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PRESENTACIÓN

PROLOGO

Tengo muy en cuenta que estos escritos no lograrían alcanzar la dignidad suficiente para que

fuesen considerados como parte de una obra, más cuando eso es lo que menos pretendo que

llegasen a ser considerados. Me he atrevido a compilar estas líneas porque en algún momento

me fueron de gran oportunidad para entrar en la intimidad consigo mismo. En las ocasiones que

me disponía a escribir caía en razón de que más vale practicar la reflexión que hablar de ella,

porque suele suceder que cuando se tiene mucha destreza en hablar de algo en particular es

cuando nuestras entrañas están recargadas de miedo por creer en la efectividad de lo que se

habla. Preferí intentar pensar, en lugar de hablar de ello. Más aún, si de hablar se trata, todos los

días lo hacemos; pero ¿qué pasa con el reflexionar? ¿Sucederá lo mismo que con los días en que

hablamos? Lo que menos pretendo es hacer entender que reflexionar es una utopía de la que nos

alimentamos día a día para que la esperanza de nuestra razón no desfallezca. Ni mucho menos

de que se llegue a pensar de que para reflexionar se necesita estar animado por la naturaleza

cósmica. No, es más ni siquiera tengo pretendido alguno con lo que hay aquí escrito porque en

realidad lo que escribí no lo hice pensando en alguien en particular, ni aun grupo determinado.

Lo que intenté escribir lo hice porque me vi en una gran responsabilidad para conmigo mismo y

no fue otra cosa que liberarme de lo que en mi interior me estaba carcomiendo, esclavizando. El

temor por encontrarme conmigo mismo ha sido mi eterna cadena de esclavitud. Luego,

necesitaba liberarme y qué más que hacerlo por medio de las letras, cuya sombra me sirve de una

verdadera trinchera ante los bombardeos de la incertidumbre de la vida. ¡Oh benditas letras que

haciendo las veces de estrella embelleces el universo del papel! ¡Oh hermosa creación tan

minúscula pero tan magna en tu trabajo! Las letras… Las letras son las más fieles cenicientas de

la imaginación; son el vivo sacramento de la razón. Cada letra contiene un sentido que,

conjugado con otras, procrean la sublimidad de la palabra que, siendo mucho más que la

sumatoria de letras, es el engranaje de más perfecta expresión de vida. La palabra es para la

razón lo que fue el barro para Dios. El mundo de la letra es mucho más que fantasía, que simple

divagación, que simple efervescencia quimérica. En el mundo de la letra se hace realidad todo

cuanto para la carne le resulta imposible.

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En el mundo de la letra el amor toma carne para quienes le resulta imposible sentirlo; la mujer

más deseada yace regocijo en los brazos de quien la desea…en el mundo de la letra cualquier

verdad se puede alcanzar…aunque pensándolo bien aquí es en donde menos se puede llegar a

ella, porque si de verdad se trata sería mas prudente pensar que resulta más evidente en la

realidad sensible que en la realidad abstracta…pero bueno, no es este el tema del que me quiero

encargar en este instante. Todo esto para decir que ¿Qué seríamos sin las letras? Sería tanto

como pensar al sol sin su luz o la noche sin su oscuridad.

Lo que hay aquí escrito son pequeñas, y algunas son el colmo de la brevedad, reflexiones

referidas a diversos temas. No hay, por tanto, una estructura determinada. Están ubicados como

se me vino en gana, de modo que si alguien diferente a mí logra leer estas cosas, no se mate la

cabeza buscando el sentido pedagógico de los escritos, puesto que ya es suficiente con mas que

sea haber deslizado su vista sobre este renglón. Aunque si sigue no me es motivo de disgusto,

antes bien le ruego que me comprenda el reguero de babas que encontrara a lo largo de las hojas,

porque, vuelvo y reitero, estos escritos no tienen ningún destinatario en común y fueron

compuestos desde una ingenuidad a la que me atrevo llamar racional, no solo por lo que me

concierne en cuanto hombre, bueno eso creo, sino en cuanto a nivel crítico frente a las

situaciones que me propuse encarar. En otras palabras, le pido que por favor comprendan, son

mis primeros dientes de leche y por ser tales, son aún muy débiles.

Muy seguramente todos los escritos que han sido confeccionados a lo largo de la historia

quedaran ciertamente cortos si se ha de decir alguna exaltación a lo que es la letra. Desde el

primer momento en que el hombre logró caer en razón de su capacidad de escribir, y digo “caer

en razón‖ porque en realidad no fuera que haya descubierto algo sino que más bien tuvo

conciencia de dicha destreza, comprendió que su afán por expresarse de la mejor manera había

quedado solucionado. Tanto así, que su voz podía ser escuchada a cuartillas de distancia sólo

gracias a una hoja y un poco de tinta. Suele pasar que cuando nos tomamos la delicadeza de

escribir, porque escribir no es como comer o ir al baño, o cualquier otra actividad cotidiana

nuestra, la dificultad que percatamos no es tanto una falencia de tipo académica, sino más bien

porque nos rendimos a un temor que logra embargar toda nuestra existencia.

Desconocemos que escribir es mucho más que un ejercicio de comunicación de tipo

interpersonal, puesto que es ante todo una cuestión de orden muy personal y, quien lo creyera,

pero quien ejercita la escritura no sólo logra experimentar una liberación espiritual, sino que

también reactiva su relación interpretativa con la naturaleza circundante; porque parece ser que

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nuestro espíritu suele aproximarse constantemente a realidades que efectivamente engañan y

esclavizan. Desde luego, yo no soy quien para diagnosticar tales realidades porque puede pasar

que algo que me esclaviza para otros puede ser motivo de liberación y de esta forma caeríamos a

un lamentable relativismo.

Ahora bien, ¿por qué escribo? No es porque píense que las letras tiene facultades que las

palabras verbales no tiene. Cada palabra salida de la boca, es un tejido confeccionado por la

mano. En fin, si he de justificar el por qué escribir diré que todo se debe a que mi espíritu, quien

soy yo mismo, así me lo exige, y ello ha quedado expresado muy brevemente en líneas arriba.

D. F. Camelo Perdomo

Neiva, ___________ de 2014.

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A mi compañera de lucha amorosa, Maritza

A mi hija Ana María

A mis padres Siervo y Rosalia

A mis hermanos Indira y Edwin

Y a mis sobrinos Vanesa, Cristian y Edwuin Jr.

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RELATO DE UN ALMA APASIONADA

“Si quieres conocer a una persona,

no le preguntes lo que piensa sino lo que ama”

San Agustín.

Palabras preliminares

El maestro Jean Paul Sartre asegura que sería mejor escribir los acontecimientos

cotidianamente hasta el punto de llevar un diario en el que queden registrados para así

lograr una mejor comprensión de ellos.

No dejar escapar el detalle de cada cosa; no desperdiciar aquello tan propio que se

conjuga armónicamente con su entorno. La lógica con la que esta armada la naturaleza

se vislumbra como un fenómeno que obliga a la razón a no ver más allá lo que en

realidad está más acá. Esta experiencia solo logra su escenario en “mí‖, un lugar tan

centrífugo, inhóspito y bohemio; un lugar como diría la canción de Fito Páez ―donde

todo viene, todo pasa‖. No obstante, ese es el problema, que eso que viene y pasa no deje

huella. Una huella indeleble marcada en el suelo de la memoria, pero que el correr de la

brisa temporal, pone en riesgo a que esta huella se haya desintegrado en la medida en

que tal brisa va pasando.

Así es la historia humana. Una gran edificación sostenida por pálidos y frágiles andamios

que ante el amparo no más de su propia esencia, lucha por mantener su vertical deseo.

Una batalla ante el olvido que atenta exterminar su existencia, porque parte de la

existencia del hombre se alimenta de su historia. Quien olvida es suspendido a la nada, y

por lo mismo, la obligación de ser olvidado. He aquí la razón existencial por la que es un

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deber de vida consignar por escrito el registro de la memoria, que es a lo cual llamamos

humanidad.

“Relato de un alma apasionada” es una breve historia, contada en un lenguaje sencillo

manteniendo el propósito de una libre pero paulatina fluidez en los sucesos que le

ocurren al protagonista. Pero como todo lo que hace el hombre tiene una intención,

pues, éste no sería la excepción. No pretendo dejar ninguna moraleja que regule nuestra

conducta, ni presentar un falso modelo de humanidad que en muchas de las ocasiones es

producto de frustraciones humanas. En muchas oportunidades mostramos más lo que

desearíamos ser que partir de los que somos en acto.

* * *

n atardecer algo caluroso y hostil se hacía notar como era ya la costumbre todos los

días de agosto. Eran algo así como las cinco y treinta y cinco de la tarde de un día lunes,

cuando Rafael salía de manera rutinaria de su trabajo. El viejo reloj que envolvía su

ancha muñeca marcaba el anuncio de que pronto la noche nacería para dar muerte al

día; en pocos instantes el frio de la noche cubriría los cuerpos de los danzantes de la

oscuridad. En los hombros de Rafael comenzarían a pesar las consecuencias de un día

saturado de labores académicas, en razón a que él laboraba como profesor de materias

que para la sociedad vanguardista resultaban ser de ―relleno‖; sí, relleno… relleno de

espacios que ni aun las ciencias positivas ni empíricas han evocado esfuerzo alguno para

pensar sobre lo ―inexacto‖ de la vida, en virtud a que la exactitud de pensamiento que

busca de forma desmembrante, es aquel enigma que se retrae una y otra vez ante los ojos

de los hombres enceguecidos de soberbia y enmudecidos de humildad. Ayudar a

comprender el comportamiento humano en sus diversas facetas no es sencillo, pues para

el hombre de hoy otros son sus intereses; está interesado en buscar el mejor postor para

usurpar su capacidad de raciocinio. En fin, a eso es a lo que se dedicaba Rafael. Ahora

bien, volviendo a lo de aquella noche en la que la soledad y el desaire se posan sobre los

hombros de nuestro amigo, la inseguridad de sus pasos sobre un andén lacrado,

confirma la frigidez de su deseo de llegar a casa temprano. Al ritmo de sus pasos que van

U

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al son del segundero, mira panorámicamente su entorno recargado de humo, grito y

luces llamativas, pensando como si ninguna de aquellas cosas fuesen parte esencial de él,

y al instante, de forma análoga, pensaba en aquellos rostros pueriles, diáfanos y aun

frescos de algunas de sus alumnas que en su intención de hacer notar obligadamente su

belleza, lacraban, como lo estaba el andén en donde descansaba cada uno de sus pasos,

ese himen facial tan puro que desobligaba cualquier intento de maltrato. Sin embargo,

ello se hacía patente al instante en el que sus pestañas, cual pasivas cabelleras, eran

peinadas unas y otra vez con ese cepillo que se ajustaba a su medida y cuyas cerdeas que

estaban embadurnadas de esa tinta negra que parece fundirse con la inmensa oscuridad

de los ojos que bien podrían ser asemejados con el universo al ser ellos la ventana al

infinito del alma cuando ella desea liberarse de sus propias ataduras pasionales.

No obstante, la aguja que marcaba la intensidad de sus asombros no respondía en su

más mínima expresión; quizá, unos cuantos milímetros de su ceja derecha se hacían

notar en reparación de lo anterior. De vuelta su vista al suelo, pensaba qué cosas de este

mundo podrían fraguar el cansancio que convertía su cuerpo en casi un desierto y sus

labios, humedecidos por su lengua, guerreaban por no ser el blanco de una resequedad.

Sus manos juguetonas y ensacadas en los bolsillos acompañaban el revuelo de sus

pensamientos, fieles caminantes del inhóspito sendero y aire asesino cuando se siente

perdida, eso lo es la mente del hombre. Vista el frente, pupilas dilatadas… mente abierta

y asombro encendido fue su próxima reacción somática que experimentó. Se detuvo.

Sobre los costados laterales de su cuerpo apenas se deslizaba el viento guarda espalda;

ese que suele ayudar al temor y a la cobardía. Recuerda que su existencia solo logra su

despliegue en el tiempo y vuelve el reloj, cual vocero de la historia, a proclamar la muerte

de otra hora. Eran las 7:25 p.m.

Le llama la atención una puerta que antecede a un restaurante con tinte de antaño, como

si el pasado fuese una escusa para descansar. Guadua, palmicha y algunos cachivaches

viejos despertaban ese olor a polvo de baúl humedecido. Sin embrago, no era ese su

fuente de asombro. Aquella puerta daba a luz un enigma que abrazaba la admiración de

Rafael. Se acercó. Una vez en el marco de esta puerta, deslizaba su vista de forma

ascendente sobre una escalera embellecida de mármol y, sobre ella, una belleza aun más

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sublime se asomó por la puerta en la que terminaba el destino, como queriéndole dar la

bienvenida a aquel lugar que, aunque no era el cielo, si tenía grandes similitudes no sólo

porque se tenía que subir, sino porque en medio de tantas nubes de humo revoleteaban

ángeles cuyo mensaje tenía como único degustante al cuerpo; éste quizá con la intención

usurparle al alma lo que creía exclusivo para ella.

Su tronco bellamente torneado se alzaba ante dos estandartes finamente depilados. Una

tela negra hacia las veces de vestido que se ceñía a la par de su figura y cuya caída se

lanzaba de su cadera como el agua que es debocada al abismo de una cascada. Era seda

negra, tal y como se tornó la mente de Rafael al compararla con la negritud infinita del

universo. Unos puntudos tacones la elevaban del piso; de ése del que jamás debió

elevarse. Su altura se hacía notar y, por supuesto nuestro persuasivo amigo admirado

quedó. Acercándose a la barra pidió al barman una muy fría cerveza. Ah, nacional claro,

porque las importadas no merecían calmar la sed que le fue provocada por el trabajo

que, en últimas, hacía en este país, razón suficiente para pensar que debería ser una

bebida nacional la que saciaría su sed nacionalmente lograda.

Circulando la botella sobre la barra, su mirada continuaba fijada en aquella mujer, de

quien solo recibía unos cuantos estirones de labios, como simulando una sonrisa. Sin

perder su intensión en su objetivo, se dirigió a una mesa como queriendo insinuar que

su estadía en aquel lugar podría prolongarse por unos cuantos minutos más de lo

pensado. Su rostro parecía viles cañones que apuntaba a un enemigo que desconocía su

condición; su mirada cargaba una y otra vez esos proyectiles que antes de lastimar

pareciesen que fueran más bien señales de auxilio. Su cerveza no se convertía en la mejor

excusa para llamar la atención, así que pensó que sería complicado acapararla. Solo

bastó un aliento visceral, de esos fríos y vacios que incluso provocan hasta vómito, para

impulsar su acercamiento abrupto y desafiante.

Se acercó.

— Hola…

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Seguido de un silencio inquisidor, fue arrojado a una completa incertidumbre. Pero qué

carajos fue eso. Un par de segundos en el vacío lo desprendieron de la realidad.

Sintiéndose en una total nulidad de tiempo, simuló que aquello no sería más que un

furtivo saludo para alguien que encuentra en su camino. Un paso a la izquierda, el

cuerpo ladeado a este mismo lado y escapa de sus mayores confrontaciones dirigiéndose

al baño, cuyo vidrio no sería más que un muro de las lamentaciones. Un par de

toquecitos de agua en la cara, y vuelve nuestro amigo a estar face to face, como dirían en

gringolandia, con aquel reto nocturno. Retorna a su mesa, y ahora sería ella quien

tomaría la iniciativa de lograr el acercamiento que él hubiese deseado. De manera

inesperada, ya tenía a la mujer en frente de sí. Imponente, bella e enigmática.

— Hola, me puedo sentar…

— Si como no, siga… respondió Rafael algo sorprendido.

— Gracias.

— Le provoca algo de tomar

— Un coctelito de manzana está bien, gracias.

Sin importarle el precio de aquel famoso coctelito, no dudo un segundo en pedirlo al

barman, quien con un gesto de sorpresa inició su preparación. Vacilando en su forma de

sentarse, Rafael remarcaba en su rostro una sonrisa de total sorpresa acompañada con

una arqueada de cejas, dejando ver así el lado débil de los hombres: la incertidumbre.

— Lo que pasa es que he notado que no dejas de mirarme ni un segundo…

— Te molesta?

— No, no es eso. Lo que verdaderamente me causa es intriga porque rara vez alguien

se me queda mirando de la manera como tú lo haces.

— Ah. No… (incertidumbre a la vista) simplemente eres una mujer muy

impactante…eso es.

Ante esta estúpida justificación, Rafael nota que sus armas se desploman; se siente

indefenso y, por qué no pensarlo, a la merced de quien lo domine. Pero su dominante, no

era aquella mujer como tanto lo desearía Rafael. Sino que más bien, su dominador era

más bien su propio miedo. En esos instantes, llega el mesero con el pedido para la mesa

2: el famoso coctelito de manzana.

— Por favor me cancela $ 30.000, si es tan amable.

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La petición del mesero interrumpe un poco la interacción de estos dos.

— Si como no. ¿Cuánto es que es?

— Son $ 30.000 caballero

Rafael cancela el valor de la bebida a cambio de lo cual recibe un agradecimiento de su

destinataria. Al tiempo que van tomando la bebida, un par de miradas son entrecruzadas

proseguido de un…

— Mi nombre es Lola.

— Mucho gusto, el mío es Rafael.

Se menean la cabeza como signo de aceptación entre ellos

— De modo que te llamas Lola… Lolita como la de la novela.

— Si como la de la novela pero con la diferencia que yo si puedo conseguir al hombre

que quiera.

— Mmm!!!

Y vuelve a hacerse evidente la incertidumbre masculina.

Sin dejarse sorprender Rafael muestra un rostro un tanto burlón y picaresco. Pero fue

opacado con una pregunta hecha por Lola, de esas cortantes, caliente y directas a la

herida:

— Y… ¿a qué vienes por estos lugares? ¿qué buscas? ¿encontraste lo que andabas

buscando? o continua perdido?

— En realidad no busco nada ni a nadie en especial.

— Es curioso encontrar a un hombre vagar por el mundo sin algo qué encontrar.

— Pero en cambio a mí me resulta más complicado entender cómo es que una mujer

intenta comprender las intenciones de los demás. Acaso entiendes la intención por la

que me cuestionas de esa manera?

Después de un profundo sorbo al coctel de manzana una sutil sonrisa que se dibuja

gracias a ese rojo escarlata, Lola exclama:

— Veo que no eres un hombre como los demás.

— Si me vas a cobrar por el hecho de estar sentado aquí hablando contigo comenzaré

a ser como los demás.

— No te preocupes. De hecho este coctel lo pagué yo.

— Y entonces mi plata?

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— Tranquilo. Simplemente pagaste por adelantado todas las cervezas que te irás a

tomar en adelante mientras estés hablando conmigo.

No escatimó esfuerzo alguno en mantener su mirada lo más fija posible en los ojos de

ella. Se sentía encantado. Las palmas de sus manos se unieron y se ubicaron en medio de

las piernas como manifestando complacencia. Poco a poco, a medida en que las palabras

se entre cruzaban, la esclavitud del estrés iba siendo exterminada; sentía como de sus

hombros descolgaba esa presión malgastadora y humillante. Aquella mujer sería su

libertadora. Los minutos fueron silenciosos en sus pasos hasta que el reloj ya marcaba la

media noche. No había cansancio, ni sueño, solo zozobra por que pronto tendrían que

suspender su encuentro.

— Veo que miras el reloj con mucha frecuencia te aburro o tienes afán…

— No, no, no. Nada de eso, como se te ocurre. Lo que pasa es que me encuentro algo

retirado de mi casa y tengo que levantarme algo temprano mañana

— Ah, entiendo.

No se podía evitar el desanimo que provocaría todo esto. El ambiente se tornaría

silencioso y algo insípido.

— No te dejo mi número telefónico porque comenzarías a ser como los demás. Más

bien, si algún día vuelves, recuerda que a alguien le gusta el coctel de manzana y que le

fascina hablar contigo.

— (sonrió) gracias. Y sí, es muy probable que vuelva algún día. No sé cuando, lo que

sí espero es que sea tan furtivo como hoy.

Tanta furtividad en una mente como la de Rafael significaba sobrecargarla de

incertidumbres. Pero aun así, debía mantener en cuanto sea el aliento, o por lo menos la

dicha de haber hablado con ella.

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Llegado a su casa, Rafael continuaba consternado por toda esa coacción de

sentimientos. Un vaso con agua fría bastaría para aplacar las sensaciones que se

intentaban somatizar. Su humanidad se desplegó en su lecho dando su vista al cielo de

su cuarto. Las imágenes juagaban vacilantes en la penumbra de su cabeza. Hasta que

por fin su sueño clausuró sus ojos.

El reloj ya marcaría la hora de levantarse de su sepulcro. Asfixiaba cada segundo para

que su paso fuera cada vez más veloz y así el declive del sol fuera casi anticipado, cosa

que solo era posible en su angustiada mente. Llegó la noche. Pareciese que el estado

irascible y concupiscible de su alma dependiera del aquella mujer de la quien solo conoce

pseudónimo y el gusto por los cocteles de manzana. No soportando más dicha condición,

decidió llamar a su mejor amigo llamado Miguel para comentarle sobre todo aquel

nuevo mundo que había descubierto aquella noche del lunes.

Los primeros rayos del sol fulminaban el amanecer, aunque todavía era patente el frio de

la madrugada. Marcando la hora indicada el viejo reloj despertador anuncia el instante

que Rafael debía de levantarse. Su pijama algo gastada, fue retirada de su cuerpo

disponiéndose para la ducha. Aunque no se negó al pensamiento que lo incitó desde un

principio y la bella imagen que en él se encontraría. No era musa, ni tampoco provocaba

inspiración. Lo que sí suscitaba era que su estado mental fuera condicionado, pensando

que el tiempo corriera más de lo que debe, porque así son los seres temporales; el

tiempo nunca dejará su esencia por lo que haga y deje de hacer el hombre; el tiempo

seguirá siendo lo que debe ser y no lo que puede, porque en él no hay posibilidad, sino

certezas. El ser del tiempo no corresponde a sí mismo, sino más bien de lo que se haga

en él. En cuestiones de minutos ya su humanidad se hallaba al exterior de su casa

camino al trabajo.

En su hombro derecho, cuelga la vieja tira de su maletín algo marcado por el trabajo.

Llegado al colegio y con un saludo universal, simplificó su primer deber ciudadano. Se

esfuerza porque en su memoria no quede registrada el rutinal, estrecho y agotador día.

Es así que su ímpetu se comienza de nuevo a excitar al emerger de su trabajo.

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En esta oportunidad, sus pasos eran firmes, marcados y con una dirección definida.

Extiende su brazo y con su dedo, algo teñido de tinta, lo sacude como signo de estar

menesteroso de transporte. Ya en el carruaje, cual príncipe fuera de su historia, las

escenificaciones citadinas se desenvolvían como de un gran rollo; salían de una aparente

nada y se esfumaban en un olvidado todo. Habiendo llego a su casa, se dispuso a tomar

una recargada agua de hiervas. Quiso detenerse a asentir los pálpitos de su corazón

como queriendo confirmar que estaba vivo, pero que de ahí a existir si se encontraba

muerto. Rafael gustaba de sumergirse por el mar de la lectura. Algo clásico, moderno o

contemporáneo; algo que lo liberara de la opresión del mundo litigante y oscuro. Su

biblioteca simbolizaba para él su más grande y preciado ramo de flores.

Al momento en que se posaba en frente de ella, se sentía como un pajarillo picaflor

chupando y saboreando de la más dulce y tierna labia. Se fascinaba de sentir en sus

manos papeles en blanco aun sin estar graficados con tinta, o quizá dispuestos a

comenzar a estarlos, porque, ¿qué sería la lectura sino es por la escritura? Un

complemento visceralmente natural. Cada letra, cada palabra, cada párrafo se iban

entrecruzando para formar finos linos de imaginación, fantasía y libertad. Veía en cada

hoja sin marcar una nueva oportunidad de nacer, y en cada escrito terminado una nueva

oportunidad de morir. Veneradas eran tales horas de la noche hasta el punto de

considerarlas religiosas, porque eran una respuesta ascendente a un impulso que

descendida y no precisamente del cielo.

Mirada al reloj, como signo a su no negación condicional de ser temporal. Eran las 12:14.

A propósito, su recuerdo no se ancló en lo que hacía ya algunas horas había

experimentado en aquel bar donde tomó el Martini de manzana. Sonrió a la vez tomaba

un fuerte sorbo de agua de hiervas. Tomando un lapicero del viejo vaso de porcelana

situado en el escritorio se dispuso a escribir. Pensó en confesar algo, algún crimen, algo

subversivo. Hasta el punto de que descubrió que su alma era la que confesaría. Y

escribió.

— “Mi alma confiesa…

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Aturdido se encuentra mi ser al contemplar la manera tan única y tan perfecta de

proceder la historia de la humanidad. Ciertamente, detrás de lo imperfecto hay algo

perfecto. Y es este precisamente el fenómeno al cual llamamos misterio y de cuya

connotación resulta considerarlo como “lo escondido” o lo inagotable, lo incognoscible.

Si quisiéramos verlo, nuestra vista quedaría corta frente a tan horizonte deslumbrante

y abrumador; si quisiéramos entenderlo nuestra razón se vería vencida a tan magna

realidad. Pero en efecto, no se ve ni se entiende. Sólo es posible vivirlo. Nuestro interés

por querer justificar todo con lo que interactuamos es a lo que nuestra razón está

acostumbrada; pero en Dios no funciona eso. Antes bien, su sola manifestación es

suficiente para entender que en su existencia la nuestra se ve justificada.”

Descansó el lapicero sobre la hoja en la que había escrito tales letras, al rato que su

cabeza se inclinaría sobre el mismo lecho. Vinieron a su memoria las letras de un viejo

bolero que retumbaron una u otra vez en las paredes de su mente: … un bohemio ya sin

fe…el escalofrió de sus huesos acondicionaban su ser para sentir que su esperanza se

desmoronaba cual terrón de azúcar ante al agua y los méritos por vivir se le escapaban

como lo hace la arena en medio de los dedos. La reminiscencia no se hizo esperar.

Recordaba muy bien como a la edad de los trece años la incertidumbre que suscitaba el

saber que tenía que morirse. La noche del día en el que experimentó tal cosa, eran como

las nueve o quizá las diez. La habitación continua correspondía a la de los padres quienes

se mostraban un tanto sorprendidos por el cambio fugaz de su hijo.

Rafael, veía en las noches ese espacio tan único y especial que le permitía encontrarse

consigo mismo. Un encuentro cuyo único protagonista era él mismo. Su biblioteca era

casi como un copón reventado de hostias. Le daba tanta sacralidad que la lectura de uno

de ellos era como un rito. Su mente postrada a la fantasía suscitada por las letras se

consagraba más y más a aquella experiencia deliberante.

Al día siguiente, ya en la ducha, el agua golpeaba su espalda ancha y aun marcada por las

cobijas. De camino hacia el colegio, recordaba con cierta gracia lo ocurrido la noche

anterior. Una sonrisa trataba de nacer en una de las esquinas de su boca. Y aun así quiso

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olvidarlo. Le resulto fácil acapáralo con una de aquellas sombras proyectadas en la

caverna según lo narra Platón en su famoso Mito. De modo que quiso liberarse, romper

con las cadenas y continuar su camino. La mañana pasó sin novedad. Sin embargo, no

así sería la tarde. El sol, ubicado en el cénit del día, calentaba la humanidad haciendo

que sus frentes brillaran a causa del sudor. Pero no fue suficiente el brillo patente en los

rostros de quienes hacia parte de su alrededor para que Rafael se negara a sentir de

nuevo admiración por una creatura que se acercaba a él de forma danzante con su

caminar lento pero preciso.

La cordialidad no se hizo esperar y un saludo emergió de las profundidades de Rafael

quien mostrándose cortés, como buen caballero, quería hacer notar su presencia. Saludo

que al instante recobró su respuesta. Dicha creatura militaba en las filas de pupitres que

conformaban el batallón de la vida. Era sencillamente hermosa. Su cabello caía

abrazando el contorno de su rostro. Sus ojos negros como el universo, insinuaban el

riesgo de que algún ser se pudiera extraviar en tal inmensidad. Sus cejas, engalanando su

mirada, se conjugaba de modo tal que al momento de fijarse ajusticiaba quien fuera su

destino. Su nariz era como ese paso obligado del aire que neumatizaba su humanidad.

Sus labios, fiel retazo caído del cielo, salpiqueaban una fina sonrisa gastadora de picardía

y deseo. Fue de este modo como quedó registrado en su conciencia histórica la manera

de cómo nacería su nuevo gusto prohibido.

Las dos primeras horas de clase pasaron casi sin notarse. Recordaba una y otra vez tal

encuentro hasta que se hizo evidente cuando sus ojos, cual fecha de guerrero romano,

quedaron clavados en ella. Bajo el pretexto de preguntar algo referente a la clase, Rafael

se acercó a ella, le habló y ella congratulaba cada palabra que salía de su boca con una

sonrisa. Sentía que su gusto por esta mujer representaba lo prohibido de su labor;

inclusive recordó en una de aquellas lecturas existenciales de uno de sus filósofos

favoritos medievales San Agustín en su obra ―Las Confesiones‖: ―Todo aquello que me

resultaba prohibido, me resultaba también ser causa de mi pecado‖. Rafael, prefirió

darle rienda suelta a su imaginación y le propuso a aquella mujer que le encantaría que

lo acompañase a hacer unas compras después de las clases, invitación que le fue

aceptada sin reparo ninguno. A partir de este momento las horas y los minutos

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siguientes significaron para Rafael una completa tortura, inclusive sintió haberse

equivocado al hacerle dicha invitación, pero desistió de su repentina y tardía corazonada.

Llegaron a un café local, acordaron tomar la misma bebida fría so pretexto de tener algo

en la mesa con qué disipar el temor que los fue abrazando a los dos, pues esta mujer

imaginaba de forma certera a qué venía este espacio. El vacio estomacal al fin se apoderó

de Rafael y la sudoración en las manos de la dama también. Accedieron mirarse muy

fijamente hasta que dos palabras emergería como la justificación del encuentro: ―me

gustas‖ dijo Rafael. Pero lo decía no de forma tan convencional sino muy tranquila y

profunda. Un silencioso acercamiento entre los rostros manifestó estar de acuerdo con lo

que decía Rafael. Se gustaban y la manera como se besaban, mostraba que lo sentían

muy fuerte. Advirtieron tener mucho cuidado si querían compartir este bello

sentimiento. Acordaron disfrutar cada minuto que se desvanecía en aquella tarde que

paulatinamente se fue tornando noche. Al llegar eso de las 7:00 de la noche dieron por

terminada su clandestina cita con una ardiente fe de que pronto se verían de nuevo. Tan

ardiente que en esa misma noche Rafael, al llegar a su casa, su pensamiento se rendía a

la desesperación que provocaba al recordarla.

Pasaron un par de semanas sin ninguna novedad. Sentado de frente en su escritorio de

costumbre, tomaba sobre sus manos un par de hojas algo amarilladas por el polvo y

tortadas por el sol, como si fuesen traídas de algún siglo pasado. Aunque tenía algo de

trabajo retrasado, sintió la necesidad de liberar su alma escribiendo algunas líneas sobre

aquel papel. << Nunca creí que después de orientar a otros en sus incertidumbres, yo no

pueda salir ahora del mío. Siempre he creído en lo que se piensa, se dice y se hace –

pensó- . Tanto leer y reflexionar para caer en una encrucijada como esta… no me

entiendo>> Era de esperarse. En ocasiones Rafael leía para otros y no para sí mismo.

Sembraba en los campos de los demás y desconocía el inmenso espacio que tiene en su

interior. Tal vez los libros son pruebas de fe en vidas que otros han vivido; pero es muy

difícil asociar que lo que otro vive para que alguien lo haga propio. Quizá ya era hora de,

sin abandonar sus libros, comenzar a leer otro tipo de cosas; su vida misma como por

ejemplo. Nadie puede desembrollar las dificultades de otro cuando para sí mismo se es el

más grande de los enigmas.

Page 18: Mi libro.

Llegadas las 12:30 del medio día, el timbre inesperado sacudió a Rafael y lo obligó a

descender súbitamente a su espacio-tiempo. Miro a su alrededor y notó lo desolador que

le resultaba. Metió su mano al bolsillo derecho del pantalón y solo contaba con unas

cuantas monedas, suficientes para pagar el pasaje del transporte. Manteniendo aun su

mano en el bolsillo, salió vacilante por la acera de la avenida hasta llegar al paradero.

