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Nazarín

Benito Pérez Galdós

Pr im era par te

I

A un per iodista de los de nuevo cuño, de estos que designam os con el exót ico nom bre de repórter , de estos que corren t ras de la inform ación, com o el galgo a los alcances de la liebre, y persiguen el incendio, la bronca, el suicidio, el cr im en cóm ico o t rágico, el hundim iento de un edif icio y cuantos sucesos afectan al orden público y a la Just icia en t iem pos com unes o a la higiene en días de epidem ia, debo el descubr im iento de la casa de huéspedes de la t ía Chanfaina (en la fe de baut ism o Estefanía) , situada en una calle cuya m ezquindad y pobreza cont rastan del m odo m ás irónico con su alt ísono y coruscante nom bre: calle de las Am azonas. los que no estén hechos a la eterna guasa de Madr id, la ciudad (o v illa) del sarcasm o y las m ent iras m aleantes, no pararán m ientes en la t rem enda fatuidad que supone rótulo tan sonoro en calle tan inm unda, ni se detendrán a invest igar qué am azonas fueron esas que la baut izaron, ni de dónde v inieron, ni qué dem onios se les había perdido en los Madroñales del Oso. He aquí un vacío que m i erudición se apresura a llenar , m anifestando con orgullo de sagaz cronista que en aquellos lugares hubo en t iem pos de Mari- Cast aña un corral de la Villa, y que de él salieron a caballo, aderezadas a est ilo de las heroínas m itológicas, unas com parsas de m ujeronas que concurr ieron a los festejos con que celebró Madr id la ent rada de la reina doña I sabel de Valois. Y dice el ingenuo avisador coetáneo, a quien debo estas profundas sabidurías: "Aquellas hem bras, buscadas ad hoc, hicieron prodigios de valor en las plazas y calles de la Villa, por lo arr iesgado de sus j uegos, equilibr ios y volteretas, f igurando los guerreros coger las del cabello y arrancar las del arzón para precipitar las en el suelo." Mem orable debió ser este divert im iento, porque el corral se llam ó desde entonces de las Am azonas, y aquí tenéis el glor ioso abolengo de la calle, ilust rada en nuest ros días por el establecim iento hospit alar io y benéfico de la t ía Chanfaina.

Tengo yo para m í que las am azonas de que habla el cronista de Felipe I I , m uy señor m ío, eran unas desvergonzadas chulapas del siglo XVI ; m as no sé con qué vocablo las designaba entonces el vulgo. Lo que sí puedo asegurar es que desciende de ellas, por línea de bastardía, o sea por sucesión directa de hem bras m ar im achos sin padre conocido, la terr ible Estefanía la del Peñón, Chanfaina, o com o dem onios se llam e. Porque digo con toda verdad que se m e despega de la plum a, cuando quiero aplicárselo, el apacible nom bre de m ujer , y que m e bastará dar conocim iento a m is lectores de su facha, andares, vozarrón, lenguaje y m odos para que reconozcan en ella la m ás form idable tarasca que v ieron los ant iguos Madr iles y esperan ver los venideros.

No obstante, m e pueden creer que doy gracias a Dios, y al reportero, m i am igo, por haberm e encarado con aquella f iera, pues debo a su barbar ie el germ en de la presente histor ia, y el hallazgo del singularísim o personaje que le da nom bre. No tom e nadie al pie de la let ra lo de casa de huéspedes que al pr incipio se ha dicho, pues ent re las var ias indust r ias de alojam iento que la t ía Chanfaina ejercía en aquel r incón, y las del cent ro de Madr id, que todos hem os conocido en la edad estud iant il,

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y aun después de ella, no hay ot ra sem ej anza que la del nom bre. El por tal del edif icio era com o de m esón, ancho, con todo el revoco desconchado en m il fantást icos dibuj os, dej ando ver aquí y allí el hueso de la pared desnuda y con una faja de suciedad a un lado y ot ro, señal del roce cont inuo de personas m ás que de caballer ías. Un puesto de bebidas —botellas y garrafas, caj a de polvor iento v idr io llena de azucar illos y asediada de m oscas, todo sobre una m esa coj it ranca y sucia—, reducía la ent rada a proporciones regulares. El pat io, m al em pedrado y peor barr ido, com o el por tal, y con hoyos profundos, a t rechos hierba raquít ica, charcos, barr izales o cascotes de pucheros y bot ij os, era de una ir regular idad m ás que pintoresca, fantást ica. El lienzo del Sur debió de pertenecer a los ant iguos edif icios del corral fam oso; lo dem ás, de diferentes épocas, pudiera pasar por una brom a arquitectónica: ventanas que querían bajar , puer tas que se est iraban para subir , barandillas convert idas en tabiques, paredes rezum adas por la hum edad, canalones ox idados y torcidos, t ej as en los alféizares, planchas de cinc claveteadas sobre podr idas m aderas para cerrar un hueco, ángulos chafados, param entos con cruces y garabatos de cal fresca, caballetes er izados de v idr ios y cascos de botellas para am edrenear a la rater ía; por un lado, pies derechos carcom idos sustentando una galer ía que se inclina com o un barco varado; por ot ro, puertas de cuarterones con gateras tan grandes que por ellas cabrían t igres si allí los hubiese; re jas de color de canela; t rozos de ladr illo am oratado, com o coágulos de sangre; y , por f in, los escarceos de la luz y la som bra en todos aquellos ángulos cor tantes y oquedades siniest ras.

Un m artes de Carnaval, bien lo recuerdo, tuvo el buen reportero la hum orada de dar conm igo en aquellos sit ios. En el aguaducho del portal v i una tuerta andrajosa que despachaba, y lo pr im ero que nos echam os a la cara, al penet rar en el pat io, fue una ruidosa patulea de gitanos, que allí t enían aquel día su aloj am iento: ellos espatarrados, com poniendo albardas; ellas, despulgándose y aliñándose las greñas; los churum beles m edio desnudos, de negros ojos y r izosos cabellos, j ugando con v idr ios y cascotes. Volv iéronse hacia nosot ros las expresivas caras de barro cocido, y oím os el lenguaje dengoso y las ofer tas de echarnos la buenaventura. Dos burros y un git ano v iej o con pat illas, sem ej antes al pelo sedoso y apelm azado de aquellos pacientes anim ales, com pletaban el cuadro, en el cual no faltaban ruido y m úsicas para caracter izar lo m ejor , los cant icios de una gitana, y los t ij eretazos del v iej o pelando el anca de un pollino.

Aparecieron luego por una cavidad, que no sé si era puerta, aposento o boca de una cueva, dos m ieleros enjutos, con las piernas em but idas en paño pardo y m edias negras, abarcas con correas, chaleco aj ustado, pañuelo a la cabeza, t ipos de raza castellana, com o cecina for rada en yesca. Alguna despreciat iva chanza hubieron de soltar a los gitanos, y salieron con sus pesas y pucheretes para vender por Madrid la m ie l sabrosa. Vim os luego dos ciegos, palpando paradas: el uno, gordinflón y rollizo, con parda m ontera de piel, capa con flecos, y guitarra terciada a la espalda; el ot ro, con un v iolín, que no tenía m ás que dos cuerdas, bufanda y gorra teresiana sin galones. Unióseles una niña descalza, que abrazaba una pandereta, y salieron deteniéndose en el portal a beber la indispensable copa.

Allí se enzarzaron en coloquio m uy vivo con ot ros que llegaron tam bién a la cata del aguardiente. Eran dos m áscaras: la una toda vest ida de esteras asquerosas, si se puede llam ar vest irse el llevar las colgadas de los hom bros; la cara, t iznada de hollín, sin careta, con una caña de pescar y un pañuelo cogido por las cuat ro puntas, lleno de higos que m ás bien boñigas parecían. La ot ra llevaba la careta en la m ano, horr ible f igurón que representaba al presidente del Consejo, y su cuerpo desaparecía bajo una colcha rem endada, de color ines y t rapos diferentes. Bebieron y se desbocaron en soeces dicharachos, y corr iéndose al pat io, subiero n por una escalera m itad de gastado ladr illo m itad de m adera podr ida. Arr iba sonó entonces gran escándalo de r isas y toque de castañuelas; luego bajaron hasta una docena de

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m áscaras, ent re ellas dos que por sus abultadas form as y corta estatura revelaban ser m ujeres vest idas de hom bre; ot ras, con t rajes feísim os de com parsas de teat ro, y alguno sin careta, pintorreado de alm azarrón el rost ro. Al propio t iem po, dos hom bres sacaron en brazos a una v iej a paralít ica, que llevaba colgando del pecho un car tel donde constaba su edad, de m ás de cien años, buen reclam o para im plorar la car idad pública, y se la llevaron a la calle para poner la en la esquina de la Arganzuela. Era el rost ro de la anciana am pliación de una castaña pilonga, y se la habría tom ado por m om ia efect iva si sus ojuelos claros no revelaran un resto de vida en aquel lío de huesos y piel, olv idado por la m uerte.

Vim os que sacaban luego un cadáver de niño com o de dos años, en ataúd forrado de percal color de rosa y adornado con flores de t rapo. Salió sin aparato de lágr im as ni despedida m aternal, com o si nadie ex ist iera en el m undo que con pena le v iera salir . El hom bre que le llevaba echó tam bién su t r inquis en la puerta, y sólo las git anas tuv ieron una palabra de lást im a para aquel ser que tan de pr isa pasaba por nuest ro m undo. Chicos vest idos de m áscaras, sin m ás que un ropón de percalina o un som brero de cartón adornado con t ires de papel; niñas con m antón de talle y f lor a la cabeza, a est ilo chulesco, at ravesaban el pat io, deteniéndose a oír las bur las de los gitanos o a enredar con los pollinos, en los cuales se habr ían m ontado de buena gana si los dueños de ellos lo perm it ieran.

Antes de internarnos, diom e el reportero not icias preciosas, que en vez de sat isfacer m i cur iosidad excitáronla m ás. La señora Chanfaina aposentaba en ot ros t iem pos gentes de m ejor pelo: estudiantes de Veter inar ia, t raj ineros tan brutos com o buenos pagadores; pero com o el m ovim iento se iba de aquel barr io en derechura de la plaza de la Cebada, la calidad de sus inquilinos desm erecía v isiblem ente. A unos les tenía por el pago exclusivo de la llam ada habitación, com iendo por cuenta de ellos; a ot ros les aloj aba y m antenía. En la cocina del piso alto, coda cual se arreglaba con sus pucheros, a excepción de los gitanos, que hacían sus guisotes en el pat io, sobre t rébedes de piedras o ladr illos. Subim os, al f in, deseando ver todos los escondr ij os de la ext raña m ansión, guar ida de una tan fecunda y last im osa parte de la Hum anidad, y en un cuartucho, cuyo piso de rotos baldosines im itaba en las subidas y bajadas a las olas de un proceloso m ar, v im os a Estefanía, en chancletas, lavándose las m anazas, que después se enjugó en su delantal de arpillera; la panza volum inosa, los brazos hercúleos, el seno em ulando en proporciones a la ba rr iga y cargando sobre ella, por no avenirse con apreturas de corsé, el cuello ancho, carnoso y con un m orr illo com o el de un toro, la cara encendida y con restos bien m arcados de una belleza de brocha gorda, abultada, barroca, llam at iva, com o la de una ninfa de pintura de techos, dibujada para ser v ista de lej os, y que se ve de cerca.

I I

El cabello era gr is, bien peinado con sinfín de garabatos, ondas y sort ij illas. Lo dem ás de la persona anunciaba desaliño y falt a absoluta de coqueter ía y ar reglo. Nos saludó con franca r isa, y a las preguntas de m i am igo contestó que se hallaba

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m uy harta de aquel t raj ín y que el m ejor día lo abandonaba todo para m eterse en las Herm anitas, o donde alm as car itat ivas quisieran recoger la; que su negocio era una pura esclavitud, pues no hay cosa peor que bregar con gente pobre, m ayorm ente si se t iene un natural com pasivo, com o el suyo. Porque ella, según nos dij o, nunca tuvo cara para pedir lo que se le debía, y así toda aquella gentualla estaba en su casa com o en país conquistado; unos le pagaban; ot ros, no, y alguno se m archaba quitándole plato, cuchara o pieza de ropa. Lo que hacía ella era gr itar , eso sí, chillar m ucho, por lo cual espantaba a la gente; pero las obras no correspondían al gr ito ni al gesto, pues si despot r icando, era un suponer, no había garganta tan sonora com o la suya, ni vocablos m ás t rem ebundos, luego se dejaba quitar el pan de la boca y el m ás tonto la llevaba y la t raía atada con una hebra de seda. Hizo, en fin, la descr ipción de su carácter con una sincer idad que parecía de ley, no fingida, y el últ im o argum ento que expuso fue que después de veint itantos años en aquel nidal de ratas, aposentando gente de todos pelos, no había podido guardar dos pesetas para contar con algún respiro en caso de enferm e dad.

Esto decía, cuando ent raron alborotando cuat ro m ujeres con careta, entendiéndose por ello no el ant ifaz de cartón, o t rapo, prenda de Carnaval, sino la m ano de pintura que se habían dado aquellas indinas con blanquete, chapas de carm ín en los carrillos, los labios com o ensangrentados y ot ros asquerosos afeites, falsos lunares, cejas ennegrecidas, y la caída de ojos tam bién con algo de m ano de gato, para poet izar la m irada. Despedían las tales de sus m anos y ropas un perfum e barato, que daba el quién v ive a nuest ras nar ices, y por esto y por su lenguaje al punto com prendim os que nos hallábam os en m edio de lo m ás abyecto y zarrapast roso de la especie hum ano. Al pronto, habr ía podido creerse que eran m áscaras y el colorete una form a ext ravagante de disfraz carnavalesco. Tal fue m i pr im era im presión; pero no tardé en conocer que la pintura era en ellas por todos est ilos ordinar ia, o que v iv ían siem pre en Carnestolendas. Yo no sé qué dem onios de enredo se t raían, oues com o las cuat ro y Chanfa hablaban a un t iem po con voces desaforadas y adem anes r idículos, tan pronto fur iosas com o r isueñas, no pudim os enterarnos. Pero ello era cosa de un papel de alf ileres y de un hom bre. ¿Qué había pasado con los alf ileres? ¿Quién era el hom bre?

Aburr idos de aquel guir igay, salim os a un corredor que daba al pat io, en el cual v i un cajón de t ierra con hierba callera, ruda, claveles y ot ros vegetales casi agostados, y sobre el barandal zaleas y felpudos puestos a secar . Nos paseábam os por allí, t em erosos de que la desvencij ada a rm azón que nos sustentaba se r indiese a nuest ro peso, cuando v im os que se abr ía una ventana est recha que al cor redor daba, y en el m arco de ella apareció una figura, que al pronto m e pareció de m ujer. Era un hom bre. La voz, m ás que el rost ro, nos lo declaró. Sin reparar en los que a cier ta distancia le m irábam os, em pezó a llam ar a la señá Chanfaina, quien no le hizo ningún caso en los pr im eros instantes, dándonos t iem po para que le exam ináram os a nuest ro gusto m i com pañero y yo.

Era de m ediana edad, o m ás bien j oven prem aturam ente envejecido, rost ro enjuto t irando a escuálido, nar iz aguileña, ojos negros, t r igueño color, la barba rapada, el t ipo sem ít ico m ás perfecto que fuera de la Morería he visto: un cast izo árabe sin barbas. Vest ía t raje negro, que al pronto m e pareció balandrán; m as luego v i que era sotana.

—¿Pero es cura este hom bre? —pregunté a m i am igo.

Y la respuesta afirm at iva m e incitó a una observación m ás atenta. Por cier to que la v isita a la que llam aré casa de Las Am azonas iba resultando de grande ut ilidad para un estudio etnográfico, por la diversidad de castas hum anas que allí se reunían: los gitanos, los m ieleros, las m ujeronas, que sin duda venían de alguna ignorada ram a

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j im iosa, y , por últ im o, el árabe aquel de la hopalanda negra, eran la mayor confusión de t ipos que yo había v isto en m i v ida. Y para colm o de confusión, el árabe... decía m isa.

En breves palabras m e explicó m i com pañero que el clér igo sem ít ico v iv ía en la parte de la casa que daba a la calle; m ucho m ejor que todo lo dem ás, aunque no buena, con escalera independiente por el por tal, y sin m ás com unicación con los dom inios de la señora Estefanía que aquella ventanucha en que asom ado le v im os, y una puerta im pract icable, porque estaba clavada. No pertenecía, pues, el sacerdote a la fam ilia hospeder il de la form idable am azona. Enteróse, al f in, ésta de que su vecino la llam aba, acudió allá y oím os un diálogo que m i excelente m em oria m e perm ite t ranscr ibir sin perder una sílaba.

—Señá Chanfa, ¿sabe lo que m e pasa?

—¡Ay, que nos coja confesados! ¿Qué m ás calam idades t iene que contarm e?

—Pues m e han robado. No queda duda de que m e han robado. Lo sospeché esta m añana, porque sent í a la Siona revolv iéndom e los baúles. Salió a la com pra, y a las diez, v iendo que no volvía, sospeché m ás, digo que casi casi se fueron confirm ando m is sospechas. Ahora que son las once, o así lo calculo, porque tam bién se llevó m i reloj , acabo de com prender que el robo es un hecho, porque he regist rado los baúles y m e falta la ropa inter ior , toda, todita, y la exter ior t am bién, m enos las prendas de eclesiást ico. Pues del dinero, que estaba en el cajón de la cóm oda, en esta bolsit a de cuero, m írela, no m e ha dejado ni una t r iste perra. Y lo peor.. . , esta es la m ás negra, señá Chanfa.. . , lo peor es que lo poco que había en la despensa voló, y de la cocina volaron el carbón y las ast illas. De form a y m anera, señora m ía, que he t ratado de hacer algo con que alim entarm e, y no encuent ro ni provisiones, ni un pedazo de pan duro, ni plato, ni escudilla. No ha dejado m ás que las t enazas y el fuelle, un colador , el cacillo y dos o t res pucheros rotos. Ha sido una m udanza en toda regla, señá Chanfa, y aquí m e t iene todavía en ayunas, con una debilidad m uy grande, sin saber de dónde sacar lo y. . . Conque ya ve: a m í, con tal de tom ar algún alim ento para poder tenerm e en pie, m e basta. Lo dem ás no m e im porta, bien lo sabe usted.

—¡Maldita sea la leche que m am ó, padre Nazarín y m aldito sea el m inuto pindongo en que dij eron " ¡Un aquél de hom bre ha nacido! " Porque ot ro de m ás m ala som bra, ot ro m ás sim ple y saborío no creo que ande por el m undo com o persona natural. . .

—Pero, hij a, ¿qué quiere usted?.. . Yo.. .

—¡Yo, yo! . . . Usted t iene la culpa, y es el que m ism am ente se roba y se per j udica, ¡so candungas, alm a de m ieles, don ajo!

La retahíla de frases indecentes que siguió la supr im im os por respeto a los que esto leyeren. Gest iculaba y vociferaba la f iera en la ventana, con m edio cuerpo m et ido dent ro de la estancia, y el clér igo árabe se paseaba tan t ranquilo, cual si oyese piropos y f inezas, un poquito t r iste, eso sí, pero sin parecer m uy afectado por sus desdichas, ni por la rociada de denuestos con que su vecina le consolaba.

—Si no fuera porque m e da cortedad de pegarle a un hom bre, m ayorm ente sacerdote, ahora m ism o ent raba, y le levantaba las faldas negras y le daba una m ano de azotes.. . ¡So cr iatura, m ás inocente que los que todavía m am an! .. . ¡Y ahora quiere que yo le llene el buche! . . . Y van t res, y van cuat ro. . . Si es usted páj aro, váyase al cam po a com er lo que encuent re, o pósese en la ram a de un

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árbol, piando, hasta que le ent ren m oscas.. . Y si está loco, es un suponer, que le lleven al m anicóm elo.

—Señora Chanfa —dij o el clér igo con serenidad pasm osa, acercándose a la ventana— , bien poco necesita este t r iste cuerpo para alim entarse: con un pedazo de pan, si no hay ot ra cosa, m e basta. Se lo pido a usted porque la tango por vecina. Pero si no quiere dárm elo, a ot ra parte iré donde m e lo den, que no hay tan pocas alm as car it at ivas com o usted cree.

—¡Váyase a la posada del Cuerno, o a la cocina del Nuncio arzopostólico, donde guisan para los sacrosantos gandules, verbigracia clér igos lam biones! . . . Y ot ra cosa, padre Nazarín: ¿está seguro de que fue la Siona quien le ha robado? Porque es usted el espír it u de la confianza y de la bobería, y en su casa ent ran Lepe y Lepij o; ent ran tam bién hij as de m ales m adres, unas para contar le a usted sus pecados, es un suponer ; ot ras para que las em peñe o desem peñe, y pedir le lim osna, y volver le loco. No repara en quién ent ra a ver le, y a todos y a todas les pone buena cara y les echa las bienaventuranzas. ¿Qué sucede? Que éste le engaña, la ot ra se r íe, y ent re todos le quitan hasta los pañales.

—Ha sido la Siona. No hay que echar la culpa a nadie m ás que a la Siona. Vaya con Dios, y que le valga de lo que le valiere, pues yo no he de perseguir la.

Asom brado estaba yo de lo que veía y oía, y m i am igo, aunque no presenciaba por pr im era vez tales escenas, tam bién se m aravilló de aquélla. Pedíle antecedentes del para m í ext rañísim o e incom prensible Nazarín, en quien a cada m om ento se m e acentuaba m ás el t ipo m usulm án, y m e dijo:

—Este es un árabe m anchego, natural del m ism ísim o Miguelt ur ra, y se llam a don Nazar io Zahar ín o Zajar in. No sé de él m ás que el nom bre y la pat r ia; pero, si a usted le parece, le inter rogarem os para conocer su histor ia y su carácter , que pienso han de ser m uy singulares, tan singulares com o su t ipo, y lo que de sus propios labios hace poco hem os escuchado. En esta vecindad m uchos le t ienen por un santo y ot ros por un sim ple. ¿Qué se rá? Creo que t ratándole se ha de saber con t oda cer t eza.

I I I

Faltaba la m ás negra. Oyeron las cuat ro tarascas am igas de Estefanía que se acusaba a la Siona, de quien una de ellas era sobr ina carnal, y acudieron com o leonas o panteras a la ventana, con la buena intención de defender a la culpada. Pero lo hicieron en form a tan brutal y canallesca, que hubim os de intervenir para poner un freno a sus inm undas bocas. No hubo insolencia que no vom itaran sobre el sacerdote árabe y m anchego, ni vocablo m alsonante que no le dispararan a quem arropa.. .

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—¡Miren el estaferm o, el m uy puerco y est ropajoso, m al com ido, alcuza de las ánim as! ¡Acusar a Siona, la señora de m ás conciencia que hay en todita la cr ist iandad! ¡Sí, señor ; de m ás conciencia que los curánganos, que no hacen m ás que engañar a la gente honrada con las m ent iras que inventan! . . . ¿Quién es él, ni qué signif ican sus hábitos negros de ala de m osca, si no hace m ás que viv ir de gorra y no sabe ganar lo ? ¿Por qué el m uy sim ple no se agencia baut izos y funerales, com o ot ros cler igones que andan por Madr id con m uy buen pelo?.. . Misas a granel salen para todos, y para él nada: m iser ia, y chocolate de a t res reales, hígado y un poco de acelga, de lo que no quieren las cabras.. . ¡Y luego decir que le roban! . . . Com o no le roben los huesos del esqueleto, y la coronilla, y la nuez, y los codos, no sé qué le van a robar . . . ¡Si ni ropa t iene, ni sábanas, ni m ás prenda que una ram ita de rom ero, a la cabecera, para espantar a los dem onios! . . . Estos serán los que le han robado, estos los que le han quit ado los Evangelios y la cr ism a, y el Santo Óleo de la m isa, y el ora pro nobis.. . ¡robar le! ¿Qué? Dos estam pas de la Virgen Sant ísim a, y el Señor crucif icado con la peana llena de cucarachas.. . Ja, j a. . . ¡Vaya con el señor Dom ino vobisco, asaltado por los ladrones! . . . ¡Ni que fuera el Sacrat ísim o Nuncio pascual, o la Minerva del cordero quitólico, con todo el m onum ento de Dios en su casa, y el Santo Sepulcro de las once m il vírgenes! ¡Anda y que le den m orcilla! . . . ¡Anda y que le m ate el Tato! . . . ¡Anda y que.. . !

—¡Arza! —les dij o m i am igo, echándolas de allí con em pujones m ás que con palabras, pues ya era repugnante ver a una persona de respetabilidad, por lo m enos aparente, inj ur iada por tan v il gentuza.

Costó t rabajo echar las: por la escalera abajo iban soltando veneno y per fum e, y en el pat io tuvieron algo que despot r icar con los gitanos y hasta con los burros. Despejado el t erreno, ya no pensam os m ás que en t rabar conocim iento con Nazarín, y pidiéndole perm iso nos colam os en su m orada, subiendo por la angosta escalera que a ella conducía desde el por tal. Cuanto se diga de lo m ísero y desam parado de aquella casa es poco. En la salita no vim os m ás que un sofá de paja m uy v iej o, dos baúles, una m esa donde estaba el breviar io y dos libros m ás y una cóm oda; j unto a la sala ot ra pieza, que llam arem os alcoba porque en ella se veía la cam a, la tar im a, con jergón, una fláccida alm ohada y ni rast ros de sábanas ni colchas. Tres lám inas de asunto religioso, y un Crucif ij o sobre una m esilla, com pletaban el aj uar con dos pares de botas de m ucho uso puestas en f ila, y algunos ot ros objetos insignif icantes.

Recibiónos el padre Nazarín con una afabilidad fr ía, sin m ost rar despego ni tam poco ext rem ada finura, com o si le fuera indiferente nuest ra v isita o si creyese que no nos debía m ás cum plim ientos que los elem entales de la buena educación. Ocupam os el sofá m i am igo y yo, y él se sentó en la banqueta frente a nosot ros. Le m irábam os con v iva cur iosidad, y él a nosot ros com o si m il veces nos hubiera v isto. Naturalm ente, hablam os del robo, único tem a a que podíam os echar m ano, y com o le dij éram os que lo urgente era dar parte sin dilación al delegado de Policía, nos contestó con la m ayor t ranquilidad del m undo:

—No, señores; yo no acostum bro denunciar...

—¡Pues qué! . . . ¿Le han robado a usted tantas veces que ya el ser robado ha venido a ser para usted una costum bre?

—Sí, señor; m uchas, siem pre.. .

—¿Y lo dice tan fresco?

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—¿No ven ustedes que yo no guardo nada? No sé lo que son llaves. Adem ás, lo poco que poseo, es decir , lo que poseía, no vale el cor to esfuerzo que se em plea para dar vueltas a una llave.

—No obstante, señor cura, la propiedad es propiedad, y lo que relat ivam ente, según los cálculos de don Herm ógenes, para ot ro ser ía poco, para usted podrá ser m ucho. Ya ve, hoy le han dejado hasta sin su m odesto desayuno y sin cam isa.

—Y hasta sin j abón para lavarm e las m anos... Paciencia y calm a. Ya vendrán de alguna parte la cam isa, el desayuno y el j abón. Adem ás, señores m íos, yo tengo m is ideas, las profeso con una convicción tan profunda com o la fe en Cr isto nuest ro Padre. ¡La propiedad! Para m í no es m ás que un nom bre vano, inventado por el egoísm o. Nada es de nadie. Todo es del pr im ero que lo necesita.

—¡Bonita sociedad tendr íam os si esas ideas prevalecieran! ¿Y cóm o sabr íam os quién era el pr im er necesitado? Habríam os de disputarnos, cuchillo en m ano, ese derecho de pr im acía en la necesidad.

Sonr iendo bondadosam ente y con un poquit ín de desdén, el clér igo m e replicó en estos o parecidos térm inos:

—Si m ira usted las cosas desde el punto de vista en que ahora estam os, claro que parece absurdo; pero hay que colocarse en las alturas, señor m ío, para ver bien desde ellas. Desde abajo, rodeados de tantos ar t if icios, nada vem os. En fin, com o no t rat o de convencer a nadie, no sigo, y ustedes m e dispensarán que...

En este punto v im os que señá Chanfa oscurecía la habitación ocupando con su corpacho toda la ventana, por la cual largó un plato con m edia docena de sardinas y un gran pedazo de pan de picas, con m á s un tenedor de pelt re. Tom ólo en sus m anos el clér igo, y después de ofrecernos se puso a com er con gana ¡Pobrecillo! No había ent rado cosa alguna en su cuerpo en todo el santo día. Ya fuese por respeto a nosot ros, ya porque la com pasión había vencido a sus hábitos groseros, ello es que la Chanfaina no acom pañó el obsequio con ningún lenguarajo. Dando t iem po al cur it a para que sat isfaciera su necesidad, volv im os a interrogar le del m odo m ás discreto. De pregunta en pregunta, y después que supim os su edad, ent re los t reinta y los cuarenta, su or igen, que era hum ilde, de fam ilia de pastores, sus estudios, etc., m e arranqué a explorar le en terreno m ás delicado.

—Si tuviera yo la segur idad, padre Nazarín, de que no m e tenía usted por im pert inente, yo m e perm it ir ía hacer le dos o t res pregunt illas.

—Todo lo que usted quiera.

—Usted m e contesta o no m e contesta, según le acom ode. Y si m e m eto en lo que no m e im porta, m e m anda usted a paseo, y hem os concluido.

—Diga usted.

—¿Hablo con un sacerdote católico?.. .

—Sí, señor.

—¿Es usted or todoxo, puram ente or todoxo? ¿No hay en sus ideas o en sus costum bres algo que le separe de la doct r ina inm utable de la I glesia?

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—No, señor —m e respondió con sencillez que revelaba su sincer idad y sin m ost rarse sorprendido de la pregunta—. Jam ás m e he desviado de las enseñanzas de la I glesia. Profeso la fe de Cr isto en toda su pureza, y nada hay en m í por donde pueda t ildársem e.

—¿Alguna vez ha sufr ido usted correct ivo de sus super iores, de los que están encargados de definir esa doct r ina y de aplicar los sagrados cánones?

—Jam ás. Ni sospeché nunca que pudiera m erecer correct ivo ni adm onición.. .

—Ot ra pregunta. ¿Predica usted?

—No, señor . Rar ísim as veces he subido al púlpit o. Hablo en voz baj a y fam iliarm ente con los que quieren escucharm e, y les digo lo que pienso.

