Modernidad, Segregación e Imaginario en la Caracas de Punto Dijo

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Crecimiento de la ciudad visto desde el este y el oeste de la ciudad y como Caracas se fue convirtiendo en una metropoli idelaizada por todos y tan heterogenea.

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MODERNIDAD, SEGREGACIÓN E IMAGINARIO EN LA CARACAS DE PUNTO FIJO.

Arturo Almandoz Departamento de Planificación Urbana Universidad Simón Bolívar, Caracas [email protected]

Este y oeste

1. Aunque propia de la gran ciudad moderna en general, sobre todo después

del taylorismo que penetrara el espacio a partir de la revolución industrial,

puede decirse que la segregación contrastante es una de las características de

las “metrópolis masificadas” en Latinoamérica desde la primera posguerra. Esa

segregación avivó lo que José Luis Romero ha denominado la “revolución de

las expectativas”, en la que la burguesía industrial y otros sectores de la

sociedad “normalizada” se encontraban con los componentes “anómicos” de la

masa: “El migrante recién llegado se parecía al más alto ejecutivo en que los

dos querían dejar de ser lo que eran” (Romero, 1984: 354, 366), como resumió

el autor de Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1976). La americanizada

burguesía parecía importar modas cada vez más contrastantes con la cultura

local, mientras su codiciable consumismo irradiaba un peligroso efecto

demostración hacia los sectores “marginales” – para utilizar el término en boga

en los setenta.

Algo rezagada en América Latina hasta finales de la dictadura gomecista,

puede decirse que Caracas había pasado a ser, desde finales de los años

1930, uno de los escenarios de la segregación socio-espacial, donde la

avalancha de carros penetró la capital del país petrolero a través de avenidas y

autopistas que se prefiguraron en los planes Rotival (1939) y Regulador (1951)

(Almandoz, 2002). Después de la centralidad colonial que llegara a su fin con el

gomecismo, los atributos del casco histórico en tanto distrito de espacios

públicos se debilitaron más con el crecimiento hacia el este propuesto en el

primer plan, así como con la creación de la avenida Bolívar y otros grandes

corredores comerciales en las décadas siguientes. A partir del modelo

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modernista del plano Regulador, la centralidad caraqueña se desdobló aún

más en múltiples nodos según las diferentes funciones urbanas: el casco

cívico-histórico, la plaza Venezuela de pequeños rascacielos, el Chacaíto

comercial y de trasbordos; el Parque Central gubernamental, que sucediera al

Centro Simón Bolívar, antes de la consolidación de Chuao como distrito de

oficinas y corporaciones (Almandoz, 2000: 98-104).

Tal despliegue de segregación funcionalista y comunicación vehicular expresa,

se hicieron al costo de fracturas espaciales y sociales de la urbe; por ello la

Caracas esnobista de los sesenta y setenta creció sin prestar mayor atención a

los circuitos peatonales, así como desconociendo la esencial necesidad de vida

pública en espacios como la plaza, la calle, la acera.... Al mismo tiempo, el

patrón suburbano de dispersión de las funciones comerciales llevó a privilegiar,

acaso más tempranamente que en ninguna otra urbe latinoamericana, el valor

de los centros comerciales provenientes de Norteamérica. Porque sabemos

que, si bien han sido útiles y cohesionadores en tanto centros de servicios – tal

como lo anticipaban ya los modelos de la neighborhood unit de Clarence Perry

y la unité d´habitation de CIAM, dos de los antecedentes del centro comercial

(CC), después de las arcadas y passages decimonónicos – los shopping

centers y malls pueden devenir también enclaves de segregación y

desintegración, dependiendo de su diseño y localización dentro de la estructura

urbana (Almandoz, 2000: 122-26). Así, después de la natural inserción del CC

Chacaíto como remate de los corredores comerciales de Sabana Grande – de

los cuales continuara la diversidad entre chic y bohemia a través de sus locales

emblemáticos, como la boutique de Saint-Laurent y el Drugstore psicodélico –

grados de esa disociación, segregación e inaccesibilidad se sintieron en la

monotonía de otros CC de la Caracas “del este”: Unicentro El Marqués, Centro

Plaza, Concresa, Paseo Las Mercedes, Ciudad Comercial Tamanaco; como

mostrencas mastabas de una secular metrópoli funeraria, ellos fueron agotando

el modelo de la capitalidad segregada entre este y oeste, antes de la aparición

del metro en 1983.

