Mi libro.
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PRESENTACIÓN
PROLOGO
Tengo muy en cuenta que estos escritos no lograrían alcanzar la dignidad suficiente para que
fuesen considerados como parte de una obra, más cuando eso es lo que menos pretendo que
llegasen a ser considerados. Me he atrevido a compilar estas líneas porque en algún momento
me fueron de gran oportunidad para entrar en la intimidad consigo mismo. En las ocasiones que
me disponía a escribir caía en razón de que más vale practicar la reflexión que hablar de ella,
porque suele suceder que cuando se tiene mucha destreza en hablar de algo en particular es
cuando nuestras entrañas están recargadas de miedo por creer en la efectividad de lo que se
habla. Preferí intentar pensar, en lugar de hablar de ello. Más aún, si de hablar se trata, todos los
días lo hacemos; pero ¿qué pasa con el reflexionar? ¿Sucederá lo mismo que con los días en que
hablamos? Lo que menos pretendo es hacer entender que reflexionar es una utopía de la que nos
alimentamos día a día para que la esperanza de nuestra razón no desfallezca. Ni mucho menos
de que se llegue a pensar de que para reflexionar se necesita estar animado por la naturaleza
cósmica. No, es más ni siquiera tengo pretendido alguno con lo que hay aquí escrito porque en
realidad lo que escribí no lo hice pensando en alguien en particular, ni aun grupo determinado.
Lo que intenté escribir lo hice porque me vi en una gran responsabilidad para conmigo mismo y
no fue otra cosa que liberarme de lo que en mi interior me estaba carcomiendo, esclavizando. El
temor por encontrarme conmigo mismo ha sido mi eterna cadena de esclavitud. Luego,
necesitaba liberarme y qué más que hacerlo por medio de las letras, cuya sombra me sirve de una
verdadera trinchera ante los bombardeos de la incertidumbre de la vida. ¡Oh benditas letras que
haciendo las veces de estrella embelleces el universo del papel! ¡Oh hermosa creación tan
minúscula pero tan magna en tu trabajo! Las letras… Las letras son las más fieles cenicientas de
la imaginación; son el vivo sacramento de la razón. Cada letra contiene un sentido que,
conjugado con otras, procrean la sublimidad de la palabra que, siendo mucho más que la
sumatoria de letras, es el engranaje de más perfecta expresión de vida. La palabra es para la
razón lo que fue el barro para Dios. El mundo de la letra es mucho más que fantasía, que simple
divagación, que simple efervescencia quimérica. En el mundo de la letra se hace realidad todo
cuanto para la carne le resulta imposible.
En el mundo de la letra el amor toma carne para quienes le resulta imposible sentirlo; la mujer
más deseada yace regocijo en los brazos de quien la desea…en el mundo de la letra cualquier
verdad se puede alcanzar…aunque pensándolo bien aquí es en donde menos se puede llegar a
ella, porque si de verdad se trata sería mas prudente pensar que resulta más evidente en la
realidad sensible que en la realidad abstracta…pero bueno, no es este el tema del que me quiero
encargar en este instante. Todo esto para decir que ¿Qué seríamos sin las letras? Sería tanto
como pensar al sol sin su luz o la noche sin su oscuridad.
Lo que hay aquí escrito son pequeñas, y algunas son el colmo de la brevedad, reflexiones
referidas a diversos temas. No hay, por tanto, una estructura determinada. Están ubicados como
se me vino en gana, de modo que si alguien diferente a mí logra leer estas cosas, no se mate la
cabeza buscando el sentido pedagógico de los escritos, puesto que ya es suficiente con mas que
sea haber deslizado su vista sobre este renglón. Aunque si sigue no me es motivo de disgusto,
antes bien le ruego que me comprenda el reguero de babas que encontrara a lo largo de las hojas,
porque, vuelvo y reitero, estos escritos no tienen ningún destinatario en común y fueron
compuestos desde una ingenuidad a la que me atrevo llamar racional, no solo por lo que me
concierne en cuanto hombre, bueno eso creo, sino en cuanto a nivel crítico frente a las
situaciones que me propuse encarar. En otras palabras, le pido que por favor comprendan, son
mis primeros dientes de leche y por ser tales, son aún muy débiles.
Muy seguramente todos los escritos que han sido confeccionados a lo largo de la historia
quedaran ciertamente cortos si se ha de decir alguna exaltación a lo que es la letra. Desde el
primer momento en que el hombre logró caer en razón de su capacidad de escribir, y digo “caer
en razón‖ porque en realidad no fuera que haya descubierto algo sino que más bien tuvo
conciencia de dicha destreza, comprendió que su afán por expresarse de la mejor manera había
quedado solucionado. Tanto así, que su voz podía ser escuchada a cuartillas de distancia sólo
gracias a una hoja y un poco de tinta. Suele pasar que cuando nos tomamos la delicadeza de
escribir, porque escribir no es como comer o ir al baño, o cualquier otra actividad cotidiana
nuestra, la dificultad que percatamos no es tanto una falencia de tipo académica, sino más bien
porque nos rendimos a un temor que logra embargar toda nuestra existencia.
Desconocemos que escribir es mucho más que un ejercicio de comunicación de tipo
interpersonal, puesto que es ante todo una cuestión de orden muy personal y, quien lo creyera,
pero quien ejercita la escritura no sólo logra experimentar una liberación espiritual, sino que
también reactiva su relación interpretativa con la naturaleza circundante; porque parece ser que
nuestro espíritu suele aproximarse constantemente a realidades que efectivamente engañan y
esclavizan. Desde luego, yo no soy quien para diagnosticar tales realidades porque puede pasar
que algo que me esclaviza para otros puede ser motivo de liberación y de esta forma caeríamos a
un lamentable relativismo.
Ahora bien, ¿por qué escribo? No es porque píense que las letras tiene facultades que las
palabras verbales no tiene. Cada palabra salida de la boca, es un tejido confeccionado por la
mano. En fin, si he de justificar el por qué escribir diré que todo se debe a que mi espíritu, quien
soy yo mismo, así me lo exige, y ello ha quedado expresado muy brevemente en líneas arriba.
D. F. Camelo Perdomo
Neiva, ___________ de 2014.
A mi compañera de lucha amorosa, Maritza
A mi hija Ana María
A mis padres Siervo y Rosalia
A mis hermanos Indira y Edwin
Y a mis sobrinos Vanesa, Cristian y Edwuin Jr.
RELATO DE UN ALMA APASIONADA
“Si quieres conocer a una persona,
no le preguntes lo que piensa sino lo que ama”
San Agustín.
Palabras preliminares
El maestro Jean Paul Sartre asegura que sería mejor escribir los acontecimientos
cotidianamente hasta el punto de llevar un diario en el que queden registrados para así
lograr una mejor comprensión de ellos.
No dejar escapar el detalle de cada cosa; no desperdiciar aquello tan propio que se
conjuga armónicamente con su entorno. La lógica con la que esta armada la naturaleza
se vislumbra como un fenómeno que obliga a la razón a no ver más allá lo que en
realidad está más acá. Esta experiencia solo logra su escenario en “mí‖, un lugar tan
centrífugo, inhóspito y bohemio; un lugar como diría la canción de Fito Páez ―donde
todo viene, todo pasa‖. No obstante, ese es el problema, que eso que viene y pasa no deje
huella. Una huella indeleble marcada en el suelo de la memoria, pero que el correr de la
brisa temporal, pone en riesgo a que esta huella se haya desintegrado en la medida en
que tal brisa va pasando.
Así es la historia humana. Una gran edificación sostenida por pálidos y frágiles andamios
que ante el amparo no más de su propia esencia, lucha por mantener su vertical deseo.
Una batalla ante el olvido que atenta exterminar su existencia, porque parte de la
existencia del hombre se alimenta de su historia. Quien olvida es suspendido a la nada, y
por lo mismo, la obligación de ser olvidado. He aquí la razón existencial por la que es un
deber de vida consignar por escrito el registro de la memoria, que es a lo cual llamamos
humanidad.
“Relato de un alma apasionada” es una breve historia, contada en un lenguaje sencillo
manteniendo el propósito de una libre pero paulatina fluidez en los sucesos que le
ocurren al protagonista. Pero como todo lo que hace el hombre tiene una intención,
pues, éste no sería la excepción. No pretendo dejar ninguna moraleja que regule nuestra
conducta, ni presentar un falso modelo de humanidad que en muchas de las ocasiones es
producto de frustraciones humanas. En muchas oportunidades mostramos más lo que
desearíamos ser que partir de los que somos en acto.
* * *
n atardecer algo caluroso y hostil se hacía notar como era ya la costumbre todos los
días de agosto. Eran algo así como las cinco y treinta y cinco de la tarde de un día lunes,
cuando Rafael salía de manera rutinaria de su trabajo. El viejo reloj que envolvía su
ancha muñeca marcaba el anuncio de que pronto la noche nacería para dar muerte al
día; en pocos instantes el frio de la noche cubriría los cuerpos de los danzantes de la
oscuridad. En los hombros de Rafael comenzarían a pesar las consecuencias de un día
saturado de labores académicas, en razón a que él laboraba como profesor de materias
que para la sociedad vanguardista resultaban ser de ―relleno‖; sí, relleno… relleno de
espacios que ni aun las ciencias positivas ni empíricas han evocado esfuerzo alguno para
pensar sobre lo ―inexacto‖ de la vida, en virtud a que la exactitud de pensamiento que
busca de forma desmembrante, es aquel enigma que se retrae una y otra vez ante los ojos
de los hombres enceguecidos de soberbia y enmudecidos de humildad. Ayudar a
comprender el comportamiento humano en sus diversas facetas no es sencillo, pues para
el hombre de hoy otros son sus intereses; está interesado en buscar el mejor postor para
usurpar su capacidad de raciocinio. En fin, a eso es a lo que se dedicaba Rafael. Ahora
bien, volviendo a lo de aquella noche en la que la soledad y el desaire se posan sobre los
hombros de nuestro amigo, la inseguridad de sus pasos sobre un andén lacrado,
confirma la frigidez de su deseo de llegar a casa temprano. Al ritmo de sus pasos que van
U
al son del segundero, mira panorámicamente su entorno recargado de humo, grito y
luces llamativas, pensando como si ninguna de aquellas cosas fuesen parte esencial de él,
y al instante, de forma análoga, pensaba en aquellos rostros pueriles, diáfanos y aun
frescos de algunas de sus alumnas que en su intención de hacer notar obligadamente su
belleza, lacraban, como lo estaba el andén en donde descansaba cada uno de sus pasos,
ese himen facial tan puro que desobligaba cualquier intento de maltrato. Sin embargo,
ello se hacía patente al instante en el que sus pestañas, cual pasivas cabelleras, eran
peinadas unas y otra vez con ese cepillo que se ajustaba a su medida y cuyas cerdeas que
estaban embadurnadas de esa tinta negra que parece fundirse con la inmensa oscuridad
de los ojos que bien podrían ser asemejados con el universo al ser ellos la ventana al
infinito del alma cuando ella desea liberarse de sus propias ataduras pasionales.
No obstante, la aguja que marcaba la intensidad de sus asombros no respondía en su
más mínima expresión; quizá, unos cuantos milímetros de su ceja derecha se hacían
notar en reparación de lo anterior. De vuelta su vista al suelo, pensaba qué cosas de este
mundo podrían fraguar el cansancio que convertía su cuerpo en casi un desierto y sus
labios, humedecidos por su lengua, guerreaban por no ser el blanco de una resequedad.
Sus manos juguetonas y ensacadas en los bolsillos acompañaban el revuelo de sus
pensamientos, fieles caminantes del inhóspito sendero y aire asesino cuando se siente
perdida, eso lo es la mente del hombre. Vista el frente, pupilas dilatadas… mente abierta
y asombro encendido fue su próxima reacción somática que experimentó. Se detuvo.
Sobre los costados laterales de su cuerpo apenas se deslizaba el viento guarda espalda;
ese que suele ayudar al temor y a la cobardía. Recuerda que su existencia solo logra su
despliegue en el tiempo y vuelve el reloj, cual vocero de la historia, a proclamar la muerte
de otra hora. Eran las 7:25 p.m.
Le llama la atención una puerta que antecede a un restaurante con tinte de antaño, como
si el pasado fuese una escusa para descansar. Guadua, palmicha y algunos cachivaches
viejos despertaban ese olor a polvo de baúl humedecido. Sin embrago, no era ese su
fuente de asombro. Aquella puerta daba a luz un enigma que abrazaba la admiración de
Rafael. Se acercó. Una vez en el marco de esta puerta, deslizaba su vista de forma
ascendente sobre una escalera embellecida de mármol y, sobre ella, una belleza aun más
sublime se asomó por la puerta en la que terminaba el destino, como queriéndole dar la
bienvenida a aquel lugar que, aunque no era el cielo, si tenía grandes similitudes no sólo
porque se tenía que subir, sino porque en medio de tantas nubes de humo revoleteaban
ángeles cuyo mensaje tenía como único degustante al cuerpo; éste quizá con la intención
usurparle al alma lo que creía exclusivo para ella.
Su tronco bellamente torneado se alzaba ante dos estandartes finamente depilados. Una
tela negra hacia las veces de vestido que se ceñía a la par de su figura y cuya caída se
lanzaba de su cadera como el agua que es debocada al abismo de una cascada. Era seda
negra, tal y como se tornó la mente de Rafael al compararla con la negritud infinita del
universo. Unos puntudos tacones la elevaban del piso; de ése del que jamás debió
elevarse. Su altura se hacía notar y, por supuesto nuestro persuasivo amigo admirado
quedó. Acercándose a la barra pidió al barman una muy fría cerveza. Ah, nacional claro,
porque las importadas no merecían calmar la sed que le fue provocada por el trabajo
que, en últimas, hacía en este país, razón suficiente para pensar que debería ser una
bebida nacional la que saciaría su sed nacionalmente lograda.
Circulando la botella sobre la barra, su mirada continuaba fijada en aquella mujer, de
quien solo recibía unos cuantos estirones de labios, como simulando una sonrisa. Sin
perder su intensión en su objetivo, se dirigió a una mesa como queriendo insinuar que
su estadía en aquel lugar podría prolongarse por unos cuantos minutos más de lo
pensado. Su rostro parecía viles cañones que apuntaba a un enemigo que desconocía su
condición; su mirada cargaba una y otra vez esos proyectiles que antes de lastimar
pareciesen que fueran más bien señales de auxilio. Su cerveza no se convertía en la mejor
excusa para llamar la atención, así que pensó que sería complicado acapararla. Solo
bastó un aliento visceral, de esos fríos y vacios que incluso provocan hasta vómito, para
impulsar su acercamiento abrupto y desafiante.
Se acercó.
— Hola…
Seguido de un silencio inquisidor, fue arrojado a una completa incertidumbre. Pero qué
carajos fue eso. Un par de segundos en el vacío lo desprendieron de la realidad.
Sintiéndose en una total nulidad de tiempo, simuló que aquello no sería más que un
furtivo saludo para alguien que encuentra en su camino. Un paso a la izquierda, el
cuerpo ladeado a este mismo lado y escapa de sus mayores confrontaciones dirigiéndose
al baño, cuyo vidrio no sería más que un muro de las lamentaciones. Un par de
toquecitos de agua en la cara, y vuelve nuestro amigo a estar face to face, como dirían en
gringolandia, con aquel reto nocturno. Retorna a su mesa, y ahora sería ella quien
tomaría la iniciativa de lograr el acercamiento que él hubiese deseado. De manera
inesperada, ya tenía a la mujer en frente de sí. Imponente, bella e enigmática.
— Hola, me puedo sentar…
— Si como no, siga… respondió Rafael algo sorprendido.
— Gracias.
— Le provoca algo de tomar
— Un coctelito de manzana está bien, gracias.
Sin importarle el precio de aquel famoso coctelito, no dudo un segundo en pedirlo al
barman, quien con un gesto de sorpresa inició su preparación. Vacilando en su forma de
sentarse, Rafael remarcaba en su rostro una sonrisa de total sorpresa acompañada con
una arqueada de cejas, dejando ver así el lado débil de los hombres: la incertidumbre.
— Lo que pasa es que he notado que no dejas de mirarme ni un segundo…
— Te molesta?
— No, no es eso. Lo que verdaderamente me causa es intriga porque rara vez alguien
se me queda mirando de la manera como tú lo haces.
— Ah. No… (incertidumbre a la vista) simplemente eres una mujer muy
impactante…eso es.
Ante esta estúpida justificación, Rafael nota que sus armas se desploman; se siente
indefenso y, por qué no pensarlo, a la merced de quien lo domine. Pero su dominante, no
era aquella mujer como tanto lo desearía Rafael. Sino que más bien, su dominador era
más bien su propio miedo. En esos instantes, llega el mesero con el pedido para la mesa
2: el famoso coctelito de manzana.
— Por favor me cancela $ 30.000, si es tan amable.
La petición del mesero interrumpe un poco la interacción de estos dos.
— Si como no. ¿Cuánto es que es?
— Son $ 30.000 caballero
Rafael cancela el valor de la bebida a cambio de lo cual recibe un agradecimiento de su
destinataria. Al tiempo que van tomando la bebida, un par de miradas son entrecruzadas
proseguido de un…
— Mi nombre es Lola.
— Mucho gusto, el mío es Rafael.
Se menean la cabeza como signo de aceptación entre ellos
— De modo que te llamas Lola… Lolita como la de la novela.
— Si como la de la novela pero con la diferencia que yo si puedo conseguir al hombre
que quiera.
— Mmm!!!
Y vuelve a hacerse evidente la incertidumbre masculina.
Sin dejarse sorprender Rafael muestra un rostro un tanto burlón y picaresco. Pero fue
opacado con una pregunta hecha por Lola, de esas cortantes, caliente y directas a la
herida:
— Y… ¿a qué vienes por estos lugares? ¿qué buscas? ¿encontraste lo que andabas
buscando? o continua perdido?
— En realidad no busco nada ni a nadie en especial.
— Es curioso encontrar a un hombre vagar por el mundo sin algo qué encontrar.
— Pero en cambio a mí me resulta más complicado entender cómo es que una mujer
intenta comprender las intenciones de los demás. Acaso entiendes la intención por la
que me cuestionas de esa manera?
Después de un profundo sorbo al coctel de manzana una sutil sonrisa que se dibuja
gracias a ese rojo escarlata, Lola exclama:
— Veo que no eres un hombre como los demás.
— Si me vas a cobrar por el hecho de estar sentado aquí hablando contigo comenzaré
a ser como los demás.
— No te preocupes. De hecho este coctel lo pagué yo.
— Y entonces mi plata?
— Tranquilo. Simplemente pagaste por adelantado todas las cervezas que te irás a
tomar en adelante mientras estés hablando conmigo.
No escatimó esfuerzo alguno en mantener su mirada lo más fija posible en los ojos de
ella. Se sentía encantado. Las palmas de sus manos se unieron y se ubicaron en medio de
las piernas como manifestando complacencia. Poco a poco, a medida en que las palabras
se entre cruzaban, la esclavitud del estrés iba siendo exterminada; sentía como de sus
hombros descolgaba esa presión malgastadora y humillante. Aquella mujer sería su
libertadora. Los minutos fueron silenciosos en sus pasos hasta que el reloj ya marcaba la
media noche. No había cansancio, ni sueño, solo zozobra por que pronto tendrían que
suspender su encuentro.
— Veo que miras el reloj con mucha frecuencia te aburro o tienes afán…
— No, no, no. Nada de eso, como se te ocurre. Lo que pasa es que me encuentro algo
retirado de mi casa y tengo que levantarme algo temprano mañana
— Ah, entiendo.
No se podía evitar el desanimo que provocaría todo esto. El ambiente se tornaría
silencioso y algo insípido.
— No te dejo mi número telefónico porque comenzarías a ser como los demás. Más
bien, si algún día vuelves, recuerda que a alguien le gusta el coctel de manzana y que le
fascina hablar contigo.
— (sonrió) gracias. Y sí, es muy probable que vuelva algún día. No sé cuando, lo que
sí espero es que sea tan furtivo como hoy.
Tanta furtividad en una mente como la de Rafael significaba sobrecargarla de
incertidumbres. Pero aun así, debía mantener en cuanto sea el aliento, o por lo menos la
dicha de haber hablado con ella.
Llegado a su casa, Rafael continuaba consternado por toda esa coacción de
sentimientos. Un vaso con agua fría bastaría para aplacar las sensaciones que se
intentaban somatizar. Su humanidad se desplegó en su lecho dando su vista al cielo de
su cuarto. Las imágenes juagaban vacilantes en la penumbra de su cabeza. Hasta que
por fin su sueño clausuró sus ojos.
El reloj ya marcaría la hora de levantarse de su sepulcro. Asfixiaba cada segundo para
que su paso fuera cada vez más veloz y así el declive del sol fuera casi anticipado, cosa
que solo era posible en su angustiada mente. Llegó la noche. Pareciese que el estado
irascible y concupiscible de su alma dependiera del aquella mujer de la quien solo conoce
pseudónimo y el gusto por los cocteles de manzana. No soportando más dicha condición,
decidió llamar a su mejor amigo llamado Miguel para comentarle sobre todo aquel
nuevo mundo que había descubierto aquella noche del lunes.
Los primeros rayos del sol fulminaban el amanecer, aunque todavía era patente el frio de
la madrugada. Marcando la hora indicada el viejo reloj despertador anuncia el instante
que Rafael debía de levantarse. Su pijama algo gastada, fue retirada de su cuerpo
disponiéndose para la ducha. Aunque no se negó al pensamiento que lo incitó desde un
principio y la bella imagen que en él se encontraría. No era musa, ni tampoco provocaba
inspiración. Lo que sí suscitaba era que su estado mental fuera condicionado, pensando
que el tiempo corriera más de lo que debe, porque así son los seres temporales; el
tiempo nunca dejará su esencia por lo que haga y deje de hacer el hombre; el tiempo
seguirá siendo lo que debe ser y no lo que puede, porque en él no hay posibilidad, sino
certezas. El ser del tiempo no corresponde a sí mismo, sino más bien de lo que se haga
en él. En cuestiones de minutos ya su humanidad se hallaba al exterior de su casa
camino al trabajo.
En su hombro derecho, cuelga la vieja tira de su maletín algo marcado por el trabajo.
Llegado al colegio y con un saludo universal, simplificó su primer deber ciudadano. Se
esfuerza porque en su memoria no quede registrada el rutinal, estrecho y agotador día.
Es así que su ímpetu se comienza de nuevo a excitar al emerger de su trabajo.
En esta oportunidad, sus pasos eran firmes, marcados y con una dirección definida.
Extiende su brazo y con su dedo, algo teñido de tinta, lo sacude como signo de estar
menesteroso de transporte. Ya en el carruaje, cual príncipe fuera de su historia, las
escenificaciones citadinas se desenvolvían como de un gran rollo; salían de una aparente
nada y se esfumaban en un olvidado todo. Habiendo llego a su casa, se dispuso a tomar
una recargada agua de hiervas. Quiso detenerse a asentir los pálpitos de su corazón
como queriendo confirmar que estaba vivo, pero que de ahí a existir si se encontraba
muerto. Rafael gustaba de sumergirse por el mar de la lectura. Algo clásico, moderno o
contemporáneo; algo que lo liberara de la opresión del mundo litigante y oscuro. Su
biblioteca simbolizaba para él su más grande y preciado ramo de flores.
Al momento en que se posaba en frente de ella, se sentía como un pajarillo picaflor
chupando y saboreando de la más dulce y tierna labia. Se fascinaba de sentir en sus
manos papeles en blanco aun sin estar graficados con tinta, o quizá dispuestos a
comenzar a estarlos, porque, ¿qué sería la lectura sino es por la escritura? Un
complemento visceralmente natural. Cada letra, cada palabra, cada párrafo se iban
entrecruzando para formar finos linos de imaginación, fantasía y libertad. Veía en cada
hoja sin marcar una nueva oportunidad de nacer, y en cada escrito terminado una nueva
oportunidad de morir. Veneradas eran tales horas de la noche hasta el punto de
considerarlas religiosas, porque eran una respuesta ascendente a un impulso que
descendida y no precisamente del cielo.
Mirada al reloj, como signo a su no negación condicional de ser temporal. Eran las 12:14.
A propósito, su recuerdo no se ancló en lo que hacía ya algunas horas había
experimentado en aquel bar donde tomó el Martini de manzana. Sonrió a la vez tomaba
un fuerte sorbo de agua de hiervas. Tomando un lapicero del viejo vaso de porcelana
situado en el escritorio se dispuso a escribir. Pensó en confesar algo, algún crimen, algo
subversivo. Hasta el punto de que descubrió que su alma era la que confesaría. Y
escribió.
— “Mi alma confiesa…
Aturdido se encuentra mi ser al contemplar la manera tan única y tan perfecta de
proceder la historia de la humanidad. Ciertamente, detrás de lo imperfecto hay algo
perfecto. Y es este precisamente el fenómeno al cual llamamos misterio y de cuya
connotación resulta considerarlo como “lo escondido” o lo inagotable, lo incognoscible.
Si quisiéramos verlo, nuestra vista quedaría corta frente a tan horizonte deslumbrante
y abrumador; si quisiéramos entenderlo nuestra razón se vería vencida a tan magna
realidad. Pero en efecto, no se ve ni se entiende. Sólo es posible vivirlo. Nuestro interés
por querer justificar todo con lo que interactuamos es a lo que nuestra razón está
acostumbrada; pero en Dios no funciona eso. Antes bien, su sola manifestación es
suficiente para entender que en su existencia la nuestra se ve justificada.”
Descansó el lapicero sobre la hoja en la que había escrito tales letras, al rato que su
cabeza se inclinaría sobre el mismo lecho. Vinieron a su memoria las letras de un viejo
bolero que retumbaron una u otra vez en las paredes de su mente: … un bohemio ya sin
fe…el escalofrió de sus huesos acondicionaban su ser para sentir que su esperanza se
desmoronaba cual terrón de azúcar ante al agua y los méritos por vivir se le escapaban
como lo hace la arena en medio de los dedos. La reminiscencia no se hizo esperar.
Recordaba muy bien como a la edad de los trece años la incertidumbre que suscitaba el
saber que tenía que morirse. La noche del día en el que experimentó tal cosa, eran como
las nueve o quizá las diez. La habitación continua correspondía a la de los padres quienes
se mostraban un tanto sorprendidos por el cambio fugaz de su hijo.
Rafael, veía en las noches ese espacio tan único y especial que le permitía encontrarse
consigo mismo. Un encuentro cuyo único protagonista era él mismo. Su biblioteca era
casi como un copón reventado de hostias. Le daba tanta sacralidad que la lectura de uno
de ellos era como un rito. Su mente postrada a la fantasía suscitada por las letras se
consagraba más y más a aquella experiencia deliberante.
Al día siguiente, ya en la ducha, el agua golpeaba su espalda ancha y aun marcada por las
cobijas. De camino hacia el colegio, recordaba con cierta gracia lo ocurrido la noche
anterior. Una sonrisa trataba de nacer en una de las esquinas de su boca. Y aun así quiso
olvidarlo. Le resulto fácil acapáralo con una de aquellas sombras proyectadas en la
caverna según lo narra Platón en su famoso Mito. De modo que quiso liberarse, romper
con las cadenas y continuar su camino. La mañana pasó sin novedad. Sin embargo, no
así sería la tarde. El sol, ubicado en el cénit del día, calentaba la humanidad haciendo
que sus frentes brillaran a causa del sudor. Pero no fue suficiente el brillo patente en los
rostros de quienes hacia parte de su alrededor para que Rafael se negara a sentir de
nuevo admiración por una creatura que se acercaba a él de forma danzante con su
caminar lento pero preciso.
La cordialidad no se hizo esperar y un saludo emergió de las profundidades de Rafael
quien mostrándose cortés, como buen caballero, quería hacer notar su presencia. Saludo
que al instante recobró su respuesta. Dicha creatura militaba en las filas de pupitres que
conformaban el batallón de la vida. Era sencillamente hermosa. Su cabello caía
abrazando el contorno de su rostro. Sus ojos negros como el universo, insinuaban el
riesgo de que algún ser se pudiera extraviar en tal inmensidad. Sus cejas, engalanando su
mirada, se conjugaba de modo tal que al momento de fijarse ajusticiaba quien fuera su
destino. Su nariz era como ese paso obligado del aire que neumatizaba su humanidad.
Sus labios, fiel retazo caído del cielo, salpiqueaban una fina sonrisa gastadora de picardía
y deseo. Fue de este modo como quedó registrado en su conciencia histórica la manera
de cómo nacería su nuevo gusto prohibido.
Las dos primeras horas de clase pasaron casi sin notarse. Recordaba una y otra vez tal
encuentro hasta que se hizo evidente cuando sus ojos, cual fecha de guerrero romano,
quedaron clavados en ella. Bajo el pretexto de preguntar algo referente a la clase, Rafael
se acercó a ella, le habló y ella congratulaba cada palabra que salía de su boca con una
sonrisa. Sentía que su gusto por esta mujer representaba lo prohibido de su labor;
inclusive recordó en una de aquellas lecturas existenciales de uno de sus filósofos
favoritos medievales San Agustín en su obra ―Las Confesiones‖: ―Todo aquello que me
resultaba prohibido, me resultaba también ser causa de mi pecado‖. Rafael, prefirió
darle rienda suelta a su imaginación y le propuso a aquella mujer que le encantaría que
lo acompañase a hacer unas compras después de las clases, invitación que le fue
aceptada sin reparo ninguno. A partir de este momento las horas y los minutos
siguientes significaron para Rafael una completa tortura, inclusive sintió haberse
equivocado al hacerle dicha invitación, pero desistió de su repentina y tardía corazonada.
Llegaron a un café local, acordaron tomar la misma bebida fría so pretexto de tener algo
en la mesa con qué disipar el temor que los fue abrazando a los dos, pues esta mujer
imaginaba de forma certera a qué venía este espacio. El vacio estomacal al fin se apoderó
de Rafael y la sudoración en las manos de la dama también. Accedieron mirarse muy
fijamente hasta que dos palabras emergería como la justificación del encuentro: ―me
gustas‖ dijo Rafael. Pero lo decía no de forma tan convencional sino muy tranquila y
profunda. Un silencioso acercamiento entre los rostros manifestó estar de acuerdo con lo
que decía Rafael. Se gustaban y la manera como se besaban, mostraba que lo sentían
muy fuerte. Advirtieron tener mucho cuidado si querían compartir este bello
sentimiento. Acordaron disfrutar cada minuto que se desvanecía en aquella tarde que
paulatinamente se fue tornando noche. Al llegar eso de las 7:00 de la noche dieron por
terminada su clandestina cita con una ardiente fe de que pronto se verían de nuevo. Tan
ardiente que en esa misma noche Rafael, al llegar a su casa, su pensamiento se rendía a
la desesperación que provocaba al recordarla.
Pasaron un par de semanas sin ninguna novedad. Sentado de frente en su escritorio de
costumbre, tomaba sobre sus manos un par de hojas algo amarilladas por el polvo y
tortadas por el sol, como si fuesen traídas de algún siglo pasado. Aunque tenía algo de
trabajo retrasado, sintió la necesidad de liberar su alma escribiendo algunas líneas sobre
aquel papel. << Nunca creí que después de orientar a otros en sus incertidumbres, yo no
pueda salir ahora del mío. Siempre he creído en lo que se piensa, se dice y se hace –
pensó- . Tanto leer y reflexionar para caer en una encrucijada como esta… no me
entiendo>> Era de esperarse. En ocasiones Rafael leía para otros y no para sí mismo.
Sembraba en los campos de los demás y desconocía el inmenso espacio que tiene en su
interior. Tal vez los libros son pruebas de fe en vidas que otros han vivido; pero es muy
difícil asociar que lo que otro vive para que alguien lo haga propio. Quizá ya era hora de,
sin abandonar sus libros, comenzar a leer otro tipo de cosas; su vida misma como por
ejemplo. Nadie puede desembrollar las dificultades de otro cuando para sí mismo se es el
más grande de los enigmas.