Durante todo el camino dentro del bus, su mirada quedó fijada en el pavimento, con una

resignación casi segura de que cuando regrese a su casa nada encontraría nuevo o, peor

aún, asombroso.

Ya en labores una tarde de costumbre, los encuentros de estos dos se hacían cada vez

más asiduos. Cualquier excusa servía de puente para comprobar el deseo que los

carcomía en su interior. <<Llego el día>> pensó. <<El día en el que daríamos punto

seguido a este deseo>> Los dos salieron ya habiendo terminado las clases y se dirigieron

a tomar un taxi, el cual no tardaría más de lo que ello se paran en la esquina. Era algo así

como las 6:45 de la noche cuando casi indecisos acordaron al lugar donde

desembocarían todas aquellas ansias. Un viejo taxi arrima a sus pies atendiendo a la

señal de paradero. Rafael, algo penoso pero frentero quiso susurrarle al taxista el destino

al cual querían llegar con su pareja. No dudó en sentirse como un adolescente en su

primera cita de motel en su vida. Pero igual, era con aquella mujer, y con ella todo sería

nuevo en adelante. A la par que se dirigían al lugar, una vieja canción se escuchaba; era

casualmente de un apareja que, al parecer, tenían un problema con un reloj que marcaba

las horas muy rápido, pues marcaba la una, las dos y tres… las cuatro y las cinco, la seis y

las siete… y que la luna se aceleró encontrándolos desnudos al anochecer, como diría la

canción.

Rafael no quiso ser inferior a este momento con tinte forzosamente romántico. La abrazo

de tal forma que la pequeña caja torácica de la mujer pareciese perderse en tales brazos.

Llegaron al lugar. El reloj de pared marcaba la 7:15 p.m. después de haber cancelado el

valor de la carrera, se dirigieron a la recepción para solicitarle servicio, porque, aunque

suene algo extraño e aquel sitio era cliente quien solicitaba y no el dueño que le ofrecía.

En fin, no era aquella hora de entrara en un pleito interno de servicio al cliente ni nada

parecido. Subieron las escaleras: << son como algo rusticas>> pensó en voz alta y su

Page 19: Mi libro.

acompañante lo miro como con cierta pena ajena. Sintiéndose un poco avergonzado por

esa mirada, le preguntó si gustaba algo de tomar, a lo que ella respondió:<< No gracias,

así estoy bien…>> y volvió a agradecer como queriendo insinuar que su estado mental y

emocional se encontraban equilibrados, a diferencia al de Rafael para quien el

nerviosismo lo apoderó y su lengua pareciese apagarse.

Sin duda alguna, se sentía hasta quizá como cuando era virgen. Su mente se nubló y las

palabras torpes carentes de lógica no se hicieron esperar. Penetraron en la habitación,

ella se sentó en la cama manifestando cansancio y dolor en los pies.; Rafael por su parte

continuo departiendo con la dama de llaves de aquel lugar.

Canceló el valor correspondiente a dos horas. En lo segundos que pasaban mientras

cerraba la puerta, pensó si dos horas eran suficientes, aunque nubló esa aparente

objeción a lo que se disponía a hacer con la comparación de una de las más famosas

caídas de edificios por manos terroristas. << tres minutos fueron suficientes para que se

derrumbaran las Torres Gemelas y yo pensando si dos horas serán más que suficientes

para derrumbar un deseo que es más alto que las mismas torres?>> fue el pensamiento

que sorteó la cabeza de Rafael en esos cinco segundos que duró cerrar la puerta de la

habitación. Ella sonrió de forma muy picaresca. Reposó su humanidad en la cama al

momento que se desmoronaba una muy delicada mirada de Rafael, quien de forma muy

sutil inició el baile del cortejo.

La luz de la vieja habitación se encontraba tenuemente como se requería. Ella despojó

las joyas de sus oídos y cuello, y las ubicó en la repisa ubicada enseguida de la cama. Su

aroma, no sólo lo llenaba por los poros sino que también animaba su olfato. Ella prefirió

cerrar los ojos dejándose caer al vacío del deseo y la fantasía. Los labios húmedos y

frágiles de Rafael itineraban sobre su cuello, por el cual se deslizó hasta llegar a sus

pechos. Casi encantado y absorbido por el climax del instante, Rafael contorneó su

cintura subiendo hasta llegar a sus manos y apretarlas con firmeza pero a la vez con

delicadeza. Los minutos y las horas se desmoronaron como lo hace la arena en medio de

los dedos. La excitación había desplegado sus alas y había emprendido el vuelo por el

cielo de la exquisita picardía. Una vez calmado el huracán de las pasiones, Rafael y su

Page 20: Mi libro.

acompañante descendieron de la habitación dispuestos a partir a sus lugares de

costumbre. El taxi esperaba a las afueras del establecimiento mientras Rafael la despedía

con un beso de esos que comprometerían un nuevo encuentro. Las manecillas se

colocaban verticalmente a la par marcando la media noche.

Solicitó a la mucama como último servicio una cerveza sugiriéndole que por favor

estuviera bien fría. Ante el primer sorbo, Rafael reconstruía en su mente las escenas

como fueron pasando y mirando el contenido del envase se decidió beberla de un solo

taco.

Ya dentro del taxi con destino a su casa, Rafael sentía una especial atracción por la

noche. <<En la oscuridad se hace realidad lo que en el día se hace fracaso>> pensó como

con un sentido bohémico. Pagó el valor de la carrera y entró en su casa. Estando en su

habitación, lugar que para Rafael gozaba de un alto sentido de sacralidad no por la

manera como estaba construida, sino lo que representaba para ella. Su biblioteca, uno de

sus tesoros más preciados, fue objeto de contemplación por unos cuantos segundos

hasta que no aguantó. Se dirigió a ella con la esperanza de que un libro abierto

garantizaría el descubrimiento de alguien nuevo, tal y como lo había leído hace ya algún

tiempo en uno de sus libros favoritos “El Alquimista”. Las líneas que conformaban el

entrerramado de cada página disciplinaron los ojos de Rafael hasta que lo derrotaron en

un profundo sueño.

En unos de aquellos momentos de casualidad, Rafael se hallaba en frente de su escritorio

y, con pluma en mano, se disponía a escribir acerca algo que hacía ya un buen tiempo

rondaba por su razón. Aunque consideró que eran muchas cosas que rondaban su

cabeza, así que se limitó a observar su entorno y quiso que su razón se postrara a merced

de lo que veía. La ventana de su habitación se encontraba medio abierta. Un espacio lo

suficiente para que por allí las hojas de los arboles del jardín se fugaran he hicieran en el

suelo de su habitación una alfombra naturalmente desastrosa. Aun así, su asombro se

mantenía sensible. No quiso dejarse arrastrar por lo rutinario que pareciese su entorno.

Así fuera el mismo espacio, las circunstancia lo cambiarían todo. En esto consistiría la

dinamicidad de las ideas –pensó-. Un par de horas más tarde, la sabana que colocaba

Page 21: Mi libro.

sobre el espaldar de la silla comenzó a atentar en contra de su comodidad. Se levantó de

allí, un poco decepcionado de no haber podido escribir algo que, según él, no valía la

pena haberlo escrito. No obstante, pensó incluso cómo se pudo haber dado cuenta de

que no valía la pena, sino fuera por haberlo escrito primero? Cayó en razón de que el

dilema de la existencia se debe en parte a los vaivenes, esto es, entre lo que se acepta y

se rechaza, entre negar y afirmar, entre perder y recuperar. Cada situación tiene su

sentido que bien puede retraerse en la inmensidad del horizonte cuestionador. Su hora

preferida del día eran las cinco y media de la tarde. Su motivo de preferencia no era

matemático, era más bien simbólico. Creía muy singular como el día muy sutil y

paulatinamente abandonaba su condición y, a su vez, daba la génesis a otra condición

cósmica: la enigmática noche. Minutos que se perdía en la imaginación hacían de Rafael

un fiel esclavo del pensamiento, pero amo de sus propias ideas.

Desde aquel entonces, Rafael procura hallarle el sentido a cada acción que realiza. Su

entorno se volvió mucho más problemático hasta el punto de resucitar su asombro, eso

mismo que con el tiempo, careciese agonizar en la cotidianidad cuadriculada y

predeterminada.

Page 22: Mi libro.

EL OCASO DE UN SEMINARISTA

Una historia en la que a una vocación el atardecer lo sorprende

“El Hombre es el único que no sólo es tal como

él se concibe, sino tal como él se quiere,

y como él se concibe después de la existencia.

El hombre no es otra cosa que lo que él se hace”

Jean Paul Sartre, El existencialismo es un humanismo

Palabras Preliminares

a vida de nosotros los hombres siempre está determinada por lo que hagamos de ella.

Tanto así que la valides y la importancia que ella posea dependen en parte de esto. Si

nada haces con tu vida, pues sencillamente nada vales. Esto tendría mucha más

aceptación en las filas del materialismo. No todo en la vida es hacer, lo cual no significa

que no sea importante. También hay que tener en cuenta el valor del ser, porque somos

sencillamente. No podemos inclinar el peso del valor de los seres humanos por lo que

hagamos, porque de ser así tomemos todos nuestros ancianos y cuadripléjicos,

arrojémoslos en una fosa común y acribillémoslos.

El valor del los seres humanos y su raíz siempre será una de las más grandes incógnitas

para el mismo hombre. Sin embargo, con mucha razón afirmó ortega y Gasset cuando

escribía, ―yo soy yo y mis circunstancias”, pues son ellas las que en definitiva moldean la

forma de vivir entre los hombre de este mundo paradójicamente llamado humano.

Ahora bien, no todos los hombres vivimos las mismas circunstancias. De ser así, todos

viviríamos lo mismo, en la misma casa, pensaríamos lo mismo y veríamos lo mismo. Me

L

Page 23: Mi libro.

disculpan, pero no me logro imaginar el mierdero más verraco si aquello aconteciera.

Gracias a que estamos incrustados en circunstancias diversas, somos diferentes.

Todo lo anterior pudiera ser llevado a la vida de un sencillo seminarista. Un hombre

como cualquiera, y en eso estamos de acuerdo. Pero que el grupo de humanos para los

cuales trabajan hacen de su vida forzosamente un modelo para quienes no necesitan

tener modelos. La vaga cristalización de lo que las señoras camanduleras de la parroquia

desearían que fuesen sus hijos porque ven en los otros lo que anhelarían en los suyos.

Pero, ¡NO MÁS! Un seminarista no está al servicio de un modelaje eclesial y moral.

La humanidad en la que está envuelto un seminarista no lo separa del resto de los

humanos. Quizá por eso es que ven a quienes optan por el sacerdocio como unos seres

que atentan contra la naturaleza humana. Y en efecto, la historia que a continuación nos

disponemos a emprender por el camino llano de las letras, demuestra que no es así. La

humanidad está por encima de cualquier dignidad accidental.

El sacerdocio al igual que muchos oficios representa una circunstancia para cada

hombre que en ella vive. ¿Buena? ¿Mala? No estamos todos metidos en todas las

circunstancia para poder decirlo. Tengamos presentes que la diferencia circunstancial de

vida es lo que hace que seamos uno en medio de todos.

La cotidianidad de un seminarista estriba entre oración, estudio, deporte, alimentos,

sueño, pereza, enfados, obediencia y madrugadas. ¿Hay algo por fuera de lo

humanamente realizable? No verdad? Pues bien, esto es tan solo una muestra de los

muchos malentendidos que ocurren al tratar de entender las circunstancias de los otros.

―El ocaso de un Seminarista‖ es ante todo una breve historia que, entendida como tal,

está basada en este caso en hechos de la vida real. Es un esfuerzo casi agónico por relatar

el itinerario vocacional de un joven seminarista, pero que el pretender experimentar

cosas nuevas lo llevó desistir de su proceso de discernimiento.

Page 24: Mi libro.

Por último, esta llana manifestación no pretende ser otra cosa que un sencillo homenaje

a los seminaristas cuyas circunstancias son únicas e irrepetibles por más que sea a un

mismo Dios a quien sirven.

El autor.

.

* * *

ada tarde, cuando se acercaba las horas de las vísperas, las campanas de la iglesia

vibraban sobre el espacio vacío, sacudiendo los oídos de los parroquianos indicándoles

que la celebración de la misa se está acercando. Faltando algunos minutos a la hora

estipulada para que por fin iniciara el rito, el padre salía de la sacristía precedido por lo

monaguillos. Las voces de quienes se encontraban en el recinto se unieron para entonar

en jubilo de su propia fe cánticos de alanza y gloria a Dios.

En medio de toda esa muchedumbre se encontraba Juan. Un muchacho ojeroso,

malencarado y con una indisposición porque su presencia en aquel sitio era más bien por

una presión más que por una opción. Sus padres eran quienes sostenían las idea de que

la asistencia a este acto podría ser equiparado a las actividades biológicas. Pero lo que no

se imaginaban era que para Juan resultaba ser más placentero hacer del cuerpo que

encontrarse allí. Sin embargo, todo era cuestión de tiempo para que tal pensamiento

cambiara. De parte de su padre recibía una indicación precisa, pues afirmaba que aquel

gesto iría a representar una muy buena imagen ante los vecinos y, de paso, un buen

ejemplo a los compañeritos de su misma edad, ante quienes sentía una gran vergüenza

pues no quería dar la impresión de santurrón y nada que se le parezca. Sin embargo,

para Juan todo esto representaban simples y llanas arbitrariedades familiares.

Sintiendo ese sinsabor que se experimenta como cuando se traga un bocado de comida

que no le gusta, Juan asistía a misa. Y para quitar ese sinsabor provocado por las

palabras de sus padres pensaba en su verdadera razón: el gusto puratino por la hija del

alcalde. Muy a las 7:00 p.m. aquella niña ocupaba los puestos de adelante. Cosa que

C

Page 25: Mi libro.

Juan no podía hacer por temor a no sentirse avergonzado con sus compañeros de juego.

Qué incertidumbre sentía Juan en aquello instantes de la ceremonia. Su angustia para la

apariencia de una profunda concentración en los ritos llevados a cabo en aquel preciso

momento. O por lo menos las miradas de reojo de su madre así lo hacían sentir. Su

pensamiento se debatía entre la vergüenza de una sociedad juvenil apática a las cosas

religiosas y el gusto por uno de los seres más hermosos que hasta entonces había

contemplado sus ojos. No obstante, pronto sus sentimientos decaerían al pensar lo

imposible que sería acceder a una niña como esa. Este sentimiento embargó a Juan tan

sólo unos meses. Pronto su mirada dejó de fijarse en las primeras bancas. Al parecer, su

entorno era el que le resultaba un poco cuestionante, sobre todo en las horas de misa. En

cierta ocasión Juan se dirigió al templo, se paró en la nave central, su miradas se

traslado en sentido a la manecillas del reloj de forma horizontal. Lo hizo una y otra vez.

Algún tipo de sensación tuvo que haber experimentado Juan, porque para que bajara su

mirada al suelo de manera fija, con sus cejas entre unidas mostrando consternación,

debió haber sido muy fuerte y sobre todo significativa. Ni siquiera el encanto de aquella

niña socavó la llama de incertidumbre que nacía en la mente de Juan. ¿Qué era todo

aquello? ¿Qué podría representar Dios para el hombre? ¿La encarnación de sus temores?

¿La personificación de sus esperanzas y debilidades? ¿La idealización de aquellas cosas

imposibles de hacer? Ahora sí que estaba en aprietos.

Su capacidad de cuestionarse se fue alimentando cada día más y más. Se convirtió en un

muy buen amigo del silencio. En su casa no había suficientes libros o cosas por el estilo

que le ayudaran a despejar las dudas que gestaba su razón. Su madre, por su parte sentía

un gran placer al ver a su hijo que ya no rezongaba por asistir a la misa. Notó, eso sí, una

personalidad más silenciosas y mesurada de su hijo. No se atrevía a preguntarle nada

para no desmotivarlo, según ella, en su proceso de conversión. Y qué conversión pues

Juan comenzaba a pensar cosas que jamás, en otras oportunidades, se imaginaria

preguntarse.

En la mañana siguiente, en la misa de 6:00 a.m. y ubicado en una de las bancas

intermedias, fijo su mirada en el sacerdote quien salía como por arte de magia de un

lugar aparentemente incognito, pero en realidad no era aquel lugar su objetivo. Era el ser

Page 26: Mi libro.

que de él salía, el mismo que le habla a los parroquianos con una autoridad marcada,

seca y directa. Nunca entendió porque recontaba las historias leídas en lugar de explicar

y sacar una enseñanza de vida. ¿A quién representaba en realidad aquel sujeto? ¿Fue su

estado de vida fruto de una presión social sumado a una vigilancia familiar? Habiéndose

ya terminado la ceremonia, se sentó en las escalinatas a las afueras del templo. Se sintió

extraño y tan diferente, pero no se veía diferente. Este sentimiento lo alentó a seguir con

lo suyo y, ¿qué era lo suyo? Ni él mismo lo sabía con precisión.

En la tarde de aquel mismo día, Juan se paseaba por la plaza central de mercado.

Agudizando sus sentidos, las texturas, los colores, olores y sabores. Los

comportamientos tan carentes de delicadeza de los placeros le llamó mucho la atención,

pero más lo hizo cuando, ubicado muy bien el centro de la plaza, pensó que su razón

sería como tal. Un punto convergente de tantas y tan extrañas ideas y sentimientos que

lo conmocionaba. Era su razón una plaza de sentimientos. Ahora bien, ¿qué tenía Juan

para ofrecer? ¿Qué tipo de sentimiento tenia para mostrar? Sabía que si en él se cumplía

la complicada e irónica filosofía del mercado que reza que quien no muestra no vende,

sencillamente fracasaría.

Sabía muy bien que sus pasos lo llevarían a algún lugar y que, al igual que sus ideas,

existía por una razón la cual, en su momento entendería. Ya en su casa, observó en la

alacena de la sala un tipo de collar de pepas negras. Nunca había tomado en sus manos

ni por equivocación una camáldula. Una paulatina y presurosa ansiedad se apoderó de

él. Sentía que podía quedarse allí contemplando aquel extraño objeto, que hasta

entonces así le resultaba. Era de su madre. La muy piadosa señora la utilizaba en sus

rosarios de aurora y demás horarios. Ahora sí entendía Juan por que su madre se

quedaba como suspendida en el tiempo hablando sola o secreteando con alguien. Para

ella le representaba un objeto divino para un acto divino. Y aunque Juan, en efecto, se

cuestionaba acerca de lo que llamaba divino, se preguntaba ¿qué lo hace divino? ¿De

dónde procese su divinidad? Porque si por divinidad física se trataba, no eran muy

atractivas que se afirmara. Eso significaba que a estas cosas, la divinidad que las cobijan,

no pertenece al ámbito humano; no eran divinas porque fuesen atractivas a los sentidos.

Eran divinas por la función que cumplen sobre los sentidos.

Page 27: Mi libro.

Los días fueron pasando. Los sonidos que provocaban las campanas y el trayecto de Juan

a la Iglesia en altas horas de la mañana se fueron introduciendo dentro de sus hábitos.

Sus lecturas de historietas pronto fueron relevadas por la Biblia y otros libros de piedad.

Su favoritismo se inclino por leer la vida de los santos, buscando quizá quién de ellos se

asemejaba a su vida. Pensaba cuantos quienes ahora son llamados santos, fueron tan

humanos en sus vidas demostrando así que el hombre está hecho para la santidad y no

de la santidad. Era algo absurdo lo que Juan creía y pretendía con sus libros acerca de la

vida de santos, pues resultaba más complejo creer que la vida de él se asemejara a la de

algunos de ellos. Éstos ya habían vivido y su corporalidad se hallaba a más de tres

metros bajo tierra; mientras que Juan se hallaba aun vivo para hacer de su vida algo no

sobre natural sino lo más natural posible.

Se acercaba la finalización de su último año escolar. Sentía que el tiempo por darle un

nuevo rumbo a su vida para un futuro seguro llegaba a su fin. Debía definirse por cuanto

antes. Cada día que pasaba vacilando en su decisión, era como mezclar un espeso lodo.

Confusas eran sus ilusiones frente a lo que quería. Hasta que en unos de esos momentos

de efervescencia existencial, se levanto de su cama y se dirigió al anciano sacerdote que

dirigía su Iglesia. Se le acercó lo suficiente como para iniciar una confesión, cosa que

Juan aclararía de inmediato, pues su visita no era precisamente esa, sino comentarse sus

inquietudes frente a la vida sacerdotal, sus pro y contras, ventajas y desventajas…en fin,

todo lo relacionado con aquel estilo de vida. El sacerdote no disimuló su sorpresa y,

levantando sus cejas, aceptó dicha entrevista. Cuarenta minutos fueron suficientes para

que Juan sintiera que tenía la información suficiente y así poder dar su decisión.

En adelante procuraría no hacer alarde de sus inquietudes por aquel estilo de vida. Así

que decidió no alterar en nada su forma de comportarse delante de sus compañeros. Su

apariencia rebelde fruto del toque musical del momento, lo cultivaría cada día más.

Incluso esas palabras que para la elite puritana de la sociedad no eran permitidas. No

quería desentonar en su grupo, además era uno de los grandes debido a su masa

corporal, así que la facha de sanguinario no la perdería. Sin embargo, este esfuerzo

pronto se opacaría. En una tarde de poco movimiento entre los amigos de Juan, se

Page 28: Mi libro.

darían cuenta acerca de sus inclinaciones. Situación que para Juan le resultó muy

bochornosa pues descubrirían algo que con tanto esfuerzo encubriría.

Uno de ellos, Pablo, adoptó una posición bastante curiosa. Esperó la oportunidad para

que Juan se encontrara solo. Hasta que la encontró. Se le acercó y con estas palabras

derrumbó la vergüenza de Juan: ―lo felicito, viejo, me alegro por usted que hace las

cosas que le gustan‖ y empuñando su mano la puso en frente de Juan para que la

unieran en un eterno símbolo de amistad y aceptación.

En una de las tantas visitas que Juan le hacía a su párroco, éste le tenía una

sorprendente noticia: pronto Juan recibiría la visita del promotor vocacional a su casa.

Dichas éstas palabras, Juan se conmovió consigo mismo que no soportó tanto

sentimiento junto y se hecho al cuello del sacerdote a llorar; y lloró como casi nunca lo

había hecho. Cada lágrima era un reflejo de su alma saltante jubilosa por esta noticia.

Ahora en adelante restaba esfuerzos para hacer los preparativos para tan esperada visita,

pues solo tenía unos días.

El tan anhelado día llegó y, con él, las ganas de Juan por dar su ―sí‖ de una vez por todas.

Las horas pasaban sobre unos minutos que se hacía eternos el uno al otro. Hasta que

escucho el ruido de una camioneta. Miro a la ventana que aun se hallaba cerrada y notó

que en aquel blanco vehículo llegaba, como a María, su anuncio, al que Juan debía

responder con su ―fiat‖. La visita fue como una cita con un medico, aunque la

amabilidad no se hizo esperar. A Juan lo habían aceptado en el seminario de su

jurisdicción con un poco de ayuda de su párroco y su familia se hallaba gozosa porque un

hijo suyo estaría militando en la filas del sacerdocio.

Anocheció aquel día. Ya acostado, Juan reflexionaba acerca de todo lo que le había

ocurrido en ese día. Creyó que doce horas habían sido muy pocas para tantos

sentimientos juntos. En adelante lo que le preocuparía sería la manera de cómo hacerse

la idea de un nuevo estilo de vida.

Page 29: Mi libro.

En una tarde algo calurosa por el sol implacable que, aunque rebelde, disciplinaba en

clima en aquellos día sobre el pueblo anunciando la llegada de un verano no tan

anhelado, recibió una carta del seminario en la que le indicaba el día, la hora y lo

utensilios que debería llevar al que sería su nuevo hogar, escuela, barrio etc. Notándose

en la fecha, se percató que tenía tan solo dos días hábiles para prepararse. Con ayuda de

su madre en la elección de los útiles y el dinero que le suministraba su padre, al otro día

muy de mañana después de misa claro, Juan se encontraba en el centro haciendo sus

compras.

Llegó el día de la esperada despedida, sus compañeros de barrio llegaron a su casa con

notas y detalles; los vecinos por su parte le deseaban a lo lejos mucha suerte como si se

tratara de un juego de azar. Ya el terminal de transporte, sus padres lo embarcaron en el

primer bus con destino al pueblo donde quedaba situado el seminario. Un abrazo

materno, de esos que solo se siente con el ser cuyo vientre gestó la existencia, no se hizo

esperar. Su padre, por su parte, pensó que un fuerte apretón de manos bastaría para

hacer efectiva la manifestación de sus sentimientos. Con algo de prisa el conductor

arrancó el bus y sus últimas miradas se unían hasta el momento, porque no sabía cuando

los volvería a ver.

Durante el camino, Juan pensaba en lo que le vendría de ahora en adelante, hasta que el

cansancio lo venció sentenciándolo a un profundo sueño. Muy en la profundidad de su

subconsciencia, noto que ya no el bus ya no se encontraba en movimiento. Suavemente

sus ojos se fueron abriendo. Juan había llegado a su destino. Descargó su equipaje y

preguntó a un señor dueño de una carreta que por cuánto lo llevaría al seminario. El

precio no le pareció descabellado, antes bien, pensó que sería muy barato así que una vez

llegado al lugar Juan le daría unos pesos más. Sintió que aquel gesto se convertía en el

primer acto solidario en calidad de seminarista, e incluso pensó que ese era el primero

de muchos que haría en un futuro.

No se encontraba nadie más, pues aun era tiempo de vacaciones para los otros de la

comunidad. Así que solo se encontraban los padres superiores, quienes no dudaron en

darle la bienvenida a Juan. Lo orientaron hacia una habitación enorme subdividida por

Page 30: Mi libro.

cubículos, en los cuales se encontraban una cama, una mesa de noche y un pequeño

armario. Descargó sus maletas, ubicó su colchón y, como si se encontrara en su propia

habitación, comenzó a organizar. Tendió su cama, organizó su ropa, sus útiles escolares

y algunos cuántos libros de piedad, a los que pronto dejaría de leer por darle espacio a

otros. Unas horas más tarde comenzaron a llegar sus compañeros de habitación, cuyos

saludos se confundían entre sí a causa del júbilo que lograba desbordar los sentimientos

de aquellos siete jóvenes dispuestos a iniciar un nuevo estilo de vida. En la habitación

todos intercambiaron experiencias e información. Era una charla amena y entretenida

para ellos pero fue interrumpida por unos fuertes campanazos. Juan recordó los de su

pueblo, así atendieron al llamado pero, ¿para qué los llamaban? Nadie sabía, así que sólo

subieron a la sala principal. Uno de los superiores, el padre vicerrector, les indicó que los

esperaban en el comedor para unas indicaciones, las cuales fueron atendidas sin ninguna

apelación. Tenían tan solo una semana mientras llegaban sus demás compañeros de

comunidad para adecuarsen a sus nuevas vidas. El sostenimiento de la casa estaba ahora

a cargo de catorce manos y siete cabezas. Aspectos como el aseo total tanto de la

habitación comunitaria y de la misma casa debía ser cobijada, lo mismo que el recoger la

loza, y atender la sacristía. A Juan le correspondió ésta última. Tenía tan poca

experiencia, por no decir nada, en esto de atender sacristías que solicitó ayuda a uno de

sus compañeros quien había sido sacristán en su parroquia. Pronto Juan entendería

cómo funciona una sacristía y vertiginosamente se puso al tanto del lugar.

A las seis de mañana ya debían estar despiertos y en la capilla, así que su nueva hora de

levantada sería a la cinco y media, contando que los baños, también comunitarios

quedaban cerca. Los campanazos de aquella mañana las hizo el rector. Un hombre más

bien silencioso, alto y de contextura delgada. Rígido en sus hábitos y bastante impecable

en su manera de vestir. Para Juan, el rector le representó ser un hombre enigmático y

analítico, cosas que, según Juan se le podrían aprender. Notó que sus compañeros se

afanaban por llevar biblias y libros de piedad, Juan por su parte decidió no llevar nada,

tenía su propia vida lo suficiente para ofrecer y para mejorar. Al entrar en la capilla, todo

se fijaban que el rectos hacia una genuflexión en frente del sagrario y luego se sentaba en

un marcado silencio. Pronto, este gesto seria copiado por todos incluido Juan.

Terminada la misa, de camino al comedor, Juan fue sorprendido por una mano que se

Page 31: Mi libro.

posó sobre su hombre derecho. Se sorprendió porque sabía que no era ninguno de sus

compañeros. Escuchó una voz grave cerca del oído: “Joven, buenos días”. Y, como

queriendo respetar el silencio, Juan respondió casi que mecánicamente:

— “padre, buenos días”.

Se volteó y era el padre rector quien, apartándolo del grupo, le indico que en los días que

resta Juan sería el encargado de tocar la campana al iniciar el alba lo que indicaría la

hora de levantarse. La respuesta de Juan a esta indicación fue una aceptación inmediata.

En su primer intento por garantizar el anuncio de la hora precisa para que los

compañeros se levantasen a tiempo, Juan se percato de que le costaría mucho trabajo, lo

que le costaba a Juan levantarse unos cuantos minutos antes del glorioso sueño. En el

tercer día, al rayar el alba, Juan había olvidado programar el despertador la noche

anterior, así que su cuerpo continuó obedeciendo a las leyes naturales del descanso, de

manera que, cuando despertara, sus compañeros ya se encontraban bañados y vestidos.

Su razón volvió a ser esclava de una de esas angustias que suelen abrazar a los hombres

tan poderosamente que encarcelan cualquier idea que permitiera dar una rápida y fácil

solución a este tipo de situaciones. De camino a la capilla, solo pensaba que le había

fallado tanto al padre como a los compañeros. En los minutos venideros solo esperaría el

instante en el que el padre-rector lo llamase para que le diera una explicación, aunque

sabía que, en el fondo, ningún rector está hecho para escuchar explicaciones de una falla,

sólo las recibe cuando una indicación esta realizada.

En efecto, el padre-rector lo llamaría, pero sólo hasta después del desayuno. Una vez

hecha la oración de acción de gracias, todos se retiraron del comedor, momento entre el

cual el recto, en presencia de otro superior, le hizo una sencilla pregunta:

— Juan, ¿por qué cree usted que Jesús, estando con sus discípulos en el monte de

los olivos, les solicito categóricamente que, en lugar de dormir, velaran para que no

pudieran caer en tentación?

Una fina línea de silencio se deslizo entre el cuestionador y el cuestionado. El sol de las

siete de la mañana comenzaba a apretar y Juan quedó sumamente desconcertado por

Page 32: Mi libro.

dicha pregunta. Así que pensó una respuesta en la que fuera obvia la lección así que le

dijo:

— Padre… pues creo que fue porque Jesús sabia que el sueño los hacían pensar en

cosas que correspondían en ese momento.

No hubo aprobación ni tampoco reprobación. Sin disimular la pena y la vergüenza en

aquel instante, Juan e mostró expectante y receptivo para lo que le dijera cualquiera de

los dos. Ante la respuesta de Juan, el padre-rector con una tenue e insegura sonrisa

dibujada en su rostro, se retiro de su presencia advirtiéndole que no volviera a pasar.

Habiendo terminado la cena, los estudiantes tenían unos cuantos minutos disponibles,

los cuales se desvanecían entre quienes escuchaban música o la interpretaban por medio

de la guitarra, algunos veían televisión, otros hablaban simplemente, y otros tan solo

paseaban por el lugar. Juan por su parte sentía que la baja temperatura de la noche y el

cielo despejado y recargado de estrellas se convertían en un escenario fascinante para

pensar, soñar o poner a volar la imaginación, darle alas a las ideas para que dibujasen,

en aquella inmensidad, bellas figuras logradas por la luz amarillenta de los postes de luz.

