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Y E L SECRETO DE SU GRANDEZA

MUJERES

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© 2016 por Grupo Nelson®

Publicado en Nashville, Tennessee, Estados Unidos de América. Grupo Nelson, Inc. es una subsidiaria que pertenece completamente a Thomas Nelson, Inc. Grupo Nelson es una marca registrada de Thomas Nelson, Inc. www.gruponelson.com

Título en inglés: Seven Women and the Secret of their Greatness© 2015 por Eric MetaxasPublicado por Thomas Nelson, Inc.

Todos los derechos reservados. Ninguna porción de este libro podrá ser reproducida, almacenada en algún sistema de recuperación, o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio — mecánicos, fotocopias, grabación u otro — excepto por citas breves en revistas impresas, sin la autorización previa por escrito de la editorial.

A menos que se indique lo contrario, todos los textos bíblicos han sido tomados de la Santa Biblia, Versión Reina-Valera 1960 © 1960 por Sociedades Bíblicas en América Latina, © renovado 1988 por Sociedades Bíblicas Unidas. Usados con permiso. Reina-Valera 1960® es una marca registrada de la American Bible Society, y puede ser usada solamente bajo licencia.

Citas bíblicas marcadas «nvi» son de la Nueva Versión Internacional® nvi® © 1999 por Bíblica, Inc.® Usada con permiso.

Atribuciones de fotografías al comienzo de los capítulos: Maria Skobtsova: Art Resource Photo; Hannah More: Art Resource Photo; Corrie ten Boom: Corrie ten Boom House Foundation; Susanna Wesley: Granger Images; Madre Teresa: Art Resource Photo; Juana de Arco: Bridgeman Images; Rosa Parks: Dominio público

Editora General: Graciela LelliTraducción: Omayra OrtizAdaptación del diseño al español: Grupo Nivel Uno, Inc.

ISBN: 978-0-71804-171-7

Impreso en Estados Unidos de América

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Contenido

Introducción xiii

1. Juana de Arco 1

2. Susanna Wesley 35

3. Hannah More 67

4. Santa María de París 99

5. Corrie ten Boom 129

6. Rosa Parks 161

7. Madre Teresa 191

Reconocimientos 221

Notas 223

Índice 237

Acerca del autor 247

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uNO

Juana de arco1412–1431

A un para aquellos que la conocen bien, la historia de la mujer llamada Juana de Arco es un enigma. Yo conocía muy poco sobre ella hasta que hace unos años vi la emblemática película

muda The Passion of Joan of Arc [La pasión de Juana de Arco].1 Sin embargo, después de ver la película y leer un poco más sobre ella, enten-dí rápidamente que su carácter y sus proezas eran tan extraordinarios que parecían casi imposibles de creer. Ciertamente son incomparables. Pero, ¿qué debemos pensar de esta mujer? A aquellos que piensan de ella como una de las primeras feministas, o una fanática religiosa, o una loca propensa a falsas ilusiones se les puede perdonar su confusión, por-que — aunque no era ninguna de esas cosas — la vida de esta mujer se diferencia de todas las demás. Era tan pura, tan valiente y tan excepcio-nal en su fe y obediencia a Dios que, tal vez como Francisco de Asís o

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quizás hasta Jesús mismo, ella desafía muchas de nuestras suposiciones más arraigadas sobre qué puede ser una vida.

Para tener una idea de quién era Juana de Arco, imagina a una ado-lescente criada en una granja caminando por los pasillos del Pentágono en Washington D.C., y exigiendo enérgicamente ver al secretario de defensa, diciendo que Dios le ha dado un plan para terminar con todo el terrorismo dirigido a Estados Unidos y sus aliados, y que todo lo que ella necesita es un ejército de soldados armados. La mayoría de las per-sonas asumiría que una joven así está enferma mentalmente o que tal vez es extremadamente ingenua. Lo último que imaginaríamos es que en realidad fue enviada por Dios, y que todo lo que dijo era cierto y pasaría tal y como ella dijo que ocurriría. Pero este era más o menos el escenario que enfrentaba la milicia francesa y las figuras políticas en 1429, cuando una jovencita humilde, sin educación y de una pequeña aldea se presentó ante ellos.

Para poder apreciar lo que estaba proponiendo esta jovencita, tene-mos que entender la situación en Francia en aquel momento. La guerra que luego se denominó como la Guerra de los Cien Años había estado asolando la región intermitentemente desde el 1337. Los ingleses, luego de haberse apropiado de vastas extensiones de terreno en Francia para 1429, estaban ganando, y ahora deseaban coronar literalmente sus esfuerzos colocando a un rey inglés en el trono francés. En el momento, esto parecía prácticamente un fait accompli [hecho consumado]. Sin embargo, inocente y convincentemente Juana les explicó a los oficiales franceses que ella había sido enviada por Dios para expulsar a los ingle-ses fuera de la ciudad de Orleáns. ¡Y no solo eso, también les aseguró que se encargaría de que el francés adecuado — Carlos VII — fuera coronado como rey de Francia! Tomarla en serio era impensable; y sin embargo, de alguna manera, a fin de cuentas, los desesperados y aturdidos líderes de Francia hicieron justo eso. Ya no le quedaban opciones razonables y sabían que no tenían nada que perder. Pero mucho menos extraño que el

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haberla tomado en serio es el hecho de que ella realmente tendría éxito en todo lo que dijo que haría. Considerar esto es absolutamente ridículo, pero la historia registra que así ocurrió.

Los padres de Jeanne d’Arc — o Juana de Arco, en español — la llama-ban Jeanette. Ella nació en 1412 en el seno de una familia campesina

en Domrémy, una aldea al noreste de Francia. Vivía con sus padres y cuatro hermanos en una humilde casa de piedra cerca de la iglesia de la aldea.

Como la mayoría de las muchachas campesinas de aquel tiempo, cuando alcanzó la edad suficiente, Juana comenzó a ayudar a su padre, Jacques, en los campos. Además, cuidada los animales de la familia, desyerbaba el huerto y ayudaba a su madre con las tareas de la casa. Se dice que disfrutaba especialmente del tejido y el hilado. A Juana nunca le enseñaron a leer ni a escribir, pero ella tenía un interés ferviente por la iglesia y Dios. Desde muy temprana edad, oraba frecuente y apasiona-damente. Mucho después de su muerte, sus compañeros de infancia recordaban lo mucho que se habían burlado de su amiga debido a su devoción.

La vida era precaria para los ciudadanos de Francia. Desde que tenían memoria, la Guerra de los Cien Años había sido el agónico telón de fondo de sus vidas. Los ingleses creían firmemente que Francia debía ser parte de Inglaterra, y debido a los muchos matrimonios entre las familias reales de Inglaterra y Francia, la línea de sucesión no estaba muy clara.

La confusión comenzó cerca de 1392, cuando los franceses empe-zaron a escuchar rumores de que el hombre al que ellos consideraban el legítimo rey de Francia, Carlos VI, estaba padeciendo de ataques de locura. Su tío, Felipe el Bueno (así le llamaban), tomó control de las

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riendas del reino. Él y la displicente esposa de Carlos, la reina Isabeau, estaban intentando terminar la guerra de una manera generosamente provechosa para ellos e Inglaterra, pero indudablemente perjudicial para Francia.

Felipe era también el poderoso duque de Borgoña, cuyas tierras — que constituían una porción considerable de Francia — estaban bajo el control inglés. Él quería que Francia cediera a las demandas de los ingleses para así poner fin a las interminables peleas. La reina Isabeau secundó este plan y engatusó a su esposo, mentalmente enfermo, para que firmara el Tratado de Troyes. Este tratado le daba a Carlos VI el derecho vitalicio de gobernar a Francia, pero al morir, Enrique V de Inglaterra gobernaría a ambos países. A fin de que las disposiciones del tratado fueran más atractivas, Enrique V se casó con la princesa Cathe-rine, la hija de Carlos VI y la reina Isabeau, para que así los hijos que tuvieran fueran mitad franceses.

El plan habría resultado de no haber sido por una persona: el her-mano menor de la princesa Catherine y príncipe heredero, Carlos — o el Delfín, como le llamaban los franceses — que tenía toda la intención de permanecer en la línea de sucesión. En 1422, para complicar aún más la situación, murió el rey Carlos VI. Sin embargo, los planes del duque de Borgoña y la reina Isabeau de que lo sucediera Enrique V de Inglaterra tampoco eran posibles, puesto que Enrique también había muerto dos meses antes. Entonces, ¿quién se convertiría en el próximo rey de Francia? Esa era la pregunta que ardía en el corazón de todos los franceses, y que ardía en el corazón de los residentes de la aldea de Juana, Domrémy.

