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1

Avariciosas manos que nuncaencallecieron, desde el fondo dela tierra surgen voces airadasporque no os han bastado veintegeneraciones de sufrimiento yhambre.

No os ha bastado con elmiedo, el sudor y la muerte, losdías entre tinieblas donde faltahasta el aire, el temor a bajarvivos y subir en pedazos, o quenuestros hijos no puedanreconocernos bajo una costra de

polvo.¡Nada os basta! Nada os

parece nunca suficiente ycuando no resultamos rentablesnos convertís en carne decarbón pese a que sobrenuestras espaldas hayáislevantado fortunas que ahoraocultáis en profundas cavernasdesde donde ese dinero grita:«Vuestras fosas serán aún másprofundas que las minas porqueen ellas arderéis sobre unaeterna llama de carbón».

—Es lo último que dejó escrito

sobre vosotros y para vosotros,porque hombres como él no nacencada año, ni tan siquiera cadadécada. Si nacieran, el mundo seríamuy diferente, se lloraría menos, sesufriría menos, y la corrupción y lainjusticia no habrían desembocado enuna situación tan dolorosa como laque ahora padecemos…

La mayoría de los presentesasintieron o intercambiaron miradasde aprobación convencidos de que loque les estaban diciendo era cierto,y, aunque lo supieran hacía ya muchotiempo, no les importaba escuchar

una vez más que Héctor Alfaro habíasido un ser excepcional quecontribuyó a que la vida de cuantosle rodeaban resultara menos cruel yangustiosa.

—Héctor rezumaba bondad porcada poro de su cuerpo, y cuantos lotratasteis durante tanto tiempo sabéisque la suya no era la bondadcontemplativa de quien permite quelos acontecimientos transcurran sinformar parte de ellos, sino que por elcontrario era de esos escasos seresque se involucran en los problemasajenos, los convierten en propios y

ofrecen cuanto tienen a la hora deintentar resolverlos.

Hizo una corta pausa mientrasextraía un pañuelo con el que se secóunas gotas de sudor de la frente, ytras sonreír apenas a quienes seencontraban en primera fila continuóen el mismo tono de absolutoconvencimiento:

—Héctor consagró su vida ahacer el bien, por lo que a vecesllegué a pensar que en realidad noera un empresario sino un misioneroque se sacrificaba, no por amor aDios o porque el Señor le premiara

por su labor, sino porque su mayoralegría se centraba en poner todo loque poseía al servicio de losnecesitados. A quienes nosenorgullecemos de haber sido susamigos o simplemente formamosparte de esa legión de admiradoresde su trabajo, nos colma desatisfacción el simple hecho departicipar en este sentido homenajeen memoria de quien a mi modo dever tan solo cometió un error a todolo largo de su vida: nos dejó sinmentor, sin maestro y sin guíademasiado pronto… —La voz se le

quebró al exclamar sinceramenteconmovido—: ¡Demasiado pronto,Héctor!

No pudo o no quiso seguir,limitándose a hacer un leve gesto ados muchachas que se apresuraron aapartar las blancas sábanas quecubrían una estatua de bronce detamaño natural que representaba, conexquisito gusto y fidelidad, almalogrado empresario, queempuñaba una linterna de minero enuna mano mientras que de la otraparecía escapar una estilizadapaloma.

Se hizo un largo silencio, nosolo por la admiración que causabael bello conjunto escultórico, sinodebido a que la totalidad de lospresentes se percató de que tanto laesposa del difunto como sus hijoscontenían las lágrimas y permanecíantan inmóviles que se podría creer quese habían convertido de igual modoen estatuas de bronce.

Tal vez les había asaltado deimproviso la extraña sensación deque aquel a quien tanto habían amadoles iba a hablar o sonreír, por lo quela mujer con la que había compartido

treinta y cuatro años de felicidad nopudo evitar que se le escapara unronco sollozo.

—¡Bendito seas! —musitóapenas.

La magia, triste magia sin dudadel emotivo momento, la rompió unsemianalfabeto «concejal deCultura» que señaló en un tonolevemente impaciente que quedabainaugurado el parque municipalHéctor Alfaro.

Se despidió sin la menordelicadeza barboteando a duraspenas que tenía la indenlumbimble

obligación de regresar de inmediatoal ayuntamiento, y, tan solo cuando sehubo alejado lo suficiente como paraque no le oyera, el hombre deexquisitas maneras que habíapronunciado el sentido panegíricocomentó en tono de profundodesprecio:

—Si semejante impresentablees concejal de Cultura, me niego aconocer al que se encarga de lalimpieza.

—Este es un pueblo pequeño…—le hizo notar a modo de disculpaGermán Alfaro.

—El pueblo en que nació tupadre nunca puede ser pequeño,querido —replicó el otro seguro desí mismo—. Su sola figura loengrandece porque te garantizo quela mayoría de las capitales no puedenalardear de contar con un personajede su talla.

Si existen días de gloria quepuedan ser al propio tiempo días deprofunda amargura, aquel fue uno deellos para la familia Alfaro, porqueal innegable orgullo de contemplar,instalado en un lugar tanemblemático, el monumento que

inmortalizaba a su marido o a supadre, se unía la tristeza decomprender que semejante acto, pormuy entrañable que fuese, ponía lanecesaria y definitiva rúbrica a lapartida de defunción de un hombreirrepetible.

A punto ya de abandonar elrecinto, y en el momento en queBeatriz Alfaro se volvió conintención de contemplar de nuevo elhermoso grupo escultórico, unapaloma acudió a posarse sobre lacabeza de la estatua, rozando apenascon un ala a la de su congénere de

bronce.A la atribulada mujer le vino a

la mente una frase que había leído enla biografía de un conquistadorespañol: «La gloria es como laspalomas; come migajas en manosanónimas para cagarse sobre lasestatuas de los héroes».

Debido a ello se prometió a símisma que mientras viviera seesforzaría para que la imagen deaquel a quien tanto había amado semantuviera limpia de excrementos.

—Deberían mostrarle al menosun poco de respeto.

—¿Cómo has dicho…? —quisosaber su hija.

—Que nunca he sabido si eldicho «tener la cabeza a pájaros»significa que estás un poco loco oque te has convertido en una estatua.

Laura Alfaro se quedó clavadaen el borde de la acera un tantodesconcertada por la absurda frase, yen cierto modo intranquila alcomprobar que, desde el día en quele anunciaron la muerte de su marido,su madre acostumbraba a desvariarcon inquietante frecuencia.

Le constaba que había

madurado como mujer y ser humanoa la sombra de Héctor Alfaro, ycabría asegurar que tal sombra eratan densa como la de un roblecentenario, por lo que ahora,expuesta a las inclemencias de un solal que no estaba habituada, y que másque sol era sin duda soledad, no solosu delicada piel, sino cabría asegurarque su cerebro comenzaban acuartearse.

—Me preocupa mamá —musitóapenas.

Germán, que se había detenido asu lado, se limitó a echar el brazo

sobre el hombro de su hermanaempujándola con suavidad con el finde que se decidiera a atravesar lacalle al tiempo que replicaba:

—No tiene por qué; lo peor quepodría ocurrirle ya le ha ocurrido yse mantiene firme.

—A veces temo que acabarávolviéndose loca.

—Si, como aseguran, la locuraconduce al olvido, sería lo mejor quepodría sucederle puesto que sufriríamenos. Debemos aceptar que su vidaconcluyó cuando papa murió, y quelo único que le aguarda es un amargo

tránsito hacia el final. —La atrajohacia sí besándola con afecto en lafrente—. Nos guste o no, tenemosque hacernos a la idea de que mamáfue increíblemente feliz por tener lasuerte de casarse con quien se casó,pero que todo, lo bueno y lo malo,acaba algún día.

—¿Vale la pena amar tanto parapasarte luego el resto de la vidasufriendo?

—Pregúntaselo a ella, porque ami modo de ver es la única que tepuede dar una respuesta conconocimiento de causa.

Se reunieron con su madre, queaguardaba junto al coche, sedespidieron de cuantos habíanacudido a presenciar la emotivaceremonia, y no pronunciaron unasola palabra mientras se dirigíanhacia el viejo y enorme caserónfamiliar que dominaba el valle aunos tres kilómetros del pueblo.

El mero hecho de atravesar elumbral y detenerse en el ampliosalón tuvo la «virtud» de sumirles enuna depresión aún más profunda,puesto que la añoranza se acentuabay se volvía casi dolorosa al percibir

los familiares olores que lesasaltaban como una jauría de perros.

Olor y música han sido siemprelos principales alimentos de lamemoria, o al menos de esa parte tantriste de la memoria que se llamanostalgia.

Y allí estaba ahora, flotando enel ambiente el dulce aroma a tabacode pipa que fumara su abuelo y mástarde su padre, y que parecía haberimpregnado cada rincón y cadamueble de la mansión como si setratara de un sello distintivo quepermanecería allí hasta que de los

gruesos muros tan solo quedasenruinas.

El sábado, al recoger la noticiade la inauguración de la estatua, lacadena de televisión regional decidiódedicar un amplio reportaje a la viday obra de Héctor Alfaro, y estaba tanbien realizado que no pudo pormenos que conmover a la audiencia.

En contraste con laproliferación de programas basura,de incontables telediarios que nosolían tener otro hilo conductor quela violencia y la muerte o lasinterminables y vacías peroratas de

politicastros cuya única meta parecíaser desprestigiar al contrario, elhecho de que se destinara tantoespacio y tanto esfuerzo a poner demanifiesto la labor de un hombre quehabía dedicado su vida a la difíciltarea de hacer más llevadera la delos mineros constituyó una especiede bocanada de aire fresco quealejaba la pestilencia que a todashoras parecía emanar de laspantallas.

Las lágrimas caían mansamente,silenciosamente, imparablemente,por las mejillas de su viuda, a quien

tales palabras y en especial lasimágenes le encogían el corazónhasta el punto de que no pudosoportarlo, por lo que decidióabandonar el salón con el fin de ir atomar asiento en el porche, allídonde tantas noches contemplaron laslejanas luces del pueblo mientras élextraía bocanadas de humo de suvieja, curva y resobada cachimba.

—No deberías ver esas cosas.Te hacen daño.

La pobre mujer ni siquiera sevolvió a mirar a quien se habíaacomodado en el sillón de mimbre

que antaño ocupaba su marido.—Lo único que me hacen es

llorar —puntualizó segura de lo quedecía—. El daño lo llevo siempredentro.

—¿Hasta cuándo?—Hasta veinte segundos

después de haber dejado de respirar,porque en cierta ocasión leí que esees el tiempo que tarda el alma enabandonar un cuerpo.

—¿Veinte segundos? —repitióun incrédulo Germán Alfaro—. ¡Quéestupidez! ¿Acaso alguien se hapasado horas a la cabecera de los

agonizantes con un cronómetro en lamano?

—Supongo que no.—¿Entonces…?—¿Y a mí que me preguntas?

Ve a pedirle explicaciones a quienescribió ese artículo.

—Un cretino, sin duda.—Es posible, pero lo mejor que

tienen ese tipo de artículos es que ellector puede aceptar o no lo que suautor propone, y a mi modo de verveinte segundos para abandonar uncuerpo que pronto empezará adescomponerse es un tiempo

prudencial y tan aceptable comocualquier otro.

—¡También es verdad! ¿Quémás da veinte segundos que treshoras? Se supone que un alma notiene que hacer maletas.

—Lo único que tiene que haceres ponerse a bien con Dios.

Su hijo entendió que de permitirque la conversación transcurriera porsemejantes derroteros pronto o tardesu madre comenzaría a decirinsensateces de mucho mayor calado,por lo que prefirió cambiar de temapor el sencillo sistema de inquirir:

—¿Qué piensas hacer ahora?—Quedarme aquí, a solas con

los recuerdos.—No me parece buena idea.—Yo nunca he tenido una buena

idea… —le hizo notar ella conabsoluta naturalidad—. Raro seríaque empezara ahora.

—Casarte con papá fue la mejoridea que ninguna mujer puede habertenido nunca —puntualizó su hijo.

—Estoy de acuerdo, pero no fueidea mía sino suya; yo a lo único queaspiraba en aquel tiempo era aconvertirme en trapecista.

—¿Trapecista? —repitióGermán Alfaro sinceramentesorprendido—. Nunca nos habíashablado de ello.

—Me daba vergüenza.—¿Vergüenza por qué?La buena mujer se encogió de

hombros, esbozó apenas una sonrisay se volvió a mirarle directamente alreplicar:

—No puedes contar a tus hijosque estuviste un año rechazando a unhombre extraordinario porque tuúnica aspiración era saltar de untrapecio a otro. Me tomaríais por

loca y con razón.—No veo por qué; los sueños y

las ilusiones de nuestra juventudsuelen ser algo muy personal. Y muyespecial. ¿Y a qué se debió esaafición?

—A que un día mi abuelo mellevó al circo donde actuaba unatrapecista tan hermosa, ágil y etéreaque parecía la mismísimaCampanilla de Peter Pan. Cuandosalí de allí me dije: «Quiero sercomo ella», y al día siguiente mepuse a entrenar.

—¿Realmente llegaste a

entrenar como trapecista? —no pudopor menos que asombrarse él.

—Me caí tres veces de un árboly dos de una escalera, por lo que mipadre decidió que ya que estabadispuesta a romperme la crisma másvalía que lo hiciera con ayuda dealguien que supiera cómo hacerlo.Pero al cabo de un tiempo apareciótu padre, que cuando se le metía unaidea en el entrecejo no paraba hastaconseguir lo que quería.

—¡Me consta! —admitióGermán—. Pero sigo sin entenderpor qué nunca nos has hablado de

algo tan curioso. ¡Y divertido!—¿Te parece divertido tratar de

explicar que la cicatriz de la nuca mela hice pretendiendo ser trapecistacuando lo cierto es, y me llevó mesesreconocerlo, que estaba negada parasurcar los aires? —insistió ellaconvencida de lo que afirmaba—.Siempre caía de cabeza, como si latuviera de plomo. De ahí que measalten esas migrañas que memantienen días postrada en una cama.

—¿Estás segura de que es porculpa de los golpes?

—Por culpa de las caricias no

es, puedes estar seguro… —Chasqueó la lengua con un gesto quetanto podía ser de incredulidad comode fastidio al añadir—: Y lo quesiempre me molestó fue el hecho deque a tu padre, que vivió expuesto amil enfermedades en las minas, nuncale dolía nada, mientras la primeravez que se me ocurrió hacer algodistinto a poco me rompo la crisma.

Hizo una de sus largas pausasen las que parecía que se hubieratrasladado a un remoto lugar que tansolo ella conocía, y cuando regresótomó la mano de quien la observaba

con gesto de profunda preocupaciónal tiempo que ensayaba una tímidasonrisa.

—Y ahora ha llegado elmomento de hablar de ti —dijo—.¿Cuándo piensas marcharte?

—¿Marcharme? —se extrañó él—. ¿Adónde?

—Eso no lo sé porque nisiquiera tú mismo lo sabes. Perorecuerda que soy tu madre y meconsta que tu mayor deseo es navegary ver mundo.

—No pienso dejarte.—Pero debes hacerlo, porque

de lo contrario me sentiré culpable.Yo estaré bien; mejor sabiendo queeres feliz lejos, que desgraciadocerca. Tu padre te ha dejado algúndinero; disfrútalo mientras eresjoven, que tiempo tendrás deencerrarte en un despacho.

—¿Y quién se hará cargo de lasminas?

—Tu hermana, que tiene buenacabeza para los negocios, mientrasque la tuya siempre está en otraparte. A Laura le encanta bajar a lospozos y convivir con los mineros, yaunque en justicia el puesto te

pertenece, todos sabemos que ese noes tu mundo, acabarías llevándonos ala ruina y son muchas las familiasque dependen de nosotros.

2

Cabría asegurar que naciópredestinado debido a que lo hizo alos pies del altivo puente de lasAméricas que al atardecer hacíasombra sobre el jardín de su casa, amenos de trescientos metros de laentrada del Canal y muy cerca de laplaya en que según la tradición seintrodujo hasta la cintura VascoNúñez de Balboa en el momento debautizar como Pacífico al océanoque acababa de descubrir.

Su madre, Juana de la Cosa,

presumía de descender en líneadirecta del «primer cartógrafo delnuevo mundo», y su padre, EmeterioElcano, podría haber presumido dedescender del primer marino quecircunnavegó el globo, por lo que nose lo pensaron mucho a la hora dellamarle Ulises.

Desde que aprendió a gatear, suvida estuvo directamente relacionadacon los barcos, ya que desde suhabitación los veía pasar eninterminable procesión en su lentoavance hacia la entrada de lasesclusas de Miraflores, cruzándose

con otros que seguían idénticoitinerario en sentido contrario.

Como a su madre le apasionabaacudir a cuidar ancianos a undestartalado asilo, su padre, altocargo del Canal, se lo llevaba aldespacho a sabiendas de que loúnico que tenía que hacer para queno molestara era proporcionarle ungran bloc y una caja de lápices decolores. De ese modo el niño sepasaba las horas dibujandoembarcaciones, cosa que hacía conrara habilidad y gran lujo de detalles.

Su amor al mar, pero sobre todo

a los barcos, consiguió que muypronto su habitación y luego lapráctica totalidad de la casa seconvirtiera en una especie de museonaval con docenas de maquetas,cuadros, libros y todo tipo de objetosrelacionados con la navegación.

Por si ello no bastara, elhermano de su padre, que había sidopatrón de atuneros, le llenaba lacabeza de maravillosas historiassobre el arte de la navegación y losinfinitos secretos del océano, y fue élquien pronunció una de las primerasfrases que se le quedarían grabadas

en la memoria de forma indeleble:«Cuando un auténtico marino conocea una chica debe pedirle que se untelos pechos con un poco de brea,porque más fácil resulta que unamujer huela a barco, que un barcohuela a mujer».

A su madre no le hacía graciaque su cuñado le enseñara esas cosasa un chicuelo, pese a lo cualreconocía que por lo general el rudopescador ejercía sobre él unabeneficiosa influencia ayudándole aconsolidar su vocación, aunque talvocación no precisaba de ningún tipo

de aliento, dado que cabría asegurarque por las venas de Ulises no corríasangre, sino agua salada.

Al cumplir nueve añostransformó el garaje en un astillerodonde se construyó con infinitapaciencia y la inestimable ayuda desu tío Nemesio un balandro que muypronto se convirtió en parte delpaisaje, visto que atravesaba una yotra vez la bahía mientras sorteabacon habilidad gigantescos navíosjunto a los cuales era como unablanca e inquieta mariposa a los piesde parsimoniosos paquidermos.

Los prácticos le amenazabancon quejarse a su padre cuando seaproximaba demasiado, y enocasiones aburridos tripulantesintentaban orinarle desde cubierta,aunque siempre conseguía evitar quele «bautizaran» de nuevo.

Pasaba luego largas horaspescando o buceando entre las rocasde la otra orilla, a los pies del fuerteKobbe, por lo que con el tiempollegó a una lógica conclusión: paraser un buen marino no bastaba consaber lo que ocurría sobre lasuperficie del mar; hacía falta saber

también lo que sucedía bajo él.Con respecto al mar, el hombre

se había comportado a semejanza deuna pulga que se pasease sobre lapiel de un perro, conformándose conchuparle un poco de sangre, perodesde que casi ochenta años atrásdos comandantes francesesinventaron la escafandra autónoma,era como si esa pulga circulase concasi absoluta libertad por lasentrañas del perro.

Las olas, desde las que seelevaban como edificios en elcorazón de un huracán hasta las casi

imperceptibles ondas que iban amorir sobre la arena de una tranquilaensenada, habían constituido desde elcomienzo de los siglos la milimétricafrontera que dividía brutalmente dosuniversos a menudo enfrentados, detal modo que cuando la mayor partede los habitantes de los océanosasomaban la cabeza unos centímetrospor encima de esa frontera, morían, yde igual modo la mayor parte de losanimales terrestres perecían cuandosumergían la cabeza unos centímetrospor debajo de ella.

Ninguna frontera fue nunca, por

tanto, tan delgada y tan letal.Con gran frecuencia el Pacífico

hacía honor a su nombre, y cuando aprimera hora de la tarde lo calentabaun sol implacable y su superficieaparecía tan tersa, sólida y relucienteque cabría pensar que las avesmarinas se quedarían en pie sobreella como sobre un espejo, elmuchacho sumergía muy despacio lacabeza en el agua de modo que ladelgada línea divisoria quedarajustamente a la altura de sus ojospara poder sentirse parte integrantede ambos mundos.

Pese a su juventud no tardó enllegar a una conclusión: el mar eramucho más misterioso, pero la tierraera mucho más caótica debido a quebajo las olas todo parecía limitarse adevorar o ser devorado siguiendorígidas reglas e incluso épocas delaño y horarios muy estrictos.

El universo acuático se leantojaba armonioso, mientras que eluniverso terrestre le resultabaconfuso y discordante.

Como había nacidopredestinado a ser marino, la primeranoche que besó a una chica

comprendió que aquellos húmedoslabios y aquellos erguidos pechoseran lo único que conseguiríanretenerle en la costa, por lo que caside inmediato decidió mantenerse, sino completamente alejado de ellos,sí al menos precavido.

El día que cumplió dieciséisaños, su tío Nemesio le regaló unanillo de coral rojo al tiempo queseñalaba: «Este es el símbolo queindica que estás casado con el mar, osea que procura tener una novia encada puerto y no te preocupes por loscuernos. Desde el momento en que

embarcas, tú estás donde quieres, osea que mientras tanto deja que ellas,que se quedan en tierra, vayan dondequieran».

Aquel fue un magnífico consejoque Ulises Elcano decidió seguir arajatabla, convencido como estabade que las sirenas que le cantaron alauténtico Ulises no tenían laintención de atraerle para quenaufragara, visto que de poco sirveun hombre ahogado; lo que en verdadpretendían era atraparlo y obligarle aque les engendrara hijos con elobjeto de procurar que se pasara el

resto de su vida arando campos ocuidando cabras.

Puede que fueran mitad carne ymitad pescado, pero sin duda en lasdos mitades prevalecía el instintofemenino.

Debido a ello, tanto las chicascon las que se relacionó en Panamácomo más tarde en California, dondepasó cuatro años completando susestudios, tuvieron muy claro desde laprimera cita que las únicas amarrasque su atractivo y cariñoso amigoaceptaba eran las que se encontrabana bordo de un navío.

Curiosamente, el simple hechode ir con la verdad por delanteadvirtiendo que jamás permitiría queninguna cara bonita le dejaradefinitivamente en dique secoaumentaba su encanto, debido a quecierto tipo de mujeres nuncaentendían que, aunque de tanto entanto la brújula de un marino sedesvíe momentáneamente del rumbocorrecto, su aguja siempre acaba porseñalar al norte.

Las mujeres eran sin lugar adudas las más hermosas anclas quese hubieran creado, pero no por ello

dejaban de ser anclas.Como solía decir su tío: «Barco

con un ancla garrea y vira; barco condos anclas aguanta».

Ulises supo aguantar bastantebien las embestidas de tales vientoshasta que a punto estuvo de vararpara siempre en la costa por culpa deuna mujer.

Desde que empezó sus estudiostenía la costumbre de dedicar losmeses de vacaciones a hacerprácticas de navegación, lo cual nole resultaba en absoluto difícil dadoque, el día en que los

norteamericanos entregaron el Canala los panameños, su padre, conveinte años de experiencia en lasesclusas de Miraflores, habíaascendido casi a la cima de sucúpula administrativa.

Tenía fama de hombre íntegroque jamás concedía preferencia depaso a un buque a no ser quetransportara medicamentos urgentes oproductos perecederos y hubierasufrido un contratiempo en alta mar,y gracias a tan estricta aplicación dela ley y al hecho de no dejarsesobornar por las compañías que

siempre andaban con excesivasprisas se había ganado infinidad deamigos que se sentían profundamenteagradecidos por su ecuanimidad.

Cualquier capitán que se vieraobligado a cruzar con ciertafrecuencia el Canal se sentíaorgulloso de llevar a bordo y enseñarparte de lo que sabía al avispadohijo de don Emeterio Elcano.

Los viajes de prácticas solíandurar un par de meses, debido a queal final de ese tiempo Ulises se lasapañaba de modo que, cambiando deembarcación, algún yate, pesquero o

barquichuelo de cabotaje acabarapor desembarcarle en alguna de lasislas menos frecuentadas del Pacíficosur.

En cierta ocasión, cuando aúndebía de tener siete u ocho años ydurante una de sus acostumbradascenas familiares, su tío Nemesiohabía dicho una frase que tuvo lavirtud de desconcertarle:

—En muchos lugares me hetropezado con magníficosnavegantes, pero los polinesiossiempre han sido y seguirán siendolos mejores, porque los primeros son

«gente del mar», pero los segundosson «gente del océano».

—Ya estás otra vez intentandoliar al chico… —le había echado encara su cuñada—. Y a mí de paso.¿Qué demonios has querido decir coneso?

—Que los marineros nacen yviven en tierra y de tanto en tanto«salen a la mar», pero los polinesiosvivían e incluso solían nacer en susembarcaciones, o sea, que «salen dela mar»… —Hizo un gesto comoqueriendo abarcar la inmensidad quese extendía al otro lado del ventanal

al añadir—: Ese océano ocupa casila tercera parte de la superficie delplaneta, una extensión de agua deciento sesenta y seis millones dekilómetros cuadrados de aquí hastaAustralia y de las Aleutianas a la islade Pascua, y ellos lo recorrieron ensolitario durante siglos. Si abandonasal mejor de nuestros capitanes sinvíveres, brújula, sextante, mapas oradio en el Pacífico, en pocas horasse habrá convertido en un náufrago,pero un navegante polinesio selimitará a observar las estrellas y alos diez minutos emprenderá el

camino de regreso a casa.Pronto acudieron a su eterna cita lasestrellas; los miles de millones deestrellas de un cielo inimitable, yMahinoa Vahiné buscó aquellas queenseñaban «las rutas del agua», quehabían hecho de los de su raza losmás geniales peregrinos del mar.

—Mi abuelo aseguraba quedebes elegir una estrella y seguirlahasta que se eleve una cuarta sobre elhorizonte —dijo—. Luego debesbuscar a su «enamorada», porquetoda estrella tiene una enamorada queva tras ella; a esa la perseguirá otra,

y a esa otra, y así hasta el infinito,porque las estrellas se crearon paraque los navegantes alcancen sudestino. Diez estrellas bastan a unbuen marino para no errar el rumboen el transcurso de una noche, y eseconjunto recibe desde antiguo elsagrado nombre de Avei’á.

Agitó su negra y espesacabellera, sonrió dulcemente a quienpermanecía absorto tanto por subelleza como por sus palabras alañadir:

—Mi bisabuelo, Tapú Tetuaní,que fue «gran navegante», tenía los

brazos tatuados, por lo que siformaba un círculo con ellos y tapabacon la punta de los dedos la Cruz delSur, su codo izquierdo caía justo aleste; el derecho, al oeste, y su nucamarcaba el norte. En ese momentosus tatuajes le indicaban lasdiferentes subdivisiones y los otrosdibujos que aparecían junto a ellos lerecordaban cuál era la «estrellaguía» con la que debía iniciar suAvei’á.

—¿Quieres decir con eso queera una especie de «compásviviente»?

—«Viviente»... —admitió ella—. Pero también pensante, porquesabía muy bien que a medida queTané creaba el mundo fue guardandolas más hermosas islas y atolonescon el fin de adornar el mayor de losocéanos….

Se encontraban tendidos sobrela arena, completamente desnudos ycon la piel ligeramente sudorosa acausa de haber hecho el amor hastaextenuarse, y, cerrando ahora losojos como si estuviera tratando deconcentrarse en recordar a su lejanoantepasado, Mahinoa Vahiné añadió:

—Cada una de nuestras islas esun diamante, y cada uno de nuestrosatolones, un collar de perlas, por loque mis antepasados se tatuaban elcuerpo para saber cómoencontrarlos…

Se alzó de un salto, le arrojó unpoco de arena con el pie y mientrasse encaminaba hacia la orilla delagua comenzó a tararear:

Si yo hago navegar mi piraguaa través de aguas traidoras,que ellas pasen por debajo,

¡oh, dios Tané!,que mi piragua pase por

encima.Si yo hago navegar mi piragua

a través de vientoshuracanados,

que ellos pasen por encima,¡oh, dios Tané!,

que mi piragua pase pordebajo.

Si yo hago navegar mi piraguaa través de gigantescas olas,que ellas pasen por debajo,

¡oh, dios Tané!,que mi piragua pase por

encima.Al poco se introdujo en el agua

y fue como si hubiera continuadoavanzando por el fondo de la quietaensenada, puesto que ni tan siquierauna pequeña burbuja estalló en lasuperficie como demostración de queun ser humano se desplazaba bajoella.

Mahinoa Vahiné era sin dudauna de las embrujadoras sirenas quecantaron al sufrido Ulises, y queahora le mantenían varado en unlugar que en ocasiones dudaba quehubiera sido creado por el dios Tanéy fuera más bien un engendro de undiablo juguetón empeñado en

hipnotizarle manteniéndoleencadenado a sus cocoteros y susplayas.

