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Mujeres -4 Ignacianas
Urbano Valero Agúndez, SJ (coord.)
Colección «SERVIDORES Y TESTIGOS»
126 Urbano Valero Agundez, SJ (coord.)
Mujeres ignacianas
S A L TERRAE Santander-2011
© 2011 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1
39600 Maliaño (Cantabria) Tfno.: 942 369 198 / Fax: 942 369 201
[email protected] / www.salterrae.es
Imprimatur. * Vicente Jiménez Zamora
Obispo de Santander 15-06-2011
Diseño de cubierta: María Pérez-Aguilera
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
almacenada o transmitida, total o parcialmente, por cualquier medio o procedimiento técnico
sin permiso expreso del editor.
Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 978-84-293-1937-8
Depósito Legal: SA-619-2011
Impresión y encuademación: Artes Gráficas J. Martínez, S.L. 39611 El Astillero (Cantabria)
ÍNDICE
Presentación, por Urbano Valero 9
1. Juana de Lestonnac, 1556-1640 por Colette Codet de Boisse 15
2. Mary Ward, 1585-1645 por Ana Gimeno 37
3. Claudina Thévenet, 1774-1837 por María Campillo 59
4. Magdalena Sofía Barat, 1779-1865 por Dolores Aleixandre 79
5. Bonifacia Rodríguez de Castro, 1837-1905 por Adela de Cáceres 97
6. Cándida Ma de Jesús Cipitria y Barrióla, 1845-1912 por Ma del Pilar Linde 115
7. Vicenta Ma López y Vicuña, 1847-1890 por María Digna Pérez 135
8. Dolores R. Sopeña, 1848-1918 por Jacqueline Rivas Agurto 153
9. Rafaela Ma Porras Ayllón, 1850-1925 por Inmaculada Yáñez 173
10. Margarita Ma López Maturana, 1884-1934 por Isabel Avila Llopis 193
Epílogo, por Urbano Valero 213
Presentación
C/N mi actividad como jesuíta, larga ya en el tiempo gracias a Dios, he tenido frecuentes contactos con institutos religiosos femeninos de espiritualidad ignaciana, dando y acompañando los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, fuente viva y perenne de la misma, y, sobre todo, asesorando fraternalmente en cuestiones institucionales y asuntos del gobierno. Dos cosas me llamaron fuertemente la atención desde el principio en estos contactos. Una era la facilidad de comunicación que existía desde el primer momento entre «el jesuíta» y las religiosas de estos institutos: había un lenguaje común, unos valores compartidos y una sensibilidad espiritual y apostólica de resonancias muy afines. Aunque no hubiera entre la Compañía de Jesús y esos institutos una familia formalmente estructurada -la añorada, al menos, por algunos y algunas, «familia ignaciana»- el real «aire de familia» se respiraba con gran naturalidad, y, sin necesidad de explicaciones previas, había una comprensión fácil y espontánea. La otra, para mí más llamativa, era la adhesión tan viva de los (o, al menos, de no pocos) miembros de esos institutos religiosos no sólo a los rasgos comunes de lo «igna-ciano», tal como se presentan en los Ejercicios, sino también a lo más propia y privativamente «jesuítico», tal como se formula en los documentos fundacionales de la Compañía de Jesús: Fórmula del Instituto como esbozo y síntesis de la
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propia profesión, Constituciones y otros documentos posteriores. Me sorprendía que, en grados diversos y con diversidad de matices, se llegara a percibir ese «patrimonio», también como algo propio. Incluso no son raros ni escasos los institutos femeninos de espiritualidad ignaciana que tienen como propias, con algunas adaptaciones o aun en su estricto tenor literal, las Constituciones de la Compañía de Jesús, para no llegar a mencionar alguno que se ha apropiado, -por supuesto, legalmente-, nuestras Constituciones recientemente «anotadas» y sus «Normas Complementarias». Además de producirme una gran alegría, ambos hechos me han dado mucho que pensar y agradecer. Quizá por eso, ahora, en la tranquilidad de mi retiro, con el espíritu y la mente más libres de incumbencias apremiantes, me ha venido, «sin dudar ni poder dudar», la moción de promover este libro, por iniciativa exclusivamente personal, formado por diez semblanzas de «mujeres ignacianas», fundadoras de sendos institutos religiosos, en un intento de esclarecer el fenómeno, adentrándome e invitando al lector o lectora a adentrarse en él, a través de la peripecia vivida por esas mujeres. No ha habido persona con la que haya comentado el proyecto, que no lo haya juzgado positivo e interesante, y las más directamente afectadas, con especial entusiasmo. Gracias a ese entusiasmo y a la notable competencia y destreza de las colaboradoras designadas, como se podrá comprobar en la lectura del libro, la idea ha podido hacerse realidad en poco tiempo.
Estas «mujeres ignacianas» son sólo algunas, concretamente diez, nueve canonizadas o beatificadas, y una cuyas virtudes heroicas han sido ya reconocidas. Este ha sido el criterio objetivo que definía y facilitaba la selección y le daba un aval inapelable de acierto. Son también fundadoras de sus respectivos institutos, lo que indica que han hecho cuanto estaba en su mano para transfundirles el carisma ignaciano, que ellas habían asimilado, y hacer partícipes de él a sus seguidoras. Hay afortunadamente otras muchas mujeres, religiosas1 o no, que pueden ser reconocidas como ignacianas. Como puede
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haber también muchos varones, religiosos o no, que pueden ser reconocidos igualmente como ignacianos2.
El objeto del libro es mostrar cómo esas mujeres llegaron a ser «ignacianas» y qué hicieron para comunicar a sus institutos y, a través de ellos, a sus seguidoras el carisma que como gracia recibieron. Visto desde el otro lado, se trata también de mostrar cómo los jesuítas, beneficiarios primarios -al menos, así se ha de presumir- del carisma ignaciano, han cooperado a que éste pudiera ser participado intensamente por otras personas fuera del ámbito jesuítico, contemplando de cerca el hecho y los procedimientos empleados para ello. Y, visto lo uno y lo otro, se trataría de dejar aparecer los frutos que este proceso de difusión y participación del mismo carisma ha producido en la Iglesia de Dios. Sin dar al significado de las palabras más realce que el que realmente tienen, se trata de mostrar cómo se ha producido este complejo proceso eclesial de comunicación de gracias, que se desborda hacia fuera de sí mismo y redunda en beneficio de otras muchas personas en la Iglesia y en el mundo, a las que el «don de Dios» ha llegado por medio de las personas previamente «agraciadas» por él.
1. Sobre Institutos religiosos femeninos ligados a la Compañía de Jesús puede verse el interesante estudio, muy informativo e iluminador, de J. DE CHARRY en Diccionario Histórico de la Compañía de Jesús, Ins-titutum Historicum S.I. / Universidad Pontificia Comillas, Roma-Madrid 2001, 2.050-2.056. Sobre la base de una encuesta hecha en Roma, en 1983, por el cauce de las respectivas Curias Generalicias, la autora llega a cifrar en 252, hasta aquella fecha, el número de estos Institutos ligados a la Compañía e inspirados en diverso grado en la espiritualidad ignaciana y en el modo de gobierno de aquella. Particularmente interesante es la descripción del papel desempeñado por los jesuítas en el nacimiento de los institutos y en su apropiación de la espiritualidad ignaciana.
2. Gracias a la difusión de la práctica de los Ejercicios Espirituales entre laicos y laicas y a la intensificación de la colaboración entre unos y otros en la misión por cada uno recibida para la difusión del Reino de Dios, va aumentando el número de personas que se sienten atraídas y beneficiadas por la espiritualidad ignaciana en nuestros días.
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Todo esto se va tratar de «mostrar», es decir, de presentar para ser visto y contemplado, simplemente «narrando fielmente la historia» (EE 2), con brevedad y concisión, de lo que Dios ha hecho en y con esas personas especialmente agraciadas en sí y para sí mismas y con una fecundidad mul-tiplicadora para que la gracia por ellas recibida se comunicara sucesivamente a otras personas. Se mostraría así cómo el manantial que brotó a la superficie en lugares y momentos determinados habría ido produciendo una red de canales, visibles a ratos e invisibles en otros, que fluyen silenciosamente y van fecundando las tierras por donde pasan, según el beneplácito de la voluntad de Dios, para alabanza de la gloria de su gracia (Ef 1,5-6).
En esta «muestra» va a ir apareciendo una sorprendente galería de personas muy diversas, todas ellas de una talla humana descollante y de calidades espirituales admirables, cuyo denominador común, en medio de tan gran variedad de ambientes, de horizontes y de proyectos concretos, es haberse puesto incondicionalmente en manos de Dios para dejarse configurar como hijos/hijas suyas en Cristo, y desde ahí cooperar en la realización de su designio salvador de la humanidad, en un modo de vida que en todo quiere imitar y parecerse más a quien se vació de sí mismo y, tomando la forma de siervo, vino a este mundo, no a ser servido, sino a servir. «En todo amar y servir», según lo aprendido en la escuela de los Ejercicios ignacianos, es finalmente es el impulso común que mueve y guía a todas estas personas y a cuantas, en la sucesión del tiempo, las seguirían, en respuesta a las necesidades de ayuda y salvación percibidas en sus respectivos entornos.
Aparecerá también otra galería paralela de jesuítas (y de algún que otro no jesuíta), algunos de ellos ya casi contemporáneos, de los que al día de hoy conocemos poco más que sus nombres y sus actividades de colaboración para acompañar el nacimiento de los institutos en cuestión y orientar a
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sus fundadoras, con gran libertad y con una dedicación y espíritu de servicio también muy encomiables.
Penetrando un poco más, se podrán percibir también elocuentes muestras de algo que hoy parece que estamos buscando, como tierra que se va descubriendo, a la que se anticipan los nombres de «colaboración con otros y otras», también de «intercongregacionalidad» (palabra de articulación bastante complicada) y otros semejantes, amasado todo ello con fermentos de reconocimiento y confianza mutua incondicional, simple gratuidad, trascendencia generosa de quereres e intereses particulares, e «intención pura» de servir a un designio mayor que todos los nuestros y que da su verdadero y único sentido a todos ellos.
Y, si nos acompaña una suficiente iluminación, tendríamos que llegar a comprender que, a través de estas pequeñas historias, se ha ido tejiendo una porción de la gran Historia, la historia de la Iglesia y de la humanidad, y que los personajes en acción han sido sólo «flacos instrumentos» e hilos del gran tejido, en manos de quien «trabaja y labora en todas cosas criadas sobre la haz de la tierra» (EE 236), y «obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como él quiere» (ICor 12,11), ordenándolo todo para «para su mayor servicio y gloria y bien de las almas».
Vamos a descubrir, yendo más allá de nuestras crónicas de familia, las «cosas grandes» que, de generación en generación, Dios ha hecho con nosotros y con muchos otros y otras, «acordándose de su misericordia». Y, así, enteramente reconociendo tanto bien recibido, podremos disponernos para «en todo amar y servir a su divina Majestad», fortalecidos con la esperanza de que Su mano, que no se ha empequeñecido, siga haciendo con nosotros las maravillas que antiguamente hizo con nuestros padres y nuestras madres, para bien de los que él ama.
* * *
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Este libro, como se ha podido ver ya, no es mío; es de aquéllas que han escrito para él las semblanzas de sus Madres Fundadoras. Como lo han hecho con competencia consumada, con dedicación generosa y dócil, y también con gracia y entusiasmo admirables, cumplo muy gustoso el deber de agradecérselo cordialmente y de felicitarlas por la calidad de sus contribuciones. Ha sido un placer colaborar con ellas durante los meses pasados. Pasen y lean, sin prisa; al final intercambiaremos lo que hayamos visto y sentido en la lectura. Agradezco igualmente el entusiasmo con que sus respectivas superioras acogieron el proyecto y la confianza y aliento con que les confiaron el encargo de cooperar a su realización, y también el crédito que generosamente me otorgaron a mí. La editorial Sal Terrae, que acogió con generosidad y confianza el proyecto, todavía no muy definido, y ha dado todas las facilidades para realizarlo, merece también nuestro agradecimiento.
URBANO VALERO, SJ
Salamanca, Pentecostés 2011
1. Juana de Lestonnac (1556-1640)
Fundadora de la Compañía de María Nuestra Señora
«Tender la mano» a la juventud femenina abandonada»
JUANA de Lestonnac nace en Burdeos en 1556. Cumplidos ya los 50 años, después de una vida de esposa, madre de familia y viuda, culminada por una experiencia de unos meses de vida contemplativa, funda en 1607, en Francia, la Compañía de Nuestra Señora, primera Orden religiosa femenina dedicada a la educación. A su muerte, el 2 de febrero de 1640, deja implantados más de treinta conventos-escuelas, especialmente en el centro y el suroeste de Francia.
No se puede comprender la riqueza de su personalidad ni de su obra sin considerar las numerosas influencias históricas, culturales, sociales y religiosas que la marcaron durante esta segunda mitad del siglo XVI que la vio nacer y crecer. También hay que acompañarla en sus años de dama de la sociedad bordelesa, hasta el giro que significará para ella como un segundo nacimiento. Comienza entonces una nueva etapa, con la entrega incondicional de su vida en el seguimiento de Cristo y en compañía de Nuestra Señora, para «tender la mano» a la juventud femenina de su tiempo a través de la educación.
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1. Juana de Lestonnac, heredera de múltiples influencias
a) Influencias históricas: las guerras de religión
La infancia, la juventud y una parte de la vida adulta de Juana se desarrollan a lo largo de un período de hostilidades y continuos disturbios. En Francia, en aquel momento, las cuestiones políticas y religiosas están estrechamente mezcladas, y los actos violentos que, entre 1562 y 1589, oponen al partido católico y al protestante dejan un campo de ruinas materiales y morales en todo el país. Al día tristemente célebre de la matanza de unos 3.000 hugonotes (nombre dado a los calvinistas franceses del siglo XVI al XVIII), que tuvo lugar en París el 24 de agosto de 1572, día de san Bartolomé, seguirá un mes más tarde su réplica, promovida en Burdeos, siendo entonces gobernador de la ciudad Carlos de Montferrant, y uno de los líderes el concejal Pedro de Lestonnac, tío de Juana... Enrique de Navarra, pretendiente al trono, pero jefe de la Unión protestante, acaba por abjurar en 1593, y en 1594 es consagrado rey de Francia en Chartres. La paz religiosa no se restablecerá hasta 1598, una vez firmado el Edicto de Nantes, que instaura la libertad del culto protestante, con la devolución de los derechos civiles a los reformados -eran algo más de dos millones: el equivalente a un 10% de la población- y la concesión de un centenar de plazas fuertes.
No obstante, paralelamente a este ambiente de guerras civiles surge un clima de curiosidad intelectual, una proliferación de ideas y nuevas iniciativas que hallarán su pleno desarrollo en el siglo XVIII, el siglo de oro francés. De nuevo, la familia de Juana toma parte activa en este resurgir intelectual.
b) Influencias culturales: el humanismo
En efecto, Juana nace en un hogar muy culto. Su padre, Ricardo de Lestonnac, es consejero del Rey en el Parlamento de Burdeos. Además de sus amistades parlamentarias, cultiva estrechas relaciones con la sociedad literaria de la ciudad. De
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ahí que se reúna a menudo en su casa un notable círculo de poetas y filósofos: Pierre Charon, Elie Vinet, comentarista de Ausone, Florimond de Raymond, teólogo de Toulouse, Pierre de Brach, quien dedicará una elegía a Ricardo de Lestonnac... Incluso en 1563 muere en casa de este último, en Germignan, Etienne de la Boétie, célebre amigo de Montaigne.
Con respecto a su madre, Juana Eyquem de Montaigne, hermana del célebre escritor, las crónicas de la época elogian su dominio del griego y del latín, prueba evidente de una cultura refinada para una mujer de esta época.
Juana vive, pues, en una familia de humanistas; entre ellos destaca ciertamente la insigne figura de Miguel de Montaigne. Cuando, en 1580, se publican los dos primeros libros de los Ensayos, su sobrina tiene ya 24 años y, sin duda alguna, es una de sus primeras lectoras. Aunque no comparte plenamente la concepción de la vida adoptada por su tío, ¿cómo no descubrir en su visión optimista del hombre, su sentido de la persona humana y sus principios sobre la educación, una herencia en la que sabrá inspirarse cuando llegue el momento de orientar su obra educativa?
c) Influencias familiares y sociales: el ambiente parlamentario
Las dos familias de las que procede Juana, los Eyquem de Montaigne, originarios del Périgord, y los Lestonnac de Burdeos, le aportan además una herencia enriquecida por una larga tradición.
Su abuela materna, Antonieta de Louppes (López), desciende de una antigua familia de comerciantes judíos españoles que hicieron fortuna y compraron el señorío de Montaigne en 1477. Su esposo, Pedro Eyquem de Montaigne, es alcalde de Burdeos en 1544, como lo será más tarde su hijo Miguel.
Los Lestonnac ocupan en el siglo XV un lugar distinguido en la alta burguesía bordelesa, y en el siglo XVI ac-
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ceden, como los Eyquem, a la principal nobleza del país, asumiendo cargos públicos importantes en Burdeos. El ambiente parlamentario, al que pertenece el padre de Juana, ejerce entonces una influencia considerable. Fiel a las instituciones y a la fe católica, es el único defensor de los derechos del Reino y de la Iglesia, en medio de los incesantes disturbios que debilitan a las dos fuerzas en oposición, y frente a un poder episcopal en declive.
A Juana, la primogénita del hogar, la seguirían Guy en 1562; Audet, de la que será madrina, en 1564; Roger (llamado Francois en la Historia de la Orden), que en 1589 ingresará en la Compañía de Jesús con 17 años de edad; Juana Francisca, Francisca y Jacoba. Todas contraerán matrimonio con familias significativas de Guyena.
Honradez, rectitud, fidelidad a las tradiciones religiosas: tal es el ejemplo que Juana y todos sus hermanos reciben de su padre. Su madre no es menos fiel a los mismos principios, pero su adhesión al cristianismo sufre una transformación que acarreará una dramática fractura en la pareja.
d) Influencias religiosas: los calvinistas y los jesuítas
Las ideas de la Reforma protestante, difundidas por Lutero en Alemania y retomadas con algunos matices en Francia por Calvino (1509-1564) en su obra Institution de la Religión Chrétienne (1541), habían encontrado, desde la primera mitad del siglo XVI, un terreno favorable preparado tanto por la corriente del humanismo evangélico, inspirado por Erasmo, como por la influencia luterana. Calvino, obligado a huir a Suiza, siguió desplegando una atención especial por Francia, considerada, según su opinión, como el campo de la fe renovada, una fe que debía ser purificada de todos los añadidos humanos con los que la Iglesia católica la había desfigurado.
Poco a poco, la madre de Juana se irá decantando hacia el calvinismo e intentará conquistar a su hija. La envía a ca-
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sa de uno de sus hermanos, Tomás, señor de Beauregard, fiel adepto, junto con su esposa, de la religión reformada. Una visita que Michel de Montaigne efectuará a su hermano le moverá a advertir a Ricardo de Lestonnac del peligro que corre la fe católica de la pequeña Juana. Su padre ordena su regreso a Burdeos. En una primera etapa de su educación, aunque por breve tiempo, Juana tuvo, por tanto, un contacto directo con situaciones religiosas contrastadas, por no decir opuestas.
Sufre por este profundo desacuerdo entre sus padres, también por la lejanía de su madre, ocasionada por esta discrepancia religiosa que se prolonga hasta la muerte de Juana Eyquem de Montaigne. Más tarde tuvo ocasión de reconocer la eficacia y los aspectos positivos que presentaban algunas ideas y prácticas propuestas por los Reformados: la importancia de la enseñanza de los jóvenes de ambos géneros para poder dar razón de su fe; la dimensión social de la enseñanza; ciertas orientaciones pedagógicas innovadoras; la importancia concedida a la mujer...
De vuelta al hogar paterno, Juana recibe una educación católica. En esta época, Burdeos acogerá a un acérrimo adversario de Calvino, el jesuíta Edmond Auger (o Augier), el cual, autor de la Historia de la Orden, escrita en 1697, indica que a los trece años Juana está profundamente marcada por sus enseñanzas: «Desde aquel momento, ella percibió en su corazón las primeras chispas de un fuego cuyos ardores experimentaba con gusto».
Señalemos la importancia de este primer encuentro con los jesuítas. Juana nació el mismo año de la muerte de Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, y el mismo año también de la fundación, por vez primera en Francia, de un colegio de jesuítas (en Billón, Auvernia). En las primeras orientaciones de su vida, Juana no permanece insensible al fuego apostólico que irradia uno de sus discípulos, aunque algunos historiadores no dudan en acusar al Padre Auger de haber sido, por su virulencia, uno de los cul-
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pables de la matanza de los protestantes acaecida en Burdeos el 3 de octubre de 1572, como réplica a la de san Bartolomé en París... Pero sin suscitar en ella tales extremos, Auger está sin duda entre los «Padres de la Compañía de Jesús que en su infancia, con sus consejos, le habían evitado emprender los caminos desviados de la herejía», según los términos mismos de la Historia de la Orden.
Dos días antes de este episodio funesto, en ese clima extremadamente revuelto, el Colegio de la Madeleine, creado por los jesuítas en Burdeos, había abierto las puertas a sus primeros quinientos alumnos; dos años más tarde, serían ya un millar. En los años siguientes, y a pesar de su expulsión temporal, el impacto de los jesuitas en la vida bordelesa irá creciendo... Cuando a Juana le llegue el momento de las grandes decisiones, se dirigirá con toda espontaneidad a la Compañía de Jesús para recibir sus consejos, apoyo y ayuda espiritual.
Entre las influencias recibidas por Juana, no podemos silenciar la enorme impresión y admiración que ejercía sobre ella, joven adolescente, la obra de reforma emprendida en esta época por Teresa de Jesús. La Historia de la Orden se hace eco en diversas ocasiones del deseo que entonces suscitaba en ella el ejemplo de esta mujer diligente y audaz. Presa, además, de los deseos apostólicos que inflamaban su corazón, tendrá una profunda experiencia que la marcará para siempre y que será narrada por ella misma más tarde: mientras oraba, escuchó en su interior unas palabras que la acompañarían a lo largo de toda su existencia: «Procura, hija mía, no dejar apagar este fuego sagrado que he encendido en tu corazón y que ahora te lleva con tanto ardor a servirme». ¿Sería el presagio de un largo camino, antes de poder realizar esta consagración radical que comenzaba a entrever y desear?
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2. Juana de Montferrant-Landiras, señora de Lestonnac. Hermana Juana de San Bernardo
Aunque el anhelo de servir a Dios la lleva a admirar y desear imitar a Teresa de Jesús, la situación de la Iglesia a finales del siglo XVI, sobre todo en la diócesis de Burdeos, no es demasiado favorable para satisfacer la aspiración a una auténtica donación de sí en la vida religiosa. Las ruinas son tanto materiales como morales, a pesar del resurgir que se anuncia con el excepcional episcopado de Antonio Prévost de Sansac, precursor del Cardenal de Sourdis, que se esforzará por infundir el espíritu del Concilio de Trento y de la Contrarreforma.
A los 17 años, Juana de Lestonnac acepta el proyecto de matrimonio que le proponen sus padres, y en 1573 se casa con el barón Gastón de Montferrant-Landiras. Entra entonces a formar parte de una de las familias más ilustres de la región, y así lo constata un historiador: «No se puede escribir la historia de la Provincia de Guyena sin encontrar en cada una de sus páginas el nombre de los señores de Montferrant». Abandona entonces Burdeos para instalarse a unos cuarenta kilómetros, en el castillo de Landiras, una de las baronías más extensas de Guyena. Se la ve una esposa feliz, y más adelante, después de varias esperanzas frustradas, madre de los cinco hijos que sobrevivieron: dos hijos y tres hijas.
Viviendo la síntesis de las variadas influencias recibidas, se dedica durante casi treinta años a ejercer en su hogar su talento de educadora, antes de guiar un día a otras discípu-las en esta misión educativa. Pero Juana no se limita a atender a su familia: abre generosamente su casa a todas las miserias que descubre, ya sea acogiendo a los vagabundos o preocupándose por los que viven en sus tierras. Sabe también abandonar Landiras para visitar en Burdeos a los enfermos afectados por la peste y llevarles ayuda material y apoyo moral. Su disponibilidad y su caridad son conocidas por toda la sociedad bordelesa.
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La repentina muerte de su marido, en 1597, pone fin a veinticuatro años de felicidad. Recupera su apellido de soltera, según la costumbre de entonces entre las viudas del suroeste de Francia, y se enfrentará en solitario a la pérdida de su apoyo más cercano, sumándose en pocos años la desaparición de su padre, de su tío Miguel y de su hijo mayor... Pero los otros hijos están ahí, y hay que completar su educación y asegurar su futuro; desde aquel momento, como mujer inteligente, asumirá el papel de cabeza de familia impuesto por las circunstancias: administra con destreza los bienes de la baronía y acompaña poco a poco a sus hijos en la elección de su estado de vida.
Los años pasan..., pero la llamada percibida en su juventud no se ha desvanecido con el tiempo; la llama sigue ardiendo con la misma viveza. Su hijo Francisco ya ha contraído matrimonio; dos de sus hijas han ingresado en el Monasterio de la Anunciada de Burdeos; la más joven, Juana, cumplirá pronto 16 años... Ya no la necesitan, y en 1603, después de confiar todo a su hijo, la señora de Lestonnac, ante el asombro de toda su familia, anuncia su decisión de ingresar en el Monasterio de las Fulienses de Toulouse, monasterio cisterciense famoso por su austeridad. Las críticas de unos y las súplicas de otros no cambian nada: a sus 47 años, a pesar del desgarramiento familiar, suelta las amarras, creyendo haber encontrado finalmente cómo responder a la sed de absoluto que arde en ella.
Comienza entonces su noviciado con el nombre de Hermana Juana de San Bernardo. Se lanza con entusiasmo y sin reservas a todas las prácticas rigurosas de esta Orden contemplativa: silencio, ayunos, vigilias y toda suerte de privaciones, trabajo físico... Esta vida tan exigente la colma espi-ritualmente, pero es excesiva para sus fuerzas físicas; al cabo de seis meses de experiencia, cae gravemente enferma y se ve obligada a rendirse a una cruel evidencia: este camino no es para ella, su salud no lo resistirá. Debe abandonar el monasterio..., es la decisión de sus superiores.
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La aceptación de este fracaso aparente es muy difícil y dolorosa: experimenta la noche, el desconcierto, la duda; el horizonte parece cerrado... Su vigilia de oración en el vacío de las tinieblas, cuando faltan pocos días para su salida de las Fulienses, conocida con el nombre de «Noche del Cís-ter», se considera como el acontecimiento fundante y el giro decisivo en la vida de la futura fundadora. El texto que nos relata esta experiencia espiritual muestra hasta qué punto su fe y su fuerza de carácter le permitirán seguir a la escucha y percibir una nueva llamada.
Después de poner su vida en manos de Dios y abandonarse a su voluntad, recibe unas luces que le señalan un servicio que respondería a una necesidad que reclama a gritos la sociedad de la época: las jóvenes carecen de instrucción y educación en la fe. Con este fin funda una nueva Orden religiosa femenina, que respondería también a una necesidad de la Iglesia en relación con la vida religiosa. En estos tiempos revueltos, en los que es necesario saber dar razón de su fe y desempeñar su papel en el hogar y en la sociedad, Juana comprende, aunque todavía de un modo confuso, que es llamada a «tender la mano» a toda una juventud femenina abandonada que reclama ser salvada. Y todo ello, viviendo con otras una vida de consagración religiosa que tomará a Nuestra Señora como modelo y protectora. Repara así también todos los ultrajes cometidos contra la Madre de Dios en las recientes guerras de religión.
Una vez recobrada la serenidad, regresa a Burdeos y, para madurar su proyecto, decide retirarse a la soledad de una dependencia de Landiras: La Mothe Darriet. Aquí, en un retiro de casi tres años, interrumpido esporádicamente por algunos viajes a Burdeos, efectuará la relectura de todo lo vivido y profundizará la gracia vivida en Toulouse. Poco a poco, irá también rodeándose de un pequeño grupo de jóvenes que comparten sus obras de caridad y podrán lanzarse con ella a la gran aventura de su proyecto: una nueva Orden religiosa destinada a la educación de las jóvenes... Y cuando
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intuye que este proyecto ya está maduro, se pone en contacto con personas capaces de ayudarla a discernir el camino a seguir. Al quedarse viuda y sentirse atraída por una vida contemplativa, había entrado en relación con los Padres Feuillant; ahora, que ha percibido con claridad la llamada a una vida que une contemplación y servicio apostólico, se dirigirá a los Padres de la Compañía de Jesús.
3. La obra se perfila
La experiencia vivida en las Fulienses es tan fundamental para el futuro de la nueva fundación impulsada por Juana de Lestonnac, que la Historia de la Orden de la Compañía de Nuestra Señora no duda en afirmar que aquella noche ella recibió la idea de su proyecto «como san Ignacio concibió la suya en la cueva de Manresa, para caminar tras las huellas de este santo fundador». Coincidencia de las experiencias, las relaciones mantenidas con estos religiosos por la presencia de su hermano en la Compañía de Jesús desde hacía casi quince años, o por sus propios hijos, que fueron alumnos del Colegio de la Madeleine... Sea cual fuera la causa, Juana se encamina espontáneamente hacia ellos para buscar dirección espiritual y recibir sus consejos. Por la Historia de la Orden sabemos también que en aquel momento su hermano jesuita, conocido en la Compañía de Jesús con el nombre de Padre Jerónimo de Lestonnac, pone a Juana en contacto con los Padres Raymond y de Bordes: en ellos encontrará, muy especialmente en este, no solo una escucha atenta y benévola, sino una coincidencia de proyectos y un apoyo activo de primordial importancia.
En efecto, estos dos jesuitas compartían el deseo de aportar una solución a la situación de abandono e ignorancia de la juventud femenina. Desde el momento en que los dos recibieron la confirmación sobre la validez del proyec-
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to, durante una eucaristía celebrada el 23 de septiembre de 1605, día de santa Tecla, buscaban a la persona que pudiera asumir la responsabilidad de la empresa. Su encuentro con la señora de Lestonnac es la respuesta esperada: reconocen en ella a la persona destinada sin duda alguna a realizar esta misión, y poco después conocerán, por sus confidencias, que también ella había recibido hacía algunos años la llamada. Su propuesta no viene sino a confirmar la inspiración recibida en las Fulienses. Desde aquel momento ya no dudan en confiarle la plena responsabilidad de la puesta en marcha del proyecto, limitándose a dirigirla espiritualmente y a aconsejarla sobre el espíritu ignaciano que ella desea para la nueva Orden.
En este sentido, el Padre Juan de Bordes asumirá durante largos meses un papel importante en el nacimiento de la Orden. Era un apóstol nato: sugirió al Padre Pierre Cotón enviar misioneros a Canadá, fue enviado a Santoña para trabajar en la conversión de los protestantes, y de él se escribió que fue «uno de los personajes más grandes y más santos que hayan honrado en Francia a la Compañía de Jesús». Reunirá después a la futura fundadora con el pequeño grupo de jóvenes que la acompañan, exhortándolas al espíritu misionero que debe animarlas, ayudándolas a redactar la forma de su Regla y, sobre todo, a sentar las bases espirituales que serían el fundamento de su vida futura, acompañándolas en la experiencia del proceso de los «Ejercicios» de san Ignacio. En esta experiencia de conversión, Juana descubrirá poco a poco, y con verdadero gozo, la armonía posible entre su deseo de interioridad profunda y de relación con Jesucristo y su anhelo de ayudar al prójimo mediante la enseñanza de la juventud: contemplación y acción integradas en una misma dinámica y formando una unidad.
Ayudada por los consejos del Padre de Bordes, Juana de Lestonnac redactará también las Reglas y Constituciones de su futura congregación según el modelo de los jesuitas, pero adaptadas a una Orden femenina. Al estar su formación
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enraizada en la experiencia de los Ejercicios, un gran número de citas de estos forma el entramado de los textos igna-cianos de la Compañía de Nuestra Señora; por eso la Historia de la Orden puede señalar que «los Ejercicios ayudaban a la comprensión de las Constituciones, y las Constituciones explicadas por este sabio maestro de la vida espiritual ayudaban al conocimiento y al amor de lo que hay de más perfecto en el Evangelio, según el fin y el método de los Ejercicios». Sin embargo, no se trata únicamente de una pura y simple adaptación de la espiritualidad ignaciana: Juana de Lestonnac decide llamar al nuevo Instituto «Orden de la Compañía de Nuestra Señora», y a sus religiosas «Hijas de Nuestra Señora», porque este vocablo resume todo su proyecto: María, perfecto modelo de los Apóstoles, será no solo una protectora de la obra comenzada, sino un modelo y una presencia inspiradora para las religiosas educadoras que llevarán su nombre.
A principios de 1606 está todo preparado: falta únicamente obtener las autorizaciones oficiales. Además de las Reglas de la futura Compañía de Nuestra Señora, Juana de Lestonnac redacta un texto: el Abrégé, en el que realiza un detallado análisis de la sociedad de su tiempo, demostrando la necesidad de la empresa que le ha sido inspirada, así como una presentación de la nueva Orden religiosa cuya aprobación solicita, y el fin que perseguirá: la educación de las jóvenes mediante una formación integral, tanto en el ámbito religioso como en lo concerniente a «todo lo que una joven educada debe saber: leer y escribir correctamente, coser, hacer labores, contar, calcular...». Con estos documentos acude al Cardenal de Sourdis, arzobispo de Burdeos, el 7 de marzo de 1606.
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4. La Fundación
La futura fundadora desconocía que el Cardenal estaba proyectando la fundación en Burdeos de una comunidad de ursulinas; sus miembros dependían entonces directamente del obispo y conservaban su carácter laico, sin clausura ni votos solemnes. Y estaba buscando a la persona capaz de responsabilizarse de tal proyecto. El Padre de Bordes le había anunciado la visita de la señora de Lestonnac. Al recibirla, acoge su proyecto muy positivamente, con mucha esperanza, y escucha con atención la exposición de sus intenciones, narradas así por la Historia de la Orden: «Monseñor, la gloria de la Santa Virgen, el honor de la vida religiosa y los intereses de la fe cristiana, al unísono, forman parte del designio que el Cielo me ha inspirado y constituyen toda mi vocación. Si consigo realizarla plenamente, veré, como frutos de mis desvelos, los comienzos de una Orden que enseñará a las jóvenes cristianas las verdades y las máximas de la fe frente a todas las astucias de los herejes». Al oírla, el Cardenal pensaba que la Providencia le enviaba a la persona que iba a hacer realidad la empresa que él deseaba promover. También Juana se retiró muy confiada, visto el entusiasmo manifestado por su interlocutor.
Inútil describir su sorpresa y su decepción cuando quien ella creía serle favorable la convoca, pasados unos días desde su primera entrevista, para notificarle que, al ser idéntico al de las ursulinas el fin apostólico que ella persigue, ha decidido la unión de ambas en una sola Orden. Pero el Cardenal no contaba con la seguridad que tenía Juana de ser el instrumento de una voluntad que les sobrepasaba a los dos: «El cielo me ha inspirado siempre la fundación de otra Compañía, con otro nombre y otra Regla». Nuestra Señora, a la que toma como modelo y protectora de la vida religiosa apostólica que ella va a inaugurar y que da nombre a todo su proyecto y lo resume, será el argumento esencial con el que lo defenderá, con tacto pero con firmeza. Contra toda expecta-
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ti va, el Cardenal acaba cediendo ante tanta determinación: la aprobación de la Orden es concedida y firmada el 25 de marzo de 1606.
Transcurrido apenas un año, el 7 de abril de 1607, el Papa Pablo V aprueba también la Orden de la Compañía de Nuestra Señora con el Breve Salvatoris et Domini. La Historia de la Orden cuenta que, pasado un tiempo, al recibir al Padre Claudio Acquaviva, Prepósito General de la Compañía de Jesús, Pablo V le habría dicho: «Acabo de asociaros sin haber pedido vuestro consentimiento». «¿A quién, Santo Padre?», respondió el General. «A unas virtuosas religiosas», añadió el Papa, «que quieren prestar a la Iglesia, en las personas de su sexo, los mismos servicios que ustedes prestan a toda la cristiandad». «No merecemos», respondió el General, «que nos tomen por modelos; pero ya que se nos quiere imitar, intentaremos mantener esta condición».
5. Una Orden nueva - novedad de una Orden
Pablo V, al conceder el Breve de aprobación a la Compañía de Nuestra Señora, no solamente erigía una nueva Orden religiosa, sino que además instauraba una verdadera novedad con la forma de vida religiosa que él autorizaba: era la primera Orden religiosa docente femenina, aprobada como tal por la Iglesia, con una nueva organización desconocida hasta entonces. En efecto, por vez primera, unas mujeres obtenían el permiso para pronunciar sus votos solemnes de pobreza, castidad, obediencia y vivir en clausura, teniendo al mismo tiempo como fin de su existencia consagrada una misión apostólica: la educación de las jóvenes. Vivirán esta fusión de la vida activa y contemplativa, su vida religiosa y su vida apostólica en una sola y única realidad. A esto se añadían sus Constituciones, tomadas en su mayor parte del Sumario de los Jesuítas con una adaptación femenina, una marcada espiritualidad mariana, la autorización de recibir
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alumnas externas a pesar de la clausura, el oficio del coro subordinado a las funciones de la enseñanza de las jóvenes... Con estas características innovadoras, la Compañía de Nuestra Señora era la primera en abrir camino a todas las Congregaciones religiosas femeninas de espiritualidad ignaciana del futuro, y el Breve concedido a ella servirá muy pronto de referencia y modelo a otras Congregaciones femeninas deseosas de obtener este mismo estatus canónico.
Juana de Lestonnac y sus primeras compañeras están ahora dispuestas a comenzar su formación para la vida religiosa: después de algunas deserciones de las seguidoras de la primera hora, que se reincorporarán más tarde, la primera comunidad de Nuestra Señora tomará forma con cuatro jóvenes que, junto con Juana de Lestonnac, de 52 años de edad, serán las «cinco piedras fundamentales» de la Orden. A comienzos del año 1608, se trasladan a una casa pequeña situada en las afueras de Burdeos, cerca del Priorato del Espíritu Santo, abandonado hasta ahora, no lejos de la fortaleza del «Cháteau Trompette»; allí viven unos meses de pos-tulantado ejercitándose en la vida regular.
El 1 de mayo de 1608 tiene lugar la ceremonia de la toma de hábito: el Padre Raymond, amigo del Padre de Bordes, pronuncia el sermón; a continuación reciben de manos del Cardenal de Sourdis el hábito religioso de novicias, el velo negro en lugar del blanco para la Madre de Lestonnac, reconocida desde aquel momento como fundadora, superio-ra y maestra de novicias. Acaba de nacer la Compañía de Nuestra Señora.
Los comienzos son, sin embargo, modestos y no exentos de dificultades: la pobreza, los ruidos de la cercana fortaleza, la estrechez de los espacios, las deserciones ya mencionadas, las críticas procedentes incluso de su propia familia... Pero nada fue suficiente para detener el impulso ardiente de Juana de Lestonnac: ella sabe que ha encontrado por fin el objetivo al que la conducían todas las etapas vividas hasta entonces. Los hechos se encargarán de darle la razón.
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En efecto, a partir de ahora todo será rápido: retorno de las que por un tiempo habían desertado y a las que seguirán muchas otras; formación del noviciado, asegurada por la Madre de Lestonnac y el acompañamiento de los padres jesuítas, en especial del padre de Bordes; preparación humana e intelectual mediante el estudio de la religión preferentemente en «todos los libros espirituales escritos por los Padres de la Compañía de Jesús y otros buenos autores». En 1609 tiene lugar la apertura de las primeras clases con tal éxito que la fundadora debe pensar en un traslado de la comunidad a otro barrio y la construcción de un edificio adaptado a la novedad de un convento-escuela. Además, ella personalmente concibe los planos que después servirán de modelo para todas las Casas de la Compañía. Y el 8 de diciembre de 1610, después de verse obligada una vez más a defender con firmeza su proyecto ante el Cardenal, Juana y sus primeras compañeras pronuncian sus votos solemnes en la nueva Casa de Nuestra Señora de la calle del Ha. Vida religiosa y misión apostólica gozan entonces de todas las condiciones deseadas para poder levantar el vuelo. Pero ¿cómo se concretaba esta misión?
6. «Tender la mano»
«Estáis llamadas a la santidad y al ministerio de los Apóstoles [...] entre estas mujeres ilustres que anunciaron la fe y la defendieron en los primeros siglos de la Iglesia»: tales fueron las palabras que el Padre de Bordes dirigió a la pequeña Compañía, en germen desde 1605... La espiritualidad apostólica de la Orden de Nuestra Señora fue revelada a Juana de Lestonnac con la toma de conciencia de la necesidad de «tender la mano» a la juventud femenina, ofreciéndole una educación integral. Y dirá que este servicio es fundamental en esta Orden. Por este motivo había que edificar escuelas que
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acogieran a las alumnas a partir del nivel elemental, tanto internas como externas, impartiendo una enseñanza gratuita al alcance de todas las clases sociales. El contenido de este proyecto educativo presentado por la Madre de Lestonnac al Cardenal en su Abrégé era bastante ambicioso para la época: apuntaba a un equilibrio entre virtud y ciencia, o piedad y letras, que hoy traduciríamos por fe-cultura. Pero en el Breve concedido por Roma sufrió una poda considerable, al ponerse el acento en los deberes y oficios propios de la vida cristiana. Sin embargo, según el historiador Robert Boutruche, se puede ver en la Fórmula de las Clases, impresa en 1638 con las otras Reglas y Constituciones de la Compañía de Nuestra Señora, «una combinación de la educación de los jesuitas y de las ideas pedagógicas de Montaigne». Este proyecto -heredero, en efecto, de las bases del humanismo cristiano y de otras influencias asimiladas por la fundadora, aunque con un nivel de enseñanza menos elevado- estaba fuertemente influenciado por la Ratio Studiorum de los jesuitas, motivo que hará exclamar a Daniel Rops que Juana de Lestonnac inaugura unos «colegios femeninos que serían para las chicas la institución equivalente a los abiertos por los jesuitas para los chicos». La importancia dada al trabajo personal, a la preparación intelectual, al esfuerzo de memoria, a la reflexión; la pedagogía activa y adaptada a cada persona; las conversaciones espirituales; la división en decurias; etc. constituyen otras tantas características comunes a ambas pedagogías.
Ante el éxito alcanzado en Burdeos por el centro educativo de Nuestra Señora, rápidamente llegarán las demandas de las ciudades vecinas, en especial del suroeste de Francia; afluyen igualmente las vocaciones religiosas -en 1615, la comunidad cuenta con más de 40 miembros-, de manera que la fundadora ve llegado el momento de iniciar la expansión.
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7. Expansión de la Compañía de Nuestra Señora
Béziers es la primera que, en 1615, llama a las religiosas de Nuestra Señora, seguida de Poitiers, Le Puy, Périgueux, Agen, la Fleche, Riom... Con frecuencia, los padres jesuítas indican a sus dirigidas la existencia de la fundación de Burdeos como una posibilidad de realizar el mismo proyecto en su propia ciudad. O bien, si el proyecto no está todavía bien organizado cuando llegan las religiosas, Juana de Lestonnac confía a los jesuítas el pequeño grupo, que se prepara hasta que todo esté dispuesto... En otras circunstancias, ellos ayudan una vez más a las fundadoras a quienes la población ha dejado en la más completa indigencia. O, cuando los temores de una guerra expulsan a las religiosas, custodian los edificios hasta la vuelta de la comunidad, no sin aportarles mejoras sustanciales... En la Historia de la Orden, en la narración de sus comienzos, se llega a nombrar a unos 60 padres jesuítas. En general, se puede constatar que la fundadora escogía preferentemente para sus nuevas fundaciones lugares donde la Compañía de Jesús estaba ya implantada y en los que la influencia del calvinismo había sido más fuerte... Aseguraba así para sus religiosas la posibilidad de lo que hoy llamaríamos la formación permanente, como afirma ella misma en una carta dirigida a un jesuita: «En la medida de lo posible, nos servimos de vuestros padres y de los que han sido educados por los vuestros para no recibir un espíritu distinto».
La actividad de la Madre de Lestonnac es entonces extraordinaria: a pesar de su edad, viaja para animar personalmente nuevas fundaciones, prepara a las religiosas que serán enviadas, mantiene relaciones epistolares con sus casas, afronta las dificultades, las contrariedades, los obstáculos, los fracasos... Tampoco se libra de las contradicciones internas, ya que a partir de 1622 y durante tres años, a causa de unas intrigas, sufre una situación de exclusión, de humillaciones y de terribles tensiones en el seno mismo de su comunidad de Burdeos, privada de las primeras «piedras fun-
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damentales», que habían sido enviadas ya a diversas fundaciones. En el momento de las elecciones, es destituida de su cargo de Superiora en beneficio de otra muy ambiciosa, pronto superada por la magnitud de su tarea. También en esta situación da muestras de su grandeza de alma, y esta prueba, vivida en una aceptación silenciosa y una profunda adhesión al misterio de la Cruz, no consigue perturbar en lo más mínimo su paz y su confianza inquebrantables. La intrigante reconoció su error, y Juana de Lestonnac encontró de nuevo en la comunidad su puesto de Madre Fundadora, sin ningún alarde.
Su celo misionero, con impulso renovado, a sus 70 años, la conduce a Pau, bastión del calvinismo, con la idea, según sugiere su primer biógrafo en 1645, de «tener así un medio más fácil y un acceso más libre para ir a España con el fin de implantar su Orden en las mismas tierras en las que había nacido san Ignacio de Loyola». Pero no tendrá esta alegría, ya que solo diez años después de su muerte, unas religiosas de la casa de Béziers, a petición del jesuita padre Guillermo de Jossa, cruzarán los Pirineos para fundar el primer convento-escuela en Barcelona, núcleo de la expansión en España y, más tarde, en América Latina.
En 1634 regresa a Burdeos para dar el último toque a la redacción de las Reglas y Constituciones antes de su impresión definitiva en 1638. Y el 2 de febrero de 1640, habiendo cumplido hasta el final su servicio, entrega su alma a Dios, asistida -según dicen- por trece padres jesuitas.
8. «¡Llenad vuestro Nombre!»
Esta recomendación, dada por Juana de Lestonnac a las Religiosas de Nuestra Señora de Burdeos que salían para fundar la Casa de Toulouse en 1630, puede tomarse como el testamento de la fundadora, dirigido a todas las generaciones futuras de Religiosas de Nuestra Señora. Tomando la expre-
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sión ignaciana «a la mayor gloria de Dios», cuando hablaba de la acción apostólica que deseaba impulsar, la fundadora de la Orden de Nuestra Señora acostumbraba añadir: «y el honor de Nuestra Señora». La misión educativa, en el corazón de la identidad de la Compañía y en el corazón de la identidad de cada religiosa, recibirá su dinamismo en la relación e imitación de la Madre del Redentor, la primera en seguirle en su experiencia pascual. A esta profundidad de la unión con Nuestra Señora corresponderá la santificación personal y la eficacia de la misión al servicio de Dios y de la juventud. Así lo escribe la fundadora a una de sus sobrinas, religiosa en Poitiers: «Nuestra Señora es el verdadero modelo que debemos tener ante nuestros ojos en todas nuestras acciones».
