Nacidos en La Sangre - John Robinson

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Nacidos en la sangre Los secretos perdidos de la francmasonería John J. Robinson

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Nacidos en la sangre

���

Los secretos perdidos de la francmasonería

John J. Robinson

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Colección Estudios y documentosNacidos en la sangre

John J. Robinson

1.ª edición: mayo de 2012

Título original: Born in Blood, the Lost Secrets of Freemasonry

Traducción: Pablo Ripollés

Maquetación: Natàlia Campillo

Corrección: Sara Moreno

Diseño de cubierta: Enrique Iborra

© 1989, John J. Robinson

(Reservados todos los derechos)

Primera edición en Estados Unidos por

M. Evans and Company, Inc., Lanham, Maryland, USA.

© 2012, Ediciones Obelisco, S. L.

(Reservados los derechos para la presente edición)

Edita: Ediciones Obelisco, S. L.

Pere IV, 78 (Edif. Pedro IV) 3.ª planta, 5.ª puerta

08005 Barcelona - España

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ISBN: 978-84-9777-843-5

Depósito Legal: B-14.148-2012

Printed in Spain

Impreso en España en los talleres gráficos de Romanyà/Valls, S. A.

Verdaguer, 1 - 08786 Capellades (Barcelona)

Reservados todos los derechos.

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Índice

agradecimientos ...................................................................... 9

introducción: En busca de la Gran Sociedad ........................... 11

primera parte

Los Caballeros Templarios

capítulo 1: El impulso homicida ............................................... 23

capítulo 2: «Pues ya es hora de hacer la guerra» ......................... 39

capítulo 3: «Ya fuera con razón o por odio» .............................. 61

capítulo 4: «Por encima de todo, […] la destrucción

de los hospitalarios» .............................................. 71

capítulo 5: Los caballeros del Temple ........................................ 90

capítulo 6: El último gran maestre ............................................109

capítulo 7: «El Martillo de los Escoceses» ................................ 131

capítulo 8: Cuatro vicarios de Cristo ........................................151

capítulo 9: «Sin escatimar medios de tortura» ...........................164

capítulo 10: «Sin derramamiento de sangre» .............................183

capítulo 11: Fugitivos ...............................................................200

segunda parte

Los Francmasones

prólogo ....................................................................................215

capítulo 12: El nacimiento de la primera Gran Logia ...............217

capítulo 13: En busca de los gremios medievales ......................232

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capítulo 14: «Que me corten la garganta» .................................247

capítulo 15: «Que me abran el pecho y me saquen el corazón» .256

capítulo 16: El Maestro Masón.................................................262

capítulo 17: Misterios en el lenguaje .........................................272

capítulo 18: Misterios en las alegorías y los símbolos ................284

capítulo 19: Misterios en los juramentos de sangre ...................297

capítulo 20: Misterios en las convicciones religiosas ..................307

capítulo 21: Evidencia histórica de la existencia de Jiram Abif ..323

capítulo 22: De monjes a masones ............................................331

capítulo 23: El péndulo protestante ..........................................346

capítulo 24: Los misterios inventados .......................................363

capítulo 25: El inacabado Templo de Salomón .........................387

apéndice: Sobre la masonería y otras sectas ................................411

bibliografía .............................................................................431

Sobre el autor .........................................................................439

índice analítico .......................................................................441

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A

J. R. Wallin,

Maestro Artesano

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agradecimientos���

Estoy especialmente agradecido al reverendo Martin Chadwick,

licenciado con máster en humanidades y arcipreste de Chipping

Norton, en el condado de Oxfordshire, que fue quien me consiguió el

permiso para usar la Biblioteca Bodleiana y su Cámara Radcliffe en la

universidad inglesa de Oxford. También tengo una especial deuda de

gratitud con el doctor Maurice Keen, del Balliol College de esa misma

localidad, que a pesar de lo apretado de su agenda sacó tiempo para dar-

me una lección magistral sobre determinados aspectos de la Revuelta

de los Campesinos, la doctrina de John Wyclif y los caballeros lolardos,

todo lo cual fue un valioso punto de partida para mi investigación. Con

demasiada frecuencia la labor de los bibliotecarios no se reconoce como

es debido, así que me gustaría expresar aquí mi gratitud al personal

de las bibliotecas inglesas de Oxford y Lincoln en general, así como

al de las bibliotecas públicas estadounidenses de la Calle 42 de Nueva

York y de Cincinnati. Además, recibí un tratamiento excelente en los

Archivos del condado de Oxfordshire y en el Museo de Lincolnshire.

También debo expresar mi agradecimiento a una serie de francma-

sones de varios grados que compartieron conmigo no ya los «secre-

tos» de su orden, pero sí las ideas sobre los orígenes y objetivos de la

hermandad que habían aprendido de los escritores y conferenciantes

masónicos.

En este punto debería señalar que, aunque he recibido mucha ayu-

da de individuos muy generosos, las opiniones que expreso y las con-

clusiones a las que llego en este libro son exclusivamente mías.

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Nacidos en la sangre

En cuanto a la ayuda que me prestó mi mujer, no tengo palabras

suficientes para alabarla. No sólo mecanografió el manuscrito, sino

que lo revisó para cuidar la claridad y la exactitud de las fechas y los

datos geográficos. Además, me ayudó en estos cuatro años de inves-

tigación analizando con entusiasmo el esbozo y el contenido de cada

capítulo. Su conocimiento del francés fue sumamente útil, y el acceso

a la mayor parte de las fuentes que utilicé en Inglaterra se debió a los

amigos y los contactos que había hecho durante los años que fue edu-

cadora en Oxfordshire.

