Índice de contenidos - Junta de Andalucía...Los cuentos de la tierra Leyenda de los Poyos del...

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Índice de contenidos

Índice de contenidos ___________________________________________________ 1

Motivación ___________________________________________________________ 3

El tesoro del camino del puerto ___________________________________________ 7

Leyenda de los Poyos del Tabaco _________________________________________ 9

La lavandera _________________________________________________________ 13

Juana, la Loca ________________________________________________________ 15

El enano de las cadenas ________________________________________________ 19

Chimpancés por las calles ______________________________________________ 23

La barragana ________________________________________________________ 25

El león de la Vega _____________________________________________________ 29

El lagarto de La Malena ________________________________________________ 31

La tarantela _________________________________________________________ 33

Elena tenía amores (canción popular) ____________________________________ 35

Jesús Nazareno _______________________________________________________ 37

La casa de los recién casados ___________________________________________ 41

El tesoro de la Puerta de Baeza __________________________________________ 45

El trovador Macías, el enamorado _______________________________________ 49

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Motivación

Mi padre me contó una vez la historia que le ocurrió a su abuelo entrando de noche a

Jaén por el Camino de la Fuente la Peña.

Según esta historia, ya era tarde y el hombre venía del campo con su burro. Al cobijo

de la fuente, un pobre niño lloraba. Mi bisabuelo se agachó para hablar con el chico

pero no le dijo ni media palabra. El hombre pensó que el muchacho se había extravia-

do y que sus padres estarían esperándole en la ciudad, por lo que decidió subirlo a la

bestia y llevarle a Jaén.

Conforme se iban acercando a la civilización, mi bisabuelo, que tiraba de burro, notaba

que al animal le costaba avanzar. Él pensó que estaría cansado de arar la tierra durante

todo el día. Sin embargo, a la altura de la esquina del seminario con el camino al casti-

llo, echó la vista atrás para preguntar al pequeño dónde vivía y, en su lugar, vio a un

ente de brazos hasta el suelo y dientes más largos que los dedos de su mano. Empujó a

la criatura y tiró del burro hasta llegar a casa sin mirar a su espalda.

Esta misma historia, con los mismos protagonistas (el abuelo de mi padre) me la contó

un profesor en un curso del CEP y una limpiadora del centro donde trabajo. Esta coin-

cidencia me hizo pensar en la cantidad de historias parecidas que existen en lo ancho y

largo de nuestra rica geografía y sentí interés por saber si otras culturas poseen esa

similitud de historias.

Esta inquietud fue trasladada a mis compañeros del departamento de Lengua Castella-

na y Literatura y de Arte. A ellos y ellas les surgió la misma inquietud y, fruto de esto,

surgió el grupo que compone este proyecto.

Recogida de información:

Carlos Escobedo Araque – María del Carmen Jurado Ortega – Ana María

Muñoz Galán – María Estefanía Pérez Torres

Diseño gráfico:

María Carmen Martínez Rodríguez

Diseño web:

Juan Pablo Espinosa Zafra – Raúl Cobo Alguacil

Corrección:

Carlos Escobedo Araque – María del Carmen Jurado Ortega – Ana María Muñoz Galán –

María Estefanía Pérez Torres – María Carmen Martínez Rodríguez – Juan Pablo Espinosa

Zafra – Raúl Cobo Alguacil

Maquetación:

Raúl Cobo Alguacil

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A ti, abuelo, que tanto me contaste y tanto es-

cuché, porque sin ti todo habría sido más abu-

rrido.

Los cuentos de la tierra El tesoro del camino del puerto

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El tesoro del camino del puerto

ancha Real ha sido, desde tiempos de la Reconquista, una tierra de

fronteras privilegiada por ubicación: tan cerca de Jaén que sus calles

pueden verse desde

la entrada del pue-

blo y al pie de Sierra Mágina. Un

enclave perfecto para el asenta-

miento de pequeños poblados y

puestos de vigilancia y buen lugar

donde esconderse en caso de hui-

da.

Los restos de historia árabe en la

localidad son muy variados, como

la fuente de las pilas y la fortifica-

ción que se hallaba en la Vereda de

la Torre. Existen restos de ente-

rramientos en los campos y hablan

de tesoros que nuestros anteceso-

res escondieron cerca la ciudad.

En cierta ocasión, llegó a Mancha

Real un personaje misterioso, alto

y encorvado pero robusto y fuerte.

Nunca se le había visto por aquí y

sus ojos azules y su pelo rubio invi-

taban a pensar que era extranjero.

La nariz y la mandíbula se le marcaban en un rostro curtido con barba de varios días.

No parecía joven, si bien su cara estaba dotada de cierta belleza masculina.

Se había hospedado en el hostal del pueblo y había pagado por adelantado para una

semana. No se relacionaba mucho con la gente, se limitaba a levantar la mano para

saludar. Por las mañanas no se le veía por las calles, no desayunaba en los bares ni

compraba enseres de ningún tipo. Pero todas las tardes, acompañado de su maleta de

cuero marrón desgastada por el tiempo, salía del hostal, ruta al camino de Granada, se

ponía sus lentes para leer alguno de los papeles que contenía en su bolsa de viaje y se

perdía puerto arriba.

Los ancianos del pueblo decían que, a veces, se agachaba para coger un puñado de

tierra, lo desmenuzaba y se lo acercaba para verlo más detenidamente. Luego apunta-

ba en su libreta garabatos que parecían jeroglíficos y volvía a guardar el cuaderno. El

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El tesoro del camino del puerto Los cuentos de la tierra

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extranjero debía de ser culto y tener conocimientos orográficos pues entre sus papeles

había mapas con líneas de relieves.

Una tarde, algunos curiosos que estaban en la Plazoleta de Las Pilas, hablando de fút-

bol y de cosas de campo, lo vieron pasar por el camino de la sierra. Todo el pueblo ha-

blaba del extranjero y todos tenían interés por el hombre que apenas hablaba nuestro

idioma y cuya reserva era irritante para los menos acostumbrados a gente foránea. Los

reunidos en la plaza no tuvieron piedad de él esa tarde, algunos le llamaron loco, otros

se rieron de él y los menos le lanzaron los palillos y las virutas de paja que tenían entre

los dientes. Pero el extranjero pareció no sentirse aludido, siguió su camino, sin mirar a

nadie, sin hablar con nadie, sin reaccionar ante nada. Su actitud molestó más a la gen-

te de la plaza, que decidió esperar a que volviera a pasar de regreso al pueblo.

La noche estaba cayendo y la hora normal de regreso del extraño personaje se retra-

saba. Los vecinos que insultaron al extranjero fueron abandonando la plaza cansados

de esperar.

Nunca más se le vio por el pueblo ni nadie ha vuelto a saber de él. Las gentes dicen que

huyó, cansado de ser perseguido por el pueblo e insultado a cada paso. Hastido por la

curiosidad de unas personas que no comprendían qué apuntaba en su cuaderno ni qué

hacía todas las tardes camino de la sierra. Otros dicen que se perdió por la montaña y

murió despeñado por las pendientes, “su cuerpo debió ser pasto de los lobos y de los

buitres”, exclaman algunos.

Sin embargo, para quien me contó la historia, mientras movía la cabeza y levantaba su

sarmentoso índice “¡ése, ése fue el que se llevó el tesoro”.

Ana A. González

Los cuentos de la tierra Leyenda de los Poyos del Tabaco

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Leyenda de los Poyos del Tabaco

ace más de cien años, vivía por las tierras de Mancha Real el Tío Ra-

tón. Era un hombre de campo, acostumbrado a labrar la tierra, le-

vantarse por la mañana, regar sus cultivos y trabajar en cuanto la

madre naturaleza le daba. No era un hombre muy alto, pero sí fuer-

te, esa fortaleza que les da el tiempo a las personas que día tras día

forjan su destino a base de trabajo. El labriego era una persona nor-

mal, no se le veía mucho por

las posadas, ni alternaba

mucho por el pueblo, pero

conocía a todo el mundo y

era querido y respetado por

todos.

El Tío Ratón vivía alejado del

pueblo, cerca de su terreno,

pero se le veía a menudo

bajando por simiente y a

recoger agua a la fuente. Su

casa no era más que cuatro

paredes y un techo casi en

ruinas que apenas se tenía

en pie. La vetusta chimenea

proporcionaba el calor in-

vernal justo para no helarse

hasta los huesos y guardaba

sus aperos en una minúscula

habitación junto a un poco

de trigo, una hogaza de pan

y un poco de embutido.

