Mi amor se llama Lola - avance

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Mi amor se llama Lola Mi amor se llama Lola Lou Arroyo

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Mi amor se llama Lola Una narración ágil con un especial encanto, cuenta la historia de una campesina y un señorito: Lola y Juan. El lector se sentirá muy cercano a los personajes y se verá reflejado en alguno de ellos. Una historia donde el honor, el respeto, el amor por la familia y el amor entre un hombre y una mujer puede ser hermoso, puro y verdadero.

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Este libro se lo dedico a todas esas mujeres que me enseñarón el valor de ser dueña

de mi vida y de hacer realidad mis sueños. Y en especial a mis abuelas.

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© Lou ArroyoIlustración de portada: Nieves BelloIlustración interior: Birma Izquierdo

Coordinación: CReArtE IdEaS, Soluciones Creativas

Promoción, Difusión y Distribución : CReArtE IdEaS, Soluciones Creativas

[email protected]

Diseño: pasionporloslibros

I.S.B.N.: 978-84-15344-82-7

Depósito Legal: V-1303-2012

Edita:

Impreso en España

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación ni de

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alguno sin permiso previo y por escrito del autor.

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Una narración ágil con un especial encanto, cuenta la historia de una campesina y un señorito: Lola y Juan. Lejos de quedarse en una novela más, el lector se sentirá muy cercano a los personajes y se verá reflejado en alguno de ellos. Una historia que demuestra que el honor, el respeto, el amor por la familia y el amor entre un hombre y una mujer puede ser hermoso, puro y verdadero. La novela refleja la fuerza y el valor de la mujer canaria, de su manera de enfrentar la vida y su capacidad para ser feliz a pensar de las dificultades que la vida le impone. Los lectores se embelesarán con la historia de Lola y Juan. Ella, una mujer que decidió disfrutar de la vida viviendo el presente sin temer el mañana. Él demostrando en su vida que la fuerza del amor prevalece en el tiempo.

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Prólogo

Gran Canaria, junio de 1913.Ya había entrado la noche y la oscuridad le rodeaba, pero con un candil de hojalata en una mano para iluminar su camino y en la otra, apretadas con fuerza las riendas de su viejo mulo, Carmelo Alonso hincaba las rondillas en el lomo del animal para que se apresurara.

Ana estaba de parto. Un parto que estaba siendo diferente, no había sido así con sus otros hijos. El parto se había adelantado, el niño venía antes de tiempo. Manuela, la comadrona, que había heredado ese oficio de su madre y ésta a su vez de su abuela y que contaba con una gran experiencia en traer niños al mundo, había ayudado a su mujer en sus anteriores partos. En la familia de la señora Ma-nuela, siempre había existido una comadrona y se esperaba que su hija Pepa siguiera la tradición. Así que tanto madre como hija estaban junto al lecho de la parturienta, secando su sudor y dándo-le de beber una tisana de hierbaluisa. Intentaban ayudarla a traer al mundo a su cuarto hijo, pero después de casi un día de fuertes dolores la mujer estaba agotada y el niño no había llegado aún. Se-gún la comadrona, era necesario que fuera rápidamente a buscar al Doctor Medina. El parto era prematuro, la criatura que venía estaba atravesada y no había logrado colocarla en la posición correcta para facilitarle el nacimiento. La comadrona ya lo había hecho muchas veces antes, pero este parto se había ido complicando. La madre se estaba agotando y la criatura podía morir y en el peor de los casos se corría el riesgo que ni la madre ni el hijo superaran el nuevo día. Así que la partera le dijo a Carmelo que ya no podía hacer mucho más por ellos y éste salió de casa como alma que lleva el diablo en busca del médico.

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Carmelo apretaba los dientes, no quería pensar que su mujer no estuviera viva cuando volviera. Tenía la mandíbula a punto de des-encajarse de tanto apretarla. Rezaba e imploraba a ese Dios que una vez lo abandonó a su suerte, que escuchara por una maldita vez sus oraciones. Nunca renegó de él. Ni siquiera cuando enterró a su familia y su mundo quedó reducido en unos pocos días a su hermana Consuelo y a él, una casa llena con nueve miembros se redujo a solo dos. Hacía tanto tiempo de eso. ¿Cuánto? No quiso recordar y enterró sus pensamientos en su interior, ahora lo más importante era que el médico estuviera en casa y pudiera ayudar a Ana y a la criatura.

Las primeras luces del pueblo aparecieron al girar a la derecha del camino. Y a medida que iba acercándose más luces tenues iban sur-giendo. Mientras avanzaba por el camino se escuchaba el repique-tear de los cascos del mulo sobre el empedrado de la carretera, ya gastado por el tanto traqueteo de los carros de labranza. El sonido iba al compás de su corazón. Ya le dolía el pecho con el golpear de su sangre. El corazón le iba a estallar de la aprensión que lo apre-taba.

–Señor misericordioso, protege a Ana, ¡Protégela!, –iba murmuran-do en voz baja.

No quería pensar en el mañana, no quería que la mañana le alcan-zara. Pero se apresuró un poco más e instó al mulo a avanzar más rápido. El mulo como si presintiera la angustia de su amo aceleró el paso, más rápido, más rápido. El tiempo era fundamental, pues Ana ya estaba agotada.