Los dos contendientes principales eran: el Delfín (Carlos VII) y Enrique VI, el bebé recién nacido de Enrique V y Catherine. Como era de esperarse, los ingleses y sus aliados — los borgoñones — quienes con-trolaban el norte de Francia, apoyaban a Enrique VI; mientras que los que estaban en el sur de Francia apoyaban al Delfín. Por lo tanto, la

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guerra continuó, y ahora los franceses no solo estaban peleando contra los ingleses, sino también entre ellos mismos.

La mayor parte de la Guerra de los Cien Años se había peleado en terreno francés, y los franceses no habían ganado ninguna victoria importante en décadas. Para 1422, cuando Juana tenía diecisiete años, los ingleses habían logrado conquistar gran parte del territorio norte de Francia, y sectores del suroeste de Francia estaban bajo el control de borgoñones aliados a los ingleses. La plebe francesa había sufrido muchísimo durante la pandemia de peste bubónica (la muerte negra) que primero se propagó de China a Europa en los años 1340. Los comer-ciantes franceses habían sido aislados de los mercados extranjeros, y la economía francesa estaba en ruinas.

Juana y sus compueblanos en Domrémy apoyaban firmemente al Delfín, y consideraban que los ingleses eran enemigos repugnantes, en parte porque no era inusual que los soldados ingleses invadieran las aldeas francesas, mataran civiles, quemaran casas y robaran sus cose-chas y ganado. Pero, ¿qué podían hacer para asegurarse de que el Delfín llegara a ser rey? Nadie podía pensar en una opción probable. Sin embargo, cuando Juana tenía cerca de doce años, comenzó a ocurrir algo que la catapultaría justo al centro de estos eventos y la convertiría en la protagonista principal en la victoria de Francia y el ascenso del Delfín a su posición legítima como rey: ella comenzó a escuchar voces y a ver visiones. Juana decía que unos mensajeros del cielo la estaban visi-tando en el huerto de su papá. Ella creía que eran el arcángel Miguel, Santa Catalina y Santa Margarita. Al principio no le dijeron nada sobre Francia ni sobre su papel en salvar a Francia de los ingleses; simplemen-te la motivaron a que continuara fortaleciendo su ya profunda fe.

Juana esperaba con ansias y amaba su interacción con estos visitan-tes celestiales; sin embargo, con el tiempo sus palabras para ella se vol-vieron muy específicas y serias. Ellos le informaron que tenía una gran misión que llevar a cabo. Ella iba a rescatar a Francia de los ingleses y a

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llevar al Delfín a la ciudad de Reims para ser coronado. Al igual que María, la madre de Jesús, Juana se sorprendió ante lo que le dijeron estos visitantes celestiales. ¿Quién era ella para dirigir un ejército? Ape-nas sabía cómo montar a caballo y mucho menos cómo conducir solda-dos a la batalla. Sin embargo, como era una niña con una fe profunda, no dudó de que estos mensajeros sí fueran enviados del cielo y debieran tomarse en serio.

Juana no era la única persona en la familia preocupada por cosas difíciles de entender. Una noche su padre soñó que su linda hija adoles-cente huiría con unos soldados. Como malinterpretó su significado, les dio instrucciones radicales a sus hijos de que ahogaran a su hermana si alguna vez hacía algo como eso. Además, a manera de prevención, comenzó a planificar para que Juana se casara con un mozo del pueblo. Sin embargo, su padre desconocía que Juana había hecho un voto priva-do con Dios de nunca casarse. Así que cuando llegó el momento, ella se negó a proseguir con la ceremonia, a pesar de que su supuesto prometi-do fue a corte con motivo del arreglo incumplido.

Cuando Juana tenía cerca de dieciséis años, sus «voces», como ella las llamaba, le dijeron que finalmente su tiempo había llegado. Le die-ron instrucciones específicas para que viajara al pueblo de Vaucouleurs. Una vez allí, debía pedirle al gobernador Robert de Baudricourt que le proveyera una escolta armada hasta el castillo de Chinon, donde vivían el Delfín y su corte. Como sabía cuál sería la reacción de sus padres, Juana les dijo que deseaba visitar a su prima casada, Jeanne Laxart, quien vivía a corta distancia de Vaucouleurs. Ellos le dieron permiso a su hija para que fuera.

Juana visitó a su prima, pero luego convenció a Durand — el esposo de la prima— para que la llevara a ver a Baudricourt. El gobernador escuchó pacientemente mientras Juana le describía las instrucciones que Dios le había dado para que ella dirigiera un ejército en la expulsión de los ingleses de Francia y luego supervisara la coronación del Delfín

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como rey de Francia. ¿Qué se supone que hiciera el digno y estimado gobernador con la historia extravagante de esta muchacha sencilla? Hizo lo que cualquiera hubiera hecho: le dijo a Durand que la enviara inmediatamente a su casa, no sin antes halarle las orejas por todos los problemas que estaba causando.

Juana regresó frustrada a su casa, pero poco después de su llegada los horrores de la guerra finalmente tocaron a su puerta. Los soldados borgoñones invadieron Domrémy y devastaron la aldea completa con fuego. Ella y sus compueblanos huyeron a un pueblo fortificado que estaba cerca. Unos meses más tarde llegaron peores noticias: los ingle-ses habían rodeado la gran ciudad francesa, Orleáns, y la tenían sitiada. Las voces de Juana le dieron un mensaje nuevo y urgente: Dios quería que ella rescatara a Orleáns.

Juana, quien para entonces tenía diecisiete años, regresó a Vaucou-leurs y pasó las seis semanas siguientes tratando de ver al gobernador otra vez. Mientras esperaba, habló abiertamente con todo el que quisie-ra escucharla sobre la misión que Dios le había asignado. Los ciudada-nos de Vaucouleurs recordaron una famosa profecía acerca de que, algún día, Francia se perdería a causa de una mujer y luego sería devuel-ta por una doncella, una virgen. Ellos asumieron que la mujer que per-dería a Francia era la despreciable reina Isabeau y que Juana bien podría ser la doncella que les devolvería su país. Con respecto al gobernador, él se mostró menos animado con el asunto y otra vez despachó a Juana junto con sus ideas extravagantes.

No obstante, Juana no tomó a pecho el desaire. «Debo quedarme al lado del rey», insistió. «Solo yo puedo ayudarlo. Aunque sin duda algu-na hubiera preferido quedarme tejiendo junto a mi madre [...] debo ir y hacer esto, pues es la voluntad de mi Señor que lo haga».2

No cabe la menor duda de que Juana realmente habría deseado quedarse en su casa con su familia, haciendo todo lo que acostumbraba a hacer. Sin embargo, ella sabía que Dios mismo la estaba llamando para

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la tarea en cuestión. Ella no desobedecería ni cedería hasta haber cum-plido con lo que Dios la había llamado a hacer.

Baudricourt accedió a recibir otra vez a la persistente muchacha campesina, pero en esta ocasión Juana le dijo algo extraordinario, algo que ella no tenía manera de saber. En la obra de ficción de Mark Twain sobre la vida de Juana, a la que dedicó veinte años para investigar y escribir, el franco escéptico religioso presentó este relato sobre la reu-nión de Juana con Baudricourt:

«En nombre de Dios, Robert de Baudricourt, usted ha sido demasiado

lento en cuanto a enviarme y por ello ha causado daño, pues este día

la causa del Delfín ha perdido una batalla cerca de Orleáns, y sufrirá

mucho más daño si no me envía pronto hasta él».

El gobernador quedó perplejo ante este discurso, y dijo:

«¿Hoy, niña, hoy? ¿Cómo es posible que sepas lo que ha ocurrido

en esa región hoy? Tomaría ocho o diez días para que lleguen las

noticias».

«Mis voces me han traído la palabra, y es cierto. Hoy se perdió

una batalla y usted es responsable por haberme retrasado».

El gobernador anduvo de un lado para otro durante un rato, con-

versando con él mismo, pero dejando escapar alguna maldición en

voz alta de vez en cuando; y finalmente dijo:

«¡Escucha! Ve en paz, y espera. Si todo resulta como dices, te

entregaré la carta y te enviaré al rey, y no de otra manera».

