Mundos creados I -...

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MUNDOS CREADOS I Thomas D. Clareson (recopilador)

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MUNDOSCREADOS I

Thomas D. Clareson(recopilador)

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Thomas D. Clareson

Título original: A spectrum of worldsTraducción: Mirta Rosemberg©1972 By Thomas D. Clareson©1979 Ediciones LidiunFlorida 336 - Buenos AiresEdición digital: Cixtus/SadracR6 08/02

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ÍNDICE

La cosa maldita, Ambrose Bierce (1893)Los depredadores del mar, Herbert Wells (1896)El rojo, Jack London (1916)El hombre de metal, Jack Williamson (1928)Junto a las aguas de Babilonia, Stephen Benét (1937)Tendencias, Isaac Asimov (1939)Lejano Centauro, A. E. Van Vogt (1944)

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LA COSA MALDITAAmbrose Bierce

I. No siempre se come lo que hay sobre la mesa

A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombreleía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas, muy ajado; y la escritura no era,aparentemente, muy legible, porque de tanto en tanto el hombre acercaba la página a lallama de la vela para que la luz cayera con más intensidad sobre ella. Entonces, lasombra del libro oscurecía la mitad del cuarto, ensombreciendo varios rostros y figuras;pues había ocho hombres presentes además del lector. Siete de los ocho estabansentados contra las rústicas paredes de troncos, silenciosos, inmóviles y, como el cuartoera pequeño, no muy lejos de la mesa. Extendiendo un brazo, cualquiera de ellos podríahaber tocado al octavo hombre, que yacía sobre la mesa boca arriba, parcialmentecubierto por una sábana, con los brazos al costado. Estaba muerto.

El hombre que tenía el libro no leía en voz alta, y nadie hablaba; todos parecíanesperar que ocurriera algo; solo el hombre muerto no estaba expectante. De la absolutaoscuridad —exterior— entraban, por la abertura de la ventana, todos los ruidos pocofamiliares de la noche en la espesura: la larga nota sin nombre de un coyote distante, elsilencioso pulso estremecido de los incansables insectos en los árboles; los extrañosgritos de los pájaros nocturnos, tan diferentes de los pájaros del día; el zumbido de losgrandes grillos disparatados y todos los misteriosos coros de pequeños sonidos que,cuando cesan, parecen haber sido oídos solo a medias, como si fueran conscientes de suindiscreción. Pero nadie de ese grupo advertía todo esto; sus miembros no erandemasiado adictos a interesarse inútilmente por cuestiones de poca importancia práctica;eso era evidente en cada línea de sus rudos rostros —evidente incluso a la amortiguadaluz de la única vela—. Obviamente. eran todos hombres de los alrededores, granjeros yleñadores.

La persona que leía era algo diferente; se hubiera dicho que era un hombre de mundo,elegante, si bien había en su atavío algo que condecía con los individuos del ambienteque lo rodeaba. Su chaqueta apenas si habría satisfecho los requisitos de San Francisco;su calzado no era de origen urbano, y el sombrero que estaba en el suelo junto a él (era elúnico que tenía la cabeza descubierta) tenía un aspecto tal que si alguien lo hubieraconsiderado un artículo de simple adorno personal, hubiera confundido su significado. Encuanto a su aspecto, el hombre era bastante simpático, con alguna traza de gravedad,aunque esta gravedad podría haberla asumido o cultivado, como algo apropiado a quienejercía cierta autoridad. Porque el hombre era médico forense. Era en virtud de su rangoque estaba en posesión del libro que leía; se lo había hallado entre los efectos del hombremuerto, en su cabaña, donde ahora se llevaba a cabo la encuesta.

Cuando el forense hubo terminado de leer, se guardó el libro en el bolsillo de lachaqueta. En ese momento se abrió la puerta y entró un hombre joven. Este, claramente,no era de origen ni educación montañesa: vestía como un habitante de la ciudad. Susropas, sin embargo, estaban polvorientas, como si hubiera viajado. Y en efecto habíacabalgado duramente para asistir a la encuesta.

El forense lo saludó con una inclinación de cabeza; ningún otro lo saludó.—Hemos estado esperándolo —dijo el forense— Es necesario que concluyamos este

asunto esta noche.El joven sonrió.—Lamento haberlos demorado —dijo—: Viajé, no para evadir su convocatoria, sino

para enviar a mi periódico el relato por el cual supongo que se me ha hecho regresar.

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El forense sonrió.—El relato que ha enviado a su periódico —dijo— difiere probablemente del que tendrá

que hacer aquí bajo juramento.—Eso —replicó el otro, bastante acalorado y sonrojándose visiblemente— será como

usted lo prefiera. Uso papel carbónico y tengo una copia de lo que envié. No estáredactado como una noticia, porque es increíble, sino como ficción. Puede servir comoparte de mi testimonio bajo juramento.

—Pero ha dicho que es increíble.—Eso no debe significar nada para usted, señor, si también juro que es cierto.El forense quedó un rato silencioso, con los ojos fijos en el suelo. Los hombres

ubicados contra las paredes de la cabaña hablaban en susurros; pero apenas si quitabanlos ojos del rostro del cadáver. El forense levantó la vista y dijo:

—Continuaremos la encuesta.Los hombres se quitaron el sombrero. El testigo juró.—¿Cuál es su nombre? —preguntó el forense.—William Harker.—¿Edad?—Veintisiete años.—¿Conocía al occiso, Hugh Morgan?—Sí.—¿Estaba con él cuando murió?—Cerca de él.—¿Cómo sucedió esto... su presencia, quiero decir?—Estaba visitándolo para cazar y pescar. Parte de mi propósito, sin embargo, era

estudiarlo, a él y a su extraño y solitario modo de vida. Parecía un buen modelo para unpersonaje de ficción. A veces escribo cuentos.

—A veces los leo.—Gracias.—Cuentos en general, no los suyos.Algunos de los miembros del jurado rieron. Contra un fondo sombrío, el humor brilla

con facilidad. Los soldados ríen fácilmente en los intervalos de la batalla, y una broma enla cámara mortuoria conquista por sorpresa.

—Relate las circunstancias de la muerte de este hombre —dijo el forense—. Puedeusar todas las notas o apuntes que desee.

El testigo comprendió. Extrajo un manuscrito del bolsillo de su chaqueta, lo aproximó ala luz de la vela y, volviendo las páginas hasta hallar el fragmento que deseaba, comenzóa leer.

II. Lo que puede suceder en un campo de avena silvestre

...Recién había salido el sol cuando nos alejamos de la casa. Íbamos en busca decodornices, cada uno con una escopeta, pero solo teníamos un perro. Morgan dijo que lamejor zona estaba del otro lado de una cierta loma que me señaló, y que cruzamos por unsendero que atravesaba el chaparral. Del otro lado, el suelo era prácticamente nivelado, yestaba completamente cubierto de avena salvaje. Cuando salimos del chaparral, Morganme llevaba unos pocos metros de ventaja. De repente escuchamos, a poca distancia anuestra derecha, casi enfrente de nosotros, un ruido semejante al de un animal queavanzara entre los arbustos, los que según pudimos ver, se agitaban con violencia.

»—Hemos espantado a un ciervo —dije—. Querría que hubiéramos traído el rifle.»Morgan, que se había detenido y miraba intensamente el agitado chaparral, no dijo

nada; pero amartilló ambos cañones de la escopeta y la sostuvo en posición de apuntar.

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Me pareció ligeramente excitado, lo que me sorprendió, pues tenía la reputación de serexcepcionalmente frío, aun en situaciones de repentino e inminente peligro.

»—Oh, vamos —dije—. No irá a llenar a ese ciervo de perdigones, ¿no es cierto?»Sin embargo, no replicó; pero cuando pude ver su rostro, ligeramente vuelto hacia mí,

me sorprendió la intensidad de su mirada. Entonces comprendí que teníamos entremanos un asunto serio, y mi primera conjetura fue que habríamos «levantado» a un osogris. Me adelanté junto a Morgan, amartillando mi arma al mismo tiempo.

»Los arbustos se habían aquietado, y los ruidos habían cesado, pero Morgan miraba ellugar con la misma intensidad que antes.

»—¿Qué es? ¿Qué demonios es? —pregunté.»—¡Es esa Cosa Maldita! —replicó sin volver la cabeza. Su voz era ronca y poco

natural. Temblaba visiblemente.»Yo estaba a punto de seguir hablando cuando vi que los tallos de la avena silvestre

que estaban más próximos al lugar de la conmoción se movían del modo másinexplicable. Apenas si puedo describirlo. Parecían como agitados por una ráfaga deviento, que no solo los inclinaba, sino que los torcía: los aplastaba de tal modo que nopodían enderezarse; y este movimiento se prolongaba lentamente en derechura hacianosotros.

»Nada que haya visto antes me ha afectado tan extrañamente como este desconocidoe inenarrable fenómeno, y sin embargo soy incapaz de recordar ningún sentimiento detemor. Recuerdo —y lo digo ahora porque, por extraño que parezca, también lo recordéentonces— que una vez, mirando descuidadamente a través de una ventana abierta,confundí por un momento un pequeño árbol cercano con uno de un grupo de árboles másgrandes que se hallaban un poco más alejados. Parecía del mismo tamaño que los otros,pero como su volumen y detalles estaban más clara y nítidamente definidos, no parecíaarmonizar con los demás. Era una simple falsificación de la ley de la perspectiva aérea,pero me alarmó, me aterrorizó casi. Tanto confiamos en el ordenado funcionamiento delas leyes naturales conocidas, que cualquier aparente suspensión de ellas se adviertecomo una amenaza a nuestra seguridad, un aviso de una calamidad inconcebible. Delmismo modo, el infundado movimiento de las malezas y la lenta, directa aproximación dela línea de la conmoción eran claramente inquietantes. Mi compañero parecía en verdadatemorizado, y apenas si pude dar crédito a mis ojos al ver que... ¡de repente se llevaba elarma al hombro y descargaba ambos cañones sobre el grano agitado! Antes de que sedisipara el humo de la descarga oí un grito agudo y salvaje —un alarido como el de unanimal salvaje— y arrojando su arma al suelo, Morgan dio un salto y se alejó velozmentedel lugar. En el mismo instante fui arrojado al suelo con violencia por el impacto de algoinvisible a causa del humo, una sustancia suave y pesada que parecía lanzarse sobre mícon gran fuerza.

»Antes de que pudiera ponerme de pie y recobrar mi arma, que parecía haberme sidoarrebatada de las manos, oí que Morgan gritaba como en agonía mortal, y, mezclándosecon sus gritos se oían unos ruidos tan broncos y salvajes como los de los perrospeleando. Inexpresablemente aterrorizado, luché por ponerme de pié y miré en direcciónhacia donde había huido Morgan; ¡y que la Misericordia Divina me guarde de otra visióncomo ésa! A menos de treinta metros de distancia estaba mi amigo, con una rodilla sobreel suelo, la cabeza torcida hacia atrás en un ángulo terrible, sin sombrero, con el largocabello en desorden, y con todo el cuerpo en violento movimiento, de lado a lado, de atrása adelante. Su brazo derecho estaba levantado y parecía carecer de mano —al menos, yono la veía—. El otro brazo era invisible. De tanto en tanto, ahora que mi memoria evocaesta extraordinaria escena, creo que podía discernir solo una parte de su cuerpo; eracomo si hubiera estado parcialmente borrado —no puedo expresarlo de otro modo—,luego un cambio de posición volvía a hacerlo íntegramente visible.

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»Todo esto debe de haber ocurrido en unos pocos segundos, aunque en ese lapsoMorgan asumió todas las posturas de un luchador vencido por un peso y una fuerzasuperior. No vi a nadie más que a él, y no siempre con claridad. Durante todo el incidentesus gritos y maldiciones se oían como envueltos por un tumulto de tales ruidos de ira yfuria como jamás he oído salir de la garganta de ningún hombre o bestia.

»Vacilé durante un momento, luego me lancé sobre mi arma y corrí en auxilio de miamigo. Creía vagamente que estaba sufriendo un ataque, o alguna forma de convulsión.Antes de que pudiera llegar a su lado ya estaba inmóvil, tendido. Todos los ruidos habíancesado, pero entonces volví a ver, con un terror tal como ni siquiera estos terriblesacontecimientos me lo habían inspirado, los misteriosos movimientos de la avenasilvestre, prolongándose desde la pisoteada zona que circundaba al hombre postradohasta la linde del bosque. Solo cuando el movimiento llegó al bosque pude sacarle losojos de encima y mirar a mi compañero. Estaba muerto.»

Ill. Aunque desnudo, un hombre puede estar en harapos

El forense se levantó de su silla; permaneció junto al hombre muerto. Alzó una puntade la sábana para retirarla, dejando expuesto el cuerpo entero, completamente desnudo,de color amarillo arcilloso bajo la luz de la vela. El cuerpo mostraba, no obstante, grandesmáculas de color negro azulado, obviamente originadas por la sangre extravasada comoconsecuencia de las contusiones. El pecho y los costados parecían como golpeados porun garrote. Mostraba horribles laceraciones: la piel estaba desgarrada en jirones ycolgajos.

El forense se desplazó hasta el otro extremo de la mesa y desató un pañuelo de sedaque sostenía la mandíbula y estaba atado sobre la cabeza. Al retirar el pañuelo, quedóexpuesto lo que había sido la garganta. Algunos de los jurados que se habían puesto depie para ver mejor se arrepintieron de su curiosidad y dieron vuelta la cara. El testigoHarker se dirigió a la ventana abierta y se reclinó en el alféizar, nauseoso y demudado. Elforense dejó caer el pañuelo sobre la garganta del muerto; se trasladó a un ángulo delcuarto; y extrajo una prenda tras otra de una pila de ropa, sosteniendo en alto cadaprenda durante un momento para que fuera inspeccionada. Todas estaban desgarradas yrígidas por la sangre seca. Los miembros del jurado no las inspeccionaron de cerca.Parecían bastante desinteresados. En realidad, ya habían visto todo eso antes; lo úniconuevo para ellos era el testimonio de Harker.

—Caballeros —dijo el forense— creo que no tenemos más evidencias. Ya se les haexplicado cuál es su deber; si no quieren preguntar nada pueden salir y considerar elveredicto.

El presidente del jurado, un hombre alto y barbado de sesenta años, rústicamenteataviado, se puso de pie.

—Quisiera hacer una pregunta, señor Forense —dijo—. ¿De qué asilo escapó suúltimo testigo?

—Señor Harker —dijo el forense grave y tranquilamente— ¿de qué asilo se haescapado últimamente?

Harker volvió a sonrojarse, pero no dijo nada, y los siete miembros del jurado sepusieron de pie y desfilaron con solemnidad para salir de la cabaña.

—Si han terminado de insultarme, señor —dijo Harker, tan pronto como él y elfuncionario quedaron solos con el muerto— ¿supongo que quedo en libertad de irme?

—Sí.Harker comenzó a retirarse, pero se detuvo, con la mano en el picaporte de la puerta.

El hábito de su profesión era fuerte en él —más fuerte que su sentimiento de dignidadpersonal—. Se volvió y dijo:

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—El libro que usted tiene allí... lo reconozco como al diario de Morgan. Usted parecíamuy interesado en él; lo leía mientras yo testificaba. ¿Puedo verlo? Al público legustaría...

—El libro no tiene ninguna relación con este asunto —replicó el funcionario, deslizandoel libro en el bolsillo de su chaqueta— todas las anotaciones fueron realizadas antes de lamuerte del autor.

Cuando Harker salió de la casa entraron otra vez los miembros del jurado, quienes seubicaron alrededor de la mesa, sobre la que el ahora cubierto cadáver se marcaba bajo lasábana con precisa definición. El presidente se sentó cerca de la vela, extrajo un lápiz yun pedazo de papel del bolsillo, y escribió laboriosamente el siguiente veredicto, quetodos los demás firmaron con diversos grados de esfuerzo:

«Nosotros, el jurado, hallamos que los restos encontraron la muerte a manos de unpuma, pero algunos de nosotros creemos, igualmente, que fue a causa de un ataque.»

IV. Una explicación desde la tumba

En el diario del fallecido Hugh Morgan hay ciertas anotaciones interesantes queposiblemente tengan —como sugerencias— algún valor científico. En la encuesta acercade su cadáver el libro no se exhibió como evidencia; tal vez el forense consideró que novalía la pena confundir al jurado. La fecha de la primera de las anotaciones mencionadasno puede asegurarse: la parte superior de la hoja está rasgada; la parte restante de laanotación sigue:

»...corría en semicírculo, con la cabeza siempre vuelta hacia el centro, y luego sedetenía otra vez, ladrando furiosamente. Finalmente se alejó por el breñal, corriendo agran velocidad. Al principio pensé que se habría vuelto loco, pero al regresar a la casa nodescubrí ninguna alteración en su conducta más que el obvio miedo al castigo.

»¿Puede un perro ver con el olfato? ¿Es que los olores afectan a algún centro cerebralcon las imágenes de la cosa que los emite?...

»Sept. 2.— Anoche, mirando las estrellas que se elevaban por sobre la cima de la lomaque se alza al este de la casa, observé cómo desaparecían sucesivamente, de izquierda aderecha. Cada una era eclipsada solo por un instante, y solo unas pocas al mismo tiempo,pero a lo largo de toda la loma se habían borrado las que estaban a uno o dos grados dela cima. Fue como si algo se hubiera interpuesto entre ellas y yo, pero yo no podía verqué era, y las estrellas no eran suficientes para definir su silueta. ¡Uf! No me gusta esto...»

Faltan las anotaciones de varias semanas, ya que tres hojas del libro han sidoarrancadas.

»Sept. 27.— Ha estado otra vez por aquí... todos los días encuentro pruebas de supresencia. Anoche volví a vigilar toda la noche desde el mismo escondite, arma en mano,y con los dos cañones cargados con perdigones grandes. En la mañana las huellasfrescas estaban allí, como antes. Sin embargo, hubiera jurado que no dormí —por ciertoque casi no duermo en absoluto—. ¡Es terrible, insoportable! Si estas asombrosasexperiencias son reales, me volveré loco; si son una fantasía, ya lo estoy.

»Oct. 3.— No me iré... no conseguirá echarme. No, esta es mi casa, mi tierra. Dios odiaa un cobarde...

»Oct. 5.— No lo tolero más; he invitado a Harker a pasar unas semanas conmigo; tieneuna mente equilibrada. Por su conducta puedo juzgar si me cree Ideo.

»Oct. 7.— Tengo la solución del misterio; se me ocurrió anoche, repentinamente, comouna revelación. ¡Qué simple... qué terriblemente simple!

»Hay sonidos que no podemos oír. A ambos extremos de la escala hay notas que nohacen vibrar ninguna cuerda de ese imperfecto instrumento, el oído humano. Sondemasiado agudos o demasiado graves. He observado a una bandada de mirlos posadaen la copa de un árbol —en las copas de varios árboles— y todos cantando al unísono.

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De repente —en un momento— absolutamente en el mismo instante, todos se lanzaron alaire y se alejaron volando. ¿Cómo? No podían verse unos a otros: las copas de losárboles los obstruían. No había un lugar desde el cual un líder pudiera ser visto por todos.Debe haber habido alguna señal de advertencia o una orden, más alta y aguda que elalboroto, pero que yo no pude oír. También he observado el mismo vuelo simultáneocuando todos estaban en silencio, no solo entre mirlos, sino entre otros pájaros:codornices, por ejemplo, muy separadas por los arbustos, e incluso desde lados opuestosde una colina.

»Los marinos saben que un cardumen de ballenas que retoza al sol en la superficie delocéano, a millas de distancia unas de otras, con la convexidad de la tierra entre ellas,pueden a veces sumergirse en el mismo instante, y perderse en la distancia en unmomento. La señal ha sonado —demasiado grave para el oído del marinero encaramadoal mástil y para sus camaradas de cubierta—, quienes sin embargo sienten su vibraciónen el barco, tal como las piedras de una catedral vibran con el bajo del órgano.

»Con los colores sucede lo mismo que con los sonidos. En cada extremo del espectrosolar el químico puede detectar lo que se conoce con el nombre de rayos «actínicos».Representan colores —colores integrales en la composición de la luz— imposibles dediscernir. El ojo humano es un instrumento imperfecto, abarca solo unos pocos octavos dela verdadera «escala cromática» No estoy loco; hay colores que no podemos ver.

«¡Y que Dios me ayude! ¡La Cosa Maldita es de un color así!»

LOS DEPREDADORES DEL MARH. G. Wells

1

Hasta el extraordinario acontecimiento de Sidmouth, la ciencia conocía sologenéricamente a la peculiar especie de los Haploteuthis ferox, y ese conocimiento sefundaba en un tentáculo semidigerido obtenido cerca de las Azores, y en un cuerpoputrefacto picoteado por los pájaros y mordido por los peces, hallado en 1896 por el señorJennings, cerca de Land's End.

Sin duda, no hay área de la ciencia biológica en la que estemos tan a oscuras como enla referida a los cefalópodos de las profundidades. Fue un simple accidente, por ejemplo,lo que originó que el Príncipe de Mónaco descubriera, en el verano de 1895, una docenade nuevas variedades; descubrimiento en el que se incluyó el tentáculo ya mencionado.Sucedió que unos cazadores de cachalotes mataron a una de estas bestias cerca deTerceira, y en sus últimos estertores, el cachalote casi embistió el yate del Príncipe, leerró, rodó debajo de él y murió a menos de veinte metros del timón. En su agonía,regurgitó una serie de grandes objetos que el Príncipe, percibiendo vagamente quepodrían ser extraños e importantes, pudo rescatar, gracias a una feliz ocurrencia antes deque se hundieran. Puso las hélices en marcha, manteniendo los objetos a flote en losremolinos que éstas creaban, hasta que pudo bajarse un bote. Y los especimenes erancefalópodos completos y fragmentos de cefalópodos, algunos de proporcionesgigantescas, ¡y casi todos desconocidos para la ciencia!

Parecería, por cierto, que estas grandes y ágiles criaturas de las profundidades delmar, tienen, en su gran mayoría, que seguir siendo desconocidas para nosotros, ya quebajo el agua eluden las redes, y solo se obtienen especimenes por accidentes taninfrecuentes y casuales como éste. En el caso del Haploteuthis ferox, por ejemplo, aúnseguimos ignorando por completo su hábitat, tal como ignoramos los hábitos de cría del

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arenque o las rutas marinas del salmón. Y los zoólogos son totalmente incapaces deexplicar su súbita aparición en nuestras costas. Probablemente se hayan elevado de lasprofundidades coaccionados por una migración causada por el hambre. Pero tal vez seamejor eludir discusiones necesariamente inconcluyentes, y abocarnos de inmediato anuestra narración.

El primer ser humano que vio a un Haploteuthis vivo —es decir, el primer ser humano,que sobrevivió, porque ya no puede haber dudas de que la ola de fatales ahogos yaccidentes de botes que se extendió por la costa de Cornwall y Devon a principios demayo se debió a esta causa— fue un comerciante de té retirado, de nombre Fison, que sealojaba en una casa de pensión de Sidmouth. Era de tarde, y caminaba por el sendero delos acantilados entre Sidmouth y Ladram Bay. En esta zona, los acantilados son muyelevados, pero en cierto lugar, sobre la roja cara de uno de ellos, se ha construido unaespecie de escalera. El señor Fison estaba aproximándose a ella, cuando algo, que alprincipio le pareció una bandada de pájaros luchando por un fragmento de comida querelucía de color blanco rosáceo bajo la luz del sol, le llamó la atención. Acababa de bajarla marea, y el objeto se hallaba no solo muy por debajo de él, sino también muy lejos, másallá de una estéril extensión de arrecifes rocosos cubiertos de algas y entremezclados conestanques donde brillaba plateada el agua que había dejado la marea. Y además, elseñor Fison estaba encandilado por el reflejo del agua que se extendía más allá.

Un minuto más tarde, cuando volvió a mirar, advirtió que su juicio era errado, pues porencima de la lucha volaban en círculo varios pájaros, grajos y gaviotas en su mayoría;estas últimas brillaban enceguecedoramente cuando el sol caía sobre sus alas, y lospájaros parecían diminutos comparados con el objeto que se debatía. Y su curiosidadaumentó, tal vez, al ver que su primera explicación había sido insuficiente.

Como no tenía otra cosa que hacer más que entretenerse, decidió que ese objeto,fuera lo que fuere, sería la meta de su caminata de esa tarde, en lugar de Ladram Bay,pensando que tal vez fuera alguna variedad de pez grande, varado en la playa por azar, yagitándose en su agonía. Y por lo tanto se apresuró a descender por la empinadaescalera, deteniéndose a intervalos de alrededor de nueve metros para recuperar elaliento y vigilar el misterioso movimiento. Al pie del acantilado se halló, por supuesto, máspróximo que antes de su objetivo; pero, por otra parte, éste aparecía ahora contra el cieloincandescente, bajo el sol, haciéndose confuso e indistinto. Lo que era rosáceo de élestaba ahora oculto tras un escollo de guijarros cubiertos de algas. Pero pudo percibir queestaba formado por siete cuerpos redondos, separados o conectados, y que los pájarosgraznaban y gritaban constantemente, pero parecían temerosos de acercarse demasiado.

El señor Fison, acuciado por la curiosidad, comenzó a abrirse paso por entre las rocasgastadas por las olas y, descubriendo que las algas que las cubrían densamente lasvolvían en extremo resbalosas, se detuvo, se despojó de sus zapatos y sus medias, y seenrolló los pantalones encima de las rodillas. Su propósito era, por supuesto, solo evitaruna caída en los estanques rocosos que lo rodeaban y tal vez se sintiera complacido,como todos los hombres, de tener una excusa para revivir, aunque fuera por un momento,las sensaciones de la infancia. De cualquier modo, es a esto, sin duda, a lo que el señorFison debe su vida.

Se aproximó a su meta con la absoluta seguridad que este país da a sus habitantespara enfrentarse a todas las formas de vida animal. Los cuerpos redondos se movían deun lado a otro, pero solo cuando el señor Fison hubo traspuesto el escollo de guijarrosque ya mencioné, advirtió la horrible naturaleza de su descubrimiento. Fue bastanterepentino.

Cuando llegó a la cima de la loma, los cuerpos redondos se separaron, mostrando queel objeto rosáceo era un cuerpo humano parcialmente devorado, aunque fue incapaz dedistinguir si era un hombre o una mujer. Y los cuerpos redondos eran unas criaturasdesconocidas y de aspecto terrible, de forma semejante a la de un pulpo, y con enormes

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tentáculos, muy largos y flexibles, que se enrollaban copiosamente sobre el suelo. La pielera de una textura reluciente, desagradable a la vista, como cuero lustrado. La curvaturainferior de la boca rodeada de tentáculos, la curiosa excrecencia de la curvatura, lostentáculos, y los grandes ojos inteligentes sugerían grotescamente un rostro. Su cuerpotenía el tamaño de un cerdo grande, y los tentáculos le parecieron de varios metros delongitud. Había, cree el señor Fison, al menos siete u ocho de estas criaturas. Veintemetros más allá, entre el oleaje de la marea que ahora ascendía, dos más emergían delmar.

Sus cuerpos yacían laxamente sobre las rocas, y sus ojos lo contemplaban conmaligno interés: pero aparentemente el señor Fison no tuvo miedo, o no advirtió queestaba en peligro. Probablemente, su confianza puede atribuirse a la lasitud de la actitudde esas criaturas. Pero estaba horrorizado, por supuesto, e intensamente excitado eindignado ante esas criaturas repelentes que devoraban carne humana. Pensó que sehabrían encontrado por azar con el cadáver de un ahogado. Les gritó, con la idea dealejarlas y, viendo que no se movían de su alrededor, recogió un pedrusco redondo y selo arrojó a una de ellas.

Y entonces, desenrollando lentamente sus tentáculos, todas empezaron a moversehacia él, reptando deliberadamente al principio, y ronroneando suavemente una a otra.

En un momento, el señor Fison advirtió que estaba en peligro. Gritó otra vez, arrojó susbotas y con un salto comenzó a alejarse. A veinte metros se detuvo y se volvió, juzgandolentas a las criaturas, y ¡mirad! ¡los tentáculos de la primera ya aparecían por encima dela loma sobre la que había estado parado!

Ante esto volvió a gritar, pero ya no era un grito de amenaza sino de temor, y comenzóa saltar, corriendo, resbalando, vadeando el desigual terreno que lo separaba de la playa.Repentinamente, los altos y rojos acantilados parecían muy distantes, y vio, como sifueran criaturas de otro mundo, a dos diminutos trabajadores ocupados en la reparación,de la escalera, que muy poco sospechaban la lucha por la vida que había comenzadodebajo de ellos. En un momento pudo oír que las criaturas chapoteaban en un estanque amenos de cuatro metros detrás de él, y otra vez resbaló y casi cayó.

Lo persiguieron hasta el pie de los acantilados y solo desistieron cuando llegó junto alos trabajadores al pie de la escalera que ascendía por la ladera. Los tres hombres lasapedrearon durante un rato, y luego se apresuraron a ascender hasta la cima delacantilado, tomando el sendero hasta Sidmouth, para conseguir ayuda y un bote, y pararescatar el cuerpo profanado de las garras de esas abominables criaturas.

2

Y, como si no hubiese pasado peligros suficientes ese día, el señor Fison salió con elbote para señalar el lugar exacto de su aventura.

Como había marea baja, necesitaron hacer un rodeo considerable para aproximarse allugar, y para cuando llegaron a la escalera, el cuerpo mutilado había desaparecido. Elagua ascendía ahora, sumergiendo una laja de piedra tras otra, y los cuatro hombres delbote —es decir los trabajadores, el botero y el señor Fison— traspasaron su atención delos puntos de referencia de la costa hacia el agua que se extendía por debajo de la quilla.

Al principio no pudieron ver otra cosa más que una oscura jungla de laminaria, y algúnpez que pasaba ocasionalmente como una saeta. Estaban ansiosos de aventura, yexpresaron libremente su disgusto. Pero de inmediato vieron a uno de los monstruos quenadaba hacia el mar, con un movimiento de giro que le sugirió al señor Fison el retorcidogiro de un globo cautivo. Casi de inmediato, las ondulantes hojas de laminaria se agitaronextraordinariamente, apartándose por un momento, y tres de las bestias se hicieronoscuramente visibles, luchando por lo que tal vez fuera un fragmento del hombre

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ahogado. En un momento, las oscuras cintas verde oliva habían vuelto a cubrir elcontorsionado grupo.

Ante eso, los cuatro hombres, grandemente excitados, comenzaron a gritar y a golpearel agua con los remos, y de inmediato vieron un tumultuoso movimiento entre las algas.Desistieron de ver con mayor claridad, y tan pronto como el agua se aquietó, les parecióadvertir que todo el fondo del mar, a través de las algas, estaba cubierto de ojos.

—¡Horribles cerdos! —gritó uno de los hombres— ¡Qué, hay docenas!En seguida, las cosas empezaron a elevarse en el agua que rodeaba a los hombres.

Desde entonces, el señor Fison ha descrito al escritor esta alarmante erupción surgida delondulante banco de laminaria. A él le pareció que duraba un tiempo considerable, pero esprobable que fuera un asunto de pocos segundos. Luego estas cosas se hicieron másgrandes hasta que el fondo del mar se perdió bajo sus formas entremezcladas, y la puntade los tentáculos se elevó aquí y allá por encima del oleaje.

Una de las criaturas se acercó audazmente al bote y, aferrándose de él con tres de sustentáculos prestos a succionar, lanzó otros cuatro por encima de la borda, como si tuvierala intención de hacer zozobrar el bote o encaramarse en él. De inmediato, el señor Fisontomó el bichero y, golpeando con furia los tentáculos, la obligó a desistir. Fue golpeado enla espalda y casi lanzado sobre la borda por el botero, quien estaba usando el remo pararesistir un ataque similar al otro costado del bote. Pero ante esto, los tentáculos de amboslados soltaron su presa de inmediato, se deslizaron fuera de la vista y chapotearon en elagua.