La casa del médico estaba justo en medio del pueblo. La villa era acogedora, con casitas salpicadas por toda la ladera de la montaña y rodeada de grandes palmeras que se alzaban con majestuosidad. Con la poca luz que despedían las farolas callejeras no se podía apreciar el blanco en las paredes de las casas que contrastaba con los manchones negros que decoraban las fachadas, ni siquiera se veían luces detrás de las ventanas porque ya era noche cerrada.

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Se sintió más aliviado, ya estaba cerca de la casa. Hincó los talones sobre el mulo para que girara a la izquierda del camino, allí estaba situada la casa del médico y se encaminó hacia ella a toda velo-cidad. Esperaba que estuviera allí y no en el monte, atendiendo alguna otra urgencia. El médico vivía en una gran casona frente a la plaza del pueblo. Se erguía en medio de la población como un estandarte de riqueza, ya que don Enrique Medina el abuelo del médico, que llevaba su nombre por tradición, fue un cacique y su influencia llegaba hasta la capital, era agricultor y cultivaba papas y otros productos para exportar y sus viñedos eran conocidos en toda la isla, incluso se decía que había comerciado con esclavos. Pero la gente del lugar solo se preocupaba de sus asuntos, sobre todo en sobrevivir. Así que el actual Enrique Medina, se dedicaba a la tan honrosa profesión médica, sin dejar de prestar atención a sus tierras con la ayuda de un hombre de confianza.

La casona tenía un patio central que estaba coronado con una pila de agua y alrededor de la casa había helechos colgando en macetas y caían del techo como una cortina de un vigoroso verde, también había bulbosas, macetas de claveles, de geranios y una gran va-riedad de flores que adornaban el patio dándole al conjunto gran colorido. Alrededor del patio estaban las habitaciones, a mano de-recha, en el fondo, estaban las escaleras para subir al piso superior y a la izquierda, el portalón que comunicaba con la parte trasera de la vivienda donde estaban situados el establo y la huerta de la casa. El patio brindaba su luminosidad y ventilación a las estancias. La casona constaba de dos pisos. En la parte baja estaba el salón, la cocina y las habitaciones para un par de criados, además del baño con una bañera que fue muy comentada en toda la zona. La trajo el médico para su esposa que se había criado en la ciudad y como su familia era de clase pudiente ella estaba acostumbrada a esos lujos y se rumoreaba que la señora siempre exigía lo mejor y que su padre era un famoso médico que se había formado en el continente. Y por último, a la derecha de la entrada de la casa, estaba la sala donde el médico pasaba consulta, esta habitación se dividía en dos partes, una para las curas y la otra era el despacho donde estaban algunos

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taburetes donde se sentaban los pacientes cuando el médico estaba en casa. Era de las pocas casas que contaba con agua propia y su sonido en la fuente era reconfortante. Una vez tuvo que esperar al médico mientras le colocaba el brazo a su hijo el mediano, Agustín, que se lo dislocó cuando se subió al peral del huerto de la Iglesia con los demás chiquillos del pueblo, todavía recordaba la cara de furia del cura don Herminio y sus interminables lamentaciones so-bre los niños que no obedecían los mandamientos, por ese motivo tuvieron que asistir, como penitencia, a clases de religión durante varias semanas. Su hijo Agustín era un niño travieso pero con un encanto que conquistaba a todos. Se parecía a su tío Agustín, falle-cido hace tanto tiempo, y llevaba el mismo nombre. Ya no recor-daba ni su cara, todas las caras de su pasado eran borrosas para él. Había pasado tanto tiempo. Su corazón se contrajo. Hoy el pasado le visitaba sin desearlo.

Siguió con su recorrido mental de la casa. En la parte alta estaban las habitaciones de la familia así como un salón privado y en las estancias las grandes ventanas se abrían a los balcones que eran el orgullo de la casa y que habían sido laboriosamente trabajados en madera de pino. Uno se podía asomar a la calle y observar a los parroquianos mientras pasaban por delante de la plaza. Muchos cargaban sus aparejos y se podía ver a las mujeres con los cacharros de agua que recogían en la fuente que había en el centro de la plaza y que era un lugar de encuentro para la charla de los parroquianos. Muchas veces se embelesó contemplado esa actividad durante las semanas que estuvo en la casa del médico, pero aunque su mente vagaba en recuerdos, sus sentidos estaba pendientes de lo que pasa-ba a su alrededor, sus manos tenían vida propia y seguían movién-dose. Negó con la cabeza para alejar esos gratos recuerdos de las apacibles tardes otoñales de la vida en la villa y el movimiento de sus pobladores, además hacía ya de esto unos cuantos años, cuando él había ayudado a reparar y proteger la madera del desgaste del tiempo. Ahora su paso por el pueblo era rápido, pues siempre tenía muchas tareas que hacer. Pero a veces, cuando necesitaba dinero, como esa vez cuando tenía que comprar unas cabras para hacer

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quesos, se ganaba unas pesetas extras haciendo trabajos de carpin-tería y de ebanistería, oficio que heredó de su padre porque al ser el primogénito se esperaba que siguiera esa tradición como era la costumbre de la época, pero lamentablemente con la muerte de sus padres y hermanos se perdió el negocio. Todavía le gustaba trabajar con la madera, la acariciaba con su cuchillo y le daba forma. Le había hecho a su Ana el cabezal de la cama y la cuna de sus hijos, cada una con motivos propios que había incrustado en la madera. Había dibujado en un rincón, un poco oculto, un sol y una luna. A Ana le encantaba mirar la luna llena y cerraba los ojos cuando salía al sol para que este acariciara su cara. Decía que ambos elementos significaba la grandeza de Dios. A su esposa también le gustaba inventar historias para entretener a los niños, sobre todo cuando la lluvia arremetía contra las tejas de la casita y el viento golpeaba contra las ventanas haciéndolas crujir y asustaba a los pequeños con sus espantosos susurros. Nunca permitió que sus hijos y su mujer se arriesgaran en esos días que el viento del Sahara soplaba contra los arboles y las palmeras que rodeaban parte de su terreno.