Era conocido por su humildad y sencillez y nunca había tenido disputa con alguien. Sin

embargo, nadie conocía cuál era el secreto, cuál era el motivo por el que cultivaba el

mejor maíz y el mejor tabaco de la comarca. Él siempre decía que no quería hacerse

rico, que lo único que le interesaba era salir adelante y no morir de hambre. Por eso

sólo sembraba lo justo para mantener su modo de vida.

Sin embargo, a pesar del respeto ganado por el tiempo entre los vecinos, la fama de la

calidad sus siembras había traspasado la frontera local y un día dos ladrones, escopeta

en mano, se presentaron en casa del Tío Ratón. Los ladrones estaban dispuestos a to-

H

Leyenda de los Poyos del Tabaco Los cuentos de la tierra

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do para llevarse el tabaco y el maíz que se cultivaban en la pequeña propiedad. Lleva-

do por el pánico y con la única esperanza de huir, la nariz del Tío Ratón fue haciéndose

cada vez más puntiaguda, sus ojos se tornaron negros por completo, sus orejas redon-

deadas subieron hasta colocarse por encima del cráneo, su espalda se encorvó hasta

colocarlo a cuatro patas, sus pies se convirtieron en garras y su talla se miniaturizó

hasta transformarle en ratón. Así, mutado a roedor, el pobre hortelano vio cómo los

ladrones robaron la mayor parte de su plantación de tabaco.

A esta visita le siguieron otras y no sólo de ladrones, también los carabineros venían a

apropiarse del tabaco el Tío Ratón que sólo podía ver, cosecha a cosecha, cómo su tra-

bajo era robado o requisado sin poder hacer nada por él. Pensaba que ojalá pudiera

transformarse en león y comerse a los expoliadores, plantarles cara y luchar por lo que

era suyo. En su lugar, sólo podía escabullirse temeroso, convertido en ratón y llorar por

la pérdida de su cosecha.

A la cosecha siguiente, una noche, después de un largo día de trabajo, el Tío Ratón

estaba tan cansado que cayó roto sentado frente al fuego. Tan cansado estaba que no

escuchó que se acercaban dos ladrones dispuestos a arrebatarle, de nuevo, su precia-

do tabaco. Los malhechores encontraron al pobre Tío Ratón durmiendo al lado de las

ascuas de la hoguera:

- ¿Dónde está el tabaco? – preguntaron – hemos estado buscando por el campo

y no hemos visto ni una hoja.

El Tío Ratón estaba en estado de shock, apenas podía balbucear dos palabras seguidas.

Le habían pillado con la defensa baja y no podía huir transformado en ratón. Los ladro-

nes se estaban poniendo cada vez más nerviosos y sólo era cuestión de tiempo que

recurriesen a la violencia contra él. Entonces, el Tío Ratón pensó que era el momento

de convertirse en león. Atemperó sus ánimos y se dirigió, con voz decidida a los ladro-

nes:

- El tabaco no está aquí. Lo he plantado en los poyos, en las montañas. Si quieren

los señores, puedo acompañarles a su localización exacta.

Los ladrones se congratularon y amenazaron al Tío Ratón con cortarle el cuello si les

engañaba con alguna artimaña. Anduvieron durante varias horas por senderos y espi-

gados terraplenes hasta llegar donde se encontraba la plantación.

- ¡Pues aquí está mi tabaco y aquí estaréis vosotros por siempre! – dijo el Tío Ra-

tón.

Entonces, el hortelano se transformó en ratón y huyó, ante la sorpresa de los ladrones,

por el camino que sólo él conocía. La noche era cerrada y aún quedaban varias horas

Los cuentos de la tierra Leyenda de los Poyos del Tabaco

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hasta la salida del sol. Los ladrones no pudieron salir de los poyos; jamás encontraron

la salida. Ni el Tío Ratón volvió a saber de ellos, pero, desde entonces, su tabaco y su

maíz volvieron a ser, como al principio, sólo para él.

Juan Antonio Romero (contado por su abuelo Diego)

David Campiñas (contado por su abuela Antonia)

Los cuentos de la tierra La lavandera

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La lavandera

uando no había agua corriente en las casas, ni máquinas que

hicieran los trabajos de la casa, las mujeres de antaño iban a

lavar sus ropas a mano a los ríos o a lavaderos donde se reunían

para hacer la colada. Lava a mano una prenda significa mojar,

enjabonar, frotar y aclarar. Pero para no llevar mucho peso y

para que la ropa se seque más rápido, antes de volver a casa hay

que escurrir las prendas.

Cuentan las personas

mayores de Mancha

Real que hace mucho

tiempo, una lavande-

ra, María, solía bajar a

la fuente para realizar

la colada. La fuente

era un acceso al ria-

chuelo donde bajaba

agua clara y con espa-

cio suficiente para

manejarse a la hora de

lavar la ropa.

María era una joven

dispuesta y bien vista

en el pueblo. Trabaja-

ba mucho y nunca

había tenido una pa-

labra más alta que

otra con los vecinos.

Era amable y le encan-

taba jugar con los ni-

ños por la tarde en la plaza del ayuntamiento.

Una mañana, María había madrugado para hacer la colada. Ese día tenía que lavar la

manta de sus padres, pues ya se estaba yendo el invierno y había que guardarla limpia

para el próximo invierno. María esperaba que alguna de las mujeres que bajaban a la

fuente le ayudara a estrujar la manta, pero era demasiado temprano para que allí hu-

biera un alma. Empezó a lavar la manta cuando, cansada de lavar se incorporó sentada

sobre sus rodillas. Al levantar la mirada, a su lado, había una mujer encapuchada a la

C

La lavandera Los cuentos de la tierra

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que no reconocía, pues llevaba el rostro tapada por la caperuza. En tono amable, la

desconocida le dijo:

- Pareces exhausta, ¿quieres que te ayude?

A María se le iluminó la cara, aunque no reconociera a la misteriosa dama, su ofreci-

miento fue tan cordial y tan oportuno que no dudó en aceptarlo dándole las gracias

por adelantado.

La encapuchada se reclinó junto a ella y cogió el otro extremo de la manta mientras su

cara seguía estando oculta tras el gorro de la capa. María no paraba de darle las gra-

cias a la vez que empezaba a retorcer la manta. Al rato, María observó que por la parte

de la mujer no se escurría agua alguna y le preguntó:

- ¿Estás bien? Parece que no tiene usted fuerza para escurrir la manta.

- Es que un alma en pena no tiene fuerzas – respondió la emcapuchada.

La encapuchada se inclinó hacia María, que vio que dentro de la capucha no había que

el vacío, una capa erigida sobre sí misma sin más sustento que el propio aire dentro de

ella. La manta cayó sobre el lecho del riachuelo junto al resto de enseres que María

había bajado. Y así fue como se los encontraron, pues nunca jamás se supo nada ni de

la misteriosa dama encapuchada ni de María.

José Antonio Rosa

Juan Antonio Romero

José Carlos López

Los cuentos de la tierra Juana, la Loca

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Juana, la Loca

n Siles, vivía una señora llamada Juana. Esta señora vivía sola y se decía

que estaba loca porque no se relacionaba con nadie, no venía nadie a

visitarla y siempre estaba rodeada de la más siniestra soledad. Sin em-

bargo, según algunos vecinos el pueblo, en la casona donde se alojaba, la

Loca guardaba una fortuna en un escondite secreto.

Perico era un muchacho jo-

ven, que había sido criado

cerca del pueblo, entre Siles y

Orcera, en una humilde casa

de campo donde su padre

apenas podía sacar de la tie-

rra lo justo para darle de co-

mer a la familia.

Un día Perico vio que su pa-

dre se había puesto sus ropas

de ir a misa y lo acompañaba

una extraña mujer.

- ¿A dónde vas, papá? –

dijo Perico.

- Mira, Perico, voy al

pueblo a resolver un

asunto importante

con esta señora. Qué-

date aquí y guarda la

casa, que ya sabes

que hay mucha gente

mala por ahí.

Perico accedió, en principio, a regañadientes. Pero el joven era muy curioso y no pudo

aguantar en su casa sin saber a dónde se dirigía su padre y quién era esa bella y extra-

ña mujer. Los siguió a suficiente distancia como para que no le descubrieran. Tenía

diez años y ya había salido a cazar conejos de campo y perdices con padre, por lo que

estaba seguro de que no le descubrirían.

