Moonraker ian fleming

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En menos de 4 días, James Bonddebe descubrir el motivo secretoque tiene el misterioso Hugo Draxpara construir Moonraker, el nuevocohete que puede hacer estallar elmundo en pedazos. ¿Es acaso unhéroe decidido a salvar el universo?¿O tal vez sea un enemigo diabólicoque solo piensa en la destrucción?Hay que encontrar la respuestaantes de una hora. El tiempo vatranscurriendo peligrosamente y seacerca la hora cero en la queMoonraker estará terminado y listopara ser lanzado.

Ian Fleming

MoonrakerJames Bond: 007 /3

ePUB v1.0000 01.05.12

Título original: MoonrakerIan Fleming, 1955.Traducción: Diana FalcónIlustraciones: Jordi CiuróDiseño/retoque portada: Joan Batallé

Editor original: 000 (v1.0)ePub base v2.0

Primera parteLUNES

Capítulo 1Burocracia secreta

Los dos calibre treinta y ocho rugieronsimultáneamente.

Las paredes de la habitaciónsubterránea recibieron el impactosonoro y lo hicieron rebotar de un lado aotro entre ellas hasta que reinó elsilencio. James Bond observó cómo elhumo era absorbido desde los extremosde la habitación hacia el centro por elextractor del techo. El recuerdo quetenía de cómo su mano derecha habíadesenfundado y disparado con un solo

gesto de barrido desde la izquierda, leinfundía confianza. Deslizó lateralmenteel tambor de su Colt Detective Special yesperó, con el revólver apuntando alsuelo, mientras el instructor recorría losveinte metros que los separaban, por lagalería de tiro a media luz.

Bond vio que el instructor sonreía.—No le creo —dijo—. Esta vez le

he dado.El instructor llegó hasta él.—Yo estoy en el hospital, pero usted

está muerto, señor —declaró.En una mano llevaba un blanco en

forma de silueta de la mitad superior deun hombre. En la otra, una fotografía

polaroid tamaño postal. Le entregó aBond esta última, y ambos seencaminaron hacia una mesa que teníandetrás de sí, sobre la que había unalámpara de pantalla verde y una lupagrande.

Bond empuñó la lupa y se inclinósobre la fotografía. Era una instantáneade él, tomada con flash. En torno a sumano derecha se veía un borrosodestello de luz blanca. Enfocócuidadosamente el lado izquierdo de suchaqueta oscura con la lupa. En el centrode su corazón había un diminuto puntode luz.

Sin decir una sola palabra, el

instructor colocó la blanca siluetagrande de hombre bajo la lámpara. Sucorazón era el centro del blanco de unossiete centímetros y medio. Justo debajodel mismo y a poco más de uncentímetro a la derecha, estaba elorificio que había hecho la bala deBond.

—Ha atravesado la pared estomacalpor la izquierda y salido por la espalda—dijo el instructor, satisfecho. Sacó unlápiz e hizo una suma en un lateral delblanco—. Veinte disparos, y calculo queme debe setenta y seis, señor —declarócon tono impasible.

Bond se echó a reír. Contó algunas

monedas.—Doblo las apuestas para el

próximo lunes —dijo.—Por mí, está bien —respondió el

instructor—, pero no podrá derrotar a lamáquina, señor. Y si quiere entrar en elequipo que competirá en el DewarTrophy, deberíamos darles un descansoa los treinta y ocho y dedicar algúntiempo a las Remington. Ese nuevocartucho del veintidós largo que acabande sacar va a significar al menos 7900en 8000, para ganar. La mayoría de susproyectiles tienen que entrar dentro delcírculo central, y no es más grande queuna moneda de un chelín cuando se la

tiene debajo de la nariz. A cien metros,desaparece.

—Al demonio con el Dewar Trophy—dijo Bond—. Lo que quiero es sudinero. —Sacudió el arma para extraerlas balas que no había disparado, lasdejó caer en la mano y las depositó,junto con el revólver, sobre la mesa—.Nos vemos el lunes que viene. ¿A lamisma hora?

—Las diez está bien, señor.Al tiempo que hacía bajar los dos

picaportes de la puerta de hierro, elinstructor sonrió, contemplando laespalda de Bond mientras éstedesaparecía por las empinadas escaleras

de cemento que ascendían hasta la plantabaja. Estaba complacido con la punteríade Bond, pero no se le habría niocurrido decirle que era el mejor tiradordel Servicio Secreto. Sólo a M le estabapermitido saber eso, y a su jefe deEstado Mayor, a quien se le diría queañadiera las calificaciones de ese día enel expediente confidencial del agente.

Bond empujó la puerta forrada defieltro verde que había en lo alto de lasescaleras del sótano, la traspuso yavanzó hacia el ascensor que lo llevaríaal octavo piso del alto edificio griscercano al Regent's Park, sede del

cuartel general del Servicio Secretobritánico. Estaba satisfecho por suíndice de aciertos de la mañana, pero nose sentía orgulloso. El dedo índice de lamano derecha se le contraía dentro delbolsillo mientras se preguntaba cómoconseguir la ínfima fracción de rapidezprecisa para derrotar a la máquina,aquel cajón de trucos que presentaba elblanco sólo tres segundos, disparabacontra él con una calibre treinta y ochodescargada, proyectaba sobre él unfinísimo rayo de luz y lo fotografiaba,todo eso mientras él disparaba desde elinterior del círculo trazado con tiza en elsuelo.

Las puertas del ascensor se abrieroncon un suspiro, y Bond entró. Elascensorista percibió el olor a pólvoraque desprendía. Siempre olían asícuando subían de la galería de tiro. A élle gustaba; le recordaba el ejército.Pulsó el botón del octavo piso ydescansó el muñón de su brazoizquierdo sobre la palanca de control.

«Si la iluminación fuese mejor…»,se dijo Bond. Pero M insistía en quetodos los disparos debían efectuarse enunas condiciones medianamente malas.La luz mortecina y un blanco quedisparase al tirador, era lo máximo quepodía aproximarse a una réplica de las

situaciones reales. «Acribillar a tiros untrozo de cartón no demuestra nada», erala única línea introductoria que figurabaen el Manual de defensa con armas depequeño calibre.

El ascensor se detuvo con suavidad.Mientras entraba en el corredor verdeamarillento clásico de los ministerios, yen el bullicioso mundo de jovencitas quetransportaban expedientes, puertas quese abrían y cerraban, y timbres deteléfono que sonaban con sordina, Bondvació su mente de todo pensamientoreferente al tiro al blanco y se preparópara las actividades de rutina de un díacualquiera en el cuartel general.

Avanzó hasta la última puerta de laderecha. Era tan anónima como todas lasdemás ante las que había pasado. Sinnúmeros. Si uno tenía algo que hacer enel piso octavo y su oficina no seencontraba situada en él, alguien iría abuscarlo, lo conduciría hasta la sala quequería visitar y luego lo dejaría en elascensor cuando hubiese acabado.

Llamó a la puerta con unos discretosgolpecitos y esperó. Consultó el reloj.Las once en punto. Los lunes eran uninfierno. Dos días de órdenes escritas yexpedientes que leer. Y los fines desemana eran días muy atareados en elextranjero. Los apartamentos vacíos

podían ser desvalijados. Las personaseran fotografiadas en situacionescomprometidas. Los «accidentes»automovilísticos tenían mejor aspecto yse solventaban con mayor celeridad, enmedio de la carnicería que cada fin desemana se organizaba en las carreteras.Las valijas de Washington, Estambul yTokio habrían llegado y su contenido yaestaría clasificado. Tal vez hubiera algopara él entre todos los documentos.

La puerta se abrió y Bond disfrutóde su momento cotidiano de placer portener una secretaria hermosa.

—Buenos días, Lil —saludó.La cautelosa calidez de la sonrisa de

bienvenida de ella descendió unos diezgrados.

—Dame esa chaqueta —pidió lasecretaria—. Huele a pólvora. Y no mellames Lil. Ya sabes que lo odio.

Bond se quitó la chaqueta y se laentregó.

—Cualquier ser a quien hayanbautizado con el nombre de LoeliaPonsonby debería habituarse a lossobrenombres.

Permaneció de pie junto a ella en lapequeña antesala, que la joven habíalogrado, de algún modo, que parecieseun poco más humana que una oficinatradicional, y observó cómo colgaba su

chaqueta en la reja de hierro de laventana abierta.

Era una muchacha alta y morena, conuna belleza recatada e indómita, a quienla guerra y cinco años en el ServicioSecreto habían conferido un toque deseveridad. A menos que se casarapronto, pensó Bond por centésima vez, otuviera un amante, su frío aire deautoridad podría convertirse en el deuna solterona, y Lil pasaría a engrosar elejército de mujeres que se habíancasado con una carrera profesional.

Bond ya le había dicho todo eso, confrecuencia, y tanto él como los dos otrosmiembros de la Sección 00 habían

procedido a numerosos ataquesdecididos contra su virtud. Ella habíamostrado con todos la misma serenaactitud maternal (que ellos, para salvarsu ego, calificaban de frigidez) y, apenasun día después, les dispensaba pequeñasatenciones y los trataba con amabilidadpara demostrar que en realidad eraculpa de ella y que los perdonaba.

Lo que no sabían era que la jovencasi se moría de preocupación cuandoellos estaban en peligro, y que losquería a todos por igual; pero que notenía la más mínima intención decomprometerse emocionalmente conningún hombre que pudiera morir a la

semana siguiente. Y era cierto que unpuesto en el Servicio Secreto era casiuna forma de esclavitud. Si una eramujer, no le quedaba mucho tiempo librepara otro tipo de relaciones. Para unhombre resultaba más fácil. Tenían unaexcusa para vivir aventuras esporádicas.Para ellos, el matrimonio, los hijos y elhogar quedaban fuera de discusión siquerían ser de alguna utilidad en el«trabajo de campo», como lo llamabancariñosamente. Pero, en el caso de lasmujeres, un desahogo externo alServicio Secreto las convertíaautomáticamente en un «riesgo para laseguridad», y la conclusión final era que

contaban con la alternativa de renunciara su puesto en el servicio y llevar unavida normal, o ser la concubina perpetuaa todos los niveles.

Loelia Ponsonby sabía que ya casihabía llegado a la edad de tomar unadecisión, y todos sus instintos le decíanque presentara la dimisión. Pero a cadadía que pasaba, el drama y el romancede su mundo de Cavell-Nightingale[1] laligaba con mayor fuerza a la compañíade las otras muchachas del cuartelgeneral, y cada día se le hacía máscuesta arriba traicionar, mediante ladimisión, a la figura paterna en que sehabía convertido El Servicio.

Entre tanto, era una de las jóvenesmás envidiadas del edificio, miembrodel pequeño grupo de secretariasprincipales que tenían acceso a lossecretos mejor guardados del ServicioSecreto —«Las Perlas y TrajeSastre»[2], como las llamaban las otrasmuchachas a sus espaldas, como irónicareferencia a su supuesta procedencia de«County» y «Kensington»—, y por loque concernía al departamento depersonal, dentro de veinte años sudestino sería esa única línea dorada alfinal de la Lista de Honores de AñoNuevo, entre las medallas parafuncionarios del Consejo de Pesca, de

Correos, del Instituto de la Mujer, haciael final de las OBE[3]: «Señorita LoeliaPonsonby, secretaria jefe del Ministeriode Defensa».

Se apartó de la ventana. Llevabapuesta una blusa a rayas rosa caramelo yblancas, y una falda lisa azul oscuro.

Bond sonrió mirándola a los ojoscolor gris.

—Sólo te llamo Lil los lunes —dijo—, y señorita Ponsonby el resto de lasemana. Pero jamás te llamaré Loelia.Parece el nombre de un personaje de unaindecente quintilla jocosa. ¿Algúnmensaje?

—No —replicó ella con

brusquedad. Luego se suavizó—. Perohay un montón de papeles sobre tuescritorio. Nada urgente. Pero es unacantidad horrorosa. Ah, y los rumores de«radio tocador» dicen que 008 ha salidode una pieza. Está descansando enBerlín. ¿No es fantástico?

Bond la miró de inmediato.—¿Cuándo te has enterado de eso?—Hará una media hora —replicó

ella.Bond abrió la puerta que daba a la

oficina grande donde estaban los tresescritorios y la cerró a sus espaldas.Avanzó hasta detenerse junto a laventana y miró el verdor de finales de

primavera que cubría los árboles deRegent's Park. Así que Bill lo habíaconseguido, después de todo. Había idoa Peenemünde[4] y regresado. Eso deque estaba «descansando en Berlín»sonaba mal. Debía de estar en muymalas condiciones. Bueno, tendría quelimitarse a esperar noticias procedentesde la única filtración del edificio, ellavabo de las chicas, conocido como«radio tocador», para impotente furiadel personal de seguridad.

Bond suspiró, se sentó ante suescritorio y atrajo hacia sí la bandeja decarpetas marrones que lucían la estrellaroja de alto secreto. ¿Y qué se sabía de

0011? Hacía ya dos meses que se habíadesvanecido en la «Polvorienta mediamilla» de Singapur. No sabían ni unapalabra desde entonces. Mientras que él,Bond, el número 007, el oficial másantiguo de los tres hombres del ServicioSecreto que se habían ganado el númerodoble cero, permanecía sentado ante sucómodo escritorio, dedicado al papeleoy a echarle los tejos a la secretaria de lasección.

Se encogió de hombros y abrió laprimera carpeta con gesto resuelto.Dentro había un mapa detallado del surde Polonia y de Alemania nororiental.Su rasgo distintivo era una meandrosa

línea roja que conectaba Varsovia yBerlín. También había un memorandomecanografiado con el título: Víaprincipal: Una ruta de huida bienestablecida desde Oriente a Occidente.

Bond sacó su pitillera negra debronce de cañones y su encendedorRonson ennegrecido por el óxido y losdejó a su lado sobre el escritorio.Encendió uno de los cigarrillos demezcla macedonia con tres anillasdoradas que Morlands, de GrosvenorStreet, hacía para él; luego se acomodóen la silla giratoria acolchada y seinclinó sobre el escritorio paracomenzar a leer.

Para Bond, era el típico comienzo deun día rutinario. Sólo dos o tres veces alaño surgía una misión que requiriera susparticulares habilidades. Durante elresto del año no tenía más deberes quelos de un acomodado veterano delservicio civil: horarios de trabajoelásticos entre las diez y las seisaproximadamente; almuerzo, por logeneral en la cafetería del edificio;veladas jugando a las cartas encompañía de unos pocos amigos íntimos,o en el Cockford's; o haciendo el amor,con una pasión más bien fría, con una delas tres mujeres casadas de similaresinclinaciones; fines de semana jugando

al golf con apuestas altas en los clubesde las cercanías de Londres.

No disfrutaba de vacaciones, peropor lo general le daban un permiso dequince días al final de cada misión,además de cualquier baja médica quepudiera ser necesaria. Ganaba milquinientas libras esterlinas al año, elsalario de un alto funcionario delservicio civil, y contaba con mil al añopropias, libres de impuestos. Cuandoestaba trabajando podía gastar cuantoquisiera, así que durante el resto del añopodía vivir muy bien con las dos millibras anuales netas que le quedaban.

Disponía de un apartamento pequeño

pero cómodo en King's Road, le servíauna madura ama de llaves escocesa —untesoro que se llamaba May— y conducíaun Bentley coupé 4 1/2 de 1930, consobrealimentador que él manteníaexpertamente a punto, de modo quepodía correr a ciento sesenta kilómetrospor hora cuando quería.

En estas cosas gastaba todos susingresos, y su ambición era tener lamenor cantidad de dinero posible en elbanco el día que lo mataran, como sabíaque sucedería (al menos cuando estabadeprimido), antes de la edad límite,estipulada en los cuarenta y cinco años.

Dentro de ocho años más sería

retirado automáticamente de la lista 00 yle asignarían un trabajo administrativoen el cuartel general. Al menos lequedaban ocho misiones duras. A lomejor, dieciséis. Quizá veinticuatro.Demasiadas.

Cuando Bond acabó de memorizarlos detalles de la «Vía principal», habíaocho colillas de cigarrillo en el cenicerode vidrio. Cogió un lápiz rojo y ojeó porla lista de distribución de la cubierta.Comenzaba por «M», luego «J. de E.M.», y seguía con alrededor de unadocena de letras y números y, al final, el«00». Ante éste hizo una marca clara,

firmó con la cifra 7 y arrojó la carpetaen la bandeja etiquetada con la palabra«Salida». Eran las doce en punto.Continuó con la siguiente carpeta de lapila y la abrió. Procedía de la Divisiónde Radio del Servicio de Inteligencia dela OTAN, «Sólo a título informativo», yse titulaba Signaturas de radio.

Bond atrajo hacia sí el resto de lapila y echó una mirada a las primeraspáginas, donde estaban los títulos:

El inspectoscopio: una máquinapara la detección de contrabando.

Filopon: un droga asesinajaponesa.

Posibles puntos de escondite en lostrenes. Nº II. Alemania.

Los métodos de SMERSH. Nº 6.Secuestros.

Ruta cinco hacia Pekín.Vladivostock. Reconocimiento

fotográfico hecho por el Thunderjet deEstados Unidos.

Bond no se sorprendió ante lacuriosa mezcla que debía digerir. A laSección 00 del Servicio Secreto no leconcernían las operaciones en curso deotras secciones y puestos, sino sólo losantecedentes que pudieran resultar útileso instructivos para los únicos tres

hombres del servicio cuyos deberesincluían el asesinato…, a los que podríaordenárseles que mataran. No habíaninguna urgencia para leer esosexpedientes. No se requería ningunaacción por parte de él ni de sus doscolegas, excepto que cada uno de ellosanotara los números de los documentosque considerara que debían leer tambiénlos otros dos cuando regresaran alcuartel general. Cuando la Sección 00hubiese acabado con este montón, losexpedientes irían a parar a su destinofinal en «Archivos».

Bond volvió al documento de laOTAN.

»La forma casi inevitable —leyó—en que la personalidad se revelamediante detalles de las pautas decomportamiento, queda demostradapor las indelebles características del"pulso" de cada operador de radio. El"pulso", o modo de pulsar paratransmitir los mensajes, esidentificable y reconocible paraquienes tienen práctica en la recepciónde mensajes. Para ilustrar esto, en1943, la Oficina de Radio del Serviciode Inteligencia de Estados Unidosutilizó este hecho para determinar quela estación enemiga se encontraba enChile y era operada por "Pedro" [5], un

joven alemán. Cuando la policíachilena rodeó la estación, "Pedro"escapó. Un año más tarde, los escuchasexpertos identificaron otro transmisorilegal y pudieron reconocer a "Pedro"como su operador. Con el fin dedisimular su "pulso", estabatransmitiendo con la mano izquierda,pero el disimulo no resultó eficaz y fuecapturado.

»La Investigación de Radio de laOTAN ha estado experimentandorecientemente con una forma de"codificador" que puede sujetarse a lamuñeca del operador con el objeto deinterferir mínimamente con los centros

nerviosos que controlan los músculosde la mano. Sin embargo…»

Sobre el escritorio de Bond habíatres teléfonos. Uno negro para llamadasexternas, uno verde para las internas, yuno rojo que sólo conectaba con M ycon el jefe de Estado Mayor. Fue elronroneo familiar del rojo el que rompióel silencio de la oficina.

Quien llamaba era el jefe de EstadoMayor.

—¿Puedes subir? —preguntó la vozagradable.

—¿M? —quiso saber Bond.—Sí.

—¿Alguna pista?—Sólo ha dicho que, si estabas por

aquí, le gustaría verte.—De acuerdo —respondió Bond, y

colgó el receptor.Recogió la chaqueta, le dijo a su

secretaria que estaría con M y que no loesperara, salió de la oficina y avanzópor el pasillo hasta el ascensor.

Mientras aguardaba a que llegase,pensó en las otras ocasiones en que, enmedio de un día vacío, el teléfono rojohabía roto repentinamente el silencio ylo había sacado de un mundo paraenviarlo a otro. Se encogió de hombros:¡Lunes! Debería haber esperado

problemas.El ascensor llegó.—Noveno —dijo Bond, y entró.

Capítulo 2El rey de lacolumbita[6]

El piso noveno era el más alto deledificio. La mayor parte estaba ocupadapor Comunicaciones, el equipo deoperadores de varios servicios,escogidos uno a uno, cuyo único interésresidía en el mundo de microondas,manchas solares y la «capaheaviside»[7]. Por encima de ellos,sobre el tejado plano, estaban los tresrechonchos mástiles de uno de los más

poderosos transmisores de Inglaterra,que, en la lista de ocupantes escrita engruesas letras de bronce en la entradadel edificio, eran justificados como«Radio Test Ltd.». De los demásinquilinos se decía que eran la«Universal Export Company», «DelaneyBrothers (1940) Ltd.», «The OmniumCorporation» e «Información (señoritaE. Twining, OBE[8])».

La señorita Twining era una personareal. Cuarenta años antes había sido unaLoelia Ponsonby. Ahora, ya retirada,ocupaba una pequeña oficina de laplanta baja y dedicaba el día a rompercirculares, abonar las tasas y los

impuestos de sus fantasmales inquilinosy quitarse cortésmente de encima avendedores y personas que queríanexportar algo o solicitar que lesarreglaran la radio.

Siempre reinaba el silencio en elpiso noveno. Mientras Bond salía delascensor y se encaminaba hacia laizquierda por el pasillo de mullidamoqueta, en dirección a la puertacubierta de fieltro verde que conducía alas oficinas de M y sus colaboradorespersonales, el único sonido que oyó fueun silbido fino y agudo, tan débil quecasi había que escuchar con atención

para percibirlo.Abrió la puerta verde sin llamar, la

traspuso y se encaminó a la penúltimaoficina que había a lo largo del siguientecorredor.

La señorita Moneypenny, secretariapersonal de M, alzó los ojos de lamáquina de escribir y le sonrió. Segustaban el uno al otro, y ella sabía queBond admiraba su belleza. Llevaba elmismo modelito de falda y blusa que lasecretaria de él, pero las rayas eranazules.

—¿Uniforme nuevo, Penny? —inquirió Bond.

Ella se echó a reír.

—Loelia y yo tenemos el mismogusto —explicó—. Lo echamos a suertesy a mí me tocó el azul.

Se oyó un bufido procedente de lapuerta abierta de la sala contigua. Eljefe de Estado Mayor, un hombre de lamisma edad aproximada que Bond, saliócon una sonrisa sardónica en su pálidosemblante de aspecto cansado.

—Cortad la charla —dijo—. M estáesperando. ¿Almorzamos luego?

—De acuerdo —asintió Bond.Se encaminó hacia la puerta que

había junto a la señorita Moneypenny, latraspuso y cerró a sus espaldas. Encimade la misma se encendió una luz verde.

Moneypenny alzó las cejas mirando aljefe de Estado Mayor. El movió lacabeza.

—No creo que se trate de algo detrabajo, Penny —dijo—. Simplemente lomandó llamar sin que viniera a cuento—añadió, y luego regresó a su propiaoficina y continuó con el trabajo del día.

Cuando Bond atravesó la puerta, Mestaba sentado ante su amplio escritorio,encendiendo la pipa. Hizo un gesto vagocon la cerilla encendida hacia la sillaque se hallaba situada al otro lado, yBond se acercó a ella y se sentó. M lelanzó una penetrante mirada a través delhumo y luego arrojó la caja de cerillas

sobre el rectángulo de cuero rojo quetenía ante sí.

—¿Ha pasado unos buenos días depermiso? —inquirió abruptamente.

—Sí, muchas gracias, señor.—Veo que aún conserva el

bronceado.Los ojos de M expresaban su

desaprobación. En realidad no leenvidiaba a Bond unas vacaciones queen parte habían sido una convalecencia.La pizca de criticismo era debida alpuritano y al jesuita que habitan en todoslos líderes de hombres.

—Sí, señor —respondió Bond,evasivo—. Cerca del ecuador hace

mucho calor.—Bastante, sí —asintió M—. Fue un

bien merecido descanso. —Sus ojos sealzaron hacia el techo sin rastro algunode humor.— Espero que ese color no ledure demasiado. En Inglaterra siemprese sospecha de los hombres bronceadospor el sol. O bien no tienen un trabajocon el que cumplir, o lo adquieren conlámpara solar. —Dio por acabado eltema con un brusco gesto lateral de lapipa.— Parece que vamos a conseguir eloro, después de todo —comentó por fin—. Ha habido algunos rumores en elTribunal de La Haya, pero Ashenheim esun buen abogado[9].

—Me alegro —dijo Bond.Hubo un momento de silencio. M

miró al interior de la cazoleta de supipa. A través de la ventana abiertallegaba el rugido lejano del tráfico deLondres. Una paloma se posó con unaleteo sobre el alféizar de una de lasventanas y de inmediato emprendió elvuelo otra vez.

Bond intentó obtener algunainformación a través de la expresión delrostro curtido que tan bien conocía y queera objeto de tanta lealtad por su parte.Pero los ojos grises estaban en reposo, yel pequeño pulso que siempre latía en loalto de la sien derecha cuando M estaba

tenso, no daba señales de vida.De pronto, sospechó que M se sentía

azorado. Tuvo la sensación de que nosabía muy bien por dónde empezar.Bond habría querido ayudarlo. Cambióde postura en la silla y apartó los ojosde M. Bajó la mirada hacia sus manos ycomenzó a rascarse distraídamente unauña mal cortada.

M alzó los ojos de su pipa y seaclaró la garganta.

—¿Tiene algo en particular entremanos ahora mismo, James? —preguntócon voz neutra.

«James.» Eso resultaba pocohabitual. Era raro que M llamara a

alguien por su nombre de pila dentro deaquella oficina.

—Sólo papeleo y los cursillosnormales… —respondió Bond—. ¿Menecesita para algo, señor?

—De hecho, sí —asintió M. Miró aBond con el entrecejo fruncido—. Peroen realidad no tiene nada que ver con elservicio. Se trata de un asunto casipersonal. He pensado que podríaecharme una mano.

—Por supuesto, señor —dijo Bond.Se alegraba por M de que se hubiese

roto el hielo. Era probable que una delas relaciones del viejo se hubiesemetido en problemas, y M no quería

pedirle favores a Scotland Yard. Quizáse tratase de un asunto de chantaje. O dedrogas. Le complacía el hecho de que Mlo hubiese escogido a él. Desde luegoque se encargaría del asunto. M era unrigorista desesperante por lo que serefería a las propiedades y al personaldel gobierno. Recurrir a Bond para unasunto personal debía de parecerse, asus ojos, a robar el dinero del Estado.

—Pensaba que diría eso —comentóM, malhumorado—. No le ocuparámucho tiempo. Debería bastar con unavelada. —Hizo una pausa.— Bueno, ¿haoído hablar de un hombre llamado sirHugo Drax?

—Claro que sí, señor —respondióBond, sorprendido al oír el nombre—.No se puede abrir un periódico sin leeralgo acerca de él. El Sunday Expressestá publicando la historia de su vida.Una historia extraordinaria…

—Lo sé —cortó M con sequedad—.Simplemente cuénteme los hechos talcomo usted los ve. Me gustaría saber sisu versión concuerda con la mía.

Bond miró por la ventana paraordenar sus pensamientos. A M no legustaban las conversacionessuperficiales. Quería oír una historiacon todos sus detalles, sin ningún«hmmm» ni «¿ehhh?» intercalados. Sin

ocurrencias agregadas ni frasesevasivas.

—Bueno, señor —comenzó por fin—, para empezar, ese hombre es unhéroe nacional. El público le ha tomadocariño. Supongo que lo encuadra dentrodel mismo grupo que a Jack Hobbs oGordon Richards[10]. La gente siente unverdadero afecto por él. Consideran quees uno de los suyos, aunque en versióngloriosa. Una especie de superhombre.No tiene muy buen aspecto, con todasesas cicatrices que le han dejado lasheridas de guerra, y es un poco bocazasy más bien ostentoso. Pero al públicoeso le gusta bastante. Lo convierte en

una especie de figura de Lonsdale[11],pero más dentro de la clase de ellos. Lesgusta que los amigos lo llamen«Hugger»[12] Drax. Hace que parezca untipo salado, y supongo que emociona alas mujeres. Y además, cuando unopiensa en lo que está haciendo por elpaís, pagándolo de su propio bolsillo,algo mucho más grande de lo quecualquier gobierno parece capaz dehacer, es realmente extraordinario que lagente no insista en convertirlo en primerministro.

Bond advirtió que los fríos ojos deM se volvían cada vez más gélidos, perono estaba dispuesto a permitir que el

hombre de cierta edad que tenía delanteapagase la admiración que sentía por loslogros de Drax.

—A fin de cuentas, señor —continuócon tono razonable—, da la impresiónde que ha asegurado la paz para estepaís durante unos cuantos años. Y nopuede estar muy por encima de lacuarentena. Yo pienso de él lo mismoque la mayoría de la gente. Y luego estátodo ese misterio en torno a suverdadera identidad. No me sorprendeque la gente sienta bastante lástima porél, aunque sea multimillonario. Pareceser un hombre solitario a pesar de suvida alegre.

M le dedicó una sonrisa seca.—Lo que acaba de decir parece el

avance de la historia del SundayExpress. Desde luego que es un hombreextraordinario. Pero ¿cuál es su versiónde los hechos? Supongo que yo no sémucho más que usted. Probablemente sémenos. No leo los periódicos con muchodetenimiento, y no hay expedientes de él,como no sea en la Oficina de Guerra, yesos no resultan muy esclarecedores.Bueno, ¿cuál es el meollo del reportajedel Sunday Express?

—Lo siento, señor —respondióBond—, pero los datos concretosexistentes son muy pocos. Bueno —

volvió a mirar por la ventana y aconcentrarse—, en la contraofensivaalemana de las Ardenas, en el inviernode 1944, los alemanes se sirvieron enabundancia de guerrilleros ysaboteadores. Les daban el espeluznantenombre de "hombres-lobo". De unaforma u otra, causaron mucho daño. Eranmuy buenos en camuflaje y en todaíndole de trucos para quedarse detrás denuestras líneas, y muchos de elloscontinuaron actuando bastante despuésde que fracasara la contraofensiva de lasArdenas y nosotros cruzáramos el Rin.Se suponía que debían seguir como hastaentonces cuando nosotros hubiésemos

invadido el país, pero se retiraron conmucha rapidez cuando las cosas sepusieron realmente feas.

»Uno de sus mejores golpes fuevolar uno de los cuarteles de enlace deretaguardia entre los ejércitosestadounidense y británico. Creo que losllaman Unidades de Refuerzo I.

»Eran unas instalaciones variopintascon toda clase de personal aliado(comunicaciones estadounidenses,conductores de ambulancias británicos),un grupo bastante cambiante procedentede todo tipo de unidades. Los hombres-lobo se las arreglaron de algún modopara minar el comedor y, cuando estalló,

se llevó también por delante una buenaparte del hospital de campaña. Hubomás de cien víctimas, entre muertos yheridos.

»Identificar y separar los cuerposfue un asunto endemoniado. Uno de loscuerpos, el de un británico, era Drax. Lehabían volado media cara. Sufrió unaamnesia total que le duró un año, y alfinal de ese año nadie sabía quién era, nitampoco lo sabía él.

»Había unos veinticinco cuerpos queni nosotros ni los estadounidensesfuimos capaces de identificar. O bien noquedaba lo suficiente de ellos, o setrataba de personas de paso, o bien

estaban allí sin autorización. Era esetipo de unidad. Con dos oficialessuperiores, por supuesto.

»El trabajo administrativo eradeplorable. Los expedientes, un asco.Así que después de que se pasara un añoen varios hospitales, llevaron a Drax ala Oficina de Guerra para mostrarle losexpedientes de hombres desaparecidos.Cuando llegaron a los documentos de unhombre sin parientes vivos llamadoHugo Drax, un huérfano que habíaestado trabajando en los muelles deLiverpool antes de la guerra, mostróalgún signo de interés; la fotografía y ladescripción física parecían coincidir

más o menos con el aspecto que debióde tener nuestro hombre antes de que levolaran media cara.

»A partir de ese momento comenzó amejorar. Empezó a hablar un pocoacerca de cosas sencillas que recordaba,y los médicos se sintieron muyorgullosos de él. La Oficina de Guerraencontró un hombre que había servidoen la misma unidad de zapadores queeste Hugo Drax; el hombre fue alhospital y dijo que estaba seguro de queaquél era Drax. Con eso quedó cerradoel asunto. Los anuncios oficiales nodieron como resultado la aparición deotro Hugo Drax, y finalmente lo

licenciaron en 1945, con ese nombre,paga con efectos retroactivos y unapensión de invalidez total.

—Pero él sigue diciendo que nosabe quién es realmente —lointerrumpió M—. Es miembro del club"Blades". A menudo he jugado a cartascon él y hemos charlado después,durante la cena. Dice que a veces tienela poderosa sensación de «haber estadoantes en uno u otro sitio». A menudo vaa Liverpool para tratar de recuperar supasado. En fin, ¿qué más?

Los ojos de Bond habían asumidouna expresión introspectiva, mientrasrecordaba.

—Después de la guerra parece quedesapareció durante unos tres años —prosiguió—. Luego, la City comenzó atener noticias de él desde todos lospuntos cardinales.

»El sector del metal fue el primeroen saber de él. Parece que acaparó unmineral muy valioso llamado columbita.Todo el mundo lo quería. Su punto defusión es extraordinariamente elevado.Los motores de reacción no puedenhacerse sin él. Hay muy poco en elmundo, cada año se producen sólo unospocos miles de toneladas, sobre todocomo derivado de las minas de estañode Nigeria.

»Drax debió de echar una ojeada ala era del motor de reacción, y de algunamanera identificó su elemento másescaso. Se agenció diez mil librasesterlinas en alguna parte, porque elSunday Express dice que en 1946compró tres toneladas de columbita, porlas que pagó alrededor de tres mil librasesterlinas la tonelada. De eso obtuvounos beneficios de cinco mil libras alvendérselas a una empresa aeronáuticaestadounidense que necesitaba elmineral con urgencia.

»Entonces comenzó a adquirirfuturos en columbita, seis meses, nuevemeses, un año antes de que se hubiese

producido. En tres años había acaparadotoda la producción. Todos los quequerían comprar columbita iban abuscarla a Drax Metals.

»Durante todo este tiempo ha estadojugando con compras de futuros en otraspequeñas mercancías (laca, sisal[13],pimienta negra), cualquier cosa que déun margen de beneficio suficiente paralabrarse una buena posición. Porsupuesto, apostaba a una bolsa demercancías que estaba en alza, pero tuvolas agallas de no levantar el pie delacelerador incluso cuando las cosas seponían calientes como el infierno. Ysiempre que obtenía beneficios,

reinvertía las ganancias.»Por ejemplo, fue uno de los

primeros en comprar vertederos dedesechos de mena en Sudáfrica. Ahoravuelven a ser explotados debido a sucontenido en uranio. Con eso estáhaciendo otra fortuna.

Los ojos de M estaban fijos enBond. Chupaba la pipa, escuchando.

—Por supuesto —continuó Bond,abstraído en su relato—, todo esto hizoque la City se preguntara qué demoniosestaba sucediendo. Los agentes de labolsa de mercancías no dejaban detropezar con el nombre de Drax. Fueralo que fuese lo que necesitaran, Drax lo

tenía, e insistía en que se le pagaramucho más de lo que ellos estabandispuestos a dar. Realizaba susoperaciones desde Tánger: puertofranco, sin impuestos, sin restriccionesde moneda. Hacia 1950 ya eramultimillonario.

»Entonces regresó a Inglaterra ycomenzó a gastarse el dinero.Simplemente, lo derrochaba. Lasmejores casas, los mejores coches, lasmejores mujeres. Palcos en la ópera, enGoodwood. Ganado Jersey ganador deprimeros premios. Claveles de concursofloral. Caballos de carreras ganadores.Dos yates; ha financiado el equipo de la

Walker Cup [14]; donó cien mil librasesterlinas para la Fundación para elDesastre de la Inundación; financió unbaile de coronación para enfermeras enel Albert Hall…

»No había una semana en que nosaliera en los titulares con uno u otroderroche de dinero. Y durante todo esetiempo seguía haciéndose más rico, y ala gente sencillamente le encantabaaquello. Era como Las mil y unanoches. Alegraba sus vidas. Si unsoldado herido de Liverpool podíallegar tan alto en cinco años, ¿por quéno podrían lograrlo ellos o sus hijos?Parecía casi tan fácil como acertar una

quiniela millonaria.»Y luego llegó su asombrosa carta

dirigida a la reina: "Majestad, podríacometer la temeridad…", y la típicagenialidad en forma de titular aparecióen el Express al día siguiente: TemerityDrax, y la historia de que le habíaregalado a Gran Bretaña la totalidad desus posesiones de columbita para queconstruyera un cohete atómico con unalcance tal que cubriera la prácticatotalidad de las capitales europeas, larespuesta inmediata a cualquiera queintentara lanzar una bomba atómicasobre Londres. Iba a contribuir con diezmillones de libras de su propio bolsillo,

tenía el diseño del cohete y estabadispuesto a buscar el personal capaz deconstruirlo.

»Y siguieron meses de dilación ytodo el mundo se impacientaba. Hubouna interpelación en el Parlamento. Laoposición casi forzó a que se diera unvoto de confianza. Y luego el anunciodel primer ministro para decir que eldiseño había sido aprobado por losexpertos de Woomera Range [15], delMinisterio de Suministros, y que la reinase había sentido graciosamentecomplacida en aceptar el regalo ennombre del pueblo del Reino Unido, yque había nombrado caballero al

donante.Bond hizo una pausa, casi arrastrado

por la historia de aquel hombreextraordinario.

—Sí —dijo M—. «Paz en nuestrostiempos: en estos tiempos.» Recuerdo eltitular. Hace un año. Y ahora, el coheteestá casi listo. El Moonraker. Y por loque he oído, realmente debe de hacer loque él dice. Es muy extraño.

Hubo un silencio mientras M mirabapor la ventana. Luego se volvió paraencararse con Bond desde el otro ladodel escritorio.

—Más o menos, eso es todo —resumió con voz suave—. No sé mucho

más que usted. Es una historiamaravillosa. ¡Qué hombre tanextraordinario! —hizo una pausa,reflexivo.— Hay una sola cosa… —añadió M, dubitativo, y se dio unosgolpecitos con la boquilla de la pipa enlos dientes.

—¿De qué se trata, señor? —inquirió Bond.

M pareció tomar una decisión. Ledirigió a Bond una mirada apacible.

—Sir Hugo Drax hace trampasjugando a las cartas.

Capítulo 3«Belly Strippers», etc.

—¿Que hace trampas jugando a lascartas?

M frunció el entrecejo.—Es lo que acabo de decir —

respondió con tono seco—. ¿No leresulta extraño que un multimillonariohaga trampas con las cartas?

Bond sonrió con aire de disculpa.—No demasiado, señor —dijo—.

He conocido a personas muy ricas quese hacen trampa a sí mismas haciendosolitarios. Aunque, desde luego, eso no

encaja del todo con la imagen que teníade Drax. Es un poco decepcionante.

—A eso me refería —comentó M—.¿Por qué lo hace? Y no olvide que lastrampas con las cartas aún puedenperjudicar seriamente a un hombre. Enlo que llamamos sociedad, es casi elúnico delito que todavía puede acabarcon alguien, quienquiera que sea. Draxlo hace tan bien que hasta ahora nadie loha descubierto.

»De hecho, dudo de que alguien hayapodido sospechar de él, exceptoBasildon. Es el presidente del Blades.Vino a hablar conmigo. Tiene la vagaidea de que yo estoy relacionado de

alguna manera con Inteligencia, y en elpasado le eché una mano con ocasión deuno o dos problemas menores. Me pidióconsejo. Dijo que no quería líos en elclub, por supuesto, pero que por encimade todo quería evitar que Drax quedaracomo un estúpido. Lo admira tanto comolo admiramos todos los demás, y leaterroriza que pueda producirse unincidente. No hay modo de evitar que unescándalo de esa naturaleza trasciendaal exterior. Muchos miembros delParlamento lo son también del club, ypronto se hablaría del asunto en loscorrillos. Entonces los reporteros dechismes se harían con la noticia. Drax

tendría que dejar el Blades, y acontinuación alguno de sus amigospresentaría una demanda por calumnias.

»Sería como revivir el asuntoTranby Croft[16]. Al menos eso piensaBasildon, y debo admitir que también yolo veo de ese modo.

»En cualquier caso —añadió M condecisión—, he accedido a ayudarlo. —Miró a Bond a los ojos.— Y aquí esdonde entra usted. Es el mejor jugadorde cartas del Servicio Secreto, o —sonrió irónicamente— debería serlodespués de los trabajos que ha realizadoen casinos, y recuerdo que gastamosmuchísimo dinero para que hiciera un

curso de tahúr antes de que fuera trasaquellos rumanos de Montecarlo, antesde la guerra.

Bond sonrió con aire ceñudo.—Steffi Sposito —dijo con voz

queda—. Ése era el tipo.Estadounidense. Me hizo trabajar diezhoras al día durante una semana,aprendiendo una cosa llamada RiffleStack[17], y cómo repartir las cartassegundas, últimas e intermedias. Porentonces escribí un largo informe alrespecto. Debe de estar sepultado en losarchivos.

Aquel tipo conocía todos los trucosdel juego. Cómo encerar los ases de

modo que la baraja se separara sobreellos; cómo marcar los bordes de lascartas altas por la parte de atrás con unanavaja; el recortado de los cantos; losArm Pressure Holdouts : unosdispositivos mecánicos que se colocandentro de la manga y que sirven lascartas que uno quiere. La técnica deBelly Strippers, que consiste enrecortarle a la baraja menos de mediomilímetro de ambos lados, pero dejandouna pequeña protuberancia en los naipesque interesan, como los ases, porejemplo. Los shiners, pequeños espejosque se colocan en anillos o se encajanen la cazoleta de una pipa. De hecho, fue

su comentario acerca de lectoresluminosos lo que me ayudó en el trabajode Montecarlo. El crupier usaba unatinta invisible que el equipo podía vercon gafas especiales.

Pero Steffi era un tipo maravilloso.Nos lo consiguió Scotland Yard. Podíamezclar la baraja una vez y luego cortarpor los cuatro ases. Magia pura.

—Parece un poco demasiadoprofesional para nuestro hombre —comentó M—. Esa clase de trabajorequiere horas de práctica al día, o uncómplice, y no puedo creer que loencuentre en el Blades. No, no existenada sensacional en sus trampas y, por

lo que sé, podría tratarse de unafantástica racha de buena suerte. Es raro.

No se trata de un jugadorparticularmente bueno (por cierto, sólojuega al Bridge), pero con bastantefrecuencia hace «declaraciones»,«doblos» o finesses absolutamenteexcepcionales, del todo contrarias a lasleyes de la probabilidad. O a lasconvenciones del bridge. Pero le salenbien.

Siempre gana, y en el Blades seapuesta fuerte. No ha perdido un solobalance semanal desde que ingresó, haceun año. En el club tenemos a dos o tresde los mejores jugadores del mundo, y

ninguno de ellos ha logrado una marcasemejante durante doce meses seguidos.Se empieza a hablar del asunto, porahora en tono de broma, pero creo queBasildon tiene toda la razón cuando diceque hay que hacer algo al respecto. ¿Quésistema cree usted que emplea Drax?

Bond estaba deseando irse aalmorzar. El jefe de Estado Mayor debíade haber renunciado a su compañíahacía ya media hora. Podría haberhablado con M durante horas acerca delas trampas con las cartas y M, quenunca parecía interesado en comer ni endormir, lo habría escuchado y recordadotodo después. Pero Bond tenía apetito.

—Suponiendo que no sea unprofesional, señor, y no pueda manipularlas cartas de ninguna manera, existensólo dos posibilidades. O bien mira lascartas, o tiene un sistema de señales consu pareja de juego. ¿Juega a menudo conel mismo hombre?

—Siempre se deciden las parejaspor corte de baraja después de cadapartida —explicó M—. A menos quehaya un reto. Y en las noches deinvitados, los lunes y los jueves, unoforma siempre pareja con su huésped.Drax trae casi siempre a un hombrellamado Meyer, su agente de la bolsa demetales. Es un tipo agradable. Judío.

Muy buen jugador.—Tal vez podría decirle qué método

emplea si lo observara —dijo Bond.—Eso iba a proponerle yo —asintió

M—. ¿Qué le parecería acompañarmeesta noche? En cualquier caso, cenarábien. Lo veré allí en torno a las seis. Leganaré un poco de dinero al belote, yluego miraremos durante un rato laspartidas de bridge. Después de cenar,jugaremos una o dos partidas con Drax ysu amigo. Siempre están allí los lunes.¿De acuerdo? ¿Está seguro de que no loaparto de su trabajo?

—No, señor —replicó Bond con unasonrisa—. Y me gustará mucho

acompañarlo. Será como una fiesta detrabajo. Y si Drax hace trampas, le daréa entender que lo he descubierto, y esodebería servirle de advertencia para quedeje de hacerlo. No me gustaría verlometido en un lío. ¿Eso es todo, señor?

—Sí, James —respondió M—. Ygracias por su ayuda. Drax tiene que serun condenado estúpido. Resulta obvioque está un poco chalado. Pero no es elhombre quien me preocupa. No megustaría correr el riesgo de que algosalga mal con ese cohete suyo. Y Drax,más o menos, es el Moonraker. Bueno,nos veremos a las seis. No se tomemolestias con el vestuario. Algunos

visten de etiqueta, y otros no. Estanoche, nosotros no lo haremos. Serámejor que vaya a lijarse las puntas delos dedos, o lo que quiera que haganustedes los fulleros.

Bond respondió a M con una sonrisay se puso de pie. Parecía que iba a seruna velada prometedora. Mientrasavanzaba hacia la puerta y salía,reflexionó que por fin acababa demantener con M una reunión que noproyectaba sombras oscuras.

La secretaria de M todavía sehallaba ante su escritorio. Junto a lamáquina de escribir había un plato debocadillos de pan inglés y un vaso de

leche. Le echó a Bond una miradainquisitiva, pero en el rostro de él nohabía ninguna expresión que pudierainterpretarse.

—Supongo que ha renunciado a mí—comentó Bond.

—Hace casi una hora —asintió laseñorita Moneypenny con tono dereproche—. Son las dos y media.Regresará en cualquier momento.

—Bajaré a la cafetería antes de quecierre —dijo él—. Dile que la próximavez el almuerzo correrá de mi cuenta.

Dirigió una sonrisa a la secretaria,salió de la oficina y avanzó pasilloadelante hacia el ascensor.

En la cafetería del edificio quedabansólo unas pocas personas. Bond se sentósolo y almorzó un lenguado a la parrilla,una ensalada mixta grande con aliño demostaza, un trozo de queso con tostadasy media jarra de burdeos blanco. Acabócon dos tazas de café y regresó a laoficina a las tres. Con la mitad de laatención centrada en el problema de M,leyó rápidamente el resto del expedientede la OTAN, se despidió de susecretaria después de decirle dóndeestaría aquella noche, y a las cuatro ymedia recogía su coche en elaparcamiento del personal situado en laparte trasera del edificio.

—El sobrealimentador hace un pocode ruido, señor —le advirtió el exmecánico de la RAF, que consideraba elBentley de Bond como de su propiedad—. Tráigalo mañana, si no va anecesitarlo a la hora del almuerzo.

—Gracias —respondió Bond—, loharé.

Sacó el coche silenciosamente, entróen el parque y lo atravesó hasta RegentStreet, con el tubo de escape de cincocentímetros burbujeando sonoramentetras él.

Llegó a su casa en quince minutos.Dejó el coche bajo los plátanos de lapequeña plaza y entró en la planta baja

de la vivienda reformada estiloRegencia[18]. Se encaminó hacia la salade estar forrada de libros y, tras buscarpor unos momentos, sacó el Scarne onCards de su estante y lo dejó sobre elornado escritorio estilo Imperio, cercade la amplia ventana.

Luego fue al pequeño dormitorioforrado con papel de pared Colé blancoy dorado, y en cuyas ventanas colgabancortinas de tono rojo oscuro, sedesvistió y dejó la ropa, más o menosordenadamente, sobre el cobertor azuloscuro de la cama de matrimonio. Acontinuación entró en el baño y se diouna ducha rápida. Antes de salir del

baño se examinó la cara en el espejo, ydecidió que no tenía ninguna intenciónde sacrificar su prejuicio de toda unavida afeitándose dos veces en un día.

Desde el espejo, los ojos azulgrisáceo le devolvieron una mirada quetenía aquella luz adicional típica de losmomentos en que su mente seconcentraba en un problema que leinteresaba. En el rostro delgado y durose veía una expresión competitiva,ávida. Hubo una cierta rapidez yresolución en la forma en que se pasólos dedos por la mandíbula, y en elimpaciente gesto del cepillo de pelodestinado a echar atrás el mechón de

cabello negro que le caía hasta pocomás de un centímetro por encima de laceja derecha. Le cruzó por la mente elpensamiento de que, a medida que elbronceado se desvanecía, la cicatriz quele bajaba por la mejilla derecha y quehabía destacado de tan blanca,comenzaba a ser menos evidente; deinmediato bajó los ojos hacia su cuerpodesnudo y comprobó que la casiindecente zona blanca dejada por elpantalón de baño se veía menosnítidamente definida. Sonrió ante algúnrecuerdo y regresó al dormitorio.

Diez minutos más tarde, vestido conuna gruesa camisa de seda blanca,

pantalones azul oscuro de sarga,calcetines del mismo color, y mocasinesnegros bien lustrados, se encontrabasentado ante su escritorio con una barajaen una mano, y la fantástica guía detrampas de Scarne abierta ante sí.

Durante media hora, mientrasrepasaba con rapidez el capítulo de«Métodos», practicó la vital «Presa deMecánico» —tres dedos rodeando lascartas a lo largo y el índice sobre elancho superior—, el Palming y la«Anulación del Corte». Sus manosrealizaban automáticamente estasmaniobras básicas mientras los ojosleían, y se alegró de ver que sus dedos

eran flexibles y seguros, y de que lascartas no hacían ningún ruido, nisiquiera con la difícil Annulment conuna sola mano.

A las cinco y media, dejó la barajacon un golpe sobre el escritorio y cerróel libro.

Entró en su dormitorio, llenó decigarrillos la ancha pitillera negra y sela metió en el bolsillo trasero delpantalón; se puso una corbata negra depunto de seda y una chaqueta, ycomprobó que llevaba el talonario decheques dentro de la billetera.

Se detuvo un momento, pensando. Acontinuación seleccionó dos pañuelos de

seda, los arrugó con cuidado e introdujouno en cada bolsillo lateral de lachaqueta.

Encendió un cigarrillo, regresó a lasala de estar, se sentó otra vez ante elescritorio y dedicó diez minutos arelajarse mirando por la ventana haciala plaza desierta, mientras pensaba en lavelada que estaba a punto de comenzar yen el Blades, probablemente el clubprivado más famoso del mundo.

La fecha exacta de la fundación delBlades es incierta. La segunda mitad delsiglo XVIII fue testigo de la apertura demuchas cafeterías y salas de juego, y

locales y propietarios cambiaban amenudo en función de las variaciones dela moda y la fortuna. El "White's" sefundó en 1755, el "Almack's" en 1764, yel "Brook's" en 1774, y fue en esemismo año cuando el "Scavoir Vivre",que sería luego la cuna del "Blades",abrió sus puertas en Park Street, unatranquila travesía de St. Jame's Street.

El Scavoir Vivre era demasiadoexclusivo para mantenerse con vida, y seboicoteó a sí mismo a base de bolasnegras en las votaciones de solicitud deingreso, hasta que murió al cabo de unaño. Luego, en 1776, Horace Walpoleescribió: «Ha abierto un nuevo club en

una travesía de St. James Street, que seenorgullece de superar a todos suspredecesores», y en 1778 aparece porprimera vez el nombre de «Blades» enuna carta de Gibbon, el historiador, quelo unía al nombre de su fundador, unalemán de apellido Longchamp que porentonces dirigía el Jockey Club deNewmarket.

Desde el principio, parece que elBlades fue todo un éxito, y en 1782, elduque de Wirtenberg escribía conentusiasmo a su hermano menor: «¡Éstees, sin duda, el "as de los clubes"! Hahabido cuatro o cinco mesas de quincefuncionando al mismo tiempo, con

whist y belote, y después toda una mesade Hazard. He visto hasta dos al mismotiempo. Dos cofres con 4.000 paquetesde guineas cada uno apenas bastaronpara contener el dinero que circuló enuna noche».

La mención del Hazard aporta talvez una pista acerca de la prosperidaddel club. El permiso para este juegopeligroso, pero popular, tiene quehaberlo dado la junta en contra de suspropias reglas que especificaban que«no se admitirá ningún juego en laCasa de la Sociedad excepto el ajedrez,el whist, el belote, el cribbage, elcuatrillo, el tresillo y el tredville».

En cualquier caso, el club continuófloreciendo y se mantiene hasta hoycomo el hogar de algunas de lasapuestas «corteses» más altas delmundo. No es tan aristocrático comoantes, la redistribución de la riqueza seha encargado de que cambie, perocontinúa siendo el club más exclusivode Londres. El número de miembros estárestringido a doscientos, y cadacandidato debe reunir dos requisitospara ser elegido: comportarse como uncaballero y ser capaz de presentar cienmil libras esterlinas en metálico o enobligaciones o acciones de altarentabilidad.

Los atractivos del Blades, aparte deljuego, son tan deseables, que la junta hatenido que establecer una norma queobliga a todos los miembros a ganar operder quinientas libras al año en ellocal del club, o de lo contrario, pagaruna multa anual de doscientas cincuentalibras. La comida y los vinos son losmejores de Londres y no se cobran, puesel coste de todas los almuerzos y lascenas se deduce, según prorrateo, de losbeneficios de los ganadores. Dado quecada semana cambian de manos unascinco mil libras en las mesas de juego,este impuesto no resulta demasiadooneroso, y los perdedores tienen la

satisfacción de recuperar algo deldesastre; y esa costumbre explica lajusticia de imponerles un impuesto a losque no juegan con frecuencia.

El servicio de un club es lo quedetermina su éxito o su fracaso, y losmiembros del servicio del Blades notienen igual. La media docena decamareras del comedor son de unabelleza tan arrolladora, que se ha sabidoque algunos miembros jóvenes las hanllevado de matute a los bailes dedebutantes de la clase alta y si, por lanoche, alguna de las muchachas se dejapersuadir para desviarse hacia uno delos doce dormitorios para socios que

hay en la parte trasera del club, es algoque se considera como asunto privadoque concierne a los miembros.

Hay uno o dos detalles refinadosmás que contribuyen al lujo del club. Enel local sólo se paga con billetes ymonedas completamente nuevos, y si unmiembro se queda a pasar la noche, susbilletes y monedas se los lleva el ayudade cámara, que, cuando por la mañana lelleva el té y el The Times, los reemplazapor otros nuevos. A la sala de lectura noentra ningún periódico que no haya sidoplanchado. Floris suministra jabones ylociones para lavabos y dormitorios; hayuna línea directa entre Ladbroke's[19] y

la portería; el club tiene los mejoresentoldados y palcos en las principalescarreras de Lords, Henley y Wimbledon,y los miembros que viajan fuera del paísson automáticamente miembros de losclubes más importantes de todas lascapitales extranjeras.

En pocas palabras, ser miembro delBlades, a cambio de la cuota de ingresode cien libras y la cuota anual decincuenta libras, proporciona los lujosde la época victoriana, junto con laoportunidad de ganar o perder, rodeadode grandes comodidades, hasta veintemil libras al año.

Al reflexionar sobre todo esto, Bond

decidió que iba a disfrutar de la velada.Había jugado en el Blades sólo en unadocena de ocasiones a lo largo de suvida, y la última vez se había pilladobien los dedos en una partida de poker;pero la perspectiva de algunas apuestasaltas al bridge y el ir y venir de unoscentenares de libras, no carentes deimportancia para él, hacía que susmúsculos se tensaran con expectación.

Y además, por supuesto, estabaaquel asuntillo de sir Hugo Drax, quepodría darle un toque dramáticoadicional a la noche.

Ni siquiera se sintió inquieto ante elcurioso augurio con el que se encontró

cuando, con el coche, entró en SloaneSquare desde King's Road, con la mitadde la atención centrada en el tráfico y laotra mitad dedicada a explorar la veladaque tenía por delante.

Faltaban pocos minutos para las seisde la tarde y la atmósfera estaba cargadade electricidad. El cielo amenazaballuvia y había oscurecido de modorepentino. Al otro lado de la plaza, muyalto en el aire, un letrero luminoso degruesas letras comenzó a encenderse yapagarse. La debilitación de las ondaslumínicas había dado lugar a que el tubocatódico activara el mecanismo que

haría encenderse intermitentemente alletrero durante las horas de oscuridadhasta que, en torno a las seis de lamañana, las primeras luces del díavolvieran a incidir sobre el tubo, lo queprovocaría el apagado del circuito.

Sorprendido al ver las enormespalabras rojas, Bond aparcó el cochejunto al bordillo, se apeó y cruzó al otrolado de la calle para ver mejor el granletrero.

¡Ah! Era eso. Algunas de las letrashabían quedado ocultas por un edificiocercano. Era sólo uno de esos anunciosde la Shell, «summer shell is here», eralo que decía.

Bond sonrió para sí, regresó alcoche y continuó adelante.

Cuando vio el letrero por primeravez, medio oculto por el edificio, lasenormes letras que destellaban contra elcielo del anochecer habían presentadoun mensaje diferente.

Decían: «hell is here… hell ishere… hell is here»[20].

Capítulo 4El «shiner»

Bond dejó el Bentley ante el Brook's ydobló la esquina a pie para entrar enPark Street.

La fachada del arquitecto RobertAdam[21], empotrada alrededor de unmetro con respecto a las de los edificiosvecinos, tenía un aspecto elegante en elsuave anochecer. Se habían echado lascortinas rojo oscuro sobre las ventanasde los miradores que se hallaban aambos lados de la entrada, y unempleado con uniforme fue visible por

un momento mientras cerraba lascortinas de las tres ventanas del primerpiso. En el centro de las tres, Bond pudover las cabezas y los hombros de dosmiembros inclinados sobre una mesa dejuego, probablemente de backgammon,pensó, y captó un atisbo de losflameantes destellos de una de lasarañas que iluminaban la famosa sala dejuego.

Empujó las puertas batientes y seencaminó hacia la conserjería antiguadonde imperaba Brevett, guardián delBlades, además de consejero y amigo dela familia de la mitad de los miembros.

—Buenas tardes, Brevett. ¿Está el

almirante?—Buenas tardes, señor —lo saludó

Brevett, que conocía a Bond comovisitante ocasional del club—. Elalmirante lo espera en la sala de naipes.Botones, acompañe al capitán de fragataBond a ver al almirante. ¡Vamos, vamos!

Mientras seguía al joven botonesuniformado por el gastado piso demármol blanco y negro del vestíbulo, yascendía por la amplia escalera con suhermosa barandilla de caoba, Bondrecordó la historia referente a que enuna votación de ingreso de un nuevomiembro se habían encontrado nuevebolas negras en la caja cuando sólo

había ocho miembros de la juntapresentes. Se decía que Brevett, quehabía pasado la caja de un miembro aotro, confesó ante el presidente que eratal su temor de que el candidatoresultase elegido, que él mismo habíaintroducido la bola negrasupernumeraria. Nadie planteóobjeciones. La junta habría preferidoperder a su presidente antes que a suconserje, un miembro de cuya familiahabía ocupado el mismo puesto en elBlades durante cien años.

El botones abrió una hoja de la altapuerta doble que había al final de laescalera y cedió el paso a Bond. La

habitación alargada no estaba muyconcurrida, y vio a M sentado a solas enel nicho que formaba el mirador de laventana que quedaba más a la izquierdade las tres; hacía un solitario. Despidióal botones y avanzó por la gruesaalfombra, no sin reparar en el rico telónde fondo de humo de cigarros, vocesquedas procedentes de tres mesas debridge, y el nítido resonar de los dadossobre un tablero de backgammon que nose veía.

—Ah, ya ha llegado —comentó M alacercarse Bond. Hizo un gesto hacia lasilla que se encontraba ante él—.Déjeme acabar esto. Hace meses que

intento derrotar a ese tal Canfield. ¿Algode beber?

—No, gracias —respondió Bond.Se sentó, encendió un cigarrillo y

observó, divertido, la concentración queM ponía en aquel juego.