La Compañía de Nuestra Señora no se ha librado de los avatares de la historia-, revoluciones, leyes de expulsión, desamortizaciones y otras vicisitudes parecían en repetidas ocasiones reducir a la nada la obra comenzada. Pero, cada vez, dignas herederas de Juana de Lestonnac han sabido levantar con coraje las ruinas y tomar de nuevo la «transmisión de la llama» a las generaciones siguientes. La autenticidad y el valor de este carisma y de este proyecto de educación han podido así verificarse en el tiempo; han sido también reconocidos por la Iglesia, que canonizó a Juana de Lestonnac el 15 de mayo de 1949.
Después de 400 años, este nombre continúa hoy «llenándose» en Europa, América, África y Asia, en 26 países del mundo, por las religiosas y los laicos que viven del carisma legado por santa Juana y que actualizan el proyecto educativo de la Compañía de María Nuestra Señora en todas las latitudes, en ámbitos diversos: colegios y escuelas, colegios mayores y residencias universitarias, obras de educación social, el mundo de la salud... Como expresan sus Constituciones, reformuladas en 1981, las religiosas de la Compañía de María Nuestra Señora buscan, «impulsadas por la mayor gloria de Dios, en continuo discernimiento,
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unas respuestas adaptadas a cada época». Los puntos clave de la fundación de santa Juana de Lestonnac siguen siendo para ellas la base sólida de su identidad: una misión educativa enraizada en su consagración religiosa, un dinamismo apostólico alimentado por la espiritualidad de los Ejercicios ignacia-nos y un carácter mariano que engloba y armoniza los diversos componentes de una vida de contemplativas en la acción. Apasionadas por Jesucristo, y deseando vivir su vida religiosa apostólica según los mismos principios en los que quieren educar, su fidelidad consiste en seguir «tendiendo la mano» como mujeres educadoras, preferentemente a «la juventud, que lleva en sí misma una esperanza de vida y de transformación de la sociedad». La confirmación recibida durante el último Capítulo General (2009), la llamada a «echar las redes bajo su Palabra», ha relanzado mar adentro a la Compañía de María Nuestra Señora y ha renovado su envío a servir «de una manera siempre nueva y con un nuevo fervor», con la misma certeza que hace cuatro siglos animaba a Juana de Lestonnac: es él, Jesucristo, quien lleva el timón.
COLETTE CODET DE BOISSE,
Religiosa de la Compañía de María Nuestra Señora. Archivera Provincial. París
(Traducción del original francés: Victoria Riera Barull, ODN)
* * *
Para saber más:
P. DE LA COUR, Regles et Constitutions de l'Ordre des Religieuses de Notre-Dame, estably premiérement en la ville de Bourdeauxpar l'authorité du S. Siége, Imprimeur de Monseigneur 1'Illustrissime et Révérendissime
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Archevéque de Bourdeaux, Bourdeaux 1638; nueva edición, 1981; traducción española: Ediciones Lestonnac, San Sebastián 2006.
Orden de la Compañía de María Nuestra Señora, Documentos Fundacionales, 1605-1638, Tip. Italo-Orientale, Grottaferrata 1975.
J. BOUZONNIÉ, Histoire de l'Ordre des Religieuses Filies de Notre-Dame, Tome I, chez la veuve de Jean-Baptiste Braud, Poitiers 1697. Traducción española: Historia de la Orden de la Compañía de María Nuestra Señora, Tomo I, por M. Cerero Blanco; notas y Apéndices de I. De Azcárate Ristori, Ediciones Lestonnac, San Sebastián 1964.
F. SOURY-LAVERGNE, Un camino de educación. Juana de Lestonnac, 1556-1640, Ediciones Lestonnac, San Sebastián 1986 (traducción del francés).
P. Foz, Archivos Históricos Compañía de María Nuestra Señora, 1607-1921, Tipografía Vaticana, Roma 1989.
— Archivos Históricos Compañía de María Nuestra Señora, 1921-1936, Tipografía Vaticana, Roma 2006.
— «El Proyecto Educativo de Juana de Lestonnac a través del tiempo», separata del libro Fuentes primarias de la Educación de la Mujer en Europa y América. Archivos históricos de la Compañía de María Nuestra Señora, 1921-1936, cap. IV, vol. 2, Tipografía Vaticana, Roma 2006, pp. XLVI+279-390 y 1.089-1.174, imp. en español, 25x18 cm. Roma, 2011, en francés.
M. PUNCEL, Juana de Lestonnac, Ediciones Lestonnac, Oiartzun (Guipúzcoa) 2004 (2a ed.).
2. Mary Ward (1585-1645)
Fundadora del Instituto de la B. Virgen María y la Congregación de Jesús
«Pertenecer totalmente a Dios»
- L A vida de Mary Ward se desarrolla en tres grandes etapas. La primera está marcada por las vivencias relacionadas con la fe católica en el seno de la familia. Vivió desde pequeña la importancia de la oración, la devoción a María; contempló y aprendió la atención a los pobres y necesitados; experimentó los sufrimientos por la separación de la familia, la pérdida de bienes, persecuciones y cárceles infligidas a sus familiares por causa de su fe. Una segunda etapa, está marcada por la búsqueda: ¿Qué tengo que hacer en la vida? Sus deseos se van unificando en una dirección: to be wholly God's, pertenecer sólo a Dios. Será religiosa, siente gozo por esta decisión. Es la clave para entender su vida. En la tercera etapa, después de dos intentos anteriores frustrados en la vida monástica, se interroga: ¿Cómo tengo que hacer lo que Dios me pide? ¿Qué me pide en realidad? Esto la llevará a una actitud profunda de discernimiento, que desembocará en la decisión de fundar un Instituto nuevo: sin clausura ni votos solemnes, dedicado a la formación de las jóvenes, pensando especialmente en Inglaterra, regido por las reglas de los jesuítas, gobernado por una superiora general y
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dependiendo directamente del Papa. A este empeño dedicará toda su vida, sin que fortísimas oposiciones y sufrimientos le hagan desistir de él.
1. Contexto histórico: la Inglaterra de los siglos XVI y XVII
Comprender la vida de Mary Ward no es fácil si no se conoce el marco cultural, político y religioso de Inglaterra en los siglos XVI y XVII. Esta época ofrecía nuevas tierras por descubrir, nuevos caminos del saber, de las artes, de la ciencia y de la técnica; se inicia la Filosofía Política moderna. Es, además, un tiempo de intensas y violentas luchas internas que se libran por motivos políticos y religiosos. En la Inglaterra de esta época, no se podía imaginar la coexistencia pacífica entre católicos y protestantes.
Enrique VIII, rey de Inglaterra, protagonizó la escisión con la iglesia de Roma. El 3 de noviembre de 1534, el Parlamento Inglés aprobó el Acta de Supremacía, que convertía al rey en cabeza suprema de la iglesia de Inglaterra. Thomas Cromwell, Secretario de Estado y Primer Ministro, inició la desamortización de los monasterios y, con ella, la aniquilación de la vida religiosa en Inglaterra. Se consolidó el poder real frente a la iglesia católica y sus seguidores. Comenzaron las persecuciones y las matanzas de los católicos.
Isabel I reinará desde 1558 hasta 1603. Contribuyó al siglo de Oro en Inglaterra, y se inclinó decididamente por el protestantismo. Promulgó el Acta de uniformidad (1559), que obligaba a usar el Libro de Oración Común en los oficios y asistir a la iglesia todos los domingos. Si no cumplían con este requisito, los católicos tendrían que pagar multas. Restauró además el Acta de Supremacía, que forzaba a los empleados de la corona a reconocer, bajo juramento, la subordinación de la iglesia inglesa a la monarquía.
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En 1570 el Papa Pío V, mediante la Bula «Regnans in ex-celsis», excomulgaba a Isabel I, y liberaba a los subditos de la obligación de obedecerla; de esta manera convertía a los católicos en traidores potenciales. Así comenzó una persecución despiadada en la que hubo muchos mártires. En enero de 1585, se promulgó una ley por la que se expulsaba a los sacerdotes del reino y se condenaba a las personas que los ayudaran.
2. Mary en familia; infancia y juventud
El 23 de enero de 1585, nacía Mary Ward en Multwith, Yorkshire (Inglaterra), hija de Marmaduke Ward y de Úrsula Wright. Era la mayor de los hermanos: David, Francis, Elisabeth, Bárbara y George. Padres e hijos vivían convencidos de la fe católica, ayudaban a sacerdotes y jesuítas que pasaban por la casa, y eran multados por no asistir a los oficios anglicanos. El padre se distinguía por su amor a los pobres y por su compasión hacia los necesitados.
Mary vivió los primeros años de su infancia con sus padres en Multwith, hasta que en 1589, decidieron llevarla a casa de sus abuelos maternos en Ploughland (sureste de York). La abuela de Mary, Úrsula Wright, era una mujer muy conocida y estimada por su gran virtud. Acababa de salir de su última estancia en la cárcel, donde había permanecido catorce años. Era una mujer de oración, e invitaba a Mary a rezar con ella, pero la pequeña se sentaba en su sitio y se entretenía jugando. Con su abuela, Mary aprendió a leer y a escribir y se inició en el conocimiento del latín.
Al cumplir diez años, regresó a Multwith. En su ausencia, las multas habían afectado seriamente a los bienes familiares. A pesar de todo, los padres de Mary le inculcan la fidelidad a la fe católica y se preocupan por su educación.
La familia tiene que trasladarse de nuevo, pero a Mary la dejaron en Harewell con la señora Ardington, pariente de su
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abuela materna, que también había estado encarcelada en York por la causa católica. Recibía en su finca a fugitivos y a sacerdotes para esconderlos de los espías de la reina. Durante este tiempo, va despuntando la personalidad de Mary. Decide prepararse para la primera comunión, a pesar de tener mensajes confusos sobre la voluntad de su padre; sin embargo, realizará su deseo. Mary sufrió en este tiempo la experiencia de una vida solitaria: echaba de menos a su familia.
A los dieciséis años Mary ya es mayor de edad en materia religiosa. Estaría obligada a acatar las normas de la iglesia anglicana o a pagar las multas correspondientes. Su padre la llevó a casa de unos parientes, los Babthorpe, en Osgodby, donde estuvo de 1600 a 1606. Bárbara, una de las hijas de esta familia, será compañera fiel de Mary hasta el final. Vivía con la familia y ayudaba al servicio en las tareas de la casa. Le gustaba escuchar los relatos de una anciana sirvienta sobre la vida en los conventos de Inglaterra, antes de la supresión de los mismos.
Comprendió allí la excelencia de la vida religiosa, y sentía una honda inclinación hacia esa forma de vida: esto es lo que yo busco. Dios infundió en mí un deseo tal de no amar nada fuera de él, que no recuerdo haber tenido nunca ni la mínima inclinación contraria. Mary experimenta una gran alegría por este deseo, amaba su contentamiento.
Quería una orden austera que asegurase la mayor soledad. Se sintió aliviada cuando supo que su confesor la iba a ayudar.
Sin embargo, Marmaduke tenía otros planes para su hija: necesitaba hablar con ella sobre su compromiso con Edmundo Neville, heredero legítimo del condado de Westmoreland. Viajarían a Londres para encontrarse allí a finales de noviembre con el padre jesuíta Richard Holtby. Querían convencer a Mary de la conveniencia de este matrimonio. Mary amaba profundamente a sus padres, no quería disgustarles, pero tampoco estaba dispuesta a renunciar a su proyecto: to be wholly God's, pertenecer sólo a Dios.
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A la muerte de Isabel I, en 1603, le sucedió en el trono Jacobo I de Inglaterra. El comienzo de su reinado despertó alguna esperanza para los católicos. Prometió tolerancia y la derogación de la ley de multas. Pero les obligaba a apartarse del Papa y a prestar juramento público de fidelidad al rey. Esta situación provocó la rebeldía de los católicos. Un grupo, entre los que se encontraban tres tíos de Mary Ward, prepararon un complot (la denominada Conspiración de la Pólvora). Su intención era volar el Parlamento cuando estuviera el rey, el 5 de noviembre de 1605. Los conspiradores fueron descubiertos y ajusticiados. El padre de Mary fue detenido, pero le dejaron libre a los pocos días.
En la primavera de 1606, Marmaduke y su hija Mary estaban en Londres. Se alojaron en una casa secreta que tenían los jesuítas en Baldwins Gardens. Es posible que el fracaso de la Conspiración de la Pólvora afectara al interés de la boda de Mary con Edmundo Neville. Lo cierto es que al padre Richard Holtby, celebrando la eucaristía, se le volcó el cáliz después de la consagración. No puso resistencia al deseo de Mary: irá a Saint-Omer, en los Países Bajos (actualmente Francia), pensando en realizar su deseo de entrar en la vida religiosa.
3. Pasos a tientas en Saint-Omer
Mary embarcó en Dover, en mayo de 1606, rumbo a Calais. Durante la travesía, se ve acosada por grandes dudas acerca del lugar y de la orden en la que debía entrar.
Comienza otra etapa en su vida en la que se esforzará por descubrir qué es lo que Dios quiere de ella. Inicia un gran proceso de discernimiento.
En esta época, las religiosas tenían que permanecer en clausura, sólo podían dedicarse a la vida espiritual. Así lo establecían los decretos del concilio de Trento.
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Cuando llegó a Saint-Omer, se dirigió al convento de los jesuitas para entregar una carta del P. Richard Holtby. La atendió el P. George Keynes, que la envió como lega a un convento de clarisas pobres. Le aseguró que las «monjas de coro» y las legas tenían las mismas reglas. Mary comprobó que esto no era cierto. Le asignaron la tarea de limosnera: tenía que mendigar la comida para las hermanas del convento. Fue un tiempo de gran oscuridad.
En la primavera de 1607, el 12 de marzo, rezó a san Gregorio para clarificar su vocación. Ese día las hermanas recibieron la visita del Comisario General de los franciscanos, el español Andrés de Soto, a quien Mary propuso fundar un monasterio de clarisas para inglesas. El comisario quedó sorprendido y le aseguró que ella no estaba llamada a ser lega. Estas palabras ayudaron mucho a Mary para las decisiones que debía tomar; poco después salió. Decidió fundar un convento de clarisas para inglesas en Flandes.
En 1608, el Obispo de Saint Omer, Jacobo Blaes, que estaba impresionado por la personalidad de Mary, solicitó del Archiduque Alberto e Isabel Clara Eugenia, regentes en los Países Bajos, «la benevolencia de los soberanos a favor de "ciertas damas inglesas" que deseaban fundar un convento». Mary residió un tiempo en Bruselas, se entrevistó con Isabel Clara Eugenia y volvió a Saint Omer con el permiso para fundar el convento en Gravelinas. Mary, que siempre tuvo la firme resolución de servir a Dios, entró en este convento como postulante. De aquellas angustias y esfuerzos «le quedó el afán de trabajar por Dios sin recompensa». La nueva comunidad comenzará su experiencia, haciendo el mes de ejercicios de san Ignacio, dirigidos por el jesuíta P. Roger Lee.
El 2 de mayo de 1609, día de san Atanasio, Mary experimenta la acción de Dios de tal manera que se siente impulsada a un cambio de estilo de vida. Tuvo la certeza de que debía abandonar el convento de las clarisas. «Debía hacer algo distinto; pero qué cosa y de qué índole fuera, no lo
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vi, ni lo pude adivinar; sólo comprendí que era algo bueno y que Dios lo quería».
Después de su salida, le «sobrevinieron desaprobaciones y duros juicios por parte de muchos, e insultos de quienes poco antes no sabían cómo alabarme».
Regresa a Londres en octubre de 1609, y se propone hacer lo que estaba en su mano, por Dios y por el prójimo. Quiere trabajar a favor de la fe en Inglaterra. Se dio cuenta de la influencia positiva que había ejercido sobre otras personas durante este tiempo. El obispo anglicano de Londres, que quería acabar con los católicos, consideraba a Mary más peligrosa que seis jesuitas juntos.
4. Un proyecto nuevo
Una mañana después de hacer la oración, Mary tuvo una experiencia mística sobre su nueva forma de vida: realizaría algo que daría mucha gloria a Dios. «Su corazón estaba lleno de amor hacia ese proyecto y no escogería nada contrario a aquello. Pero no sabía exactamente de qué se trataba».
Regresó a Saint-Omer los primeros meses de 1610, con un grupo de compañeras: Jane Brown, Catherin Smith, Su-san Rookwood y Winfrid Wigmore. Por su porte distinguido las llaman las «Damas Inglesas». Con la ayuda del Obispo Jacobo Blaes e Isabel Clara Eugenia, consiguen los permisos para abrir una escuela para niñas. El primer grupo fue de 12 alumnas externas, ricas y pobres, sin hacer distinción. Más tarde, también admitirán internas, algunas venidas de Inglaterra. Pronto llegan a cincuenta entre profesoras y alumnas. Llevan un sistema de vida que sorprende a todos: tienen una vida de comunidad intensa, una vida austera, y dedican largos ratos a la oración. En otoño de 1610, las visitó el nuncio del Papa en los Países Bajos, monseñor Guido Bentivoglio. Entre otras cosas, dirá en su informe: «tie-
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nen una superiora que me parece prudente y ejemplar». Después de esta visita, Mary enfermó gravemente.
Los primeros meses de 1611, convaleciente todavía, Mary recibe la inspiración divina sobre la orientación del Instituto: «Toma lo mismo de la Compañía». Escribirá al representante de la Curia romana, el nuncio de Colonia Antonio Albergati, con el fin de tranquilizarle: «Entendí que nosotras debíamos tomar las mismas reglas, en contenidos y estilo, exceptuando sólo aquello que Dios, a través de la diversidad de sexos, ha prohibido». Le comunicó que esta certeza le había dado tanta luz, tal ánimo y fuerza, y cambiaron tanto su alma entera, «que no podía dudar que venían de Aquel cuyas palabras son obras». Ha comprendido la obra que Dios espera de ella y de sus compañeras, será fiel hasta el final.
a) Mujeres jesuítas
Mary dice: «Mi confesor se resistió, toda la Compañía se opuso». Pero el padre Roger Lee confía en ella, la va a ayudar. En 1612 Mary elabora un primer plan para el nuevo Instituto: Schola Beatae Mariae. Será apostólico, sin clausura, con una «Madre principal». Desde el comienzo del documento, se pone de manifiesto la necesidad de ayudar a Inglaterra y «la posibilidad del apostolado de la mujer en este campo, dadas las condiciones, las mujeres deben y pueden aportar algo más que lo corriente en relación con esta necesidad espiritual general. Debemos esforzarnos según nuestra pequenez en dar al prójimo servicios de caridad cristiana que no pueden desempeñarse en la vida monástica».
El obispo Jacobo Blaes y el teólogo jesuíta Leonardo Lessio acogen favorablemente el plan del Instituto. El 19 de marzo de 1615, el obispo Jacobo Blaes promulga la carta pastoral Nobiles ac piae aliquot Virgines Anglicanae, en la que se legitima la forma de vida de las Damas Inglesas. Desde Coimbra, el jesuíta Francisco Suárez contestará negativamente al informe de Lessio.
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El 31 de octubre de 1615, Mary percibe en la experiencia del alma justa, las actitudes fundamentales que deben animar a las hermanas que formen parte de este Instituto: sinceridad, justicia y libertad. «La felicidad de este estado consistía, en cuanto yo puedo expresarlo, en una singular libertad de todo apego a las cosas de la tierra, junto con una entera disponibilidad y aptitud, para toda clase de obras buenas. También percibí claramente en qué estaba la esencia de aquella libertad: en que un alma tal tendría que referirlo todo a Dios. Si estamos bien arraigadas en ellas, recibiremos de la mano de Dios, verdadera sabiduría y capacidad para realizar todo aquello que exige de nosotras este Instituto». La Justicia es un «estado original», una disposición de la persona que la capacita para toda clase de obras buenas. Aquí justicia no tiene un sentido de equidad. Libres de cualquier mala inclinación, las hermanas están enteramente entregadas a la voluntad amorosa de Dios. Veracidad: «ser en realidad lo que aparentamos y aparentar lo que realmente somos. Hacer bien lo que tenemos que hacer. Eso es la verdad». Mary veía en estas virtudes un camino para la felicidad de las hermanas y una ayuda para la actividad apostólica.
Consciente de las polémicas que suscita el nuevo Instituto, quiere entregar lo antes posible el Plan al Papa Paulo V para obtener su aprobación. Thomas Sackville, persona de confianza que viajaba a Roma, llevaría el documento. Cumpliendo instrucciones, se lo entregó a los jesuítas del colegio Inglés de Roma. Estos después de leer el documento de solicitud, recomendaron a Thomas Sackville entregar al Papa una «síntesis». Como respuesta, Mary recibe una notificación aprobatoria, el Decreto Laudatio, en 1616; pero los sucesores del Pontífice, por las dificultades que se verán, no aprobarán el nuevo Instituto.
En 1617 Mary vuelve a Londres para animar a las hermanas, ganar más vocaciones y recoger el dinero de las jóvenes internas.
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b) La igualdad de la mujer
A su regreso a Saint-Omer, en otoño de 1617, encuentra a las hermanas con cierta inquietud por los comentarios del padre Michael Freeman, jesuita subdirector del colegio inglés de Saint-Omer. Se permitió afirmar en tono despectivo refiriéndose a las Damas: «Su fervor decaerá, pues al fin y al cabo no son más que mujeres». La respuesta de Mary no se hizo esperar:
«Hasta ahora, los hombres nos han dicho lo que nosotras debíamos creer. Es verdad que nosotras debemos creer lo que nos dicen; pero permítasenos no ser tontas, y saber lo que nosotras debemos creer, sin aceptar bobamente que las mujeres no podemos llevar a cabo nada grande. Más todavía. Yo espero en Dios que en el futuro se han de ver mujeres realizando grandes cosas. ¿Qué fruto obtendréis oyendo "no sois más que mujeres", débiles, ineptas y que vuestro fervor decaerá? Intentan deprimiros, negándoos la esperanza de perfección. No existe diferencia entre hombres y mujeres, ninguna pierde el fervor por el hecho de ser mujer, sino por ser mujer imperfecta buscando la mentira en lugar de amar la verdad.
Dios os ha mirado a vosotras con atención particular... os ha llamado a este modo de vida...os ha dado esta vocación... buscad los medios para ser perfectas».
Mary reafirma a las suyas en la vocación que han recibido, ensancha horizontes, les anima a buscar los medios para superarse. La vida del nuevo Instituto sigue pujante. En 1621 ya cuenta con cinco casas: Saint-Omer, Lieja, Londres, Colonia y Tréveris.
Han transcurrido diez años desde los comienzos de la fundación y van creciendo los ataques de los adversarios. Jesuítas distinguidos escriben contra Mary, especialmente el padre Jean Heren, provincial de Bélgica, a quien asombra el
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rápido crecimiento de las Damas; ya pasan de sesenta, pero teme la usurpación que hacen de los símbolos de la Compañía. El padre Francis Young cuenta al general de la Compañía Muzio Vitelleschi el trabajo que realizan las Damas en Inglaterra, pero le parece mal que imiten a los jesuítas.
c) Viaje a Roma: el proceso de aprobación del Instituto
Los caminos de Europa no son seguros. En mayo de 1618, había comenzado la guerra de los Treinta Años que enfrentaba la «Unión Protestante» contra la «Liga Católica». Isabel Clara Eugenia recomienda a las Damas vestir de peregrinas para el viaje. El 21 de octubre de 1621, saldrán desde Bruselas hacia Roma para conseguir la aprobación papal. Son 2.000 km, hay que atravesar los Alpes. El jesuita, P. John Gerard, ayuda a Mary, le prepara una lista de personas de las que puede conseguir apoyos para su proyecto. Isabel Clara Eugenia escribirá cartas de recomendación que incluían al Papa, cardenales y al mismo general de la Compañía.
Los diez años siguientes, van a suponer una lucha continua para conseguir el reconocimiento oficial del Instituto por parte de la Iglesia. Lo más sorprendente es que en medio de las contrariedades, se abrirán puertas que consolidarán el Instituto, aun en medio de la aparente derrota. Son años de sufrimiento, son años de gracia.
d) Audiencias con Gregorio XV y Urbano VIII
Llegaron a Roma el 24 de diciembre, la víspera de Navidad. El día 28 tuvo lugar la audiencia con el Papa Gregorio XV. Mary le presenta el Tercer Plan del Instituto, elaborado posiblemente con la ayuda del P. John Gerhard. Pide al Papa la aprobación pontificia, y también le entrega un informe en el que se explica la orientación del Instituto. Entre otras cosas, el Instituto prepara a sus jóvenes con buena formación, las capacita como misioneras para ir donde sea necesario: «a
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cualquier parte del mundo, o a los turcos, o a cualesquiera otros infieles, aun a aquellas partes que llaman Indias, o a tierras de herejes, cismáticos; o con fieles cristianos». El Papa las acogió favorablemente, pero la Congregación de Obispos y Regulares se oponía a su petición, principalmente, porque no tenían clausura.
Para que los obispos y cardenales pudieran ver el estilo de vida del nuevo Instituto, solicitó permiso para abrir una escuela gratuita en Roma, que empezó a funcionar a finales de octubre de 1623. Las niñas aprenderán catecismo, letras, música y lenguas; también, oficios para ganarse el pan. La escuela funciona muy bien, incluso los cardenales están admirados. Desde otras ciudades, solicitan la apertura de nuevos centros. Las hermanas abrirán una escuela en Ñapóles y, en enero de 1624, otra en Perugia.
A la muerte de Gregorio XV, le sucederá Urbano VIII y Mary solicitará una audiencia con el nuevo Papa. La recibirá en octubre de 1624 en Frascati. Entrega al Papa un memorial en el que se recogían escritos anteriores sobre el Instituto, y una súplica.
Ellas quieren:
S Ser reconocidas como religiosas sin clausura, •S Trabajar acercando personas a la Iglesia, sin invadir
el terreno propio de los sacerdotes,
•S Gobernarse por sí mismas, no sometidas a varones, ni siquiera jesuítas,
•S Depender solamente del Papa, sin estar sujetas a la jurisdicción de los obispos,
•S Seguir la espiritualidad y el estilo de vida de la Compañía de Jesús.
El Papa creó una comisión formada por cuatro cardenales para que estudiaran el caso. Mary habló con cada uno ellos, luchó para hacerles comprender; sabe que los informes sobre el Instituto no son favorables.
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El 11 de abril, la Congregación de Obispos y Regulares ordena el cierre de las casas en Italia porque las hermanas no aceptan la clausura. Mary es consciente de los problemas que se avecinan y pide a Dios que «le dé a conocer la manera provechosa de sobrellevar el sufrimiento». El 26 de junio, en la iglesia de San Eligió, Mary recibió luz acerca del perdón a los enemigos y el 1 de agosto, en la fiesta de san Pedro ad Vincula, cuando ella encomendaba el Instituto a Dios, comprendió claramente que «la prosperidad, el progreso y la seguridad del Instituto no está en al favor de los príncipes, ni en las riquezas, ni en la fama, sino en que las hermanas tengan libre acceso a Dios, de quien tiene que venir toda fuerza, luz y protección».
En esta situación, no tenía ninguna razón importante para quedarse en Roma, y su presencia podía ser necesaria en Inglaterra. El 10 de noviembre de 1626, Mary reza en San Marcos, aceptará los sufrimientos con alegría. Después, con tres compañeras, sale de Roma. Este viaje va a ser providencial: encontrará mujeres que la van a ayudar y descubrirá experiencias de vida religiosa femenina sin clausura.
e) Nuevas fundaciones en Europa
En Florencia serán recibidas por Ma Magdalena, viuda de Cosme de Médicis, y por Cristina de Lorena, hermana de Isabel de Lorena, esposa Maximiliano de Baviera. La duquesa Cristina dio a Mary una carta de recomendación para Maximiliano para abrir un colegio en Munich: «No puedo menos que apoyar los propósitos de esta noble inglesa»... Continuaron su viaje y pasaron por Parma, donde encontraron Ursulinas que vivían sin clausura. En Castiglione trabajaban ciertas «Vírgenes de Jesús», fundadas por tres sobrinos de san Luis Gonzaga. Vivían sin clausura y tenían espiritualidad ignaciana. En Hall había una residencia de religiosas, las «Stifsdamen» bajo dirección espiritual de los jesuítas y sin clausura, otra sorpresa para Mary.
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Al llegar a Munich en enero de 1627, fueron recibidas por Maximiliano de Baviera y su esposa Isabel de Lorena. Les asignaron una casa que será emblemática para el Instituto, la «Paradeiserhaus», y les concedieron una subvención anual.
El emperador Fernando II quiere un colegio en Viena. En otoño de 1627, las hermanas abren una escuela en dicha ciudad; pronto tendrán 450 alumnas.
A Mary se le presenta una oportunidad para fundar en Pressburg (hoy Bratislava). En esta ciudad, estaba el jesuita arzobispo Peter Pázmány que entendió la vocación de Mary. Se abrió una escuela y a comienzos del verano de 1628, ya tenían 50 alumnas.
En abril Mary viajará a Praga. Pero el arzobispo cardenal Adalberto Harrach, que no tenía buenas relaciones con el emperador Fernando II, y además odiaba a los jesuitas, niega a Mary el permiso para instalarse en su territorio. Melchor Klesl, arzobispo de Viena, y A. Harrach escribieron a Francisco Ingoli, Secretario de Propaganda Fide, contra las «jesuitisas» y contra el Emperador.
5. La supresión del Instituto
La Sagrada Congregación de Propaganda Fide (actualmente, Congregación para la Evangelización de los Pueblos) era una Congregación romana creada por Gregorio XV en 1622 para la propagación de la fe. Como también le fueron confiados los territorios protestantes del norte de Europa, Inglaterra entraba dentro de su jurisdicción. Por eso, la aprobación del Instituto de las «Damas Inglesas» pasará por ella.
El clero inglés, que estaba enfrentado a los jesuitas, era amigo de Francisco Ingoli, Secretario de la Congregación. A él le llegarán muchas acusaciones contra el Instituto.
En 1628 Propaganda Fide crea una comisión para preparar la supresión de las «jesuitisas». El 7 de julio de 1628, es oficial el Decreto Pontificio de Propaganda Fide conde-
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natorio para el Instituto. Se envían copias a los nuncios de los países donde están las Damas, y a los cardenales de Viena y de Praga. En septiembre, el nuncio Pallotto recibe en Viena a Mary, que ha oído rumores de un Decreto de Propaganda Fide. El nuncio le aseguró que él las defendía y que conocía bien el trabajo que realizaban, pero las noticias eran preocupantes por lo que convenía que viajara a Roma.
a) Segundo viaje a Roma
En noviembre, Mary se despidió del emperador y de sus amigos y salió para Roma. Todos ellos ignoraban la condena. Llegará a Roma el 10 de febrero. Mary está enferma, tiene que reposar tres semanas y aprovecha este tiempo para recibir algunas visitas. De palabra o por carta, la fundadora sostuvo el ánimo de las hermanas. A una de ellas destinada desde Munich a la peligrosa misión de Inglaterra le escribe: «A mi pobre juicio, la confianza en la bondad de Dios para con vosotras debe ser permanente, pues todo lo emprendéis por su amor y su servicio. Cuidad vuestra salud, y tened miedo tan sólo de tener demasiado miedo».
Mary escribe un alegato en defensa del Instituto y una súplica en la que pide se investiguen las acusaciones que les achacan.
El Papa la recibió en Castelgandolfo en mayo de 1629. En esta entrevista le dijo a Mary que encomendaría a dos eclesiásticos distinguidos el estudio de las «Vírgenes Inglesas». Le pidió un resumen de un par de folios del informe redactado para él. No le habló del Decreto condenatorio de Propaganda Fide.
En julio el cardenal Peter Pázmány, desde Pressburg, envió una carta a Propaganda Fide, en la que reconoce la valía de estas mujeres, las defiende y las llama «Madres de la Compañía».
En diciembre de 1629, llega al nuncio Juan B. Pallotto un escrito de F. Ingoli en el que se le pedía la asistencia de
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los obispos para suprimir las casas de las Damas. Mary creía que continuaba la discusión sobre la aprobación del Instituto. Escribió una carta el 6 de abril de 1630 dirigida a sus hijas del centro de Europa. Quiere visitar estas casas y confía en que su presencia pueda ayudar a las hermanas, firma como Madre General. «En cuanto se refiere a las órdenes de disolver nuestro Instituto, quiero que sepáis que los fundamentos de esas cosas que contra nosotras han sido decretadas se apoyan en falsedades...Cualquier cosa que os sea mandada en virtud de tales órdenes debéis rechazarla». Esta carta llegó a Francisco Ingoli, y se consideró como rebeldía contra el Papa. Se convocó un pleno de Propaganda Fide, que presentó una denuncia ante el Santo Oficio por faltas gravísimas contra la fe católica.
b) Retorno a Munich
Mary vuelve a Munich, donde encuentra a las hermanas tranquilas bajo la protección de Maximiliano. Ella no tiene fuerzas para viajar a Lieja y envía como delegada a Winefrid Wigmore a Tréveris, Colonia y Lieja. Nombra visitadora ¡a una mujer! En Lieja, Winefrid dejó claro al nuncio Pedro Luis Caraffa que ni ella ni la fundadora negaban la autoridad del Papa. Pero se negaban a obedecer mientras él no pronunciara su condena.
6. Bula de supresión del Instituto
El 13 de enero de 1631, por la Bula Pastoralis Romani Ponti-ficis, se suprimía el Instituto. Se publicará tres meses más tarde. Mary escribe una carta a las hermanas, les pide que obedezcan los mandatos pontificios. «Seguid amando y sirviendo a Aquel por cuyo amor y servicio abandonasteis vuestra patria y vuestra familia. Ahora sufrís por él». Por orden del Santo Oficio, Mary es encarcelada por hereje en el convento de
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las clarisas de Anger en Munich, el 7 de febrero de 1631 y Winefrid en Lieja el 13 de febrero del mismo año.
Mary habla a las hermanas desde la cárcel: «Os pido coraje y confianza en Dios... Esté yo viva o muerta, perdonad a mis adversarios, rogad por ellos de corazón, sin rencor». Hemos de superar el desamor a nuestros enemigos.
Elisabeth Keyes, una hermana de la comunidad de Roma, avisa al Papa que Mary está gravemente enferma, puede morir si no la liberan. A primeros de abril, el Papa ordena su excarcelación.
7. Tercer viaje a Roma
La guerra de los Treinta Años continúa por Europa. A las afueras de Leipzig, los suecos derrotaron al mariscal Tilly; perecieron veinte mil soldados de la Unión Católica. Los ejércitos de Gustavo Adolfo están cerca de Austria y Baviera. Las hermanas no piensan marcharse de la «Paradeiserhaus».
Este viaje de Mary a Roma fue bastante complicado; el grupo salió de Munich a finales de octubre. Por una parte, se multiplicaban los riesgos a causa de la guerra y además, en Bolonia había peste. No podrán continuar el viaje sin un salvoconducto. Llegaron a Roma en marzo de 1632. En esta ciudad, viven ahora ocho hermanas en las inmediaciones de Santa María la Mayor.
El Papa toma a Mary bajo su protección y le concede sus peticiones: liberar a Winefrid encarcelada en Lieja, librarles de la acusación de herejía, y el permiso para que puedan venir algunas hermanas a Roma. Un decreto del Santo Oficio de 1632, declara a Mary Ward y a sus compañeras libres de herejía. Va dirigido a los nuncios de Lieja, Colonia, Flandes y «otros lugares donde se hallen las Vírgenes Inglesas».
Mary no se rinde, la Bula no les prohibe ejercer la enseñanza y pueden emitir votos privados. De momento, será suficiente para mantener el Instituto.
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En el verano de 1634, Mary que se encuentra enferma, recibe permiso del Papa para ir al balneario de San Cascia-no y hacer allí una cura. Cuando regresa a Roma, se entrevista con el Papa, que le promete ayuda, incluso económica.
8. Regreso a Inglaterra
En diciembre de 1636, la salud de Mary empeora, y el 30 de julio de 1637 recibe la extremaunción. Los primeros días de agosto comienza la mejoría de Mary y el Papa le autoriza viajar a Lieja con tres de sus compañeras. Irá a Spa para hacer una cura.
En verano de 1638, la acogen en la abadía de Stavelot (principado de Lieja). Visita Colonia y Bonn, obtiene permiso para fundar una casa en Lieja, y hacen gestiones para abrir escuelas bajo protección del príncipe-arzobispo Fernando.
Finalmente en la primavera de 1639, Urbano VIII autorizó a Mary a viajar a Inglaterra. Llegaron a Londres el 20 de mayo. Mary continuó el apostolado con las hermanas aunque actuaban como seglares. Permanecieron allí hasta finales de 1642, después se dirigieron a York. El Papa les permite ahora vivir juntas y ejercer la enseñanza.
9. La muerte de una mujer íntegra
En la primavera de 1643, se instalaron en Heworth (York). Mary está muy enferma, da instrucciones a las hermanas y se despide de ellas. Deben reconocer a Bárbara Babthorpe como superiora General, hasta que todas reunidas elijan a otra. «Os recomiendo vivir vuestra vocación, que sea constante, vigorosa y llena de amor. Dios estará con vosotras, os ayudará, no importa por medio de quién, ni dónde». Murió el 30 de enero de 1645.
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De su vida se pueden destacar grandes virtudes, pero lo que da sentido a todas ellas es su integridad. No retrocedió ni un ápice para realizar aquello que consideró la voluntad de Dios.
La visión de las hermanas, la paciencia y la perseverancia mantuvieron vivo su espíritu. El Instituto que ella soñó no fue aprobado hasta 1877 por el Papa Pío IX, bajo el nombre de «Instituto de la Bienaventurada Virgen María».
10. El Espíritu que mueve la vida de Mary Ward
La vida de Mary es profundamente ignaciana: tiene la experiencia de los Ejercicios Espirituales, confesores jesuítas y ella misma adoptará para su Instituto las Constituciones de san Ignacio.
El tema de la voluntad de Dios, tan importante en los Ejercicios Espirituales, estuvo presente durante toda la vida de Mary Ward.
La frase de san Ignacio «buscar y hallar a Dios en todas las cosas», Mary Ward la expresa como «referirlo todo a Dios» En muchas ocasiones, inculcaba esta actitud a sus compañeras. Esta frase, en sentido amplio, abarca toda la creación.
Mary cree, tal como lo expresan los Ejercicios Espirituales, que Dios llama a cada persona a seguir a Cristo de una forma determinada. Atenta a la llamada de Cristo, está dispuesta a ser enviada al mundo entero, quiere servir a la Iglesia y a la humanidad.
Su actitud ante el ayuno y la penitencia es una manera de escuchar más intensamente el Espíritu que la conduce.
Mary quiere seguir su camino con libertad, es la libertad de la que hablan los EE: libertad de toda atadura que nos impida el camino hacia Dios. Es la libertad que permite que el plan de Dios se realice en nosotros.
La vida de Mary Ward es rompedora. Se atreve a iniciar formas nuevas de vida religiosa, que respondían a las nece-
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sidades de la sociedad de su tiempo. La inspiración y la fortaleza, las recibe de Dios.
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Algunos datos históricos sobre el Instituto
• La Bula de supresión del Instituto sigue vigente.
• El Instituto de la Bienaventurada Virgen María de Derecho Pontificio fue aprobado en 1877.
• A Mary Ward se le reconoció como Fundadora del Instituto en 1909.
• Benedicto XVI la declaró Venerable el 19 de diciembre de 2009.
• La obra de Mary Ward, por razones históricas, está presente actualmente en La Congregación de Jesús, en 23 países, y en el Instituto de la Bienaventurada Virgen María, en 24 países.
ANA GIMENO, CJ
Licenciada en Ciencias Químicas y en Estudios Eclesiásticos. Barcelona
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Para saber más:
J.M. JAVIERRE, (con la colaboración de M. DE PABLO-ROMERO,
IBVM), La Jesuíta Mary Ward. Mujer rebelde que rompió moldes en la Europa del s. XVII, Libros libres, Madrid 2002.
M. DE PABLO-ROMERO, IBVM, Mary Ward Peregrina de la Esperanza, Visión-Net, Madrid 2004.
D. DE VALLESCAR y otras autoras, Libertades ganadas o perdidas, Visión Libros, Madrid 2009.
F. TORRALBA ROSELLÓ, El ideario Educativo de Mary Ward. Irradiación del carisma y su traducción educativa, Visión Libros, Madrid 2008.
G. KIRKUS, CJ, Mary Ward, Editions du Signe, Strasbourg 2006.
3. Claudina Thévenet (María de San Ignacio) (1774-1837)
Fundadora de las Religiosas de Jesús María
Afectada por la realidad y urgida por el deseo
V^LAUDINA fue una de tantas mujeres de la burguesía francesa que sale de la esfera privada y se implica en la transformación social, porque se mantiene abierta al mundo y a Dios. Descubre las carencias de su entorno herido y las capacidades del ser humano, por deteriorado que esté. Afectada por esa realidad se siente urgida por el deseo de construir, con otras mujeres, un mundo desde Dios, implicando a las personas en su propio proceso. El perdón hecho misericordia, recibido y otorgado, configura su experiencia. La huella ignaciana aparece en su proceso y en su obra.
1. Ambiente familiar y social
Los Thévenet y los Guyot de Pravieux pertenecían a la burguesía sedera de Lyon (Francia). Filiberto y Ma Antonieta tuvieron siete hijos y se dedicaron al trabajo y educación de los mismos. Familia acomodada, culta y trabajadora, de ambiente y formación urbana, numerosa y unida. Ligada a la
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tradición y a la monarquía. De valores sólidos y religiosidad sobria. En el hogar se vivía con naturalidad la relación con Dios, Padre bueno, y con los hombres como hermanos. Socorrer a los pobres era un deber familiar y, aunque tuvieron reveses de fortuna, siempre encontraron medios para ayudarlos. Vivían en el centro, cerca de la Abadía de San Pedro y de la Parroquia de San Nizier, donde fue bautizada Clau-dina y con la que estaban muy vinculados. Durante la Revolución no había actividad parroquial sino misiones. El vicario Linsolas organizó 25 para toda la diócesis a fin de sostener en la clandestinidad la ayuda espiritual de los fieles. Parece que Claudina formó parte de esos grupos. Se exigía una discreción total para no ser descubiertos pues arriesgaban la vida. En 1794 la familia se traslada a un barrio periférico.
La sociedad francesa de finales del XVIII era injustamente desigual en lo social, político, cultural y económico. La brecha entre las clases altas y la miseria generalizada del pueblo serán caldo de cultivo de huelgas y revoluciones. Periodo agitado y violento. Las instituciones se tambalean; todo poder queda cuestionado. Los ideales de libertad, igualdad y fraternidad son el eje que sostiene el cambio de era. En 1793 la Convención declara a Lyon ciudad rebelde. El ejército la invade y los lioneses organizan la resistencia. Tras dos meses, la ciudad se rinde y se la condena a la destrucción. Comienzan las violencias más atroces. Se instaura el Terror. No hay familia que escape al sufrimiento. Los Thévenet no quedan al margen. Se suceden el Antiguo Régimen, Revolución y Restauración.
La Iglesia está divida por el clero fiel a Roma y el juramentado, las ideas jansenistas y el galicanismo. Está perseguida, con asesinatos de cristianos y sacerdotes que se niegan a prestar juramento y debe vivir en la clandestinidad. Por esos años surgen también numerosos laicos, sobre todo mujeres, que desean dar respuesta a las necesidades de la sociedad: enseñanza y sanidad y descristianización. Suplen
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las carencias del Gobierno. La mujer pasa a ser sujeto hacedor, transmisor y receptor de cultura como grupo social significativo. Las congregaciones femeninas, fundadas y dirigidas por mujeres e independientes de una rama de varones, ya no son excepción. La incorporación de la mujer consagrada a una actividad apostólica directa en la Iglesia es un logro de esta etapa. C. Langlois afirma que el catolicismo en el s. XIX se escribe cada vez más en femenino. Pero el estilo de vida permanece demasiado conventual pues la Iglesia, en su conjunto, no asume la modernidad.
2. Datos biográficos
La vida de Claudina Thévenet transcurre toda ella en Lyon, donde nace el 30 de marzo de 1774. Queda marcada por el sufrimiento y las fortalezas que ese dolor le posibilita. Se configura en la familia y en la Abadía, la Parroquia y su círculo de amigas, la sociedad y ciudad en la que vivió. Sus 63 años se pueden agrupar en tres periodos:
a) Glady hasta los 20 años: 1774-1794
Glady, así la llaman y así firma, es la segunda de los hermanos. Desde pequeña tiene gran influencia sobre ellos. Crece en un ambiente sano y feliz, rodeada del afecto de familiares y amigos. Éstos, viendo su sencillez y discreción le aplican el sobrenombre de «petite violette». A los nueve años ingresa como pensionista en la Abadía benedictina de San Pedro donde estará hasta los quince que estalla la Revolución. Son pocas chicas y cada religiosa se encarga de una. Recibe formación cristiana y los conocimientos propios de la época. La ayuda el entorno de fe y equilibrio, buen gusto, orden y austeridad, con espacios para la reflexión y la oración. Allí recibe la Primera Comunión y la Confirmación. Es una chica normal, con muchas amistades. Valora la familia
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y desea formar una. Parece que tenía un novio, al que se refiere su sobrino marista: algo mundana en su primera juventud, se disfrazó de soldado para entrar en los calabozos y salvar a su novio.
La paz familiar queda truncada con la Revolución. El padre lleva a los hijos pequeños lejos de Lyon para ponerlos a salvo. Al regresar no puede entrar en la ciudad, donde permanecen la madre y los tres mayores. Esa separación aumenta la angustia y el dolor de todos. Sus hermanos Luis y Francisco, de 20 y 18 años, quieren defender la ciudad y se enrolan en la Resistencia. Glady queda sola con su madre. Tras la rendición, los jóvenes son denunciados, encarcelados y condenados a muerte. Ella acude a la cárcel para llevarles ropa y víveres que comparten con otros detenidos. Horas antes de la ejecución escriben a su familia una carta llena de cariño. Testimonio impresionante de fe y perdón: «Adiós querida hermana, tan buena y tan sensible, Glady. A ti te toca la dolorosa tarea de consolar a nuestra madre. Dentro de unas horas estaremos en presencia de Dios, nuestro buen Padre. Siento que la religión es una fuerza que me hace mirar la muerte con serenidad. No hagáis a nadie responsable de mi muerte. Buscad en Dios el consuelo...». La mañana del 5 de enero de 1794, sin saber que la sentencia está dictada, va a visitarlos. Al llegar ve un destacamento con un grupo de condenados entre los que descubre a sus hermanos. Estremecida, se acerca con un criado y consiguen la carta. Luis se vuelve y le dice: Glady, perdona como nosotros perdonamos. Sigue valiente al cortejo hasta el lugar del fusilamiento, donde presencia la ejecución y cómo los rematan. Algo de ella también muere. Regresa para dar la dura noticia a los suyos.
A sus 20 años, tiene ya una personalidad madura. Carácter firme, humilde, prudente y sensible. Fuerte en el sufrimiento, trabajadora y equilibrada. Gran talento y dotes de liderazgo (creatividad, buena gestión y sentido práctico). Fe profunda, gran confianza y caridad con todos. Sobria en sus
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manifestaciones. Seria, algo distante, exigente con las fuertes y comprensiva con las débiles.
b) Claudina, de los 20 a los 44 años: 1794-1818
La herida de los hermanos aún sangra y ella será el consuelo de todos. En 1815 muere el padre y los otros hermanos van dejando el hogar. Queda sola con su madre y las tías. Tras tanta muerte, llega la alegría de los sobrinos. Amadrina a Claudio, futuro marista. Babet, además de hermana, es una buena amiga con la que compartirá muchas vivencias. También con su marido e hijos tiene una relación cordial, apre-ciable en la fluida correspondencia que mantienen.
