de irritación mezclada de placer al creer que se introducía en micostado. Mr. Daru no me ocultó la cólera de Napoleón; pero me dijo que conservando laperoración excepto algunas palabras, y alterando casi todo el resto seria recibido con grandesaplausos. Habían copiado el discurso en el palacio, suprimiendo algunos pasajes, e interpolandoalgunos otros. Poco tiempo después apareció en las provincias impreso de aquel modo.

Este discurso es uno de los mejores títulos de la independencia de mis opiniones y de laconstancia de mis principios. Mr. Suard libre y enérgico decía, que si se hubiese leído en plena Academia, hubiera hecho estremecer las bóvedas del salón con la explosión de los aplausos.¡Figuraos en efecto el exaltado elogio de la libertad, pronunciado en medio del servilismo delimperio!...

Había conservado el tachado manuscrito con un cuidado religioso, la fatalidad quiso que aldejar la enfermería de María Teresa se quemase con otros muchos papeles. Sin embargo, loslectores de estas Memorias no se verán privados de él: uno de mis colegas tuvo la generosidadde sacar una copia: hela aquí:

«Cuando Milton publicó el Paraíso Perdido, ninguna voz se elevó en los tresreinos de la Gran Bretaña para alabar una obra que, a pesar de sus muchosdefectos, no por eso deja de ser uno de los mejores monumentos del ingenio

humano. El Homero inglés murió olvidado, y sus contemporáneos dejaron al  porvenir el cuidado de inmortalizar al cantor de Edén. ¿Es esta acaso una de esasgrandes injusticias literarias de que casi todos los siglos ofrecen ejemplos? No,señores: apenas libres de las civiles guerras, los ingleses no pudieron resolverse acelebrar la memoria de un hombre, que se hizo notar por el ardor de sus opinionesen un tiempo de calamidades. ¿Qué reservaremos, dijeron, para la tumba del ciudadano que se sacrifica por la salud de su país, si prodigamos honores a lascenizas del que cuando más, puede exigirnos una generosa indulgencia? La posteridad hará justicia a la memoria de Milton, pero nosotros debemos una leccióna nuestros hijos; debemos enseñarles con nuestro silencio, que los talentos son un presente funesto cuando se enlazan con las pasiones, y que vale más condenarse

a la oscuridad, que hacerse célebre por las desgracias de su patria.«¿Imitaré yo, señores, ese memorable ejemplo, en donde os hable de la

 persona y de las obras de Mr. Chenier? Para conciliar vuestros usos y misopiniones, creo deber adoptar un justo medio entre un silencio absoluto y unexamen profundo. Pero sean cuales fueren mis palabras, ninguna hiel envenenaráeste discurso. Si volvéis a encontrar en mi la franqueza de Duelos, compatriotamío, espero probaros también que tengo la misma lealtad.

«Curioso hubiera sido sin duda el ver lo que un hombre, colocado en mi  posición y con mis ideas y principios, pudiera decir del hombre cuyo puesto ocupoen el día. Seria interesante examinar la influencia de las revoluciones sobre las

letras, y demostrar que los sistemas pueden extraviar el talento, extraviarle en lasengañosas sendas que parecen guiar a la fama, y solo conducen al olvido. Si Milton, a pesar de sus extravíos políticos, ha dejado obras que la posteridad admira, es porque Milton, sin abjurar sus errores, se retiró de una sociedad que se

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retiraba de él, para buscar en la religión el alivio de sus males, y el origen de sugloria. Privado de la luz del cielo, se creó una nuera tierra, un nuevo sol, y salió par decirlo así, de un mundo en donde solo había visto desgracias y crímenes. En losemparrados del Edén, colocó esa inocencia primitiva, esa felicidad santa quereinaron en las tiendas de Jacob y de Raquel; y puso en los infiernos los tormentos,las pasiones y los remordimientos de los hombres, cuyos furores habíacompartido.

«Desgraciadamente, aunque en las obras de monsieur Chenier se descubre el germen de un talento notable, no brillan ni por aquella antigua sencillez ni por aquella majestad sublime. El autor se distinguía por un talento eminentementeclásico. Ninguno conocía mejor los principios de la literatura antigua y moderna:teatro, elocuencia, historia, crítica, sátira, todo lo ha abrazado: pero sus escritosllevan el sello de los desastrosos días que los vieron nacer. Dictados con hartafrecuencia por el espíritu de partido, han sido aplaudidos por las facciones.¿Separaré yo, en los trabajos de mi predecesor, lo que ya ha pasado, comonuestras discordias, y lo que tal vez quedará, como nuestra gloria?... Aquí se hallanconfundidos los intereses de la sociedad y los intereses de la literatura. No puedoolvidar bastante los unos para ocuparme únicamente de los otros: entonces,

señores, me veo obligado a callar o a agitar cuestiones políticas.«Hay personas que quisieran hacer de la literatura una cosa abstracta, y 

aislarla en medio de los negocios humanos. Estas personas me dirán: ¿por quéguardar silencio? No consideréis las obras de monsieur Chenier sino bajo el aspecto literario. Es decir, señores, que es preciso que abuse de vuestra pacienciay de la mía para repetir los lugares comunes que se encuentran por donde quiera, y que conocéis mejor que yo. A otros tiempos, otras costumbres: herederos de unalarga serie de años pacíficos, nuestros antepasados podían dedicarse a lasdiscusiones puramente académicas, que probaban mucho mejor su talento que sufelicidad. Empero nosotros, restos infortunados de un gran naufragio, nosotros no

tenemos ya lo que se necesita para gustar una calma tan perfecta. Nuestras ideasy nuestros espíritus han tomado un giro diferente. El nombre ha reemplazado entrenosotros al académico: despojando a las letras de lo que pueden tener de fútil, nolas vemos ya más que a través de nuestros poderosos recuerdos y la experienciade nuestra adversidad. ¡Qué!... ¿después de una revolución que nos ha hechorecorrer en algunos años los acontecimientos de muchos siglos, se prohibirá al escritor toda consideración elevada? ¿Se le negará examinar la parte seria de losobjetos? ¿Pasará su vida frívolamente ocupándose de sutilezas gramaticales,reglas de gusto y sentencias literarias? ¿Envejecerá encadenado en las envolturasde la cuna? ¿No mostrará al fin de sus días la frente surcada por sus continuostrabajos, por sus pensamientos graves, y con frecuencia sus agudos dolores que

aumentan la grandeza del hombre? ¿Qué importantes cuidados habrán, pues,encanecido sus cabellos? Las miserables penas del amor propio, y los pueriles juegos del ingenio.

«Ciertamente, señores, esto sería tratarnos con un menosprecio muy extraño.Por lo que a mí hace, no puedo rebajarme ni reducirme al estado de la infancia, enla edad de la fuerza y de la razón. No puedo encerrarme en el estrecho círculo quequiere trazarse en derredor del escritor. Por ejemplo, señores, si yo quisiese hacer el retrato del literato, del funcionario que preside esta asamblea, ¿creéis que mecontentaría con alabar en él ese espíritu francés, ligero, ingenioso, que ha recibidode su madre, y de que presenta entre nosotros el más perfecto modelo? No, sin

duda alguna: querría además hacer que brillase con todo su esplendor el hermosonombre que lleva. Citaría, al duque de Boufflers que hizo levantar a los austríacosel sitio de Génova. Hablaría de su padre el mariscal que disputó a los enemigos dela Francia las murallas de Lila, y consoló con aquella defensa memorable laancianidad de un gran rey. De ese compañero de Turena, es de quien decía, Mme.

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de Maintenon: «En él lo primero que ha muerto es el corazón.

En fin, llegaría hasta ese Luis de Boufflers, llamado el Robusto, quemanifestaba en los combates el vigor y la intrepidez de Hércules. Así, en los dosextremos de esta familia encontraría la fuerza y la gracia, el caballero y el trovador.Se quiere que los franceses sean hijos de Héctor: yo creería más bien quedescienden de Aquiles, porque como aquel héroe, manejan la lira y la espada.

«Si quisiese, señores, hablaros del célebre poeta que cantó la naturaleza con

voz tan brillante, ¿pensáis que me limitaría a haceros observar la admirableflexibilidad de un talento que supo con un mérito igual copiar las bellezas regularesde Virgilio, y las incorrectas de Milton? No: os mostraría a este poeta negándose asepararse de sus infortunados compatriotas, siguiéndolos con su lira a extranjeras playas, y cantando sus dolores para consolarlos; ilustre desterrado en medio deaquella multitud de desterrados de que aumentaba yo el número. Verdades, que suedad y sus enfermedades, sus talentos y su gloria, no le habían puesto en su patriaa cubierto de las persecuciones. Se quería que comprase la paz con versosindignos de su musa; pero su musa no pudo cantar más que la terrible inmortalidad del crimen, y la consoladora inmortalidad de la virtud, «Tranquilizaos, soisinmortales.»

«Si quisiese por fin, señores, hablaros de un amigo muy querido a mi corazón,de uno de esos amigos que, según Cicerón, hacen la prosperidad másesplendorosa, y la adversidad más ligera, encomiaría la finura y pureza de sugusto, la exquisita elegancia de su prosa, la hermosura, la fuerza, y la armonía desus versos, que formados por los grandes modelos, se distinguen sin embargo por un carácter original. Alabaría ese talento superior que jamás conoció la envidia, esetalento feliz con las prosperidades que no eran suyas, ese talento que hace diez años siente cuanto favorable me acaece, con esa alegría natural y profunda,conocida únicamente por los caracteres más generosos, y por la más viva amistad.Pero no omitiría la parte política de mi amigo. Le presentaría al frente de uno de los

 primeros cuerpos del Estado, pronunciando esos discursos que son obrasmaestras de decoro, comedimiento y nobleza. Le representaría sacrificando susdulces coloquios con las musas, por ocupaciones que sin duda no tendríanatractivos, sino se dedicase a ellas con la esperanza de formar jóvenes capaces deseguir algún día las gloriosas huellas de sus padres, y de evitar sus errores.

«Hablando de los hombres de talento de que se compone esta asamblea, no podría dispensarme de considerarlos con respecto a la moral y la sociedad. El unose distingue en medio de vosotros por su talento fino, delicado y sabio, por unagran urbanidad tan rara en el día, y sobre todo por la más honrosa constancia ensus opiniones moderadas. Otro, aunque resfriado por la edad, ha recobrado todo el 

ardor de la juventud para abogar la causa de los desgraciados. Este, historiador elegante y agradable poeta, se nos hace más respetable y querido por el recuerdode un padre y un hijo mutilados en servicio de la patria.

 Aquel, devolviendo el oído a los sordos y la palabra a los mudos, nos recuerda los milagrosdel culto evangélico a que se ha consagrado. ¿No existen entre vosotros, señores, testigos devuestros antiguos triunfos, que puedan referir al digno heredero del canciller D’ Aguesseau, cuanaplaudido fue en otro tiempo el nombre de su abuelo en esta asamblea? Paso a los hijospredilectos de las nueve hermanas y diviso al venerable autor del Edipo, retirado en la soledad, ya Sófocles olvidando en Colonna la gloria que le llama a Atenas. ¿Cuánto debemos amar a los

demás hijos de Melpómene, que tanto interés nos han hecho tomar en las desgracias de nuestrospadres? Todos los corazones franceses han temblado de nuevo al presentimiento de la muerte deEnrique IV. La musa trágica ha restablecido el honor de esos esforzados caballeroscobardemente olvidados y vendidos por la historia, y noblemente vengados por uno de nuestrosmodernos Eurípides.

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«Descendiendo a los sucesores de Anacreonte, me detendré en ese hombreamable, que semejante al anciano de Teos, repite aun, después de quince lustros,los amorosos cantares que se entonan a los quince años. Iría, señores, a buscar vuestra fama en esos mares borrascosos que guardaba en otro tiempo el gigante Adamastor, y que se ha apaciguado con los encantadores nombres de Eleonora y de Virginia. Tibi rident aequora.

«¡Ay! ¡Demasiados talentos entre nosotros andan errantes y fugitivos!... ¿Noha cantado la poesía en armoniosos versos el arte de Neptuno, ese arte tan fatal que la trasportó a remotos climas? ¿Y la elocuencia francesa, después de haber defendido el estado y el altar, no se retira como a su cuna, a la patria de San Ambrosio? ¡Que no pueda yo colocar aquí todos los miembros de esta asambleaen un cuadro cuyos colores no ha embellecido la lisonja!.. Porque si es cierto que laenvidia oscurece algunas veces las cualidades apreciables de los literatos, lo estodavía mucho más que esta clase de hombres se distingue por sentimientoselevados, por virtudes desinteresadas, por su odio a la opresión, su sinceraamistad, y la fidelidad en la desgracia. Así es, señores, como yo deseo considerar un asuntó bajo todos sus aspectos, y sobre todo revestir de gravedad a las letrasaplicándolas a los asuntos más elevados de la moral, de la filosofía y de la historia.Con esta independencia de ánimo, preciso es que yo me abstenga de tocar a obrasque es imposible examinar sin exasperar las pasiones. Si hablase de la tragedia deCarlos IX, ¿podría dejar de vengar la memoria del cardenal de Lorena, y discutir aquella extraña lección dada a los reyes? Cayó Graco, Calas, Enrique VIII y Fenelon, me ofrecerían en muchos puntos la misma alteración de la historia paraapoyar las mismas doctrinas. Si leo las sátiras encuentro sacrificados hombrescolocados en primera línea en esta asamblea: sin embargo, escritas con estilo puro, elegante y fácil, recuerdan agradablemente la escuela de Voltaire, y tendríatanto más placer en alabarlas, cuanto que mi nombre no ha podido sustraerse a la

malicia del autor. Pero dejemos unas obras que darían lugar a penosasrecriminaciones: no turbaré la memoria de un escritor que fue vuestro colega, y quecuenta todavía entre vosotros admiradores y amigos: a esa religión que le pareciótan despreciable en los escritos de los que la defienden, deberá la paz que yo ledeseo en su tumba. Pero aquí mismo, señores, ¿no seré yo bastante desgraciado para tropezar en un escollo? porque al tributar a Mr. Chenier el respeto que todoslos muertos merecen, temo volver a encontrar al paso otras cenizas ilustres por otroconcepto. Si interpretaciones poco generosas quisiesen imputarme como un crimenesta emoción involuntaria, me refugiaría al pie de esos altares expiatorios que un poderoso monarca eleva a los inanes de las dinastías ultrajadas. ¡Ah! ¡Cuánto másfeliz hubiera sido para Mr. Chenier no haber participado de esas calamidades

 públicas que cayeron en fin sobre su cabeza!... El supo como yo lo que es perder en las tempestades un hermano tiernamente amado. ¿Qué habrían dicho nuestrosdesgraciados hermanos si Dios los hubiera llamado en un mismo día a su tribunal?Si se hubiesen encontrado en el momento supremo antes de confundir su sangre y nos hubieran gritado sin duda: cesad en vuestras guerras intestinas; volved a lossentimientos de amor y de paz: la muerte hiere igualmente a todos, los partidos, y vuestras crueles divisiones nos cuestan la juventud y la vida. Tales hubieran sidosus fraternales lamentos.

«Si mi predecesor pudiese oír estas palabras que no consuelan más que a susombra, seria sensible al homenaje que tributo aquí a su hermano porque era

naturalmente generoso: esa misma generosidad fue sin duda la que le impulsó alanzarse en unas novedades seductoras en verdad, pues nos prometían lasvirtudes de Fabricio, más engañado bien pronto en sus esperanzas, se agrió suhumor, y su talento se desnaturalizó. Trasladado desde la soledad del poeta al medio de las facciones, ¡cómo hubiera podido entregarse a los sentimientos que

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forman las delicias de la vida! ¡Dichoso si hubiese visto otro cielo que el de laGrecia, bajo el cual había nacido! ¡Si no hubiese contemplado más ruinas que lasde Esparta y Atenas! Yo le hubiera quizás encontrado en la hermosa patria de sumadre, y nos habríamos jurado amistad en las orillas del Permesso, o bien puestoque debía volver al hogar paterno, ¿por qué no me siguió a los desiertos, adondefui arrojado por nuestras tempestades? El silencio de los bosques habría calmadoaquella alma perturbada, y las cabañas de los salvajes le hubieran reconciliado tal vez con los palacios de los reyes. ¡Vanos deseos! Mr. Chenier permaneció en el teatro de nuestras agitaciones y de nuestros dolores! Atacado, siendo todavía joven, de una enfermedad mortal, le visteis, señores, inclinarse lentamente hacia el sepulcro y dejar para siempre... No se me han referido sus últimos momentos.

«Nosotros, todos los que vivimos en las turbulencias y las agitaciones, noescaparemos de las miradas de la historiar. ¿Quién puede lisonjearse deencontrarse sin mancha en un tiempo de delirio en que nadie tenía el completo usode su razón? Seamos, pues, indulgentes para los demás, y excusemos lo que no podemos aprobar. Tal es la debilidad humana que el talento, el genio y la virtud, pueden algunas veces traspasar los límites del deber. Mr. Chenier adoró la libertad:¿podría imputársele como un crimen? Los mismos caballeros, si saliesen de sus

sepulcros, seguirían la luz de nuestro siglo. Veríase entonces formarse esa alianzailustre entre el hombre y la libertad, como en el reinado de los Valois las almenasgóticas coronaban con infinita gracia en nuestros monumentos las órdenes dearquitectura tomadas de los griegos. ¿La libertad no es el mayor de los bienes y la primera necesidad del hombre? Inflama el genio, eleva el corazón, y es tannecesaria al amigo de las musas, como el aire que respira. Las artes pueden, hastacierto punto, vivir en la dependencia, porque se sirven de un lenguaje particular queno entiende la multitud; pero las letras que hablan un lenguaje universal seaniquilan y mueren en los hierros. ¿Cómo se trazarán líneas dignas del porvenir, si al escribirlas está prohibido todo sentimiento magnánimo, todo pensamiento fuertey grandioso? La libertad es naturalmente tan amiga de las ciencias y las letras que

se refugia a su lado cuando se ve des terrada de los pueblos, y a nosotros,señores, es a quienes encarga escribir sus anales vengarla de sus enemigos y trasmitir su nombre y su culto hasta la más remata posteridad. Para que no puedahaber equivocación en la interpretación de mi pensamiento, declaro aquí que solohablo de la libertad que nace del orden y que forma las leyes, y no de esa libertad hija del desenfreno y madre de la esclavitud. Lo peor que hizo el autor de Carlos IX no fue, pues, el ofrecer sus respetos a la primera de aquellas divinidades, sino el haber creído que los derechos que nos da son incompatibles con un gobiernomonárquico. Los franceses colocan su independencia en las opiniones, al paso quelos demás pueblos la hacen consistir en las leyes. La libertad es para ellos unsentimiento más bien que un principio y son ciudadanos por instinto, y súbditos por elección. Si el escritor, cuya pérdida deplorarnos hubiese hecho esta reflexión, nohubiera comprendido en un mismo amor la libertad que funda y la libertad quedestruye.

«Señores, he concluido la tarea que los usos de la Academia me hanimpuesto. Próximo a terminar este discurro, una idea desconsoladora llena mi almade pesar: no hace mucho tiempo que Mr. Chenier pronunciaba sobre mis obrasfallos que se preparaba a publicar, y yo soy el que ahora juzgo a mi juez. Lo digocon toda la sinceridad de mi corazón: quisiera más verme es puesto a las sátiras deun enemigo, y vivir en paz en mi soledad, que haceros observar con mi presenciaen medio de vosotros, la rápida sucesión de los hombres sobre la tierra, y la súbita

aparición de esa muerte que destruye nuestros proyectos y nuestras esperanzas,que nos arrebata de repente, y confía algunas veces nuestra memoria a hombresenteramente opuestos a nuestros sentimientos y principios. Esta tribuna es unaespecie de campo de batalla adonde los talentos vienen a brillar y morir 

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alternativamente. ¿Cuántos ingenios y cuán diversos ha visto desaparecer?Corneille, Racine, Boileau, La Bruyere, Bossuet, Fenelon, Voltaire, Buffon,Montesquieu... ¿Quién no se asustará, señores, al pensar que va a formar uno delos eslabones de esta ilustre cadena? Abrumado con el peso de estos nombresinmortales, y no pudiendo hacer que por mis talentos se me reconozca por heredero legítimo, procuraré al menos probar mi descendencia por medio de missentimientos.

«Cuando me llegue el turno de ceder el puesto al orador que debe hablar sobremi tumba, podrá tratar con toda severidad mis obras; pero no podrá menos de decir que amaba con delirio a mi patria, y que hubiera sufrido mil males antes que hacer derramar una sola lágrima a mi país, y que hubiera sin titubear sacrificado mi vida aestos nobles sentimientos, que son los únicos que dan precio a la vida, y dignidad ala muerte.

«Pero ¿qué tiempo he escogido, señores, para hablaros de duelo y defunerales? ¿No estamos rodeados de fiestas? Viajero solitario, meditaba hacealgunos días sobre las ruinas de los imperios destruidos, y veo elevarse un nuevoimperio. Apenas dejo aquellos sepulcros en donde duermen sepultadas lasnaciones diviso una cuna encargada de los destinos del porvenir. Por todas partesresuenan las aclamaciones del soldado. César sube al Capitolio: los pueblosrefieren las maravillas, los monumentos erigidos, las ciudades adornadas, lasfronteras de la patria bañadas por esos lejanos mares, que sostenían las naves deEscipión, y por los otros mares más remotos que no vio Germánico.

«En tanto que el triunfador se adelanta rodeado de sus legiones, ¿qué haránlos tranquilos hijos de las Musas? Marcharán al encuentro del carro para enlazar el olivo de la paz con las palmas de la victoria, para presentar al vencedor la sagradacopa, para mezclar a las narraciones guerreras las patéticas y afectuosasimágenes que hacían llorar a Paulo Emilio por las desgracias de Perseo.

«Y vos, hija de los Césares, salid de vuestro palacio con el tierno hijo en losbrazos: venid a unir la gracia con la grandeza, venid a enternecer la victoria y templar el brillo de las armas con la dulce majestad de una reina y de una madre.»

El manuscrito que me fue devuelto, tenía tachado desde un extremo a otro por mano deBonaparte, el exordio del discurso que tenía relación con las opiniones de Milton. Una parte de mireclamación contra el aislamiento de los negocios en que se quería tener a la literatura estabatambién borrada con lápiz. El elogio del abate Delille que recordaba la emigración, la fidelidad delpoeta a las desgracias de la familia real y a los padecimientos de sus compañeros de destierro,se hallaba entre paréntesis: el elogio de Mr. de Fontanes, tenía una cruz. Casi todo lo que decía

de Mr. de Chenier, de su hermano, del mío, y de los altares expiatorios que se preparaban en SanDionisio estaba picado. El párrafo que comenzaba con estas palabras: «Mr. de Chenier adoró lalibertad,» tenía una tachadura longitudinal duplicada. Sin embargo, los agentes del gobierno, alpublicar el discurso, conservaron bastante correctamente este párrafo.

Cuando se me entregó el discurso no estaba aun todo concluido: quería obligárseme a quehiriese otro. Declaré que insistía en el primero y no haría ninguno más. La comisión entonces memanifestó que no seria admitido en la Academia.

Personas llenas de gracias, de generosidad y da valor, a quienes no conocía, se interesabanpor mí.

Mme. Lindsay, que cuando mi vuelta a Francia en 1800 me había acompañado desde Calais

a París, habló a Mme. Gay: ésta se dirigió a Mme. Regnault de Saint Jean-d’Angely, la cual invitóal duque de Rovigo a que me dejase y se desentendiese de aquel negocio. Las señoras de aqueltiempo interponían su Belleza entre el poder y la desgracia.

Todo aquel ruido se prolongó hasta el año 1812 por los premios decenales. Bonaparte que me

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perseguía hizo preguntar a la Academia con motivo de aquellos premios, porque no habíacolocado El Genio del Cristianismo entre las demás obras que debían ser premiadas. La Academia se explicó, y muchos de mis compañeros emitieron por escrito su dictamen, que eramuy desfavorable. Hubiera podido decirles lo que un poeta griego dijo a una ave: «Hija del Ática,alimentada con miel, tú que cantas tan bien, arrebatas una cigarra, buena cantora como tú, y lallevas por alimento a tus hijuelos. Ambas tenéis alas, las dos habitáis estos lugares y celebráis elnacimiento de la primavera, ¿por qué no la vuelves la libertad? No es justo que una cantoraperezca a impulsos del pico de una semejante suya.»

Premios decenales.— El Ensayo sobre las revoluciones.— Los Natchez.

 Aquella constante mezcla de cólera y deferencia que Bonaparte manifestaba con respecto amí, era sumamente extraña. Poco tiempo hacia qué me amenazaba y de repente pregunté alInstituto por qué no hablaba de mí en los premios decenales. Hizo mas, declaró a Mr. deFontanes, que puesto que el Instituto no me conceptuaba digno de optar a los premios. Él medaría uno, y me nombraría superintendente general de las bibliotecas de Francia, destino que

tenía el mismo sueldo que las embajadas de primera clase. La idea que Bonaparte había tenido,de emplearme en la carrera diplomática no se le había desvanecido, y por razones que élconocía muy bien, quisiera que yo no hubiese dejado de formar parte del ministerio de Relacionesexteriores. No obstante aquellas proyectadas munificencias, su prefecto de policía me invité algúntiempo después a salir de París, y fui a continuar mis memorias en Dieppe.

Bonaparte se rebajó hasta a hacer el papel de un  estudiante truhán: desenterró, por decirloasí, el Ensayo sobre las revoluciones, y se regocijó de la persecución que de este modo meatraía. Un tal Mr. de Raymond se hizo mi campeón y fui a darle las gracias a la calle Vivienne:tenía en la chimenea entre varias bagatelas una calavera: algún tiempo después fue muerto en undesafío, y su interesante figura fue a reunirse con la espantosa cabeza que parecía llamarle.

Entonces se batía todo el mundo. Uno de los agentes de policía encargado de la prisión deGeorges recibió de éste un balazo en la cabeza.

Para evitar el ataque de mala ley de mi poderoso adversario, me dirigí a Mr. de Pommereul,de quien ya hablé en mi primera llegada a París: era a la sazón director general de imprenta, y lepedí permiso para reimprimir el Ensayo entero. Mi correspondencia y el resultado de ella, puedeverse en el Ensayo sobre las revoluciones, edición de 1826, tomo 2° de las obras completas. Elgobierno imperial tenía mucha razón en no dejarme imprimir la obra por entero; el Ensayo, ni conrespecto a las libertades, ni con respecto, a la monarquía legítima, era un libro que debíapublicarse cuando reinaba el despotismo y la usurpación. La policía aparentaba imparcialidaddejando que se hablara en mi favor, y se reía impidiéndome hacer lo único que podíadefenderme. Cuando regresó Luis XVIII, volviose a desenterrar el Ensayo: como habían queridoservirse de él contra mí en tiempo del imperio por lo tocante a la política, se trataba deoponérmele en el día de la restauración, en cuanto a la parte religiosa. Hice una retractaciónpública y completa de mis errores en las notas de la nueva edición del Ensayo histórico, y yanada puede censurárseme. La posteridad pronunciará su fallo sobre el libro y sobre elcomentario, si acaso pueden ocuparla cosas tan insignificantes. Me atrevo a esperar que juzgaráel Ensayo como mi encanecida cabeza le ha juzgado: porque según se va avanzando en lacarrera de la vida se adquiere la equidad del porvenir a que nos vamos aproximando. El libro y lasnotas me presentan a la vista de los hombres, como fui al principio, y como soy en el último terciode mi vida.

Esta obra que he tratado con desapiadado rigor, ofrece el compendio de mi existencia como

poeta moralista y futuro hombre político. La savia del trabajo es superabundante, y la audacia delas opiniones llega hasta tan lejos cómo adonde puede llevarse. Forzoso es reconocer que en losdiversos senderos en que me he empeñado, jamás me han guiado las preocupaciones, que nome he obcecado por ninguna causa, que no he tenido por móvil al interés, y que los partidos que

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he tomado han sido siempre por mi elección.