—Será mejor que salgamos de aquí —dijo el señor Fison, que temblaba con violencia.Se dirigió a la barra del timón, mientras que el botero y uno de los trabajadores sesentaban y comenzaban a remar. El otro trabajador permaneció a proa del bote, con elbichero, presto a golpear cualquier tentáculo que apareciera. Nada más parece habersedicho. El señor Fison había expresado el sentimiento común sin necesidad derectificación. De talante sombrío y temeroso, con rostros blancos y demudados, los cuatrohombres se dispusieron a escapar de la posición en que tan imprudentemente se habíancolocado.

Pero apenas si los remos llegaron a tocar el agua antes que fueran inmovilizados poroscuras y serpentinas sogas ahusadas, que también rodearon el timón; y otra vezvolvieron los tentáculos, reptando por los lados con un movimiento rizado. Los hombresasieron los remos y tiraron, pero era como tratar de mover un bote en una flotante balsade algas.

—¡Auxilio aquí! —gritó el botero, y el señor Fison y el segundo trabajador corrieron aañadir sus fuerzas al remo.

Luego el hombre del bichero —su nombre era Ewan, o Ewen— saltó con unamaldición, y comenzó a golpear hacia abajo, por encima de la borda, hacia el banco detentáculos que ahora se apiñaba contra el fondo del bote. Y, al mismo tiempo, ambosremeros se pusieron de pie para tratar de conseguir una oportunidad mejor de recobrarsus remos. El botero le entregó el suyo al señor Fison, quien se esforzódesesperadamente, en tanto el hombre sacaba una enorme navaja y, recostándose sobrela borda, comenzaba a acuchillar los brazos que brotaban del mango del remo.

El señor Fison, que se tambaleaba con el tembloroso balanceo del bote, con losdientes apretados, casi sin aliento, y las venas de la mano resaltándole mientras tiraba delremo, miró de repente hacia mar abierto. Y allí, a menos de cincuenta metros, había ungran bote que se encaminaba hacia ellos, con tres mujeres y un niño pequeño a bordo.Un botero remaba, y un hombrecito que tenía una cinta rosa en el sombrero, estaba aproa, saludándolos. Por un momento, por supuesto, el señor Fison pensó en ayuda, yluego pensó en el niño. Dejó entonces su remo, alzó ambos brazos en un gesto frenético,y gritó al grupo que se mantuviera alejado «¡en nombre de Dios!» Dice mucho de lamodestia y valor del señor Fison el hecho de que no parece advertir que haya habido

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nada de heroísmo en su actuación de ese momento. El remo que había soltado fueinmediatamente atraído hacia abajo, y luego reapareció flotando a veinte metros dedistancia.

En el mismo momento, el señor Fison sintió que el bote se inclinaba violentamente bajosus pies y un ronco grito, el prolongado grito de terror de Hill, el botero, hizo que olvidarapor completo el grupo de excursionistas. Se volvió y vio a Hill acuclillado junto a laagarradera delantera del remo, con el brazo derecho por encima de la borda, yfuertemente atraído hacia abajo. El botero emitió entonces una sucesión de agudos ycortos gritos:

—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!El señor Fison cree que debía haber estado acuchillando a los tentáculos por debajo de

la línea del agua cuando fue atrapado por ellos, pero, por supuesto, es imposible decircon certeza lo que pasó. El bote estaba levantado de un costado, de modo que la bordaestaba a diez centímetros del agua, y tanto Ewan como el otro trabajador golpeaban elagua con el bichero y el remo a ambos lados del brazo de Hill. Instintivamente, el señorFison se ubicó para equilibrar el peso.

Entonces Hill, quien era un hombre macizo y poderoso, hizo un esfuerzo desesperado,y se puso casi de pie. Alzó el brazo, por cierto, completamente fuera del agua. De élpendía una complicada maraña de lianas pardas; y los ojos de una de las bestias que loasían, se vieron momentáneamente en la superficie, brillando con fuerza y determinación.El bote se inclinó más y más, y el agua marrón verdosa se precipitó en cascada por unlado. Entonces Hill resbaló y cayó sobre sus costillas contra el costado, y su brazo y lamasa de tentáculos volvieron a chapotear en el agua. Hill rodó sobre la borda; una de susbotas golpeó al señor Fison en la rodilla, cuando este caballero se abalanzaba para asirlo,y en un momento más otros tentáculos se habían enrollado en su cintura y en su cuello, yluego de una convulsa y breve lucha, durante la que el bote estuvo a punto de zozobrar,Hill fue lanzado por encima de la borda. El bote se enderezó con un violento sacudón quecasi hace caer al señor Fison por el otro lado, ocultando de sus ojos la lucha acuática.

Se tambaleó durante un momento, tratando de recuperar el equilibrio, y mientras lohacía, advirtió que la lucha y la marea ascendente habían vuelto a llevarlos hasta lasrocas cubiertas de algas. A menos de cuatro metros, una laja de rocas aún se alzaba conrítmicos movimientos por encima del oleaje de la marea. En un momento, el señor Fisonasió el remo de Ewan, dio una poderosa palada y luego, dejándolo caer, corrió hacia laproa y saltó. Sintió que sus pies resbalaban sobre la roca y, con un esfuerzo frenético,saltó hacia otra masa más allá. Tropezó, cayó de rodillas, y volvió a levantarse.

—¡Cuidado! —gritó alguien, y un gran cuerpo parduzco lo golpeó. Uno de lostrabajadores lo había golpeado, sumergiéndolo en uno de los estanques, y mientrasdescendía oyó gritos ahogados, lejanos, que en ese momento creyó que provenían deHill. Luego se maravilló de la agudeza y variedad de la voz de Hill. Alguien saltó porencima de él, y una curva avalancha de agua espumosa se derramó encima de sucuerpo, y pasó. Se puso de pie chorreando agua y, sin mirar hacia el mar, corrió hacia lacosta con tanta rapidez como le permitió su terror. Ante él, sobre el liso espacio sembradode rocas, tropezaban los dos trabajadores uno doce metros por delante del otro.

Finalmente miró por encima del hombro y, viendo que no lo perseguían, se dio vuelta.Estaba atónito. Desde el momento en que los cefalópodos habían emergido del agua,había actuado con demasiada rapidez para comprender plenamente sus actos. Ahora leparecía que había salido repentinamente de un mal sueño.

Porque allí estaba el cielo, sin una nube y refulgiendo bajo el sol de la tarde, el marhinchado bajo su brillo despiadado, la suave espuma cremosa de la rompiente, y losbajos, largos, oscuros escollos de roca. El bote flotaba, derecho, elevándose y cayendosuavemente sobre el oleaje a casi doce metros de la costa. Hill y los monstruos, toda la

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tensión y el tumulto de esa despiadada lucha por la vida, se habían desvanecido como sino hubieran existido jamás.

El corazón del señor Fison golpeaba con violencia; latía hasta en la punta de susdedos, y respiraba profundamente.

Faltaba algo. Durante algunos segundos no pudo pensar con claridad qué era. Sol,cielo, mar, rocas... ¿qué era? Luego recordó el bote de los excursionistas. Habíadesaparecido. Se preguntó si no lo habría imaginado. Se volvió, y vio a los dostrabajadores de pie, juntos, bajo las elevadas masas de los altos acantilados rosados.Vaciló pensando si haría un último intento de salvar a Hill. Su excitación física parecióabandonarlo repentinamente, dejándolo indefenso y vacío. Se dirigió hacia la costa,tropezando y vadeando hacia sus dos compañeros.

Miró hacia atrás una vez más, y ahora había dos botes a flote, y el más distantecabeceaba torpemente, con el fondo hacia arriba.

3

Así fue como el Haploteuthis ferox hizo su aparición en la costa de Devonshire. Hastaahora, ésta ha sido su agresión más seria. El relato del señor Fison, junto con la ola deaccidentes de botes y bañistas a la que ya he aludido, y la ausencia de peces en lascostas de Socnish ese año señalan claramente la presencia de un cardumen de estosvoraces monstruos de las profundidades merodeando lentamente a lo largo de la línea dela marea, junto a la costa. Una migración de hambre ha sido sugerida, lo sé, como lacausa que los trajo hasta aquí; pero, por mi parte, prefiero creer en la teoría alternativa deHemsley. Hemsley sostiene que un cardumen o banco de estas criaturas puede haberseaficionado a la carne humana por accidente, cuando un barco zozobró entre ellas; y havagado en busca de carne humana fuera de su zona acostumbrada; yendo paralelamentea los barcos o siguiéndolos, ha llegado a nuestras costas en la estela del tráfico delAtlántico. Pero discutir los convincentes argumentos de Hemsley, admirablementeexplicados, estaría fuera de lugar aquí. Aparentemente, el apetito del cardumen fuesatisfecho por las once personas que atraparon —pues en la medida que puedeafirmarse, había diez personas en el segundo bote—, y por cierto que las criaturas nodieron más muestras de su presencia cerca de Sidmouth ese día. La costa entre Seaton yBudleigh Salterton fue patrullada toda esa tarde y esa noche por cuatro botes del ServicioPreventivo, tripulados por hombres armados con arpones y machetes, y a medida que lanoche avanzaba, un número de expediciones igualmente equipadas, organizadasprivadamente, se unieron a ellos. El señor Fison no tomó parte en ninguna de estasexpediciones. Alrededor de medianoche, se oyeron excitadas voces provenientes de unbote situado a unas dos millas al sudeste de Sidmouth, y se vio un farol que se agitaba deuna manera extraña, de lado a lado y de arriba abajo. Los botes más próximos seapresuraron a llegar hasta el sitio de la alarma. Los audaces ocupantes del bote, unmarinero, un cura y dos escolares, habían visto realmente cómo los monstruos pasabanpor debajo del bote. Aparentemente, las criaturas eran, como la mayoría de losorganismos de las profundidades, fosforescentes, y habían pasado flotando, a cinco piesde profundidad, como hechas de rayos de luna a través de la negrura del agua, con lostentáculos retraídos como si durmieran, girando y girando, y moviéndose lentamentehacia el sudeste en una formación cuneiforme.

Los tripulantes del bote relataron esto por gestos, en forma fragmentaria, ya queprimero se les acercó un bote y luego otro. Finalmente, una pequeña flota de ocho onueve botes se reunió a su alrededor, y de ella se elevó un tumulto, como la cháchara deun mercado, que quebró el silencio de la noche. Había muy poco ánimo para perseguir alcardumen, la gente no tenía armas ni experiencia para una cacería tan dudosa, y casiinmediatamente —puede ser que con alivio— los botes regresaron a la costa.

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Y ahora diremos lo que tal vez sea el hecho más admirable de toda esta asombrosaincursión. No tenemos la más ligera idea de los siguientes movimientos del cardumen, apesar de que toda la costa sudoeste estaba alerta. Pero puede, tal vez, ser significativoque un cachalote haya sido hallado en Sark el tres de junio. Dos semanas y tres díasdespués del incidente de Sidmouth, un Haploteuthis vivo llegó a la costa sobre las arenasde Calais. Estaba vivo, porque varios testigos vieron que sus tentáculos se movíanconvulsivamente. Pero es probable que estuviera agonizando. Un caballero llamadoPouchet consiguió un rifle y le disparó.

Esa fue la última aparición de un Haploteuthis vivo. No se vieron otros en las costasfrancesas. El 15 de junio, un cadáver, casi completo, fue llevado por el mar hasta la costa,cerca de Torquay, y pocos días más tarde, un bote de la estación Marina de Biología,dragando Plymouth, recogió un espécimen descompuesto, profundamente desgarrado poruna herida de machete. Cómo había hallado la muerte el aludido espécimen, es imposibledecir. Y el último día de junio, el señor Egbert Caine, un artista que se bañaba en Newlyn,alzó los brazos, gritó, y fue arrastrado bajo el agua. Un amigo que lo acompañaba no hizoningún intento de salvarlo, sino que nadó de inmediato hacia la costa. Este es el últimohecho para relatar acerca de esta extraordinaria incursión de las profundidades del mar.Si fue realmente la última de estas horribles criaturas es, hasta ahora, prematuro decirlo.Pero se cree, y ciertamente debe esperarse, que han retornado ahora, y para siempre, alas sombrías profundidades del mar, desde donde tan extraña y misteriosamente seelevaron.

EL ROJOJack London

¡Allí estaba! Bassett, mientras la controlaba con su reloj, comparó la abrupta liberaciónde sonido, con la trompeta de un arcángel. Los muros de las ciudades, meditó, bienpodían desmoronarse ante una intimación tan apremiante. Por milésima vez tratóvanamente de analizar la cualidad tonal de ese enorme repique que dominaba la tierrahasta mucho más allá de las plazas fuertes de las tribus vecinas. El desfiladeromontañoso donde se originaba resonó ante la ascendente marea del sonido, hasta quedesbordó e inundó la tierra y el cielo y el aire. Con la desenfrenada fantasía de un hombreenfermo, lo comparó al poderoso grito de algún Titán del Viejo Mundo, afligido por ladesdicha o la ira. Se elevó más y más, desafiante e inquisidor, con tal profundidad devolumen que parecía hecho para oídos situados más allá de los estrechos confines delsistema solar. También en él existía el clamor de una protesta, la que decía que no habíaoídos para oír y comprender su mensaje.

Esa era la fantasía del hombre enfermo. Aun así trató de analizar el sonido. Era sonorocomo el trueno, maduro como una campana de oro, tenue y delicado como el tañido deuna tensa cuerda de plata: no, no era nada de eso, ni una mezcla de eso. No habíapalabras ni símiles en su vocabulario ni en su experiencia con las cuales describir latotalidad de ese sonido.

Pasó el tiempo. Los minutos se hicieron cuartos de hora, y los cuartos de hora mediashoras, y el sonido aún persistía, siempre cambiando su impulso vocal inicial aunque sinrecibir nuevo impulso, esfumándose, ensombreciéndose, muriendo tan enormementecomo había llegado a la vida. Se trasformó en una confusión de inquietos bisbiseos ybalbuceos y colosales murmullos. Lentamente se retiró, sollozo a sollozo, al interior delenorme pecho que lo hubiera engendrado, hasta que gimoteó mortales susurros de ira eigualmente seductores susurros de deleite, luchando aún por ser oído, por trasmitir algún

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secreto cósmico, algún mensaje de infinito valor e importancia. Menguó hasta ser elfantasma de un sonido que había perdido su amenaza y su promesa, y se convirtió enalgo que pulsaba en la conciencia del hombre enfermo durante muchos minutos despuésde haber cesado. Cuando ya no pudo oírlo, Bassett miró su reloj. Una hora habíatrascurrido antes de que la trompeta del arcángel cayera en la nada tonal.

¿Era ésta, entonces, su torre oscura?—meditó Bassett, recordando su Browning ycontemplando sus manos esqueléticas y devastadas por la fiebre. Y la fantasía lo hizosonreír: Childe Roland llevándose un cuerno a los labios con un brazo tan debilitado comoel de él. ¿Habían pasado meses, o años —se preguntó— desde que oyera por primeravez aquella misteriosa llamada desde la playa de Rigmanu? No podía decirlo con certeza.La larga enfermedad había sido más larga. En la estimación consciente del tiempo, sabíaque habían sido meses, muchos; pero no había modo de calcular los intervalos de delirioy estupor. ¿Y cómo le iría al capitán Bateman, del barco esclavista Nari?, se preguntó; ¿yel compañero borracho del capitán Bateman, ya habría muerto de delirium tremens?

Bassett abandonó estas vanas especulaciones para dedicarse inútilmente a recordartodo lo que había ocurrido desde aquel día en la playa de Rigmanu, cuando escuchó elsonido por primera vez, y se internó en la jungla en pos de él. Sagawa había protestado.Aún podía verlo, con su extraña carita simiesca elocuente con el miedo, su espaldacargada con las cajas para especímenes, en las manos la red de cazar mariposas deBassett y la escopeta de naturalista, mientras trinaba en su inglés Beche de mer: «Yohombre demasiado asustado de ir a la maleza. Mal hombre muchacho demasiadosdetenidos en la maleza.»

Bassett sonrió tristemente ante el recuerdo. El pequeño muchacho de New Hanoverhabía tenido miedo, pero había demostrado serle fiel, siguiéndolo sin vacilar a la malezaen busca del sonido maravilloso. Nada de tronco de árbol ahuecado con fuego, eso,llamando a guerra a través de las profundidades de la jungla, había sido la conclusión deBassett. Su siguiente conclusión había sido errónea, es decir, había supuesto que lafuente o causa no podía estar a más de una hora de marcha y que estaría cómodamentede regreso para media tarde, cuando lo recogería el bote ballenero del Nari.

«Ese ruido del hombre grande no es bueno, todo el mismo diablo-diablo» habíasentenciado Sagawa. Y Sagawa había estado en lo cierto. ¿Acaso no lo habíandecapitado ese mismo día? Bassett se estremeció. Sin duda Sagawa también había sidocomido por el mal hombre muchacho demasiados detenidos en la maleza. Podía verlo, talcomo lo había visto por última vez, despojado de la escopeta y de todos los avíos denaturalista de su amo, tendido en la angosta senda en la que había sido decapitadoapenas un minuto antes. Sí, en un minuto había sucedido. Un minuto antes, Bassett,mirando para atrás, lo había visto caminar dificultosa y pacientemente bajo el peso de sucarga. Luego su propia preocupación lo sorprendió. Se miró los muñones cruelmentecicatrizados del primero y segundo dedo de su mano izquierda, luego se los frotó consuavidad en el hueco de la parte posterior del cráneo. Rápido como había sido el destellodel tomahawk de largo mango, él había sido lo suficientemente rápido como para ladear lacabeza y desviar parcialmente el golpe con su mano alzada. Dos dedos y una molestaherida en el cuero cabelludo fue el precio que pagó por su vida. Con uno de los caños desu escopeta calibre diez le había quitado la vida al bosquimano que casi lo había matado;con el otro caño había acribillado a los bosquimanos inclinados sobre Sagawa, y tuvo elplacer de saber que la mayor parte de la carga le había dado al que se alejó a los saltoscon la cabeza de Sagawa. Todo había ocurrido con la rapidez del relámpago. Solo él, elbosquimano muerto y lo que quedaba de Sagawa estaban en la angosta senda paracerdos. De la oscura jungla que se extendía a ambos lados no llegaba ningún roce demovimiento, ningún sonido de vida. Y había sufrido una evidente y horrible conmoción.Por primera vez en su vida había matado a un ser humano.

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Entonces había comenzado la cacería. Retrocedió por la senda de cerdos delante desus cazadores, que estaban entre él y la playa. No pudo adivinar cuántos eran. Por lo quevio de ellos, tanto podía haber uno como cien. Estaba seguro de que algunos de ellos sehabían encaminado a los árboles y habían viajado por la bóveda de la jungla; pero en elmejor de los casos solo había podido ver de reojo algún ocasional movimiento desombras. No podía oír ninguna cuerda de arco que se tensara a su alrededor, pero a cadarato, sin que él supiera de dónde provenían, pequeñas flechas pasaban susurrando a sulado, o se incrustaban en los troncos de los árboles y caían en el suelo junto a él. Teníanpunta de hueso y mango emplumado.

Una vez —y ahora, después de todo el tiempo trascurrido, rió gozosamente alrecordarlo— había detectado una sombra moviéndose por sobre su cabeza, que seaquietó instantáneamente cuando él miró hacia arriba. No pudo distinguir nada, pero,decidiendo arriesgarse, disparó contra ella una nutrida carga de calibre cinco. Chillandocomo un gato furioso, la sombra se estrelló entre helechos y orquídeas, hasta que cayó asus pies con un golpe seco, y aún chillando de furia y dolor hundió sus dientes humanosen la caña de sus rústicos borceguíes. El, por su parte, no permaneció ocioso, y con el pielibre había reducido a silencio el chillido. Tanto se había habituado Bassett al salvajismodesde entonces, que volvió a reír ante el gozo que le producía el recuerdo.

¡Qué noche había sido ésa! No era raro que hubiera acumulado tal variedad de fiebresvirulentas, pensó, mientras recordaba aquella insomne noche de tormentos, cuando ellatido de sus heridas no era nada comparado con la miríada de picaduras de mosquitos.No había habido medio de escapar de ellos, y no se había atrevido a encender unahoguera. Literalmente, habían bombeado en su cuerpo tanto veneno como para colmarlo,de modo que, al llegar el día, con los ojos cerrados por la hinchazón, había seguidoavanzando ciegamente, sin preocuparse demasiado de que su cabeza fuera cercenada, ysu osamenta siguiera a la de Sagawa en dirección a la hoguera. Veinticuatro horas lohabían trasformado en una ruina, de cuerpo y espíritu. Escasamente se había mantenidocuerdo, tan enloquecido estaba por la tremenda inoculación de veneno que había sufrido.Varias veces había disparado efectivamente su escopeta contra las sombras que loacechaban. Las picaduras de los insectos diurnos y de los jejenes se añadieron a sustormentos, en tanto que sus sangrantes heridas atraían bandadas de aborrecibles moscasque se posaban perezosamente sobre su piel, y que él debía espantar y aplastar.

Una vez, durante ese día, había oído nuevamente el maravilloso sonido,aparentemente más lejano, pero elevándose imperiosamente por encima de los tamboresde guerra de la jungla, que batían más cercanos. Allí había cometido su error. Pensandoque había pasado junto al sonido y que, en consecuencia, éste se hallaba entre él y laplaya de Rigmanu, había regresado en esa dirección, cuando en realidad se adentrabamás y más en el corazón de la isla inexplorada. Esa noche, arrastrándose entre lasretorcidas raíces de un banano, había dormido, exhausto, dejando que los mosquitoshicieran su voluntad con él.

Los días y las noches que siguieron eran tan vagos como pesadillas en su mente. Unade las visiones que recordaba con claridad era la de encontrarse repentinamente enmedio de una aldea de la jungla contemplando cómo los ancianos y los niños huían haciala selva. Todos huyeron menos uno. Cerca de él y desde arriba, provino un gemido comoel de un animal dolorido o aterrorizado, que lo sobresaltó. Y cuando miró hacia arriba lavio: una niña, o una joven, mejor dicho, colgada de un brazo bajo el abrasante sol. Tal vezhubiera estado colgada así durante días. Su lengua hinchada y prominente hacía pensarde ese modo. Aun con algo de vida, ella fijó en él sus ojos con gran terror. Más allá detoda ayuda, él decidió, al advertir la hinchazón de las piernas, que denotaba que lasarticulaciones habían sido aplastadas y los huesos fracturados. Resolvió, matarla, y allíterminaba la visión. No podía recordar si lo había hecho o no, como tampoco podíarecordar de qué modo había llegado a esa aldea o cómo había logrado alejarse de allí.

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Muchas escenas, deshilvanadas, iban y venían en la mente de Bassett mientrasrecordaba ese período de terribles vagabundeos. Recordó haber invadido otra aldea deuna docena de casas y haber echado a todos con su escopeta, a todos menos a un viejo,demasiado débil para huir, que lo había escupido y había gemido y refunfuñado mientrasél cavaba para abrir un horno de tierra y extraía de entre las piedras calientes un cerdoasado que esparcía un delicioso aroma a través de su envoltura de hojas verdes. En esemomento se apoderó de él un salvaje desenfreno. Después de haber satisfecho suhambre, listo para partir con un cuarto trasero del cerdo en la mano, Bassett habíaincendiado el techo de hojas de una choza con su lupa.

Pero marcada a fuego en lo más profundo de la mente de Bassett, estaba la jungla,húmeda y fétida. Realmente apestaba a maldad, y siempre estaba en penumbras. Muy detanto en tanto un rayo de sol penetraba su enmarañado techo de treinta metros de altura.Y bajo ese techo se extendía un aéreo limo de vegetación, un monstruoso y parasitariorezumadero de decadentes formas de vida que arraigaban en la muerte y vivían de lamuerte. Y él vagaba entre todo esto, siempre perseguido por las móviles sombras de losantropófagos, espectros del demonio que no se atrevían a enfrentarlo abiertamente peroque sabían que, tarde o temprano, se alimentarían de él. Bassett recordó que en esemomento, en los intervalos de lucidez, se había comparado a un toro herido perseguidopor coyotes de la llanura, demasiado cobardes para luchar con él por su carne, peroseguros de su inevitable fin, tras el cual se saciarían. Tal como los cuernos y lospoderosos cascos del búfalo mantenían alejados a los coyotes, así su escopeta alejaba aestos nativos de las Islas Salomón, a estas penumbrosas sombras de los bosquimanos dela isla de Guadalcanal.

Llegó el día de las praderas. Abruptamente, como hendida por la espada de Dios en lamano de Dios, la jungla terminó. El límite, perpendicular y tan negro como su infamia,medía treinta metros de arriba abajo. Y, comenzando en su borde, crecía la hierba: dulce,suave, tierna hierba de pastoreo que hubiera deleitado los ojos y las bestias de cualquierhombre y que se extendía y se extendía durante leguas y leguas de aterciopelado verdor,hasta el espinazo de la gran isla, la encumbrada cordillera que algún antiguo cataclismode la tierra había elevado, serrada e irregular pero aún indemne bajo las erosivas lluviastropicales. ¡Pero la hierba! Se había arrastrado unos doce metros sobre ella, habíaenterrado su rostro en ella, la había olido, y había caído en un acceso de llantoinvoluntario.

Y, mientras sollozaba, el maravilloso sonido había repicado, como si con repicar, habíapensado a menudo desde entonces, pudiera describirse adecuadamente un sonido tanvasto, tan conmovedoramente dulce. Era más dulce que cualquier otro sonido que hubieraescuchado. Era vasto, de una resonancia tan poderosa como si procediera de labroncínea garganta de algún monstruo. Y sin embargo lo llamaba a través de las leguas yleguas de sabana, y era como una bendición para su sufriente espíritu devastado por eldolor.

Recordó cómo había yacido sobre la hierba, con las mejillas mojadas pero ya sin llorar,escuchando el sonido y preguntándose cómo habría podido oírlo en la playa de Rigmanu.Alguna triquiñuela de las presiones y las corrientes de aire, reflexionó, era lo que habíapermitido que el sonido se difundiera tan lejos. Esas condiciones podrían no volver adarse en mil días o en diez mil, pero se habían dado justamente el día en que él habíadesembarcado del Nari para coleccionar especímenes durante varias horas. Buscabaespecialmente la famosa mariposa de la jungla, de un pie de largo de punta a punta de lasalas, tan aterciopelada y polvorienta por la ausencia de color como lo era el techo mismode la jungla, y que solo podía cazarse con una descarga de perdigones. Con estepropósito Sagawa llevaba su escopeta de calibre veinte.

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Había pasado dos días arrastrándose por ese cinturón herboso. Había sufrido mucho,pero la persecución había cesado en el límite de la selva. Y hubiera muerto de sed si unafuerte tormenta no lo hubiera revivido al segundo día.

Y luego llegó Balatta. Bajo la primera sombra, donde la sabana se rendía a la densajungla montañosa, él se había desplomado para morir. Al principio ella había chillado deplacer ante su impotencia, y estuvo a punto de destrozarle el cráneo con una gruesa ramadel bosque. Tal vez fuera su misma impotencia lo que la atrajo, y su curiosidad humana loque la hizo refrenarse. De todos modos, se refrenó, pues cuando él volvió a abrir los ojosante el inminente golpe, vio que ella lo estudiaba con atención. Los ojos azules y la blancapiel de él eran lo que le había asombrado en especial. Fríamente, ella se había agachadosobre sus nalgas, había escupido sobre un brazo de él, y con la punta de los dedos habíaraspado la capa de días y noches de inmundicia y jungla que empañaban la prístinablancura de su piel.

Y todo lo de ella lo había conmovido especialmente, aunque no había nada deconvencional en su aspecto. Se rió débilmente ante el recuerdo, porque ella había sidotan inocente de su apariencia como Eva antes de la aventura de la hoja de parra.Regordeta y esbelta al mismo tiempo, de miembros asimétricos, con músculos tensoscomo una soga, cubierta de suciedad desde la infancia, salvo por duchas casuales, lepareció, a sus ojos científicos, el prototipo de la mujer más fea que hubiera visto. Sussenos denunciaban al mismo tiempo su juventud y madurez; y su sexo se ponía demanifiesto por medio del único artículo de adorno que llevaba, esto es, una cola de cerdo,que atravesaba el agujero del lóbulo de su oreja izquierda. La cola había sido cortada tanrecientemente, que uno de sus extremos, en carne viva, aún goteaba sangre, que seendurecía sobre su hombro como otras tantas gotas del sebo de una vela. ¡Y su rostro!Un retorcido y marchito complejo de rasgos simiescos, perforados por las mongólicasventanas de la nariz, vueltas hacia arriba, abiertas hacia el cielo, por una boca que securvaba desde el enorme labio superior y se esfumaba precipitadamente en un mentónretraído, y por unos escrutadores ojos belicosos que parpadeaban como lo hacen los delos habitantes de la jaulas de los monos.

Ni siquiera el agua que le trajo en una hoja del bosque, ni la vieja y casi putrefactatajada de cerdo asado, pudieron redimir en lo más mínimo su grotesca fealdad. Despuésde haber comido débilmente durante un lapso, él cerró los ojos para no verla, aunque unay otra vez, ella lo obligaba a abrir los ojos para poder mirar su color azul. Entonces volvióel sonido. Su efecto sobre ella había sido asombroso. Se encogió ante él, escondiendo elrostro y gimiendo y balbuceando de temor. Pero después de una hora, cuando el sonidodejó de existir, Bassett cerró los ojos y se quedó dormido, mientras Balatta le espantabalas moscas.

Cuando despertó era de noche, y ella se había ido. Pero él advirtió que sus fuerzashabían regresado y, como para entonces ya estaba tan completamente inoculado delveneno de los mosquitos como para no sufrir más inflamaciones, cerró los ojos y durmiósin despertarse hasta la salida del sol. Un poco más tarde, Balatta había regresado,trayendo con ella a una media docena de mujeres quienes, a pesar de ser feas, no eranevidentemente tan feas como ella. Con su conducta, Balatta demostró que lo considerabasu propiedad, su descubrimiento, y el orgullo con que lo exhibía habría sido cómico de noestar en una situación tan desesperada. Más tarde, después de lo que para él había sidoun terrible viaje de muchas millas, cuando se desplomó frente a la casa del diablo-diablo ala sombra del árbol del pan, ella había demostrado tener ideas muy vitales acerca decómo retener su posesión de él. Ngurn, a quien Bassett conocería después como aldoctor, o sacerdote o médico diablo-diablo de la aldea, había querido su cabeza. Otros delos hombres que parloteaban y hacían muecas, todos desprovistos de ropas y de aspectotan bestial como Balatta, habían querido su cuerpo para asarlo en el horno. En esemomento él no había entendido su lengua, si con la palabra lengua pueden ser

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dignificados los toscos sonidos que emitían para representar ideas. Pero Bassett habíacomprendido completamente el tema del debate, en especial cuando los hombresapretaron y pellizcaron y palparon su carne, como si fuera un trozo en venta en elmostrador del carnicero.

Balatta estaba perdiendo el debate con rapidez cuando sucedió el accidente. Uno delos hombres, que examinaba con curiosidad la escopeta de Bassett, había conseguidoamartillarla y apretar el gatillo. El retroceso de la culata en el estómago del hombre nohabía sido el resultado más sanguinario, pues la descarga, a un metro de distancia, habíavolado la cabeza de uno de los polemistas.

