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Prefacio

No ha transcurrido demasiado tiempo desde que comencé a publicar mis libros

sobre el envejecimiento, alertando sobre el Boom de la longevidad y sus consecuencias

para las que, definitivamente, no estamos preparados.

Hay un antes, cuando los padres se morían, digamos… mucho más sencillamente:

los padres envejecían mientras los hijos iban creciendo y, casi sin darse uno cuenta, los

padres partían; de esa forma se mantenía un cierto equilibrio.

Y hay un ahora, en el cual, con el aporte de los adelantos en medicina, farmacología

y confort, no es así; ahora los hijos crecen y los padres, en lugar de morir, pueden

acompañarnos durante diez o veinte años más. En la mayoría de los casos con su

magnífica sabiduría y las “nanas” lógicas de la edad; pero, en otros, los más tristes, sin

que siquiera nos reconozcan.

Por otra parte también la ancianidad llega más tarde, pues cada vez son más las

personas mayores que se mantienen viviendo por su cuenta, y no son una carga para los

hijos hasta... siempre hay un hasta.

¿Cómo no va a tomarnos desprevenidos semejante cambio? Esta nueva situación

requiere de todos nosotros no sólo prevención física, nutricional, y espiritual desde

muchas décadas antes, sino una efectiva planificación, para ver cómo vamos a solventar

el mantenimiento de esa persona, de acuerdo con las inciertas condiciones que pueda –o

podamos– atravesar.

De manera que, ante esta certeza de saber que ahora los tengo que cuidar yo,

sería bueno anticiparnos: si no tenemos los medios económicos, deberíamos encontrar

las formas, sin que se nos vaya en esa tarea nuestra pareja, nuestros ahorros, ni nuestro

proyecto vital y, por sobre todo, nuestra paz interior...

Me propuse en estos libros tratar varios temas, para dar ejemplos de cada uno,

porque creo que es bueno darles a los hijos una amplia perspectiva, pues nadie sabe cuál

de las muchas situaciones complicadas le van a tocar en suerte con el paso de los largos

años por venir. Si mi madre o mi marido envejecen –o, como es el caso en este libro, mi

padre–, es porque el paso del tiempo nos sucede a todos, y me incluyo. Suponer que le

pasa sólo al otro, es una ingenuidad que podemos permitirnos sólo durante algún tiempo;

sin embargo, enfrentar la situación y hacernos cargo de ella, será lo que nos vaya

ofreciendo las mejores opciones en cada momento.

Debemos reconocer que los hijos… no estamos preparados. Primero, porque nos

cuesta desprendernos de la imagen de papá protector y asumir que ahora somos

nosotros quienes debemos cuidarlo a él. En la mayoría de los casos, como tampoco ellos

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planificaron su vejez, las discapacidades los toman por sorpresa, y muchas veces no

pueden salir de su asombro. ¿Cómo me pasa esto a mí? –dicen– ¡Esto no es vida!

Como ya leerá en el libro, siempre insisto en que vivir es un trámite personal; pero,

además, es una tarea que deberíamos comenzar a realizar ya, porque tenemos

demasiadas décadas por delante, ¡muchas más de las que en realidad creemos! El

promedio de la gente de mi generación vivirá más de 80 años, la de mis hijos más de 90 y

la de mis nietos más de 100. Esta es una verdad científica... que nos lleva a una paradoja

incuestionable: los padres, legalmente, deben sostener a los hijos hasta los 21 años, pero

cada vez hay más hijos que deben sostener a sus padres por más de 21 años en su

vejez. ¿Lo había pensado de esa forma?

En este libro, lo que quiero es tender un puente entre el increíble avance de la

medicina –que nos asegura muchos más años de vida; o sea, longevidad y la calidad de

vida– que debería acompañar a esos años y que, en general, está ausente.

Por un lado, el lector se encontrará con ejemplos y situaciones reales y típicas,

como hacer una recorrida por cien médicos especialistas, no dejarlo que coma lo que no

debe para cuidar sus niveles de colesterol, que deje de fumar a los ochenta porque lo va a

matar, las discusiones de cada día porque no quiere tomar la medicación etc. Y, por otro

lado, lo enfrentaré con algunas ideas provenientes del corazón, incluyendo el grato y

alentador pensamiento: ¿qué es lo mejor para mi padre? De pronto, la respuesta podría

ser: es cierto que tiene colesterol, ¡pero la única satisfacción a esta altura de su vida es

comer chocolate!

Si él tiene 85 años, está deprimido y algo perdido, pero su estado físico es

bueno, es un admirable logro para los médicos que lo atienden; pero, en términos de

calidad de vida… es de dudosa eficacia.

Cuando hablo de acompañar el envejecimiento, también hablo de la pareja, de las

relaciones de padre e hijos, entre los hermanos en relación con los padres, nueras y

yernos, sin olvidar que cada uno de nosotros, además, lleva dentro sus propios temores

con respecto al envejecimiento.

¡Los míos, creo que se remontan a la época de El viejo Robles! ¡Qué miedo!

Literalmente, era El Viejo de la Bolsa. Fueron mis primeros contactos con la vejez de

alguien que no parecía tener parientes, si bien sus sobrinos vivían en la esquina de casa.

Hoy me da risa y ternura a la vez, ¿cómo es posible, con los miedos y angustias

que ese anciano vecino me produjo?

Él tenía pelo largo hasta los hombros, una barba enorme, la tan mentada bolsa y un

palo, sin faltarle el sobretodo raído que usaba tanto en invierno como en verano, y

caminaba como meditando cada paso que daba. Si bien mi madre nos decía que no

teníamos que ser crueles con el Viejo Robles, la realidad es que lo éramos y cuando

pasaba nos burlábamos de él gritándole Vie-jo-ro-bles-Vie-jo-ro-bles. Este viejo, tan viejo

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como legendario –tendría como sesenta años–, provocó en mí los primeros miedos a los

peligros de la calle.

Todos tenemos un Viejo de la Bolsa dentro; una figura que será diferente en cada

uno, pero que simboliza un conjunto de temores envueltos en malos entendidos, y que

haría falta mirar con detenimiento para dejar ir todos los miedos, que lo único que logran

es que seamos seres maniatados, incapaces de usar nuestra libertad, para que, entre

otras cosas, nos permita envejecer con humor.

Es lógico que usted se vea enfrentando esta etapa de la ancianidad de su padre con

temores e incertidumbres, con preguntas tales como: ¿por qué?, ¿cómo?, ¿qué hago, qué

no hago? Por ese motivo me he propuesto darle herramientas en los contenidos de este

libro para poder prevenir y planificar el futuro de su padre y el suyo propio, de forma tal

que pueda allanarle parte del arduo camino que le toca recorrer.

Quitémosle el nudo a nuestra propia bolsa de temores, para poder enfrentarlos con

todas las armas de las que disponemos, y que ellas jueguen en beneficio de nuestros

padres, de nuestros hijos y de nosotros mismos.

Elia Toppelberg [email protected]

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Capítulo 1

Así murió mi abuelo

“La muerte puede consistir en ir perdiendo la costumbre de vivir”.

César González Ruano

No aprendí mucho del envejecimiento de mi abuelo, por el simple hecho de que no

lo vi envejecer: para mí, siempre fue viejo. Claro que estamos hablando de cinco décadas

atrás. Yo nací cuando él tenía cincuenta y dos años, y en muy poco tiempo me di cuenta

de su vejez.

Mucho cabello, pero todo blanco, muy pesado; mi madre decía de él que era como

un percherón. Ahí aprendí que Percherón era una raza de caballos de ancas muy

voluminosas, corpulentos y aptos para acarrear grandes pesos. Con los años se hacía

cada vez más evidente cómo mi abuelo iba arrastrando una pierna, haciendo honores al

mote. Y siempre, absolutamente siempre, inmerso en un profundo olor a ajo.

Cuando le pregunté el por qué de ese olor, el mismo que yo solía percibir a veces

en la cocina, me respondió: –Tengo presión alta, con algo hay que bajarla porque eso es

peligroso.

–¿Y eso qué es? –pregunta típica de niño.

–Cuando seas más grande ya sabrás de qué se trata –respuesta típica de los

adultos de aquella época.

Y mejor ni hablar del alambre de cobre que usaba rodeando su muñeca. Para mí

era una pulsera de mal gusto y, además, en un tiempo en que los hombres no se las

ponían. Pero él me decía que alguna vez iba a saber lo que era el reuma, y bien

agradecida que le iba a estar a la pulsera de cobre que me aliviaría los dolores.

Hoy me doy cuenta que era un precursor de la medicina alternativa, pero en aquel

momento sólo me alejaba, porque no me gustaba su olor, ni la palabra reuma, ni su falta

de humor presagiando enfermedades que, con seguridad, ya me atacarían más adelante.

Tenemos que aceptar que no había mucha pedagogía en las respuestas, pero así era.

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En definitiva, cuando tuvo un derrame cerebral y quedó hemipléjico no me

sorprendió mucho; sólo pregunté un poco asustada si eso también me ocurriría alguna

vez, pero nadie quiso darme una respuesta.

La verdad es que, con su secuela de discapacidad, se instaló algo dramático en

nuestra familia. Nunca supe bien quién llevó la peor parte. ¿Mi abuela? Ella era una mujer

de contextura muy pequeña, y el abuelo extremadamente alto y pesado.

En ese momento –al ser yo muy niña, y ante el mutismo de mi familia–, fui

observando todo el proceso como una lucha a diez rounds.

Primer round: ella no podía darlo vuelta sola, y eso era imprescindible para

cambiarlo y también para evitar las escaras. Hay que recordar que no existían los

pañales, ni los colchones de agua. Eso, aunque no me lo hubieran dicho, lo veía a diario.

Segundo round: los hijos. Eran tres varones y tres mujeres. Los varones, en aquella

época, no se ocupaban de la higiene de nadie, ni siquiera de la de sus hijos. Las mujeres,

desde luego que sí, ¡pero se trataba de lavar al padre! Ni ellas ni él podían creer la

situación, pero alguien lo tenía que hacer.

Tercer round: ¿de qué momentos disponían? Vivían lejos, tenían chicos, y una

trabajaba afuera. Se turnaron, ni sé cómo, para hacerlo, pero recuerdo que siempre había

una de ellas con él y a mí me hacían salir de la habitación.

Cuarto round: pensar en enfermeras no era una práctica habitual, ni había dinero

para pagarles.

Quinto round: ¿cuánto llevaría este proceso? Porque la lesión era irreversible, pero

quizás pudiera recuperar algunas funciones; había que esperar que el tiempo y algunas

terapias de recuperación, fueran marcado el camino. Por supuesto que esas sesiones no

eran como las de hoy, así que era poco lo que progresaba; en realidad, yo lo veía siempre

igual… o peor.

Sexto round: mi abuelo lloraba por lo que le había pasado, se enojaba con mis tías

porque hacían o dejaban de hacer no sé qué cosas, con mi abuela por otras, y se aburría

en la cama; quería salir por lo menos a la vereda… era razonable. Yo me imaginaba que

si tuviera que quedarme todo el día en la cama, también estaría berreando.

Séptimo round: silla de ruedas. ¿Comprarla? ¡Ni pensarlo! Eran demasiado caras y,

además, estaba la incertidumbre del tiempo que podrían usarla; de manera que

decidieron alquilarla y, después de muchos meses, comprarla. La pagaron varias veces

más de lo que valía, pero no existía el sistema de leasing, y supongo que, en el fondo del

corazón, desearían que la pesadilla terminara. Por momentos me imaginaba haciéndolo

girar en esa silla, para hacerlo reír un poco, pero la cosa no era tan sencilla.

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Octavo round: ¿quién lo baja de la cama a la silla? Casi no alcanzaban a hacerlo mi

abuela junto con una tía. Intentaron sentarlo a la mañana temprano antes de que el tío se

fuera a trabajar, pero resultaba inconveniente, porque mi abuelo tenía insomnio y recién

se dormía casi al amanecer, de manera que a las siete de la mañana estaba en pleno

sueño. Por otra parte, cuando el tío regresaba a las siete de la tarde, no era hora de

llevarlo a la vereda. Yo ahí tampoco podía ayudar.

Noveno round: tres años de pesadillas, de angustias, de tristezas, de pocas

alegrías, porque la situación estaba allí; él no hacía nada por resultarle agradable a nadie

y cada día estaba peor. Creo que la mayoría de la familia iba olvidando los momentos

buenos, cuando mi abuelo era el que había sido antes.

Seguro no era el que ahora veíamos, porque mi abuelo adhería a la escuela de

que los hombres no lloran, y él no paraba de hacerlo. Me daba una pena verlo… Tampoco

había sido autoritario, pero durante su enfermedad sólo daba órdenes; y, para terminar de

confirmar que teníamos delante a alguien diferente, había que entretenerlo… porque vivía

molesto. A veces quería leerle algo, pero decía que esos libros no le interesaban. Yo

sabía que alguna vez los chicos nos aburríamos, pero los grandes siempre tenían algo

para hacer, aunque más no fuera divertirnos a nosotros.

Décimo round: una mañana no se despertó... Murió el abuelo, y produjo un profundo

alivio. No sé muy bien qué fue lo que en verdad sentí en ese momento.

Para pensar

Es cierto que la muerte de un ser querido después de un largo proceso de

enfermedad provoca un cierto alivio. Pero es aconsejable diferenciar el que sentimos

porque llegó el fin de un proceso muy doloroso para el paciente y su familia, y el otro, que

nos genera mucha culpa, pues con tal de evitarla nos confundimos y pasamos muchísimo

más tiempo del necesario mascullando todo lo que no hicimos, lo que pudimos hacer, lo

que los médicos no hicieron, o la Clínica que lo maltrató, o, o, o...

Si me eternizo juzgando a otros que debieron haberse involucrado de una manera

diferente, empeoro las cosas, porque el hecho ya es irremediable, y quedo a merced de lo

que los otros hicieron o dejaron de hacer, y así dilato artificialmente el duelo, la tristeza

por la pérdida, y la culpa.

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Capítulo 2

Se duerme en todos lados “La vejez es un cansancio que no se nos quita al otro día, como creíamos

ingenuamente al acostarnos”.

Fernández Moreno

La realidad nos dice que con los años se duerme menos, ya sea por razones

biológicas, o dificultades que van apareciendo, como apneas más marcadas, el síndrome

de piernas inquietas, reflujo gastro-esofágico y tantas otras.

Personalmente no puedo corroborarlo, porque mi madre dormía catorce horas en

sus últimos cinco años, y yo creo que voy por el mismo camino.

Quizás por eso, convivir con personas que se duermen en cada reunión de las que

participan, me ha resultado casi incomprensible. La creencia en mi familia era que si uno

se dormía es porque le aburría lo que estaba sucediendo; por lo tanto, como eso no debía

demostrarse, lo lógico era cambiar de lugar, refrescarse un poco o, simplemente, irse al

cuarto a dormir.

Pero gracias a la flexibilidad que trato de ejercer, he descubierto que muchos de los

que se duermen no lo relacionan con el aburrimiento ni el desinterés; aunque todavía me

cuesta creerlo, disfrutan de hacerlo, ¡sea donde sea! Y eso les ocurre porque tienen

pocas oportunidades para dormir.

Si es el caso de nuestro padre, tratemos de no enojarnos, pensando que tiene la

obligación de hacer el esfuerzo de escuchar a los demás. Es cierto que hay mucha gente

que adhiere a la creencia de que dormir es perder el tiempo, y de alguna manera esto

obra en contra a la hora de combatir el insomnio. Lo que resulta normal durante toda la

vida, que es tener una rutina para irse a dormir y levantarse, no siempre llega a buen

término en la vejez avanzada, pues si dentro de ese horario no pudieron conciliar el

sueño, se encuentran con un problema sin solución. Si es posible, sería ideal hacer un

estudio del sueño, para ver cuál es la verdadera dificultad, pues hay oportunidades en las

que ciertos medicamentos que deben tomar para otras dolencias, son los que les

provocan ese insomnio.

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 10 ________________________________________________________________________________ Es muy importante hacer un seguimiento, tomando nota de cuántas horas se duerme

diariamente y cuáles son los momentos más reconfortantes, porque no se pueden hacer

prevenciones, si no sabemos exactamente cuál es el inconveniente.

Hablando de nuestros padres que envejecen, debemos recapacitar y comprender

que disponen de mucho más tiempo libre que los que están en la etapa laboral; por eso

sería bueno reconocer que el problema existe y disponerse a encontrar, quizás con

nuestra ayuda, maneras de evitar la ansiedad del que espera un sueño que no llega.

Una de las soluciones sería tener el televisor y la cama en el mismo ambiente, para

poder dormir directamente cuando les da sueño; por más que no es lo más recomendado

por los especialistas, si ellos eligen algún programa de música suave o una comedia

placentera del cine de los 40’s, puede llegar a funcionar como un somnífero. Por supuesto

que si miran una de acción, eso los alterará más y no podrían conciliar el sueño, pero se

lo podemos explicar, ¿no?

Otra es escuchar programas de radio, que los hay para todos los gustos.

Buenos libros, especialmente escogidos para leer de noche, que no sean de intriga

ni de terror, puede ser otra alternativa valedera.

Con Internet es diferente, puesto que ya hay que estar levantado y los contenidos no

son lo mejor para relajarse.

Jugar a los naipes o hacer palabras cruzadas puede ofrecerles una forma de

despejar su mente y encontrar el cansancio necesario para conciliar el sueño. Es

conveniente evitar todo tipo de compromiso en las mañanas, por si el bendito sueño ha

llegado al amanecer.

Hace algunos años tuve el privilegio de reencontrarme con un primo lejano: nuestras

abuelas eran hermanas allá en la aldea portuguesa. Por esas vueltas que tiene la vida, él

ancló en Suiza. Es un médico prestigioso, investigador, divorciado, y tiene varios hijos que

viven en distintos países con quienes tiene una excelente relación, pues se ven muy

seguido.

Él es un melómano y un erudito, y posee miles de temas en su sala de música. Su

biblioteca lo tenía preocupado, porque junto con su hermano habían alquilado un

departamento exclusivamente para albergar los 30.000 volúmenes que poseen, y debían

mudar los libros porque no les renovaban el contrato.

Habla seis idiomas, y ¡tan bien el español!, que le pregunté cómo lo había

aprendido.

–Pues lo he hecho cuando me he dado cuenta que no se puede leer el Quijote, si no

es en su propia lengua...

Eso ya fue demasiado para mí, que sólo había leído los capítulos obligatorios

cuando cursaba Literatura Española de Cuarto Año. Lo menos que podía hacer era

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comenzar a leer el Quijote el mismo día de mi regreso, y así lo hice. Me resultó de un

humor desopilante, ¡muy recomendable!

Si a esta altura usted se sorprende de la personalidad de mi pariente, puedo

asegurarle que, para mí, cada día que compartía con él me parecía estar con alguien de

otra Galaxia. En realidad, estábamos juntos a partir de las ocho y media de la noche,

cuando volvía de la clínica. Viendo que nos cocinaba cosas muy ricas y él comía un

yogurt, una noche le pregunté tímidamente si no se sentía bien.

–¡En absoluto! Es lo que como, no necesito más que algún yogurt, un poco de

ensalada o una fruta, y es todo. ---¿Y dormir?

–Hace tiempo que no duermo más de dos horas por noche...

–¿Pero sobrevivís?

–¡Desde luego! Me he dado cuenta que he de ser un bicho raro, y me alimento del

espíritu. Siempre luché contra mi insomnio, hasta que dejé de hacerlo, y uso las seis

horas libres leyendo, escuchando música recostado en un buen sillón, revelando las

propias fotos que tomo al viajar… en fin, le he encontrado la vuelta.

Quizás no sea este un ejemplo de cómo es su padre, pero viendo cuál es el patrón

de sueño, quizás descubra que duerme dos horas en el momento de acostarse, una al

amanecer y dos de siesta.

Ayudemos a nuestro padre a gozar de la libertad horaria que le da la vejez, para lo

cual si es necesario que cambiemos ciertas costumbres y creencias... ¡total, son sólo eso!

Y disfrutemos del dormir… o del no dormir.

Para pensar

Seamos creativos con las dificultades en el dormir.

Probemos con la melatonina, la valeriana, un rico té de tilo, caminatas durante el

día o algún tipo de ejercicio liviano, que no requiera demasiado esfuerzo, para que sea

relajante y no estimulante. O, en todo caso, recurramos a las medicinas que el médico

pueda sugerir.

Pero si seguimos sin resultados, y nuestros padres disponen de tiempo libre,

ayudemos a organizárselo para que puedan vivir al ritmo de su sueño.

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Capítulo 3

Voy a fumar y comer todo lo que quiera...

“Habría que añadir dos derechos a la lista de derechos del Hombre, el derecho al

desorden y el derecho a marcharse”.

Charles Baudelaire

Esta es una decisión de muchas personas, cuando sienten que sus limitaciones

van aumentando, y se toman la libertad de elección como si fuera una venganza. Claro,

muchas veces esto involucra a terceros, como ser el fumar ¿Dónde hacerlo, cuando en la

mayoría de los lugares no está permitido? Sin embargo, hay muchos que se empeñan en

desoír la prohibición.

Con mi padre nunca tuve dificultades con los excesos; por algo sabio y

mesurado que corría por sus venas, él siempre elegía el camino del medio.

–Papi, ¿vos nunca fumaste? –le pregunté un día.

–Sí, cuando era joven, pero me di cuenta que me hacía mal y dejé.

–¿Y con la comida? ¿Nunca te diste un atracón?

–No recuerdo, viste que yo como de todo: grasas, picantes, embutidos; pero soy

medido, no me gusta comer de más...

A sus emociones las manejaba de forma similar, ¡le cuento!

Como ya he dicho, mi casa limitaba con la de doña Pepa y la de los Puig. Un día

mi hermano estaba jugando en nuestra terraza, y se le cayó la pelota a lo de doña Pepa.

No bajó enseguida a buscarla, porque sabía que cuando fuera se la darían, como

siempre. Cuando la fue a buscar a las dos horas, notó que doña Pepa lo miraba

extrañada.

–La pelota se la llevó Lito Puig, me dijo que era de él. Yo le contesté que me

parecía raro, porque había caído desde tu terraza, pero como él insistió en que era

suya… se la di.

Pequeño detalle, el polirubro de mi madre era el único en varias cuadras a la

redonda que vendía esas pelotas, y las compraba en el mayorista por docena. En el

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 13 ________________________________________________________________________________ negocio quedaban once, así que no hacía falta una tabla de logaritmos para saber que el

chico mentía. Mi hermano no sólo defendía la justicia, sino que se sentía como un

justiciero, seguro que lo habría aprendido del Zorro, ¡o quizás del Tío Anga! Así que ya

teníamos todos los ingredientes para un lío en puerta.

Lo cierto es que mi hermano fue hasta la casa de los Puig, tocó el timbre y, cuando

salió el padre, le dijo que el hijo le había sacado su pelota.

Al hombre, por supuesto, no le gustó que un mocoso tratara de ladrón a su

querido retoño, y lo sacó volando… justo en el momento en que papá salía a la vereda

para buscar a mi hermano y, sin comerla ni beberla, se encontró con la ira del vecino.

–Su hijo miente –dijo don Puig–, porque esa pelota es de mi hijo.

Mi padre, en su ingenuidad y sin saber qué había ocurrido, relacionó el comentario

con las pelotas que acababan de comprar.

–Seguro que Lito debe de haberla comprado anoche a última hora, que es cuando

llegaron –reflexionó.

Papá daba por sentado que nadie más vendía juguetes por ahí cerca, y que

éramos los únicos proveedores de esas pelotas.

–Se la regalé yo ayer, pero la compré en el centro –dijo en tono poco convincente

don Puig que, como algunos hombres, antes de deponer su ego, se complican cada vez

más.

–¡Miente, miente! –gritaba mi hermano.

–¡Sacá otra del negocio y terminemos con este asunto! –resolvió mi padre,

siempre paciente, pero con cierta dureza, al ver que habían llegado al borde de un

abismo.

Yo, que a los siete años ya sentía una perversa curiosidad por ver cómo se

resolvían los problemas que eran muy conflictivos entre dos adultos y un niño involucrado,

miré a mi hermano con cierta aprehensión y vi que se retiraba del ring como si hubiera

sido vencido. Su actitud me resultó sospechosa.

Mientras mi papá y don Puig terminaban la conversación con algo así, como:

“bueno, es una cuestión de chicos, tendrían que arreglarse entre ellos...”, se escuchó un

¡Pum, crash, crash, crash! a la vuelta de la esquina. El borde del abismo –como había

pensado mi padre–, ya había quedado atrás: alguien lo había empujado, no hubo retorno.

Simplemente, y gracias a que en esa época había cascotes para apedrear en

todos lados, en segundos mi hermano le rompió todos los vidrios a la sencilla casa de los

Puig. Los tres que estábamos en la vereda, a poco de haber llegado a una paz forzada,

supimos a qué respondían los crash, y ninguno emitió palabra. Ni siquiera don Puig, que

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 14 ________________________________________________________________________________ creo que aceptó la derrota por omisión. Y no hubo reclamo por el costo de los vidrios

rotos...

Así me crié, aprendiendo qué significaba hacerse respetar, tomar la justicia por

las propias manos, como El Zorro, y cómo se mantenía la calma en momentos que

parecía que todo saltaría por el aire. Todo eso, tratando de compatibilizar con los tan

mentados excesos de mi tío Anga, quien dejó de fumar de joven, comía poquísimo y no

tomaba alcohol, pero... ¿Quiere que le cuente otra anécdota de justicieros? Bueno…

Recuerdo que un domingo fui a la panadería, había mucha gente, pero no se

usaba eso de sacar números; uno llegaba, se ponía en una cola e iba avanzando hacia el

mostrador. Yo había llegado hacía bastante tiempo, pero era bastante calladita, y cuando

empezaba a pedir… alguien que venía detrás o no se daba cuenta y pedía, o me decía:

“vos podés esperar, total, no tenés nada que hacer”. A mí me parecía razonable, pero no

tuve en cuenta el tiempo que pasó, hasta que vi llegar a mi tío Anga a través de la

vidriera. Manos en los bolsillos, silbando, se lo veía tranquilo, pero yo me puse alerta,

porque sabía por dónde se quebraría la paz de ese domingo.

–Viniste hace más de media hora, ¿qué pasa?

–Nada, es que dejé pasar a algunas personas que estaban apuradas...

–Bueno Escla, atienda a la nena –le dijo a la dueña.

¿Puede creer que la mujer se llamaba Esclavitud?

Por desgracia para ella, detrás de mí estaba la tucumana, apodo que surgía por

ser la única en el barrio de ese origen: era grandota, obesa y tosca.

–La chica puede seguir esperando, no tiene nada que hacer... Déme dos kilos de

galletas –dijo levantando la voz.

Sin retorno...

–¡Gorda pelotuda! ¡La que no puede esperar para comer la galleta sos vos! ¡Hay

un orden en la vida; ella llegó hace tiempo, y los brutos como vos, creen que la chica no

tiene nada que hacer! ¿Sabés qué? La nena podría estar jugando, o leyendo, o ayudando

a su madre y no viendo el atropello y el maltrato al que la someten sólo por ser chiquita –

vociferaba.