–El Sahara se ríe de los pobres humanos con su rugir. –Decía Ana, y los chicos ávidos de aventuras, escuchaban con mucha atención las historias que su madre les contaba con gran tino, parecía que había nacido para ser narradora. Cada amanecer, Ana se levantaba de la cama con una sonrisa que eclipsaba la luz del sol. Bendita sea su Ana, una mujer alegre, que cuando él se despertaba en medio de sus pesadillas de muerte y desolación lo abrazaba calladamente y ambos se dormían muy pegados hasta el amanecer. No era hombre de palabras bonitas, pero le ponía todo el amor que tenía en su co-razón a cada cosa que él elaboraba. Y sus gestos delataban ternura por su mujer y por sus hijos.

Se había perdido en sus pensamientos y en sus recuerdos como si no fuera a ver más a su esposa y eso no lo podía permitir. No podía dejarse llevar por la desesperación.

Ya estaba delante de la casa y saltando del mulo con agilidad se apresuró a tocar la puerta. Un golpe fuerte. Pero nadie le abrió, así

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que con insistencia, volvió a golpear de nuevo, varias veces, hasta que escuchó unos pasos acercarse apresuradamente. El sonido del cerrojo al correrse y la cara que apareció al abrirse la puerta le dio esperanzas de que el médico podía estar en casa. Fue la cara de Margarita, una de las cuatros hijas del médico, de unos 20 años más o menos, la que vio al abrirse la puerta. Era una chica un poco rellenita, pero atractiva, no estaba muy seguro si era la mayor o la segunda, pero eso ahora poco le importaba. Vestía un traje moder-no comparado con lo que llevaban la mayor parte de las mujeres del pueblo, salvo la mujer del alcalde y de algún terrateniente que había adquirido las costumbres de la capital. Nunca llevaba el típi-co pañuelo negro o de lunares en la cabeza. En cambio solía llevar una mantilla bordada, a veces tenía encajes o cenefas sobre el pelo o un pañolón de seda sobre los hombros. Había visto muchas veces como Ana observaba a algunas de ellas cuando entraban en la Igle-sia con sus mantillas blancas o azules y el pañolón y se prometió que si Ana sobrevivía de esta le iba a comprar una mantilla como la de esas señoras de sociedad, así tuviera que vender un par de cabras a Antonio, uno de sus vecinos, ella tendría una. Pero alejó esos pensamientos banales sobre las mantillas.

–Buenas noches señorita Margarita. ¿Está su padre en casa? Es ur-gente. Es mi Ana, está de parto, pero la señora Manuela no puede colocar al niño, no puede hacer nada más por ella.

–Buenas noches señor Carmelo. Pase por favor y siéntese. Mi padre está en casa. Acaba de llegar del monte de atender a un paciente. Espere un momento, que le aviso.

¿Cuánto tiempo había pasado? ¿5 o 10 minutos, una hora quizás? Ya no sabía si el tiempo era lento o rápido, pero corría y mientras más pronto estuviera en casa de regreso, más pronto el médico ayu-daría a su mujer. Unos pasos resonaron en el patio y don Enrique apareció.

–Buenas noches Carmelo. Ya mi hija me ha contado lo que está pasando, amarre su mulo a mi calesa y partamos ya.

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La casa estaba muy silenciosa. Los tres chicos estaban sentados al-rededor del fuego. Sus ojos mostraban el terror que sentían, su madre gritaba y ellos escuchaba los murmullos de las dos mujeres que estaban con ella. La más joven entraba y salía de la habitación, salía con paños manchados de sangre y entraba con agua para lim-piar a la parturienta y secar su sudor. Atizaba el fuego del fogón y preparaba tisanas para su madre. Hacía horas que su padre había salido de la casa en busca del médico y todavía no habían llegado. Se sentían perdidos y no sabían qué hacer. A veces oían los quejidos de su madre, parecía que ya no le quedaban fuerzas para gritar más. Se le escapaba la vida. Estaba agotada ante el dolor y su cuerpo se rendía poco a poco. Pero todavía estaba viva.

De repente se abrió la puerta y el médico entró seguido de su padre. Los niños sintieron tal alivio que las lágrimas que hasta entonces contuvieron, salieron sin querer y corrieron por sus caras, Agustín se las limpió rápidamente pero Pedro y su hermano pequeño, San-tiago, ni siquiera se molestaron en limpiarlas. Su padre estaba en casa. El sabría lo que tenían que hacer. Madre viviría y tendrían un nuevo hermano.

El médico se iba quitando la chaqueta mientras atravesaba la estan-cia y se dirigía a la habitación. Al entrar vio a la pobre Ana tendida en el camastro y a la comadrona y a su hija alrededor de ella secán-dole el sudor y calmándola. La señora Manuela nunca se había ale-grado tanto de ver al médico y aunque ambos vivían en constante rencilla se respetaban mutuamente.