Hasta Balatta se unió a la huida de los otros, y, antes de que regresaran, con sussentidos ya vacilantes por el siguiente ataque de fiebre, Bassett había recuperado laposesión de la escopeta. Tras lo cual, aunque sus dientes se entrechocaban por losescalofríos y sus ojos lacrimosos apenas si podían ver, se aferró a su desvanecienteconciencia hasta que pudo intimidar a los bosquimanos con las sencillas magias delcompás, el reloj, la lupa y los fósforos. Finalmente, acentuando debidamente lasolemnidad y el pavor, había matado un cerdo con su escopeta y se había desmayado deinmediato.

Bassett flexionó los músculos del brazo para comprobar qué fuerza residiría en sudebilidad, y se arrastró lento y tambaleante hasta ponerse de pie. Estabaimpresionantemente demacrado; sin embargo, durante las diversas convalecencias desus muchos meses de enfermedad, jamás había recuperado las fuerzas hasta este punto.Lo que temía era otra recaída como las que había experimentado con frecuencia. Sindrogas, sin siquiera quinina, había logrado sobrevivir a una combinación de malaria y delas más perniciosas y malignas fiebres tropicales. Pero, ¿continuaría resistiendo? Ese erasu eterno interrogante. Porque, como genuino científico que era, no moriría satisfechohasta no haber resuelto el secreto del sonido.

Apoyándose en una rama, se tambaleó unos metros hasta la casa del diablo-diablodonde la muerte y Ngurn reinaban en la oscuridad. La casa del diablo-diablo era, enopinión de Bassett, tan oscura y maloliente como la jungla. No obstante, allí estabausualmente su camarada e informador favorito, Ngurn, siempre ansioso de un rato deconversación, mientras se sentaba sobre las cenizas de la muerte y hacía girar conastucia bajo un lento humo las ahumadas cabezas que pendían de las vigas. Porque,durante los meses de conciencia de su larga enfermedad, Bassett había conseguidodominar las simplicidades psicológicas y las dificultades de la lengua de la tribu de Ngurny Balatta, y Gngngn —este último era el joven jefe débil mental gobernado por Ngurn yquien, según se murmuraba, era su hijo.

—¿Hablará hoy El Rojo? —preguntó Bassett, tan acostumbrado a la horripilanteocupación del viejo que incluso podía interesarse en los avances del proceso deahumado.

Con ojos de experto, Ngurn examinó la cabeza en la que estaba trabajando.—Pasarán diez días antes de que pueda decir «terminé» —dijo—. Jamás nadie ha

preparado cabezas como éstas.Bassett sonrió interiormente ante la reticencia del viejo para hablarle de El Rojo.

Siempre había sido así. Nunca, en ninguna oportunidad, Ngurn o cualquier otro miembrode la extraña tribu había divulgado ni el más mínimo indicio de las características físicasde El Rojo. El Rojo debía tener un físico, para poder emitir el maravilloso sonido, y aunquese lo llamaba El Rojo, Bassett no estaba seguro de que ése fuera su color. Sus acciones ypoderes sí eran rojos, por lo que Bassett había logrado colegir. Ngurn le había informadoque El Rojo no sólo era más bestialmente poderoso que los vecinos dioses tribales,siempre sediento de la roja sangre de los sacrificios humanos, sino que también losdioses vecinos habían sido sacrificados y atormentados ante él. Era el dios de unadocena de aldeas aliadas similares a ésta, que era el centro y el gobierno de la

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federación. A causa de El Rojo, muchas aldeas extrañas habían sido devastadas yarrasadas, y los prisioneros sacrificados a él. Eso sucedía ahora, y se extendía hasta losorígenes de la historia, relatado oralmente a través de las generaciones. Cuando él,Ngurn, era joven, las tribus que vivían más allá de la pradera, habían realizado unaincursión de guerra. Durante el contraataque, Ngurn y sus camaradas habían hechomuchos prisioneros. Contando a los niños solamente, más de cinco veintenas habían sidodesangrados ante El Rojo, y mucho, mucho más mujeres y hombres.

El Trueno era otro de los nombres con que Ngurn designaba a la misteriosa deidad.También lo llamaba a veces El Gran Exclamador, El de la Voz Divina, El de Garganta dePájaro, El de la Garganta tan Dulce como el Picaflor, El Cantor del Sol, y El Nacido en lasEstrellas.

¿Por qué El Nacido en las Estrellas? En vano Bassett interrogaba a Ngurn. De acuerdocon el viejo doctor diablo-diablo, El Rojo había existido siempre, tal como ahora, paracantar y atronar su voluntad sobre los hombres. Pero el padre de Ngurn, envuelto enputrefactas esteras y colgando aún encima de sus cabezas entre las ahumadas vigas dela casa diablo-diablo, había sostenido algo diferente. El fallecido sabio había afirmado queEl Rojo había llegado de la noche estrellada; si no ¿por qué —ese había sido suargumento— los viejos y! olvidados lo habrían llamado El Nacido en las Estrellas? Bassettno pudo ver nada convincente en ese argumento. Pero Ngurn afirmaba que durante todoslos largos años de su larga vida, en los que había mirado muchas veces la nocheestrellada, jamás había hallado una estrella en la pradera o en la jungla —y las habíabuscado—. Es verdad que había visto estrenas fugaces (esto había sido una respuestapara Bassett), pero también había contemplado la fosforescencia de los retoños de loshongos y de la carne putrefacta y de las luciérnagas en las noches oscuras, y las llamasde los incendios de los bosques y de los ardientes árboles de cera; sin embargo, ¿quéeran las llamas y las brasas cuando se habían consumido y abrasado y resplandecido?Respuesta: recuerdos, solo recuerdos, de cosas que habían dejado de ser, comorecuerdos de los apareamientos ya terminados, de fiestas olvidadas, de deseos que noeran más que los espectros del deseo, abrasantes, llameantes, ardientes, y sin embargoinconclusos en el logro y el contentamiento y la satisfacción. ¿Dónde estaba el apetito deayer? ¿La carne asada del cerdo al que la flecha del cazador había errado? ¿La doncella,muerta antes de que el joven la conociera?

Un recuerdo no era una estrella, era la respuesta de Ngurn. ¿Cómo podía ser unaestrella un recuerdo? Más aún, tras su larga vida, aún seguía observando que el cieloestaba inalterado. Jamás había advertido la ausencia de ninguna estrella de su lugarhabitual. Además, las estrellas eran fuego, y El Rojo no era fuego —esta última traicióninvoluntaria no significó nada para Bassett.

—¿Hablará mañana El Rojo?—preguntó. Ngurn se encogió de hombros como diciendo:«¿Quién sabe?»

—¿Y al otro día? ¿Y al día siguiente? —insistió Bassett.—Me gustaría ahumar tu cabeza —cambió de tema Ngurn—. Es diferente de las

demás. Ningún diablo-diablo tiene una cabeza como ésa. Además, la ahumaría bien. Mellevaría meses y meses. Las lunas pasarían una tras otra y el humo sería muy lento, y yomismo juntaría los materiales para producir el humo. La piel no se arrugaría. Sería tantersa como ahora.

Se puso de pie y tomó, de las oscuras vigas tiznadas por el ahumado de incontablescabezas, en donde el día no era más que una tiniebla, un paquete envuelto en esteras, ycomenzó a abrirlo.

—Es una cabeza como la tuya —dijo— pero muy mal ahumada.Bassett se había excitado ante la sugerencia de que era la cabeza de un hombre

blanco, pues hacía mucho que había aceptado que estos habitantes de la selva, quevivían en el mismo centro de la gran isla, jamás habían tenido contacto con hombres

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blancos. Por cierto que había descubierto que no conocían el casi universal inglés Bechede mer del sur del Pacífico Occidental. Ni tampoco tenían conocimiento del tabaco, ni dela pólvora. Tenían pocos y preciosos cuchillos hechos con flejes de hierro, y pocos y máspreciosos tomahawks, que él había supuesto que habían sido capturados en algunaguerra con los, bosquimanos de la jungla quienes, a su vez, los habrían conseguido de unmodo similar, de los buscadores de sal que bordeaban las playas coralíferas y que teníanocasionales contactos con los hombres blancos.

—Los hombres que viven en el exterior no saben curar cabezas —explicó Ngurn,mientras extraía de la estera una indudable cabeza de hombre blanco y la ponía enmanos de Bassett.

Era, sin dudarlo, vieja; el cabello rubio daba prueba de que era un hombre blanco.Podría haber jurado que había pertenecido a un inglés, y aun de mucho tiempo atrás ajuzgar por las doradas argollas que todavía atravesaban los marchitos lóbulos de lasorejas.

—Ahora bien, tu cabeza... —dijo el doctor diablo-diablo, comenzando con su tópicofavorito.

—Te diré qué haremos —interrumpió Bassett, conmocionado por una idea nueva—.Cuando muera te dejaré mi cabeza para que la ahumes, si, primero, me llevas a ver a ElRojo.

—Cuando estés muerto tendré tu cabeza de todos modos —dijo Ngurn, rechazando laproposición. Y agregó, con la brutal franqueza de los salvajes—: Además, no vivirásmucho tiempo. Ya casi eres un hombre muerto. Te debilitarás cada vez más. En pocosmeses te tendré girando y girando entre el humo. Es placentero, durante las largas tardes,hacer girar la cabeza de alguien a quien se ha conocido tan bien como yo te conozco a ti.Y te hablaré y te diré todos los secretos que tanto quieres conocer. Que ya no importarán,porque estarás muerto.

—Ngurn —amenazó Bassett, súbitamente furioso—. Sabes que el Hijo del Trueno en elHierro es mío (esto era una referencia a su todopoderosa y pavorosa escopeta). Puedomatarte en cualquier momento, y entonces no tendrás mi cabeza.

—Lo mismo la tendrá Gngngn, o alguno de mis compañeros —le aseguró Ngurn,complacido—. Y lo mismo girará y girará aquí entre el humo de la casa diablo-diablo.Cuanto más rápido me mates, tanto más rápido tu cabeza girará en el humo.

Y Bassett supo que había perdido la discusión.¿Qué era El Rojo?, se preguntó Bassett mil veces durante la semana siguiente, a

medida que se sentía más fuerte. ¿Qué era la fuente del maravilloso sonido? ¿Qué eraeste Cantor del Sol, este Nacido en las Estrellas, esta misteriosa deidad cuya conductaera tan bestial como la de las negras y rulientas y simiescas bestias humanas que loadoraban, y cuya argéntea y dulce y poderosísima canción de mando había oído durantetanto tiempo a la distancia que el tabú permitía?

Había fracasado en sobornar a Ngurn con el inevitable ahumado de su cabeza despuésde su muerte. Gngngn, imbécil y jefe como era, era demasiado imbécil y estabademasiado influido por Ngurn como para ser tomado en cuenta. Quedaba Balatta, quiendesde el momento en que lo había encontrado y había abierto sus ojos azules, haciendoasí recrudecer su grotesca fealdad femenina, había seguido siendo su adoradora. Era unamujer, y él sabía desde mucho tiempo atrás que el único modo de conseguir quetraicionara a su tribu era conquistando su corazón de mujer.

Bassett era un hombre remilgado. Jamás había logrado recobrarse del horror inicialcausado por la horripilancia femenina de Balatta. Ni siquiera en Inglaterra, en sus mejoresmomentos, se había sentido demasiado conmovido por el encanto femenino. Ahora, noobstante, con la resolución que solo un hombre capaz de martirizarse por la ciencia puedetener, procedió a violar todo el refinamiento y la delicadeza de su naturaleza haciendo elamor a la inconcebiblemente repulsiva mujer bosquimana.

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Se estremeció, pero desviando el rostro para ocultar sus muecas y tragándose el asco,rodeó con sus brazos los hombros llenos de suciedad y sintió en el cuello y en el mentónel contacto del rancio y aceitoso y enrulado cabello de ella. Pero casi gritó cuando ellasucumbió a esa primera caricia del galanteo, haciendo muecas y farfullando y emitiendoextraños, porcinos y gargoteantes ruiditos de deleite. Era demasiado. Y lo que hizo acontinuación en su singular galanteo, fue llevarla al arroyo y darle una vigorosa refregada.

Desde entonces se dedicó a ella como un verdadero enamorado, con tanta frecuenciay durante tanto tiempo como pudiera vencer su repugnancia. Pero el matrimonio, que ellasugirió con ardor, observando debidamente las costumbres tribales, fue rechazado por él.Por fortuna, la ley del tabú era muy poderosa en la tribu. Así, Ngurn no podía tocarhuesos, ni carne, ni piel de cocodrilo. Había sido dispuesto cuando nació. A Gngngn se lenegaba para siempre tocar a una mujer. En el caso que ocurriera una profanación así,solo podría ser expurgada con la muerte de la mujer ofensora. Había sucedido una vez,después de la llegada de Bassett, que una niña de nueve años, corriendo en medio desus juegos había tropezado y caído sobre el sagrado jefe. Jamás la había vuelto a ver.Susurrando, Balatta le había dicho a Bassett que la niña había agonizado durante tresdías y tres noches ante El Rojo. En cuanto a Balatta, el árbol del pan era tabú para ella.Por lo cual Bassett estaba agradecido. El tabú podría haber sido el agua.

Para él, fabricó un tabú especial. Solo podría casarse, explicó, cuando la Cruz del Suralcanzara su punto más elevado en el cielo. Con sus conocimientos de astronomía, habíaganado así una prórroga de nueve meses; y confiaba que en ese lapso, ó bien estaríamuerto o habría escapado hacia la costa con pleno conocimiento de El Rojo, y del origende su maravillosa voz. Al principio había imaginado a El Rojo como una gran estatua,como Memnón, que se hacía parlante en determinadas condiciones de temperatura de laluz solar. Pero cuando, después de una incursión de guerra, un grupo de prisioneros fuesacrificado de noche, bajo la lluvia, cuando el sol no tenía parte, El Rojo había habladomás que lo habitual, y Bassett había descartado su hipótesis.

En compañía de Balatta, a veces con otros hombres y grupos de mujeres, habíavagado libremente por la selva en tres de los cuadrantes de la brújula. Pero el cuartocuadrante, que contenía la morada de El Rojo, era tabú. Hizo el amor a Balatta con mayorfrecuencia; también se ocupó de que se lavara más a menudo. Era la eterna mujer, capazde cualquier traición en nombre del amor. Y, aunque su vista le provocaba náuseas, y sucontacto, desesperación, aunque no podía escapar de su fealdad, que lo perseguíaobstinadamente en sus pesadillas, no obstante era consciente de la cósmica realidad delsexo que la animaba y hacía que su propia vida tuviera menos valor que la felicidad de suamante, con quien esperaba unirse. ¿Julieta o Balatta? ¿Cuál era la diferencia intrínseca?¿El suave y tierno producto de la ultracivilización, o su bestial prototipo de cien mil añosatrás?... No había diferencia.

Bassett era primero un científico, después un humanista. En el corazón de la jungla deGuadalcanal, decidió experimentar con el asunto, tal como en el laboratorio hubieraexperimentado con alguna reacción química. Aumentó su fingido ardor por la bosquimana,acrecentando al mismo tiempo la fuerza de la voluntad de su deseo de ser guiado por ellaa mirar cara a cara a El Rojo. Era la vieja historia, reconocía, de que la mujer debe pagar,y así sucedió cuando un día ambos estaban tratando de pescar el pequeño pez negro, sinnombre ni clasificación, de una pulgada de largo, medio anguila y medio escamado,henchido de huevas de color rosa dorado, que frecuentaba las aguas frescas y seconsideraba, crudo y entero, fresco o putrefacto, un perfecto manjar. Agachada en lainmundicia del putrefacto suelo de la jungla, Balatta se arrojó, aferrando sus tobillos conlas manos, besándole los pies y emitiendo ruiditos gorgoteantes que le hicieron correr unescalofrío por la columna vertebral. Le rogó que la matara antes de exigirle esa últimaprueba de amor. Le contó acerca del castigo que sufría quien rompía el tabú de El Rojo:una semana de torturas, en vida, cuyos detalles relató gimiendo con la cara oculta en el

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cieno hasta que él advirtió que aún era un novato en el conocimiento del espanto que unser humano podía descargar en otro ser humano.

No obstante, Bassett insistió en que su deseo de hombre fuera satisfecho pesar delriesgo que corría la mujer, para que pudiera resolver el misterio del canto de El Rojo,aunque ella muriera lenta y horriblemente, gritando. Y Balatta, que sólo era una mujer,cedió. Lo condujo hacia el cuadrante prohibido. Una montaña abrupta, inclinada desde elnorte para reunirse con otra intrusión similar al sur, convertía el arroyo en que habíanpescado en un profundo y sombrío desfiladero. Después de una milla por el desfiladero, elcamino ascendía bruscamente hasta que cruzaron un paso de desnuda piedra caliza queatrajo sus ojos de geólogo. Siempre ascendiendo, aunque deteniéndose a menudo porabsoluta debilidad física, escalaron alturas cubiertas de bosques hasta que emergieron auna desnuda meseta o planicie. Bassett reconoció el material que la componía comoarena volcánica negra y supo que un imán de bolsillo hubiera capturado un puñado de losangulosos granos que estaba pisando.

Y entonces, llevando a Balatta de la mano, y conduciéndola hacia adelante, llegó allí: aun tremendo pozo, obviamente artificial, en el corazón de la meseta. Viejas historias, lasDirectivas de Navegación en los Mares del Sur, grupos de datos recordados y ágiles yfuriosas connotaciones surgieron en su cerebro. Había sido Mendana quien habíadescubierto las islas, llamándolas Salomón, creyendo que había encontrado laslegendarias minas del monarca. Se habían reído de la infantil credulidad del viejonavegante; y sin embargo aquí estaba él, Bassett, al borde de una excavaciónexactamente igual a las de las minas de diamante de Sudáfrica.

Pero no fue un diamante lo que vio al mirar hacia abajo. Más vale era una perla, con laprofunda iridiscencia de una perla, pero de un tamaño que todas las perlas del mundo detodos los tiempos fundidas en una no hubieren logrado igualar; y de un color que no podíasoñarse en ninguna perla, o en cualquier otra cosa, porque era el color de El Rojo. Einstantáneamente Bassett supo que ése era el mismo Rojo. Una esfera perfecta, desesenta metros de diámetro, cuya parte superior se encontraba a treinta metros pordebajo del borde. Bassett comparó la calidad del color con la de la laca. Por cierto que lepareció algún tipo de laca, aplicada por el hombre, pero una laca demasiado maravillosa ysutil para haber sido fabricada por los hombres de la jungla. Más brillante que el brillanterojo cereza, su riqueza de color era como si el rojo surgiera de otro rojo. Relucíairidiscentemente bajo la luz del sol como si surgiera de capa tras capa de color rojo.

En vano Balatta luchó por tratar de disuadirlo de que descendiera. Se arrojó en elpolvo; pero, al ver que él continuaba por la senda que descendía en espiral por la pareddel pozo, lo siguió, temblando y gimiendo de terror. Era evidente que la esfera roja habíasido desenterrada como una piedra preciosa. Considerando el exiguo número de losmiembros de las doce aldeas aliadas y sus métodos y herramientas primitivas, Bassettsupo que solo el trabajo de mil generaciones podía haber hecho esa enorme excavación.

Halló el suelo del pozo tapizado de huesos humanos, entre los que yacían, maltratadosy sin rostro, los dioses locales de piedra y madera. Algunos, cubiertos de obscenosdiseños y figuras totémicas, estaban esculpidos en sólidos troncos de árbol de doce oquince metros de longitud. Advirtió la ausencia del dios tiburón y del dios tortuga, tancomunes en las aldeas de la costa, y se asombró ante la constante recurrencia del motivodel yelmo. ¿Qué sabían de yelmos estos salvajes de la jungla del corazón deGuadalcanal? ¿Acaso los hombres de armas de Mendana habrían penetrado hasta aquísiglos antes usando yelmos? Y si no, ¿de dónde habrían sacado el motivo los pueblos dela selva?

Avanzando sobre la confusión de dioses y huesos, con Balatta gimiendo a sus talones,Bassett penetró en la sombra de El Rojo y pasó por debajo de su gigantesca prominenciahasta tocarlo con la punta de los dedos. Eso no era laca. Tampoco era tersa la superficie,como lo hubiera sido en el caso de la laca. Por el contrario, era rugosa e irregular, con

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ocasionales fragmentos que demostraban haber sufrido calor y fusión. Además, estabahecha de meta, aunque diferente de cualquier metal o combinación de metales quehubiera visto antes. En cuanto al color, decidió que no había sido aplicado. Era el colorintrínseco del mismo metal.

Movió las puntas de sus dedos, que hasta el momento solo habían descansado sobrela superficie, y sintió que toda la gigantesca esfera se aceleraba y vivía y respondía. ¡Eraincreíble! ¡Un roce tan ligero y una masa tan enorme! Sin embargo, la había sentidoestremecerse bajo la caricia de sus dedos con rítmicas vibraciones que se convirtieron ensusurros y roces y murmullos de sonido, pero de un sonido tan diferente; tan elusivamentetenue que era casi sibilante; tan melodioso que era enloquecedoramente tierno y vibrabacomo la trompa de un duende; tanto que por fin Bassett decidió que se asemejaba a unrepique de campanas divinas que llegara a la tierra desde el espacio exterior.

Miró a Balatta inquisidoramente; pero la voz que él había evocado en El Rojo la habíahecho enterrar el rostro, gimiente, entre los huesos. El volvió a la contemplación delprodigio. Era hueco, fue su conclusión, y hecho de algún metal desconocido en la tierra.Los viejos le habían dado un buen nombre: El Nacido en las Estrellas. Solo de lasestrellas podía haber provenido, y no por azar. Era una creación artificiosa de algunamente. Una perfección de forma tal, hueca como era, no podía ser el resultado de unacasualidad. Era indudablemente hijo de inteligencias remotas e imposibles de adivinar,corporizado en los metales. Lo contempló atónito, con su cerebro rugiendo locas hipótesisque explicaran a esos viajeros que se habían aventurado en la noche del espacio,hollando las estrellas, y que ahora se alzaban ante él y por encima de él, exhumados porpacientes antropófagos, desgastado y laqueado por su furiosa inmersión en dosatmósferas.

¿Pero era ese color un barniz fijado con calor sobre algún metal conocido? ¿O era unacualidad intrínseca del metal mismo? Clavó la punta de su cuchillo de bolsillo paracomprobar la constitución del material. Instantáneamente la esfera estalló en un poderosomurmullo de aguda protesta, un tañido dorado si se puede admitir el tañido de unmurmullo, elevándose hasta lo más alto, hundiéndose hasta lo más profundo, los dosextremos del registro sonoro amenazando con completar el círculo y reunirse en elgigantesco trueno que él había oído con tanta frecuencia en el límite de la distancia tabú.

Olvidando su seguridad, olvidando hasta su propia vida, hechizado por el prodigio deesa cosa inconcebible e inimaginable, levantó el cuchillo para asestar un gran golpe, peroBalatta se lo impidió. Ella se alzó sobre sus rodillas en una agonía de terror, aferrándose alas rodillas de él y suplicándole que desistiera. En la intensidad de su deseo deimpresionarlo, se puso un brazo entre los dientes, y se los clavó hasta el hueso.

El apenas si reparó en el acto, aunque se rindió automáticamente a sus más gentilesinstintos y retiró el cuchillo. Para él, la vida humana se había empequeñecido hastaadquirir microscópicas proporciones ante este colosal portento de una forma de vida máselevada que provenía de las lejanías del universo sideral. Como si la mujer fuera un perro,la hizo levantar de un puntapié para instarla a acompañarlo a hacer un reconocimientocircular de la base. A los pocos metros se encontró con horrores. Aún entre los otros,reconoció los restos calcinados por el sol de la niña que accidentalmente había roto eltabú personal del Jefe Gngngn. Y, entre los restos de los muertos, encontró lo quequedaba de alguien que aún no había muerto. Con razón los bosquimanos invocaban elnombre de El Rojo, viendo en él su propia imagen que trataban de aplacar y satisfacercon ofrendas tan sangrientas.

Más allá, siempre abriéndose paso entre los huesos humanos y las imágenes dedioses que formaban el piso de este antiguo templo de sacrificios, se encontró con elaparato que hacía que la llamada de El Rojo atravesara atronando la jungla y las praderashasta la playa de Rigmanu. Era tan simple y primitivo como consumado era el artificio deEl Rojo. Un gran péndulo, de quince metros de longitud, endurecido por siglos de

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supersticiosos cuidados, tallado con dinastías de dioses, uno encima de otro, todos conyelmo, todos sentados en la boca abierta de un cocodrilo, pendía de unas sogas,formadas por trepadoras parásitas trenzadas, atadas del vértice de un trípode hecho contres grandes troncos, también tallados en grotescos y muequeantes esbozos de losconceptos modernos de dios y del arte. Del péndulo colgaban sogas de trepadoras, pormedio de las cuales los hombres podían imprimirle fuerza y dirección. Como un ariete,este péndulo podía ser impelido contra la poderosa e iridiscente esfera roja.

Aquí era donde Ngurn oficiaba y funcionaba religiosamente para sí mismo y para lasdoce tribus bajo su mando. Bassett se rió sonoramente, casi como un loco, al pensar eneste maravilloso mensajero, al que la inteligencia había dotado de alas para volar por elespacio, y caer en la plaza fuerte de los bosquimanos para ser adorado por estossimiescos, antropófagos y salvajes cazadores de cabezas. Era como si la Palabra Divinahubiera caído en el inmundo cieno del abismo que rodea el fondo del infierno; como si losmandamientos de Jehová hubieran sido esculpidos en la piedra para enseñárselos a losmonos de las jaulas del zoológico; como si el Sermón de la Montaña hubiera sidopredicado en un rugiente manicomio de lunáticos.

Trascurrieron lentas semanas. Por propia elección, Bassett pasaba sus noches sobre elceniciento piso de la casa diablo-diablo, bajo las cabezas que oscilaban eternamente,ahumándose con lentitud. Porque el lugar era tabú para el inferior sexo femenino, y por lotanto, podía refugiarse de Balatta, quien se había vuelto más obsesiva y peligrosamenteamante a medida que la Cruz del Sur se elevaba más y más en el cielo, marcando lainminencia de sus nupcias. Los días Bassett los pasaba en una hamaca colgada a lasombra del gran árbol del pan que crecía ante la casa diablo-diablo. Había alteraciones eneste programa durante los comas de sus devastadores ataques de fiebre, en los quepasaba días y días tendido en el suelo de la casa de las cabezas. Seguía luchando porcombatir la fiebre, por vivir, para hacerse más y más fuerte para cuando llegara el día enque se atreviera a atravesar la pradera y la jungla que se extendía más allá, para ganar laplaya, y encontrar algún queche o goleta de traficantes de esclavos que lo llevara deregreso a la civilización, donde informaría acerca del mensaje de otros mundos que yacía,sombríamente adorado por bestias humanas, en el oscuro corazón del centro deGuadalcanal.

Otras noches, tendido hasta tarde bajo el árbol del pan, Bassett pasaba largas horascontemplando cómo se ponían lentamente las estrellas occidentales, más allá del negromuro de las junglas que rodeaba al claro de la aldea. En posesión de un conocimientomás que corriente de la astronomía, sentía un placer enfermizo en especular acerca delos habitantes de los mundos invisibles de esos soles increíblemente remotos, de cuyascasas de luz surgió la vida, un tímido visitante, desde las sombrías criptas de materia. Nopodía limitar el tiempo ni el espacio. Ninguna subversiva especulación del radio habíaconseguido conmover su sólida fe en la conservación de la energía y en laindestructibilidad de la materia. Siempre y eternamente deben haber existido las estrellas.Y con seguridad, en ese fermento cósmico, todo debía ser comparativamente semejante,comparativamente de la misma sustancia o sustancias, salvo por los caprichos delfermento. Todo debía obedecer o componer las mismas leyes que regían sin infraccionesen toda la experiencia humana. Por lo tanto, argumentaba y aceptaba Bassett, losmundos y las vidas debían ser un don natural de todos los soles, tal como eran un donnatural del sol de su sistema solar en particular.

Tal como él yacía aquí, bajo el árbol del pan, una inteligencia que escrutaba losabismos estrellados, así debía el universo estar expuesto al incesante escrutinio deinnumerables ojos, como los suyos, aunque seguramente diferentes, que, por el mismomotivo, tendrían detrás inteligencias que se preguntarían y buscarían el significado y laconstrucción del todo. Razonando de este modo, sentía que su alma se unía en comunión

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con tan augusta compañía, esa multitud cuya mirada estaba fija para siempre sobre eltapiz del infinito.

¿Quiénes eran? ¿Qué eran, aquellos seres distantes y superiores que habían cruzadoel cielo con su gigantesco, rojo e iridiscente mensaje que cantaba el infinito?Seguramente, desde hacía mucho tiempo habrían recorrido el camino sobre el que tanrecientemente, de acuerdo con el calendario cósmico, el hombre había puesto sus pies. Ypara ser capaces de enviar un mensaje así a través del pozo del espacio, era seguro queya habrían ganado esas alturas hacia las que, en la oscuridad y confusión de muchosdesignios, el hombre se arrastraba lentamente, con lágrimas y trabajo y sudor. ¿Y quéhabía en estas alturas? ¿Habrían conseguido la Hermandad? ¿O habrían descubierto quela ley del amor impone el castigo de la debilidad y la declinación? ¿Era una lucha la vida?¿Sería la ley del universo la despiadada ley de la selección natural? Y, más inmediata yagudamente, ¿acaso sus conclusiones, su antigua sabiduría, estaría encerrada en elenorme corazón metálico de El Rojo, esperando al primer terráqueo que la leyera? Deuna cosa estaba seguro: la sonora esfera no era ninguna gota de rojo rocío sacudida de lamelena de ningún sol atormentado. Era algo planeado, no casual, y contenía el mensaje yla sabiduría de las estrellas.

¡Qué máquinas y elementos y fuerzas dominadas, qué erudición y misterios y controlesdel destino podría haber en su interior! Sin duda, si tanto podía encerrarse en la piedrafundamental de un edificio público, esta enorme esfera podía contener vastas historias,logros de investigación que trascendían las más locas esperanzas humanas, leyes yfórmulas que, cómodamente dominadas, harían que la vida del hombre en la tierra,individual y colectiva, saltara de su cieno actual a inconcebibles alturas de pureza y poder.Era el mayor regalo del Tiempo al insaciable y ofuscado hombre que aspiraba al cielo. ¡Ya él, Bassett, le había sido concedida la grandiosa fortuna de ser el primero en recibir estemensaje de los parientes interestelares del hombre!

Ningún hombre blanco, y menos aún ningún hombre de las otras tribus de la jungla,había visto nunca a El Rojo y sobrevivido después. Esa era la ley, tal como Ngurn se lahabía expuesto a Bassett. Pero existía con frecuencia en el pasado la hermandad desangre, había argumentado Bassett en respuesta. Por su parte, Ngurn lo había negadosolemnemente. Ni la hermandad de sangre contaba con el favor de El Rojo. Solo unhombre nacido en la tribu podía ver a Él Rojo y vivir. Pero ahora, con su culpable secretoque únicamente Balatta conocía, aunque sus labios estaban sellados por el temor a lainmolación ante El Rojo, la situación era diferente. Lo que Bassett tenía que hacer erarecuperarse de las abominables fiebres que lo habían debilitado y regresar a lacivilización. Entonces regresaría al frente de una expedición y, aunque tuviera que destruira toda la población de Guadalcanal, extraería del corazón de El Rojo el mensaje delmundo de otros mundos.