«El almirante sir M… M…: que esalguien en el Ministerio de Defensa.» Mtenía el mismo aspecto de cualquiera delos hombres que pertenecían a uno delos clubes de St. Jame's Street. Trajegris oscuro, cuello duro blanco, lapajarita negra con lunares blancospreferida por todos, con nudo bastanteflojo; el fino cordón negro de las gafasque M sólo parecía usar para leer el

menú, el perspicaz rostro de marino ylos agudos ojos límpidos de marino. Sehacía difícil creer que apenas una horaantes había estado jugando con un millónde piezas de ajedrez vivas contra losenemigos del Reino Unido; que estamisma noche podría haber sangre frescaen sus manos, o que pudiera serresponsable de un allanamientoconcluido con éxito, o tener elmonstruoso conocimiento de unrepugnante caso de chantaje.

¿Y qué podía pensar de él elobservador casual, del «capitán defragata James Bond, CMG[22],RNVR[23]», que también «era alguien en

el Ministerio de Defensa», el hombremoreno y melancólico de unos treinta ycinco años que estaba sentado ante elalmirante? Hay algo un poco frío ypeligroso en su rostro. Parece estar muyen forma. Podría haber sido adjunto deTempler en Malasia. O Nairobi.Trabajos relacionados con el MauMau[24]. El tipo parecía duro. No teníael aspecto de la clase de hombres quesuelen verse en el Blades.

Bond sabía que en él había algoextraño y poco inglés. Sabía queresultaba difícil inventar una tapaderapara él. Sobre todo en Inglaterra. Seencogió de hombros. Lo que importaba

era el extranjero. Nunca tendría quehacer un trabajo en el Reino Unido,fuera de la jurisdicción del ServicioSecreto. De todas formas, aquella nocheno necesitaba tapadera. Era una salidarecreativa.

M profirió un bufido y arrojó lascartas sobre la mesa. Bond recogió labaraja de forma automática y de formaigualmente automática las mezcló alestilo Scarne, uniendo las dos mitadescon el movimiento que las hacía bajarrápidamente y no permitía que las cartascayeran de la mesa. Emparejó los naipesy los apartó de sí.

M llamó a un camarero que pasaba

cerca.—Cartas de belote, por favor,

Tanner —pidió.El camarero se marchó para regresar

un instante después con dos barajasfinas. Les quitó el envoltorio y lascolocó sobre la mesa, con dosrotuladores. Luego se quedó de pie,esperando.

—Tráigame un whisky con soda —dijo M—. ¿Está seguro de que no quierebeber nada?

Bond consultó su reloj de pulsera.Eran las seis y media.

—¿Podría traerme un martini seco?—pidió—. Con vodka y una raja grande

de piel de limón.—Matarratas —fue el comentario de

M mientras el camarero se alejaba—.Ahora le ganaré sólo una o dos libras, yluego iremos a echar una mirada a laspartidas de bridge. Nuestro amigo no haaparecido aún.

Durante media hora se dedicaron aljuego en que el jugador experto puedeganar casi siempre, incluso cuando lascartas le son ligeramente desfavorables.Al final de la partida, Bond se echó areír y contó tres billetes de una libra.

—Uno de estos días voy a tomarmerealmente la molestia de aprender ajugar al belote —declaró—. Todavía no

he ganado una sola vez jugando conusted.

—Todo radica en la memoria y en elconocimiento de las probabilidades —explicó M con satisfacción. Se bebió elresto de su whisky con soda—. Vayamosa ver cómo van las partidas de bridge.Nuestro hombre está jugando en la mesade Basildon. Ha entrado hace unos diezminutos. Si detecta algo, simplementeasienta con la cabeza y bajaremos parahablar del asunto.

Se puso de pie y Bond lo imitó.El extremo más alejado de la sala

estaba comenzando a llenarse, y habíauna media docena de mesas donde se

desarrollaban partidas de bridge. En laredonda mesa de poker emplazada bajola araña de luces, había tres hombresque contaban fichas colocándolas encinco pilas, en espera de que llegarandos jugadores que faltaban. Laarriñonada mesa de bacarrá aún estabacubierta por una funda, y probablementecontinuaría así hasta después de la cena,cuando la usaran para la modalidad debacarrá denominada chemin-de-fer.

Bond siguió a M fuera del mirador,saboreando la escena que ofrecía lalarga sala, los oasis de luz verde, eltintineo de los vasos mientras loscamareros se movían entre las mesas, el

murmullo de las conversacionespunteado de repentinas exclamaciones ycálidas risas, la niebla de humo azuladoque se elevaba a través de las pantallasrojo oscuro de las lámparas quecolgaban en el centro de cada mesa. Supulso se aceleró con el aroma de todoaquello y sus fosas nasales se dilataronapenas mientras ambos avanzaban por lalarga sala para unirse a los demás.

M, con Bond tras él, vagabundeó conaire indiferente de una a otra mesa,intercambiando saludos con losjugadores, hasta que por fin llegaron a lasituada bajo el hermoso cuadro deLawrence pintado por Beau Brummel,

que colgaba sobre la ancha chimeneaAdam.

—Doblo, maldita sea —dijo lasonora y alegre voz del jugador queestaba de espaldas a Bond.

Bond se fijó con detalle en la cabezade espeso cabello rojizo, que era cuantopodía ver de quien hablaba, y luegodesvió los ojos a la izquierda paraposarlos sobre el concentrado perfil delord Basildon. El presidente del Bladesse hallaba retrepado en la silla y mirabacon aire crítico, bajando sólo los ojos,las cartas que sujetaba alejadas de sícomo si se tratara de un objeto raro.

—Mi mano es tan exquisita que me

veo obligado a redoblar, querido Drax—declaró. Luego miró a su pareja dejuego—. Tommy —añadió—, si estosale mal, cárgalo a mi cuenta.

—Tonterías —replicó el otro—.Será mejor que le dé a Drax un apoyo ensalto, Meyer…

—Tengo demasiado miedo —respondió el hombre de mediana edad yrostro enrojecido que jugaba comopareja de Drax—. Paso —declaró al fin,mientras recogía su cigarro del cenicerode bronce y se lo llevabacuidadosamente hacia la boca.

—Por mi parte, también paso —anunció la pareja de juego de Basildon.

—Y aquí pasamos —dijo la voz deDrax.

—Cinco tréboles redoblados —concluyó Basildon—. Usted sale,Meyer.

Bond miró por encima del hombrode Drax. Tenía un as de picas y un as decorazones. Los jugó los dos y ganóambas bazas, para salir luego con otronaipe de corazones que Basildon sellevó con el rey.

—Bueno —comentó Basildon—.Quedan cuatro triunfos contra mí,incluida la reina. Jugaré basándome enla suposición de que ésa la tiene Drax.

Hizo una finess contra Drax. Meyer

se llevó la baza con la reina.—¡Infiernos y condenación! —

maldijo Basildon—. ¿Qué hace la reinaen la mano de Meyer? Bueno, que measpen. De todas maneras, el resto esmío. —Dejó las cartas abiertas enabanico sobre la mesa. Miró a su parejade juego con aire defensivo.— ¿Puedessuperar eso, Tommy? Drax dobla y esMeyer quien tiene la reina… —concluyócon cierto tono de exasperación en la suvoz.

Drax rió entre dientes.—No esperaba que mi compañero

tuviera una carta superior a nueve,¿verdad? —le preguntó a Basildon con

tono alegre—. Bueno, eso es justocuatrocientos por encima de la línea.Usted reparte.

Cortó para que repartiera Basildon,y el juego prosiguió.

Así que en la mano anterior habíarepartido Drax. Eso podría serimportante. Bond encendió un cigarrilloy observó con aire reflexivo la parteposterior de la cabeza de Drax.

La voz de M interrumpió lospensamientos de Bond.

—Basil, ¿verdad que recuerdas a miamigo, el capitán de fragata Bond? Senos ocurrió venir esta noche y jugar unpoco al bridge.

Basildon alzó la cara hacia Bond yle sonrió.

—Buenas noches —dijo. Abarcócon un gesto de la mano, de izquierda aderecha, a los presentes en la mesa—.Meyer, Dangerfield, Drax. —Los treshombres alzaron brevemente la vista yBond los saludó en general con unainclinación de cabeza.— Todos ustedesconocen al almirante —añadió elpresidente, mientras comenzaba arepartir.

Drax se volvió a medias en su silla.—Ah, el almirante —dijo,

vocinglero—. Nos alegramos de tenerloa bordo, almirante. ¿Una copa?

—No, gracias —replicó M con unaleve sonrisa—. Acabo de tomar una.

Drax se volvió para mirar a Bond,quien captó la breve imagen de unpoblado bigote rojizo y unos ojos azulesbastante gélidos.

—¿Y usted? —inquirió Drax, contono ligero.

—Tampoco, gracias —replicóBond.

Drax se volvió de nuevo hacia lamesa y recogió sus cartas. Bond observócómo las ordenaban las grandes manostorpes.

Entonces se desplazó alrededor dela mesa, con un nuevo detalle sobre el

que meditar.Drax no había ordenado sus cartas

según los palos, como hacía la mayorparte de los jugadores, sino sólo engrupos de negras y rojas, sin ordennumérico, mientras hacía que su manofuese muy difícil de ver para losmirones, y al mismo tiempo resultasecasi imposible que uno de sus vecinos—en caso de que tendiese a conjeturarsegún la distribución de los naipes—pudiera saber qué tenía.

Por el modo de sujetar las cartas,Bond sabía qué jugadores eranrealmente cuidadosos.

Se situó junto a la chimenea. Sacó un

cigarrillo y lo encendió en la llama deun pequeño quemador de gas encerradoen una rejilla plateada —reliquia de lostiempos anteriores a las cerillas— quesobresalía de la pared, a su lado.

Desde donde estaba podía ver lascartas de Meyer y, desplazándose unpaso a la derecha, las de Basildon.Tenía una visión sin obstáculos de sirHugo Drax y lo inspeccionó con muchaatención mientras aparentaba interesarsesólo por el juego.

Drax daba la impresión de ser unpoco extravagante. Era físicamente alto—alrededor de un metro ochenta y cincode estatura, calculó Bond— y tenía unos

hombros excepcionalmente anchos. Lacabeza era grande y cuadrada, y losespesos cabellos rojizos estabanpeinados con raya en medio. A amboslados de la crencha, el cabello caía enuna curva hasta las sienes, con el objeto,supuso Bond, de ocultar la máximaextensión posible del tejido cutáneolustroso y arrugado que le cubría casitodo el flanco derecho de la cara. Otrosrastros de cirugía plástica podíandetectarse en la oreja derecha delhombre, que no era pareja perfecta de sucompañera del lado izquierdo, y en elojo derecho, que había sido un fracasoquirúrgico. Era considerablemente más

grande que el izquierdo debido a unacontracción de la piel injertada quehabían usado para reconstruirle lospárpados superior e inferior, y tenía unaspecto dolorosamente inyectado desangre. Bond dudaba que fuera capaz decerrarse del todo, y supuso que Drax selo cubriría con un parche para dormir.

Con el fin de ocultar todo lo posiblela fea piel tirante que cubría la mitad desu rostro, Drax se había dejado crecerun espeso bigote rojizo y llevaba laspatillas largas hasta el lóbulo de lasorejas. También tenía matas de pelo enlos pómulos.

El denso bigote tenía, además, otro

propósito. Contribuía a disimular unprognatismo natural de la mandíbulasuperior y el carácter claramenteprotrusivo de sus dientes. Bond se dijoque eso era probablemente debido a quede niño se había chupado el dedopulgar, lo cual había derivado en una feaseparación o diastema de lo que Bondhabía oído llamar, a todos los dentistas,«los incisivos». El bigote ayudaba adisimular esos «dientes de ogro», y sólocuando Drax profería su corta carcajadasonora, lo que hacía con frecuencia,podía verse dicha separación.

El efecto general del semblante —lamata de cabello castaño rojizo, la nariz

y la mandíbula poderosas, la piel rojiza— resultaba extravagante. A Bond lehizo pensar en el jefe de pista de uncirco. La contrastada agudeza y frialdaddel ojo izquierdo apoyaba el parecido.

Un patán vulgar, prepotente ybocazas. Ese habría sido su veredicto sino hubiera conocido algunas de lascapacidades de Drax. Dado que sabíaquién era, Bond se dijo que una buenaparte de aquel efecto podría deberse a laidea que Drax tenía del soldado de laúltima época de la regencia del príncipeJorge, el inofensivo disfraz de unhombre que tenía media cara destrozaday era un esnob.

Buscando más indicios, advirtió queDrax sudaba bastante. La noche no erabochornosa a pesar del ocasionaldestello de un relámpago en el exterior,y sin embargo Drax se enjugabaconstantemente la cara y el cuello con ungran pañuelo de hierbas. Fumaba sincesar; tras una docena de largaschupadas que aspiraba al máximo,aplastaba la colilla apretando el corchoen que remataban los cigarrillosVirginia y encendía otro, que sacaba deuna caja de cincuenta que llevaba en elbolsillo de la chaqueta. Sus grandesmanos, con el dorso cubierto de espesovello rojizo, estaban en movimiento

continuo: manoseaban las cartas,jugaban con el encendedor que seencontraba ante él, junto a una pitilleralisa de plata, retorcían un mechón decabellos de un lado de la cabeza,pasaban el pañuelo por la cara y elcuello… Ocasionalmente, se llevaba undedo a la boca con gesto compulsivo yse mordía la uña. Incluso desde dondese encontraba, Bond podía ver que teníatodas las uñas mordidas hasta dejar losdedos en carne viva.

Las manos en sí eran fuertes ycapaces, pero los pulgares tenían algoextraño que Bond necesitó un momentode análisis para identificar. Por último

se dio cuenta de que eran demasiadolargos y llegaban hasta la primerafalange del índice.

Concluyó su examen con las ropasde Drax, caras y de un gusto excelente:una chaqueta azul oscuro de franelaligera con rayas muy finas, cruzada ycon los puños vueltos; una camisa degruesa seda blanca con cuello rígido,una corbata discreta a diminutos cuadrosgrises y blancos, unos gemelos sobriosque parecían de Cartier y un reloj de orosin adornos marca Patek Philippe concorrea negra de cuero.

Bond encendió otro cigarrillo y seconcentró en la partida, dejando que su

inconsciente procesara los detallesreferentes al aspecto y los modales deDrax que le habían parecidosignificativos y que podrían ayudarle adilucidar el enigma de aquel supuestojuego tramposo, cuya naturaleza aúnestaba por descubrir.

Media hora después, las cartashabían completado el círculo.

—Me toca dar a mí —anunció Draxcon tono autoritario—. Vamos ganandoun juego cada uno y nosotros tenemosuna satisfactoria puntuación extra porencima de la línea. Vamos a ver, Max,trata esta vez de pillar un as, o mejor unpar. Estoy cansado de hacer yo todo el

trabajo. —Repartió las cartas condestreza y lentamente entre losjugadores, mientras mantenía un fuegocruzado de chanzas bastante toscas conellos.— La partida se está alargando —le comentó a M, que se encontrabasentado entre él y Basildon, fumando enpipa—. Lamento que los hayamosmantenido fuera durante tanto rato. ¿Quéle parece un reto después de la cena?Max y yo jugaremos contra usted y elcapitán de fragata como-se-llame.¿Cómo ha dicho que se llamaba? ¿Esbuen jugador?

—Bond —respondió M—. JamesBond. Sí, creo que nos gustaría mucho

jugar con ustedes. ¿Qué dice usted,James?

Los ojos de Bond estaban clavadosen la cabeza inclinada y las manos demovimientos lentos de Drax. ¡Sí, esoera! «Ya te he descubierto, bastardo.»Un «shiner». Un sencillo, maldito«shiner» que no tardaría ni cincominutos en ser descubierto en unapartida profesional. M vio el destello deseguridad en los ojos de Bond cuando sevolvieron hacia él desde el otro lado dela mesa.

—Perfecto —respondió Bond contono alegre—. No podría ser mejor.

Hizo un imperceptible gesto con la

cabeza.—¿Qué le parece si me enseña el

Libro de Apuestas antes de la cena?Siempre dice que es muy interesante.

M asintió.—Sí. Acompáñeme. —Se incorporó.

— Está en la oficina del secretario.Luego, Basildon podrá bajar, invitarnosa una copa y decirnos cómo ha acabadoesta lucha a muerte.

—Pidan lo que quieran —dijoBasildon, dirigiendo una penetrantemirada a M—. Bajaré en cuanto loshayamos desplumado.

—Alrededor de las nueve, entonces—comentó Drax, mirando de M a Bond

—. Enséñele la apuesta de la muchachadentro del globo. —Recogió sus cartas.— Parece que dispongo del dinero delcasino para jugar —comentó trasecharles una rápida mirada—. Tres sintriunfo —anunció, mientras dirigía unamirada triunfal a Basildon—. Meta esoen su pipa y fílmeselo.

Bond, que siguió a M fuera de lasala, no llegó a oír la respuesta deBasildon.

En silencio, bajaron al piso inferiory entraron en la oficina del secretario.La habitación estaba a oscuras. Mencendió la luz y fue a sentarse en lasilla giratoria que se hallaba ante un

escritorio en el que parecíadesarrollarse una gran actividad. Hizogirar la silla para encararse con Bond,que había ido a situarse junto a lachimenea apagada y sacaba uncigarrillo.

—¿Ha tenido suerte? —preguntó altiempo que alzaba la mirada hacia él.

—Sí —replicó Bond—. Desdeluego que hace trampas.

—Ah —dijo M sin denotar emoción—. ¿Cómo lo hace?

—Sólo cuando reparte él —explicóBond—. ¿Se ha fijado en la pitillera deplata que tiene delante, junto con elencendedor? Nunca saca de ella un

cigarrillo. No quiere empañarla conhuellas dactilares. Es de plata lisa y muypulida. Cuando reparte, queda casioculta por las cartas y por sus manazas.Y no aparta las manos de ella. Repartecuatro montones a poca distancia de sí.Cada carta se refleja en la superficie dela pitillera. Es tan buena como unespejo, aunque parece perfectamenteinocente colocada allí, sobre la mesa.Dado que es un empresario tan bueno, esnormal que tenga una memoria muybuena. ¿Recuerda que le hablé de los«shiners»? Bueno, eso no es más queuna versión de ellos. No es de extrañarque de vez en cuando haga esas finesses

milagrosas. Cuando dobló, lo tenía fácil.Sabía que su pareja de juego tenía lareina en reserva. Con sus dos ases,dobló sobre seguro. Durante el resto deltiempo su juego no se aparta delpromedio. Pero conocer todas las cartasuna mano de cada cuatro supone unagran ventaja. No resulta extraño quesiempre acabe ganando.

—Pero nadie se da cuenta de que lohace —protestó M.

—Es natural mantener la vista bajacuando uno está repartiendo —explicóBond—. Lo hace todo el mundo. Y éldisimula con un montón de bromas,muchas más de las que hace cuando

reparte otro jugador. Supongo que tieneuna visión periférica muy buena, eso enlo que nos califican tan alto cuandohacemos el examen médico para entraren el Servicio. Un ángulo de visión muyamplio.

La puerta se abrió y entró Basildon.Estaba colérico. Cerró la puerta tras desí.

—¡Esa maldita apertura obstructivade Drax! —estalló—. Tommy y yopodríamos haber hecho cuatro corazonessi hubiésemos conseguido declarar.Entre los dos, ellos tenían el as decorazones, seis bazas de trébol, el as yel rey de diamantes, y una sola carta de

afloje en picas. Pues hicieron nuevebazas seguidas. No puedo imaginarcómo tuvo el rostro de abrir con tres sintriunfo. —Se calmó un poco.— Y bien,Miles —dijo—, ¿tiene tu amigo larespuesta?

M hizo un gesto hacia Bond, quienrepitió lo que había explicado antes.

El rostro de lord Basildon ibareflejando cada vez más enojo a medidaque Bond hablaba.

—¡Condenado elemento! —estallócuando Bond hubo acabado—. ¿Por quédemonios tiene que hacer eso? Malditomillonario. Está forrado de dinero.Bonito escándalo se nos viene encima.

No tendré más remedio que informar ala junta… No habíamos tenido un casode trampas en el juego desde la guerradel catorce al dieciocho. —Se paseabaarriba y abajo por la sala. El club quedórápidamente olvidado cuando recordó laimportancia del propio Drax.— Y dicenque ese cohete suyo va a estar listodentro de poco. Viene por aquí sólo unao dos veces a la semana para distraerseun rato. ¡Diablos, ese hombre es unhéroe público! Esto es terrible.

El enojo de Basildon se enfrió hastacongelarse cuando pensó en suresponsabilidad. Recurrió a M en buscade ayuda.

—Dime, Miles, ¿qué tengo quehacer? Ha ganado miles de libras en esteclub, que otros han perdido. Esta noche,por ejemplo. Mis pérdidas carecen deimportancia, por supuesto. Pero, ¿quéme dices de Dangerfield? He sabido queúltimamente ha pasado una mala rachaen la bolsa de valores. No veo el modode evitar decírselo a la junta. No puedoeludirlo, con independencia de quién seaDrax. Y ya sabes lo que significará eso.Hay diez miembros en la junta. Esinevitable que se produzcan filtraciones.Y luego, piensa en el escándalo. Me handicho que el Moonraker no puedeexistir sin Drax, y los periódicos dicen

que todo el futuro del país depende deese trasto. Este es un asuntocondenadamente serio. —Guardósilencio y les lanzó una esperanzadamirada a M y luego a Bond.— ¿Hayalguna alternativa?

Bond aplastó la colilla delcigarrillo.

—Podrían parársele los pies —replicó con voz queda—. Es decir —añadió con una leve sonrisa—, si austed no le importa que le pague con lamisma moneda.

—Haga lo que le dé la condenadagana —respondió Basildon condecisión. Ante la afirmación de Bond, la

esperanza había aflorado a sus ojos—.¿En qué está pensando?

—Bueno —respondió el interpelado—, puedo demostrarle que lo hedescubierto, y al mismo tiempodesplumarlo con su mismo juego. Porsupuesto, Meyer saldrá malparado delproceso. Podría perder muchísimodinero como compañero de Drax. ¿Seríamalo, eso?

—Le estará bien empleado —dijoBasildon, aliviado y dispuesto a aceptarcualquier solución—. Ha estadocabalgando a lomos de Drax. Ha ganadomuchísimo dinero jugando como sucompañero. ¿No pensará que…?

—No —le tranquilizó Bond—.Estoy seguro de que no sabe qué estásucediendo. Aunque algunas de lasdeclaraciones de Drax deben deresultarle asombrosas. Bueno —sevolvió a mirar a M—, ¿a usted le parecebien, señor?

M reflexionó. Miró a Basildon. Nocabía duda de cuál era su punto de vista.

Volvió los ojos hacia Bond.—De acuerdo —concedió—. Lo que

ha de ser, sea. No me gusta la idea, peroentiendo la posición de Basildon.Mientras pueda conseguirlo y —sonrió— siempre y cuando no pretenda que yoescamotee cartas o algo así. No tengo

talento para esas cosas.—No —respondió Bond. Se metió

las manos en los bolsillos y tocó los dospañuelos de seda—. Y creo quefuncionará. Lo único que necesito es unpar de barajas usadas, una de cadacolor, y estar diez minutos a solas enesta oficina.

Capítulo 5Cena en el "Blades"

Eran las ocho en punto cuando Bondsiguió a M a través de las altas puertasque estaban al otro lado del hueco de laescalera respecto a la sala de juego ydaban paso al hermoso comedor blancoy dorado, estilo Regencia, del Blades.

M decidió ignorar la llamada deBasildon, quien presidía la gran mesacentral donde aún quedaban dosespacios libres. Atravesó la estanciacon decisión hacia la última de unahilera de seis mesas más pequeñas, hizo

un gesto a Bond para que se sentara enla cómoda silla de brazos encaradahacia la sala, y él ocupó la que quedabaa la izquierda de su invitado, de modoque daba la espalda a los comensales.

El jefe de camareros ya seencontraba detrás de la silla de Bond.Depositó la carta junto a su plato y leentregó otra a M. Había mucha letraimpresa debajo de la palabra «Blades»,escrita con delicadas letras doradas enla parte superior de la cartulina.

—No se moleste en leer todo eso —le advirtió M—, a menos que no tenga niidea de lo que quiere. Una de lasprimeras reglas que se dictaron en el

club, y una de las mejores, fue la de quetodo miembro podría pedir cualquierplato, barato o caro, pero tendría quepagarlo. Lo mismo vale hoy en día, sóloque existe la posibilidad de que uno notenga que pagarlo. Simplemente, pida loque le apetezca. —Miró al jefe decamareros.— ¿Queda todavía caviar deBeluga, Porterfield?

—Sí, señor. Nos sirvieron otropedido la semana pasada.

—Bueno —dijo M—. A mí tráigamecaviar, ríñones picantes y una loncha desu excelente panceta. Con guisantes ypatatas nuevas. Fresones en aguardientede cerezas. ¿Qué quiere usted, James?

—Soy un maníaco del salmónahumado realmente bueno —respondióBond. Luego señaló la carta—. Chuletasde cordero con las misma guanición deverduras que usted, dado que estamos enmayo. Los espárragos con salsabearnesa me parecen maravillosos. Yquizá un trozo de piña —concluyó, traslo cual se retrepó en la silla y apartó lacarta de sí.

—Demos gracias a Dios por loshombres que saben decidirse —comentóM, y alzó la mirada hacia el jefe decamareros—. ¿Tiene todo eso,Porterfield?

—Sí, señor. —El hombre sonrió.—

¿Le apetecería un hueso de tuétanodespués de los fresones, señor? Hoy nosha llegado media docena del campo, yhe guardado uno especialmente por sivenía usted.

—Por supuesto. Ya sabe que nopuedo resistirme a eso. Es perjudicialpara mí, pero no puede evitarse. A saberlo que estoy celebrando esta noche, perono lo hago a menudo. Pídale a Grimleyque venga por aquí, ¿quiere?

—Ya está aquí, señor —respondióel jefe de camareros al tiempo que cedíael paso al sumiller.

—Ah, Grimley, tráigame un vodka,por favor. —Se volvió a mirar a Bond.

— No es el que tomó usted antes en elmartini seco. Éste es un Wolfschmidt deRiga, de antes de la guerra. ¿Leapetecería una copa con el salmónahumado?

—Mucho —replicó Bond.—¿Y luego? —inquirió M—.

¿Champagne? Yo voy a pedir mediabotella de rosado. El Mouton Rothschilddel treinta y cuatro, por favor, Grimley.Pero no se guíe por lo que yo pido,James. Soy un hombre viejo. Elchampagne no me sienta bien. Tenemosalgunos buenos, ¿no es cierto, Grimley?Me temo que no hay de ése del que ustedhabla siempre, James. No es frecuente

en Inglaterra. Se llama Taittinger, ¿no esasí?

Bond sonrió ante la buena memoriade M.

—Sí —asintió—, pero no es másque un capricho mío. De hecho, porvarias razones, creo que esta noche meapetece beber champagne. Tal vez seamejor que lo deje en manos de Grimley.

El sumiller sonrió complacido.—Si me permite la sugerencia,

señor, le propongo el Dom Perignon delcuarenta y seis. Tengo entendido queFrancia sólo lo vende a cambio dedólares, señor, así que no se encuentra amenudo en Londres. Creo que fue un

regalo que nos hizo el club Regency deNueva York, señor. En este momentotengo algunas botellas en hielo. Es elpreferido del presidente del club, y medijo que lo tuviera a punto cada nochepor si lo necesitaba.

Bond asintió con una sonrisa.—Sea, Grimley —respondió M—.

El Dom Perignon. Tráigalo cuanto antes,¿quiere?

Apareció una camarera que depositósobre la mesa dos bandejas de tostadasrecién hechas, y otra más pequeña, deplata, con mantequilla Jersey. Alinclinarse sobre la mesa, su falda negrarozó un brazo de Bond, quien alzó la

mirada hacia dos impertinentes ojoschispeantes coronados por un flequillode suave cabello. Los ojos lesostuvieron la mirada durante unafracción de segundo, y luego la joven semarchó apresuradamente. Los ojos deBond siguieron al ancho lazo atado en lacintura y al cuello y los puñosalmidonados del uniforme mientras ellase alejaba por el largo salón. Sus ojosse entrecerraron. Recordó un local deParís, antes de la guerra, donde lasmuchachas iban vestidas con la mismaexcitante severidad. Hasta que sevolvían y mostraban la espalda.

Sonrió para sí. La ley Marthe

Richards había cambiado todo eso.M dejó de estudiar a los vecinos que

se encontraban detrás de él y se volvióde cara a Bond.

—¿Por qué se ha mostrado tancríptico respecto a beber champagne?

—Bueno, si no le importa, señor —explicó Bond—, esta noche deboachisparme un poco. Tengo que parecermuy borracho cuando llegue el momento.No es algo demasiado fácil derepresentar a menos que uno lo haga conuna buena dosis de convicción. Esperoque no se preocupe si más tarde doy laimpresión de perder la compostura.

M se encogió de hombros.

—Usted tiene el aguante de una roca,James —replicó—. Beba todo lo quiera,si eso le va a ayudar. Ah, aquí tenemosel vodka.

Cuando M le sirvió tres dedos de lagarrafa escarchada, Bond cogió unapizca de pimienta negra y la espolvoreósobre el líquido. La pimienta se posólentamente en el fondo del vaso, salvounos pocos granos que quedaron en lasuperficie; los recogió haciendo que seadhirieran a la punta de su dedo. Acontinuación se bebió el licor de untrago, hasta el fondo de la garganta, ydepositó el vaso, con los restos de lapimienta en el fondo, sobre la mesa.

M le dirigió una miradairónicamente interrogativa.

—Es un truco que me enseñaron losrusos cuando usted me envió comoagregado de la embajada en Moscú —sedisculpó Bond—. A menudo hay alcoholamílico en la superficie de este licor, oal menos solía haberlo cuando estabamal destilado. Es venenoso. En Rusia,donde se vende mucho licor caserohecho en bañeras, es una costumbreespolvorearlo con un poco de pimientacuando está en el vaso. La pimienta selleva el alcohol amílico al fondo. Elsabor llegó a gustarme y se convirtió enun hábito. Pero, claro, no debería haber

insultado al Wolfschmidt del club —añadió con una sonrisa.

M gruñó.—Mientras no espolvoree con

pimienta el champagne favorito deBasildon… —masculló secamente.

Se oyó una áspera carcajadaprocedente de una mesa del otro extremodel comedor. M echó una ojeada porencima del hombro y luego volvió a sucaviar.

—¿Qué piensa de ese hombre, Drax?—preguntó a través de un bocado detostada con mantequilla.

Bond se sirvió otra loncha desalmón ahumado de la bandeja de plata

que había a su lado. Tenía la delicadatextura glutinosa que sólo conseguían loscuradores de las Highland, muydiferente de los productos resecos deEscandinavia. Enrolló en forma decilindro una rebanada de pan conmantequilla tan fina como una oblea, y lacontempló con aire pensativo.

—Sus modales no pueden gustarlemucho a nadie. Al principio mesorprendió bastante que lo toleraran eneste club. —Dirigió una breve mirada aM, el cual se encogió de hombros—Pero de todas formas eso no es asuntomío, y los clubes serían muy aburridossin la animación que les confieren los

excéntricos. En cualquier caso es unhéroe nacional y un millonario, yobviamente es un jugador de cartascorrecto. Quiero decir, cuando nocontribuye a inclinar las probabilidadesa su favor —añadió—. Aunque por loque he visto, es el tipo de hombre quesiempre imaginé que era. Vigoroso,implacable y astuto. Tiene muchasagallas. No me sorprende que hayaconseguido llegar donde está. Lo que nocomprendo es por qué se arriesga tanalegremente a echarlo todo por la borda.Esas trampas con las cartas…Realmente, resulta algo increíble. ¿Quéestá intentando demostrar con eso? ¿Que

puede vencer en todo a todo el mundo?Parece enfocar con una enorme pasiónlas partidas de cartas, como si no fuesenun juego en lo más mínimo, sino algo asícomo una prueba de fortaleza. Basta conmirarle las uñas. Se las muerde hastaque están en carne viva. Y sudademasiado. En su interior hay muchísimatensión. La libera con esas horriblesbromas que hace. Son crueles. No hay enellas el menor atisbo de delicadeza.Parece como si quisiera aplastar aBasildon como una mosca. Espero sercapaz de controlar mi temperamento.Ese rasgo suyo es bastante irritante.Incluso a su compañero de partida lo

trata como si fuera una porquería. No meha fastidiado especialmente, pero no meimportaría darle un buen picotazo estanoche. —Sonrió a M.— Si viene acuento, claro.

—Ya sé a qué se refiere —respondió M—. Pero es posible que estésiendo un poco duro con ese hombre. Afin de cuentas, hay que pensar que hay unlargo camino entre los muelles deLiverpool, o del sitio del que proceda,hasta su posición actual. Y es una deesas personas que nacen groseras. Notiene nada que ver con el esnobismo.Supongo que sus compañeros deLiverpool lo encontraban tan bocazas

como los miembros del Blades. Por loque se refiere a las trampas, es probableque tenga una vena de fullero. Yo diríaque usó muchos atajos cuando ibaascendiendo. Alguien dijo que parahacerse muy rico hay que contar con unacombinación de circunstancias notablesy una racha de suerte sin interrupciones.Ciertamente, las cualidades de laspersonas no son lo único que las hacericas. Al menos, según mi experiencia.Al principio, para reunir las primerasdiez mil, o las primeras cien mil libras,las cosas tienen que ir condenadamentebien. Y en el negocio de las mercancías,después de la guerra, con tantas

regulaciones y restricciones, supongoque a menudo era cuestión de saberdeslizar mil libras en el bolsillocorrecto. El de los funcionarios. Esosque sólo entienden de sumas,divisiones… y silencio. Son los queresultan útiles.

M guardó silencio mientras lesservían el segundo plato. Con él llegó elchampagne en un cubo plateado conhielo y el pequeño cesto de mimbre quecontenía la media botella de rosado paraM.

El sumiller aguardó hasta quehubieron emitido una opinión favorablesobre las bebidas, y se marchó. Cuando

se alejaba, un botones se acercó a lamesa.

—¿Capitán de fragata Bond? —inquirió.

Bond cogió el sobre que le tendía ylo abrió. De su interior sacó unpaquetito de papel fino y lo desplegócon cuidado debajo de la mesa.Contenía un polvo blanco. Cogió elcuchillo de plata para fruta e introdujola punta dentro del polvo, de modo quela mitad de su contenido quedó en elcuchillo. Luego lo alargó hacia la copade champagne y vertió el polvo en ella.

—¿Y ahora, qué? —preguntó M, conun deje de impaciencia en la voz.

En la expresión de Bond no sepercibía disculpa ninguna. No era Mquien tendría que hacer el trabajoaquella noche, y él sabía muy bien loque se hacía. Siempre que le aguardabaun trabajo, se tomaba infinitas molestiaspor anticipado y dejaba la menorcantidad posible de factores al azar o lacasualidad. Si luego algo salía mal, sedebería a lo imprevisible. Por eso noaceptaba responsabilidad ninguna.

—Bencedrina —explicó—. Antes dela cena he telefoneado a mi secretaria yle he pedido que cogiera un poco de laenfermería del cuartel general. Es lo quenecesito si quiero tener todos los

sentidos alerta esta noche. Tiende ahacer que uno se sienta un poquitínconfiado en exceso, pero eso tienearreglo. —Removió el champagne conun trozo de tostada, de modo que elpolvo se arremolinó entre las burbujas.Luego se bebió la mezcla de un solotrago.— No sabe a nada —dijo—, y elchampagne es excelente.

M le dedicó una sonrisa indulgente.—Es su problema —concluyó—. Y

ahora, será mejor que continuemos conla cena. ¿Qué tal estaban las chuletas?

—Soberbias —respondió Bond—.Se podían cortar con el tenedor. Lacocina inglesa es la mejor del mundo…

sobre todo en esta época del año. Porcierto, ¿con qué apuestas se jugará estanoche? No me importa demasiado.Nosotros deberíamos acabar ganando.Pero me gustaría saber cuánto le va acostar a Drax.

—A él le gusta jugar según lo que élllama «uno y uno» —respondió M,mientras se servía las fresas queacababan de llegar a la mesa—. Es unaapuesta que parece modesta si no sesabe lo que significa. De hecho, es a unbillete de diez libras los cien puntos, esdecir, la vuelta, y a un centenar de librasla partida.

—Ah —dijo Bond con respeto—.

Ya veo.—Pero le da igual jugar por dos y

dos o por tres y tres. Asciende segúnesas cifras. La partida media en elBlades es de alrededor de diez vueltas.Eso significa doscientas libras a uno yuno. Y aquí el bridge da para grandespartidas. No existen convenciones, demodo que hay muchas apuestas y faroles.A veces se parece mucho al poker. Losjugadores son muy dispares. Algunos deellos son los mejores del país y otrosson terriblemente temerarios. Parece noimportarles cuánto pierdan. El generalBealey, que está justo detrás de nosotros—especificó, mientras hacía un gesto

con una mano—, no diferencia las rojasde las negras. Casi siempre pierde unoscuantos centenares al final de la semana.No parece importarle. Tiene problemasde corazón. Nadie depende de él. Ganóverdaderas fortunas con el yute. Encambio, Duff Sutherland, el hombrecillode aspecto desaliñado que está al ladodel presidente, es un depredadorabsoluto. Saca regularmente diez mil alaño del club. Es un tipo agradable.Tiene unos maravillosos modales dejugador. Antes jugaba al ajedrez comorepresentante de Inglaterra.

M se vio interrumpido por la llegadade su hueso de tuétano. Estaba colocado

verticalmente sobre una inmaculadaservilleta de puntilla sobre una bandejade plata. A su lado había una paletaespecial para el caso.

Después de los espárragos, a Bondle quedaba poco apetito para las finasrodajas de piña. Vació lo que quedabade la botella de champagne heladodentro de su copa. Se sentía demaravilla. Los efectos de la bencedrinay el champagne habían debilitado concreces el esplendor de la comida.Apartó por primera vez suspensamientos de la cena y de laconversación con M, y recorrió elcomedor con los ojos.

Era una escena deslumbrante. Habíaquizá unos cincuenta hombres en la sala,la mayoría con esmoquin, todoscómodos con ellos mismos y su entorno,todos estimulados por la comida y labebida excelentes, todos animados porun interés común: la perspectiva de lasapuestas altas, del gran slam, del mejorbote, de que salieran los dados clave enuna partida de 64 en el backgammon.Puede que hubiera tramposos o posiblestramposos entre ellos, hombres quemaltrataran a su esposa, hombres coninstintos perversos, hombres codiciosos,hombres cobardes, hombres mentirosos;pero la elegancia de la sala los investía

a todos con una especie de aristocracia.En el otro extremo, por encima de la

mesa del bufet frío repleta de langostas,pasteles, carnes y delicias de gelatinasalada, el retrato inacabado por Romneyde la señora Fitzherbert, de tamañonatural, miraba con ojos provocativoshacia el Jeu de Cartes, de Fragonard, elgran cuadro de género que cubría lamitad de la pared opuesta, sobre lachimenea Adam. A lo largo de lasparedes laterales, en el centro de cadapanel de madera con bordes dorados,había uno de los raros grabados del clubHell-Fire, en los cuales cada figurarepresentada esboza un gesto de

significado escatológico o mágico. En loalto, uniendo las paredes con el techo,había un friso de escayola de urnas yfestones de flores tallados en relieve,interrumpido a intervalos por loscapiteles de las pilastras estriadas queenmarcaban las ventanas y las altaspuertas dobles, estas últimasdelicadamente talladas con un diseñoque presentaba la rosa de los Tudorentretejida con una cinta.

La araña de luces central, unacascada de lágrimas de cristalrematadas por anchas cestas de cuentasde cuarzo, destellaba cálidamente sobrelos manteles de damasco y los servicios

de plata estilo Jorge IV. Abajo, en elcentro de cada mesa, los candelabros detres brazos difundían la dorada luz desus velas, cada una de ellas protegidapor una pantalla de seda roja, de modoque los rostros de los comensalesbrillaban con una calidez jovial quedisimulaba la ocasional mirada gélidade unos ojos o el mohín cruel de unaboca.

Mientras Bond absorbía la cálidaelegancia de la escena, algunos gruposcomenzaron a separarse. Se produjo unmovimiento hacia las puertas,acompañado del intercambio de retos,apuestas adicionales y exhortaciones a

que los rezagados se apresuraran ypusieran manos a la obra. Sir HugoDrax, con su velludo rostro arreboladobrillante de expectación, se encaminóhacia ellos, seguido de Meyer.

—Bueno, caballeros —dijo con tonojovial al llegar a la mesa—, ¿están loscorderos preparados para la matanza ylos gansos listos para el desplume? —Sonrió y, con gesto muy gráfico, se pasóun dedo por la garganta.— Nosadelantaremos para colocar el hacha enla cesta. ¿Ya han hecho testamento?

—Estaremos con ustedes dentro deun momento —respondió M conevidente irritación—. Vayan pasando y

empiecen a marcar las cartas.Drax se echó a reír.—No necesitaremos ninguna ayuda

artificial —declaró—. No tarden mucho.Dio media vuelta y se encaminó

hacia la puerta. Meyer les dedicó unasonrisa incierta y lo siguió.

M profirió un gruñido.—Tomaremos el café y el coñac en

la sala de juego —le dijo a Bond—.Aquí no se puede fumar. Bueno, ¿algúnplan de última hora?

—Tengo que engordarlo para lamatanza, así que, por favor, no sepreocupe si parece que me estoyemborrachando —le advirtió Bond—.

Sólo tendremos que limitarnos a jugarnormalmente hasta que llegue elmomento. Cuando le toque repartir a él,deberemos tener cuidado. Por supuesto,no puede alterar las cartas, y no existeninguna razón para que no pueda darnosuna buena mano, pero será inevitableque consiga algunos golpes notables.¿Le importa que me siente a la izquierdade Drax?

—No —replicó M—. ¿Algo más?Bond pensó por un momento.—Sólo una cosa, señor —respondió

—. Cuando llegue el momento, mesacaré un pañuelo blanco del bolsillo dela chaqueta. Eso significará que usted

está a punto de recibir una mano en laque no hay ninguna carta superior anueve. ¿Querrá dejar entonces ladeclaración de esa mano a mi cargo?

Capítulo 6Cartas con un extraño

Drax y Meyer estaban esperándolos. Seencontraban retrepados en las sillasfumando cigarros Cabinet Havana.

En las pequeñas mesas que teníanjunto a sí, había café y grandes copasbalón de coñac. Cuando M y Bond seacercaron, Drax estaba rompiendo elenvoltorio de papel de una baraja nueva.La otra estaba abierta en abanico sobreel tapete verde, ante él.

—Ah, aquí están —dijo Drax.Se inclinó, hizo un corte y mostró la

carta. Los demás lo imitaron. Drax ganópor corte y eligió quedarse donde estabay jugar con la baraja roja.

Bond se sentó a la izquierda deDrax.

M llamó a un camarero que pasaba.—Café y el coñac del club —pidió.Luego sacó un cigarro fino y le

ofreció otro a Bond, que aceptó. Acontinuación cogió la baraja roja ycomenzó a mezclarla.

—¿Apuestas? —preguntó Drax,mirando a M—. ¿Uno y uno? ¿O más?No me importa acomodarme a susdeseos hasta cinco y cinco.

—Uno y uno será suficiente para mí

—respondió M—. ¿James?…Drax intervino.—Supongo que su invitado sabe

dónde va a meterse, ¿no? —preguntócon mordacidad.

Bond respondió por M.—Sí —fue su breve réplica. Le

sonrió a Drax—. Y esta noche me sientobastante generoso. ¿Cuánto le gustaríaganarme?

—Hasta el último penique que tenga—anunció Drax con tono alegre—.¿Cuánto puede permitirse?

—Ya le avisaré cuando se acabe —le aseguró Bond. De pronto, decidió serimplacable—. Dice usted que su límite

es cinco y cinco. Bien, apostemos eso.Casi antes de que las palabras

salieran de su boca, se arrepintió depronunciarlas. ¡Cincuenta libras los cienpuntos! ¡Quinientas libras de apuestasadicionales! Cuatro partidas malassupondrían perder el doble de susingresos anuales. Si algo salía mal,quedaría como un estúpido consumado.Tendría que pedirle prestado a M, y ésteno era un hombre particularmente rico.De pronto se dio cuenta de que aquelridículo juego podía acabarconvirtiéndose en un lío muy feo.Percibió el cosquilleo del sudor en lafrente. La condenada bencedrina. ¡Y que

precisamente él hubiera picado ante unbastardo bocazas vocinglero comoDrax! Y ni siquiera estaba trabajando.Toda la velada era algo así como unapantomima social que para élsignificaba menos que nada. Incluso Mse había visto metido en aquello porcasualidad. Y de repente, él se dejabaarrastrar a un duelo con aquelmultimillonario, a apostar literalmentetodo su peculio, por la sencilla razón deque el tipo tenía unos modales quedaban asco y quería darle una lección.¿Y suponiendo que la lección no salierabien? Se maldijo por aquel impulso quehabría parecido impensable en un

momento anterior del día. ¡Elchampagne y la bencedrina! Nunca más.

Drax lo contemplaba con sarcásticaincredulidad. Se volvió a mirar a M, quecontinuaba barajando condespreocupación.

—Supongo que su invitado mantienesus compromisos —comentó. Aquelloera imperdonable.

Bond vio cómo la sangre ascendíapor el cuello hasta el rostro de M. Éstedejó de mezclar por un instante. Cuandovolvió a moverse, Bond advirtió quetenía las manos muy firmes. M alzó lavista y se quitó el cigarro con gesto muydeliberado de entre los dientes. Habló

con una voz completamente controlada.—Si lo que pregunta es si «yo

mantengo los compromisos de misinvitados» —replicó con calma—, larespuesta es sí.

Cortó la baraja para Drax con lamano izquierda y con la derecha le diounos golpecitos al cigarro paradesprenderle la ceniza, que cayó en elcenicero de cobre que había en unextremo de la mesa. Bond oyó el débilsiseo de la ceniza caliente al tocar elagua.

Drax miró a M de reojo. Cogió lascartas.

—Por supuesto, por supuesto —se

apresuró a intervenir—. No queríadecir… —Dejó la frase sin acabar y sevolvió hacia Bond.— Muy bien, pues —declaró, mirándolo con bastantecuriosidad—. Que sean cinco y cinco.

»Meyer —dijo al tiempo que mirabaa su compañero—, ¿cuánto quieresapostar tú? Puedes superar con seis yseis.

—Uno y uno es suficiente para mí,Hugger —replicó Meyer con tono dedisculpa—. A menos que tú quieras queapueste algo más —añadió, mirando asu compañero con ansiedad.

—Por supuesto que no —replicóDrax—. A mi me gusta jugar fuerte.

Generalmente nunca tengo suficiente.Muy bien —anunció mientrascomenzaba a repartir—, allá vamos.

Y de repente, a Bond no le importóhaber apostado tanto. De pronto, loúnico que quería era darle a aquelpeludo simio la lección de su vida,causarle una conmoción que le hicierarecordar esta noche durante el resto desus días, recordar a Bond, recordar a M,recordar la última ocasión que tendríade hacer trampas en el Blades, recordarla hora que era, el tiempo que hacíaafuera, lo que había tomado para cenar.

A pesar de toda su importancia,Bond había olvidado el Moonraker.

Aquello era un asunto personal entre doshombres.

Mientras observaba la mirada deDrax hacia la pitillera que estaba entresus manos y sentía cómo la fría memoriaretenía los valores de las cartas amedida que pasaban por encima de laplateada superficie, Bond despejó sumente de cualquier pesar, se absolvió así mismo de toda culpa por lo quepudiera suceder y centró la atención enel juego. Se sentó más cómodamente enla silla y descansó las manos en losposabrazos acolchados. Luego se quitóel fino cigarro de entre los dientes, lodejó en el bruñido borde del cenicero de

cobre que tenía al lado y cogió la tazade café. Era muy fuerte. Vació la taza ycogió la copa balón con su generosaración de pálido coñac. Mientras loprobaba, y luego paladeaba un sorbomayor, miró a M por encima del bordede la copa. M posó sus ojos en los de ély sonrió ligeramente.

—Espero que le guste —comentó—.Procede de una de las haciendas quetiene la familia Rothschild en Cognac.Hace unos cien años, un miembro de lafamilia nos legó un barril anual enperpetuidad. Durante la guerra,escondieron cada año el barril que nosestaba asignado, y en 1945 nos enviaron

todo el lote. Desde entonces, hemosestado bebiendo copas dobles. Bueno —agregó, mientras recogía sus cartas—,ahora tendremos que concentrarnos.

Bond recogió las suyas. Era unamano promedio. Apenas dos bazas ymedia rápidas, con los palosdistribuidos equitativamente. Cogió sucigarro, lo chupó por última vez y luegolo apagó en el cenicero.

—Tres tréboles —dijo Drax.Bond pasó.Cuatro tréboles de Meyer.M pasó.«Hum —se dijo Bond—, esta vez no

le han tocado del todo las cartas para un

anuncio a nivel de manga. Anuncioobstructivo: sabe que su compañerolleva juego para darle un apoyo simple.Puede que M tenga un anuncio bueno.Podríamos tener todos los corazonesentre los dos, por ejemplo. Pero M noconseguirá anunciar. Presumiblementeharán cuatro tréboles.»

Y los hicieron, con la ayuda de unafiness a Bond. Resultó que M no teníaningún corazón, pero sí palo largo dediamantes, del que faltaba sólo el rey,que estaba en la mano de Meyer y habríasido capturado. Drax no tenía ni conmucho un palo lo bastante largo para unadeclaración de tres. Meyer llevaba el

resto de los tréboles.«De todas formas —pensó mientras

repartía la mano siguiente—, hemostenido suerte de escapar sin un anuncio anivel de manga.»

Su buena suerte continuó. Bondabrió con uno sin triunfo, que M aumentóhasta tres, y lo consiguieron con unabaza de más. Cuando repartió Meyer,bajaron a cinco diamantes, pero a lamano siguiente M abrió con cuatropicas, y los tres triunfos bajos de Bond yun rey y una reina de la defensa fue todolo que M necesitó para cumplir elcontrato.

La primera partida a favor de M y

Bond. Drax parecía molesto. Habíaperdido novecientas libras en la partiday las cartas parecían estar contra él.

—¿Continuamos sin más? —preguntó—. No tiene sentido cortar paradecidir quién reparte.

Le sonrió a Bond. En la mente deuno y otro había el mismo pensamiento.Así que Drax no quería perder el turnode dar cartas. Bond se encogió dehombros.

—No tengo objeción —accedió M—. Estas posiciones parecen irnos demaravilla a nosotros.

—Hasta ahora —precisó Drax, conaspecto algo más alegre.

Y con razón. En la mano siguiente, ély Meyer cerraron el contrato e hicieronun pequeño slam de picas que requiriódos espeluznantes finesses, ambasrealizadas a la perfección por Drax,después de una buena cantidad depantomimas, tosecillas y carraspeos,además de sonoros comentarios acercade su buena suerte.

—¡Hugger, eres maravilloso! —declaró Meyer, servil—. ¿Cómodemonios lo haces?

Bond creyó que ya era hora desembrar una semillita.

—Memoria —dijo.Drax se volvió bruscamente a

mirarlo.—¿Qué quiere decir con eso de

memoria? —preguntó—. ¿Qué tiene quever eso con tomar una finess?

—Iba a añadir: «y sentido de lascartas» —replicó Bond, afable—. Sonlas dos cualidades de los grandesjugadores de cartas.

—Ah —dijo Drax con lentitud—. Sí,ya veo.

Cortó las cartas para Bond, ymientras éste repartía podía sentir losojos del otro hombre que lo examinabancon atención.

La partida continuó sin

interrupciones. Las cartas se negaban aponerse emocionantes, y nadie parecíadecidirse a correr riesgos. M dobló aMeyer en una incauta oferta de cuatropicas, y lo pilló vulnerable en dos bazasde menos, pero a la mano siguiente Draxacabó con un contrato de tres sin triunfo.Bond perdió todas las ganancias de laprimera partida, y un poco más.

—¿Alguien quiere una copa? —preguntó M mientras cortaba las cartaspara que repartiera Drax al comenzar latercera partida—. ¿Un poco más dechampagne, James? La segunda botellasiempre sabe mejor.

—Sí, me encantaría —respondió

Bond.Llegó el camarero. Los demás

pidieron whisky con soda.Drax se volvió a mirar a Bond.—Esta partida necesita un poco de

animación. Le apuesto cien a queganamos esta mano.

Había acabado de repartir y lascartas se apilaban en montones perfectossobre la mesa.

Bond lo miró. El ojo lesionado locontemplaba con roja ferocidad. El otroera frío, duro y desdeñoso. Había gotasde sudor a ambos lados de la nariz,grande y ganchuda.

Bond se preguntó si le estaba

lanzando un anzuelo para ver sisospechaba del que había repartido lascartas. Decidió dejar al hombre con laduda. Eran cien libras tiradas a labasura, pero eso le daría una excusapara subir las apuestas más tarde.

—¿Habiendo dado usted? —preguntó con una sonrisa—. Bueno… —Sopesó unas probabilidadesimaginarias.— Sí. De acuerdo. —Pareció ocurrírsele una idea.— Y lomismo para la mano siguiente, si quiere—añadió.

—De acuerdo, de acuerdo —respondió Drax con impaciencia—. Siquiere echar la soga tras el caldero…

—Parece estar muy seguro respectoa esta mano —comentó Bond conindiferencia.

Recogió sus cartas. Eran muy malas,y no tuvo respuesta para la apertura unosin triunfo de Drax, excepto doblarla. Elfarol no surtió efecto en el compañerode Drax. Meyer dijo:

—Dos sin triunfo.Y Bond se sintió aliviado cuando M,

que no tenía ningún palo largo, dijo:—Paso.Drax lo dejó en dos sin triunfo y

cumplió el contrato.—Gracias —dijo con regodeo, y

anotó cuidadosamente los puntos—.

Ahora veamos si puede recuperarlas.Para su irritación, Bond no pudo

hacerlo. Las cartas continuaban a favorde Meyer y Drax, quienes hicieron trescorazones y ganaron la partida.

Drax se sentía satisfecho de símismo. Bebió un largo sorbo de suwhisky con soda y se enjugó la cara conel pañuelo de hierbas.

—Dios está del lado de los grandesbatallones —declaró con jovialidad—.No basta con tener cartas, además hayque jugarlas. ¿Quiere más o ya ha tenidosuficiente?

E l champagne de Bond ya habíallegado y se encontraba en el cubo

plateado, junto al cual, sobre la mesitaaccesoria, había una copa casi llena.Bond la cogió y la vació de un trago,como si quisiera infundirse coraje con elalcohol. Luego volvió a llenarla.

—De acuerdo —declaró con vozpastosa—, cien en las dos manossiguientes.

Y puntualmente las perdió las dos yla partida.

De pronto, Bond se dio cuenta deque ya había perdido mil quinientaslibras. Bebió otra copa de champagne.

—Nos ahorraremos problemas sidoblamos las apuestas en la partidasiguiente —declaró con bastante

imprudencia—. ¿Le parece bien?Drax había repartido y estaba

mirando sus cartas. Tenía los labioshúmedos de expectación. Miró a Bond,que parecía tener dificultades paraencender un cigarrillo.

—Hecho —dijo con presteza—.Cien libras los cien puntos y mil librasla partida. —Entonces pensó que podíapermitirse un toque de deportividad, yaque, de todos modos, Bond difícilmentepodría cancelar la apuesta.— Pero leadvierto que tengo una buena mano —añadió—. ¿Quiere continuar adelante?

—Por supuesto, por supuesto —replicó Bond mientras recogía las cartas

con torpeza—. He hecho la apuesta,¿verdad?

—De acuerdo —respondió Drax consatisfacción—. Tres sin triunfo por estelado.

Hizo cuatro.Luego, para alivio de Bond, las

cartas cambiaron. Bond declaró e hizoun pequeño slam en corazones, y a lamano siguiente M acabó con tres sintriunfo.

Bond le dedicó una alegre sonrisa alsudoroso rostro. Drax se mordía lasuñas con enojo.

—Los grandes batallones… —comentó Bond, frotándoselo por las

narices.Drax gruñó algo y se dedicó a anotar

las puntuaciones.Bond miró a M, quien, con evidente

satisfacción por la marcha del juego,estaba acercando una cerilla al segundocigarro de la noche, lo que suponía unauténtico desenfreno en él.

—Me temo que ésta tendrá que sermi última partida —comentó Bond—.Tengo que levantarme temprano. Esperoque me disculpen.

M miró su reloj.—Ya es más de medianoche —dijo

—. ¿Qué me dice usted, Meyer?Meyer, que había sido un comensal

silencioso durante casi toda la noche, yque tenía el aspecto de un hombreatrapado en una jaula con dos tigres,pareció aliviado de que le ofrecieran laoportunidad de escapar. Aprovechó alvuelo la idea de regresar a su tranquiloapartamento de Albany y a latranquilizadora compañía de sucolección de cajas de rapé de Battersea.

—A mí me parece muy bien,almirante —se apresuró a decir—. ¿Y túqué dices, Hugger? ¿Tienes sueño?

Drax hizo caso omiso de él. Alzó losojos de la hoja de puntuación para mirara Bond. Advirtió los signos deborrachera. La frente húmeda, el mechón

de pelo negro que colgaba al desgairesobre la ceja derecha, el brillo delalcohol en los ojos azul grisáceos.

—El balance es bastante mísero demomento —comentó—. Calculo que vanganando ustedes por un par de cientosmás o menos. Por supuesto, si quierehuir de la partida, puede hacerlo. Pero¿qué le parecerían algunos fuegosartificiales para acabar? ¿Triplicamoslas apuestas en la última partida?¿Quince y quince? Partida histórica. ¿Loacepta?

Bond lo miró. Esperó un poco antesde responder. Quería que Draxrecordara cada detalle de esta última

partida, cada palabra que se dijera, cadagesto que se hiciese.

—Bueno —insistió Drax conimpaciencia—, ¿qué me dice?

Bond miró al frío ojo izquierdorodeado por el rostro arrebolado. Lehabló sólo a él.

—Ciento cincuenta libras los cienpuntos y mil quinientas la partida —asintió con claridad—. Acepto.

Capítulo 7La rapidez de la mano

En la mesa se produjo un momento desilencio. Fue roto por la agitada voz deMeyer.

—Y yo digo —comenzó conansiedad— que no me incluyas en esto,Hugger.

Sabía que era una apuesta privadacon Bond, pero quería demostrarle aDrax que estaba muy nervioso por todoaquel asunto. Se veía a sí mismocometiendo algún terrible error que lecostaría muchísimo dinero a su

compañero de juego.—No seas ridículo, Max —

respondió Drax con aspereza—. Tújuega tu mano. Esto no tiene nada quever contigo. No es más que unaagradable apuestita con nuestrotemerario amigo. Vamos, vamos. Metoca dar a mí, almirante.

M cortó y el juego comenzó.Bond encendió un cigarrillo con

unas manos de pronto muy firmes. Teníala mente despejada. Sabía con totalexactitud lo que debía hacer y cuándo, yse alegraba de que hubiese llegado elmomento de la decisión.

Se retrepó en la silla, y durante un

momento tuvo la sensación de que teníauna multitud detrás de sí, pegada a suespalda, y que muchos rostros seasomaban por encima de él, esperandopara ver sus cartas. De alguna forma,sintió que los fantasmas eran amistosos,que aprobaban el brutal acto de justiciaque estaba a punto de ejecutar.

Sonrió al sorprenderse enviándoleun mensaje a su compañía de jugadoresmuertos, para decirles que debíanencargarse de que todo saliera bien.

El ruido de fondo de la famosa salade juego interrumpió sus pensamientos.Miró en torno. En el centro de la salaalargada, debajo de la araña de luces

central, había varios mirones en torno ala partida de poker. «Subo cien.» «Ycien.» «Y cien.» «Maldito sea. Lasveo», y un grito de triunfo seguido de unalboroto de comentarios. A lo lejospodía oír el golpeteo del rastrillo delcrupier contra las fichas en la mesa deShemmy. Más cerca de él, en su lado dela sala, había otras tres mesas de bridgedesde las que se alzaba el humo decigarros y cigarrillos hacia el techoabovedado.

Casi cada noche durante más deciento cincuenta años, se habíarepresentado la misma escena,reflexionó, en esta sala famosa. Los

mismos gritos de victoria y derrota, lasmismas caras de concentración, elmismo aroma a tabaco y dramatismo.Para Bond, que adoraba el juego, aquelera el espectáculo más emocionante delmundo. Echó una última ojeada parafijarlo todo en la memoria y luegodedicó su atención a su mesa.

Recogió las cartas y le brillaron losojos. Por primera vez, cuando repartíaDrax, le había tocado una manoexcelente: siete picas con los cuatrohonores más altos, el as de corazones, yel as y el rey de diamantes. Miró a Drax.¿Tendrían él y Meyer los tréboles? Apesar de ello, Bond sobreanunciaría.