Por último, quiero explicar la dedicatoria de este libro. J. R. Wallin

no es un «Maestro Artesano» en el sentido simbólico masónico, sino

que es literalmente un maestro en el trabajo del hierro y el acero. Du-

rante el horario laboral crea en su forja verjas decorativas, soportes y

herrajes, pero en su tiempo libre da rienda suelta a su fascinación por

el período medieval fabricando objetos como mazas, dagas o yelmos

de justa. Las horas que pasé con él hablando de las cruzadas y los tem-

plarios me ayudaron mucho, avivando mi entusiasmo por el proyecto.

He decidido dedicarle el libro a él porque creo que todos deberíamos

animar a los seres singulares, y no creo que quede mucha gente en el

mundo que se pase las tardes de invierno entrelazando miles de anillas

hechas a mano para crear una cota de malla.

John J. Robinson

Twin Brook Farm

Carroll County, Kentucky

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introducción���

En busca de la Gran Sociedad

Cuando empecé la investigación que condujo a este libro, no tenía

en mente revelar nada sobre la francmasonería o los caballeros

templarios. El objetivo era satisfacer mi propia curiosidad sobre cier-

tos aspectos inexplicados de la Revuelta de los Campesinos que tuvo

lugar en Inglaterra en el año 1381, una salvaje sublevación en la que

más de cien mil ingleses marcharon sobre Londres poseídos de una ira

desatada, incendiando a su paso casas solariegas, abriendo prisiones

por la fuerza y, en general, matando a todo aquel que se interpusiera

en su camino.

Un misterio de la revuelta que sigue sin resolver es la organiza-

ción que había detrás. Durante varios años, un grupo de sacerdotes

del bajo clero descontentos había viajado por las ciudades predicando

contra las riquezas y la corrupción de la Iglesia. En los meses ante-

riores al levantamiento se celebraron reuniones secretas por todo el

centro de Inglaterra, y los hombres que asistieron a ellas establecieron

una red de contactos. Una vez sofocada la revuelta, los cabecillas con-

fesaron que eran agentes de una Gran Sociedad, que supuestamente

tenía su sede en Londres. Se sabe tan poco de esa presunta organiza-

ción secreta que varios eruditos han «resuelto» el misterio decidiendo

sencillamente que nunca existió.

Otro misterio es el de los ataques intensos y a menudo brutales que

sufrió la Orden de los Hospitalarios de San Juan, de carácter religioso,

y conocida actualmente como la Orden de Malta. Los rebeldes no

sólo fueron en busca de las propiedades de éstos para destrozarlas e in-

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Nacidos en la sangre

cendiarlas, sino que sacaron a su prior a rastras de la torre de Londres

para decapitarlo y luego plantaron la cabeza en el puente de Londres,

entre los vítores de la encantada plebe.

No cabe duda alguna de que la ferocidad desatada contra los hos-

pitalarios tenía un propósito. Un cabecilla capturado, cuando le pre-

guntaron los motivos de la revuelta, dijo: «Por encima de todo, […]

la destrucción de los hospitalarios». ¿Qué clase de sociedad secreta

habría tenido un odio tan especial como uno de sus principales ob-

jetivos?

El deseo de venganza contra los hospitalarios era fácil de identificar

en sus rivales, los caballeros de la Orden del Temple; el problema era

que ésta había sido suprimida por completo casi setenta años antes de

la Revuelta de los Campesinos, después de un período de varios años

en el que los templarios fueron encarcelados, torturados y muchos de

ellos quemados vivos en la hoguera. Tras decretar la disolución de la

orden templaria, el papa Clemente V ordenó que todas las propie-

dades de ésta pasaran a manos de los hospitalarios. ¿Podría ser que el

deseo de venganza de los templarios hubiera subsistido en la clandes-

tinidad durante tres generaciones?

No hay pruebas irrefutables de ello, pero sí indicios que sugieren

la existencia de una sociedad secreta en la Inglaterra del siglo xiv; una

sociedad que era ya –o se convertiría– en la Orden de los Libres y

Aceptados Masones. Aunque a primera vista no parecía haber ningu-

na conexión entre la revuelta y la francmasonería, ahí está el nombre

o título del principal cabecilla, que fue el centro de atención de los

ingleses durante ocho días, pero del que la historia no sabe nada, ex-

cepto que fue el comandante en jefe de la rebelión y que le llamaban

Walter Tyler. ¿Era una mera coincidencia que ese apellido sea el título

del oficial que guarda la puerta en las logias masónicas? En la franc-

masonería, el Tyler o Cubridor, que debe ser un Maestro Masón, es el

centinela, el sargento de armas y el oficial que comprueba las creden-

ciales de las personas que quieren entrar en la logia. En recuerdo de

otros tiempos más peligrosos, su puesto está en el exterior de la puerta

donde se reúne la logia; allí permanece con una espada desenvainada

en la mano.

Yo era consciente de que en el pasado se habían hecho muchos in-

tentos de relacionar a los francmasones con los caballeros templarios,

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introducción: En busca de la Gran Sociedad

pero sin ningún éxito. Las frágiles pruebas presentadas por los defen-

sores de la existencia de tal conexión nunca se han tenido en pie, a

veces porque se basaban en la pura especulación, y al menos una vez

porque se trató de una falsificación deliberada. Pero, a pesar de que

no se ha podido establecer tal vínculo, la creencia en alguna relación

entre las dos órdenes es una de las leyendas más duraderas de la franc-

masonería. Y es algo muy apropiado, porque todas las teorías sobre los

orígenes de la francmasonería son legendarias. Ninguna de ellas está

respaldada por pruebas aceptadas por todos. No estaba dispuesto a re-

correr ese camino tan trillado, así que decidí concentrar mis esfuerzos

en ahondar más en la historia de los caballeros templarios para ver si

encontraba alguna relación entre ellos y la sociedad secreta que hubo

detrás de la Revuelta de los Campesinos. Al hacerlo, pensé que dejaría

muy atrás la francmasonería; no podía estar más equivocado.