Aunque a decir verdad aquellatan solo hubiera sido una de lastantas maravillosas islas del Pacíficode no ser por el hecho de que en ellavivía Mahinoa Vahiné.

Y porque en mitad del atolónllevaba meses fondeado el malditoUrogallo.

Muchos años atrás su tíoNemesio había comentado una nocheque cenaban en el jardín que de tantoen tanto se iluminaba con las luces de

los vehículos que atravesaban elpuente de las Américas: «Nunca heentendido por qué razón algunasmujeres valoran más la mitad de unhombre que comparten, que latotalidad del que tienen en exclusiva,pero a la larga he llegado a laconclusión de que ser compartidoresulta mucho más halagador ydivertido».

Cuando su cuñada le señaló quelo mismo le ocurría a infinidad dehombres no dudó en admitirloaventurando que en ciertos casos loscelos masculinos constituían un

potente afrodisiaco, aunque si sesuperaban ciertas dosis se corría elriesgo de convertirlo en una drogaletal visto que eran legión los que alo largo de la historia habíancometido sonadas barbaridades acausa de un ataque de cuernos.

A su modo de ver exigirfidelidad a otra persona era comopretender que dejara de palpitar y seconvirtiera en piedra sin permitir quesus sentimientos evolucionarandurante el resto de su vida.

—Resulta estúpido aceptar quehasta la última célula de un cuerpo

cambia con el paso de los años ypretender que al mismo tiempo nocambien los sentimientos de esecuerpo. La fidelidad es unsentimiento antinatural y por lo tantoinhumano… —concluyó como siaquel fuera un dogma irrebatible.

Pese a estar de acuerdo con sutío, y pese a las promesas que sehabía hecho a sí mismo, UlisesElcano advertía que por primera vezen su vida aquella «droga letal» leestaba corroyendo las entrañas y leinvadía una sorda ira al comprobarcómo la dulce criatura que hasta

minutos antes le había estadobesando, acariciando y susurrando aloído lo que le habían sonado asinceras palabras de amor, buceabaahora hacia los brazos de otrohombre al que besaría, acariciaría ysusurraría idénticas palabras.

Y es que Mahinoa Vahinépracticaba, y de un modo ciertamenteentusiasta, la antigua y arraigadatradición polinesia que preconizabaque hasta el día que jurasen eternafidelidad a sus maridos lasmuchachas podían entregarse acuantos hombres les viniese en gana

y cuantas veces les apeteciera.Y el hecho de tener gran

cantidad de amantes las valoraba demodo harto considerable, puesto quedemostraba que eran muy deseadas yacumulaban una inestimablesabiduría, ya que era cosa sabida quela experiencia resultaba en verdadgratificante y perduraba hasta lamuerte, mientras que la virginidad seperdía en un instante proporcionandomás dolor que placer.

Aguzó la vista y la tímida luz delas estrellas que se reflejaban comoen un espejo en las quietas aguas de

la laguna le permitió entrever cómola mujer con la que acababa de hacerel amor emergía a pocos metros delodioso velero y trepaba ágilmentepor la escala para acabar saltando auna cubierta en la que la aguardabasu nuevo amante.

Se esforzó por intentar que suimaginación dejara de centrarse en loque sin duda estaba ocurriendo abordo del Urogallo y volara a sucasa, a sus incontables viajes, o alpuente de mando del petrolero al quedentro de un par de meses seincorporaría como tercer oficial.

No era justo.No. No era en absoluto justo

que durante veinticuatro años lohubiera hecho todo correctamente, yen el último momento se comportaracomo un pelele contraviniendo suspropias reglas.

¡Estúpido! ¡Estúpido!¡Estúpido!

Y mil veces más estúpido aúncuando distinguía, o al menos creíadistinguir, que el pequeño velerocomenzaba a mecerse mientras lellegaba muy clara la antigua, sensualy provocativa canción francesa Je

t’aime... moi non plus, compuesta ycantada por el genial SergeGainsbourg.

Se alejó playa adelantearrastrando los pies con la cabezagacha y maldiciéndose únicamente así mismo, puesto que le constaba queno tenía derecho a culpar a nadie porsus muchas desgracias.

La primera noche que lairresistible Mahinoa Vahiné aceptósalir con él le advirtió claramente,sin el menor tapujo pero sin descaro,que compartía sus afectos y cariciascon un larguirucho español que

nadaba como un delfín y unaustraliano pelirrojo que rompíacocos a puñetazos.

A las dos semanas el gigantónaustraliano debió de llegar a ladolorosa conclusión de que un tríoresultaba hasta cierto puntoaceptable, pero un cuarteto superabasu capacidad de sufrimiento, por loque se había vuelto a trasquilarovejas a su país.

No obstante el esqueléticoespañol parecía inasequible aldesaliento, su barco continuabaanclado en el mismo lugar, siempre a

la espera de aquel cuerpo empapadoy aquellos erguidos pezones queapuntaban al cielo, y lo peor del casoestribaba en que Ulises Elcano teníamuy claro que poco importaba quecualquier mañana el melenudo dueñodel Urogallo decidiera levar anclas yperderse en la inmensidad delocéano. De inmediato apareceríaotro candidato a disfrutar delfabuloso cuerpo de Mahinoa Vahiné,y vistas de ese modo las cosas teníaque limitarse a dar por bueno que eltrío no amenazara con convertirsenuevamente en cuarteto.

El viejo dicho de «dondequieraque fueres haz lo que vieres» se leantojaba correcto siempre que lo quetuviera que ver no fuera a la mujerque amaba cabalgando sobre undesgreñado hijo de puta.

Recordaba la frase de su tío:«Desde el momento en que embarcas,tú estás donde quieres, o sea quemientras tanto deja que ellas, que sequedan en tierra, vayan dondequieran».

Siempre la había consideradomuy acertada y tal vez lo seguiríasiendo de no ser porque ahora era

«ella» la que se encontrabaembarcada y él en tierra.

¿Y adónde podía ir? ¿Alpequeño bar donde se prodigaríanlas miradas de conmiseración decuantos sabían perfectamente lo quedebía de estar pasando en esosmomentos por su abrumada ycabizbaja cabeza?

Ya su dueña se lo habíaadvertido tiempo atrás: «En esta islatan solo existen dos peligros,querido, que un tiburón te atrapeentre sus mandíbulas o que MahinoaVahiné te atrape entre sus muslos. Y

la experiencia me enseña queaquellos a los se zampó un tiburónsufrieron menos».Las eróticas voces y los sensualesgemidos de Serge Gainsbourgcesaron, pero aun así la muchachapermaneció a horcajadas sobre suamante porque aquella postura leencantaba debido a que el veleroseguía meciéndose de un modo casiimperceptible, lo que leproporcionaba un profundo placer.

Acariciaba el huesudo pecho enel que las costillas destacaban casicomo cordilleras, puesto que, tras

dos años de navegar en solitario,vagabundeando sin rumbo y sinprestar atención a lo que comía o aqué horas lo hacía, Germán Alfarohabía perdido quince kilos y cuantoquedaba de él eran huesos, nervios y,sobre todo, pulmones.

Por el hecho de pasarse horasbuceando o surfeando bajo un soltropical su piel se había vueltoáspera y salitrosa, pero a MahinoaVahiné parecía excitarle tan brutalcontraste con la suya, que semejabaalabastro recién pulido, hasta elpunto de que cuando hacían el amor

de rodillas cabría pensar que eracomo si un carpintero le estuvieralijando las nalgas a la estatua de laVenus de Milo.

Al poco comenzó a acariciarsea sí misma muy despacio ysensualmente, feliz de que él laestuviera observando, al tiempo quese inclinaba hacia delante con el finde susurrarle:

Si yo hago navegar mi pequeñapiragua

a través de aguas traidoras,que tu lanza la penetre desde

abajo,

¡oh, dulce amado mío!,que mi pequeña piragua semantenga siempre encima.

Compartieron el larguísimoorgasmo como quien comparte unpastel sin desperdiciar una migaja, yen cuanto la muchacha recuperó elaliento, abrió los ojos, sonrióagitando la cabeza con lo quepretendía expresar su aprobación, yde improviso saltó por la borda ydesapareció bajo el agua.

Él se irguió para observar cómoemergía ya muy cerca de la orillapara alejarse luego playa adelante

con aquella irresistible forma decontonearse que volvía locos a loshombres.

Por su culpa llevaba mesesanclado en el mismo punto pese aque el primer día que la invitó asubir a bordo Mahinoa Vahiné leadvirtió que dividía sus afectos ycaricias con un australiano pelirrojoque rompía cocos a puñetazos y unfotógrafo del National Geographicque se encontraba en la islarealizando un reportaje sobre loscomplejos y llamativos rituales deapareamiento de las famosas

Paradisaeidae, vulgarmenteconocidas como aves del paraíso.

Por el curioso pero sin dudaeficaz sistema de «personainterpuesta», que en este caso podríadefinirse mejor como «personacompartida», Germán Alfaroaprendió por aquellos días queexistían casi cuarenta familias deParadisaeidae de portentosoplumaje y colorido, y que sus danzasamorosas duraban horas debido aque por lo general varios machossolían disputarse los favores de unaúnica hembra.

Muy pronto llegó a la dolorosaconclusión de que no hacía falta serun ave del paraíso para entrar aformar parte de tan cruel y amargojuego, pero no culpaba a nadie yaque al poco de llegar a la isla ladueña del bar también le habíaadvertido: «Aquí tan solo existen dospeligros, querido, que un tiburón teatrape entre sus mandíbulas o queMahinoa Vahiné te atrape entre susmuslos. Y la experiencia me enseñaque aquellos a los se zampó untiburón sufrieron menos».

Para alguien que había sido

testigo de cómo su madre dedicabacada minuto de su vida a un solohombre, la reconocida y desinhibidapromiscuidad de la muchacha leproducía un profundo rechazo, perose veía obligado a admitir que encuanto le miraba se sentía como unindefenso ratón hipnotizado por unasinuosa serpiente dispuesta adevorarle.

Compartirla con dos hombresconstituía un auténtico martirio.

Sus padecimientos se calmaronun tanto el día en que el NationalGeographic le hizo notar a su

fotógrafo que tres mil instantáneassobre pajarracos exhibiendo suplumaje eran más que suficientes pormuy aves del paraíso que fueran, yque si no quería perder su empleopusiera de inmediato rumbo aMadagascar con el fin de hacer unreportaje sobre los lémures de colaamarilla.

No obstante volvieron a ganarintensidad desde el momento en quedesembarcó en la isla un hijo de putapanameño que apenas tardó unasemana en entrar a formar parte delselecto grupo de elegidos.

Cuando un mes más tarde elaustraliano también tiródefinitivamente la toalla, volvió asentir un cierto alivio, aunque notardó mucho en abrigar elconvencimiento de que sus celos eranmayores cuanto menor era el númerode rivales.Mahinoa Vahiné hizo un gran huecoen la playa y pasó gran parte de latarde alimentando un fuego de leña,luego cubrió parte de las brasas conarena, colocó encima grandes hojasde platanera, sobre ellas un lechónrelleno de frutas, una nueva capa de

hojas, más arena y más brasas.Cuando el sol comenzaba a

ocultarse en el horizonte y el cielo seconvirtió en un manto de sangrellegaron sus invitados, a los querecibió con sendos besos y cervezasmuy frías.

La cena resultó deliciosa pese aque «sus amados hombres» seobservaban como carnerosdispuestos a cornearse, y nuncamejor dicho, compartiendo elcrujiente lechón con una fuerte dosisde su propia bilis, aunque temiendoque el final de tan poco deseada

invitación viniese a significar que laardiente muchacha hubiera decididotransformar un trío a distancia en unapequeña orgía.

No obstante, cuando ya tan sololes iluminaban los rescoldos y dellechón únicamente quedaban algunoshuesos que roían tres perrosvagabundos, Mahinoa Vahinécomentó en un tono de voz muydiferente al que solía utilizar: «Estaha sido una ceremonia de despedidaporque me resulta imposibledeterminar a ciencia cierta cuál devosotros es el padre del hijo que

espero. En este caso, cuando no seestá segura de la paternidad, lascostumbres de la isla ordenan quehasta que el niño nazca no debomantener relaciones con ningúnhombre porque el bebé se sentiríaofendido al advertir que un extrañopenetra en su refugio, le acosa y leofende. Las ancianas aseguran queuna criatura tiene memoria desde elmismo momento en que comienza avivir, por lo que si me comportara deotro modo, el día de mañanaacabaría aborreciéndome».

Hizo una larga pausa en la que

ni el asombrado español ni elestupefacto panameño se atrevieron apronunciar palabra. Mahinoa añadióal fin: «Os quiero mucho, imaginoque también me queréis, y por esomismo os suplico que os marchéis dela isla para no volver nunca. Mi hijotan solo será mío y lo cuidaré conidéntico amor cualquiera que sea elpadre».

Se perdió de vista en lastinieblas, y lo último que supieron deella fue a través de su voz:

Si yo hago navegar mi piraguaa través de aguas traidoras,

que ellas pasen por debajo,¡oh, dios Tané!,

que mi piragua pase porencima.

Si yo hago navegar mi piraguaa través de vientos

huracanados,que ellos pasen por encima,

¡oh, dios Tané!,que mi piragua pase por

debajo.Transcurrió un largo rato antes

de que se atrevieran a mirarse, ycabría asegurar que ya no quedaba niuna brizna de rencor en sus miradas;

tan solo amargura y una profundadesolación.

Era como si la isla entera, elparaíso, se hubiera hundido bajo suspies.

Al fin Ulises Elcano inquirió:—¿Qué piensas hacer?—Levar anclas… ¿Y tú?—Esperar a que algún barco me

saque de aquí.—Puedo sacarte yo.—Te quedaría muy agradecido,

porque de pronto le he cogido maníaa este lugar.

—Ya somos dos, o sea que

apresúrate porque zarparé en un parde horas.

Ambos eran excelentes marinosy aunque hubieran podido guiarse porlas estrellas, al igual que lo hicierael bisabuelo de Mahinoa Vahiné, sedecantaron por el sencillo sistema demarcar el rumbo con ayuda del GPS,lo cual, dadas las circunstancias,resultaba mucho más rápido, eficaz yseguro.

En un principio los marinos yastrónomos occidentales se negaron areconocer que unos «pobressalvajes» que desconocían la

escritura, el metal, el sextante, eltelescopio e incluso la brújulapudieran saber más que ellos sobreel mar y el cielo, pero al fin sevieron obligados a aceptar larealidad, puesto que de otro modojamás hubieran conseguidosobrevivir en una extensión de aguacinco veces mayor de la que los«civilizados» hubieran atravesadonunca.

De hecho durante la SegundaGuerra Mundial los marinesnorteamericanos utilizaron con hartafrecuencia los conocimientos

astronómicos, navales y geográficosde los isleños, a los que nuncareconocieron de modo oficial susincontables sacrificios, así como elgran trabajo que llevaron a cabo enlabores de exploración, informacióny sabotaje en unos momentos en losque la campaña del Pacífico parecíainclinarse del lado japonés.

Tal como solía asegurar lapropia Mahinoa Vahiné: «Másdestruyeron los cañones en un díaque los tifones en un siglo».

Los nativos tardaron años enolvidar que el día que cuantos

habitaban a uno y otro lado delmayor de los océanos se fijaron enellos tan solo fue para acudir amachacarles a base de fuego ymetralla, tiñendo de rojo y cubriendode cadáveres sus tranquilos atolonesde cristalinas aguas.

Y por si todo ello no bastara,otros que vivían aún más lejos, alláen las antípodas, vinieron a arrojarsobre sus cabezas nefandos ingeniosnucleares cuyas radiacionescontaminaban el aire, el agua y lospeces, a mayor gloria de la cienciafrancesa.

Al concluir la fiebre de losensayos atómicos en el atolón deBikini llegaron buenos tiempos, porlo que la mayor parte de las islasrecuperaron la calma y tomaronposiciones con vistas a una previstainvasión: el turismo masivo, quesustituiría a los románticosnavegantes solitarios que buscabanun tranquilo refugio en el confín deluniverso.

Germán Alfaro era uno de ellos.Había aceptado sin el menor

reparo el inteligente postuladomaterno que preconizaba que ponerle

al frente de la empresa familiar eratanto como poner a una cabra alcuidado de una biblioteca, por lo queno dudó en cederle el mando a suhermana y emplear buena parte deldinero que le había dejado su padreen aparejar el barco con que siemprehabía soñado.

Acostumbrado desde niño a ladesatada furia del Cantábrico,cualquier otro mar se le antojaba unabalsa de aceite, y aunque cierto eraque durante su largo periplo se habíaenfrentado a incontables borrascas,el altivo Urogallo ni se había

inmutado, porque por algo había sidoconstruido con las mejores maderasde los bosques asturianos.

Estilizado, maniobrable,hermético, rápido y resistente, suprincipal virtud se centraba en que lohabía dotado de una afilada y costosaquilla de auténtico plomo, de las queno se utilizaban en pequeñasembarcaciones desde hacía casi unsiglo pero que lo convertían en unaespecie de tentetieso capaz derecuperar la vertical pese a queminutos antes su único palo seencontrara prácticamente recostado

en el agua.Debido a ello, Ulises Elcano,

que tantos barcos había dibujado a lolargo de su vida, se prendó deinmediato de los encantos de unanave en la que cada detalle respondíaa unos cánones de belleza yeficiencia difíciles de superar encualquier campo de la actividadhumana.

El asturiano llevaba añosviviendo en un habitáculo de apenastreinta metros cuadrados, pero cadauno de ellos estaba aprovechado contal sutileza e inteligencia que jamás

producía sensación de claustrofobia.Y lo que ciertamente sorprendía

de un personaje tan desgreñado,barbudo y «salitroso», que se movíapor cubierta o trepaba por el palocon la agilidad de un mono, era queen el interior de su barco todoapareciera siempre pulcro, pulido yordenado.

La pequeña nave no contabamás que con una litera, pero se lasarreglaron, puesto que mientras unopermanecía al timón el otrodescansaba, y debido a ello unamañana el dueño del barco,

acostumbrado a navegar solo,decidió comentar:

—Tal vez no sería mala ideadirigirnos al norte y enfilardirectamente hacia Panamá.

—Sería un recorrido mucho máslargo —le hizo notar el otro—. Lalínea recta es siempre la más cortaentre dos puntos.

—Pero no la más rápida —fuela inmediata respuesta—. En ciertaocasión leí que la expedición deOrellana en busca del Amazonastardó un año en recorrer los cienkilómetros de distancia que separan

Quito del río Napo, y eran tantos losprecipicios y tan espesa la selva quemurieron cuatro mil de los cinco milhombres que la componían. Sinembargo, si se hubieran desviado unpoco al oeste, tal como señalaban losindígenas, hubieran llegado al mismopunto en dos semanas y sin perder unsolo hombre.

—Aquí no hay selvas niprecipicios.

—Desde luego, tan solo haytiburones, orcas y tifones, pero teníaentendido que eras un auténtico«tragamillas» que piensa pasarse el

resto de su vida en el mar —fue elirónico comentario del asturiano.

—En un petrolero ydisponiendo de un cómodo camarote,no en una cáscara de nuez sinderecho a cama propia. —UlisesElcano meditó a fondo la propuestapara acabar asintiendo al añadir—:No cabe duda de que será unamagnífica experiencia, pero en estaslatitudes y en esta época del año nilos vientos ni las corrientes nosresultarán favorables.

—Navegar con buen viento lohace cualquiera, pero para llegar a

vela a Panamá hacen falta muchahabilidad y un barco como este —fuela inmediata y casi retadorarespuesta.

—Podríamos hacernos viejospor el camino.

—Eso depende, porque existeuna antigua máxima polinesia quereza: «Cuando navegues tan al norteque el calor se vuelva insoportable yla Cruz del Sur desaparezca delhorizonte, la corriente que empujabatu barco hacia poniente virará enredondo y una nueva te alejará confuerza hacia levante».

Extendió sobre la pequeña mesade cubierta un mapa del Pacífico,señaló el punto en que seencontraban y puntualizó:

—A mi modo de ver esosignifica que si cruzamos la raya delecuador cambiando de hemisferio alextremo que ya no veamos la Cruzdel Sur, saldremos de la corrienteecuatorial que se dirige hacia eloeste y entraremos de lleno en lacorriente ecuatorial del centro, quenos empujará en volandas hastaEcuador.

El panameño estudió el mapa,

hizo un casi imperceptible gesto conel que pareció querer indicar que lateoría se le antojaba correcta, pero alpoco objetó:

—El problema estriba en queesa corriente es tan estrecha como unsendero entre dos autopistas y encuanto nos desviáramos unas cuantasmillas a un lado u otro nos agarraríanlas corrientes del norte o del sur, osea, que si no encontramos buenosvientos podemos acabar en Japón oen Nueva Zelanda.

—¿Tienes algo en contra de lasjaponesas o las neozelandesas?

—Nada, aunque creo que enestos momentos sentiríaanimadversión contra cualquiermujer que no fuera Mahinoa Vahiné.

—¡Presta atención! —fue elcomentario del asturiano en un tonoque denotaba cierto humor y unainnegable amargura—. No nos hemosconvertido en compadres, sino en«copadres», y como tenemos quehacer un viaje tan largo en un espaciotan reducido lo mejor sería no volvera mencionarla.

3

Emeterio Elcano condujo en silenciopor una estrecha carretera queserpenteaba entre la espesa selvahasta llegar al lago Gatún, por cuyasorillas avanzó poco más de unkilómetro para ir a detenerse ante unportón en el que dos hombresarmados le exigieron ladocumentación y examinaron condetenimiento el vehículo antes depermitirle penetrar en un gran patioocupado por varias furgonetas.

Su desconcertado hijo no osaba

decir una palabra, entre otras cosasdebido a que desde que salieron decasa le había suplicado que no ladijera, y continuó mudo hasta que lescondujeron a un amplio salón cuyoventanal se abría sobre el agua,permitiendo distinguir, casi a tiro depiedra, la mole de un herrumbrosocarguero de bandera liberiana quenavegaba muy despacio rumbo alpuerto de Colón.

Les aguardaban un hombre y unamujer que se presentaron a sí mismoscomo Bob y Mary, y en cuanto uno desus guardaespaldas les trajo una jarra

de café y les dejó solos, el primerotomó asiento en una butaca, saboreósu bebida como si se tratara de unmanjar aunque en realidad tan soloera poco más que agua sucia ycomentó:

—Según cuenta tu padre, te vasa enrolar en el Caledonia… —Hizouna corta pausa y al poco añadió—:¿Qué me dirías si te ofreciera elpuesto de tercer oficial en el Bímini?

—Que preferiría navegar aremo en un ballenero.

—Se trata de uno de losmayores cruceros que existen —le

hizo notar el otro—. Y el más lujoso.—Por eso mismo… —fue la

tranquila respuesta de Ulises Elcano—. Estuve un mes de prácticas enuno de ellos y casi acabo lanzándomepor la borda. No he estudiado tantopara adular a unos pasajeros quesuponen que los oficiales son partede la decoración. Eso no es navegar,es hacer el payaso.

—Cobrarías cinco veces másque en el Caledonia.

—Y diez veces más si decidieraaceptar cualquiera de los puestos deejecutivo que me ofrecen las

navieras locales —argumentó suoponente—. Suponen que siendo mipadre quien es, les ahorraríamillones.

—Te lo advertí… —señalóEmeterio Elcano dirigiéndose alllamado Bob, en el tono de quiensabía de antemano lo que iba aocurrir—. Apenas hablaba y ya decíaque quería ser capitán de barco.

—El Bímini es un barco.—No es un barco… —le

contradijo el muchacho—. Es unridículo parque temático o un cabaréflotante.

—En eso te equivocas —lecontradijo a su vez la mujerinterviniendo por primera vez—. Setrata de una «clínica flotante»,porque la tercera parte de su espaciose dedica a tratamientos de belleza,rejuvenecimiento, recuperación,adelgazamiento y desintoxicación dealcohólicos. Incluso cuenta con unmoderno quirófano y un cirujanoplástico, por lo que he visto a unaactriz sebosa y borracha embarcasesin apenas mantenerse en pie yregresar tres semanas más tarde listapara comenzar una película… —

Abrió las manos y las movió como siquisiera abarcar algo, no sabíaexactamente qué, al puntualizar—:Precisamente porque a bordo serealizan auténticos milagros, se lepuso el nombre de la isla en la quesegún la tradición se encontraba lamítica «fuente de la eterna juventud»,de la que contaban las leyendas quequien bebiera en ella siempre luciríajoven y saludable. Ponce de Leónpasó años buscando esa fuente, y,aunque nunca la encontró, en eltranscurso de sus viajes tuvo tiempode descubrir la Florida, ser el primer

europeo en poner el pie enNorteamérica, conquistar PuertoRico y fundar la ciudad que lleva sunombre.

—¡De acuerdo…! —reconocióUlises Elcano cansado de la largaperorata—. Admito que la historia deBímini y su mágica fuente esllamativa, pero me reafirma en miidea; si poco me apetecía la idea deembarcarme en un «parque temáticoflotante», menos aún en una «clínicaflotante»… —Sacó la lengua en loque constituía una expresión de ascoo rechazo al exclamar—: ¡Tan solo

de pensarlo me produce repelús!Agradezco el interés, pero me sentirémucho mejor a bordo del Caledonia.

—No se trata de que te sientasmejor, hijo —le hizo notar su padre—. Es que «necesitamos» queaceptes el puesto.

Ya al muchacho le habíasorprendido que le pidiera que leacompañara a un lugar tan pocoacogedor sin hacer preguntas, lehabía inquietado que el lugar seencontrara protegido por hombresarmados pese a encontrarse en unazona restringida del Canal y por

último le había alarmado, y mucho,la forma de comportarse del llamadoBob, que cargaba un revólver depercutor protegido, ya que leconstaba que era un tipo de armaanticuada pero que solían utilizarprincipalmente los agentes de la CIAy de la DEA. Las conocía bienporque de chico, cuando se pasaba lavida en las esclusas de un canal queaún pertenecía a losnorteamericanos, uno de ellos lepermitía disparar teniendo comoblanco botellas vacías.

—¿Por qué lo necesitáis?

Emeterio Elcano hizo ademánde responder pero se lo pensó dosveces, se echó atrás en su butaca ehizo un significativo gesto alamericano como si le cediera elpuesto a la hora de aclarar las cosas.

Sin mirar a nadie en particular ycomo si se avergonzara de suspalabras, el hombre del revólver depercutor protegido señaló:

—Porque estamos convencidosde que ese maldito barco se utilizapara introducir droga en los EstadosUnidos, pero, pese a que Mary hasido su directora de festejos durante

meses, tenemos «infiltrados» entre latripulación, y a menudo algunosagentes viajan como turistas, aún nohemos conseguido averiguar cómodemonios lo hacen.

—Pues debe de resultar de lomás frustrante…

—Lo que resulta es humillante.Contamos con sofisticados sistemasde detección, cámaras de infrarrojos,detectores de movimiento,micrófonos direccionales y satélitesque utilizan incluso fotografíatermográfica, pero nunca hemosencontrado nada incriminatorio.

—¿Han probado con perrosadiestrados?

—Los animales estánprohibidos a bordo, y cuando algunapasajera maniática insiste en llevar asu mascota, tan solo se le permiteque la visite en una perrerainsonorizada de la que no puede salirporque molestaría al resto de lospasajeros. No obstante, cuando elbarco llega a puerto nuestros mejoresperros lo están esperando.

—Estamos tirando millones…—intervino de nuevo y en tonoclaramente quejumbroso la mujer, a

la que se advertía en verdaddecepcionada—, literalmente«millones» sin haber conseguidoencontrar ni un gramo de droga, yempiezo a estar convencida de quehay más en la discoteca de mi barrioque a bordo de ese puñetero barco.

Ulises Elcano se sentía confuso,la escena se le antojaba casidisparatada, y de no haber sido porel hecho de conocer a su padre hastael punto de comprender que seencontraba visiblemente preocupado,hubiera llegado a pensar que setrataba de una broma.

Al fin, tras pensárselo mucho ytemeroso de decir una majadería, seatrevió a insinuar:

—¿Y no se les ha ocurridopensar que no es más que lo queparece ser: una clínica flotante queproduce cuantiosos beneficios, locual, y vistos los tiempos que corren,justifica plenamente su existencia?¿Por qué ese empeño en buscarle trespies al gato?

—Porque aunque haya sidoconstruido en Europa y por razonesfiscales lo hayan matriculado enPanamá, nos consta que su verdadero

dueño es el cártel de Sinaloa, quecontrola la mayor parte del tráfico dedrogas que se introduce en nuestropaís. Y su jefe, el Chapo Guzmán, noes de los que se conforman con«cuantiosos beneficios»; estáacostumbrado a multiplicar por milcada dólar que invierte y jamásperdería su tiempo con un simplecrucero si no le sirviera de tapaderapara algo mucho más importante.

—Para mí que tan solo se tratade conjeturas —puntualizó quien nose mostraba dispuesto a dejarseconvencer—. Pero aunque se

ajustaran a la realidad no veo quédemonios podría conseguir yo dondehan fracasado tantos «profesionales».