¿Intentaría Drax forzar demasiado alto yarriesgarse a un doblo? Bond aguardó.

—Paso —declaró Drax, incapaz deno denotar en su voz la amargura quesentía al conocer las cartas que teníaBond.

—Cuatro picas —dijo Bond.Meyer pasó; M también; Drax volvió

a pasar, de mala gana.M le prestó alguna ayuda e hicieron

cinco.Ciento cincuenta puntos anotados

debajo de la línea. Cien anotados sobrela línea por los honores.

Alguien carraspeó junto a Bond.Éste alzó la mirada. Era Basildon. Su

partida había concluido y se habíaacercado para ver qué estabasucediendo en aquel particular campo debatalla.

Cogió la hoja de puntuación de Bondy la miró.

—Esta mano ha sido arrolladora —comentó con prudencia—. Parece que demomento son ustedes los campeones.¿En cuánto están las apuestas?

Bond dejó que respondiera Drax. Sealegraba por aquella distracción. Nopodía haber sido más oportuna. Draxhabía cortado la baraja azul para que élrepartiera. Reunió las dos mitades ycolocó el mazo ante sí, cerca del borde

de la mesa.—Quince y quince. La hizo el de mi

izquierda —informó Drax.Bond oyó que Basildon inspiraba

bruscamente.—El amigo parece querer apostar

fuerte, así que me he acomodado a susdeseos. Y ahora va y le entran todas lascartas…

Drax continuó refunfuñando.Desde el otro lado de la mesa, M

vio que en la mano derecha de Bond sematerializaba un pañuelo blanco. Losojos de M se entrecerraron. Bondpareció enjugarse el rostro con él. M vioque dirigía una mirada vigilante a Drax

y Meyer, y luego el pañuelo volvió adesaparecer en su bolsillo.

En las manos de Bond había un mazoazul. Comenzó a dar cartas.

—Esa apuesta es extraordinaria —comentó Basildon—. En una ocasióntuvimos una apuesta adicional de millibras por una manga de bridge. Peroeso sucedió en la sala de juego antes dela guerra del catorce al dieciocho.Espero que nadie resulte herido.

Lo decía en serio. Las apuestas muyaltas en las partidas privadasgeneralmente originaban problemas.Rodeó la mesa y se detuvo detrás de My Drax.

Bond acabó de repartir. Con untoque de ansiedad, cogió sus cartas.

No tenía nada más que cincotréboles incluidos el as, la reina y eldiez, y ocho diamantes pequeñosincluida la reina.

Estaba bien. La trampa estabapreparada.

Casi pudo sentir cómo Drax setensaba al pasar las cartas con el pulgary luego, incrédulo, volvía a pasarlas.Bond sabía que Drax tenía una manoincreíblemente buena. Diez bazasseguras con el as y el rey de diamantes,los cuatro honores más altos de picas,los cuatro honores más altos de

corazones, y el rey, el valet y el nuevede tréboles.

Bond se lo había asignado… en laoficina del secretario, antes de la cena.

Bond esperó, preguntándose cómoreaccionaría Drax ante aquella manoformidable. Dedicó un interés casi cruela observar cómo el codicioso pececilloiba hacia la carnada.

Drax superó sus expectativas.Con gesto casual, reunió las cartas y

las dejó sobre la mesa. Indiferente, sacóla caja de cigarrillos del bolsillo, cogióuno y lo encendió. No miró a Bond.Alzó la vista hacia Basildon.

—Sí —dijo, continuando la

conversación acerca de las apuestas—.Es una apuesta alta, pero no la más altade mi vida. Una vez aposté dos mil porla partida en El Cairo. En el MahometAli, concretamente. Allí tienenauténticas agallas. A menudo apuestanpor cada baza, además de por el juego yla partida. Veamos —cogió las cartas yle echó una mirada furtiva a Bond—,Tengo buenas cartas, lo admito. Perotambién puede tenerlas usted, por lo queyo sé. —«Improbable, viejo tiburón»,pensó Bond, «cuando tienes tres de lasparejas as-rey reyes en la mano.»— ¿Leapetece apostar algo más sólo estamano?

Bond hizo como si estudiara suscartas con el detenimiento de alguienque empieza a estar muy borracho.

—También yo tengo una manoprometedora —declaró con voz pastosa—. Si las de mi compañero de juegoligan y las cartas están en buen lugar,podría hacer muchas bazas. ¿Quésugiere?

—Da la impresión de que estamosbastante igualados —mintió Drax—.¿Qué le parece a cien la baza? Por loque dice de sus cartas, no deberíaresultarle muy gravoso.

Bond asumió un aspecto muypensativo y bastante confuso. Echó otra

cuidadosa mirada a sus cartas,pasándolas una a una.

—De acuerdo —dijo—. Acepto. Y,francamente, usted me ha hecho apostar.Es obvio que tiene una mano muy buena,así que debo hacerlo enmudecer yarriesgarme. —Dirigió a M una miradaturbia.— Pagaré sus pérdidas por ésta,compañero —declaró—. Allá vamos.Eh…, siete tréboles.

En el silencio mortal que siguió,Basildon, que había visto las cartas deDrax, se sobresaltó de tal forma que sele cayó el whisky con soda al suelo.Miró con aturdimiento el vaso roto y lodejó donde estaba.

—¿Qué? —preguntó Drax con vozsobresaltada, y volvió a mirar sus cartasrápidamente, para asegurarse—. ¿Hadicho gran slam en tréboles? —quisoasegurarse, mirando con curiosidad a suobviamente borracho contrincante—.Bueno, es su funeral. ¿Qué dices tú,Max?

—Paso —respondió Meyer.El compañero de Drax sentía en el

aire la electricidad de esa crisis queprecisamente había deseado evitar. ¿Porqué diablos no se había ido a casa antesde la última partida? Gimió para susadentros.

—Paso —declaró M, al parecer

imperturbable.—Doblo.La palabra había salido con

malevolencia de los labios de Drax.Puso las cartas sobre la mesa y miró concrueldad y desprecio a aquel zoqueteachispado que al final,inexplicablemente, había caído en susmanos.

—¿Eso significa que dobla tambiénlas apuestas adicionales?

—Sí —respondió Drax, codicioso—. Sí, eso he querido decir.

—Muy bien —respondió Bond. Hizouna pausa. Miró a Drax y no las cartasque tenía en la mano—. Redoblo. El

contrato y las apuestas adicionales.Cuatrocientas la baza en la apuestaadicional.

Fue en ese momento cuando elprimer atisbo de una terrible, increíbleduda se abrió paso en la mente de Drax.Pero volvió a mirar sus cartas y una vezmás se tranquilizó. En el peor de loscasos, era imposible que no hiciera dosbazas.

—Paso —murmuró Meyer.—Paso —dijo M con la voz algo

ahogada.Drax respondió moviendo la cabeza

con impaciencia.Basildon permanecía de pie, con el

semblante muy pálido, mirando a Bondcon atención concentrada.

Luego caminó lentamente en torno ala mesa, examinando todas las manos.Lo que vio fue esto:

BondPicas: -

Corazones: -Diamantes: Q,8, 7, 6, 5, 4, 3,

2,Treboles: A,Q, 10, 8, 4

DraxPicas: 6, 5,

4, 3, 2,Corazones:

MeyerPicas: A,K, Q, J

Corazones:

10, 9, 8, 7,2,

Diamantes:J, 10, 9,

Treboles: -

A, K, Q, JDiamantes:

A, KTreboles:

K, J,M

Picas: 10, 9, 8,7

Corazones: 6,5, 4, 3

Diamantes: -Treboles: 7, 6,

5, 3, 2Y de pronto Basildon lo

comprendió. Era un gran slam preparadopor Bond contra toda defensa. Conindependencia de la carta con que

abriera Meyer, Bond tendría quellevárselo con un triunfo de su propiamano o de las cartas del muerto. Luego,entre arrastres de triunfos, haciendofiness contra Drax, por supuesto, jugaríados rondas de diamantes, triunfándoloscon las cartas del muerto y llevándose elas y el rey de Drax en el proceso.Después de cinco bazas, quedaría conlos triunfos restantes en la mano y seisdiamantes ganadores. Los ases y reyesde Drax carecerían por completo devalor.

Era un auténtico asesinato.Basildon, casi en trance, siguió

contorneando la mesa y se detuvo entre

M y Meyer para poder observar losrostros de Drax y Bond. Su semblanteestaba impasible, pero las manos, que sehabía metido en los bolsillos delpantalón para que no lo delataran, lesudaban. Aguardó, casi atemorizado, elterrible castigo que Drax estaba a puntode recibir: trece latigazos diferentescuyas cicatrices jamás se borrarían enun jugador de cartas.

—Vamos, vamos —dijo Drax conimpaciencia—. Abre con algo, Max. Nopodemos estar aquí toda la noche.

«Pobre estúpido —pensó Basildon—. Dentro de diez minutos desearás queMeyer se hubiera muerto en la silla

antes de poder jugar su carta deapertura.»

De hecho, parecía que Meyer podríasufrir un infarto en cualquier momento.Estaba pálido como un cadáver, y elsudorle goteaba desde el mentón sobrela pechera de la camisa. Por lo quesabía, su primera carta podría ser undesastre.

Al fin, razonando que Bond podríatener un fallo en sus propios paloslargos, picas y corazones, abrió con unvalet de diamantes.

No cambiaba nada lo que echara,pero cuando la mano de M quedó a lavista sobre la mesa mostrando fallo en

diamantes, Drax le gruñó a su pareja dejuego.

—¿No tienes nada más, condenadoestúpido? ¿Quieres entregársela enbandeja? ¿Del lado de quién estás?

Meyer se empequeñeció.—Era lo mejor que podía echar,

Hugger —replicó con desalientomientras se enjugaba la cara con unpañuelo.

Pero, a esas alturas, Drax tenía suspropias preocupaciones.

Bond jugó un triunfo del muerto,llevándose el rey de diamantes de Drax,y de inmediato abrió con un trébol. Draxjugó su nueve y Bond se lo llevó con su

diez, y abrió con diamantes, echó luegoun triunfo del muerto y se llevó el as deDrax. Otro trébol del muerto se llevó elvalet de su contrincante.

Luego jugó el as de trébol.Cuando Drax entregaba su rey,

empezó a intuir lo que podría estarsucediendo. Entrecerró los ojos y miró aBond con ansiedad, en temerosa esperade la carta siguiente. ¿Tenía Bond losdiamantes? ¿No los tendría retenidosMeyer? A fin de cuentas, había abiertocon ellos. Drax esperó; sus cartasestaban resbaladizas de sudor.

Morphy, el jugador de ajedrez, teníaun hábito terrible. Sólo alzaba la vista

del tablero cuando sabía que suadversario no podría evitar la derrota.Entonces levantaba con lentitud su grancabeza y observaba con curiosidad alhombre que tenía frente a sí. Eladversario percibía la mirada y, conlentitud, humildemente, alzaba los ojospara mirar los de Morphy. En esemomento sabía que no tenía sentidocontinuar la partida. Los ojos de Morphyasí lo decían. No quedaba otraalternativa que el abandono.

Ahora, al igual que Morphy, Bondalzó la cabeza y miró a Draxdirectamente a los ojos. Luego sacó conlentitud la reina de diamantes y la

colocó sobre la mesa. Sin esperar a queMeyer jugara, echó detrás, conmovimientos deliberadamente lentos, el8, el 7, el 6, el 5, el 4 de diamantes y losdos tréboles ganadores.

Luego habló:—Eso es todo, Drax.Lo dijo en voz baja, y a continuación

se retrepó lentamente en la silla.La reacción de Drax fue lanzarse

adelante y arrancarle a Meyer las cartasde las manos. Las dejó boca arribasobre la mesa y revolvió entre ellas enbusca de una posible ganadora.

Luego se las arrojó de vuelta a sucompañero por encima del tapete.

Tenía el semblante blanco como elde un muerto, pero sus ojos miraban conroja ferocidad a Bond. De pronto, alzóun puño cerrado y lo estrelló contra lamesa entre la pila de ases, reyes y reinasimpotentes que tenía ante sí.

Con voz muy baja, le escupió laspalabras a Bond:

—Es usted un tram…—Ya basta, Drax. —La voz de

Basildon atravesó la mesa como unlatigazo.— Nada de hablar así en estasala. He estado observando todo eljuego. Pague. Si tiene alguna queja,preséntela por escrito ante la junta.

Drax se puso lentamente de pie. Se

apartó de la mesa y se pasó una manopor los rojos cabellos húmedos. Elcolor volvió a su cara, y con él unaexpresión de astucia. Cuando bajó lamirada hacia Bond, en su ojo sano habíaun triunfo desdeñoso que a Bond leresultó curiosamente inquietante.

Se volvió a mirar a los que rodeabanla mesa.

—Buenas noches, caballeros —dijo,mirando a cada uno con la mismaexpresión extrañamente despreciativa—.Debo unas quince mil libras. Aceptaréla suma que calcule Meyer.

Se inclinó y recogió su pitillera y suencendedor.

Luego volvió a mirar a Bond y hablóen voz muy baja, mientras el bigote seelevaba con lentitud sobre los dientessuperiores desviados.

—Si fuera usted, me gastaría esedinero con rapidez, capitán de fragataBond —dijo.

Luego le volvió la espalda a la mesay abandonó muy erguido la sala.

Segunda parteMARTES,

MIÉRCOLES

Capítulo 8El teléfono rojo

A pesar de que se había acostado a lasdos de la madrugada, Bond entrópuntualmente en el cuartel general a lasdiez de la mañana siguiente. Se sentíafatal. Además de tener acidez y elhígado dolorido como resultado dehaber bebido dos botellas enteras dechampagne, experimentaba una pizca demelancolía y desánimo que eran en partelos efectos secundarios de labencedrina, y en parte la reacción a ladramática situación de la noche anterior.

Cuando subía en el ascensor haciaotro día rutinario, aún sentía el saboramargo de las horas de medianoche.

Después de que Meyer se hubieseescabullido hacia su casa, agradecido,Bond había sacado las dos barajas desus bolsillos y las había depositadosobre la mesa ante Basildon y M. Unoera el mazo azul que Drax había cortadopara que repartiera Bond, y que él sehabía guardado para sustituirlo por labaraja preparada que tenía en el bolsilloderecho, maniobra que cubrió con elpañuelo. El otro era el mazo rojopreparado que llevaba en el izquierdo, y

que no había necesitado.Abrió las cartas sobre la mesa y les

mostró a M y Basildon que habríaproducido el mismo gran slamimprevisto con que había derrotado aDrax.

—Es una famosa manoCulbertson[25] —les explicó—. La usópara reírse de sus propias convencionesde baza rápida. Tuve que preparar unabaraja azul y otra roja. No podía sabercon qué color iba a repartir.

—Bueno, hay que decir que hasalido bien —comentó Basildon,agradecido—. Espero que Drax sumedos más dos y se mantenga apartado del

juego, o juegue limpio según su suerte.Ha sido una noche muy costosa para él.No discutamos sobre sus ganancias —añadió—. Esta noche nos ha hecho ungran favor a todos, en particular a Drax.Las cosas habrían podido salir mal. Yentonces hubieran sido sus propiosdedos los que se habría pillado. Elcheque le llegará el sábado.

Se habían deseado las buenas nochesy Bond, de mal humor y un tantodecepcionado, se había ido a casa. Setomó un somnífero suave para intentardespejarse la mente de losacontecimientos grotescos de la noche yprepararse para la mañana y el trabajo

de la oficina. Antes de quedarsedormido reflexionó, como había hechotan a menudo en otros momentos detriunfo ante la mesa de juego, que lasganancias para el ganador eran siempreinferiores a las pérdidas para elperdedor.

Cuando cerró la puerta tras de sí,Loelia Ponsonby miró con curiosidadlas sombras oscuras que tenía bajo losojos. El advirtió la mirada, como ellahabía pretendido.

Le sonrió.—En parte trabajo y en parte juego

—explicó—. En compañía estrictamente

masculina —añadió—. Y muchasgracias por la bencedrina. La verdad esque la necesitaba con desesperación.Espero que no te haya estropeado lavelada.

—Por supuesto que no —replicóella, pensando en la cena y el libroprestado de la biblioteca que habíaabandonado cuando la telefoneó Bond.Miró su libreta de taquigrafía—. El jefede Estado Mayor ha llamado hace unamedia hora, para decir que M queríaverte hoy. No ha podido concretar a quéhora. Le he dicho que a las tres teníascombate sin armas, y me ha pedido quelo cancelara. Eso es todo, excepto las

carpetas que quedaron pendientes deayer.

—Gracias al cielo —comentó Bond—. Hoy no podría haber resistido queese condenado tipo de los comandos mearrojara de un lado para otro. ¿Algunanoticia de 008?

—Sí —respondió ella—. Dicen queestá bastante bien. Lo han trasladado alhospital militar de Wahnerheide. Alparecer sólo sufre un shock.

Bond sabía lo que podía significar lapalabra «shock» en su profesión.

—Me alegro.Lo dijo sin convicción. Luego sonrió

a Loelia, entró en su oficina y cerró la

puerta.Rodeó con decisión su escritorio

hasta la silla, se sentó y atrajo el primerexpediente hacia sí. El lunes ya habíapasado.

Hoy era martes. Un nuevo día.Cerrando su mente al dolor de cabeza ya los pensamientos sobre la nochepasada, encendió un cigarrillo y abrió lacarpeta marrón que tenía estampada laestrella roja de alto secreto. Era unmemorando de la oficina del oficial jefede prevención de la brigada de aduanasde Estados Unidos y se titulaba Elinspectoscopio.

Enfocó la vista.

«El inspectoscopio —leyó— es uninstrumento que utiliza principiosfluoroscópicos para la detección decontrabando. Lo fabrica la SicularInspectoscope Company, de SanFrancisco, y es muy usado en lasprisiones estadounidenses para ladetección secreta de objetos de metalocultos entre la ropa o en la personade los criminales y de los visitantes delas prisiones. También se emplea parala detección de CID (compra ilícita dediamantes) y contrabando dediamantes en los campos de gemas deÁfrica y Brasil. El instrumento cuestasiete mil dólares, mide

aproximadamente dos metros y mediode largo por dos de alto, y pesa casitres toneladas. Requiere dosoperadores especializados. Se hanhecho experimentos con esteinstrumento en la sala de aduanas delaeropuerto internacional de Idlewild,con los siguientes resultados…»

Bond se saltó dos páginas quecontenían los detalles de unos cuantoscasos de contrabando insignificante yestudió el «Sumario de conclusiones»,del cual dedujo, con cierta irritación,que tendría que pensar en otro sitio queno fuera la sobaquera para llevar la

Beretta calibre veinticinco la próximavez que viajara al extranjero. Tomó notamental para discutir el problema con lasección de dispositivos técnicos.

Marcó y firmó la hoja dedistribución, y automáticamente tendióla mano hacia la carpeta siguientetitulada Filopon. Una droga asesinajaponesa.

«Filopon…» Su mente estabaintentando divagar, y la devolvió conbrusquedad a las páginasmecanografiadas.

«El filopon el es factor principaldel incremento de crímenes en Japón.

Según el Ministerio de Bienestar, hayactualmente 1.500.000 adictos en elpaís, un millón de los cuales tienemenos de veinte años, y la PolicíaMetropolitana de Tokio atribuye elsetenta por ciento de los delitosjuveniles a la influencia de esta droga.

»La adicción, como en el caso de lamarihuana en Estados Unidos,comienza por un "porro". El efecto esestimulante y la droga es adietiva.También es barata —alrededor de diezyens (seis peniques) el porro—, y laadicción incrementa con rapidez elconsumo hasta llegar a cien por día.En estas cantidades la adicción se

vuelve costosa y la víctima recurreautomáticamente al delito para pagarla droga. Que el delito incluya amenudo el ataque físico y el asesinatose debe a una propiedad particular dela droga. Provoca un agudo complejode persecución en el adicto, que espresa de la ilusión de que la gentequiere matarlo y de que siempre loestán siguiendo con intencionesperjudiciales. Atacará con pies ypuños, o con una navaja, a undesconocido que pase por la calle, dequien piense que lo ha mirado demanera sospechosa. Los adictos enestado menos avanzado tienden a

evitar a un viejo amigo que ha llegadoa la dosis de cien porros diarios, yesto, por supuesto, sólo incrementa elsentimiento de persecución del otro.

»De esta manera, el asesinato seconvierte en un acto de defensa propia,virtuoso y justificado, con lo que esevidente el arma tan peligrosa en quepuede convertirse en el manejo ycontrol del crimen organizado porparte de una "mente directora".

»Se ha detectado el filopon comofuerza motivadora del famoso caso delasesinato del bar Mecca, desagradableasunto a consecuencia del cual lapolicía detuvo a más de 5.000

proveedores de droga en cuestión desemanas.

De pronto, Bond se rebeló. ¿Quédemonios hacía él leyendo todo aquello?¿Cuándo iba a necesitar él saber algoacerca de una droga asesina japonesallamada filopon?

Distraído, pasó el resto de laspáginas, escribió su apellido en la hojade distribución y arrojó la carpeta en labandeja de salida.

Aún sentía las punzadas del dolor decabeza sobre el ojo derecho, como si leestuvieran clavando algo. Abrió uno delos cajones de su escritorio y sacó un

frasco de Phensic[26]. Pensó en pedirle asu secretaria un vaso de agua, pero no legustaba que lo mimaran. Con desagrado,masticó las dos tabletas y se tragó eláspero polvo resultante.

A continuación encendió uncigarrillo, se levantó y fue a situarsejunto a la ventana. Miró, sin verlo, elverde panorama que tenía al otro lado,muy abajo, y dejó vagar sus ojos sinobjeto por el dentado horizonte deLondres mientras su mente seconcentraba en los extrañosacontecimientos de la noche anterior.

Y cuanto más pensaba en ello, másextraño le parecía todo.

¿Por qué Drax, un millonario, unhéroe público, un hombre con unaposición única en el país, por qué aquelhombre prominente tenía que hacertrampas cuando jugaba a las cartas?¿Qué podía conseguir con eso? ¿Quépodía demostrarse a sí mismo? ¿Acasopensaba que era toda una ley en símismo, que estaba tan por encima delcomún de los mortales y de susinsignificantes reglas de conducta, quepodía escupir a la cara de la opiniónpública?

La mente de Bond se detuvo.«Escupir a la cara». Esa frase describíacon bastante precisión los modales de

aquel hombre en el Blades. Lacombinación de superioridad ydesprecio. Como si estuviera tratandocon una escoria humana que estaba tanpor debajo del desdén que no habíaninguna necesidad de fingir siquiera uncomportamiento decente en sucompañía.

Presumiblemente, a Drax le gustabahacer apuestas. Tal vez aliviara suspropias tensiones, las tensiones que sepercibían en su voz chillona, sus uñasmordidas, el sudor constante. Pero enmodo alguno debía perder. Seríadespreciable perder ante esos seresinferiores. Así pues, a costa de

cualquier riesgo, debía hacer trampaspara lograr la victoria. En cuanto a laposibilidad de que lo descubrieran,creía que podría defenderse conbravatas y salir con bien de cualquieraprieto. Si acaso llegaba a pensar enello. «Y las personas con obsesiones —reflexionó Bond— son ciegas ante elpeligro. Incluso coqueteaban con él deuna manera perversa.» Los cleptómanosintentaban robar objetos asumiendo cadavez mayores riesgos. Los maníacossexuales hacían alarde de sus hazañasreprobables como si desearan que losarrestasen. Los pirómanos a menudo nohacían el menor esfuerzo por evitar que

los relacionaran con los incendios queprovocaban.

Pero ¿cuál era la obsesión queconsumía a aquel hombre? ¿Cuál era elorigen de aquella conducta compulsivaque estaba empujándolo ladera abajohacia el mar?

Todos los signos apuntaban a laparanoia. Delirios de grandeza y, detrásde eso, de persecución. El desprecioque se evidenciaba en su rostro. La vozintimidatoria. La expresión de secretotriunfo con que había respondido a laderrota después de un momento dederrumbamiento amargo. El triunfo delmaníaco que sabe que, cualesquiera que

puedan ser los hechos, él tiene razón.Quienquiera que pueda querer frustrarsus designios, puede superarlo. Para élno hay derrota debido a su podersecreto. El sabe cómo amasar fortunas.Puede volar como un pájaro. Él estodopoderoso…

«Sí —pensó Bond, mirando sin verhacia Regent's Park—. Ésa es larespuesta. Sir Hugo Drax es unparanoico delirante. Ésa es la fuerza quelo ha impulsado, por senderos tortuosos,a ganar sus millones. Ése es el origendel regalo a Inglaterra de ese cohetegigante que aniquilará a nuestrosenemigos. Gracias al todopoderoso

Drax. Pero ¿quién puede saber lo cercaque está ese hombre del punto dederrumbamiento? ¿Quien ha penetradodetrás de esa fanfarronería, detrás detodo el vello rojo que le cubre la cara,quién ha interpretado los signos comoalgo más que los efectos de sus humildesorígenes o de susceptibilidad respecto asus heridas de guerra?»

Al parecer, no lo había hecho nadie.Entonces, ¿estaba él, Bond, en lo ciertoal realizar su análisis? ¿En qué sebasaba? ¿Era prueba suficiente el atisboque había tenido del alma de un hombrea través de una ventana con los postigosechados? Tal vez otros habían tenido un

atisbo semejante. Tal vez se habíanproducido otros momentos de tensiónsuprema en Singapur, Hong Kong,Nigeria, Tánger, y algún comerciantesentado ante Drax había reparado en elsudor y las uñas mordidas y la furiosamirada rojiza de aquellos ojos en unrostro al que de repente habíaabandonado por completo la sangre.

«Si hubiera tiempo —reflexionóBond—, habría que buscar a esaspersonas, si es que existen, y averiguarde verdad todo lo referente a esehombre, tal vez encerrarlo antes de quesea demasiado tarde.»

¿Demasiado tarde? Bond sonrió para

sí. ¿Por qué se estaba poniendo tandramático? Le había hecho un regalo dequince mil libras. Bond se encogió dehombros. De todas formas, no era asuntosuyo. Pero aquella última observaciónque había hecho… «Me gastaría esedinero con rapidez, capitán de fragataBond.» ¿Qué había querido decir coneso? Debían de ser esas palabras, sedijo, las que habían permanecido en elfondo de su conciencia y lo habíanhecho meditar tan cuidadosamente sobreel problema de Drax.

Se apartó con brusquedad de laventana. «Al demonio con ello —pensó—. Ahora soy yo el que se está

obsesionando. Vamos a ver. Quince millibras… Un milagroso golpe de suerteinesperado.» Pues muy bien, desdeluego que gastaría el dinero con rapidez.Se sentó ante su escritorio y empuñó unlápiz. Pensó por unos momentos y luego,en una libreta de memorandos con elmembrete «Alto Secreto», escribió:

«1. Rolls-Bentley convertible, unas5.000 libras.

»2. Tres alfileres de corbata condiamante a 250 libras cada uno, 750libras.»

Se detuvo. Eso todavía le dejaba

casi diez mil libras. Algo de ropa, pintarel apartamento, un juego de esos nuevospalos de golf marca Henry Cotton, unascuantas docenas de botellas dechampagne Taittinger. Pero eso podíaesperar. Aquella misma tarde iría acomprar los alfileres de diamante y sepasaría por la Bentley. Invertiría el restoen oro. Ganaría una fortuna. Luego seretiraría.

En enojada protesta, el teléfono rojorompió el silencio.

—¿Puedes subir? M quiere verte.Era el jefe de Estado Mayor, que

hablaba con tono apremiante.—Voy —respondió Bond,

repentinamente alerta—. ¿Alguna pistade lo que quiere?

—A mí que me registren —dijo eljefe de Estado Mayor—. Ni siquiera hatocado sus mensajes, todavía. Ha estadotoda la mañana en Scotland Yard y en elMinisterio de Suministros.

Colgó.

Capítulo 9Comience a partir de

hoy

Unos minutos más tarde, Bond trasponíala puerta que le era familiar, y la luzverde se encendió sobre la entrada. M ledirigió una penetrante mirada.

—Tiene un aspecto bastantehorrible, 007 —comentó—. Siéntese.

«Es un asunto de trabajo —pensóBond, con el pulso acelerado—. Hoy nousa el nombre de pila.» Se sentó. M

estaba estudiando unas notas escritas alápiz en una libreta. Alzó la mirada. Susojos ya no estaban interesados en Bond.

—Anoche hubo problemas en lasinstalaciones de Drax —anunció—. Unadoble muerte violenta. La policía intentólocalizar a Drax. Al parecer, nopensaron en el Blades. Consiguieronhablar con él cuando regresó al Ritz a launa y media de la madrugada. Dos delos hombres del proyecto Moonrakerrecibieron un disparo en una tabernacercana a las instalaciones. Murieronlos dos. Drax contestó a la policía queno podía importarle menos lo sucedido ycolgó el teléfono. Típico de ese hombre.

Ahora se ha trasladado hasta allí. Estátomándose las cosas con algo más deseriedad, supongo.

—Curiosa coincidencia —comentóBond, pensativo—. Pero ¿dóndeentramos nosotros en eso, señor? ¿No esun trabajo para la policía?

—Sí, claro —respondió M—, peroresulta que nosotros somos responsablesde una buena parte del personal clave delas instalaciones. Alemanes —añadió—.Será mejor que se lo explique. —Bajólos ojos hacia la libreta de notas.— Lasinstalaciones son de la RAE y el plantapadera consiste en que forman parte deuna gran red de radares a lo largo de la

costa oriental. La RAF es responsablede la vigilancia del perímetro, y elMinisterio de Suministros sólo tieneautoridad en el centro donde se realizael trabajo. Está al borde del acantiladoque se extiende entre Dover y Deal. Latotalidad del área abarca alrededor decuatrocientas hectáreas, aunque el centropropiamente dicho tiene unas ochenta.Allí sólo quedan Drax y otras cincuentay dos personas. Todo el equipo deconstrucción se ha marchado.

«Una baraja y un comodín»,reflexionó Bond.

—Cincuenta de esas personas sonalemanes —prosiguió M—. Más o

menos todos los especialistas en misilesteledirigidos a los que los rusos noecharon el guante. Drax pagó para quevinieran aquí a trabajar en elMoonraker. Nadie estaba muy contentocon el tema, pero no teníamosalternativa. El Ministerio de Suministrosno podía retirar a ninguno de susexpertos de Woomera. Drax tuvo quebuscar a sus especialistas donde pudo.Para reforzar la división de seguridadde la RAF, el Ministerio de Suministrosenvió a su propio oficial de seguridad avivir en el centro. Un hombre llamadoTallon, comandante Tallon. —M hizouna pausa y alzó los ojos al techo.— Es

uno de los muertos de anoche. Ledisparó uno de los alemanes, que luegose suicidó de un disparo.

M bajó los ojos y miró a Bond. Ésteno dijo nada, en espera del resto de lahistoria.

—Sucedió en una taberna cercana alas instalaciones. Había muchos testigos.Al parecer, es una posada que seencuentra al borde del campo y quedadentro de los límites del área en quepueden moverse. Supongo que han detener algún sitio al que ir. —M calló.Mantuvo los ojos fijos en Bond.— Meha preguntado dónde entramos en todoesto. Nosotros investigamos a ese

alemán en particular, y a todos losdemás, antes de que se les permitieravenir a nuestro país. Tenemos losexpedientes de todos ellos. Así quecuando tuvo lugar el incidente, loprimero que quisieron los de seguridadde la RAF y los hombres de ScotlandYard fue solicitar el expediente delmuerto. Anoche se pusieron en contactocon el oficial de guardia y él desenterrólos documentos de los archivos y losenvió a Scotland Yard. Pura rutina.Anotó la salida en el registro. Cuando hellegado aquí esta mañana y he visto laanotación, de repente he sentido interés.—M hablaba con voz queda.— Después

de pasar la velada con Drax era, comoha señalado usted, una curiosacoincidencia.

—Muy curiosa —asintió Bond, quecontinuaba esperando.

—Y hay una cosa más —concluyó M—. Y es la verdadera razón por la queme he permitido involucrarme en lugarde mantenerme al margen de todo elasunto. Esto tiene que ser prioritario porencima de todo lo demás. —La voz deM se volvió muy queda.— Está previstolanzar el Moonraker el viernes.Tenemos menos de cuatro días.Lanzamiento de prueba.

M guardó silencio, cogió su pipa y

empezó a encenderla.Bond no dijo nada. Seguía sin

entender lo que tenía que ver todoaquello con el Servicio Secreto, cuyajurisdicción se encontraba sólo fuera delReino Unido. Parecía un trabajo para labrigada especial de Scotland Yard o,posiblemente, para el MI5. Esperó.Miró su reloj. Era mediodía.

M acabó de encender la pipa yprosiguió.

—Pero aparte de todo eso —dijo—,me atrajo el asunto porque anoche mesentí interesado en Drax.

—También yo, señor.—Así que cuando leí el registro —

prosiguió M, haciendo caso omiso delcomentario de Bond—, llamé porteléfono a Scotland Yard para hablarcon Vallance y le pregunté qué estabasucediendo. Estaba bastante preocupadoy me pidió que fuera a verlo. Le dije queno quería meterme en el terreno del MI5,pero me respondió que ya había habladocon ellos. El MI5 afirma que es unasunto entre mi departamento y lapolicía, dado que somos nosotrosquienes habíamos acreditado al alemánque cometió el asesinato y se suicidó.De modo que fui hasta allí.

M hizo una pausa y consultó susnotas.

—El lugar se encuentra en la costa, aunos cinco kilómetros al norte de Dover—informó—. Hay una pequeña posadacerca de la carretera principal de lacosta, la «World Without Want», y loshombres de las instalaciones acuden allía última hora de la tarde. Ayer, a eso delas siete y media, el hombre deseguridad del ministerio, ese Tallon,también se encontraba en la taberna yestaba tomando un whisky con soda ycharlando con algunos alemanes cuandoel asesino, si quiere llamarlo así, entró yse encaminó directamente hacia él. Sacóuna Luger (sin número de serie, porcierto) de dentro de la camisa y dijo —

M alzó los ojos—: «Amo a Gala Brand.No será suya». Luego le disparó aTallon un tiro en el corazón, se metió elcañón todavía humeante en la boca yapretó el gatillo.

—Qué asunto tan horrible —dijoBond. Podía ver todos los detalles de lamatanza con el cuadro de bodegón de latípica taberna inglesa como escenario—.¿Quién es la chica?

—Esa es otra complicación —respondió M—. Se trata de una agentede la división especial. Habla un alemánperfecto. Una de las mejores chicas deVallance. Ella y Tallon eran los únicosno alemanes que Drax tenía consigo en

las instalaciones. Vallance es un tiposuspicaz. Tiene que serlo. Este plan delMoonraker es obviamente lo másimportante que está sucediendo enInglaterra. Sin decírselo a nadie yactuando más o menos por instinto,eligió a esa muchacha, Brand, paravigilar a Drax, y de alguna forma se lascompuso para que la contratara como susecretaria personal. Ha estado en lasinstalaciones desde el principio. Notiene absolutamente nada que informar.Dice que Drax es un jefe excelente,dejando a un lado sus modales, y quedirige a sus hombres con un ímpetutremendo. Al parecer, al principio le

echó los tejos a la joven, aunque ella lecontó la habitual historia de que estabacomprometida, pero después de quedemostrara que es capaz de defenderse,cosa que por supuesto puede hacer, Draxrenunció a sus pretensiones y lamuchacha dice que ahora son buenosamigos. Naturalmente que conocía aTallon, pero tenía edad para ser supadre, además de estar felizmentecasado y ser padre de cuatro hijos;según le ha dicho al hombre de Vallanceque ha hablado con ella esta mañana,Tallon la había llevado al cine dosveces en dieciocho meses, como gestopaternal. Por lo que respecta al asesino,

se llamaba Egon Bartsch, un especialistaen electrónica al que la chica apenas siconocía de vista.

—¿Qué dicen los amigos de él sobreeste asunto? —quiso saber Bond.

—El hombre que compartía lahabitación con Bartsch respalda suversión. Dice que estaba locamenteenamorado de Brand y que culpaba detoda su falta de éxito «al inglés». Diceque en los últimos tiempos Bartschmanifestaba mucho malhumor y reserva,y no se sorprendió lo más mínimocuando se enteró del incidente.

—Parece corroborar del todo lahistoria —comentó Bond—. De algún

modo, es fácil imaginar el cuadro. Unode esos tipos que son un auténticomanojo de nervios, con el típicoresentimiento alemán. ¿Qué piensaVallance?

—No está seguro —respondió M—.Lo que más le preocupa es proteger a lachica de la prensa y ocuparse de que sutapadera no se descubra. Por supuesto,todos los periódicos están sobre lahistoria. Saldrá en las ediciones demediodía. Y todos exigen una fotografíade la muchacha. Vallance está haciendopreparar una para que se la lleven, quese parezca más o menos a cualquierjoven y al mismo tiempo también a ella.

Brand la enviará esta noche. Por fortuna,los reporteros no pueden ni acercarse alas instalaciones. Ella se niega a hablary Vallance reza para que ningún parienteo amigo levante la liebre. Ahora estánrealizando las diligencias previas, yVallance tiene la esperanza de que elcaso esté oficialmente cerrado estanoche, así que los periódicos tendránque dejar el tema por falta de material.

—¿Y qué hay del lanzamiento deprueba? —preguntó Bond.

—Sigue el calendario previsto —respondió M—. A mediodía del viernes.Usarán una cabeza explosiva falsa y lodispararán verticalmente con los tanques

llenos sólo en sus tres cuartas partes.Están despejando unos quinientoskilómetros cuadrados a partir de lalatitud 52, más o menos. Eso está alnorte de una línea que uniría La Haya yla bahía de The Wash. Todos losdetalles serán dados a conocer por laPolicía Militar el jueves por la noche.

M dejó de hablar e hizo girar la sillapara poder mirar por la ventana. Bondoyó que un reloj lejano daba los cuatrocuartos.

La una en punto. ¿Iba a perderse otravez el almuerzo? Si M dejara dehusmear en los asuntos de otrosdepartamentos, él podría tomar un

almuerzo rápido y acercarse a laBentley. Se removió ligeramente en lasilla.

M giró otra vez y se encaró con éldesde el otro lado del escritorio.

—Los que están más preocupadospor todo esto —dijo— son los delMinisterio de Suministros. Tallon erauno de sus mejores hombres. Todos susinformes habían sido negativos desde elprincipio. Pero de pronto, ayer por latarde llamó al vicesub-secretario,comunicó que le parecía que en lasinstalaciones estaba sucediendo algoque olía a gato encerrado y solicitó unaentrevista personal con el ministro para

las diez de esta mañana. No quiso decirnada más por teléfono. Y pocas horasmás tarde, se lo cargan de un tiro. Otraextraña coincidencia, ¿no le parece?

—Muy extraña —asintió Bond—.Pero ¿por qué no cierran lasinstalaciones a cal y canto y llevan acabo una investigación en toda regla? Afin de cuentas, el asunto es demasiadoserio para correr riesgos.

—El gabinete se ha reunido aprimera hora de esta mañana —explicóM—, y el primer ministro ha formuladola pregunta obvia: ¿qué pruebas hay deque pueda intentarse, o haya inclusointención de intentar, un sabotaje contra

e l Moonraker La respuesta es queninguna. Hay sólo temores, que hanaflorado a la superficie en las últimasveinticuatro horas a causa del vagomensaje de Tallon y la doble muerte.Todos han coincidido en que, a menosque haya una prueba mínima, que hastaahora no ha aparecido, ambos incidentespueden atribuirse a la tremenda tensiónnerviosa que se vive en lasinstalaciones. Según están las cosas enel mundo de momento, se ha decididoque cuanto antes el Moonraker puedadarnos voz propia en los asuntosmundiales, mejor para nosotros, y —seencogió de hombros— quizá mejor para

el mundo. Y se ha aceptado que, ante losmiles de razones por las que elMoonraker debe ser disparado, lasrazones en contra no se sostienen. Elministro de Suministros tuvo que ceder,pero sabe tan bien como usted o comoyo que, con independencia de loshechos, para los rusos sería una victoriacolosal conseguir sabotear elMoonraker en la víspera de sulanzamiento de prueba. Si lo hicieran lobastante bien, podrían conseguirfácilmente que el proyecto acabara porabandonarse. Hay cincuenta alemanestrabajando en él. Cualquiera de ellospodría tener aún familiares retenidos

como rehenes en Rusia, cuyas vidaspudieran utilizarse como arma depresión.

M guardó silencio. Alzó los ojos altecho, luego los bajó y los posófijamente en Bond.

—El ministro —prosiguió— mepidió que fuera a verlo después de lareunión del gabinete. Ha dicho que lomínimo que puede hacer es reemplazarde inmediato a Tallon. El hombre queenvíe tiene ser bilingüe en alemán,experto en sabotaje, y debe tener muchaexperiencia con nuestros amigos rusos.El MI5 ha presentado a tres candidatos.Todos están trabajando en algún caso en

este momento, aunque podrían retirarlosde ellos en cuestión de horas sin llamarla atención. Pero el ministro me hapedido mi opinión. Se la he dado. Hehablado con el primer ministro y deinmediato se han cursado muchasórdenes y expedido varios documentos.

Bond dirigió una mirada penetrante,resentida, a los ojos grisesintransigentes.

—Así que —concluyó M, lisa yllanamente—, sir Hugo Drax ha recibidonotificación del nombramiento de ustedy lo espera en su cuartel general paracenar esta noche.

Capítulo 10La agente de labrigada especial

A las seis en punto de aquel atardecerde martes de finales de mayo, JamesBond castigaba su voluminoso Bentleyen el descenso del trecho recto que hayen la carretera de Dover antes de entraren Maidstone.

Aunque conducía a mucha velocidady con concentración, una parte de sumente repasaba los momentostranscurridos desde que había

abandonado la oficina de M, cuatrohoras y media antes.

Después de darle una brevedescripción del caso a su secretaria ytomar un almuerzo rápido a solas en lacafetería, había urgido al taller que porel amor de Dios se apresurase a acabarcon el coche y se lo entregara en suapartamento, con el depósito lleno, antesde las cuatro de la tarde. Luego habíatomado un taxi para bajar hasta ScotlandYard, donde tenía una cita con elsubdirector Vallance a las tres menoscuarto.

Los patios y la calle sin salida deScotland Yard le habían recordado,

como siempre, una prisión sin tejados.La iluminación cenital de tubosfluorescentes del frío corredordecoloraba las mejillas del sargento depolicía, que le preguntó qué asunto lollevaba allí y lo observó mientrasfirmaba la pequeña hoja de papel verdemanzana. Lo mismo hacía con el rostrodel agente de policía que lo guió por unacorta escalera y a lo largo del desiertopasillo flanqueado por hileras depuertas anónimas, hasta la sala deespera.

Una mujer silenciosa de medianaedad, que tenía los resignados ojos dealguien que ya lo había visto todo, entró

y dijo que el subdirector lo atenderíadentro de cinco minutos. Bond se habíaacercado a la ventana para mirar haciael patio gris que había abajo. Un agenteque parecía desnudo sin su casco, habíasalido del edificio y atravesado el patiomientras mordía un panecillo abierto porla mitad y con algo en medio. Reinabaun profundo silencio, y el tráfico deWhitehall y el Embankment sonabalejano. Bond se sentía comodesanimado. Se estaba enredando condepartamentos que le eran extraños.Quedaría desconectado de su gente y delas rutinas de su propio servicio. Enaquella sala de espera ya se sentía fuera

de su ambiente. Sólo los delincuentes ylos informadores aguardaban en aquellahabitación, o las personas influyentesque intentaban en vano librarse de unamulta de tráfico o deseaban persuadir aVallance de que sus hijos no eranrealmente homosexuales[27]. Nadiepodía hallarse en la sala de espera de labrigada especial por un motivo trivial.O bien pretendía denunciar a alguien, oiba para defenderse.

Al fin, la mujer acudió a buscarlo.Apagó el cigarrillo en la tapa de la latade cigarrillos Player, que hace las vecesde cenicero en todas las salas de esperade los departamentos gubernamentales, y

la siguió al otro lado del corredor.Después de la lobreguez de la sala

de espera, el irrazonable fuego del hogarde la gran sala alegre parecía unatrampa, algo así como el cigarrilloofrecido por un agente de la Gestapo.

Bond había necesitado cinco minutoscompletos para sacudirse de encima ladepresión y darse cuenta de que RonnieVallance se sentía aliviado al verlo, queno estaba interesado en los celosinterdepartamentales y que sólo deseabaque Bond protegiera el Moonraker ysacara a uno de sus mejores oficiales delo que podría ser un mal asunto.

Vallance era un hombre de enorme

tacto. Durante los primeros minutoshabló sólo de M. Y lo hizo conconocimiento íntimo y sinceridad. Sinmencionar siquiera el caso, se habíaganado la amistad y cooperación deBond.

Mientras cambiaba de un carril aotro por las atestadas calles deMaidstone, reflexionó que ese don queposeía Vallance tenía su origen en veinteaños de evitar meterse en el terreno delMI5, de trabajar con la divisiónuniformada de la policía y de habérselascon políticos ignorantes y diplomáticosextranjeros ultrajados.

Cuando Bond lo había dejado tras un

cuarto de hora de intensa conversación,cada uno de ellos sabía que habíaganado un nuevo aliado. Vallance habíacalibrado a Bond y sabía que GalaBrand recibiría toda la ayuda que élfuera capaz de prestarle y toda laprotección que necesitara. También leinspiró respeto la manera profesionalcon que abordaba la misión y suausencia de rivalidad con la brigadaespecial. En cuanto a Bond,experimentaba un profundo respeto porlo que había sabido de la agente deVallance, y sintió que ya no estabaindemne y que tenía a Vallance y a latotalidad de su departamento detrás de

sí.

Bond salió de Scotland Yard con lasensación de que había logrado elprimer principio de Clausewitz[28]:había garantizado la seguridad de subase.

La visita que hizo al Ministerio deSuministros no había añadido nada a loque ya sabía sobre el caso. Estudió elhistorial de Tallon y sus informes. Elprimero era bastante sencillo —toda unavida en inteligencia militar y seguridaden campaña—, y los segundospresentaban un cuadro de instalacionestécnicas muy activas y bien dirigidas:

uno o dos casos de embriaguez, un roboinsignificante, varias enemistadespersonales que habían desembocado enpeleas y algún derramamiento de sangreleve, pero por lo demás las referenciaseran de un equipo de hombres leales ymuy trabajadores.

Luego había pasado una media horainsuficiente en la sala de explotación delministerio, con el profesor Train, unhombre gordo y desaliñado de aspectomediocre, aspirante al premio Nobel deFísica del año anterior y uno de los másgrandes especialistas del mundo enmisiles teledirigidos.

El profesor Train se había

encaminado hacia una hilera de enormesmapas de pared y había tirado de lacuerda de uno de ellos paradesenrollarlo. Bond se encontró ante undiagrama a escala, de tres metros deancho, de algo que se parecía a unaV2[29] con grandes aletas.

—Bien —dijo el profesor Train—,usted no sabe nada sobre cohetes, asíque le expondré este asunto en términossencillos, sin llenarle la cabeza con unmontón de cosas sobre los grados deexpansión de las toberas, la velocidadde chorro y la elipse de Kepler. ElMoonraker, como decidió llamarloDrax, es un cohete monoetápico. Gasta

todo el combustible para salir disparadoal aire y luego busca el objetivo. Latrayectoria de la V2 se parecía más a lade un proyectil disparado por un cañón.En el punto máximo de su trayectoria detrescientos veinte kilómetros, alcanzabauna cota de ascenso de unos ciento diezkilómetros de altura. Estaba alimentadopor una mezcla muy combustible dealcohol y oxígeno líquido rebajada conagua para que no quemara el acero pocoresistente, que era lo único que teníanpara el motor. Se dispone decombustibles mucho más potentes, perohasta ahora no habíamos podidoconseguir mucho con ellos por esa

misma razón, porque su temperatura decombustión es tan elevada que quemaríahasta el más resistente de los motores.

El profesor hizo una pausa y apoyóun dedo sobre el pecho de Bond.

—Todo lo que tiene que recordar deeste cohete, mi querido señor, es quegracias a la columbita de Drax, que tieneuna temperatura de fusión de alrededorde 3.500 grados centígrados, cuando lade los motores de la V2 era de 1.300,podemos usar un supercombustible sinquemar el motor. De hecho —miró aBond como si éste debiera sentirseimpresionado—, estamos usando flúor ehidrógeno.

—Ah, ¿de verdad? —respondióBond con reverencia.

El profesor le dirigió una miradapenetrante.

—Así que esperamos conseguir unavelocidad de dos mil cuatrocientoskilómetros por hora y un alcancevertical de unos mil seiscientoskilómetros. Esto debería dar un alcanceoperacional de unos seiscientoscincuenta kilómetros, con lo cual todaslas capitales europeas quedarían dentrodel radio de alcance de Inglaterra. Algomuy útil —añadió con sequedad— endeterminadas circunstancias. Pero, paralos científicos, es sobre todo algo

deseable como primer paso para salir dela Tierra. ¿Alguna pregunta?

—¿Cómo funciona? —preguntóBond, respetuoso.

El profesor hizo un gesto bruscohacia el diagrama.

—Comencemos por el morro —dijo—. Primero viene la cabeza explosiva.Para el lanzamiento de prueba contendráinstrumentos atmosféricos, radar y cosaspor el estilo. Luego están los compasesgiroscópicos para hacerlo volar en línearecta, el giróscopo de cabeceo yguiñada, y el giróscopo de balanceo. Acontinuación hay varios instrumentosmenores, servomotores, suministro

energético. Y por último los grandestanques, con trece mil seiscientos kilosde combustible.

»En la cola tiene dos tanquespequeños para impulsar la turbina.Ciento ochenta kilos de peróxido dehidrógeno se mezclan con dieciochokilos de permanganato potásico, ygeneran un vapor que hace funcionar lasturbinas que tienen debajo. Esto accionaun conjunto de bombas centrífugas quehacen entrar el combustible principal enel motor del cohete, a una presiónenorme. ¿Me sigue? —preguntó,mientras enarcaba una ceja dubitativa.

—Se parece mucho al principio del

avión de reacción —dijo Bond.El profesor pareció complacido.—Más o menos —respondió—,

pero el cohete lleva todo el combustiblea bordo, en lugar de absorber el oxígenoexterior como el Comet. Bien —prosiguió—, el combustible se enciendeen el motor y sale por detrás en unchorro continuo. Se parece bastante a loque sería el retroceso continuado de unarma de fuego. Y este chorro proyecta elcohete al aire, como sucede en el casode cualquier fuego artificial. Porsupuesto, donde entra en juego lacolumbita es en la cola. Nos permitehacer un motor que no se funda con ese

calor fantástico. Y luego —señaló—,esas son las aletas de cola que lomantienen estabilizado al principio dellanzamiento. También están hechas deuna aleación de columbita, o sedesprenderían a causa de la colosalpresión del aire. ¿Algo más?

—¿Cómo pueden estar seguros deque caerá donde ustedes quieren? —preguntó Bond—. ¿Qué impedirá que elviernes que viene caiga en La Haya?

—Los giróscopos se encargarán deeso. Pero, de hecho, el viernes nocorreremos ningún riesgo, y vamos ausar un dispositivo de guía por radarcolocado en una balsa en medio del mar.

En el morro del cohete habrá untransmisor de radar que captará el ecode nuestro dispositivo y se dirigiráautomáticamente hacia él. Por supuesto—el profesor le dedicó una anchasonrisa—, si alguna vez tuviéramos queusar el cohete en tiempos de guerra,sería de gran ayuda que hubiera undispositivo de guía que transmitieraondas desde el centro de Moscú,Varsovia, Praga, Montecarlo, ocualquier ciudad hacia la quequisiéramos lanzarlo. Probablementedependería de su gente colocarlo en ellugar. Que tengan buena suerte.

Bond le dedicó una sonrisa ambigua.

—Una pregunta más —dijo—. Siusted se propusiera sabotear el cohete,¿cuál sería la forma más fácil dehacerlo?

—Hay muchas —respondióalegremente el profesor—. Se puedeechar arena en el combustible, areniscaen las bombas, practicar un agujero encualquier punto del fuselaje o las aletas.Con esa potencia y a esas velocidades,el más mínimo fallo acabaría con él.

—Eso es muchísimo —comentóBond—. Parece que usted tiene menospreocupaciones que yo acerca delMoonraker.

—Es una máquina maravillosa —

respondió el profesor—. Volará sinproblemas si nadie la manipula. Drax hahecho un trabajo eficaz. Es unorganizador magnífico. El equipo que hareunido es brillante. Y esa gente haríacualquier cosa por él. Tienen muchísimoque agradecerle.

Bond cambió de marcha con undoble embrague como los corredoresautomovilistas e hizo girar al gran cochea la izquierda en la bifurcación deCharing; prefería la carretera despejadaque pasa por Chilham y Canterbury a losembotellamientos de Ashford yFolkestone. El coche aceleró con un

alarido hasta los ciento treintakilómetros por hora en tercera y lomantuvo con la misma marcha paratomar el viraje en horquilla que había enlo alto de la larga pendiente queascendía hasta la carretera de Molash.

Y mientras metía la directa yescuchaba con satisfacción el tronarrelajado del tubo de escape, se preguntóqué podía decirse de Drax. ¿Quérecibimiento iba a dispensarle Draxaquella noche? Según M, cuando oyó sunombre al otro lado del teléfono, guardóun momento de silencio.

«Ah, sí —había dicho luego—, ya loconozco. No sabía que estuviera en esa

profesión. Me interesaría echarle otrovistazo. Envíenlo. Espero que llegue atiempo para cenar.» Luego colgó.

La gente del ministerio tenía suspropios puntos de vista acerca de Drax.En sus tratos con él habían tenido laimpresión de que se trataba de unhombre dedicado al Moonraker ycompletamente centrado en él, que novivía para nada más que para el éxitodel cohete, que llevaba a los hombreshasta el límite con sus exigencias,luchaba por las prioridades demateriales con otros departamentos yazuzaba al Ministerio de Suministrospara que acreditara sus requerimientos

ante el gabinete. Les desagradaban susmodales de bravucón, pero lorespetaban por su habilidad, su empuje ysu dedicación. Y, al igual que el restodel Reino Unido, lo consideraban comoun posible salvador de la patria.

Bueno, pensó mientras aceleraba porla recta de la carretera que habíadespués del castillo de Chilham,también él podía ver esa imagen; y si ibaa trabajar con el hombre debía ajustarsea la versión heroica. Si encontraba enDrax buena disposición, él apartaría desu mente todo el asunto del Blades y seconcentraría en protegerlos a él y a sumaravilloso proyecto de los países

enemigos. Sólo quedaban unos tres días.Las precauciones de seguridad eran yaminuciosas, y Drax podría tomarse a malcualquier sugerencia en cuanto aaumentarlas. No resultaría cosa fácil yhabría que emplear una gran dosis dediplomacia. Diplomacia. No era supunto fuerte, como tampoco teníarelación alguna con lo que él sabía delcarácter de Drax, se dijo.

Tomó el atajo de Canterbury por lavieja carretera de Dover y consultó elreloj. Eran las seis y media. Otrosquince minutos hasta Dover y luegootros diez por la carretera de Deal.¿Quedaba algún plan que trazar? La

doble muerte estaba fuera de sus manos,gracias a Dios. «Asesinato seguido desuicidio en un rapto de enajenaciónmental», había sido el veredicto del juezde instrucción. Ni siquiera habían citadoa la muchacha. Se detendría a tomar unacopa en la posada «World WithoutWant» y hablaría con el posadero. Aldía siguiente tendría que intentar olfatearal «gato encerrado» por el que Tallonhabía querido ver al ministro. No habíaninguna pista al respecto. No se habíaencontrado nada en la habitación delmuerto, que presumiblemente élocuparía a partir de ahora. Bueno, encualquier caso eso le proporcionaría

mucho tiempo libre para revisar lospapeles de Tallon.

Se concentró en la conducciónmientras moderaba la velocidad alentrar en Dover. Se mantuvo a laizquierda y pronto ascendía saliendootra vez de la ciudad para pasar ante elfantástico castillo de cartón piedra.

Sobre la colina había una masa denubes bajas, y unas diminutas gotitas delluvia cayeron sobre el parabrisas. Unabrisa fría soplaba desde el mar. Lavisibilidad era mala y encendió losfaros mientras avanzaba con lentitud porla carretera de la costa; los mástilessalpicados de rubíes de la estación de

radar de Swingate se alzaban comopetrificadas velas romanas a su derecha.

¿Y la muchacha? Tendría que sercuidadoso en la forma de contactar conella, y cuidadoso para no trastornarla.Se preguntó si le sería de alguna ayuda.Al cabo de un año de trabajo en lasinstalaciones, habría tenido todas lasoportunidades de una secretariapersonal de «el Jefe» para penetrar en laesencia de todo el proyecto… y deDrax. Y tenía una mente entrenada parala profesión particular de Bond. Perotendría que estar preparado para laeventualidad de que se mostrarasuspicaz, y tal vez resentida, ante el

recién llegado que venía a introducircambios. Se preguntaba cómo seríarealmente. La fotografía de su hoja deservicio de Scotland Yard le habíamostrado una muchacha hermosa, peromás bien severa, y cualquier rastro depoder de seducción había quedadodifuminado por la chaqueta del uniformede policía, carente de encanto.

Cabello: castaño rojizo. Ojos:azules. Estatura: 1,70 m. Peso: 57 kg.Cadera: 96 cm. Cintura: 66 cm. Busto:96 cm. Señas particulares: un lunar en laparte superior del pecho derecho.

«¡Hmmm!»Apartó los datos de su mente al

llegar a un desvío a la derecha. Habíauna señal que decía «Kingsdown» y seveían las luces de una pequeña posada.

Aparcó delante y cortó el encendido.Por encima de su cabeza, un letrero quedecía «World Without Want» en letrasdoradas chirriaba en la brisa salobreque llegaba desde lo alto de losacantilados que quedaban a unosochocientos metros de distancia. Salió,estiró los miembros y avanzó hasta lapuerta de la taberna. Estaba cerrada conllave. ¿Cerrada por limpieza? Probó conla puerta de al lado, que se abrió paradar acceso a un pequeño bar privado.Detrás de la barra, un hombre de

aspecto imperturbable, en mangas decamisa, leía un periódico vespertino.

Al entrar Bond, alzó la mirada ydejó el periódico.

—Buenas tardes, señor —dijo,evidentemente aliviado de ver a uncliente.

—Buenas tardes —saludó Bond—.Un whisky largo con soda, por favor.

Se sentó ante la barra y esperómientras el hombre servía dos medidasde Black and White y depositaba el vasoante él junto con un sifón de soda.

Bond acabó de llenar el vaso consoda y bebió de un trago.

—Mal asunto lo que sucedió aquí

anoche —comentó mientras dejaba elvaso sobre la barra.

—Terrible, señor —asintió elhombre—. Y malo para el negocio. ¿Esusted de la prensa, señor? No hemostenido más que reporteros y policíasentrando y saliendo de la casa todo eldía.

—No —respondió Bond—. Vengo aocupar el puesto del hombre al quedescerrajaron de un tiro. El comandanteTallon. ¿Era uno de sus clienteshabituales?

—Nunca había venido hasta anoche,señor, y vino a morir aquí. Ahora mehan dejado fuera de los límites de las

instalaciones durante una semana, y hayque pintar la taberna de arriba abajo.Pero debo decir que sir Hugo se haportado muy bien en este asunto. Estatarde me ha enviado cincuenta libraspara pagar los desperfectos. Tiene queser todo un caballero. Por aquí se hahecho querer mucho por todos. Siemprees muy generoso y tiene una palabraamable para todo el mundo.

—Sí, es un buen hombre —asintióBond—. ¿Vio usted cómo sucedía todo?

—No vi el primer disparo, señor. Enese momento estaba sirviendo una pintade cerveza. Pero luego, por supuesto,miré. Y la condenada pinta se me cayó

al suelo.—¿Qué sucedió entonces?—Bueno, todo el mundo había

retrocedido, por supuesto. No había másque alemanes. Alrededor de una docenade ellos. Ahí estaba el cuerpo en elsuelo y el tipo con el arma que lomiraba. Y de repente se pone firmes ylevanta el brazo izquierdo. «Heil!»,gritó, como hacían esos bastardosdurante la guerra. Luego se metió elcañón del arma dentro de la boca. Y alinstante siguiente —el hombre hizo unamueca— su cerebro estaba esparcido entodo mi condenado techo.

—¿Fue eso lo único que dijo

después de disparar contra el otro? —preguntó Bond—. ¿Sólo «Heil!»?