Al igual que cualquiera que sienta curiosidad por la historia me-

dieval, me interesé en las cruzadas; y quizá más que eso. Aquellas

guerras santas tienen un atractivo que con frecuencia va más allá de

lo histórico para entrar en el terreno de lo romántico, y en mis viajes

he tratado de respirar la atmósfera de los estrechos desfiladeros de las

montañas del Líbano por los que pasaron los ejércitos cruzados, y

me he sentado a contemplar las ruinas de los castillos de la zona de

Sidón y Tiro tratando de oír el fragor de los pasados combates. Me he

maravillado ante las murallas de Constantinopla y he caminado por el

Arsenal de Venecia, el astillero donde se reunieron las flotas cruzadas.

Me he sentado en la redonda iglesia del Temple Londres, tratando de

imaginar la ceremonia de su consagración por el patriarca de Jerusalén

en 1185, más de tres siglos antes de que Colón zarpara con rumbo a

las Indias Occidentales.

La orden templaria fue fundada en Jerusalén en el año 1118, en

el período posterior a la Primera Cruzada. Su nombre se debe a que

emplazaron su primer cuartel general en el lugar donde antiguamente

se alzaba el Templo de Salomón. Los caballeros del Temple, que

ayudaban a remediar la desesperada necesidad de un ejército per-

manente en Tierra Santa, pronto se hicieron más numerosos y acu-

mularon riquezas y poder político. También se hicieron arrogantes,

y su gran maestre de Ridfort fue una figura clave en los errores que

condujeron a la caída de Jerusalén en 1187. Los cristianos latinos

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Nacidos en la sangre

consiguieron resistir en una estrecha franja de territorio a lo largo de

la costa, donde los templarios estaban entre los mayores propietarios

de tierras y fortificaciones.

Finalmente, el entusiasmo que les había llevado a enviar hombres y

dinero a Tierra Santa fue decayendo en los reinos europeos, que ahora

estaban preocupados por sus guerras entre ellos. En 1296, el sultán

egipcio consiguió empujar al mar a los cruzados residentes, junto con

las órdenes militares. Tierra Santa estaba perdida, y los derrotados

caballeros templarios trasladaron su base a la isla y reino de Chipre,

soñando con otra cruzada para recuperar su antigua gloria.

Mientras los templarios planeaban una nueva cruzada contra los

infieles, el rey Felipe IV de Francia estaba maquinando su propia cru-

zada particular contra ellos. Deseaba librarse de las enormes deudas

que había contraído con la orden templaria, que había utilizado su ri-

queza para poner en marcha una operación bancaria de primer orden.

Felipe quería el tesoro templario para financiar sus guerras continen-

tales contra Eduardo I de Inglaterra.

Tras dos décadas de combatir a Inglaterra por un lado y a la santa

Iglesia romana por el otro, dos acontecimientos inconexos le dieron a

Felipe de Francia la oportunidad que buscaba. Eduardo I murió, y su

lamentablemente débil hijo subió al trono de Inglaterra como Eduar-

do II. En el otro frente, Felipe se las ingenió para colocar a su propio

hombre en la silla de san Pedro bajo el nombre de papa Clemente V.

Cuando llegó a Chipre la noticia de que el nuevo papa iba a orga-

nizar una cruzada, los caballeros templarios creyeron que se acercaba

el momento de recuperar su gloria. Fueron convocados en Francia,

así que su viejo gran maestre, Jacques de Molay, acudió provisto de

elaborados planes para el rescate de Jerusalén. En París, le siguieron

la corriente y le honraron hasta el día aciago. Al amanecer del viernes

13 de octubre de 1307, todos los templarios que se hallaban presentes

en Francia fueron arrestados y encadenados por orden de Felipe, y de

inmediato los sometieron a atroces torturas para arrancarles la confe-

sión de herejía.

Cuando la orden papal de arrestar a los templarios llegó a la corte

inglesa, el joven monarca Eduardo  II no hizo nada en absoluto; se

limitó a protestar ante el Sumo Pontífice diciendo que los templarios

eran inocentes. Y siguió sin hacer nada hasta que se vio obligado a

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introducción: En busca de la Gran Sociedad

actuar por una bula pontificia. Así pues, en enero de 1308 Eduardo

finalmente cursó la orden de arrestar a los caballeros templarios de

Inglaterra, pero éstos habían aprovechado bien los tres meses trascu-

rridos. Muchos de los templarios habían pasado a la clandestinidad,

mientras que algunos de los que fueron arrestados consiguieron esca-

par. Su tesoro, sus relicarios adornados con piedras preciosas, incluso

la mayor parte de sus archivos, habían desaparecido. En Escocia, la

orden papal ni siquiera se proclamó. Dada la situación, por tanto,

Escocia y –aunque en menor medida– Inglaterra se convirtieron en

los destinos escogidos por los templarios fugitivos de la Europa con-

tinental, y la eficacia con la que se ocultaron indica que debieron de

contar con ayuda del exterior; o que se ayudaron entre sí.

Tras el derrocamiento de Eduardo II, el trono inglés fue ocupado

por Eduardo III; y después por el heredero directo de éste que que-

daba con vida, su nieto de diez años de edad que, con el nombre de

Ricardo II, observó desde la torre de Londres cómo la Revuelta de los

Campesinos estallaba por toda la ciudad.

En ese período le ocurrieron muchas cosas al pueblo inglés. Las

guerras incesantes habían acabado con la mayor parte del tesoro real,

y la corrupción se llevó el resto. Un tercio de la población había pere-

cido durante la peste negra, y la hambruna segó más vidas. La mano

de obra de los agricultores y artesanos, así reducida, descubrió que

podía ganar más dinero que antes por su trabajo; pero el aumento

en sus ingresos era a costa de los nobles y obispos terratenientes, que

no estaban dispuestos a tolerar esa situación. Se promulgaron leyes

para reducir los salarios y los precios al nivel de antes de la peste, y se

investigaron las genealogías para imponer de nuevo la servidumbre y

el villanaje a hombres que hasta entonces se consideraban libres. La

necesidad de dinero del rey para librar sus guerras con Francia dio

lugar a la creación de nuevos e ingeniosos tributos. Había opresión

por todos lados, hasta que finalmente el clamor popular degeneró en

una rebelión abierta.