Llegadas las 12:30 del medio día, el timbre inesperado sacudió a Rafael y lo obligó a
descender súbitamente a su espacio-tiempo. Miro a su alrededor y notó lo desolador que
le resultaba. Metió su mano al bolsillo derecho del pantalón y solo contaba con unas
cuantas monedas, suficientes para pagar el pasaje del transporte. Manteniendo aun su
mano en el bolsillo, salió vacilante por la acera de la avenida hasta llegar al paradero.
Durante todo el camino dentro del bus, su mirada quedó fijada en el pavimento, con una
resignación casi segura de que cuando regrese a su casa nada encontraría nuevo o, peor
aún, asombroso.
Ya en labores una tarde de costumbre, los encuentros de estos dos se hacían cada vez
más asiduos. Cualquier excusa servía de puente para comprobar el deseo que los
carcomía en su interior. <<Llego el día>> pensó. <<El día en el que daríamos punto
seguido a este deseo>> Los dos salieron ya habiendo terminado las clases y se dirigieron
a tomar un taxi, el cual no tardaría más de lo que ello se paran en la esquina. Era algo así
como las 6:45 de la noche cuando casi indecisos acordaron al lugar donde
desembocarían todas aquellas ansias. Un viejo taxi arrima a sus pies atendiendo a la
señal de paradero. Rafael, algo penoso pero frentero quiso susurrarle al taxista el destino
al cual querían llegar con su pareja. No dudó en sentirse como un adolescente en su
primera cita de motel en su vida. Pero igual, era con aquella mujer, y con ella todo sería
nuevo en adelante. A la par que se dirigían al lugar, una vieja canción se escuchaba; era
casualmente de un apareja que, al parecer, tenían un problema con un reloj que marcaba
las horas muy rápido, pues marcaba la una, las dos y tres… las cuatro y las cinco, la seis y
las siete… y que la luna se aceleró encontrándolos desnudos al anochecer, como diría la
canción.
Rafael no quiso ser inferior a este momento con tinte forzosamente romántico. La abrazo
de tal forma que la pequeña caja torácica de la mujer pareciese perderse en tales brazos.
Llegaron al lugar. El reloj de pared marcaba la 7:15 p.m. después de haber cancelado el
valor de la carrera, se dirigieron a la recepción para solicitarle servicio, porque, aunque
suene algo extraño e aquel sitio era cliente quien solicitaba y no el dueño que le ofrecía.
En fin, no era aquella hora de entrara en un pleito interno de servicio al cliente ni nada
parecido. Subieron las escaleras: << son como algo rusticas>> pensó en voz alta y su
acompañante lo miro como con cierta pena ajena. Sintiéndose un poco avergonzado por
esa mirada, le preguntó si gustaba algo de tomar, a lo que ella respondió:<< No gracias,
así estoy bien…>> y volvió a agradecer como queriendo insinuar que su estado mental y
emocional se encontraban equilibrados, a diferencia al de Rafael para quien el
nerviosismo lo apoderó y su lengua pareciese apagarse.
Sin duda alguna, se sentía hasta quizá como cuando era virgen. Su mente se nubló y las
palabras torpes carentes de lógica no se hicieron esperar. Penetraron en la habitación,
ella se sentó en la cama manifestando cansancio y dolor en los pies.; Rafael por su parte
continuo departiendo con la dama de llaves de aquel lugar.
Canceló el valor correspondiente a dos horas. En lo segundos que pasaban mientras
cerraba la puerta, pensó si dos horas eran suficientes, aunque nubló esa aparente
objeción a lo que se disponía a hacer con la comparación de una de las más famosas
caídas de edificios por manos terroristas. << tres minutos fueron suficientes para que se
derrumbaran las Torres Gemelas y yo pensando si dos horas serán más que suficientes
para derrumbar un deseo que es más alto que las mismas torres?>> fue el pensamiento
que sorteó la cabeza de Rafael en esos cinco segundos que duró cerrar la puerta de la
habitación. Ella sonrió de forma muy picaresca. Reposó su humanidad en la cama al
momento que se desmoronaba una muy delicada mirada de Rafael, quien de forma muy
sutil inició el baile del cortejo.
La luz de la vieja habitación se encontraba tenuemente como se requería. Ella despojó
las joyas de sus oídos y cuello, y las ubicó en la repisa ubicada enseguida de la cama. Su
aroma, no sólo lo llenaba por los poros sino que también animaba su olfato. Ella prefirió
cerrar los ojos dejándose caer al vacío del deseo y la fantasía. Los labios húmedos y
frágiles de Rafael itineraban sobre su cuello, por el cual se deslizó hasta llegar a sus
pechos. Casi encantado y absorbido por el climax del instante, Rafael contorneó su
cintura subiendo hasta llegar a sus manos y apretarlas con firmeza pero a la vez con
delicadeza. Los minutos y las horas se desmoronaron como lo hace la arena en medio de
los dedos. La excitación había desplegado sus alas y había emprendido el vuelo por el
cielo de la exquisita picardía. Una vez calmado el huracán de las pasiones, Rafael y su
acompañante descendieron de la habitación dispuestos a partir a sus lugares de
costumbre. El taxi esperaba a las afueras del establecimiento mientras Rafael la despedía
con un beso de esos que comprometerían un nuevo encuentro. Las manecillas se
colocaban verticalmente a la par marcando la media noche.
Solicitó a la mucama como último servicio una cerveza sugiriéndole que por favor
estuviera bien fría. Ante el primer sorbo, Rafael reconstruía en su mente las escenas
como fueron pasando y mirando el contenido del envase se decidió beberla de un solo
taco.
Ya dentro del taxi con destino a su casa, Rafael sentía una especial atracción por la
noche. <<En la oscuridad se hace realidad lo que en el día se hace fracaso>> pensó como
con un sentido bohémico. Pagó el valor de la carrera y entró en su casa. Estando en su
habitación, lugar que para Rafael gozaba de un alto sentido de sacralidad no por la
manera como estaba construida, sino lo que representaba para ella. Su biblioteca, uno de
sus tesoros más preciados, fue objeto de contemplación por unos cuantos segundos
hasta que no aguantó. Se dirigió a ella con la esperanza de que un libro abierto
garantizaría el descubrimiento de alguien nuevo, tal y como lo había leído hace ya algún
tiempo en uno de sus libros favoritos “El Alquimista”. Las líneas que conformaban el
entrerramado de cada página disciplinaron los ojos de Rafael hasta que lo derrotaron en
un profundo sueño.
En unos de aquellos momentos de casualidad, Rafael se hallaba en frente de su escritorio
y, con pluma en mano, se disponía a escribir acerca algo que hacía ya un buen tiempo
rondaba por su razón. Aunque consideró que eran muchas cosas que rondaban su
cabeza, así que se limitó a observar su entorno y quiso que su razón se postrara a merced
de lo que veía. La ventana de su habitación se encontraba medio abierta. Un espacio lo
suficiente para que por allí las hojas de los arboles del jardín se fugaran he hicieran en el
suelo de su habitación una alfombra naturalmente desastrosa. Aun así, su asombro se
mantenía sensible. No quiso dejarse arrastrar por lo rutinario que pareciese su entorno.
Así fuera el mismo espacio, las circunstancia lo cambiarían todo. En esto consistiría la
dinamicidad de las ideas –pensó-. Un par de horas más tarde, la sabana que colocaba
sobre el espaldar de la silla comenzó a atentar en contra de su comodidad. Se levantó de
allí, un poco decepcionado de no haber podido escribir algo que, según él, no valía la
pena haberlo escrito. No obstante, pensó incluso cómo se pudo haber dado cuenta de
que no valía la pena, sino fuera por haberlo escrito primero? Cayó en razón de que el
dilema de la existencia se debe en parte a los vaivenes, esto es, entre lo que se acepta y
se rechaza, entre negar y afirmar, entre perder y recuperar. Cada situación tiene su
sentido que bien puede retraerse en la inmensidad del horizonte cuestionador. Su hora
preferida del día eran las cinco y media de la tarde. Su motivo de preferencia no era
matemático, era más bien simbólico. Creía muy singular como el día muy sutil y
paulatinamente abandonaba su condición y, a su vez, daba la génesis a otra condición
cósmica: la enigmática noche. Minutos que se perdía en la imaginación hacían de Rafael
un fiel esclavo del pensamiento, pero amo de sus propias ideas.
Desde aquel entonces, Rafael procura hallarle el sentido a cada acción que realiza. Su
entorno se volvió mucho más problemático hasta el punto de resucitar su asombro, eso
mismo que con el tiempo, careciese agonizar en la cotidianidad cuadriculada y
predeterminada.
EL OCASO DE UN SEMINARISTA
Una historia en la que a una vocación el atardecer lo sorprende
“El Hombre es el único que no sólo es tal como
él se concibe, sino tal como él se quiere,
y como él se concibe después de la existencia.
El hombre no es otra cosa que lo que él se hace”
Jean Paul Sartre, El existencialismo es un humanismo
Palabras Preliminares
a vida de nosotros los hombres siempre está determinada por lo que hagamos de ella.
Tanto así que la valides y la importancia que ella posea dependen en parte de esto. Si
nada haces con tu vida, pues sencillamente nada vales. Esto tendría mucha más
aceptación en las filas del materialismo. No todo en la vida es hacer, lo cual no significa
que no sea importante. También hay que tener en cuenta el valor del ser, porque somos
sencillamente. No podemos inclinar el peso del valor de los seres humanos por lo que
hagamos, porque de ser así tomemos todos nuestros ancianos y cuadripléjicos,
arrojémoslos en una fosa común y acribillémoslos.
El valor del los seres humanos y su raíz siempre será una de las más grandes incógnitas
para el mismo hombre. Sin embargo, con mucha razón afirmó ortega y Gasset cuando
escribía, ―yo soy yo y mis circunstancias”, pues son ellas las que en definitiva moldean la
forma de vivir entre los hombre de este mundo paradójicamente llamado humano.
Ahora bien, no todos los hombres vivimos las mismas circunstancias. De ser así, todos
viviríamos lo mismo, en la misma casa, pensaríamos lo mismo y veríamos lo mismo. Me
L
disculpan, pero no me logro imaginar el mierdero más verraco si aquello aconteciera.
Gracias a que estamos incrustados en circunstancias diversas, somos diferentes.
Todo lo anterior pudiera ser llevado a la vida de un sencillo seminarista. Un hombre
como cualquiera, y en eso estamos de acuerdo. Pero que el grupo de humanos para los
cuales trabajan hacen de su vida forzosamente un modelo para quienes no necesitan
tener modelos. La vaga cristalización de lo que las señoras camanduleras de la parroquia
desearían que fuesen sus hijos porque ven en los otros lo que anhelarían en los suyos.
Pero, ¡NO MÁS! Un seminarista no está al servicio de un modelaje eclesial y moral.
La humanidad en la que está envuelto un seminarista no lo separa del resto de los
humanos. Quizá por eso es que ven a quienes optan por el sacerdocio como unos seres
que atentan contra la naturaleza humana. Y en efecto, la historia que a continuación nos
disponemos a emprender por el camino llano de las letras, demuestra que no es así. La
humanidad está por encima de cualquier dignidad accidental.
El sacerdocio al igual que muchos oficios representa una circunstancia para cada
hombre que en ella vive. ¿Buena? ¿Mala? No estamos todos metidos en todas las
circunstancia para poder decirlo. Tengamos presentes que la diferencia circunstancial de
vida es lo que hace que seamos uno en medio de todos.
La cotidianidad de un seminarista estriba entre oración, estudio, deporte, alimentos,
sueño, pereza, enfados, obediencia y madrugadas. ¿Hay algo por fuera de lo
humanamente realizable? No verdad? Pues bien, esto es tan solo una muestra de los
muchos malentendidos que ocurren al tratar de entender las circunstancias de los otros.
―El ocaso de un Seminarista‖ es ante todo una breve historia que, entendida como tal,
está basada en este caso en hechos de la vida real. Es un esfuerzo casi agónico por relatar
el itinerario vocacional de un joven seminarista, pero que el pretender experimentar
cosas nuevas lo llevó desistir de su proceso de discernimiento.
Por último, esta llana manifestación no pretende ser otra cosa que un sencillo homenaje
a los seminaristas cuyas circunstancias son únicas e irrepetibles por más que sea a un
mismo Dios a quien sirven.
El autor.
.
* * *
ada tarde, cuando se acercaba las horas de las vísperas, las campanas de la iglesia
vibraban sobre el espacio vacío, sacudiendo los oídos de los parroquianos indicándoles
que la celebración de la misa se está acercando. Faltando algunos minutos a la hora
estipulada para que por fin iniciara el rito, el padre salía de la sacristía precedido por lo
monaguillos. Las voces de quienes se encontraban en el recinto se unieron para entonar
en jubilo de su propia fe cánticos de alanza y gloria a Dios.
En medio de toda esa muchedumbre se encontraba Juan. Un muchacho ojeroso,
malencarado y con una indisposición porque su presencia en aquel sitio era más bien por
una presión más que por una opción. Sus padres eran quienes sostenían las idea de que
la asistencia a este acto podría ser equiparado a las actividades biológicas. Pero lo que no
se imaginaban era que para Juan resultaba ser más placentero hacer del cuerpo que
encontrarse allí. Sin embargo, todo era cuestión de tiempo para que tal pensamiento
cambiara. De parte de su padre recibía una indicación precisa, pues afirmaba que aquel
gesto iría a representar una muy buena imagen ante los vecinos y, de paso, un buen
ejemplo a los compañeritos de su misma edad, ante quienes sentía una gran vergüenza
pues no quería dar la impresión de santurrón y nada que se le parezca. Sin embargo,
para Juan todo esto representaban simples y llanas arbitrariedades familiares.
Sintiendo ese sinsabor que se experimenta como cuando se traga un bocado de comida
que no le gusta, Juan asistía a misa. Y para quitar ese sinsabor provocado por las
palabras de sus padres pensaba en su verdadera razón: el gusto puratino por la hija del
alcalde. Muy a las 7:00 p.m. aquella niña ocupaba los puestos de adelante. Cosa que
C
Juan no podía hacer por temor a no sentirse avergonzado con sus compañeros de juego.
Qué incertidumbre sentía Juan en aquello instantes de la ceremonia. Su angustia para la
apariencia de una profunda concentración en los ritos llevados a cabo en aquel preciso
momento. O por lo menos las miradas de reojo de su madre así lo hacían sentir. Su
pensamiento se debatía entre la vergüenza de una sociedad juvenil apática a las cosas
religiosas y el gusto por uno de los seres más hermosos que hasta entonces había
contemplado sus ojos. No obstante, pronto sus sentimientos decaerían al pensar lo
imposible que sería acceder a una niña como esa. Este sentimiento embargó a Juan tan
sólo unos meses. Pronto su mirada dejó de fijarse en las primeras bancas. Al parecer, su
entorno era el que le resultaba un poco cuestionante, sobre todo en las horas de misa. En
cierta ocasión Juan se dirigió al templo, se paró en la nave central, su miradas se
traslado en sentido a la manecillas del reloj de forma horizontal. Lo hizo una y otra vez.
Algún tipo de sensación tuvo que haber experimentado Juan, porque para que bajara su
mirada al suelo de manera fija, con sus cejas entre unidas mostrando consternación,
debió haber sido muy fuerte y sobre todo significativa. Ni siquiera el encanto de aquella
niña socavó la llama de incertidumbre que nacía en la mente de Juan. ¿Qué era todo
aquello? ¿Qué podría representar Dios para el hombre? ¿La encarnación de sus temores?
¿La personificación de sus esperanzas y debilidades? ¿La idealización de aquellas cosas
imposibles de hacer? Ahora sí que estaba en aprietos.
Su capacidad de cuestionarse se fue alimentando cada día más y más. Se convirtió en un
muy buen amigo del silencio. En su casa no había suficientes libros o cosas por el estilo
que le ayudaran a despejar las dudas que gestaba su razón. Su madre, por su parte sentía
un gran placer al ver a su hijo que ya no rezongaba por asistir a la misa. Notó, eso sí, una
personalidad más silenciosas y mesurada de su hijo. No se atrevía a preguntarle nada
para no desmotivarlo, según ella, en su proceso de conversión. Y qué conversión pues
Juan comenzaba a pensar cosas que jamás, en otras oportunidades, se imaginaria
preguntarse.
En la mañana siguiente, en la misa de 6:00 a.m. y ubicado en una de las bancas
intermedias, fijo su mirada en el sacerdote quien salía como por arte de magia de un
lugar aparentemente incognito, pero en realidad no era aquel lugar su objetivo. Era el ser
que de él salía, el mismo que le habla a los parroquianos con una autoridad marcada,
seca y directa. Nunca entendió porque recontaba las historias leídas en lugar de explicar
y sacar una enseñanza de vida. ¿A quién representaba en realidad aquel sujeto? ¿Fue su
estado de vida fruto de una presión social sumado a una vigilancia familiar? Habiéndose
ya terminado la ceremonia, se sentó en las escalinatas a las afueras del templo. Se sintió
extraño y tan diferente, pero no se veía diferente. Este sentimiento lo alentó a seguir con
lo suyo y, ¿qué era lo suyo? Ni él mismo lo sabía con precisión.
En la tarde de aquel mismo día, Juan se paseaba por la plaza central de mercado.
Agudizando sus sentidos, las texturas, los colores, olores y sabores. Los
comportamientos tan carentes de delicadeza de los placeros le llamó mucho la atención,
pero más lo hizo cuando, ubicado muy bien el centro de la plaza, pensó que su razón
sería como tal. Un punto convergente de tantas y tan extrañas ideas y sentimientos que
lo conmocionaba. Era su razón una plaza de sentimientos. Ahora bien, ¿qué tenía Juan
para ofrecer? ¿Qué tipo de sentimiento tenia para mostrar? Sabía que si en él se cumplía
la complicada e irónica filosofía del mercado que reza que quien no muestra no vende,
sencillamente fracasaría.
Sabía muy bien que sus pasos lo llevarían a algún lugar y que, al igual que sus ideas,
existía por una razón la cual, en su momento entendería. Ya en su casa, observó en la
alacena de la sala un tipo de collar de pepas negras. Nunca había tomado en sus manos
ni por equivocación una camáldula. Una paulatina y presurosa ansiedad se apoderó de
él. Sentía que podía quedarse allí contemplando aquel extraño objeto, que hasta
entonces así le resultaba. Era de su madre. La muy piadosa señora la utilizaba en sus
rosarios de aurora y demás horarios. Ahora sí entendía Juan por que su madre se
quedaba como suspendida en el tiempo hablando sola o secreteando con alguien. Para
ella le representaba un objeto divino para un acto divino. Y aunque Juan, en efecto, se
cuestionaba acerca de lo que llamaba divino, se preguntaba ¿qué lo hace divino? ¿De
dónde procese su divinidad? Porque si por divinidad física se trataba, no eran muy
atractivas que se afirmara. Eso significaba que a estas cosas, la divinidad que las cobijan,
no pertenece al ámbito humano; no eran divinas porque fuesen atractivas a los sentidos.
Eran divinas por la función que cumplen sobre los sentidos.
Los días fueron pasando. Los sonidos que provocaban las campanas y el trayecto de Juan
a la Iglesia en altas horas de la mañana se fueron introduciendo dentro de sus hábitos.
Sus lecturas de historietas pronto fueron relevadas por la Biblia y otros libros de piedad.
Su favoritismo se inclino por leer la vida de los santos, buscando quizá quién de ellos se
asemejaba a su vida. Pensaba cuantos quienes ahora son llamados santos, fueron tan
humanos en sus vidas demostrando así que el hombre está hecho para la santidad y no
de la santidad. Era algo absurdo lo que Juan creía y pretendía con sus libros acerca de la
vida de santos, pues resultaba más complejo creer que la vida de él se asemejara a la de
algunos de ellos. Éstos ya habían vivido y su corporalidad se hallaba a más de tres
metros bajo tierra; mientras que Juan se hallaba aun vivo para hacer de su vida algo no
sobre natural sino lo más natural posible.
Se acercaba la finalización de su último año escolar. Sentía que el tiempo por darle un
nuevo rumbo a su vida para un futuro seguro llegaba a su fin. Debía definirse por cuanto
antes. Cada día que pasaba vacilando en su decisión, era como mezclar un espeso lodo.
Confusas eran sus ilusiones frente a lo que quería. Hasta que en unos de esos momentos
de efervescencia existencial, se levanto de su cama y se dirigió al anciano sacerdote que
dirigía su Iglesia. Se le acercó lo suficiente como para iniciar una confesión, cosa que
Juan aclararía de inmediato, pues su visita no era precisamente esa, sino comentarse sus
inquietudes frente a la vida sacerdotal, sus pro y contras, ventajas y desventajas…en fin,
todo lo relacionado con aquel estilo de vida. El sacerdote no disimuló su sorpresa y,
levantando sus cejas, aceptó dicha entrevista. Cuarenta minutos fueron suficientes para
que Juan sintiera que tenía la información suficiente y así poder dar su decisión.
En adelante procuraría no hacer alarde de sus inquietudes por aquel estilo de vida. Así
que decidió no alterar en nada su forma de comportarse delante de sus compañeros. Su
apariencia rebelde fruto del toque musical del momento, lo cultivaría cada día más.
Incluso esas palabras que para la elite puritana de la sociedad no eran permitidas. No
quería desentonar en su grupo, además era uno de los grandes debido a su masa
corporal, así que la facha de sanguinario no la perdería. Sin embargo, este esfuerzo
pronto se opacaría. En una tarde de poco movimiento entre los amigos de Juan, se
darían cuenta acerca de sus inclinaciones. Situación que para Juan le resultó muy
bochornosa pues descubrirían algo que con tanto esfuerzo encubriría.
Uno de ellos, Pablo, adoptó una posición bastante curiosa. Esperó la oportunidad para
que Juan se encontrara solo. Hasta que la encontró. Se le acercó y con estas palabras
derrumbó la vergüenza de Juan: ―lo felicito, viejo, me alegro por usted que hace las
cosas que le gustan‖ y empuñando su mano la puso en frente de Juan para que la
unieran en un eterno símbolo de amistad y aceptación.
En una de las tantas visitas que Juan le hacía a su párroco, éste le tenía una
sorprendente noticia: pronto Juan recibiría la visita del promotor vocacional a su casa.
Dichas éstas palabras, Juan se conmovió consigo mismo que no soportó tanto
sentimiento junto y se hecho al cuello del sacerdote a llorar; y lloró como casi nunca lo
había hecho. Cada lágrima era un reflejo de su alma saltante jubilosa por esta noticia.
Ahora en adelante restaba esfuerzos para hacer los preparativos para tan esperada visita,
pues solo tenía unos días.
El tan anhelado día llegó y, con él, las ganas de Juan por dar su ―sí‖ de una vez por todas.
Las horas pasaban sobre unos minutos que se hacía eternos el uno al otro. Hasta que
escucho el ruido de una camioneta. Miro a la ventana que aun se hallaba cerrada y notó
que en aquel blanco vehículo llegaba, como a María, su anuncio, al que Juan debía
responder con su ―fiat‖. La visita fue como una cita con un medico, aunque la
amabilidad no se hizo esperar. A Juan lo habían aceptado en el seminario de su
jurisdicción con un poco de ayuda de su párroco y su familia se hallaba gozosa porque un
hijo suyo estaría militando en la filas del sacerdocio.
Anocheció aquel día. Ya acostado, Juan reflexionaba acerca de todo lo que le había
ocurrido en ese día. Creyó que doce horas habían sido muy pocas para tantos
sentimientos juntos. En adelante lo que le preocuparía sería la manera de cómo hacerse
la idea de un nuevo estilo de vida.
En una tarde algo calurosa por el sol implacable que, aunque rebelde, disciplinaba en
clima en aquellos día sobre el pueblo anunciando la llegada de un verano no tan
anhelado, recibió una carta del seminario en la que le indicaba el día, la hora y lo
utensilios que debería llevar al que sería su nuevo hogar, escuela, barrio etc. Notándose
en la fecha, se percató que tenía tan solo dos días hábiles para prepararse. Con ayuda de
su madre en la elección de los útiles y el dinero que le suministraba su padre, al otro día
muy de mañana después de misa claro, Juan se encontraba en el centro haciendo sus
compras.
Llegó el día de la esperada despedida, sus compañeros de barrio llegaron a su casa con
notas y detalles; los vecinos por su parte le deseaban a lo lejos mucha suerte como si se
tratara de un juego de azar. Ya el terminal de transporte, sus padres lo embarcaron en el
primer bus con destino al pueblo donde quedaba situado el seminario. Un abrazo
materno, de esos que solo se siente con el ser cuyo vientre gestó la existencia, no se hizo
esperar. Su padre, por su parte, pensó que un fuerte apretón de manos bastaría para
hacer efectiva la manifestación de sus sentimientos. Con algo de prisa el conductor
arrancó el bus y sus últimas miradas se unían hasta el momento, porque no sabía cuando
los volvería a ver.
Durante el camino, Juan pensaba en lo que le vendría de ahora en adelante, hasta que el
cansancio lo venció sentenciándolo a un profundo sueño. Muy en la profundidad de su
subconsciencia, noto que ya no el bus ya no se encontraba en movimiento. Suavemente
sus ojos se fueron abriendo. Juan había llegado a su destino. Descargó su equipaje y
preguntó a un señor dueño de una carreta que por cuánto lo llevaría al seminario. El
precio no le pareció descabellado, antes bien, pensó que sería muy barato así que una vez
llegado al lugar Juan le daría unos pesos más. Sintió que aquel gesto se convertía en el
primer acto solidario en calidad de seminarista, e incluso pensó que ese era el primero
de muchos que haría en un futuro.
No se encontraba nadie más, pues aun era tiempo de vacaciones para los otros de la
comunidad. Así que solo se encontraban los padres superiores, quienes no dudaron en
darle la bienvenida a Juan. Lo orientaron hacia una habitación enorme subdividida por
cubículos, en los cuales se encontraban una cama, una mesa de noche y un pequeño
armario. Descargó sus maletas, ubicó su colchón y, como si se encontrara en su propia
habitación, comenzó a organizar. Tendió su cama, organizó su ropa, sus útiles escolares
y algunos cuántos libros de piedad, a los que pronto dejaría de leer por darle espacio a
otros. Unas horas más tarde comenzaron a llegar sus compañeros de habitación, cuyos
saludos se confundían entre sí a causa del júbilo que lograba desbordar los sentimientos
de aquellos siete jóvenes dispuestos a iniciar un nuevo estilo de vida. En la habitación
todos intercambiaron experiencias e información. Era una charla amena y entretenida
para ellos pero fue interrumpida por unos fuertes campanazos. Juan recordó los de su
pueblo, así atendieron al llamado pero, ¿para qué los llamaban? Nadie sabía, así que sólo
subieron a la sala principal. Uno de los superiores, el padre vicerrector, les indicó que los
esperaban en el comedor para unas indicaciones, las cuales fueron atendidas sin ninguna
apelación. Tenían tan solo una semana mientras llegaban sus demás compañeros de
comunidad para adecuarsen a sus nuevas vidas. El sostenimiento de la casa estaba ahora
a cargo de catorce manos y siete cabezas. Aspectos como el aseo total tanto de la
habitación comunitaria y de la misma casa debía ser cobijada, lo mismo que el recoger la
loza, y atender la sacristía. A Juan le correspondió ésta última. Tenía tan poca
experiencia, por no decir nada, en esto de atender sacristías que solicitó ayuda a uno de
sus compañeros quien había sido sacristán en su parroquia. Pronto Juan entendería
cómo funciona una sacristía y vertiginosamente se puso al tanto del lugar.
A las seis de mañana ya debían estar despiertos y en la capilla, así que su nueva hora de
levantada sería a la cinco y media, contando que los baños, también comunitarios
quedaban cerca. Los campanazos de aquella mañana las hizo el rector. Un hombre más
bien silencioso, alto y de contextura delgada. Rígido en sus hábitos y bastante impecable
en su manera de vestir. Para Juan, el rector le representó ser un hombre enigmático y
analítico, cosas que, según Juan se le podrían aprender. Notó que sus compañeros se
afanaban por llevar biblias y libros de piedad, Juan por su parte decidió no llevar nada,
tenía su propia vida lo suficiente para ofrecer y para mejorar. Al entrar en la capilla, todo
se fijaban que el rectos hacia una genuflexión en frente del sagrario y luego se sentaba en
un marcado silencio. Pronto, este gesto seria copiado por todos incluido Juan.
Terminada la misa, de camino al comedor, Juan fue sorprendido por una mano que se
posó sobre su hombre derecho. Se sorprendió porque sabía que no era ninguno de sus
compañeros. Escuchó una voz grave cerca del oído: “Joven, buenos días”. Y, como
queriendo respetar el silencio, Juan respondió casi que mecánicamente:
— “padre, buenos días”.
Se volteó y era el padre rector quien, apartándolo del grupo, le indico que en los días que
resta Juan sería el encargado de tocar la campana al iniciar el alba lo que indicaría la
hora de levantarse. La respuesta de Juan a esta indicación fue una aceptación inmediata.
En su primer intento por garantizar el anuncio de la hora precisa para que los
compañeros se levantasen a tiempo, Juan se percato de que le costaría mucho trabajo, lo
que le costaba a Juan levantarse unos cuantos minutos antes del glorioso sueño. En el
tercer día, al rayar el alba, Juan había olvidado programar el despertador la noche
anterior, así que su cuerpo continuó obedeciendo a las leyes naturales del descanso, de
manera que, cuando despertara, sus compañeros ya se encontraban bañados y vestidos.
Su razón volvió a ser esclava de una de esas angustias que suelen abrazar a los hombres
tan poderosamente que encarcelan cualquier idea que permitiera dar una rápida y fácil
solución a este tipo de situaciones. De camino a la capilla, solo pensaba que le había
fallado tanto al padre como a los compañeros. En los minutos venideros solo esperaría el
instante en el que el padre-rector lo llamase para que le diera una explicación, aunque
sabía que, en el fondo, ningún rector está hecho para escuchar explicaciones de una falla,
sólo las recibe cuando una indicación esta realizada.
En efecto, el padre-rector lo llamaría, pero sólo hasta después del desayuno. Una vez
hecha la oración de acción de gracias, todos se retiraron del comedor, momento entre el
cual el recto, en presencia de otro superior, le hizo una sencilla pregunta:
— Juan, ¿por qué cree usted que Jesús, estando con sus discípulos en el monte de
los olivos, les solicito categóricamente que, en lugar de dormir, velaran para que no
pudieran caer en tentación?
Una fina línea de silencio se deslizo entre el cuestionador y el cuestionado. El sol de las
siete de la mañana comenzaba a apretar y Juan quedó sumamente desconcertado por
dicha pregunta. Así que pensó una respuesta en la que fuera obvia la lección así que le
dijo:
— Padre… pues creo que fue porque Jesús sabia que el sueño los hacían pensar en
cosas que correspondían en ese momento.
No hubo aprobación ni tampoco reprobación. Sin disimular la pena y la vergüenza en
aquel instante, Juan e mostró expectante y receptivo para lo que le dijera cualquiera de
los dos. Ante la respuesta de Juan, el padre-rector con una tenue e insegura sonrisa
dibujada en su rostro, se retiro de su presencia advirtiéndole que no volviera a pasar.
Habiendo terminado la cena, los estudiantes tenían unos cuantos minutos disponibles,
los cuales se desvanecían entre quienes escuchaban música o la interpretaban por medio
de la guitarra, algunos veían televisión, otros hablaban simplemente, y otros tan solo
paseaban por el lugar. Juan por su parte sentía que la baja temperatura de la noche y el
cielo despejado y recargado de estrellas se convertían en un escenario fascinante para
pensar, soñar o poner a volar la imaginación, darle alas a las ideas para que dibujasen,
en aquella inmensidad, bellas figuras logradas por la luz amarillenta de los postes de luz.