—¿Y sus com pañeros no han encont rado en usted algún v islum bre de herej ía?

—No, señor. Poco hablo yo con ellos, porque rara vez m e hablan ellos a m í, y los que lo hacen m e conocen lo bastante para saber que no hay en m i m ente v isos de herej ía.

—¿Y posee usted sus licencias?

—Sí, señor, y nunca, que yo sepa, se ha pensado en quitárm elas.

—¿Dice usted m isa?

—Siem pre que m e la encargan. No tango costum bre de ir en busca de m isas a las parroquias donde no conozco a nadie. La digo en San Cayetano cuando la hay para m í, y a veces en el Orator io del Olivar. Pero no es todos los días, ni m ucho m enos.

—¿Vive usted exclusivam ente de eso?

—Sí, señor.

—Su vida de usted, y no se ofenda, parécem e m uy precar ia.

—Bastante; pero m i conform idad le quita toda am argura. En absoluto m e falta la am bición de bienestar . El día que tango qué com er, com o; y el día que no tengo qué com er, no com o.

Dij o esto con tan sencilla ingenuidad, sin ningún dejo de afectación, que nos conm ovim os m i am igo y yo. . . , ¡vaya si nos conm ovim os! Pero aún falt aba m ucho más que oír.

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IV

No nos hartábam os de preguntar le, y él a todo nos respondía sin m ost rar fast idio de nuest ra pesadez. Tam poco m anifestaba la presunción natural en quien se ve objeto de un interrogator io, o interv iew, com o ahora se dice. Trájole Estefanía, después de las sardinas, una chuleta al parecer de vaca y de no m uy buena t raza; m as él no la quiso, a pesar de las instancias de la am azona, que volv ió a descom ponerse y a soltar le m il perrer ías. Pero ni por éstas ni por lo que nosot ros cor tésm ente le dij im os para est im ular le m ás a com er se dio el hom bre a par t ido, y rechazó tam bién el v ino que le ofrecía la tarasca. Con agua y un bollo de a cuarto puso fin a su alm uerzo, declarando que daba gracias al Señor por el sustento de aquel día.

—¿Y m añana?—le dij im os.

—Pues m añana no m e faltará tam poco, y si m e falta esperarem os al ot ro día, que nunca hay dos días seguidos rem atadam ente m alós. Em peñóse el repor tero en convidar le a café; pero él, confesándonos que le gustaba, no quiso aceptar . Fue preciso que le instáram os los dos en los térm inos m ás afectuosos para que se decidiera; lo pedim os al cafet ín próxim o, nos lo t rajo la tuerta que vendía licores en el por tal, y tom ándolo con la com odidad que la est recha m esa y el m al serv icio nos perm it ían hablam os de m ult it ud de cosas y le oím os var ios conceptos por donde colegim os que era hom bre de luces.

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—Dispénsem e usted —le dije— si le hago una observación que en este m om ento se m e ocurre. Bien se conoce que es usted persona de ilust ración. Me sorprende m ucho no ver libros en su casa. O no le gustan o ha tenido, sin duda, que deshacerse de ellos en algún grave apr ieto de su v ida.

—Los tuve, sí, señor , y los fui regalando hasta que no m e quedaron m ás que los t res que ustedes ven ahí. Declaro con toda verdad que, fuera de los de rezo, ningún libro m alo ni bueno m e interesa, porque de ellos sacan el alm a y la inteligencia poca sustancia. Lo tocante a la Fe lo tango bien rem achado en m i espír it u, y ni com entar ios ni paráfrasis de la doct r ina m e enseñan nada. Lo dem ás, ¿pare qué sirve? Cuando uno ha podido añadir al saber innato unas cuantas ideas, aprendidas en el conocim iento de los hom bres, y en la observación de la sociedad y de la Naturaleza, no hay que pedir a los libros ni m ejor enseñanza ni nuevas ideas que confundan y enm arañen las que uno t iene ya. Nada quiero con libros ni con per iódicos. Todo lo que sé bien sabido lo t engo, y en m is convicciones hay una f irm eza inquebrantable; com o que son sent im ientos que t ienen su raíz en la conciencia, y en la razón la f lor , y el fruto en la conducta. ¿Les parezco pedante? Pues no digo m ás. Sólo añado que los libros son para m í lo m ism o que los adoquines de las calles o el polvo de los cam inos. Y cuando paso por las librerías y veo tanto papel im preso, doblado y cosido, y por las calles tal lluv ia de per iódicos un día y ot ro, m e da pena de los pobrecitos que se quem an las cejas escr ibiendo cosas tan inút iles, y m ás pena todavía de la engañada Hum anidad que diar iam ente se impone la obligación de leer las. Y tanto se escr ibe y tanto se publica, que la Hum anidad, ahogada por el m onst ruo de la I m prenta, se verá en el caso im prescindible de supr im ir todo lo pasado. Una de las cosas que han de ser abolidas es la glor ia profana, el lauro que dan los escr it os lit erar ios, porque llegará día en que sea tanto, t anto lo alm acenado en las bibliotecas, que no habrá la posibilidad m ater ial de guardar lo y sostener lo. Ya verá entonces el que lo v iere el caso que hace la Hum anidad de tanto poema, de tanta novela m ent irosa, de tanta histor ia que nos refiere hechos cuyo interés se desgasta con el t iem po y acabará por perderse en absoluto. La m em oria hum ana es ya pajar chico para tanto fárrago de Histor ia. Señores m íos, se aproxim a la edad en que el presente absorberá toda la v ida, y en que los hom bres no conservarán de lo pasado m ás que las verdades eternas adquir idas por la revelación. Todo lo dem ás será escor ia, un det r itus que ocupará dem asiado espacio en las inteligencias y en los edificios. En esa edad —añadió, en tono que no vacilo en llam ar profét ico—, el César, o quienquiera que ejerza la autor idad, dará un decreto que diga lo siguiente: "Todo el contenido de las bibliotecas públicas y par t iculares se declara baldío, inút il y sin ot ro valor que el de su com posición m ater ial. Resultando del dictam en de los quím icos que la sustancia papirácea adobada por el t iem po es el m ejor de los abonos para las t ier ras, venim os en disponer que se apilen los libros ant iguos y m odernos en grandes ej idos a la ent rada de las poblaciones, para que los vecinos de la clase agr ícola vayan tom ando de tan preciosa m ater ia la par te que les corresponda, según las t ierras que les toque labrar ." No duden ustedes que así será, y que la m ater ia papirácea form ará un yacim iento colosal, así com o los de guano en las islas Chinchas; se explotará m ezclándola con ot ras sustancias que av iven la ferm entación, y será t ransportada en ferrocarr iles y buques de vapor desde nuest ra Europa a los países nuevos, donde nunca hubo literatura, ni im prentas, ni cosa tal.

Grandem ente nos reím os celebrando la ocurrencia. Mi am igo, a j uzgar por las m iradas recelosas que oyéndole m e echaba, debió de form ar opinión m uy desfavorable del estado m ental del clér igo. Yo le tenía m ás bien por un hum orista de los que cult ivan la or iginalidad. Nuest ra char la llevaba t razas de ser interm inable, y ya picábam os en este asunto, ya en el ot ro. Tan pronto el buen Nazarín m e parecía un budista, tan pronto un im itador de Diógenes.

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—Todo eso está m uy bien —le dije—, pero podría usted, padre, v iv ir m ejor de lo que vive. Ni esto es casa, ni estos son m uebles, ni por lo v isto t iene usted m ás ropa que la puesta. ¿Por qué no pretende usted, dent ro de su estado religioso, una posición que le perm ita viv ir con m odesta holgura ? Este am igo m ío t iene m ucho m et im iento en am bos Cuerpos colegisladores y en todos los m inister ios, y no le ser ía difícil, ayudándole yo con m is buenas relaciones, conseguir para usted una canonj ía.

Sonr ió el clér igo con cier ta sorna y nos dij o que ninguna falta le hacían a él canonj ías y que la v ida boba de coro no cuadraba a su natural independiente. Tam bién le propusim os agenciar le alguna plaza de coadjutor en las parroquias de Madrid o un curato de pueblo, a lo que respondió que si le daban tal plaza la tom aría por obediencia y acatam iento incondicional a sus super iores.

—Pero tengan por seguro que no m e la dan —añadía con segur idad exenta de amargura—. Y con plaza y sin plaza, siem pre m e ver ían ustedes tal com o ahora m e ven, porque es condición m ía esencialísim a la pobreza, y si m e lo perm iten les diré que el no poseer es m i suprem a aspiración. Así com o ot ros son felices en sueños, soñando que adquieren r iquezas, m i felicidad consiste en soñar la pobreza, en recrearm e pensando en ella y en im aginar, cuando m e encuent ro en m al estado, un estado peor. Am bición es ésta que nunca se sacia; pues cuanto m ás se t iene m ás se quiere tener, o, hablando propiam ente, cuanto m enos, m enos. Presum o que no m e ent ienden ustedes o que m e m iran con lást im a piadosa. Si es lo pr im ero, no m e esforzaré en convencer les; si lo segundo, agradezco la com pasión y celebro que m i absoluta carencia de bienes haya servido para inspirar ese cr ist iano sent im iento.

—¿Y qué piensa usted —le preguntam os con pedanter ía, resueltos a apurar la interv iew— de los problem as pendientes, del estado actual de la sociedad ?

—Yo no sé nada de eso —respondió, encogiéndose de hom bros—. No sé m ás sino que a m edida que avanza lo que ustedes ent ienden por cult ura, y cunde el llam ado progreso, y se aum enta la m aquinar ia, y se acum ulan r iquezas, es m ayor el núm ero de pobres y la pobreza es m ás negra, m ás t r iste, m ás displicente. Eso es lo que yo quisiera evitar: que los pobres, es decir , los m íos, se hallen tan tocados de la m aldita m isant ropía. Crean ustedes que ent re todo lo que se ha perdido, ninguna pérdida es tan lam entable com o la de la paciencia. Alguna ex iste aún desperdigada por ahí, y el día que se agote, adiós m undo. Que se descubra un nuevo filón de esa gran v ir t ud, la pr im era y m ás herm osa que nos enseñó Jesucr ist o, y verán ustedes qué pronto se arregla todo.

—Por lo v isto es usted un apóstol de la paciencia.

—Yo no soy apóstol, señor m ío, ni tengo tales pretensiones.

—Enseña usted con el ejem plo.

—Hago lo que m e inspire m i conciencia, y si de ello, de m is acciones, result a algún ejem plo y alguien quiere tom arlo, m ejor.

—Su credo de usted, en la relación social, es, según veo, la pasiv idad.

—Usted lo ha dicho.

—Porque usted se deja robar , y no protesta.

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—Sí, señor; m e dejo robar y no protesto.

—Porque usted no pretende m ejorar de posición ni pide a sus super iores que le den m edios de viv ir dent ro de su estado religioso.

—Así es; yo no pretendo, yo no pido.

—Usted com e cuando t iene qué com er, y cuando no, no com e.

—Justam ente.. . , no com o.

—¿Y si le arrojan de la caso?

—Me voy.

—¿Y si no encuent ra quien le dé ot ra?

—Duerm o en el cam po. No es la pr im era vez.

—¿Y si no hay quien le alim ente?

—El cam po, el cam po.. .

—Y, por lo que he visto, le injur ian a usted m ujerzuelas, y usted se calla y aguanta.

—Sí, señor; callo y aguanto. No sé lo que es enfadarm e. El enem igo es desconocido para mí.

—¿Y si le ult rajasen de obra, si le abofetearan..?

—Sufr ir ía con paciencia.

—¿Y si le acusaran de falsos delitos..?

—No m e defender ía. Absuelto en m i conciencia, nada m e im portar ían las acusaciones.

—Pero ¿usted no sabe que hay leyes y Tr ibunales que le defenderían de los m alvados?

—Dudo que haya t ales cosas; dudo que am paren al débil cont ra el fuer t e; pero aunque exist iera todo eso que usted dice, m i t r ibunal es el de Dios, y para ganar m is lit igios en ése no necesito papel sellado, ni abogados, ni pedir t ar j etas de recom endación.

—En esa pasiv idad, llevada a tal ext rem o, veo un valor heroico.

—No sé... Para m í no es m érito.

—Porque usted desafía los ult rajes, el ham bre, la m iser ia, las persecuciones, las calum nias y cuantos m ales nos rodean, ya provengan de la Naturaleza, ya de la sociedad.

—Yo no los desafío, los aguanto.

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—¿Y no piensa usted en el día de m añana?

—Jam ás.

—¿Ni se aflige al considerar que m añana no tendrá cam a en que dorm ir ni un pedazo de pan que llevar a la boca?

—No, señor; no m e aflij o por eso.

—¿Cuenta usted con alm as car itat ivas com o esta señora Chanfaina, que parece un dem onio y no lo es?

—No, señor; no lo es.

—¿Y no cree usted que la dignidad de un sacerdote es incom pat ible con la hum illación de recibir lim osna?

—No, señor; la lim osna no envilece al que la recibe ni en nada vulnera su dignidad.

—¿De m odo que usted no siente her ido su am or propio cuando le dan algún socorro?

—No, señor.

—Y es de presum ir que algo de lo que usted reciba pasará a m anos de ot ros m ás necesitados o que lo parezcan.

—Alguna vez.

—¿Y usted recibe socorros, para usted exclusivam ente, cuando los necesita?

—¿Qué duda t iene?

—¿Y no se sonroja al recibir los?

—Nunca. ¿Por qué había de sonroj arm e?

—¿De m odo que si nosot ros, ahora. . . , pongo por caso.. . , condolidos de su t r iste situación, pusiéram os en m anos de usted.. . par te de lo que llevam os en el bolsillo..?

—Lo tom aría.

Lo dij o con tal candor y naturalidad, que no podíam os sospechar que le m ovieran a pensar y expresarse de tal m anera ni el cinism o ni la afectación de hum ildad, m áscara de un desm edido orgullo. Ya era hora de que term ináram os nuest ro inter rogator io, que m ás bien iba tocando en f isgoneo im por tuno, y nos despedim os de don Nazar io celebrando con frases sinceras la feliz casualidad a que debíam os su conocim iento. Él nos agradeció m ucho la v isit a y nuest ras afectuosas m anifestaciones, y nos acom pañó hasta la puerta. Mi am igo y yo habíam os dejado sobre la m esa algunas m onedas de plata, que ni siquiera m iram os, incapaces de calcular las necesidades de aquel am bicioso de la pobreza: a bulto nos desprendim os de aquella cor ta sum a, que en total pasar ía de dos duros sin llegar a t res.

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V

—Este hom bre es un sinvergüenza —m e dijo el reportero—, un cínico de m ucho talento, que ha encont rado la piedra f ilosofal de la ganduler ía, un pillo de grande im aginación que cult iva el parasit ism o con ar te.

—No nos precipitem os, am igo m ío, a form ular j uicios tem erar ios, que la realidad podría desm ent ir . Si usted no lo t iene a m al, volverem os y observarem os despacio sus acciones. Por m i parte, no m e at revo aún a opinar categór icam ente sobre el suj eto que acabam os de ver , y que sigue pareciéndom e tan árabe com o en el pr im er instante, aunque de su par t ida de baut ism o resulte, com o usted ha dicho, m oro m anchego.

—Pues si no es un cínico, sostengo que no t iene la cabeza buena. Tanta pasiv idad t raspasa los lím ites del ideal cr ist iano, sobre todo en estos t iem pos en que cada cual es hij o de sus obras.

—Tam bién él es hij o de las suyas.

—Qué quiere usted: yo def ino el carácter de ese hom bre diciendo que es la ausencia de todo carácter y la negación de la personalidad hum ana.

—Pues yo, esperando aún m ás datos y m ejor luz para conocer le y j uzgar le, sospecho o adiv ino en el bienaventurado Nazarín una personalidad vigorosa.

—Según com o se ent ienda el v igor de las personalidades. Un gandul, un v iv idor , un gorrón, puede llegar en el ejercicio de cier tas facultades hasta las alturas del genio; puede afinar y cult ivar una apt it ud, a expensas de las dem ás, resultando.. . , qué sé yo. . . , m arav illas de invent iva y sagacidad que nosot ros no podem os im aginar . Este hom bre es un fanát ico, un v icioso del parasit ism o, y bien puede afirm arse que no t iene ningún ot ro v icio, porque todas sus facultades se concent ran en la cr ía y desarrollo de aquella apt itud. ¿Que ofrece novedad el caso? No lo dudo; pero a m í no m e hace creer que le m ueven fines puram ente espir ituales. ¿Que es, según usted, un m íst ico, un padre del yerm o, gast rón om o de las hierbas y del agua clara, un budista, un borracho de éxtasis, de la anulación, del nirvana, o com o se llam e

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eso? Pues si lo es, no m e apeo de m i opinión. La sociedad, a fuer de tutora y enferm era, debe considerar estos t ipos com o corruptores de la Hum anidad, en buena ley económ ico- polít ica, y encerrar los en un asilo benéfico. Y yo pregunto: ¿este hom bre, con su alt ruism o desenfrenado, hace algún bien a sus sem ejantes? Respondo: no. Com prendo las inst it uciones religiosas que ayudan a la Beneficenc ia en su obra grandiosa. La m iser icordia, v ir t ud pr ivada, es el m ejor auxiliar de la Beneficencia, v ir tud pública. ¿Por ventura, estos m iser icordiosos sueltos, indiv iduales, m edievales, acaso cont r ibuyen a labrar la v ida del Estado? No. Lo que ellos cult iv an es su propia v iña, y de la lim osna, cosa tan santa, dada con m étodo y repar t ida con cr it er io, hacen una granjer ía indecente. La ley social, y si se quiere cr ist iana, es que todo el m undo t rabaje, cada cual en su esfera. Trabajan los presidiar ios, los niños y ancianos de los asilos. Pues este clér igo m uslím ico m anchego ha resuelto el problem a de viv ir sin ninguna especie de t rabajo, ni aun el descansado de decir m isa. Nada, que a lo bóbilis bóbilis resucita la Edad de Oro, propiamente la Edad de Oro. Y me tem o que saque discípulos, porque su doct r ina es de las que se cuelan sin sent ir lo, y de f ij o t endrá indecible seducción para t anto gandul com o hay por esos m undos. En fin, ¿qué puede esperarse de un hom bre que propone que los libros, el santo libro, y el per iódico, el sacrat ísim o per iódico, todo el producto de la civ ilizadora I m prenta, esa palanca, esa m ilagrosa fuente. . . , todo el saber ant iguo y m oderno, los poem as gr iegos, los Vedas, las m il y m il histor ias, se dediquen a form ar pilas de abono para las t ierras? ¡Hom ero, Shakespeare, Dante, Herodoto, Cicerón, Cervantes, Voltaire, Víctor Hugo, convert idos en guano ilust rado, para cr iar buenas coles y pepinos! ¡No sé cóm o no ha profet izado tam bién que las Universidades se convert irán en casas de vacas, y las Academ ias, los Ateneos y Conservator ios en establecim iento de bebidas o en establos para borras de leche!

Ni m i am igo, con sus apreciaciones francam ente recreat ivas, podía convencerm e, ni yo le convencí a él. Por lo m enos, el j uicio sobre Nazarín debía aplazarse. Buscando nuevas fuentes de inform ación ent ram os en la cocina, donde cam paba la Chanfaina frente a una bater ía de pucheros y sar tenes, fr iendo aquí, at izando allá, sudorosa, con los r icit os blancos tocados de hollín, las m anos infat igables, t raj inando con la derecha, y con la izquierda quitándose la m oquita que se le caía. Al punto com prendió lo que queríam os decir le, pues era m ujer de no com ún agudeza, y se adelantó a nuest ras preguntas diciéndonos:

—Es un santo, créanm e, caballeros; es un santo. Pero com o a m í m e cargan los santos.. . , ¡ay, no les puedo ver! . . . , yo le daría de m orradas al padre Nazarín si no fuera por el aquel de que es clér igo, con perdón.. . ¿Para qué sirve un santo? Para nada de Dios. Porque en ot ros t iem pos paíce que hacían m ilagros, y con el m ilagro daban de com er, convir t iendo las piedras en peces, o resucit aban los cadáveres difuntos, y sacaban los dem onios hum anos del cuerpo. Pero ahora, en estos t iem pos de tanta sabiduría, con eso del teleforo o teléforo, y los ferros-carr iles y tanto infundio de cosas que van y v ienen por el m undo, ¿para qué sirve un santo m ás que para diver t ir a los chiquillos de las calles?.. . Este cuitado que ustedes han v isto t iene el corazón de palom a, la conciencia lim pia y blanca com o la nieve, la boca de ángel, pues j am ás se le oyó expresión fea, y todo él está com o cuando nació, quiere decirse que le enterrarán con palm a.. . , eso ténganlo por cier to. . . Por m ás que le escarben no encont rarán en él ningún pecado m ayor ni m enor, com o no sea el pecado de dar todo lo que t iene... Yo le t rato com o a una cr iatura, y le r iño todo lo que m e da la gana. ¿Enfadarse él ? Nunca. Si ustedes le dan un palo, es un suponer, lo agradece.. . Es así. . . Y si ustedes le dicen perro j udío, se sonr íe com o si le echaran flores.. . Y m is not icias son que el cler iguicio de San Cayetano le t rae ent re ojos, por ser así, tan dejado, y no le dan m isas sino cuando las hay de sobra.. . De form a y m anera que lo que él gane con el sacerdocio m e lo claven a m í en la frente. Yo, com o tengo este genio, le digo: "Padr ito Nazarín, m étase en ot ro oficio, aunque sea para t raer y llevar m uertos en la funebr idad... " , y él se r íe.. .

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Tam bién le digo que para m aest ro de escuela está cortado, por aquello de la paciencia y el no com er. . . , y él se r íe. . . Porque, eso sí. . . , hom bre de m ejor boca no se hallaría ni buscándolo con un candil. Lo m ism o le com e a usted un pedazo de pan t ierno que m edia cuarterón de bofes. Si le da usted cordilla, se la com e, y a un t roncho de berza no le hace ascos. ¡Ay, si en vez de santo fuera hom bre, la m ujer que tuviera que m antenerle ya podría dar gracias a Dios..!

Tuv im os que cor tar la retahíla de la t ía Chanfa, que no llevaba t razas de acabar en seis horas. Y bajam os a echar un párrafo con el gitano v iejo, quien, adiv inando lo que queríam os preguntar le, se apresuró a ilust rarnos con su autor izada opinión.

—Señores —nos dij o, som brero en m ano—, Dios les guarde. Y si no es cur iosidad, ¿se pué sabé si le dieron guita a ese venturao de don Najar illo? Porque m ás valiera que lo diesen a m ujot ros, que así nos ahorrábam os el t rabajo de subir a pedírselo, o se quitaban de que lo diera a m alas m anos... Que m uchos hay, ¿ustés m e ent ienden?, que le sonsacan la car idad, y le quitan hasta el aire sant ísim o, antes de que lo dé a quien se lo m erece... Eso sí, com o bueno lo es, m ejorando lo que m e escucha. Y yo le tengo por el pr íncipe de los serafines coronados, ¡válgam e la sant ísim a cresta del gallo de la Pasión! . . . Y con él m e confesaría antes que con Su Majestad el Papa de Dios... Porque bien vem os cóm o se le cae la baba del ángel que t iene en el cuerpo, y cóm o se le baila en los ojos la m inífica est rella pastoral de la Virgen bendit ísim a que está en los Cielos.. . Conque, señores, m andar a un servidor de ustés, y de toda la fam ilia.. .

Ya no queríam os m ás inform es, ni por el m om ento nos hacían falta. En el portal hubim os de abr irnos paso por ent re un pelotón de m áscaras inm undas, que asaltaban el puesto de aguardiente. Salim os pisando fango, andrajos caídos de aquellos cuerpos m iserables, cásc aras de naranja y pedazos de careta, y volv im os paso a paso al Madr id alto, a nuest ro Madr id, que ot ro pueblo de m ejor fuste nos parecía, a pesar de la grosera necedad del Carnaval m oderno y de las enfadosas com parsas de pedigüeños que por todas las calles encont rábam os. No hay para qué decir que todo el resto del día lo pasam os com entando al singularísim o y aún no bien com prendido personaje, con lo cual indirectam ente dem ost rábam os la im portancia que en nuest ra m ente tenía. Corr ió el t iem po, y tanto el repor tero com o yo, solicit ados de ot ros asuntos, fuim os dando al olv ido al clér igo árabe, aunque de vez en cuando le t raíam os a nuest ras conversaciones. De la indiferencia desdeñosa con que m i am igo hablaba de él colegí que poca o ninguna huella había dejado en su pensam iento. A m í m e pasaba lo cont rar io, y días tuve de no pensar m ás que en Nazarín, y de deshacer lo y volver lo a form ar en m i m ente, pieza por pieza, com o niño que desarm a un j uguete m ecánico para ent retenerse arm ándolo de nuevo. ¿Concluí por const ruir un Nazarín de nueva planta con m ater iales ext raídos de m is propias ideas, o llegué a posesionarm e intelectualm ente del verdadero y real personaje? No puedo contestar de un m odo categór ico. Lo que a renglón seguido se cuenta, ¿es ver ídica histor ia o una invención de esas que por la doble vir tud del arte expedit ivo de quien las escr ibe, y la credulidad de quien las lee, resultan com o una ilusión de la realidad? Y oigo, adem ás, ot ras preguntas: "¿Quién dem onios ha escr it o lo que sigue? ¿Ha sido usted, o el repor tero, o la t ía

Chanfaina, o el git ano v iej o?. . . " Nada puedo contestar , porque yo m ism o m e ver ía m uy confuso si t ratara de determ inar quién ha escr ito lo que escr ibo. No respondo del procedim iento; sí respondo de la exact it ud de los hechos. El narrador se ocult a. La narración, nut r ida de sent im iento de las cosas y de histór ica verdad, se m anifiesta en sí m ism a clara, precisa, sincera.

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Nazarín Benito Pérez Galdós

Segunda par te

I

Una noche del m es de m arzo, serena y fresquita, alum brada por espléndida luna, hallábase el buen Nazar ín en su m odesta casa profundam ente em bebecido en m editaciones deliciosas, y t an pronto se paseaba con las m anos a la espalda, t an pronto descansaba su cuerpo en la incóm oda banqueta para contem plar , al t ravés de los em pañados v idr ios, el cielo y la luna y las nubes blanquísim as, en cuyos vellones el ast ro de la noche j ugaba al escondite. Eran ya las doce; pero él no lo sabía ni le im portaba, com o hom bre capaz de ver con absoluta indiferencia la desapar ición de todos los relojes que en el m undo existen. Cuando eran pocas las cam panadas de los que en edif icios próxim os sonaban solía enterarse; si eran m uchas, su cabeza no tenía calm a ni atención para cuentas tan largas. Su reloj nocturno era el sueño, las pocas veces que lo sent ía de veras, y aquella noche no le había avisado aún el cuerpo su querencia del cam ast ro en que reposarse por breve t iem po solía.

De pronto, cuando m ás extát ico se hallaba m i hom bre diluyendo sus pensam ientos en la preciosa clar idad de la luna, se oscureció la ventana, tapándola casi toda entera un bulto que de la par te del corredor a ella se aproxim aba. Adiós clar idad, adiós luna y adiós m editación dulcísim a del padre Nazarín.

Al llegarse a la ventana oyó golpecitos que daban de afuera, com o ordenando o pidiendo que abr iese. "¿Quién será?.. . , ¡a estas horas! . . ." Ot ra vez el toque de nudillos, com o redoblar de un tam bor. "Pues por el bulto —se dij o Nazarín—, parece una m uj er . ¡Ea! , abram os y verem os quién es esa señora y a santo de qué v iene a buscarm e."

Abier ta la ventana, oyó el clér igo una voz sofocada y fingida, com o la de las m áscaras, que con angust ioso acento le dij o:

—Déjem e ent rar , padr ico, déjem e que m e esconda.. . , que m e v ienen siguiendo, y en ninguna parte estaré tan segura com o aquí.

— ¡Pero m ujer! . . . Y a todas estas, ¿quién eres, quién es usted, qué le pasa...?

—Déjem e ent rar le digo... De un br inco m e m eto dent ro, y no se enfade. Usted, que es tan bueno, m e esconderá.. . , hasta que... Ent ro, sí, señor; vaya si ent ro.

Y acom pañando la acción a la palabra, con rápido salt o de gata cazadora, se m et ió dent ro de un br inco y cerró ella m ism a los cr istales.

—Pero, señora.. . , ya com prende.. .

—Padre Nazarín, no se incom ode.. . Usted es bueno, yo soy m ala, y por lo m ism o que soy tan rem ala, m e dije digo...: "No hay m ás que el beat o Nazarín que m e dé

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am paro en este t rance." ¿No m e ha conocido todavía, o es que se hace el t onto?. . . ¡Mal ajo! . . . Pues soy Ándara.. . ¿No sabe quién es Ándara.. .?

—Ya, ya.. . , una de las cuat ro. . . señoras que estuvieron aquí el día que m e robaron, y por consuelo m e pusieron com o hoja de perej il.

—Yo fui m ism am ente la que le insulté m ás y la que le dij e cosas m ás puercas, porque... La Siona es m i t ía.. . Pero ahora le digo que la Siona es m ás ladrona que Candelas, y usted un santo. . . Me da la real gana de decir lo porque es la realísim a verdad... ¡Mal ajo!

—¿Conque Ándara?.. . Pero yo quiero saber. . .

—Nada, padr it o de m i alm a, que aquí donde m e ve, ¡por v ida del Verbo! , he hecho una m uerte.

— ¡Jesús!

—No sabe una lo que hace cuando le tocan a la diznidá.. . Un m al m inuto cualisquiera lo t iene... Maté.. . , o si no m até, yo di bien fuerte.. . y estoy her ida; sí, padre.. . , tenga com pasión.. . La ot ra m e t iró un bocado al brazo y m e levantó la carne. . . , sant ísim a: con el cuchillo de la cocina alcanzó a darm e en este hom bro, y m e sale sangre.

Diciéndolo, se cayó al suelo com o un saco, con m uest ras de desvanecim iento. El padr ito la palpó, llam ándola por su nom bre. "Ándara, señora Ándara, vuelva en sí, y si no vuelve y se m uere de esa t rem enda her ida, haga propósito m ental de ar repent im iento, abom ine de sus culpas para que el Señor se digne acoger la en su santo seno."

Todo esto ocurr ía en oscur idad casi com pleta, pues la luna se había ocultado, cual si quisiera favorecer la evasión y escondite de la m alaventurada m ujer. Nazarín t rató de incorporar la, cosa no difícil, por ser Ándara de pocas carnes; pero se le volvió a caer de ent re las m anos.