El padre y la mujer llegaron a Siles y llamaron a la puerta de Juana. Perico espero que

entraran escondido en un matorral junto a la verja de entrada del domicilio. Cuando

Juana, la Loca Los cuentos de la tierra

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hubieron entrado, se encaramó a una ventana donde guardaría para siempre lo que

desde allí vio.

Cogiendo por el pelo a la vieja, la mujer que acompañaba al padre de Perico le pregun-

tó a Juana dónde escondía el dinero. La Loca no quiso decirles la ubicación exacta de la

fortuna. Entonces, la mujer desconocida llamó al padre de Perico y juntos la ataron a

una silla. La mujer no dejaba de gritar, pero, como estaba loca, nadie del pueblo vino a

socorrerla.

Después de un rato de interrogatorio, la Loca sólo les había dicho que el dinero estaba

guardado en cajas, pero jamás les diría en qué lugar de la casa las guardaba.

- Trae esa almarada – dijo la mujer al padre.

El padre de Perico le acercó el arma. La mujer paseó alrededor de Juana recorriendo su

diámetro hasta en tres ocasiones. No paraba de hablar, diciendo que para qué quería

una mujer sola tanto dinero, que quién se lo iba a quedar una vez que muriera si no

tenía parientes cercanos, si nadie la iba a echar de menos.

La mujer acercó su cara a la de Juana. No se sabe muy bien qué le susurró, pero Juana

negó con la cabeza y, en un acto rápido como un relámpago, la mujer insertó la alma-

rada por el oído de Juana con tanta violencia que la punta salió por el otro.

La sangre asustó a Perico que saltó de la ventana y llegó corriendo hasta su casa. Su

padre no había hecho nada pero era cómplice del asesinato de Juana, la Loca.

Cuando su padre volvió, Perico le preguntó:

- ¿Papá, quién era esa señora que iba esta mañana contigo?

- Nadie, hijo, no era nadie – contestó el padre, enjuto y triste, sin saber que su

hijo le había visto cometer un acto atroz.

Al cabo de los días, llegó a oídos de Perico que habían encontrado muerta a Juana y

que habían interrogado a todo el pueblo en busca de los culpables, ya que nada se

sabía del asesinato y la Guardia Civil estaba dando palos de ciego. Perico tuvo que

acostumbrarse a vivir sabiendo que su padre, que en el fondo no era mala persona y

que siempre lo había tratado bien, era el coautor del crimen.

Los días pasaron, las horas se convirtieron en meses y las semanas en años. El caso de

Juana, la Loca, se archivó sin hallar al culpable del delito. La casa donde vivió no hubo

quien la comprara o alquilara por miedo al fantasma de la Loca. En su fuero interno,

Perico, que nunca le había comentado nada a nadie, había perdonado a su padre, aun-

Los cuentos de la tierra Juana, la Loca

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que seguía teniendo cierto resentimiento contra la mujer que aquel día le acompaña-

ba.

Al fin Perico era mayor y se iba a hacer el servicio militar. Su padre, con lágrimas en los

ojos lo despidió como si notase que el hijo que partía no era el mismo que volvería.

Aquella misma noche, en el cuartel, Perico compartió vino y brisca con los compañeros

de servicio. Perico era hábil en las relaciones sociales y no tardó en hacerse con el gru-

po. Sin embargo, no era tan hábil con una copa en la mano y, cuando se emborrachó,

contó lo que había visto años atrás desde la ventana de Juana.

El alférez y el resto del cuerpo abandonaron la sala sin que Perico se diera apenas

cuenta que se habían ido, sin poder si quiera explicar que aquella señora fue la artífice

del asesinato, sin saber qué iba a ser de su padre.

Localizaron al padre de Perico quien indicó dónde encontrar a la mujer que le acompa-

ñaba aquella mañana. Los dos fueron llevados a mantas hasta las calles de Siles donde,

antes que la Guardia Civil pudiera hacerse con la multitud, aprehendieron a la pareja.

Llevaron al padre y a la mujer a las afueras del pueblo. Rodearon los cuellos de los ase-

sinos con una soga y, sin juicio previo, sin defensa de su honor o falta de él, el pueblo

de Siles ahorcó a la desdichada pareja.

Desde entonces, al lugar donde murieron el padre de Perico y la extraña mujer se le

conoce con el nombre de palos de la horca.

Marta Montalvo

María Martínez

Los cuentos de la tierra El enano de las cadenas

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El enano de las cadenas

argarita es una mujer discreta dedicada al cuidado de la señora

Isabel. Tanto lleva Margarita cuidando a la señora que esta la trata

como si no fuera una criada, para Isabel Margarita ha pasado a ser

su ángel de la guarda, su protectora, su amiga y su fiel compañera.

Desde que era pequeña ha estado bajo el asilo de la señora. Podría

decirse

que Margarita se ha hecho

mujer en la vieja casa de

Isabel. Se trata de una casa

grande, de tres plantas. Ha

conocido tiempos mejores,

de hecho ahora sólo viven

allí la vieja Isabel y su don-

cella. Margarita duerme en

los antiguos cuartos del

servicio, cerca de la cocina,

en la planta baja. La seño-

ra, por su parte, descansa

en sus lujosos aposentos

de la planta de arriba. El

sótano sirve de almacén,

donde antaño se guardaba

el vino y la matanza, aun-

que ahora sólo sirve de

trastero.

Una noche de tormenta,

Margarita estaba descan-

sando en su dormitorio

cuando el viento cerró

bruscamente la puerta de la ventana de pequeño baño de la planta inferior. Justo des-

pués, Margarita escucho lo que parecía un carruaje tirado por bestias. Las cadenas de

vehículo parecían subir las escaleras hasta el distribuidor de la primera planta. Allí se

detenían durante unos segundos y, como si no hubieran encontrado lo que anduvieran

buscando, volvían a bajar los grandes peldaños de mármol.

- ¡Margarita, Margarita!, ¿qué es lo que siente? – pregunta la anciana.

M

El enano de las cadenas Los cuentos de la tierra

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- No sé, señora, parecen unas cadenas subiendo y bajando las escaleras – res-

ponde Margarita.

Por entonces, el ruido de cadenas cesa, al parecer ahuyentado por los gritos de las

mujeres.

Margarita sube a las estancias de Isabel para comprobar su estado de salud. Parece

nerviosa. Posee una mirada enajenada que asusta a la muchacha. Armada de valor, se

acerca a la cama para consolar a la anciana. Cuando está calmada y a punto de conci-

liar de nuevo el sueño, se vuelven a escuchar las cadenas escaleras abajo.

- ¡Ay, Margarita, al sótano! ¡Ha ido al sótano! – grita Isabel.

Decidida a descubrir el origen del sobrenatural ruido y vela en mano, Margarita deja a

la señora en el dormitorio principal y baja al sótano. La tormenta sigue golpeando con

fuerza la fachada de la casona. Margarita busca y rebusca por todos los rincones del

trastero hasta que se consume la vela por completo, pero no encuentra ni rastro de las

cadenas ni de quien las transporta.

Entonces, Margarita, con los restos de la vela en la mano y a la luz de un nuevo relám-

pago, lo ve. Subiendo las escaleras, sujetas en los pies con grilletes, las cadenas que

habían atormentado desde el inicio de la noche. Las transportaba un enano. Apenas

levantaba medio metro del suelo. Su pelo era desaliñado y los ojos le ardían del color

del fuego. Sudaba tanto que parecía haber estado debajo de la tormenta. Su nariz se

confundía con su boca, de la que sobresalían unos deformes dientes. El cuello se con-

fundía con su pecho y, sin decir nada, parecía incomodar la presencia de las mujeres

en la casa. Sólo había durado un segundo el resplandor, pero a Margarita le había pa-

recido una vida entera.

Cogió otra vela de un cajón de la cocina y corrió escaleras arriba hasta la habitación de

la señora. No había ni rastro del enano encadenado en las escaleras. Isabel seguía des-

pierta, con las manos puestas en las orejas, pendulando sobre su cintura y gritando

repetidamente “¡vete de aquí!, ¡déjanos en paz!”.

El episodio se repetía noche tras noche, hasta que, una noche, tan normal como las

demás, Margarita escuchó a la señora:

- ¡Nooooo, vete de aquí!

Margarita subió las escaleras, temerosa de encontrarse con el enano. No estaba. Reco-

rrió el pasillo hasta el dormitorio de Isabel y entonces lo vio. El enano estaba encima

de la cama de la anciana agarrándole del pelo mientras ella intentaba zafarse de su

presa. Al llegar Margarita el enano se desvaneció y nunca jamás se ha vuelto a saber

de él, pero desde ese momento, cada noche de tormenta, Margarita sube al cuarto

Los cuentos de la tierra El enano de las cadenas

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con Isabel y la vela durante toda la noche, esperando que esa no sea la noche del re-

greso del enano y sus cadenas.