Que cada respiro fuera para su alma un esfuerzo por hacerse compañera de vuelo de las
luciérnagas que revoleteaban en el crepúsculo nocturno, y sus poros se dilatasen para
darle la acogida al frio viento que se deslizaba por la piel de quien así lo permitiese. Las
sensación que provocaba aquella conjunción era muy excitante; los sentimientos, las
ideas, el frio… en fin todo. Juan creyó haber encontrado la combinación perfecta con la
que contrarrestaría los momentos en soledad, aunque pronto aprendió a sacarle jugo a
este inhóspito instante. Ya en su habitación, habiendo anunciado la hora de descanso,
Juan se dispuso a dormir, cosa que no lograría con poco trabajo. No entendía el
insomnio, así que se sentó en el borde de la cama puso sus manos sobre su frente y
pensó: ―Es de noche y estoy relativamente solo”. Claro, eso era. Soledad y noche, dos
palabras que, más que realidades, significaban para él una sola: libertad. Si, libertad,
pues eso era lo que experimentaba cuando escribía motivado por estos dos bellísimos
elementos cósmicos. Papel sobre la mesa y mano sobre la pluma. Comenzó a escribir
queriendo cristalizar en cada palabra lo que su razón gestaba. Veía cómo su espíritu se
desgranaba en la medida en que la mano iba figurando cada letra y así, cada palabra.
Sobre el estéril y diáfano papel, las letras de Juan fueron representando lo que en su
mente ocurría, o por lo menos lo que en ella se posaba. Sobre aquel papel ya se podía
leer las siguientes palabras:
— Oh! Venturada soledad! que vienes cuando no te llama y llamas cuando no
estoy. ¿por qué eres tan imprevisible? ¿por qué te empeñas en maltratarme?
Posiblemente no me entiendas ni entiendas lo que es posible. Me sumerges en el
aburrimiento, pero me elevas en el autoconocimiento. Haces de la dicha melancolía y
de la ignorancia sabiduría. Pero aun así, sigo sin entenderte. Te conviertes en la rosa
siempre querida, como también en el cardo nunca deseado. Eres el momento que algún
día fue anhelado, pero también en el que nunca hubiese llegado…
Su pluma declino al poner punto, mientras que su antebrazo su posó al frente para servir
de cabecera, pues el sueño ya lo había vencido. La incomodidad de la postura lo
despertó, así que entre la pereza que lo apoderaba se sentó en la cama, recordó lo que
había escrito y sonrió como queriendo expresar algún tipo de satisfacción. Lo cierto es
que Juan se volvió a recostar con la firme convicción de que no volvería a fallar, de que el
estudio seria una de sus más grandes pasiones, la oración su momento más intimo y las
noches su mayor tranquilidad.
La semana ya estaba terminando. Los quehaceres de la casa ya se estaban comenzando a
introducir en los hábitos cotidianos de los siete muchachos y pronto llegarían los demás
miembros de la comunidad. De hecho, la tranquilidad del domingo por la tarde de
aquella semana, fue interrumpida por centenares de carros que llegaban a la casa.
Resultaron ser los demás seminaristas quienes llegaban, de sus vacaciones, a
incorporarse nuevamente a las labores académicas y espirituales. Una torrencial lluvia
de varazos y sonrisas fueron evidentes en aquellos instantes.
En la hora de la cena, toda la comunidad se hallaba completa. El padre-rector, de una
forma muy pausada pero haciendo evidente la alegría por el regreso de sus muchachos y
de que por fin el seminario se hallaba completo en sus cursos, daba el saludo de
bienvenida y, asimismo, la notificación de quienes no volverían al seminario. Los
sentimientos de sorpresa en algunos y de tristeza en otros, era algo a lo que Juan debía
acostumbrarse cuando alguno de sus compañeros de grupo o inclusive él mismo llegase
a no volver al seminario.
Las cosas en adelante cambiarían. El horario de aseo y demás responsabilidades eran
publicados en un mural ubicado cerca del comedor. Juan, como era de esperarse, fue
relevado de su puesto. Entregó la llave de la sacristía convencido de que pronto volvería
a estar con ellas. Ya estaba todo estipulado, los encargos, los oficios, todo. Incluso dentro
del grupo de estudio de Juan también se delegaron oficios. Entre todos ellos deberían
elaborar una lista en la que se indicara quien y en donde debería realizar el aseo. Además
de ello, designaron también quien sería el encargado de tener dispuesto el salón de clase
al profesor cuando éste llagase. El Tablero y la mesa limpia, los marcadores de colores
variador debían estar recargados, las filas del salón muy bien definidas y sobre todo ni
un papel o mugre que amenace la buena disposición del salón, serían tan sólo algunas de
las responsabilidades de este cargo, para el cual Juan se postulo y, como debía esperarse,
el apoyo encontró y su elección llegó.
Los meses y los años fueron pasando. Muchas cosas iban marcando en la vida de Juan
tanto en su espiritualidad como en su vida académica, dentro de la cual sentía una
profunda y viva admiración por el estudio de la Filosofía. De hecho, en su tercer año de
formación correspondiente a esta insigne disciplina, Juan se destacó por rendirle una
especial dedicación. Sus sencillos escritos y trabajos representaban para él un paso más
en su camino por comprenderla. Tanto así, que aunque no fue renombrado en su puesto
de sacristán, lo fue como bibliotecario, o mejor dicho, guardián de lo segundo más
sagrado en un seminario. Era una de las fascinaciones más grandes el estar en este lugar,
no mágico, no fantasioso, sino que por el contrario muy real.
Cierta tarde, estando desde luego en la biblioteca, llegó a sus manos un libro acerca de
un gran personaje en la historia de Colombia. Se trataba de nada más ni nada menos que
de Jorge Eliecer Gaitán, cuyo rostro se hallaba impreso en los billetes de mil pesos. Leyó
la introducción del libro y posteriormente su prólogo. Todo lo encaminaba a su título
“Ideas socialistas en Colombia”. Dicho libro era el trabajo de tesis de Gaitán con el cual
alcanzó su título de abogado. Deslizaba una y otra vez la palma de su mano sobre la
solapa del libro como queriéndolo consentir. El contenido de este libro le suscitó un
sencillo pero profundo cuestionamiento: ―Si el socialismo obedecía a una producción de
índole filosófica ¿era, entonces, posible que en Colombia hubiera filosofía? O más aun,
¿hay filosofía en Latinoamérica? pues llevaba tres años estudiando filosofía y la idea
con la que lo alimentaron fue que ella nació en Grecia y que de allí se desplegó, por
iniciativa política, a todo el mundo‖. Este cuestionamiento le dio luz para su trabajo
final. Pero tenía un grave problema, en la biblioteca del seminario no había casi libros
acerca del particular. Pero esto no fue excusa para abortar la idea. Iba a hacer su trabajo
desde cero. Buscando tantas posibilidades entre sus profesores, se percató que uno de
ellos, el profesor Camilo Torres, de literatura, tenía el título de magister en Filosofía
latinoamericana. Acudió a él, quien sin ningún reparo lo auxilio y no sólo eso sino que
también lo orientó tanto en la forma del trabajo como en la doctrina. Le prestó todos los
libros que Juan quiso con la condición de que se los devolviera una vez haya terminado
el trabajo.
Juan inició a escribir su trabajo final alternándolo con las lecturas obligadas de los
libros. Su empeño fue total. Había pasado ya medio año y Juan había logrado terminar,
con aprobación, dos capítulo de su trabajo. El seminario entraría en la fase de
finalización del primer semestre académico. Pronto vendrían las vacaciones. No sin
antes haber realizado los exámenes finales correspondientes, que tardarían una semana.
Llegó el día tan anhelado. El padre-rector indicó que la salida se efectuaría después del
almuerzo, pues en la mañana de ese día se realizaría el aseo general de la casa. El
almuerzo fue espectacular, un suculento plato típico de la región acompañado,
extrañamente, por cerveza. ¡Cómo! ¿Cerveza? Si así es, cerveza. Al fin el almuerzo había
terminado. El equipaje ya estaba listo. Uno a uno, los seminaristas se fueron
despidiendo. Uno de los compañeros de Juan, lo había invitado a pasar unos días en su
casa situada en la ciudad. Emocionado Juan no dudo en decir que sí. Ambos, con
equipaje en hombros, tomaron camino en dirección al pueblo para tomar allí el trasporte
a la ciudad. Era un viaje de dos horas. Quince minutos después de haber abordado el
bus, el compañero de Juan se desplomó en los brazos del sueño. Juan quiso mantenerse
sereno, silenciosos y pensativo, alimentando quizá la expectativa que lo carcomía cada
segundo que pasaba.
Ya a lo lejos se percibían las tenues luces de los postes del alumbrado público y de
algunos barrios aledaños a la entrada de la cuidad. Juan miró a su compañero quien de
su boca emergía una gota que pendía de un fino hilo de saliva que subía y bajada al ritmo
de la respiración. Un pequeño empujón fue suficiente para suspender aquel paupérrimo
panorama humano. Llegaron al terminal de la ciudad y desembarcaron. Tomaron un taxi
rumbo a la casa de su compañero quien, como anfitrión de aquella ciudad, le indicaba a
Juan los lugares por lo que iban pasando.
Llegaron por fin a la casa, pero al bajar del taxi Juan notó la presencia de una mujer al
costado sur de la residencia. Fue evidente que la atención de Juan fue llamada, aunque
quiso mostrar que su interés estaba en dirección a la familia de su amigo, quienes se
mostraron muy contentos de tenerlo de nuevo en casa. Dicha que incluso no se vio
excluido el propio Juan. La cena fue consumada y las anécdotas estuvieron al servicio de
los comensales. Muchas risas y carcajadas por parte de los familiares no se hicieron
esperar. El amigo de de Juan le indicó cual era la habitación en la que le correspondería
dormir. Planearon rápidamente lo que haría al día siguiente y pronto la casa estuvo
dominada por un silencio que sentenciaba a todos a una quietud inapelable. Pero aquella
quietud no valía para la razón de Juan, quien una y otra vez repetía el recuerdo de
aquella mujer que había visto al llegar. ¿Era pecado lo que estaba haciendo? ¿Se estaba
separando de sus más nobles ideales? Son en estos momentos en los que un seminarista
se confronta consigo mismo y verifica qué tan lícito es lo que hace. En últimas, su
admiración por aquella mujer era algo así como una alabanza al mismo Dios por tan
bellas creaturas, y como era de esperarse una vez más su razón se hallaba a los pies de
una gran incertidumbre.
No había cruzado ni una sola palabra con ella y ya sentía en su interior todo un tsunami
de sentimientos. ¡Qué caos era aquel! En la mañana siguiente después del desayuno, el
amigo de Juan recibió una sugerencia de parte de la madre, y era que le mostrara a Juan
el barrio y que fueran a presentarse al párroco. Efectivamente eso hicieron. El recorrido
tenía como paso obligado transitar por el frente de la casa de aquella mujer. Juan no
puedo contenerse así que una mirada bastaría para calmar su ansia por verla. Ella se
encontraba haciendo los oficios de la casa. Fueron donde su párroco, lo saludaron y le
dijeron que estarían a su disposición, aclarando que Juan estaría tan solo por unos
cuantos días.
Así pasaron tan sólo dos días, porque al tercero Juan aprovecho un instante en el que
ella, sentada a las afueras de su casa, se encontraba leyendo un libro. Estaba hermosa.
Sentada y de piernas cruzadas y sobre el muslo de ella el libro, el cual tenía por título el
Alquimista, cuyo autor era un escrito brasilero llamado Paulo Coelho. Notaba que sus
manos eran grandes y pulcras. Sus uñas estaban pintadas de un rojo escarlata. Esto lo
podía ver en razón a que la mano izquierda sostenía las páginas de esta dirección. Hasta
que llegó el punto en el que se lanzó y dijo en su dirección: -¿le gusta Coelho?- Ella
dirigió su mirada hacia donde se encontraba Juan y contestó de una forma en que
omitiera muchas otras preguntas: - trato de entenderlo por lo menos- y sonrió. Juan
para no quedarse atrás le insistió:
— procura entenderlo a él o a sus historias?
— Todo hombre se revela así mismo por lo que escribe, no lo cree? Contestó ella sin
deparo como queriéndose mostrar fuerte de impresionar, cosa que no contemplaba
Juan.
— La puedo acompañar en esa búsqueda? Dijo Juan.
— Por su puesto, siga, siéntese. Mucho gusto mi nombre es Ana María. Y
extendiendo su mano, Juan la tomo con mucha delicadeza a lo que respondió:
— El gusto es mío… ah y mi nombre es Juan.
Ana maría era una psicóloga recién graduada y vivía, paradójicamente sola y era cinco
años mayor que Juan. ¿Desventaja? Solo Juan lo sabrá. La charla de estos dos se
prolongó hasta altas horas de la noche. Cerca de las doce, Ana María le ofreció una
bebida caliente a Juan como para ir finiquitando la charla que, aunque amena, el sueño
apelaba a su tiempo. Ambos coincidieron en lo agradable que fueron las mutuas
compañías y dejaron abierta la posibilidad de un próximo encuentro.
Faltaban tan sólo catorce minutos para que el reloj marcara las seis de la mañana del
siguiente día. Juan y su compañero ya habían desayunado y se estaban preparando para
asistir a la misa de siete. En efecto, llegaron a tiempo. El padre se encontraba confesando
a la poca gente que recurría a la Iglesia a esa hora. Juan, aun no revestido, fue a echar un
vistazo si por casualidad se encontraba Ana María en la Iglesia. Pensó que por ser de
mañana ella no vendría y la entendería porque suspender el sueño a esa hora era algo
que costaba esfuerzo. La feligresía entonó el canto de entrada, señal que indicaba el
inicio de la misa. En la medida en que entraban en procesión, Juan, no muy lejos,
divisaba la silueta de una mujer alta, con el cabello suelto, de cejas pobladas y finamente
depiladas, labios gruesos tenuemente coloridos por un brillo rojizo. Era ella.
Las cejas de Juan se arquearon insinuándole un sobrio saludo, a lo que ella sin
pronunciar palabra movió su boca como queriendo decir: ―H-o-l-a‖. Con las manos
juntas sobre el pecho, Juan suplicaba a Dios que le ayudara a sobrellevar este gusto y
fascinación por aquella mujer. Se sentía débil, no lo negaba. Era ahora cuando la
condición humana apela a la complementación mutua. El hombre y la mujer están
hechos para que su realización estuviera sustentada el uno con el otro. Ahora bien, Juan
en parte se estaba adentrando a un compromiso serio que exigía su integralidad como
persona llamada a un estilo de vida no muy común entre los hombres del común. ¿Sería
acaso el sacerdocio algo anti-natural? ¿Había permitido Dios una circunstancia que
atacara a la naturaleza de su más grande creación? ¿Se debía valorar la naturaleza con
algo que le atentase? Había algo cierto en todo este cuestionamiento y es que el
sacerdocio no es algo antinatural, es por el contrario sobrenatural, pues toma la
naturaleza humana y la eleva a su máxima expresión de entrega y sacrificio.
Lo que sentía Juan en relación a aquella chica no era otra cosa que el florecimiento de la
condición humana. Su quehacer jamás eliminaría su ser. No importa la faceta, siempre
seguirá siendo hombre y como tal, debe responder a esta naturaleza. El gusto por Ana
maría se fue robusteciendo en la medida en que los encuentros con Juan se hacían más
reiterativos. Lo que Juan nunca se imaginaría era que el gusto que él le profesaba era
compartido y mutuo. Cabe notar que Ana maría era cinco años mayor de Juan, así que
podía manejarlo un poco más sigilosamente, mientras que Juan lo hacía evidente cada
vez más. Faltaban tan solo dos días para que él se fuera de la casa de su amigo. En la
noche de aquel penúltimo día, Ana maría invitó a Juan a su casa a almorzar como
muestra de agradecimiento por los gratos momentos que compartieron. Ana maría creía
que el gusto por Juan era fugaz, así que pensó que al él irse de su lado el gusto
desaparecería. El almuerzo se prolongó hasta la cena. Sentados en el suelo, soportados
por almohadas y cojines, se dispusieron a ver una película. Las horas pasaron. La
posición de los cuerpos inicialmente fue cambiando. El se encontraba sentado y su
espalda se hallaba apoyada en la pared. Ella reposaba su cabeza sobre las piernas de
Juan. No comían nada. Solo tomaban unas cuantas cervezas. ¡Cómo! ¿Otra vez? Si, así
es.
No se sabe si por efectos de la cerveza o por la efervescencia del momento, Juan y Ana
maría se regalaron una mirada frente a frente. ¿La ultima? Quizá, o por lo menos la
última de la noche. Juan dirigió su mano hacia el rostro de Ana maría y la deslizó sobre
el contorno de su rostro, maravillado por tan hermosa creación. A la par de esto, le decía:
— Dios tuvo que haber estado muy contento cuando te hizo…no crees?
Y sonrió. A lo que Ana maría le respondió:
— Y quizá muy inspirado cuando te hizo…eres muy atractivo Juan.
Ella también le acariciaba su rostro, así que, seguidos por unos segundos de silencio
como suspendidos en la nada, sus rostros se fueron acercando, mientras que Juan,
torpemente, humedecía sus labios como antesala para lo que evidentemente ocurriría a
continuación. La unión de sus labios fue un acontecimiento arrolladoramente celestial, y
fue así por tanto Juan como Ana maría lo mostraron. Meneaban sus cabezas impulsando
sus bocas la una con la otra. Sus lenguas eran como una pareja en su baile real que
danzaban al ritmo del deseo de tenerse uno al otro, cuya lubricación era dada por la
saliva que se intercambiaba. El beso fue suspendido por una mirada fuerte y marcada a
un solo objetivo. Ana maría tan solo hizo una pregunta:
— Juan, usted que sabe…¿estaremos pecando?
— Pecado es todo aquello que nos separa de Dios y nos pone en enemistad con él…
— Y ¿entonces? Replicó Ana maría.
— Entonces Él va a saber que lo que estamos haciendo es hacernos más amigos…
En su interior, Juan sabia que esta excusa resultaba ser algo estúpida pero convencía.
Aquella noche, Juan y Ana maría vivieron un encuentro apasionado…entregaron sus
humanidades a la exquisitez del erotismo. Besos que iban de los labios al cuello y de allí
al resto del cuerpo. Su ropa se desplomó al suelo como cuando se derrumba una muralla
enemiga. Se necesitaban tan solo siete minutos para amaneciera. Juan dormía con el
dorso descubierto en sabanas color azul de cuadros con líneas blancas.
Su amigo un poco preocupado visitó la casa de Ana maría en búsqueda de su compañero.
Mientras que ella, sin abrir la puerta, fue a avisar a Juan que lo buscaban:
— Juan….Juan…despierta, mira que ahí en la puerta está tu amigo preguntando
por ti, ¿qué le digo?
Afanado y un poco perturbado por la manera como fue despierto Juan se comenzó a
vestir…
— Tu que le dijiste?
— Nada… ni siquiera he abierto.
— Bien, dile que no sabes nada…no mentiras…más bien dile que fui a visitar a un
familiar…si, si eso…gracias.
Ana maría salió, abrió la puerta y le dio la razón como cosa suya al compañero de Juan.
— A un familiar? Pero si él ni siquiera me dijo que tenía un familiar aquí en la
ciudad.
— Pues eso me dijo ayer.
— Ya. Será que usted me puede hacer un favor?
— Claro.
— Me le puede entregar la maleta que él ya había dejado lista. Lo que pasa es que
nosotros, los de la casa, nos vamos de viaje, y pues él retornaba a su pueblo a pasar el
resto de las vacaciones allá en su casa..
— Déjemelas aquí no más en la sala…que yo con mucho gusto le digo.
Pasado el susto, Juan le agradeció a Ana maría por la ayuda, pues gracias a ella no se
levantó ninguna sospecha, ni tampoco ningún escándalo. Sin embargo, Juan si tenía que
retornar a su casa en el pueblo. Lo que significaba que una despedida se aproximaba. El
viajaría en el bus que salía al medio día. Ana maría lo invitó nuevamente a almorzar y lo
acompañó al terminal de transporte. Un fuerte abrazo entre ellos sellaron una hermosa
experiencia que nunca olvidarían. Juan abordó el bus y desde la ventana, con el dedo
índice, le envió lo que sería un último beso de despedida, al que ella aceptaría posando
su propio dedo índice en los sabios.
Llegó a casa al anochecer. Sus padres estaban jubilosos porque después de tres años
volverían a ver a su hijo ya en calidad de seminarista. Como cena le tenían su platillo
favorito: pega de arroz tostado con frijoles y huevo frito. Eso por ninguna comida la
cambiaría. Pronto y sin ninguna novedad el tiempo de vacaciones pasó. Llegó el día de
partir de nuevo al seminario. Listas sus maletas, recordó aquella tarde que partió por
primera vez a aquel lugar. Habiéndose despedido de sus padres, Juan abordó el bus
rumbo al seminario. Unas cuantas horas de sueño mientras que llegaba a su destino, no
le caerían de más.
Una vez llegado al seminario, desempacó las maletas y encontró un sobre azul
perfumado que se hallaba entre los buzos que no había utilizado en su casa y que había
dejado dentro de la maleta. Se percató que nadie lo molestara así que le puso seguro a su
puerta. La abrió y de inmediato su mirada se dirigió a la parte inferior de la hoja y leyó
el nombre de Ana María. Era una carta de ella. Se empapo de felicidad al instante, no
cabía de la dicha. En ella, Ana María le agradecía por la felicidad que le había atraído a
su vida, a pesar de que hayan sido en tan pocos días. La famosa promesa de que nunca lo
olvidaría se hizo patente y una frase que sí que le llamó la atención a Juan fue la
siguiente: “lo que a Dios no le disgusta, ¿por qué nos va a disgustar a nosotros?”. -A fin
de cuentas psicóloga-. Pensó.
A la hora de la cena, el padre-rector dio una vez más la bienvenida a la comunidad e
indicó cuáles serían las nuevas disposiciones para reanudar las actividades académicas.
El horario de clase para el nuevo semestre ya se encontraba publicado en el lugar
acostumbrado, de modo que todo volvió a su normal desarrollo.
Juan por su parte, continuaría su trabajo final de filosofía. A pesar de todo lo que vivió,
llegó con más ganas y decisión para sacar el mejor trabajo de su grupo. Pronto su
habitación perecería una biblioteca por la cantidad de libros que tenía. Se sentía muy
comprometido por su trabajo o por lo menos así lo hacía notar con sus trabajos y
escritos.
Muchas horas en las tardes como al igual en las noches fueron invertidas tanto en las
lecturas, la redacción, el análisis del trabajo como la apropiación del mismo.
No obstante, Juan sacaba tiempo también para soñar y desear así sea desde la lejanía. Su
habitación tenía de panorama a dos titánicas montañas que se alzaban a lo lejos. En el
cenit de una de ellas se hallaba un curioso árbol solitario. En el día, al abrir su ventana
este era su horizonte cósmico, tan inigualable que era capaz de animar la razón humana
más opacada por la ignorancia. En cambio, por las noches, el panorama se tornaba un
poco inhóspito, pero no por ello significaba que perdiera su encanto y su magia.
Tenuemente se alcanzaban a ver las siluetas de las montañas y en el fondo la
inmensidad del universo engalanado de estrellas cuya ubicación mostraban figuras que
la vista humana forzosamente abstraía. A fin de cuentas de eso se trataba. El mundo se
presenta y el hombre, en su intento por interpretarlo, es quien le da el sentido de mundo
humano, pues en él hay mucho sentido del que no se ha descubierto nada aun.
Todo esto lograba experimentar Juan cuando se sentaba en su escritorio frente a su
ventana.
Al cabo de unos cuantos meses, Juan estaba por terminar el tercer capítulo de su
trabajo. Los ―libros base‖ con los que había elaborado los capitulo uno, dos y ahora tres,
serian devueltos al profesor Camilo. Sin embargo, esto iría a cambiar. El lunes de la
segunda semana de octubre, una fuerte noticia llegaría al seminario. El profesor Camilo,
irónicamente, había muerto. Dicha noticia fue comunicada en el comedor a la hora del
almuerzo. Juan y otros compañeros no ocultaron la tristeza así que cubrieron su rostro
para enjugar las lágrimas. En ese día, él y los otros no probaron bocado alguno. El occiso
ocurrió en frente de su casa cuando, al parecer, su humanidad perdió el equilibrio y cayó
en medio de la calle y un bus de servicio urbano le oscureció la existencia al profesor
Camilo, Maestro de filosofía latinoamericana. Una sencilla caída podría ser la razón por
la que un caminante clausura su ejercicio de caminar.
Apesadumbrado, Juan se retira del comedor en un consagrado silencio. Entró a su
habitación, miró los libros y de nuevo se desplomó sobre su cama a llorar amargamente.
Los libros nunca fueron devueltos pues sería una pena que aquel tesoro callera en manos
que desconocieran su verdadero valor, así que en adelante descansarían en la biblioteca
naciente de Juan.
A pesar del dolor que había experimentado por la pérdida del profesor, los sufrimientos
de Juan no pararían ahí. Cuatro días más tarde, Juan recibiría una llamada telefónica:
— Aló?
— Juan?
— Si con él habla?
— Hola, habla con Ana maría.
Una sensación electrificante se abrió camino por entre la columna vertical y un frio
glacial se posó sobre su estómago.
— Qué alegría oírte, Ana maría, qué me cuentas, como has estado…
— Mire Juan no lo llamo para hacer visita, sino para comentarle algo muy
delicado que me pasa y que usted tiene mucho que ver.
Aquella expresión de Ana maría no sonó tan cortésmente como estaba acostumbrado
Juan.
— Si dígame, la escucho. Replicó Juan.
— No, por teléfono no se puede hablar. Lo espero este domingo a las tres en el
parque del pueblo. Yo viajo sólo para que hablemos. De acuerdo? No es más.
— Tan grave es?
— Si Juan, muy grave. Ah y adiós porque se me acabó el tiempo.
— Bueno adiós. Y a lo que dijo esto Juan se despedía del tono vacio de la línea
telefónica.
Una vez más, él era esclavo de las incertidumbres. Aquella llamada no fue más que una
sentencia para no estar tranquilo. Ahora, sólo esperaría el domingo a las tres de la tarde.
El día en el que recibió la llamada era un viernes. Solo un día lo separaba del fin de su
tormento. El sábado, después de cena, Juan prefirió ir al oratorio de bloque en el que se
encontraba su habitación. Entró y cerró la puerta poniéndole seguro. No se arrodillo, así
que sólo inclinó la cabeza sobre sus manos, las cuales estaban soportadas por los codos
sobre las piernas. Oró como hacían rato no lo había hecho. Pensó incluso: ¿por qué los
hombres debemos esperar a estar en crisis para realizar cosas extraordinarias?
Suplicó a Dios que fuese lo que fuese, lo iluminara por que más oscura no podía estar su
razón.
Llegó en domingo. Todo el seminario iría a la misa de las siete de la mañana al pueblo
por petición del señor obispo, pues él iba a estar. La misa culminó sin ningún
contratiempo. El obispo los saludó a cada uno con un par de golpecitos en el hombro
derecho. Después de esto, los seminaristas podían disponer en lo que quisiesen siempre
y cuando fuera lícito en su condición. Era casi medio día. El sol latigaba las cabezas de
los parroquianos que salían de la misa de once. Estaba implacable y se sumaba un
bochorno desbastador.
Faltaban quince minutos para que fueran las tres de la tarde y aun Ana maría no
aparecía. Hasta que llegaría en un bus, de modelo antiguo y de motor vibrante. Juan se
puso de pie para recibirla. Ella bajó con ayuda del auxiliar del conductor.
El encuentro fue tan frio que Juan olvidó del calor que hacía en aquel momento. Se
miraron de frente unos segundos como si el factor tiempo no existiese.
— Nos vamos a quedar aquí? Preguntó Ana maría sin saludar.
— No…claro que no. ¿qué desea?
— Terminar con esto ahora e irme de acá.
— Pero qué le pasa por qué tanto disgusto conmigo. Desde el día en que me llamó
está así… ¿cuente qué le pasa?
Con estas palabras Juan logró neutralizar un poco la actitud de Ana maría.
— Juan…qué pasaría si yo llegase a estar embarazada?
— Pues, no sé…felicitarla…no sé. Respondió Juan.
— ¿así fuera suyo me felicitaría? Preguntó Ana maría de manera capciosa y con
unas lágrimas en los ojos que vacilaban para salir.
— Por qué usted me dice esto. Ana María…usted está embarazada de mi?
Ana María guardo silencio como queriéndole confirmar la intuición de Juan, quien
frotándose la cabeza con sus manos se resistía a aceptar lo que estaba ocurriendo. Entre
muchas otras cosas que Ana María le comentaba a Juan, el reloj estaba marcando las
cinco y cincuenta. El ocaso se hizo visible. Juan lo divisó a lo lejos con ojos de
abnegación y pensó en sus sueños y proyectos, y sintió que se desvanecía junto con aquel
ocaso. Era el ocaso de un seminarista.
Ellos dos se despidieron. Juan le pidió que no dijera nada a nadie. Hasta que saliera del
seminario por petición más no por expulsión. Acordaron versen cuando él saliera para
planean las cosas de ahora en adelante y sin rencor se abrazaron.
Por fin presentaría su trabajo, el mejor de su grupo. Su nota lo hizo merecedor de que lo
incluyeran en la biblioteca. Faltando tan solo dos días para salir, Juan presentó la carta
de retiro al consejo de superiores, la cual fue aceptada. Ninguno en la comunidad se
enteró sino hasta que se encontraran todos afuera.
El día de la salida, saludó por última vez a sus compañeros no sólo de estudio sino
también compañeros de comunidad. Recorrió los lugares que solía habituar. Fue a la
capilla y oró como había aprendido a orar, con el fervor que sólo las crisis hacen brotar.
Tomó una maleta grande del ejercito que un tío de la capital le había obsequiado en la
que cabían muchas cosas.
Fue casualmente, en el ocaso de un Sábado en el que Juan había formalizado su retiro
del seminario, pues su historia en este recinto ya había declinado, tal y como lo hacia el
sol en aquel atardecer.
UN VIAJE INCIERTO
Historia de un suicidio
“Es preferible morir a odiar y temer:
es preferible morir dos veces a hacerse odiar y temer.”
Federico Nietzsche
Palabras Preliminares
Es posible que planeemos el destino de nuestros caminos. Pero lo que si nunca podemos
planear es lo que nos pueda ocurrir mientras llegamos él. Un continuo error de nosotros
los seres humanos en la actualidad, es que creemos que los caminos son fines en sí
mismos. Y no es así. Los caminos son medios, no fines. Sin embargo, hay situaciones
que, aunque no la decidimos directamente, las vivimos aun sin desearlo.
Imaginemos cuantas cosas hemos experimentado y no han estado dentro de nuestro
propio consentimiento. Las vivimos como fruto del azar histórico, esa casualidad que
solo florea cuando la existencia parece opacarse ante tanta planeación y poca posibilidad
de elección. Pero es ahí, cuando la capacidad verdaderamente humana de ser libres debe
emerger de lo más profundo e inhóspito del hombre. La audacia por determinar su vida
a partir de decisiones, ha de ser el aborto de la muerte idealista que amenaza con
condenar a la vida a un absurdo existencial.
―Un viaje incierto‖ es uno de aquellos relatos que, aunque raya con la brevedad,
muestra de manera singular cuando las circunstancias de la vida humana son el
resultado de las decisiones como fruto de nuestra libertad.
* * *
I. Así comenzó.
Cuando Fernando Díaz llegó a su casa, eran las siete y treinta de la noche. Se puso
cómodo, así que prefirió quedarse en medias y en interiores los cuales ya se encontraban
un poco viejos y degastados en medio de la costura. Sentado en frente de su vieja
máquina de escribir, sus ojos parpadeaban cada vez con mayor fuerza como muestra del
cansancio al que estaban expuestos por encontrarse cerca de la lámpara fluorescente. Su
mano izquierda se hallaba descargada sobre el teclado, mientras que la derecha
soportaba su barbilla acariciando su labio inferior como consintiendo la idea próxima a
escribir. Había nacido con un don de esos que son inexplicables en personas cuyo oficio
pareciese no estar en sintonía. De cualquier manera, Fernando gozaba de una
imaginación sobre-excitada en ideas y en fantasía. Sobre la mesa de noche reposaba su
cartera que custodiaba celosamente los únicos cinco mil pesos que agonizaban como
residuo de su salario mensual.