A todo esto Escla se apresuró a atenderme y, ya en la calle, otra vez mi enojo.

–Tío, ¿tenías que hacer ese lío? A mí me da vergüenza...

–Vergüenza le tiene que dar a ella, mirá qué ejemplo para vos, hay que denunciar

a la gente que no respeta a los niños... Si no, cuando ustedes crezcan, van a hacer lo

mismo...

Quizás tenía razón, pero a mí me seguía dando vergüenza.

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Para pensar

Todos los excesos perjudican, y, aunque sea lógico hacerse respetar, no lo es eso

de hacer justicia por mano propia: se lo dejamos sólo a los niños, que están aprendiendo.

Pero es cierto que tratándose del cigarrillo, o del exceso de comida, recién en el último

tiempo hay real conciencia de los verdaderos estragos que causan en la salud. Quizás

tenía razón Anga: hubo que esperar que los chicos fumaran a partir de los once o doce

años, o que la obesidad se haya empezado a presentar como un problema ya en la

escuela primaria, quizás imitando a los grandes, para que haya una mayor conciencia de

sus efectos negativos.

Si nuestro padre es de los de antes, va a ser difícil ayudarlo a cambiar; pero, al

menos, habría que limitar los lugares en donde pueda fumar, para no perjudicar a

terceros, e incentivar el ejercicio físico, al menos para que no aumente de peso, y esto le

traiga, además, problemas articulares, diabetes o ateroesclerosis. Si no sabe qué

regalarle para su próximo cumpleaños, ¿qué tal una bicicleta fija para que pueda usarla

mientras mira televisión?

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Capítulo 4

Cuando el alcohol es un problema.

“Con la primera copa el hombre bebe alcohol, con la segunda copa el alcohol bebe

al alcohol, con la tercera copa el alcohol bebe al hombre”.

Proverbio japonés

El del alcohol es otro tema complejo del que no se habla tanto, pues se relaciona

con lo social, con el encuentro, con el compartir y, paradójicamente, una de las reacciones

bastantes comunes de tomar de más es que la desinhibición viene por el lado de las

discusiones y las peleas.

Cuando cumplí ocho años me lo festejaron en la casa de mi abuela. No me gustó

que fuera ahí. Con mis primos la pasábamos muy bien, pero el problema era con los

tíos...

Yo pensaba: “¿Cuando se pondrán de acuerdo? ¿Por qué tuvieron que ser uno de

Boca y el otro de River?” Todos los domingos comenzaban con una picada y un

vermouth; luego, el almuerzo con vino y después, indefectiblemente, las discusiones. Mis

tías hacían lo posible para evitarlas, porque entre ellas se querían mucho, y cada una

quería a su marido, pero se ve que no les alcanzaba.

Y si era época de elecciones, peor. Uno peronista y el otro radical, y si encima

estaba mi tío Anga, ¡para qué le voy a contar! Cuando empezaban con esas discusiones,

casi siempre uno se paraba y se iba, mientras que alguna tía lo justificaba diciendo que

había tomado una copa de más. A mí no me importaba quién tenía razón, sólo quería que

estuviéramos tranquilos. Porque, en definitiva, por ellos dos la pasábamos mal todos.

Es el día de hoy que, que cuando me preguntan de qué cuadro soy, sigo

pensando como a los ocho años y digo: “de Boca y de River”. Todos se ríen porque dicen

que yo no entiendo nada. A mí me parece que sí entiendo, ya que si gana Boca me pongo

contenta y si gana River también, y así puedo festejarlo con un montón de amigos. Y

cuando juegan entre ellos… sufro menos.

Después llegó Fidel a Cuba, y más peleas: porque son comunistas o porque son

burgueses. Mataron a Kennedy. Mataron a Luther King. Mataron a tantos... los debates

siguen enfrentando, y si es con alcohol los enfrentamientos son más violentos. Vuelven a

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mi mente los almuerzos de mi infancia, en donde las ideologías hacían trizas el amor del

encuentro –que me consta que estaba presente– y minaban nuestro corazón de niños.

Nuestro padre tiene que saber que puede tomar alcohol, pero tiene sus

consecuencias, y que en las reuniones familiares, cuando los temas se nos van de las

manos, lo único que generan es desencuentro.

Para pensar

Es difícil limitar la ingesta del alcohol, pero no cabe duda de que si es motivo de

peleas hay que hacerlo, para cuidar no sólo la salud física y psíquica de nuestro padre,

sino las relaciones familiares.

Todos deberíamos estar conscientes de que los brindis son saludables y

divertidos, pero que el alcoholismo en la vejez debe ser tomado como una seria adicción

y, como tal, tratada por un médico psiquiatra o geronto-psiquiatra, ya que existen hoy en

día medicaciones que ayudan a mitigar el deseo y la compulsión a beber.

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Capítulo 5

Ya no usa el perfume, ahora lo guarda

“Vístete bien, que un palo compuesto no parece palo”.

Cervantes

La coquetería se va perdiendo, y uno se va quedando con la ropa vieja, si bien es

cierto que el paso del tiempo influye para que se cambien ciertas creencias, como

prescindir de la moda o, al menos, no ser esclavo de ella. Pero hay un límite importante

entre ser un esclavo de la moda y no ocuparse del arreglo personal.

–No, para qué me voy a vestir bien, si hoy sólo voy a ir al Banco– me decía

cuando le insistía en que se arreglara un poco, ¡como si el Banco nos liberara de cuidar el

aspecto físico!

Ver gente linda siempre es agradable, de la edad que sea. Justamente me cruzo

en el Banco con una vieja vecina de noventa años, que usa bastón y tiene que ir

acompañada por un asistente; ella siempre está impecable: pintada, peinada, con

vestidos lindos y modernos, verla me alegra y me alienta a imitarla.

Mi padre se descuidaba bastante en el último tiempo, y no era porque se hubiera

agotado de la vida pública, sino que para él, estar bien vestido era sinónimo de ropa

incómoda. En cambio, ponerse cualquier ropa –aunque los colores no combinaran y los

chalecos de lana tuvieran bolitas, o usar varias prendas encimadas–, significaba estoy

relajado, esta es ropa de entrecasa.

En cualquier casa hay espejos –y si no hay habría que ponerlos–; pasar por delante

de ellos y verse bien a cualquier edad, levanta el ánimo. ¡No me diga que no le pasa eso

ahora! Imagine cuando tenga treinta años más…

Mi madre, muchos años después, durante su convalecencia adhirió a la misma

filosofía. Las chicas que la cuidaban la ponían de punta en blanco cuando yo la iba a

visitar y ella me recibía contenta porque decía: “Ely me va a ver arreglada”.

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Pero mamá trataba de convencerme y me sugería: “¡estemos cómodas!”. Eso quería

decir no importa si sobre el camisón celeste, en lugar de la bata, me pongo un buzo

verde: estar cómoda, era estar desarreglada.

¿Qué tal si los hijos les compráramos ropa linda a nuestros padres, cuando ellos

ya han dejado de hacerlo? Podríamos hacerlos descartar la ropa ya usada, haciéndoles

comprender que, con seguridad, hay otras personas que pueden usarlas, porque las

necesitan y para ellas será como usar algo nuevo.

Tratemos de conciliar las dos cosas: ropa cómoda y, a la vez, a la moda y bonita,

porque tampoco es cuestión de torturarlos, sino de hacerles comprender lo bien que se

verán. ¡Hoy no hay límites para la imaginación! Si le compramos a papá una camisa

moderna de un color lila, por ejemplo, y un suéter violeta oscuro para combinar, créame

que al verse se sentirá mejor, ¡casi como un pendex!

Siempre tengo presente la alegría que le dio a una amiga de más de 80 años

comprarse zapatos. Claro, ella había pensado que con los que tenía se iba arreglar hasta

que se muriera; pero, para su sorpresa, ella duró más que sus zapatos y tuvo que

renovarlos antes... ¿no es genial?

Sobre todo a los hombres que están solos –ya sea por viudez o divorcio–, suele

darles a todos por lo mismo. Un buen porcentaje de mayores de setenta estaban

acostumbrados a que la mujer les comprara todo; era una generación que no consumía…

y tampoco había demasiado para elegir; era la ropa de invierno, en negro, gris, azul o

marrón que la única cualidad que se le requería era que fuese abrigada, y la de verano,

que debía ser blanca y fresca.

En Mar del Plata, las casas de ropa para hombres eran como palacios

inexpugnables y caros. Nombres como Glenmore o Rhoders eran vidrieras para mirar,

pero no locales para entrar a comprar. Ni siquiera conocía a nadie que se vistiera allí,

como tampoco el perfil del comprador, ¡porque nunca había nadie! Tenían alfombra,

muebles de madera, era silencioso y señorial. ¡Pero teníamos la Tienda Los Gallegos, y

allí había de todo!

En el otro extremo mi tío Anga, el anarquista, peleaba por lo menos una vez por

día con mi madre, que lo acusaba de arrugado, desprolijo, y a veces hasta de ser sucio.

Mi madre sentía vergüenza ajena con él.

Pero lo que coronó la pelea, fue que en los últimos cinco años mi querido tío,

decidió no ir más a la peluquería porque, según él, era un gasto superfluo.

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Prefirió asignar ese dinero para gastarlo con mi hermano o conmigo. Me costó

bastante no discutirlo, porque era la beneficiada, pero él insistía en que el corte de pelo

estaba sobre-valorado.

No es que hubiera resuelto ser hippie, porque todavía no existía ese movimiento

y los rulos de Colón habían quedado en el siglo XV. Pero él tomaba una tijera, se ponía

frente al espejo y cortaba la parte de atrás de su nuca, intuitivamente. ¡Claro, si no veía

nada!

Si bien siempre defendí la intuición, esto de intuir por donde iría la tijera, a Anga le

fue esquivo, quizás porque era hombre y la intuición era cosa de mujeres, pero la verdad

es que las mujeres de mi familia estaban avergonzadas ante el mamarracho resultante.

Los hombres no, porque siempre lo vieron como un poco rayado y no se sentían

responsables de sus actos. Visto de atrás, el resultado de su corte de pelo era una

especie de escalera con muchos escalones desarticulados. Dependía de la intuición del

momento.

–¡No le daré quince pesos al peluquero, prefiero comprarle una pelota a los

chicos! –insistía.

Le ofrecí cortarle yo el pelo, pero no quiso, porque me dijo que le quedaría

desparejo, ¿qué tal?

No hace mucho, me enteré a través de mi hijo que mi madre, ya viuda, cuando

pasaba por momentos de tristeza por la ausencia de mi padre, olía el perfume de un viejo

frasco de Tabac, que tanto lo representaba y que mi padre sólo usaba para ocasiones

especiales. Ese frasco tiene más de treinta años… está medio lleno y, aunque huele a mi

papá… hubiera preferido que él lo usara.

Para pensar

Tratemos de ayudar a nuestros viejos queridos para que conserven el gusto por

lucir bien, para que dejen de guardar el perfume preferido y lo usen.

Es cierto que las camisas duran bastante tiempo, pero si vivimos en una sociedad

de consumo y para nosotros es importante vernos bien e ir cambiando los modelos, al

menos alguna vez probemos vestir a nuestro padre lo más canchero posible. Todos nos

sentiremos bien si lo hacemos, ¿no cree?

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Capítulo 6

No hay objeto roto que no haya que guardar

“Desprenderse de una realidad, no es nada; lo heroico es desprenderse de un sueño”.

Rafael Barret

¿Qué hacemos con todo lo que se va acumulando a lo largo de la vida? Las

experiencias las vamos transformando, pero, ¿y los objetos?

A muchos de ellos se los guarda, justamente, para transformarlos en algo útil. Mi

padre fue el exponente máximo de transformar un viejo tapado de pana guardado por mi

madre, en el tapizado de una silla, o convertir un viejo calentador a kerosén en una

lámpara encantadora; fue, simplemente, un precursor del Diseño Argentino.

Pero esto no suele ser la norma, y nos encontramos con estantes atestados de

cosas rotas o inservibles, porque existe una suerte de imposibilidad de desprenderse. No

tenemos incorporada la idea de que eso que tuvimos tanto tiempo arrumbado, podría ser

utilizado por otra persona.

Personalmente adopté la idea de que si no uso algo durante más de dos años,

tiene que circular; se puede regalar, vender o canjear, pero es bueno ser conscientes de

que si todo está en permanente cambio, acumular sólo por poseer no nos hace más ricos,

sino más esclavos, porque todo eso hay que mantenerlo, limpiarlo, cuidarlo...

El límite entre el austero ahorro y la avaricia es muy tenue. Mi madre guardaba

porque estaba convencida de que un día lo íbamos a necesitar. De cada veinte objetos,

dos los usábamos –contentas de no habernos desprendido de ellos–, y diez y ocho, sólo

ocupaban lugar.

Un recuerdo nítido que tengo, que pudo haber sido un misterio maravilloso o una

banalidad imposible de atravesar, era que mi abuelo guardaba todos los hilos y corchos

que encontraba en la calle. Si bien reconozco que en esa época el hilo para atar había

que conseguirlo especialmente, veía como un misterio el tema de los corchos, porque no

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 22 ________________________________________________________________________________ me imaginaba para qué servirían. Encima había dos tamaños, estaba el del vino y el de la

lavandina.

–¿Para qué los juntás? –le pregunté un día.

–¡Sorpresa! –me respondió.

Yo no podía pensar qué cosa especial podría darnos con esos materiales tan

comunes, hasta que un día, al levantarme, a los pies de mi cama encontré un enorme

gusano de juguete que viboreaba si lo llevaba arrastrando de un hilo. Cuando salí

embelesada a mostrárselo a mi hermano y a mis primos, vi que cada uno tenía el suyo.

Durante todo el día jugamos a las carreras de gusanos y competimos para ver cuál era el

más largo. Mi abuelo, feliz, me miraba con cara de: “¿Y, qué me decís ahora?”

Cincuenta años después, me encuentro con que una prima mía, en una suerte de

herencia, junta corchos, y se ha dispuesto a hacer una cortina artesanal –de diseño, como

le dicen ahora– y resulta que yo se los guardo, sólo que no los levanto de la calle, sino

que son el resultado de tomar un rico vino.

Para pensar

Ayudemos a nuestros padres a desprenderse de objetos, muebles y libros, o

incentivémoslos para que utilicen su imaginación y los conviertan en algo interesante para

los demás.

Las bibliotecas, los talleres que enseñan a jóvenes distintos oficios, o el vecino de la

esquina, ampliarán el espectro de posibilidades de uso del que tienen en un estante

empolvado. Si encontramos el sentido que tuvieron esos objetos en su momento, nos

será más sencillo ir desprendiéndonos de ellos.

Si nos proponemos hablar con nuestro padre de todo lo que tenemos de él dentro de

nosotros, será más fácil ayudarlo. Los padres tienen que saber que la vieja expresión, que

se arreglen cuando yo no esté ha sido superada, porque es más amoroso dejar armonía y

atar los cabos sueltos, que vivir negando todas las dificultades que van a generarse entre

los hijos, si tienen que hacerlo cuando él ya haya partido.

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Capítulo 7

Los accidentes caseros, ¿son evitables? “Uno crece cuando enfrenta al invierno, aunque pierda las hojas”.

Susana Carizza

Desde ya que buena parte de estas desgracias son previsibles.

Cuando una vieja amiga de la familia nos llamó para contarnos que se había

fracturado la pierna al tropezar con la alfombrita del living, lo primero que se me ocurrió

decirle fue: “usted no es para nada original”.

Son tantos los accidentes que provocan las lindas, queribles y mullidas

alfombritas, que si no encontramos la forma de reemplazarlas, empezarán a venderlas

con muletas sin cargo.

En la actualidad ya los deditos de los niños en el enchufe no son un problema, por

todos los protectores que se utilizan, pero cuando yo era chiquita no sólo no había, sino

que… no contaban con mi astucia, como decía el Chavo.

Tendría poco más de tres años y estaba en cama con gripe; como bien sabemos,

el reposo no es buen consejero para los niños. Mi madre se había sentado a tejer junto a

mí, y cuando entró un cliente al negocio, mientras fue a atenderlo, le pidió a mi hermano

que me mirara. Como se demoró un ratito, tuve tiempo de probar algo que venía

pensando desde hacía un rato. ¿Qué pasaría si pusiera las agujas de tejer en los mismos

agujeritos al lado de la cama, donde mi mamá enchufaba la plancha? Como me parecían

del mismo grosor, solo tendría que cuidar de poner ambos juntitos y al mismo tiempo... Y

así lo hice... en el exacto momento en que entraba mi hermano quien, lúcidamente, atinó

a darme un patadón que me dejó estampada como un dibujito animado contra la pared de

enfrente, salvándome probablemente de morir achicharrada.

Las superficies resbaladizas, que las hay en todos lados, se pueden recubrir en su

parte inferior con simples tiras antideslizantes, para prevenir los tan temidos resbalones.

Lo mismo que emplazar barandas, no sólo en el baño, sino en diferentes lugares

estratégicos. Ahora son muy simples de colocar y no hace falta romper ninguna pared.

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 24 ________________________________________________________________________________

Los escalones o desniveles pueden causar problemas serios derivados de caídas,

¿por qué? Porque los escollos que nuestro padre habitualmente era capaz de evitar, al

disminuirle los reflejos, puede no reconocerlos en determinados momentos, por ejemplo

cuando se levanta de la cama, quizás bajo la influencia residual de algún medicamento.

De ahí al piso, hay menos que un paso.

A medida que las disminuciones avanzan, es bueno ser flexibles también con la

disposición de los muebles; muchas veces están estéticamente colocados, pero no

resultan prácticos a la hora de su uso. Procuremos sillones cómodos, y que la altura del

televisor no provoque dolores de cuello después de un tiempo prolongado de uso.

Un día fui a lo de Don Ramón a buscar a mi padre, y me pareció que había una

corriente de aire dentro de su living.

–Hace frío –le dije–, ¿por qué no cierra la ventana?

–Porque he hecho un cálculo; si me pasa algo y tengo que salir al pasillo, mi

vecino casi no escucha. En cambio, con la ventana abierta, como da a un patio central,

alguien me va a oír si grito –dijo complacido

¿Ve? Estos son los detalles que si hablamos con nuestros padres y nos ponen al

tanto de sus temores, son fáciles de resolver. Un timbre conectado al encargado del

edificio, o a un vecino, o a emergencias médicas, ahuyentarán sus miedos… ¡y los

resfríos provocados por las ventanas abiertas!

Ahora hay servicios que ofrecen un sistema de cámaras para colocar en la casa,

que monitorean todo lo que ocurre en los distintos ambientes. Es simple, y no es caro.

¡Eso es violación de mi intimidad!, dirán algunos. Desde ya que no será violación,

ya que nuestro padre tendrá que estar de acuerdo. Además, el monitoreo se maneja

desde la casa, de manera que él puede ponerlo en funcionamiento cuando se va a dormir,

o en el momento que lo desee. Es, simplemente, una manera de estar conectados para

casos de necesidad.

Hace poco encontré a una vieja vecina que tiene una magnífica casona en

Belgrano, con una escalera de entrada tan empinada, que es casi intransitable, en medio

de una tupida vegetación ¡Hermosa! Pero como Celia tiene setenta, me animé y le

pregunté.

–¿Hasta cuándo pensás vivir sin ascensor?

–Quedate tranquila –me respondió con cierta ironía–. Hice construir mi casa en el

country con los cuartos y baños abajo, desde ya con puertas anchas que permitan el

acceso de una eventual silla de ruedas; y dejé living y comedor en la planta alta para vivir

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 25 ________________________________________________________________________________ entre las copas de los árboles. Llegado el caso, miraré los árboles desde la planta baja,

que igual tienen su encanto.

Para pensar

Con sólo anticiparnos a las disminuciones físicas que trae el paso del tiempo,

podremos mejorar la calidad de vida en un porcentaje altísimo.

Le propongo que estemos dispuestos a ver lo que se viene; de esa forma, no sólo

no nos tomará de sorpresa, sino que nos encontrará preparados física y espiritualmente

para todos los cambios.

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Capítulo 8

Manejar el auto, ¿hasta cuándo? “La prudencia elige lo que hay que hacer y no hacer. El ingenio es el que juzga y

sentencia”.

Averroes

Difícil encontrar el momento de dejar; especialmente para los hombres que tienen,

en algún lugar del inconsciente, al auto ligado a la potencia masculina.

Pero el tema hay que encararlo, porque no se trata de poner un límite a nuestro

padre, sino que puede implicar riesgos para él y para terceros, y de ahí a juicios penales,

hay un paso… además de sabernos responsables por haber provocado algún daño

irreversible.

En este asunto debemos tomar al toro por las astas y estar atentos a las señales.

Éstas pueden ser: conduce muy despacio; da frenazos a destiempo; su coche tiene

rayones en los laterales, recibe insultos de otros conductores enojados, etc. Hay que estar

atentos, y la mejor manera es salir con él en el auto y observar lo que hace.

Simultáneamente, el médico puede indicar algunas pruebas neurológicas, de visión y

otras, para determinar si está en condiciones de conducir. Y si la cosa da negativa, pues

será por la razón o por la fuerza, pero no podrá volver a conducir. Ya he sugerido antes

que, a veces, hay que ponerse firme.

En el caso de mi padre, él tuvo que aprender una lección, cuando hubo que afrontar

las costas de un juicio; así, al menos, lo presentó la familia Porta.

Resulta que vendió su coche, y no se preocupó por la dilación del comprador para

hacer la transferencia, todo de buena fe; o toda negligencia, diría yo...

A los dos años, cuando casi ya ni nos acordábamos del auto, llegó una citación: una

demanda por accidente de tránsito. Mi padre leyó el nombre del damnificado y,

sorprendentemente, se trataba de la hija de un viejo compañero de trabajo que conocía

bastante, con lo cual no sólo pensó que era un error, porque él ya no era el dueño, sino

que estaba seguro de que todo se aclararía sin problemas.

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Esta señorita conocía bien a mi padre; es más, sabía que no estaba en condiciones

de pagar la demanda por daños y perjuicios, pero el nuevo propietario del auto que había

vendido mi padre, era insolvente. El problema residía en que nunca se había ocupado de

hacer la debida transferencia y dar de baja el vehículo. Como la ley estaba del lado de la

damnificada ella dijo que, con todo su dolor, quería que esto fuera una lección, en este

caso para mi padre, pues alguien tenía que comenzar a poner límites a la

irresponsabilidad, y si no lo habían hecho los hijos...

Fin del cuento: hubo que pagar la demanda…

Para pensar

Polémica va polémica viene, más allá de los requisitos legales, tenemos que ayudar

a nuestro padre a cambiar sus hábitos, si se hace demasiado evidente que sus reflejos,

su audición, o su vista han disminuido o, simplemente, su patrimonio y su integridad

quedan absolutamente expuestas, cuando se llega el momento de guardar o sacar el

coche del garaje.

Los hombres, especialmente, son remisos a depender de un taxi. Sin embargo, la

ventaja de que nos pasen a buscar, que no haya que preocuparse por estacionar, ni por

pasar por el mecánico, vale la pena el esfuerzo de la adaptación.

A veces, la mal llamada comodidad del auto, termina en dificultades mayores.

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Capítulo 9

¡Bendito humor!

“Si es posible, se debe hacer reír hasta a los muertos”.

Leonardo da Vinci

¿Cómo introducir el humor, por ejemplo con la situación del padre de Alan? Tuvo

gangrena en una pierna, se hizo inevitable cortarla, y el padre casi no se amilanó.

–Quiero una prótesis –exigió.

–Pará papá, hay que ver como evoluciona todo esto...

–¡Qué evolución, ni evolución, si con esta historia de la pierna ausente me duele lo

mismo que si la tuviera, es preferible que me compren una nueva ahora mismo! Quiero

una prótesis –insistió

A los hijos les parecía demasiado apresurado, sobre todo porque la opinión del

médico era bastante poco optimista. Averiguaron, y la única apropiada y confiable era de

origen alemán: costaba una fortuna.

Tanto insistió el padre que, mientras los hijos hacían cálculos para concretarle el

deseo, sucedieron dos hechos. El primero es que entre los dos hijos podían comprarla:

buena noticia. El segundo…hubo que amputar la otra pierna.

El padre como si nada, y con más razón… ¡ahora quería las dos prótesis!

A sus ochenta años, ¿sería locura, capricho o pensamiento positivo?

Resumiendo, tomaron un crédito y las compraron. El padre, con gran esfuerzo,

pudo caminar y se sintió orgulloso con el desafío… y al año se murió.

Al tiempo me encontré con Alan.

–Siempre me acuerdo del tema de las prótesis y tu padre, ¡qué coraje, y qué

humor! –le comenté entre otras cosas.

–Y te falta saber la mejor parte –me dijo sonriente.

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 29 ________________________________________________________________________________

Un día iba en auto por Palermo Viejo, y en una de esas casitas en donde siempre

hay un viejo en la puerta, vi a un hombre de unos sesenta y cinco años, parecido a mi

viejo, ¡y sin piernas!

Con una naturalidad que hasta a mí me parecía artificial, paré el auto y me

acerqué.

–Señor, ¿no quiere unas gambas?

–¿Qué me querés decir? –respondió molesto, como si le estuviera tomando el

pelo.

–Lo que pasa es que en mi casa tengo un par que eran de mi viejo, que se murió

hace un mes...

–Mirá, soy jubilado y nunca pude ni soñarlas, porque no tengo un peso.

–Espéreme, que en media hora vuelvo. Por supuesto regresé, se las dejé y

desaparecí; el tipo no debe de haber estado muy seguro si yo fui real o había llegado de

otra galaxia –concluyó Alan riendo.

Mi tía Tina, está fantástica para sus 80 años, pero es consciente de sus

limitaciones; tanto, que cuando por un problema de cañerías rompieron el piso a la

entrada de su baño y dejaron un pozo bastante grande por algunos días, ella, muerta de

risa, le puso una bandera roja atada a un palo, como si el boquete estuviera en una

avenida.

–Más vale prevenir que curar –les respondía a los que les parecía demasiado

exagerado.

Si es cierto que los pensamientos atraen a las situaciones o no, no es momento de

polémica, pero lo cierto es que salió del baño apurada para atender el teléfono, y no sólo

metió la pata en el agujero y se la fracturó, sino que se dañó el ojo con la bandera de

peligro. Mientras que se arrastraba hasta la vereda para pedir ayuda, y en medio de su

dolor... ¡no podía parar de reírse!

Mi madrina me contaba el otro día que, mientras leía el diario, encontró la noticia

de la muerte del padre de una vieja amiga; recordando lo que él había significado para

ella, fue al velorio. No encontró a nadie conocido, pero quedó muy impresionada; al ver lo

irreconocible del cadáver, pensó que parecía veinte años más viejo, más corpulento, en

fin... y se quedó reflexionando –como suele suceder en esos casos–, acerca de la vida, la

muerte, y los viejos amigos que ya no están.

Como se le empezaron a caer unas lágrimas y no quería aflojar, especialmente

porque estaba sola, salió de la sala; mientras se secaba los ojos, vio con sorpresa que se

había equivocado de puerta y que la persona que había estado velando no tenía nada

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 30 ________________________________________________________________________________ que ver con el padre de su amiga, de manera que siguió secándose las lágrimas… pero

esta vez de risa, porque seguía sola, y no era ni momento ni lugar para carcajadas.