Claudina será la principal colaboradora del Párroco de San Bruno durante más de veinte años. Se dedica, con un grupo de amigas más jóvenes, a niñas y chicas abandonadas, lo más vulnerable de la sociedad. Animadas por el sacerdote Andrés Coindre (Vicario Parroquial, director espiritual y después fundador de la Congregación de los Hermanos de los Sagrados Corazones), constituyen la Asociación del Sagrado Corazón el 31 de julio de 1816. Éste les recuerda los fines, las anima a caminar unidas y les propone como modelo a san. Ignacio de Loyola, patrono de la misma junto con san Luis Gonzaga. Claudina y sus compañeras hacen su consagración, obligándose a cumplir el Reglamento redactado por ella y el P. Coindre. En él y en las actas de las reuniones se reflejan las ayudas para ahondar en la fe. La espiritualidad y devociones son las propias de la época: Corazón de Jesús y de María y la Eucaristía, según la espiritualidad ignaciana. Desean mantenerse unidas a la Iglesia y obrar siempre para agradar a Dios. La divisa es «aprended de mí que soy manso y humilde de corazón». Crean también la Providencia del Sagrado Corazón que será el germen de su obra (las Providencias son instituciones creadas a comienzos del s. XIX para acoger a la infancia pobre, formarla y darle un oficio). En ella sacan adelante a niñas que llegan en
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condiciones deplorables, expuestas a la marginación por ser mujeres, pobres y menores. Desea que vivan felices, reciban cariño, educación y herramientas para un trabajo que las dignifique. Quiere potenciar sus capacidades e implicarlas en su propio proceso confiando en la respuesta que podrán dar a Dios. Pretende «formar mujeres, cristianas, capaces de formar hogares cristianos felices, dándoles una cultura conveniente. Prepararlas para ganarse la vida como obreras de la seda o trabajadoras domésticas». El proceso educativo concluye con la colocación y seguimiento en el primer periodo de trabajo. Claudina será la Presidenta de ambas obras. Paulina Jaricot formará parte del grupo. Las asociadas, de clase media y alta, desean crecer en la fe y hacer obras de caridad.
c) Ma de San Ignacio, de los 44 a los 63 años: 1818-1837
Dos años más tarde, el 31 de julio de 1818, fiesta de san Ignacio, se reúnen Claudina y once jóvenes con el P. Coindre quien les propone: «para cumplir los designios de Dios, es preciso, sin dudas ni dilaciones, os reunáis en Comunidad». Y dirigiéndose a Claudina: «Dios te ha elegido, responde a su llamada». Todas quedan impresionadas. Tiene 44 años y es la mayor del grupo, la más joven apenas 15. En esa invitación descubren otra llamada de Dios. Unos meses más tarde, la noche del 5 de octubre, Claudina deja a su anciana madre para instalarse en una pobre casa del barrio, apenas amueblada. Con una obrera, una huérfana y un telar, funda la Congregación.
La obra crece bajo la dirección de Claudina, ahora Ma de San Ignacio. En 1820 la casa se queda pequeña y se trasladan a la Angélica, una extensa finca frente al santuario mañano de Fourviére, comprada con muchos esfuerzos. En ella instala una Providencia, un Pensionado y la casa general de la Congregación. Allí vivirá el resto de su vida. A sus 48 años no duda en presentarse, junto a otras compañeras, al
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examen de Estado y obtener la titulación oficial para dirigir el Pensionado. En 1823 recibirá la noticia de la primera aprobación de su Instituto para la diócesis de Le Puy, con el nombre de Congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y de María. A los pocos días, el 25 de febrero, en Mo-nistrol, pueblo de dicha diócesis, hará sus votos con cuatro compañeras. En 1825, tendrá la alegría de verla aprobada en la diócesis de Lyon pero morirá el 3 de febrero de 1837, primer viernes, a las tres de la tarde, sin tener la aprobación pontificia. Sus últimas palabras, «¡Qué bueno es Dios!», resumen su vida e indican el talante de esta gran mujer que se dejó guiar por el Espíritu Santo. En Roma, el Papa Juan Pablo II la beatifica en 1981 y la canoniza en 1993. Con ese motivo, pareció más conveniente introducir la causa con su nombre de bautismo.
3. Proceso espiritual-apostólico
Ante la escasez de datos históricos directos y con los testimonios disponibles, hemos de adentrarnos en la experiencia de Claudina con respeto y cariño, intuyendo sentimientos y deseos. Aventura hermenéutica delicada pero apasionante.
El cálido ambiente familiar y el sufrimiento no la pliegan sobre sí. Se abre al mundo y descubre una realidad a la que no está acostumbrada. En las cunetas se encuentra con las víctimas que la sociedad genera, pero no da un rodeo. Capta el tesoro que toda persona encierra. Su sensibilidad y corazón quedan afectados. Se compadece y sueña proyectos humanizadores. Se encuentra con Jesús implicado en su historia. Los sentimientos que experimenta los discierne y comparte con quienes va haciendo camino. Henchida de deseos, responde creando estructuras domésticas solidarias, cada vez más consistentes. Cree que, desde Dios, otra revolución es posible y que no existe crecimiento sin afrontar racional y creativamente los conflictos y dolores de la vida.
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a) Su proceso y el de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio
La vida es un proceso jalonado de experiencias. En cada etapa, alguna resalta con más fuerza. El de Claudina es largo pero camina con una firme esperanza en el Dios que la conduce.
I. PRINCIPIO Y FUNDAMENTO
«El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios» (EE 23).
«Mantenerse libres e indiferentes hacia lo que no atañe a la gloria de Dios» (P 108).
Conoce al Dios bueno y providente, fundamento de todo lo creado que ama al hombre, se nos revela en Cristo y nos conduce por la fuerza de su Espíritu. Tiene una cosmovisión cristiana del mundo y unas relaciones armónicas. Pero las experiencias de su juventud le hacen percibir distintas formas de situarse ante la vida. Cuando el hombre vive para sí, en lugar de vivir para los otros y para el Otro, cae en la idolatría, la autodestrucción y la injusticia. Sus relaciones no son de servicio y ayuda sino de domino y manipulación. Conoce también personas que generan armonía y humanidad. Que poseen el poder y la libertad que da devolver bien por mal, y alabar al que da sentido a toda existencia, al Padre compasivo. Ella desea ser como esas buenas gentes.
Penetra en la dignidad del hombre, creado por Dios para alabarle, amarle y servirle. Relativiza lo demás y desea elegir solo lo que conduce a la Vida y a que otros la tengan en abundancia. El deseo de la gloria de Dios, de hacer lo que más le agrada, de vivir en libertad y confianza se afianza en ella. El lema de la Congregación lo expresa: sean por siempre alabados Jesús y María.
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II. PRIMERA SEMANA
«Conocimiento del mundo y de mis pecados. Gracias a Dios por tanta misericordia» (EE 63 y 71).
«Mirando a Cristo en cruz... pena por nuestros pecados, compasión y gratitud» (P. 103).
A sus 16 años, se ve sumergida en una crisis que la marcará para siempre. Se da una inflexión en su proceso y tiene una experiencia de Dios que reorienta su vida hacia la misión futura.
Contempla la realidad que la violencia y el odio ha provocado en las criaturas. Se siente afectada por ese desorden estructural: víctima con otras víctimas. Experimenta las causas y consecuencias del pecado. Descubre hasta qué grado de deshumanización puede llegar quien no tiene valores. Llena de angustiosos interrogantes, su inteligencia no acaba de comprender, su corazón sangra, su sensibilidad y su físico quedan afectados. Le queda un temblor y dolor de cabeza para toda la vida que lo llama «mi terror». En el campo de ejecución contempla a sus hermanos que, como Jesús en la Cruz, perdonan a sus verdugos y le piden, como Cristo al Padre, que también ella los perdone. Desea hacerlo pero no puede, necesita tiempo. En Cristo Crucificado descubre la dimensión teologal del pecado y la misericordia del Padre, que la posibilita para derrochar bondad. En él todo cobra sentido. Cree que la causa del mal es la ignorancia de Dios. Comprende que solo el perdón restaura al ser humano y aniquila la espiral de violencia. Sus entrañas se conmueven y desea poner su vida al servicio de la reconciliación en un pueblo dividido. La pregunta ¿qué puedo hacer por Cristo?, encontrará respuesta en el día a día, en la calle, en las niñas pobres, en el perdón al delator de sus hermanos. Los Thévenet lo conocían y no quisieron denunciarlo. El perdón vence al odio.
A esa respuesta seguirán otras, expresión de la experiencia fundante: Conocimiento de la maldad del pecado y sus
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consecuencias y de la bondad y misericordia de Dios manifestada en Cristo Crucificado. Deseo de darlo a conocer y amar, sobre todo a los más indefensos.
III. SEGUNDA SEMANA
«Comenzaremos juntamente contemplando su vida, a investigar y demandar...» (EE 135).
«Imaginarse a Jesús... Que la santa y suprema voluntad de Dios se cumpla» (P. 207,95).
El terror ha pasado pero sus marcas perduran. Claudina no se marcha, permanece con su familia junto a su pueblo herido. Medita y se pregunta: ¿No habrá algo de evangélico en los ideales revolucionarios, aunque los medios fuesen inhumanos? ¿no será necesario modificar las estructuras injustas que habían generado tanta miseria e ignorancia, incluida la religiosa? El movimiento antirreligioso ¿no estaría motivado también por una iglesia necesitada de conversión? ¿no habría que despertar en la gente sus fortalezas y darles ayudas para crecer en libertad y llegar a una mayor fraternidad entre todos? ¿qué querrá Dios de mí?
La contemplación de Jesús, pobre y humilde, afianza en ella el deseo de seguirle. Viéndole consolar, devolver la dignidad a la mujer y al marginado, descubre el corazón compasivo de Dios apostando sobre todo por los excluidos y se va configurando con sus sentimientos. Escuchará: «Venid a mí los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Aprended de mí». Ella irá con frecuencia a encontrar alivio y reposo en ese Corazón, llevando consigo los agobios y cansancios de tanta gente de la que se sentía solidaria y, a su calor, aprende la misericordia y la humildad que la caracterizó. Jesús hecho servidor de todos la atrae cada vez más. Es consuelo y luz en su camino. A mayor conocimiento de Cristo, mayor deseo de vivir como él.
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La realidad la va transformando y descubre la dimensión teologal de la ayuda. En las menores abandonadas ve el rostro de Dios y una llamada a aliviarlas. Cuando encontraba alguna por las calles, se enternecía hasta derramar lágrimas. Claudina creyó en ellas. Donde los demás veían limitaciones ella descubría posibilidades. Cada vez les dedica más tiempo y dinero. Ayudarlas se convierte en una necesidad. La suerte que esperaba a tantos niños expuestos a la ignorancia de Dios la estremecía, porque para ella la mayor desgracia era vivir y morir sin conocerle. Sabe que la ayuda no consiste sólo en solventar las consecuencias de la pobreza y del mal, sino en evitar las causas. Su respuesta será: ante la orfandad y el abandono, hogares; ante la crisis económica, formación para el trabajo; ante la increencia y falta de valores, apuesta por la educación cristiana.
Forma un grupo que se dedica a aliviar carencias y a poner enjuego capacidades con consuelo, pan, cultura... y con el conocimiento y amor a Jesús y a María. La misión está en marcha, pero al no llegar a todo, eligen las niñas y jóvenes pobres, porque de ellas se puede obtener mayor fruto. Son años de intenso trabajo, pero muy felices para Claudina. Asociadas y chicas aumentan considerablemente y comienza a ver algunos frutos apostólicos. Esto la va confirmando en el camino elegido. Otra revolución se va gestando entretejiendo pequeñas utopías: mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo (E. Galeano).
La experiencia fundante se define más: la mayor gloria de Dios; la santificación de sus miembros por la práctica de las virtudes cristianas y de los consejos evangélicos; las obras de caridad, principalmente la educación integral de niñas y jóvenes de la clase obrera.
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IV. TERCERA Y CUARTA SEMANAS
«Dolor porque por mis pecados va el Señor a la Pasión (EE 193). Oficio de consolar» (EE 224).
«Pena por nuestros pecados, causa de la muerte del Señor. Alegría de corazón» (P. 103,55).
Al oír Claudina la propuesta que le hacen, se turba, como María. Tras la sorpresa y emoción, descubre otra llamada de Dios a seguirle más radicalmente. Necesita orar lo que acaba de vivir. En su corazón y en su mente se agolpan sentimientos y razones encontradas. El Señor tiene la iniciativa y lo único que desea es serle fiel, pero intuye dificultades y sufrimientos que, sin duda, llegarán. Recurre a la Virgen y va a visitarla a Fourviére como es su costumbre. La Palabra de Dios la reconforta: «No temas, yo estoy contigo» como lo he estado tantas veces. Encuentra paz y sabiéndose en sus manos dirá: «hágase en mí según tu voluntad». El Espíritu comienza a gestar en ella nueva vida. Une su ofrenda a la de Cristo Eucaristía, de la que es tan devota: «haced esto en memoria mía». Jesús se entrega para la vida del mundo. Ella acepta también morir para ser instrumento de bondad, «Si el grano de trigo...».
Comienzan los preparativos y una noche, Claudina sale sin saber adonde iba. Noche de desolación y angustia que, al fin de su vida, recordará como la más terrible de todas: «Me parecía haberme comprometido en una empresa loca y presuntuosa, sin ninguna garantía de éxito». Al contrario, considerando las circunstancias, la obra estaba llamada al fracaso. Vuelven a surgir dudas. La pobreza, despojo y soledad han tocado las raíces de su ser, es su Getsemaní. Dios guarda silencio. Quiere seguirlo hasta el final, pasando por la prueba y uniéndose a su Misterio Pascual. «Probada en el sufrimiento, pudo ayudar a otros». Jesús crucificado vuelve a ser fuerza y sentido.
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La Congregación nace, como Jesús, en pobreza y humillación, como la Iglesia, de un corazón roto por el dolor. Claudina sufre las mofas y humillaciones de la gente del barrio y las bromas de sus parientes. Se siente crucificada con Cristo y desde su Corazón abierto, podrá derramar misericordia y alumbrar una familia religiosa. La fe sola la guiaba, la confianza en Dios la sostenía, el amor de Dios la consolaba y el deseo de darlo a conocer a los más pequeños la motivaba. Años después dirá su sobrino: «he comprendido que la obra ha sido edificada sobre la nada, la pobreza, que es el verdadero y sólido fundamento, indispensable a toda obra de Dios».
Durante el resto de sus años no le faltarán sufrimientos: la soledad que le produce la muerte, en 1826, del P. Coindre, su director, consejero y apoyo; tener que dejar la primera Providencia y la casa de Belleville; varias muertes de niñas y religiosas de la primera hora; revueltas sociales y carencias económicas; intentos de fusión con la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús promovida por eclesiásticos, religiosas y conocidos; recriminaciones del sacerdote en el lecho de muerte...
El amor de Dios vence en su dolor y genera vida. Tras los primeros días de oscuridad, sentirá que Jesús la consuela y la confirma en su vocación. Le experimenta como compañero de camino que la vuelve a llamar, le pregunta como a Pedro: «¿me amas?», y la envía: «confirma en la fe a mis hermanos». Siente alegría, confianza y paz en la misión encomendada. Ve aumentar el número de chicas y religiosas, consigue comprar otra propiedad más grande para albergarlas, le alegra sobremanera la aprobación de su Congregación por parte de la Iglesia, comprueba el fruto de su entrega y misión: muchas jóvenes salen de sus obras preparadas para el trabajo, la familia y educadas para afrontar la vida desde la fe. Con la ayuda del P. Coindre elabora las Constituciones y Reglas, dando así estructura al carisma recibido. Cuenta con colaboradoras y familiares que la ayudan y comparten su proyecto, confiando siempre en la providencia.
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V. ALCANZAR AMOR
«Enteramente reconociendo, pueda en todo amar y servir» (EE 233).
«¡Qué bueno es Dios! Hacer todo con el único fin de agradarle» (P. 478 y 101).
Claudina, al mirar atrás y recorrer su vida descubre que ha sido una historia de salvación. Muchas veces ha llorado de dolor; ahora llora de alegría. El sufrimiento ha sido transfigurado. Le queda la paz profunda, el gozo pleno de quien se siente indigna y pobre pero inmensamente amada. Experimenta como nunca la bondad de Dios y tanto bien recibido de su mano a lo largo del camino. La gratitud y alegría desbordan su corazón y el deseo de amar y servir es más fuerte que nunca. Ofreciendo a Dios lo que de él ha recibido, pone la vida en sus manos para que disponga de ella según su voluntad. «Omnipotente y misericordioso Dios, yo tu indigna hija y sierva, animada del deseo de procurar tu gloria, mi salvación y la del prójimo, no queriendo vivir sino para Ti y depender únicamente del impulso de tu gracia, en presencia de Jesús, de María....hago voto...Sostén Dios mío mi flaqueza para que sea siempre fiel».
Al final de su camino, cuando el Señor venga a buscarla, sus últimas palabras expresarán, con admiración y gratitud profunda, la experiencia de su vida: «Qué bueno es Dios».
4. Proyecto fundacional
La Congregación es fruto del proceso de Claudina y sus compañeras. Tiene su origen inmediato en la Asociación cuyo proyecto se mantiene pero da un salto cualitativo.
La espiritualidad se consolida y ahonda. La misión se amplía a todas las clases sociales, con la preferencia por los
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pobres, y se extiende a otros países. El cuerpo apostólico y la obra propia gana fuerza. El estilo de vida se organiza y estructura desde una consagración religiosa vivida en comunidad apostólica. La formación y el gobierno de las religiosas se viven desde la espiritualidad que las configura y para la misión a la que son enviadas. Con los Pensionados pretenden educar a las hijas de familias acomodadas, ayudar a las Providencias y suscitar vocaciones religiosas.
A la muerte de Claudina la Congregación es insignificante: tiene 19 años, dos casas en Francia y un grupo de religiosas. Pero ella murió confiada en Dios providente. Profundamente humilde, deseosa más de la calidad que de la cantidad y con un celo apostólico que la quemaba, se preocupó sobre todo de ahondar las raíces y de prender el fuego en el corazón de sus religiosas. Por eso el árbol pequeño pero «bien fundado», según el Cura de Ars, daría fruto abundante. Su sucesora, la M. San Andrés y las primeras compañeras recogen la antorcha. En 1841, tras un discernimiento, responden a la llamada que el obispo de Agrá (India) les hace. Las religiosas son muy pocas pero se sienten afectadas por la necesidad y urgidas por el deseo de llevar el conocimiento de Dios a tierras lejanas. También ésta parecía una empresa loca. En esos años hay otro conato de fusión, promovido por las mismas personas que lo intentaron viviendo Claudina. La ayuda de algunos obispos y la fundación en la India lo apagaron.
El nombre de la Congregación se modifica pues había otros institutos con uno parecido. Pasan a llamarse Congregación de las Religiosas de Jesús-María. Con ese nombre, la M. San Andrés presenta las Constituciones y Reglas para su aprobación pontificia. La obtienen en 1847 motivada, en gran parte, por su rápida expansión misionera. En los diez años posteriores a su muerte la Congregación, con su cansina fundacional, se había consolidado.
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a) Huella ignaciana
No consta que Claudina tuviera contacto directo con la Compañía de Jesús, suprimida, salvo sus últimos años en Le Puy, donde ésta se instala en 1825. Pero en el ambiente religioso en el que crece permanecen elementos y formas de hacer de los jesuítas que influyen en ella y le llegan, probablemente, por su madre, el P. Coindre, las misiones de Linsolas y en Le Puy.
Desea que su Congregación sea ignaciana en las líneas generales de su estructura y en su espiritualidad, que busca y encuentra a Dios en la vida. Toma el nombre de M" de San Ignacio y así firma. La devoción al S. Corazón de Jesús y de María, la vive según la interpretación ignaciana. El jesuíta José Murall, SJ, muy buen conocedor del Instituto de la Compañía de Jesús, que estudió los primeros documentos de las RR de Jesús-María, dice que sus reglas están penetradas de las de la Compañía de Jesús. Hay referencias a los Ejercicios, Constituciones y reglas comunes.
Ejercicios Espirituales: En el Reglamento de la Asociación aparece/ «En torno a la fiesta de S. Ignacio, las asociadas harán unos breves ejercicios anuales de tres días». En las primeras Constituciones de la Congregación y en la aplicación de las mismas se lee: «Las religiosas harán cada año unos ejercicios espirituales de ocho días enteros, al final de los cuales renovarán sus votos en el momento de la comunión. Habrá otros ejercicios espirituales para las novicias». Los Ejercicios no se conciben sólo como una práctica anual; informan toda la vida. Así lo vemos en los documentos de la Asociación, de la Congregación y en la herencia recibida: Llamada de Dios y respuesta en libertad. Conocimiento de Cristo y compromiso con El para la misión. El fin es la gloria de Dios y ayudar a los demás. Amor a la Iglesia. Contemplaciones del rey temporal, banderas, maneras de humildad. Método de oración, discernimiento, exámenes, dirección espiritual, formas de elección.
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Constituciones de la Compañía de Jesús: En 1822, en el acta de institución aparece: «habiendo adoptado la Regla de san Agustín y las Constituciones de san Ignacio, con las modificaciones necesarias por la diferencia entre mujeres y clérigos». En 1836, «haciendo los votos en nuestra Congregación según la Regla de san Agustín y las Constituciones de san Ignacio».
5. Pervivencia del carisma
Durante 200 años, la Congregación ha evolucionado adaptándose a los cambiantes signos de los tiempos. El fuego inicial se ha extendido por 28 países muy diversos de Asia, Europa, América y África. Es una familia de unas 1.350 religiosas, una Asociación seglar: «Familia Jesús-María», una fundación: «Juntos Mejor» para la educación y el desarrollo, y muchos laicos participando del carisma y misión, desde diferentes plataformas.
Encender y extender el fuego ha sido tarea de muchas generaciones. Hoy sigue vivo, porque vivas continúan las necesidades y posibilidades que lo vieron nacer y los deseos de respuesta: a la crisis de Dios y de sentido que conlleva la ruptura entre fe y cultura; a la brecha cada vez mayor entre ricos y pobres, norte-sur, y sus secuelas; a la infancia, juventud y mujer, excluidas.
Encarnar el carisma implica buscar lo que otras buscaron. Después de dos siglos, seguimos apostando por la educación integral, convencidas de que es el mejor servicio que podemos ofrecer a los jóvenes. Les proporciona las cartas náuticas de un mundo en cambio y complejo, al tiempo que la brújula para navegar, y es un instrumento capaz de transformar el corazón humano.
En las Constituciones de la Congregación, documento de Carisma, se lee:
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«Claudina, entregada a la acción del Espíritu, penetrada de un conocimiento íntimo de la bondad operante de Cristo y conmovida por las-miserias de su tiempo, tuvo un solo deseo: comunicar este conocimiento; y una angustia: ver abandonados a su desgracia a quienes viven en la ignorancia de Dios.
La Congregación esencialmente apostólica, está llamada a vivir, por la fuerza del Espíritu que le garantiza su comunión y su universalidad, el misterio de Cristo enviado del Padre para anunciar la Buena Nueva de la salvación. Tiene como fin dar a conocer y amar a Jesús y a María por la educación cristiana en todos los ambientes sociales, con la preferencia que su Fundadora tenía por los jóvenes y entre ellos los pobres. Atenta a la llamada de la Iglesia y a las necesidades del mundo, dispuesta a servir en los países más diversos, con el espíritu misionero que la caracteriza. Su espiritualidad cristocéntrica y mañana se centra en la Eucaristía, don del amor y fruto del sacrificio de Jesús en la cruz. Desde sus comienzos ha recibido la influencia de la doctrina de san Ignacio, buscando a Dios en todas las cosas y todas en El, con la única intención de agradarle. En fidelidad a la Iglesia y adhesión al Papa».
En la Aplicación de las Constituciones, documento de Misión, se encarna más en este momento histórico:
«Compartir carisma y misión es un signo de comunión entre religiosas y laicos. Por la educación, en todas sus formas, trabajamos por el desarrollo integral de niños y jóvenes abriéndoles a la trascendencia y al compromiso con una sociedad más justa y solidaria. La escuela es un medio privilegiado. Buscamos medios para defender la vida humana, actuar contra la violencia, promover los derechos humanos, especialmente la dignidad y promoción de la mujer. Favore-
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cemos una cultura de la paz y el perdón así como el cuidado del planeta y el uso responsable de los recursos naturales. Participamos en proyectos intercongre-gacionales. Trabajamos por la unidad de los cristianos y el diálogo con otras religiones».
Para un mayor servicio apostólico, el Capítulo General de la Congregación de 2007 acuerda:
S Revitalizar nuestra vida, «vino nuevo». Afirmar la dimensión contemplativa, que exprese la pasión por Dios como nuestro Absoluto, desde comunidades vivas.
S Renovar las estructuras de gobierno, «odres nuevos». Buscar una mayor integración de los seglares en el carisma y misión. Renovar el sentido pastoral de la autoridad.
S Escuchar y dar respuesta al grito de los pobres y excluidos y a las nuevas llamadas de un mundo dividido y falto de sentido.
Las Religiosas de Jesús-María, como Claudina, nos sentimos afectadas por la situación de nuestro mundo y urgidas a responder, ofreciendo nuestras personas para que el fuego siga alumbrando y la bondad de Dios actuando. Para ello encontramos en la espiritualidad ignaciana, característica de nuestra Congregación, inspiración y alimento. Con memoria agradecida pedimos al Espíritu, presente en su origen, que mantenga en ella una vida siempre renovada.
MARÍA CAMPILLO
Religiosa de Jesús-María. Estudiosa del carisma
y espiritualidad de la Congregación. Granada.
* * *
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Para saber más:
Causa de beatificación y canonización de la M. María de S. Ignacio (Claudina Thévenet).
Positio (estudio y documentación) (P). Roma, Sagrada Congregación de Ritos, 1981.
M. CAMPILLO, «Vigencia del Carisma, hoy» Congreso de Educación. 150 años de
Jesús-María en España, 2000
G.M. MONTESINOS, De aquella noche en Pierres-Plantées, Jesús-María, Barcelona 2006.
Constituciones y Aplicación de las Constituciones de las Religiosas de Jesús-María, Roma 2008.
E. DE VEGA, Leer a C. Thévenet desde la experiencia profética de Dios, México 1999.
4. Magdalena Sofía Barat (1779-1865)
Fundadora de la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús
«Como un sello sobre el corazón» (Cant 8,6)
« / \ D I Ó S , hija, me despido porque tengo prisa. Esperaba quedarme tranquila en el agujero de la roca, pero tengo que trabajar, hablar, escribir, como siempre...». Este fragmento de una de las cartas de Sofía Barat comunica algo de una personalidad movida por dos atracciones muy fuertes: la de la oración y la del trabajo apostólico (hoy lo expresaríamos con términos como «mística y profecía»). Y lo expresa con el lenguaje del Cantar de los Cantares, un libro bíblico que debió de leer y releer muchas veces, vista la frecuencia con que lo cita en sus escritos ¡y siempre en latín!: las viñas en flor, el tiempo de la poda, el ramillete de mirra, las raposillas, el huerto cerrado, la fuente sellada, la herida del corazón...
Siguiendo la inspiración de ese lenguaje bíblico y simbólico, nos acercaremos a ella, a partir de algunas frases del Cantar que reflejan algo de su vida.
1. «Las viñas exhalan su aroma...» (Cant 2,13)
Ese olor, junto con el de la madera recién cortada, el verdor de los pámpanos, los racimos apretados, el sabor de las uvas, la poda y la vendimia, marcaron su infancia con el se-
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lio de lo natural y lo sencillo. Era el paisaje vital de Joigny, un pueblecito de la Borgoña francesa, en el que nació el 12 de Diciembre de 1779, en la familia de Jacobo Barat, tonelero, y María Magdalena Bouffé, que ya tenían otros dos hijos: Luis y Luisa. Creció contemplando en las cepas de su tierra cómo los sarmientos se adhieren a la vid y aprendiendo que el secreto para dar fruto está en la vida que nace desde las raíces.
Su formación intelectual fue atípica, y desmesurada para una muchacha de aquel tiempo: su hermano Luis, seminarista entonces y después sacerdote, se propuso sacarle partido a la inteligencia de su hermana y se ocupó de que rindiera al máximo, descuidando en cambio la extrema sensibilidad de Sofía. Las ideas jansenistas de su madre y la rigidez exigente de su hermano hubieran podido ahogar su inicial pero honda experiencia religiosa y aunque no lo lograron, sí la hicieron tímida, callada y desconfiada de sí. Pero junto a aquel estrechamiento, las lecturas le ensanchaban el horizonte: gozaba con la historia y la literatura, aprendió filosofía y astronomía, latín y griego, se acercó a los clásicos en su lengua original y se rió leyendo El Quijote en español. Le gustaba tanto la literatura clásica que llegó a decir más adelante: «En aquella época era yo más virgiliana que cristiana».
Luis, su hermano y tutor, huido a París por las turbulencias de la revolución, fue encarcelado allí y, liberado después, entró en contacto con los Padres de la Fe que mantenían el espíritu de la suprimida Compañía de Jesús. Decidió que Sofía debía reunirse con él y completar en París sus estudios, venció la resistencia de sus padres, y Sofía aceptó ir a París a los 15 años, dejando atrás una etapa de su juventud y totalmente ignorante de lo que escondía la siguiente. De una sola cosa estaba segura: sería carmelita.
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2. «A su sombra quisiera sentarme...» (Cant 2,3). «Me levanté y recorrí la ciudad...» (Cant 3,2)
Las dos citas del Cantar son contradictorias: «levantarse» parece romper el sosiego de estar sentada, y el deseo de permanecer tranquila a la sombra se opone a la decisión de «recorrer la ciudad». En el caso de Sofía ¿cómo podría compaginar el atractivo por una vida puramente contemplativa con el deseo creciente de «levantarse» y «recorrer la ciudad» para hacer conocer el amor de su Dios? En los cinco años siguientes estuvo buscando una respuesta coherente y la lectura de las vidas de tres grandes santos la orientó en su búsqueda: santa Teresa le daba el atractivo por la oración; san Ignacio y san Francisco Javier le contagiaron la urgencia de «ayudar a las ánimas» y la vida de Margarita María le dio la clave de que el amor al Corazón de Cristo podía conciliar los dos atractivos.
Los años de París fueron austeros y de intenso estudio. Luis le imponía minuciosos exámenes de conciencia que la llevaron hasta los escrúpulos, y esta severidad hubiera podido replegarla sobre sí misma si ella no hubiera aprendido a relativizarla. «Lo que me hacía sufrir, terminó al final por hacerme reír», decía ella más tarde. Quería ser santa. «Nunca lo serás», le decía su hermano. «Pues entonces me vengaré siendo muy humilde», replicó Sofía.
Se alojaban en una modesta vivienda, en estrecho contacto con personas huidas en la etapa del Terror y con otras jóvenes de la edad de Sofía que se reunían allí para recibir la misma formación: Sagrada Escritura, Patrística, santo Tomás, los místicos. Ella dormía poco, estudiaba, cosía, bordaba y se sometía a las penitencias corporales que le imponía su hermano. Fue él quien le presentó a José Varin que, junto con Leonor Francois de Tournely y otros jóvenes, querían consagrar sus vidas a extender la devoción al Sagrado Corazón de Jesús bajo el lema: «Un corazón y un alma en el Corazón de Jesús». La gente los consideraba jesuítas, aun-
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que en realidad lo ignaciano de su espiritualidad era muy cuestionable y no llegaron a comprender del todo la profundidad del sentido que encerraban sus Constituciones. Su género de vida tenía detrás el ideal de la Trapa y del Carmelo y, aunque su movimiento inicial tenía una dirección ignacia-na, había en ellos mezcla de otros talantes religiosos. Otra congregación con un proyecto parecido había surgido en Italia en la misma época: Nicolás Paccanari y un grupo de sacerdotes deseaban trabajar por la restauración de la Compañía de Jesús y presentaron al Papa, de acuerdo con el P. Va-rin, el proyecto de unir ambas congregaciones. La fusión se hizo en abril de 1799 y pasaron a llamarse «Padres de la Fe», ya que el nombre de «Sagrado Corazón» tenía en aquel momento en Francia contenido político y no se podía usar para fines apostólicos.
Surgió entre ellos el deseo de fundar una congregación femenina con su mismo espíritu y Francois de Tournély la veía como «un caminar de personas contemplativas entrando por la herida del costado abierto de Cristo». La nueva Sociedad se llamaría del Sagrado Corazón y «las que la compongan deberán entrar en los sentimientos y disposiciones del Corazón de Jesucristo y revelarlos a otros mediante la educación».
Comenzó entonces la búsqueda de alguna joven que diera comienzo a lo que Tournély llamaba «la Compañía de mujeres» y, cuando José Varin conoció a Sofía, pensó que al fin había encontrado «la piedra fundamental» de la congregación femenina que soñaban. Habló de ello con Sofía, que se resistía pensando que su vocación era el Carmelo. Finalmente vio en ello la voluntad de Dios y junto con otras tres compañeras hizo su consagración el 21 de Noviembre de 1800 en la capilla instalada en la buhardilla de la calle Touraine. En una de las paredes había un cuadro del Sagrado Corazón y en la otra uno de san Ignacio y sus compañeros haciendo sus votos en Montmartre. La promesa se hizo ante hostiam como los votos de los jesuitas, siendo esta forma de compromiso
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especialmente apostólica, a diferencia de la que se hace su-per altare en la vida monástica.
Así lo contará Sofía mucho tiempo después: «Las primeras llamadas por el Señor para establecer la Sociedad tenían el atractivo por la soledad y querían entregarse a la vida contemplativa, dedicándose solamente a la vida interior; pero el que era para ellas el órgano de la voluntad de Dios les hizo comprender que, en un momento en que la fe parecía extinguirse, debían entregarse a reanimarla en los corazones dedicándose a la educación de la juventud. Dóciles a la voz de Dios, sacrificaron su atractivo a causa de Su gloria (...) Parece que el Señor, guiándonos con su providencia, ha querido enseñarnos que la vida interior debe ser la primera necesidad de nuestro corazón y que el sólo motivo de su gloria y el celo por las almas debería hacernos salir de ella. Y que debemos, en medio del trabajo hacia fuera, conservar ese atractivo interior que nos une a Dios, de manera que no actuemos más que bajo el impulso de su gracia. Si poseemos ese Espíritu es para comunicarlo a otros».
Contemplativa y educadora, Sofía querría ganar el mundo entero al amor de Jesucristo. Por eso soñaba con «una multitud de adoradoras de todas las naciones hasta las extremidades de la tierra». En esa intuición realizaba la síntesis de sus dos deseos en apariencia contradictorios: la vida de soledad con Dios y el celo misionero.
La nueva comunidad siguió consolidándose «con un espíritu amplio, fuerte y generoso, mezcla de intrepidez y de suavidad, con un amor muy humano y muy abierto a todos», dirá uno de los primeros biógrafos de Sofía. Otras se fueron adhiriendo, se abrió la primera casa en Amiens y se comenzó la obra educativa. Sofía fue elegida superiora de la Sociedad cuando tenía veintitrés años.
Al morir el 25 de mayo de 1865, la Sociedad contaba con 3.500 religiosas en Europa y América y 111 fundaciones realizadas a lo largo de los sesenta y dos años de su gobierno. Dejaba las Constituciones terminadas, organizada la
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administración y, por la creación del cargo de vicaria general, el futuro quedaba ligado con el pasado.
3. «La fuente del jardín es pozo de agua viva» (Cant 3,15)
Toda la espiritualidad de Sofía se resume en esta afirmación de las Constituciones redactadas en 1815: «Tienen la seguridad de encontrar en el Corazón de Jesús un manantial inagotable de fuerza, de gracias y de consuelo». Lo más hondo de la convicción y experiencia de Sofía se apoya en la convicción de que Dios Padre ha revelado a su Iglesia «los inmensos tesoros de gracia encerrados en el Corazón de su Hijo» porque lo propio de Dios es darse , comunicarse, socorrer, derramar, iluminar, revelar, manifestar, abrir lo encerrado, volcarse, vaciarse, entregarse. De ahí nace su «seguridad de encontrar» y su deseo de abrirse y vaciarse para acoger ese don y, por eso, su imagen preferida a la hora de expresarlo es la de una Fuente que mana incesantemente, un torrente que se desborda. Habla de ello en sus cartas: «Esta fuente de agua viva trasforma al viejo Adán en el nuevo...». «Son frutos del árbol plantado sobre la corriente de agua viva que mana en abundancia del costado de nuestro Salvador, manantial abierto sobre la Cruz». «No busques más que a Jesús, la verdadera fuente de aguas vivas; los hombres no son sino cisternas que no pueden retenerla...». «Recurre con frecuencia a la oración, de ahí sacarás ese espíritu de fuerza y de dulzura». «Deberemos poner la soledad al servicio de la labor que desempeñamos y, para contrarrestar esta vorágine, tener una hendidura profunda donde refugiar el alma tan frecuentemente como sea posible. Para nosotras esta hendidura en la roca es el Corazón de Jesús».
Su familiaridad con el lenguaje bíblico la lleva a emplear también otro símbolo «fluido»: el aire (el espíritu, el aliento...) que también se derrama y puede ser recibido. La imagen
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aparece ya en uno de los más antiguos relatos de la Biblia: «El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un aliento de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente» (Gen 2,7). Dios comunica su vida, su «respiración», al Adam que a partir de ese momento comienza a ser «un ser viviente». El «soplar» o «exhalar» Jesús su aliento sobre los discípulos encerrados en el cenáculo (Jn 20,19-23), es la manifestación de que la definitiva Creación ha acontecido en la Resurrección de Jesús y que él derrama ahora el Espíritu sobre su Iglesia.
Sofía se hace eco de esta convicción: «Necesitamos un medio que dé aliento al alma, que la alimente y la eleve sobre sí misma y el medio de los medios es el Espíritu que fecunda y vivifica todo. Este Espíritu llega a ser como la respiración del alma...». «El Espíritu de Jesús que habita siempre en un alma interior unida al Divino Corazón, le comunica lo que en cada momento debe decir, decidir, aconsejar, como un instrumento que recibe y da. Feliz el alma sencilla y recta, despojada de su propio interés, que ofrece sencillamente lo que recibe sin apropiarse de nada, lo mismo que una acequia lleva el agua que recibe de la fuente».
El corazón es la sede de lo que ella llama «la vida interior, la virtud que entraña todas las demás» y es sobre ella y sobre la oración donde está «esencialmente fundado» el espíritu de la Sociedad.
4. «Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor» (Cant 8,7)
A Sofía y a aquellos que la ayudaron a configurar el estilo de vida de la naciente congregación, les ocurría algo parecido a lo que le sucedió a Ignacio de Loyola en los orígenes de la Compañía de Jesús: su deseo de «ayudar a las ánimas» y las nuevas formas de hacerlo a las que se sentían estar llamados, no eran compatibles con las formas de vida religio-
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sa conocidas hasta entonces. En el caso de Ignacio porque era inconcebible en el siglo XVI una orden religiosa de varones sin coro; en el de Sofía, porque en su tiempo no había más modelo que el de las monjas sujetas a clausura papal. Ella hubiera querido que, por su consagración al Corazón de Jesús, las religiosas de su Sociedad fueran enteramente religiosas como las monjas de votos solemnes, pero teniendo la libertad de acción propia de las asociaciones pías de su tiempo. Al final, la dimensión apostólica fue en Sofía más fuerte que la monástica y renunció a la profesión solemne. La ra-dicalidad que pedirá en las Constituciones será su manera de «resarcirse» de lo que en aquellos tiempos se interpretaba como una carencia.
«Pronto comprendimos que era inútil formarnos según las órdenes anteriores y respetables por lo demás: a ejemplo de san Ignacio, debíamos tender a la mayor gloria del Sagrado Corazón salvando almas, más bien que retirándonos como otras órdenes religiosas a trabajar en secreto encerradas entre cuatro paredes», dirá más tarde Sofía. Había entendido pronto que su atractivo por la vida de clausura del Carmelo, así como los intentos de algunos de sus consejeros de dar a la Sociedad naciente las reglas de la Trapa, las austeridades y penitencias de otras órdenes religiosas de la época, no pertenecían al verdadero espíritu de la Sociedad, de la que dirá: «Se ha modelado con las modificaciones convenientes de las reglas de san Ignacio a fin de poder trabajar más directamente en la salvación de las almas».
El camino que tuvo que recorrer hasta ver formulada la auténtica identidad de la Sociedad fue largo y difícil y hubo que superar las crisis que surgían de las tendencias divergentes: unas deseaban una vida más monástica y, bajo la influencia peligrosa de algunos consejeros, hacían peligrar la fidelidad a lo más hondo de la primera intuición espiritual. Uno de estos consejeros, el abate St. Estéve, tuvo una influencia nefasta sobre la naciente Congregación por su postura contraria a la intuición fundamental de Sofía, no sólo en
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lo tocante a la espiritualidad del Corazón de Cristo, sino también a nivel de gobierno. Le ofrecía la letra de las Constituciones ignacianas pero ignoraba lo que en el gobierno constituye un cuerpo apostólico. Inspiradas en las reglas de san Basilio, recopilaba fragmentos de la observancia de las ursulinas y de las clarisas y en aquel conjunto carente de unidad desaparecían las referencias al Corazón de Jesús. Esta situación ambigua fue una de las mayores fuentes de sufrimiento de Sofía, pero ella se mostró inflexible en algunos aspectos. En una carta a St. Estéve escribe: «Hay un punto que se debe reconsiderar y es el nombre que debemos llevar. "Religiosas del Sagrado Corazón" ha sido aceptado por todas con entusiasmo y habrá dificultades para aceptar otro. Entiendo que, para presentar las Constituciones a la aprobación del Papa, es necesario escoger antes un nombre y tanto este asunto como el de las Constituciones han de ser examinados previamente por el Consejo: el resultado le será enviado lo antes posible. Por mi parte he sondeado el modo de pensar de la Sociedad entera y me creo en el deber de ofrecerle las Constituciones y Reglas de san Ignacio. Creo también es el único modo de restablecer la unión y conseguir la unanimidad de la Sociedad». (Carta del 11 de septiembre de 1814.)
La intención de Sofía no era la de formar «jesuitesas», sino inspirarse en el espíritu ignaciano adaptándolo a mujeres y lo que le importaba no era la referencia de su Sociedad a la Compañía de Jesús, sino que estuviera situada en su verdadero lugar en la Iglesia: el Corazón de Jesucristo.
Tomó del espíritu de Ignacio la llamada a la identificación con Cristo: aparece en las Constituciones del Sagrado Corazón como «unión y conformidad con el Corazón de Jesucristo». El acento está puesto en la interioridad, en las «disposiciones interiores». «El espíritu de esta Sociedad está esencialmente fundado en la oración y en la vida interior, pues no podemos glorificar dignamente al Corazón de Jesús, sino aplicándonos a estudiar sus sentimientos para unirnos y conformarnos con ellos».
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El «afectarse» de Ignacio, tan presente a lo largo de los Ejercicios, encuentra una fuerte resonancia en la espiritualidad de Sofía y la referencia a los afectos es una constante en las Constituciones de la Sociedad: «amar de todo corazón», «buscar y desear», «aficionarse», «conformar los deseos, los afectos y la voluntad» ... Son expresiones que revelan una convicción común en ambos: es en el mundo de los afectos (en el «ordenarlos» que diría Ignacio) y, por supuesto, en la opción por los medios, donde se juega toda la vida espiritual.
El acento en la interioridad es tan fuerte en las Constituciones del Sagrado Corazón que podemos encontrar en ello una nota distintiva que las diferencia: en los Ejercicios igna-cianos la mirada se dirige en primer lugar hacia lo que dice o hace Cristo para después llegar a un «conocimiento interno» de su persona. En las Constituciones del Sagrado Corazón, la mirada se refiere directamente a las «disposiciones interiores» del Corazón de Cristo para captar, a su luz, el alcance de sus gestos y palabras... Se podría decir que, así como el acto contemplativo propio de los Ejercicios va del exterior al interior, el que caracteriza la espiritualidad de la Sociedad tiende a captar el exterior a partir de su foco interior.
La «ayuda a las ánimas» de Ignacio sirvió también de fuerte inspiración para Sofía: «Consagrándose los miembros de esta pequeña Sociedad enteramente y sin reserva a la mayor gloria del Sagrado Corazón de Jesús, no se limitan a glorificarle atendiendo a la propia perfección por la imitación de sus virtudes y las prácticas aisladas de una devoción personal, sino que abraza además todos los medios que están a su alcance para propagar su culto, trabajando en la santificación de las almas...».
En Diciembre de 1826 la nueva congregación recibía la aprobación pontificia de manos de León XII, y Sofía sintió una vez más que se apoyaba en la roca firme de una confianza inquebrantable en la Iglesia. Sin embargo, mantener esa postura no le fue siempre fácil, y su fidelidad estuvo muchas veces amenazada por los conflictos eclesiales acucian-
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tes del momento histórico que le tocó vivir. Por un lado, los obispos franceses desconfiaban de una Congregación que se extendía fuera de Francia, y querían mantener la autoridad sobre ella a toda costa; por otra, muchos consideraban que, si la Sociedad del Sagrado Corazón quería implantarse en otros países, la Casa General debía estar en Roma cerca del Papa, centro visible de la Iglesia. Sofía estaba en medio de las dos tendencias y cualquiera que fuera su decisión, era mal interpretada por los que sostenían la postura contraria.
Vivió esta tensión, una de las mayores causas de sufrimiento de su vida, con paciencia, humildad y sabiduría. Decía: «Por temperamento no soy recelosa y no me gusta pensar mal de nadie. Si alguien obra mal abiertamente, pienso que lo hace con buena intención y no indago más. A través de todo, el Señor hace su obra. Como acostumbro, no tengo sino que dejarle hacer y él sacará el bien del mal. Sin duda, para no encontrar obstáculo a sus planes, el Señor ha escogido un instrumento tan pobre y desprovisto de medios naturales; de tenerlos, quizá me hubiera sido difícil sacrificarlos para actuar a mi modo. El Señor quería que esta obra no fuese de mano humana, sino enteramente suya».
En medio de tantas opiniones controvertidas, oposición y críticas, Sofía eligió el silencio, la paciente espera y la disculpa: «No vivimos entre ángeles sino entre seres humanos y a veces lo olvidamos. Conoces y admiras a las personas pero cuando tropiezas con faltas reales, te defraudan. Cuando me sucede eso, para quedarme en paz, procuro ponerme a mí misma en su lugar y no juzgarla por las apariencias. Después de todo, ¿qué saco de conocer aquello a lo que no puedo poner remedio? Espero. Cada uno tiene sus puntos de vista y respeto los que son distintos de los míos». Mons. Affre, Arzobispo de París que la había tratado con tanta dureza, dio este testimonio sobre ella: «Me duele haber hecho sufrir a esta mujer, porque es una verdadera religiosa del Corazón manso y humilde de Jesús. Nunca abrió sus labios para defenderse o disculparse».
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Las «aguas torrenciales» no habían conseguido vencer la solidez de su humilde fidelidad.