Juana respondió con fervor: «Ahora, gracias sean dadas a Dios,

que estos días de espera están por terminar».3

Llegó la noticia de que los franceses sí habían perdido la batalla. El gobernador quedó atónito y convencido finalmente.

Orleáns, ubicada a lo largo del río Loira, era el obstáculo final para un ataque al resto de Francia, y por lo tanto tenía una importancia

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estratégica inmensa. Dada la escasa probabilidad de que Orleáns pudie-ra resistir un bloqueo prolongado, el rescate de la ciudad era esencial si Francia quería volver a gobernarse alguna vez. Sin embargo, para ver al Delfín, Juana tendría que viajar a Chinon, donde se había relocalizado la corte real desde Bourges.

Juana comenzó a organizar los detalles prácticos para su jornada de quinientos sesenta kilómetros. Por su propia seguridad para viajar a tra-vés del territorio enemigo, ella decidió cortarse el cabello y vestirse como hombre. Los ciudadanos de Vaucouleurs vieron con claridad la lógica en esto y le proveyeron la vestimenta masculina: una túnica, cal-cetines, botas y espuelas. También le proveyeron un caballo y Baudri-court mismo le dio a Juana su primera espada.

Una fría noche de febrero, Juana — quien para entonces se llamaba a sí misma «La Pucelle», que se traduce como «la Doncella» y que quie-re decir jovencita o virgen — montó su caballo y comenzó su larga tra-vesía hasta Chinon, acompañada por una escolta de seis hombres. Acordaron viajar durante la noche y descansar durante el día para evi-tar a los soldados enemigos, a quienes de otra manera seguramente se encontrarían, mientras atravesaban las hostiles tierras borgoñonas.

Once días más tarde, Juana y su escolta se detuvieron en Fierbois, a tres horas de distancia de Chinon. Desde allí Juana dictó una carta para el Delfín, pidiendo una audiencia con él. El Delfín accedió, y pronto la peque-ña pandilla entró estrepitosamente en las calles empedradas de Chinon. Juana fue recibida por muchas miradas curiosas, pues la habían precedido las historias de la virgen que reclamaba que podía salvar a Francia.

Igual que Robert de Baudricourt, el Delfín había preparado una prueba para Juana. Ella había insinuado en una carta que, a pesar de que nunca lo había conocido, ella podría identificar al Delfín. Así que, Louis de Bourbon, conde of Vendôme, llevó a Juana por un pasadizo de piedra hasta el vestíbulo principal del castillo, donde se encontró en la compa-ñía de cientos de invitados elegantemente vestidos y adornados con

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joyas. Luego de mirar alrededor por un momento, Juana caminó directo hasta el Delfín y se arrodilló delante él. «Dios le conceda vida, noble rey», le dijo.4

«Yo no soy el rey», respondió el Delfín. «¡He allí al rey!», dijo, mien-tras señalaba a otro hombre. Juana contestó: «¡En nombre de Dios, señor, usted es el rey, y nadie más! Deme las tropas que necesito a fin de socorrer a Orleáns y custodiarle hasta Rheims para ser ungido y coro-nado. Pues es la voluntad de Dios».5

Todavía no muy convencido, el Delfín apartó a Juana para hablarle en privado. Con el fin de probar que había sido enviada por Dios, ella le habló sobre algo que él había hecho en privado: había orado pidiendo que Dios le revelara si era o no realmente el hijo de Carlos VI. Su madre, difícilmente una mujer virtuosa, había reclamado que no lo era. Si él no era el hijo del difunto rey, el Delfín oró para que Dios le quitara el deseo de reinar.

El Delfín estaba rebosante de alegría cuando Juana le dijo que, en efecto, él sí tenía sangre real; y le explicó que ella lo sabía porque sus voces se lo habían dicho. El rey, entonces, le concedió a Juana una habi-tación en la Torre de Coudray en el castillo Chinon, así como servidum-bre, incluyendo a un joven paje, quien, durante toda su larga vida desde entonces, recordó las «oraciones y el fervor» de Juana.6 También le fue dado un caballero, John d’Aulon, y un capellán, John Pasquerel, quien más adelante escribió una interesante biografía sobre ella. Entre los hombres que se reunieron con Juana estuvo Jean d’Alençon, el célebre duque de Alençon y primo del rey, a quien Juana le tomó cariño y le llamaba su «guapo duque».

Sin embargo, no todos los hombres del rey estaban impresionados con Juana. Georges de La Trémoille, conde de Guînes, quien tenía una gran influencia sobre el Delfín, dijo que a él «le parecía absurdo [...] que una jovencita pobre y sin educación de pronto surgiera de la nada y qui-siera asumir el papel de líder».7

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Fue él y otros consejeros quienes le insistieron al Delfín que inves-tigara los antecedentes y los reclamos de Juana, y determinara si aque-llas voces provenían del cielo o del infierno. Pasaron semanas valiosas adicionales en lo que Juana era investigada a fondo. Se le exigió que viajara a Poitiers, una ciudad universitaria, donde el concilio de letrados de la iglesia la examinó. Estos hombres insistieron en que ella hiciera un milagro, pero se negó a hacerlo. Pudo haberles contado sobre el milagro de ella conocer sobre de las preocupaciones secretas del Delfín acerca de su legitimidad, pero decidió no hacerlo para no avergonzarlo.

Los consejeros del Delfín seguían escépticos. Sin embargo, Juana no tenía dudas de lo que Dios le había dicho y se estaba impacientando. «En el nombre de Dios», respondió, «no vine a Poitiers a hacer milagros. En Orleáns verán milagro suficiente. Con unos pocos hombres o con muchos, iré a Orleáns».8

Luego Juana les profetizó cuatro acontecimientos futuros. Les dijo: «Liberaré a Orleáns. Coronaré al Delfín en Rheims. París regresará a su rey verdadero. El duque de Orleáns, cautivo en la Torre de Londres, regresará a casa».9

A la larga acordaron que el Delfín aceptaría la ayuda de Juana. Para entonces, como explican las biógrafas Regine Pernoud y Véronique Clin, Juana «se había convertido en la personificación de la esperanza; el tipo de esperanza que (según los testigos de su tiempo) ya no mante-nía al reino en apuros; es decir, la esperanza de ayuda divina».10 Le asig-naron una comitiva militar que consistía de un gestor, pajes, dos heraldos, mensajeros y sus hermanos, John y Peter, así como el equipo que necesitaría como líder de un ejército. La equiparon con una arma-dura especialmente diseñada para ella y el Delfín mismo le otorgó un espléndido caballo.

Juana también exigió un estandarte. Esta bandera era necesaria para que los soldados tuvieran una manera de reconocer a su coman-dante cuando él — o ella — tuviera su visor abajo, como ocurría

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durante la batalla. Juana explicó que las voces le habían descrito exactamente cómo debía ser. Debía estar hecha de «lino blanco y fino, con los lirios del reino dispersos y cocidos en ella, debía pintarse en la misma la figura de nuestro Señor con el mundo en su mano, y en cada lado dos ángeles adorándole, con el lema: “Jesús, María”». En el escudo azul de Juana pintaron una paloma blanca con un rollo en su pico, sobre el que estaban escritas las palabras: «Por mandato del Rey del cielo».11

Juana ya tenía una espada. No obstante, envió una carta a los sacer-dotes de la capilla de Saint Catherine de Fierbois, el lugar donde ella había orado mientras esperaba para viajar a Chinon. Les dijo que exca-varan detrás del altar y allí descubrirían una espada oxidada que estaba grabada con cinco cruces. Sus voces le habían dicho que la espada esta-ba allí, y mirabile dictu, así fue. Los sacerdotes excavaron y la encontra-ron, removieron el óxido y luego se la enviaron a Juana. La Doncella jamás tuvo la intención de lastimar a alguien con la espada. Ella dijo que tenía solo el propósito de ser un símbolo de dominio.

Juana comenzó a dar órdenes a sus soldados; instrucciones que probablemente sorprendieron a estos hombres rudos. Estableció con claridad que el ejército sobre el que ella comandaba sería el ejército de Dios en toda manera posible. Les dijo a los hombres que no debían decir palabrotas y debían confesar sus pecados. También tenían que ser jus-tos en todo lo que hacían. Y si bien tenían que ser conquistadores, no debían hacer lo que los soldados de aquellos días casi siempre hacían: saquear las casas de los habitantes del pueblo y quemarlas. Juana sacaba personalmente a las «mujeres inmorales» del campamento. Su ejército también incluía sacerdotes, que se congregaban de mañana y de tarde para cantar himnos a la virgen María.