Que cada respiro fuera para su alma un esfuerzo por hacerse compañera de vuelo de las

luciérnagas que revoleteaban en el crepúsculo nocturno, y sus poros se dilatasen para

darle la acogida al frio viento que se deslizaba por la piel de quien así lo permitiese. Las

sensación que provocaba aquella conjunción era muy excitante; los sentimientos, las

ideas, el frio… en fin todo. Juan creyó haber encontrado la combinación perfecta con la

que contrarrestaría los momentos en soledad, aunque pronto aprendió a sacarle jugo a

este inhóspito instante. Ya en su habitación, habiendo anunciado la hora de descanso,

Juan se dispuso a dormir, cosa que no lograría con poco trabajo. No entendía el

insomnio, así que se sentó en el borde de la cama puso sus manos sobre su frente y

pensó: ―Es de noche y estoy relativamente solo”. Claro, eso era. Soledad y noche, dos

palabras que, más que realidades, significaban para él una sola: libertad. Si, libertad,

pues eso era lo que experimentaba cuando escribía motivado por estos dos bellísimos

elementos cósmicos. Papel sobre la mesa y mano sobre la pluma. Comenzó a escribir

queriendo cristalizar en cada palabra lo que su razón gestaba. Veía cómo su espíritu se

desgranaba en la medida en que la mano iba figurando cada letra y así, cada palabra.

Page 33: Mi libro.

Sobre el estéril y diáfano papel, las letras de Juan fueron representando lo que en su

mente ocurría, o por lo menos lo que en ella se posaba. Sobre aquel papel ya se podía

leer las siguientes palabras:

— Oh! Venturada soledad! que vienes cuando no te llama y llamas cuando no

estoy. ¿por qué eres tan imprevisible? ¿por qué te empeñas en maltratarme?

Posiblemente no me entiendas ni entiendas lo que es posible. Me sumerges en el

aburrimiento, pero me elevas en el autoconocimiento. Haces de la dicha melancolía y

de la ignorancia sabiduría. Pero aun así, sigo sin entenderte. Te conviertes en la rosa

siempre querida, como también en el cardo nunca deseado. Eres el momento que algún

día fue anhelado, pero también en el que nunca hubiese llegado…

Su pluma declino al poner punto, mientras que su antebrazo su posó al frente para servir

de cabecera, pues el sueño ya lo había vencido. La incomodidad de la postura lo

despertó, así que entre la pereza que lo apoderaba se sentó en la cama, recordó lo que

había escrito y sonrió como queriendo expresar algún tipo de satisfacción. Lo cierto es

que Juan se volvió a recostar con la firme convicción de que no volvería a fallar, de que el

estudio seria una de sus más grandes pasiones, la oración su momento más intimo y las

noches su mayor tranquilidad.

La semana ya estaba terminando. Los quehaceres de la casa ya se estaban comenzando a

introducir en los hábitos cotidianos de los siete muchachos y pronto llegarían los demás

miembros de la comunidad. De hecho, la tranquilidad del domingo por la tarde de

aquella semana, fue interrumpida por centenares de carros que llegaban a la casa.

Resultaron ser los demás seminaristas quienes llegaban, de sus vacaciones, a

incorporarse nuevamente a las labores académicas y espirituales. Una torrencial lluvia

de varazos y sonrisas fueron evidentes en aquellos instantes.

En la hora de la cena, toda la comunidad se hallaba completa. El padre-rector, de una

forma muy pausada pero haciendo evidente la alegría por el regreso de sus muchachos y

de que por fin el seminario se hallaba completo en sus cursos, daba el saludo de

bienvenida y, asimismo, la notificación de quienes no volverían al seminario. Los

Page 34: Mi libro.

sentimientos de sorpresa en algunos y de tristeza en otros, era algo a lo que Juan debía

acostumbrarse cuando alguno de sus compañeros de grupo o inclusive él mismo llegase

a no volver al seminario.

Las cosas en adelante cambiarían. El horario de aseo y demás responsabilidades eran

publicados en un mural ubicado cerca del comedor. Juan, como era de esperarse, fue

relevado de su puesto. Entregó la llave de la sacristía convencido de que pronto volvería

a estar con ellas. Ya estaba todo estipulado, los encargos, los oficios, todo. Incluso dentro

del grupo de estudio de Juan también se delegaron oficios. Entre todos ellos deberían

elaborar una lista en la que se indicara quien y en donde debería realizar el aseo. Además

de ello, designaron también quien sería el encargado de tener dispuesto el salón de clase

al profesor cuando éste llagase. El Tablero y la mesa limpia, los marcadores de colores

variador debían estar recargados, las filas del salón muy bien definidas y sobre todo ni

un papel o mugre que amenace la buena disposición del salón, serían tan sólo algunas de

las responsabilidades de este cargo, para el cual Juan se postulo y, como debía esperarse,

el apoyo encontró y su elección llegó.

Los meses y los años fueron pasando. Muchas cosas iban marcando en la vida de Juan

tanto en su espiritualidad como en su vida académica, dentro de la cual sentía una

profunda y viva admiración por el estudio de la Filosofía. De hecho, en su tercer año de

formación correspondiente a esta insigne disciplina, Juan se destacó por rendirle una

especial dedicación. Sus sencillos escritos y trabajos representaban para él un paso más

en su camino por comprenderla. Tanto así, que aunque no fue renombrado en su puesto

de sacristán, lo fue como bibliotecario, o mejor dicho, guardián de lo segundo más

sagrado en un seminario. Era una de las fascinaciones más grandes el estar en este lugar,

no mágico, no fantasioso, sino que por el contrario muy real.

Cierta tarde, estando desde luego en la biblioteca, llegó a sus manos un libro acerca de

un gran personaje en la historia de Colombia. Se trataba de nada más ni nada menos que

de Jorge Eliecer Gaitán, cuyo rostro se hallaba impreso en los billetes de mil pesos. Leyó

la introducción del libro y posteriormente su prólogo. Todo lo encaminaba a su título

“Ideas socialistas en Colombia”. Dicho libro era el trabajo de tesis de Gaitán con el cual

Page 35: Mi libro.

alcanzó su título de abogado. Deslizaba una y otra vez la palma de su mano sobre la

solapa del libro como queriéndolo consentir. El contenido de este libro le suscitó un

sencillo pero profundo cuestionamiento: ―Si el socialismo obedecía a una producción de

índole filosófica ¿era, entonces, posible que en Colombia hubiera filosofía? O más aun,

¿hay filosofía en Latinoamérica? pues llevaba tres años estudiando filosofía y la idea

con la que lo alimentaron fue que ella nació en Grecia y que de allí se desplegó, por

iniciativa política, a todo el mundo‖. Este cuestionamiento le dio luz para su trabajo

final. Pero tenía un grave problema, en la biblioteca del seminario no había casi libros

acerca del particular. Pero esto no fue excusa para abortar la idea. Iba a hacer su trabajo

desde cero. Buscando tantas posibilidades entre sus profesores, se percató que uno de

ellos, el profesor Camilo Torres, de literatura, tenía el título de magister en Filosofía

latinoamericana. Acudió a él, quien sin ningún reparo lo auxilio y no sólo eso sino que

también lo orientó tanto en la forma del trabajo como en la doctrina. Le prestó todos los

libros que Juan quiso con la condición de que se los devolviera una vez haya terminado

el trabajo.

Juan inició a escribir su trabajo final alternándolo con las lecturas obligadas de los

libros. Su empeño fue total. Había pasado ya medio año y Juan había logrado terminar,

con aprobación, dos capítulo de su trabajo. El seminario entraría en la fase de

finalización del primer semestre académico. Pronto vendrían las vacaciones. No sin

antes haber realizado los exámenes finales correspondientes, que tardarían una semana.

Llegó el día tan anhelado. El padre-rector indicó que la salida se efectuaría después del

almuerzo, pues en la mañana de ese día se realizaría el aseo general de la casa. El

almuerzo fue espectacular, un suculento plato típico de la región acompañado,

extrañamente, por cerveza. ¡Cómo! ¿Cerveza? Si así es, cerveza. Al fin el almuerzo había

terminado. El equipaje ya estaba listo. Uno a uno, los seminaristas se fueron

despidiendo. Uno de los compañeros de Juan, lo había invitado a pasar unos días en su

casa situada en la ciudad. Emocionado Juan no dudo en decir que sí. Ambos, con

equipaje en hombros, tomaron camino en dirección al pueblo para tomar allí el trasporte

a la ciudad. Era un viaje de dos horas. Quince minutos después de haber abordado el

bus, el compañero de Juan se desplomó en los brazos del sueño. Juan quiso mantenerse

Page 36: Mi libro.

sereno, silenciosos y pensativo, alimentando quizá la expectativa que lo carcomía cada

segundo que pasaba.

Ya a lo lejos se percibían las tenues luces de los postes del alumbrado público y de

algunos barrios aledaños a la entrada de la cuidad. Juan miró a su compañero quien de

su boca emergía una gota que pendía de un fino hilo de saliva que subía y bajada al ritmo

de la respiración. Un pequeño empujón fue suficiente para suspender aquel paupérrimo

panorama humano. Llegaron al terminal de la ciudad y desembarcaron. Tomaron un taxi

rumbo a la casa de su compañero quien, como anfitrión de aquella ciudad, le indicaba a

Juan los lugares por lo que iban pasando.

Llegaron por fin a la casa, pero al bajar del taxi Juan notó la presencia de una mujer al

costado sur de la residencia. Fue evidente que la atención de Juan fue llamada, aunque

quiso mostrar que su interés estaba en dirección a la familia de su amigo, quienes se

mostraron muy contentos de tenerlo de nuevo en casa. Dicha que incluso no se vio

excluido el propio Juan. La cena fue consumada y las anécdotas estuvieron al servicio de

los comensales. Muchas risas y carcajadas por parte de los familiares no se hicieron

esperar. El amigo de de Juan le indicó cual era la habitación en la que le correspondería

dormir. Planearon rápidamente lo que haría al día siguiente y pronto la casa estuvo

dominada por un silencio que sentenciaba a todos a una quietud inapelable. Pero aquella

quietud no valía para la razón de Juan, quien una y otra vez repetía el recuerdo de

aquella mujer que había visto al llegar. ¿Era pecado lo que estaba haciendo? ¿Se estaba

separando de sus más nobles ideales? Son en estos momentos en los que un seminarista

se confronta consigo mismo y verifica qué tan lícito es lo que hace. En últimas, su

admiración por aquella mujer era algo así como una alabanza al mismo Dios por tan

bellas creaturas, y como era de esperarse una vez más su razón se hallaba a los pies de

una gran incertidumbre.

No había cruzado ni una sola palabra con ella y ya sentía en su interior todo un tsunami

de sentimientos. ¡Qué caos era aquel! En la mañana siguiente después del desayuno, el

amigo de Juan recibió una sugerencia de parte de la madre, y era que le mostrara a Juan

el barrio y que fueran a presentarse al párroco. Efectivamente eso hicieron. El recorrido

Page 37: Mi libro.

tenía como paso obligado transitar por el frente de la casa de aquella mujer. Juan no

puedo contenerse así que una mirada bastaría para calmar su ansia por verla. Ella se

encontraba haciendo los oficios de la casa. Fueron donde su párroco, lo saludaron y le

dijeron que estarían a su disposición, aclarando que Juan estaría tan solo por unos

cuantos días.

Así pasaron tan sólo dos días, porque al tercero Juan aprovecho un instante en el que

ella, sentada a las afueras de su casa, se encontraba leyendo un libro. Estaba hermosa.

Sentada y de piernas cruzadas y sobre el muslo de ella el libro, el cual tenía por título el

Alquimista, cuyo autor era un escrito brasilero llamado Paulo Coelho. Notaba que sus

manos eran grandes y pulcras. Sus uñas estaban pintadas de un rojo escarlata. Esto lo

podía ver en razón a que la mano izquierda sostenía las páginas de esta dirección. Hasta

que llegó el punto en el que se lanzó y dijo en su dirección: -¿le gusta Coelho?- Ella

dirigió su mirada hacia donde se encontraba Juan y contestó de una forma en que

omitiera muchas otras preguntas: - trato de entenderlo por lo menos- y sonrió. Juan

para no quedarse atrás le insistió:

— procura entenderlo a él o a sus historias?

— Todo hombre se revela así mismo por lo que escribe, no lo cree? Contestó ella sin

deparo como queriéndose mostrar fuerte de impresionar, cosa que no contemplaba

Juan.

— La puedo acompañar en esa búsqueda? Dijo Juan.

— Por su puesto, siga, siéntese. Mucho gusto mi nombre es Ana María. Y

extendiendo su mano, Juan la tomo con mucha delicadeza a lo que respondió:

— El gusto es mío… ah y mi nombre es Juan.

Ana maría era una psicóloga recién graduada y vivía, paradójicamente sola y era cinco

años mayor que Juan. ¿Desventaja? Solo Juan lo sabrá. La charla de estos dos se

prolongó hasta altas horas de la noche. Cerca de las doce, Ana María le ofreció una

bebida caliente a Juan como para ir finiquitando la charla que, aunque amena, el sueño

apelaba a su tiempo. Ambos coincidieron en lo agradable que fueron las mutuas

compañías y dejaron abierta la posibilidad de un próximo encuentro.

Page 38: Mi libro.

Faltaban tan sólo catorce minutos para que el reloj marcara las seis de la mañana del

siguiente día. Juan y su compañero ya habían desayunado y se estaban preparando para

asistir a la misa de siete. En efecto, llegaron a tiempo. El padre se encontraba confesando

a la poca gente que recurría a la Iglesia a esa hora. Juan, aun no revestido, fue a echar un

vistazo si por casualidad se encontraba Ana María en la Iglesia. Pensó que por ser de

mañana ella no vendría y la entendería porque suspender el sueño a esa hora era algo

que costaba esfuerzo. La feligresía entonó el canto de entrada, señal que indicaba el

inicio de la misa. En la medida en que entraban en procesión, Juan, no muy lejos,

divisaba la silueta de una mujer alta, con el cabello suelto, de cejas pobladas y finamente

depiladas, labios gruesos tenuemente coloridos por un brillo rojizo. Era ella.

Las cejas de Juan se arquearon insinuándole un sobrio saludo, a lo que ella sin

pronunciar palabra movió su boca como queriendo decir: ―H-o-l-a‖. Con las manos

juntas sobre el pecho, Juan suplicaba a Dios que le ayudara a sobrellevar este gusto y

fascinación por aquella mujer. Se sentía débil, no lo negaba. Era ahora cuando la

condición humana apela a la complementación mutua. El hombre y la mujer están

hechos para que su realización estuviera sustentada el uno con el otro. Ahora bien, Juan

en parte se estaba adentrando a un compromiso serio que exigía su integralidad como

persona llamada a un estilo de vida no muy común entre los hombres del común. ¿Sería

acaso el sacerdocio algo anti-natural? ¿Había permitido Dios una circunstancia que

atacara a la naturaleza de su más grande creación? ¿Se debía valorar la naturaleza con

algo que le atentase? Había algo cierto en todo este cuestionamiento y es que el

sacerdocio no es algo antinatural, es por el contrario sobrenatural, pues toma la

naturaleza humana y la eleva a su máxima expresión de entrega y sacrificio.

Lo que sentía Juan en relación a aquella chica no era otra cosa que el florecimiento de la

condición humana. Su quehacer jamás eliminaría su ser. No importa la faceta, siempre

seguirá siendo hombre y como tal, debe responder a esta naturaleza. El gusto por Ana

maría se fue robusteciendo en la medida en que los encuentros con Juan se hacían más

reiterativos. Lo que Juan nunca se imaginaría era que el gusto que él le profesaba era

compartido y mutuo. Cabe notar que Ana maría era cinco años mayor de Juan, así que

podía manejarlo un poco más sigilosamente, mientras que Juan lo hacía evidente cada

Page 39: Mi libro.

vez más. Faltaban tan solo dos días para que él se fuera de la casa de su amigo. En la

noche de aquel penúltimo día, Ana maría invitó a Juan a su casa a almorzar como

muestra de agradecimiento por los gratos momentos que compartieron. Ana maría creía

que el gusto por Juan era fugaz, así que pensó que al él irse de su lado el gusto

desaparecería. El almuerzo se prolongó hasta la cena. Sentados en el suelo, soportados

por almohadas y cojines, se dispusieron a ver una película. Las horas pasaron. La

posición de los cuerpos inicialmente fue cambiando. El se encontraba sentado y su

espalda se hallaba apoyada en la pared. Ella reposaba su cabeza sobre las piernas de

Juan. No comían nada. Solo tomaban unas cuantas cervezas. ¡Cómo! ¿Otra vez? Si, así

es.

No se sabe si por efectos de la cerveza o por la efervescencia del momento, Juan y Ana

maría se regalaron una mirada frente a frente. ¿La ultima? Quizá, o por lo menos la

última de la noche. Juan dirigió su mano hacia el rostro de Ana maría y la deslizó sobre

el contorno de su rostro, maravillado por tan hermosa creación. A la par de esto, le decía:

— Dios tuvo que haber estado muy contento cuando te hizo…no crees?

Y sonrió. A lo que Ana maría le respondió:

— Y quizá muy inspirado cuando te hizo…eres muy atractivo Juan.

Ella también le acariciaba su rostro, así que, seguidos por unos segundos de silencio

como suspendidos en la nada, sus rostros se fueron acercando, mientras que Juan,

torpemente, humedecía sus labios como antesala para lo que evidentemente ocurriría a

continuación. La unión de sus labios fue un acontecimiento arrolladoramente celestial, y

fue así por tanto Juan como Ana maría lo mostraron. Meneaban sus cabezas impulsando

sus bocas la una con la otra. Sus lenguas eran como una pareja en su baile real que

danzaban al ritmo del deseo de tenerse uno al otro, cuya lubricación era dada por la

saliva que se intercambiaba. El beso fue suspendido por una mirada fuerte y marcada a

un solo objetivo. Ana maría tan solo hizo una pregunta:

— Juan, usted que sabe…¿estaremos pecando?

— Pecado es todo aquello que nos separa de Dios y nos pone en enemistad con él…

Page 40: Mi libro.

— Y ¿entonces? Replicó Ana maría.

— Entonces Él va a saber que lo que estamos haciendo es hacernos más amigos…

En su interior, Juan sabia que esta excusa resultaba ser algo estúpida pero convencía.

Aquella noche, Juan y Ana maría vivieron un encuentro apasionado…entregaron sus

humanidades a la exquisitez del erotismo. Besos que iban de los labios al cuello y de allí

al resto del cuerpo. Su ropa se desplomó al suelo como cuando se derrumba una muralla

enemiga. Se necesitaban tan solo siete minutos para amaneciera. Juan dormía con el

dorso descubierto en sabanas color azul de cuadros con líneas blancas.

Su amigo un poco preocupado visitó la casa de Ana maría en búsqueda de su compañero.

Mientras que ella, sin abrir la puerta, fue a avisar a Juan que lo buscaban:

— Juan….Juan…despierta, mira que ahí en la puerta está tu amigo preguntando

por ti, ¿qué le digo?

Afanado y un poco perturbado por la manera como fue despierto Juan se comenzó a

vestir…

— Tu que le dijiste?

— Nada… ni siquiera he abierto.

— Bien, dile que no sabes nada…no mentiras…más bien dile que fui a visitar a un

familiar…si, si eso…gracias.

Ana maría salió, abrió la puerta y le dio la razón como cosa suya al compañero de Juan.

— A un familiar? Pero si él ni siquiera me dijo que tenía un familiar aquí en la

ciudad.

— Pues eso me dijo ayer.

— Ya. Será que usted me puede hacer un favor?

— Claro.

— Me le puede entregar la maleta que él ya había dejado lista. Lo que pasa es que

nosotros, los de la casa, nos vamos de viaje, y pues él retornaba a su pueblo a pasar el

resto de las vacaciones allá en su casa..

— Déjemelas aquí no más en la sala…que yo con mucho gusto le digo.

Page 41: Mi libro.

Pasado el susto, Juan le agradeció a Ana maría por la ayuda, pues gracias a ella no se

levantó ninguna sospecha, ni tampoco ningún escándalo. Sin embargo, Juan si tenía que

retornar a su casa en el pueblo. Lo que significaba que una despedida se aproximaba. El

viajaría en el bus que salía al medio día. Ana maría lo invitó nuevamente a almorzar y lo

acompañó al terminal de transporte. Un fuerte abrazo entre ellos sellaron una hermosa

experiencia que nunca olvidarían. Juan abordó el bus y desde la ventana, con el dedo

índice, le envió lo que sería un último beso de despedida, al que ella aceptaría posando

su propio dedo índice en los sabios.

Llegó a casa al anochecer. Sus padres estaban jubilosos porque después de tres años

volverían a ver a su hijo ya en calidad de seminarista. Como cena le tenían su platillo

favorito: pega de arroz tostado con frijoles y huevo frito. Eso por ninguna comida la

cambiaría. Pronto y sin ninguna novedad el tiempo de vacaciones pasó. Llegó el día de

partir de nuevo al seminario. Listas sus maletas, recordó aquella tarde que partió por

primera vez a aquel lugar. Habiéndose despedido de sus padres, Juan abordó el bus

rumbo al seminario. Unas cuantas horas de sueño mientras que llegaba a su destino, no

le caerían de más.

Una vez llegado al seminario, desempacó las maletas y encontró un sobre azul

perfumado que se hallaba entre los buzos que no había utilizado en su casa y que había

dejado dentro de la maleta. Se percató que nadie lo molestara así que le puso seguro a su

puerta. La abrió y de inmediato su mirada se dirigió a la parte inferior de la hoja y leyó

el nombre de Ana María. Era una carta de ella. Se empapo de felicidad al instante, no

cabía de la dicha. En ella, Ana María le agradecía por la felicidad que le había atraído a

su vida, a pesar de que hayan sido en tan pocos días. La famosa promesa de que nunca lo

olvidaría se hizo patente y una frase que sí que le llamó la atención a Juan fue la

siguiente: “lo que a Dios no le disgusta, ¿por qué nos va a disgustar a nosotros?”. -A fin

de cuentas psicóloga-. Pensó.

A la hora de la cena, el padre-rector dio una vez más la bienvenida a la comunidad e

indicó cuáles serían las nuevas disposiciones para reanudar las actividades académicas.

Page 42: Mi libro.

El horario de clase para el nuevo semestre ya se encontraba publicado en el lugar

acostumbrado, de modo que todo volvió a su normal desarrollo.

Juan por su parte, continuaría su trabajo final de filosofía. A pesar de todo lo que vivió,

llegó con más ganas y decisión para sacar el mejor trabajo de su grupo. Pronto su

habitación perecería una biblioteca por la cantidad de libros que tenía. Se sentía muy

comprometido por su trabajo o por lo menos así lo hacía notar con sus trabajos y

escritos.

Muchas horas en las tardes como al igual en las noches fueron invertidas tanto en las

lecturas, la redacción, el análisis del trabajo como la apropiación del mismo.

No obstante, Juan sacaba tiempo también para soñar y desear así sea desde la lejanía. Su

habitación tenía de panorama a dos titánicas montañas que se alzaban a lo lejos. En el

cenit de una de ellas se hallaba un curioso árbol solitario. En el día, al abrir su ventana

este era su horizonte cósmico, tan inigualable que era capaz de animar la razón humana

más opacada por la ignorancia. En cambio, por las noches, el panorama se tornaba un

poco inhóspito, pero no por ello significaba que perdiera su encanto y su magia.

Tenuemente se alcanzaban a ver las siluetas de las montañas y en el fondo la

inmensidad del universo engalanado de estrellas cuya ubicación mostraban figuras que

la vista humana forzosamente abstraía. A fin de cuentas de eso se trataba. El mundo se

presenta y el hombre, en su intento por interpretarlo, es quien le da el sentido de mundo

humano, pues en él hay mucho sentido del que no se ha descubierto nada aun.

Todo esto lograba experimentar Juan cuando se sentaba en su escritorio frente a su

ventana.

Al cabo de unos cuantos meses, Juan estaba por terminar el tercer capítulo de su

trabajo. Los ―libros base‖ con los que había elaborado los capitulo uno, dos y ahora tres,

serian devueltos al profesor Camilo. Sin embargo, esto iría a cambiar. El lunes de la

segunda semana de octubre, una fuerte noticia llegaría al seminario. El profesor Camilo,

irónicamente, había muerto. Dicha noticia fue comunicada en el comedor a la hora del

Page 43: Mi libro.

almuerzo. Juan y otros compañeros no ocultaron la tristeza así que cubrieron su rostro

para enjugar las lágrimas. En ese día, él y los otros no probaron bocado alguno. El occiso

ocurrió en frente de su casa cuando, al parecer, su humanidad perdió el equilibrio y cayó

en medio de la calle y un bus de servicio urbano le oscureció la existencia al profesor

Camilo, Maestro de filosofía latinoamericana. Una sencilla caída podría ser la razón por

la que un caminante clausura su ejercicio de caminar.

Apesadumbrado, Juan se retira del comedor en un consagrado silencio. Entró a su

habitación, miró los libros y de nuevo se desplomó sobre su cama a llorar amargamente.

Los libros nunca fueron devueltos pues sería una pena que aquel tesoro callera en manos

que desconocieran su verdadero valor, así que en adelante descansarían en la biblioteca

naciente de Juan.

A pesar del dolor que había experimentado por la pérdida del profesor, los sufrimientos

de Juan no pararían ahí. Cuatro días más tarde, Juan recibiría una llamada telefónica:

— Aló?

— Juan?

— Si con él habla?

— Hola, habla con Ana maría.

Una sensación electrificante se abrió camino por entre la columna vertical y un frio

glacial se posó sobre su estómago.

— Qué alegría oírte, Ana maría, qué me cuentas, como has estado…

— Mire Juan no lo llamo para hacer visita, sino para comentarle algo muy

delicado que me pasa y que usted tiene mucho que ver.

Aquella expresión de Ana maría no sonó tan cortésmente como estaba acostumbrado

Juan.

— Si dígame, la escucho. Replicó Juan.

Page 44: Mi libro.

— No, por teléfono no se puede hablar. Lo espero este domingo a las tres en el

parque del pueblo. Yo viajo sólo para que hablemos. De acuerdo? No es más.

— Tan grave es?

— Si Juan, muy grave. Ah y adiós porque se me acabó el tiempo.

— Bueno adiós. Y a lo que dijo esto Juan se despedía del tono vacio de la línea

telefónica.

Una vez más, él era esclavo de las incertidumbres. Aquella llamada no fue más que una

sentencia para no estar tranquilo. Ahora, sólo esperaría el domingo a las tres de la tarde.

El día en el que recibió la llamada era un viernes. Solo un día lo separaba del fin de su

tormento. El sábado, después de cena, Juan prefirió ir al oratorio de bloque en el que se

encontraba su habitación. Entró y cerró la puerta poniéndole seguro. No se arrodillo, así

que sólo inclinó la cabeza sobre sus manos, las cuales estaban soportadas por los codos

sobre las piernas. Oró como hacían rato no lo había hecho. Pensó incluso: ¿por qué los

hombres debemos esperar a estar en crisis para realizar cosas extraordinarias?

Suplicó a Dios que fuese lo que fuese, lo iluminara por que más oscura no podía estar su

razón.

Llegó en domingo. Todo el seminario iría a la misa de las siete de la mañana al pueblo

por petición del señor obispo, pues él iba a estar. La misa culminó sin ningún

contratiempo. El obispo los saludó a cada uno con un par de golpecitos en el hombro

derecho. Después de esto, los seminaristas podían disponer en lo que quisiesen siempre

y cuando fuera lícito en su condición. Era casi medio día. El sol latigaba las cabezas de

los parroquianos que salían de la misa de once. Estaba implacable y se sumaba un

bochorno desbastador.

Faltaban quince minutos para que fueran las tres de la tarde y aun Ana maría no

aparecía. Hasta que llegaría en un bus, de modelo antiguo y de motor vibrante. Juan se

puso de pie para recibirla. Ella bajó con ayuda del auxiliar del conductor.

El encuentro fue tan frio que Juan olvidó del calor que hacía en aquel momento. Se

miraron de frente unos segundos como si el factor tiempo no existiese.

Page 45: Mi libro.

— Nos vamos a quedar aquí? Preguntó Ana maría sin saludar.

— No…claro que no. ¿qué desea?

— Terminar con esto ahora e irme de acá.

— Pero qué le pasa por qué tanto disgusto conmigo. Desde el día en que me llamó

está así… ¿cuente qué le pasa?

Con estas palabras Juan logró neutralizar un poco la actitud de Ana maría.

— Juan…qué pasaría si yo llegase a estar embarazada?

— Pues, no sé…felicitarla…no sé. Respondió Juan.

— ¿así fuera suyo me felicitaría? Preguntó Ana maría de manera capciosa y con

unas lágrimas en los ojos que vacilaban para salir.

— Por qué usted me dice esto. Ana María…usted está embarazada de mi?

Ana María guardo silencio como queriéndole confirmar la intuición de Juan, quien

frotándose la cabeza con sus manos se resistía a aceptar lo que estaba ocurriendo. Entre

muchas otras cosas que Ana María le comentaba a Juan, el reloj estaba marcando las

cinco y cincuenta. El ocaso se hizo visible. Juan lo divisó a lo lejos con ojos de

abnegación y pensó en sus sueños y proyectos, y sintió que se desvanecía junto con aquel

ocaso. Era el ocaso de un seminarista.

Ellos dos se despidieron. Juan le pidió que no dijera nada a nadie. Hasta que saliera del

seminario por petición más no por expulsión. Acordaron versen cuando él saliera para

planean las cosas de ahora en adelante y sin rencor se abrazaron.

Por fin presentaría su trabajo, el mejor de su grupo. Su nota lo hizo merecedor de que lo

incluyeran en la biblioteca. Faltando tan solo dos días para salir, Juan presentó la carta

de retiro al consejo de superiores, la cual fue aceptada. Ninguno en la comunidad se

enteró sino hasta que se encontraran todos afuera.

El día de la salida, saludó por última vez a sus compañeros no sólo de estudio sino

también compañeros de comunidad. Recorrió los lugares que solía habituar. Fue a la

capilla y oró como había aprendido a orar, con el fervor que sólo las crisis hacen brotar.

Page 46: Mi libro.

Tomó una maleta grande del ejercito que un tío de la capital le había obsequiado en la

que cabían muchas cosas.

Fue casualmente, en el ocaso de un Sábado en el que Juan había formalizado su retiro

del seminario, pues su historia en este recinto ya había declinado, tal y como lo hacia el

sol en aquel atardecer.

Page 47: Mi libro.

UN VIAJE INCIERTO

Historia de un suicidio

“Es preferible morir a odiar y temer:

es preferible morir dos veces a hacerse odiar y temer.”

Federico Nietzsche

Palabras Preliminares

Es posible que planeemos el destino de nuestros caminos. Pero lo que si nunca podemos

planear es lo que nos pueda ocurrir mientras llegamos él. Un continuo error de nosotros

los seres humanos en la actualidad, es que creemos que los caminos son fines en sí

mismos. Y no es así. Los caminos son medios, no fines. Sin embargo, hay situaciones

que, aunque no la decidimos directamente, las vivimos aun sin desearlo.

Imaginemos cuantas cosas hemos experimentado y no han estado dentro de nuestro

propio consentimiento. Las vivimos como fruto del azar histórico, esa casualidad que

solo florea cuando la existencia parece opacarse ante tanta planeación y poca posibilidad

de elección. Pero es ahí, cuando la capacidad verdaderamente humana de ser libres debe

emerger de lo más profundo e inhóspito del hombre. La audacia por determinar su vida

a partir de decisiones, ha de ser el aborto de la muerte idealista que amenaza con

condenar a la vida a un absurdo existencial.

―Un viaje incierto‖ es uno de aquellos relatos que, aunque raya con la brevedad,

muestra de manera singular cuando las circunstancias de la vida humana son el

resultado de las decisiones como fruto de nuestra libertad.

* * *

Page 48: Mi libro.

I. Así comenzó.

Cuando Fernando Díaz llegó a su casa, eran las siete y treinta de la noche. Se puso

cómodo, así que prefirió quedarse en medias y en interiores los cuales ya se encontraban

un poco viejos y degastados en medio de la costura. Sentado en frente de su vieja

máquina de escribir, sus ojos parpadeaban cada vez con mayor fuerza como muestra del

cansancio al que estaban expuestos por encontrarse cerca de la lámpara fluorescente. Su

mano izquierda se hallaba descargada sobre el teclado, mientras que la derecha

soportaba su barbilla acariciando su labio inferior como consintiendo la idea próxima a

escribir. Había nacido con un don de esos que son inexplicables en personas cuyo oficio

pareciese no estar en sintonía. De cualquier manera, Fernando gozaba de una

imaginación sobre-excitada en ideas y en fantasía. Sobre la mesa de noche reposaba su

cartera que custodiaba celosamente los únicos cinco mil pesos que agonizaban como

residuo de su salario mensual.