La religión tampoco ayudó. En su calidad de terrateniente, la Igle-

sia era un amo tan despiadado como la nobleza. Y la religión debió

de ser también una fuente de confusión para los fugitivos templarios,

que eran un cuerpo religioso de monjes guerreros que no debían leal-

tad a nadie, excepto al Santo Padre. Cuando éste se volvió contra ellos

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Nacidos en la sangre

e hizo que los encadenaran y torturaran, rompió su vínculo con Dios.

En la Europa del siglo xiv no había más camino hacia Dios que el

que marcaba el vicario de Cristo en la Tierra. Si el papa rechazaba a

los templarios y ellos le rechazaban a él, los templarios tendrían que

encontrar una nueva forma de adorar a su Dios en una época en la

que cualquier desviación de la doctrina establecida por la Iglesia era

perseguida como herejía.

Ese dilema me hizo recordar el postulado central de la francmaso-

nería, que sólo exige a sus miembros que crean en un Ser Supremo, el

que prefieran; pero sin meterse en cómo le rinden culto. En la Gran

Bretaña católica, una creencia semejante habría sido un crimen; pero

les habría complacido a los templarios fugitivos que habían sido apar-

tados de la Iglesia universal. Teniendo en cuenta el extremo castigo

que se reservaba a los herejes, una creencia independiente como ésa

también explicaría uno de los Antiguos Deberes más misteriosos de la

francmasonería. Los Antiguos Deberes son las reglas ancestrales que

gobiernan la conducta de la hermandad; y éste en concreto al que

me refiero establece que ningún masón debe revelar jamás aquellos

secretos de sus hermanos que puedan hacer que pierdan la vida y sus

propiedades.

Esa conexión hizo que viera de otro modo los Antiguos Deberes

masónicos, que adquirían un nuevo significado al contemplarlos como

un conjunto de instrucciones para desenvolverse en una sociedad se-

creta creada con objeto de ayudar y proteger a aquellos hermanos que

estaban en fuga y escondiéndose de la Iglesia. Esa caracterización no

tenía ningún sentido en el contexto de un gremio medieval de cante-

ros, que es la suposición habitual sobre los orígenes de la francmaso-

nería; pero en cambio sí tenía mucho sentido pensando en hombres

fugitivos como los templarios, cuyas vidas dependían de que se man-

tuvieran ocultos. Tampoco habrían tenido ningún problema para en-

contrar nuevos reclutas en los años sucesivos: las futuras generaciones

iban a estar llenas de contestatarios y disidentes enfrentados a la Igle-

sia. Los sublevados de la Revuelta de los Campesinos lo demostraron

a las claras al atacar abadías y monasterios, y cuando decapitaron al

arzobispo de Canterbury, el principal prelado católico de Inglaterra.

Los templarios fugitivos sin duda debieron de necesitar un código

parecido al de los Antiguos Deberes de la masonería, pero claramente

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introducción: En busca de la Gran Sociedad

no ocurría lo mismo con los canteros medievales. Ahora era eviden-

te que necesitaba saber más cosas sobre la Orden de los Antiguos,

Libres y Aceptados Masones. La gran cantidad de material masóni-

co disponible en las bibliotecas públicas me sorprendió mucho; pero

quizá más el hecho de que lo guardaran en la sección de educación

y religión. Pero, no contento del todo con lo que estaba abierto al

público en general, solicité permiso para usar la biblioteca del templo

Masónico de Cincinnati, Ohio. Le dije al caballero que me atendió

allí que yo no era francmasón, pero que quería utilizar la biblioteca

para realizar investigaciones para un libro que probablemente inclui-

ría un nuevo examen de la orden masónica. Sólo me preguntó una

cosa: «¿Será imparcial?». Le aseguré que ésa era mi única intención, a

lo que respondió, «Con eso basta». Me dejó a solas con el catálogo y los

centenares de libros masónicos colocados en hileras en las paredes. Y

también saqué buen partido de las publicaciones de la Masonic Servi-

ce Association de Silver Spring, Maryland.

Más adelante, cuando los conocimientos adquiridos sobre la maso-

nería me permitieron mantener una conversación sobre el tema, em-

pecé a hablar con los propios francmasones. Al principio me pregun-

taba cómo me las iba a ingeniar para ponerme en contacto con quin-

ce o veinte masones; además, si lo conseguía, ¿estarían dispuestos a

hablar conmigo? El primer problema se resolvió en cuanto empecé

a preguntar a mis amigos y asociados si eran masones. Había cuatro

en un grupo que llevaba frecuentando unos cinco años, y encontré

muchos más entre las personas que he conocido a lo largo de dos dé-

cadas o más tiempo; nunca me había percatado de que tenían alguna

relación con la francmasonería. En cuanto a la segunda cosa que me

preocupaba, descubrí que estaban bastante dispuestos a hablar: no

ya de las contraseñas y los apretones de manos «secretos» (que, para

entonces, yo ya conocía), pero sí de lo que les habían enseñado sobre

los orígenes de la francmasonería y sus Antiguos Deberes.

Se mostraron tan intrigados como yo ante la posibilidad de des-

cubrir el significado perdido de palabras, símbolos y rituales para los

que no había ninguna explicación lógica, como cuando se le dice al

Maestro Masón en su rito iniciático que «este grado te hermanará con

piratas y corsarios». Estuvimos de acuerdo en que el desvelar los secre-

tos de estos misterios masónicos contribuiría realmente a desenterrar

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Nacidos en la sangre

el pasado, ya que la pérdida de su verdadero sentido ha hecho que los

antiguos términos y símbolos se conserven intactos; apenas han su-

frido cambios a lo largo de los siglos, ni se han adaptado a las nuevas

condiciones imperantes.