—Si tuviéram os luz —decía el clér igo, m uy apurado—, ya ver íam os.. .

—¿Pero no t iene luz? —m urm uró al f in la tarasca her ida, volv iendo de su desm ayo.

—Vela tengo; pero ¿con qué la enciendo, Virgen Sant ísim a, si no hay m ixtos en casa?

—Yo tengo... ; búsquelos en m i bolsillo, que no puedo m over el brazo derecho.

Nazarín tocaba de abajo arr iba en el cuerpo de la infeliz, com o quien toca una pandereta, hasta que al f in sonó algo com o un cascabel en m edio de las ropas, im pregnadas de una pest ilencia con falsos honores de per fum e. Revolv iendo con no poco t rabajo encont ró la caja m ugr ienta, y ya estaba el hom bre raspando el fósforo para sacar lum bre cuando la m ujerona se incorporó asustada, diciéndole:

—Cierre antes las m aderas. Podría verm e algún vecino que ande por ahí, ¡cont ro! , y entonces buena la hacíam os.. .

Cerradas las m aderas y encendida luz, Nazarín pudo cerciorarse del last im oso estado de la infeliz m ujer. El brazo derecho lo tenía hecho una carnicería, de

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arañazos y m ordiscos, y en la palet illa una her ida de arm a blanca, de donde brotaba sangre, que le t eñía la cam isa y el cuerpo del vest ido. Lo pr im ero que hizo el cur it a fue desem barazar la del m antón, y luego le abr ió o desgarró, conform e pudo, el cuerpo de la bata de tartán. Para que estuviese m ás cóm oda le t rajo la única alm ohada que en su cam a tenía, y procedió a la pr im era cura con los m edios m ás pr im it ivos, lavar la her ida, restañar la con t rapos, para lo cual hubo de hacer t r izas una cam isa que le regalaran aquel m ism o día unos am igos de la vecindad.

Y la tarasca, en tanto, no paraba de hablar , refir iendo el t rágico lance que a tal ext rem idad le había t raído.

—Ha sido con la Tiñosa.

—¿Qué dices, mujer?

—Que la bronca fue con la Tiñosa, y la Tiñosa es la que he m atado, si es que la m até, pues ya lo voy dudando. ¡Cont ro! , cuando yo la agarré por el m oño y la t iré al suelo, ¡ay! , le di el navajazo con toda m i alm a, para part ir le la suya.. . , ¡m al ajo! ; pero ahora... m e alegraría de saber que no la había m atado...

—Tal para cual. ¿Conque la Tiñosa?.. . ¿Y quién es esa señora?

—Una de las que conm igo estuvieron aquí aquella m añana, ¿sabe?; la m ás fea de las cuat ro, con unos ojos de carnero a m edio m orir , el labio part ido, la oreja rajada, de un t irón que le dieron para arrancar le el pendiente, y la garganta llena de costurones. ¡Mal ajo! , si el prem io de horrorosa no hay quien se lo quite, y yo m ism am ente, al par de ella, soy com o.. . Las diosas del Olím pido. Conque.. . , fue todo por un papel de alf ileres de cabeza negra que le dio el Tr ipita. . . , y de ahí saltó la quist ión. . . De donde v inim os a una m uy fuer te despot r ica sobre si el Tr ipit a es caballero o no es caballero. . . Y porque yo dij e que es un lam bión y un carnerazo v ino la gorda, y el decirm e que yo era esto y lo ot ro, que lo que no hay para qué decírselo a una. Mire, padre, yo soy m uy loba, tan loba com o la pr im era, pero no quiero que m e lo digan, y m enos ella, loba v iej a y tan zurr ida que ni los gatos la quieren ya.. .

—Cállate, boca infam e, cállate, si no quieres que te abandone a tu suerte desdichada —le dij o el clér igo con sever idad—. Arrola de t i el rencor, m iserable, y considera que has añadido a tus horr ibles pecados el de hom icidio, para que t u alm a no tenga un punto, un solo punto por donde pueda ser cogida para sust raer la a las llam as del infierno.

—Es que.. . , verá, padr ito. . . Si lo que digo es que yo, cuando m e tocan la diznidá.. . , ¡m al aj o! . . . Porque aunque una sea un guiñapo, cada cual t iene su aquel de vergüenza propia y quiere que la respeten.. .

—Cállate, repito. . . , y no hagas com entar ios. Cuéntam e el caso liso y m ondo, para saber yo si debo am pararte o ent regarte a la Just icia. ¿Y cóm o escapaste del t um ulto que en tu casa, en la calle o en donde fuera debió de form arse?.. . ¿Cóm o conseguiste que no te prendieran inm ediatam ente? ¿Cóm o pudiste llegar aquí sin ser v ista y guarecerte en m i casa y por qué razón m e has puesto en el com prom iso de tener que esconderte?

—Todo se lo contaré como desea; pero antes m e ha de dar agua, si la t iene, y si no la t iene váyase a buscar la, porque m e está abrasando una sed, que ni el infierno.. .

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—Agua tengo, por for tuna. Bebe y cuenta, si el hablar no te debilita y t rastorna.

—No, señor; yo estoy hablando, si m e dejan, hasta el día del Per juicio f inal, y cuando m e m uera hablaré hasta un poquito después de dar la últ im a boqueada. Pues verá usted. . . , la t iré con la navaja en sem ejante par te y en sem ejante ot ra, con perdón.. . , y si no m e desapartan, la m echo.. . La m itad del pelo de ella m e lo t raje ent re las uñas, y estos dos dedos se los m et í por un ojo.. . Total, que m e la quitaron y quisieron asujetarm e; pero yo, braceando com o una leona, m e zafé, t iré el cuchillo y salí a la calle, y de una carrer it a, antes que pudieran seguirm e, fui a parar a la calle del Peñón. Luego volví pasito a paso.. . , oí ruido de voces.. . , m e agazapé. La Rom a y Verginia chillaban, y la t ía Gerundia decía: "Ha sido Ándara, ha sido Ándara. . . " Y el sereno y ot ros hom bres.. . , que dónde me habría m et ido, que por aquí, que por allá.. . , y que m e buscarían para llevarm e a la Galera y al pat íbulo.. . Yo que oí esto, ¡cont ro! , m e voy escurr iendo, escurr iendo, pegadita a la pared, buscando la som bra, hasta que m e ent ré por esta calle de las Am azonas, sin que nadie m e viera. Toda la gente allí, y por aquí ni una rata. Yo iba preguntando a qué santo m e encom endaría, y buscaba un agujero donde m eterm e, aunque fueran los de la alcantar illa. ¡Pero no cabía, por m ucho que m e est irara; no cabía, Señor! . . . ¡Y doliéndom e el brazo y soltando sangre de la her ida! ¡Mal ajo! Me arr im é al quicio del portalón de esta casa, que hace m ucha som bra.. . , em pujé para adent ro y v i que se abría.. . ¡Oh, qué gusto! ¡Suerte com o ella! . . . Los gitanos suelen dejar lo abier to, ¿sabe?.. . Ent rém e despacito, com o un soplo de v iento, y m e fui escabullendo, pensando que si m e veían los gitanos era perdida.. . Pero no m e vieron los condenados. Dorm ían com o cestos, y el perro se había salido a la calle. . . ¡Bendita sea la perra que fue la causante de que saliera! . . . Pues, señor, m e fui colando por el pat io com o una babosa, y para ent re m í decía: "¿Pero dónde m e m eto yo ahora? ¿A quién le pido yo que m e esconda?" A la Chanfa, ni pensar lo. A Jesusita y la Pelada, m enos. Pues si m e veían los Cum plidos, peor. . . En esto m e pasó por el pensam iento que si no m e salvaba el padre Nazarín, no m e salvaba nadie. Y de cuat ro br incos m e subí al corredor. Yo m e acordé entonces de que el día de Carnaval le había dicho cuat ro frescas, por m or del enfado nat ural de una. De la conciencia, ¡m al ajo! , sent í que m e corr ía la sangre, com o de la her ida. Pero dij e: "Él es un santorro m uy sim plón y m uy buenazo, y no se acordará de aquellas palabr itas, ¡cont ro! " , y m e corr í hacia la ventana y llam é, y.. . ¡Ay, cóm o m e duele ahora.. . , ay, ay! . . . Padr ito, ¿usted t iene por casualidad v inagre?

—No, hij a; ya sabes que aquí no hay lujo, ni en m i despensa ningún alim ento nut r it ivo ni est im ulante. ¡Vinagre! ¿Crees tú que has ent rado en Jauja?

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A la m adrugada se puso tan m ala la pobre, que Nazario (pues no siem pre hem os de llam ar le Nazar ín, fam iliarm ente) no sabía qué hacer le ni qué m edidas tom ar para salir con ventura de aquel grave conflicto en que su cacareada y popular bondad en m al hora le puso. La t al Ándara ( a quien llam aban así por cont racción de Ana de Ara) cayó en extenuación alarm ante, con frecuentes colapsos y delir io. Para colm o de desdicha, aunque el buen cura com prendió que todo el m al provenía de extenuación, m ot ivada por la pérdida de tanta sangre, no podía poner le inm ediato rem edio por no tener en su casa m ás vituallas que un poco de pan, un pedazo de queso de Villalón, y com o una docena de nueces, sustancias im propias para un enferm o t raum át ico. Pero pues no había ot ra cosa, forzoso fue apencar con el pan y las nueces hasta que viniera el día y pudiese Nazarín procurarse m ejor alim ento. Hubiérale dado él de m uy buena gana un poco de v ino, que era lo que ella pr incipalm ente apetecía; m as en casa tan pobre y m odesta no ent raba j am ás aquel líquido. Ya que no podía atender al reparo de fuerzas, t rató de acom odar el cuerpo de la m iserable en cam a m enos dura que el santo suelo, donde yacía desde que ent ró; y v iendo la im posibilidad, después de infructuosos ensayos, de que Ándara se m oviera de aquel sit io, porque sus m úsculos habían venido a ser com o t rapos y sus huesos de plom o, no tuvo el buen Nazarín m ás rem edio que sacar fuerzas de f laqueza y echarse a cuestas, con descom unal t rabajo, aquel fardo execrable. Afor tunadam ente, el peso de Ándara era escaso, porque andaba m al de carnes ( la m ayor desgracia en su condición) , y para cualquier hom bre de m edianos bríos el levantar la habría sido com o cargar un pellejo de arroba a m edio llenar.

Así y todo, sudó la gota gorda el pobre cura, y por poco se cae en m itad del cam ino. Pero al f in pudo soltar su farda, y al caer los m olidos huesos y f loj as hum anidades en el colchón, dij o la m oza:

—Dios se lo pague.

Ya cerca del día, y hallándose en un m om ento lúcido, después de haber desem bochado m il desat inos, tocantes al Tr ipit a, la Tiñosa y dem ás gentuza con que ordinar iam ente t rataba, la tarasca dij o a su bienhechor:

—Señor Nazarín, si no t iene com ida, supongo que no le faltará dinero.

—No tengo m ás que lo de la m isa de hoy, que aún no lo he tocado ni m e lo ha pedido nadie.

—Mejor . . . Pues en cuanto am anezca t raerá m edia libr it a de carne para ponerm e un puchero. Y t ráigase tam bién m edio cuart illo de vino.. . Pero m ire, venga acá. Usted no t iene m alicia y hace las cosas a lo santo, con lo cual per judica sin querer. Mire, oiga lo que le digo. Haga caso de m í, que tengo m ás... gram át ica. No com pre el v ino en la taberna del herm ano de Jesusa, ni en la de José Cum plido, donde le conocen. " ¡Anda, anda —dirían —, el bendito Nazarín com prando v ino, él que no lo cata! " Y em pezarían a chism orrear, y que torna, que v ira, y alguien se m etería en aver iguaciones y, ¡cont ro! , m e descubr ir ían. . . ¡Y qué cosas dir ían de usted! . . . ¡Váyase a com prar lo a la taberna de la calle del Oso, o a la de los Abades, donde no le conocen, y , adem ás, hay m ás concienc ia que por aquí, vam os al decir , que no baut izan tanto.

—No necesitas decirm e lo que tengo que hacer —repit ió el clér igo—. Sobre que la opinión del m undo no signif ica nada para m í, no es bien que yo tom e tus consejos, ni que tú te at revas a dárm elos. Ni tengas por seguro tam poco, desdichada Ándara, que esta pobre m orada m ía es escondite de cr im inales y que a m i som bra vas a encont rar la im punidad. Yo no te denunciaré; pero t am poco puedo, porque no debo, ¿ent iendes?, bur lar a tus perseguidores, si con j ust ic ia te persiguen, ni

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librar te de la expiación a que el Señor, antes que los Tr ibunales, sin duda, te sentencia. Yo no te ent regaré a la Just icia: m ient ras aquí estés, te haré todo el bien que pueda. Si no te descubren, allá Dios y tú.

—Bueno, señor , bueno—replicó la tarasca ent re hondos suspiros—. Eso no quita para que com pre el v ino donde le digo, porque es m enos cr ist iano allá que acá. Y si no tuv iere bastante guita, busque en el bolsillo de m i bata, donde debe de haber una peseta y t res o cuat ro perras. Cójalo todo, que yo para nada lo necesito ahora, y de paso que va por el v ino t ráigase una cajet illa para usted.

—¡Para m í! —exclam ó el sacerdote con espanto—. ¡Si sabes que no fum o! . . . Y aunque fum ara.. . Guárdate tu dinero, que bien podrías necesitar lo pronto.

—Pues el v icio del tabaco, ese nada m ás, bien lo podría tener, ¡m al ajo! Vam os, que el no tener ningún v icio, ninguno, lo que se dice ninguno, v icio tam bién es. Pero no se enfade.. .

—No m e enfado. Lo que te digo es que las vanas palabras y la dist racción del espír it u son un nuevo m al que añades a los que ya t ienes sobre t i. Reconcent ra tus pensam ientos, infeliz m ujer; pide el fervor de Dios y de la Virgen, sondea tu conciencia, reflexiona en lo m ucho m alo que has hecho, y en la posibilidad de la enm ien da y del perdón, si con fe y am or procuras una y ot ro. Aquí m e t ienes para ayudarte si piensas en cosas m ás ser ies que el escondite, la peseta, el v ino y la cajet illa. . . , a no ser que ésta la quieras para t i, y en tal caso...

—No, no, señor . . . ; yo no. . . —refunfuñó la m oza—. Era que. . . Total, que si quiere coger la peseta, cójala, pues no es bien que todo el gasto sea de su cuenta.

—Yo no necesito de tu peseta. Si la necesitara te la pedir ía. . . ¡Ea! , a pensar en tu alm a, en tu arrepent im iento. Repara que est ás her ida, que yo no puedo curar te bien, que el Señor puede m andarte, a la hora m enos pensada, una gangrena, un t ifus o cualquier ot ra pest ilencia. ¡Ah! , nunca ser ía tanto com o lo que m ereces, ni tan grave com o la podredum bre que devora tu alm a. En eso es en lo que t ienes que pensar, Ándara infeliz; que si en todo caso estam os a m erced de la m uerte, a t i ahora te anda rondando, y com o venga de súbito, que puede venir , y t e coj a desprevenida, ya sabes adónde vas a parar.

Ni m ient ras Nazarín hablaba, ni m ucho después, dij o Ándara esta boca es m ía, dem ost rando con su silencio el vago tem or que la exhortación produjo en su alm a. Pasado un largo rato volv ió a echar suspiros y m ás suspiros, m anifestando con voz quejum brosa que si era preciso m orir , no tendría m ás rem edio que conform arse. Pero bien podía suceder que v iv iese, t om ando algún alim ento, un poco de v ino, y aplicándoselo tam bién a las her idas. Y com o llegase el caso, ella no dejar ía de procurarse todo el arrepent im iento posible, a f in de que el t rance f ina l la cogiera en buena disposición y con m ucho cr ist ianism o en toda su alm a. Fuera de esto, si el padr ito no se enfadaba, le dir ía que ella no creía en el I nfierno. Tr ipita, que era persona m uy leída y com praba todas las noches La Correspondencia, le había dicho que eso del I nfierno y el Purgator io es papa, y tam bién se lo había dicho Bálsam o.

—¿Y quién es Bálsam o, hija m ía?

—Pues uno que fue sacr istán, y estudió para curo, y sabe todo el cant icio del coro y el responso inclusive. Después se quedó ciego, y se puso a cantar por las calles con una guitarra, y de una canción m uy chusca que acababa siem pre con el est r ibillo de el bálsam o del am or le v ino y se le quedó para siem pre el nom bre de Bálsam o.

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—Pues escoge ent re la opinión del señor de Bálsam o y la m ía.

—No, no, padr ito.. . Usted sabe m ás.. . ¡Qué cosas t iene! ¡Cóm o se va a com parar! . . . Si ese de que le hablo es un perdido, m ás m alo que la sarna. Vive con una que la llam am os la Cam ella, alta y zancuda, m ucho hueso. Le v iene este nom bre de que antes, cuando pintaba algo, le decían la dam a de las Cam elias.

—No quiero saber nada de cam ellas ni cam elias, ¿ent iendes? Aleja de tu m ente la idea de todo ese personal inm undo y piensa en sanar tu alm a, que no es floja tarea. Ahora procura conciliar el sueño; y yo aquí, en esta banqueta, apoyadito en la pared, espero el día, que ya no ha de tardar en enviarnos sus pr im eros resplandores.

Durm iéranse o no, ello es que am bos callaron, y silenciosos perm anecían cuando penet raban por las rendij as de la ventana y de la clavada puer ta los pr im eros f lechazos de la luz m atut ina. Aún tardaron un rat it o en ilum inar toda aquella pobreza y en diseñar los contornos de los objetos, poniendo a cada uno su natural color . Ándara se durm ió profundam ente al am anecer, y cuando despertó, bien ent rado el día, encont róse sola. Com o notara ruido en la casa, ent rar y salir de gente en el pat io, el barullo de los huéspedes, la voz torm entosa de la Chanfaina en la cocina, tuvo m iedo. Aunque bien pudieran ser aquellos rum ores el m ovim iento com ún y ordinar io de la casa, la infeliz no las tenía todas consigo, y en su zozobra hizo propósito f irm e de perm anecer achantadita en el f laco j ergón, cuidando de no hacer ruido, de no m overse, ni toser, ni respirar m ás que lo preciso para no ahogarse, a f in de que ningún descuido suyo delatara su presencia en la casa del sacerdote.

Más que el m iedo para desvelar la, podía la extenuación para adorm ecer la, y segunda vez cayó en un letargo pesadísim o, del cual la sacó Nazarín, sacudiéndole la cabeza, para ofrecer le v ino. ¡Ay, con qué ansia lo tom ó y qué bien le supo! Después le aplicó a las her idas el m ism o m edicam ento que em pleara para uso interno, y tanta fe en esta terapéut ica tenía la m ujerona, sin duda por haber presenciado ej em plos m il de su eficacia, que sólo con aquella fe, a falt a de ot ra, se m ejoró la condenada. La conciencia de su desam paro ante el peligro le inspiraba m il precauciones ingeniosas, ent re ellas el no hablar con don Nazar io m ás que por señas, para que ninguna voz suya llegase a los oídos de la re fistolera vecindad. Con v isajes y garatusas se dij eron todo cuanto tenían que decirse; y por cier to que pasó Ándara grandes apuros para indicar le con tan im perfecto lenguaje algunas cosas pert inentes al puchero que el buen cur ita pensaba poner. No hubo m ás rem edio que em plear la palabra, reduciéndola a un susurro apenas percept ible; al f in, se entendieron. Nazarín adquir ió preciosas nociones de arte culinar io, y la enferm a tom ó un caldo, que no sería cier tam ente de m ucha sustancia, m as para ella bueno estaba; y con unas sopas que com ió después se fue reponiendo y ent rando en caja. Cum plidos estos deberes de hospitalidad car it at iva, Nazar ín salió, dejando la casa cerrada y a la m oza her ida sin m ás com pañía que la de sus alborotados pensam ientos y la de algún ratón, que, a la husm a de las m igas de pan, andaba por debajo de la cam a.

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Todo el resto del día estuvo solo la buena pieza, pues el padr ito no se daba pr isa por volver a su dom icilio. Recelos y desconfianzas de cr im inal acom et ieron por la tarde a la m alaventurada m ujer . " ¡Si m e denunciara este buen señor! —se decía, no pudiendo pensar m ás que en la anhelada im punidad—. No sé, no sé.. . , porque unos le t ienen por santo y ot ros por un pillete m uy largo, pero m uy largo.. . No sabe una a qué carta quedarse.. . ¡Cont ro! , ¡m al ajo! Pero no, no creo que m e denuncie.. . El cuento es que si m e descubren y le preguntan si estoy aquí, contestará que sí, porque él no m iente ni aun para salvar a una persona. ¡Vaya con la sant idad! Si es cier to que hay I nfiernos con m ucha lum bre y t izonazos, allá debían ir los que dicen verdades que a un pobre le cuestan la v ida o le zam pan en una cárcel."

Por la tarde pasó un rato de horr ible pavura oyendo la voz de la Chanfa j unta a la ventana Hablaba con ot ra m uje r que, por el habla gargajosa y carraspeante, parecía la Cam ella. ¡Y la Cam ella era tan m ala, tan am iga de m eter en todo las

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nar ices, y llevar y t raer cuentos! Después que picotearon bien, Estefanía llam ó con los nudillos en el cr istal; pero com o el padre no estaba allí para responder le, se fueron las m uy indinas. Ot ras personas, y algunos chicuelos de la vecindad, llam aron tam bién en el curso del día, cosa m uy natural y que no debía ser m ot ivo de alarm a, porque la pobreter ía de aquellos lugares v isit aba con frecuencia al que era am igo y consuelo de los pobres. Al anochecer, ya no podía la m ujerzuela con su congoja y susto, y anhelaba que volv iese el clér igo, para saber si podía contar o no con el sigilo en aquella oscura reclusión. Los m inutos se le hicieron horas; al f in, cuando le v io ent rar, ya cerca de anochecido, a punto estuvo de reñir le por su tardanza, y si no lo hizo fue porque el gozo de ver le le quitó el enfado.

—Yo no tengo que darte a t i cuenta de dónde voy ni de dónde vengo, ni en qué empleo m is horas —le dij o Nazarín, contestando a las pr im eras preguntas im pert inentes y oficiosas de la que bien podía llam arse su protegida—. ¿Y qué tal? ¿Vam os bien? ¿Te duele m enos la her ida? ¿Vas tom ando fuerzas?

—Sí, hom bre, sí. . . Pero el canguelo no m e deja v iv ir . . . A cada instante m e parece que ent ran para cogerm e y llevarm e a la cárcel. ¿Estaré segura? Dígam elo con verdad, a lo hom bre, m ás que a lo santo.

—Ya sabes —repuso el sacerdote desem barazándose del m anteo y la teja—, yo no t e denuncio. . . Procura t ú no hacer aquí nada por donde te descubran.. . y chitón, que anda gente por el corredor.

—Vaya que está hoy m i beato m uy paseante en Corte —decía la am azona—. ¿Qué pasa? ¿Ha ido a bailar le el agua al Obispo, com o lo aconsejé? Com o no adule, no le darán nada. ¿Y qué? ¿Hubo m isa hoy? Bueno. Así, aplicarse, ir a las parroquias con cara de poca vergüenza, darse pisto. . . Verá cóm o caen m isas. Oiga, padr it o, yo siento. . . , m e parece que sale por esta ventana un olor . . . así com o de esa perfum ería condenada que gastan las m ujeronas.. . ¿Pero usted no huele? ¡Si es un tufo que t ira para at rás! . . . Claro, no es novedad. Com o ent ran a ver le a usted personas de todas castas, y usted no dist ingue, ni sabe a quién socorre.. .

—Eso será —replicó Nazar ín sin inm utarse—. Ent ra aquí m ucha y diversa gente. Unos huelen y ot ros no.

—Y tam bién m e da olor a v inazo. . . ¿Se nos estará su reverencia echando a perder?... Porque el de la m isa no será.

—Lo del ot ro olor —dij o el clér igo con suprem a sincer idad — no lo niego. Arom a o pest ilencia, ello es que ex iste en m i casa. Yo lo siento, y lo sent irá t odo el que tenga olfato. Pero olor a v ino no lo noto, francam ente, no noto nada, y esto no es decir que no lo haya habido en casa hoy.. . Pudo haber lo; m as no huele, señora, no huele.

—Pues yo digo que t rasciende.. . Pero no hay que disputar , porque no tendrán la m ism a t rascendencia sus nar ices y las m ías.

Ofrecióle después com ida la señora Chanfa, y él rehusó, lim itándose a recibir , t ras repet idas instancias, un bollo de canela y dos chor izos de Salamanca. Con esto se acabó la conversación y el horroroso susto de la reclusa.

—Ya m e barrunté yo —decía, inconsolable, al sent ir que se alejaba la am azona—que esta per fum ación indecente de m i ropa m e iba a denunciar . La quem aría toda, si pudiera salir de aqu í en cam isa. Lo que m enos pensaba yo, echándom e esos

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olores, era que m e habían de t raer tal per j uicio. Y es buena esencia, ¿verdad, padr ito? ¿No le gusta a usted oler la?

—A m í no. Sólo m e agrada el olor de las flores.

—A m í tam bién. Pero van caras, y no puede una tener las m ás que de v ista en los j ardines. Pues hace t iem po, tenía yo un am igo que m e llevaba m uchas flores, de las m ejores; sólo que estaban algo sucias.

—¿De qué?

—De la porquería de las calles. Este am igo era barrendero, de los que recogen las basuras todas las m añanas. Y a veces, por el Carnaval o en t iem po de baile, barr ía en la puerta de los teat ros y casas grandes, y con la escoba recogía m uchas cam ellas.

—Cam elias, se dice.

—Cam elias, y hasta rosas. Lo ponía todo en un papel con m ucho cuidad ito, y m e lo llevaba.

—¡Que fino! .. . ¿Dejarás, al f in, de pensar tonterías, y m irarás a lo im portante, a la pur if icación de tu alm a?

—Todo lo que usted quiera. aunque m e parece que de ésta no expiro. Yo tengo siete v idas, com o los gatos. Dos voces estuve en el espital con la sábana por la cara, creyendo todos que m e iba, y volví, y m e curé.

—No hay que fiar , señora m ía, de la feliz circunstancia de haber escapado una y ot ra vez. En toda ocasión la m uer te es nuest ra inseparable com pañera y am iga. En nosot ros m ism os la llevam os desde el nacer, y los achaques, las m iser ias, la debilidad y el cont inuo sufr ir son las car icias que nos hace dent ro de nuest ro ser . Y no sé por qué ha de aterrarnos la im agen de ella cuando la vem os fuera de nosot ros, pues esa im agen en nosot ros está de cont inuo. De seguro que tú te espantas cuando ves una calavera, y m ás si ves un esqueleto.. .

—¡Ay, sí, qué m iedo!

—Pues la calavera que tanto te asusta, ahí la llevas tú: es tu cabeza.. .

—Pero no será tan fea com o la de los cem enter ios.

—Lo m ism o; sólo que está vest ida de la carne.

—¿De m odo, padr it o, que yo soy m i calavera? ¿Y el esqueleto m ío es todos estos huesos, arm ados com o los que v i yo una vez en el t eat ro, en la función de los fantoches? ¿Y cuando yo bailo, baila m i esqueleto? ¿Y cuando duerm o, duerm e m i esqueleto? ¡Mal ajo! ¿Y al m or irm e, cogen m i esquelet ito salado y lo t iran a la t ier ra?

—Exactam ente, com o cosa que ya no sirve para nada.

—Y cuando se m uere una, ¿sigue una sabiendo que se ha m uerto, y acordándose de que v iv ía? ¿Y en qué parte del cuerpo t iene una el alm a? ¿En la cabeza o en el

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pecho? Cuando una se pelea con ot ra, digo yo, ¿el alm a se sale a la boca y a las m anos?

Contestóle Nazarín, sobre esto del alm a, en la form a m ás elem ental y com prensible para tan ruda inteligencia, y siguieron depart iendo en voz baja, a pr im a noche, después de cenar algo, sin cuidarse de la vecindad, que, por for tuna, de ellos tam poco se cuidaba. Ándara, por causa, sin duda, de la forzada quietud que le excit aba la im aginación, t odo quer ía saber lo, dem ost rando una cur iosidad hasta cier to punto cient íf ica, que el buen eclesiást ico sat isfacía en unos casos y en ot ros no. Anhelaba saber cóm o es esto de nacer una, y cóm o salen los pollos de un huevo igualit os al gallo y a la gallina.. . En qué consiste que el núm ero t rece es m uy m alo, y por qué causa t rae buena som bra el recoger una herradura en m itad de un cam ino.. . Cosa inexplicable era para ella la salida del sol todos los días, y que las horas fueran siem pre iguales, y el t am año de los días de un año, en cada estación, igual a los días de los ot ros años. . . ¿Dónde se m et ían los ángeles de la guarda cuando una es niña, y qué razón hay para que las golondr inas se larguen en inv ierno y vuelvan en verano, y acier ten con el m ism o nido?. . . Tam bién es muy raro que el núm ero dos t raiga siem pre buena suerte, y que la t raiga m ala el tener dos velas encendidas en las habitaciones.. . ¿Por qué t ienen tanto talento los ratones, siendo tan chicos, y a un toro, que es tan grande, se le engaña con un pedazo de t ra po?.. . Y las pulgas y ot ros bichos pequeños, ¿t ienen su alm a a su m odo?... ¿Por qué la luna crece y m engua, y qué razón hay para que cuando una va por la calle y encuent ra a una persona parecida a ot ra, al poco rato encuent re a la ot ra?. . . Tam bién es cosa m uy rara que el corazón le diga a una lo que va a pasar, y que cuando las m ujeres em barazadas t ienen antojo de una cosa, verbigracia, de berenjenas, salga luego el cr ío con una berenjena en la nar iz. Tam poco entendía ella por qué las alm as del Purgator io salen cuando se les da a los curas unas perras para responsos, y por qué el j abón quita la porquer ía, y por qué el m artes es día tan m alo que no se puede hacer nada en él.