Su trabajo podría ser tomado como modelo de una nueva estructura económica, naciente
de la crisis del momento, pues él es jefe de sí mismo, y cualquier semáforo esquinero de
la noble cuidad capitalina, sería su más docta ―oficina‖. Los casos que a ella llegaban no
representaban grandes inconvenientes, pues no iban más allá de ser simples parabrisas
sucios por el polvo acumulado sobre el aire.
En las primeras horas de la mañana siguiente, tomó unas tostadas y un pequeño café que
la señora arrendataria del primer piso de la casa donde vivía le tenían servido sobre la
baranda de la ventana. Fue algo ligero, como sería su día de trabajo, el cual no
comenzaba sin antes agradecer con media tostada en la boca a doña Esther, la mujer del
café.
De camino a la ―oficina‖, como él mismo llamaba la esquina de trabajo, una gran valla
publicitaria deambulaba por aquel momento. Con letra bastante notoria en un fondo de
color más bien pálido para resaltar la frase, decía: ―se encuentra triste? No lo dude más,
hágase feliz con una llamadita no más‖. Su mirada declinó al suelo mientras pensaba
acerca de qué podría decir una valla para la gente que se encontrara feliz. Por un lado, no
podría decir nada, porque si se está feliz, ¿qué más necesita? Sin embargo no existen
tales cosas. La infelicidad es la gasolina de esta combustión económica, pues entre más
infelices los humanos, mayor es el consumo que devenga. Fernando incluso llegó a
relacionar esta situación con la suciedad del aire, pues qué sería sin él para su trabajo?
Entre tanto, sacó de su pequeña maleta un delantal, una cubeta y su limpiavidrios. Se
armó como se armaría un caballero con su noble vestidura preparándose para la batalla.
En efecto, no era fácil llenar con unas cuantas monedas el fondo de los bolsillos y el
estómago con algún bocado.
No recordaba las milenarias oportunidades que deslizaba su empapado limpiavidrios
sobre los autos que paraban. Cada momento en los que el semáforo se tornaba rojo, los
autos, como si se tratase de un puerto barquero, comenzaban a arribar y, con ellos, la
opción de que la lucha fuera más llevadera; una lucha que parecía prolongarse de forma
interminable y desalentadora.
Al llegar el medio día, el sol inclemente atropellaba sus rayos sobre las cabezas como si
fueran éstas el oscuro y solido asfalto de la vía. Era la hora ―pico‖, por lo que flujo
vehicular era más espeso y así las oportunidades para trabajar eran más remotas. Y
efectivamente, pocas eran las manos saliendo por la ventana cuyo dedo índice se
zarandeaba de un lugar a otro indicando la inaceptación del servicio. Pronto sus bolsillos
comenzaron a llenarse de monedas. Pasada la una y media de la tarde el flujo disminuyó.
El paso de la moneda al bolsillo dejó de ser tan reiterativo. Así transcurriría la tarde,
entre aceptaciones y rechazos. Poco a poco, el día fue declinando al igual que sus
esfuerzos. A una distancia no mayor de unos siete metros de donde se encontraba había
una gran matera y dentro de ella un residuo de lo que alguna vez fue árbol, pues la
ausencia de agua lo habría condenado a una seca muerte. Fue allí donde Fernando botó
el agua sobrante de su jornada laboral.
II. Jugadores de la vida.
De regreso a su apartamento, el paso por una plaza de mercado era obligatorio. Hacia
uno de los costados se encontraban amontonados los residuos de frutas y vegetales
podridos que habían sobrado de la venta del día. Eran algo así como las siete de la noche,
cuando como si se tratara de resucitados en una gran procesión, mujeres y niños con
costales de fique en sus manos se disponían a hacer su propio mercado. Dentro de
aquella montaña de vegetales éstos consumidores de la extrema pobreza escarbaban con
sus manos y algunos con palos de madera ya que no podían agacharse debido a uno de
esos inesperados obsequios de la vejez. Los niños, descalzos sobre la fría montaña
vegetal, eran finos seleccionadores del producto. Retiraban las partes que en realidad
eran incomibles porque ya otros comensales blancos, delgados y largos, estaban
haciendo su propio banquete.
La montaña de comida era derrumbada y esparcida por el espacio para facilitar la
delicada tarea de selección. En el centro, grandes costales eran ubicados con la jeta
abierta dispuestos a recepcionar todo cuanto a ella fuera lanzada. Cada costal
representaba una familia. Aquella noche se hallaban siete costales a reventar. Algunos
muchachos mientras seleccionaban la mercancía, aprovechaban para tomar alguna
fruta, quizá irónicamente la mejor entra las presentes, la limpiaban con la parte pectoral
del saco. Un par de frotadas sobre éste y ya las consideraban aptas para consumo.
Fernando, con su saco colgado sobre su hombro derecho y su mano izquierda en el
bolsillo del pantalón, contemplaban aquel desolador panorama. Sobre su garganta se
posaba una fuerte y amarga sensación. Nunca consideró que la desgracia de unos debía
ser la justificación del bienestar de otros, aun cuando viera jugar a unos pequeños con
grandes calabazas al futbol. Ellos no se sentía desgraciados – pensó- era la sociedad
mayoritaria quien así los veían y así los catalogaban.
Cinco segundos duró al pasar por el frente de la plaza. Sin embargo, mientras lo hacía,
aquella calabaza del juego que hacía las veces de balón, se encontraba ahora en sus pies.
Paradójicamente se había salido del ―estadio‖ o por lo menos así lo gritaban quienes con
ella jugaban.
Tirela, mono, to´ bien! Exclamó uno de ellos.
Fernando se sintió impotente y torpe a la vez, porque no supo qué hacer con ella. Así que
se agachó, tomó la calabaza con sus manos y prefirió más bien que viniera por ella.
Vaya por ella, negra! Dijo quien antes había pedido la devolución del balón.
La ―negra‖ como él la llamó no se trataba más que de una niña de piel acanelada, sus
rizos cabellos llagaban hasta sus hombros. No tenía moña o balaca que le sirviera para
sujetarlo, quizá porque estaría personificando a algún futbolista de su admiración.
Fernando se percató de que provenía de una improvisada portería de futbol. Tan sólo
dos tarros de leche en polvo rellenos con arena delimitaban la distancia de un punto del
otro.
Eres la arquera? Preguntó infantilmente Fernando. A lo que la niña respondió con
un sí… sí señor!
Y eres alguno en especial?
Soy René Higuita, por el cabello y por la manera como me lanzo a atrapar el
balón. Exclamó la niña con cierta vacilación marcada en su voz.
Y el chico es…
El es mi hermano mayor Jaime. Yo soy Carmen. Jugamos aquí mientras mi mamá
y mi tía recogen comida para llevar a la casa.
Estas palabras de la niñas produjeron en Fernando que su garanta soportara un amargo
y pesado trago de saliva
Y ¿Cuántos años tienen los dos? Preguntó con insistente curiosidad Fernando
Jaime tiene 10 y yo tengo 8.
Un llamado de la madre que se arriesgaba a perderse en el frio espacio nocturno
interrumpió la pequeña charla. Fernando les entregó la calabaza-balón, mirando a la
niña a los ojos, cuyo brillo emanado lo único que mostraba era la inocencia y la
diafanidad de su niñez. Aquel brillo no era de desgracia, era más bien de esperanza. No
era de hambre, era de satisfacción, pues muy a pesar de todo, ellos eran felices.
Fernando al mirar aquella niña sintió que la vida era fácil; tan solo se requería tener lo
necesario, con quienes se quiere y en el momento justo. No más.
Ya en su apartamento, después de saludar a doña Esther, se dio un baño. Dejó que el
chorro de la regadera golpeara su espalda a modo de masajes, esperando despojar de sí
el cansancio que lo dominaba. Mientras que gruesas gotas de agua circulaban delineando
su rostro, Fernando pensaba en lo que había experimentado en aquella plaza. Pensó
incluso que el semáforo en el que trabajaba seria su propia ―plaza‖ y que los
innumerables autos en fila serian algo así como la montaña de podridos vegetales y
frutas, entre los cuales debía buscar su propio sustento.
III. Un viaje incierto
Fernando era mayor una década que Jaime, el hermano de Carmen, con la única
diferencia de que su madre se encontraba en el campo criando gallinas y subsistiendo de
la venta de huevos que éstas ponían. Su padre, mayor que su madre 8 años, había
muerto de un cáncer de estomago.
Su viaje a la fría capital se había nutrido y, paradójicamente lo continuaba haciendo, de
un falso deseo de superación. Su única maleta de viaje en la que portaba todo, la había
perdido en un atraco colectivo efectuado en el bus en el que se encontraba cuando se
dirigía a donde su tío, con quien se quedaría mientras despegaba en la capital. Pero, al
parecer, a su tío se habría olvidado de él y su llegada a la casa, porque una mala elección
lo había conducido a un destino diferente. Sus llamadas no fueron contestadas y al
parecer sus ruegos tampoco.
Aquella primera noche en la capital sentiría qué significaba dormir a la intemperie,
golpeado por el frio mordaz y el desértico estomago que se retraía por la ausencia de
alimento. En adelante estaría sólo, sin equipaje e iniciaría su furtiva vida con hambre. El
arte de limpiar vidrios lo había aprendido unos días más tarde después de deambular
por las calles del sector en el que se encontraba, de manos de unos gamines que
inhalaban pegante industrial como tiquete de viaje a un mundo irreal del cual no querían
desaparecer. Cada inhalación era algo así como una propulsión más a la inhóspita
profundidad de este mundo. Sus caras hinchadas y ojos entreabiertos era muestra de lo
placentero que podía resultar este ―viaje‖. Sus múltiples prendas, un buso puesto encima
de otros, no sólo los defendían del frio, sino que también funcionaban de armadura ante
el inclemente olvido social. Además de ello, los defendían de los golpes propinados por
quienes, según su parecer, eran una amenazan social. Lo irónico de todo esto es que cada
espaldarazo de la sociedad alimentaba la gran bestia de la desgracia humana. Una
desgracia por cuyo cordón umbilical se nutría de su alimento esencial: la dicotomía entre
lo social y el individuo.
En estos gamines, pensaba Fernando, se cumplía el principio social en el que se afirma
que el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe. Estos gamines eran los nuevos
gérmenes de corrupción ante los cuales Fernando se expuso. O sobrevivía justo o moriría
corrupto. En torno a esta incertidumbre gravitaba su mente preocupante.
IV. Con doña Esther.
La manera como llegó a vivir con doña Esther fue muy curiosa vinculando desde luego la
casualidad como madre de todo encuentro humano. Fernando se encontraba bajo la
batuta de sus tutores en el oficio de limpiar vidrios. Ocasión en la cual doña Esther,
debido a que cargaba bolsas en cada mano, delató que venía del mercado. El plástico de
las bolsas se hallaba algo tenso sembrando el riesgo de romperse. Muy en la esquina del
semáforo, efectivamente las bolsas se rompieron y todo el contenido quedó esparcido
por el lugar.
Fernando en un gesto de humana amabilidad tomó su saco y colocó en él todo cuanto en
el suelo se hallaba y se ofreció a llevarlo hasta la casa de la señora, quien en el camino no
logró contener tanta curiosidad por Fernando, así que desembarazó su curiosidad
preguntando acerca de su familia y procedencia, pues su acento lo delataba de ser un
foráneo. De este modo, Fernando le comentó a doña Esther sobre todo acerca de él, pues
le suscitaba curiosidad. La señora, habiendo llegado a su casa, le ofreció una bebida
caliente para amenizar la charla.
Por su parte, doña Esther, había enviudado hacia ya 12 años; era madre de una mujer
quien ya era profesional y residía en el exterior, de donde le enviaba unos cuantos
dólares para sus gastos. Así que se encontraba sola y la casa tenia habitaciones de sobra.
Es claro que puede resultar muy difícil creer lo que aconteció, pero esto demuestra que la
felicidad no respeta límites, o quizá sí, de quienes se sumergen en el fango del egoísmo.
Doña Esther invitaría a Fernando a quedarse en su casa, quien sin deparo aceptaría con
el mayor de los gustos. La habitación que se le asignó a Fernando, fue la de su hija, pues
ella, cuando venia prefería dormir con mamá. Doña Esther indicó con su mano derecha
la ubicación de la escalera por la que ascenderían a la habitación. Al encender la luz,
Fernando notó inmediatamente la pulcritud y delicadeza del recinto. Las paredes, en un
tono femeninamente púrpura, contrastaban con los blancos muebles que allí se
encontraban. En un pequeño espacio de la pared cerca de la cabecera, se encontraba un
sin número de esquelas y afiches que los pretendientes les obsequiaron a la chica.
La mirada de Fernando que ya se había deslizado unos 380° entorno a la habitación,
demostraba suma complacencia, hasta que una pequeña lágrima vacilaba al caer. Doña
Esther le dio plena libertad para disponer de la habitación como quisiera. Obviamente
las esquelas y los afiches volaron de la pared, e incluso, una serie de fotos colocadas con
precisión en el marco del espejo del peinador. Sin embargo, había una en la que se
encontraba sola, de frente, con el cabello suelto, y una delicada sonrisa era dibujada en el
rostro. La conservó como muestra de que el suelo que ahora pisaba y la cama en la que
ahora dormía era de otra persona que muy gentilmente desde la lejanía y por medio de
su madre, le había permitido sobrevivir en esta parte de la lucha.
Parece difícil de creer aquel gesto. Pero esto demuestra que el ser humano está hecho
para actuar entre hombres. Si bien es cierto que Fernando representaría un total
desconocido, para doña Esther no lo era, pues detrás de aquel hombre de apariencia
poco higiénica y hasta delincuente, se hallaba reflejada la condición menesterosa en la
que ha nacido el hombre. Aquí se cumple, precisamente, la expresión de un rock criollo
que reza: ―mira la esencia…no las apariencias‖.
V. La Lucha.
Cuando el minutero se posaba verticalmente en las doce mientras que el otro indicaba
las cinco, el despertador de Fernando timbraba anunciando que su día de labores
comenzaba de nuevo. Vacilaba un poco en su decisión de levantarse, pero la idea de que
tenía que sobrevivir lo alentaba para que su humanidad se posara erguida de una vez por
todas. Mientras tomaba la ducha, su viejo radio de pilas emitía una noticia de esas que
resultan ser poco usuales. Con paso acelerado bajaba rápidamente, tomaba su café
mañanero y se disponía a su trabajo. Realizaba el mismo trayecto como era de
costumbre.
Una vez en su semáforo de trabajo, se ceñía su delantal para no humedecer demasiado el
pantalón. Mientras fijaba la delgada franja en torno a su cadera, asimilaba este
momento como cuando un guerrero toma su armadura y la adhiere a su cuerpo. Se
sentía en su lucha personal, en un insurgente de la vida, en un guardia del destino, pues
creía que nada estaba escrito en ningún lado. Por lo tanto, el destino del hombre él
mismo lo labraba con su libertad, como cuando el campesino labra en sendero en
dirección a su casa en medio del espeso monte. Fernando no creía que el destino fuera
cuestión de suerte, más bien creía que era cuestión de libertad. Cada parabrisas que
limpiaba y cada moneda que recibía, representaba un tiempo, un esfuerzo, en fin, una
decisión.
Su decisión era luchar, por lo tanto ese era su destino. Fernando no luchaba para sobre-
vivir, ni para subsistir. Luchaba para existir, pues si por deslizar una esponja
humedecida con agua sobre un vidrio era fruto de su decisión, era porque fue libre de
hacerlo. Aunque tenía muy en cuenta que esa libertad no era absoluta, sino
circunstancial, pues no podía poner en discusión la posibilidad de:
¿será que como o no como?
Hay una regla de oro en el orden de los humanos: si no se come, no se persiste en su
existencia. Muy a pesar de lo inmediato que sonó, se debe creer que las decisiones que
Fernando tomaba eran netamente personales.
Cuando pensaba acerca en lo que hacía, Fernando reafirmaba así mismo que era la
manera como podía emerger de esta cascada de circunstancias. Se sentía en una seria
obligación con su vida, pues era ella y en ella el destin0 y camino de cada acción.
Al momento en que el sol comenzaba a declinar, como queriéndose esconder en la
lejanía de la cordillera, algunas gotas frías comenzaron a golpear las cabezas de los
transeúntes que pasaban por al sardinel en aquel instante. Significaba algo absurdo para
Fernando el quedarse limpiando vidrios cuando tiene al agua que cae de las alturas en su
contra. Rápidamente la gente se comenzó a escabullir, escapando de la humedad
incomoda. Algunos otros se resguardaban en sobrias enramadas que sobresalían en las
casas adyacentes a la avenida principal.
Fernando por su parte, guardo rápidamente sus utensilios en el viejo morral que siempre
llevaba, y corrió como ―alma que lleva el diablo‖, dirían los viejos si lo hubiesen visto
correr. Sacó sus llaves, abrió la puerta y, como queriéndole adivinar la llegada, doña
Esther lo esperaba con una caliente taza de aguadepanela. En el tiempo que Fernando
duraba tomándose la bebida, correspondía al tiempo que duraba comentándole a doña
Esther cómo la había ido en su día. Subió a su habitación. Las gotas de agua parecieran
golpear con mayor ahínco las tejas de la casa. Se recostó, su vista fija en el techo, servía
de fondo sobre el cual proyectar aquellas cosas más significantes de su día, hasta que el
sueño se apoderara de su humanidad.
VI. La visita de la muerte.
Pasaron así unos cuantos meses. Ninguno de ellos registraba algún tipo de novedad. Sin
embargo, la tarde del 6 de Agosto algo sucedió en casa de Fernando. Doña Esther, no
había contestado el saludo de llegada, no había taza de aguadepanela encima de la mesa
del comedor, algo extraño para una mujer que tiene por imperativo categórico cumplir el
deber por ser deber. Sin dudarlo un instante, Fernando levantó a doña Esther la llevó
hacia a fuera y pidió un taxi con destino al hospital Central. De camino, la angustia
consumió la mente de Fernando quien en su cabeza comenzaba a girar un cumulo de
causas por la que doña Esther estaría así. Le hablaba al oído con la certeza de que lo
escucharía.
De inmediato, solicitó al vigilante una camilla para recostarla allí. Los enfermeros los
asistieron, pero suplicaron a Fernando que se estuviera en la sala de espera mientras le
abrían la historia a la señora. Unas cuantas preguntas fueron lanzadas a las que él muy
parcamente dio respuesta. El reloj pronto marcaria la 7 de la noche. Hacia algo de frio,
pero la angustia le podía más y le ocupaba lo suficiente la mente para estar pensando en
el clima. Salió un medico alto, delgado, que carecía algo de cabello y que sobre su bata
colgaba un broche cuya inscripción decía: Dr. Gómez. Sobre sus manos se encontraba
una carpeta de apariencia metálica, la abrió en la medida en que preguntaba:
¿familiares de la señora Esther?
Sí, yo…bueno no familiar…pero vivo en su casa y fui yo quien la trajo acá!
Respondió Fernando algo nervioso que la información dada fuera imprecisa al
considerar que él no era de la familia.
El médico le pidió a Fernando que le describiera cómo fue que la había encontrado, a lo
que él respondió procurando no dejar ningún detalle por fuera. Mientras tomaba atenta
nota, Fernando preguntó pesaroso:
¿le ocurrió algo grave a doña Esther, doctor?
Dígame antes algo, ¿a ella nunca le había ocurrido algo parecido?
No, no señor. No que yo me diera cuenta.
En una tónica muy explicativa, el médico se comunicó a Fernando lo que a doña Esther
la había ocurrido
Mire joven, lo que a la señora le ocurrió fue una trombosis, convulsionó y fue por
ello que la encontró desmallada.
La puedo ver? Preguntó.
De hecho sí, sí la puede ver pero que sea algo rápido, ¿de acuerdo?
O.k. gracias doctor.
El médico lo dirigió a la sección de observación en la cama 104, a tan solo seis metros al
fondo de la sala. Retiró un poco la cortina que la incomunicaba con el exterior de la sala,
resguardando que la luz no llegara a su rostro. Tomó su mano derecha, la misma que
siempre tomaba al momento de despedirse de ella. Esta misma parte fue la que quedó
paralizada después de este fuerte ataque. Seguía quieta, callada como queriendo
resguardar algo que por dentro la carcomía lentamente al compas de los minutos que
pasaban en la penumbra de aquella fría habitación. El ruido emitido por el aparato que
registraba su ritmo cardiaco era las melodías que acompañaban los pensamientos que en
ese instante en la mente reposaban.
El antebrazo de Fernando se posó sobre la cama a la altura de la cadera de su custodiada,
mientras que su cabeza declinaba lentamente, en la medida en que el sueño conquistaba
su corporeidad. Eran las dos y quince de la mañana.
Dentro de la sala de observación, ante la imposibilidad de que los rayos del sol
penetraran, pareciese que la noción del tiempo me esfumara dentro de las exigencias
humanas. Al abrir sus ojos, Fernando no lograba reconocer si ya había amanecido o si
continuaba de madrugada. Doña Esther seguía dormida, mientras que la melodía de los
tít.…tít.…tít.…tít.… alimentaba ese vacío que solo se experimenta en una sala de
observación.
Se acercó al oído de doña Esther y le susurró que iría a la casa, traería ropa limpia y
utensilios de aseo. Luego, le avisó al jefe de enfermería de turno y con unos cuantos
golpecitos en la mano, Fernando se despidió y se fue a la casa. Ya en ella, tomó una
escoba y con unos cuantos escobazos retiró el algo la suciedad del piso. Subió a la
habitación de doña Esther y como si se tratara de un lugar sagrado, Fernando caminaba
como queriendo demostrar delicadeza y respeto en tan noble recinto. De hecho, era la
primera vez en que Fernando entraba en la habitación, así que le despertaba mucha
curiosidad, ya que después de tanto tiempo y habiendo recorrido toda la casa, la
habitación de doña Esther era el único rincón por conocer.
Por más curiosidad que le despertara la habitación, las fotos de cuando era joven, sus
hijas, el matrimonio con su difunto esposo, no quiso detenerse mucho. Así que sacó lo
necesario, unas pijamas, un jabón, un cepillo de peinar y una toalla. El sol del medio día
calentaba la corinilla de los transeúntes, obligando dar los pasos más acelerados y
generando más fatiga de la que se tenía por el trabajo hecho en la mañana.
Un saludo furtivo y ligero se cruzó con el vigilante, quien con un simple levantón de
cejas respondía. De camino a la sala de observación se percató que había más revuelo de
lo normal. Había mucho agite entre los enfermeros y los médicos. El panorama no era el
más alentador. Pereciese que la muerte estaba de visita, lo que le generó en Fernando un
vacio estomacal y frio en el centro de la palma de sus manos. Se fue acercando muy
suavemente procurando pasar desapercibido. De frente en la cama un inhóspito cuadro
se dibuja en aquella sala, pues la cama donde se hallaba doña Esther se encontraba
vacía. El recuadro en acrílico donde se encontraba su nombre escrito con marcador
borrable, no estaba, como tampoco su historia clínica.
Disculpe una preguntica…
Fueron las palabras temerosas de Fernando al acercarse a un enfermero.
Si claro dígame. Respondió en apertura a la indagación próxima a escuchar.
La señora que se encontraba en esta cama fue que….
Si joven, falleció hace tan solo hora y media.
Un silencio nació en aquellos segundos y que parecieron pasar muy despacio.
Y, ¿Dónde la tienen?
El cuerpo está en observación y chequeo antes ser enviado a la funeraria.
Gracias.
Exclamó Fernando con un peso innegable en su voz. Miró la bolsa en donde llevaba lo
que iría a necesitar; pero pensó, en ese esfuerzo por justificar su ausencia, que en
últimas nada de eso era necesario. Creyó que ella se sintió sola, desprotegida, así que
habría preferido ir donde la soledad no tendría cabida. Un lugar donde no fuera
necesario ni pijamas ni jabones ni toallas.
VII. Yo soy yo y mis circunstancias.
Después del trámite de la funeraria, Fernando decidió comunicarse con la hija de doña
Esther, quien se hallaba en el exterior, en el país de la monarquía de Aragón: España.
Halló el número de residencia en la agenda personal de doña Esther. Marcó algo
temeroso, hasta que finalmente el tono de espera comenzó a sonar. Después de unos
cinco o seis segundos, una voz femenina exclamó:
Aló, bueno?
Si, aló buenas tardes…
Noches querrás decir….
Reparó la voz femenina.
Aló buenas noches… me comunico con la residencia de doña Amanda?
Si como no, a quien necesitáis?
A Amanda, la hija de doña Esther.
Aaa, bueno, esperad un momentito, eh?
A lo lejos, un grito se escuchaba llamando a Amanda.
Si bueno, habla Amanda, ¿con quién hablo?
Aquella llamada tardó unos cuantos minutos, mientras que Fernando le informó acerca
lo que había ocurrido. Quien era él, por qué la estaba llamando, y más aun, por qué
conocía a su mamá, fueron tan solo algunas cuestiones que Fernando tuvo que dar
respuesta a aquella acongojada hija, que en adelante seria una huérfana en el extranjero.
Amanda no se quedaría con la sensación de la muerte de su mamá desde la lejanía.
Llamó a Fernando y le anuncio su regreso a Colombia muy pronto. A lo cual Fernando
correspondió de manera amable y atenta, pues Amanda le representaba el mismo
respeto que el de su madre. El viaje lo haría en ocho días, tiempo suficiente para que
Fernando le hiciera una bienvenida no calurosa sino cordial. Mientras le hacía aseo a la
casa, pensó que le daría la bienvenida a una mujer que no conocía en persona. Su imagen
solo era tomada de las fotos que retiró de la pared de su habitación, las mismas que
volvió a fijar para que notara que nada de lo que había dejado allí, había cambiado.
Llegó la fecha esperada. Una noche antes, Fernando se negó a dormir en la habitación de
Amanda e hizo del sofá una improvisada cama. En el silencio de la sala, Fernando
aguardaba la espera. La hora del almuerzo hacia ya parte del pasado, y pronto llegaría la
hora de la cena. Cuando por el vidrio de la puerta una silueta femenina se acercaba
intentando timbrar. Al ver esto, Fernando se anticipó y abrió la puerta. Sus crespos y
dorados cabellos engalanaban un rostro muy delicado que intentaba mostrar un impacto
extranjero pero la belleza nacional reventaba sin par.
Hola buenas tardes…
Buenas tardes, ¿Fernando? Preguntó Amanda algo inquieta.
Si como no. Mucho gusto Fernando Díaz.
Seguido de tres segundos, Amanda se lanzó a los hombros de Fernando en un llanto
inconsolable, a lo que él no le fue indiferente. Penetraron en la casa, se sentaron en el
sofá y Fernando le comentó desde el primer momento en que conoció a doña Esther
hasta el último momento en que se despidió en la sala de observación.
Subieron a la habitación de la señora. Fernando se quedó en el marco de la puerta
queriendo mantener su distancia e intimidad entre Amanda y sus recuerdos. Después
fueron al cuarto de ella, abrió la puerta y su vista registró tal cual como la había dejado el
día en que se fue para el exterior. Se dirigió al tocador y con su dedo indicie derecho
acariciaba cada foto que allí se encontraba, en espacial una en la que aparecía con doña
Esther.
Tenía entendido que usted dormía aquí. No es así?
Si señora. Yo dormía aquí con el permiso de la señora Esther.
Pero no le cambió nada. O bueno eso parece.
Lo que pasa es que lo volví a ambientar para su comodidad.
Forzosamente una sonrisa se dibujo en el rostro de Amanda. Una delgada línea de
simpatía que nacía como un esfuerzo agónico por negarse a ser consumida por la tristeza
que pareciese ser indeleble ante el afán de ser sumados entre los dichosos del mundo.
Juntos se sentaron en el comedor. Hablaron de lo mucho y lo poco de la vida. Pero
habrían llegado a un tema del que, quizá, Fernando temía llegar: y ahora, ¿qué será de él
en adelante? Amanda era una mujer con una estabilidad ya consolidada en el extranjero
y, aunque soltera, vivía su vida por doquier sin pedir permiso a nadie, menos ahora que
su progenitora había muerto.
Sin embargo, Amanda le atraía una sana curiosidad por la vida tan desarraigada que
sobrellevaba Fernando. No tenía a nadie, ni siquiera un techo donde resguardar la
cabeza. Era inevitable que su estadía en la casa ya habría culminado. Pero su bienestar
no estaba echado a la suerte. Como un gesto de suma humanidad, como cristalizando un
deseo de su madre, Amanda le daría a Fernando una parte de la casa como muestra de
su entrega ante los momentos tan trágico que sopesó con doña Esther. Amanda creyó
que nadie, aun cuando no fuera su hijo, actuaria como lo hizo Fernando aquella tarde.
Sus manos sudaban sin parar. En su garganta se hacia una mezcla entre dicha y tristeza,
pero aun así, la recibió con suma gratitud. Cuando Fernando escuchó de la voz de
Amanda esta noticia eran la nueve y treinta de la noche. Amanda sacó de su bolso un
diario español y se lo obsequio a Fernando, quien sin vacilar un segundo lo abrió y como
simulando un postre lo devoró. Mientras se devoraba este gran suculento postre, quiso
detenerse en una expresión de un pensador de nacionalidad gallega que había vivido
hacia ya algún tiempo pero que por sus ideas, seguía vivo en las mentes de la
muchedumbre de aquel país. ―yo soy yo y mis circunstancias” había escrito el filósofo
Ortega y Gasset al referirse a las decisiones como determinantes de la existencia
humana. Fernando sonrió mientras en su cabeza estas ideas revoleteaban: ¿he decidido
esto para mí? Bueno…de ser así….si lo estoy viviendo es porque son el fruto del ejercicio
de mi voluntad…
Mientras esto pasaba sus parpados se abandonaban al dominio del sueño nocturno. A la
mañana siguiente, pensó en recapturar su rutina, pero otra situación se dispuso. Una
nota de Amanda se hallaba prensada sobre el cilindro de una máquina de escribir que se
encontraba en el comedor de la sala. En ella le agradecía sus atenciones. Le deseó suerte
y le pidió que escribiera en unas cuantas líneas lo que había ocurrido. Así que Fernando,
como orden de la misma señora Esther y en memoria de ella, empezó a escribir lo que
había ocurrido. No tenía mucha agilidad con lo de pulsar las techas con gran rapidez.
Pero no se trataba de eso; se trataba más bien de la profundidad de sus recuerdos. De lo
que su memoria, como un profundo pozo, reguardaba en su más oscuro rincón. Desde
aquel entonces, Fernando no ha parado de escribir. Inicio un viaje sin destino alguno; un
camino incierto donde el fin no asomaría su silueta, ni su sombra se proyectaría. Con
esto queda demostrado que no se necesita ser un erudito en la gramática ni un docto en
las letras para confeccionar una cuantas líneas y hacer de todas ellas una diáfano tejido
de memorias y experiencias.
VIII. Un rio de sangre.
Por lo menos eso pensaba. Sin embargo esta dicha duraría unos cuantos meses. Fue
secuestrado por la monotonía de sus quehaceres diarios, lanzándolo a un vacio que
ostentaba furia en ausencia de novedad.
Después del trabajo, Fernando tomaba en un vaso esmaltado blanco una tibia taza de
café. Con la mano en la que la sostenía, realizaba suaves giros haciendo que aquella
aromática bebida se deslizara por la garganta como si fuera una danza. Sus ideas cayeron
postradas ante el desespero en que se veía enclaustrado. Se sentaba en frente de la
ventana observando los transeúntes; los niños jugaban a pesar del frio de la noche y
algunas señoras intercambiaban los últimos hechos del vecindario, cual si fueran noticia.