—Sólo eso, señor. No parecencapaces de olvidarse de esa malditapalabra, ¿no cree?

—No —concedió Bond—, desdeluego que no la olvidan.

Capítulo 11La agente de policía

Brand

Cinco minutos más tarde, Bond estabapresentándole su pase del ministerio alhombre uniformado que estaba deguardia ante la entrada de la alta vallade alambre.

El sargento de la RAF se lodevolvió y se cuadró militarmente.

—Sir Hugo está esperándolo, señor.En la casa grande que se encuentra en elbosque, por allí —indicó, mientras

señalaba hacia unas luces que se veían aunos cien metros de distancia, endirección a los acantilados.

Lo oyó telefonear al siguiente puestode guardia. Hizo avanzar el cochelentamente por la nueva carreteraasfaltada que se había abierto a travésdel campo por detrás de Kingsdown.Podía oír el lejano tronar del mar al piede los altos acantilados, y desde algúnlugar cercano le llegaba como ungemido de maquinaria que se hizo mássonoro a medida que se acercaba a losárboles.

Allí fue detenido otra vez por unguardia de paisano ante una segunda

valla de alambre, a través de la cual unaverja de cinco barrotes permitía accederal interior del bosque; y cuando elhombre le hacía una seña para quepasara, oyó los lejanos ladridos de losperros de policía que sugerían lapresencia de algún tipo de patrullanocturna. Todas estas precaucionesparecían eficientes. Bond decidió que notendría que preocuparse por problemasde seguridad externa.

Una vez se hubo adentrado entre losárboles, el coche comenzó a rodar poruna larga pista de cemento cuyos límites,con la luz insuficiente que había,quedaban incluso fuera del alcance de

los enormes haces gemelos de los farosMarchal de su automóvil. A unos cienmetros a su izquierda, en la linde delbosque, se veían las luces de una casagrande medio oculta tras un muro de unmetro ochenta de ancho que se alzabadesde la superficie de cemento casihasta la altura de la casa. Bond aminoróhasta la velocidad del paso de unhombre y giró hacia el mar, alejándosede la casa, y hacia una silueta oscuraque de pronto brilló de color blanco enlos giratorios haces del barco-faro deSouth Goodwin, que quedaba muy lejoscanal adentro. Las luces del cochetrazaban un sendero por la pista hasta

donde, casi al borde del acantilado y aunos ochocientos metros de distancia,una cúpula ancha y baja se alzaba hastauna altura de alrededor de quince metrosdel cemento. Parecía ser la partesuperior de un observatorio, y Bondpudo distinguir el reborde de una junturaque iba de este a oeste atravesando lacúpula.

Hizo girar el coche para regresar ypasó lentamente entre lo que supuso queera un muro blindado y el frente de lacasa. Cuando aparcaba ante esta última,la puerta se abrió y por ella salió uncriado con chaqueta blanca. Abrió laportezuela del coche con movimientos

elegantes.—Buenas noches, señor. Por aquí,

por favor.Hablaba con rigidez y con un leve

acento extranjero. Bond lo siguió alinterior de la casa y a través de unacogedor vestíbulo hasta una puerta a laque el criado llamó con unos golpecitos.

—Adelante.Bond sonrió para sí ante el tono

áspero de la voz que recordaba bien yante el matiz autoritario que se percibíaen aquella sola palabra.

Al otro extremo de la larga,brillante, chillona sala de estar, Drax seencontraba de pie con la espalda vuelta

hacia una repisa de chimenea vacía, unafigura corpulenta vestida con una bata deterciopelo color ciruela que desentonabacon el cabello rojizo que caía sobre surostro. Cerca de él había otras trespersonas de pie: dos hombres y unamujer.

—Ah, mi querido amigo —dijoDrax, vocinglero, avanzando a grandeszancadas para recibirlo y estrecharlecordialmente la mano—. Así quevolvemos a encontrarnos. ¡Y tan pronto!No me di cuenta de que era usted unmaldito espía de mi ministerio, o habríatenido más cuidado antes de jugar a lascartas con usted. ¿Ya se ha gastado mi

dinero? —preguntó, mientras loconducía hacia la chimenea.

—Todavía no —respondió Bondcon una sonrisa—. Aún no he visto dequé color es.

—Por supuesto. Se paga lossábados. Tal vez reciba el cheque atiempo para celebrar nuestro pequeñoespectáculo de fuegos artificiales, ¿no?Vamos a ver. —Condujo a Bond hasta lamujer y la presentó—: Ésta es misecretaria, la señorita Brand.

Bond posó la vista sobre un par deojos de mirada muy firme.

—Buenas noches —la saludó, conuna sonrisa muy cordial.

No hubo sonrisa de respuesta en losojos que lo miraban con total calma. Nipresión de respuesta en la mano que élestrechó.

—Mucho gusto —dijo ella conindiferencia, casi con hostilidad, lepareció a Bond.

Se dijo que la habían elegido bien.Otra Loelia Ponsonby. Reservada,eficiente, leal, virginal. «Gracias alcielo —pensó—. Es una profesional.»

—Mi mano derecha, el doctorWalter.

El delgado hombre de avanzadaedad, con un par de ojos coléricos bajouna greña de pelo negro, pareció no

advertir la mano tendida de Bond. Sepuso en posición de firmes y le dedicóuna rápida inclinación de cabeza.

—Walter —dijo con su fina bocacolocada encima de la perilla negra,corrigiendo la pronunciación de Drax.

—Y mi… ¿cómo diría?… mi oficialsubalterno. Lo que podríamos llamar miayudante de campo, Willy Krebs.

Bond sintió el contacto de una manolevemente húmeda y oyó la vozcongraciadora:

—Encantado de conocerlo.Bond alzó los ojos hacia el pálido

rostro redondo, enfermizo, ahorasurcado por una sonrisa teatral que

desapareció casi en el instante en queBond reparó en ella. Miró los ojos. Erancomo dos inquietos botones negros quese apartaron de los de Bond.

Ambos hombres vestían inmaculadosmonos blancos, con cremalleras deplástico en muñecas, tobillos y espalda.Llevaban la cabeza afeitada, de modoque la piel brillaba a la luz, y habríanparecido seres de otro planeta de nohaber sido por el bigote y la perillanegros y desgreñados del doctor Waltery por el pálido bigote ralo de Krebs.Ambos eran como caricaturas delcientífico loco y de una versión joven dePeter Lorre[30].

La colorida figura de ogro de Draxresultaba un contraste agradable enaquella gélida compañía, y Bond sesintió agradecido para con él por laalegre aspereza de su bienvenida y porel aparente deseo de enterrar el hacha deguerra y llevarse lo mejor posible consu nuevo oficial de seguridad.

Drax estaba muy en su papel deanfitrión. Se frotó las manos.

—A ver, Willy —dijo—, ¿qué tal sinos prepara uno de sus excelentesmartinis seco? Excepto, por supuesto,para el doctor. No bebe ni fuma —leexplicó a Bond mientras regresaba a susitio junto a la repisa de la chimenea—.

Apenas si respira. —Profirió una cortacarcajada áspera como un ladrido.— Nopiensa en nada más que en el cohete.¿No es cierto, amigo mío?

El doctor tenía la mirada petrificadaante sí.

—A usted le gusta bromear —respondió.

—Vamos, vamos —dijo Drax comosi hablara con un niño—. Ya volverámás tarde con esos dichosos bordes deataque. Todos están satisfechos conellos menos usted. —Se volvió a mirar aBond.— El doctor siempre estáasustándonos —explicó con tonoindulgente—. Siempre tiene pesadillas

con respecto a algo.Ahora son los bordes de ataque de

las aletas. Ya están tan afilados como lahoja de una navaja… apenas ofrecenalguna resistencia al aire. Y de repente,a él se le mete en la cabeza que van afundirse. Por la fricción del aire. Porsupuesto que todo es posible, pero sehan probado a más de 3.000 grados y,como yo le digo a él, si las aletas sefunden, entonces se fundirá todo elcohete. Y eso sencillamente no va asuceder —añadió con una sonrisaceñuda.

Krebs se les acercó con una bandejade plata sobre la que descansaban cuatro

copas llenas y una coctelera escarchada.El martini era excelente y Bond así locomentó.

—Es usted muy amable —dijoKrebs, con una afectada sonrisa desatisfacción—. Sir Drax es muyexigente.

—Llénele la copa —dijo Drax—, yluego quizá a nuestro amigo le apetezcarefrescarse. Cenamos a las ocho.

Mientras hablaba, se oyó elamortiguado aullido de una sirena y,casi de inmediato, el rumor de un grupode hombres que corrían estrictamente alunísono por la pista de cemento exterior.

—Es el primer turno de la noche —

explicó Drax—, Los barracones estánjusto detrás de la casa. Deben de ser lasocho en punto. Aquí lo hacemos todo ala carrera —añadió con un brillo desatisfacción en los ojos—. Precisión.Por aquí hay muchos científicos, perointentamos dirigir esto como si fueranunas instalaciones militares.

Willy, ocúpese del capitán defragata. Nosotros iremos delante.Acompáñeme, querida.

Cuando Bond atravesaba detrás deKrebs la misma puerta por la que habíaentrado, vio que los otros dos, con Draxa la cabeza, se dirigían hacia las puertasdobles del otro extremo de la

habitación, que se habían abierto cuandoDrax acabó de hablar. El criado de lachaqueta blanca se encontraba de pieante ella. Mientras Bond salía alvestíbulo, se le ocurrió que Draxseguramente entraría en el comedorantes que la señorita Brand. Poderosapersonalidad. Trataba a sus trabajadorescomo si fueran niños. Era obvio que setrataba de un líder nato. ¿De dóndehabía sacado ese don? ¿Del ejército? ¿Oacaso se lo había fabricado con millonesde libras? Bond seguía el cuello comode babosa de Krebs mientras seformulaba todas estas preguntas.

La cena fue deliciosa. Drax resultó

ser un anfitrión complaciente, y en supropia mesa sus modales eranimpecables. La mayor parte de suconversación consistió en hacer hablaral doctor Walter para información deBond, y abarcó una amplia gama decuestiones técnicas que Drax se tomabagrandes molestias en explicarbrevemente después de agotarse cadatema. Bond se sintió impresionado porla confianza con que Drax abordabacada problema abstruso a medida quesurgía, y por su perfecta comprensión delos detalles. Poco a poco fueexperimentando una admiraciónauténtica que se sobrepuso a su anterior

desagrado. Se sentía más que inclinadoa olvidar el asunto del Blades ahora quese encontraba ante el otro Drax, el lídercreador e inspirador de una empresanotable.

Bond se encontraba sentado entre suanfitrión y la señorita Brand. Realizóvarios intentos de entablar conversacióncon ella. Fracasó por completo. Lajoven le respondía con cortesesmonosílabos y apenas lo miraba a losojos. Se sintió levemente irritado.

La encontraba muy atractiva desde elpunto de vista físico, y le molestaba serincapaz de provocar la más mínimareacción en ella. Tenía la sensación de

que su gélida indiferencia era unaactuación exagerada, y de que habríaservido mucho mejor a la seguridad conuna actitud distendida y amistosa, enlugar de con esa desmedida reticencia.Sentía el fuerte impulso de propinarleuna fuerte patada en un tobillo.

La idea lo distrajo y se encontróobservándola con ojos diferentes: comoa una joven y no como a una oficialcolega suya. Para empezar, y a cubiertode una larga discusión entre Drax yWalter en la que se le pidió queinterviniera, respecto al cotejo entre losinformes meteorológicos procedentesdel ministerio del Aire y de Europa,

comenzó a sumar sus impresiones acercade ella.

Era mucho más atractiva de lo quehabía sugerido su fotografía, y resultabadifícil ver trazas de la severacompetencia de una agente de policía enla seductora muchacha que tenía a sulado. Había un aire de autoridad en ladefinida línea del perfil, pero las largaspestañas negras sobre los ojos azuloscuro y la boca más bien ancha podríanhaber sido pintados por MarieLaurencin[31]. Sin embargo, los labioseran demasiado llenos para un cuadro deLaurencin, y el cabello castaño oscuro,que se curvaba hacia dentro en la base

del cuello, era propio de otra moda. Sepercibía un indicio de sangre nórdica enlos pómulos altos y la muy leveinclinación ascendente de los ojos, peroel tono cálido de su piel era porcompleto inglés. Había demasiadoaplomo y autoridad en sus gestos y lamanera en que erguía la cabeza, paraque resultara un retrato muy convincentede secretaria. De hecho, casi parecía unmiembro del equipo de Drax, y Bondadvirtió que los hombres escuchabancon atención cuando ella respondía a laspreguntas de su jefe.

Su vestido de noche, más biensevero, era de un tejido negro como el

carbón, con mangas abullonadas hastamás abajo de los codos. El corpiño detela vuelta sin costuras mostraba apenasla hinchazón de sus pechos, que eranespléndidos, como había deducido Bondpor las medidas que figuraban en su hojade servicio. En el pico del escote en Vhabía prendido un camafeo azulbrillante, una piedra tallada de Rassie,supuso Bond; barato, pero imaginativo.No lucía más joyas, aparte del mediocírculo de diamantes pequeños de suanillo de prometida. Salvo el cálidorojo de labios, no llevaba otromaquillaje, y las uñas estaban cortadasrectas y tenían un brillo natural.

En conjunto, decidió, era unamuchacha adorable, además de, debajode su reserva, un ser muy apasionado. Y,reflexionó, podría ser una agente depolicía y una experta en jiu-jitsu, perotambién tenía un lunar en el senoderecho.

Con este pensamiento reconfortante,Bond centró toda su atención en laconversación que tenía lugar entre Draxy Walter, y no realizó ningún otro intentode entablar amistad con la muchacha.

La cena concluyó a las nueve.—Ahora le presentaremos el

Moonraker —anunció Draxlevantándose bruscamente de la mesa—.

Walter nos acompañará. Tiene muchascosas que hacer. Venga con nosotros, miquerido Bond.

Sin dirigirles palabra a Krebs ni a lajoven, abandonó el comedor a grandeszancadas. Bond y Walter lo siguieron.

Salieron de la casa y atravesaron lapista de cemento hacia la silueta distanteque se encontraba al borde delacantilado. La luna había salido y laachaparrada cúpula brillaba bajo su luza lo lejos.

A unos cien metros de distancia,Drax se detuvo.

—Le explicaré la disposición físicadel lugar —anunció—. Walter, vaya

usted delante. Estarán esperando a queeche otra mirada a esas aletas. No sepreocupe por ellas, mi querido amigo.Los de Aleaciones de Alta Resistenciasaben lo que se hacen.

Bueno —prosiguió al tiempo que sevolvía hacia Bond y hacía un gesto endirección a la cúpula blanca como laleche—, ahí dentro está el Moonraker.Lo que usted ve es la tapa de un anchopozo de unos doce metros deprofundidad que se ha excavado en lacreta. Las dos mitades de la cúpula seabren mediante un mecanismo hidráulicoy se pliegan hacia atrás hasta quedar almismo nivel que ese muro de seis

metros.Allí —señaló una silueta cuadrada

que quedaba casi fuera de la vista endirección a Deal— está el puesto delanzamiento. Un bloque de cemento.Lleno de aparatos de seguimiento conradar, radar Doppler de velocidad yradar de planeo, por ejemplo. Lainformación les llega a través de veintecanales de telemedida instalados en elmorro del cohete. Hay también unapantalla grande de televisión, así quepuede observarse el comportamiento delcohete dentro del pozo cuando lasbombas han comenzado a funcionar. Seha dispuesto otro aparato de televisión

para seguir el comienzo del despegue.Al lado del bloque hay un

montacargas que baja por la cara delacantilado. Muchos aparatos los hantraído por mar y luego se han subidohasta aquí en el montacargas. Eso que seoye, que parece un gemido, es la centraleléctrica que hay allí —hizo un gestovago en dirección a Dover—. Losbarracones de los operarios y la casaestán protegidos por un muro blindado,pero cuando hagamos el lanzamiento nohabrá nadie en kilómetro y medio a laredonda, excepto los especialistas delministerio y el equipo de la BBC, queestarán dentro del puesto de

lanzamiento. Espero que resista lasacudida. Walter dice que el pozo ybuena parte de la pista de cemento sefundirán a causa del calor.

Eso es todo. No hay nada más quenecesite saber hasta que entremos.Acompáñeme.

Bond volvió a detectar el abruptotono de mando. Lo siguió en silencio através de la extensión de terrenoiluminada por la luna, hasta que llegaronal muro que sustentaba la cúpula. Unabombilla roja desnuda brillaba sobreuna puerta revestida con una plancha deacero que se habría en el muro.Iluminaba un cartel de gruesas letras

que, en inglés y alemán, decía: Peligrode muerte. Prohibida la entradacuando la luz roja esté encendida.Llame al timbre y espere.

Drax pulsó el botón que habíadebajo del cartel y se oyó elamortiguado timbre de llamada.

—Puede que alguien esté trabajandocon oxiacetileno o realizando algunaotra tarea delicada —explicó—. Si sedistrae durante una fracción de segundoporque alguien entra, podría producirseun error muy caro. Todos dejan lasherramientas cuando suena el timbre, yvuelven a comenzar cuando ven de quése trata. —Drax se apartó de la puerta y

señaló hacia lo alto, donde se veía unahilera de rejillas de un metro veinte deancho casi al final del muro.—Conductos de ventilación —explicó—.El aire acondicionado mantiene elinterior a veintiún grados.

Abrió la puerta un hombre quellevaba una cachiporra en una mano y unrevólver a la altura de la cadera. Bondsiguió a Drax al interior de una pequeñaantesala. No contenía nada más que unbanco y una ordenada hilera dezapatillas de fieltro.

—Tiene que ponerse esto —dijoDrax mientras se sentaba y se quitabalos zapatos—. Podría resbalar y

estrellarse contra alguien. Será mejorque también deje aquí su chaqueta.Veintiún grados es bastante calor.

—Gracias —respondió Bond,recordando que llevaba la Beretta en lasobaquera—. De hecho, yo no siento elcalor.

Con la sensación de ser un visitanteen una sala de operaciones, Bond siguióa Drax a través de una puerta decomunicación que los llevó a unapasarela de hierro y un tremendoresplandor de proyectores de haz, quehicieron que se llevara automáticamenteuna mano a los ojos y se aferrara con laotra a la barandilla que tenía ante sí.

Cuando apartó la mano de los ojosse encontró ante una escena de talesplendor que durante varios minutos sequedó petrificado y sin habla,deslumbrado por la terrible belleza delarma más grandiosa de la tierra.

Capítulo 12El «Moonraker»

Era como hallarse dentro del pulidocañón de un arma de fuego. Desde elsuelo, doce metros más abajo, sealzaban paredes circulares de metalpulido, cerca de cuya parte superior seaferraban él y Drax como dos moscas.En el centro del pozo, que tendría unosnueve metros de diámetro, se erguía unlápiz de reluciente cromo cuya punta,que se ahusaba hasta una antena afiladacomo una aguja, parecía rozar el techoque estaba a seis metros por encima de

sus cabezas.El resplandeciente proyectil

descansaba sobre un cono truncado dereja de acero que se alzaba del sueloentre las puntas de tres aletas negras enforma de delta altamente inclinadas, queparecían tan afiladas como escalpelosde cirujano. Pero, por lo demás, nadaestropeaba el sedoso lustre de losquince metros de pulido acero de cromo,excepto los finísimos dedos de dosgrúas de brazo que se extendían desde lapared y sujetaban la cintura del coheteentre gruesos acolchados de cauchoalveolar.

En los puntos en que contactaban con

el cohete, había abiertas pequeñaspuertas de acceso en el fuselaje deacero; mientras Bond observaba, unhombre salió a gatas por una puertahasta la plataforma de la grúa, y la cerrótras de sí con una mano enguantada.Avanzó con pies de plomo por elestrecho puente hasta la pared, e hizogirar una manivela. Se produjo unrepentino sonido de maquinaria y la grúaapartó su acolchada mano del cohete yla dejó suspendida en el aire como lapata delantera de una mantis religiosa.El sonido cambió a un tono bajo y lagrúa se retrajo lentamente y se plegósobre sí misma. Luego volvió a estirarse

y sujetó el cohete por un punto situadotres metros más abajo. El operarioavanzó con tiento a lo largo del brazo yabrió otra pequeña puerta de acceso, porla que desapareció.

—Probablemente está comprobandola alimentación de combustible de lostanques posteriores —comentó Drax—.Alimentación por gravedad. Es undiseño bastante delicado. ¿Qué leparece? —preguntó, mientras mirabacon placer la expresión arrobada deBond.

—Es una de las cosas más hermosasque he visto en toda mi vida.

Resultaba fácil conversar. Apenas se

oía un sonido en el gran pozo de acero, ylas voces de los hombres reunidos en elfondo, bajo la cola del cohete, no eransino un murmullo.

Drax señaló hacia lo alto.—La cabeza explosiva —explicó—.

La que tiene ahora es la experimental.Está llena de instrumentos. Telémetros ydemás. Siguen los giróscopos que estánaquí, justo frente a nosotros. Luego casitodo son tanques de combustibleconforme se avanza hacia abajo, hastaque se llega a las turbinas, cerca de lacola. Son movidas por vaporsobrecalentado que se consiguemediante la descomposición de

peróxido de hidrógeno. El combustible,flúor e hidrógeno… —dirigió unapenetrante mirada a Bond—, eso, porcierto, es alto secreto… cae por lostubos de alimentación y se enciende encuando es inyectado en el motor. Seproduce una especie de explosióncontrolada que lanza el cohete al aire. Elpiso de acero que hay debajo del cohetese desliza hacia los lados y desaparece.Debajo hay un gran túnel deexhaustación que tiene la salida en labase del acantilado. Mañana lo verá.Parece una caverna enorme. Cuando elotro día hicimos una prueba estática, lacreta se derritió y cayó al mar como si

fuera agua. Espero que no se derritan losfamosos acantilados blancos cuandollegue el momento del verdaderolanzamiento. ¿Le gustaría echar unamirada a las obras?

Bond lo siguió en silencio mientrasDrax abría la marcha bajando por laempinada escalerilla de hierro quedescendía en línea curva contra la paredde acero. Experimentaba una sensaciónde admiración, casi de reverencia, poraquel hombre y su majestuoso logro.¿Cómo era posible que hubiese llegadoa ofenderse por el comportamientoinfantil de Drax en la mesa de juego?Incluso los más grandes hombres tenían

sus debilidades. Drax necesitaba unaválvula de escape para la tensión creadapor la fantástica responsabilidad quellevaba sobre las espaldas. Por laconversación mantenida durante la cena,estaba claro que no podía descansarmucho peso sobre los hombros de sunervioso hombre clave. Sólo de éldebían manar la vitalidad y la seguridadque mantuviera a flote a todo el equipo.Incluso en algo tan insignificante comoganar una partida de cartas, para éldebía de ser importante reafirmarsecontinuamente, buscar constantespresagios de fortuna y éxito, inclusohasta el punto de crear él mismo esos

presagios. ¿Quién, se preguntó, no semordería las uñas y sudaría cuando sehabía arriesgado a tanto, cuando habíatantas cosas en juego?

Mientras descendían por la largacurva de la escalera, y sus figuras sereflejaban grotescamente en el espejodel pulido fuselaje del cohete, Bond casiexperimentó el afecto del hombre de lacalle por aquel hombre al que apenasunas horas antes había estado analizandominuciosamente sin piedad, casi conrepugnancia.

Cuando llegaron al piso de planchade acero del pozo, Drax se detuvo y alzóla mirada. Bond siguió la dirección de

sus ojos. Visto desde aquel ánguloparecía que estaban mirando arriba porun recto pozo estrecho de luz hacia eldeslumbrante cielo de los focos de arco,un pozo de luz que no era de un blancopuro sino de tornasolado saténmadreperla. Había reflejos rojos de lostanques carmesí de un gigantescoextintor de espuma que se encontrabacerca de ellos, cuya boca manteníaapuntada hacia la base del cohete unhombre vestido con traje de amianto.Había una lista de violeta cuyo origenera una bombilla de dicho color quebrillaba en el tablero del panel deinstrumentos de la pared y que

controlaba la cubierta de acero del túnelde exhaustación. Y había también unmatiz verde esmeralda aportado por lapantalla de la luz colocada sobre unasencilla mesa de tablones de pino ante laque se encontraba un hombre queanotaba las cifras que le dictaban losintegrantes del grupo reunido debajo dela cola del Moonraker.

Al contemplar aquella columna detono apastelado, tan increíblementedelgada y grácil, parecía impensableque algo tan delicado pudiera resistir lapresión que debería soportar el viernes:la aullante corriente de la explosióncontrolada más potente que jamás se

hubiera intentado; el impacto de labarrera del sonido; la desconocidapresión de la atmósfera a veinticuatromil kilómetros por hora; el choqueterrible cuando se precipitara desde unaaltura de mil seiscientos kilómetros dealtura y atravesara la atmósfera queenvuelve el planeta.

Drax pareció leerle el pensamiento.Se volvió a mirarlo.

—Será como cometer un asesinato—dijo. Luego, sorprendentemente,estalló en una áspera carcajada—.Venga por aquí. Walter —llamó,dirigiéndose al grupo de hombres—,acérquese. —El interpelado se separó

de los otros y se acercó.— Walter,estaba diciéndole a nuestro amigo elcapitán de fragata que cuandodisparemos el Moonraker será comocometer un asesinato.

Bond no se sorprendió al ver queuna expresión de perpleja incredulidadse reflejaba en el rostro del doctor.

—Será como un infanticidio —insistió Drax con irritación—. Elasesinato de nuestra criatura —aclaró altiempo que hacía un gesto hacia elcohete—. Despierte, despierte. ¿Qué lepasa?

El rostro de Walter mostró atención.Le dirigió a su interlocutor lo que él

pensaba que era una sonrisa.—Asesinato. Sí, muy bueno… ¡Ja,

ja! Y ahora, sir Hugo, dígame, conrespecto a las láminas de grafito que hayen el orificio de exhaustación, ¿estáconforme el ministerio con su punto defusión? No les parece que…

Mientras continuaba hablando,Walter condujo a Drax bajo la cola delcohete. Bond los siguió.

Los rostros de los otros diezhombres se encontraban vueltos haciaellos mientras se acercaban. Drax lopresentó con un gesto de la mano.

—El capitán de fragata Bond,nuestro nuevo oficial de seguridad —

dijo brevemente.El grupo observó a Bond en

silencio. Nadie hizo movimiento algunopara saludarlo, y los diez pares de ojosno manifestaron ninguna curiosidad.

—Vamos a ver, ¿qué es toda esaalharaca sobre el grafito?…

El grupo se cerró en torno a Drax yWalter. Bond quedó aislado.

No le sorprendió la frialdad deaquella recepción. El habríaconsiderado la intromisión de un extrañoen los secretos de su departamento conuna indiferencia mezclada conresentimiento muy similar. Ysimpatizaba con aquellos técnicos

elegidos con esmero que habían vividodurante meses entre los más complejosterrenos de la astronáutica, y ahora sehallaban en el umbral de la realización.Y sin embargo, se recordó a sí mismo,los inocentes que había entre ellostenían que saber que él debía cumplircon su cometido, con su propio papelvital dentro del proyecto. Supongamosque uno de esos pares de ojos pococomunicativos ocultaba un hombredentro de otro, un enemigo que tal vez eneste preciso momento se regocijaba alsaber que ese grafito del que Walterparecía desconfiar era, en efecto,demasiado débil. Cierto que tenían el

aspecto de un grupo bien compenetrado,casi como una hermandad, rodeando aDrax y Walter, pendientes de suspalabras, los ojos atentos a las bocas deambos hombres. Pero ¿había algúncerebro moviéndose en la intimidad dealguna órbita secreta, haciendo suscálculos ocultos como el sigilosomecanismo de algún aparato infernal?

Bond se desplazó distraídamentearriba y abajo del triángulo formado porlos extremos de las tres aletas quedescansaban en cavidades del piso deacero, cubiertas de goma; se interesópor todo cuanto veían sus ojos, peromiraba de vez en cuando al grupo de

hombres desde ángulos diferentes.Con la excepción de Drax, todos

llevaban los mismos monos ajustados denilón con cremalleras de plástico en lospuños, los tobillos y la espalda. Enninguno se veía ni rastro de metal yninguno usaba gafas. Como en el caso deWalter y Krebs, tenían la cabeza bienafeitada, tal vez, se dijo Bond, paraevitar que los cabellos que pudieranperder cayesen dentro del mecanismo. Ysin embargo, aquel detalle le pareció lacaracterística más grotesca del equipo,cada uno de cuyos miembros lucía unpoblado bigote a cuyo cuidado eraobvio que había dedicado gran atención.

Los había de todas las formas y matices:desde el rubio al castaño o el negro; delargas guías como el manillar de unabicicleta, de morsa, estilo Kaiser, estiloHitler… cada uno llevaba su insigniapilosa, entre las cuales el lozano vellofacial rojizo de Drax resplandecía comoel sello oficial de jefe máximo de todosellos.

«¿Por qué —se preguntó Bond—todos los hombres de estas instalacionesllevan bigote?» Nunca le habíangustado, pero, al combinarlos conaquellas cabezas afeitadas, la colecciónde excrecencias pilosas adquiría unacalidad positivamente obscena. El

conjunto habría resultado apenastolerable de haber estado todos cortadosen la misma forma, pero aquellavariedad de modas individuales, aqueltumulto de bigotes personalizados, teníaalgo particularmente horrible sobre eltelón de fondo de las desnudas cabezasredondas.

No había nada más que destacar; loshombres eran de estatura media y todostiraban a delgados, con su pesocontrolado más o menos a la medida,supuso Bond, de los requerimientos desu trabajo. Se necesitaría tener agilidadpara moverse por las grúas y sermenudo de físico para trasponer las

puertas de acceso y recorrer losdiminutos compartimientos del cohete.Sus manos parecían relajadas y estabaninmaculadamente limpias, y los pies,embutidos en las zapatillas de fieltro,permanecían inmóviles a causa de laconcentración. Ni una sola vezsorprendió a uno mirando hacia donde élestaba y, con respecto a penetrar en susmentes o sopesar sus lealtades,reconoció para sí que la tarea dedesenmascarar los pensamientos decincuenta de estos alemanes queparecían robots, en un plazo de tres días,no tenía muchas esperanzas de éxito.Entonces recordó que ya no eran

cincuenta. Sólo cuarenta y nueve. Uno deaquellos robots se había volado la tapade los sesos («Nunca mejor aplicada laexpresión», reflexionó Bond). Y coneso, ¿qué se había descubierto acerca delos pensamientos secretos de Bartsch?Lascivia por una mujer y un Heil. ¿Seríaun error tan notorio, se preguntó,concluir que, dejando a un lado elMoonraker, esos eran también lospensamientos dominantes quealbergaban las otras cuarenta y nuevecabezas?

—¡Doctor Walter! Es una orden. —La voz de Drax, que reflejaba un enojocontrolado, interrumpió los

pensamientos de Bond mientras ésteacariciaba el afilado borde de ataque dela cola de una de las aletas decolumbita.— Vuelva a su trabajo. Yahemos perdido bastante tiempo.

Los hombres se dispersaron conpresteza para continuar con sus tareas, yDrax fue hacia donde estaba Bond ydejó a Walter dando vueltas conindecisión bajo el orificio deexhaustación del cohete.

La expresión de Drax era colérica.—Condenado estúpido. Siempre

está viendo problemas —murmuró. Yluego, abruptamente, como si quisieraapartar de su mente al hombre clave del

proyecto, añadió—: Venga a mi oficina.Le enseñaré el plan de vuelo. Y luego, adormir.

Bond lo siguió. Atravesaron el pozo,Drax hizo girar un pequeño pestillo queestaba al ras con la pared y se abrió unaestrecha puerta con un suave siseo. Unmetro más adentro había otra puerta deacero, y Bond advirtió que ambasestaban ribeteadas de goma.Compartimiento hermético. Antes decerrar la puerta exterior, Drax se detuvoen el umbral y señaló diferentes puntosde la pared circular donde habíasimilares pestillos discretos en la pared.

—Talleres —dijo—. De los

electricistas, generadores, control deaprovisionamiento de combustible,lavabos, almacenes…

Cerró la puerta exterior antes deabrir la siguiente y entrar en su oficina, ycerró luego esta segunda después de quepasara Bond.

Se trataba de una habitación austerapintada de gris claro que contenía unamplio escritorio y varias sillas de tubometálico y lona azul oscuro. El sueloestaba cubierto con una moqueta gris.Había dos archivadores verdes y unequipo grande de radio. Una puertaentreabierta mostraba un cuarto de bañorevestido de azulejos. El escritorio

estaba encarado con una ancha pareddesnuda que parecía hecha de vidrioopaco. Drax se encaminó hacia esapared y accionó dos interruptoresinstalados en el extremo izquierdo de lamisma. La pared se iluminó y Bond sehalló ante dos mapas cuadrados deaproximadamente un metro de lado,trazados en la parte posterior del vidrio.

El mapa de la izquierda presentabael cuarto este de Inglaterra, desdePortsmouth hasta Kingston Upon Hull, ylas aguas adyacentes desde la latitud 50a la 55. A partir del punto rojo quehabía cerca de Dover, que señalaba elemplazamiento del Moonraker, se

habían trazado arcos que mostraban elalcance del cohete en intervalos dedieciséis kilómetros. En un puntosituado a ciento treinta kilómetros dedicho emplazamiento, entre las islasFrisias y Kingston Upon Hull, había undiamante rojo en medio del océano.

Drax señaló con un gesto las densastablas matemáticas y columnas delecturas de brújula que llenaban la zonasituada a la derecha del mapa.

—Velocidad de los vientos, presiónatmosférica, tabla de cálculo instantáneopara la calibración de los giróscopos —explicó—. Todo está calculado usandola velocidad y el alcance del cohete

como constantes. Cada día recibimos losinformes meteorológicos que nos envíael Ministerio del Aire, e informes de lascapas más altas de la atmósfera cada vezque el reactor de la RAF logra llegar ahíarriba. Cuando está a la altitud máxima,suelta globos de helio que puedenascender todavía más. La atmósfera dela Tierra llega hasta aproximadamenteochenta kilómetros de altitud. Porencima de los treinta apenas haydensidad que pueda afectar alMoonraker. Ascenderá casi en el vacío.El problema es atravesar los primerostreinta kilómetros. La gravedad es otrafuente de inquietud. Walter puede

explicarle todas esas cosas, si leinteresa. Durante las últimas horas antesdel lanzamiento del viernes, recibiremosinformes meteorológicos constantes. Ycalibraremos los giróscopos justo antesdel despegue. Por el momento, laseñorita Brand reúne los datos cadamañana y lleva una tabla de calibraciónde los giróscopos para el caso de quesea necesaria.

Drax señaló el segundo de los mapasde la pared. Se trataba de un diagramade la elipse de vuelo del cohete entre elpunto de lanzamiento y el objetivo.Había más columnas de números.

—La velocidad de la Tierra y su

efecto sobre la trayectoria del cohete —explicó—. La Tierra orbitará hacia eleste mientras el cohete se encuentre envuelo. Ese factor tiene que unirse a loscálculos del otro mapa. Se trata de untema complicado. Por fortuna, usted notiene por qué entenderlo. Déjelo enmanos de la señorita Brand. Veamos —prosiguió mientras apagaba las luces yla pared quedaba en blanco—, ¿algunapregunta concreta sobre su trabajo? Nocrea que tendrá que hacer mucho. Comopuede ver, este lugar rebosa de medidasde seguridad. El ministerio insistió eneso desde el principio.

—Todo parece estar bien —asintió

Bond. Examinó el rostro de Drax. El ojosano le dirigía una mirada penetrante.Guardó un momentáneo silencio—.¿Cree usted que había algo entre susecretaria y el comandante Tallon? —inquirió, ya que se trataba de unapregunta obvia y era mejor que laformulase ahora.

—Cabe esa posibilidad —replicóDrax con naturalidad—. Es unamuchacha atractiva. Aquí abajo seencontraron con que tenían que pasarmuchas horas juntos. En cualquier caso,parece que había calado hondo enBartsch.

—Me han dicho que Bartsch alzó el

brazo y gritó «Heil» antes de meterse elarma en la boca —comentó Bond.

—Eso dicen —repuso Drax, sereno—. ¿Y qué pasa si fue así?

—¿Por qué llevan bigote todos loshombres? —inquirió Bond, haciendocaso omiso de la pregunta de Drax.

Una vez más, tuvo la sensación deque la pregunta que acababa de formularirritaba al otro hombre.

Drax profirió una de sus carcajadascomo ladridos.

—Fue idea mía —respondió—. Conesos trajes blancos y las cabezasafeitadas, son difíciles de reconocer.Así que les dije a todos que se dejaran

bigote. La cosa se ha convertido en unfetiche. Como en la RAF durante laguerra. ¿Ve algo malo en eso?

—Por supuesto que no —dijo Bond—. Resulta bastante sorprendente aprimera vista. Yo habría pensado quegrandes números estampados en lostrajes, con un color diferente para cadaturno, era algo más eficaz.

—Bueno —respondió Drax altiempo que se volvía hacia la puertacomo para dar la conversación porterminada—, pues yo me decidí por losbigotes.

Capítulo 13Marcación mortal

El miércoles por la mañana, Bonddespertó temprano en la cama delhombre muerto.

Había dormido poco. Drax no habíadicho una sola palabra mientrasregresaban a la casa y lo habíadespedido con un breve «buenasnoches» al pie de la escalera. Bondhabía recorrido el pasillo enmoquetadohasta donde brillaba una luz a través deuna puerta abierta; sus cosas estabanpulcramente colocadas en una habitación

cómoda.El dormitorio estaba amueblado con

el mismo gusto caro que la planta baja, yhabía galletitas y una botella de Vichy(no una botella de Vichy rellenada conagua del grifo, según pudo determinarBond), junto a la cama.

Del ocupante anterior no habíaningún rastro, excepto un estuche decuero sobre la cómoda, que conteníaunos binoculares, y un archivadormetálico cerrado con llave. Conocíabien los archivadores. Lo inclinó haciala pared, metió la mano por debajo yencontró el extremo inferior de la barrade cierre que sobresale cuando se ha

echado la llave de la sección superior.Una presión ascendente abrió loscajones uno a uno, y él volvió a bajarcon suavidad el borde frontal delarchivador hasta depositarlo en el suelo,con la cruel reflexión de que elcomandante Tallon no habríasobrevivido mucho tiempo en elServicio Secreto.

El cajón superior contenía mapas aescala de las instalaciones y losedificios que las componían, y la cartanáutica del Almirantazgo N° 1.895 delestrecho de Dover. Extendió ambosmapas sobre la cama y los examinó conminuciosidad. Había restos de ceniza de

cigarrillo en los pliegues de la cartamarina.

Fue a buscar su caja de instrumentos,un maletín de cuero que se encontraba enel suelo, junto a la cómoda. Examinó losnúmeros de las ruedas de combinacióny, una vez hubo comprobadosatisfactoriamente que nadie las habíamanipulado, las giró hasta formar elnúmero clave. Dentro del maletín seapiñaban ordenadamente numerososinstrumentos bien encajados. Seleccionóun atomizador de polvo de dactiloscopiay una lupa grande. Roció cadacentímetro de la carta con el polvogrisáceo. Apareció una multitud de

huellas dactilares.Revisándolas con la lupa, estableció

que éstas pertenecían a dos personas.Aisló dos de los conjuntos mejores, delmaletín de cuero sacó una cámara Leicacon un flash acoplado y las fotografió.Luego examinó cuidadosamente con lalupa los dos surcos diminutos trazadossobre el papel y que el polvo habíahecho visibles.

Al parecer, se trataba de dos líneastrazadas desde la costa para formar unamarcación cruzada en un punto del mar.Era una marcación muy precisa, y ambaslíneas parecían originarse en la casadonde estaba Bond. De hecho, pensó,

podrían indicar diferentesobservaciones de algún objeto que habíaen el mar, realizadas desde cada una delas alas de la casa.

Las dos líneas no estaban trazadascon lápiz sino, presumiblemente paraevitar que fueran detectadas, con unpunzón que apenas había dejado unsurco en el papel.

En el punto en que ambas se unían,se advertía el rastro de un signo deinterrogación; y este signo deinterrogación estaba en la líneaisobárica de doce brazas de profundidadque se encontraba a unos cincuentametros del acantilado en la marcación

directa entre la casa y el barco faro deSouth Goodwin.

Por la carta no podía inferirse nadamás. Consultó el reloj. Era la una menosveinte. Oyó pasos distantes en elvestíbulo, el chasquido de un interruptorque apagaba una luz, y luego silencio.Podía imaginar el rostro grande y peludovuelto hacia el corredor, mirando,escuchando. Luego oyó un leve chirridoy el sonido de una puerta que se abríasuavemente y se cerraba con igualsuavidad. Bond aguardó, imaginó losmovimientos del hombre mientras sepreparaba para meterse en la cama. Seoyó el ruido amortiguado de una ventana

que se abría y, a lo lejos, el sonidocaracterístico de alguien que se sonabala nariz. A continuación reinó la quietud.

Bond le dio a Drax otros cincominutos y después se encaminó hacia elarchivador y abrió con suavidad losotros cajones. En el tercero y el cuartono había nada, pero el inferior estaballeno de carpetas en orden alfabético.Eran los expedientes de todos loshombres que trabajaban en lasinstalaciones. Bond sacó la sección«A», regresó a la cama y comenzó aleer.

En cada caso, la fórmula era lamisma: nombre completo, dirección,

fecha de nacimiento, descripción, señasparticulares, profesión u oficio despuésde la guerra, historial de guerra,antecedentes políticos y simpatíasactuales, antecedentes penales, salud,parientes más próximos. Algunos de loshombres tenían esposa e hijos cuyosdatos estaban anotados, y en cadaexpediente había fotografías de frente yperfil, y las huellas dactilares de ambasmanos.

Dos horas y diez cigarrillos mástarde había examinado los expedientesde todos los hombres y descubierto dospuntos de interés general. El primero eraque cada uno de los cincuenta hombres

parecía haber llevado una vidaintachable, sin nada irregular en elcampo político o penal. Esto parecía tanimprobable que decidió enviar, a laprimera oportunidad que tuviera, cadauno de los expedientes al puesto quetenía el Servicio Secreto en Alemaniapara que hicieran una nuevacomprobación completa.

El segundo punto era que ninguno delos rostros que había en el expedientellevaba bigote. A pesar de lasexplicaciones de Drax, este hecho abrióotro pequeño interrogante en la mente deBond.

Se levantó de la cama, lo archivó

todo y cerró con llave, aunque guardó lacarta náutica y uno de los expedientes ensu maletín de cuero. Hizo girar lasruedecillas de la combinación y metió elmaletín bajo la cama, bien al fondo, demodo que quedara justo debajo de laalmohada en el ángulo interior de lapared. Luego, sin ruido, se lavó ycepilló los dientes en el cuarto de bañocontiguo, y abrió la ventana de par enpar.

La luna aún brillaba en el cielo:como debía de brillar, pensó Bond,cuando, despertado quizá por algúnruido poco habitual, Tallon había subidoal tejado, tal vez hacía sólo un par de

noches; y había visto, en el mar, lo quehubiera visto. Habría llevado losbinoculares consigo; al pensar en ello,se apartó de la ventana y los cogió. Eranmuy potentes, de fabricación alemana,tal vez botín de guerra, y el 7 x 50 quehabía en las placas superiores le indicóque se trataba de un dispositivo devisión nocturna. Y a continuación, elsigiloso Tallon (¿o tal vez no losuficientemente sigiloso?) debió deavanzar hasta el otro extremo del tejadopara mirar otra vez por los binoculares,calculando la distancia que había desdeel borde del acantilado hasta el objetodel mar, y desde éste hasta el barco-faro

de Goodwin. Luego debió de habervuelto por donde había llegado, paraentrar en la habitación procurando nohacer ruido.

Bond vio a Tallon cerrarcuidadosamente la puerta con llave,quizá por primera vez desde que estabaen aquella casa, avanzar hasta elarchivador, sacar la carta náutica queapenas había mirado hasta aquelmomento y, a continuación, marcarsuavemente las líneas de su marcaciónaproximada. Tal vez la contemplódurante largo rato antes de trazar elinterrogante junto a ella.

¿Y qué era aquel objeto

desconocido? Imposible saberlo. ¿Unaembarcación? ¿Una luz? ¿Un ruido?

Con independencia de lo que fuera,se suponía que Tallon no debía verlo. Yalguien lo había oído. Alguien conjeturóque lo había visto, y aguardó hasta queTallon salió de su habitación a lamañana siguiente. Entonces, ese alguienhabía entrado en el dormitorio y lo habíaregistrado. Era probable que no hubiesevisto nada en la carta, pero losbinoculares estaban junto a la ventana.

Con eso había bastado. Y aquellanoche Tallon murió.

Bond se detuvo. Estaba corriendodemasiado aprisa, construyendo todo un

caso con la más débil de las pruebas. ATallon lo había matado Bartsch, yBartsch no era quien había oído el ruido,era el hombre que había dejado huellasdactilares en la carta, el hombre cuyoexpediente había guardado Bond en elmaletín de cuero.

Ese hombre había sido elobsequioso ayudante de campo de Drax,Krebs, el hombre que tenía un cuellocomo una babosa blanca. Las huellas dela carta eran de él. Durante media hora,

Bond había comparado las huellasde la carta con las que había en elexpediente de Krebs. Pero ¿quién decíaque Krebs había oído el ruido o hecho

algo al respecto, en caso de que looyera? Bueno, para empezar, parecía unfisgón nato. Tenía los ojos de unladronzuelo insignificante. Y esashuellas dactilares habían sido hechas,sin duda alguna, después de que Tallonhabía estudiado la carta náutica. Sushuellas estaban sobre las de Tallon envarios sitios.

Pero ¿cómo podría estar implicadoKrebs en todo aquello, cuando Drax nole quitaba nunca los ojos de encima? Erasu ayudante confidencial. Sin embargo,¿y el caso de «Cicerón», el criado deconfianza del embajador británico enAnkara durante la guerra? La mano en el

bolsillo de los pantalones que acababade quitarse su jefe, y que colgaban sobreel respaldo de la silla. Las llaves delembajador. La caja de seguridad. Lossecretos. Este cuadro se parecía muchoa aquél.

Bond se estremeció. De pronto sedio cuenta de que había permanecidodurante largo rato de pie ante la ventanaabierta y que era hora de dormir unpoco.

Antes de meterse en la cama, cogióla sobaquera de la silla donde colgabajunto con la ropa que acababa dequitarse, desenfundó la Beretta con laculata de esqueleto y la metió debajo de

la almohada. ¿Como defensa contraquién? No lo sabía, pero su instinto ledecía, de modo bastante terminante, quehabía peligro en las proximidades.Desprendía un aroma persistente aunqueimpreciso y se movía sólo en el umbralde su conciencia. De hecho, sabía queesa sensación se basaba en losnumerosos pequeños interrogantes quehabían surgido a lo largo de lasveinticuatro horas anteriores: el enigmade Drax; el «Heil» de Bartsch; losgrotescos bigotes; los cincuentaalemanes beneméritos; la carta náutica;los binoculares de visión nocturna;Krebs.

Primero tendría que comunicarle sussospechas a Vallance. A continuación,explorar las posibilidades de Krebs.Luego, examinar las defensas delMoonraker... del lado del mar, porejemplo. Y por último, reunirse conBrand y acordar con ella un plan paralos próximos dos días. No había muchotiempo que perder.

Mientras obligaba al sueño a entraren el hervidero que era su mente,visualizó el número siete de la esferadel despertador y confió en que lascélulas ocultas de su memoria lodespertaran. Quería salir lo antesposible de la casa para telefonear a

Vallance. Si sus actos despertabansospechas, no se dejaría turbar. Uno desus objetivos era atraer a su propiaórbita las mismas fuerzas que se habíanencargado de Tallon, porque si de unacosa estaba razonablemente seguro erade que el comandante Tallon no habíamuerto porque amara a Gala Brand.

Su despertador extrasensorial no lefalló. A las siete en punto, con la bocaseca a causa del exceso de cigarrillosfumados la víspera, se obligó a salir dela cama y darse una ducha fría. Se habíaafeitado, hecho gárgaras con un fuertecolutorio y ahora, con un gastado trajede color blanco y azul, una camisa azul

oscuro de algodón Sea Island y unacorbata negra de punto de seda,avanzaba en silencio, aunque nosubrepticiamente, por el corredor hastala parte superior de la escalera, con elmaletín cuadrado de cuero en la manoizquierda.

Encontró el garaje en la parteposterior de la casa, y el poderosomotor del Bentley respondió a laprimera presión del botón de arranque.Avanzó lentamente por la pista decemento, bajo la mirada indiferente delas ventanas de la casa cubiertas porcortinas, y se detuvo, con el motor enpunto muerto, en la linde del bosque.

Sus ojos se desplazaron de vuelta haciala casa, y confirmó sus cálculos de queun hombre de pie sobre el tejado podríamirar por encima del muro blindado yver el borde del acantilado y el mar quese extendía más allá.

No había señales de vida en torno ala cúpula que albergaba el Moonraker,y el cemento, que ya comenzaba aresplandecer con las primeras luces delsol, se extendía, desierto, en dirección aDeal. Parecía la pista de un aeródromorecién construido o, pensó, con las tres«cosas» de cemento, la cúpula decolmena, el liso muro blindado y eldistante cubo del puesto de lanzamiento,

más bien parecía un paisaje desierto deDalí en el que tres objets trouvés[32]

reposaran según un calculado azar.En el mar, entre la temprana calina

de un día que prometía ser caluroso, elbarco-faro de South Goodwin se veíaapenas, una barca roja indistinta ancladapara siempre en el mismo punto ycondenada, como un barco de decoradodel teatro Drury Lañe, a contemplar eldiorama de las olas y nubes que pasabancontinuamente en todas direccionesmientras ella, sin identidad ni pasajerosni carga, permanecía anclada porsiempre en el punto de partida, que eratambién el de su destino.

A intervalos de treinta segundosdejaba sonar su triste queja en la calina,un largo trompetazo doble dedesfalleciente cadencia. «Un canto desirena —reflexionó Bond— para repeleren lugar de atraer.» Se preguntó cómosoportaban el ruido los siete tripulantesmientras masticaban su carne de cerdocon judías. ¿Acaso daban un respingocuando puntuaba al Housewife's Choiceque emitía la radio a todo volumen en elestrecho comedor? Pero era una vidasegura[33], aunque anclada a las puertasde un camposanto.

Bond tomó nota mental de averiguarsi aquellos siete hombres habían visto u

oído lo que Tallon marcó en la cartanáutica, y luego aceleró para pasar abuena velocidad por los puestos deguardia.

En Dover, aparcó ante el CaféRoyal, un modesto restaurante pequeño,con una cocina modesta pero capaz,según sabía desde hacía tiempo, depreparar un pescado y unos huevosrevueltos excelentes. La madre e hijoitalosuizos que lo regentaban losaludaron como a un viejo amigo; pidióque le tuvieran preparado en media horaun plato de huevos revueltos con tocino,así como mucho café. Luego continuóhasta la comisaría de policía y puso una

conferencia con Vallance a través de lacentralita de Scotland Yard. Vallanceestaba desayunando en su casa. Escuchósin comentarios las cautelosas palabrasde Bond, pero manifestó sorpresacuando éste le dijo que no había tenidooportunidad de hablar con Gala Brand.

—Es una muchacha muy inteligente—dijo—. Si el señor K. anda en algo,sin duda tendrá alguna idea de qué es. Ysi T. oyó un ruido el domingo por lanoche, es probable que ella también lohaya oído. Aunque debo admitir que noha dicho nada al respecto.

Bond no mencionó la recepción quele había dispensado la agente de

Vallance.—Voy a hablar con ella esta mañana

—comentó—, y le enviaré la carta y lapelícula de la Leica para que les eche unvistazo. Se las daré al inspector. Tal vezalguien de la patrulla de carreteraspueda pasar a dejárselas. Por cierto,¿desde dónde llamó T. cuando telefoneóa su jefe el lunes?

—Haré localizar la llamada y se lodiré —respondió Vallance—. Y haréque Trinity House[34] les pregunte a lostripulantes del barco-faro y de laguardia costera si pueden ayudarnos.¿Algo más?

—No, eso es todo.

Colgó. La línea pasaba pordemasiadas centralitas. Tal vez si sehubiera tratado de M, le habríainsinuado más cosas. Le parecía ridículohablar con Vallance acerca de bigotes yde la sensación de peligro que habíaexperimentado la noche anterior y que laluz diurna había disipado. Estos policíasquerían hechos sólidos. Eran mejores,decidió, para resolver crímenes quepara preverlos.

Después del excelente desayuno, sesintió más alegre. Leyó el Express y TheTimes, y encontró un simple informe deinvestigación judicial del caso Tallon.El Express había hecho mucho ruido con

la fotografía de la muchacha, y a Bond ledivirtió ver el parecido neutro queVallance había logrado. Decidió quedebía intentar trabajar con ella. Le daríauna confianza total tanto si se mostrabareceptiva como si no. Tal vez tambiénella tenía sospechas e intuiciones tanvagas que se las guardaba para sí.

Bond condujo el coche de vuelta a lacasa. Acababan de dar las nueve cuandosalió de los árboles a la pista decemento; en ese momento se oyó elalarido de una sirena, y desde losbosques que había detrás de la casaapareció una doble fila de doce hombresque corrían al unísono hacia la cúpula

de lanzamiento. Marcaron el paso en elsitio mientras uno de ellos pulsaba eltimbre, y al abrirse la puerta penetraronen el interior y desaparecieron de lavista.

«Rasca la superficie de un alemán yencontrarás precisión», pensó Bond.

Capítulo 14Dedos inquietos

Algo más de media hora antes, GalaBrand había apagado su cigarrillo dedespués de desayunar, apurado el restodel café, salido de su dormitorio yatravesado el terreno, con todo elaspecto de la secretaria personal con suinmaculada camisa blanca y la faldaplisada azul oscuro.

A las ocho y media en punto estabaen su oficina. Sobre el escritorioencontró un fajo de teletipos delMinisterio del Aire, y su primer acto fue

transferir un resumen del contenido delos mismos a un mapa meteorológico,trasponer la puerta de comunicación conla oficina de Drax y pinchar el mapa enel panel que colgaba en el ángulo de lapared contigua a la de vidrio, ahora enblanco. Luego pulsó el interruptor queiluminaba el mapa de pared, realizóalgunos cálculos basados en lascolumnas de números que se hicieronvisibles con la luz y anotó los resultadosen el diagrama que había pinchado en elpanel.

Había hecho lo mismo con cifras delMinisterio del Aire que se hacían cadavez más precisas a medida que se

acercaba el día del lanzamiento deprueba, cada día desde que concluyeronlas instalaciones y se emprendió laconstrucción del cohete dentro del pozo,y se había especializado tanto que ahorallevaba en la memoria las calibracionesde los giróscopos para casi cualquiervariación meteorológica que seprodujera a diversas altitudes.

Por eso le irritaba aún más que Draxpareciese no aceptar sus cifras. Cadadía, cuando a las nueve en punto sonabael timbre de advertencia y él descendíapor la empinada escalera de hierro yentraba en su oficina, el primer acto erallamar al insufrible doctor Walter, y

juntos calculaban de nuevo todas suscifras y anotaban los resultados en lafina libreta negra que Drax llevabasiempre en el bolsillo trasero delpantalón. Sabía que ésta era una rutinainvariable y se había cansado deobservarla a través del discreto agujeroque había practicado, con el fin depoder enviarle a Vallance una relaciónsemanal de los visitantes de Drax, en lafina pared que separaba ambas oficinas.El método era poco profesional peroresultaba eficaz, y poco a poco ellahabía trazado un cuadro completo de larutina diaria que llegó a resultarle tanirritante. La irritaba por dos razones.

Porque significaba que Drax no confiabaen sus cálculos y porque minaba suposibilidad de desempeñar algún papel,por modesto que fuera, en el lanzamientofinal del cohete.

Resultaba natural que a lo largo delos meses hubiese acabado porsumergirse tanto en su tapadera como ensu verdadera profesión. Para que latapadera fuera completa, erafundamental que su personalidadestuviese tan realmente disociada comoresultara posible. Y ahora, mientrasespiaba, sondeaba y husmeaba laatmósfera que rodeaba a Drax parainformar a su jefe de Londres, se sentía

apasionadamente comprometida con eléxito del Moonraker, y su dedicación alservicio del cohete se había vuelto tanabsoluta como la de cualquier otrapersona de las instalaciones.

Y el resto de sus cometidos comosecretaria de Drax se le hacíainsufriblemente aburrido. Cada díahabía una abundante correspondenciadirigida al domicilio de Drax enLondres, que le hacía llegar elministerio; y aquella mañana habíaencontrado el habitual montoncito dealrededor de quince sobres que laesperaba sobre el escritorio. Seríancartas de tres tipos: unas de solicitud,

otras de maniáticos de los cohetes, yunas terceras profesionales, del agentede bolsa de Drax y de otros agentescomerciales. A éstas, Drax les dedicaríaréplicas breves, y el resto del día lopasaría ella mecanografiando yarchivando.

Así pues, era natural que su únicaobligación relacionada con el cohetedestacara mucho en la aburrida jornada;y aquella mañana, mientras comprobabay volvía a comprobar su plan de vuelo,estaba más que decidida a que suscálculos fuesen aceptados cuandollegara el gran día. Y sin embargo, sedecía a menudo, tal vez no cabía duda

de que lo serían. Quizá los cálculosdiarios que llevaban a cabo Drax yWalter antes de hacer las entradas en lalibreta negra, no eran más que unacomprobación de los realizados porella. Ciertamente, Drax nunca habíaexpresado dudas en cuanto al planmeteorológico ni a las calibraciones delos giróscopos que ella sentaba. Ycuando un día le preguntó directamentesi sus cálculos eran correctos, lecontestó con evidente sinceridad:«Excelentes, querida. Son de gran valor.No podríamos trabajar sin ellos.»

Gala Brand regresó a su propiaoficina y comenzó a abrir las cartas.

Sólo quedaba trazar dos planes de vuelomás para el jueves y el viernes y luego,con sus cálculos o con otros —los quehabía en el bolsillo de Drax—, losgiróscopos serían finalmente calibradosy el interruptor accionado para iniciar laignición.

Se miró distraídamente las uñas delas manos y luego las tendió ambas antesí con los dorsos vueltos hacia sus ojos.¿Cuántas veces, durante el curso deentrenamiento en la Escuela de Policía,la habían enviado fuera junto con otrasalumnas y le habían dicho que noregresara sin un bolso, una polvera, unaestilográfica, incluso un reloj de

pulsera? ¿Cuántas veces, durante loscursos, el instructor se había vuelto conrapidez y la había cogido por la muñeca,diciendo: «Vamos, vamos, señorita.

Eso parecía un elefante buscando unterrón de azúcar en el bolsillo de sucuidador. Vuelva a intentarlo.»

Flexionó los dedos con tranquilidady luego, ya tomada una decisión, volvióa ocuparse de la pila de cartas.

Pocos minutos antes de las nueve,sonó el timbre y oyó que Drax llegaba ala oficina. Un momento más tarde,volvía a abrir la doble puerta y llamabaa Walter. A eso siguió el habitualmurmullo de voces cuyas palabras

quedaban ahogadas por el suavezumbido del sistema de ventilación.

Dispuso las cartas en sus tresmontones y se inclinó hacia delante,relajada, con los codos apoyados en elescritorio y el mentón descansandosobre las manos.

Capitán de fragata Bond. JamesBond. Sin duda era un hombre joven,presumido, como había tantos en elServicio Secreto. ¿Y por qué lo habíanenviado a él en lugar de a alguien conquien ella pudiera trabajar, uno de susamigos de la brigada especial, o inclusoalguien del MI5? El mensaje delsubdirector decía que no había nadie

más disponible en tan poco tiempo y queéste era uno de los hombres estrella delServicio Secreto, que contaba con latotal confianza de la brigada especial ycon el visto bueno del MI5. Incluso elprimer ministro había tenido queautorizarlo a operar, sólo en esta misión,dentro de Inglaterra. Pero ¿de quéutilidad podría ser aquel hombre en elpoco tiempo que quedaba?