—Podrías hacer mucho porquesería la primera vez que tendríamosacceso a cualquier hora del día o dela noche a los ordenadores quecontrolan el buque y quenormalmente tan solo pueden utilizarlos oficiales de puente. Anteanochedos de esos oficiales fuerondetenidos por organizar una broncaen un prostíbulo en el que una de laspupilas resultó apuñalada. Estabantotalmente borrachos, por lo que

pasarán una larga temporada enprisión preventiva, razón por la cuallas autoridades portuarias hanprohibido zarpar al Bímini hasta quesustituyan por lo menos a uno. Setrata de un pequeño incidente que leha dado un vuelco a la situación.

—«Un pequeño incidente» muyoportuno.

—Ya sabes qué clase de chulos,putas y camorristas recalan por elbarrio de La Boca.

—Hace años que no voy porallí, pero supongo que continúaigual…

Lo dijo en un tono ausentedebido a que lo que en verdad lepreocupaba no era que hubieranapuñalado a una prostituta o detenidoa dos oficiales de un crucero de lujo,sino la razón por la que su padre lehabía colocado en una posicióncomprometida cuando sabía mejorque nadie que a lo único queaspiraba era a navegar en un «barcode verdad», y no en una de aquellasaborrecidas «bañeras flotantes».

Y menos aún en la mayor y máspeligrosa, puesto que todo el mundosabía que los sicarios del cártel de

Sinaloa decapitaban a sus enemigoso los colgaban de los puentes.

—¿Por qué insistes enmezclarme en esto…? —añadió alpoco dirigiéndose directamente a supadre.

—Porque eres mi hijo.—Razón de más para dejarme

al margen.—Estaría de acuerdo si te

hubiera dejado al margen de losbeneficios y privilegios que te haproporcionado el hecho de ser mihijo. Te has criado en una preciosacasa, has estudiado la carrera que

escogiste, has disfrutado de largasvacaciones en islas de ensueño ynunca te ha faltado de nada… —Emeterio Elcano se puso en pie juntoal ventanal apoderándose de unosenormes prismáticos quedescansaban sobre el alféizar con elfin de observar muy de cerca y conuna leve sonrisa de admiración elbuque escuela chileno que en esosmomentos surcaba las aguas del lago—. Y todo se lo debemos a estecanal, que es el alma de nuestro país,y sin el cual ni siquiera existiríamoscomo nación. —Hizo una corta pausa

antes de añadir—: Al aceptar estepuesto juré que haría cuantoestuviera en mi mano por conseguirque los panameños pudiéramossentirnos orgullosos de cómo loadministrábamos, y aunque muchosintentan que continúe siendo unacloaca por la que pasar su mierda ysu droga, no estoy dispuesto aconsentirlo.

Ulises hizo un significativogesto hacia la pareja que escuchabaen silencio al tiempo que inquiría untanto desconcertado:

—¿Colaborando con unos

gringos a los que nos costó Dios yayuda arrebatárselo?

—Con los gringos o los laponessi fuera necesario, porque ahora elCanal es nuestro y no es momento demirar hacia atrás sino hacia delante.Si consiguiéramos cazar al Bíminitransportando drogas podríamosrequisarlo y convertirlo en asilo deancianos.

—¡Vaya por Dios...! —no pudopor menos que exclamar su hijosinceramente sorprendido—. ¿O seaque ese es tu plan? ¿Convertir uncrucero de lujo en un asilo de

ancianos? ¿Cuánto vale ese puñeterobarco…?

—Casi dos mil millones dedólares. —Emeterio Elcano sonriócomo si el solo hecho de imaginarque algo así pudiera convertirse enrealidad le hiciera inmensamentefeliz, y redondeó su exposición conuna frase optimista—: Sería unprecioso regalo para unos viejitos alos que buena falta les hace un lugardonde acabar sus días.

4

Casi a la vista ya de las costaspanameñas, Germán Alfaro recibióun lacónico mensaje de su madredonde le comunicaba que seencontraba bien de salud, pero queun problema familiar reclamaba suinmediata presencia, por lo que nodudó en dejar el Urogallo en manosde Nemesio Elcano, quien leprometió cuidarlo atracándolo en elpuerto deportivo de Amador, justo ala entrada del Canal.

Tomó el primer avión rumbo a

España, se vio obligado a realizar unviaje incómodo, largo y agotador acausa del cansancio acumulado trascasi tres semanas de navegación,llegó a casa temiendo lo peor, peronunca pudo imaginar que el problemafuera tan grave y al propio tiempo tanhermoso.

No era alta, pero en ella todoresultaba armonioso, desde lospechos a las caderas o las piernaspasando por un rostro iluminado pordos rasgados ojos de un intenso colorazul turquesa que contrastaban conuna corta y rizada melena cobriza,

todo ello adornado por una boca enforma de fresa, dientes impecables yuna encantadora risa contagiosa.

Desde muy pequeña fueconocida únicamente por el cariñosoapelativo de Bambi, puesto quepodría creerse que, aunque WaltDisney hubiera muerto muchísimosaños antes, se había inspirado en ellaa la hora de crear el personaje deldesamparado cervatillo que perdía asu madre.

A los cinco minutos deconocerla Germán Alfaro se vioobligado a admitir que era la clase

de criatura que le hubiera permitidoolvidar a Mahinoa Vahiné, y delmismo modo admitió que noresultaba extraño que alguien quehabía pasado la mayor parte de suvida entre sudorosos hombretonesque acostumbraban a tratarla como aun minero más, puesto que fumaba,bebía y maldecía como ellos, sehubiera enamorado hasta el tuétanoen el momento de descubrirla en unaperdida cala ibicenca.

Y es que todo ser humano,cualquiera que fuera su edad, sexo ocondición, corría el peligro de

sentirse atraído de una forma u otrapor una delicada criatura que nodudaba en admitir que aquelapasionado amor a primera vistahabía sido un sentimiento mutuo.

Bambi, que rechazaba a unoshombres a los que siempre habíaconsiderado demasiado bruscos yposesivos, había encontrado en LauraAlfaro la ternura de una mujerapasionada unida a una firmeza decarácter que le permitía sentirseprotegida, y se las advertía tanfelices como fuera de lugar en unpequeño valle en pleno corazón de la

cuenca minera asturiana.Beatriz Alfaro, a la que jamás

se le había pasado por la cabeza queuno de sus hijos pudiera optar poruna tendencia sexual diferente, seencontró de pronto desarbolada yperpleja, no porque no fuera capazde entender que aquella criaturafascinante deslumbrara a cuantos laconocían, sino porque comprendióque su mundo estaba a punto dedesplomarse visto que Bambi nosoportaría vivir mucho tiempo en elvalle, ni el valle soportaría queBambi viviera mucho tiempo en él.

Y estaba claro que ahora Laurano soportaba la idea de regresar acasa cubierta de polvo de carbón yapestando a sudor.

La peculiar pareja se habíainstalado en una de las apartadasviviendas que tiempo atrás ocuparanlas familias de los ingenieros, pero,aunque «la amiga de la jefa» rara vezsolía poner los pies fuera del jardín,siempre era de temer que cualquiermentecato —o mentecata— intentaramolestarla.

—Supongo que ahoraentenderás por qué te he pedido que

vinieras… —señaló Beatriz Alfaroen cuanto se quedó a solas con suhijo—. No puedo culpar a tu hermanapor el hecho de haber encontrado esaespecie de pequeño diamante entre elcarbón y me esfuerzo por aborrecer auna criatura que rompe todos misesquemas, pero cuanto más la trato,más comprendo a Laura, y lo únicoque deseo es que se vayan a un lugardonde este tipo de relaciones se veande otro modo.

—La gente acabaráacostumbrándose.

—Basta con que uno solo no se

acostumbre, especialmente Bambi,para que todo se vaya al traste… —le contradijo la atribulada mujer—.Tu hermana ha trabajado como unamula intentando salvar cientos depuestos de trabajo en unos tiemposen los que la mayoría de las minashan cerrado y por lo tanto no puedopedirle que continúe sacrificándosemientras vive aterrorizadaimaginando que al regresar a casa laencontrará vacía… —Alargó lamano y tomó la de su hijoapretándosela con fuerza al concluir—: Cuando murió tu padre te

aconsejé que te fueras a disfrutar dela vida, pero ahora ha llegado elmomento de que tomes el relevo ysigas adelante hasta el último aliento.

—¿Cuál es la situación?—¡Pésima!—¡Vaya por Dios! Más claro

imposible.—¿Y qué quieres que te diga?

Perdemos dinero a espuertas y si noencontramos una solución nosquitarán la casa y la mayor parte delpatrimonio familiar.

—¿Y vale la pena seguir?—Lo valdrá mientras la estatua

de tu padre continúe adornando eseparque —señaló ella con absolutanaturalidad—. Y el día que tengamosque marcharnos me la llevaréconmigo.

Durante aquellos años dedespreocupada y gozosa navegacióna bordo del Urogallo, Germán Alfarosiempre había supuesto que alregresar a casa encontraría a sumadre desvariando más que decostumbre a causa de la edad y latristeza, pero contra todo pronósticodescubría que las adversidadesparecían haber fortalecido su mente,

recuperando aquella olvidadacapacidad de lucha que un día laimpulsó a ser trapecista e intentarvencer las leyes de la gravedad hastael punto de romperse la crisma.

A Beatriz Alfaro, el hecho deaceptar que su hija no había acabadoenamorándose de un musculoso «osoasturiano» que le llenara la casa derevoltosos nietos, sino que habíaperdido la cabeza por algo tandelicado como un diminuto colibríque podría proporcionarle cualquiercosa menos nietos, parecía habertenido la virtud de equilibrarla.

Lo primero que a la buena mujerle vino a la mente cuando Laura lepresentó a Bambi señalándole quedeseaba pasar con ella el resto de suvida fue que se le antojaba uncapricho momentáneo y tan absurdocomo cambiar una fuente de fabadapor cinco granos de caviar, aunqueno tardó en reconocer que aquel eraun caviar que al parecer bastaba paraalimentar las necesidades de su hija.

En cuanto se aproximaban,resplandecían como si una de ellasfuera un candelabro y la otra elespejo que reflejaba su luz, y ante

semejante milagro tan solo cabíaaceptar que en ocasiones lanaturaleza se mostraba en excesocaprichosa complaciéndose entransgredir sus propias leyes.

Pero incluso los milagrosnecesitaban un marco apropiado a lahora de seguir siéndolo; aquel lugarevidentemente no lo era, y debido aello Beatriz Alfaro no había dudadoa la hora de enviar un mensaje al«hijo pródigo» suplicándole quedejara de vagabundear y regresara areemplazar a su hermana, aun asabiendas de que colocarle al frente

de la empresa tan solo significabaprolongar su dolorosa e imparableagonía.

A las compañías eléctricas quemanejaban a su antojo a unospolíticos que se dejaban corrompercon asombrosa facilidad lesresultaba más barato el carbónimportado que el nacional, por loque, al carecer de sus principalesclientes, la industria minera se ibadebilitando día tras día amenazandocon desaparecer definitivamente.

Que pasado ese momento encierto modo «coyuntural» se diera

más adelante el caso de que elcarbón local volviera a ser másrentable que el traído desdeColombia o Sudáfrica no parecíaimportarles a los directivos de laseléctricas, dado que su únicapreocupación se centraba en lacuenta de resultados de los trespróximos años con el fin de que noles desalojaran de las cúpulasdirectivas de sus respectivasempresas.

Enfrentarse a tan insensatosenemigos constituía una estupidez ylo aconsejable hubiera sido

abandonar la lucha y disfrutar de loque le quedaba de vida en la casitade Cudillero, donde Germán Alfarodecidió que su futuro no estaba en elfondo de oscuras minas sino en lasuperficie de mares bravíos.

Y había sido en Cudillerodonde el corazón de Héctor Alfaro sehabía roto de tanto defender a losdébiles de la ilimitada avaricia delos fuertes, porque había sido de lospocos empresarios del sector que nodedicaban las subvenciones delgobierno a sus propios fines, sino amejorar las condiciones de vida de

sus trabajadores. Construyó escuelas,campos de deportes y ambulatorios,pero, pese a que sus esfuerzos lehubieran proporcionado respeto,admiración y una estatua en la plazadel pueblo, no había conseguidoconvencer a quienes tan solopensaban en la rentabilidad a cortoplazo de que aquella era unaindustria que estaba enferma, pero nomuerta.

Pasó a engrosar la interminablelista de ilusos que sucumbieron alcomprender que jamás se inventaríaun arma capaz de vencer a la codicia,

puesto que la codicia siempre eracapaz de inventar un arma aún máspoderosa con la que defenderse.

Tan larga batalla había llegadoa un punto en el que el esfuerzo de unmillar de hombres jugándose a diariola vida a cientos de metros bajotierra nada valía frente a la avariciade uno solo que en cuestión deminutos hacía subir o bajar ciertasacciones a su antojo.

El día que Héctor Alfaro leyóque entre los años 1998 y 2007 losbancos habían negociado un productofinanciero denominado derivados a

futuro por un valor que superaba losbeneficios de todo cuanto habíanproducido las industriasmanufactureras del mundo durante elúltimo siglo, llegó a la amargaconclusión de que toda su vida habíasido un fracaso.

Los oscuros y maquiavélicos«derivados financieros» no sonmás que hipotéticas peromultimillonarias operacionesque se liquidan por lasdiferencias entre el precio quetiene un producto en el mercadoen una determinada fecha y el

precio que se había acordadocon anterioridad.

Simplificando al límitepuede considerarse que alguienapuesta a que tal día de tal añoun barril de petróleo o unatonelada de trigo, naranjas ocarbón se va a cotizar a «tanto»,y gana o pierde según acierte ono. Ello viene a significar queesa sorprendente e ilusoria«economía virtual» queasciende a trillones de dólareses infinitamente mayor que laeconomía real de bienes y

servicios, por lo que el mundode las finanzas flota sobre unafantasiosa nube de dinero quenunca ha existido ni nuncaexistirá, y a causa de ello lasburbujas especulativas sesucederán y millones depersonas continuarán perdiendosu trabajo, su hogar y susahorros.Quien escribió aquello quizá

sabía de lo que hablaba e incluso talvez lo había dicho de buena fe, perono se detuvo a pensar que alexpresarlo con tanta crudeza estaba

arruinando las esperanzas de quienesaún creían que podía existir un futuromejor que unas complejas ycaprichosas apuestas basadas en lainterpretación sesgada y aleatoria deuna compleja serie de datos.

¿Para qué seguir compitiendo enuna carrera amañada?

Germán Alfaro siempre habíasospechado que el corazón de supadre se cansó de latir por falta dealicientes, por lo que le espantaba laidea de recoger el testigo que lepasaría su hermana tomando parte enuna inútil regata cuyas balizas se

iban colocando a conveniencia depolíticos y especuladores.

Al pensar en regatas y enbalizas le vino a la mente la tranquilanoche en que navegaban con mar encalma y viento suave hasta que ledespertó un alarmante rumor queindicaba que el casco rozaba conalgo.

—¿Qué coño ocurre? —gritóalarmado.

—¡No vas a creértelo…! —fuela desconcertante respuesta delpanameño, que se encontraba altimón—. ¡Sube!

Trepó a cubierta, lo observótodo a su alrededor y ciertamente lecostó hacerse una idea de lo queestaba pasando y admitir que setrataba de una realidad.

Una luna en creciente se alzabaya una cuarta sobre el horizonte detal modo que sus oblicuos rayos sereflejaban en la superficie, pero nose trataba de la superficie de unocéano azul, sino de una planicie queresplandecía con todos los coloresimaginables, del rojo al amarillopasando por verdes, violetas, blanco,celestes o magentas.

Era como si un pintorextremadamente loco hubiera lanzadoel contenido de un millón de paletasde pintura sobre el agua y estashubieran conseguido mantenerse aflote.

Y el rumor del roce contra elcasco aumentaba.

—¡No puede tratarse de lo queimagino! —musitó horrorizado.

—¡Lo es…! —respondió sucompañero de travesía—. Pordesgracia, lo es.

—¿Basura…?—Miles de millones de

toneladas de basura, porque o muchome equivoco o las corrientes hanarrastrado hasta este punto gran partede la porquería que durante años seha estado arrojando al Pacífico encualquiera de sus orillas. ¡Y miraque tiene orillas!

Arriaron velas permaneciendoal pairo entre recipientes que habíancontenido toda clase de productos,algunos de ellos nocivos, bolsas deplástico, cajones de madera,componentes electrónicos, boyas depesca e incluso preservativos quesemejaban medusas danzantes, y no

se detuvieron porque les apetecieracontemplar tan repelente espectáculo,sino porque si efectivamente en aquelpunto había confluido cuanto flotabaen miles de millas alrededorresultaba lógico suponer que bajotanta porquería pudiera ocultarse untronco de árbol o cualquier clase deobjeto punzante que abriera una víade agua en el casco.

Aquel era un gigantescovertedero que se perdía de vista a laluz de la luna, y que subía y bajabasiguiendo el ritmo de largas ondas,puesto que cabría imaginar que hasta

las olas habían sido vencidas yaplastadas por la compacta capa dedesperdicios.

Con la primera claridad delalba, medio centenar de delfinessurgieron de las profundidades ycomenzaron a saltar fuera del aguaaventando a uno y otro lado unabasura en la que se sumergían denuevo, y ni el mismísimo SalvadorDalí hubiera sido capaz de pintar uncuadro tan absolutamente surrealista.

Costaba trabajo aceptar que enaquellos momentos se encontraban enuno de los puntos más alejados de la

civilización pero que esa mismacivilización les había perseguidohasta el confín de los océanos con elfin de echarles encima toda suporquería.

Tardaron casi cuatro horas enatravesar tan repelente mar demierda, con Ulises en proa, atento acualquier peligro, lo cual no evitóque cruzaran a menos de veintemetros de una herrumbrosa y casiinvisible mina antisubmarina quedebía de llevar setenta añosvagabundeando por los mares enbusca de alguien a quien matar.

Luego avistaron un fantasmalpesquero japonés que probablementehabía sido arrastrado hasta allí porlos vientos y las corrientes tras eltsunami que se había abatido añosantes sobre las costas de su país, y,cuando al fin el agua volvió a seragua, y el océano, océano, sequedaron muy quietos y en silencioporque ambos tenían la extrañasensación de que acababan de dejaratrás el futuro.

5

El istmo, de apenas ochentakilómetros de anchura, fue la ruta delos conquistadores del Perú quepasaron por él en busca de la gloria,y por él regresaron cargados de oro yjoyas, convirtiendo la región en laque más riquezas contemplara en lahistoria de la humanidad.

Llegaron luego los piratas altufo de esas riquezas, a los quesiguió la avalancha de buscadores deoro en California, antes de quenaciera, por último, la fiebre

canalera, cuyo precedente másinmediato había sido el tristementefamoso «tren transoceánico».

La construcción de sus víashabía costado tantos miles demuertos que se contaba que los culischinos, desesperados por laspenalidades que sufrían, seenterraban en la playa, a la espera deque la marea subiese y los ahogase.

Era aquel un corto viaje en elque recorrían la agreste geografíatrepando y bajando colinas selváticasy valles pantanosos que engulleron amiles de hombres junto a míseros

pueblos que se habían asentado sobrelo que fueran otrora caseríos deindios bravos, cazadores de blancos.

La historia de Panamá, tanagitada y reciente, no es más que lahistoria de la ruta entre dos océanos,bien se realizara a pie, en mula, entren, coche o barco, y se podríaasegurar que el resto del país niexistía ni había existido nunca.

Y es que, en realidad, Panamá,como nación, fue un invento de losnorteamericanos, que solucionaronlas disputas sobre el futuro canal queatravesaría la más alejada de las

provincias colombianas por elcanallesco pero siempre eficazsistema de desgajar una provinciaindependizándola con ayuda de susbarcos de guerra y sus marines.

Panamá, como país, nació deespeculaciones político-económicas,más hija de la estrategia y laconveniencia que del espíritu o losdeseos de sus habitantes, ya que losantiguos colombianos deldepartamento panameño casi no seenteraron de que se habíanconvertido en nación independiente.

Tuvo que ser un inescrupuloso

financiero francés, que ni siquierahablaba español, Philippe Bunau-Varilla, quien firmara por parte de larecién nacida república el denigrantetratado que concedía a losnorteamericanos derechos «por todala eternidad» sobre su másimportante pedazo de tierra.

«Panamá es el fruto de la másbaja y rastrera traición de lahistoria...», aseguraban loscolombianos, furiosos e impotentesfrente a los cañones del coloso delnorte, y tenían razón debido a quePanamá fue durante años torre de

Babel del mundo, corredor eterno yfiltro en el que se detenían todas lasmiserias que se precipitaban por elangosto cuello de botella de suCanal.

Nación sin historia de nación,sin raíces, sin casi habitantes, ya quela mayoría le llegaron de fuera,nunca logró encontrar su propiaidentidad, y se diría que tampoco labuscó. Los que vivían en ellaparecían más preocupados porcuanto pudiera comprarse ovenderse, que por cualquier ideal osentimiento patriótico.

La aborrecible página permanecía enel fondo de uno de los cajones de suescritorio, y al releerla UlisesElcano volvió a aceptar que su padretenía razón, y que cuando estaba apunto de cumplirse un siglo desdeque el primer barco, el Ancón,atravesara el Canal, los panameñosdebían esforzarse por cambiar laestereotipada imagen que se habíahecho de ellos.

Cierto era que entre políticos,banqueros y traficantes habíanconvertido su país en paraíso fiscal,paso obligado de armas y drogas,

pero cierto era también que se habíanalzado contra sus opresoresconsiguiendo romper el denigrantetratado suscrito por el canallescoBunau-Varilla, librándose del yugoamericano y derribando las barrerasque separaban «la Panamá latina,ruidosa, barriobajera, desmadrada,negra y sucia, de la Balboa gringa,silenciosa, elitista, militarizada yblanca».

Poco a poco iba creciendo unpaís diferente, sus padres eran de losque se habían esforzado por aventaresa semilla, y, aunque le molestara

tener que admitirlo, todo cuanto debueno le había dado la vida se lodebía en cierto modo al Canal.

Encendió el ordenador con laidea de enviar un mensaje a losarmadores del Caledoniacomunicándoles que renunciaba alpuesto, y aunque no se le antojabauna forma elegante de hacerlo sí erala más rápida teniendo en cuenta quenecesitarían un tiempo a la hora dereemplazarle.

Escribir, y menos pidiendodisculpas, no era lo suyo, y aún semordía la punta de la lengua mientras

hacía y deshacía una y otra vez cadapárrafo sin sentirse satisfecho,cuando se escucharon unos discretosgolpes en la puerta y su madre lecomunicó que tenía visita.

El hombre, de baja estatura, pielaceitunada y rasgos orientales, sepresentó a sí mismo como AquilinoRomero, segundo oficial del Bímini,y lo primero que dijo, sonriendoamistosamente pero con firmeza, fueque había venido a llevarle a bordoaunque tuviera que arrastrarle de unaoreja.

—Cada minuto que pasamos

fondeados en la bahía no soloperdemos dinero, sino sobre todoprestigio, porque nuestros pasajerosson muy exigentes en lo que serefiere a los itinerarios y no lesagrada pasarse las horascontemplando el mismo paisaje en unbarco que se achicharra bajo un solimplacable… —Hizo una pausa, sedespojó de la gorra, observó conevidente admiración la infinidad dedibujos de toda clase de navíos quecubrían las paredes y, tomandoasiento en el borde de la cama,añadió—: Tras el accidente del

Costa Concordia las autoridades sehan vuelto muy quisquillosasrespecto a la profesionalidad de losoficiales de los cruceros turísticos,no nos dejarán marchar si ladocumentación no está en regla y noles culpo por ello; aquel capitán eraun cretino, y su tripulación, unapanda de ineptos… —Lanzó unaespecie de bufido que pretendíamostrar la magnitud de su enfado y alpoco añadió—: Decidan lo quedecidan las autoridades con ese parde imbéciles jamás volverán alBímini, por lo que te ofrezco un

contrato indefinido que tendrás lalibertad de romper en Florida conderecho a una indemnización de diezmil dólares.

El panameño se agradeció a símismo el haber respetado la cínicateoría de su tío Nemesio, quienpreconizaba que siempre resultabaconveniente permitir que laspersonas hablaran libremente, porquecuanto más lo hacían, más errorescometían y más armas paracombatirlas proporcionaban.

En este caso no se trataba decombatir, pero el hecho de no

haberse precipitado a interrumpir alfilipino comunicándole que ya estabaredactando la carta de renuncia alCaledonia le acababa de deparar unagrata sorpresa.

—¿Diez mil dólares por viajara Florida en un crucero de lujo…?—repitió incrédulo y a todas lucesencantado—. Realmente susarmadores deben de estar muydesesperados.

—Lo están porque la mayoríade los oficiales con experiencia eneste tipo de naves, que como supongosabrás son bastante complejas,

trabajan para compañías quedisponen de grandes flotas, con locual sus posibilidades de ascenderson mayores que en la nuestra, quesolo cuenta con el Bímini. Hemoscontactado con posibles candidatos,pero tardarían varios días en llegar,porque uno acaba de zarpar deCiudad del Cabo, el otro navegarumbo a Venecia y el tercero estáhaciendo senderismo en el Himalaya.

—¿Un oficial de marinahaciendo senderismo en elHimalaya…? —no pudo por menosque sorprenderse su interlocutor—.

Absurdo, o cuando menos curioso.—Arguye que tiene más espacio

para estirar las piernas que encubierta y debo reconocer que con eltiempo un barco llega a volverseclaustrofóbico. —De una delgadacartera de mano extrajo unosdocumentos que colocó sobre lamesa al añadir—: Pero no perdamostiempo, porque aún queda pendientemucho papeleo; si firmas aquílevaremos anclas dentro de un par dehoras de tal modo que puedes hacerel equipaje, despedirte de tu familiay embarcar mientras estemos

cruzando las esclusas.En cuanto Ulises hubo firmado,

el filipino lanzó un suspiro y saliócomo alma que lleva el diablo, porlo que el recién enrolado oficial delBímini comenzó a hacer sus maletascon la ayuda de su madre, y en ellose encontraban en el momento en quehizo su aparición Emeterio Elcano,quien le suplicó a su esposa que losdejara a solas.

—¿Y eso…? —quiso saber ladesconcertada mujer.

—Tenemos que tratar cosas dehombres.

—¿Y desde cuándo no puedoescuchar majaderías? —protestóella.

—¡Por favor…!En cuanto salió cerrando de un

portazo, Emeterio Elcano le entregóa su hijo una hoja de papel al tiempoque señalaba con un tono de voz queindicaba la magnitud de supreocupación:

—Me alegra que hayasaceptado, pero quiero que tengas muyclaro a qué te enfrentas por si alllegar a Miami decides cambiar deopinión.

Sierra Madre Occidental esconocida como El TriánguloDorado, un territorio casiinaccesible donde se encuentrael origen de la que hoy es unade las organizacionescriminales más importantes delmundo, el cártel de Sinaloa, unaauténtica «multinacional de lasdrogas».

Se cree que Sinaloa es elescondite del líder del grupo,Joaquín Guzmán Loera, másconocido como el ChapoGuzmán, el criminal más

buscado del mundo tras lamuerte de Osama bin Laden, yque en tres décadas pasó de serun campesino semianalfabeto aestar en la lista de los hombresmás ricos del mundo.

El Chapo fundó laorganización, también conocidacomo cártel del Pacífico o LaFederación, en 1989, cuando ladetención del narcotraficanteMiguel Ángel Félix Gallardoprovocó la escisión del cártelde Guadalajara.

Para la agencia antidroga

de los Estados Unidos, Sinaloaes hoy el grupo de narcotráficomás poderoso de América y,según una investigación de TheNew York Times, es responsablede entre el 40 y el 60 por cientode la droga que entra en losEstados Unidos y del lavado decientos de millones de dólares.

En los años ochenta, elChapo Guzmán y sus sicarios selimitaban a obedecer lasórdenes de los cártelescolombianos ayudándoles acolocar su cocaína en los

Estados Unidos, pero pocodespués comenzaron a vender ladroga con que los colombianosles pagaban en especie, y tras lamuerte de Pablo Escobar en1993, se hicieron con el controlde todo el proceso. Ahora elnegocio les produce enormesbeneficios, ya que un kilo decocaína comprada en Colombiaa 2000 dólares puede generar100 000 dólares en los EstadosUnidos y hasta el triple si sedistribuye en Europa.

A Guzmán Loera se le

atribuye la construcción de losprimeros narcotúneles parapasar la droga bajo la fronterade los Estados Unidos, pero losexpertos coinciden en que suprincipal arma ha sido suinfinita capacidad decorromper. Gracias al dineroconsigue la colaboración deempresarios, políticos ypolicías que además depermitirle fugarse de una cárcelde máxima seguridad garantizanel buen funcionamiento delnegocio, la impunidad de sus

crímenes y que la maquinaria delavado de dinero funcione a laperfección.—A menudo estos informes

tienden a exagerar —fue el lacónicocomentario de Ulises.

—En este caso no exageran,hijo, de eso puedes estar seguro. Elchino que ha venido a verte…

—Filipino… —le corrigió.—Chino o filipino, ¿qué más

da? Debe de ser él, o quizá el primeroficial, quienes manejen el negocio,visto que el capitán, un napolitanoque se parece a Vittorio De Sica

cuando se vestía de carabiniere, tansolo piensa en cantar ópera yacostarse con todas las rubias quepisan el barco.