La soledad, como si fuera un narcótico, penetraba por la piel de Fernando disparando la
euforia que se hallaba silenciada en su cabeza.
¡a la mierda con todo!-, pensó.
Una repentina reacción hizo que se tomara de un solo sorbo lo que quedaba del café.
Quería dar punto final a esta agonía que solo él, en la penumbra de su habitación,
padecía.
La lectura de unas pocas hojas sueltas de revistas ya desactualizadas lo trasladaban a una
sociedad fetichista de lo que ve y siente, pero de lo que poco se piensa. La mente de
Fernando era lanzada a una admiración banal del consumo y los plásticos límites a los
cuales el hombre podría llegar. ¿Cómo daría fin a su soledad prescindiendo de una
infructífera compañía humana, tan agonizante, quizá, como él? ¿Sería el hombre
resultado de sus propios sentimientos? Estas sensaciones lograron perturbar a Fernando
alrededor de unos tres meses. Llegó el tres de diciembre. La algarabía de la navidad era
accionada por doquier. El instinto de consumo se había despertado so pretexto de la
celebración un ideal que en esencia ha sido el más profanado. Las luces de colores
destellaban una y otra vez, mientras que Fernando, pasivo detrás de la ventana,
contemplaba aquel panorama haciendo de él un festín fácil de atrapar por la bestia
contra la cual luchaba.
Encogió sus piernas situando su rodilla a la altura del mentón. ―un sentimiento es
exterminado solo por aquel que lo siente‖. Pensaba mientras con su dedo índice de la
mano izquierda, redondeaba el borde del viejo vaso esmaltado.
Resguardado en su alcoba, cada noche en la mente de Fernando revoleteaba la idea de
morir para así dar muerte a este sentimiento que irónicamente lo estaba matando en
vida. El desespero y la depresión lo carcomían como si fuera un cáncer. Sentía como su
mente se nublaba ante la decepción de no haber podido llegar a una salida que fuera
morir. Tan diferente era su existencia para el mundo que no extrañaría su presencia en
él.
Cuando Fernando decidió que moriría bajo sus propias manos, eran las once y cuarto de
la noche, un viernes, de esos fríos, húmedos, donde predominaba un silencio
eminentemente humano. Las calles del vecindario algo vacías, quizá no habían motivos
para la diversión ni para pasar revista entre las vecinas. Arrimó junto a su ventana la
mesita que servía como escritorio, comedor y que ahora, paradójicamente, también de
tumba. En el centro colocó una vela de cera. La encendió. Tomó su vieja máquina de
escribir y comenzó a teclear cada una de las letras que a su mente se venían. Su
pretendido era que pondría punto final hasta cuando la llama de la vela se extinguiera y
ese preciso instante sería el anuncio de dar fin a este carma humano que apolillaba su
inteligencia.
Cada palabra escrita seria como una fina hebra que se desprende de la ceda en la que
esta cobijada su alma agonizante y rebelde. De vez en cuando su mirada se fundía con la
llama de aquella vela imaginando que los minutos de su existencia se desvanecían a
semejanza de la cera que, doblegada ante la inquebrantable llama, se deslizaba por lo
que quedaba del delgado cuerpo de la vela.
Presintiendo que su momento se avecinaba, tomó una cuchilla de la alacena, la puso en
frente de sí. Abrió su mano izquierda, ubicando su palma de frente a su rostro. Miró sus
venas, como si fueran ríos de la misma vida, que albergaban en sí el dulce polen de la
humanidad naciente en sus ideales y esclava de su propio silencio. Empuñó fuertemente
su mano, hasta que los ríos de la vida mostraron su afluente. Con la otra mano, tomó la
cuchilla, y sin demora deslizó el delgado filo del metal en sentido cruzado de las venas.
Fernando cerró sus ojos y, como en un cinema, su vida fue rodada en premier. Sus años
en el campo, su madre…el viaje… su trabajo…los niños en el basurero…doña Esther…su
máquina de escribir y, por último, su soledad. Así que tensionó fuertemente sus
parpados. El frio y agudo filo de la cuchilla se deslizaba sobre su piel dando libertad al
flujo sanguíneo de que supurara sobre la mano que más adelante reposaría sobre la
mesa, mientras que su sangre se abría paso entre las grietas de la tabla como queriendo
formar un afluente que fuera testigo de una muerte que no fue anunciada. El corte fue
certero, profundos, lo suficiente para desplomar su humanidad.
Suavemente su cabeza fue decayendo en forma de venia, instantes póstumos de su
entrega a una eternidad incierta.
En el fondo, Fernando sentía como su sangre secaría su cuerpo, dejándolo resquebrajado
con un aspecto quizá desértico. Sus labios, fieles testigos que alguna vez fueron
humedecidos, se comenzaron a secar y tomaron una tonalidad algo así como rojiazul. Su
corazón, ante la carencia del combustible de la vida, comenzó a bombear lentamente.
Pronto su conciencia despegaría de este mundo, carente de una humana libertad y
esclavos de lo más furtiva y efímero de la vida, religados a una dictadura de almas
deambulantes por un camino oscuro hacia un agreste destino, parte de una
servidumbre encadenada a la voz de quienes se proclaman ser reyes del mundo. Para
que alguien haga falta, falta que haya estado acompañado. Fernando sufrió por su
soledad, aquella carencia de compañía que solo desliga al hombre de lo que lo ata a este
mundo.
El occiso de Fernando fue hallado un siete de diciembre, vísperas de la fiesta de la
Inmaculada Concepción de María, a las siete y cuarenta de la noche. La taza de café
nunca fue acabada. La vela se consumió por completo y las teclas de la máquina de
escribir no fueron pulsadas por nadie jamás.
EL INQUILINO DE LA HABITACIÓN 57
Testigo de una tragedia
La tragedia de un ser era la victoria de otro.
Así son todas las demás cosas del mundo
-se decía Lope, con ánimo ligero-
y hay que andar alerta y madrugar.
Ramón Sender
Palabras preliminares
Cuando hemos vivido directamente los sucesos, podemos decir con certeza algún juicio
al respecto. Certero o no siempre será nuestro punto desde donde vemos la vida. Pero
cuando hablamos de algo que nos supera en tiempo tanto histórico como cultural, surge
una amplia posibilidad de equivocarnos al decir o pensar sobre lo que se quiere contar.
Si bien, no viví hace sesenta y tres años para haber sido el testigo ocular de lo ocurrido el
nueve de Abril de 1948 a la altura de la carrera séptima ente la calle 14 y la avenida
Jiménez a la una y cinco de la tarde en la capital, la curiosidad que me despierta y las
ansias de hacer una relectura de lo acontecido me devora mi capacidad de asombro.
Habiéndome empapado al respecto, con documentos, videos, visitas a los lugares y
escuchando el testimonio de algunas personas que si fueron en realidad testigos directos
de lo ocurrido, me he lanzado atrevidamente a escribir una sobria historia en la que he
tomado como evasiva el contexto histórico de aquella década, y más concretamente de
este acontecimiento, para poder construir una historia paralela acerca de un joven
campesino que emigra de su casa en las montañas nacionales a la capital buscando un
mejor porvenir. Un intento de amoríos se logra impregnar en la historia, pero pronto
llega a su final con una abrupta desaparición.
―El Inquilino de la habitación 57‖ es un paso por una época que ha dejado cicatriz en la
memoria amnésica nacional, pero que ha servido de escenario para encarnar a Santiago
un joven que , como todos, soñadores y que creen que la vida es de aventurarse, se lanza
a la travesía en busca de una mejor condición de vida.
* * *
Para que los pichones puedan abandonar el nido, deben levantar el vuelo como muestra
de su madurez, al tanto que la madre los exhorta dando un vuelo con fina práctica y
maestría. Mientras que los pequeños brotes de plumas florecen por sus alas, el ahínco de
los polluelos parece consumirlos cada vez más. Al notar el vacio del aire, como si fueran
brazos abiertos que los esperan, los pichones se lanzan a un destino incierto en su futuro
pero seguro en su decisión. De fallar en su intento, una macabra experiencia recorrería
su minúscula memoria, por cuyos senderos dejaría la silueta de un sueño que algún día
fue gestado en ese eterno retorno por conseguir aquello que se anhela.
Tal parece que fue la suerte de Santiago Farfán, quien en sus 17 primaveras, como era la
costumbre de los abuelos registrar el tiempo de vida de las personas, ya parecía sentir
aquel ahínco de los pichones cuando se disponen a dejar el nido. Su nombre, aunque no
muy sonado entre la gente del campo, fue el efecto del fervor religioso de su madre,
quien quiso ponérselo en honor al apóstol que se celebraba aquel día según el santoral
litúrgico; el 25 de julio día de Santiago, Apóstol. Había heredado el carácter recio de su
padre, Emilio Farfán, muerto por causas naturales de una trombosis mal asistida en la
lejanía de su casa. Aunque encontraba un placer sin igual en medio de cultivos de
hortalizas, abono, gallinaza y leña, Santiago siempre presintió que su futuro no estaría
allí. Amaba el campo como ninguna otra cosa, pero más amaba su futuro y el de su
madre que comenzaba a padecer una enfermedad en las articulaciones de las manos y
eso le impedía hacer los quehaceres diarios. Pese a ello, y lejos de ser un simple
presentimiento, cada día marcado en el calendario con un viejo bolígrafo robustecía más
el deseo por salir de su rustica parcela, ubicada en las faldas de las montañas de la
cordillera. De clima frio y de crianza templada, Santiago despertó una mañana del 28 de
febrero en plena década de los cuarenta decidido emerger de aquel verdolaga y floral
panorama que un día hizo parte de su cotidianidad y que ahora se dispone a ser
fragmento de un pasado que quedará petrificado en lo más profundo de su conciencia
histórica.
Se dirigió a la habitación de su madre quien, aun amparada por la cobijas de lana, se
hallaba postrada y sumergida en lo más profundo de su sueño. La contempló de arriba
abajo. Posó delicadamente la mano sobre su rostro deslizando su palma una y otra vez.
Después, y con un beso en la frente y con un par de palabras susurradas al oído, Santiago
se despedía de aquella mujer, de cuyo vientre había emergido y de cuyas manos había
sido alimentado. En medio de la fría neblina que se hacía patente en toda la casa, y
sumado a ello la oscuridad tan absoluta, tomó la única maleta de viaje existente, pues
consideraba que salir de aquel lugar era algo que muy pocas veces se había pensado, de
modo que la opción de planear algún viaje era más bien algo, irónicamente, impensable.
La maleta, de un tenue color amarillento, tenía dos tirantas para tomarla de allí. Tomó
su único saco de aparente paño que había utilizado en su primera comunión, evento que
había celebrado tan solo unos cuantos años atrás, haciendo de él una prenda con un
valor sentimental por lo que lo cuidaba celosamente y de manera especial, pero que en
ultimas no fue suficiente, pues de aquel azul oscuro que alguna vez fue conocido, tan solo
quedaban algunas deformes manchas descoloridas sobre la parte del espaldar. Y como si
fuera poco, se encontraba agujereado como fruto del trabajo de las polillas y del mal
doblado con que se había guardado.
Sin embargo, muy a pesar de eso, el afecto por aquella prenda fue total, ya que su madre
se lo había comprado como agregado al obsequio con motivo para el cual fue
confeccionado. Un par de pantalones y algunas camisas manga larga que agonizaban en
el baúl resguardado debajo de la cama, fueron sumados al equipaje. Luego fue a la
cocina, se dirigió al pequeño altar que su madre había construido en honor a la virgen de
Fátima y, muy cuidadosamente, levantó la imagen donde sabia que ella guardaba
algunos centavos y los tomó. Cuando ya iba a salir de la cocina, tomó consigo también un
par de panes de maíz que se encontraban envueltos en papel a un lado de la estufa de
leña.
Faltaban algunas horas próximas a amanecer y ya Santiago se hallaba en el camino que
conducía al pueblo, pues el bus partiría muy a las siete en punto de la mañana. Su
destino: la capital. Habiendo cancelado el valor del tiquete de pasaje, Santiago pensaba
en su estadía en la ciudad, pues al no tener ningún familiar en donde hospedaje su
estadía sería muy corta y regresaría a su casa con un proyecto frustrado o al que tan ni
siquiera había logrado comenzar. Se encomendó a Dios haciendo la señal de la cruz
sobre su tórax, abrazó su maleta lanzando sus ideales a un espacio quimérico y
fantasioso. El motor del auto bus se había encendido, las llantas habían comenzado a
rodar, tal y como lo hacían las ilusiones de un hombre se jugaba la partida que sólo a él
le tocó. Al parecer, el destino de los hombres solo se determina con sus decisiones; se
construyen con cada acción de la voluntad que es motivada por esa partícula que,
aunque intácita, se hace visible e inteligible por los ojos de aquellos hombres que ciegos
a la luz de la opulencia, deslumbran la belleza virginal de lo que aun no ha sido
corrompido: la libertad.
La vista de Santiago quedó encallada sobre el paisaje natural enmarcado por la ventana
del autobús. Uno tras otro, la silueta de los arboles iban quedando atrás como testigos
del lugar de su procedencia. En la primera parada hecha por el autobús en un caserío
ubicado a las laderas de la carretera se subió una mujer de piel blanca, con un vestido
más abajo de las rodillas, un suéter verde y con unos zapatos negros cerrados al pie.
Evidenciaba su rigor en el trabajo campesino al ver sus uñas entre las que se encontraba
aun tierra. Su nombre era Paulina.
El autobús estaba divido en dos filas de sillones, de cojinería desgastada y algo
descosida, pues la espuma se supuraba por los diminutos espacios en los bordes. Cada
sillón tenía capacidad para dos personas, y Santiago sólo estaba ocupando uno de ellos.
Como ilusoria coincidencia la blanca mujer, en muestra de recta crianza, pidió permiso y
se sentó. Un lineal e insípido silencio reinó por aquellas horas. Aunque en estos casos,
callar y mantener en cintura palabra alguna y desobligante que desafine cuando no hay
intención cierta para el intercambio de ideas, es mejor que soltar el estribo a la bestia
salvaje y descortés de las palabras que desentonan. Si bien, ambos pasajeros eran
provenientes del humilde vientre campesino, eso no les restaba la capacidad de la duda y
la reflexión.
Viaja sola? Preguntó Santiago.
Si…si… respondió Paulina con cierta resignación, pues no gustaba de hablar con
extraños y menos si es en medio de un viaje.
Santiago inmediatamente notó cierta incomodidad en la respuesta, de modo que se
rehusó a cuestionar más. Sin embargo, minutos más tarde paulina se dirigió Santiago en
estos términos:
Ay, mire qué pena con usted haberle contestado así, pero lo que pasa es que es mi
primera vez que salgo del pueblo….y mi primera vez que vengo a la ciudad.
En consecuencia de esto, Santiago dedujo que era simple y llano temor.
Tranquila…para mí también es primera vez que salgo del pueblo.
Y luego, con despertada decisión, poniendo en cintura sus temores por no haber
acortejado nunca a una mujer, extendió su mano abierta diciendo:
Mucho gusto mi nombre es Santiago y el de sumercé es…
Paulina… Paulina Roa.
Desde aquel mismo momento los temores que ambos pasajeros soportaban en sí, se
fueron esfumando en la medida en que la charla se iba prolongando.
Experiencias, sueños y deseos en la ciudad fueron los temas preferidos en la charla.
Paulina acotó claramente que su visita a la ciudad era por cuestiones de estudios que su
abuela por parte de mamá le había ofrecido. Su abuela era una señora de 52 años
llamada Encarnación Sierra. Su abuelo, Rafael Roa, ya había fallecido producto de una
infección en los pulmones debido a que había trabajo como tallador de piedra a las
afueras de la ciudad, y todo el polvillo fruto del tallado se adhirieron en los ductos de los
bronquios.
El autobús pronto arribaría a la terminal de transportes de la ciudad. El auxiliar del
conductor a viva voz exclama:
Pasajeros de la terminal!...
Santiago y Paulina se levantaron suavemente, pues sus cuerpos se hallaban entumecidos
por la incómoda posición en que habían viajado. Desembarcaron llevando cada uno sus
manos hacia sus bocas haciendo un vacio en ellas para generar algo de calor.
Presintiendo que el tiempo de despedida se aproximaba, Santiago preguntó a Paulina a
qué barrio viviría, a lo que Paulina respondió:
Voy al barrio Egipto. No sé dónde queda por lo que tengo que esperar a mi
abuelita aquí en la terminal.
La respuesta y las indicaciones dadas por paulina a Santiago le resultaban poco
fructíferas, pues no sabía ni donde él mismo se quedaría. La desorientación era total. Su
mirada iba de hombro a hombro. Su mano izquierda sostenía la vieja maleta de viaje,
mientras que la derecha se resudaba en el bolsillo del suéter del inclemente frio citadino.
Pasados unos quince minutos, una señora con paso acelerado y brazos entre cruzados se
acercó a Paulina, quien abrazo fervorosamente, pues era su abuela. Un simple zarandeo
de una de las manos de Paulina fue el gesto que significaba una despedida en proporción
a como fue el encuentro, repentino. Ahora Santiago se hallaba tal cual como salió de su
parcela, sólo medio de un panorama áspero y programado. Al no conocer a nadie ni
nada, Santiago se dirigió a pie al centro de la ciudad. Guiado por las indicaciones hechas
por los viandantes, logró empalmarse con una de las carreras principales de la ciudad. Se
trata de la carrera séptima. Algo fatigado por la caminada, se detuvo en un café
esquinero de nombre Café Paris, que por cierto se encontraba bastante concurrido por
quienes trabajan a sus alrededores. Notaba que la vestimenta de gran parte de ellos era
muy elegante y pulcra. Los zapatos negros de cordón se hacían evidentes por el brillo que
emanaban. Los sombreros y las corbatas estaban al orden del día, pues como su fuesen
requerimiento civil, todos quienes pretendían ostentar elegancia debían portar dichas
prendas. Con rendida admiración observaba los rojos tranvías que iban y venía, y cómo
las personas se lanzaban a colgarse en él, so pretexto de transportarse de una esquina a
otra.
Se le acercó un mozo empleado del café a quien le solicitó tan solo una taza de café sin
ninguna compañía. Sacó del bolsillo derecho del suéter unos cuantos centavos que
distribuía sobre la palma de su mano con el dedo índice. La taza de café fue puesta en la
mesa junto con el periódico del día. Lo abrió y, con mucha dificultad, leyó sin mover los
labios. ―El Siglo‖ era el nombre del periódico y en sus titulares de primera plana Santiago
se informaba acerca de la remodelación de la ciudad por motivo de una Conferencia de
Políticos que al parecer resultaba ser muy importante para la ciudad. Santiago mostró
poco interés en este evento, así que saltó a la próxima noticia acerca de un hombre que
convocaba a unas marchas. Era evidente que este hombre era muy conocido. Su apellido
era Gaitán. Inclusive se encontraban muchos carteles fijados en las paredes con dicho
apellido convocando a reuniones y a movilizaciones. De hecho Santiago optó por ir a una
de ellas que sería en la plaza pública ubicada en unas cuantas cuadras de donde se
encontraba en aquel instante.
Su postura y apariencia evidencia su condición forastera, pero eso no le inquietaba a
Santiago. Se halla admirado, atrapado, tomado de la inmensidad que le representaba la
magnitud de la ciudad, pues aunque era su primera vez, no la quería desperdiciar.
Caminó un par de cuadras hasta llegar a una plaza inmensa, algo que nunca su
imaginación había logrado construir. Con unos edificios al fondo que al parecer se había
congelado en el tiempo, pues su apariencia arcaica connotaba un ambiente de años atrás.
Tendiendo cuidados con los tranvías y los carros, Santiago logró cruzar al otro lado
llegando primeramente a la catedral central de la ciudad. Como fiel devoto y criado bajo
fuertes cimientos de valores religiosos, se dirigió por una de las naves hasta el sagrario.
Allí, postrado de rodillas, juntó sus manos, cerró sus ojos y agradeció al Dios de los cielos
el hacerle permito llegar con vida. Des pues de sus innumerables particiones, concluyó
con un ferviente Padre Nuestro y se santiguó. Salió de la Iglesia al centro de la plaza y
allí se sentó mientras pasaba la tarde.
Al ritmo que declinaba el sol y resguardaba sus fulminantes rayos, el indómito frio
descendía de las alturas del cielo representado en una neblina espesa. Ahora, Santiago se
sentía retado por las condiciones que la ciudad le exigía. Su joven condición de
campesino estaba en este momento a prueba. Poco a poco las gentes se fueron
marchando de la plaza. A eso de las siete y treinta de la noche, el centro de la ciudad se
hallaba tomado por el frio completamente. Santiago divisó nuevamente la Iglesia desde
la banca donde se hallaba sentado desde hacia una tres horas. Se levantó en dirección a
ella, se sentó en una de las esquinas de las puertas que se hallaban cerradas sobre el
suelo impregnado de humedad, de lo cual no le importó para nada. De su maleta sacó
una ruana de lana que había pertenecido a su padre y que su mamá había conservado
después de su muerte. Se abotonó su suéter y sobre él se puso la ruana. Inclinó un poco
su cabeza en dirección a la puerta y, apoyándose sobre ésta, se abandonó en un sueño
profundo.
Las campanas ubicadas en las torres de la iglesia comenzaron a sonar indicando la
celebración de la primera misa del día. Sonido que por supuesto Santiago no obviaría,
así que pronto se levantó a la par que se sacudía. Guardó su ruana en la maleta justo
antes que abrieran la puerta central, donde había pasado la noche. El sacristán,
mostrando un gesto de extrañez, lo saludó con una aprobación de acceso.
La celebración del rito estaba a cargo de un sacerdote ya entrado en años de nombre
Ismael Perdomo, oriundo de un pueblito llamado Gigante, en el departamento del Huila.
El padre Ismael, con entregado carisma, celebraba de espaldas al pueblo la misa en un
lenguaje extraño para Santiago, pero el latín seria en aquel entonces la lengua oficial de
la iglesia y su liturgia. Confuso y todo, el joven campesino participaba fervorosamente
encomendando a su dios resucitado el bienestar de su madre en la parcela y la suya
propia en la ciudad. Una vez terminada la misa, salió de nuevo a la plaza central. Con el
recorrido de los tranvía distraía su vista, mientras que su estomago reclamaba el bocado
de la mañana. Cruzó la carrera y se sentó en un café más sencillo que el primero al que
había ido. Algunos hombres viejos de bordón y traje de paño se sentaban a cruzar unas
cuantas palabras escoltando su charla con un café. Santiago prefirió ocupar una silla
ubicada a las afueras del local, sobre el sardinel. Y de nuevo, como queriendo seguir una
costumbre, la tasa se café era acompañada por el diario, el cual abrió e intentó leer lo que
pudo. De nuevo el hombre de apellido Gaitán era noticia, al igual que esa reunión de
políticos extranjeros. Pasó rápidamente páginas tras página hasta terminar de echarle
una ojeadita por encima. Lo cerró haciéndole unos dobles algo imprecisos y lo puso al
borde de la mesa.
Queriendo dedicar algunos minutos a su destino, pensó a qué se dedicaría hacer en la
ciudad. ¿En qué podría trabajar un hombre proveniente del campo, sólo y con unos
cuantos centavos en el bolsillo?
En cierto momento, en uno de los almacenes ubicado en el costado de la calle que va
hacia la plaza, Santiago se fijó en un camión con un arduo cargamento de herramientas y
algunos bultos de cemento. Al acercarse, el conductor se dirigió a Santiago:
El joven está desocupado?
Si como no, ¿qué se le ofrece?
Pues que me ayude a bajar esta carga y algo se le reconoce.
Claro con gusto. Respondió Santiago sin vacilar un segundo.
Dejó la maleta a un lado de la entrada del almacén, encima de ella su suéter y comenzó
su osado trabajo de carga. Después de algunas horas de llevar en sus hombros
barretones, palas, azadones, bultos de cemento y rollos de alambre, Santiago se sintió
exhausto, sus brazos temblaban del doloroso cansancio. Su furtivo y temporal jefe le
brindó bebida y algo de comer, sin quitarle ni un centavo por ello, pues la eficiencia de su
trabajo lo había hecho merecedor de aquellas dadivas. Tres pesos fue lo reconocido por
el conductor del camión a Santiago. Aquellas monedas que se apaciguaban una a una
sobre su palma representaron un respiro más en su lucha de supervivencia en la ciudad.
Resguardo celosamente las monedas envolviéndolas sobre una bolsa de papel. Miró al
cielo y se percató que pronto la noche caería así que a su lugar debía dirigirse. Sin
embargo, un hombre de contextura mediana, algo encorvado y como de gabardina negra
hasta las rodillas se acercó a él.
Buenas noches hijo…
Padre, buenas noches…
Lo he observado detalladamente. Noto que usted no es por acá de estos lares. De
donde es?
Pues, padre, soy de un pueblito al norte…como… a tres horas de aquí.
El anciano sacerdote se trataba del mismo que había oficiado la misa en la mañana. Era
el padre Ismael.
Y tiene donde pasar la noche? Preguntó como con un sentido altruista.
Pues padre…yo llegué hace dos días a la ciudad. He comido muy poco y no me he
podido asear como dios manda. Me pusieron a cargar una mercancía en el almacén de la
otra calle y pues allí me dieron un poco de comida…
Bueno mijo, hagamos una cosa. Yo le puedo colaborar a encontrar una piecita…no
es gran cosa pero le puede ser de ayuda. El dueño de una pensión no muy lejos de aquí es
un feligrés muy cercano a la iglesia y yo sé que él me puede colaborar. Así que usted
pagará el arriendo de la pieza a un precio cómodo. Y en cuanto a su trabajo, pues,
déjeme yo le hablo al dueño del periódico haber en qué me puede colaborar. ¿de
acuerdo?
Uy padre dios me lo aguarde y me lo bendiga. Sumercé no sabe lo que esto
significa para mí…
No mijo….porqué sé, por eso lo hago.
Gracias padre…mil gracias.
Si los milagros existen, Santiago sería sumado al grupo de los testigos. Al parecer dios le
habría escuchado sus plegarias y la estadía en la ciudad se tornaría algo más llevadera.
En la mañana siguiente, Santiago, después de la celebración de la misa, se presentó en el
despacho de la iglesia lo más pulcro que pudo. Con una sonrisa y con la mano extendida,
el padre Ismael lo saludó indicando de una vez el camino hacia la pensión que, por
cierto, quedaba a tan solo dos cuadras de allí.
Los feligreses que se encontraban a su pasó reverenciaban la presencia del sacerdote con
una sobria venia. Las señoras más ancianas postraban sus rodillas a tierra suplicando
una bendición o tan solo una caricia de su dedo índice por la frente de cada una de ellas.
Irá a la convocatoria que está haciendo el doctor Gaitán?
Preguntó el padre motivado al ver una fila de panfletos pegados en una pared.
Pues padre, al decir verdad, me causa mucha curiosidad el sentimiento que
genera este señor entre los habitantes de este sector.
Si, es verdad genera mucha algarabía entre la gente.
Santiago, como en un acto de sobria arrogancia, le pregunta al cura:
Y usted padre…irá a la convocatoria? O qué piensa de todo esto?
Tras escuchar esta pregunta el padre no niega en mirarlo con ojos de extrañeza y con
cejas juntas.
¡Ay mijo! Yo soy un hombre de fe y oración. Hago lo que Dios me dicta en el
corazón, así que no me gusta la política. Pero le responderé como lo que soy, un hombre
de Dios: ―Al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios‖.
Esta respuesta del anciano cura, le sugirió que muchas de las cosas que no entendiera de
la vida, él estaría presto a acláraselas. Así que lo único que le restó a Santiago fue
mirarlo, sonreírle y agradecerle de nuevo.
Bien…hemos llegado.
Santiago y el padre Ismael habían arribado a una casa de dos pisos. De color azul
envejecida en la fachada y de un negro demacrado en la reja de acceso principal,
penetraron en ella preguntando por un tal Salomón, el dueño de la pensión. De pasillos
oscuros y húmedas paredes, la pensión era una casa que había sobrevividito desde las
penurias de la Colonia hasta estos días. El característico patio central con grandes y
fuertes robles que servían de columnas, engalanan la magia de las flores y hortaliza que
se encontraban sembradas en el centro de aquel lugar. Subieron al segundo piso. Las
tabletas que soportaban los fuertes pasos de los inquilinos hacían notar que se trata de
un lugar muy asediado por lugareños cuya estadía era tan solo momentánea o por
diligencias que debían hacer en la capital.
Esta es la habitación.
Indicó don salomón, quien sacando una llave del pantalón, abrió la puerta de la
habitación que lo comunicaba con el exterior por medio de un balcón cuyas barandas
suscitaba poca seguridad. Aun así, Santiago se sintió en la misma gloria. Una cama
hecha de tubo de hierro, con una pintura vinotinta lacrada en los empalmes, algo
modesto en su presentación e individual con una cobija gruesa, se hallaba ubicada en la
esquina de la habitación. Cerca de la mesita de noche, estaba un armario de madera.
Santiago en adelante seria el inquilino de la habitación 57.
Con una gran ilusión, desempacó de su vieja maleta de viaje la poca ropa que traía.
Mientras tanto, el viejo cura acordaba con don Salomón el precio de la renta de la
habitación, a la que llegaron a una cifra no superior de los quince pesos.
Una vez hecho el acuerdo, el padre Ismael le dice a Santiago que lo verá a las dos de la
tarde para arreglar lo del trabajo, cita a la que acudiría sin mayor demora.
La situación en aquel entonces del país no era la mejor. A pesar que se hallaba en medio
de un lugar con gran actividad política, el trabajo y la educación no tenían un desarrollo
en proporciones considerables. Es más, ser educado en dicho momento obedecía no
tanto a un deseo individual, sino más bien a una posibilidad de tipo familiar. Los
dirigentes políticos habían descubierto que a un pueblo de esta calaña, analfabeta e
inculta, se movía con el sentimiento, pues el ejercicio de la razón era precisamente de la
que carecían. Eran más los que sentían que aquellos que pensaban, y al ser más, pues
más era los votantes de conciencia irascible.
Muy a las dos de tarde, Santiago se encontraba en frente de la puerta de la casa
parroquial. Salieron en dirección a las oficinas del periódico que se encontraban a tan
solo tres cuadras por la carrera séptima. Atentos al paso de los tranvías, Santiago y el
padre Ismael se adentraron a las oficinas del periódico preguntando por un tal Francisco
Ochoa, dueño no solo del periódico sino del piso del edifico donde se hallaba las
instalaciones de oficina, la maquinaria de edición y de impresión.
Hola Pachito como te va…
Fueron las palabras del padre que insinuaban intimidad y familiaridad entre los dos
sujetos.
Padre Ismael, cuanto gusto, qué puedo hacer por usted?
Respondió el tan distinguido señor, quien haciendo una genuflexión solicitó la bendición
al padre.
Pues Pachito, algo especial… te tengo a este muchacho para ver qué me lo ponen a
hacer. El viene del campo, es solo en la ciudad y, pues, quiere como hacer bien… yo por
lo menos tengo fe en él.
Mientras decía esto, el padre Ismael lo tomaba del antebrazo izquierdo y cuando indicó
tener fe en él, lo apretó como queriendo insinuar el compromiso humano y fraterno que
Santiago adquiría con él. A partir de ese momento, una amistad incondicional y sin
fronteras de posibilidades se comenzó a construir entre Santiago y el padre Ismael.
El dueño del periódico, don Francisco Ochoa, le aseguró al padre que tendría algo que
hacer para Santiago. Tan así que le indicó que al día siguiente lo necesitaba en horas de
la madrugada, pues el tiraje se terminaba de imprimir a las tres de la mañana y a las
cinco ya deberían estarse repartiendo en los diferentes puntos de venta de la ciudad.
Las campanas de la iglesia comenzaron a sonar indicando que el reloj marcaría la seis de
la tarde, hora en la que se da inició a la misa de la tarde y a la que con tradicional fervor
Santiago asistiría a agradecer a su buen Dios lo que en este día había experimentado.