Fácilm ente contestaba Nazar ín a no pocas de sus dudas, pero ot ras no se las podía sat isfacer, y las proposiciones que pertenecían al orden de la superst ición estúpida se las negaba rotundam ente, exhortándole a echar de su m ente ideas tan desat inadas. Con esto pasaron la velada, y una noche t ranquila y sin ningún accidente perm it ió a la enf erm a reparar sus fuerzas. De este m odo t ranscurr ieron t res días, cuat ro; Ándara restableciéndose rápidam ente de sus her idas y cobrando fuerzas; el buen don Nazar io, saliendo todas las m añanas a decir su m isita, y regresando tarde a casa, sin que ningún suceso alterase esta m onotonía, ni se descubr iera el escondite de la m ala m ujer . Aunque ésta se creía segura, no se descuidaba en sus m inuciosas precauciones para que no llegara al exter ior de la casa rum or ni indicio alguno de su presencia. A los t res días abandonó el ocioso j ergón m as no se at revía a salir de la alcoba, y com o sint iera voces, contenía tem blando la respiración. Pero no quiso la voluble suerte favorecer la m ás t iem po, y al quinto día fueron inút iles ya todas las cautelas, y la infam e se v io en peligro inm inente de caer en poder de la Just icia.

Al anochecer se llegó la Estefanía a la ventana, y llam ando al padr it o, que acababa de ent rar , le dij o:

—¡Eh, so babieca, que ya no valen pam plinas, que ya se sabe todo, y quién es la m ala rata que esconde usted en su m adr iguera! Ábram e la puer ta por allá, que quiero ent rar y hablar le sin que se enteren los vecinos.

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IV

Ándara, que tal oyera, se quedó m ás blanca que la pared, lo cual, en verdad, no era ext rem ada blancura, y ya se consideró en la Galera, con gr illos en los pies y esposas en las m anos. Daba diente con diente cuando sint ió ent rar a la Chanfaina, que se m et ió de rondón en la alcoba diciendo:

—Se acabaron las pam em as. Mira, t ú, t rasto: desde el pr im er día entendí que est abas aquí. Te saqué por el olor . Pero no quise decir nada, no por t i, sino por no com prom eter al padr ico, que se m ete en estos fregados con buena intención y toda su sosería de ángel. Y ahora, sepan los dos que si no hacen lo que voy a decir les, están perdidos.

—¿Se mu rió la Tiñosa? —le preguntó Ándara, aguij oneada por la cur iosidad, m ás poderosa en aquel instante que el m iedo.

—No se ha m uerto. En el espital la t ienes de interfezta, y, según dicen, no com erá la t ierra por esta vez. Pues si se m uriera, tú no te escapabas de ponerte el corbat ín. Conque.. . ya sales de aquí espirando. Vete adonde quieras, que de esta noche no pasa que venga aquí el excelent ísim o Juzgado.

—¿Pero quién.. .?

—¡Ay, qué tonta! ¡La Cam ella t iene un olfato! . . . La ot ra noche v ine a esta ventana, y pegaba las nar ices al quicio com o los perros ratoneros cuando rast rean el ratón. Golía, golía, y sus resoplidos se oían desde el por tal. Pues ella y ot ras te han descubier t o, y ya no hay escape. Lárgate pronto de aquí y escóndete donde puedas.

—Ahora m ism o —dijo Ándara, envolv iéndose en su m antón.

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—No, no —agregó la Chanfa, quitándoselo —. Voy a darte uno m ío, el m ás viejo, para que te disfraces m ejor . Y tam bién te daré una bata v iej a. Aquí dejas toda la ropa m anchada de sangre, que yo la esconderé.. . Y que coste que esto no lo hago por t i, feróst ica, sino por el padruco, que está en el com prom iso de que le tengan o no le tengan por un peine com o tú. Que la Just icia es m uy perra y en todo ha de m eter el hocico. Ahora, este serófico t iene que hacer lo que yo le diga; si no, le em papelan tam bién, y que vengan los angelitos a librar le de ir a la cárcel.

—¿Qué tengo yo que hacer?.. . sepám oslo —preguntó el sacerdote, que si al pr incipio parecía sereno, luego se le v io un tanto pensat ivo.

—Pues usted, negar, negar y negar siem pre. Esta pájara se va de aquí, y se esconde donde puede. Se quita todo, solutam ente todo el rast ro de ella: yo lim piaré la salit a, lavaré los baldosines, y usted, señor Nazar illo de m is pecados, cuando vengan los de la Just icia, dice a todo que no, y que aquí no ha estado ella, y que es m ent ira. Y que lo prueben, ¡cont ro! , que lo prueben.

El cur ita callaba; m as la diabólica Ándara apoyó con calor las enérgicas razones de la Estefanía.

—Es una gait a —prosiguió ésta— que no se pueda quitar el condenado olor . . . ¿Pero cóm o lo quitam os?.. . ¡Ah, m ala sangre, hij a de la gran loba, pelleja m aldita! ¿Por qué en vez de t raer te acá este pachulí que t rasciende a dem onios no te t raj iste toda la perfum ería de los estercoleros de Madr id, grandísim a puerca?

Acordada la najencia de Ándara, la hom bruna pat rona, que era toda act iv idad en los m om entos de apuro, t rajo sin tardanza las ropas que la cr im inal debía ponerse en sust it ución de las ensangrentadas, para favorecer con algún disfraz su escapatoria en busca de me jor escondite.

—¿Vendrán pronto? —preguntó a la Chanfa, con resolución de acelerar su part ida.

—Aún tenem os t iem po de arreglar esto—replicó la ot ra—, porque ahora van con la denuncia, y lo m enos hasta las diez o diez y m edia no llegarán aquí los caifases. Me lo ha dicho Blas Portela, que está al tanto de todos estos líos de j ust icia y sabe cuándo les pica una pulga a los señores de las Salesas. Tenem os t iem po de lavar y de quitar hasta el últ im o rast ro de esta sinvergonzona.. . Y usted, señor San Cándido, ahora no sirve aquí m ás que de estorbo. Váyase a dar un paseo.

—No, si yo tengo que salir a un asunto —dijo don Nazar io, poniéndose la teja—. Me ha citado el señor Rubín, el de San Cayetano, después de la novena.

—Pues aire. . . Traerem os un cubo de agua.. . Y tú m ira bien por todos lados, no se te quede aquí una liga, o botón, una peina del pelo, u ot ra cualisquiera inm undicia de tu persona, cintajo, cigarr illo.. . No es m al com prom iso el que le cae a este bendito por tu causa.. . ¡Ea! , r ico, don Nazarín, a la calle. Nosot ras arreglarem os esto.

Fuese el clér igo, y las dos m ujeronas se quedaron t raj inando.

—Busca bien, revuelve todo el j ergón, a ver si dejas algo —decía la Chanfa.

Y la ot ra:

—Mira, Estefa, yo t engo la culpa, yo soy la causante. . . , y pues el padr ico me am paró, no quiero yo que por m í y por este arrast rado perfum e le digan el día de

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m añana que si tal o cual. . . Pues yo la hice, yo t rabajaré aquí hasta que no quede la m enor t rascendencia del olor que gasto. . . Y ya que tenem os t iem po.. . , ¿dices que a las diez?.. . , vete a tus quehaceres y déjam e sola. Verás cóm o lo pongo todo com o la plata.. .

—Bueno, yo tengo que dar de cenar a los m ieleros y a los cuat ro t íos esos de Villav iciosa.. . Te t raeré el agua, y tú. . .

—No te m olestes, m ujer . ¿Pues no puedo yo m isma t raer el agua de la fuente de la esquina? Aquí hay un cubo. Me echo m i m antón por la cabeza, y ¿quién m e va a conocer?

—Ello es verdad: vete t ú, y yo a m i cocina. Volveré dent ro de m edia hora. La llave de la casa está en la puerta.

—Para nada la quiero. Quédese donde está. Yo voy y t raigo el agua de Dios en m enos que canta un gallo. . . Y ot ra cosa: ahora que m e acuerdo. . . , dam e una peseta.

—¿Para qué la quieres, arrast rada?

—¿La t ienes o no? Dám ela, préstam ela, que ya sabes que cum plo. La quiero para echar un t rago —com prarm e una cajet illa. ¿Miento yo alguna vez?

—Alguna vez, no; siem pre. Vaya, tom a la j er ingada peseta y no se hable m ás. Ya sabes lo que t ienes que hacer. Al avío. Me voy. Espéram e aquí.

Salió la terr ible am azona, y t ras ella, con dos m inutos de diferencia, la ot ra tarasca, después de j untar con su peseta la que le diera su am igo y de coger en la cocina una botella y una zafra no m uy grande. La calle estaba oscura com o boca de lobo. Desapareció en las t inieblas, y cruzando a la calle de Santa Ana, al poco rato volv ió con los m ism os cacharros agazapados ent re los pliegues de su m antón. Con presteza de ardilla subió la angosta escalera y se m et ió en la casa.

En poquísim o t iem po, que seguram ente no pasaría de siete u ocho m inutos, ent ró Ándara en un cuartucho próxim o a la cocina, sacó un m ontón de paja de m aíz de un colchón deshecho, lo llevó todo a la alcoba, envuelto en la m ism a tela del j ergón, y extendiólo debaj o de la cam a, derram ando encim a todo el pet róleo que había t raído en la botella y en la zafr illa. Aún le parecía poco, y rasgando de arr iba abajo con un cuchillo el ot ro colchón, t am bién de m aíz, en cuyas blanduras había dorm ido algunas noches, acum uló paja sobre paja; y para m ayor segur idad, puso encim a la tela de am bos colchones y cuant o t rapo encont ró a m ano, y sobre la cam a la banqueta y hasta el sofá de Vitor ia. Form ada la pira, sacó su caja de m ixtos, y ¡zas! . . . Com o la pora pólvora, ¡cont ro! Abier ta la ventana para que ent rara la onda de aire, esperó un instante contem plando su obra , y no se puso en salvo hasta que el espeso hum o que del m ontón de com bust ible salía le im pidió respirar . Tras de la puerta, en el peldaño m ás alto de la escaler illa, observó un rato cóm o crecía con furor la llam a, cóm o bufaba el aire ent re ella, cóm o se llenaba de hum azo negro la v iv ienda del buen Nazarín, y bajó escapada y escabullóse por el por tal m ás pronta que la v ista, diciendo para su m antón: " ¡Que busquen ahora el olor . . . , m al ajo! "

Por el cerr illo del Rast ro baj ó a la calle del Carnero; después, a la de Mira el Río, y paróse allí m irando al sit io donde, a su parecer, ent re los tejados, caía el m esón de la Chanfaina. No tenía sosiego hasta no ver la colum na de hum o, que anunciar le debía el éxito de su ensayo de fum igación. Si no subía pronto el hum o, señal era de

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que los vecinos sofocaban el fuego.. . Pero no, ¡cualquiera apagaba aquel infiernito que arm ara ella en m enos de un credo! I nt ranquila estuvo com o unos diez m inutos, m irando para el cielo y pensando que si la lum bre no prendía bien, su hazaña, lejos de ser salvadora y decisiva, la com prom et ía m ás. Por todo pasaba, aun por ir ella a pudr irse en la Galera; pero no consent ía que acusaran al div ino Nazar ín de cosas falsas, verbigracia, de que tuvo o no tuvo que ver con una m ujer m ala. . . Por f in, ¡bendito Dios! , v io salir por encim a de los tejados una colum na de hum o negro, m ás negro que el alm a de Judas, y a los cielos subía retorciéndose con t rem endos espirales, y creeríase que la hum areda hablaba y que decía al par de ella: " ¡Que descubran ahora e l olor ! . . . ¡Que aplique la Cam ella sus nar ices de perra pachona! . . . Anda, ¿no queríais tufo, señores caifases de la incur ia? Pues ya no huele m ás que a cuerno quem ado.. . , ¡cont ro! , y el guapo que ahora quiera descubr ir el olor . . . , que m eta las uñas en el rescoldo.. . , y verá. . . que le aj um a.. ."

Alej óse m ás, y desde lo bajo de la Arganzuela v io llam as. Todo el grupo de tej ados aparecía con una cresta de clar idad roj iza que la tarasca contem pló con salvaje orgullo. "Puede una ser una bir r ia, pero t iene conciencia, y por conciencia no quiere una que al bueno le digan que es m alo, y se lo prueben con un olor de peineta, con una j ediondez de la ropa que una se pone. No, la conciencia es lo pr im ero. ¡Arda Troya! . . . Estate t ranquilo, Nazarín, que si pierdes tu casa, poco pierdes, y ot ra ratonera no te ha de faltar . . ."

El incendio tom aba form idables proporciones. Vio Ándara que hacia allá corr ía presurosa la gente; oyó cam panas. Pudo llegar a creer, en el desvarío de su im aginación, que las tocaba ella m ism a. Tan, tarán, t an. . .

—¡Qué burra es esa Chanfaina! ¡Creer que lavando se quit a el aire m alo! No, ¡cont ro! , eso no se va con agua, com o el ot ro que dij o. . . ¡El aire m alo se lava con fuego, sí, ¡m al ajo! , con fuego!

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V

Al cuarto de hora de salir la diabólica m ujer de la v iv ienda de don Nazar io, ya era ésta un horno, y las llam as se paseaban por el recinto est recho devorando cuanto encont raban. Acudieron ater rados los vecinos; pero antes de que t raj eran los pr im eros cubos de agua, prov idencia elem ental cont ra incendios leves, ya por la ventana salía una bocanada de fuego y hum o que no dejaba acercarse a ningún cr ist iano. Corrían los inquilinos de aquí para allá, y subían y bajaban sin saber qué part ido tom ar; las m ujeres chillaban, los hom bres m aldecían. Hubo un m om ento en que las llam as parecieron ext inguirse o achicarse dent ro de la estancia, y algunos se aventuraron a ent rar por la escaler illa del portal, y ot ros derram aron cántaros de agua por la ventana del corredor . Con una buena bom ba, bien cebada de agua, habr íase cor tado el incendio en aquel instante; pero m ient ras llegaba el socorro de bom bas y bom beros, t iem po había para arder toda la casa y achicharrarse en ella sus habitantes si no se daban pr isa a ponerse a salvo. A la m edia hora vieron que salían velloncitos de hum o por ent re las tej as (el piso era pr incipal y sotabanco, todo en una pieza) , y ya no quedó duda de que se había extendido el fuego solapadam ente a las v igas altas. ¿Y las bom bas? ¡Ay, Dios m ío! Cuando llegó la pr im era, ya ardían com o zarzal reseco la desvencij ada techum bre, y el corredor, y el ala norte del pat io. Creyérase que toda aquella const rucción era yesca salpim entada de pólvora; el fuego se cebaba en ella fam élico y brutal, la devoraba; ardían las m aderas apolilladas, el yeso m ism o y hasta el ladr illo, pues todo se hallaba podr ido y desecho, con una cost ra de m ugre secular . Ardían con gana, con furor. La com bust ión era un júbilo del aire, que daba en obsequio de sí m ism o función de pirotecnia.

No hay para qué descr ibir el pánico horr ible del indigente vecindar io. Ante la form idable intensidad y extensión de la quem a, debía creerse que pronto el edif icio entero ardería por los cuat ro costados sin que se salvara ni una ast illa. Apagar tal inf ierno era im posible, ni aunque vom itaran agua sobre él t odas las m angas del orbe católico. A las diez y m edia nadie pensaba m ás que en salvar la pelleja y los pocos t rastos que com ponían el m ueblaje de las v iv iendas m íseras. Viéronse, pues, salir de estam pía de los corredores al pat io, y de éste a la calle, hom bres, m ujeres y chiquillos, y escaparon tam bién los git anescos burros, los gatos y perros, y hasta las ratas que, ent re el v iguetaje y en agujeros de arr iba y abajo, tenían sus guaridas.

Y pronto se llenó la calle de cat res, cofres, cóm odas y t rebejos m il, com o el aire de un clam or de m iser ia y desesperación, al cual se unía el fragoroso aventeo de las llam as para form ar un conjunto siniest ro. Cuidábanse exclusivam ente vecinos y auxiliares de salvar t rastos y personas, ent re las cuales hab ía algunos im pedidos, cojos y ciegos. A excepción de uno de éstos, que salió con las barbas cham uscadas, el salvam ento se ver if icó sin ningún det r im ento en las v idas hum anas. Desaparecieron, sí, bastantes aves, m ás bien que por m uerte por haber var iado de dueño en aquellos apuros, y alguno de los asnos fue a parar , de la pr im era carrera, a la calle de los Estudios. A últ im a hora t rabajaron los bom beros para im pedir que el incendio saltara a las casas inm ediatas, y, conseguido esto, aquí paz y después gloria.

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No hay para qué decir que la Chanfaina desde que recibió en sus nar izotas el tufo de la quem azón, no pensó m ás que en poner en salvo su ajuar, que con no valer en sí m ás que para leña, era lo m ejor de la casa. Ayudada de los m ieleros y de ot ros huéspedes diligentes, fue sacando sus cosas, y puso bazar de ellas en la calle. Sus m anos y pies no descansaban un m om ento, ni tam poco su agresiva lengua, que rociaba de palabras bárbaras y sucias a todo el gent ío, y a los bom beros y al fuego m ism o. El reflej o de las llam aradas enrojecía su rost ro, t anto com o el hervor de su condenada sangre.

Y he aquí que cuando ya tuvo todos sus chism es en la calle, m enos una par te de la bater ía de cocina que no pudo salvar , y se ocupaba en custodiar los y defender los de la piller ía, se le puso delante el padre Nazar ín, t an fresco, Señor, pero tan fresco, com o si nada hubiera pasado, y con acento angelical le dij o:

—¿Conque es cier to que nos hem os quedado sin albergue, señora Chanfa?

—Sí, pavit o de Dios, ¡m ala centella nos par ta a todos! . . . ¡Y con qué desahogo lo dice! . . . Claro, com o usted nada tenía que perder y Dios le ha hecho el favor de consum ir le sus m iser ias, no repara en los pudientes, que tenem os que sacar los t rastos a la calle. Pues esta noche dorm irá usted al raso, com o un caballero. ¿Qué m e dice de esa cham usquina espantosa? ¿No sabe que em pezó por su casa, com o si m ism am ente hubiera reventado un polvorín?.. . A m í que no m e digan, esto no ha sido natural. Esto ha sido función art if icial, sí, señor, un fuego que.. . , vam os.. . , no quiero decir lo. La suer te es que el am o de la f inca se alegrará, porque todo ello no valía dos ochavos, y el seguro algo le ha de pagar , que si no, de esta catast rofa se había de hablar m ucho en los papeles, y alguien lo había de sent ir , alguno que me callo por no com prom eter.

Encogióse de hom bros el buen don Nazar io, sin m ost rar aflicción ni desconsuelo por la pérdida de su m enguada propiedad, y terciándose el m anteo se puso a disposición de los vecinos para ayudar les a ordenar los cachivaches, y a m overlos de un lado para ot ro. Trabajando estuvo hasta m uy avanzada la noche, y al f in, rendido y sin fuerzas, aceptó la hospitalidad que le ofreció en la próxim a calle de las Maldonadas un sacerdote j oven, am igo suyo, que acer tó a pasar por el lugar del siniest ro y a ver le en faenas tan im propias, y así se lo dij o, de un m inist ro del altar.

Cinco días pasó en la casa y com pañía de su am igo, en la placidez ociosa de quien no t iene que cavilar por las m ater ialidades de la existencia; contento en su libre pobreza, aceptando sin v iolencia lo que le daban y no pidiendo cosa alguna; sint iendo huir de su v ida las necesidades y los apet it os; no deseando nada ter renal ni echando de m enos lo que a tantos inquieta; con la ropa puesta por t oda propiedad y un breviar io que le regaló su am igo. Hallábase en las puras glor ias, con todo aquel descuido del v iv ir asentado sobre el cim iento de su conciencia pura com o el diam ante, sin acordarse de su dest ruido albergue, ni de Ándara, ni de Estefanía, ni de cosa alguna que con t al gente y casa se relacionara, cuando una m añanita le llam aron del Juzgado a declarar en causa que se form aba a una m ujer de m al v iv ir , llam ada Ana de Ara, y tal y qué sé yo.

—Vam os —se dij o cogiendo m anteo y tej a, dispuesto a cum plir sin tardanza el m andato j udicial—, ya pareció aquello. ¿Qué habrá sido de la tal Ándara? ¿La habrán cogido? Allá voy yo a decir todita la verdad en lo que m e atañe, sin m eterm e en lo que no m e consta, ni t iene nada que ver con la hospitalidad que di a esa desgraciada m ujer.

Por cier t o que su am igo, a quien inform ó del caso en breves palabras, no puso buena cara cuando le oía, ni dejó de m ost rarse un tanto pesim ista en la apreciación

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de la m archa y consecuencias de aquel feo negocio. No por esto ent ró en recelo Nazar ín, y se fue a ver al representante de la Just icia, que le recibió m uy f ino, y le tom ó declaración con todos los m iram ientos que al estado eclesiást ico del declarante correspondían. I ncapaz de decir , en asunto grave ni leve, cosa ninguna cont rar ia a la verdad, norm a de su conciencia; resuelto a ser veraz no sólo por obligación, com o cr ist iano y sacerdote, sino por el inefable gozo que en ello sent ía, refir ió puntualm ente al j uez lo sucedido, y a cuantas preguntas se le hicieron dio respuesta categór ica, f irm ando su dec laración y quedándose después de ella t an t ranquilo. Acerca del cr im en de Ándara, hecho en el cual no había intervenido, se expresó con generosa reserva, sin acusar ni defender a nadie, añadiendo que nada sabía del paradero de la m ala m ujer, la cual debió salir de su escondite la m ism a noche del incendio.

Ret iróse del Juzgado m uy sat isfecho, sin reparar, tan abst raído estaba m irando a su conciencia, que el j uez no le había t ratado, después de la declaración, tan benévolam ente com o antes de ella, que le m iraba con lást im a, con desdén, con prevención quizá. . . Poco le habr ía im por tado esto, aun habiéndolo adver t ido. En casa de su am igo, éste renovó sus com entar ios pesim istas acerca del am paro dado a la br ibona, insist iendo en que el vulgo y la cur ia no ver ían en don Nazar io al hom bre abrasado en el fuego de car idad, sino al am parador de cr im inales, por lo cual convenía tom ar precauciones cont ra el escándalo, o ver de sor tear lo cuando v iniese. Con estas cosas, el dichoso cler iguito no le dejaba v iv ir en paz. Era hom bre ent rom et ido y oficioso, con m uchas y buenas relaciones en Madr id, y de una act iv idad lam entable cuando tom aba de su cuenta un asunto que no le incum bía. Se avistó con el j uez, y por la noche tuvo la indecible sat isfacción de espetar a don Nazar io el siguiente discurso:

—Mire usted, com pañero, cuanto m ás am igos m ás claros. A usted se le pasea el alm a por el cuerpo y no ve el peligro que se cierne a su alrededor. . . , se cierne, sí señor . Pues el j uez, que es todo un caballero, lo pr im ero que m e preguntó fue si usted está loco. Respondíle que no sabía.. . No m e at reví a negar lo, pues siendo usted cuerdo, resulta m ás inexplicable su conducta. ¿En qué dem onios pensaba usted al recibir en su dom icilio a una pelandusca sem ejante, a una cr im inal, a una?. . . ¡Por Dios, don Nazar io! ¿Sabe usted de qué le acusan los que llevaron el cuento al j uez? Pues de que usted sostenía relaciones escandalosas, v itandas y deshonestas con esa y ot ras ejusdem furfur is. ¡Qué bochorno, am igo quer ido! Bien sé que es m ent ira. ¡Si nos conocem os! . . . Usted es incapaz.. . , y si se dejara tentar por el dem onio de la concupiscencia, lo har ía, sin duda, con fém inas de m ejor pelaje. . . ¡Si estam os conform es! . . . ¡Si yo doy de barato que todo es calum nia! . . . ¿Pero usted sabe la que le viene encim a ? Fácil es a sus calum niadores deshonrar le; difícil, dif icilísim o le será a usted dest ruir el error ; que la m aledicencia encuent ra color en todos los corazones, t ransm isión en todas las bocas, m ient ras que la j ust if icación nadie la cree, nadie la propaga. El m undo es m uy m alo, la Hum anidad, inicua, t raidora, y no hace m ás que pedir eternam ente que le suelt en a Barrabás y que crucif iquen a Jesús.. . Y ot ra cosa tengo que decir le: tam bién quieren com plicar le en el incendio.

—¡En el incendio! . . . ¡Yo! —exclam ó don Nazar io m ás sorprendido que aterrado.

—Sí, señor; dicen que ese infernal basilisco fue quien prendió fuego a la casa de usted, el cual fuego, por las leyes de la física, se propagó a todo el edif icio. Yo bien sé que usted es inocente de este com o de los ot ros desafueros; pero prepárese para que le t raigan y le lleven de Herodes a Pilatos, t om ándole declaraciones, com plicándole en asuntos v iles, cuya sola m ención pone los pelos de punta.

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En efecto; a él, con sólo decir lo, parecía que se le er izaba el cabello de terror y vergüenza, m ient ras que el ot ro, oyendo tan fat ídicos augur ios, se m ost raba sereno.

—Y f inalm ente, m i quer ido Nazar io, ya sabe que som os am igos, ex t oto corde, que le t engo a usted por hom bre im pecable, por hom bre puro, pulcherr im o v iro. Pero v ive usted en pleno Lim bo, y esto no sólo le per j udica a usted, sino a los am igos con quienes t iene relación tan ínt im a com o es el v iv ir bajo un m ism o techo. No es esto echar le, com pañero; pero yo no v ivo solo. Mi señora m adre, que le aprecia a usted mucho, no t iene t ranquilidad desde que se ha enterado de estos t rotes j udiciales en que anda m et ido nuest ro huésped. Y no crea que ella y yo solos lo sabem os. Anoche se habló latam ente de esto en la ter tulia de Manolit a, la herm ana del señor provisor del Obispado. Unas le acusaban, ot ras le defendían a usted. Pero lo que dice m am á: "Basta que suenen las hablillas, aun siendo inj ustas, para que no podam os tener a ese bendito en casa.. ."

VI

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—No diga usted m ás, com pañero —replicó don Nazar io en el reposado tono que usaba siem pre—. De todos m odos pensaba yo m archarm e de hoy a m añana. No m e gusta ser gravoso a los am igos, ni he pensado en abusar de la hidalga hospitalidad que usted y su señora m adre, la bonísim a doña María de la Concordia, m e han dado. Ahora m ism o m e voy.. . ¿Qué m ás t iene usted que decirm e? ¿Me pregunta que cuál es m i contestación a las v iles calum nias? Pues ya debe usted suponer la, am igo y com pañero m ío. Contesto que Cr isto nos enseñó a padecer, y que la m ejor prueba de aplicación de los que aspiran a ser sus discípulos es aceptar con calm a y hasta con gozo el sufr im iento que por los var ios cam inos de la m aldad hum ana nos viniere. No tengo nada m ás que decir.

Com o era de tan fácil arreglo su equipaje, porque todo lo llevaba sobre su m ism o cuerpo, a los cinco m inutos de oír el discurso despidióse del cler iguito y de doña María de la Concordia, y se puso en la calle, encam inando sus pasos hacia la de Calat rava, donde tenía unos am igos, que seguram ente le dar ían hospitalidad por pocos días. Eran m ar ido y m ujer , ancianos, establecidos allí desde el año 50 con el negocio de alpargatas, cordeler ía, bagazo de aceit unas, ar reos de m ulas, t apones de corcho, varas de fresno y algo de cacharrería. Recibiéronle com o él esperaba, y le aposentaron en un cuarto est recho, en el fondo del pat io, arreglándole una regular cam a, ent re r im eros de albardas, collar ines y rollos de sogas.. . Era gente pobre, y suplía el lujo con la buena voluntad.

En t res sem anas largas que allí v iv ió el angélico Nazar ín ocur r ieron sucesos tan desgraciados y se acum ularon sobre su cabeza con tanta rapidez las calam idades, com o si Dios quisiera som eter le a prueba decisiva. Por de pronto, no había m isas para él en ninguna parroquia. En todas se le recibía m al, con desdeñosa lást ima, y aunque j am ás pronunció palabra inconveniente, hubo de oír las ásperas y crueles en esta y la ot ra sacr ist ía. Nadie le daba explicaciones de tal proceder, ni él las pedía tam poco. De todo ello resultó una v ida im posible para el pobre cur ita, pues habiendo concertado con los Peludos (que así se llam aban sus am igos de la calle de Calat rava) , abonar les un tanto diar io por hospedaje, no podía de ninguna m anera sat isfacer les. Últ im am ente renunció a m ás correr ías por iglesias y orator ios buscando m isas que ya no ex ist ían para él, y se encer ró en su oscura m orada, pasando día y noche en m editaciones y t r istezas.

Visitóle un día un clér igo v iejo, am igo suyo, em pleado en la Vicaría, el cual se condolió de su m ísera suerte, y por la tarde le llevó una m uda de ropa. Díj ole el t al que no le convenía en m odo alguno achicarse, sino dir igirse resueltam ente al provisor y relatar le con leal franqueza sus cuitas y el m ot ivo de ellas, procurando recobrar el concepto perdido por su indolencia y la m aldad de gentecillas infames que no le quer ían bien. Añadió que ya estaba extendido el of icio ret irándole las licencias y llam ándole a la Oficina episcopal para im poner le correct ivo, si de sus declaraciones resultaba m ot ivo de corrección. Tantos y tantos golpes abat ieron un poco el ánim o valiente de aquel hom bre tan apocado en apar iencia y en su inter ior t an bien robustecido de cr ist ianas v ir t udes. No volv ió a recibir la v isit a del clér igo anciano, y su residencia oscura se rodeaba de una soledad m elancólica y de un lúgubre quiet is m o. Pero la tét r ica soledad fue el am biente en que resurgió su grande espír itu con pujantes bríos, decidiéndose a afrontar la situación en que le ponían los hechos hum anos y determ inando en su voluntad la querencia de m ejor v ida, conform e a inveterados anhelos de su alm a

No salía ya de su oscura m adr iguera sino al am anecer , y se encam inaba por la Puer ta de Toledo, áv ido de ver y gozar los cam pos de Dios, de contem plar el cielo, de oír el canto m atut ino de las graciosas avecillas, de respirar el fresco am bie nte Y recrear los ojos en el verdor r isueño de árboles y praderas, que por abr il y m ayo, aún en Madr id, encantan y em belesan la v ista. Se alejaba, se alejaba, buscando m ás cam po, m ás hor izonte y echándose en brazos de la Naturaleza, desde cuyo

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regazo podía ver a Dios a sus anchas. ¡Cuán herm osa la Naturaleza, cuán fea la Hum anidad! . . . Sus paseos m at inales, andando aquí, sentándose allá, le confirm aron plenam ente en la idea de que Dios, hablando a su espír itu, le ordenaba el abandono de todo interés m undano, la adopción de la pobreza y el rom per abier tam ente con cuantos ar t if icios const ituyen lo que llam am os civ ilización. Su anhelo de sem ejante v ida era de tal m odo ir resist ible, que no podía vencer lo m ás. Viv ir en la Naturaleza, lej os de las ciudades opulentas y cor rom pidas, ¡qué encanto! Sólo así creía obedecer el m andato div ino que en su alm a se m anifestaba cont inuam ente; sólo así llegaría a toda la pur if icación posible dent ro de lo hum ano, y a realizar los bienes eternos, y a pract icar la car idad en la forma que am bicionaba con tanto ardor.