—¿Y qué tiene contra lasmorenas?

—Nadie lo sabe, pero lo ciertoes que las chicas de la tripulación sehan visto obligadas a teñirse paraque las deje en paz.

—No es serio… —argumentóUlises, empezando a temer que todaaquella descabellada historia de ungigantesco crucero dedicado atransportar una droga que nadie había

visto no fuera más que un ataque deparanoia propia de unos serviciossecretos que desde el atentado de lasTorres Gemelas se dedicaban aperseguir a su propia sombra—. Nosolo no es serio, sino inclusoridículo —insistió—. Por un ladoestamos hablando de sicariosmexicanos y por el otro de un barcocargado de vejestorios al mando deun bufón... —Terminó de acomodarlas camisas en la maleta y tras lanzarun resoplido que pretendía mostrar lamagnitud de su malhumor concluyó—: Al menos deberías reconocer que

el Bímini parece un escenario deopereta.

—Tú lo has dicho… —admitiósu padre, que había tomado asientoen el marco de la ventana al tiempoque se entretenía en romper en finastiras el informe sobre el cártel deSinaloa—. «Parece» un escenario deopereta, pero cada actor interpreta supapel con tanta perfección que llevanaños burlándose de nosotros… —Agitó la cabeza al añadir—: ¿Quécrees que siento cada vez que lo veoatravesar el Canal, lento, altivo,majestuoso y tan seguro de sí mismo

que a menudo da la impresión desonreír despectivamente?

—¿Y no se te ha ocurridopensar que tal vez tan solo sea unseñuelo destinado a desviar laatención mientras introducen la drogapor otro lado?

—Desde el primer día, hijo,desde el primer día, pero llevamosaños controlándolo desde que entraen nuestras aguas hasta que lasabandona y cotejando la informacióncon la CIA y la DEA, y jamás hemosencontrado coincidencias de fechas ocontactos con otros buques

sospechosos de transportar alijos.Juegan con nosotros y eso me ponede muy…

Le interrumpió el repicar de suteléfono; respondió «¿Qué coño pasaahora?» en el tono cansino propio dequien está acostumbrado a que lemolesten continuamente, pero alinstante su rostro se transfiguró.

—¡No es posible…! —exclamócon un perceptible temblor de voz—.¿Cuándo? —escuchó cada vez másinquieto, y al poco volvió a inquirir—: ¿Se sabe quién ha sido? ¡Partidade ineptos…!

Colgó y permaneció unosinstantes esforzándose por asimilaruna noticia ciertamente indigerible.Al fin acertó a balbucear como si lecostara un gran esfuerzo:

—Acaban de degollar a uno delos oficiales del Bímini y la policíano tiene ni la menor idea de quién hapodido hacerlo.

—¿Dónde?—En su celda.—¡Joder…! —masculló Ulises

Elcano evidentemente impresionado,pero al poco puntualizó con marcadaintención—: Está claro que, pese a

su «dilatada experiencia como agenteespecial», tu querido amigo Bob notuvo en cuenta que a los proxenetasde La Boca no les gusta que les rajena las chicas que les dan de comer.

—Pero qué bobadas dices —seindignó su padre—. ¿Qué culpa tieneBob?

—Toda la culpa, puesto queimagino que les tendió una trampa yahora uno de ellos está muertoporque, como suele decirse, «cuandoel temporal arrecia los grumetes sonlos primeros en caer por la borda».

—No se trataba de un simple

«grumete» y sospecho que no se hacaído por la borda, sino que lo hantirado —respondió con acritud quienmanoseaba su teléfono como sipretendiera desgastarlo—. Porvengar a una puta, un chulo puedemolerte a palos si te encuentra en uncallejón oscuro, pero nunca searriesgaría a degollar a un oficial demarina en una celda… —Cabríaimaginar que Emeterio Elcano estabaa punto de lanzar su móvil contra lapared, pero se contuvo y añadió—:Sin embargo, si esos malditos narcosmexicanos sospechan que uno de los

suyos puede irse de la lengua sobrecuanto ocurre en el barco, pagaríanlo que fuera por taparle la boca.

—Queridísimo padre yadmirado mentor… —le espetó suhijo sin el menor respeto al tiempoque le golpeaba cariñosamente elhombro—. Tal como suele decir tupropio hermano, «quien buscafantasmas no suele ver el camión quele pasará por encima».

—¿Y a qué demonios vieneeso?

—A que muchos reclusos sonasesinados en las cárceles, pero, si a

ese muchacho no le hubieran tendidouna trampa en un burdel, no habríaacabado muerto. Te pongas como tepongas, la responsabilidad de cuantoha ocurrido recae sobre quienpergeñó esa inconcebible patrañaque pretende que un crucero quecuenta con más de mil tripulantes nopueda zarpar con dos oficialesmenos… —Le obligó a que le miraraa los ojos al inquirir con marcadaintención—: ¿Quién carajo promulgóuna ley tan traída por los pelos?

—No tengo ni idea.—¿Y cuántas veces se había

aplicado con anterioridad?—Ninguna que yo sepa, pero

supongo que algo había queintentar…

—Pues lo único que hanconseguido es que hayan degollado aun hombre que tal vez nunca hayahecho nada.

6

Todo estaba oscuro y la línea rojaque iba ascendiendo por la ladera dela montaña recordaba aquella otrasinuosa curva que marcó sobre unmonitor verde el ritmo de laspalpitaciones del corazón de HéctorAlfaro hasta el momento en que dejóde latir.

El sorpresivo y voraz incendiohabía afectado a las torres deltendido eléctrico de la entrada delvalle, que ahora tan solo aparecíailuminado por el resplandor de altas

llamas que arrasaban cientos dehectáreas de tupido bosque, así comouna docena de viviendas cuyoshabitantes contemplaban la horrendaforma en que el infierno habíadecidido subir a pasar un fin desemana al aire libre.

Las desgracias, al igual que lasratas, necesitan poco espacio ymucha miseria para reproducirse agran velocidad, y estaba claro queavaricia y fuego eran ratas que noparaban de multiplicarse hasta que asu alrededor no quedaba nada pordevorar.

La explotación de aquellosbosques y algunas cabezas de ganadoconstituían el único recurso quepermitía malvivir a los mineros quese habían quedado sin trabajo, por loque las negras lágrimas de quienesobservaban cómo su última fuente deingresos se convertía en humoresultaban doblemente amargas.

Constituía una curiosa burla deldestino que aquellas pobres gentesllevaran años sacrificándose porextraer de las entrañas de la tierra uncarbón con el que alimentar fuegosajenos y fuera ahora ese mismo fuego

el que acabara aniquilándoles.Sentados en el porche y como

hipnotizados por el dantescoespectáculo que ofrecían las llamasdanzando como feroces pieles rojasen torno a un aterrorizado vaquero,los miembros de la familia Alfaro nose sentían capaces de pronunciarpalabra, porque cuanto dijeran tansolo serían nimiedades frente a lainmensidad de semejante tragedia.

Tantísimas horas habían dejadotranscurrir en aquel mismo lugardisfrutando del hermoso paisaje deun valle por lo general húmedo,

brumoso y verde, que hubieranpodido señalar con los ojos cerradosen qué punto exacto se alzaba cadacasa y cada huerto, a quiénpertenecía, e incluso cuántas cabezasde ganado le quedaban, si es que lequedaba alguna.

Beatriz Alfaro había actuadocomo anfitriona en las bodas devarios de los dueños de aquellasviviendas a la par que Laura yGermán habían crecido con sus hijos,y no podían por menos queplantearse que, si el caprichosoviento montañés hubiera soplado esa

noche en dirección opuesta, ahoraserían ellos los que estaríancontemplando cómo ardía el viejocaserón en el que nacieron susabuelos.

Pero el viento aún podíacambiar.

El fuego, al igual que un perrorabioso que cuando ha destrozado adentelladas a quien se le enfrenta serevuelve con intención de atacar conaún más furia a quien huye,permanecía al acecho casi en la cimade la montaña, tal vez dudando entresuperarla y descender por el

siguiente valle o mantenerse en elque se encontraba arrasando hastasus raíces.

Aquellas oscuras noches sinluna habían sido siempre las mejoresamigas y aliadas de los incendios;las que les permitían exhibir toda sumagnificencia, cobrarse la vida dedesorientadas víctimas y ocultar lasidas y venidas de los pirómanos.

Un humo áspero y denso peroque no se veía llegar en la oscuridadasfixiaba a hombres y bestiasdejándoles a merced de las llamas, yentraba dentro de lo posible que con

el amanecer del nuevo día ya noquedara nada: ni minas, ni mineros,ni bosques, ni ganado.

La discreta Bambi, que habíapermanecido muy quieta, respetandoel dolor de quienes eran testigos delfinal anticipado de sus sueños,inquirió al fin con su leve acentonórdico y una voz tan profunda queparecía pertenecer a otra persona:

—¿De qué sirve rezar en estoscasos? ¿Quién escucha?

La pregunta permanecióflotando en el aire, tan agria y densacomo el humo del incendio, tan sin

respuesta como siempre, porquemillones de bocas habían repetidoanteriormente idéntica pregunta sinque existiera nunca una explicaciónsatisfactoria.

—Repito… —insistió al poco—. ¿Quién escucha?

—Nadie, querida… —replicócon sorprendente calma BeatrizAlfaro—. Nadie escucha, perorecuerda que el daño que ese fuego,aunque sea intencionado, estácausando al valle no es eterno,puesto que dentro de unos años losárboles volverán a florecer, mientras

que el daño que le están causando lospolíticos y los especuladores nuncatendrá remedio.

—Pues deberían sacarles lastripas a esos malnacidos yarrastrarlos por ellas.

Se volvieron a observarlasorprendidos por un tono queobligaba a suponer que era lo queverdaderamente sentía, lo cualresultaba cuando menos chocante enuna criatura de tan exquisitosmodales y tan frágil apariencia.

—No me miréis así… —añadióal poco en un tono levemente

despectivo—. En mi país ese tipo deprevaricaciones no se consienten,pero por lo que veo los españoles oshabéis acostumbrado a que lospolíticos os pisoteen. Y es unaactitud que me sulfura porque quiense resigna y acepta la corrupcióncomo algo natural e inevitable notendrá nunca derecho a lamentarsepor su suerte.

Únicamente eran palabras, o almenos así lo parecían y laconversación careció detranscendencia, aunque con el tiemporesultó evidente que no solo eran

palabras, porque tres semanas mástarde, cuando algunos mineros seecharon a la calle con el fin deenfrentarse a quienes les impedíanmanifestarse libremente, los policíasno daban crédito a sus ojos aldescubrir que quien con más saña lesinsultaba y agredía no era un forzudodinamitero ni una furibunda madredesesperada, sino una delicadajovenzuela de cabellos cobrizos queno les llegaba al pecho, perosoportaba estoicamente los golpessin lanzar un solo lamento.

Pasada la medianoche Bambi

regresó a casa con una brecha en lacabeza, un ojo amoratado y un dedoroto, y Laura, que tan acostumbradaestaba a curar heridas en lo másprofundo de una mina, a punto estuvode sufrir un síncope.

—¡Quieres acabar conmigo! —sollozaba al borde de un ataque dehisteria—. Te has propuestomatarme.

—Solo son arañazos.—Y un dedo roto.—Me quedan nueve.—No tiene gracia.—Pero duele; aunque más debió

de dolerle la patada en los huevosque le arreé a uno de aquellosjodidos hijos de puta.

—¿Pero qué clase de lenguajees ese…? —se escandalizó supareja.

—El que tú me has enseñado,cielo. Recuerda que cuando nosconocimos apenas sabía un puñadode palabras españolas.

—Lo recuerdo muy bien; dosdocenas escasas, pero casi todasobscenidades.

—¿Y cómo podía saber que«chúpame la polla» no significa

«bienvenida a casa»?—No… —admitió quien le

cuidaba las heridas—. Si no te culpo,porque a los cretinos les encantaenseñar guarrerías a las extranjeras,pero ahora no se trata de palabrotas;lo que importa es que te arriesgas aque te descalabren, te dejen postradaen una silla de ruedas o en el mejorde los casos a que te expulsen.

—Prefiero que me echen de unpaís por luchar por lo que creo, a queme permitan quedarme a condiciónde no decir lo que pienso. —Clavósus ojos en los de su amante al

añadir—: A la hora de defendernuestros derechos no basta conmover el culo sobre una carroza elDía del Orgullo Gay; tenemos quedefender los derechos de los demás,sea donde sea. Y si me expulsan detu país, me iré a Cerdeña.

Hacía referencia a los casiquinientos sardos que se habíanrefugiado en una mina armados conuna dinamita que amenazaban conhacer estallar si el gobierno nocejaba en su empeño de cerrar lasexplotaciones de carbón.

La frase que exhibían como

bandera lo decía todo al respecto:Estamos tan desesperados que

defenderemos hasta la muerte untrabajo que únicamente aceptan

los muy desesperados.Algunos se habían cortado las

venas advirtiendo que no pensabanregresar con vida a la superficie, locual daba una idea de hasta quéextremos eran capaces de llegarciertos seres humanos cuando teníanque sacar adelante a sus familias.Laura, que sabía muy bien de quépasta estaban hechos, se calmó deinmediato concentrándose en la tarea

de desinfectar las heridas einmovilizar el dedo roto, tareas enlas que por suerte o por desgraciahabía adquirido excesiva práctica.

—Eres la antítesis de un buenminero… —dijo al fin besando a supareja en los labios—. Pequeña ydelicada como el negativo de lafotografía de uno de ellos, pero leechas a la vida el mismo par decojones.

—¡Un respeto, cielo! —fue larespuesta teñida de cierta dosis dehumor—. Para liarse a pedradas nohacen falta cojones; hace falta

convicción. Y ten presente que no lohago solamente por los mineros; loharía de igual modo si se tratara deagricultores, pescadores o peritosindustriales.

—¿O sea que el gran amor demi vida ha resultado ser un nuevoChe Guevara pero sin barba y sinpuro?

—Algún defecto debía tener.Cuando a la mañana siguiente

Germán Alfaro tuvo conocimiento deprimera mano de las andanzas de sualborotadora «cuñada» y de cómohabía estado a punto de que la

desgraciaran de por vida de un malgolpe, le planteó a su hermana queaquella no era la mejor forma deresolver problemas.

—Enfrentamientos de ese tipotan solo benefician a cuantospretenden hundirnos... —le hizo ver—. Manejan los medios decomunicación intentando hacer creera la opinión pública que los minerossomos extremistas que hemosheredado de nuestros abuelos la malacostumbre de iniciar una revolucióna las primeras de cambio. Y ni esverdad, ni es ese el camino.

—Y según tú ¿cuál es elcamino? —quiso saber ella.

—No lo sé… —admitió eldemandado con loable sinceridad—.Pero lo que sí sé es que la violenciano resuelve nada, sobre todo cuandolos fusiles y los tanques los tienenlos del otro bando.

—En eso tengo que darte larazón, ya ves tú. —Laura ensayó unaleve sonrisa e hizo una corta pausaantes de añadir como si se tratara deuna realidad incuestionable—: Ladinamita ya no es lo que era ni surteel efecto que surtía.

—Pues actúa en consecuencia.Pese a lo incómodo que me resultadecir esto, puesto que de pequeña amenudo te daba el biberón, deboreconocer que esta mañana teentiendo mejor que ayer porque esaimprevisible pareja tuya es capaz dehacerle perder la cabeza almismísimo san Juan Bautista, que aúndebe de andar buscando la suya. Perote aconsejo que te la lleves donde nole caigan palos, porque no volverás aencontrar a otra como ella y sé muybien lo que se siente al perder a lamujer que amas.

—No creo que consigaconvencerla; es muy cabezota.

—Debe de serlo, porque por loque me han contado el policía que learreó el estacazo medía metronoventa y aun así no logró abrírsela.—Se inclinó a besarla en la frente alañadir—: Si yo fuera tú, y tegarantizo que conociendo a Bambime encantaría serlo, me esforzaríapor explicarle que en esta situaciónno necesitamos santos mártires, sinomalditos cabrones.

—¿Te importaría aclararme tanpeculiar concepto?

—Elemental, querida hermana—fue la amable explicación—. Tansolo un maldito cabrón será capaz dehacer comprender a un corrompidopoliticastro que si cierra las minasestará beneficiando a unas cuantasempresas, pero que a él se le habráacabado el chollo de cobrarcomisiones a base de subvenciones ymangoneos.

—¿Y conoces alguno de esos«malditos cabrones»?

Germán negó seguro de lo quedecía al replicar:

—No, pero tampoco conozco a

ningún serpa, y me consta que en elHimalaya a menudo salvan a losalpinistas en apuros. Confío en quepronto aparezca alguno que nossaque de este lío.

—Difícil lo veo a estas alturas.—En ese caso la empresa se irá

al diablo, pero te juro que resistiréhasta el último minuto. —Hizo unalarga pausa sospechando que supropuesta no sería bien acogida—.Podrías llevarte a Bambi a Panamá,recoger el Urogallo y recorrer juntasel Caribe. Te enseñé a manejarlo yUlises te conseguiría un carné de

patrón de yate.—No sería necesario; Bambi lo

tiene.—¡Joder con Bambi! —

masculló su hermano visiblementeamoscado—. Habla seis idiomas,tiene dos carreras, se lía a palos conla policía y por si fuera poco ahoraresulta que es patrón de yate.Empieza a acomplejarme.

—Desciende de vikingos, y losvikingos tienen fama de ser losmejores marinos que han existido.

—Los más bárbaros sí, y quizápor eso ha salido tan peleona, pero

para marinos…Se escucharon unos golpes en la

puerta, esta se abrió de inmediato yel jefe de capataces, Tito Salas,asomó la cabeza con el fin deseñalar:

—Siento la interrupción, peroha habido un accidente.

—¿Dónde?—En La Mula Torda.—¡Pero si esa mina está

abandonada desde hace años! —lerecordó una sorprendida Laura—.¿Qué ha podido ocurrir?

—El chico de Gregorio Baeza

andaba buscando nidos, se cayó a unpozo y se ha destrozado una pierna.

—¡Qué horror!—¡Pobre Manolito! —Germán

tan solo tardó unos instantes enreaccionar con el fin de inquirirarqueando las cejas en un gesto quedenotaba a las claras su extrañeza—.¿Y cómo es que estaba buscandonidos si esa zona quedó calcinadapor el incendio?

El viejo minero cerrócuidadosamente la puerta a susespaldas, señaló una butaca comopidiendo permiso para tomar asiento,

y ante el inmediato gesto deasentimiento lo hizo al tiempo queseñalaba bajando un tanto la voz:

—La pregunta es lógica, aunqueme temo que la respuesta no tanto, ypor eso es mejor que sepáis lo que haocurrido para que os mantengáis almargen por si las cosas secomplican.

—¿De qué estás hablando? —seimpacientó la menor de los Alfaro—.¿A qué viene tanto misterio?

Resultaba evidente que aldemandado no le agradaba enabsoluto lo que tenía que decir,

porque se rascó nerviosamente ysiempre hacia abajo el espeso bigote,carraspeó incómodo y al fin sedecidió a abrir la boca como sitemiera que le fueran a arrancar unamuela.

—A que «el pobre Manolito» esel hijo de mala madre que le prendiófuego al bosque.

—¿A quién se le ha ocurridosemejante idiotez? —protestó unindignado Germán Alfaro—. Leconozco desde que nació y...

—Mejor lo conocía su padre, yha sido él quien le tiró al pozo —fue

la áspera respuesta—. Notó que secomportaba de una forma extraña,algunas noches salía de casa sinarrancar la moto hasta que seencontraba lejos, y comprobó quealgunas de esas noches se habíanproducido incendios a menos de cienkilómetros de distancia.

—Se iría de putas o a buscardrogas…

—Eso es lo que quiso pensarGregorio, pero la noche que seincendió el valle Manolito tampocoestaba en casa, por lo que cuandoregresó oliendo a gasolina lo infló a

hostias, y como además el puñeteroniño ha resultado un cagado, no tardóen contarle cómo se las arreglabapara que no le sorprendieran en elmomento de iniciar los fuegos.

—No puedo creerlo.—Siempre cuesta creer que

alguien a quien conocemos sea capazde algo así, pero en este año se hanproducido más de doce mil incendiosque han calcinado casi doscientasmil hectáreas y un gran número deellos han sido provocados porpirómanos piraos que disfrutan conlo que hacen. Al parecer Manolito es

de los peores.Los hermanos Alfaro se

observaron en un vano intento deasimilar lo ocurrido, porque aquelmuchacho había sido un niño alegre,sano y servicial al que le habíanlimpiado los mocos infinidad deveces. Más tarde se convirtió en elmejor extremo izquierdo que habíatenido nunca el equipo local y lorecordaban con su camiseta a rayasverdes y sus botas azules corriendocomo un gamo tras el balón, dandosaltos y apretando los puños cadavez que conseguía dar un pase al

área.—Sigo sin creérmelo —insistió

Laura evidentemente afectada—. Noacaba de entrarme en la cabeza. ¿Y aqué viene ese disparate de afirmarque su padre le tiró al pozo?

—A que su primer impulso fuecargar la escopeta y volarle los sesosporque era consciente del enormedaño que se había causado, pero sumujer le escondió los cartuchos,llamó a sus cuñados y apañaron elasunto.

—¿Qué significa eso de que«apañaron el asunto»? ¿A qué clase

de apaño te refieres?—A cambio de que no le

mataran, Manolito aceptó que ledejaran cojo y le llevaran al fondodel pozo con el fin de simular quehabía sido de un accidente. El tratoincluye que si vuelve a las andadasle arrancarán la otra pata. ¡Cosas delos Baeza, que son muy brutos!

—¡Y tanto! Lo que tenían quehacer es denunciarle.

Tito Salas se encogió dehombros al tiempo que abría lasmanos con las palmas hacia arribacomo si con ello quisiera resaltar la

inutilidad de semejante decisión.—¿Y qué hubieran

conseguido…? Los pirómanos nopasan mucho tiempo en la cárcel,cuando los sueltan se van adondenadie les conoce a continuarquemando bosques, y los Baeza, aquienes todos respetan porque songente honrada y trabajadora, sehubieran tenido que marchar delpueblo avergonzados. Sin embargo apartir de ahora los respetarán más.

—Nadie puede tomarse lajusticia por su mano.

—A condición de que exista una

justicia, que en este caso no existe —fue la convencida respuesta del viejocapataz—. O por lo menos los juecesno la aplican. Manolito se irá todo lolejos que quiera, pero sabe que supropia gente le estará vigilando y queen cuanto se desmande le dejarántullido para siempre. Eso es justicia,lo demás son chorradas.

7

En cualquier otra circunstancia, alcapitán Curzio Gritti podríahabérsele considerado un personajede opereta, pero aquel día semostraba sinceramente indignadodebido a que uno de sus jóvenesoficiales había sido asesinado en unasucia celda de forma ciertamenteignominiosa.

Recorría a grandes zancadas elpuente de mando lanzando toda clasede improperios contra «las malditasautoridades de un país de mierda»

que no solo encarcelabaninjustamente a un inocente, sino queno eran capaces de mantenerle convida en su propia cárcel.

—¿Cómo les explico a suspadres lo que le ha ocurrido al pobreSpencer? —casi sollozaba—. Laprimera responsabilidad de uncapitán es proteger a su tripulación yno he sabido hacerlo. ¡Cerdos!¡Hijos de la gran puttana!¡Mascalzoni!

A la vista de tan efervescenteestado de ánimo, Aquilino Romerodecidió que aquel no era el momento

apropiado para presentaciones,teniendo en cuenta que Ulises Elcanotenía la misma nacionalidad queaquellos a quienes su exaltadocapitán insultaba con tan especialempeño.

Se vieron obligados a aguardaren un pequeño salón hasta que unmeticuloso contramaestre terminarade recoger y empaquetar los objetospersonales del oficial asesinado conel fin de permitir que las camarerasairearan y arreglaran el camarotedonde debía instalarse quien acababade embarcase con el fin de ocupar el

puesto que había dejado vacante eldifunto Tony Spencer.

Según una curiosa tradición dealgunos viejos buques balleneros, elcolchón de un oficial fallecidodurante una travesía debía serincinerado o arrojado al mar, puestoque conservaba «su olor, su sudor ysus sueños», pero el Bímini era unnavío demasiado moderno como paraprestarse a tan trasnochadassupersticiones, por lo que lo únicoque cambió la severa gobernanta queatendía la denominada cubierta demando fueron las sábanas.

Y es que, a decir verdad, nohabía mucho que cambiar debido aque el camarote era tan amplio,confortable y cabría afirmar queincluso elegante, que su nuevoocupante admitió sin reservas quejamás había vivido en un lugarremotamente parecido debido a queincluso disponía de una terraza conhamaca en la que podía tenderse atomar el sol a unos ocho metros dealtura sobre la línea de flotación.

Una gran pantalla adosada a lapared frontal le mantenía enpermanente contacto visual con el

puente de mando, y al comprobar eltamaño de la cama y el cuarto debaño, así como la extraordinariacalidad del televisor y el equipo demúsica, Ulises Elcano no pudo pormenos que preguntarse cómo diablossería un camarote de primera clase siaquel era el del tercer oficial depuente.

El filipino le advirtió deinmediato que estaba rigurosamenteprohibido invitar a mujeres a la zona,por lo que, «en caso de necesidad»,utilizara los camarotes de las propiaspasajeras o le pidiese al

contramaestre la llave de una de lassuites de la cubierta cuatro que raravez solían ocuparse.

—¿Y por qué no se ocupan?—Porque están reservadas para

las «contingencias» —fue lainmediata aclaración—. Si a unpasajero se le atasca el retrete, lefalla el aire acondicionado o se lecae el techo encima, cosas que pordesgracia ocurren por mucho que lanave se encuentre en continuomantenimiento, aquí no es posibleenviarle a un hotel mientras searregla el desaguisado; lo que se

hace es trasladarle a una lujosa suiteque le permite olvidar el incidente yquedar muy contento.

—Astuta solución… —reconoció el panameño.

—A bordo de este barco todosuele hacerse con astucia ointeligencia, ya que debe prevalecerla plena satisfacción del pasajero,porque sin ellos no existiría el barco.—Aquilino Romero hizo unapequeña pausa mientras observabacómo el recién incorporadocomenzaba a deshacer el equipajecolocando sus pertenencias en el

armario antes de añadir—: Entiendotu renuencia a embarcarte, porquecabría asegurar que no somosauténticos marinos sino «hotelerositinerantes» que antes de zarparpodrían introducir datos del viaje enun ordenador y no volver a poner lospies en el puente de mando hastahaber atracado al final del trayecto.

—¿Y eso le molesta?—En los tiempos que corren

millones de personas se molestan, seofenden e incluso se suicidan aldescubrir que son sustituidas pormáquinas que se supone que hacen su

trabajo mejor que ellas —argumentóel filipino—. ¿Por qué no puedo seruna de esas personas el día demañana? Ya existen aviones quevuelan sin piloto, trenes que viajansin conductor y submarinos queatraviesan el Atlánticoteledirigidos… —Sonrió condesgana al inquirir—: ¿Cuántotiempo crees que tardarán los barcosen seguir esa misma ruta si le ahorradinero a los armadores?

—Supongo que no mucho…—Pues cuando llegue ese día

pasaremos de ser oficiales que

pilotan un crucero de millonarios acamareros que sirven copas amillonarios en un crucero que nonecesita oficiales, porque en el fondoesto no es más que un hotelvagabundo… —Se encaminó a lapuerta haciendo un gesto dedespedida con la mano al tiempo queconcluía—: O sea, que hasta quellegue ese día disfruta del Bímini eintenta ganar mucho dinero paracuando te sustituyan por un chip.

Al poco de quedarse a solas ytras comprobar que hasta elafilalápices eléctrico funcionaba a la

perfección, Ulises Elcano advirtióque estaban atravesando el lagoGatún, por lo que a lo lejos sedistinguía el caserón en que se habíareunido con los miembros de laDEA, y, suponiendo que observaríanel paso de la nave a través de susenormes prismáticos, se llevó lamano a la frente en lo que pretendíaser una caricatura de saludo militar.

Casi de inmediato le vino a lamente la mañana en que el barbudoflaco comentó mientras oteaba elhorizonte con unos prismáticosconsiderablemente más pequeños:

—¡Oh, oh, mierda! Lo que nosfaltaba…

—¿Qué ocurre?—Orcas…Con el Urogallo inmerso en una

bochornosa calma chicha, su únicaocupación se centraba en jugar alajedrez, hablar de lo divino y de lohumano, excepción hecha deMahinoa Vahiné, y procurar noapartarse de la corriente que lesdesplazaba hacia el este, por lo quela aparición de un grupo de «ballenasasesinas» constituía una novedad,pero ciertamente una novedad muy

poco apetecible.—¿No te gustan las orcas? —

quiso saber.—Tan lejos de tierra firme no,

porque suelen estar hambrientas y nodudan en atacar a los tiburones, loscachalotes y todo lo que puedanllevarse a la boca.