En el Ensayo es completa mi independencia en religión y en política, todo lo examino:republicano, sirvo a la monarquía; filósofo honro a la religión. Estas no son contradicciones, sonconsecuencias forzosas de la incertidumbre de la teoría y de la certeza de la práctica entre loshombres: mi espíritu formado para no creer en nada, ni aun en mí mismo, formado paradespreciarlo todo, grandezas y miserias, pueblos y reyes, ha sido, no obstante, dominado por uninstinto de razón que le mandaba someterse a lo que hay reconocido como bueno y hermoso:

religión, justicia, humanidad, igualdad, libertad y gloria. Lo que en el día se sueña acerca delporvenir, lo que la generación actual se imagina haber descubierto de una sociedad por nacer,fundada en principios enteramente diferentes de los de la sociedad antigua, se encuentrapositivamente anunciado en el Ensayo. Yo he precedido treinta anos a los que se creen losproclamadores de un mundo desconocido. Mis actos han sido de la ciudad antigua: mispensamientos de la nueva: los primeros de mi deber, los segundos de mi naturaleza.

El Ensayo no era un libro impío: era un libro de duda y de dolor. Ya lo he dicho 27. Por lodemás, he debido exagerarme mi falta, y compensar con ideas de orden tantas ideasapasionadas esparcidas en mis obras. Temo haber hecho daño a la juventud en el principio de micarrera: tengo que hacerla una reparación, y la debo al menos otras lecciones. Que sepa quepuede lucharse con buen éxito contra una naturaleza alterada: yo he visto la  belleza moral, labelleza divina, superior a todas las ilusiones de la tierra: solo se necesita un poco de (ánimo paraalcanzarla y asirse a ella.

Para concluir lo que tengo que decir sobre mi carrera literaria, debo hacer mención de la obraque la comenzó, y que quedó manuscrita hasta el año en que la incluí en mis Obras completas.

El prefacio que se halla al frente de los Natchez , refiere de qué modo se encontró la obra enInglaterra, por los obsequiosos desvelos e indagaciones de Mr. de Thuizy.

Un manuscrito de que he podido sacar a Atala, René, y muchas descripciones colocadas enEl Genio del Cristianismo, no es enteramente estéril. Este primer manuscrito era todo seguido ysin sección alguna: todos los asuntos se hallaban confundidos en él; viajes, historia natural, parte

dramática, etc.; pero junto a este manuscrito había otro dividido en libros. En este segundotrabajo, no solo procedí a la división de la materia, sino que varié el género de la composición,haciéndola pasar desde la novela a la epopeya.

Un joven que acumula mezcladas sus ideas, sus invenciones, sus estudios, y sus lecturas,debe producir un caos; pero también en este caos hay cierta fecundidad que participa de la fuerzade la edad.

Me ha ocurrido lo que quizá ha pasado jamás a ningún autor, y es el volver a leer después detreinta años un manuscrito que había ya olvidado.

Tenia que temer un peligro: al retocar el cuadro podía apagar los colores: una mano mássegura, pero menos rápida, podía, borrando algunos perfiles incorrectos, hacer quedesapareciesen los toques más vivos de la juventud. Era preciso conservar a la composición suindependencia, y por decirlo así, su impetuosidad: era necesario dejar la espuma en el freno delfogoso corcel. Si hay en los Natchez cosas que solo temblando aventuraría en el día, hay tambiénotras que ya no querría escribir, especialmente la carta de René en el segundo volumen. Es de miprimer estilo, y reproduce enteramente a René: no sé lo que los Renés que me han seguido hanpodido decir para acercarme más a la multitud.

Los Natchez comienzan por una invocación a el desierto y al astro de la noche, divinidadessupremas de mi juventud.

«A la sombra de los americanos bosques quiero cantar las canciones de la soledad, como no

las han escuchado todavía los oídos de los mortales: quiero referir vuestras desgracias. ¡Oh

27 Tomo I de estas Memorias.

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Natchez!... ¡Oh nación de la Luisiana, de que ya no quedan mas que recuerdos!... ¿Losinfortunios de un oscuro, habitante de los bosques, tendrán menos derecho a nuestras lágrimasque los de los demás hombres?... y los mausoleos de los reyes en nuestros templos, son másatractivos que el sepulcro de un indiano bajo la encina de su patria.

«¡Y tú antorcha de las meditaciones, astro de las noches, sé para mí el astro del Pindo!...Marcha dejante de mis pasos por medio de las regiones desconocidas del Nuevo Mundo, paradescubrirme a tu luz, los maravillosos secretos de estos desiertos.»

Mis dos naturalezas se hallan confundidas en esta caprichosa obra, particularmente en eloriginal primitivo: en él se descubren incidentes políticos é intrigas de novela: pero a través de lanarración se oye por donde quiera una voz que canta, y que parece venir de una regióndesconocida.

Fin de mi carrera literaria.

De 1812 a 1814, solo faltan dos años para concluir el imperio, y estos dos años de queanticipadamente se ha visto algo, los empleé en observaciones sobre la Francia, y en laredacción de algunos libros de estas Memorias; pero no imprimí nada. Mi vida de poesía y deerudición quedó verdaderamente cerrada con la publicación de mis tres grandes obras, El Geniodel Cristianismo, los Mártires y el Itinerario. Mis escritos políticos comenzaron en la restauración:con ellos principio igualmente mi vida política, activa. Aquí pues, termina mi carrera literariapropiamente dicha: arrebatado por la corriente de los días la había omitido hasta este año 1831,no me he acordado del tiempo pasado que medió de 1800 a 1814.

Esta carrera literaria, como os habrá sido fácil convenceros, no fue menos agitada que la deviajero y de soldado; hubo también fatigas, encuentros y sangro en la arena: no todo fue musas y

fuente Castalia: mi carrera política fue todavía más borrascosa.Tal vez algunos fragmentos marcarán el lugar que ocuparon mis jardines de Academo. El 

Genio del Cristianismo principia la revolución religiosa contra el filosofismo del siglo XVIII. Almismo tiempo preparaba esa revolución que amenaza a nuestra lengua, porque no podía haber renovación en la idea, sin que hubiese innovación en el estilo. ¿Habrá después e mí otras formasdel arte ahora desconocidas? ¿So podrá partir de nuestros estudios actuales para avanzar, comopartimos de los estudios pasados para adelantar un paso? ¿Hay límites que no podríantraspasarse, porque seria fácil estrellarse contra la naturaleza de las cosas? ¿Estos límites no seencuentran en la división de las lenguas modernas, en la caducidad de esas mismas lenguas, y  en las vanidades humanas tales como la nueva sociedad las ha creado? Las lenguas no siguen el

movimiento de la civilización, sino antes de la época de su perfección: cuando han llegado a suapogeo, permanecen por algunos momentos estacionarios, y después descienden sin poder yavolver a subir.

 Ahora la relación que concluye reúne los primeros libros de mi vida política, escritosanteriormente en épocas diversas. Me siento con un poco más de valor al entrar en la parte sólidade mi edificio. Cuando volví a emprender el trabajo, temblaba como el hijo de Caelo, que vioconvertirse en plomo la llana de oro del arquitecto de Troya. Sin embargo, me parece que mimemoria no me ha sido infiel en mis recuerdos: con todo, ¿habéis advertido gran frialdad en minarración? ¿Encontráis una enorme diferencia entre las apagadas cenizas que he tratado devolver a encender y los personajes que os he hecho ver al referiros mi primera juventud? Misaños son mis secretarios, cuando uno de ellos concluye, pasa la pluma a su hermano segundo, ycontinúo dictando: como son hermanos tienen poco más o menos la misma mano.

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De Bonaparte.

La juventud es una cosa encantadora: parte al principio de la vida coronada de flores, comola flota ateniense cuando fue a conquistar la Sicilia y las deliciosas campiñas del Enna. Elsacerdote de Neptuno recita la oración en voz alta: hácense las libaciones en copas oro: lamultitud que ocupa las orillas del mar une sus invocaciones a las del piloto: cántase el poemamientras se despliegan las velas a los rayos y el soplo de la Aurora: Alcibíades vestido de púrpuray hermoso como el amor llama la atención en los trirremes, envanecidos con los siete carros quea la carrera dirigió en Olimpia. Más apenas pasó la isla de Alcínoo se desvaneció la ilusión: Alcibíades desterrado va a envejecer lejos de su patria, y a morir atravesado de flechas en elseno de Timandra. Los compañeros de sus primeras esperanzas, esclavos en Siracusa, no tienenpara aligerar el peso de sus cadenas, más que algunos versos de Eurípides.

Habéis visto a mi juventud dejar la ribera: no tenía la hermosura del pupilo de Pericles, criadoen las rodillas de Aspasia, pero tenía deseos y sueños. Ya os he pintado aquellos sueños: ahoraal regresar de mi destino no tengo que contaros más que verdades tristes como mi edad. Sialguna vez dejo oír todavía los dulces sonidos de la lira, son las últimas armonías del poeta que

procura curarse la herida de la flecha de los tiempos o consolarse de la servidumbre de los años.Sabéis ya mi vida en el estado de viajero y de soldado: conocéis mi existencia literaria desde

1800 hasta 1813, en cuyo año me habéis dejado en el Vallée  aux Loups que todavía mepertenecía cuando principió mi carrera política. Ahora entramos en esta carrera: pero antes depenetrar en ella, me es forzoso retroceder a los hechos generales, por los que he saltadoocupándome únicamente de mis trabajos y de mis propias aventuras: estos hechos son en sumayor parte relativos a Napoleón. Pasemos pues a él: hablemos del vasto edificio que seconstruía fuera del recinto de mis sueños. En la actualidad vuelvo a ser historiador sin dejar deser escritor de memorias; el interés público sostendrá mi confidencia privada, mis cortos relatosse agruparán en derredor de la narración.

Cuando estalló la guerra de la revolución, los reyes no la comprendieron: vieron una rebeliónen donde debieron ver una mudanza de las naciones, el fin y el principio de un mundo: creyeronque con respecto a ellos no se trataba más que de aumentar sus estados con algunas provinciasarrancadas a la Francia: tenían fe en la antigua táctica militar, en los antiguos tratadosdiplomáticos, en las negociaciones de los gabinetes; y sin embargo, unos conscriptos iban ahacer retirarse a los granaderos de Federico, los monarcas iban a pedir la paz en las antesalas deoscuros demagogos, y la terrible opinión revolucionaria iba a desatar sobre los cadalsos lasintrigas de la Europa. Esta antigua Europa pensaba no combatir más que a la Francia, y no seapercibía de que un nuevo siglo marchaba contra ella.

Bonaparte, en el curso de sus ventajas siempre crecientes, parecía llamado a cambiar las

dinastías reales y a hacer la suya la más antigua de todas. había hecho reyes a los electores deBaviera, Wurtemberg y Sajonia: había dado la corona de Nápoles a Murat, la de España a José,la de Holanda a Luis, y la de Westfalia a Gerónimo: su hermana Elisa Bacciochi, era princesa deLuca, él mismo se había erigido en emperador de los franceses y rey de Italia, en cuyo reino sehallaban comprendidos Venecia, la Toscana, Parma, y Plasencia: el Piamonte había sidoincorporado a la Francia; había consentido que reinase en Suecia Bernardotte, uno de suscapitanes: por el tratado de la Confederación de Rin, ejercía los derechos de la casa de Austriasobre la Alemania: se había declarado mediador de la Confederación helvética había abatido ala Prusia, y sin poseer una barca había declarado a las islas Británicas en estado de bloqueo.Hubo momentos en que la Inglaterra a pesar de sus escuadras, no tenía un puerto en dondedescargar un fardo de sus mercaderías, ni en donde poner una carta en el correo.

Los estados del papa formaban parte del imperio francés, y el Tíber era un departamento dela Francia. Por las calles de París se veían cardenales medio prisioneros que sacando la cabezapor la portezuela de su fiacre preguntaban: «es aquí donde vive el rey de...» No, respondía elportero interrogado, es más arriba. El emperador de Austria solo pudo librarse entregando su hija:

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el cabalgador del Mediodía reclamó Honoria de Valentiniano con la mitad de las provincias delimperio.

¿Cómo se habían obrado estos milagros? ¿Qué cualidades poseía el hombre que losprodujo? ¿Cuáles le fallaban para completarlos? Voy a seguir la inmensa fortuna de Bonaparte,que no obstante, ha pasado tan ligera, que sus días ocupan un corto período del tiempocomprendido en estas Memorias. Genealogías fastidiosas, frías indagaciones de los hechos, einsípidas rectificaciones de fechas, he aquí la penosa carga de los escritores.

Bonaparte.— Su familia.

El primer Buonaparte (Bonaparte) de que se hace mención en los anales modernos, esJacobo Buonaparte, el cual, augurio del futuro conquistador, nos ha dejado la historia del Sacode Roma en 1527, del que había sido testigo ocular. Napoleón Luis Bonaparte, hijo primogénito dela duquesa de Saint-Leu, que murió después de la insurrección de Romaña, traducido al francéseste curioso documento: a la cabeza de la traducción ha colocado una genealogía de los

Buonaparte.El traductor dice: «que se contentará con llenar los vacíos del prefacio del editor de Colonia,

publicando sobre la familia Bonaparte pormenores auténticos: trozos de historia, dice, casienteramente olvidados pero interesantes al menos para los que desean encontrar en los analesde los tiempos pasados, el origen de una ilustración más reciente.»

Sigue una genealogía en donde se ve un caballero Nordilo Buonaparte, quien en 2 de abril de1265 salió por fiador del príncipe Conradino de Suabia (el mismo a que el duque de Anjou hizocortar la cabeza por el valor de los derechos de aduana de los efectos del dicho príncipe. Hacia elaño de 1255, principiaron las proscripciones de las familias de Treviso: una rama de losBonaparte fue a establecerse en Toscana, en donde se los encuentra en los puestos más

elevados del Estado. Luís María Fortunato Buonaparte, de la rama establecida en Sarzana, pasóa Córcega en 1612, fijó su residencia en Ajaccio, y llegó a ser el jefe de la rama de los Bonapartede Córcega. Los Bonaparte llevan en su escudo, campo de gules, con dos barras de oro y dosestrellas.

Hay otra genealogía que Mr. Panckouke ha coloreado al frente de la colección de los escritosde Bonaparte: se diferencia en muchos puntos de la que ha dado Napoleón Luis. Pero la señorade Abrantes quiere que Bonaparte, sea un Comneno, alegando que el nombre de Bonaparte es latraducción literal del griego Calomeros, sobre nombre de Comneno.

Napoleón Luis cree deber terminar su genealogía con estas palabras: «he omitido muchospormenores, porque los títulos de nobleza no son objeto de curiosidad sino para un corto número

de personas, y además ningún lustre sacaría de ellos la familia Bonaparte.»

«El que sirve bien a su país, no necesita abuelos.»

No obstante este verso filosófico, la genealogía subsiste. Napoleón Luis quiere hacer a susiglo la concesión de un apotegma democrático sin que por eso trate de ser consecuente.

Todo es aquí singular. Jacobo Buonaparte historiador del saco de Roma y de la prisión delpapa Clemente VII por los soldados del condestable de Borbón, es de la misma sangre queNapoleón Bonaparte destructor de tantas ciudades, dueño de Roma convertida en prefectura, rey

de Italia, dominador de la corona de los Borbones, y carcelero de Pío VII, después de haber sidoconsagrado emperador de los franceses por mano de aquel pontífice. El traductor de la obra deJacobo Buonaparte, es Napoleón Luis Buonaparte sobrino de Napoleón, e hijo del rey deHolanda hermano de aquel y este joven murió en la última insurrección de la Romaña, a alguna

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distancia de las dos ciudades adonde la madre y la viuda de Napoleón fueron desterradas, en elmomento en que los Borbones caen del trono por tercera vez.

Como hubiera sido bastante difícil hacer de Napoleón el hijo de Júpiter Ammón por laserpiente amada de Olimpia, o el nieto de Venus por Anquises, algunos sabios 28 encontraron otramaravilla de que podían hacer uso: demostraron al emperador que descendía en línea recta de laMáscara de hierro. El gobernador de las islas de Santa Margarita se llamaba Bonpart y tenía unahija: la Máscara de hierro, hermano gemelo de Luis XIV, llegó a enamorarse de la hija de su

carcelero, y se casó con ella en secreto. Los hijos que nacieron de aquella unión, fueron llevadosclandestinamente a Córcega con el nombre de su madre. Los Bonpart  se transformaron enBonaparte por la diferencia del lenguaje. De este modo, la Máscara de hierro, hubiera llegado aser el misterioso abuelo del grande hombre, unido así a un gran rey, por los vínculos delparentesco.

La rama de los Franchint-Bonaparte tiene en su escudo tres flores de lis de oro. Napoleón sesonreía con aire de incredulidad al ver aquella genealogía; pero se sonreía porque siempre erareivindicar un reino para su familia. Napoleón afectaba una indiferencia que no tenía, parque élmismo hacía provenir su genealogía de Toscana. Precisamente porque fallaba la divinidad alnacimiento de Bonaparte era aquel maravilloso. «Veía, dice Demóstenes, a ese Filipo contraquien combatíamos por la libertad de la Grecia, y la salud de sus repúblicas, saltado un ojo,quebrada la espada, la mano debilitada, y el muslo dislocado, presentar con inalterable firmezatodos sus miembros a los golpes de la suerte, satisfecho de vivir para el honor, y coronarse conlas palmas de la victoria.»

 Ahora bien, Filipo era padre de Alejandro; Alejandro era, pues, hijo de rey, y de un rey dignode serlo: por esta doble circunstancia merecía la obediencia. Alejandro, que nació en el trono, notuvo, como Bonaparte que atravesar una vida corta para llegar a otra mayor. Alejandro no ofrecela extravagancia de dos carreras. Aristóteles fue su preceptor: una de las diversiones de suinfancia fue domar a Bucéfalo. Napoleón para instruirse no tuvo más que un maestro vulgar, notenía corceles a su disposición, y era el menos rico de sus compañeros de estudios. Estesubteniente de artillería sin criados, va a obligar inmediatamente a la Europa que le reconozca:

este subalterno mandará desde sus antesalas a los mayores soberanos de Europa.¿No han venido nuestros dos reyes? pues decidles que se hacen esperar demasiado, y que

 Atila se incomoda.

Napoleón que solía exclamar. «¡Oh si fuese mi nieto!...» No encontró el poder en su familia, ylo creó: ¿cuán diversas facultades supone esta creación? ¿Se pretende que Napoleón no hayasido más que el que puso en práctica la inteligencia social esparcida en derredor suyo,inteligencia que acontecimientos y peligros extraordinarios habían desarrollado? Admitida estasuposición no sería menos asombrosa: en efecto, ¿qué llegaría a ser un hombre capaz de dirigir yapropiarse tantas superioridades entrañas?

Rama particular de los Bonapartes de Córcega.

Sin embargo, si Napoleón no había nacido príncipe, era, según la antigua expresión, hijo defamilia. Mr. de Marbaeuf, gobernador de la isla de Córcega, hizo entrar a Napoleón en un colegiocerca de Autun, y después fue admitido en la escuela militar de Brienne. Elisa, Mme. Bacciochi,recibió su educación en Saint-Cyr: cuando la revolución rompió las puertas de los retirosreligiosos, Napoleón reclamó a su hermana. Así es, que encontramos a una hermana deBonaparte entre las últimas alumnas de una institución a cuyas primeras discípulas había oído

cantar Luis XIV los coros de Racine.

28 Las Cases 

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Hiciéronse las pruebas de nobleza que se exigieron para la admisión de Napoleón en uncolegio militar: contenían la partida de bautismo de Carlos Bonaparte, padre de Napoleón e hijode Francisco, segundo ascendiente: un certificado de los principales nobles de Ajaccio, en quedeclaraban que a la familia de Bonaparte se la había contado siempre en el número de las másantiguas y nobles; y una acta en que se reconocía a la familia Bonaparte de Toscana el goce delpatriciado, y que su origen era común con el de la familia Bonaparte de Córcega, etc., etc.

Cuando Bonaparte entró en Treviso, dice Mr. de Las Cases, se le dijo que su familia había

sido allí poderosa, y en Bolonia, que había sido inscripta en el libro de oro. En la entrevista deDresde, el emperador Francisco participó al emperador Napoleón que su familia había sidosoberana en Treviso, y que él había hecho que le presentasen los documentos: añadió que erainapreciable el haber sido soberano, y que era preciso decírselo a María Luisa, a quien causaríamucho placer.»

Vástago de una raza de nobles, enlazada con los Orsini, los Lomelli y los Médicis, Napoleón,violentado por la revolución, solo fue demócrata un momento: esto es lo que se deduce de lo queél dice y escribe: dominado por su rango, sus inclinaciones eran aristocráticas. Pascual Paolí nofue el padrino de Napoleón como se ha dicho, lo fue el oscuro Lorenzo Giubega, de Calvi: estaparticularidad se sabe por la partida de bautismo de Ajaccio.

Temo comprometer a Napoleón colocando su rango en la aristocracia. Cromwell en sudiscurso pronunciado el 12 de setiembre de 1654 en el parlamento, declaró haber nacido noble:Mirabeau, Lafayette, Dessaix, y otros cien partidarios de la revolución, eran también nobles. Losingleses han supuesto que el primer nombre del emperador era Nicolás, del que por irrisióndecían Nic. El hermoso nombre de Napoleón, le venia al emperador de un tío suyo, que casó suhija con un Ornano. San Napoleón es mártir griego. Según los comentadores del Dante, el condeOrso era hijo de Napoleón de Cerbaja. Nadie antiguamente al leer la historia se detenía con estenombre que han llevado muchos cardenales, pero en el día choca. La gloria de un hombre, no seremonta, baja. El Nilo en su origen, solo es conocido de algunos etíopes, en su embocadura, ¿dequé pueblo es ignorado?

Nacimiento e infancia de Bonaparte.

Está probado que el verdadero nombre de Bonaparte es Buonaparte: él mismo se firmó asídurante su campaña de Italia, y hasta la edad de treinta y tres años: después le afrancesó y ya nose firmó más que Bonaparte: le dejo el nombre que se ha dado y que grabo al pie de suindestructible estatua 29.

Bonaparte se quitó un año para ser francés, es decir; para que su nacimiento no fueseanterior a la fecha de la reunión de la Córcega a la Francia. Monsieur Eckard ha tratado a fondoesta cuestión de una manera concisa pero ingeniosa: puede leerse su folleto. De él resulta, queBonaparte nació el 5 de febrero de 1768, y no el 25 de agosto de 1769, a pesar de la positivaaserción de Mr. de Bourienne. Por esto el senado conservador en su proclama de 3 de abril, trataa Napoleón de extranjero. 

La acta de celebración del matrimonio de Bonaparte, con María Josefa Rosa de Tascher,inscripta en el registro del estado civil del segundo distrito de París, 19 ventoso, año IV (9 demarzo de 1796), dice que Napoleón Buonaparte nació en Ajaccio, el 5 de febrero de 1768, y quesu partida de bautismo, visada por el oficial civil, comprueba aquella fecha. La cual concuerdaperfectamente con lo que se lee en el acta de matrimonio, de que el esposo tenía veinte y ochoaños.

29 El nombre de Buonaparte se escribía algunas veces cercenando la u. El ecónomo que firmó la partida de bautismode Napoleón, no escribe tres veces Bonaparte sin emplear la vocal italiana u. 

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La partida de nacimiento de Napoleón, presentada en la mairia del segundo distrito cuandocelebró su matrimonio con Josefina, fue recogida por uno de los ayudantes de campo delemperador, a principios de 1810, al tiempo de procederse a la anulación del matrimonio conJosefina. Mr. Duclos no atreviéndose a resistir la orden imperial, escribió en el legajo Bonaparte:su partida de nacimiento le ha sido devuelta,  no siendo posible entregarle copia en el acto de su petición. La fecha del nacimiento de Josefina se halla alterada en el acta de matrimonio, raspadaen algunas partes, aunque se lee muy bien lo primero que estaba escrito. La emperatriz se quitócuatro años. Las burlas que sobre esto se hicieron en el palacio de las Tullerías y en Santa Elena,fueron muy pesadas y de mal género.

La partida de bautismo de Bonaparte que recogió su ayudante de campo en 1810, hadesaparecido: cuantas diligencias se han practicado para encontrarla han sido infructuosas.

Estos hechos son irrefragables, y según ellos creo que Napoleón nació en Ajaccio el 5 defebrero de 1768. Sin embargo, no niego que adoptando esta fecha se suscitan muchosembarazos históricos.

José, hermano mayor de Bonaparte, nació el 5 de enero de 1768: Napoleón no pudo nacer en el mismo año, a menos que la fecha del nacimiento de José no esté también alterada: estopuede suponerse, porque todas las actas del estado civil de Napoleón y Josefina se sospecha

que fueron falsas. No obstante, esta justa sospecha de fraude, el conde de Beaumont,subprefecto de Calvi, en sus observaciones sobre la Córcega, afirma que el registro del estadocivil de Ajaccio, señala el nacimiento dé Napoleón en el 15 de agosto de 1769. En fin, los papelesque prestó Mr. Libri, demostraban que el mismo Bonaparte estaba en la creencia de que habíanacido el 20 de agosto de 1769, en una época en que ningún motivo podía tener para desear rejuvenecerse. Pero siempre queda la fecha oficial de los documentos de su primer matrimonio, yla extracción de su partida de bautismo.

Sea como quiera, Bonaparte no ganaría nada en esta trasposición de vida: si se fija sunacimiento en el 15 de agosto de 1769; es preciso referir su concepción al 15 de noviembre de1768; ahora bien, La Córcega no fue cedida a la Francia hasta el tratado de 15 de mayo de 1768,

y la sumisión de los últimos cantones no se efectuó hasta el 14 de junio de 1769. Según loscálculos más indulgentes, Napoleón no sería francés sino algunas horas en el vientre de sumadre. Pues bien, sino ha sido más que ciudadano de una patria dudosa forma una excepción dela naturaleza, existencia singular que puede pertenecer a todos los tiempos y a todos los países.

Con todo, Bonaparte se inclinó hacia la patria italiana, y aborreció a los franceses hasta laépoca en que su denuedo le dio el imperio. Las pruebas de esta aversión abundan en losescritos de su juventud. En una nota que Napoleón escribió sobre el suicidio, se encuentra estepasaje:

«Mis compatriotas cargados de cadenas, abrazan temblando la mano que los oprime...Franceses, no contentos con habernos arrebatado todo lo que más queríamos, habéis corrompido

hasta nuestras costumbres.»Una carta escrita a Paolí en Inglaterra, en 1780; carta que se hizo pública, principia de esta

manera: «General, yo nací cuando la patria sucumbía; treinta mil franceses que arribaron anuestras costas; ahogando el trono de la libertad en ríos de sangre, fue el primero y odiosoespectáculo que se ofreció a mis miradas.»

Otra carta de Napoleón a Mr. Gubica, notario mayor de los estados de Córcega, dice:«mientras que la Francia renace, ¿qué llegaremos nosotros a ser, infortunados corsos? Siempreviles, ¿continuaremos besando la insolente mano que nos oprime? ¿continuaremos viendo todoslos empleos que el derecho natural nos destinaba ocupados por extranjeros tan despreciables por sus costumbres y su conducta, como por su abyecto nacimiento?»