De vuelta a su casa, ya ent rado el día, ¡qué t r isteza, qué hast ío y cóm o se le desvir t uaba su idea con las cont ingencias de la realidad! Porque él, de buen grado, renunciando a todas las ventajas m ater iales de su profesión eclesiást ica, dejar ía de ser gravoso a los infelices y honrados Peludos, y ya por la lim osna, ya por el t rabajo, se buscaría su pan. ¿Pero cóm o intentar ni el t rabajo ni la m endicidad con aquellas ropas de cura que le denunciarían por loco o m alvado? De esta idea le v ino la aversión del t raje, de las horr ibles e incóm odas ropas negras, que habría cam biado gustoso por un hábito del m ás grosero tej ido. Y un día, encont rándose con su calzado lleno de roturas y sin recursos para m andar que se lo rem endaran, im aginó que la m ejor y m ás barata com postura de botas era no usar las. Decidido a ensayar el sistem a, se pasó todo el día descalzo, andando por el pat io sobre guij arros y hum edades, porque llov ió abundantem ente. Sat isfecho quedó; pero considerando que a la descalcez, com o a todo, hay que acostum brarse, hizo propósito de darse la m ism a lección un día y ot ro, hasta llegar a la com pleta invención del calzado perm anente, que era uno de sus ideales de v ida, en el orden posit ivo.

Una m añana que salió, poco después del alba, a su excursión por las afueras de la Puerta de Toledo, habiéndose sentado a descansar com o a un kilóm et ro m ás allá del puente, cam inito de los Carabancheles, v io que hacia él se llegaba un hom bre m uy m al encarado, f laco de cuerpo, cet r ino de rost ro, condecorado con m ás de una cicat r iz, vest ido pobrem ente y con todas las t razas de m atutero, chalán o cosa tal. Y respetuosam ente, así com o suena, con un respeto que Nazarín ni com o hom bre ni com o sacerdote acostum braba ver en los que a su persona se dir igían, aquel desagradable sujeto le endilgó lo siguiente:

—Señor, ¿usted no m e conoce?

—No, señor. . . , no tengo el gusto.. .

—Yo soy el que llam an Paco Pardo, el hij o de la Canóniga, ¿sabe?

—Muy señor m ío...

—Y viv im os en aquella casa que se ve m ás acá del propio cem enter io.. . Pues allí está la Ándara. Le hem os v isto a su reverencia var ias m añanas sentadico en esta piedra, y Ándara dij o, dice, que le da vergüenza de venir a hablar le. . . Pues hoy m e ensalzó a que v iniera yo.. con respeto, y vea cóm o vengo, y. . . con respeto le digo que dice Ándara que le lavará a usted toda la ropa que tenga.. . , porque si no es por su reverencia estar ía en el convento de m onjas de la calle de Quiñones, alias la Galera.. . Y m ás le digo.. . , con respeto. Que com o m i herm ana t rae de Madr id basuras y desperdicios y ot ras cosas sustanciales, con lo que cr iam os cerdos y gallinas, y de ello v iv im os todos, es el caso que hace dos días.. . , digo m al t res, t raj o una t ej a de cura eclesiást ico que le dieron en una casa. . . La cual es, a saber , la t ej a, aunque de procedencia de un difunto, está m ás nueva que el sol, y Ándara

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dij o que si usted la quería usar no tenga escrófulo, y se la llevaré adonde m e m ande.. . , con respeto. . .

—I nocentes, ¿qué decís? ¿Teja? ¿Para qué quiero yo tej as ni t ej ados? —replicó el clér igo con energía—. Guardaos la prenda para quien la quiera o usadla para algún espantaj o, si t enéis allí, com o parece, sem brado de hor taliza, guisantes o cosa que queráis defender de los pajar illos.. . , y basta. Muchas gracias. A m ás ver. . . ¡Ah! , y lo de lavarm e la ropa, se est im a —esto lo decía ya ret irándose—, pero no tengo ropa que lavar, a Dios gracias.. . , pues la m uda que m e quité cuando m e dieron la que llevo puesta.. . ¿te enteras?, la lavé yo m ism o en un charco del pat io, y créete que quedó que ni pintada. Yo m ism o la tendí de unas sogas, pues allí de todo se carece m enos de sogas.. . Conque.. . , adiós.. .

Y de vuelta a su casa, em pleó todo el día en el ej ercicio de andar descalzo, que a la quinta o sexta lección le daba ya desem barazo y alegr ía. Por la noche, cenando unas acelgas fr itas y un poco de pan y queso, habló con sus buenos am igos y protectores de la im posibilidad de pagar su cuenta com o no le designaran alguna ocupación u oficio en que pudiera ganar algo, aunque fuese de los m ás baj os y m iserables. Escandalizóse el Peludo de oír le tal despropósito.

—¡Un señor eclesiást ico! ¡Dios nos libre! . . . ¡Qué dir ía la sociedaz, qué el santo cler iguicio! . . .

La señora Peluda no tom ó por lo sent im ental los planes de su huésped, y com o m ujer práct ica, m anifestó que el t rabajo no deshonra a nadie, pues el m ism o Dios t rabajó para fabr icar el m undo, y que ella sabía que en la estación de las Pulgas daban cinco reales a todo el que fuera al acarreo del carbón. Si el cur ita m anso quería ahorcar los hábit os para ganarse honradam ente una santa peseta, ella le procurar ía una casa donde pagaban con largueza el lavado de t r ipas de carnero. Uno y ot ro, plenam ente convencidos ya de la m iser ia que abrum aba al desdichado sacerdote, y v iendo en él un alm a de Dios incapaz de ganarse el sustento, dij éronle que no se afanase por el pago de la corta deuda, pues ellos, com o gente m uy cr ist iana y con su poquito de sant idad en el cuerpo, le hacían donación del com est ible devengado. Donde com ían dos, com ían t res, y gatos y perros había en la vecindad que hacían m ás consum o que el padre Nazarín.. . Lo cual que no debía tener recelo por quedar a deber les tal porquer ía, pues todo se perdonaba por am or de Dios, o por aquello de no saber nunca a la que estam os, y que el que hoy da, m añana t iene que pedir lo.

Manifestóles su agradecim iento don Nazar io, añadiendo que aquella era la últ im a noche que tendr ían en la casa el estorbo de su inút il persona, a lo que contestaron am bos disuadiéndole de salir a correr aventuras, él con verdadera sincer idad y color , ella con m edias palabras, sin duda porque deseaba ver le m archar con v iento fresco.

—No, no: es resolución m uy pensada, y no podrán ustedes, con toda su bondad que tanto est im o, disuadirm e de ella —les dijo el clér igo—. Y ahora, am igo Peludo, ¿t iene usted un capote v iejo, inservible, y quiere dárm elo?

—¿Un capote. . .?

—Esa prenda que no es m ás que un gran pedazo de tela gorda, con un agujero en el cent ro, por donde se m ete la cabeza.

—¿Una m anta? Sí que la tengo.

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—Pues si no la necesita, le agradeceré que m e la ceda. Por cierto que no creo exista prenda m ás cóm oda, ni que al propio t iem po dé m ás abr igo y desem barazo... ¿Y t iene una gorra de pelo?

—Monteras nuevas verá en la t ienda.

—No, la quiero vieja.

—Tam bién las hay usadas, hom bre —indicó la Peluda—. Acuérdate: la que puesta t raías cuando v inist e de t u t ier ra a casar te conm igo. Pues de ello no hace m ás que cuarenta y cinco años.

—Esa m ontera quiero yo, la vieja.

—Pues será para usted.. . Pero le vendrá m ejor estot ra de pelo de conejo que yo usaba cuando iba de zaguero a Truj illo. . .

—Venga.

—¿Quiere usted una faja?

—Tam bién m e sirve.

—¿Y este chalequito de Bayona, que se podría poner en un escaparate si no tuviera los codos agujereados?

—Es mío.

Fueron dándole las prendas y él recogiéndolas con entusiasm o. Acostáronse todos, y a la m añana siguiente, el bendito Nazarín, descalzo, ceñida la faja sobre el chaleco de Bayona, encim a el capote, encasquetada la m ontera, y un palo en la m ano, despidióse alegrem ente de sus honrados bienhechores, y con el corazón lleno de j úbilo, el pie ligero, puesta la m ente en Dios, en el cielo los ojos, salió de la casa en dirección a la Puerta de Toledo: al t raspasar la creyó que salía de una som bría cárcel para ent rar en el reino dichoso y libre, del cual su esp ír it u anhelaba ser ciudadano.

Tercera par t e

I

Avivó el paso, ya fuera de la Puerta, ansioso de alejarse lo m ás pronto posible de la populosa villa y de llegar adonde no viera su apretado caserío, ni oyese el tum ulto de su inquieto vecindar io, que ya en aquella tem prana hora em pezaba a bullir , com o enjam bre de abejas saliendo de la colm ena. Herm osa era la m añana. La im aginación del fugit ivo centuplicaba los encantos de cielo y t ierra, y en ellos veía, com o en un espejo, la im agen de su dicha, por la libertad que al f in gozaba, sin m ás dueño que su Dios. No sin t rabajo había hecho efect iva aquella rebelión, pues rebelión era, y en ningún caso hubiérala realizado, él t an sum iso y obediente, si no sint iera que en su conciencia la voz de su Maest ro y Señor con imper ioso acento se lo ordenaba. De esto no podía tener duda. Pero su rebelión, adm it iendo que tan feo nom bre en realidad m ereciese, era puram ente form al; consist ía tan sólo en evadir la repr im enda del super ior , y en esquivar las dim es y diretes y vejám enes de una just icia que ni es j ust icia ni cosa que lo valga.. . ¿Qué tenía él que ver con un j uez que prestaba atención a delaciones infam es de gentezuela sin conciencia? A Dios,

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que veía su inter ior , le constaba que ni del provisor ni del j uez huía por m iedo, pues j am ás conoció la cobardía su alm a valerosa, ni los sufr im ientos y dolores, de cualquier clase que fueran, t orcían su recta voluntad, com o hom bre que de ant iguo saboreaba el m ister ioso placer de ser víct im a de la injust icia y m aldad de las hom bres.

No huía de las penalidades, sino que iba en busca de ellas; no huía del m alestar y la pobreza, sino que t ras de la m iser ia y de las t rabajos m ás rudos cam inaba. Huía, sí, de un m undo y de una vida que no cuadraban a su espír itu, em briagado, si así puede decirse, con la ilusión de la v ida ascét ica y penitente.

Y para confirm arse en la venialidad y casi inocencia de su rebeldía, pensaba que en el orden dogm át ico sus ideas no se apartaban ni el grueso de un cabello de la eterna doct r ina ni de las enseñanzas de la I glesia, que tenía bien estudiadas y sabidas al dedillo. No era, pues, herej e, ni de la m ás leve heterodoxia podían acusar le, aunque a él las acusaciones le tenían sin cuidado, y todo el Santo Oficio del m undo lo llevaba en su propia conciencia. Sat isfecho de ésta, no vacilaba en su resolución, y ent raba con paso decidido en el yerm o; que tal le parecieron aquellos solitar ios cam pos.

Al pasar el puente, unos m endigos que allí ejercían su ubérr im a indust r ia le m iraron sorprendidos y recelosos, com o diciendo: "¿Qué pájaro es este que v iene por nuest ros dom inios sin que le hayam os dado la patente? Habrá que ver. . ." Saludóles Nazarín con un afable m ovim iento de cabeza, y sin ent rar en conversación con ellos siguió su cam ino, deseoso de alejarse antes de que pic ara el sol. Andando, andando, no cesaba de analizar en su m onte la nueva ex istencia que em prendía, y su dialéct ica la cogía y la soltaba por diferentes lados, apreciándola en todas las fases y perspect ivas im aginables, ya favorables, ya adversas, para llegar , com o en un juicio cont radictor io, a la verdad bien depurada.

Concluía por absolverse de toda culpa de insubordinación, y sólo quedaba en pie un arguem ento de sus im aginar ios acusadores, al cual no daba sat isfactor ia respuesta. "¿Por qué no solicita ust ed ent rar en la Orden Tercera?" Y conociendo la fuerza de esta observación, se decía: "Dios sabe que si encont rara yo en este cam init o una casa de la Orden Tercera, pedir ía que m e adm it iesen en ella, y ent raría con júbilo, aunque m e im pusieran el noviciado m ás penoso. Porque la libertad que yo apetezco lo m ism o la t endr ía vagando solo por laderas y barrancos que suj eto a la disciplina severa de un santo inst ituto.

Quedam os en que escojo esta v ida porque es la m ás propia para m í y la que m e señala el Señor en m i conciencia, con una clar idad im perat iva que no puedo desconocer ."

Sint iéndose un poco fat igado, a la m itad del cam ino de Carabanchel Bajo se sentó a com er un m endrugo de pan, del bueno y abundante que en el m orral le puso la Peluda, y en esto se le ac ercó un perro flaco, hum ilde y m elancólico, que part icipó del fest ín, y que por sólo aquellas m igajas se hizo am igo suyo y le acom pañó todo el t iem po que estuvo allí reposando el frugal alm uerzo. Puesto de nuevo en m archa, seguido del can, antes de llegar al pueblo sint ió sed, y en el pr im er ventorr illo pidió agua. Mient ras bebía, t res hom bres que de la casa salieron hablando j ovialm ente le observaron con im portuna cur iosidad. Sin duda había en su persono alga que denunciaba el m endigo supuesto o im provisado, y esto le produjo alguna inquietud. Al decir "Dios se lo pague" a la m ujer que le había dada el agua, acercósele uno de las t res hom bres y le dij o:

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—Señor Nazarín, le he conocido por el m etal de voz. Vaya que está bien disfrazado. ¿Se puede saber . . . , con respeto, adónde va vest idito de pobre?

—Am igo, voy en busca de lo que m e falta.

—Que sea con salud.. . ¿Y usted a m í no m e conoce? Yo soy aquel. . .

—Sí, aquel. . . Pero no caigo.. .

—Que le habló no hace m uchos días m ás abajo.. . y le br indó.. . , con respeto, un som brero de teja.

—¡Ah, sí! . . . , teja que yo rehusé.

—Pues aquí estam os para servir le. ¿Quiere su reverencia ver a la Ándara?

—No, señor.. . Dile de m i parte que sea buena, o que haga todo lo posible por ser lo.

—Mírela. . . ¿Ve usted aquellas t res m ujeres que est án allí, al ot ro lado de la carretera propiam ente, cogiendo cardillo y verdolaga? Pues la de la enagua colorada es Ándara.

—Por m uchos años. ¡Ea! , quédate con Dios.. . ¡Ah! , un m om ento: ¿tendrías la bondad de indicarm e algún atajo por donde yo pudiera pasar de este cam ino al de m ás allá, al que parte del puente de Segovia y va a t ierra de Truj illo. . .?

—Pues por aquí, siguiendo por estas tapias, va usted derechito. . . Tira por j unto al Cam pam ento, y adelante, adelante. . . , la vereda no le engaña.. . , hasta que llega propiam ente a las casas de Brugadas. Allí cruza la carretera de Ext rem adura.

—Muchas gracias, y adiós.

Echó a andar , seguido del per ro, que por lo v ist o se aj ustaba con él para t oda la j ornada, y no habían recorr ido cien m et ros cuando sint ió t ras de sí voces de m ujer que con aprem io le llam aban:

—¡Señor Nazarín, don Nazar io.. . !

Paróse, y v io que hacia él corr ía desalada una falda roja, un cuerpo endeble, del cual salían dos brazos que se agitaban com o aspas de m olino.

"¿Apostam os a que esta que corre es la dichosa Ándara?" , se dij o, deteniéndose.

En efecto, ella era, y t rabaj illo le costara al cam inante reconocer la si no supiese que andaba por aquellos cam pos. Al pronto, se habría podido creer que un espantajo de los que se arm an con palit roques y ropas v iej as para guardar de los gorr iones un sem brado había t om ado v ida m ilagrosam ente y corr ía y hablaba, pues la sem ejanza de la m oza con uno de estos aparatos cam pest res era com pleta. El t iem po, que las cosas m ás sólidas dest ruye, había ido descost rando y ar rancando de su rost ro la capa calcárea de colorete, dejando al descubier to la piel er isipelatosa, arrogada en unas par tes, en ot ras tum efacta. Uno de los oj os había llegado a ser m ayor que el ot ro, y ent ram bos feos, aunque no tanto com o la boca, de labios hem orroidales, m ost rando gran par te de las roj as encías y una dentadura desigual, descabalada y con m uchas piezas carcom idas. No tenía el cuerpo ninguna redondez, ni t razas de cosa m agra; todo ángulos, atadij o de osam enta.. . , ¡y qué

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m anos negras, qué pies m al calzados de sucias alpargatas! Pero lo que m ás asom bro causó a Nazarín fue que la m ujercilla, al llegarse a él, parecía vergonzosa, con cier ta cor tedad infant il, que era lo m ás ext raordinar io y nuevo de su t ransform ación. Si el descubr im iento de la vergüenza en aquella cara sorprendió al clér igo andante, no le causó m enos asom bro el notar que la Ándara no m ost raba ninguna ext rañeza de ver le en facha de m endigo. La t ransform ación de él no le sorprendía, com o si ya la hubiese previsto o por natural la tuviera.

—Señor —le dij o la cr im inal—, no quería que usted pasara sin hablar conm igo.. . , sin hablar yo con usted. Sepa que estoy allí desde el día del fuego, y que nadie m e ha visto, ni tengo m iedo a la Just icia.

—Bueno, Dios sea cont igo. ¿Qué quieres de m í ahora?

—Nada m ás que decir le que la Canóniga es m i pr im a y por eso m e v ine a esconder ahí, donde m e han t ratado com o a una pr incesa. Les ayudo en todo, y no quiero volver a ese apestoso Madr id, que es la perdición de la gente honrada. Conque.. .

—Buenos días.. . Adiós.

—Espérese un poquito. ¿Qué pr isa lleva? Y dígam e: ¿se han m et ido con usted los caifases del Juzgado? ¡Valientes ladrones! Me da el corazón que algo le han hecho, y que la Cam ella, que es m uy pendanga, habrá llevado la m ar de cuentos a las Salesas.

—Nada m e im portan a m í ya Cam ellas, ni caifases, ni nada. Déjalo.. . Y que lo poses bien.

—Aguarde.. .

—No puedo detenerm e; t engo pr isa. Lo único que te digo, Ándara corrom pida, es que no olv ides las advertencias que te hice en m i casa; que te enm ie ndes.. .

—¡Más enm endada que estoy! . . . Yo le j uro que aunque volv iera a ser guapa o tan siquiera pasable, que no m e caerá esa breva, no m e cogía ot ra vez el dem onio. Ahora, com o m e t iene m iedo de puro asquerosa que estoy, no se llega a m í el indino. Lo cual que, si no se enfada, le diré una cosa.

—¿Qué?

—Que yo quiero irm e con usted.. . , adondequiera que vaya.

—No puede ser, hij a m ía. Pasarías m uchos t rabajos, sufr ir ías ham bre, sed.. .

—No m e im porta. Déjem e que le acom pañe.

—Tú no eres buena. Tu enm ienda es engañosa; es un reflejo no m ás del despecho que te causa tu falt a de at ract ivos personales; pero en tu corazón sigues dañada, y en una u ot ra form a llevas el m al dent ro de t i.

—¿A que no?

—Yo te conozco.. . Tú pegaste fuego a la casa en que te dé asilo.

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—Es verdad, y no m e pesa. ¿No querían descubr irm e y perder le a usted por el olor? Pues el aire m alo, con fuego se lim pia.

—Eso te digo yo a t i, que te lim pies con fuego.

—¿Qué fuego?

—El am or de Dios.

—Pues diéndom e con usted.. . , se m e pegarán esas llam as.

—No m e fío. . . Eres m ala, m ala. Quédate sola. La soledad es una gran m aest ra para el alm a. Yo la voy buscando. Piensa en Dios, y ofrécele t u corazón; acuérdate de tus pecados, y pásales revista para abom inar de ellos y tom arlos en horror.

—Pues déjem e ir . . .

—Que no. Si eres buena algún día, m e encont rarás.

—¿Dónde?

—Te digo que m e encont rarás. Adiós.

Y sin esperar a m ás razones se alejó a buen paso. Quedóse Ándara sentada en un r ibazo, cogiendo piedrecillas del suelo y arroj ándolas a cor ta distancia, sin apar tar sus oj os de la vereda por donde el clér igo se alej aba. Éste m iró para at rás dos o t res veces, y la últ im a, m uy de lejos ya, la veía tan sólo com o un punto rojo en m edio del verde cam po.

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I I

Tuvo el fugit ivo en aquel pr im er día de su peregr inación encuent ros que no m erecen verdaderam ente ser relatados, y tan sólo se indican por ser los pr im eros, o sea el est reno de sus cr ist ianas aventuras. A poco de separarse de Ándara oyó cañonazos, que a cada instante sonaban m ás cerca con est ruendo form idable, que rasgaba los aires y ponía espanto en el corazón. Hacia la parte de donde venía todo aquel ruido vio pelotones de t ropa que iban y venían, cual si estuvieran librando una batalla. Com prendió que se hallaba cerca del cam po de m aniobras don de nuest ro Ejércit o se adiest ra en la práct ica de los com bates. El perro le m iró gravem ente, com o diciéndole: "No se asuste, señor am o m ío, que esto es todo de m ent ir ij illas, y así se están todo el año los de t ropa, t irando t iros y corr iendo unos en pos de ot ros. Por lo dem ás, si nos acercam os a la hora en que m eriendan, crea que algo nos ha de tocar, que esta es gente m uy liberal y am iga de los pobres."

Un rat it o estuvo Nazar ín contem plando aquel lindo j uego y v iendo cóm o se deshacían en el aire los hum os de los fogonazos, y a poco de seguir su cam ino encont ró un pastor que conducía unas cincuenta cabras. Era v iejo, al parecer m uy ladino, y m iró al aventurero con desconfianza. No por esto dejó el peregr ino de saludar le cor tésm ente y de preguntar le si estaba lejos de la senda que buscaba.

—Paíce que seis nuevo en el oficio —le dij o el pastor—, y que nunca anduviéis por acá. ¿De qué parte v iene el hom bre? ¿De la t ierra de Arganda? Pues pongo en su conocim iento que los ceviles t ienen orden de coger a toda la m e ndicidad y de llevar la a los recogim ientos que hay en Madr id. Verdad que luego la sueltan ot ra vez, porque no hay allá m antención para tanto vago.. . Quede con Dios, herm ano. Yo no tengo qué dar le.

—Tengo pan —dijo Nazarín, m et iendo la m ano en su m orral—, y si usted quiere.. .

—¿A ver, buen hom bre? —replicó el ot ro exam inando el m edio pan que se le m ost raba—. Pues este es de Madr id, del de picos, y de lo bueno.

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—Partam os este pedazo, pues aún tengo ot ro, que m e puso la Peluda al salir .

—Est im ando, buen am igo. Venga m i par te. Conque siguiendo palante, siem pre palante, llegará en veinte m inutos al cam ino de Móstoles. Y, dígam e, ¿vino bueno t rae?

—No, señor; ni m alo ni bueno.

—Milagro.. . Abur, paisano.

Encont ró luego dos m ujeres y un chico que venían cargados de acelgas, lechugas y hojas de berza, de las que se arrancan al pie de la planta para echar a las cerdos. Ensayó allí Nazarín su flam ante oficio de pordiosero, y fueron las cam pesinas tan generosas, que apenas oídas las pr im eras palabras, diéronle dos lechugas respingadas y m edia docena de patatas nuevas, que una de ellas sacó de un saco. Guardó el peregr ino la lim osna en su m orral, pensando que si por la noche encont raba algún rescoldo en que le perm it ieran asar las patatas, asegurada tenía ya, con las lechugas de añadidura, una cena r iquísim a. En la carretera de Truj illo v io un carrom ato atascado, y t res hom bres que forcejeaban por sacar del bache la rueda. Sin que se lo m andaran les ayudó, poniendo en ello t oda su energía m uscular , que no era m ucha, y cuando quedó term inada felizm ente la operación, t iráronle al suelo una perra chica. Era el pr im er dinero que recogía su m ano de m endicante. Todo iba bien hasta entonces, y la Hum anidad que por aquellos andurr iales encont raba parecióle de naturaleza m uy dist inta de la que dejara en Madr id. Pensando en ello, concluía por reconocer que las sucesos del pr im er día no eran ley y que forzosam ente habrían de sobrevenir ext rañas em ergencias y producirse m ás adelante las penalidades, dolores, t r ibulaciones y horr ibles padecim ientos que su ardiente fantasía buscaba.

Avanzó por el polvoroso cam ino hasta el anochecer , en que v io casas que no sabía si eran de Móstoles ni le im portaba saber lo. Bastábale con ver v iv iendas hum anas, y a ellas se encam inó para solicit ar que le permit ieran dorm ir , aunque fuese en una leñera, corraliza o tej avana. La pr im era casa era grande, com o de labor, con un ventorr illo m uy pobre, o aguaducho, arr im ado a la m edianería. Ante el por talón, m edia docena de cerdos se revolcaban en el fango. Más allá vio el cam inante un herradero de m ulas, un carrom ato con las lim oneras hacia arr iba, gallinas que iban ent rando una t ras ot ra, una m ujer lavando loza en una charca, una sarm entera y un árbol m edio seco. Acercóse hum ildem ente a un vejete barr igudo, de cara v inosa y regular vest im enta, que del portalón salía, y con form as hum ildes le pidió que le consint iera pasar la noche en un r incón del pat io. Lo m ism o fue oír lo, ¡María Sant ísim a! , que em pezar el hom bre a echar venablos por aquella boca. El concepto m ás suave fue que ya estaba har to de albergar ladrones en su propiedad. No necesitó oír m ás don Nazar io, y saludándole gorra en m ano se alejó.

La m ujer que lavaba en la charca le señaló un solar , en par te cercado de ruinosa tapia, en parte por un bardal de zarzas y or t igas. Se ent raba por un boquete, y dent ro había un pr incipio de const rucción, m achones de ladr illo com o de un m et ro, form ando t raza arquitectónica y festoneados de am ar illas hierbas. En el suelo crecía cebadilla com o de un palm o, y ent re dos m uros, apoyado en la pared alta del fondo, veíase un tejadillo m al dispuesto con palit roques, escajos, paja y barro, obra sum am ente frágil, m as no com pletam ente inút il, porque bajo ella se guarecían t res m endigos: una pareja o m at r im onio, y ot ro m ás joven y con una pierna de palo. Cóm odam ente instalados en t an pr im it ivo aposento, habían hecho lum bre y en ella tenían un puchero, que la m ujer destapaba para revolver el contenido, m ient ras el hom bre avivaba con fur ibundos resoplidos la lum bre. El coj it ranco cortaba palitos con su navaja para cebar cuidadosam ente el fuego.

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Pidióles Nazarín perm iso para cobij arse bajo aquel techo, y ellos respondieron que el t al nicho era de libre propiedad y que en él podía ent rar o salir sin papeleta todo el que quisiere. No se oponían, pues, a que el recién venido ocupase un lugar, pero que no esperara part icipación en la cena caliente, pues ellos eran m ás pobres que el que inventó la pobreza, y estaban a recoger y no a dar. Apresuróse el penitente a t ranquilizar les, diciéndoles que no pedía m ás que el perm iso de arr im ar unas patat it as a la lum bre, y luego les ofreció pan, que ellos tom aron sin hacerse los m elindrosos.

—¿Y qué tal por Madr id? —le dijo el m endigo viejo —. Nosot ros, después que hagam os todos estos poblachos, pensam os caer por allá en los días de San I sidro. ¿Cóm o se presenta el año? ¿Hay m iser ia y siguen tan m al las cosas del com ercio?.. . Me han dicho que cae Sagasta. ¿A quién tenem os ahora de alcalde?

Contestó don Nazar io con buen m odo que él no sabía nada del com ercio, ni de negocios, ni le im portaba que m andase Sagasta o no, y que conocía al señor alcalde casi t anto com o al em perador de Trapisonda. Con esto acabó la t er tulia; cenaron los ot ros en un cazolón, sin convidar al nuevo huésped; asó éste sus patatas, y ya no se pensó m ás que en tum barse los cuat ro, buscando el r incón m ás abr igado Al novato le dejaron el peor sit io, casi fuera del am paro de la t ej avana; pero nada de esto hacía m ella en su espír itu fuerte. Buscó una piedra que le sirv iera de alm ohada, y envolv iéndose en su m anta lo m ejor que pudo se acostó t an r icam ente, contando con la t ranquilidad de su conciencia y el cansancio de su cuerpo para dorm ir bien. A sus pies se hizo un ovillo el perro.

A las alt as horas de la noche desper táronle gruñidos del anim al, que pront o fue un ladrar est repitoso, y alzando su cabeza de la durísim a alm ohada vio Nazarín una f igura, hom bre o m ujer , que esto no pudo determ inar lo en el pr im er m om ento, y oyó una voz que le decía:

—No se asuste, padre; soy yo; soy Ándara, que, aunque usted no quiera, v ine siguiéndole esta tarde.

—¿Qué buscas aquí, loca? Repara que estás m olestando a estos.. . señores.

—No, déjem e acabar. El m aldito perro se puso a ladrar. . . pero yo tan calladita. Pues v ine siguiéndole y le v i ent rar aquí. . . No se enfade.. . Yo quer ía obedecer le y no venir ; pero las piernas solas m e han t raído. Es cosa de sin pensar lo.. . Yo no sé lo que m e pasa. Tengo que ir con su reverencia hasta el f in del m undo, o si no, que m e ent ierren.. . ¡Ea! duérm ase ot ra vez que yo m e echo aquí ent re esta hierba, para descansar no para dorm ir , pues no tengo m aldito sueño, ¡m al ajo!

—Vete de aquí o cállate la boca —le dij o el buen clér igo, volviendo a poner su cabeza dolor ida sobre la piedra—. ¡Qué dirán estos señores! ¿Oyes? Ya se quej an del ruido que haces.