Tener a una líder mujer, y que fuera tan joven, era una experiencia nueva y retadora para los soldados franceses. Un testigo de las actitudes de los soldados que pelearon bajo el mando de Juana, Gobert Thibault,

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describió el fenómeno de una jovencita inocente viviendo entre hom-bres viriles:

Escuché a muchos de los más cercanos a Juana decir que nunca sin-

tieron deseo por ella; es decir, a veces sintieron algún deseo carnal,

pero nunca se atrevieron a dejarse llevar por él, y creían que no era

posible desearla [...] les he preguntado sobre esto a algunos de aque-

llos que a veces durmieron la noche con Juana, y me contestaron de la

misma manera, añadiendo que nunca habían sentido deseo carnal

cuando la veían.12

Antes de intervenir en la batalla de Orleáns, Juana envió una carta a los líderes ingleses durante la Semana Santa de 1429, exhortándoles a «entregar a la Doncella, enviada por Dios, el Rey del Cielo, las llaves de todas las buenas ciudades que ustedes han tomado y violado en Francia [...] Ella está completamente preparada para hacer las paces», decía, «si ustedes están dispuestos a llegar a un acuerdo con ella, siempre y cuan-do renuncien a Francia y paguen por haberla ocupado».13

En la carta les ordenaba a los soldados ingleses salir de Francia y les advertía: «Si no lo hacen, yo soy la comandante de los ejércitos, y en cualquier lugar que encuentre a sus aliados franceses, procuraré que se vayan, lo quieran o no; y si no obedecen, haré que les den muerte [...] Si no desean creer este mensaje de parte de Dios a través de la Doncella, entonces dondequiera que les encontremos, allí les atacaremos, y hare-mos el más grande tumulto que jamás haya visto Francia en mil años».14

Esto no impresionó a los ingleses. Le advirtieron a Juana que si la capturaban, la quemarían en la hoguera. Probablemente Juana y sus tropas se reunieron en el fuerte Blois en el Loira, casi a media distancia entre Tours y Orleáns. Tanto Tours como Blois estaban bajo el control francés. Los ingleses controlaban el margen derecho, hacia el norte, del Loira. John Pasquerel, el confesor de Juana, describió este momento:

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«Marcharon del lado del Solonge [margen sur del Loira] [...] acamparon en los campos aquella noche y también el día siguiente. Al tercer día, llegaron cerca de Orleáns, donde los ingleses habían levantado su sitio a lo largo del margen del Loira. Y los soldados del rey estaban tan cerca de los ingleses que los ingleses y los franceses podían verse unos a otros a poca distancia».15

Juana estaba a punto de conocer al hombre que se convertiría en su gran aliado: Jean d’Orleáns, el conde de Dunois, conocido durante toda su vida como el Bastardo de Orleáns porque era el medio hermano ile-gítimo del duque de Orleáns. Pero este Bastardo, desafortunadamente, creyendo que sabía mucho más sobre tácticas de batalla que una adoles-cente, había engañado a Juana. Ahora él estaba al mando de las tropas de Orleáns (porque su medio hermano, el duque, se encontraba prisio-nero en Londres). Este hombre se las arregló para que los soldados de Juana tomaran un largo desvío, causando que se «formaran a las orillas del Loira, hacia el lado de Sologne».16 Él había decidido este desvío para mantenerse alejado de los ingleses, quienes habían establecido puestos de vigilancia en los alrededores de Orleáns. Sin embargo, Juana, ya deseosa de comenzar a pelear, descubrió que ella y sus hombres habían sido engañados y se habían desviado sin llegar a Orleáns.

Juana estaba furiosa y le dio al Bastardo una reprimenda que nunca olvidaría. Se le acercó montada en su caballo y le preguntó: «¿Fue usted quien dio las órdenes de que yo viniera aquí, de este lado del río, para que así no pudiera ir directamente hasta [el general John] Talbot y los ingleses?».

Como el Bastardo recordaría más tarde: «Le contesté que yo, y otros, incluyendo a los hombres más sabios a mi alrededor, habían ofre-cido este consejo, creyendo que era el mejor y el más seguro».

«En nombre de Dios», respondió Juana, «el consejo de nuestro Señor Dios es más sabio y más seguro que el vuestro. Pensó que podía engañarme, y en cambio, se engañó a usted mismo. Le traigo una ayuda

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mejor que ninguna otra que jamás haya recibido de ningún soldado de ninguna ciudad: es la ayuda del Rey de los cielos».17

Los soldados ingleses habían acampado principalmente a lo largo del Loira, a las afueras de la puerta occidental de Orleáns. Juana dijo que los ingleses no saldrían de sus fuertes ni de su campamento, y tuvo razón. Su fuerza numérica no era suficiente, así que por lo pronto se quedaron allí, esperando refuerzos. Si ella hubiera llegado allí cuando quiso hacerlo, sus soldados habrían tenido ventaja.

Finalmente, Juana hizo una entrada triunfal en la ciudad sitiada la noche del 29 de abril de 1429, acompañada del Bastardo y muchos otros nobles y soldados. La muchedumbre, sosteniendo antorchas en alto, vitoreaba e intentaba tocarla mientras ella se dirigía desde la puerta de Borgoña a un extremo de la ciudad hasta la casa de Jacques Boucher, hoy día la Casa de Juana de Arco. Ver a la célebre Doncella le dio espe-ranza al pueblo. Ella era muy inteligente para su edad, y al mismo tiem-po inocente; era fuerte y vulnerable; era valiente y humilde. Era todas estas cosas a la misma vez, y parecía encarnar también a Francia y a la esperanza misma.

Juana se alojó en la casa de Boucher y pasó los siguientes nueve días esperando impacientemente para salir a batallar. El Bastardo la conven-ció de que esperara hasta que llegaran los refuerzos que el Delfín había enviado. En dos ocasiones, ella salió y se paró en el puente de Orleáns e intercambió insultos con los ingleses, rogándoles que se rindieran o morirían. Por su parte, los ingleses la insultaron y también a sus solda-dos con epítetos groseros.

Mientras tanto, el Bastardo había cabalgado para reunirse con los refuerzos franceses, y regresó con noticias: habían enviado un nuevo ejército inglés a Orleáns, comandado por el famoso capitán John Fas-tolf, para que dirigiera la batalla contra ellos. Juana estaba contentísima porque finalmente comenzaría la batalla, pero no quería arriesgarse a que el Bastardo la engañara otra vez. Así que le advirtió, mirándolo de

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frente: «¡Bastardo, oh Bastardo, en nombre de Dios, te ordeno que tan pronto sepas que Fastolf se aproxima, me dejes saber!».18 Él prometió que lo haría.

Sin embargo, cuando ocurrió la primera escaramuza, Juana estaba durmiendo y nadie quiso despertarla. El Bastardo se llevó al ejército para atacar el fuerte en Saint-Loup. Juana se despertó súbitamente y le dijo a su intendente, Jean d’Aulon, que sus voces le habían dicho que «fuera contra los ingleses»,19 pero no estaba segura de si esto quería decir que debía atacar sus fortificaciones o a Fastolf, quien venía en camino para reabastecerlos.

Después de arremeter contra su paje por no haberla despertado mientras se derramaba sangre francesa, Juana ordenó que prepararan su caballo y que trajeran su bandera, mientras ella se vestía a toda prisa. Luego cabalgó hasta la puerta de Borgoña, donde se estaba peleando una candente batalla. Tan pronto las fuerzas francesas vieron a Juana, sus espíritus resurgieron. Gritaron a todo pulmón y tomaron tanto la bastide (ciudad fortificada) como la fortaleza misma. En términos de territorio, la victoria fue casi insignificante, pero el efecto revitalizador que tuvo en los soldados franceses resultó extraordinario.