En fin, el borrador de otra carta escrita por el mismo Bonaparte acerca del reconocimiento por los corsos, de la Asamblea nacional de 1789, principia así:

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para Napoleón 30, describía minuciosamente sus grandes lineamientos, y el atrevido corte de suestructura física. Todo era allí excelente, decía, hasta el olor del terreno; era fácil distinguirla conlos ojos cerrados, y en ninguna parle había encontrado cosa que se la pareciese. Veíase en elladurante sus primeros años y sus primeros amores; en su juventud frecuentaba los precipicios, yatravesaba las elevadas cimas y los profundos valles... Napoleón encontró en su cuna la novelaque dio principio en Vannina, asesinada por su marido Sampietro. El barón de Neuhof, o el reyTeodoro, recorrió todas las costas, pidiendo socorros a la Inglaterra, al papa, al gran turco y albey de Túnez, después de haberse hecho coronar rey de los corsos, que no sabían a quéatenerse. Voltaire se ríe de él. Los dos Paolí, Jacinto, y particularmente Pascal, habían hechoresonar su nombre en toda la Europa. Buttafuoco rogó a J. J. Rousseau que fuese el -legislador de la Córcega. El filósofo de Ginebra pensaba establecerse en la patria del que sacando de susitio los Alpes, se llevó a Ginebra debajo del brazo. «Todavía hay en Europa, escribía Rousseau,un país capaz de legislación, y este país es la isla de Córcega. El valor y la constancia con queeste heroico pueblo ha sabido defender y recobrar su libertad, merecen que cualquier hombresabio, le enseñe a conservarla. Tengo cierto presentimiento de que esta isla asombrará algún díaa la Europa.»

Criado en medio de la Córcega, Napoleón fue educado en aquella escuela primaria de lasrevoluciones: no trajo al aparecer por la vez primera la calma o las pasiones de la edad juvenil,

sino un espíritu impregnado ya de las pasiones políticas. Esto hace cambiar la idea que se tieneformada de Napoleón.

Cuando un hombre ha llegado a hacerse famoso, se le procuran componer antecedentes; losniños predestinados, según los biógrafos, son intrépidos, camorristas, e indomables; lo aprendentodo, o no aprenden nada: lo más frecuente también suele ser, que sean unos niños tristes,taciturnos, que no toman parte en los juegos de sus compañeros, que se separan de ellos y sesienten ya perseguidos por el nombre que los amenaza. Un entusiasta ha desenterrado cartas deNapoleón a sus abuelos, bastante comunes (y sin duda italianos), y es preciso que traguemosaquellas pueriles necedades. Los pronósticos de nuestro futuro son muy vanos: somos lo que lascircunstancias quieren que seamos: de que un niño sea triste, silencioso o alborotador, de que

manifieste o no aplicación, y más o menos aptitud para el trabajo, no puede sacarse ningúnagüero. Suspéndase la educación literaria de un estudiante a los diez y seis años, y por másinteligencia que se le conceda, aquel niño prodigio a los tres lustros, será un imbécil: el niñocarece hasta de la más hermosa de las gracias, la sonrisa; se ríe, pero nunca se sonríe.

Napoleón era, pues, un muchacho ni más ni menos distinguido que sus émulos. «No era, diceél mismo, más que un niño terco y curioso.» Le gustaban los ranúnculos y comía cerezas con laseñorita Colombier. Cuando dejó la casa paterna no sabía más que el italiano: su ignorancia de lalengua de Turena era casi completa: como el mariscal de Sajonia alemán, Bonaparte italiano noponía una palabra con ortografía. Enrique IV, Luis XIV y el mariscal de Richelieu, menosimperdonables, no eran mucho más correctos. Indudablemente para ocultar el descuido de suinstrucción, ha hecho Napoleón indescifrable su modo de escribir. Salió de Córcega a los nueveaños, y hasta pasados ocho, no volvió a ver su isla. En la escuela de Brienne no tenía nada deextraordinario, ni en su modo de estudiar, ni en su exterior. Sus compañeros le dirigíanchanzonetas por su nombre de Napoleón y por su país, y él decía a su amigo Bourienne: «Yoharé a tus franceses todo el mal que pueda.» En una relación dirigida al rey en 1784, Mr. deKeralio asegura que el joven Bonaparte sería un excelente marino: esta frase es sospechosa,porque aquella relación o informe no se encontró hasta que Napoleón inspeccionaba laescuadrilla de Boloña.

El 14 de octubre de 1784, Bonaparte salió de Brienne y pasó a la Escuela militar de París: lalista civil pagaba su pensión, y se afligía de ser sostenido por el Estado. La pensión le fueconservada, como lo acredita el siguiente modelo de recibo encontrado en el legajo Fesch, (legajo

de Mr. Libri).

30 Memorias de Santa Elena.

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«Confieso, yo el abajo firmado, haber recibido de Mr. Biercourt la suma dedoscientas libras procedentes de la pensión que el rey me ha concedido sobre losfondos de la Escuela militar, en calidad de antiguo cadete de la escuela de París.»

La señorita Fermont-Comnene, (Mme. de Abrantes) que residía alternativamente en casa de

su madre en Montpellier, Tolosa y París, no perdía de vista a su compatriota Bonaparte. «cuandopaso en el día por el malecón de Conti, no puedo menos de mirar el tejado plano del ánguloizquierdo de la casa en cuyo piso tercero habitaba Napoleón, cuantas veces venía a casa de mispadres.»

Bonaparte no era amado en su nuevo Prytaneo: melancólico y murmurador disgustaba a susmaestros: todo lo criticaba sin miramiento. Dirigió una memoria al subdirector sobre los vicios dela educación que allí se recibía. «¿No seria mejor obligar a los alumnos a servirse a sí mismos,excepto en lo perteneciente a la cocina, hacerles comer pan de munición u otro semejante, yacostumbrarlos a cepillarse su ropa limpiar sus zapatos y botas?» Esto fue lo que mandó despuésen Fontainebleau y en San German.

Por fin, la escuela se vio libre de su presencia por haber sido nombrado subteniente deartillería en el regimiento de la Fere.

Desde 1784 a 1793 se extiende la carrera literaria de Napoleón, corta por su espacio, largapor los trabajos. Errante con el cuerpo de artillería a que pertenecía, por Auxonne, Dole, Seurresy Lyon, Bonaparte acudía adonde había ruido, como las aves acuden al reclamo. Atento a lascuestiones académicas, respondía a ellas: se dirigía con seguridad a las personas poderosas aquienes no conocía, y se hacia igual a los demás antes de constituirse en su señor. Unas veceshablaba con un nombre supuesto, y otras se firmaba con el suyo. Escribía al abate Raynal y a Mr.Necker: enviaba a los ministros memorias sobre la organización de la Córcega, sobre proyectosde defensa de Saint-Florent, de la Mortella, del golfo de Ajaccio, y sobre modo de preparar elcañón para arrojar las bombas. No se le escuchaba, cómo no se escuchó a Mirabeau, cuandoredactaba en Berlín proyectos relativos a la Prusia y a la Holanda. Estudiaba la geografía, y esnotable, que al hablar de Santa Elena solo dijese estas palabras: «isla muy pequeña.» Seocupaba de la China, las Indias, y las Arabias. Hacía algunos trabajos acerca de los historiadores,filósofos y economistas, Heródoto, Estrabón, Diodoro de Sicilia, Filangieri, Mably y Smith: refutabael discurso sobre el origen y fundamentos de la igualdad del hombre, y escribía, no creo esto, nocreo nada de esto. Luciano Bonaparte refiere que él había sacado dos copias de una historiatrazada por Napoleón: el manuscrito se ha encontrado en gran parte entre el legajo del cardenalFesch: las observaciones son poco curiosas, el estilo común y el episodio de Vannina se hallareproducido sin efecto. Las palabras que Sampietro dirige a los grandes señores de la corte deEnrique II, después del asesinato de Vannina, vale tanto como toda la narración de Napoleón:

«¿Qué le importan al rey de Francia las disensiones de Sampietro y de su mujer?»Bonaparte no tenía al principio de su vida el menos presentimiento de su porvenir: hasta no

subir un escalón no pensaba en el inmediato; pero si no esperaba subir, tampoco queríadescender: no se le podía arrancar del sitio en donde una vez había puesto los pies. Trescuadernos manuscritos del legajo Fesch, están destinados a observaciones sobre la Sorbona ylas libertades galicanas. Hay también correspondencia con Paolí, Salicetti, y especialmente con elpadre Dupuy, mínimo subdirector de la escuela de Brienne, hombre religioso, de buen juicio, quedaba consejos a su joven discípulo, y que llamaba a Napoleón su querido amigo.

 A estos ingratos estudios, Bonaparte mezclaba algunas páginas de imaginación, en quehabla de las mujeres. Escribió La Máscara profeta, La Novela corsa y El Conde de Essex, novela

inglesa: también compuso diálogos sobre el amor, que trata con desprecio, y sin embargo escribióel borrador de una apasionada carta a una desconocida: hacia poco caso de la gloria, y solocolocaba en primera línea al amor de la patria: esta patria era la Córcega.

Todo el mundo ha podido ver en Ginebra una carta dirigida a un librero: en ella el novelesco

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teniente pedía le informasen de las Memorias de Mme. Waresn. Napoleón era también poeta,como lo fueron César y Federico. Prefería Ariosto al Tasso, porque encontraba en él los retratosde sus futuros capitanes, y un caballo completamente enjaezado para su viaje a los astros. Seatribuye también a Bonaparte el siguiente madrigal, dirigido a Mme. de Saint-Hubertydesempeñando el papel de Dido: el fondo puede pertenecer al emperador, la forma es de unamano más diestra que la suya:

Romains, qui vous vantez d‘ une iIlustre origine, Voyez d' oú dependait votre empire naissant?

Didon n‘a pas d‘ attrait assez puissant  

 poni retarder la fuite ou son amanti s’ obstine 

Mais si l‘ autre Didon, ornement de ces lieux  

Eut eté reine de Garthage,

Il eut, pour la servir, abandonné ses dieux;

Et votre beau pays serait encor sauvage 31.

Hacia este tiempo, pudiera creerse que Bonaparte tuvo intenciones de atentar contra su vida.Mil jovencillos se hallan dominados por la idea del suicidio, que consideran como una prueba desuperioridad. Entre los papeles que me prestó Mr. Libri se encuentra la siguiente nota: «Siempresolo en medio de los hombres, vuelvo a mis meditaciones y a entregarme a toda la vivacidad demi melancolía. ¿Hacia qué lado se vuelve hoy? hacia el de la muerte... Si yo hubiese pasado yasesenta años respetaría las preocupaciones de mis contemporáneos, y aguardaría con pacienciaque la naturaleza concluyese su curso: pero puesto que comienzo a experimentar desgracias, yno hay placeres para mí, ¿por qué he de soportar unos días en que nada me sonríe?»

Estos son los sueños de todas las novelas; el fondo y el giro de estas ideas se encuentran enRousseau, cuyo testo habrá alterado Bonaparte con algunas frases suyas.

He aquí un ensayó de otro género: lo copio literalmente: la educación y la sangre no debenhacer orgullosos y despreciadores a los príncipes: que se acuerden de la presteza con que iban asituarse a la puerta de un hombre que los arrojaba a su arbitrio de las cámaras de los reyes.

Fórmulas, certificados y otras cosas esenciales, relativas a mi estado actual.— Modo de pedir  una licencia.

«Cuando se está en semestre y se quiere obtener una licencia de verano por 

razón de enfermedad, se hace que un médico de la población y un cirujanoextienda una certificación antes de la época que se os designe, en que conste queel estado de vuestra salud os impide poneros en marcha para reuniros al cuerpo.Cuidareis de que la certificación esté en papel sellado con el visto bueno del juez y del comandante de la plaza. En seguida, dirigiréis un memorial al ministro de laguerra de la manera y fórmula siguiente:

En Ajaccio, el 24 de abril de 1787.

31 «Romanos que os vanagloriáis de un ilustre origen, ved de lo que dependía vuestro naciente imperio... Dido notiene atractivos bastante poderosos para retardar la fuga en que se obstina su amante, mas si la otra Dido, adorno deestos lugares, hubiese sido reina de Cartago, habría, por servirla, abandonado a sus dioses, y vuestro hermoso paísaun estaría inculto.»

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Memorial en solicitad de licencia.

Real cuerpo de Artillería. Regimiento de la Fere.

«El señor Napoleón Bonaparte,teniente del regimiento de artilleríade la Fere

«Suplica al señor mariscal de Segur, sedigne concederle una licencia de cincomeses y medio a contar desde el 16 de

mayo próximo, que necesita pararestablecer su salud, según lacertificación del médico y cirujano queacompaña. En atención a que misrecursos son escasos, y la curacióncostosa, pido la gracia de que la licenciase me conceda con sueldo.Bonaparte.»

«En seguida se envía todo al coronel del regimiento, con un sobre para el ministro, o el comisario ordenador, Mr. de Lanée, o bien para Mr. Sauquier,comisario ordenador de guerra, en la corte.»

¿Cuántos pormenores para una falsedad? Parece que se está viendo al emperador ocupadaen regularizar los secuestros de los reinos, y los papeles de que se encontraba lleno su gabinete.

El estilo del joven Napoleón es declamatorio; no hay en él digno de atención nada más que laactividad, semejante a la de un vigoroso gastador, que está quitando la arena que obstruye elpaso. La vista de estos trabajos precoces me recordó mis fárragos juveniles, mis Ensayoshistóricos, mi manuscrito de los Natchez , de cuatro mil páginas en folio, atadas con bramante;pero no pintaba en las márgenes casitas ni otros dibujos de niños, como se ven en las márgenes

de los borradores de Bonaparte. Así, pues, hay una escena anterior a la vida del emperador: un Bonaparte desconocido

precede al inmenso Napoleón, el pensamiento de Bonaparte existía en el mundo antes que supersona: agitaba ya secretamente la tierra: en 1789, en el momento en que aparecía Bonaparte,se sentía algo formidable, una inquietud que nadie podía comprender. Cuando el globo se hallaamenazado de alguna catástrofe, lo advierten las conmociones ocultas y el miedo se apodera detodos: aplícase el oído por la noche, y se fijan los ojos en el cielo sin saber qué es lo que va asuceder.

Paolí.

 A Paolí le fue alzado el destierro que sufría en Inglaterra, por una moción de Mirabeau, en elaño de 1789. Fue presentado a Luis XVI por el marqués de La Fayette, nombrado tenientegeneral y comandante militar de la Córcega. ¿Bonaparte siguió al desterrado por quien habíasido protegido, y con el cual se hallaba en correspondencia? se ha presumido así.

No tardó mucho en indisponerse con Paolí: los crímenes de las primeras turbulenciasresfriaron al general, y entregó la Córcega a la Inglaterra, para librarse de la Convención.Bonaparte era en Ajaccio miembro de un club de jacobinos; formose otro club opuesto y

Napoleón se vio precisado a huir. Mme. Letizia y sus hijas se refugiaron en la colonia griega deCarghese, desde donde llegaron a Marsella. José casó en esta ciudad el 1° de agosto de 1794con la señorita Clary, hija de un rico negociante. En 1792, el ministro de la Guerra destituyó,aunque momentáneamente a Napoleón, por no haber asistido a una revista.

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En el mismo año de 1792, volvemos a encontrar a Napoleón con Bourienne, en París.Privado de todo recurso, acudió a la industria: alquiló varias casas en la calle de Montholon parasubarrendarlas después. Durante este tiempo la revolución iba en aumento, y llegó el 20 de junio.Bonaparte, al salir con Bourienne de casa de un fondista, calle de San Honorato, cerca delPalacio real, vio venir cinco o seis mil andrajosos que se dirigían hacia las Tullerías dando gritos,y dijo a Bourienne, «sigamos a estos tunantes,» y fue a situarse en el terraplén inmediato al agua.Cuando el rey, cuya habitación había sido invadida, se presentó en el balcón con un gorroencarnado, Bonaparte gritó con indignación: ¿Cómo se ha dejado entrar a esa canalla? erapreciso barrer cuatrocientos o quinientos con el cañón, y los demás todavía estarían corriendo.»

El 20 de junio de 1792 estaba bien cerca de Bonaparte, sabéis que me paseaba enMontmorency, mientras que Barrere y Maret, buscaban como yo la soledad, aunque por distintasrazones. En aquella época Napoleón se veía obligado a vender  y  negociar los asignadosllamados Corcet. Cuando murió un almacenista de vino de la calle de Sainte-Avoye, resultó delinventario que se formó, que Napoleón debía quince francos de arrendamiento que no pudopagar: esta miseria aumenta su grandeza. Bonaparte ha dicho en Santa Elena: «Al ruido delasaltó de las Tullerías el 10 de agosto, corrí al Carroussel en casa de Fauvelet, hermano deBourienne; que tenía un almacén de muebles.» El hermano de Bourienne, Había hecho unaespeculación que llamaba almoneda nacional. Napoleón había empeñado allí su reloj; ejemplo

peligroso: ¡cuántos pobres estudiantes se creerán unos napoleones por haber empeñado su reloj!

Dos folletos.

Bonaparte volvió al Mediodía de la Francia el 2 de enero, año II. Allí se encontraba antes delsitio de Tolón, y escribía dos folletos: el primero es una carta a Mateo Buttafuoco: le trata en ellaindignamente, y al mismo tiempo hace un cargo a Paolí por haber puesto el poder en manos delpueblo. «Extraño error, exclama, que somete a un ignorante, a un mercenario, al hombre que por 

su educación, su ilustración, su nacimiento y su fortuna, ha sido el único formado para gobernar.» Aunque revolucionario, Bonaparte se muestra por donde quiera enemigo del pueblo: embargo,Masseria, presidente del club patriótico de Ajaccio, le cumplimentó por su folleto.

El 29 de julio de 1793, hizo imprimir otro folleto, La cena de Beaucaire. Bourienne presentóun manuscrito revisado por Bonaparte, pero compendiado y más en armonía con las opinionesdel emperador en el momento que examinó su obra. Es un dialogo entre un marsellés y otro deNimes, un militar y un fabricante de Montpellier. Tratábase en él del negocio del momento, delataque de Aviñón por el ejército de Carteaux, en que Napoleón había figurado como oficial deartillería. Anuncia al marsellés que su partido será batido, porque ha cesado de adherirse a larevolución. El marsellés dice al militar, es decir, a Bonaparte: «Siempre permanecerá en lamemoria de todos aquel menstruo, que era, sin embargo, uno de los principales del club: hizomachacar a un ciudadano, robó su casa y violó su esposa, después de hacerla beber un vaso desangre de su marido. —¡Qué horror! exclamó el militar... ¿pero ese hecho es cierto? Desconfíomucho, porque ya sabéis que en el día no se cree ya en la violación...» Ligereza del último sigloque fructificaba en el helado temperamento de Bonaparte. Esta acusación de beber y de haber hecho que se bebiese sangre, ha sido reproducida varias veces. Cuando el duque deMontmorency fue decapitado en Tolosa, los hombres de armas bebieron de su sangre, para queles comunicase la virtud de un gran corazón.

Despacho de capitán.

Llegamos al sitio de Tolón: aquí puede decirse que comienza la carrera militar de Napoleón. Además de la graduación que tenía entonces en la artillería, el legajo del cardenal Fesch,

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contenía un documento extraño: un despacho de capitán de artillería expedido a favor deBonaparte por Luis XVI, en 30 de agosto de 1792, veinte días después de su destronamientoocurrido el día 10 del mismo mes. El rey fue encerrado en el Temple el 13 a los dos días deldegüello de los suizos. Es aquel despacho se previene que el oficial ascendido deberá contar laantigüedad e 16 de febrero anterior.

Los desgraciados suelen ser con frecuencia, profetas; pero esta vez la previsión del mártir noentraba para nada en la futura gloria de Napoleón. En el ministerio de la Guerra existen todavía

despachos en blanco firmados de antemano por Luis XVI, no había, pues más que llenar loshuecos, y de esta clase seria el documento que hemos citado. Luis XVI encerrado en el Temple,en vísperas de su proceso, rodeado de su familia que se hallaba también presa, tenía que pensar en otras cosas más que en fijar la suerte de un desconocido.

La época del despacho se marca por la refrendación; esta es, Servan: Servan nombradoministro de la Guerra el ocho de mayo de 1792, fue destituido el 13 de julio del mismo año.Dumouriez tuvo la cartera hasta el 18: Lajard ocupó el ministerio, hasta el 23 de julio, y a éstesucedió Dabancourt hasta el 10 de agosto, día en que la Asamblea nacional volvió a llamar aServan, que presentó su dimisión el 3 de octubre. Era tan difícil contar entonces los ministerios,como lo fueron después las victorias.

El despacho de Napoleón no puede ser del primer ministerio de Servan, pues que aqueldocumento tiene la fecha de 30 de agosto de 1792: debe en un caso ser de su segundoministerio. Sin embargo, existe una carta de Lajard del 12 de julio dirigida al captan de artilleríaBonaparte. Explíquese esto si es posible. ¿Bonaparte adquirió aquel documento por a corrupciónde algún oficial de la secretaría, por el desorden de los tiempos, o por la fraternidadrevolucionaria? ¿Qué protector activaba los negocios de aquel corso? Este protector era elSupremo Hacedor: la Francia por impulso divino expidió el despacho al primer capitán de la tierra:este despacho llegó a ser legal, aun sin la firma de Luis, que dejó su cabeza con condición dequeja reemplazaría la de Napoleón: juicios de la Providencia, ante los que no nos queda másrecurso que levantar las manos al cielo.

Tolón.

Tolón había reconocido a Luis XVI y abierto su puerto a las escuadras inglesas. Carteaux por un lado y el general Lopoype por otro, requeridos por los representantes Freron, Barras, Ricora ySalicetti, se aproximaron a ToIón. Napoleón que acababa de servir a las órdenes de Carteaux en Aviñón, fue llamado al consejo militar, y sostuvo que era preciso apoderarse del fuerte deMurgrave, construido por los ingleses en la altura del Caire, y colocar en los dos promontorios, laEgaillete y Balaguier, baterías, que dominando con sus fuegos las dos radas, obligarían a la

escuadra enemiga a abandonarlas. Todo sucedió como Napoleón había indicado: entonces setuvo el primer presentimiento de su destino.

Madame Bourienne ha insertado algunas notas en las memorias de su marido; citaré unpasaje de ellas que nos muestra a Bonaparte al frente de Tolón.

«Observé, dice en aquella época (1795 en París) que su carácter era frio y confrecuencia sombrío, y su sonrisa falsa y como forzada: a propósito de estaobservación, recuerdo que en aquella misma época, pocos días después denuestro regreso, tuvo uno de aquellos momentos de hilaridad feroz. Nos refirió conuna alegría extraordinaria, que encontrándose al frente de Tolón, en dondemandaba la artillería, un oficial de su arma y que estaba a sus ordenes, recibió lavisita de su esposa, con quien se había enlazado poco tiempo hacia, y a quienamaba con ternura. Algunos días después, Bonaparte recibió orden de dirigir unnuevo ataque contra la ciudad, y el oficial fue destinado a él. So mujer se presentó

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al general Bonaparte, y con lágrimas en los ojos le pidió que dispensase a sumarido del servicio de aquel día. El general se mantuvo insensible, según nosdecía él mismo, con una feroz complacencia. Llegó el momento del ataque, y aquel oficial que siempre había dado pruebas e extraordinario valor, según decía el mismo Bonaparte, presintió su muerte, se puso pálido y tembló. Fue colocado al lado del general, y en momento que el fuego de la ciudad era más fuerte,Bonaparte le dijo: Apártate, mira que se nos acerca una bomba. El oficial, añadió,en vez de echarse a un lado se agachó, y fue dividido en dos pedazos. Bonapartese reía a carcajadas manifestando la parte que le había sido arrebatada.»

Recuperado Tolón; se alzaron los cadalsos: ochocientas víctimas fueron reunidas en elcampo de Marte, en donde se las ametralló, los comisarios se adelantaron gritando: «Que los queno hayan muerto se levanten, la república los perdona» y los heridos que se levantaban fueronasesinados. Aquella escena era tan encantadora, que se reprodujo en Lyon después del sitio.

¿Que disje? aux premiers coups du foudroyant orage:

quelque coupable encor peut-etre est echappé: Annonce le pardon, et, par l' spoir trompé

Si quelque malhereux en tremblant se releve

Que la fondre redouble et que le fer acheve

(L. Abbé Delille).. 32  

Bonaparte mandaba la ejecución como comandante de la artillería. La humanidad no lehubiera detenido, aunque por gusto no era cruel.

También se ha encontrado esta comunicación a los comisarios de la Convención.«Ciudadanos representantes: desde el campo de la gloria, marchando sobre la sangre de lostraidores, os participo con júbilo, que vuestras órdenes quedan ejecutadas y la Francia vengada:no se ha tenido consideración ni con el sexo ni con la edad. Los que solo estaban heridos por elcañón republicano, han sido despachados por la cuchilla de la libertad, y por la bayoneta de laigualdad.

«BRUTO BONAPARTE, ciudadano sans culotte.»

Este parte se insertó por primera vez, según creo, en la Semana, gaceta redactada por Malte-

Brun. La vizcondesa de Fors (pseudónimo) le publica en sus Memorias sobre la Revoluciónfrancesa, y añade que se escribió sobre un tambor. Fabry le reproduce, artículo Bonaparte, en laBiografía de los hombres que aun viven. Royou, Historia de Francia, declara que no se sabequien fue el que profirió aquel grito mortífero. Fabry ya citado, dice en los Missionaires del 93, queunos atribuían aquel grito a Freron y otros a Bonaparte. Las ejecuciones del campo de Marte deTolón, las refieren, Freron en una carta a Moisés Bayle de la Convención, y Mottedo y Barras alcomité de salud pública.

¿De quién es en definitivo el primer boletín de las victorias napoleónicas? ¿de Napoleón o desu hermano? Luciano, detestando sus errores, confiesa en sus Memorias, que al principio fueardiente republicano. Colocado a la cabeza del comité revolucionario en San Maximino, en

32 ¡Qué digo!... a los primeros golpes de la fulminante tempestad, tal vez puede haber escapado algún culpable:anuncia el perdón, y si engañado por la esperanza, se levanta temblando algún desgraciado, que se redoble el fuegoy todo lo concluya el hierro.(El abate Delille)

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Provenza. «No economizábamos, dice, las palabras y cartas a los jacobinos de París. Como eramoda tomar nombres antiguos, mi ex-monje adoptó, según creo, el de Epaminondas, y yo el deBruto. Un folleto ha atribuido este último nombre a Napoleón, pero no pertenecía más que a mí.Napoleón pensaba elevar su propio nombre sobre los de la historia antigua, y si hubiera queridofigurar en aquellas mascaradas, no creo que hubiera elegido el de Bruto.

En esta confesión se descubre valor. Bonaparte en el Memorial de Santa Elena, guarda unprofundo silencio sobre esta parte de su vida. Este silencio, según Mme. la duquesa de Abrantes,

se explica porque había algo de escabroso en su posición. «Bonaparte, dice, se había puestomás en evidencia que Luciano, y aunque después ha procurado colocar a Luciano en su lugar nopodía engañarse entonces. El Memorial de Santa Elena, habrá pensado, será leído por cienmillones de individuos, entre los cuales apenas puede que se cuenten mil que conozcan loshechos que me desagradan. Estas mil personas conservarán la memoria de aquellos hechos deuna manera que debe causarme poca inquietud, por la tradición verbal: el Memorial, será puesirrefutable.»

 Así es, que quedan dudas lamentables acerca de quien firmó el parte si Luciano o Napoleón:¿como Luciano no siendo representante de la Convención, se había de arrogar el derecho de dar cuenta de la matanza? ¿Estaba diputado o comisionado por la municipalidad de San Maximinopara asistir a aquella carnicería?

¿Entonces, cómo habría resumido la responsabilidad de un proceso verbal, cuando habíaotro más grande que él ante la vista del anfiteatro y de los testigos de la ejecución llevada a cabopor su hermano? Debía serle muy costoso bajar tanto sus miradas después de elevarlas tan alto.

 Aun cuando admitamos que el narrador de las expediciones de Napoleón sea Luciano,siempre resultaría que el primer cañonazo de Bonaparte fue dirigido contra los franceses: por lomenos es seguro, que Napoleón fue llamado otra vez a derramar su sangre el 13 vendimiario, ycon ella volvió a teñirse las manos en la muerte del duque de Enghien. Los primeros sacrificiosrevelaron a Bonaparte; la segunda hecatombe le elevó al rango que le hizo dueño de la Italia, y latercera le facilitó la entrada del imperio. Ha crecido con nuestra carne, ha quebrantado nuestros

huesos, y se ha alimentado con la médula de los leones. Es una cosa deplorable, pero que espreciso reconocer, sino se quieren ignorar los misterios de la naturaleza humana y el carácter delos tiempos: una parte del poder de Napoleón provino de haber figurado en el terror. La revoluciónsirve con gusto a los que han pasado por medio de sus crímenes: un origen inocente es unobstáculo.