Ana Vico

Alba de Dios

Nuria Torres

Los cuentos de la tierra Chimpancés por las calles

23

Chimpancés por las calles

uedo recordar con facilidad, pues no hace tanto que pasó, que en el ve-

rano de dos mil once había cerca del pueblo una reserva de animales

procedentes de un circo rumano que se había visto obligado al cese de

sus actuaciones y había desaparecido por nuestras tierras. Los animales

estaban bien cuidados y no había día que les faltara ni agua ni alimento.

Los cuidadores limpiaban puntualmente sus jaulas y vivían como seño-

res.

Un cierto día, uno de los

cuidadores, después de lim-

piar la jaula, renovar el agua

y dejar la ración diaria de

alimentos, salió de la jaula

dejando, por descuido, la

puerta abierta.

Los dos chimpancés, al ver

abierta la puerta, sintieron

el hambre de libertad y sa-

lieron de la jaula. Como no

había nadie que los detuvie-

ra, salieron de la reserva en

dirección al pueblo.

Es por todos sabido de la

fuerza superior de un chim-

pancé sobre el hombre, o

sea, cualquier gresca entre

uno y otro acabaría, en

igualdad de condiciones, a

favor del primate no evolu-

cionado. Por suerte, estos

chimpancés estaban acostumbrados a la presencia humana, si bien es cierto que no en

situaciones de libertad. Esta es la razón por la que nadie quería acercarse a más de un

metro de los primates.

Un hombre se los encontró en la plaza y tuvo que agarrarse a un banco para que el

chimpancé no lo tirase al suelo. Según sus palabras, las del hombre, “si me hubiese

tirado, ahí mismo me mata”.

P

Chimpancés por las calles Los cuentos de la tierra

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Avisada la Guardia Civil y movilizado el cuerpo de policía, se procedió a la reducción de

los primates, guiándolos hacia zonas seguras donde no pudieran hacer daño a nadie.

Fue un día especial porque donde no pasa nada casi nunca, ver en el pueblo una cáma-

ra de televisión y un chimpancé por las calles, aviva las calurosas noches de verano.

Érica Moreno

Mireya Rodríguez

Los cuentos de la tierra La barragana

25

La barragana

ace un tiempo escuché por la radio un programa donde hablaban de

esas palabras que se usaban por nuestros abuelos y los abuelos de

nuestros abuelos y que, en plena era de la tecnología y las redes so-

ciales, ahora que somos más cultos que nunca y que todo el mundo

tiene acceso a todo, sin embargo, se están perdiendo. La palabra de

aquella tarde era barragana

y trajo a mi memoria una

historia que ocurrió en Pe-

galajar pero que bien podría

haber sucedido en miles de

pueblos de todo el mundo.

Hasta no hace mucho tiem-

po, pero sobre todo en la

Edad Media, los primogéni-

tos de los grandes señores

heredaban toda la fortuna y

tierras de sus progenitores.

Este hecho provocaba al

resto de la descendencia viril

de la pareja sólo dos opcio-

nes: alistarse y convertirse

en caballero para ganarse la

fortuna o hacerse sacerdote

y dedicarse a la vida espiri-

tual. Este segundo hecho,

provocaba que en la iglesia

existieran un alto grado de

siervos de Dios ausentes de vocación. Esta falta de oficio sacerdotal provocaba que

muchos de estos hombres recurrieran mil argucias para ocultar sus instintos y normali-

zar, a los ojos de los feligreses, las aventuras que, en ocasiones, tenían con mujeres.

Estas mujeres trabajan para el sacerdote durante el día, limpiando su casa, haciendo la

comida y manteniendo pulcra su ropa. En ocasiones, esta dedicación se extendía du-

rante la noche, asegurando compañía femenina bajo las sábanas sacerdotales. A estas

dedicadas mujeres se les conocía con el nombre de barraganas.

Una de estas muchachas era famosa en el pueblo por su belleza y su altanería. Era una

mujer muy hacendosa y sus artes no se limitaban a la labor doméstica. De amplia son-

risa y larga cabellera negra, era capaz de domar al más bravo de los varones con sólo

H

La barragana Los cuentos de la tierra

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una mirada de sus oscuros ojos andaluces. Tan afamada era su belleza que hasta el

propio cura temía de ella y que llegara a ser más importante para el pueblo que el pro-

pio Hijo del Señor.

Como fuere, el sacerdote estaba cansado de celar por el desmesurado encanto natural

de la joven. Temía que algún día se viera comprometido con algún mozo del pueblo y,

llevado por los ceros, dejara al descubierto sus intereses para con la muchacha. Tenía

que deshacerse de ella.

No tardó en presentarse la ocasión. Un día, un pastor que cuidaba a sus ovejas a las

afueras del pueblo fue a visitar al cura. El pastor era un hombre envejecido por las in-

clemencias de un tiempo frío en verano y mucho más frío en invierno. A pesar del paso

de los años por el pastor, mantenía gran cantidad de pelo y tras las arrugas se escondía

un hombre que, sin llegar a ser guapo, podría haber enamorado a alguna moza del

pueblo durante las fiestas patronales.

- Muy señor mío – dijo el pastor – rondo los cincuenta y aún no he conocido mu-

jer ni que me quiera ni que me deje querer. Vengo buscando mujer que me

quiera bien y bien me dé de comer.

El sacerdote vio la ocasión perfecta para quitarse de encima a la muchacha y dar con-

suelo al pastor.

- Esta es Magdalena – dijo el cura presentando al pastor – ha estado a mi cuida-

do y te la confío ahora en matrimonio. Os casaré en la misa del domingo.

Magdalena parecía sorprendida, si bien no le resultó extraña la salida del sacerdote.

Por su parte, el pastor estaba más que contento, pues Magdalena era realmente guapa

y, por lo que le había dicho el cura, de sobrada experiencia en las labores del hogar.

- Antes de casaros y para ver que sois buen cristiano, tengo que realizarte unas

preguntas.

El pastor no solía ir misa y no le gustaba estar sujeto a la necesidad de acudir a la igle-

sia dejando a su rebaño cercado día sí y día no, por lo que, aunque tenía dudas de co-

nocer la respuestas, accedió.

- ¿Cuántos dioses hay? – preguntó el cura.

- Uno – respondió el pastor.

- ¿Y personas?

- En mi cortijo, una, pero en el pueblo, una.

Los cuentos de la tierra La barragana

27

- ¿Sabes los mandamientos?

- Los mandamientos, señor cura, son cinco: 1º tender la raspa del suelo; 2º aca-

rrear la siembra de todo el mundo; 3º el mejor choto al caldero; 4º que nunca

falte el hato; y 5º no decirle la verdad ni a Cristo – indicó el pastor.

- Estás un poco loco, pero me parece suficiente, este domingo os caso.

Cinco meses después de la boda, el agradecido pastor subió de su cortijo a hablar con

el cura.

- Magdalena ha tenido un hijo. Yo creía que las mujeres engendraban en nueve

meses.

El cura se acercó al pastor, lo toma de un brazo y lo acompañó hacia su despacho. Le

indicó que se sentara en la silla frente a la mesa y cogió un libro de la estantería. Se

colocó bien las gafas y se sentó delante del pastor.

- Mujer que a cura sirviere y con pastor se casare, estando fuerte y robusta, a los

cinco meses pare.

Y el pobre pastor, creyéndose las palabras leídas del cura, crio a aquel cincomesino

que nació fuerte y hermoso y al que nunca faltó ni gloria.

Borja Pulido

Fernando Tello

Los cuentos de la tierra El león de la Vega

29

El león de la Vega

bn Yusuf había hecho fortuna gracias a sus grandes dotes de mercader. Era

capaz de vender cualquier cosa a cualquier persona, incluso si no la necesita-

ba.

Había amasado tanta fortuna que algunos habían llegado a pensar que se

había encontrado la piedra filosofal y era capaz de convertir cualquier metal

en oro por medio de la alquimia. Otros decían que había hecho un pacto con

el mismísimo

demonio y se

había convertido

en un gran ma-

go.

Sea como fuere,

Ibn Yusuf poseía

un gran palacio

donde había

cabida para gran

cantidad de per-

sonas. Decían

que sus pasillos

parecían las ca-

lles de una ciu-

dad y que inclu-

so había merca-

do los lunes.