–Don Enrique, la criatura está en mala posición, he intentado co-locarla pero no se mueve. El parto es prematuro por unas semanas y Ana ha perdido mucha sangre, ya no le quedan muchas fuerzas.

El médico se arremangó las mangas de la camisa y con un gesto le indicó a la mujer más joven que le diera agua para lavarse. Se acercó a la parturienta y le toco la frente, estaba fría. La pérdida de sangre empezaba a causar su efecto, el tiritar de su cuerpo era otro síntoma de eso. Abrió su maletín y sacó sus aparatos. Después de lavarse se dispuso a explorar y comprobar si el niño seguía encajado.

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Mientras, la señora Manuela vio a Carmelo en la puerta, con el sombrero apretado fuertemente entre sus manos y una expresión de dolor en su mirada cargada de impotencia ante lo que estaba pasando, se dirigió rápidamente hacia él.

–Carmelo, tenga fe. Ahora deje que don Enrique ayude a Ana y a su nuevo hijo o hija. Vaya a consolar a los chicos. Ellos necesitan que su padre se muestre fuerte.

Y cerrando la puerta dividió el mundo de Carmelo en dos. En el otro lado, detrás de esa puerta, estaba la mujer que amaba con desesperación, la mujer que le había dado una familia y alegría a su amargura y que le dio un motivo para vivir de nuevo, no solo sub-sistir. Se tragó las lágrimas, se giró y presentó la cara de padre que está ahí para ser el timón de la vida de sus hijos. Con pasos lentos caminó hasta el camastro donde los chicos se apretaban y tomando el rol de hombre duro y fuerte, que no tiene ninguna debilidad, se sentó juntos a ellos y atrayéndolos hacía él los abrazó y ellos se pegaron como lapas a él. Mientras, él rezaba y rezaba y rogaba. “No me hagas esto, Señor, no me dejes sin mi Ana. Tú me la enviaste, pero déjamela todavía un poco más junto a mí y junto a sus hijos”.

La noche dio paso al amanecer y ningún sonido se oía detrás de la puerta hasta que un maullido sonó. Tenía secos los ojos de las lágrimas no derramadas. Seguro que era un espejismo, su cabeza era un caos, pero volvió a oír otra vez a un pequeño gatito maullar. Santiago y Agustín estaban tumbados entre sus piernas mientras Pedro estaba recostado en su costado, todos dormidos, pero al oír otra vez el sonido más fuerte se despertaron sobresaltados. Ahora sonaba como un quejido y luego como un llanto. “Gracias Señor misericordioso”. Agradeció Carmelo y ahora esperaba que Ana es-tuviera bien, pues no se oía nada dentro de la habitación. La puerta se abrió y el médico salió con cara de cansancio. Carmelo se alzó en su 1,75 cm de altura, sobrepasaba al médico por unos centímetros. Su pelo castaño y su tez curtida por el sol y por el trabajo al aire libre contrastaban con la piel del médico algo más pálida. Mientras él era robusto, Don Enrique era delgado.

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–Tiene una hija. –Dijo el médico.

–¿Se pondrá bien Ana? –Preguntó Carmelo.

Pepa la hija de la comadrona salió con un bulto, que se movía y gemía en sus brazos. Mientras, don Enrique agarraba a Carmelo de un brazo y lo llevaba a un rincón. Y con un tono de voz bajo le dijo:

–Carmelo, Ana ha perdido mucha sangre. Está débil y agotada por el parto. Siento decirle que no creo que pueda tener más hijos. Las próximas horas serán decisivas. Doña Manuela dice que saldrá ade-lante y yo estoy seguro que será así. Ella no se irá de su cabecera hasta que pase un par de días y se asegure de que no haya complicaciones.

–No importa, solo importa que Ana se encuentre bien. Ya tengo los hijos suficientes pero lo que realmente me importa es si ella está bien. ¿Y la niña? ¿Está bien?

–Su hija está bien, pero tendrá que llevar una vida tranquila. Tiene débil el corazón, pero parece que se aferra a la vida y seguro que con tales padres, vivirá una larga vida.

–No entiendo ¿Qué le pasa a la criatura? ¿Qué tiene mi hija? –Pre-guntó Carmelo alarmado.

–A veces los niños nacen con el corazón débil, pero la niña parece que tiene ganas de vivir y si tiene los cuidados adecuados podrá llevar una vida normal. Hay una medicina para estos casos que le ayudará a mejorar. Tendré que pedirla a la capital.

–¡Don Enrique! Quiero que mi hija viva, no me importa lo que cueste esa medicina. Buscaré la manera de pagarla.

–Carmelo, no se preocupe por el dinero. En cuanto a la medicina me la pagará con el trabajo de carpintería que realice en mi casa cuando haga falta. Tiene un don con la madera que pocas personas poseen. La medicina solo la tomará por temporadas, cuando le dé alguna crisis. ¿Sellamos el trato?

–Sellado está, don Enrique. Gracias, estoy para servirle por lo que ha hecho por mi mujer y mi hija.