Sin embargo, la cruda realidad de la guerra, algo que ella nunca antes había visto, la perturbó mucho, y cuando vio a tantos soldados franceses heridos o muertos, lloró. Luego, Juana fue a confesarse e instó a sus compañeros soldados a «confesar sus pecados públicamente y dar gracias a Dios por la victoria que les había concedido».20

Dos días más tarde Juana se estaba preparando para el combate cuando se topó con Raoul de Gaucourt, el gobernador de Orleáns, y este le dijo que no le permitiría atacar aquel día porque los capitanes no que-rían que lo hiciera. Pero Juana se mostró desafiante. «Lo quieran o no», le dijo, «los soldados vendrán y ganarán lo que ganaron el otro día».21

Y así, Juana y sus soldados cruzaron el Loira. La Doncella dirigió a sus tropas hasta el margen izquierdo, donde los ingleses habían

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levantado otra bastida, pero entonces vio que estaba desierta. Los ingle-ses habían escapado río arriba a una segunda bastida, que era más fuer-te. La retirada de los ingleses provocó que el avance francés fuera más peligroso, pero de todos modos Juana avanzó hacia ellos. Un testigo presencial, Jean d’Aulon, relató:

Cuando se dieron cuenta de que el enemigo se precipitaba hacia ellos

desde la bastida de los agustinianos, la Doncella y La Hire, que siem-

pre iban al frente de sus hombres para protegerlos, inmediatamente

tomaron sus lanzas y dirigieron el ataque al enemigo. Todo el mundo

les siguió, y comenzaron a atacar al enemigo de tal manera que con

pura fuerza los contuvieron y tuvieron que retirarse y regresar a la

bastida [...] Con gran diligencia, asaltaron la bastida por todos los

flancos y así la tomaron y se apoderaron de ella rápidamente. La gran

mayoría de los enemigos murieron o fueron capturados.22

Una vez más, Juana obtuvo una gran victoria, pero otra vez el Delfín y sus consejeros titubeaban sobre el paso siguiente. Se quejaban de que eran muy pocos franceses y demasiados ingleses. La ciudad de Les Tou-relles tenía suficientes provisiones de alimento, dijeron; entonces, ¿por qué simplemente no la vigilaban mientras esperaban la ayuda del rey?

Juana no aceptó nada de esto. Le ordenó a Pasquerel que se levan-tara temprano al día siguiente, 7 de mayo de 1430, y se preparara para la batalla. Atacarían la fortaleza de Les Tourelles. Ella profetizó que durante esa confrontación sería herida sobre su seno izquierdo, pero que la herida no sería fatal, y que los franceses tomarían Les Tourelles. Y justo esto fue lo que ocurrió.

La gran escritora e historiadora anglo-francesa, Hilaire Belloc, des-cribió la batalla: «Los muros de piedra del fuerte estaban repletos de hombres agachados [bajo el ataque de flechas] subiendo por escaleras y resistiendo ataque tras ataque, y la Doncella en medio con su estandarte;

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cuando, al mediodía, un astil atravesó la armadura blanca sobre su seno izquierdo y se cayó».23

Con valentía, Juana se extrajo ella misma la flecha, hizo que le trataran la herida con aceite de oliva, descansó un rato, y luego regre-só a la batalla. Al caer la noche, los soldados habían pasado trece horas agotadoras en batalla. Los ingleses estaban seguros de la victoria, especialmente cuando escucharon las trompetas del Bastardo emi-tiendo sonidos de retirada. Sin embargo, Juana no dudaba de que los franceses ganarían. Luego de apartarse para un tiempo de oración mientras sus hombres extenuados descansaban y comían algo, Juana convenció al Bastardo para llevar a cabo un ataque final. Cargando su estandarte bien en alto de modo que sus hombres pudieran verlo en la luz poco intensa, ella gritó: «Cuando la bandera toque la piedra, ¡todo es vuestro!».24 Los fatigados soldados estuvieron magníficamente a la altura de las circunstancias, desarmando las defensas inglesas y esca-lando los muros.

Los ingleses corrieron por sus vidas hacia el puente de madera leva-dizo, pero los franceses le habían prendido fuego a un barco y lo habían enviado flotando debajo del puente. Y el puente se incendió. Mientras los ingleses corrían, en un intento por atravesarlo, una porción colapsó. Todos esos soldados que cayeron en el agua vestidos con sus pesadas armaduras se ahogaron. Los ciudadanos de Orleáns salieron a remen-dar el puente con escaleras y tablones, y luego cruzaron la estructura a toda prisa «para atacar el fuerte desde la parte trasera, encendiéndolo con flechas en llamas».25 Finalmente, las torres cayeron, y todo el que estaba dentro de la fortaleza murió o fue capturado.

Fue una tremenda victoria, tan grande que al día de hoy, casi seis-cientos años más tarde, los franceses todavía la celebran cada 7 de mayo. A pesar de su herida, aquella noche Juana visitó el puente para ver el regocijo de los ciudadanos de la recién liberada Orleáns. Desde su posi-ción al otro margen del río, el general inglés, Lord Talbot, escuchó el

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sonido de las campanas de celebración durante toda la noche. Él ordenó el retiro de las tropas de los fuertes restantes que rodeaban a Orleáns.

Orleáns fue liberada, tal como había profetizado Juana. Ahora debía coronar al legítimo rey de Francia en Reims. Al día siguiente ella y el Bastardo cabalgaron hasta el castillo de Loches para reunirse con el Delfín, quien estaba rebosante de alegría al verla. Juana lo instó a que viajara inmediatamente a Reims, el lugar tradicional para coronar a los reyes franceses. Pero, una vez más, los consejeros del Delfín se mostra-ron renuentes a actuar de inmediato. Pasaron las dos semanas siguien-tes discutiendo cuál debía ser el próximo paso. Juana siguió presionando al Delfín para que actuara. Sus voces le habían dicho que ella solo ten-dría un año para cumplir sus metas. «Delfín, noble Delfín», le dijo, «¡no permanezca aquí bajo el consejo de muchas palabras, sino que vaya a Reims y sea coronado! Pues la voz me dijo: “Sigue adelante, Hija de Dios. Yo estoy contigo. ¡Ve! ¡Ve!”».26

A la larga, el Delfín se convenció, y el ejército partió para despejar las ciudades a fin de que pasara sin contratiempos hasta Reims. El obje-tivo de la campaña del Loira, comandada por el duque de Alençon, «era desalojar al enemigo de sus posiciones atrincheradas en los márgenes del Loira y en las planicies hacia el norte, para así proteger la retaguar-dia del ejército cuando partiera hacia Reims».27

Sin embargo, Reims estaba más o menos al doble de distancia que París y bien adentrada en territorio enemigo, de modo que la idea de que la Doncella y sus soldados viajaran por allí era inconcebible para los ingleses. Asumieron que los franceses harían lo más razonable y ataca-rían Normandía o intentarían reconquistar a París.

Fue una campaña impresionante, que duró solo una semana. Pri-mero, los franceses tomaron a Jargeau, el pueblo al que habían huido los ingleses luego de su derrota aplastante en Orleáns. Juana «se paró para ver el disparo de la gran arma traída de Orleáns, y cuando [...] una torre cayó, [el duque de] Alençon sintió pánico ante la brecha, pensando que

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no era lo suficientemente ancha y con demasiadas rocas apiladas sobre ella; pero ella le dijo: “¡Hacia la brecha y no teman por nada! Esta es la hora de agrado de Dios; ¿acaso no recuerdas cómo le dije a tu esposa en Tours que te regresaría a casa?”».28

Juana fue herida durante esta batalla cuando intentó subir por una escalera. Recibió una pedrada en su casco, provocando que cayera al suelo. Sin embargo, se recuperó rápidamente y gritó a sus hombres: «¡Adelante, amigos, adelante! ¡Corazones arriba! ¡Los derrotaremos en esta hora!».29

Una vez más, inspirados por la Doncella, sus soldados conquistaron la ciudad. Muchos ingleses perdieron sus vidas, y el líder inglés, el duque de Suffolk, fue capturado. Luego Juana y el duque de Alençon cabalgaron triunfantes de vuelta a Orleáns. Para entonces, tenía tal reputación que las ciudades bajo el dominio inglés simplemente le abrían sus puertas. Sin esfuerzo alguno, sus soldados tomaron las ciudades de Meung-sur-Loire y Beaugency.

Sin embargo, el ejército de Sir John Fastolf por fin llegó, y Lord Talbot recibiría ayuda. Sus fuerzas combinadas marcharon con seguri-dad hacia los franceses en lo que sería recordada como la batalla de Patay. La victoria francesa el 18 de junio fue aplastante, una de propor-ciones inconcebibles y absurdas. La historia registra que los franceses perdieron a tres hombres, mientras que las fatalidades del lado inglés ascendieron a más de cuatro mil.