Para pensar

Bendito sea el humor; sin él, algunos dolores de la vida serían imposibles de

soportar. Debería ser una obligación desarrollar el sentido del humor; todos lo tenemos

dentro, pero de acuerdo al grado de solemnidad con el que tomamos la vida y la muerte,

muchas veces lo dejamos de lado.

Si probáramos ayudar a nuestro padre a sobrellevar las limitaciones nuevas y los

dolores propios y ajenos con el bálsamo del humor, sería un regalo para todos.

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Capítulo10

Sordera, ¿no escucha o no le importa?

“El hombre está siempre dispuesto a negar aquello que no comprende”.

Luigi Pirandello

–Creéme que a mi padre parece que me lo hubieran cambiado.

Le cuento cosas de mis hijos que siempre le fascinaron, y ahora no me hace ni el

menor comentario; le digo que a mi marido le va muy bien en el negocio, y como si

nada… no sé, está como ausente...

–¿No será que oye menos?

–No sé, me sorprendés, pero podría ser, no se me había ocurrido.

El tema de la hipoacusia no está demasiado claro. Por ejemplo, de la época de mi

infancia recuerdo a la mamá de Loli, que no escuchaba nada, y dependía de que nosotros

nos acercáramos o le habláramos de frente para que nos leyera los labios; en fin, era

como una enfermedad y nos arreglábamos. Doña Carmen, la vieja amiga de mi tía, era un

caso. ¡Todo en ella era de vanguardia, o por lo menos surrealista! Desde ya que usaba

audífono, pero, ¿qué pasaba? Lo colocaba en una bolsita que a mí me recordaba el viejo

saquito en donde se ponía el alcanfor en épocas de la epidemia de polio. Como ella no

era previsible, se ponía esa bolsita como si fuera una escarapela, pero del otro costado, al

lado del corazón. ¿Por qué? No tengo la menor idea, pero recuerdo que cuando yo le

hablaba, me señalaba la bolsita que parecía una suerte de prendedor y decía: “hablame

aquí, por ahí te escucho”. Como para mí ella era completamente inaudita, pensaba que

eso formaba parte de su rareza.

Pero, ¿cómo adaptarse a la mengua de la audición de nuestro padre, si no lo

esperábamos, o no nos damos cuenta... o no quiso decirlo, por vergüenza o para no

parecer viejo? Nos puede traer serios problemas de adaptación, porque socialmente no

tenemos una buena predisposición para aceptar esa disminución sin agregarle alguna

interpretación negativa como: “claro, no le interesa y tengo que insistir; se lo olvida porque

no le importa”, cuando, en realidad, lo más probable es que no lo haya escuchado. Por

supuesto, no tenemos que descartar que haya una distracción de su parte y que, en

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verdad, esté en otro lado. Pero si nos cercioramos primero de que realmente nos está

prestando atención, la cosa es diferente.

Particularmente, con mi madre fui encontrando diversas maneras; desde ubicarla

en lugares centrales cuando estábamos alrededor de la mesa –para que fuera más fácil la

integración–, repetir rápidamente, hacer una síntesis de lo que se hablaba, o,

simplemente, memorizarlo y prometerle que se lo contaría cuando estuviéramos a solas,

¡y hacerlo, para que en otra oportunidad, y ante mi promesa, la aceptara sin discusión!

Para pensar

Sería bueno que todo esto nos encontrara atentos, porque la disminución de la

audición nos compete a todos: a nuestro padre, porque al no escuchar queda expuesto a

una menor participación en todo tipo de reuniones, y a nosotros, porque nos corresponde

compensarlo de alguna manera. Puede ser que nos toque repetir lo que nuestro padre no

escuchó, o lo que provocó el estallido de risa y él se lo perdió...

No se debería olvidar que la falta de audición puede inducir a la introspección y la

reflexión, pero también al aislamiento y a la depresión; de nosotros puede depender hacia

dónde se incline la balanza.

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Capítulo 11

¿A esta altura implantes dentales?

“El desafío para nuestra generación es prolongar nuestro envejecimiento saludable y

acortar nuestro tiempo de vejez”.

Dr. Juan Hitzig

Ha corrido mucha agua bajo el puente hasta llegar al dilema de los implantes.

Hombres eran los de antes, dicen, si bien siempre me fue muy difícil entender a

la gente grande; eran épocas en las que preguntar no era una práctica con buena prensa.

Más de una vez me di cuenta que el problema era que no me sabían contestar… pero,

por algún tema que yo desconocía, los grandes no lo reconocían; o, tal vez, como en la

escuela al que no sabía contestar le ponían un mal, pensaban que era mejor castigar al

que hacía la pregunta. De manera que yo me las arreglé muy bien para no importunar con

cuestionamientos. Pero pasaba horas en el negocio de mi madre jugando, calladita, y

escuchando todas las conversaciones de los clientes habidas y por haber, sin necesidad

de preguntar.

Con el tema de las películas infantiles no tenían problema, porque siempre me

decían: ¡son fantasías! ¿No ves que son cuentos?

Pero ocurre que un día llegó doña Clara muy enojada con su marido, don Pablo,

porque pensaba que iba a tener que llevarlo al médico –cosa a la que él siempre se había

negado–, porque esta vez le salía mucha sangre de la boca. Yo ya estaba súper

impresionada con esa imagen, pero mi madre se ve que no, porque avanzó.

–¿Sangre en la boca? ¿Y tienen idea de por qué?

–Claro, ¿qué se puede esperar de alguien que por no ir al dentista ata la punta de

un hilo grueso al diente y la otra al picaporte de la puerta, le da un empujón y ¡zas!, el

portazo le arranca el diente?

En ese momento me dije: “o don Pablo forma parte de los dibujitos animados, o

yo haré como que no escuché nada, porque si no, vomito”. Y, por supuesto, sigo

pensando igual.

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Volviendo al tema, diré que no es nada sencillo decidir si a determinada altura de

la vida aún vale la pena invertir dinero, tiempo y esfuerzo en los implantes. Pero el tema

de las dentaduras postizas, suele resultar una pesadilla. Comienza con dificultades para

poder comer alimentos difíciles de digerir –que suelen ser los más los ricos–, y en un

principio se van adaptando a esos renunciamientos. No obstante, a medida que el tiempo

pasa, como le ocurrió a mi madre, las encías se retraen y ya no se trataba de algunos

alimentos, sino que la prótesis se le movía tanto, que le provocaba náuseas, hasta que

llegó un momento en que ya no pudo volver a masticar. Todo esto sucedió cuando ya sus

fuerzas habían disminuido de tal modo, que ni se le ocurría recomenzar con odontólogos

y pruebas para el mecánico dental… empezando porque ni siquiera podía bajar la

escalera. Cuando le propusimos mudarse previendo algún tipo de discapacidad en sus

últimos años, se negó en forma terminante, pero bueno… esa es harina de otro costal...

Hoy hay más conciencia en la gente –incluyendo a los profesionales– de la

importancia de negarse hasta lo posible a la extracción de alguna pieza. Pero aquí

estamos con una población altísima ya cercana a los 80 años, con muchos menos dientes

y muelas, preguntándose si vale la pena hacerse los implantes.

Son muy costosos, llevan tiempo, y no se sabe si realmente tendrán el resultado

esperado. Un amigo de mi padre, después de un montón de consideraciones, a los 81

años se decidió a hacerlo: un montón de tiempo, un montón de dinero, un montón de

implantes… pero no tuvo éxito. ¿Qué había ocurrido? Parece que estuvo mal la elección

del profesional; sin embargo, cuando se decidió a cambiar de especialista, el nuevo le

arregló todo el desastre que le había producido el primero.

De manera que, al tiempo y el dinero, habría que agregarle mucho cuidado en la

elección del odontólogo. Personalmente, conozco a muchos otros a quienes les fue de

maravillas. Unos años, no importa cuántos, sin que la elección del alimento tenga que

pasar por la textura o el tipo de fibra, aumenta la calidad de vida. Sin dejar de lado, por

supuesto, el tema coquetería, porque por lo que yo sé nadie quiere ser sorprendido sin la

dentadura puesta, ¡aunque le quede grande!

Imagine esta situación: un hombre fue internado en un geriátrico con bastante

desagrado, por cierto. Al entrar a la habitación que iba a compartir con otro internado vio

la prótesis de su compañero de cuarto sobre la mesa de luz. Sin decir agua va, la tiró por

la ventana a la calle. Al otro día busca que te busca por todos lados, lo conminaron a decir

qué había pasado realmente.

–Me dio asco y la tiré –respondió tranquilamente.

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¿Fue el Síndrome de Desinhibición que suele aquejar a los ancianos como índice

temprano de cierto tipo de demencia? ¿O estaba contrariado porque lo internaron en el

Geriátrico en contra de su voluntad? Lo cierto es que su familia tuvo que pagar el costo

de una nueva dentadura y la familia del compañero de cuarto la vuelta al odontólogo, con

todos los inconvenientes que eso representaba.

Para pensar

Es cierto que un tratamiento de implantes bucales no sólo tiene un elevado costo

económico; también hay veces en que, por dificultades en el desplazamiento o en la

orientación, hay que acompañar al anciano, con todo lo que esto significa. Pero es tal la

diferencia de resolver el tema bucal en la vida cotidiana, que bien vale el esfuerzo.

Si no lo remedian de ese modo –y aunque solo sea por razones estéticas–,

sugiero comprender la turbación desagradable que ellos sienten cuando no tienen

colocada la prótesis porque, de hecho, se extravía seguido. Aunque requiera nuestra

especial atención, resulta conveniente apresurarse a resolverlo.

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Capítulo 12

Diagnóstico: incontinencia

“No hay ninguna cosa seria que no pueda decirse con una sonrisa”.

Alejandro Casona

Este suele ser un tema muy difícil de manejar. En particular en los hombres es

devastador, porque lo viven como el fin de la virilidad, de la masculinidad y, en definitiva,

de lo poderoso que pudo haber sido. No controlar... esfínteres es algo durísimo; a eso hay

que agregarle que ellos no están acostumbrados a utilizar ningún tipo de apósito en sus

partes pudendas, y también que al usar pantalones hay más posibilidades de que su

vergüenza se note.

Todo esto sea dicho sin dejar de agradecer la efectividad de los pañales

desechables, porque era mucho peor cuando no existían. Tenemos que estar atentos,

porque la incontinencia puede desvirtuar más de una situación que aparece como

incomprensible.

–No sé qué le pasa a mi padre, que no quiere viajar más con nosotros. Cuando lo

invito, dice que no tiene ganas de ir a la playa, o a la montaña, o donde sea que le ofrezco

que vayamos –me dijo Jorge, y agregó–. Se lo comenté a mi mujer, para ver si ella no

había tenido algún problema, que ahora a él lo hiciera desistir de viajar, hablé con mis

hijos, ¿qué le pudieron haber dicho para que ahora reaccione así? Con respecto a mí,

sabe muy bien cuánto me gusta compartir ese tiempo con él...

Estaba muy preocupado y no encontraba la razón del cambio. Por suerte, las

razones siempre se cuelan; en este caso, no quería ir a hoteles y correr el riesgo de

hacerse pis. Aunque para nosotros no sea quizás determinante, para el que lo padece sí

lo es.

La incontinencia avergüenza; y si no, pensemos en el dictador Trujillo de la

República Dominicana. Según nos cuenta Vargas Llosa, la sensación de vulnerabilidad

por su incontinencia lo hizo participar de las atrocidades más grandes, como asesinatos,

desapariciones y torturas, con tal de invalidar cualquier comentario sobre su problema.

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Para pensar

El primer gran escollo, es la necesidad de usar pañales –o apósitos, como los

llaman–, y aprender a usarlos de forma que no se note. El segundo es: ¿cómo se lo digo?

Sugiero que sea el médico el que lo haga, como una indicación más para mejorar su

calidad de vida, y no como un castigo, ni algo denigrante. La forma en que las enfermeras

en general tratan de llevar el tema al plano, de abuelito, te cambio los pañales suele ser

demoledora y hay que evitarla a toda costa.

Si hay un hijo varón, la solidaridad del sexo le hará más fácil la adaptación a través

del diálogo que vaya surgiendo, sin olvidar el tan mentado humor, para quitarle parte de la

gravedad que la cultura le ha asignado.

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Capítulo 13

Diagnóstico: Alzheimer

“A la medicina moderna podemos confiarle nuestra vida, pero no nuestra muerte...”

Oscar Berg

Visité en Portugal un geriátrico modelo, ¡era increíble! Muebles de diseño,

sillones comodísimos, la decoración toda de los años sesenta, destinada a que la gente

internada allí pudiera sentirse en un ambiente familiar. Incluso tenían jaulas de adorno con

pajaritos de plástico, como para remedar la vida de antaño. Las paredes con colores muy

fuertes para estimular los sentidos, pero siempre con tonos pasteles para que fueran

agradables y armonizaran. Funciona como Hospital de Día; la mayoría asiste porque ha

perdido autonomía, y necesita de cuidados especiales. Por la noche, los hijos retiran al

paciente hasta el otro día. El lugar se especializa en Alzheimer, de manera que las

actividades rondan siempre alrededor de todo tipo de estímulo para tratar de que los

pacientes recuerden sus memorias: por ejemplo, las paredes están cubiertas con noticias

de diarios que fueron significativas en su época, prolijamente enmarcadas. Cada uno de

los pacientes tiene su álbum de fotos familiares, y los ejercicios de memoria los realizan a

diario.

Me llamó la atención tanto hincapié en recuperar la memoria. Aclaro que eran

personas en una fase avanzada de la enfermedad, cuando prácticamente ya no

reconocen nada.

–Recordar, ¿para qué? –le pregunté a la Psicóloga especialista.

–¿Cómo para qué? Para mantener la identidad, ¡eso es muy importante!

Pasan meses y meses trabajando con ancianos de entre 75 y 90 años que no

reconocen nada de lo que se les muestra. Un día, como pasó aquella mañana, la paciente

se puso a bailar cuando escuchó que la terapeuta puso una canción de cuna que le

cantaba su madre. Ese hecho, con seguridad fue un estímulo para la terapeuta después

de tanta frustración. No en vano se llama Síndrome del cuidador a cierto tipo de depresión

que ocurre después de trabajar con esta clase de pacientes durante algún tiempo. Al

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 39 ________________________________________________________________________________ Alzheimer se lo ha dado en llamar la doble enfermedad porque enferma al paciente y a

sus familiares, quienes suelen padecer depresión y trastornos de ansiedad.

Sin embargo, a los fines de calidad de vida o de paz interior –y según mi

experiencia–, tengo dudas si se justifican los recursos económicos asignados y los

denodados esfuerzos del paciente y sus asistentes llevados a cabo durante meses.

Por otro lado está el caso de Lucía, cuyo padre hace dos años que no la

reconoce, pero que tiene un criterio personal muy válido.

–Él no recuerda quién soy yo, pero yo recuerdo muy bien, quién es él –me dice–.

Y hemos logrado seguir unidos a través del canto. Papá era un fanático del folklore, y un

día observé que cuando me escuchaba cantar él se acoplaba. Cada vez que lo visito, le

doy un beso y comienzo a cantar; cuando él me escucha, me sigue. Y así pasamos muy

buenos momentos. Estoy segura que ese es el encuentro más íntimo que podemos

compartir.

Resulta curioso observar cómo en algunos casos la persona olvida a aquel con

quien ha estado casado por más de treinta años; sabe que tiene hijos, recuerda parte de

su vida, pero nada de la pareja. Muchos hijos no aceptan estos olvidos sin atribuirle una

cierta intencionalidad, como una suerte de ingratitud que, por lo general, les provoca

desagrado. Escuchaba el otro día a un amigo que se quejaba.

–¡Cómo es posible que mi madre haya borrado de un plumazo cuarenta años de

matrimonio al poco tiempo de haber quedado viuda! Ella era extremadamente

dependiente de él…

A mí se me ocurrió pensar si no sería esa la oportunidad para esta mujer de

aprender a vivir sin el bastón que, en vida, fuera su marido.

He escuchado a un simpático viejo con Alzheimer decir que tiene un hijo… al que

llama con el nombre de su hermano, que murió hace tiempo. Cuando me cuenta que

habla por teléfono con él, no se lo nota angustiado, ¡está contento! Espera que este hijo

inexistente lo llame cada día, ¡y dice que lo hace! En este caso, ¿es válido que se lo

convenza de que no tiene ese hijo, que ese era su hermano que murió hace mucho

tiempo? Le pido que reflexione… ¿para qué decírselo?

La tendencia de los familiares es tratar de aclararles a los enfermos lo que no es

cierto. En general, mi sugerencia es seguirle la corriente, pues evita malestares. Si yo lo

contradigo se siente molesto y algo turbado, no es que se dé cuenta de que ese hijo no

existe, sino que percibe algún grado de confusión. La última vez que lo vi, después de un

rato, me tocó a mí el momento del no reconocimiento. Por un instante me invadió la

angustia… realmente es penoso. Pero me recompuse y decidí que quería acompañarlo

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 40 ________________________________________________________________________________ de la manera más pacífica posible, mientras me recuperaba del shock. Al irme empecé a

reflexionar acerca de lo que yo podría hacer para ir diseñando mi futuro, en el caso de ser

diagnosticada con Alzheimer… algún mapa para recorrer junto a las personas que quiero.

Recomiendo ver la película “Historia de una pasión”, que ejemplifica con todo

realismo el tremendo amor y dolor con el que se puede transitar esta situación. Quizás la

razón por la que tanta gente termina sus días con algún tipo de demencia, esté

relacionada con el momento de la Humanidad, en el cual vivimos apresurados,

estresados, invadidos de estímulos, y la única forma de parar puede ser el olvido.

Para pensar

Ante un diagnóstico de Alzheimer, sugiero comenzar a tomar precauciones

mucho antes de que lleguen los síntomas irreparables, y estar en permanente diálogo con

el enfermo. ¿Qué actitud tomar si llega el caso de la fase iracunda? ¿Cuál en el caso de

requerir personal especializado? Incluso sería muy buena idea la de ponerlo todo por

escrito, para facilitar a los familiares la conducción del proceso, ya que va a estar teñido

de demasiado dolor.

Digamos todo lo que queramos decir… o callemos para siempre. Pero cerremos

el balance, antes de que sea demasiado tarde.

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Capítulo 14

Diagnóstico: Parkinson

“El sentimiento de la salud se adquiere solamente mediante la enfermedad”.

George Lichtenberg

El padre de Rogelio tiene 82 años, ha contraído una de las enfermedades más

temidas de la vejez –el mal de Parkinson–, y ya está en las últimas fases. Me parece muy

valorable la forma en que lleva el tema, aunque le tomó bastante tiempo para

acostumbrarse. Hoy tiene temblores en las manos, alguno en la cabeza y, por supuesto,

se cae en la casa dos o tres veces por día. Él no es alto y está delgado, tiene alfombras

que le amortiguan los golpes y, por ahora, se levanta y listo, ¡por ahora!

Tiene una persona de lunes a viernes con la que sale a la calle; sin embargo,

durante el fin de semana está solo y, como se aburre, no quiere dejar de ir a misa ni al

cine, porque dice que así se distrae y le hace mucho bien. Pero el problema es que cada

vez que sale se cae en la calle, aunque se ayuda con un bastón.

–Elia, vos me conocés y sabés lo que estas caídas son para mí –me dice–. Además

del riesgo de quedarme sin poder moverme, ¡me da vergüenza! La gente se acerca, me

ayuda, quiere acompañarme, y yo lo agradezco porque es por eso que puedo salir… pero

siento que perdí toda la dignidad y seguridad en mi hombría, esto es un gran esfuerzo

para mí.

Yo lo aliento. La actitud de su hijo está en el límite entre dejar que actúe con

libertad y asumir las consecuencias, o no dejarlo solo, pero con su hermano no se han

puesto de acuerdo en resolver el tema de la compañía durante los fines de semana,

puesto que es un paréntesis de tiempo considerable a tener en cuenta.

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Para pensar

Él hace lo que le gusta los fines de semana; en principio no ha pedido la compañía

de una cuidadora, ni de los hijos, aunque estas incursiones por la calle implican un riesgo,

pero tal vez valga la pena correrlo, y mantener la autonomía que tantos mayores

reclaman.

Hablemos lo más claro posible: si no estamos dispuestos a acompañar a nuestros

padres durante el fin de semana, busquemos otras alternativas: una cuidadora, un viejo

vecino, o algún pariente de esos que a veces se ofrecen de corazón para hacerlo.

Una vez tomada la decisión, si el enfermo tiene un accidente irreversible,

recordemos inmediatamente que fue lo que elegimos como la mejor opción y despidamos

la culpa, si es que aparece, porque no resuelve nada y solo aporta negatividad a nuestras

vidas.

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Capítulo 15

¿Está deprimido o quiere llamar la atención?

“Si no pudieran contar sus enfermedades, hay muchos que nunca se pondrían

enfermos”.

Santiago Rusiñol

Para el ingreso a la carrera de Psicología, tuve que llenar un cuestionario y

entre las preguntas había una que rezaba: ¿tiene usted enfermos mentales en su familia?

Sentí que acababan de aplastarme. No podía dar crédito a que no pudiera entrar por

todos los loquitos que yo tenía en mi familia, y que me parecían un montón, aunque una

cosa era un familiar loquito y otra un enfermo mental en mi familia. La cuestión es que yo

no sabía qué era mejor, si ocultarlos o reírme del tema. Pero me vi en apuros para

responder. Contesté algo como al pasar, poniendo especial énfasis en las enfermedades

de los familiares políticos, porque me parecía que era peor si yo lo llevaba en los genes.

En una de las familias a las que aludí, el hijo mayor fue llevado a los 8 años a un hospital

con chaleco de fuerza: para la familia fue devastador

Hoy, cuarenta y cinco años después, me doy cuenta de lo que era la ignorancia

y el poco conocimiento del tema en aquel momento. Le quedó el estigma, y nunca pudo

salir de ese rol, porque nadie supo su diagnóstico. Siempre vivió en la casa mansamente,

fue un niño tranquilo, aunque estaba presente el fantasma de la violencia, no sé si real o

imaginaria. Sin embargo, nunca fue a un colegio, y lo trataron como si fuera un niño que

nunca crecía: sin la menor educación, ni formación de ningún tipo. Quizás estuvo allí para

que otros pudiéramos saber qué es ser loco, aunque los niños siguen siendo puros, hasta

que logramos transformarlos.

Un día fuimos a visitarlos, y ese chico –que ya tenía más de veinte años–, se

escondió detrás de la cortina del living en donde nos habían recibido, para no tener que

saludarnos. Mi primito, que andaba por ahí investigando nuevos lugares, de pronto chocó

contra las piernas y corrió la cortina dejándolo en evidencia.

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–¡Qué raro! –dijo asombrado–. ¡Un nene que es grande y se esconde!

Yo, personalmente, pensaba que su padre estaba mucho más enfermo, pero

nadie se metía con él. Terminaron su vida internados juntos en un neuropsiquiátrico,

porque no había nadie que pudiera hacerse cargo de ambos. De su hermana –que había

muerto de un infarto antes de los treinta años–, también se decía que estaba loca. Y la

madre –de esas mujeres que nunca toman responsabilidades–, creyó que la vida sólo le

ofrecía desgracias, incluyendo al marido que los hermanos le habían elegido.

Yo, que a mis 16 años creía que los matrimonios se imponían solo en las novelas

clásicas o en países remotos, tenía un ejemplo entre estos parientes lejanos, que no

podía creer. Sin embargo, además de la locura, seguían siendo tan importantes para

nosotros la familia y el amor, que lograron transformar toda esta herencia. Cuando mi hija,

veinte años después, me habló de los gratos recuerdos que tenía de cuando iba con mi

madre a Tandil a visitar a la tía Evelina –única sobreviviente de la familia–, pensé que la

transformación ya se había realizado. Para mi hija chiquita, ir cada verano allí era un

programa sin desperdicio. Ella, en su inocencia, no supo de estigmas, ni pensó en ningún

momento que locos y sanos debían vivir en veredas enfrentadas.

Con la depresión ocurre algo parecido; es difícil discernir entre un estado de

tristeza, una depresión preocupante, o una forma negativa de evaluar la vida. ¿Es

patológico o filosófico?

Es comprensible que a veces los padres viejos se sientan deprimidos. Se

aburren, no todos tienen ilusiones o algún proyecto. Por eso hay veces que entre la

depresión y el deseo o la necesidad de llamar la atención, hay sólo una línea muy tenue.

Pero querer llamar la atención, no está bien visto, y sólo con escuchar a nuestro padre

decir que la vida no tiene sentido, entramos en un estado de inquietud y queremos saber

el diagnóstico exacto, en lugar de sentarnos y escuchar con la mayor calma posible sus

argumentos. Sería ideal que él pudiera sincerarse con los hijos. Quizás está triste pues ha

sufrido muchas pérdidas… desde la gente querida que fue desapareciendo de su vida,

hasta las disminuciones físicas que lo aquejan, ¡posiblemente no encuentra muchas

razones para vivir! Y lo único que no necesita es el enojo o el reproche. No parece lógico

decirle: ¡Con todo lo que tenés, no sé de qué te quejas! ¿Sabés la cantidad de gente que

es muy feliz con menos de la mitad de todo esto? Si volvés a decir eso, me voy.

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Para pensar

A la persona que atraviesa un período de depresión o tristeza, habría que

escucharla y, a partir de allí, ver qué ayuda está dispuesta a recibir. Porque muchas

veces, en nuestra impaciencia para que salga de eso, empezamos a proporcionarle lo que

suponemos es lo que le hace falta. Y sólo conseguimos desacuerdos y mala

predisposición

Es bueno tener en cuenta que la depresión del estado de ánimo puede ser

oscilante. Y también que, si persiste, hay tratamientos farmacológicos muy efectivos. Que

querer llamar la atención es simplemente eso, y quizás esté necesitando algún mimo

especial. Tratemos de preguntarle y no dejemos libradas a nuestra interpretación las

razones que tiene para no encontrarle un sentido a su vida. ¡Podría ser la oportunidad de

que lo encuentre!

Los paradigmas cambian, los criterios de evaluación también, y cada vez

podremos ser más efectivos al acompañar a nuestro padre en sus diferentes emociones…

si ponemos lo mejor de nosotros para escucharlo, especialmente diluyendo los miedos

propios, y los ajenos.

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Capítulo 16

Mascotas, una solución

“No hay mejor psiquiatra en el mundo que un cachorro lamiéndote la cara”.

Ben Williams

En casa no tuvimos mascotas; muy por el contrario, dado mi especial desagrado

por los gatos, cada tanto mi padre tenía que lograr cazarlos y partir raudamente a algún

barrio lejano, con la esperanza de que el gatito no fuera especialmente apegado a su

terruño. Al vivir en un barrio de casas bajas, no sólo los chicos podíamos transitar por

todos lados, sino que los gatitos también se colaban por cualquier rincón. Por eso casi me

infarto cuando, al abrir distraídamente mi placard buscando un abrigo, me saltó la fiera

blanca… o así me pareció ese gato… Mi fobia a los gatos es poco común, pero debo

reconocer que la presencia de mascotas en la vida de gente mayor ha obrado casi

milagros.