5. «¡Levántate, hermosa mía!» (Cant 2,10)
«Poner al hombre en pie». Esta expresión de un poeta español contemporáneo, Blas de Otero, coincide con lo que pretendía Sofía, al emprender una obra educativa que descansa sobre una antropología muy esperanzada, capaz de contemplar la «hermosura» que esconde cada ser humano y de creer en el potencial de sus posibilidades: «Miremos a cada niña con un profundo respeto: está hecha a imagen de Dios y existe ya en ella la opción por lo mejor, si nos tomamos el tiempo de despertar su razón y de ayudarla a poner en práctica su capacidad reflexiva». «Hay fuentes que permanecen largo tiempo desconocidas: existen, pero algún obstáculo les impide manar. Quitad un poco de tierra, apartad aquello que las esconde y en seguida veréis aparecer un agua clara y limpia».
Cada alumna debía ser considerada y atendida como si fuera la única: «Así debe ser, y cada padre tiene derecho a exigírnoslo». «Por una sola hubiera fundado la Sociedad», solía decir. «Hay que ser amables, pacientes y, sin embargo, firmes, pues la debilidad hace perderlo todo. Hay que revestirse de Jesucristo y debe ser el Espíritu Santo quien nos guíe e inspire...». Estaba convencida de la permeabilidad del ser humano, de su capacidad de escucha y de transformación y, al hablar de la relación educativa, emplea estos verbos: presentar, preguntar, inspirar, hablar, enseñar, insistir, hacer amar y hallar gusto, decir, hacer conocer y penetrarse vivamente del peligro, insinuar con suavidad... (Const. 184-185). Para ella «el motor más poderoso de nuestro estilo de educar es la acción constante de un educador auténticamente cristiano que sabe aprovechar con tino y celo todo
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cuanto las ciencias que enseña ponen en su mano para conseguir el fin principal: formar el espíritu y el corazón de sus alumnos».
En aquellas circunstancias políticas, la influencia social se consideraba competencia exclusiva de la clase alta y el influjo en la sociedad a través de la educación cristiana era el objetivo fundamental de la obra externa del Sagrado Corazón: la compra del Hotel Biron (hoy Museo Rodin), un palacete muy conocido en París, marcó durante mucho tiempo a la Sociedad como clasista y Sofía, que tomó la decisión llena de dudas, lo lamentó después: «Me parece que estamos demasiado en el candelera por culpa de este Hotel Biron». La humildad de su origen y su innata sencillez hacían que no se sintiera a gusto allí y escribía a Rosa Filipina Duchesne, su gran amiga y primera misionera en América, canonizada por Juan Pablo II el 3 de julio de 1988: «¡Con cuánto mayor gusto me dedicaría a evangelizar a los salvajes...!»
Se preocupó siempre de que la educación del Sagrado Corazón alcanzara también a las niñas carentes de medios: junto a cada colegio destinado a niñas internas, se iban abriendo por todas partes escuelas gratuitas y, a la muerte de Sofía el número de éstas era de 5.700 frente a las 3.700 internas. Cuando no era posible abrir una escuela gratuita, creaba orfelinatos (se abrieron 18 durante su generalato). En un momento de epidemia la reacción de Sofía fue inmediata: «¿No tienen madre? La Sociedad del Sagrado Corazón está fundada para ellos. Aunque no quedaran plazas en el colegio, crearía uno nuevo inmediatamente para los niños huérfanos o abandonados por sus padres». «A los pobres les daría yo mi piel», solía decir.
Un tercer tipo de educación previsto por las Constituciones eran los retiros y ejercicios abiertos en casas de Sagrado Corazón para personas de todas las edades. Y añadió también como medio apostólico, con intuición y lenguaje insólitos para aquel tiempo: «la relación necesaria con las personas de fuera».
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6. «Soy morena y hermosa» (Cant 1,5)
Tenía sólo 32 años cuando decía: «Si volviera a nacer, lo haría sólo para obedecer al Espíritu Santo y actuar movida por él». Los que la conocieron bien dieron testimonio de que su vida consistió precisamente en eso. Eran conscientes (y ella también...) de que, sin su fuerza, hubiera sido imposible que una mujer tan frágil, con tendencia a la timidez y a replegarse sobre sí misma, con tanto atractivo por vivir la soledad y el escondimiento, fuera capaz de emprender la aventura de fundar una nueva congregación religiosa, mantener firme su inspiración original, llevar adelante tantas fundaciones, hacer tantos viajes, enfrentarse con tantos conflictos, superar tantas crisis, encajar tantos sufrimientos. Y, en medio de todo eso, permanecer fiel a las personas y seguir confiando en ellas, perdonar deslealtades, no dejarse desanimar, reaccionar con mansedumbre y con humilde paciencia.
Quizá fue su capacidad de relación el rasgo más atractivo de su personalidad: tenía el don de sacar a flote lo mejor que había en las personas e impulsarlo hacia adelante. Miraba de frente y a los ojos, pero no para analizar ni controlar, sino con la mirada de quien, desde una honda compasión, se ofrecía para hacer camino con quienes se le acercaban.
Tenía un carácter vivo y se comunicaba por carta con asombrosa facilidad (¡se conservan unas 14.000!) y tuvo el don de hacerse cercana a sus hijas, a pesar de las distancias. Su preparación intelectual y sobre todo humana, la había capacitado para hacerse cargo con precisión de los datos de una situación, decidir lo que debía hacer en cada momento y llevar a término lo que consideraba acertado. Sus cartas están llenas de innumerables propuestas, ideas y proyectos, de los que algunos podían ser llevados a cabo mientras que otros resultaban irrealizables. Sofía, flexible y creativa a la hora de buscar soluciones, se convirtió en una fuente de inspiración para sus compañeras y, cuando pasaron los tiempos de fuertes crisis, el túnel oscuro desembocó en un espacio
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amplio que ensanchó su corazón y lo abrió a nuevas perspectivas. Se había liberado de antiguas ataduras y temores y su imagen de Dios se había transformado en una presencia amorosa y cálida.
Se le notaba su procedencia campesina: al fin y al cabo del contacto con el campo había aprendido el ciclo del tiempo, el temor a las heladas, la paciencia de la espera, la necesidad del agua, del sol, del aire, de muchas manos trabajando en la cosecha al mismo tiempo. Era realista, práctica y organizadora, con un gran sentido de la economía y administración pero re-lativizando también los «saberes». En una reunión sobre el plan de estudios dijo con humor: «Menos mal que mi hermano tuvo la buena ocurrencia de hacerme aprender unas cuantas cosas..., no sé qué hubiera sido de mí, si no, viviendo con tantas mujeres sabias o aspirantes a sabias...».
Tenía una salud desastrosa. Había nacido sietemesina, porque hubo un incendio en una casa cercana y a su madre se le adelantó el parto por el sobresalto. «¡El fuego me trajo al mundo!», solía repetir ella. La consecuencia fue que siempre tuvo una salud fue muy frágil: pasó por enfermedades graves, sus piernas nunca la sostuvieron bien y se caía con frecuencia, lo que la obligaba a guardar reposo precisamente cuando tenía viajes urgentes proyectados. De mayor, los catarros y reumas la debilitaban casi habitualmente de Noviembre a Febrero cada año... Era una especie de «hibernación» que, aunque le resultaba muy difícil de soportar, le concedía tiempo para reflexionar, orar e ir integrando los problemas y dificultades que vivía. De todas maneras, enferma o sana, nunca rehusó un viaje que considerara necesario para gloria de Dios. Y esos viajes sumaron miles de kilómetros.
En diferentes momentos de su vida Sofía había tenido que avanzar sola hacia el futuro. Pasó momentos de un aislamiento angustioso y se equivocó a veces al confiar demasiado en sus amigas. A lo largo de su vida, más de una traicionó su confianza y, sin embargo, Sofía no dejó nunca de sostenerlas, a pesar de las críticas, manteniendo hasta la
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muerte su amistad con una perseverancia, que algunas juzgaban ceguera y terquedad. Pero esa su manera de amar.
Sus decisiones y tomas de postura en tiempos políticos y eclesiales complicados recibieron críticas en el interior de la Congregación y también por parte de la Iglesia. En un momento difícil de la naciente Congregación, le llegó una carta dura e insultante: «Ya es hora de que esas monjas tengan una buena dirección y que cese para ellas esa deplorable inestabilidad que es la causa de que la gente comente qué mala superiora las gobierna...» Sofía comentó con humor y humildad: «Al menos este me trata como merezco. Tendría que estarle agradecida...».
No soportaba las alabanzas, los homenajes ni los elogios que le parecían siempre fuera de lugar y se las arreglaba para escaparse de ellos siempre que podía. Un día, un sacerdote empezó a hablar en su homilía de la «piedra fundamental» sobre la que descansaba toda la fundación; al oírlo, Sofía se marchó sigilosamente de la capilla y se las arregló para que ese predicador no volviera nunca más. Cuando el Superior General de los Jesuítas, Jan Roothaan, la felicitó por sus cincuenta años de gobierno, haciendo notar que era raro que alguien permaneciera en un cargo así tanto tiempo, Sofía le contestó con humor: «Eso no es ningún elogio para mí...Más bien significa que nadie se ha cuidado tanto como yo...». Sabía combinar bien el agradecimiento y el buen humor.
A través de todo ello, fue creciendo en libertad interior y en fuerza personal. Cada etapa le trajo su lote de alegrías y de sufrimientos, pero ella tuvo siempre el valor de responder a la vida, incluso en los momentos en que se sentía incapaz de llegar al día siguiente. La fuente de su energía estaba en su fe profunda y en la oración: ahí encontró valor para salir de las tinieblas de su desconfianza de sí misma y de sus resistencias a asumir el liderazgo.
En abril de 1865, tenía 85 años y le quedaba solamente un mes de vida (murió el 25 de Mayo de ese año). En una
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carta a un sobrino suyo, le comentaba que en París estaban teniendo una primavera espléndida y que esperaba que no hubiera alguna helada tardía, porque eso estropearía todas las flores. En los comienzos de mayo disfrutaba del buen tiempo y pasaba algunas mañanas en el jardín. Sentada bajo el cedro, su árbol preferido, esperaba a que las niñas pequeñas vinieran durante el recreo a estar con ella. Y era entonces cuando se sentía plenamente feliz, porque estaba rodeada de lo que más le gustaba: los niños y la naturaleza.
7. «Queremos buscarlo contigo» (Cant 6,1)
A 211 años después de la fundación, las RSCJ que formamos hoy la Sociedad que alentó Sofía seguimos seducidas por su sueño, con la alegría de haber encontrado un tesoro en la tierra que ella nos dejó en herencia. Somos unas 3.000 en este momento, y nuestro número desciende en Europa y EEUU, algo menos en Latinoamérica y crece tímidamente en África y Asia. Junto a nuevas fundaciones (Haití, Moscú, Indonesia...), vivimos en otros lugares situaciones de fragilidad, envejecimiento y pérdidas. A Sofía le gustaba hablar de «pequeña Sociedad» y vamos camino de ello: estamos en un «tiempo de gracia», según la visión de la asamblea de Provinciales reunidas en Corea en 2004.
Las prioridades del Capítulo General de Lima en 2008 han sido el diálogo, la contemplación, la comunidad, los jóvenes, la justicia, paz e integridad de la creación. Nos sentimos llamadas a dejar espacio a los laicos, a aprender a vivir mejor la reciprocidad y la colaboración.
Avanzamos en un diálogo de culturas que quieren encontrarse, enviadas a recorrer nuevos caminos sin perder la sabiduría de las que nos precedieron, diseminadas por todo el ancho mundo y convocadas en una Iglesia caminante, conscientes de nuestra fragilidad y nuestros límites, pero arraigadas en la esperanza.
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Tratando, sobre todo, de vivir atentas al latido del Corazón de Dios en el corazón del mundo.
DOLORES ALEIXANDRE
Religiosa del Sagrado Corazón. Biblista. Comunidad Provincial. Madrid.
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Para saber más:
D. SADOUX - P. GERVAIS, La vida Religiosa. Primeras Constituciones de la Sociedad del Sagrado Corazón, Comentario. Roma 1987.
J. DE CHARRY, Sainte Madeleine Sophie. Service d'Église, París 1985.
P. KILROY, Magdalena Sofía Barat. Una vida, Madrid 2000.
M. LUIRARD, Magdalena Sofía Barat. Una educadora en el corazón del mundo desde el Corazón de Cristo, París 1999
J.L. ORTEGA, Santa Magdalena Sofía Barat. Un símbolo blanco, Madrid 1995.
D. ALEIXANDRE, A la sombra de la Palabra. Orar con santa Magdalena Sofía, Madrid 1996.
— El árbol peregrino. Caminar con Sofía Barat, Madrid 2001.
5. Bonifacia Rodríguez de Castro (1837-1905)
Fundadora de las Siervas de San José
Santificación por medio de la oración y el trabajo
OoNrFACiA Rodríguez es una mujer que en su experiencia espiritual tiene toda la hondura de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, con un subrayado especial en la contemplación de Nazaret. Es una mujer sencilla y humilde, una mujer de la «intrahistoria salmantina» que diría Miguel de Unamuno. Con un nombre corriente, Bonifacia, uno de los nombres que llevaban las trabajadoras de su tiempo, el siglo XIX. En ella lo extraordinario y lo sencillo se conjuga con perfecta armonía en su vida controvertida y dura. Hubo de morir para que el aprecio, la estima y la admiración se fueran abriendo paso lentamente en la historia del siglo XX y se fuera perfilando toda la fuerza evangélica de su vida y su proyecto.
Hoy es una santa que inició en la Iglesia un camino de servicio y solidaridad desde la perspectiva de Jesús, trabajador en el Taller de José el Artesano de Nazaret. Este camino llevó los calificativos de original y utópico, por lo que fue continuamente obstaculizado por la incomprensión, el pragmatismo y el tradicionalismo de los hombres de Iglesia que la rodearon. Ella continuó su camino venciendo obstáculos con la fuerza del silencio y la fidelidad a Jesús, Siervo y Se-
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ñor, que la había escogido. El sufrimiento y su aparente derrota fueron sus compañeros de viaje.
Bonifacia, fiada de Dios, fue anunciando con sencillez un modo de ser y de estar para Dios en el mundo desde lo oculto e insignificante. Testificó así la importancia de lo irrelevante, siendo un eco, en su siglo, prepotente y eficacis-ta, de la actitud de Jesús «que tomó la condición de siervo y pasó como uno de tantos».
Desde esta postura, situada en la clase trabajadora decimonónica, fue levadura en la masa en el mundo trabajador femenino. Ella, una trabajadora más, irradió desde su «taller» el Evangelio con su vida y su obra. Continuaba así, como dijo Juan Pablo II, «la proclamación más exhaustiva del Evangelio del trabajo, que hizo Jesús el Hijo de Dios, hecho hombre -y hombre de trabajo manual- sometido a duro esfuerzo, que dedicó gran parte de su vida terrena al trabajo artesano e incorporó el mismo trabajo a la historia de la salvación».
1. Su entorno
Nos situamos en el siglo XIX, en España, y en una ciudad castellana, Salamanca. En ella no quedaban apenas vestigios de su glorioso pasado universitario; la Universidad no había asimilado la modernidad, ni había incorporado nuevas disciplinas. Las tropas de Napoleón, en su paso a Portugal, habían deshecho gran parte de sus magníficos monumentos. En los ' enclaves del puente romano sobre el río Tormes y en los barrios artesanales del centro de la ciudad, continuaba una vida lánguida e inmovilista, sin perspectivas de futuro. Lo mismo sucedía en las demás capas sociales.
Desde Madrid, que tomaba el protagonismo de la historia contemporánea de España, llegaban a Salamanca ecos del liberalismo reinante, de las sucesivas Constituciones, de las luchas de partidos, de las guerras carlistas y de los pronunciamientos militares. También se hacía presente el fenó-
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meno del anticlericalismo. La pobreza, el subdesarrollo económico y la falta de horizontes envolvían a la ciudad de Salamanca anquilosada en estructuras arcaicas, frente a un mundo que se modernizaba y que recibía el impacto de la Revolución Industrial.
2.1837, el año en que nació
En este contexto nació Bonifacia Rodríguez de Castro el 6 de Junio de 1837, en Salamanca, en una pequeña casa del actual centro histórico, flanqueada por magníficos edificios: las Catedrales, la Universidad y la Clerecía. Fue una niña más de las que nacieron ese año en Salamanca y cuyos nombres solo aparecen en los libros parroquiales de bautismo y en los padrones municipales.
Bonifacia está entre ellas. En su juventud, aparece en los padrones municipales con los «cordonera». Todo un lujo para las mujeres de su clase social en su tiempo, donde un 80% de las mujeres eran analfabetas en Salamanca.
Tuvo una buena educación, asistió a la escuela, «terminó la instrucción primaria en la Escuela de la Compañía», una de las tres escuelas para niñas que había en Salamanca. «Sus padres la pusieron a que aprendiera el oficio de cordonera en compañía de dos señoras solas que vivían retiradas y eran muy buenas cristianas». Su centro de formación espiritual fue la iglesia de la Clerecía, regida por los jesuítas, donde participó del asociacionismo religioso del momento y donde tuvo «siempre como director espiritual un padre de la Compañía».
Sus padres, Juan Rodríguez y María Natalia Castro, artesanos y creyentes, formaban una familia de trabajadores con sus cuatro hijas y un hijo, centrada en su taller de artesanía. El trabajo manual, la laboriosidad, la piedad y la solidaridad con los pobres, fue el clima donde nació y creció Bonifacia, rasgos que configuraron su vida de adulta. El tra-
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bajo iba tejiendo su historia personal. Su hogar fue la primera escuela de Nazaret.
«Y así se iban deslizando sus años» en el trabajo, la piedad y la caridad, en el anonimato y en la irrelevancia. Iba haciendo memoria de los largos años trascurridos de Jesús trabajador en la ciudad de Nazaret.
La personalidad fuerte y recia de Bonifacia se armonizaba con una especial sensibilidad, ternura y compasión. En su juventud, con una buena preparación profesional, monta su propio taller de cordonería y pasamanería en la céntrica «calle Traviesa frente a la Universidad». Es una mujer profundamente religiosa, orante y apóstol, siempre dispuesta a servir. Siente la llamada de Dios a consagrarse en la vida contemplativa, la única forma de vida religiosa que existía en su juventud en Salamanca.
3. Dos catalanes en Salamanca
Entonces llegaron a Salamanca dos catalanes, el Obispo Fray Joaquín Lluch i Garriga y el jesuita P. Francisco Bu-tinyá i Hospital. Estos dos hombres dieron un giro a la vida de Bonifacia, haciéndola entrar en una dinámica social y eclesial, desconocidas para ella. Son hombres de una talla humana y espiritual excepcionales, paralela a su celo apostólico. Ambos conocían la realidad de su tiempo. La imagen-de Cataluña en plena Revolución Industrial y su preocupación por la suerte que corrían los trabajadores, les era común. Tenían conciencia del protagonismo, que la clase social nacida del fenómeno de la industrialización tendría en un futuro. También eran conscientes del reto que suponía para la Iglesia la explotación, increencia y marginación del mundo del proletariado. Ambos deseaban dar una respuesta evangélica a ese mundo surgido de la máquina y al margen de la Iglesia. En esta situación la mujer salía perdiendo.
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La preocupación social de ambos estaba plasmada en sendas obras literarias. «La Primera Internacional Socialista» del Obispo y «La luz del Menestral» del jesuita, ambas dedicadas a los trabajadores A esto había que añadir una experiencia pastoral en el mundo del trabajo.
Estos catalanes en Salamanca no encontraron fábricas, ni mujeres explotadas en ellas, pero sí encontraron paro femenino, falta de preparación laboral, jóvenes sin futuro «que no tenían nada que hacer y se perdían», que había que recuperar, evangelizar y abrirles perspectivas laborales; en un contexto de crispación ideológica de los varones, eran las «hijas y hermanas de los revolucionarios».
La línea pastoral del Obispo Lluch tenía dos objetivos: la formación del clero, encomendada a los jesuitas y la creación de centros de formación y evangelización para las trabajadoras, pues en «Salamanca no había instituciones que cuidaran de las jóvenes de condición modesta...que las apartara de la corrupción, les enseñara el catecismo y las habilitara para ganarse el sustento por sí mismas».
Las inquietudes apostólicas de Francisco Butinyá, SJ, tuvieron cauce dentro de estos objetivos pastorales del Obispo.
4. Una pequeña asociación
En torno al taller de Bonifacia se reunieron sus amigas. Era un espacio de trabajo, oración y de amistad, con un relevante matiz lúdico. Las amigas de Bonifacia eran artesanas, trabajadoras, pertenecientes a los sectores pobres de la ciudad. Una profesión común y un ideal apostólico las había convocado en torno a Bonifacia. Todas eran dirigidas de los jesuitas y la mayoría del P. Butinyá. «Inspiradas por los buenos ejemplos de Bonifacia decidieron reunirse como asociación». Lo consultaron con su confesor, «que aprobó la idea y además le dio forma». La Asociación quedó marcada por
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la espiritualidad ignaciana, «el P. Butinyá fue el Director, Bonifacia la hermana mayor».
Esta Asociación se llamó de la «Inmaculada y San José», y tuvo como telón de fondo social, la pobreza, el desempleo e ignorancia de la Salamanca de finales del siglo XIX y también las devociones de la Iglesia: el culto a la Inmaculada y a san José. Fue un pequeño ejemplo del asociacionismo religioso vigente en el momento. El objetivo nuclear de la Asociación Josefina fue la promoción femenina, su formación profesional y religiosa; «unas aprendían un oficio y otras se hacían maestras», y así se ganaban honradamente el pan. Bonifacia aportó las líneas educativas desde su condición de artesana, imitando la educación que san José dio a Jesús en Nazaret, lejos de paternalismos y del rigorismo pedagógico de la época. Bonifacia y sus compañeras, de forma humilde, se habían adelantado a las consignas sociales que defendían la promoción de la mujer.
Bonifacia era el alma de la Asociación, «la hermana mayor, la más humilde, la más sensata, la más seria». Bonifacia vivió en este momento con entusiasmo el acompañamiento espiritual de sus amigas. Fue el tiempo de su mayor prestigio personal. «Conferenciaban con su amiga Bonifacia a la que amaban y respetaban. La buena semilla que había echado en el corazón de sus amigas no desapareció». En la mayoría de las asociadas empezó a despuntar el deseo de una consagración a Dios en totalidad. «Aquí tuvo origen la Congregación de las Siervas de san José».
Se necesitaba un compromiso más estrecho con el mundo de las mujeres pobres y de las jóvenes desempleadas carentes de promoción y evangelización.
Un día en la iglesia de la Clerecía, el P. Butinyá dijo a Bonifacia: «Vamos a fundar una Congregación con el nombre de Siervas de San José», como respuesta al detonante social de la precariedad de la mujer trabajadora y pobre. El corazón de Bonifacia empezó a soñar con un proyecto de promoción femenina, novedoso, audaz y fraterno, realizado por
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mujeres sencillas e irrelevantes, «pobres artesanas». Por esto no tuvo inconveniente en renunciar a su vocación de contemplativa, «porque daría más gloria a Dios en otra parte».
«Cuando el P, Butinyá vio que la Asociación iba bien, hizo que vivieran internas en la casa de Bonifacia».
5. Salamanca 1874: fundación de las Siervas de San José
El 7 de Enero de 1874 el Obispo Lluch i Garriga aprobó la Congregación de las Siervas de San José, en un contexto histórico convulsivo: caída de la Primera República, disolución de las Cortes por el general Pavía y gobierno dictatorial del general Serrano.
Las Siervas de San José surgen en un centro de trabajo, en el taller de Bonifacia y en su hogar, no en un convento. Es una Congregación «distinta a las antiguas, de religiosas trabajadoras, sin dote, vestidas con el traje de las artesanas del país», signo de identidad de su clase social en el momento. Sus casas se llamarán «Talleres de Nazaret» y tienen por modelo «aquella pobre morada donde Jesús, María y José ganaban el pan con el sudor de su frente». «En el jardín de la Iglesia había nacido una pequeña florecilla destinada a reproducir el Taller de Nazaret».
«Todas las que dieron origen a la Congregación eran pobres artesanas que trabajaban en el oficio e industria que habían aprendido y no aportaban más dote que su decidida voluntad de trabajar, viviendo al abrigo de la Divina Providencia».
El Decreto fundacional perfila el ser y el servicio a la Iglesia de la Congregación de las Siervas de San José: «La santificación por medio de la oración y el trabajo», la acogida en el taller de las pobres sin trabajo y que están en peligro de perderse y al mismo tiempo fomentar «la industria cristiana», una industria artesanal mecanizada, lejos de toda explotación y factor novedoso y fundamental sobre el que se apoyaría la experiencia mística de «la oración y el trabajo
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hermanados», traducción Josefina de la contemplación en la acción ignaciana.
El Taller de Nazaret se presentaba como una utopía social, cercana al socialismo utópico. En él estaba señalado el principio de igualdad, no había lugar para la explotación ni la marginación. Estaba diseñado como una pequeña contestación a la lucha de clases y la explicitación de lo que se entendía por fraternidad y solidaridad desde el Evangelio.
El Obispo Lluch, que aprobó la Congregación, la definió como una especie «de sociedad cooperativa, que la religión católica puede solamente realizar, porque ofrece la base verdadera del capital y del trabajo común fomentado con el espíritu de piedad, de abnegación y de pobreza voluntaria».
Bonifacia, una mujer realista y comprometida, asume este proyecto de vida que la desestabiliza y desborda, tanto por su amplitud como por sus dificultades. Constituyen ella y sus primeras compañeras un signo profético de una misión que competía a toda la Iglesia. Pero, fiada de «Dios que se vale de instrumentos débiles para hacer sus obras» se pone en marcha hacia lo desconocido y pone a disposición de este proyecto todo lo que tenía: su casa, sus máquinas y su profesionalidad. Inicia con sus seis compañeras la experiencia de «Jesús que se despojó de su rango de Dios y vino a servir y no a ser servido».
El 10 de Enero de 1874 se inicia la vida en común, hay alegría y esperanza en el primer Taller de Nazaret. Comienzan su proyecto: promocionar y evangelizar a la mujer, La realidad se imponía, pues «como en estos países hay muy poca industria las chicas no saben qué hacer y se pierden. Para prevenir tan gran mal se ha establecido la congregación de las Siervas de San José...; darán trabajo a las que lo deseen, albergue a las sirvientas desacomodadas y refugio a las mujeres de mayor edad que no siendo pobres tampoco tienen lo necesario para vivir modestamente».
De la casa de Bonifacia la comunidad pasa a una casa en la calle de Placentinos, luego en el Colegio de los Ángeles,
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en la calle Libreros donde hacen la profesión religiosa en 1876 y, por último, en la Casa de Santa Teresa, donde la santa fundó el Convento de San José en 1570 y que estaba abandonada, hasta que en 1882 fue «ocupada por una comunidad religiosa llamada Siervas de San José que tienen por instituto la industria manufacturera, enseñándolo a las niñas pobres y dando albergue a las jóvenes desacomodadas».
Todo un proyecto de promoción femenina. Tienen una caja común y un mismo techo para todas, religiosas y acogidas, trabajan según sus fuerzas y se les asiste según sus necesidades. «El pequeño grano de mostaza sembrado en la diócesis salmantina comenzaba a germinar felizmente».
En el taller se trabaja muchas horas, pues «no tenían más rentas que el trabajo». El trabajo se hacía en silencio, solo roto solo por el rezo de jaculatorias que recordaban la infancia de Jesús desde la Encarnación hasta la vuelta de la Sagrada Familia de Egipto. Como María, las mujeres que trabajaban en el taller, meditaban estas cosas y las guardaban en el corazón. Hermanaban oración y trabajo, bajo la mirada de la Sagrada Familia. El trabajo era oración, en él mantenían el diálogo con Dios en un espacio industrial y profano. «El taller es el coro».
6. Con solo el apoyo de Dios
A tres meses de la fundación, abril de 1874, la comunidad de Jesuitas, que tanto había ayudado a la fundación y con ellos el fundador P. Butinyá, son expulsados de Salamanca y marchan al destierro. El sentimiento mayor del Fundador por este suceso «fue dejaros a vosotras sin que esta casa estuviera formada a medida de mis deseos y según creo deben ser las Siervas de San José».
Un año después el Obispo Lluch sale de Salamanca, nombrado Obispo de Barcelona. Las Siervas de San José con Bonifacia al frente se quedan indefensas y sin ningún
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apoyo humano. Enseguida comienzan los ataques a la Congregación de una sociedad tradicional que no comprende su proyecto y se empieza a decir «que es cosa de locos y que es inviable». El clero diocesano, dolido por el protagonismo que el Obispo Lluch había dado a los jesuitas, empieza a atacar sus obras, entre las que se encuentran las Siervas de San José.
El rechazo y la oposición llega enseguida a la primera comunidad de Siervas, dirigidos por uno de los clérigos más significativos de la Iglesia salmantina. Se empieza a cuestionar el objetivo de la Congregación y a Bonifacia, que con fidelidad mantiene las líneas fundamentales del proyecto congregacional. Ella permanece fiel a lo que cree que es voluntad de Dios y resiste todo tipo de rechazos. Se comienza a decir en la comunidad que es una mujer inútil, sin capacidad de gobierno, despreocupada de sus hermanas, que no sabe nada. La «ponen verde» ante la autoridad eclesiástica, que permite todo tipo de insultos en una reunión comunitaria. El descrédito de Bonifacia llega a límites insospechados y se la quiere quitar de superiora.
El descontento comunitario incide también en la propia obra y se comienza a decir: «esto se deshace», no tiene futuro. Había muerto casi en su totalidad el grupo fundacional, todas dirigidas del P. Butinyá, que conocían el significado y misión de la Congregación, y se incorporaron otras hermanas procedentes del campesinado que no habían hecho un trabajo manual, ni sabían manejar las máquinas y pretendían que la Congregación siguiera las tareas habituales de la vida religiosa apostólica del momento: enseñanza o beneficencia.
En medio de grandes dificultades de convivencia y oposición a Bonifacia, sigue la vida del Taller, se acoge a jóvenes pobres y se les enseña un oficio y a las criadas sin empleo hasta que lo encuentren. El taller tiene una gran actividad, «tiene máquinas y artefactos que solo ellas tienen hoy en la ciudad de Salamanca». «La comunidad vive del fruto de su trabajo y este es incesante», las industrias del taller se
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comercializaban en gran parte de España. Para el Director de la Congregación, aliado del grupo opositor a Bonifacia, esto no basta, teme la «competencia de las manufacturas» y pretende, por seguridad, que «se dediquen a la enseñanza».
Bonifacia sufría en silencio «el nublado de su comunidad», mal orientada y desconfiada de la eficacia de su lide-razgo, «corrigiéndola con bondad y misericordia y disculpando». Puestos los ojos en Jesús, que «buscaba quien padeciese con él», no resistió al mal, sabía «que la fuerza se realiza en la debilidad».
En este momento Bonifacia ejerció su magisterio espiritual con gran valentía, bondad y misericordia, orientando y advirtiendo de los peligros que corrían y temía «que fueran a desagradar a Dios».
7. En busca de la unión
Cuando Francisco Butinyá volvió del destierro, no fue a Salamanca, sino que se quedó en Cataluña, donde el problema social de la explotación de la mujer trabajadora era grande. Le urgía dar respuesta a esta situación y fundó allí Talleres de Nazaret con los mismos objetivos y reglas que el de Salamanca. Butinyá pensó que había llegado el momento de unificar toda su obra: los Talleres de Nazaret. Con este fin llama a Bonifacia, que viaja a Cataluña con permiso del Obispo y aprobación del Director, lleva una gran ilusión, gestionar la unión, quiere conocer a las hermanas catalanas y aprender los adelantos fabriles y nuevas técnicas artesana-les. En Cataluña es acogida con cariño por las todas las hermanas. Allí «había obediencia y basta».
En su ausencia, la comunidad de Salamanca nombra canónicamente a otra superiora. Bonifacia sabe de su destitución en el viaje de regreso a Salamanca, acompañada de algunas hermanas de Cataluña. Todo se había frustrado. Hu-
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mulada y triste, llegó a su comunidad de Salamanca donde fue recibida con hostilidad y con disculpas ficticias.
La actitud de Bonifacia es de aceptación y de obediencia. Vive una situación donde intencionadamente se le hace la vida imposible, «para que se fuera». Ella misma dijo que «no sabía cómo había podido resistir». Soportó burlas, calumnias y desprecios y se la encargó realizar los oficios más humildes. Bonifacia sufre en silencio, disculpando y perdonando, «dichosa de poder imitar el silencio de Jesús y su caridad en perdonar a los que lo crucificaban». Pasaba, por el Señor, toda injuria, todo vituperio y toda pobreza, puesto que Dios la había elegido y recibido en tal estado. «El Señor le había dado parte en su cruz».
8. Un nuevo taller de Nazaret en Zamora
En 1883 Bonifacia, por fidelidad a la misión que el Señor le había encomendado, salió de Salamanca para hacer en Zamora un nuevo Taller de Nazaret con la autorización del nuevo obispo de Salamanca, Martínez Izquierdo, y en comunión con el primitivo Taller de Nazaret. Va en suma pobreza, «no tiene ni clavo en pared». Pasa necesidad, pero tiene la perfecta alegría. De Salamanca no les mandan nada. Amigos y el obispo Belestá de Zamora la protegen, el mismo que siendo arcediano de la catedral de Salamanca la había tratado con poca consideración. Se va ubicando con su pequeña comunidad poco a poco en la ciudad, fue cambiando de casa hasta que se sitúa en una «donde podía cumplir los fines para los que se fundó el Instituto: admitir a criadas desacomodadas hasta que encontrasen casa y a las pobres desamparadas a fin de librarlas de toda perdición».
En este objetivo primigenio Bonifacia puso gran interés, y fue en lo que más se distinguió en Zamora, «en la educación de las jóvenes acogidas, instruyéndolas en el catecismo, lectura, escritura y las labores propias de menestrales
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trabajadoras, que sirviendo, o en el taller, tenían que ganar el pan con el sudor de su frente». Pretendía una formación integral de las jóvenes y una independencia económica que las liberase de la dependencia del padre o del marido, algo insólito en su tiempo, de consecuencias importantes que tal vez se le escapaban a Bonifacia.
Mientras, la comunidad de Salamanca se alejaba afectiva y jurídicamente de Bonifacia. Cuando se marchó a Zamora «la comunidad rechazó dedicarse a este objetivo», a la acogida de jóvenes trabajadoras y pobres, avalada «de forma provisional» por un Auto del Obispo Martínez Izquierdo en 1884. Con él la Congregación perdía su principal objetivo apostólico, la dedicación a la mujer trabajadora.
El hueco apostólico que quedaba en el taller, al prescindir de la mujer, fue ocupado por la escuela. En 1887 se hacen unas nuevas Constituciones de acuerdo con los objetivos marcados en el Auto de 1884. En ellas las Siervas de San José aparecen como una Congregación de enseñanza.
Bonifacia en Zamora sigue fiel a la primera intuición ca-rismática. Anuncia su taller en la prensa y dice: «Esta Congregación tiene como objetivo unir la oración con el trabajo religiosamente hermanados, para acoger a las jóvenes desamparadas, dar asilo a las criadas desacomodadas a fin de librarlas de todo peligro. Se trabaja en el taller toda clase de cordonería, se cose y se borda y se pide limosna por amor de Dios». * En un clima de aceptación y cariño de su comunidad y
de la ciudad de Zamora, donde «era notoria su bondad», Bonifacia pudo transmitir su mensaje espiritual a la Congregación desde su propia vida laboriosa y orante: «Seguir la huellas de la Sagrada Familia, que habría de ser el modelo de vida y de trabajo, imitar aquella pobre morada donde Jesús María y José ganaban el pan con el sudor de su frente» y «siguiendo a Jesús que olvidó su condición y rango de Dios y se hizo pequeño como los hombres, porque vino a servirlos y no a ser servido ellos». Todo esto sería vivido en la Con-
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gregación desde la gratitud, «la humildad, la sencillez y la pobreza y con una fe inquebrantable en la Divina Providencia, siendo árboles de fuertes raíces que aguantasen todo viento y tempestad».
9. Caminos de comunión
Desde el comienzo de la fundación del Taller de Zamora, empezó Bonifacia un camino de acercamiento y comunión con la comunidad de Salamanca, que no reconocía la fundación zamorana como salida del primitivo Taller. El rechazo fue continuado y total. Esto la tenía dolorida, «como si tuviera una lima». Sus cartas a la comunidad y al Obispo de Salamanca son interceptadas por el Director de la Congregación, que al mismo tiempo era secretario de Cámara del obispado. Nunca tuvieron respuesta. La comunidad zamorana de Bonifacia nunca la oyó una queja, al contrario, siempre hablando bien de las hermanas de Salamanca, a las que quería de forma entrañable, a pesar del desamor de todo tipo que le llegaba.
En 1901 la congregación de Siervas de San José obtiene la Aprobación Pontificia. En el Decreto de Aprobación se excluye la comunidad de Zamora, donde vivía la Fundadora. Bonifacia se entera de este acontecimiento, tan importante, por la calle. Inmediatamente escribe a la Superiora General, al Obispo de Salamanca, P. Tomás Jenaro de Cámara, pidiendo, de forma dramática, que se incluya su comunidad en la aprobación pontificia. No tiene respuesta.
Armada de valor viaja a Salamanca en busca de comunión y de unión. Cuando llega a la Casa de Santa Teresa y llama a la puerta le dice la portera: «Tengo órdenes de no recibirla». «Y entonces volvió a Zamora con el corazón partido de dolor; y, al salir de Salamanca, dijo con amargura indecible: "Ya no volveré más a la tierra que me vio nacer, ni a esta querida Casa de Santa Teresa"».
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El proceso de marginación de Bonifacia no había terminado, se prohibió hablar de ella y se borra su nombre de las primeras estadísticas de la Congregación. Su comunidad quedó descolgada del resto de las Siervas de San José, solamente protegida bajo el amparo del obispo de Zamora.
Mientras Bonifacia, como grano de trigo moría, la Congregación iba creciendo. Decía a su comunidad: «Cuando yo muera os uniréis». Sabía que ella era el principal obstáculo para la unión por su inquebrantable fidelidad al caris-ma primigenio. i
Después de transitar tantos desiertos de desamor, ya «tenía ganas de estar con Jesús». En 1905, el 8 de Agosto, murió en Zamora, «en la oscuridad, ni siquiera a la hora de su muerte llegó el tiempo de las alabanzas, pues ni aun aquí la perdonaron, quitándole el título de fundadora y primera Sierva de San José». Aparentemente había fracasado.
10. El archivo escondido
En 1907, tal y como había profetizado Bonifacia, la comunidad de Zamora se une al resto de la Congregación. Los obispos de Zamora, Felipe Ortiz, y Salamanca, Javier Val-dés, gestionan valientemente la unión. El testimonio que de Bonifacia dio el Obispo de Zamora para conseguir la unión, muestra su fidelidad y valentía: «...fue una víctima de sacrificio por las humillaciones y desprecios que recibió y soportó con resignada paciencia, humildad y silencio. Durante su gobierno se cumplieron con estricta observancia los primitivos Reglamentos que tuvo la Congregación en la casa de Salamanca».
Antes de salir de Zamora, la pequeña comunidad de Bonifacia escondió en una Caja todo lo necesario para conocer la vida y obra de Bonifacia, pues, por la hostilidad que había en la Congregación hacia ella, su imagen había sido distorsionada y trasmitida de forma negativa. La Caja contenía
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una biografía de Bonifacia, los documentos que confirmaban la legitimidad de la fundación de Zamora, reglamentos, cartas, objetos personales y fotografías. Una vez enterrada la caja, la comunidad se comprometió con juramento a no decir nada, fiadas de que: «cuando Dios quiera, se descubrirá».
Pasó el tiempo, en 1936, treinta años después de ser enterrada la caja, de forma inesperada, se descubrió. Las dificultades políticas de España por Guerra Civil de 1936-1939 ra-lentizaron la publicación del descubrimiento. En 1941 la Su-periora General de la Congregación, entonces Aurora Sánchez, en carta a toda la Congregación, proclamó a Bonifacia Rodríguez y Francisco Butinyá, SJ, Fundadores de la Congregación de las Siervas de San José. A partir de este momento se inicia un largo y lento proceso de reconocimiento, aceptación y asimilación del mensaje espiritual de Bonifacia, partiendo de algunos de sus escritos.
Tuvo que remitir el Concilio Vaticano II a las Congregaciones religiosas a sus orígenes para que se conocieran los elementos carismáticos primigenios de la Congregación y la fidelidad de la Fundadora a ellos y su ser de trabajadora al estilo de Jesús en Nazaret. Hoy podemos decir con el salmo: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente».
La Iglesia ha reconocido la vida evangélica de Bonifacia, su experiencia interior, concretada en el seguimiento de Jesús, «que bajó del cielo para vivir pobre y desconocido en la casa de Nazaret, sujeto a dos pobres artesanos». Ella, una humilde artesana, sintió en su corazón la llamada a ser trabajadora al estilo de Jesús de Nazaret. Desde su taller, empujada por el Espíritu, se asomó a las necesidades del mundo laboral del siglo XIX herido por la injusticia, y se hizo pionera en el ámbito social de la promoción femenina. Toda su vida fue una invitación a la experiencia de Dios desde lo cotidiano, desde el trabajo diario accesible a todo creyente. Su experiencia puede iluminar los caminos trillados a diario
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con la claridad que emana de la fe en Jesús trabajador en Nazaret para hacer un mundo más justo y más humano.
Juan Pablo II la beatificó en 2003, y Benedicto XVI la ha canonizado en 2011.
ADELA DE CÁCERES SEVILLA, SSJ
Doctora en Historia. Historiadora de la Congregación. Profesora. Salamanca
* * *
Para saber más:
Positio Sobre las Virtudes y Fama de Santidad de Bonifacia Rodríguez de Castro, Roma 1997.
B. RODRÍGUEZ DE CASTRO, Escritos desde el Silencio. Recopilación de escritos de Bonifacia Rodríguez, Salamanca 2003.
A. DE CÁCERES, Encina y Piedra, Salamanca 1981.
C. ESTEBAN, Bonifacia desde lo Cotidiano, Salamanca 1992.
S. HERNÁNDEZ, Breve reseña o biografía de la M. Bonifacia Rodríguez, Fundadora de las Siervas de San José, Salamanca 1997.
6. Cándida M§ de Jesús (1845-1912)
Fundadora de las Hijas de Jesús
Lo que Dios quiera y sólo lo que Dios quiera
1. «Santo mío, yo quiero hacer lo que dice ese libro»
A L entrar en la Parroquia de Santa María de Tolosa, en una de las naves laterales encontramos un altar dedicado a Ignacio de Loyola. La imagen del santo sostiene en una de sus manos un libro de las Constituciones de la Compañía de Jesús. Una niña, que todavía no tiene nueve años, pasa delante de ese altar, mirando al santo y al libro, y dice: «Santo mío, yo quiero hacer lo que dice ese libro». La niña es Juana Josefa Cipi-tria y Barrióla; la llaman familiarmente Juanitatxo.
Es un deseo ingenuo, atrevido, porque Juanitatxo no puede leer lo que el libro encierra, ni conocer el alcance de su afirmación. Es su primer encuentro con el santo; un encuentro que deja impronta en su vida, pues, pasados muchos años, lo recuerda con detalle. Todavía ignora el camino que tendrá que recorrer para hacer realidad ese deseo, ignora que, conducida por ese camino, gozoso unas veces y difícil otras, llegará a ser Cándida María de Jesús, fundadora de la Congregación de las Hijas de Jesús.
Vendrán otros encuentros entre el Santo y Juana Josefa; serán otras las mediaciones con las que el Señor siga con-
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duciendo su camino, y será entonces cuando tome de ese libro bastantes textos para escribir sus Constituciones.
Juanitatxo había nacido en Andoain, el 31 de mayo, fiesta de la Madre del Amor Hermoso, de 1845. Es la primera hija de las siete que tuvieron Juan Miguel Cipitria y de Ma Jesús Barrióla. Andoain es una villa de Guipúzcoa, situada en la confluencia de los ríos Oria y Leizarán, al pie del monte Bu-runtza. Las ocupaciones comunes de sus habitantes son la agricultura y la ganadería; hay también una ferrería establecida sobre el río Leizarán y dos molinos harineros, y, hacia 1857, se construye sobre el Oria una gran fábrica de tejidos.
Las casas torres medievales habían pasado a ser caseríos o casas de vecinos. En uno de ellos, en Berrozpe, vive la familia Cipitria, allí tiene también su telar Juan Miguel.
La infancia de Juanitatxo, hasta los siete años, transcurre en Andoain, una vida sencilla, sobria, en una familia obrera y numerosa, profundamente cristiana. Criada por su abuela paterna, que vivía muy próxima a Berrozpe y que, según la costumbre del tiempo, es la que fundamentalmente la inicia en la fe cristiana, la enseña a rezar, la lleva a la Parroquia. Todavía en Andoain vemos a Juanitatxo que los sábados, en honor a la Virgen, suele dar a un pobre la tortilla que le hace la abuela; otro día es una niña pobre la que recibe el vestido nuevo que Ma Jesús le ha hecho. El amor a la Virgen y la tierna compasión para con los pobres son rasgos que se irán perfilando y cobrando fuerza a lo largo de los años.
En cuanto a la economía familiar, el pequeño taller artesano ve reducida su actividad ante la incipiente industria textil, lo que hace muy difícil su subsistencia.
2. «Yo, sólo para Dios»
En julio de 1852 Juan Miguel y Ma Jesús con las tres hijas: Juanitatxo, Josefa Ignacia y Josefa Jerónima, dejan Andoain y salen para Tolosa en busca de mejores condiciones de vi-
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da. Aquí nacen las otras cuatro hijas. La vida de Juanitatxo transcurre con simplicidad. Como hija mayor, ayuda a su madre en la casa y con las hermanas pequeñas, y no le queda mucho tiempo para ir a la escuela; los domingos asiste a misa a primera hora, luego a misa mayor y hace la guardia al Corazón de Jesús. Desea hacer la Primera comunión, pero tendrá que esperar hasta cumplir diez años; juega con sus amigas a monjas y las lleva a la iglesia y a visitar a las Claras. La familia ha ido creciendo, pero no los recursos. Ma Jesús sale algunos días a trabajar como sirvienta y poco después una hija, Juana Josefa, se coloca como sirvienta interina, y además de sus tareas en casa, trabaja cuidando ocasionalmente el jardín de unos señores.
En Tolosa tienen lugar dos hechos significativos. En 1862 llega D. Martín Barrióla, como capellán de la Santa Casa de Misericordia y confesor en Santa María; será el primer director espiritual de Juana Josefa. Nacido en 1834, había realizado sus estudios en la Universidad y en el Seminario; en julio del 57 entró en el Noviciado de la Compañía de Jesús en Lo-yola, del que salió pasados dos años, aunque siempre mantuvo el sentir ignaciano.