Cuando Juana y su ejército regresaron victoriosos a Orleáns, los ciudadanos irrumpieron con júbilo. Finalmente ella viajaría a Reims con el Delfín para coronarlo como rey. No obstante, una vez más la corte retorció sus manos y retrasó su salida. Todavía había algunas ciu-dades amuralladas retenidas por los borgoñones, dijeron ellos, así que no pensaban que el Delfín debía hacer el viaje. Juana fue a verlo e insis-tió en que debían salir a Reims inmediatamente. Él debía ser coronado rey, le dijo, ¡y pronto! El Delfín le agradeció a Juana por las victorias en su favor, pero le sugirió que descansara antes de hacer el viaje. Ella sabía

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que esto sería un error y persistió. Finalmente, el Delfín accedió, y a finales de junio, Juana y sus hombres partieron hacia Reims, y el Delfín les siguió dos días más tarde.

Después de la llegada del Delfín a Reims el 16 de julio, los ciudada-nos vitorearon de alegría hasta quedarse roncos. Aun el padre y la madre de Juana habían viajado hasta allí para ser testigos del logro extraordinario y casi increíble de su hija. También llegaron dos de sus hermanos. Sin embargo, aun en medio de aquel clímax tan esperado, ya ella estaba mirando a lo que le esperaba adelante. A la mañana siguien-te, mientras seguían los preparativos para la coronación, ella dictó una carta al duque de Borgoña, exigiéndole que estableciera «una paz firme y duradera con el rey de Francia».

«Ustedes dos deben perdonarse el uno al otro con un corazón sin-cero, como deben hacer los cristianos fieles», añadió. «Tengo que dejar-le saber de parte del Rey del cielo, mi Señor justo y soberano, por su bien y su honor, y sobre su vida, que no ganará ninguna otra batalla contra franceses leales».30

Más tarde aquel día, entre gritos de aclamación, el Delfín cabalgó en su caballo hasta la misma Catedral de Reims para ser coronado rey. Y parada junto al Delfín estaba la humilde Doncella cuya fe y pasión lo habían hecho posible. Mientras colocaban la corona sobre la cabeza del Delfín, Juana se arrodilló al lado del hombre que ahora, en ese momento, se convertía oficialmente en el rey Carlos VII. Con lágrimas corriéndole por el rostro, ella dijo: «Su alteza real, ahora ha sido cumplida la voluntad de Dios. Pues fue Él quien ordenó que yo liberara a Orleáns y le trajera a usted aquí, a la ciudad de Reims para su consagración, y así proclamar que usted es lord legítimo. Y ahora el reino de Francia es suyo».31

Como recompensa por sus servicios, el rey Carlos otorgó la petición de Juana de que su casa en la aldea de Domrémy fuera permanentemente exenta de pagar impuestos. Eso era todo lo que ella había pedido, y cum-plieron esta promesa por cuatro siglos.

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Sin embargo, y trágicamente, este débil monarca en muy poco tiempo traicionaría a la noble mujer que hizo tanto para colocar la coro-na de Francia sobre su cabeza.

L a coronación de Carlos tendría consecuencias importantes. Ciuda-des que habían estado bajo el control de borgoñones aliados a los

ingleses ahora estaban preparadas para reconocer a Carlos como su legítimo gobernante. Y el ejército de Juana, bajo el mando del duque de Alençon, estaba ansioso por retomar a París — tal como ella había pro-fetizado — y no solo eso, sino deseaba sacar a los ingleses de toda Fran-cia de una vez y por todas.

Juana no había fallado en ninguno de sus consejos al rey; todo lo que había dicho, de hecho, había ocurrido. No obstante, Carlos y sus consejeros no confiaron en los instintos de ella. Ellos tenían ideas para ganar la guerra de maneras distintas y más fáciles. Solo esperaban per-suadir al duque de Borgoña para que rompiera su alianza con los ingle-ses y se uniera al lado francés. Ellos no le dijeron a Juana que el rey había accedido a una tregua de quince días con el duque de Borgoña, y el duque había prometido entregar a París a la conclusión de ese término. En realidad, el engañoso duque los traicionaría. Solo había comprado algo de tiempo con su mentira y estaba esperando la llegada de refuer-zos de Inglaterra; unos tres mil quinientos de ellos.

Cuando Juana se enteró de la tregua, empezó a sospechar inmedia-tamente, así que el 5 de agosto les escribió una carta a los ciudadanos de Reims:

Es cierto que el rey ha acordado una tregua con el duque de Borgoña

que durará quince días, y de acuerdo a esto, él [Borgoña] debe entre-

gar pacíficamente la ciudad de París al final de los quince días. Sin

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embargo, no se sorprendan si no entro [en París] tan rápidamente. No

me siento nada contenta con treguas hechas de esta manera, y no sé si

voy a defenderlas; pero si lo hago, solo será para proteger el honor del

rey; además, ellos [los borgoñones] no timarán a la familia real, pues

yo guardaré y mantendré unido al ejército del rey para que esté listo a

la conclusión de estos quince días si no establecen la paz.32

Entretanto, Juana y el ejército francés marchaban por los pueblos cerca de París, y en ningún caso tenían que pelear, sino que aceptaban una rendición pacífica.

Juana sabía que atacar a París sería difícil, mucho más que la batalla de Orleáns. París estaba bien fortificada, y hasta rodeada por un foso. Pero ella se mantenía firme. Igual que había hecho siempre antes de un ataque, les gritó a los ingleses que se rindieran o morirían; y como ellos ya habían hecho en batallas previas, prometieron pelear.

El 8 de septiembre, las fuerzas francesas comenzaron el ataque bajo el mando de Juana. En un determinado momento, ella decidió que ave-riguaría por sí misma la profundidad del foso. Sin embargo, cuando comenzaba a hundir su lanza en el agua del foso, la flecha de una balles-ta inglesa la alcanzó en la cadera, justo donde la armadura no la prote-gía. Recostada sobre el suelo, muy adolorida, instó a sus soldados a que la dejaran donde estaba y continuaran la batalla; no obstante, Raoul de Gaucourt y otros se acercaron y se la llevaron de allí, terminando así el ataque.

Merece mencionar que Juana no había recibido ninguna instruc-ción de parte de sus voces con respecto a esta batalla y ahora estaba actuando según su propia iniciativa. Nunca más recibiría el consejo de ellas con respecto a tácticas de guerra.

El día siguiente trajo noticias terribles. El rey Carlos había ordena-do que suspendieran por completo el ataque a París. Una vez más, el temeroso e indeciso Carlos había sido influenciado por sus consejeros

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para asumir esta postura; en particular el gran chambelán Georges de la Trémoille, quien sentía aversión hacia Juana.

La corta pero extraordinaria carrera militar de la Doncella ahora estaba llegando a su final. Sus voces le habían advertido en junio que pronto la capturarían, que ella debía «tomarlo favorablemente»,33 y que Dios la ayudaría.

En octubre, el ejército de Juana tomó a Saint-Pierre-le-Moûtier, pero no logró tomar La Charité-sur-Loire. El rey Carlos había firmado una tregua con Inglaterra, dejando a una Juana frustrada y sin nada que hacer, hasta que la tregua terminó la primavera siguiente. En mayo de 1430, las fuerzas inglesas y borgoñonas atacaron a Compiègne, y Juana viajó hasta allí con un pequeño ejército de cuatrocientos hombres para participar en la defensa de la ciudad.

Durante la batalla del 23 de mayo, los franceses, al ver seis mil refuerzos borgoñones acercándose, temieron ser arrollados y se apresu-raron hacia el puente de botes que Guillaume de Flavy había amarrado a lo largo del Oise. Juana, quien nunca se retiró sin pesar, protegió su retirada. Más tarde, Perceval de Cagney describió lo que ocurrió: «En aquel momento, el capitán del lugar, viendo la gran multitud de borgo-ñones e ingleses que estaban listos para tomar el puente, y por miedo a perder su posición, subió el puente levadizo de la ciudad y cerró la puer-ta. De manera que la Doncella permaneció afuera y solo unos pocos de sus hombres estaban con ella».34 Juana peleó valientemente contra el enemigo hasta que uno de ellos la tiró de su caballo y la tumbó al suelo.

Los biógrafos tienen sus dudas sobre esta descripción. Por ejemplo, Pernoud y Clin indicaron que «no fue la puerta principal la que cerra-ron, sino una puerta en el muro de cortina, la cual no era imprescindible para la defensa de los límites de la ciudad y la que, según cabe asumir, interrumpió la retirada de los combatientes. Por esto — aunque persiste un escepticismo razonable — algunos creen que el temor de Juana de ser traicionada se hizo realidad».35

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Ahora Juana se convirtió en prisionera de Lionel de Wandomme, lugarteniente de Juan de Luxemburgo, quien a su vez estaba bajo el mando del duque de Borgoña. Lionel la transportó hasta Margny-lès-Compiègne, donde la mantuvieron bajo vigilancia en una torre en el castillo Beaurevoir hasta noviembre.