Robespierre el joven había cobrado afecto a Bonaparte, y quería que ocupase el mando deParís en lugar de Henriot. La familia de Napoleón se había establecido en la quinta de Salle,cerca de Antibes. «Yo había ido desde San Maximino, dice Luciano, a pasar algunos días con mifamilia y mi hermano. Estábamos todos reunidos, y el general nos dedicaba todos los momentosde que podía disponer. Un día vino más preocupado que de costumbre, y paseándose entre Joséy yo, nos anunció que solo dependía de él el marchar a París al día siguiente, y que se

encontraba en posición de colocarnos a todos ventajosamente. Por mi parte me agradaba muchoesta noticia: vivir en la capital me parecía un bien que nada podía balancear. «Se me ofrece, dijoNapoleón, el puesto de Henriot, y debo dar la contestación esta tarde. ¿Pues bien, qué medecís?» Nosotros titubeamos un momento. «Esto merece la pena de pensarlo bien, repuso elgeneral: no se trata de hacer el entusiasta; no es tan fácil salvar la cabeza en París como en SanMaximino. Robespierre el joven es honrado, pero su hermano no sufre chanzas: sería precisoservirle. ¿Yo sostener a ese hombre? Jamás. Conozco cuán útil le sería reemplazando a suimbécil comandante de París; pero es lo que yo no quiero ser. Aun no es tiempo: ahora no haypara mí ningún puesto honroso más que en el ejército. Tened paciencia: Yo mandaré en Parísmás tarde.» Tales fueron las palabras de Napoleón. En seguida nos manifestó su indignacióncontra el régimen del terror, cuya próxima caída nos anunció, y concluyó repitiendo muchas vecesentre melancólico y risueño: ¿Qué iría yo a hacer en esa galera?

Bonaparte después del sitio de Tolón, se encontró en todos los movimientos del ejército delos Alpes. Recibió la orden de trasladarse a Génova, e instrucciones secretas le prevenían quereconociese el estado de la fortaleza de Savona, y recogiese noticias acerca del espíritu que

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animaba al gobierno genovés con respecto a la coalición. Aquellas instrucciones entregadas enLoano el 25 messidor, año II de la república, están firmadas por Ricord. 

Bonaparte desempeñó su comisiona. Llegó el 9 thermidor: los diputados terroristas fueronremplazados por Albitte, Salicetti y Laporte. De repente declararon en nombre del pueblo francés,que el general Bonaparte, comandante de la artillería del ejército de Italia, había perdidototalmente su confianza por su conducta sospechosa, y sobre todo por el viaje que últimamentehabía hecho a Génova.

El acuerdo del 9 thermidor, año 11 de la república francesa, una, indivisible y democrática (6de agosto de 1794), dice, «que el general Bonaparte será reducido a prisión, y presentado en elcomité de salud pública de París con buena y segura escolta. Salicetti reconoció los papeles deBonaparte: contestaba a los que se interesaban por el preso, que se veía obligado a obrar conrigor por una acusación de espionaje que había llegado de Niza y Córcega. Esta acusación eraconsecuencia de las instrucciones secretas comunicadas por Ricord, era fácil insinuar queNapoleón en vez de servir a la Francia servía al extranjero: el emperador hizo un gran abuso delas acusaciones de espionaje: debiera acordarse de los peligros a que semejantes acusaciones lehabían expuesto.

Napoleón procurando sincerarse decía a los representantes: «Salicetti, tú me conoces...

 Albitte, tú no me conoces, pero conoces, sin embargo, con qué destreza obra a veces lacalumnia. Escuchadme, restituidme la estimación de los patriotas. Una hora después, si losmalvados quieren mi vida... ¡la estimo en tan poco!., ¡la he despreciado tantas veces!..»

Recayó sentencia absolutoria. Entre los documentos que en aquellos años sirvieron decomprobantes de la buena conducta de Bonaparte, se halla un certificado de Pozzo di Borgo.Bonaparte no fue puesto en libertad más que provisionalmente; pero en aquel intervalo tuvotiempo para aprisionar al mundo.

Salicetti, el acusador, no tardó mucho en adherirse al acusado, pero Bonaparte no confió jamás en su antiguo enemigo, más tarde escribió al general Dumas: «Que se quede en NápolesSalicetti, allí debe encontrarse feliz. Ha contenido a los lazzaroni, lo creo: los ha causado miedo,

es más malo que ellos.Que sepa que yo no tenga bastante poderío para defender del desprecio y de la indignación

pública, a los miserables que votaron la muerte de Luis XVI 33.» Corrió Bonaparte a París, y sealojó en la calle de Mail, en donde yo paré también cuando llegué de Bretaña con Mme. Rose.Bourienne se reunió con él, como asimismo Murat, sospechoso de terrorismo, y que habíaabandonado su guarnición de Abbeville. El gobierno trató de transformar a Napoleón en generalde brigada de infantería, y quiso enviarle a la Vendee. Este rehusó el honor bajo pretexto de queno quería cambiar de arma. El comité de salud pública borró el decreto que le excluía de la listade los oficiales generales empleados. Uno de los firmantes de esta medida fue Cambaceres quellegó a ser el segundo personaje del imperio.

Irritado por las persecuciones, Napoleón pensó en emigrar, pero lo impidió Volney. Si hubieraejecutado su resolución, la corte fugitiva le habría despreciado: por este lado no había coronaque ceñirse: yo hubiera tenido un enorme compañero, gigante a mi lado en el destierro.

 Abandonada la idea de la emigración, Bonaparte volvió la vista hacia el Oriente, quecongeniaba doblemente con su naturaleza, por el despotismo y el esplendor. Ocupose en unamemoria para ofrecer su espada al gran señor. La inacción y la oscuridad eran mortales para él.«Seré útil a mi país, decía, si puedo hacer la fuerza de los turcos más temible a la Europa.» Elgobierno no respondió a esta nota de un loco, según se decía.

Defraudadas sus esperanzas en varios proyectos, Bonaparte vio aumentarse su desgracia:era muy difícil de socorrer porque recibía mal los favores, por la misma razón que le era muy

sensible deber su educación a la munificencia real. No quería al que se veía más favorecido queél por la fortuna: en el alma del hombro para quien iban a agotarse los tesoros de las naciones, se

33 Recuerdos del teniente general conde Dumas, t. III, pág. 317.

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descubrían los movimientos de odio que los comunistas y proletarios manifiestan ahora contra losricos. Cuando se participa de las privaciones y padecimientos del pobre, se adquiere elsentimiento de la desigualdad social, más apenas se sube a un carruaje, se desprecia a los quevan a pie. Bonaparte aborrecía a los elegantes e increíbles, jóvenes fatuos, que ponían granesmero en sus cabellos, y se complacía en desanimar su felicidad. Tuvo relaciones con Batistemayor y con Talma. La familia Bonaparte era aficionada al teatro: la ociosidad de las guarnicionescondujo muchas veces a Napoleón a los espectáculos.

Sean cuales fueren los esfuerzos de la democracia para realzar las costumbres por el granobjeto que se propone, sus hábitos las rebajan: para hacer olvidar el vivo sentimiento de suinsuficiencia, vertió en la revolución torrentes de sangre, remedio inútil, porque no pudo matarlotodo, y en último resultado, se encontró de frente con la insolencia de los cadáveres. Lanecesidad de pasar por las condiciones pequeñas, comunica algo de común a la vida: unpensamiento raro se ve reducido a expresarse en un lenguaje vulgar: el genio se encuentraaprisionado en el patues, como en la aristocracia gastada, se encierran sentimientos abyectos enpalabras nobles. Cuando se quiere ensalzar cierta cualidad inferior de Napoleón, con ejemplostomados de la antigüedad, no se encuentra con quien compararle más que con el hijo de Agripina, y sin embargo, las legiones adoraron al esposo de Octavia, y el imperio romano seestremecía con su recuerdo.

Bonaparte había vuelto a encontrar en París a la señorita de Fermont-Comnene, que casócon Junot, con quien Napoleón había contraído relaciones en el Mediodía.

«En esta época de su vida, dice la duquesa de Abrantes, Napoleón era feo. Después seefectuó en él un cambio total. No hablo de su prestigio ni de su aureola de gloria, solo trato de lamudanza física que tuvo lugar en el espacio de siete años gradualmente. Así es, que todo lo quetenía de huesudo, amarillento y aun enfermizo, se redondeó, aclaró y embelleció. Sus facciones,que casi eran angulosas y punteagudas, tomaron una forma redonda porque se cubrieron decarne. Su mirada y su sonrisa siempre fueron admirables. Su peinado que nos parece tan extrañoen el día cuando le vemos en los grabados que representan el paso del puente de Arcola, eraentonces muy sencillo, porque los elegantes, contra quienes tanto hablaba, llevaban los cabellos

mucho más largos: pero su tez era tan amarilla en aquella época y se cuidaba tan poco, que supelo mal peinado y peor empolvado le daba un aspecto desagradable. Sus manos sufrierontambién la metamorfosis, pues eran flacas, largas y negras, y se volvieron pequeñas. Bien sabidoes hasta qué punto se había envanecido, y con razón, desde aquel tiempo. En fin, cuando merepresento a Napoleón entrando en 1705 en el patio de la hostería de la Tranquilidad, calle de lasMonjas de Santo Tomás, atravesándole con incierto paso, con un mal sombrero redondoencajado hasta las cejas, y dejando ver sus orejas de perro mal empolvadas y que caían sobre elcuello de aquel redingote cenizoso, que después llegó a ser una bandera gloriosa, tanto por lomenos como el blanco penacho de Enrique IV: sin guantes, porque decía que era un gasto inútil,con las botas de muy mala hechura, mal lustradas y todo aquel conjunto enfermizo, resultado desus pocas carnes, y su tez pálida: en fin, cuando evoco el recuerdo de aquella época, y vuelvo amirarle más tarde, no puedo ver al mismo hombre en estos dos retratos.»

Jornadas de vendimiario

La muerte de Robespierre no le había concluido todo: las prisiones volvían a abrirse conmucha lentitud: la víspera del día en que el tribuno espirante fue conducido al cadalso, fueroninmoladas ochenta víctimas: ¡tan bien organizados estaban los asesinatos!... ¡con tanto orden yobediencia procedía la muerte!... Los dos verdugos Sansón, fueron sujetos a un juicio: más

afortunados que Rousseau, ejecutor de Tarde, en tiempo del duque de Mayeane, fueronabsueltos: la sangre de Luis XVI los había lavado.

Los condenados puestos en libertad no sabían en qué emplear su vida, y los jacobinosdesocupados en qué divertir el tiempo: de aquí aquellos bailes y pesares del Terror. Solo se

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conseguía arrancar la justicia gota a gota a los convencionales: no querían dejar libre al crimenpor temor de perder el poder. El tribunal revolucionario fue abolido.

 Andrés Dumont formuló la proposición de perseguir a los que continuasen el sistema deRobespierre: la Convención, impulsada por un informe de Saladir, decreta a pesar suyo y contrasu gusto, que había lugar a proceder a la prisión de Barrere, Billaud de Varennes y Collot d‘Herbois, los dos últimos amigos de Robespierre, y que sin embargo habían contribuido a sucaída. Carrier, Fouquier-Tinville y José Leban fueron juzgados: reveláronse atentados y crímenes

inauditos, especialmente los matrimonios republicanos y el haber ahogado seiscientos niños enNantes. Las secciones, entre las cuales se hallaban divididos los guardias nacionales, acusabana la Convención de los males pasados y temían verlos reproducidos. La sociedad de los jacobinos combatía todavía: no podía resignarse a la muerte. Legendre, en otro tiempo tanviolento, se había vuelto humano, y había entrado en el comité de seguridad general. La mismanoche del suplicio de Robespierre cerró la madriguera; pero ocho días después los jacobinos sereorganizaron con el nombre de  jacobinos regenerados. Freron publicaba su Diario resucitado, elOrador del pueblo, y aplaudiendo la caída de Robespierre se colocaba en el partido de laConvención. El busto de Marat permanecía aun expuesto, y existían los diversos comités, aunquecon alguna alteración en las formas.

El hambre y un frío riguroso, mezclados a los padecimientos públicos, complicaban lascalamidades: Grupos armados, entre los que se vetan mochas mujeres, gritaban: ¡pan!... ¡pan!...En fin, el 1º prairial (20 de mayo de 1795) fue forzada la puerta de la Convención, asesinadoFeraud, y colocada su cabeza sobre la mesa del presidente. Boissy d‘ Anglas manifestó unaimpasibilidad estoica.

Esta vegetación revolucionaria brotaba vigorosamente sobre la capa de estiércol que leservía de base regada con sangre humana. Rossignol, Houchet, Grignon, Moisés Bayle, Amar,Choudieu, Hentz, Granet, Leonardo Bourdon y todos los que se habían distinguido por susexcesos, se habían cerrado entre las barreras; y sin embargo, nuestro renombre crecía en loexterior. Cuando la voz de la opinión se elevaba contra los convencionales, los triunfos sobre elextranjero ahogaban el clamor público. Había dos Francias, una horrible en lo interior y otra

admirable en lo exterior: a nuestros crímenes se oponía la gloria, como Bonaparte la oponía anuestras libertades. Siempre hemos encontrado escollos delante de nuestras victorias.

Conviene observar que atribuyéndose nuestros triunfos a nuestras enormidades se cometeun anacronismo: consiguiéronse antes y después del Terror pues no tuvo parte alguna en ladominación de nuestras armas. Estas ventajas tuvieron un inconveniente: produjeron una aureolaque ciñó la frente de los espectros revolucionarios. Sin examinar la fecha se creyó que aquella luzles pertenecía. La toma de Holanda y el paso del Rin, parecían ser la conquista del hacha, no dela espada. En aquella confusión no podía adivinarse como conseguiría la Franciadesembarazarse de las trabas que a pesar de la catástrofe de los primeros culpables,continuaban oprimiéndola: sin embargo, el libertador se encontraba allí.

Bonaparte había conservado la mayor y la peor parte de los amigos con quienes se habíarelacionado en el Mediodía, y que como él se habían refugiado en la capital. Salicetti, queconservaba su poderosa influencia por la fraternidad jacobina, se había reconciliado conNapoleón, y Freron que deseaba casarse con Paulina Bonaparte, (la princesa Borghese) prestabasu apoyo al joven general.

Lejos de los altercados del foro y de la tribuna, Bonaparte se paseaba por la tarde en el jardínde las Plantas con Junot: éste le refería su pasión por Paulina, y Napoleón le confiaba suinclinación a Madama de Beauharnais: los acontecimientos iban a producir un grande hombre.Mme. de Beauharnais tenía relaciones de amistad con Barras, y es probable que estas ayudasena la memoria del comisario de la Convención cuando llegaron las jornadas decisivas.

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Parece que Bonaparte no esperaba sacar una gran ventaja de su victoria sobre lassecciones, porque escribía a Bourienne: «Busca alguna haciendita en el hermoso valle del Yonna,pues la compraré en cuanto tenga dinero: pero no olvides que no quiero bienes nacionales.»Bonaparte varió de opinión en el imperio porque apreció mucho los bienes nacionales.

Las jornadas de vendimiario terminan la época de los motines, que no se renovaron hasta1830 para concluir con la monarquía.

Cuatro meses después de aquellas jornadas, el 19 ventoso (9 de marzo) año IV, Bonaparte

casó con María Josefa Rosa de Tascher. El acta no hace mención alguna de la viuda del condede Beauharnais. Tallien y Barras fueron los testigos del contrato. En el mes de junio, Bonaparterecibió el nombramiento de general en jefe de las tropas acantonadas en los Alpes marítimos.Carnot reclamaba el honor de aquel nombramiento, a lo que se oponía Barras. Llamábase elmando del ejército de Italia, el dote de Mme. de Beauharnais. Cuando Napoleón refería en SantaElena con el mayor desprecio, que había creído enlazarse con una gran señora, se mostrabamuy poco agradecido.

Napoleón entra ahora en el lleno de su destino, había necesitado a los hombres, y loshombres van a tener necesidad de él: los acontecimientos le habían hecho, y él iba a hacer lossucesos. Ahora ya ha atravesado todas esas desgracias a que están condenadas las naturalezas

superiores antes de que sean conocidas, que se ven obligadas a humillarse ante medianías cuyopatronato les es indispensable. La semilla de la más elevada palmera, ha sido conservada ycuidada por el árabe en un vaso de arcilla.

Campañas de Italia.

Cuando Bonaparte llegó a Niza, al cuartel general del ejército de Italia, encontró a lossoldados desprovistos de todo, desnudos, descalzos, sin pan y sin disciplina. Tenia entonces

veinte y ocho años, y a sus órdenes a Massena con treinta y seis mil hombres. Era el año 1796. Abrió su primera campaña el 20 de marzo, fecha famosa que debía recordar muchas veces en suvida. Batió a Beaulieu en Montenotte, y dos días después en Millesimo separó a los dos ejércitosaustríaco y sardo. En Ceva, Mondovi, Fossano y Cherasco continuaron las ventajas: parecía quehabía descendido a la tierra el mismo genio de la guerra. Esta proclama hizo oír una voz nueva,como los combates, habían anunciado un hombre nuevo.

«Soldados: en quince días habéis conseguido seis victorias, cogido veinte y una banderas, cincuenta y cinco cañones, quince mil prisioneros, y muerto y heridomás de diez mil hombres. Habéis ganado batallas sin artillería, pasado ríos sin

 puentes, hecho marchas forzadas sin zapatos, y vivaqueado sin aguardiente, y aunsin pan. Solo las falanges republicanas, los soldados de la libertad son capaces desufrir lo que habéis sufrido. ¡Os doy las gracias, soldados! 

«¡Pueblos de Italia!... el ejército francés viene a romper vuestras cadenas: el  pueblo francés, es amigo de todos los pueblos. Nosotros no combatimos más que alos tiranos que os subyugan.»

El 15 de mayo se concluyó la paz entre la república francesa y el rey de Cerdeña, y fuecedida a la Francia la Saboya con Niza y Tende. Napoleón avanzaba siempre, y escribió aCarnot:

«Cuartel general de Plasencia, 9 de mayo de 1796.»

«Por fin hemos pasado el Po y se ha comenzado la segunda campaña.Beaulieu se halla desconcertado, calcula bastante mal, y continuamente cae en loslazos que se le tienden. Tal vez querrá dar una batalla, porque ese hombre tiene la

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audacia del furor, pero no la del genio. Otra victoria, y somos dueños de la Italia. Encuanto detenga mis movimientos daré nuevo vestuario al ejército: está que dalástima el mirarle, pero el soldado está gordo porque come buen pan y abundanterancho. La disciplina se restablece de día en día, pero es preciso fusilar confrecuencia, porque hay hombres intratables a quienes no so puede mandar. Lo quehemos tomado al enemigo es incalculable. Cuantos más hombres me enviéis conmás facilidad los mantendré. Os remito veinte cuadros de los primeros maestros,de Correggio y de Miguel Ángel. Os debo mil gracias por las atenciones que osdignáis tener con mi esposa: os la recomiendo: es una patriota sincera, y la amocon delirio. Espero poderos enviar a París una docena de millones; no os vendránmal para el ejército del Rin. Enviadme cuatro mil jinetes desmontados, que yo procuraré remontarlos aquí, No debo ocultaros que desde la muerte de Stenge notengo ningún jefe superior de caballería que se bata. Desearía que pudieseis enviar dos o tres ayudantes generales, que tengan ardimiento y una firme resolución deno emprender nunca prudentes retiradas.»

Esta carta es una de las más notables de Napoleón. ¿Qué vivacidad? ¿Qué diversidad degenio? con la inteligencia del héroe, se hallan mezclados sin la profusión triunfal, los cuadros deMiguel Ángel y una alusión picante contra su rival, en lo de aquellos ayudantes generales quetuviesen la firme resolución de no emprender prudentes retiradas. El mismo día, Bonaparteescribió al Directorio participándole la suspensión de hostilidades concedida al duque de Parma yla remesa del San Jerónimo del Correggio. El 11 de mayo anunció a Carnot el paso del puenteLodi, que nos hizo poseedores de la Lombardía. Si no fue directamente a Milán, era porque noquería dejar descansar a Beaulieu hasta destruirle. «Si tomo a Mantua, nada me detiene ya parapenetrar en la Baviera: en veinte días puedo encontrarme en el corazón de la Alemania. Si losdos ejércitos del Rin entran en campaña, os suplico me participéis su posición. Sería digno de larepública ir a firmar el tratado de paz de los tres ejércitos reunidos, en el corazón de la Baviera ydel Austria asombradas.»

El águila no anda, vuela con las banderolas de las victorias colgadas del cuello y de las alas.Se quejaba de que se le quisiese agregar a Kellermann: «No puedo servir con gusto con un

hombre que se conceptúa el primer general de Europa, y yo creo que un mal general solo, valemás que dos buenos juntos.»

El 1° de junio de 1796 los austríacos fueron completamente arrojados de Italia, y nuestrospuestos avanzados llegaron a los montes de la Alemania. «Nuestros granaderos y carabineros,escribió Bonaparte al Directorio, juegan y se ríen con la muerte. Nada iguala a su intrepidez sinola alegría con que hacen las marchas más forzadas. Creeréis que en cuanto llegan al vivac debenpor lo menos dormir: nada de eso: cada uno se forma su plan para el día siguiente, y algunos hoyque son bastante exactos. El otro día estaba viendo desfilar una media brigada; un cazador se

acercó a mi caballo: General, me dijo, es necesario hacer esto —Infeliz, le contesté, ¿quierescallarte? desapareció al momento, y le hice buscar aunque en vano: era justamente lo que yohabía mandado que se hiciese.»

Los soldados graduaron a su comandante; en Lodi le hicieron cabo, y en Castiglionesargento.

El 17 de noviembre se desembocó en Arcola, y el joven general pasó el puente que le hahecho famoso. Diez mil hombres quedaron en el campo. «Era un canto de la Ilíada,» exclamabaBonaparte al recordar aquella acción.

En Alemania, Moreau, efectuaba la célebre retirada que Napoleón llamaba retirada de

sargento. Este se preparaba a decir a su rival batiendo al archiduque Carlos:

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 pueblo, único de la antigua Grecia que ha conservado sus virtudes: a los dignosdescendientes de Esparta, a quienes no ha faltado para ser tan famosos como susantepasados más que encontrarse en un teatro más vasto.»

Comunicó a la autoridad la toma de posesión de Corfú: «la isla de Corcyra, observa, erasegún Homero, la patria de la princesa Nausica.» Envió el tratado de paz con Venecia: «Nuestramarina ganará con él cuatro o cinco buques de guerra, tres o cuatro fragatas, y además tres o

cuatro millones de jarcias. —Que se me envíen marineros franceses o corsos: yo tomaré los deMantua y de Guarda. —Mañana sale para Tolón el millón que os he anunciado: dos millones, etc.,compondrán la suma de cinco millones que el ejército de Italia ha suministrado desde la nuevacampaña. —He encargado... que se traslade a Sión, y procurare abrir una negociación en elValais. —He enviado un excelente ingeniero para saber lo que costaría establecer ese camino; (elSimplón)... He encargado al mismo ingeniero que vea lo que sería necesario para hacer saltar elpeñasco por donde se desliza el Ródano, y facilitar por este medio la exploración de las maderasdel Valais y de la Saboya.» Dio aviso de qué hacía salir de Trieste un cargamento de trigo y aceropara Génova. Regaló al bajá de Escutari cuatro cajones de fusiles, como una muestra de suamistad. Mandó que se hiciese salir de Milán a algunos hombres sospechosos, y prender otros.Escribió al ciudadano Groguiard, ordenador de marina en Tolón: «Yo no soy vuestro juez; pero siestuvieseis bajo mis órdenes, os reduciría a prisión por haber obedecido un requerimiento tanridículo.» Una nota remitida al ministro del papa, decía: «El papa pensará tal vez que es digno desu sabiduría y de la más santa de las religiones, el expedir una bula o mandamiento, para que lossacerdotes obedezcan al gobierno.»

Todo esto se halla mezclado de negociaciones con las nuevas repúblicas, con pormenoresde fiestas por Virgilio y Ariosto, con facturas explicativas de los veinte cuadros y de los quinientosmanuscritos de Venecia: todo esto, se efectuó en medio de la Italia atronada con el estruendo delos combates; en medio de la Italia que había llegado a ser un grande horno, en donde nuestrosgranaderos vivían en el fuego como las salamandras.

Durante este cúmulo de negocios y de triunfos, llegó el 18 fructidor, favorecido por lasproclamas de Bonaparte y las deliberaciones de su ejército, por indisposiciones y celos con el delMosa. Entonces desapareció el que tal vez malamente, había pasado por autor de los planes delas victorias republicanas. Se asegura que Danissy, Lafitte y d‘Arcon, tras genios militares  superiores, dirigían aquellos planes. Carnot se vio proscripto por la influencia de Bonaparte.

El 17 de octubre, éste firmó el tratado de paz de Campo Formio: la primera guerra continentalde la revolución, concluyó a treinta leguas de Viena.

Congreso de Rastadt.— Regreso de Napoleón a Francia.— Napoleón es nombrado jefe delejército llamado de Inglaterra.— Parte para la expedición de Egipto.

Reunido un congreso en Rastadt, y nombrado Napoleón representante del Directorio enaquella asamblea, se despidió del ejército de Italia. «Solo me consuela, dijo, la esperanza devolver bien pronto entre vosotros, a luchar con nuevos peligros.» El 16 de noviembre de 1797, suorden del día anunció que había dejado a Milán para presidir la legación francesa en el congreso,y que había enviado al Directorio la bandera del ejército de Italia. En uno de los lados de aquellabandera, Bonaparte había hecho bordar el resumen de sus conquistas: «Ciento cincuenta milprisioneros, diez y siete mil caballos, quinientas cincuenta piezas de sitio, seiscientas piezas decampaña, cinco trenes de puentes: nueve navíos de cincuenta y cuatro cañones, doce fragatas

de treinta y dos, doce corbetas, diez y ocho galeras: armisticio con el rey de Cerdeña. Conveniocon Génova; armisticio con el duque de Parma, con el duque de Módena, con el rey de Nápoles,con el papa: preliminares de Leoben; convenio de Montebello con la república de Génova; tratadode paz con el emperador en Campo Formio: restitución de su libertad a los pueblos de Bolonia,

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diseminados desde Brest a Amberes, Bonaparte pasó el tiempo en inspecciones, y en visitar a lasautoridades civiles y científicas, mientras que se reunían las tropas que debían componer elejército de Egipto. Sobrevino la reyerta de la bandera tricolor y del gorro encardado, que nuestroembajador en Viena, el general Bernardotte, había colocado sobre la puerta de su palacio. ElDirectorio se disponía a detener a Napoleón para oponerle a la nueva guerra posible, cuando Mr.de Cobentzel, evitó el rompimiento, y Bonaparte recibió la orden de partir. La Italia hecharepublicana, la Holanda transformada en república, y la paz que dejaba a la Francia extendidahasta el Rin, unos soldados inútiles, movieron al Directorio, en su perezosa imprevisión, a alejar alvencedor. Esta aventura de Egipto, cambió la fortuna y el genio de Napoleón sobredorándole conun rayo del sol que iluminó la columna, la de nube y de fuego.

Expedición a Egipto.— Malta.— Batalla de las Pirámides.— El Cairo.— Napoleón en la granPirámide.— Suez.

Tolón, 19 de mayo de 4798.PROCLAMA.

«Soldados.

«Vosotros sois una de las alas del ejército de Inglaterra.

«Vosotros habéis hecho la guerra de montañas, de llanuras y de sitios; osqueda que hacer la guerra marítima.