Pero las recaídas de Bassett se hicieron más frecuentes, sus breves convalecenciasmenos y menos vigorosas, sus períodos de coma más largos, ¿asta que llegó a saber,más allá de los últimos apremios del optimismo inherente a una constitución tan tremendacomo la suya, que jamás viviría para cruzar la pradera, atravesar la peligrosa junglacostera, y llegar al mar. Se esfumaba a medida que la Cruz del Sur se elevaba en el cielo,hasta que incluso Balatta supo que moriría antes de la fecha nupcial determinada por sutabú. Ngurn en persona peregrinó en busca de los materiales para ahumar la cabeza deBassett, y proclamó y exhibió orgullosamente ante éste la perfección artística de susintenciones para cuando Bassett muriera. En cuanto a sí mismo, Bassett no estabaimpresionado. Durante demasiado tiempo y con demasiada profundidad la vida había idoescapándose de él como para que ahora lo mordiera el temor a su inminente extinción.Persistió, alternando los períodos de inconsciencia con períodos semilúcidos, fantásticose irreales, durante los que se preguntaba vanamente, si en realidad habría contemplado aEl Rojo o si habría sido una espectral pesadilla producto del delirio.

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Llegó el día en que todas las nieblas y telas de arañas desaparecieron, y que sucerebro estuvo tan claro como una campana, y pudo apreciar con justeza la debilidad desu cuerpo. No podía levantar las manos ni los pies. Tenía tan poco control sobre sucuerpo, que apenas si era consciente de él. Sin duda que apenas si la piel recubría sualma, y su alma, en su brevedad y claridad, supo por esa misma claridad que la oscuridadfinal se aproximaba. Supo que su fin se acercaba; supo que había contemplado realmentea El Rojo, el mensajero entre mundos; supo que no viviría para trasmitir ese mensaje a lahumanidad; ese mensaje que, por lo que sabía, podría haber esperado en el corazón deGuadalcanal diez mil años sin que el hombre lo oyera. Y Bassett se agitó con resolución,llamando a Ngurn para que se uniera a él bajo la sombra del árbol del pan, y discutió conel viejo doctor diablo-diablo los términos y preparativos del último esfuerzo de su vida, desu aventura final en su existencia corpórea.

—Conozco la ley, oh Ngurn —concluyó—. Quien no pertenezca a la tribu no debecontemplar a El Rojo y seguir con vida. No viviré de todos modos. Tus jóvenes mellevarán ante El Rojo, y lo contemplaré, y escucharé su voz, y luego moriré bajo tu mano,oh Ngurn. Así las tres cosas estarán satisfechas: la ley, mi deseo y tu rápida posesión demi cabeza, que todos tus preparativos esperan.

A lo que asintió Ngurn, agregando:—Es mejor así. Un hombre enfermo que no puede mejorar, es tonto que siga viviendo.

También es mejor para los vivos que se vaya. Has estorbado mucho últimamente. Antesera bueno para mí conversar con un hombre tan sabio. Pero durante lunas de días hemosconversado poco. En cambio, has estado en la casa de las cabezas, haciendo ruidos decerdo moribundo, o hablando mucho y en voz alta en tu lengua, que no puedocomprender. Esto ha sido una perturbación para mí, porque me agrada pensar en lasgrandes cosas de la luz y la tiniebla mientras hago girar las cabezas en el humo. Tusruidos han sido entonces una distracción para el largo aprendizaje y maduración de lasabiduría final que será mía antes de morir. En cuanto a ti, sobré quien se cierne ya latiniebla, es bueno que mueras ahora. Y te prometo que, en los largos días por venir en losque yo haga girar tu cabeza en el humo, ningún hombre de la tribu vendrá a perturbarnos.Y te contaré muchos secretos, pues soy un hombre viejo y muy sabio, y agregarésabiduría a la sabiduría mientras haga girar tu cabeza en el humo.

De modo que se construyó una litera, y, sostenido por los hombros de media docenade hombres, Bassett emprendió su última pequeña aventura, que iba a coronar para él laaventura total de vivir. Con un cuerpo del que apenas era consciente, porque hasta eldolor se había agotado en él, y con un cerebro claro y brillante que lo impulsaba a unsilencioso éxtasis de completa lucidez de pensamiento, se reclinaba en la bamboleantelitera y contemplaba la desaparición del mundo que pasaba a su lado, observando porultima vez el árbol del pan ante la casa diablo-diablo, el penumbroso día bajo elenmarañado techo de la jungla, el sombrío desfiladero entre las encumbradas montañas,el paso de desnuda piedra caliza, y la meseta de negra arena volcánica.

Lo hicieron descender por el sendero espiralado del pozo, que rodeaba al lustroso yrefulgente Rojo, que siempre parecía a punto de cambiar su color iridiscente por unadulce melodía o un trueno. Y por encima de huesos y restos de hombres y diosesinmolados lo llevaron, pasando el horror de otros inmolados que aún vivían, hasta eltrípode del péndulo y el gigantesco péndulo.

Allí Bassett, ayudado por Ngurn y Balatta, se sentó débilmente, balanceando lascaderas, y miró a El Rojo con ojos claros y penetrantes, que todo lo veían.

—Una vez, oh Ngurn —dijo, sin sacar los ojos de la lustrosa y vibrante superficie sobrela cual y por debajo de la cual todos los matices del rojo cereza se movíanincesantemente, siempre a punto de convertirse en sonido, en sedosos roces, plateadossusurros, dorados tañidos de cuerdas, aterciopeladas flautas de duendes, melodiosasdistancias de truenos.

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—Espero —instó Ngurn después de una larga pausa, el tomahawk de largo mangodespreocupadamente preparado en su mano.

—Una vez, oh Ngurn —repitió Bassett— deja hablar a El Rojo para que yo pueda verloy escucharlo. Luego asesta el golpe, así cuando alce mi mano; pues cuando la alce,dejaré caer la cabeza, haciendo lugar para que el golpe caiga sobre la base de mi cuello.Pero yo, oh Ngurn, que estoy a punto de abandonar para siempre la luz del día, querríahacerlo con la maravillosa voz de El Rojo resonando gratamente en mis oídos.

—Y yo te prometo que jamás habrá una cabeza mejor ahumada que la tuya —leaseguró Ngurn, al tiempo que señalaba a los hombres de la tribu las sogas impotentesque pendían del péndulo—. Tu cabeza será mi obra maestra en el ahumado de cabezas.

Bassett sonrió silenciosamente ante el engreimiento del viejo, mientras que el grantronco tallado, que había sido trasladado doce metros más atrás en el espacio, eraliberado. El momento siguiente, Bassett se había perdido en el éxtasis causado por laatronadora y abrupta liberación del sonido. ¡Pero qué trueno! Melodioso con lapreciosidad de todos los metales sonoros. Los arcángeles hablaban en él, eraestupendamente bello comparado con todos los otros sonidos; estaba investido de lainteligencia de los superhombres de planetas de otros soles; era la voz de Dios, seductoray que ordenaba ser oída. Y... ¡el eterno milagro del metal interestelar! Bassett vio con suspropios ojos cómo los colores y colores se trasformaban en sonidos hasta que toda lasuperficie visible de la gran esfera estuvo recorrida y titilante y vaporosa con algo que élno sabía si era color o sonido. En ese momento los intersticios de la materia fueron suyos,y las interfusiones y las intercambiables trasfusiones de materia y fuerza.

Pasó el tiempo. Finalmente, Bassett fue arrancado de su éxtasis por un impacientemovimiento de Ngurn. Había olvidado al viejo diablo-diablo. Un breve destello de fantasíahizo que Bassett tuviera que ahogar una ronca carcajada. Su escopeta estaba junto a él,en la litera. Todo lo que tenía que hacer era apuntarla a su cabeza, apretar el gatillo yvolarse la tapa de los sesos.

¿Pero por qué traicionarlo? Cazador de cabezas, bestia caníbal, con tanto de simiocomo de humano, el viejo Ngurn, de acuerdo con su inteligencia, le había jugado tanlimpio como nadie. Ngurn era en sí mismo un precursor de la ética y el honor, de laconsideración, de la gentileza humana. No, decidió Bassett, sería una tremenda lástima yun acto deshonroso traicionar así al viejo finalmente. Su cabeza era de Ngurn, y sería lacabeza que Ngurn ahumaría.

Y Bassett, alzando la mano, inclinando su cabeza hacia adelante para exponer comohabía convenido su tensa columna vertebral, olvidó a Balatta, que era simplemente unamujer, simple y solamente una mujer, y no deseada. Supo, sin ver, el momento en que laafilada hacha se alzó en el aire detrás de él. Y desde ese instante hasta el fin, cayó sobreBassett la sombra de lo Desconocido, un sentimiento de inminente maravilla ante elderrumbamiento de los muros de lo imaginable. Casi le pareció, cuando supo que el golpehabía empezado a caer y justo antes de que el filo del acero mordiera la carne y losnervios, contemplar el sereno rostro de Medusa, la Verdad... Y, simultáneamente con elroce del acero y la embestida de la oscuridad, en un relámpago de fantasía, tuvo la visiónde su cabeza girando lentamente, siempre girando, en la casa diablo-diablo junto al árboldel pan.

EL HOMBRE DE METALJack Williamson

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El Hombre de Metal está en un oscuro y polvoriento rincón del museo de TyburnCollege. Quién es responsable de que se lo haya trasladado allí, o por qué, no lo sé. Paralos ojos que lo miren casualmente, es solo una estatua de tamaño natural. El visitante quelo examina más de cerca, se maravilla de la diminuta perfección de los detalles del cabelloy la piel, de la silenciosa tragedia de la resoluta y determinada expresión y postura, y delnotable matiz verdoso del metal con que está hecha, pero, por sobre todo, de la peculiarmarca del pecho. Es una mancha de seis lados, de un tono carmesí intenso, con unasuperficie extrañamente granulada de la que se irradian unas raras líneas onduladas, deun rojo más suave.

Por supuesto que se sabe en general que el Hombre de Metal fue una vez el profesorThomas Kelvin, del Departamento de Geología. Hay muchas versiones deformadas eincorrectas del espantoso desastre que sufrió. Creo que soy el único a quien confió surelato. Es con el objeto de poner fin a esos cuentos fantásticos que he decidido publicar lanarración que Kelvin me envió.

Durante algunos años, Kelvin había estado pasando sus vacaciones de verano en lacosta mejicana del Pacífico, buscando radio. Hacía tres meses que había regresado de suúltima expedición. Evidentemente, había tenido un éxito que superaba sus másdescabellados sueños. No volvió a Tyburn, pero oímos historias acerca de que habíavendido millones de dólares en sales de radio, y que había donado otro tanto a lasinstituciones que empleaban radio en sus tratamientos. Y se decía que padecía unaextraña dolencia que desafiaba a los mejores especialistas del mundo, y que estabaderrochando sus millones para establecer becas y subvenciones, como si esperara morirpronto.

Un día frío y tormentoso, cuando el mar se agitaba sobre la costa donde estáenclavada la cabaña, vi una vela hacia el norte. Se acercó rápidamente, hasta que pudedistinguir que era una pequeña goleta con fuerza auxiliar. Navegaba con el viento, pero amedia milla de la costa arrió las velas. Muy pronto un bote se encaminó hacia la costa. Elmar no estaba tan picado como para hacer peligroso el desembarco; pero elprocedimiento era bastante inusual y, como no tenía otra cosa que hacer, salí al jardín delfrente de mi modesta casa, que se alza a alrededor de doscientos metros por encima dela playa, para tener una visión mejor.

Cuando el bote tocó tierra, cuatro hombres saltaron de él y lo arrastraron hasta laarena. Mientras un quinto hombre se paraba en la proa, los otros cuatro levantaban ungran baúl y se encaminaban en dirección a mí. La quinta persona los siguiódespreocupadamente. En silencio y sin invitación, los hombres subieron el baúl por laplaya, introduciéndolo en mi jardín, y apoyándolo junto a la puerta de entrada.

El quinto hombre, un patrón de barco yanqui de rostro duro, se acercó a mí.—Soy el capitán McAndrews —me dijo con aspereza.—Encantado de conocerlo, capitán —dije con curiosidad—. Debe haber algún error. No

esperaba...—En absoluto —dijo él abruptamente—. El hombre que está en el baúl fue trasferido a

mi barco desde el vapor Plutonia hace tres días. Me pagó mis servicios, y creo que hecumplido con las instrucciones. Buenos días, señor.

Giró sobre sus talones y comenzó a alejarse.—¡Un hombre adentro del baúl!—exclamé.Siguió caminando sin reparar en mí, y los marineros lo siguieron. Me quedé mirando

cómo subían al bote y remaban hasta la goleta. Miré las velas hasta que se perdieroncontra el opaco azul de las nubes. Francamente, tenía miedo de abrir el baúl.

Por fin, conseguí dominar mis nervios y hacerlo. No estaba cerrado con llave. Con unincontrolable horror, que me dejó medio enfermo durante horas vi en su interior,completamente desnudo, con la extraña marca carmesí que resaltaba lívida sobre elverde pálido del pecho, al Hombre de Metal, tal como puede verse en el Museo.

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Por supuesto que en seguida advertí que era Kelvin. Durante un largo rato permanecíinclinado, contemplándolo y estremeciéndome. Luego vi una vieja cantimplora, manchadade púrpura, junto a la cabeza de la imagen, y, debajo de ella, un manuscrito. Extraje esteúltimo, me encaminé —con paso vacilante al sillón de la casa y leí la siguiente historia:

»Querido Russell:Eres mi mejor —mi único— amigo íntimo. He dispuesto que mi cuerpo y este relato

lleguen a tus manos. Acabo de beber lo que me quedaba del maravilloso líquido púrpuraque me ha mantenido con vida desde que regresé, y tengo poco tiempo para concluir esterelato, necesariamente breve, de mi aventura. Pero mis asuntos están en orden y moriréen paz. Me he hecho transferir hoy a la goleta, para llegar a ti lo más rápido posible yevitar complicaciones. Confío en el capitán McAndrews. Cuando abandoné Francia,esperaba verte antes del fin. Pero el Destino lo dispuso de otro modo.

»Sabes que la meta de mi expedición eran las fuentes de El Río de la Sangre. Es unapequeña corriente cuyas aguas extrañamente rojas fluyen hacia el Pacífico. En mi viajedel año pasado descubrí que sus aguas tenían gran radiactividad. El agua tiene lapropiedad de absorber las emanaciones de radio y emitirlas a su vez, y había esperadoencontrar minerales que contuvieran radio en el lecho del curso superior del río. Aveinticinco, kilómetros más arriba de la desembocadura, el río emerge de las cordilleras.Hay unos pocos kilómetros de rápidos y, al salir de ellos, el río cae en una magníficacascada. Ningún grupo de exploración ha regresado de la cascada. Yo había contratado aun guía indio y hecho el viaje hasta el pie de la catarata a lomo de muía. De inmediato vique sería fútil intentar escalar el escarpado precipicio. Pero allí el agua era aún másintensamente radiactiva que en la desembocadura. No había otra cosa que hacer másque regresar.

»Este verano compré un pequeño monoplano. Aunque comparativamente lento envelocidad, y con capacidad para solo seis horas de vuelo, su escaso peso y la pequeñazona de aterrizaje necesaria, lo convertía en la única máquina adecuada para una zonatan escabrosa, El vapor volvió a dejarme en el puerto de la pequeña ciudad de VacaMorena, con mi pila de bultos y latas de gasolina. Después de una visita al alcalde measeguré el uso de un cobertizo abandonado que haría las veces de hangar. Me aboqué alarmado del aeroplano, y en quince días había completado la tarea. Era una hermosamáquina, con una extensión máxima de alas de siete metros y medio.

»Entonces, una mañana, puse el motor en marcha e hice un vuelo de prueba. Volóparejamente y esa tarde llené los tanques y partí para El Río de la Sangre. La corrienteparecía una roja serpiente que reptara hacia el mar: —había algo serpentino en suaspecto. Volando alto, la seguí más arriba de las cataratas, hasta una región deencumbrados picos montañosos. El río desaparecía debajo de una montaña. Por unmomento pensé en aterrizar, y luego se me ocurrió que fluiría subterráneamente solounos pocos kilómetros y que reaparecería tierra adentro.

»Me elevé por encima de las montañas y llegué al cráter.»Era una gran hoya de fuego verde, de diez kilómetros de diámetro hasta los oscuros

murallones del extremo más alejado. La superficie verde era tan tersa que al principio lacreí un lago, y luego la supuse una hoya de denso gas. Bajo la gloria del sol del atardecer,las cumbres cubiertas de nieve eran, brillantes coronas de plata, bañadas de carmín,teñidas de púrpura y oro, matizadas con extraños tintes de increíble belleza. En medio deeste salvaje escenario, la naturaleza había colocado su mayor tesoro. Supe que en esecráter hallaría el radio que buscaba.

»Volé en círculos por encima del lugar, maravillado. A medida que el sol se ponía, unaligera niebla plateada se concentró sobre los picos, velando a medias sus prodigios, yfluyó hacia el cráter. Parecía extrañamente atraída hacia allí. Y entonces el centro del lagose elevó en un pico reluciente. Se convirtió en una gran colina de fuego esmeralda. Algo

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se elevaba en el verde... ¡haciéndolo subir! Entonces el vapor volvió a caer, revelando unextraño objeto, aún velado apenas por las nubes verdes y plateadas. Era una gigantescaesfera de intenso rojo, marcada por cuatro enormes manchas ovales de color negroopaco. Su superficie era tersa, metálica, y densamente tachonada de grandes clavos queparecían de fuego amarillo. Era una máquina, de tamaño inconcebiblemente grande.Giraba con lentitud a medida que se elevaba, sobre un eje vertical, moviéndose con unamoción resoluta y deliberada.

»Llegó hasta el nivel donde yo estaba, se detuvo y pareció girar con más rapidez. Y laniebla plateada fue atraída por los puntos amarillos, condensándose, espesándose, hastaque todo el globo se trasformó en una bola de reluciente plata. Por un momento quedósuspendida, increíblemente gloriosa bajo la luz del sol que se ponía, y luego se hundió —cada vez más rápido— hasta que cayó como un plomo en el mar de verde.

»Y con su caída una siniestra tiniebla descendió sobre la desértica desolación de lascumbres, y me invadió un temor que antes el asombro había ahogado, y me di cuenta deque tenía poco tiempo para llegar a Vaca Morena antes de que oscureciera por completo.De inmediato enfilé el avión en dirección a la ciudad. Según mis recuerdos, en esemomento no tenía una idea muy definida acerca de lo que había visto, o de si lasobrenatural escena había sido causada por agentes humanos o naturales. Recuerdohaber pensado que en la enorme cantidad en que el cráter debía poseerlo, el radiodebería tener cualidades inadvertidas en las cantidades pequeñas y que podrían estarpresentes ciertos minerales radiactivos desconocidos hasta el momento. También se meocurrió que tal vez otros científicos ya hubieran descubierto los depósitos, y que lo que yohabía presenciado fuera el vuelo de prueba de un aeroplano en el que el radio fuerausado como propulsor. Estaba considerablemente impresionado, pero no muy alarmado.Lo que sucedió más tarde me hubiera parecido increíble.

»Y entonces advertí que una pálida luminosidad azulada se concentraba alrededor dela cubierta de la cabina, y en un momento vi que toda la máquina, y hasta mi propiapersona, estaban cubiertas por ella. Era algo similar al Fuego de San Telmo, salvo quecubría indiscriminadamente todas las superficies, en lugar de restringirse a los lugaresaguzados. De inmediato relacioné el fenómeno con lo que había visto. No sentí ningúnmalestar físico, y el motor siguió funcionando, pero a medida que la radiación azul seacrecentaba, observé que mi cuerpo se hacía más pesado ¡y que la máquina eraarrastrada hacia abajo! Asombro y terror inundaron mi mente. Luché para seguir siendodueño de mí mismo y poder controlar la nave. Mis brazos se hicieron pronto tan pesadosque con gran dificultad pude mantenerlos sobre los controles, y me desvanecíligeramente, debido, sin duda a la disminución de circulación en mi cerebro. Cuando merecobré, estaba casi encima del verde. De algún modo, mi gravitación había sidoacrecentada, ¡y algo me arrastraba hacia el pozo! Solo cayendo a gran velocidad eraposible mantener el aeroplano bajo control.

»Me zambullí en la hoya verde. El gas no era sofocante, como yo había previsto quesería. En realidad, no advertí ningún cambio en la atmósfera, salvo que mi visión selimitaba a unos pocos metros a mi alrededor. Las alas del aeroplano eran aún claramentevisibles. De repente, una tersa llanura arenosa se reveló sombríamente debajo de miavión, y pude nivelar la nave lo suficiente como para lograr un aterrizaje seguro. Cuandome detuve vi que la arena era ligeramente luminosa, tal como parecía ser la niebla verde,y roja. Durante un rato mi propio peso me mantuvo confinado en la nave, pero advertí queel azul se disipaba lentamente, y su efecto con él.

»Tan pronto como pude, me encaramé sobre el costado de la cabina, llevando micantimplora y mi automática, que resultaban inmensamente pesadas. Era incapaz demantenerme erguido, pero me arrastré por la áspera y reluciente arena roja,deteniéndome a intervalos frecuentes para tenderme y descansar. Temía mortalmente lafuerza que me había arrastrado hacia abajo. Estaba seguro de que era controlada por una

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inteligencia. El suelo era tan liso y nivelado que supuse que sería el fondo de algúnantiguo lago.

»Algunas veces miraba con temor hacia atrás, y cuando estuve a cien metros vi unaveintena de luces que flotaban a través del verde en dirección al aeroplano. En la sombríaluminosidad cada punto brillante estaba rodeado de un disco de azul más pálido. No memoví, sino que permanecí tendido mirándolos flotar hacia el aeroplano y rodearlo con unmovimiento lento y pesado. Se acercaron y descendieron más hasta que llegaron al suelodebajo de la máquina. La niebla era tan densa que oscurecía los detalles de la escena.

»Cuando iba a reanudar mi huida, descubrí que mi exceso de gravedad habíadesaparecido casi por completo, aunque seguí gateando sobre mis manos y rodillasdurante otros cien metros para escapar de cualquier posible observación. Cuando mepuse de pie, había perdido de vista al aeroplano. Seguí caminando durante alrededor deun cuarto de kilómetro y de repente advertí que mi sentido de la orientación se habíaesfumado casi por entero. ¡Estaba completamente perdido en un mundo desconocido,habitado por seres cuya naturaleza y disposición no podía ni siquiera adivinar! Y ademásadvertí que era una tremenda tontería caminar cuando cualquier paso podía precipitarmeen algún peligro del que nada sabía. Tenía un peculiar y desagradable sentimiento deimpotente terror.

»La roja arena luminosa y el brillante verde del aire se extendían en todas direcciones,ininterrumpidos por ningún objeto sólido. No había vida, ni sonido, ni movimiento. El aireera pesado y denso. La lisa arena era como la superficie de un mar muerto y desolado.Sentí pánico por el completo aislamiento de la humanidad. La niebla pareció acercarsemás; su extraña malignidad pareció acentuarse.

»Súbitamente una luz muy veloz pasó como un meteoro a través del verde y,sobresaltado, corrí unos pocos pasos, atontado. Mi pie golpeó un objeto liviano queresonó como metal. La estridencia del golpe me llenó de temor, pero un instante despuésla luz había desaparecido. Me agaché para ver lo que había pateado.

»Era un pájaro de metal —un águila hecha de metal— con las alas desplegadas, lasgarras crispadas, el fiero pico abierto. Era blanca, matizada de verde. No pesaba más queel pájaro con vida. Al principio pensé que sería un vaciado y luego vi que cada una de lasplumas era completa y flexible. ¡De algún modo, un águila verdadera se había convertidoen metal! Parecía increíble, sin embargo tenía una prueba concreta. Me pregunté si losdepósitos de radio, que ya había usado para explicar tantas otras cosas, podrían serresponsables también de esto. Sabía que la ciencia sostenía que la trasmutación de losmetales era posible —que incluso había sido lograda en algún grado— y que el radiomismo era producto de la desintegración del ionio, y el ionio, producto de la del uranio.

»Me golpeó el temor por mi propia seguridad. ¿También yo me convertiría en metal?Miré buscando si había otros objetos de metal a mi alrededor. Y los hallé en abundancia.Semienterrados en las brillantes arenas se veían pájaros de todas las variedades: pájarosque habían volado por encima de las montañas vecinas. Y, en la culminación de mibúsqueda, hallé un ptereosaurio, un reptil volador que había invadido el pozo en edadespasadas, trasformado en metal sin edad. Medía cuatro metros y medio de punta a puntade las alas... habría sido el tesoro de cualquier museo.

»Hice un temeroso examen de mí mismo y, para mi indecible horror, percibí que laspuntas de mis dedos, y el fino vello que cubría mis manos... ¡ya se habían trasformado enun liviano metal verde! La impresión me quitó el valor por completo. No puedes concebirmi horror. Grité en voz alta en mi agonía, sin importarme los terribles males que el sonidopudiera atraer. Corrí locamente. Estaba ciego, enloquecido. Mientras corría, no sentíafatiga, solo desnudo terror.

»Brillantes y veloces luces pasaban entre el verde por encima, pero yo no reparé enellas. De repente me encontré con la gran esfera que había visto arriba. Descansabainmóvil en una armazón de metal negro. El fuego amarillo había desaparecido de los

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clavos, pero la roja superficie relucía con brillo metálico. Había luces que flotaban a sualrededor. Hacían brillar pequeños fragmentos de verde, como si fueran faroles queoscilaran en la niebla. Me volví y corrí otra vez, desesperadamente. No tuve en cuenta ladirección, ni tampoco el paso del tiempo.

»Luego me encontré con un banco de vegetación violeta. Era alta hasta la cintura,semejante a la hierba, con espesas hojas angostas, punteadas de racimos de pequeñospimpollos rosa, y pequeñas bayas púrpura. Y a unos veinte metros más allá vi unaperezosa corriente roja: El Río de la Sangre. Aquí estaba a cubierto finalmente. Me arrojéentre la maleza violeta, sollozando de fatiga y terror. Durante largo tiempo fui incapaz demoverme o pensar. Cuando miré otra vez la punta de mis dedos, vi que el metal habíanduplicado su espesor.

»Traté de controlar mi agitación, y de pensar. Posiblemente las luces, fueran lo quefueran, dormirían de día. Si pudiera hallar el avión, o escalar las paredes, podría escaparde los espantosos efectos de los minerales radiactivos antes de que fuera demasiadotarde. Me di cuenta de que estaba hambriento. Arranqué algunas de las bayas rojas y lasprobé. Tenían un sabor salado y metálico, y pensé que no tendrían valor alimenticio. Peroal arrancarlas, sin advertirlo, había exprimido el jugo de una de ellas encima de mi dedo, ycuando lo enjugué, vi, para mi asombro e inexpresable alegría, que el borde de metalhabía desaparecido de las uñas que el zumo había tocado. ¡Había descubierto un mediode salvarme! Supongo que las plantas podían existir solo porque su desarrollo era tal queproducían compuestos que contrarrestaban las emanaciones que formaban el metal.Probablemente su evolución había comenzado cuando la acción era mucho más débil queahora, y solo habían sobrevivido aquellas capaces de tolerar las más intensasradiaciones. No perdí tiempo para comer un racimo de bayas, y luego volqué el agua demi cantimplora y la llené de jugo. He analizado el fluido: corresponde en algunos aspectosa las fórmulas corrientes para la neutralización de las quemaduras de radio, eindudablemente me salvó de las terribles quemaduras ocasionadas por la acción del radioordinario.

»Ahí yací hasta el alba, dormitando de a ratos y despertándome sin ninguna causa.Parecía como si un poco de la luz diurna se filtrara a través del verde, porque al amanecerempalideció, e incluso las arenas rojas se hicieron menos luminosas. Después de comerunas cuantas bayas más, me aseguré de la dirección de las estancadas aguas, y partícorriente abajo, hacia el oeste. Para tener una idea de hacia dónde iba, conté mis pasos.Había caminado alrededor de tres kilómetros Junto a las plantas violetas, cuando llegué aun abrupto acantilado. Se elevaba hasta perderse en las verdes sombras. En su mayoría,parecía constituido de negro óxido de uranio. El obstáculo era aparentementeinfranqueable. El rojo río se zambullía hasta perderse de vista junto al acantilado,formando un rugiente remolino.

»Caminé por el borde hacia el norte. No tenía ningún plan definido, excepto tratar deencontrar un camino para escalar el acantilado. Si fracasaba, sería el momento deexplorar la llanura. Temía mortalmente acercarme a ella, o encontrarme con las luces quehabía visto flotando allí. Mientras marchaba no vi ninguna. Supongo que dormían duranteel día. Continué creo que hasta mediodía, aunque mi reloj se había detenido.Ocasionalmente, pasaba junto a árboles de metal que habrían caído desde arriba, y enuna oportunidad, junto al cuerpo metálico de un oso que habría resbalado del sendero enépocas pasadas. Y había innumerables pájaros de metal. Deben haberse acumuladodurante eras geológicas. Durante todo este tiempo, el acantilado se había alzadoperpendicularmente hasta el límite de mi visión, pero ahora vi una amplia cornisa, con ungran muro escarpado tras ella, apenas visible arriba. Pero el muro del acantilado seerguía treinta metros antes de llegar a la cornisa, y yo maldije mi incapacidad de escalar.Durante un rato estuve allí, ideando impracticables medios de escalarlo, casi llorando deimpotencia. Estaba famélico, y también sediento. Finalmente proseguí.

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»En una hora me encontré con eso. Un esbelto cilindro de metal negro, que se elevabaa unos treinta metros entre la niebla verde, y tenía en la cima una gran llama anaranjadacon forma de hongo. Era una cosa extraña. El fuego subía como un globo, firme ybrillante. Semejaba un enorme chorro de gas combustible, ardiendo como si manara delcilindro. Me quedé petrificado de asombro, preguntándome vagamente la causa y elobjeto de la cosa.

»Y entonces vi vagamente otras, una veintena de ellas, un bosque de llamas.Me recosté contra el muro y reflexioné. Esa, supuse, era la ciudad de las luces.

Dormían ahora, pero aún así no tuve el valor de entrar. De acuerdo con mis cálculos,había recorrido alrededor de veinte kilómetros. Entonces debería estar, pensé, en un lugardiametralmente opuesto al sitio donde el río rojo fluía subterráneamente, y todavía mequedaba la mitad del borde por explorar. Si quería proseguir mi viaje, debía rodear laciudad, si es que se la podía llamar así.

»De modo que me aparté del muro. Pronto lo perdí de vista. Traté de seguir viendo lasllamas anaranjadas, pero se esfumaron abruptamente en la niebla. Caminé hacia laizquierda, pero no encontré otra cosa más que el vasto desierto de arena roja, bajo laniebla verde. Caminé y caminé. Luego la arena y el aire se hicieron ligeramente másbrillantes, y supe que había caído la noche. Muy pronto las luces comenzaron a ir y venir.Ya había visto luces la noche anterior, pero se movían a mucha altura y con gran rapidez.Estas, por el contrarío, se deslizaban lentamente, y sentí que estaban explorando.

»Supe que me buscaban. Me tendí en un hoyo pequeño, en la arena. Vagos puntos deluz velados por la niebla se aproximaban y pasaban. De pronto uno se detuvo justo sobremí. Descendió y el círculo de brillo se hizo más grande a su alrededor. Supe que seríainútil correr, y no podría haberlo hecho, pues estaba aterrorizado. Descendió más y más.

»Y entonces pude ver su forma. Estaba compuesta de un reluciente, deslumbrantecristal. ¡Un gran prisma erecto de seis caras de color rojo, de alrededor de tres metros ymedio de altura, con una estructura de seis puntas similar a un copo de nieve en el centro,de un color azul intenso, con puntudos rebordes azules que corrían desde las puntas de laestrella hasta los ángulos del prisma! Un fuego suave escarlata fluía desde las puntas. Ysobre cada cara del prisma, por encima y por debajo de la estrella, había un conopurpúreo que debía ser un ojo. Extrañas luces pulsátiles centelleaban en el cristal. La luzlo hacía parecer vivo.