Los ingleses, quienes habían llegado a convencerse de que nunca ganarían gloria en el campo de batalla mientras viviera la Doncella, celebraron su captura y de inmediato comenzaron a presionar al duque de Borgoña para que se las entregara. Finalmente, el duque accedió, lue-go de aceptar un rescate de diez mil francos, además de seis mil francos para los soldados que la habían capturado.

Juana prefería la muerte a ser entregada a los ingleses, y mientras se llevaban a cabo estas negociaciones sobre su suerte, parece que quiso terminar con su vida, saltando de la torre de más de veinte metros de altura donde la habían mantenido cautiva. Sin embargo, de alguna manera sobrevivió, al caer en un área de tierra suave. Horas más tarde la encontraron inconsciente y la regresaron a su celda, luego de escapar no solo de la muerte, sino de cualquier herida. Este fue uno de varios intentos que hizo para escapar. Pero ahora una de sus voces — ella dijo que fue Santa Catalina — le dijo a Juana que «confesara y le pidiera per-dón a Dios por haber saltado».36

Inicialmente, el rey Carlos había prometido vengar la captura de Juana. A fin de cuentas, había sido su intrépida obediencia a Dios la que le había dado a él la corona francesa. Pero, en realidad, no hizo nada para ayudarla durante este tiempo.

Luego llevaron a Juana a Ruán, la sede de la ocupación del gobier-no inglés, y la encadenaron en un calabozo del castillo para esperar su juicio. Allí, cinco carceleros se burlaron de ella, la insultaron e intentaron violarla. El miedo a ser violada llevó a Juana a seguir vis-tiendo su atuendo masculino, el cual le ofrecía más protección que un vestido.

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En enero de 1431 se anunció que una corte eclesiástica juzgaría a Juana por herejía, blasfemia y brujería. Ella indicó que si este era el caso, debían mantenerla en una prisión de la iglesia y ser asistida por monjas. Sin embargo, este decreto eclesiástico, como muchos otros, fue desacatado.

Su juicio comenzó el 9 de enero de 1431 y duró cinco meses misera-bles. Pierre Cauchon fue el juez principal en esta corte falsa y su nom-bramiento para esta posición no fue coincidencia. Cauchon despreciaba a Juana por haberlo humillado y haber perjudicado su carrera. Bajo su dirección como rector de la Universidad de París, la universidad había dado su apoyo a los borgoñones y desarrollado la teoría de la «doble monarquía»: la idea de que un rey inglés debía reinar tanto en Inglaterra como en Francia. No obstante, gracias a Juana, él y su teoría perdieron admiradores. Justo antes de la coronación, él había estado viviendo en Reims. Cauchon fue obligado a huir de esta ciudad hacia Beavais. Luego, cuando esa ciudad también le dio la bienvenida a Carlos VII, tuvo que huir otra vez. Si se probaba durante este juicio que Juana era una hereje, Cauchon tendría su venganza. Lograría que su teoría sobre la «doble monarquía» fuera vista otra vez con la admiración que una vez había disfrutado.

Durante el juicio llamaron a muchos testigos, entre ellos obispos, abades y especialistas en ley eclesiástica. Sin embargo, no permitieron ningún testigo en favor de Juana. Nicolas Bailly — el notario clerical asig-nado a recopilar testimonios contra Juana — no pudo encontrar ninguna evidencia adversa, así que legalmente hablando, ni siquiera debió haber sido enjuiciada. Sus adversarios le negaron el derecho a un asesor legal y se aseguraron de que el tribunal que emitiría juicio contra ella se compu-siera completamente de un clero en favor de los ingleses. Se falsificaron documentos, y cualquier autoridad que se quejara del tratamiento que le estaban dando a Juana recibía amenazas contra su vida. Esas amenazas — y el control del gobierno secular inglés sobre este juicio — convirtieron

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todo esto en una parodia de justicia. Hubo violaciones claras a las reglas de la iglesia sobre este tipo de juicios, los cuales debían llevarse a cabo sin ninguna interferencia de las entidades seculares.

Aun así, el juicio se llevó a cabo, y es uno de los hechos más extraor-dinarios de la historia que la transcripción del mismo sobreviva. Y esta revela lo desconcertantemente bien que esta simple muchacha campe-sina se defendió ante adversarios ingleses hostiles y con un alto nivel de educación. Quienes la interrogaron se comportaron muy parecido a los abogados de hoy día, intentando confundirla con preguntas capciosas. También repetían las preguntas en el intento de provocar que se contra-dijera. Pero para disgusto y sorpresa de ellos, el desempeño de Juana fue brillante.

En un momento, los miembros del tribunal estaban tan frustra-dos que consideraron torturar a Juana, pero a la larga decidieron no hacerlo. En marzo ella hizo una predicción, diciéndoles a sus inquisi-dores de ojos saltones: «Dentro de siete años los ingleses perderán un premio mucho mayor que Orleáns, y luego, a toda Francia».37 Ellos no supieron qué hacer con esto, pero en 1450 ella probaría estar en lo cierto cuando finalmente los ingleses fueron expulsados de París y luego perdieron la batalla de Formigny, en la que sacrificaron a unos dos mil quinientos hombres; casi el cincuenta por ciento de su ejérci-to. Como resultado, los franceses pudieron retomar la mayor parte de su territorio.

Sin embargo, el momento más impresionante de Juana fue cuando le hicieron una pregunta capciosa: «¿Estás en estado de gracia?». Si con-testaba que sí, habría sido acusada de herejía, porque la iglesia enseñaba que nadie podía saber con certeza si estaba o no en estado de gracia. Pero si contestaba que no, habría sido equivalente a reconocer su culpa-bilidad. Ella respondió hábilmente: «Si no lo estoy, ¡que Dios me ponga en él! Y si lo estoy, ¡que Dios me guarde en él!».38 Según un testigo, sus interrogadores se quedaron atónitos.

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Juana también anunció que sus voces le habían dicho que en tres meses sería libre. Si ella supo o no que su libertad llegaría en la forma de la muerte nunca lo sabremos.

Exactamente un año después del día de su captura, un sacerdote llegó para exhortar a Juana a que «en lealtad a Dios [...] aceptara la auto-ridad y se sometiera».39 Es posible que él haya creído que Juana sufría de delirios y haya querido salvarla de la muerte terrible que le esperaba si no se arrepentía.

El 14 de mayo, Cauchon recibió una carta del rector de la Universi-dad de París anunciando que, luego de varias consultas y deliberaciones, habían alcanzado el consenso unánime de que había llegado el momento de actuar. Y declaraba que Juana era «una apóstata, mentirosa, cismática y hereje».40 Cauchon no perdió tiempo para compartir estas conclusio-nes con los inquisidores de Juana. El 23 de mayo le presentaron su final y formal amonestación.

La respuesta de ella fue característicamente cándida: «Aun si ya hubiera sido juzgada y viera el fuego encendido y los haces de leña listos y los verdugos listos para encender el fuego, y aun si ya estuviera en el fuego, ni siquiera así diría algo distinto. Mantendría hasta la muerte lo que he dicho durante este juicio».41

Al día siguiente, en un intento de crear un espectáculo dramático, Cauchon montó unas plataformas en la abadía del cementerio Saint-Ouen; una para Juana y las otras para sus jueces. Entonces la obligaron a escuchar un sermón del canónigo de Ruán, Guillaume Erard. Luego del sermón, Erard le ordenó: «He aquí a mis señorías, sus jueces, quie-nes en diversas ocasiones le han emplazado y requerido que se someta a sí misma, sus palabras y sus obras, a nuestra Santa Iglesia, mostrando que sí existían en sus palabras y obras muchas cosas que, al parecer del clero, no son buenas ni de pronunciar ni mantener».42

Luego le entregaron a Juana una carta de abjuración, un juramento de repudio. Jean Massieu, un ujier, la instó a que la firmara, para así

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proteger su vida. Veinticinco años más tarde, Massieu informó que ella no parecía haber entendido el documento. La Doncella iletrada pidió que la carta «fuera inspeccionada por los secretarios de juzgado y que ellos debían aconsejarla». Sin embargo, Erard le ordenó a Juana que fir-mara el documento inmediatamente, «o de lo contrario tus días termi-narán en la hoguera».43

Y así, con la ayuda de Laurence Calot, Juana firmó el documento dibujando un círculo y una cruz.