Su trabajo podría ser tomado como modelo de una nueva estructura económica, naciente

de la crisis del momento, pues él es jefe de sí mismo, y cualquier semáforo esquinero de

la noble cuidad capitalina, sería su más docta ―oficina‖. Los casos que a ella llegaban no

representaban grandes inconvenientes, pues no iban más allá de ser simples parabrisas

sucios por el polvo acumulado sobre el aire.

En las primeras horas de la mañana siguiente, tomó unas tostadas y un pequeño café que

la señora arrendataria del primer piso de la casa donde vivía le tenían servido sobre la

baranda de la ventana. Fue algo ligero, como sería su día de trabajo, el cual no

comenzaba sin antes agradecer con media tostada en la boca a doña Esther, la mujer del

café.

De camino a la ―oficina‖, como él mismo llamaba la esquina de trabajo, una gran valla

publicitaria deambulaba por aquel momento. Con letra bastante notoria en un fondo de

color más bien pálido para resaltar la frase, decía: ―se encuentra triste? No lo dude más,

hágase feliz con una llamadita no más‖. Su mirada declinó al suelo mientras pensaba

acerca de qué podría decir una valla para la gente que se encontrara feliz. Por un lado, no

Page 49: Mi libro.

podría decir nada, porque si se está feliz, ¿qué más necesita? Sin embargo no existen

tales cosas. La infelicidad es la gasolina de esta combustión económica, pues entre más

infelices los humanos, mayor es el consumo que devenga. Fernando incluso llegó a

relacionar esta situación con la suciedad del aire, pues qué sería sin él para su trabajo?

Entre tanto, sacó de su pequeña maleta un delantal, una cubeta y su limpiavidrios. Se

armó como se armaría un caballero con su noble vestidura preparándose para la batalla.

En efecto, no era fácil llenar con unas cuantas monedas el fondo de los bolsillos y el

estómago con algún bocado.

No recordaba las milenarias oportunidades que deslizaba su empapado limpiavidrios

sobre los autos que paraban. Cada momento en los que el semáforo se tornaba rojo, los

autos, como si se tratase de un puerto barquero, comenzaban a arribar y, con ellos, la

opción de que la lucha fuera más llevadera; una lucha que parecía prolongarse de forma

interminable y desalentadora.

Al llegar el medio día, el sol inclemente atropellaba sus rayos sobre las cabezas como si

fueran éstas el oscuro y solido asfalto de la vía. Era la hora ―pico‖, por lo que flujo

vehicular era más espeso y así las oportunidades para trabajar eran más remotas. Y

efectivamente, pocas eran las manos saliendo por la ventana cuyo dedo índice se

zarandeaba de un lugar a otro indicando la inaceptación del servicio. Pronto sus bolsillos

comenzaron a llenarse de monedas. Pasada la una y media de la tarde el flujo disminuyó.

El paso de la moneda al bolsillo dejó de ser tan reiterativo. Así transcurriría la tarde,

entre aceptaciones y rechazos. Poco a poco, el día fue declinando al igual que sus

esfuerzos. A una distancia no mayor de unos siete metros de donde se encontraba había

una gran matera y dentro de ella un residuo de lo que alguna vez fue árbol, pues la

ausencia de agua lo habría condenado a una seca muerte. Fue allí donde Fernando botó

el agua sobrante de su jornada laboral.

II. Jugadores de la vida.

Page 50: Mi libro.

De regreso a su apartamento, el paso por una plaza de mercado era obligatorio. Hacia

uno de los costados se encontraban amontonados los residuos de frutas y vegetales

podridos que habían sobrado de la venta del día. Eran algo así como las siete de la noche,

cuando como si se tratara de resucitados en una gran procesión, mujeres y niños con

costales de fique en sus manos se disponían a hacer su propio mercado. Dentro de

aquella montaña de vegetales éstos consumidores de la extrema pobreza escarbaban con

sus manos y algunos con palos de madera ya que no podían agacharse debido a uno de

esos inesperados obsequios de la vejez. Los niños, descalzos sobre la fría montaña

vegetal, eran finos seleccionadores del producto. Retiraban las partes que en realidad

eran incomibles porque ya otros comensales blancos, delgados y largos, estaban

haciendo su propio banquete.

La montaña de comida era derrumbada y esparcida por el espacio para facilitar la

delicada tarea de selección. En el centro, grandes costales eran ubicados con la jeta

abierta dispuestos a recepcionar todo cuanto a ella fuera lanzada. Cada costal

representaba una familia. Aquella noche se hallaban siete costales a reventar. Algunos

muchachos mientras seleccionaban la mercancía, aprovechaban para tomar alguna

fruta, quizá irónicamente la mejor entra las presentes, la limpiaban con la parte pectoral

del saco. Un par de frotadas sobre éste y ya las consideraban aptas para consumo.

Fernando, con su saco colgado sobre su hombro derecho y su mano izquierda en el

bolsillo del pantalón, contemplaban aquel desolador panorama. Sobre su garganta se

posaba una fuerte y amarga sensación. Nunca consideró que la desgracia de unos debía

ser la justificación del bienestar de otros, aun cuando viera jugar a unos pequeños con

grandes calabazas al futbol. Ellos no se sentía desgraciados – pensó- era la sociedad

mayoritaria quien así los veían y así los catalogaban.

Cinco segundos duró al pasar por el frente de la plaza. Sin embargo, mientras lo hacía,

aquella calabaza del juego que hacía las veces de balón, se encontraba ahora en sus pies.

Paradójicamente se había salido del ―estadio‖ o por lo menos así lo gritaban quienes con

ella jugaban.

Page 51: Mi libro.

Tirela, mono, to´ bien! Exclamó uno de ellos.

Fernando se sintió impotente y torpe a la vez, porque no supo qué hacer con ella. Así que

se agachó, tomó la calabaza con sus manos y prefirió más bien que viniera por ella.

Vaya por ella, negra! Dijo quien antes había pedido la devolución del balón.

La ―negra‖ como él la llamó no se trataba más que de una niña de piel acanelada, sus

rizos cabellos llagaban hasta sus hombros. No tenía moña o balaca que le sirviera para

sujetarlo, quizá porque estaría personificando a algún futbolista de su admiración.

Fernando se percató de que provenía de una improvisada portería de futbol. Tan sólo

dos tarros de leche en polvo rellenos con arena delimitaban la distancia de un punto del

otro.

Eres la arquera? Preguntó infantilmente Fernando. A lo que la niña respondió con

un sí… sí señor!

Y eres alguno en especial?

Soy René Higuita, por el cabello y por la manera como me lanzo a atrapar el

balón. Exclamó la niña con cierta vacilación marcada en su voz.

Y el chico es…

El es mi hermano mayor Jaime. Yo soy Carmen. Jugamos aquí mientras mi mamá

y mi tía recogen comida para llevar a la casa.

Estas palabras de la niñas produjeron en Fernando que su garanta soportara un amargo

y pesado trago de saliva

Y ¿Cuántos años tienen los dos? Preguntó con insistente curiosidad Fernando

Jaime tiene 10 y yo tengo 8.

Page 52: Mi libro.

Un llamado de la madre que se arriesgaba a perderse en el frio espacio nocturno

interrumpió la pequeña charla. Fernando les entregó la calabaza-balón, mirando a la

niña a los ojos, cuyo brillo emanado lo único que mostraba era la inocencia y la

diafanidad de su niñez. Aquel brillo no era de desgracia, era más bien de esperanza. No

era de hambre, era de satisfacción, pues muy a pesar de todo, ellos eran felices.

Fernando al mirar aquella niña sintió que la vida era fácil; tan solo se requería tener lo

necesario, con quienes se quiere y en el momento justo. No más.

Ya en su apartamento, después de saludar a doña Esther, se dio un baño. Dejó que el

chorro de la regadera golpeara su espalda a modo de masajes, esperando despojar de sí

el cansancio que lo dominaba. Mientras que gruesas gotas de agua circulaban delineando

su rostro, Fernando pensaba en lo que había experimentado en aquella plaza. Pensó

incluso que el semáforo en el que trabajaba seria su propia ―plaza‖ y que los

innumerables autos en fila serian algo así como la montaña de podridos vegetales y

frutas, entre los cuales debía buscar su propio sustento.

III. Un viaje incierto

Fernando era mayor una década que Jaime, el hermano de Carmen, con la única

diferencia de que su madre se encontraba en el campo criando gallinas y subsistiendo de

la venta de huevos que éstas ponían. Su padre, mayor que su madre 8 años, había

muerto de un cáncer de estomago.

Su viaje a la fría capital se había nutrido y, paradójicamente lo continuaba haciendo, de

un falso deseo de superación. Su única maleta de viaje en la que portaba todo, la había

perdido en un atraco colectivo efectuado en el bus en el que se encontraba cuando se

dirigía a donde su tío, con quien se quedaría mientras despegaba en la capital. Pero, al

parecer, a su tío se habría olvidado de él y su llegada a la casa, porque una mala elección

lo había conducido a un destino diferente. Sus llamadas no fueron contestadas y al

parecer sus ruegos tampoco.

Page 53: Mi libro.

Aquella primera noche en la capital sentiría qué significaba dormir a la intemperie,

golpeado por el frio mordaz y el desértico estomago que se retraía por la ausencia de

alimento. En adelante estaría sólo, sin equipaje e iniciaría su furtiva vida con hambre. El

arte de limpiar vidrios lo había aprendido unos días más tarde después de deambular

por las calles del sector en el que se encontraba, de manos de unos gamines que

inhalaban pegante industrial como tiquete de viaje a un mundo irreal del cual no querían

desaparecer. Cada inhalación era algo así como una propulsión más a la inhóspita

profundidad de este mundo. Sus caras hinchadas y ojos entreabiertos era muestra de lo

placentero que podía resultar este ―viaje‖. Sus múltiples prendas, un buso puesto encima

de otros, no sólo los defendían del frio, sino que también funcionaban de armadura ante

el inclemente olvido social. Además de ello, los defendían de los golpes propinados por

quienes, según su parecer, eran una amenazan social. Lo irónico de todo esto es que cada

espaldarazo de la sociedad alimentaba la gran bestia de la desgracia humana. Una

desgracia por cuyo cordón umbilical se nutría de su alimento esencial: la dicotomía entre

lo social y el individuo.

En estos gamines, pensaba Fernando, se cumplía el principio social en el que se afirma

que el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe. Estos gamines eran los nuevos

gérmenes de corrupción ante los cuales Fernando se expuso. O sobrevivía justo o moriría

corrupto. En torno a esta incertidumbre gravitaba su mente preocupante.

IV. Con doña Esther.

La manera como llegó a vivir con doña Esther fue muy curiosa vinculando desde luego la

casualidad como madre de todo encuentro humano. Fernando se encontraba bajo la

batuta de sus tutores en el oficio de limpiar vidrios. Ocasión en la cual doña Esther,

debido a que cargaba bolsas en cada mano, delató que venía del mercado. El plástico de

las bolsas se hallaba algo tenso sembrando el riesgo de romperse. Muy en la esquina del

Page 54: Mi libro.

semáforo, efectivamente las bolsas se rompieron y todo el contenido quedó esparcido

por el lugar.

Fernando en un gesto de humana amabilidad tomó su saco y colocó en él todo cuanto en

el suelo se hallaba y se ofreció a llevarlo hasta la casa de la señora, quien en el camino no

logró contener tanta curiosidad por Fernando, así que desembarazó su curiosidad

preguntando acerca de su familia y procedencia, pues su acento lo delataba de ser un

foráneo. De este modo, Fernando le comentó a doña Esther sobre todo acerca de él, pues

le suscitaba curiosidad. La señora, habiendo llegado a su casa, le ofreció una bebida

caliente para amenizar la charla.

Por su parte, doña Esther, había enviudado hacia ya 12 años; era madre de una mujer

quien ya era profesional y residía en el exterior, de donde le enviaba unos cuantos

dólares para sus gastos. Así que se encontraba sola y la casa tenia habitaciones de sobra.

Es claro que puede resultar muy difícil creer lo que aconteció, pero esto demuestra que la

felicidad no respeta límites, o quizá sí, de quienes se sumergen en el fango del egoísmo.

Doña Esther invitaría a Fernando a quedarse en su casa, quien sin deparo aceptaría con

el mayor de los gustos. La habitación que se le asignó a Fernando, fue la de su hija, pues

ella, cuando venia prefería dormir con mamá. Doña Esther indicó con su mano derecha

la ubicación de la escalera por la que ascenderían a la habitación. Al encender la luz,

Fernando notó inmediatamente la pulcritud y delicadeza del recinto. Las paredes, en un

tono femeninamente púrpura, contrastaban con los blancos muebles que allí se

encontraban. En un pequeño espacio de la pared cerca de la cabecera, se encontraba un

sin número de esquelas y afiches que los pretendientes les obsequiaron a la chica.

La mirada de Fernando que ya se había deslizado unos 380° entorno a la habitación,

demostraba suma complacencia, hasta que una pequeña lágrima vacilaba al caer. Doña

Esther le dio plena libertad para disponer de la habitación como quisiera. Obviamente

las esquelas y los afiches volaron de la pared, e incluso, una serie de fotos colocadas con

precisión en el marco del espejo del peinador. Sin embargo, había una en la que se

Page 55: Mi libro.

encontraba sola, de frente, con el cabello suelto, y una delicada sonrisa era dibujada en el

rostro. La conservó como muestra de que el suelo que ahora pisaba y la cama en la que

ahora dormía era de otra persona que muy gentilmente desde la lejanía y por medio de

su madre, le había permitido sobrevivir en esta parte de la lucha.

Parece difícil de creer aquel gesto. Pero esto demuestra que el ser humano está hecho

para actuar entre hombres. Si bien es cierto que Fernando representaría un total

desconocido, para doña Esther no lo era, pues detrás de aquel hombre de apariencia

poco higiénica y hasta delincuente, se hallaba reflejada la condición menesterosa en la

que ha nacido el hombre. Aquí se cumple, precisamente, la expresión de un rock criollo

que reza: ―mira la esencia…no las apariencias‖.

V. La Lucha.

Cuando el minutero se posaba verticalmente en las doce mientras que el otro indicaba

las cinco, el despertador de Fernando timbraba anunciando que su día de labores

comenzaba de nuevo. Vacilaba un poco en su decisión de levantarse, pero la idea de que

tenía que sobrevivir lo alentaba para que su humanidad se posara erguida de una vez por

todas. Mientras tomaba la ducha, su viejo radio de pilas emitía una noticia de esas que

resultan ser poco usuales. Con paso acelerado bajaba rápidamente, tomaba su café

mañanero y se disponía a su trabajo. Realizaba el mismo trayecto como era de

costumbre.

Una vez en su semáforo de trabajo, se ceñía su delantal para no humedecer demasiado el

pantalón. Mientras fijaba la delgada franja en torno a su cadera, asimilaba este

momento como cuando un guerrero toma su armadura y la adhiere a su cuerpo. Se

sentía en su lucha personal, en un insurgente de la vida, en un guardia del destino, pues

creía que nada estaba escrito en ningún lado. Por lo tanto, el destino del hombre él

mismo lo labraba con su libertad, como cuando el campesino labra en sendero en

dirección a su casa en medio del espeso monte. Fernando no creía que el destino fuera

cuestión de suerte, más bien creía que era cuestión de libertad. Cada parabrisas que

Page 56: Mi libro.

limpiaba y cada moneda que recibía, representaba un tiempo, un esfuerzo, en fin, una

decisión.

Su decisión era luchar, por lo tanto ese era su destino. Fernando no luchaba para sobre-

vivir, ni para subsistir. Luchaba para existir, pues si por deslizar una esponja

humedecida con agua sobre un vidrio era fruto de su decisión, era porque fue libre de

hacerlo. Aunque tenía muy en cuenta que esa libertad no era absoluta, sino

circunstancial, pues no podía poner en discusión la posibilidad de:

¿será que como o no como?

Hay una regla de oro en el orden de los humanos: si no se come, no se persiste en su

existencia. Muy a pesar de lo inmediato que sonó, se debe creer que las decisiones que

Fernando tomaba eran netamente personales.

Cuando pensaba acerca en lo que hacía, Fernando reafirmaba así mismo que era la

manera como podía emerger de esta cascada de circunstancias. Se sentía en una seria

obligación con su vida, pues era ella y en ella el destin0 y camino de cada acción.

Al momento en que el sol comenzaba a declinar, como queriéndose esconder en la

lejanía de la cordillera, algunas gotas frías comenzaron a golpear las cabezas de los

transeúntes que pasaban por al sardinel en aquel instante. Significaba algo absurdo para

Fernando el quedarse limpiando vidrios cuando tiene al agua que cae de las alturas en su

contra. Rápidamente la gente se comenzó a escabullir, escapando de la humedad

incomoda. Algunos otros se resguardaban en sobrias enramadas que sobresalían en las

casas adyacentes a la avenida principal.

Fernando por su parte, guardo rápidamente sus utensilios en el viejo morral que siempre

llevaba, y corrió como ―alma que lleva el diablo‖, dirían los viejos si lo hubiesen visto

correr. Sacó sus llaves, abrió la puerta y, como queriéndole adivinar la llegada, doña

Esther lo esperaba con una caliente taza de aguadepanela. En el tiempo que Fernando

duraba tomándose la bebida, correspondía al tiempo que duraba comentándole a doña

Esther cómo la había ido en su día. Subió a su habitación. Las gotas de agua parecieran

golpear con mayor ahínco las tejas de la casa. Se recostó, su vista fija en el techo, servía

Page 57: Mi libro.

de fondo sobre el cual proyectar aquellas cosas más significantes de su día, hasta que el

sueño se apoderara de su humanidad.

VI. La visita de la muerte.

Pasaron así unos cuantos meses. Ninguno de ellos registraba algún tipo de novedad. Sin

embargo, la tarde del 6 de Agosto algo sucedió en casa de Fernando. Doña Esther, no

había contestado el saludo de llegada, no había taza de aguadepanela encima de la mesa

del comedor, algo extraño para una mujer que tiene por imperativo categórico cumplir el

deber por ser deber. Sin dudarlo un instante, Fernando levantó a doña Esther la llevó

hacia a fuera y pidió un taxi con destino al hospital Central. De camino, la angustia

consumió la mente de Fernando quien en su cabeza comenzaba a girar un cumulo de

causas por la que doña Esther estaría así. Le hablaba al oído con la certeza de que lo

escucharía.

De inmediato, solicitó al vigilante una camilla para recostarla allí. Los enfermeros los

asistieron, pero suplicaron a Fernando que se estuviera en la sala de espera mientras le

abrían la historia a la señora. Unas cuantas preguntas fueron lanzadas a las que él muy

parcamente dio respuesta. El reloj pronto marcaria la 7 de la noche. Hacia algo de frio,

pero la angustia le podía más y le ocupaba lo suficiente la mente para estar pensando en

el clima. Salió un medico alto, delgado, que carecía algo de cabello y que sobre su bata

colgaba un broche cuya inscripción decía: Dr. Gómez. Sobre sus manos se encontraba

una carpeta de apariencia metálica, la abrió en la medida en que preguntaba:

¿familiares de la señora Esther?

Sí, yo…bueno no familiar…pero vivo en su casa y fui yo quien la trajo acá!

Respondió Fernando algo nervioso que la información dada fuera imprecisa al

considerar que él no era de la familia.

El médico le pidió a Fernando que le describiera cómo fue que la había encontrado, a lo

que él respondió procurando no dejar ningún detalle por fuera. Mientras tomaba atenta

nota, Fernando preguntó pesaroso:

Page 58: Mi libro.

¿le ocurrió algo grave a doña Esther, doctor?

Dígame antes algo, ¿a ella nunca le había ocurrido algo parecido?

No, no señor. No que yo me diera cuenta.

En una tónica muy explicativa, el médico se comunicó a Fernando lo que a doña Esther

la había ocurrido

Mire joven, lo que a la señora le ocurrió fue una trombosis, convulsionó y fue por

ello que la encontró desmallada.

La puedo ver? Preguntó.

De hecho sí, sí la puede ver pero que sea algo rápido, ¿de acuerdo?

O.k. gracias doctor.

El médico lo dirigió a la sección de observación en la cama 104, a tan solo seis metros al

fondo de la sala. Retiró un poco la cortina que la incomunicaba con el exterior de la sala,

resguardando que la luz no llegara a su rostro. Tomó su mano derecha, la misma que

siempre tomaba al momento de despedirse de ella. Esta misma parte fue la que quedó

paralizada después de este fuerte ataque. Seguía quieta, callada como queriendo

resguardar algo que por dentro la carcomía lentamente al compas de los minutos que

pasaban en la penumbra de aquella fría habitación. El ruido emitido por el aparato que

registraba su ritmo cardiaco era las melodías que acompañaban los pensamientos que en

ese instante en la mente reposaban.

El antebrazo de Fernando se posó sobre la cama a la altura de la cadera de su custodiada,

mientras que su cabeza declinaba lentamente, en la medida en que el sueño conquistaba

su corporeidad. Eran las dos y quince de la mañana.

Dentro de la sala de observación, ante la imposibilidad de que los rayos del sol

penetraran, pareciese que la noción del tiempo me esfumara dentro de las exigencias

humanas. Al abrir sus ojos, Fernando no lograba reconocer si ya había amanecido o si

continuaba de madrugada. Doña Esther seguía dormida, mientras que la melodía de los

tít.…tít.…tít.…tít.… alimentaba ese vacío que solo se experimenta en una sala de

observación.

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Se acercó al oído de doña Esther y le susurró que iría a la casa, traería ropa limpia y

utensilios de aseo. Luego, le avisó al jefe de enfermería de turno y con unos cuantos

golpecitos en la mano, Fernando se despidió y se fue a la casa. Ya en ella, tomó una

escoba y con unos cuantos escobazos retiró el algo la suciedad del piso. Subió a la

habitación de doña Esther y como si se tratara de un lugar sagrado, Fernando caminaba

como queriendo demostrar delicadeza y respeto en tan noble recinto. De hecho, era la

primera vez en que Fernando entraba en la habitación, así que le despertaba mucha

curiosidad, ya que después de tanto tiempo y habiendo recorrido toda la casa, la

habitación de doña Esther era el único rincón por conocer.

Por más curiosidad que le despertara la habitación, las fotos de cuando era joven, sus

hijas, el matrimonio con su difunto esposo, no quiso detenerse mucho. Así que sacó lo

necesario, unas pijamas, un jabón, un cepillo de peinar y una toalla. El sol del medio día

calentaba la corinilla de los transeúntes, obligando dar los pasos más acelerados y

generando más fatiga de la que se tenía por el trabajo hecho en la mañana.

Un saludo furtivo y ligero se cruzó con el vigilante, quien con un simple levantón de

cejas respondía. De camino a la sala de observación se percató que había más revuelo de

lo normal. Había mucho agite entre los enfermeros y los médicos. El panorama no era el

más alentador. Pereciese que la muerte estaba de visita, lo que le generó en Fernando un

vacio estomacal y frio en el centro de la palma de sus manos. Se fue acercando muy

suavemente procurando pasar desapercibido. De frente en la cama un inhóspito cuadro

se dibuja en aquella sala, pues la cama donde se hallaba doña Esther se encontraba

vacía. El recuadro en acrílico donde se encontraba su nombre escrito con marcador

borrable, no estaba, como tampoco su historia clínica.

Disculpe una preguntica…

Fueron las palabras temerosas de Fernando al acercarse a un enfermero.

Si claro dígame. Respondió en apertura a la indagación próxima a escuchar.

La señora que se encontraba en esta cama fue que….

Si joven, falleció hace tan solo hora y media.

Un silencio nació en aquellos segundos y que parecieron pasar muy despacio.

Page 60: Mi libro.

Y, ¿Dónde la tienen?

El cuerpo está en observación y chequeo antes ser enviado a la funeraria.

Gracias.

Exclamó Fernando con un peso innegable en su voz. Miró la bolsa en donde llevaba lo

que iría a necesitar; pero pensó, en ese esfuerzo por justificar su ausencia, que en

últimas nada de eso era necesario. Creyó que ella se sintió sola, desprotegida, así que

habría preferido ir donde la soledad no tendría cabida. Un lugar donde no fuera

necesario ni pijamas ni jabones ni toallas.

VII. Yo soy yo y mis circunstancias.

Después del trámite de la funeraria, Fernando decidió comunicarse con la hija de doña

Esther, quien se hallaba en el exterior, en el país de la monarquía de Aragón: España.

Halló el número de residencia en la agenda personal de doña Esther. Marcó algo

temeroso, hasta que finalmente el tono de espera comenzó a sonar. Después de unos

cinco o seis segundos, una voz femenina exclamó:

Aló, bueno?

Si, aló buenas tardes…

Noches querrás decir….

Reparó la voz femenina.

Aló buenas noches… me comunico con la residencia de doña Amanda?

Si como no, a quien necesitáis?

A Amanda, la hija de doña Esther.

Aaa, bueno, esperad un momentito, eh?

A lo lejos, un grito se escuchaba llamando a Amanda.

Si bueno, habla Amanda, ¿con quién hablo?

Aquella llamada tardó unos cuantos minutos, mientras que Fernando le informó acerca

lo que había ocurrido. Quien era él, por qué la estaba llamando, y más aun, por qué

conocía a su mamá, fueron tan solo algunas cuestiones que Fernando tuvo que dar

respuesta a aquella acongojada hija, que en adelante seria una huérfana en el extranjero.

Page 61: Mi libro.

Amanda no se quedaría con la sensación de la muerte de su mamá desde la lejanía.

Llamó a Fernando y le anuncio su regreso a Colombia muy pronto. A lo cual Fernando

correspondió de manera amable y atenta, pues Amanda le representaba el mismo

respeto que el de su madre. El viaje lo haría en ocho días, tiempo suficiente para que

Fernando le hiciera una bienvenida no calurosa sino cordial. Mientras le hacía aseo a la

casa, pensó que le daría la bienvenida a una mujer que no conocía en persona. Su imagen

solo era tomada de las fotos que retiró de la pared de su habitación, las mismas que

volvió a fijar para que notara que nada de lo que había dejado allí, había cambiado.

Llegó la fecha esperada. Una noche antes, Fernando se negó a dormir en la habitación de

Amanda e hizo del sofá una improvisada cama. En el silencio de la sala, Fernando

aguardaba la espera. La hora del almuerzo hacia ya parte del pasado, y pronto llegaría la

hora de la cena. Cuando por el vidrio de la puerta una silueta femenina se acercaba

intentando timbrar. Al ver esto, Fernando se anticipó y abrió la puerta. Sus crespos y

dorados cabellos engalanaban un rostro muy delicado que intentaba mostrar un impacto

extranjero pero la belleza nacional reventaba sin par.

Hola buenas tardes…

Buenas tardes, ¿Fernando? Preguntó Amanda algo inquieta.

Si como no. Mucho gusto Fernando Díaz.

Seguido de tres segundos, Amanda se lanzó a los hombros de Fernando en un llanto

inconsolable, a lo que él no le fue indiferente. Penetraron en la casa, se sentaron en el

sofá y Fernando le comentó desde el primer momento en que conoció a doña Esther

hasta el último momento en que se despidió en la sala de observación.

Subieron a la habitación de la señora. Fernando se quedó en el marco de la puerta

queriendo mantener su distancia e intimidad entre Amanda y sus recuerdos. Después

fueron al cuarto de ella, abrió la puerta y su vista registró tal cual como la había dejado el

día en que se fue para el exterior. Se dirigió al tocador y con su dedo indicie derecho

acariciaba cada foto que allí se encontraba, en espacial una en la que aparecía con doña

Esther.

Page 62: Mi libro.

Tenía entendido que usted dormía aquí. No es así?

Si señora. Yo dormía aquí con el permiso de la señora Esther.

Pero no le cambió nada. O bueno eso parece.

Lo que pasa es que lo volví a ambientar para su comodidad.

Forzosamente una sonrisa se dibujo en el rostro de Amanda. Una delgada línea de

simpatía que nacía como un esfuerzo agónico por negarse a ser consumida por la tristeza

que pareciese ser indeleble ante el afán de ser sumados entre los dichosos del mundo.

Juntos se sentaron en el comedor. Hablaron de lo mucho y lo poco de la vida. Pero

habrían llegado a un tema del que, quizá, Fernando temía llegar: y ahora, ¿qué será de él

en adelante? Amanda era una mujer con una estabilidad ya consolidada en el extranjero

y, aunque soltera, vivía su vida por doquier sin pedir permiso a nadie, menos ahora que

su progenitora había muerto.

Sin embargo, Amanda le atraía una sana curiosidad por la vida tan desarraigada que

sobrellevaba Fernando. No tenía a nadie, ni siquiera un techo donde resguardar la

cabeza. Era inevitable que su estadía en la casa ya habría culminado. Pero su bienestar

no estaba echado a la suerte. Como un gesto de suma humanidad, como cristalizando un

deseo de su madre, Amanda le daría a Fernando una parte de la casa como muestra de

su entrega ante los momentos tan trágico que sopesó con doña Esther. Amanda creyó

que nadie, aun cuando no fuera su hijo, actuaria como lo hizo Fernando aquella tarde.

Sus manos sudaban sin parar. En su garganta se hacia una mezcla entre dicha y tristeza,

pero aun así, la recibió con suma gratitud. Cuando Fernando escuchó de la voz de

Amanda esta noticia eran la nueve y treinta de la noche. Amanda sacó de su bolso un

diario español y se lo obsequio a Fernando, quien sin vacilar un segundo lo abrió y como

simulando un postre lo devoró. Mientras se devoraba este gran suculento postre, quiso

detenerse en una expresión de un pensador de nacionalidad gallega que había vivido

hacia ya algún tiempo pero que por sus ideas, seguía vivo en las mentes de la

muchedumbre de aquel país. ―yo soy yo y mis circunstancias” había escrito el filósofo

Ortega y Gasset al referirse a las decisiones como determinantes de la existencia

Page 63: Mi libro.

humana. Fernando sonrió mientras en su cabeza estas ideas revoleteaban: ¿he decidido

esto para mí? Bueno…de ser así….si lo estoy viviendo es porque son el fruto del ejercicio

de mi voluntad…

Mientras esto pasaba sus parpados se abandonaban al dominio del sueño nocturno. A la

mañana siguiente, pensó en recapturar su rutina, pero otra situación se dispuso. Una

nota de Amanda se hallaba prensada sobre el cilindro de una máquina de escribir que se

encontraba en el comedor de la sala. En ella le agradecía sus atenciones. Le deseó suerte

y le pidió que escribiera en unas cuantas líneas lo que había ocurrido. Así que Fernando,

como orden de la misma señora Esther y en memoria de ella, empezó a escribir lo que

había ocurrido. No tenía mucha agilidad con lo de pulsar las techas con gran rapidez.

Pero no se trataba de eso; se trataba más bien de la profundidad de sus recuerdos. De lo

que su memoria, como un profundo pozo, reguardaba en su más oscuro rincón. Desde

aquel entonces, Fernando no ha parado de escribir. Inicio un viaje sin destino alguno; un

camino incierto donde el fin no asomaría su silueta, ni su sombra se proyectaría. Con

esto queda demostrado que no se necesita ser un erudito en la gramática ni un docto en

las letras para confeccionar una cuantas líneas y hacer de todas ellas una diáfano tejido

de memorias y experiencias.

VIII. Un rio de sangre.

Por lo menos eso pensaba. Sin embargo esta dicha duraría unos cuantos meses. Fue

secuestrado por la monotonía de sus quehaceres diarios, lanzándolo a un vacio que

ostentaba furia en ausencia de novedad.

Después del trabajo, Fernando tomaba en un vaso esmaltado blanco una tibia taza de

café. Con la mano en la que la sostenía, realizaba suaves giros haciendo que aquella

aromática bebida se deslizara por la garganta como si fuera una danza. Sus ideas cayeron

postradas ante el desespero en que se veía enclaustrado. Se sentaba en frente de la

ventana observando los transeúntes; los niños jugaban a pesar del frio de la noche y

algunas señoras intercambiaban los últimos hechos del vecindario, cual si fueran noticia.

Page 64: Mi libro.

La soledad, como si fuera un narcótico, penetraba por la piel de Fernando disparando la

euforia que se hallaba silenciada en su cabeza.