En efecto, el de la pierna de palo, que era el m ás próxim o, rem uzgaba, y el perro volvió a llam ar al orden a la im portuna m oza. Por fin reinó de nuevo un silencio que habría sido profundo si no lo turbaran los form idables ronquidos de la pareja mayor. Al alba se despertaron todos, incluso don Nazar io, que se sorprendió de no ver a Ándara, por lo cual hubo de sospechar que había sido sueño su apar ición en m itad de la noche. Char laron un poco los t res m endigos de plant illa y el aspirante, y pint ura tan last im osa hicieron los ancianos de lo m al que aquel año les iba, que Nazarín tuvo gran lást im a y les cedió todo su capital, o sea la perra chica que le habían dado las arr ieros. A poco de esto ent ró Ándara en el solar , dándole explicaciones de su ausencia repent ina poco antes de que él despertara. Y fue que

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com o ella no podía dorm ir en cam a tan dura, se despabiló antes de ser de día, y saliéndose a la carretera para reconocer el sit io en que se encont raba vio que éste no era ot ro que la gran villa de Móstoles, que conocía m uy bien por haber ido a ella var ias veces desde su pueblo. Añadió que si don Nazar io le daba licencia, aver iguaría si aún m oraban allí dos herm anas, am igos suyas, llam adas la Beat r iz y la Fabiana, una de las cuales tuvo t rato en Madr id con un m atar ife, y luego casaron y él puso taberna en aquel pueblo. No llevó a m al el sacerdote que buscara y reconociera sus am istades, aunque para ello t uv iese que ir al f in del m undo y no volver , pues no quería llevar tal m ujer consigo. Y una hora después, hallándose el peregr ino de palique con un cabrero que le obsequió rum bosam ente con sopas de leche, v io venir a su satélit e m uy afligida, y, velis nolis, t uvo que escuchar histor ias que al pronto no despertaban ningún interés. El m atar ife tabernero se había m uerto de resultas de la cogida de un novillo en las fiestas de Móstoles, dejando a su esposa en la m iser ia, con una niña de t res años. Vivían las dos herm anas en un bodegón ruinoso, próxim o a una cuadra, tan faltas de recursos las pobres que ya se habrían ido a Madr id a buscarse la v ida ( cosa no difícil aún para Beat r iz, j oven y de buena estam pa) si no tuvieran a la niña m uy m alita, con un tabardillo per juicioso, que seguram ente, antes de veint icuat ro horas, la m andaría para el Cielo.

—¡Ángel de Dios! — exclam ó el asceta cruzando las m anos —. ¡Desdichada m adre!

—Y yo —prosiguió la correntona—, en cuanto v i aquella m iser ia que t raspasa, y a la m adre llorando, y a Beat r iz m oqueando, y a la niña con la defunción pintada en la cara.. . , pues m e ent ró una pena... , y luego m e dio la corazonada gorda, aquella que es com o si la ent raña m e pegara cuat ro gr itos, ¿sabe?... ¡Ahí, esta no m e falla.. . Pues m e alegré al sent ir la, y dij e para ent re m í: "Voy a contárselo al padre Nazarín, a ver si quiere ir , y ve a la niña y la cura."

—¡Mujer! ¿Qué dices? ¿Soy yo m édico?

—Médico, no.. . pero es ot ra cosa que vale m ás que toda la m ediquería. Si usted quiere, don Nazar io, la niña sanará.

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I I I

—I ré —dij o el árabe m anchego después de oír por t ercera vez la súplica de Ándara—, iré, pero solam ente por dar a esas pobres m ujeres un consuelo de palabras piadosas.. . Mis facultades no alcanzan a m ás. La com pasión, hij a m ía, el am or de Cr isto y del prój im o no son m edicina para el cuerpo. Vam os, sí; enséñam e el cam ino; pero no a curar a la niña, que eso la ciencia puede hacer lo, y si el caso es desesperado, Dios Om nipotente.

—¿A m í m e viene usted con esas incum bencias? —replicó la m oza con el desgarro que usar solía en su pr isión de la calle de las Am azonas—. No se haga su reverencia el chiquito conm igo; que a m í m e consta que es santo. Vaya, vaya. ¡A m í con esas! . . . ¿Y qué t rabajo le ha de costar hacer un m ilagro, si quiere?

—No blasfem es, ignorante, m ala cr ist iana. ¡Milagros yo!

—Pues si usted no los hace, ¿quién?

—¡Yo. . . , insensata; yo m ilagros, el últ im o de las siervos de Dios! ¿De dónde sacas que a m í, que nada soy, que nada valgo, pudo concederm e Su Div ina Majestad el don m aravilloso que sólo gozaron en la Tierra algunos, m uy pocos elegidos, ángeles m ás que hom bres? Desdichada, quítate de m i presencia, que tus sim plezas, no hij as de la fe, sino de una credulidad superst iciosa, m e enfadan m ás de lo que yo quisiera.

Y, en efecto, tan enojado parecía, que hasta llegó a levantar el palo con adem án de pegarle, hecho m uy raro en él y que sólo ocurr ía en ext raordinar ios casos.

—¿Por quién m e tom as, alm a llena de errores, m ente v iciada, naturaleza insana en cuerpo y espír it u? ¿Soy acaso un im postor? ¿Trato de em baucar a la gente?.. . Ent ra en razón y no m e hables m ás de m ilagros, po rque creeré, o que te bur las de m í, o que tu ignorancia y desconocim iento de las leyes de Dios son hoy tan grandes com o lo fue tu perversidad.

No se dio Ándara por convencida, at r ibuyendo a m odest ia las palabras de su protector ; pero, sin volver a m entar el m ilagro, insist ió en llevar le a ver a sus am igas y a la niña m oribunda.

—Eso, sí. . . ; v isitar a esa pobre gente, consolar la y pedir al Señor que las confor te en su t r ibulación, lo haré.., ¡ya lo creo! Es m i m ayor gusto. Vam os allá.

Ni cinco m inutos tardaron en llegar ; con tanta pr isa le llevó la tarasca por callejuelas fangosas y llenas de ort igas y guij arros. En un bodegón m ísero, con suelo de t ierra, paredes agr ietadas, que m ás bien parecían celosías por donde se f ilt raban el aire y la luz, el t echo casi inv isible de tanta telaraña, y por todas partes barr icas vacías, t inajas rotas, objetos inform es, v io Nazarín a la t r iste fam ilia, dos m ujeres arrebujadas en sus m antones, con los ojos enrojecidos por el llanto y el insom nio, escalofr iadas, t rém ulas. La Fabiana ceñía su frente con un pañuelo m uy apretado, al nivel de las cejas: era m orena, avejentada, de carnes enjutas, y vest ía m iserablem ente. La Beat r iz, bastante m ás joven, si bien había cum plido los veint isiete, llevaba el pañuelo a lo chulesco, puesto con gracia, y su ropa, aunque

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pobre, revelaba hábitos de presunción. Su rost ro, sin ser bello, agradaba; era bien proporcionada de form as, alta, esbelta, casi arrogante, de cabello negro, blanca tez y ojos garzos, rodeados de una intensa oscur idad roj iza. En las orejas lucía pendientes de f iligrana, y en las m anos, m ás de ciudad que de pueblo, bien cuidadas, sort ij as de poco o ningún valor.

En el fondo de la estancia habían tendido una cuerda, de la cual pendía una cort ina, com o telón de teat ro. Det rás estaba la alcoba, y en ella la cam a, o m ás bien cuna, de la niña enferm a. Las dos m ujeres recibieron al erm itaño andante con m uest ras de grandísim o respeto, sin duda por lo que de él les había contado Ándara; hiciéronle sentar en un banquillo y le sirv ieron una taza de leche de cabras con pan, que él t om ó por no desairar las, par t iendo la ración con la m ujerona de Madr id, que gozaba de un m ediano apet ito. Dos vecinas ancianas se colaron, por refistolear , y acurrucadas en el suelo contem plaban con m ás cur iosidad que asom bro al buen Nazarín.

Hablaron todos de la enferm edad de la pequeñuela, que desde el pr incipio se presentó con m ucha gravedad. El día en que cayó m alo, su m adre tuvo el barrunto desde el am anecer, porque al abr ir la puerta v io dos cuervos volando y t res ur racas posadas en un palo frente a la casa. Ya le hizo aquello m alas t r ipas. Después salió al cam po, y v io al chotacabras dando br inquitos delante de ella. Todo esto era de m uy m ala som bra. Al volver a casa, la niña con un calenturón que se abrasaba.

Habiéndoles preguntado don Nazar io si la v isitaba el m édico, contestaron que sí. Don Sandalio, el t it ular del pueblo, había venido t res veces, y la últ im a dij o que sólo Dios con un m ilagro podía salvar a la nena. Trajeron tam bién a una saludadora, que hacía grandes curas. Púsole un em plasto de rabos de salam anquesas cogidas a las doce en punto de la noche.. . Con esto parecía que la cr iatur it a ent raba en reacción; pero la esperanza que cobraron duró bien poco. La saludadora, m uy desconsolada, les había dicho que el no hacer efecto los rabos de salam anquesa consist ía en que era el m enguante de la luna. Siendo creciente, cosa segura, segurísim a.

Con sever idad y casi casi con enojo las reprendió Nazar ín por su estúpida confianza en tales paparruchas, exhortándo las a no creer m ás que en la ciencia, y en Dios por encim a de la ciencia y de todas las cosas. Hicieron ellas ardorosas dem ost raciones de acatam iento al buen sacerdote, y llorando y poniéndose de hinojos le suplicaron que viese a la niña y la curara.

—Pero, hij as m ías, ¿cóm o pretendéis que yo la cure? No seáis locas. El car iño m aternal os ciega. Yo no sé curar . Si Dios quiere quitaros a la niña, Él sabrá lo que hace. Resignaos. Y si decide conservárosla, ya lo hará con sólo que se lo pidáis vosot ras, aunque no está de m ás que yo tam bién se lo pida.

Tanto le instaron a que la v iera, que Nazarín pasó t ras la cor t inilla. Sentóse j unto al lecho de la cr iatura, y largo rato la observó en silencio. Tenía Carm encita el rost ro cadavér ico, los labios casi negros, los ojos hundidos, ardiente la piel y todo su cuerpo desm ayado, iner te, presagiando ya la inm ovilidad del sepulcro. Las dos m ujeres, m adre y t ía, se echaron a llorar ot ra vez com o Magdalenas, y las vecinas que allí ent raron hicieron lo propio, y en m edio de aquel coro de fem enil angust ia, Fabiana dij o al sacerdote:

—Pues si Dios quiere hacer un m ilagro, ¿qué m ejor ocasión? Sabem os que usted, padre, es de pasta de ángeles div inos, y que se ha puesto ese t raje y anda descalzo y pide lim osna por parecerse m ás a Nuest ro Señor Jesucr isto, que tam bién iba descalzo y no com ía m ás que lo que le daban. Pues yo digo que estos t iem pos son com o los ot ros, y lo que el Señor hacía entonces, ¿por qué no lo hace ahora? Total,

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que si usted quiere salvarnos a la niña, nos la salvará, com o este es día. Yo así lo creo y en sus m anos pongo m i suerte, bendito señor.

Apartando sus m anos para que no se las besaran, Nazarín, con reposado y firm e acento, les dijo:

—Señoras m ías, yo soy un t r iste pecador com o vosot ras, yo no soy per fecto, ni a cien m il leguas de la perfección estoy, y si m e ven en este hum ilde t raje, es por gusto de la pobreza, porque creo serv ir a Dios de este m odo, y t odo ello sin j actancia, sin creer que por andar descalzo valgo m ás que los que llevan m edias y botas, ni f igurarm e que por ser pobre, pobr ísim o, soy m ejor que los que atesoran r iqueza. Yo no sé curar; yo no sé hacer m ilagros, ni j am ás m e ha pasado por la cabeza la idea de que por m ediación m ía los haga el Señor, único que sabe alterar , cuando le plazca, las leyes que ha dado a la Naturaleza.

—¡Sí puede, sí puede, sí puede! —clam aron a una todas las m uj eres, v iej as y j óvenes, que presentes estaban.

—¡Que no puedo digo.. . , y conseguiréis que m e enfade, vam os! No esperéis nunca que yo m e presente ante el m undo revest ido de at r ibuciones que no tengo, ni que usurpe un papel super ior al oscuro y hum ilde que m e corresponde. Yo no soy nadie, yo no soy santo, ni siquiera bueno...

—Que sí lo es, que sí lo es.

—¡Ea! , no m e cont radigáis, porque m e m archaré de vuest ra casa... Ofendéis gravem ente a Nuest ro Señor Jesucr isto suponiendo que este pobre siervo suyo es capaz de igualarse, no digo a Él, que esto ser ía delir io, pero ni t an siquiera a los varones escogidos a quienes dio facultades de hacer m aravillas para edif icación de gent iles. No, no, hij as m ías. Yo est im o vuest ra sim plicidad; pero no quiero fom entar en vuest ras alm as esperanzas que la realidad desvanecer ía. Si Dios t iene dispuesto que m uera la niña, es porque la m uer te le conviene, com o os conviene a vosot ras el consiguiente dolor . Aceptad con ánim o sereno la voluntad celest ial, lo cual no quita que roguéis con fe y am or, que oréis, que pidáis fervorosam ente al Señor y a su Sant ísim a Madre la salud de esta cr iatura. Y por m i parte, ¿sabéis lo único que puedo hacer?

—¿Qué señor, qué?.. . Pues hágalo pronto.

—Eso m ism o: pedir a Dios que devuelva su ser sano y herm oso a esta inocente niña, y ofrecer le m i salud, m i v ida, en la form a que quiera tom ar las; que a cam bio del favor que de Él im pet ram os m e dé a m í todas las calam idades, todos las reveses, todos las achaques y dolores que pueden afligir a la Hum anidad sobre la Tierra. . . , que descargue sobre m í la m iser ia en su m ás horr ible form a, la ceguera t r ist ísim a, la asquerosa lepra.. . , todo, todo sea para m í, a cam bio de que devuelva la v ida a este t ierno y cándido ser, y os conceda a vosot ras el prem io de vuest ros afanes.

Dij o esto con tan ardoroso entusiasm o y convicción tan honda y f irm e, f ielm ente t raducidos por la palabra, que las m ujeres prorrum pieron en gr itos, acom et idas súbitam ente de una exaltación insana. El entusiasm o del sacerdote se les com unicó com o chispa que cae en m ontón de pólvora, y allí fue el llorar sin tasa y el cruzar de m anos convulsivam ente confundiendo las alar idos de la súplica con las espasm os del dolor . El peregr ino, en tanto, silencioso y grave, puso su m ano sobre la frente de la niña, com o para apreciar el grado de calor que la consum ía, y dejó t ranscurr ir en esta postura buen espacio de t iem po, sin parar m ientes en las

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exclam aciones de las desconsoladas m ujeres. Despidióse de ellas poco después, con prom esa de volver, y preguntando hacia dónde caía la iglesia del pueblo, Ándara se ofreció a enseñar le, y fueron, y allá se estuvo todo el santo día. La tarasca no ent ró en la iglesia.

IV

Al anochecer, cuando salió del tem plo, las pr im eras personas con que t ropezó don Nazar io fueron Ándara y Beat r iz, que iban a encont rar le. "La niña no está peor —le dij eron—. Aun parece que está algo despej adit a. . . Abr ió las oj os un rato, y nos mira ba.. . Verem os qué tal pasa la noche."

Añadieron que le habían preparado una m odesta cena, la cual aceptó por no parecer huraño y desagradecido. Reunidos todos en el bodegón, la Fabiana parecía un poquito m ás anim ada, por haber notado en la niña, hacia el mediodía, algún

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despejo ¡pero a la tarde había vuelto el recargo. Ordenóle Nazarín que siguiese dándole la m edicina prescr ita por el m édico

Alum brados por un candilej o fúnebre pendiente del t echo, cenaron, ext rem ando el conv idado su sobr iedad hasta el punto de no tom ar m ás que m edio huevo cocido y un plat ito de m enest ra con ración exigua de pan. Vino, ni ver lo. Aunque le habían preparado una cam a bien m ullida con paja y unas m antas, se resist ió a pernoctar allí, y defendiéndose com o pudo de las afables instancias de aquella gente determ inó dorm ir con su perro en el espacioso solar donde pasado había la anter ior noche. Antes de ret irarse al descanso estuvieron un rat it o de ter tulia, sin poder hablar de ot ra cosa que de la niña enferm a y de cuán vanas son, en todo caso de enferm edad, las esperanzas de aliv io.

—Pues esta —dijo Fabiana, señalando a Beat r iz— tam bién está m alucha.

—Pues no lo parece —observó Nazarín, m irándola con m ás atención que lo había hecho hasta entonces.

—Son cosas —dijo Ándara — de los condenados nerv ios. Está así desde que v ino de Madr id; pero no se le conoce en la cara, ¿verdad? Cada día, m ás guapa... Todo es por un susto, por m uchísim os sustos que le hizo pasar aquel chavó.

—Cállate t onta.

—Pues no lo digo...

—Lo que t iene —agregó Fabiana — es pasm o de corazón, vam os al decir , m alef icio, porque crea usted, padre Nazar ín, que en los pueblos hay m alos quereres, y gente que hace daño con sólo m irar por el rabo del ojo.

—No seáis superst iciosas os he dicho, y vuelvo a repet íroslo.

—Pues lo que tengo —afirm ó Beat r iz, no sin cier ta cor tedad— es que hace t res m eses perdí las ganas de com er, pero tan en punto, que no ent raba por m i boca ni el peso de un grano de t r igo. Si m e em brujaron o no m e em brujaron, yo no lo sé. Y t ras el no com er, v ino el no do rm ir ; y m e pasaba las noches dando vueltas por la casa, con un bult o aquí, en la boca del estóm ago, com o si t uv iera at ravesado un sillar de berroqueña de las m ás grandones.

—Después —añadió Fabiana—le daban unos ataques tan fuer tes, pero tan fuer tes, señor de Nazarín que ent re todos no la podíam os sujetar . Bram aba y espum arajeaba, y luego salía pegando gr it os, y pronunciando cosas que la avergonzaban a una.

—No seáis sim ples —dij o Ándara con sincera convicción— ¡eso es tener las dem onios m et idos en el cuerp o. Yo tam bién lo tuve cuando pasé de la edad del pavo, y m e curé con unos polvos que las llam an... cosa de brom a dura.. . , o no sé qué.

—Fueran o no dem onios —m anifestó Beat r iz —, yo padecía lo que no hay idea, señor cura, y cuando m e daba, yo era capaz de matar a m i m adre si la tuviera, habr ía cogido un niño crudo o una pierna de persona para com érm ela o dest rozar la con las dientes. . . Y después, ¡qué angust ias m ortales, qué ganitas de m or irm e! A veces, no pensaba m ás que en la m uerte y en las m uchas m aneras que hay de m atarse una. Y lo peor era cuando m e ent raban los horrores de las cosas. No podía

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pasar por j unta a la iglesia sin sent ir que se m e ponían las pelos de punta. ¿Ent rar en ella? Ant es m or ir . . . Ver a un cura con hábit os, ver un m ir lo en su j aula, un j orobado o una cerda con cr ías eran las cosas que m ás m e horror izaban. ¿Y oír cam panas? Esto m e volvía loca.

—Pues eso —dijo Nazarín— no es brujer ía ni nada de dem onios ¡es una enferm edad m uy com ún y m uy bien estudiada, que se llam a hister ism o.

—Est er ismo, cabal ¡eso decía el m édico. Me ent raba el at aque sin saber por qué, y se m e pasaba sin saber cóm o. ¿Tom ar? ¡Dios m ío, las cosas que he tom ado! ¡Las palit os de saúco puestos de rem ojo un v iernes, el suero de la vaca negra, las horm igas m achacadas con cebolla! ¡Pues y las cruces, y m edallas, y m uelas de m uerto que m e he colgado del pescuezo!

—¿Y está usted curada ya? —le preguntó Nazarín, m irándola ot ra vez.

—Curada, no. Hace t res días que m e dio la m alquerencia, esto de aborrecer una; pero ya m enos fuerte que antes. Voy m ejorando.

—Pues la com padezco a usted. Esa dolencia debe de ser m uy m ala. ¿Cóm o se cura? Mucha par te t iene en ella la im aginación, y con la im aginación debe intentarse el rem edio.

—¿Cóm o, señor?

—Procurando penet rarse bien de la idea de que tales t rastornos son im aginar ios. ¿No dice usted que le causaba horror la Santa I glesia? Pues vencer ese horror y ent rar en ella, y pedir fervorosam ente al Señor el aliv io. Yo le aseguro a usted que no t iene ya dent ro del cuerpo ningún dem onio, llam em os así a esas ext rañas aberraciones de la sensibilidad que produce nuest ro sistem a nerv ioso. Persuádase usted de que esos fenóm enos no signif ican lesión ni aver ía de ninguna ent raña, y no volverá a padecer los. Rechace usted la t r isteza, pasee, dist ráigase, com a todo lo que pueda, aleje de su cerebro las cavilaciones, procure dorm ir , y ya está usted buena. ¡Ea! , señoras, que es tarde, y yo voy a recogerm e.

Ándara y Beat r iz le acom pañaron hasta su dom icilio, en el solar , y dejáronle allí, después de arreglar le con hierba y piedras el m ejor lecho posible.

—No crea usted, padre —le dij o Beat r iz, al despedirse— ¡m e ha consolado m ucho con lo que m e ha dicho de este m al que padezco. Si son dem onios, porque son dem onios; si no, porque son nervios.. . , ello es que m ás fe tengo en usted que en todo el m edicato facultat ivo del m undo entero.. . Conque.. . , buenas noches.

Rezó largo rato Nazarín, y después se durm ió com o un bendito hasta el am anecer. El canto gracioso de los pajar illos que en aquellos ásperos bardales tenían sus aposentos le desper tó, y a poco ent raron Ándara y su am iga a dar le las albr icias. ¡La niña m ejor ! Había pasado la noche m ás t ranquilit a, y desde el alba tenía un despejo y un br illar de ojos que eran señales de m ejoría.

—¡Si no es esto m ilagro, que venga Dios y lo vea!

—Milagro no es —les dij o con gravedad—. Dios se apiada de esa infeliz m adre. Habríalo hecho quizá sin nuest ras oraciones.

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Fueron todos allá, y encont raron a Fabiana loca de contento. Echó al cur ita los brazos, y aun quiso besar le, a lo que él resueltam ente se opuso. Había esperanzas, pero no m ot ivo aun para confiar en la curación de la niña. Podía venir un ret roceso, y entonces, ¡cuánto m ayor sería la pena de la pobre m adre! En fin, cualquiera que fuese el result ado, ya lo ver ían ellas, que él, si no m andaban ot ra cosa, se m archaba en aquel m ism o m om ento, después de tom ar un frugalísim o desayuno. I nút iles fueron las instancias y afabilidades de las t res hem bras para detener le. Nada tenía que hacer allí; estaba perdiendo el t iem po m uy sin sust ancia, y érale forzoso part ir para dar cum plim iento a su peregr ina y santa idea.

Tierna fue la despedida, y aunque reiteradam ente exhortó a la feróst ica de Madr id a que no le acom pañara, ella dij o, en su tosco est ilo, que hasta el f in del m undo le seguiría gozosa, pues se lo pedía el corazón de una m anera tal, que su voluntad era im potente para resist ir aquel m andato. Salieron, pues, j untos, y t ras ellos, m ult it ud de chiquillos y algunas vejanconas del lugar ; t anto, que por librarse de una escolta que le desagradaba, Nazarín se apartó de la carretera, y m et iéndose por el cam po a la izquierda del cam ino real, siguió en derechura de una arboleda que a lo lejos se veía.

—¿No sabe? —le dij o Ándara, cuando se ret iraron los últ im os del séquito—. Me ha dicho anoche Beat r iz que si la niña cura hará lo m ism o que yo.

—¿Qué hará, pues?

—Pues seguir le a usted adondequiera que vaya.

—Que no piense en tal cosa. Yo no quiero que nadie m e siga. Voy m ejor solito.

—Pues ella lo desea. Dice que por penitencia.

—Si la llam a la penitencia, adóptela en buen hora; pero para eso no necesita ir conm igo. Que abandone toda su hacienda, en lo cual parécem e que no hace un gran sacr if icio, y que salga a pedir lim osna.. . , pero solit a. Cada cual con su conciencia, cada cual con su soledad.

—Pues yo le contesté que sí, que la llevaríam os.. .

—¿Y quién te m ete a t i. . .?

—Me m eto, sí, señor, porque quiero a la Beat r iz, y sé que le probará esta v ida. Com o que le v iene bien el ejercicio penitente para quitarse de lo que le está m atando el alm a, que es un m al hom bre llam ado el Pinto, o el Pintón, no estoy bien segura. Pero le conozco: buen m ozo, v iudo, con un lunar de pelo aquí. Pues ese es el que le sorbe el sent ido, y el que le m et ió los dem om os en el cuerpo. La t iene engañada, hoy la desprecia, m añana le hace m il figuras, y vele aquí por qué se ha puesto tan ester icada. Le conviene, sí, señor, le conviene el echarse a peregr ina, para lim piarse la cabeza de m aldades, que si no lleva los dem onios en el v ient re y pecho, y en los vacíos, en la cabeza cerebral sí que t iene sin fin de ellos. Y todo desde un m al parto; y por la cuenta fueron dos...

—¿Para qué m e t raes a m í esas vanas histor ies, habladora, ent rom et ida? —le dij o Nazarín con enfado—. ¿Qué tengo yo que ver con Beat r iz, ni con el Pinto, ni con.. .?

—Porque usted debe am parar la, que si no se m ete pronto a penitente con nosot ros, m irando un poco para lo del alm a, se m eterá a ot ra cosa m ala, tocante a lo del

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cuerpo, ¡m al ajo! ¡Si estuvo en un t r is! Cuando la niña cayó m ala, ya tenía ella su ropa en el baúl para m archarse a Madr id. Me enseñó la car ta de la Seve llam ándola y . . .

—Que no m e cuentes histor ias, ¡ea!

—Acabo ya.. . La Seve le decía que se fuera pronto y que allá. . . , pues.. .

—¡Que te calles! . . . Vaya la Beat r iz adonde quiera. . . No; eso, no; que no acuda al llam em iento de esa em baucadora.. . , que no m uerda el anzuelo que el dem onio le t iende, cebado con vanidades ilusor ias.. . Dile que no vaya, que allí la esperan el pecado, la corrupción, el v icio, y una m uerte ignom iniosa, cuando ya no tenga tiemp o de arrepent irse.

—Pero ¿cóm o le digo todas esas cosas, padr ito, si no volvem os a Móstoles?

V

—Puedes ir tú, yo te espero aquí.

—No se convencerá por lo que yo le hable. Yendo usted en persona y par lándoselo bien, es seguro que no se pierde. En usted t iene fe, pues con lo poquito que le oyó explicar de su enferm edad, ya se t iene por curada, y no le ent ra m ás el arrechucho. Conque volvam os, si le parece bien.

—Déjam e, déjam e que lo piense.

—Y con eso sabrem os si al f in se ha m uerto la nena o vive.

—Me da el corazón que vive.

—Pues volvam os, señor. . . , para ver lo.

—No; vas tú, y le dices a tu am iga.. . En fin, m añana lo determ inaré.

En una corraliza hallaron albergue, después de procurarse cena con los pocos cuar tos que les produjo la postulación de aquel día, y com o al am anecer del

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siguiente em prendiera Nazar ín la m archa por el m ism o derrotero que desde Móstoles t raía, le dij o Ándara:

—Pero ¿usted sabe adónde vam os?

—¿Adónde?

—A m i pueblo, ¡m al ajo!

—Te he dicho que no pronuncies m ás delante de m í ninguna fea palabra. Si una sola vez reincides, no te perm ito acom pañarm e. Bueno, ¿hacia dónde dices que cam inam os?

—Hacia Polvoranca, que es m i pueblo, señor ; y yo, la verdad, no quisiera ir a m i t ierra, donde tengo par ientes, algunos en buena posición, y m i herm ana está casada con el del f ielato. No se crea usted que Polvoranca es cualesquiera cosa, que allá tenem os gente m uy r ica, y los hay con seis pares.. . de m ulas, quiere decirse.

—Com prendo que t e sonroj es de ent rar en t u pat r ia —replicó el peregr ino—. ¡Ahí t ienes! Si fueras buena, a todas par tes podrías ir sin sonrojar te. No irem os, pues, y encam iném onos por este ot ro lado, que para nuest ro objeto es lo m ism o.

Anduvieron todo aquel día, sin m ás ocurrencia digna de m encionarse que la deserción del perro que acom pañaba a Nazarín desde Carabanchel. Bien porque el anim al t uv iese tam bién parentela honrada en Polvoranca, bien porque no gustase de salir de su terreno, que era la zona de Madr id en un corto radio, ello es que al caer de la tarde se despidió com o un cr iado descontento, t om ando soleta para la Villa y Corte, en busca de m ajor acom odo. Después de hacer noche en cam po raso, al pie de un fresno, los cam inantes avistaron nuevam ente a Móstoles, adonde Ándara guiaba, sin que don Nazar io se enterase del rum bo.

—¡Calle! ¿Ya estam os ot ra vez en el poblachón de tus am igas? Pues m ira, hij a, yo no ent ro. Ve tú y entérate de cóm o está la niña, y de paso le dices de m i parte a esa pobre Beat r iz lo que ya sabes, que no haga caso de las solicitudes del v icio, y que si quiere peregr inar y hacer v ida hum ilde, no necesita de m í para nada.. . Anda, hij a, anda. En aquella nor ia v iej a, que allí se ve ent re dos árboles raquít icos, y que esterá com o a un cuarto de legua del pueblo, te espero. No tardes.

Fuese a la nor ia despacio , bebió un poco de agua, descansó, y no habían pasado dos horas desde que se alejó la andar iega, cuando Nazarín la v io volver y no sola, sino acom pañada de ot ra que tal, en quien, cuando se aprox im aron, reconoció a la Beat r iz. Seguíanlas algunos chicos del pueblo. Antes de llegar adonde el m endigo las esperaba, las dos m ozas y los rapaces prorrum pieron en gr itos de alborozo.

—¿No sabe?.. . ¡La niña buena! ¡Viva el santo Nazarín! ¡Vivaaa! . . . La niña buena.. . , buena del todo. Habla, com e, y parece resucitada.

—Hijas, no seáis locas. Para darm e la buena not icia no es precise alborotar tanto.