Probablemente dispararía bien,seguro que hablaba otros idiomas y eracapaz de hacer un montón de trucos quepodrían resultar útiles en el extranjero.Pero ¿qué podría hacer provechosoaquí, sin ninguna espía hermosa a la que

hacer el amor? Porque ciertamente eramuy apuesto. (Gala metió la manoautomáticamente en su bolso para sacarla polvera. Se examinó en el pequeñoespejo y se retocó la nariz con la borla.)Bastante parecido a HoagyCarmichael[35], en cierto sentido. Elcabello negro que le caía sobre la cejaderecha. Más o menos la mismaestructura ósea. Pero en su boca habíaun rictus un tanto cruel, y los ojos eranfríos. ¿Eran grises o azules? La nochepasada le había resultado difícildeterminarlo. Bueno, en cualquier casoella lo había puesto en su sitio y ledemostró que no se sentía impresionada

por los apuestos jóvenes del ServicioSecreto, por muy romántico que fuese suaspecto. En la brigada especial habíahombres igual de guapos, y aquelloseran detectives reales, no simplespersonas inventadas por PhillipOppenheim[36], con coches veloces,cigarrillos especiales con bandasdoradas y pistolas en fundas sobaqueras,tal como había advertido (e incluso lorozó ligeramente para cerciorarse).

En fin, suponía que tendría querepresentar algún tipo de pantomima deque trabajaba con él, de que le seguía lacorriente, aunque sólo Dios sabía en quédirección. Si ella había estado allí

desde que se empezaron a construir lasinstalaciones sin detectar nada, ¿quépodía esperar descubrir ese Bond en unpar de días? Por supuesto que había unao dos cosas que no acababa de entender.¿Debía hablarle de Krebs, por ejemplo?Lo primero que había que hacer eraprocurar que no le estropeara su propiatapadera haciendo alguna estupidez.Tendría que mostrarse serena, firme yextremadamente cuidadosa. Pero eso nosignificaba, decidió cuando sonó elintercomunicador y recogió las cartas yla libreta de taquigrafía, que no pudieramostrarse amistosa. Dentro de ciertoslímites, claro está.

Con la segunda decisión tomada,abrió la puerta de comunicación y entróen la oficina de sir Hugo Drax.

Cuando regresó a su despacho mediahora más tarde, encontró a Bondretrepado en su silla con el Whitaker'sAlmanack abierto sobre el escritorioante sí. Ella frunció los labios. Bond selevantó y la saludó con un alegre«buenos días». Gala respondió con unbreve movimiento de cabeza, rodeó elescritorio y se sentó. Desplazócuidadosamente el almanaque a un ladoy colocó en su sitio las cartas y lalibreta de notas.

—Podría tener una silla de más para

las visitas —comentó Bond con unasonrisa que ella definió comoimpertinente—, y algo mejor para leerque libros de referencia.

Gala hizo caso omiso delcomentario.

—Sir Hugo quiere verlo —informó—. Ahora mismo iba a ver si ya se habíalevantado.

—Mentirosa —dijo Bond—. Me haoído salir a las siete y media. La hevisto espiando entre las cortinas.

—No he hecho nada parecido —contestó, enfurruñada—. ¿Por qué iba ainteresarme por un coche que pase?

—Ya le he dicho que usted oyó el

coche —respondió Bond, que aprovechósu ventaja—. Y, por cierto, no deberíarascarse la cabeza con el extremoredondo del lápiz cuando está tomandoun dictado. Ninguna de las buenassecretarias personales hace eso.

Bond dirigió una miradasignificativa hacia un punto inmediato ala jamba de la puerta y se encogió dehombros.

Las defensas de Gala sederrumbaron. «Condenado tipo», pensó.Le dedicó una sonrisa reticente.

—Bueno —dijo—. Vayamos, nopodemos pasarnos toda la mañanajugando a los acertijos. De hecho, quiere

vernos a los dos juntos y no le gusta quelo hagan esperar.

Se levantó, avanzó hacia la puerta decomunicación y la abrió. Bond la siguióy cerró la puerta a sus espaldas.

Drax se encontraba de pie y mirabael mapa de la pared iluminada. Sevolvió cuando entraron.

—Ah, ya ha llegado —dijo altiempo que dedicaba a Bond una miradapenetrante—. Pensaba que tal vez noshabía abandonado. Los guardiasinformaron que había salido a las siete ymedia.

—Tenía que hacer una llamadatelefónica —respondió Bond—. Espero

no haber molestado a nadie.—Hay un teléfono en mi estudio —

precisó Drax con aspereza—. A Tallonle parecía bastante bueno.

—Ah, pobre Tallon —comentóBond, evasivo.

En la voz de Drax había una nota deperdonavidas que le desagradabaparticularmente, y de manera instintivahacía que deseara bajarle los humos. Enesta ocasión tuvo éxito.

Drax le echó una dura mirada queencubrió con una corta carcajada y unencogimiento de hombros.

—Haga lo que le plazca —dijo—.Tiene que hacer su trabajo. Siempre y

cuando no altere la rutina de lasinstalaciones. Debe recordar —añadiócon tono más razonable— que todos mishombres están nerviosos como gatos eneste momento, y no puedo permitir quese inquieten por sucesos misteriosos.Espero que hoy no quiera hacerles unmontón de preguntas. Preferiría que notuvieran nada más de lo quepreocuparse. Aún no se han recobradode lo sucedido el lunes. La señoritaBrand puede contárselo todo acerca deellos, y creo que todos sus expedientesestán en la habitación de Tallon. ¿Les haechado ya un vistazo?

—No tengo la llave del archivador

—respondió Bond, fiel a la verdad.—Lo siento, es culpa mía —replicó

Drax. Se encaminó a su escritorio yabrió un cajón del que sacó un pequeñomanojo de llaves que le entregó—.Tendría que haberle dado esto anoche.El inspector que trabajó en el caso mepidió que se las entregara a usted. Losiento.

—Muchas gracias —dijo Bond.Hizo una pausa—. Por cierto, ¿cuántotiempo hace que Krebs trabaja conusted?

Formuló la pregunta como si hubieraseguido un impulso. En la habitación seprodujo un instante de silencio.

—¿Krebs? —repitió Drax.Pensativo, regresó a su escritorio y

se sentó. Se metió la mano en un bolsillodel pantalón y sacó un paquete decigarrillos rematados con corcho. Susdedos romos rompieron con torpeza elenvoltorio de celofán. Extrajo uncigarrillo, se lo metió en la boca bajo lafranja de pelo rojizo y lo encendió.

Bond estaba sorprendido.—No sabía que se pudiera fumar

aquí abajo —comentó, al tiempo quesacaba su propia pitillera.

El cigarrillo de Drax, como unadiminuta astilla blanca en medio delrojo rostro grande, se agitó arriba y

abajo al responder él sin quitárselo dela boca.

—Aquí sí que se puede —replicó—.Estas habitaciones son herméticas. Enlas puertas hay burletes de goma. Tienenventilación independiente. Los talleres ygeneradores deben mantenerseseparados del pozo y, en cualquier caso—los labios sonrieron en torno alcigarrillo—, yo tengo que poder fumar.

Drax se quitó el cigarrillo de la bocay lo miró. Pareció tomar una decisión.

—Usted me ha preguntado por Krebs—dijo—. Bueno… —dirigió a Bonduna mirada significativa—, que estoquede entre nosotros, pero no confío del

todo en ese hombre. —Alzó una manoamonestadora.— No es por nadaconcreto, por supuesto, o lo habríahecho despedir, pero lo he encontradofisgando por la casa, y una vez losorprendí en mi estudio registrando mispapeles personales. Me dio unaexplicación perfectamente válida y dejépasar el incidente con sólo unaadvertencia. Pero, para serle sincero,abrigo sospechas con respecto a esehombre. Por supuesto, no puede causarningún daño. Forma parte del personalde la casa, y a ninguno de sus miembrosse les permite entrar aquí, pero —dirigió una mirada franca a los ojos de

Bond— yo me inclino a pensar queusted debería concentrarse en él. Hasido brillante por su parte que lo hayadetectado tan pronto —añadió conrespeto—. ¿Qué le ha hecho fijarse enél?

—Bueno, nada del otro mundo —respondió Bond—. Tiene un aire furtivo.Pero lo que acaba de decirme esinteresante, y sin duda lo mantendrévigilado.

Se volvió hacia Gala, que habíapermanecido en silencio desde queentraron en la sala.

—¿Y qué piensa usted de Krebs,señorita Brand? —preguntó con tono

cortés.La muchacha se dirigió a Drax.—Yo no sé mucho de estas cosas,

sir Hugo —respondió con una modestiay un toque de impulsividad que Bondadmiró—. Pero no confío en absoluto enese hombre. No tenía intención dedecírselo, pero ha estado husmeando enmi habitación, ha abierto cartas y cosasasí. Me consta que lo ha hecho.

Drax estaba conmocionado.—¿De verdad que ha hecho eso? —

dijo. Aplastó el cigarrillo en el ceniceroy apagó los fragmentos de brasa uno auno—. Vaya con Krebs —murmuró, sinalzar la vista.

Capítulo 15Justicia brutal

Se produjo un momento de silencio en laoficina, durante el cual Bond reflexionósobre lo extraño que resultaba que lassospechas hubieran recaído tanrepentina y unánimemente sobre un solohombre. ¿Y exculpaba aquello a losdemás de modo automático? ¿AcasoKrebs no podía ser el integrante de todauna banda, destinado a la casa? ¿Otrabajaba por su cuenta? Y, de ser así,¿con qué propósito? ¿Y qué tenía quever su fisgoneo con las muertes de

Tallon y Bartsch?Drax rompió el silencio.—Bueno, eso parece aclarar las

cosas —declaró al tiempo que miraba aBond en busca de confirmación. Éste lerespondió con un asentimiento de cabezaambiguo—. Tendré que dejárselo austed. En cualquier caso, debemosencargarnos de que no se acerque alcohete. De hecho, mañana voy a llevar aKrebs a Londres. Hay detalles de últimahora que acordar con el ministerio, yaquí no pueden prescindir de Walter. Delos hombres de que dispongo, Krebs esel único que puede hacer el trabajo deun ayudante de campo. Eso evitará que

se meta en problemas. Hasta entonces,todos tendremos que vigilarlo. A menos,por supuesto, que usted quiera ponerlode inmediato entre rejas. Yo preferiríaque no lo hiciera —añadió confranqueza—. No quiero trastornar más alequipo.

—Eso no será necesario —leaseguró Bond—. ¿Tiene algún amigo enparticular entre los demás hombres?

—Nunca lo he visto hablar conninguno de ellos, excepto con Walter ycon el personal de la casa —respondióDrax—. Yo diría que se considerasuperior a los demás. Personalmente, nocreo que el tipo pueda causar mucho

daño, o no lo habría conservado. Está asolas todo el día en esa casa, y supongoque es de esos tipos a los que les gustajugar a detectives y meter las narices enlos asuntos de los demás. ¿Usted quécree? ¿Tal vez podríamos dejarlo así?

Bond asintió, guardando para sí loque pensaba.

—Bien, pues —concluyó Drax,obviamente contento de abandonar aqueldesagradable tema y volver al trabajo—, tenemos otras cosas de las quehablar. Faltan sólo dos días y será mejorque le ponga al corriente del programa.—Se levantó de la silla y comenzó apasearse pesadamente de un lado a otro

por detrás del escritorio.Hoy es miércoles —prosiguió—, y a

la una en punto se cerrarán lasinstalaciones para cargar combustible.Esta operación será supervisada por eldoctor Walter, otros dos hombres delministerio y yo mismo. Por si algosaliera mal, una cámara de televisióngrabará todo lo que hagamos. Entonces,si se produce una explosión, nuestrossucesores sabrán a qué atenerse lapróxima vez. —Profirió una cortacarcajada.— Si el tiempo atmosférico lopermite, esta noche se abrirá la cúpulapara que se disipen los vapores. Mishombres harán guardia en turnos

constantes, a intervalos de diez metrosunos de otros y a cien metros del pozo.Habrá tres hombres armados en la playaque hay al pie del acantilado, frente a lasalida del túnel de exhaustación.

Mañana por la mañana, el pozovolverá a abrirse hasta mediodía pararealizar una última inspección, y a partirde ese momento, salvo la calibración delos giróscopos, el Moonraker estarálisto para el lanzamiento. Los guardiasestarán de servicio permanente en tornoal pozo.

El viernes por la mañanasupervisaré personalmente el calibradode los giróscopos. Los hombres del

ministerio ocuparán el puesto delanzamiento y la RAF se encargará delradar. La BBC aparcará sus furgonetasdetrás del puesto de lanzamiento, y loscomentaristas comenzarán a transmitir alas once cuarenta y cinco. A las doce enpunto, yo mismo bajaré el contacto depresión, un enlace de radio abrirá uncircuito eléctrico y —en su rostroapareció una ancha sonrisa— veremoslo que tengamos que ver. —Guardó unmomentáneo silencio mientras se pasabalos dedos por el mentón.— Veamos,¿qué más?

Ah, sí. El área del objetivo serádespejada de barcos a partir del

mediodía del jueves. La Armadamantendrá una patrulla en torno al límitedel área durante toda la mañana. En unode los barcos habrá un comentarista dela BBC. Los especialistas del Ministeriode Suministros estarán en el barco desalvamento con cámaras de televisiónsubmarinas de profundidad, y cuando elcohete haya caído intentarán recuperarlos restos. Puede que le interese saber—continuó Drax, frotándose las manoscon un placer casi infantil— que unmensajero del primer ministro ha traídola muy grata noticia de que no sólohabrá una reunión especial del gabinetepara escuchar la transmisión de radio,

sino que también en palacio estaránatentos al lanzamiento.

—Espléndido —respondió Bond,contento por Drax.

—Gracias —dijo Drax—. Ahoraquiero asegurarme de que está satisfechocon mis disposiciones de seguridad enel emplazamiento del cohete. No creoque debamos preocuparnos por lo quesuceda en el exterior. Todo indica que laRAF y la policía están haciendo untrabajo muy cuidadoso.

—Parece que se ha atendido a todoslos detalles —respondió Bond—. No dala impresión de que me quede muchopor hacer en el tiempo que resta.

—Nada que se me ocurra ahoramismo —asintió Drax—, excepto lorelativo a nuestro amigo Krebs. Estatarde estará en la furgoneta de televisióntomando notas, así que no se meterá enlíos. ¿Por qué no echa una mirada por laplaya y la parte inferior del acantiladomientras él está fuera de juego? Es elúnico punto débil que puede existir. Amenudo he pensado que si alguienquisiera entrar en el pozo del cohete, lointentaría a través del túnel deexhaustación. Llévese a la señoritaBrand con usted. Cuatro ojos… ya sabe,y de todas formas ella no podrá usar suoficina hasta mañana por la mañana.

—Muy bien —respondió Bond—.Desde luego que me gustaría echar unamirada por el lado del mar después delalmuerzo, y si la señorita Brand no tienenada mejor que hacer…

Se volvió hacia ella con las cejasalzadas. Gala Brand lo miró con aire desuperioridad.

—Por supuesto, si lo desea sir Hugo—respondió sin entusiasmo.

Drax se frotó las manos.—Entonces, arreglado —dijo—. Y

ahora tengo que volver al trabajo.Señorita Brand, ¿querría pedirle aldoctor Walter que venga, si está libre?Lo veré a la hora de almorzar —le dijo

a Bond, con tono de despedida.Bond asintió con la cabeza.—Creo que iré a echarle una mirada

al puesto de lanzamiento.Lo había dicho sin saber muy bien

por qué mentía. Dio media vuelta ysiguió a Gala a través de las puertasdobles hasta la base del pozo.

Una gran serpiente negra de tubo degoma describía meandros sobre elbrillante piso de acero, y Bond observócómo la muchacha caminaba concuidado entre los bucles del mismohasta donde Walter se encontraba depie, a solas. Tenía la mirada fija en laboca del tubo de combustible, que era

alzado hasta donde una grúa de brazo,estirada hasta el umbral de una puerta deacceso que estaba a media altura delcohete, indicaba la posición de lostanques de combustible principales.

Le dijo algo a Walter y luego sequedó junto a él, mirando a lo altomientras el tubo era introducidodelicadamente a mano en el interior delcohete.

Bond pensó que Gala tenía unaspecto muy inocente en ese momento,con el cabello castaño que le caía haciaatrás y la curva de su cuello de marfilque se curvaba hasta la sencilla camisablanca. Con las manos cruzadas a la

espalda, mientras contemplaba conexpresión de arrobo los brillantesquince metros del Moonraker, podríahaber sido una colegiala que miraba unárbol de navidad… si se exceptuaba elinsolente orgullo de sus pechosprominentes, que se alzaban a causa dela inclinación hacia atrás de la cabeza ylos hombros.

Bond sonrió para sí, avanzó hasta elpie de la escalera de hierro y comenzó asubir. «Esa inocente muchacha deseablees una policía extremadamente eficiente.Sabe cómo dar patadas y dónde darlas;es probable que pueda partirme un brazocon más facilidad y rapidez que yo a

ella, y al menos la mitad de ella lepertenece a la brigada especial deScotland Yard. Por supuesto —reflexionó mientras miraba hacia abajojusto a tiempo para verla seguir aldoctor Walter al interior de la oficina deDrax—, siempre queda la otra mitad.»

En el exterior, el brillante sol demayo parecía particularmente doradodespués del blanco azulado de las lucesde arco, y podía sentir cómo lecalentaba la espalda mientras caminabacon decisión por la pista de cementohacia la casa. La sirena de niebla de labarca-faro no sonaba, y en el aire de lamañana reinaba tal calma que pudo oír

el rítmico golpeteo del motor de unbarco costero que salvaba los InnerLeads, entre la barca-faro y la orilla,camino del norte.

Se aproximó a la casa a cubierto delmuro blindado y luego cubriórápidamente los pocos metros que loseparaban de la puerta principal, sinhacer el más mínimo ruido gracias a loszapatos de suela de crepé. Abrió concuidado la puerta y la dejó entornada,entró en el vestíbulo y se detuvo aescuchar. Percibió el sonido deprincipios de verano de un abejorro quezumbaba contra los cristales de una delas ventanas y un repiqueteo distante

procedente de los barracones que habíadetrás de la casa. Por lo demás, elsilencio era profundo, cordial ytranquilizador.

Atravesó con pasos cuidadosos elvestíbulo y subió la escalera apoyandolos pies bien planos sobre el suelo y enlos bordes externos de los peldaños,donde sería menos probable que lasmaderas crujiesen. En el corredor nopercibió ruido ninguno, pero vio que supuerta, al otro extremo del corredor,estaba abierta. Desenfundó la pistola dela sobaquera y avanzó con rapidez porel pasillo enmoquetado.

Krebs se encontraba de espaldas a

él, arrodillado en medio de la habitacióne inclinado hacia delante, con los codosapoyados en el piso. Sus manosdescansaban sobre las ruedas decombinación del maletín de cuero deBond. Toda su atención estabaconcentrada en los chasquidos de lospasadores de la cerradura.

El blanco era tentador y Bond novaciló. Sus dientes quedaron a la vistaen una sonrisa dura, dio dos largospasos en el interior de la habitación y supie salió disparado.

Descargó toda su fuerza en la puntadel zapato, y su equilibrio y oportunidadfueron perfectos.

El golpe arrancó un grito dearrendajo de la boca de Krebs mientras,como la caricatura de un sapo al saltar,salía disparado por encima del maletín yse estrellaba contra el frente de lacómoda de caoba. La cabeza la golpeócon tal fuerza que el mueble se balanceósobre las patas. El grito se apagóabruptamente cuando se desplomó en elsuelo con los miembros extendidos yquedó inmóvil.

Bond permaneció de pie con losojos fijos sobre él, escuchando enespera del sonido de pasos apresurados,pero en la casa continuaba reinando elsilencio. Avanzó hacia la figura caída,

se inclinó y la volvió bruscamente. Elrostro en torno al ralo bigote amarilloestaba pálido, y un poco de sangre lehabía corrido por la frente desde uncorte que se veía en lo alto de la cabeza.Tenía los ojos cerrados y la respiraciónagitada.

Bond se arrodilló y registró con grancuidado todos los bolsillos delimpecable traje gris a rayas finas deKrebs, colocando sudecepcionantemente escaso contenidosobre la alfombra, junto al cuerpo. Nohabía billetera ni documentos. Losúnicos objetos de interés eran un manojode llaves maestras, una navaja con una

hoja de estilete bien afilada y unasignificativa cachiporra pequeña decuero en forma de mazorca. Bond semetió estas cosas en el bolsillo, luegofue hasta la mesilla de noche y cogió labotella de agua de Vichy que aún nohabía abierto.

Tardó cinco minutos en reanimar aKrebs y conseguir que se sentara con laespalda contra la cómoda, y otros cincominutos de espera hasta que fuese capazde hablar. Poco a poco, el color volvióa su rostro y la astucia a sus ojos.

—No respondo a ninguna pregunta amenos que me la formule sir Hugo —respondió en cuanto Bond comenzó el

interrogatorio—. Usted no tiene ningúnderecho a interrogarme. Yo estabacumpliendo con mi deber —precisó convoz hosca y firme.

Bond cogió la botella vacía por elcuello.

—Piénselo otra vez —le aconsejó—, o le atizaré con esto hasta que serompa y luego usaré el cuello parahacerle la cirugía plástica. ¿Quién ledijo que registrara mi habitación?

—Leck mich am Arsch[37].Krebs le escupió, más que

pronunció, aquel insulto obsceno.Bond se inclinó y le dio un golpe en

la espinilla.

El cuerpo de Krebs se encogió,pero, cuando Bond levantaba otra vez elbrazo, se puso repentinamente de pie yse lanzó por debajo de la botella quedescendía. El botellazo le dio con fuerzaen un hombro, pero no aminoró suimpulso, y el hombre ya había salido porla puerta y se encontraba a mediocamino del corredor antes de que Bondcomenzara a perseguirlo.

Bond se detuvo en la puerta yobservó cómo la figura que huía girababruscamente al llegar a la escalera ydesaparecía de la vista. A continuación,al oír el precipitado chirrido de loszapatos de suela de goma que bajaban a

toda velocidad la escalera y atravesabanel vestíbulo, profirió una seca carcajadapara sí, regresó al interior de sudormitorio y cerró la puerta con llave.Aparte de triturarlo a golpes, daba laimpresión de que no iba a sacarle muchomás a Krebs. Le había dado algo en loque pensar. Astuta bestezuela… A fin decuentas, sus heridas no podían serdemasiado graves. Bueno, su castigodependería de Drax. A menos, claroestá, que Krebs hubiera estadocumpliendo órdenes del propio Drax.

Limpió el desorden de la habitación,se sentó en la cama y contempló la paredopuesta sin verla. No había sido sólo el

instinto lo que lo había impulsado adecirle a Drax que iba a dar una vueltapor el puesto de lanzamiento, en lugar depor la casa. Le había asaltadoseriamente la idea de que Krebs fisgabapor orden de Drax, y que éste dirigía supropio sistema de seguridad. Y persistíala pregunta de cómo encajaba eso conlas muertes de Tallon y Bartsch. ¿Oacaso la doble muerte había sido unacoincidencia que no guardaba relaciónninguna con las marcas que había en lacarta y las huellas dactilares de Krebs?

Como invocado por suspensamientos, se oyó un golpe dellamada en la puerta, y entró el criado,

seguido por un sargento de policíaataviado con el uniforme de la patrullade carretera, que lo saludó llevándose lamano derecha a la sien y le entregó untelegrama. Bond se acercó a la ventana.Estaba firmado por Baxter, quesignificaba Vallance, y decía:

«PRIMERO llamada fuedesde casa SEGUNDO nieblarequirió operación de sirena deniebla y barco no oyó -coma-observó nada TERCERO sumarcación demasiado cercacosta así que fuera vista límitesde guardacosta de Saint

Margaret's y Deal.»

—Gracias —dijo Bond—. No hayrespuesta.

Cuando la puerta se hubo cerrado,acercó la llama de su encendedor altelegrama, lo arrojó dentro de lachimenea y aplastó los restos quemadoshasta convertirlos en polvo con la suelade un zapato.

No podía concluirse mucho, exceptoque la llamada que Tallon hizo alministerio podría haber sido oída poralguien de la casa, de lo cual tal vezderivase el registro de su habitación,cosa que podría haber desembocado en

su muerte. Pero ¿y Bartsch? Si todoaquello formaba parte de algo másgrande, ¿cómo podía relacionárselo conun intento de sabotaje del cohete?

¿No era más sencillo concluir queKrebs era un fisgón nato, o másprobablemente que trabajaba para Drax,quien parecía ser meticulosamenteconsciente de los asuntos relacionadoscon la seguridad y podría quererasegurarse de la lealtad de su secretaria,de Tallon y, después del encuentro en elBlades, por supuesto del propio Bond?¿No era aquella simplemente la línea deactuación del jefe de algún granproyecto que se desarrolló durante la

guerra (y Bond había conocido a muchosde ellos que encajarían en el cuadro),que había reforzado el sistema deseguridad oficial con su propio sistemade espías?

Si esa teoría era correcta, sóloquedaba la doble muerte. Ahora quehabía captado la magia y la tensión delMoonraker, aquellos disparos histéricosle parecían más razonables. En cuanto ala marca en la carta náutica, podríahaber sido trazada en cualquier momentodel último año; los binoculares devisión nocturna no eran más quebinoculares, y los bigotes de loshombres no pasaban de ser eso, un

montón de bigotes.Permaneció sentado en la silenciosa

habitación, cambiando de sitio laspiezas del rompecabezas, de modo quedos imágenes por completo diferentes sealternaban en su cabeza. En una el solbrillaba y todo era transparente einocente como la luz del día. La otra erauna oscura confusión de móviles turbios,oscuras sospechas y dudas de pesadilla.

Cuando sonó el gong que convocabaal almuerzo, aún no sabía con quécuadro quedarse. Para aplazar ladecisión, despejó su mente de todoexcepto de la perspectiva de pasar latarde a solas con Gala Brand.

Capítulo 16Un día dorado

Era una maravillosa tarde azul, verde ydorada. Cuando abandonaron la pista decemento a través de la verja de guardiaque había cerca del puesto delanzamiento, se detuvieron por unmomentó al borde del gran acantilado decreta y contemplaron el rincón deInglaterra donde Julio César habíadesembarcado dos mil años antes.

A su izquierda, la alfombra dehierba verde, que brillaba con loscolores de pequeñas flores silvestres,

descendía con suavidad hasta las largasplayas de Walmer y Deal, cubiertas decantos rodados, que describían unacurva hacia Sandwich y la bahía. Másallá, los blancos acantilados deMargate, que destacaban a través de lalejana calina que ocultaba la NorthForeland, protegían la cicatriz gris delaeródromo de Manston, sobre el cual losreactores estadounidenses trazaban suslíneas blancas en el cielo. Luego veníael islote de Thanet y, ya fuera de lavista, la desembocadura del Támesis.

La marea estaba baja y las barcas-faro se veían doradas y delicadas en elchispeante azul del estrecho, y sólo las

salpicaduras de sus mástiles y berlingasexplicaban la verdadera historia. Lasletras blancas de la South GoodwinLightship se leían sin dificultad, eincluso el nombre de su gemela, más alnorte, destacaba blanco sobre el cascorojo.

Entre las arenas de la costa, a lolargo del canal de doce brazas de lasInner Leads, había media docena debarcos que agitaban las aguas de losDowns, el martilleo sordo de cuyosmotores llegaba con total claridad através del mar, y entre las perversasarenas y la nítida línea de la costafrancesa había barcos de todas las

banderas dedicados a sus asuntos:transatlánticos, mercantes, desgarbadoscargueros alemanes, e incluso unaesbelta corbeta que navegabavelozmente hacia el sur, tal vez endirección a Portsmouth. Hasta dondealcanzaba la vista, los accesosorientales de Inglaterra estabansalpicados de tráfico que se dirigía ahorizontes cercanos o distantes, haciapuertos propios o hacia el otro extremodel mundo. Era un panorama lleno decolorido, emoción y romanticismo, y lasdos personas que se hallaban al bordedel acantilado permanecieron ensilencio durante un rato y lo

contemplaron todo.La paz fue interrumpida por dos

alaridos de la sirena procedentes de lacasa, y ambos se volvieron a mirar alfeo mundo de cemento que habíaquedado borrado de sus mentes hastaese instante. Mientras observaban, unabandera roja apareció en lo alto de lacúpula del pozo de lanzamiento y dosambulancias de la RAF, con crucesrojas pintadas en los laterales, salieronde entre los árboles hasta el borde delmuro blindado y aparcaron.

—Van a comenzar a cargar elcombustible —dijo Bond—.Continuemos con nuestro paseo. No

habrá nada que ver, y en caso deaccidente, es probable que nosobreviviéramos a esta distancia.

Ella le sonrió.—Sí —asintió—. Y estoy enferma

de ver todo este cemento.Descendieron por la suave pendiente

y pronto quedaron fuera de la vista delpunto de lanzamiento y de la alta cercade alambre.

El hielo de las reservas de Gala sederritió con rapidez al calor del sol.

La exótica alegría de sus ropas, unacamisa de algodón a rayas blancas ynegras sujeta por un cinturón de cueronegro cosido a mano, sobre una falda

larga hasta la rodilla de un rosaescandaloso, parecía haberlacontagiado, y a Bond le resultabaimposible reconocer a la gélida mujerde la noche anterior en la muchacha queahora caminaba a su lado y reía felizante su ignorancia de los nombres de lasflores silvestres, el hinojo marino, lalengua de buey y la fumaria, que lerodeaban los pies.

Triunfante, ella encontró una flor dela abeja y la arrancó.

—No haría eso si supiera que lasflores gritan cuando las arrancan —dijoBond.

—¿Qué quiere decir? —preguntó

ella, sospechando que era una broma.—¿No lo sabía? —Sonrió ante su

reacción.— Hay un indio llamadoprofesor Bhose que ha escrito un tratadosobre el sistema nervioso de las flores.Midió sus reacciones al dolor. Inclusograbó el grito de una rosa que estabasiendo arrancada. Debe de ser uno delos sonidos más desgarradores delmundo. Yo he oído algo parecidocuando ha arrancado esa flor.

—No le creo —dijo ella,contemplando con suspicacia la florarrancada—. De todas formas —continuó con tono malicioso—, nopensaba que fuera usted una persona que

pudiese ponerse sentimental. ¿No es lagente de su sección del servicio la quehace una profesión del asesinato? Y noprecisamente de flores, sino depersonas.

—Las flores no pueden devolverteun tiro —respondió Bond.

Ella miró la flor.—Ahora me ha hecho sentir como

una asesina. Es muy poco bondadosopor su parte. Pero —admitió aregañadientes— tendré que investigaracerca de ese indio, y si es cierto lo queme ha dicho, no volveré a arrancar unaflor en mi vida. ¿Qué voy a hacer ahoracon ésta? Me da la impresión de que me

está sangrando sobre la mano.—Démela a mí —sugirió Bond—.

Según usted, mis manos ya chorreansangre. Un poco más no les hará ningúndaño.

Ella se la entregó y sus manos serozaron.

—Puede meterla en el cañón de surevólver —dijo ella para ocultar elrubor provocado por el contacto.

Bond se echó a reír.—Así que esos ojos no son sólo

decorativos —comentó—. De todasformas, es una pistola automática y la hedejado en mi habitación. —Enhebró eltallo de la flor en uno de los ojales de su

camisa de algodón azul.— Pensé queuna funda sobaquera llamaría un poco laatención sin una chaqueta que lacubriera. Y no creo que esta tarde anadie se le ocurra registrar midormitorio.

Por acuerdo tácito, ambos seapartaron con sigilo de aquel momentode calidez. Bond le habló de cómo habíadescubierto a Krebs y de la escena quese había producido en la habitación.

—Le está bien empleado —dijo ella—. Nunca me he fiado de él. Pero ¿quédice sir Hugo?

—He hablado con él antes delalmuerzo —explicó Bond—. Le

entregué la navaja de Krebs y las llavescomo prueba. Se ha enfurecido y ha idodirectamente a ver al hombre,mascullando de furia. Al regresar, hadicho que Krebs parecía estar bastantemaltrecho y ha querido saber si mesentía satisfecho, si pensaba que habíarecibido suficiente castigo. Toda esacuestión de no querer trastornar alequipo en el último momento y demás,ya sabe. Así que he estado de acuerdoen que se lo envíe de vuelta a Alemaniala semana que viene, y que mientrastanto se considere bajo arrestodomiciliario y que sólo se le permitasalir de su habitación con vigilancia.

Bajaron por el empinado senderodel acantilado hasta la playa y giraron ala derecha junto al abandonado campode tiro de armas cortas de la guarniciónde la Armada en Deal. Siguieroncaminando en silencio hasta llegar a laplaya de tres kilómetros de guijarrosque, con la marea baja, corre por la basede los enormes acantilados hasta labahía de St. Margaret.

Mientras avanzaban lenta ytrabajosamente por la gruesa capa depulidos cantos rodados, Bond expuso ala joven todo lo que se le había ocurridodesde el día anterior. No se guardónada, le presentó cada una de las falsas

liebres que se habían levantado yfinalmente habían vuelto a caer en tierra,sin dejarse en el tintero nada más que unleve tufillo de sospechas malfundamentadas y una confusión de pistas,todo lo cual acababa en los mismosinterrogantes: ¿cuál era la pauta?¿Dónde había un plan en el queencajaran las pistas? Y siempreencontraba la misma respuesta: que nadade lo que sabía o sospechaba parecíatener la menor relación imaginable conlas medidas de seguridad destinadas aevitar el sabotaje del Moonraker. Y queeso, cuando todo estaba dicho y hecho,era la única cuestión que les concernía a

ellos dos. Ni la muerte de Tallon ni lade Bartsch, ni el egregio Krebs, sinosólo la protección del proyectoMoonraker ante sus posibles enemigos.

—¿No es así? —concluyó Bond.Gala se detuvo y permaneció por

unos momentos contemplando lasbrillantes olas del mar por encima de lasrocas caídas y las algas. Estabaacalorada y jadeaba a causa de la duracaminata por la playa de guijarros, ypensaba en lo maravilloso que seríatomar un baño, regresar por un momentoa aquellos días de la infancia junto almar antes de que se viese involucrada enesta extraña profesión fría, con sus

tensiones y sus emociones falsas. Volviólos ojos hacia el implacable rostromoreno del hombre que estaba a su lado.¿Acaso vivía él momentos en los queanhelaba las cosas sencillas y plácidasde la vida? Por supuesto que no. A él legustaban París, Berlín y Nueva York, lostrenes, los aviones y las comidas carasy, sí, sin lugar a dudas, las mujerescaras.

—¿Y bien? —dijo Bond,preguntándose si ella iba a aportarlealguna prueba que él había pasado poralto—. ¿Qué le parece?

—Lo siento —respondió Gala—.Estaba soñando despierta. No —

continuó, en respuesta a la pregunta—,creo que tiene razón. Yo he estado aquídesde el principio, y aunque de vez encuando han sucedido cosas raras, y porsupuesto las dos muertes, no ha pasadoabsolutamente nada malo. Todos losmiembros del equipo, desde sir Hugopara abajo, están dedicados en cuerpo yalma al cohete. Es lo más importante desus vidas y ha sido maravilloso vercrecer el Moonraker. Los alemanes sonunos trabajadores tremendos (y yo estoybastante convencida de que Bartsch sequebró bajo la tensión) y les encanta serdirigidos por sir Hugo, y a él le encantadirigirlos a ellos. Lo veneran. Y por lo

que respecta a la seguridad, el lugar estáplagado de medidas y tengo la seguridadde que cualquiera que intentaraacercarse al Moonraker acabaría hechopedazos. Estoy de acuerdo con usted enlo referente a Krebs y en queprobablemente actúa por órdenes deDrax. Porque yo creí lo mismo, no memolesté en informarle cuando estuvofisgando entre mis cosas. Allí no podíaencontrar nada, por supuesto. Sólocartas personales y cosas así. Eso deasegurarse al máximo sería algo típicode sir Hugo. Y debo decir —añadió confranqueza— que lo admiro por eso. Esun hombre implacable con unos modales

deplorables y un rostro poco agradabledebajo de todo ese pelo rojo, pero meencanta trabajar para él y estoydeseando que el Moonraker tenga éxito.Vivir con el cohete durante tanto tiempome ha hecho sentir por él lo mismo quesienten esos hombres.

Alzó la vista hacia él para ver cuálera su reacción.

Bond asintió.—Después de tan sólo un día, puedo

entenderlo —le aseguró—. Y supongoque estoy de acuerdo con usted. Notenemos nada en lo que basarnosexcepto mi intuición, que deberíaocuparse de sí misma. Lo principal es

que el Moonraker parece estar tanseguro como las joyas de la corona, yprobablemente más. —Se encogió dehombros con impaciencia, insatisfechoconsigo mismo por renegar de laintuición que formaba una parte tanimportante de su profesión.— Vamos —dijo, casi con brusquedad—. Estamosperdiendo el tiempo.

Ella, que lo comprendía, sonrió parasí y lo siguió.

Al rodear el siguiente recodo delacantilado, se encontraron con la basedel montacargas, incrustada de algasmarinas y percebes. Cincuenta metrosmás allá llegaron al embarcadero, una

sólida estructura de tubos de hierropavimentados con tiras de enrejado quecorrían sobre las rocas y sobresalían deellas.

Entre los dos, y a unos seis metrosde alto en la pared del acantilado, seabría la ancha boca negra del túnel deexhaustación, el cual ascendía enpendiente por dentro del acantiladohasta el piso de acero que había bajo lacola del cohete. Del borde inferior de lacueva, la creta fundida como lava yvuelta a solidificar les sacaba la lengua,y había salpicaduras del mismo materialpor todas partes sobre los guijarros y lasrocas de abajo. Bond podía imaginar la

ardiente columna blanca de llamas quesalía aullando de la cara del acantilado,y podía oír cómo el mar siseaba yborboteaba al caer la creta líquida enlas aguas.

Alzó los ojos hacia la estrechafranja de la cúpula de lanzamiento queasomaba por encima del borde delacantilado, de sesenta metros de alto, eimaginó a los cuatro hombres conmáscara antigás y traje de amianto queobservaban los indicadores mientras elterrible explosivo líquido era bombeadoa través del tubo de goma negro alinterior de las entrañas del cohete. Depronto se dio cuenta de que estaban

dentro del radio de alcance si algo salíamal con la carga de combustible.

—Alejémonos de aquí —le dijo a lamuchacha.

Cuando ya había unos cien metros dedistancia entre ellos y la cueva, Bond sedetuvo y volvió la vista atrás. Seimaginó a sí mismo al frente de seishombres duros y todos los pertrechosadecuados, y pensó qué haría paraatacar la instalación desde el mar.Llegaría al embarcadero con kayacsdurante la marea baja; ¿una escalerillapara subir hasta la cueva? Y luego,¿qué? Era imposible trepar por la pulidapared de acero del túnel de

exhaustación. Sería cuestión de dispararun proyectil contracarro que atravesarael piso de acero en el que descansaba elcohete, para lanzar luego unas cuantasgranadas incendiarias con la esperanzade que algo pudiera prenderse fuego. Unasunto algo chapucero, pero podría darresultado. Escapar luego sería difícil. Seconvertirían en blancos inmóviles paralas armas disparadas desde lo alto delacantilado. Pero eso no preocuparía a unescuadrón suicida ruso. Todo parecíabastante factible.

Gala había permanecido de pie a sulado, observando los ojos que medían elterreno y especulaban.

—No es tan fácil como podríapensarse —comentó ella al ver el rostroceñudo de su acompañante—. Inclusocuando hay marea alta y mar picada, hayguardias que vigilan por la noche desdelo alto del acantilado. Y disponen defocos de seguimiento, ametralladorasligeras Bren y granadas. Tienen ordende disparar primero y preguntardespués. Por supuesto, sería mejoriluminar el acantilado por la noche, perosólo se lograría llamar la atención sobrelas instalaciones. Creo realmente quehan pensado en todo.

Bond continuaba con el entrecejofruncido.

—Con cobertura desde un submarinoo una lancha rápida, un buen equipopodría lograrlo a pesar de todo eso —dijo—. No será muy agradable, perovoy a nadar un poco. La carta náuticadel Almirantazgo dice que ahí fuera hayun canal de doce brazas, pero megustaría echarle un vistazo. Al final delembarcadero tiene que haber una buenaprofundidad, pero me quedaré mástranquilo cuando lo haya visto con mispropios ojos. —Le sonrió.— ¿Por quéno se baña usted también? El agua estarácondenadamente fría, pero le sentarábien después de cocerse durante toda lamañana dentro de esa cúpula de

cemento.Los ojos de Gala se iluminaron.—¿Cree que podría? —preguntó,

dubitativa—. Estoy muerta de calor,pero ¿qué voy a ponerme? —se dijo, yluego se sonrojó al pensar en sus brevesy casi transparentes bragas y sujetadorde nilón.

—Al demonio con eso —replicó élcon desenvoltura—. Usted debe llevaralgo de ropa interior, y yo llevocalzoncillos. Seremos perfectamenterespetables, no hay nadie que puedavernos, y yo prometo no mirar —mintióalegremente mientras abría la marchapara rodear el siguiente recodo del

acantilado—. Usted desvístase detrás deesa roca y yo lo haré detrás de ésta —dijo—. Vamos. No sea tonta. Lohacemos todo en el cumplimiento deldeber.

—Bueno…Aliviada porque le hubieran quitado

la decisión de las manos, se ocultódetrás de la roca y se desabotonó lafalda con lentitud.

Cuando se asomó a mirar connerviosismo, Bond ya estaba a mediocamino de la franja de gruesa arenaparda que se adentraba, entre charcos,hasta donde la marea se arremolinaba através de las morrenas negras y verdes

de las rocas. Tenía un cuerpo esbelto ybronceado. Los calzoncillos azulesresultaban tranquilizadores.

Lo siguió caminando con sumocuidado, y de pronto se encontró dentrodel agua. De inmediato dejó deimportarle cualquier otra cosa que nofuera el frío terciopelo del agua y labelleza de las pequeñas zonas de arena,entre la ondulante cabellera de las algasque vio en la transparente profundidadverde que tenía debajo de sí, al meter lacabeza bajo el agua y nadar en líneaparalela a la orilla con rápidasbrazadas.

Cuando llegó a la altura del

embarcadero se detuvo un momento pararecobrar el aliento. No había ni rastrode Bond, al que había visto por últimavez mientras avanzaba con rapidez unoscien metros por delante de ella. Pataleóen el agua con fuerza para mantener lacirculación y luego volvió a nadar,pensando en él a regañadientes: evocabael atlético cuerpo moreno que debía deestar cerca de ella en alguna parte, entrelas rocas, tal vez, o buceando hacia laarena para calibrar la profundidad delas aguas con las que podría contar unenemigo.

Se volvió para buscarlo otra vez, yfue entonces cuando él salió a la

superficie desde las aguas que ella teníadebajo. Sintió la rápida presa fuerte desus .brazos en torno de sí, y el veloz,duro impacto de sus labios sobre los deella.

—Maldito sea —masculló, furiosa.Pero Bond ya se había sumergido de

nuevo, y para cuando ella hubo escupidoun sorbo de agua marina y recobró laorientación, él nadaba alegremente aveinte metros de distancia.

Gala, altiva, se volvió y comenzó anadar mar adentro; se sentía un pocoridicula, pero estaba decidida adesairarlo. Era exactamente como ellahabía pensado. La gente del Servicio

Secreto siempre parecía tener tiempopara el sexo, por importante que pudieraser su misión.

Pero su cuerpo se obstinaba enestremecerse a causa de la conmocióndel beso, y el dorado día parecía haberadquirido una belleza nueva. Al avanzarun poco más mar adentro y volverse amirar los gruñentes dientes de Inglaterraque llegaban hasta el distante brazo deDover, y el confeti negro y blancoformado por los cuervos y las gaviotasque volaban contra el vivido telón defondo de los campos verdes, decidióque cualquier cosa era permisible en undía como aquel y que, sólo por esta vez,

lo perdonaría.

Media hora más tarde estabantendidos, en espera de que el sol lossecara, separados por un respetablemetro de arena al pie del acantilado.

No se había mencionado el beso,pero los esfuerzos de Gala destinados amantener una atmósfera de altivez sederrumbaron ante la emoción deobservar la langosta que Bond se habíasumergido a buscar y había capturadocon sus propias manos. De mala gana, lasoltaron en uno de los charcos que habíaentre las rocas y observaron cómo seescabullía retrocediendo para ponerse a

cobijo debajo de las algas. Y ahorayacían, cansados y vigorizados por elejercicio en las heladas aguas, y rezabanpara que el sol no se deslizara pordetrás del borde del acantilado que sealzaba detrás de ellos, antes de que sehubieran calentado y secado lo bastantepara vestirse otra vez.

Pero aquellos no eran los únicospensamientos de Bond. El modeladocuerpo de la muchacha que tenía a sulado, increíblemente erótico al realzarloel sujetador y las bragas adheridos a lapiel debido al agua, se interponía entreél y sus preocupaciones por elMoonraker. Y, en cualquier caso, hasta

dentro de una hora no podría hacer nadapor el Moonraker. Aún no eran lascinco de la tarde, y la carga decombustible no concluiría hasta despuésde las seis. Sólo entonces podría ver aDrax y asegurarse de que, durante lasdos noches siguientes, los guardiasreforzaran la vigilancia del acantilado ycontaran con las armas adecuadas.Porque había visto por sí mismo quehabía profundidad de sobra, incluso conla marea baja, para que entrara unsubmarino.

Así que disponían de al menosquince minutos de ocio antes de tenerque iniciar el camino de regreso.

Y entre tanto, la muchacha. Elcuerpo medio desnudo que seencontraba flotando en la superficiecuando él ascendía desde el fondo; elrápido beso duro-suave con los brazosen torno a ella; los montículos en puntade sus pechos, tan pegados a él, y elvientre suave y liso que descendía hastael misterio de sus muslos fuertementeapretados.

«Al demonio.»Apartó su mente de la fiebre que lo

poseía y alzó la mirada en línea rectahacia el infinito cielo azul, obligándosea observar la belleza de los gavionesque se elevaban muy arriba para planear

sin esfuerzo entre las corrientes de aireque ascendían desde la parte superiordel acantilado que tenían encima. Perola suave curva de los vientres blancosde las aves devolvía sus pensamientos ala muchacha y no le daba tregua.

—¿Por qué se llama Gala? —preguntó para interrumpir sus ardientespensamientos ocultos.

Ella se echó a reír.—Me tomaron el pelo por eso

durante toda la vida escolar —dijo, yBond sintió impaciencia ante la vozrelajada, nítida—, y luego cuando estuveal servicio de la Armada real, y la mitaddel cuerpo policial de Londres me ha

hecho bromas al respecto. Pero miverdadero nombre es todavía peor. Mellamo Galatea. Era un crucero en el queestaba sirviendo mi padre cuando yonací. Supongo que Gala no estádemasiado mal. Casi he olvidado cómome llamo. Ahora que estoy en la brigadaespecial, tengo que cambiar de nombrecada dos por tres.

«En la brigada especial.»«En la brigada especial.»«En la…»

Cuando cae una bomba, cuando elpiloto calcula mal y el avión se estrellaa poca distancia de la pista de

aterrizaje, cuando la sangre abandona elcorazón y la conciencia desaparece, haypensamientos en la mente, o palabras, otal vez un fragmento de música, que serepite durante unos segundos antes de lamuerte, como el agonizante tañido deuna campana.

Bond no acabó muerto, pero laspalabras aún resonaban en su mentevarios segundos más tarde, después deque todo hubiese sucedido.

Desde que se habían tumbado en laarena contra el acantilado, mientras suspensamientos se concentraban en Gala,sus ojos habían estado observandodescuidadamente a las gaviotas que

jugaban en torno al manojo de pajas queeran el borde de su nido, hecho en unpequeño reborde que quedaba a unostres metros por debajo de la partesuperior del acantilado. Estiraban elcuello y se hacían reverencias durante sujuego amoroso, con sólo las cabezasvisibles contra el deslumbrante blancode la creta, y luego el macho echaba avolar hacia lo alto, se alejaba yregresaba al nido para continuarhaciéndole el amor a la hembra.

Bond los observaba soñadoramentemientras escuchaba a la joven, cuandode pronto las dos gaviotas huyeron delreborde volando a gran velocidad al

tiempo que proferían un agudo grito demiedo. En ese mismo momento aparecióuna nube de humo negro, se oyó un suaveestampido procedente de lo alto delacantilado, y una gran zona de cretablanca que había justo encima de Bond yGala pareció inclinarse hacia fueramientras unas grietas en zigzag se abríanen su cara.

De lo primero que Bond fueconsciente después de eso era de que seencontraba tendido encima de Gala conel rostro pegado a una mejilla de lamuchacha, que un tronar colmaba el aire,que estaba sofocado y que el sol sehabía extinguido. Tenía la espalda

entumecida y dolorida bajo un tremendopeso, y en su oído izquierdo, además deleco del trueno, resonaba el final de ungrito ahogado.

Apenas estaba consciente, y tuvo queesperar a recobrar a medias lossentidos.

La brigada especial. ¿Qué habíadicho ella acerca de la brigadaespecial?

Realizó un desesperado esfuerzo pormoverse. Sólo su brazo derecho, el quetenía más cerca del acantilado, podíamoverse un poco, pero cuando subió elhombro con fuerza el brazo quedó algomás suelto hasta que al fin, empujando al

límite de sus fuerzas con la espalda, laluz y el aire llegó hasta ellos. Sufriendonáuseas en la niebla de polvo de creta,ensanchó el agujero hasta que la cabezapudo levantar su aplastante peso deencima de Gala. Percibió el débilmovimiento cuando el rostro de la jovense volvió de lado, hacia la luz y el aire.Una creciente precipitación de polvo ypiedras que cayó dentro del agujero quehabía abierto hizo que volviera a cavarfrenéticamente. Poco a poco amplió elespacio hasta que consiguió apoyar elcodo derecho y luego, tosiendo tanto quecreyó que iban a estallarle los pulmones,empujó con el hombro derecho hacia

arriba hasta que, de modo repentino,éste y su cabeza quedaroncompletamente libres.

Lo primero que pensó fue que sehabía producido una explosión en elMoonraker. Alzó los ojos hacia lo altodel acantilado y luego los desvió pararecorrer la orilla. No. Se encontraban acien metros del emplazamiento delcohete. Y sólo de la línea que teníanjusto encima se había desprendido unenorme trozo del acantilado.

Entonces pensó en el peligroinmediato que corrían. Gala gimió y élpudo sentir el frenético latir del corazónde la joven contra su pecho, pero la

cadavérica máscara de su rostro estabaahora expuesta al aire, y Bondcontorsionó el cuerpo de un lado a otrosobre ella para intentar aliviar lapresión que ejercía sobre sus pulmonesy estómago. Con lentitud, centímetro acentímetro, con los músculos fallándolea causa del esfuerzo, se abrió caminofuera de la pila de polvo y escombrosdel lado de la pared del acantilado,donde sabía que el peso sería menor.

Y al fin su pecho quedó libre y élpudo culebrear hasta arrodillarse junto aella. Sangraba por unos cortes que teníaen los brazos y la espalda, y la sangre semezclaba con el polvo de creta que caía

de modo constante por los lados delagujero que había cavado, pero podíasentir que no se había roto ningún hueso,y en el furor del trabajo de rescate noexperimentaba dolor ninguno.

Gruñendo, tosiendo y sin hacer unasola pausa para recobrar aliento, tiró dela muchacha hasta sentarla, y con unamano ensangrentada le quitó algo delpolvo que le cubría la cara. Luego,librando sus propias piernas de la tumbade creta, consiguió de alguna formasacarla a pulso por el agujero yacomodarla sobre el montículo depiedras con la espalda contra elacantilado.

Se arrodilló y la miró, miró elespantajo blanco que apenas minutosantes había sido una de las jóvenes máshermosas que había visto en su vida, ymientras la contemplaba a ella y losregueros de su propia sangre que lehabía dejado en la cara al quitarle elpolvo, rogó para que aquellos ojos seabrieran.

Cuando lo hicieron segundosdespués, el alivio fue tan enorme queBond se volvió de espaldas y empezó avomitar violentamente.

Capítulo 17Conjeturas

descabelladas

Cuando acabó el paroxismo, sintió unamano de Gala en sus cabellos. Volvió lacabeza y vio que ella hacía una mueca alver su rostro. La joven le tironeó delpelo y señaló hacia lo alto delacantilado. Al hacerlo, una lluvia depequeños trozos de creta repiqueteójunto a ellos.

Débilmente, él se puso de rodillas yluego de pie, y juntos gatearon y se

deslizaron por el montículo de creta,alejándose del agujero abierto contra lapared del acantilado, por el que habíansalido.

La gruesa arena bajo sus pies eracomo terciopelo. Ambos sedesplomaron y quedaron tendidosaferrando puñados de ella con sushorribles manos blancas, como si suáspero oro pudiera lavarles aquelblanco sucio del cuerpo. Entonces fueGala quien vomitó penosamente, y Bondse arrastró para alejarse un poco ydejarla tranquila. Se incorporó con grandificultad contra un fragmento de cretadel tamaño de un coche pequeño, y al fin

sus ojos captaron el infierno que habíaestado a punto de tragárselos.

Hasta el comienzo mismo de lasrocas que ahora lamía la mareacreciente, había restos de la pared delacantilado, una avalancha de bloques decreta. El polvo blanco delderrumbamiento cubría unos cuatro milmetros cuadrados. En lo alto habíaaparecido una grieta dentada, y en elborde del acantilado, antes casi recto, sehabía abierto una cuña por la que seveía el cielo.

Ya no se veían aves marinas en lasproximidades, y Bond supuso que elolor a desastre las mantendría alejadas

de allí durante varios días.Hallarse tan cerca de la pared del

acantilado había sido su salvación, eso yla ligera protección de la concavidadque el mar había abierto en ella. Habíansido sepultados por el diluvio defragmentos más pequeños. Los trozosmás pesados, cualquiera de los cualeslos habría aplastado, habían caído haciafuera, y el más cercano de ellos no loshabía alcanzado por poco menos de unmetro. Y la proximidad del acantiladofue la razón por la que el brazo derechode Bond había quedadocomparativamente libre y le permitiócavar para salir de dentro del montículo

antes de que ambos se asfixiaran. Bondse daba cuenta de que si un reflejoinstintivo no lo hubiese lanzado sobreGala en el momento de la avalancha,ahora estarían los dos muertos.

Sintió la mano de ella sobre suhombro. Sin mirarla, le rodeó la cinturacon un brazo y bajaron juntos hasta elbendito mar donde sus cuerpos cayeron,débiles, agradecidos, en los bajíos.

Diez minutos más tarde fueron dosseres humanos, comparativamentehablando, los que salieron del agua yavanzaron por la arena hasta las rocasdonde se encontraban sus ropas, a pocosmetros de distancia del desprendimiento

del acantilado. Ambos estabandesnudos. Los jirones de su ropa interioryacían en alguna parte debajo de la pilade polvo de creta, arrancados en lalucha por escapar. Pero, como en elcaso de los supervivientes de unnaufragio, su desnudez carecía designificado. Limpios de la pegajosacreta molida y con los cabellos y laboca enjuagados por el agua salobre, sesentían débiles y maltrechos; pero paracuando se hubieron vestido ycompartido el peine de Gala, quedabanpocos indicios que delataran la aventurapor la que habían pasado.

Se sentaron con la espalda apoyada

contra una roca, y Bond encendió elprimer cigarrillo delicioso, aspiró elhumo hasta lo hondo de los pulmones ylo expulsó luego con lentitud por lanariz. Cuando Gala hubo hecho todo loposible con los polvos faciales y ellápiz de labios, Bond encendió uncigarrillo para ella y, cuando se lo daba,se miraron por primera vez a los ojos ysonrieron. Luego permanecieronsentados mirando en silencio hacia elmar, al panorama que continuaba siendoel mismo y sin embargo había cambiadopor completo.

Bond rompió el silencio.—Bueno, por Dios —dijo— que ha

faltado poco.—Todavía no sé qué sucedió —le

aseguró Gala—. Excepto que me hassalvado la vida —agregó, mientrasposaba la mano sobre una mano deBond, para retirarla a poco.

—Si tú no hubieses estado allí, yoestaría muerto —dijo Bond—. Si mehubiera quedado donde estaba… —Seencogió de hombros y volvió la cabezapara mirarla.— Supongo que te dascuenta —comentó sin más— de quealguien nos ha echado encima elacantilado. —Ella le devolvió la miradacon los ojos muy abiertos.— Sibuscáramos entre todo eso —hizo un

gesto hacia la avalancha de creta—,encontraríamos las marcas de dos o tresperforaciones y rastros de dinamita. Yovi el humo y oí el estampido de laexplosión una fracción de segundo antesde que se derrumbara el acantilado. Y lomismo les sucedió a las gaviotas —añadió—. Y lo que es más —continuódespués de una pausa—, no puedehaberlo hecho Krebs solo. Fue algoefectuado a plena vista de lasinstalaciones. Y lo hicieron variaspersonas bien organizadas, que teníanespías siguiéndonos desde el momentoen que bajamos a la playa por el senderodel acantilado.

En los ojos de Gala apareció lacomprensión y un destello de miedo.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntócon ansiedad—. ¿De qué va todo esto?

—Nos quieren liquidar —respondióBond con calma—. Así que debemosmantenernos con vida. Por lo querespecta al por qué, simplemente habráque descubrirlo.

»Verás —prosiguió—, me temo queni siquiera Vallance nos será de muchaayuda. Cuando decidieron queestábamos bien enterrados, habrántenido que alejarse del borde delacantilado lo antes posible. Saben que,aun en el caso de que alguien haya visto

u oído el derrumbamiento, no se pondrámuy nervioso. Estos acantilados tienentreinta y dos kilómetros de longitud, ypoca gente viene por aquí antes delverano. Si los guardacostas lo oyeron,puede que lo hayan anotado en elcuaderno de bitácora. Pero supongo quese producen muchos desprendimientosde este tipo durante la primavera. Elhielo del invierno se funde dentro degrietas que podrían tener cientos de añosde antigüedad. Así que nuestros amigosesperarán hasta que no aparezcamos estanoche, y entonces nos harán buscar porla policía y la guardia costera.Aguardarán hasta que la marea alta haya

convertido en pasta una buena parte deesto. —Hizo un gesto hacia los trozos decreta.— La totalidad del plan esadmirable. Y aun en el caso de queVallance nos creyera, no hay pruebasconcluyentes para hacer que el primerministro intervenga en el proyectoMoonraker. Esa condenada cosa esinfernalmente importante. El mundoentero está esperando para ver sifuncionará o no. Y, en todo caso, ¿cuáles nuestra historia? ¿De qué diablos setrata? Algunos de esos malditosalemanes de ahí arriba parecen quererque no lleguemos al viernes. Pero ¿porqué? —Guardó un instante de silencio.

— Depende de nosotros, Gala. Es unmal asunto, y sencillamente, tendremosque resolverlo nosotros solos. —Lamiró a los ojos.— ¿Qué me dices?

Gala soltó una risa seca.—No seas ridículo —dijo—. Para

eso nos pagan. Por supuesto que nosencargaremos de ellos. Y estoy deacuerdo en que no llegaremos a ningunaparte con Londres. Pareceremosabsolutamente ridículos si telefoneamospara informar de acantilados que se noscaen encima. Y por otra parte, ¿quéestábamos haciendo aquí abajo,haraganeando sin ropa en lugar deocuparnos de nuestro deber?

Bond sonrió.—Sólo nos tendimos durante diez

minutos para secarnos —protestó contono suave—. ¿Cómo crees tú quedeberíamos haber pasado la tarde?¿Tomando las huellas dactilares de todoel mundo otra vez? En eso es casi en loúnico que piensa la policía. —Sesonrojó cuando vio que ella se tensaba.Alzó una mano.— No lo decía en serio—le aseguró—. Pero ¿no te das cuentade lo que hemos hecho esta tarde? Justolo que había que hacer. Hemosconseguido que el enemigo enseñe lascartas. Ahora tenemos que dar el pasosiguiente y averiguar quién es el

enemigo y por qué quiere quitarnos deen medio. Y entonces, si tenemos laspruebas suficientes de que alguienpretende sabotear el Moonraker,haremos que pongan este sitio patasarriba y aplacen el lanzamiento deprueba, y al diablo con los políticos.

Ella se levantó de un salto.—Bueno, claro que tienes razón —

reconoció con tono de impaciencia—.Pero yo quiero hacer algo al respecto loantes posible. —Miró por un instantehacia el mar, apartando los ojos deBond.— Tú acabas de llegar. Yo heestado viviendo con ese cohete durantemás de un año, y no puedo soportar la

idea de que le suceda algo malo. Pareceque tantas cosas dependen de él… Paratodos nosotros. Quiero volver pronto ydescubrir quién ha querido matarnos.Puede que no tenga nada que ver con elMoonraker, pero quiero asegurarme.

Bond se puso de pie sin evidenciarni una pizca del dolor que le causabanlas heridas y magulladuras de la espalday las piernas.