¡a la mierda con todo!-, pensó.

Una repentina reacción hizo que se tomara de un solo sorbo lo que quedaba del café.

Quería dar punto final a esta agonía que solo él, en la penumbra de su habitación,

padecía.

La lectura de unas pocas hojas sueltas de revistas ya desactualizadas lo trasladaban a una

sociedad fetichista de lo que ve y siente, pero de lo que poco se piensa. La mente de

Fernando era lanzada a una admiración banal del consumo y los plásticos límites a los

cuales el hombre podría llegar. ¿Cómo daría fin a su soledad prescindiendo de una

infructífera compañía humana, tan agonizante, quizá, como él? ¿Sería el hombre

resultado de sus propios sentimientos? Estas sensaciones lograron perturbar a Fernando

alrededor de unos tres meses. Llegó el tres de diciembre. La algarabía de la navidad era

accionada por doquier. El instinto de consumo se había despertado so pretexto de la

celebración un ideal que en esencia ha sido el más profanado. Las luces de colores

destellaban una y otra vez, mientras que Fernando, pasivo detrás de la ventana,

contemplaba aquel panorama haciendo de él un festín fácil de atrapar por la bestia

contra la cual luchaba.

Encogió sus piernas situando su rodilla a la altura del mentón. ―un sentimiento es

exterminado solo por aquel que lo siente‖. Pensaba mientras con su dedo índice de la

mano izquierda, redondeaba el borde del viejo vaso esmaltado.

Resguardado en su alcoba, cada noche en la mente de Fernando revoleteaba la idea de

morir para así dar muerte a este sentimiento que irónicamente lo estaba matando en

vida. El desespero y la depresión lo carcomían como si fuera un cáncer. Sentía como su

mente se nublaba ante la decepción de no haber podido llegar a una salida que fuera

morir. Tan diferente era su existencia para el mundo que no extrañaría su presencia en

él.

Page 65: Mi libro.

Cuando Fernando decidió que moriría bajo sus propias manos, eran las once y cuarto de

la noche, un viernes, de esos fríos, húmedos, donde predominaba un silencio

eminentemente humano. Las calles del vecindario algo vacías, quizá no habían motivos

para la diversión ni para pasar revista entre las vecinas. Arrimó junto a su ventana la

mesita que servía como escritorio, comedor y que ahora, paradójicamente, también de

tumba. En el centro colocó una vela de cera. La encendió. Tomó su vieja máquina de

escribir y comenzó a teclear cada una de las letras que a su mente se venían. Su

pretendido era que pondría punto final hasta cuando la llama de la vela se extinguiera y

ese preciso instante sería el anuncio de dar fin a este carma humano que apolillaba su

inteligencia.

Cada palabra escrita seria como una fina hebra que se desprende de la ceda en la que

esta cobijada su alma agonizante y rebelde. De vez en cuando su mirada se fundía con la

llama de aquella vela imaginando que los minutos de su existencia se desvanecían a

semejanza de la cera que, doblegada ante la inquebrantable llama, se deslizaba por lo

que quedaba del delgado cuerpo de la vela.

Presintiendo que su momento se avecinaba, tomó una cuchilla de la alacena, la puso en

frente de sí. Abrió su mano izquierda, ubicando su palma de frente a su rostro. Miró sus

venas, como si fueran ríos de la misma vida, que albergaban en sí el dulce polen de la

humanidad naciente en sus ideales y esclava de su propio silencio. Empuñó fuertemente

su mano, hasta que los ríos de la vida mostraron su afluente. Con la otra mano, tomó la

cuchilla, y sin demora deslizó el delgado filo del metal en sentido cruzado de las venas.

Fernando cerró sus ojos y, como en un cinema, su vida fue rodada en premier. Sus años

en el campo, su madre…el viaje… su trabajo…los niños en el basurero…doña Esther…su

máquina de escribir y, por último, su soledad. Así que tensionó fuertemente sus

parpados. El frio y agudo filo de la cuchilla se deslizaba sobre su piel dando libertad al

flujo sanguíneo de que supurara sobre la mano que más adelante reposaría sobre la

mesa, mientras que su sangre se abría paso entre las grietas de la tabla como queriendo

formar un afluente que fuera testigo de una muerte que no fue anunciada. El corte fue

certero, profundos, lo suficiente para desplomar su humanidad.

Page 66: Mi libro.

Suavemente su cabeza fue decayendo en forma de venia, instantes póstumos de su

entrega a una eternidad incierta.

En el fondo, Fernando sentía como su sangre secaría su cuerpo, dejándolo resquebrajado

con un aspecto quizá desértico. Sus labios, fieles testigos que alguna vez fueron

humedecidos, se comenzaron a secar y tomaron una tonalidad algo así como rojiazul. Su

corazón, ante la carencia del combustible de la vida, comenzó a bombear lentamente.

Pronto su conciencia despegaría de este mundo, carente de una humana libertad y

esclavos de lo más furtiva y efímero de la vida, religados a una dictadura de almas

deambulantes por un camino oscuro hacia un agreste destino, parte de una

servidumbre encadenada a la voz de quienes se proclaman ser reyes del mundo. Para

que alguien haga falta, falta que haya estado acompañado. Fernando sufrió por su

soledad, aquella carencia de compañía que solo desliga al hombre de lo que lo ata a este

mundo.

El occiso de Fernando fue hallado un siete de diciembre, vísperas de la fiesta de la

Inmaculada Concepción de María, a las siete y cuarenta de la noche. La taza de café

nunca fue acabada. La vela se consumió por completo y las teclas de la máquina de

escribir no fueron pulsadas por nadie jamás.

Page 67: Mi libro.

EL INQUILINO DE LA HABITACIÓN 57

Testigo de una tragedia

La tragedia de un ser era la victoria de otro.

Así son todas las demás cosas del mundo

-se decía Lope, con ánimo ligero-

y hay que andar alerta y madrugar.

Ramón Sender

Palabras preliminares

Cuando hemos vivido directamente los sucesos, podemos decir con certeza algún juicio

al respecto. Certero o no siempre será nuestro punto desde donde vemos la vida. Pero

cuando hablamos de algo que nos supera en tiempo tanto histórico como cultural, surge

una amplia posibilidad de equivocarnos al decir o pensar sobre lo que se quiere contar.

Si bien, no viví hace sesenta y tres años para haber sido el testigo ocular de lo ocurrido el

nueve de Abril de 1948 a la altura de la carrera séptima ente la calle 14 y la avenida

Jiménez a la una y cinco de la tarde en la capital, la curiosidad que me despierta y las

ansias de hacer una relectura de lo acontecido me devora mi capacidad de asombro.

Habiéndome empapado al respecto, con documentos, videos, visitas a los lugares y

escuchando el testimonio de algunas personas que si fueron en realidad testigos directos

de lo ocurrido, me he lanzado atrevidamente a escribir una sobria historia en la que he

tomado como evasiva el contexto histórico de aquella década, y más concretamente de

este acontecimiento, para poder construir una historia paralela acerca de un joven

campesino que emigra de su casa en las montañas nacionales a la capital buscando un

mejor porvenir. Un intento de amoríos se logra impregnar en la historia, pero pronto

llega a su final con una abrupta desaparición.

Page 68: Mi libro.

―El Inquilino de la habitación 57‖ es un paso por una época que ha dejado cicatriz en la

memoria amnésica nacional, pero que ha servido de escenario para encarnar a Santiago

un joven que , como todos, soñadores y que creen que la vida es de aventurarse, se lanza

a la travesía en busca de una mejor condición de vida.

* * *

Para que los pichones puedan abandonar el nido, deben levantar el vuelo como muestra

de su madurez, al tanto que la madre los exhorta dando un vuelo con fina práctica y

maestría. Mientras que los pequeños brotes de plumas florecen por sus alas, el ahínco de

los polluelos parece consumirlos cada vez más. Al notar el vacio del aire, como si fueran

brazos abiertos que los esperan, los pichones se lanzan a un destino incierto en su futuro

pero seguro en su decisión. De fallar en su intento, una macabra experiencia recorrería

su minúscula memoria, por cuyos senderos dejaría la silueta de un sueño que algún día

fue gestado en ese eterno retorno por conseguir aquello que se anhela.

Tal parece que fue la suerte de Santiago Farfán, quien en sus 17 primaveras, como era la

costumbre de los abuelos registrar el tiempo de vida de las personas, ya parecía sentir

aquel ahínco de los pichones cuando se disponen a dejar el nido. Su nombre, aunque no

muy sonado entre la gente del campo, fue el efecto del fervor religioso de su madre,

quien quiso ponérselo en honor al apóstol que se celebraba aquel día según el santoral

litúrgico; el 25 de julio día de Santiago, Apóstol. Había heredado el carácter recio de su

padre, Emilio Farfán, muerto por causas naturales de una trombosis mal asistida en la

lejanía de su casa. Aunque encontraba un placer sin igual en medio de cultivos de

hortalizas, abono, gallinaza y leña, Santiago siempre presintió que su futuro no estaría

allí. Amaba el campo como ninguna otra cosa, pero más amaba su futuro y el de su

madre que comenzaba a padecer una enfermedad en las articulaciones de las manos y

eso le impedía hacer los quehaceres diarios. Pese a ello, y lejos de ser un simple

presentimiento, cada día marcado en el calendario con un viejo bolígrafo robustecía más

Page 69: Mi libro.

el deseo por salir de su rustica parcela, ubicada en las faldas de las montañas de la

cordillera. De clima frio y de crianza templada, Santiago despertó una mañana del 28 de

febrero en plena década de los cuarenta decidido emerger de aquel verdolaga y floral

panorama que un día hizo parte de su cotidianidad y que ahora se dispone a ser

fragmento de un pasado que quedará petrificado en lo más profundo de su conciencia

histórica.

Se dirigió a la habitación de su madre quien, aun amparada por la cobijas de lana, se

hallaba postrada y sumergida en lo más profundo de su sueño. La contempló de arriba

abajo. Posó delicadamente la mano sobre su rostro deslizando su palma una y otra vez.

Después, y con un beso en la frente y con un par de palabras susurradas al oído, Santiago

se despedía de aquella mujer, de cuyo vientre había emergido y de cuyas manos había

sido alimentado. En medio de la fría neblina que se hacía patente en toda la casa, y

sumado a ello la oscuridad tan absoluta, tomó la única maleta de viaje existente, pues

consideraba que salir de aquel lugar era algo que muy pocas veces se había pensado, de

modo que la opción de planear algún viaje era más bien algo, irónicamente, impensable.

La maleta, de un tenue color amarillento, tenía dos tirantas para tomarla de allí. Tomó

su único saco de aparente paño que había utilizado en su primera comunión, evento que

había celebrado tan solo unos cuantos años atrás, haciendo de él una prenda con un

valor sentimental por lo que lo cuidaba celosamente y de manera especial, pero que en

ultimas no fue suficiente, pues de aquel azul oscuro que alguna vez fue conocido, tan solo

quedaban algunas deformes manchas descoloridas sobre la parte del espaldar. Y como si

fuera poco, se encontraba agujereado como fruto del trabajo de las polillas y del mal

doblado con que se había guardado.

Sin embargo, muy a pesar de eso, el afecto por aquella prenda fue total, ya que su madre

se lo había comprado como agregado al obsequio con motivo para el cual fue

confeccionado. Un par de pantalones y algunas camisas manga larga que agonizaban en

el baúl resguardado debajo de la cama, fueron sumados al equipaje. Luego fue a la

cocina, se dirigió al pequeño altar que su madre había construido en honor a la virgen de

Fátima y, muy cuidadosamente, levantó la imagen donde sabia que ella guardaba

algunos centavos y los tomó. Cuando ya iba a salir de la cocina, tomó consigo también un

Page 70: Mi libro.

par de panes de maíz que se encontraban envueltos en papel a un lado de la estufa de

leña.

Faltaban algunas horas próximas a amanecer y ya Santiago se hallaba en el camino que

conducía al pueblo, pues el bus partiría muy a las siete en punto de la mañana. Su

destino: la capital. Habiendo cancelado el valor del tiquete de pasaje, Santiago pensaba

en su estadía en la ciudad, pues al no tener ningún familiar en donde hospedaje su

estadía sería muy corta y regresaría a su casa con un proyecto frustrado o al que tan ni

siquiera había logrado comenzar. Se encomendó a Dios haciendo la señal de la cruz

sobre su tórax, abrazó su maleta lanzando sus ideales a un espacio quimérico y

fantasioso. El motor del auto bus se había encendido, las llantas habían comenzado a

rodar, tal y como lo hacían las ilusiones de un hombre se jugaba la partida que sólo a él

le tocó. Al parecer, el destino de los hombres solo se determina con sus decisiones; se

construyen con cada acción de la voluntad que es motivada por esa partícula que,

aunque intácita, se hace visible e inteligible por los ojos de aquellos hombres que ciegos

a la luz de la opulencia, deslumbran la belleza virginal de lo que aun no ha sido

corrompido: la libertad.

La vista de Santiago quedó encallada sobre el paisaje natural enmarcado por la ventana

del autobús. Uno tras otro, la silueta de los arboles iban quedando atrás como testigos

del lugar de su procedencia. En la primera parada hecha por el autobús en un caserío

ubicado a las laderas de la carretera se subió una mujer de piel blanca, con un vestido

más abajo de las rodillas, un suéter verde y con unos zapatos negros cerrados al pie.

Evidenciaba su rigor en el trabajo campesino al ver sus uñas entre las que se encontraba

aun tierra. Su nombre era Paulina.

El autobús estaba divido en dos filas de sillones, de cojinería desgastada y algo

descosida, pues la espuma se supuraba por los diminutos espacios en los bordes. Cada

sillón tenía capacidad para dos personas, y Santiago sólo estaba ocupando uno de ellos.

Como ilusoria coincidencia la blanca mujer, en muestra de recta crianza, pidió permiso y

se sentó. Un lineal e insípido silencio reinó por aquellas horas. Aunque en estos casos,

callar y mantener en cintura palabra alguna y desobligante que desafine cuando no hay

Page 71: Mi libro.

intención cierta para el intercambio de ideas, es mejor que soltar el estribo a la bestia

salvaje y descortés de las palabras que desentonan. Si bien, ambos pasajeros eran

provenientes del humilde vientre campesino, eso no les restaba la capacidad de la duda y

la reflexión.

Viaja sola? Preguntó Santiago.

Si…si… respondió Paulina con cierta resignación, pues no gustaba de hablar con

extraños y menos si es en medio de un viaje.

Santiago inmediatamente notó cierta incomodidad en la respuesta, de modo que se

rehusó a cuestionar más. Sin embargo, minutos más tarde paulina se dirigió Santiago en

estos términos:

Ay, mire qué pena con usted haberle contestado así, pero lo que pasa es que es mi

primera vez que salgo del pueblo….y mi primera vez que vengo a la ciudad.

En consecuencia de esto, Santiago dedujo que era simple y llano temor.

Tranquila…para mí también es primera vez que salgo del pueblo.

Y luego, con despertada decisión, poniendo en cintura sus temores por no haber

acortejado nunca a una mujer, extendió su mano abierta diciendo:

Mucho gusto mi nombre es Santiago y el de sumercé es…

Paulina… Paulina Roa.

Desde aquel mismo momento los temores que ambos pasajeros soportaban en sí, se

fueron esfumando en la medida en que la charla se iba prolongando.

Experiencias, sueños y deseos en la ciudad fueron los temas preferidos en la charla.

Paulina acotó claramente que su visita a la ciudad era por cuestiones de estudios que su

abuela por parte de mamá le había ofrecido. Su abuela era una señora de 52 años

llamada Encarnación Sierra. Su abuelo, Rafael Roa, ya había fallecido producto de una

infección en los pulmones debido a que había trabajo como tallador de piedra a las

afueras de la ciudad, y todo el polvillo fruto del tallado se adhirieron en los ductos de los

bronquios.

Page 72: Mi libro.

El autobús pronto arribaría a la terminal de transportes de la ciudad. El auxiliar del

conductor a viva voz exclama:

Pasajeros de la terminal!...

Santiago y Paulina se levantaron suavemente, pues sus cuerpos se hallaban entumecidos

por la incómoda posición en que habían viajado. Desembarcaron llevando cada uno sus

manos hacia sus bocas haciendo un vacio en ellas para generar algo de calor.

Presintiendo que el tiempo de despedida se aproximaba, Santiago preguntó a Paulina a

qué barrio viviría, a lo que Paulina respondió:

Voy al barrio Egipto. No sé dónde queda por lo que tengo que esperar a mi

abuelita aquí en la terminal.

La respuesta y las indicaciones dadas por paulina a Santiago le resultaban poco

fructíferas, pues no sabía ni donde él mismo se quedaría. La desorientación era total. Su

mirada iba de hombro a hombro. Su mano izquierda sostenía la vieja maleta de viaje,

mientras que la derecha se resudaba en el bolsillo del suéter del inclemente frio citadino.

Pasados unos quince minutos, una señora con paso acelerado y brazos entre cruzados se

acercó a Paulina, quien abrazo fervorosamente, pues era su abuela. Un simple zarandeo

de una de las manos de Paulina fue el gesto que significaba una despedida en proporción

a como fue el encuentro, repentino. Ahora Santiago se hallaba tal cual como salió de su

parcela, sólo medio de un panorama áspero y programado. Al no conocer a nadie ni

nada, Santiago se dirigió a pie al centro de la ciudad. Guiado por las indicaciones hechas

por los viandantes, logró empalmarse con una de las carreras principales de la ciudad. Se

trata de la carrera séptima. Algo fatigado por la caminada, se detuvo en un café

esquinero de nombre Café Paris, que por cierto se encontraba bastante concurrido por

quienes trabajan a sus alrededores. Notaba que la vestimenta de gran parte de ellos era

muy elegante y pulcra. Los zapatos negros de cordón se hacían evidentes por el brillo que

emanaban. Los sombreros y las corbatas estaban al orden del día, pues como su fuesen

requerimiento civil, todos quienes pretendían ostentar elegancia debían portar dichas

prendas. Con rendida admiración observaba los rojos tranvías que iban y venía, y cómo

las personas se lanzaban a colgarse en él, so pretexto de transportarse de una esquina a

otra.

Page 73: Mi libro.

Se le acercó un mozo empleado del café a quien le solicitó tan solo una taza de café sin

ninguna compañía. Sacó del bolsillo derecho del suéter unos cuantos centavos que

distribuía sobre la palma de su mano con el dedo índice. La taza de café fue puesta en la

mesa junto con el periódico del día. Lo abrió y, con mucha dificultad, leyó sin mover los

labios. ―El Siglo‖ era el nombre del periódico y en sus titulares de primera plana Santiago

se informaba acerca de la remodelación de la ciudad por motivo de una Conferencia de

Políticos que al parecer resultaba ser muy importante para la ciudad. Santiago mostró

poco interés en este evento, así que saltó a la próxima noticia acerca de un hombre que

convocaba a unas marchas. Era evidente que este hombre era muy conocido. Su apellido

era Gaitán. Inclusive se encontraban muchos carteles fijados en las paredes con dicho

apellido convocando a reuniones y a movilizaciones. De hecho Santiago optó por ir a una

de ellas que sería en la plaza pública ubicada en unas cuantas cuadras de donde se

encontraba en aquel instante.

Su postura y apariencia evidencia su condición forastera, pero eso no le inquietaba a

Santiago. Se halla admirado, atrapado, tomado de la inmensidad que le representaba la

magnitud de la ciudad, pues aunque era su primera vez, no la quería desperdiciar.

Caminó un par de cuadras hasta llegar a una plaza inmensa, algo que nunca su

imaginación había logrado construir. Con unos edificios al fondo que al parecer se había

congelado en el tiempo, pues su apariencia arcaica connotaba un ambiente de años atrás.

Tendiendo cuidados con los tranvías y los carros, Santiago logró cruzar al otro lado

llegando primeramente a la catedral central de la ciudad. Como fiel devoto y criado bajo

fuertes cimientos de valores religiosos, se dirigió por una de las naves hasta el sagrario.

Allí, postrado de rodillas, juntó sus manos, cerró sus ojos y agradeció al Dios de los cielos

el hacerle permito llegar con vida. Des pues de sus innumerables particiones, concluyó

con un ferviente Padre Nuestro y se santiguó. Salió de la Iglesia al centro de la plaza y

allí se sentó mientras pasaba la tarde.

Al ritmo que declinaba el sol y resguardaba sus fulminantes rayos, el indómito frio

descendía de las alturas del cielo representado en una neblina espesa. Ahora, Santiago se

sentía retado por las condiciones que la ciudad le exigía. Su joven condición de

campesino estaba en este momento a prueba. Poco a poco las gentes se fueron

Page 74: Mi libro.

marchando de la plaza. A eso de las siete y treinta de la noche, el centro de la ciudad se

hallaba tomado por el frio completamente. Santiago divisó nuevamente la Iglesia desde

la banca donde se hallaba sentado desde hacia una tres horas. Se levantó en dirección a

ella, se sentó en una de las esquinas de las puertas que se hallaban cerradas sobre el

suelo impregnado de humedad, de lo cual no le importó para nada. De su maleta sacó

una ruana de lana que había pertenecido a su padre y que su mamá había conservado

después de su muerte. Se abotonó su suéter y sobre él se puso la ruana. Inclinó un poco

su cabeza en dirección a la puerta y, apoyándose sobre ésta, se abandonó en un sueño

profundo.

Las campanas ubicadas en las torres de la iglesia comenzaron a sonar indicando la

celebración de la primera misa del día. Sonido que por supuesto Santiago no obviaría,

así que pronto se levantó a la par que se sacudía. Guardó su ruana en la maleta justo

antes que abrieran la puerta central, donde había pasado la noche. El sacristán,

mostrando un gesto de extrañez, lo saludó con una aprobación de acceso.

La celebración del rito estaba a cargo de un sacerdote ya entrado en años de nombre

Ismael Perdomo, oriundo de un pueblito llamado Gigante, en el departamento del Huila.

El padre Ismael, con entregado carisma, celebraba de espaldas al pueblo la misa en un

lenguaje extraño para Santiago, pero el latín seria en aquel entonces la lengua oficial de

la iglesia y su liturgia. Confuso y todo, el joven campesino participaba fervorosamente

encomendando a su dios resucitado el bienestar de su madre en la parcela y la suya

propia en la ciudad. Una vez terminada la misa, salió de nuevo a la plaza central. Con el

recorrido de los tranvía distraía su vista, mientras que su estomago reclamaba el bocado

de la mañana. Cruzó la carrera y se sentó en un café más sencillo que el primero al que

había ido. Algunos hombres viejos de bordón y traje de paño se sentaban a cruzar unas

cuantas palabras escoltando su charla con un café. Santiago prefirió ocupar una silla

ubicada a las afueras del local, sobre el sardinel. Y de nuevo, como queriendo seguir una

costumbre, la tasa se café era acompañada por el diario, el cual abrió e intentó leer lo que

pudo. De nuevo el hombre de apellido Gaitán era noticia, al igual que esa reunión de

políticos extranjeros. Pasó rápidamente páginas tras página hasta terminar de echarle

Page 75: Mi libro.

una ojeadita por encima. Lo cerró haciéndole unos dobles algo imprecisos y lo puso al

borde de la mesa.

Queriendo dedicar algunos minutos a su destino, pensó a qué se dedicaría hacer en la

ciudad. ¿En qué podría trabajar un hombre proveniente del campo, sólo y con unos

cuantos centavos en el bolsillo?

En cierto momento, en uno de los almacenes ubicado en el costado de la calle que va

hacia la plaza, Santiago se fijó en un camión con un arduo cargamento de herramientas y

algunos bultos de cemento. Al acercarse, el conductor se dirigió a Santiago:

El joven está desocupado?

Si como no, ¿qué se le ofrece?

Pues que me ayude a bajar esta carga y algo se le reconoce.

Claro con gusto. Respondió Santiago sin vacilar un segundo.

Dejó la maleta a un lado de la entrada del almacén, encima de ella su suéter y comenzó

su osado trabajo de carga. Después de algunas horas de llevar en sus hombros

barretones, palas, azadones, bultos de cemento y rollos de alambre, Santiago se sintió

exhausto, sus brazos temblaban del doloroso cansancio. Su furtivo y temporal jefe le

brindó bebida y algo de comer, sin quitarle ni un centavo por ello, pues la eficiencia de su

trabajo lo había hecho merecedor de aquellas dadivas. Tres pesos fue lo reconocido por

el conductor del camión a Santiago. Aquellas monedas que se apaciguaban una a una

sobre su palma representaron un respiro más en su lucha de supervivencia en la ciudad.

Resguardo celosamente las monedas envolviéndolas sobre una bolsa de papel. Miró al

cielo y se percató que pronto la noche caería así que a su lugar debía dirigirse. Sin

embargo, un hombre de contextura mediana, algo encorvado y como de gabardina negra

hasta las rodillas se acercó a él.

Buenas noches hijo…

Padre, buenas noches…

Page 76: Mi libro.

Lo he observado detalladamente. Noto que usted no es por acá de estos lares. De

donde es?

Pues, padre, soy de un pueblito al norte…como… a tres horas de aquí.

El anciano sacerdote se trataba del mismo que había oficiado la misa en la mañana. Era

el padre Ismael.

Y tiene donde pasar la noche? Preguntó como con un sentido altruista.

Pues padre…yo llegué hace dos días a la ciudad. He comido muy poco y no me he

podido asear como dios manda. Me pusieron a cargar una mercancía en el almacén de la

otra calle y pues allí me dieron un poco de comida…

Bueno mijo, hagamos una cosa. Yo le puedo colaborar a encontrar una piecita…no

es gran cosa pero le puede ser de ayuda. El dueño de una pensión no muy lejos de aquí es

un feligrés muy cercano a la iglesia y yo sé que él me puede colaborar. Así que usted

pagará el arriendo de la pieza a un precio cómodo. Y en cuanto a su trabajo, pues,

déjeme yo le hablo al dueño del periódico haber en qué me puede colaborar. ¿de

acuerdo?

Uy padre dios me lo aguarde y me lo bendiga. Sumercé no sabe lo que esto

significa para mí…

No mijo….porqué sé, por eso lo hago.

Gracias padre…mil gracias.

Si los milagros existen, Santiago sería sumado al grupo de los testigos. Al parecer dios le

habría escuchado sus plegarias y la estadía en la ciudad se tornaría algo más llevadera.

En la mañana siguiente, Santiago, después de la celebración de la misa, se presentó en el

despacho de la iglesia lo más pulcro que pudo. Con una sonrisa y con la mano extendida,

el padre Ismael lo saludó indicando de una vez el camino hacia la pensión que, por

cierto, quedaba a tan solo dos cuadras de allí.

Los feligreses que se encontraban a su pasó reverenciaban la presencia del sacerdote con

una sobria venia. Las señoras más ancianas postraban sus rodillas a tierra suplicando

una bendición o tan solo una caricia de su dedo índice por la frente de cada una de ellas.

Irá a la convocatoria que está haciendo el doctor Gaitán?

Page 77: Mi libro.

Preguntó el padre motivado al ver una fila de panfletos pegados en una pared.

Pues padre, al decir verdad, me causa mucha curiosidad el sentimiento que

genera este señor entre los habitantes de este sector.

Si, es verdad genera mucha algarabía entre la gente.

Santiago, como en un acto de sobria arrogancia, le pregunta al cura:

Y usted padre…irá a la convocatoria? O qué piensa de todo esto?

Tras escuchar esta pregunta el padre no niega en mirarlo con ojos de extrañeza y con

cejas juntas.

¡Ay mijo! Yo soy un hombre de fe y oración. Hago lo que Dios me dicta en el

corazón, así que no me gusta la política. Pero le responderé como lo que soy, un hombre

de Dios: ―Al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios‖.

Esta respuesta del anciano cura, le sugirió que muchas de las cosas que no entendiera de

la vida, él estaría presto a acláraselas. Así que lo único que le restó a Santiago fue

mirarlo, sonreírle y agradecerle de nuevo.

Bien…hemos llegado.

Santiago y el padre Ismael habían arribado a una casa de dos pisos. De color azul

envejecida en la fachada y de un negro demacrado en la reja de acceso principal,

penetraron en ella preguntando por un tal Salomón, el dueño de la pensión. De pasillos

oscuros y húmedas paredes, la pensión era una casa que había sobrevividito desde las

penurias de la Colonia hasta estos días. El característico patio central con grandes y

fuertes robles que servían de columnas, engalanan la magia de las flores y hortaliza que

se encontraban sembradas en el centro de aquel lugar. Subieron al segundo piso. Las

tabletas que soportaban los fuertes pasos de los inquilinos hacían notar que se trata de

un lugar muy asediado por lugareños cuya estadía era tan solo momentánea o por

diligencias que debían hacer en la capital.

Esta es la habitación.

Page 78: Mi libro.

Indicó don salomón, quien sacando una llave del pantalón, abrió la puerta de la

habitación que lo comunicaba con el exterior por medio de un balcón cuyas barandas

suscitaba poca seguridad. Aun así, Santiago se sintió en la misma gloria. Una cama

hecha de tubo de hierro, con una pintura vinotinta lacrada en los empalmes, algo

modesto en su presentación e individual con una cobija gruesa, se hallaba ubicada en la

esquina de la habitación. Cerca de la mesita de noche, estaba un armario de madera.

Santiago en adelante seria el inquilino de la habitación 57.

Con una gran ilusión, desempacó de su vieja maleta de viaje la poca ropa que traía.

Mientras tanto, el viejo cura acordaba con don Salomón el precio de la renta de la

habitación, a la que llegaron a una cifra no superior de los quince pesos.

Una vez hecho el acuerdo, el padre Ismael le dice a Santiago que lo verá a las dos de la

tarde para arreglar lo del trabajo, cita a la que acudiría sin mayor demora.

La situación en aquel entonces del país no era la mejor. A pesar que se hallaba en medio

de un lugar con gran actividad política, el trabajo y la educación no tenían un desarrollo

en proporciones considerables. Es más, ser educado en dicho momento obedecía no

tanto a un deseo individual, sino más bien a una posibilidad de tipo familiar. Los

dirigentes políticos habían descubierto que a un pueblo de esta calaña, analfabeta e

inculta, se movía con el sentimiento, pues el ejercicio de la razón era precisamente de la

que carecían. Eran más los que sentían que aquellos que pensaban, y al ser más, pues

más era los votantes de conciencia irascible.

Muy a las dos de tarde, Santiago se encontraba en frente de la puerta de la casa

parroquial. Salieron en dirección a las oficinas del periódico que se encontraban a tan

solo tres cuadras por la carrera séptima. Atentos al paso de los tranvías, Santiago y el

padre Ismael se adentraron a las oficinas del periódico preguntando por un tal Francisco

Ochoa, dueño no solo del periódico sino del piso del edifico donde se hallaba las

instalaciones de oficina, la maquinaria de edición y de impresión.

Hola Pachito como te va…

Page 79: Mi libro.

Fueron las palabras del padre que insinuaban intimidad y familiaridad entre los dos

sujetos.

Padre Ismael, cuanto gusto, qué puedo hacer por usted?

Respondió el tan distinguido señor, quien haciendo una genuflexión solicitó la bendición

al padre.

Pues Pachito, algo especial… te tengo a este muchacho para ver qué me lo ponen a

hacer. El viene del campo, es solo en la ciudad y, pues, quiere como hacer bien… yo por

lo menos tengo fe en él.

Mientras decía esto, el padre Ismael lo tomaba del antebrazo izquierdo y cuando indicó

tener fe en él, lo apretó como queriendo insinuar el compromiso humano y fraterno que

Santiago adquiría con él. A partir de ese momento, una amistad incondicional y sin

fronteras de posibilidades se comenzó a construir entre Santiago y el padre Ismael.

El dueño del periódico, don Francisco Ochoa, le aseguró al padre que tendría algo que

hacer para Santiago. Tan así que le indicó que al día siguiente lo necesitaba en horas de

la madrugada, pues el tiraje se terminaba de imprimir a las tres de la mañana y a las

cinco ya deberían estarse repartiendo en los diferentes puntos de venta de la ciudad.

Las campanas de la iglesia comenzaron a sonar indicando que el reloj marcaría la seis de

la tarde, hora en la que se da inició a la misa de la tarde y a la que con tradicional fervor

Santiago asistiría a agradecer a su buen Dios lo que en este día había experimentado.