Ulises entrecerró los ojos,observó con atención el punto queindicaba su amigo y al poco admitió:

—Hace diez o doce años llegóa Panamá un carguero chino con tresnáufragos que se habían pasadoveintitantos días en una lancha

neumática por culpa de las orcas. Alparecer habían golpeado su yatehasta hundirlo zampándose a uno desus tripulantes.

—Conozco la historia —admitió el asturiano—. Y tengoentendido que ocurrió no demasiadolejos de aquí, al norte de lasGalápagos.

—¿Y qué vamos a hacer ahora?—Arriar velas para no llamar la

atención y encerrarnos en la camaretaconfiando en que pasen de largo sinadvertir que una simple tabla, aunquese trate de madera asturiana, les

separa de un apetitoso almuerzo.Se apresuraron a recoger todo

cuanto pudiera moverse para tomarluego asiento el uno junto al otro enla litera, permaneciendo muy quietosy en silencio, pese a lo cual notardaron en escuchar los resoplidosde una docena de enormes cetáceosmerodeando en torno a una frágilnave que al poco comenzó abalancearse a causa del oleaje queprovocaban.

Se escuchó un golpe, como sialguna de aquellas negras moles degrasa con manchas blancas se

entretuviera en tantear la consistenciadel Urogallo.

Germán Alfaro apoyó la orejasobre un lateral, la forma del cascole hizo las veces de caja deresonancia y pudo percibir losclásicos chillidos y chasquidos conlos que los miembros del grupo secomunicaban entre sí.

Los había visto actuar cuandoacosaban a una ballena con su cría yle constaba que solían comportarsecomo un astuto ejército muy bienentrenado.

Un nuevo golpe, ahora casi en el

centro mismo de la embarcación, leobligó a comprender que muy prontolanzarían un ataque conjunto y tansolo entonces decidió moverse muylentamente con el fin de abrir unarmario cerrado con un gruesocandado. Extrajo con sumo cuidadouna caja de madera que contenía unabotella envuelta en un saco, y,destapándola como si se tratara deuna hedionda bomba, comenzó aderramar su contenido asomando elbrazo por uno de los ojos de buey.

—¿Qué coño haces…? —susurró su aterrorizado acompañante

—. ¿Intentas emborracharlas?El otro se limitó a ordenarle con

un gesto que guardara silencio ycontinuó con su tarea hasta que en elfondo de la botella apenas quedabandos dedos de un líquido oscuro yviscoso.

Los resoplidos y los chillidosaumentaban de intensidad de formaharto notable, pese a lo cual a lospocos minutos la nave dejo demoverse, se hizo el silencio y cuandodecidieron atisbar asomando apenasla cabeza sobre la bordacomprobaron que las temidas aletas

se perdían de vista rumbo a poniente.—¡Dios bendito! —exclamó un

alborozado panameño—. ¿Quédiablos era eso?

—El veneno que utilizan en lasislas Salomón para alejar a lostiburones, aunque te juro que noestaba seguro de si daría resultadocon las orcas. Basta una gota paramatar a veinte personas y cuando sedisuelve en agua irrita de tal modolos ojos que o te alejas o te quedasciego.

—¿Y de dónde lo sacan?—De lo que ellos llaman algo

así como tooku, pero cuyo nombrecientífico, por si te interesa, cosa quedudo, es Connus pannaeus.

—¿Y eso qué demonios es?—Una caracola blanca con

manchas anaranjadas que se muevemuy despacio, pero posee unaespecie de lengua en forma de tuboque lanza un veneno que mata oinmoviliza en el acto a sus presas.Nadie se atreve a acercársele, ya quesu veneno es mil veces más poderosoque la morfina.

—Me alegra que hayas sido tanprecavido.

—No se trata de precaución, setrata de dinero, porque cualquierlaboratorio farmacéutico me habríapagado diez mil dólares por elcontenido de esa botella.

—Consuélate con la idea de quenuestras vidas valen más.

—La mía sí, desde luego… —fue la descarada respuesta—. La tuyano estoy tan seguro y pensándolobien creo que me debes cinco mildólares…

—¡Si serás cabrón…!—¿Cabrón…? —repitió el

dueño del barco fingiéndose

ofendido—. ¿Tienes idea del peligroque he corrido buscando a esasmalditas caracolas armadoúnicamente con una especie decazamariposas? Cuando consiguesatraparlas tienes que arrojarlas a uncharco y acosarlas con una esponjaatada a un garfio con el fin de que sedefienda lanzándole el veneno. Luegotienes que exprimir la esponja, perosi cometes el más mínimo error, laespichas, te quedas ciego o te salenllagas como esta del brazo que no mecicatrizará en la vida.

—Había dado por supuesto que

te la había causado un coral de fuego.—Las llagas del coral de fuego

supuran durante meses, pero acabansecándose; las del tooku nuncasupuran y te acompañan a la tumba.

—Pues hazme el favor de tirarlo que queda en esa maldita botella,que no quiero disgustos.

—¿Y si vuelven las orcas?—Les mearemos encima y tal

vez les haga el mismo efecto.Recostado en la hamaca de la

terraza de su espectacular camarote yobservando cómo la proa del Bíminiponía rumbo a la entrada de las

esclusas que le permitirían descenderde los casi treinta metros de altitud aque se encontraba el lago Gatúnsobre el nivel del mar, Ulises Elcanose vio obligado a reconocer que elmaldito asturiano le había enseñadoinfinidad de cosas y que le echaba demenos debido a que compartían undesenfrenado amor al mar incluso apesar de compartir también undesenfrenado amor por la mismamujer.

Cuando cerraba los ojos aún laveía alejarse por la playa conaquella irrepetible forma de mover

las caderas mientras canturreabaquedamente:

Si yo hago navegar mi piraguaa través de aguas traidoras,que ellas pasen por debajo,

¡oh, dios Tané!,que mi piragua pase por

encima.Le costaba aceptar que jamás

volvería a escuchar su voz o sentircómo sus firmes muslos le atrapabanmarcando la cadencia del ritmo conque debía penetrarla, y aunque seconsideraba demasiado joven comopara sucumbir a la nostalgia, la

nostalgia ya había entrado a formarparte de su vida, porque al no podervolver a ver a Mahinoa Vahiné suimagen se mantendría eternamentejoven en su memoria hastaconvertirse en el icono de unabelleza y perfección que ninguna otramujer conseguiría igualar.

«Cuando se pierde al ser amadoporque ha muerto tan solo sepierde una vez; cuando sepierde a sabiendas de quecontinúa existiendo el deseohace que se vuelva a perdercada mañana y cada noche».

Sin duda el autor de aquellafrase había perdido a un ser muyquerido que había pasado apertenecer a otra persona, o queincluso sin pertenecer a nadie sehabía convertido en inalcanzable.

Si Ulises Elcano hubiera sidomedianamente razonable, habríaadmitido que marcharse de la isla eralo mejor que podía haberle sucedido,puesto que había comprobado que lasmujeres polinesias solían convertirseen orondas matronas de imponentestraseros en cuanto daban a luz a suprimer hijo.

«Demasiado hermosasdemasiado pronto; demasiadovoluminosas demasiadopronto».Si se trataba de una herencia

genética o las consecuencias de unaalimentación descompensada a la quese sumaba un clima que invitaba a lamolicie nadie alcanzaría adeterminarlo, pero así era y elpanameño debía dar gracias a suamada por no haberle condenado aquedarse para siempre en unaperdida isla cuidando a un niño quetal vez ni siquiera fuera suyo.

Se esforzó por apartar losrecuerdos concentrándose en la ardualabor que le esperaba a sabiendas deque no tenía ni la menor idea decómo llevarla a cabo, preguntándoseuna y otra vez cómo se habríaenfrentado el asturiano a unasituación semejante, porque ya nocabía utilizar veneno de caracolmarino ni ningún tipo de argucias alas que tan aficionado habíademostrado ser.

Ahora el reto se centraba enlocalizar en el interior de ungigantesco buque de doscientas mil

toneladas el lugar donde se ocultabauna droga que hasta el momentonadie había sido capaz de localizar.

Y determinar en qué puerto lacargaban y dónde la desembarcaban.

Si el informe que le había dadoa leer su padre era correcto, un«pequeño alijo» de mil kilos, fácilde ocultar en cualquiera de losintrincados rincones de aquelmonstruo flotante, produciría unosbeneficios de casi cien millones dedólares, y en cada uno de susitinerarios normales, el Bíminitocaba dos veces en puertos

norteamericanos.Presumía de saber mucho sobre

barcos, pero seguía sin entender aquién coño se le había pasado por lacabeza que podría triunfar allí dondetantos habían fracasado.

Tal vez acertaran al suponer quele facilitaría la tarea el hecho detener acceso al puente de mando ysus sofisticados ordenadores, perono tardó en descubrir que talesordenadores le permitían consultarcualquier tipo de datos, y que comooficial con tarjeta de acceso a todaslas dependencias podía escudriñar

hasta el último recoveco del Bíminisin que nada ni nadie le pusiera elmenor inconveniente.

Al día siguiente le presentaronal fin a un calmado Curzio Gritti,quien se mostró encantado de saberlea bordo sin tener en cuenta que erapanameño, y contra todo pronósticosus primeras preguntas no versaronsobre sus conocimientos náuticos,sino acerca de sus escasosconocimientos operísticos, ya que,tal como solía hacer a menudo, elcapitán se encontraba disfrutando delimpresionante coro de Nabucco.

—Cuando sientes nostalgia detu país lo mismo da que seas unhumilde esclavo que el capitán de uncrucero —dijo con la másarrebatadora de sus sonrisas—.Sientes nostalgia y basta.

Hizo un gesto rogando queguardara silencio mientrashipotéticamente conducía la orquestacon suaves movimientos de la mano,y, cuando concluyó la pieza, inquirió:

—¿Conoces Sorrento…? —Ante la negativa añadió con un gestomuy teatral y muy napolitano—: Ilparadiso! Veramente il paradiso!

Algún día tornerò a Sorrento paramorir en paz.

Su peculiar forma deexpresarse, su vistoso uniforme y suinmenso camarote, cuya recargadadecoración dañaba la vista, invitabana abrigar serias dudas sobre laconveniencia de navegar a susórdenes, pero como justacontrapartida su primer oficialrespondía al manido concepto deviejo lobo de mar al que tan solopreocupa que su barco funcione conla precisión de un reloj suizo.

El gigantesco y eternamente

malhumorado Buck Mortimer, másconocido a bordo por el cariñosoapodo de la Morsa, no dudaba endemostrar con sordos gruñidos oreniegos el profundo desprecio quele merecían cuantas actividades noestuvieran ligadas con la navegación,haciendo gala de un carácter tanhosco que solía negarse a ocupar supuesto en la mesa principal durantelas frecuentes y según él «ridículas yempalagosas cenas de gala».

En cierto modo dicha negativaconstituía un gran alivio para elexigente equipo de relaciones

públicas, debido a que cuando enalguna rara ocasión accedía a cenarcon los pasajeros se apresuraba asacar a flote su inveterada afición airritar a propios y extraños con susmordaces comentarios.

En cierta ocasión, cuando, trasparlotear como una vieja lora, unaenjoyada pasajera le pidió consejodebido a que el barco habíaempezado a balancearse y tenía laimpresión de que acabaríamareándose, su respuesta pasó a losanales de la historia del Bímini, pesea que, por respeto, no quedara

anotada en el cuaderno de bitácora:—Mi consejo, señora, es que

vomite en una palangana, porque silo hace por la borda, esa preciosadentadura, que le debe de habercostado una fortuna, acabará a dosmil metros de profundidad.

Como un fiel de la balanza, elsegundo oficial, Aquilino Romero, seveía obligado a actuar deimprescindible contrapeso entre dosformas de comportarse tancontradictorias, pese a lo cual nodudaba en reconocer que aquellaespecie de circo ambulante

funcionaba a la perfección.A la vista de todo ello, a los

pocos días el panameño habíallegado a una curiosa conclusión: olos de allí dentro eran muy listos, olos de allí fuera eran muy tontos.

Y empezaba a temer que lehabía tocado jugar en el equipo delos tontos.

8

Don Álvaro Alcántara, a quienapodaban O la fuerza del sino, enreferencia a la truculenta tragedia delduque de Rivas que según las malaslenguas había dado origen a lacélebre frase «muere hasta elapuntador», no se había ganado sucariñoso apodo por estarconsiderado gafe o ave de malagüero, sino porque tenía una mentetan lógica y conocía tan a fondo elmundo del carbón que había sidocapaz de vaticinar con notable

anticipación los males que loaquejarían si no se tomaban medidasdrásticas.

Por desgracia, excepto su granamigo, compañero de carrera yadmirador incondicional HéctorAlfaro, nadie prestó atención a unaspredicciones que sea dicho de pasole acarrearon poderosos enemigos,por lo que tras el fallecimiento delúnico punto de apoyo con quecontaba a la hora de combatir aquienes pretendían desmantelar laindustria, y sabiendo que contra laavaricia era lo único contra lo que

resultaba inútil luchar, debido a quela avaricia siempre había sido ycontinuaría siendo inmortal, decidióretirarse a su Alpujarra natal.

Germán Alfaro, que habíajugado infinidad de veces sobre susrodillas, por lo que lo considerabacasi como a un tío, quedó gratamentesorprendido cuando le vio penetrarcomo una tromba en su despacho,dejarse caer en una butaca, colgar encurioso y casi inconcebibleequilibrio su bastón del borde de lamesa y arrojar sobre ella una carpetaverde.

—¡Lee esto! —ordenósecamente.

—¿Así sin más y sin tansiquiera darme un beso?

—No es tiempo de besos ylametones. ¿Tu madre y tu hermanase encuentran bien?

—¡Muy bien!—Con eso basta. ¡Calla y lee!El desconcertado dueño del

despacho se limitó a obedecer:En el subsuelo español existenen la actualidad 4000 millonesde toneladas de carbón, y por lotanto constituye un error cerrar

las minas alegando que a lascompañías eléctricas les resultamás rentable importarlo sintener en cuenta que se trata deuna situación coyuntural.

Al tener que pagar uncarbón de importación, amedida que los intereses de ladeuda nacional vayanaumentando, esa diferencia deprecio disminuirá y laseléctricas habrán percibidounos beneficios cuyos costesacabarán recayendo sobre losciudadanos.

Clausurar definitivamentelas explotaciones ydesaprovechar tan ingentepotencial energético significadejar nuestro futuro en manosajenas, dado que no existeindustria o progreso sin energía,y no existe energía sin unafuente que la proporcione.

Resultaría entendible quelas minas se cerraran porque seacabó el carbón, lo cualconstituiría una fuerza mayorindiscutible, pero no por culpade una nefasta gestión política o

la ilimitada codicia de unosempresarios que desviaronhacia sus cuentas particularessubvenciones destinadas amodernizar la industria.

Mientras otros paísesapostaban por nuevastecnologías, en España secontinúa trabajando como cienaños atrás debido a que losempresarios tan solo hanpensado en ganar sin reinvertir,con lo que ahora la soluciónparece ser «enterrar el cuerpodel delito», aunque se entierre

también a los trabajadores.Nadie se plantea la

posibilidad de salvarlos ysalvar al mismo tiempo tanimprescindibles recursosenergéticos con la disculpa deque ya no «resultan rentables»desde un punto de vistameramente empresarial, sintener en cuenta que los interesesempresariales rara vezcoinciden con los interesesnacionales. Más bien suelen sercontrapuestos.

El alto precio del carbón

nacional debe atribuirse enparte al coste energético yhumano que se precisa paraelevarlo desde profundidadesque en ocasiones superan losquinientos metros, desmenuzarloy transportarlo a centralestérmicas que con frecuencia seencuentran muy distantes.

Debido a ello, y basándoseen tecnologías ya utilizadas enotros campos científicos, se hadesarrollado un sistema deutilización del carbón mediantehornos a gran profundidad.

Su finalidad estriba enconseguir que el carbón seaproveche en la propia minaintroduciéndolo por gravedad ypor medio de un tobogán en un«horno de combustión» que seha construido aprovechando lainfraestructura de una de lasgalerías más profundas.

El aislamiento de dicho«horno» a base de muros dehormigón y arcilla refractariaimpedirá que la temperaturaaumente en el resto de la mina.

El aire necesario para la

combustión se enviará desde lasuperficie, controlando así entodo momento la temperaturadel horno.

Por medio de una tuberíase enviará agua que penetrará enel serpentín que recorre elinterior del «horno»convirtiéndose en vapor, y estegenerará energía al activar unaturbina.

Como en la actualidadtodas las minas se encuentranconectadas a la Red EléctricaNacional, se aprovechará ese

mismo cableado para enviar laenergía producida en direcciónopuesta.

Un condensadorreconvertirá el vapor en aguacon el fin de que se reanude elproceso de producción deenergía en la central hidráulica.

Simultáneamente seaprovechará el aire caliente delhorno, ya que, dada laprofundidad a que se encuentra,al buscar salida por una«chimenea» independienteprovocará el «efecto

convección», alcanzando lafuerza y velocidad necesariaspara mover otra turbina.Germán Alfaro se detuvo en la

lectura, alzó el rostro por encima dela carpeta e inquirió entresorprendido e incrédulo:

—¿Es cierto? ¿Se pueden reunirdos fuentes de energía en una solamina?

Su «tío», que jugueteaba ahoracon el mango del bastón, se limitó aresponder con absoluta naturalidad:

—Todo se limita a la suma defactores independientes, ya que cada

una de esas fuentes de energíafunciona por sí sola siempre que seproduzcan las condicionesadecuadas; las calderas de vaporexisten desde hace siglos, y el«efecto convección» es el másfrecuente en la naturaleza. El solcalienta el aire de las capas másbajas, que asciende y provoca losvientos, las lluvias y las tormentas.Tanto es así que sin ese «efectoconvección» no existiría vida sobreel planeta.

—Eso lo entiendo y recuerdoque a los polinesios les bastaba con

meter la mano en el mar y según latensión de su superficie y latemperatura del agua predecíancuándo se iba a desencadenar untifón.

—Suerte que tanto hacer el vagote haya servido de algo… —fue elmordaz comentario de don Álvaro—.El ser humano siempre ha sabidoutilizar la fuerza del viento, peroexcepto en lo que se refiere a losglobos aerostáticos y poco más,apenas ha aprendido a «fabricarviento realmente utilizable». Noobstante, en este caso, con una fuente

de calor a gran profundidad y una«chimenea» de quinientos metros dealtura se conseguirán «huracanescontrolados».

—¿Algo así como un géiser? —quiso saber quien se esforzaba porentender tanto lo que acababa de leeren el informe como las aclaracionesque le estaba haciendo suinterlocutor.

—No exactamente, aunque elconcepto básico es utilizar, tal comosuele hacer la naturaleza, las altastemperaturas del interior de la tierra,con la diferencia de que en este caso

esas temperaturas están siendocontroladas desde la superficie. —Hizo un gesto con el bastón hacia lacarpeta al ordenar—: Continúa.

Con el fin de evitar lacontaminación, a la salida delhorno y antes de iniciar suascenso por la chimenea, el airedebe atravesar filtros decerámica que retengan,almacenándolas y diluyéndolasen agua, las partículas ensuspensión.

El carbón se sueleintroducir pulverizado en el

interior del hogar de un horno através de inyectores, peroexisten hogares de combustióntipo parrilla que permitenquemar el carbón en trozos demayor tamaño, aunque surendimiento sea menor.

En las calderas de lascentrales térmicas existe unhabitáculo refrigerado por aguapara enfriar las cenizas convistas a su posterior venta a lasempresas que las utilizan parafabricar cemento.

El carbón nacional de

menor calidad —4500kilocalorías por tonelada—genera un 20 por ciento dedichas cenizas, lo cual suponeun aporte económico adicionalteniendo en cuenta que subir ytransportar cenizas tiene uncoste cinco veces inferior al desubir y transportar carbón.

Si el mar se encuentracerca, resultará sencillodesalinizar agua porevaporación.—¿También se puede hacer

eso?

—Si en el proceso se utilizaagua de mar, y existen minas, comola de La Camocha en Gijón, que seencuentran en la costa, la sal sequedará abajo, en la caldera, elvapor se condensará tras mover laturbina y lógicamente lo que saldrádel condensador será agua potable.Tal vez provoque pequeñosproblemas técnicos adicionales, perola lluvia no es más que agua de marevaporada.

Su interlocutor, que habíadejado el informe sobre la mesa,agitó apenas la cabeza y alegó en un

tono que dejaba entrever sus dudas:—Tenía entendido que el agua

obtenida por evaporación no es aptapara el consumo humano.

—Lo es, aunque no se debeutilizar en exceso debido a quecarece de sales minerales —leaclaró al instante su «tío»—.Añadírselas es un proceso sencillo yhasta hace pocos años todas lasdesalinizadoras trabajaban a base devapor.

—Interesante… —se vioobligado a reconocer Germán Alfaromientras hojeaba de nuevo el informe

—. Admito que aún no he acabado dehacerme una idea de cómo funcionaexactamente, pero mi padreaseguraba que eras la persona másinteligente que había conocido, o seaque, en principio, no tengo por quédudar de lo que dices. —Hizo unacorta pausa y tras golpear las páginascon la palma de la mano quiso saber—: ¿Qué pretendes hacer con esto?

—Aprovechar el potencialenergético de miles de millones dekilocalorías que están a punto de«enterrarse», ya que, dada lasituación del país y los altos

intereses que tenemos que pagar porlos préstamos, el dinero necesariopara importar carbón cada vezresultará más costoso —fue la firmeréplica del anciano, que casi deinmediato añadió—: Al propiotiempo pretendo evitar que losmineros vayan al paro y sus salarioscorran a cargo de una seguridadsocial que está al borde de laquiebra.

—¿Y yo qué tengo que ver contodo esto?

—Que según mis cálculos, y sila memoria no me falla, una de

vuestras minas, La Brumosa, seríaperfecta para instalar una plantapiloto.

Germán Alfaro observólargamente al hombre al que tantoadmiraba y que le retrotraía a unosfelices tiempos en los que bandadasde buitres carroñeros no anidabanaún en los escaños de los congresos,y tras pensárselo unos instantescomprendió que el mejor amigo de supadre merecía conocer la crudarealidad.

—Lo cierto es que nosencontramos al borde de la ruina —

dijo—. Hace tiempo que estamospensando en cerrar La Brumosa yrecolocar en otras minas a supersonal, aunque de nada valgaextraer un carbón que nadie compra.

—Lamento oírlo, aunque siquieres que te diga la verdad, no mesorprende —admitió quien se diríaque estaba allí para escuchar algoparecido—. Siempre he creído que tupadre murió de tanto esforzarse porsacar adelante una empresa querepresenta una forma de concebir losnegocios que ya nadie entiende.

—Entenderla, la entienden —le

contradijo su interlocutor—, pero nola aceptan porque no cumple sussueños de ganar mucho exponiendopoco, lo cual parece haberseconvertido en el lema de nuestrosiglo. En cuanto a lo que a mírespecta, no hace falta que te digaque tienes La Brumosa a tudisposición mientras pueda seguirpagando a los obreros. Estoynegociando un crédito, pero el bancointenta aprovecharse de la situación.

—Los bancos siempre intentanaprovecharse de las situaciones quecon excesiva frecuencia ellos

mismos provocan, hijo —fue laresignada respuesta—. A vecesllegas a creer que se han hecho elharaquiri, pero luego resulta que elcuchillo estaba trucado y el muertosiempre es otro. —El anciano volvióa colgar su bastón con sorprendentehabilidad en el borde de la mesaantes de añadir—: Tengo una fincade aguacates que podríamos añadiral aval del crédito.

—Muchos aguacates harían faltapara poner en marcha esteproyecto… —fue la agria respuestano exenta de cierto sentido del

humor.—También tengo una casa y

unos ahorros.—¿Y te lo jugarías por algo que

ni siquiera sabes si funcionará? —seasombró su «sobrino»—. ¿Es que tehas vuelto loco?

—Y si no me lo juego ahora,¿cuándo me lo voy a jugar,mendrugo, que sigues siendo unpedazo de mendrugo? Enterré a mimujer hace dos años y estoy a puntode convertirme en «octogeranio».

—Querrás decir octogenario.—No. He querido decir

exactamente «octogeranio», quesignifica que te has convertido en unviejo que solo sirve para plantarflores, sean rosas, claveles ogeranios. Si invierto mi dinero eneste proyecto, me conformaré concubrir gastos, dado que con la actualtasa de desempleo que sufrimos eseconstituiría un magnífico resultado.—Hizo una corta pausa, como sinecesitara tomar aire tras tan largafrase, y por último sentenció—: Si seconsiguiera que cada parado sevaliera por sí mismo y sacaraadelante a los suyos sin generar

beneficios, pero sin constituir unacarga social, se podrían emplearmuchos más recursos en intentar salirde la crisis.

—En eso puede que tengasrazón.

—La tengo. Cuando un barcocorre peligro de naufragar, loprimero que se debe hacer es taponarlas vías de agua, en este caso evitarque aumente el paro; lo segundo,achicar agua, es decir, dar trabajo, ylo tercero, solicitar remolque parallegar a puerto. Lo que está haciendoel gobierno, empezar por pedir ayuda

sin taponar las vías de agua, sueleprovocar desastres.

—Ya los ha provocado y aescalas inimaginables —sentenciósin la menor sombra de duda suautodenominado «sobrino» mientrashojeaba una y otra vez el informe ylos gráficos explicativos aunque sinprofundizar en su análisis,convencido de que se enfrentaba aplanteamientos técnicos que estabanfuera de su comprensión. Al fin sedecidió a inquirir—: ¿Crees queconseguiríamos ayuda oficial a lahora de llevar este proyecto

adelante?—Lo dudo.—¿Por qué?—Porque se trata de un

proyecto a largo plazo y a losdirigentes de las compañíaseléctricas lo único que les importason los beneficios y plusvalías quese generan durante el tiempo queocupan su puesto en los consejos deadministración. Uno de los grandeserrores de la economía moderna secentra en haber permitido que lasempresas pasaran a manos de los mall l a ma dos gestores profesionales ,

que de improviso pasan de presidiruna cadena de supermercados a unafábrica de automóviles, y, por logeneral, suelen ser tan «mercenarios»como esos futbolistas que cuandometen un gol besan el escudo de unacamiseta y al año siguiente no sientenel menor rubor al besar con idénticoentusiasmo el escudo del equiporival.

—Recuerdo que mi padre solíadecir: «Hoy en día casi nadie ama sutrabajo, tan solo los beneficios que leproporciona su trabajo».

—Si aún viviera,

probablemente cambiara la frase:«Hoy en día casi nadie ama sutrabajo, pero se ve obligado aaferrarse desesperadamente a sutrabajo»… —Don Álvaro, O lafuerza del sino, empleó de nuevo subastón en golpear el informe alinquirir—: ¿Te animas a entrar enesto o no? Si te ocupas de pagar a lagente, yo me hago cargo de lainfraestructura.

—¿Cuánto tiempo calculas quenecesitarías para ponerlo en marcha?

—Un año.El dueño del despacho se tomó

su tiempo a la hora de responder,abrió una libreta, consultó unos datosy, tras hacer una serie de númerosutilizando una vieja calculadora,comentó seguro de lo que decía:

—Lo único que puedo hacer esutilizar a los obreros de las otrasminas en La Brumosa, pero tendríasque intentar acabar la obra en lamitad de tiempo.

—Demasiado justo.—Conozco a mi gente y me

consta que se dejarán la piel en elintento, pero si en seis meses no heconseguido financiación, no habrá

nada que hacer.—¿Tienes una idea de lo que

significa montar semejante tinglado?—se lamentó su «tío» en lo queparecía un sollozo.

—Ni la más remota.—La mejor empresa de

ingeniería tardaría por lo menos dosmeses en concluir el proyecto final, yluego habría que encargar lamaquinaria, trasladarla, instalarlay…

El asturiano le interrumpió conun gesto que no dejaba resquicio a laduda.

—¡Ese no es mi problema,«tío»! —dijo—. Con todo el cariñoque te tengo, y quizá por eso mismo,me limito a decirte lo que hay paraque no te arriesgues a perder cuantotienes en una «quijotada» más propiade mi padre que de ti. Rascándome elbolsillo, y suponiendo que consigavender la casa de la playa, podrépagar a mi gente durante unos cuantosmeses más y lo mismo me da que sedediquen a extraer un carbón quenadie compra, que a construir algoque no funcione. El resto es cosatuya.

—¡De acuerdo! —fue la serenarespuesta—. El resto es cosa mía.Mañana empezaremos a gastardinero, pero el resto del día quierodedicárselo a tu madre. —Hizo unasignificativa pausa que dejó enevidencia que lo que iba a decir leincomodaba, pero al fin lo dijo—:¿Es cierto lo que me han comentadosobre Laura?

—Lo es.—¿Y qué opinas?—No soy quién para opinar.—¿Y tu madre?—Tampoco opina porque, «en

su opinión», si nadie a lo largo de lahistoria ha conseguido saber nuncanada indiscutible sobre lossentimientos de otra persona, y amenudo ni tan siquiera sobre lospropios, no es cuestión de ponerse aintentarlo. Lo que le importa es queLaura es feliz, y la felicidad es untren con tan pocas estaciones que o tesubes a él en el momento justo o pasade largo.