—Vamos —dijo—, son casi lasseis. La marea está subiendo conrapidez, pero podremos llegar a St.Magaret's antes de que nos pille. Nosasearemos allí, en el Granville,tomaremos una copa y comeremos algo,

y regresaremos a la casa cuando estén amedia cena. Me interesa ver qué clasede recibimiento nos ofrecen. Después deeso, tendremos que concentrarnos enconservar la vida y ver qué podemosaveriguar. ¿Podrás llegar hasta St.Margaret's?

—No seas tonto —respondió Gala—. Las mujeres policía no estamoshechas de mantequilla.

—Por supuesto que no —asintióBond con respetuosa ironía, y ella lerespondió con una sonrisa forzada.

Se volvieron hacia la distante torredel faro de South Foreland y echaron aandar sobre los guijarros.

A las ocho y media, el taxi de St.Magaret's los dejó en la segunda puertade guardia, donde mostraron sus pases yavanzaron en silencio entre los árboleshasta la pista de cemento. Ambos sesentían entusiasmados y animosos. Albaño caliente y la hora de descanso enla cómoda posada Granville habíanseguido dos copas de coñac con sodapara Gala y tres para Bond, antes de losdeliciosos lenguados fritos y lastostadas con queso y embutidos, y elcafé. Y ahora, mientras se aproximabana la casa con paso decidido, habríahecho falta echarles una segunda miradapara advertir que ambos estaban muertos

de cansancio, que no llevaban ropainterior y que estaban llenos demagulladuras.

Entraron en silencio por la puertaprincipal y se detuvieron durante unmomento en el vestíbulo iluminado.Desde el comedor les llegaba un alegremurmullo de voces. Se produjo un cortosilencio al que siguió un estallido derisa dominado por las ásperascarcajadas de sir Hugo Drax.

En la boca de Bond había una muecatorcida mientras abría la marcha a travésdel vestíbulo en dirección a la puertadel comedor. Entonces la sustituyó poruna alegre sonrisa y abrió la puerta para

dejar pasar delante a Gala.Drax se encontraba sentado a la

cabecera de la mesa, con aspectofestivo, ataviado con la bata colorciruela. Un tenedor con comida, a mediocamino de su boca, se quedó suspendidoen el aire cuando aparecieron en lapuerta. Olvidada, la comida se deslizódel tenedor y cayó con un audible«plop» suave sobre el borde de la mesa.

Krebs había sido sorprendido en elacto de beber una copa de vino tinto yde ésta, inmovilizada contra su boca, sedeslizó un hilillo de vino por subarbilla, desde la que cayó a su corbatade satén marrón y su camisa amarilla.

El doctor Walter estaba de espaldasa la puerta, pero cuando observó elcomportamiento insólito de los otros,sus ojos abiertos de asombro, las bocasabiertas y la palidez de sus rostros,volvió bruscamente la cabeza hacia lapuerta. O era de reacciones más lentasque los otros, o bien sus nervios eranmás firmes, pensó Bond.

—Ach so —dijo con voz queda—.Die Engländer[38].

Drax ya estaba de pie.—Mi querido muchacho —lo saludó

con voz pastosa—. Mi queridomuchacho. Estábamos realmente muypreocupados. Precisamente nos

estábamos preguntando hacia dóndeenviar un grupo de búsqueda. Hace unosminutos ha entrado un guardia parainformar de que, al parecer, se haproducido un desprendimiento en lapared del acantilado.

Rodeó la mesa y fue hacia ellos conla servilleta en una mano y el tenedor enla otra.

Con el movimiento, la sangre volvióa fluir a su rostro, en el que primeroaparecieron manchas y luego quedó desu color arrebolado habitual.

—La verdad es que podría habermeavisado —le dijo a la muchacha, concierto enojo en la voz—. ¡Qué

comportamiento tan insólito!—Ha sido culpa mía —intervino

Bond al tiempo que avanzaba hasta elinterior de la habitación para tenerlos atodos a la vista—. El paseo fue máslargo de lo que esperaba. Pensé quepodría pillarnos la marea, así quecontinuamos hasta St. Margaret's,comimos algo allí y tomamos un taxi deregreso. La señorita Brand quería llamarpor teléfono, pero yo creí queestaríamos de regreso antes de las ocho.Debe culparme a mí. Pero, por favor,continúen con su cena. Me uniré austedes para los postres y el café.Supongo que la señorita Brand preferirá

marcharse a su habitación. Debe de estarcansada después de un paseo tan largo.

Bond rodeó la mesa con deliberadalentitud y ocupó la silla que estaba juntoa Krebs. Aquellos pálidos ojos,advirtió, después de la primeraconmoción se habían fijado con firmezaen el plato que tenían delante. CuandoBond pasó por detrás de él, se sintióencantado de ver el montículo de gasasque le cubría la coronilla.

—Sí, márchese a la cama, señoritaBrand. Hablaré con usted por la mañana—dijo Drax, malhumorado.

Obediente, Gala abandonó lahabitación, y Drax regresó a su silla y se

sentó pesadamente.—Son de lo más impresionante, esos

acantilados —comentó Bond conjovialidad—. Resulta aterrador caminarjunto a ellos, preguntándose si van aelegir precisamente ese momento paraderrumbarse sobre uno. Me recordaronla ruleta rusa. Y sin embargo, nunca selee en la prensa nada acerca de personasque hayan muerto porque les ha caídoencima un acantilado. Lasprobabilidades de que suceda algo asídeben de ser ínfimas. —Hizo una pausa.— Por cierto, ¿qué era eso que ha dichoahora mismo de que se ha derrumbadoun acantilado?

Se oyó un suave gemido seguido deun estrépito de cristal y porcelanacuando la cabeza de Krebs cayó haciadelante sobre la mesa.

Bond lo miró con cortés curiosidad.—Walter —dijo Drax con

brusquedad—, ¿no se da cuenta de queKrebs se encuentra mal? Llévese a esehombre y métalo en la cama. Y no seademasiado delicado con él. Bebedemasiado. Dése prisa.

Walter, con el rostro contraído yenojado, rodeó la mesa a grandeszancadas y levantó de un tirón la cabezade Krebs de los desechos. Lo cogió porel cuello de la chaqueta, tiró de él para

incorporarlo y lo apartó de la silla.—Du Scheisskerl, —le siseó Walter

al rostro manchado y de expresión vacua—. Marsch![39]

Lo hizo girar sobre sí mismo, loempujó hacia las puertas batientes quedaban a la despensa y lo arrojó contraellas. Se oyó un amortiguado sonido detraspiés y maldiciones, y a continuaciónla puerta volvió a cerrarse y reinó elsilencio.

—Tiene que haber pasado un díaagotador —comentó Bond mirando aDrax.

El corpulento hombre sudaba enabundancia. Se enjugó la cara con un

movimiento circular del pañuelo.—Tonterías —replicó bruscamente

—. Bebe demasiado.El mayordomo, impertérrito ante la

aparición de Krebs y Walter en ladespensa, llegó con el café. Bond sesirvió un poco y bebió un sorbo. Esperóhasta que la puerta de la despensavolviera a cerrarse. «Otro alemán —pensó—. Ya habrá hecho llegar lanoticia a los barracones.» Aunque talvez no estaba involucrado todo elequipo. Quizá había un equipo dentrodel equipo. Y en ese caso, ¿estaba Draxal corriente de ello? Su reacción en elmemento en que la pareja traspuso la

puerta no había sido concluyeme.¿Acaso una parte de su asombro habíasido dignidad ofendida, la conmoción deun hombre vano cuyo programa se habíavisto alterado por una mujercilla quetrabajaba como su secretaria? Sin dudahabía disimulado bien. Y había pasadotoda la tarde metido en el pozosupervisando la carga de combustible.Bond decidió sondearlo un poco.

—¿Qué tal ha ido la carga decombustible? —preguntó, con los ojosfijos en su interlocutor.

Drax estaba encendiendo un largocigarro. Lo miró a través del humo y lallama de la cerilla.

—Perfectamente. —Dio variaschupadas al cigarro para encenderlobien.— Ahora todo está a punto. Losguardias están por los alrededores. Unahora o dos para limpiar ahí abajo por lamañana, y luego se cerrará el pozo. Porcierto —añadió—, mañana por la tardeme llevaré a la señorita Brand aLondres, en coche. Necesitaré unasecretaria, además de a Krebs. ¿Tienealgún plan?

—También yo tengo que ir aLondres —respondió Bond, por impulso—. Debo presentar mi informedefinitivo ante el ministerio.

—¿Su informe? —repitió Drax con

indiferencia—. ¿Sobre qué? Pensabaque estaba satisfecho con lasdisposiciones.

—Sí —respondió Bond, evasivo.—En ese caso, está todo bien —

concluyó Drax con tono jovial—. Yahora, si no le importa —dijo mientrasse levantaba de la mesa—, tengoalgunos papeles esperándome en elestudio, así que le daré las buenasnoches.

—Buenas noches —se despidióBond de la espalda que ya se alejaba.

Apuró su café, salió al vestíbulo ysubió a su habitación. Era obvio quehabían vuelto a registrarla. Se encogió

de hombros. Sólo estaba el maletín decuero. Su contenido no demostraría nadamás que el hecho de que había ido allíequipado con las herramientas de suoficio.

La Beretta, metida en la fundasobaquera, continuaba en el lugar dondela había ocultado, en el estuche de cuerovacío que pertenecía a los binocularesde Tallon. Sacó el arma y la metiódebajo de la almohada.

Se dio un baño caliente y empleómedio frasco de yodo para cubrirse lasheridas y los hematomas a que podíallegar. A continuación se metió en lacama y apagó la luz. Le dolía todo el

cuerpo y estaba exhausto.Durante un momento, pensó en Gala.

Le había dicho que tomara un somníferoy cerrara la puerta con llave, pero queaparte de eso no se preocupara por nadahasta la mañana.

Antes de despejar su mente paradormir, meditó con inquietud acerca delviaje que ella haría con Drax a Londres,al día siguiente.

Con inquietud, pero no condesesperación. A su debido tiempohabría que responder a muchaspreguntas y sondear muchos misterios,pero los hechos básicos parecíansólidos e irrebatibles. Aquel

extraordinario millonario habíaconstruido un arma grandiosa. ElMinisterio de Suministros estabacomplacido con ella y también elParlamento. El cohete debía ser lanzadodentro de menos de treinta y seis horasbajo una cuidadosa supervisión, y lasmedidas de seguridad eran tan estrictascomo podían serlo. Alguien,probablemente varias personas, queríanquitarlos de en medio a él y a lamuchacha. Los nervios estaban a flor depiel en aquel lugar. La tensión delambiente era enorme. Tal vez habíacelos. Quizá algunas personassospechaban de verdad que ellos dos

eran saboteadores. Pero ¿quéimportancia tendría eso siempre ycuando él y Gala mantuvieran los ojosbien abiertos? Quedaba poco más de undía por delante. Allí se encontraban encampo abierto, en el mes de mayo, enInglaterra, en tiempos de paz. Era unalocura preocuparse por unos cuantoslunáticos, siempre y cuando elMoonraker estuviese fuera de peligro.

Y por lo que respectaba al díasiguiente, pensó mientras lo invadía elsueño, acordaría encontrarse con Galaen Londres y traerla él mismo deregreso. O incluso la joven podríapernoctar en Londres. En cualquiera de

los dos casos, cuidaría de ella hasta quee l Moonraker estuviese en el aire asalvo; y antes de que comenzaran lostrabajos en el segundo cohete, habríaque hacer una limpieza a fondo.

Pero estos eran pensamientostraidoramente reconfortantes. Habíapeligro en el ambiente y Bond lo sabía.

Por último se deslizó hacia el mundode los sueños con una pequeña escenafirmemente inmovilizada ante sus ojos.

En la mesa del comedor de la plantabaja, había observado algo muyinquietante: la habían puesto sólo paratres comensales.

Tercera parteJUEVES, VIERNES

Capítulo 18Debajo de la piedra

El Mercedes era un coche hermoso.Bond detuvo su baqueteado Bentley grisjunto al automóvil y lo inspeccionó.

Era un 300 S, el modelo deportivodescapotable con la capota que estabaen vías de desaparición, uno de losúnicos seis que había en toda Inglaterra,reflexionó. Tenía el volante a laizquierda. Probablemente comprado enAlemania. Bond había visto unoscuantos en ese país. El año anterior, unode ellos le había pasado zumbando por

la Autobahn de Munich, cuando élcirculaba a ciento cuarenta y cincokilómetros por hora con el Bentley. Lacarrocería, demasiado corta y pesadapara ser grácil, estaba pintada deblanco, y el tapizado era de cuero rojo.Era llamativo para Inglaterra. Supusoque Drax lo había elegido blanco enhonor a los famosos colores decompetición de Mercedes-Benz, que yahabía vuelto a ganar todos los premiosposibles en Le Mans y Nurburgring,después de la guerra.

Lo de comprar un Mercedes eratípico de Drax. Había algo implacable ymajestuoso en esos coches, decidió,

recordando los años entre 1934 y 1939,cuando dominaron por completo laescena del automovilismo mundial hijosdel famoso Blitzen Benz, que en 1911 yahabía pulverizado la plusmarca mundialde velocidad al correr a 228 kilómetrospor hora. Bond recordó a algunos de susfamosos pilotos: Caracciola, Lang,Seaman, Brauchitsch, y la época en quelos había visto tomar las cerradascurvas de Trípoli a 305 kilómetros porhora, o los había visto pasar como rayospor la recta de tres carriles de Berna,seguidos de cerca por los bólidos deAuto Union.

Y sin embargo (Bond contempló su

Bentley sobrealimentado, que teníaveinticinco años más que el coche deWalter y aún era capaz de alcanzar losciento sesenta kilómetros por hora),cuando los Bentley aún corrían antes deque la Rolls los domesticara hastaconvertirlos en carruajes de cuatroruedas, derrotaban a los desaparecidosSS-K casi a discreción.

En otra época, Bond había rozado elmundo de las carreras de automóviles, yahora estaba perdido en sus recuerdos(volvía a oír el atronador rugido delmonstruo que conducía RudolfCaracciola cuando éste pasaba volandoante las tribunas de Le Mans), en el

momento en que Drax salió de la casaseguido por Gala Brand y Krebs.

—Un coche rápido —comentó Drax,complacido ante la expresión admiradade Bond. Señaló con un gesto el Bentley—. Eran muy buenos en los viejostiempos —añadió, con un toque depaternalismo—. Ahora sólo los hacenpara ir al teatro. Demasiado bieneducados. Incluso el Continental. A ver,usted va en la parte trasera.

Krebs, obediente, se instaló en elestrecho asiento detrás del conductor. Sesentó ladeado, con el cuello de lagabardina subido hasta las orejas y losojos enigmáticamente fijos en Bond.

Gala Brand, muy elegante, con untraje de chaqueta gris oscuroconfeccionado a medida y una boinanegra, con un impermeable fino de colornegro al brazo y unos guantes en lamano, se sentó en la mitad derecha delasiento delantero. La ancha portezuelase cerró con el sonoro doble chasquidode un estuche Fabergé.

No se intercambió señal alguna entreBond y Gala. Habían hecho sus planesen una secreta conversación susurradaque mantuvieron en la habitación de élantes del almuerzo: cenarían en Londresa las siete y media y luego regresarían ala casa en el coche de Bond. Ella

mantuvo un aire solemne, con las manossobre el regazo y los ojos fijos ante sí,mientras Drax subía al vehículo, pulsabael botón de arranque y tiraba hacia atrásde la reluciente palanca que había en elvolante para meter la primera marcha.El coche se alejó con rapidez mientrasel tubo de escape emitía apenas unronroneo, y Bond lo observó mientrasdesaparecía entre los árboles antes deregresar a su Bentley y salirpausadamente tras el otro automóvil.

En el Mercedes que corría por lacarretera, Gala se dedicó a pensar. Lanoche había transcurrido sin incidentes,y la mañana se dedicaría a despejar el

pozo de lanzamiento de cuanto pudieraquemarse con la ignición delMoonraker. Drax no había hechoninguna referencia a los acontecimientosdel día anterior, y nada había cambiadoen su comportamiento habitual. Ellahabía preparado el último plan delanzamiento (sería el propio Drax quienlo hiciera al día siguiente) y, comosiempre, la había hecho llamar a Waltery, a través del agujerito de la pared,Gala había visto cómo se anotaban lascifras en la libreta negra de Drax.

El día era caluroso y soleado, yDrax conducía en mangas de camisa.Ella bajó los ojos para mirar el borde

de la pequeña libreta que sobresalía delbolsillo trasero izquierdo del pantalóndel hombre. Aquel viaje podría ser suúltima oportunidad. Desde la nocheanterior se había sentido como unapersona diferente. Tal vez Bond habíadespertado su espíritu de lucha, quizáera una reacción ante el hecho dedesempeñar el papel de secretariadurante demasiado tiempo, tal vez fuesela conmoción provocada por elderrumbamiento del acantilado y laemoción de darse cuenta, después detantos meses tranquilos, de queparticipaba en un juego peligroso…Fuera lo que fuese, sentía que había

llegado el momento de correr riesgos.Descubrir el plan de vuelo delMoonraker era una cuestión de rutina yle proporcionaría la satisfacciónpersonal de desvelar el secreto de lalibreta negra. Sería fácil.

Como con descuido, dejó suimpermeable doblado en el espacio quemediaba entre ella y Drax. Al mismotiempo hizo como si se acomodaramejor en el asiento, y aprovechó lamaniobra para aproximarse un poco mása Drax y posar la mano sobre lospliegues del impermeable. Luego sededicó a esperar.

Su oportunidad se presentó, como

había pensado que podría suceder, alincorporarse al congestionado tráfico deMaidstone. Drax, concentrado, intentaballegar al semáforo del cruce de KingsStreet y Gabriel's Hill antes de quecambiara a rojo, pero la cola de cochesera demasiado lenta y tuvo quedetenerse detrás de un traqueteantecoche familiar. Gala se dio cuenta deque, en cuanto cambiaran las luces,estaba decidido a adelantar al viejotrasto, ponerse delante de él y darle unalección. Era un conductor excelente,pero vengativo e impaciente, siempreansioso de dejarle algo que recordar acualquiera que lo retrasara.

Cuando el semáforo cambió a verde,hizo sonar su triple claxon, se desvió ala derecha al llegar a la intersección,aceleró con brutalidad y adelantó,mientras movía la cabeza conreprobación y miraba al conductor delcoche familiar al pasar junto a él.

En medio de esta brusca maniobra,resultó natural que Gala fuera lanzadahacia él. Al mismo tiempo, su mano semetió debajo del impermeable y susdedos tocaron, palparon y extrajeron lalibreta con movimientos fluidos. Luegola mano volvió a posarse sobre lospliegues del impermeable. Drax, contodas las sensaciones concentradas en

los pies y las manos, no veía sino eltráfico que tenía por delante, en tantoevaluaba las probabilidades que teníade atravesar el paso de cebra que habíadelante del Royal Star sin atropellar ados mujeres y un niño que estaban casi amedio camino del mismo.

Ahora era cuestión de enfrentarsecon el gruñido de furia de Drax cuando,con voz recatada pero urgente, lepreguntara si podrían detenerse unmomento para que pudiera «empolvarsela nariz».

Una gasolinera sería peligrosa,porque a él podría ocurrírsele llenar eldepósito, y tal vez llevase también el

dinero en el bolsillo trasero delpantalón. Pero ¿no había un hotel porallí? Sí. Recordó que el Thomas Wyattestaba justo al salir de Maidstone. Y notenía surtidores de gasolina. Comenzó aremoverse un poco. Volvió a colocar elimpermeable sobre el regazo. Se aclaróla garganta.

—Ay, disculpe, sir Hugo —dijo convoz estrangulada.

—Sí, ¿qué pasa?—Lo lamento muchísimo, sir Hugo,

pero ¿podría parar sólo un momento?Quiero… es decir… lo lamentomuchísimo, pero me gustaríaempolvarme la nariz. Es terriblemente

estúpido por mi parte. Lo siento deveras.

—¡Cristo! —exclamó Drax—. ¿Porqué demonios no…? Ah, sí. Bueno, deacuerdo. ¿Dónde? —gruñó más quepreguntó bajo el bigote, pero aminoró apoco más de ochenta kilómetros porhora.

—Hay un hotel justo después de esacurva —dijo Gala, nerviosa—.Muchísimas gracias, sir Hugo. Ha sidouna estupidez por mi parte. No tardaré niun minuto. Sí, ahí está.

El coche se desvió con brusquedadhacia la fachada del hotel y se detuvocon una sacudida.

—Dése prisa, dése prisa —la instóDrax.

Sin cerrar la portezuela del coche,Gala corrió obedientemente por la gravamientras sujetaba con fuerza ante sí elimpermeable con su precioso secreto.

Cerró con pestillo la puerta dellavabo y abrió a toda prisa la libreta.

Allí estaban, justo como pensaba. Encada página, debajo de la fecha, lasordenadas columnas de cifras, la presiónatmosférica, la velocidad del viento, latemperatura, exactamente como ella lashabía anotado según las cifras delMinisterio del Aire. Y al pie de cadapágina, las calibraciones estimadas para

los giróscopos.Gala frunció el entrecejo. Sólo con

mirarlas, podía ver que eran porcompleto diferentes de las calculadaspor ella. Las cifras de Drax noguardaban la menor relación con lassuyas.

Pasó las páginas hasta la última, quecontenía los cálculos para ese mismodía. Desde luego, ella no se habíaequivocado casi en noventa grados en elcurso estimado. Si el cohete se lanzabasegún aquel plan de vuelo, caería enalgún punto de París. Con los ojosdesorbitados, se miró en el espejo quehabía sobre el lavamanos. Si había

estado cometiendo unos errores tanmonstruosos, ¿por qué Drax no se lohabía dicho? Algo terrible. Volvió arepasar la libreta con rapidez. Cada díase había desviado noventa grados,lanzando el cohete en ángulo rectorespecto a su curso real. No, desdeluego, simplemente, no había podidoincurrir en semejante error. ¿Estabainformado el ministerio de estoscálculos secretos? ¿Y por qué tenían queser secretos?

De pronto, su perplejidad setransformó en miedo. Tenía queconseguir llegar a Londres a salvo,discretamente, y contárselo a alguien. A

pesar de que pudieran llamarla estúpiday entrometida.

Con total frialdad, pasó las páginasde la libreta, se sacó la lima de uñas delbolso y, tan pulcramente como pudo,cortó una página de muestra, la convirtióen una apretada bola y la metió en lapunta de uno de los dedos de susguantes.

Se miró la cara en el espejo. Estabapálida, y se frotó con rapidez lasmejillas para devolverles el color.Luego reasumió la expresión de unasecretaria avergonzada, salió corriendodel lavabo y atravesó la grava hasta elcoche, con la libreta de notas apretada

entre los pliegues del impermeable.El motor del Mercedes giraba al

ralentí. Drax le lanzó una feroz miradade impaciencia, y ella volvió a sentarseen su asiento.

—Vamos, vamos.Mientras la apremiaba, metió

primera y levantó el pie del pedal deembrague con tal brusquedad que lajoven casi se pilló el pie con la pesadaportezuela. Los neumáticos hicieroncrujir la grava cuando él aceleró parasalir de la zona de aparcamiento yderrapar en seco al entrar en la carreterade Londres. Gala salió despedida contrael asiento, pero se acordó de dejar que

el impermeable, con la mano culpableentre los pliegues, cayera en el espacioque mediaba entre ella y Drax.

Y ahora había que devolver lalibreta al bolsillo trasero del pantalónde él.

Observó que la aguja delcuentakilómetros oscilaba en torno a losciento diez por hora, mientras Draxlanzaba el pesado vehículo por el centrode la carretera.

Intentó recordar sus lecciones.Ejercer en otra zona del cuerpo unapresión que distrajera. Distraer laatención. Distraer. La víctima no debíaestar relajada. Sus sentidos debían

concentrarse en algo externo. No teníaque darse cuenta del roce contra sucuerpo. Debía estar anestesiada por otroestímulo.

Como ahora, por ejemplo. Drax,inclinado sobre el volante, seconcentraba en encontrar unaoportunidad para adelantar a un tráilerde la RAF, de dieciocho metros delongitud, pero el tráfico que venía ensentido contrario no le dejaba espaciopara hacerlo. Se abrió una brecha yDrax redujo bruscamente a tercera y laaprovechó, mientras hacía sonarimperiosamente el claxon.

La mano de Gala se tendió a la

izquierda por debajo del impermeable.Pero una segunda mano salió

disparada como una serpiente.—La he pillado.Krebs se inclinaba, doblado por la

mitad, sobre el respaldo del asientodelantero. Su mano apretaba la de ellacontra la resbaladiza cubierta de lalibreta, debajo de los pliegues delimpermeable.

Gala se inmovilizó. Luchó con todassus fuerzas para liberar la mano, pero nosirvió de nada. Ahora Krebs descargabasobre ella todo su peso.

Drax había adelantado al tráiler y lacarretera estaba libre.

—Por favor, detenga el coche, meinKapitan —dijo Krebs con tonoapremiante—. La señorita Brand es unaespía.

Drax lanzó una mirada de sobresaltohacia su derecha. Con lo que vio, tuvosuficiente. Se llevó rápidamente la manoen el bolsillo trasero y luego, con gestomuy lento a propósito, la devolvió alvolante. El desvío de Merewoth seaproximaba por su izquierda.

—Sujétela —ordenó Drax.Frenó de tal forma que los

neumáticos chirriaron, cambió a unamarcha más corta y desvió el coche porla carretera lateral, donde se detuvo.

Drax miró en una y otra dirección dela carretera. Estaba desierta. Tendió unamano enguantada y volvió conbrusquedad el rostro de Gala hacia sí.

—¿Qué es esto?—Puedo explicárselo, sir Hugo. —

Gala intentaba un farol, a pesar delhorror y la desesperación que sabía quese evidenciaba en su rostro.— Es unaequivocación. Yo no tenía intenciónde…

Se encogió de hombros con aparenteenojo y su mano derecha se desplazócon sigilo detrás de su cuerpo y encajólos culpables guantes detrás del cueroacolchado.

—Sehen sie her, mein Kapitan .[40]

La he visto acercarse a usted. Me haparecido extraño y…

Con la otra mano, Krebs apartóbruscamente el impermeable y dejó a lavista los doblados dedos blancos de sumano derecha aplastados contra lacubierta de la libreta que aún seencontraba a unos treinta centímetros delbolsillo trasero de Drax.

—Vaya…La palabra era mortalmente fría y

contenía una determinaciónestremecedora.

Drax le soltó el mentón, pero loshorrorizados ojos de la joven

permanecieron clavados en los de él.Una especie de frialdad gélida

comenzaba a traslucirse a través de lafachada alegre de piel roja y patillas.Era un hombre diferente. El hombre quese ocultaba tras la máscara. La criaturaque acechaba debajo de la piedra planaque Gala había levantado.

Drax volvió a mirar en una y otradirección de la carretera desierta.

Luego, mirando con atención losojos azules repentinamente vigilantes, sedescalzó el guante de cuero de la manoizquierda y golpeó con él a la muchachaen la cara con toda la fuerza de su manoderecha.

Sólo un corto grito salió de lagarganta contraída de Gala, perolágrimas de dolor rodaron por susmejillas. De repente comenzó adefenderse como una mujer enloquecida.

Con todas sus fuerzas, secontorsionó y luchó contra los dosbrazos de hierro que la sujetaban. Con lamano derecha libre intentó llegar alrostro que se inclinaba sobre el respaldodel asiento y arañarle los ojos. PeroKrebs apartó la cabeza con facilidadfuera de su alcance, y tranquilamenteaumentó la presión del brazo con que lerodeaba el cuello; siseó con tonoasesino para sí cuando las uñas de Gala

le arrancaron tiras de piel del dorso delas manos, pero advirtió con ojos decientífico que la resistencia de ella seiba debilitando.

Drax observaba con atención, con unojo en la carretera, mientras Krebsinmovilizaba a la joven; luego volvió aponer el coche en marcha y avanzó concautela por la pista arbolada. Gruñó consatisfacción al llegar a un camino decarro que se adentraba en el bosque, ygiró por él para detenerse sólo cuandoquedó fuera de la vista de la calzada.

Gala acababa de darse cuenta de queno se percibía ningún sonido del motorcuando oyó que Drax decía:

—Aquí.Un dedo le tocó la cabeza en un

punto situado detrás de la orejaizquierda. El brazo de Krebs la soltó ycayó hacia delante, agradecida,jadeando en busca de aire. Entoncesalgo se estrelló contra la parte posteriorde su cabeza donde la había tocado eldedo, y hubo un estallido de maravillosodolor liberador y luego la oscuridad.

Una hora más tarde, los transeúntesvieron que un Mercedes blanco sedetenía en el exterior de una casapequeña situada en el extremo de EburyRoad más cercano a Buckingham Palacey que dos caballeros ayudaban a una

muchacha indispuesta a descender delvehículo y entrar por la puerta principal.Los que se encontraban cerca pudieronver que la pobre muchacha tenía elsemblante pálido y los ojos cerrados, yque los amables caballeros casi lallevaban en volandas al subir lospeldaños. Se oyó con absoluta claridadque el caballero corpulento de cara ypatillas rojas le decía al otro que lapobre Mildred había prometido no salirhasta que volviera a encontrarse deltodo bien. Muy triste.

Gala recobró el sentido en unaamplia habitación de la planta superiorque parecía estar llena de maquinaria.

Se encontraba muy bien atada a una sillay, además del punzante dolor de cabeza,sentía que tenía los labios y las mejillasmagullados e hinchados.

Había pesadas cortinas echadassobre las ventanas, y en la habitación sepercibía un olor a humedad, como si seusara muy raras veces. Los pocosmuebles convencionales estabancubiertos de polvo, y sólo las esferas decromo y ebonita de las máquinasparecían limpias y nuevas. Pensó que talvez se hallaba en el hospital. Cerró losojos y pensó. No tardó mucho enrecordar. Dedicó algunos minutos arecuperar el control y luego volvió a

abrir los ojos.Drax, de espaldas a ella, observaba

las esferas de una máquina que separecía mucho a un aparato de radio.Había otras tres máquinas similares ensu campo de visión, y de una de ellaspartía una fina antena de acero que salíapor un agujero tosco practicado en laescayola del techo con ese propósito. Lahabitación estaba brillantementeiluminada por seis lámparas corrientes,cada una de ellas con una bombilla dealta potencia.

Desde la izquierda le llegabansonidos metálicos; giró en las órbitaslos ojos semicerrados, lo cual

empeoraba su dolor de cabeza, y pudover la silueta de Krebs inclinada sobreun generador eléctrico colocado en elsuelo. A su lado había un pequeño motorde gasolina, que estaba dandoproblemas. De vez en cuando, Krebsaferraba la manivela de arranque, lahacía girar bruscamente, y el motoremitía un débil estertor mecánico antesde que él volviera a hurgar en susentrañas.

—Condenado estúpido —mascullóDrax en alemán—, date prisa. Tengo queir a ver a esos malditos zoquetes delministerio.

—En seguida, mein Kapitan —

respondió Krebs, respetuoso.Giró de nuevo la manivela. Esta vez,

después de toser dos o tres veces, elmotor arrancó y comenzó a ronronear.

—¿No hará demasiado ruido? —quiso saber Drax.

—No, mein Kapitan. La habitaciónha sido insonorizada —respondió Krebs—. El doctor Walter me aseguró que nose oirá nada desde el exterior.

Gala cerró los ojos y decidió que suúnica esperanza era fingirseinconsciente durante tanto tiempo comofuera posible. ¿Tenían intención dematarla? ¿En aquella habitación? ¿Y quéeran todos aquellos aparatos? Parecían

radiorreceptores, o tal vez radares.Aquella pantalla curva de vidrio quehabía sobre la cabeza de Drax y queoscilaba de vez en cuando mientras élmovía los botones de las esferas…

Con lentitud, su mente volvió aponerse en funcionamiento. ¿Por qué,por ejemplo, Drax hablaba de repente unalemán perfecto? ¿Y por qué Krebs sedirigía a él como mein Kapitan? ¿Y lascifras de la libreta negra? ¿Por quéhabían estado a punto de matarla porhaberlas visto? ¿Qué significaban?

Noventa grados, noventa grados.Noventa grados de diferencia.

Suponiendo que sus cálculos hubieran

sido correctos en todo momento para elblanco situado a ciento treintakilómetros de distancia en el mar delNorte… Sólo suponiendo que ella no sehubiera equivocado… Entonces nohabría dirigido el cohete al centro deFrancia. ¿Noventa grados a la izquierdadel objetivo calculado por ella en el mardel Norte? Algún punto de Inglaterra,presumiblemente. A ciento treintakilómetros de Dover… Sí, por supuesto.Eso era. Los cálculos de Drax… El plande lanzamiento de la libreta negra… ElMoonraker caería más o menos en elcentro de Londres.

Pero ¡sobre Londres! ¡¡Sobre

Londres!!Así que es cierto que el corazón se

le sube realmente a la garganta a uno.¿Qué extraordinario! Una perogrulladasemejante y sin embargo sucede deverdad y lo deja a uno casi sinrespiración.

«Y ahora, vamos a ver… Así queéste es un dispositivo de guía por radar.Qué ingenioso. Lo mismo que habrá enla balsa situada en el mar del Norte.Esto hará caer el cohete a unos cienmetros de Buckingham Palace. Pero¿qué importancia tendrá eso si la cabezaexplosiva está llena de instrumentos?»

Probablemente fue la crueldad del

guantazo que Drax le dio en la cara loque determinó su siguiente pensamiento:pronto tuvo la certeza de que, de algunaforma, se trataría de una cabezaexplosiva de verdad, de una cabezaatómica, y que Drax era un enemigo deInglaterra y que al día siguiente amediodía iba a destruir Londres.

Gala realizó un último esfuerzo porcomprender.

A través de este techo, a través deesta silla, a través del suelo. La finaaguja del cohete. Cayendo tan rápidocomo el rayo desde el cielo despejado.Las multitudes en las calles. El palacio.Las niñeras en el parque. Los pájaros en

los árboles. La gran flor de fuego de unkilómetro y medio de diámetro. Y luegola nube del hongo atómico. Y noquedaría nada. Nada. Nada. Nada.

«¡No! ¡Ay, no!»Pero el grito resonó sólo dentro de

su mente. Gala, con el cuerpo convertidoen una crujiente patata negra entre unmillón de otras, ya se había desmayado.

Capítulo 19Persona desaparecida

Bond estaba sentado en su mesa favoritade un restaurante de Londres, la mesadel rincón de la derecha, para dos, en elprimer piso, y contemplaba a la gente yel tráfico que entraba en Piccadilly ybajaba por Haymarket.

Eran las siete cuarenta y cinco de latarde y Baker, el jefe de camareros,acababa de traerle el segundo martiniseco con vodka con una gran raja delimón. Tomó un sorbo, mientras sepreguntaba, distraído, por qué se

retrasaba Gala. No era propio de ella.Gala era el tipo de muchacha que habríatelefoneado si se hubiese visto retenidaen Scotland Yard por algún motivo.Vallance, a quien había visitado a lascinco, le dijo que estaba citada con él alas seis.

Vallance se había mostrado muyansioso por verla. Era un hombre quetendía a preocuparse, y cuando Bondinformó brevemente acerca de laseguridad del Moonraker, pareció quele escuchaba con sólo la mitad de suatención.

Al parecer, durante todo el día habíahabido muchas ventas de libras

esterlinas. Había comenzado en Tángery se había propagado con rapidez aZurich y Nueva York. La libra habíafluctuado de un modo disparatado en losmercados de divisas del mundo, y losdealers de arbitraje habían hecho unacarnicería. El resultado final fue que lalibra bajó un tres por ciento en ese solodía, y no se apreciaban síntomas derecuperación. Era noticia de primerapágina en los periódicos vespertinos, yal cierre de la bolsa el Tesoro se habíapuesto en contacto con Vallance paradarle la extraordinaria noticia de que laoleada de ventas la inició Drax MetalsLtd. en Tánger. La operación comenzó

por la mañana, y a la hora de cierre lacompañía había vendido moneda inglesapor una suma que rondaba los veintemillones de libras. Ante el desconciertode los mercados de divisas, el Banco deInglaterra había tenido que intervenir ycomprar con el fin de detener la caída.En ese momento, Drax Metals habíainsistido en su posición vendedora.

Ahora el Tesoro quería saber quésucedía, si era el propio Drax quienestaba vendiendo o una de las grandesempresas que eran clientes de sucompañía. Lo primero que hicieron fueabordar a Vallance. A éste sólo se leocurrió pensar que el Moonraker iba a

ser un fracaso por algún motivo y queDrax lo sabía y quería aprovecharse deese conocimiento. De inmediato hablócon el Ministerio de Suministros, peroallí chasquearon la lengua ante la idea.No existía ninguna razón para pensarque el Moonraker pudiera ser un fiasco,y aun en el supuesto de que ellanzamiento de prueba saliese mal, elhecho se maquillaría con explicacionesde dificultades técnicas y demás. Encualquier caso, tanto si el cohete era unéxito como si no, no podía producirseninguna reacción posible contra loscréditos financieros del Reino Unido.No, desde luego, a ellos no se les

ocurriría mencionarle el asunto alprimer ministro. La Drax Metals era unagran organización comercial. Cabía laposibilidad de que actuaran para algúngobierno extranjero. Para Argentina.Quizá incluso para Rusia. Alguien quetuviera grandes existencias de libras. Encualquier caso, no era nada que tuvieserelación con el ministerio ni con elMoonraker, el cual sería lanzadopuntualmente a mediodía del díasiguiente.

A Vallance le había parecido queaquello tenía sentido, pero continuabapreocupado. No le gustaban losmisterios, y se alegró de compartir sus

preocupaciones con Bond. Sobre todo,lo que quería era preguntarle a Gala sihabía visto algún cable procedente deTánger y, en caso afirmativo, si Draxhabía hecho algún comentario alrespecto.

Bond estaba seguro de que, sihubiera sucedido algo semejante, Galase lo habría mencionado, y así se lo dijoa Vallance. Habían conversado un ratomás y luego Bond se había marchado asu cuartel general, donde lo esperaba M.

M se mostró interesado por todoslos detalles, incluso por las cabezasafeitadas y los bigotes de los hombres.Interrogó a su subordinado con todo

detalle, y cuando Bond concluyó lahistoria con lo esencial de la últimaconversación mantenida con Vallance,M permaneció sentado durante un rato,perdido en sus pensamientos.

—No me gusta ni un solo detalle detodo este asunto, 007 —comentó al fin—. Ahí está sucediendo algo, pero soyincapaz de encontrarle ningún sentido,aunque la vida me fuera en ello. Y noveo dónde podría intervenir yo. Todoslos hechos son conocidos por la brigadaespecial y por el ministerio, y bien sabeDios que yo no tengo nada que añadir.Aunque hablara con el primer ministro,lo cual sería totalmente injusto para con

Vallance, ¿qué podría decirle? ¿Quéhechos tenemos? ¿De qué se trata, endefinitiva? No hay nada más que el olor.Aunque la verdad es que es un mal olor.Un olor pestilente, o mucho meequivoco. No. —Miró a Bond, y en susojos había una insólita nota de urgencia.— Da la impresión de que todo dependede usted y de esa joven. Tiene suerte deque sea buena. ¿Necesita algo de mí?¿Puedo hacer algo para ayudarlo?

—No, gracias, señor —respondió.Tras lo cual salió, recorrió los

pasillos que le eran familiares y tomó elascensor para bajar a su propia oficina,donde aterrorizó a Loelia Ponsonby al

darle un beso cuando se despidieron.Las únicas ocasiones en que hacía esoera por Navidad, en el cumpleaños deella y cuando iba a comenzar una misiónpeligrosa.

Bebió el resto del martini seco ymiró su reloj. Las ocho en punto; prontose estremeció.

Se levantó de la mesa y fue en buscade un teléfono.

La centralita de Scotland Yard leinformó de que el subdirector habíatratado de ponerse en contacto con él.Había tenido que asistir a una cena en elMadison House. ¿Podía el capitán defragata Bond permanecer al teléfono,

por favor? Bond aguardó conimpaciencia. Todos sus miedossurgieron de aquel trozo de baquelitanegra y cayeron sobre él. Podía ver lahilera de rostros corteses. Al camarerouniformado que avanzaba con cuidadohasta donde estaba Vallance. La sillaretirada con rapidez. La discreta salida.Aquellos vestíbulos de piedra queresonaban. La discreta cabina telefónica.

—¿Es usted, Bond? —le gritó elteléfono—. Aquí Vallance. ¿Ha visto ala señorita Brand?

A Bond se le encogió el corazón.—No —respondió con tono ansioso

—. Ya hace media hora que tendría que

haber venido a cenar. ¿No se presentó alas seis?

—No, y he enviado un «mensaje»para averiguar su paradero, y no hay nirastro de ella en la dirección donde sealoja cuando viene a Londres. Ningunade sus amistades la ha visto. Si salió enel coche de Drax a las dos y media,tenía que haber llegado a Londres a lascuatro y media. No ha habido ningúnaccidente en la carretera de Doverdurante la tarde, y la A&A y el RACtampoco tienen noticia de ningunaemergencia. —Hubo una pausa.—Escuche —prosiguió luego Vallance,con un tono implorante—, es una buena

chica, y no quiero que le suceda nada.¿Puede ocuparse del asunto? No puedolanzar un llamamiento general para quela busquen. Las dos muertes que huboallí la han convertido en noticia, ytendría a toda la prensa a nuestroalrededor. Será todavía peor después delas diez de esta noche. DowningStreet[41] va a emitir un comunicadosobre el lanzamiento de práctica, y enlos periódicos de mañana no habrá másnoticia que lo del Moonraker. El primerministro va a hacer una transmisión. Sudesaparición convertirá todo el asuntoen una historia criminal. El día demañana es demasiado importante para

permitir algo así, y, por otra parte,puede haber sufrido un desmayo o algoparecido. Quiero que la encuentren.Bueno, ¿qué me dice? ¿Puede ocuparseusted? Puede contar con toda la ayudaque necesite. Le diré al oficial deguardia que debe obedecer sus órdenes.

—No se preocupe —respondióBond—. Por supuesto que me ocuparédel problema. —Hizo una pausa, con lamente funcionando a toda velocidad.—Sólo dígame una cosa. ¿Qué sabe de losmovimientos de Drax?

—No lo esperaban en el ministeriohasta las siete —informó Vallance—.Dejé recado… —Se produjo un ruido

confuso en la línea y oyó que Vallancedecía «Gracias». Luego volvió a hablarcon él.— Acabo de recibir un informeque me ha traído la policía de la City —explicó—. No han podido comunicarpor teléfono conmigo desde ScotlandYard, porque estoy hablando con usted.Veamos… —y leyó—: «Sir Hugo Draxllegó al ministerio a las 19.00 y semarchó a las 20.00. Dejó mensaje deque cenaría en Blades si lo necesitaban.Volverá a las instalaciones a las 23.00»Eso significa —comentó Vallance— quesaldrá de Londres a eso de las nueve.Espere un momento. —Continuó leyendo—: «Sir Hugo explicó que la señorita

Brand se sintió indispuesta al llegar aLondres y que, a petición suya, la dejóen la terminal de autobuses de laestación Victoria a las 16.45. Laseñorita Brand declaró que descansaríaen casa de unos amigos, direccióndesconocida, y se pondría en contactocon sir Hugo en el ministerio a las19.00. No lo ha hecho.» Y eso es todo—concluyó—. Ah, por cierto, laindagación acerca de la señorita Brandla hicimos en su nombre, Bond. Decíaque usted había llegado para reunirsecon ella a las seis, y que ella no se habíapresentado.

—Sí —respondió Bond, cuyos

pensamientos estaban en otra parte—.Eso no parece conducirnos a nada.Tendré que moverme. Sólo una cosamás. ¿Tiene Drax alguna vivienda enLondres, un apartamento o algo así?

—Actualmente siempre se aloja enel Ritz —respondió Vallance—. Vendiósu casa de Grosvenor Square cuando semudó a Dover. Pero sabemos porcasualidad que tiene una especie delocal en Ebury Street. Buscamos allí.Nadie respondió al timbre, y mi agentedice que la casa parecía desocupada.Está justo detrás de Buckingham Palace.Una especie de guarida suya. Se lo tienemuy callado. Probablemente lleva allí a

sus conquistas. ¿Algo más? Deberíaregresar a la mesa o todos esos altosoficiales van a creer que han robado lasjoyas de la corona.

—Sí, márchese —respondió Bond—. Haré todo lo que pueda, y si llego aun punto muerto llamaré a sus hombrespara que me ayuden. No se preocupe sino tiene noticias mías. Hasta la vista.

—Hasta la vista —replicó Vallance,con una nota de alivio en la voz—. Ygracias. Le deseo toda la suerte delmundo.

Bond colgó. Descolgó de nuevo yllamó al Blades.

—Habla el Ministerio de

Suministros —dijo—. ¿Está sir Hugo enel club?

—Sí, señor —respondió la amistosavoz de Brevett—. Está en el comedor.¿Desea hablar con él?

—No, no se preocupe —le dijoBond—. Sólo quería asegurarme de queno se hubiese marchado.

Sin reparar en lo que comía, engullóalgo y salió del restaurante a las nuevemenos cuarto. Su coche lo esperaba enel exterior; deseó las buenas noches alconductor del cuartel general y sedirigió a St. James Street. Aparcó acubierto de la hilera central de taxis quehabía en el exterior del Boodle's y se

instaló detrás de un periódico vespertinopor encima de cuyo borde podía ver untrozo del Mercedes de Drax, que vio conalivio que estaba aparcado en ParkStreet, sin nadie dentro.

No tuvo que esperar mucho. Depronto, un ancho rayo de luz amarilla seproyectó al exterior desde la puerta delBlades y apareció la corpulenta siluetade Drax. Llevaba un pesado sobretodocon las solapas subidas hasta las orejasy un sombrero encasquetado hasta lascejas. Avanzó con rapidez hasta elMercedes blanco, cerró la portezuela degolpe, y ya se alejaba atravesando St.James Street por la izquierda y frenando

para girar delante de St. James Palace,cuando Bond aún apenas metía laprimera marcha.

«¡Dios, este hombre se mueverápido!», pensó, cuando cambiaba demarcha con un doble embrague en tornoa la rotonda de Malí, mientras Draxpasaba ya ante la estatua del palacio.Mantuvo el Bentley en tercera y siguióal Mercedes con el motor tronando.Buckingham Palace Gate. «Bueno,parece que va hacia Ebury Street,»Manteniendo el coche blanco justo a lavista, Bond hizo planes apresurados. Elsemáforo de la esquina de LowerGrosvenor Place estaba verde cuando

pasó Drax y rojo cuando él llegó. Se losaltó y llegó justo a tiempo de ver queDrax giraba a la izquierda en elprincipio de Ebury Street. En lasuposición de que se detendría en lacasa, Bond aceleró hasta la esquina y sedetuvo a poca distancia de la misma.Cuando saltaba fuera del Bentley, sinparar el motor, y avanzaba los pocospasos que lo separaban de Ebury Street,oyó dos cortos toques de claxon; rodeósigilosamente la esquina, avanzando delado, y llegó a tiempo de ver cómoKrebs ayudaba a una figura embozada demujer a atravesar la calle. Acontinuación, la puerta del Mercedes se

cerró de golpe y Drax volvió a ponerseen marcha.

Bond regresó corriendo a su coche,arrancó como el rayo y salió tras él.

Gracias a Dios, el Mercedes erablanco. Allí iba, con las luces de frenoencendiéndose brevemente en loscruces, los faros con las luces largas yel golpe de claxon sonando al menoratisbo de retención en el escaso tráfico.

Bond apretó los dientes e hizoavanzar su coche como si se tratara deun purasangre de la escuela española deequitación de Viena. No podía encenderlos faros delanteros ni usar el claxon portemor a delatar su presencia a los

ocupantes del coche que perseguía.Tenía que limitarse a jugar con el frenoy el cambio de marchas, y desear lomejor.

La nota grave de su tubo de escapede cinco centímetros resonaba en lascasas de ambos lados y volvía a él, ysus neumáticos rechinaban sobre elasfalto. Dio gracias al cielo por losnuevos Michelin de carrera que calzabadesde apenas una semana antes. Si almenos los semáforos quisieranacompañarlo…

Daba la impresión de que noencontraba nada más que semáforos enámbar y rojo, mientras Drax siempre

pasaba en verde. El puente de Chelsea.¡Así que parecía que iba a entrar en lacarretera de Dover por la Circular Sur!¿Podía esperar mantenerse al ritmo delMercedes en la A20? Drax llevaba dospasajeros. Tal vez su coche no estuvieraajustado. Pero con su suspensiónindependiente a las cuatro ruedas podíatomar las curvas mejor que él. El viejoBentley estaba un poco alto con respectoal firme para este tipo de carreras. Bondpisó el freno y se arriesgó a atronar consu triple claxon cuando un taxi que iba aretiro comenzó a desviarse a la derecha.Volvió bruscamente a la izquierda y oyóla palabra de seis letras cuando pasó a

toda velocidad junto a él.Clapham Common y el parpadeo del

coche blanco entre los árboles. Aceleróel Bentley hasta los ciento treinta alllegar a un trozo de calle segura, y vioque el semáforo se ponía en rojo justoun momento antes de que llegara Drax.Dejó la palanca de cambios en puntomuerto y avanzó en silencioaprovechando la inercia. Los tenía acincuenta metros de distancia. Acuarenta, treinta, veinte. El semáforocambió y Drax atravesó de inmediato elcruce y se alejó, pero no antes de queBond viera que Krebs iba sentado allado del conductor y que no había más

señal de Gala que el bulto de ropa sobreel estrecho asiento de atrás.

Así pues, ya no cabía duda. No selleva a una muchacha indispuesta depaseo como si fuera un saco de patatas.Y menos a la velocidad que llevaba. Asíque la tenían prisionera. ¿Por qué? ¿Quéhabría hecho? ¿Qué habría descubierto?¿Qué diablos estaba sucediendo?

Cada lóbrega conjetura que hacía seposaba por un momento en su hombro yle croaba al oído que había sido unestúpido ciego. Ciego, ciego, ciego.Desde el momento en que se habíasentado en su oficina después de lanoche del Blades y había tomado una

decisión con respecto a Drax, debióhaber estado alerta. A la primera señalde problemas, las marcas de la cartanáutica, por ejemplo, habría tenido quepasar a la acción. Pero ¿qué acción?Había notificado cada indicio, cadatemor. ¿Qué acción podría haberemprendido, como no fuera matar aDrax? ¿Y acabar ahorcado después detantas molestias? En fin, ¿qué podíahacerse en el momento presente? ¿Debíadetenerse y telefonear a Scotland Yard?¿Y dejar que se le escapara el coche?Por lo que sabía, habían llevado a Galaal proverbial «paseo», y Drax planeabalibrarse de ella en algún punto de

camino hasta Dover. Y él tenía laposibilidad de evitarlo, sólo con que sucoche resistiera.

Como si fuera un eco de suspensamientos, los neumáticos rechinaroncuando salió de la Circular Sur a la A20y embocó la rotonda a sesenta y cinco.Les había dicho tanto a M como aVallance que se encargaría del asunto.Lo mismo le había dicho a Vallance.Decididamente, el caso había recaídosobre sus hombros, y debía hacer lo quepudiese. Si lograra dar alcance alMercedes, podría disparar a las ruedasy disculparse después. Dejarlo escaparsería un acto criminal.

«Que así sea», se dijo.Tuvo que aminorar a causa de

algunos semáforos, y aprovechó la pausapara sacar de la guantera unas gafas conlas que cubrirse los ojos. A continuaciónse inclinó hacia la izquierda y aflojó elvoluminoso tornillo del parabrisas, paraluego hacer lo mismo con el de laderecha. Bajó el estrecho cristal sobreel capó y volvió a apretar los tornillos.

Después aceleró al salir de SwanleyJunction, y al cabo de poco corría bajolas potentes farolas de la ronda deFarningham, con el viento y el agudogrito de su coche sobrealimentadoaullando en sus oídos.

Kilómetro y medio más adelante, losfaros del Mercedes cambiaron a lasluces cortas al ascender hasta la crestade Wrotham Hill y desaparecieron,mientras el vehículo descendía hacia elpanorama de la campiña de Kent,bañada por la luna.

Capítulo 20El gambito de Drax

En el cuerpo de Gala había tres focos dedolor independientes. El palpitantedolor detrás de la oreja izquierda, elcable eléctrico que se le clavaba en lasmuñecas y el duro roce de la correa enlos tobillos.

Cada sacudida sobre la carretera,cada viraje, incluso cada repentinapresión del pie de Drax en el pedal defreno o el acelerador, aguzaba uno u otrode estos tres dolores y la enervaba.

Si al menos hubieran estado más

encajada en el asiento trasero… Perodisponía de algo de espacio para rodarsobre sí unos centímetros en el asientoauxiliar, de modo que tenía que apartarconstantemente el magullado rostro paraque no entrara en contacto con losrespaldos de lustrosa piel de cerdo.

El aire que respiraba estaba cargadodel olor a cuero nuevo del tapizado, degases de escape, y del ocasional hedorpenetrante de la goma quemada cuandoDrax hacía chirriar los neumáticos enlas curvas cerradas.

Sin embargo, la incomodidad y eldolor no eran nada.

¡Krebs! Cosa bastante curiosa, lo

que más la atormentaba era el miedo y larepugnancia que le inspiraba Krebs.Todo lo demás era demasiado grande.El misterio de Drax y su odio hacia elReino Unido. El enigma de su perfectodominio del alemán. El Moonraker. Elsecreto de la cabeza atómica. Cómosalvar la ciudad de Londres. Estos erantemas que hacía mucho tiempo que habíarelegado al fondo de su mente comoinsolubles.

Pero aquella tarde que había pasadoa solas con Krebs estaba presente y eraespantosa, y su mente pasaba y repasabacada detalle como la lengua sobre undiente dolorido.

Durante mucho rato después de queDrax se marchara, fingió seguirinconsciente. Al principio, Krebs estuvoocupado con las máquinas y losaparatos, hablándoles en alemán como siarrullara a unas criaturas en medialengua.

«Así, mi Liebchen[42]. Eso estámejor ahora, ¿verdad? ¿Una gotita deaceite para ti, mi Pupperl[43]? Puesclaro que sí. En seguida voy. No, no,gandulilla. He dicho mil revoluciones,no novecientas. Vamos, vamos.Podemos hacerlo mejor que eso, ¿no esverdad? Sí, mi Schatz[44]. Eso es.Girando y girando. Subiendo y bajando.

Girando y girando. Deja que te limpieesa bonita cara para que podamos ver loque dice la esferita. Jesu María, hist duein braves Kind![45]»

Así había transcurrido el tiempo,con intervalos en los que se colocabadelante de Gala mientras se metía losdedos en la nariz y se pasaba la lenguapor los dientes de un modohorriblemente meditativo. Hasta quecomenzó a pasar más y más tiempo anteella, olvidadas las máquinas, reflexivo,tomando una decisión.

Entonces había notado que la manomasculina soltaba el botón superior desu vestido, y tuvo que disimular el

retroceso automático de su cuerpo conun gemido y una pantomima realistas depersona que recobra el conocimiento.

Gala había pedido agua y él fue alcuarto de baño para traer un poco en unvaso para cepillos de dientes. Luegohabía situado una silla de cocina delantede ella y, tras sentarse a horcajadas, conel mentón apoyado en el travesañosuperior del respaldo, la habíaobservado con expresión especulativapor debajo de los párpados caídos.

Gala fue quien rompió el silencio.—¿Por qué me han traído aquí? —

preguntó—. ¿Qué son todos esosaparatos?

Krebs se lamió los labios, y lapequeña boca roja fruncida se abrióbajo el ralo bigote con una sonrisa enforma de romboide.

—Son un reclamo para pajaritos —respondió—. Pronto van a atraer a unpajarito a este nido calentito. Entoncesel pajarito pondrá un huevo. ¡Ah, unhuevo grande y redondo! ¡Un hermosohuevo gordo! —La mitad inferior de surostro estalló en risitas de deleitemientras sus ojos se distraían en otracosa.— Y la niña bonita está aquíporque de lo contrario podría ahuyentaral pajarito. Y eso sería una gran pena,¿verdad… —continuó, y escupió las tres

palabras siguientes—, asquerosa zorrainglesa?

Los ojos del hombre se volvieronpenetrantes y decididos. Arrastró la sillapara acercarla más, de modo que surostro quedó a un metro de distancia delde ella, y Gala se vio envuelta en elfétido aliento de Krebs.

—Dime, zorra inglesa. ¿Para quiéntrabajas? —Esperó.— Tienes queresponderme, ¿sabes? —continuó convoz suave—. Aquí estamoscompletamente solos. No hay nadie quepueda oírte gritar.

—No sea estúpido —dijo Gala,desesperada—. ¿Cómo podría trabajar

para nadie que no fuera sir Hugo? —Krebs sonrió al oír el nombre.— Sólosentía curiosidad por los planes devuelo…

Comenzó una divagación acerca desus cálculos y los de Drax, y de cómoquería compartir el éxito delMoonraker.

—Inténtalo otra vez —susurró Krebscuando hubo acabado—. Tienes quehacerlo mejor…

Y de pronto los ojos del hombre seencendieron con crueldad y sus manosse tendieron hacia ella desde detrás delrespaldo de la silla…

En el asiento trasero del Mercedes

que volaba por la carretera, Gala apretólos dientes y gimoteó ante el recuerdo delos suaves dedos que se deslizaban porsu cuerpo y sondeaban, pellizcaban,estiraban…, mientras los ojos ardientesy vacuos se fijaban en los de ella concuriosidad, hasta que Gala consiguióreunir saliva suficiente en la boca yescupirle de lleno en la cara.

Ni siquiera se entretuvo en limpiarseel rostro; de pronto le había hecho dañode verdad, y Gala profirió un solo gritoy luego, gracias al cielo, se desmayó.

Después se encontró con que lametían en el asiento trasero del coche, leechaban una manta de viaje por encima y

salían disparados por las calles deLondres; y pudo oír otros coches cercade ellos, el frenético timbre de unabicicleta, el grito ocasional, el sonidograve de un claxon antiguo, el rápidoronroneo del motor de una motocicleta,el rechinar de los frenos, y se habíadado cuenta de que estaba de vuelta enel mundo real, de que el pueblo inglés,sus amigos, la rodeaban por todaspartes. Trató de ponerse de rodillas ygritar, pero Krebs debió de percibir sumovimiento porque de pronto sus manosle sujetaron los tobillos y se los ligaronal anclaje del asiento con una correa;supo que estaba perdida y las lágrimas

comenzaron de pronto a resbalar por susmejillas y rezó para que alguien, dealguna manera, llegara a tiempo.

Eso había sucedido hacía menos deuna hora, y ahora podía darse cuenta,por la lenta marcha del vehículo y por elruido del tráfico, de que habían llegadoa una población grande… Maidstone, sies que la llevaban de vuelta a lasinstalaciones.

En el relativo silencio del vehículoen su avance por la ciudad, oyó depronto la voz de Krebs. En ella habíauna nota de alarma.

—Mein Kapitan —dijo—, hace ratoque estoy observando un coche. Estoy

seguro de que nos sigue. Apenas haencendido los faros. Lo tenemos a sólocien metros detrás de nosotros. Diríaque es el coche del capitán de fragataBond.

Drax gruñó con sorpresa y ella pudosentir que su voluminoso cuerpo sevolvía para echar un rápido vistazo.Profirió una obscena imprecación yluego reinó el silencio, y Gala pudosentir que el pesado automóvil cambiabade un carril a otro y se esforzaba poravanzar con más celeridad entre eltráfico fluido.

—Ja sowas![46] —dijo Draxfinalmente. Su voz era meditativa—. Así

que esa vieja pieza de museo que tienetodavía es capaz de correr. Muchomejor entonces, mi querido Krebs.Parece que está solo. —Soltó una ácidacarcajada.— Haremos que se dé unabuena carrera, y si sobrevive a ella lometeremos en el saco junto con la mujer.Pon la radio. Sintoniza la emisoranacional. Pronto sabremos si haydificultades.

Se oyó una breve crepitación deelectricidad estática, y luego Gala pudooír la voz del primer ministro, la voz detodas las grandes ocasiones de su vida,que llegaba fragmentada mientras Draxmetía la directa y aceleraba al salir de

la ciudad: «… arma diseñada por elingenio de un hombre… a milseiscientos kilómetros hacia elfirmamento… área patrullada por losbarcos de su Majestad… diseñadaexclusivamente para la defensa denuestra amada isla… una gran área depaz… el desarrollo para el gran viajedel hombre más allá de los confines deeste planeta… sir Hugo Drax, el granpatriota y benefactor de nuestro país…»

Por encima del aullido del viento,Gala oyó que Drax estallaba en unarisotada salvaje, una burlona carcajadade triunfo, y luego la radio se apagó.