Presuroso subió por la escalera a su habitación. Al entrara notó que aquel espacio

significaba mucho para él. Fue tal su afán por activar su instinto de conservación que

quiso hacerle aseo en ese mismo momento. Al salir se percato que el baño era

compartido por los demás huéspedes del piso. Sacudió con cuidado el polvo, barrió el

piso y lo trapío. A pesar del frio que se clavaba en la piel como cuchillos, Santiago salió

por el balcón, y por primera vez divisó el panorama citadino de forma diferente. Las

calles empedradas y uno que otro caminante dejaba ver la silueta que a lo lejos se podía

detallar gracias a la luz de los pocos postes de luz pública ubicados en la calle.

Page 80: Mi libro.

Antes de acostarse, rezó a las almas benditas que lo despertase en la madruga para llegar

puntual a su primer día de trabajo. Ya en la madrugada, como fruto de su rezo o de sus

ansias, Santiago se despertó a las cuatro y quince de la madrugada. A esta hora unas

pocas luces se hallaban prendidas en las habitaciones. Tomó su baño con un agua tan

fría que el dolor de cabeza fue inevitable. Con sus labios y orejas moradas salió

rápidamente del baño a su habitación a vestirse. Eran las cuatro y treinta y tres de la

mañana. Se abrigó lo más que pudo y se dirigió al periódico. En la portería, el vigilante le

exigió la tarjeta de acceso que solo lo tiene los empleados para poder marcar la hora de

llegada y la de salida. Por supuesto, Santiago no la tenía así que ahí tuvo su primer

contratiempo. Por más explicaciones que le daba al vigilante, éste se rehusaba a

conceder el permiso de acceso. ¿Mala voluntad? No. El pobre vigilante sólo hacia lo que

le había pedido. Así que Santiago le solicitó que llamará al mismísimo Francisco Ochoa,

quien en su ausencia, dejaba a cargo a un empleado de suma confianza, Jairo Gaitán,

quien estaba enterado de la llegada de Santiago al periódico en calidad de repartidor.

Al bajar, el señor Jairo rectificó con el vigilante si el sujeto que se encontraba a las fueras

del periódico era precisamente de quien don Francisco le había hablado. Sin dudarlo, el

señor Jairo le da una rápida bienvenida le muestra las secciones del piso, desde luego, lo

que básicamente Santiago debía hacer en él. Ir a cada puesto de venta ubicado en la

zona-centro dejando el número de ejemplares a los titulares de dichos puestos. En

palabras más sencillas, Santiago debía ir a las tiendas o cafés, preguntar por el dueño,

verificar la cantidad estipulada de los periódicos, hacerlo firmar y listo. A Santiago le

dieron un overol, unas botas, una borra y una bicicleta tipo turismo, con una canastilla

algo doblada en las puntas, y en ella llevaba la tabla con la lista de los puntos y sus

respectivas direcciones donde debía ir.

Subió en la bicicleta y, como avión que despega en su pista, arrancó su travesía por todo

el centro de la ciudad dejando los encargos establecidos en su planilla. Pronto Santiago

se dio a conocer por los dueños de las tiendas y los cafés aledaños a la plaza central. Fue

tal su compromiso que solicitó al señor Jairo, que era con quien se veía en las horas de la

madrugada, le permitiera llevarse la bicicleta a donde él vivía solo para cuidarla y

lavarla. Solitud que se le fue aprobada sin reproche alguno. Cada fin de semana, con

Page 81: Mi libro.

permiso del señor Salomón entraba la bicicleta hasta el patio del primer piso y allí la

lavaba con el jabón que encontraba.

Al final de mes, llegaría la paga por su trabajo. Treinta y cinco pesos plantillaron en el

registro de nomina del periódico. Su primera mensualidad en la ciudad. Sentía que le

había ganado a la inclemencia y a la indiferencia de los ciudadanos. Dobló sus billetes y

con fuertes pedalazos en su bicicleta llegó a la casa cural. Golpeó la puerta del despacho y

preguntó por el padre Ismael, quien salió a su llamado. Al verlo, Santiago calló de

rodillas con lágrimas en los ojos y, abrazando fuertemente sus piernas, agradeció

infinitamente la mano que un viejo cura le había tendido.

Gracias padre….mil y mil gracias por lo que ha hecho por mí.

No me agradezca a mí…dele las gracias más bien a Dios. Levántese. Recuerde que

tiene que pagar la pensión y la alimentación.

Se dirigió a la pensión y le dio lo acordado a don Salomón. Ya en su habitación tomó el

resto de su paga y la guardo en unas medias dentro de la cómoda.

Así pasaron unos cuantos meses. La situación de Santiago mejora muy sosegadamente.

Sin embargo, esto se alteraría una mañana de Febrero en un café donde él dejada

periódicos. Al llamar al dueño, la persona encarda de atender era alguien ya vista en el

pasado. Se trataba, pues, de Paulina Roa. Ella le ayudaba a atender el café de su abuela

Encarnación como retribución a su estadía en su casa y el estudio que le daban. El saludo

en este furtivo encuentro ralló en cordialidad e interés del uno por el otro. No obstante,

se vio entorpecido por las labores que se tenían que reanudar lo más pronto posible pues

en el café había mucho desconcierto por una noticia acerca de una matanza de unas

personas que marchaban y que al parecer unos militares dispararon en contra de ellos

propinándoles la muerte. Se sentía una tenue turba entre quienes visitan los diversos

cafés que concurría Santiago a dejar sus periódicos, pues e rumoraba que el gobierno

ante este hecho de muerte no había hecho nada en absoluto y esto había enfurecido a la

contraparte. Era una guerra bipartidista, entre conservadores y liberales en su ardua

competencia por el poder político, al cual pretendía llegar sin importar cómo.

Page 82: Mi libro.

Las paredes y los postes de la ciudad eran lugar propicio para fijar carteles que invitaban

al pueblo a salir y a ser viva la voz de inconformismo ante esta situación. Así, Santiago

recordó pronto el apellido del hombre del que había intentado leer al inicio cuando llegó

a la ciudad: Gaitán. Este personaje de elegante porte, se dirigía al pueblo con una

elocuencia finamente confeccionada, capaz de suscitar una verdadera euforia en él, el

cual atendía a su llamado de manera multitudinaria.

Jorge Eliecer Gaitán como era su nombre, o por lo menos así lo leyó en los periódicos

que Santiago mismo leía, pertenecía al partido liberal. A pesar de ello, el liberalismo que

profesaba Gaitán no lo hacía ver como un partido manejado por las estirpes

tradicionales políticas vigentes en el país, sino más bien como un partido con devota

participación del pueblo.

Santiago se había más amigo de las noticias y pronto sus compañeros lo apodaron con

afecto “el come hojas”, pero no porque lo hiciera literalmente sino porque todo cuanto

periódico cayera en sus manos se lo leía con una dedicación que solo él le inyectaba a

este momento.

Eran constantes los encuentros con Paulina en el café de su abuela así que un día,

rompiendo las ataduras de la timidez, decide pedirle que una tarde de aquellas pudieran

salir junto y hablar. Al notar su intención, Paulina responde:

Y a donde vamos? Al responderle con otra pregunta, la confusión en Santiago fue

inevitable.

No…pues….Sumercé dirá. Respondió con evidente timidez.

Primero vayamos a misa y pues ahí miramos pa´ donde cogemos…no le parece?

Acordado el plan, Santiago continuó su distribución de periódico. En la mañana del siete

de febrero, otra convocatoria del señor Gaitán acaparaba la atención de los citadinos.

Santiago había notado que cuando algo era publicado y que tuviera alguna relación con

el mencionado señor, los periódicos se vendían mucho más. Se mencionaba que una

marcha se realizaría a las horas de la noche y que el requisito era llevar una antorcha.

Page 83: Mi libro.

Santiago llegó cumplidamente a su cita, al igual que su acompañante. Entraron a la

iglesia, sin pasar por alto el saludo a su amigo el padre Ismael. Con fervor y una

atrapadora devoción, estos dos feligreses se entregaron a la oración y a la meditación,

haciendo alarde de sus finas costumbres religiosas inculcadas por sus madres

respectivamente. Sus voces se unían a cada responso y a cada salmo. Minutos póstumos

de la misa se alcazaba a escuchar la voz de quien convocaba la marcha. Con fuertes

consignas que el pueblo gritaba, la marcha inició pero con una singularidad: no hubo

más gritos y no vibró más que la sensación del silencio que el pueblo marchante

expresaba a modo de protesta por los hechos de violencia ocurridos los últimos días en

todo el país. Sentados en una banca a un lado de la vía por donde pasaba la marcha,

Santiago y paulina observaban maravillados como cientos de hombre y mujeres

caminaban motivados por unos ideales de verdadera libertad y de paz. Innumerables

antorchas expuestas en lo alto, iluminaban los rostros de quienes depositaban su

esperanza de vida en quien encabezaba esta procesión.

Serviría mucho hablar con una persona tan inteligente como el señor Gaitán, no lo

cree? Exclamó Santiago mientras seguía la procesión de la marcha.

Pues yo tengo un tío que en algunas ocasiones se ha entrevistado o mejor dicho, se

ha visto con el señor Gaitán.

Si…de verdad? Y cómo se llama su tío?

Juan Roa, vive allá en la casa con mi abuela.

El tío de Paulina se trataba de un hombre de unos veintiséis años que había estudiado

tan solo hasta el tercero de primaria y que trabajaba en lo que encontrara. Hacía ya

algún tiempo que no tenía trabajo. De hecho había las visitan frecuentadas en la oficina

del señor Gaitán eran precisamente para que le ayudara a conseguir algo qué hacer.,

petición que, como era de suponer, fueron diluidas al pasar el tiempo. A pesar de esto, la

fe y la esperanza no se quebrantaban. Tanta era la simpatía que Juan le profesaba al

señor Gaitán que incluso lo lograba equiparar con el gran libertador, llamando ―el

segundo Bolívar‖. La sobrina definió a su tío como alguien extraño que pensaba y decía

cosas raras que ninguno en la casa las entendía.

Page 84: Mi libro.

Mientras esto pasaba, Paulina se percató que podría suscitar aburrimiento a Santiago así

que prefirió cortar cualquier palabra que referenciara a su tío. La Soledad de la noche

asediaba la mente de los dos acompañantes y, como queriendo resguardar el bienestar el

uno al otro, acordaron irse ya a la casa de cada quien, así que antes que el último tranvía

dejara de circular, acompañó a su dama hasta el paradero para abordar allí el vehículo

que la llevaría el barrio Egipto, donde su abuela. Una despedida formal, sin beso en la

mejilla, mostró el deseo de volverse a ver.

A mediados de Marzo, se corrió con la noticia de que pronto se inauguraría la IX

conferencia Panamericana que tenía como epicentro la capital. Una oleada de iniciativas

culturales se puso en marcha con el fin de embellecer las fachas de las casas y los

edificios. Dentro de la innumerables ediciones se establecía que uno de los objetivos de

dicha reunión diplomática era básicamente llegar a instaurar al país como un Estado

democrático y, sumado a ello, conseguir la paz del continente. No obstante, el pueblo

sintió un espaldarazo por parte del gobierno de turno al vetar la presencia de su singular

representante pues, como rezaba una de sus más enigmáticas consignas que era:

“yo no soy yo personalmente,

Yo soy un pueblo que me sigue,

Porque se sigue así mismo

Cuando me sigue a mí”

La muchedumbre se sentía identificada íntimamente con este hombre quien incitaba a

una lucha popular donde las armas contra el hermano no fuera una salida a las

diferencias connaturales con las que había nacido el hombre. Cuando gritaba: ―pueblo,

por nuestra restauración moral… a la carga‖ no era otra cosa que una proclamación a la

reconquista de las buenas costumbres y sanos procederes ciudadanos. O por lo menos

así lo sentía Santiago cada vez que a lo lejos lo lograba escuchar desde el balcón de la

pensión o mientras recorría las calles aledañas a la plaza central en su bicicleta.

Al fin el día había llegado. La reunión diplomática que tanto había llenado los

encabezados de los periódicos se habría de inaugurar. El partido liberal estuvo,

efectivamente, representado dentro de la conferencia pero de manera exclusiva por los

Page 85: Mi libro.

dirigentes tradicionales. La canasta de la bicicleta de Santiago se hallaba más pesada que

de costumbre. Con fuertes y decisivos pedalazos fue haciendo una vez más su recorrido.

Pero siempre con más prisa hasta llegar al café donde trabajaba Paulina. Unas cuantas

palabras de cortesía hacia de aquel encuentro un momento único haciendo que todo el

recorrido tuviera su más grata recompensa.

Eran los primeros días de Abril, ya habían pagado la mensualidad, así que invitó a

Paulina a un restaurante algo sobrio en su presentación pero de comida sabrosa.

Pactaron que se verían a la una de la tarde. De modo que Santiago salió apresurado a

una zona comercial del centro de nombre San Victorino. Entró en un almacén donde

compró una camisa manga larga color azul oscura y un suéter de botones algo verdoso.

Lustró muy bien sus zapatos y se percató que sus medias no estuvieran rotas.

Faltando cinco minutos para la una, Paulina llegó con un vestido amarillo con una

chaqueta que cubría parte de su dorso. Con medias veladas color piel y zapatos cerrados

negros. Impactado, Santiago la divisaba a lo lejos como una de las mujeres más bellas

vistas hasta el momento. Desde aquel mismo instante, Paulina despertó un sentimiento

especial en Santiago. Vacios estomacales y sudoración en las manos, hacían evidente

todo el caos de sensaciones que por dentro experimenta. Después del almuerzo fueron a

dar un paseo por uno de los barrios más antiguos de la ciudad: ―La Candelaria‖.

Caminaban tan unidos, que como si la energía conspirara por la unión de estos dos,

Santiago toma la mano de Paulina quien no se negó a tan amable gesto. Llegaron a una

fuente de agua a la que le llamaban ―la fuente de la candela‖. Por los lados laterales de la

alberca de aquella fuente, se hallaba un lapida que decía en letras talladas: ―aquí yace el

lugar donde fue fundada la ciudad‖. Esto significaba que se encontraban en un lugar

histórico donde habría comenzado todo lo que ahora era la capital. Sin embargo más

histórico fue lo que ocurriría minutos más tarde cuando, Santiago, en un gesto

arriesgado de caballerosidad, se lanza a besar a Paulina, quien sin deparo alguno, queda

como petrificada sin que ninguno de sus miembros respondiesen a alguna orden emitida

por el cerebro, pues ahora estaba gobernando el corazón.

Page 86: Mi libro.

Cogidos de la mano y con movimientos de columpios, fueron descendiendo por una

calle peatonal hasta llegar a la Plaza. Aun era temprano, de modo que Santiago invitó a

Paulina a que conociera la pensión donde vivía. Ella aceptó.

Pero lo advierto que es muy humilde… de acuerdo?

Tranquilo, yo también vengo de un lugar humilde.

Tomaron la calle que va por un costado de la Iglesia hasta caminar las dos cuadras de

distancia. Subieron por las escaleras hasta llegar a la habitación 57. Al abrir Paulina notó

con extrañeza el orden y el aseo del cuarto.

Por lo regular los hombres no son tan ordenados. De hecho son las mujeres que se

encargan la mayoría de las veces del orden de la casa.

Exclamó ella insinuando que Santiago la abría organizado a sabiendas que ella subiría.

Lo que ocurre es que mi madre me inculcó mucha disciplina en ese sentido,

porque vivíamos solos en la parcela.

Verificando cada espacio de la habitación, Paulina la recorrió circularmente. Abrió la

puerta del balcón se asomó en él expresando la bella vista que desde allí era posible

tener. Sin lugar a duda, la capacidad de salir adelante, el ser tan trabajador y tan

caballeroso despertó en Paulina cierto gustó por Santiago. Sentados ambos en la cama,

se miraron. Una de las esquinas de la boca de Paulina insinuaba tenuemente una sonrisa

de complacencia. De nuevo se besaron muy despacio, pues no querían que se acabara la

magia. Si bien, estos dos amantes eran jóvenes e inexpertos, tenían todo lo que se

necesitaba para gustar el uno del otro: deseo. Santiago la tomó suavemente por la

espalda llevando sus brazos alrededor de su tórax. La fue llevando segundo a segundo

sobre su cama hasta que la cabeza reposara sobre la almohada. Ella, por su parte, lo

abrazo las costillas y, como pudo, le quitó el suéter y la camisa nueva. Santiago le

desabrochó botón por botón hasta liberarla del vestido amarillo que traía, sin

desprender la boca de la suya. Los deseos y la excitación comenzaron a sublevarse. Los

latidos del corazón se dispararon acelerando la circulación sanguínea. Eran las tres y

veinte de la tarde cuando desnudos sobre la cama, comenzaron danzar al ritmo de la

picardía que sucumbía por el aire de la habitación. Incansables estas dos creaturas que

Page 87: Mi libro.

se había abandonado a los brazos del erotismo, se detuvieron tan solo unos cuantos

segundos para insinuarse la complacencia por haber compartido tan solo unos cuantos

minutos de la sabia dulce de la pasión.

Como estos, hubo un par de encuentros similares. Sin embargo, al tercer o cuarto día,

Santiago se percató que Paulina no estaba en el café cuando fue a llevar el pedido de

periódicos. Al extrañado, cogió rumbo con su bicicleta a completar su ruta. En cada

metro recorrido, no se podía sacar de la cabeza a aquella mujer del café y cómo, tan

abruptamente, la había dejado de ver. ¿Por qué había desaparecido? Eso era uno de los

enigmas que quería dar solución. Un miércoles en la mañana, Santiago escuchó a lo lejos

que alguien gritaba su nombre. Era Paulina. Estacionó su bicicleta en frente de una

droguería, saltó de ella y corrió al encuentro con su extraviada amada. Algo angustiado,

le preguntó por qué se había ausentado así tan bruscamente. Paulina le pedía

tranquilidad que estaba bien.

No se preocupe Santiago, yo estoy bien…estoy en casa. No volví al café con mi

abuelita porque lo que pasa es que mi tío Juan esta como mal…no sabemos lo que pasa,

se está como chiflando.

El tío de Paulina, Juan Roa, estaba comenzando a asistir a sesiones con un señor alemán

de apellido Umlend quien lo había iniciado en el Rosacrucismo. El nombrado sujeto

había ejercito mucha influencia sobre Juan quien llegó al punto de descuidar los pocos

trabajos que hacía, hasta imaginarse que él era el fundador de la Ciudad o personajes

importantes en la historia nacional. Quizá este señor al ver con tan pocos ánimos al tío

de Paulina, se excedió en las dosis de coraje suministradas a Roa en exhortaciones de

muy difícil control. Lo cierto era que en la casa de su abuela había un ambiente muy

tenso entorno a Juan Roa, pues se le había visto últimamente con un revolver ya

achacado y también se rumoraba que tenía una hija con una señora de nombre María de

Jesús que se había separado. Pero resultó que Juan no pudo sostenerlas debido a su

mala situación económica. De modo que Juan se había ido a donde doña encarnación,

abuela de Paulina. María de Jesús, por su parte, le gritaba las veces que podía

―mentiroso, malparido, mentiroso…‖ por no aparecerse con alguna ayuda para criar a su

hija.

Page 88: Mi libro.

Paulina le aseguró a Santiago que se ausentaría tan solo por unos días, mientras el tío se

recuperaba, cosa que le fue aceptada con pesadez. En la madrugada del viernes del mes

aquel mismo mes, Santiago salió en su bicicleta como era de costumbre pero ahora con

una nueva ruta de circulación debía ir hasta la zona comercial, donde compro el suéter y

la camisa, hasta la carrera séptima y repartir los pedidos a todo los cafés y tiendas

dispuestos en su planilla.

Mientras subía al periódico por la carrera séptima, a eso de las diez de la mañana,

Santiago creyó ver al tío de Paulina algo presuroso, con paso acelerado. Dos cuadras más

adelante del periódico, en un edificio de nombre ―Agustín Nieto‖ se hallaban las oficinas

del señor Jorge Eliecer Gaitán, y hacia aquella dirección iba el tío de Paulina, quizá por

otra entrevista de solicitud de trabajo. Entre tanto, Santiago dejó su bicicleta dentro del

parqueadero del periódico y prefirió almorzar en uno de esos restaurantes de la carrera.

Santiago subió a cuadra y media por la acera donde se hallaba ubicado en edificio del

renombrado doctor. Entró a una cafetería de apariencia algo sencilla, pero de comida

que a la vista llenaba y nutria.

Era el medio día de aquel nueve de abril. La gente se desocupaba de los quehaceres

cotidianos y a pasos acelerados se disponía a almorzar. Se respiraba un ambiente de

relativa tranquilidad. La noticia de última hora que resonaba por la radio era que a la

una y diez minutos de la madrugada de este mismo día, el señor Gaitán había terminado

una emotiva y efectiva defensa de un teniente de apellido Cortés del cual había pedido al

juez de la causa la absolución total de lo que lo acusaban. Su alegato fue de tal

envergadura, que después de deliberar algunos minutos, dicho acusado conseguía ser

absuelto gracias al verbo apológico de su representante penal, de quien había logrado

sus servicios debido a una colecta hecha por los compañeros de armas del militar en

juicio. Los acompañantes, armados con frenética algarabía, sacan en hombros del

despacho judicial al defensor a las calles de la ciudad, las mismas que horas más tarde

serian el camino de la muchedumbre que en sus voces retumbaría el grito fugaz de la

venganza tras el arrebato hostil del redentor social y mesías de un pueblo que clamaba

para sí mismo justicia.

Page 89: Mi libro.

A eso de la una pasadita de la tarde, se escucharon como unos tres disparos hechos de

forma consecutiva. Sin probar bocado alguno, Santiago salió a ver qué era lo que

pasaba. La gente corrió inmediatamente al lugar donde habían ocurrido los hechos. El

muy conocido por todos, Jorge Eliecer Gaitán, había sido herido al salir de su despacho,

por manos de un individuo que aun no había sido identificado. Uno de los acompañantes

con el que salía del edifico el señor Gaitán, Jorge Padilla relataba a alguno policías su

testimonio de lo acontecido. Con gran angustia en su voz sincronizada con las manos,

Padilla había mirado hacia la puerta, y vio que apoyándose contra el borde de la piedra

norte de la esquina del edificio, con las piernas dobladas en posición de tiro, revolver en

mano, estaba un hombre justo en frente de ellos. Había tomado al señor Gaitán del brazo

y, en esos segundos, sentía que él se trataba de cubrir el rostro y a la vez, se retraía, como

si hubiera visto al mismo Putas. De mirada tajante, el homicida había hecho sus tiros

pertinentes en dirección donde se encontraba Gaitán, cuyo cuerpo fulminado había

caído sobre el frio pavimento y bajo su cabeza un delgado hilo de sangre se abría camino

sobre la morena piel del ultimado.

El asesino fue retirándose del lugar manteniendo la distancia de los testigos,

protegiéndose con el revólver a la altura de los rostros. Sus pasos fueron vacilantes y

marcados, como fueron marcados los segundos de la manera como la humanidad del

hombre, esperanza política de un pueblo, se hallaba manchada de plomo. Después de

haber intentado escabullirse entre la multitud, este individuo había salido a esconderse a

una droguería cerca de allí de nombre ―Granada‖. Al verlo correr, los lustrabotas, llenos

de furia, gritan sin mesura:

Mataron al doctor Gaitán, mataron al doctor Gaitán! ¡Cojan al asesino!

Allí un policía de apellido Jiménez lo captura y le logra quitar el revólver.

¡No me vaya a matar mi cabo! Exclama con voz entre cortada y suplicante el

sayón.

Pese a este encuentro y a la inútil protección que le hacían al asesino, innumerables

transeúntes y lustrabotas se aglomeran entorno a la droguería con la firme intención de

volcarse sobre el individuo. Santiago, sin razón social ni mucho menos política, corrió

Page 90: Mi libro.

también sobre él, quizá contagiado por la excitación vengativa del pueblo. Pero frio

quedaron sus huesos al saber que aquel individuo se trataba nada más y nada menos que

el tío de Paulina, Juan Roa. La conmoción fue total. Todos querían vengar la muerte del

hombre quien fuera la ilusión social del pueblo. El agente de policía junto con un

acompañante logra bajar la reja del local so pretexto de resguardarlo de la gente que

pretendía sacarlo de la droguería que por el desorden comenzaron a desvalijarla. El

hombre trató de escabullirse saltando una de las vitrinas que dan vista a la calle. En

medio de la turba, Juan Roa fue trasladado a un café que se encontraba cerca de la

esquina, era el café ―el Gato Negro‖ allí el dueño del establecimiento le hace una

pregunta que busca hallar los motivos de su acción.

No se da cuenta que el pueblo lo va a linchar… por qué lo hizo carajo…

Ay, señor, cosas poderosas que no puedo contar. ¡ay!, virgen del Carmen,

sálvame…

En medio de la algarabía, el dueño le volvió a preguntar con insistencia:

Dígame quien lo mando a matar, mire que usted va a ser linchado por esta

gente…el pueblo esta verraco con usted, diga de una vez, quien lo mando a matar…

No puedo, señor, no puedo!

Al decir esto, una multitud se avalanchó contra Juan Roa, al tanto que los dos únicos

agentes que con él se encontraba lo lograron sacar del café, y con las mismísimas cajas

de embolar los lustrabotas le golpeaban la cara y el cuerpo. Santiago seguía de cerca este

espectáculo tan deplorable, pero el pueblo estaba haciendo justicia con quien les había

despojado al hombre en quien la fe de una causa reposaba.

En ese mismo momento, en la casa de Roa, su madre doña Encarnación, abuela de

Paulina, se encontraba oyendo por la radio de uno de sus vecinos los hechos que aun

estaban aconteciendo, y a la par estaba arreglando un vestido negro para ponerse en

estado de luto por la muerte de Gaitán. Sin embargo, cuando escuchó el nombre del reo

que asesinó al señor Gaitán se desplomó en desasosiego, pues ahora irónicamente el luto

ya no era solamente por el nombre del político sino también por su propio hijo, quien a

esas alturas, ya se hallaba en camino a una muerte segura.

Page 91: Mi libro.

Fue tal ímpetu de la gente que se encontrada agolpada en las calles que incluso se pensó

que el mismo gobierno estaría detrás de asesinato. De modo pues, tomaron al supuesto

asesino ya un poco moribundo medio desnudo, con su rostro casi desfigurado y su pecho

hinchado por los golpees propinados por la multitud, y se desplazaron arrastrándolo de

su corbata por todo el centro de la calle hasta llegar al palacio de gobierno. Todos

querían hacerle algo; golpearlo, escupirlo, maldecirlo, etc. Ya casi inerte, el cuerpo de

Roa es arrastrado hasta el lugar acordado. La procesión es seguida por curiosos que

desear ser testigos del destino final cuando el pueblo toma en sus manos la justicia y la

venganza desfigura no solo a quien le son propinados los golpes, sino también de

quienes lo hacen. La macabra expresión por quienes lo arrastran y lo señalan es

abrumadora.

Miren, este es el asesinó que nos quitó al doctor Gaitán…miren en lo que quedó…

Con este gesto quizá se estaría cumpliendo un presagio que el mismo Gaitán había hecho

cuando algunos policías simpatizantes se habían ofrecido a conformar su cuerpo de

seguridad, a lo cual Gaitán responde que no, pues el pueblo se encargará de vigilarlo.

Tras el paso del lúgubre desfile quedaba el rastro de la sangre que era supurada por el

occiso entre los rieles del tranvía. Una sangre que no solo manchaba el pavimento, sino

también la conciencia de aquellos que ajusticiaron la razón macabra de una ilusión que

declinaba en medio de edificios y calles. Una vez llegan al Palacio, el cuerpo de Juan Roa

es arrojado frente a las rejas y es amarrado como simulando una crucifixión. A pesar del

esmero por hacer el figurativo gesto, los nudos carecieron de firmeza, así que el cuerpo

se desplomó quedando solo, con las corbatas en el cuello con las que fue arrastrado hasta

allí, hasta su propia ―gólgota‖.

Sin embargo, la guardia presidencial tenía la orden de no permitir aquella mueca teatral,

así que respondió con una ofensiva que más adelante obligaría a esa masa a buscar con

qué defenderse. Algunos miembros de la revuelta, lograron meterse en el lugar donde se

estaba llevando a cabo la IX Conferencia para la cual la ciudad se había irónicamente

embellecido. Sillas, mesas y todos los muebles de las oficinas fueron sacados a la mitad

de la plaza y allí generaron una gran hoguera. Hubo tres intentos de tomarse al Palacio

Page 92: Mi libro.

por manos insurgentes del pueblo que sopesa el dolor de vacio e incertidumbre La

tercera, fue la más letal, pues representó la matanza a la luz pública más fría e inhumana

jamás antes registrada.

El pueblo se levantó en armas provistas por la misma policía que, en últimas, era

seguidora silenciosa de Gaitán. Ante la sublevación de la policía, el pueblo salió a

combatir y las calles que algún día fueron escenario de marchas pacificar se había

convertido ahora en campo de batalla, como queriendo dar cumplimiento a las palabras

proféticas que el mismo finado había lanzado al aire unos cuantos meses atrás.

Al notar el clima de guerra callejera, Santiago se resguardo en una ferretería, sin tener en

cuenta que el lugar donde se hallaba pronto seria saqueado por el pueblo. Armados con

palos, varillas, machetes o con lo que encontraran, la muchedumbre se dirigió al palacio

de gobierno a mostrar al sayón que había arrebato del interior del pueblo al hombre de

que prometía la reconstrucción moral de la nación. Sin embargo, en medio de la

inclemente guerra desatada, las licoreras fueron saqueadas, así que junto con la revuelta

popular, se desató también una borrachera empedernida. Incluso, algunos policías que

se encontraban bajo los efectos del alcohol hacían tiros al aire a la diestra y siniestra.

Los almacenes de electrodomésticos fueron desvalijados sin piedad. De hecho, algunos

desalmados macheteaban a otros por robarle lo que ellos, a su vez, habían robado.

Algunos hombres asaltaron las gasolineras, empaparon algunas prendas que llevaban,

les prendían fuego y las lanzaban a los locales aledaños de la carrera Séptima y a los

tranvías que se quedaron en medio camino.

Santiago estaba dominado por el miedo, atrapado por el desconcierto de lo que estaba

siendo testigo. Estaba detrás de una vitrina del mostrador, acurrucado, lo único que

asomaba era la cabeza. En un rincón del lugar donde se encontraba estaba una radio

que, aunque mal sintonizada, aun se escuchaba lo que el locutor de tinte revolucionario

trataba de emitir, pues había sido tomada por un comando universitario de esta índole:

Aló, aló, fuerzas izquierdistas liberales de Colombia, se han levantado todas las

divisiones de la policía en la capital de la república a favor de movimiento

revolucionario…balas asesinas del régimen asedian al pueblo…oigan las balas asesinas…

Page 93: Mi libro.

¡En estos momentos la capital arde como la Roma de Nerón, los edificios del gobierno

asesino arde, como el mismo infierno!

En una de esas asomadas improvistas notó la presencia de un señor alto, de contextura

delgada, bien vestido, parado en una de las esquinas de la droguería donde habían

entrado a Juan Roa. Solo hacía bulla y alentaba la furia de los que por allí pasaba,

haciendo insistencia en que lincharan al detenido y que luego los llevaran al palacio de

gobierno como ya se estaba haciendo. Unos minutos más tarde se subió en un carro

lujoso de color negro y se esfumó por entre las calles, en medio del desorden.

En la mitad de aquel caos, de lo único que se acordó Santiago fue de su amigo el padre

Ismael, así que corriendo con las manos arriba, pues de no ser así era tomado como

insurgente, se dirigió a la casa parroquial. Sin embargo, ya había pasado el tiempo

suficiente para el olaje de la violencia golpeara el único rincón al que consideraban

sagrado. Como pudo, caminando sobre algunas paredes caídas, entró a la iglesia en

busca del padre, quien se encontraba en la sacristía, de frente a un copón con hostias

consagradas, de rodillas en un reclinatorio.

Padre, ¿se encuentra bien? Le preguntó Santiago en medio de la agitación.

Si ve mijo… dar al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es Dios. Se ha perdido

todo, menos la fe en Dios.

