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Diseño: Isabel Rodrigué
Primera edición en Argentina: noviembre 2007
© Fotos: Sebastián Freire© Texto: Edgardo Cozarinsky© Edhasa, 2007.
Córdoba 744, 20 C, C1054AAT Buenos [email protected]://www.edhasa .com
Avda. Diagonal, 519-521.08029 BarcelonaE-mail: [email protected]://www.edhasa.com
ISBN: 978-987-628-009-9
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Impreso por Gráfica Pinter S.A.Impreso en Argentina
Cozarinsky, EdgardoMilongas / Edgardo Cozarinsky ; ilustrado por Sebastián Freire. - 1a ed. - Buenos Aires : Edhasa, 2007.160 p. ; 24x17 cm.
ISBN 978-987-628-009-9
1. Música Nacional. 2. Milonga. I. Freire, Sebastián, ilus. II. TítuloCDD 784.188 8
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E d g a r d o C o z a r i n s k y
MI L O N G A S
con fotos deSebastián Freire
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Quizá ninguna música se preste como el tango a la ensoñación. Entra y se posesiona de todo elser como un narcótico. Es posible, a su compás,detener el pensamiento y dejar flotar el alma en el cuerpo...
Ezequiel Martínez Estrada
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EEll aarrrraannqquuee
CCeerreemmoonniiaass ddeell pprreesseennttee Salón Canning: la transfiguración El flâneur: la errancia Música de un tiempo perdido: la necromancia Milonga sin nombre: la resurrección
MMiinnuuttaass ddee ttiieemmppooss iiddooss Anno Mirabilis 1913Memorias infielesTestimonios dudosos1914 y después"Ese reptil de lupanar" Tango clandestino Odi et amoPiringundines
Agradecimientos
ÍNDICE
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15
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23
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O body swayed to music, O brightening glance,
How can we know the dancer from the dance?
W. B. Yeats, "Among School Children"
Este libro se llama Milongas, no Tangos.
Su tema es el baile, no la canción.
Y, dentro del baile, los lugares donde se baila: ambientes, rituales,
sobre todo personajes.
Así como el mayor poeta irlandés reconocía la imposibilidad de dis-
tinguir el baile del bailarín, la primera comprobación del visitante a
una milonga es que cada pareja baila con figuras que la música parece
dictarle. En la pista, rara vez los movimientos de una pareja coinciden
con los de otra en un mismo momento de la música.
En el tango bailado, la noción de estilo me parece menos una meta
por alcanzar que una condición inevitable. Hasta para el más inseguro
principiante, lo que la música le sugiere se lo sugiere a él solo, y si
puede llamarse estilo a la respuesta individual de un cuerpo a la músi-
ca que oye, ese estilo podrá ir definiéndose, puliéndose, volviéndose
en algunos casos admirable, en otros meramente correcto, aun anodi-
no. En la milonga, desde el arranque nomás, baile y bailarín son indis-
cernibles.
Por esta razón, las espléndidas fotografías de Sebastián Freire que
dialogan con mi texto prefieren captar el movimiento antes que la
pose, la expresión ausente o reconcentrada, nunca la máscara de esce-
na; aun el detalle de larga proyección connotativa: como ese par de
zapatos de calle, vida cotidiana abandonada debajo de una mesa por
la mujer que ha calzado sus zapatos de tango para abordar, en la pista,
su vida imaginaria.
El arranque
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La popularidad renacida del tango bailado, tan lejos hoy de la mar-
ginalidad de las "academias" y los piringundines de sus orígenes como
de los cabarets y clubes "atléticos y deportivos" de su edad de oro, no
ha dejado de suscitar desconfianza entre opinólogos que sancionan
gustos y valoraciones, fortalecidos por su ignorancia de las pistas, por
la pereza de su sensibilidad. Milongas no se dirige a esos mini Adornos.
Este libro aspira a elegir a sus lectores: no necesariamente baila-
rines pero sí milongueros, gente incapaz de indiferencia cuando a las
tres de la mañana, en cualquier salón de barrio, siguen con la mirada
a una pareja mayor, severamente vestida, deslizándose sin ornamentos
por la pista, al lado de una pareja joven, él en zapatillas que no podrán
"sacarle viruta al piso", ella en jeans, ejecutando con destreza las más
arduas figuras que un profesor les ha enseñado. Esas parejas no se
excluyen. En su coincidencia, una misma madrugada, a pocos metros
de distancia, exaltados por una misma música, se resume la gloria de
la milonga actual.
E. C., agosto de 2007
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Salón Canning: la transfiguración
Fue Vivi Tellas quien me explicó por qué tantas jóvenes bonitas per-
manecían irremediablemente sentadas contra las paredes del salón,
con esa expresión de tristeza que sólo algunas lograban disfrazar de
indiferencia, viendo cómo los hombres invitaban a más de una mujer
madura y pesada, sin atractivo visible.
—Seguro que bailan mal...