A Amelia, de más de 70 años, le compraron una cachorrita Beagle luego de su

segundo intento de suicidio. Al comienzo la rechazaba, pero la perrita insistió tanto

buscando cariño, con sus necesidades de comida paseo e higiene, que Amelia fue

respondiendo de a poco a ese afecto. Hoy en día son casi una, donde va Amelia, allí está

su perrita, ¡y ni siquiera necesita ya la medicación antidepresiva!

Otro caso se dio también con un gatito que la madre de Mariel deseaba desde hacía

mucho tiempo. Sin embargo, ni ella ni su marido –ochentones ambos–, se resolvían a

concretar la búsqueda…Hasta que apareció El Michi; paradójicamente, desaparecieron

las eternas discusiones cotidianas que desgastaban la convivencia de ambos.

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Para pensar

Las mascotas nos aportan vitalidad, cariño, responsabilidad, fidelidad,

entretenimiento, ¡y la posibilidad de hacer ejercicio, si se trata de una que haya que

pasear! También hace que nos relacionemos con otros dueños de mascotas, con quienes

se pueden intercambiar ideas, e incluso encontrarse a horas puntuales para que los

perros jueguen. Total, que nos ayudan a salir de nuestro ombligo pues requieren mucho

cariño y atención.

También suelen ser un estímulo para esos nietos remolones que no van a verlos

todo lo seguido que sus abuelos desearían y que ahora, con la mascota, les resulta más

divertida la visita.

En fin, no hay contraindicaciones; sólo requieren ser cuidadosos si son muy

juguetonas, pues en el afán de jugar, pueden terminar ambos en el piso.

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Capítulo 17

Me llama a cada rato con quejas y reclamos

“Si lo que estás haciendo no tiene nada de divertido, es que estás haciendo algo

mal”.

Norman Vincent Peale

Papá era un hombre que aceptaba lo que la vida le daba –lo bueno y lo malo–, con

entereza y sin objeciones. Y me vienen a la mente imágenes de mi padre en situaciones

difíciles, por contraste con todas esas personas que no paran de quejarse. Mi padre

soportaba todo con gran estoicismo. Incluso cuando el cáncer empeoró, sus quejas

parecían las de alguien que tiene un dolor de cabeza y no un severo tumor. Ahora, y

luego de ver tantos viejos quejosos, agradezco haber tenido un padre que se las bancaba

en silencio. Claro que él siempre había negado su enfermedad, por lo tanto no podía

desdecirse en sus apreciaciones.

–Papi –le pregunté un día–. ¿No necesitas algún calmante más fuerte? Mirá que se

lo podemos pedir al médico si es que te hace falta.

–Elia –me dijo–. Si lo mío fuera tan grave, él ya me lo hubiera recetado.

Verdaderamente envidiable…

Don Carlos es un pariente lejano que residía en Mar del Plata, hasta que se mudó a

Buenos Aires al enviudar, porque sus hijas pensaron que la mejor alternativa era que

viviera en un departamento con alguien que lo acompañara y cuidara. Las veces que lo

visité allí, lo encontré molesto, porque decía que ese no era su lugar, que aquí no tiene

amistades, lo cual es cierto… pero tampoco las tenía en Mar del Plata, con excepción de

un vecino con el que se veían cada tanto.

Con una hija viviendo en el exterior y otra con familia y trabajo, se hacía muy

difícil resolver los problemas domésticos cuando la mucama faltaba, los fines de semana,

o cuando tenía que ir al medico... Él llamaba constantemente para hablar de sus

desgracias, de sus dolores y desventuras en general. Con los nietos nunca tuvo mucha

onda, de manera que no era esperable que con ellos se armara algún tipo de relación.

Entre idas y vueltas, se decidió su internación en un geriátrico, con la que estuvo de

acuerdo. O, por lo menos, no se opuso.

Lo visité allí varias veces, porque sabía que se sentía mal, y como estaba muy cerca

de mi consultorio, no me desviaba demasiado de mi ruta diaria. Lo encontré desagradado

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cada vez que fui, lloraba casi todos los días, igual que lo hacía cuando estaba en su

departamento.

Al principio, tenía un régimen libre en el Hogar. Podía ir a su cuarto cada vez que lo

decidiera, o quedarse en la cama. Pero, ¿qué ocurrió? Se iba a pasear por las

habitaciones de los demás y provocaba problemas con las personas que estaban en

reposo: los despertaba, les prendía la luz para charlar, y les ordenaba la mesa de luz,

aunque después no sabía adónde habían ido a parar las cosas. La directora del

establecimiento decidió que ya no podía circular libremente, sino que tenía que seguir los

horarios de todos los internados y entrar o salir de su cuarto de acuerdo con las horas

estipuladas por las cuidadoras. Y este se ha transformado en el último y nuevo motivo de

queja, pues no puede ir a su habitación durante el día.

Ahora llora porque tiene la impresión de que las hijas no lo quieren. Cuando me ve

a mí, llora porque dice que nadie lo visita más que yo; si le llevo algo para leer, llora más

porque soy la única que lo hago. Yo le digo que si sigue así va a estar en problemas

porque dejaré de ir, ya que no me gusta que me llore por las razones que lo hace. Con

humor le propongo que imagine diferentes razones para llorar conmigo, o que charlemos

de otras cosas. Insiste en que no hay nada de qué hablar.

A mi entender no hay nada para hacer que mejore su estado de ánimo; su actitud

de sufrimiento es permanente. Yo le tengo cariño, y poseo una amplia experiencia para

relacionarme con gente de más de 80 años, pero don Carlos es demoledor. Pensé mucho

en cómo podría ayudarlo a desapegarse de una vida a la que no le encuentra sentido, en

la que sólo sufre. Si bien yo sé que no es religioso practicante, se me ocurrió hablarle de

Dios y de la idea de entregarse, no seguir tan aferrado al odio y a la desazón, y le propuse

que probara a rezar.

–¡Ni se me ocurre! –me espetó.

En la siguiente visita fui con otra sugerencia. Le pregunté si no pensaba en su

mujer y todos los años vividos juntos, ya que enviudó hace sólo dos años.

–¡Para nada! Ella siempre estuvo enamorada de mí, pero yo no –y siguió con el

mismo criterio de cascarrabias–. Para mí fue una excelente mujer, que me dio una buena

vida y nada más. Ni me acuerdo de ella –remachó, por si hubiera quedado alguna duda.

La verdad es que agudizaré el ingenio para la próxima; y, si no, quizás me anime a

preguntarle qué razones tiene para vivir.

Vivir para comer, o vivir para tomar, tampoco puede, porque su colesterol está alto

y lo tienen a zapallo hervido.

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Para pensar

Si él vive mucho tiempo, las hijas seguirán gastando en sus cuidados. Esto puede

ser un desastre económico para ellas, pues les impide ahorrar para su futura jubilación. El

geriátrico les cuesta mil dólares mensuales, que es toda su capacidad de ahorro. Y si esto

se prolonga, resultará que serán los hijos los que tendrán que hacerse cargo de ellas,

repitiendo la historia. Algo deberíamos hacer para cortar esta rueda negativa.

Sugiero a los hijos que puedan llegar a atravesar por algo parecido, decidir varias

décadas antes de los ochenta cómo prevenir una vejez problemática.

Y con padres como don Carlos, intentar el perdón, porque ha hilvanado su vida de

tal manera que el ovillo se enredó definitivamente. El principal sufriente es él; nosotros

tenemos que cuidar que sus errores no nos tiñan y, muy especialmente, que no tiñan a

nuestros hijos.

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Capítulo 18

Vive triste porque mueren sus amigos

“Hay un límite para las lágrimas que podemos derramar ante las tumbas de los

muertos”.

José Martí

Un viejo amigo viejo, anarquista, basó las relaciones de su vida en los amigos

anarcos, más que en la familia. Si bien vive en pareja y tiene hermanos y sobrinos que lo

quieren, él no soporta ser el último de su generación, que a esta altura ya veo que puede

llegar a ser el último anarquista. Vive con una depresión profunda, sin tomar contacto con

el hecho de que sus amigos murieron todos después de los 80 años, y que él siempre fue

el pibe del grupo. ¡Qué importante es no aislarse, tener muchos amigos y, si es posible,

de diferentes entornos y de distintas edades para poder alternar!

Hace muy pocos días, mientras tomaba un café, fui testigo de un encuentro entre

amigos de la misma nacionalidad; de hecho, hablaban en húngaro, las edades oscilarían

entre los 80 y 90 años, ¡y se los veía encantados de compartir ese momento! Desde ya

que tenían en común el idioma, pero con seguridad los unían determinados intereses, o

recuerdos de la vida... no importa, lo envidiable era esa voluntad de compartir y disfrutar

un momento grupal.

Uno de los amigos de mi abuelo tenía siete hermanos, pero al paso de los años

quedaron sólo tres. Cuando uno de ellos falleció, en el funeral se encontraron los dos

únicos hermanos que quedaban.

–¿Qué opinás? ¿Quién de nosotros despedirá al otro? –dijo uno, y los dos se

miraron.

Me llamó la atención que no lo dijeran con especial tristeza, sino con una sabia

aceptación de la vejez: ya tenían 85 y 88 años respectivamente. Se sentaron a un costado

y fueron haciendo una síntesis de sus vidas; alcancé a escucharles decir que había valido

la pena. Admirable.

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Tengo amigos del secundario que ya murieron por diversos motivos, y al resto de

los compañeros no les gusta nombrarlos; yo no estoy de acuerdo, porque no hablar de

ellos, no evita llevarlos dentro. Que hayan muerto prematuramente, no quiere decir que

nos hayamos olvidado de las aventuras tan divertidas como riesgosas que hemos

compartido, y hablar de ellos es mantenerlos vivos en nuestra memoria.

Comento esto porque, de tanto no mencionar a nuestros queridos muertos,

llegamos a viejos y nos invade la depresión, en lugar de agradecer todo lo que hemos

podido disfrutar.

Para pensar

Si somos conscientes del paso del tiempo podremos colaborar para que nuestro

padre esté permanentemente actualizado, para que pueda ir variando sus intereses de

acuerdo con las circunstancias. Es bueno que busque nuevas razones, temas y proyectos

para compartir, siendo flexible con las personas que encuentre para hacerlo.

Una muy buena idea –pero que requiere dedicación– es ayudarlos a que no se

separen de las nuevas generaciones. Claro que para tener relación con un joven se

tendrá que tomar la molestia de mirar diez minutos de TV y ver en qué consiste el

fenómeno de Roby Williams, de los Redondos de Ricota o de U2, saber qué es un MP3 y

un iPod. Pero eso mismo lo movilizará para leer, actualizarse y adecuarse a las épocas.

El intercambio generacional es una de esas joyas vitalicias que no tienen

desperdicio.

Y nosotros, los hijos, somos el puente que debe unir las dos orillas.

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Capítulo 19

El padre que teme salir de su casa

“Ni aun permaneciendo sentado junto al fuego de su hogar, puede el hombre escapar

a la sentencia de su destino”.

Esquilo

Tuve la suerte de vivir mi infancia en una época en que –como dijera Jaime

Barilko–, la calle era un lugar seguro. Solo había que avisar que nos íbamos, y punto.

En la casa lindera a la mía vivía la familia Puig, con tres hijos. Al menor de ellos,

Joselito, los Reyes no le habían dejado nada aquel 6 de enero; a sus dos hermanos

mayores tampoco porque ya sabían, y los padres pensaron que ellos ya pronto iban a

avivar al más chico.

Lo cierto es que Joselito lloraba y lloraba en la vereda; mi papá quiso saber por

qué lloraba y se lo dije.

Rápido como un rayo, a los cinco minutos, salió a llamarlo.

–¡Joselito! Mirá, los Reyes también se equivocan... Acabo de descubrirlo.

El nene se secó las lágrimas –que a esa altura ya eran mocos– y, sorprendido,

escuchó la explicación

–Justamente me encontré este Juego de la Oca en el pasto que dice: “Para

Joselito”. Yo estaba tratando de entender qué había pasado, y ya te lo estaba por llevar a

tu casa.

–Seguro que en la dirección decía: “Para Joselito, que vive a la izquierda de la

casa de Elita”, y mientras los camellos comían se distrajeron y la han dejaron en mi casa.

De manera que basta de lágrimas y a jugar...

Con mis cartas nunca hubo errores, porque yo sabía muy bien cómo funcionaba

el tema: o se mandaba una carta a través del buzón del barrio o, si se tenía la bendición –

como era mi caso–, de tener una tía que trabajaba al lado del Correo Central, ella

prefería, para evitar que la carta se perdiera, llevarla directamente, ¡y eso era mucho más

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 54 ________________________________________________________________________________ seguro! Pero Joselito no era sobrino de mi tía, y a mí no se me ocurrió ofrecerle el

servicio.

La ingeniosidad de mi padre no solo trajo alegría a Joselito, sino que pudimos

seguir un tiempo más convencidos que la justa recompensa por ser niño, seguiría

llegando cada 6 de enero; sin que estuviera en tela de juicio si se merecía o no, los Reyes

traían juguetes para los niños y punto.

Es una pena que hoy en día las bondades de vivir en una casa de barrio casi hayan

desaparecido bajo el manto gris de la inseguridad.

Y en los padres que envejecen suele combinarse el problema de la inseguridad en

las calles con una cierta fragilidad que aparece con los años y que, en conjunto, hace que

algunas persona mayores se sientan más seguras dentro de la casa. Sin embargo, de esa

forma se privan de ir a eventos familiares importantes como casamientos, cumpleaños o

festividades religiosas a las que siempre asistieron, pero a las cuales dejan de concurrir.

Los hombres, que suelen ser los más guardianes y protectores, argumentan que no

quieren dejar la casa sola para que no entren a robar. Quizás les produce temor porque

sienten que tienen muchas menos fuerzas porque las energías les disminuyeron, y esto

les quita seguridad; pero, en lugar de tomar alguna decisión consciente para resolver el

problema, se atrincheran en la casa.

A veces a los hijos les cuesta trasladarse, porque tienen niños pequeños y esas

visitas se asemejan más a una mini mudanza, o están muy ocupados; por eso les vendría

mucho mejor que sus padres –que tienen tanto tiempo libre– fueran a verlos a ellos. Pero conozco casos extremos en que ni siquiera consideran esa posibilidad. Ante

esa eventualidad, mi sugerencia es que se respete la decisión de los padres, pero

dejando al hijo liberado de optar por lo que crea conveniente en cada oportunidad. En

realidad las disposiciones del otro se deberían respetar, siempre y cuando no involucren

de manera masiva a todos. A veces la esposa es la que está en el medio, porque quiere ir

a la reunión que hace el hijo pero, a la vez, no quiere dejar al marido solo. Esta es una

situación dilemática que requiere responsabilidad en la decisión. Podría ser una buena

idea la de alternar: a veces ir a la fiesta, y en otras oportunidades quedarse con su

marido.

Esa forma de actuar de los padres se presta a malentendidos, y los hijos lo

consideran muchas veces egoísta, pero suele ser solo cuestión de miedo e, incluso,

depresión.

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Para pensar

No hay una intencionalidad en esta negación a dejar la casa, pero a veces

conviene que la esposa no se acople a ese aislamiento, porque disfrutar en compañía no

significa sometimiento a decisiones que pueden dañar al otro.

No sabemos quién será el futuro viudo y o viuda y, por lo tanto, ninguno de los

miembros de la pareja debería quedar supeditado a los miedos del otro.

Esto es algo que tendrían que decidirlo con responsabilidad, porque si el día que

la esposa va, por ejemplo, a ver la fiesta de egresados de sus nietos, al marido le sucede

algo fortuito, como un asalto o un accidente vascular, no será la responsable del suceso,

sino que debería poder reflexionar sobre lo sucedido sin reproches ni arrepentimientos.

Le pregunto: ¿sería lógico pasar los últimos diez años de la vida evitando dejarlo

al otro solo, por solidaridad a sus temores?

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Capítulo 20

Está caprichoso, parece un nene

“No es que no haya bondad, lo que pasa es que está de incógnito”.

Mafalda

–¡Ay, no doy más! –me decía Marta–. Mi padre me supera, ¡no sabés lo

caprichoso que está! Se le pone algo en la cabeza y no para hasta conseguirlo, viste

como es esto, que pasa el tiempo y los viejos se ponen como chicos. ¡Es insoportable,

sus caprichos me enloquecen! No sé qué hacer...

Personalmente, no comparto esa idea. Será porque en casa los caprichos no

tuvieron entidad; quizás los teníamos, pero no se los llamaba así; o por tener padres poco

posesivos y muchos tíos queridos, ya que siempre había alguno dispuesto a complacerme

sin demasiado tironeo de mi parte. Cuando jugaba en la casa de alguna amiga y decidía

quedarme a dormir, llamaba por teléfono a casa para que me dieran el permiso, porque

esas eran las reglas del juego, y le pedía a mi padre que me trajera el pijama. Créase o

no, a mi papá le parecía sumamente razonable; al llegar de trabajar, mi madre le decía

que yo había llamado y él tomaba su bicicleta e iba contento a llevarme lo que yo había

pedido, porque de paso me veía y me daba un beso.

No creo que una persona mayor se transforme en un bebé, como refieren cuando

hablan de los viejos caprichosos, particularmente los hombres. Eso es sólo un

malentendido. La persona mayor pierde capacidades, pierde fuerzas, llega a tener pocas

herramientas para defenderse, o queda directamente indefenso, ¡pero no lo compararía

con un bebé! El bebé tiene maravillas que no posee una persona de 80 años con

conductas infantiles. Posiblemente el padre caprichoso siga ejerciendo el autoritarismo

que lo acompañó de joven, aunque ya no tenga con qué, y a los hijos quizás nos cuesta

aceptar que fue mandón, pero de alguna manera se toman la revancha y piensan: ¡A tu

autoritarismo, lo rebajo a la posición de capricho, y lo desestimo de cuajo!

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 57 ________________________________________________________________________________

Un hombre que está necesitando ser asistido, que requiere de toda la atención del

hijo –o de la empleada –, y continúa mandoneando a hijos que tienen más de 60 años, no

podemos considerarlo caprichoso, porque eso está muy lejos de la realidad.

Si nosotros nos damos cuenta que es una conducta déspota, aunque nuestro

padre no lo acepte, podremos poner límites más fácilmente, sin sentir culpa, porque los

límites puestos oportunamente ordenan, y evitan situaciones rumiantes de bronca y

sometimiento. Y es muy bueno que el hijo así lo entienda.

Si piden algo con imposiciones, como: –vení porque yo lo necesito, ¡pero vení ya!,

siempre podemos reflexionar antes.

A veces conviene pensar: “le responderé de manera calma y eficiente, le acercaré lo

que me está pidiendo lo antes posible… en la medida que pueda, y no interrumpiré lo que

sea que yo estoy haciendo ni movilizaré a terceros, al servicio de esa orden”. Pero de

ninguna manera hay que completar el círculo retándolo, sino ser conscientes de la forma

de relacionarse del padre, y no responder con el mismo tipo de autoritarismo ni en

venganza a esa actitud.

Para pensar

Ya que la longevidad nos ofrece muchos años con nuestros padres, ¿qué tal si

tomáramos algunos para disfrutar de relaciones con ellos como pares?

Claro que para lograr no engancharse, hay que empezar a disculpar ese

comportamiento que, seguramente, nos afectó durante tanto tiempo. Sin embargo, sería

bueno recordar que cada uno hace lo mejor que puede; quizás él también fue víctima de

otros autoritarios que lo antecedieron.

Entonces, si elegimos que vamos a satisfacer ciertas órdenes porque queremos

complacerlo o para evitar un enfrentamiento, será por elección propia, y no por obediencia

debida.

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Capítulo 21

Cuando ya no quiere viajar...

“El cambio de costumbres es el único medio del que disponemos para mantenernos

en vida y rejuvenecernos”.

Thomas Mann

Mis padres viajaron y disfrutaron mucho en los últimos años; pero luego que el

cáncer irrumpiera en la vida de mi padre, la sola idea de movilizarse lo agotaba:

terminales, bolsos, demoras... ya no tenía energía para todos esos trámites, y ni siquiera

los echaba de menos. Suele ocurrir que, cuando los viajes se hacían en pareja y se

disfrutaron mucho, al enviudar –o quedarse solos–, quedan como inhibidos para salir sin

compañía. Hay viajes que pueden valer la pena, que son entretenidos y los ofrecen

ciertos clubes, agencias que tienen buenas opciones, inclusive los grupos de jubilados –

que son muy baratos y la gente suele disfrutarlos mucho–. Sin embargo, existe una falsa

creencia de fidelidad a la persona que murió, por lo cual se niegan a buscar otra

compañía para hacerlos, y entonces los evitan.

Muchos hijos, que de alguna manera avalan dicha opinión, no ven con buenos

ojos que el que quedó vivo se sienta libre como para iniciar nuevas relaciones. Se suscita

una confusión entre el amor y el agradecimiento hacia la pareja que acaba de partir, por

los momentos vividos, y surge el tan común miedo al cambio, a lo desconocido. A los que

quedaron solos les cuesta mucho movilizarse y avanzar.

A mi madre le costó y, por supuesto, decretó el fin de cualquier posibilidad de

establecer una nueva relación masculina. Creo que mi padre hubiera reaccionado

exactamente igual. Sin embargo, hay otras posibilidades...

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Para pensar

Desde ya, viajar suele ser un entretenimiento maravilloso, y mucho más para los

mayores que se han retirado de las actividades laborales. Pero también es cierto que no

todas las personas están interesadas en ampliar su círculo de amistades. El que ha tenido

pocos amigos, puede pensar que ya no es posible establecer una nueva amistad. Y los

que los han tenido y por distintas razones ya no los tienen, suelen añorarlos… y quedarse

en eso.

Será necesario todo el esfuerzo para ayudar a nuestro padre a vencer las trabas

que lo condenan a la soledad. Especialmente cuando se tienen ya varias décadas, suele

obrar en contra del estado de ánimo, y hace que se encierre en el sedentarismo. A la vez,

al encontrarse en esa soledad, suele demandar a los hijos para que cubran sus

necesidades de relaciones y comunicación con el mundo.

Los hijos son capaces de proveer a sus padres de muchos cuidados, pero la

riqueza de la amistad, es un bien intransferible.

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Capítulo 22

La vejez de los inmigrantes

“La felicidad para mí consiste en gozar de buena salud, en dormir sin miedo y

despertarme sin angustia”.

François Sagan

Mi tío Anga, el anarquista, cuyo oficio de niño era pastor de ovejas, huyó de su aldea

porque sólo había miseria, ignorancia y brutalidad. A veces añoraba la sensación de

libertad que sentía cuando los animales pastaban y la montaña, el cielo y las estrellas lo

invitaban a volar. También sentía saudades de su madre, a la que perdonó a la distancia

cuando se dio cuenta que ella había sido la primera víctima de aquella brutalidad. Se

prometió no volver nunca más a ese lugar tan deshumanizado.

Mi abuelo paterno, en cambio, se vino con mi abuela en busca de nuevos

horizontes. No imaginaron que jamás volverían; simplemente no pudieron hacerlo, porque

pensar en cruzar nuevamente el océano les provocaba pánico, y los aviones, la nueva

forma de viajar, simplemente los inducían al espanto. Las razones para emigrar pueden

ser diversas, pero siempre dejan su impronta a lo largo de la vida.

Stefan, un querido y viejo amigo de la familia, de origen judío, nació en Hungría en

1915, cuando el imperio austro-húngaro agonizaba. En su adolescencia, escuchó un

comentario acerca de que en los Estados Unidos de Norteamérica, tenían un Presidente

al que cualquier ciudadano le podía dirigir la palabra diciéndole simplemente Señor, con

no más ni menos respeto que el usual entre la gente común. Comparado con el sistema

aristocrático que regía entonces en Hungría, en el cual Stefan estaba más cerca de los

parias que de los príncipes, esto le parecía un paraíso de la igualdad de los hombres en la

Tierra. Decidió que aquel iba a ser su lugar en la Tierra. “Un país dirigido por un

ciudadano común, era símbolo de libertad, igualdad y esperanza” –pensaba, y esas eran

condiciones de vida que él no había conocido. Así que le contagió el entusiasmo a su

novia. Inició todas las gestiones, pero no consiguió la autorización para ir a los Estados

Unidos; no obstante, decidió acercarse a su objetivo viniendo a la Argentina por unos

meses, hasta conseguir el permiso deseado.

Se casó con su novia Elizabeth y a los veintitrés años arribaron a la Argentina que,

para variar, estaba gobernada por militares. Por lo tanto, si bien cambió su vivencia de

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opresión –como ocurría con la monarquía–, siguió sin poder llamar a los dirigentes Señor,

puesto que ahora habían cambiado de linaje, por Sí, mi general.

Mientras esperaba poder emigrar a los Estados Unidos, formó una familia. Ambos

trabajaron mucho, siempre en pos del sueño que los alejó de Hungría; sueño que, aunque

no se había cumplido totalmente, al menos los protegió de no morir –como a la mayor

parte de su familia–, en el exterminio nazi. Algunos lograron sobrevivir; de hecho, una

hermana vive con él hoy… todavía sigue grabado de forma indeleble en su antebrazo el

número tatuado en el campo de concentración.

Durante los años que estuvieron trabajando en Argentina, nunca dejaron de

averiguar y presentarse, cada vez que la Embajada hacía alguna extensión de visado

para inmigrantes. Finalmente, y transcurridos veinticinco años, lo consiguieron, y a los

cincuenta años partieron al país de sus sueños, donde se radicaron en Miami y fueron

muy felices. Trabajaba mucho mientras aprendía el inglés, iba a nadar todos los días y

caminaba varios kilómetros. Ni las vicisitudes de la vida le empañaron su pensamiento

positivo. Estar con él es ver que el sol siempre está.

A los 75 años, resolvió pedirle a Dios vivir solamente cinco años más, pero con la

calidad de vida que tenía en ese momento. Cuando ya estaba retirado, le agregó a su

rutina de la playa ir a jugar al Shuffle Board. A los 80 decidió disminuir sus expectativas de

vida y siguió solicitándole a Dios vivir un poco más, pero le pedía de a dos años. Ya a los

90 dejó la natación por el Bingo, y como va por los 95 dejó de pedir más años saludables,

porque se siente bien, pero extraña a su querida Elizabeth que murió hace cinco años.

Unos días atrás lo internaron; tuvo que discutir con los médicos, porque le querían

colocar un marcapasos y él no quiere vivir en forma artificial. De manera que cuando le

dieron el alta, lo primero que hizo fue un poder para su único hijo, donde lo autoriza a

defender su decisión de morir sin que su vida sea prolongada mecánicamente. Sus

amigos de Miami lo llaman El millonario, porque vive ajustadamente con sus ahorros, pero

tiene una salud de hierro. Y allí, donde el promedio de edad de la población es de más de

70 años, ya comprendieron que uno es verdaderamente rico cuando está sano.