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–Ahora me voy a retirar a descansar. Vendré por la tarde a visitar a su mujer y a su hija. Salvo que haya algún contratiempo, pero conociendo a la bruja de doña Manuela su mujer saldrá de esta y la niña también. Manténgala abrigada y seca. Pepa se quedará unos días más para ayudar a Ana y a la niña. Y ahora antes de entrar a ver a su mujer parece que hay alguien que está deseando conocerlo. –Dijo el médico con voz cansada.

Carmelo se dio la vuelta y vio a los chicos alrededor del camastro donde Pepa había colocado la niña para que sus hermanos la con-templaran. Con un gesto de despedida y agradecimiento al médico se acercó hasta donde estaban sus hijos. Y con delicadeza tomó a la criatura entre sus grandes y callosas manos, alzó a la niña que se movía entre la manta de franela. Tenía la cabecita cubierta de pelo oscuro y una piel muy suave y sonrosada. Nunca pensó que sentiría el amor de manera tan espontánea como sucedió y parecía que los niños se sentían igual de embelesados ante ese diminuto ser que ahora era un miembro importante y destacado de la familia. Apo-yándola en su pecho la acunó suavemente mientras murmuraba:

–Bienvenida a mis brazos, mi pequeña Lola.

Y el bebé suspiró en respuesta a la voz de su padre. Carmelo se pro-metió que no la dañaría nada ni nadie, que la mantendría con vida. Y sintiéndose el rey del mundo agradeció a Dios por tener un día más de vida para vivirla con su Ana y con su pequeña Lola, además de sus tres hijos.

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Capítulo 1

Enero de 1931Caía la tarde. Una tarde de invierno que no era como la de otros años. El tiempo estaba templado y los almendros florecían con toda su esplendorosa belleza. El olor de sus flores flotaba en el aire, el mundo se paraba ante tal paz y quietud, eso pensó Lola recostada debajo del viejo Almendro, viendo como las nubes flo-taban en el cielo. Adoraba esos días, cuando las abejas volaban de flor en flor. Pero ellas nunca se molestaban con la presencia de la mozuela, se habían acostumbrado a su olor. Eran días donde las horas pasaban en lenta paz y dónde el mundo giraba con ella como una parte que era de la naturaleza. Todavía recordaba el día cuando una abeja picó a su hermano Pedro. Se le hinchó tanto el ojo que su madre se asustó pues pensaba que podía perderlo, pero gracias al emplasto de canela, miel de abeja y un poco de agua que la vieja Manuela le dio, el ojo de su hermano volvió a ser el de antes. Todavía se reía de los quejidos de su hermano mien-tras madre le daba un pequeño masaje en la picadura y luego le dejaba un paño con la mezcla sobre la hinchazón. La comadrona tenía remedios para miles de cosas, pequeñas heridas, úlceras, orzuelo, diarreas o náuseas. Sus remedios naturales resolvían los pequeños problemas de los habitantes del pueblo cuando no es-taba el médico, que era el único en varios kilómetros a la redonda y que a veces estaba varios días fuera de la población con algún paciente. Seguía contemplado las nubes que pasaban lentamente y medio adormecida, perdió la noción del tiempo. Su mente vo-laba. Hasta que una voz la sobresaltó.

–Lolaaaaaa…..Lolaaaaaaaaaaa…. ¿Dónde andas muchacha?

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Bajando la cuesta del barranco vislumbró una mancha negra y blanca que se movía entre las altas pitas, los mocanes y barbusa-nos; con un pañuelo negro con lunares anudado al cuello venía su tía Consuelo, la hermana pequeña de su padre que vivía con ellos, bajaba por el camino de la parte de atrás de su casa. Al parecer se había dado cuenta que no estaba bordando como se le había orde-nado ¡Con la tarde tan hermosa que hacía! A veces se cansaba de estar encerrada en la casa y cuando estaban todos distraídos salía a hurtadillas y bajaba la pendiente hasta el huerto donde se encon-traban los tres almendros que había en la finca de su padre, el más viejo de ellos situado justo a la derecha del huerto, era donde ella se recostaba porque era el más alto y frondoso de los tres. Su tía se acercaba al lugar con algo de prisa en su caminar. Hasta que no la encontrara no volvería a la casa. Su tarde idílica se acababa de estropear. Su tía Consuelo, había enviudado hacía unos años y por no tener hijos que la ayudaran el señor de las tierras donde vivía la invitó a irse de ese lugar y a dejar la pequeña casita que fue el hogar donde había vivido con su marido durante 12 años, con poco más que lo puesto se alejó sin mirar hacia atrás y no teniendo medios para subsistir se dirigió a casa de su hermano Carmelo, donde fue bien recibida porque era una la única hermana viva que le quedaba a su padre y existía un gran cariño entre ellos.

Desde hacía 8 años vivía con ellos y su tía compartía la habitación con ella, porque la casa solo disponía de tres dormitorios. El de sus padres, el de sus hermanos y uno pequeño que su padre construyó para ella, adosándolo a la casita. Su tía era una mujer muy agradable y por lo que se podía observar su vecino, el señor José, pensaba igual. Este vecino era amigo de su padre y estaba viudo desde hacía más de 5 años, era padre de sus dos amigas, pues Catalina que era dos años mayor que ella se había ennoviado con su hermano Agustín y Lucia tenía su misma edad, solo que nació unos meses antes. Las hijas del señor José y ella ya habían hablado de lo bueno que sería que el padre de ellas y su tía se casaran. Eran viudos y a las chicas no le pa-recía mala idea tener a Consuelo como madrastra y ya consideraban a su tía como alguien más de la familia. Pero también los interesados

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parecían sentir algo el uno por el otro ¡José le hacía ojitos a su tía! Se dejaba caer por su casa en busca de su padre. Todos sabían que el motivo no era ese sino ver a Consuelo que siempre le recibía con una sonrisa y le ofrecía algo de beber. La verdad es que nadie estaría en contra de que ambos se unieran en matrimonio pues su tía a la edad de 37 años todavía era una mujer atractiva.