«James —susurró la joven para sí

—. Sólo quedas tú. Ten cuidado, perodate prisa.»

El rostro de Bond era una máscarade polvo manchada por la sangre de lasmoscas y las mariposas nocturnas que sehabían estrellado contra ella. A menudohabía tenido que apartar unaacalambrada mano del volante paralimpiarse las gafas, pero el Bentleyfuncionaba de maravilla y estaba segurode poder mantener la velocidad delMercedes.

Estaba rozando los ciento cincuentakilómetros por hora en una recta quehabía justo antes de la entrada al castillode Leeds, cuando unos potentes faros se

encendieron de repente tras él, y unabocina neumática de cuatro tonos hizosonar su insolente buum-biim-buum-baam casi en su oído.

La aparición de un tercer vehículoen aquella carrera era algo casiincreíble. Bond apenas se habíamolestado en mirar por el espejoretrovisor desde que salieron deLondres. Nadie que no fuera un corredorautomovilista o un hombre desesperadopodría haberse mantenido a la velocidadde ellos; estaba realmente confusocuando se apartó automáticamente a laizquierda y por el rabillo del ojo viopasar un coche bajo de color rojo

bombero, que llegaba a su altura y loadelantaba a una velocidad quesuperaba la suya al menos en quincekilómetros por hora.

Captó un atisbo del famoso radiadorAlfa Romeo y de las gruesas letrasblancas a lo largo del borde del capóque formaban el nombre Attaboy II.Luego vio el sonriente rostro de unjoven en mangas de camisa que leenseñaba dos groseros dedos extendidosantes de alejarse en la confusión desonidos que componían el Alfa Romeo agran velocidad con el aullido de susobrealimentador, la crepitación de sutubo de escape Galting y el atronador

sonido de los poderosos cilindros.Bond sonrió con admiración

mientras alzaba una mano para saludaral conductor. «Un Alfa sobrealimentadoocho cilindros en línea —se dijo—.Debe de ser tan antiguo como el mío. Demil novecientos treinta y dos o treinta ytres, probablemente. Y cubica la mitadque el mío. Ganó la Targa Florio de milnovecientos treinta y uno, e hizo unexcelente papel en todas las demás quecorrió desde entonces. Probablementesea un modelo trucado de alguien de unode los puestos de la RAF que hay poraquí. Intenta regresar a tiempo de unafiesta para firmar y evitar que lo

empapelen.» Contempló con afecto elAlfa Romeo, que culeaba en la doblecurva que había después del castillo deLeeds y se alejaba como un rayo por lalarga carretera hacia la lejanabifurcación de Charing.

Bond pudo imaginar la sonrisa dedeleite del muchacho cuando alcanzara aDrax.

«¡Vaya, chico! ¡Un Mercedes!»Y la furia de Drax ante la

impertinente música del cláxonneumático. «Por lo menos va a cientosetenta —reflexionó Bond—. Esperoque no sea tan estúpido como parasalirse de la carretera.» Observó cómo

se aproximaban entre sí los dos gruposde luces de posición, mientras elmuchacho del Alfa se preparaba paraejecutar el truco de acercarse por detrásy encenderlo todo de repente cuandotuviera la oportunidad de adelantar.

Ahora. A cuatrocientos metros, elMercedes brilló blanco en losrepentinos haces gemelos del Alfa.Había un kilómetro y medio de carreteradespejada por delante, recta como unavela. Bond casi pudo sentir cómo el piedel muchacho pisaba más aún elacelerador. ¡El Attaboy!

En el asiento delantero delMercedes, Krebs aproximó la boca al

oído de Drax.—¡Otro de ellos! —gritó con

impaciencia—. No puedo verle la cara.Se dispone a adelantarnos.

Drax profirió una ásperaobscenidad. Sus dientes desnudosbrillaron blancos al pálido resplandorque emitía el tablero de instrumentos.

—Le daré una lección a ese cerdo.Cuadró los hombros y aferró con

fuerza el volante con las grandes manosenguantadas. Por el rabillo del ojo vioal Alfa Romeo que empezaba aadelantar por estribor.

Buum-biim-buum-baam, sonó elclaxon. Suave, delicadamente, Drax giró

poco a poco el volante del Mercedeshacia la derecha, y cuando se produjo elhorrible choque de metales, lo devolvióbruscamente a su posición paracompensar el coletazo de su vehículo.

—¡Bravo! ¡Bravo! —gritó Krebscon emoción junto a él, mientras searrodillaba en el asiento para mirarhacia atrás—. Ha dado dos vueltas decampana. Ha saltado por encima de lossetos, cabeza abajo. Creo que ya estáardiendo. Sí, ahí veo las llamas.

—Eso hará reflexionar a nuestrodelicado señor Bond —gruñó Drax,respirando con fuerza.

Pero Bond, con el rostro rígido

como una máscara, apenas aminoró lavelocidad, y no había nada más quevenganza en su mente mientras seguíatras el Mercedes que volaba por lacarretera.

Lo había visto todo. El grotescovuelo del coche rojo mientras giraba ygiraba sobre sí mismo, la silueta delconductor que volaba con brazos ypiernas extendidos al salir disparado delasiento, y el estrépito final cuando elvehículo salvaba cabeza abajo el seto yse estrellaba en un campo.

Al pasar zumbando advirtió lahorrible marca negra dejada por losneumáticos al derrapar sobre el asfalto,

y en su mente se grabó un último toquemacabro. El claxon, que de alguna formano había sufrido daños en el impacto,aún hacía contacto y sus estridentesaullidos ascendían al cielo, despejandocarreteras imaginarias al paso delAttaboy II… Buum-biim-buum-baam.Buum-biim-buum-baam.

Así que se había cometido unasesinato ante sus propios ojos. O, encualquier caso, un intento de asesinato.Así que, con independencia de losmotivos que tuviera, sir Hugo Draxhabía declarado la guerra y no leimportaba que Bond lo supiese. Estosimplificaba muchas cosas. Significaba

que Drax era un asesino, yprobablemente un maníaco. Y porencima de todo, significaba un peligroseguro para el Moonraker. A Bond lebastaba con eso. Metió la mano debajodel salpicadero y sacó, de dentro de sufunda oculta, el Colt cuarenta y cinco decañón largo, especial del ejército, quedejó sobre el asiento contiguo. Labatalla se libraba ahora abiertamente, yhabía que detener al Mercedes de algunamanera.

Como si la carretera fueraDonington[47], Bond pisó a fondo elacelerador y dejó el pie allí. Poco apoco, con la aguja del cuentakilómetros

oscilando a ambos lados de los cientosesenta kilómetros por hora, comenzó areducir distancia.

Drax tomó la bifurcación izquierdade Charing y salió zumbando colinaarriba. Por delante, encuadrado en loshaces gigantes de los faros delanteros,uno de los enormes camiones de cargadiésel AEC de ocho ruedas de Bowaterenfilaba en ese momento la primeracurva de la bifurcación y avanzabatrabajosamente, arrastrando las catorcetoneladas de bobinas de papel prensaque transportaba, en plena noche, hastauno de los periódicos del este de Kent.

Drax imprecó en voz baja al ver el

largo camión con sus veinte rollosgigantescos, cada uno de los cualescontenía ocho mil metros de papel,atados con sogas a la plataforma. Yjusto en medio de la peligrosa doblecurva de lo alto de la colina.

Miró por el retrovisor y vio que elBentley entraba en la bifurcación.

Y entonces Drax tuvo una idea.—Krebs —ordenó, y la palabra

salió como un disparo—, saca tu navaja.Se oyó un chasquido seco y la hoja

de estilete apareció en la mano deKrebs. No convenía perder tiempocuando había esa nota en la voz del amo.

—Voy a aminorar la velocidad

detrás del camión. Descálzate y quítatelos calcetines y súbete al capó delcoche, y cuando me coloque detrás delcamión, salta sobre él. Iremos avelocidad de paseo. No correráspeligro. Corta las sogas que sujetan lasbobinas de papel. Primero las del ladoizquierdo. Luego, las del derecho. Yome habré colocado a la altura delcamión, y cuando hayas cortado todaslas cuerdas, salta de nuevo al coche. Tencuidado de que las bobinas no tearrastren. Verstanden? Also. Hals undBeinbruch![48]

Cambió a las luces cortas y tomó lacurva a ciento treinta kilómetros por

hora. El camión estaba a treinta metrosde distancia, y tuvo que frenar en secopara evitar estrellarse contra la trasera.El Mercedes patinó hasta que elradiador quedó casi debajo de laplataforma del camión.

Drax redujo a segunda.—¡Ahora!Mantuvo el coche firme como una

roca mientras Krebs, descalzo, pasabapor encima del parabrisas y gateaba porel lustroso capó con la navaja en unamano.

De un salto estuvo arriba, y empezóa cortar las sogas de la izquierda. Draxse apartó a la derecha y, lentamente, se

colocó a la altura de las ruedas traserasdel camión, mientras el aceitoso humodel tubo de escape se le metía en losojos y la nariz.

Las luces de Bond aparecían en esemomento al otro lado de la curva.

Hubo una serie de golpes sordoscuando las bobinas de la izquierdacayeron por detrás del camión sobre lacarretera y salieron rodando con rapidezhacia la oscuridad. Y más golpes sordoscuando se cortaron las sogas de laderecha. Una bobina reventó al caer, yDrax oyó el estrépito de algo que serasgaba cuando el papel, a medida quese desenvolvía, descendía a saltos por

la pendiente del diez por ciento.Liberado de su carga, el camión casi

dio un salto adelante, y Drax tuvo queacelerar un poco para atrapar la siluetade Krebs, que apareció volando yaterrizó a medias sobre la espalda deGala y a medias sobre el asientodelantero. Drax pisó a fondo elacelerador y salió disparado colinaarriba, haciendo caso omiso del gritodel conductor del camión por encima delentrechocar metálico de sus pistonesdiésel, cuando lo adelantó a todavelocidad.

Cuando tomaba la siguiente curva,vio los haces de dos faros delanteros

que se elevaban hacia el cielo porencima de las copas de los árboles hastaquedar casi verticales. Oscilaron por uninstante y luego giraron hacia atrás porel cielo y desaparecieron.

Un gran alarido de risa salió de lagarganta de Drax cuando, por unafracción de segundo, apartó los ojos dela carretera y alzó el rostro triunfalmentehacia las estrellas.

Capítulo 21El Persuasor

Krebs hizo eco a la carcajada demaníaco con una aguda risilla.

—Un golpe maestro, mein Kapitan.Debería haber visto cómo las bobinascargaban colina abajo. Y la que sereventó… Wunderschön![49] Como elrollo de papel higiénico de un gigante.Debe de haber hecho un bonito paquetecon el tipo. Justo en ese momento salíade la curva. La segunda salva fue tanbuena como la primera. ¿Vio la cara delconductor? Zum Kotzen![50] ¿Y los de

Bowater? Tienen entre manos una buenacacería de papel.

—Lo has hecho bien —respondióDrax brevemente, con la mente en otraparte.

De pronto se detuvo a un lado de lacarretera con un chirrido de protesta delos neumáticos.

—Donnerwetter[51] —dijoenfurecido, mientras comenzaba amaniobrar para girar el coche y volveratrás—. No podemos dejar ahí a esehombre. Tenemos que cogerlo. —Elcoche ya circulaba en sentido contrariopor la carretera.— Revólver —ordenó.

Pasaron junto al camión al llegar a

lo alto de la colina. Estaba detenido y nose veía ni rastro del conductor.«Probablemente está llamando a laempresa», pensó Drax, mientrasaminoraba la marcha al enfilar laprimera curva. En las dos o tres casasdel lugar había luces encendidas, y ungrupo de personas se encontraba reunidoen torno a una de las bobinas de papelque yacía entre los restos de la puerta desu verja. Había más entre los setos dellado derecho de la carretera. A laizquierda, un poste de telégrafo oscilabacomo un borracho, partido por la mitad.Luego, en la siguiente curva, había unagran confusión de papel que bajaba por

la colina, festoneaba los setos y lacarretera como las marcas de ungigantesco traje para baile de disfraces.

El Bentley casi había atravesado lasbarreras que protegían el lado derechode la empinada loma. Colgaba en mediode un rompecabezas de puntales dehierro retorcidos, con el morro haciaabajo, con una rueda, aún sujeta al ejetrasero partido, ladeada sobre elmaletero como una sombrilla surrealista.

Drax aparcó y él y Krebs salierondel coche y se detuvieron a escuchar.

No se oía nada más que el lejanoronroneo de un coche que viajaba a granvelocidad por la carretera de Ashford y

la chicharra de un grillo insomne.Con las armas desenfundadas, se

acercaron cautelosamente a los restosdel Bentley, mientras sus piesaplastaban los trozos de cristales rotosdesparramados por la carretera. En elmargen cubierto de hierba se habíanabierto profundos surcos, y en el aireflotaba un penetrante olor a gasolina ygoma quemada. El metal caliente delcoche crujía y crepitaba con suavidad, yaún salía humo del radiador destrozado.

Bond yacía boca abajo en el fondode la pendiente, a seis metros delvehículo. Krebs lo volvió. Tenía elrostro cubierto de sangre, pero

respiraba. Lo registraronminuciosamente y Drax se guardó laesbelta Beretta en un bolsillo. Luego lotransportaron al otro lado de la carreteray lo metieron en el asiento trasero delMercedes, medio encima de Gala.

Cuando ella se dio cuenta de quiénera, profirió un grito de horror.

—Halt's Maul[52] —gruñó Drax. Sesentó ante el volante y, mientras hacíagirar el coche, Krebs se inclinó porencima del asiento y empezó a trabajarcon un largo trozo de cable eléctrico—.Hazlo bien —le advirtió Drax—. Noquiero ningún error. —Luego se leocurrió otra cosa.— Y cuando acabes,

vuelve al Bentley y quítale las placas dematrícula. Date prisa. Yo vigilaré lacarretera.

Krebs echó la manta de viaje sobrelos dos cuerpos inmóviles y saltó fueradel vehículo. Usando la navaja comodestornillador, pronto estuvo de regresocon las placas, y el coche se puso enmarcha justo en el momento en que ungrupo de residentes locales aparecíacaminando nerviosamente colina abajo,mientras iluminaba con sus linternas laescena de devastación.

Krebs sonrió feliz al pensar en losestúpidos ingleses que tendrían quelimpiar aquel desastre. Se retrepó para

disfrutar de la parte del viaje quesiempre le había gustado más, losbosques primaverales llenos decampanillas azules y celidonias delcamino hasta Chilham.

Lo hacían especialmente feliz por lanoche. Encendidas entre las antorchasverdes de los árboles jóvenes por losfocos delanteros del Mercedes, lerecordaban los hermosos bosques de lasArdenas y la devota fuerza juvenil en laque había servido, el viaje que hizo enun todoterreno capturado a losestadounidenses con, al igual que estanoche, su adorado líder al volante. DerTag[53] había tardado mucho en llegar,

pero ya estaba aquí. Con el joven Krebsen vanguardia. Al fin lo aclamarían lasmultitudes, llegarían las medallas, lasmujeres, las flores. Contempló lasfugaces huestes de campanillas y sesintió alegre y feliz.

Gala podía sentir en la boca lasangre de Bond. Su rostro estaba junto alsuyo en el asiento de cuero y sedesplazó para dejarle más espacio.Respiraba trabajosa e irregularmente, yla joven se preguntó hasta qué puntoestaría herido de gravedad. Trató desusurrarle al oído. Luego le habló convoz más potente. Él gimió y surespiración se hizo más rápida.

—James —susurró con urgencia—.James…

Él masculló algo y Gala lo empujócon fuerza.

Bond profirió una sarta deobscenidades y su cuerpo se elevó.

Volvió a quedarse inmóvil y Galacasi pudo sentir cómo exploraba sussensaciones.

—Soy Gala.Lo sintió tensarse.—Cristo —dijo él—. Vaya un

infierno.—¿Estás bien? ¿Te has roto algo?Sintió que tensaba brazos y piernas.—Parece que no. Tengo una brecha

en la cabeza. ¿Hablo con coherencia?—Por supuesto —le aseguró Gala

—. Y ahora escucha.A toda prisa le contó cuanto sabía,

comenzando por la libreta de notas.El cuerpo de él estaba rígido como

una tabla contra el de ella y apenasrespiraba, mientras dedicaba toda suatención a la increíble historia.

Poco después entraron enCanterbury. Bond acercó la boca al oídode ella.

—Intentaré arrojarme a la calle porla parte trasera —le susurró—. Llegar aun teléfono. Es la única esperanza.

Comenzó a levantarse para ponerse

de rodillas, y su peso aplastó a lamuchacha hasta dejarla casi sin aliento.

Se oyó un golpe seco y volvió a caersobre Gala.

—Si haces un movimiento más, ereshombre muerto —dijo la voz de Krebs,que les llegó suave entre los dosasientos delanteros.

¡Sólo faltaban veinte minutos parallegar a las instalaciones! Gala apretólos dientes y se entregó a la tarea delograr que Bond volviera a recobrar elconocimiento.

Acababa de conseguirlo cuando elcoche se detuvo ante la puerta de lacúpula de lanzamiento y Krebs, revólver

en mano, soltó las ligaduras de lostobillos de ambos.

Captaron un atisbo del conocidocemento iluminado por la luna y delsemicírculo de guardias que se hallabana cierta distancia, antes de serempujados a través de la puerta, ycuando Krebs les hubo quitado loszapatos, hasta la pasarela de hierro delinterior de la cúpula.

Allí se alzaba el brillante cohete,hermoso, inocente, como un juguetenuevo para un cíclope.

Pero en el aire flotaba un horribleolor a productos químicos, y para Bonde l Moonraker era una gigantesca

jeringuilla hipodérmica preparada paraclavarse en el corazón del Reino Unido.A pesar del gruñido de Krebs, se detuvoen la escalera y alzó los ojos hacia eldestellante morro del cohete. Un millónde muertos. Un millón. Un millón. Unmillón.

¿En sus manos? ¡Por el amor deDios! ¡¿En sus manos?!

Con el revólver de Krebs clavado enlas costillas, bajó lentamente la escaleradetrás de Gala.

Al girar para trasponer las puertasde la oficina de Drax, se rehízo. Depronto su mente estaba despejada y todaletargia y dolor abandonaron su cuerpo.

Había que hacer algo, lo que fuese. Dealguna forma hallaría la manera. Todosu cuerpo y su mente se concentraron yaguzaron como una navaja. Sus ojosvolvían a estar vivos, y la derrota sedesprendió de él como la piel de unaserpiente en la muda.

Drax se les había adelantado yestaba sentado ante su escritorio.Empuñaba una Luger. Dirigida haciaalgún punto entre Bond y Gala, el armaparecía firme como una roca.

Detrás de sí, Bond oyó el golpesordo de las puertas dobles al cerrarse.

—Yo era uno de los mejorestiradores de la División Brandenburgo

—comentó Drax en tono distendido—.Átala a esa silla, Krebs. Luego, a él.

Gala miró a Bond con expresióndesesperada.

—No disparará —dijo Bond—.Teme hacer estallar el combustible —añadió, mientras avanzaba con lentitudhacia el escritorio.

Drax sonrió alegremente y apuntó elarma al estómago de Bond.

—Tiene mala memoria, inglés —respondió con voz átona—. Ya le hedicho que esta sala está aislada del pozopor la puerta doble. Un paso más y sequeda sin estómago.

Bond vio que los ojos confiados se

entrecerraban y se detuvo.—Adelante, Krebs.Cuando ambos estuvieron segura y

dolorosamente atados a los posabrazos ylas patas de dos sillas de tubo de acero,y separados uno de otro un metro bajo elmapa de vidrio de la pared, Krebs salióde la habitación. Al cabo de un momentoregresó con un soplete.

Dejó el feo aparato sobre elescritorio, bombeó aire en su interiorcon unas enérgicas pulsaciones delémbolo y le acercó una cerillaencendida. Cogió el aparato y avanzóhacia Gala. Se detuvo a poca distancia,a un lado de ella.

—Y ahora —dijo Drax conseveridad— acabemos con esto sinhacer aspavientos. El bueno de Krebs esun artista con ese trasto. Solíamosl l a ma r l o Der Zwangsmann, «elPersuasor». Nunca olvidaré el repasoque le dedicó al último espía quecapturamos juntos. Al sur del Rin, ¿no escierto, Krebs?

Bond afinó el oído.—Sí , mein Kapitan. —Krebs rió

entre dientes ante el recuerdo.— Era uncerdo belga.

—Bien, pues —continuó Drax—.Ustedes, simplemente, recuerden queaquí abajo no existe el juego limpio.

Nada de deportividad, juego limpio ytodo eso. Esto es un asunto serio. A ver,usted —dijo con voz que restalló comoun látigo, y miró a Gala Brand—. ¿Paraquién trabaja usted?

Gala guardó silencio.—Donde quiera, Krebs.Krebs tenía la boca semiabierta. Se

pasaba la lengua de un lado a otro por ellabio inferior. Parecía tener dificultadespara respirar mientras daba un pasohacia la muchacha.

La llamita rugía.—Alto —dijo Bond con tono frío—.

Trabaja para Scotland Yard. Y yotambién.

Ahora esos detalles carecían deimportancia. A Drax no le eran deninguna utilidad. En cualquier caso, aldía siguiente por la tarde tal vezScotland Yard no existiera.

—Eso está mejor —asintió Drax—.Y ahora ¿sabe alguien que ustedes estánprisioneros? ¿Se detuvo usted atelefonear en alguna parte?

«Si le digo que sí —pensó Bond—,nos liquidará a los dos de un tiro, selibrará de los cadáveres y se habráesfumado la última oportunidad dedetener el Moonraker. Y si en ScotlandYard lo supieran, ¿por qué todavía noestán aquí? No. Puede que llegue nuestra

oportunidad. Podrían encontrar elBentley. Vallance tal vez se preocupecuando no tenga noticias mías.»

—No —respondió—. Si lo hubierahecho, a estas alturas ya se habríanpresentado.

—Cierto —asintió Drax, reflexivo—. En ese caso, ya no tengo ningúninterés en ustedes; y le felicito por haberhecho que esta entrevista sea tanarmoniosa. Podría haber resultado másdifícil de haber estado usted solo. Unajoven siempre resulta útil en estasocasiones. Deje eso, Krebs. Puedemarcharse. Cuénteles a los demás lo quesea oportuno. Se estarán haciendo

muchas preguntas. Yo charlaré un ratocon nuestros invitados y luego subiré ala casa. Ocúpese de que laven bien elcoche. Y que eliminen las marcas dellado derecho de la carrocería. Dígalesque cambien todo el panel si fueranecesario. O pueden prenderle fuego alcondenado coche. Tampoco volveremosa necesitarlo. —Prorrumpió en unaáspera carcajada.— Verstanden?

— S í , mein Kapitan. —De malagana, Krebs dejó junto a Drax el soplete,que rugía suavemente.— Por si lonecesita —dijo, dirigiendo sus ojosesperanzados hacia Gala y Bond, tras locual se marchó.

Drax dejó la Luger sobre elescritorio, ante sí. Abrió un cajón, sacóun habano y lo encendió con un mecheroRonson de mesa. Se instalócómodamente. En la habitación reinó elsilencio durante unos minutos mientrasDrax fumaba con satisfacción. Luegopareció decidirse. Miró a Bond conbenevolencia.

—No sabe lo mucho que he deseadocontar con un público inglés —dijo,como si se dirigiera a los periodistaspresentes en una rueda de prensa—. Nosabe cuánto he deseado contar mihistoria. De hecho, un informe completode mis operaciones está ahora en manos

de un muy respetable bufete de abogadosde Edimburgo. Les pido disculpas…letrados de la corona. Bien a salvo… —Sonrió desde el otro lado del escritorio.— Y esos buenos señores tienen ordende abrir el sobre cuando concluya elprimer lanzamiento con éxito delMoonraker. Pero ustedes, afortunados,oirán por anticipado lo que he escrito yluego, cuando mañana por la mañanavean, a través de esas puertas abiertas—hizo un gesto hacia su derecha—, losprimeros vapores de las turbinas y sepanque están a punto de asarse vivos encuestión de medio segundo, tendrán lamomentánea satisfacción de saber al

servicio de qué se hace todo esto —lesdedicó una sonrisa lobuna—, comodecimos los ingleses.

—Puede ahorrarse las bromas —lerespondió Bond con acritud—. Continúecon su historia, Kraut[54].

Los ojos de Drax se iluminaronmomentáneamente.

—Un Kraut. Sí, en efecto, soy unReichsdeutscher[55]… —asintió, y laboca que había bajo el bigote rojosaboreó la palabra—, e incluso losingleses reconocerán dentro de poco quelos ha vencido un solo alemán. Y tal vezentonces dejarán de llamarnos Krauts…¡Por orden nuestra!

Las últimas palabras salieron con unchillido, pero en ellas estabaconcentrado todo el militarismoprusiano.

Drax le echó a Bond una miradaferoz desde el otro lado del escritorio,mientras los dientes mordíannerviosamente una uña tras otra. Luego,con un esfuerzo, se metió la manoderecha en el bolsillo del pantalón,como para apartarla de tentaciones, ycogió el habano con la izquierda. Lochupó un momento y a continuación, conla voz aún tensa, comenzó.

Capítulo 22La caja de Pandora[56]

—Mi verdadero nombre —dijoDrax dirigiéndose a Bond— es GrafHugo von der Drache. Mi madre erainglesa, y por esa razón fui educado enInglaterra hasta los doce años. Luego nopude soportar más este asqueroso país, yacabé mi estudios en Berlín y Leipzig.

A Bond no le cupo duda de queaquel cuerpo enorme con sus dientes deogro no habría sido muy bien acogido enun colegio privado inglés. Y el hecho deser un conde extranjero con un nombre

interminable no lo habría ayudadomucho.

—Cuando cumplí los veinte años —los ojos de Drax relumbraron ante elrecuerdo—, entré a trabajar en laempresa de la familia. Una subsidiariadel gran monopolio del aceroRheinmetall Borsig. Supongo que nuncahabrá oído hablar de ella. Bueno, sidurante la guerra lo hubiera alcanzadoun proyectil de 88 milímetros,seguramente habría sido de los nuestros.Nuestra subsidiaria estaba especializadaen aceros especiales, y yo aprendímucho acerca de ellos y de la industriaaeronáutica, nuestros clientes más

exigentes. Fue entonces cuando oí hablarde la columbita por primera vez. Enaquel tiempo valía su peso en diamantes.Luego me afilié al partido, y muy prontoentramos en guerra. Una épocamaravillosa. Yo tenía veintiocho años yera teniente del 140 Regimiento Panzer.Y abrimos una brecha en el ejércitobritánico en Francia como un cuchillocorta mantequilla. Fue algo sublime.

Durante un momento, Drax chupócon deleite su cigarro, y Bond supusoque en el humo estaba viendo lospueblos en llamas de Bélgica.

—Aquellos fueron días grandes, miquerido Bond. —Drax extendió su largo

brazo y sacudió el habano para dejarcaer la ceniza al suelo.— Pero luego meseleccionaron para la DivisiónBrandenburgo, y tuve que dejar lasmuchachas y el champagne y regresar aAlemania con el fin de empezar aentrenarme para el gran salto hastaInglaterra. La división necesitaba midominio de la lengua inglesa. Todosíbamos a llevar uniformes ingleses.Habría sido divertido, pero los malditosgenerales dijeron que no podía hacerse yme trasladaron al servicio extranjero deInteligencia de las SS. El nombre eraRSHA, y el SS Obergruppenführer[57]

Kaltenbrunner acababa de tomar el

mando, después de que asesinaran aHeydrich en 1942. Era un buen hombre,y yo estaba a las órdenes directas de unotodavía mejor, elObersturmbannführer[58] —saboreóaquel delicioso título con gran placer—Otto Skorzeny. Su cometido dentro delRSHA era el terrorismo y el sabotaje.Fue un agradable interludio, mi queridoBond, durante el cual tuve oportunidadde pedirle cuentas a más de un inglés,cosa que —sonrió con frialdad— mecausó gran placer. Pero luego —el puñode Drax se estrelló contra el escritorio— Hitler fue traicionado otra vez porlos cerdos de los generales, y se

permitió que ingleses y yanquisdesembarcaran en Francia.

—Una lástima —comentó Bond consequedad.

—Sí, mi querido Bond, en efecto,una verdadera lástima. —Drax decidióhacer caso omiso de la ironía de suinterlocutor.— Pero para mí fue el puntoculminante de toda la guerra. Skorzenyconvirtió a sus terroristas ysaboteadores en los SSJagdverbande[59], para usarlos detrás delas líneas enemigas. Cada Jagdverbandestaba dividida en Streifkorps[60], yéstos en Kommandos[61], cada uno delos cuales llevaba el nombre de su

oficial al mando. Con el grado deOberleutnant[62] —Drax se crecióvisiblemente—, a la cabeza delKommando «Drache»[63], me infiltré enlas líneas estadounidenses con la famosa150 Brigada Panzer por la brechaabierta en las Ardenas en diciembre delcuarenta y cuatro. Sin duda recordará elefecto que causó esta brigada con susuniformes yanquis, y con la captura detanques y vehículos del enemigo.Kolossal![64] Cuando la Brigada tuvoque retirarse, yo me quedé donde estabay me oculté en los bosques de lasArdenas, ochenta kilómetros por detrásde las líneas aliadas. Éramos veinte,

diez veteranos y diez "hombres-lobo"Hitlerjugend[65]. Ninguno de ellosllegaba a los veinte años, pero todoseran buenos muchachos. Y, por unacoincidencia, a su mando estaba unjoven llamado Krebs, que resultó tenerciertas dotes que lo cualificaban para elpuesto de ejecutor y «persuasor» denuestro alegre grupo.

Drax rió entre dientes con placer, yBond se lamió los labios al recordar elcorte que Krebs se había hecho en lacabeza al chocar contra la cómoda. ¿Lohabía pateado con toda su fuerza? Sí, leaseguró su memoria, con cada pizca defuerza que pudo imprimirle al zapato.

—Permanecimos durante seis mesesen esos bosques —continuó Drax conorgullo—, y durante todo ese tiempoinformábamos por radio a la madrepatria. Las avanzadillas de exploraciónnunca nos descubrieron. Y luego, un día,se produjo el desastre. —Drax sacudióla cabeza ante el recuerdo.— Akilómetro y medio de nuestro esconditeen los bosques, había una granja. Entorno a ella se habían construido muchosbarracones de chapa de cinc en forma detúnel, que se usaban como cuartelgeneral de retaguardia de un grupo deenlace. Ingleses y estadounidenses. Eraun lugar imposible. No había disciplina,

ni medidas de seguridad, y estaba llenode haraganes y gandules de toda la zona.Mantuvimos vigilado el lugar durantealgún tiempo y un día decidimosvolarlo. El plan era sencillo. Al caer lanoche, dos de mis hombres, uno conuniforme estadounidense y el otro conuniforme inglés, debían ir hasta allí enun vehículo de reconocimiento quehabíamos capturado, cargado con dostoneladas de explosivos. Había una zonade aparcamiento, sin centinelas, porsupuesto, próxima al comedor; teníanque acercar el coche todo lo posible alcomedor, programar el temporizadorpara que estallara a las siete en punto,

hora de la cena, y luego largarse. Eratodo bastante fácil, así que aquellamañana me marché a mis asuntos y dejéla tarea en manos de mi segundo. Mepuse el uniforme del Cuerpo deTransmisiones de ustedes y partí en unamoto británica capturada, para dispararcontra un mensajero motorista de lamisma unidad que pasaba cada día poruna carretera cercana. En efecto,apareció con total puntualidad y yo lesalí al encuentro desde una carreteralateral. Lo alcancé —explicó en tono deconversación—, le disparé por laespalda, cogí los documentos quellevaba, los puse sobre la motocicleta en

medio del bosque y le prendí fuego.Drax vio la furia en los ojos de

Bond y alzó una mano.—¿Que no es muy deportivo? Mi

querido muchacho, el hombre ya estabamuerto. En cualquier caso, continuandocon la historia, desandaba el camino,cuando, ¿qué pasó? Pues que uno denuestros aviones que regresaba de unvuelo de reconocimiento se lanzó detrásde mí por la carretera y me disparó uncañonazo. ¡Uno de nuestros propiosaviones! La explosión me sacó volandode la pista. Dios sabe durante cuántotiempo estuve tirado en la cuneta. Enalgún momento de la tarde recobré el

conocimiento por un rato y tuve lasensatez de ocultar la chaqueta, la gorray los documentos entre los arbustos.Probablemente todavía están ahí. Un díade estos tendré que ir a recogerlos.Serán recuerdos interesantes. Luego leprendí fuego a los restos de lamotocicleta y después tuve quedesmayarme otra vez… porque losiguiente que recuerdo es que me habíarecogido un vehículo británico ¡y mellevaba hacia aquel condenado puestode enlace! ¡Lo crea o no! ¡Y allí estabael vehículo de reconocimiento, justo allado del comedor! Aquello fuedemasiado para mí. Estaba lleno de

metralla y tenía una pierna rota. Bueno,el caso es que me desmayé y cuandovolví en mí tenía medio hospital encimay sólo la mitad de la cara. —Alzó unamano y se acarició la piel lustrosa de lasien y la mejilla izquierdas.— Despuésde eso, sólo fue cuestión de representarun papel. Ellos no tenían ni idea dequién era yo. El vehículo que merecogió se había ido o había volado enpedazos. Yo sólo era un inglés concamisa y pantalones ingleses que estabacasi muerto.

Drax hizo una pausa para coger otrohabano y encenderlo. En la habitaciónreinaba el silencio, interrumpido sólo

por el suave rugido agonizante de lalámpara de soldar. Su amenazadorsonido era más quedo. Se estabaquedando sin presión, reflexionó Bond.

Volvió la cabeza para mirar a Gala.Por primera vez vio la fea contusión quetenía detrás de la oreja izquierda. Lededicó una sonrisa alentadora y ella ledevolvió una sonrisa de circunstancias.

Drax continuó hablando a través delhumo del cigarro.

—No hay mucho más que contar —dijo—. Durante el año en que metrasladaron de un hospital a otro, tracémis planes hasta el más mínimo detalle.Consistían, sencillamente, en la

venganza contra el Reino Unido por loque me había hecho a mí y por lo que lehabía hecho a mi país. Debo admitirque, poco a poco, se transformó en unaobsesión. A cada día que pasaba duranteel año que duró la violación ydestrucción de mi patria, mi odio se hizocada vez más amargo. —Las venas delrostro de Drax comenzaron a hincharse,y de pronto se puso a aporrear elescritorio y gritarles, mirando con ojosdesorbitados de uno a otro.— ¡Losaborrezco y desprecio a todos! ¡Sonunos cerdos! Estúpidos inútiles, ociososy decadentes que se esconden detrás desus malditos acantilados blancos

mientras otros pueblos libran susbatallas. Demasiado débiles paradefender sus colonias, adulando a losestadounidenses con el sombrero en lamano. Apestosos esnobs que harían loque fuera por dinero. ¡Ja! —Estabaexultante.— Yo sabía que lo único quenecesitaba era dinero y la fachada de uncaballero. ¡Caballero! Pfui Teufel![66]

Para mí, un caballero no es más quealguien de quien puedo aprovecharme.Esos malditos estúpidos del Blades, porejemplo. Idiotas adinerados. Durantemeses les saqué miles de libras, losestafé en sus propias narices hasta quellegó usted y me estropeó el asunto. —

Sus ojos se entrecerraron.— ¿Qué lehizo sospechar de la pitillera? —preguntó con brusquedad.

Bond se encogió de hombros.—Mis ojos —respondió con

indiferencia.—Bueno —aceptó Drax—, tal vez

esa noche fui un poco descuidado. Pero,¿por dónde iba? Ah, sí, por el hospital.Y los buenos doctores que estaban tanansiosos por ayudarme a averiguar quiénera realmente. —Soltó una risa quesemejaba un rugido.— Entre lasidentidades que tan servicialmente meofrecieron, me encontré con el nombrede Hugo Drax. ¡Qué coincidencia! ¡De

Drache a Drax! A modo de prueba,insinué que ése podría ser yo. Sesintieron muy orgullosos.

«Sí —dijeron—, por supuesto quees usted.» Triunfalmente, los doctoresme metieron dentro de sus zapatos. Yome los dejé poner, me marché delhospital con ellos y me paseé porLondres en busca de alguien a quienmatar y robar. Y un día, en una pequeñaoficina situada en la parte alta dePiccadilly, me encontré con unprestamista judío. —Ahora hablaba másvelozmente. Las palabras salían conemoción de sus labios. Bond vio unamancha de espuma que se formaba en

una comisura de su boca e ibacreciendo.— ¡Ja! Aquello fue fácil. Lehundí el calvo cráneo. Tenía quince millibras en la caja fuerte. Y entonces salí yme marché del país, a Tánger, donde sepuede hacer cualquier cosa, comprarcualquier cosa, conseguir cualquiercosa.

La columbita. Es más rara que elplatino, y todo el mundo la quiere. Laera del motor de reacción. Yo sabíabastante de eso. No había olvidado miprofesión. Y luego, por Dios que mepuse a trabajar. Durante cinco años vivípara ganar dinero. Fui valiente como unleón. Corrí riesgos tremendos. Y de

pronto tuve en mis manos el primermillón. Luego el segundo. Después elquinto. Más tarde el vigésimo. Regresé aInglaterra. Me gasté uno de mis millonesy tuve a Londres en el bolsillo. Acontinuación regresé a Alemania.Encontré a Krebs. Di con cincuenta deellos. Alemanes leales. Técnicosbrillantes. Todos vivían con unaidentidad falsa, como tantos otros de misantiguos camaradas. Les di las órdenespertinentes y ellos esperaron, pacífica,inocentemente. ¿Y dónde estaba yo,mientras tanto? —Drax miró fijamente aBond con los ojos muy abiertos.—Estaba en Moscú. ¡En Moscú!

Un hombre que tiene columbita paravender puede ir a cualquier parte.Llegué hasta las personas adecuadas.Esas personas escucharon mis planes.Me dieron a Walter, el nuevo genio desu versión de la base de cohetesteledirigidos de Peenemunde, y losbuenos de los rusos comenzaron aconstruir la cabeza atómica —señaló eltecho con un gesto de la mano— queahora está esperando ahí arriba. Acontinuación regresé a Londres. —Hizouna pausa.— La coronación, mi cartadirigida a Palacio. Triunfo. Un hurra porDrax. —Estalló en una carcajadaregocijada.— El Reino Unido a mis

pies. ¡Todos los estúpidos de este país!Y luego llegaron mis hombres y nospusimos a trabajar. Debajo de lasmismísimas faldas de Gran Bretaña. Ensus famosos acantilados blancos.Trabajamos como demonios.Construimos un embarcadero en su canalde La Mancha. ¡Para los suministros!Para los suministros de los buenos delos rusos, que llegaron puntualmente ellunes pasado por la noche. Tallon tuvoque oír algo. El viejo estúpido. Y va yhabla con el ministerio. Pero Krebs loestá escuchando. Había cincuentavoluntarios para liquidar a ese hombre.Se echa a suertes y Bartsch muere como

un héroe. —Drax volvió a guardarsilencio.— No será olvidado —resumió, para proseguir—: Con unagrúa, se coloca la nueva cabeza nuclearen su sitio. Encaja bien. Es una pieza dediseño perfecto. Tiene el mismo pesoque la otra. Todo es perfecto. Y la otra,la lata con los queridos instrumentos delministerio, está ahora en Stettin, detrásdel Telón de Acero. Y el fiel submarinoregresa ahora hacia aquí, y muy pronto—continuó, consultando su reloj— sedeslizará por debajo de las aguas delcanal de La Mancha, para sacarnos atodos de aquí a las doce y un minuto demañana.

Drax se enjugó la boca con elreverso de la mano, se retrepó en elsillón y contempló el techo con ojosinundados de visiones. De pronto rióentre dientes y entrecerró los párpadosmirando a Bond con expresión burlona.

—¿Y sabe qué es lo primero queharemos cuando subamos a bordo? Nosafeitaremos esos famosos bigotes en losque usted estaba tan interesado. Usted seolió que había gato encerrado, miquerido Bond, cuando lo que había eraun tigre. Esas cabezas afeitadas y esosbigotes, que con tanta asiduidad hemoscuidado, no eran más que unaprecaución, mi querido muchacho.

Pruebe a afeitarse la cabeza y dejarse ungran bigote. Ni siquiera su madre loreconocería. Es una combinación muyinteresante. Sólo un pequeñorefinamiento. Precisión, mi queridomuchacho. Precisión en todos losdetalles. Ese ha sido mi lema.

Rió entre dientes con placer y diouna chupada al cigarro. De prontodirigió una mirada penetrante y suspicazhacia Bond.

—Bueno, diga algo. No se quede ahísentado como un muerto. ¿Qué le parecemi historia? ¿No cree que esextraordinaria, notable? ¿Que un solohombre haya hecho todo eso? ¡Vamos,

vamos! —Se llevó una mano a la boca ycomenzó a morderse con rabia las uñas.Luego volvió a metérsela en el bolsilloy sus ojos asumieron una expresión fríay cruel.— ¿O quiere que tenga quellamar a Krebs? —gruñó, mientrasseñalaba el teléfono que había sobre elescritorio y que comunicaba con la casa— . El Persuasor. Pobre Krebs. Escomo un niño al que le han quitado sujuguete. O tal vez podría llamar aWalter. Les aseguro que lo recordaríande por vida. No hay ni una pizca dedelicadeza en ese hombre. ¿Y bien?

—Sí —respondió Bond. Mirófijamente el gran rostro rojizo al otro

lado del escritorio—. Sí, es una historianotable. Paranoia galopante. Delirios decelos y persecución. Odio y deseo devenganza megalomaníacos. No deja deser curioso —continuó con un tonoahora didáctico—, pero podría tener quever con sus dientes. Diastema, lo llaman.Se produce por chuparse el dedo pulgaren la infancia. Sí. Supongo que eso diránlos psicólogos cuando lo ingresen en elmanicomio. «Dientes de ogro.»Ridiculizado en el colegio y demás. Esextraordinario el efecto que eso produceen un niño. Luego el nazismo contribuyóa avivar las llamas, y después seprodujo la herida de su horrible cabeza,

herida que usted mismo se buscó.Supongo que eso acabó de arreglarlo. Apartir de entonces se volvió realmenteloco. Es el mismo tipo de trastorno quesufre la gente que cree ser Dios. Esextraordinaria la tenacidad quemanifiestan. Son absolutos fanáticos.Usted es casi un genio. Lombroso[67] sehabría sentido encantado con usted.Según están las cosas, no es más que unperro rabioso al que habrá que matar deun tiro. O bien se suicidará. Losparanoicos suelen hacerlo. Unaverdadera lástima. Un asunto muy triste.—Hizo una pausa para que su vozreflejara todo el desprecio que fue capaz

de reunir.— Y ahora continuemos conesta farsa, lunático cara peluda.

Funcionó. A cada palabra, el rostrode Drax se había contorsionado más decólera, sus ojos estaban encendidos defuror, los labios se habían retirado delos dientes espaciados, y un hilo desaliva le fluía de la boca y le colgabadel mentón. Ahora, ante aquel últimoinsulto de colegio privado que debió deremover Dios sabe qué dolorososrecuerdos, se levantó de un salto delsillón, rodeó el escritorio y se lanzóhacia Bond, agitando los velludospuños.

Bond apretó los dientes y resistió.

Cuando Drax ya había levantado pordos veces del suelo la silla con Bondsentado en ella, el tornado de furia cesórepentinamente. Se sacó el pañuelo deseda y se secó la cara y las manos.Luego se encaminó tranquilamente haciala puerta y se dirigió a la muchacha porencima de la oscilante cabeza de Bond.

—No creo que ustedes dos vayan aplantearme más problemas —dijo conuna voz bastante serena y segura—.Krebs nunca comete errores cuando ataa alguien. —Hizo un gesto hacia laensangrentada silueta de la otra silla.—Cuando vuelva en sí —añadió—, puededecirle que estas puertas se abrirán de

nuevo poco antes del mediodía demañana. Unos minutos más tarde noquedará nada de ninguno de ustedes. Nisiquiera —concluyó mientras abría lapuerta interior de un tirón— losempastes de sus muelas.

La puerta exterior se cerró con ungolpe.

Bond alzó la cabeza con lentitud ydedicó una sonrisa distorsionada a lajoven, con sus labios ensangrentados.

—Tenía que ponerlo furioso —articuló con dificultad—. No queríadarle tiempo para pensar. Había queprovocarle una tormenta mental.

Gala lo miró sin comprender, con

los ojos abiertos de par en par ante lamáscara terrible que era la cara de él.

—Todo está bien —dijo Bond convoz pastosa—. No te preocupes.Londres está a salvo. Tengo un plan.

Sobre el escritorio, el soplete emitióuna leve detonación y se apagó.

Capítulo 23Antes de la hora cero

A través de los ojos semicerrados, Bondmiró atentamente el soplete mientras,durante unos preciosos segundos,permaneció sentado y dejó que la vidaregresara a su cuerpo. Se sentía como sihubieran usado su cabeza como balón defútbol, pero no tenía nada roto. Drax lohabía golpeado sin método científico ycon la confusión de puñetazos de unborracho.

Gala lo observaba con ansiedad. Losojos del rostro ensangrentado estaban

casi cerrados, pero la línea de lamandíbula aparecía tensa a causa de laconcentración, y podía sentir el esfuerzode voluntad que estaba haciendo él.

Movió la cabeza y, cuando se volvióa mirarla, Gala vio que tenía los ojosbrillantes de triunfo.

Bond indicó con la cabeza elescritorio y dijo:

—El encendedor. Tenía que intentarconseguir que lo olvidara. Sigúeme. Tedemostraré qué quiero decir. —Comenzó a balancearse para desplazarcentímetro a centímetro la ligera silla deacero hacia el escritorio.— Por el amorde Dios, no la derribes o será nuestro

fin. Pero date prisa o el soplete seenfriará.

Sin comprender, sintiéndose casicomo si estuvieran practicando algúnestúpido juego infantil, Gala comenzó abalancear la silla para avanzar tras él.

Segundos más tarde, Bond le dijoque se detuviera junto al escritoriomientras él continuaba hasta el sillón deDrax. Luego se colocó justo delante desu objetivo y, con un tumbo repentino, selanzó él y silla hacia delante, de modoque su cabeza quedó sobre el escritorio.

Se oyó un horrible chasquido cuandoel Ronson de mesa chocó contra susdientes, pero sus labios lo sujetaron y la

parte superior estaba dentro de su bocacuando echó atrás la silla con la fuerzaprecisa para que no cayera al suelo. Acontinuación comenzó el pacienterecorrido de regreso hasta donde estabaGala, ante el extremo del escritoriodonde Krebs había dejado el soplete.

Bond descansó hasta que surespiración volvió a ser regular.

—Ahora llegamos a la parte difícil—dijo, con expresión ceñuda—.Mientras yo intento encender estesoplete, tú haz girar la silla de maneraque tu brazo derecho quede delante demí, tan cerca como sea posible.

Obediente, ella comenzó a rotar

mientras Bond balanceaba su silla demodo que quedara reclinada contra elborde del escritorio y permitiera a suboca llegar hasta el soplete y aferrar suasa con los dientes.

A continuación arrastró el sopletehacia sí, y tras unos minutos de pacientetrabajo lo tuvo, con el encendedor,dispuesto a su gusto al borde delescritorio.

Tras otro descanso, se inclinó, cerróla válvula del soplete con los dientes yprocedió a darle presión por el sistemade levantar el émbolo con los dientes ybajarlo con el mentón, lenta yrepetidamente. Podía sentir en el rostro

la tibieza del precalentador y oler losrestos de gas que había en su interior.Esperaba que no se hubiera enfriadodemasiado.

Se enderezó.—Última etapa. Gala —anunció,

dirigiéndole una sonrisa ladeada—.Puede que tenga que hacerte algo dedaño. ¿De acuerdo?

—Por supuesto —respondió Gala.—Entonces, allá va.Se inclinó adelante y aflojó la

válvula de seguridad situada a un ladode la bombona.

Luego se inclinó rápidamente sobreel encendedor de mesa, situado en

ángulo recto y justo debajo del cuellodel soldador, y sus dos incisivospresionaron bruscamente el mecanismode ignición.

Era una maniobra muy arriesgada, yaunque echó la cabeza atrás con larapidez de una cobra, profirió un gritoentrecortado de dolor cuando el chorrode llama azul del soplete le chamuscó lamejilla y el puente de la magulladanariz.

Pero el petróleo vaporizadoproyectaba su vital lengua de fuego conun siseo, y él se sacudió las lágrimas desus ojos llorosos e inclinó la cabezacasi en ángulo recto para volver a coger

con los dientes el asa del soplete.Pensó que iba a partírsele la

mandíbula con el peso de aquella cosa,y los nervios de sus incisivosprotestaron mediante un fuerte dolor;pese a todo, volvió a enderezar suinclinada silla con gran cuidado y luegoestiró el cuello doblado hasta que lapunta de la llama azul comenzó a quemarel cable que ataba la muñeca de Gala albrazo de la silla.

Intentaba desesperadamentemantener firme la llama, aunque larespiración de la joven se tornabaanhelante cuando el asa se movía entrelos dientes de Bond y la llama le rozaba

el antebrazo.Y luego todo acabó. Fundidos por el

calor, los hilos de cobre se partieronuno a uno, el brazo derecho de Galaquedó libre y ella tendió la mano paraquitarle a Bond el soplete de la boca.

La cabeza de él cayó hacia atrás ymovió el cuello con energía para que lasangre volviera a los músculosdoloridos.

Casi antes de que se diera cuenta,Gala estaba inclinada sobre sus brazos ypiernas y también él quedó libre.

Mientras permanecía sentado porunos momentos, con los ojos cerrados,esperando que la vida volviera a su

cuerpo, sintió, con deleite, que loslabios suaves de Gala se posaban sobrelos suyos.

Abrió los ojos. Ella se hallaba depie ante él, con los ojos brillantes.

—Eso es por lo que has hecho —explicó con toda seriedad.

—Eres una muchacha maravillosa—fue la sencilla respuesta de él.

Pero luego, sabiendo lo que teníaque hacer, sabedor de que, aunque eraconcebible que ella pudiera vivir, a él lequedaban unos pocos minutos de vida,cerró los ojos para que la joven no vierala desesperanza en ellos.

Gala vio la expresión del rostro de

él y apartó la mirada. Pensó que era sóloel agotamiento y el efecto acumulativode lo que había sufrido su cuerpo, yentonces recordó de pronto el aguaoxigenada que había en el lavabocontiguo a su oficina.

Traspuso la puerta de comunicación.¡Qué extraordinario era ver otra vez lascosas que le eran familiares! Le parecióque había sido otra persona la que sesentara ante el escritorio paramecanografiar cartas y empolvarse lanariz. Se encogió de hombros y entró enel pequeño lavabo. ¡Dios, qué aspectotenía y qué agotada estaba! Se apresuróa mojar una toalla, cogió la botella de

agua oxigenada, regresó a la otra oficinay dedicó diez minutos a cuidar el campode batalla en que se había convertido elrostro de Bond.

El permaneció sentado en silencio,con una mano posada en la cintura deella, y la observó con ojos agradecidos.Luego, cuando Gala hubo regresado a suoficina y la oyó cerrar la puerta dellavabo tras de sí, se puso de pie, apagóel soplete, se metió en la ducha de Drax,se desnudó y permaneció cinco minutosbajo el chorro de agua fría.

«¿Preparando el cadáver?»,reflexionó con tristeza, mientras seexaminaba el rostro tumefacto en el

espejo.Se vistió y regresó al escritorio de

Drax, que registró metódicamente.Obtuvo un solo premio, la «botella deoficina», una botella medio llena deHaig and Haig. Fue a buscar dos vasos yun poco de agua, y llamó a Gala.

Oyó que abría la puerta del lavabo.—¿Qué hay?—Whisky.—Comienza tú. Estaré lista dentro

de un minuto.Bond miró la botella, llenó tres

cuartas partes de un vaso para cepillosde dientes y lo vació de dos grandessorbos. Luego, con delicadeza, encendió

un ansiado cigarrillo, se sentó sobre elescritorio y sintió cómo el licor lebajaba hasta el estómago y luego por laspiernas.

Volvió a coger la botella y la miró.Había de sobra para Gala, y para unvaso lleno para él antes de que salierapor la puerta. Era mejor que nada. Nosería tan duro con el licor dentro,siempre y cuando saliera rápidamente ycerrase la puerta tras de sí. Sin miraratrás.

Entró Gala, una Gala transformada,tan hermosa como la primera noche enque la había visto, si no se considerabanlas ojeras de agotamiento de debajo de

los ojos, que los polvos no habíanlogrado ocultar del todo, ni los rojosverdugones de sus muñecas y tobillos.

Bond le dio un whisky y él tomóotro, y los ojos de ambos se sonrieronmutuamente por encima del borde de losvasos.

Luego Bond se puso de pie.—Escucha, Gala —dijo con un tono

de voz indiferente—, tenemos queenfrentarnos con el asunto y acabar deuna vez, así que lo diré rápido y luegobeberemos otra copa. —Oyó cómo ellacontenía la respiración, pero continuó—: Dentro de unos diez minutos teencerraré en el cuarto de baño de Drax,

te meteré debajo de la ducha y la abriréal máximo.

—¡James! —gritó Gala, mientras sele acercaba—. No sigas. Sé que vas adecir algo espantoso. Por favor, calla,James.

—Vamos, Gala —insistió Bond confirmeza—, ¿Qué demonios importa? Esun maldito milagro que hayamos tenidoesta oportunidad. —Se apartó de lamuchacha y avanzó hacia la puerta queconducía al pozo del cohete.— Y luego—prosiguió, mientras sujetaba elprecioso encendedor en la mano derecha— saldré de aquí, cerraré las puertas eiré a encender mi último cigarrillo bajo

la cola del Moonraker.—Dios —susurró ella—. ¿Qué estás

diciendo? Estás loco —musitó,mirándolo con los ojos abiertos dehorror.

—No seas ridicula —rechazó Bondcon impaciencia—. ¿Qué demoniospodemos hacer, si no? La explosión serátan tremenda que no sentiré nada. Yseguro que funcionará, con todo esevapor de combustible disperso en elaire. O yo, o un millón de personas enLondres. Y la cabeza nuclear noestallará, descuida. Las bombasatómicas no estallan de esa manera.Probablemente se derretirá. Hay una

sola probabilidad de que puedasescapar. El grueso de la explosiónseguirá la línea de menor resistencia através del techo, y por el túnel deexhaustación si logro hacer que funcioneel mecanismo que abre el piso. —Sonrió.— Anima esa cara —le dijo, altiempo que avanzaba hacia ella y letomaba una mano—. «El muchachopermaneció de pie en la cubierta enllamas.» Desde que tenía cinco años, hedeseado imitarlo.

Gala retiró la mano.—No me importa lo que digas —le

contestó con enojo—. Tenemos quepensar otra cosa. No confías en que yo

tenga ninguna idea buena. Sólo me diceslo que tú crees que tenemos que hacer.—Se encaminó hacia el mapa de lapared y pulsó el interruptor.— Porsupuesto, si hay que usar el encendedor,tendremos que hacerlo. —Miró el mapadel falso plan de vuelo, sin apenasverlo.— Pero la idea de que entres allísolo, te sitúes en medio de esoshorribles vapores, enciendastranquilamente esa maldita cosa yacabes volatilizado… En cualquiercaso, si tenemos que hacerlo, lo haremosjuntos. Prefiero eso a morir quemadaaquí dentro. Y, además —hizo una pausa—, quiero ir contigo. Estamos juntos en

esto.Los ojos de Bond tenían una

expresión tierna cuando avanzó hacia lajoven, le rodeó la cintura con un brazo yla estrechó contra sí.

—Gala, eres un encanto —fue susencilla respuesta—. Y si tenemosalguna otra alternativa, la usaremos.Pero —miró su reloj— es más demedianoche y tenemos que decidirlopronto. En cualquier momento, a Draxpodría ocurrírsele enviar guardias aquíabajo para ver si estamos bien, y sabeDios a qué hora bajará él para calibrarlos giróscopos.

Gala hizo una contorsión y se giró

como un gato. Lo contempló con la bocaabierta y el rostro tenso de emoción.

—Los giróscopos —susurró—, paracalibrar los giróscopos… —Se apoyódébilmente contra la pared mientras susojos sondeaban el rostro de Bond.—¿No te das cuenta? —Estaba al borde dela histeria.— Una vez que se hayamarchado, podríamos volver a cambiarlos giróscopos, devolverlos a lascalibraciones del plan original, yentonces el cohete simplemente caeríaen el Mar del Norte, donde se suponeque debe hacerlo.

Se apartó de la pared, lo cogió conlas dos manos por la camisa y lo miró

con ojos implorantes.—¿No crees que podemos hacerlo?

—preguntó—. ¿No lo crees?—¿Conoces las otras calibraciones?

—preguntó Bond con interés.—Por supuesto que sí —replicó con

presteza—. He estado viviendo conellas durante un año. No dispondremosdel informe meteorológico, perotendremos que arriesgarnos en esepunto. Según el informe del tiempo queha dado la radio esta mañana, lascondiciones serán iguales a las de hoy.

—Por Dios —murmuró Bond—,podríamos hacerlo. Sólo con quepudiéramos escondernos en alguna parte

y hacerle creer a Drax que nos hemosescapado… ¿Qué me dices del túnel deexhaustación? Si logro hacer funcionarel mecanismo que abre el piso…

—Hay una caída vertical de treintametros —respondió Gala, negando conla cabeza—. Y las paredes son de aceropulimentado. Como de vidrio. Y aquíabajo no hay cuerdas ni nada parecido.Ayer dejaron vacíos los almacenes. Y,por si fuera poco, hay guardias en laplaya.

Bond reflexionó. Luego sus ojos seanimaron.

—Tengo una idea —dijo—. Pero,antes que nada, ¿qué me dices del radar,

el dispositivo de guía que hay enLondres? ¿No conseguiría desviar elcohete de su curso y alejarlo de laciudad?

Gala negó con la cabeza.—Sólo tiene un alcance de unos

ciento sesenta kilómetros —explicó—.El cohete ni siquiera captaría su señal.Si lo dirigimos hacia el Mar del Norte,entrará en el radio de alcance deltransmisor de la balsa. Mi plan no tieneningún punto débil, en absoluto. Pero¿dónde podemos escondernos?

—En uno de los conductos deventilación —decidió Bond—. Vamos.

Echó una última mirada por la

habitación. Tenía el encendedor en elbolsillo. Continuaba siendo el únicorecurso si fallaba el otro plan. Allí nohabía nada más que pudieran necesitar.Siguió a Gala a través de la puerta hastael brillante pozo, y se encaminó hacia elpanel de instrumentos que controlaba lacubierta de acero del túnel deexhaustación.

Tras un breve examen, desplazó unapesada palanca marcada con laspalabras Zu' to 'Auf. Se oyó un suavesiseo de maquinaria hidráulicaprocedente de detrás de la pared, y dossemicírculos de acero se abrierondebajo de la cola del cohete y

retrocedieron al interior de sus ranuras.Bond avanzó y miró hacia abajo.

Las luces cenitales se reflejaban enla ancha chimenea de acero, hasta quedesaparecían hacia el distante extremoabierto sobre el mar.

Bond regresó al cuarto de baño deDrax y arrancó la cortina de la ducha. Acontinuación, con ayuda de Gala, larasgó en tiras, que luego ataron unas conotras. Hizo un rasgón desigual en elextremo de la última tira, para dar laimpresión de que la cuerda de huida sehabía roto. Luego ató firmemente el otroal extremo puntiagudo de una de lasaletas del Moonraker y arrojó el resto

para que colgara por el túnel deexhaustación.

No era una escena falsa muyconvincente, pero podría permitirlesganar algo de tiempo.

Las grandes bocas redondas de losconductos de ventilación estabanseparadas entre sí unos diez metros y sehallaban a unos tres metros del suelo.Bond las contó. Había cincuenta. Abriócon cuidado la rejilla sujeta porbisagras de una de ellas y miró hacia loalto. Unos quince metros más arriba seveía el suave resplandor de la luz de laluna. Calculó que ascendían en línearecta por el interior del muro hasta que

formaran un ángulo recto al acercarse alas rejillas del exterior.

Alargó una mano y la pasó por lasuperficie. Era de cemento, áspera y sinpulir; gruñó con satisfacción al palparuna protuberancia y luego otra. Eran losextremos desiguales de las barras deacero que reforzaban las paredes,cortadas donde se había taladrado parapracticar los conductos.

