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Microcuentos del callejón. Para leer en cuclillas, en el callejón o recoveco que se considere pertinente. Hormigas. Presentía que algo así iba a ocurrir. Aún no he recibido noticias y estoy perdiendo la paciencia. El hormigueo en mis piernas es el presagio de un mal mayor. Camino sobre mis pasos, ya no tengo uñas que comer. Debería telefonear, a lo mejor se han olvidado. ¿Y si no responden? ¿Y si no hay nadie? Dijeron que no valía la pena perder el tiempo, que no había ningún patrón que seguir. Las hormigas se han ido. ¿Y ellos ? ¿Dónde estarán?. No se, Quizás mañana les telefonee.

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Microcuentos del callejón.

Para leer en cuclillas, en el callejón o recoveco que se considere pertinente.

Hormigas.

Presentía que algo así iba a ocurrir. Aún no he recibido noticias y estoy

perdiendo la paciencia. El hormigueo en mis piernas es el presagio de un mal mayor.

Camino sobre mis pasos, ya no tengo uñas que comer.

Debería telefonear, a lo mejor se han olvidado. ¿Y si no responden? ¿Y si no

hay nadie?

Dijeron que no valía la pena perder el tiempo, que no había ningún patrón que

seguir.

Las hormigas se han ido.

¿Y ellos ? ¿Dónde estarán?. No se, Quizás mañana les telefonee.

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Justicia infinita.

Desde el puesto de vigilancia se observa la desembocadura del río. La violencia

inconsciente de la naturaleza vertida con calma en el mar.

Golpes y gritos rompen el silencio. Es un vehículo que se acerca despacio, los

soldados que vienen a pie saltan y cantan. Sobre el carro, un hombre con los ojos

vendados y atado mueve la cabeza en todas direcciones como si con el oído pudiese ver

lo que ocurre.

¿ A qué se debe tanto alboroto?. Pregunta el comandante.

¡Por fin hemos atrapado al asesino!. - Contesta el capitán orgulloso.

El comandante reflexiona un instante.

¡Pues matadle! ¡Matadle inmediatamente!

Sale el sol. Está redondo, en el horizonte. Los pies del asesino se balancean en

la entrada del fuerte. El termómetro marca ya treinta grados.

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Plaza mayor.

Era hora punta. La plaza estaba repleta. Hacía un hermoso día de primavera.

Los niños jugaban al escondite, las niñas los miraban y reían tímidas. Los enamorados

estaban tirados en la hierba, comían helado. Se besaban. Algunos papás jugaban a la

pelota con sus hijos, otros hablaban entre ellos. Las mamás estaban sentadas en círculo

mostrando las fotos más recientes de sus retoños.

Los hombres vendían de todo.

En la terraza del bar de la plaza la gente se refrescaba con cervezas. Comía aperitivos.

Alguien gritó a todo pulmón:

“¡Dios mío, allá va el loco, agárrenlo, antes de que se escape!”

Los niños, los hombres y las mujeres se miraron unos a otros con recelo,

retirándose en silencio. Cerraron las puertas de sus casas, bajaron las persianas,

apagaron las luces.

Uno nunca sabe.

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La jauría

Frente a mi, la jauría devora los alimentos que hay en la mesa mientras vomitan palabras sin

sentido, acompañadas de trocitos de pan. Unos y otros se prometen cosas que saben que no

cumplirán. Las risas histéricas me hieren la sien. Tengo que hacer algo, rápido.

Me pongo de pie. las miradas apuntan como dardos afilados en mi dirección. me interpongo

entre ellos y la diana de sus deseos. Consigo, tan solo por una fracción de segundo, que se callen.

Les voy a dar lo que quieren, sus caras sonrosadas los delatan.

Las bocas abiertas, llenas de restos de comida,  expectantes. En ese instante, los abrazo con

los ojos, levanto la copa y suelto una sarta de frases hechas. Quiero salir corriendo de ahí, correr lo

más lejos que pueda. Evaporarme como el alcohol; pero no lo hago, por el contrario, me uno en un

acto cobarde de mimetismo. Para cuando nos demos cuenta de lo que ocurre estaremos borrachos,

amándonos unos a otros.  

 

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Fin.

Metí la última moneda que me quedaba en la máquina expendedora. Pensé en

decirle que el mejor de los futuros sería uno que nos tocase vivir una y otra vez; pero

habría sonado pretencioso.

- ¿Por qué no hacer de esto un espectáculo?. Dijo ella mientras subíamos los

cuarenta pisos por la escalera de incendios.

Finalmente sentados en la azotea de aquel edificio, abrió la bolsa de chucherías

y me miro de reojo.

Habíamos dejado atrás las dudas, los miedos, los rencores.

La tome de la mano, a lo lejos pudimos ver como empezaba a disolverse el

horizonte.

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