Entre esos secretos perdidos está el significado de las palabras que

se usan en los ritos masónicos, como por ejemplo Tyler (cargo que en-

tre los hispanohablantes recibe el nombre de Cubridor), cowan (pro-

fano), due-guard (Debida Guardia) y Juwes. Los escritores masónicos

han tratado sin éxito durante siglos que dichas palabras encajen en su

convicción preconcebida de que la masonería se originó en los gre-

mios de canteros medievales anglófonos.

Lo que me propuse a continuación fue examinar la posibilidad de

que efectivamente hubiera una conexión entre la francmasonería y

la francófona orden templaria; para ello, debía buscar el significado

perdido de estos términos no ya en inglés, sino en el francés medieval.

Enseguida empecé a encontrar respuestas en este idioma, y pronto

había un sentido plausible para cada uno de los misteriosos vocablos

masónicos. Incluso encontré por primera vez un origen creíble para el

nombre de Jiram Abif, el arquitecto del Templo de Salomón que fue

asesinado, que es la figura central del ritual masónico. Pero también

había otra cosa: es de todos sabido que en 1362 los tribunales de In-

glaterra adoptaron el inglés como idioma oficial, que hasta entonces

había sido el francés; así que las raíces francesas de todos los miste-

riosos términos de la francmasonería confirmaban la existencia de esa

sociedad secreta en el siglo xiv, el mismo siglo que vio la supresión del

Temple y la Revuelta de los Campesinos inglesa.

Animado por esos descubrimientos, abordé otros secretos perdi-

dos de la masonería: el círculo y el pavimento mosaico del suelo de

la logia, los guantes y el mandil de piel de cordero, el símbolo del

compás y la escuadra, e incluso la misteriosa leyenda del asesinato de

Jiram Abif. La Regla, las costumbres y las tradiciones de los templa-

rios proporcionaron respuestas a todos esos misterios. Después me

lancé a realizar un análisis más profundo de los Antiguos Deberes de

la masonería, que definen una sociedad secreta de mutua protección.

Lo que hacía la «logia» era ayudar a los miembros de la hermandad

a esconderse de las iras de la Iglesia y el Estado, proporcionándoles

dinero, respondiendo de ellos ante las autoridades e incluso dándoles

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introducción: En busca de la Gran Sociedad

alojamiento, en inglés lodging, de donde procede la palabra lodge, «lo-

gia» (los hispanohablantes la tomaron prestada del italiano loggia), ese

vocablo que se aplica tanto a la congregación de francmasones como

al lugar donde celebran sus capítulos y reuniones. A estas alturas, ya

no tenía dudas de que el concepto original de la sociedad secreta que

llegó a llamarse a sí misma francmasonería había nacido como una

sociedad de mutua protección entre los templarios fugitivos y sus aso-

ciados en Gran Bretaña, hombres que habían pasado a la clandestini-

dad para escapar del encarcelamiento y las torturas que había ordenado

para ellos el papa Clemente V. Su antagonismo hacia la Iglesia se hizo

más poderoso debido al secreto total. La supresión de la orden tem-

plaria me parece uno de los mayores errores que ha cometido la Santa

Sede a lo largo de la historia.

Por otra parte, la francmasonería ha sido objeto de más bulas y

encíclicas papales airadas que cualquier otra organización seglar en

la historia cristiana. Dichas condenas empezaron a los pocos años de

hacerse pública la masonería en 1717, se hicieron cada vez más vehe-

mentes y culminaron en la bula Humanum Genus, promulgada por

León XIII en 1884. En ella, el papa acusa a los masones de abrazar la

libertad de culto, la separación de la Iglesia y el Estado y la educación

de los niños a cargo de los laicos; y los acusa de cometer el extraordi-

nario crimen de creer que la gente tiene derecho a hacer sus propias

leyes y a elegir a su propio gobierno, «según los nuevos principios

[de la libertad]». El papa identifica tales conceptos, y también a los

masones, con una parte del reino de Satanás. El documento no sólo

expresa las preocupaciones de la Iglesia católica en cuanto a la franc-

masonería en aquella época; también, en el aspecto negativo, define

con tanta claridad lo que creen los francmasones que he decidido

incluir el texto completo de la bula papal como un apéndice al final

del libro.

Por último, debería añadir que los acontecimientos descritos en es-

tas páginas formaron parte de un momento decisivo de la historia oc-

cidental. La era feudal tocaba a su fin. La tierra, y los campesinos que

la trabajaban, habían perdido su papel como única fuente de riqueza.

Las familias de comerciantes se organizaron en gremios, y se hicieron

cargo de ciudades enteras con fueros como consistorios municipales.

El comercio dio lugar a la banca y las inversiones, y las ciudades se

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Nacidos en la sangre

convirtieron en centros de poder que rivalizaban con la nobleza en

cuanto a riqueza e influencia.

La Iglesia universal, que había luchado con todas sus fuerzas para

alcanzar una posición de supremacía en el contexto feudal, tardó en

aceptar los cambios que podían poner en peligro dicha supremacía.

Cualquier desacuerdo material con la Iglesia era calificado de here-

jía, el crimen más execrable del mundo. El hereje no sólo merecía la

muerte, sino que debía morir del modo más doloroso que se pudiera

idear.

Algunos disidentes se echaron al monte y se escondieron, pero

otros se organizaron. En el caso de los templarios fugitivos, la orga-

nización ya existía. Tenían una rica tradición de operaciones secretas

al más alto nivel, dada su asociación con los entresijos de la política

bizantina, el ritual secreto de la secta de los Asesinos y las intrigas de

las cortes musulmanas, a las que se enfrentaban unas veces en el cam-

po de batalla y otras en la mesa de negociaciones. La Iglesia, con su

sangriento rechazo de las protestas y el cambio, les facilitó un aluvión

de nuevos reclutas que duraría siglos.