—¿Entiendes entonces por quétengo tanto interés en subirme a esteúltimo tren? —El anciano se puso enpie; se le advertía satisfecho, pero

mientras se encaminaba a la puertainquirió—: ¿Cómo me aconsejas queme comporte cuando vea a Laura?

—El problema no lo vas a tenercuando veas a Laura, sino cuandoveas a su pareja…

9

Visitaron varias islas del Caribe,pero en muy raras ocasionesatracaron en puertos que no habíansido pensados para acoger aquel tipode navíos, eligiendo fondear entranquilas ensenadas alejadas de lastradicionales rutas turísticas.

En cuanto se fijaban las anclascomenzaba un enfebrecido trasiegoque demostraba la profesionalidadde una tripulación que se las apañabaa la hora de trasladar a tierra a milpersonas con la misma eficacia que

si se tratara del desembarco detropas aliadas en las playas deNormandía.

Le llamó la atención que lospasajeros no saltaran a las barcascuando estas se encontraban en elmar, sino que fueran estas las queintroducían sus proas en compuertasabiertas en el casco del buque,aferrándose a él con tal firmeza yseguridad que incluso los ancianosaccedían a sus asientos sin el menorinconveniente.

A decir verdad cada detalle delBímini parecía pensado para hacer

agradable la vida a quienes habíanabonado cincuenta mil dólares por unpasaje, por lo que una de aquellasagitadas mañanas de idas y venidas atierra Ulises Elcano se sintió casiavergonzado a causa del brutalcontraste que advertía entre elofensivo derroche de riquezas de lamajestuosa nave y la humildad de undiminuto villorrio que se alzaba amenos de doscientos metros delpunto en que atracaban las lanchas.

Ningún lugareño, ni siquiera losniños, se aproximaba a lainterminable hilera de turistas que se

dirigían a los llamativos autobusesque les llevarían a recorrer la isla, ycuando se lo comentó al primeroficial, que se encontraba a su ladoen el puente de mando, la respuestadel ceñudo hombretón fue tan ácida ycontundente como de costumbre:

—La miseria tan solo debe servista desde lejos porque conllevapulgas, piojos, chinches e incluso enocasiones sarna. Resulta muydesagradable ver a los pasajerosrascándose como monos, y en unaocasión tuvimos que desinfectar elbarco. La policía local prohíbe

molestar a los visitantes, y quien lohace se pasa una semana entre rejas.

—¿Incluso los niños?—Los niños son los que más se

rascan y sus padres deben responderpor ellos. A los hijos de esos«típicos pescadores isleños» se lespuede fotografiar e incluso exigir quesonrían, pero no están autorizados arecibir a cambio una moneda, unrefresco o una chocolatina. Y esapequeña deferencia nos cuesta dosmil dólares por viaje.

—¿Insinúa que pagamos a lasautoridades para que no molesten a

los pasajeros?—Y más pagaríamos si

consiguieran alejar a las moscas…—fue el mordaz comentario—. Loscruceros se están convirtiendo en unaplaga que lo invade todo hasta elpunto de que hoy en día en cualquierpuerto del mundo atracan deimproviso dos o tres naves de lasque desembarcan casi diez milturistas ansiosos por verlo todo enunas horas. En ocasiones no puedenaproximarse ni a veinte metros deuna fuente o monumento importantepor culpa de la marea humana y son

como una nube de langostas quecayera de improviso sobre unaciudad para levantar el vuelo conbolsas repletas de recuerdos baratos.

—Con todos los respetos, se meantoja una definición un tantoexagerada, señor. Y bastante cruel.

—Cruel, tal vez; exagerada no,porque cuando hace treinta años fui aconocer las islas Galápagos éramoscinco, y hoy en día las visitan casidoscientos mil turistas al año, lo cualquiere decir que pronto no quedaránni focas, ni iguanas, ni galápagos conlos que justificar su nombre. Por eso

nuestros pasajeros prefieren lugaresen los que aún quede algo que no seencuentre totalmente puteado, aunquelo único que se lleven como recuerdosean unos cuantos piojos… —Seencaminó a la salida al añadir—: Yahora voy a darme una ducha yfumarme un buen puro, o sea queabre los ojos que te quedas al mando.

El panameño ni siquiera semolestó en responder que no habíamuchos ojos que abrir pese a que «sequedara al mando», teniendo encuenta que no se distinguía una solanube, no soplaba una gota de viento y

se encontraban fondeados en elcentro de una quieta bahía que másbien parecía un lago.

Acodado en la borda se dedicóa observar las actividades propias deunos «típicos pescadores isleños»que reparaban redes, empatabananzuelos o remendaban velas, y nopudo por menos que preguntarse quésentirían al contemplar tan de cercaun monstruo de doce cubiertaspintado de un blanco resplandecientedesde la chimenea hasta las anclas.

Sabían muy bien que en cuantoel sol comenzara a descender cada

uno de los enormes ventanales de loscamarotes de primera clase seconvertiría en un espejo que lescegaría obligándoles a encerrarse ensus cabañas, y que más tarde lamúsica, las risas y los fuegosartificiales les mantendrían insomneshasta que, pasada la medianoche, elalegre crucero decidiera continuar suinterminable fiesta en otra parte.

Se preguntó de igual modo quésentirían los lugareños y mujeres alver pasar a todo un ejército dealborotadores y despreocupadoshombres y mujeres que se les

antojarían seres de otro mundo, y enrealidad lo eran, y a los que no lesestaba permitido aproximarse comosi las autoridades temiesen queademás de pulgas y piojos pudierancontagiarles la tuberculosis, la lepra,la sífilis o, lo que se les antojaba aúnpeor, «el mal de la pobreza».

Cada amanecer que vieranaparecer en el horizonte la afiladaproa del Bímini sería como si vieranaproximarse a un todopoderosodepredador que violaría su intimidady que se marcharía dejando a susespaldas aguas grasientas y una sucia

bahía repleta de residuos.Cuando poco después

reapareció la Morsa indicando que«recuperaba el mando» y por lo tantotenía permiso para bajar a visitar laisla, le respondió que ya había vistoinfinidad de «islas exóticas», por loque prefería aprovechar que lamayoría de los pasajeros habíandesembarcado para intentar conocera fondo la zona del barco dedicada ala desintoxicación y adelgazamiento.

—Pues si descubres algointeresante, no dudes encomunicármelo… —fue el

comentario muy propio de la peculiarforma de ser del gigantón—. Porquesi yo, que llevo cuatro años aquí,cada día bebo más y he engordadoonce kilos, no sé qué coño esperaconseguir un borrachito barrigón entres semanas.

Razón le sobraba, porque noparecía que hubiera nada capaz dehacer milagros en los gimnasios, lassaunas, las salas de masaje o laspiscinas de lodos medicinales en lasque un gran número de ilusos sesometían diariamente a infinitastorturas, y cuando le comentó a uno

de los encargados que el primeroficial no parecía muy satisfecho consus servicios, el buen hombre selimitó a inquirir estupefacto:

—¿De qué servicios habla sijamás ha hecho el menor caso anuestros consejos ni ha permitido quele ponga la mano encima unmasajista?

Aburrido de recorrer pasillos,abrir puertas y atravesar unossalones prácticamente vacíos,excepción hecha de quienes seafanaban en preparar el espectáculonocturno, decidió regresar a su

camarote y ponerse en contacto conGermán Alfaro a través de Internet.

Al poco en la pantalla hizo suaparición un personaje afeitado yrepeinado que apenas recordaba alesquelético greñudo a quien tantohabía aborrecido.

—¡Buenos días, «copadre»! —le saludó como si se encontraran enla misma habitación y no a miles demillas de distancia, uno en unasoleada ensenada caribeña y el otroen un húmedo valle asturiano—.¿Cómo van las cosas por la madrepatria?

—Esta ya no es «la madrepatria» sino «la madre paria»,porque en ella pululan y medrancuatrocientos mil políticos que nosestán llevando viento en popa a todavela rumbo a los acantilados —fue laamarga respuesta.

—Muchos políticos son esos;recuerdo que mi tío Nemesio solíadecir: «Un político es una piedra conla que se suele tropezar; dospolíticos consiguen hacerte caer, y apartir de tres, te hundendefinitivamente». O sea quecuatrocientos mil deben de ser algo

parecido a la peste negra.—Peor, puesto que no hay

remedio ni aun quemando suscadáveres; se odian y destrozan entresí, pero se unen y protegen cuando elpeligro llega de fuera porque sabenque su único enemigo es elciudadano. Están consiguiendo quegente honrada se vea obligada adejar de serlo porque es como si unhombre pacífico va por la calle consu familia y una pandilla demalhechores le humilla y agredehasta el punto de obligarle areaccionar violentamente

convirtiéndose en asesino.—Lástima que siempre ocurra

lo mismo, pero por lo visto nuncaaprenden. ¿Te aprobaron el crédito?

—Cada día lo veo más difícil ya veces creo que sería mejor que nolo hicieran.

—¿Y eso?—Tan solo serviría para

prolongar la agonía y que el bancoacabara llevándoselo todo, con loque no tendríamos ni siquiera untecho bajo el que cobijarnos. —Germán Alfaro sonrió de mala ganaal concluir—: Y te garantizo que

aquí en invierno hace un frío delcarajo.

—¿Y qué ha pasado con eseproyecto de reconvertir las minas enuna especie de central eléctrica? —quiso saber el panameño—. A mí meparece una buena idea. ¿Por qué elgobierno no te ayuda?

Incluso a tan larga distancia ladespectiva mirada dejó a las clarasque la pregunta resultabaimprocedente.

—Se nota que estudiaste enAmérica, donde las cosas se ven demodo muy diferente, querido —fue la

casi agresiva respuesta—. En Españaninguna idea es buena si no beneficiaa un político, y no creo que este seael caso. De todos modos lo estamosintentando, porque igual da que mematen de un tiro que de dos. ¿Cómote va en el barco?

Ulises Elcano se volvióhaciendo girar la pequeña cámara delordenador con el fin de mostrar ellugar donde se encontraba.

—Ya ves con qué lujo vivo;pagan bien, el trabajo es cómodo,casi cada noche se organizan cenasde gala en las que se come de fábula,

y le tengo echado el ojo a un par deazafatas muy «prometedoras».

—¿O sea que piensas continuara bordo?

—Una temporada. Luego yaveremos…

Evitó continuar refiriéndose altema porque pese a que el asturianose hubiera convertido en su mejoramigo —o casi podría decirse que suúnico amigo— aún no le habíacontado por qué razón habíadecidido cambiar el Caledonia por elBímini.

Quizá algún día se lo contara,

pero desde luego no sería porteléfono ni mucho menos por mediode Internet, ya que cabía laposibilidad de que lascomunicaciones que entraran osalieran del barco quedaranregistradas, o bien por sus armadoreso bien por los agentes de la DEA.

Aquellos días deberían estarmás atentos que nunca, puesto que elviaje estaba a punto de finalizar y sialguien pensaba introducir una grancantidad de droga en los EstadosUnidos esta ya debería encontrarse abordo.

Le costó reconocer en aquelimpecable uniformado aldesharrapado vagabundo que tanto lehiciera sufrir por culpa de unaprodigiosa criatura a la que noconseguía olvidar por mucho que lointentara, pero siempre le alegrabaverle aunque fuera a través de unapantalla de ordenador.

Dejando a un lado el espinosotema de los cuernos que cuando,como en este caso, eran compartidosparecían pesar menos, el simplehecho de verle y escucharle leretrotraía a un tiempo en el que su

mundo se reducía al limitado espaciode un velero de catorce metros, peroa la vez se alargaba a la inmensidadde unos océanos que podía recorrerlibremente.

Durante aquellos maravillososaños vivía en casi absoluta soledad,sin tener que justificar ninguno de susactos y sobre todo sin tener que darórdenes, que era algo que siemprehabía detestado.

Debía de tener doce o treceaños cuando comprendió que lanecesidad de ser temido y obedecidotan solo era una especie de terror a

ser despreciado o no ser obedecidoen los momentos difíciles, y quecuanto más rígido e intransigente semostraba un profesor, menos cosasinteligentes decía y por lo tanto peorenseñaba.

Su padre había sido un claroejemplo de cómo se podía levantaruna empresa en un mundo tan difícilcomo el de la minería sin tener quealzar nunca la voz o exigirsometimiento.

—Cuando un minero no hacebien su trabajo, la culpa no es suya,sino de quien le contrató —solía

decir—. Esta es una labor de equipo,o sea que mi primera obligación secentra en rechazar a los aspirantesque no sean óptimos por muy bienrecomendados que vengan, porque sime muestro condescendiente, corroel riesgo de tener que buscar el díade mañana su cadáver junto al de trescompañeros que sí sabían lo quehacían.

Siguiendo tan elemental regla decomportamiento en lo que se referíaa la elección del personal, ymanejando sus limitados medioseconómicos con loable prudencia,

don Héctor Alfaro rara vez tuvoproblemas en sus minas hasta quellegó el momento de enfrentarse atoneladas de carbón de países en losque no importaba la seguridad de losmineros, no existían sindicatos osalarios mínimos e incluso enocasiones se utilizaba mano de obrainfantil.

Un sencillo cálculo le permitióa Germán Alfaro comprobar que sisu empresa también estuviera exentade insoportables cargas fiscales y nose viera obligada a abonar lasingentes sumas que le exigía la

seguridad social o soportar eldisparatado coste de la energíaeléctrica nacional, su carbónresultaría tan competitivo como elimportado de Sudáfrica o Colombia.

La malhadada globalización ylas maliciosas leyes dictadas paraque los ricos pudieran ser aún másricos estaban permitiendo que todo,desde un par de zapatos a unacamisa, un televisor o una toneladade carbón pudiera importarse dedonde menos costaba, sin detenerse ameditar en por qué razón costabamenos.

Aquella era una letal telarañaque se había ido tendiendo en torno auna mal llamada sociedad delbienestar a la que se obligaba arespetar reglas de juego que otros norespetaban, lo cual significaba tantocomo participar en un partido defútbol con tan solo siete jugadores asabiendas de que dos de ellos y elárbitro habían apostado fuertessumas a favor del equipo contrario.

Nadie conseguía vencer nunca aesa anteposición del beneficioempresarial a cualquier otroprincipio ético, moral e incluso

patriótico.A la vista de ello, tras varias

consultas y muchas sumas, restas,multiplicaciones y divisiones cuyosresultados curiosamente rara vezcoincidían, decidió organizar en lasala de actos del pueblo unaasamblea a la que tan solo estabaninvitadas las fuerzas vivas y latotalidad de sus mineros.

A estos últimos les habíaconcedido el día libre con el fin deque acudieran limpios y relajados,pero resultó evidente que a la horade sentarse sus rostros mostraban

crispación debido a la inquietud quegeneraba tan inesperada e inusualconvocatoria.

Por ello, lo primero que hizo,una vez que micrófonos y altavocesdejaron de emitir los desagradableschirridos y pitidos que tenían porcostumbre, fue señalar en un tono queno admitía dudas:

—Antes que nada quiero dejarclaro que no os he reunido aquí conintención de comunicaros que voy acerrar las minas, sino que, por elcontrario, he decidido seguirtrabajando hasta que se agoten los

recursos, lo cual supongo queocurrirá, si Dios no lo remedia,dentro de unos ocho o nueve meses.

Hizo una pausa con el fin depermitir cuchicheos y comentariosamén de algún que otro suspiro dealivio, y cuando el silencio volvió aadueñarse de la sala añadió:

—También he decidido nocontinuar extrayendo un carbón quenadie compra y para lo único quesirve ya es para ocupar espacio… —Alzó las manos con las palmas haciael frente en inequívoca petición decalma para continuar en el mismo

tono—: No obstante quiero quesepáis que don Álvaro Alcántara, alque la mayoría recordaréis comoingeniero jefe, ha diseñado unsistema por el que tal vez, y recalcomucho lo de «tal vez», consigamosobtener un mejor rendimiento de lasminas hasta de forma que algunas notengan que cerrarse. Constituye unaapuesta arriesgada y quizá unapérdida de tiempo, pero a pesar deello quiero dedicar todos nuestrosmedios y esfuerzos a demostrar quese trata de una solución lógica yfactible.

Consciente de la expectaciónque habían producido sus palabrasoptó por hacer una nueva pausa,aunque sin dar tiempo a reaccionar aquienes se miraban sin saber quéactitud adoptar.

—No es momento de explicaroscómo funciona el sistema —añadióal poco—. Lo que importa es quenuestro actual ingeniero jefe, donGonzalo, en el que todos confiáis, loconsidera factible, y eso me basta.Intentaremos convertirlo en realidaden La Brumosa, por lo que a partirdel lunes trabajarán en ella todos los

carpinteros, herreros, albañiles,encofradores, soldadores yelectricistas de las restantes minas,que, de momento, quedarán inactivas.

—¿Y qué haremos losdinamiteros y picadores? —inquirióuna voz anónima desde las últimasfilas.

—Trabajar en otros lugares.—Eso estaría muy bien, pero

nos gustaría saber qué tendremos quehacer.

—Será fuera de la mina y losabréis en su momento, pero como noestoy acostumbrado a hablar en

público me han entrado ganas de ir albaño, o sea que se establece unreceso de diez minutos durante el queos ruego que meditéis bien vuestraspreguntas porque de lo contrario nospodemos pasar aquí toda la noche.

Salió como alma que lleva eldiablo y se encontraba lanzando unlargo suspiro de alivio cuando elalcalde comenzó a desabrocharse labragueta a su lado al tiempo queinquiría:

—¿Te das cuenta del lío en quete metes?

Volvió la cabeza con el fin de

mirarle de arriba abajo, puesto queera un hombrecillo minúsculo y decabellos ralos que llevaba dosdécadas en un puesto que sabía quele venía demasiado grande, pero quenunca abandonaba debido a quenadie tenía intención de disputárselo.

—¿Y qué otra cosa puedohacer, don Anselmo? —quiso saberencogiéndose de hombros—. ¿Bajarel telón antes de tiempo?

—No lo sé, pero creo que vas adisparar tu última bala cuando eserebeco está aún demasiado lejos…—El buen hombre se sacudió las

últimas gotas antes de concluir conmarcada intención—: Si es que enverdad se trata de un rebeco.

—¿Sigue sin estar convencidode lo que vamos a hacer? —quisosaber su interlocutor mientras selavaba las manos y le observaba porel espejo—. No me gustaríainvolucrarle en algo en lo que nocree.

—¿Y eso qué importa, hijo? Loúnico que puede pasar es que mequiten un sillón que me provocaalmorranas… —Don AnselmoMaldonado comenzó a lavarse las

manos a su vez mientras mascullaba—: No soy quién para opinar sobretecnología porque nunca terminé elbachillerato, y algunos meconsideran tan obtuso que ni siquierahe aprendido a robar, habilidad quepor lo visto suele ir adjunta al cargo.

—Eso no es atribuible a que seaobtuso, sino a que es honrado.

—En política, y sobre todo enlos tiempos que corren, honrado yobtuso vienen a significar lo mismo,hijo; exactamente lo mismo.

De regreso a la sala, una vez seacallaron las últimas voces, se dio

paso al turno de «ruegos y preguntas»y casi de inmediato el picador quehabía alzado la mano conanterioridad se puso en pie con el finde inquirir:

—¿Es cierto que trabajaremosfuera de las minas por el mismosalario?

—Cierto; las mismas horas y elmismo salario.

—Pues aquí, los compañeros yyo, lo hemos estado comentando y nonos parece justo…

Se escucharon murmullos dedesaprobación, aunque no llegaron a

cobrar intensidad porque quien alparecer ejercía de portavoz de suscompañeros se apresuró a añadir:

—Si no vamos a tener que bajaral pozo, hacer nuestras necesidadesen cualquier rincón, respirar polvode carbón, andar siempre mugrientosy correr el riesgo de morir por unaexplosión, aceptaremos de buengrado una reducción del salario,visto que las cosas están bastantechungas para todos.

—¿Una reducción de cuánto?—De un quince por ciento —fue

la segura respuesta—. Ya que los

demás «tendrán que arrimar elhombro», los picadores ydinamiteros no vamos a ser menos.

Germán Alfaro extrajo suteléfono del bolsillo, lo utilizó amodo de calculadora, apuntó elresultado en un papel, reflexionómordiéndose los labios y por finsentenció:

—Lo dejaremos en un diez porciento.

—Pero…—No hay peros que valga

porque os garantizo que aunque notengáis que bajar al pozo vais a tener

que currar muy duro.

10

Cuando el Bímini atracó en uno delos muelles de Port Everglades,Ulises Elcano multiplicó su atenciónprocurando no perder detalle de cadamovimiento a bordo sabiendo que lapolicía aduanera se encargaría dedetectar cualquier rastro de droga enlos equipajes de cuantosdesembarcaban.

No se trataba de interceptarpequeños alijos ocultos en el doblefondo de una maleta; lo queimportaba en aquellos momentos

eran toneladas de cocaína, heroína opastillas alucinógenas, pero tras doslargas horas de atenta observación seresignó a aceptar que de la nave nose iba a descargar nada, mientrasque, por el contrario, la tripulaciónse aprestaba a recibir un aluvión demercancías.

Al concluir cada viaje, lasdespensas, las neveras y losdepósitos de combustible seencontraban bajo mínimos, por loque la nave tenía que reabastecersemientras se sometía a una rigurosapuesta a punto con vistas a su

siguiente travesía.Desde el muelle, una docena de

operarios se afanaban día y noche enla ardua tarea de repintar de unblanco impoluto la banda de estribor,mientras otros tantos, embarcados enun remolcador provisto de escalerasextensibles, realizaban idéntica tareapor el costado de babor.

Por el viejo sistema de pintardesde andamios hubieran necesitadosemanas y el navío jamás hubieraquedado tan reluciente.

Todo tenía que hacerse conrapidez y eficacia, puesto que casi

cinco mil personas tendrían que seralimentadas y atendidas duranteveinte días, y tres de cada cuatroexigirían lo mejor de lo mejor; lamejor carne, las mejores verduras,las mejores frutas, los mejorespescados, los mejores vinos eincluso los mejores espectáculos.

Debido a ello, a partir delmomento en que el último pasajeroabandonó el crucero, un disciplinadoejército se abalanzó sobre él,dispuesto a dejarlo impoluto ycebarlo como a un pato cuyo hígadocebaría luego a otros patos.

Vacas, corderos, cerdos,ciervos, conejos, pollos, perdices ofaisanes, el Bímini se convertía enuna moderna arca de Noé a la quellegaban toda clase de animales, peroen esta ocasión convenientementemuertos debido a que habíantranscurrido milenios desde quealguien abrigó la esperanza desalvarlos del diluvio universal.

Ulises Elcano pasó un largo ratoadmirando la rígida disciplina queimponía un severo contramaestreque, sin utilizar más que un silbato,conseguía que los estibadores se

movieran casi como bailarinas derevista, entrando por una pasarela ysaliendo por la otra, manteniendosiempre el paso y las distancias.

Se estaba preguntando cuántastoneladas de alimentos estaríaengullendo aquel insaciable monstruode acero y cristal, en el momento enque recibió una llamada de BuckMortimer rogándole que acudiera asu camarote, donde se lo encontrótumbado en un sofá, descalzo, con unvaso en una mano y un humeantehabano que casi parecía un mango deescoba en la otra.

—¡Siéntate y sírvete…! —fuelo primero que dijo señalando laoscura botella de ron venezolano quedescansaba sobre la pequeña mesaque les separaba.

—No, gracias —respondió—.No bebo.

—¿Nunca? —parecióasombrarse el otro.

—Alguna cerveza de vez encuando…

—Pues lo siento; no tengocervezas porque engordan. ¿Uncigarro?

—No fumo.

—No me dirás que le das a lamarihuana. —Ante la muda negativa,el incrédulo primer oficial no pudopor menos que inquirir un tantoescamado—: Si no bebes, ni fumas,ni te drogas, confío en que al menosfollarás como un poseso.

—Siempre que valga la pena.—Eso está mejor, porque a

bordo no solo dispones demagníficas oportunidades sino que«tienes la obligación» de dejar muyalto el pabellón de la marina… —Sonrió de oreja a oreja antes deañadir—: Eso siempre que hayas

decidido continuar con nosotros,porque para eso te he llamado…¿Contamos contigo?

—Naturalmente, señor.—No me vengas con esa

gilipollez de «naturalmente, señor»,porque el Chino me contó que te tuvoque subir a bordo a rastras.

—No es chino, señor; esfilipino.

—Es mi amigo, o sea que lellamo como me sale de los cojones yno me lleves la contraria o también tebusco un mote. —El gigantón se echóal coleto de un golpe el contenido del

vaso y mientras se inclinaba con elfin de rellenarlo preguntó—: ¿Sabíasque me apodan la Morsa? Sí, claroque lo sabías y te advierto que no memolesta. Lo que en verdad importa esque has decidido quedarte connosotros porque te encanta el barco.—Le lanzó a la cara una espesa nubede humo y casi de inmediato añadió—: Porque supongo que te encanta elBímini… ¿O no?

—Me encanta.—Pues en ese caso eres un

pésimo marino, un tonto de baba, o,lo que es aún peor, un repugnante

mentiroso.—¿Cómo ha dicho, señor?El mal encarado hombretón

colocó los pies en el suelo, dejó sucigarro en el cenicero y le miró a losojos al replicar casi retadoramente:

—Lo que has oído. Voy arepetir la pregunta y de ellodependerá que continúes o no a misórdenes. ¿Qué opinas del Bímini?

—Que es una mierda de barco,señor.

—Eso está mejor. ¿Por quérazón es una mierda?

—En primer lugar porque está

descompensado, ya que tienedemasiada altura en relación con sucalado, lo cual lo pone en riesgo deabatirse.

—Por eso nos mantenemossiempre cerca de la costa y buscamosrefugio a las primeras de cambio,querido. No es únicamente para quelos pasajeros no se mareen, porquepara eso ya contamos con un sistemaque reduce el balanceo, sino paraque este puto cascarón no acabeacostándose por toda la eternidad enel fondo del océano… —La Morsaemitió un gruñido muy propio de su

apodo, bebió de nuevo y alargando lamano golpeó con afecto la rodilla dequien tenía enfrente—. Esa es larespuesta que esperaba de alguienque es consciente del peligro quecorre visto que no navegamos, sinoque hacemos equilibrios sobre unaespecie de gigantesca tabla de surf,con un ojo puesto en el partemeteorológico y el otro en una seriede mecanismos que pueden fallar encualquier momento. ¡Más cosas…!

—Le bastaría con inclinarseveinte grados para que la mayoría delos botes salvavidas, que ya de por sí

son insuficientes, no pudiesenlanzarse al agua, por lo que la mayorparte de cuantos se encontraran abordo se ahogarían.

—Si llegara a inclinarse tanto,este trasto continuaría inclinándoseindefectiblemente y sería comolanzar al mar una jaula de grillos…Continúa.

—Al carecer de grandesdepósitos de agua en altura, con elfin de no aumentar sudescompensación, en caso deincendio su salvación dependería deunas bombas de impulsión que están

situadas bajo la línea de flotación,por lo que si el fuego las afectara aellas o a los cables de energía quelas alimentan, la nave se convertiríaen un horno en el que los pasajerosno morirían ahogados, sino porasfixia.

—¡Bien! —admitió BuckMortimer evidentemente satisfechopor las respuestas—. Cuando uninmenso iceberg lo abrió como a unalata de sardinas y el agua penetró aborbotones, el Titanic tardó horas enhundirse y lo hizo manteniendo elequilibrio, por lo que un siglo

después continúa en pie a miles demetros de profundidad. Esa «decentey señorial» forma de naufragarpermitió que un gran número depasajeros se salvaran pese a queocurriera de noche y en aguasheladas. Sin embargo, si estepuñetero Bímini y todos los de suralea sufrieran una vía de agua veinteveces menor, se hundirían de costadoy como un plomo en cuestión deminutos. —Lanzó una sonorapalabrota al concluir—: Podríamospasarnos el resto de la tardeenumerando defectos, pero me alegra

comprobar que sabes que pilotamosun falso Fórmula Uno que ni siquieratiene frenos.

—Pues no entiendo el motivo detanta alegría… —fue el lógicocomentario de su subordinado—.¿Qué opina el capitán?

—Es consciente del riesgo,pero lo asume y te aconsejo que no tellames a engaño, porque aunque sepase el día dando la tabarra con susmalditas óperas es un marinoexcepcional y gracias a él aún nosomos pasto de los peces.

—¿Y cree que es justo?

Estamos hablando de miles de vidas.—No se trata de miles sino de

cientos de miles, porque la mayoríade los modernos cruceros de turismode masas están construidos siguiendolas mismas pautas y por lo tantocorren idéntico peligro. A veces creoque si tuvieran una cubierta conbarandillas, el día que apareciera ungrupo de delfines y todos lospasajeros quisieran verlos tardaríanun par de minutos en zozobrar comoocurría con el barco de El fabulosomundo del circo. ¿Has visto lapelícula?

—De niño, y esa escena mepareció un tanto exagerada, peroestoy de acuerdo en que a muchos deestos cruceros no se les deberíapermitir salir a mar abierto.

—¿Por eso te resistías aembarcarte?

—Me gusta navegar sin andarpendiente de dónde he dejado elsalvavidas.