»¡Descendía directamente hacia mí!»Era una terrible forma de vida, completamente desconocida. No era humana, ni

animal: no era vida tal como nosotros la conocemos. Y no obstante tenía inteligencia.Pero era extraña y desconocida y desprovista de sentimiento. Es curioso decir que.incluso entonces, mientras yacía debajo de ella, se me ocurrió el pensamiento de que esacosa y sus compañeras deberían haber cristalizado cuando el antiguo mar se secó en elcráter. Las sales cristalizadas toman formas intrincadas.

»Extraje mi automática y disparé tres veces, pero las balas rebotaron impotentes en lasbruñidas facetas.

»Siguió descendiendo hasta que el reluciente extremo inferior del prisma estuvo amenos de un metro por encima de mi cuerpo. Entonces el fuego escarlata se extendióacariciante, fluyó sobre mí. Mi peso desminuyó. Sentí que me elevaba, sostenido por lapunta. Puedes ver la marca sobre mi pecho. La cosa se desplazó por el aire, llevándomecon ella. Muy pronto otras más flotaban alrededor. Me invadió la náusea. Todo se volviónegro y ya no supe nada más.

»Desperté flotando libremente en una brillante luz naranja. No tocaba ningún objetosólido. Me debatí, pataleé: inútilmente. No podía trasladarme o girar, porque no podíaaferrarme de nada. Mis recuerdos de los dos últimos días me parecían una pesadilla. Aúntenía puestas mis ropas. Mi cantimplora seguía colgando, mejor dicho flotando, de mihombro. Y mi automática estaba en el bolsillo. Tenía la sensación de que había

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trascurrido un tiempo indescriptiblemente largo. Sentía una curiosa rigidez en mi costado.Me examiné, y descubrí una roja cicatriz. Creo que esos cristales me habían cortado. Ydescubrí, con un horror que no podrás medir, la marca sobre mi pecho. Luego advertí queflotaba, desprovisto de gravedad, sobre la llama anaranjada que surgía de uno de loscilindros negros. Los cristales conocían el secreto de la gravedad. Era vital para ellos. Yatisbando a mi alrededor, distinguí, con infinita repugnancia, un gran cuerpo centelleante,a pocos metros de distancia. Pero sus luces internas estaban muertas, así que supe queera de día, y que los extraños seres dormían.

»Si alguna vez iba a escapar, ésta era la oportunidad. Pateé y manoteédesesperadamente el aire, todo en vano. No me moví ni un centímetro. Si me hubieranencadenado, no habría estado más seguro. Extraje mi automática, decidido a tomar unamedida desesperada. No volverían a hallarme con vida. Y mientras tenía el arma en lamano, se me ocurrió una idea. Apunté el arma hacia un costado, e hice seis rápidosdisparos. Y el retroceso de cada explosión me envió flotando cada vez más rápido, comoun cohete, hacia el borde.

»Salí disparado a través del verde. Si hubiera recobrado súbitamente mi gravedad, lacaída me hubiera matado, pero descendí con suavidad, y durante unos cuantos minutossentí una curiosa ligereza. ¡Y para mi sorpresa, cuando llegué al suelo, el aeroplanoestaba justo ante mí! Lo habían atraído hasta la base de la torre. Parecía estar intacto.Puse en marcha el motor con nervioso apresuramiento, y salté a la cabina. Cuando mepuse en movimiento, otra torre negra se irguió amenazadoramente ante mí, pero viréeludiéndola, y despegué sin contratiempos.

»Unos instantes después ya estaba por encima del verde. Casi esperaba que la ola degravedad volviera a caer sobre mí, pero me elevé más y más sin obstáculos, hasta quelos malditos muros negros dejaron de rodearme. El sol refulgía alto en el cielo. Prontoaterrizaría en Vaca Morena.

»Ya había tenido suficiente de búsquedas de radio. En la playa, donde aterricé, vendíel aeroplano a un ranchero por el precio que me ofreció, y le dije que me reservara lugaren el próximo vapor, que partiría en tres días. Luego me dirigí a la única posada de laciudad, comí, y me fui a la cama. Al mediodía del día siguiente, cuando me levanté,descubrí que mis zapatos y los bolsillos de mi ropa contenían una buena cantidad de laarena roja del cráter, recogida cuando me arrastraba pugnando por huir de las luces delos cristales. Guardé un poco sólo por curiosidad, pero cuando lo analicé, descubrí uncompuesto de radio tan rico que el pequeño puñado valía millones de dólares.

»Pero la fortuna tuvo poco valor, porque, a pesar de las frecuentes dosis del líquido demi cantimplora, y el mejor auxilio médico, he sufrido continuamente, y ahora que micantimplora está vacía, estoy condenado.

»Tu amigo, Thomas Kelvin».

JUNTO A LAS AGUAS DE BABILONIAStephen Vincent Benét

El norte y el oeste y el sur son buenos campos de caza, pero está prohibido ir al este.Está prohibido ir a cualquiera de los Lugares Muertos, excepto para buscar metal, y aquelque toque el metal debe ser sacerdote o hijo de sacerdote. Después, tanto el metal comoel hombre deben purificarse. Estas son las reglas y las leyes; están bien hechas. Estáprohibido cruzar el gran río y contemplar el lugar que fuera el Lugar de los Dioses: estáestrictamente prohibido. Ni siquiera decimos su nombre, aunque lo conocemos. Allí esdonde viven los espíritus, y los demonios; allí es donde están las cenizas del Gran

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Incendio. Estas cosas están prohibidas: han estado prohibidas desde el principio de lostiempos.

Mi padre es sacerdote, yo soy el hijo de un sacerdote. He ido a los Lugares Muertoscercanos, junto con mi padre; al principio, tenía miedo. Cuando mi padre entró en unacasa a buscar metal, yo me quedé en la puerta y mi corazón se hizo débil y pequeño. Erala casa de un hombre muerto, la casa de un espíritu. No tenía olor a hombre, aunquehabía huesos viejos en un rincón. Pero no es adecuado qué el hijo de un sacerdotedemuestre temor. Miré los huesos en las sombras y me mantuve en silencio.

Luego mi padre salió con el metal, un buen pedazo, fuerte. Mi miró a los ojos, pero yono había huido. Me dio el metal para que lo sostuviera; lo tomé y no morí. Así él supo queyo era verdaderamente su hijo y que sería sacerdote a mi turno. Eso sucedió cuando yoera muy joven; sin embargo, mis hermanos no lo hubieran hecho, a pesar de ser buenoscazadores. Después de eso, siempre me dieron un buen pedazo de carne y el tibio rincónjunto al fuego. Mi padre me vigilaba: estaba satisfecho de que yo fuera a ser sacerdote.Pero cuando yo alardeaba o lloraba sin razón, me castigaba más estrictamente que a mishermanos. Eso estaba bien.

Después de un tiempo, se me permitió entrar a las casas muertas para buscar metal.De modo que aprendí los caminos que conducían a esas casas, y si veía huesos, ya nosentía miedo. Los huesos son frágiles y viejos, algunas veces se hacen polvo cuando unolos toca. Pero ése es un gran pecado.

Me enseñaron los cánticos y los hechizos; me enseñaron cómo detener la sangre deuna herida y muchos otros secretos. Un sacerdote debe conocer muchos secretos, esofue lo que dijo mi padre. Si los cazadores creen que hacemos todas las cosas por mediode cánticos y hechizos, que lo crean: eso no les hará daño. Me enseñaron a leer en losviejos libros y a hacer las viejas escrituras, lo que fue difícil y llevó mucho tiempo. Misabiduría me hizo feliz: era como fuego en mi corazón. Más que todo, me gustaba oíracerca de los Viejos Días y las historias de los dioses. Me hice muchas preguntas a lasque no podía responder, pero era bueno formulármelas. Por las noches, yacía en vela yescuchaba el viento: me parecía que eran las voces de los dioses que volaban por el aire.

No somos ignorantes como el Pueblo del Bosque: nuestras mujeres hilan la lana en lostelares, nuestros sacerdotes usan túnicas blancas. No comemos raíces de árboles, nohemos olvidado las viejas escrituras, aunque son difíciles de comprender. No obstante, miconocimiento y mi ansia por saber ardían en mí: quería saber más. Cuando finalmente mehice hombre, me acerqué a mi padre y le dije: «Ha llegado el momento de mi viaje. Dametu permiso.»

Me miró durante largo rato, mesándose la barba, y luego me dijo: «Sí. Ha llegado elmomento.»

Esa noche, en la casa de los sacerdotes, pedí y recibí purificación. El cuerpo me dolía,pero mi espíritu era una fría piedra. Fue mi propio padre quien me interrogó acerca de missueños.

Me hizo mirar en el humo del fuego y observar: vi y dije lo que vi. Era lo que siemprehabía visto: un río y, del otro lado, un gran Lugar Muerto por el que caminaban los dioses.Siempre he pensado en eso. Sus ojos eran severos mientras yo le contaba: ya no eramás mi padre sino un sacerdote.

—¡Es un sueño poderoso!—exclamó.—Es mío —dije, mientras el humo ondulaba y mi cabeza se hacía ligera. En la cámara

exterior estaban cantando el cántico de la Estrella, y en mi cabeza sonaba como elzumbido de las abejas.

Me preguntó cómo estaban vestidos los dioses y yo le respondí cómo estaban vestidos.Por el libro sabemos cómo se vestían, pero yo los vi como si estuvieran frente a mí.Cuando terminé, mi padre arrojó tres veces las varitas, y las estudió cuando caían.

—Es un sueño muy poderoso —murmuró—. Puede devorarte.

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—No tengo miedo —dije, y lo miré a los ojos. Mi voz sonó débil en mis oídos, pero eraa causa del humo.

Me tocó en el pecho y en la frente. Me dio el arco y las tres flechas.—Tómalas —expresó—. Está prohibido viajar hacia el este. Está prohibido cruzar el río.

Está prohibido ir al Lugar de los Dioses. Todas esas cosas están prohibidas.—Todas esas cosas están prohibidas —repetí; pero era mi voz la que hablaba, no mi

espíritu. Volvió a mirarme.—Hijo mío —dijo—. Una vez tuve sueños jóvenes. Si tus sueños no te devoran, puedes

ser un gran sacerdote. Si te devoran, seguirás siendo mi hijo. Ahora emprende tu viaje.Viajé ayunando, tal como lo dice la ley. El cuerpo me dolía, pero no el corazón. Cuando

llegó el alba, había perdido de vista la aldea. Oré y me purifiqué, esperando un signo. Elsigno fue un águila. Volaba hacia el este.

Algunas veces los malos espíritus envían signos. Volví a esperar sobre la lisa roca,ayunando, sin probar alimentos. Estaba muy quieto: podía sentir al cielo encima de mí y ala tierra por debajo. Esperé hasta que el sol empezó a hundirse. Entonces tres ciervospasaron por el valle, hacía el este; no me olfatearon ni me vieron. Había un cervato blancocon ellos, un signo muy importante.

Los seguí a la distancia, esperando ver lo que sucediera. Mi corazón estaba perturbadopor marchar hacia al este, sin embargo yo sabía que debía ir. La cabeza me zumbaba acausa del ayuno; ni siquiera vi a la pantera cuando saltó sobre el cervato blanco. Pero,antes de saberlo, el arco estaba en mi mano. Grité, y la pantera alzó su cabeza delcervato. No es fácil matar a una pantera con una flecha; pero la flecha dio en su ojo ypenetró en su cerebro. Murió mientras trataba de saltar; rodó, desgarrando el suelo.Entonces supe que debía ir hacia el este: supe que ése era mi viaje. Cuando llegó lanoche, encendí un fuego y asé carne en él.

Es un viaje de seis soles hacia el este, y un hombre pasa por muchos Lugares Muertos.El Pueblo del Bosque les teme, pero yo no. Una vez encendí mi fuego de noche, al bordede un Lugar Muerto y, a la mañana siguiente hallé un buen cuchillo, apenas oxidado, en lacasa muerta. Eso fue poco comparado con lo que sucedió después, pero me hizoensanchar el corazón. Siempre que buscaba caza, la hallaba delante de mi flecha, y dosveces pasé frente a expediciones de caza del Pueblo del Bosque sin ser advertido.Entonces supe que mi magia era fuerte y mi viaje era limpio, a pesar de la ley.

Cuando se ponía el octavo sol, llegué a las riberas del gran río. Había pasado mediodía desde que había abandonado la carretera de los dioses: ahora no usamos lascarreteras de los dioses porque se están desmoronando en grandes bloques de piedra, yel bosque es más seguro. Desde mucha distancia, había visto las aguas a través de losárboles, pero ahora los árboles eran espesos. Finalmente, llegué a un claro en la cima deuna montaña. Allí debajo estaba el gran río, como un gigante al sol. Es muy largo, muyancho. Puede comerse todas las corrientes que conocemos y aún seguir sediento. Sunombre es Ou-dis-sun, el Sagrado, el Largo. Ningún hombre de mi tribu lo ha visto, nisiquiera mi padre, el sacerdote. Era mágico y yo oré.

Luego levanté los ojos y miré hacia el sur. Allí estaba el Lugar de los Dioses.Cómo puedo decir lo que era; no pueden saberlo. Estaba allí, bajo la roja luz, y eran

demasiado grandes para ser casas. Estaba allí, y la luz roja caía sobre el lugar, poderosoy en ruinas. Supe que en un momento más los dioses me verían. Me cubrí los ojos con lasmanos y repté otra vez hacia el bosque.

Seguramente, eso era suficiente, hacer algo así y seguir con vida. Seguramente erasuficiente pasar la noche en la montaña. Ni siquiera el Pueblo del Bosque se acerca aquí.Sin embargo, durante toda la noche supe que debería cruzar el río y caminar en loslugares de los dioses, aunque los dioses me devoraran. Mi magia no me ayudaba enabsoluto y sin embargo había un fuego en mis entrañas, un fuego en mi mente. Cuando elsol se elevó, pensé: «Mi viaje ha sido limpio. Ahora regresaré de mi viaje a casa». Pero,

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inclusive mientras lo pensaba, supe que no podría hacerlo. Si iba al Lugar de los Dioses,seguramente moriría, pero, si no iba, jamás volvería a sentirme en paz con mi espíritu. Esmejor perder la vida que el espíritu, si uno es sacerdote e hijo de sacerdote.

Sin embargo, mientras construía la balsa, las lágrimas fluyeron de mis ojos. El Pueblodel Bosque podría haberme matado sin luchar, si hubieran caído sobre mí entonces, perono vinieron. Cuando la balsa estuvo lista, dije las plegarias por los muertos y me pintépara la muerte. Mi corazón estaba tan frío como una rana y mis rodillas parecían de agua;pero el fuego de mi mente no me dejaba en paz. Mientras apartaba la balsa de la costa,comencé mi canción de muerte; tenía derecho. Era una hermosa canción.

«Soy Juan, hijo de Juan», canté. «Mi pueblo es el Pueblo de las Colinas.Ellos son los hombres. Voy a los Lugares Muertos y nadie me mata.Saco el metal de los Lugares Muertos y no estoy maldito.Viajo por las carreteras de los dioses y no temo. ¡Aié! ¡He matado a la pantera, he

matado al cervato!¡Aié! He venido al gran río. Ningún hombre ha estado antes aquí.Está prohibido ir hacia el este, pero yo he ido, está prohibido seguir al gran río. pero allí

estoy.Abrid el corazón, espíritus, y oíd mi canción.Ahora voy al lugar de los dioses, no regresaré.Mi cuerpo está pintado para muerte y mis miembros son débiles, ¡pero mi corazón es

grande mientras marcho hacia el lugar de los dioses!»

Lo mismo, cuando llegué al Lugar de los Dioses, sentí miedo, miedo. La corriente delgran río es muy fuerte; asió mí balsa entre sus manos. Eso era magia, porque el río esancho y calmo. Pude sentir los espíritus malignos a mi alrededor, en la brillante mañana;pude sentir su aliento en mi cuello mientras la corriente me llevaba río abajo. Nunca habíaestado tan solo; traté de pensar en mi sabiduría, pero era como la pila de nuecesinvernales de una ardilla. Mi sabiduría ya no tenía fuerza y me sentí pequeño y desnudocomo un pájaro que acaba de salir del cascarón; solo en el gran río, un siervo de losdioses.

Sin embargo, después de un rato, mis ojos se abrieron, y vi. Vi ambas riberas del río; vique una vez lo habían cruzado carreteras de dioses, aunque ahora estaban derrumbadasy caídas como quebradas enredaderas. Eran muy grandes, y maravillosas y quebradas;quebradas en la época del Gran Incendio cuando el fuego cayó del cielo. Y la corrienteme llevaba siempre más cerca del Lugar de los Dioses, y las enormes ruinas se elevaronante mis ojos.

No conozco los hábitos de los ríos: somos el Pueblo de las Colinas. Traté de guiar mibalsa con la pértiga pero empezó a girar. Pensé que el río me llevaría más allá del Lugarde los Dioses, a las Aguas Amargas de las leyendas. Me enfurecí entonces, y mi corazónse hizo fuerte. Dije en voz alta: «¡Soy sacerdote e hijo de sacerdote!» Los dioses meescucharon; me enseñaron a remar con la pértiga, hundiéndola a un costado de la balsa.La corriente cambió; me acerqué al Lugar de los Dioses.

Cuando estaba muy cerca, mi balsa encalló y zozobró. Había aprendido a nadar ennuestros lagos y nadé hacia la costa. Había un grueso cilindro de metal oxidado quesobresalía de las aguas: me encaramé en él y me senté allí, jadeante. Había conservadomi arco y dos flechas y el cuchillo que había encontrado en el Lugar Muerto; pero eso eratodo. Mi balsa se alejó girando en los remolinos hacia las aguas Amargas. Seguímirándola, pensando que si me hubiera arrojado hacia abajo, al menos estaría muerto y asalvo. Sin embargo, una vez que hube secado la cuerda de mi arco y vuelto a tensarla,me encaminé hacia el Lugar de los Dioses.

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Bajo mis pies, el suelo parecía suelo; no me quemó. No es verdad lo que dicen algunashistorias, que el suelo allí quema eternamente, pues yo he estado allí. De tanto en tantose veían las marcas y quemaduras del Gran Incendio en las ruinas, es verdad. Pero eranviejas marcas y viejas quemaduras. Tampoco es verdad lo que dicen algunos sacerdotes,que es una isla cubierta de nieblas y hechizos. No lo es. Es un gran Lugar Muerto —másgrande que cualquiera de los que conocemos—. En todas partes hay carreteras dedioses, aunque la mayoría están agrietadas y rotas. En todas partes hay ruinas de lasaltas torres de los dioses.

¿Cómo contar lo que vi? Caminé con cuidado, con el arco tensado en la mano, la pielalerta ante el peligro. Debería haber oído el gemido de los espíritus y el chillido de losdemonios, pero no los oí. Todo estaba muy silencioso y soleado en el sitio dondedesembarqué; el viento y la lluvia y los pájaros que dejan caer semillas habían hecho sutrabajo; el pasto crecía entre las grietas de la quebrada piedra. Es una hermosa isla: no esde extrañarse que los dioses hayan construido allí. Si yo hubiera llegado a ella, como undios, también hubiera construido.

¿Cómo contar lo que vi? No todas las torres están derrumbadas; aquí y allá quedaalguna en pie, como un alto árbol del bosque, y los pájaros anidan en las copas. Pero lastorres parecen ciegas, pues los dioses se han ido. Vi un halcón pescador, buscandopeces en el río. Vi una pequeña danza de mariposas blancas sobre una gran pila decolumnas y piedras rotas. Fui allí y miré a mi alrededor: había una piedra tallada conletras marcadas, partida por la mitad. Decía UBTREAS. También encontré una imagendestrozada de un hombre o dios. Estaba hecho de piedra blanca y tenía el cabellorecogido como una mujer. Su nombre era ASHING, tal como lo leí en la mitad de unapiedra partida. Pensé que sería sabio orarle a ASHING, aunque no conozco a ese dios.

¿Cómo contar todo lo que vi? No quedaba ningún olor a hombre, ni en las piedras ni enel metal. Tampoco existían muchos árboles en ese desierto de piedra. Hay muchaspalomas que anidan y vuelan entre las torres: los dioses deben haberlas amado, o tal vez,las usaran para sacrificios. Hay gatos salvajes que vagabundean por las carreteras de losdioses, de ojos verdes y sin temor al hombre. De noche gimen como demonios, pero noson demonios. Los perros salvajes son más peligrosos, porque salen a cazar en jauría;pero no me encontré con ellos hasta después. En todas partes están las piedras talladas,esculpidas con números o palabras mágicas.

Fui hacia el norte; no traté de ocultarme. Cuando un dios o un demonio me vieran,moriría; entretanto, ya no sentía miedo. Mi hambre de conocimiento ardía en mí; habíatantas cosas que no podía comprender. Después de un rato, supe que mi estómagoestaba hambriento. Podría haber cazado para conseguir carne, pero no lo hice. Se sabeque los dioses no cazaban como lo hacemos nosotros: sacaban su comida de cajas ylatas encantadas. Algunas veces hallamos algunos en los Lugares Muertos: una vez,cuando era un niño tonto, abrí una de esas latas y hallé dulce el alimento. Pero mi padreme descubrió y me castigó severamente, pues a menudo ese alimento significa la muerte.Ahora, sin embargo, ya había trasgredido todo lo prohibido, y entré a las torres másprometedoras, en busca del alimento de los dioses.

Finalmente lo hallé en las ruinas de un gran templo en medio de la ciudad. Debe habersido un templo poderoso, pues el techo estaba pintado como el cielo de la noche, conestrellas: alcancé a verlo, aunque los colores eran desvaídos y débiles. Descendíaformando grandes cuevas y túneles: tal vez tuvieran allí a los esclavos. Pero cuandoempecé a descender, escuché el chillido de las ratas, así que no seguí; las ratas sonsucias, y debía haber habido muchas tribus de ratas, por los chillidos. Pero cerca de allí,hallé alimentos, en el corazón de una ruina, detrás de una puerta que aún se abría. Solocomí las frutas de los frascos, que tenían un sabor muy dulce. También había bebidas, enbotellas de vidrio; la bebida de los dioses era fuerte e hizo vacilar mi cabeza. Después deque hube bebido y comido, dormí arriba de una piedra, con el arco a mi lado.

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Cuando me desperté, el sol estaba bajo. Mirando hacia el suelo desde donde estaba, via un perro sentado sobre su cola. La lengua le colgaba de la boca, parecía reírse. Era unperro grande, de pelo gris parduzco, tan grande como un lobo. Me puse de pie de un saltoy le grité pero no se movió; permaneció en su lugar sentado, como si estuviera riéndose.No me gusto eso. Cuando conseguí una piedra para arrojarle, se movió ágilmente fueradel alcance del proyectil. No me tenía miedo, me miraba como si fuera carne. Sin dudapodría haberlo matado con una flecha, pero yo no sabía si había otros. Además, estabacayendo la noche.

Miré a mi alrededor; no muy lejos había una gran carretera de dioses, rota, queconducía hacia el norte. Las torres eran altas, pero no tanto, y aunque había muchascasas muertas en ruinas, algunas aún estaban en pie. Me dirigí hacia esa carretera de losdioses, siguiendo siempre por las alturas de las ruinas, mientras el perro me seguía.Cuando llegué a la carretera de los dioses, vi que otros perros se le habían unido. Si yohubiera dormido durante más tiempo, me hubieran sorprendido y hubieran desgarrado migarganta. Tal como era, estaban suficientemente seguros de mí, no se apresuraron.Cuando entré a la casa muerta, se quedaron vigilando la entrada; sin duda pensarían quetendrían una buena caza. Pero los perros no pueden abrir las puertas, y yo sabía, por loslibros, que a los dioses no les gustaba vivir sobre el suelo sino en las alturas.

Acababa de hallar una puerta que podía abrir cuando los perros decidieronabalanzarse. ¡Ja! Se sorprendieron cuando les cerré la puerta en la cara; era una buenapuerta, de metal resistente. Pude oír sus tontos ladridos detrás de la puerta pero no medetuve a responderles. Estaba en la oscuridad. Hallé escaleras y comencé a ascender.Había muchas escaleras, que giraban sobre sí mismas tantas veces que empecé amarearme. Al final de las escaleras había otra puerta: hallé el picaporte y la abrí. Estabaen una pequeña y angosta cámara; a un lado había una puerta de bronce que no podíaabrirse, pues no tenía picaporte. Tal vez hubiera una palabra mágica para abrirla, pero yono tenía esa palabra. Me volví hacia la puerta situada en la pared opuesta. La cerraduraestaba rota, así que la abrí y entré.

El interior era un lugar de gran riqueza. El dios que vivió allí debió haber sido un diospoderoso. El primer cuarto era una pequeña antecámara; esperé allí durante un tiempo,diciendo a los espíritus del lugar que había venido en paz y no como un ladrón. Cuandome pareció que ya habían tenido tiempo de escucharme, seguí. ¡Ah, qué riquezas! Pocas,incluso, de las ventanas, estaban rotas: todo estaba como había sido. Las grandesventanas que daban a la ciudad no estaban rotas en absoluto, a pesar de que estabanpolvorientas y tiznadas por los años. Había tapices en el suelo, de colores no muydesteñidos, y las sillas eran suaves y mullidas. Había cuadros en las paredesmaravillosos, muy extraños; recuerdo un ramo de flores en un florero: si uno se acercabaveía solamente fragmentos de color, pero si uno se alejaba, las flores parecían haber sidocortadas ayer. Mirar ese cuadro hizo que mi corazón se sintiera extraño, y tambiéncuando miré la figura de un pájaro, hecha de alguna arcilla dura, que estaba sobre unamesa, y lo vi tan semejante a nuestros pájaros. Por todas partes había libros y escritos,muchos en lenguas que yo no podía leer. El dios que vivió allí debió ser sabio y lleno deconocimiento. Me sentí con derecho a estar allí, ya que yo también buscaba elconocimiento.

No obstante, era extraño. Había un lugar para lavarse, pero sin agua; tal vez los diosesse lavaban con aire. Había un lugar para cocinar pero nada de leña; y aunque había unamáquina para cocinar comida, no tenía ningún lugar donde poner fuego. Tampocoexistían velas ni lámparas; había unas cosas que parecían lámparas pero no teníanmechas ni aceite. Todas estas cosas eran mágicas, pero yo las toqué y sobreviví: lamagia se había ido de ellas. Diré algo que lo demuestra. En el sitio para lavarse, una cosadecía «caliente», pero no era caliente al tacto; otra cosa decía «fría» pero no era fría. Esto

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debe haber sido una magia poderosa, pero la magia se había ido. No comprendo —ellostenían sus modos— pero habría querido comprenderlos.

La casa de los dioses estaba cerrada y seca y polvorienta. Dije que la magia se habíaido pero no es verdad; se había ido de las cosas mágicas pero no del lugar. Sentí losespíritus a mi alrededor, oprimiéndome. Jamás había dormido antes en un Lugar Muerto;y sin embargo, esta noche debería dormir allí. Cuando pensé en eso, la lengua se mesecó en la garganta, a pesar de mi anhelo de conocimiento. Casi hubiera preferido bajar aenfrentarme con los perros, pero no lo hice.

Cuando cayó la noche, ya había recorrido todos los cuartos. Cuando anocheció, volví alenorme cuarto que daba a la ciudad y encendí fuego. Había un lugar para hacer fuego yuna caja con leña en él, aunque no creo que cocinaran allí. Me envolví en uno de lostapices que cubrían el suelo y dormí frente al fuego; estaba muy cansado.

Ahora contaré algo que es una magia muy poderosa. Me desperté en medio de lanoche. Cuando desperté, el fuego se había apagado, y yo tenía frío. Me pareció oír a mialrededor voces y murmullos. Cerré los ojos para callarlos. Algunos dirán que volví adormirme, pero yo no creo que haya dormido. Podía sentir cómo los espíritus arrastrabana mi espíritu fuera de mi cuerpo, tal como el pez es arrastrado por la línea.

¿Por qué tendría que mentir? Soy sacerdote e hijo de sacerdote. Si hay espíritus, talcomo dicen, en los pequeños Lugares Muertos cercanos, ¿por qué no habría espíritus enel gran Lugar de los Dioses? ¿Y acaso no estarían deseosos de hablar? ¿Después detantos largos años? Sé que me sentí arrastrado como un pez prendido de la línea. Habíasalido de mi cuerpo: podía ver mí cuerpo dormido frente al fuego apagado, pero no era yo.Yo fui arrastrado a mirar la ciudad de los dioses.

Debería haber estado en sombras, pues era de noche, pero no estaba en sombras. Portodas partes había luces: líneas de luz, círculos y manchones de luz; ni diez mil antorchashubieran sido lo mismo. Hasta el mismo cielo estaba iluminado; apenas si podían verselas estrellas por el resplandor del cielo. Pensé para mí mismo: «Esta es una magiapoderosa» y temblé. En mis oídos había un rugido como la creciente de un río. Luego misojos se acostumbraron a la luz y mis oídos al sonido. Supe que estaba viendo la ciudad talcomo era cuando los dioses vivían.

Era sin duda una visión: sí, era una visión, no podía haberla visto dentro de mi cuerpo;mi cuerpo habría muerto. Por todas partes iban los dioses, a pie y en carruajes: habíainnumerables dioses y sus carruajes bloqueaban las calles. Habían convertido la nocheen día para su placer; no dormían junto con el sol. El ruido de sus idas y venidas era elruido de muchas aguas. Era mágico lo que podían hacer; era mágico lo que hacían.

Miré por otra ventana; las grandes enredaderas de sus puentes habían sido reparadasy las carreteras de los dioses iban hacia el este y el oeste. ¡Inquietos, inquietos eran losdioses, siempre en movimiento! Cavaban túneles debajo de los ríos, volaban por el aire.Con increíbles herramientas hacían trabajos gigantescos, ninguna parte de la tierraestaba a salvo de ellos, pues, si deseaban una cosa, la pedían del otro lado del mundo. Ysiempre, mientras trabajaban y descansaban, mientras celebraban y hacían el amor,había un redoble en sus oídos, el pulso de la gigantesca ciudad, latiendo y latiendo comoel corazón de un hombre.

¿Eran felices? ¿Qué es la felicidad para los dioses? Eran grandes, eran poderosos,eran maravillosos y terribles. Mientras los contemplaba, a ellos y a su magia, me sentícomo un niño; me pareció que con solo un poco más, bajarían la luna del cielo. Los vi conun conocimiento que estaba más allá del conocimiento y una sabiduría que estaba másallá de la sabiduría. Y sin embargo no todo lo que hacían estaba bien hecho —hasta yopodía verlo— y sin embargo su sabiduría no podía menos que crecer hasta que todoestuviera en paz.

Entonces advertí que su destino se precipitaba sobre ellos y eso era terrible hasta loindecible. Cayó sobre ellos mientras caminaban por las calles de su ciudad. He estado en

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las luchas contra el Pueblo del Bosque; he visto morir a muchos hombres. Pero esto no separecía a aquello. Cuando los dioses guerrean con los dioses, usan armas que noconocemos. Era un fuego que caía del cielo y una bruma que envenenaba. Era la hora delGran Incendio y de la Destrucción. Corrían como hormigas por las calles de su ciudad;¡pobres dioses, pobres dioses! Entonces las torres comenzaron a derrumbarse. Unospocos escaparon, sí, unos pocos. Las leyendas lo dicen. Pero, aún después de que laciudad se convirtió en un Lugar Muerto, durante muchos años el veneno quedó en elsuelo. Vi cómo ocurría, vi morir al último de ellos. Era la oscuridad sobre la ciudadderruida y yo lloré.

Todo esto es lo que presencié. Lo vi tal como lo he contado, aunque no dentro de micuerpo. Cuando me desperté, en la mañana, estaba hambriento; pero al principio nopensé en mi hambre, pues mi corazón estaba perplejo y confuso. Sabía la razón quehabía originado a los Lugares Muertos, pero no veía por qué había sucedido. Me parecíaque no debería haber sucedido, con toda la magia que tenían. Recorrí la casa buscandouna respuesta. Había tantas cosas en la casa que no podía comprender; y sin embargosoy sacerdote e hijo de sacerdote. Era como estar en una margen del gran río, de noche,sin luz que mostrara el camino.