Más de seiscientos años han trascurrido desde la supresión de la

Orden de los Templarios, pero su patrimonio perdura en el seno de la

mayor organización fraternal que se conozca. Y así, la historia de estos

atormentados caballeros cruzados, de la brutalidad de la Revuelta de

los Campesinos y de los secretos perdidos de la francmasonería se

torna en la historia de la sociedad secreta más exitosa que ha habido

en el mundo.

Page 18: Nacidos en La Sangre - John Robinson

primera parte

Los Caballeros Templarios

Page 19: Nacidos en La Sangre - John Robinson

23

capítulo ���

El impulso homicida

En 1347, a más de mil seiscientos kilómetros de Londres, los mon-

goles de la Horda de Oro (el kanato de Kipchak) entablaron el

asedio de un establecimiento comercial amurallado que los genoveses

tenían en la costa de Crimea. En un momento dado, los sitiadores

mongoles empezaron a morir como chinches a causa de una extraña

enfermedad que parecía muy contagiosa; y, en lo que tal vez sea el

primer caso de guerra bacteriológica del que se tenga noticia, empeza-

ron a catapultar los cadáveres de los enfermos contra los sitiados por

encima de las murallas.

Unos meses después, unas galeras genovesas procedentes de la ciu-

dad sitiada atracaron en Mesina, Sicilia, con hombres moribundos en

los remos e historias de cadáveres arrojados por la borda durante todo

el viaje. Los marinos ignoraron los esfuerzos de las autoridades para

impedírselo y bajaron a tierra, de modo que la peste negra desembar-

có con ellos en Europa. Portada por las ratas de los barcos, se desplazó

por el continente a través de los puertos de Nápoles y Marsella. De

Italia llegó a Suiza y la Europa oriental, luego se propagó por Francia

y después pasó a Alemania. La peste llegó a Inglaterra en barcos que

atracaron en los puertos de Dorset y se extendió desde allí por todo el

país. Se estima que en menos de dos años acabó con entre el 35 y el 40

por 100 de la población de la Europa continental y de Gran Bretaña.

Como ha ocurrido en todas las épocas y lugares, el hambre, la des-

nutrición y la consiguiente bajada de defensas inmunitarias le allana-

ron el camino a la epidemia. Además, se había producido un cambio

Page 20: Nacidos en La Sangre - John Robinson

24

Nacidos en la sangre

climático, con inviernos más largos y fríos, veranos más húmedos y

un acortamiento en general de la época de crecimiento. Entre 1315

y 1318, las lluvias torrenciales de verano arruinaron las cosechas, a lo

que siguió la inanición en masa. Las buenas cosechas eran esporádi-

cas, pero al menos la gente podía sobrevivir. Pero entonces, en el año

1340, las cosechas se malograron de manera generalizada, y miles de

personas perecieron en lo que fue la peor hambruna del siglo.

Incluso en las mejores circunstancias, el grueso de la población es-

taba desnutrido. Su dieta consistía principalmente en trigo y centeno,

con pocas verduras y un mínimo de carne y leche; en parte porque,

aun cuando pudieran permitirse adquirirlas, no había refrigeración

ni tenían otros medios para conservarlas. Las carencias de vitaminas

y minerales en invierno eran parte de la vida cotidiana. La caza po-

dría haber proporcionado carne fresca, pero resulta que los derechos

de caza estaban en manos de los señores. Una paliza era un castigo

leve para quien fuera sorprendido llevándose un venado, o incluso

un conejo, de los bosques del señor; no era raro que le condenaran a

muerte. El hecho de que tantos corrieran el riesgo indica la apremian-

te necesidad que tenían de alimentos frescos.

Por regla general, las primeras víctimas de las enfermedades son

los niños, que no acaban de desarrollar del todo su sistema inmuno-

lógico hasta los diez u once años, y los ancianos, cuyas defensas han

disminuido con el tiempo; y eso mismo fue lo que ocurrió con la pes-

te negra. Aunque murieron a millares personas de todas las edades y

posiciones sociales, los más jóvenes y los más viejos fueron los grupos

que salieron peor parados. Fue todo lo contrario de una «explosión

demográfica»: quedaron pocos jóvenes para entrar en las filas de la

mano de obra durante la siguiente generación.

En realidad la peste negra no era una sola enfermedad, sino tres, y

el vector de todas ellas era una pulga. Un bacilo presente en su sangre

bloquea el estómago de la pulga; cuando ésta clava el aparato bucal en

forma de pico en la piel de su huésped –generalmente la rata negra–,

el bacilo sale de su estómago y entra en el huésped, infectándolo.

Cuando las ratas iban muriéndose, las pulgas contagiaban a otros ani-

males y a los seres humanos.

A veces los bacilos se instalan en los ganglios linfáticos y generan

unos grandes bultos purulentos llamados bubones en la ingle y la axila,

Page 21: Nacidos en La Sangre - John Robinson

25

capítulo 1: El impulso homicida

por lo que esta forma de la enfermedad recibe el nombre de «peste bu-

bónica». El término «peste negra» proviene del hecho de que el cuerpo

de la víctima se cubría de manchas negras y la lengua se le ennegrecía

también. Llegados a ese punto, la muerte solía producirse en menos

de tres días.

Otra posibilidad es que se produzca una septicemia; es decir, la pre-

sencia en la sangre de los bacilos patógenos o de sus toxinas, en cuyo caso

la muerte puede tardar una semana o más en llegar. Pero las muertes más

fulminantes eran las debidas a la forma más infecciosa de la enferme-

dad, la neumónica, que causa inflamación de la garganta y los pulmo-

nes, esputos y vómitos de sangre, un hedor fétido y dolores intensos.