Presuroso subió por la escalera a su habitación. Al entrara notó que aquel espacio
significaba mucho para él. Fue tal su afán por activar su instinto de conservación que
quiso hacerle aseo en ese mismo momento. Al salir se percato que el baño era
compartido por los demás huéspedes del piso. Sacudió con cuidado el polvo, barrió el
piso y lo trapío. A pesar del frio que se clavaba en la piel como cuchillos, Santiago salió
por el balcón, y por primera vez divisó el panorama citadino de forma diferente. Las
calles empedradas y uno que otro caminante dejaba ver la silueta que a lo lejos se podía
detallar gracias a la luz de los pocos postes de luz pública ubicados en la calle.
Antes de acostarse, rezó a las almas benditas que lo despertase en la madruga para llegar
puntual a su primer día de trabajo. Ya en la madrugada, como fruto de su rezo o de sus
ansias, Santiago se despertó a las cuatro y quince de la madrugada. A esta hora unas
pocas luces se hallaban prendidas en las habitaciones. Tomó su baño con un agua tan
fría que el dolor de cabeza fue inevitable. Con sus labios y orejas moradas salió
rápidamente del baño a su habitación a vestirse. Eran las cuatro y treinta y tres de la
mañana. Se abrigó lo más que pudo y se dirigió al periódico. En la portería, el vigilante le
exigió la tarjeta de acceso que solo lo tiene los empleados para poder marcar la hora de
llegada y la de salida. Por supuesto, Santiago no la tenía así que ahí tuvo su primer
contratiempo. Por más explicaciones que le daba al vigilante, éste se rehusaba a
conceder el permiso de acceso. ¿Mala voluntad? No. El pobre vigilante sólo hacia lo que
le había pedido. Así que Santiago le solicitó que llamará al mismísimo Francisco Ochoa,
quien en su ausencia, dejaba a cargo a un empleado de suma confianza, Jairo Gaitán,
quien estaba enterado de la llegada de Santiago al periódico en calidad de repartidor.
Al bajar, el señor Jairo rectificó con el vigilante si el sujeto que se encontraba a las fueras
del periódico era precisamente de quien don Francisco le había hablado. Sin dudarlo, el
señor Jairo le da una rápida bienvenida le muestra las secciones del piso, desde luego, lo
que básicamente Santiago debía hacer en él. Ir a cada puesto de venta ubicado en la
zona-centro dejando el número de ejemplares a los titulares de dichos puestos. En
palabras más sencillas, Santiago debía ir a las tiendas o cafés, preguntar por el dueño,
verificar la cantidad estipulada de los periódicos, hacerlo firmar y listo. A Santiago le
dieron un overol, unas botas, una borra y una bicicleta tipo turismo, con una canastilla
algo doblada en las puntas, y en ella llevaba la tabla con la lista de los puntos y sus
respectivas direcciones donde debía ir.
Subió en la bicicleta y, como avión que despega en su pista, arrancó su travesía por todo
el centro de la ciudad dejando los encargos establecidos en su planilla. Pronto Santiago
se dio a conocer por los dueños de las tiendas y los cafés aledaños a la plaza central. Fue
tal su compromiso que solicitó al señor Jairo, que era con quien se veía en las horas de la
madrugada, le permitiera llevarse la bicicleta a donde él vivía solo para cuidarla y
lavarla. Solitud que se le fue aprobada sin reproche alguno. Cada fin de semana, con
permiso del señor Salomón entraba la bicicleta hasta el patio del primer piso y allí la
lavaba con el jabón que encontraba.
Al final de mes, llegaría la paga por su trabajo. Treinta y cinco pesos plantillaron en el
registro de nomina del periódico. Su primera mensualidad en la ciudad. Sentía que le
había ganado a la inclemencia y a la indiferencia de los ciudadanos. Dobló sus billetes y
con fuertes pedalazos en su bicicleta llegó a la casa cural. Golpeó la puerta del despacho y
preguntó por el padre Ismael, quien salió a su llamado. Al verlo, Santiago calló de
rodillas con lágrimas en los ojos y, abrazando fuertemente sus piernas, agradeció
infinitamente la mano que un viejo cura le había tendido.
Gracias padre….mil y mil gracias por lo que ha hecho por mí.
No me agradezca a mí…dele las gracias más bien a Dios. Levántese. Recuerde que
tiene que pagar la pensión y la alimentación.
Se dirigió a la pensión y le dio lo acordado a don Salomón. Ya en su habitación tomó el
resto de su paga y la guardo en unas medias dentro de la cómoda.
Así pasaron unos cuantos meses. La situación de Santiago mejora muy sosegadamente.
Sin embargo, esto se alteraría una mañana de Febrero en un café donde él dejada
periódicos. Al llamar al dueño, la persona encarda de atender era alguien ya vista en el
pasado. Se trataba, pues, de Paulina Roa. Ella le ayudaba a atender el café de su abuela
Encarnación como retribución a su estadía en su casa y el estudio que le daban. El saludo
en este furtivo encuentro ralló en cordialidad e interés del uno por el otro. No obstante,
se vio entorpecido por las labores que se tenían que reanudar lo más pronto posible pues
en el café había mucho desconcierto por una noticia acerca de una matanza de unas
personas que marchaban y que al parecer unos militares dispararon en contra de ellos
propinándoles la muerte. Se sentía una tenue turba entre quienes visitan los diversos
cafés que concurría Santiago a dejar sus periódicos, pues e rumoraba que el gobierno
ante este hecho de muerte no había hecho nada en absoluto y esto había enfurecido a la
contraparte. Era una guerra bipartidista, entre conservadores y liberales en su ardua
competencia por el poder político, al cual pretendía llegar sin importar cómo.
Las paredes y los postes de la ciudad eran lugar propicio para fijar carteles que invitaban
al pueblo a salir y a ser viva la voz de inconformismo ante esta situación. Así, Santiago
recordó pronto el apellido del hombre del que había intentado leer al inicio cuando llegó
a la ciudad: Gaitán. Este personaje de elegante porte, se dirigía al pueblo con una
elocuencia finamente confeccionada, capaz de suscitar una verdadera euforia en él, el
cual atendía a su llamado de manera multitudinaria.
Jorge Eliecer Gaitán como era su nombre, o por lo menos así lo leyó en los periódicos
que Santiago mismo leía, pertenecía al partido liberal. A pesar de ello, el liberalismo que
profesaba Gaitán no lo hacía ver como un partido manejado por las estirpes
tradicionales políticas vigentes en el país, sino más bien como un partido con devota
participación del pueblo.
Santiago se había más amigo de las noticias y pronto sus compañeros lo apodaron con
afecto “el come hojas”, pero no porque lo hiciera literalmente sino porque todo cuanto
periódico cayera en sus manos se lo leía con una dedicación que solo él le inyectaba a
este momento.
Eran constantes los encuentros con Paulina en el café de su abuela así que un día,
rompiendo las ataduras de la timidez, decide pedirle que una tarde de aquellas pudieran
salir junto y hablar. Al notar su intención, Paulina responde:
Y a donde vamos? Al responderle con otra pregunta, la confusión en Santiago fue
inevitable.
No…pues….Sumercé dirá. Respondió con evidente timidez.
Primero vayamos a misa y pues ahí miramos pa´ donde cogemos…no le parece?
Acordado el plan, Santiago continuó su distribución de periódico. En la mañana del siete
de febrero, otra convocatoria del señor Gaitán acaparaba la atención de los citadinos.
Santiago había notado que cuando algo era publicado y que tuviera alguna relación con
el mencionado señor, los periódicos se vendían mucho más. Se mencionaba que una
marcha se realizaría a las horas de la noche y que el requisito era llevar una antorcha.
Santiago llegó cumplidamente a su cita, al igual que su acompañante. Entraron a la
iglesia, sin pasar por alto el saludo a su amigo el padre Ismael. Con fervor y una
atrapadora devoción, estos dos feligreses se entregaron a la oración y a la meditación,
haciendo alarde de sus finas costumbres religiosas inculcadas por sus madres
respectivamente. Sus voces se unían a cada responso y a cada salmo. Minutos póstumos
de la misa se alcazaba a escuchar la voz de quien convocaba la marcha. Con fuertes
consignas que el pueblo gritaba, la marcha inició pero con una singularidad: no hubo
más gritos y no vibró más que la sensación del silencio que el pueblo marchante
expresaba a modo de protesta por los hechos de violencia ocurridos los últimos días en
todo el país. Sentados en una banca a un lado de la vía por donde pasaba la marcha,
Santiago y paulina observaban maravillados como cientos de hombre y mujeres
caminaban motivados por unos ideales de verdadera libertad y de paz. Innumerables
antorchas expuestas en lo alto, iluminaban los rostros de quienes depositaban su
esperanza de vida en quien encabezaba esta procesión.
Serviría mucho hablar con una persona tan inteligente como el señor Gaitán, no lo
cree? Exclamó Santiago mientras seguía la procesión de la marcha.
Pues yo tengo un tío que en algunas ocasiones se ha entrevistado o mejor dicho, se
ha visto con el señor Gaitán.
Si…de verdad? Y cómo se llama su tío?
Juan Roa, vive allá en la casa con mi abuela.
El tío de Paulina se trataba de un hombre de unos veintiséis años que había estudiado
tan solo hasta el tercero de primaria y que trabajaba en lo que encontrara. Hacía ya
algún tiempo que no tenía trabajo. De hecho había las visitan frecuentadas en la oficina
del señor Gaitán eran precisamente para que le ayudara a conseguir algo qué hacer.,
petición que, como era de suponer, fueron diluidas al pasar el tiempo. A pesar de esto, la
fe y la esperanza no se quebrantaban. Tanta era la simpatía que Juan le profesaba al
señor Gaitán que incluso lo lograba equiparar con el gran libertador, llamando ―el
segundo Bolívar‖. La sobrina definió a su tío como alguien extraño que pensaba y decía
cosas raras que ninguno en la casa las entendía.
Mientras esto pasaba, Paulina se percató que podría suscitar aburrimiento a Santiago así
que prefirió cortar cualquier palabra que referenciara a su tío. La Soledad de la noche
asediaba la mente de los dos acompañantes y, como queriendo resguardar el bienestar el
uno al otro, acordaron irse ya a la casa de cada quien, así que antes que el último tranvía
dejara de circular, acompañó a su dama hasta el paradero para abordar allí el vehículo
que la llevaría el barrio Egipto, donde su abuela. Una despedida formal, sin beso en la
mejilla, mostró el deseo de volverse a ver.
A mediados de Marzo, se corrió con la noticia de que pronto se inauguraría la IX
conferencia Panamericana que tenía como epicentro la capital. Una oleada de iniciativas
culturales se puso en marcha con el fin de embellecer las fachas de las casas y los
edificios. Dentro de la innumerables ediciones se establecía que uno de los objetivos de
dicha reunión diplomática era básicamente llegar a instaurar al país como un Estado
democrático y, sumado a ello, conseguir la paz del continente. No obstante, el pueblo
sintió un espaldarazo por parte del gobierno de turno al vetar la presencia de su singular
representante pues, como rezaba una de sus más enigmáticas consignas que era:
“yo no soy yo personalmente,
Yo soy un pueblo que me sigue,
Porque se sigue así mismo
Cuando me sigue a mí”
La muchedumbre se sentía identificada íntimamente con este hombre quien incitaba a
una lucha popular donde las armas contra el hermano no fuera una salida a las
diferencias connaturales con las que había nacido el hombre. Cuando gritaba: ―pueblo,
por nuestra restauración moral… a la carga‖ no era otra cosa que una proclamación a la
reconquista de las buenas costumbres y sanos procederes ciudadanos. O por lo menos
así lo sentía Santiago cada vez que a lo lejos lo lograba escuchar desde el balcón de la
pensión o mientras recorría las calles aledañas a la plaza central en su bicicleta.
Al fin el día había llegado. La reunión diplomática que tanto había llenado los
encabezados de los periódicos se habría de inaugurar. El partido liberal estuvo,
efectivamente, representado dentro de la conferencia pero de manera exclusiva por los
dirigentes tradicionales. La canasta de la bicicleta de Santiago se hallaba más pesada que
de costumbre. Con fuertes y decisivos pedalazos fue haciendo una vez más su recorrido.
Pero siempre con más prisa hasta llegar al café donde trabajaba Paulina. Unas cuantas
palabras de cortesía hacia de aquel encuentro un momento único haciendo que todo el
recorrido tuviera su más grata recompensa.
Eran los primeros días de Abril, ya habían pagado la mensualidad, así que invitó a
Paulina a un restaurante algo sobrio en su presentación pero de comida sabrosa.
Pactaron que se verían a la una de la tarde. De modo que Santiago salió apresurado a
una zona comercial del centro de nombre San Victorino. Entró en un almacén donde
compró una camisa manga larga color azul oscura y un suéter de botones algo verdoso.
Lustró muy bien sus zapatos y se percató que sus medias no estuvieran rotas.
Faltando cinco minutos para la una, Paulina llegó con un vestido amarillo con una
chaqueta que cubría parte de su dorso. Con medias veladas color piel y zapatos cerrados
negros. Impactado, Santiago la divisaba a lo lejos como una de las mujeres más bellas
vistas hasta el momento. Desde aquel mismo instante, Paulina despertó un sentimiento
especial en Santiago. Vacios estomacales y sudoración en las manos, hacían evidente
todo el caos de sensaciones que por dentro experimenta. Después del almuerzo fueron a
dar un paseo por uno de los barrios más antiguos de la ciudad: ―La Candelaria‖.
Caminaban tan unidos, que como si la energía conspirara por la unión de estos dos,
Santiago toma la mano de Paulina quien no se negó a tan amable gesto. Llegaron a una
fuente de agua a la que le llamaban ―la fuente de la candela‖. Por los lados laterales de la
alberca de aquella fuente, se hallaba un lapida que decía en letras talladas: ―aquí yace el
lugar donde fue fundada la ciudad‖. Esto significaba que se encontraban en un lugar
histórico donde habría comenzado todo lo que ahora era la capital. Sin embargo más
histórico fue lo que ocurriría minutos más tarde cuando, Santiago, en un gesto
arriesgado de caballerosidad, se lanza a besar a Paulina, quien sin deparo alguno, queda
como petrificada sin que ninguno de sus miembros respondiesen a alguna orden emitida
por el cerebro, pues ahora estaba gobernando el corazón.
Cogidos de la mano y con movimientos de columpios, fueron descendiendo por una
calle peatonal hasta llegar a la Plaza. Aun era temprano, de modo que Santiago invitó a
Paulina a que conociera la pensión donde vivía. Ella aceptó.
Pero lo advierto que es muy humilde… de acuerdo?
Tranquilo, yo también vengo de un lugar humilde.
Tomaron la calle que va por un costado de la Iglesia hasta caminar las dos cuadras de
distancia. Subieron por las escaleras hasta llegar a la habitación 57. Al abrir Paulina notó
con extrañeza el orden y el aseo del cuarto.
Por lo regular los hombres no son tan ordenados. De hecho son las mujeres que se
encargan la mayoría de las veces del orden de la casa.
Exclamó ella insinuando que Santiago la abría organizado a sabiendas que ella subiría.
Lo que ocurre es que mi madre me inculcó mucha disciplina en ese sentido,
porque vivíamos solos en la parcela.
Verificando cada espacio de la habitación, Paulina la recorrió circularmente. Abrió la
puerta del balcón se asomó en él expresando la bella vista que desde allí era posible
tener. Sin lugar a duda, la capacidad de salir adelante, el ser tan trabajador y tan
caballeroso despertó en Paulina cierto gustó por Santiago. Sentados ambos en la cama,
se miraron. Una de las esquinas de la boca de Paulina insinuaba tenuemente una sonrisa
de complacencia. De nuevo se besaron muy despacio, pues no querían que se acabara la
magia. Si bien, estos dos amantes eran jóvenes e inexpertos, tenían todo lo que se
necesitaba para gustar el uno del otro: deseo. Santiago la tomó suavemente por la
espalda llevando sus brazos alrededor de su tórax. La fue llevando segundo a segundo
sobre su cama hasta que la cabeza reposara sobre la almohada. Ella, por su parte, lo
abrazo las costillas y, como pudo, le quitó el suéter y la camisa nueva. Santiago le
desabrochó botón por botón hasta liberarla del vestido amarillo que traía, sin
desprender la boca de la suya. Los deseos y la excitación comenzaron a sublevarse. Los
latidos del corazón se dispararon acelerando la circulación sanguínea. Eran las tres y
veinte de la tarde cuando desnudos sobre la cama, comenzaron danzar al ritmo de la
picardía que sucumbía por el aire de la habitación. Incansables estas dos creaturas que
se había abandonado a los brazos del erotismo, se detuvieron tan solo unos cuantos
segundos para insinuarse la complacencia por haber compartido tan solo unos cuantos
minutos de la sabia dulce de la pasión.
Como estos, hubo un par de encuentros similares. Sin embargo, al tercer o cuarto día,
Santiago se percató que Paulina no estaba en el café cuando fue a llevar el pedido de
periódicos. Al extrañado, cogió rumbo con su bicicleta a completar su ruta. En cada
metro recorrido, no se podía sacar de la cabeza a aquella mujer del café y cómo, tan
abruptamente, la había dejado de ver. ¿Por qué había desaparecido? Eso era uno de los
enigmas que quería dar solución. Un miércoles en la mañana, Santiago escuchó a lo lejos
que alguien gritaba su nombre. Era Paulina. Estacionó su bicicleta en frente de una
droguería, saltó de ella y corrió al encuentro con su extraviada amada. Algo angustiado,
le preguntó por qué se había ausentado así tan bruscamente. Paulina le pedía
tranquilidad que estaba bien.
No se preocupe Santiago, yo estoy bien…estoy en casa. No volví al café con mi
abuelita porque lo que pasa es que mi tío Juan esta como mal…no sabemos lo que pasa,
se está como chiflando.
El tío de Paulina, Juan Roa, estaba comenzando a asistir a sesiones con un señor alemán
de apellido Umlend quien lo había iniciado en el Rosacrucismo. El nombrado sujeto
había ejercito mucha influencia sobre Juan quien llegó al punto de descuidar los pocos
trabajos que hacía, hasta imaginarse que él era el fundador de la Ciudad o personajes
importantes en la historia nacional. Quizá este señor al ver con tan pocos ánimos al tío
de Paulina, se excedió en las dosis de coraje suministradas a Roa en exhortaciones de
muy difícil control. Lo cierto era que en la casa de su abuela había un ambiente muy
tenso entorno a Juan Roa, pues se le había visto últimamente con un revolver ya
achacado y también se rumoraba que tenía una hija con una señora de nombre María de
Jesús que se había separado. Pero resultó que Juan no pudo sostenerlas debido a su
mala situación económica. De modo que Juan se había ido a donde doña encarnación,
abuela de Paulina. María de Jesús, por su parte, le gritaba las veces que podía
―mentiroso, malparido, mentiroso…‖ por no aparecerse con alguna ayuda para criar a su
hija.
Paulina le aseguró a Santiago que se ausentaría tan solo por unos días, mientras el tío se
recuperaba, cosa que le fue aceptada con pesadez. En la madrugada del viernes del mes
aquel mismo mes, Santiago salió en su bicicleta como era de costumbre pero ahora con
una nueva ruta de circulación debía ir hasta la zona comercial, donde compro el suéter y
la camisa, hasta la carrera séptima y repartir los pedidos a todo los cafés y tiendas
dispuestos en su planilla.
Mientras subía al periódico por la carrera séptima, a eso de las diez de la mañana,
Santiago creyó ver al tío de Paulina algo presuroso, con paso acelerado. Dos cuadras más
adelante del periódico, en un edificio de nombre ―Agustín Nieto‖ se hallaban las oficinas
del señor Jorge Eliecer Gaitán, y hacia aquella dirección iba el tío de Paulina, quizá por
otra entrevista de solicitud de trabajo. Entre tanto, Santiago dejó su bicicleta dentro del
parqueadero del periódico y prefirió almorzar en uno de esos restaurantes de la carrera.
Santiago subió a cuadra y media por la acera donde se hallaba ubicado en edificio del
renombrado doctor. Entró a una cafetería de apariencia algo sencilla, pero de comida
que a la vista llenaba y nutria.
Era el medio día de aquel nueve de abril. La gente se desocupaba de los quehaceres
cotidianos y a pasos acelerados se disponía a almorzar. Se respiraba un ambiente de
relativa tranquilidad. La noticia de última hora que resonaba por la radio era que a la
una y diez minutos de la madrugada de este mismo día, el señor Gaitán había terminado
una emotiva y efectiva defensa de un teniente de apellido Cortés del cual había pedido al
juez de la causa la absolución total de lo que lo acusaban. Su alegato fue de tal
envergadura, que después de deliberar algunos minutos, dicho acusado conseguía ser
absuelto gracias al verbo apológico de su representante penal, de quien había logrado
sus servicios debido a una colecta hecha por los compañeros de armas del militar en
juicio. Los acompañantes, armados con frenética algarabía, sacan en hombros del
despacho judicial al defensor a las calles de la ciudad, las mismas que horas más tarde
serian el camino de la muchedumbre que en sus voces retumbaría el grito fugaz de la
venganza tras el arrebato hostil del redentor social y mesías de un pueblo que clamaba
para sí mismo justicia.
A eso de la una pasadita de la tarde, se escucharon como unos tres disparos hechos de
forma consecutiva. Sin probar bocado alguno, Santiago salió a ver qué era lo que
pasaba. La gente corrió inmediatamente al lugar donde habían ocurrido los hechos. El
muy conocido por todos, Jorge Eliecer Gaitán, había sido herido al salir de su despacho,
por manos de un individuo que aun no había sido identificado. Uno de los acompañantes
con el que salía del edifico el señor Gaitán, Jorge Padilla relataba a alguno policías su
testimonio de lo acontecido. Con gran angustia en su voz sincronizada con las manos,
Padilla había mirado hacia la puerta, y vio que apoyándose contra el borde de la piedra
norte de la esquina del edificio, con las piernas dobladas en posición de tiro, revolver en
mano, estaba un hombre justo en frente de ellos. Había tomado al señor Gaitán del brazo
y, en esos segundos, sentía que él se trataba de cubrir el rostro y a la vez, se retraía, como
si hubiera visto al mismo Putas. De mirada tajante, el homicida había hecho sus tiros
pertinentes en dirección donde se encontraba Gaitán, cuyo cuerpo fulminado había
caído sobre el frio pavimento y bajo su cabeza un delgado hilo de sangre se abría camino
sobre la morena piel del ultimado.
El asesino fue retirándose del lugar manteniendo la distancia de los testigos,
protegiéndose con el revólver a la altura de los rostros. Sus pasos fueron vacilantes y
marcados, como fueron marcados los segundos de la manera como la humanidad del
hombre, esperanza política de un pueblo, se hallaba manchada de plomo. Después de
haber intentado escabullirse entre la multitud, este individuo había salido a esconderse a
una droguería cerca de allí de nombre ―Granada‖. Al verlo correr, los lustrabotas, llenos
de furia, gritan sin mesura:
Mataron al doctor Gaitán, mataron al doctor Gaitán! ¡Cojan al asesino!
Allí un policía de apellido Jiménez lo captura y le logra quitar el revólver.
¡No me vaya a matar mi cabo! Exclama con voz entre cortada y suplicante el
sayón.
Pese a este encuentro y a la inútil protección que le hacían al asesino, innumerables
transeúntes y lustrabotas se aglomeran entorno a la droguería con la firme intención de
volcarse sobre el individuo. Santiago, sin razón social ni mucho menos política, corrió
también sobre él, quizá contagiado por la excitación vengativa del pueblo. Pero frio
quedaron sus huesos al saber que aquel individuo se trataba nada más y nada menos que
el tío de Paulina, Juan Roa. La conmoción fue total. Todos querían vengar la muerte del
hombre quien fuera la ilusión social del pueblo. El agente de policía junto con un
acompañante logra bajar la reja del local so pretexto de resguardarlo de la gente que
pretendía sacarlo de la droguería que por el desorden comenzaron a desvalijarla. El
hombre trató de escabullirse saltando una de las vitrinas que dan vista a la calle. En
medio de la turba, Juan Roa fue trasladado a un café que se encontraba cerca de la
esquina, era el café ―el Gato Negro‖ allí el dueño del establecimiento le hace una
pregunta que busca hallar los motivos de su acción.
No se da cuenta que el pueblo lo va a linchar… por qué lo hizo carajo…
Ay, señor, cosas poderosas que no puedo contar. ¡ay!, virgen del Carmen,
sálvame…
En medio de la algarabía, el dueño le volvió a preguntar con insistencia:
Dígame quien lo mando a matar, mire que usted va a ser linchado por esta
gente…el pueblo esta verraco con usted, diga de una vez, quien lo mando a matar…
No puedo, señor, no puedo!
Al decir esto, una multitud se avalanchó contra Juan Roa, al tanto que los dos únicos
agentes que con él se encontraba lo lograron sacar del café, y con las mismísimas cajas
de embolar los lustrabotas le golpeaban la cara y el cuerpo. Santiago seguía de cerca este
espectáculo tan deplorable, pero el pueblo estaba haciendo justicia con quien les había
despojado al hombre en quien la fe de una causa reposaba.
En ese mismo momento, en la casa de Roa, su madre doña Encarnación, abuela de
Paulina, se encontraba oyendo por la radio de uno de sus vecinos los hechos que aun
estaban aconteciendo, y a la par estaba arreglando un vestido negro para ponerse en
estado de luto por la muerte de Gaitán. Sin embargo, cuando escuchó el nombre del reo
que asesinó al señor Gaitán se desplomó en desasosiego, pues ahora irónicamente el luto
ya no era solamente por el nombre del político sino también por su propio hijo, quien a
esas alturas, ya se hallaba en camino a una muerte segura.
Fue tal ímpetu de la gente que se encontrada agolpada en las calles que incluso se pensó
que el mismo gobierno estaría detrás de asesinato. De modo pues, tomaron al supuesto
asesino ya un poco moribundo medio desnudo, con su rostro casi desfigurado y su pecho
hinchado por los golpees propinados por la multitud, y se desplazaron arrastrándolo de
su corbata por todo el centro de la calle hasta llegar al palacio de gobierno. Todos
querían hacerle algo; golpearlo, escupirlo, maldecirlo, etc. Ya casi inerte, el cuerpo de
Roa es arrastrado hasta el lugar acordado. La procesión es seguida por curiosos que
desear ser testigos del destino final cuando el pueblo toma en sus manos la justicia y la
venganza desfigura no solo a quien le son propinados los golpes, sino también de
quienes lo hacen. La macabra expresión por quienes lo arrastran y lo señalan es
abrumadora.
Miren, este es el asesinó que nos quitó al doctor Gaitán…miren en lo que quedó…
Con este gesto quizá se estaría cumpliendo un presagio que el mismo Gaitán había hecho
cuando algunos policías simpatizantes se habían ofrecido a conformar su cuerpo de
seguridad, a lo cual Gaitán responde que no, pues el pueblo se encargará de vigilarlo.
Tras el paso del lúgubre desfile quedaba el rastro de la sangre que era supurada por el
occiso entre los rieles del tranvía. Una sangre que no solo manchaba el pavimento, sino
también la conciencia de aquellos que ajusticiaron la razón macabra de una ilusión que
declinaba en medio de edificios y calles. Una vez llegan al Palacio, el cuerpo de Juan Roa
es arrojado frente a las rejas y es amarrado como simulando una crucifixión. A pesar del
esmero por hacer el figurativo gesto, los nudos carecieron de firmeza, así que el cuerpo
se desplomó quedando solo, con las corbatas en el cuello con las que fue arrastrado hasta
allí, hasta su propia ―gólgota‖.
Sin embargo, la guardia presidencial tenía la orden de no permitir aquella mueca teatral,
así que respondió con una ofensiva que más adelante obligaría a esa masa a buscar con
qué defenderse. Algunos miembros de la revuelta, lograron meterse en el lugar donde se
estaba llevando a cabo la IX Conferencia para la cual la ciudad se había irónicamente
embellecido. Sillas, mesas y todos los muebles de las oficinas fueron sacados a la mitad
de la plaza y allí generaron una gran hoguera. Hubo tres intentos de tomarse al Palacio
por manos insurgentes del pueblo que sopesa el dolor de vacio e incertidumbre La
tercera, fue la más letal, pues representó la matanza a la luz pública más fría e inhumana
jamás antes registrada.
El pueblo se levantó en armas provistas por la misma policía que, en últimas, era
seguidora silenciosa de Gaitán. Ante la sublevación de la policía, el pueblo salió a
combatir y las calles que algún día fueron escenario de marchas pacificar se había
convertido ahora en campo de batalla, como queriendo dar cumplimiento a las palabras
proféticas que el mismo finado había lanzado al aire unos cuantos meses atrás.
Al notar el clima de guerra callejera, Santiago se resguardo en una ferretería, sin tener en
cuenta que el lugar donde se hallaba pronto seria saqueado por el pueblo. Armados con
palos, varillas, machetes o con lo que encontraran, la muchedumbre se dirigió al palacio
de gobierno a mostrar al sayón que había arrebato del interior del pueblo al hombre de
que prometía la reconstrucción moral de la nación. Sin embargo, en medio de la
inclemente guerra desatada, las licoreras fueron saqueadas, así que junto con la revuelta
popular, se desató también una borrachera empedernida. Incluso, algunos policías que
se encontraban bajo los efectos del alcohol hacían tiros al aire a la diestra y siniestra.
Los almacenes de electrodomésticos fueron desvalijados sin piedad. De hecho, algunos
desalmados macheteaban a otros por robarle lo que ellos, a su vez, habían robado.
Algunos hombres asaltaron las gasolineras, empaparon algunas prendas que llevaban,
les prendían fuego y las lanzaban a los locales aledaños de la carrera Séptima y a los
tranvías que se quedaron en medio camino.
Santiago estaba dominado por el miedo, atrapado por el desconcierto de lo que estaba
siendo testigo. Estaba detrás de una vitrina del mostrador, acurrucado, lo único que
asomaba era la cabeza. En un rincón del lugar donde se encontraba estaba una radio
que, aunque mal sintonizada, aun se escuchaba lo que el locutor de tinte revolucionario
trataba de emitir, pues había sido tomada por un comando universitario de esta índole:
Aló, aló, fuerzas izquierdistas liberales de Colombia, se han levantado todas las
divisiones de la policía en la capital de la república a favor de movimiento
revolucionario…balas asesinas del régimen asedian al pueblo…oigan las balas asesinas…
¡En estos momentos la capital arde como la Roma de Nerón, los edificios del gobierno
asesino arde, como el mismo infierno!
En una de esas asomadas improvistas notó la presencia de un señor alto, de contextura
delgada, bien vestido, parado en una de las esquinas de la droguería donde habían
entrado a Juan Roa. Solo hacía bulla y alentaba la furia de los que por allí pasaba,
haciendo insistencia en que lincharan al detenido y que luego los llevaran al palacio de
gobierno como ya se estaba haciendo. Unos minutos más tarde se subió en un carro
lujoso de color negro y se esfumó por entre las calles, en medio del desorden.
En la mitad de aquel caos, de lo único que se acordó Santiago fue de su amigo el padre
Ismael, así que corriendo con las manos arriba, pues de no ser así era tomado como
insurgente, se dirigió a la casa parroquial. Sin embargo, ya había pasado el tiempo
suficiente para el olaje de la violencia golpeara el único rincón al que consideraban
sagrado. Como pudo, caminando sobre algunas paredes caídas, entró a la iglesia en
busca del padre, quien se encontraba en la sacristía, de frente a un copón con hostias
consagradas, de rodillas en un reclinatorio.
Padre, ¿se encuentra bien? Le preguntó Santiago en medio de la agitación.
Si ve mijo… dar al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es Dios. Se ha perdido
todo, menos la fe en Dios.