Entonces vi al dios muerto. Estaba sentado en una silla, junto a la ventana, en uncuarto al que yo no había entrado antes y, en un primer momento, creí que estaba vivo.Entonces vi la piel del dorso de su mano: era seca como cuero. El cuarto estaba cerrado,caliente y seco; sin duda eso era lo que lo había conservado. Al principio tuve miedo deaproximarme a él; luego el miedo me abandonó. Estaba sentado mirando hacia la ciudady vestía las ropas de los dioses. No era ni viejo ni joven, no podría decir su edad. Pero ensu rostro había sabiduría y una gran tristeza. Uno podía ver que él no había huido. Sehabía sentado ante su ventana, a contemplar cómo moría su ciudad; luego, él mismohabía muerto. Pero es mejor perder la vida que el espíritu, y por su cara se advertía quesu espíritu no se había perdido. Supe que, si lo tocaba, se haría polvo; y sin embargo, ensu rostro había algo inconquistable.

Esa es toda mi historia, porque entonces supe que él era un hombre; entonces supeque habían sido hombres, ni dioses ni demonios. Es un gran conocimiento, difícil de deciry creer. Eran hombres: fueron por una senda oscura, pero eran hombres. Después de esoya no tuve miedo, no tuve miedo al volver a casa, aunque dos veces tuve que luchar paraalejar a los perros y una vez fui perseguido durante dos días por el Pueblo del Bosque.Cuando vi otra vez a mí padre, oré y fui purificado. El tocó mis labios y mi pecho.

—Te fuiste como un muchacho. Vuelves como hombre y sacerdote —me dijo.—¡Padre, eran hombres!—exclamé—. ¡He estado en el Lugar de los Dioses y lo he

visto! Ahora mátame, si esa es la ley, pero seguiré sabiendo que fueron hombres.El me miró a los ojos.—La ley no tiene siempre la misma forma —me dijo—. Has hecho lo que has hecho. Yo

no podría haberlo hecho en mi época, pero tú vienes después que yo. ¡Cuéntame!Yo hablé y él me escuchó. Después, quise contárselo a todo el pueblo, pero él me lo

impidió.—La verdad es un ciervo difícil de cazar —observó—. Si comes demasiada verdad de

una vez, puedes morir por la verdad. No en vano nuestros padres prohibieron los LugaresMuertos.

Tenía razón: es mejor que la verdad se muestre de a poco. Siendo sacerdote, heaprendido eso. Tal vez, en los viejos tiempos, devoraban el conocimiento demasiadorápido.

No obstante, hemos comenzado. Ahora no solo por el metal vamos a los LugaresMuertos; están los libros y los escritos. Son difíciles de aprender. Y las herramientasmágicas están rotas, pero podemos mirarlas y preguntarnos. Al menos, hemoscomenzado. Y, cuando yo sea sacerdote en jefe, iremos más allá del gran río. Iremos al

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Lugar de los Dioses —el lugar new york— no un solo hombre sino un grupo. Buscaremoslas imágenes de los dioses y hallaremos al dios ASHING y a los otros, los dioses Lincoln yBiltmore y Moisés. Pero fueron hombres quienes construyeron la ciudad, no dioses nidemonios. Fueron hombres. Recuerdo el rostro del hombre muerto. Fueron hombres losque estuvieron aquí antes que nosotros. Debemos volver a construir.

TENDENCIASIsaac Asimov

John Harman estaba sentado ante su escritorio, cavilando, cuando yo entré a la oficinaesa mañana. Para entonces ya era un espectáculo habitual verlo contemplando elHudson, con la cabeza apoyada en una mano, una mueca de malhumor contorsionandosu rostro: un espectáculo demasiado habitual. Parecía injusto que el pobre tipo estuvieraallí royéndose las uñas día tras día, cuando tenía derecho a recibir todas las alabanzas yla adulación del mundo.

Me dejé caer en una silla.—¿Vio el editorial del Clarion de hoy, jefe?—pregunté.Volvió hacia mí sus ojos cansados e inyectados de sangre.—No, no lo he visto. ¿Qué dicen? ¿Otra vez quieren hacer caer sobre mí la venganza

de Dios?—su voz estaba imbuida de un amargo sarcasmo.—Ahora van un poco más lejos, jefe —respondí—. Escuche esto:

«Mañana es el día en que John Harman intentará profanar los cielos. Mañana,desafiando a la opinión y a la conciencia del mundo, este hombre desafiará a Dios.

»No se le ha concedido al hombre la libertad de ir a todos los lugares a los que suambición y su deseo lo lleven. Hay cosas que por siempre se le negarán, y aspirar a lasestrellas es una de ellas. Como Eva, John Harman desea comer la fruta prohibida, y comoEva sufrirá en consecuencia un justo castigo.

»Pero no es suficiente esta mera charla. Si le permitimos que desate la venganza deDios, el pecado es de la humanidad, no solo de Harman. Al permitirle llevar a cabo susmalignos planes, nos hacemos cómplices de su crimen, y la venganza divina caerá sobretodos por igual.

»Es, por lo tanto, esencial que se tomen medidas para impedir que Harman despegueen su así llamado cohete espacial mañana. El gobierno, al rehusarse a tomar dichasmedidas, está forzando a la acción violenta. Si no hace nada por confiscar el cohete o porllevar a Harman a prisión, nuestra furiosa ciudadanía puede llegar a tener que tomar elasunto en sus manos.»

En un acceso de furia, Harman saltó de su silla y, arrebatándome el periódico de lasmanos, lo arrojó con ira a un rincón.

—Están llamando abiertamente a un linchamiento—bramó—. ¡Mira esto!Lanzó cinco o seis sobres hacia mí. Con una mirada bastó para que me diera cuenta

de lo que eran. ¿Más amenazas de muerte?—pregunté.—Sí, exactamente eso. He tenido que hacer arreglos para que volvieran a aumentar el

número de policías que patrullan el edificio y para obtener una escolta de policíamotorizada para cuando cruce el río rumbo al campo de pruebas mañana.

Caminó de arriba abajo por el cuarto con agitados trancos.—No sé qué hacer, Clifford. He trabajado casi diez años en el Prometheus. Me he

esclavizado, he gastado una fortuna, he abandonado todo lo que hace la vida digna de

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ser vivida... ¿y para qué? Para que un puñado de tontos predicadores vuelvan contra míel sentimiento público, al punto de que ni siquiera mi vida está segura.

—Está adelantado a los tiempos, jefe —me encogí de hombros en un gesto deresignación que hizo •que su furia se desatara contra mí.

—¿Qué quieres decir con «adelantado a los tiempos»? Estamos en 1973. El mundo yaha estado listo para los viajes espaciales durante medio siglo. Cincuenta años atrás lagente hablaba, soñaba con el día en que el hombre pudiera liberarse de la Tierra ysondear las profundidades del espacio. Durante cincuenta años,

la ciencia ha avanzado pulgada a pulgada hacia esa meta, y ahora... ahora finalmentelo he logrado ¡y mira! dices que el mundo no está listo para mí.

—Los años de las décadas del 20 y del 30 fueron años de anarquía, decadencia yconfusión, si recuerda algo de historia —le acoté con suavidad—. No puede aceptarloscomo criterio.

—Lo sé, lo sé. Vas a decirme que la Primera Guerra de 1914 y la Segunda de 1940. Eshistoria antigua para mí; mi padre luchó en la Segunda y mi abuelo en la Primera. Sinembargo, esos fueron los días en que la ciencia floreció. Los hombres no temíanentonces; de algún modo soñaban y se arriesgaban. No había nada semejante alconservadurismo en cuanto a los asuntos mecánicos o científicos. Ninguna teoría erademasiado radical para proponer, ningún descubrimiento demasiado revolucionario parapublicar. Hoy, la podredumbre ha invadido el mundo, ya que una gran visión, como losviajes espaciales, es llamada «desafío a Dios».

Su cabeza se agachó lentamente, y se volvió para ocultar sus labios temblorosos y laslágrimas en sus ojos. Luego volvió a erguirse repentinamente, con ojos centelleantes.

—Pero ya les mostraré. Seguiré con todo, a pesar del infierno, el Cielo y la Tierra. Hepuesto demasiado en esto como para abandonarlo ahora.

—Cálmese, jefe —le aconsejé—. Esto no le hará nada bien mañana, cuando suba aesa nave. Tal vez sus posibilidades de salir con vida no sean muchas ahora; entonces¿cómo serán si comienza despedazado por la excitación y las preocupaciones?

—Tienes razón. No pensemos más en eso. ¿Dónde está Shelton?—En el Instituto arreglando para que nos envíen las placas fotográficas especiales.—Hace mucho que se ha ido, ¿no es cierto?—No demasiado; pero escuche, jefe, hay algo raro en él. No me gusta.—¡Cabeza hueca! Ha trabajado conmigo dos años, y no tengo quejas.—Muy bien —separé las manos con resignación— Si no quiere escucharme, no me

escuche. Lo mismo lo pesqué leyendo uno de los infernales panfletos que escribe OtisEldredge. Ya los conoce: «Ten cuidado, oh humanidad, pues el día del juicio se acerca. Elcastigo a vuestros pecados se aproxima. Arrepentios y salvaos». Y todo el resto de labasura tradicional. Harman gruñó de disgusto.

—¡Predicador barato! Supongo que el mundo jamás superará a los de su clase. Nomientras existan suficientes tarados. Aún así, no puedes condenar a Shelton solamenteporque los lea. Yo mismo leí uno una vez,

—Dice que lo recogió de la vereda y lo leyó por «ociosa curiosidad», pero estoy segurode haberlo visto cuando lo sacaba de la billetera. Además, va a la iglesia todos losdomingos.

—¿Es eso un crimen? ¡Todo el mundo lo hace, ahora!—Sí, pero no todos van a la Sociedad Evangélica del Siglo Veinte. Es de Eldredge.Harman se sobresaltó. Evidentemente, era la primera noticia que tenía.—Bien, eso es algo, ¿no es cierto? Tendremos que vigilarlo, entonces.Pero después de eso, las cosas comenzaron a ocurrir y olvidamos todo lo relativo a

Shelton, hasta que fue demasiado tarde.No quedaban muchas cosas por hacer ese último día antes de la prueba, y me dirigí

hacia el otro cuarto, donde me dediqué al informe final de Harman para el Instituto. Mi

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trabajo era corregir cualquier error o equivocación que se hubiera deslizado, pero metemo que no fui muy minucioso. Para decir la verdad, no podía concentrarme. A intervalosde pocos minutos, caía en una profunda meditación.

Parecía extraño que hubiera tanto alboroto por los viajes espaciales. Cuando Harmananunció la inminente perfección del Prometheus, seis meses atrás, los círculos científicosse habían mostrado jubilosos. Por supuesto, fueron cautelosos en sus declaraciones ymidieron todo lo que dijeron, pero había un real entusiasmo.

Sin embargo, las masas no lo tomaron así. Puede parecerles extraño a ustedes, los delsiglo veintiuno, pero quizá debimos haberlo esperado en aquellos días de 1973. La genteno era muy progresista en ese entonces. Durante años había existido un vuelco hacia lareligión, y cuando las iglesias se opusieron unánimemente al cohete de Harman... bien,así era la cosa.

Al principio, la oposición se limitó a la iglesia y creímos que desapareceríaespontáneamente. Pero no. Los periódicos se hicieron cargo de ella, y difundieron lanueva fe, literalmente. El pobre Harman se convirtió en un anatema para el mundo en unlapso notablemente breve, y ahí empezaron sus problemas.

Recibió amenazas de muerte, y advertencias acerca de la venganza divina a diario. Nisiquiera podía caminar por la calle con tranquilidad. Docenas de sectas, a ninguna de lascuales pertenecía —era uno de los raros librepensadores de la época, lo que era algomás en su contra— lo excomulgaron y lo condenaron a un interdicto especial. Y, lo que esmás, Otis Eldredge y su Sociedad Evangélica comenzaron a sublevar al populacho.

Eldredge era un extraño personaje, uno de esos genios a su modo que aparecen detanto en tanto. Dotado de una labia privilegiada y un vocabulario corrosivo, conseguíahipnotizar a las multitudes. Veinte mil personas eran como arcilla en sus manos, en casode que consiguiera ser escuchado. Y durante cuatro meses, rugió en contra de Harman;durante cuatro meses, una caudalosa cascada de denuncia brotó de él en un frenesíoratorio. Y durante cuatro meses, los ánimos del mundo se caldearon.

Pero Harman no se amilanó. En su pequeño cuerpo de un metro cincuenta y cinco,había tanta energía como en seis hombres de un metro ochenta. Con obstinación casidivina —sus enemigos decían casi diabólica— se negó a ceder ni una pulgada. Sinembargo, su firmeza externa era para mí, que lo conocía bien, solo un imperfecto disfrazde la gran tristeza y amarga desilusión que había en su interior.

El timbre de la puerta interrumpió mis pensamientos en ese punto, y la sorpresa mehizo poner de pie. Los visitantes eran muy escasos en esos días.

Miré por la ventana y vi una figura alta e imponente que hablaba con el sargentoCassidy. En seguida lo identifiqué como Howard Winstead, el director del Instituto.Harman se apresuraba para recibirlo, y después de un corto intercambio de palabras,entraron los dos a la oficina. Los seguí, sintiendo curiosidad por saber qué sería lo quehabía traído a Winstead, que era más político que científico.

Al principio, Winstead no parecía ni siquiera sentirse cómodo; no era el diplomático desiempre. Eludió, embarazoso, los ojos de Harman y farfulló algunos convencionalismoscon respecto al tiempo. Luego fue al grano con una brusquedad directa y pocodiplomática.

—John —dijo—. ¿Qué te parecería si postergáramos la prueba por un tiempo?—En realidad quieres decir que la abandonemos por completo, ¿no es cierto? Bien, no

lo haré, y es definitivo.Winstead alzó la mano.—Espera, John, no te excites. Déjame exponer mi punto de vista. Ya sé que el Instituto

estuvo de acuerdo en darte carta blanca, y también sé que pagaste por lo menos la mitadde los gastos de tu propio bolsillo, pero... no puedes seguir con esto.

—¿Así que no puedo?—Harman resopló despectivamente.

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—Óyeme ahora, John. Sabes de ciencia, pero no sabes de la naturaleza humana comoyo. Este no es el mundo de los «Años Locos», te des cuenta o no. Ha habido profundoscambios desde 1940.

Se lanzó a lo que a todas luces era un discurso cuidadosamente preparado.—Después de la Primera Guerra Mundial, como sabes, el mundo todo se alejó de la

religión y se volcó a liberarse de los convencionalismos. La gente estaba asqueada ydesilusionada, cínica y sofisticada. Eldredge los llama «perversos y pecadores». A pesarde eso, la ciencia floreció: algunos dicen que siempre sucede así en períodos pococonvencionales. Desde el punto de vista de la ciencia, fue una «Edad de Oro».

»Sin embargo, conoces la historia económica y política de la época. Fue un período decaos político y anarquía internacional; un período irracional, suicida, demente, queculminó con la Segunda Guerra Mundial. Y así como la Primera Guerra condujo a unperíodo de sofisticación, la Segunda inició un retorno a la religión.

»La gente estaba harta de los «Años Locos». Se habían saturado de ellos, y lo quemás temían era volver a caer en ellos. Para impedir esa posibilidad, relegaron lascostumbres de esas décadas. Sus motivos, como ves, eran comprensibles y loables.Toda la libertad, la sofisticación, la falta de convencionalismo se habían perdido, habíansido barridas hasta desaparecer. Ahora vivimos en una segunda época victoriana; y escomprensible, porque la historia de la humanidad es como un péndulo, y en estemomento oscila hacia la religión y los convencionalismos.

»Una sola cosa queda de esos días de hace medio siglo. Y esa cosa es el respeto dela humanidad por la ciencia. Tenemos prohibiciones: el cigarrillo está prohibido para lasmujeres, lo mismo que los cosméticos; los vestidos escotados y las faldas cortas no seconocen; el divorcio está mal visto. Pero la ciencia no ha sido restringida todavía.

»A la ciencia le corresponde, entonces, ser circunspecta, para evitar enardecer a lagente. Sería muy fácil hacerles creer —y Otis Eldredge en sus discursos casi lo haconseguido— que fue la ciencia la que causó los horrores de la Segunda Guerra Mundial.La ciencia aventajó a la cultura, dirán, la tecnología aventajó a la sociología, y fue esedesequilibrio el que casi destruyó al mundo. De algún modo, me inclino a creer que eneso, no están tan lejos de la verdad.

»¿Pero sabes lo que pasaría si alguna vez se llegara a eso? La investigación científicasería prohibida; o, si no van tan lejos, sería estrictamente regulada para que se ahogaraen su propia decadencia. Sería una calamidad de la cual la humanidad no se recobraría nien un milenio.

»Y tu vuelo de prueba puede precipitar todo esto. Estás enardeciendo al público hastaun grado tal, que se hará difícil calmarlo. Te lo advierto, John. Tú sufrirás lasconsecuencias».

Durante un minuto reinó un absoluto silencio, luego Harman forzó una sonrisa.—Vamos, Howard, estás dejando que unas sombras en la pared te asusten. ¿Estás

tratando realmente de decirme que crees en serio que el mundo está a punto desumergirse en una segunda Época Oscura? Después de todo, los hombres inteligentesestán del lado de la ciencia, ¿no es cierto?

—Si lo están, no quedan muchos, por lo que veo. Winstead sacó una pipa de un bolsilloy la llenó de tabaco antes de proseguir.

—Hace dos meses Eldredge formó una Liga de Virtuosos —la llaman LV— y ha crecidoincreíblemente. Hay veinte millones de miembros en los Estados Unidos solamente.Eldredge alardea de que después de las próximas elecciones el Congreso será suyo, yaparentemente parece haber más verdad que farsa en lo que dice. Ya ha habidoagotadores cabildeos a favor de una ley que prohíba los experimentos con cohetes, y sehan sancionado leyes de ese tipo en Polonia, Portugal y Rumania. Sí, John, estamospeligrosamente próximos a una abierta persecución de la ciencia.

Winstead fumaba ahora con rápidas y nerviosas aspiraciones.

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—¡Pero si tengo éxito, Howard, si tengo éxito! ¿Qué sucederá entonces?—¡Bah! Ya sabes la chance que tienes. Tus propias estadísticas te dan una chance

sobre diez de salir con vida.—¿Qué significado tiene eso? El próximo que experimente aprenderá de mis errores, y

las posibilidades mejorarán. Así es el método científico.—El populacho no «sabe nada de métodos científicos, y no quiere saber. Bien, ¿qué

dices? ¿Lo postergarás?Harman saltó sobre sus pies, y su silla se dio vuelta bruscamente.—¿Sabes lo que me estás pidiendo? ¿Quieres que abandone así como así el trabajo

de toda mi vida, mi sueño? ¿Piensas que voy a quedarme sentado esperando que tuquerido público se vuelva benévolo? ¿Piensas que cambiarán durante el tiempo que mequeda de vida?

»Esta es mi respuesta: tengo el inalienable derecho de buscar el conocimiento. Laciencia tiene el inalienable derecho de progresar y desarrollarse sin interferencias. Elmundo, al interferir conmigo, está equivocado; yo estoy en lo cierto. Y encontraréoposición, pero de ninguna manera renunciaré a mis derechos.

Winstead sacudió la cabeza con pesar.—Estás equivocado, John, cuando hablas de derechos «inalienables». Lo que tú

llamas un «derecho» es apenas un privilegio, que generalmente se acepta. Lo que estábien, es lo que la sociedad acepta; lo que no acepta, está mal.

—¿Acaso tu amigo Eldredge estaría de acuerdo con esa definición de su «virtud»?—preguntó Harman con amargura.

—No, no lo estaría; pero eso es irrelevante. Tomemos el caso de esas tribus africanasque solían ser caníbales. Eran educados como caníbales, tienen una larga tradición decanibalismo, y su sociedad acepta esa práctica. Para ellos, el canibalismo está bien, y¿por qué no? Lo que te demuestra cuán relativa es la idea, y cuán pueril es tu concepciónde tu «inalienable» derecho a hacer experimentos.

—Tú sabes, Howard, erraste tu vocación al no ser abogado —Harman se estabaenojando de verdad—. Has estado echando mano de cuanto apolillado argumento se teocurrió. Por amor de Dios, hombre, ¿acaso tratas de fingir que rehusarse a adaptarse alrebaño es un crimen? ¿Abogas por la uniformidad absoluta, por lo corriente, lo ortodoxo,lo cotidiano? La ciencia moriría más rápido con el programa que tú sustentas que con lasprohibiciones gubernamentales.

Harman se puso de pie y su dedo acusador señaló al otro.—Estás traicionando a la ciencia y a la tradición de esos gloriosos rebeldes como

Galileo, Darwin, Einstein, y otros. Mi cohete despega mañana tal como se habíaprogramado, a pesar de tu opinión y de todos los estirados de los Estados Unidos. Asíserá, y me rehúso a seguir escuchándote. Así que puedes irte.

El director del Instituto se volvió hacia mí, con el rostro alterado.—Usted es mi testigo, joven; traté de prevenir a este redomado tonto, a este... loco

fanático. Bufó un poco, y salió a grandes trancos, el vivo retrato de la furibundaindignación.

Harman se volvió hacia mí después de esta partida.—Bien, ¿qué te pareció? Supongo que estarás de acuerdo con él.Había una sola respuesta posible, y yo la usé.—Me paga para que cumpla órdenes, jefe. Así que estoy de su lado.En ese momento llegó Shelton y Harman nos encomendó a ambos que revisáramos los

cálculos de la órbita de vuelo por enésima vez, mientras él se iba a acostar.El día siguiente, 15 de julio, amaneció en todo su esplendor, y Harman, Shelton y yo

estábamos casi alegres cuando cruzamos el Hudson hacia el sitio donde el Prometheus—custodiado por una adecuada escolta policial— se erguía con deslumbrante grandeza.

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A su alrededor, contenida por las sogas a una distancia aparentemente segura, seagitaba una muchedumbre de gigantescas proporciones. La mayoría parecían hostiles,vociferantes. En realidad, durante un fugaz momento, mientras la escolta motorizada nosabría camino entre la multitud, los gritos e imprecaciones que hirieron nuestros oídos casime convencieron de que debíamos haber escuchado a Winstead.

Pero Harman no prestó ninguna atención, aparte de una irónica mueca al oír el grito de:«Ahí va John Harman, hijo de Belial.» Con calma, dirigió nuestra tarea de inspección.Examiné las paredes externas de treinta centímetros de espesor y busqué filtraciones enlas tomas de aire, asegurándome de que el purificador de aire funcionara. Sheltonexaminó la pantalla protectora y los tanques de combustible. Finalmente, Harman seprobó el tosco traje espacial, y al encontrarlo apropiado, anunció que estaba listo.

La muchedumbre se agitó. Sobre una improvisada plataforma de madera erigida enmedio de la confusión de la turba, apareció una figura llamativa. Alta y delgada, de rostroascético, ojos ardientes y hundidos, entrecerrados y atisbantes; una melena espesa yblanca que coronaba todo lo demás: Otis Eldredge. La muchedumbre lo reconoció deinmediato y lo vivó. El entusiasmo fue en aumento y muy pronto la turbulenta masahumana enronqueció gritando su nombre.

Alzó una mano pidiendo silencio, se volvió hacia Harman, quien lo contempló consorpresa y disgusto, y lo señaló con un dedo largo y huesudo.

—John Harman, hijo del diablo, súbdito de Satán, estás aquí con un propósito maligno.Estás a punto de emprender un blasfemo intento de desgarrar el velo a través del cual nole está al hombre permitido pasar. Estás probando el fruto prohibido del Paraíso, pero tencuidado de no probar al mismo tiempo los frutos del pecado.

La muchedumbre lo vivó haciéndose eco de sus palabras y él prosiguió:—El dedo de Dios te señala, John Harman, No permitirá que se profanen sus obras.

Hoy morirás, John Harman—. Su voz aumentó en intensidad y sus últimas palabrasfueron pronunciadas con fervor profético.

Harman se alejó con desdén.—¿Hay algún medio, oficial, de hacer circular a los espectadores?—dijo con voz alta y

clara dirigiéndose a un sargento de policía—. Durante el vuelo de prueba pueden ocurriralgunas explosiones, y la muchedumbre se ha acercado demasiado.

—Si teme ser linchado, señor Harman, será mejor que lo diga —respondió el policíacon tono seco y poco amistoso—. Sin embargo, no debe preocuparse. Los contendremos.En cuanto al peligro... de ese artefacto—... —Olfateó audiblemente en dirección alPrometheus, provocando un torrente de gritos y burlas.

Harman no dijo nada más. sino que subió a la nave en silencio. Y cuando lo hizo, unaextraña quietud se apoderó de la multitud, una palpable tensión. Nadie intentóabalanzarse sobre la nave, algo que yo había creído inevitable. Por el contrario, el mismoOtis Eldredge les gritó a todos que retrocedieran.

—Dejad al pecador librado a sus pecados —gritó—. «La venganza es mía», dijo elSeñor.

Cuando el momento se acercaba, Shelton me dio un codazo.—Salgamos de aquí —me susurró con tensa voz—. Esos gases del cohete son

veneno.Diciendo esto, rompió a correr, haciéndome ansiosas señas para que lo siguiera.No habíamos llegado aún al borde de la muchedumbre cuando oí un terrible rugido a

mis espaldas. Una ola de aire caliente cayó sobre mí. Oí el sibilante y aterrador sonido deun objeto que pasaba a toda velocidad, y fui arrojado al suelo con violencia. Durante unosminutos yací atontado, con los oídos silbándome y la cabeza vacilante.

Cuando me tambaleé hasta ponerme de pie como un borracho, vi un espantosoespectáculo. Evidentemente, todas las reservas de combustible del Prometheus habían

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explotado al mismo tiempo, y había un abismal agujero en el sitio en que la nave habíaestado un momento antes. El suelo estaba sembrado de fragmentos. Los gritos de losheridos eran desgarradores y los cuerpos mutilados; pero no trataré de describirlos.

Un débil gruñido que provenía de mis pies atrajo mi atención. Una mirada, y jadeé dehorror, porque era Shelton, con la parte posterior de su cabeza convertida en una masasanguinolenta.

—Yo lo hice —su voz era ronca y triunfal pero tan baja que apenas si—pude oírlo—. Yolo hice. Yo rompí los compartimientos de oxígeno líquido y cuando la chispa llegó a lamezcla acetílica toda la maldita cosa explotó. —Jadeó y trató de moverse pero no pudo—.Un fragmento debe haberme alcanzado, pero no me importa. Moriré sabiendo que...

Su voz no era más que un áspero susurro y en su rostro había una extática expresiónde martirio. Murió, y no pude lograr que mi corazón lo condenara. Entonces pensé porprimera vez en Harman. Ya habían llegado ambulancias de Manhattan y de Jersey City, yuna se había apresurado hacia una zona boscosa a alrededor de quinientos metros dedistancia donde, entre las copas de los árboles, colgaba un astillado fragmento delcompartimiento delantero del Prometheus. Me arrastré hasta allí tan rápido como pude;pero sacaron a Harman y se alejaron con golpes de sirena mucho antes de que yo lograrallegar. Después de eso, no me quedé. La muchedumbre desorganizada no pensaba enotra cosa que no fueran los muertos y los heridos ahora, pero cuando se recuperara, ysus pensamientos se inclinaran hacia la venganza, mi vida no valdría un centavo. Seguílos dictados de la mejor parte del valor, y desaparecí silenciosamente.

La semana siguiente trascurrió en un frenesí. Durante ese tiempo, me oculté en la casade un amigo, porque hubiera sido apreciar poco mi vida si me hubiera permitido salir y serreconocido. El mismo Harman estaba en el hospital de Jersey City, solo con heridas ycortes superficiales, gracias a la fuerza de retroceso de la explosión y al salvadorbosquecillo de árboles que amortiguó la caída del Prometheus. Sobre él cayó el embatede la ira del mundo.

Nueva York, y el resto del mundo también, estuvieron a punto de volverse locos. Todoslos últimos periódicos de la ciudad salían con gigantescos titulares, «28 Muertos, 73Heridos, El Precio del Pecado» impresos en letras rojo sangre. Los editoriales bramabanpidiendo la vida de Harman, demandando que fuera arrestado y condenado por asesinatoen primer grado.

El temido grito «A lincharlo» se alzó en los cinco condados, y miles de miles cruzaron elrío y convergieron hacia Jersey City. Los encabezaba Otis Eldredge, con las dos piernasentablilladas, animando a la muchedumbre desde un auto abierto, a medida quemarchaban. Era un verdadero ejército.

El alcalde de Jersey City, Carson, llamó a todos los policías disponibles y telefoneófrenéticamente a Trenton pidiendo la milicia estatal. Nueva York se puso severa en todoslos puentes y túneles que partían de la ciudad; pero ya habían salido muchos miles.

Hubo encarnizadas batallas en la costa de Jersey ese dieciséis de julio. La policía, muysuperada en número, apaleó indiscriminadamente, pero en forma gradual fue repelida. Lapolicía montada atropello implacablemente a la multitud pero fue absorbida y por findesmontada por la absoluta superioridad numérica. Solo cuando se usó gas lacrimógenose pudo detener a la turba, e incluso entonces no se replegaron.

Al día siguiente, se declaró la ley marcial, y la milicia estatal entró en Jersey City. Esefue el fin de los linchadores. Eldredge fue llamado a conferenciar con el alcalde, ydespués de la conferencia ordenó a sus seguidores que se dispersaran.

En una declaración para los periódicos, el alcalde Carson dijo: «John Harman debepagar por su crimen, pero es esencial que pague legalmente. La justicia debe seguir sucurso, y el estado de Nueva Jersey tomará todas las medidas necesarias.»

Para el final de la semana, había retornado una especie de normalidad y Harman saliódel candelero. Dos semanas más tarde apenas si había una palabra sobre él en los

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periódicos, excepto las casuales referencias que aparecían en la nueva ley anti-cohete deZittman que acababa de ser aprobada unánimemente en las dos cámaras del Congreso.

Sin embargo, Harman seguía aún en el hospital. No se había tomado ninguna medidalegal en su contra, pero parecía que una especie de prisión «para su propia protección»sería su eventual destino. Por lo tanto, me puse en acción.

Temple Hospital está situado en un solitario y suburbano distrito de Jersey City, y unaoscura noche sin luna pude invadir fácilmente sus premisas sin ser advertido. Con unafacilidad que me sorprendió, me deslicé por una ventana del sótano, aporreé a unsomnoliento interno hasta dejarlo sin sentido y me encaminé hacia el cuarto 15 E, que enlos libros figuraba como el de Harman.

—¿Quién anda allí?—el sorprendido grito de Harman sonó como música en mis oídos.—¡Sh! ¡Silencio! Soy yo, Cliff McKenny.—¡Tú! ¿Qué estás haciendo aquí?—Tratando de sacarlo de aquí. Si no sale, es probable que se quede aquí el resto de

su vida. Venga, vámonos.Mientras hablábamos lo ayudé a ponerse la ropa, y en un momento estábamos

deslizándonos por el corredor. Habíamos salido a salvo y nos metimos en mi auto queesperaba antes de que Harman reuniera sus desperdigados pensamientos y comenzara ahacer preguntas.

—¿Qué pasó desde aquel día?—fue su primera pregunta—. No recuerdo nada desdeque puse en marcha los reactores del cohete hasta que me desperté en el hospital.