Todavía recordaba cuando su madre, con tristeza, hizo un comen-tario sobre la familia de su padre. Este sufrió mucho cuando perdió a su familia y con solo 16 años se convirtió en el responsable de su hermana Consuelo de cinco. Una extraña epidemia, probablemente el cólera, ¿o era la fiebre amarilla? asoló la isla de manera fulmi-nante. Dejó a familias enteras llorando por algún familiar que la fatal enfermedad se había cobrado. Nadie se libró, unos más otros menos, pero todos perdieron a algún miembro de su familia. No respetó ni la edad ni la condición social. A la hora de la verdad las enfermedades no miran si eres rico o pobre. Decían que la trajeron los marineros que desembarcaron en el puerto de La Luz, algunos de ellos estaban enfermos y por desconocimiento no se pusieron en cuarenta sino cuando ya la epidemia se había propagado por toda la isla. La población mermó mucho y todavía algunos recordaban el silencio que reinaba en muchos lugares. Era como si la tristeza se hubiera hecho la dueña del lugar. Otros sobrevivieron a la enferme-dad, como en el caso de su padre que no se enfermó y su hermana que fue uno de los pocos enfermos que sobrevivieron. En pocos días los demás, sus 5 hermanos y sus padres, murieron.

Fueron días muy duros para su padre que tuvo que enterrar a su familia y tomar las riendas de todo y además cuidar de su hermana pequeña. No eran muchas las posesiones, la casita, unas pocas tie-rras y algunas cabras. Vendió algunas de ellas y algunos enseres que su padre ya tenía terminados en el taller para enterrarlos a todos en dignas sepulturas. Todos reposaban juntos. Pero se negó a des-truir su hogar. Tuvo que quemar la ropa de cama y los objetos que estuvieron en contacto con los enfermos pero no quemó la casa. Si a él no le había afectado y su hermana había sobrevivido no creyó

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conveniente quedarse sin un techo donde guarecerse. Encaló las paredes, limpió todas las estancias y fabricó unos pocos muebles para poder vivir y darle a su hermana un hogar como el que tenía antes de toda esa locura. Las pocas cabras que le quedaron ayuda-ron con su leche a alimentar a su hermana y le pidió a una

vecina, la vieja Pilar, ayuda para hacer queso y para atender a su hermana, a cambio él la ayudaría en las tareas que ella no podía realizar y así entre ambos saldrían adelante. La pobre vieja también había perdido a su marido y a su hija y solo le quedaba un hijo vivo, pero había emigrado a Cuba a finales de siglo XIX, por el 95. Con solo 15 años se fue en busca de una vida mejor. Un par de cartas, escritas por terceros porque él no sabía ni leer ni escribir, era todo lo que había recibido ella. La vieja ya no tenía esperanzas y no esperaba el regreso de su hijo Nicolás, pues según su última carta se había casado con una morenita y ya esperaba su primer hijo. “Puede”, se decía la vieja, “que ya tenga más de un nieto.” Habían pasado 7 años desde la última carta y no había recibido más. Pero la vieja Pilar ya se había resignado a no ver caminar a sus descen-dientes por esas tierras que ahora estaban medio abandonadas por falta de un cabeza de familia que las cuidara. Así que hicieron un trato, ella le hacia los quesos y le ayudaba con su hermana y él le hacia los trabajos más pesados que la buena mujer no podía hacer.

A causa de las enfermedades los habitantes de la isla eran muy reacios a comerciar con otras islas. De tal manera que para favore-cer el comercio, el ministro Juan Bravo Murillo promulgó en 1852 la Ley de Puertos Francos, pero no fue hasta principios del siglo XX que esta ley produjo un notable crecimiento de la economía, favoreciendo el comercio y la exportación del plátano y el tomate, fomentando el intercambio de la entrada y salida de las mercancías entre las islas y de esa manera promovió el crecimiento económico. Pero con el intercambio también llegaron las epidemias tan odiadas y temidas por todos, siempre se oía lo que pasaba cuando entraba una plaga. Ya que cuando se percataban era tarde para evitarla y los médicos eran insuficientes para atajarla. La mala comunicación

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entre los pueblos del interior hacía imposible la pronta actuación. Entre los alcaldes había un pacto de silencio y los informes que redactaban nunca eran fiables, siempre falseaban la realidad y ocul-taban los hechos reales.

Cuando Lola era una niña pequeña llegó la gripe española, que se cebó entre los pobladores de la ciudad, sobre todo con los habitan-tes de los barrios más pobres y populares de la Isleta y de los riscos, favorecida principalmente por la falta de higiene, pero a su villa no llegó y en los pueblos del interior pasó de largo.