El segundo hecho es clave en la vida de Juana Josefa. Un chico honrado, formal, buen cristiano, que ha hecho fortuna en América, ha puesto sus ojos y su corazón en esta joven que tiene ya 18 años, y se decide a pedirla en matrimonio a su padre. Para Juan Miguel y su mujer es una gran alegría; su hija será feliz con él y la precariedad económica persistente se verá aliviada. Pero no son esos los planes de Juana Josefa, porque no es eso lo que Dios quiere: hace tiempo que, después de rezar y consultar con D. Martín, sabe que el Señor la llama a la vida religiosa, ya su corazón es todo para él y así se lo dice a sus padres con una de esas frases suyas firmes y rotundas: «Yo, sólo para Dios». No está dispuesta a aceptar ese matrimonio, la voluntad de Dios está antes que los razonables intereses de sus padres. Al mismo tiempo comprende la situación familiar y su responsabilidad
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de hija mayor; comparte su problema con D. Martín, que le busca, con ayuda de una prima suya, una casa en Burgos, donde servir.
Acompañada por esta señora, Juana Josefa sale por primera vez de su casa, deja a sus padres y hermanas y va camino de Castilla. Ya no será una carga familiar, incluso podrá ayudar y, sobre todo, con la distancia, no sufrirá la presión del pretendido matrimonio y podrá discernir el modo y lugar donde realizar su vocación. Va a necesitar ayuda y acompañamiento; por ello, D. Martín le aconseja que busque la dirección espiritual de los jesuítas.
3. «Donde no hay sitio para los pobres tampoco lo hay para mí»
Su entrada en Burgos, probablemente en 1865, significa llegar a una ciudad, a un ambiente totalmente nuevo para ella. Entra al servicio de la familia Montoya, pero por poco tiempo, porque las obligaciones y ritmo de vida no son compatibles con sus prioridades; no es el exceso de trabajo, que nunca la echó para atrás, sino la imposibilidad de la misa diaria y falta de tiempo para rezar. Con esta dificultad acude al P. Ramón Sureda, jesuíta, al que Juana Josefa ha elegido como confesor. El P. Sureda conoce a Dña. Hermitas Becerra, esposa del Magistrado D. José Sabater, y piensa que tal vez esta familia, muy numerosa, cristiana y de buena posición, necesite la ayuda de Juana Josefa, y ésta pueda encontrar así un ambiente y familia donde le sea posible aquello a lo que no está dispuesta a renunciar.
En el servicio a la familia Sabater, que la acoge con mucho cariño, se manifiestan el carácter y las actitudes de Juana Josefa: su paciencia y humildad cuando los niños le hacen trastadas y le gastan bromas por su mal castellano; la sencillez y alegría en medio del mucho trabajo; su vida de oración y penitencia; el tener habitación para ella sola la
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permite dedicar horas de la noche para buscar la voluntad de Dios y contemplar los misterios de la vida del Señor al modo ignaciano, según la orientación del P. Sureda.
También despliega su sensibilidad y caridad con los más necesitados: vuelve de la calle sin mantón por haberlo dado a una mendiga, o pasa tiempo con los zapatos rotos porque da su dinero a los pobres; arriesga su puesto de trabajo cuando Dña. Hermitas le dice que los vecinos, el Contador de Hacienda y el Gobernador militar, no ven bien la cola de pobres a la puerta de la casa y hay que dejar de repartirles la comida, a lo que ella responde: «Donde no hay sitio para los pobres tampoco lo hay para mí»; nuevamente una frase rotunda y firme, como cada vez que algo se opone a lo que Dios quiere.
El amor al prójimo lleva también a Juana Josefa a ayudar en las necesidades espirituales, desarrollando su inquietud apostólica por medio de las «conversaciones», con la criada de enfrente y con su hermana Ma Dominica para llevarlas a una vida más cristiana y piadosa...
En junio de 1868 la familia Sabater se traslada a Valla-dolid y Juana Josefa con ellos; para estas fechas es ya considerada más como una de la familia que como sirvienta, y aunque no deja de prestar sus servicios, los lazos de afecto y confianza son manifiestos y perdurarán ya toda la vida.
Destinado el P. Sureda fuera de Burgos, Juana Josefa se había acogido a la dirección del P. Rafael Sanjuán. Ahora en Valladolid deberá buscar nuevamente director, y pide al Señor que le dé el confesor que necesita. Parece difícil que pueda ser un jesuíta, pues la Compañía de Jesús estaba recién expulsada de España; sin embargo, el Señor sigue conduciendo su camino y haciendo cada vez más posible la realización de aquel deseo infantil «Santo mío, yo quiero hacer lo que dice ese libro».
En Valladolid va a vivir Juana Josefa una experiencia fundamental: la manifestación de la voluntad de Dios sobre ella de una forma insospechada; le aguarda la sorpresa de Dios.
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4. «Decidme, Dios mío, qué queréis que haga»
Esta frase de sus Apuntes espirituales define toda la vida de Juana Josefa, pero especialmente el proceso que vive en Va-lladolid hasta abril del 69, cuando su búsqueda de la voluntad de Dios se hace más intensa. Lleva varios años fuera de casa, sus padres han tratado de hacerla volver, los Sabater piden que permanezca con ellos y sobre todo Juana Josefa mantiene vivo el deseo, busca y espera el modo de realizar la decisión tomada tiempo atrás, que la ha puesto en camino hasta llegar a Valladolid: «Yo sólo para Dios».
En este tiempo aparece una nueva y singular mediación para Juana Josefa: el jesuita P. Miguel Herranz. Si ya D. Martín, con la formación recibida en Loyola, empezó a orientarla y posteriormente, por su consejo, busca la dirección espiritual de los jesuítas, es con el P. Herranz con quien la espiritualidad ignaciana cobra claridad y fuerza hasta llegar no sólo a configurar la experiencia personal de Juana Josefa, sino a caracterizar sustancialmente la identidad de las Hijas de Jesús. Miguel de los Santos San José Herranz había nacido en Valladolid el 5 de julio de 1819 en una familia acomodada de comerciantes. Licenciado en Derecho, no sigue el camino de las leyes, sino que trabaja en el negocio familiar. Ingresa en la Compañía de Jesús con 36 años. Son tiempos difíciles para la Compañía en España, y su formación se desarrolla en Francia. Se ordena sacerdote en 1861. De 1862 a 1868 es ministro en el Colegio de San Marcos de León, hasta la expulsión decretada por la Junta revolucionaria. El P. Herranz se instala en Valladolid en casa de un hermano, donde celebra diariamente la Misa y atiende confesiones en la iglesia de San Felipe de la Penitencia.
En marzo de 1869 Juana Josefa se acerca a su confesionario. A la pregunta de Herranz sobre si tiene vocación religiosa responde afirmativamente, pero añade que no tiene ninguna instrucción y no sabe leer ni escribir. Convencido de la necesidad urgente de educación cristiana de la mujer,
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Herranz piensa en una nueva congregación religiosa, de espíritu ignaciano, dedicada a esta misión y busca personas para su proyecto. Las circunstancias sociopolíticas no son las más adecuadas; sin embargo, las dificultades se convierten, providencia de Dios, en instrumento para su realización.
Dios va a manifestar al P. Herranz y a Juana Josefa, de forma desconcertante, su voluntad y ellos van a dar prueba de una confianza total en él; de lo contrario no se hubiera iniciado una empresa en la que la desproporción entre el sujeto y el fin no podía ser mayor. El Señor hace ver al P. Herranz, mientras celebra la misa, que Juana Josefa es la elegida para su proyecto. El se pregunta si será posible, cuando no tiene la mínima preparación y apenas si sabe hablar castellano. Cualquier camino hubiera parecido mucho más sensato que reconocer en una joven sirvienta, sin recursos humanos, ni económicos ni intelectuales, la persona adecuada. Sin embargo, el P Herranz cree y confía; por eso, cuando Juana Josefa le comunica lo que Dios le ha manifestado, se dispone a ayudarla, sostenerla y orientarla en la fundación de la Congregación.
Como Ignacio hiciera, en busca de la voluntad de Dios, y como indica en los Ejercicios, el P. Herranz, una vez que Juana Josefa le manifiesta su vocación, le aconseja intensificar la oración y la penitencia para que el Señor le muestre claramente su voluntad. Además de hacerlo por la noche, suele ir por la tarde a rezar a la iglesia del Rosarillo, que tiene en un lateral un altar de la Sagrada Familia coronado con un JHS. Este será el lugar de la respuesta y de la fe.
El 2 de abril de 1869, viernes santo, estando rezando ante ese altar, Juana Josefa llega a conocer, de forma extraordinaria, con claridad, la voluntad de Dios sobre ella: fundar una congregación religiosa con el nombre de Hijas de Jesús, dedicada a la salvación de las almas por medio de la educación e instrucción de la niñez y juventud femenina; otro día, en el mismo lugar y con la intervención clara de la Virgen, se le muestra el hábito y el que va a ser su nuevo nombre: Cándida Ma de Jesús.
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5. «Pronta estoy para obedecerte en todo»
Tras la revelación del Rosarillo, Juana Josefa sigue buscando cómo realizar la voluntad de Dios. Continúan la oración y la penitencia, se encomienda a María para superar las dudas y tentaciones que experimenta, mantiene su fe confiada, su generosidad y disponibilidad. Pero hay que sopesar y superar la realidad de carencias y dificultades, hay que poner los medios humanos razonables.
El P. Herranz solicita y consigue de Dña. Hermitas, conocedora del proyecto de la fundación que apoya, que libere a Juana Josefa dos horas diarias para acudir a casa de su hermano y así poder enseñarle a leer y escribir y algo de latín. Junto a esta ayuda intelectual, durante dos años la instruye en la espiritualidad ignaciana y pone a prueba la solidez de la su vocación; y, conforme la va conociendo, descubre su riqueza espiritual, sus dotes humanas, su voluntad abierta y generosa, su firme y, a la vez, dócil decisión.
Hay que decidir dónde comenzar la Congregación. Juana Josefa ha escrito al Papa, pidiéndole la bendición para la fundación y planteándole empezar en Roma o en Jerusalén, y de allí a los confines de la tierra, sometiéndose a lo que ordene. También en esto quiere seguir el proceder de Ignacio. Pío IX responde que, bajo su bendición, empiece en España. Se trata de buscar un lugar; Dios le hace entender que su voluntad es que funde en Salamanca. Una vez más, Juana Josefa y el P. Herranz saben leer lo que Dios quiere a través de las circunstancias: en Salamanca el obispo Joaquín Lluch y Garriga defiende los derechos de la Iglesia, es favorable a la presencia de congregaciones religiosas y mantiene buenas relaciones con la Compañía de Jesús. En Salamanca está también el P. Juan Bautista Bombardó, amigo y conocedor de los planes de Herranz. Por otra parte ninguna de las órdenes y congregaciones religiosas existentes en Salamanca tiene escuelas para niñas, actividad apostólica de la Congregación, que pronto quedará recogida en la Forma del Insti-
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tuto: «ir a los pueblos que fueren más necesitados de nuestras Escuelas».
Antes de iniciar la fundación, en el verano de 1871 va a Tolosa para despedirse de sus padres; no entra en explicaciones, que harían más difícil la aceptación de su decisión. Su madre la ruega que entre en las Claras pero, finalmente, su padre le dice: «Hija, ve donde Dios te llame».
En octubre de 1871 viaja con el P. Herranz a Salamanca, pues a la carta de solicitud para fundar, escrita al Obispo, éste le responde pidiéndole que vaya cuanto antes. El P. Bombardó le busca dónde hospedarse, en casa de Dña. Jacoba de Carlos, en la calle Gibraltar. Bombardó les presenta a Emilia Torrecilla, que acompaña a Juana Josefa para buscar una casa en alquiler donde iniciar la fundación y encuentran en la misma calle Gibraltar la Casa de San José. Vuelve a Va-lladolid, dejando a Emilia, la primera que se le une, encargada de preparar todo y recibir lo que ella envíe.
6. «Sola nada, pero con Dios todo lo puedo»
El 6 de diciembre salen de Valladolid Juana Josefa y el P. Herranz con Petra Piernavieja, Cipriana Vihuela y Gertrudis García, que formarán el primer grupo de Hijas de Jesús junto con las que esperan en Salamanca: Emilia Torrecilla y Juana García, las dos que, de las cinco presentadas por Bombardó, Juana Josefa ve ante Dios aptas para la fundación. Viajan en un carro, pues sólo tiene 500 pesetas. Personas generosas le dieron cantidad suficiente para iniciar la fundación, ya que antes de salir de Valladolid Juana Josefa había repartido su dinero a los pobres, pues había prometido fiarse sólo de Dios, no pedir nada para sí y recibir cuanto le dieran como limosna para asemejarse a Jesucristo, como siglos antes había hecho Ignacio de Loyola en las distintas etapas de su peregrinar.
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Pasan la noche en Zamora, y llegan a Salamanca al atardecer del día 7. Los esperan el P. Bombardó, Dña. Jacoba y Emilia. Después de rezar en la Clerecía, se dirigen a la Casa de San José. El P Herranz les presenta el origen y el horizonte del camino que empiezan: son cimiento de una nueva obra en la Iglesia, inspirada por Dios para su mayor gloria y bien de las almas.
El día 8 asisten a misa a la Clerecía. Después Juana Josefa y Petra van a visitar al Obispo; Emilia con Gertrudis, a recoger a Juana García que estaba de educanda en las Úrsulas.
Por la tarde, en un acto muy sencillo, Herranz les recuerda las palabras del día anterior, insiste en la pobreza del grupo a los ojos humanos -son pocas en número, en calidad todavía menos, la preparación de las compañeras tampoco es grande- pero han sido elegidas por el Señor en el que pondrán toda su confianza, como Hijas de Jesús, y bajo el amparo de María Inmaculada. Las exhorta a la fidelidad, aunque no faltarán dificultades. Les impone un escapulario interior con el IHS bordado y les pide que acepten a la M. Cándida como Madre y Superiora. Juana Josefa prosigue el camino iniciado hace tiempo. Ahora tiene compañeras: ha nacido la congregación de las Hijas de Jesús.
Al llegar a la Casa de San José había dicho: «Aquí mi paz». En el horizonte se dibujan sombras; en su corazón de fundadora recién estrenado, una certeza: «Sola, nada, pero con Dios todo lo puedo».
7. «Que tengan el espíritu de san Ignacio»
El número de las Hijas de Jesús crece poco a poco; en febrero de 1872 ya son nueve. Viven bajo la orientación de la Fundadora, que transmite su sencilla sabiduría sobre el Dios conocido internamente y lo que considera el verdadero espíritu de las Hijas de Jesús; quiere que se refleje en la comunidad el espíritu de san Ignacio; cuenta para ello con la ayu-
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da del P. Herranz, que acude todos los días para instruirlas y orientarlas.
Al mismo tiempo, la M. Cándida sabe que, aunque lo que más va a ayudar es la interior ley de la caridad, es necesario escribir una constituciones, y dedica los primeros meses a esta tarea. El P. Herranz le facilita el Sumario, las Reglas comunes y Costumbres de la Compañía. La M. Cándida, en actitud de discernimiento, pasa horas y horas rezando y escribiendo, acoge, modifica, completa o rechaza, para poner en palabras la inspiración recibida en germen en el Rosarillo.
El obispo Lluch y Garriga aprueba el 3 de abril de 1872 las primeras Constituciones que contienen la Forma de la Congregación, Constituciones, Reglas de las Hermanas Maestras y Ayudantes y Reglas de las Hermanas Coadjuto-ras, un texto que ha recogido las fuentes ignacianas: el Sumario y las Reglas comunes, los Ejercicios, y gran parte de la praxis de la Compañía. Privada de la ayuda del P. Herranz, que había sido destinado repentinamente a Galicia a finales de agosto del 72, la M. Cándida cuenta ahora con la ayuda del P. Bombardó para añadir, urgida por el Obispo, las Reglas de gobierno y de los votos, que son aprobadas el 27 de noviembre de 1873.
Con esta aprobación y después de los Ejercicios de mes dirigidos por el P. Bombardó, el 8 de diciembre de 1873 emiten sus primeros votos ante el Obispo la M. Cándida y cuatro de las cinco primeras compañeras.
Para llegar a la aprobación diocesana definitiva deben presentarse Constituciones más completas. La M. Cándida viaja a Santiago varios veranos consecutivos y a Valladolid para consultar con el P. Herranz, pues se resiste a las modificaciones que el nuevo obispo, Tomás Jenaro de Cámara y Castro, agustino, pretende introducir en las Constituciones y, por tanto, en la Congregación. En enero de 1892 aprueba las nuevas Constituciones; conservan mucho de las anteriores, se salva la identidad y el espíritu ignaciano de la Congregación, pero suprime algunas Reglas, modifica otras e in-
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corpora contenidos sobre gobierno. En febrero la M. Cándida viaja a Santiago para estudiar con el P. Herranz la forma de incorporar las correcciones y añadiduras impuestas, sin perder sustancialmente el carisma original.
El 31 de mayo de 1901 la Fundadora presenta ante la Santa Sede la solicitud de aprobación del Instituto y de las Constituciones. El 30 de julio de ese mismo año firma León XIII el Decreto de aprobación del Instituto; pero la Congregación de Obispos y Regulares exige que las Constituciones se ajusten a las nuevas Normas. Hay que reestructurar el texto presentado y se ponen en peligro nuevamente elementos propios del carisma de las Hijas de Jesús.
La M. Cándida con Ángela Cipitria y Gabriela Hondet viaja a Roma. Realizan un trabajo intenso y viven una experiencia dolorosa. Se salva lo más fundamental del carisma, pero también se pierden elementos sustanciales que lo expresan: la Forma del Instituto, el cuarto voto de disponibilidad apostólica para todo el mundo, el mes de Ejercicios, las fórmulas de los votos y otras Reglas claramente ignacianas.
En septiembre de 1902 se recibe la aprobación pontificia por tres años, con la esperanza de poder después recuperar los elementos perdidos. Sin embargo, no ocurrirá así, y el 3 de diciembre de 1912, muerta ya la M. Cándida, se obtiene la aprobación definitiva del Instituto con las Constituciones de 1902 sin ninguna modificación.
8. «En Jesús todo lo tenemos»
Ante alguien que cuestiona el título de la Congregación, la M. Cándida responde clara y firmemente: lo eligió la Virgen y no se puede poner otro. El nombre nace de una experiencia espiritual, contiene el carisma recibido en el Rosarillo, expresa el modo de relacionarse con Dios, con Jesús, el modo de ser y de proceder. Situarse como hija ante Dios, cualquiera que sea el nombre que se le dé, marca todas las di-
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mensiones de una vida entregada a la búsqueda de su gloria en el servicio al prójimo.
Las cartas y los Apuntes espirituales transparentan el Dios sentido y gustado internamente, apasionadamente amado por la M. Cándida; un Dios que en muchos de sus rasgos trae al presente el Dios de Ignacio. Dios, el Absoluto, el sentido de la vida, y especialmente, el Padre misericordioso y providente, de quien todo se recibe, que tanto nos quiere, que nunca abandona a sus hijos y los tiene de su mano.
Jesús, contemplado y conocido internamente, es todo un Dios que por nuestro amor se hizo hombre, pobre y humilde, nuestro Salvador y Redentor, que nos elige y llama a seguirle, a anunciar su reino, a sufrir con él para resucitar con él. Encontrar en Jesús el amor y la protección, la seguridad, como de un padre para con sus hijos, llevan a la M. Cándida a llamarlo Padre; para expresar un amor total, completo, lo llama nuestro Padre y Esposo querido. Al referirse a lo que significa llevar como Hijas el nombre de Jesús, escribe: «imitando sus virtudes, no disgustando a tan buen Padre, que en él todo lo tenemos y sin él todo lo tenemos perdido».
9. «Virgen Purísima, Madre de Dios y Madre mía»
En los «Apuntes para lo que me mandó la Santa Obediencia» escribe: «la devoción a la Purísima Virgen los sábados particularmente, desde la edad de unos cuatro años». Desde entonces no hay circunstancia importante en su vida sin la presencia de María, manifestación especial de una vivencia continuada.
Y en sus Apuntes de Ejercicios de 1873: «Virgen Purísima, Madre de Dios y Madre mía, te ruego, aunque soy la más indigna de las criaturas, me concedas o me alcances la gracia de tu divino Hijo para que yo cumpla lo más perfectamente lo que yo le propongo ... no puedo sin tu gracia, sino faltar y caer; por eso desconfío de mí y pongo toda mi
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confianza en ti, queridísima Madre mía. Y tú pide a tu Santísimo Hijo Jesús que me dé su amor, su gracia y su bendición...» Son los rasgos de su espiritualidad mañana.
Tenía Juanitatxo nueve años cuando se proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción. Conforme al momento eclesial y a la devoción popular de su tiempo, la Virgen es sobre todo «la Purísima»; considerar a María como madre de Jesús, presente en las contemplaciones de los misterios de su vida, e intercesora en las situaciones clave de la vida revelan el carácter ignaciano; la actitud filial que marca toda su persona, la llevan a la confianza y a la imitación de «nuestra Madre y Señora».
Esta vivencia mañana no se queda en lo personal; como Fundadora la transmite al Instituto: en las Constituciones, en las cartas que siempre encabeza con «La Purísima Virgen nos cubra con su manto» y en las que insiste en acogerse a su protección, imitarla al seguir a Jesús y ser fieles hijas, en las celebraciones litúrgicas...
En octubre de 1902, cuando recibe de León XIII el Decreto de aprobación del Instituto y sus Constituciones, escribe a las comunidades: «Pidamos mucho a la Purísima Virgen que nos tenga bajo su manto y nos alcance de su divino Hijo y nuestro amado Jesús la gracia de la perseverancia fiel en la congregación de las Hijas de Jesús». No se han olvidado las palabras del P. Herranz en el nacimiento de la Congregación el 8 de diciembre de 1871: «llevando siempre por estrella de vuestros caminos a María Inmaculada».
10. «Servir y amar a su Divina Majestad»
En una carta autógrafa del año 1898, que no tiene más finalidad que la comunicación sencilla y el afecto a una Hermana, la M. Cándida escribe: «...pero bendito sea Dios que alivia las horas y sean todas para servir y amar a su Divina Ma-
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jestad, que tanto merece ser amado y tan olvidado está de los hombres, ¡Qué ingratitud, Dios mío!»
Estos sentimientos que surgen de la vida, brotan del corazón, en su expresión coincidente, casi literalmente, con el 2o preámbulo de la Contemplación para alcanzar amor revelan la huella ignaciana, la impronta que los Ejercicios dejan en la vida de la M. Cándida. El contexto en el que se inserta pone de manifiesto que para ella la Contemplación para alcanzar amor es algo connatural; aflora a su pluma impensadamente, porque sabe vivir la vida desde una mirada contemplativa que descubre a Dios en toda realidad, que recibe como don todo lo que acontece y traduce su gratitud en alabanza. En sus notas de Ejercicios de 1873 nos revela la síntesis, sencilla y profunda, de la experiencia a la que el Señor la ha ido llevando. Los Ejercicios están en la raíz de la respuesta de la M. Cándida al Señor y, por consiguiente, en la raíz de la vocación de Hija de Jesús. Las Constituciones recogen aspectos nucleares de la espiritualidad de los Ejercicios; en las cartas abundan las referencias a cómo los Ejercicios deben llevar a un modo de proceder en lo cotidiano, vinculándolos estrechamente a «ser verdaderas Hijas de Jesús», llamadas a amar mucho a Dios y a trabajar por su gloria.
Los Ejercicios son considerados un medio para el bien de los prójimos; así las alumnas los hacen en los colegios, a su modo y dirigidos por Jesuítas o por las Hermanas, y en Tolosa dedica una zona del edificio para las tandas que los Padres dan a señoras.
11. «Para que reciban una cristiana educación»
El panorama de la enseñanza pública es desolador: el 75,50% de la población es analfabeta, en las mujeres el porcentaje asciende al 81,79%; es clara la necesidad de escuelas y colegios para niñas y jóvenes. Por otra parte, la cultura general que ofrecen algunas Ordenes de monjas llega casi exclusivamen-
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te a la clase alta y los colegios de Congregaciones francesas, por razón de la lengua, a jóvenes de la aristocracia; las clases media y baja tenían difícil acceso a esta educación.
Juana Josefa, que escucha la voz de Dios que le habla en la realidad concreta de las personas y de la sociedad, sintoniza con la preocupación del P. Herranz y su proyecto, dando respuesta con la misión de la Congregación, dedicándose a la educación cristiana sobre todo de la niñez y juventud femenina. El «servir a Dios nuestro Señor» de la Fórmula del Instituto se concreta especialmente en la «educación católica de los pueblos» y se realiza a través de «la enseñanza del catecismo a los párvulos y de la educación cristiana de las niñas, enseñándoles todas las artes y labores de la mujer cristiana».
«Ya saben mis hijas que mi gozo es que vengan muchas niñas a nuestros colegios para que reciban una cristiana educación».
Pero las circunstancias políticas retrasan la apertura del primer colegio hasta que el 1 de enero de 1874 en la Casa de la Concordia, en Salamanca, comienzan con una clase de pensionistas y otra de gratuitas, y fiel a su proyecto de que el beneficio de la educación se extienda a todas las clases sociales, al domingo siguiente, empiezan las «Dominicales», de las que se hace cargo directamente la M. Cándida. En 1876 se trasladarán a la calle Zamora y allí tendrán internas y mayor número de alumnas.
Tras el primer colegio de Salamanca vendrá enseguida el de Peñaranda (Salamanca) en 1875. Diversas circunstancias llevan a esperar algunos años, después, con trabajos y viajes sin cuento, fuertes problemas y sufrimientos unas veces y grandes ayudas de benefactores otras. Entre 1886 y 1909 irá fundando Arévalo (Ávila), Bernardos (Segovia), Tolosa (Guipúzcoa), Segovia, El Espinar (Segovia), Coca (Segovia), Medina del Campo (Valladolid) y Pitillas (Navarra). En todos ellos, con alguna excepción, se atiende a pensionistas internas, pensionistas externas, gratuitas, párvulos y dominicales.
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Consciente de sus propias carencias, pero clara en su proyecto, recoge lo usual de su tiempo y algunos principios de la Ratio Studiorum de la Compañía de Jesús y muchas ideas de escritos de la Sociedad del Sagrado Corazón. Con esta base, en las cartas que escribe a las Hermanas, en los Diarios de las Casas y, de forma más sistemática, en las Reglas de las Hermanas Maestras y en los Consejos para la educación cristiana va expresando su pensamiento pedagógico, las líneas organizativas de los colegios y un modo propio de educar cristianamente.
12. «Al fin del mundo iría yo en busca de almas»
En esta ocasión la palabra rotunda de la M. Cándida suena casi desmesurada: «al fin del mundo iría yo en busca de almas», es su forma de expresar, desde los deseos del corazón, la acogida a la llamada del Rey eternal «mi voluntad es de conquistar todo el mundo».
Tras varias peticiones e intentos malogrados, el 29 de septiembre de 1911, en Salamanca, entre lágrimas de despedida y alegría por el deseo cumplido, la M. Cándida bendice y despide a las seis primeras Hijas de Jesús enviadas fuera del país. Las acompañarán hasta Cádiz las Madres Ángela y Joaquina, embarcarán rumbo a Brasil el 3 de octubre. Desde el puerto de Santos, en un viaje a caballo, en balsa o a pie, llegan a Pirenópolis el 7 de noviembre. El colegio de «La Inmaculada» abre sus puertas el 8 de diciembre de 1911, con el mismo fin de educación cristiana, para todas las clases sociales, con las formas y organización propias de este país.
En enero de 1912 llega a Mogi Mirim la segunda expedición. El 17 de marzo se inaugura el nuevo colegio. La M. Cándida ya no verá la tercera fundación en Brasil, Caconde, aunque aprobada por ella; empezará en enero de 1913, poco después de su muerte.
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Casi cien años después las Hijas de Jesús estarán presentes en diecisiete países, en busca de la mayor gloria de Dios y bien de los prójimos, en una tierra sin fronteras.
13. Verdaderas Hijas de Jesús
«Es lo que anhelo de mis hijas, verlas verdaderas Hijas de Jesús», una expresión incansablemente repetida en las cartas que la Fundadora escribe. Así va desplegando el modo de encarnar la identidad del Instituto y su trasfondo ignaciano en la vida concreta, cotidiana: Vivir la fe, la confianza y abandono en Dios como Padre; amar a Jesús, demostrándolo con las obras y conformando la propia voluntad con la suya en todo, seguir sus huellas y parecerse a él como un hijo se parece a su padre. Acogerse a la protección la Purísima Virgen como Madre y Señora. Trabajar incesantemente por la gloria de Dios y salvación de las almas.
«Ser verdaderas Hijas de Jesús» seguirá resonando como un lema en la Congregación a través del tiempo, será una expresión leída y desentrañada en cada momento histórico, en cada Congregación general.
Y junto a la llamada a la autenticidad, el constante deseo de recuperar las Primitivas Constituciones, aquellas que quedaron tan desdibujadas en 1902, aunque las Hijas de Jesús hayan seguido bebiendo de ellas, hundiendo sus raíces en la fuente ignaciana con la que la M. Cándida se identificó y que tomó como expresión del carisma recibido en el Rosarillo.
Habrá que esperar al Concilio Vaticano II para que las nuevas Constituciones incorporen las escritas por la Fundadora y otros elementos ignacianos. La Congregación General XII, en 1983, aprobará el nuevo texto, de neto sabor ignaciano, que obtendrá la aprobación de la Santa Sede en 1985.
La consecución de este deseo largamente esperado comprometerá a las Hijas de Jesús en una profunda renovación
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de su vida y misión. Ya en el siglo XXI, mirando a la Fórmula del Instituto, pórtico y esencia de las Constituciones, en la C.G. XVI se preguntarán: ¿Qué nos pide hoy la Fórmula? ¿Cómo ser hoy verdaderas Hijas de Jesús? En la «Lectura vivencial y actualizada de la Fórmula» quedará recogida la respuesta.
14. «...y todos para mi Dios»
9 de agosto de 1912. Hace cuatro días la M. Cándida subía desde la casa de los Mostenses al colegio de la Inmaculada para celebrar el cumpleaños de la Superiora. Ahora, a las cinco de la tarde, acaba de morir. Ha terminado su camino en esta tierra y vive para siempre junto a Dios. Han sido cuatro días, de procurarle atención corporal y espiritual, de la compañía de sus hijas, de ir y venir de personas de toda clase social para verla o interesarse por ella, de oraciones y lágrimas. Entre los primeros en acudir está el P. Pedro Muná-rriz, que, al recordarle los cuarenta y un años de su vida religiosa, recibe una respuesta espontánea, salida del corazón: «...y todos para mi Dios», réplica serena y gozosa de aquel firme y rotundo «Yo sólo para Dios» de su juventud. Casi un siglo después, el 17 de octubre de 2010, Benedicto XVI declarará santa a esta mujer que, con amor y confianza absoluta en Dios, siguió las huellas de Jesús en obediencia a la voluntad del Padre: «Yo, todo lo que Dios quiera y sólo lo que Dios quiera».
Ma DEL PILAR LINDE, FI
Religiosa Hija de Jesús. Especialista en Constituciones y Espiritualidad
y Misión del Instituto. Sevilla
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Para saber más:
CÁNDIDA Ma DE JESÚS, Constituciones (1872-73; 1892), Sala
manca 1899.
— Cartas, Edición preparada por T. Lucía, Editorial Católica, Madrid 1983.
C. DE FRÍAS, Cándida Ma de Jesús Fundadora, Salamanca 1988.
— Donde Dios te llame, Sigúeme, Salamanca 1990.
M.T. ZUGAZABEITIA, «Influencia ignaciana en las Hijas de Jesús»: Manresa 58 (1986), 299-327; y 59 (1987), 49-87.
7. Vicenta Ma López y Vicuña (1847-1890)
Fundadora de las Religiosas de María Inmaculada
«Es él quien lo quiere: las chicas han triunfado»
1. Perfil biográfico
VICENTA María nació en Cascante (Navarra), el 22 de marzo de 1847. Fueron sus padres, el abogado don José María López y Jiménez, catalán de naturaleza y navarro-andaluz en sus raíces familiares, y la estellesa María Nicolasa Vicuña. Al día siguiente fue bautizada en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción y le impusieron los nombres de Vicenta María Deogracias, respondiendo a una antigua tradición familiar, a la profunda devoción mariana que profesaba la familia y en atención al santo del día.
La profesión religiosa de su tía y madrina, María Dominica Vicuña, en el Primer Monasterio de la Visitación en Madrid, fue la ocasión propicia para realizar un viaje a la Corte en mayo de 1854 y conocer a sus tíos maternos, D. Manuel María y su hermana María Eulalia casada con D. Manuel de Riega. Antes de volver a Cascante se confesó por vez primera con el servita D. Luis Marín.
La costumbre de la época imponía esperar a los doce años para poder comulgar, pero Vicenta María consiguió el permiso de su padre para adelantarse, y, a los diez, hizo su
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Primera Comunión. Unos meses más tarde, sus padres decidieron enviarla a Madrid, junto a sus tíos, con el fin de ofrecerle la esmerada formación que deseaban para ella.
Su tía María Eulalia le organizó el régimen de vida que había de seguir para cumplir los deseos manifestados por aquellos: D. José María soñaba sobre todo con que llegara a adquirir una brillante educación, y doña Nicolasa, encomendaba a su hermana que «se la educara para santa».
Vicenta María observó con toda fidelidad el plan trazado por su tía. Profesores particulares le impartían en casa las distintas materias, mientras que su misma tía se encargaba de su formación espiritual y del crecimiento en la vida cristiana. Con ella iba a Misa, a la Exposición y Reserva del Santísimo Sacramento, visitaba el hospital donde doña María Eulalia practicaba el amor al prójimo y un Establecimiento organizado por ella, junto con su hermano y otras señoras, para la acogida y formación de jóvenes sirvientas. Así se inició Vicenta María en la dimensión apostólica de su fe cristiana, de tal forma que crece con ella como algo connatural a su manera de ser.
Dando por terminada la educación de Vicenta María en Madrid, sus padres la reclamaron en Cascante, mientras que sus tíos alegaron los derechos que sobre ella habían adquirido. Un cierto forcejeo provocado entre padres y tíos se solucionó con un acuerdo familiar, según el cual de junio a octubre lo pasaría en Cascante y el resto del año en Madrid.
A medida que va dejando de ser una niña, sus padres se forjan legítimos sueños e ilusiones en vistas a su futuro. Aspiran a verla realizar un matrimonio, de acuerdo con su rango y formación. Pero ella abriga otras aspiraciones, y en una frase corta y tajante manifiesta su resolución de no abrazar el estado matrimonial: «Ni con un rey ni con un santo». Segura de su vocación religiosa y con la aprobación de su director, el P. Victorio Medrano, SJ, hizo voto de castidad a los 19 años de edad. En marzo de 1868, se retiró al Primer Monasterio de la Visitación en Madrid para hacer una experien-
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cia de ocho días de Ejercicios espirituales bajo la dirección del P. Luis Pérez.
Llegado el mes de junio, para eludir el acuerdo familiar, según el cual debía ir a Cascante, manifestó a sus padres su proyecto. D. José María no compartía las aspiraciones de su hija y alegó razones para negarse a consentir que se quedara en Madrid. Toda insistencia resultó inútil, y Vicenta María se sometió a las exigencias de su padre.
En febrero de 1869 regresa a Madrid y se entrega a una intensa actividad apostólica y al proyecto de elaboración de las Constituciones del nuevo Instituto.
El 11 de junio de 1876, Solemnidad de la Santísima Trinidad, el actual beato Ciríaco María Sancha y Hervás, Obispo Auxiliar de Toledo con residencia en Madrid, impuso el hábito religioso a Vicenta María y otras dos compañeras, dando así origen en la Iglesia a la nueva congregación de «Hermanas del Servicio Doméstico».
El año de 1879 señaló para Vicenta María el inicio de una vida particularmente marcada por el dolor, la enfermedad y el sufrimiento, con los primeros síntomas de la tuberculosis. Ella y las personas que la rodean, saben que vivirá pocos años. El Instituto necesita consolidarse, las Hermanas son pocas y el trabajo excesivo. Algunos viajes al balneario de Pan-ticosa o a la fuente de aguas sulfurosas de El Molar (Madrid) fueron los remedios que, según las posibilidades de la época, se pusieron para paliar la enfermedad. El mal sigue inexorable su curso, pero Vicenta María no se da tregua en orden a la formación de las religiosas y la consolidación del Instituto.
En marzo de 1882 viaja a Sevilla para comenzar los preparativos de una fundación, que le habían solicitado, y que, por falta de personal, no se llevó a cabo hasta 1885. El tiempo pasa y los acontecimientos se suceden. Cada preocupación o nuevo trabajo es para la ella como una preparación para el siguiente. Una prueba grande e inesperada llega en 1884 con la pérdida de una parte considerable del capital que mantenía la obra, de lo cual tuvo noticia a la muerte del administrador,
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en el mes de enero. Urgida por el P. Leonardo de la Rúa y otros jesuítas, va a Cataluña en octubre de 1887, para entrevistarse con Doña Dorotea de Chopitea, y, con su apoyo, fundó una casa en Barcelona el 10 de febrero de 1888.
El año de 1888 trajo otras buenas nuevas para Vicenta María y su Congregación. Rebosante de gozo y acción de gracias por lo que ella denomina «el más fausto acontecimiento desde que la Congregación existe», reconoce en la concesión del Decreto de Alabanza, por parte del Papa León XIII, el sello con el que queda confirmada la voluntad de Dios acerca de la existencia de la Congregación.
En septiembre de 1889, convocó en Madrid el primer Capítulo General de la Congregación, que se celebró bajo la presidencia del beato Ciríaco María Sancha.
La menguada salud de Vicenta María, le impidió hacer la experiencia del mes de Ejercicios antes de su profesión perpetua en la fiesta de san Ignacio en 1890, apenas cinco meses antes de su muerte. Misas, triduos y novenas se sucedieron ininterrumpidamente pidiendo el milagro de la salud. Pero el mal siguió su curso y el día 26 de diciembre, a las dos menos cuarto de la tarde, entregó su alma a Dios con la misma santidad sencilla y heroica que había vivido durante los 43 años que pasó sobre esta tierra.
El Año Santo de 1975, declarado también «Año internacional de la mujer», ofreció el marco ideal para el reconocimiento público por parte de la Iglesia de la santidad de Vicenta María López y Vicuña, canonizada en Roma por el Papa Pablo VI, el 25 de mayo, solemnidad de la Santísima Trinidad.
2. Ambiente familiar y social
La vida de Vicenta María transcurre en la segunda mitad del siglo XIX en dos escenarios familiares diversos. Su infancia y algunas temporadas de su juventud permanece junto a sus
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padres en Cascante, su ciudad natal, y a partir de los diez años reside en Madrid con sus tíos maternos.
Vivir según la voluntad de Dios en orden a su mayor gloria es el principio motor que mueve la vida en los ambientes familiares de profunda raigambre cristiana que acogen y ven crecer a Vicenta María López.
Los acontecimientos sociopolíticos que marcaron las primeras cuatro décadas del siglo XIX en la historia de España tuvieron una fuerte incidencia en Navarra, particularmente en Estella, donde la Guerra de la Independencia, los enfrenta-mientos entre absolutistas y constitucionalistas y la Primera Guerra Carlista, provocaron dolor e indigencia en la población. Las circunstancias particulares que envolvieron la vida de la ciudad de Estella, se hicieron sentir también en el hogar de los Vicuña y García, que, a pesar de todo, mantuvieron en la vida familiar una atmósfera impregnada de sólida piedad, auténtica caridad cristiana y amor a la justicia. Allí vivió hasta su matrimonio doña María Nicolasa Vicuña, de temperamento más bien sombrío, dotada de una bondad innata, que la hacía aparecer como una mujer más bien tímida, amable y condescendiente. Sus ejemplos de vida, marcaron en gran medida la forma de ser Vicenta María y prepararon su corazón para la vivencia de una piedad profunda que desde la niñez aparece como algo connatural a su forma de ser.
En Cascante, junto a su madre viuda y a una hermana, vivió su padre, don José María López, miembro del Real Colegio de Abogados de Pamplona, a quien el estudio de las leyes y el ejercicio de su profesión, ayudaron a cultivar un temperamento más bien rectilíneo y preceptista, mitigado por su carácter alegre y extrovertido. Conocedor de las buenas dotes de su hija, se constituyó en su primer maestro, enseñándola a leer y el catecismo. El ejemplo de su padre inició en Vicenta María la forja de una voluntad capaz de llevar adelante grandes empresas.
La primera hija del matrimonio López y Vicuña falleció apenas dos semanas antes del nacimiento de Vicenta María.
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Sus padres acogieron no sólo con cristiana resignación sino con sentimientos de gratitud y alabanza la muerte prematura de su primogénita, que no alcanzó los tres años de edad. Don José María López comunicó así la noticia a sus hermanos de Madrid: «Nuestra muy amada hija, la hermosa Vicenta no existe; Dios la quiso para sí, y subió a su gloria el día 8, a las 3 horas % de la madrugada. Sea el nombre del Señor bendito y téngase por contento de haber ofrecido sobre su altar las primicias de nuestras entrañas». Días más tarde, participó la alegría por el segundo alumbramiento de su esposa, con el reconocimiento de que «Dios aflige y no desampara».
Vicenta María crece sana y despierta. El ambiente que la rodea agudiza su inteligencia, y capta con facilidad el comportamiento de las personas mayores; disfruta con las fiestas y con los regalos, goza yendo a la iglesia y enseñando a otras niñas de su misma edad el Catecismo que ella aprende de su padre, o subiendo al Romero para honrar a nuestra Señora.
Cuando llegó a Madrid en 1857 para continuar su educación, encontró en la casa de sus tíos, además de un hogar, una auténtica escuela de la más genuina caridad cristiana. Al margen del proceso industrial que caracterizó el siglo XIX europeo, Madrid se convirtió en foco de atracción de la emigración popular. El latifundismo y la prohibición de cultivar terrenos comunales y cercar parcelas provocaron el aumento del precio de las propiedades y la disminución de las rentas del campo. Los campesinos emprendieron una emigración creciente y desordenada que obligó a romper las murallas de las viejas ciudades para integrarlos dentro de ellas en busca de trabajo. Este fenómeno de la emigración campesina explica la aparición en Madrid de adolescentes y jóvenes que, sin recursos económicos, sin profesión y sin cultura básica, sólo podían aspirar a emplearse en el servicio doméstico y a permanecer al margen de una ebullición social que iba encuadrando a la sociedad en clases bien diferenciadas y distantes.
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Los tíos de Vicenta María, D. Manuel María y doña María Eulalia Vicuña, miembros de la Congregación de la Doctrina, establecida en Madrid desde 1842, ejercían su apostolado en los hospitales, en las cárceles y en otros centros de Beneficencia. Ante la situación desoladora del crecido número de mujeres que, al salir del hospital, no tenían más medio de subsistencia que vender sus propios cuerpos o introducirse en otros ambientes de mala vida, los hermanos Vicuña se sintieron inspirados a practicar de una manera particular la caridad para con las más jóvenes. La idea maduró hasta tomar forma en una «Casa de caridad» para huérfanas y sirvientas que, con el apoyo y la colaboración del P. Juan Cabañero, SJ y otras personas, inauguraron el 8 de diciembre de 1853, en un pequeño piso de la calle de Lucientes.
Esta obra benéfico-asistencial, que los Vicuña cuidaban con particular desvelo, marcó profundamente los ideales de Vicenta María. El Establecimiento tenía como principal objeto el de «acoger e instruir a las jóvenes que, huérfanas o ausentes de sus familias, se dedican o debieran dedicarse al servicio doméstico, antes de que llegaran a ser víctimas de la disolución e instrumentos de la perversión pública del Madrid decimonónico». Interpelada por la vida y los peligros que corrían aquellas muchachas, descubrió Vicenta María una forma nueva de servir al Señor. Las dificultades y los fracasos que hubieron de superar sus tíos para llevar adelante aquella obra de caridad, no tardaron en convencerla acerca de la necesidad de fundar una congregación religiosa que garantizara su continuidad el día que faltaran ellos.
3. Influjo ignaciano
Vicenta María fraguó su espiritualidad en la escuela de los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola, que ella misma consideraba como un medio para ir segura y aprovechando por el camino del cielo. Cuando llegó a Madrid pa-
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ra continuar su educación, Doña María Eulalia se preocupó de que eligiera el que había de ser su confesor mientras permaneciera en la Corte. En el Oratorio del Olivar, Vicenta María se fijó en el P. Juan Cabañero, SJ y bajo su dirección inició una relación personal con varios miembros de la Compañía de Jesús que habría de durar hasta su misma muerte. Apenas sabemos nada de su relación personal con el P. Cabañero, pero sin duda, fue allí donde germinó la semilla de su posterior vocación no sólo a la vida religiosa sino como fundadora de una nueva congregación.
Tenía dieciséis años cuando se puso bajo la dirección espiritual del P. Victorio Medrano, y pasaba cada vez más tiempo colaborando en la obra apostólica que impulsaban sus tíos, que no pasaba por su mejor momento. Todo parecía reclamar una actitud de discernimiento. Vicenta María se mira a sí misma y mira a su alrededor tratando de descubrir la mirada de Dios en todo lo que acontece. Más tarde dirá que «de sólo Dios le ha venido la afición por aquel trabajo con las sirvientas». El P. Medrano fue el primer depositario de la idea que empezó a rondar a Vicenta María sobre la necesidad de fundar una Congregación religiosa que garantizara la extensión y continuidad de la obra iniciada y mantenida por sus tíos.
Su vida de oración, su actitud constante de escucha y discernimiento, la apertura y fidelidad a cuanto el director espiritual le iba aconsejando llevaron a la joven Vicenta María a la conclusión de que en las cosas de Dios, es él quien tiene que dar la fuerza y los medios para realizarlas. A punto de cumplir veintiún años de edad, Vicenta María, consciente de su ser de criatura en relación con su Creador y Señor, no tiene ya ninguna duda acerca de su vocación. Porque Dios la quiere embarcada en esa nave de salvación para muchas almas que será la futura congregación, puede esperar ella el ánimo y la fuerza necesaria para hacer frente a todas las tempestades.
En busca de gracia y fuerza para secundar los planes de Dios y llevar a cabo su obra, se retira al Real Monasterio de
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la Visitación para hacer su primera experiencia personal de Ejercicios espirituales según el método ignaciano bajo la dirección del P. Luis Pérez, SJ. Las notas redactadas después de la primera meditación del primer día, y la elección, hecha por insistencia del P. Luis Pérez son, sin duda, la mejor prueba de hasta dónde había hecho suya Vicenta María la espiritualidad ignaciana: «Me ha creado con el fin de servirle aquí y de gozarle en la otra vida. Mi memoria no se emplee más que en aquello que agrade a Su Majestad; mi entendimiento sólo en conocerle y en todo aquello que redunde en gloria suya; y mi voluntad en amarle y hacer cuanto exija, pues es suya, y sería una injusticia apropiármela y abusar de ella inclinándola a practicar mis caprichos, etc. Pues os diré con san Ignacio: "Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, entendimiento y toda mi voluntad, cuanto tengo y poseo a Vos lo devuelvo, pues Vos me lo disteis: todo es vuestro, disponed de ello a vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia que esto me basta y con ello seré bastante rico"». San Ignacio coloca al comienzo de la experiencia de Ejercicios la meditación del Principio y Fundamento y al final, como broche o culmen de lo vivido, la contemplación para alcanzar amor con la ofrenda de todas las cosas y de sí mismo «así como quien ofrece afectándose mucho». En aquella primera experiencia, Vicenta María ha asimilado ya el núcleo de la espiritualidad ignaciana de tal manera que le basta la primera meditación sobre el Principio y Fundamento para decir con san Ignacio «Tomad, Señor, y recibid».