«Las legiones romanas, a quienes habéis imitado algunas veces, pero a lasque aun no habéis igualado, peleaban con Cartago alternativamente en estosmismos mares y en las llanuras de Zama. Jamás los abandonó la victoria, porqueconstantemente fueron valientes, sufridos en las fatigas, disciplinados y unidos

entre sí.«¡Soldados; la Europa tiene los ojos fijos en vosotros! tenéis grandes

esperanzas a que corresponder, batallas que dar, peligros y fatigas que vencer;haréis más de lo que habéis hecho por la prosperidad de la patria, la felicidad delos hombres y vuestra propia gloria.»

Después de esta proclama de recuerdos. Se embarca Napoleón: se diría de Homero o delhéroe que encerraba los cantos del Meouide en una cajita de oro. Este hombre no caminadespacio: apenas ha puesto a la Italia debajo de sus plantas, cuando se presenta en Egipto:episodio romanesco con que engrandece su vida real. Une a su historia una epopeya como

Carlomagno. Entre los libros que llevó consigo se hallaban Ossian, Werther, la Nueva Eloísa, y elViejo Testamento: indicación del caos de la cabeza de Napoleón. El mezclaba las ideas positivasy los sentimientos romanescos, los sistemas y las quimeras, los estudios serios y los arrebatos dela imaginación, la sabiduría y la locura. De estas producciones incoherentes del siglo, sacó elimperio; sueño inmenso, pero rápido como la noche desordenada que lo había producido.

Habiendo entrado en Tolón el 9 de mayo de 1798, se apeó Napoleón en la pasada de laMarina; diez días después se embarca a bordo del Oriente, navío almirante; el 19 de mayo sehizo a la vela; parte del punto en donde por primera vez había hecho correr a sangre, sangrefrancesa. Los horrores de Tolón le habían preparado para los de Jaffa. Llevó consigo a losgenerales primogénitos de su gloria: Berthier, Caffareli, Kleber, Dessaix, Lannes, Murat, Menou.

Trece navíos de línea, catorce fragatas y cuatrocientos buques de transpone leacompañaron.

Nelson dejó que se le escapase del puerto, y no le alcanzó en la mar; a pesar de que en unaocasión no estaban nuestros buques más que a seis leguas de distancia de los ingleses. Desde el

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antiguos egipcios, un féretro alrededor de sus festines.

¡Qué escena memorable, si pudiera creerse en ella! Bonaparte sentado en el interior de lapirámide de Keops, sobre el sarcófago de uno de los Faraones, cuya momia había desaparecido;y hablando con los muftis y los imames! Con todo, tomemos la narración del Monitor como eltrabajo de la musa. Sino es esta la historia material de Napoleón, es la historia de su inteligencia,lo cual aun merece la pena. Oigamos en las entrañas de un sepulcro esta voz que todos los siglosoirán.

Suleiman (inclinándose): ¡Gloria a Dios a quien se debe toda gloria! 

Comparte. ¡Gloria a Allah! No hay más Dios que Dios; Mahoma es su profeta, y yo soy de sus amigos.

Ibrahim. ¡Que los ángeles de la victoria barran el polvo de tu camino y tecubran con sus alas! El mameluco ha merecido la muerte.

Bonaparte. Ha sido entregado a los ángeles negros Mukiz y Guarkiz.

Suleiman. El extendió las manos de la rapiña sobre las tierras, las cosechas y los caballos del Egipto.

Bonaparte. Los tesoros, la industria y la amistad de los francos serán vuestro patrimonio, entretanto que subáis al séptimo cielo, y que sentados al lado de lashuríes de ojos negros y siempre vírgenes, descanséis a la sombra del laba, cuyasramas ofrecerán por sí mismas a los verdaderos musulmanes todo cuanto puedandesear.»

Nada cambian semejantes farsas la gravedad de las pirámides.

Vingt siécles, descendus dans l' eternable nuit,

Y sont sans mouvement, sans lumiere et sans bruit.

Reemplazando Bonaparte a Keops en la cripta secular, había aumentado la inmensidad,pero jamás se arrastró él por este vestíbulo de la muerte.

«Durante el resto de nuestra navegación por el Nilo, digo en el Itinerario, permanecí sobre lacubierta contemplando aquellos sepulcros... Los grandes monumentos constituyen, una parteesencial de la gloria de toda sociedad humana: trasmiten la memoria de un pueblo aun más alláde su existencia, y le hacen vivir contemporáneo de las generaciones que acuden a establecerseen aquellos campos abandonados.»

Demos gracias a Bonaparte y a las pirámides que nos han proporcionado la ocasión de justificarnos a nosotros, pobres hombres de estado inficionados de poesía, que merodeamosmiserables mentiras sobre las ruinas.

Es evidente, en vista de las proclamas, de las órdenes del día y de los discursos deBonaparte, que trataba de pasar por el enviado del cielo a la manera de Alejandro. Calístenes, aquien el macedonio trató en adelante con tanta dureza en castigo sin duda de la lisonja delfilósofo, tuvo el encargo de probar que el hijo de Filipo era hijo de Júpiter, según se ve en unfragmento de Calístenes conservado por Estrabón. El Colegio de Alejandro, de Pasquier, es undiálogo de los muertos entre Alejandro, el gran conquistador, y Rabelais; el gran burlón.«Recorredme con la vista, dice Alejandro a Rabelais, todas esas regiones que ves en esos

parajes inferiores, y no hallarás persona alguna de valía que, con el fin de dar mayor peso a suspensamientos, no haya querido dar a entender que tenía trato familiar con los dioses.» Rabelaisresponde: «Alejandro, a decir verdad, debo manifestar que jamás me divertí en recoger particularidades relativas a ti, ni aun en lo tocante al vino. Pero ¿qué provecho sacas ahora de tugrandeza? ¿Eres más que lo que yo soy? El sentimiento que tú tienes debe ocasionarte tal

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disgusto que sería mucho más útil haber perdido la memoria a la par que la vida.»

Y sin embargo, al ocuparse de Alejandro, Bonaparte se equivocaba sobre sí mismo y sobre laépoca el mundo y sobre la religión: en el día no es fácil el que le tengan a uno por un dios. Encuanto a las hazañas de Napoleón en el Levante, no se habían mezclado aún con la conquista deEuropa; no habían conseguido aún tan altos resultados que pudiesen imponer a la multitudislamista, aunque le llamaban el sultán de fuego. «Alejandro a la edad de treinta y tres años, diceMontagne, había atravesado victorioso toda la tierra habitada, y en una media vida había

alcanzado todo el esfuerzo de la naturaleza humana más reyes y príncipes han escrito sushazañas que otros historiadores han escrito los hechos de los demás reyes.»

Del Cairo pasó Bonaparte a Suez: vio el mar que abrió Moisés y que se cerró sobre Faraón.Reconoció los vestigios de un canal que empezó Sesostris, que ensancharon los persas, quecontinuó el segundo de los Tolomeos, que volvieron a emprender los soldanes con el fin de llevar al Mediterráneo el comercio del mar Rojo. Proyectó dirigir un brazo del Nilo al golfo Arábigo: suimaginación trazó en el fondo de este golfo la colocación de un nuevo Ofir, donde se celebraríatodos los años una feria para los traficantes en perfumes, aromas, telas de seda, para los efectospreciosos de Mascate, de la China, de Ceylán, de Sumatra, de las Filipinas y de las Indias. Loscenobitas descienden del Sinat y le suplican que inscriba su nombre al lado del de Saladino, en ellibro de sus garantías.

Cuando regresó al Cairo, celebró Bonaparte el aniversario de la fundación de la república,dirigiendo a sus soldados las siguientes palabras: «Hace cinco años que la independencia delpueblo francés se hallaba amenazada; pero tomasteis a Tolón: este fue el presagio de la ruina devuestros enemigos. Un año después batisteis a los austríacos en Dego: el año siguiente estabaisen las cimas de los Alpes; hace dos años que luchasteis contra Mantua y alcanzasteis la célebrevictoria de San Jorge; el año pasado estabais en los nacimientos de los ríos Drave e Isonzo devuelta de Alemania. ¿Quién os hubiera dicho entonces que os hallaríais hoy en las márgenes delNilo, en el centro del antiguo continente?»

Opinión del ejército.

Pero Bonaparte, en medio de los cuidados que le ocupaban y de los proyectos que habíaconcedido ¿estaba en realidad conforme en aquellas ideas? Entretanto que parecía que queríapermanecer en Egipto, no le cegaba la ficción sobre la realidad, y escribiendo a su hermano Joséle decía: «Pienso hallarme en Francia dentro de dos meses; haz de manera que yo tenga unacampaña cuando llegue; estate cerca de parís o en Borgoña, donde trato de pasar el invierno.»Bonaparte no calculaba lo que podía oponerse a su regreso: su voluntad era su destino y sufortuna. Habiendo caído esta correspondencia en poder de los ingleses, se aventuraron a decir 

que Napoleón no había tenido más misión que la de hacer perecer su ejército. Otra carta deBonaparte contiene quejas con motivo de la coquetería de su mujer.

Los franceses eran tanto más heroicos en Egipto, cuanto más vivamente sentían sus males.Un sargento de caballería escribía a un amigo suyo: «Dile a Londoux que no cometa jamás eldesatino de embarcarse para venir a este maldito país.»

 Avrieury: «Todos los que vienen de lo interior dicen que Alejandría es la más hermosapoblación: ¡qué serán las otras, Dios mío! Figuraos un conjunto inmenso de malas casas de unsolo piso; las que son mejores tienen una azotea, una pequeña puerta de madera y de igualmaterial la cerradura; nada de ventanas, y si solo un enrejado de madera tan espeso que esimposible ver a través. Calles angostas, menos en el barrio de los Francos y el pasaje de los

Grandes. Los habitantes pobres, que componen el mayor número, in puribus, si se exceptúa unacamisa azul que les llega a la mitad del muslo, la mitad de la cual se remanga en susmovimientos por lo común, una faja y un turbante de harapos. Estoy harto de este encantador país hasta por encima de la coronilla. Me lleva diablo de estar en él. ¡Maldito Egipto donde no se

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ve más que arena! ¡Cuántos engañados, amigo mío! Todos estos emprendedores de riquezasestán moquicaídos; bien quisieran volverse al punto de donde salieron: ¡los creo sobre supalabra!»

El capitán Rozis: «Nos hallamos sumamente escasos, lo cual tiene muy descontento alejército; jamás ha llegado el despotismo al grado que en el día; algunos soldados se hansuicidado a la vista del general en jefe, diciéndole: ¡he aquí tu obra!»

El nombre de Tallien pondrá fin a esta lista de nombres casi desconocidos en el día.

Tallien a Mme. Tallien

«Por mi parte, mi querida amiga, estoy aquí, como le consta, muy contra mi voluntad; cada día se me hace más desagradable mi posición, porque, separado demi país, y de todo cuanto amo, no preveo el momento en que podré acercadme aellos.

«Te lo confieso francamente, preferiría mil veces estar contigo y tu hija retiradoen un rincón del mundo, lejos de todas las pasiones, de todas las intrigas, y teaseguro que si tengo la dicha de volver a pisar el suelo de mi patria, será para nosalir jamás de él.

Entre los cuarenta mil franceses que están aquí, acaso no habrá cuatro que piensen de otromodo.

«¡No hay vida más triste que la que estamos pasando aquí! De todo carecemos. ¡Hace cincodías que no he cerrado los ojos! estoy acostado en los ladrillos: las moscas, las chinches, los

mosquitos, y los insectos todas clases nos devoran, y veinte veces al día me acuerdo de nuestragraciosa cabaña. Te ruego, querida amiga mía, que no te deshagas de ella.

«A Dios, querida Teresa mía, las lágrimas bañan mi papel. Los más gratosrecuerdos de tu bondad, de nuestro amor, la esperanza de volver a verte siempreamable, siempre fiel, y de abrazar a mi querida hija sostendrán solos al desgraciado.»

La fidelidad no se contaba por nada en todo esto.

Esta unanimidad de quejas es la exageración natural de hombres precipitados de la altura aque los habían elevado sus ilusiones: en todos tiempos han soñado los franceses con el Oriente;el espíritu caballeresco les había marcado el camino; si no tenían ya la fe que los conducía alibertar el Santo sepulcro, tenían la intrepidez de los cruzados, la creencia de los reinos y de lasbellezas que los habían creado al derredor de Godofredo, los cronistas y los trovadores. Lossoldados vencedores de la Italia habían visto un rico país de que apoderarse, caravanas querobar, caballos, armas y serrallos que conquistar; los romanceros habían apercibido a la princesade Antioquía, y los sabios agregaban sus sueños al entusiasmo de los poetas. Hasta el viaje de Antenor pasó en un principio por una docta realidad: íbase a penetrar en el misterioso Egipto, abajar a las catacumbas, a registrar las pirámides, a encontrar manuscritos desconocidos, a

descifrar jeroglíficos y a despertar a Termosiris. Cuando en lugar de todo esto, echándose elInstituto sobre las pirámides, no hallando los soldados más que campesinos desnudos, chozas debarro seco, se encontraron cara a cara con la peste, con los beduinos y los mamelucos, fueterrible el desengaño. Pero la injusticia del sufrimiento puso una venda en los ojos sobre elresultado definitivo. Los franceses sembraron en Egipto las semillas de civilización que Mehemet

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fin, no quedaban más de aquellos prisioneros que los que estaban cerca de la balsa; y comonuestras tropas habían apurado sus cartuchos, fue necesario exterminarlos con las bayonetas yarmas blancas. Yo no pude presenciar este horrible espectáculo; me retiré pálido y casi mortal. Algunos oficiales me contaron a la noche que aquellos desgraciados, cediendo al movimientoirresistible de la naturaleza que nos hace evitar la muerte, aun cuando no tenemos ya esperanzade libertarnos de ella, se arrojaban los unos por encima de los otros, y recibían en los miembroslos golpes dirigidos al corazón, y que debían pronto terminar su triste vida. Se formó puesto quees menester decirlo todo, una espantosa pirámide de muertos y de moribundos chorreandosangre, y fue necesario sacar los que eran ya cadáveres para acabar con aquellos desgraciadosque al abrigo de aquella horrorosa muralla no habían aun sido heridos. Este cuadro es exacto yfiel; y su recuerdo hace temblar mi mano, que aun no expresa todo lo espantoso de aquellaescena.»

La vida de Napoleón opuesta a semejantes páginas explica la aversión que se le tiene.

Conducido por los religiosos del convento de Jaffa a los arenales que están al Sudoeste de laciudad, he dado la vuelta a la tumba, en otro tiempo montón de cadáveres, y actualmentepirámide de huesos; me he paseado por jardines de granados cargados de granadas encarnadas;mientras que alrededor de mí volaba por encima de la tierra fúnebre la primera golondrina reciénllegada de Europa.

El cielo castiga la violación de los derechos de la humanidad: él envió la peste que al principiono hizo muchos estragos Bourienne corrige el error de los historiadores que suponen la escenade los  Apestados de Jaffa cuando pasaron la primera vez los franceses por aquella ciudad;siendo así que no fue sino a su vuelta de San Juan de Acre. Muchas personas de nuestro ejércitome habían asegurado ya que esta escena era una pura fábula, y Bourienne confirma estos datos:

«Las camas de los apestados, cuenta el secretario de Napoleón, estaban a laderecha entrando en la primera sala. Yo iba al lado del general, y aseguro nohaberle visto tocar a ningún apestado. Atravesó rápidamente las salas, sacudiendo

ligeramente las campanas amarillas de sus botas con el látigo que llevaba en lamano. Al tiempo que iba andando de prisa repetía estas palabras: Es necesarioque yo vuelva a Egipto para libertarle de los enemigos que van a llegar.

En el parte de oficio del mayor general, 29 de mayo, no se dice ni la menor palabra acerca delos apestados, ni de la visita en el hospital ni de haber tocado a los enfermos.

¿En qué viene a parar el bello cuadro de Gros? Tan solamente figura como una obra maestradel arte.

San Luis menos favorecido por la pintura, fue más heroico en la acción: «El buen rey apacible

y benigno, cuando vio esto, tuvo gran compasión, y mandó que se dejase todo y que se abriesenzanjas en medio de los campos y dedicar allí un cementerio por el legado... El rey Luis ayudó consus propias manos a enterrar a los muertos. Apenas se hallaba quien quisiese hacerlo. El rey,después de oír misa venía, todas las mañanas de los cinco días que se emplearon en enterrar alos muertos, y decía a su gente: «Vamos a dar sepultura a los mártires que han padecido por nuestro Señor, y no os canséis de hacerlo porque ellos han padecido más que nosotros.»Hallábanse así presentes, en traje de ceremonia, el arzobispo de Tiro y el obispo de Damieta ysu clero, qué rezaba el oficio de difuntos. Pero se tapaban las narices por la fetidez; pero jamásse vio que el buen rey Luis se tapase las suyas, tal era la firmeza y devoción con que seocupaba.»

Bonaparte sitió a San Juan de Acre. Corrió la sangre en Canaan, que fue testigo de lacuración del hijo el centurión por Cristo; en Nazaret que ocultó la pacífica infancia del Salvador;en el Tabor; que vio a transfiguración y donde dijo Pedro: «Maestro estamos bien en estamontaña; hagamos en ella tres tabernáculos.» En este monte Tabor dictó la orden del día a todaslas tropas que ocupaban a Sur, la antigua Tiro, Cesarea, las cataratas del Nilo, las bocas

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Bonaparte era un gran mágico, pero no alcanzaba, su poder a transformar al general Bon,muerto en Ptolemais, en Raoul, señor de Coucy, que, expirando al pie de las murallas de estacuidad, escribía a la dama de Fayel; Muerto por amar lealmente a su amiga.

Napoleón no habría hecho bien en desechar la canción de los canteois, alimentándose enSan Juan de Acre, como se alimentaba de otras muchas fábulas. En los últimos días de su vida,bajo un cielo que no vemos, se ha divertido en divulgar lo que meditaba en Siria, si no es que hainventado proyectos en vista de hechos consumados, y no, se ha recreado en construir con un

pasado real el porvenir fabuloso que él pretendía que se creyese. «Dueño de Ptolemais, noscuentan las revelaciones de Santa Elena, Napoleón fundaba un imperio en Oriente, y la Franciaquedaba abandonada a otros destinos. Volaba a Damasco, a Alepo y al Éufrates. Los cristianosde la Siria y aun los de la Armenia le habrían reforzado. Las poblaciones iban a conmoverse. Losrestos de los mamelucos, los árabes del desierto del África, los drusos del Líbano, los mutualis, omahometanos oprimidos de la secta de Alí, podían reunirse al ejército dueño de la Siria, y laconmoción se comunicaba a toda la Arabia. Las provincias del imperio otomano que hablanárabe, llamaban una gran mudanza y esperaban un hombre con felices probabilidades; podíahallarse sobre el Éufrates en medio del verano, con cien mil auxiliares y una reserva de veinte ycinco mil franceses que habría ido sacando de Egipto. Habría alcanzado a Constantinopla y a lasIndias, y cambiado la faz del mundo.»

 Antes de retirarse de San Juan de Acre el ejército francés había tocado en Tiro: desierta delas flotas de Salomón y de la falange del Macedonio, no conservaba Tiro más que la soledadimperturbable de Isaías; soledad en que los perros mudos se niegan a ladrar .

El sitio de San Juan de Acre se levantó. Habiendo llegado a Jaffa el 27, se vio obligadoBonaparte a continuar su retirada. Había de treinta a cuarenta apestados, cuyo número reduceNapoleón a siete, que no se podían transportar; no queriendo dejarlos atrás, por miedo, decía él,de exponerlos a la crueldad de los turcos, propuso a Desgenettes que se les administrase unagran dosis de opio. Desgenettes le dio la tan conocida contestación. «Mi oficio es el de curar a loshombres, y no el de matarlos.» «No sé les dio el opio, dice Mr. Thiers, y este hecho sirvió parapropagar una calumnia indigna y que hoy está desmentida.»

¿Es una calumnia? ¿Está destruida? Esta es una cosa que yo no me atrevería a afirmar tanperentoriamente como el brillante historiador; su raciocinio equivale a este: Bonaparte noenvenenó a los apestados, por la razón de haber propuesto envenenarlos.

Desgenettes, hijo de una pobre familia noble normanda, es aun venerado entre los árabes dela Siria, y Wilson dice que su nombre no debería escribirse sino con letras de oro.

Bourienne escribe diez páginas enteras para sostener el envenenamiento en contra de losque lo niegan. «Yo no puedo decir que he visto dar la poción, dice él, porque sería mentir; pero sémuy de positivo que se adoptó la decisión, y que lo fue después de haberse deliberado; que sedio la orden al efecto, y que los apestados murieron. Cómo ¿el asunto de las conversaciones

desde el día siguiente de la salida de Jaffa, de todo el cuartel general como de una cosa positiva,de la que hablábamos como de una espantosa desgracia, sería una invención atroz paraperjudicar a la reputación de un héroe?»

Napoleón no abandonó jamás una de sus fallas; semejante a un padre tierno, prefiere al hijomás desgraciado. El ejército francés fue menos indulgente que los historiadores; no tansolamente creía en la medida del envenenamiento contra un puñado de enfermos, sino contramuchos, centenares de hombres. Roberto Wilson, en su Historia de la expedición de los inglesesa Egipto, es el primero que hace la gran acusación: afirma que fue apoyada por la opinión de losoficiales franceses prisioneros de los ingleses en Siria. Bonaparte desmintió a Wilson, quiencontestó que no había dicho más que la verdad. Wilson es el mismo mayor general que fuecomisario de la Gran Bretaña cerca del ejército ruso durante la retirada de Moscú; tuvo la dichade contribuir después a la evasión de Mr. de Lavaletle. Levantó una legión contra la legitimidad entiempo de la guerra de España, en 1823, defendió a Bilbao, y envió a Mr. de Villele a su cuñadoMr. Desbassyns, obligado a arribar al puerto. La narración de Roberto Wilson tiene el mayor pesobajo este concepto. La mayor parte de las relaciones están conformes sobre el particular del

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más horrible. La vista clavada en las tropas que marchaban, no había tenido la idea muy sencillapara cualquiera que estuviese de sangre fría, de volver los ojos a otra parte: él había visto ladivisión de Kleber y la de caballería que salieron de Tentoura después de los otros, y laesperanza de salvarse habría acaso conservado su existencia.»

Cuando nuestros soldados, habiendo perdido la sensibilidad, veían a alguno de susdesgraciados compañeros que les seguía como un hombre embriagado, tropezando, cayendo ylevantándose, y volviendo a caerse para no levantarse jamás, decían: «Ese ha tomado ya su

boleta de alojamiento.»Una página de Bourienne completará este cuadro: «Una sed devoradora, decían las

Memorias, la falta total de agua, un excesivo calor, una marcha penosa por en medio de arenalesabrasadores, desmoralizaron a los hombres, e hicieron reemplazar todos los sentimientosgenerosos con el más cruel egoísmo, la más aflictiva indiferencia. Yo vi arrojar de las parihuelas aoficiales amputados cuyo transporte se había mandado, y que aun habían dado dinero en deltrabajo. Yo vi abandonar en los sembrados a los amputados, a los heridos, a los apestados, osospechosos de estarlo. Abríase la marcha con antorchas encendidas para poner fuego a laspoblaciones pequeñas, aldeas y lugares, y a las ricas mieses que cubrían los campos. Todo elpaís estaba ardiendo. Los que tenían orden de llevar a cabo estos desastres, parecía queesparciendo por doquiera la destrucción, querían vengarse de los reveses y hallar alivio en suspadecimientos. No nos acompañaban más que moribundos, ladrones e incendiarios. Losmoribundos arrojados a orillas del camino, decían con desfallecida voz: Yo no estoy apestado,estoy solamente herido; y para convencer a los que pasaban, se les veía abrir su herida ohacerse una nueva. Nadie los creía; se decía: «Este ya está despachado; se pasaba adelante, ytodo se olvidaba» El sol en todo su brillo en aquel hermoso cielo, estaba oscurecido con el humode nuestros continuados incendios. Teníamos el mar a nuestra derecha; a la izquierda y por detrás el desierto que íbamos haciendo; delante las privaciones y padecimientos que nosesperaban.»

Vuelta a Egipto.— Conquista del Alto Egipto.

¿Partió, llegó, y disipó todas las tempestades; su regreso las ha obligado a volver aldesierto.» Así cantaba y se alababa el triunfador rechazado, al entrar en el Cairo: él arrebataba almundo en himnos.

Durante su ausencia había acabado Dessaix de someter el Alto Egipto. Al remontar el Nilose encuentran unas ruinas a las cuales el lenguaje de Bossuet deja toda su grandeza y laaumenta. «Se ha descubierto, dice el autor de la Historia universal , en el Saide, templos ypalacios casi enteros, en que estas columnas y estas estatuas son innumerables. Se admira

sobre todo un palacio cuyos restos parece que no han subsistido más que para borrar la gloria detodas las obras grandes. Cuatro calles que se pierden de vista, terminadas en sus extremos por esfinges de una materia tan rara, que su tamaño es notable, sirven de avenida a cuatro pórticoscuya altura pasma a la vista. ¡Qué magnificencia y qué extensión! Aun los que nos han hecho ladescripción de este prodigioso edificio no tuvieron tiempo de darle la vuelta, y aun no estánseguros de haber visto la mitad; pero todo lo que ellos vieron era sorprendente. Una sala, que alparecer formaba el medio de este soberbio palacio, estaba sostenida por ciento veinte columnasde seis brazas de grueso, grandes a proporción, y entremezcladas de obeliscos que el trascursode tantos siglos no ha podido abatir. Los colores mismos, esto es lo que experimenta más prontoel poder del tiempo, se sostienen aun entre las ruinas de este admirable edificio y conservan suviveza: ¡tal era el carácter de inmortalidad que sabía imprimir el Egipto a todas sus obras! Ahora

que el nombre del rey Luis XIV penetra en las partes más desconocidas del mundo ¿no sería unobjeto digno de esta noble curiosidad el descubrir las bellezas que contiene la Tebaida en susdesiertos? ¡Qué de bellezas no se hallarían si se pudiese llegar a la ciudad real, pues que a tantadistancia de ella se descubren cosas tan maravillosas! El poder romano, desconfiado de igualar a

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Rojo hace advertir a los gobernadores de la isla de Francia y de la isla de Borbón; cumplimenta alsultán de Marruecos y el bey de Trípoli; les da parte de su afectuosa solicitud en favor de lascaravanas y de los peregrinos de la Meca; Napoleón se esfuerza al mismo tiempo en disuadir elgran visir de la invasión que medita la Puerta, asegurando que está dispuesto tanto a vencerlotodo como a entrar en negociaciones.

Una cosa haría poco honor a nuestro carácter, si nuestra imaginación y nuestro amor a lanovedad no fueran más culpables que nuestra equidad nacional; los franceses se extasiaban

sobre la expedición a Egipto, y no observan que hería tanto la probidad como el derecho político:en plena paz con la más antigua aliada de la Francia, la atacamos, le quitamos su fecundaprovincia del Nilo, sin declaración de guerra, como argelinos que en una de sus algaradas, sehubiesen apoderado de Marsella y de la Provenza. Cuando la Puerta hace armamentos para sulegítima defensa, orgullosos con nuestra insidia ilustre, le preguntamos lo que tiene y porqué seenoja; le declaramos que no hemos tomado las armas más que para hacer la policía en su casa,que para aliviarla de aquellos bandoleros mamelucos que tenían prisionero a su bajá. Bonaparteescribe al gran visir y le dice: «¿Cómo es posible que vuestra excelencia no conozca que no hayun francés muerto que no sea un apoyo menos para la Puerta? En cuanto a mí, yo tendré por eldía más feliz de mi vida aquel en que pueda contribuir a la conclusión de una guerra impolítica y sin objeto a un tiempo mismo.» Bonaparte quería marcharse: ¡la guerra entonces era impolítica y

no tenía objeto! La antigua monarquía fue al fin tan culpable como la república: los archivos delministerio de Estado conservan muchos planes de colonias francesas que debían establecerse enEgipto; el mismo Leibniz había aconsejado la colonia egipcia a Luis XIV. Los ingleses no estimanmás que la política positiva, la de los intereses; la fidelidad a los tratados y los escrúpulos moralesson en su sentir cosas pueriles.