Respondió pesaroso el anciano padre con lágrimas en los ojos. Lo ayudó a levantar y lo

sentó en la única silla dispuesta en el lugar y que había sobrevivido a los goldes violentos

del coraje humano. Esperaron junto mientras pasaba la turba. Enfrente de la iglesia se

hallaba un tranvía que ardía en llamas y justo al lado de él pasó un tanque de guerra que

respaldaba tres filas de ocho soldados dispuestos a dar de baja a quienes se resistieran al

sometimiento del orden impuesto por el gobierno. Las ordenes que eran dabas a los

soldados se confundían con los gritos de quienes imploraban por sus vidas. Esa masa se

hallaba obnubilada en lo que en sus viseras sentía y con mirada fija en lo que quería,

muchos machetes se blandían en el aire como señal de desafío y decisión.

Page 94: Mi libro.

Pasaron así unas tres horas y como resultado, la ciudad quedó en ruinas, sus calles

estaban salpicadas de sangre entre las que corrieron la de los manifestantes, ladrones,

asesinos y gente honrada. Al salir de la casa parroquial, Santiago observó con profundo

dolor cómo la cantidad de cuerpos se hallaba postrada sobre los andenes y en medio de

la vía. El aire contenía un olor nauseabundo; olor a muerte, a padecimiento, a guerra

perdida e ideales fracasados. Muy despacio como con un espasmo mental, Santiago se

dirigió a la pensión con el presentimiento que no encontraría nada. Sorpresa grata se

llevó al notar que nada le había pasado a la pensión. Subió presuroso a su habitación a la

que entró aturdido por lo que aquel día había experimentado. El cielo se oscurece, tal y

como se encontraban las almas de quienes mataban sin sentirse amenazados de forma

directa. Un tremendo aguacero cae sobre el pavimento manchado de sangre que se

combina con el agua que corre por las esquinas de las calles. La lluvia dispersó a mucha

gente de la masiva manifestación.

Sin embargo, muy a lo lejos, Santiago logró divisar desde su ventana la silueta de lo que

sería un tanque de guerra. Así que cerró la ventana y pasó la cortina, pero dejó un

pequeño espacio para ser espectador de lo más escalofriante que jamás en su vida había

experimentado. Santiago tan solo lo ve pasar, pero unos cuantos segundos más tarde lo

pierde vista. El pueblo en las calles con banderas rojas sentía un alivio al ver que algunos

soldados gaitanistas se unirían a la causa. Con paso lento pero decisivo, el tanque se

detiene de frente a los manifestantes. El militar a cargo del enorme vehículo, sale

tratando de apaciguar a la gente. No obstante, un proyectil impacta directo en su cabeza.

No se supo de donde venia ni mucho menos quien fue. Así que el segundo hombre al

mando del blindado, manipula la torreta y apunta la ametralladora de cara a la multitud

que se halla estupefacta. La masacre fue inevitable. Más de trescientas personas,

divididas entre hombres y mujeres murieron bajo la fría llovizna a eso de las tres y diez

de la tarde.

Sentado bajo la ventana, Santiago escuchaba afligido la ráfaga de tiros, uno tras de otro a

un tiempo inmensurable. Llevó su cabeza en medio de las rodillas y abrazó sus piernas

fuertemente. El combate había culminado al fin, dejando con la derrota al pueblo, pues

Page 95: Mi libro.

esto era el resultado de un gesto de ilusoria altanería de hacer justicia cuando los medios

logran ser más injustos.

Santiago no volvió a saber nada de Paulina. Su familia se había ido de la ciudad según le

cuentan allegados a doña Encarnación, su abuela. El periódico donde trabajaba había

cerrado por el momento mientras recuperaba tanto los ánimos de los empleados como la

maquinaria. Sin embargo, Santiago no se quedó sin trabajo pues su presencia fue

necesitada en la zona del desastre barriendo y organizando de nuevo las instalaciones. Es

de notar que aquellos sucesos fueron una noticia obligada para el periódico. La memoria

del caudillo asesinado comenzó a ser revivida entre los transeúntes con homenajes. Su

velación, tal y como eran sus convocatorias, fue multitudinaria. De vestimenta negra,

cientos de simpatizantes llegaron al cementerio a ofrecer las condolencias a la viuda y a

la huérfana de padre. Pero que no solo aquella niña de simpático rostro y de cejas

pronunciadas quedaba en estas condiciones. Se trataba de un país entero que sentía

orfandad y desamparo nacional, pues el padre que la conducía a degustar las finas

mieles de la paz y la justicia le habían obligado a partir a la morada eterna con tres

impactos de bala fulminantemente marcados en su humanidad. Tres impactos, como lo

fueron los tres de días después de los cuales, los cristianos proclaman la resurrección del

Cristo.

Una bala en la nuca y dos en su espalda fueron las que ofuscaron la existencia de Gaitán.

Estas palabras fueron en esencia las ideas que encabezaban las noticias del periódico que

repartía Santiago por los locales y tiendas del centro de la ciudad a tempranas horas de

la mañana.

Page 96: Mi libro.

¡ÁNGELO, SOY YO!

Retrato de un despertar

“En sí, la homosexualidad está tan limitada

como la heterosexualidad: lo ideal sería ser

capaz de amar a una mujer o a un hombre,

a cualquier ser humano, sin sentir miedo,

inhibición u obligación.”

Simone De Beauvoir

A modo de Introducción.

Es sorprendente tratar de comprender la manera cómo la naturaleza misma se encarga

de enseñar al hombre su propia condición de miembro cósmico, haciéndole caer en

cuenta que, aunque es una especie singular, no es la única que existe. Las orugas, por

ejemplo, padecen una metamorfosis que, aplicada a la vida de muchos hombres, podría

explicar el por qué de innumerables decisiones que para algunas mentes ortodoxas

resultan ser tan controversiales. Una oruga antes de circundarse en esa fina envoltura de

seda, alimenta todo su cuerpo de los nutrientes dispuestos por el habitad para lograr la

madurez total de sus miembros y lograr un despertar como ninguno. Al primer rasgo de

la bolsa de seda, sus diminutas extremidades se van abriendo paso para lograr salir por

completo de allí. Sus alas muy paulatinamente se van expandiendo a la medida que da.

Las abre y las cierra para acostumbrarlas al movimiento del que dependería su vuelo.

Segundos después de su ―segundo nacimiento‖, la mariposa se lanza al vacio de la

intemperie batiendo con tesón sus alas con un ritmo zigzagueante en el aire. Pues bien,

la historia que ahora me dispongo a contar fue ilustrada intencionalmente líneas atrás

con el relato de la oruga y su natural trasformación.

Page 97: Mi libro.

I. Erase una vez…

Bueno, por lo menos así inician la mayoría de las historias que enriquece a lo largo de los

tiempos la literatura infantil. Sin embargo, no quiero hacer de ésta una historia más. De

hecho, no era una vez, han sido muchas veces en que los hombres han intentado traducir

en letras lo que han hecho en vida. Pero para no dañar la costumbre, comencemos

diciendo que esta historia, que entre otras cosas es mi historia, inicia conmigo. Así que,

erase una vez yo, y mi nombre es Ángelo; o por lo menos con este nombre inicié yo. Hace

tan solo veintiún años me expidieron el registro de ―nacido vivo‖ en un pueblo cuya

existencia geográfica agoniza en medio de dos grandes cordilleras que amenaza con

condenarlo en un eterno olvido. Me bautizaron en la única iglesia que allí había. Con

una sobria asistencia de familiares y allegados, la ceremonia inició tarde porque el viejo

cura se había quedado dormido en la silla de la sacristía. Cuando llegaron a la parte del

rito donde le preguntan a los padres como seria llamada la creatura, al unísono se

escuchó en el vació: ―Ángelo, Ángelo Jiménez‖. El cura los miró un poco extrañado

arqueando sus cejas y, con un gesto de aceptación resignado, derramó el agua del jarrón

plateado sobre mi cabeza al instante que pronunciaba mi nombre y me hacia la señal de

la cruz. Recuerdo esto porque tenía diez años, y de por sí, ya intentaba comprender las

cosas que ocurrían a mi alrededor, o por lo menos me daba cuenta de quien las hacia

lejos de comprender las razones que tenia. De mis padrinos no volví a saber nada.

Excepto de mi madrina quien murió al año tras ser atropellada por un camión que

transitaba en reversa y ni el conductor ni ella se percataron de la existencia de ambos.

Mi papá era un señor de esos recios, mala caroso y no negociaba las decisiones que

tomaba. Mamá, por el contrario, hacia alarde de su nombre Rosa María. Sus tiernas

palabras doblegaban a cualquiera, incluso a mi papá, quien cuando estaba de buen genio

la llamaba: ―María, la bandida‖. No tuve hermanos, aunque si trato de recordar algo que

mi madre me contó un once de mayo, hubo alguien antes que yo, pero

desafortunadamente falleció al mes. Sus pulmones tenían fallas y eso problematizaba la

respiración. Mamá recuerda que ella la acostó al lado izquierdo suyo y, con su mano,

notaba que su pecho gruñía. Con su dedo índice, recorría el entorno de su rostro de piel

suave y angelical, dice ella. Al despertar, el color rosado de su cara contrastaba con un

Page 98: Mi libro.

morado que denotaba frialdad y quietud. Su ciclo vital había culminado con un sueño

profundo, tal y como el dolor de mamá al darse cuenta que el bebé había fallecido.

Habíamos logrado salir del pueblo por una oferta de trabajo en la ciudad que a papá le

habían hecho. Por fin mi horizonte se ampliaría unos cuantos kilómetros más de lo que

las rusticas y angostas cuadras representaban para mí. Sin embargo, no podía salir de

allí sin antes ser registrado ante la notaria. A la edad de doce años recibí mi tarjeta de

identidad, pero con un agravante. El digitador se había equivocado al especificar el tipo

de sexo que era, pues en lugar de poner masculino puso fue femenino. Tiempo no había

para la corrección, así que papá decidió que la corrección se haría allá en la ciudad. Al

tener en mis manos mi tarjeta de identidad me sentía armado al ser reconocido un

―alguien‖. Lo angustiante era pasar la vista sobre el espacio donde queda especificado el

sexo y en lugar de encontrar una ―m‖ mayúscula, encuentro una ―f‖.

No, tranquilo que este muchacho es todo un varón. ¿cierto, mijo?

Sin pronunciar palabra alguna, simule aceptar lo que papá decía con un tenue

movimiento de cabeza.

En el colegio, siempre se me burlaban por el nombre. Me decían: ―Ay! la Angela‖ porque

se parecía al de uno de mujer. Pese a ello, pronto entendí que no es el nombre lo que

califica a quien lo lleva. Era cuestión de acostumbrarme a ser rechazado o aceptado. De

hecho, había muchas cosas en la vida que tenían un nombre que no siempre

correspondía a lo que representa. Pero como todo problema siempre se presenta una

salida, la niñas compañeritas de mi salón de clase, me aceptaban: ―venga Ángelo, venga y

no les ponga cuidado a esos bobos…‖. Era indescriptible aquella sensación de placer y

tranquilidad al saber que por fin unas cuantas personas me aceptaban por mi nombre.

Comencé a ver las niñas como una salida a todos aquellos rechazos que de los demás

provenían. Rocío era el nombre de una de ellas. Quizá la más amigable y coqueta del

grupo. Los encuentros se comenzaron a ser cada vez más asiduos. Inclusive, cuando

había trabajos en grupo siempre, las niñas y yo conformábamos el nuestro y

trabajábamos bien, tanto que lográbamos ser muy competentes en el salón. Pero los

descalificativos, palabras y gestos ofensivos de los demás hombres me abrumaban cada

vez más. En eso si yo era muy débil, pero tenía que fortalecerme. Sin embargo, ¿Cómo?

Page 99: Mi libro.

¿Cómo lograr que esas palabras no lograran su cometido? ¿Cómo hallar la manera de

hacer impermeables mis oídos? Con esta complicación pasaron así los años de estudio de

bachillerato. El último año, en el que por fin me graduaría, mis amigas y yo quisimos

planear un paseo de despedida. Sería algo sencillo, cosa que no fuera a exigir muchos de

nosotros. Una tarde de piscina, de sol y algunas cervezas, como la cuota de picardía,

sería lo planeado para el último día en el que nos viéramos. Cuando comenzamos a

planear esto, estábamos en el mes de Octubre, faltaban tan solo unos cuantos meses y

días, y listo!

Los dos últimos periodos de estudio pasaron muy rápido. Quizá no hubo ninguna

novedad que ocurriera para recordar, así que creo que fue por eso que pensamos lo

rápido que pasaron los meses faltantes. El día había llegado. A eso de las ocho de la

mañana Rocío había llamado a mi casa para concretar todo junto con las demás chicas.

Le dije a mamá que me iría de plan ―piscina‖ con mis amigas a lo que ella respondió:

―mucho cuidado jovencito, mucho cuidadito…‖ saqué del cajón unas gafas oscuras y una

pañoleta que me envolví en la cabeza, pero pensé: ―uishhh, me veo como una loca‖. Así

que me la quité y me puse más bien una gorra azul oscura que por cierto, salía muy bien

con el blue jean.

Las diez de la mañana sería la hora maravillosa para encontrarnos en el sitio. Todos

llegamos. Las chicas habían ido con un atuendo estupendo, pues había mucha piel al

aire. Una vez habíamos ingresado, Rocío, como siempre ella nos insinuaba el cuidado de

no recibir ni trago, ni comida, ni dulces. Entonces, como en coro, le dijimos: ―Ay! ya

marica deje de estar azarada‖. Pero acuerdo es acuerdo, y prometimos cuidarnos entre

sí. Nos fuimos a los vestiers y nos cambiamos. La única demora fue salir de allí para que

todos estuviéramos metidos en el agua. La pasamos como nunca. Hablamos de todo lo

que habíamos vividos en el colegio, lo malo, lo bonito…etc. Después del almuerzo nos

fuimos a sentar en unas sillas playeras que se encontraban dispuestas en uno de los

costados de la piscina. Jessica, la más alta de todas las niñas y con el mejor cuerpo,

caminó con tal carisma que uno de los tipos del otro grupo que allí se encontraba se

acercó a ella y, como detalle de fina coquetería, le brindó una bebida fría y espumeante.

A lo que por supuesto según lo acodado, ella respondió con un innegociable ¡no! Las

Page 100: Mi libro.

demás fueron llegando una por una, hasta que el frustrado ―don Juan‖ se vio encerrado

por un ramillete de hermosas flores. Y como si no se supiera que no hay cosa que más

ahuyente a un hombre que el sentirse acorralado por mujeres. Mientras tanto yo me

acerqué a la orilla de la piscina y me anclé con los brazos sobre el borde. Juntos nos

reíamos a carcajadas de la escena tan despabilante. Sin embargo, yo me sentía como

observado, no sabía por quien, ni de dónde. Pero era esa sensación que sobre usted recae

cuando siente miradas fugases y cercanas. Cerca de la barra de despacho del mini-bar

que había en el club, se hallaba un hombre caucásico, de mediana estatura y sin camisa,

que parecía mirarme. Tanto fue mi curiosidad si era a mi quien me miraba o era a una

de las chicas que quise zambullirme lejos de ellas. Y en efecto, su mirada estaba fijada en

mí.

Mierda, sí me está mirando, ¿qué hago? Dije en voz baja, como para mí mismo.

Sin dudarlo, me fui a donde las chicas se encontraban. Les conté del presentimiento y,

como queriendo disimular, todas miraban en dirección al mini-bar.

Voy y le pregunto? Dijo Mireya, la más atrevida, por no decir atravesada.

Este ofrecimiento no fue mal visto por el grupo así que le sugerimos que fuera a

comprar una gaseosa. Le dimos la plata y, como carcomiéndole el deseo por salir de la

sospecha, caminó hasta donde se encontraba el fulano. Fijamos nuestras mirada tanto

en Mireya como en él, hasta que irrumpieron en una charla. Él señalaba en dirección

hacia nosotros y ella, con vaso en mano, afirmaba lo que se decían con movimientos de

la cabeza. Notamos que Mireya recibió de él una servilleta sobre la cual supusimos que

había escrito algo. Ella aceleró el paso hasta llegar a nosotros.

Tranquila marica, siéntese y respire. Le decíamos porque parecía que iba a

estallar.

Si…dijo ella.

Si qué…

Si, es a Ángelo a quien ve. Al confirmar mi sospecha un cumulo de sensaciones

chocaron en mi interior. Las paredes estomacales se me enfriaron y me silencié por

completo.

Y qué más dijo? Le pregunté en un tono serio.

Page 101: Mi libro.

Aquí le manda. Era la servilleta en la que efectivamente había escrito su nombre y

su teléfono.

No la va recibir? Me preguntó Rocío.

A ver Rocío, es un marica.

Lo va a discriminar por ser gay. Se acuerda todo lo que le decían a usted en el

salón de clase por su solo nombre.

Rocío, entienda yo no soy gay. Esta exclamación que logró ser escuchada por

todos los asistentes, quebrantó la tranquilidad y la diversión de la tarde. Las chicas se

fueron a cambiar y yo preferí quedarme sólo, sentado en las playeras. Decidí tomar y

abrir la servilleta que decía. ―hola, soy Johan. Estoy solo y busco amigos. Mi número

es….‖

La despedida fue muy cordial. A cada una de las chicas abracé agradeciéndole las

muchas oportunidades en las que me hicieron sentir bien. Nos prometimos seguir

adelante y triunfar en la vida. Ya en mi casa, fui a mi habitación y me encerré. Pensé una

y otra vez en lo ocurrido con aquel tipo. Volví a sacar la servilleta y quise sentir por un

instante lo que este sujeto posiblemente había sentido; todo ese desprecio y rechazo por

ser diferente entre la singularidad.

Fueron muchos los días en los que me socavaba la idea de hablar con el famoso ―Johan‖.

Así que, sin medir deparo alguno, tomé el teléfono con la mano derecha y la izquierda la

servilleta. Marqué el número telefónico resguardando la espera de que alguien del otro

lado contestara. El sonido intermitente del tono me inquietaba cada segundo. Sentí que

alguien levantó la bocina del teléfono pero nadie respondía. ―aló, aló‖ pronuncie al

percatarme que nadie hablaba.

Si, aló?

Aló, ehhhh, Johan por favor. - Respondí oscilante.

Si, como no.

Había hablado con este sujeto unos tres o quizá cuatro minutos. Le preguntaba sobre la

razones por las que me miraba y el mensaje en la servilleta. A mi juicio, Johan fue franco

al decirme que efectivamente había ido solo, cosa que me parecería sospechoso, por lo

menos tenía el privilegio de la duda. Justo antes de colgar la bocina, Johan me propone

Page 102: Mi libro.

que nos viéramos y así aclara toda la duda que yo tuviera sobre él. ―Por qué he de dudar

de él, si no tengo ningún interés‖, pensaba. Sin embargo, accedí que nos viéramos, así

que acordamos el lugar y la hora de encuentro. Fue en la plazoleta de comidas en un

centro comercial donde por primera vez me vi con Johan.

De repente me di cuenta que ya habían pasado unos cuantos meses de encuentros

fortuitos con él. Sin imaginarme nada malo, recibía con mucha frecuencia detalles de

cafetería o alguna cosa relacionada con la música, mi más grande pasión, sobre todo si se

trataba de música anglo en sus más diversos géneros.

II. El Embrollo.

Como ya había terminado el bachillerato, mi próxima preocupación era: ¿y qué me

pongo hacer ahora? ¿Dónde estudio? Y más aun, ¿qué estudio? En esos instantes

recordaba con grata nostalgia las clases de la profesora Elvira, la orientadora vocacional

del colegio, quien siempre nos reiteraba tener claro desde el colegio qué queríamos ser

una vez hayamos recibido el título de bachiller. Al parecer, con tanta mamadera de gallo

con las chicas no me percaté en pensarlo, y ahora me hallaba en una encrucijada del

carajo. Los famositos sueños de ser ―doctor‖, ―ingeniero‖, ―abogado‖ o cosa por el estilo,

no era más que una imagen falsa de pretender ganar dinero sin mucho esfuerzo. Pero

qué va! Cuanto se puede vivir, exige un esfuerzo sea mínimo, máximo, sea el que sea, el

esfuerzo es una condición inexorable. Visité muchas universidades pero el puntaje de la

prueba de Estado me servía únicamente para presentarla como requisito formal pero no

para competir hacia una carrera. Así que preferí iniciar el camino hacia mi propio

sueño: ser Gerente de una empresa. Pero no quería comenzar por arriba, quería subir

como todo buen pobre y asalariado de un país tercermundista. Quería comenzar siendo

secretario, de modo que me matriculé en un instituto de educación no formal en un

curso de secretariado con énfasis en Inglés.

El semestre comenzó sin ningún contratiempo. A primera vista, los demás estudiantes

parecían muy amistosos y cordiales, pero no dejaba de sentir aquel recelo, fruto de la

Page 103: Mi libro.

mala experiencia vivida en el colegio con los tipos del grado. Creí incluso que volvería a

tener el problema de burla por mi nombre, pero tuve un gran consuelo, o lo que llaman

consuelo de bobos, al saber que otro estudiante se llamaba Claudio. Todo iría normal

hasta una tarde de viernes. Un apretón en el hombro derecho y una voz que pronunciaba

mi nombre, me resultaban ser familiares, se trataba de Johan.

Nos saludamos no sin contener mi sorpresa. Me aseguraba que creía que se encontraría

a cualquier persona menos a mí. Aunque si las coincidencias existen, esta sería la prueba

más fehaciente que erradicaría cualquier duda de mi mente. Fuimos a la cafetería del

instituto, nos tomamos unos jugos y hablamos hasta que los estudiantes de la jornada

nocturna comenzaron a llegar. Esto significaba que eran más allá de la ocho de la noche.

La despedida de aquel encuentro casual fue tal como el saludo corto y directo, pero no

negaba que me daba cierto gusto que él me hubiera saludado.

Las semanas comenzaron a rodar en medio de trabajos, consultas, parciales, etc.… con

más frecuencia veía a Johan cuyo salón se hallaba en el piso siguiente de donde quedaba

el mío. Comencé a hacer amigas, o bueno más bien compañeras cercanas de estudio.

Todas las materias me parecían muy amenas y fáciles, pero había una que en realidad

me indisponía demasiado, era la clase de mecanografía. La profesora Gladis, como era su

nombre, era un poco recia en sus explicaciones y en su forma de valorar. Siempre que

llegábamos debíamos hacer un inventario de la manera cómo recibíamos los

computadores. Lo que le faltaba o alguna anormalidad la debíamos escribir en un

formato de ella, puesto por puesto, ubicaba. Exigía demasiado silencio, tanto que no

toleraba que al levantarse, el estudiante no tuviera el cuidado de hacer rechinar las patas

de la silla. Para los ejercicios, debíamos colocar una hoja fija procurando tapar todo el

teclado o por lo menos, las teclas con las que debíamos escribir. Aunque odiaba esta

clase, sentía que era necesario lo que con la profesora Gladis aprendíamos.

Los semestres poco a poco se fueron consumando. Ya cuando me di cuenta me

encontraba cursando el tercer semestre de cinco que comprendía el curso completo. Las

salidas a los bares aledaños al instituto se hizo cada vez más costumbre, sobre todo los

viernes. Una noche de viernes, después de clase salía con las compañeras y una de ellas

Page 104: Mi libro.

tenía un novio del todas hablaban. Murmuraban lo atractivo que era; sin embargo, yo me

mantenía sin ninguna perplejidad hasta no verlo. Todos los comentarios estuvieron a la

orden de la noche todo el rato. De pronto, un tipo cubre con sus manos los ojos de una

de mis compañeras y yo quedé como ―qué pasó?‖ se traba del muy murmurado novio.

Cuando lo vi me dejé arrastrar por el picante que le inyectaban los comentarios de la

chicas y por primera vez me sentí extraño frente a la presencia de un hombre. Nos

presentaron y, sin dejar ver la extrañeza generada, apreté fuerte su mano mientras decía

mi nombre. Pero ahora que lo recuerdo fue lo único fuerte que hice aquella noche. No

sabía qué era lo que me ocurría. Fui al baño, me miré al espero queriéndome preguntar a

mi mismo lo que me ocurría. De improviso, llegó a mi conciencia una pregunta que

nunca imaginé me haría a mí mismo: ¿Será que me estoy volviendo gay?

A la mesa donde nos encontrábamos comenzaba a llegar de todo lado cervezas, tragos,

papelitos con notas, y entre otras cosas me acordé de la servilleta. En fin, los pobres

meceros se estaban acostumbrando a llevar las ―encomiendas‖ a sus destinatarios. Pero

no todo iba solamente para ellas. Una cerveza irrumpió en la mesa para mí de un

remitente anónimo. Los chiflidos y el voleo no se hicieron esperar.

¡Uy, Ángelo! Qué detalle…

Eso es alguna vieja que quedó impactada con este porte.

Fue lo que se me ocurrió decir para desentonar un poco el bochorno de aquella escena.

Por supuesto la duda y la intriga socavaba mi mente cada segundo registrado en el reloj.

La atención que debería conducir para las clases, la encaminé en formular sospechas

acerca de quién me había enviado aquella cerveza. Lo más espinoso de mi sospecha era

pensar si era hombre o mujer. ¡Mierda, en qué embrollo estoy!, pensaba en silencio.

Pasaban por mi mente, como si fuese un paredón de criminales, las caras de cada uno de

los miembros del curso. Los miraba fijamente tratando de descubrir en ellos alguna pista

que me permitiera dar con el paradero del incognito emisor de la cerveza. Quería saber

cuál de las mirabas empataba conmigo. La jornada de estudio estaba por terminar y aun

no hallaba la persona del detalle que me había lanzado a experimentar uno de mis más

grandes ridículos en mi vida. De pronto, ya acercándome a la salida del edificio del

Page 105: Mi libro.

instituto, aquel apretón en el hombro derecho que me resultaba ser tan familiar, hizo su

arribo en el día, pero a diferencia de los otros, éste no fue estático ni antesala de una

charla casual, más bien fue dinámico y momentáneo.

Qué tal la cerveza de la otra noche… rica verdad? Se trataba de Johan, quien al

decir tales palabras se fue alejando con una sonrisa que se dibujaba con picardía en su

cara.

Al llegar a la casa, corrí al teléfono para llamarlo y de nuevo pedirle una explicación de

su gesto que, sin lugar a dudas, me desconcertaba más y más. Él me insistía que era tan

solo un detalle, que no me armara historias donde no las había. Pero todo daba para que

yo sí me armara una historia; había protagonistas y una intención, esto era suficiente

para que existiese una. Al pasar de los días, los encuentros con Johan volvieron a ser

frecuentes. Tardes donde el plan era el cine, un helado o tan solo vitrinear por los

almacenes de ropa costosa. Sentía que cada vez me compaginaba con él en un sentido de

amistad, o por lo menos así lo percibía yo.

III. Buenos amigos

Nos habíamos convertido en muy buenos amigos; muchas cosas las compartíamos.

Tanto así que creíamos tener cosas en común. Nos contábamos intimidades,

experiencias. Yo, por ejemplo, le comenté la sensación que había tenido con el novio de

la compañera del salón. Él, por su parte, me había confesado que había tenido malas

experiencias con las mujeres. Cosa que para mí me resultaba muy normal. Los fracasos

de la mayoría de los hombres se deben a que ellos mismos se encargan de sublevar a las

mujeres y ya cuando quieren confesarlo todo y de concretar todo lo planeado, se

percatan que están demasiado altas, muy arriba, de modo que no tienen otro remedio

que resignarse y comenzar de nuevo la búsqueda. Lo malo es que minutos, dinero e ideas

fueron invertidos sin ninguna justificación.

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Habían momentos en los que, como con el novio de mi compañera, me perdía al mirar

fijamente a Johan. De nuevo me rascaba la cabeza y ahí emergía otra vez la pregunta de

la que constantemente huía: ¿será que me estoy volviendo gay? Ya en esta oportunidad

no quise dejar por el aire esta cuestión, así que me puse a la tarea de averiguar si es que

los hombres se hacen o nacen gay.

Esta pregunta de la que ya empezaba a agonizar sólo y en silencio, me afligía cada

momento en que me detenía a ver un tipo procurándolo detallar de pies a cabeza.

Entonces, para no seguir cediendo espacio a esta tortura ni dar la más mínima muestra

por la que sospecharan de mí, me dediqué a buscar novia. Pese a ello, mi investigación

seguía por buen camino.

Sandra, una de las chicas con las que salíamos los viernes al bar, fue la más opcionada

para esto. Ya llevábamos varios meses saliendo en calidad de amigos, así que me resultó

fácil proponerle que fuéramos novios, a lo que ella accedió sin ninguna objeción. La

primera semana la pasamos de maravilla, incluso pensé que eso de haber creído que era

gay era pendejada del momento, a pesar de que aún me seguía viendo con Johan. Sin

embargo, no todo pararía ahí. Sabía muy bien que no todo era abrazos y detalles cursis

de lo que se trataba. Antes bien, debía hacer algo para poner punto final a esta angustia

dudosa y mordaz de mi cabeza de una vez por todas. Así que, estado los dos en la

cafetería, me acerqué a ella y, sin enhebrar muchas ideas, me abalancé sobre ella y la

besé. No niego que me sentí extraño. De hecho creí que la sensación debería ser más

placentera, que implicara más compenetración. Movía más mi boca junto con mi lengua,

pero lo único que conseguía era que la saliva se fugara por uno de las esquinas de la

boca, puesto que sí que éramos bastantes torpes para besar.

Frustrado por mi primer ensayo de comprobación, me despedí rápidamente de ella y me

fui a casa. Sentía que las sospechas acerca de ser o no gay se me estaban acabando. Por

lo pronto, quise centrarme en la documentación que pudiera conseguir al respecto y que

me guiara en mi camino a la aclaración total de mi duda que parecía negarse a

disolverse.

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Constantemente veía y escuchaba por la televisión la posición de la Iglesia frente al

particular. Sin embargo, no me ayudaba de mucho que digamos pues sostenía que

aceptaba el homosexualismo como uno de los misterios del dolor, porque, en efecto y sin

discusión alguna, implicaba un gran dolor. Por eso la iglesia rechaza el pecado que

envuelve la práctica homosexual pero sabe que es necesario amar al pecador. Por otro

lado, tenía la oportunidad de leer en la prensa que era deber del campo científico dar

una explicación respecto de la condición homosexual.

Algunos afirmaban que un hombre llegaba a ser homosexual debido al rechazo que éste

pudo experimentar de niño por parte de la personalidad del padre y comenzar a ser

asociado con la madre. Inclusive, se hablaba de una teoría genética según la cual un

hombre o mujer pudiera haber nacido con un déficit de hormonas dependiendo del sexo.

En fin, ante cada lectura que hacia mi cabeza se revolcaba más en el embrollo. Una tarde

en la biblioteca leyendo el periódico ojeaba en uno de los encabezados afirmar que la

homosexualidad pudiera ser tenida como una enfermedad mental. Lo que me hacia

pensar que ser diferente que otro no puede ser tomada como una enfermedad o una

pandemia que pasaba de un país a otro, así no más.

Hasta el momento, mi tarea personal no había esclarecido mucho. Todos aquellos datos

eran el reflejo de ubicar el germen devorador de personalidades. No me sentía bien

sabiendo todas esas cifras, opiniones e ideas. De pronto esa no era la verdad, quizá no

estaba buscando bien; o mejor, aquello que quería saber no estaba ni en los diarios, ni en

los noticieros, ni en las revistas. Estaba en mi mismo, debía buscar era en mí; yo sería el

secreto de mi mismo. Por lo demás, dejé de visitar la biblioteca y me concentré más en

mí. En aceptar todo cuanto pensara y no dejar escapar cosa alguna que me ayudara a

aclara la duda que parecía apolillar con más fuerza mi dura cabeza.

Desocupado una mañana de sábado, decidí ir a la peluquería. Como coincidencia la

única que había cerca era la de Oswaldo´s Stilos. Solicité mi turno y me senté en la sala

de espera. Aquel olor de humedad emitido por el secador combinado por las secuelas de

los cabellos que caían al suelo penetraban en mi olfato reciamente. Habiendo terminado

con el fulano, sacudió la silla giratoria de color negro con bordes blancos. Con una voz

Page 108: Mi libro.

que vacilaba entre ser femenina y masculina Oswaldo me invita a sentar. Me cubre con la

capa que va hasta las rodillas y con un broche en la parte superior, me la fija en el cuello.