—¡Sí que alborotam os! —gr it aba Ándara, dando br incos.

—Querem os que lo sepan las pájaros del aire, los peces del r ío, y hasta las lagartos que corren ent re las piedras —dij o la Beat r iz radiante de j úbilo, con las ojos echando lum bre.

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—Que es m ilagro, ¡cont ro!

—¡Silencio!

—No será m ilagro, padre Nazar ín; pero usted es m uy bueno, y el Señor le concede todo lo que le pide.

—No m e habléis de m ilagros ni m e llam éis santo, porque me m eteré, avergonzado y corr ido, donde jam ás volváis a verm e.

Los m uchachos alborotaban no m enos que las m ujeres, llenando el aire de graciosos chillidos.

—Si ent ra el señor en el pueblo, le llevan en volandas. Creen que la niña estaba m uerta y que él, con sólo ponerle la m ano en la frente, la volvió a la vida.

—¡Jesús qué disparate! ¡Cuánto m e alegro de no haber ido allá! En f in, alabem os la infinita m iser icordia del Señor. . . Y la Fabiana, ¡qué contenta estará!

—Loca, señor, loca de alegría. Dice que si usted no ent ra en su casa, la niña se m uere. Y yo tam bién lo creo. ¿Y sabe usted lo que hacen las v iej as del pueblo? Ent ran en nuest ra casucha, y nos piden, por favor, que las dejem os sentar en la m ism a banqueta en que el bendito de Dios se sentó.

—¡Vaya un desat ino! ¡Qué sim plicidad! ¡Qué inocencia!

Reparó entonces don Nazar io que Beat r iz iba descalza, con falda negra, pañuelo cor to cruzado en el busto, un m orral a la espalda, en la cabeza ot ro pañuelo liado en redondo.

—¿Vas de viaje, m ujer? —le pregunt ó; y no es de ext rañar que la tutease, pues esta era en él añeja costum bre, hablando con gente del pueblo.

—Viene con nosot ros —afirm ó Ándara, con desenfado—. Ya ve, señor. No t iene m ás que dos cam inos: el que usted sabe, allá, con la Seve, y este.

—Pues que em prenda solit a su cam paña piadosa. I dos las dos j untas y dejadm e a mí.

—Eso, nunca —respondió la de Móstoles—, pues no es bien que usted vaya solo. Hay m ucha gente m ala en este m undo. Llevándonos a nosot ras, no tenga ningún cuidado, que ya sabrem os defender le.

—No, si yo no tengo cuidado, ni tem o nada.

—¿Pero en qué le estorbam os? ¡Vaya con el señor! . . . —dij o la de Polvoranca, con cierto m imo—. Y si se nos llena el cuerpo de dem onios, ¿quién nos los echa? ¿Y quién nos enseña las cosas buenas, lo del alm a, de la glor ia div ina, de la m iser icordia y de la pobreza? ¡Esta y yo solas! ¡Apañadas estábam os! ¡Mire que! . . . ¡Vaya, que querer le una tanto, sin m alicia, todo por bien, y dar le a una este pago! . . . Malas sem os, pero si nos deja at rás, ¿qué va a ser de nosot ras?

Beat r iz nada decía, y se lim piaba las lágr im as con su pañuelo. Quedóse un rato m editabundo el buen Nazarín, haciendo rayas en el suelo con su palo, y, por f in, les dijo:

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—Si m e prom etéis ser buenas y obedecerm e en todo lo que os m ande, venid.

Despedidos los chicuelos m ostolenses, para lo cual fue preciso dar les los poquísim os ochiavos de la colecta de aquel día, em prendieron los t res penitentes su m archa, t om ando un sender illo que hay a la derecha del cam ino real, conform e vam os a Navalcarnero. La tarde fue bochornosa; levantóse a la noche un fuer te v iento que les daba de cara, pues iban hacia el Oeste; br illaron relám pagos espantosos, seguidos de form idables t ruenos, y descargó una v iolent ísim a lluv ia que les puso perdidos. Felizm ente, les deparó la suerte unas ruinas de ant igua cabaña, y allí se guarecieron del fur ioso tem poral. Ándara reunió leña y hojarasca. Beat r iz, que, com o m ujer precavida, llevaba m ixtos, prendió una herm osa hoguera, a la cual se arr im aron los t res para secar sus ropas. Resueltos a pasar allí la noche, pues no era probable encont raran sit io m ás cóm odo y seguro, Nazarín les dio la pr im era conferencia sobre la Doct r ina, que las pobres ignoraban o habían olv idado. Más de m edia hora las tuvo pendientes de su palabra persuasiva, sin ret ór icas ociosas, hablándoles de los pr incipios del m undo, del pecado or iginal, con todas sus consecuencias lam entables, hasta que la inf init a m iser icordia de Dios dispuso sacar al Hom bre del caut iver io del m al por m edio de la redención. Estas nociones eleme ntales las explicaba el erm itaño andante con lenguaje sencillo, dándoles m ás clar idad a veces con la form a de ej em plos, y ellas le oían em bobadas, sobre todo Beat r iz, que no perdía sílaba, y todo se lo asim ilaba fácilm ente, grabándolo en su m em oria. Después rezaron el rosar io y letanías, y repit ieron var ias oraciones que el buen m aest ro quería que aprendiesen de corr ido.

Al día siguiente, después de orar los t res de rodillas, em prendieron la m archa con buena for tuna: las dos m ujeres, que se adelantaban a pedir en las aldeas o caseríos por donde pasaban, recogieron bastantes ochavos, hor talizas, zoquetes de pan y ot ras especies. Pensaba Nazarín que iban dem asiado bien aquellas penitencias para ser t ales penit encias, pues desde que salió de Madr id llov ían sobre él las bienandanzas. Nadie le había t ratado m al, no había tenido ningún t ropiezo; le daban lim osna casi siem pre que la pedía, y éranle desconocidos el ham bre y la sed. Y, a m ayor abundam iento, gozaba de preciosa liber tad, la alegr ía se desbordaba de su corazón y su salad se robustecía. Ni un t r iste dolor de m uelas le había m olestado desde que se echó a los cam inos, y , adem ás, ¡qué ventura no cuidarse del calzado ni de la ropa, ni inquietarse por si el som brero era flam ante o viejo, o por si iba bien o m al pergeñado! Com o no se afeitaba, ni lo había hecho desde m ucho antes de salir de Madr id, tenía ya la barba bastante crecida; era negra y canosa, t erm inada airosam ente en punta. Y con el sol y el aire cam pesino, su t ez iba tom ando un color bronceado, caliente, herm oso. La fisonom ía cler ical habíase desvanecido por com pleto, y el t ipo arábigo, libre ya de aquella m áscara, resaltaba en toda su gallarda pureza.

Cortóles el paso el r ío Guadarram a, que con el reciente tem poral venía bastante lleno; pero no les fue difícil encont rar m ás arr iba sit io por donde vadear lo, y siguieron por una cam piña m enos solit ar ia y estér il que la de la or illa izquierda, pues de t recho en t recho veían casas, aldehuelas, t ier ras bien labradas, sin que falt aran árboles y bosquecillos muy am enos. A m edia t arde div isaron unas casonas grandes y blancas, rodeadas de verde f loresta, destacándose ent re ellas una gallarda torre, de ladr illo rojo, que parecía cam panar io de un m onaster io. Acercándose m ás, v ieron a la izquierda un caserío rast rero y pobre, del color de la t ierra, con ot ra torrecilla, com o de iglesia parroquial de aldea. Beat r iz, que estaba fuerte en la geografía de la región que iban recorr iendo, les dijo:

—Ese lugar es Sevilla la Nueva, de corto vecindar io, y aquellas casas grandonas y blancas con arboleda y una torre, son la f inca o estados que llam an la Coreja. Allí v ive ahora su dueño, un tan don Pedro de Belm onte, r ico, noble, no m uy v iej o, buen cazador , gran j inete, y el hom bre de peor genio que hay en toda Cast illa la

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Nueva. Quién dice que es persona m uy m ala, dada a todos los dem onios; quién que se em borracha para olv idar penas, y, hallándose en estado peneque, pega a todo el m undo y hace m il t ropelías.. . Tiene tanta fuerza, que un día, yendo de caza, porque un hom bre que pasaba en su burra no quiso desapartarse, cogió burra y hom bre, y, levantándolos en vilo, los t iró por un despeñadero.. . Y a un chico que le espantó unas liebres, le dio tantos palos que le sacaron de la Coreja ent re cuat ro, m edio m uerto. En Sevilla la Nueva le t ienen tanto m iedo, que cuando le ven venir apr ietan todos a correr , sant iguándose, porque una vez, no es brom a, por no sé qué pendencia de unas aguas, ent ró m i don Pedro en el pueblo a la hora que salían de m isa, y a bofetada lim pia, a este quiero, a este no quiero, t um bó en el suelo a m ás de la m itad.. . En f in, señor, que m e parece prudente que no nos acerquem os, porque suele andar el t al de caza por estos contornos, y fácil es que nos vea y nos dé el quién vive.

—¿Sabes que m e pones en cur iosidad —indicó Nazarín —, y que la pintura que has hecho de esa fiera m ás m e m ueve a seguir hacia allá que a ret roceder?

VI

—Señor, no busquem os t res pies al gato —dijo Ándara —, que si ese hom bre tan bruto nos arr im a una paliza, con ella hem os de quedarnos.

En esto llegaban a un cam init o est recho, con dos f ilas de chopos, el cual parecía la ent rada de la f inca, y lo m ism o fue poner su planta en él los t res peregr inos, que se abalanzaron dos perrazos com o leones, ladrando desaforadam ente, y antes de que pudieran huir les em bist ieron fur iosos. ¡Qué bocas, qué feroces dientes! A Nazarín le m ordieron una pierna; a Beat r iz, una m ano, y a la ot ra le hicieron t r izas la falda, y aunque los t res se defendían con sus palos bravam ente, los terr ibles canes habrían dado cuenta de ellos si no los contuviera un guarda que salio de ent re unos m atojos.

Ándara se puso en j ar ras, y no fueron inj ur ias las que echó de su boca cont ra la casa y sus endiablados perros. Nazarín y Beat r iz no se quejaban. Y el m aldito guarda, en vez de m ost rarse condolido del daño causado por las f ieros anim ates, endilgó a los peregr inos esta grosera int im ación:

—¡Váyanse de aquí, granujas, holgazanes, t aifa de ladrones! Y den gracias a Dios de que no los ha v isto el am o; que si les ve, ¡Cr isto! , no les quedan ganas de asom ar las nar ices a la Coreja.

Apartáronse m edrosas las dos m ujeres, llevándose casi a la fuerza a Nazarín, que, al parecer , no se asustaba de cosa alguna. En una frondosa olm eda, por donde pasaba un arroyuelo, se sentaron a descansar del sofoco, y a lavarle las heridas al bendito clér igo, vendándoselas con t rapos, que la previsora Beat r iz llevaba. En todo el resto de la tarde y pr im a noche, hasta la hora del rezo, no se habló m ás que del peligro que habían corr ido, y la de Móstoles contó nuevos desm anes del señor de Belm onte. Decía la fam a que era v iudo y que había m atado a su m ujer . La fam ilia, de la nobleza de Madr id, no se t rataba con él, y le recluía en aquella cam pest re residencia com o en un presidio, con m uchos y buenos cr iados, unos para cuidar le y asist ir le en sus cacer ías, ot ros para tener le bien v igilado, y prevenir a sus par ientes si se escapaba. Con estas not icias se av ivó m ás y m ás el deseo que Nazar ín sent ía de encararse con sem ejante f iera. Acordando pasar la noche en la espesura de aquellos olm os, allí rezaron y cenaron, y de sobrem esa dij o que por nada de este m undo dejaría de hacer una visita a la Coreja, donde le daba el corazón que

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encont rar ía algún padecim iento grande, o, cuando m enos, cast igos, desprecios y cont rar iedades, am bición única de su alm a.

—¡Y qué, hij as m ías, todo no ha de ser bienandanza! Si no nos salieran al encuent ro ocasiones de padecer, y grandes desventuras, terr ibles ham bres, m aldades de hom bres y ferocidades de best ias, esta v ida ser ía deliciosa, y buenos t on t os serían los hom bres y m ujeres del m undo si no la adoptaran. ¿Pues qué os habíais figurado vosot ras? ¿Que íbam os a enrar en un m undo de am enidades y abundancias? Tanto em peño por seguirm e, y en cuanto se presenta coyuntura de sufr ir , ya queréis esquivar la! Pues para eso no hacía ninguna falt a que v inierais conm igo; y de veras os digo que, si no tenéis aliento para las cuestas enm arañadas de abrojos, y sólo os gusta el cam inito llano y flor ido, debéis volveros y dejarm e solo.

Trataron de disuadir le con cuant as razones se les ocurr ieron, ent re ellas algunas que no carecían de sent ido práct ico, verbigracia, que cuando el m al les acom et iese, debían apechugar con él y resist ir lo; pero que en ningún caso era prudente buscar lo con tem er idad. Esto arguyeron ellas en su tosco est ilo, sin lograr convencer le ni aquella noche, ni a la siguiente m añana.

—Por lo m ism o que el señor de la Coreja goza fam a de corazón duro —les dijo —, por lo m ism o que es cruel con los infer iores, sañudo con los débiles, yo quiero llam ar a su puerta y hablar con él. De este m odo veré por m í m ism o si es justa o no la opinión, la cual, a veces, señoras m ías, yerra grandem ente. Y si, en efecto, es m alo el señor.. . , ¿cóm o dices que se llam a?

—Don Pedro de Belm onte.

—Pues si es un dragón ese don Pedro, yo quiero pedir le una lim osna por am or de Dios, a ver si el dragón se ablanda y m e la da. Y, si no, peor para él y para su alm a.

No quiso oír m ás razones, y viendo que las dos m ujeres palidecían de m iedo y daban diente con diente, les ordenó que le agua rdasen allí, que él ir ía solo, im pávido y decidido a cuanto pudiera suceder le, desde la m uerte, que era lo m ás, a las m ordidas de los canes, que eran lo m enos. Púsose en m archa, y ellas le gr itaban:

—¡No vaya, no vaya, que ese bruto le va a m atar! . . . ¡Ay, señor Nazarín de m i alm a, que no le volvem os a ver! . . . ¡Vuélvase, vuélvase para at rás, que ya salen los perros y m uchos hom bres, y uno, que parece el am o, con escopeta! . . . ¡Dios m ío, Virgen Sant ísim a, socorrednos!

Fue don Nazar io en derechura de la ent rada del predio, y avanzó resuelto por la calle de árboles sin encont rar a nadie. Ya cerca del edif icio, v io que hacia él iban dos hom bres, y oyó ladrar de perros, m as eran de caza, no los fur iosos m ast ines del día anter ior . Avanzó con paso f irm e, y , ya próx imo a los hom bres, observó que am bos se plantaron com o esperándole. Él los m iró tam bién, y encom endóse a Dios, conservando su paso reposado y t ranquilo. Al llegar j unto a ellos, y antes de que pudiera hacerse cargo de cóm o eran los tales, una voz im perat iva y fur ibunda le dijo:

—¿Adónde va usted por aquí, dem onio de hom bre? Esto no es cam ino, ¡rayos! , no es cam ino m ás que para m i casa.

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Paróse en firm e Nazarín ante don Pedro de Belm onte, pues no era ot ro el que así le hablaba, y con voz segura y hum ilde, sin que en ella la hum ildad delatara cobardía, le dijo:

—Señor, vengo a pedir le una car idad, por am or de Dios. Bien sé que esto no es cam ino m ás que para su casa, y com o doy por cier to que en toda casa de esta cr ist iana t ierra v iven buenas alm as, por eso he ent rado sin licencia. Si en ello le ofendí, perdónem e.

Dicho esto, Nazarín pudo contem plar a sus anchas la arrogant ísim a figura del anciano señor de la Coreja, don Pedro de Belm onte. Era hom bre de tan alta estatura, que bien se le podía llam ar gigante, bien plantado, airoso, com o de sesenta y dos años; pero vejez m ás herm osa difícilm ente se encont rar ía. Su rost ro, del sol cur t ido; su nar iz un poco gruesa y de pronunciada curva, sus ojos v ivos bajo espesas cejas, su barba blanca, punt iaguda y r izosa; su ancha y despejada frente revelaban un t ipo noble, altanero, m ás am igo de m andar que de onbedecer. A las pr im eras palabras que le oyó pudo observar Nazar ín la f iereza de su genio y la gallardía despót ica de sus adem anes. Lo m ás part icular fue que, después de echar le a cajas destem pladas, y cuando ya el penitente, con hum ilde acento, gorra en m ano, se despedía, don Pedro se puso a m irar le f ij am ente, poseído de una intensísim a cur iosidad.

—Ven acá —le dijo—. No acostum bro dar a los holgazanes y vagabundos m ás que una buena m ano de palos cuando se acercan a m i casa. Ven acá, te digo.

Turbóse Nazarín un instante, pues con todo el valor del m undo era im posible no desm ayar ante la f iereza de aquellos ojos y la voz terror íf ica del orgulloso caballero. Vest ía t raj e ligero y elegante, con el descuido gracioso de las personas hechas al refinado t rato social; botas de cam po, y en la cabeza, un liv ianillo oscuro, ladeado sobre la oreja izquierda. A la espalda llevaba la escopeta de caza, y en un cinto m uy m ajo, las m uniciones.

"Ahora —pensó Nazarín— este buen señor coge la escopeta y m e dest r ipa de un culatazo, o m e da con el cañón en la cabeza y m e la parte. Dios sea coom igo."

Pero el señor de Belm onte seguía m irándole, m irándole, sin decir nada, y el hom bre que iba en su com pañ ía tam bién arm ado de escopeta, les m iraba a los dos.

—Pascual —dijo el caballero a su cr iado— ¿qué te parece este t ipo?

Com o Pascual no respondiese, sin duda por respeto, don Pedro soltó una r isotada est repitosa, y encarándose con Nazarín, añadió:

—Tú eres m oro... Pascual, ¿verdad que es m oro?

—Señor, soy cr ist iano —replicó el peregr ino.

—Cr ist iano de religión. . . ¡Y a saber ! . . . Pero eso no quit a que seas de pura raza arábiga. ¡Ah! , conozco yo bien a m i gente. Eres árabe, y de Oriente, del poét ico, del sublim e Or iente. ¡Si tengo yo un ojo! . . . ¡En seguida que te v i! . . . Ven conm igo.

Y echó a andar hacia la casa, llevando a su lado al pordiosero y det rás al sirv iente.

—Señor —replicó Nazarín —, soy cr ist iano.

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—Eso lo verem os... ¡A m í con esas! Para que te enteres, yo he sido diplom át ico, y cónsul, pr im ero en Beirut , después en Jesusalén. En Or iente pasé quince años, los m ejores de m i vida. Aquello es país.

Creyó Nazarín prudente no cont radecir le, y se dejó llevar hasta ver en qué paraba todo aquello. Ent raron en un largo pat io, donde oyó ladrar los perros del día anter ior . . . Les conocía por el m etal de voz. Luego at ravesaron una segunda portalada para pasar a ot ro corralón m ás grande que el pr im ero, donde algunos carneros y dos vacas holandesas pastaban la abundant e hierba que allí crecía. Tras aquel pat io, ot ro m ás chico, con una nor ia en el cent ro. Tan ext raña ser ie de recintos m urados pareciéronle a Nazar ín for taleza o ciudadela. Vio tam bién la t or re que desde tan lej os se div isaba, y que era un inm enso palom ar, en torno del cual revoloteaban m iles de parejas de aquellas lindas aves.

Desem barazóse el caballero de su escopeta, que ent regó al cr iado, m endándole que se alejara, y se sentó en un poyo de piedra.

Las pr im eras frases de la conversación ent re el m endigo y Belm onte fueron de lo m ás ext raño que puede im aginarse.

—Dim e: si ahora te arrojara yo a ese pozo, ¿qué har ias?

—¿Qué había de hacer, señor? Pues ahogarm e, si t iene agua; y si no la t iene, est rellarm e.

—¿Y tú qué crees? ¿Que soy capaz de arrojar te?.. . ¿Qué opinión t ienes de m í? Habrás oído en el pueblo que soy m uy m alo.

—Com o siem pre hablo con verdad, señor, en efecto, le diré que la opinión que t raigo de usted no es m uy buena. Pero yo m e perm ito creer que la aspereza de su genio no quita que posea un corazón noble, un espír itu recto y cr ist iano, am ante y tem eroso de Dios.

Volv ió a m irar le el caballero con atención y cur iosidad tan intensas, que Nazar ín no sabía qué pensar, y estaba un si es no es aturdido.

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VI I

De pronto, Belm onte em pezó a reñi r con los cr iados por si habían o no habían dejado escapar una cabra que se com ió un rosal. Llam ábales gandules, renegados, beduinos, zulús, y les am enazaba con desollar les v ivos, cor tar les las orejas o abr ir los en canal. Nazarín estaba indignado, pero se repr im ía. "Si de este m odo t rata a sus servidores, que son com o de la fam ilia —pensaba—, ¿qué hará conm igo, pobrecito de las calles? Lo que m e m aravilla es que todos m is huesos estén enteros a la hora presente." Volv ió el caballero a su lado, pasada la borrasca, y aún estuvo bufando un rat ito, com o volcán que arroja escor ias y gases después de la erupción.

—Esta canalla le acaba a uno la paciencia. A propósito hacen las cosas m al para fast idiarm e y aburr irm e. ¡Lást im a que no v iv iéram os en las t iem pos del feudalism o, para tener el gusto de colgar de un árbol a todo el que no anduviese derecho!

—Señor —dijo Nazarín, resuelto a dar una lección de cr ist ianism o al noble caballero, sin tem or a las consecuencias funest ísim as de su cólera—, usted pensará de m í lo que guste, y m e tendrá por im pert inente; pero yo reviento si no le digo que esa m anera de t ratar a sus serv idores es ant icr ist iana, y ant isocial, y bárbara y soez. Tóm elo usted por donde quiera, que yo, t an pobre y tan desnudo com o ent ré en su casa saldré de ella. Los sirv ientes son personas, no anim ates, y t an hij os de Dios com o usted, y t ienen su dignidad y su pundonor, com o cualquiera señor feudal, o que pretende ser lo, de los t iem pos pasados y futuros. Y dicho esto, que es en m í un deber de conciencia, dém e perm iso para m archarm e.

Volv ió el señor a exam inar le detenidam ente: cara, t raj e, m anos, los pies desnudos, el cráneo de adm irable est ructura, y lo que veía, así com o el lenguaje urbano del m endigo, tan disconform e con su aparente condición, debió de aso m brar le y confundir le.

—Y tú, m oro autént ico, o pordiosero falsif icado —le dijo —, ¿cóm o sabes esas cosas, y cuándo y dónde aprendiste a expresar las tan bien?

Y, antes de oír la respuesta, se levantó y ordenó al peregr ino im per iosam ente que le siguiera.

—Ven acá.. . Quiero exam inarte antes de responderte.

Llevóle a una estancia espaciosa, am ueblada con ant iguos sillones de nogal, m esas de lo m ism o, arcones y estantes, y , señalándole un asiento, se sentó él t am bién; m as pronto se puso en pie, y fue de un lado para ot ro, m ost rando una inquietud nerviosa que habría desconcertado a hom bres de peor tem ple que el gran Nazarín.

—Tengo una idea.. . , ¡oh, qué idea! . . . ¡Si fuera! . . . Pero no, no puede ser. Sí que es... El dem onio m e lleve si no puede ser. Cosas m ás ext rao rdinar ias se han v isto. . . ¡Rayos! Desde el pr im er m om ento lo sospeché.. . No soy hom bre que se deja engañar.. . ¡Oh, el Or iente! ¡Qué grandeza! . . . ¡Sólo allí existe la v ida espir itual! . . .

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Y no decía m ás que esto, paseo arr iba, paseo abajo, sin m irar al clér igo, o parándose para m irar le de hito en hito, con asom bro y cier ta turbación. Don Nazario no sabía qué pensar, y ya creía ver en el señor de la Coreja el m ayor ext ravagante que Dios había echado al m undo, ya un t irano de refinada crueldad, que preparaba a su huésped algún at roz suplicio, y j ugaba con él, com o el gato con el ratón antes de com érselo.

"Si m e achico —pensó—, seré sacr if icado de una m anera desairada y estúpida. Saquem os part ido de la situación, y si este gigante fur ioso ha de hacer en m í una barbar idad, que no sea sin oír antes las verdades evangélcas."

—Señor m ío, herm ano m ío —le dij o, levantándose y tom ando el tono sereno y cortés que usar solía para reprender a las m alos—, perdone a m i pequeñez que se at reva a m edirse con su grandeza. Cr isto m e lo m anda; debo hablar y hablaré. Veo al Goliat ante m í, y sin reparar en su poder, m e voy derecho a él con m i honda. Es propio de m i m inister io am onestar a los que yerran; no m e acobarda la arrogancia del que m e escucha; m is apar iencias hum ildes no sign if ican ignorancia de la fe que profeso, ni de la doct r ina que puedo enseñar a quien lo necesite. No tem o nada, y si alguien m e im pusiera el m art ir io en pago de las verdades cr ist ianas, al m art ir io ir ía gozoso. Pero antes he de decir le que está usted en pec ado m ortal, que ofende a Dios gravem ente con su soberbia, y que si no se corr ige, no le serv irán de nada su est irpe, ni sus honores y r iquezas, vanidad de vanidades, inút il peso que le hundirá m ás cuanto m ás quiera rem ontarse. La ira es daño gravísim o que sirve de cebo a las dem ás pecados, y pr iva al alm a de la serenidad que necesita para vencer el m al en ot ras esferas. El colér ico está vendido a Satanás, quien ya sabe cuán poco t iene que luchar con las alm as que fácilm ente se inf lam an en rabia. Modere usted sus arrebatos, sea cortés y hum ano con los infer iores. I gnoro si siente usted el am or de Dios; pero sin el del prólim o, aquel grande am or es im posible, pues la planta am orosa t iene sus raíces en nuest ro suelo, raíces que son el car iño a nuest ros sem ejant es, y si estas raíces están secas, ¿cóm o hem os de esperar flores ni frutos allá arr iba? La sorpresa con que usted m e escucha m e prueba que no está acostum brado a oír verdades com o estas, y m enos de un infeliz haraposo y descalzo. Por eso la voz de Cr ist o en m i corazón m e dij o una y ot ra vez que ent rase, sin t em or a nada ni a nadie, y por eso ent ré y hem e puesto delante del dragón. Abra usted sus fauces, alargue sus uñas, devórem e si gusta; pero expirando, le diré que se enm iende, que Cr isto m e m anda aquí pa ra llam ar le a la verdad y anunciar le su condenación si no acude pronto al llam am iento.

Grande fue la sorpresa de Nazarín al ver que el señor de la Coreja, no sólo no se enfurecía oyéndole, sino que le oía con atención y hasta con respeto, no cier tam ente hu m illándose ante el sacerdote, sino vencido del asom bro que t ales conceptos en boca de persona tan hum ilde le causaban.

—Ya hablarem os de eso —le dijo con calma —. Tengo una idea... , una idea que m e atorm enta. . . , porque has de saber que de algún t iem po acá la pérdida de la m em oria es el m ayor suplicio de m i v ida y la causa de todas m is rabietas.. .

De repente se dio una palm ada en la frente, y diciendo: "Ya la cogí. ¡Eureka, eureka! " , se fue casi de un salt o al cuar to próx im o, dej ando solo y cada vez m ás desconcertado al buen peregr ino. El cual, com o Belm onte dejara abier ta la puerta, pudo ver le en la estancia inm ediata, que era al m odo de biblioteca o despacho, revolv iendo papeles de los m uchos que sobre una gran m esa había. Ya pasaba la v ista rápidam ente por per iódicos grandísim os, al parecer ext ranjeros; ya hojeaba revistas, y, por f in, sacó de un estante legajos que exam inaba con febr il presteza.

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Duró esto cerca de una hora. Vio Nazarín que ent raban cr iados en el despacho, que el señor les daba órdenes, por cier to con m ejor m odo que antes, y , por últ im o, cr iados y señor desaparecieron por ot ra puer ta que daba a las inter ior idades de aquel vasto edif icio. Al quedarse solo el buen padr ito exam inó con m ás calm a la habit ación en que se encont raba; v io en las parades cuadros ant iguos, religiosos, bastante buenos: San Juan reprendiendo a Herodes delante de Herodías; Salom é bailando; Salom é con la cabeza del Baut ista; por ot ro lado, santos de la Orden de Predicadores, y en el testero pr incipal, un buen ret rato de Pío I X. Pues, Señor, seguía sin entender la casa, ni al dueño de ella, ni nada de lo que veía. Ya em pezaba a tem er que le abandonaran en aquel solitar io aposento, cuando ent ró un cr iado a llam arle, y le dij o que le siguiera.

"¿Para qué m e querrán? —se decía, at ravesando t ras el fám ulo salas y corredores—. Dios sea conm igo, y si m e llevan por aquí para m eterm e en una m azm orra, 0 arrojarm e en una cisterna, o segarm e el pescuezo, que m e coja la m uerte en la disposición que he deseado toda m i v ida."

Pero la m azm orra o cisterna a que le llevaron era un com edor espacioso, alegre y m uy lim pio, en el cual v io la m esa puesta, con todo el luj o de f ina loza y cr istaler ía que se est ila en Madr id, y en ella dos cubier tos no m ás, uno frente a ot ro. El señor de Belm onte, que allí estaba vest ido de negro, el cabello y la barba m uy bien atusados, cam isa con pechera y cuello lust roso, señaló a Nazar ín uno de las asientos.

—Señor —balbució el penitente, t urbado y confuso —, ¿con esta facha m ísera he de sentarm e a m esa tan elegante?

—Que se siente, digo, y no m e obligue a repet ir lo —añadió el caballero, con m ás aspereza en la palabra que en el tono.

Com prendiendo que la gazm oñería no cuadraba a su hum ildad sincera, don Nazar io se sentó. Una negat iva insistente habría resultado m ás bien afectado orgullo que am or de la pobreza.

—Me siento, señor , y acepto el desm edido honor que usted hace, sentándole a su m esa, a un pobre de los cam inos, que ayer fue m ordido cruelm ente por los perros de esta casa. Parte de lo que dij e hace poco a usted, por mandato de m i Señor, queda sin efecto por este acto suyo de car idad. Quien tal hace, no es, no puede ser enem igo de Cr isto.

—¡Enem igo de Cr isto! ¿Pero qué está usted diciendo, hom bre? —exclam ó el gigante, del m odo m ás cam pechano—. ¡Si Él y yo som os muy am igos!