En fin, Había sonado la hora: detenido en las fronteras orientales del Asia, Bonaparte vadesde luego a apoderarse del cetro de la Europa, para buscar en seguida en el Norte, por otrocamino, las puertas del Himalaya y los esplendores de Cachemira. Su última carta a Kleber, fechaen Alejandría a 22 de agosto de 1799, es excelente y reúne la razón, la experiencia y la autoridad.El final de esta carta se eleva a un alto grado por lo patética, seria y penetrante.

«Ciudadano general:» adjunta hallaréis una orden para que toméis el mandoen jefe del ejército. El recelo de que el crucero inglés no reaparezca de unmomento a otro me obliga a anticipar dos o tres días mi viaje.

«Llevo conmigo a los generales Berthier, Andreossi, Murat, Lannes y Marmont,y a los ciudadanos Monge y Berthollet.

«Adjuntos van los periódicos ingleses y de Fráncfort hasta el 10 de junio. Por ellos veréis que hemos perdido la Italia, que Mantua, Turín y Tortona estánbloqueadas. Tengo razones para esperar que la primera se resista hasta fines denoviembre. Espero, si la fortuna me es propicia, llegar a Europa antes que entre

octubre.»

Siguen algunas instrucciones particulares.

«Sabéis apreciar tan bien como yo cuanto importa a la Francia la posesión del Egipto: este imperio turco, que amenaza ruina por todas partes, se ve en laactualidad desmoronando, y la evacuación del Egipto seria una desgracia tantomayor, cuanto que veríamos pasar en nuestros días esta bella provincia a otrasmanos europeas.

«Las noticias de los triunfos o reveses que tenga la república deben tambiéninfluir eficazmente en vuestros cálculos.

«Conocéis, ciudadano general, cual es mi modo de ver acerca de la políticainterior del Egipto: cualquiera que sea la conducta que observéis, siempre serán

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amigos nuestros los cristianos. Es necesario evitar que se hagan demasiadoinsolentes, a fin de que los turcos no tengan contra nosotros el mismo fanatismoque contra los cristianos, lo que los pondría irreconciliables con nosotros.

«Yo había pedido ya muchas veces que me enviasen una compañía cómica;yo me encargo muy particularmente de enviárosla. Este artículo es muy importante para el ejército y para empezar a cambiar las costumbres del país.

«El importante puesto de jefe que vais a ocupar, os pone en el caso de

desplegar los talentos con que la naturaleza os ha dotado. El interés de cuanto pase por aquí es vivo, y los resultados serán inmensos para el comercio, y para lacivilización; esta será la época de donde empiecen a contarse las grandesrevoluciones.

«Acostumbrado a ver la recompensa de las penas y de los trabajos de la vidaen la opinión de la posterioridad, abandono Egipto con el mayor sentimiento. El interés de la patria, su gloria, la obediencia, los acontecimientos extraordinarios queacaban de pasar, me deciden únicamente a pasar por en medio de las escuadrasenemigas, para trasladarme a Europa. Mi espíritu y mi corazón se quedan con vos.Vuestros triunfos me lisonjean tanto como si yo estuviese en persona, y mirarécomo mal empleados todos los días de mi vida en que no haga alguna cosa por el 

ejército, de cuyo mando os dejo encargado, y para consolidar el magníficoestablecimiento cuyas bases acaban de asentarse.

«El ejército que os confío se compone todo de hijos míos; he tenido en todotiempo, aun en mis mayores penas, testimonios de apego. Mantenedle en estosmismos sentimiento, vos lo debéis a la estimación y a la singular amistad que os profeso, y a la inclinación verdadera que les tengo.— Bonaparte.»

¡Jamás el guerrero ha hallado acentos semejantes! Napoleón es el que acaba; el emperador,que seguirá, será sin duda más sorprendente todavía; pero ¡cuanto más aborrecible también! Suvoz no ofrecerá ya más el sonido de los años verdes: el tiempo, el despotismo, la embriaguez dela prosperidad la habrán alterado.

Bonaparte habría sido muy digno de lástima si se hubiera visto obligado, según disponía laantigua ley egipcia, a tener tres días abrazados los hijos que ha hecho morir. El había pensado,para los soldados que dejaba expuestos al ardor del sol, en aquellas distracciones que el capitánParry empleó treinta y dos años después para sus marineros en las noches heladas del polo. Élenvía el testamento del Egipto a su valiente sucesor, que será muy en breve asesinado, y él sesustrae furtivamente, como César se escapó a nado en el puerto de Alejandría, de esta reina queel poeta llamaba un fatal prodigio, Cleopatra no lo esperaba, él iba a la cita secreta que la habíadado el destino, otra potencia infiel. Después de haberse zambullido en el Oriente, manantial delas reputaciones maravillosas, se nos vuelve, sin haber subido a Jerusalén, del mismo modo que

 jamás entró en Roma. El judío que gritaba: «¡Desgracia! ¡Desgracia!» correteó alrededor de laciudad santa, sin penetrar en sus mansiones eternas. Un poeta, escapándose de Alejandría, es elúltimo que sube a la fragata expuesta a la ventura. Totalmente impregnado de los milagros de laJudea, y de los recuerdos de la tumba en las pirámides, Bonaparte pasa los mares, sin cuidarsede sus navíos ni de sus abismos; todo era vadeable para este gigante, acontecimientos yescuadras.

Napoleón tomó el camino que yo he seguido: siguió la costa de África por razón de vientoscontrarios; al cabo de veinte y un días dobla el cabo Bon, gana las costas de Cerdeña, se veobligado a arribar a Ajaccio, pasea sus miradas por los lugares de su nacimiento, recibe algúndinero del cardenal Fesch, y se reembarca; descubre una escuadra inglesa que no le persigue.

Entra el 8 de octubre en la rada de Frejus, no lejos de aquel golfo Juan, donde debía manifestarseuna terrible y última voz. Salta en tierra, parte, llega a Lyon, toma el camino del Borbonés y entraen París el 16 de octubre. Todo parece dispuesto contra él, Barras, Sieyes, Bernadotte, Moreau; ytodos estos opositores le sirven como por milagro. Se urdió la conspiración, el gobierno setrasladó a Saint-Cloud. Bonaparte quiere arengar al consejo de los Ancianos: se turba,

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tartamudea las palabras de hermanos de armas, de volcán, de victoria, de César; le tratan deCromwell, de tirano, de hipócrita: él quiere acusar y se ve acusado; él se dice acompañado deldios de la guerra y del dios de la fortuna: él se retira exclamando: «¡Quién me quiera que mesiga!» Pídese que se le ponga en acusación; Luciano, presidente del consejo de los Quinientos,deja su sillón para no poner a Napoleón fuera de la ley. Saca su espada y jura atravesar el pechode su hermano, si en algún tiempo trata de atacar la libertad. Hablábase de mandar fusilar alsoldado desertor, al infractor de las leyes sanitarias, al introductor de la peste, y le coronan. Murathace salir por las ventanas a los representantes; el 18 brumario se cumple, nace el gobiernoconsular, y muere la libertad.

Entonces se obra en el mundo un cambio absoluto: el hombre del último siglo desciende de laescena, el hombre, del nuevo siglo sube a ella: Washington, al cabo de sus prodigios, cede elpuesto a Bonaparte, que empieza los suyos. El 9 de noviembre, el presidente de los EstadosUnidos cierra el año de 1799; el primer cónsul de la república francesa abre el año de 1800.

Un eran destino empieza, un gran destino se acaba.

(Corneille).

Sobre estos acontecimientos inmensos está escrita la parte de mis Memorias que habéisvisto, del mismo modo que un texto moderno profanando antiguos manuscritos. Yo contaba misabatimientos y mis oscuridades en Londres, sobre las elevaciones y el brillo de Napoleón, el ruidode sus pasos se mezclaba con el silencio de los míos en mis paseos solitarios; su nombre meperseguía hasta en los escondrijos en que se encontraban las tristes indigencias de miscompañeros de infortunio, y las alegres escaseces, o como habría dicho nuestra antigua lengua,las miserias divertidas de Pelletier. Napoleón era de mi edad: procedentes ambos del seno delejército; él había ganado cien batallas, mientras yo me consumía aun en la sombra de aquellasemigraciones, que fueron el pedestal de su fortuna. Habiéndome quedado tan lejos detrás de él,¿podía yo esperar jamás el alcanzarle? Y sin embargo, cuando él dictaba leyes a los monarcas,

cuando los agobiaba con sus armas, y hacia saltar su sangre debajo de sus pies, cuando con labandera en la mano, atravesaba los puentes de Arcole y de Lodi, cuando él triunfaba en lasPirámides, ¿habría dado yo por todas sus victorias una sola de aquellas horas olvidadas que sepasaban en Inglaterra, en una pequeña ciudad desconocida? ¡Oh magia de la juventud!

Segunda coalición.— Situación de la Francia al regresar Bonaparte de la campaña deEgipto.

Dejé la Inglaterra algunos meses después de la salida de Napoleón de Egipto: llegamos aFrancia casi a un mismo tiempo, él, de Menfis, y yo, de Londres: habíase apoderado de ciudadesy reinos y sus manos estaban llenas de realidades poderosas: yo no había conseguido aun másque quimeras.

¿Qué había pasado en Europa durante la ausencia de Napoleón?

La guerra había vuelto a comenzar en Italia, en el reino de Nápoles y en los estados deCerdeña: Roma y Nápoles habían sido momentáneamente ocupadas: Pio VI había sido llevadoprisionero a Francia para morir en ella; y se concluyó un tratado de alianza entre los gabinetes deSan Petersburgo y Londres.

Segunda coalición continental contra la Francia. El 8 de abril de 1799, se rompió el congresode Rastadt, y los plenipotenciarios franceses fueron asesinados. Souwaroff que había llegado aItalia batió a los franceses en Cassano, y la ciudadela de Milán se rindió al general ruso. Uno denuestros ejércitos, mandado por el general Macdonald, se vio obligado a evacuar a Nápoles, y aduras penas pudo sostenerse. Massena defendía la Suiza.

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Mantua sucumbió después de un bloqueo de setenta y dos días, y un sitio de veinte. El 15 deoctubre de 1799 el general Joubert fue muerto en Novi, y dejó el campo libre a Bonaparte; estabadestinado a representar el papel de éste. ¡Desgraciado de aquel a quien persigue adversasuerte!... Buenos testigos son de esta fatal verdad Hoche, Moreau y Joubert. Veinte mil inglesesque desembarcaron en Helder quedaron allí inutilizados, porque parte de la escuadra quedócogida entre los hielos: nuestra caballería cargó a los buques y los tomó. Diez y ocho mil rusos, acuyo número había quedado reducido el ejército de Souwaroff por los combates y fatigas,pasaron el San Gotardo el 24 de setiembre y entraron en el valle del Reuss. Massena salvó a laFrancia en la batalla de Zúrich. Souwaroff volvió a entrar en Alemania, acusó a los austríacos, yse retiró a Polonia. Tal era la posición de la Francia cuando volvía a aparecer Bonaparte, derribóal Directorio y estableció el Consulado.

 Antes de pasar más adelante recordaré una cosa de que todos deben hallarse yaconvencidos; no me ocupo de la vida particular de Bonaparte, sino del compendio y resumen desus acciones; pinto sus batallas, no las describo; encuéntranse por todas partes, desde Pomereulque ha publicado las Campañas de Italia, y desde nuestros generales, críticos y censores de loscombates a que asistieron, hasta los tácticos extranjeros, ingleses, rusos, alemanes, italianos, yespañoles. Los boletines públicos de Napoleón y sus comunicaciones secretas forman el hilopoco seguro de esta narración. Los trabajos del teniente general Jomini son los que suministran

mayor instrucción. El autor es tanto más digno de crédito, cuanto que ha dado pruebas deestudios en su Tratado de la gran táctica, y en su Tratado de las grandes operaciones militares. Admirador de Napoleón hasta la injusticia, y adicto al estado mayor del mariscal Ney, se le debela historia crítica y militar de las campañas de la revolución; vio con sus propios ojos la guerra en Alemania, en Prusia, en Polonia y en Rusia hasta la toma de Smolensko; se halló en Sajonia enlos combates de 1813, y de allí pasó a los aliados. Fue condenado a muerte por un consejo deguerra de Bonaparte, y nombrado en el mismo momento ayudante de campo del emperador  Alejandro. Atacado por el general Sarrazin en su Historia de la guerra de Rusia y Alemania, le diouna contestación. Jomini tuvo a su disposición los materiales depositados en el ministerio de laGuerra y en los demás archivos del reino: contempló la marcha retrógrada de nuestros ejércitosdespués de haberlos guiado para que avanzasen. Su narración es lucida y mezclada de juiciosas

reflexiones. Se han tomado de él páginas enteras sin decirlo; pero ni tengo vocación de copista, niambiciono el sospechoso renombre de un César desconocido a quien solo ha faltado un cascopara someter de nuevo la tierra. Si hubiese querido ayudar la memoria de los veteranosmanejando cartas, corriendo en derredor de los campos de batalla cubiertos de mieses,extrayendo tantos y tantos documentos, y acumulando descripciones sobre descripciones,siempre las mismas, hubiera añadido volúmenes a volúmenes, me habría formado una reputaciónde capacidad, con riesgo de sepultar bajo el peso de mis trabajos, a mí mismo, a mi lector, y a mihéroe. No siendo más que un simple soldado, me humillo ante la ciencia de los Vegecios; no helomado para mi público los oficiales a medio sueldo; el menor cabo sabe más que yo.

Consulado.— Segunda campaña de Italia.— Victoria de Marengo.— Victoria deHohenlinden.— Paz de Luneville.

Para asegurarse en el puesto en que se había colocado, Napoleón necesitaba hacer prodigios.

El 25 y 30 de abril de 1800, los franceses pasaron el Rin, con Moreau a su cabeza. El ejércitoaustríaco batido cuatro veces en ocho días, retrocedió por un lado hasta Voralberg, y por otrohasta Ulm. Bonaparte pasó el gran San Bernardo el 16 de mayo; y el 20 el pequeño, el Simplón,

el San Gotardo, el Mont Cenis, y el Mont Genicori, fueron escalados y tomados; penetrarnos enItalia por tres boquetes reputados como inexpugnables, cavernas de osos, y peñascos de águilas.El ejército se apoderó de Milán el 2 de junio y se reorganizó la república cisalpina; pero Génovase vio obligada a rendirse después de sitio memorable sostenido por Massena.

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La ocupación de Pavía, y el afortunado encuentro de Montebello, precedieron a la victoria deMarengo.

Una derrota comenzó aquella victoria; los cuerpos de Lannes y de Víctor ya extenuadosdejan de combatir y pierden terreno; la batalla se renueva con cuatro mil infantes que mandabaDessaix, y que apoyaba la brigada de caballería de Kellermann: Dessaix quedó muerto. Unacarga de Kellermann decidió el éxito de la jornada, que acabó de completar la estupidez delgeneral Melas.

Dessaix, noble de Auvernia, subteniente en el regimiento de Bretaña, ayudante de campo delgeneral Victor de Broglie, mandó en 1796 una división del ejército de Moreau, y pasó a Orientecon Bonaparte. Su carácter era desinteresado, sencillo y franco. Cuando el tratado de El-Arich ledejó en libertad, fue retenido por lord Keith en el lazareto de Liorna. «Cuando se apagaban lasluces, dice Miot su compañero de viaje, nuestro general nos hacia contar historias de ladrones yaparecidos, participaba de nuestras placeres y apaciguaba nuestras disensiones; amaba mucho alas mujeres, y no hubiera querido que le amasen sino por su amor a la gloria.» Al desembarcar enEuropa, recibió una carta del primer cónsul que le llamaba a su lado: le enterneció y Dessaixdecía. «Este pobre Bonaparte está cubierto de gloria y no es dichoso,» al leer en los periódicos lamarcha del ejército de reserva, exclamaba: «No nos dejará nada que hacer.» A él le restaba dar la victoria y morir.

Dessaix fue enterrado en lo alto de los Alpes, en el hospicio del monte de San Bernardo,como Napoleón en los sombríos sitios de Santa Elena.

Kleber asesinado, encontró la muerte en Egipto como Dessaix la encontró en Italia. Despuésde la partida del general en jefe, Kleber con once mil hombres derrotó cien mil turcos a lasórdenes del gran visir en Heliópolis, hecho de armas con que Napoleón no tiene nada quecomparar. El 16 de junio se celebró un convenio en Alejandría: los austríacos se retiraron a laorilla izquierda del bajo Po: la suerte de la Italia se decidió en aquella campaña llamada de lostreinta días.

El triunfo de Hochstedt obtenido por Moreau, consoló a la sombra de Luis XIV. Sin embargo,

el armisticio entre la Alemania y la Italia se había publicado el 20 de octubre de 1800, pues sehabía concluido después de la batalla de Marengo.

El 3 de diciembre trajo la batalla de Hohenlinden en medio de una gran nevada: victoria quetambién consiguió Moreau, gran general, al que dominaba otro gran genio. El compatriota de DuGuesclin marchó sobre Viena. A veinte y cinco leguas de aquella capital, concluyó la suspensiónde armas de Steyer con el archiduque Carlos. Después de la batalla de Pozzolo, ocurrió el pasodel Adige, del Mincio y del Brenta: el 9 de febrero de 1801, se celebró el tratado de paz deLuneville.

¡Y aun no hacia nueve meses que Napoleón estaba en las orillas del Nilo! Nueve meses lefueron suficientes para derrocar la revolución popular en Francia, y para hundir las monarquías

absolutas en Europa.No sé si es en esta época en donde debe colocarse una anécdota que se encuentra en

algunas memorias familiares, y si merece la pena de ser referida: pero no le faltan historietas aCésar: la vida no es toda llana; encuéntranse algunas pendientes, y se sube o baja confrecuencia. Napoleón había admitido en su lecho en Milán, una italiana de diez y seis años, bellacomo el día: en medio de la noche la despidió, como pudiera haber arrojado por la ventana unramillete de flores.

Otra vez, una de aquellas flores de primavera, se deslizó por el palacio en que habitaba,penetró en él a las tres de la mañana, y jugueteaba con la cabeza del león, este día más sufrido.

Estos placeres, lejos de ser amor, no tenían un verdadero poder sobre el hombre de lamuerte. Hubiera incendiado a Persépolis por su propia cuenta, mas no por complacer a unacortesana. «Francisco I, dice Tavannes, ve los negocios cuando no tiene mujeres: Alejandro veíalas mujeres cuando no tenía negocios.»

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Las mujeres en general aborrecían a Bonaparte como madres; le amaban poco comomujeres, porque él no las quería: las trataba sin delicadeza, o no las buscaba más que por unmomento: después de su caída, inspiró algunas pasiones de imaginación: en aquel tiempo, parael corazón de una mujer, la poesía de la fortuna es menos seductora que la desgracia: hay floresentre ruinas.

 A imitación de los caballeros de San Luis, fue creada la legión de honor: con esta instituciónpenetró un rayo de la antigua monarquía, y se puso un obstáculo a la nueva igualdad. La

traslación de las cenizas de Turena a los Inválidos, hizo que se apreciase a Napoleón: laexpedición del capitán Baudin llevó su fama alrededor del mundo: todo cuanto podía perjudicar alprimer cónsul desapareció. Se deshizo de los conspiradores del 18 vendimiario, y se libró el 3nivoso de la máquina infernal: Pitt se retira, Pablo muere y le sucede Alejandro: todavía no sedescubría a Wellington. Pero la India se conmueve para quitarnos nuestra conquista del Nilo: elEgipto es atacado por el arrojo, mientras que el capitán bajá le invade por el Mediterráneo.Napoleón agitaba los imperios; y toda la tierra desconfiaba de el.

Paz de Amiens.— Rompimiento del tratado.— Bonaparte elevado al imperio.

Los preliminares de la paz, entre la Francia y la Inglaterra, acordados en Londres el 1° deoctubre de 1801, se convirtieron en tratado de Amiens. El mundo napoleónico no tenía límitesfijos, cambiaban con la subida o bajada de las mareas de nuestras victorias.

Por entonces fue cuando el primer cónsul nombró a Toussaint Louverture, gobernador vitalicio de Santo Domingo, e incorporó la isla de Elba a la Francia: pero Toussaint alevosamentearrebatado, debía morir en un castillo del Jura, y Bonaparte se apoderaba de una prisión en PortoFerrajo para subvenir al imperio del mundo, cuando ya no le quedase más espacio.

El 6 de mayo de 1802, Napoleón fue elegido cónsul por diez años, y no tardó en serlo

vitalicio. Se encontraba aun bastante descontento con la vasta dominación que la paz con laInglaterra le había dejado. Sin hacer caso del tratado de Amiens, y sin pensar en las nuevasguerras en que su resolución iba a sumirle bajo pretexto de la no evacuación de Malta, reunió lasprovincias del Piamonte a los estados franceses, y las turbulencias ocurridas en Suiza la ocupó.La Inglaterra rompió con nosotros, del 13 al 30 de mayo de 1803, y el 22 del mismo mes aparecióel incalificable decreto en que se mandaba prender a todos los ingleses que comerciaban oviajaban por Francia.

Bonaparte invadió el 3 de junio el electorado de Hannover: entonces cerraba yo en Roma losojos de una mujer ignorada.

El 21 de marzo de 1804 se ejecutó la sentencia de muerte del duque de Enghien: ya la he

referido: el mismo día se decretó el código civil o el Código Napoleón, para enseñarnos a respetar las leyes.

Cuarenta días después de la muerte del duque de Enghien, un miembro del Tribunadollamado Curée, presentó una moción el 30 de abril de 1804, para elevar a Napoleón al supremopoder, porque en la apariencia se había jurado la libertad, jamás ha salido un señor más brillante,de la proposición de un esclavo más oscuro.

El Senado conservador convirtió en decreto la proposición del Tribunado. Bonaparte no imitóni a César ni a Cromwell, aceptó la corona. El 18 de mayo fue proclamado emperador en Saint-Cloud, en los salones de donde él mismo arrojo al pueblo, en el mismo sitio en que Enrique III fueasesinado, Enriqueta de Inglaterra envenenada, María Antonieta, recibida con demostraciones

pasajeras de júbilo que la condujeron al cadalso, y de donde Carlos X partió para su últimodestierro.

Las felicitaciones hacen excederse. Mirabeau en 1790 había dicho: «Damos un nuevoejemplo de esa ciega y movible inconsideración que nos ha conducido de edad en edad a todas

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las crisis que sucesivamente nos han afligido. Parece que no pueden abrirse nuestros ojos, y quehemos resuelto ser hasta la consumación de los siglos, niños insubordinados algunas veces ysiempre esclavos.»

El plebiscito de 1º de diciembre de 1804, fue presentado a Napoleón, quien contestó: «Misdescendientes conservarán largo tiempo este trono.» Cuando se ven las ilusiones con que laProvidencia rodea al poder no puede uno menos de consolarse por su corta duración.

Imperio.— Consagración.— Reino de Italia.

El 2 de diciembre de 1804 se efectuó la consagración y coronación del emperador, enNuestra Señora de París. El papa pronunció esta oración: «Dios todopoderoso y eterno, queestablecisteis a Hazael para gobernar la Siria, y a Jehu rey de Israel, manifestándoles vuestravoluntad por medio del profeta Elías; que habéis igualmente derramado la unción santa de losreyes sobre la cabeza de Saúl y de David, por ministerio del profeta Samuel, esparcid por mismanos los tesoros de vuestra gracia y de vuestras bendiciones sobre vuestro servidor Napoleón

que a pesar de nuestra indignidad personal, consagramos esto día, emperador, en vuestronombre.» Pío VII no siendo todavía más que obispo de Ímola, dijo en 1797: «Sí, amadoshermanos míos, siati buoni cristiani e sarete ottimi democratici . Las virtudes morales hacenbuenos demócratas. Los primeros cristianos se hallaban animados del espíritu de democracia:Dios favoreció los trabajos de Catón de Utica, y de los ilustres republicanos de Roma.» Quoturbine fortur vita hominum?

El 18 de marzo de 1805 el emperador declaró al senado que aceptaba la corona de hierroque habían venido a ofrecerle los colegios electorales de la república cisalpina. Erasimultáneamente el instigador del voto y el objeto público de él. Poco a poco la Italia entera fuesujetándose a sus leyes: la agregó a su diadema, como en el siglo XVI los guerreros colocabanun diamante en su sombrero a manera de botón.

Invasión de la Alemania.— Austerlitz.— Tratado de Presburgo.— El Sanedrín.

La Europa herida quería poner un vendaje en la llaga: Austria se adhirió al tratado dePresburgo, concluido entre La Gran Bretaña y la Rusia. Alejandro y el rey de Prusia, tuvieron unaentrevista en Postdam, lo cual dio motivo a las innobles burlas de Napoleón. Tramose la terceracoalición continental: las coaliciones renacían sin cesar en medio de la defección y del terror:Napoleón que se complacía en las tempestades, se aprovechó de esta.

Se lanzó desde la playa de Boloña en donde mandó formar una columna, y amenazaba a Albión con sus chalupas. Un ejército organizado por Davoust se trasladó como una nube a lasorillas del Rin. El 1° de octubre de 1805 el emperador arengó a Sus ciento sesenta mil soldados.La rapidez de sus movimientos desconcertó a Austria. Combatió en Lech, en Werthingen y enGuntzbourg: el 17 de octubre se presentó Napoleón delante de Ulm: hace a Mack la intimación deque rinda las armas, y la obedece con sus treinta mil hombres: ríndese Múnich: se efectúa el pasodel Inn, toma a Salzburgo y atraviesa el Traun, El 13 de noviembre Napoleón penetró en una deaquellas capitales que iba a visitar alternativamente: atravesó a Viena, y se dirigió al centro de laMoravia al encuentro de los rusos.

Por la izquierda, se insurrecciona la Bohemia, por la izquierda se sublevan los húngaros: el

archiduque Carlos acude desde Italia. La Prusia, que había entrado clandestinamente en lacoalición, y que aun no se había declarado, envió al ministro Haugwitz, portador de un ultimátum.

El 2 de diciembre de 1805 tuvo lugar la famosa jornada de Austerlitz. Los aliados aguardabanun tercer cuerpo ruso que solo se hallaba a ocho marchas de distancia. Kutozoff sostenía que no

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debía aventurarse una batalla, pero Napoleón con sus maniobras obligó a los rusos a aceptar elcombate, y fueran derrotados. En menos de dos meses, los franceses que habían partido del mar del Norte, habían pulverizado al otro lado de Viena a las legiones de Catalina. El ministro dePrusia fue a felicitar a Napoleón a su cuartel general: «He aquí, le dijo el vencedor, uncumplimiento cuya dirección ha cambiado la fortuna.» Francisco II se presentó a su turno en elvivac del afortunado soldado. «Os recibo, le dijo Napoleón, en el único palacio que habito hacedos meses.— Sabéis sacar tan buen partido de esta habitación, respondió Francisco, que osdebe ser agradable.» ¿Semejantes soberanos, pregunto, merecían el trabajo de ser destronados?Se concedió un armisticio. Los rusos se retiraron en tres columnas en el orden y marchas que, losprefijó Napoleón. Desde la batalla de Austerlitz Bonaparte no hizo más que cometer faltas.

El tratado de Presburgo se firmó el 26 de diciembre de 1805. Napoleón fabricó dos reyes: elelector de Baviera y el de Wurtemberg. Las repúblicas que había creado las devoraba paratransformarlas en monarquías y en contradicción a este sistema: el 27 de diciembre de 1805,declaró en el palacio de Schömbrunn, que la dinastía de Nápoles había cesado de reinar , peroera para reemplazarla con la suya. A su voz los reyes entraban o saltaban por las ventanas: losdesignios de la Providencia parecía que manchaban a la par con los de Napoleón. Este, despuésde su victoria, mandó construir el puente de Austerlitz en París, y el cielo ordenó que Alejandropasase por él

La guerra principiada en el Tirol, proseguía al mismo tiempo que en Moravia. En medio de lasprosternaciones, cuando se encuentra un hombre denodado, se respira. Hofer el tirolés nocapituló como su amo, pero su magnanimidad no movía a Napoleón: parecíale estupidez o locura.El emperador de Austria abandonó a Hofer. Cuando atravesé el lago de Garda, queinmortalizaron Catulo y Virgilio, se enseñó el sitio en donde fue fusilado el cazador: allí supe elvalor que había desplegado el súbdito, y la cobardía del príncipe.