Cuando lo llamé para su último cumpleaños, me comentó que me sorprendería de

verlo tan cambiado, y que ya no recuerda el nombre de las calles de Buenos Aires.

¡Si supiera que mi memoria, con 35 años menos de uso está peor que la de él!

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Para pensar

Sueños, metas claras, y propósitos, tristezas, tragedias y desarraigos, bañados en

pensamientos positivos, suelen dar por resultado una vejez como la de Stefan.

Si nuestro padre no ha cerrado aún los dolores de su propia inmigración o la de sus

padres, entendamos su conflicto y tratemos juntos de encontrarle el sentido que tuvo y,

básicamente, el sentido que tiene para nosotros, sus hijos. Si –como le ocurrió a mi

abuela durante los últimos días de su vida–, su mente vuelve a la lengua materna y a su

querida aldea, y nuestro padre nos deja para partir hacia otro lugar, sería buena idea

recrear la aceptación y el amor, pues ese será el mejor final.

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Capítulo 23

Ocuparme de mi padre me quita libertad...

“La vida es una oportunidad, no una obligación“

John Heider

–Lo único que siempre quisimos fue viajar, y ahora que tenemos el tiempo y el

dinero, el que nos quita la libertad es mi suegro. En realidad no es él, sino mi marido: no

quiere alejarse… por las dudas.

–No sabía que su estado era tan delicado...

–Llamalo como quieras, el hecho es que está viejo. Johnny dice que no toleraría la

culpa si le pasa algo mientras él está de vacaciones. Te digo más, el año pasado una

empresa nos invitó a pasar el Fin de Año en una estancia soñada; pero, ¡como lo íbamos

a dejar, podría ser el último fin de año!...

Esta es una sombra que nos cubre muchas veces, pero que tiñe nuestro

presente por años. Es cierto que puede suceder; de hecho fui una de las que opinó en

una ocasión, acerca de… ¿se lo decimos o no?

Resulta que Elsa y el marido se fueron de viaje a Europa después de muchos

años de desearlo; a los pocos días de estar allí, la madre de ella tuvo un accidente

cerebro vascular; pasó tres días inconsciente en terapia intensiva y murió.

En aquel momento los hijos decidieron no decirles que había muerto, sino sólo de

la irreversibilidad del daño; y ellos, cuando salieron del impacto de la noticia, lo

agradecieron. El padre de un amigo que tenía un cáncer terminal, murió justo en la

semana que el hijo había decidido ir a renovar su energía, tomándose unos pocos días en

la costa. Hoy no tiene consuelo.

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 64 ________________________________________________________________________________

Para pensar

Quizás sea irreverente de mi parte lo que voy a expresar, pero a veces me

pregunto si cuando eso sucede no ha sido de alguna manera decidido con anterioridad.

¿No será que se hace más difícil partir, si en el lecho de muerte están todos los

amores que a uno lo retienen en la tierra?

Lo amoroso y lo que nos libera de culpas, es aceptar la incertidumbre. No sólo la

de mi padre enfermo, sino la mía propia, y saber que las relaciones profundas no se

agotan con el último suspiro.

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Capítulo 24

Internet: una puerta para vivir mejor

“Sabio es aquel que constantemente se maravilla de nuevo”.

André Gide

Internet ha abierto un mundo fascinante, aunque para algunos mayores suele ser

temible. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo nos damos cuenta de que no

podemos dejar que lo sigan perdiendo, con la simple excusa de yo no pertenezco a esta

generación… o esto ya no es para mí, como suelen argüir, o como dice una amiga mía:

“hace tiempo que desistí de tocar artefactos que tengan más de dos botones” ¡Con lo cual

pienso que no puede usar ni un teléfono celular!

Como papá falleció hace muchos años, su desafío tecnológico más riesgoso fue

comprarle un Wincofon a mi hermano adolescente. ¿Se acuerda de los Winco? De ahí

hasta el momento de morir, creo que no se perdió gran cosa. Pero hoy, hay que hacer

todo lo posible por incorporar a nuestros padres a la Web, porque los cambios y los

beneficios que recibirán, son inconmensurables.

A medida que pasan los días –no los años– hay cosas nuevas, como los videos

que se pueden bajar desde varios sitios, en donde también se pueden ver y compartir con

quien uno desee; eso solo, de por sí, resulta un entretenimiento fabuloso. Es muy sencillo

bajar, por ejemplo, cosas que dábamos por perdidas, como los programas de Verdaguer o

de Sandrini. Como está ampliamente comprobada la importancia de ejercitar la memoria,

¿qué mejor que puedan ver a Bop Hope o a Angel Magaña y tener un acceso rápido y

directo a viejos recuerdos, o ver cosas que para ellos tengan un especial interés?

El primer paso es sumamente simple, consiste en invitar a nuestro padre a un

Cyber café y mostrarle en qué consiste navegar por Internet, y qué es un buscador.

También esta práctica se puede hacer combinando con el empleado del Cyber,

para que nos informe cuáles son los horarios cuando hay menos gente, cuestión de que

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 66 ________________________________________________________________________________ no se sienta inhibido. Porque perder el temor a cometer errores es el primer paso, y si uno

trata de enseñarle con la propia computadora, allí se reprimen y comienzan a decir: “¡Ay!

A ver si te arruino algo por tocar un botón que no debo”. En cambio, en una computadora

que es de uso público les resulta más fácil; además, podemos explicarle que allí no hay

problema de ninguna índole y no se cometerán errores irreversibles, porque están los que

saben, que podrán solucionar todo. Después de descubrir este mundo, que le resultará

fascinante, vendrá la posibilidad de pasarle nuestra vieja computadora, siempre y cuando

funcione bien para Internet y enviar correos electrónicos que es el primer paso, es simple,

y es lo que en un principio va a necesitar.

También se les pueden instalar uno de los tantos los programas para que puedan

hablar en forma ilimitada y gratuita, especialmente para los que tienen familia viviendo en

el exterior. O enseñarle a usar la Webcam lo cuál le permite a los hijos verse con los

padres más seguido, aunque no puedan ir a visitarlo a su casa.

Conozco a un viejo profesor de historia, para quien Internet es, prácticamente, su

único interés.

–¿Sabés Elia? –me comentó–. La poca gente amiga que me queda, o se cansó de

vivir o no le interesa Internet. Pero a mí no me importa, los que se lo pierden son ellos. No

puedo decirte todo lo que he aprendido en estos últimos tiempos, lo que he podido

investigar y la cantidad de personas que he encontrado en la Web con quien intercambiar

información sobre los temas en los que tenemos intereses en común.

¿Y si hablamos de los Chats, en donde no sólo se conversa con la gente querida?

El padre de un amigo, por ejemplo, se hace pasar por un joven y participa de

conversaciones en medio de veinteañeros, teniendo casi 80 años, y dice que se divierte

joya. ¡Es una forma de achicar la brecha generacional desde el anonimato!

Una amiga hizo el siguiente comentario delante de su papá, pero dirigiéndose a

uno de sus hijos.

–¡Qué bueno lo que me diste de Google Earth! ¿Sabés que pude visualizar la

casita en la que viví siendo niña?

–¿Cómo es eso? ¿En Internet? –dijo el padre.

–Claro papá, ¿dónde si no?

–¿Y se puede ver el sitio en donde yo nací?

–¡Por supuesto, pero como vos siempre decís que eso no es para vos…!

–Bueno, pero uno puede cambiar de parecer, ¿no? ¿Es muy difícil?

–Abuelo, vení que te muestro, vos solamente tenés que ir apretando el zoom…

Y allí partieron los dos.

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 67 ________________________________________________________________________________

Si usted no se anima a hacer toda esta movida, o no tiene tiempo, hay personas

que, por un costo muy bajo, les dan las primeras nociones de Internet a los adultos, en

sus propios domicilios… ¡chan, chan!

Para pensar

Si no se le había ocurrido, este es el momento de interesar a su padre, hablándole

de las maravillas que puede encontrar en este nuevo mundo, comentándole algo que

usted vio y que tenga que ver con sus intereses, o con alguno nuevo.

Esta es una opción real hasta el final. O, al menos, durante todos los años de

lucidez que tiene por delante, ¡que no son poca cosa!

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Capítulo 25

Sexo... de eso no se habla

“El amor es la respuesta, pero mientras usted la espera, el sexo le plantea unas cuantas

preguntas”.

Woody Allen

Puede ser prejuicio, puede ser pudor, pero de eso no se habla... y menos si es

del sexo de nuestro padre o nuestra madre que han enviudado.

Tenemos nuestras razones para la negación. Pero nosotros no salimos de un

repollo, ¿o sí?

Elina, una amiguita del barrio y su hermana, siempre les decían a sus padres

que querían un hermanito, pero la madre respondía que no tenía ganas de escribir una

carta a París, que era desde donde, supuestamente, las cigüeñas traían a los bebés.

Entonces ellas decidieron escribir la cartita por su cuenta. El problema se suscitó cuando

quisieron averiguar la dirección, porque no la sabían. Entonces yo me ofrecí para llevarle

la carta a mi tía, la que trabaja al lado del Correo Central…

Cuando era niña, recuerdo el revuelo que se armó en el barrio cuando María

Inés, una mujer de más de cuarenta años con cinco hijos ya grandes quedó embarazada;

lo curioso era que ocultó el embarazo hasta último momento. Pero más curioso aún, era

que en el negocio de mi madre mi fuente de información, comentaban el acierto de

ocultarlo, porque era maestra en el colegio nocturno, y si se hubiera sabido...

Ni qué hablar cuando Rubén, de diez años, le preguntó a la madre, mirando a

una mujer embarazada: –¿Qué lleva en la panza?

–Agua –repuso la mamá creyendo salir del paso.

–¿Y el bebé no se le ahoga?

Y, para rematar, nuestra vecina Chela, viuda, vieja de más de sesenta, tenía una

relación con el diariero que consistía en lo siguiente, hasta donde pudimos testimoniar: un

día por semana, más precisamente los jueves, él, una cuadra antes de llegar, callaba su

típico sonsonete de ¡Diarioooo! para que nadie saliera a comprarlo y, muy

disimuladamente, entraba en la casa de ella, donde se quedaba alrededor de media hora.

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Como nuestro asombro nunca decayó, porque esto era una como una

Operación Imposible, por lo menos uno de nosotros siempre hacía de vigía, para poder

acercarnos mejor a la verdad que se tornaba cada vez más esquiva; porque,

definitivamente, sexo no podía ser, ¡eran reviejos! ¡Y una vez por semana! Frío, frío...

Controlábamos la entrada y la salida: nada de paquetes, cuando salía volvía a

vocear su típico ¡Diarioooo! para los que no lo habían comprado antes de la visita... cómo

sería este encuentro de importante para él, que para tenerlo suspendía el trabajo. Pero un

día nos dimos cuenta que algo de relación amorosa tenían, porque él entraba con una flor

en el ojal y al salir nunca la llevaba. Fue una experiencia intrigante, rara, y divertida. Pero

de eso no hablamos.

Por suerte, para compensar tanto ocultamiento, por lo menos los padres de un

amigo decían a quien quisiera escucharlos que no paraban de tener sexo; parece que

cualquier oportunidad y lugar era buenos para ellos y compartían su alegría. Tan

explicitado era, que también nos parecía intrigante, raro, divertido. Así las cosas, con

ocultamiento o sin él, tendremos que aceptar la vida sexual de nuestros padres; no

necesariamente involucrándonos, pero sí con total flexibilidad.

Para pensar

Si es posible, sería una buena idea hablarlo; y, si no, al menos saber que existe, y

que puede traer situaciones conflictivas, pues lo hijos no siempre estarán de acuerdo con

algún tipo de relación que haya entablado su padre viudo. Si ella es mucho menor de

edad se teme porque seguro que no es por amor... o se teme la posibilidad de que la

quiera incorporar a la familia y los hijos lo vivan como una traición a la memoria de la

madre o, eventualmente, una amenaza para los herederos.

Todo va a poder ser conversable, en la medida en que ninguna de las dos

posiciones se ubique en la intransigencia. Ser flexibles, pero firmes, nos dará el límite de

cuándo se puede cruzar y cuando el límite será infranqueable.

Puede ser que el hijo acepte la relación, pero no estar de acuerdo con involucrar

a sus pequeños, porque podría confundirlos. Quizás no esté de acuerdo con compartir

reuniones familiares, pero sí tomar un café y conocerla.

Muchas veces el tiempo suele obrar a favor, porque en ese caso, y con amor,

predomina lo que es mejor para todos.

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Capítulo 26

El abuso sexual, ¿se perdona?

“Nuestras desventuras no provienen de ninguna maldición bíblica, sino de lo

irremediablemente frágil de nuestra condición natural y de disparates y abusos que las

sociedades consienten”. Fernando

Savater

Este es el capítulo que más me cuesta escribir; en principio, porque de eso no se

habla. Pero ocurre que, aunque no se hable, existe. Trataré de centrarme en el amor para

ayudar a afrontar y sanar ese sufrimiento que habita en nuestra trama social.

Estaba en la escuela primaria –más precisamente en sexto grado–, y tenía una

maestra de esas militantes del amor. Para mi inmensa alegría, acaba de asistir hace unos

meses a una conferencia que dicté y –después de cuarenta y seis años de haber dejado

de ser su alumna–, me llevó un ramo de flores con una tarjetita en la que me puso: “Muy

bien 10”.

¡Qué lazos se creaban con algunas maestras! Sigue siendo una militante de lo que

siempre promovió y juntas recordamos –debido a mi especialidad en la tercera edad–, el

Club de Abuelos Felices. Fue una obra de su creación, cuyo objetivo era hacer felices a

los abuelos que estaban en el Asilo de Ancianos dependiente de la Municipalidad.

Los niños teníamos 12 años. La primera vez que los visitábamos elegíamos a uno

con el que por alguna razón nos sentíamos más afines y nos transformábamos en sus

ahijados; esto significaba que tratábamos de conseguir todo lo que ellos necesitaran, y les

hacíamos compañía cuando íbamos a visitarlos. Durante todo el año nos abocábamos a

juntar golosinas, galletitas y elementos de perfumería; en la clase de labor, los varones

hacían sus primeros pasos en carpintería realizando una especie de bastidor con clavitos

–que tenían que quedar alineados de determinada manera que pocos lograban– y tejían

montones de bufandas; nosotras habitualmente bordábamos carpetitas, aunque supongo

que éstas eran bastante inútiles para los abuelos.

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Esta experiencia hecha con todo el entusiasmo, era algo que nos encantaba y a esta

altura de mi vida creo que influyó bastante en mí y en mi atracción profesional por los

temas de la Tercera Edad.

Pasábamos el día entero en este Asilo al que la maestra nos enseñó a llamar Hogar.

A mí me interesó un abuelo que no era muy viejito; por el contrario, era vital, agradable,

cuidaba su aspecto y lo elegí para transformarme en su ahijada.

Al principio me llamó la atención que cuando nos saludábamos, el abrazo duraba

algunos segundos más de lo que yo esperaba; a medida que iba pasando el día y

finalizábamos las diversas actividades, él me volvía a abrazar como un gesto de

agradecimiento, pero a mí no me gustaba. Tenía bien claro que los abuelos allí estaban

muy carentes de amor… pero también sabía que de eso no se habla.

Pasábamos algún tiempo todos juntos en juegos grupales, y había ratos en los que

podíamos estar a solas, escuchando sus historias o preguntando por sus necesidades. La

mayoría de ellos se quedaba en el comedor porque no podían trasladarse, pero un día él

me invito a que lo acompañara a un lugar más tranquilo, y empezamos a caminar por el

jardín, que era enorme. Mi situación en ese momento había cambiado, y yo le iba

agregando elementos. Sabía que de eso no se habla, y tenía muy presente que los

abuelos merecen todo el amor, especialmente si están internados en un lugar como ese;

no obstante, estaba absolutamente convencida de que ni loca iba a seguir adelante con

ese viejo, ¡pero no sabía cómo decirlo!

Entonces… no dije nada. Pero cuando me tomó de la mano en medio del jardín

tratando de llevarme hacia un depósito que había en el fondo, simplemente me escapé

corriendo. Nadie se enteró en ese momento de lo que había ocurrido, y ahí terminó la

historia; es decir, siguió, pero no me acerqué más a él, y cuando había que despedirse le

hacía una seña desde lejos. Para rematar el asunto cuando tomé coraje y se lo conté a

una compañerita me dijo con naturalidad: “¡Ah, ese es un viejo verde!”

Yo me quedé sintiendo vergüenza, miedo, y una enorme desilusión.

Afortunadamente, sólo subsistió la experiencia como un toque de alerta, y aprendí que

hay algunos viejitos que pueden ser peligrosos para los niños; pero, por suerte, no perdí

mi amor por la gente mayor. Conversando hace muy poco con un gerontólogo, me decía

que uno de los síntomas del Alzheimer es que produce una especie de desinhibición en

las conductas, cosa que yo ya había observado en mi madre, en su último año, cuando

empezó a hacer comentarios que nunca hubiera dicho antes, y en forma tan descortés

como auténtica… como los que hacen los chicos.

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–¡Qué gorda que estás, estás muy fea! –o refiriéndose a alguna visita, me miraba y

me decía: –Ely, ¿cuando se va? ¡Ya me cansó!

Y yo quedaba asombrada, pues mi madre siempre había sido un dechado de

diplomacia.

–¿Te acordás de los viejos verdes? –continuó el gerontólogo.

–Claro, ¡cómo no! –respondí recordando mi experiencia infantil–. Y bueno, es parte

de la enfermedad, y a partir de la comprensión, tenemos que empezar a tomar

prevenciones

Mucho se ha hablado acerca de que los abusadores han sido abusados; de manera

que necesitamos curar a las víctimas y a los victimarios. Sabemos que hay docentes

enfermos, religiosos enfermos y también sabemos que puede haber enfermos aún más

cerca. Quizás de tanto odio, rencor y dolor, nos fuimos perdiendo entre el rechazo –

explícito o no que nos sigue envenenando–, o la aceptación pasiva, porque no nos queda

otro remedio. La instancia que quiero destacar es la del reconocimiento; es decir,

reconocer que el hecho ocurrió en determinadas circunstancias y tomar las decisiones

necesarias para subsanar esa situación. No lo acepto, tampoco lo rechazo con veneno,

sino con medidas más saludables que nos hagan bien a todos.

Con toda la vergüenza y el pudor imaginables, una amiga me contó –sesenta años

después de ocurrido–, que las veces que visitaban al abuelo eran como seis primas de

entre cuatro y siete años; el abuelo se dedicaba a entretenerlas, y las iba teniendo a upa

alternadamente, mientras les tocaba la vagina; todos se reían, se divertían y así pasaban

el rato. El problema se presentó cuando uno de los adultos se enteró, porque pasó por

donde estaban y los vio. Se armó tanto lío, que todos se peleaban y discutían, la abuela

lloraba, se reunían y volvían a reñir.

Lo que en definitiva le dijeron en aquel momento, es que no tenía que jugar nunca

más con el abuelo y como de eso no se hablaba… ahí terminó la historia.

Para pensar

Curemos entre todos estos desvíos sin negar, sin tapar, sin odiar.

Reconozcamos el problema, contemos hasta diez –o hasta diez mil– y hagamos

las consultas pertinentes que nos ayuden a comprender, elaborar y perdonar.

Hoy sabemos más, toda la negatividad sale a la luz y la vemos mejor, esta sería

la oportunidad de declarar una cierta amnistía, al menos para aquietar nuestro corazón.

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Capítulo 27

Si se jubila, me muero... y si no, también...

“No es cierto que todo tiempo pasado fue mejor. Lo que pasaba era que los que

estaban peor, todavía no se habían dado cuenta”.

Mafalda “

¿En qué momento es bueno jubilarse? Esa es una pregunta que en la época de

mis abuelos no se podía prever. A mi tío Anga –que había iniciado los trámites de

jubilación–, le llegó una circular diciéndole que sólo le faltaba presentar un papel… ¡trece

años después de morir! Pero ya para la época de mi padre, la cosa era distinta, y junto

con sus 65 años le llegó un telegrama invitándolo a retirarse. Si bien papá no esperaba

irse de su trabajo de esa forma después de cuarenta años, no extrañó ni un ápice, porque

no tenía tiempo: con sus habilidades manuales no paró de trabajar hasta sus últimos días.

El era un tipo componedor, y hacía lo que fuera, dentro de lo lógico, para evitar

conflictos. Creo que eso era lo que más le interesaba en la vida, no importaba quién fuera

el implicado, pero si había problemas, allí estaba mi papá para tratar de solucionarlos. Sin

ideologías ni preconceptos, trataba de poner paz donde no la había. Una vez, mi maestra

me pidió que dibujara la Municipalidad y la Iglesia, y yo lo hice con toda la naturalidad de

una niña de seis años. La maestra no lo entendió así, me puso un Mal y tiró el cuaderno

violentamente, sorprendida ante semejante adefesio. Por supuesto, una conducta tan

opuesta a la de mi papá, era absolutamente incomprensible para mí. Según pude indagar

después, lo que peor había hecho yo, era que los había reproducido a mano y parece que

los edificios se hacían con regla. Mucho más no averigüé del tema, simplemente… casi

no volví a hacer un dibujo en mi vida. Me las arreglaba calcando, o pidiéndole a alguna

amiga que me lo hiciera. También he llegado –mediante el pataleo– a que alguien

obligara a mi hermano para que me ayudara, porque yo no paraba de llorar. ¿Se

acuerda? Eran épocas en que se celebraban los cumpleaños más insólitos. Por ejemplo:

el 5 de octubre era el Día del Camino y había que ilustrarlo. Esto no ofrecía mayor

problema, porque yo pintaba un caminito y un auto… el mismo que repetí durante los

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 74 ________________________________________________________________________________ cinco o seis años que restaban para terminar la primaria. Otro, era el Día del Animal: y ahí

tenía que hacer un perro. Como era mucho más difícil que el auto, lo calqué una vez y

luego, cada 29 de abril lo despegaba con vapor, técnica que por supuesto me había

revelado mi padre; y así, fui pegando y despegando el mismo perrito hasta terminar todos

los grados.

Claro, la ilustración libre no era tan difícil, y cuando se trataba de caras, alguien

tenía que hacerlo… pero no era precisamente yo, que cuando levantaba el papel de

calcar, la silueta que había quedado no era ni parecida al original. Imagine cómo me sentí,

cuando me dieron como deber dibujar las caras de los miembros de la Primera Junta. ¡No

había con qué darle! Ni con mi hermano, ni calcados, ni soñando...

Le pregunte a mi tío Anga, ¡cómo se me ocurrió hacer eso! Sabía que sus

consejos no resolvían mucho los temas escolares, más bien por el contrario.

–Decile a la maestra que no sea idiota. ¿O acaso darle a una nena de nueve años

como un deber que dibuje la cara de los que crearon la patria puede mejorar en algo la

situación? ¡Patria a la que, por otro lado, generaciones de esa misma patria se han

encargado de mutilarla! De hecho, teníamos un gobierno militar bla bla… (irreproducible).

¿Acaso dibujar esa estupidez te va a hacer más amorosa, o más generosa para contribuir

genuinamente al desarrollo de este país?

Para mis adentros me estaba diciendo: “¿para qué le preguntaste si ya sabías lo

que iba a pasar?”. Pero bueno…

–¡Vos gritas acá donde la maestra no está! –le contesté, ilusa de mí– ¿Por qué no

vamos juntos y se lo decís vos?

Pero a Anga no se le ganaba fácilmente...

–La maestra te ataca a vos; por lo tanto, vos tenés que aprender a defender tus

derechos. Gente tarada hay en todos lados y tenés que prepararte –respondió tajante.

Siguiendo con la Primera Junta, ocurrió que mientras mi tío materno arengaba en

contra de la educación y mi hermano le decía a mamá: “decile a tu hija que se calle”, yo

seguía pensando que era imposible decirle a la maestra que en casa no había un solo

familiar que supiera dibujar a Juan José Paso. La sugerencia de mi madre diciendo que

comprara las figuritas de todos y las pegara era imposible, porque eso era causal de

expulsión, ya que “pegar figuritas no desarrolla la actitud de trabajo y creatividad que los

niños necesitan” –decía la maestra. Yo, llorando a moco tendido... la verdad es que valía

el intento por parte de mi padre.

Su filosofía era muy simple: si hay un problema, hay que solucionarlo. Aún

teniendo las manos toscas y sin haber usado un plumín en toda su vida, puso manos a la

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 75 ________________________________________________________________________________ obra y, antes de una hora, yo tuve a mi Cornelio Saavedra, mi Mariano Moreno y mi Juan

José Paso. ¡Con patillas y todo lo demás! ¡Gracias papi!

Volviendo al tema de la jubilación: si bien no hace falta la habilidad manual de mi

padre para disfrutar de ese período de retiro, hay que ir pensándolo previamente, porque

de verdad es una oportunidad de cambio.

Es cierto que más de una esposa se quiere morir ante la posibilidad de tener al

marido en su casa las veinticuatro horas. Sugiero un período de adaptación, en el que

cada uno encuentre intereses personales, y un nuevo interés compartido; de lo contrario

puede sucederle lo que a Mauricio, que estaba disgustado porque a sus 85 años había

tenido un problema societario en su estudio de ingeniería y sus socios más jóvenes lo

habían obligado a venderles su parte.

–¿Te parece que es justo, a esta altura, despojarme de mi estudio? –me decía.

La realidad fue que, lo que él creyó que era un problema, se tornó en bendición,

porque lo llevó a reencontrarse consigo mismo, con su edad y con su dinero, al que iba a

tener que administrar y decidir cómo lo asignaba y lo legaba a sus herederos. Los años de

jubilación o de retiro debieran ser un premio al trabajo consecutivo de varias décadas.

Mucha gente en pos de la juventud eterna, lo siente como un castigo, como si fuera una

acusación por ser viejo.

Para pensar

La vida nos ofrece la posibilidad de un cambio de intereses al final de la vida.

Pequeño detalle, ¡este final puede durar unos treinta años! De manera que es

absolutamente irresponsable decir, ya mi vida terminó, porque en realidad lo que terminó

es el trabajo rutinario. Si dice: “nunca voy a poder adaptarme a este ritmo”. Yo le

respondería: “haces bien, sólo te quedan treinta y cinco años de rebeldía”.

Ayudemos a nuestros padres a descubrir la maravilla encerrada en el tiempo

libre: amigos, familia, deportes, artes, solidaridad, colaboración con el barrio.

¡Tampoco es cuestión de morir en el intento! Ya me ha escuchado decir que la

vida es un trámite personal y será nuestro padre el que le tiene que dar una vuelta de

tuerca; pero ahí estamos los hijos, para acercarles ideas y algunas posibilidades.

El resto dependerá de cuánto agradecimiento sienta por la vida, y sus propias

opciones y oportunidades.

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 76 ________________________________________________________________________________

Capítulo 28

Cuando los hijos emigraron...

“En momentos de crisis sólo la creatividad es más importante que el conocimiento”.

Albert Einstein

¡Qué complicado se hace todo cuando las dificultades se agravan con los

padres grandes, hay hijos que viven en el exterior, y los que se quedaron en el país dicen

que los de allá tendrían que volver o, por lo menos, ayudar un poco!