Animales de todo tipo habitaban el palacio y toda persona era bien recibida en su casa.

El avance de la Reconquista a través de la Península estaba provocando el desplaza-

miento de muchos de los grandes mercaderes musulmanes desde Jaén hasta las tierras

de Granada. Ibn Yusuf no deseaba convertirse en cristiano y temía que, si seguía en la

ciudad, todas sus pertenencias le fueran arrebatadas.

Decidió trasladarse a Granada, donde encontraría la tranquilidad que esta tierra de

fronteras había empezado a negarle. Recogió todo lo que había en palacio y formó una

gran caravana de siervos y animales. Nunca se había desplazado tanta gente por estas

tierras de Al-Ándalus.

I

El león de la Vega Los cuentos de la tierra

30

La enorme fila de personas y animales avanzaba a trompicones, pues tenía que pararse

continuamente para dar servicio a las fieras. Ibn Yusuf temía que su familia y todos sus

siervos y animales fueran presa de una emboscada y hubiera derramamiento de san-

gre. No podía consentir que la caravana se retrasase tanto.

Entrando por Huelma, el gran mercader, al observar dos riscos con forma de león, to-

mó una importante decisión: iba a dejar en aquel lugar parte de su fortuna para alige-

rar el peso de las bestias. Ordenó cavar un hoyo entre las dos piedras. Sus sirvientes se

afanaron en realizar la tarea rápidamente para no llamar la atención de las gentes de

la localidad próxima.

En cuanto hubieron terminado el foso, Ibn Yusuf metió parte de sus riquezas y las en-

terró. No fue lo único que hizo. Lanzó un conjuro por el que si una persona no autori-

zada quisiera levantar una sola piedra que tapara sus riquezas, los leones que las guar-

dan volverían a la vida, abriendo de nuevo surco que contiene el tesoro y tragando

para siempre al usurero que quiera robarle su oro.

Ibn Yusuf nunca volvió por el tesoro. Tal vez lo olvidó o pensó que era mayor el riesgo

a ser capturado por los cristianos que la riqueza que allí había escondido. Tal vez fue

víctima de alguna emboscada y murió yendo para Granada.

En cualquier caso, hace unos años, un turno de trabajadores estaba cavando para

construir la carretera que une Úbeda con Iznalloz cuando todos desaparecieron sin

dejar rastro. Unos dicen que encontraron el tesoro de Ibn Yusuf y se lo repartieron,

saliendo de allí sin dar cuentas nadie. Pero otros cuentan que, al acercarse a la Vega de

las Piedras, donde Ibn Yusuf enterró su tesoro, los leones cobraron vida y, tras confir-

mar que su autorización no era oficial, se tragaron al turno de trabajadores. Según esta

fuente, el tesoro sigue allí, esperando que Ibn Yusuf vuelva por él.

Vanesa Lirio

Los cuentos de la tierra El lagarto de La Malena

31

El lagarto de La Malena

a Magdalena es uno de los barrios más conocidos de Jaén. Era la salida

natural de las mercancías que iban y venían por la puerta de Martos direc-

ción Córdoba, Sevilla y América.

Frente a la iglesia

de la Magdalena, existe un

manantial de agua clara prove-

niente del cercano monte de

Santa Catalina. De sus aguas se

servían los vecinos y extranje-

ros que venían a la ciudad por

la puerta de Martos y se usaba

de abrevadero para las bestias.

La vida del vecindario se gene-

raba a través de la fuente.

Un día, a principios del siglo

XVII, apareció rondando la

fuente un imponente reptil.

Sus dimensiones eran tales que

podía confundirse con un dra-

gón. Debido a la presencia de

agua y al paso constante de

animales y el animal se hizo

fuerte en la zona. Vivía escon-

dido pero cualquier ser vivo

que se atrevía a acercarse a la

fuente, terminaba siendo de-

vorado por el lagarto.

Los pastores de la zona, los vecinos, el cura de la iglesia y los demás usuarios de la

fuente elevaron sus protestas hasta las autoridades de la ciudad. Alarmada por la pre-

sión social, la autoridad competente lanzó un edicto por el cual se debía dar caza al

animal, estando dispuesto a otorgar al héroe aquello que desease.

Llegó a oídos de un condenado la información del edicto y la leyenda del animal. Se

ofreció voluntario para acabar con el reptil a cambio de su libertad. Las autoridades

accedieron a condonar su pena si se deshacía del dragón y liberaba a la ciudad de su

azote.

L

El lagarto de La Malena Los cuentos de la tierra

32

Solicitó tres cosas para llevar a cabo su plan: un saco de panes, un caballo rápido y un

saco de pólvora.

A lomos del más raudo de los caballos, el reo se acercó al raudal y llamó al dragón.

Cuando hubo salido de su escondite, el valiente preso lanzó un pan y espoleó al caba-

llo. El dragón seguía de cerca al muchacho que a cada cincuenta metros iba lanzando

trozos de pan. Subió por la calle Santo Domingo y llegó a la actual Martínez Molina.

Llegó hasta la Catedral por la calle Maestra y atravesó la plaza de Santa María. El chico

podía oler el hálito del reptil cada vez más cerca. Sólo le quedaban dos panes cuando

enfiló la calle Hurtado. Al doblar la esquina con la iglesia de San Ildefonso y sin más

panes para atraer a la fiera, el joven reo prendió la pólvora y lanzó el saco. El reptil

engulló de un bocado la saca con la yesca encendida y paró a la puerta del templo.

Movió la cabeza y se produjo la deflagración de la pólvora dentro del animal.

El lagarto de La Malena había encontrado la muerte y el reo fue recompensado con la

libertad. La piel del reptil fue expuesta dentro de la iglesia de San Ildefonso, para re-

cordar que allí encontró fin el dragón que atemorizó a los vecinos de Jaén.

Desde entonces, forma parte del habla de la localidad el dicho “vas a reventar como el

lagarto de Jaén”.

Juan de Dios Cano (contada por su abuela Ana)

Ángel Gómez

Los cuentos de la tierra La tarantela

33

La tarantela

principios del siglo veinte no era muy normal ver por los campos espa-

ñoles arácnidos venenosos o, al menos, con veneno suficiente como

para matar a

una persona.

Las tarántulas son animales

cuyo hábitat no es nuestros

campos o nuestros bosques,

pero aquella mañana Martín

se iba a llevar una sorpresa.

A Martín le gustaba levantarse

temprano y salir a pasear por

el monte por el camino de las

pilas. Le gustaba recoger flores

para llevárselas a Lucía, su

hermosa mujer. Trabajaba de

notario en la ciudad y, a pesar

de su trabajo, era querido y

respetado por todos los habi-

tantes del pueblo.

Esa mañana, junto a las flores,

había una araña un poco más

grande de lo normal. Martín

no le dio importancia y acercó

sus manos al suelo para cortar

los tallos rojos de las primeras amapolas de primavera. La tarántula, al sentirse amena-

zada, mordió a Martín en el dorso de la mano. Martín se irguió y pisó al arácnido ani-

mal repetidas veces, preso por el pánico y el dolor de su extremidad.

Algunos vecinos lo vieron dar patadas al suelo justo antes de caer redondo al suelo

sumido en el más profundo de los dolores mientras el veneno seguía su curso mortal

hasta el corazón de Martín.

En la casa del notario se reunieron el médico y el farmacéutico del pueblo para tratar

de encontrar un remedio al veneno. Nunca jamás habían visto un animal así y temían

seriamente por la vida del joven. Mandaron razón a Jaén por si el doctor de la capital

sabría cómo curarle.

La tarantela Los cuentos de la tierra

34

Todo el pueblo andaba revolucionado por la terrible noticia, “si para esta noche no

encuentran cura, el pobre Martín morirá”. El barbero, un hombre viajado que sabía

tocar la guitarra, había permanecido en la puerta de su establecimiento escuchando a

las gentes cuando decían del notario: que una araña por aquí, que si una especie guita-

rra en la barriga del bicho allá, que si la fiebre alta y los delirios.

El barbero cerró su barbería, cogió su guitarra y se dirigió a casa del mal avenido mu-

chacho. En la habitación encontró al alcalde, a los médicos de Mancha Real y Jaén, al

farmacéutico, al cura rosario en mano y a la mujer de Martín llorando mientras sujeta-

ba la amapola que Martín había recogido para ella.

- Yo curará al chico – dijo el barbero.

Empezó a tocar la guitarra de forma casi enfermiza. Una canción tras otra. Pasado un

tiempo y ante el asombro de los congregados, Martín se levantó de forma casi autó-

mata, sin conciencia, y empezó a bailar al ritmo de la música del guitarrista.