—¿Y qué te hizo cambiar deopinión?

—Supongo que lo mismo que austed: el dinero.

La Morsa rellenó su vaso y

afirmó, seguro de lo que decía:—El dinero siempre ha sido una

magnífica razón para casi todo. ¡Lamejor! Y ya que hablamos de dinero,más vale que te ponga al corriente.—Le apuntó con el habano como sise tratara de un dardo arrojadizo alañadir—: Los oficiales tenemos la«obligación» de acudir a la fiestaque dan los Kerry la víspera deembarcarse.

—Ya me lo han comunicado.—Pues ándate con ojo, porque

Lady Potemkin te deslumbrará y teescandalizará, pero debo advertirte

que su gran defecto estriba en que ledivierte prestarse a malentendidos yeso le ha costado muchos disgustos avarios de tus predecesores.

—¿Qué significa eso de «LadyPotemkin»?

—Era su nombre artístico y muymerecido por cierto, porque eracomo el famoso acorazado ruso;grande, fuerte, «bien armada» ydonde quiera que iba organizaba unarevolución.

La descripción era acertada,puesto que Amanda Kerry medíametro noventa y pesaba casi ochenta

kilos, pero todo en ella se encontrabatan perfectamente distribuido, que elprovocativo cartel en que aparecíadesnuda había sido el segundo másvendido de su tiempo, tan solosuperado por el de Marilyn Monroe.

Había sido «conejita del año»de la revista Playboy, habíaparticipado en una docena depelículas en las que demostró, salvoen una, su casi total carencia de dotesinterpretativas, pese a lo cual susotras innumerables «dotes» lepermitieron casarse con uno de losmejores productores de la historia

del cine.Sam Kerry no le llegaba al

pecho y era calvo, cejijunto ynarigudo, por lo que nadie dio nuncaun centavo por la estabilidad de tandesigual pareja, pese a lo cual ycontra todo pronóstico habíancelebrado ya sus bodas de plata,aparentemente felices y enamorados.

Lo primero que le llamó laatención a Ulises Elcano en elmomento de llegar a su casa, que enrealidad era una suntuosa mansión enMiami Beach, fue que la entrada seencontraba protegida por seis

guardaespaldas asistidos por tresenormes perros que comenzaron agruñir enseñando los dientes cuandoun rugiente Ferrari se detuvo y susocupantes intentaron apearse.

Al instante, uno de los porteroshizo un imperativo gesto al eleganteconductor ordenándole que siguierasu camino y, pese a que el reciénllegado exhibiera repetidamente suinvitación y la de la espectacularpelirroja que le acompañaba, susairadas protestas resultaron inútiles,puesto que le obligaron a dar mediavuelta bajo la amenaza de destrozarle

el vehículo si continuaba insistiendo.Cuando el panameño le

preguntó a Buck Mortimer la razónde tan hostil actitud, la rotundarespuesta no pudo por menos quesorprenderle:

—Probablemente los perrosolfatearon que portaban algún tipo dedroga y es cosa sabida que los Kerryno soportan a los drogadictos.

—Pues tendrán muy pocosamigos en Miami.

—Los suficientes como paradivertirse.

No es que fueran suficientes, es

que eran legión, y evidentemente sedivertían, porque corría el champán,sobraban el caviar, las ostras, laslangostas y el paté, dos orquestas sealternaban con el fin de que lamúsica no cesara ni un instante, y unaveintena de elegantes azafatasprocuraban que el ánimo de losinvitados no decayese nunca.

Y por encima de todo destacabala inmensa personalidad de ladesbordante Amanda Kerry, que noparaba de bailar, reír, fumar, comero beber, y que al reparar en losrecién llegados les saludó a voz en

grito:—¡Bienvenidos, mis queridos

marineritos! ¿Quién es este jovencitotan lindo y apetitoso?

—El nuevo oficial de puente.—¡Fantástico! —exclamó

aparentemente entusiasmada—.¡Carne fresca! —Se volvió a sumarido, que se encontraba casi alotro lado de la pista, con el fin degritarle—: ¿Has visto, querido? Yatengo con quien ligar durante esteviaje.

—Deja en paz al muchacho, queluego se distrae y acaba subiendo el

barco a una roca —fue la tranquilarespuesta de quien evidentementeestaba habituado a bromassemejantes, pese a lo cual tomó porel brazo «al muchacho» y lo apartóhasta el borde del canal en el que seencontraba atracado un yate de casitreinta metros de eslora sobre cuyacubierta bailaban media docena deparejas.

—Te agradecería que tuvieraspaciencia con mi mujer porque nopuede evitar ser como es, y cuantomás años pasan, más necesitareafirmarse en la idea de que

continúa volviendo locos a loshombres… —señaló en el tono devoz con que se le habla a un niño nodemasiado inteligente, y acontinuación agitó la cabeza como sia él mismo le costara trabajoadmitirlo, pero añadió con una levesonrisa—: Y lo cierto es que a mí,que soy el que en verdad le importa,cada día me vuelve más loco… —Echó un breve vistazo a su alrededorcomprobando que nadie podíaescucharles y al fin susurró—: O sea,que si se pasa de la raya, te vas alcamarote quinientos veinte y que te

lo solucione Irina.—¿Cómo ha dicho…? —se

sorprendió el panameño.—Que le digas a Irina que vas

de mi parte, te dejará muy a gusto,me pasará la factura y todoscontentos… —Hizo una corta pausaantes de añadir—: Es preciosa ytiene veinticinco años menos queAmanda.

Su interlocutor, que apenas dabacrédito a lo que estaba oyendo, nopudo por menos que inquirir:

—¿Siempre soluciona de lamisma forma sus problemas?

—Naturalmente, hijo,naturalmente. He producido sesenta ydos películas y en mi oficio seaprende que la mayoría de losproblemas deben atribuirse a razonesde sexo, alcohol, dinero o egolatría.Y durante los rodajes la solución selimita a proporcionar sexo, racionarel alcohol, alimentar egolatrías yprocurar llegar a un acuerdo respectoal dinero. —Le tomó nuevamente delbrazo con el fin de devolverle a lafiesta y mientras avanzaban añadió—: Desde hace años existe un quintoproblema, las drogas, pero en ese

punto hay que mostrarseintransigente, porque los drogadictosresultan absolutamenteincontrolables.

Se quedó unos instantes muyquieto, observando sonriente yfascinado el desparpajo con que susemidesnuda esposa taconeabafuriosamente junto a un batería que lemarcaba el ritmo, tras lo cual empujósuavemente a su acompañante haciala pista de baile al añadir:

—Ahora procura divertirte yrecuerda que las chicas que lucen unpañuelo verde al cuello forman parte

de la fiesta y sus «servicios» corrende mi cuenta.

Al atardecer del día siguiente, ycuando apenas faltaban diez minutospara que el capitán ordenara largaramarras, hizo su aparición undescapotable blanco del quedescendieron Sam y Amanda Kerry,que saludaron con cariño al personalde aduanas y subieron a la nave conla naturalidad de quien regresa acasa tras una corta ausencia. A decirverdad casi podía considerarse queasí era, debido a que desde el día desu botadura habían adquirido en

propiedad el camarote presidencial,al que consideraban una especie de«tercer hogar», ya que pasaban en élgran parte del año y lo habíandecorado a imagen y semejanza desus mansiones de Florida yCalifornia.

A la desigual pareja leencantaba viajar, pero como alparecer habían tenido un par detraumáticas experiencias aéreaspreferían hacerlo en el Bímini, yendouna y otra vez de la costa delAtlántico a la del Pacífico,disfrutando del mar, las playas o las

islas paradisiacas y, según solíanasegurar, «aprovechando el viajepara mantenernos en forma y echarfuera el exceso de grasa y alcoholacumulado en tierra».

Pasaban horas en el gimnasio,compartían la mesa y el amor a laópera con el capitán, perdíanfortunas en el casino, disfrutaban másque nadie en las fiestas y «exigían»que cada vez que se embarcaban seencontrara a bordo un ilusionista ysobre todo un tal Hugo Kramer, unguionista de segunda fila pero dotadode una increíble capacidad a la hora

de organizar fascinantes juegos de«búsqueda del tesoro» que hacían lasdelicias de buen número depasajeros.

Amanda Kerry solíacomportarse como una niña feliz queaplaudía a rabiar cuando el magohacía desaparecer a su ayudante, y leencantaba correr de un lado a otroriendo a carcajadas en busca de unanueva pista que le sirviera paraencontrar el ansiado «tesoro». Jamáslo había conseguido, ni siquiera abase de intentar seducir al impasibleKramer, e incluso se aseguraba que

en cierta ocasión ordenó piratear elordenador del guionista con el fin deaveriguar en qué rincón del enormenavío lo ocultaba.

Su impertérrito marido selimitaba a permitirle hacer de lassuyas con la paciencia de un viejoleón que de tanto en tanto se limitaraa gruñir.

A la vista de todo ello eldesconcertado Ulises Elcano semostraba incapaz de entender cómo anadie se le podía haber ocurrido queen semejante navío, accesible para lamayor parte de los pasajeros, se

ocultaran grandes alijos de drogas, ysu perplejidad llegó al límite el díaen que una preciosa muchacha deojos verdes y larga melena azabachele abordó en el bar de la sextacubierta señalándole que se llamabaIrina y le encantaría que acudiera avisitarla al camarote quinientosveinte.

—Me harías un enorme favor,porque si Sam queda satisfecho, meconseguirá un papel en algunapelícula… —añadió con unaarrebatadora sonrisa—. Ahoraproduce pocas, sigue teniendo una

enorme influencia en Hollywood.—No cuentes conmigo, cielo…

—le replicó Ulises sonriendo a suvez—. Pero no me cuesta nadacontarle que fui a tu camarote y noslo pasamos estupendamente aunquesin aclarar que en realidad nosdedicábamos a jugar a las cartas.

—Te lo agradecería mucho.—No hay de qué.Cuando al día siguiente se puso

en contacto por Internet con «sumejor amigo» y le contó la curiosaanécdota, el asturiano no dabacrédito a lo que estaba oyendo.

—No hay derecho… —masculló malhumorado—. Tú ahídivirtiéndote y despreciando mujeresmientras yo estoy aquí trabajandocomo un burro y sin comerme unarosca.

—¿Cómo van las cosas?—Me temo que se nos acabará

el dinero antes de tiempo… —fue elpesimista comentario—. Mi gente sedeja la piel porque saben que sufuturo depende de ello, pero sincontar con la maquinaria adecuada,algunos trabajos que terminaríamosen dos días nos llevan siete. Los

bancos no me han concedido elpréstamo y no puedo pedir ayuda alestado aunque aportara comogarantía el patrimonio familiar y mecomprometiera a devolver el dineroen un año.

—¿Y eso…?—Trampas de la sucia e

hipócrita política «global», querido.Alemania, que tiene reservas decarbón a cielo abierto que lepermiten garantizar su consumodurante siglos, ha decidido cerrar susminas bajo tierra debido a que leresultan poco rentables. Pero lo más

indignante es que exige que el restode los países de la comunidadcierren también las suyas, y esoquiere decir que, aunque dentro decinco años mis minas produjeranbeneficios, me obligarían a cerrarlaspor el simple hecho de habersolicitado ayuda. Ni siquieracontaría el hecho de que hubieradevuelto el dinero.

—Así, de entrada, parece undisparate.

—De entrada y de salida, perocomo los alemanes controlan laeconomía comunitaria, si no se

acataran sus órdenes impedirían algobierno salvar unos bancos que sonlos que nos han llevado a la ruina.

—Se me antoja una cabronada ylo siento.

En verdad lo sentía porque leconstaba que su amigo se estabaempeñando en sacar adelante unproyecto demasiado ambicioso yprobablemente acabaría perdiendo lopoco que le quedaba.

Las noticias que le llegaban deEspaña hablaban de una situacióninsostenible por culpa de la presiónde sus socios europeos y las erróneas

decisiones de unos gobernantes queparecían navegar a la deriva, ya queen lugar de controlar a los bancos yatajar los excesos de corrupciónpermitían que cientos de paradostuvieran que buscar comida en loscubos de basura mientras treinta milcoches oficiales aparcaban a lapuerta de lujosos restaurantes.

Le venía a la memoria la imagende los «típicos pescadores isleños»que no podían aproximarse y lecostaba admitir que un país quepocos años atrás había sidoconsiderado un ejemplo de transición

pacífica y prosperidad se hubierahundido por culpa de una camarillade ineptos ladrones y estafadores.

Entre los pasajeros del Bíminidebían de existir infinidad deestafadores y ladrones, pero estabaclaro que la mayoría habíandemostrado no ser en absolutoineptos, visto que en caso de serlo nose encontrarían disfrutando de unasfabulosas vacaciones en un crucerode lujo.

Se detuvo a meditar que con loque habían pagado la décima partede ellos por sus pasajes le bastaría a

Germán Alfaro para concluir unproyecto destinado a intentar salvarel futuro de miles de familias y llegóa la conclusión de que cada díaaborrecía más aquel barco y cuantosignificaba.

Y sobre todo aborrecía elestúpido papel de «espía» que lehabía tocado interpretar, porque elúnico secreto que había conseguidodescifrar hasta el momento era cómodiablos se las arreglaba supintoresco capitán a la hora deconseguir que respetables damas,siempre rubias, llegaran hasta su

camarote sin ser vistas. El muydesvergonzado disponía de unascensor privado que partía de sudormitorio y podía detenerse encuatro discretos pasillos de cuatrocubiertas diferentes.

Pero, a decir verdad, aquel eraun secreto compartido por uncentenar de miembros de unatripulación a la que desde el primerdía se le advertía sin el menor reparode que se encontraban a bordo con elexclusivo fin de hacerle la vidaagradable a los pasajeros, por lo quedebían permitir que cada uno de

ellos eligiera la forma de divertirseque considerara oportuna siempreque no molestase a los demás.

Durante las pantagruélicascenas en las que el bromista capitánsolía sentar a su joven tercer oficialfrente a Lady Potemkin con lamalévola intención de comprobarcómo se ruborizaba cada vez que seenfrentaba a tan desmesuradosescotes, se solía hablar sobre casitodos los temas humanos y divinos,aunque casi indefectiblemente laslargas tertulias acababan centrándoseen la música y el cine.

Una de las orquestas estabaespecializada en interpretar bandassonoras de películas famosas,muchas de ellas producidas por elmismísimo Sam Kerry, quien solíaaprovechar la primera ocasión con elfin de relatar divertidas anécdotasocurridas durante los rodajes.

—Cuando llegó el momento derodar la escena de la coronación,para lo cual se había levantado ungigantesco decorado y vestido contrajes de época a casi cuatrocientosextras —decía—, Peter seencontraba tan borracho que tuvimos

que sentarle con la espalda del trajecosida al respaldo del trono porquede lo contrario se caía hacia delante.Sin embargo estaba tan ido que en lapantalla parecía que su espíritu sehubiera elevado a los cielos alcomprender que al fin era rey. Enotra ocasión Burton no conseguíarecordar su diálogo, por lo que Liztuvo que escribírselo en la frente ycuando la cámara les captaba enplano medio parecía que él laestuviera mirando extasiado cuandoen realidad lo único que hacía eraintentar leer el texto…

A Ulises, apasionado cinéfilo,le encantaba escucharle, por lo quemaldecía por lo bajo cada vez queAmanda le pedía que bailara con ellacon el malintencionado objetivo decolocarle los pezones a la altura dela boca.

Cuando una mañana le planteó asu primer oficial que estabadispuesto a correr el riesgo dehundirse con «aquella mierda debarco» pero no a tener un orgasmo enel centro de una pista de baile, larespuesta fue una vez más digna de laMorsa:

—Pues procura llevarcalzoncillos ajustados y poner carade póquer.

11

El vehículo, de fabricación alemana,negro, severo, elegante y conducidopor un chófer uniformado que seapresuró a abrir la puerta con el finde que descendiera un hombre detraje oscuro igualmente severo yelegante, era de los que marcaban lainsalvable distancia que existía entrela gente corriente que los admirabanal pasar y la clase dirigente que sesentía segura en su interior debido aque las ventanillas de cristalesahumados parecían haberse

convertido en lo que siglos atrásfueran los altos muros de loscastillos de la nobleza.

Germán Alfaro, que había sidoadvertido de la hora de su llegadacon dos días de anticipación, loestuvo observando desde el momentoen que hizo su aparición en la curvadel fondo del valle hasta que sedetuvo en el centro del destartaladopatio central de un maltratadoedificio que antaño se alzabaorgulloso y altivo en la cima de lacolina.

La Brumosa había sido durante

casi medio siglo la indiscutible «naocapitana» del pequeño imperio queconsiguiera levantar el malogradoHéctor Alfaro, «la mina porexcelencia», aquella en la que todofuncionaba con tan exquisitaprecisión que durante sus tresprimeras décadas de continuo trajínno se produjo ni un solo accidentedigno de mención.

Cada primavera se encalaba eledificio de arriba abajo, serepintaban las ventanas y sesustituían las tejas dañadas por losrigores del invierno, y esto

contribuía a elevar el ánimo de unosoperarios a los que les embargaba lasensación de que trabajaban en unaempresa próspera, solvente, sensatay cuidadosa con los detalles, lo cualconstituía una innegable garantía defuturo.

No obstante, hacía ya ocho añosque daba inequívocas muestras deimparable deterioro, y curiosamentecomenzó a suceder a partir delmomento en que astutos políticoseuropeos susurraron a mediocrespolíticos europeos que «la uniónhace la fuerza» sin aclarar que «la

unión hace más fuertes a susmiembros más fuertes, a la par quedebilita a los más débiles».

Por desgracia la historiademostraba con harta frecuencia quelas grandes coaliciones constituidascon el objetivo de combatir a unenemigo común acaban destruyendo—«como inevitable dañocolateral»— a buena parte de losparticipantes en dicha coalición.

Poco a poco y muy sutilmentelos en principio generosos «aliados»se fueron transformando enimplacables y avariciosos

competidores que asaltaron connocturnidad y alevosía la fortalezaantaño amiga por la siempre eficazfórmula de llenar los insaciablesestómagos de los perros encargadosde alertar del peligro.

Una vez dentro desmantelaronsus fábricas, sus granjas, sus cultivose incluso la mayor parte de suentramado social, y para colmo demales y derroche de descaroexigieron a los abochornadosvencidos que les abonasen, con altosintereses, las enormes sumas quehabían empleado en corromper a sus

perros guardianes.Ya no era posible encalar

fachadas o pintar ventanas enprimavera, por lo que el impecableBMW tapizado de cuero beisdestacaba en el patio abarrotado deherrumbrosa maquinaria como undeslumbrante zafiro nigeriano entreun montón de patatas.

Se escuchó el crujir de unosdesgastados escalones que cada vezse lamentaban con mayor intensidadpor la excesiva carga que se veíanobligados a soportar, y GermánAlfaro fue a tomar asiento tras la

mesa, aguardando a que golpearan lapuerta anunciando al indeseadovisitante.

A sus espaldas, una enormefotografía de la mina durante susaños de esplendor había sidosustituida, aprovechando el marco,por el primer párrafo del «testamentoideológico» de su padre:

Avariciosas manos que nuncaencallecieron, os advierto que

desde el fondo de la tierrasurgen voces airadas porque no

os han bastado veintegeneraciones de sufrimiento y

hambre…Sabía muy bien que fuera quien

fuera quien cruzara el umbral de lapuerta le alargaría una mano quenunca había encallecido.

Efectivamente, don IgnacioBallester Salcedo, vicepresidenteejecutivo del prestigioso despachoNavarro, Ballester, López-Aguado,era a todas luces una de aquellaspersonas que jamás había hecho otracosa que redactar informes y firmardocumentos, por lo que tras tomarasiento lo primero que hizo fueajustarse las gafas con el fin de

distinguir con absoluta claridad laamenazadora frase.

—¡Vaya! —comentó inclinandola cabeza—. Muy expresiva, y muy acuento, porque de lo que ahora setrata es de acabar con tanta hambre ytanto sufrimiento.

—¿Cerrando minas…? —fue laintencionada pregunta—. En ese casose disminuirá el sufrimiento peroaumentará el hambre, porque cuandoun minero sufre trabajando, sufamilia come, pero si le arrebatan laposibilidad de hacerlo, su mujer ysus hijos pasan hambre.

—Es un modo de verlo… —fuela respuesta que venía acompañadade una leve sonrisa—. Pero comocomprenderá no he hecho un viaje tanlargo con el fin de discutir puntos devista. Represento a clientes queconsideran que está usted actuandocontra sus intereses, y como no megusta perder tiempo, he venido aadvertirle que no están dispuestos aconsentirlo.

—¿Actuando contra susintereses? —inquirió su sorprendidointerlocutor—. ¿A qué demonios serefiere?

—A que han tenido noticiassobre la absurda idea de llevar acabo un proyecto que incita a losignorantes a imaginar que puedenocurrir milagros.

—¿Y qué tiene de maloalimentar esperanzas aunque sea con«un proyecto absurdo»?

—Nada en cuanto no afecte aterceros, pero si tras complejasnegociaciones se ha conseguidollegar a unos acuerdos justos, suirresponsable actitud tan solo acarreamolestias, retrasos e incidentes.

—¿Considera «acuerdos justos»

acabar con la única fuente de energíacon que cuenta un país que tiene quededicar casi el setenta por ciento desus recursos a adquirir energía?Personalmente considero que aquienes los han firmado deberíanejecutarlos en una plaza pública…—Germán Alfaro hizo una cortapausa como para tomar aliento ocalmar su indignación, pero al finacabó por señalar con el dedo aquien se sentaba al otro lado de lamesa al tiempo que añadía enidéntico tono—: Si esos son susclientes, le ruego que les transmita

palabra por palabra lo que pienso deellos; los ahorcaría personalmente.

—No creo que les guste… —Elimperturbable vicepresidente delprestigioso bufete Navarro,Ballester, López-Aguado concluyó entono helado—: Y a mí me ofende.

—Pues me importa un carajo —fue la agria respuesta—. ¿Quiénesson sus «clientes» para decirme loque puedo hacer o no hacer? ¿Tantomiedo tienen a despertar lasesperanzas de unos cuantosdesgraciados?

—La ley dice…

—¡Conozco la ley! —leinterrumpió el otro en el acto—.Estoy en mi derecho de continuarexplotando mis minas hasta el día deljuicio final siempre que no soliciteayuda al estado. Y no piensosolicitarla.

—¿Y qué espera hacer con laenergía que produzca, si es que llegaa producirla? —fue la intencionadapregunta—. ¿Vendérsela a quienesintenta perjudicar? No me haga reír,que este asunto es muy serio.

—Tan serio que de él dependeel futuro de miles de personas, no

solo aquí, sino en todos aquellospaíses que disponen de inmensasreservas de carbón pero carecen degas o de petróleo. Y desde luego nole vendería mi energía a sus clientes,sino a una Red Nacional que tiene laobligación de comprármela siempreque se la esté ofreciendo a precio demercado.

El elegante Ignacio BallesterSalcedo se permitió el lujo de lanzarun leve resoplido al tiempo quenegaba una y otra vez como si lemolestara tener que continuar unadiscusión que se le antojaba absurda.

—¿Realmente está dispuesto aenzarzarse en una batalla legal quepodría prolongarse hasta el infinito?—preguntó con marcada intención—.Admito que como abogado de una delas partes ese tipo de procesos mebenefician, pero suelen serdemasiado largos y onerosos, por loque el más débil siempre acabaperdiendo. ¿No sería más lógicollegar a un acuerdo?

—¿Qué clase de acuerdo?—Le compro las minas… —

Hizo varios gestos afirmativos comosi él mismo estuviera aceptando que

era una magnífica solución alpuntualizar—: Y le pagaré un buenprecio.

Germán Alfaro se tomó unosinstantes con el fin de consultar latarjeta antes de inquirir:

—¿Y para qué querrían lossocios de Navarro, Ballester, López-Aguado unas minas que solo generanpérdidas?

—Eso es cosa nuestra, peropuede estar seguro de que, si aceptael trato, usted, su madre, su hermanay la encantadora amiguita de suhermana podrían irse a disfrutar de la

vida adonde mejor les plazca.La malintencionada frase

superaba en mucho la capacidad deaguante del asturiano, que por uninstante pareció a punto de lanzar lapesada roca que le servía depisapapeles a la cabeza de quien lahabía pronunciado, pero trasmorderse la comisura de los labioshasta casi hacerse sangre puntualizó:

—Si vuelve a mencionar a mifamilia, tendrá que regresar al puebloa pie, porque basta con que measome a la ventana para que de suprecioso BMW no quede ni el chasis.

—¿Me está amenazando?—Cuando algo suena a amenaza

suele ser una amenaza —admitió sinel menor recato el demandado—.Desde que atravesó ese umbral todolo que ha dicho me ha sonado aamenazas, o sea que vaya lo uno porlo otro y tómeselo como quiera.

Resultó evidente que lareconocida y admirada sangre fríadel flemático abogado se estabaenfriando en exceso al encarar unasituación inédita en su larga carreraprofesional, lo cual trajo aparejadoque se agitara en su asiento.

—Me he limitado a transmitirleun mensaje.

—Lo supongo, pero tambiénsupongo que no me costaríaaveriguar cuáles son esos «clientes»a los que les preocupan tanto misactividades y podría dirigirme aellos en persona, aunque resulta máscómodo devolver el mensaje por elmismo correo. —Observó a suvisitante con insistente fijeza alpreguntar—: ¿Le importa?

—En absoluto.—En ese caso le agradeceré

que les comunique que he cedido a

mis trabajadores la tercera parte delas acciones de Minas Alfaro, o seaque al enfrentarse a mi empresa seestarán enfrentando a la prácticatotalidad de los habitantes del valle.Eso quiere decir que a partir deahora cualquier intruso que seaventure a asomar la nariz por esteperdido rincón del mundo se arriesgaa acabar en el fondo de un pozo.

—Se está pasando de la raya…—masculló roncamente el abogado.

—Sus clientes ya se han pasado,y debe recordarles que se enfrentan amineros, por lo que podría darse el

caso que el día menos pensado suspreciosas mansiones saltaran por losaires debido a que lo único que aquísobra es dinamita.

—Suena a declaración deguerra.

—Y es que lo es; y en todaregla. —El asturiano se rascó deforma ostentosa la cabeza al tiempoque concluía en un tono en ciertomodo jocoso—: Si alguien estádispuesto a luchar por su dinero,otros están decididos a luchar porsus vidas, y supongo que debe deresultar bastante más molesto volar

en pedazos cuando eres muy rico quecuando eres un muerto de hambre.

A Ignacio Ballester Salcedo nole quedó otro remedio que ponerseen pie al tiempo que estallaba:

—¡Lo que está diciendo esinadmisible! Y un delito.

—Si me acusara, sería supalabra contra la mía… —GermánAlfaro agitó en el aire la tarjeta quele había entregado—. Aquí consta ladirección de sus oficinas, por lo quele aconsejo que si sus clientesdeciden seguir metiendo las naricesen mis asuntos se aleje de ellos,

porque tal vez acabaría pagando losplatos rotos. Quien se atreve arugirle al oso en su propia cueva searriesga a que lo destroce de unzarpazo o lo persiga hasta su guariday allí le muerda el culo.

—¿Se ha vuelto loco? —inquirió el otro casi fuera de sí—.¡Esto es inaudito!

—Lo que es inaudito es que unacamarilla de corruptos, aunque adecir verdad ya no se trata de unacamarilla sino de una auténticamanada, hayan convertido las leyesde este país en una masa informe con

la que un día hacen pan, al siguiente,rosquillas, y en ocasiones, laretuercen en forma de cruasán segúnsu conveniencia… —Señaló hacia elexterior y luego hacia la puerta alsugerir—: Y ahora le convienemarcharse porque empieza a llover,su precioso coche no es el másapropiado para estas peligrosascarreteras y no me gustaría queacabara despeñándose.

Cuando unos minutos después ellujoso vehículo desapareció en ladistancia, Germán Alfaro no pudopor menos que reconocer que tal vez

se había extralimitado, aunque en elfondo se sentía tan feliz como cuandose encontraba en mitad del océano ydescubría que se aproximaba unatormenta.

El reto de enfrentarse agigantescas olas o vientoshuracanados le excitaba al punto deque casi le emborrachaba la idea depasarse treinta horas al timón delUrogallo.

Sin duda había heredado de sumadre, trapecista frustrada, el amoral riesgo o a romperse la crisma, y siera cierto el dicho: «La vida vale

más cuando se está a punto deperderla», su vida debía valermucho, puesto que había estado enpeligro infinidad de veces.

Encerrado en un frío despachoque se caía a pedazos, echaba demenos viejos tiempos en los quedisfrutaba enfrentándose a lostiburones, las orcas, los moluscosvenenosos o a la naturaleza, y no setrataba de impulsos suicidas, sino dela necesidad de conocer sus propioslímites.