El príncipe Eugenio, el 14 de enero de 1806, casó con la hija del nuevo rey de Baviera. Lostronos iban a parar de todas partes en la familia de un soldado de la Córcega. El 20 de febrero, elemperador decretó la modificación de la iglesia de San Dionisio. Destinó las bóvedas reciénconstruidas para panteón de los príncipes de su raza; y sin embargo, Napoleón no debía ser 

sepultado en él: el hombre abre la huesa y Dios dispone de ella.Berg y Cleves fueron devueltos a Murat, y las Dos Sicilias a José. Un recuerdo de

Carlomagno cruzó por la mente de Napoleón, y fue erigida la universidad.

La república bátava, obligada a tener príncipes, envió el 5 de julio de 1806 a suplicar aNapoleón se dignase concederla por rey a su hermano Luis.

La idea de la asociación de la Batavía a la Francia, por una unión más o menos disfrazada,no provenía más que de una codicia sin regla ni razón: era preferir una pequeña provincia que noproducía más que queso, a las ventajas que resultarían de la alianza de un gran reino unido,aumentando sin provecho los temores y las rivalidades de la Europa: era confirmar a los ingleses

la posesión de la India, obligándoles por su seguridad a guardar el cabo de Buena Esperanza yCeylan, de que se habían apoderado cuando nuestra primera invasión de la Holanda. La escenade la concesión de las Provincias Unidas, al príncipe Luis, estaba ya preparada: en el palacio delas Tullerías se dio una segunda representación de Luis XIV, cuando hizo presentarse en elpalacio de Versalles a su nieto Felipe V. Al día siguiente hubo un gran banquete en el salón deDiana. Uno de los hijos de la reina Hortensia entró, y Bonaparte le dijo: «Chacho, chacho,repítenos la fábula que has aprendido.» El niño comenzó al punto: Las ranas pidiendo rey , ycontinuó. Sentado detrás de la reciente reina de Holanda, Napoleón se entretenía, según una desus familiaridades, en pincharla las orejas, lo cual no era en verdad de muy buena sociedad.

El 17 de julio de 1806, tuvo lugar el tratado de la confederación de los estados del Rin:catorce príncipes alemanes se separaron del imperio, y se unieron entre sí y con la Francia.Napoleón tomó el título de protector de aquella confederación.

El 20 de julio, firmada ya la paz de la Francia con la Rusia, Francisco II, a consecuencia de laconfederación del Rin, renunció en 6 de agosto a la dignidad de emperador electivo de Alemania,y llegó a ser emperador hereditario de Austria. El Sacro Romano Imperio se desplomó. Este

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inmenso acontecimiento apenas fue notado; después de la revolución francesa todo erapequeño: después de la caída del trono de Clodoveo, apenas se oía el ruido que hacía al caer eltrono germánico.

 Al principio de nuestra revolución, la Alemania contaba una multitud de soberanos: las dosmonarquías principales tendían a atraerse los diferentes poderes: el Austria, creada por el tiempo,y la Prusia por un hombre. Dos religiones dividían el país, y estaban basadas, bien o mal, en eltratado de Westfalia. La Alemania soñaba en la unidad política, pero la faltaba para llegar a

conseguir la libertad, la educación política, como faltaba a la Italia para llegar al mismo objeto, laeducación militar. La Alemania, con sus antiguas tradiciones, se asemejaba a esas basílicas concampanarios multiplicados, los cuales pecan contra las reglas del arte, pero que no por esorepresentan menos la majestad de la religión, y el poder de los siglos.

La confederación del Rin es una gran obra incompleta, que requería mucho tiempo, y unconocimiento especial de los derechos y de los intereses de los pueblos: degeneró súbitamenteen el espíritu del que la había concebido, y de una combinación profunda, no quedó más que unamáquina fiscal y militar. Bonaparte, en su primera mirada no veía ya más que soldados y dinero,el recaudador y el reclutador reemplazaban al gran hombre. Miguel Ángel de la política y de laguerra, ha dejado muchas obras llenas de imperfecciones.

Removedor de todo, Napoleón imaginó hacía aquella época, el gran Sanedrín: aquellaasamblea no le adjudicó a Jerusalén, pero de consecuencia en consecuencia, ha hecho caer lasriquezas del mundo, en las navetas de los judíos, y producido por eso una subversión fatal en laeconomía social.

El marqués de Laudercale reemplazó a Mr. Fox en París, en las negociaciones pendientesentre la Francia y la Inglaterra, conferencias diplomáticas que se redujeron a esta palabra delembajador inglés acerca de Mr. de Talleyrand: «Es un poco de cieno en una media de seda.»

Cuarta coalición.— Campaña de Prusia.— Decreto de Berlín. — Guerra en Polonia contra laRusia.— Tilsit.— Proyecto de repartirse el dominio del mundo entre Napoleón yAlejandro.— Paz.

En el trascurso de 1806 se verifica la cuarta coalición; sale Napoleón de Saint-Cloud, llega aMaguncia y se apodera en Salzburgo de los almacenes del enemigo. El príncipe Fernando dePrusia, es mortalmente herido en Saalfeld. El 14 de octubre desaparece la Prusia en la doblebatalla de Averstaedt y Jena: a mi regreso de Jerusalén ya no existía.

El boletín prusiano explica todo lo acaecido en estas pocas palabras: El ejército real ha sidobatido. El rey y sus hermanos se han salvado. El duque de Brunswick, cuya proclama, en 1792,

había conmovido la Francia, sobrevivió poco a sus heridas: complacíame en recordar quecuando pobre soldado marchaba yo a reunirme con los hermanos de Luis XVI, tuvo la deferenciade saludarme en el camino.

El príncipe de Orange, Moellendorf y muchos oficiales generales encerrados en Halle,obtienen el permiso de retirarse en virtud de capitulación de la plaza.

Moellendorf, anciano de más de ochenta años, que asistió a nuestros desastres de Rosback,y fue testigo de nuestros triunfos de Jena, había sido compañero de Federico, quien hace elelogio de él en su Historia contemporánea, del mismo modo que Mirabeau en sus Memoriassecretas. El duque de Brunswick vio inmolar a D'Ajssas en Clostercamp y caer en Averstaedt aFernando de Prusia, culpable tan solo de un generoso odio contra el matador del duque de

Enghien. Las balas de nuestros dos imperios han alcanzado a esos campeones de las antiguasguerras de Hannover y de Silesia: las sombras impotentes del pasado no podían detener lamarcha del porvenir; así que, asomaron entre las humaredas de nuestras antiguas tiendas, ydesaparecieron entre las de nuestros modernos vivaques.

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Erfurt capitula; Davoust se apodera de Leipsick; los pasajes del Elba son forzados; Spandaucede y Bonaparte aprisiona en Potsdam la espada de Federico. El 27 de octubre de 1806, el granrey de Prusia oye al pie de sus abandonados palacios de Berlín un ruido de armas que le revelala presencia de los granaderos extranjeros: era que Napoleón había llegado. En tanto que élmonumento de la filosofía se desplomaba en las orillas del Spree, visitaba yo en Jerusalén elimperecedero monumento de la religión.

Stettin y Custrim se rinden; alcánzase en Lubeck, una nueva victoria; la capital de la Wagria

es tomada por asalto; Blucher, destinado por dos veces a penetrar en París, queda prisionero ennuestro poder. He aquí la historia de Holanda y de sus cuarenta y seis ciudades tomadassucesivamente por Luis XIV en 1672.

El 27 de noviembre aparece el decreto de Berlín, relativo al sistema continental; decretogigantesco que proscribía del mundo a la Inglaterra, y que estuvo próximo a llevarse a efecto:este decreto parecía una locura, siendo por el contrario una concepción inmensa. No obstante, siel bloqueo continental creó por una parte las manufacturas de la Francia, Alemania, Suiza e Italia,por otra extendió el comercio inglés sobre el resto del globo, disgustó a los gobiernos que noseran aliados, operó una revolución en los intereses industriales, fomentó los odios, y contribuyó alrompimiento entre los gabinetes de las Tullerías y San Petersburgo. El bloqueo fue, pues, un actodudoso que seguramente no hubiera emprendido Richelieu. Muy pronto fue recorrida la Silesia,del mismo modo que lo habían sido los estados de Federico. El 9 de octubre principió la guerraentre la Francia y la Prusia, y en diez y siete días nuestros soldados, semejantes a una bandadade aves de rapiña, habían salvado los desfiladeros de la Franconia, las aguas del Saale y delElba, y el 6 de diciembre se encontraban al otro lado del Vístula. Desde el 29 de noviembre sehallaba Murat de guarnición en Varsovia, que habían evacuado los rusos llegados demasiadotardíos en acudir al socorro de los prusianos. El elector de Sajonia, transformado en reynapoleónico, accede a la confederación del Rin y se compromete a presentar en caso de guerraun contingente de veinte mil hombres.

En el invierno de 1807 se suspenden las hostilidades entre la Francia y la Rusia; pero estosdos imperios se habían puesto en contacto y se observaba ya una alteración en los destinos de

uno y otro. Sin embargo, el astro esplendente de Bonaparte seguía elevándose a pesar de susaberraciones. El 7 dé febrero de 1807 guardaba él en persona el campo de batalla de Eylau: deeste lugar de desolación nos queda tan solo uno de los más bellos cuadros de Gros querepresenta aquella espantosa carnicería, adornado con una cabeza idealizada de Napoleón.Después de cincuenta y un días de bloqueo, Dantzick abre sus puertas al mariscal Lefebre, quiendurante el sitio no había cesado de decir a los artilleros: «Yo de nada entiendo, pero abridme unabrecha, por pequeña que sea, y veréis como paso:» en compensación el antiguo sargento de laGuardia francesa obtuvo el título de duque de Dantzick.

El 14 de junio de 1807 costó Friendland a los rusos diez y siete mil hombres entre muertos yheridos, igual número de prisioneros, y setenta cañones; no obstante, pagamos bien cara esta

victoria; habíamos cambiado de enemigo, y no conseguimos nuevos triunfos sin que la sangrefrancesa se derramase en abundancia. Koenigsberg cayó en nuestro poder, y se firmó en Tilsit unarmisticio.

En un pabellón colocado sobre una almadía, tuvo lugar la entrevista de Alejandro conNapoleón, llevando el primero tras de sí al rey de Prusia, a quien casi no se percibía. Los destinosdel mundo flotaban en aquel momento sobre el Niemen, donde debían fijarse más adelante. EnTilsit se ocupaban de un tratado secreto compuesto de diez artículos, con arreglo a los cuales laTurquía europea seria devuelta a la Rusia, conservando esta todas las conquistas que losejércitos moscovitas hiciesen en el Asia. En cuanto a Bonaparte, se hacía dueño de España yPortugal, reunía Roma y sus estados al reino de Italia, pasaba al África, se apoderaba de Túnez yde Argel, ocupaba a Malta e invadía al Egipto, cerrando el Mediterráneo a todas lasembarcaciones que no fuesen francesas, rusas, españolas o italianas. He aquí los pensamientossin fin que bullían en la mente de Napoleón, sin contar con un proyecto de invasión por tierra en laIndia, que había ya sido concertado entre éste y Pablo I en el año de 1800.

El tratado de paz quedó definitivamente concluido el 7 de julio. La reina de Prusia, que

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habitaba en una casita edificada sobre la margen derecha del Niemen, fue invitada dos vecespara asistir a los festines de los emperadores, pero lo rehusó tenazmente, y por otra parteNapoleón, que se había atraído desde un principio el odio de aquella señora, nada quisoconceder por su intercesión. Respetáronse en este tratado los derechos de la antigua injusticia;todo lo que procedía de la violencia era sagrado. La Silesia, injustamente invadida en otro tiempopor Federico, fue devuelta a la Prusia; una parte del territorio polaco pasó a constituir parte deSajonia; Dantzick quedó restablecida en su independencia, contando por nada las víctimasinmoladas en sus calles y fortificaciones. ¡Ridículos e inútiles son a veces los sacrificios que seofrecen en las aras de Marte! Alejandro reconoció la confederación del Rin y a los tres hermanosde Napoleón, José, Luis, y Gerónimo; por reyes de Nápoles, de Holanda y de Westfalia.

Guerra de España.— Erfurt.— Aparición de Wellington.

La fatalidad con que Bonaparte amenazaba a los reyes, se reveló también contra el colonodel siglo; casi simultáneamente ataca a la Rusia, España y Roma, y esta triple empresa labró suruina. En el Congreso de Verona, cuya publicación ha precedido a la de estas Memorias, se ha

visto ya la historia de la invasión de España. El 29 de octubre de 1807, sé firmó el tratado deFontainebleau. Junot, a su llegada a Portugal, declaró que según el protocolo adoptado y conarreglo a un decreto de Bonaparte, la casa de Braganza había cesado de reinar; pero el destinono acató esta decisión, pues aun en la actualidad la misma dinastía se halla en el trono. Aun seignoraba en Lisboa lo que pasaba, y Juan II no tenía más noticia de este decreto, que la que lesuministró un número del Monitor , llegado casualmente a sus manos, cuando ya el ejércitofrancés se hallaba a tres jornadas de la capital de Lusitania, no quedando, por consiguiente a lacorte otro recurso que buscar un asilo en esos mares que mecieron las naves de Gama, yescucharon los cánticos de Camoens.

 Al mismo tiempo que por su desgracia llegaba Napoleón al Norte de la Rusia, se levantaba el

velo por la parte del Mediodía, dejando ver nuevas regiones y nuevas escenas. Descubríase elsol de Andalucía, las palmeras del Guadalquivir, que nuestros granaderos saludaron con elestruendo de sus armas, los combates de toros sobre la arena; guerrilleros medio desnudosesparcidos por las montañas, y monjes orando en sus claustros.

El espíritu de la guerra cambió con la invasión de España. Napoleón se halló en contacto conla Inglaterra, y la enseñó el arte de guerrear. Esta, que como el genio funesto de Napoleón leperseguía en todas partes, destruyó su flota en Abukir, le detuvo en San Juan de Acre, apresosus últimos bajeles en Trafalgar, le obligó a evacuar la Iberia, apoderándose al mismo tiempo delMediodía de la Francia hasta el Garona, le esperó en Waterloo, y conserva aun su féretro enSanta Elena, del mismo modo que su cuna, de que se apoderó en Córcega.

Por el tratado de Bayona, que se celebró el 5 de mayo de 1808, cede Carlos IV todos susderechos en favor de Napoleón. El rapto de la España hizo de Napoleón un príncipe de Italiasemejante a Maquiavelo, salvo la enormidad del robo. La ocupación de la Península disminuyósus fuerzas contra la Rusia, de la que ostensiblemente era aun amigo y aliado, aunque la odiabaen el fondo de su corazón. En una proclama dirigida a los españoles, se expresaba Napoleón enestos términos: «Vuestra nación perecía; he visto vuestros males y voy a curarlos. Quiero quevuestra posteridad conserve de mí un grato recuerdo y que diga: fue el regenerador de nuestra patria. Con efecto, ha sido el regenerador de España; pero al pronunciar estas palabras, nocomprendía bien su sentido. Un catecismo compuesto por los españoles, en aquella época,explica el verdadero sentido de la profecía:

Di, niño, ¿qué eres?— Español por la gracia de Dios.— ¿Quién es el enemigode nuestra felicidad?— El emperador de los franceses.— ¿Quién es ese?— Un perverso.— ¿Cuántas naturalezas tiene?— Dos, una humana y otra diabólica.— 

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¿De quién se deriva Napoleón?— Del pecado.— ¿Qué suplicio merece el español que falta a sus deberes?— La muerte y la infamia de los traidores.— ¿Qué son losfranceses?— Antiguos cristianos convertidos en herejes.

Bonaparte, después de su caída, ha condenado en términos inequívocos su empresa deEspaña. «Yo conduje muy mal, dice, todo este negocio: la inmoralidad debió sin duda de hacersedemasiado patente, y la injusticia demasiado cínica, quedando mis hechos envilecidos a causa de

la derrota que sufrí, porque el atentado solo se presenta en su vergonzosa desnudez, privado detodo lo grandioso y de los inmensos beneficios que me proponía hacer. Con todo, si yo hubiesellevado a cabo mi plan, la posteridad lo hubiese ensalzado, y tal vez con razón, atendidos susgrandes y felices resultados. Esta combinación me ha perdido; a perdido mi moralidad en Europay abierto un campo de instrucción a los soldados ingleses. Esa aciaga guerra de España ha sidouna verdadera plaga, y la causa primordial de las desgracias de la Francia.»

Esta confesión (sirviéndonos de la frase misma de Napoleón), es demasiado cínica; pero nonos hagamos ilusiones; al acusarse de este modo Bonaparte, se ha llevado el objeto de entregar al olvido cargado de maldiciones, un atentado emisario, a fin de atraer la admiración sin obstáculoalguno sobre todas sus demás acciones.

Perdida la batalla de Bailen, los gabinetes de Europa, asombrados del triunfo de losespañoles, se avergonzaron de su pusilanimidad. En el momento que el sol desciende a suocaso, aparece Wellington por primera vez en el horizonte: un ejército inglés desembarca el 31 de julio de 1808 cerca de Lisboa, y el 30 de agosto las tropas francesas evacúan la Lusitania. Soulttenía en su cartera proclamas en que se daba el título de Nicolás I, rey de Portugal. Napoleónhizo regresar de Madrid al gran duque de Berg, y pareciéndose conveniente operar unatrasmutación entre José, su hermano, y su cuñado Joaquín, tomó la corona de Nápoles de lacabeza del primero, la coloca sobre la del segundo, y con un solo golpe de su mano, ciñó la regiainsignia en la frente de estos dos nuevos reyes, que se marcharon cada uno por su lado con igualsatisfacción que dos reclutas que acaban de cambiar sus respectivos morriones.

El 22 de setiembre dio Bonaparte en Erfurt una de las últimas representaciones de su gloria.Creía haberse burlado de Alejandro y engreídle con sus elogios. Cierto general escribía:«Acabamos de hacer tragar un vaso de opio al zar, y en tanto que duerme, iremos a ocuparnosde otro asunto.»

Un cobertizo había sido convertido en teatro; delante de la orquesta se hallaban colocadasdos ricas butacas destinadas a los dos potentados; a derecha e izquierda se veían sillaslapizadas, guarnecidas para los monarcas, tras de las cuales estaban colocadas las banquetaspara los príncipes. Talma, rey de la escena, representaba ante un auditorio de testas coronadas. Al pronunciar el verso

«L' amitie d‘un grand homme est un bien faif des dieux.» 

 Alejandro apretó la mano a su gran amigo, y se inclinó diciéndole: «Jamás como ahora lo heconocido.» Alejandro era entonces un necio a los ojos de Bonaparte, quien se reía de él; máscuando le llegó a creer un malvado, le admiró. «Es mi griego del bajo imperio, decía, y se debedesconfiar de él.» Napoleón en Erfurt afectaba la descarada falsedad de un soldado vencedor, y Alejandro disimulaba como un príncipe vencido; la astucia luchaba contra la mentira; la política deOriente y la de Occidente conservaban sus respectivos caracteres.

Londres eludía las propuestas de paz que se le hicieron, y el gabinete de Viena se preparaba

embozadamente para la guerra. Entregado nuevamente Bonaparte a sus planes, hizo el 26 deoctubre, la siguiente manifestación al cuerpo legislativo. «El emperador de Rusia y yo hemostenido una entrevista en Erfurt: nos hallamos de acuerdo e invariablemente unidos tanto para lapaz como para la guerra.» Y añadió: «Cuando yo aparezca al otro lado de los Pirineos, el

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Leopardo espantado buscará un refugio en el Océano para evitar la vergüenza, la derrota o lamuerte» y a pesar de esto, el Leopardo se presentó al lado de acá de los Pirineos.

Napoleón, que siempre creía lo que deseaba, pensó someter a la España en cuatro meses,del mismo modo que después aconteció a la legitimidad, y revolved luego sobre la Rusia:consecuente a este proyecto, retiró ochenta mil veteranos que tenía en Sajonia, Polonia y Prusia,y marchó con ellos a España. A su llegada a Madrid habló a la diputación de esta villa, delsiguiente modo: «No hay obstáculo alguno capar de retardar por más tiempo la ejecución de mi

voluntad; los Borbones no pueden ya reinar en Europa, ni es posible que exista en el continentepotencia alguna que reciba socorros de la Inglaterra.»

Hace treinta y dos años que se pronunció este oráculo, más la toma de Zaragoza el 21 defebrero de 1809, anunció desde luego la libertad del universo.

Inútil fue todo el valor de los franceses; armáronse las selvas, y hasta los matorrales seconvirtieron en enemigos. De nada servían las represalias en un país en que estas son naturales.La derrota de Bailen, la defensa de Gerona y de Ciudad-Rodrigo, anunciaron la resurrección deun pueblo. La Romana, desde el fondo del Báltico, conduce a España sus regimientos, como enotro tiempo los francos escapados del Mar Negro, desembarcaron triunfantes en las bocas delRin. Vencedores de los mejores soldados del mundo, vertíamos la sangre de los frailes con esa

rabia impía que habían legado a la Francia la sarcástica pluma de Voltaire y la atea demencia delTerror. Las milicias del claustro fueron, sin embargo, las que pusieron un término a los progresosde nuestras tropas. No creyeron estas encontrar aquellos hombres envueltos en sus hábitos, queencaramados como dragones de fuego sobre los abrasados maderos de Zaragoza, cargabanentre las llamas del incendio sus escopetas al son de las bandurrias, al canto de las boleras y alréquiem del oficio de difuntos. Las ruinas de Santo debieron aplaudir tanta heroicidad.

No obstante, el secreto de los palacios moriscos, convertidos en basílicas cristianas, fuepenetrado; las iglesias saqueadas perdieron las obras maestras de los Velázquez y Murillos, yhasta una parte de los huesos de Rodrigo de Vivar desaparecieron. Estaban tan ebrios de gloria,que no temieron escarnecer los restos del Cid, del mismo modo que no habían temido irritar la

sombra de Condé.Cuando al abandonar las ruinas de Cartago atravesé la España antes de la invasión de los

franceses, la encontré protegida aun por sus antiguas costumbres. El monasterio del Escorial,asilo de cenobitas, edificado por Felipe II en memoria de uno de nuestros desastres, me demostróen su conjunto la severidad de Castilla. Este monumento, cuya forma es la de una parrilla,instrumento de martirio cuando la persecución de los cristianos, se eleva sobre un terrenoconcreto entre dos montañas negras. En él se encierra el panteón de los reyes, con sus tumbasvacías unas, y llenas otras; una biblioteca en que las arañas hablan tejido sus telas, y las obrasmaestras de Rafael enmoheciéndose en una desierta sacristía. Sus mil ciento cuarenta ventanascon los cristales rotos en su mayor parte, habíanse practicado entre los espacios mudos quemedian desde el cielo a la tierra, la corte y los cenobitas reunidos allí en otro tiempo,

representaban el siglo y el cansancio del siglo.Inmediato a este imponente edificio de aspecto inquisitorial, se encuentra un parque

sembrado de retamas, y una población cuyos hogares ennegrecidos con el humo, revelan el pasode las generaciones. Aquel Versalles del desierto no está poblado sino durante la estanciaintermitente de los reyes. Allí he visto posarse continuamente en sus tejados los tordos y lasalondras. Nada más imponente que esas arquitecturas santas y sombrías, de invenciblescreencias, de elevado aspecto y de taciturna experiencia. Una fuerza irresistible detenía mismiradas sobre las sagradas pilastras, verdaderos ermitaños de piedra, que parecen servir debase a la religión.

¡Adiós monasterios, sobre los que dirigí una mirada en los valles de Sierra Nevada, y en lasplayas de Murcia! Allí, al toque de una campana, que pronto dejará de sonar bajo sus arcosruinosos; entre las ermitas sin anacoretas, entre los sepulcros sin voz, y los muertos sin manes;allí en aquellos vacíos refectorios, en aquellos claustros abandonados en que Bruno dejó susoledad, Francisco sus sandalias, Domingo su antorcha, Carlos su corona, Ignacio su espada y

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Rancé su cilicio; en el altar de una fe que se va extinguiendo, acostumbrábase a despreciar eltiempo y la vida; y si algún resto de las pasiones agitaba aun el corazón, vuestra soledad lesprestaba cierta cosa que armonizaba perfectamente con la vanidad de los sueños.

 A través de esas fúnebres construcciones veíase cruzar la enlutad asombra de un hombre:era la sombra de Felipe II, su inventor.

Pío VII.— Reunión los estados romanos a la Francia.

Napoleón había entrado en la órbita de lo que los astrólogos llaman el planeta travesero: lamisma política que le obligaba a arrojarse sobre la España que le rendía vasallaje, hacíale tener en agitación a la Italia que le estaba sometida. ¿Qué ventajas le reportaban los abusos cometidoscon el clero? El soberano pontífice, los obispos, los sacerdotes, el mismo catecismo ¿notributaban cumplidas elogios a su poder? ¿No predicaban la obediencia suficientemente? Losdébiles estados romanos, desmembrados en gran parte ¿podían servirle de obstáculo? ¿Nodisponía de ellos a su antojo? Roma misma ¿no había sido despojada de sus obras maestras y

de sus tesoros? Únicamente le quedaban sus ruinas.¿Y era ente el poder moral y religioso que le hacia sombra a Nápoles? ¿Y persiguiendo al

pontificado, no aumentaba su poder? Sumiso como le estaba el sucesor de San Pedro ¿no le eramás útil caminando de común acuerdo que si se viese obligado a defenderse contra el opresor?¿Qué impelía, pues, a Bonaparte? La malignidad de su carácter, su imposibilidad de permanecer en reposo; jugador sempiterno, cuando no ponía la suerte de los imperios a una carta, ponía auno de sus caprichos.

Es probable que en el fondo de estos malos procederes hubiese cierta ambición de mandar,ciertos recuerdos históricos concebidos como por ensalmo e incapaces de acomodarse a lasexigencias del siglo. Toda autoridad (aun la del tiempo y de la fe) que no estuviese reunida en su

persona parecía al emperador una usurpación. La Rusia y la Inglaterra imitaban su sed depreponderancia; la una por su autocracia, la otra por su supremacía espiritual. Recordaba eltiempo en que la silla pontificia estaba en Aviñón, cuando a Francia encerraba dentro de suslímites al corifeo de la dominación religiosa: un papa que percibiese su haber de los fondospúblicos hubiera llenado completamente sus deseos. Desconocía que persiguiendo a Pío VII, quehaciéndose culpable de una ingratitud infructuosa perdía la ventaja de pasar por el restaurador dela religión ante los pueblos católicos: ganaba en su sórdida avaricia el último vestido del caducosacerdote que lo había coronado, y el alto honor de constituirse en carcelero de un viejomoribundo. Finalmente, le era necesario a Napoleón un departamento del Tíber ; imaginaba queéste no se conquistaba completamente sino apoderándose de la ciudad eterna: Roma es siempreel gran botín del universo.

Pío VIl había consagrado a Napoleón. Cuando estuvo dispuesto para volver a Roma se leindicó que podría ser retenido en París: «Todo lo había previsto, respondió el pontífice; antes desalir de Italia firmé una abdicación en forma, que obra en manos del cardenal Pignatelli, enPalermo, fuera de los alcances del poder francés. En lugar de un papa solo quedará en vuestropoder un monje llamado Bernabé Chiaramonte.»