Qué corte quiere? Preguntó mientras me masajea el cabello.

No sé. Algo que crea usted me haga sentir bien. Le respondí un poco erguido en la

silla mirándome el rostro en el espejo.

No, pues dígame usted que es el que lo va a llevar. Hay muchas cosas que uno

hace para sentirse bien pero a la gente no le gusta y nos critica.

Con esta respuesta me di cuenta que ser gay no significaba ser ignorante. Ellos al fin de

al cabo son personas, piensan, y se dan cuentan de lo que pasa a su alrededor. Después

de esto le indiqué lo que quería y la manera como me quiera ver. No aguante las ganas de

preguntarle acerca de su condición; así que me lance con una pregunta muy ingenua:

Disculpe, ¿le puedo hacer una pregunta?

Si claro…

¿Usted se siente bien como se muestra?

Lo dice por lo que soy…, perdón, por quién soy?

No, lo digo por lo que me dijo hace un momento. Me impacto mucho esa

respuesta. De hecho no me la esperaba.

Entre tijerazo y tijerazo Oswaldo me exponía su punto de vista. Él también creía que el

gay nacía, ya que ante todo, el gay es humano, y los humanos nacen. Ahora, que en la

medida en que iban pasando los años, el gay iba descubriendo su condición, la mujer que

dormía adentro, y que cuando despertaba ¡bum! Estallaba la barra de confetis listos para

la fiesta de plumas. De hecho, me contó una historia bastante curiosa. Era de una mujer

lesbiana de nombre Carolina Vega quien había vivido dos etapas en su vida. Había

comenzado a percatarse de su condición a la edad de los ocho o nueve años. Al principio

ya de su adolescencia escuchó a su madre detrás de la puerta de la cocina cuando

hablaba con una vecina que preferiría ver a su hija ―entre cuatro velas‖, antes que saber

que ella fuera homosexual. Oswaldo continuaba diciendo, al referirse a la misma señora,

que ella tenía que reprimirse mucho. Usaba vestido delante de su madre, para crear su

Page 109: Mi libro.

propio mundo de posibilidades normales en el que, para su madre, ella crecía como una

niña corriente.

Oswaldo decía: ―en mi trabajo me respetan porque yo respeto a los demás; pero la gente

no es boba, porque mi aspecto habla por mí. Por lo demás, el que quiera tratarme como

soy, me trata. En cuanto a los demás… nadie me paga mis ―gusticos‖. No logro entender

por qué alguna gente discrimina: yo nací así. Nadie discrimina a otro porque sea zurdo o

diestro para hacer las cosas, porque tenga los ojos de un color y otro de otro. Eso de que

la gente ―Se hace gay‖ es una de las más grandes pendejadas que en la vida mente alguna

ha pensado. Nadie quiere ser distinto a los demás‖.

En medio de toda la charla, a la que por cierto otras personas opinaban mientras

esperaban sentadas su turno, Oswaldo por fin había terminado el corte. Le agradecí y él,

como pulido gesto de cordialidad me dio la mano con un: ―Siempre por aquí a la orden‖.

Me fui a casa rascándome y sacudiéndome la cabeza del cabello cortado que aun tenia

sobre la coronilla. Las palabras del peluquero habían logrado hacer tanto mello en mí

que en adelante creí que ser gay era una cuestión singular pero que exige la

participación de dos partes, lo que yo sentía por dentro y lo que hacía sentir a quienes

estaban por fuera de mi. Lejos de considerarla como una enfermedad, entendí quera una

cosa no muy bien aceptada entre la mayoría.

IV. Angelo, soy yo!

Los vientos de agosto habían comenzado a aparecer. Es el mes de las cometas y pronto

los negocios comenzarían a ser impregnados de estos simpáticos artefactos voladores.

Johan estaría por llegar a casa una tarde de sábado. Al llegar noté que tenía en su mano

un empaque cilíndrico y alargado plástico. El plan: volar cometa. Habíamos escuchado

de un lugar ausente de cuerdas eléctricas y cosas por el estilo. Fuimos allí y lanzamos la

cometa que tenia la apariencia de un ave. De niño tenía la costumbre de hacerle un

agujero a un papel, escribir un mensaje, y pasar por allí el royo de la piola con el fin de

que el mensaje fue elevado lo más alto posible. Las horas pasaron sin ser muy tenidas en

Page 110: Mi libro.

cuenta. Las sensaciones ―extrañas‖ volvieron a aparecer estando de frente de Johan

cuando recogíamos juntos la piola de la cometa.

Le pregunto algo? Dije.

Si claro, pregunte.

A sentido la sensación de verse extraño enfrente de algunas personas… en especial

en frente de los hombres?

Cómo así? A qué tipo de sensaciones se refiere. - Preguntó intrigado.

Una sensación como de…

Al decirle con vacilación, fue evidente que lo que quería decirle era algo de lo cual no me

sentía muy comodo hablando.

Gusto? Atracción? Completó mi sentencia pero en calidad de cuestión.

Me está diciendo que le gustan los hombres?

La frialdad de esta pregunta llegó a mí como si se tratara de filosos cuchillos que pasaran

sobre mis brazos y pecho rasgando mi piel. No pudo ser más directo y crudo, porque las

condiciones no se las permitieron.

No obstante, sentía que me estaba liberando de un peso que estaba alimentando sobre

mi espalda. Sentía que algo muy profundo de mí se abriera y volara, como era el caso de

la mariposa. Así era yo. Una mariposa de cuya cápsula de seda había emergido batiendo

mis alas a pesar de los fuertes vientos que me ofuscaran. Johan me tomó por los

hombros y me miró de frente, estirando la esquina derecha de su boca, como queriendo

insinuar una sonrisa.

Por qué cree que he estado a su lado todo este tiempo?

Por qué?

Porque en sus ojos veo ese no sé qué en no sé dónde, que hace que no esté

tranquilo.

No entiendo lo que me dice. Dije mostrando ingenuidad y que efectivamente no

entendía ni un carajo lo que me decía.

Tranquilo. Todos dicen lo mismo al principio. Y sonrió.

Yo sentía que Johan iluminaria el camino para poderme revelar, aunque sabía que el

trabajo era todo mío. En incontables oportunidades hablábamos de aquello que tenía

Page 111: Mi libro.

que descubrir, cómo hacerlo y, quizá lo más importante, según él, cómo mostrarlo sin

morir en el intento. Ya no lucharía por develar algo que sin planearlo mucho había salido

casi que por antonomasia.

Era obvio que la relación con mis padres no debía cambiar, mucho menos con papá, para

quien debía seguir siendo el ―varón‖ de la casa, después de él, claro. Aunque con ellos la

relación no la cambie con evidentes razones, si cambie un poco, pero tan solo un poco

con las chicas del curso de secretariado. Ellas se dieron cuenta que las salidas los viernes

al bar aledaño comenzaron a disminuir, o por lo menos conmigo. Antes bien, prefería

irme con Johan a un lugar donde no fuéramos que simular que en el fondo queríamos

revelar. Aquella barrera que creía inquebrantable, se desintegró como una pared de

terrones de azúcar al caerle unas cuantas gotas de agua. El bar se hallaba ubicado a las

afueras de la ciudad. A medida en que nos íbamos acercando en el taxi, a lo lejos un

letrero enorme de tubos de neón tenía escrito en letras unidas la palabra ―Púrpura‖.

Estando en la puerta de acceso, mientras nos requisaban para poder seguir, las

vibraciones en el piso lograban ser sentidas en los pies. Sentía cómo la adrenalina hervía

en mi interior y mi corazón registraba una aceleración de pálpitos por segundo. El bar

era como una cascada de posibilidades que, en mi insípida ignorancia, creía

inimaginables. El humo artificial con un sabor acanalado y la esfera giratoria en el centro

emitiendo sobre todo a su alrededor diminutas lucecillas hacían de aquel lugar un

mágico mundo de epifanías. Cada hombre y mujer que danzaba al ritmo de los bajos y

los sonidos artificiales y electrónicos emanaban su propia luz, su propia historia, su

propio mundo. Alejados de quienes se clasificaban entre los normales, los ―anormales‖

como eran llamados, aunque yo también dentro muy poco comenzaría a serlo,

bailábamos y saltábamos de gozo y orgullo de ser quienes no elegimos ser. Ninguna

condición sexual humana, es el resultado de una decisión anticipada, pues eso es tarea

del creador en su desconcertante forma de proceder. Y digo desconcertante, no en el

sentido de no entender el porqué nos envía en medio de quienes nos rechazan, sino por

qué permite que nos rechacen. No se trata de ser diferente, se trata de aceptar la

diferencia.

Page 112: Mi libro.

Los días pasaron en el calendario como se evapora el agua ante la inclemencia del sol.

Pero no así, las ansias por llevar a un mayor nivel de aceptación por parte mía

comenzaron a crecer. La unión con Johan se robustecía a pasos acelerados. A mediados

de Noviembre, como era la costumbre, que por cierto no la conocía, se celebraba ―La

noche púrpura‖ en el bar donde era constante nuestra presencia. Pronto me hice conocer

y también hice ―amigas‖. Todos nos llamábamos por el nombre femenino que teníamos.

Estaba Yersi, Nina, Mónica, Johana, y yo, Ángela. ―La noche purpura‖ era un evento que

exigiría mucho de todos por lo que me cuentan. Todos están pendientes que del

maquillaje, las pelucas, los zapatos, los aretes etc. Aquella esperada noche seria mi

primera transformación como mujer. Vería desdibujado mi rostro habitual para dejar

volar la mariposa que llevaba en mí. Como era nuevo en todo, Johan o más bien

―Johana‖ estuvo muy pendiente de mí. No me dejaron ver en el espejo hasta tanto no

quedara arreglada. ¡Ay, mierda ya estoy hablando como mujer! Pero bueno, sigamos.

Como si se tratara de un lienzo, muchos deslizaban sobre mi rostro pinceles polvorientos

y pequeñas espumillas circulares con base. Por lo menos eso escuchaba que era.

Bueno Ángela, listo? Dijeron en coro.

Yo sólo afirmaba con un movimiento suave de mi cabeza. Opté por cerrar mis ojos.

Movieron la silla en dirección al espejo y me dieron la señal. Al abrirlos, pensaba que si

tuviera un hermanita este debería ser su rostro. De Ángelo no había nada, tan solo la

sangre y los huesos, porque su rostro era de una prisionera que salía de su celda tras ser

liberada de sus ataduras de la discriminación social y negación singular de la naturaleza.

Toqué con delicadeza mi mentón y mis mejillas. Hasta entonces había descubierto que la

mariposa había roto su capsula y comenzaba a volar. La noche no solo fue púrpura; fue

el esplendor de toda una cascada de arcoíris que engalanaba el hechizo fugaz que se

esforzaba por perpetuarse en cada segundo que pasaba en aquel mismo lugar.

Lo vivido en aquella noche pronto se había transformado en un cúmulo de recuerdos

que flotaban en la ciénaga de mi mente; recuerdos que jugaban vacilante en la superficie

de mi inconsciente hasta reposar en playas de blancas arenas y tenue brisa.

Aun cuando era la mayoría de las ocasiones en las que iba al bar acompañado, también

habían aquellas en las prefería ir solo. Como cuando estando en él, sentado en la barra

Page 113: Mi libro.

de licores, pedí un trago al cantinero, quien sin demora colocó una copa y la llenó. Al

hacer el primer sorbo giré en dirección a mi espalda, dando la vista a la pista que pronto

se comenzó a llenar de parejas, pero aun así seguía sintiéndome sólo. En medio de todos

los cuerpos danzantes al ritmo de merengues y salsas, había un solitario igual a mí al

otro lado de la pista. A pesar de la distancia fijé mis ojos en él, mientras sentía que era

correspondido. Una mujer de cabellera larga se había levantado y se dirigió a él.

Salieron a bailar. Mientras más nuestras miradas se entrelazaban una en medio de la

otra, este fulano imprimía un mayor dinamismo en su baile. Yo seguía los compas de la

melodía con mi dedo índice golpeando la copa. Al notar la escases de la bebida me di

vuelta e hice el amague de que me iba. Al apoyar mi pie derecho sobre el suelo, el

bailarín anónimo se encontraba ya a mi lado. Pidió dos tragos y me ofreció uno. Quise

negarme pero él insistió.

Jamás había tocado mis labios con un cigarrillo hasta esa noche que, por no desentonar

con el ambiente ni mostrar desventajas, lo encendí con la caja de cerillos que se

encontraba encima de la barra.

Fuma? Le pregunté con la intención de ofrecerle.

De vez en cuando. Eso depende del momento y la ocasión. Dijo

Es extraño ver que ya con una trago en la mano y con un cigarro en la otra no nos

sepamos los nombre. Sostuve presumiendo saber manejar situaciones como esta.

Es necesario? Contrapuso.

Es cortesía. Insistí.

Siendo así, mucho gusto mi nombre es Darío. Dijo mientras me extendía la mano

después de haber dejado el cigarro en el cenicero.

Ángelo, soy yo!

Apreté su mano queriéndole arrebatar una buena impresión, pues según dicen por ahí,

la primera es la más importante y la que más vale. Pero al parecer el esfuerzo que hice

fue en vano. Con un chasquido con su lengua contra su paladar, fue más bien él quien

me arrebataría una buena impresión. La frescura y la tranquilidad que mostraba era al

así como contagiosa. Me acomodé poniendo mis codos sobre la superficie plana de la

mesa. Quise darme el papel del receptor, de modo que esperé a que él me entablase el

Page 114: Mi libro.

diálogo o tema, o lo que fuese. Así pasaron como unos dos o tres minutos; lanzados al

escueto silencio como si el tiempo perdiera su validez para el existencia humana. Tanto

me suscitaba misterio su petrificado ánimo, que le resultó fácil, acabar de un sopetón el

trago, y levantarse de donde estaba. Lo vi salir entre la gente sin cruzar palabra con

alguien. No aguante. Así que, a ejemplo de él, medí el contenido de la copa con la

profundidad de mi garganta, tanteando que no me fuera a provocar náuseas al momento

de ingerirlo. En mi mente hubo una cuenta sin haberla pedido.

Darío por su parte entrelazó sus dedos llevando sus pulgares sobre su boca, con la que

dibujaba una tenue y delgada sonrisa. Sin mayor deparos y manteniendo una prudente

distancia la charla se fue desplegando paulatinamente. La melodía de la música no

desafinaba con el ambiente de dos hombres entregados al misterio que el uno guardaba

y que develaba poco a poco, queriendo dejar entrever el enigma de la condición humana.

Cerca de las dos y media de la mañana y ya con poca gente dentro del bar, me inundó un

afán de esos que desborda cualquier tranquilidad y aniquila la mansedumbre de una

noche de revelaciones. Me despedí de Darío con un fuerte apretón de manos, nada

ordinario.

¿Nos volveremos a ver? Preguntó

No sé, quizá… a lo mejor! Respondí vacilante, sin dejar ningún rastro de

compromiso para un próximo encuentro.

Cada uno tomó su respectivo taxi. Yo por lo menos tomé el primero que arrimó e

indiqué al conductor el destino. Ya en casa y recostado en la casa con la mirada en

dirección hacia el techo, no podía conciliar el sueño. Un nubarrón de imágenes

trasegaban en mi mente una a una, como queriéndome insistir que lo vivido en aquel bar

marcaba un nuevo rumbo a mi vida. ¿Será así? Lo cierto es que, sin lugar a dudas, lo

vivido develó un nuevo horizonte que desconocía o que por lo menos me negaba a

aceptar.

V. Despertar en las calles.

Page 115: Mi libro.

En cada oportunidad de encuentros y salidas con compañeros de estudio o amigos me

resultaba ser un momento en donde sentía más cerca lo que en algún instante en el

pasado me negaba para mí. De tanto, hubo un hecho que me catapultó en este despertar.

Los chicos con quienes asiduamente nos reuníamos en el bar comenzaron a empaparnos

de una manifestación por las principales calles de la ciudad en contra de unas

declaraciones dadas por un congresista sobre las parejas gay. Iba a ser una cosa muy

organizada que incluso contaba por el patrocinio de fundaciones que apoyaban esta

clase de iniciativas. No obstante, mientras nos ilustraban sobre lo que iríamos a hacer,

en mi mente pasaban muchas objeciones que no sé si llamarlas ―de la conciencia‖.

Pensaba, por ejemplo, que de participar significaría mostrar a todo cuanto viera la

marcha mi condición. De hecho no sabía si era para mí una nueva condición o una

identidad, no sabía. Me hallaba como en un limbo de identidad en el que me frustraba

tras no saber por dónde definirme, y eso debía acabar. No sabía si era ya, mañana o

después, pero que le daba punto final a mi incertidumbre, se la daba.

Tras haber confirmado la participación de la mayoría de quienes nos encontrábamos allí,

Johan se me acercó, posó su mano en mi hombro derecho y me preguntó:

Qué tiene, lo noto callado, ¿le pasa algo?

Lo miré fijamente, le sostuve mis temores y el reto que esto representaría para mí salir a

la manifestación. Apretando sus labios unos contra otros, se sentó a mi lado y me

contrapuso.

Mire Ángelo, no sé si mis palabras le sirvan de algo, pero lo que sí sé es que no es

el único con ese temor. Para muchos que nos entramos acá, salir así sea a la esquina,

siempre será un reto. Las miradas inquisidoras de quienes se hacen llamar a sí mismos

―normales‖ estarán siempre encima de usted, de mi, de todos los que queremos luchar

con aquello con lo que hemos nacido. Ese es el precio de ser diferentes entre quienes,

según la constitución, somos iguales.

Page 116: Mi libro.

Johan cuando se ponía en tónica trascendental o en actitud de ilústrame, era muy sabio

y muy objetivo. Era consciente del reto de vivir el ―despertar‖ como le llamábamos a lo

que algunos frívolos califican ―salir del closet‖ porque no éramos ropa de sacar, lucir y

poner en la cesta de la ropa sucia para luego volver a ―sacarla del closet‖. Muy a pesar los

argumentos que Johan me había dado, mis temores persistían en quedarse en mi cabeza.

¿Qué pensarían mis compañeros del vecindario, inclusive, los mismos vecinos? ¿Qué les

pasaría por la cabeza a mis padres cuando me vean en estas, sobre todo a mi papá?

¿Dónde queda el ―varón‖ del que en algún momento se jactaba tener?

Habíamos sido citados a las ocho de la mañana en la plaza central de la ciudad, con un

buso blanco y algo para defenderse del sol. Aunque pensándolo bien, de lo que realmente

me debía defender era de las miradas que se mostraban mas fulminantes que los mismos

rayos del sol, pues su brillo, quiérase o no, llegaba a todos sin importar su condición.

Tras oír una fuerte sirena de forma simultánea la multitud comenzó a marchar. Con

pendones alusivos al respeto por la diversidad de género y un rechazo contundente a la

homofobia, Johan y otros compañeros lanzaban consignas a quienes, como tratándose

de un desfile más, nos miraban secos, como no queriendo tomar partido ni mucho

menos mostrar signos de aprobación o desaprobación.

Era cuestión de minutos o quizá algunas horas para contagiarme de todo ese fulgor de

gritar a pulmón herido un sentimiento que nacía en lo más profundo de las entrañas.

Quizá por terapia o no, traducir en palabras un sentimiento para parecía no tener

lenguaje era lo que me hacía falta hacer. Era como un especie de liberación, de soltura y

rompimiento lo me impulsaba a que una consigna fuera gritada con más ímpetu que la

otra. Durante la marcha, dirigía mi mirada hacia mis pies y luego hacia atrás en muestra

de mi empeño en comprender lo complejo que es vivir la diversidad dentro de la

homogeneidad. El camino recorrido ejemplificaba de manera singular lo mucho que

debía recorrer dentro de esta lucha. Porque en últimas, el despertar era un estado de

transición, un paso de estar dormido a no estarlo; de estar abajo, para luego subir. Lo

que significa que el despertar es un acto ascendente, primero en mí mismo y luego en los

demás. Miraba a mí alrededor y pensaba que todas esas personas, mujeres, hombres,

jóvenes, adultos, estaban allí no movidos por un capricho, porque despertar nunca será

Page 117: Mi libro.

un capricho, aunque así quieran que parezca. Estaban movidos más bien por una

convicción, un ideario singular y personal que merecía ser escuchada por todos quienes

hacían parte de nuestro alrededor.

Tras tres o quizá cuatro horas de manifestación, ya con el cansancio evidenciado en los

rostros, llegamos a la plaza central en donde sin estar planeado, nos esperaba un especie

de concierto por parte de algunos grupos musicales que se dieron cita al evento con

ganas de mostrase y de pasadita, apoyar la iniciativa. Jamás en mi vida había sido parte

de una cosa como la que viví aquel multitudinario día.

Eventos como estos comenzaron a ser asiduos en mi agenda. El impacto social del

despertar tenía un precio. En ocasiones me veía sumergido en profundas inquietudes,

como por ejemplo ¿Era yo un hombre en búsqueda de una mujer o por el contrario una

mujer luchando por salir de un hombre? No había duda de que debía liberarme de

algunas críticas mal intencionadas; de esas palabras que en vez de construir, derrumban

cualquier voluntad de felicidad. El precio por revelar lo que en mi interior se venía

confeccionando debía ser soportado a cambio de lograr mi realización, pero que por ser

mía, no estaba del todo excluido de riesgos.

VI. Inquietudes profundas.

Cierta tarde acompañé a Johan de visita a un viejo amigo que se encontraba de paso por

la ciudad. Entramos a un corredor algo extenso hasta llegar a un patio bastante amplio.

Allí nos recibieron unas niñas muy amables quienes nos preguntaron los nombres y la

edad. Nos hicieron pasar. Yo me senté, mientras que Johan se escurrió entre la

muchedumbre para saludar a su amigo. A lo lejos, Johan me señalaba al tanto que su

amigo, de contextura algo delgada, saludaba pausadamente. El patio se fue llenando

minuto a minuto. Después de esperar casi media hora, probaron los micrófonos y un

hombre saltó al escenario. Sonriente y con una de sus manos dentro del bolsillo del

pantalón, extendió su mano a lo alto, indicando su presencia. Habiéndonos percatado de

la señal, todos, o por lo menos la gran mayoría, nos dispusimos a estar atentos.

Page 118: Mi libro.

En el telón de fondo fue proyecto un titulo que se leía: Homosexualidad y Sida.

Inmediatamente miré a Johan, quien, levantando una ceja y con suaves movimientos

afirmativos que hacía con su cabeza, me insinuaba la necesidad de conocer este tipo de

realidades. Al comenzar la charla, sobre mi mente llegan un cúmulo de cuestiones que

rara vez tenía la oportunidad de hacerme. ¿Qué tenía en común el Sida y la

Homosexualidad? ¿Por qué casi siempre se solía a relacionar esta enfermedad con el ser

homosexual?

Tras haber transcurrido casi una hora de diálogo, no había duda que yo salía con algunos

interrogantes resueltos, pero además se me habían creado otros más. Pensaba, por

ejemplo, si en la actualidad se habla de ―orientación sexual‖, entonces ¿por qué se habla

también se opción? ¿Es mi ―orientación una opción‖? Desde que nacemos, naturalmente

ya existen ciertas orientaciones definidas como son la masculina y la femenina. Por lo

tanto, cualquier orientación fuera de ellas, seria estimada como una ―des-orientación‖, es

decir algo fuera de lo normal. Esto quiere decir que ser o estar fuera de lo normal, es una

opción que quien quiera. Es una opción de-orientarme. Sin embargo, ser anómalo

¿implica la imposibilidad de ser feliz o inteligente, o de poderme desempeñar en la

sociedad? Creo más bien que la anomalía seria todo lo contrario. Ser infeliz por no

poderme desempeñar en la sociedad es la mayor de las anomalías.

La tarde del viernes de aquella misma semana, se me acercó una señora de vestido

modesto y maquillaje moderado, y me dijo:

¿los homosexuales hombres siempre prefieren sexualmente a los mismos

hombres?

No negué mi grado de incertidumbre ante tal pregunta. Sin embargo, quise que la

explicara, a lo cual ella se negó alegando claridad ante lo preguntado. Era nuevo en todo

esto, así que sólo me lancé a responderle con todas las posibilidades de equivocarme.

Yo creo que la preferencia siempre implica una elección, y casi siempre, las

elecciones se dan por conveniencia o complacencia. Si yo prefiero a un hombre en vez de

una mujer, es porque veo en los hombres aquellas cosas que me hacen falta realizarme.

Page 119: Mi libro.

Un inevitable gesto de inconformismo por la respuesta se notó en la señora. Pero la

cuestión no paró ahí

¿realizarse de qué o en quién?

Inmediatamente sin vacilar ni un segundo le respondí con ganas de impresionar:

Pues como persona…

Sin lograr mi objetivo de impresionarla, ella contrapuso:

Es interesante ver cómo muchos hombres homosexuales reclaman su

masculinidad como preferencia sexual. Pero también, muchos de estos mismos hombres

adoptan, dentro de su condición como pareja homosexual, el rol de mujer…

Ante esto, no tuve otra salida que silenciarme y alimentar más mis inquietudes. Después

de esta cadena de aclaraciones que caían sobre mi cabeza, la señora en tono

cuestionador, me hizo una última pregunta.

Dime una cosa… cuando un hombre homosexual logra transformar su cuerpo,

¿cómo debería dirigírsele: él o ella?

Mientras mis ojos recorrían de arriba a bajo el espacio, comencé a maquinar mi

respuesta.

Pues, yo creo que a las personas se les debe llamar según lo que representa.

Pero lo que representan no siempre es su esencia. O, ¿sí? Lo que quiero decir es

que la homosexualidad es una condición que en algunos se aceptan en otros se elijen…

La charla continuo en medio de preguntas y repuestas. Unas inmediatas otras con

alguna tardanza. Pero siempre con una actitud increpante y cuestionadora, más nunca

inquisidora. Aquella tarde Johan y yo salimos del encuentro con un sinnúmero de

razones para justificar tanto las acciones como las decisiones.

VII. Una mala experiencia.

Las cosas siguieron transcurriendo normalmente, sólo hasta la tarde de un caluroso

sábado de ocio. No recuerdo a quien le había escuchado que ―la soledad es la madre de

Page 120: Mi libro.

todos los errores‖; pero precisamente a Johan la soledad le llevaría a hacer cosas que ni

aun la compañía más anhelada sería capaz de retrocederlo. Johan había accedido a una

página web para chatear con desconocidos de la zona. Después de crear su perfil y

establecer sus intereses, pronto fue contactado por un ―alguien‖ quien manifestó sentirse

intrigado por ―Floro‖, pseudónimo que Johan utilizó en la página web. Después de casi

hora y media de intercambiar frases, elogios y halagos picarescos, acordaron una cita

con ―‖serio_30‖. Acordaron una cita en un café del centro comercial ubicado en el centro

de la ciudad a eso de las tres de la tarde.

Acordaron la manera cómo iban a vestirse para lograr ser reconocidos entres sí. Johan

propuso que iría de jean, camisa azul y lentes de sol tipo piloto. El intrigante fulano con

quien se encontrarían manifestó presentarse en bermudas y un buso azul aguamarina.

Envuelto con un nerviosismo desesperante, Johan salió a su cita. Minutos antes de las

tres, disimulaba mirar algunas vitrinas de los almacenes cercanos al café en el centro

comercial con el objetivo de verificar la llegada de su enigmático acompañante. Pasadas

las tres de la tarde, Johan se percató de la llegada de un sujeto que daba la casualidad

cumplía con las características acordadas. Notó que había tomado asiento y pidió un

café. Se veía algo mayor para Johan, pero de cualquier forma había cumplido lo

acordado, así que Johan no tuvo más remedio que corresponder a lo pactado.

Hola… ¿eres serio_30? Preguntó tratando de esconder su nerviosismo con una

delgada sonrisa.

Si como no, eres ―Floro‖ me imagino.

Si.

Mucho gusto, mi nombre es Richard, y el tuyo es…

Johan.

Richard era un tipo corpulento de treinta años de edad y que emnaba ciertos aires de

seriedad. Tiempo después del saludo Johan pide una bebida fría para contrastar. La

lluvia de preguntas no se hizo esperar por parte y parte. La intriga por saber el uno del

otro dominó por un buen rato, hasta que comenzaron a emerger las primeras risas, signo

de que todo iba por buen camino, bueno hasta ahora. Después de casi una hora y media

Page 121: Mi libro.

de amena charla decidieron salir del café y dirigirse a un bar. Llegados al sitio una par de

finas cervezas reposaron en la mesa. Una tras otra, las cervezas situaron al cuerpo en un

estado al que sólo se percata cuando comienza a hormiguearle la cara.

De pronto, de un momento para otro comenzaron a hablarse con mayor cercanía. La

música en alto volumen fue el pretexto suficiente para lograr este acercamiento que

luego terminó con un furtivo rose de labios. Fue tan casual este ―beso‖ como la decisión

de ir a terminar la noche en el apartamento de Richard. Una vez en el lugar y habiendo

compartido un buen momento de mutuo placer, Johan decidió despedirse e irse para su

casa, pero lo que le ocurriría segundos después no tendría precedentes en su vida.

Mientras salía del apartamento de Richard, una mujer de rubio cabello recogido se

bajaba de un taxi. A Johan no le llamó la atención este detalle así que hizo caso omiso y

siguió. Contaría unos cinco o quizá seis pasos cuando una llamada con fuerte voz

femenina se hizo notar:

Ey! Usted…!

Johan volvió su rostro en dirección a donde provenía la voz. Se sintió increpado.

Un inesperado frio se posó sobre su estomago como premonición de que algo no muy

conveniente iba a suceder. La extrañada mujer le cuestionó los motivos por los que él

salía de su casa a tan altas horas de la noche. La sorpresa fue que dicha mujer era la

esposa de su recién conocido. Inmediatamente quedó atónito al descubrir esto que para

Johan sería una barbaridad. Sin mediar palabra alguna Johan saló hacia la avenida

principal para tomar un taxi e irse para su casa. Confundido y algo estupefacto llegó a su

casa y se acostó tratando de procesar esta avalancha de sensaciones que había vivido en

una sola noche. Esto Johan me lo contó al día siguiente sentado en el café del centro

comercial, el mismo que fue testigo del aquel furtivo encuentro.

VIII. Colorín colorado

Mi vida siguió transcurriendo sin muchas novedades. Después de mucho tiempo, por fin

me estaba acercando a la terminación de mis estudios superiores. La necesidad del

trabajo era algo innegable. Así que sin dudarlo tanto, me dispuse a consultar cuanto

Page 122: Mi libro.

clasificado fuera posible en búsqueda de una bacante. De pronto, después de tanto

insistir y esperar, leí que se necesitaba una persona joven para atender un negocio, no se

especificaba en qué consistía. Tomé los datos y me dirigí al lugar. En efecto, allí se

encontraba un señor robusto sentado en una oficina. Me presenté y hablamos del trabajo

y los requisitos. Se trataba de un bar. Pensé que ante la necesidad cualquier cosa podría

resultar, y resulto esto así que ni modo. Me presentaría el lunes pasadas las cinco de la

tarde para adecuar el lugar. Legado el tan anhelado momento, traté de hacer todo o

necesario para agradar en mi desempeño. Procuraba que mi condición no se viera

afectada para nada ni por nadie, como también procurara no incomodar.

Aquel año fue muy interesante para mi vida. Se trataba de mi primer trabajo y de la

planeación de mis primeros proyectos. De noche seguía disfrutando transformándome

en mujer adoptando el nombre de ―Ángela‖ y, como siempre, acompañada de ―Johana‖,

con quien cultivamos una muy solida amistad.

Siempre he pensado que los sueños y las ilusiones son el mejor combustible para la

máquina de la vida; sin ellos, sencillamente viviríamos arrastrados por el azar del

destino, sin rumbo ni destino seguro. Camino por las calles de mi ciudad siempre con un

prejuicio de discriminación por parte de una sociedad que juzga la diferencia y tolera la

indiferencia. Pero sé que día tras día este prejuicio logrará ser limado por nadie más que

por mí. Yo será el juez de mi mismo y de mi historia que es como una edificación que se

levanta después de cada elección. Yo elijo como fruto de mi libertad. Ahora, ¿Qué si elegí

ser quién soy? Pienso que si hubiera tenido la posibilidad de elegir quien debiera ser,

quizá me equivocaría, pues la perfección de una realización personal es tal, porque

precisamente nadie se elige a sí mismo.