—Bien.. . Pues si acepto su noble invitación, señor m ío, le suplico m e dé licencia para no alterar m i costum bre de com er tan sólo lo preciso para alim entarm e. No, no m e eche vino; no lo pruebo jam ás, ni ninguna clase de licores.

—Usted com e lo que quiere. No acostum bro m olestar a m is invitados, haciéndoles rebasar la m edida de su apet it o. Se le serv irá de todo, y usted com e o no com e, o ayuna, o se har ta, o se queda con ham bre, según le cuadre. . . Y en prem io de esta concesión, señor m ío, yo, a m i vez le pido m e dé licencia.. .

—¿Para qué? No la necesita usted para m andarm e cuanto se le ocurra.

—Licencia para interrogar le. . .

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—¿Sobre qué?

—Sobre los problem as pendientes, del orden social y religioso.

—No sé si m i escasísim o saber m e perm it irá contestar le con el acier to que usted, sin duda, espera de m í...

—¡Oh! Si em pieza usted por disim ular su ciencia, com o disim ula su condición, hem os concluido.

—Yo no disim ulo nada; soy tal com o usted m e ve; y en cuanto a m i ciencia, si desde luego declaro que es m ayor de lo que corresponde a la v ida que llevo y a las t rapos que v isto, no la t engo por t an super ior que m erezca m anifestarse ante persona tan ilust rada.

—Eso lo verem os. Yo sé poco; pero algo aprendí en m is viajes por Oriente y Occidente, algo tam bién en el t rato social, que es la biblioteca m ás nut r ida y la m ajor cátedra del m undo, y con lo que he podido observar, y un poquito de lectura, prestando atención excepcional a los asuntos religiosos, atesoro unas cuantas ideas que son para m í la propiedad m ás est im able. Pero ante t odo. . , ya rabio por preguntárselo.. , ¿qué piensa usted del estado actual de la conciencia hum ana?

VI I I

" ¡Ahí es nada la pregunt ita! — dij o Nazarín para su sayo—. Tan com pleja es la cuest ión, que no sé por dónde tom ar la."

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—Quiero decir , el estado presente de las creencias religiosas en Europa y Am érica.

—Creo, señor m ío, que los progresos del catolicism o son tales, que el siglo próxim o ha de ver casi reducidas a la insignif icancia las iglesias disidentes. Y no t iene poca parte en ello la sabiduría, la bonded angélica, el tacto exquisito del incom parable Pont íf ice que gobierna la I glesia.. .

—Su Sant idad León XI I I —dij o, gallardam ente, el señor de Belm onte—, a cuya salud beberem os esta copa.

—No. Dispénsem e. Yo no bebo ni a la salud del Papa, porque ni el Papa ni Cr ist o Nuest ro Salvador han de querer que yo altere m i régim en de vida.. . Decía que en la Hum anidad se notan la fat iga y el desengaño de las especulaciones cient íf icas, y una feliz reversión hacia lo espir itual. No pod ía ser de ot ra m anera. La ciencia no resuelve ninguna cuest ión de t rascendencia en los problem as de nuest ro or igen y dest ino, y sus peregr inas aplicaciones en el orden m ater ial tam poco dan el resultado que se creía. Después de los progresos de la m ecánica, la Hum anidad es m ás desgraciada; el núm ero de pobres y ham brientos, m ayor; los desequilibr ios del bienestar , m ás crueles. Todo clam a por la vuelt a a los abandonados cam inos que conducen a la única fuente de la verdad: la idea religiosa, el ideal católico, cuya perm anencia y perdurabilidad están bien probadas.

—Exactam ente —afirm ó el gigantesco prócer, que, ent re paréntesis, com ía con voraz apet ito, m ient ras su huésped apenas probaba los var iados y r icos m anjares—. Veo con j úbilo que sus ideas concuerdan con las m ías.

—La sit uación del m undo es tal —prosiguió Nazarín, anim ándose—, que ciego estsrá quien no vea las señales precursoras de la Edad de Oro religiosa. Viene de allá un am biente fresco que nos da de cara, anunciándonos que el desier to toca a su fin y que la t ierra prom et ida está próxim a, con sus r isueños valles y fer t ilísim as laderas.

—Es verdad, es verdad. Pienso lo m ism o. Pero no m e negará usted que la sociedad se fat iga de andar por el desier to, y com o tarda en llegar a lo que anhela, se im pacient ará y hará m il desat inos. ¿Dónde está el Moisés que la calm e, ya con r igores, ya con blanduras?

—¡Ah, el Moisés! . . . No sé.

—Ese Moisés, ¿lo hem os de buscar en la f ilosofía?

—No, seguram ente; la f ilosofía es, en sum a, un j uego de conceptos y palabras, t ras el cual está el vacío, y las filósofos son el aire seco que sofoca y desalienta a la Hum anidad en su áspero cam ino.

—¿Encont rarem os ese Moisés en la polít ica?

—No, porque la polít ica es agua pasada. Cum plió su m isión, y los que se llam aban problem as polít icos, t ocantes a liber t ad, derechos, et cétera, están ya resuelt os, sin que por eso la Hum anidad haya descubier to el nuevo paraíso terrenal. Conquistados tant ísim os derechos, las pueblos t ienen la m ism a ham bre que antes tenían. Mucho progreso polít ico y poco pan. Mucho adelanto m ater ial, y cada día m enos t raba] o y una inf inidad de m anos desocupadas. De la polít ica no esperem os ya nada bueno, pues dio de sí t odo lo que tenía que dar . Bastante nos ha m areado a todos, t ir ios y t royanos, con sus querellas públicas y dom est icas. Métanse en su

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casa los polít icos, que nada han de t raer provechoso a la Hum anidad; baste de discursos vanos, de fórm ulas r idículas, y del funest ísim o encum bram iento de las nulidades a m edianías, y de las m edianías a notabilidades, y de las notabilidades a grandes hom bres.

—Bien, m uy bien. Ha expresado usted la idea con una exact itud que m e m aravilla. ¿Encont rarem os ese Moises en la t r ibu de la fuerza? ¿Será un dictador, un m ilitar , un César...?

—No le diré a usted que no ni que sí. Nuest ra inteligencia, al m enos la m ía, no alcanza a tanto. No puedo afirm ar m ás que una cosa: que nos quedan pocas leguas de desier to, y quien dice leguas, dice distancias relat ivam ente grandes.

—Pues, para m í, el Moisés que ha de guiarnos hasta el f in no puede salir sino de la cepa religiosa. ¿No cree usted que aparecerá, cuando m enos se piense, uno de esos hom bres ext raordinar ios, uno de esos genios de la fe cr ist iana, no m enos grande que un Francisco de Asís, o quizá m ás, m ás grande, que conduzca a la Hum anidad hasta el lím ite de sus sufr im ientos, antes de que la desesperación la arrast re al cataclism o?

—Me parece lo m ás lógico pensarlo así —dij o Nazarín—, y, o m ucho m e engaño, o ese ext raordinar io Salvador será un Papa.

—¿Lo cree usted?

—Sí, señor . . . Es una corazonada, una idea de filosofía de la histor ia, y líbrem e Dios de querer dar le autor idad de cosa dogm át ica.

—¡Claro! .. . Pues lo m ism o, exactam ente lo m ism o pienso yo. Ha de ser un Papa. ¿Qué Papa será ese? ¡Vaya usted a saber lo!

—Nuest ra inteligencia peca de orgullosa quer iendo penet rar t an allá. El presente ofrece ya bastante m ater ia para nuest ras cavilaciones. El m undo está m al.

—No puede estar peor.

—La sociedad hum ana padece. Busca su rem edio.

—Que no puede ser ot ro que la fe.

—Y a los que poseen la fe, ese don del cielo, toca el conducir a los que están pr ivados de ella. En este cam ino, com o en todos, los ciegos deben ser llevados de la m ano por los que t ienen v ista. Se necesitan ejem plos, no fraseología gastada. No basta predicar la doct r ina de Cr isto, sino dar le existencia en la práct ica e im itar su v ida en lo que es posible a lo hum ano im itar lo div ino. Para que la fe acabe de propagarse, en el estado actual de la sociedad, conviene que sus m antenedores renuncien a las art if icios que vienen de la Histor ia, com o los torrentes bajan de la m ontaña, y que pat rocinen y pract iquen la verdad elem ental. ¿No cree usted lo m ism o? Para patent izar los beneficios de la hum ildad, es indispensable ser hum ilde; para ensalzar la pobreza com o el estado m ejor, hay que ser pobre, ser lo y parecer lo. Esta es m i doct r ina... No, digo m al, es m i interpretación part icular de la doct r ina eterna. El rem edio del m alestar social y de la lucha cada vez m ás enconada ent re pobres y r icos, ¿cuál es? La pobreza, la renuncia de todo bien mat er ial. El rem edio de las injust icias que envilecen el m undo, en m edio de todos esos decantados progresos polít icos, ¿cuál es? Pues el no luchar con la inj ust icia, el

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ent regarse a la m aldad hum ana com o Cristo se ent regó indefenso a sus enem igos. De la resignación absoluta ante el m al no puede m enos de salir el bien, com o de la m ansedum bre sale al cabo la fuerza, com o del am or de la pobreza t ienen que salir el consuelo de todos y la igualdad ante las bienes de la Naturaleza. Estas son m is ideas, m i m anera de ver el m undo y m i confianza absoluta en los efectos del pr incipio cr ist iano, así en el orden espir it ual com o en el m ater ial. No m e contento con salvarm e yo solo; quiero que todos se salven y que desaparezcan del m undo el odio, la t iranía, el ham bre, la inj ust icia; que no haya am os ni siervos, que se acaben las disputas, las guerras, la polít ica. Tal pienso, y si esto le parece disparatado a persona de tantas luces, yo sigo en m is t rece, en m i error , si lo es; en m i verdad, si, com o creo, la llevo en m i m ent e, y en m i conciencia la luz de Dios.

Oyó don Pedro todo el f inal de este sustancioso discurso con gran recogim iento, m edio cerrados las párpados, la m ano acar iciando una copa de v ino generoso, de la cual no había bebido m ás que la m itad. Luego m urm uraba en voz queda: "Verdad, verdad, todo verdad.. . Poseer la, ¡qué dicha! . . . Pract icar la, ¡dicha m ayor! . . ."

Nazar ín rezó las oraciones de f in de com ida, y don Pedro siguió rezongando con los ojos cerrados: "La pobreza.. . , ¡qué herm osura! . . . ¡pero yo no puedo, no puedo.. . ¡Qué delicia! . . . Ham bre, desnudez, lim osna.. . Herm osísim o.. . ; no puedo, no puedo."

Cuando se levantaron de la m esa, el gigante usaba tono y m odales enteram ente dist intos de los de por la m añana. Callaba la f iereza, y hablaba la j ov ialidad de buena cr ianza. Era ot ro hom bre; la sonr isa no se quitaba de sus labios, y el br illo de sus ojos parecía rejuvenecer le.

—Vam os, padre, que usted querrá descansar . Tendrá la costum bre de dorm ir la siesta. . .

—No, señor; yo no duerm o m ás que de noche. Todo el día estoy en pie.

—Pues yo, no. Madrugo m ucho, y a esta hora necesito descabezar un sueño. Usted tam bién descansará un rato. Venga, venga conm igo.

Que quieras que no, Nazar ín fue llevado a una habit ación no distante del com edor , am ueblada con lujo.

—Sí, señor.. . , sí —le dij o Belm onte en tono m uy cordial—. Descanse usted, descanse, que bien lo necesit a. Esa v ida de pobreza er rante, esa v ida de anulación voluntar ia, de ascet ism o, de t rabajos y escaseces, bien m erece algún reparo. No hay que abusar de las fuerzas corporales, am igo m ío. ¡Oh, yo le adm iro a usted, le acato y le reverencio, por lo m ism o que carezco de energía para poder im itar le! ¡Abandonar una gran posición, ocultar un nom bre ilust re, renunciar a las com odidades, a las r iquezas, a.. . !

—Yo no he tenido que renunciar a eso, porque nunca lo poseí.

—¿Qué? Vam os, señor, basta de f icciones conm igo, y no digo farsas por no ofender le.

—¿Qué dice?

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—Que usted, con su cr ist iano disfraz, verdadera túnica de discípulo de Jesús, podrá engañar a ot ros, no a m í, que le conozco, que t engo el honor de saber con quién hablo.

—¿Y quién soy yo, señor de Belm onte? Dígam elo si lo sabe.

—¡Pero si es inút il el disim ulo, señor m ío! Usted...

Tom ó aliento el señor de la Coreja, y en tono de fam iliar cortesía, poniendo la m ano en el hom bro de su huésped, le dij o:

—Perdónem e si le descubro. Hablo con el reverendísim o obispo arm enio que hace dos años recorre la Europa en santa peregr inación.. .

—¡Yo... , obispo arm enio!

—Mejor dicho.. . , ¡si lo sé todo! . . . ; m ejor dicho, pat r iarca de la Iglesia arm enia que se som et ió a la I glesia lat ina, reconociendo la autor idad de nuest ro gran pont íf ice León XI I I .

—¡Señor, señor, por la Virgen Sant ísim a!

—Su reverencia anda por las naciones europeas en peregrm ación, descalzo y en hum ildísim o t raje, v iv iendo de la car idad pública, en cum plim iento del voto que hizo al Señor si le concedía el ingreso de su grey en el gran rebaño de Cr isto.. . ¡Sí, no vale negar lo, ni obst inarse en el disim ulo, que respeto! Su reverencia ilust r ísim a recibió autor ización para cum plir en esta form a su voto, renunciando tem poralm ente a todas sus dignidades y preem inencias. ¡Si no soy yo el pr im ero que le descubre! ¡Si ya le descubr ieRon en Hungría, donde se susurró que había hecho m ilagros! Y le descubr ieron tam bién en Valencia de Francia, capital del Delf inado.. . ¡Pero si t engo aquí los per iódicos que hablan del insigne pat r iarca y descr I ben esa f isononía, ese t raj e, con pasm osa exact it ud! . . . Com o que en cuanto le v i acercarse a m i casa caí en sospecha. Luego busqué el relato en los per iódicos. ¡El m ism o, el m ism o! ¡Qué honor tan grande para m í!

—Señor, señor m ío, yo le suplico que m e escuche.. .

Pero el ofuscado gigante no le dejaba m eter baza, sofocando la voz y ahogando la palabra de Nazarín en el diluvio de la suya.

—¡Si nos conocem os, si he viv ido m ucho t iem po en Oriente, y es inút il que Su Reverencia lleve tan adelante conm igo su piadosa com edia! Le apearé el t ratam iento, si en ello se em peña.. . Usted es árabe de nacim iento.

—¡Por la Pasión y Muerte de Nuest ro Señor Jesucr isto! . . .

—Árabe legít im o. Al dedillo m e sé su histor ia. Nació usted en un país herm osísim o, donde dicen que estuvo el Paraíso terrenal, ent re el Tigr is y el Éufrates, en el terr itor io de Aldjezira, que tam bién llam an la Mesopotam ia.

—¡Jesús m e valga!

—¡Si lo sé, si lo sé todo! Y el nom bre arábigo de usted es Esrou- Esdras.

—¡Ave María Purísim a!

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—Y los franciscanos de Monte Carm elo le baut izaron y le dieron educación y le enseñaron el herm oso lenguaje español que habla. Después pasó usted a la Arm enia, donde está el m onte Ararat , que yo he visitado... , allá donde tom ó t ierra el Arca de Noé...

—¡Sin pecado concebida!

—Y allí se afilió usted al r it o arm enio, dist inguiéndose por su ciencia y v ir t ud, hasta llegar al Pat r iarcado, en el cual intentó y realizó la glor iosa em presa de rest ituir su I glesia huérfana al seno de la gran fam ilia católica. Conque no le canso m ás, Reverendísim o señor . A descansar en ese lecho, que todo no ha de ser dureza, abst inencias y m ort if icaciones. De vez en cuando conviene sacr if icarse a la com odidad, y, sobre todo, señor Em inent ísim o, está usted en m i casa, y en nom bre de la santa ley de hospitalidad, yo le m ando a usted que se acueste y duerm a.

Y sin perm it ir le explicaciones ni esperar respuesta salió de la estancia r iendo, y allí se quedó solo el buen Nazar ín, con la cabeza com o el que ha estado m ucho t iem po oyendo cañonazos, dudando si dorm ía o velaba, si era verdad o sueño lo que había v isto y oído.

IX

—¡Jesús, Jesús! —exclam aba el bendit o clér igo —. ¿Qué hom bre es este? Tarabilla igual no he v isto nunca. ¡Pero si no m e dejaba responder le ni explicar le! . . . ¿Y creerá eso que dice?... Que yo soy pat r iarca arm enio y que m e llam o Esdras y.. . ¡Jesús, Madre am ant ísim a, perm it idm e salir pronto de esta casa pues la cabeza de este hom bre es com o una gran j aula llena de j ilgueros, m ir los, calandr ias, cotor ras y papagayos, cantando todos a la vez! . . . Y tem o que m e contagie. ¡Alabada sea la Sant ísim a Miser icordia! . . . ¡Y qué cosas cr ía el Señor , qué var iedad de t ipos y seres! Cuando uno cree haber lo v isto todo, aún le quedan m ás m aravillas o rarezas que ver . . . ¡Y pretende que yo m e acueste en esa cam a tan m aja, con colcha de dam asco! . . . ¡En el nom bre del Padre! . . ¡Y yo que m e creí hallar aquí vejaciones, desprecios, el m ar t ir io quizá. . . , y m e encuent ro con un gigante socarrón, que m e sienta a su m esa y m e llam a obispo y m e m ete en esta linda alcoba para dorm ir la siesta! ¿Pero este hom bre es m alo o es bueno...?

La cavilación en que cayó el pobre cura sem ít ico no llevaba t razas de concluir ; tan em brollado y dif ícil era el punto que su m agín se propuso dilucidar . Antes de que definir pudiera el ser m oral de don Pedro de Belm onte, volv ió éste de echar la

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siesta. En cuanto le v io, Nazarín llegóse resueltam ente a él y, sin dejar le pegar la hebra, le cogió por la solapa y le dij o con ext raordinar ia v iveza:

—Venga usted acá, señor m ío; que, com o no m e daba respiro, no pude decir le que yo no soy árabe, ni obispo, ni pat r iarca, ni m e llam o Esdras, ni soy de la Mesopotam ia, sino de Miguelturra, y m i nom bre es Nazar io Zaharín. Sepa que nada de lo que ve en m í es com edia, com o no llam e así al voto de pobreza que hacer he quer ido, sin renunciar . . .

—Monseñor, m onseñor. . . , com prendo que tan tenazm ente disim ule.. .

—Sin renunciar , digo, a honores ni em olum entos, porque no las tenía, ni las quiero, ni.. .

—¡Si yo no he de vender su secreto, rayos! Me parece bien que sostenga su papel y que.. .

—Y que nada. Pues cuanto ha dicho usted es un disparate, y un sueño, y un delir io. Me he lanzado a esta v ida de penitencia por un anhelo ardiente de m i corazón, que a ella m e llam a desde niño. Soy sacerdote, y aunque a nadie he pedido perm iso para abandonar los hábitos y salir al ej ercicio de la m endicidad, m e creo dent ro de la m ás pura ortodoxia y acato y venero todo lo que m anda la I glesia. Si he prefer ido la libertad a la clausura, es porque en la penitencia libre veo m ás t rabajos, m ás hum illación y m ás patente la renuncia a todos los bienes del m undo. Desprecio la opinión, desafío las ham bres y desnudeces; apetezco los ult raj es y el m art ir io. Y con esto m e despido del señor de la Coreja, diciéndole que estoy agradecidísim o a sus m uchas bondades y que le tendré siem pre presente en m is oraciones.

—El agradecido soy yo, no sólo por el honor que m e ha proporcionado Su Reverencia. . .

—¡Y dale!

—... el honor alt ísim o de tener le en m i casa, sino por su ofrecim iento de orar por m í y de encom endarm e a Dios, que bien lo necesito, créam e.

—Lo creo.. . Pero haga el favor de no llam arm e Reverencia.

—Bueno: le daré t ratam iento llano en obsequio a su hum ildad —replicó el caballero, que antes, se dejara desollar v ivo que desdecirse de cosa por él sostenida y afirm ada—. Hace bien usted en guardar el incógnito, para evitar indiscreciones.. .

—¡Pero, señor! . . . En f in, dém e licencia para ret irarm e. Yo pido a Dios que le corr ij a de su terquedad, la cual es una form a de soberbia, y así com o el fruto am argo de ésta es la cólera, el fruto de aquélla es la m ent ira. Ya ve cuántos m ales acarrea el orgullo. Mis últ im as palabras al salir de esta noble casa son para rogar le que se enm iende de ese y ot ros pecados, que piense en la inm or talidad, a cuya puer ta no debe usted llam ar con alm a cargada de t antos goces y de t anta sat isfacción de apet itos m ater iales. Porque la v ida que usted se da, señor m ío, podrá ser buena para llegar a una vejez robusta, pero no a la salid eterna.

—Lo sé, lo sé —decía el buen don Pedro con m elancólica sonr isa, acom pañando a Nazarín por el pr im er pat io—. Pero ¿qué quiere usted, ex im io señor? No todos tenem os esa poderosa energía de usted.. . ¡Ah! , cuando se llega a cier ta edad, ya

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están las huesos duros para m eterse uno en abst inencias y en correcciones del carácter. Créam e a m í: cuando al pobre cuerpo le queda poco m ás que viv ir , es crueldad negar le aquello a que está acostum bradito. Soy débil, lo reconozco, y a veces pienso que debo poner le las peras a cuarto al cuerpo. Pero luego m e da lást im a y digo: " ¡Pobrecito cuerpo, para los días que te quedan ya! . . ." Algo de car idad hay tam bién en esto, ¿eh? Vam os, que al pícaro le gusta la buena m esa, los buenos v inos. ¿Y qué he de hacer m ás que dárselos?. . . ¿Le agrada reñir? Pues que r iña.. . Todo ello es inocente. La vejez necesita j uguetes com o la infancia. ¡Ah! , cuando tenía algunos años m enos, se pir raba por ot ras cosas. . . , las buenas chicas, por eje m plo. . . De eso sí que le he pr ivado en absoluto. . No, no, ¡no falt aba m ás! Prohibición radical. Que se fast idie.. . No le dejo m ás que las fruslerías del pecado el com er, la bebida, el t abaco y el pelearse con la serv idum bre.. . En f in, señor, no quiero ent retener le. Pídale a Dios por m í. Es una suerte, para los que no som os buenos, que existan seres per fectos com o usted, prontos a interceder por todos y a conseguir , con sus estupendas v ir tudes, la salvación propia y la ajena.

—Eso no, eso no vale.

—Vale en t anto que uno tam bién hace por sí lo que puede. Yo sé lo que digo.. . Que sus penitencias, padre beat ísim o, le lleven a la per fección que desea, y que Dios le dé fuerzas para proseguir en obra tan santa y m er itor ia.. . Adiós, adiós.. .

—Adiós, señor m ío: no pase usted de aquí —le dijo Nazarín en el últ im o pat io —. Y ahora que m e acuerdo, he dejado m i m orral allá junto a la noria.

—Ya, ya se lo t raen —replicó Belm onte—. He m andado que le pongan en él algunas v ituallas, que nunca están de m ás, créam e; y aunque a usted no le guste com er m ás que hierbas y pan duro, no es m alo que lleve algo de sustancia para un caso de enferm edad.. .

Quiso besar le la m ano; pero don Nazar io, con grandes esfuerzos, se lo im pidió, y en el cam po frontero a la casa se despidieron con m utuas dem ost raciones afectuosas. Com o v iese don Pedro que los m ast ines andaban suelt os por el cam po, dio orden de que los ataran, indicando a Nazarín que se detuviese un m om ento.

—Ya supe —le dijo —, y m e disgustó m ucho, que ayer, por descuido de esta canalla, los perros le m ordieron a usted y a dos santas m ujeres que le acom pañan.

—Esas m ujeres no son santas, sino todo lo cont rar io.

—Disim ule, disim ule. . . ¡Com o si no hablara tam bién de ellas la Prensa europea! . . . La una es dam a pr incipal, canonesa de la Tur ingia; la ot ra, una sudanita descalza.

—¡Ay, cuánto desat ino! . . .

—¡Si lo dice el per iódico! En f in, respeto su santo incógnito. . . Adiós. Ya están sujetos los anim ales.

—Adiós. . . Y que el Señor le ilum ine —dij o Nazar in, que ya no quer ía discut ir m ás y todo su afán era largarse apr isa.

El m orral, atestado de paquetes de com est ibles, pesaba bastante, por lo cual, y por la rapidez de la m archa, llegó m uy sofocado a la olm eda donde Ándara y Beat r iz habían quedado esperándole. I m pacientes y sobresaltadas por su tardanza, en cuanto le div isaron las dos m ujeres, salieron gozosas a su encuent ro, pues creyeron

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no volver a ver le o que saldría de la Coreja con la cabeza rota. Grande fue su asom bro y alegr ía al ver le sano y alegre. Por las pr im eras palabras que el beato les dij o com prendieron que tenía m ucho que contar , y el volum en y peso del saco les desper tó la cur iosidad en dem asía. En la olm eda encont ró Nazar ín a una v iej a desconocida, la señá Polonia, paisana de Beat r iz y vecina de Sevilla la Nueva. Había pasado por all í de vuelta de unas t ierras de su propiedad, adonde fue a sem brar nabos, y v iendo a su am iga se detuvo para chism orrear con ella.

—¡Ay qué señor, qué hom bre tan raro es ese don Pedro! —dij o el padr ito echándose en el suelo, después que Ándara le quitó el morral para exam inar lo que contenía—. No he v isto ot ro caso. Cosas t iene de persona m uy m ala, esclava de los v icios; cosas de persona bonísim a, cor tés y caballeresca. I lust ración no le falt a, f inura le sobra, m al genio tam bién, y no hay quien le gane en terquedad para sostener sus errores.

—Ese vej estor io grandón y bonit o —dij o Polonia que hacía punto de m edia— est á m ás loco que una cabra. Cuentan que se pasó m ucho t iem po en t ier ras de m oros y j udíos, y que al volver acá se m et ió en tales estudios de cosas de religión y de t iología, que se le t rabucaron los sesos.

—Ya lo decía yo. El señor don Pedro no r ige bien. ¡Qué lást im a! ¡Quiera Dios dar le el j uicio que le falta!

—Está reñido con toda la fam ilia de los Belm onte, sobr inos y pr im os, que no le pueden aguantar, y por eso no sale de aquí. Es hom bre m uy pagano y m uy gent il para todos los v icios de buena m esa, y no ve una falda que no le ent re por el ojo derecho. Pero com o m al corazón, no t iene. Cuentan que cuando le hablan de las cosas de religión católica, o pagana, o de las idolat r ías, si a m ano v iene, es cuando pierde el sent ido, por ser esta leyenda y el revolver papeles de Escr itura Sagrada lo que le t rastornó.

—¡Desventurado señor! . . . ¿Querréis creer , hij as m ías, que m e sentó a su m esa, una mesa magnífic a, con vaj illa de cardenal? ¡Y qué platos, qué m anjares r iquísim os! . . . Y después se em peñó en que había de dorm ir la siesta en una cam a con colcha de dam asco.. . ¡Vaya, que a m í. . . !

—¡Y nosot ras tan creídas de que le rom pería algún hueso!

—Pues digo.. . Salió con la tecla de que soy obispo, m ás, m ás, pat r iarca, y de que nací en Aldjezira.. . , o sea la Mesopotam ia, y que m e llam o Esdras.. . Tam bién se dejó decir que vosot ras sois canonesas.. . Y nada m e valía negar lo y m anifestar le la verdad. Com o si no.

—Pues ya se conoce que se da buena vida el hij o de tal —dij o Ándara gozosa, sacando paquetes de fiam bres—. Lengua escar lata.. . y ot ra lengua.. . y j am ón.. . ¡Jesús, cuánta cosa r ica! ¿Y qué es esto? Un pastelón com o la rueda de un carro. ¡Qué bien huele! . . . Tam bién em panadas; una, dos, t res; chor izo, em but idos.

—Guarda, guarda todo eso —le dij o Nazarín.

—Ya lo guardo, que a la hora de com er lo catarem os.

—No, hij a; eso no se cata.

—¿Que no?

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—No; es para los pobres.

—Pero ¿quién m ás pobres que nosot ros, señor?

—Nosot ros no som os pobres, som os r icos, porque tenem os el caudal inm enso y las inagotables provisiones de la conform idad cr ist iana.

—Ha dicho m uy bien —indicó Beat r iz ayudando a reponer los paquetes en el m orral.

—Y si ahora tenem os esto, si nada nos hace falt a hoy, porque nuest ras necesidades están sat isfechas —indicó don Nazario—, debem os dar lo a ot ros m ás necesitados.

—Pues en Sevilla la Nueva no falta pobretería —m anifestó la señá Polonia —, y allí t ienen ustedes donde repart ir buenos caudales. Pueblo m ás m ísero y pobre no le hay por acá.

—¿De veras? Pues a él llevarem os estas sobras de la m esa del r ico avar iento, ya que han venido a nuest ras m anos. Guíenos usted, señora Polonia, y desígnenos las casas de los m ás m enesterosos.

—¿Pero de veras ent ran en Sevilla? Estas m e dij eron que no querían acercarse allá.

—¿Por qué?

—Porque hay v iruela.

—¡Que m e place! .. . Digo, no m e place. Es que celebro encont rar el m al hum ano para luchar con él y vencer lo.

—No es epidem ia. Cuat ro casos saltaron estos días. Donde hay una m ort andad horrorosa es en Villam ant illa, dos leguas m ás allá.

—¿Epidem ia horrorosa.. . y de v iruela?

—Trem enda, sí, señor . Com o que no hay quien asista a los enferm os, y los sanos huyen despavor idos.

—Ándara, Beat r iz. . . —dij o Nazarín levantándose—. En m archa. No nos detengam os ni un m om ento.

—¿A Villam ant illa?

—El Señor nos llam a. Hacem os falta allí. ¿Qué? ¿Tenéis m iedo? La que tenga m iedo o repugnancia, que se quede.

—Vam os allá. ¿Quién dij o m iedo?

Sin pérdida de t iem po em prendieron la m archa, y por el cam ino iba refir iéndoles Nazarín, con graciosos porm enores, el singular ísim o episodio de su v isita a don Pedro de Belm onte, señor de la Coreja.

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