En aquella experiencia y de acuerdo con su director, el P. Medrano, Vicenta María no haría la elección porque estaba ya hecha. Pero no todos querían renunciar a la idea de verla monja en la Visitación. El P. Pérez era uno de ellos y por eso insistió en que, a su debido tiempo, se haría la elección entre ser salesa o dedicarse a la proyectada fundación.
Vicenta María se aviene, sin oponer resistencia, a los deseos del director y nos sorprende a todos con una elección,
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fruto de su total indiferencia y apertura a que Dios confirmara su proyecto o revelara un nuevo camino.
En ninguna de las opciones encuentra inconvenientes. Halló tres ventajas obvias en ser salesa: «Seguridad en marchar por el camino de la obediencia. Estar libre de peligros. Se da gloria a Dios con oración y santa vida».
Las ocho ventajas que encontró en realizar la fundación del Instituto, dice ella que hicieron caer la balanza, «de una manera que no quedó duda alguna» de que Dios lo quería. Sólo quien ha asimilado el seguimiento de Cristo hasta la Cruz como el camino para la total identificación con él en aras de la mayor gloria de Dios puede reconocer como ventajas: «más pobreza, más mortificación de las naturales inclinaciones, mucho peligro de sufrir desprecios, vituperios, continuo esfuerzo y continuo sacrificio» porque en ello se manifiesta la gloria de Dios más palpable y se responde a «una necesidad de la época».
Cuando su tía, Sor Dominica, la pregunta por la resolución definitiva, Vicenta María no deja resquicio a la duda: Consolémonos en Dios que es él quien lo quiere y por Quien debemos quererlo también nosotras: las chicas han triunfado.
A partir de esa experiencia decisiva, toda la vida de Vicenta María discurre en una ininterrumpida actitud de discernimiento. Atenta y dócil a lo que sus consejeros y directores le indiquen, en cuanto mediadores para ella de la voluntad de Dios, no duda en mostrarse firme en sus convicciones frente a ellos mismos, cuando el Señor le manifiesta su querer en la intimidad de la oración personal. El P. Isidro Hidalgo, que la dirigió desde 1875 hasta su muerte, y la ayudó a completar y revisar el texto de las Constituciones, refiere que «siendo tan humilde y desconfiada de sí y de sus cosas, cuando veía así con esa luz, era tal la firmeza con que lo apoyaba que, probada muchas veces por su Director, exponiéndole dudas y aduciendo dificultades, e imponiendo a veces por prueba su parecer contrario, jamás retrocedía».
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Una actitud constante de búsqueda y cumplimiento de la voluntad de Dios en orden a su mayor gloria resume la vida de Vicenta María y resplandece de modo particular en su falta de salud. Cuando a los treinta y dos años de edad, aparecen los primeros síntomas de la tuberculosis, admite la necesidad de reflexión para aceptar una vida corta pero también señala en sus notas de ejercicios que no quiere en absoluto más que en todo se cumpla la voluntad de Dios.
Cercana ya su muerte, en su última experiencia de Ejercicios, el padecer es para ella un medio para probar la autenticidad de su deseo de identificación con Cristo y sólo en Dios y en la unión práctica con su voluntad busca y halla consuelo.
4. Perfil espiritual y apostólico
La espiritualidad de Vicenta María es la sabia que anima y alimenta su dimensión apostólica y que se manifiesta en la Eucaristía y el amor a Cristo; la obediencia como medio para su identificación con Cristo en orden a la búsqueda y realización de la voluntad de Dios; la oración como contemplación de la Persona de Jesús y medio para la unión con él; la caridad fraterna, como consecuencia de ese mismo amor, y la devoción a la Virgen, sobre todo como Inmaculada.
El amor a la Eucaristía y a la persona de Jesucristo, particularmente en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, son para Vicenta María, mucho más que una devoción de su época, de la que naturalmente participa. Son la fuente y el cauce de la transformación de su propio espíritu que se va fraguando en la intimidad personal, en la continua presencia de Dios y en la contemplación de los misterios de la vida de Cristo.
Vicenta María experimenta un gozo especial en conocer, admirar y adorar al Señor presente en el Sacramento de la Eucaristía, hasta el punto de afirmar que «Mi contento acá
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en la tierra es conocerle y admirarle en el Santísimo Sacramento, cuya grandeza nada puede excederle». Días memorables para ella eran aquellos en los que Jesús Sacramentado tomaba posesión de las casas del Instituto, hasta el punto de anotar cada fundación como «un Sagrario más».
La devoción al Corazón de Jesús que no supo ni quiso nunca separar del amor a la Eucaristía, constituyó para ella un ideal de vida. A través de la vivencia del amor y del dolor penetró en lo sustancial de esta devoción: saberse amada de Jesús y amarle a su vez con un amor exclusivo y total, hasta obligarse con voto a «hacer lo más perfecto bajo el amparo de este misericordiosísimo Corazón».
La entrega incondicional, en obediencia y disponibilidad a la voluntad de Dios constituyó el norte único de la vida de Vicenta María. Obedeció a lo largo de toda su vida y obedeciendo de forma madura, activa y responsable, creció en la identificación con Cristo, obediente al Padre. En su experiencia personal maduró en ella el estilo de obediencia que quiso como distintivo para sus hijas, una forma de obedecer que sólo se aprende «mirando al divino modelo, Cristo Señor nuestro, que para enseñarnos se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz».
La oración personal fue para Vicenta María una escuela en la que aprendió a descubrir la presencia de Dios en todas las cosas y a servirse de todas las cosas para elevarse hasta Dios. El progreso y adelantamiento en su vida espiritual, es el fruto maduro de un intenso trabajo de ascesis personal y una como invasión de la gracia en la que Dios mismo penetra totalmente su ser, lo purifica y lo transforma. No hubo en su vida circunstancia próspera ni adversa que Vicenta María no llevara a su encuentro con el Señor.
Si ser plenamente cristiano supone un corazón con las proporciones del Corazón de Cristo, que ama a todos los hombres, porque todos son hijos, así puede ser definida la vivencia de la caridad en Vicenta María. De su convicción de ser amada por Dios brotó con fuerza incontenible un
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amor que no conoció fronteras, ni supo de diferencias. Amó entrañablemente a cada una de las personas que encontró a lo largo del camino y a todas aquellas por las que se sintió llamada a dar su vida.
En sus apuntes espirituales anota que el amor no se corresponde sino amando y que no consiste en palabras sino en obras, y el Papa Pablo VI en la homilía de la ceremonia de su canonización afirmó que santa Vicenta María había sentido, imperioso, el reclamo de la caridad hecha servicio.
Cuando la muerte rondaba ya cercana, pedía a sus hermanas que amaran las unas a las otras como Jesucristo nos amó y con el mismo amor a todas las almas redimidas con la sangre de Jesucristo.
Las raíces de su honda piedad mariana, hay que buscarlas en el culto a Nuestra Señora, en la devoción al Rosario, en las plegarias y fórmulas de devoción que fecundaron su alma desde la infancia. En su celo apostólico destaca un fuerte acento mariano, que despliega ya en su adolescencia como apóstol del Rosario. A la Virgen, Madre y modelo de todas las virtudes, acude Vicenta María en todas las circunstancias de la vida; por su mediación pide todas las gracias que necesita; como Modelo trata de seguirla y en unión con María contempla cada uno de los misterios de la vida de Cristo, desde Belén hasta el Calvario. María Inmaculada, la Virgen preservada de toda mancha de pecado es, para Vicenta María el modelo y la más perfecta expresión de lo que el Señor ha hecho con ella misma llevándola por el camino de la gracia y de lo que se reconoce llamada a hacer con las jóvenes alejándolas del peligro.
5. Proyecto fundacional
La primera etapa del camino espiritual de Vicenta María al abrigo de la espiritualidad ignaciana, bajo la dirección del P. Cabañero, coincide con los años de su adolescencia, mien-
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tras que para la Obra apostólica fundada por sus tíos, abarca dos etapas bien diferenciadas: una época de consolador desarrollo y el posterior fracaso en el intento de mantener unido el Asilo para sirvientas con el Colegio del Carmen en la plaza de San Francisco.
El P. Cabañero, había apoyado y sostenido con entusiasmo la idea de los hermanos Vicuña desde sus comienzos en 1853. Nada tendría de extraño pensar que el jesuita aprobara y secundara el razonamiento que doña María Eulalia repetía a su sobrina, ya adolescente, de que ella no estaba en Madrid solamente para estudiar piano y francés sino para ocuparse de los pobres cuando sus tíos murieran. Lo cierto es que, aún se confesaba y dirigía con el P. Cabañero cuando, en 1862 empieza a colaborar de una manera más asidua en el trabajo con las sirvientas, separadas ya del Colegio del Carmen.
En 1864, la joven Vicenta María comunicó al P. Medra-no la idea que ella tenía de la necesidad de fundar un nuevo instituto religioso con el fin de garantizar la continuidad de la obra iniciada por sus tíos. El jesuita aprobó la idea, pero con la consigna de dejar en suspenso la realización.
A partir de entonces el proyecto de fundación sigue una línea ascendente en la que, por una parte, hay que hacer frente a dificultades que en lo humano parecen hacer peligrar su realización definitiva; y, por otra, el proyecto de Dios se va realizando paulatinamente y no sin sufrimiento.
El verano de 1868, en Cascante, representó uno de los momentos de mayor sufrimiento en la vida de Vicenta María y de mayor peligro para la fundación. D. José María López se siente en el deber de proteger a su hija de un estilo de vida que él considera arriesgado e incierto y de exigirle el cumplimiento del deber de cuidar a sus padres. La correspondencia epistolar con el P. Medrano, la oración, el silencio y la práctica fiel del examen particular fueron medios que le ayudaron a leer el querer de Dios en medio de aquellos sufrimientos y contradicciones.
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De regreso a Madrid, la situación social y política, después de la revolución de septiembre de aquel año, no era la más propicia para emprender fundaciones, pero puesto que Dios lo quería, Vicenta María no duda de que a ella le toque ir dando pasos, y no se detiene.
De momento, introduce una novedad en el reglamento para las jóvenes acogidas: Ninguna de las jóvenes que ingresen en la casa sea colocada sin haberse confesado y siempre que se pueda, particularmente cuando entran por primera vez, se las preparará para hacer una confesión general por medio de algunos días de ejercicios cuyo medio es muy eficaz para que reformen sus costumbres y emprendan una nueva vida. Vicenta María admite que ella no sabe si san. Ignacio hubiera dado ejercicios a personas de esta clase, lo que sí sabe es que esa experiencia es acaso el único medio de hacer que se fijen en la importancia de su salvación, el más eficaz para arreglar sus conciencias y poner el cimiento para emprender una vida cristiana, y de tanta importancia que en ningún tiempo ha de descuidarse esta práctica que la experiencia acredita ser tan provechosa.
El 22 de febrero de 1871, con la aprobación del P. Vic-torio Medrano, Vicenta María y un reducido grupo de señoras que viven en el establecimiento dedicadas al trabajo con las jóvenes, empiezan un ensayo de vida religiosa con la observancia de una Reglitas provisionales que Vicenta María había redactado mientras llegaba el momento de poder observar las Constituciones ella misma estaba elaborando.
La llegada a Madrid del P. Isidro Hidalgo, SJ en 1875 y su inmediata dedicación a los ministerios en el Asilo de sirvientas resultó ser providencial para la definitiva puesta en marcha de la nueva Congregación religiosa. Vicenta María acepta con generosidad de espíritu y en total indiferencia lo que su director le va confirmando como voluntad de Dios en los pasos a seguir. Completa el texto de las Constituciones y el 11 de junio de 1876, junto con otras dos compañeras viste el hábito de la Congregación de Hermanas del Servicio
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Doméstico (oficialmente denominadas más tarde «Religiosas de María Inmaculada»).
Las llamadas a fundar fuera de Madrid se suceden y la Fundadora responde a algunas, no sin antes conocer el parecer de los jesuítas y asegurarse de su apoyo en los lugares donde va a abrir nuevas casas. En tanta estima llegó a tener la espiritualidad y doctrina de san Ignacio de Loyola que recelaba de fundar donde no hubiera jesuítas, por no privar de sus consejos, dirección y ministerios a las religiosas y a las jóvenes. Así ocurrió con la fundación en Burgos, que se le resistió hasta que en 1889 el P. Antonio Martínez fue destinado a reorganizar allí la residencia.
6. Pervivencia del carisma original
La obra benéfica iniciada por D. Manuel María y doña María Eulalia Vicuña no se limitó a aliviar la pobreza de las jóvenes sirvientas o a cambiar su imagen social. Vicenta María heredó de sus tíos una obra apostólica en la que, a través de la acogida y formación brindó a las jóvenes medios para descubrir su verdadera identidad de hijas de Dios salvadas en Jesucristo y, por consiguiente, su vocación a la santidad. La práctica de los Ejercicios espirituales, el apostolado de la oración, la frecuencia de los sacramentos, las congregaciones marianas con sus prácticas de piedad y su propia espiritualidad, fueron otros tantos medios que ayudaron a las jóvenes a realizar su trabajo de una forma diferente y a sentirse ellas mismas apóstoles en sus propios ambientes.
La joven fundadora, que no dudó en reconocer en la creación de esta Congregación una obra de la Divina Providencia que, a medida de las necesidades de los tiempos, envía remedios oportunos, demostró tener una amplia visión de futuro y un hondo sentido práctico, al señalar en las Constituciones que siendo el fin del Instituto, por una parte, tan importante y, por otra, tan difícil, la Congregación deberá po-
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ner en práctica en todo tiempo cuantos medios vaya enseñando la experiencia para el mayor bien de las acogidas.
Las Religiosas de María Inmaculada viven hoy los rasgos evangélicos que santa Vicenta María les señala para responder a la llamada de Cristo, según un estilo propio que hunde sus raíces en el Evangelio y en la espiritualidad igna-ciana, asimilada en la experiencia, fiel e intensamente cultivada, de los Ejercicios espirituales. Estos rasgos son: la búsqueda y realización constante de la voluntad de Dios; la caridad fraterna como fundamento del Instituto; la santificación personal como condición para lograr la salvación y santificación de las jóvenes que el Señor confía a sus cuidados; la obediencia como expresión de fe y amor a Cristo que manifiesta la voluntad del Padre también a través de la mediación humana; la oración como medio para la unión con Dios y fuerza para el apostolado; la unión con María y el amor a la Eucaristía como sacrificio, comunión, presencia y medio de participación en la vida trinitaria.
Las jóvenes han sido y son la riqueza de la Congregación. Sus problemas y sus aspiraciones, su deseo de felicidad, y su necesidad de liberación en Jesucristo, son la fuerza que impulsa y dinamiza hoy la tarea apostólica de las Religiosas de María Inmaculada. Cada casa del Instituto mantiene viva la misión de evangelizar a la joven de origen modesto, empleada de hogar, obrera o estudiante, ausente del hogar, y por lo mismo expuesta a dificultades y peligros de orden económico, espiritual o moral. Para ello la acoge y pone en camino de liberación en Jesucristo, procurando que tome conciencia de su personal vocación humana y la realice en orden a su último fin y al bien de la sociedad.
MARÍA DIGNA PÉREZ
Religiosa de María Inmaculada. Historiadora. Roma.
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Para saber más:
SANTA VICENTA MARÍA LÓPEZ Y VICUÑA, Cartas, BAC-RMI, Madrid 1976.
— Apuntes de Ejercicios Espirituales, RMI, Roma 1986.
M.T. CANOS, El alma de santa Vicenta María, RMI, Roma 1982.
M.T. ORTÍ Y MUÑOZ, Vida de la Reverenda Madre Vicenta María López y Vicuña angelical fundadora del Instituto de las Hijas de María Inmaculada para el servicio doméstico, Barcelona 1981 (original 1918).
8. Dolores R. Sopeña (1848-1918)
Fundadora del Instituto Catequético «Dolores Sopeña»
«Hacer de todos los hombres una sola familia en Cristo Jesús»
1. Primeros años (1848-1870)
U O L O R E S Sopeña nace el 30 de diciembre de 1848 y muere el 10 de enero de 1918. Su vida se va a desarrollar en pleno auge de la conocida «Cuestión Social», surgida como consecuencia de la revolución industrial. El año de su nacimiento, Karl Marx y Friedrich Engels publican «El Manifiesto del Partido Comunista» y, meses antes de morir ella, triunfa en Rusia la «Revolución de Octubre». Dolores será una mujer de su tiempo y conseguirá acercar el evangelio a las masas de obreros que poblaban las barriadas marginales de las ciudades.
Dolores nace en Vélez Rubio, un pueblo de Almería (España), cuarta entre siete hermanos, poco después de morir la pequeña Natividad. Su nacimiento en tierras andaluzas obedece a un hecho fortuito. Sus padres, don Tomás Rodríguez Sopeña y doña Nicolasa Ortega Salomón, se habían casado en Madrid el 11 de enero de 1841. Él había accedido a la carrera judicial demasiado joven, por lo que no tenía la edad reglamentaria para ejercer, y consiguió trabajo como admi-
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nistrador de las fincas de los Marqueses de Vélez, adonde se trasladó con su esposa y sus dos primeros hijos, Enrique y Tomás.
Los padres, de profundas convicciones religiosas, bautizan a su hija el mismo día de su nacimiento en la Parroquia de la Encarnación. Recibe los nombres de María de los Dolores Francisca Fermina Jacoba Rodríguez Ortega Sopeña Salomón, aunque será siempre conocida sencillamente como Dolores Sopeña; «Sopeña», por ser el apellido con el que se llamaba a su padre: el señor Sopeña. Al año siguiente, el 27 de junio, recibió la Confirmación.
En 1855 don Tomás alcanza la edad reglamentaria y empieza a ejercer como juez. Dolores vive su infancia con recuerdos diseminados entre diversos pueblos de Almería y Granada: Albuñol, Guadix, Guayos, Ugíjar, Sorbas... Es en Ugíjar donde, a la edad de 9 años, sufre una dolorosa operación en los ojos, pues desde muy pequeña los tenía delicados; este mal la acompañará durante toda su vida. Pese a todo, en su Autobiografía ella define esta etapa como «un lago de tranquilidad».
En 1866 su padre es nombrado Fiscal de la Audiencia de Almería. Dolores tiene 17 años y, dada la posición de su padre, empieza una intensa vida social, muy a su pesar, pues sus inquietudes son otras.
Un día le comentan que dos jóvenes, pobrísimas, estaban enfermas de tifus, pues había epidemia en la población, y, sin decir nada a nadie, va a verlas con su amiga Araceli Núñez. El cuadro que se encuentran es terrible, las jóvenes echadas en el suelo sobre unos trapos sucios, atendidas por una madre anciana que sólo podía darles agua azucarada. Su intención inicial era prepararlas para recibir el Santo Viático, pero era imposible, dada la gravedad de la enfermedad; entonces se hacen cargo de llevarles medicinas y alimentos. Para ello, primero toman de las despensas de sus casas; luego, emplean sus propios ahorros y, agotados estos, deciden vestirse de mendigas y pedir limosna por las casas, una gran
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temeridad, pues eran muy conocidas en la ciudad. Finalmente una de las jóvenes murió y, la otra, salió adelante. Pero Araceli se contagió de tifus; sus padres se enteraron de todo, y a Dolores le dio un ataque a la vista, quedando prácticamente ciega.
Al poco tiempo, vuelven a las andadas. Un día conocen a un leproso que vivía en un cerro. Y allí van, pero no para darle limosna, sino para hablarle de Dios que para ellas era el mejor regalo que le podían ofrecer. El cochero da parte a la familia de Araceli, y les prohibieron volver a salir solas.
En aquella época su madre pertenecía a las Conferencias de San Vicente de Paúl. Dolores estaba solo de aspirante, pues aún no tenía edad para pertenecer, y acompañaba a Dña. Ni-colasa en sus visitas a las familias necesitadas. Cuando su madre no podía ir, iba con uno de sus hermanos más pequeños y aprovechaba para «hacer de las suyas»: reunía a los pobres en medio de la calle y les hablaba de Dios.
En 1867 muere de tifus su hermano mayor, Enrique. Aunque ella tenía determinado ingresar en las Hijas de la Caridad, aplaza su decisión por no aumentar la pena de sus padres. No era la primera vez que sentía la llamada a la vida religiosa. Ella recuerda dos ocasiones anteriores: a la edad de cinco años y a los quince. Poco después muere también su hermano Antonio.
En 1868 estalla una revolución en España. La reina Isabel II se exilia en Francia y, con el cambio político, destituyen al padre de Dolores, aunque luego, al comprobarse que la decisión había sido improcedente, es repuesto. Meses más tarde, es destinado como magistrado a Puerto Rico, entonces colonia española. Emprende viaje con su hijo Tomás, militar, pues no se atreve a ir con toda la familia, por miedo a las enfermedades. Dña. Nicolasa se traslada a Madrid con Dolores, Fermín y Martirio, para poder atender mejor a la educación de estos.
En la capital Dolores elige director espiritual, realiza su primera confesión general, recibe permiso para comulgar to-
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dos los días - algo extraordinario en su época - y se dedica ampliamente a obras de apostolado: los lunes va al Hospital de la Princesa donde prepara a los enfermos para recibir los sacramentos; los miércoles, a la cárcel de mujeres a enseñar la doctrina cristiana a las presas; y los domingos, a la Escuela Dominical de la Parroquia de San Lorenzo. Es allí, en esos años en Madrid, donde Dolores empieza a intuir un «vacío»: «No hay nada para los adultos ignorantes, en que se les dé a conocer y amar a Dios. (...), la necesidad de la educación de los niños y niñas está cubierta; hay Institutos religiosos para todas las clases de la sociedad; pero, ¿y para los que han tenido la desgracia de no ser educados cristianamente y carecen de todo?». Esta inquietud la acompañará toda la vida y dará origen a un nuevo carisma en la Iglesia.
2. En tierras americanas (1871-1876)
En 1871 la familia se reúne en Puerto Rico, menos su hermano Fermín que se queda en la Península para terminar sus estudios de medicina.
Dolores llega a San Juan con la preocupación de poder continuar con total libertad la vida apostólica que llevaba en la península. Elige como director espiritual al P. Martín Goi-coechea. La influencia de este jesuíta va a ser determinante. Es él quien la introduce en la espiritualidad ignaciana, y la sintonía entre ambos fue inmediata.
Al mes siguiente de llegar a la isla, el Padre Rector le encomienda la misión de fundar la Congregación de Hijas de María, como un medio para evangelizar a la juventud. Le marca como meta conseguir 217 jóvenes. Dolores deseaba, más bien, dedicarse a enseñar el Catecismo a la gente sencilla del lugar, pero acepta el reto y, pese a su timidez, consigue reunir a 800. Primero se dedica a su formación cristiana, pues la mayoría se habían educado en escuelas protestantes de los Estados Unidos; mientras tanto, ella enseña la
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doctrina a las empleadas domésticas de su casa y atiende los casos que le salen al paso.
Al año siguiente, cuando las jóvenes estaban preparadas, organiza con ellas Escuelas Dominicales para las personas de raza negra, donde, además del catecismo, se enseña cultura básica. Todo esto ocasiona un gran revuelo en la sociedad portorriqueña. Dolores es criticada incluso en la prensa, preguntándose cómo es posible que esta señorita asista a bailes y funciones y al día siguiente vaya a comulgar. Efectivamente, todas las semanas se organizaban fiestas en los salones de la familia Sopeña para ofrecer una alternativa de diversión a los jóvenes del lugar.
En Puerto Rico tuvo ocasión de contraer matrimonio, tales eran las simpatías que despertaba, pero en Dolores latía con fuerza la llamada a consagrar su vida a Dios, aunque no sabía dónde.
De repente, el 29 de marzo de 1873, su padre es destinado como Fiscal a la Audiencia de Santiago de Cuba. Mucho costó a Dolores esta partida.
En Santiago acababa de estallar un cisma religioso. El Gobierno había nombrado obispo a D. Pedro Llórente sin la aprobación de la Santa Sede. Desde Roma se declara la excomunión para quienes reconociesen al obispo cismático. Las consecuencias inmediatas fueron la expulsión de los sacerdotes afines al Papa, el encarcelamiento del Provisor, Sr. Orberá, y del Sr. Penitenciario, D. Ciríaco Ma Sancha.
El nuevo Fiscal tenía que elaborar una serie de informes en los que se ponía de manifiesto la arbitrariedad del Gobierno. Tanto su esposa como Dolores lo animaban a actuar conforme a su conciencia, aun sabiendo que con ello podía perder su puesto. Y, efectivamente, es destituido, aunque al poco tiempo se le repone, al reconocerse que había actuado legalmente.
Dada la situación, Dolores ve reducidas sus posibilidades apostólicas y sólo puede visitar a los enfermos del Hospital Militar. Allí entra en contacto con las Hijas de la Cari-
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dad y pide la admisión, pero es rechazada por sus problemas en la vista. En esta época continúa su relación con el P. Goi-coechea, quien la dirige por carta.
Un año más tarde, el 30 de marzo de 1874, se da por terminado el cisma, y Dolores da rienda suelta a sus inquietudes apostólicas. Ahora cuenta con su nueva amiga, Julia Puncet, a la que había conocido en las misas clandestinas que se celebraron durante el cisma. Se dirigen a los barrios extremos e invitan a todos, hombres, mujeres y niños, a unas reuniones los domingos. Su intención es enseñar la doctrina cristiana y prepararlos para recibir los sacramentos. La respuesta es abrumadora. Al finalizar el curso, 800 personas hacen su Primera Comunión. Al principio se reúnen al aire libre, bajo un sol infernal. Más adelante consiguen que el gobierno les ceda algunos locales donde establece unos «Centros de Instrucción», llamados así porque en ellos no sólo se enseñaba el catecismo sino que se impartían clases de alfabetización. Recordando estos años, escribirá: «Allí nació el Instituto de Damas Catequistas...»
El 15 de abril de 1875 se constituye una Asociación benéfica de Damas, a la que se adhiere, y, un mes más tarde, el 14 de mayo, es nombrada Directora de la Escuela Catequista. Al año siguiente funda la Asociación de Hijas de María.
En 1876 un acontecimiento inesperado viene a enturbiar la paz familiar. Su madre cae gravemente enferma y muere a los pocos días, sumiendo en un profundo dolor a su padre. Don Tomás pide el retiro y, el 27 de marzo, regresa con sus hijos a Madrid. Al marchar, Dolores deja establecidos tres Centros de Instrucción.
3. De nuevo en Madrid (1876-1885)
En Madrid la vida de Dolores da un giro radical. A partir de ahora tiene que estar al frente de la casa y dedicarse al cuidado de su padre. Pese a todo, saca tiempo para retomar las
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mismas actividades apostólicas que realizaba antes de viajar a Puerto Rico. Elige como Director Espiritual al P. Félix López Soldado, jesuíta. En marzo de 1877 hace por primera vez los Ejercicios Espirituales de san Ignacio y, desde entonces, los hará todos los años. En sus Apuntes Espirituales aparecen recogidos sus planes de vida, claramente inspirados en la distribución de los Ejercicios. Los Ejercicios igna-cianos son la Escuela donde se sigue fraguando su espiritualidad apostólica.
En 1883 muere su padre y resurgen sus «luchas de vocación». Postula en el Sagrado Corazón, pero su deficiencia visual vuelve a aparecer como un impedimento para ser admitida. Por indicación de su Director, pide la admisión en el convento de las Salesas de la Visitación, aunque ella nunca manifestó una vocación contemplativa. Esta decisión es especialmente dolorosa pues, poco antes de ingresar en la clausura, llegan a Madrid las hermanas Puncet, y Julia se ofrece para ayudarle en sus trabajos. Dolores la presenta en las diversas Asociaciones donde colabora y le encomienda los casos que tenía pendientes. Tal como tenía decidido, ingresa en las Salesas el 8 de diciembre de 1884. La experiencia duró sólo 10 días.
Descartado, al menos de momento, su ingreso en un Instituto religioso, dirige todas sus energías al apostolado, ahora ayudada por su amiga Julia. De sus visitas a la cárcel surgen numerosos asuntos que había que intentar solucionar, por lo que abre «una oficina en toda regla». Al principio recibe a las personas en su casa, pero al aumentar la demanda, alquila una casita en la calle de Almagro, a la que denomina la «Casa Social». Allí cita a la gente un día a la semana para facilitarles el arreglo de sus papeles (partidas de nacimiento, legitimación de uniones) y para prepararlos a recibir los sacramentos. En esta casita solía hacer un día de retiro al mes.
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4. La Obra de las Doctrinas (1885-1896)
El año 1885 es importante. En una de sus visitas a la cárcel, «Pepa, la cigarrera», que estaba a punto de salir en libertad, la invitó a su casa. El día señalado, Dolores y Julia van a hacerle la visita. Ellas conocían casi todos los barrios de Madrid, puesto que tenían costumbre de visitar a las familias que querían legitimar sus uniones, pero nunca habían estado en «Las Injurias». Quedan fuertemente impactadas por las condiciones de vida de la gente y deciden volver.
A sus actividades habituales, suman las idas al barrio las tardes del viernes. Visitan a la gente en sus casas, los socorren en sus necesidades y, más adelante, los convocan en la plaza para enseñarles el catecismo. Su hermana Martirio y las hermanas de Julia reunían a las mujeres, y Dolores y Julia, a los hombres. Cinco años le costó reunir al primer grupo de hombres. No tenía reparo en ir a los bares, acompañarlos mientras jugaban a las cartas y beber un poco de vino con ellos; así los tenía mejor dispuestos para aceptar su invitación. Los grupos crecen, las necesidades aumentan, y poco a poco invita a algunas amigas para colaborar en Las Injurias, pero a los dos o tres días muchas dejaban de ir porque la zona era muy peligrosa.
Estos trabajos llegan a oídos del Sr. Obispo de Madrid, D. Ciríaco Ma Sancha, a quien conocía de Santiago de Cuba. La manda a llamar y en la entrevista conciertan una fecha para visitar el barrio. Esta visita da gran publicidad a su actividad y empieza a extenderse por otros barrios de la periferia: el Barrio de las Cambroneras, poblado mayoritaria-mente por gitanos; Casa Blanca y la Casa del Cabrero.
A propuesta del P. López Soldado, unos jóvenes jesuítas del último año de formación dan una misión en la Parroquia de Las Peñuelas, a la que pertenecían dichas barriadas.
Al ver la buena marcha de este apostolado y la incorporación progresiva de señoras, el Obispo le indica que haga
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los trámites necesarios para fundar una Asociación que consolidara la denominada «Obra de las Doctrinas», que consistía fundamentalmente en ir a los barrios marginales a enseñar el catecismo y a atender a los pobres en sus necesidades, sin esperar a que estos fueran a las parroquias. Así, el 30 de julio de 1892 se aprueban los estatutos del «Apostolado de Señoras del Sagrado Corazón de Jesús y San Ignacio de Loyola», y en octubre del año siguiente consigue la aprobación civil.
A sugerencia del P. López Soldado, se nombra como director de la Asociación al P. Crisóstomo Alonso, SJ. Dolores cuida de manera especial la formación de las señoras. Tienen reuniones semanales para organizar los trabajos apostólicos, un retiro mensual y Ejercicios ignacianos anuales.
Las Doctrinas continúan su expansión por Vallecas, Cuatro Caminos, Guindalera, Puerta de Toledo.
En estos años conoce al P. Francisco de Paula Tarín, SJ., con quien mantendrá una relación estrecha. Es él quien en 1893 da la primera misión en Vallecas y, siempre que puede, da las misiones en los barrios donde está establecida la Obra. Más adelante, Dolores colabora en las misiones de este padre por Andalucía.
Pese a su intensa actividad, mantiene vivo el deseo de consagrarse a Dios. Hacia 1889 se le presenta la ocasión de ir como misionera al Ñapo (Ecuador), pero tanto el P. López Soldado como el P. Goicoechea, entonces destinado en Bilbao, se lo desaconsejan, animándola a dedicarse plenamente al trabajo en los barrios. Con todo, en sus Ejercicios de 1889 hace su elección de estado, y el 9 de junio de 1893, día del Sagrado Corazón, hace en privado voto de castidad y de trabajar por la mayor gloria de Dios y salvación de las almas, renovándolos todos los años hasta hacerlos perpetuos el 8 de febrero de 1901.
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5. Por los caminos de España (1896-1901)
En 1894 el P. Bernardo Rabanal, jesuíta, la invita a establecer las Doctrinas en los barrios de Sevilla. Corren los años finales del siglo XIX. Los barrios están llenos de personas que han tenido que emigrar del campo a la ciudad y que viven en condiciones infrahumanas. Pocos años antes, en 1891, el Papa León XIII había publicado la Encíclica Rerum Novarum llamando a los católicos a responder, desde el evangelio, a la denominada «cuestión social». Y, precisamente, la Obra de Las Doctrinas se presenta como un modo eficaz de adentrarse en los barrios y conectar con las necesidades del mundo obrero.
Lo que podría haber sido motivo de alegría, se convierte en un problema. Toda la Asociación, especialmente el P. Alonso, se opone a que Dolores deje la capital, por temor a que decayeran los trabajos. Lo consulta con el P. López Soldado y con el P. Tarín, y ambos entienden que es providencial la oportunidad de extender las Doctrinas fuera de la capital, pues en Madrid ya estaba todo perfectamente organizado. En 1896 viaja a Sevilla. Allí las cosas no resultan tan fáciles. Era difícil conseguir señoras que la ayudasen, pues les parecía peligroso adentrarse en los barrios extremos. Finalmente empieza con 17.
Mientras tanto, estalla una fuerte crisis en la Asociación. Dolores es acusada de soberbia, de actuar por puro amor propio y de abandonar sus responsabilidades. Le informan de todo la Secretaria de la Asociación y su hermana Martirio. El P. López Soldado le escribe diciéndole que presente su dimisión inmediatamente. Por indicaciones del P. Rabanal, consulta el asunto con el Padre Provincial, Juan de la Cruz Granero, pero, al no contarle todos los detalles por temor a faltar a la caridad, le aconseja no dimitir. Al regresar a Madrid, el P. López Soldado insiste en su dimisión y lo hace sin dilaciones.
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Dolores permaneció en Madrid unos meses, asistiendo a las Doctrinas como una más, sufriendo el desprecio y el desaire de quienes antes estaban a su lado. Pero en Sevilla reclaman su presencia y decide abandonar la capital y poner su centro de operaciones en la capital hispalense. Dejar Madrid le produjo uno de los sufrimientos más grandes de su vida, tanto que enfermó. La Asociación estaba extendida por distintas barriadas de la capital y atendía a 6.000 personas adultas de ambos sexos. No era sólo el hecho de dejar la Obra que había visto nacer, sino la serie de malos entendidos que rodearon los acontecimientos y los desengaños que esto le provocó.
El P. López Soldado la anima a establecer la Asociación allí donde lo soliciten. Su hermano Tomás intenta retenerla; le parecía una temeridad emprender esa nueva vida estando casi ciega; pero fue inútil. En sólo cuatro años realizó 199 viajes. Las Doctrinas se extienden por Jerez de la Frontera, Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, San Fernando, Lebrija, Toledo, Daimiel, Linares, Cuenca, Ciudad Real, Burgos, Almería, Barcelona, Málaga, Jaén, Badajoz, Mérida, Alicante, Guadalajara, Villanueva de la Serena, Camuñas, Bilbao, Santoña. Su expansión es fácil, pues tiene ya un método de trabajo experimentado. Al llegar a una población, establece la Asociación y explica el modo de actuación, pues son las señoras quienes tienen que desempeñar el trabajo en los barrios; Dolores sólo los podía visitar dos o tres veces al año.
Para seguir su trayectoria basta consultar las Cartas que Dolores le escribe a san Ignacio en Loyola durante estos años, al terminar sus Ejercicios, y que devotamente introduce en las mangas de la camisa de la talla que actualmente se conserva en la Ermita de la Magdalena, en Azpeitia.
Sin embargo, Dolores constata que al ser este apostolado llevado fundamentalmente por señoras, en muchos momentos dejaba mucho que desear, pues no podían dedicarle todo el tiempo que era necesario. Entonces empieza a tomar
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fuerza la idea de fundar una Congregación de Misioneras que sirviera de apoyo a la Asociación y que asumiera la parte más dura de los trabajos.
6. La fundación del Instituto de Damas Catequistas
En sus notas de Ejercicios del año 1895 aparece la primera constancia escrita de la llamada a fundar un Instituto Religioso, y el 15 de agosto de 1900 escribe unos apuntes sobre lo que ella denomina «Congregación de Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús, María Inmaculada y San Ignacio de Loyola. O Misioneras de Cristo Redentor», en los que describe el modo de vida y apostolado de estas religiosas.
Empieza el siglo XX. En Roma se organiza un Año Jubilar dedicado a Cristo Redentor. Dolores participa en la peregrinación que organiza el Arzobispo de Sevilla, Cardenal Marcelo Spínola (hoy beato), durante el mes de octubre. Son ochos días intensos. Conoce al Papa León XIII, por quien sentía gran admiración. Aprovecha para hacer algunas visitas, entre ellas, al Prepósito General de la Compañía de Jesús, P. Luis Martín. El es la primera persona a quien le consulta la posibilidad de consolidar la Obra de las Doctrinas fundando un Instituto Religioso. Para su sorpresa, este Padre estaba al tanto de todo lo que había sucedido en Madrid y le brinda su apoyo.
El 22 de octubre hace un día de retiro en el sepulcro de san Pedro. Allí ve con luces clarísimas que el Señor la llama a fundar un Instituto Religioso con el fin de animar la Asociación de señoras y consolidar la Obra de las Doctrinas, aunque no cuenta con nadie para empezar la fundación.
Al volver a España, habla con el P. Tarín y él le propone hacer unos Ejercicios en Sevilla. El 31 de enero de 1901, en la Hora Santa que hace en la víspera como preparación a dichos Ejercicios, recibe la confirmación definitiva. En las notas que recogen esta experiencia, aparecen los elementos
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esenciales del carisma que se ha ido gestando a lo largo de estos años. Un carisma llamado a dar a conocer a Dios a los que no le aman porque no le conocen, a ir a los lugares más apartados donde el evangelio no haya penetrado aún. Sus expresiones están tomadas de los Ejercicios. En ellas laten la llamada a la Conquista del Reino, la entrega plena al apostolado y los rasgos esenciales de la espiritualidad ignaciana, una espiritualidad apostólica, que presenta el mundo como tierra de misión y como lugar de encuentro con Dios. Desde entonces, dirige todas sus energías a buscar compañeras.
En uno de sus viajes a Madrid, pone en conocimiento del P. López Soldado los últimos acontecimientos. Nunca se había atrevido a darle a leer el proyecto que había ido esbozando hacía ya algunos años, por miedo a que lo encontrase una locura; sin embargo, al leerlo, él exclama: «Esta es su vocación».
Consulta también con él una decisión delicada: dónde debía nacer el Instituto. Tanto el Obispo de Sevilla como el de Málaga, le habían ofrecido su protección. De igual modo, el ahora Cardenal Don Ciríaco Ma Sancha, Arzobispo de Toledo (hoy beato), le había dicho que eligiese iglesia o ermita en las afueras o dentro de la población de Toledo y que él se encargaría de edificar las habitaciones que hicieran falta. El P. López Soldado le aconseja aceptar el ofrecimiento del Arzobispo, dada la estrecha relación que tenía con Dolores y su influencia en la Iglesia española.
El 17 de septiembre de 1901, bajo la dirección del P. Ignacio Aramburu, Dolores y nueve señoras empiezan unos Ejercicios Espirituales en Loyola, con el fin de discernir si era voluntad de Dios que se formase un nuevo Instituto Religioso en la Iglesia. Al término de los mismos, el 24 de septiembre, fiesta de la Virgen de las Mercedes, en la Capilla de la Inmaculada de la Santa Casa, se firma el acta que refleja la decisión de fundar la Congregación de Misioneras de Cristo Redentor. A continuación, se elige por unanimidad a Dolores Sopeña como cabeza de la nueva familia espiritual.
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Sus primeras compañeras fueron: Pepa y Petra Ayala, Teresa Segura, Dolores Navarro, Dolores Fernández, Dolores Bécquer, María Manjón, Carmen Moreno y Martirio Sopeña. Dolores Navarro y Dolores Fernández, al escuchar los compromisos que estaban a punto de contraer, determinaron no continuar y no llegaron a ir a Toledo.
El 29 de octubre empiezan el Noviciado y el 31 se levanta el acta de fundación oficial del nuevo Instituto que, poco después, pasa a llamarse «Instituto de Damas Catequistas».
Dolores continúa sus viajes a las poblaciones donde tenía establecida la Asociación, aunque los reduce momentáneamente, pues durante el primer año tiene a su cargo la formación de las nuevas religiosas, que poco a poco van en aumento.
En España hay aires anticlericales. Ese mismo año, el presidente del Gobierno, Práxedes Sagasta, había firmado un Decreto contra las Órdenes Religiosas. Por este motivo, Dolores elabora para el Instituto unos estatutos que lo presentan ante el Estado como Asociación Civil. Y el 15 de abril de 1902, recibe la aprobación del Gobierno bajo el nombre de «Asociación Catequística de Damas».
Al año de estar en Toledo, empiezan las primeras fundaciones: Carmona (1902), Santoña (1903), Barcelona (1905). El día de su santo de ese mismo año, le regalan un caserío en Loyola, adosado a la Ermita de Olatz, y la casa del Instituto se inaugura el 31 de julio. Aquí pasa gran parte del verano para hacer sus Ejercicios anuales y trazar las grandes líneas para la construcción del Noviciado «a la sombra de san Ignacio».
7. La aprobación de las Constituciones (1905-1907)
El 28 de agosto de 1905 obtiene el Decretum Laudis y elige como Cardenal Protector del Instituto a Rafael Merry del Val, Secretario de Estado del Papa Pío X. Esto le hace sentir la urgencia de terminar el texto de las Constituciones,
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pues el Cardenal Sancha había redactado unas que no la satisfacían del todo por no reflejar el espíritu propio del Instituto, y lo que ella deseaba era hacer «un injerto del espíritu especial que Dios había puesto en mi alma con las Reglas de san Ignacio» pues «el Instituto es una flor brotada en los Ejercicios del espíritu de san Ignacio, estando la raíz en el Divino Corazón».
Tiempo antes, el P. Tarín le había dicho que, en el momento oportuno, Dios le pondría en su camino quien la ayudase. Y así fue. Un día, en Santander, el P. José Antonio Zu-gasti, SJ le pregunta si tenía terminadas las Constituciones, y al decirle que no, le recomienda hablar con el P. Cesáreo Ibero, Rector de Loyola y Maestro de Novicios. Bajo la dirección de este padre, había empezado la redacción el día de san Ignacio de 1905. Al año siguiente tiene que someterse a dos operaciones; primero, le intervienen una rodilla y luego, un brazo. Con todo, realiza en primera persona la fundación de Almería y continúa sus idas y venidas a Loyola para supervisar la construcción del Noviciado y escribir las Constituciones. La primera parte de las mismas se promulga el 15 de agosto de 1906; la redacción de la segunda parte se hizo inmediatamente después.
En octubre de 1907 viaja a Roma con la única intención de conocer al Papa Pío X. Llega el día 12, Fiesta de la Virgen del Pilar. Dos días más tarde es recibida en audiencia pública y, poco después, en audiencia privada. Por sugerencia del Cardenal José Vives, Prefecto de la Congregación de Obispos y Regulares, presenta el texto de las Constituciones a un Consultor para pedirle su opinión. Ante las múltiples objeciones, no ve oportuno presentarlas a la Sagrada Congregación para su estudio por temor a que le quitasen aspectos que consideraba esenciales. Así, por ejemplo, al Consultor Mons. Batandier, le parecía exagerado tener dos años de Noviciado, hacer una experiencia apostólica antes de los Primeros Votos y establecer una Tercera Probación. Otra de las dificultades era que los elementos tradicionales de la vi-
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da religiosa, tales como el hábito y determinados signos externos, habían sido eliminados, apareciendo siempre al exterior con una presencia laical, precisamente para adentrarse en los lugares más alejados de Dios y de la Iglesia.
Sin embargo, días más tarde, el 21 de noviembre, Fiesta de la Presentación, es citada en la Secretaría de Estado y, allí, recibe la noticia de que las Constituciones habían sido aprobadas directamente por el Santo Padre.
8. Últimos años (1908-1918)
El año 1909 es especialmente fecundo. El 30 de mayo funda en Madrid; allí abre «Talleres de Aprendizaje» para las hijas de los obreros. En julio, el Noviciado se traslada de Toledo a Loyola, aunque la inauguración oficial no fue hasta el 31 de julio del año siguiente, pues estaba sin terminar; en septiembre abre una comunidad en Sevilla y, a continuación, otra en Sanlúcar.
El día de la inauguración del Noviciado, amanece completamente ciega. A continuación, se celebra el I Capítulo General y es elegida Superiora General.
Las fundaciones continúan, pese a estar en vigencia la «Ley del Candado», que prohibía el establecimiento de nuevos Institutos religiosos. Abre nuevas comunidades en Valencia (1910), Bilbao (1911), Oviedo (1913) y Roma (1914). Se abre un Centro en Pau (Francia), pero se cierra al estallar la guerra (1912). También realiza una incursión en África, pues le proponen colaborar en unas misiones en Oran, con la posibilidad de establecer allí un Centro.
El 24 de agosto de 1915 recibe la Cruz de la Orden Civil de Alfonso XII, pensada para premiar los méritos contraídos en los campos de la educación, la ciencia, la cultura, la docencia y la investigación.
Durante estos años, las «Doctrinas» se van transformando en «Centros Obreros de Instrucción», pero no todos
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aprueban estos cambios. Muchos no comprenden que estas religiosas no lleven hábito, que aparezcan externamente como señoras, que actúen como miembros de una asociación civil, no confesional, y que hayan dejado de enseñar directamente el catecismo, por lo que fueron acusadas de ser simplemente una institución laica. Ésta era una acusación seria, pues entonces se entendía lo «laico» como lo opuesto, incluso contrario, a lo religioso. Pocos entendieron que este cambio de modo de proceder respondía perfectamente a los nuevos tiempos. De hecho, por aquellos años se está bajo la influencia del movimiento creado por la «Institución Libre de Enseñanza», que pretendía abolir la educación religiosa en favor de la educación laica. Francisco Ferrer acababa de fundar la denominada «Escuela Moderna», que tenía como objetivo esencial educar a la clase trabajadora de una manera racionalista, secular y no coercitiva.
Pero lo más doloroso fueron las incomprensiones dentro del mismo Instituto, llegando a constituirse dos facciones opuestas: una, fiel a Dolores Sopeña y, otra, liderada por Dolores Muñoz (Vicaria General) y Margarita Cabellos (Consejera), que pretendía mantenerse fiel al espíritu original, interpretando los cambios introducidos por Dolores como pérdida o tergiversación del fin del Instituto. Sin embargo, Dolores Sopeña tiene gran cuidado de consultarlo todo con el Cardenal Merry del Val, recibiendo su aprobación y su estímulo para mantenerse en esa dirección pese a todas las oposiciones.
En enero de 1916 se inaugura la Casa Generalicia en Madrid. Allí se celebra el segundo Capítulo General que reelige a Dolores como Superiora General y ratifica los métodos de apostolado del Instituto, dejando claro que lo que se pretendía era penetrar en el mundo obrero a través de la asistencia social y de la instrucción para, poco a poco llegar, cuando fuese posible, a la formación religiosa.
En 1917, acepta la invitación de ir a fundar a Chile. Envía a dos Catequistas, Consuelo Arguelles y Magdalena Tejero, con la intención de ir ella misma más tarde.