Pasadas las tres de la mañana, el barbero se fue a descansar.

- Volveré mañana – se despidió.

Repitió la canción al día siguiente y en los días venideros. Martín cada vez estaba mejor

y la fiebre había empezado a remitir. Era capaz de sostener una cuchara e, incluso, de

comer sin vomitar.

Una noche, Lucía le preguntó al barbero qué es lo que estaba haciendo para sanar a su

marido.

- La canción de la tarantela cura las picaduras de tarántula haciendo que el en-

fermo baile hasta que el veneno sale por todos los poros de su piel – dijo el

barbero –. El día que toque la guitarra y el enfermo no baile, habrá sanado.

Como había vaticinado el barbero, un día Martín dejó de bailar al son de música. Se

volvió hacia Lucía y le dijo “estoy curado, no siento dolor alguno”. Agradecieron al bar-

bero todo cuanto había hecho por ellos, hasta le regalaron una guitarra nueva. Cuando

se la entregaron, el barbero les dijo:

- La mejor cura para cualquier tipo de enfermedad es la música, si no eres capaz

de cantar o de bailar es porque, tal vez, estés a punto de morir.

Cristina Sánchez

Los cuentos de la tierra Elena tenía amores

35

Elena tenía amores (canción popular)

Elena tenía amores

con un chico muy gallardo.

De nombre le llamaban Flores,

por apellido Navarro.

Ellos dos se paseaban

muy llenitos de ilusión.

Todo el mundo los miraba

con mucha admiración.

Ha pasado mucho tiempo

y ella en cinta se quedó.

Quedando buena del parto,

Elena se levantó.

Llevando el niño al bosque,

allí le abandonó.

Liadito en un pañal,

metidito en una manta,

como madre criminal,

se marchó para su casa.

Un pastor que allí había,

un pastor que allí se hallaba

desde muy lejos oía

como aquel niño lloraba.

El pastor compadecido

al niño en brazos lo cogió.

Sintiendo pena en el alma,

hacia su casa se lo llevó.

Este niño tiene un padre,

lo deben de bautizar,

llevándolo al colegio Carmen.

Y allí lo dejó.

Y al poco tiempo lo hicieron

cura de la población.

Elena tenía amores Los cuentos de la tierra

36

Una mañanita nueva,

una señorita entró.

El confesor la miraba,

el confesor la miró.

Padre yo tengo una pena.

He sido una criminal.

He matado a un hijo mío,

le he dado muerte fatal.

Liadito en un pañal,

metidito en una manta,

como madre criminal,

me marché para mi casa.

Señora es usted mi madre,

por lo que se explica usted.

En la capilla del Carmen,

se declara una mujer.

Mi padre es un pastor,

me recogió en un barranco.

Tu padre se llama Flores,

por apellido Navarro.

Salvador Olmo

Los cuentos de la tierra Jesús Nazareno

37

Jesús Nazareno

ra el año del Señor de 1590 y no se recordaba en Jaén un otoño tan

lluvioso que aquel. Las calles embarradas eran incapaces de absorber

más agua y el torrente de barro bajaba por la cuesta de la Merced has-

ta la misma puerta de la Catedral. Nadie en su sano juicio se hubiera

atrevido a la calle, pues aquella era, sin duda, la más desapacible de

aquel mes noviembre.

Tomás y Catalina no esperaban a nadie aquella noche en el cortijo. Ya habían recogido

los aperos y se disponían a cerrar las puertas cuando un relámpago cegador recorrió el

cielo gris oscuro de la ciudadela.

- ¡Ya veremos este año la cosecha! – dijo Catalina.

- Con tanta agua, la aceituna se pone gorda, pero no de aceite – replicó Tomás.

No habían hecho más que cerrar la puerta cuando escucharon la aldaba del gran por-

tón de madera sonar en el eco solitario de la casona. Un anciano desgreñado apareció

frente a ellos. Debía de ser de fuera, pues su rostro, su voz y su acento no les eran co-

nocidos a la pareja.

- ¿Podrían acogerme, los señores, por esta noche? – preguntó el viejo – no soy

más que un pobre peregrino que vive de la caridad de la buena gente.

Catalina miró a Tomás recelosa, el viejo estaba empapado y los harapos habían empe-

zado a roerse por rodillas, mangas y codos. Las botas dejaban ver una sección del talón

y ya despuntaba el pulgar por la puntera.

- Es nuestro deber de cristianos – recordó Tomás –. El pobre hombre parece en-

fermo.

- Sólo busco cobijo por una noche, les prometo que no daré guerra – dijo el

hombre.

A regañadientes, Catalina accedió dejar pasar al desconocido. Le pidió que se quitara la

ropa y le dio un muda limpia que su marido había dejado de usar. Le quedaba grande,

el abuelo tuvo que remangarse la camisa para poder ponerse los pantalones.

Tomás pidió al extraño que los acompañase a la mesa esa noche y les contara de dón-

de venía, qué hacía por estas tierras y cuál era su destino final. El buen hombre res-

pondió a todas las preguntas y, a la luz del candil, amenizaron la noche con unos me-

lenchones típicos de la zona.

Jesús Nazareno Los cuentos de la tierra

38

Antes de ir a dormir, el anciano se dirigió a la puerta y señaló hacia el exterior.

- He visto que tienen los señores un hermoso tronco de olivo postrado en la

puerta – dijo el anciano –. La madera parece sana y tengo cierta experiencia en

la talla. Si no les importa y como pago a su bondad, les puedo tallar un Cristo.

Sólo me llevará una noche.

Los dueños de la casa no pusieron reparos y permitieron que el desconocido usara el

tronco de olivo. La noche era lluviosa y ventosa como suelen ser los otoños en Jaén. A

cada soplido del viento, acompañaba el peinado de la madera el cepillo. A cada trueno,

le acompañaba un golpe del formón y la lluvia sobre el tejado del cortijo parecía la lija

fina puliendo la suave madera.

Pasada la noche, el ruido cesó. La pareja, pensando que el anciano estaría cansado de

estar tallando de tan nocturna manera, dejó que descansara y no consintió molestia

alguna para con el anciano. Pasados dos días, Catalina y Tomás empezaron a estar

preocupados por no tener noticias de su eventual inquilino.

Los cuentos de la tierra Jesús Nazareno

39

- ¡Mira que te dije, Tomás, que no te fiaras! ¡Anda que si se ha llevao el formón,

el escoplo y la gubia de tu padre! ¡Deberíamos ir a ver! – indicó Catalina.

- Yo lo único que temo es que haya caío rendío con el estruendo de la otra noche

y haya fenecío de cansancio – dijo Tomás.

Cogidos de la mano y muy despacio, se situaron frente al dormitorio donde el anciano

había pasado los últimos dos días. Llamaron a la puerta. Las bisagras movieron la ma-

dera y el interior apareció frente a sus ojos. Había parado de llover y el sol otoñal pe-

netraba por los minúsculos orificios de la pared. Estaba desierta. Sobre la mesa las he-

rramientas que el viejo había utilizado dos noches atrás y, en el centro del cuarto, la

perfecta talla de un Cristo Nazareno subiendo por el Monte Calvario.

José A. González

Los cuentos de la tierra La casa de los recién casados

41

La casa de los recién casados

arcial era el cabeza de una familia humilde y trabajadora. Carmen era su

dedicada mujer. Entre ambos criaban a su hijo mayor, Carlos, y al pe-

queño Manuel. Las cosas no les habían ido muy bien los últimos tiempos

por las tierras sevillanas de Utrera y la familia estaba desesperada por

encontrar un

trabajo que les

permitiera com-

prar un poco de

embutido y una

hogaza de pan

que echarse a la

boca.

Lucas, un buen

amigo de Marcial

con el que había

hecho el servicio

militar, le propu-

so mudarse a

Quesada, cerca

de Cazorla. En la

sierra siempre

había esperanza

para gentes tan

trabajadoras y

honradas como

ellos.

El hombre no tardó en encontrar trabajo en la panadería del pueblo y Carmen comen-

zó a hacer las labores del hogar en el cortijo de un anciano, cerca del Barranco de San-

tiago. Los dos niños se adaptaron con facilidad al colegio y ya habían hecho grandes

amistades entre los alumnos de la vieja escuela. A los chicos les parecía gracioso el

acento sevillano de los pequeños.