Aquella noche en el Salón Canning, mientras el DJ insistía con Fresedo
y no pasaba ni un tema de Pugliese, don Samuel, ochenta años cumpli-
dos, no perdonaba un solo tango. Con su traje marrón y el inamovible,
informe sombrero del mismo color, invitaba a cuanta rubia lo superase
ampliamente en altura. En otra ocasión yo lo había invitado a una copa
y, sin aludir a su escasa estatura, le pregunté por esa predilección; creo
que observé algo así como que no les tenía miedo a las escandinavas. Me
respondió con la sonrisa generosa de quien transmite su experiencia de
la vida a la generación siguiente.
—Pibe, no hay nada como tener la cabeza empotrada entre un par
de buenas tetas.
Nunca lo vi en Niño Bien ni en Porteño y Bailarín. Se me ocurre que
no se aventuraba fuera de Villa Crespo, aunque esta presunción puede
ser el primer reflejo, lo reconozco, del proceso con que lo convertiré
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en personaje de ficción. Por el momento, me falta la historia donde
hacerlo actuar.
¿A quién más puedo elegir para hacer un personaje? ¿A la tía Nelly?
La conocí en Niño Bien un jueves en que llegué hacia la una, con Martín
Maisonave, y no había mesa disponible. Candela nos propuso compar-
tir una mesa y allí vi por primera vez a esa señora cuidadosamente
vestida y peinada, que nos recibió con una sonrisa cauta. Cuando
Martín, al sentarse, pronunció un respetuoso "Permiso, señora" ella
corrigió inmediatamente: "Nélida, por favor, pero aquí todos me cono-
cen como la tía Nelly".
Como muchos milongueros tradicionales, la tía Nelly prefiere bailar
con Canaro y D'Arienzo, orquestas de ritmo y tempi sostenidos; nos
explicó que la de Pugliese le parece música sólo para escuchar. No me
animé a decirle que eran precisamente los rubati de Pugliese, esos
momentos en que la música parece vacilar al borde de una pausa,
cuando se diría que los bandoneones desfallecen antes de retomar
aliento, lo que me seduce cuando intento bailarlos. El desafío de bailar
la pausa, se me ocurrió, era algo que nunca había asomado en el ho-
rizonte milonguero de la tía Nelly. "Ni hablarle de la Típica Fernández
Fierro", murmuró, prudente, Martín.
Pero acaso don Samuel y la tía Nelly ya tengan, de entrada, mucho
de personajes, y lo poco que los he conocido sea demasiado para que
pueda imaginarles libremente argumento y peripecias. ¿Y si empezara
por el otro extremo?
Hay una frase que no sé a quién se la oí: "Quiero morir en la pista,
que barran el cuerpo y sigan bailando...". ¿Se me habrá ocurrido a mí,
en una de esas madrugadas de abandono, con la cabeza partida por el
alcohol y tantos reproches que creíamos archivados, "en esas horas
miserables / en que nos hacen compañía / hasta las manchas de nuestro
traje" (Jaime Gil de Biedma)? ¿A quién prestársela? Hay un viejo dis-
tinguido, que he visto a menudo en Canning. Siempre viste un impeca-
ble traje azul marino surcado por líneas claras apenas visibles, con un
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pañuelo tan blanco como la camisa, asomando del bolsillo del pecho en
tres puntas hieráticas. La calvicie no lo ha disuadido de dejarse en
sienes y nuca el pelo gris algo largo, prolijamente peinado. Es del-
gadísimo y baila, infatigable, con un estilo tan clásico que desdeña todo
énfasis, todo ornamento. Parece marcar con precisión, sin esfuerzo
alguno, a las mujeres jóvenes que, encantadas de su atención, cierran
los ojos y entreabren los labios con expresión soñadora. ("Nunca con-
fiés en una mujer que baila con los ojos abiertos", le oí decir a mi
padre.) ¿Lo elegiré?
Una noche, propongo, ve entre las chicas lindas que nadie saca a
bailar a una que le gusta más que las otras. Rehuso todo banal apoyo
psicológico: ni le recuerda a un perdido amor de juventud (ficción
barata), ni a su mujer cuando era joven (realidad irredenta) ni a una
hija "desaparecida" (oportunismo ideológico). Sencillamente le gusta.
Mucho.
Le sonríe. Ella, acaso incrédula, vacila en responder a esa sonrisa.
Él apoya la tácita invitación con un cabeceo. Ella ya no duda. Se pone
de pie y con pasos seguros acude al llamado. No intercambian ni una
palabra. Él le rodea el talle con su brazo derecho y con la mano izquier-
da le toma la mano derecha. Sus gestos son delicados y firmes. Quedan
así enlazados, meciéndose levemente durante dos, tres compases hasta
que él abre con el pie izquierdo y ella lo sigue como una sombra. No:
como parte de su cuerpo. No: como una respuesta a sus pasos, ya que
los pies de ella se atreven a acompañar con algún ornamento aéreo,
siempre hacia atrás, los movimientos severos que él ejecuta. Ella se
ha transfigurado: en brazos del eximio milonguero adquiere la elegan-
cia, la soltura que nadie, nunca, le había siquiera sospechado. Gracias
a él ya no es otra chica linda que baila mal. En la expresión de él
reconozco otra transfiguración: gracias a ella, al tener en sus brazos a
la mujer que sin duda desea, el viejo vuelve a ser el irresistible seduc-
tor que acaso nunca haya sido de joven, en ese bajo residuo que
muchos llaman "vida real". Durante tres minutos y veinte segundos, la
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