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A finales de año, Dolores viaja a Toledo para hacer sus Ejercicios anuales. Aprovechando su ausencia, Dolores Muñoz y otras Catequistas hablaron con el Obispo de Madrid, diciéndole que la Madre General, por causa de su enfermedad, no estaba en condiciones de gobernar el Instituto. Mons. Prudencio Meló reunió a las Catequistas de la Casa Generalicia para decirles que de ahora en adelante se confiaran a la M. Muñoz. Al mismo tiempo, hablan con el P. Cesáreo Ibero para que le sugiera a Dolores Sopeña dimitir de su cargo. Cuando ella vuelve de Toledo, el P. Ibero le hace una visita y la invita a retirarse de la dirección del Instituto; pero al día siguiente, al darse cuenta de la situación, le pide que olvide todo el asunto.
Pocos días después, su salud se deteriora aún más. Dolores sufría del corazón, era diabética y terminó casi ciega, con los ojos llenos de úlceras. El 3 de enero dicta su última carta, su «testamento espiritual». En él anima a las Catequistas a tener una confianza total y absoluta en Dios, a velar por el espíritu del Instituto, a trabajar sin descanso y a integrar acción y contemplación.
Dolores Sopeña muere en Madrid, el 10 de enero de 1918; es enterrada dos días más tarde en el cementerio de la Almudena, y en 1923 sus restos se trasladan a Loyola.
Fue beatificada en Roma por S.S. Juan Pablo II, el 23 de marzo de 2003.
9. Actualidad del carisma
El carisma Sopeña surge para responder a la urgencia de «dar a conocer a Dios a los que no lo aman porque no lo conocen». Esta llamada va jalonando todos los pasos que da Dolores Sopeña. Es esto lo que la lleva a las enfermas de tifus y al leproso; es esto lo que la mueve a trabajar en la cárcel, en los hospitales, a adentrarse en los barrios marginales de las grandes ciudades, a colaborar en las misiones popula-
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res, a abrir los Centros Obreros de Instrucción. Su llamada es a ir allí, donde la Iglesia no llega.
Su visión integral del ser humano la llevó a atender a la persona en su totalidad. Por eso, desde los inicios, el carisma Sopeña concibe la evangelización como un proceso que integra la promoción humana, el anuncio de Jesucristo y la fraternidad. Esta llamada a construir fraternidad la conduce a involucrar a otros en su trabajo, a comprometerlos en la atención humana y cristiana de los más desfavorecidos, a acercar a los distanciados socialmente, a ser puente entre sectores sociales incluso antagónicos, con el deseo de «hacer de todos los hombres una sola familia en Cristo Jesús».
Su presencia en traje seglar y su concepción de la vida religiosa apostólica, marcada por el carisma ignaciano, resulta profundamente original y sumamente adaptada a las exigencias de los tiempos. Dolores Sopeña logra la integración entre la total consagración a Dios y la entrega plena al trabajo apostólico, dos cosas que en muchas ocasiones parecen incompatibles.
Sus obras apostólicas son concebidas como lugares abiertos y de encuentro, donde acuden personas sin importar su ideología, credos o creencias para, allí, a través de la cercanía y la generación de procesos de crecimiento humano y cristiano, presentar un rostro de Dios amable y cercano, padre de todos.
En la actualidad, un siglo después, su carisma se mantiene vivo y se prolonga en sus sucesoras, las Catequistas, a través de las tres instituciones que Dolores fundó: el Instituto Catequista Dolores Sopeña, la Obra Social y Cultural Sopeña (oscus) y el Movimiento de Laicos Sopeña.
JACQUELINE RIVAS AGURTO
Catequista Sopeña. Licenciada en Teología Espiritual. Vicepostuladora de la causa de canonización
de Dolores Sopeña. Roma.
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Para saber más:
D. SOPEÑA, Autobiografía, Gráficas EUacuría, Erandio-Bilbao 1977.
D. SOPEÑA, Apuntes Espirituales (Transcripción mecanografiada para uso interno).
T. y R. CONCHA, El pasar de un apóstol. Vida de la Sierva de Dios Dolores R. Sopeña, fundadora del Instituto de Damas Catequistas, Editorial Católica Toledana, Toledo 1945.
CONGREGATIO PRO CAUSIS SANCTORUM, Canonizationis Servae Dei Mariae Perdolentis Rodríguez Ortega Sopeña. Positio super virtutibus, Tipografía Guerra, Roma 1987.
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J. RIVAS AGURTO, Itinerario espiritual de Dolores Sopeña (Tesina para la obtención de la Licenciatura), U.P. Comillas, Madrid 1998.
9. Rafaela M- Porras Ayllón (1850-1925)
Fundadora de las
Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús
«Para él solo; con mayor perfección y ternura»
1. Los orígenes
XVAFAELA María Porras Ayllón nació el 1 de marzo de 1850 en Pedro Abad (Córdoba). Su infancia y juventud se sitúa en el marco de una familia que tiene raíces en la aristocracia rural pero que va emparentando con la burguesía urbana. El padre, Ildefonso Porras Gaitán, notable propietario de la campiña cordobesa y alcalde del pueblo durante bastantes años, deja entre sus compaisanos el recuerdo de hombre recto, generoso, desinteresado, entregado a las funciones de su cargo y especialmente preocupado por mejorar la suerte de los pobres. La muerte en plena madurez, contagiado en la asistencia a enfermos del cólera de 1854, corona con una aureola de heroísmo toda una vida patriarcal. La madre, Rafaela Ayllón del Castillo, que procede de otra familia de agricultores acomodados, sabe educar a los hijos en los valores que siempre han visto en don Ildefonso: religiosidad profunda, trabajo, austeridad, sentido de familia, estabilidad. Entre los numerosos hermanos de Rafaela María, interesa destacar el nombre de Dolores, cuatro años mayor que ella, con la que va a compartir casi todos los acontecimien-
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tos importantes de la vida; ninguno tanto como la fundación del Instituto de Esclavas del Sagrado Corazón, del que las dos hermanas son justamente reconocidas como fundadoras.
Si se tienen en cuenta los limitados niveles culturales de la mujer en esa época, la educación de Dolores y Rafaela Porras puede calificarse de muy cuidada. Gracias a un excelente preceptor, dominaban la lengua hablada y escrita, y tenían nociones de francés, historia, geografía, matemáticas... El maestro les proporcionó sobre todo una sólida formación religiosa, que vino a complementar la recibida en familia.
Fechas significativas en la infancia-adolescencia de Rafaela María son la Primera Comunión (1857), recibida a los siete años, y el voto de castidad (1865) a los quince. Al filo de los diecinueve, la sacudió bruscamente la muerte repentina de su madre. Según testimonio de la misma Rafaela María, el enorme dolor estuvo compensado por una extraordinaria experiencia de Dios: fue un abrir los ojos y un ver todas las cosas nuevas, como le ocurriera un día a Ignacio mientras miraba el correr del agua a orillas del Cardoner... La luz, que desde niña venía alumbrando su camino, le marcó ahora un sendero de entrega a los demás. Esta nueva andadura será también la de la hermana mayor, Dolores. La incomprensión de la familia Porras ante el cambio les sirvió de indicador para tomar otro rumbo. Las dos hermanas comprendieron el alcance exacto de las palabras de Jesús: «Anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres»... Comenzaron a entender el evangelio a la letra: por eso decidieron romper con todo y hacerse religiosas.
Un día de febrero de 1874 salieron para siempre de Pedro Abad sin tener aún claro el camino. Para ellas, ser religiosas era ingresar en una orden o congregación de clausura o en un Instituto semejante al de las Hijas de la Caridad. Don José María Ibarra, antiguo párroco de Pedro Abad, las orientó hacia un verdadero discernimiento, al aconsejarles que ingresaran como residentes en un convento de Córdoba; allí, lejos de influencias familiares y aconsejadas por ecle-
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siásticos muy competentes de la curia cordobesa, debían elegir el modo de vida más conducente al objetivo de entrega total al evangelio que se habían propuesto. Los representantes de la Iglesia cordobesa les hicieron ver lo que, a su juicio, era la necesidad más urgente en ese momento: en Córdoba era la educación de la mujer. Ellas, aun conociendo su falta de experiencia en este campo, aceptaron el reto. Contribuirían a la empresa con todo lo que eran y poseían. Se habían puesto incondicionalmente en manos de la Iglesia, y lo suyo, como diría san Ignacio, era «offrescer sus personas al trabajo». Para hacerse cargo del proyectado colegio, los eclesiásticos cordobeses habían pensado en una orden o congregación ya existente, en la que entrarían como novicias las dos hermanas. Pero, a punto de comenzar la realización de estos planes, aparecería en escena otro personaje que supondría un importante cambio de timón. Se trataba de un sacerdote guatemalteco, José Antonio Ortiz Urruela, que llegaba a España con el prestigio de haber sido consultor del Concilio Vaticano I. El recién llegado, al habla con los canónigos cordobeses, manifestó que, en las circunstancias de aquel tiempo, lo más conveniente sería una fundación dedicada a la adoración del Santísimo y a «otras obras de celo». Sugería el nombre de la Sociedad de María Reparadora, que había conocido en Roma, y que era lo que en aquel tiempo se denominaba un «Instituto nuevo»; es decir, libre de los condicionamientos habituales de las órdenes tradicionales -clausura, votos solemnes- que dificultaban la dedicación a las distintas obras apostólicas, tan necesarias en la reconstrucción del mundo posterior a las revoluciones. La Sociedad de María Reparadora inspiraba su legislación en la de los jesuítas. Tenía ya una comunidad en Sevilla, y se estableció en Córdoba en una casa propiedad de Rafaela María y Dolores Porras. Las dos hermanas comenzaron el noviciado el día 1 de marzo de 1875. A lo largo de los diecinueve meses siguientes se formaron e hicieron suyo el carisma eucarístico de la Sociedad y el espíritu de la Compañía de Jesús.
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2. Un nuevo instituto en la Iglesia
Una serie de pequeños y grandes problemas se entrelazaron en el conflicto que enfrentó, primeramente, al sacerdote Or-tiz Urruela con las Reparadoras francesas, y meses más tarde, retornadas estas a Sevilla, a la joven comunidad de novicias con el obispo de Córdoba. El dominico Fray Ceferino González, al frente entonces de la diócesis cordobesa, quiso cambiar la inspiración ignaciana del naciente Instituto retocando su rudimentaria legislación con elementos propios de la familia dominicana y de otros fundadores; también quería someter a las Reparadoras españolas a una clausura rígida, que, de hecho, comprometía seriamente el carácter apostólico activo que estaba en el proyecto inicial de los canónigos cordobeses y que habían hecho suyo las fundadoras y las demás novicias. Incluso propuso el obispo limitar el culto de adoración a la Eucaristía tal como desde el principio se vivía en la comunidad. Con esta última pretensión tocaba un punto muy sensible, porque todas sentían que esta especial dedicación era «vida del Instituto como la raíz lo es del árbol».
La defensa del espíritu ignaciano fue decisiva en el nacimiento de las Esclavas del Sagrado Corazón. La reacción de las novicias ante los planes del obispo fue unánime: «¡Queremos las reglas de san Ignacio como las tenemos ahora!» En crónica posterior, Dolores Porras escribía que, en una tensa comparecencia, acabaron «intimándonos para resolvemos a aceptar o no dichas condiciones en un plazo de veinticuatro horas». Y añade que no hubo necesidad de agotar el plazo, porque «a las dos o tres horas, por una unanimidad espontánea y alegre en casi todas y animosa en mí, estábamos resueltas a arrostrarlo todo por salvar nuestras reglas y género de vida». Según dejó escrito una de las protagonistas, «ellas hubieran querido obedecer, pero comprendían que ningún prelado puede obligar a una religiosa a que profese una regla contraria a su vocación». La clarividencia y la libertad de aquellas novicias -algunas, menores de edad- eran difícil-
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mente comprensibles en una sociedad en la que el papel de la mujer era de absoluta sumisión a los hombres.
La comunidad salió de Córdoba buscando el apoyo del obispo de Jaén. También salió Ortiz Urruela, suspendido a divinis, al ser considerado por la curia cordobesa inspirador de lo que se juzgaba una actitud rebelde. El sacerdote se proponía explicar al cardenal-arzobispo de Toledo su situación personal y la de la comunidad cordobesa. En Madrid se encontró con un antiguo conocido dispuesto a ayudarle: el jesuíta José Joaquín Cotanilla. Tras enfermedad fulminante, la muerte de Urruela, acaecida en aquellos mismos días, pareció a las Reparadoras cordobesas un contratiempo aparentemente irreparable, pero fue en realidad el camino abierto hacia el establecimiento del Instituto. El P. Cotanilla facilitó el encuentro de las fundadoras con el cardenal, que se mostró propicio al establecimiento del grupo de novicias en Madrid, perteneciente entonces a la diócesis de Toledo. La fecha del documento episcopal -14 de abril de 1877- es considerada tradicionalmente como inicio del Instituto.
De esta manera, Madrid fue el primer hogar de las Esclavas. En Madrid encontraron al primer jesuíta de su historia, que por cierto debió de admirarse mucho al conocer a aquella joven comunidad dispuesta a todo por defender el espíritu ignaciano. En Madrid tuvieron la primera aprobación de la Iglesia, que les concedió el cardenal-arzobispo de Toledo Juan de la Cruz Ignacio Moreno. En Madrid, con la ayuda del P. Cotanilla, escribieron los primeros estatutos, germen de la legislación posterior. Una nota al final de estos afirmaba que «para el gobierno espiritual y práctica de las virtudes, tiene la Congregación las reglas de san Ignacio».
Las primeras Esclavas del Sagrado Corazón -que recibirían este nombre años después, por voluntad de la Iglesia, con el Decretum laudis de 1886- apreciaron mucho al P. Cotanilla y su ayuda en los primeros años del Instituto, pero nunca lo consideraron fundador. Tampoco el jesuíta se arrogó ese papel. Las hermanas Porras Ayllón solían decir que no habían te-
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nido en realidad fundadores, y que ellas mismas tampoco lo eran: «Aunque todos los Institutos son de Dios, tienen fundadores, es decir, santos que por inspiración divina concibieron algún proyecto y bajo esta idea comenzaron. Pero en esta obra, ¿quién fue el que delineó su existencia? Que yo sepa, nadie ... No salió ni lo del P. Antonio ni lo de aquellos señores ni lo que nadie quiso. Sino del no ser, es decir, en fuerza del deshacerse planes, se realizaba el del Corazón de Jesús ... »
Rafaela María y Dolores Porras se llamaron en el nuevo Instituto María del Sagrado Corazón y María del Pilar. Una contemporánea, refiriéndose a Rafaela María, dijo que «fue el corazón porque formó los corazones». Y refiriéndose a Dolores, dijo que le iba bien el nombre de «Pilar», porque había personificado la fuerza y la seguridad en los avatares de la fundación y aun mucho después. La verdad es que ambas fueron «fuertes» y «cordiales» no sólo en los primeros tiempos sino a lo largo de toda su vida. Y, a pesar de su resistencia a ser llamadas «fundadoras», como tales fueron reconocidas por la primera comunidad y por las que llegaron después. Si Rafaela María fue superíora desde el principio, M. del Pilar, acostumbrada desde su juventud a administrar la fortuna familiar, acogió con naturalidad el encargo de gestionar la economía del Instituto. Su papel fue decisivo en las primeras fundaciones.
«Reparación»: respuesta de amor
Desde aquel 14 de abril de 1877, considerado dies natalis del Instituto, la comunidad gozó de estabilidad y mostró toda la fuerza de su carisma. La instancia dirigida al cardenal solicitando el permiso de fundación recogía por primera vez el nombre oficial de la Congregación: Reparadoras del Sagrado Corazón. En los estatutos aprobados por el cardenal Moreno, el Instituto se presentaba especialmente consagrado a una gran misión: «corresponder al amor inmenso que Jesucristo nos tiene y que nos manifiesta en el adorable y divinísimo Sacra-
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mentó del Altar». La «reparación» era, ante todo, una respuesta de amor. En estos primeros estatutos se hablaba también de las actividades apostólicas -educación, catequesis, Ejercicios de san Ignacio- intrínsecas a la misión: verdadera dedicación que implicaba toda la vida y exigencia específica de la vivencia eucarística. Aunque hasta 1886 se conservó como definitoria del Instituto la expresión «Reparación al Corazón de Jesús», otras muchas indicaron síntesis personales de las fundadoras y de algunas de las primeras religiosas. La M. Sagrado Corazón escribía en 1881 que el espíritu del Instituto era «el amor verdadero a Jesús Sacramentado y el interés que al Divino Corazón devoraba de la salvación de las almas».
Al reclamo de la alegría de aquellas jóvenes, pronto acudieron otras que incrementaron el grupo inicial. Y comenzó la expansión: la primera fundación se hizo, lógicamente, en Córdoba (1880) y sirvió para restablecer las buenas relaciones con la curia cordobesa. El «discurrir por cualquier parte del mundo donde se espera mayor servicio de Dios y ayuda de las ánimas» {Sumario de las Constituciones 3) estuvo en el origen de aquel hondo sentido de universalidad que fue característica de las Esclavas, incluso cuando todavía no eran más que un puñado de jóvenes decididas y entusiastas. Hay una anécdota muy expresiva al respecto: conversaba un día Rafaela María con el secretario de la Nunciatura de Madrid, Monseñor Della Chiesa (después Benedicto XV), y este sugirió que de momento tal vez convendría limitar el campo de acción a España. «Eso no -contestó con viveza la M. Sagrado Corazón-, nuestro Instituto ha de ser universal como la Iglesia, y, si otra cosa se intenta, desde ahora protestamos. ¿Lo entiende usted bien, Sr. Secretario? Sí, sí, -contestó él- como la Iglesia».
Desde el principio las comunidades entendieron el culto a la Eucaristía como verdadera misión apostólica desarrollada en iglesias o capillas abiertas al público. Las Esclavas querían «poner a Cristo a la adoración de los pueblos» y promover la adoración eucarística en personas de toda edad
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y condición. El culto a la Eucaristía era la vida del Instituto, la razón de ser de unas comunidades volcadas en distintas tareas: enseñanza en colegios preferentemente gratuitos, ca-tequesis a niños y adultos y Ejercicios Espirituales de san Ignacio. El primer desarrollo del Instituto respondió a la motivación, tan ignaciana, de «la mayor necesidad» -«el bien más universal»-. Las fundadoras procuraron establecerse en lugares en que urgía la presencia de vida religiosa; una urgencia que explica el hecho de que en ciertas ocasiones se tuvieran menos en cuenta determinados aspectos disciplinarios considerados importantes en aquellos tiempos. Al establecerse en Jerez (1883), por ejemplo, las religiosas se acomodaron en una vivienda reducidísima, en la que no se podía habilitar ni siquiera una pequeña capilla; por esta razón todos los días salían a iglesias cercanas para participar en la Eucaristía, sin pensar que la clausura -algo normalmente aceptado en aquella sociedad- aconsejaba pasear menos por la ciudad. Para ellas no importaban de momento la clausura ni las mil incomodidades de aquella casa; lo verdaderamente importante era abrir una escuela para niñas muy necesitadas, que, de otro modo, irían a buscar educación en un centro regentado por protestantes.
3. El gobierno de la M. Sagrado Corazón (1887-1893)
El Instituto obtuvo la aprobación pontificia en 1887. Inmediatamente después Rafaela María fue elegida unánimemente superiora general, y a continuación sus cuatro consejeras, entre las cuales, se contaba la M. Ma del Pilar. Desde ahora se hacía imposible continuar con aquel estilo de gobierno familiar en el que las dos hermanas fundadoras tenían competencias distintas pero en la práctica igualmente importantes. Ya para entonces la M. Pilar mantenía una postura crítica constante, que con frecuencia resultaba molesta; seguía actuando como la hermana mayor de los tiempos de Pedro
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Abad. La M. Sagrado Corazón, consecuente con aquel extraordinario instinto que le hacía valorar ante todo la unidad, mostraba siempre ante las religiosas la estima más profunda de las cualidades de la M. Pilar y de hecho compartía el aprecio de todas por su hermana.
La recién elegida general alentaba con entusiasmo el crecimiento del Instituto. Su liderazgo espiritual era indiscutible para todas. Animaba a cada una de las religiosas en sus tareas apostólicas. Trabajadora y entusiasta por naturaleza, podía entender muy bien el deseo impaciente de las jóvenes de trabajar en la misión del Instituto. Ella misma hubiera querido llegar al fin del mundo para anunciar el amor de Dios y suscitar en todos la respuesta a ese amor increíble. Era incansable en su tarea de gobierno, desde la casa de Madrid y también en sus frecuentes visitas a las demás comunidades.
En 1888 se abrió la casa de La Coruña, cuya principal obra apostólica fue la educación en régimen de internado. La ejecutora directa del proyecto fue la M. Pilar, que escribía en los días de la fundación: «Si san Ignacio viviera y viniera aquí, y entendiera la grandísima necesidad sobre toda ponderación de esta obra, aunque no esperara utilidad para la Compañía, por sólo la honra y gloria de Dios en el bien de estas almas, traía aquí Padres ... ». «A mí no me pesa que se haya fundado -contestaba la M. Sagrado Corazón- porque donde hay necesidad es preciso ir». Ninguna de aquellas Esclavas había olvidado la motivación que estuvo en el origen del Instituto y que reconocía en la misión de educar la más acuciante tarea apostólica de aquel tiempo.
Superando muchas dificultades, en el mismo año la M. Sagrado Corazón consiguió abrir una casa en el centro de Madrid, en la calle de San Bernardo. La fundadora se gozaba en aquella capilla desde la cual Cristo, «expuesto a la adoración de los pueblos», iluminaba a toda clase de personas, pero muy especialmente a un público joven que frecuentaba la vecina universidad. En San Bernardo funcionarían además una escuela gratuita al mejor nivel pedagógico
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de la época y una primera «casa de Ejercicios». El sueño duró poco tiempo. Dificultades económicas y malentendidos del obispo de Madrid llevaron pronto al cierre de la casa. Esos motivos apremiaron a la M. Sagrado Corazón a emprender la fundación de Roma: experimentaba la necesidad de aproximarse a la curia vaticana para solucionar problemas parecidos; recordando la historia, juzgaba que podían repetirse con relativa frecuencia. Ella se encargó personalmente del asunto, viajando a Roma en aquella primavera. Permaneció en la ciudad más de dos meses, en los que consiguió la admisión incondicional de la fundación por parte de la curia romana, el establecimiento de una primera comunidad y un buen protector para el Instituto: el jesuita cardenal Camillo Mazzella. El tiempo no le alcanzó, en cambio, para gestionar eficazmente la salvación de la casa de San Bernardo. Aquel verano en Roma, más allá de éxitos o frustraciones, hizo más honda y sensible su vocación ecle-sial, y fue una de las experiencias más gozosas de su vida.
Los jesuítas y el Instituto de Esclavas del Sagrado Corazón
Es innegable la aportación de los jesuitas tanto en la fundación como en la primera expansión de las Esclavas, no sólo en España sino también en Italia. En todas las comunidades se acudió al consejo de alguno de ellos, y todos lo brindaron con verdadera amistad. Recordemos especialmente algunos nombres: junto al ya citado Cotanilla, Isidro Hidalgo, director espiritual de Rafaela María; José María Vélez, comentador de las reglas en la comunidad de Madrid; el provincial Francisco de Sales Muruzábal, estimadísimo de la Santa y sobrio apoyo de esta en la última etapa de su gobierno; José Vinuesa, con su aportación a la redacción de unas constituciones basadas en las de la Compañía y lo más fieles posible a estas; Juan José Urráburu, director espiritual de la M. Pilar; Juan José de la Torre, asistente general; y el mismo prepósito general Luis Martín. La lista sería interminable.
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(Si la M. Sagrado Corazón pudiera completar ahora esta relación, incluiría en ella a un jesuita muy joven que, siendo ella una anciana enferma, celebraba la Eucaristía a diario en la iglesia de Roma. Le daba especial devoción y rezaba mucho por él. Sería él, Ramón Bidagor, quien se encargaría, pocos años más tarde, de estudiar todos sus escritos y llevar a buen puerto el proceso de su beatificación).
Los últimos años del gobierno de la M. Sagrado Corazón
Al volver a España, la M. Sagrado Corazón encontró contradicciones de todo tipo: dificultades económicas, diferencias con el obispo de Madrid, enfermedades y muertes prematuras en las comunidades. A todo podría haberse hecho frente si hubiera habido la voluntad decidida de aunar esfuerzos en la solución de los problemas. La M. Pilar no estuvo en este momento a la altura que cabía esperar de una persona que, como la M. Sagrado Corazón, había visto nacer entre sus manos el Instituto. Exageró mucho en la apreciación negativa de la situación económica, y, lo que es peor, responsabilizó casi enteramente de esa situación a su hermana; a la que nunca había reconocido competencia en cuestiones de administración. La opinión de la M. Pilar fue ganando terreno entre las asistentes generales, y como en otras ocasiones anteriores la M. Sagrado Corazón se mostró dispuesta a renunciar al cargo de superiora general.
En 1892, a instancias del cardenal protector, delegó su autoridad en la M. Pilar y marchó a Roma. La delegación, en principio temporal, fue de hecho definitiva: la M. Sagrado Corazón no volvería a gobernar, y pasaría los más de treinta y dos años que le quedaban de vida en una absoluta oscuridad. Con la excepción de brevísimas salidas, su residencia sería, ya para siempre, Roma. En 1893 se reunió la segunda Congregación, en la que fue elegida superiora general la M. Pilar. La actitud constructiva de la M. Sagrado Corazón al informar sobre estos asuntos mantuvo a todo el
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Instituto en paz. La inmensa mayoría de las religiosas encontró natural el cambio de gobierno, dado que este seguía en manos de una de las fundadoras.
Y comenzó la etapa oscura en la vida de Rafaela María (1893-1925). Durante estos años nunca desempeñaría una tarea de gobierno ni trabajaría en ninguna de las actividades apostólicas del Instituto. Su misión, desde ahora, iba a ser la de ayudar; y de muchas maneras: realizando sencillos trabajos manuales -siempre bajo la autoridad de las que eran responsables por designación de la superiora- pero sobre todo manteniendo en la comunidad y en el Instituto la opinión tranquilizadora de que, con el cambio de gobierno, no había ocurrido en realidad nada importante. La monótona sucesión de sus días se abría solamente al horizonte que le procuraba una visión de fe ampliada y profundizada hasta límites increíbles. Pero la fe no le ahorró nunca el peso y el dolor de su situación.
4. La M. Sagrado Corazón durante los gobiernos siguientes
«Pasión» de la M. Pilar y «compasión» de Rafaela María
El generalato de la M. Pilar (1893-1903) se vio desde el primer momento obstaculizado por la oposición de sus consejeras, y es evidente que entre ellas destacaba la M. Purísima. Por distintas causas, las diferencias de criterio entre la superiora general y sus asistentes se agudizaron en los últimos años del siglo XIX. Todo venía a entorpecer el gobierno de la M. Pilar, lleno de problemas internos y externos que, por otra parte, contribuyeron en buena medida a la maduración espiritual de la segunda fundadora. Sufrir la injusticia de una oposición continua y bastante inmerecida la llevó a reconsiderar sus propias actitudes durante el gobierno de la M. Sagrado Corazón. Su sincera contrición expresada en muchos escritos,
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y el reconocimiento ante su hermana de pasados errores logró, sin duda, que la M. Pilar recuperara ante la historia el puesto verdaderamente carismático que siempre le había reconocido la inmensa mayoría de las Esclavas. La M. Sagrado Corazón rechazó en este momento la rehabilitación pública que su hermana le ofrecía; pensaba que sería contraproducente para el Instituto, y la unidad de este era lo que importaba, ahora como siempre. Consecuente con la actitud permanente de su vida, iba a tomar el único partido que le parecía aceptable, además de fraternal: apoyar generosamente a la M. Pilar, orientándola hacia una conciliación con las asistentes que, por cierto, se veía cada vez más difícil, casi imposible.
En 1894, Rafaela María viviría desde la sombra un acontecimiento verdaderamente importante: la redacción de las Constituciones y su aprobación definitiva. Desde 1886, las fundadoras se venían ocupando de esta trascendental tarea. La M. Pilar retomó el asunto al comenzar su gobierno, encargando su tramitación directa a la M. Purísima, primera asistente; esta debía asesorar al P. José Vinuesa, que sería en realidad el redactor. El jesuíta Gennaro Bucceroni, consultor de la Sagrada Congregación, reelaboró, condensándolo, el trabajo de Vinuesa, y finalmente las nuevas Constituciones fueron aprobadas en 1894. El texto era fiel a la inspiración ignaciana, aunque subrayaba algunos aspectos disciplinarios -la clausura sobre todo- ajenos a la inspiración y al primer desarrollo del Instituto; muy acordes, desde luego, con el criterio de la M. Purísima. Tal como se desarrollaron los acontecimientos, ninguna de las dos fundadoras tuvo la posibilidad de influir personalmente en la redacción.
La M. Pilar fue finalmente depuesta del cargo de superiora general en mayo de 1903; de nada habían servido los intentos conciliadores de jesuítas tan eminentes como Urrá-buru, Mazzella, Juan José de la Torre... Salió pocos días después camino de su último destino, Valladolid, dejando a la comunidad romana verdaderamente edificada por su entereza -auténtica elegancia- y su aceptación humilde de la prue-
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ba. La M. Purísima fue designada vicaria por un período de tres años, pasados los cuales, una Congregación general debía elegir nuevo gobierno según las Constituciones.
Las fundadoras de las Esclavas durante el tercer gobierno general
La M. Sagrado Corazón permaneció en Roma. Animando, casi siempre sin palabras, pero con el ejemplo de una serenidad y una amabilidad heroicas. Sentía como nunca el deber de mantener en el Instituto la unión y la alegría. Creía que ese deber la obligaba sobre todo con la M. Pilar. Conociendo por experiencia la dureza de una marginación indefinida, temía que su hermana, siempre valiente y dispuesta a morir por Dios y por el Instituto, no estuviera preparada para aceptar una vida que tenía mucho de muerte. En cartas de oro, Rafaela María recordaba a Pilar el papel de ambas en la obra de Dios: «Nosotras somos los cimientos, que ni se ven... Piedras hechas pedazos y apisonadas; y no obstante, son los que sostienen el edificio, y cuanto este más hermoso, los cimientos más hondos y maltratados por el pisón». «Hagámonos santas, y nadie hace más por el Instituto que nosotras ... Acuérdese usted de lo que decía san Ignacio: que si la Compañía, que tanto amaba, se destruía sin culpa suya, con un cuarto de hora de oración se tranquilizaba». (Es de justicia reconocer que la M. Pilar batió con creces la marca de fe y paciencia que algunas personas le habían calculado; los últimos trece años de su vida fueron un ejemplo para todos los que vivieron cerca de ella).
Por extraño que parezca, a pesar de tan grande conmoción, el Instituto siguió creciendo durante los años siguientes. Las religiosas antiguas respondieron a la confianza que en ellas habían puesto las fundadoras; pero del ejemplo silencioso de estas últimas se nutrieron todas las actitudes de obediencia y humildad. «Si el Instituto prospera -decía por ese tiempo el asistente general P. de La Torre- es en atención
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a las virtudes y sacrificios de la M. Pilar... Ella y su hermana son dos santas».
En 1911, la M. Purísima fue reelegida superiora general; inmediatamente después, con la aquiescencia de la Sagrada Congregación, se la declaró general ad vitam. Las dos fundadoras, definitivamente excluidas del gobierno, acogieron la noticia con absoluta paz. Y en ella permanecieron los años que aún les quedaban de vida.
5. La más preciada herencia de san Ignacio: los Ejercicios Espirituales
Lo que significó la experiencia ignaciana en la vida de Rafaela María está patente en sus apuntes espirituales, que son, casi en exclusiva, el relato de los Ejercicios practicados a lo largo de cincuenta años. Es forzoso resumir el contenido de esos escritos, refiriéndonos solamente a unas cuantas etapas de su trayectoria espiritual.
1887-1890. «Quién es Dios, quién soy yo»
En esos años, Rafaela María recibe iluminaciones que le ayudan a situarse en un universo habitado, rebosante, de Dios. Descubre cada vez mejor el lugar del hombre, de las cosas, su propio lugar en la creación y en la historia. «Viéndome pequeña, estoy en mi centro», escribe por ese tiempo; el sentimiento de «pequenez» se le presenta como el umbral absolutamente necesario para entrar en el espacio del «conocimiento interno». Otra iluminación de estos años se refiere a «la dignidad que Dios ha concedido al hombre». El hombre, imagen de Dios. Cristo, el Hombre-Dios que nos eleva a la dignidad de hijos y nos hace hermanos. Ella siente estas convicciones como un don gratuito del Espíritu, que, «con gran intensidad», «las infunde» en su propio espíritu.
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1890 marca un punto de inflexión en su vida espiritual. En los Ejercicios de ese año aparece por primera vez la referencia explícita a las «tres maneras de humildad» que va ser desde entonces una especie de ritornello en sus escritos. La humildad y la pobreza se mezclan en los argumentos de unas páginas que rezuman realismo y remiten a una experiencia humana durísima, pero siempre iluminada por el amor. Al final de los Ejercicios de ese 1890, escribe: «Haz, Jesús mío, que el conocimiento que he adquirido de lo que vale la vida crucificada contigo no se me borre jamás». No es tanto la experiencia de la cruz, sino de «la vida crucificada contigo»: «Contigo». «Como tú».
Los años de la paciencia y la constancia en el amor. «Reflectir»
Los largos años de Roma son tiempo para la paciencia, pero sobre todo para la constancia en el amor. Suponen un amplio espacio para la repetición, para ese «reflectir», dejar que se refleje en nosotros la verdadera historia de Jesús. «Traeré siempre ante mí los ejemplos de su vida santísima toda...». En medio de la monotonía, Rafaela María vive en la paz inmensa que proviene del convencimiento de que, en lo más íntimo de su ser, está Cristo, «internamente conocido», amado y seguido con pasión creciente.
«La verdadera libertad de los hijos»
1905 marca una de las cumbres espirituales de Rafaela María. Al comenzar los Ejercicios de ese año está en una gran desolación. Duda sobre lo que debería hacer con respecto a la situación del Instituto, y esta duda le produce una gran tensión. Según cuenta en un apunte, el primer día de los Ejercicios, después de pasar la oración de la mañana e incluso la misa «en grandísima desolación», de pronto, y en medio de una ocupación prosaica, recibe la luz de Dios:
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«Sentí en mi alma gran fortaleza y confianza extraordinaria de que el Señor está conmigo... Debo vivir en este mundo pendiente de la sola voluntad de Dios, y jamás esclavizada a ninguna criatura que se interponga a esta independencia santa de los verdaderos hijos de Dios. Debo tener en todas mis acciones presente que estoy en este mundo como en un gran templo, y que yo, como sacerdote de él, debo ofrecer continuo sacrificio y continua alabanza... Siempre todo a mayor gloria de Dios, que es el fin para que nos ha puesto en el mundo». Son, indudablemente, los Ejercicios de la libertad, y la lectura atenta de los apuntes de esos días nos permite entender qué significa para ella: algo amplio y hondo, comprensivo y unificador -como el propio «conocimiento interno»- que le va a hacer posible interpretar positivamente todos los sucesos. La convicción de estar en el mundo «como en un gran templo» no va a abandonarla nunca, y es una forma renovada de sentirse criatura en las manos del Creador y destinada a su servicio y alabanza. «El fin para que nos ha puesto Dios en este mundo...». «Siempre todo a mayor gloria de Dios...». Como en tantas ocasiones importantes, Rafaela María ha pedido prestadas a san Ignacio las palabras para mejor expresar una experiencia especialísima.
«Con mayor perfección y ternura». Los últimos años
Con la reelección de la M. Purísima y el hecho consumado de su generalato vitalicio, lo inevitable aporta una buena dosis de tranquilidad al espíritu de la M. Sagrado Corazón. Está cumplido el discernimiento, solo queda la aceptación generosa e incluso alegre. Los apuntes de Ejercicios no hablan ya de angustiosos esfuerzos. El conocimiento interno «de tanto bien recibido» en lo próspero y en lo adverso a lo largo de la vida, le ayuda ahora a simplificar sus propósitos. Ya no desea nada más -tampoco nada menos- que vivir «para él solo». Y solamente para él, hacerlo todo «con mayor perfección y ternura».
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6. «Humildes, humildes, humildes...»
Rafaela María dijo una vez que la certeza de la bienaventuranza casi le hacía cantar de alegría. Los años finales de las dos fundadoras están como impregnados de una suave música de esperanza.
La M. Pilar murió en 1916. En los últimos meses perdió casi toda su lucidez mental, pero el final fue suavísimo, lleno de unción. Las que la asistieron dicen que, como en un susurro, repetía una y otra vez solo dos palabras: «Jesús» y «gracias». Al enterarse de su muerte, la M. Sagrado Corazón rezó tres veces el Te Deum; era una tradición de las religiosas de la primera hora, su particular forma de celebrar cristianamente un gran dolor.
Hasta 1918 aproximadamente la M. Sagrado Corazón disfrutó de buena salud. Trabajaba incansablemente. Ayudaba. Era la viva imagen de la amabilidad.
Se presentó al fin el dolor físico, la enfermedad. Seguía adorando al Señor desde el coro alto de la iglesia, a donde llegaba despacio, apoyada en un bastón. «¿Qué le dice al Señor en ratos tan largos?» -le preguntaron un día-. «¿Decir? Nada: yo lo miro y él me mira».
En 1922 comenzó definitivamente su vida de enferma, aunque conservaba una extraordinaria lucidez que la acompañó hasta el final.
Uno de sus últimos días la visitó la superiora general. Las palabras de la M. Sagrado Corazón en este momento pueden considerarse la mejor herencia para el Instituto: «M. Purísima, seamos humildes, humildes, humildes, porque así atraeremos las bendiciones de Dios».
Murió el día 6 de enero de 1925. Los funerales fueron extremadamente sencillos, pero en aquel mismo momento se alzó un verdadero clamor en reconocimiento de su santidad.
Fue beatificada por Pío XII el 18 de mayo de 1952. Entre los millares de personas que llenaban San Pedro, se contaban algunas religiosas que la habían conocido en vida. Ahora las
RAFAELA Ma PORRAS AYLLÓN (1850-1925) 191
Esclavas eran ya cerca de tres mil y estaban repartidas por medio mundo. Venían de todas partes. Seguían haciendo vida los ideales universales que Rafaela María -la M. Sagrado Corazón- desde su rincón de Roma, tanto había soñado y deseado. Pablo VI la canonizó el día 23 de enero de 1977.
INMACULADA YÁÑEZ
Esclava del Sagrado Corazón. Doctora en Historia por la universidad de Barcelona.
Experta en historia y espiritualidad del Instituto de Esclavas del Sagrado Corazón.
Colegio Mayor Santa María, Universidad de Granada.
* * *
Para saber más:
SANTA RAFAELA MARÍA DEL SDO. CORAZÓN, Palabras a Dios y a los hombres. Cartas y apuntes espirituales. Ed. preparada por I. YÁÑEZ, Madrid, 1989.
F. MATEOS, SJ, El P. Cotanilla y la fundación de las Esclavas, Manresa 1953.
C. DE DALMASES, SJ, «Ignacio forja un alma», Roma, 1966. Ed. Separata de La Beata Rafaela María del Sagrado Corazón y los Ejercicios de san Ignacio, Manresa 1952.
G. PAPASOGLI, La Beata Raffaela M" del S. Cuore, Ed. Ancora, Milano 1970.
M. AGUADO, Anotaciones sobre la espiritualidad de Santa Rafaela María del Sagrado Corazón, Roma 1977.
I. YÁÑEZ, Cimientos para un edificio. Santa Rafaela María del Sagrado Corazón (Prólogo del R Arrape), BAC, 408. Madrid, 1979. 2a ed.: Madrid, 2000.
— Amar siempre. Santa Rafaela María del Sagrado Corazón, BAC popular. Madrid, 1989. 3a ed.: BAC biografías, Madrid, 2010.
10. Margarita M§ López de Maturana (1884-1934)
Fundadora de las Mercedarias Misioneras de Bérriz
Del monasterio a la misión
A-JOMINGO, 12 de Agosto de 1928, a bordo del barco D'Artagnan. Una mujer de 44 años escribe su diario sobre el puente, en la proa del barco, de cara al mar. Lleva un hábito de monja, blanco con un velo negro y sobre el pecho un escudo de la orden de la Merced. Lleva gafas pero a través de ellas brilla su mirada. Una mirada que irradia simpatía y confianza. Tiene la sonrisa en su rostro. Transmite sencillez y sinceridad, serenidad y hondura y esa chispa de luz que brota de su corazón encendido de amor. Un corazón y una mirada que intuye deseos, endereza pesares, sonríe a los temores, llama a la confianza. Escribe: «El mar no me cansa. Siempre lo encuentro distinto. Me dice muchas cosas de Dios. De su grandeza, de su inmensidad, de su poder y misericordia. El ruido de las olas y la inmensidad que nos rodea, es el órgano más adecuado para acompañar el rezo del Oficio Divino. ¡Qué bien saben los salmos! Los pasajeros de tercera clase parecen cadáveres ambulantes. Los niños lloran mucho. Están enfermos y hambrientos. Voy hacia ellos por cariño, más que por pretender aliviarlos. Reparto todo lo que tenemos, galletas y chocolate. No creo que tarde en hacer amistades. En este viaje he conocido costumbres muy
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diversas y me he relacionado con gentes muy distintas. Le he pedido al Señor que lleve adelante la obra que, por nuestro medio, ha comenzado. El Señor ha puesto en mis manos asuntos difíciles que requieren mucho espíritu y valor. Necesito luz y fuerza de Dios para hacer lo que él espera de nosotras, sin apartarme, por nada ni por nadie, de su voluntad».
1. El porqué de una transformación
Hay vidas, historias, y acontecimientos que seducen por su sencillez y sorprenden por su fuerza y trascendencia. Como seduce y sorprende por su dinamismo creador la semilla escondida en la tierra o ese poco de levadura que transforma y recrea toda la masa, trascendiendo su propia existencia.
La intención y el deseo de esta semblanza es que ayude a contemplar el ser y el hacer de Margarita Ma López de Ma-turana, su proceso espiritual y su respuesta a los signos y llamadas de su tiempo. Que lleve a descubrir sus sueños y sus deseos, su recreación del carisma Mercedario Redentor que le llevó a la transformación de un Convento de clausura papal en Instituto misionero.
Una transformación en cuyo origen está un pequeño y solitario beaterío, pobre y oculto entre los montes de Bérriz (Vizcaya), y unas monjas, humildes y sencillas, dedicadas a la oración y al trabajo, abiertas a la acción de Dios. Y con ellas, la Madre Margarita, una mujer que supo transformar el corazón, los deseos y sueños de aquellas monjas de clausura papal, en sueños misioneros de fraternidad universal. En su origen están también el Amor y la Libertad y está la profundidad de una experiencia espiritual que hizo posible cambiar costumbres y tradiciones de siglos.
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2. El origen de una llamada y una decisión
Vizcaya. Ciudad de Bilbao. 25 de julio de 1884. Calle de Tendería, n°. 52, piso tercero. Nacen dos gemelas. Primero Leonor y después Pilar. Son bautizadas en la Parroquia de San Antón. Sus padres: Vicente López de Maturana y Juana Ortiz de Zarate, naturales de Ullívarri de Gamboa y de Margarita (Álava). Sus hermanos: María Dolores, Felicia y Vicente. Su padre era de ideas republicanas; su madre, muy cristiana y piadosa. Hasta los 8 años frecuentan el Colegio de las Hijas de la Cruz. Al morir su padre, su hermana mayor Lola, maestra, se encarga de su formación. A las dos hermanas, muy semejantes, vestidas iguales, alegres, ocurrentes y atractivas, se las conoce como las gemelitas de la calle de Jardines. Gemelas y, a la vez, distintas. Leonor se enfrasca en el piano. Pilar, en los libros. Leonor es jovial, alegre, expansiva. Pilar, más seria, reflexiva y reservada, de gran entereza de carácter. Ayudan en la imprenta-librería que abre su madre. De familia católica y piadosa, Dios entra en su vida desde niñas y desde niñas las dos comparten sentimientos, lecturas, oraciones, prácticas devotas, ayudas a los pobres y deseos de hacer el bien. Les gusta dar largos paseos por lugares solitarios, contemplando el mar. El mar, su horizonte abierto, les parece un reflejo de la grandeza y la inmensidad de Dios, un Dios que las atrae desde lo profundo de su ser. De jóvenes, dos estudiantes de náutica se interesan por ellas y comienzan unas relaciones de amistad que parecen ir a más. Preocupada su madre por esta relación, les indica que deben dejarla. Leonor obedece, pero Pilar se resiste a hacerlo. Como consecuencia de esta rebeldía, Pilar es llevada al Colegio-internado de la Vera Cruz de Bérriz. Tiene 16 años. Allí consta su entrada: el 10 de enero de 1901. Su salida: el 25 de julio de 1902. En el internado pronto se capta las simpatías de colegialas y monjas. Es alegre, de iniciativas, decidida, con talento y buena formación. A los dos meses hace los Ejercicios Espirituales con el P. Pedro Olasagarre, SJ. Hace voto de castidad y con otras dos colegia-
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las escribe una carta a la Virgen suplicándole que en ese año les conceda entrar allí para hacerse religiosas. Cuando sale del internado se lo pide a su madre, pero ésta considera más oportuno hacerla esperar hasta los 19 años. De vuelta a casa, su anterior amigo vuelve a insistir para unas relaciones más formales, pero Pilar no cambia su decisión. Mientras su hermana Leonor, que desde hace tiempo quiere ser religiosa, trata de buscar dónde ingresar y deja la decisión en manos de su director espiritual, Pilar sigue firme en su decisión de entrar en Bérriz. El día 25 de julio de 1903 ingresa en el Convento Mer-cedario de la Vera Cruz de Bérriz. El 10 de agosto toma el hábito de la Orden de la Merced y cambia su nombre por el de Margarita María.
Allí inicia su vida religiosa, en la clausura de aquel pequeño y aislado Convento Mercedario de Bérriz, escondido en una naturaleza silenciosa, llena de fuerza y de vida. Allí contempla la firmeza del monte Amboto, el correr del agua del molino, el cambio de estaciones en los árboles, la diversidad de colores de las flores. Allí escucha también el silencio que vive y que da vida. Allí comienza su nueva forma de existencia, una experiencia donde se le abre la puerta al Misterio que nos constituye y se enciende ese destello divino que brilla en cada uno. Son los primeros años de su experiencia de Dios y de sí misma, una aventura única y personal de fe, amor y libertad, con unos rasgos que irán configurando la historia de su transformación.
Desde 1906 anota sus sentimientos, deseos y propósitos, y la manera de irlos viviendo en su cotidianidad:
«Me mantengo fiel a mis propósitos y deseos y descubro en mi interior, como regalada por Dios, una libertad de espíritu y un abandono en sus manos que es el fundamento de mi paz y felicidad».
«También me he propuesto ir purificando cada día mis afectos para que la vida de Cristo sea mi vida, y mi único alimento, la voluntad de mi Padre. Quiero alcanzar
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esa quietud interior que tanto envidio en los santos. Esto será vivir en verdad. Pues Cristo es vida y en él he de fundar la mía».
Son años en los que ora, medita, lee y aprende. Experimenta, reflexiona su experiencia y escribe.