—¿Ellos no le dijeron nada?—Ni una maldita cosa —maldijo Harman—. Pregunté hasta quedarme ronco.Así que le conté toda la historia, desde la explosión en adelante. Sus ojos se

agrandaron por la impresión y la sorpresa cuando le conté de los heridos y los muertos, yse colmaron de salvaje furia cuando escuchó lo de la traición de Shelton. El relato de losdisturbios y del intento de linchamiento causaron una maldición ahogada que surgió desus tensos labios.

—Por supuesto que los periódicos bramaron «asesinato» —concluí— pero noconsiguieron cargarlo con eso. Probaron con homicidio sin premeditación, pero habíamuchos testigos oculares que oyeron su pedido de que se dispersara la multitud y lacortante negativa del sargento de policía. Eso por supuesto lo absolvió de toda culpa. Elmismo sargento de la policía murió en la explosión, y no pudieron cargárselo a él.

»Sin embargo, con Eldredge rugiendo para descubrir su escondite, no estará nunca asalvo. Lo mejor sería que se fuera mientras puede hacerlo.

Harman asintió.—Eldredge sobrevivió a la explosión, ¿no es cierto?—Sí, mala suerte. Se rompió las dos piernas, pero hace falta más que eso para cerrarle

la boca.Otra semana pasó hasta que llegamos a nuestro futuro refugio, la granja de mi tío en

Minnesota. Allí, en una solitaria y apartada comunidad rural, nos quedamos hasta que seaplacó el alboroto causado por la desaparición de Harman y la rutinaria persecución delos fugitivos se esfumó de modo gradual. La búsqueda, a propósito, fue indudablementebreve, porque las autoridades parecían más aliviadas que preocupadas por ladesaparición.

La paz y la quietud hicieron maravillas con Harman. En seis meses parecía un hombrenuevo, listo para considerar un segundo intento de viaje espacial. Parecía que ni todas lasdesventuras del mundo podían detenerlo cuando había puesto su corazón en algo.

—Mi error la primera vez —me dijo un día invernal— fue anunciar el experimento.Debería haber tomado en cuenta la opinión pública, como dijo Winstead. Esta vez, sinembargo —se frotó las manos y miró pensativamente a la distancia— lo haré de manerasigilosa. El experimento se hará en secreto, en absoluto secreto.

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Me reí sombríamente.—Tendrá que ser así. ¿Sabe que todos los experimentos futuros en cohetería, incluso

las investigaciones totalmente teóricas, son un crimen castigado con la muerte?—¿Tienes miedo, entonces?—Por supuesto que no, jefe. Solo estoy afirmando un hecho. Y aquí hay otro simple

hecho: no podemos construir una nave los dos solos, lo sabe.—He pensado en eso y he ideado un método, Cliff. Lo que es más, también puedo

ocuparme del aspecto financiero. Tendrás que viajar un poco, sin embargo.»Primero, tendrás que ir a Chicago y buscar la firma Roberts & Scranton y retirar todo

lo que queda de la herencia de mi padre que. —agregó en un doloroso paréntesis— segastó en gran parte en la otra nave. Luego, localiza a tantos como puedas del viejo grupo:Harry Jenkins, Joe O'Brien, Neil Stanton —todos ellos—. Y vuelve tan rápido comopuedas. Estoy cansado de demoras.

Dos días más tarde, salí para Chicago. Conseguir el consentimiento de mi tío fueasunto fácil.

—Es lo mismo comprometerse por un cordero que por un rebaño de ovejas —gruñó—así que sigue adelante. Ya estoy en un lío, y puedo afrontar un poco más, creo.

Me llevó un viaje largo y más charla suave y persuasiva conseguir que vinieran cuatrohombres: los tres mencionados por Harman y otro más, un tal Saúl Simonoff. Con esafuerza básica y con el medio millón que le quedaba a Harman de los muchos millones quele había dejado su padre, nos pusimos a trabajar.

La construcción del Nuevo Prometheus es una historia en sí misma, una larga historiade cinco años de desesperanza e inseguridad. Poco a poco, comprando rieles enChicago, placas de berilo en Nueva York, una célula de vanadio en San Francisco, ydiversos artículos en todos los rincones del país, construimos la nave gemela de ladesafortunada Prometheus.

Las dificultades fueron casi insuperables. Para impedir que se sospechara de nosotros,hacíamos nuestras adquisiciones espaciadamente, y también nos preocupamos para quelos pedidos fueran enviados a diversos lugares. Para esto requerimos la cooperación devarios amigos, quienes, para asegurarnos, no sabían exactamente en qué se usaban lasadquisiciones.

Tuvimos que depurar nuestro propio combustible, diez toneladas, y quizás ese fue eltrabajo más duro de todos; por cierto que nos llevó mucho tiempo. Y finalmente, el dinerode Harman disminuyó, y nos enfrentamos con nuestro mayor problema: la necesidad deeconomizar. Desde el principio habíamos sabido que el Nuevo Prometheus no sería tangrande ni tan elaborado como el primero, pero pronto advertimos que debíamos reducir elequipo hasta un punto peligrosamente próximo al margen mínimo de seguridad. Lapantalla protectora era apenas satisfactoria y todos los intentos de comunicación radialtuvieron que ser abandonados forzosamente.

Y mientras trabajábamos durante años, allá en la apartada zona boscosa del norte deMinnesota, el mundo seguía su curso, y las profecías de Winstead resultaronasombrosamente certeras.

Los acontecimientos de esos cinco años —de 1973 hasta 1978— son muy conocidospor los escolares de hoy, ya que ese período fue la culminación de lo que ahora llamamosla «Era Neo-Victoriana». Los sucesos de esos años parecen increíbles desde nuestraperspectiva actual.

La prohibición de toda investigación de los viajes espaciales fue solo el comienzo, perofue un pobre comienzo comparado con las medidas anticientíficas que se tomaron en losaños posteriores. En las siguientes elecciones parlamentarias, las de 1974, se tuvo comoresultado un Congreso en el cual Eldredge controlaba a los diputados y equilibraba labalanza del poder en el Senado.

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Por lo tanto, no se perdió tiempo. En la primera sesión del nonagésimo tercerCongreso, la famosa ley Stonely—Carter fue sancionada. Instituía el OrganismoExaminador Federal de la Investigación Científica —el OEFIC— al que se le dio ampliospoderes para decidir la legalidad de todas las investigaciones del país. Todos loslaboratorios, industriales o académicos, se vieron obligados a archivar informaciónanticipada acerca de cualquier proyecto de investigación para entregarla a este nuevoOrganismo que podía, y así lo hizo, prohibir absolutamente todo lo que desaprobaba.

La inevitable apelación a la Suprema Corte sucedió el 9 de noviembre de 1974, en elcaso de Westly vs. Simmons, en el que Joseph Westly, de Stanford, sostuvo su derecho acontinuar sus investigaciones acerca de la energía atómica, basándose en lainconstitucionalidad de la ley Stonely-Carter.

¡Cómo seguimos ese caso nosotros cinco, aislados entre las nevadas del Medio Oeste!Nos hicimos mandar todos los periódicos desde Minneapolis y St. Paul, aunque nosllegaban con dos días de retraso, y devorábamos cada palabra publicada sobre el caso.Durante esos dos meses de suspenso, todo trabajo en el Nuevo Prometheus cesó porcompleto.

Al principio se rumoreaba que la Corte declararía inconstitucional a la ley, y paraprotestar contra esta eventualidad, se organizaron desfiles monstruos en todas lasgrandes ciudades. La Liga de los Virtuosos hizo notar su poderosa influencia —y hasta laSuprema Corte se sometió a ella. Cinco votaron a favor de la constitucionalidad, y cuatroen contra. La ciencia estrangulada por el voto de un solo hombre.

Y sin duda que fue estrangulada. Los miembros del organismo eran hombres deEldredge, le pertenecían en cuerpo y alma, y no se aprobaba nada que no tuviera un usoindustrial inmediato.

—La. ciencia ha llegado demasiado lejos —dijo Eldredge en un famoso discurso de esaépoca—. Debemos detenerla indefinidamente, y permitir que el mundo tenga tiempo deponerse a su altura. Solo de ese modo, y confiando en Dios, podremos conseguir unaprosperidad universal y permanente.

Pero ésta fue una de las últimas declaraciones de Eldredge. Nunca se habíarecuperado del todo de la fractura de piernas que había sufrido aquel desgraciado día dejulio de 1973, y la esforzada vida que había llevado desde entonces minó su constituciónmás allá de lo tolerable. El 2 de febrero de 1976, falleció en medio de un acongojadoduelo, sin igual desde el asesinato de Lincoln. Su muerte no tuvo efectos inmediatos en elcurso de los acontecimientos. Las reglas del OEFIC se hicieron, en realidad, más estrictascon el paso de los años. La ciencia se debilitó y sofocó tanto que, una vez más, lasuniversidades se vieron obligadas a reimplantar la filosofía y los clásicos como materiasprincipales, y ante eso el alumnado decreció a su punto más bajo desde el principio delsiglo veinte.

Estas condiciones prevalecieron, más o menos, en todo el mundo civilizado, alcanzaronsu nivel más bajo en Inglaterra, y tal vez un, poco menos en Alemania, que fue la últimaen caer bajo la influencia «Neo-Victoriana».

El nadir de la ciencia llegó en la primavera de 1978, apenas un mes antes de laterminación del Nuevo Prometheus, al aprobarse el «Edicto de Pascua», sancionado eldía antes de Pascua. De acuerdo con él, toda investigación o experimentaciónindependiente, fue prohibida en forma absoluta. El OEFIC se reservaba en adelante elderecho de permitir solamente las investigaciones que se requirieran específicamente.

John Harman y yo, de pie frente al reluciente metal del Nuevo Prometheus, esedomingo de Pascua, nos sentíamos de un modo muy distinto: yo, con una profundadepresión; él, de un talante casi jovial.

—Bien, Clifford, muchacho —dijo la última tonelada de combustible, unos pocos toquesfinales, y estoy listo para mi segundo intento. Esta vez no hay ningún Shelton entrenosotros.

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Harman tarareó un himno religioso. Eso era lo único que se oía por la radio en esosdías, y hasta nosotros los rebeldes los cantábamos a fuerza de oírlos tantas veces.

No vale la pena, jefe —gruñí ácidamente—. Diez a uno a que usted termina en algúnlugar del espacio, pero, aunque regrese, es casi seguro que lo ahorcarán. No podemosganar.

Sacudí con pena la cabeza.¡Bah! Este estado de cosas no puede durar, Cliff. Yo creo que sí. Winstead tenía razón

esa vez. El péndulo oscila, y desde 1945 está oscilando en contra nuestra. Estamosadelantados a los tiempos, o atrasados.

—No hables de ese tonto de Winstead. Estás cometiendo el mismo error que él. Lastendencias duran centurias o milenios, no años o décadas. Durante quinientos años noshemos movido hacia la ciencia. No puedes revertir eso en treinta años.

—¿Y entonces qué es lo que estamos haciendo?—pregunté sarcásticamente.—Estamos atravesando una . momentánea reacción contra el período de adelantos

demasiado rápidos de «los Años Locos». Una reacción igual sucedió en la EdadRomántica —el primer Período Victoriano— después de los adelantos demasiado rápidosde la Edad de la Razón del siglo dieciocho.

—¿En realidad lo cree?—estaba impresionado por su seguridad evidente.—Por supuesto. Este período tiene una perfecta analogía con los espasmódicos

«renacimientos religiosos» que solían aquejar a las pequeñas ciudades de la zona bíblicade América hace más o menos un siglo. Durante quizás una semana, todo el mundo erareligioso, y la virtud reinaba triunfante. Luego, uno por uno, volvían a las andadas, y elDiablo recobraba su dominio.

«En realidad, incluso ahora hay síntomas de reincidencia. La LV ha caído en unadisputa tras otra desde la muerte de Eldredge. Ya ha habido una docena de cismas. Losextremos en los que caen aquellos que detentan el poder nos favorecen, pues el país estácansándose rápidamente de ellos».

Y así terminó la discusión... yo totalmente derrotado, como siempre.Un mes más tarde, el Nuevo Prometheus estaba listo. No era de ningún modo tan

resplandeciente y hermoso como el original, y mostraba muchos rastros de construccióncasera, pero estábamos orgullosos de él, orgullosos y triunfantes.

—Voy a tratar otra vez, hombres —la voz de Harman era áspera y su pequeñoesqueleto vibraba de felicidad —y tal vez no lo logre, pero eso no me importa.

Sus ojos brillaban de anticipado placer.—Finalmente saldré disparado hacia el vacío, y el sueño de la humanidad se hará

realidad. Una vuelta alrededor de la Luna y regreso; seré el primero que vea la otra cara.Vale la pena arriesgarse.

—No tiene combustible suficiente para aterrizar en la Luna, jefe, y es una lástima —dije.

—Eso no importa. Habrá otros vuelos después de éste, mejor preparados y mejorequipados.

Ante eso, un susurro pesimista corrió por el pequeño grupo que lo rodeaba, pero él nole prestó atención.

—Adiós —dijo—. Los veré pronto.Y con una mueca alegre, se trepó a la nave.Quince minutos más tarde, los cinco estábamos sentados alrededor de la mesa del

comedor, ceñudos, perdidos en nuestros pensamientos, con los ojos fijos en el lugardonde una quemada zona del suelo marcaba el sitio en el que había estado el NuevoPrometheus hasta unos minutos antes.

—Tal vez sea mejor para él si no regresa —Simonoff expresó en voz alta elpensamiento que estaba en la mente de todos nosotros—. Creo que no lo tratarán muybien si lo hace.

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Y todos asentimos sombríamente.Qué tonta me parece esa predicción tres décadas más tarde.El resto de la historia no es en realidad mía, porque no vi a Harman hasta un mes

después de que su azaroso viaje concluyera con un feliz aterrizaje.Fue casi treinta y seis horas después del despegue que un proyectil pasó disparado

sobre Washington para sepultarse en el fango después de cruzar el Potomac.Los investigadores llegaron a la escena del aterrizaje quince minutos más tarde, y en

otros quince minutos estuvo allí la policía, pues se descubrió que el proyectil era uncohete. Miraron con involuntario respeto al cansado y desgreñado hombre que setambaleó al salir de él, al borde del colapso.

Había un absoluto silencio cuando el hombre sacudió su puño frente a los atontadosespectadores y les gritó:

—Vamos, cuélguenme, tontos. Pero he llegado a la Luna, y no pueden colgar eso.Busquen al OEFIC. Tal vez declaren que el vuelo es ilegal, y por lo tanto, inexistente —serió débilmente y súbitamente se desmayó.

—Llévenlo al hospital. Está enfermo —gritó alguien.Completamente inconsciente, Harman fue cargado en un auto policial y trasladado, en

tanto que la policía formaba una guardia alrededor del cohete.Funcionarios del gobierno llegaron a investigar la nave, leyeron la bitácora,

inspeccionaron los dibujos y fotografías que había tomado a la Luna, y finalmentepartieron en silencio. La multitud se hizo más grande y se difundió la noticia de que unhombre había llegado a la Luna.

Curiosamente, hubo poco resentimiento por el hecho. Los hombres estabanimpresionados y respetuosos; la muchedumbre murmuraba y echaba inquisitivas miradasal desvaído cuarto menguante, que apenas se distinguía bajo el brillante sol. Por encimade todo, había caído un inquietante manto de silencio, el silencio de la indecisión.

Luego, en el hospital, Harman reveló su identidad y el voluble mundo se enloqueció.Hasta el mismo Harman estaba atontado por la sorpresa ante el rápido cambio de laopinión mundial. Parecía casi increíble, y sin embargo era verdad. El descontento secreto,combinado con el heroico relato del hombre que se había enfrentado con obstáculosabrumadores —la clase de relato que ha conmovido el corazón de los hombres desde elprincipio del tiempo— sirvió para que todo el mundo cayera en una creciente corriente deanti-victorianismo. Y Eldredge había muerto: nadie podía remplazado.

Poco después vi a Harman en el hospital. Estaba reclinado, y aún semisepultado entrelos papeles, las cartas y los telegramas. Me hizo una mueca y asintió.

—Bien, Cliff —susurró— el péndulo ha vuelto a oscilar.

LEJANO CENTAUROA. E. Van Vogt

Me desperté con un sobresalto y pensé: ¿Cómo lo estaría tomando Renfrew?Debo haber hecho algún movimiento, porque una oscuridad bordeada de dolor se cerró

sobre mí. No tengo modo de saber durante cuánto tiempo yací en ese desmayo agónico.La próxima cosa de la que tuve conciencia fue el empuje de las máquinas que impulsabanla nave espacial.

Lentamente esta vez, la conciencia volvió a mí. Me quedé muy quieto, sintiendo el pesode mis años de sueño, decidido a seguir la rutina prescrita por Pelham tanto tiempo atrás.

No quería volver a desmayarme.

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Me quedé tendido allí, y pensé: Fue tonto haberse preocupado por Jim Renfrew. Solodentro de cincuenta años, de acuerdo con lo programado, saldría de su estado deanimación suspendida.

Comencé a observar el iluminado cuadrante del reloj del techo. Antes había marcadolas 23:12; ahora eran las 23:22. Los diez minutos que Pelham había indicado como lapsoentre la pasividad y la acción inicial ya habían trascurrido.

Lentamente, empujé una mano hacia el borde de la cama. (Clic) Mis dedos oprimieronel botón que había allí. Se oyó un débil zumbido. El masajeador automático comenzó amoverse suavemente sobre mi forma desnuda.

Primero, frotó mis brazos; luego se movió sobre mis piernas, y luego sobre el resto demi cuerpo. A medida que avanzaba, pude sentir la fina capa de aceite que exudaba de élactuando sobre mi piel reseca.

Una docena de veces pude haber gritado por el dolor que me causaba el retorno de lavida. Pero después de una hora pude sentarme y encender las luces.

El pequeño y familiar cuarto, escasamente amueblado, no pudo atraer mi atención másque un momento. Me puse de pie.

El movimiento debe haber sido demasiado brusco. Me tambaleé y debí aferrarme a lacolumna metálica de la cama; y sufrí la náusea producida por mis descoloridos jugosestomacales.

La náusea pasó. Pero tuve que recurrir a toda mi voluntad para ir hasta la puerta,abrirla, y caminar por el estrecho corredor que conducía al cuarto de control.

No se suponía que debía detenerme allí, pero me invadió un espasmo de fascinaciónabsolutamente terrible; y no pude evitarlo. Me apoyé en la silla de control, y eché unaojeada al cronómetro.

Decía: 53 años, 7 meses, 2 semanas, O días, O horas y 27 minutos.¡Cincuenta y tres años! Un poco a ciegas, casi estúpidamente, pensé: Allá en la Tierra,

la gente que habíamos conocido, los jóvenes con los que habíamos ido a la universidad,la muchacha que me había besado en la fiesta que nos ofrecieron la noche antes de lapartida: estaban todos muertos, o muriendo de viejos.

Recordaba de modo muy vivido a la muchacha. Era bonita, vivaz, completamentedesconocida. Se había reído al ofrecerme sus rojos labios y había dicho:

—Un beso para el feo, también.Ahora sería abuela, o estaría en la tumba.Las lágrimas se agolparon en mis ojos. Me las enjugué, y comencé a calentar la lata de

líquido concentrado que sería mi primera comida. Lentamente, mi mente se calmó.Cincuenta y tres años y siete meses y medio, pensé vacíamente. Casi cuatro años más

que el tiempo estimado para mí. Tendría que hacer algunos cálculos antes de tomar otradosis de la droga de la Eternidad. Se había calculado que veinte granos preservarían micarne y mi vida durante cincuenta años exactamente.

La sustancia era evidentemente más potente que lo que Pelham había podido estimardurante el corto período de pruebas previas.

Permanecí tenso, con los ojos entrecerrados, pensando en eso. Abruptamente, toméconciencia de lo que estaba haciendo. Una carcajada salió de mis labios. El sonidorompió el silencio como una serie de disparos de pistola, sobresaltándome.

Pero también me alivió. ¿De verdad estaba aquí sentado, criticando?Una dilación de solo cuatro años era una minucia en ese lapso.Bien, estaba con vida y aún era joven. El tiempo y el espacio habían sido conquistados.

El universo pertenecía al hombre.Tomé mi «sopa», sorbiendo cada cucharada con deliberación. Hice que el plato durara

cada segundo de treinta minutos. Luego, muy recuperado, me encaminé otra vez al cuartode control.

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Esta vez me detuve para echar una larga mirada por las pantallas. Me llevó solo unmomento localizar al Sol, una estrella que relucía brillantemente en el centro aproximadode la pantalla trasera.

Me llevó más tiempo localizar a Alfa del Centauro. Pero brilló finalmente, un puntoreluciente en la oscuridad salpicada de luces.

No perdí tiempo tratando de calcular sus distancias. Parecían ser las correctas. Encincuenta y cuatro años habíamos cubierto aproximadamente un décimo de los cuatro yun tercio años luz que nos separaban del famoso sistema estelar más próximo a nosotros.

Satisfecho, me encaminé otra vez a la zona de los tripulantes. Contrólalos de a uno,pensé. Primero Pelham.

Cuando abrí la puerta hermética del cuarto de Pelham, un enfermante olor de carnedescompuesta azotó mi nariz. Jadeando, cerré el cuarto de un portazo, y permanecí en elestrecho vestíbulo, estremeciéndome.

Un minuto más tarde, aún no había otra cosa más que la realidad.Pelham estaba muerto.No recuerdo claramente qué hice entonces. Sé que corrí. Abrí de un golpe la puerta de

Renfrew, luego la de Blake. El limpio y dulce olor de sus cuartos, la vista de sus cuerpossilenciosos en las camas, me devolvió en alguna medida la cordura.

Una profunda tristeza me invadió. Pobre y valeroso Pelham. El inventor de la droga dela Eternidad, que había hecho posible la gran zambullida en el espacio interestelar, yacíaahora muerto por su propia invención.

Qué era lo que había dicho: «Hay muy pocas posibilidades de que alguno de nosotrosmuera. Pero hay lo que yo llamo un factor de muerte de alrededor del diez por ciento, unaconsecuencia de la primera dosis. Si nuestros cuerpos sobreviven al shock inicial,sobrevivirán a las dosis adicionales.»

El factor de muerte debía ser mayor del diez por ciento. Esos cuatro años extra que ladroga me había hecho dormir...

Sombríamente, me dirigí al depósito, y busqué mi traje espacial y un lienzo. Pero auncon esta ayuda, era algo horrible. La droga había preservado el cuerpo hasta cierto punto,pero se deshacía cuando lo levanté.

Finalmente, llevé el lienzo y su contenido hasta la toma de aire, y lo arrojé al espacio.El tiempo me apuraba ahora. Estos períodos de vigilia debían ser breves, y durante

ellos podía consumirse lo que llamábamos oxígeno «corriente», pero no debían tocarselas reservas principales. Los productos químicos de las habitaciones renovaban el aire«corriente» a través de los años, aprestándolo para el próximo que despertara.

De un modo curiosamente defensivo, habíamos descuidado preparamos para unaemergencia como la muerte de alguno de nosotros; en cuanto me despojé del trajeespacial, pude sentir la diferencia en el aire que respiraba.

Me dirigí primero a la radio. Se había calculado que medio año luz era el límite para larecepción de radio, y ahora nos estábamos aproximando a ese límite.

Un poco más de cinco meses después, los titulares refulgirían en la Tierra. Inscribí miinforme en el libro de bitácora de la nave, y agregué una nota para Renfrew al pie. Era unbreve tributo a Pelham. Mi elogio era sentido, pero la nota tenía otra intención. Habíansido camaradas: Renfrew, el genio de la ingeniería que había construido la nave, yPelham, el gran doctor en química, cuya droga de la Eternidad había hecho posible que elhombre emprendiera este fantástico viaje a la inmensidad.

Me pareció que Renfrew, al despertarse en medio del gran silencio de la nave enmarcha, necesitaría mi tributo a su amigo y colega. Era lo menos que podía hacer yo, quelos amaba a ambos.

Después de escribir la nota, examiné apresuradamente las relucientes máquinas, hiceanotaciones de las indicaciones de varios instrumentos, y luego conté cincuenta y cinco

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granos de la droga de la Eternidad. Eso era lo más próximo que podía calcular a lacantidad que creía que sería necesaria para otros ciento cincuenta años.

Durante un largo momento, antes de que llegara el sueño, pensé en Renfrew y en elterrible shock que lo esperaba además de todas sus reacciones naturales frente a lassituaciones, que calaría hondo en su peculiar y sensible naturaleza...

Me agité desasosegado ante la escena. Aún había preocupación en mi mente cuandollegó la oscuridad.

Casi instantáneamente, abrí los ojos. Pensé: ¡La droga! No me había hecho efecto.La fatiga de mi cuerpo me reveló la verdad. Me quedé tendido muy quieto

contemplando el reloj del techo. Esta vez fue más fácil seguir la rutina, salvo que, una vezmás, no pude refrenarme de mirar el cronómetro cuando pasaba para la cocina.

Decía: 201 años, 1 mes, 3 semanas, 5 días, 7 horas, 8 minutos.Sorbí mi cuenco de super sopa, luego me dirigí ansiosamente a la bitácora grande.Es absolutamente imposible para mí describir el escalofrío que me recorrió cuando vi la

familiar escritura de Blake y luego, cuando volví las páginas hacia atrás, la de Renfrew.Mi excitación menguó lentamente al leer lo que había escrito Renfrew. Era un informe,

nada más: lecturas gravitométricas, un cuidadoso cálculo de la distancia recorrida, undetallado informe del funcionamiento de los motores, y, finalmente, una estimación denuestra variación de velocidad, basada en los siete factores de consistencia.

Era un espléndido trabajo matemático, un análisis científico de primera clase. Pero esoera todo lo que había. Ninguna mención a Pelham, ni una palabra comentando lo que yohabía escrito o lo que había sucedido.

Renfrew se había despertado; y si su informe era algún índice, bien podría haber sidoun robot. Pero yo sabía que no era así.

Igual —me di cuenta cuando empecé a leer su informe— que como lo sabía Blake.

Bill:¡ROMPE ESTA HOJA CUANDO HAYAS TERMINADO DE LEERLA!Bien, lo peor ha ocurrido. No se puede pedir al destino que nos de una patada peor.

Odio pensar que Pelham está muerto. ¡Qué hombre era, qué amigo! Pero todos sabíamosel riesgo que corríamos, y él más que nadie. De modo que todo lo que podemos decir es:«Duerme bien, viejo amigo. Jamás te olvidaremos».

Pero ahora es serio el caso de Renfrew. Después de todo, estábamos preocupadosacerca de cómo tomaría su primer despertar, ni qué hablar de un balazo entre los ojoscomo es la muerte de Pelham. Y creo que la primera ansiedad era justificada.

Tal como tú y yo lo hemos sabido siempre, Renfrew era uno de los muchachosmimados de la Tierra. Imagina solamente a cualquier ser humano que nazca con sucombinación de apostura, dinero e inteligencia. Su gran error fue que jamás dejó que elfuturo lo preocupara. Con esa deslumbrante personalidad suya, y la bandada de mujeresadoradoras y hombres —sí— a su alrededor, no tenía mucho tiempo para otra cosa que elpresente.

Las realidades siempre lo golpearon como un rayo. Podía dejar a esas tres ex mujeressuyas —y no eran tan ex, si me lo preguntas— sin advertir que era para siempre.

Esa fiesta de despedida era suficiente para hacer que cualquiera se sintieramentalmente ofuscado. Despertarse cien años después y darse cuenta de que los que haamado se han marchitado, muerto y han sido comidos por los gusanos... ¡bueno-o-o!

(Deliberadamente lo expreso con tanta crudeza, porque la mente humana piensa enángulos terriblemente extraños, a pesar de todo lo que censure al habla).

Personalmente, yo contaba con que Pelham actuaría como una especie de apoyopsicológico para Renfrew; y ambos sabemos que Pelham sabia la magnitud de suinfluencia sobre Renfrew. Esa influencia debe ser remplazada. Trata de pensar en algo,

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Bill, mientras estés a cargo del trabajo de rutina. Tenemos que vivir con ese tipo cuandotodos nos despertemos, dentro de quinientos años.

Rompe esta hoja. Lo que sigue es rutina.Ned.

Quemé la carta en el incinerador, examiné los dos cuerpos dormidos —¡quémortalmente quietos yacían!— y luego regresé al cuarto de control.

En la pantalla, el sol era una estrella muy brillante, una gema engarzada en terciopelonegro, un glorioso, resplandeciente brillante.

Alfa del Centauro estaba más brillante. Era una luz radiante en esa panoplia de negro yresplandores. Aún resultaba imposible distinguir los soles separados de Alfa A, B, C, yPróxima, pero sus luces combinadas producían una sensación de reverencia ymajestuosidad.

La excitación ardió en mi interior, y tuve conciencia de lo glorioso de nuestro viaje, losprimeros hombres en camino hacia el lejano Centauro, los primeros hombres que seatrevían a aspirar a las estrellas.

Ni siquiera la idea de la Tierra conseguía empañar esa creciente marea de asombro; laidea de que siete, posiblemente ocho generaciones habían nacido desde nuestra partida;la idea de que la muchacha que me había dado el dulce recuerdo de sus labios era ahoraconocida por sus descendientes corno la abuela de su bisabuela —si es que larecordaban.

El inmenso lapso trascurrido, la idea completa, tenía poco significado para lograremocionar.

Hice mi trabajo, tomé la tercera dosis de la droga, y me acosté. El sueño me sorprendiósin haber logrado elaborar un plan para Renfrew.

Cuando me desperté, estaban sonando los timbres de alarma.Yací inmóvil. No podía hacer otra cosa. Si me hubiera movido, habría regresado a la

inconsciencia. Aunque era un tormento el solo hecho de pensarlo, advertí que, fuera cualfuere el peligro, el medio más rápido de afrontarlo era seguir mi rutina al segundo y al piede la letra.

De algún modo lo logré. Los timbres bramaban y ululaban, pero me quedé allí hastaque llegó el momento de levantarme. El clamor era horrible cuando atravesé el cuarto decontrol. Pero lo atravesé y me senté a sorber mi sopa durante media hora.

Me asaltó la convicción de que si el sonido persistía, seguramente Blake y Renfrew sedespertarían de su sueño.

Por fin, me sentí libre de enfrentarme a la emergencia. Respirando agitadamente, meacomodé en la silla de control, desconecté las insufribles alarmas y encendí las pantallas.

Un incendio relució ante mí en la pantalla de visión trasera. Era un colosal incendioblanco, más largo que ancho, y que llenaba casi un cuarto de todo el cielo. Se me ocurrióla horrible idea de que estábamos a unos pocos millones de millas de algún monstruososol surgido recientemente en esta parte del espacio.

Frenéticamente, manipulé los estimadores de distancia... y luego, durante un momento,miré fijo con absoluta incredulidad la respuesta que, con un clic metálico, apareció en lapantalla de resultados. ¡Siete millas! ¡Solo siete millas! La mente humana es curiosa. Unmomento antes, cuando creía que era un sol de forma anormal, no me había parecidootra cosa que una masa incandescente. Ahora, bruscamente, percibí un contorno sólido,una inconfundible forma material.

Atontado, me puse de pie de un salto porque... ¡Era una nave espacial! Una enormenave de una milla de largo. O mejor dicho —me hundí otra vez en el asiento, abrumadopor la catástrofe que estaba presenciando, y adaptando conscientemente mi mente— elllameante infierno de lo que había sido una nave espacial. Ninguna cosa con vida podría,

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posiblemente, seguir consciente en ese horror de fuego devorador. La única posibilidadera que la tripulación hubiera logrado abordar los botes salvavidas.

Como un loco, examiné los cielos en busca de una luz, un resplandor de metal querevelara la presencia de sobrevivientes.

No había nada más que la noche y las estrellas y el infierno de la nave en llamas.Después de largo rato, advertí que la distancia aumentaba, y la nave parecía

retroceder. La fuerza impulsora que había igualado su velocidad a la nuestra debía estarcediendo ante la furia de las energías que consumían la nave.