Como es lógico, en aquella época no se pudo identificar científi-

camente la peste en ninguna de sus tres modalidades ni se sabía nada

del método de trasmisión. Eso dio pie a la aparición de toda clase de

teorías descabelladas; la más común fue que la peste negra era un cas-

tigo enviado por Dios. Hubo incluso quien maldijo al Señor por tan

gran calamidad, y Felipe VI de Francia tomó medidas para impedir

que se enfadara más de lo que aparentemente ya estaba. Se promul-

garon leyes especiales contra la blasfemia, estipulando castigos muy

específicos para ella. En su primera infracción, al blasfemo le cortaban

el labio inferior; en la segunda, le cortaban el labio superior; y, en la

tercera infracción, le cortaban la lengua.

De la noche a la mañana aparecieron grupos de disciplinantes que

hacían penitencia en público por pecados que no eran capaces de

identificar, pero que obviamente eran lo bastante graves como para

haber enojado a Dios hasta el punto de querer destruir la raza huma-

na. Sólo la penitencia más severa podría servir para expiar tan horri-

bles pecados. La autoflagelación dio paso a la flagelación grupal: los

penitentes recorrían las calles, a menudo guiados por un sacerdote,

y se azotaban unos a otros con cuerdas llenas de nudos y látigos con

punta de metal para lacerarse la carne. Algunos cargaban pesadas cru-

ces o llevaban coronas de espinas.

Otros consideraron que la mejor táctica era someterse a ritos des-

enfrenados y orgías sexuales. Unos lo hacían sobre la base de que,

como el mundo iba a acabar en breve, cualquier placer posible les

sería consentido; en cambio, otros creían que la única alternativa era

apelar a Satanás, ahora que Dios los había abandonado.

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26

Nacidos en la sangre

Tratándose de la Edad Media, como es lógico, algunas comunida-

des le echaron la culpa a los únicos no cristianos que vivían en ellas:

los judíos. Aun cuando éstos también estaban muriendo de la peste

negra, fueron acusados de envenenar pozos y de causar la enferme-

dad mediante ritos y encantamientos secretos destinados a aniquilar

la cristiandad. Así pues, se llevaron a cabo sangrientos pogromos en

Francia, en Austria y especialmente –como había ocurrido ya durante

las cruzadas– en Alemania. En Estrasburgo quemaron vivos a más

de doscientos judíos. En una ciudad del Rin, los masacraron y luego

metieron sus restos en barriles de vino y los lanzaron al agua para que

se fueran río abajo. Los judíos de Esslingen que habían sobrevivido

a la primera oleada de persecuciones pensaron que había llegado el

fin del mundo y se congregaron en su sinagoga; decidieron suicidarse

colectivamente prendiendo fuego al edificio. Y aquellos judíos a los

que se perdonaba la vida con frecuencia eran expulsados, con lo que

se iban a otros lugares a difundir su cultura, y a menudo a propagar la

peste. En Polonia también se produjeron persecuciones en áreas aisla-

das, pero ese país era en conjunto mucho más seguro que Alemania;

así que los judíos alemanes entraron en masa en el territorio polaco.

Ése fue el origen de las comunidades judías asquenazíes (alemanas) de

Polonia. Siguieron hablando en alemán, que poco a poco evolucionó

convirtiéndose en la lengua vernácula denominada yiddish.

Debido al hacinamiento y a la casi total falta de higiene, al princi-

pio las ciudades y los pueblos fueron los lugares más atacados por la

peste; pero al dispersarse sus habitantes para huir de ella, la llevaron

consigo a las áreas rurales. A medida que iban muriéndose los granje-

ros, las tierras de cultivo se llenaban de malas hierbas y los animales

desatendidos vagaban por el campo hasta que muchos de ellos mo-

rían de igual modo que sus dueños. Henry Knighton, canónigo de la

abadía de Santa María de la Pradera de Leicester, informó de la pre-

sencia de más de cinco mil ovejas muertas y pudriéndose en un solo

pasto. Se ha estimado que la población de Inglaterra era de 4 millones

de habitantes cuando la peste cruzó el canal de la Mancha por primera

vez; y que para cuando la epidemia se extinguió, se había reducido a

menos de 2,5 millones de almas.

Las noticias de los estragos causados por la peste en Inglaterra lle-

garon a los escoceses, que sacaron la conclusión de que el diezmar así

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27

capítulo 1: El impulso homicida

a sus ancestrales enemigos no podía ser obra de nadie excepto de un

Dios vengador. Así pues, decidieron asistir al Todopoderoso en su di-

vino plan y atacar a los ingleses mientras todavía estaban debilitados.

Se convocó a los clanes para que se reunieran en el bosque de Selkirk,

pero antes de que pudieran emprender la marcha hacia el sur la peste

atacó el campamento; se estima que mató a cinco mil escoceses en el

plazo de unos pocos días. Ya no había nada que hacer, excepto aban-

donar el plan de invasión, así que los que seguían sanos levantaron el

campamento para volver a sus casas junto con los enfermos y los mo-

ribundos. Los ingleses, que se habían enterado de la concentración de

tropas escocesas, se desplazaron al norte para interceptar la invasión y

llegaron a tiempo para cometer una carnicería entre el ejército escocés

que se dispersaba.

Aunque parezca increíble, mientras estaba teniendo lugar la epi-

demia más mortífera jamás conocida por el mundo, la guerra entre

Inglaterra y Francia seguía su curso; cada monarca, por debilitado

que estuviera su país, esperaba que el del otro lo estuviera aún más.

Los ejércitos necesitaban provisiones y pertrechos, que producían los

artesanos y agricultores; pero más de la tercera parte de ellos había

muerto. Además, los ejércitos necesitaban dinero, y tanto la pobla-

ción como los productos que solían gravarse con impuestos para ob-

tenerlo estaban disminuyendo. Cuando la peste se extinguió al cabo

de un par de años, el mundo era diferente. Ya nunca volvería a ser el

mismo, porque la clase baja de la sociedad experimentó de pronto un

nuevo poder.

