Microcuentos Para Analizar2
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CORTÍSIMO METRAJE
Automovilista en vacaciones recorre las montañas del centro de Francia, se aburre lejos de la
ciudad y de la vida nocturna. Muchacha le hace el gesto usual del auto-stop, tímidamente
pregunta si dirección Beaune o Tournus. En la carretera unas palabras, hermoso perfil moreno
que pocas veces pleno rostro, lacónicamente a las preguntas del que ahora, mirando los muslos
desnudos contra el asiento rojo. Al término de un viraje el auto sale de la carretera y se pierde en
lo más espeso. De reojo sintiendo como cruza las manos sobre la minifalda mientras el terror
poco a poco. Bajo los árboles una profunda gruta vegetal donde se podrá, salta del auto, la otra
portezuela y brutalmente por los hombros. La muchacha lo mira como si no, se deja bajar del auto
sabiendo que en la soledad del bosque. Cuando la mano por la cintura para arrastrarla entre los
árboles pistola del bolso y a la sien. Después billetera, verifica bien llena, de paso roba el auto que
abandonará algunos kilómetros más lejos sin dejar la menor impresión digital porque en ese oficio
no hay que descuidarse.
Julio Cortázar
LA CASA ENCANTADA
Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que ascendía por
una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un
jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que finalmente fue abierta por un
hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a
hablarle, despertó. Todos los detalles de este sueño permanecieron tan grabados en su memoria,
que por espacio de varios días no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo
sueño en tres noches sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a comenzar su
conversación con el anciano.
Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a Litchfield, donde se realizaba una
fiesta de fin de semana. De pronto, tironeó la manga del conductor, y le pidió que detuviera el
automóvil. Allí, a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño.
--Espéreme un momento --suplicó y echó a andar por el sendero, con el corazón latiéndole
alocadamente.
Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima de la boscosa
colina y la dejó ante a la casa cuyos menores detalles recordaba ahora con tanta precisión. El
mismo anciano del sueño respondía a su impaciente llamado.
--Dígame --dijo ella--, ¿se vende esta casa?
--Sí --respondió el hombre--, pero no le aconsejo que la compre. ¡Esta casa, hija mía, está
frecuentada por un fantasma!
--Un fantasma --repitió la muchacha--. Santo Dios, ¿y quién es?
--Usted --dijo el anciano y cerró suavemente la puerta.
Anónimo
Padre nuestro que estás en el cielo José Leandro Urbina
Mientras el sargento interrogaba a su madre y su hermana, el capitán se llevó al niño, de una
mano, a la otra pieza...
- ¿Dónde está tu padre? – preguntó
- Está en el cielo - susurró él.
- ¿Cómo? ¿Ha muerto? - preguntó asombrado el capitán.
- No - dijo el niño -. Todas las noches baja del cielo a comer con nosotros. El capitán alzó la vista
y descubrió la puertecilla que daba al entretecho
MÚSICA
Las dos hijas del Gran Compositor -seis y siete años- estaban acostumbradas al silencio. En la
casa no debía oírse ni un ruido, porque papá trabajaba. Andaban de puntillas, en zapatillas, y sólo
a ráfagas, el silencio se rompía con las notas del piano de papá.
Y otra vez silencio.
Un día, la puerta del estudio quedó mal cerrada, y la más pequeña de las niñas se acercó
sigilosamente a la rendija; pudo ver cómo papá, a ratos, se inclinaba sobre un papel, y anotaba
lago.
La niña más pequeña corrió entonces en busca de su hermana mayor. Y gritó, gritó por primera
vez en tanto silencio:
-¡La música de papá, no te la creas...! ¡Se la inventa!
Ana María Matute
EL ESPEJO CHINO Anónimo
Un campesino chino se fue a la ciudad para vender la cosecha de arroz y su mujer le pidió que no
se olvidase de traerle un peine.
Después de vender su arroz en la ciudad, el campesino se reunió con unos compañeros, y
bebieron y lo celebraron largamente. Después, un poco confuso, en el momento de regresar, se
acordó de que su mujer le había pedido algo, pero ¿qué era? No lo podía recordar. Entonces
compró en una tienda para mujeres lo primero que le llamó la atención: un espejo. Y regresó al
pueblo.