En esas ocasiones se crea una asimetría de responsabilidades que, si no hay

muchos problemas de salud, se sobrelleva, pero no siempre sucede de esa manera.

Muchas veces el que está lejos se siente culpable y quiere opinar como si estuviera

presente, cuando en realidad hace veinte o treinta años que está en otro país y alejado

del día a día de lo que se vive en el lugar, con lo cual su óptica suele estar distorsionada.

El padre de Daniela tenían terribles dificultades; ella se ocupaba desde recibir

diariamente sus llamadas a las seis de la mañana –incluyendo los fines de semana–,

hasta las internaciones periódicas ya con el Alzheimer avanzado, pues alternaba los

ataques de violencia con los períodos de depresión profunda.

Uno de los hermanos vivía en Italia y mandaba todas las directivas desde allí,

porque lo habían educado en la idea que el varón es el que sabe y decide ante

situaciones importantes. Con su otro hermano el problema era más grave, pues como

vivía en Grecia y había contraído esclerosis múltiple, demandaba que el padre lo cuidara

un poco en algunos picos de su enfermedad, ¡no admitía que su padre no podían hacerlo

porque estaba viejo! La situación era dramática por donde se la mirara, y descansaba

únicamente sobre los hombros de Daniela.

Por supuesto que los padres –chapados a la antigua– tuvieron algo de

responsabilidad en esta dinámica, ya que educaron a sus hijos en la idea de que los

varones son superiores y, además, les ocultaban lo que pasaba a los que estaban lejos

para que no se preocuparan. Pero, a la hora de la verdad, la hija menor fue la que tuvo

que soportar todo, cosa que los varones no reconocían porque congelaron la imagen en:

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 77 ________________________________________________________________________________ la hermana chiquita y los que sabían eran los varones. Los hermanos de Daniela

pretendían dirigir todo desde donde estaban, pero ni siquiera aportaban el suficiente

dinero, porque desde lejos las necesidades se evalúan de manera diferente. Ella veía lo

que se necesitaba a diario y muchas veces allá, a veinte mil kilómetros de distancia, lo

encontraban excesivo.

Cuando el mayor finalmente murió, la chiquita tuvo que sobrellevar, además de su

propio dolor, la depresión del padre. A esa altura ella ya tenía artrosis y le costaba cada

vez más salir disparada para atender las emergencias de su papá que, aunque tenía una

persona que lo atendía, siempre recurría a la hija para todo. Y eso sin hablar de la parte

económica y los gastos extra que se originan aunque sólo se calcule el del transporte, ya

que tenía que movilizarlo únicamente en taxi.

Una cosa es cuando la gente emigra por obligación, pero en este caso era por

elección. Uno dijo: “mi vida está en Italia”, el otro dijo: “la mía en Atenas”, y se fueron sin

plantearse qué harían ante una situación como la que se les había presentado. El tema se

complicó cuando quisieron seguir con el criterio aprendido de la familia unida, pues como

eso no se puede llevar a la práctica sólo con la teoría, más adelante sobreviene la culpa,

que nunca es buena consejera

Todo esto ocurrió en el marco de una familia con bastante buena relación, así que

es de imaginar lo que puede suceder en los grupos que se distancian por estas

cuestiones. Tenían el mandato de ser unidos, porque eso es lo que les inculcaron los

padres. Pregonaron que el varón es superior a la mujer pero, cuando llegan a viejos, se

encuentran con que la creencia obra en contra de su propio beneficio y resulta que nadie

se siente responsable de los bodrios que se arman. No solo decidían lo que había que

hacer, sino que juzgaban el accionar de los médicos de Argentina, diciendo que eran del

Tercer Mundo y boicoteaban a quienes atendían a su padre. A veces ocurre que el que

está lejos es el que pone el dinero –o la mayor parte de él–, y por eso se cree con

derecho a intervenir en ese sentido; pero el que está aquí y se los banca, preferiría que

fuera al revés.

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Para pensar

Hay que abrir la cabeza y estar comprometido con creatividad y amor, para

resolver estas situaciones lo mejor posible; es decir, generando paz en la medida de lo

posible. En estos casos se pone en evidencia una situación problemática, y aquí no se

trata de juzgar, sino de entender que la solución es complicada.

¿Se les pide a los hermanos que no están que regresen al país? ¿Se intenta que

el padre vaya a vivir con el que se fue, pasando por un proceso de desarraigo que

muchos mayores no están en condiciones de resistir? ¿Se contrata a un Licenciado en

Gerontología, y se le dan poderes para que tome todas las decisiones? ¿El padre lo va a

aceptar? En mi experiencia, debo decir que eso no suele suceder, aunque sería la mejor

solución.

Sugiero, en primer lugar, darse cuenta de que hay un problema muy difícil; y

luego, con flexibilidad y cediendo un poco cada uno, conversarlo concienzudamente; de

esa forma se llegará al mal menor.

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Capítulo 29

Ya no puede vivir solo en su casa

“No se teme a la vejez tanto como a la pérdida de la autonomía”.

Dr. Juan Hitzig

Mucha gente no quiere ni oír hablar de los geriátricos. Sin considerar siquiera el

costo que tienen, lo rechazan de plano, porque sólo quieren vivir en la casa, pero para

eso –como fue el caso de mi madre– se requiere de personas que la cuiden, adaptación

de los cuartos a la silla de ruedas, a la cama ortopédica, etc.

Al arribar al Aeropuerto de regreso de un Congreso de gerontología, me puse a

charlar con un taxista y como yo seguía muy enganchada con el tema, le pregunté por sus

abuelos.

–Un desastre –me respondió mientras me miraba por el espejo retrovisor–.

Hace un año que le cedí a mi abuelo paterno la habitación que yo ocupaba, porque él ya

no podía vivir solo. ¡Se la ofrecí de onda, porque lo quiero un montón! Me dio un poco de

cosa cuando sacaron mis muebles, porque él no quería desprenderse de los suyos, pero

bueno... A los dos meses estaba casi sordo, y se enojaba porque pensaba que no le

hablábamos. Hay veces en las que me harta de una manera, que no sé qué le haría y

todos estamos agotados de tantos cuidados especiales que hay que tener con él, ¡y eso

que te insisto que lo queremos mucho! No puedo imaginarme lo que sería si no fuera así;

pero es como una rueda que nunca se acaba, porque él se enoja con mi madre, mi madre

se enoja con mi padre y mi padre se enoja con él –y siguió contándome–. Yo trato de

hablar con él, pero ni siquiera sé si me escucha la mitad de lo que le digo. Mi padre ya

está haciendo todo para que le entreguen un audífono, pero si él después no lo quiere

usar se va a pudrir todo. ¡Y la cosa es que esto puede llevarnos años, porque su salud

está bárbara! –me miró de nuevo por el espejito, para ver si aún lo escuchaba y añadió–.

De todas maneras pienso que estamos aprendiendo, ya hablé con mis padres y para mi

otro abuelo lo que vamos a hacer es vender su casa, y construirle un pequeño

departamento en el fondo de la nuestra, ¡pero ahora, antes de que se complique la cosa!

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Me pareció muy sabio el chico, ojalá cada vez fuéramos más las personas que

razonamos como él.

Con Lola me encontré en la cola del Anses; yo estaba haciendo averiguaciones

para una vieja amiga, y la noté totalmente alterada.

–¡Hola Elia!

Y cómo estaría de perturbada, que inmediatamente comenzó a contarme sus

problemas.

–¡No sabés! Estoy reloca, no sé si voy a poder terminar este trámite.

–¿Pero qué pasó?

–Estoy por un problema de mi viejo: tiene 84 años, hace veinte su fábrica quebró

estrepitosamente, y pasó –en realidad pasamos– a vivir casi de la caridad, después de

venir con el nivel de vida de clase media alta, desde que yo nací. Yo me abrí enseguida y

empecé a trabajar cuando tenía veinte años. A papá, que ya se había separado, lo

ayudaron sus amigos, le prestaron una casita y otros le iban dando algo para comer. Mirá,

te la hago corta: el amigo que le prestaba la casa se murió y él tuvo que irse a una

pensión, que le pagábamos con mis hermanos, pero lo echaron porque dijeron que era

muy violento y se peleaba con todos los vecinos. Ahora se fue a San Antonio Oeste,

donde vive mi hermano menor, porque dice que como él le compró ese departamento,

corresponde que lo compartan. Parte de razón tiene, claro, pero ahora mi hermano me

llama desesperado, pidiéndome que haga algo para internarlo porque él no lo puede

sostener; le dio vuelta la casa, le da órdenes y le indica lo que tiene que hacer, aunque

hacía diez años que no se veían. Fui a hablar con uno de los amigos de mi padre que

tiene más de 90 años y me sugirió averiguar el tema de una jubilación; si bien papá

siempre dijo que no tenía aportes, él me aconsejó averiguar porque seguro algo había

pagado cuando la fábrica funcionaba a full. Aquí estoy, parece que es posible; y si no,

alguna jubilación por edad avanzada, ¡qué sé yo! Aunque todo esto me lleva días de

trabajo, quiero tratar de que esté cubierto para cuando tenga un problema de salud y para

una eventual internación, cuando las cosas empeoren.

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Para pensar

Es evidente que prevenir situaciones como estas, traerá tranquilidad y mejor

calidad de vida para todos. Cuando el hijo se da cuenta que el padre no toma ningún

recaudo para su futuro inminente –sobre todo en circunstancias tan adversas

económicamente–, sería una buena idea hacérselo ver, pues todos esos trámites bien

podría haberlos hecho él en su tiempo libre.

Cuando el padre tiene que volver a la casa de los hijos por su discapacidad,

también se angustia, y pretende negarlo –especialmente cuando nunca lo pensó con

anterioridad– y en muchos casos opta por el mal humor, el autoritarismo o el maltrato.

Mantener esa resistencia, es la única manera que encuentra para aceptar el punto al que

llegó.

Enredarse en la discusión no aporta. Las más de las veces conviene no

confrontar, y hacer nuestro propio ejercicio diario de tomar conciencia que ahora, de

alguna manera, los padres somos nosotros y, con las dificultades que esto trae,

tendremos que poner límites y hablarle cariñosamente, pero con firmeza.

Definitivamente, hay que desterrar ciertos comportamientos. Le pido que

reflexione, porque perder el timón de la familia que hemos conformado, discutir con

nuestra pareja, con nuestros hijos, enfrentarnos unos con otros, y todo por no querer ver

que el tiempo pasa y no prever caminos saludables… no nos conduce a nada bueno. Y si

ya fuera demasiado tarde para revertir la situación, al menos aprendamos de ella, para

cuando sea nuestro turno.

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Capítulo 30

El estrés de las cargas de familia

“No hay remedio ni para el nacimiento ni para la muerte. Lo único que nos resta es

poder aprovechar el intervalo”.

George Santayana

Luis, después de regresar de las mini vacaciones de Semana Santa con hijos y

nietos, murió de un infarto al levantarse. Tenía 60 años, hubo consternación, dolor. En

esa época decía que estaba viviendo un período muy bueno de su vida.

Al tiempo –y a raíz de mi leitmotiv de cómo se llega a la postrimería de la vida–,

una amiga de él me contó que en los últimos cinco años prácticamente trabajaba para

pagar el geriátrico de su padre. Había elegido uno con muy buen servicio, pero que tenía

un alto costo mensual. Algunos juzgaron esta actitud como si a él le interesaran sólo las

apariencias, o el qué dirán; y quizás había algo de cierto, por pertenecer a una generación

en donde llevar a los padres al geriátrico no estaba bien visto.

Él se hacía cargo de todos los gastos, porque su hermana no estaba de acuerdo

con darle ningún cuidado, ya que sentía que nunca había recibido nada de él. Por su

parte, el padre siempre estuvo insatisfecho de estar allí. Cuando Luis iba a buscarlo para

pasear, estaba amargado durante todo ese paseo, porque decía que tenía que volver a

ese lugar horrible… así lo vivía él. Lo cierto es que el paciente necesitaba atenciones

permanentes y ya habían probado vivir juntos, pero Luis trabajaba todo el día, el padre

tenía que convivir con la nuera y resultaba muy difícil, especialmente porque él se quejaba

en forma permanente.

Reflexionemos un poco acerca de la vida de Luis, que creía estar en un

momento maravilloso de su existencia… y murió de un infarto. No deberíamos perder

nuestra propia calidad de vida. No quiero decir que la preocupación de cómo resolver el

tema del padre enojado fuera necesariamente la causa de su infarto. Pero el hecho de

hacer semejante esfuerzo para pagar sus gastos, y sin aparente solución, tiene que haber

sido muy estresante para él.

–Quiero vivir con vos, decile a tu mujer que cambie –le decía el padre en forma

tajante...

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Luis trataba de hacerle ver que lo importante era la calidad del encuentro que

pudieran tener entre ellos. Pero la realidad es que, entre dimes y diretes –y otras

situaciones que se habrán sumado–, se murió de un infarto.

El padre quedó internado y su hija, aunque odiaba la situación, se tuvo que

hacer cargo de él, porque no se puede hacer abandono de una persona minusválida.

Para pensar

El desagrado o el encono con el que muchos transitan el último tramo de la

vida, es una decisión personal. Vemos el vaso medio lleno o medio vacío. Los hijos sólo

podemos aportar ideas o acciones creativas, pero dependerá del geronte que las tome o

no.

Hacer esfuerzos excesivos sostenidos en el tiempo, para casi obligar a nuestro

padre a aceptar su vida, nos enferma y nos quita energía para ocuparnos de nuestra

propia armonía y de no repetir la historia cuando nos toque. Desterraremos la culpa si

actuamos desde el corazón y hacemos lo mejor que podemos de acuerdo con nuestro

propio criterio.

Es bueno para todos, saber que somos responsables de la actitud con que nos

manejamos en la vida.

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Capítulo 31

Lo veo, y lo odio...

“El odio es un borracho al fondo de una taberna, que constantemente renueva su

sed con la bebida”.

Charles Baudelaire

Don Juan –que había venido de España y formó su familia aquí en la Argentina–,

tenía dos hijos cuando decidió volver a su patria, para pelear junto a los republicanos. Una

vez que perdieron la contienda regresó, pero había contraído tuberculosis; claro que

calavera no chilla. Sin embargo, la complicación se hizo presente cuando contagió a su

hija, que murió al poco tiempo… a los veinte y cinco años. ¿Como se sigue, después de

esto? Especialmente el hijo, cuya hermana murió. La madre entró en una depresión grave

por lo que había ocurrido, y por tener que convivir con un marido tuberculoso a causa de

una guerra que no era la suya.

En este otro caso, la única hija de Pedro –que se está haciendo cargo de la vejez

de su padre–, vive una situación por demás estresante, porque él nunca aceptó al que

hoy es su marido, ¡ya desde que eran novios, hace de esto casi treinta años! Nunca le

dirigió la palabra a su yerno; no le interesa generar el menor acercamiento; y tampoco con

los nietos; según él, los hijos de ese...

Mientras este hombre fue autónomo, no tuvo urgencia de reflexionar acerca de la

libertad de elección de su hija, y recapacitar que, tantos años de buena convivencia con

su yerno, eran un buen indicador. Pero ahí está Cristina con su responsabilidad no sólo

moral, sino legal, de atenderlo. ¡Y qué difícil se hace la relación!

Dependiendo de si la persona que se hace cargo del padre es su hijo varón o mujer,

a veces, lamentablemente, tiene que oír este tipo de incriminaciones:

–¡Siempre fuiste un inútil!

–¡Sos una imbécil, igual que tu madre!

–¡Sos un vago y nunca vas a cambiar!

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–¡No sé cómo te aguanta tu familia; si fuera tu mujer, ya te habría echado!

–¡Antes que verte con esa puta, me mato!

–Mi padre hizo bien en suicidarse, ¡tendría que imitarlo!

–¡Lo único que querés de mí, es mi dinero!

–¡Sólo me diste disgustos!

–¡Sos un mediocre, menos mal que lo tengo a tu hermano!

Padres golpeadores, abusadores, tiranos y que han maltratado; los hay de todos los

formatos. La mayoría de ellos llegan a viejos y necesitan la ayuda de esos hijos a los que

llenaron de rencor.

Tengo muchas atenciones con una tía que está por sus 80 años. Ella, de alguna

manera, no se siente merecedora de todo eso, y yo le insisto: –vos me bordabas los

vestiditos con los que siempre me sentí como una princesa, ¿te acordás?

Si bien es un concepto un poco reduccionista, porque he recibido mucho más de

ella, mi sugerencia es que cada uno de nosotros debería volver al pasado, para buscar los

bordaditos que lo ayudarían a sanar las carencias de otro tipo.

Recibí el siguiente mail:

Gracias, Elia; después de tener sólo sentimientos de bronca y reclamos por la

ausencia permanente de mi padre, encontré el bordadito del que hablás, y que yo tenía

olvidado. Recuerdo tardes enteras en el parque de diversiones; por alguna razón, fue al

único lugar que me llevó mi padre… y jugábamos hasta terminar rodando por el piso,

juntos y muertos de risa.

Para pensar

Es importante volver al pasado, para recuperar lo bueno que, quizás, tenemos

olvidado. Si lo hacemos para reforzar el odio y no olvidar, también sería una posición

válida; de hecho, hay gente mayor que lo hace, y parece que se regodearan en mantener

vivo el rencor y la frustración.

Pero si somos conscientes de que formamos parte del eslabón del género

humano, seamos consecuentes con que depende únicamente de nuestra decisión,

mantener vivo el odio… o cerrar un capítulo doloroso de nuestra historia para no repetirla,

y liberar a nuestros hijos de heredar desencuentros y desolación. ¿No cree que es

suficiente cargar con el dolor de nuestras propias heridas?

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Capítulo 32

El geriátrico

“El anciano propende a enjuiciar el hoy con el criterio del ayer”.

Ramón y Cajal

Una joven periodista me preguntó una vez off the record, cómo podía ella ayudar a

su padre: él había tenido que internar a su madre en un geriátrico, y la culpa por esa

decisión lo estaba enfermando. Sin embargo, lo que todavía no estaba considerando es

que esa culpa no solo era dañina para su padre, sino que era una advertencia que la

condenaba como hija a la misma culpa, para el eventual momento en que tuviera que

decidir la internación de él. Este es un dilema cada vez más común, porque la longevidad

se prolonga, pero no siempre está acompañada por una buena calidad de vida.

Las personas que van teniendo una suma de disminuciones físicas y psíquicas

suelen no aceptarlas, y viven muy desagradadas con esa realidad; se sienten incómodos

en su propia casa, y si tienen personas que los acompañan suelen atribuirle sus molestias

a la incapacidad de ellas. Más aún si la pérdida de autonomía es total, y se llega al punto

de necesitar la internación. En ese caso, será la institución la que cargará con la

responsabilidad de sus limitaciones.

Y es cuando se presentan estos diálogos:

–¡Sacame de este lugar, quiero volver a casa!

–Pero si en casa vivías mal, y me decías que hiciera algo, que encontrara una

solución...

–Sí, porque en casa y con esa enfermera, era terrible: me robaba todo.

–Acordate que no fue así, después encontramos tu ropa en otro estante...

–El encargado era insoportable, tendríamos que haberlo echado.

–No, papá, acordate...

Al padre de Rogelio –a quien habían podido mantener viviendo en su casa, con su

Parkinson avanzando–, lo encontraron desmayado a causa de una caída muy fuerte que

tuvo durante la noche. El hijo no dudó un instante: luego de la internación hospitalaria, fue

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 87 ________________________________________________________________________________ derivado a un geriátrico. Como los números no cerraban y tuvieron la oportunidad de

alquilar el departamento por tres meses, así lo hicieron.

El padre al principio estuvo de acuerdo, porque el susto que se dio fue muy grande,

pero al poco tiempo empezó con los reclamos. Yo obré un poco de mediadora, porque los

quiero a todos, y siempre imagino que se puede llegar a una buena resolución en este

tipo de conflictos.

–Estoy destruido, yo no merezco vivir en esta situación.

–¿A qué te referís, Gastón?

–Fui despojado del único lugar querido que me quedaba; todo lo que tengo es mi

departamento y mis hijos deciden, para su propia tranquilidad, robarme eso, ¡hasta parece

que ya está ocupado con gente que no conozco!

–Mirá, es un poco duro lo que decís sobre el robo; simplemente lo alquilaron una

temporada, mientras se ve cómo evolucionas –lo alenté.

–¿Cómo crees que voy a evolucionar en este lugar? No me tratan mal, pero me

siento ajeno, no quiero hablar con nadie, no me interesa, sólo quiero que me devuelvan la

tranquilidad, ¡por favor, hacé algo! –me dijo angustiado

Con un nudo en el estómago –el que siempre me acompaña cuando enfrento

situaciones difíciles, con poco margen para maniobrar–, me fui a hablar con los hijos.

–Miren, entiendo absolutamente la posición de ustedes. Pero el más vulnerable es

su padre y me parece atendible su pedido, hubo un desgarro demasiado abrupto, y la

verdad es que yo, en su lugar, sentiría algo parecido. Les sugiero reconsiderar que,

cuando se vayan los inquilinos, regrese allí, sabiendo que volverá a estar solo durante las

noches, porque en su mono-ambiente es casi imposible una compañía. De lo contrario, se

tendrá que avenir a dormir con la enfermera sentada a su lado.

–¿Pero sabés qué pasa? Para eso se necesitan tres personas y una más de

reemplazo y eso no lo podemos pagar. Además, si es que logramos conseguirlas y si mi

padre está de acuerdo –añadieron dudando–. Lo otro que nos preocupa es que en varias

oportunidades ha dejado el gas abierto y los vecinos, que están atentos, llaman a la hora

que sea al encargado que, como tiene llave, soluciona el problema, ¿pero te parece que

hay que correr ese riesgo? –comentaron los hijos.

–Bueno, en ese caso saquen la llave de gas, y se le dice que no tendrá durante la

noche –dije.

–No lo habíamos pensado, pero lo otro que hace es que cuando tiene insomnio sale

en medio de la noche a caminar, dice que le gusta la ciudad en silencio... Pero ya lo han

traído porque se cae, y le avisan al encargado quien, a su vez, nos llama...

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Decididamente estamos frente a esas situaciones en donde la internación es la

mejor alternativa, porque ya los riesgos implican a terceros... Y es aquí donde tenemos

que recordar cómo llegamos a esa situación. Si lo hacemos, nos daremos cuenta que

todos los disgustos que Gastón tiene hoy, son los mismos que tenía en su casa, aunque

con formas diferentes; porque, en síntesis, lo que en verdad ocurre es que no acepta las

limitaciones que le trajo la vida.

Regresé a verlo y lo encontré en su cuarto llorando.

–Esto no puede seguir así...

Tomé coraje y también casi con lágrimas le dije: –¿Pensaste en morir?

–¡No! Yo quiero vivir...

–Pero ocurre que te veo sufrir mucho, y esto no creo que vaya a mejorar; al

contrario...

–Elia, quiero ser claro con vos. Lo que yo deseo es vivir de otra manera

Final abierto...

Para pensar

Es en vano responder a los reclamos, porque lo que suele estar incluido en ellos es

la no aceptación de la nueva realidad, y contra eso no se puede hacer nada: es

exclusivamente un trámite personal.

Deberíamos reflexionar que esos acordate... tienen que estar dirigidos hacia

nosotros mismos, para tener claro cuáles fueron los pasos que nos llevaron a decidir la

internación como la mejor alternativa. Si nos mantenemos con culpa, no sólo minará

nuestras vidas y las de los que nos rodean hoy, sino que ya estará instalada en la mochila

que les dejamos de herencia a nuestros hijos.

De paso, tratemos de aprender de esta situación dilemática, por si algún día

tenemos que pasar nosotros por ella.

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Capítulo 33

Ordenar los papeles y la herencia “El hacer del padre por su hijo es hacer por sí mismo”.

Miguel de Cervantes Saavedra

La herencia que mi padre nos legó consistió, principalmente, en una casita de fin de

semana hipotecada, algunos vehículos –léase bicicletas– y muchos muebles reciclados. A

lo que podría agregar –puesto que lo heredé de su madre–, un repasador de lino blanco,

que suena a poca cosa… pero tenía su valor. La historia es que al dejar mi abuela su

querida Aldea Velha natal, en Portugal a los 18 años, recibió de manos de su madre –mi

bisabuela– varios repasadores hechos por ella y siguiendo estos sucesivos pasos:

primero, sembrar el lino; segundo, cosecharlo; tercero, hilarlo, y cuarto, transformarlo en

un repasador, con vainillas y bordados incluidos. Realmente fue un legado que trasciende

en mucho al repasador.

Hasta el siglo XIX, unas de las peores deshonras para la memoria de una persona

fallecida –que tuviera algo más que repasadores de lino y muebles reciclados–, era morir

sin dejar el destino de su herencia perfectamente aclarado. En aquellas épocas, estas

negligencias del difunto llevaban generalmente a sangrientas disputas entre los familiares

sobrevivientes, por eso era una gran responsabilidad del jefe de familia evitar que eso

ocurriera, planificando y dejando perfectamente establecido su legado. Los siglos han

pasado, las disputas permanecen, y si bien la sangre no corre a raudales como antes, lo

cierto es que las familias se pelean y disgregan cuando el que parte no se ha hecho cargo

de la responsabilidad moral de ordenar su patrimonio y sus papeles de acuerdo con sus

deseos y dentro de lo que establecen las leyes sucesorias.

He escuchado decir a gente mayor: “cuando yo me muera, que se arreglen entre

ellos, yo no quiero problemas”… sin darse cuenta –aunque a veces con malicia– que

están plantando una bomba de tiempo entre sus familiares.

Muy pocos reflexionan acerca de dejar ordenados los papeles para evitar

sucesiones innecesarias, o que se pierda buena parte de la herencia en honorarios de

abogados, porque no supimos decidir en vida cómo distribuirla. No me refiero sólo a lo

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que se puede valuar o tasar –como una propiedad, la casa de fin de semana o un

departamento–, sino a los objetos de difícil valuación o de exclusivo valor afectivo.

En la práctica, esta negligencia genera tanta negatividad, que es dolorosamente

común escuchar cuando alguien dice: “Papá está muy grave, pero lo peor vendrá

después, porque con mis hermanos nos vamos a matar”. Y mejor ni mencionar cuando

hubo divorcio y nuevo matrimonio con hijos de distinta madre...

Si uno es un observador externo y ve el problema desde afuera, tiende a hacer

causa común con uno de ellos y evaluar como muy violenta o equivocada la posición de la

otra parte; aún sabiendo, gracias al Martín Fierro, que si los hermanos se pelean los

devoran los de afuera… los hermanos se pelean.

Si fuéramos más honestos con nosotros mismos y quizás más amorosos, se

evitarían muchos altercados. La inmensa mayoría de las desavenencias con respecto a

las herencias y las distribuciones tiene que ver con viejas polémicas de a quién quiso más

o a quién no le prestó atención. Si tiene un arreglo con uno de los hijos es bueno no

ocultarlo... Si el padre lo hace, habría que encontrar la manera de blanquearlo, y si no se

está de acuerdo y hay razones legales a las que apelar, se deben plantear las razones del

que siente que se perjudica, y éste tendrá que hacer un esfuerzo para aceptar la decisión

del padre, puesto que es quien tiene la última palabra.