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2. Además de idolatrar y pasear al automóvil como fetiche progresista del país

petrolero - tal como se evidencia todavía en nuestros pesados ramales de

autopistas, ya desvencijados por el tiempo y la falta de mantenimiento - la

profusión de torres y rascacielos, alternados con los templos comerciales,

permitieron a la Caracas del segundo tercio del siglo XX impresionar

engañosamente sobre su modernidad, al igual que a Venezuela sobre su

desarrollo. Creciendo en la década de los sesenta a una tasa de 5 por ciento

equivalente a unos 85.000 habitantes anuales, a la par que concentraba el 22

por ciento del valor de las obras realizadas por el Estado, el Área Metropolitana

de Caracas (AMC) era el “espacio primado” del país y la región central, con

2.183.395 habitantes para 1971 (Estaba y Alvarado, 1985: 199-200; Negrón,

2004: 344). Por ello la metrópoli caraqueña era el escenario más ostensible del

supuesto despegue desarrollista venezolano, según el modelo de Rostow, en el

que no se estaba produciendo empero el avance hacia la madurez, como

tampoco la consolidación de una verdadera cultura urbana en la metrópoli de

espejismos.

Y esos espejismos deslumbraron a criollos y extranjeros por igual. Además de

la inmigración campesina que comenzara a hacerse presente en Caracas

desde las postrimerías del gomecismo, decenas de miles de españoles,

portugueses, italianos y centro-europeos, así como “turcos” y “árabes” del

fenecido imperio otomano acentuaron y colorearon, en las décadas siguientes,

la dinámica y el cosmopolitismo de aquella metrópoli súbita y babélica,

motorizada y nueva rica (González Casas, 2004). En términos de diversidad

espacial, barrios como La Candelaria, Sabana Grande y Chacao absorbieron a

muchos de los musiues y paletos, quienes rápido medraron en las más

variadas empresas, desde las constructoras italianas que cementaron el furor

edilicio del NIN y la Gran Venezuela, hasta las más tradicionales pero mutadas

formas del comercio, incluyendo las bodegas y panaderías de españoles y

portugueses. Esa inmigración europea predominante hasta los sesenta daría

paso a incontrolados contingentes andinos y caribeños en los setenta,

empujados por las crisis latinoamericanas que contrastaban con la bonanza de

la Venezuela saudita, todos los cuales terminarían engrosando un sector

informal y subempleado que ya había cebado a la migración campesina.

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Si la bisutería de los buhoneros había comenzado a ser desplegada en las

anchas aceras de las avenidas Urdaneta o Fuerzas Armadas ya para los años

1960, no había todavía traspasado el centro, ni obstruía el tráfico de los

peatones, absortos a la sazón con las grandes vitrinas y titilantes vallas de los

locales y marcas comerciales: Savoy, Nivea, Dr Scholl, entre las que recuerdo

de la infancia, caminando de la mano de mi madre. Creo que fue más bien

hacia los setenta, en las congestionadas aceras de la calle Lincoln, de la

avenida Francisco de Miranda y de otros grandes corredores de la Caracas del

este, cuando las mercaderías y los carros atravesados hacían saltar cada vez

con más frecuencia a los apurados caraqueños hacia las calzadas, donde el

tráfico no se movía, como en espera de un metro en sempiterna proyección.