Entregó el regalo a su mujer y se marchó a trabajar sus campos. La mujer se miró en el espejo y
comenzó a llorar desconsoladamente. La madre le preguntó la razón de aquellas lágrimas.
La mujer le dio el espejo y le dijo:
-Mi marido ha traído a otra mujer, joven y hermosa.
La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:
-No tienes de qué preocuparte, es una vieja.
EL POZO - LUIS MATEO DÍEZ
Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares
que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años después mi
hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En
el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior. "Este es un mundo como
otro cualquiera", decía el mensaje.
Soledad - Pedro de Miguel
Le fui a quitar el hilo rojo que tenía sobre el hombro, como una culebrita. Sonrió y puso la mano
para recogerlo de la mía. Muchas gracias, me dijo, muy amable, de dónde es usted. Y
comenzamos una conversación entretenida, llena de vericuetos y anécdotas exóticas, porque los
dos habíamos viajado y sufrido mucho. Me despedí al rato, prometiendo saludarle la próxima vez
que le viera, y si se terciaba tomarnos un café mientras continuábamos charlando. No sé qué me
movió a volver la cabeza, tan sólo unos pasos más allá. Se estaba colocando de nuevo,
cuidadosamente, el hilo rojo sobre el hombro, sin duda para intentar capturar otra víctima que
llenara durante unos minutos el amplio pozo de su soledad.
Aprended Geometría - Fredric Brown
Henry miró el reloj, a las dos de la mañana cerró el libro desesperado. Seguramente lo
suspenderían al día siguiente. Cuanto más estudiaba geometría, menos la comprendía. Había
fracasado ya dos veces. Con seguridad lo echarían de la Universidad. Sólo un milagro podía
salvarlo. Se enderezó. ¿Un milagro? ¿Por qué no? Siempre se había interesado por la magia.
Tenía libros. Había encontrado instrucciones muy sencillas para llamar a los demonios y
someterlos a su voluntad. Nunca había probado. Y aquel era el momento o nunca. Tomó de la
estantería su mejor obra de magia negra. Era sencillo. Algunas fórmulas. Ponerse a cubierto en
un pentágono. Llega el demonio, no puede hacernos nada y se obtiene lo que se desea. El triunfo
es vuestro. Despejó el piso retirando los muebles contra las paredes. Luego dibujó en el suelo,
con tiza, el pentágono protector. Por fin pronunció los encantamientos. El demonio era
verdaderamente horrible, pero Henry se armó de coraje. - Siempre he sido un inútil en geometría -
comenzó... ¡A quién se lo dices! - replicó el demonio, riendo burlonamente. Y cruzó, para
devorarse a Henry, las líneas del hexágono que aquel idiota había dibujado en vez del pentágono.
El profesional del suicidio - Miguel Garrido Pérez
El joven Ernesto, empuñando una pistola, se presentó en casa del hombre que le había arruinado:
"No voy a matarle, don Braulio", dijo, "sino a suicidarme ante usted. Caiga mi sangre sobre su
conciencia y lo que es peor, sobre su magnífica alfombra persa". Don Braulio le disuadió: buenos
consejos y una sugerencia: "Si desea quitarse la vida, ¿por qué no lo hace en casa del odioso
Cortés?". Y le convenció con un cheque generoso. "Aunque no le conozca, la prensa buscará
razones y arruinaremos su carrera". Pero el odioso Cortés le contrató para suicidarse en casa del
pérfido Suárez, este le pagó para hacerlo en la de su enemigo Ramírez, y así sucesivamente.
Ernesto se retiró veinte suicidios después. "La bondad de los hombres me ha salvado", solía
decir.