La historia de Vicente es ilustrativa. Fue criado por sus abuelos, quienes tenían

una granja. Él era el hijo de su hijo varón, con el que casi no tuvo relación ya que el padre

–siendo un chico de 19 años, después de tenerlo–, se fue a vivir al Norte del país, donde

formó una nueva familia y nunca más volvió a ver a su hijo. Los abuelos siempre le dijeron

a Vicente que esa casa era para él: “Fuiste como mi hijo, me cuidas ahora que estoy tan

viejita y tu padre seguro que no va a reclamar nada”.

–Bueno, si es así, hagamos los papeles para no tener problemas –les decía

Vicente.

–¿Para qué? No hace falta, la casa es para vos, no te lo puede discutir, si yo te lo

prometo, será así –insistía su abuela, creyendo que así sería.

Pero… desde ya es una ingenuidad pensar que la palabra vale, especialmente

después que uno ha muerto…

Si bien venimos de generaciones en donde la palabra tenía un peso diferente,

nunca tenía valor si contradecía la ley, como en este caso; y la casa, por herencia legal,

era para su hijo, aunque no se veían desde hacía muchísimos años.

Murió la abuela, e inmediatamente vino el hijo a reclamar su parte. En realidad no

lo hacía en malos términos, sino que fue a cobrar lo que le correspondía legalmente.

A Vicente le pareció injusto, y quizás lo era.

En las antípodas está este caso al que siempre vuelvo, aunque la lección la

aprendí décadas después. Recibí la noticia de que el padre de un amigo acababa de

morir de un infarto a los 40 años. Este hombre, que no tenía problemas cardiacos ni de

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otro tipo, había dejado una carta detallando claramente toda su situación económica, y los

pasos a seguir en caso de tener un accidente. Por supuesto, eso les resolvió a sus

deudos toda la situación post traumática de su muerte, permitiendo amorosamente que

ellos sólo transitaran el dolor por la pérdida. Sin embargo, es para sorprenderse conocer las diferentes maneras en que la

mayoría de los allegados evaluó esta actitud, entre las que me incluyo.

“¡Qué frío! ¡Que calculador! ¿Sabía que tenía un problema? ¿Desde cuándo

estaría pensando que se podía morir?”

Necesité vivir mucho y ver muchas calamidades producidas por muertes

accidentales, para poder pedir disculpas en nombre de toda nuestra incomprensión, y

agradecerle profundamente a este hombre esa actitud humilde de saber que somos

mortales y que, en algunas familias, la ausencia de la cabeza del grupo familiar puede

llevarla a la destrucción.

Si el padre quiere entregarle a alguno algo especial referido a su herencia, es

importante dejarlo por escrito. Si quiere distribuir algunas de sus pertenencias, que lo

haga con anterioridad; es muy bueno ayudar a nuestro padre a que se pueda despojar y

distribuir en vida sus objetos queridos. Él sabe muy bien cuál de los hijos puede apreciar

determinado objeto que a otro ni le interesa. A veces la herencia material viene llena de

amores, rencores y reclamos, y en realidad no ayuda a nadie dejar los asuntos

pendientes.

Para pensar

Las cesiones con el usufructo de por vida son un trámite sencillo ante un escribano

de confianza; es algo tranquilizador, relajado, y no hace falta que los hijos se pongan a

tironear de las escrituras. Es difícil el tema de la distribución, pero mejora la calidad de

vida dejar todo arreglado, sin cuentas pendientes. Si las hay, se debe encarar el tema

pensando en dejar el balance en cero, pues es el mejor regalo que podemos hacernos y

hacerles a nuestros padres y a nuestros hijos.

Seguir la cadena de responsabilidades me ayudará a no dejarles cuentas

pendientes a mis hijos que, en última instancia, son sus nietos… a quienes les llegará la

herencia que uno decida, tanto material, como espiritual.

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Capítulo 34

¿Le digo a mi hijita que el abuelo va a morir?

“La muerte no es cosa tan grave; el dolor, sí”.

André Malraux

Cada uno evaluará de qué manera y cuándo decirlo. Muchas veces no se informa

a los chicos, porque como para los padres es muy angustiante el tema, no saben qué

responder, entonces se evaden pensando que el nene es chico y es mejor no decirle

nada. También ocurre que si se lo decimos al nene, él podría luego decírselo a su abuelo.

–Abuelo, cuando te mueras te voy a extrañar.

A lo que algunos abuelos es probable que respondan –¿Cómo? ¿Ya me estás

matando? –porque no quieren ni siquiera escucharlo.

Por lo tanto, cada uno tendrá que ser cuidadoso de los distintos factores a tener

en cuenta en un tema tan delicado.

Recuerdo que un día mi padre llegó compungido del trabajo.

–Murió el padre de Ramón –dijo con tristeza.

El hijo no sólo era un gran amigo de mi papá, sino que él se había encariñado

mucho con su primogénito de cuatro años, el Ramoncito.

–¡Pobre chiquilín, con lo que quería a su abuelo! –agregó.

Pero los padres del niño decidieron no decirle la verdad, puesto que era muy

pequeño y pensaban que no lo entendería. Así que lo mandaron a la casa de un amiguito

los días del velatorio, y cuando volvió, le dijeron que el abuelo se había ido de viaje.

Punto, ninguna explicación. Al tiempo el nene empezó a manifestar desagrado a salir con

la familia. Luego ese sentimiento se agravó, transformándose en fobia, al punto que

lloraba y lloraba si la familia decidía salir toda junta. Mi papá, apenado por tantas

angustias que sufría la familia, invitó a Ramoncito a ir a la calesita. Y fue ahí, entre

elefantes y caballos de madera, que el chiquito le contó que no quería que dejaran la casa

sola, porque extrañaba mucho a su abuelo y si volvía, como no tenía llave, se podía ir

nuevamente.

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 93 ________________________________________________________________________________

En mi caso, de alguna manera fui beneficiada por la idea que tuvo mi madre,

aunque me llevó bastantes años entender que los aprendizajes valen por lo que son, y no

hay que cuestionarse si tuvieron que ser de otro modo o en otro momento. En el caso de

la historia que voy a contar, llegué a recriminarle a mi madre la onda cachetazo que usó

para conectarme con la muerte.

Mi madre pensaba que para que un niño tomara contacto con la muerte era mejor

empezar con alguien que no fuera del entorno familiar. De manera que aprovechando que

en la casa lindera a la nuestra acababa de morir doña Josefa a los ochenta años, y eran

épocas en donde casi no existían las salas de velatorios, decidió que había llegado mi

momento de saber. Me vistió con un conjunto nuevo color beige con cuello y mangas de

una pielcita que algunos le decían mutondoré. Todavía me faltaban muchos años para

llegar a la Alianza Francesa y entender lo de mouton doré.

Mandó a mi tío a comprar crisantemos blancos a la florería; eso solo, ya me hizo

pensar que se venía algo importante, porque el tráfico de flores siempre provenía de los

jardincitos de adelante, o de los patios de atrás. El hecho de ir a comprar las flores,

hacerlas envolver con papel y moño, y que me hubieran puesto la ropa de salir para ir a la

casa de al lado, adonde iba todos los días, comenzó a intrigarme.

Mi madre evitó muy bien tener que llevarme, pues le tenía aversión a los velorios.

Así que salí de casa de la mano de mi tío Anga, dimos tres pasos y llegamos a lo de doña

Josefa. Mi aspecto debió ser demasiado artificial, circunspecto y durito… o tal vez tierno,

porque se hizo un profundo silencio. Lo primero que alcancé a ver era que el comedor

estaba cambiado, sin muebles y que en el medio había un cajón alto y alargado. Antes de

que mi tío y yo nos diéramos cuenta, me habían sacado las flores y me habían asomado

al cajón. Tuve la impresión de que yo cabía perfectamente, y ahí me encontré besando a

doña Josefa como me dijeron que hiciera, y viendo que la habían tapado con unas

puntillitas blancas bastante lindas. Mi tío, que no adhería a ningún ritual por más

conmovedor que fuera, dijo que para la nena era suficiente, y sin haber transcurrido ni

diez minutos, volví a estar en mi casa, con la ropa normal, como correspondía a un día

de semana a las siete de la tarde.

Sin embargo, de lo que nadie se dio cuenta es que si bien yo no entendía mucho,

estaba triste porque no iba a ver más a doña Josefa, que era mi amiga y la quería un

montón.

Cuando murió mi padre, mi hijo, que tenía cuatro años, me la hizo fácil con su

aplastante lucidez.

–Se murió la persona que yo más quería –me dijo llorando.

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Para pensar

De nosotros depende que los niños tengan contacto con la muerte en mayor o

menor grado. Desterremos la idea de que el niño no entiende; pues quizás justamente

sean ellos los que nos ayuden mejor desde su frescura y espontaneidad.

Si tenemos dificultad para aceptar la muerte de nuestros padres, nuestros hijos

tampoco sabrán cómo hacerlo.

Intentemos nosotros la elaboración, y nuestros hijos nos seguirán.

Sabemos que los muertos queridos quedan en nuestro corazón, y eso es lo que

debemos enseñarles.

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Capítulo 35

La vejez de las parejas

“Todo lleva a creer que existe un cierto punto del espíritu donde la vida y la muerte, lo

real y lo imaginario, el pasado y el futuro... dejan de ser percibidos

contradictoriamente”.

André Breton

Con la creciente longevidad, ya es bastante común que nuestros padres

envejezcan juntos y que se vayan asistiendo uno al otro, porque las parejas que tienen

muchos años y muchos achaques, también tienen mucha convivencia y, mal o bien, se

arreglan entre ellos; como sea, pero entre ellos. En algunos predomina el amor, en otros

la rutina, y en otros el desencanto. Pero a los hijos sólo les llegan los coletazos de la

relación de sus padres y sus vicisitudes, porque después de cincuenta años de

convivencia, a todos los toma cansados; aunque también, en la mayoría de los casos, lo

suficientemente estables en su resignación como para proponer mejoras o cambios en la

forma de vivir. Lo cierto es que, en estos casos, el deterioro físico, el psicológico, o las

dificultades, suelen ser mitigadas porque lo van elaborando de a dos, y los de afuera son

simples testigos, pero sin responsabilidad de hacer o participar.

Aviso para cincuentones: ¡tiemblen cuando escuchen decir a uno de sus padres:

“¡No sé que va a ser de mí cuando él / ella me falte!”

Ahí está el punto, y en ese momento es cuando sugiero que ayuden al que lo dijo,

para que encuentre las respuestas antes de que suceda; incluso que lo hagan juntos,

porque después, en general, suele ser tarde. Es muy difícil elaborar el duelo de la pérdida

de alguien muy querido, mientras se trata de encontrar un motivo para seguir viviendo.

Y si no logramos esto con uno de nuestros padres viejos, tratemos de no olvidarlo

cuando el tema lo tengamos que encarar nosotros mismos. La cuestión se complica

cuando uno de los dos se encuentra mucho más deteriorado, a tal punto que llega a ser

una carga negativa para el otro.

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El caso de Miriam y Andrés ejemplifica dolorosamente esta realidad.

Ellos han cumplido sesenta años de casados y han formado una buena pareja. A

él le diagnosticaron Alzheimer hace unos años; si bien tenía sus olvidos y pequeños actos

de desinhibición –como enojarse con algún invitado si manchaba la servilleta, cosa que

era rara, pero bueno... –, la convivencia marchaba. Sin embargo, en este momento

atraviesa el período de violencia, con intimidaciones que han pasado al plano físico.

Mientras era maltrato y discusión lograban aceptarlo, porque tanto los hijos como las

cuidadoras conocen los síntomas; pero ahora, ya pasó a intentar golpear a la mujer y a

cualquiera que se le acerque, y Miriam no lo puede parar: la cuidadora renunció al primer

tirón de pelo. Ante la inminencia de la internación, la mujer está desgarrada de solo

pensarlo. Él, por su parte, amenaza para que ni se les ocurra sacarlo de su casa. Y los

hijos miran absortos, porque saben que la enfermedad del padre es irreversible, que la

madre no puede seguir sosteniendo esta situación y, además, tienen que conseguir otra

cuidadora, hecho que no es fácil para un enfermo con esos síntomas. Si bien la esposa y

los hijos pueden forzar una internación compulsiva, es muy difícil después de haber tenido

una pareja muy buena durante sesenta años, decidir algo en lo que él está en

desacuerdo; máxime cuando buena parte del día está tranquilo y bien.

Una lectora de mi libro, “Mi madre envejece… ¿Qué hago?”, me contaba que tiene

un terrible problema, aunque es bastante diferente.

Su madre cuida al padre, que está inmovilizado y no reconoce nada ni a nadie:

lo alimenta por sonda, y por momentos recurre al oxígeno.

Podría decirse que lo mantiene vivo artificialmente, pero ha hecho de estos

cuidados su motivo para vivir y no acepta la menor intervención directa de sus hijos,

referida al padre; prácticamente es su rehén, y raya casi en la morbosidad.

La pregunta que me hacía era cómo iba la hija a resolver esta situación, porque

decidir la internación del padre por la fuerza le iba a traer mucha culpa con la madre,

puesto que la vida de ella giraba en torno a su marido.

Mi sugerencia es no dejar de lado la variable de la internación, pero si les va a

generar culpa, no sirve ni vale la pena intentarlo, ya que ninguna decisión es válida si el

resultado es la culpa, salvo que por razones de seguridad de las personas sea

imprescindible hacerlo. Somos responsables de nuestras decisiones, y deberíamos

tomarlas una vez que hayamos entendido, que es la única y la mejor para todos. Aunque

haya capacidad económica es muy difícil decidirlo; de hecho se complica más cuando los

recursos son escasos, porque se está ante la disyuntiva de elegir el mal menor. No

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 97 ________________________________________________________________________________ obstante, si estamos dispuestos a resolver el problema centrándonos en el amor, la

decisión que tomemos será amorosa y, por lo tanto, la culpa no tendrá lugar...

Además, estaríamos dirimiendo no sólo el dolor y el sufrimiento de la situación que

vivimos nosotros al verlos ante ese dilema, sino el de la generación de nuestros padres,

que son los que tienen que transitarlo. Esto requiere cierta madurez de los hijos, como en

otras oportunidades se espera madurez en los padres que tienen que tomar decisiones

difíciles con respecto a los hijos.

Para pensar

Con respecto al mal menor, habría que plantearlo lo antes posible, porque

muchas veces se dilata y se llega a la decisión cuando ya es demasiado tarde, cuando ya

todo se ha deteriorado a limites irreversibles como, por ejemplo, que un ataque de ira

resulte en un daño al cónyuge.

Después de tanta tristeza, dolor y angustia, es posible que llegue el hartazgo, el

rencor y la bronca. Existen profesionales universitarios, como los Licenciados en

Gerontología y otros especialistas, a quienes se puede consultar en estas situaciones,

pues es muy difícil tomar la mejor decisión cuando uno está comprometido afectivamente

en medio del torbellino, y suele ser mucho más saludable que alguien nos ayude a

pensar, a darle a todo su justa medida y recibir la ayuda necesaria para poder resolver los

problemas, ¿no cree?

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Capítulo 36

La vejez de los que quedan solos

“Al contrario del esquema habitual, me he hecho gradualmente más rebelde a medida

que envejezco”.

Bertrand Rusell

El problema no es sólo el envejecimiento; la cuestión es cuando nos tenemos que

hacer cargo de su envejecimiento, y el tema no alude únicamente a la viudez, sino que,

en los últimos años, también comprende a algunos casos de separación o divorcio.

¡Qué bueno sería encontrar a los responsables de hacernos creer que la felicidad

no existe si no vivimos en compañía! Intuyo que fueron los mismos que nos asustaban

cuando queríamos quedarnos solos. Y aquí no hablo de la soledad total, puesto que se

trata de personas que en su momento han formado una familia, tienen hijos, nietos,

parientes… o sea que no están solos, sino que viven solos, y eso es muy diferente. Lo

cierto es que no nos estimularon el auto–conocimiento, ni la confianza en nosotros

mismos y todos hemos pagado algún costo por esta carencia. El máximo precio por el

cual parece que debiéramos responder, creo que es el de aspirar a ser uno con la pareja,

porque de esa manera sólo queda la mitad cuando el otro se va, por el motivo que fuera.

Siempre me negué a aceptar que la ausencia de la pareja significa vivir triste, o

no vivir. Eso sigue siendo una creencia nociva que atenta contra la libertad de la persona.

Por supuesto que hay todo un duelo que elaborar, pero ningún ser libre puede dejar de

considerar –en una relación de cuarenta y cinco años de convivencia– la posibilidad de

que uno de los dos morirá primero. El que no lo hizo, entendió muy poco de la vida.

En mi libro “Mi madre envejece... ¿Qué hago?” no toqué el tema de la sexualidad

de mi madre, porque ella pertenecía a una generación con diferentes criterios. O sea: una

vez viuda, se terminó la vida de pareja. Sin embargo, es mucho más habitual que los

hombres viudos o divorciados intenten una segunda relación, cosa que a veces trae

polémica entre los hijos, por diferentes motivos. Tengo dos casos muy cercanos. El primero, un hombre de 78 años que salía con

una mujer veinticinco años menor. Ella no les gustaba a los hijos, porque la veían muy

interesada. Concretamente, al poco tiempo de salir encontraron que su padre estaba

dispuesto a comprarle un departamento, porque la mujer decía no estar cómoda en el

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 99 ________________________________________________________________________________ suyo, que alquilaba. También necesitaba garante para abrir una cuenta en un Banco

distinto al que tenía, porque allí no la trataban bien. Y se enteraron de todo esto porque el

padre se los contaba como algo muy normal. Cuando hablaban muy delicadamente del

tema, el papá insistía en que era una muy buena mujer y que el dinero a él lo tenía sin

cuidado.

Lógicamente, la preocupación de los hijos aumentó, al punto que hicieron algunas

averiguaciones en la ciudad de origen de la mujer. Para sorpresa del hijo, que es

abogado, se encontró con que la mujer había contado otra versión a sus amigos. Según

ella, su pareja era el hijo –o sea el abogado– y como ella era muy solidaria, cuidaba al

padre en los ratos libres. Esto no solo alcanzó, sino que fue decisivo; aunque sabían que

al padre iba a resultarle doloroso comprobar su equivocación y que sus hijos hubieran

tenido que salvarlo de la situación, lo comprendió y cortó la relación.

El otro caso fue el opuesto. A los pocos meses de morir la madre; el padre le dijo a

mi amiga que se iba a vivir con una mujer mucho más joven que él, que acababa de

conocer. La hija, aún en pleno duelo, se negó rotundamente a que lo hiciera y ni siquiera

quiso conocerla; entre otras cosas porque pensaba que el padre ya tenía esa relación en

vida de la madre. Le quitó la posibilidad de ver a sus nietos, porque para eso ponía como

condición que el padre viniera a visitarlos a la casa y, desde ya, solo. Se la hizo tan difícil,

que el padre tomó la decisión de no volver a insistir y se fue a vivir a la provincia.

–Si no te gusta mi mujer –le dijo–, lo lamento, pero no vengas más, yo tampoco iré

bajo tus condiciones. No quiero extorsiones, sobre todo porque estoy muy bien con ella.

Siguió un largo período de desencuentros, hasta que diez años después, cuando

me encontré con la hija, me explicó lo sucedido.

–Elia, no sabés lo que me equivoqué al juzgar a mi padre y a su mujer. Ella ha

sido una bendición para él. Es más, pienso que papá conoció ahora una felicidad que

nunca tuvo con mi madre. Esta mujer siempre lo aceptó como él es, a diferencia de mi

madre que dedicó su vida a tratar de cambiarlo –y agregó–. Y ni te digo lo que me

facilitaron la vida a mí, que nunca tuve que hacerme cargo de ningún problema: hoy tiene

87 años, ¡y está fantástico!

–Me alegro muchísimo por ustedes –le dije.

–Aprendí mucho con ellos, y les estoy muy agradecida –finalizó.

Y, por último, mi homenaje a una vieja amiga, que no murió vieja, pero que a sus

70 años y un poco antes de partir, pidió a sus amigos que le facilitaran a su marido la

posibilidad de conocer a alguien para formar una nueva pareja, porque ella intuía que él

iba a sufrir demasiado la soledad.

Las posibilidades son muchas, y con distintos finales.

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 100 ________________________________________________________________________________

Soy de la opinión de que se debería respetar la decisión del padre, sin perder

objetividad, pero dejando de lado ciertos temores o celos infantiles, para poder

acompañarlo en los distintos escenarios de su vida.

El tema económico es muy importante. Resulta muy comprensible que a veces

los hijos se vean involucrados –por ejemplo en el caso de empresas familiares–, y no

están de acuerdo con tener que abrir la sociedad a terceros.

A veces se juntan realmente por compañía, y el padre quiere dejarla cubierta para

los últimos años en agradecimiento por la grata convivencia. En este caso sería oportuno

que los hijos hablaran con el padre, que él definiera claramente lo que quiere donar o

legar a su nueva compañera, y lo manifieste por escritura pública. De esta manera queda

aclarada y limitada la cuestión, sin que puedan producirse reclamos posteriores a su

muerte.

Para pensar

Es bueno sugerir a los padres que quieran convivir con una nueva pareja, que no

se apresuren a tomar decisiones que los comprometan legalmente, antes de estar juntos

durante un tiempo y ver si realmente es eso lo que quieren para ese momento de la vida.

Otro tema es que hay algunos padres con muchas décadas sobre sus hombros,

que no pueden abstenerse a la seductora idea de ser padres nuevamente (léase: virilidad

intacta).

En mi experiencia, negar ese nuevo hermanito y resistirse, sólo trae rencor,

desencuentro y malestar por varias generaciones. Si el bebé ya está, sólo la tolerancia y

flexibilidad será lo que nos ayude en el camino. Después de todo, como se dice, esto es lo

que hay.

Usted sabe tanto como yo, que la relación padres e hijos es tan fuerte que puede

contener derivados de todo tipo.

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Capítulo 37

Cincuenta años de casados y siguen

discutiendo

“El único medio de salir ganando en una discusión, es evitarla”.

Dale Carnegle

Todos conocemos por lo menos una pareja cercana cuya forma de relacionarse

es el reproche, la pelea, y el desencuentro.

No fue el caso de mis padres. No tengo recuerdos de que discutieran; pero sí

tengo muy claro cuáles eran sus diferencias a la hora de resolver los problemas

cotidianos. Mi padre, antes que a su proyecto de vida, la quería a mi madre y estaba casi

siempre dispuesto a complacerla. Para mi madre –sobrina del tío anarquista–, el amor era

sólo un aspecto de una cosmovisión más amplia. Lo cierto es que a ellos el paso del

tiempo los fue acercando y vivieron muchos años disfrutándose a pleno.

Cuando digo que la flexibilidad es una de las llaves maestras para vivir cada día

mejor, es con conocimiento de causa.

Aquí va un ejemplo demoledor.

Mi tío Anga vivía con nosotros y, por lo particular de su ideología anarquista y su

forma de llevarla a la práctica, había que tenerle mucha, pero mucha paciencia. Mi padre

se la tenía, porque Anga era el tío de su mujer –mi madre– y la unidad familiar nunca

estuvo en tela de juicio.

En mi casa, cada tanto sonaba el despertador a las cinco y media de la mañana.

–¡Pero qué le cuesta callarse! –murmuraba papá somnoliento–. Que piense lo que

quiera, ¡pero no en voz alta!

–Y bueno, sabés que él es así… –susurraba mi madre

–¡Qué así, ni así! ¡Que cambie! Y si no, la próxima vez, ¡que se muera de hambre!

–Dale, no hables así, acordate que mi mamá no sólo le llevaba comida, sino que

también le armaba colchonetas… Dame un beso y andá, que ahí dejé la vianda lista.

Y allá iba mi papá.

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 102 ________________________________________________________________________________

Claro, lo que falta saber para comprender bien este diálogo, es que mi querido tío –

anti-peronista de la primera hora–, acostumbraba andar por los cafés con sus acólitos,

defensores todos ellos de Sacco y Vanzetti, hablando mal de las dictaduras y de las

instituciones; por ese motivo, se lo llevaban preso cada dos por tres.

Alguien avisaba a casa y mi madre –sin demasiada sorpresa ni preocupación–,

cuando preparaba la cena esa noche cocinaba aparte una vianda, para que mi padre se la

llevara al calabozo de la comisaría antes de entrar a trabajar al otro día. De abogados, ni

hablar; en tal caso, y a veces, algún defensor de los derechos humanos lograba sacarlo...

hasta la siguiente oportunidad...

¿Se imaginan a Anga arengando sobre la explotación de los patrones, y mi

padre acelerando con los pedales de su bicicleta, para dejarle la comida y no llegar tarde

al trabajo explotador? Además, papá tenía que evitar que el explotador patrón –a los ojos

de mi tío– tomara represalias... Pero mi padre no lo sentía así, sino por el contrario,

especialmente a su empleador de aquella época, con quien estaba sumamente

agradecido. Y bien que hacía, porque así a nosotros nos iba mejor.

Pero hay parejas de padres, en donde la madre nunca dejó de reprocharle todo

lo que ella esperó que él cambiara. Si a esto le sumamos las dificultades propias del

envejecimiento, seguro que el resultado recae sobre los hijos, porque en general se los

involucra como árbitros.

Hay que estar atentos, para poder asistir a este tipo de padres, en la medida de

lo posible, y no confundirse con el hartazgo que provoca estar en el medio de una relación

tan conflictiva. Son pocas las parejas que después de discutir durante cuarenta años

encuentran la paz, pues si no la hallaron antes, es porque no la buscaron. El

desencuentro es un estilo que se ha elegido, ya que en tantos años, si no se sentían bien

con ese sistema, lo podrían haber cambiado. ¿Se imagina el esfuerzo que hay que hacer

en una relación tan íntima como la convivencia de dos personas para no cambiar lo que

anda mal?

–¿Pero a vos te parece? ¿Había necesidad de que lo dijera en la reunión? Dice

que se olvidó… ¡qué se va a olvidar! Lo que pasa es que él nunca me escucha –dice ella.

–¿Que yo no escucho? Ella me está juzgando todo el tiempo, ¡ojalá no la

escuchara! –se queja él.

Lo ideal sería que los hijos no se sintieran frustrados si no logran que sus padres

vivan en paz; cada uno tiene derecho a vivir como eligió, pero no tiene el derecho a

imponernos su talante. De manera que habrá llegado el momento de practicar paciencia

y, al menos, trazar un límite. Sugiero no dejarle espacio, en las reuniones familiares, a la

discusión tediosa y repetitiva. ¿Sabe quiénes son ideales para ayudarnos en eso? ¡Los

jóvenes y los más chiquitos! Ellos son los que nos sacan del brete al cambiar de tema...

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Y hay otro as en la manga… quizás le suene extraña mi sugerencia, pero he

visto calmarse a más de una pareja, cuando los hijos se niegan a jugar el rol de árbitros

en el que los padres quieren colocarlos.