¿Qué decía aquel documento en realidad y qué significaba aquella peculiar «firma» de Juana? Después de todo, ella antes había firmado documentos escribiendo su nombre. Según Pernoud y Clin, «se dijo que el documento contenía una promesa de que Juana no vestiría más ropa de hombre. Según el testimonio de Guillaume Manchon, quien en su capacidad como notario debió haber sido consciente del significado de esta escena, Juana se rio. Podemos preguntarnos si la cruz que dibujó en lugar de una firma [...] tal vez no haya sido una referencia a la cruz que a veces ella incluía en mensajes militares, como una señal previamente acordada que indicaba que quienquiera que recibiera esa carta debía considerarla nula y sin efecto».44

El grupo de ingleses estaba furioso porque su deseo más preciado — que Juana fuera condenada y ejecutada — no se había consumado. Después de servir una condena por hereje, es posible que se le permi-tiera regresar a su casa. El conde de Warwick se quejó, pero Cauchon le aseguró discretamente: «Mi señor, no se preocupe; la atraparemos otra vez».45

Posterior a esto, Juana volvió a pedir que la enviaran a una prisión en la iglesia; sin embargo, la llevaron de vuelta a su malsana y húmeda celda en el castillo. Esta decisión fue más crítica de lo que puede pare-cer. Si los herejes convictos reincidían, las autoridades religiosas podían condenarlos a muerte y entregarlos a las autoridades civiles, quienes a su vez podían ejecutar la sentencia. Como explican Pernoud y Chin,

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Cauchon «había tenido éxito solo en convertir la vestidura masculina en el símbolo del rechazo de Juana de someterse a la iglesia».46 Ella había prometido no usarla más. No obstante, una vez que la regresaron a su celda, los carceleros volvieron a amenazarla con la violación.

Un testigo dijo que tres días más tarde, ella comenzó a usar nue-vamente ropa de hombre, porque le proveía una mejor defensa con-tra el ataque sexual. Otro testigo dijo que volvió a usarla otra vez porque sus carceleros habían removido su vestimenta femenina mientras ella dormía y le habían tirado en la celda una bolsa llena con ropa de hombre.

Independientemente de la razón, cuando Cauchon descubrió que Juana estaba usando otra vez ropa de hombre, se dirigió de inmediato a la celda en el castillo. Con él estaban Jean Lemaitre, el vice-inquisidor, y algunas otras personas. Querían saber por qué Juana estaba usando otra vez ropa de hombre. Ella respondió:

Lo hice por voluntad propia [...] porque era más lícito y conveniente

que vestir ropa de mujer ya que estoy rodeada de hombres; comencé a

vestirlas otra vez porque lo que me prometieron no ha sido cumplido;

es decir, que debo ir a misa para recibir el cuerpo de Cristo y ser libe-

rada de estos grilletes. Preferiría morir que permanecer con estos gri-

lletes; sin embargo, si se me permite ir a misa, y si me liberan de estos

grilletes, y si me envían a una prisión decente y si me asignan a una

mujer para que me ayude, me comportaría bien y haría lo que la igle-

sia desea.47

Luego le preguntaron a Juana si sus voces le habían dado algún otro mensaje. Sí, ella contestó; le habían contado «de la gran tristeza de Dios porque hice algo muy malo, a lo que consentí al abjurar y hacer revoca-ción, y me dijeron que me estaba condenando a mí misma para salvar mi vida».48

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Eso era todo lo que Cauchon necesitaba escuchar. Salió de la pri-sión y fue inmediatamente a la corte del castillo, y le dijo al conde de Warwick: «Puedes hacer un buen brindis. ¡Esta hecho!».49

El 30 de mayo dos sacerdotes fueron donde Juana y le dijeron que moriría en la hoguera aquella mañana. Ella rompió en lágrimas. Cuan-do Cauchon la visitó más tarde, ella arremetió contra él diciendo: «Obispo, ¡es por su culpa que voy a morir!».

El obispo, de manera condescendiente, le explicó a Juana que sería ejecutada porque no cumplió su promesa de abstenerse de usar ropa masculina. Enfurecida, Juana respondió: «Si me hubiera puesto en la prisión de la iglesia con mujeres para vigilarme, como era mi derecho, esto no hubiera ocurrido. Le emplazo ante Dios, el gran Juez».50

Una vez más, Cauchon violó las reglas de procedimiento, que dictaban que Juana debía ser llevada a una sala donde un alguacil secular podía escuchar su caso y pronunciar una sentencia secular. Sin embargo, él no quería arriesgarse a que Juana escapara al castigo que había escogido para ella. Doscientos guardias la escoltaron a la Plaza Antigua, donde habían preparado la hoguera sobre un montón de madera. La obligaron a ponerse una capucha inscrita con las pala-bras «Heretique, Relapse, Apostat, Idolatre» (hereje, reincidente, apóstata, idólatra).

Los soldados ingleses la ayudaron a subir sobre la madera amonto-nada alrededor de la hoguera y la amarraron a ella con cadenas. Luego, Juana pidió que le dieran una cruz. Un soldado inglés compasivo hizo una con palos y se la entregó. Ella la besó y la puso dentro de su ropa, y luego perdonó públicamente a sus enemigos. El fraile Isambart de la Pierre se propuso encontrar un crucifijo para Juana y encontró uno en la iglesia Saint-Laurent. Pero cuando regresó vio que habían colocado una antorcha en la madera debajo de la Doncella. Mientras las llamas chisporroteaban y Juana se quemaba, él alzó el crucifijo para que ella pudiera mirarlo.

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De acuerdo con los testigos, ella continuó «alabando a Dios y a los santos, mientras se lamentaba devotamente; la última palabra que gritó en voz alta al morir fue: “¡Jesús!”».51

Muchos de los presentes entre la multitud inglesa aquel día — y había cientos de ellos — lloraron con piedad por la muchacha. Los lamentos de la propia Juana perturbaron profundamente a su verdugo, quien le dijo a un fraile «que él había pecado de gravedad y que se arre-pentía de lo que había hecho contra Juana, quien ahora entendía era una mujer santa; porque según le parecía, este inglés había visto con sus propios ojos que al momento en que Juana entregó su espíritu, una paloma blanca salió de ella y voló hacia Francia».52

Jean Tressart, secretario para el rey de Inglaterra, luego de haber visto a Juana quemarse, se lamentó: «Estamos todos arruinados, pues una persona buena y santa fue quemada».53

Para prevenir que guardaran alguna reliquia, los soldados ingleses excavaron entre las ascuas para exponer su cuerpo quemado. Preocupa-dos de que la gente pudiera alegar que había escapado del fuego, encen-dieron su cuerpo dos veces más; ahora ya no quedaba nada sino cenizas.

Sus restos fueron luego lanzados al Sena. Y de este modo terminó la vida mortal de Juana de Arco, la salvadora de Francia.

S in embargo, ese no es el final de su historia. En 1449, dieciocho años después de la muerte de Juana, el rey Carlos VII, junto a la

madre de Juana y el inquisidor general Jean Bréhal, solicitaron al Papa Calixto III que autorizara póstumamente una «anulación de juicio» para determinar si el juicio original de Juana había sido justo, según la ley canónica. El Papa estuvo de acuerdo. Teólogos nombrados como jurado llamaron a ciento quince testigos y examinaron sus testimonios. En 1456, Bréhal emitió un sumario final y fue un repudio absoluto del

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veredicto previo. Juana, declaró, era inocente. Y fue más allá al decretar que no solo la habían matado injustamente, sino que había sufrido la muerte de un mártir.

Cauchon hizo que ejecutaran a Juana porque supuestamente ella había quebrantado las enseñanzas bíblicas sobre la vestimenta adecua-da para los hombres y las mujeres, pero esa convicción fue revocada «en parte porque el proceso judicial para la condena había fallado en consi-derar las excepciones doctrinales para esa censura».54

Pero aquí no terminó todo. El despreciable Cauchon, quien conde-nó y ejecutó a la inocente Juana por razones personales, ahora fue denunciado por la corte como hereje. Se trató de una justicia divina, solo echada a perder por el hecho de que Cauchon había muerto años antes.

Casi quinientos años después de su muerte, en 1909, Juana de Arco fue beatificada; y en 1920 fue canonizada como santa en la iglesia católica.

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