Antes de la inauguración de ese metro en 1983, la infraestructura de circulación

de las grandes avenidas, así como la zonificación comercial y residencial,

reflejaba en general una segregación entre la Caracas burguesa y “sifrina” del

este – para utilizar otro venezolanismo de marras - y la ciudad del oeste, más

popular y obrera. Sin embargo, conviene recordar que, a diferencia de muchas

otras capitales latinoamericanas marcadas por una segregación socio-espacial

hemisférica y antinómica, los barrios de ranchos siempre estuvieron

yuxtapuestos e intercalados entre los sectores formales y consolidados de la

capital venezolana, como también ocurriera en Río, debido en ambos casos a

restricciones topográficas. De manera que el este y oeste han sido hemisferios

entretejidos y transvasados que compartían los mismos imaginarios urbanos,

como lo probara la historia social plasmada en la literatura.

Odiseas literarias

*El ensayo venezolano reportó el vertiginoso proceso de urbanización y cambio

social, que habría alcanzado punto culminante con el desarrollismo

perezjimenista, cuyos efectos espaciales más contrastantes se evidenciaron en

la desarticulación territorial de las dos Venezuelas rural y urbana, así como en

el consumismo y esnobismo de lo que, apoyándome en Briceño Iragorry, he

descrito como las “ferias de vana alegría”. También la temprana novelística de

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la Caracas que se hacía metrópoli, desde las obras de Guillermo Meneses

hasta Salvador Garmendia, registró ese proceso de segregación socio-

espacial, sobre todo a través del itinerario del inmigrante que se iba

desplazando desde el centro de pensiones y casas de vecindad, hasta la

periferia de superbloques y barrios de ranchos (Almandoz, 2004: 141-151, 171-

192).

Descendientes del Juan Bimba rural que se había avecinado en Caracas desde

las postrimerías del gomecismo, algunos de esos autores no sólo recrearon los

avatares y tropiezos de aquellos paletos en su novelística, sino también en la

crónica periodística que registraba, a su vez, los recuerdos de sus propias

andanzas intelectuales en la mutante capital a la que acababan de arribar.

Quizás no ya con el liquiliqui raído, pero vestido de ese dril blanco que parecía

prolongar el atavío dominguero del paisano – “los provincianos no

terminábamos de quitarnos el traje de dril blanco almidonado, como si todavía

regresáramos de la primera comunión” – ese pariente de Juan Bimba que

Salvador Garmendia reconociera en un artículo como “Juan Figueroa”,

asomaba todavía en algunas boticas, pulperías o bodegas de las parroquias

centrales, reducidas en las entrañas y los intersticios de la modernizada capital

del NIN:

“Todavía en la Caracas de años cincuenta, era posible distinguir con facilidad, en medio del tejido urbano, al recién llegado de la provincia, aún antes de que abriera la boca. Era la manera de vestir, de andar, de pararse en la esquina; porque el forastero de tierra adentro, no dejaba pasar una esquina sin pararse un rato, no sé si a meditar o a dejar que el tiempo le pasara por delante como si no fuera con él” (Garmendia, 2000).

Paradójicamente, algunos de esos inmigrantes provincianos estaban llamados

a constituir los grupos vanguardistas que asumirían la temática urbana,

proceso que justamente ocurrió en aquel centro abandonado por las élites

capitalinas. En una curiosa manifestación como peña, tal fue el caso de Sardio,

constituido desde finales de los cincuenta con liceístas de los últimos años del

Fermín Toro, quienes solían reunirse en los alrededores del cine Ayacucho.

Bien lo recordaría González León a propósito de la incorporación de Salvador

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Garmendia, por aquellos años en que trabajaba en Radio Continente, en un

centro caraqueño no escapaba del control dictatorial, pero trasuntaba ya una

efervescencia anunciante del babelismo de la Gran Venezuela: “Una Caracas

plena, en el vivo centro de los acontecimientos, frente al Congreso Nacional, y

sin duda, llena de espías en las mesas de las cervecerías, copadas por todas

partes, llenas hasta en nuestra imaginación, porque el temor era grande y

había que extremar la prudencia” (González León, 2006).