«La lectura de Teresa de Lisieux es muy a propósito para los deseos que Dios me da, de una vida sencilla, confiada y amante». «Qué verdad es que Dios obra en nosotras oportuna, delicada y maternalmente».
«La lectura de las obras de santa Teresa me hace mucho bien por más decaída que esté. Avivan mi fe, me descubren la grandeza de Dios y me dejan amor a la humildad. Es la santa que me habla de él más a mi gusto. La que mejor me enseña a vivir en verdad».
En estos años la historia de su vida es, sobre todo, la historia de su oración. Un tiempo de experiencias hondas y de descubrimientos puestos en práctica. Pronto comienza a hablar de su entrada en la «noche oscura». Una experiencia que la templa y purifica, que le abre a otra experiencia más profunda que le cambia la mirada y la comprensión de Dios y de sí misma. Una experiencia que la dispone a la acción de Dios, que va tomando la iniciativa de una unión que la irá transformando.
«Sigo leyendo a san Juan de la Cruz. Me parece elevadísi-mo. Lo comprendo todo pero me veo a una distancia casi infinita, aunque no en los deseos. Ya hace mucho que aspiro a esa vida, que yo llamo verdadera, y sé que Dios tiene mil caminos para unirnos con él. Me pongo en sus manos y confío en mi confianza. Leo la "Llama de amor viva", que me deja hambrienta del bien que persigo y deseosa de despojarme de todo para unirme más con Dios. Veo, con mucha claridad, que Dios se ocupa en dirigirme y que a mí me toca vaciarme de todo y dejarle actuar».
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4. En el Colegio-internado
Comenzó enseñando caligrafía y pronto pasó a encargarse directamente de la educación de las niñas. Desde que se levanta hasta que se acuesta está con ellas. Quiere que las niñas la amen y confíen en ella para poder educarlas mejor. Las observa y escucha con atención, aclara sus dudas, responde a sus preguntas, orienta sus corazones. Vive para ellas. Juega, les hace bromas y risas, charla largamente con ellas y a veces con sólo su mirada, les dice todo. Con su bondad paciente y comprensiva, con su admirable mezcla de suavidad y firmeza, con esa dignidad que todas respetan, con su saber entenderlas, va formando su carácter, desarrollando sus cualidades. Nunca deja mal a nadie y cada una se siente querida y comprendida. Las quiere de verdad, y sólo desea hacerles el mayor bien posible y formar en ellas la imagen de Jesucristo. Piensa que Dios y Jesús son los que principalmente actúan y que si ella les deja obrar, el resultado será siempre bueno. Está convencida de que todo se resuelve amando.
Procura que hasta aquel pequeño y retirado Colegio, llegue un buen material pedagógico, libros, revistas, manuales. Lee y asimila con profundidad ideas, que luego recrea originalmente para sus tareas. Se interesa por todo aquello que significa avance y progreso y de todo sabe sacar consecuencias prácticas. Trabaja y, al mismo tiempo, estudia. Toma lecciones de contabilidad. Conserva el francés, perfecciona el inglés y comienza a aprender alemán.
Con su gemela Leonor, destinada a Suipacha, Argentina, comparte también sus entusiasmos y afanes pedagógicos. Aquella relación de gemelas, unidas por un amor entrañable, continúa. Se escriben regularmente. Son cartas en las que, durante más de veinte años, comparten toda su vida, volcando su corazón y sus experiencias la una en la otra. Cartas en las que comparten su camino hacia Dios. Un camino que por amor renunciaron a vivirlo juntas en el mismo Convento,
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ofreciendo a Dios lo que más amaban, su estar juntas. Aceptaron su separación sin renunciar a su unión, a la unión de ese ser gemelo, abierto el uno al otro, en continua relación, igual y, a la vez, distinto, compartido siempre. Ese ser que lo sentían viniendo de Dios y volviendo a él, en un Amor que sin cesar, les proporcionaba felicidad, gozo, libertad y paz. Un amor que se derramaba en ellas y sobre otros y que crecía al ser compartido.
5. La semilla misionera
En 1919 a esta tierra de Bérriz, abierta a los horizontes de Dios por aquellas sencillas y acogedoras monjas, llegaron al Colegio dos misioneros. El Padre carmelita Vicente Zengo-tita, que volvía a su misión en la India y el Padre José de Vi-daurrázaga, jesuita, que iba a su misión en Wuhu, China. A grandes rasgos les hablaron de la vida misionera. Y de lo que parecía un hecho insignificante, una visita casual, una pequeña semilla, brotaría una transformación, un rumbo nuevo que cambiaría sus vidas, abriendo sus horizontes de manera insospechada.
6. El contexto misionero
En 1919, Benedicto XV en su Carta encíclica Maximun Illud, de 30 de noviembre, invita a todos los Obispos del Orbe católico a participar en la Misión que Jesucristo encomendó a los apóstoles. Habla de mil millones de gentiles que yacen en sombras de muerte, a los que hay que comunicar los beneficios de la Redención. Invita a procurar la vitalidad de la misión y a fundar nuevos puestos.
En España el movimiento misionero se extiende desde dos focos: La Universidad Pontificia de Comillas, de los PP. Jesuítas y el Colegio de Ultramar y de Propaganda Fide,
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creado en Burgos en 1897. La aparición de la Revista El Siglo de las Misiones del P. Hilarión Gil y su colaborador el P. José Zameza, SJ, contribuye al crecimiento del movimiento misionero. El P. Zameza anima e impulsa el movimiento, tanto en la Escuela de Misionología como en cursillos, conferencias y días misionales
En 1920 la M. Margarita inicia su relación con el P. Zameza. Por su cargo de Director del Siglo de las Misiones le pareció la persona más adecuada para encontrar la orientación misionera que tanto deseaba. Muy pronto la relación se trocó en apoyo mutuo y en una profunda amistad. El P. Zameza estuvo vinculado muy estrechamente desde el principio al proceso de apertura de Bérriz a Misiones; guió sus pasos y allanó los caminos para hacer realidad su sueño de ser Misioneras, colaborando con los Padres de la Compañía de Jesús, en Wuhu, en las Islas Marianas y Carolinas, y más tarde en Japón. Su aportación en la formación misionera de la Comunidad fue inestimable.
En estos años el espíritu misionero es inseparable de la vida del Colegio. Forma parte del proyecto educativo. Lo llena todo y traspasa los muros del internado. A través de Leonor se extiende a los Colegios de Carmelitas y por medio del Anuario Misionero, llega a los colegios de la Orden. La compenetración entre niñas y profesoras es total y la Comunidad participa cada vez con más entusiasmo del ambiente que se vive en el colegio. La Comunidad empieza a preguntarse por los planes de Dios
Lo que se plantean es una cooperación activa en las Misiones; la posibilidad de enviar un grupo de religiosas a Wuhu, al Vicariato de Anwhei, en China, regido por los padres jesuítas. El P. Ladislao Aparáin, SJ, ya conocido por sus retiros y Ejercicios, es elegido para dirigir un triduo de oración a la Comunidad que quiere discernir la voluntad de Dios sobre su proyecto de ir a misiones. Hacen el triduo y cada una se manifiesta libremente y por escrito. La mayoría es favorable al proyecto. En todas hay amor a la Obra misional, a
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la Orden de la Merced, a la Casa, a las hermanas. Aprobados los planes por el P. General, ya nada las detiene. Roma las autoriza para fundar en países de misión. Ya son misioneras y todos quieren ayudarlas. Tampoco les faltan complicaciones. A las monjas les parece que viven soñando. Se les está abriendo un vasto horizonte. Hay otros planes además de ir a misiones.
El 29 de septiembre de 1926 parte la primera expedición para Wuhu. Las misioneras van al país de sus sueños, la lejana y desconocida China. El pequeño y escondido monasterio de clausura ha abierto sus puertas al mundo y sus primeras misioneras han traspasado la clausura papal, rompiendo una tradición de siglos. En octubre de este mismo año parte la segunda expedición, rumbo a las Islas Carolinas. Las misioneras van bien dispuestas y preparadas. Son conscientes del aislamiento, la soledad, y la pobreza que van a experimentar. Son un testimonio de alegría, generosidad y grandeza de ánimo.
El 17 de Abril del año 1927, la M. Margarita es elegida Comendadora del Convento y la M. Nieves, Vicaria. En su nuevo cargo aparece con fuerza su estilo de relación. Para quienes se relacionan con ella, tratarla es conocerla y quererla. Irradia simpatía y confianza. Su cercanía es cálida y acogedora. Es una mujer dulce y fuerte a la vez. Muestra paciencia en su escucha, amplitud, comprensión y bondad. Posee convicciones profundas y buen juicio, con el que da valor, temple y audacia a su fe. Toda una forma de ser y de vivir, volcada ahora en una nueva responsabilidad. Con mucho diálogo, amor y dulzura quiere fomentar los deseos de trabajar y padecer por el Reino y se ha propuesto unir a las hermanas en estos ideales. Pide para todas, las que se van a misiones y las que se quedan, ese doble espíritu de acción y oración del que siempre ha deseado vivir. Entiende que el vivir para el Reino lo sintetiza todo.
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7. Un viaje misionero alrededor del mundo
La facultad de ir a Misiones concedida por Roma es sólo para 6 años. Piensan que ha llegado el momento de ir dando pasos para asegurar la continuidad y el futuro de la obra misionera de Bérriz. La M. Margarita quiere visitar Wuhu, las Islas Marianas y Carolinas y pasar por Japón. Desea convivir un tiempo largo en cada misión y experimentar el modo de vida de las misioneras. Quiere recoger sus experiencias, sus dificultades y su parecer sobre posibles cambios. Sopesa las razones para este viaje, consulta, escucha, madura la idea, y decide emprenderlo con las misioneras que van a Po-napé. La Comunidad está impresionada pero la apoya.
«Este viaje ha sido para mí una gracia especialísima. Un viaje que me ha dado mucha luz para conocer prácticamente lo que son las misiones, y me ha hecho palpar esas necesidades tan grandes y tan escondidas a muchos. Ahora me será más fácil preparar el personal para cada misión. También estoy contenta y agradecida, porque durante este tiempo he recibido de Dios gracias extraordinarias de oración y unión con él en circunstancias bien poco favorables. El Señor me empuja a amarle con todas mis fuerzas. En la Comunidad, felices de tenerme en casa y yo de encontrarme entre ellas. Las impresiones que puedo darles, son inmejorables. Puedo hablar horas y horas, pero nunca podré darles una idea exacta del amor de estas misioneras a Jesucristo ni de su entrega generosa a la Misión».
Después de lo experimentado deciden pedir a Roma los cambios necesarios para el buen desenvolvimiento de la obra misionera. Son tantos y de tal naturaleza que implican una transformación esencial. Desean que esta sea entendida por la Orden y por la Comunidad. Reunidas en Capítulo, la M. Margarita, las informa de la encrucijada en que se encuentran, y con toda claridad y sinceridad, va abordando to-
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dos los puntos, sin que nada quede por aclarar. Luego habla en particular con cada una. No encuentra el menor recelo, disgusto o discrepancia y todas a una determinan pedir a Roma transformarse en Congregación, y solicitar a la vez la aprobación de las nuevas Constituciones.
Desde antiguo el Convento Mercedario de Bérriz mantuvo, además de su aprecio y afecto por los Padres Merce-darios, una estrecha relación con los Padres de la Compañía de Jesús. Bebieron la espiritualidad ignaciana a través de sus retiros y Ejercicios Espirituales y encontraron en ellos dirección espiritual, orientación y apoyo. Junto con el P. Za-meza, los Padres Jesuítas Luis Chalbaud y Pedro Vidal tuvieron un importante papel tanto en la orientación de Bérriz a Misiones como en la posterior transformación del Convento en Instituto Misionero. El P. Chalbaud, con su tino como director espiritual de la Comunidad, con sus retiros, conferencias, y con el trato personal, fue siempre muy valorado por sus dotes como consultor y consejero en los momentos más decisivos. El P. Vidal, como canonista prestigioso y especialista en vida religiosa, supo elegir el momento y medir los tiempos «para lograr tan pronto y tan suavemente una transformación que a ellas se le antojaba larga y difícil». Ambos contribuyeron en la elaboración de las nuevas Constituciones, dejando su sello ignaciano en los capítulos dedicados al gobierno, al contenido de los votos, y a las etapas de formación. También se introdujeron determinadas prácticas de vida espiritual ignaciana como el mes de Ejercicios y la Tercera Probación. Las Constituciones en su totalidad fueron redactadas por la M. Margarita que incorporó intactos, de las Antiguas, los capítulos concernientes al espíritu mercedario redentor. Y lograron que Roma aceptase actualizado el cuarto voto redentor de dar la vida, como distintivo del Nuevo Instituto. Aprobadas las Constituciones, el P. Chalbaud redactó personalmente el Reglamento Espiritual.
El 23 de Mayo de 1930, Roma expide el decreto de transformación del Convento de clausura papal de las Mer-
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cedarias de Bérriz, en Instituto misionero, y el 14 de Agosto llega la aprobación de las Constituciones. En ellas queda definido el carácter misionero redentor del nuevo Instituto. Su distintivo es un 4o voto de trabajar con amor redentor y dar la vida por la libertad de los nuevos cautivos.
Fue una transformación trenzada y entretejida con el proceso espiritual de la M. Margarita. Un proceso de unión con Dios, de participación en su Amor misericordioso, compasivo y liberador, infinito y desbordante por toda la Humanidad y la Creación entera. Por en este Amor se dejó transformar. En él experimentó su dicha y su felicidad, y con este mismo Amor supo transformar el corazón, los deseos y sueños de aquellas monjas de clausura papal, en sueños misioneros de justicia y liberación, de unión y fraternidad universal.
Una transformación hecha en libertad, con apertura y osadía, con suavidad y tino, llena de comprensión y respeto por todas las monjas. Una transformación acompañada y participada, confrontada, compartida y apoyada por todas aquellas y aquellos que vieron en la M. Margarita alguien que transparentaba e irradiaba el querer y el hacer de Dios. Una transformación buscada y deseada, querida por todas, pedida unánimemente en votación secreta, y recibida con profundo gozo y alegría.
El 30 de Julio de 1931 se celebra el I Capítulo General del Instituto misionero. La Madre Margarita es elegida Su-periora General y la M. Nieves Vicaria, ambas por unanimidad. Empieza su trabajo con el respaldo de todas las monjas, con la experiencia reciente de su segundo viaje misionero, y en un momento histórico, crítico y conflictivo, en el que en España se proclama la II República, y en el que la situación se vuelve incierta y preocupante.
«Quiero derramar, a manos llenas, la felicidad que Dios me da, y pasar por la vida como Jesús haciendo el bien. En mi cargo tengo un ejercicio continuo de bondad, paciencia, mortificación y olvido propio. No ten-
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go miedo al sufrimiento si Jesús está conmigo. Quiero aprovechar las ocasiones de padecer para engendrar a Cristo en todos los que trato. Me atrae su amor y el deseo de crecer en ese amor. Para lograrlo, y por extender su Reino, quiero darme a una vida dura que ya no cesará hasta mi muerte. Quiero dar mi vida por amor, sin que nadie se percate de mis continuos sacrificios. Sin quejas. Con la fuerza del Espíritu voy a llevar adelante este programa, sin volverme nunca atrás. Adelante, siempre adelante, mientras me dure la vida».
Viven con tristeza y sufrimiento la disolución de la Compañía de Jesús. Son conscientes de que la persecución puede llegar. Con la M. Margarita piensan que puede ser una purificación necesaria y que hay que aceptarla con las actitudes de Jesús. Renuevan su espíritu redentor y su cuarto voto de estar alegremente dispuestas a dar la vida. Viven alertas. Sin ingenuidades se preparan para afrontar y sortear las dificultades. La M. Margarita sigue mostrándose realista y a la vez emprendedora. Si prohiben la enseñanza a los religiosos, aprovecharán esa coyuntura para prepararse mejor. Tal vez estas amargas pruebas sirvan para que el Instituto extienda sus ramas. Proyectos no faltan. Viven confiadas en que Dios les dará fortaleza y les abrirá caminos nuevos, que no permitirá que Bérriz desaparezca, pero si esto llegara a ocurrir, están dispuestas a aceptarlo con paz y serenidad. La M. Margarita contempla el riachuelo de Bérriz y piensa que, a pesar de todo, sus aguas saltarán por encima de las dificultades y darán a beber del agua viva a muchos. Dios las sigue llevando en las palmas de sus manos con sabiduría y amor.
Son años de trabajo duro e intenso en el que se siente empujada por Dios con una fuerza irresistible. Tiene que ir organizando la nueva vida del naciente Instituto misionero. El espíritu mercedario redentor les llevó a hacerse misioneras y lo misionero recreó lo redentor. Asimila todos aquellos elementos que ella considera oportunos para el fin que se ha
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trazado en el Instituto, y después obra con una resolución serena, tan suave como eficaz que es la admiración de todos.
Se reúne frecuentemente con la Comunidad y con las jóvenes. La vida de las comunidades de misión es motivo de alegría y esperanza. Da conferencias dentro y fuera del Convento. Guía hacia Dios y siente intensa alegría de hacer el bien, de alentar, de orientar, de abrir horizontes.
Siente dentro de ella ese fuego vibrante, entusiasta y misionero, que comparte con el Padre Zameza, SJ, el fuego de un deseo que no la deja sosegar hasta que no lo convierte en realidad. Escribe el esbozo de un plan de formación misionera en el que expresa sus convicciones y deseos para el Instituto que acaba de nacer y el espíritu que debe animar la vida de las mercedarias misioneras de Bérriz.
«Este Instituto que acaba de nacer yo lo quiero grande, gigante en el espíritu, lleno de la vida de Cristo, y plenamente empapado de su carisma misionero merceda-rio. No quiero que llevemos el nombre y no seamos ge-nuinas Misioneras Mercedarias. Quiero que conozcamos lo que este nombre significa, que nos enamoremos de nuestra vocación y que, clavados los ojos en el ideal sublime a que ella nos levanta, no paremos en nuestro empeño hasta haberlo realizado en plenitud. Cada una a la medida de los dones que el Señor quiera darnos. ¡Teníamos que ser redentoras! Bullía hirviente la sangre que nuestros Padres nos transmitieron y, al ver cerradas las cárceles berberiscas, y sin esperanza nuestros afanes, volvimos a Roma nuestra mirada y ¡qué vieron nuestros ojos! La mirada del representante de Cristo estaba fija en millones de hombres que, como dice el Apóstol, estaban sentados en sombras de muerte. Y al decirnos que éstos eran los esclavos que en nuestro tiempo quería redimir la Iglesia, miramos a nuestra Madre la Virgen, fundadora de la Orden, y ésta nos señalaba a Jesús, pendiente de la cruz por salvar a todos
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los hombres, y diríase que sus labios subrayaban esta súplica: "Hijas mías mercedarias, sed corredentoras conmigo". Y de estas tres miradas, a Cristo, a su Madre y a la Iglesia, nació el anhelo irresistible de hacernos misioneras. Para ello fue preciso transformarnos en Congregación, dentro de la misma Orden, y fue así como, con la aprobación de Roma, nacía en la Iglesia nuestro Instituto. Un retoño tierno y prometedor del árbol siete veces secular de la Orden Mercedaria. Retoño que si algo promete es porque supo nutrirse de la savia redentora del tronco. Como ellos, un cuarto voto es el distintivo de nuestro Instituto: "ir a misiones, si los superiores así lo disponen, y dar la vida si necesario fuere por ellos". Ésta es la característica que nos distingue de las demás Ordenes y Congregaciones religiosas. De esta característica brota una obligación ineludible y urgente: la de formarnos de una manera especial para la vida misionera propia del espíritu misionero redentor. Formación que debe abarcar todo nuestro ser.
Antes que nada, he querido deshacer un error que consiste en creer que las personas poco aficionadas a la oración, a la vida interior, son las más aptas para la vida misionera. Como si la vocación apostólica no exigiera más que actividad exterior, afición al trato social, y hasta una especie de inconstancia caprichosa. ¡Qué equivocados están los que discurren así! Soy de las que firmemente creen que para que una misionera lo sea de verdad lo primero que hay que arraigar en ella es una afición profunda a la vida de oración. Una oración alta, larga, profunda, cercana a la contemplación. De esa que sabe adentrarse en los misterios de la Divinidad y sorprender allí los arcanos de la Redención. No sé dónde leí que rara vez escoge Dios para obras grandes a personas poco dadas a la contemplación. Y lo creo firmemente así. Por eso, cuando me proponen vocaciones para nuestro Noviciado y oigo que alegan que tal per-
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sona es propia para misionera porque no le atrae la oración, ni el Oficio Divino, ni la soledad, me sorprende un concepto tan equivocado, falso y perjudicial. Al menos para nuestro Instituto, no quiero vocaciones de esa hechura. Nuestra oración y contemplación ha de ser tal que de ella salgamos enardecidas y deseosas de dar fruto de apostolado activo. Que el fruto sea el trabajo, la entrega a la misión. Y la raíz de todas nuestras actividades esté en el convencimiento de que somos miembros vivos de la Iglesia con la misión de clarificar a Jesús, estampando en cuantos pueblos y razas podamos la imagen de Cristo Redentor de la humanidad».
En 1933, dedicada a la dirección y formación del Instituto, se siente empujada por Dios con una fuerza irresistible. El Padre Zameza les da cursos y conferencias. Especialmente clarificadoras son el ciclo desarrollado para responder a un deseo expreso de la M. Margarita: «Padre, háblenos de Jesucristo, sobre todo de Jesucristo Redentor». Estas conferencias fueron publicadas después como «Luces de Redención».
«Las conferencias "Luces de Redención" han sido para mí perspectivas celestiales. Como un rasgárseme el velo de la fe y ver a Cristo realizando las maravillas de la redención dentro del plan divino. Un asomarme al abismo insondable de la divinidad amante de nosotras y sentir el vértigo de su atracción irresistible. Me han quedado deseos de vivir en continua adoración y amor a Jesucristo. De clarificarle, de estudiarle más y más. De ahondar en ese piélago de riquezas insondables y, a fuerza de mirarle enamorada, asemejarme a él. Cuando miro atrás me parecen incontables los dones de Dios».
Son años difíciles. En medio de sus sufrimientos, tribulaciones y dificultades penosas, experimenta la luz y la fuerza de Dios obrando en ella, llenándola de una felicidad profunda, participada de él. Bajo este nuevo impulso hace un plan de
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trabajo para el año. Dirección espiritual de toda la Comunidad, formación de las jóvenes, preparación de reuniones y conferencias semanales. Formación misionera de la casa, explicación de las Constituciones, redacción de un pequeño tratado sobre la función de las superioras y sobre la vida interior de las misioneras y estudiar con el Consejo el proyecto de una escuela para hijos de obreros solidarios en Vitoria.
«Cómo me gusta oírles decir que en Comunidad se aman mucho. Porque, sin esta caridad y amor, yo no daría valor a esos deseos de amar y padecer por el Reino, pues en el amor a nuestras Hermanas no cabe engaño, ya que el ejercicio es continuo. En cambio, en el amor a Dios, sin obras, puede haberlo. El Espíritu Santo las une y hace que todo importe a todas y que unas a otras se ayuden a llevar sus pequeñas cargas con una caridad delicada, cariñosa y sacrificada».
«Procuro llevar en paz mis defectos y ese decaimiento de ánimo que trae consigo la enfermedad. Quiero vivir alegre por dentro y por fuera. Aprovechar con avaricia el tiempo que Dios me da. Y estar preparada para, cuando él me llame definitivamente, arrojarme para siempre en sus brazos en un último acto de supremo abandono ¡Qué felicidad!»
Saluda el año 1934, año jubilar de la Redención, llena de deseos. En Julio, la enfermedad que lleva acompañándola tantos años, empeora. Desde la cama escribe y contesta cartas. Nada le es ajeno. Atenta y comprensiva ante todo lo que sucede. Sin quejas. Agradecida a todos los que la ayudaron a llevar adelante la voluntad de Dios. Llena de cariño y de deseos de felicidad para todas.
El día 15 de julio de 1934 ingresa en la clínica San Ignacio de San Sebastián. Se encontraba con muy pocas fuerzas. El 21 la operan. Sufría sed y angustia, pero no se quejaba. Daba las gracias por cualquier cosa que se le hacía. Só-
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lo se le oía decir: «Lo que Dios quiera, lo que Dios quiera». Cuando llegaron las Madres del Consejo General estaba ya muñéndose, pero con pleno conocimiento. Miró a la M. Nieves, que estaba a su cabecera, y con voz amorosa, entrecortada por el ahogo, le dijo: «Madre, tienen mucho en qué pensar, pero yo les ayudaré desde el cielo. Sí». Este sí de Amor, dicho con las últimas fuerzas que le quedaban, fue su última palabra. Después aspiró un aliento grande y se entregó. Era el 23 de julio de 1934.
Al desaparecer llovieron los mensajes y artículos de estima, de admiración y de consternación por su muerte. Se fue, pero quedó vivo el «Sí» de su intenso amor misericordioso y audaz. Verla vivir fue siempre una ayuda para creer y confiar y, desde entonces, sus sueños y deseos, vivos en sus monjas, continuaron impulsando nuevos compromisos misioneros. Situaciones de conflicto acompañaron al naciente Instituto en China, Micronesia y Japón. No conocieron la estabilidad y tuvieron que desarrollar su acción misionera en medio de problemas y dificultades, desprendiéndose y luchando, sacando fuerzas contra miedos e inseguridades, aprendiendo a resistir y a comenzar de nuevo lo que las guerras iban deshaciendo.
En pocos años se extendieron por los cinco continentes. No hubo obstáculos, lejanías ni fronteras. Nada les impidió realizar su misión. Fueron no sólo a países lejanos y desconocidos, sino que estuvieron allí donde se manifiesta el clamor por la Vida y la Libertad y se juega el destino de los seres humanos. Fueron hasta donde Dios quería llevarlas, y allí se hundieron en la entraña del sufrimiento, de los deseos y sueños de la Humanidad. Y lo hicieron desde la sencillez, la pequenez y la pobreza que ocultan el gran tesoro del Amor infinito de Dios para todos. Como una pequeña semilla que esconde la fuerza transformadora de lo auténtico para una nueva Creación.
Desde entonces la luz que alumbra su aventura esencial, la belleza que irradia su corazón y su alma inasible, su mira-
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da y su espíritu siguen acompañando a las misioneras mer-cedarias de Bérriz para mejorar el presente y abrir el futuro. Para asegurar que la Vida ha sido difícil y hermosa muchas veces antes de ahora y sigue siéndolo, y para que el amor, la libertad y el gozo de lo que vamos descubriendo nos empujen a vivir el futuro que soñamos. Y con su memoria, permitirnos las audacias que, a veces, se adormecen en el olvido.
ISABEL ÁVILA LLOPIS
Mercedaria Misionera de Bérriz, misionera en distintos países. Estudiosa de la vida y espiritualidad de Margarita Ma López de Maturana y de la transformación del Convento mercedario de clausura en Instituto misionero. Casa de mayores de Madrid.
Para saber más:
ARCHIVO GENERAL DEL MONASTERIO DE BÉRRIZ, Monumenta Maturana, 15 vols. III. 1924.
LÓPEZ DE MATURANA, M. Ma, Viaje misionero alrededor del mundo"; Ángeles de las Misiones, Bérriz 1960.
AA. vv., Margarita María López de Maturana. Recopilación de cartas y escritos, Bérriz 1986.
LÓPEZ DE MATURANA, M. Ma, El porqué de una transformación, edición de T. POSTIGO e I. ÁVILA, Mercedarias Misioneras de Bérriz, Madrid 2006.
ZAMEZA, J, SI, Una virgen apóstol, Ángeles de las Misiones, Bérriz (Vizcaya) 1959.
LAMET, P. M, si, La Buena noticia de Margarita, Marsiega, Madrid 1997.
AA. vv. Gemelas en cuerpo y alma. Introducción y notas de M.C. LÓPEZ RAMOS, ccv, y L. FERNÁNDEZ VEGA, MMB, Ma
drid 1997.
I
Reflexión final
Mujeres ignacianas, ayer, hoy y mañana
J.ERMINADO el recorrido por esta galería de «mujeres ignacianas», nos sentamos a comentar e intercambiar sobre lo que hemos contemplado y lo que, en contacto y comunicación con ellas, hemos sentido, para luego mirar desde ahí nuestro presente y nuestro futuro.
Hemos visto diez mujeres inmensamente agraciadas por Dios, parecidas a otras muchas posibles. Nada de exclusivo o excepcional en cada una de ellas, que no se hubiera podido encontrar en otras. De procedencias geográficas distintas y de extracciones sociales también diferentes. Todas europeas; las más antiguas, una inglesa y tres francesas, y las otras, las más recientes, todas españolas. Doscientos años de historia separan a éstas últimas de aquellas. Todas ellas, hijas de su tiempo y marcadas por su ambiente social y familiar. Entre ellas hay algunas aristócratas (Juana de Leston-nac) o de la nobleza rural (Mary Ward); otras de la alta burguesía urbana (Claudina Thévenet) o de terratenientes acomodados (Rafaela Ma Porras); algunas, hijas de profesionales (Vicenta Ma López Vicuña) o funcionarios públicos (Dolores R. Sopeña), o procedentes de una clase media trabajadora (Margarita Ma López de Maturana) y de artesanos más o menos bien establecidos (Magdalena Sofía Barat, Bonifa-cia Rodríguez de Castro, Juana Josefa -Cándida María de Jesús- Cipitria y Barrióla). Todas ellas célibes de por vida,
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a excepción de Juana de Lestonnac, casada y madre de cinco hijos y después viuda. Todas, de familias fervientemente católicas, a excepción también de Juana de Lestonnac, cuya madre derivó al calvinismo. Algunas de alta cultura, y más, para su tiempo, otras de cultura normal para la época, con Juana Josefa Cipitria, de lengua materna vasca, que tuvo que aprender a leer y escribir en castellano tardíamente. A excepción de Mary Ward y Claudina Thévenet, que por las circunstancias políticas de sus países, tuvieron una vida, especialmente la infancia y juventud, muy agitada por persecuciones y violencias, incluso en el ámbito familiar, las demás tuvieron una vida apacible y normal en familia hasta que emprendieron sus propios caminos. En cuanto a su desarrollo humano personal, aparte de la repercusión de sus opciones religiosas en él, no se registran otras quiebras o rupturas traumáticas que lo hayan influido decisivamente.
De las peculiaridades personales de cada una de ellas habremos podido entrever algo, seguramente más de algo, a lo largo de la lectura, gracias a la calidad de los retratos que se nos han ofrecido de cada una. No descenderemos aquí a más particularidades.
El rumbo vital de todas estas mujeres -y esto es un rasgo común a todas ellas- ha estado marcado por la intensa acción de Dios en sus vidas y por su respuesta generosa a esa acción. Lo decisivo para todas ellas, concretado de maneras diversas, fue el afán de buscar y hallar la voluntad de Dios para sus vidas y entregarse a cumplirla con todo el corazón, con toda el alma y con todas sus energías, costara lo que costara. Dentro de la diversidad y peculiaridad de cada una en este aspecto fundamental, hay también algo muy significativo de común. Esa búsqueda de lo que Dios quería de ellas estuvo estrecha e inseparablemente entrelazada con la búsqueda del modo mejor de responder a las necesidades más apremiantes de las personas con las que se encontraban en la vida y a las que fueron vivamente sensibles, para remediarlas; necesidades materiales de diverso orden, pero
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siempre leídas e interpretadas como necesidades de desarrollo y plenitud personal, de encuentro con el Dios de cada vida y de cada persona. La necesidad más común a que se sintieron llamadas a responder fue la necesidad de instrucción, educación y formación y promoción humana de la mujer joven, en un horizonte de contribución a esa humanización plena de la persona, según su condición de hijo/hija de Dios. En algunos casos (Dolores R. Sopeña) esta intención de poner a la persona -y no sólo a la joven- en contacto con Dios, podría verse quizá con mayor claridad, aunque tampoco siempre, en el primer plano. En otro (Bonifacia Rodríguez), la intención de cristianizar la vida y el trabajo manual, a la luz y ejemplo del Taller de Nazaret era la única aspiración. En otro (Margarita Ma López de Maturana) el deseo ardiente de llevar el conocimiento de Dios a quienes nunca habían oído hablar de él. En todas, el afán predominante y determinante de toda su actividad, fuera ésta la que fuera, era llevar a las personas al encuentro vivo y personal con Dios, su Creador y Padre.
Pero, ya en el arranque de esta búsqueda, todas estas mujeres habían sido encontradas por Dios en lo más hondo de su ser. Sorprende fuertemente ver cómo todas ellas, cada una en su forma y por su camino, habían sido ya profundamente tocadas por Dios en momentos muy tempranos con un deseo o una decisión de entrega total y exclusiva a él, previa a todo lo demás, que, aunque indefinida en su concreción última, tenía ya la fuerza suficiente para marcar el rumbo de sus vidas y ponerlas en movimiento. Para Juana de Lestonnac sería «este fuego sagrado que he encendido en tu corazón y que ahora te lleva con tanto ardor a mi servicio». Mary Ward dirá, «Dios infundió en mí un deseo tal de no amar nada fuera de él, que no recuerdo haber tenido nunca ni la mínima inclinación contraria», y la aspiración central de su vida desde muy pronto era «to be wholly God's» (pertenecer completamente a Dios). A Claudina Thévenet la visión de la muerte cruel de sus dos hermanos en el furor per-
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secutorio de El Terror, y la carta de perdón total de los enemigos, escrita por ellos, le marca ya en su primera juventud su trayectoria de servicio ilimitado al prójimo en las más diversas formas. Magdalena Sofía Barat, de muy niña, «de una sola cosa estaba segura: sería carmelita», como la forma entonces entrevista por ella de vivir sólo para Dios. Bonifacia Rodríguez, es profundamente religiosa, orante y apóstol, siempre dispuesta a servir, y siente, también desde niña, la llamada de Dios a consagrarse en la vida contemplativa, la única forma de vida religiosa que conocía. Cándida María de Jesús, cuando todavía no tiene nueve años, en la Parroquia de Santa María de Tolosa, delante del altar de san Ignacio que sostiene en su mano las Constituciones de la Compañía de Jesús, ora desde lo hondo de su corazón: «Santo mío, yo quiero hacer lo que dice ese libro»; y, más tarde, ante la propuesta de un buen matrimonio, que le hace su padre, cuando acaba de cumplir los 18 años, responde serena y simplemente: «Yo, sólo para Dios». En Vicenta Ma López Vicuña la dimensión apostólica de su fe cristiana crece con ella como algo connatural a su manera de ser, en el seno mismo de la familia; y, cuando sus padres le sugieren también la posibilidad de un matrimonio acorde con su posición social, responde con absoluta naturalidad: «Ni con un rey ni con un santo». Dolores R. Sopeña, desde muy pronto y medio sin saber cómo y por qué, empieza a visitar y socorrer a pobres y enfermos, reuniéndolos en medio de la calle y hablándo-les de Dios». A Rafaela Ma Porras, que, a sus quince años había hecho voto de castidad, la repentina muerte de su madre, cuando ella tenía diecinueve, le proporcionó una extraordinaria experiencia de Dios, como un abrir los ojos y un ver todas las cosas nuevas, como le ocurriera un día a Ignacio mientras miraba el correr del agua a orillas del Cardoner; la luz, que desde niña venía alumbrando su camino, le marcó un sendero definitivo de entrega a los demás. De Margarita Ma López de Maturana se nos dice que «Dios entra en su vida desde niña», y, siendo aún colegiala en Berriz, hace
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voto de castidad y con otras dos colegialas escribe una carta a la Virgen suplicándole que en ese año les conceda entrar allí para hacerse religiosas. Son todas ellas mujeres, casi niñas todavía, en las que Dios había empezado a trabajar muy pronto y muy a fondo, preparándolas, sin que ellas supieran para qué, aunque él sí lo sabía; el protagonista de sus vidas era Dios. Y así, cada una por su camino, bien diferentes unos de otros, fueron entrando en la vida adulta con esta semilla que él había sembrado secretamente en sus corazones.
Quedaba todavía para todas mucho por aclarar y precisar. Pero parece que también ellas, como se había dicho de san Ignacio, no se anticipaban al Espíritu, sino que lo seguían; porque no tenían un plan concreto de vida propio, sino que iban buscando el que Dios tenía sobre ellas. Y, como Dios efectivamente lo tenía, se lo fue poniendo a mano poco a poco, sin que faltaran de parte de ellas oraciones intensas, ayunos y penitencias, en busca de la luz. Mary Ward, de modo humanamente inexplicable, en la oscuridad de su búsqueda, «oyó» interiormente que el Señor mismo le decía: «toma lo mismo de la Compañía». Las demás, a excepción de Clau-dina Thévenet y Magdalena Sofía Barat, tuvieron la oportunidad de encontrarse con algún jesuíta, al menos como confesor y director espiritual, que las fueron acompañando en su discernimiento personal y sobre el proyecto fundacional de sus respectivos institutos. En algunos casos el encuentro se limitó a esto (Vicenta Ma López Vicuña). Algo parecido, aunque con proyección colectiva sobre la comunidad ya existente, fue el acompañamiento de diversos jesuítas a Margarita María y sus Mercedarias de Bérriz en su transformación de monasterio autónomo en instituto misionero de derecho pontificio. Rafaela Ma Porras contó siempre con un buen número jesuítas, además de otros sacerdotes, como guías y tutores. Otras veces los jesuítas acompañantes fueron, diríamos hoy, más «directivos», aunque siempre respetuosos: así Francisco Butiñá con Bonifacia Rodríguez. Hubo ocasiones, en que acompañante y acompañada se
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sintieron iluminados por Dios, cada uno por separado, hacia una coincidencia de propósitos: así Juan de Bordes y Juana Lestonnac y Miguel Herranz con Cándida Ma de Jesús, y en algún modo también López Soldado, en el momento final, con Dolores R. Sopeña. Todos ellos, de distinta manera y en grado también diverso, las ayudaron también a redactar Constituciones y Reglas de cuño netamente ignaciano, conforme a su deseo, como garantía de concordancia con lo que habían encontrado en su discernimiento. No hay indicio alguno de que entre los jesuítas hubiera como una consigna común de dedicarse a buscar, descubrir y promover «mujeres ignacianas», y menos para que fueran fundadoras de institutos religiosos. Más bien, lo contrario. La experiencia del propio Ignacio no fue muy feliz en este punto y, por lo que se refiere a incorporarlas a la Compañía, llegó a la conclusión absolutamente negativa, procurando la expresa prohibición pontificia de hacerlo, para no caer en la tentación ni en el tiempo de su vida ni en el futuro. Por otra parte, debiendo los jesuitas estar siempre dispuestos a ser movidos de un lugar a otro en busca del mayor servicio de Dios, dispuso que «no deben tomar cura de almas, ni menos de mujeres religiosas o de otras cualesquiera para confesarlas de ordinario o regirlas»; prohibición que, en lo que se refiere a religiosas, se mantiene literalmente en la Compañía de Jesús en nuestros días y ha sido confirmada hace poco tiempo. El encuentro de esos jesuitas con las «ignacianas» tuvo lugar siempre en el marco de su actividad pastoral ordinaria, en el confesonario, en el acompañamiento de los Ejercicios, en la dirección espiritual o en la práctica del ministerio, tan ignaciano, de «conversar con los prójimos para su provecho espiritual».
Los casos de Magdalena Sofía Barat y Claudina Thevé-net, fueron, como he anunciado, enteramente singulares. Las dos vivieron en el período en que la Compañía de Jesús estaba canónicamente suprimida, y ninguna de ellas trató personalmente con jesuitas en su discernimiento. A Magdalena Sofía el «espíritu de san Ignacio», a que ella alude frecuen-
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temente en sus escritos, le llegó por medio de los «Padres de la Fe» (Congregación de sacerdotes, fusionada de otras dos anteriores, dedicados principalmente a promover la devoción al Corazón de Jesús, que se proponían suplir la ausencia de los jesuitas suprimidos y alentaban el deseo de incorporarse a ellos cuando fueran restaurados). Llama la atención la fina comprensión del espíritu ignaciano y la estrecha identificación con él, lograda por Magdalena Sofía por ese cauce. Lo de Claudina Thévenet fue en ese aspecto todavía, en algún modo, más sorprendente. Fue el influjo, principalmente, del abate André Coindre, fundador de los Hermanos del Sagrado Corazón, que llegó a la espiritualidad ignaciana también por medio de los «Padres de la Fe», y de otros sacerdotes, y el campo abonado de antes por la acción pastoral de los jesuitas en la región de Lyon, lo que la puso en contacto con aquélla.
Sin llegar al extremo de Mary Ward, y en su tanto al de Bonifacia Rodríguez, no faltaron a estas mujeres serios obstáculos, aun por parte de la autoridad eclesiástica, para llevar a cabo sus respectivos proyectos fundacionales, precisamente por lo que tenían de ignaciano y, consiguientemente de novedoso y opuesto al modelo de vida religiosa femenina tradicional, establecido entonces en la Iglesia. Pero tampoco faltaron en ninguna de ellas la convicción, la audacia y la tenacidad para defender ante cualquier instancia humana, sin ceder en nada, lo que habían visto ser la voluntad de Dios. Gracias a ellas se instauraba en la Iglesia un nuevo modelo de vida religiosa femenina, no ligada a la clausura papal, ni dependiente de otra orden masculina ni de los obispos, dedicada por igual a la contemplación y a la acción apostólica.
Casos hubo también, algunos tan clamorosos como los de Bonifacia Rodríguez y Rafaela Porras, en los que las fundadoras fueron reducidas a la marginación y exclusión más humillante y dolorosa, incluso de por vida, en sus propios institutos. Hubo otros más benignos y pasajeros (Juana de
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Lestonnac y Dolores R. Sopeña). El ejemplo de humildad, paciencia e identificación con Cristo excluido y humillado que dieron estas mujeres, es, quizá el legado más valioso dejado a sus seguidoras.
Un toque final que caracteriza a estas mujeres, y que ellas imprimen en sus fundaciones y transmiten a sus herederas es la intensa nota mañana que incorporan a su «igna-cianidad», tomando fervientemente a María como modelo y protectora de su forma de seguimiento de Jesús en sus proyectos de vida religiosa y de su acción apostólica.
Estas son las mujeres que hemos contemplado en la galería que el libro presenta. Mujeres admirables, de talla humana y espiritual excepcional, don inestimable de Dios, que hicieron con su vida y su obra aportaciones de extraordinario valor para el bien de la humanidad y de la Iglesia. Sólo Dios podrá apreciarlas en su justo valor. A partir de ellas, sus sucesoras, a lo largo de años y siglos se fueron multiplicando y «repartiendo» (voz de neto sabor apostólico ignaciano) por el mundo entero, anunciando el nombre de Dios por todas partes y en muy diversas lenguas, dándose por entero y ayudando y sirviendo con todo cuanto eran y tenían. Aquellas eran las «mujeres ignacianas» de ayer y sus seguidoras han ido siendo sucesivamente, en cada momento, las «mujeres ignacianas» de cada hoy, adaptándose y respondiendo con generosidad y fidelidad creativa a las nuevas situaciones y exigencias de los tiempos, como cada una de las semblanzas trata de expresar en su parte final. Es obligado reconocer, «ponderando con mucho afecto» el inmenso don hecho por Dios a su Iglesia y al mundo entero, por medio de estas familias religiosas, retoños del tronco ignaciano, que han sido y están siendo ricas reservas de virtud y de vigor apostólico y entrega generosa.
¿«Mujeres ignacianas» también para mañana? Una de las semblanzas del libro -¡sólo una!- confiesa al final, en referencia al estado actual de su instituto: «Junto a nuevas fundaciones (Haití, Moscú, Indonesia...), vivimos en otros lu-
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gares situaciones de fragilidad, envejecimiento y pérdidas», sin que ello sea obstáculo para poder añadir: «Tratando, sobre todo, de vivir atentas al latido del Corazón de Dios en el corazón del mundo». Probablemente todas podrían haber dicho algo semejante; porque esa, o muy parecida, es la situación general que afecta a nuestros institutos en el momento presente. Entonces, ... ¿«mujeres ignacianas» también para mañana? Por una parte, creo que sería fácil coincidir en que serían tan necesarias y más que en los tiempos en que aparecieron. Las necesidades del anuncio creíble del Dios verdadero, que se ha ido eclipsando progresivamente en el horizonte de la humanidad, y de remedio de las carencias y sufrimientos humanos, nuevos dolores y nuevas pobrezas, mezcladas con extraordinarios avances en los ámbitos del conocimiento y del bienestar humano, desgraciadamente no son menores, ni mucho menos, que en tiempos pasados. El Santo Padre Benedicto XVI, bien consciente de ello, está llamando con insistencia a la Iglesia a realizar urgentemente una nueva evangelización, emprendiendo iniciativas nuevas para ello, destinadas a movilizar el mayor número posible de agentes dedicados a promoverla. El mismo Pontífice ha señalado lo natural que resulta que la evangelización y la iniciación a la fe estén acompañadas por una acción educativa desarrollada por la Iglesia como servicio al mundo. Esta tarea se ha de realizar en un momento y en un contexto cultural en el que cada forma de acción educativa aparece más crítica y difícil, hasta el punto de que el mismo Papa habla de «emergencia educativa», aludiendo a las dificultades cada vez mayores que hoy encuentra no solo la acción educativa cristiana, sino más en general toda acción educativa, dado que cada vez es más arduo transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un recto comportamiento. Esta es la difícil tarea no sólo de los padres, que ven reducida cada vez más la capacidad de influir en el proceso educativo de sus hijos, sino también de todos los agentes de la educación.
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«Mujeres ignacianas», como las que hemos visto y las que las han seguido, estarían llamadas a desempeñar hoy y en el futuro un papel importantísimo en ella, para bien del mundo y de la Iglesia, como lo habían hecho en el pasado. ¿Será esto posible? No falta, desde luego, el deseo ardiente de hacerlo. Pero los números, tan severamente escasos, de este tipo de mujeres en la actualidad y en un previsible futuro, junto con el envejecimiento de las generaciones mayores, dejarían la respuesta, al menos, en suspenso. Solamente si Dios lo quiere, como lo quiso en momentos anteriores, eso será posible; solamente así. Por ello, según nos enseñaba san Ignacio ante la perspectiva del futuro de la Compañía de Jesús, «es menester en él sólo poner la esperanza de que él haya de conservar y llevar adelante lo que se dignó comenzar para su servicio y alabanza y ayuda de las almas». Y conforme a esta esperanza..., -siguiendo la enseñanza y el modo de actuar del mismo Ignacio-, poner de nuestra parte todos los medios, naturales y sobrenaturales a nuestro alcance, «como si de ellos dependiera el resultado, y de tal manera confiar en Dios y en su providencia, como si todos los otros medios humanos no fueran de algún efecto». En la convicción de que, tratándose de Dios, «la esperanza no defrauda», porque él es el Señor de nuestros destinos y de los de toda la humanidad, y también de los modos y medios de llevarlos a su cumplimiento. A nosotros nos bastaría, como a «siervos inútiles» (Le 17,10) que somos, haber cumplido y estar siempre dispuestos a cumplir nuestro deber; lo demás está en sus manos, y de ello es él quien, a su modo, se encargará. ¿Cómo? Sólo él lo sabe, y no nos queda más que acatar con confianza e ilusión sus misteriosos designios. Porque, «¿quién conoce la mente del Señor?, ¿quién fue su consejero?» (Rm 11,34).
URBANO VALERO, SJ