Con el objetivo de que Carmen no tuviera que desplazarse hasta muy lejos, habían

echado el ojo a una propiedad a las afueras del pueblo, a unos diez minutos del cortijo

donde trabajaba Carmen. La casa era antigua y parecía deshabitada desde hacía años.

No le vendría nada mal un lavado de cara. Marcial era experto con el manejo de las

herramientas de construcción, no en vano su abuelo había sido albañil y le había ense-

La casa de los recién casados Los cuentos de la tierra

42

ñado el oficio, por lo que poseía cierta destreza natural para el uso de toda aquella

utilería.

Compaginando el trabajo en la panadería con la obra y con ayuda de algunos vecinos

jóvenes de la zona, la reforma estuvo terminada en apenas un par de semanas. El teja-

do estaba en buen estado y sólo hacía falta reforzar las vigas de madera de la zona de

la cocina. Algunos adoquines del suelo estaban levantados y la chimenea estaba obs-

truida por los nidos de los pájaros. Tuvieron que limpiar a consciencia la vivienda.

Al poco estuvieron instalados en su nuevo hogar. No era muy grande y los dos mucha-

chos tenían que compartir dormitorio. “Al menoh tenemoh ande dormí” decía Manuel.

Los padres estaban contentos. Sin duda habían prosperado en muy poco tiempo. En

apenas dos semanas su vida había dado un vuelco radical y parecía que las cosas ha-

bían empezado a irles bien por fin.

Corría el día cinco de un templado día de noviembre cuando, al final de la jornada,

Carmen llegó a casa más deshecha que de costumbre. Tenía lágrimas en la cara y mi-

raba a su familia con una expresión entre pena y preocupación.

- ¡No puede ceh! – decía – ¡mih niñoh, no!

- ¿Qué eh lo que te paza, Carmen? – le preguntó Marcial.

Carmen le explicó que ella no solía ver al anciano porque siempre estaba en sus tareas

del campo. Pero hoy había dado descanso al personal después reparar los corrales del

ganado y preparar todo para el frío. Así que, aquel día, el anciano estaba ocioso. Como

apenas habían hablado desde que la contratara, el hombre quiso saber cómo le estaba

yendo la vida en Quesada. Ella le explicó que se habían mudado a una vieja casa a las

afueras, que estaba deshabitada y que el ayuntamiento se la había dejado a buen pre-

cio. El anciano encarnó las cejas y miró con temor a Carmen. Entonces le contó la his-

toria que, muchos años atrás, le contó su abuelo a él de primera mano.

“Mira, Carmen, no sé si es verdad o leyenda, pero ya son muchas las familias que han

querido vivir allí y no han podido. Yo conozco de dos casos que tuvieron que poner

pies en polvorosa para evitar la masacre”.

“Hacía muchos años, una pareja de recién casados eligieron esa localización para insta-

larse en su primera vivienda. Ya sabes que los comienzos no son fáciles y el hombre no

encontraba dónde empezar a trabajar. Es cierto que no era el hombre más trabajador

de la comarca y le gustaba mucho el pirriaque, por lo que era normal que se gastara el

jornal en la cantina”.

“Una tarde, desesperados por la escasez y la falta de recursos, decidieron robar la caja

del carnicero del pueblo. Aprovechando la nocturnidad, entraron en la casa del carni-

Los cuentos de la tierra La casa de los recién casados

43

cero y se llevaron la recaudación semanal. Pero el propietario del dinero dormía con

un ojo cerrado y otro abierto y escuchó ruidos en la planta de la tienda. Bajó cuchillo

en mano y vio salir a la pareja con el botín. Los siguió de cerca sin que se percatasen y

los sorprendió contando el dinero sobre la mesa de la cocina”.

“Dicen las malas lenguas que sobre esa misma mesa, el carnicero, llevado por la ira,

mató y troceó a la pareja y echó sus despojos a los lobos para que nadie supiera jamás

del terrible crimen”.

“El carnicero tuvo una vida larga y feliz, pero, en la casa, cada trece de cada mes, día

en que intentaron robar en la carnicería, la pareja de ladronzuelos se aparece. Carga-

dos de odio sobre el carnicero, asesinan ferozmente y sin piedad a quienes en ella se

alojan, pensando que es su asesino quien en ella descansa”.

“No os fieis ni penséis que os van a distinguir pues no pueden ver aunque os miren, ya

que el carnicero les privó del sentido visual justo antes de acabar con sus vidas. Los

fantasmas no conocen a nadie, no hablan con nadie, no huelen a nadie, no temen a

nadie… Yo, que vosotros, abandonaría la casa esta misma noche”.

Carmen no podía creer lo que había oído de boca del anciano. Habían estado restau-

rando la casa hasta apenas unos días atrás y nadie de los que les había ayudado tuvo

siquiera la decencia de comentar nada. Esos eran los motivos por los que había llegado

tan hundida a casa.

- ¡Ezo no eh na, mushsha! – dijo Marcial - ¿Vamoh ahora a hacele cazo a to lo

que noh digan? ¡Anda, vamoh a prepará la comía que tengo un hambre que no

pueo ni con mi arma!

Durante los días siguientes, la familia siguió haciendo como si no hubieran conocido la

grotesca historia de su casa. Siguieron trabajando en la panadería como si nada, lim-

piado el cortijo como si nada y yendo a la escuela como si nada. De vez en cuando,

cuanto más cerca del día trece estaba el calendario, Carmen miraba a Marcial y él le

guiñaba un ojo de complicidad. Ni en los momentos más difíciles había perdido el sen-

tido del humor y siempre tenía una cara y gesto amable para con ella y los niños.

La noche del trece de ese mes de noviembre la familia siguió la rutina de siempre. Se

acostaron todos poco después de la caída del sol. La noche estaba tranquila. Marcial se

levantó pronto para ir a trabajar, sobre las cuatro de la madrugada. Salió del dormito-

rio vestido y pensó, mirando para Carmen, que era una tonta por creer en viejas histo-

rias de fantasmas. Salió a la sala de estar para tomarse unos calostros que había deja-

do Carmen preparados para desayunar y, cuando regresó al dormitorio para despedir-

se de Carmen, los vio. Dos figuras levitaban alrededor de la cama cuchillo en mano. En

las cuencas de ojos sólo se les veía el abismo, una oscuridad tan profunda que cual-

La casa de los recién casados Los cuentos de la tierra

44

quier luz que se le acercara se perdería para siempre en el olvido. Uno de ellos parecía

un hombre. La otra figura, una mujer, llevaba en la otra mano la cabeza de Carmen. La

mujer yacía inerte en el lecho matrimonial. Marcial salió corriendo del dormitorio. Llo-

rando cogió a sus hijos en brazos y, sin parar de gritar “¡Eh curpa mía, eh curpa mía!

¡La he matao yo!”, salió de la casa.

Arrodillado unos pasos frente a la puerta del que había sido durante unas semanas su

hogar, el hombre se derrumbó. Abrazó a sus hijos llorando desesperado y pensó que

jamás conocería a una mujer como Carmen, que jamás haría oídos sordos a viejas fá-

bulas y leyendas y, sobre todo, que jamás abandonaría a sus hijos. Cogió a los dos chi-

cos y los agarró fuertemente. Se acercó al borde del barranco de Santiago y, con la

promesa humeando en la boca de Marcial, desaparecieron en sus profundidades.

Javier Guerrero

Los cuentos de la tierra El tesoro de la Puerta de Baeza

45

El tesoro de la Puerta de Baeza

átima había vivido con su madre desde siempre en esa casa. Le encantaba salir

al balcón y casi tocar el ventanal de la casa de enfrente. La calle de los huérfa-

nos era de una de esas calles del casco antiguo donde pocas cosas habían cam-

biado. Adoraba bajar a la calle y torcer la esquina para ver jugar a los niños en la plazo-

leta de igual nombre. La tienda de ultramarinos de doña Dolores de la esquina donde

comprar caramelos. Tan cerca de la catedral, tan próximo a la iglesia de San juan, a tiro

de piedra de la capilla de San Andrés y a sólo unos pasos del monasterio de Santa Cla-

ra. En aquella zona de la ciudad el tiempo se había detenido hacía años y aún se respi-

raba en ambiente embriagador de la antigua judería. No en vano, en el sótano de su

casa una inscripción en hebreo aún estaba grabada en la pared הנר אור שנת סוף עד o

como siempre había traducido su madre “hasta el final de la luz de la vela”.