Comencé a sacar fotos, y me sentí justificado para abrir las reservas de oxígeno. Amedida que se alejaba en la distancia, la nova en miniatura que había sido una naveespacial en forma de torpedo, comenzó a cambiar de color, a perder su blanca intensidad.Se convirtió en un rojo incendio perfilándose contra la oscuridad. Mi última mirada me loreveló como un largo y opaco resplandor que no parecía otra cosa que una nebulosa decolor cereza vista desde el borde, como un resplandor reflejado por la noche más allá deun lejano horizonte.

Entre una y otra observación, ya había hecho todo lo que se requería de mí; y ahoravolví a conectar el sistema de alarma y, con mucha reluctancia, con la mente abrumadapor las especulaciones, regresé a la cama.

Mientras estaba acostado esperando que me hiciera efecto la última dosis de mi viaje,pensé: el gran sistema estelar de Alfa del Centauro debe tener planetas habitados. Si miscálculos eran correctos, estábamos a 1,6 años luz del grupo, principal de soles de Alfa, yun poco más cerca de la roja Próxima.

Aquí estaba la prueba de que el universo tenía al menos otra raza supremamenteinteligente. Nos aguardaban prodigios que superaban a nuestras más descabelladasexpectativas. Una y otra vez me estremecí de expectación.

Solo en el último instante, cuando el sueño ya se apoderaba de mi cerebro, advertí consorpresa que me había olvidado por completo del problema de Renfrew.

No me sentí alarmado. Seguramente, Renfrew volvería a la vida en gran forma cuandose enfrentara a una compleja civilización desconocida.

Se habían terminado nuestros problemas.La excitación debe haber acortado esos ciento cincuenta años finales. Porque, cuando

desperté, pensé:«¡Estamos aquí! ¡Ha terminado la larga noche, el increíble viaje. Todos nos

despertaremos, nos veremos, y también veremos a esa civilización de allí afuera. Ytambién veremos a los grandes soles de Centauro»

Lo extraño era, advertí mientras yacía allí, exultante, que el tiempo me había parecidolargo. Y sin embargo... sin embargo solo había estado despierto tres veces, y solo unadurante el equivalente de un día completo.

En el verdadero sentido, había visto a Blake y a Renfrew —y a Pelham— solo un día ymedio antes. Solo había tenido treinta y seis horas de conciencia desde que un par desuaves labios se habían posado sobre los míos, y se habían quedado allí en el beso másdulce de mi vida.

¿Entonces por qué este sentimiento de que habían trascurrido milenios, segundo traslento segundo? ¿Por qué esta extraña, vacía conciencia de un viaje a través de unanoche insondable e interminable?

¿Se engañaba tan fácilmente a la mente humana?Finalmente, me pareció que la respuesta era que yo había estado vivo durante esos

quinientos años, todas mis células y órganos habían existido, y no era imposible quealguna parte de mi cerebro hubiera estado horrendamente consciente durante todo elinconcebible período de tiempo.

Y además estaba, por supuesto, el hecho psicológico adicional de que yo sabía quehabían trascurrido quinientos años y que...

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Sobresaltándome, vi que habían pasado los diez minutos. Con cautela, puse enmarcha el masajeador. Las suaves manos acojinadas habían trabajado quince minutossobre mí cuando se abrió la puerta; la luz se encendió con un clic y reveló a Blake.

El movimiento demasiado brusco con el que giré la cabeza para mirarlo hizo que memareara. Cerré los ojos y lo oí atravesar el cuarto hacia mí.

Después de un minuto, pude mirarlo sin ver borrones. Entonces advertí que traía uncuenco de sopa. Se quedó mirándome con fijeza, con una expresión extrañamentesombría.

Por fin, su largo y delgado rostro se distendió en una descolorida sonrisa.—Hola, Bill —dijo—. ¡Ssshh!—agregó de inmediato—. Ahora no intentes hablar. Voy a

empezar a darte esta sopa mientras estás acostado. Cuanto más rápido te levantes,mejor me sentiré.

Estaba otra vez sombrío.—Hace dos semanas que me he levantado — concluyó como si recién acabara de

ocurrírsele.Se sentó en el borde de la cama y me alargó una cucharada de sopa. Había completo

silencio, salvo por el zumbido del masajeador. Lentamente, la fuerza fluyó a través de micuerpo; con cada segundo que pasaba, yo me hacía más consciente del sombrío estadode ánimo de Blake.

—¿Qué pasa con Renfrew?—pude decir finalmente, con voz ronca—. ¿Está despierto?Blake Vaciló, luego asintió. Su expresión se oscureció, frunció el ceño.—Está loco, Bill, completa y absolutamente loco —dijo con sencillez—. Tuve que atarlo.

Lo tengo encerrado en su cuarto. Está más tranquilo ahora, pero al principio era unmaníaco delirante.

—¿Estás loco?—susurré finalmente—. Renfrew no fue nunca tan sensible. Enfermo ydepresivo, sí;

pero el simple paso del tiempo, la brusca conciencia de que todos sus amigos hanmuerto, no pueden haberlo vuelto loco.

Blake estaba sacudiendo la cabeza.—No es solo eso, Bill. Hizo una pausa.—Bill, quiero preparar tu mente para el mayor shock que ha sufrido jamás.Lo miré fijamente, invadido por un vacuo sentimiento.—¿Qué quieres significar?—dije.Prosiguió haciendo muecas.—Sé que podrás soportarlo. Así que no temas. Tú y yo, Bill, estamos aquí por

accidente. Estamos en esto porque fuimos a la Universidad junto con Pelham y Renfrew.Básicamente, a unos insensibles como nosotros no les importaría aterrizar en el año1.000.000 antes o después de Cristo. Solo miraríamos a nuestro alrededor y diríamos:«¡Qué raro encontrarte aquí, compinche!» o «¿Quién era ese pterodáctilo con el que te vianoche?» Eso no era un pterodáctilo; era la esposa de Unthahorsten, la de cerebrobulboso.

—Ve al grano —murmuré—. ¿Qué pasa? Blake se puso de pie.—Bill, después de haber visto las fotografías y leído tu informe acerca de aquella nave,

se me ocurrió una idea. Los soles de Alfa estaban bastante próximos hace dos semanas,solo a seis meses de distancia a nuestra velocidad promedio de quinientas millas porsegundo. Pensé para mí mismo: «Veré si puedo sintonizar alguna de sus estaciones deradio.»

—Bien —sonrió sesgadamente—; conseguí cientos de ellas en pocos minutos. Se oíanen los siete diales de ondas, claras como una campana.

Hizo una pausa, me miró fijamente, y su sonrisa era una mueca.—Bill —gruñó— somos los más tontos de toda la creación. Cuando le dije la verdad a

Renfrew, se encerró en sí mismo como si fuera hielo derritiéndose en agua.

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Volvió a hacer una pausa; el silencio era demasiado para mis nervios tensos.—Por el amor de Dios, hombre —comencé. Y me detuve. Y me quedé allí tendido, muy

quieto. Así cayó sobre mí el relámpago de la comprensión. La sangre parecía rugir en misvenas. Finalmente, dije con voz débil:

—Quieres decir... Blake asintió.—Sí —respondió—. Así es. Y ya nos han localizado con sus rayos espías y sus

pantallas de energía. Una nave se acerca para recibirnos.—Solo espero —terminó sombríamente —que puedan hacer algo por Jim.Una hora más tarde, estaba sentado en la silla de control cuando vi el resplandor en la

oscuridad. Hubo un relámpago de brillante plata, que explotó en un amplio contorno. EnUn instante más, una gigantesca nave espacial había igualado nuestra velocidad y sehallaba a menos de una milla de distancia. Blake y yo nos miramos.

—¿No dijeron —preguntó temblorosamente— que la nave había salido del hangar diezminutos atrás? Blake asintió.

—Pueden hacer el viaje de la Tierra a Centauro en tres horas —dijo.Yo no había oído eso antes. Algo sucedió en mi cerebro.—¡Qué! -grité-. ¡A nosotros nos llevó quinien... Me detuve, me senté.—¡Tres horas!—murmuré-. ¿Cómo pudimos olvidar el progreso humano?En el silencio que siguió, vimos cómo se abría un agujero en el muro-semejante a un

acantilado que se alzaba frente a nosotros. Conduje nuestra nave al interior de esacaverna.

La pantalla de visión trasera nos mostró cómo se cerraba la entrada de la caverna.Delante de nosotros, las- luces centellearon, enfocando una puerta. Cuando dejé quenuestra nave se apoyara en el suelo, un rostro apareció en nuestra pantalla de radio.

—¡Cassellahat! —me susurró Blake al oído—. El único tipo que me ha habladodirectamente hasta ahora.

La cabeza y el rostro que nos escrutaba era distinguida y de aspecto erudito.Cassellahat sonrió.

—Pueden salir de la nave, y trasponer la puerta que están viendo —dijo.Tuve la sensación de que nos rodeaban espacios vacíos mientras salíamos a la vasta

cámara de recepción. Los hangares para naves interplanetarias eran así, me recordé a mímismo. Solo que éste tenía una extraña cualidad que...

«¡Nervios!», pensé abruptamente. Pero pude ver que Blake también lo sentía. En unsilencioso dúo, pasamos en fila por la puerta y penetramos en un vestíbulo, que se abría aun cuarto amplio y lujoso.

Un rey o una actriz cinematográfica hubieran entrado a ese cuarto sin pestañear.Estaba completamente revestido de soberbios tapices —es decir, por un momento creíque eran tapices; luego vi que no lo eran. Eran... no pude decir qué eran.

Había visto mobiliarios costosos en alguno de los departamentos de Renfrew. Peroestos divanes, sillas y mesas relucían como si estuvieran hechos de fuego de diferentescolores con brillo similar. No, no era así, no relucían en absoluto, sino que...

Una vez más, fui incapaz de decidir.No tuve tiempo de hacer un examen minucioso. Porque un hombre con ropas muy

similares a las nuestras estaba levantándose de una de las sillas. Reconocí a Cassellahat.Se adelantó, sonriendo. Luego se detuvo, frunciendo la nariz. Un momento más tarde,

nos estrechó apresuradamente las manos, y luego se retiró con presteza hasta una sillasituada a tres metros de distancia, y se sentó con cuidado.

Fue una actuación asombrosamente poco graciosa. Pero me alegré de que se hubieraalejado de ese modo. Porque, cuando se acercó a darme la mano, había podido percibiruna leve ráfaga de perfume que emanaba de él. Era un olor vagamente desagradable, y,además... ¡un hombre que usara perfume en cantidad!

Me estremecí. ¿En qué clase de afectado sin sentido había caído la raza humana?

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Nos hacía señas de que nos sentáramos. Así lo hice, preguntándome: ¿Sería estanuestra recepción? El antiguo operador de radio comenzó:

—Debo advertirlos acerca de su amigo. Es de tipo esquizoide, y nuestros psicólogospueden lograr solamente una mejoría temporal por el momento. Una cura permanentellevará más tiempo y toda la cooperación de ustedes. Acepten todos los planes del señorRenfrew a menos, por supuesto, que sean peligrosos.

»Pero ahora —nos concedió una sonrisa— permítanme que les dé la bienvenida a loscuatro planetas de Centauro. Personalmente, este es un gran momento para mí. Desde lamás tierna infancia, he sido entrenado con el único propósito de ser su mentor y guía; ynaturalmente estoy abrumado de alegría porque ha llegado el momento de poner enpráctica mis exhaustivos estudios acerca del lenguaje y las costumbres del período medioamericano.

No parecía abrumado de alegría. Arrugaba la nariz de esa extraña manera que yahabíamos advertido, y su rostro mostraba una expresión dolorida. Pero fueron suspalabras las que me impresionaron.

—¿Qué quiere decir —pregunté— con «estudios americanos»? ¿La gente ya no hablael lenguaje universal?

—Por supuesto —sonrió— pero el lenguaje se ha desarrollado hasta un grado tal que,será mejor que sea franco, pueden tener dificultades para comprender una palabra tansimple como «síe».

—¿Síe?—repitió Blake.—Significa «sí».—¡Oh!Quedamos en silencio. Blake se mordía el labio inferior. Fue él quien dijo finalmente:—¿Qué clase de lugar son los planetas de Centauro? Por radio, usted dijo algo acerca

de que los centros de población habían vuelto a localizarse en las ciudades.—Me hará feliz —dijo Cassellahat— mostrarles todas las grandes ciudades que les

interese ver. Son nuestros huéspedes, y se han depositado varios millones en suscuentas individuales para que los usen como les parezca.

—¡Ooh!—dijo Blake.—Sin embargo —continuó Cassellahat— debo hacerles una advertencia. Es importante

que no desilusionen a la gente. Por lo tanto, jamás deben mostrarse por las calles, nimezclarse en modo alguno con la multitud. Siempre el contacto deberá efectuarse pormedio de los noticieros o de la radio o desde el interior de una máquina cerrada. Si tienenidea de casarse, deben desechar para siempre la idea.

—¡No comprendo!—dijo Blake, asombrado, y habló por los dos.—Es importante —concluyó Cassellahat con firmeza— que nadie advierta que el físico

de ustedes emana un ofensivo olor. Podría dañar considerablemente sus futurasperspectivas económicas.

»Y ahora —se puso de pie— los dejaré por el momento. Espero que no les importe sien el futuro uso una máscara en su presencia. Deseo que estén a gusto, caballeros y... —Hizo una pausa y miró detrás de nosotros.

—Ah, aquí está su amigo —dijo. Giré como un trompo y pude ver que Blake se volvía ymiraba con fijeza...

—Hola, muchachos —dijo Renfrew con alegría desde la puerta, y luego,torcidamente—. ¿Acaso no somos una banda de tontos?

Sentí que me ahogaba. Corrí hacia él, tomé su mano, lo abracé. Blake trató de hacer lomismo.

Cuando finalmente soltamos a Renfrew, y miramos alrededor, Cassellahat ya noestaba.

Y era mejor así. Le hubiera dado un golpe en la nariz por sus comentarios finales.

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—¡Bien, aquí va!—dijo Renfrew. Nos miró a Blake y a mí, hizo una mueca, se frotóalegremente las manos y agregó:

—Durante una semana he observado, pensando las preguntas que le haría a este tipoy...

Se volvió hacia Cassellahat.—¿Qué es —comenzó— lo que hace que la velocidad de la luz sea constante?Cassellahat ni siquiera pestañeó.—La velocidad es igual a la raíz cúbica de gp —dijo— en la que p es la profundidad del

continuum espacio—tiempo y g la tolerancia total o gravedad, como la llamarían ustedes,de toda la materia de ese continuum.

—¿Cómo se forman los planetas?—Un sol debe equilibrarse en el espacio en el que está. Arroja materia tal como un

buque arroja anclas. Es una descripción muy burda. Podría darle la fórmula matemática,pero tendría que escribirla. Después de todo, no soy científico. Estos son solamentehechos que he conocido desde la infancia, o así lo creo.

—Un momento —dijo Renfrew, perplejo—. ¿Un sol lanza toda esa materia sin ningúnotro motivo más que su... deseo de equilibrarse?

Cassellahat lo miró fijamente.—Por supuesto que no. La razón, el motivo implícito, es muy potente, se lo aseguro.

Sin /ese equilibrio, el sol saldría de este espacio. Solo unos pocos soles solteros sabencómo mantener la estabilidad sin planetas.

—¿Unos pocos qué?—repitió Renfrew.Pude ver que las respuestas le habían hecho olvidar las sutiles preguntas que había

planeado hacer una a una. Las palabras de Cassellahat interrumpieron mis pensamientos.—Un sol soltero —dijo— es una estrella enfriada, muy vieja, de clase M. La más

caliente que se conoce tiene una temperatura de ciento noventa grados Fahrenheit, lamás fría, de cuarenta y ocho. Literalmente, un sol soltero es un pillastre chiflado por losaños. Su rasgo principal es que no permite a su alrededor la existencia de materia, ni deplanetas, ni siquiera de gases.

Renfrew se quedó en silencio, pensativo, ceñudo. Aproveché la oportunidad paraintroducir otra línea de pensamiento.

—Este asunto de saber todas esas cosas sin ser un científico, me interesa —dije—.Por ejemplo, allá en casa, todos los niños comprendían el principio de los vuelos atómicosprácticamente desde que nacían. Muchachos de ocho y diez años volaban en juguetesespecialmente diseñados, los armaban y los desarmaban. Pensaban en términos de vueloatómico, y cualquier evolución en ese campo les resultaba muy sencilla de absorber.Ahora bien, esto es lo que me gustaría saber: ¿qué es lo que equivale ahora y aquí a eseaspecto en particular?

—La fuerza adeledicnander —dijo Cassellahat—. Ya he tratado de explicárselo al señorRenfrew, pero su mente parece resistirse a comprender algunos de los aspectos mássimples.

Renfrew se levantó, hizo una mueca.—Ha estado tratando de decirme que los electrones piensan, y no me lo tragaré —dijo.Cassellahat sacudió negativamente la cabeza.—No he dicho que piensan, no piensan. Pero tienen una psicología.—¡Psicología electrónica!—dije.—Simplemente adeledicnander —replicó Cassellahat—. Cualquier niño...—Ya lo sé —gruñó Renfrew—. Cualquier niño de seis años podría explicármelo. Se

volvió hacia nosotros.—Por eso —nos dijo— había preparado una serie de preguntas. Creí que si podíamos

conseguir una buena base intermedia, podríamos interiorizarnos de este asunto de lafuerza adeledicnander tal como lo hacen sus niños.

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Se volvió hacia Cassellahat.—La siguiente pregunta —dijo—. ¿Qué... Cassellahat había estado mirando su reloj.—Me temo, señor Renfrew —lo interrumpió— que si usted y yo queremos alcanzar el

ferry al planeta Pelham, será mejor que salgamos ahora. Puede hacerme sus preguntasdurante el viaje.

—¿Qué es todo esto?—estallé.—Me va a llevar a los grandes laboratorios de ingeniería de las montañas europeas de

Pelham —explicó Renfrew—. ¿Quieren venir?—Yo no —dije.Blake se encogió de hombros.—No tengo interés de meterme en uno de esos trajes que nos ha dado Cassellahat,

diseñados para no dejar salir nuestro olor, pero que no impiden que el de ellos entre.—Bill y yo —terminó— nos quedaremos aquí y jugaremos al poker por algunos de esos

cinco millones que tenemos en el banco del Estado.En la puerta, Cassellahat se volvió; había un claro entrecejo en la máscara de piel que

usaba.—Usted trata con mucha ligereza el obsequio del gobierno —dijo.—¡Síe!—dijo Blake.—De modo que apestamos dijo Blake.Hacía nueve días que Cassellahat había llevado a Renfrew al planeta Pelham; y

nuestro único contacto había sido una llamada radiotelefónica de Renfrew al tercer día, enla que nos dijo que no nos preocupáramos.

Blake estaba de pie ante la ventana de nuestro penthouse en la ciudad deNuevamérica; y yo estaba boca arriba en mi cama. En mi mente se mezclabanpensamientos acerca de la potencial locura de Renfrew y de todas las cosas que habíavisto y oído sobre la historia de los últimos quinientos años.

—Basta de eso —me rebelé—. Nos enfrentamos con un cambio del metabolismohumano, probablemente causado por los diferentes alimentos provenientes de remotasestrellas. También es probable que huelan más que nosotros, porque el solo hecho deacercarse a nosotros es una agonía para Cassellahat, en tanto que nosotros únicamentepercibimos un olor desagradable en él. Es el caso de tres contra billones. Con franqueza,no creo que obtengamos una rápida victoria, así que será mejor que lo tomemos contranquilidad.

No hubo respuesta, de modo que volví a ensimismarme. Habían recibido mi primermensaje radial en la Tierra, y, cuando se había inventado la impulsión interestelar, en elaño 2320 d.C., menos de ciento cuarenta años después de nuestra partida, advirtieron loque sucedería eventualmente.

Los cuatro planetas habitables de los soles A y B de Alfa fueron llamados Renfrew,Pelham, Blake y Endicott en honor de nosotros. Desde 2320, la población de los cuatroplanetas había aumentado tanto que ahora había un total de diecinueve billones depersonas que habitaban en sus cada vez menores espacios de tierra. Y esto a pesar delas migraciones a planetas de sistemas más distantes.

La nave espacial que yo había visto arder en el año 2511 era la única nave que sehabía perdido en el trayecto Tierra—Centauro. Viajando a toda velocidad, sus pantallasdeben haber reaccionado contra nuestra nave. Todos los automáticos deben haberentrado instantáneamente en actividad, y como todas esas defensas deben haber sidoinoperantes en ese momento para detener una nave que viajaba a Menos Infinito, cadauno de los motores de retroceso debe haber estallado.

Una cosa así no podía volver a suceder. Tan enorme había sido el progreso en elcampo de la energía adeledicnander, que las más grandes naves podían detenerse enseco en pleno vuelo.

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Nos habían dicho que no nos sintiéramos culpables de ese desastre, ya que muchosde los avances de la psicología electrónica adeledicnander habían sido el resultado de losanálisis teóricos de esa gran catástrofe.

Advertí que Blake, irritado, se había dejado caer en una silla cercana a mí.—¡Muchacho, oh, muchacho!—dijo— ésta sí que será una vida para nosotros.

Podemos prever cincuenta años más de ser parías en una civilización en la que nisiquiera podemos comprender cómo funcionan las máquinas más simples.

Me agité inquieto. Yo había tenido pensamientos similares. Pero no dije nada.—Debo admitir —prosiguió Blake— que cuando descubrí que los planetas de Centauro

habían sido colonizados, me imaginé cortejando a alguna dama, y casándome con ella.Involuntariamente, mi mente saltó al recuerdo de un par de labios elevándose para

encontrar los míos. Me estremecí.—Me pregunto cómo estará tomando esto Renfrew —dije—. El...Una voz familiar que provenía de la puerta interrumpió mis palabras.—Renfrew —dijo— está tomando las cosas muy bien, ahora que la primera impresión

ha dado lugar a la resignación, y la resignación a un propósito.Nos volvimos hacia él cuando terminó de hablar. Renfrew caminó lentamente hacia

nosotros, haciendo una mueca. Al observarlo, dudé de su recobrada cordura.Estaba en su mejor momento. Su cabello oscuro y ondeado estaba muy bien peinado.

Sus ojos asombrosamente azules daban vida al rostro. Era una natural maravilla física, yen su estado normal tenía todo el brillo de un actor de una película de lujo.

En este momento lucía todo ese brillo y esa jactancia.—He comprado una nave, amigos —dijo—. Ha costado todo mi dinero y también parte

del de ustedes. Pero sabía que me respaldarían. ¿Estoy en lo cierto?—Por supuesto —dijimos Blake y yo.—¿Cuál es la idea?—dijo Blake, solo.—Ya lo tengo —interrumpí—. Haremos un crucero por todo el universo, pasaremos el

resto de nuestra vida explorando nuevos mundos. Jim, has tenido una gran idea. Blake yyo estábamos a punto de hacer un pacto de suicidio.

Renfrew sonreía.—De todos modos, viajaremos un poco —dijo.Como Cassellahat no puso ningún obstáculo ni nos aconsejó nada acerca de Renfrew,

estábamos en el espacio dos días más tarde.Los que siguieron fueron tres meses extraños. Durante un tiempo experimenté una

sensación de reverencia ante la vastedad del cosmos. Silenciosos planetas aparecían ennuestros visores, y se esfumaban en la distancia detrás de nosotros y nos dejaban lanostálgica memoria de deshabitados bosques batidos por el viento, de llanuras desérticas,agitados mares y soles sin nombre.

El espectáculo y los recuerdos hicieron que la soledad fuera un dolor, y causaron lacerteza, que se instaló lentamente en nosotros, de que este viaje no aliviaba el peso delextrañamiento que nos había invadido desde nuestra llegada a Alfa del Centauro.

No había ningún alimento para nuestras almas, nada que pudiera llenarsatisfactoriamente un año de nuestra vida, por no hablar de cincuenta.

Observé cómo esta certeza crecía en Blake, y esperé algún signo de que Renfrewtambién lo sintiera. El signo no llegó. Eso me preocupó, luego advertí otra cosa. Renfrewnos vigilaba. Nos vigilaba como si tuviera un secreto, un propósito secreto.

Me alarmé más, y la perpetua alegría de Renfrew no me ayudó en absoluto. Al final deltercer mes, estaba tendido en mi litera, pensando desasosegadamente en la inquietantesituación, cuando de pronto se abrió la puerta, y entró Renfrew.

Traía una pistola paralizante y una cuerda. Me apuntó con la pistola—y dijo:—Lo siento, Bill. Cassellahat me dijo que no corriera riesgos, así que quédate quieto

mientras te maniato.

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—¡Blake!—bramé.Renfrew sacudió suavemente la cabeza.—Es inútil —dijo—. Estuve en su cuarto primero.Sus manos sujetaban el arma con firmeza, sus ojos eran acerados. Todo lo que podía

hacer era tensar los músculos mientras me ataba, y confiar en el hecho de que yo era almenos el doble de fuerte que él.

Pensé con desaliento: Por lo menos podré impedir que me ate demasiado apretado.Finalmente retrocedió y repitió:—Lo siento, Bill. Odio tener que decirte esto —agregó— pero los dos enloquecieron

cuando llegamos a Centauro, y ésta es la cura prescripta por el psicólogo que consultóCassellahat. Se supone que deben sufrir un shock tan grande como el que los enloqueció.

La primera vez no había prestado atención a su mención de Cassellahat. Ahora mimente ardió con la comprensión.

Increíblemente, le habían dicho a Renfrew que Blake y yo estábamos locos. Durantetodos estos meses, su sentido de responsabilidad hacia nosotros lo había mantenidofirme. Era un hermoso esquema psicológico. Lo que me preocupaba era: ¿qué clase deshock sufriríamos?

La voz de Renfrew interrumpió mis pensamientos.—No falta mucho —dijo—. Estamos entrando en el campo del sol soltero.—¡Sol soltero!—grité.No respondió. En el mismo momento en que la puerta se cerró detrás de él, empecé a

trabajar con mis ligaduras; mientras pensaba:¿Qué era lo que había dicho Cassellahat? Los soles solteros se mantenían en este

espacio por un precario equilibrio.¡En este espacio! El sudor corrió por mi rostro mientras imaginaba cayéndonos hacia

otro plano del continuum témporo-espacial... pude sentir cómo caía la nave cuando,finalmente conseguí librarme de las cuerdas.

No había estado maniatado durante tanto tiempo como para que las cuerdas mehubieran interrumpido la circulación. Me encaminé hacia el cuarto de Blake. En dosminutos estábamos en camino hacia la cabina de control.

Renfrew no nos vio hasta que ya habíamos caído sobre él. Blake le arrebató el arma;con un poderoso empujón, lo arrojé del asiento de control, haciéndolo caer al suelo.

Se quedó allí, sin ofrecer resistencia, haciéndonos una mueca.—Demasiado tarde —se mofó—. Nos estamos aproximando al primer punto de

intolerancia, y no pueden hacer otra cosa más que prepararse para el shock.Apenas si lo escuché. Me dejé caer en la silla y eché un vistazo a los visores. No había

nada a la vista. Eso me atontó durante un segundo. Luego vi los instrumentosregistradores. Temblaban furiosamente, registrando un cuerpo de tamaño INFINITO,

Durante un largo momento miré locamente esas cifras increíbles. Luego puse eldesacelerador a fondo. Ante la presión del adeledicnander a pleno, la máquina quedórígida; tuve la fantástica visión de la colisión de dos fuerzas irresistibles. Jadeando, di unsacudón a la palanca, poniéndola en punto muerto.

Seguíamos cayendo.—Una órbita —estaba diciendo Blake—. Busca una órbita.Con dedos temblorosos, tecleé una en la consola, basando mis cifras en un sol del

tamaño, gravedad y masa del nuestro.El sol soltero no nos dejaría lograrlo.Probé con otra órbita, y con una tercera, y más; finalmente traté con una que nos

hubiera hecho girar alrededor de la misma Antares. Pero la terrible realidad no varió. Lanave seguía cayendo y cayendo.

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Y no se veía nada en los visores, ni una sombra de sustancia. En un momento mepareció distinguir un manchón más oscuro en la oscura extensión del espacio. Pero lasestrellas eran escasas en todas direcciones y resultaba imposible estar seguro.

Finalmente, desesperado, salté del asiento y me arrodillé frente a Renfrew, que nohabía hecho ningún esfuerzo por levantarse.

—Escúchame, Jim —rogué—¿para qué hiciste esto? ¿Qué sucederá?Jim sonreía tranquilamente.—Piensa —me dijo— en un viejo y gastado solterón humano. Sostiene una relación

con sus semejantes, pero la asociación es tan remota como la que existe entre un solsoltero y las estrellas de la galaxia de la que forma parte.

«En cualquier momento a partir de ahora agregó— entraremos en el primer período deintolerancia. Funciona en saltos, como el quantum, y cada período es de cuatrocientosnoventa y ocho años, siete meses y ocho días más unas pocas horas»

Parecía un galimatías.—¿Pero qué sucederá?—lo urgí—. ¡Por el amor de Dios, hombre!Me miró con calma y, al mirarlo, advertí de repente, con asombro, que era al viejo,

cuerdo y completamente racional Jim Renfrew a quien miraba, y que de algún modo sehabía vuelto mejor, más fuerte.

—Bien —dijo con tranquilidad— nos arrojará fuera de su área de tolerancia, y alhacerlo, nos hará regresar...

¡SACUDÓN!El bandazo fue inmensamente violento. Con un ruido sordo, golpeé el suelo, patiné, y

una mano —la de Renfrew— me sostuvo. Y todo había terminado.Me puse de pie, consciente de que ya no caíamos. Miré el panel de instrumentos.

Todas las luces estaban encendidas, funcionando, los indicadores marcaban firmementeel cero. Me volví y observé a Renfrew, y a Blake, que se levantaba dolorosamente delsuelo.

—Déjame sentarme ante el tablero de control, Bill —dijo persuasivamente Renfrew—.Quisiera establecer un rumbo hacia la Tierra.

Durante un largo minuto fijé mis ojos en él, luego me retiré al costado. Me quedé a sulado mientras manipulaba los controles y aceleraba. Renfrew me miró.

—Llegaremos a la Tierra en alrededor de ocho horas —dijo— y habrá trascurridosolamente un año y medio desde el momento de nuestra partida hace quinientos años.

Algo empezó a tironear en la bóveda de mi cráneo. Me llevó varios segundos decidirque tal vez fuera mi cerebro que saltaba ante la tremenda comprensión que de repentehabía caído sobre mí.

El sol soltero, pensé atontado. Al arrojarnos fuera de su campo de tolerancia,simplemente nos precipitó a un período de tiempo más allá de su campo. Renfrew habíadicho... había dicho que funcionaba en saltos de... cuatrocientos noventa y ocho años ysiete meses y...

¿Pero qué pasaría con la nave? ¿Acaso el adeledicnander del siglo veintisiete, llevadoal siglo veintidós, cuando aún no había sido inventado, no cambiaría el curso de lahistoria? Farfullé esa pregunta. Renfrew sacudió negativamente la cabeza.

—¿Acaso nosotros lo entendemos? ¿Acaso confiaríamos a unos monos el terriblepoder que encierran esas máquinas? Digo que no. En cuanto a la nave, la mantendremospara nuestro uso particular.

—P-pero —comencé. Me interrumpió.—Mira, Bill —dijo— esta es la situación: esa muchacha que te besó, y no creas que no

vi cuando te derrumbaste como una tonelada de ladrillos, va a estar sentada a tu ladodentro de cincuenta años, cuando tu voz llegue del espacio para informarle a la Tierra quete has despertado en tu primera etapa del primer viaje a Centauro.

Eso es exactamente lo que ocurrió.

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FIN