Respondió pesaroso el anciano padre con lágrimas en los ojos. Lo ayudó a levantar y lo
sentó en la única silla dispuesta en el lugar y que había sobrevivido a los goldes violentos
del coraje humano. Esperaron junto mientras pasaba la turba. Enfrente de la iglesia se
hallaba un tranvía que ardía en llamas y justo al lado de él pasó un tanque de guerra que
respaldaba tres filas de ocho soldados dispuestos a dar de baja a quienes se resistieran al
sometimiento del orden impuesto por el gobierno. Las ordenes que eran dabas a los
soldados se confundían con los gritos de quienes imploraban por sus vidas. Esa masa se
hallaba obnubilada en lo que en sus viseras sentía y con mirada fija en lo que quería,
muchos machetes se blandían en el aire como señal de desafío y decisión.
Pasaron así unas tres horas y como resultado, la ciudad quedó en ruinas, sus calles
estaban salpicadas de sangre entre las que corrieron la de los manifestantes, ladrones,
asesinos y gente honrada. Al salir de la casa parroquial, Santiago observó con profundo
dolor cómo la cantidad de cuerpos se hallaba postrada sobre los andenes y en medio de
la vía. El aire contenía un olor nauseabundo; olor a muerte, a padecimiento, a guerra
perdida e ideales fracasados. Muy despacio como con un espasmo mental, Santiago se
dirigió a la pensión con el presentimiento que no encontraría nada. Sorpresa grata se
llevó al notar que nada le había pasado a la pensión. Subió presuroso a su habitación a la
que entró aturdido por lo que aquel día había experimentado. El cielo se oscurece, tal y
como se encontraban las almas de quienes mataban sin sentirse amenazados de forma
directa. Un tremendo aguacero cae sobre el pavimento manchado de sangre que se
combina con el agua que corre por las esquinas de las calles. La lluvia dispersó a mucha
gente de la masiva manifestación.
Sin embargo, muy a lo lejos, Santiago logró divisar desde su ventana la silueta de lo que
sería un tanque de guerra. Así que cerró la ventana y pasó la cortina, pero dejó un
pequeño espacio para ser espectador de lo más escalofriante que jamás en su vida había
experimentado. Santiago tan solo lo ve pasar, pero unos cuantos segundos más tarde lo
pierde vista. El pueblo en las calles con banderas rojas sentía un alivio al ver que algunos
soldados gaitanistas se unirían a la causa. Con paso lento pero decisivo, el tanque se
detiene de frente a los manifestantes. El militar a cargo del enorme vehículo, sale
tratando de apaciguar a la gente. No obstante, un proyectil impacta directo en su cabeza.
No se supo de donde venia ni mucho menos quien fue. Así que el segundo hombre al
mando del blindado, manipula la torreta y apunta la ametralladora de cara a la multitud
que se halla estupefacta. La masacre fue inevitable. Más de trescientas personas,
divididas entre hombres y mujeres murieron bajo la fría llovizna a eso de las tres y diez
de la tarde.
Sentado bajo la ventana, Santiago escuchaba afligido la ráfaga de tiros, uno tras de otro a
un tiempo inmensurable. Llevó su cabeza en medio de las rodillas y abrazó sus piernas
fuertemente. El combate había culminado al fin, dejando con la derrota al pueblo, pues
esto era el resultado de un gesto de ilusoria altanería de hacer justicia cuando los medios
logran ser más injustos.
Santiago no volvió a saber nada de Paulina. Su familia se había ido de la ciudad según le
cuentan allegados a doña Encarnación, su abuela. El periódico donde trabajaba había
cerrado por el momento mientras recuperaba tanto los ánimos de los empleados como la
maquinaria. Sin embargo, Santiago no se quedó sin trabajo pues su presencia fue
necesitada en la zona del desastre barriendo y organizando de nuevo las instalaciones. Es
de notar que aquellos sucesos fueron una noticia obligada para el periódico. La memoria
del caudillo asesinado comenzó a ser revivida entre los transeúntes con homenajes. Su
velación, tal y como eran sus convocatorias, fue multitudinaria. De vestimenta negra,
cientos de simpatizantes llegaron al cementerio a ofrecer las condolencias a la viuda y a
la huérfana de padre. Pero que no solo aquella niña de simpático rostro y de cejas
pronunciadas quedaba en estas condiciones. Se trataba de un país entero que sentía
orfandad y desamparo nacional, pues el padre que la conducía a degustar las finas
mieles de la paz y la justicia le habían obligado a partir a la morada eterna con tres
impactos de bala fulminantemente marcados en su humanidad. Tres impactos, como lo
fueron los tres de días después de los cuales, los cristianos proclaman la resurrección del
Cristo.
Una bala en la nuca y dos en su espalda fueron las que ofuscaron la existencia de Gaitán.
Estas palabras fueron en esencia las ideas que encabezaban las noticias del periódico que
repartía Santiago por los locales y tiendas del centro de la ciudad a tempranas horas de
la mañana.
¡ÁNGELO, SOY YO!
Retrato de un despertar
“En sí, la homosexualidad está tan limitada
como la heterosexualidad: lo ideal sería ser
capaz de amar a una mujer o a un hombre,
a cualquier ser humano, sin sentir miedo,
inhibición u obligación.”
Simone De Beauvoir
A modo de Introducción.
Es sorprendente tratar de comprender la manera cómo la naturaleza misma se encarga
de enseñar al hombre su propia condición de miembro cósmico, haciéndole caer en
cuenta que, aunque es una especie singular, no es la única que existe. Las orugas, por
ejemplo, padecen una metamorfosis que, aplicada a la vida de muchos hombres, podría
explicar el por qué de innumerables decisiones que para algunas mentes ortodoxas
resultan ser tan controversiales. Una oruga antes de circundarse en esa fina envoltura de
seda, alimenta todo su cuerpo de los nutrientes dispuestos por el habitad para lograr la
madurez total de sus miembros y lograr un despertar como ninguno. Al primer rasgo de
la bolsa de seda, sus diminutas extremidades se van abriendo paso para lograr salir por
completo de allí. Sus alas muy paulatinamente se van expandiendo a la medida que da.
Las abre y las cierra para acostumbrarlas al movimiento del que dependería su vuelo.
Segundos después de su ―segundo nacimiento‖, la mariposa se lanza al vacio de la
intemperie batiendo con tesón sus alas con un ritmo zigzagueante en el aire. Pues bien,
la historia que ahora me dispongo a contar fue ilustrada intencionalmente líneas atrás
con el relato de la oruga y su natural trasformación.
I. Erase una vez…
Bueno, por lo menos así inician la mayoría de las historias que enriquece a lo largo de los
tiempos la literatura infantil. Sin embargo, no quiero hacer de ésta una historia más. De
hecho, no era una vez, han sido muchas veces en que los hombres han intentado traducir
en letras lo que han hecho en vida. Pero para no dañar la costumbre, comencemos
diciendo que esta historia, que entre otras cosas es mi historia, inicia conmigo. Así que,
erase una vez yo, y mi nombre es Ángelo; o por lo menos con este nombre inicié yo. Hace
tan solo veintiún años me expidieron el registro de ―nacido vivo‖ en un pueblo cuya
existencia geográfica agoniza en medio de dos grandes cordilleras que amenaza con
condenarlo en un eterno olvido. Me bautizaron en la única iglesia que allí había. Con
una sobria asistencia de familiares y allegados, la ceremonia inició tarde porque el viejo
cura se había quedado dormido en la silla de la sacristía. Cuando llegaron a la parte del
rito donde le preguntan a los padres como seria llamada la creatura, al unísono se
escuchó en el vació: ―Ángelo, Ángelo Jiménez‖. El cura los miró un poco extrañado
arqueando sus cejas y, con un gesto de aceptación resignado, derramó el agua del jarrón
plateado sobre mi cabeza al instante que pronunciaba mi nombre y me hacia la señal de
la cruz. Recuerdo esto porque tenía diez años, y de por sí, ya intentaba comprender las
cosas que ocurrían a mi alrededor, o por lo menos me daba cuenta de quien las hacia
lejos de comprender las razones que tenia. De mis padrinos no volví a saber nada.
Excepto de mi madrina quien murió al año tras ser atropellada por un camión que
transitaba en reversa y ni el conductor ni ella se percataron de la existencia de ambos.
Mi papá era un señor de esos recios, mala caroso y no negociaba las decisiones que
tomaba. Mamá, por el contrario, hacia alarde de su nombre Rosa María. Sus tiernas
palabras doblegaban a cualquiera, incluso a mi papá, quien cuando estaba de buen genio
la llamaba: ―María, la bandida‖. No tuve hermanos, aunque si trato de recordar algo que
mi madre me contó un once de mayo, hubo alguien antes que yo, pero
desafortunadamente falleció al mes. Sus pulmones tenían fallas y eso problematizaba la
respiración. Mamá recuerda que ella la acostó al lado izquierdo suyo y, con su mano,
notaba que su pecho gruñía. Con su dedo índice, recorría el entorno de su rostro de piel
suave y angelical, dice ella. Al despertar, el color rosado de su cara contrastaba con un
morado que denotaba frialdad y quietud. Su ciclo vital había culminado con un sueño
profundo, tal y como el dolor de mamá al darse cuenta que el bebé había fallecido.
Habíamos logrado salir del pueblo por una oferta de trabajo en la ciudad que a papá le
habían hecho. Por fin mi horizonte se ampliaría unos cuantos kilómetros más de lo que
las rusticas y angostas cuadras representaban para mí. Sin embargo, no podía salir de
allí sin antes ser registrado ante la notaria. A la edad de doce años recibí mi tarjeta de
identidad, pero con un agravante. El digitador se había equivocado al especificar el tipo
de sexo que era, pues en lugar de poner masculino puso fue femenino. Tiempo no había
para la corrección, así que papá decidió que la corrección se haría allá en la ciudad. Al
tener en mis manos mi tarjeta de identidad me sentía armado al ser reconocido un
―alguien‖. Lo angustiante era pasar la vista sobre el espacio donde queda especificado el
sexo y en lugar de encontrar una ―m‖ mayúscula, encuentro una ―f‖.
No, tranquilo que este muchacho es todo un varón. ¿cierto, mijo?
Sin pronunciar palabra alguna, simule aceptar lo que papá decía con un tenue
movimiento de cabeza.
En el colegio, siempre se me burlaban por el nombre. Me decían: ―Ay! la Angela‖ porque
se parecía al de uno de mujer. Pese a ello, pronto entendí que no es el nombre lo que
califica a quien lo lleva. Era cuestión de acostumbrarme a ser rechazado o aceptado. De
hecho, había muchas cosas en la vida que tenían un nombre que no siempre
correspondía a lo que representa. Pero como todo problema siempre se presenta una
salida, la niñas compañeritas de mi salón de clase, me aceptaban: ―venga Ángelo, venga y
no les ponga cuidado a esos bobos…‖. Era indescriptible aquella sensación de placer y
tranquilidad al saber que por fin unas cuantas personas me aceptaban por mi nombre.
Comencé a ver las niñas como una salida a todos aquellos rechazos que de los demás
provenían. Rocío era el nombre de una de ellas. Quizá la más amigable y coqueta del
grupo. Los encuentros se comenzaron a ser cada vez más asiduos. Inclusive, cuando
había trabajos en grupo siempre, las niñas y yo conformábamos el nuestro y
trabajábamos bien, tanto que lográbamos ser muy competentes en el salón. Pero los
descalificativos, palabras y gestos ofensivos de los demás hombres me abrumaban cada
vez más. En eso si yo era muy débil, pero tenía que fortalecerme. Sin embargo, ¿Cómo?
¿Cómo lograr que esas palabras no lograran su cometido? ¿Cómo hallar la manera de
hacer impermeables mis oídos? Con esta complicación pasaron así los años de estudio de
bachillerato. El último año, en el que por fin me graduaría, mis amigas y yo quisimos
planear un paseo de despedida. Sería algo sencillo, cosa que no fuera a exigir muchos de
nosotros. Una tarde de piscina, de sol y algunas cervezas, como la cuota de picardía,
sería lo planeado para el último día en el que nos viéramos. Cuando comenzamos a
planear esto, estábamos en el mes de Octubre, faltaban tan solo unos cuantos meses y
días, y listo!
Los dos últimos periodos de estudio pasaron muy rápido. Quizá no hubo ninguna
novedad que ocurriera para recordar, así que creo que fue por eso que pensamos lo
rápido que pasaron los meses faltantes. El día había llegado. A eso de las ocho de la
mañana Rocío había llamado a mi casa para concretar todo junto con las demás chicas.
Le dije a mamá que me iría de plan ―piscina‖ con mis amigas a lo que ella respondió:
―mucho cuidado jovencito, mucho cuidadito…‖ saqué del cajón unas gafas oscuras y una
pañoleta que me envolví en la cabeza, pero pensé: ―uishhh, me veo como una loca‖. Así
que me la quité y me puse más bien una gorra azul oscura que por cierto, salía muy bien
con el blue jean.
Las diez de la mañana sería la hora maravillosa para encontrarnos en el sitio. Todos
llegamos. Las chicas habían ido con un atuendo estupendo, pues había mucha piel al
aire. Una vez habíamos ingresado, Rocío, como siempre ella nos insinuaba el cuidado de
no recibir ni trago, ni comida, ni dulces. Entonces, como en coro, le dijimos: ―Ay! ya
marica deje de estar azarada‖. Pero acuerdo es acuerdo, y prometimos cuidarnos entre
sí. Nos fuimos a los vestiers y nos cambiamos. La única demora fue salir de allí para que
todos estuviéramos metidos en el agua. La pasamos como nunca. Hablamos de todo lo
que habíamos vividos en el colegio, lo malo, lo bonito…etc. Después del almuerzo nos
fuimos a sentar en unas sillas playeras que se encontraban dispuestas en uno de los
costados de la piscina. Jessica, la más alta de todas las niñas y con el mejor cuerpo,
caminó con tal carisma que uno de los tipos del otro grupo que allí se encontraba se
acercó a ella y, como detalle de fina coquetería, le brindó una bebida fría y espumeante.
A lo que por supuesto según lo acodado, ella respondió con un innegociable ¡no! Las
demás fueron llegando una por una, hasta que el frustrado ―don Juan‖ se vio encerrado
por un ramillete de hermosas flores. Y como si no se supiera que no hay cosa que más
ahuyente a un hombre que el sentirse acorralado por mujeres. Mientras tanto yo me
acerqué a la orilla de la piscina y me anclé con los brazos sobre el borde. Juntos nos
reíamos a carcajadas de la escena tan despabilante. Sin embargo, yo me sentía como
observado, no sabía por quien, ni de dónde. Pero era esa sensación que sobre usted recae
cuando siente miradas fugases y cercanas. Cerca de la barra de despacho del mini-bar
que había en el club, se hallaba un hombre caucásico, de mediana estatura y sin camisa,
que parecía mirarme. Tanto fue mi curiosidad si era a mi quien me miraba o era a una
de las chicas que quise zambullirme lejos de ellas. Y en efecto, su mirada estaba fijada en
mí.
Mierda, sí me está mirando, ¿qué hago? Dije en voz baja, como para mí mismo.
Sin dudarlo, me fui a donde las chicas se encontraban. Les conté del presentimiento y,
como queriendo disimular, todas miraban en dirección al mini-bar.
Voy y le pregunto? Dijo Mireya, la más atrevida, por no decir atravesada.
Este ofrecimiento no fue mal visto por el grupo así que le sugerimos que fuera a
comprar una gaseosa. Le dimos la plata y, como carcomiéndole el deseo por salir de la
sospecha, caminó hasta donde se encontraba el fulano. Fijamos nuestras mirada tanto
en Mireya como en él, hasta que irrumpieron en una charla. Él señalaba en dirección
hacia nosotros y ella, con vaso en mano, afirmaba lo que se decían con movimientos de
la cabeza. Notamos que Mireya recibió de él una servilleta sobre la cual supusimos que
había escrito algo. Ella aceleró el paso hasta llegar a nosotros.
Tranquila marica, siéntese y respire. Le decíamos porque parecía que iba a
estallar.
Si…dijo ella.
Si qué…
Si, es a Ángelo a quien ve. Al confirmar mi sospecha un cumulo de sensaciones
chocaron en mi interior. Las paredes estomacales se me enfriaron y me silencié por
completo.
Y qué más dijo? Le pregunté en un tono serio.
Aquí le manda. Era la servilleta en la que efectivamente había escrito su nombre y
su teléfono.
No la va recibir? Me preguntó Rocío.
A ver Rocío, es un marica.
Lo va a discriminar por ser gay. Se acuerda todo lo que le decían a usted en el
salón de clase por su solo nombre.
Rocío, entienda yo no soy gay. Esta exclamación que logró ser escuchada por
todos los asistentes, quebrantó la tranquilidad y la diversión de la tarde. Las chicas se
fueron a cambiar y yo preferí quedarme sólo, sentado en las playeras. Decidí tomar y
abrir la servilleta que decía. ―hola, soy Johan. Estoy solo y busco amigos. Mi número
es….‖
La despedida fue muy cordial. A cada una de las chicas abracé agradeciéndole las
muchas oportunidades en las que me hicieron sentir bien. Nos prometimos seguir
adelante y triunfar en la vida. Ya en mi casa, fui a mi habitación y me encerré. Pensé una
y otra vez en lo ocurrido con aquel tipo. Volví a sacar la servilleta y quise sentir por un
instante lo que este sujeto posiblemente había sentido; todo ese desprecio y rechazo por
ser diferente entre la singularidad.
Fueron muchos los días en los que me socavaba la idea de hablar con el famoso ―Johan‖.
Así que, sin medir deparo alguno, tomé el teléfono con la mano derecha y la izquierda la
servilleta. Marqué el número telefónico resguardando la espera de que alguien del otro
lado contestara. El sonido intermitente del tono me inquietaba cada segundo. Sentí que
alguien levantó la bocina del teléfono pero nadie respondía. ―aló, aló‖ pronuncie al
percatarme que nadie hablaba.
Si, aló?
Aló, ehhhh, Johan por favor. - Respondí oscilante.
Si, como no.
Había hablado con este sujeto unos tres o quizá cuatro minutos. Le preguntaba sobre la
razones por las que me miraba y el mensaje en la servilleta. A mi juicio, Johan fue franco
al decirme que efectivamente había ido solo, cosa que me parecería sospechoso, por lo
menos tenía el privilegio de la duda. Justo antes de colgar la bocina, Johan me propone
que nos viéramos y así aclara toda la duda que yo tuviera sobre él. ―Por qué he de dudar
de él, si no tengo ningún interés‖, pensaba. Sin embargo, accedí que nos viéramos, así
que acordamos el lugar y la hora de encuentro. Fue en la plazoleta de comidas en un
centro comercial donde por primera vez me vi con Johan.
De repente me di cuenta que ya habían pasado unos cuantos meses de encuentros
fortuitos con él. Sin imaginarme nada malo, recibía con mucha frecuencia detalles de
cafetería o alguna cosa relacionada con la música, mi más grande pasión, sobre todo si se
trataba de música anglo en sus más diversos géneros.
II. El Embrollo.
Como ya había terminado el bachillerato, mi próxima preocupación era: ¿y qué me
pongo hacer ahora? ¿Dónde estudio? Y más aun, ¿qué estudio? En esos instantes
recordaba con grata nostalgia las clases de la profesora Elvira, la orientadora vocacional
del colegio, quien siempre nos reiteraba tener claro desde el colegio qué queríamos ser
una vez hayamos recibido el título de bachiller. Al parecer, con tanta mamadera de gallo
con las chicas no me percaté en pensarlo, y ahora me hallaba en una encrucijada del
carajo. Los famositos sueños de ser ―doctor‖, ―ingeniero‖, ―abogado‖ o cosa por el estilo,
no era más que una imagen falsa de pretender ganar dinero sin mucho esfuerzo. Pero
qué va! Cuanto se puede vivir, exige un esfuerzo sea mínimo, máximo, sea el que sea, el
esfuerzo es una condición inexorable. Visité muchas universidades pero el puntaje de la
prueba de Estado me servía únicamente para presentarla como requisito formal pero no
para competir hacia una carrera. Así que preferí iniciar el camino hacia mi propio
sueño: ser Gerente de una empresa. Pero no quería comenzar por arriba, quería subir
como todo buen pobre y asalariado de un país tercermundista. Quería comenzar siendo
secretario, de modo que me matriculé en un instituto de educación no formal en un
curso de secretariado con énfasis en Inglés.
El semestre comenzó sin ningún contratiempo. A primera vista, los demás estudiantes
parecían muy amistosos y cordiales, pero no dejaba de sentir aquel recelo, fruto de la
mala experiencia vivida en el colegio con los tipos del grado. Creí incluso que volvería a
tener el problema de burla por mi nombre, pero tuve un gran consuelo, o lo que llaman
consuelo de bobos, al saber que otro estudiante se llamaba Claudio. Todo iría normal
hasta una tarde de viernes. Un apretón en el hombro derecho y una voz que pronunciaba
mi nombre, me resultaban ser familiares, se trataba de Johan.
Nos saludamos no sin contener mi sorpresa. Me aseguraba que creía que se encontraría
a cualquier persona menos a mí. Aunque si las coincidencias existen, esta sería la prueba
más fehaciente que erradicaría cualquier duda de mi mente. Fuimos a la cafetería del
instituto, nos tomamos unos jugos y hablamos hasta que los estudiantes de la jornada
nocturna comenzaron a llegar. Esto significaba que eran más allá de la ocho de la noche.
La despedida de aquel encuentro casual fue tal como el saludo corto y directo, pero no
negaba que me daba cierto gusto que él me hubiera saludado.
Las semanas comenzaron a rodar en medio de trabajos, consultas, parciales, etc.… con
más frecuencia veía a Johan cuyo salón se hallaba en el piso siguiente de donde quedaba
el mío. Comencé a hacer amigas, o bueno más bien compañeras cercanas de estudio.
Todas las materias me parecían muy amenas y fáciles, pero había una que en realidad
me indisponía demasiado, era la clase de mecanografía. La profesora Gladis, como era su
nombre, era un poco recia en sus explicaciones y en su forma de valorar. Siempre que
llegábamos debíamos hacer un inventario de la manera cómo recibíamos los
computadores. Lo que le faltaba o alguna anormalidad la debíamos escribir en un
formato de ella, puesto por puesto, ubicaba. Exigía demasiado silencio, tanto que no
toleraba que al levantarse, el estudiante no tuviera el cuidado de hacer rechinar las patas
de la silla. Para los ejercicios, debíamos colocar una hoja fija procurando tapar todo el
teclado o por lo menos, las teclas con las que debíamos escribir. Aunque odiaba esta
clase, sentía que era necesario lo que con la profesora Gladis aprendíamos.
Los semestres poco a poco se fueron consumando. Ya cuando me di cuenta me
encontraba cursando el tercer semestre de cinco que comprendía el curso completo. Las
salidas a los bares aledaños al instituto se hizo cada vez más costumbre, sobre todo los
viernes. Una noche de viernes, después de clase salía con las compañeras y una de ellas
tenía un novio del todas hablaban. Murmuraban lo atractivo que era; sin embargo, yo me
mantenía sin ninguna perplejidad hasta no verlo. Todos los comentarios estuvieron a la
orden de la noche todo el rato. De pronto, un tipo cubre con sus manos los ojos de una
de mis compañeras y yo quedé como ―qué pasó?‖ se traba del muy murmurado novio.
Cuando lo vi me dejé arrastrar por el picante que le inyectaban los comentarios de la
chicas y por primera vez me sentí extraño frente a la presencia de un hombre. Nos
presentaron y, sin dejar ver la extrañeza generada, apreté fuerte su mano mientras decía
mi nombre. Pero ahora que lo recuerdo fue lo único fuerte que hice aquella noche. No
sabía qué era lo que me ocurría. Fui al baño, me miré al espero queriéndome preguntar a
mi mismo lo que me ocurría. De improviso, llegó a mi conciencia una pregunta que
nunca imaginé me haría a mí mismo: ¿Será que me estoy volviendo gay?
A la mesa donde nos encontrábamos comenzaba a llegar de todo lado cervezas, tragos,
papelitos con notas, y entre otras cosas me acordé de la servilleta. En fin, los pobres
meceros se estaban acostumbrando a llevar las ―encomiendas‖ a sus destinatarios. Pero
no todo iba solamente para ellas. Una cerveza irrumpió en la mesa para mí de un
remitente anónimo. Los chiflidos y el voleo no se hicieron esperar.
¡Uy, Ángelo! Qué detalle…
Eso es alguna vieja que quedó impactada con este porte.
Fue lo que se me ocurrió decir para desentonar un poco el bochorno de aquella escena.
Por supuesto la duda y la intriga socavaba mi mente cada segundo registrado en el reloj.
La atención que debería conducir para las clases, la encaminé en formular sospechas
acerca de quién me había enviado aquella cerveza. Lo más espinoso de mi sospecha era
pensar si era hombre o mujer. ¡Mierda, en qué embrollo estoy!, pensaba en silencio.
Pasaban por mi mente, como si fuese un paredón de criminales, las caras de cada uno de
los miembros del curso. Los miraba fijamente tratando de descubrir en ellos alguna pista
que me permitiera dar con el paradero del incognito emisor de la cerveza. Quería saber
cuál de las mirabas empataba conmigo. La jornada de estudio estaba por terminar y aun
no hallaba la persona del detalle que me había lanzado a experimentar uno de mis más
grandes ridículos en mi vida. De pronto, ya acercándome a la salida del edificio del
instituto, aquel apretón en el hombro derecho que me resultaba ser tan familiar, hizo su
arribo en el día, pero a diferencia de los otros, éste no fue estático ni antesala de una
charla casual, más bien fue dinámico y momentáneo.
Qué tal la cerveza de la otra noche… rica verdad? Se trataba de Johan, quien al
decir tales palabras se fue alejando con una sonrisa que se dibujaba con picardía en su
cara.
Al llegar a la casa, corrí al teléfono para llamarlo y de nuevo pedirle una explicación de
su gesto que, sin lugar a dudas, me desconcertaba más y más. Él me insistía que era tan
solo un detalle, que no me armara historias donde no las había. Pero todo daba para que
yo sí me armara una historia; había protagonistas y una intención, esto era suficiente
para que existiese una. Al pasar de los días, los encuentros con Johan volvieron a ser
frecuentes. Tardes donde el plan era el cine, un helado o tan solo vitrinear por los
almacenes de ropa costosa. Sentía que cada vez me compaginaba con él en un sentido de
amistad, o por lo menos así lo percibía yo.
III. Buenos amigos
Nos habíamos convertido en muy buenos amigos; muchas cosas las compartíamos.
Tanto así que creíamos tener cosas en común. Nos contábamos intimidades,
experiencias. Yo, por ejemplo, le comenté la sensación que había tenido con el novio de
la compañera del salón. Él, por su parte, me había confesado que había tenido malas
experiencias con las mujeres. Cosa que para mí me resultaba muy normal. Los fracasos
de la mayoría de los hombres se deben a que ellos mismos se encargan de sublevar a las
mujeres y ya cuando quieren confesarlo todo y de concretar todo lo planeado, se
percatan que están demasiado altas, muy arriba, de modo que no tienen otro remedio
que resignarse y comenzar de nuevo la búsqueda. Lo malo es que minutos, dinero e ideas
fueron invertidos sin ninguna justificación.
Habían momentos en los que, como con el novio de mi compañera, me perdía al mirar
fijamente a Johan. De nuevo me rascaba la cabeza y ahí emergía otra vez la pregunta de
la que constantemente huía: ¿será que me estoy volviendo gay? Ya en esta oportunidad
no quise dejar por el aire esta cuestión, así que me puse a la tarea de averiguar si es que
los hombres se hacen o nacen gay.
Esta pregunta de la que ya empezaba a agonizar sólo y en silencio, me afligía cada
momento en que me detenía a ver un tipo procurándolo detallar de pies a cabeza.
Entonces, para no seguir cediendo espacio a esta tortura ni dar la más mínima muestra
por la que sospecharan de mí, me dediqué a buscar novia. Pese a ello, mi investigación
seguía por buen camino.
Sandra, una de las chicas con las que salíamos los viernes al bar, fue la más opcionada
para esto. Ya llevábamos varios meses saliendo en calidad de amigos, así que me resultó
fácil proponerle que fuéramos novios, a lo que ella accedió sin ninguna objeción. La
primera semana la pasamos de maravilla, incluso pensé que eso de haber creído que era
gay era pendejada del momento, a pesar de que aún me seguía viendo con Johan. Sin
embargo, no todo pararía ahí. Sabía muy bien que no todo era abrazos y detalles cursis
de lo que se trataba. Antes bien, debía hacer algo para poner punto final a esta angustia
dudosa y mordaz de mi cabeza de una vez por todas. Así que, estado los dos en la
cafetería, me acerqué a ella y, sin enhebrar muchas ideas, me abalancé sobre ella y la
besé. No niego que me sentí extraño. De hecho creí que la sensación debería ser más
placentera, que implicara más compenetración. Movía más mi boca junto con mi lengua,
pero lo único que conseguía era que la saliva se fugara por uno de las esquinas de la
boca, puesto que sí que éramos bastantes torpes para besar.
Frustrado por mi primer ensayo de comprobación, me despedí rápidamente de ella y me
fui a casa. Sentía que las sospechas acerca de ser o no gay se me estaban acabando. Por
lo pronto, quise centrarme en la documentación que pudiera conseguir al respecto y que
me guiara en mi camino a la aclaración total de mi duda que parecía negarse a
disolverse.
Constantemente veía y escuchaba por la televisión la posición de la Iglesia frente al
particular. Sin embargo, no me ayudaba de mucho que digamos pues sostenía que
aceptaba el homosexualismo como uno de los misterios del dolor, porque, en efecto y sin
discusión alguna, implicaba un gran dolor. Por eso la iglesia rechaza el pecado que
envuelve la práctica homosexual pero sabe que es necesario amar al pecador. Por otro
lado, tenía la oportunidad de leer en la prensa que era deber del campo científico dar
una explicación respecto de la condición homosexual.
Algunos afirmaban que un hombre llegaba a ser homosexual debido al rechazo que éste
pudo experimentar de niño por parte de la personalidad del padre y comenzar a ser
asociado con la madre. Inclusive, se hablaba de una teoría genética según la cual un
hombre o mujer pudiera haber nacido con un déficit de hormonas dependiendo del sexo.
En fin, ante cada lectura que hacia mi cabeza se revolcaba más en el embrollo. Una tarde
en la biblioteca leyendo el periódico ojeaba en uno de los encabezados afirmar que la
homosexualidad pudiera ser tenida como una enfermedad mental. Lo que me hacia
pensar que ser diferente que otro no puede ser tomada como una enfermedad o una
pandemia que pasaba de un país a otro, así no más.
Hasta el momento, mi tarea personal no había esclarecido mucho. Todos aquellos datos
eran el reflejo de ubicar el germen devorador de personalidades. No me sentía bien
sabiendo todas esas cifras, opiniones e ideas. De pronto esa no era la verdad, quizá no
estaba buscando bien; o mejor, aquello que quería saber no estaba ni en los diarios, ni en
los noticieros, ni en las revistas. Estaba en mi mismo, debía buscar era en mí; yo sería el
secreto de mi mismo. Por lo demás, dejé de visitar la biblioteca y me concentré más en
mí. En aceptar todo cuanto pensara y no dejar escapar cosa alguna que me ayudara a
aclara la duda que parecía apolillar con más fuerza mi dura cabeza.
Desocupado una mañana de sábado, decidí ir a la peluquería. Como coincidencia la
única que había cerca era la de Oswaldo´s Stilos. Solicité mi turno y me senté en la sala
de espera. Aquel olor de humedad emitido por el secador combinado por las secuelas de
los cabellos que caían al suelo penetraban en mi olfato reciamente. Habiendo terminado
con el fulano, sacudió la silla giratoria de color negro con bordes blancos. Con una voz
que vacilaba entre ser femenina y masculina Oswaldo me invita a sentar. Me cubre con la
capa que va hasta las rodillas y con un broche en la parte superior, me la fija en el cuello.