Hacía dos inviernos, su madre cayó con fiebres y no volvió a ser la mujer que era antes. Su salud mermó y había envejecido mucho en los últimos meses a pesar que con su tía en casa su madre no trabajaba en exceso. Ya que como ella misma era la delicada de la familia ¡Cómo odiaba eso! No podía hacer las tareas que muchas de sus amigas hacían. Su corazón no le permitía trabajar ni esforzase, así que salvo tareas livianas no podía hacer más nada y no se le permitía ir al campo. Se le permitía cocinar siempre y cuando no se agotase, si su madre veía que estaba cansada la retiraba del fogón y ella terminaba de hacer la comida. Lola era muy mañosa con el bor-dado y el calado, esas eran tareas que no la agotaban, también se le permitía cuidar del jardín y alguna tarea de la huerta pero siempre y cuando controlara un poco sus fuerzas. Ella misma aprendió a dar-se cuenta cuando su cuerpo le avisaba que podía tener un episodio, así que en esos momentos dejaba de hacer lo que estaba haciendo y se sentaba a reposar. Llevaba una vida normal para ser una moza “delicada”, menos mal que no pensaba casarse. Ni sus padres pen-saban que lo hiciera. Hasta ahora todos los mozos la trataban con mucho respeto y se divertían con el humor ácido de ella y con sus bromas, pero ninguno se pasó del límite ni trató de enamorarla para ser su esposo. Ellos no estaban dispuestos a cargar con una mujer que no sirviera para las tareas de la casa tanto como para las del campo. Realmente a ella no le interesaba ninguno de ellos y quizás por estar tan consentida por los miembros masculinos de su familia cualquier otro parecía insulso a sus ojos.

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Un amigo de Agustín se sintió atraído por ella pero, según las malas lenguas, los padres del chico le quitaron la idea de la cabeza y le hi-cieron ver que con una mujer como ella no tendría futuro y mucho menos tendría hijos porque no resistiría un parto. Particularmente no se sentía inclinada por ningún chico así que su vida era apacible y agradable, pero echaba de menos a su hermano Pedro. Se había casado hacía unos cinco meses con Lucrecia, la hija del maestro y había sido destinado a otro pueblo, a un día en mulo desde su casa. ¡Cuánto echaba de menos a su hermano! Pero cada uno debía encontrar su camino, eso decía madre, lo mismo que ella lo hizo con padre. ¡Y cómo odiaba que la trataran como si fuera de cristal! La vida a veces le parecía injusta pero cuando le daban los ataques agradecía estar viva y como luego se sentía muy débil para hacer cualquier cosa, se prometía ser menos rebelde y acatar las limitacio-nes que le imponía su enfermedad.

En los últimos años su corazón había mejorado y poco a poco su vida se había normalizado. Tenía cuidado con lo que hacía, no co-rrer en exceso era un ejemplo, pero por lo demás llevaba una vida agradable. Se le permitió aprender a leer y a escribir y sus hermanos también aprendieron. Su padre, que al igual que su madre era anal-fabeto, consideró necesario que sus hijos conocieran por lo menos lo elemental de la escritura y de la lectura, además aprendieron a hacer cuentas, así nadie les engañaría en el futuro. Además cuando iba al convento ella se sentía feliz, pues se reunía por el camino con las mozas del pueblo. Unas iban a sus labores del campo, otras a buscar agua en la fuente e incluso algunas iban a servir a la casa del médico. Las monjitas le enseñaron a bordar, a tejer y a hacer pastelitos de ángel, así como otras delicias que solo se adquirían en el convento por unos céntimos, pero sus hermanos apreciaba mucho esas tenta-ciones divinas como decía Agustín con su cara de pícaro y ella reali-zaba la tarea con mucha facilidad y sin ningún esfuerzo, le encantaba elaborar esos dulces tan especiales en los días señalados, como los cumpleaños o en las fiestas grandes, como la fiesta de la Patrona. Se ponía manos a la obra. Y como lo que sus padres querían era que no se esforzara en exceso ella intentaba no preocuparlos, pero a veces

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se las ingeniaba para hacer lo que no debía hacer… “Mejor no digo mucho, por si mis pensamientos causan un disgusto en la familia por las ideas que se me ocurren a veces”. Se sonrió la Lola.

Su padre y sus hermanos mostraban, aún dentro de su forma arisca de ser, un inmenso amor por ella. Por ese motivo no se rebelaba cuando le prohibían hacer alguna cosa, solo unas pocas veces lo ha-cía. Pero normalmente antes que ella se pusiera manos a la obra o propusiera algún loco plan ya su padre negaba rotundamente. Era como si leyera sus pensamientos ¡No sabía cómo lograba averiguarlo si nadie lo sabía salvo ella misma! Todavía recordaba que cuando era niña su padre con mucha ternura se sentaba con ella en brazos. Era cuando tenía esos episodios, su corazón se sobresaltaba y corría como loco. Le daba el medicamento que el médico le recetó y mien-tras la mecía suavemente en la mecedora colocada delante del fogón le cantaba con esa voz de barítono una folía o una malagueña ¡Qué hermosa voz tenía su padre! Cuando contemplaba el cuadro tan dis-par de padre e hija su madre siempre sonreía, a pesar de la preocupa-ción que reflejaban sus ojos por esos episodios que le daban a su hija.

Su padre, cuando llegaba de trabajar, se aseaba en una palangana antes de sentarse a la mesa y le decía a su mujer:

–Mujer, hoy mire al sol y recordé que tú eres para mí, mi propio sol.