El primer pretexto de queja por parte del pendenciero emperador, fue el permiso de venir aRoma concedido por el papa a los ingleses, como lo había efectuado respecto a otros extranjeroscon quienes estaba en paz. Habiendo Gerónimo Bonaparte contraído esponsales con Mme.Paterson en los Estados Unidos, Napoleón desaprobó este enlace: Mme. Paterson Bonaparte endías de parir, no pudo desembarcar en Francia y se vio obligada a verificarlo en Inglaterra. Este

fue un nuevo pretexto de disgusto por parte del emperador. Este exige que se anule en Roma elmatrimonio, y Pió VII lo rehúsa por no encontrar en él ningún motivo de nulidad, a pesar dehaberse efectuado entre un católico y una protestante. ¿Quién hubiera defendido los derechos dela justicia, de la libertad y de la religión entre el papa y el emperador? Este último exclamó: «Veo

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que en el siglo en que vivimos es un sacerdote más poderoso que yo; él reina sobre lo espiritual,mientras yo solo reino sobre la materia; los sacerdotes son pastores de las almas y solo dejan ami cuidado los cadáveres.» Si se prescinde de la mala fe de Napoleón en tal correspondenciahabida entre estos dos hombres, el uno de pie sobre ruinas recientes, el otro sentado sobre viejasruinas, se echará de ver un fondo extraordinario de grandeza.

Una carta fechada en Benavente de España, teatro de la destrucción, viene a mezclar locómico con lo trágico, trasladándonos al parecerá la representación de un drama de

Shakespeare: el señor del mundo, ordena a su ministro de Negocios extranjeros que escriba aRoma declarando al papa, que no aceptará los cirios de la Candelaria; que el rey de España,José, tampoco los quiere, y que los de Nápoles y Holanda; Joaquín y Luis, también rehusaránadmitirlos.

El cónsul de Francia recibió orden de decir a Pío VIl: «Que ni la púrpura, ni el poder dan másprestigio a las ceremonias religiosas (¡la púrpura y el poder de un anciano prisionero!) que lospapas están sujetos a condenarse lo mismo que los simples sacerdotes, y que un cirio benditopor uno de estos puede ser una cosa tan santa, como el que lo estuviese por un papa.» Ultrajesmiserables y dignos de una filosofía de club.

Posteriormente, habiendo Bonaparte hecho una correría de Madrid a Viena, tomó de nuevo

su papel de exterminador, y por un decreto datado en 17 de mayo de 1809, reunió los estados dela Iglesia al imperio francés, declaró a Roma ciudad imperial libre, y nombró una consulta paratomar posesión de ella.

El papa, aunque desposeído, se resistía aun en el Quirinal; era obedecido todavía por algunas autoridades adictas y por los suizos de su guardia; pero esto era demasiado: senecesitaba un pretexto para cometer la última violencia, y se mostró en un incidente ridículo, sibien ofrecía una prueba inequívoca de afecto. Los pescadores del Tíber habían cogido unesturión y lo quisieron ofrecer a su actual San Pedro aprisionado. De repente los agentesfranceses gritan ¡al arma! y desaparecieron los restos del gobierno pontificio.

El estampido del cañón del castillo de San Angelo anuncia la extinción de la soberanía

temporal del pontífice, y su bandera humillada es reemplazada por la tricolor, que en todo elmundo anuncia gloria y ruinas. Roma había visto pasar otras muchas tormentas que no hanhecho sino llevarse el polvo ensuciaba su cabeza venerable.

Protesta del soberano pontífice. — Este es deportado de Roma.

El cardonal Pacca, uno de los sucesores de Consalvi, que se había retirado, corrió al lado desu santidad. Al verse, exclamaron a la par: ¡Consumatum est ! Tiberio Pacca, sobrino del cardenal,

trae un ejemplar impreso del decreto de Napoleón: tómalo el cardenal, acércase a una ventana,cuyos postigos cerrados solo dan paso a una claridad incierta, y quiere leer su contenido, lo que aduras penas puede conseguir, al ver a corta distancia a su infortunado soberano y al oír loscañonazos que anuncian el triunfo imperial. En la oscuridad del palacio romano, dos viejosaislados sacando fuerzas de su propia senectud, luchaban contra un poder que destruía, almundo entero. Cuando estamos próximos a morir somos invencibles.

El papa, entonces, firmó una protesta solemne; pero antes de sellar la bula de excomunión,preparada con mucha anterioridad, interrogó al cardenal Pacca: «¿Qué haríais vos? le dijo.— Levantad los ojos al cielo, replicó el consejero, y después dad vuestras ordenes; lo que vuestroslabios pronuncien será la voluntad del cielo.» El papa alzó los ojos, firmó y exclamó: «Dese cursoa la bula.»

Megacci fijó los primeros carteles de la bula a las puertas de las tres basílicas de San Pedro,Santa María la Mayor y San Juan de Letrán. Los carteles fueron arrancados, y remitido uno deellos al emperador por el general Miollis.

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Si alguna cosa podía dar a la excomunión parte de su antiguo prestigio era ciertamente lavirtud de Pío VII. Entre nuestros mayores el rayo que estallaba de una atmósfera tranquila eratenido por más terrible; pero la bula conservaba todavía un rasgo de debilidad; aun cuandoNapoleón se hallaba comprendido entre los expoliadores de la iglesia, no estaba nombradoexpresamente. El tiempo infundía temores; los pusilánimes tranquilizaron su conciencia con ladesaparición de este entredicho nominal. Debía combatirse estrepitosamente; devolver rayo por rayo, y, una vez que no se había tomado la defensiva, impedir el culto, cerrar las puertas de lostemplos, poner las iglesias en entredicho, ordenar a los sacerdotes que no administrasen lossacramentos. Fuese o no el siglo a propósito para esta atrevida empresa, hubiera sido útilintentarla: Gregorio VII no hubiera dejado de hacer la prueba. Si por un lado no había la fenecesaria para sostener, una excomunión, no la había por el otro tan suficiente para queBonaparte, aceptando el papel de Enrique VIII, se hiciese jefe de una iglesia aparte. Elemperador, por la excomunión completa, se hubiera encontrado en circunstancias difíciles eintrincadas, pues que la violencia puede cerrar las iglesias, pero no abrirlas; no hay medios paraforzar a un pueblo a rezar, ni para obligar a un sacerdote a celebrar. Jamás en la partida se ha jugado el resto contra Napoleón, cual pudiera haberse verificado.

Un sacerdote de setenta y un años y sin un soldado siquiera, tenía en alarma al imperio.Murat despachó setecientos napolitanos a Miollis, el inaugurador de la fiesta de Virgilio en

Mantua. Radet, general de gendarmes, que a la sazón estaba en Roma, fue el encargado dedeportar al papa y al cardenal Pacca. Tomáronse precauciones militares, comunicáronse lasórdenes con el mayor sigilo y precisión, como en la noche de San Bartolomé: luego que hubiesetrascurrido hora y media del reloj del palacio Quirinal, Celebrando Gregorio VII la noche deNavidad el oficio de la misa en Santa María la Mayor, fue arrastrado del altar, herido en la cabeza,despojado de sus ornamentos y conducido a una torre de orden del prefecto Cencio. El pueblo sealarmó. Cencio aterrado, cayó a los pies de su cautivo; el pontífice apaciguó el tumulto, fue denuevo conducido a Santa María la Mayor y concluyó el oficio.

Nogaret y Colonne penetraron en la noche del 8 de setiembre de 1303, en Agnani; violaron lamorada de Bonifacio VIII, que los esperaba vestido de pontifical, ceñida la tiara y con las manos

armadas de las llaves y la cruz. Colonne le hirió en el rostro, y Bonifacio murió de rabia y de dolor.Pío VII, humilde con dignidad, no manifestó la misma audacia humana, ni el mismo orgullo

mundanal: tenía ejemplares más cercanos; sus padecimientos se parecían a los de Pío VI. Dospontífices de un mismo nombre, sucesor el uno del otro, han sido víctimas de nuestrasrevoluciones; ambos fueron arrastrados a Francia por la vía dolorosa; el uno de edad de ochentay dos años, vino a expirar en Valenza; el otro, septuagenario, sufrió la cautividad enFontainebleau. Parecía que Pío VII era la sombra de Pío VI que volvía a pasar por el mismocamino.

Cuando llegó Pacca vestido de cardenal, encontró ya a su augusto señor en poder de losesbirros y gendarmes, que le obligaban a bajar las escaleras por encima de los escombros de las

puertas que habían sido derribadas. Pío VI, forzado a salir del Vaticano el 20 de febrero de 1800,tres horas antes de salir el sol, abandonó aquel receptáculo de obras maestras, que parecíalamentar su partida, y salió de Roma por la puerta Angélica al murmullo de las fuentes de la plazade San Pedro. Pío VII, sacado del Quirinal el 16 de julio al rayar el alba, salió por la Puerta Pía, ydio vuelta a la muralla hasta la del Popolo. Esta misma Puerta Pía, en la que tantas veces me hepaseado solo, fue por la que Alarico entró en Roma. Siguiendo la ronda por donde Pío VII habíapasado, únicamente divisaba por el lado de la villa Borghese el retiro de Rafael, y por el del MontePincio los asilos de Claudio de Lorena y del Pousino; maravillosos recuerdos de la belleza de lasmujeres y del brillo de Roma; recuerdos del genio de las artes protegido por el poder pontificio, yque podían acompañar y consolar a un príncipe cautivo y despojado de su dignidad soberana

Cuando Pío VII salió de Roma, llevaba en su faltriquera un  papetto de veinte y dos sueldos,como si fuese un simple soldado con cinco sueldos de etapa: pero ¿qué mucho si habíarestaurado el Vaticano? Mientras se ejecutaban estas hazañas de Radet, si es lícita la expresión,tenía Bonaparte los reinos a patadas! ¿Qué le ha quedado de todo esto? Radet imprimió larelación de sus hazañas, e hizo pintarlas en un cuadro que ha legado a su familia; ¡hasta tal punto

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se han confundido entre los hombres las nociones de la justicia y del honor!

El papa había encontrado en el patio del Quirinal a los napolitanos, sus opresores; y losbendijo, así como a su ciudad. Esta bendición apostólica, mezclada en todos los actos, tanta en laprosperidad como en la adversidad, da un carácter particular a las vicisitudes de estos reyes-pontífices, que en nada se asemejan a los demás reyes.

Fuera de la puerta del Popolo le aguardaba una silla de posta. Las persianas del coche a quesubió Pío VII estaban clavadas por el lado en que se sentó. Apenas entró el papa cuando Radet

cerró las portezuelas con dos vueltas de llave, la que guardó en su bolsillo. Este jefe de losgendarmes debía acompañar al Santo Padre hasta Chartreusa de Florencia.

En Monterosi lloraban algunas mujeres en los umbrales de las puertas, y el general suplicó alSanto Padre que corriese las cortinas del coche para que no le viesen. Hacía un calor sofocante.Por la tarde pidió su santidad de beber: el oficial aposentador Cardigny, llenó una botella de agua,no muy cristalina, que corría por el camino, y Pío VII la bebió con gran placer. En la montaña deRadicofani bajó el papa a un pobre mesón: sus hábitos estaban empapados en sudor y no teníacon que remudarlos. Pacca ayudó a la criada a hacer la cama de su santidad. Por la mañana seencontró algunos paisanos, y les dijo: «Orad y esperad.» Atravesaron a Sena, y al entrar enFlorencia se rompió una de las ruedas del carruaje: conmovido el pueblo exclamó: ¡Oh, Santo

Padre! ¡Santo Padre! Sacaron al papa por una portezuela del coche derribado: unos seprosternaban delante de él y otros tocaban sus vestidos con la veneración que el pueblo deJerusalén la túnica de Jesucristo,

 Al fin pudo ponerse de nuevo en camino para la Chartreusa, en cuya soledad heredó la camaque diez años antes había ocupado Pío VI, cuando oprimido en el coche por dos palafreneros,exhalaba dolorosos gemidos. La Chartreusa está situada en la Vallombrosa; por una cadena depinares se llega a las Camaldulas, y desde allí de roca en roca a aquella cima del Apenino quedomina los dos mares. Una orden repentina obligó a Pío VII a emprender de nuevo la marcha condirección a Alejandría, sin darle más tiempo que para pedir un breviario al prior y obligando aPacca a separarse de él.

De la Chartreusa a Alejandría corrían de todas partes las gentes en tropel arrojando flores alcautivo, presentándole agua, ofreciéndole frutos; las gentes de la campiña querían ponerlo enlibertad, y le interrogaban ¿Vuole? Dioa.» Un ladrón piadoso le robó un alfiler, reliquia que debíaabrir las puertas del cielo al fanático escamoteador.

 A tres millas de Génova encontró el papa una litera que lo condujo a la orilla del mar; unfalucho lo llevó al otro lado de la ciudad a San Pedro de Arena.

Por el camino de Alejandría y Mondovi ganó Pío VII el territorio francés, en cuyo primer pueblo fue acogido con una efusión de ternura religiosa, que le hizo exclamar: «¿Podrá el Señor ordenarnos que nos manifestemos insensibles a estas muestras de afecto?»

Los españoles que habían caído prisioneros en Zaragoza estaban detenidos en Grenoble, losque, como aquellas colonias de europeos olvidadas sobre algunas montañas de las Indias,cantaban de parte de noche, haciendo resonar en estos climas extranjeros los aires favoritos desu patria. De repente bájase el papa: parecía haber oído estas voces cristianas. Los cánticosvuelan delante de la nueva víctima de la opresión, caen de rodillas; Pío VII echa casi todo sucuerpo fuera de la portezuela, y extiende sus macilentas y temblorosas manos sobre estosguerreros que habían defendido la libertad de España con la espada, como él la de Italiaescudado con la fe: las dos espadas se cruzan sobre cabezas heroicas.

De Grenoble llegó a Valenza. Allí había expirado Pío VI; allí exclamó cuando lo enseñaron alpueblo: «¡Ecce homo!» allí se separó de Pío VII; el difunto, a quien la muerte salió al encuentro,bajó allí a la tumba haciendo cesar la doble aparición, porque hasta allí parecía ver dos papas

caminando reunidos, como la sombra acompaña et cuerpo. Pío VII llevaba el anillo que Pío VItenía cuando expiró, señal de que con él había aceptado las miserias y destino de su predecesor.

 A dos leguas de Comana se hospedó San Crisóstomo en los establecimientos de SanBasilisco; este mártir se le apareció durante la noche, y le dijo: «Valor, hermano Juan, mañana

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nos reuniremos.» Juan replicó: «Dios sé loado por todo.» Se tendió en el suelo y murió.

En Valenza emprendió Bonaparte el camino desde el que se lanzó sobre Roma. No se diotiempo a Pío VII para visitar las cenizas de su antecesor, obligándole a marchar precipitadamentea Aviñón: esto era introducirlo en la pequeña Roma; en los subterráneos del palacio pudoobservar las gélidas sombras de otra línea de pontífices, y oír la voz del antiguo poeta coronadoque llamaba al Capitolio a los sucesores de San Pedro.

Conducido al acaso entró en los Alpes Marítimos; quiso atravesar pie a tierra el puente del

Var, y encontró la población dividida por orden de profesiones; los sacerdotes con sus ropastalares y diez mil personas de rodillas en un profundo silencio. La reina de Etruria, de rodillastambién con sus hijos, aguardaba al Santo Padre a la extremidad del puente. En Niza estaban lascalles sembradas de flores. El comandante que conducía al papa a Savona, tomó por la noche uncamino poco frecuentado por los bosques; con la mayor admiración se encontró en medio de unailuminación solitaria; de cada árbol pendía una luz. Toda la cumbre a lo largo del mar estabaigualmente iluminada; las embarcaciones desde lejos alcanzaron a ver estos faros que el respeto,la ternura y la piedad encendieran por el naufragio del monje cautivo. ¿Volvió así de MoscúNapoleón? ¿Era precedido del catálogo de sus beneficios y de la bendición de los pueblos?

Durante este largo viaje, se había ganado la batalla de Wagram y se había diferido el

casamiento de Napoleón con María Luisa.Trece de los cardenales remitidos a París fueron desterrados, la consulta romana formada

por la Francia había pronunciado de nuevo la incorporación de la Santa Sede al imperio.

El papa arrestado en Savona, fatigado y rodeado por los secuaces de Napoleón, expidió unbreve, del que fue principal autor el cardenal Roverella, y por el que se permitía enviar bulas deconfirmación a varios obispos presentados. El emperador no esperaba tanta complacencia por parte del pontífice, y sin embargo, no aceptó el breve, por no contraer la obligación de ponerlo enlibertad. En un rapto de cólera había dado orden de que los cardenales de la oposición sedespojasen de la púrpura y algunos fueron encerrados en Vincennes.

El prefecto de Niza escribió a Pío VII, en estos términos: «Que le estaba prohibido seguir encomunicación con ninguna iglesia del imperio, so pena de desobediencia; que había dejado deser el órgano de la iglesia, porque predicaba la rebelión, y su alma era toda hiel; y que en elsupuesto de que nada bastaba para hacerlo cuerdo, llegaría a conocer que S. M. tenía todo elpoder necesario para deponer a un papa.»

¿Era efectivamente el vencedor de Marengo el que había dictado la minuta de semejantecarta?

Finalmente, después de tres años de cautividad en Savona, en 9 de junio de 1812, fue elpapa remitido a Francia. Se le ordenó mudar de traje; habiendo tomado la ruta de Turín, llegó alhospicio del monte Cenis en medio de la noche. Allí, próximo a expirar, recibió la extremaunción.No se le permitió detenerse más tiempo que el preciso para que le administrasen el postrer sacramento, sin dejarle pernoctar en aquella morada próxima al cielo. Ni una sola quejapronunciaron sus labios, renovando el ejemplo de mansedumbre de la mártir de Vercelles, que enel momento en que iba a ser degollada al pie de la montaña, viendo caer el broche de la clámidedel verdugo, le dijo así: «Ve ahí un broche de oro que acaba de caer de tu espalda; recógelo, novayas a perder lo que has ganado con mucho trabajo.»

Mientras duró esta travesía por Francia, no se permitió al pontífice echar pie a tierra de sucoche. Si tomaba algún medicamento era dentro del mismo carruaje, pues se lo introducían en lasparadas de posta.

El 20 de junio por la mañana llegó a Fontainebleau; tres días antes franqueaba el Niemen

Bonaparte para dar principio a su expiación. El conserje rehusó admitir al cautivo por no tener orden para ello: luego que esta llegó de París, entró en el castillo, y por decirlo así, se cerró con élla justicia celeste. En la misma mesa en que Pío VII apoyó su mano desfallecida, selló Bonapartesu abdicación.

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Si la inicua invasión de España concitó contra Napoleón al mundo político, la ingrataocupación de Roma le hizo enemigo del mundo moral; sin conseguir la más leve ventaja, seenajenó como por placer, los pueblos y los altares, el nombre y Dios. Entre los dos precipiciosque había excavado a los dos extremos de su carrera, fue por una estrecha calzada a buscar suruina al fondo de la Europa, como aquel puente que la Muerte, ayudada del Mal, había echado através del Caos.

Pío VII no es de ninguna manera extraño a estas Memorias: y es el primer soberano respecto

a quien he llenado una misión en mi carrera política, principiada y súbitamente interrumpida bajoel Consulado. Aun me parece verlo recibirme en el Vaticano, y tengo presente El Genio del Cristianismo que se abrió sobre su mesa en el mismo gabinete, en que posteriormente he sidoadmitido a los pies de León XII y Pío VIII. Tengo una dolorosa complacencia en recordar lo queha sufrido: los dolores que bendijo en Roma en 1803, pagarán a los suyos una deuda de gratitudpor mi recuerdo.

Quinta coalición.— Toma de Viena.— Batalla de Essling.— Batalla de Wagram.— Pazsellada en el palacio del emperador de Austria.— Divorcio.— Desposorios de Napoleón con

María Luisa.— Nacimiento del rey de Roma.

El 9 de abrir de 1809, entre Inglaterra, Austria y España, se declara la quinta coalición,sordamente apoyada por el descontento de los demás soberanos. Los austríacos, quejándose dela infracción de los tratados, pasan de repente el Inn por Baunao: se les había echado en cara sulentitud y quisieron hacer de Napoleones; pero este paso les salió mal. Bonaparte dichoso endejar la España, vuela a Baviera; pónese a la cabeza de los bávaros, sin aguardar a losfranceses, pues para él todos los soldados son buenos, destroza en Abensperg al archiduqueLuis, en Eckmuhl al archiduque Carlos, ábrese paso por en medio del ejército austríaco yatraviesa el Salza.

Entra en Viena. El 21 y 22 de mayo tiene, lugar la terrible catástrofe de Essling. La relacióndel archiduque Carlos dice, que el primer día se tiraron cincuenta, y un mil cañonazos por 288piezas austríacas, y al siguiente por la mañana jugaron más de cuatrocientas por ambas partes.El mariscal Lannes fue herido mortalmente en este combate: Bonaparte le dirigió algunaspalabras de consuelo y después lo olvidó: la amistad de los hombres se enfría tan pronto como labala que los hiere.

La batalla de Wagram (6 de julio de 1809) reasume los diferentes combates ocurridos en Alemania, y Bonaparte en ella desplegó todo su genio militar. El coronel César de Laville,encargado de ir a anunciar una derrota que experimenta el ala izquierda, le encontró en laderecha dirigiendo el ataque del mariscal Davoust. Napoleón viene inmediatamente a la izquierda

y observa el desastre que Massena experimenta. Entonces fue cuando en el momento en que secreía la batalla perdida, juzgando de la oposición que el enemigo podía hacerle por sus propiasmaniobras, exclamó, «Se ha ganadlo la batalla.» Opone su voluntad a la victoria indecisa y lahace mezclarse en el fuego, como César llevaba al combate por la barba a sus veteranosaterrados. Novecientas bocas de bronce rugen a la vez; arden los campos y las mieses;desaparecen villas populosas; la acción dura doce horas. Lauriston a la cabeza de 400 piezas deartillería abrasa al enemigo en una sola carga. Cuatro días después se amontonaban, en mediode los heridos, los cadáveres de los soldados que acababan de morir expuestos a los rayos delsol sobre espigas pisoteadas, derribadas y pegadas con la sangre, viéndose ya los gusanosagarrarse a las heridas de los cadáveres que empezaban a podrirse.

En mi juventud se leían los comentarios de Folard y de Guischarot, de Tempelhof y de Lloyd:se estudiaba el orden  profundo y el sencillo: siendo yo subteniente, me he servido paramaniobrar en mi mesa, de cuadritos de madera; pero la ciencia militar como todo lo demás hacambiado con la revolución. Bonaparte ha inventado la gran guerra, de que las conquistas de larepública le habían suministrado la idea por las masas requisicionarias. Despreciando las plazas

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fuertes sin ponerse al alcance de sus baterías; se aventuró en medio del país invadido y ganóbatallas repentinas. Jamás se ocupó de la retirada: caminaba siempre al frente, como aquellasvías romanas que atraviesan rectamente los precipicios y las montañas. Dejaba caer todas susfuerzas sobre un punto y después cogía en semicírculo los cuerpos aislados cuya línea habíaroto. Esta maniobra que le era peculiar, estaba en perfecta armonía con la furia francesa: pero nohubiera tenido tan buen éxito con soldados menos ágiles e impetuosos. En sus últimos tiemposhizo también cargar a la artillería y tomar los reductos a la caballería. ¿Qué ha resultado de todoesto? Conduciendo a la Francia entera a la guerra se ha enseñado a la Europa a marchar: no seha tratado sino de multiplicar los medios; unas masas han equivalido a otras. En lugar de cien milhombres se ha echado mano de seiscientos mil, en vez de cien cañones se han arrastradoquinientos. La ciencia no ha recibido aumento, la escala de fuerzas es lo único que ha recibidoampliación. Turena tenía en la materia tantos conocimientos como Bonaparte, pero ni era dueñoabsoluto, ni podía disponer de cuarenta millones de habitantes.

Tarde o temprano será preciso entrar de nuevo en la guerra que tan bien conocía Moreau,guerra que deja a los pueblos en reposo, mientras que un corto número de soldados hacen sudeber; forzoso será volver al arte de las retiradas, a la defensa de un país en medio de plazasfuertes, a las maniobras pesadas en que solo sé pierde tiempo economizando las vidas. Esasenormes batallas de Napoleón han excedido los límites de lo glorioso, los ojos no pueden mirar 

esas carnicerías que, en último resultado, no producen ventaja alguna proporcionada a suscalamidades. La Europa a no ser por circunstancias imprevistas, está disgustada de los combatespara mucho tiempo. Napoleón, sacando a la guerra de su órbita, la ha herido de muerte.

Nuestra guerra de África es únicamente una escuela experimental abierta a los soldados.

En el campo de batallada Wagram, entre los muertos, dio Napoleón muestras de laimpasibilidad, que le era, o afectaba serle natural, con el fin de aparecer superior a los demáshombres. Fríamente dijo, o más bien repitió su frase habitual en tales circunstancias. «He aquí ungran estrago!»

Cuando se le recomendaban oficiales heridos, contestaba: «Están ausentes.» Si el valor 

enseña algunas virtudes, destruye otras muchas: el soldado que fuese bastante humano nopodría llenar sus deberes; detenido a cada paso por la vista de la sangre, las lágrimas, lossufrimientos, y los gritos de dolor se destruiría en él lo que constituye los Césares, raza sin lacual, a pesar de todo esto, podríamos pasar de buena gana.

Después de la batalla de Wagram se ajustó un armisticio en Znaim. Los austríacos, a lo quedicen nuestros boletines, se habían retirado en buen orden y no habían dejado a su espalda piezaalguna montada. Bonaparte posesionado de Schömbrunn, trataba desde allí de la paz. El 13 deoctubre, dice el duque de Cadora, había venido desde Viena para trabajar con el emperador.Después de algunos momentos de conversación, me dijo: «Quedad en mi gabinete y redactadesa nota que yo examinaré después de haber pasado la revista.» Quedé en efecto con Mr. deMonneval, su secretario privado; a pocos minutos entró. «¿No os ha dicho el príncipe de

Liechtenstein, me preguntó Napoleón, que se le había hecho varias veces la proposición deasesinarme? —Sí señor, y me ha manifestado el horror con que ha desechado semejantesproposiciones.— ¡Pues bien! se acaba de hacer una tentativa. Seguidme» Entré con él en elsalón. Allí había algunas personas muy agitadas al parecer, que rodeaban a un joven de unosdiez y ocho o veinte años, de fisonomía agradable y muy apacible, anunciando una especie decandor, siendo el único que al parecer conservaba una perfecta calma. Este era el asesino.Napoleón personalmente le interrogó con la mayor dulzura, sirviendo de intérprete el generalRapp. De su interrogatorio solo haré mención de algunas respuestas que más me llamaron laatención.

«¿Por qué querías asesinarme? —Porque no habrá paz en Alemania mientrasque existáis vos en el mundo.— ¿Quién te ha inspirado ese proyecto? —El amor de mi país.— ¿No lo has concertado con nadie? —Lo encontré en mi propiaconciencia.— ¿Ignorabas los riesgos a que té exponías? —No por cierto: pero me

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tendré por dichoso en morir por mi país.— Si tienes principios religiosos; ¿creesque Dios autorice el asesinato?— Espero a lo menos que me perdone por losmotivos que tengo para obrar así.— ¿Y en qué escuelas pudiste aprender tan perniciosa doctrina? —Muchos de los que las han cursado a la par que yo estánanimados de estos mismos sentimientos y dispuestos sacrificar su vida por la salud de su patria.— ¿Y qué harías si te pusiese en libertad? —Mataros.»

«La terrible ingenuidad de estas respuestas, la fría e inalterable resolución que estasanunciaban, este fanatismo tan superior a todo temor humano, hicieron en Bonaparte unaimpresión que yo juzgué tanto más fuerte, cuanto mayor sangre fría aparentaba. Mandó retirar asus gentes y quedé solo con él. Después de hacer algunas reflexiones acerca de un fanatismotan ciego e irreflexivo, me dijo: «Es preciso hacer la paz.»

Es tan interesante esta narración del duque de Cadora que quise consignarla en suintegridad.

Las naciones principiaban su alzamiento, anunciando a Bonaparte enemigos más poderososaun que los reyes; pues que la resolución de un solo hombre del pueblo salvaba en aquella