Lo que había ocurrido era que la única ley que nunca se puede

romper sin consecuencias, la ley de la oferta y la demanda, estaba en

plena vigencia; y esta vez beneficiaba al granjero, al bracero y al artesa-

no. En lo que alcanzaba a recordar la clase terrateniente, nunca había

habido una época en la que la oferta de productos de los granjeros o

aparceros no superase la demanda. Se estaban empezando a agrietar

las bases de una forma de vida que había perdurado siglos: en los

oscuros tiempos de la anarquía, cualquier individuo se encontraba

indefenso. Lo principal ahora era seguir con vida, así que los hom-

bres se plegaron de buen grado a ser siervos de algún hombre más

fuerte que ellos que les brindara protección; estos hombres fuertes,

a su vez, se pusieron al servicio de otros más poderosos, y el resul-

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28

Nacidos en la sangre

tado de todo ello fue el sistema feudal. A todos los niveles los hom-

bres prestaban servicio militar, con frecuencia durante una campaña

determinada o durante un período de tiempo específico, como por

ejemplo cuarenta días al año. La clase de los guerreros se convirtió en

la nobleza, y necesitaba riquezas para tener caballos de batalla, armas

y armaduras. Y, si quería construir fortificaciones donde sus vasallos

pudieran encontrar refugio, necesitaba ser aún más rica, en parte para

disponer de trabajadores que lo hicieran. Estos lugares seguros pasa-

ron gradualmente de ser simples empalizadas rodeadas de un foso y

casas fortificadas a convertirse en altas estructuras de piedra para cuya

construcción hacía falta un ejército de canteros, albañiles, carpinteros

y herreros. Para conseguir el servicio de todos ellos había que pagar; y,

si bien se podían obtener algunos ingresos gracias al botín de guerra o

al rescate de cautivos ricos, la principal fuente de riqueza era la tierra,

contando con el trabajo de la gente que la cultivaba.

A medida que los jinetes con armadura se hacían los amos del cam-

po de batalla, se produjo una «carrera de armamentos» de caballeros.

Por ejemplo, el compromiso de un barón local para con su conde po-

día muy bien incluir la obligación de responder a su llamada a tomar

las armas llevando consigo desde un solo caballero montado hasta

docenas, dependiendo del tamaño de sus propiedades. Un caballero

costaba mucho dinero a la hora de equiparlo y mantenerlo. Necesita-

ba como mínimo un pesado caballo de batalla bien adiestrado, otro

caballo de silla más ligero para los viajes ordinarios y aún más caballos

o acémilas para su escudero, sus lacayos y el equipaje. Precisaba una

armadura, que era muy cara, así como un arnés de combate para su

montura. A fin de que pudiese hacer frente a todo eso, se le propor-

cionaban tierras junto con la gente que vivía en ellas a cambio de sus

servicios bélicos.

La posición de los siervos de la gleba había cambiado con el paso

de los siglos. A algunos de ellos se les presentó poco a poco la posibi-

lidad de convertirse en aparceros, labrando un terreno agrícola que les

asignaban a cambio de trabajar para su señor en los campos señoria-

les. La costumbre variaba de unos señoríos a otros, pero en general el

aparcero pagaba de muchas maneras por su ocupación de la tierra. A

su muerte, su heredero le daba al señor como tributo el mejor animal

de la granja (el derecho de «manomuerta»), y el segundo mejor ani-

Page 25: Nacidos en La Sangre - John Robinson

29

capítulo 1: El impulso homicida

mal iba a parar a manos del cura párroco. Tampoco podían casarse ni

él ni ningún miembro de su familia sin el permiso expreso del señor,

lo que además solía requerir algún pago adicional. Además de los días

de trabajo prescritos para el señor (que a menudo eran dos o tres días

por semana), le podían exigir que prestase servicios adicionales no re-

munerados, exigencia que recibió en Inglaterra el inverosímil nombre

de love-boon, «ayuda por amor». Además, estaba sujeto a restricciones

en lo tocante a recoger leña, cortar madera para reparar su casa e inclu-

so recoger el precioso estiércol caído en los caminos y las calles.

Si el señor poseía un molino, sus aparceros estaban obligados a

usarlo y tenían que pagar por el privilegio. Y lo mismo ocurría con

los hornos señoriales; con frecuencia se creaba un monopolio en la

cocción del pan. En vista de sus derechos y obligaciones, el aparcero

no era un siervo (los cuales eran casi esclavos); pero tampoco era libre

por completo. El mayor impedimento para ello era la antigua ley que

le prohibía circular libremente: tenía que permanecer en el señorío al

que estaba adscrito por nacimiento, donde vivía junto con sus iguales

en un grupo de casas que recibía el nombre de «villa» (aldea). Por ese

motivo al aparcero se le llamaba «villano», aunque sin las connotacio-

nes peyorativas de ruin, indigno o infame que el término ha adquiri-

do con el tiempo; para insultarle o reprenderle, su amo escogería otros

vocablos de la época.

El cambio más drástico en el estatus de muchos villanos se produjo

cuando su señor empezó a tener más necesidad de dinero en efectivo

que de una parte de la cosecha, que no era fácil de trasportar al merca-

do para venderla. Por entonces casi no había caminos carreteros, y el

grano no se podía trasportar económicamente a lomos de caballos de

carga, como se hacía con la lana. El rey necesitaba dinero para finan-

ciar sus guerras contra Francia, y los nobles lo necesitaban también

para pagar a los mercenarios y para costear su trasporte y el de los

pertrechos al continente. Los villanos empezaron a hacer tratos en

los que pagaban a su señor medio penique o un penique a cambio de

librar una jornada laboral, y un pago en metálico estipulado en lugar

de una parte de la cosecha. Su actitud cambió cuando se vieron a sí

mismos «alquilando» la tierra en vez de intercambiarla por su tiempo

y su esfuerzo. Se sentían libres ante la desaparición o mitigación de los

antiguos usos de la humillante servidumbre.