*Sin traspasar todavía los límites del distrito central, los descendientes de Juan

Bimba también solían reunirse como masa, por ejemplo, en los mítines del

Nuevo Circo, que Betancourt calificara todavía como “ágora tradicional de la

democracia venezolana”, a su regreso del exilio en 1958 (Betancourt, 1958:

127). Incluso durante las décadas de la expansión metropolitana, esa masa

política seguiría reuniéndose en los grandes cierres de campaña electoral en la

avenida Bolivar, o en las romerías adecas de la México… Pero en su lucha por

el sustento diario, los pequeños seres de esa masa fraguada en 1945

penetraron más bien los reductos de la estructura urbana de diferentes modos,

buscando un “mínimo espacio vital”, con el tipo de manifestaciones distinguidas

por González Téllez, apoyándose en Monsivais:

“Para lograr ese mínimo espacio vital la masa busca ascender y convertirse en legítimo habitante de la ciudad, con ese propósito se cuela por los intersticios del tejido de la trama tradicional y de la nueva trama moderna de la ciudad: ocupa la acera para vender, invade el terreno en el barranco cerca de la carretera, se engancha de la red de electricidad, le recuerda al político sus promesas hasta que consigue una ayuda, le pide a la Virgen María un milagro y al cacique Guaicaipuro una curación, le trabaja a los asalariados y adinerados de la ciudad formal en múltiples servicios subpagados, en una hora desgraciada le pide a su familiar con mejor ingreso y este último le pide al patrón” (González Téllez, 2005: 97).

Si las formas políticas, sociales y culturales del clientelismo de Punto Fijo han

sido exploradas por una bibliografía creciente, creo que las manifestaciones

propiamente urbanas y espaciales de la petro-democracia lo han sido menos,

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con excepción de algunas revisiones producidas a propósito de El Caracazo

por venir (García-Guadilla, 1994). En términos literarios, tal como ya intenté

demostrar en una parte anterior, creo que la urbanización del sujeto popular a

través de la temprana novelística metropolitana ocurre en paralelo con su

desplazamiento a través de la Caracas en trance de segregación. En este

sentido, conviene seguir considerando cómo, después de las tempranas

mutaciones de aquel Juan Bimba rural que se transformara en el Mateo Martán

urbano, las sucesivas ampliaciones en los itinerarios citadinos de ese sujeto

popular, así como del nuevo yo urbano, conllevaron intentos por asimilar la

complejidad de la estructura metropolitana, llena de contrastes y segregación,

así como por familiarizarse con códigos y símbolos de la nueva cultura

derivada del petróleo y la americanización.

Creo que las odiseas caraqueñas de todos esos sujetos pueden rastrearse a

través de algunas obras emblemáticas de los sesenta y setenta: Día de ceniza

(1963), de Salvador Garmendia; Las 10 pm menos nunca (1964), de Ramón

Bravo; País portátil (1968), de Adriano González León; Piedra de mar (1968),

de Francisco Massiani; Cuando quiero llorar no lloro (1970), de Miguel Otero

Silva (MOS); y No es tiempo para rosas rojas (1975), de Antonieta Madrid,

entre otras. Si bien algunos de los personajes de esas obras provienen de

provincia, la realidad metropolitana se impone como algo más que el escenario

de las acciones de aquéllos, pasando a ser sustrato determinante de la odisea

cotidiana. Por sobre las distancias generacionales y estilísticas, temporales y

locacionales de tales obras, los fetiches de la modernidad y el consumismo

urbanos de la Venezuela de Punto Fijo – del viaducto a la valla, del güisqui al

restaurante y el centro comercial – marcan las andanzas de los ulises del este

y del oeste caraqueño. Sus odiseas a través de la segregación metropolitana,

así como los cantos de sirena que los extraviaran a través de engañosas

formas de la modernidad, son hilos conductores de un viaje por desarrollar.

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Bibliografía

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