Su madre se sonrojaba. Y entre ambos existía una comunicación no verbal, más bien espiritual. Siempre pensó que su padre debió estu-diar como los grandes señores o como el señor cura, don Herminio, o como ese periodista y escritor un tal Don Benito Pérez Galdós. Ella leyó algo de él, en el despacho de don Enrique cuando fue a una revisión médica. Mientras esperaba vio un periódico doblado y sin poder evitar la curiosidad se puso a leerlo, la curiosidad sería su perdición según decía don Herminio, el señor cura, cuando se confesaba y luego debía rezar tres Padre Nuestro y tres Ave María para que su pecado fuera perdonado y se iba con la promesa de no caer más en la tentación pero siempre desobedecía y por eso quizás ardería en el infierno, pero no estaba segura que en realidad exis-tiera esa cosa llamada infierno. Pues bien, ese día pudo leer un par

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de noticias del continente ¡Qué pena que no pudo llevárselo a casa! pero no quería abusar de la buena disposición del médico que le dejaba de vez en cuando algún libro para leer. El diario hablaba de la obra de Don Benito, el cual había nacido en Las Palmas, es decir, era de su isla, pero había vivido en Madrid casi toda su vida. Hacían una crítica de su obra y de su vida. Galdós fue un hombre tímido y retraído que llevó una vida humilde y sin grandes pretensiones. Tenía una ideología liberal progresista y de mentalidad abierta; era considerado, después de Cervantes, el más importante novelita es-pañol, decía la prensa. Le hubiera gustado leer algo de Galdós, pero en el convento no la dejaban leer todo lo que ella hubiera querido.

Ojalá Pedro estuviera allí con ellos a lo mejor lograba que le con-siguieran algo de Galdós. Todavía recordaba cuando su hermano habló con su padre. Deseaba estudiar y este a regañadientes acce-dió. La única condición era que su hermano tenía que cumplir con las labores al igual que todos los miembros de la casa. Siempre y cuando lo uno no le quitara el tiempo para que cumpliera con su obligación podía hacerlo. Así dio el visto bueno para que su herma-no estudiara. Al poco tiempo su padre le dijo a Pedro que podía ir a la capital a prepararse. Que esa oportunidad no se le daba todos los días a un campesino, que aprovechara y que si él quería ser maestro no se iba a oponer a ello. Así que Pedro se fue a la capital y mientras buscaba un trabajo estudiaba para maestro y se graduó con hono-res. Ella envidaba a su hermano, quería irse a la capital y ver las maravillas de esta pero no podía ir contra los deseos de su padre. No se le había perdido nada en la ciudad, le dijo su madre cuando un día puso en palabras ese deseo. Así que se conformaba con vivir el día a día y cuando contaba 14 años soñaba con tener una familia propia pero su madre ya le había dejado en claro que no todos los hombres se interesaban por mujeres enfermizas que no pudieran hacer las tareas del hogar. En fin, ella poseía una personalidad muy alegre y dulce, eso decía su madre y su tía, pero tenía un carácter tan tozudo que su padre cuando se enfadaba con ella le decía que lo más seguro era que el señor Dios se burló de él y que en vez de una niña le dejó una pequeña mula llamada Lola.

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–Lolaaa…..Lolaaaaaaaaa.

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–Aquí tía Consuelo. –Contestó sin muchas ganas. Sus pensamien-tos se alejaron y ahora la realidad del hoy le llegaba.

–Lola, tu madre te anda buscando, hoy vienen a cenar tus tíos Mi-guel y Carmela, los hermanos de tu madre, ¿no te acuerdas? Y se quedarán unos días para las fiestas. Vienen con su hija Josefina. ¡Venga mocita que hay que preparar algo de comida y los jergones para dormir! Además vienen don José y sus hijas. Así las jóvenes podéis hablar de vuestras cosas.

–Lo había olvidado –Respondió

Y levantándose se sacudió la falda, se alisó el pelo pasándose los dedos entre los mechones y sujetó el pañuelo que se había quitado mientras estaba tumbada. Se lo colocó en la cabeza, ocultando así su cabello castaño, oscuro y espeso. Se tocó las mejillas e hizo un gesto a su tía por si tuviera alguna mancha en la cara.

–Ven aquí que te voy a colocar bien ese pañuelo, –se lo anudó a la barbilla y luego usó la punta de su delantal para limpiarle una man-cha de tierra que tenía en la mejilla. –Vamos, que ya cae la tarde y tenemos mucho que hacer.

Así que ambas caminaron agarradas del brazo, mientras Lola no dejaba de hablar y hablar.

–Se ve que has estado muda mucho tiempo. –Dijo su tía sonriendo. Adoraba a su sobrina Lola, compartir la habitación les llevó a una especie de comunión entre ambas. Ella era una mujer sin hijos. Era una mujer estéril y su sobrina aunque era una joven hermosa no te-nía la posibilidad de tener una familia debido a la enfermedad que padecía, pero cualquiera que la viera no pensaría que era una mujer enferma, salvo unos pocos episodios al año su salud era buena.

–Tía, ¿Padre me dejará ir a las fiestas? Si vienen los tíos y la prima no vamos a quedarnos en la casa, ¿verdad?

–Claro, iremos todos a disfrutar de las fiestas de la Patrona. Este año echaremos de menos a Pedro, pero esperemos que el próximo año pueda venir a pasar unos días con nosotros.