Para pensar

Si nuestros padres basaron su convivencia en la queja y el reclamo, los hijos

tendríamos que entender que es, simplemente, un estilo de relación: funcionan a peleas,

así como otros funcionan a comprensión. El estilo de confrontación no es ni bueno ni

malo, sino que mantiene un estado de guerra, que instaura batallas diarias.

Intente evitar entrar en la contienda, aclarando expresamente que no participará

más, y realmente practíquelo.

¿Quieren tener razón, o ser felices? Probablemente uno de los padres

argumente que no le queda más remedio que defenderse ante los ataques constantes de

su contrincante. Para eso sería bueno citar al Dalai Lama, que cuando le preguntaron,

cómo podía ser que no odiara a los chinos que invadieron su patria, él respondió: “ellos se

quedaron con mi tierra, no se quedarán con mi corazón”.

Las peleas intoxican, enferman; es muy bueno que ayudemos a nuestros padres a

vivir en paz, empezando por darles el ejemplo.

Al don... al don... al don Pirulero... cada cual, cada cual, atiende su juego y el

que no, el que no, un problema tendrá...

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Capítulo 38

Los que vuelven del coma

“Desde siempre se ha considerado el morir como algo no deseado y prematuro. El boom

de la longevidad podría transformarlo en algo deseable y oportuno”.

Oscar Berg

Samuel tiene 86 años, y el día del cumpleaños estábamos con su cuñada, que

tiene tres menos que él.

–¿Será este mi último cumpleaños?

–¡No digas eso! –protestó la cuñada.

–¿Por qué no? Me parecen bastantes años, y mis fuerzas están disminuyendo día

a día.

–Me pone muy triste pensar en la muerte –agregó la cuñada, que no tiene hijos y

vive con los sobrinos.

–¿La tuya? –pregunté.

–No, la de él.

–Por ahí se toman de la mano del espíritu y parten juntos.

Les conté que mi madre murió un día antes que su querida cuñada, y yo fantaseo

con que se fueron juntas después de compartir la cercanía familiar durante sesenta y dos

años.

La cuestión es que Samuel, al mes de esa reunión, sufrió un deterioro notable y

necesitó que una persona estuviera todo el día asistiéndolo: ni siquiera podía higienizarse

y tampoco salir, pues sus pasos eran demasiado inseguros. Cuando vino el hijo del

exterior –viaje que efectúa una vez por año–, a los dos o tres días de llegar lo encontró

desmayado al lado de la cama: había tenido un infarto, y algunas otras

descompensaciones. Estuvo una semana en coma en terapia intensiva, con mucha fiebre.

El día que lo fui a visitar, para mi sorpresa, seguía con mucha fiebre… pero estaba en

terapia intermedia, y me dijeron que ese mismo día lo habían trasladado.

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 105 ________________________________________________________________________________

Había bajado de peso, estaba inconsciente, cuando se conectaba tenía alguna

orientación temporo- espacial. Más o menos se compensó, se le fue la fiebre

–Padece de vejez –le dijeron, y le dieron el alta.

Antes de que lo volvieran prácticamente a la vida –y con la convicción de que aún

en coma el enfermo entiende lo que le dicen, especialmente si le hablan los seres

queridos–, me despedí de él, le dije cuánto significaba para mí y para su familia, pero que

su cuerpo ya no resistía y que su espíritu estaba dispuesto a volar... Era tiempo de partir y

dejar de sufrir como lo estaba haciendo... A veces me ocurre que soy yo la que creo que

llegó el momento, pero no coincide con la decisión del que tiene que partir. ¿Aferrarse a la

vida a cualquier precio? ¿Negación? ¿Miedo a morir? En definitiva, este hombre se

recuperó, está internado en un Hogar Geriátrico porque solo en la casa no puede vivir, ya

que requiere de personas que lo asistan las veinticuatro horas y no hay nadie que se

pueda ocupar de la organización y manejo de la casa.

El hijo ya regresó a Europa.

Hasta esto llega la lucha de este hombre por vivir.

Lo visité. Está en silla de ruedas, porque su corazón no resiste el esfuerzo que le

requiere caminar, al menos por ahora. Su vista disminuyó por una diabetes que se

descompensó, de manera que no puede leer, actividad en la que invertía buena parte del

día.

–Elia, esto es como vivir una pesadilla, quiero volver a mi casa, ¡bien tranquilo que

vivía en mi departamento!

–Pero, Samuel, las condiciones de su salud han cambiado, fíjese que sólo la silla de

ruedas requeriría hacer adaptaciones en su casa. Es muy difícil porque usted solo no

puede estar, y para hacerle lugar a alguien que lo atienda, habría que sacar algún

mueble, y eso seguramente no le gustaría.

–Como sea, voy a hablar seriamente con mi hijo, porque yo aquí no me quedo.

Lo vuelvo a visitar. Ahora tiene escaras en la pierna y se pregunta por qué le tocó

esto a él.

¿Y por qué no? –me digo yo

–¿Tienes sentido vivir así? –me pregunta.

–Y, eso lo tendría que responder usted.

–Es que no le puedo fallar a mi hijo, que tanto hace por mí.

Mientras tanto, el rabino lo insta a hacer el esfuerzo de comer para reponerse y le

dice que así seguro que saldrá adelante.

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 106 ________________________________________________________________________________

No tiene casi ningún objeto personal en el lugar donde se aloja: esa es la norma,

por razones de espacio. No habla con la gente, porque no le interesan los temas que se

comentan en TV, ni siquiera lee su libro de oraciones porque está prácticamente ciego.

El hijo le dice que esta es como una preparación para la vejez y a él le cae mal

el comentario; no le gusta la situación, prefería la anterior.

–Lo suyo es irreversible –le digo–, pero piense en el momento en que su espíritu se

libere de este cuerpo que ya no lo sostiene…

–Quizás si hiciera el esfuerzo de comer todo lo que me dan –dice con cierta

ironía…

Niega totalmente.

–Mis noches son terribles –me comenta antes de que me vaya–, porque me

cuesta respirar, ¿qué puedo hacer?

Sigo pensando que son todas las señales para partir de este mundo, y que no lo

ha hecho porque la medicina ahora, en muchos casos, prolonga la vida más allá de lo que

el espíritu puede soportar. Y en el suyo, particularmente, lo rescataron de su momento

para morir, de su coma sin sufrimiento, con el hijo a su lado...

Insisto...

–Primero relájese.

–Nunca lo hice, no sé cómo se hace.

–Sabe lo que es entregarse...

–¡Elia! ¿Cómo se te ocurre?

–Tendría que aceptar la situación, este es un período de dependencia absoluta.

Siempre fue independiente y ahora quizás tenga que aprender que esto es parte de la

vejez.

–Elia, ¿tenés el bastón que usaste cuando te fracturaste? Porque cuando mejore lo

voy a necesitar.

–Quédese tranquilo que todo lo que necesite lo va a tener. Pero le sugiero,

aceptación, ¡no luche, no se ponga tenso por querer responder de una manera que su

cuerpo no logra! Entréguese a su Dios y él lo va a guiar.

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 107 ________________________________________________________________________________

Para pensar

Son temas que culturalmente no pensamos, no tomamos decisiones, sería bueno

empezar a rever ciertas creencias tan valoradas en Occidente, como no te entregues, no

me dejes... hacé un esfuerzo…

Sería más lógico que llegara el momento de poder pensar: ¿para qué esta

lucha? ¿Para qué este esfuerzo de prolongar algo que sólo me trae sufrimiento y me

augura mucho más?

Los que tienen creencias religiosas estarán asistidos por su Dios; otros irán

hacia la reencarnación, y otros a la nada existencial, pero acortar ese período traería paz

al que parte y paz a quienes lo rodeamos, porque sería un valioso ejemplo.

Si tomamos la decisión de cómo queremos despedirnos de esta vida, será una

cuestión de decidir soltarnos y dejarnos llevar cuando llegue el momento. Mi amigo, en las

condiciones frágiles en que se encuentra, si tomara la decisión de despedirse y partir...

terminaría con su pesadilla.

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Capítulo 39

Viejos sabios: Patrimonio de la Humanidad

“El verdadero poder reside en el conocimiento y en la habilidad de ponerlo en

práctica. Es así como cada persona es parte de la solución o parte del problema. Cada

cual debe elegir de qué lado quiere estar”.

Robert Happé

Se me ocurre que cada uno de nosotros debería tener cerca a un viejo sabio,

para consultarlo cuando haga falta... Pero ocurre que hay un malentendido en las

sociedades; muchos dicen que a los viejos se los maltrata, que se los deja de lado, y

quizás esa sea la verdad, como consecuencia de nuestras conductas. Sin embargo,

dirimamos responsabilidades… resulta muy difícil respetarlos, si mientras envejecen

hacen todo lo posible para que no se les note, si honran la eterna juventud, y cuando no

les queda otro remedio se sorprenden porque, de pronto, ¡no le interesan a nadie!

Si una persona mayor encuentra que a nadie le interesa lo que tiene para decir, es

posible que él haya sido el primero en preguntarse: “¿Qué tengo yo para decir de

interesante?” Y así se inicia un círculo vicioso –que no virtuoso–, de acusaciones mutuas.

Propongo que ayudemos a nuestros viejos queridos a ir transformándose en seres

cada vez más sabios; ese patrimonio de la Humanidad que tanto necesitamos…

Viviendo el presente

Intentando no juzgar

Equivocándose, sin disimularlo

Jugando con la libertad que le dan los años

O eligiendo siempre el cristal positivo

Siendo compasivos

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Sabiendo que el perdón es una llave maestra

Amando, siempre amando

Bajando a cero los viejos rencores

Incluyendo siempre el humor

Olvidando el pasado, si ya incorporó lo esencial

Siempre compartiendo sus experiencias

Para pensar

Vale la pena intentarlo. Todo acto de sabiduría nos hace mejores; si podemos,

empecemos con nuestro padre, y si no es este el momento o la oportunidad, al menos

aprendamos algunos pasos para acercarnos a medida que pasa el tiempo… nuestro

tiempo.

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Capítulo 40

Cuando su padre y su madre viven juntos Si bien este libro se ha basado en la relación entre el padre que envejece y sus

hijos, muchas veces los padres viven juntos en la misma casa y los hijos tienen una

creciente responsabilidad hacia ellos.

He creído útil incluir algunas sugerencias que pueden ayudar a encarar esta

situación.

� Recuerde que no puede cambiar la personalidad de sus padres –menos aún

cuando se trata de padres con muchos años–, pero sí su relación con ellos.

� Evoque siempre las buenas experiencias compartidas, aunque sean pocas o

daten de muchos años atrás.

� Tenga presente que, a veces, los padres no hablan de determinados temas,

para no preocupar a los hijos.

� Si no encuentra palabras para decir algo, use una aproximación indirecta.

� Si la situación es peligrosa –como seguir conduciendo el auto cuando se está

en riesgo o no ir al médico cuando una herida no cierra–, es mejor que deje

de lado el deseo de ellos y actúe.

� Si la higiene se deteriora, si dejan de pagar las cuentas, si parecen

perezosos o abandonados, consulte al médico para descartar depresión u

otras enfermedades.

� Si ve que toman decisiones erradas, pero no peligrosas ni dañinas, debe

aceptar su autonomía para llevar el control de sus vidas. Un día gozaremos

de los mismos derechos.

� Considere que las quejas pueden no ser una crítica hacia usted, sino una

reflexión acerca de la soledad y la inseguridad que sienten.

� Lo que sus padres hicieron en el pasado, pasó. Antes de hablar de cosas

espinosas de otros tiempos, reflexione sobre la utilidad o el sentido de

hacerlo. Los caminos sin retorno no ayudan.

� Cambie los patrones. Si a la noche se encuentran muy cansados, trate de ir

a verlos en otro horario. Cambie los lugares de encuentro, busque nuevos

espacios que les resulten más amables para ambos.

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� Tenga presente por qué quiere ayudar a sus padres.

� Acepte ayuda de terceros, pues es una forma de descomprimir ciertas

situaciones de opresión.

� Sólo usted puede crear el correcto balance de la relación. Encuéntrelo y

manténgalo. No importa lo que otros hagan, responda a su corazón.

� No se sienta una mala persona si en algún momento se pregunta: “¿Por qué

no se muere, con todos los problemas que trae?” Somos, simplemente, seres

humanos.

� Aunque la senilidad no les permita recordar que usted los visita

periódicamente, es bueno que las personas que los cuidan sepan de su

interés.

� Organice reuniones en casa de sus padres, pero con poca gente. De este

modo, evitará el excesivo cansancio y ellos podrán acostarse cuando lo

deseen.

� Tenga en cuenta que a muchos les resulta más fácil decidir sobre la

desconexión de un respirador, que de la casa donde han vivido.

� Cuide al padre cuidador. Generalmente se lo desatiende.

� Si se hicieron promesas de no-internación, y llega ese momento, aclarar que

las promesas fueron hechas sin conocer el desenlace de los hechos. Pero

que siempre seguirán cuidando de la privacidad, seguridad y dignidad de

ellos hasta el final.

� Si se pregunta: “¿Por qué tengo que cuidarlos si ellos no lo hicieron

conmigo?”. Evalúe su presente y actúe en consecuencia. Recuerde que el

pasado pasó.

� Tome decisiones aunque sean difíciles, antes de que la relación esté

completamente dañada.

� Considere la posibilidad de consultar a un Licenciado en Gerontología. Ellos

tienen la capacidad y conocimiento, para enfocar el problema en su totalidad

y sugerir y ayudar a los hijos a tomar decisiones.

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Epílogo

Así murió mi padre

Cuándo yo ya vivía en Buenos Aires, un día me llamó mi hermano desde Mar

del Plata.

–Elia –me dijo–, tengo una mala noticia: le diagnosticaron cáncer de colon a papá.

Recuerdo con exactitud el momento, el lugar en donde estaba sentada, y lo que me

conmovió. Yo tuve abuelos que habían muerto de cáncer, pero ocurrió antes de mi

nacimiento. Curiosamente, mi abuela murió cuando mi madre estaba embarazada de mi

hermano, y mi abuelo cuando mi madre estaba embarazada de mí. Como una suerte de

salto intermedio, la síntesis perfecta entre las distintas generaciones; de manera que no

había visto morir de cáncer a ningún familiar. Aunque, pensándolo bien, mi primo

Oscarcito murió de leucemia; pero era un tipo de cáncer especial.

Lo de mi padre me pareció terrible, y el primer pensamiento que se cruzó por mi

mente fue el de traerlo a Buenos Aires, “porque seguro que habrá mayores posibilidades

para él” –pensé.

¡Típico! Uno siempre cree que hay algo mejor, y que lo que le dijeron puede haber

estado equivocado.

–Ni se lo mencionamos a papá –continuó mi hermano–, solo le dijimos que había

dificultades en su intestino –y agregó–. El médico ya me adelantó que no es operable,

aunque a él le dijeron que podía estar mal diagnosticado, que haríamos una consulta en

Buenos Aires, y que vos te ocuparías. Pero, ¿sabés qué dijo papá? –se apresuró a

aclararme–. Que ni se me ocurriera, que no pensaba ir a Buenos Aires, que lo que le

ofrecen allí es bueno y que me olvide del tema. Y todavía me conminó: “¡Ni se lo sugieras

a Elia, porque no pienso viajar a Buenos Aires por esta pavada!”

A mí me parecía terrible que mi padre se negara a no sé qué tipo de salvación que

yo imaginaba. No obstante, luego del primer impacto, y después de pensarlo un poco más

a fondo, acepté su decisión. Traté de encontrar una salida creativa para mi angustia y la

encontré rápidamente. Para poder superarlo y fortalecerme, decidí inscribirme en un curso

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 113 ________________________________________________________________________________ para el acompañamiento de los pacientes terminales y su familia porque, según mi

hermano, el médico había dicho que el proceso podría llevar hasta dos años.

Yo ya conocía a la Fundación Prager Bild porque estaba a tres cuadras de casa, y

siempre fui curiosa con todo lo que había en el vecindario: si no hallara la mayoría de las

cosas en dos manzanas a la redonda, no podría hacer todo lo que quiero. A tal punto que

encontré mi camino espiritual en ese pequeño entorno, donde también estaba la

Fundación Japonesa Mokichi Okada y su escuela de Ikebana. Siempre hago bromas

diciendo que si en lugar de Ikebana hubieran enseñado Karate, ya sería cinturón negro.

El hecho es que en la Prager Bild capacitaban para ayudar al enfermo terminal y

yo lo necesitaba en forma imperiosa. Como el horario era desde las 20 a las 22.30, yo me

decía que podría estar en casa en cuanto finalizara, ya que quedaba muy cerca.

Sin embargo, nunca me imaginé cuán duro sería; salía llorando y cuando llegaba

al hall de nuestro edificio –eran épocas en las que no existían los guardias de seguridad–,

me sentaba sola hasta que lograba calmarme y me armaba de una coraza para entrar en

casa, en donde mis hijitos me estaban esperando; mi marido, que captaba de inmediato

mi estado de ánimo, trataba de desviar los temas y poner cierta alegría en el ambiente.

Por si fuera poco, teníamos en aquella época un cachorro de ovejero alemán que se

comía todo; si se ponía a roer las paredes –según decían los conocedores–, era por falta

de calcio, lo que me parecía una explicación medianamente coherente, aunque le

dábamos una completa alimentación balanceada; pero nunca pude explicarme qué clase

de vitamina podría encontrar al masticarse los sillones del living.

De manera que me parecía muy adecuado quedarme a llorar abajo: el ambiente

no daba para hacerlo en casa. Suele ocurrir así; uno pasa por muchos dolores en la vida

transitando a la vez con alegrías y experiencias de todo tipo; por lo tanto, es bueno ir

armonizando las distintas emociones.

Las semanas pasaban, yo asistía al curso de ayuda al enfermo terminal y asimilaba

lentamente sus enseñanzas.

Numero uno: respetar el deseo del paciente, incluyendo si desea conocer o no el

diagnóstico de su enfermedad.

Hay algo que es indiscutible: el que quiere saber, pregunta, y el que no quiere, no lo

hace. Mi padre, definitivamente, no quería saber, y en ese desconocimiento fue atendido

durante dos años por un oncólogo; él, como si nada. Solo es cuestión de seguir sin

prejuicios el hilo de pensamiento del enfermo, para tener muy claro lo que debemos

hacer. Pude acompañarlo desde el corazón. Para algunos teóricos esto era casi

inaceptable, porque a la llamada negación se la bombardea para que deje de serlo.

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 114 ________________________________________________________________________________

Por suerte –o por intuición–, en aquel momento me informé a tiempo con los

reales especialistas del tema, y es mucho lo que aprendí de ellos. Mi padre, más que

negar, era un señor que tenía miedo, y creo que sabía que no poseía las herramientas

suficientes para encarar de frente un diagnóstico de ese tipo. Sin detenerse a pensarlo ni

a analizarlo en forma consciente, lo resolvió de la mejor manera que pudo: no se quejaba,

no demostraba dolor, colaboraba con todos nosotros y creo que su secreto para transitar

de buena manera el proceso, era: no me digan lo que tengo.

Tampoco le explicamos nada a mi madre, dando por obvio que lo averiguaría sola,

porque era muy lúcida. Sin embargo ella, haciendo un frente común con su esposo, jamás

preguntó nada. Pienso que esa debe de haber sido la mejor forma que encontró para

acompañar a mi padre, sin temor, hasta el desenlace; porque para ella, ese último

momento estaba muy lejos. Se sorprendió cuando murió, por más que la extrañeza no

cabía, ya que había adelgazado muchos kilos y tenía ese típico color aceituna del que

padece esa enfermedad.

En todo ese tiempo viajamos con mi familia todas las semanas a Mar del Plata.

Paradójicamente fue un buen período, porque mis padres tenían una casa de fin de

semana con juegos, flores y plantas, incluida una casita en el árbol más alto, de manera

que mis hijos –que por supuesto nada sabían de la enfermedad del abuelo–, pasaron una

época muy divertida.

Mi padre tenía hemorragias terribles, y la última fue un día domingo en que

estábamos comiendo todos juntos, con los chicos

–Sacá a los nenes de acá – dijo mi padre en forma tajante al darse cuenta de lo que

ocurría.

Me llamó la atención su reacción y miré hacia el piso: la hemorragia era mucho más

importante que las anteriores.

–Por favor, llevate a los chicos ya –le dije a mi marido con la urgencia que requería

el caso.

Papá fue internado inmediatamente.

Nosotros teníamos que viajar para Buenos Aires, pero mi marido tuvo la buena idea

de llevar a los dos chicos a saludar con alegría a su abuelo, al que supuestamente verían

el siguiente fin de semana. Yo también pude despedirme.

–Quedate tranquilo, relajate y nos vemos pronto –le dije con ternura.

Yo ya había tenido una conversación con él acerca de su miedo a la inmensidad el

sábado anterior.

Dos días después, estando junto a mi madre, partió casi sin sufrimiento.

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 115 ________________________________________________________________________________

–Murió la persona que yo más quería –me dijo mi hijo, que tenía en aquel entonces

4 años… y le creí, porque era así.

Dentro de mi tristeza sentí una gran gratitud por la disposición que tuvo para que el

hecho de acompañarlo en este trance haya sido tan pacífico.

Ese sábado, antes de la hemorragia, habíamos estado hablando mucho de sus

síntomas, y en la descripción que me daba había algo en sus pensamientos que lo hacía

llegar a una especie de abismo y lo dejaba paralizado; decía que cuando llegaba hasta

esa inmensidad le daban vahídos… o algo así.

Me di cuenta que era el miedo a atravesar ese algo; no podía usar las palabras

exactas, porque no había sido el código que habíamos seguido hasta allí, de manera que

le dije que hay momentos en donde aparece un cierto miedo a lo desconocido, que es

solo eso, que tratara de relajarse y vería que el vértigo era nada más que una sensación;

y si hacía falta, que se tomara de mi mano o de la de mamá, para estar más seguro… Y

quizás haya sido así.

Deberíamos aceptar la decisión del que padece; hay que acompañarlo y deponer

todos los egos, porque el proceso más importante es el que vive quien va a partir.

Para los que seguimos con nuestro camino, existe la posibilidad de elaborar la

pena, los enojos, o las situaciones que permanecieron pendientes; o, simplemente,

agradecer el haber compartido años de la vida con ese ser que acaba de morir.

Mi madre quedó un poco obnubilada… nunca se supo bien por qué ella eligió no

ver nada del proceso que vivía mi padre, aunque podía intuirse. Quizás es algo para

agradecerle, porque al no querer ver pudo acompañar a mi padre en su negación, con la

convicción absoluta que se requiere ante lo obvio.

El final fue con la mente lúcida, y el corazón abierto.

A veces pienso que él llegó a ese abismo que temía, pero la mano de mi madre y el

respeto que todos tuvimos por su elección de no saber, fueron los elementos que lo

ayudaron a trasponer –sin sufrimiento ni aprensión–, el umbral que lo llevó hacia su nuevo

camino.

Fin

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 116 ________________________________________________________________________________

Dedicatoria

A mis viejos queridos, que me enseñaron lo que pudieron de las vicisitudes

de la vejez.

A mis hijos y a su generación, con quienes podré reparar los errores que

mis padres hayan cometido.

Elia Toppelberg

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 117 ________________________________________________________________________________

Agradecimientos

A mi marido, frontón de ideas y editor, por acompañarme en todo este proceso.

A Hilda Lucci, mi agradecimiento cada vez más profundo.

A toda la gente de Editorial Dunken por su soporte empresarial… y por soportarme.

A Fulvia y Norberto, que al tiempo y al conocimiento tecnológico le ponen

todo el amor para difundir mis libros.

A mi querida maestra de sexto grado, Sra. Cleofe de Ochando, porque apostó a los

niños y no se equivocó.

A mi Maestro, Robert Happe, con el que he crecido tanto, que ya hablaría de

socios en la vida.

A Fernando Botindari que sigue buscando ideas para impulsarme.

A Marta Iriart y Susana Ferreras, amigas y embajadoras fieles.

A Silvia Chumilla, mi maestra de Radio.

A los queridos libreros de Mar del Plata, que me ayudan a ser profeta en mi

tierra.

A Gabriel y Joaquín, que siguen estando.

A Juan Tesone y Miguel de Ada, porque me acompañan siempre.

A mis amigas del alma, con quienes hemos compartido recetas y consejos, para

cerrar lo mejor posible el capítulo con nuestros padres.

Elia Toppelberg

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 118 ________________________________________________________________________________

Índice

Capítulos Prefacio …………………………………………………………………….

1. Así murió mi abuelo ………………………………………………………..

2. Se duerme en todos lados………………………………………………….

3. Voy a fumar y comer todo lo que quiera………………………………….

4. Cuando el alcohol es un problema………………………………….……..

5. Ya no usa el perfume, ahora lo guarda ………………………………….

6. No hay objeto roto que no haya que guardar………..…………………….

7. Los accidentes caseros, ¿son evitables? ………………………………….

8. Manejar el auto, ¿hasta cuándo? ………………………………………….

9. ¡Bendito humor! ………………………………………………………………

10. Sordera, ¿no escucha o no le importa? …………………………………..

11. ¿A esta altura implantes dentales?........................................................

12. Diagnóstico: incontinencia ………………………………………………….

13. Diagnóstico: Alzheimer ………………………………………………………

14. Diagnóstico: Parkinson ……………………………………………………..

15. ¿Está deprimido o quiere llamar la atención? ……………………………

16. Mascotas, una solución …………………………………………………….

17. Me llama a cada rato con quejas y reclamos ……………………………

18. Vive triste porque mueren sus amigos …………………….

19. El padre que teme salir de su casa ……………………………………….

20. Está caprichoso, parece un nene …………………………………………

21. Cuando ya no quiere viajar… ……………………………………………..

22. La vejez de los inmigrantes ………………………………………………..

23. Ocuparme de mi padre me quita la libertad ……………………………..

24. Internet: una puerta para vivir mejor ……………………………………….

25. Sexo… de eso no se habla ………………………………………………….

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Mi padre envejece… ¿Qué hago? 119 ________________________________________________________________________________

26. El abuso sexual, ¿se perdona? ……………………………………………..

27. Si se jubila, me muero… y si no, también ………………………………….

28. Cuando los hijos emigraron ………………………………………………….

29. Ya no puede vivir solo en su casa …………………………………………….

30. El estrés de las cargas de familia ……………………………………………..

31. Lo veo, y lo odio ………………………………………………………………….

32. El geriátrico ………………………………………………………………………

33. Ordenar los papeles y la herencia ……………………………………………..

34. ¿Le digo a mi hijita que el abuelo va a morir? ………………………………..

35. La vejez de las parejas …………………………………………………………..

36. La vejez de los que quedan solos ………………………………………………

37. Cincuenta años de casados y siguen discutiendo …………………………….

38. Los que vuelven del coma ………………………………………………………..

39. Viejos sabios: Patrimonio de la Humanidad …………………………………….

40. Cuando su padre y su madre viven juntos ……………………………………….

Epílogo …………………………………………………………………………………

Dedicatoria ……………………………………………………………………………..

Agradecimientos …………………………………………………………………………

© 2007 Elia Toppelberg

E-mail del autor: [email protected]

ISBN: 978-987-02-2389-4