Decían que la vieja zona de la muralla del antiguo Jaén donde estuvo la famosa Puerta

de Baeza, justo en el mismo sitio en que se encontraba la casa de Fátima, había sido

antaño refugio de judíos que abandonaron, cuando su expulsión de España por los

Reyes Católicos, fastuosos tesoros al no poder llevárselos con ellos. Las viejas historias

de tesoros escondidos siempre habían entusiasmado a la muchacha que esperaba po-

der encontrar alguno.

Un día por la noche, un grupo de pastores llamaron a la puerta pidiendo asilo. Habían

dejado el ganado en lugar seguro cerca de la fuente de la Magdalena pero era ya no-

che y no habían encontrado dónde alojarse. La madre de Fátima no era muy amiga de

dejar pasar a desconocidos y mucho menos a esas horas del día. Pero la muerte de su

marido unos años atrás la había sumido en una profunda miseria y se sentía incapaz de

poder mantener a su hija. Por este motivo y por la gran suma dinero que le ofrecieron

por el hospedaje, dejó que los pastores pasaran la noche en el sótano de la casona.

Pasadas las doce de la noche y movida por la curiosidad y la valentía típica de la edad,

la joven Fátima, viendo el destello de luz reflejarse por la puerta del sótano, decidió

bajar sigilosa a husmear. Los hombres estaban rodeando la luz de una vela y susurran-

do palabras en hebreo que Fátima no conseguía traducir. Pudo, no obstante, recordar

el mensaje cíclico que aquel aquelarre de pastores repetía sin parar.

De repente la vela dio una llamarada y los pastores dejaron de hablar. Fátima se echó

las manos a la boca para evitar que saliera de ella algún sonido involuntario. Las pie-

dras del viejo muro se movieron con el sortilegio y los hombres entraron dentro de la

gruta. Al instante salieron con las manos llenas de tesoros. Copas de oro con rubíes

engarzados, collares de perlas preciosas y cajas de joyas multicolor llamaron la aten-

ción de la joven. Guardaron el tesoro en las alforjas y apagaron la vela a medio consu-

mir.

F

El tesoro de la Puerta de Baeza Los cuentos de la tierra

46

Fátima apenas pudo dormir el resto de la noche. Estaba deseando enseñarle a su ma-

dre lo que había visto en el sótano. Se afanaba en recordar cada una de las palabras

que los forasteros habían repetido para desgarrar el muro y abrir la puerta de la gruta

del tesoro.

Por la mañana, el grupo de pastores le dieron las gracias a la señora y le pagaron lo

acordado la noche anterior. A Fátima le hubiera gustado decirles que le habían robado

y que tendrían que pagar más por cuanto de su casa habían cogido, pero sabía que

había más donde ellos habían sacado su parte, por lo que apremió a su madre para

que los despidiera.

- ¡Madre!, no se va a creer lo que he visto hacer a esos hombres que se acaban

de ir – dijo Fátima a su madre mientras tiraba de ella hacia el sótano.

- Mira niña – dijo la madre –, ¡que vas a tirar!

Cuando llegaron al sótano, Fátima encendió la misma vela que los pastores habían

usado la noche anterior y repitió las palabras que les había escuchado decir. La vela dio

de nuevo la llamarada y, como por arte de magia, la puerta de la cueva se volvió a abrir

ante la atónita mirada de la madre.

- Es el fin de nuestras fatigas, ¡madre!

Los cuentos de la tierra El tesoro de la Puerta de Baeza

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Fátima se adentró en la gruta y empezó a valorar las riquezas que en ella se amonto-

naban. La muchacha empezó a coger y a soltar tesoros sin decidirse cuál sería el más

caro para vender. Mientras, en la otra parte del mágico portal, la madre sostenía la

cada vez más reducida vela.

El cirio estaba empezando a dar pequeños destellos y la madre de Fátima parecía cada

vez más nerviosa pues la niña no salía de la cueva.

- ¡Vamos, niña, y ven ya pacá! – decía.

Sin darse cuenta, la luz de la vela se apagó dejando a oscuras el sótano. El ruido ensor-

decedor piedras en movimiento puso en pie de batalla a la madre de Fátima, que co-

rrió a encender una nueva lámpara. Cuando se hizo de nuevo la luz, el sótano estaba

indemne. No había ni rastro de la puerta de la cueva del tesoro. En su lugar, la inscrip-

ción en hebreo que tantas veces había leído Fátima y tantas veces había traducido su

madre a la muchacha.

La mujer corrió al muro intentando recordar inútilmente las palabras que su hija había

verbalizado unos minutos atrás. No pudo. Se arrodilló bajo la inscripción intentando

encontrar el latido de su hija tras la pared pero nadie respondía a sus lamentos.

Desde entonces, en las noches frías del viejo Jaén, cuando la noche está tranquila, una

voz entre murallas se escucha susurrar, una y otra vez “tu tesoro te espera, tu tesoro

aquí se halla, abre las puertas de tu muralla”.

Juan González

Los cuentos de la tierra El trovador Macías, el enamorado

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El trovador Macías, el enamorado

odo empezó en el Reino de Galicia, allá por el siglo XIV. Macías nació en la

cuna de una humilde y trabajadora familia, que lo crió sin lujos, pero con

muchísimo amor.

Siendo mozo, Macías

entró al servicio de Don Enrique de

Aragón, aprendió a manejar las ar-

mas, así como música y el oficio de

trovador.

Años después, Don Enrique, marqués

de Villena, organizó expediciones en

tierras de moros y así llegó al reino de

Jaén. Entre sus filas, militaba el joven

Macías; trovador y poeta, pero sobre

todo, corazón enamoradizo.

Tras días de mucho trabajo, el mar-

qués de Villena quiso organizar unas

fiestas para dar entretenimiento a las

gentes de los pueblos. Con este moti-

vo, se congregaron artesanos, comer-

ciantes, trabajadores del campo, mu-

jeres y niños dispuestos a pasar un

gran día.

Distraídos en estos menesteres anda-

ban los aldeanos cuando Macías la

vio… una dama de una belleza tal,

que el joven sintió paralizados sus

músculos al verla, su sangre tornó hielo, y entendió que había dejado de ser dueño de

su corazón para siempre.

- Se llama Elvira – le dijeron. Es la doncella de la marquesa.

Atrevido, Macías se dirigió a ella y le pidió permiso para acompañarla… Doña Elvira no

reaccionó como él esperaba, pero sus palabras de desdén no impidieron que el amor

surgiera entre ellos, con la misma fuerza con la que el mar choca en las rocas, con la

furia y la pasión del amor de juventud. Su intención de mantenerlo en secreto por

miedo a las represalias de sus señores, no duró mucho. Poco a poco, la gente del pue-

El trovador Macías, el enamorado Los cuentos de la tierra

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blo se fue haciendo eco de la relación entre los jóvenes. Esto hizo que Macías se deci-

diera a ir al frente a luchas, hacer fortuna y volver luego a por su amada. Así lo hizo. A

la par de las heridas de guerra, llegaba el dinero a su bolsa. Preparado ya para acudir

junto a su amada, emprendió el camino hacia Porcuna.

Pero a su llegada, las noticias no fueron buenas. Don Enrique, tío de Elvira, la obligó a

casarse con Don Hernán Pérez. Se había convertido en una mujer casada y Macías de-

bía olvidarla.

El joven no se resignaba en su empeño de hablar con ella, de verla, y así lo hicieron

durante muchas noches. Los amantes se veían a escondidas, disfrutaban de su amor,

se encendían con la pasión de sus cuerpos…hasta que llegó a oídos de Don Hernán.

Este, amenazó a Macías con darle muerte si no dejaba a Doña Elvira, pero el joven,

hizo oídos sordos a aquella amenaza y volvió a cortejar a su amada.

Macías fue apresado en la torre del castillo de Arjonilla. Allí encerrado, cantaba dulces

canciones destinadas a su enamorada y lanzaba lamentos amargos por su suerte. Las

coplas llegaron a oídos de todo el mundo, ya todas las mujeres envidiaban a Elvira por

aquellas cosas tan bonitas que Macías le dedicaba. Aunque, al celoso marido no habían

de gustarle.

Presto, decidido a acabar con este romance, presentó en el castillo y, a los pies de la

torre donde Macías estaba encarcelado, llamó su atención diciendo:

- ¡Asómate Macías, traigo noticias de Elvira!

El joven enamorado no dudó en acudir a la ventana para saber de su amada cualquier

nueva que le pudieran dar…Sorprendido por el marido de aquella, recibió una flecha

mortal en su pecho.

Se dice, que Macías estaba encadenado, por eso, en el escudo de Arjonilla, aparece

una cadena bajo la imagen del castillo.

María del Carmen Jurado