Amor a la literatura - Luis Hervás Rodrigo
Desde pequeño siempre había tenido esa obsesión por los libros, una obsesión a la que sus
padres contribuyeron de un modo decisivo, mostrándolo los beneficios que la literatura le podía
proporcionar. Devoraba cualquier volumen que cayera en sus dominios, sin importar tema ó autor:
geografía, Historia, ciencias, Poesía...todo lo asimilaba de una manera compulsiva, y entraba, sin
remisión, a formar parte de su ser. Buscaba por las estanterías de la amplia biblioteca los
ejemplares más voluminosos, con los cuales se entretenía por un periodo de tiempo relativamente
largo, y cuando los terminaba, volvía, ansioso, a por otro. Desgraciadamente, la adquisición de un
nuevo spray antipolillas acabó cierto día con su ilustrada vida, cuando aún no había acabado de
engullir completamente, una interesante descripción del motor de combustión en la Enciclopedia
Británica.
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PALABRAS PARCAS
Abelardo, Arsaín, astuto abogado argentino, asesino agudo, apuesto, ágil aerobista acicalado.
Atento. Amable. Amigo asiduo, afectuoso, acechante. Ambicioso. Amante ardiente, arrecho.
Autoritario. Abrazos asfixiantes, ansiosos, asustados. Aluvión apagado, artefacto ablandado,
apocado. Agravado. Altamente agresivo, al acecho. Abelardo Arsaín. Arma al alcance, arremete
artero, ataca arrabiado, asesina. Atrapado. Absuelto: autodefensa. ¡Ay!
Luisa Valenzuela
Tabú
Enrique Anderson Imbert
El ángel de la guarda le susurra a Fabián, por detrás del hombro:
-¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino.
-¿Zangolotino? -pregunta Fabián azorado.
Y muere.
LA CARTA Luis Mateo Díez
Todas las mañanas llego a la oficina, me siento, enciendo la lámpara, abro el portafolios y, antes
de comenzar la tarea diaria, escribo una línea en la larga carta donde, desde hace catorce años,
explico minuciosamente las razones de mi suicidio.
EL HOMBRE QUE APRENDIÓ A LADRAR Mario Benedetti
Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desalineamiento
en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a
ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales, sino
verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus amigos se
auto flagelaba con humor: "La verdad es que ladro por no llorar". Sin embargo, la razón más
valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación.
¿Cómo amar entonces sin comunicarse?
Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo, su
hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese
día Raimundo y Leo se tendían, por lo general en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban
sobre temas generales. A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo nunca había
imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del mundo.
Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: "Dime, Leo, con toda
franqueza: ¿qué opinas de mi forma de ladrar?". La respuesta de Leo fue bastante escueta y
sincera: "Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía
se te nota el acento humano”.
EPISODIO DEL ENEMIGO
Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi
subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un bastón, con un torpe
bastón que en sus viejas manos no podía ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que
esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a
medio concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no
sé griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se
desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón, que no volví a ver, y cayó en mi cama,
rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero solo entonces noté que se parecía,
de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.
Me incliné sobre él para que me oyera.
—Uno cree que los años pasan para uno —le dije—, pero pasan también para los demás. Aquí
nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.
Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo
del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver. Me dijo entonces con voz firme:
—Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Lo tengo ahora a mi merced y no soy
misericordioso.
Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y solo las palabras podían salvarme. Atiné a
decir:
—En verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel
insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.
—Precisamente porque ya no soy aquel niño —me replicó— tengo que matarlo. No se trata de
una venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de
su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.
—Puedo hacer una cosa —le contesté.
—¿Cuál? —me preguntó.
—Despertarme.
Y así lo hice.
Jorge Luis Borges
NO DEBERÍA HABER TELÉFONOS EN EL HOGAR DE UN MINERO
Marisa no tuvo que levantar el auricular para saber lo que le iban a decir al otro lado del hilo
telefónico: eran las cuatro menos diez de la madrugada y Jaime estaba en el pozu... pero lo
levantó. —Marisa, oye mira que soy Serafín, ¿tas bien?, vete a buscar a la mi muyer, nun tes
sola, ye que mira... Marisa oye dime algo... Marisa colgó el teléfono sin decir nada, arropó a
Jacobo que dormía en la cuna y comenzó a llorar. Al poco, sonó el timbre. Eran las vecinas. Ellas
tampoco dijeron nada.
Aitana Castaño
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