Sería penoso, pero no cabía duda deque podrían ascender poco a poco,como espeleólogos por el interior deuna chimenea de roca, y llegados alrecodo de la parte superior, quedarsetumbados, escondidos de cualquier cosa

que no fuera un registro minucioso,difícil de realizar por la mañana, contodos los funcionarios de Londrespululando por los alrededores del pozo.

Bond se arrodilló, la muchachasubió sobre sus hombros y comenzó atrepar.

Una hora más tarde, con los pies ylos hombros magullados y heridos, setendieron exhaustos, estrechamenteabrazados el uno al otro, con las cabezasa unos centímetros de la rejilla circularque estaba justo encima de la puerta desalida, y escucharon a los guardias quemovían los pies con inquietud en laoscuridad, a cien metros de distancia.

Las cinco, las seis, las siete.

Lentamente, el sol salió por detrásde la cúpula, las gaviotas comenzaron achillar en los acantilados, y de prontoaparecieron tres siluetas que avanzaronhacia ellos desde lejos y pasaron junto aun pelotón nuevo de guardias quecorrían con la cabeza erguida ylevantando las rodillas, para relevar alturno de noche.

Las siluetas se acercaron, y los ojosentrecerrados y enrojecidos de la parejaoculta en el conducto pudieron ver cadadetalle del rostro sanguíneo y enrojecidode Drax, de la magra, pálida cara de

zorro del doctor Walter y del sebososemblante de Krebs, que presentaba lahinchazón de quien ha dormidodemasiado.

Los tres hombres avanzaban comoverdugos, sin decir nada. Drax sacó sullave, y el trío atravesó en silencio lapuerta situada unos metros por debajode los cuerpos tensos de Bond y Gala.

Durante diez minutos reinó laquietud, rota sólo por el ocasionalresonar de las voces que ascendían porel conducto de ventilación, mientras lostres hombres se movían abajo, por elpiso de acero en torno al túnel deexhaustación. Bond sonrió para sí al

pensar en la furia y la consternación quemostraría el rostro de Drax; en eldesgraciado Krebs, que se vendría abajocon el azote de la lengua de Drax; en laamarga acusación que evidenciarían losojos de Walter. Poco después, la puertase abrió de golpe bajo ellos y Krebsllamó con tono apremiante al jefe de losguardias. Un hombre se separó delsemicírculo y corrió hacia él.

—Die Englander! —La voz deKrebs estaba al borde de la histeria.—Han escapado. El Herr Kapitan piensaque pueden estar en uno de losconductos de ventilación. Vamos acorrer el riesgo. Volveremos a abrir la

cúpula para que se disipen los gases delcombustible, y luego el Herr Kapitanmeterá la manguera del vapor en cadaconducto. Si están en alguno, esoacabará con ellos. Elija cuatro hombres.Los guantes de goma y los trajesignífugos están ahí abajo.Aprovecharemos la presión de lacalefacción. Dígales a los demás queestén atentos por si oyen gritos.Verstanden?

—Zu Befehl![68]

El hombre regresó corriendo conelegancia junto a sus soldados, y Krebs,con el rostro cubierto de sudor a causade la ansiedad, giró sobre sí y

desapareció por la puerta.Por un momento, Bond permaneció

inmóvil.Se oyó un fuerte retumbar cuando la

cúpula se dividió y se deslizó hacia loslados hasta quedar abierta.

¡La manguera del vapor!Había oído contar que eso se había

usado contra motines en barcos. Contraalzamientos en fábricas. ¿Llegaría hastadoce metros de altura? ¿Se mantendríala presión? ¿Cuántas calderasalimentaban la calefacción? Entre loscincuenta conductos de ventilación, ¿porcuál comenzarían? ¿Habían dejado él oGala alguna pista que indicara en el que

se habían introducido?Sintió que Gala estaba esperando a

que se explicara. A que hiciera algo. Aque los protegiera.

Cinco hombres llegaron a la carreradesde el círculo de guardias. Pasaronpor debajo de ellos y desaparecieron.

Bond acercó la boca al oído deGala.

—Esto va a ser doloroso —le dijo—. No puedo decirte hasta qué punto.No se puede evitar. Simplemente,tendremos que aguantarlo. En silencio.—Percibió la presión que a modo derespuesta ejercían los brazos de ella.—Encoge las rodillas. No tengas

vergüenza. Éste no es momento paramostrarse recatada.

—Cállate —susurró Gala con enojo.Bond sintió que una rodilla se

elevaba hasta quedar trabada entre susmuslos. Su propia rodilla la imitó hastaque no pudo subir más. Gala se retorciófuriosamente.

—No seas tan condenadamenteestúpida —susurró Bond al tiempo queatraía la cabeza de la muchacha contrasu pecho, de modo que quedase mediocubierta por su camisa desabotonada.

La cubrió tanto como le fue posible.No podía hacerse nada para proteger lostobillos de ambos ni las manos de él.

Subió el cuello de su camisa tanto comopudo sobre las cabezas de los dos. Seabrazaron con fuerza el uno al otro.

Acalorados, apretados, sin aliento.Esperando, se le ocurrió de pronto aBond, como dos amantes entre losmatorrales. Esperando a que los pasosse alejaran para poder comenzar denuevo. Sonrió con expresión ceñuda yaguardó.

En el fondo del pozo reinaba elsilencio. Debían de encontrarse en lasala de motores. Walter debía de estarobservando cómo acoplaban lamanguera a la válvula de escape. Ahorase oían ruidos distantes. ¿Por dónde

empezarían?Desde algún punto cercano a ellos

les llegó un susurro prolongado, como elsilbato de un tren lejano.

Retiró el cuello de la camisa y echóuna mirada furtiva a los guardias através de la rejilla. Los que podía verestaban mirando hacia la cúpula delanzamiento, un poco a la izquierda.

Una vez más el largo susurro áspero.Y otra vez.

Iba haciéndose más sonoro. Podíaver cómo las cabezas de los guardiasgiraban poco a poco hacia la rejilla dela pared que los ocultaba a él y a Gala.Debían de estar contemplando con

fascinación los densos chorros de vaporblanco que salían por los extremosexteriores de los conductos abiertos enel muro de cemento, preguntándose siéste, o aquél, o el otro, seríaacompañado por un doble alarido.

Bond podía sentir el corazón deGala latiendo con fuerza contra el suyo.No sabía lo que se les venía encima.Confiaba en él.

—Puede que duela —volvió asusurrarle Bond—. Puede que duela. Nonos matará. Debes ser valiente. Nohagas ni un solo ruido.

—Estoy bien —susurró ella,enojada, aunque pegó más su cuerpo al

suyo.Fuuufff. Se les acercaba.¡Fuuufff! A dos conductos de

distancia.¡Fuuufff! En el de al lado. Un rastro

del olor húmedo del vapor entró en elconducto.

«Resiste», se dijo Bond. Estrechó aGala con más fuerza contra sí y contuvola respiración.

«Ya. Rápido. Acabad de una vez,malditos…»

Y de pronto sintió una gran presión,calor, un rugido en sus oídos, y unlacerante dolor.

Luego, un silencio de muerte, una

mezcla de tremendo frío y fuego en lostobillos y las manos, una sensación deestar empapados hasta los huesos,mientras en un desesperado, sofocanteesfuerzo, trataban de llenarse de aire lospulmones.

Sus cuerpos reaccionaron de formaautomática para separarse el uno delotro, para obtener unos centímetros deespacio y aire para las zonas de suepidermis que ya estaban cubiertas deampollas. La respiración provocaba unestertor en sus gargantas, y el aguachorreaba del cemento dentro de susbocas abiertas, hasta que se doblaronlateralmente y tosieron para expulsar el

agua, que se unió al hilo que corría pordebajo de sus cuerpos empapados,pasaba junto a sus tobillos escaldados ydescendía por las paredes verticales delconducto por el que habían trepado.

El rugido del tubo de vapor se alejóde ellos hasta convertirse en un susurroque finalmente cesó y se hizo el silencioen su estrecha prisión de cemento,perturbado sólo por la tenaz respiraciónde ambos y por el tictac del reloj deBond.

Los dos cuerpos permanecierontendidos y esperaron, cuidando de susdolores.

Media hora —medio año— más

tarde, Walter, Krebs y Drax salieron pordebajo de ellos.

Pero, como precaución, los guardiasse habían quedado en la cúpula delanzamiento.

Capítulo 24Hora cero

—Entonces, ¿estamos todos deacuerdo?

—Sí, Sir Hugo —respondió elministro de Suministros. Bond reconociósu gallarda silueta de actitud segura—.Ésos son los parámetros. Esta mañana,mi gente los ha comprobado por sucuenta con el Ministerio del Aire.

—En tal caso, si me permite elprivilegio…

Drax alzó la hoja de papel ycomenzó a volverse hacia la cúpula de

lanzamiento.—Quieto, sir Hugo. Justo así, por

favor. Con el brazo en el aire.Los flashes destellaron, la batería de

cámaras zumbó y chasqueó por últimavez, y Drax giró sobre sí mismo yrecorrió los pocos metros que loseparaban de la cúpula. A Bond lepareció que avanzaba mirándolo a losojos a través de la rejilla situada sobrela puerta del pozo.

La multitud de reporteros yfotógrafos se dispersó, y sus integrantesavanzaron a toda prisa por la pista decemento, dejando tras ellos sólo ungrupo de funcionarios que charlaban

nerviosamente en espera de que Draxvolviera a salir.

Bond miró su reloj. Eran las docemenos cuarto. «Date prisa, maldito»,pensó.

Por centésima vez repitió para sí lascifras que Gala le había hechomemorizar durante las horas deapreturas y dolor que habían seguido asu penosa prueba con el vapor, y porcentésima vez movió las extremidadespara mantener la circulación sanguínea.

—Prepárate —le susurró a la jovenal oído—. ¿Estás bien?

Pudo sentir que la muchacha sonreía.—Estoy bien.

Gala se obligó a no pensar en suspiernas cubiertas de ampollas y en elveloz descenso por la superficie rugosadel conducto de ventilación.

Oyeron el entrechocar metálico de lapuerta, al que siguió el chasquido de lacerradura y, precedida por cincoguardias, la silueta de Drax aparecióavanzando a grandes zancadasautoritarias hacia el grupo defuncionarios, con la hoja de cifras falsasen la mano.

Bond consultó el reloj. Las docemenos trece minutos.

—Ahora —susurró.—Buena suerte —respondió ella con

otro susurro.Deslizamiento, raspaduras,

desgarramientos. Sus hombros que seexpandían con cuidado para contraerseluego; ampollas, pies ensangrentadosbuscando a tientas los cortantes toconesmetálicos. Mientras su cuerpo tumefactodescendía por los doce metros deconducto, Bond rezaba para que lamuchacha tuviera la fortaleza necesariapara resistir aquello cuando lo siguiera.

Al final, una caída libre de tresmetros que le laceró la columna, unapatada a la rejilla, y se encontró sobre elpiso de acero; corrió hacia lasescaleras, dejando un rastro de huellas

rojas y un reguero de gotas de sangreque caían de sus hombros en carne viva.

Las luces de arco habían sidoapagadas, pero la luz diurna entraba araudales por el techo abierto, y el azuldel cielo, aunado al intenso brillo delsol, le dio a Bond la sensación de estarcorriendo por dentro de un enormezafiro.

La gran aguja mortal del centropodría haber estado hecha de vidrio.Mientras sudaba y jadeaba al subir porla interminable escalera de hierro, alzóla vista: le resultaba difícil distinguirdónde acababa la afilada punta delcohete y comenzaba el cielo.

Por debajo del tenso silencio queenvolvía al brillante proyectil, podía oírun tictac rápido, mortal, el apresuradoavance de diminutos piececillosmetálicos en algún punto del interior delMoonraker. Llenaba la gran cámara deacero como un corazón latiente propiode un relato de Poe, y Bond supo que encuanto Drax presionara el interruptor delpuesto de lanzamiento que enviaría laonda de radio que atravesaría losdoscientos metros que lo separaban delcohete, el tictac cesaría de modorepentino, se oiría como un suavegemido, una nubecilla de vapor surgiríade las turbinas, y a continuación el

rugiente chorro de llamas que haríaelevarse lentamente el cohete, el cualsaldría majestuosamente para iniciar lagigantesca aceleración.

Y entonces vio ante sus ojos el brazode la grúa como una pata de arañaplegada sobre sí contra la pared; lamano de Bond se posó sobre la palancay el brazo comenzó a extenderse conlentitud abajo y afuera, hacia lacuadrada línea finísima que había sobreel relumbrante fuselaje del cohete, queera la puerta de acceso a la cámara degiróscopos.

Bond, sobre manos y rodillas, estabagateando por el brazo incluso antes de

que los acolchados de goma seadhiriesen al metal pulido. Nivelado conla superficie había un disco del tamañode una moneda de chelín, exactamentecomo le había dicho Gala. Presión,chasquido, y la pequeña puerta se abriósobre su duro muelle. Dentro. «Cuidadocon hacerte un tajo en la cabeza.» Losbrillantes botones de debajo de las rosasde los vientos. «Gira. Vuelve a girar.Quieto. Eso es para el balanceo. Ahorael cabeceo y la guiñada. Gira. Vuelve agirar. Muy suavemente. Ahora, quieto.»Un último cambio. Una mirada a sureloj. Faltaban cuatro minutos. «No tedejes llevar por el pánico. Vuelve a

salir.» El chasquido de la puerta. Unahuida de gato. «No mires abajo. Hazretroceder la grúa.» Un golpe metálicocontra la pared. «Y ahora lasescaleras…»

Tic-tac-tic-tac.Cuando bajaba disparado, captó un

atisbo del tenso y pálido semblante deGala, quien mantenía abierta la puertaexterior de la oficina de Drax. ¡Dios,cómo le dolía el cuerpo! Un último saltoy un desmañado giro a la derecha. Ungolpe metálico cuando Gala cerró lapuerta exterior. Un segundo golpemetálico, y ya estaban atravesando laoficina para meterse en la ducha; el agua

comenzó a caer sobre sus cuerpostrémulos, que se aferraban el uno al otro.

A través de todo el ruido, porencima de los fuertes latidos de sucorazón, Bond oyó un crepitar deelectricidad estática, y la voz del locutorde la BBC llegó hasta ellos a través delaparato de radio de la oficina de Drax, apocos centímetros de distancia de ladelgada pared del cuarto de baño. Habíasido Gala quien se había acordado de laradio de Drax, y encontró tiempo paraaccionar los interruptores mientras Bondmanipulaba los giróscopos.

—… habrá un retraso de cincominutos —dijo la voz jovial,

emocionada—. Hemos persuadido a sirHugo para que pronuncie unas palabrasante nuestros micrófonos. —Bond cerróla ducha y la voz llegó hasta ellos conmayor claridad.— Parece muy confiado.Ahora está diciéndole algo al ministro,al oído. Los dos se ríen. Imposible saberde qué o por qué. Ah, aquí llega micompañero con el último informemeteorológico del Ministerio del Aire.Veamos, ¿qué tenemos aquí? Unascondiciones perfectas en todas lasaltitudes. Tendremos un buenespectáculo. Ciertamente, aquí hace undía fantástico. Espléndido. Los curiososque vemos a lo lejos, junto al puesto de

la guardia costera, van a quedarbronceados por el sol. Hay varios milesde personas. ¿Cómo dices? ¿Veinte mil?Bueno, la verdad es que lo parece,desde aquí. Y Walmer Beach hiervetambién de gente. Todo Kent pareceestar ahí fuera. Me temo que vamos aacabar todos con una tortícolis terrible.Peor que en Wimbledon. Bien… Pero,bueno, ¿qué sucede junto alembarcadero? ¡Por todos los cielos,acaba de emerger un submarino! ¡Quéespectáculo! Diría que es uno de los másgrandes. Y el equipo de sir Hugotambién está ahí abajo. Alineados sobreel embarcadero, como si estuvieran en

un desfile. Un magnífico cuerpo deguardia. Ahora suben a bordo. Unadisciplina perfecta. Debe de ser unaidea del Almirantazgo. Proporcionarlesun palco de privilegio en medio delcanal. Es un espectáculo espléndido. Megustaría que estuvieran aquí para verlo.Ahora sir Hugo viene hacia nosotros.Dentro de un momento se dirigirá atodos ustedes. Es un hombre de aspectoexcelente. Todos los presentes en elpuesto de lanzamiento lo aclaman. Estoyseguro de que hoy todos nosotrostenemos deseos de aclamarlo. Entra enel puesto de lanzamiento. Puedo ver elsol destellando en el morro del

Moonraker, muy a lo lejos detrás de él.Asoma apenas por lo alto de la cúpula.Ojalá alguien tuviera una cámara. Yaestá aquí. —Se produjo una pausa.—Con ustedes, sir Hugo Drax.

Bond miró la chorreante cara deGala. Empapados y sangrando,permanecían de pie el uno en brazos delotro, silenciosos y temblandoligeramente a causa de la tormenta desus emociones. Tenían los ojos enblanco y eran insondables cuando seencontraron y se sostuvieron la mirada.

—Majestad, hombres y mujeres delReino Unido. —La voz era un gruñidoaterciopelado.— Estoy a punto de

cambiar el curso de la historia de estepaís. —Una pausa.— Dentro de unosminutos, las vidas de todos ustedes severán alteradas, y en algunos casos,ejem, de forma drástica, por el, eh,impacto del Moonraker. Me siento muyorgulloso y complacido por el hecho deque el destino me haya elegido a mí,entre todos mis compatriotas, paralanzar esta gran flecha de la venganzahacia los cielos, y así proclamar para elresto de los tiempos, y ante los ojos detodo el mundo, el poderío de mi patria.Espero que este evento constituya porsiempre más una advertencia de que eldestino de los enemigos de mi país será

escrito con polvo, con cenizas, conlágrimas, y —otra pausa—, con sangre.Y ahora, gracias a todos porescucharme, y espero sinceramente queaquellos de entre ustedes que puedanhacerlo, les repitan mis palabras a sushijos, si los tienen, esta noche.

Una salva de aplausos más bienvacilantes salió por el altavoz delaparato, y luego volvió a oírse la vozjovial del presentador.

—Y ése era sir Hugo Drax,dirigiéndoles unas palabras a ustedesantes de atravesar el puesto delanzamiento hasta el interruptor de lapared que encenderá al Moonraker. Es

la primera vez que habla en público.Muy, ejem…, franco. No tiene pelos enla lengua. De todas formas, casi todosnosotros diremos que no hay ningún malen ello. Y ahora ha llegado el momentode que le ceda la palabra al experto, elcapitán de escuadrilla Tandy, delMinisterio de Suministros, que lesdescribirá el proceso de lanzamiento delMoonraker. Después oirán a PeterTrimble, que se encuentra a bordo deuna de las patrullas de seguridad naval,la HMS Merganzer, quien les describirála escena que rodea al blanco. Elcapitán de escuadrilla Tandy.

Bond miró su reloj.

—Falta sólo un minuto —le dijo aGala—. ¡Dios, cómo me gustaríaponerle las manos encima a Drax! Toma—añadió mientras cogía la pastilla dejabón y arrancaba unos trozos—, méteteesto en los oídos cuando llegue elmomento. El ruido va a ser terrible, y nosé cuánto calor tendremos que soportar.No durará mucho, y las paredes de aceronos protegerán.

Gala lo miró y sonrió.—Si tú me abrazas, no será

demasiado malo —dijo.—…y ahora, sir Hugo tiene la mano

sobre el interruptor y está mirando elcronómetro.

—Diez —irrumpió otra voz,profunda y sonora como el tañido de unacampana.

Bond abrió el grifo de la ducha y elagua comenzó a caer sobre sus cuerposabrazados.

—Nueve —resonó la voz delcronometrador.

—… los operadores del radar estánobservando las pantallas. No se ve sinomás que una masa de líneas onduladas…

—Ocho.—… todos llevan tapones para los

oídos. El blocao tendría que serindestructible. Las paredes de cementotienen tres metros y medio de espesor.

Con techo en forma de pirámide de ochometros de grosor en la punta…

—Siete.—… primero, la onda de radio

detendrá el mecanismo temporizadorque hay junto a las turbinas. Encenderáel molinete, un elemento llameante comouna rueda de fuegos artificiales…

—Seis.—…la válvula se abrirá. El

combustible líquido, una fórmulasecreta, una sustancia fantástica…descenderá de los tanques decombustible…

—Cinco.—… y será encendido por el

molinete cuando el combustible llegue almotor del cohete…

—Cuatro.—… entre tanto, el peróxido y el

permanganato se habrán mezclado,generarán vapor, las bombas de laturbina comenzarán a girar…

—Tres.—… y bombearán el combustible

ardiendo, que atravesará el motor ysaldrá por la popa del cohete al interiordel túnel de exhaustación. Un calorgigantesco… tres mil quinientosgrados…

—Dos.—… sir Hugo está a punto de pulsar

el interruptor. Mira al exterior a travésde la rendija. El sudor cubre su frente.Aquí reina un silencio absoluto. Latensión es tremenda.

—Uno.Nada más que el ruido del agua que

caía a chorro sobre los dos cuerposabrazados.

—¡Ignición!Al oír el grito, a Bond se le subió el

corazón a la garganta. Sintió que Gala seestremecía. Silencio. Nada más que elruido del agua…

—… sir Hugo ha abandonado elpuesto de lanzamiento. Avanza concalma por el borde del acantilado. ¡Qué

seguro se le ve! Ha subido almontacargas. Está bajando. Porsupuesto, sin duda se dirige alsubmarino. La pantalla de televisiónmuestra que de la cola del cohete sale unpoco de vapor. Unos segundos más y…Sí, ya se encuentra sobre elembarcadero. Mira hacia atrás y levantaun brazo en el aire. El buen sir Hu…

Un trueno suave llegó hasta Bond yGala. Más fuerte. Más fuerte. Másfuerte. El suelo embaldosado comenzó atemblar bajo sus pies. Un alarido dehuracán. Estaban siendo pulverizadospor él. Las paredes trepidaban,desprendían vapor. Las piernas

comenzaron a perder el control debajode los cuerpos oscilantes. «Sujétala.Sujétala. ¡Párenlo! ¡¡Párenlo!! ¡¡¡parenese ruido!!!»

¡Cristo!, iba a desmayarse. El aguaestaba hirviendo. Tenía que cerrar elgrifo. Ya lo tenía. No. La tubería estalló.Vapor, olor, hierro, pintura.

«¡Sácala de aquí! ¡¡Sácala de aquí!!¡¡¡Sácala de aquí!!!»

Y luego se hizo el silencio. Unsilencio que podía palparse, cogerse,abrazarse. Y se encontraron tendidossobre el piso de la oficina de Drax. Sólola luz del cuarto de baño continuabaencendida. Y el humo comenzó a

disiparse. Y el asqueroso olor a hierro ypintura quemados era absorbido por elaparato de aire acondicionado. Y lapared de acero aparecía combada haciaellos como una ampolla enorme. «Losojos de Gala están abiertos y ella sonríe.Pero el cohete… ¿Qué ha sucedido?¿Londres? ¿El Mar del Norte? La radio.Parece que está bien.» Sacudió lacabeza y poco a poco se le pasó lasordera. Se acordó del jabón. Se loquitó de los oídos.

—… roto la barrera del sonido. Estáviajando en una línea recta perfecta porel centro de la pantalla de radar. Unlanzamiento impecable. Me temo que no

han podido ustedes oír nada a causa delruido. Ha sido tremendo. Primero, lagran lengua de llamas que salía delacantilado a través del pozo de escape,y luego deberían haber visto cómoascendía lentamente el morro en lo altode la cúpula abierta. Y luego, el granlápiz plateado, vertical sobre la enormecolumna de llamas y ascendiendo conlentitud por el aire, y las llamas cayendoa centenares de metros sobre el cemento.El rugido debe de haber estado a puntode reventarnos los micrófonos. Delacantilado han caído grandes trozos y elcemento parece una telaraña a causa delas grietas. Una vibración terrible. Y

luego comenzó a subir más y másrápido. A ciento sesenta kilómetros porhora. A mil seiscientos. Y… —seinterrumpió—. ¿Cómo dice? ¡¿Deverdad?! ¡Y ahora se desplaza adieciséis mil kilómetros por hora! Estáahí arriba, a ciento sesenta kilómetrosde altura. Por supuesto, ya no podemosoírlo. Sólo pudimos ver su llama duranteunos segundos, como una estrella. SirHugo debe de ser ahora un hombreorgulloso. Está ahí fuera, en el canal. Elsubmarino ha salido disparado como uncohete, ajá, debe de estar navegando amás de treinta nudos. Deja tras de sí unaestela enorme. Ahora está al este de las

barcas-faro Goodwin. Avanza rumbonorte. Pronto se encontrará con losbarcos patrulla. Habrán presenciado ellanzamiento y la caída. Ese viaje ha sidotoda una sorpresa. Nadie aquí tenía niidea. Incluso las autoridades navalesparecen un poco perplejas. Elcomandante en jefe Nore ha hablado porteléfono. Por ahora, es cuanto podemosdecirles desde aquí. Voy a pasar latransmisión a Peter Trimble, a bordo delHMS Merganzer, que se encuentra enalgún punto de la costa este.

Sólo los bombeantes pulmonesindicaban que los dos cuerpos laxos queyacían en el creciente charco de agua

que se formaba en el piso, estaban aúncon vida, pero sus maltratados tímpanosestaban desesperadamente pendientesdel breve crepitar de electricidadestática que les llegó del aparatometálico ampollado a causa del calor.Ahora conocerían el resultado de sutrabajo.

—Les habla Peter Trimble. Es unahermosa mañana. Bueno, una hermosatarde, aquí. Estamos justo al norte deGoodwin Sands. El agua está quietacomo un espejo. No hay viento. El solbrilla con fuerza. Y se informa que elárea del objetivo se encuentra despejadade tráfico marítimo. ¿Es así, capitán de

fragata Edwards? Sí, el capitán dice quetotalmente despejada. Aún no se ve nadaen la pantalla del radar. No estoyautorizado a decirles a qué distanciacomenzaremos a captar al cohete. Porcuestiones de seguridad, claro está. Perolo veremos sólo por unos segundos, ¿noes cierto, capitán? Aunque el objetivo síque aparece en la pantalla. No lo vemosdesde el puente, por supuesto. Debe deestar a unos ciento doce kilómetros alnorte de aquí. Pudimos ver alMoonraker cuando se elevaba. Unespectáculo majestuoso. El ruido fuecomo el de un trueno. Una larga llamasalía de su cola. Debíamos de tenerlo a

dieciséis kilómetros de distancia, peroera imposible pasar por alto la luz quedespedía.

¿Sí, capitán? Ah, sí, ya veo. Bueno,esto es muy interesante. Se aproxima unsubmarino a toda máquina. Lo tenemos asólo un kilómetro y medio de distancia.Supongo que debe de ser el submarinoque según se dice sir Hugo ha abordadocon sus hombres. A ninguno de los aquípresentes se le notificó nada al respecto.El capitán Edwards dice que noresponde a la luz de señales. Noenarbola ninguna bandera. Todo es muymisterioso. Ahora lo veo. Aparece muynítido en mis binoculares. Hemos

cambiado de rumbo para interceptarlo.El capitán dice que no es uno de losnuestros. Piensa que debe de serextranjero. ¡Vaya! Ha izado la bandera.¡¿Qué es eso?!

¡Dios bendito! El capitán dice que esruso. ¿Será posible? Y ahora ha arriadola bandera y se sumerge. Unadetonación. ¿La han oído? Les hemosdisparado en la proa. Pero hadesaparecido. ¿Qué es eso? El operadordel sonar dice que avanza aún másrápido bajo el agua. Veinticinco nudos.Impresionante. Bueno, en inmersión nopuede ver gran cosa. Ahora se encuentrajusto en el área del objetivo.

Pasan doce minutos del mediodía. ElMoonraker debe de haber girado ya yestará descendiendo. Se encuentra a milseiscientos kilómetros de altura.Desciende a dieciséis mil kilómetrospor hora. Estará aquí de un momento aotro. Espero que no vaya a producirseuna tragedia. Los rusos están en plenazona de peligro. El operador de radaralza ahora una mano. Eso significa queestá a punto de aparecer. Ya llega, yallega… ¡Oh! Ni siquiera un susurro,¡Dios! ¿Qué es eso?

¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Una explosióntremenda! Una nube de humo negroasciende por el aire. Hay una ola gigante

que viene hacia nosotros. Una granmuralla de agua que cae sobre nosotros.Ahí va el submarino. ¡Dios! ¡Ha salidodespedido fuera del agua! Viene haciaaquí, ¡viene hacia aquí!…

Capítulo 25Pasada la hora cero

—…y hasta ahora hay doscientosmuertos y el mismo número dedesaparecidos —dijo M—. Losinformes continúan llegando desde lacosta oriental, y hay malas noticias deHolanda. Ha destrozado varioskilómetros de sus defensas marítimas.La mayoría de nuestras bajas seprodujeron entre los tripulantes de losbarcos patrulla. Dos de elloszozobraron, incluido el Merganzer. Eloficial al mando sigue desaparecido, lo

mismo que ese locutor de la BBC. Losbarcos-faro Goodwin rompieronamarras. Aún no hemos tenido noticiasde Bélgica ni de Francia. Habrá algunascuentas bastante costosas que pagarcuando se haya aclarado todo.

Era la tarde siguiente y Bond, con unbastón rematado en una contera de gomay recostado contra su silla, seencontraba de regreso donde habíaempezado: al otro lado del escritorio,frente al hombre de voz queda y fríosojos grises que un centenar de añosantes lo había invitado a cenar y aparticipar en una partida de cartas.

Debajo de la ropa, estaba

cuadriculado con esparadrapo. Ellacerante dolor le remontaba por laspiernas cada vez que movía los pies.Tenía una raya de color rojo vivo que lecruzaba la mejilla izquierda y el puentede la nariz, y las gasas impregnadas deungüento tánico brillaban a la luz queentraba por la ventana. Sujetaba contorpeza un cigarrillo con una manovendada. Increíblemente, M le habíadicho que podía fumar.

—¿Hay noticias del submarino,señor? —preguntó.

—Lo han localizado —respondió Mcon satisfacción—. Tumbado de costadoa unas treinta brazas. El barco de rescate

que debía vigilar los restos del coheteestá ahora mismo encima de él. Hanbajado buzos y no han recibidorespuesta a los golpes que han dado enel casco. El embajador soviético hapasado por el Foreign Office estamañana. Tengo entendido que ha dichoque un barco de rescate navegaba enestos momentos por el Báltico haciaaquí, pero le hemos contestado que nopodíamos esperar porque el submarinohundido supone un peligro para lanavegación. —M rió entre dientes.— Losería, diría yo, si alguien estuviesenavegando a treinta brazas deprofundidad por el canal. Pero me

alegro de no ser miembro del gabinete—añadió con sequedad—. Hancelebrado una y otra sesión desde que laBBC acabó de transmitir. Vallanceconsiguió ponerse en contacto con esosabogados de Edimburgo antes de queabrieran el sobre del mensaje de Draxpara el mundo. Tengo entendido que esun documento terrible. Al leerlo, pareceque haya sido escrito por Jehová.Vallance lo llevó anoche al gabinete yha pernoctado en el diez de DowningStreet para aportar los datos que falten.

—Ya lo sé —asintió Bond—. Haestado telefoneándome continuamente alhospital hasta pasada la medianoche,

para pedirme detalles. Yo apenas podíapensar con claridad por todas las drogasque me metieron en el cuerpo. ¿Qué va asuceder ahora?

—Van a intentar la tapadera másgrande de la historia —respondió M—.Un montón de científicos diciendotonterías acerca de que se consumió sólola mitad del combustible. Que seprodujo una explosión inesperadamentepotente cuando tuvo lugar el impacto.Que se pagarán compensaciones a todoslos afectados. Que hemos sufrido latrágica pérdida de sir Hugo Drax y suequipo. Gran patriota. La trágicapérdida de uno de nuestros submarinos.

El último modelo experimental.Interpretaron mal las órdenes. Todo muytriste. Por suerte, a bordo sólo seencontraba la tripulación mínima. Seinformará a los parientes más próximos.Trágica, la pérdida del locutor de laBBC, que incurrió en un errorinexplicable al confundir la bandera dela Armada Real con la soviética. Tienenun diseño muy similar. La bandera de laArmada ha sido recuperada delsubmarino hundido.

—Pero ¿y qué hay de la explosiónatómica? —preguntó Bond—. ¿De laradiación, el polvo atómico y todo eso?La famosa nube en forma de hongo. Sin

duda eso va a presentar algunosproblemas.

—Al parecer, eso no les preocupademasiado —respondió M—. La nube lavan a explicar como una formaciónnormal después de una explosión de esamagnitud. El Ministerio de Suministrosconoce toda la historia. Había quecontársela. Sus hombres se han pasadotoda la noche en la costa oriental condetectores Geiger, y hasta el momentono ha habido informes positivos. —Enel rostro de M apareció una sonrisa fría.— La nube tiene que bajar en algunaparte, por supuesto, pero, por una felizcoincidencia, el viento que sopla ahora

en esa zona la está llevando hacia elnorte. De vuelta a casa, podría decirse.

Bond le respondió con una sonrisadolorida.

—Ya veo —dijo—. ¡Quéapropiado!

—Claro que —prosiguió M,mientras cogía su pipa y comenzaba allenarla— habrá rumores desagradables.Mucha gente vio cómo los sacaban austed y a la señorita Brand en camilladel pozo de lanzamiento. Luego está elpleito de Bowater contra Drax por lapérdida de todas esas bobinas de papel.Tendremos la investigación por elmuchacho que se mató en el Alfa

Romeo. Y alguien tendrá que explicar elorigen de los restos del coche de usted,entre los cuales —miró a Bond con ojosacusadores— se encontró un Coltcuarenta y cinco de cañón largo. Y luegotenemos al Ministerio de Suministros.Ayer, Vallance tuvo que llamar aalgunos de sus hombres para quelimpiaran esa casa de Ebury Street.Aunque esa gente está entrenada paraguardar secretos. Por ese lado no habráfiltraciones. Como es natural, será unasunto arriesgado. Las grandes mentirassiempre lo son. Pero ¿qué alternativatenemos? ¿Problemas con Alemania?¿Guerra con Rusia? Hay mucha gente a

ambos lados del Atlántico que sesentiría muy contenta de tener unaexcusa.

M hizo una pausa y acercó unacerilla a la cazoleta de su pipa.

—Si la historia se sostiene —continuó con tono reflexivo—, nosaldremos demasiado malparados deésta. Queríamos conseguir uno de sussubmarinos de alta velocidad, ypodremos saber algo acerca de susbombas atómicas. Los rusos no ignoranque nosotros sabemos que su arriesgadaempresa ha fracasado. Malenkov no estámuy firme en su silla, y esto podríasignificar otra revuelta en el Kremlin.

En cuanto a los alemanes… bueno, todossabíamos que ahí dentro quedaba muchonazismo, y eso hará que el gabinete andecon algo más de tiento en lo querespecta al rearme de Alemania. Y comoconsecuencia insignificante —le dedicóa Bond una sonrisa aviesa—, gracias atodo eso, el trabajo de seguridad deVallance, y el mío, por añadidura, seráun poco más fácil en el futuro. Estospolíticos no se dan cuenta de que la eraatómica ha creado al saboteador másmortal de la historia: el hombrecillo dela maleta pesada.

—¿La prensa publicará esa historia?—preguntó Bond, dubitativo.

M se encogió de hombros.—El primer ministro habló esta

mañana con los redactores —respondióal tiempo que acercaba otra cerilla a supipa—, y creo que hasta ahora haconseguido que le crean. Si los rumorestienen mal cariz más adelante, esprobable que tenga que volver a reunirsecon ellos y contarles una parte de laverdad. Y entonces seguirán el juego.Siempre lo hacen cuando se trata de algolo suficientemente importante. Loprincipal es ganar tiempo y evitaractuaciones por parte de los exaltados.De momento, todo el mundo está tanorgulloso del Moonraker, que no

investigan demasiado acerca de quésalió mal.

El intercomunicador de M, sobre elescritorio, emitió un suave ronroneo, yuna luz intermitente de color rubícomenzó a parpadear sobre el mismo. Mempuñó un auricular sencillo y seinclinó sobre el micrófono.

—¿Sí? —preguntó. Hizo una pausa—. Contestaré por la línea del gabinete.—Cogió el receptor blanco de la hilerade cuatro teléfonos.— Sí —repitió—.Al aparato. —Escuchó por un momento.— ¿Sí, señor? Cambio.

Pulsó el botón de su codificador.Sujetó el receptor bien pegado al oído y

ni un solo sonido llegó hasta Bond. Seprodujo una larga pausa durante la cualM daba de vez en cuando una chupada ala pipa que sujetaba en la manoizquierda. Se la quitó de la boca.

—Estoy de acuerdo, señor. —Otrapausa.— Sé que mi agente se habríasentido muy orgulloso, señor, pero aquíes una norma. —Frunció el entrecejo.—Si me permite que se lo diga, señor,creo que sería muy imprudente. —Otrapausa, y por fin el rostro de M sedistendió.— Gracias, señor. Porsupuesto que Vallance no tiene el mismoproblema. Y eso es lo mínimo quemerece la muchacha. —Nueva pausa.—

Lo entiendo. Así se hará. —Otra pausa.— Es muy amable por su parte, señor.

M devolvió el receptor blanco a sulugar, y el botón del codificador volviócon un chasquido a la posición en clair.

Durante un momento, M continuómirando el teléfono como si tuvieradudas acerca de lo que se acababa dedecir. Luego hizo girar la silla deespaldas al escritorio y se quedómirando pensativo por la ventana.

En la habitación reinaba el silencio,y Bond cambió de posición en la sillapara aliviar el dolor que le progresabapor la espalda y se propagaba por sucuerpo.

La misma paloma del lunes, o tal vezotra, fue a posarse en el alféizar de laventana con el mismo batir de alas.Caminó arriba y abajo, mientras asentíacon la cabeza y arrullaba, y luego sealejó planeando hacia los árboles delparque. El tráfico murmuraba,soñoliento, a lo lejos.

¡Qué cerca había estado, pensóBond, de acabar muerto! ¡Qué a puntohabía estado Londres de que ahora nohubiera nada, excepto el lejano tañidode las campanillas de las ambulanciasbajo un espeluznante cielo negro yanaranjado, el hedor a quemado, losgritos de la gente atrapada entre las

ruinas de los edificios! El suave latidodel corazón de Londres acallado duranteuna generación. Y toda una generaciónde su pueblo muerta en las calles entrelos restos de una civilización que podríano volver a recobrarse durante siglos.

Todo eso habría tenido lugar de nohaber sido por un hombre que hacíatrampas cuando jugaba a las cartas, conel fin de alimentar los fuegos de sumaníaco ego; de no haber sido por elpicajoso presidente del Blades, que sehabía dado cuenta; de no haber sidoporque M accedió a ayudar a un viejoamigo; de no haber sido porque Bondrecordaba a medias las lecciones que le

había dado un fullero; de no haber sidopor las precauciones de Vallance; de nohaber sido por las excepcionales dotesque tenía Gala para los números; de nohaber sido por toda la trama dediminutas circunstancias, toda la tramade casualidades.

¿La trama de quién?Se oyó un rechinar agudo cuando la

silla de M volvió a girar. Bond fijó otravez los ojos con atención en el hombreque estaba al otro lado del escritorio.

—El que ha llamado era el primerministro —explicó M con tonomalhumorado—. Dice que quiere queusted y la señorita Brand salgan del

país. —Bajó los ojos y dirigió unamirada imperturbable al interior de lacazoleta de la pipa.— Deben estar losdos fuera mañana por la tarde. En estecaso hay demasiadas personas queconocen sus caras. Podrían sumar dos ydos cuando vean el estado en que ambosse encuentran. Vayan adonde lesapetezca. Sin límite de gastos paraambos. Puede pedir la moneda quequiera. Hablaré con el oficial pagador.Permanezcan en el extranjero durante unmes. Pero manténganse fuera de lacirculación. Saldrían esta misma tarde,de no ser porque la chica tiene una citamañana por la mañana. En palacio.

Concesión inmediata de la Cruz de SanJorge[[69]. No se publicará en la gacetaoficial hasta Año Nuevo, por supuesto.Me gustaría conocerla, algún día. Tieneque ser una buena muchacha. De hecho—la expresión de M cuando alzó losojos era enigmática—, el primerministro tenía algo pensado para usted.Había olvidado que nosotros no vamostras ese tipo de cosas. Así que me hapedido que le diera las gracias en sunombre. Ha dicho cosas muy agradablesacerca del Servicio Secreto. Ha sidomuy amable.

En los labios de M apareció una delas raras sonrisas que le iluminaban el

rostro con rápido brillo y calidez. Bondse la devolvió. Ambos entendían quehabía cosas que no debían mencionarse.

Bond supo que había llegado la horade marcharse. Se levantó.

—Muchísimas gracias, señor —dijo—. Y me alegro por la muchacha.

—Muy bien, pues —concluyó M—.Esto es todo. Nos veremos dentro de unmes. Ah, por cierto —añadió como alazar—, pase por su oficina. Allíencontrará algo de mi parte. Un pequeñorecuerdo.

James Bond bajó en el ascensor yavanzó cojeando por el pasillo que le

era familiar, hasta su oficina. Alatravesar la puerta interior, encontró asu secretaria ordenando algunos papelessobre el escritorio contiguo al de él.

—¿Regresa 008? —le preguntó.—Sí. —La joven sonrió, feliz.— Lo

traerán en avión esta noche.—Bueno, me alegro de que vayas a

tener compañía —dijo Bond—. Yovuelvo a marcharme.

—Ah —respondió ella. Dirigió unarápida mirada al rostro de Bond, y luegoapartó los ojos—. Tienes aspecto denecesitar un poco de descanso.

—Eso es precisamente lo que voy ahacer —respondió él—. Un mes de

exilio. —Pensó en Gala.— Van a serunas vacaciones absolutas. ¿Hay algopara mí?

—Tu nuevo coche está abajo. Ya lohe inspeccionado. El hombre dijo queesta mañana lo habías pedido paraprobarlo. Es precioso. Ah, y hay unpaquete de la oficina para ti, de M.¿Quieres que lo abra?

—Sí, hazlo —respondió Bond.Se sentó ante su escritorio y consultó

el reloj. Las cinco. Se sentía cansado.Sabía que iba a sentirse cansado durantevarios días. Siempre tenía esa reacciónal final de una misión peligrosa, comoconsecuencia de días de nervios tirantes,

tensión, miedo.Su secretaria regresó con dos cajas

de cartón de aspecto pesado. Las dejósobre el escritorio de Bond y él abrió lasuperior. Cuando vio el papelengrasado, supo qué debía esperar.

Dentro de la caja había una tarjeta.La leyó. Escritas con la tinta verde deM, había las siguientes palabras: «Puedeque las necesite». No había firma.

Quitó el envoltorio engrasado y sacóal exterior la brillante Beretta nueva. Unrecuerdo. Sí. Algo para que recordara.Se encogió de hombros y se metió lapistola debajo de la chaqueta, en lafunda vacía. Se levantó torpemente.

—En la otra caja habrá un Colt decañón largo —le dijo a su secretaria—.Guárdalo hasta que regrese. Luego lollevaré a la galería de tiro y lo probaré.

Avanzó hacia la puerta.—Hasta pronto, Lil —se despidió

—. Dale recuerdos a 008 y dile quecuide de ti. Estaré en Francia. El puestoF tendrá mi dirección. Pero sólo paracaso de emergencia.

Ella le sonrió.—¿Qué tipo de emergencia? —

preguntó.Bond profirió una corta carcajada.—Cualquier invitación a una

tranquila partida de bridge —respondió.

Salió cojeando y cerró la puerta trasde sí.

El Mark VI de 1939 tenía unacarrocería de turismo abierta. Era decolor gris acorazado, como el viejo de41/2 litros que había ido a la tumba en elgarage de Maidstone, y el tapizado decuero azul oscuro emitió un lujoso siseocuando Bond se sentó torpemente juntoal conductor de pruebas.

Media hora después, el conductor loayudaba a bajar en la esquina deBirdcage Walk y Queen Anne's Gate.

—Podemos conseguir que corra mássi quiere, señor —dijo—. Si podemos

quedárnoslo durante dos semanas,podríamos ajusfarlo para que corriera abastante más de ciento sesenta.

—Más adelante —respondió Bond—. Me lo quedo. Con una condición.Que me lo hagan llegar a la terminal deltransbordador de Calais mañana aúltima hora de la tarde.

El conductor le sonrió.—Por supuesto —dijo—. Lo llevaré

yo mismo. Nos veremos en el muelle,señor.

—De acuerdo —asintió Bond—.Conduzca con cuidado por la A20. Lacarretera de Dover es bastantepeligrosa, últimamente.

—No se preocupe, señor —respondió el conductor de pruebas,pensando que aquel hombre debía de serun poco afeminado, a pesar de queparecía saber muchísimo de coches—.Es pan comido.

—No siempre —le aseguró Bondcon una sonrisa—. Nos vemos enCalais.

Sin esperar a que el otrorespondiera, se alejó cojeando con subastón a través de los rayospolvorientos del sol de la tarde que sefiltraban entre los árboles del parque.

Se sentó en uno de los bancos que se

hallaban encarados con el islote del lagoy sacó la pitillera y el encendedor. Mirósu reloj. Las seis menos cinco. Serecordó a sí mismo que ella era el tipode muchacha que acudiría conpuntualidad. Había reservado la mesadel rincón para la cena. ¿Y luego? Peroprimero vendría la larga, lujosaplanificación. ¿Qué le gustaría a ella?¿Adonde le gustaría ir? ¿Dónde habíaestado ya? En Alemania, por supuesto.¿Francia? Salvo París, claro. Podríanpasar por allí en el camino de regreso.Llegarían tan lejos como pudieran laprimera noche, lejos del Pas de Calais.Había una granja con una comida

maravillosa entre Montreuil y Etaples.Luego, la etapa rápida hasta el Loira.Las pequeñas aldeas de la orilla delLoira durante algunos días. No laspoblaciones de los castillos. Irían alugares como Beaugency, por ejemplo.Luego bajarían lentamente hacia el sur,siempre por las carreteras del oeste,evitando la lujosa vida de cincoestrellas. Explorando lentamente. Bondse detuvo. ¿Explorando qué? ¿El uno alotro? ¿Acaso se estaba tomando lascosas en serio, con aquella muchacha?

—James.Era una voz nítida, alta, algo

nerviosa. No la voz que había esperado.

Levantó la mirada. Ella seencontraba de pie a una cierta distanciade él. Advirtió que llevaba una boinaladeada y que tenía un aspecto excitantey misterioso, como alguien a quien unove pasar por la calle en el extranjero, asolas en un coche descapotado, alguieninalcanzable y más deseable quecualquiera a quien haya conocido entoda su vida. Alguien que va camino dehacerle el amor a otra persona. Alguienque no es para uno.

Bond se levantó y se cogieron de lasmanos.

Fue ella quien se soltó. No se sentóa su lado.

—Ojalá pudieras estar conmigomañana, James.

Sus ojos lo miraban con ternura.«Tiernos, pero algo evasivos», se dijo.

Él le sonrió.—¿Mañana por la mañana, o mañana

por la noche?—No seas ridículo —rió ella,

sonrojándose—. Me refiero a palacio.—¿Qué vas a hacer después? —

preguntó Bond.Ella lo miró con cautela. ¿A qué le

recordaba esa mirada? ¿A la mirada deMorphy? ¿La mirada que él le habíadirigido a Drax cuando habían jugadoaquella última mano en el Blades? No.

No del todo. En la de ella había algomás. ¿Ternura? ¿Pesar?

Gala miró por encima del hombro deBond.

Él miró hacia atrás. A unos cienmetros de distancia vio la alta silueta deun hombre joven con cabello rubio muycorto. Estaba de espaldas a ellos ypaseaba con actitud ociosa, matando eltiempo.

Bond se volvió, y los ojos de Galamiraron directamente a los suyos.

—Voy a casarme con ese hombre —dijo en voz baja—. Mañana por la tarde.—Y luego, como si no fuera necesarianinguna otra explicación, añadió—: Es

el inspector detective Vivian.—Ah —respondió Bond con una

sonrisa tensa—. Ya veo.Se produjo un momento de silencio,

durante el cual los ojos de ambos seapartaron.

Y, a pesar de todo, ¿por qué habíade esperar él alguna otra cosa? Un beso.El contacto de dos cuerpos asustadosque se abrazaban en medio del peligro.No había habido nada más. Y ella lucíaun anillo de compromiso que hablabacon claridad. ¿Por qué había supuestoautomáticamente que lo llevaba sólopara mantener a Drax a distancia? ¿Porqué había imaginado que Gala compartía

sus deseos, sus planes?«¿Y ahora, qué?», se preguntó Bond.

Se encogió de hombros para librarse deldolor del fracaso…, el dolor del fracasoque es muchísimo más intenso que elplacer del éxito. La última frase. Teníaque hacer mutis de las vidas de aquellosdos jóvenes y llevarse su frío corazón aalguna otra parte. No debía haberpesares. Nada de falsos sentimientos.Tenía que representar el papel que ellaesperaba. El hombre duro de mundo. Elagente secreto. El hombre que era sólouna silueta.

Gala lo miraba nerviosa, aguardandoa que la libraran de aquel desconocido

que había intentado meter el pie en lapuerta entreabierta de su corazón.

Bond le dedicó una cálida sonrisa.—Estoy celoso —dijo—. Tenía

otros planes para ti para mañana por lanoche.

Ella le devolvió la sonrisa,agradecida porque se hubiera roto elsilencio.

—¿Cuáles eran? —preguntó.—Pensaba llevarte a una granja de

Francia —respondió—. Y después deuna cena maravillosa, iba a averiguar sies cierto lo que dicen sobre el grito deuna rosa.

Ella se echó a reír.

—Lamento no poder complacerte.Pero hay muchas otras esperando a quelas arranquen.

—Sí, supongo que sí —dijo él—.Bueno, adiós, Gala.

Le tendió la mano.—Adiós, James.La tocó por última vez y luego se

dieron la espalda y se alejaron endirecciones opuestas.

IAN FLEMING nació en Londres en1908. Se educó en Eton y en la academiamilitar de Sandhurst. Cursó estudiosuniversitarios en Munich y en Ginebra.Trabajó en la agencia de noticiasReuters y, al comenzar la segunda guerramundial, se alistó en la InteligenciaNaval, donde sirvió con el grado de

capitán de fragata. En 1945, al acabar laguerra, se hizo construir una casa,Goldeneye, en Jamaica, donde seinstalaba todos los inviernos. Fue enella donde creó a su agente secretoJames Bond. Casino Royale, la primeranovela en que aparece el personaje, fueterminada de escribir la víspera de suboda con Anne Rothermere en 1952 ypublicada en 1953. Fleming escribióotras dos novelas, Chitty Chitty BangBang y The Diamond Smugglers, noambientadas en el mundo de losservicios secretos.

La salud de Fleming comenzó adeteriorarse a finales de los años 50.

Murió en 1964, a la edad de 56 años.

Notas

[1] Edith Cavell (1865-1915), enfermerabritánica detenida, acusada de espía yfusilada por el ejército alemán en 1915,por ayudar a los soldados británicos ahuir de la Bélgica ocupada.Florence Nightingale (1820-1910),enfermera y reformadora de la sanidadbritánica que se hizo famosa durante laguerra de Crimea por sus protestas eintentos de mejorar el insalubre ypeligroso hospital militar de Scutari,donde fue conocida como «La dama dela lámpara», a causa de sus rondasnocturnas. Dedicó el resto de su vida amejorar la salud pública y la atención

hospitalaria. (N. de la t.) <<

[2] Las perlas y el traje sastre son lasprendas típicas de las Damas de la altasociedad, sobre todo las de afiliaciónconservadora. El autor viene a decir quelas secretarias adjetivadas de este modoestán en lo más alto de la escala. <<

[3] OBE: Order of The British Empire(Orden del Imperio Británico). Galardónconcedido a los funcionarios civiles (N.de la t.) <<

[4] Ciudad del noreste de Alemania, enla costa del Báltico. (N. de la t.) <<

[5] En español, en el original. (N. de lat.) <<

[6] Mineral de hierro y niobiodescubierto en América. (N. del e.) <<

[7] Actualmente denominada tambiéncapa E. Así llamada por OliverHeaviside (1850-1925), físico ymatemático británico que postuló laexistencia de la capa E de la ionosfera,de máxima densidad de electrones,reflectora de las ondas radioeléctricas.Dicha capa recibió inicialmente elnombre de «capa de Kennelly-Heaviside». (N. de la t.) <<

[8] OBE: Order of The British Empire:Orden del Imperio Británico. Galardónconcedido a los funcionarios civiles (N.de la t.) <<

[9] Referencia a la misión de JamesBond descrita en Vive y deja morir , quese publica en esta misma colección. (N.del e.) <<

[10] Sir John Berry Hobbs, estrella delcricket, que se retiró con dos plusmarcasen 1934. (N. de la t.)Sir Gordon Richards, corredor decarreras de caballos, fue campeón 26veces entre 1925 y 1953. (N. de la t.) <<

[11] Probablemente el autor se refiere aFrederick Leonard Lonsdale (1881-1954), escritor británico, libretista decomedias musicales. (N. de la t.) <<

[12] Juego de palabras con el verboinglés hug, «abrazar». Un hugger sería«el que abraza». (N. de la t.) <<

[13] Fibra dura que se obtiene dediversas plantas del género Agave,empleada para cordelería, pinceles,sacos, rellenos, etc. (N. de la t.) <<

[14] Torneo de golf que se disputa entreequipos de Estados Unidos. GranBretaña e Irlanda, el mes de mayo de losaños pares, desde 1922. (N. de la t.) <<

[15] Woomera, área del centro deAustralia meridional utilizada comocentro de pruebas nucleares entre 1952 y1957, y donde existía una base militar.(N. de la t.) <<

[16] En 1890, Sir William Gordon-Cumming y el Príncipe de Galesasistieron a una fiesta celebrada en lamansión Tranby Croft, aquella tardeambos jugaron al bacarrá con otrosinvitados. Sir William fue descubiertomanipulando sus apuestas. Tras serdenunciado ante el Príncipe, SirWilliam, se declaró culpable a cambiode que se guardara en secreto suconducta. Pero el rumor se extendió. SirWilliam llevó a juicio al resto departicipantes acusándoles de injuria ylibelio. Juicio al que el Príncipe fueobligado a acudir como testigo, y que

Sir William perdió quedando asíexpulsado de todo círculo social. (N. dele.) <<

[17] Forma de mezclar las cartas en quese separa el mazo en dos, se levantan losextremos de ambas mitades enfrentadasy se dejan caer poco a poco, de modoque vayan alternándose. (N. de la t.) <<

[18] Período, entre 1811 y 1820, en quefue regente Jorge, príncipe de Gales. (N.de la t.) <<

[19] Empresa de apuestas. (N. de la t.) <<

[20] «El infierno está aquí» (N. de la t.)<<

[21] Robert Adam (1728-1792), principalarquitecto de lo que se llamó la«Revolución Adam» e hijo de WilliamAdam, importante arquitecto escocés.Introdujo en Londres un estilo másligero y decorativo que el del sigloanterior. (N. de la t.) <<

[22] CMG: Companion (of the Order) ofSt. Michael and St. George. Cofrade dela Orden de S. Miguel y S. Jorge. (N. dela t.) <<

[23] Royal Naval Volunteer Reserve:Reserva de Voluntarios de la ArmadaReal. (N. de la t.) <<

[24] Sociedad secreta africana,movimiento nacionalista antibritánicoque surgió en Kenia en la década de1950, a causa del descontento nativocontra el gobierno colonial. (N. de la t.)<<

[25] Ely Culbertson (1891-1955),autoridad estadounidense en bridge. (N.de la t.) <<

[26] Nombre comercial de un tipo deaspirinas. (N. de la t.) <<

[27] En la época en que fue escrita lanovela, la homosexualidad constituía undelito en el Reino Unido. (N. de la t.) <<

[28] Karl von Clausewitz (1780-1831),general y teórico militar alemán cuyoestudio titulado "Sobre la guerra" fuetal vez la obra de estrategia másinfluente del siglo XIX. (N. de la t.) <<

[29] Bomba volante dirigida alemanautilizada durante la Segunda GuerraMundial. (N. de la t.) <<

[30] Actor estadounidense (1904-1963),nacido en Hungría, que proyectó unaimagen cinematográfica siniestra comovillano ceceoso, de cara redonda y vozsuave. (N. de la t.) <<

[31] Pintora francesa (1885-1956) detendencia cubista en cuya obra abundanlos rostros femeninos con velos, plumasy adornos florales, pintados en tonosclaros. (N. de la t.) <<

[32] Objeto encontrado, designación delas obras adscritas al movimiento delarte encontrado aparecido a principiosdel s. XX. La expresión artística serealiza a través del uso de objetos quenormalmente no se consideran artísticos,a menudo porque tienen una función noartística. <<

[33] Bond estaba equivocado: Viernes,26 de Noviembre de 1954: El barco-faro, sometido a un huracán, perdió susamarres y naufragó contra la costa.R.I.P. <<

[34] Corporación fundada en 1514,durante el reinado de Enrique VIII,responsable de expedir los títulos depiloto de barco y de la construcción ymantenimiento de los faros, boyas, etc.,en todas las costas de Inglaterra y Gales.(N. de la t.) <<

[35] Seudónimo de Howard Hoagland(1899-1981), músico, compositor ycantante de jazz, y actorcinematográfico. (N. de la t.)<<

[36] Edward Phillips Oppenheim (1866-1946). Novelista británico. (N. de la t.)<<

[37] ¡Bésame el culo! (en alemán). <<

[38] ¡Demonios, los ingleses! (enalemán). <<

[39] ¡Pedazo de mierda!, […] ¡Enmarcha! (en alemán). <<

[40] Mírela, mi Capitán. (en alemán). <<

[41] En el número 10 de Downing Streetde Londres, reside el Primer Ministrodel Reino Unido. (N. de la t.) <<

[42] Amor. (en alemán) (N. de la t.) <<

[43] Muñeca. (en alemán) (N. de la t.) <<

[44] Tesoro. (en alemán) (N. de la t.) <<

[45] ¡Jesús, eres una buena chica! (enalemán) (N. de la t.) <<

[46] ¡Sí que lo es! (en alemán) (N. de lat.) <<

[47] Donington Park (Lancashire): primercircuito de rally autorizado en GranBretaña en 1932, pero que nosobrevivió a la Segunda GuerraMundial. (N. de la t.) <<

[48] ¿Entiendes? Pues hazlo. ¡Buenasuerte! (en alemán) (N. de la t.) <<

[49] ¡Precioso! (en alemán) (N. de la t.)<<

[50] ¡Repugnante! (en alemán) (N. de lat.) <<

[51] ¡Demonios! (en alemán) (N. de la t.)<<

[52] ¡Cierra la boca! (en alemán) (N. dela t.) <<

[53] "El Día". Para los nazis el momentode la victoria final. (N. de la t.) <<

[54] Literalmente: col. Términodespectivo usado por los aliados paralos soldados alemanes durante la I y la IIGuerra Mundial, a los que llamabancomedores de coles. (N. de la t.) <<

[55] Ciudadano del Reich. (en alemán)(N. de la t.) <<

[56] Personaje femenino de la mitologíagriega que, llevado de una curiosidadfatal, abrió la caja que le habíanconfiado los dioses y de ella surgierontodos los males. (N. de la t.) <<

[57] Rango militar de las Schutzstaffel(SS) —anteriormente de lasSturmabteilung (SA), así como de lasWaffen SS—, equivalente al de General.(N. de la t.) <<

[58] Rango militar de las SS y las SA,puede traducirse como "jefe superior deunidad de asalto". (N. de la t.) <<

[59] Fuerzas Especiales de las SS. (N. dela t.) <<

[60] rampa. (N. de la t.) <<

[61] rosa. (N. de la t.) <<

[62] Rango militar del ejército alemán:Teniente Primero. (N. de la t.) <<

[63] Dragón. (N. de la t.) <<

[64] ¡Colosal! (en alemán). (N. de la t.)<<

[65] De las Juventudes Hitlerianas. (N. dela t.) <<

[66] ¡Qué asco! (en alemán). (N. de la t.)<<

[67] Cesare Lombroso (1835-1909),profesor de psiquiatría y antropologíade la Universidad de Turín. Autor deextensos estudios sobre criminología ygenialidad, actualmente desautorizados yobsoletos. (N. de la t.) <<

[68] ¡A sus órdenes! (en alemán). (N. dela t.) <<

[69] George Cross : condecoración alvalor, principalmente en la vida civil,instaurada por Jorge VI en 1940. (N. dela t.) <<