Qué corte quiere? Preguntó mientras me masajea el cabello.
No sé. Algo que crea usted me haga sentir bien. Le respondí un poco erguido en la
silla mirándome el rostro en el espejo.
No, pues dígame usted que es el que lo va a llevar. Hay muchas cosas que uno
hace para sentirse bien pero a la gente no le gusta y nos critica.
Con esta respuesta me di cuenta que ser gay no significaba ser ignorante. Ellos al fin de
al cabo son personas, piensan, y se dan cuentan de lo que pasa a su alrededor. Después
de esto le indiqué lo que quería y la manera como me quiera ver. No aguante las ganas de
preguntarle acerca de su condición; así que me lance con una pregunta muy ingenua:
Disculpe, ¿le puedo hacer una pregunta?
Si claro…
¿Usted se siente bien como se muestra?
Lo dice por lo que soy…, perdón, por quién soy?
No, lo digo por lo que me dijo hace un momento. Me impacto mucho esa
respuesta. De hecho no me la esperaba.
Entre tijerazo y tijerazo Oswaldo me exponía su punto de vista. Él también creía que el
gay nacía, ya que ante todo, el gay es humano, y los humanos nacen. Ahora, que en la
medida en que iban pasando los años, el gay iba descubriendo su condición, la mujer que
dormía adentro, y que cuando despertaba ¡bum! Estallaba la barra de confetis listos para
la fiesta de plumas. De hecho, me contó una historia bastante curiosa. Era de una mujer
lesbiana de nombre Carolina Vega quien había vivido dos etapas en su vida. Había
comenzado a percatarse de su condición a la edad de los ocho o nueve años. Al principio
ya de su adolescencia escuchó a su madre detrás de la puerta de la cocina cuando
hablaba con una vecina que preferiría ver a su hija ―entre cuatro velas‖, antes que saber
que ella fuera homosexual. Oswaldo continuaba diciendo, al referirse a la misma señora,
que ella tenía que reprimirse mucho. Usaba vestido delante de su madre, para crear su
propio mundo de posibilidades normales en el que, para su madre, ella crecía como una
niña corriente.
Oswaldo decía: ―en mi trabajo me respetan porque yo respeto a los demás; pero la gente
no es boba, porque mi aspecto habla por mí. Por lo demás, el que quiera tratarme como
soy, me trata. En cuanto a los demás… nadie me paga mis ―gusticos‖. No logro entender
por qué alguna gente discrimina: yo nací así. Nadie discrimina a otro porque sea zurdo o
diestro para hacer las cosas, porque tenga los ojos de un color y otro de otro. Eso de que
la gente ―Se hace gay‖ es una de las más grandes pendejadas que en la vida mente alguna
ha pensado. Nadie quiere ser distinto a los demás‖.
En medio de toda la charla, a la que por cierto otras personas opinaban mientras
esperaban sentadas su turno, Oswaldo por fin había terminado el corte. Le agradecí y él,
como pulido gesto de cordialidad me dio la mano con un: ―Siempre por aquí a la orden‖.
Me fui a casa rascándome y sacudiéndome la cabeza del cabello cortado que aun tenia
sobre la coronilla. Las palabras del peluquero habían logrado hacer tanto mello en mí
que en adelante creí que ser gay era una cuestión singular pero que exige la
participación de dos partes, lo que yo sentía por dentro y lo que hacía sentir a quienes
estaban por fuera de mi. Lejos de considerarla como una enfermedad, entendí quera una
cosa no muy bien aceptada entre la mayoría.
IV. Angelo, soy yo!
Los vientos de agosto habían comenzado a aparecer. Es el mes de las cometas y pronto
los negocios comenzarían a ser impregnados de estos simpáticos artefactos voladores.
Johan estaría por llegar a casa una tarde de sábado. Al llegar noté que tenía en su mano
un empaque cilíndrico y alargado plástico. El plan: volar cometa. Habíamos escuchado
de un lugar ausente de cuerdas eléctricas y cosas por el estilo. Fuimos allí y lanzamos la
cometa que tenia la apariencia de un ave. De niño tenía la costumbre de hacerle un
agujero a un papel, escribir un mensaje, y pasar por allí el royo de la piola con el fin de
que el mensaje fue elevado lo más alto posible. Las horas pasaron sin ser muy tenidas en
cuenta. Las sensaciones ―extrañas‖ volvieron a aparecer estando de frente de Johan
cuando recogíamos juntos la piola de la cometa.
Le pregunto algo? Dije.
Si claro, pregunte.
A sentido la sensación de verse extraño enfrente de algunas personas… en especial
en frente de los hombres?
Cómo así? A qué tipo de sensaciones se refiere. - Preguntó intrigado.
Una sensación como de…
Al decirle con vacilación, fue evidente que lo que quería decirle era algo de lo cual no me
sentía muy comodo hablando.
Gusto? Atracción? Completó mi sentencia pero en calidad de cuestión.
Me está diciendo que le gustan los hombres?
La frialdad de esta pregunta llegó a mí como si se tratara de filosos cuchillos que pasaran
sobre mis brazos y pecho rasgando mi piel. No pudo ser más directo y crudo, porque las
condiciones no se las permitieron.
No obstante, sentía que me estaba liberando de un peso que estaba alimentando sobre
mi espalda. Sentía que algo muy profundo de mí se abriera y volara, como era el caso de
la mariposa. Así era yo. Una mariposa de cuya cápsula de seda había emergido batiendo
mis alas a pesar de los fuertes vientos que me ofuscaran. Johan me tomó por los
hombros y me miró de frente, estirando la esquina derecha de su boca, como queriendo
insinuar una sonrisa.
Por qué cree que he estado a su lado todo este tiempo?
Por qué?
Porque en sus ojos veo ese no sé qué en no sé dónde, que hace que no esté
tranquilo.
No entiendo lo que me dice. Dije mostrando ingenuidad y que efectivamente no
entendía ni un carajo lo que me decía.
Tranquilo. Todos dicen lo mismo al principio. Y sonrió.
Yo sentía que Johan iluminaria el camino para poderme revelar, aunque sabía que el
trabajo era todo mío. En incontables oportunidades hablábamos de aquello que tenía
que descubrir, cómo hacerlo y, quizá lo más importante, según él, cómo mostrarlo sin
morir en el intento. Ya no lucharía por develar algo que sin planearlo mucho había salido
casi que por antonomasia.
Era obvio que la relación con mis padres no debía cambiar, mucho menos con papá, para
quien debía seguir siendo el ―varón‖ de la casa, después de él, claro. Aunque con ellos la
relación no la cambie con evidentes razones, si cambie un poco, pero tan solo un poco
con las chicas del curso de secretariado. Ellas se dieron cuenta que las salidas los viernes
al bar aledaño comenzaron a disminuir, o por lo menos conmigo. Antes bien, prefería
irme con Johan a un lugar donde no fuéramos que simular que en el fondo queríamos
revelar. Aquella barrera que creía inquebrantable, se desintegró como una pared de
terrones de azúcar al caerle unas cuantas gotas de agua. El bar se hallaba ubicado a las
afueras de la ciudad. A medida en que nos íbamos acercando en el taxi, a lo lejos un
letrero enorme de tubos de neón tenía escrito en letras unidas la palabra ―Púrpura‖.
Estando en la puerta de acceso, mientras nos requisaban para poder seguir, las
vibraciones en el piso lograban ser sentidas en los pies. Sentía cómo la adrenalina hervía
en mi interior y mi corazón registraba una aceleración de pálpitos por segundo. El bar
era como una cascada de posibilidades que, en mi insípida ignorancia, creía
inimaginables. El humo artificial con un sabor acanalado y la esfera giratoria en el centro
emitiendo sobre todo a su alrededor diminutas lucecillas hacían de aquel lugar un
mágico mundo de epifanías. Cada hombre y mujer que danzaba al ritmo de los bajos y
los sonidos artificiales y electrónicos emanaban su propia luz, su propia historia, su
propio mundo. Alejados de quienes se clasificaban entre los normales, los ―anormales‖
como eran llamados, aunque yo también dentro muy poco comenzaría a serlo,
bailábamos y saltábamos de gozo y orgullo de ser quienes no elegimos ser. Ninguna
condición sexual humana, es el resultado de una decisión anticipada, pues eso es tarea
del creador en su desconcertante forma de proceder. Y digo desconcertante, no en el
sentido de no entender el porqué nos envía en medio de quienes nos rechazan, sino por
qué permite que nos rechacen. No se trata de ser diferente, se trata de aceptar la
diferencia.
Los días pasaron en el calendario como se evapora el agua ante la inclemencia del sol.
Pero no así, las ansias por llevar a un mayor nivel de aceptación por parte mía
comenzaron a crecer. La unión con Johan se robustecía a pasos acelerados. A mediados
de Noviembre, como era la costumbre, que por cierto no la conocía, se celebraba ―La
noche púrpura‖ en el bar donde era constante nuestra presencia. Pronto me hice conocer
y también hice ―amigas‖. Todos nos llamábamos por el nombre femenino que teníamos.
Estaba Yersi, Nina, Mónica, Johana, y yo, Ángela. ―La noche purpura‖ era un evento que
exigiría mucho de todos por lo que me cuentan. Todos están pendientes que del
maquillaje, las pelucas, los zapatos, los aretes etc. Aquella esperada noche seria mi
primera transformación como mujer. Vería desdibujado mi rostro habitual para dejar
volar la mariposa que llevaba en mí. Como era nuevo en todo, Johan o más bien
―Johana‖ estuvo muy pendiente de mí. No me dejaron ver en el espejo hasta tanto no
quedara arreglada. ¡Ay, mierda ya estoy hablando como mujer! Pero bueno, sigamos.
Como si se tratara de un lienzo, muchos deslizaban sobre mi rostro pinceles polvorientos
y pequeñas espumillas circulares con base. Por lo menos eso escuchaba que era.
Bueno Ángela, listo? Dijeron en coro.
Yo sólo afirmaba con un movimiento suave de mi cabeza. Opté por cerrar mis ojos.
Movieron la silla en dirección al espejo y me dieron la señal. Al abrirlos, pensaba que si
tuviera un hermanita este debería ser su rostro. De Ángelo no había nada, tan solo la
sangre y los huesos, porque su rostro era de una prisionera que salía de su celda tras ser
liberada de sus ataduras de la discriminación social y negación singular de la naturaleza.
Toqué con delicadeza mi mentón y mis mejillas. Hasta entonces había descubierto que la
mariposa había roto su capsula y comenzaba a volar. La noche no solo fue púrpura; fue
el esplendor de toda una cascada de arcoíris que engalanaba el hechizo fugaz que se
esforzaba por perpetuarse en cada segundo que pasaba en aquel mismo lugar.
Lo vivido en aquella noche pronto se había transformado en un cúmulo de recuerdos
que flotaban en la ciénaga de mi mente; recuerdos que jugaban vacilante en la superficie
de mi inconsciente hasta reposar en playas de blancas arenas y tenue brisa.
Aun cuando era la mayoría de las ocasiones en las que iba al bar acompañado, también
habían aquellas en las prefería ir solo. Como cuando estando en él, sentado en la barra
de licores, pedí un trago al cantinero, quien sin demora colocó una copa y la llenó. Al
hacer el primer sorbo giré en dirección a mi espalda, dando la vista a la pista que pronto
se comenzó a llenar de parejas, pero aun así seguía sintiéndome sólo. En medio de todos
los cuerpos danzantes al ritmo de merengues y salsas, había un solitario igual a mí al
otro lado de la pista. A pesar de la distancia fijé mis ojos en él, mientras sentía que era
correspondido. Una mujer de cabellera larga se había levantado y se dirigió a él.
Salieron a bailar. Mientras más nuestras miradas se entrelazaban una en medio de la
otra, este fulano imprimía un mayor dinamismo en su baile. Yo seguía los compas de la
melodía con mi dedo índice golpeando la copa. Al notar la escases de la bebida me di
vuelta e hice el amague de que me iba. Al apoyar mi pie derecho sobre el suelo, el
bailarín anónimo se encontraba ya a mi lado. Pidió dos tragos y me ofreció uno. Quise
negarme pero él insistió.
Jamás había tocado mis labios con un cigarrillo hasta esa noche que, por no desentonar
con el ambiente ni mostrar desventajas, lo encendí con la caja de cerillos que se
encontraba encima de la barra.
Fuma? Le pregunté con la intención de ofrecerle.
De vez en cuando. Eso depende del momento y la ocasión. Dijo
Es extraño ver que ya con una trago en la mano y con un cigarro en la otra no nos
sepamos los nombre. Sostuve presumiendo saber manejar situaciones como esta.
Es necesario? Contrapuso.
Es cortesía. Insistí.
Siendo así, mucho gusto mi nombre es Darío. Dijo mientras me extendía la mano
después de haber dejado el cigarro en el cenicero.
Ángelo, soy yo!
Apreté su mano queriéndole arrebatar una buena impresión, pues según dicen por ahí,
la primera es la más importante y la que más vale. Pero al parecer el esfuerzo que hice
fue en vano. Con un chasquido con su lengua contra su paladar, fue más bien él quien
me arrebataría una buena impresión. La frescura y la tranquilidad que mostraba era al
así como contagiosa. Me acomodé poniendo mis codos sobre la superficie plana de la
mesa. Quise darme el papel del receptor, de modo que esperé a que él me entablase el
diálogo o tema, o lo que fuese. Así pasaron como unos dos o tres minutos; lanzados al
escueto silencio como si el tiempo perdiera su validez para el existencia humana. Tanto
me suscitaba misterio su petrificado ánimo, que le resultó fácil, acabar de un sopetón el
trago, y levantarse de donde estaba. Lo vi salir entre la gente sin cruzar palabra con
alguien. No aguante. Así que, a ejemplo de él, medí el contenido de la copa con la
profundidad de mi garganta, tanteando que no me fuera a provocar náuseas al momento
de ingerirlo. En mi mente hubo una cuenta sin haberla pedido.
Darío por su parte entrelazó sus dedos llevando sus pulgares sobre su boca, con la que
dibujaba una tenue y delgada sonrisa. Sin mayor deparos y manteniendo una prudente
distancia la charla se fue desplegando paulatinamente. La melodía de la música no
desafinaba con el ambiente de dos hombres entregados al misterio que el uno guardaba
y que develaba poco a poco, queriendo dejar entrever el enigma de la condición humana.
Cerca de las dos y media de la mañana y ya con poca gente dentro del bar, me inundó un
afán de esos que desborda cualquier tranquilidad y aniquila la mansedumbre de una
noche de revelaciones. Me despedí de Darío con un fuerte apretón de manos, nada
ordinario.
¿Nos volveremos a ver? Preguntó
No sé, quizá… a lo mejor! Respondí vacilante, sin dejar ningún rastro de
compromiso para un próximo encuentro.
Cada uno tomó su respectivo taxi. Yo por lo menos tomé el primero que arrimó e
indiqué al conductor el destino. Ya en casa y recostado en la casa con la mirada en
dirección hacia el techo, no podía conciliar el sueño. Un nubarrón de imágenes
trasegaban en mi mente una a una, como queriéndome insistir que lo vivido en aquel bar
marcaba un nuevo rumbo a mi vida. ¿Será así? Lo cierto es que, sin lugar a dudas, lo
vivido develó un nuevo horizonte que desconocía o que por lo menos me negaba a
aceptar.
V. Despertar en las calles.
En cada oportunidad de encuentros y salidas con compañeros de estudio o amigos me
resultaba ser un momento en donde sentía más cerca lo que en algún instante en el
pasado me negaba para mí. De tanto, hubo un hecho que me catapultó en este despertar.
Los chicos con quienes asiduamente nos reuníamos en el bar comenzaron a empaparnos
de una manifestación por las principales calles de la ciudad en contra de unas
declaraciones dadas por un congresista sobre las parejas gay. Iba a ser una cosa muy
organizada que incluso contaba por el patrocinio de fundaciones que apoyaban esta
clase de iniciativas. No obstante, mientras nos ilustraban sobre lo que iríamos a hacer,
en mi mente pasaban muchas objeciones que no sé si llamarlas ―de la conciencia‖.
Pensaba, por ejemplo, que de participar significaría mostrar a todo cuanto viera la
marcha mi condición. De hecho no sabía si era para mí una nueva condición o una
identidad, no sabía. Me hallaba como en un limbo de identidad en el que me frustraba
tras no saber por dónde definirme, y eso debía acabar. No sabía si era ya, mañana o
después, pero que le daba punto final a mi incertidumbre, se la daba.
Tras haber confirmado la participación de la mayoría de quienes nos encontrábamos allí,
Johan se me acercó, posó su mano en mi hombro derecho y me preguntó:
Qué tiene, lo noto callado, ¿le pasa algo?
Lo miré fijamente, le sostuve mis temores y el reto que esto representaría para mí salir a
la manifestación. Apretando sus labios unos contra otros, se sentó a mi lado y me
contrapuso.
Mire Ángelo, no sé si mis palabras le sirvan de algo, pero lo que sí sé es que no es
el único con ese temor. Para muchos que nos entramos acá, salir así sea a la esquina,
siempre será un reto. Las miradas inquisidoras de quienes se hacen llamar a sí mismos
―normales‖ estarán siempre encima de usted, de mi, de todos los que queremos luchar
con aquello con lo que hemos nacido. Ese es el precio de ser diferentes entre quienes,
según la constitución, somos iguales.
Johan cuando se ponía en tónica trascendental o en actitud de ilústrame, era muy sabio
y muy objetivo. Era consciente del reto de vivir el ―despertar‖ como le llamábamos a lo
que algunos frívolos califican ―salir del closet‖ porque no éramos ropa de sacar, lucir y
poner en la cesta de la ropa sucia para luego volver a ―sacarla del closet‖. Muy a pesar los
argumentos que Johan me había dado, mis temores persistían en quedarse en mi cabeza.
¿Qué pensarían mis compañeros del vecindario, inclusive, los mismos vecinos? ¿Qué les
pasaría por la cabeza a mis padres cuando me vean en estas, sobre todo a mi papá?
¿Dónde queda el ―varón‖ del que en algún momento se jactaba tener?
Habíamos sido citados a las ocho de la mañana en la plaza central de la ciudad, con un
buso blanco y algo para defenderse del sol. Aunque pensándolo bien, de lo que realmente
me debía defender era de las miradas que se mostraban mas fulminantes que los mismos
rayos del sol, pues su brillo, quiérase o no, llegaba a todos sin importar su condición.
Tras oír una fuerte sirena de forma simultánea la multitud comenzó a marchar. Con
pendones alusivos al respeto por la diversidad de género y un rechazo contundente a la
homofobia, Johan y otros compañeros lanzaban consignas a quienes, como tratándose
de un desfile más, nos miraban secos, como no queriendo tomar partido ni mucho
menos mostrar signos de aprobación o desaprobación.
Era cuestión de minutos o quizá algunas horas para contagiarme de todo ese fulgor de
gritar a pulmón herido un sentimiento que nacía en lo más profundo de las entrañas.
Quizá por terapia o no, traducir en palabras un sentimiento para parecía no tener
lenguaje era lo que me hacía falta hacer. Era como un especie de liberación, de soltura y
rompimiento lo me impulsaba a que una consigna fuera gritada con más ímpetu que la
otra. Durante la marcha, dirigía mi mirada hacia mis pies y luego hacia atrás en muestra
de mi empeño en comprender lo complejo que es vivir la diversidad dentro de la
homogeneidad. El camino recorrido ejemplificaba de manera singular lo mucho que
debía recorrer dentro de esta lucha. Porque en últimas, el despertar era un estado de
transición, un paso de estar dormido a no estarlo; de estar abajo, para luego subir. Lo
que significa que el despertar es un acto ascendente, primero en mí mismo y luego en los
demás. Miraba a mí alrededor y pensaba que todas esas personas, mujeres, hombres,
jóvenes, adultos, estaban allí no movidos por un capricho, porque despertar nunca será
un capricho, aunque así quieran que parezca. Estaban movidos más bien por una
convicción, un ideario singular y personal que merecía ser escuchada por todos quienes
hacían parte de nuestro alrededor.
Tras tres o quizá cuatro horas de manifestación, ya con el cansancio evidenciado en los
rostros, llegamos a la plaza central en donde sin estar planeado, nos esperaba un especie
de concierto por parte de algunos grupos musicales que se dieron cita al evento con
ganas de mostrase y de pasadita, apoyar la iniciativa. Jamás en mi vida había sido parte
de una cosa como la que viví aquel multitudinario día.
Eventos como estos comenzaron a ser asiduos en mi agenda. El impacto social del
despertar tenía un precio. En ocasiones me veía sumergido en profundas inquietudes,
como por ejemplo ¿Era yo un hombre en búsqueda de una mujer o por el contrario una
mujer luchando por salir de un hombre? No había duda de que debía liberarme de
algunas críticas mal intencionadas; de esas palabras que en vez de construir, derrumban
cualquier voluntad de felicidad. El precio por revelar lo que en mi interior se venía
confeccionando debía ser soportado a cambio de lograr mi realización, pero que por ser
mía, no estaba del todo excluido de riesgos.
VI. Inquietudes profundas.
Cierta tarde acompañé a Johan de visita a un viejo amigo que se encontraba de paso por
la ciudad. Entramos a un corredor algo extenso hasta llegar a un patio bastante amplio.
Allí nos recibieron unas niñas muy amables quienes nos preguntaron los nombres y la
edad. Nos hicieron pasar. Yo me senté, mientras que Johan se escurrió entre la
muchedumbre para saludar a su amigo. A lo lejos, Johan me señalaba al tanto que su
amigo, de contextura algo delgada, saludaba pausadamente. El patio se fue llenando
minuto a minuto. Después de esperar casi media hora, probaron los micrófonos y un
hombre saltó al escenario. Sonriente y con una de sus manos dentro del bolsillo del
pantalón, extendió su mano a lo alto, indicando su presencia. Habiéndonos percatado de
la señal, todos, o por lo menos la gran mayoría, nos dispusimos a estar atentos.
En el telón de fondo fue proyecto un titulo que se leía: Homosexualidad y Sida.
Inmediatamente miré a Johan, quien, levantando una ceja y con suaves movimientos
afirmativos que hacía con su cabeza, me insinuaba la necesidad de conocer este tipo de
realidades. Al comenzar la charla, sobre mi mente llegan un cúmulo de cuestiones que
rara vez tenía la oportunidad de hacerme. ¿Qué tenía en común el Sida y la
Homosexualidad? ¿Por qué casi siempre se solía a relacionar esta enfermedad con el ser
homosexual?
Tras haber transcurrido casi una hora de diálogo, no había duda que yo salía con algunos
interrogantes resueltos, pero además se me habían creado otros más. Pensaba, por
ejemplo, si en la actualidad se habla de ―orientación sexual‖, entonces ¿por qué se habla
también se opción? ¿Es mi ―orientación una opción‖? Desde que nacemos, naturalmente
ya existen ciertas orientaciones definidas como son la masculina y la femenina. Por lo
tanto, cualquier orientación fuera de ellas, seria estimada como una ―des-orientación‖, es
decir algo fuera de lo normal. Esto quiere decir que ser o estar fuera de lo normal, es una
opción que quien quiera. Es una opción de-orientarme. Sin embargo, ser anómalo
¿implica la imposibilidad de ser feliz o inteligente, o de poderme desempeñar en la
sociedad? Creo más bien que la anomalía seria todo lo contrario. Ser infeliz por no
poderme desempeñar en la sociedad es la mayor de las anomalías.
La tarde del viernes de aquella misma semana, se me acercó una señora de vestido
modesto y maquillaje moderado, y me dijo:
¿los homosexuales hombres siempre prefieren sexualmente a los mismos
hombres?
No negué mi grado de incertidumbre ante tal pregunta. Sin embargo, quise que la
explicara, a lo cual ella se negó alegando claridad ante lo preguntado. Era nuevo en todo
esto, así que sólo me lancé a responderle con todas las posibilidades de equivocarme.
Yo creo que la preferencia siempre implica una elección, y casi siempre, las
elecciones se dan por conveniencia o complacencia. Si yo prefiero a un hombre en vez de
una mujer, es porque veo en los hombres aquellas cosas que me hacen falta realizarme.
Un inevitable gesto de inconformismo por la respuesta se notó en la señora. Pero la
cuestión no paró ahí
¿realizarse de qué o en quién?
Inmediatamente sin vacilar ni un segundo le respondí con ganas de impresionar:
Pues como persona…
Sin lograr mi objetivo de impresionarla, ella contrapuso:
Es interesante ver cómo muchos hombres homosexuales reclaman su
masculinidad como preferencia sexual. Pero también, muchos de estos mismos hombres
adoptan, dentro de su condición como pareja homosexual, el rol de mujer…
Ante esto, no tuve otra salida que silenciarme y alimentar más mis inquietudes. Después
de esta cadena de aclaraciones que caían sobre mi cabeza, la señora en tono
cuestionador, me hizo una última pregunta.
Dime una cosa… cuando un hombre homosexual logra transformar su cuerpo,
¿cómo debería dirigírsele: él o ella?
Mientras mis ojos recorrían de arriba a bajo el espacio, comencé a maquinar mi
respuesta.
Pues, yo creo que a las personas se les debe llamar según lo que representa.
Pero lo que representan no siempre es su esencia. O, ¿sí? Lo que quiero decir es
que la homosexualidad es una condición que en algunos se aceptan en otros se elijen…
La charla continuo en medio de preguntas y repuestas. Unas inmediatas otras con
alguna tardanza. Pero siempre con una actitud increpante y cuestionadora, más nunca
inquisidora. Aquella tarde Johan y yo salimos del encuentro con un sinnúmero de
razones para justificar tanto las acciones como las decisiones.
VII. Una mala experiencia.
Las cosas siguieron transcurriendo normalmente, sólo hasta la tarde de un caluroso
sábado de ocio. No recuerdo a quien le había escuchado que ―la soledad es la madre de
todos los errores‖; pero precisamente a Johan la soledad le llevaría a hacer cosas que ni
aun la compañía más anhelada sería capaz de retrocederlo. Johan había accedido a una
página web para chatear con desconocidos de la zona. Después de crear su perfil y
establecer sus intereses, pronto fue contactado por un ―alguien‖ quien manifestó sentirse
intrigado por ―Floro‖, pseudónimo que Johan utilizó en la página web. Después de casi
hora y media de intercambiar frases, elogios y halagos picarescos, acordaron una cita
con ―‖serio_30‖. Acordaron una cita en un café del centro comercial ubicado en el centro
de la ciudad a eso de las tres de la tarde.
Acordaron la manera cómo iban a vestirse para lograr ser reconocidos entres sí. Johan
propuso que iría de jean, camisa azul y lentes de sol tipo piloto. El intrigante fulano con
quien se encontrarían manifestó presentarse en bermudas y un buso azul aguamarina.
Envuelto con un nerviosismo desesperante, Johan salió a su cita. Minutos antes de las
tres, disimulaba mirar algunas vitrinas de los almacenes cercanos al café en el centro
comercial con el objetivo de verificar la llegada de su enigmático acompañante. Pasadas
las tres de la tarde, Johan se percató de la llegada de un sujeto que daba la casualidad
cumplía con las características acordadas. Notó que había tomado asiento y pidió un
café. Se veía algo mayor para Johan, pero de cualquier forma había cumplido lo
acordado, así que Johan no tuvo más remedio que corresponder a lo pactado.
Hola… ¿eres serio_30? Preguntó tratando de esconder su nerviosismo con una
delgada sonrisa.
Si como no, eres ―Floro‖ me imagino.
Si.
Mucho gusto, mi nombre es Richard, y el tuyo es…
Johan.
Richard era un tipo corpulento de treinta años de edad y que emnaba ciertos aires de
seriedad. Tiempo después del saludo Johan pide una bebida fría para contrastar. La
lluvia de preguntas no se hizo esperar por parte y parte. La intriga por saber el uno del
otro dominó por un buen rato, hasta que comenzaron a emerger las primeras risas, signo
de que todo iba por buen camino, bueno hasta ahora. Después de casi una hora y media
de amena charla decidieron salir del café y dirigirse a un bar. Llegados al sitio una par de
finas cervezas reposaron en la mesa. Una tras otra, las cervezas situaron al cuerpo en un
estado al que sólo se percata cuando comienza a hormiguearle la cara.
De pronto, de un momento para otro comenzaron a hablarse con mayor cercanía. La
música en alto volumen fue el pretexto suficiente para lograr este acercamiento que
luego terminó con un furtivo rose de labios. Fue tan casual este ―beso‖ como la decisión
de ir a terminar la noche en el apartamento de Richard. Una vez en el lugar y habiendo
compartido un buen momento de mutuo placer, Johan decidió despedirse e irse para su
casa, pero lo que le ocurriría segundos después no tendría precedentes en su vida.
Mientras salía del apartamento de Richard, una mujer de rubio cabello recogido se
bajaba de un taxi. A Johan no le llamó la atención este detalle así que hizo caso omiso y
siguió. Contaría unos cinco o quizá seis pasos cuando una llamada con fuerte voz
femenina se hizo notar:
Ey! Usted…!
Johan volvió su rostro en dirección a donde provenía la voz. Se sintió increpado.
Un inesperado frio se posó sobre su estomago como premonición de que algo no muy
conveniente iba a suceder. La extrañada mujer le cuestionó los motivos por los que él
salía de su casa a tan altas horas de la noche. La sorpresa fue que dicha mujer era la
esposa de su recién conocido. Inmediatamente quedó atónito al descubrir esto que para
Johan sería una barbaridad. Sin mediar palabra alguna Johan saló hacia la avenida
principal para tomar un taxi e irse para su casa. Confundido y algo estupefacto llegó a su
casa y se acostó tratando de procesar esta avalancha de sensaciones que había vivido en
una sola noche. Esto Johan me lo contó al día siguiente sentado en el café del centro
comercial, el mismo que fue testigo del aquel furtivo encuentro.
VIII. Colorín colorado
Mi vida siguió transcurriendo sin muchas novedades. Después de mucho tiempo, por fin
me estaba acercando a la terminación de mis estudios superiores. La necesidad del
trabajo era algo innegable. Así que sin dudarlo tanto, me dispuse a consultar cuanto
clasificado fuera posible en búsqueda de una bacante. De pronto, después de tanto
insistir y esperar, leí que se necesitaba una persona joven para atender un negocio, no se
especificaba en qué consistía. Tomé los datos y me dirigí al lugar. En efecto, allí se
encontraba un señor robusto sentado en una oficina. Me presenté y hablamos del trabajo
y los requisitos. Se trataba de un bar. Pensé que ante la necesidad cualquier cosa podría
resultar, y resulto esto así que ni modo. Me presentaría el lunes pasadas las cinco de la
tarde para adecuar el lugar. Legado el tan anhelado momento, traté de hacer todo o
necesario para agradar en mi desempeño. Procuraba que mi condición no se viera
afectada para nada ni por nadie, como también procurara no incomodar.
Aquel año fue muy interesante para mi vida. Se trataba de mi primer trabajo y de la
planeación de mis primeros proyectos. De noche seguía disfrutando transformándome
en mujer adoptando el nombre de ―Ángela‖ y, como siempre, acompañada de ―Johana‖,
con quien cultivamos una muy solida amistad.
Siempre he pensado que los sueños y las ilusiones son el mejor combustible para la
máquina de la vida; sin ellos, sencillamente viviríamos arrastrados por el azar del
destino, sin rumbo ni destino seguro. Camino por las calles de mi ciudad siempre con un
prejuicio de discriminación por parte de una sociedad que juzga la diferencia y tolera la
indiferencia. Pero sé que día tras día este prejuicio logrará ser limado por nadie más que
por mí. Yo será el juez de mi mismo y de mi historia que es como una edificación que se
levanta después de cada elección. Yo elijo como fruto de mi libertad. Ahora, ¿Qué si elegí
ser quién soy? Pienso que si hubiera tenido la posibilidad de elegir quien debiera ser,
quizá me equivocaría, pues la perfección de una realización personal es tal, porque
precisamente nadie se elige a sí mismo.