Ahora un impresentable yestirado lechuguino le ofrecía la

oportunidad de volver a las andadasy aquella prometía ser unaapasionante batalla digna de librarse.Cuando el Bímini fondeaba frente alpuerto de Colón sus pasajeros teníandos opciones, o permanecer a bordoviendo cómo las esclusas de Gatúnpermitirían al enorme buqueascender al lago del mismo nombrecon el fin de descender luego por lasesclusas de Pedro Miguel yMiraflores, o desembarcar con el finde instalarse en microbuses que lesllevarían a recorrer unos noventakilómetros a través del istmo. En el

segundo caso realizaban pequeñosdesvíos con el fin de observar desdetierra el funcionamiento del canal ala par que visitaban cuanto quedabade lo que había sido el tristementecélebre camino de las Cruces, por elque siglos atrás se tardaban cuatrodías en llegar del Atlántico alPacífico o viceversa.

También les causaba un ciertomorbo tocar las traviesas del primerferrocarril intercontinental, asabiendas de que cada una de ellashabía costado la vida a cinco sereshumanos. La malaria, la fiebre

amarilla, las serpientes y losaccidentes se habían llevado pordelante casi veinte mil trabajadores,y era cosa sabida que parte del costede las obras se había financiadovendiendo sus cadáveres auniversidades y hospitales de todo elmundo.

Como la mayoría erandesconocidos venidos de lugaresmuy remotos, sus cuerpos seintroducían en barricas, con lo quelas bodegas en las que se habíantransportado a Panamá peones omaterial ferroviario regresaban a sus

puertos de origen con una macabracarga de «hombres en salmuera».

Si a todo ello se sumaban lasincontables víctimas queposteriormente trajo consigo laconstrucción del canal transoceánico,tal vez no resultaría aventuradoasegurar que Panamá era el país quecontaba con un mayor número demuertes por kilómetro cuadrado sinhaber tomado nunca parte en unaauténtica guerra.

A Ulises Elcano no lesorprendió en absoluto que su padrele estuviera esperando en Colón,

pero sí le sorprendió que en lugar deconducirle directamente a ver a sumadre, tal como hubiera sido lológico dado que tan solo disponía deunas horas hasta que el Bíminiatravesara el Canal y fondeara en elpuerto de la capital, prefirieradesviarse unos kilómetros hasta lacasa de la orilla del lago, donde unansioso Bob inquirió de inmediato:

—¿Qué has conseguidoaveriguar?

—Que el día menos pensadocinco mil desgraciados se van a darun chapuzón… —fue la agria

respuesta teñida de un claro dejedespectivo—. Ni al más estúpido sele ocurriría introducir un alijo dedrogas en ese barco, porque a mimodo de ver iría más seguro en unbote de remos.

—¿Estás completamenteseguro?

—Un marino nunca debe estar«completamente seguro» de nada,pero en mi opinión si el Bíminitransporta algo tiene que encontrarseen un contenedor fijado al casco.

El americano hizo un gestonegativo al tiempo que lanzaba un

lápiz sobre la mesa como si con elloquisiera dar a entender que empezabaa estar harto de aquella historia.

—Eso ya se nos ocurrió, pero lodescartamos porque se trata de unsistema rudimentario, primitivo yobsoleto. No obstante, en cuanto seaproxima a los Estados Unidosnuestras patrulleras lo vigilan y pormedio del sonar y cámaras de altadefinición comprueban que no llevanada adherido al casco.

—En ese caso no se me ocurrequé coño hacer, pero seguiréinvestigando. —El panameño parecía

en cierto modo molesto al añadir—:Por cierto, aún estoy esperando a quealguno de tus «infiltrados» se pongaen contacto conmigo. ¿Qué ocurre?¿No se fían?

—Tienen órdenes de noaproximarse, porque si les estuvieranvigilando, te pondrían en peligro.

—¡Oh, vamos, Bob, ocomoquiera que en verdad te llames!—masculló el panameño impaciente—. Deja de jugar a los espías; en esebarco nadie vigila a nadie a no serque sospeche que están a punto deponerle los cuernos. Aquello es un

relajo; muy divertido, eso sí, pero unrelajo.

El decepcionado hombre de laDEA se volvió a Emeterio Elcano enlo que constituía más una petición deayuda que una pregunta:

—¿Tú qué opinas?El aludido, al que se advertía de

igual modo decepcionado, tardó unosinstantes en responder, y al hacerloindicó con la mano a su hijo:

—Insisto en que si alguienentiende de barcos es él, y si le hanpermitido acceder a todas lasdependencias, las ha inspeccionado a

fondo y no ha descubierto nada, debeser porque no hay nada.

—¿Y cómo puede haberinspeccionado a fondo una nave tanenorme en tan poco tiempo?

La retadora pregunta quedóflotando en el luminoso salón, ycomo resultó evidente que eldemandado no contaba con unarespuesta convincente, su hijo extrajode su bolsa de mano un objeto quecolocó sobre la mesa.

—¿Sabes lo que es eso? —inquirió.

—Una cámara de fotos —

admitió el americano.—¡Cierto! Pero una cámara tan

sensible que te indica, con unaexactitud casi milimétrica, a quédistancia se encuentra undeterminado objeto fijo. De esemodo, y teniendo como tengo accesoa los planos de la nave, he podidoconstatar que no existenmodificaciones, espacios ocultos odobles fondos en los que transportarun alijo que merezca la pena.

—¡Vaya por Dios! —admitió elotro visiblemente incómodo—.Debería proporcionar este tipo de

cámaras a mi gente.—De poco les servirían, porque

a partir de la línea de flotación elBímini es una especie de ratonera depasillos, escaleras y salones capazde desorientar a un rastreadorcomanche, por lo que en caso deaccidente miles de pasajeros seahogarían en su interior, pero tegarantizo que bajo la línea deflotación el laberinto de máquinas,calderas, conductos, tuberías,almacenes e incluso frigoríficosresulta tan jodidamente enrevesadoque si un intruso no tuviera a mano

los planos, tardaría horas enencontrar la salida.

El americano se vio obligado aasentir de mala gana.

—La pobre Mary se perdió dosveces y la segunda estuvo a punto deahogarse en un depósito de esehediondo fango con el que le encantaembadurnarse a la gente...

—Es muy bueno para la piel…—le hizo notar socarronamente suinterlocutor para añadir al poco enun tono que denotaba inquietud—:¿Por qué has dicho eso de «la pobreMary»? ¿Le ha ocurrido algo?

—Se salió de la carretera enuna curva y está en coma.

—¿Dónde?—En Tijuana.—¿Y qué hacía en Tijuana?—Atar cabos sobre las

relaciones entre el cártel de Sinaloay los armadores del Bímini.

Se hizo un embarazoso silencioque acabó por romper un EmeterioElcano a todas luces molesto.

—¿Qué carajo has queridodecir con eso de «atar cabos»? Teníaentendido que esa relación nopresentaba lagunas.

El hombre del revólver con elpercutor protegido lanzó unresoplido al tiempo que alzaba loshombros.

—¿Y qué quieres que tediga…? —refunfuñó como si la vozle saliera de las profundidades delestómago—. Nuestras fuentes deinformación siempre son de fiar,pero como no obteníamos resultadoquisimos confirmarlas por otroscanales. Y esos canales seencuentran en Tijuana.

—¿Enviaste a Mary a unaciudad que tiene fama de ser la más

peligrosa del mundo, sobre todo paralas mujeres? —inquirió con un ciertorecochineo el otro—. Empiezo aarrepentirme de haberme metido enesto, porque sospecho que no tienesni puñetera idea de por dónde vanlos tiros.

—Que yo sepa no ha habidotiros.

—Tiros no, pero sí unmuchacho degollado en una celda, yuna infeliz en coma por culpa de unsospechoso accidente… —EmeterioElcano consultó el reloj al tiempoque se encaminaba a la puerta al

añadir—: Y ahora nos vamos,porque tenemos invitados a comer yUlises debe estar en su barco a lasseis.

No volvió a abrir la boca hastaque se encontraron en la carretera,momento en que señaló, convencidode lo que decía:

—Creo que lo mejor sería quete quedaras en tierra. Aún estoy atiempo de conseguirte ese trabajo enel Caledonia.

—¿Dejar ahora el barco? —seasombró Ulises—. ¡Ni hablar!

—¿Por qué si nunca te ha

gustado?—Por tres razones… —fue la

casi apasionada respuesta al tiempoque alzaba la mano e iba remarcandosus palabras con los dedos—: Laprimera, porque pudiera darse elcaso de que Bob tuviera razón y aúnsea pronto para llegar a conclusionesdefinitivas. La segunda, que conocera fondo ese barco me facilitarárealizar un detallado informe quedeje en evidencia el riesgo que secorre al permitir que proliferen estetipo de naves a fin de conseguir quelas autoridades dejen de mirar hacia

otro lado y empiecen a tomarmedidas drásticas antes de queocurra una auténtica catástrofe.

—En eso estoy de acuerdo… —se vio obligado a reconocer su padre—. Cada vez que los veo en lasesclusas temo que se inclinen y sequeden allí, interrumpiendo el tráficodurante meses. Y costaría muchísimovolver a enderezarlos, porquecarecemos de espacio para instalargrúas de ese tamaño. —Apartó unosinstantes la vista de la carretera conel fin de añadir—: ¿Cuál es latercera razón?

—También son tres: muchodinero, poco trabajo y abundantediversión, porque debo admitir quecuando navegamos por zonastranquilas, que suele ser la mayorparte de las veces, me olvido delpeligro y suelo pasarlo bomba.

—Recuerda que el CostaConcordia se hundió en aguastranquilas mientras su capitán se loestaba pasando bomba con unajovenzuela, pero dejemos el tema ycuídate de mencionarlo delante de tumadre, sobre todo porque hapreparado un almuerzo que según

ella tiene que ser digno de lahermana de Germán y de su novio.

—¿Cómo es?—¿Quién?—El novio de Laura.—Ni idea; han llegado con el

fin de coincidir con tu escala yllevarse el Urogallo, pero aún no hetenido oportunidad de conocerlos.Nemesio ha ido a buscarlos al hotel yha jurado traerlos a casa a la una enpunto.

—Pues nos arriesgamos a quelos lleve a conocer La Boca,aparezcan a las tres y mamá se ponga

hecha una furia.—¿Y qué otra cosa podía hacer

si tenía que ir a buscarte? —selamentó Emeterio Elcano—.Confiemos en que por una vez en suvida sea puntual.

Por «una vez en su vida»Nemesio Elcano fue de unapuntualidad germánica, puesto que ala una en punto de la tarde apretó eltimbre de la casa de su hermano, y,cuando este y su sobrino abrieron lapuerta, saludó con una leve sonrisaque mostraba a las claras sudesconcierto:

—Aquí os traigo a Laura y supareja.

Juana de la Cosa, que habíaacudido a toda prisa secándose lasmanos, fue la primera en reaccionar,porque de inmediato extendió losbrazos en un claro ademán decalurosa y sincera bienvenida.

—¡Oh, cielos! —exclamóciertamente admirada—. ¡Quécriaturas tan preciosas! Pasad, pasad,que lo que está cayendo ahí fuera esfuego. Emeterio, descorcha el vino, ytú pon el coche a la sombra, queluego parece un horno.

Superados los primerosmomentos de desconcierto,provocado más por la demoledorabelleza de Bambi que por la relaciónque existía entre ambas mujeres, elalmuerzo resultó sumamenteagradable, y el fascinado NemesioElcano se ofreció de todo corazón ala hora de reformar el Urogallodotándolo de una litera doble yalgunos cambios que lo hicieran máscómodo.

—Es un barco extraordinario —dijo—. Pero fue diseñado para queun navegante solitario se enfrente a

un temporal en mar abierto, por loque en ocasiones se vuelveagobiante. ¿Cuánto tiempo pensáispermanecer por el Caribe?

—Hasta la primavera.—En ese caso conviene darle

más aire y luminosidad a la cabina,instalar un nuevo toldo, un baño yuna cocina decente. Luego osescoltaré hasta Jamaica por si alprincipio os cuesta haceros con losmandos.

—No queremos molestar…—No es molestia… —intervino

de inmediato la dueña de la casa—.

Todo lo contrario, porque a estecernícalo le encantan ese tipo decosas y para él navegar hastaJamaica es como irse a tomar unascopas al bar de la esquina… —Hizouna corta pausa antes de añadir conmarcada intención—: Y a mientender le viene mejor el aire delmar que el de los tugurios del puerto.

Ulises Elcano, que apenas podíaapartar la vista de Bambi, no dejabade preguntarse por qué razón «sumejor amigo» no le había advertidoque se llevaría una sorpresa alconocer a la pareja de su hermana.

Durante la larga travesía através del Pacífico le habíacomentado en más de una ocasiónque confiaba en ser tío lo antesposible, aunque esperaba que suhermana tuviera la sensatez decasarse con alguien ajeno al cada vezmás complejo mundo del carbón, yaque de ese modo dejaría de jugarsela vida en la mina.

—No sé lo que tiene ese jodidooficio que a veces se convierte en unvicio — decía—. Yo me acojonocada vez que uno de esosherrumbrosos ascensores comienza a

bajar al pozo, pero se diría queLaura se dirige a una fiesta.

Sus palabras venían a significarque por aquel entonces no tenía ni lamenor idea de hasta qué punto habíancambiado los gustos de su hermana, yle molestaba que aunque últimamentehubieran hablado infinidad de vecesel muy ladino no hubiera hecho ni elmenor comentario al respecto,aunque conociéndole era lógicosuponer que había optado porguardar silencio esperando que sesorprendiera tal como él debíahaberse sorprendido.

Y lo que en verdad sorprendíaen aquella exquisita criatura no erasu portentosa belleza o susinclinaciones sexuales, sino unaespecie de aura que atraía como uncampo magnético y la diferenciabadel resto de los seres humanos.

No pudo evitar una leve sonrisaal imaginar lo que podría ocurrir sise enfrentaran dos fuerzas de lanaturaleza tan opuestas como ladelicada Bambi y la exuberante LadyPotemkin.

Sería como lanzar un átomo deuranio contra un yunque aguardando a

que se produjera una reacción encadena y el yunque acabaravolatizándose.

—¿Te asustan las minas? —inquirió volviendo a la realidad deimproviso.

—Un poco… —admitió Bambi,porque evidentemente era a ella aquien iba dirigida la pregunta—. Laoscuridad y el aire enrarecidoimpresionan, pero cuando estoyabajo entiendo mejor a cuantos seesfuerzan por hacer lo que ningúnotro ser humano es capaz. Servaliente un día por una subida de

adrenalina o porque te hasconvertido en centro de atención notiene mérito; hacerlo calladamentedurante años exige mucho coraje.

12

El valle, rodeado de altas montañascubiertas de espesos bosques, conuna estrecha carretera de entrada queatravesaba el pueblo, constituía unmundo aparte en el que los extrañosse sentían aún más extraños aladvertir que tras cada ventana y cadaárbol les espiaban unos ojos atentos.

No era un hecho casual queaquella agreste región fuera el únicolugar de la península ibérica que losmusulmanes jamás consiguieraninvadir, o que desde ella se iniciara

la reconquista que acabaría porarrojarlos al mar ocho siglos mástarde.

Pese a que Germán Alfaro losabía, le pidió a su gente queextremaran las precauciones yordenó que una docena de picadoresque de momento no tenían trabajo enLa Brumosa se dedicaran a recorrerlos bosques, atentos a la presencia deintrusos, al tiempo que enviabacuadrillas a limpiar la zona arrasadapor el fuego, comenzando de esemodo un proceso de reforestaciónencaminado a devolverle al paisaje

su pasado esplendor.Don Álvaro Alcántara había

decidido que con sus escasos mediosdebían conformarse con un pequeñohorno instalado a unos trescientosmetros de profundidad, lo cual talvez no hiciera rentable el proyecto,pero serviría para demostrar que elsistema funcionaba, lo que atraería laatención de países donde abundabael carbón y escaseaban otras fuentesde energía.

—Un mundo encaminado haciauna casi absoluta dependencia delpetróleo, el gas o la automatización

será un mundo cautivo, y nuestraobligación es evitar que eso ocurra—alegaba—. Debemos volver alequilibrio entre hombres y máquinas,y al equilibrio entre petróleo ycarbón, porque dada la situaciónactual ya no es más eficiente quienmás personal ahorra, sino quien máspuestos de trabajo proporciona.

Su «sobrino» creía queempezaba a ser demasiado tarde paraun cambio tan drástico, aunqueadmitía que a la vista de lo queestaba ocurriendo alguien tenía quearriesgarse a iniciar la recuperación

de una forma de vida que en su díatal vez fuera imperfecta, pero muchomenos imperfecta que la que los másdesfavorecidos estaban padeciendo.

Se hacía necesario tender unprimer puente sobre el insondableabismo que se estaba abriendo nosolo entre hombres ricos y hombrespobres, sino sobre todo entre paísesricos y países pobres, ya que cuandola cuerda de la injusticia se tensabademasiado acababa partiéndose yazotando a todos por igual.

Consiguió convencer a su madrepara que en aquellos difíciles

momentos no se convirtiera en unapreocupación más yéndose a pasaruna temporada con una amigamallorquina que acababa dequedarse viuda, y doblegó a suhermana a base de atajar susprotestas de forma contundente.

—Te cedí la dirección de laempresa, ni una sola vez interferí enlo que hacías y jamás te hice ni unasola pregunta, pero ahora ha llegadomi turno —dijo—. Me consta queeres fuerte, pero Bambi te vuelvevulnerable y cuando menos loesperes vendrán a detenerla por

haber tomado parte en aquellosmalditos disturbios. —La miródirectamente a los ojos al añadir—:Acaban de condenar a uno de losmineros que estaban con ella a cuatroaños de cárcel… ¿Qué harías si laencarcelaran?

—Matar a alguien.—Aunque no llegaras a tanto,

que te creo muy capaz, darías pie aque nos aplastaran… —Le acaricióla mano y su voz tenía un tonosuplicante pero al mismo tiempoconminativo al concluir—: Llévatelade aquí antes de que nos hunda.

Laura Alfaro era losuficientemente inteligente como paracomprender que una criatura a la queaparentemente se podía abatir de unsoplido constituía un serio peligro acausa de su combativo carácter.

—De acuerdo —admitió—.Arregla las cosas para quecoincidamos con una escala delbarco de tu amigo Ulises en Panamá.Me apetece conocerle.

Con las tres mujeres lejos delvalle los problemas de GermánAlfaro «se reducían» a mantenerlolibre de intrusos con el fin de poder

continuar trabajando con algunaremota esperanza de acabar a tiempo.Convocó a los capatacesinstruyéndolos tan a conciencia quecuando tres días más tarde untodoterreno ocupado por cincomatones atravesó el pueblo ycomenzó a ascender en dirección aLa Brumosa se topó al poco con unacuadrilla de obreros que acababan deabrir una ancha zanja en la carreteray que muy amablemente lescomunicaron que debían desviarsesiguiendo las señales de un caminoque ascendía por el bosque.

Dichas señales no resultaron sercorrectas, debido a lo cual losdesconocidos se fueron adentrandocada vez más en la espesura y alcabo de dos horas se encontraronbordeando un precipicio para ir adetenerse frente a una roca que lesimpedía el paso en un punto dondecarecían de espacio para girar.

Su única opción era regresarmarcha atrás por un estrecho senderocuyo suelo aparecía cubierto depedruscos, por lo que, cuando apenashabía recorrido trescientos metrosatento a los retrovisores y las

indicaciones que le hacían suscompañeros, el conductor frenó y seapeó abriendo los brazos en claroademán de que hasta allí estabadispuesto a llegar.

—El que quiera jugarse la vidapor un coche que se la juegue —farfulló malhumorado—. Yo mevuelvo a pata.

Sin duda se trataba de hombresacostumbrados a circunstanciasdifíciles que solían resolver deforma expeditiva, pero habíanllegado al valle dispuestos aenfrentarse a todo menos a una gélida

noche perdidos en un bosque sobre elque ululaba un fuerte viento quellegaba de las nevadas cumbres,temiendo a cada instante que de lastinieblas surgiera una manada delobos hambrientos o una furiosapandilla de lugareños dispuestos aapalearles.

Optaron por no encender fuegopor miedo a provocar un incendioque les atrapara en una zona tanagreste; al amanecer heló y, entradaya la mañana, atravesaron de nuevoel pueblo tiritando, mohínos,cabizbajos y con aspecto de haber

sido apaleados aunque nadie leshubiera puesto una mano encima.Nunca regresaron en busca deltodoterreno, que permaneció en elmismo lugar hasta convertirse en unmontón de chatarra.

Germán Alfaro se sintió felizpor haber conseguido delimitar susfronteras sin necesidad de utilizar laviolencia, aunque le constaba que tansolo se trataba de una pequeñaescaramuza que formaba parte de unaguerra que nunca ganaría, debido aque se trataba de la «guerra infinita»;aquella que se libraba desde miles

de años atrás entre la supremaambición y la mera supervivencia.

Emperadores, reyes, generales,dictadores e incluso religiones oideologías habían desaparecido de lafaz de la tierra, incontables batallaspasaron a la historia o se olvidaron,pero el angustioso enfrentamientoentre aquellos a los que no lesbastaba con tenerlo todo y aquellosque no se resignaban a no tener nadacontinuaba vigente y continuaríaestándolo hasta que un impasiblemeteorito al que nadie le habíaexplicado que existían las

diferencias sociales llegara desdeuna lejana galaxia y pusiera fin alconflicto.En cuanto Ulises Elcano trepó denuevo a bordo, la inefable Amanda,que no se había movido de susaposentos durmiendo a pierna sueltamientras atravesaba el Canal porenésima vez en su vida, le abrazóefusivamente estrechándole contrasus agresivos pechos mientras leechaba en cara que la hubieraabandonado durante tantas horas.

Sam Kerry observaba la escenacomo si después de treinta años de

matrimonio aún le costara admitir lasexcentricidades de su esposa,mientras el acosado intentaba zafarsedel abrazo arguyendo que tenía queincorporarse a su puesto en el puentede mando porque se disponían alevar anclas.

Lo consiguió a duras penas, y alverle llegar tan desasosegado suprimer oficial le advirtió:

—O espabilas o acabarás comoel pobre Alexis…

—¿Qué le ocurrió?—Vagaba por los pasillos como

un fantasma, nunca supimos si

buscando a Lady Potemkin o huyendode ella. Durante una escala en PuertoRico comentó que se iba a visitar elcastillo del Morro y nunca volvió.

—¿Cree que está chiflada?—En absoluto —fue la

convencida respuesta—. Amanda esuna de las mujeres más cuerdas queconozco, pero le encanta revivir Lacarne en el asador, que la hizofamosa y en la que interpretó el únicogran papel de su carrera.

Esa noche el panameñoconsiguió visionar a través deInternet la vieja película a la que la

Morsa se había referido, y pudocomprobar que, en efecto, unajovencísima y explosiva LadyPotemkin daba vida en ella a unainfeliz vampiresa que levantabaardientes pasiones, pero de la quesus exhaustos amantes acababanhuyendo en coches, motos, caballos eincluso en una primitiva bicicleta.

El plano en el que se despertabasobre la hierba, desperezándoseplenamente satisfecha, y por entre susagresivos pechos hacía de improvisosu aparición un gigantesco globo enel que su agotado y maltrecho amante

se perdía de vista en la distanciallegó a figurar en los anales de lahistoria de la cinematografía.

Por desgracia, y tal como sueleocurrir demasiado a menudo, lasecuela de la divertidísima películaconstituyó un rotundo fracaso, y,aunque en la pantalla su protagonistaacababa contrayendo matrimonio conun apuesto e incansable galán de dosmetros de altura, lo queverdaderamente hizo en la vida realfue casarse con un regordeteproductor treinta y tantos centímetrosmás bajo.

Como ella misma comentarajocosamente: «El tamaño importa,pero no se debe confundir tamañocon altura».

El sufrido panameño la temía,pero al propio tiempo se divertíatanto con su amena y disparatadaconversación o sus imprevisiblespayasadas que en ocasiones llegaba aolvidar el verdadero motivo por elque se encontraba a bordo delBímini.

No obstante se vio obligado arecordarlo en cuanto fondearon frentea Acapulco, a su modo de ver un

lugar idóneo si los narcotraficantestenían intención de embarcar un alijocon destino a Los Ángeles.

En cuanto oscureció se dedicó aespiar con ayuda de unos prismáticosde visión nocturna las entradas ysalidas de las lanchas, pero alamanecer había llegado a unadesalentadora conclusión: casi lamitad de los pasajeros quedesembarcaban serenos regresabanborrachos debido a que el tequila delas tabernas del puerto estabaadulterado o tenía muchísima másgraduación que el que se servía a

bordo, pero ni ellos, ni los miembrosde la tripulación, portaban bultossospechosos.

Al día siguiente zarparon conbuen tiempo, mar en calma y unaprevisión meteorológicainmejorable, pese a lo cual a la caídade la tarde comenzó a soplar uninesperado viento de poniente queembestía a rachas con la cadencia deun guante de boxeo que estuvieratanteando la resistencia de un saco deentrenamiento sin conseguir moverlo.

Con el cambio de guardia demedia noche la situación empeoró de

forma harto notable; el capitán sepersonó en el puente y tras estudiarla situación ordenó virar proa a marabierto. Aunque lógicamente alofrecer menos superficie al viento, elbalanceo disminuyó, resultabaevidente que por el hecho dedesviarse de la ruta prevista seperdía tiempo y se consumíademasiado combustible.

Al cabo de dos horas viraron enredondo en lo que constituyó unacomplicada y peligrosa maniobra enla que se vieron obligados a forzar almáximo los sistemas de estabilidad y

Ulises Elcano comprendió queCurzio Gritti no estaba dispuesto acorrer riesgos y prefería dejar pasarel tiempo yendo de ningún lado aninguna parte a permitir que la navese inclinara en exceso.

Cualquier mediocre aficionadoa la ópera estaba en su derechocuando se trataba de menospreciar alestrambótico napolitano por suhistrionismo o su particular forma decantar ópera, pero nadie sería capazde negar su habilidad a la hora decomandar una nave minimizando elefecto del temporal tanto sobre su

estructura como sobre el bienestar desus pasajeros.

Más que como capitán detransatlántico se comportaba como unprestidigitador que mantuviera ochopelotas en el aire y una bandeja decopas sobre la cabeza, sin perder devista cuanto ocurría a su alrededor ylimitándose a chasquear los dedos opronunciar una sola palabra.

Tanto sus oficiales como eltimonel reaccionaban al instante, nosolo porque estuvieran perfectamenteentrenados, sino porque les constabaque era el único ser humano capaz de

controlar tan defectuosa máquina.Al panameño le sorprendió que

Amanda Kerry tuviera acceso alpuente, donde permaneció muyquieta, tan silenciosa e impasiblecomo si estuviera asistiendo alpreestreno de una película y no a unasituación real. No era lógico que sele permitiera encontrarse ensemejante lugar en talescircunstancias, pero, como ningunode los presentes hizo el menorcomentario, Ulises se limitó amantenerse atento a las órdenes, cadavez más admirado por los

habilidosos «juegos de manos» delcapitán.

Fue una larga noche a la quesiguió un amenazador amanecer queno hacía presagiar nada bueno, por loque algunos de los presentescomenzaron a preguntarse si nohabría llegado el momento de activarlas alarmas, pero quien se encontrabaal mando sacó de su asombrosachistera un nuevo truco, cambió elrumbo, exigió al jefe de máquinas lamáxima potencia y tras casi doshoras de angustia ordenó lanzaranclas en una tranquila ensenada de

aguas cristalinas al socaire de ladiminuta isla de María Cleofás.

Cualquier otro hubiera optadopor fondear en la amplia ensenada dePuerto Vallarta, que se encontraba aunas setenta millas al sureste, peropronto quedó claro que la elecciónhabía sido perfecta gracias a que elúnico picacho del islote dividía elviento propiciando que en el puntoelegido no se moviera una hoja.

Se encontraban circundados poruna preciosa playa salvaje a la quese podía acceder nadando, por lo queun gran número de pasajeros no tardó

en lanzarse al agua sin aguardar aque se arriaran las lanchas dedesembarco.

Como si todo hubiera estadoprevisto e incluso cuidadosamentepreparado, al cabo de media hora sehabían instalado en la orilla mediocentenar de barbacoas en las que seasaban costillas, salchichas,chuletones o las langostas que tantolos escasos lugareños como algunosmiembros de la tripulacióncapturaban en la pequeña ensenada.

Previamente se habíandesembarcado docenas de cañas de

pescar, cubos con cebo, equipos debuceo y arpones, consiguiendo de esemodo que un día que prometía sernefasto se convirtiera en unafascinante aventura.

Al caer la tarde aquella especiede mago de uniforme debió depedirle a alguien del más allá quehiciera aparecer en el horizonte unbrillante arco iris que provocó laadmiración de unos entusiasmadospasajeros que no dudaron en admitirque estaban recibiendo más quesuficiente a cambio de su dinero,visto que la fiesta continuó en la

playa.Al mediodía siguiente

continuaron rumbo a Los Ángeles,donde en el momento de desembarcarAmanda Kerry estampó un sonorobeso en los labios del abochornadoUlises Elcano susurrándole a modode despedida:

—Si la otra noche noshubiésemos hundido, me habría idoal fondo abrazándote.

13

A medida que los habitantes delvalle iban entendiendo cómofuncionaba un sistema por el que sepretendía transformar una mina deescasa rentabilidad en algo tal vezprovechoso no solo para ellos sinopara miles de compañeros de otrasexplotaciones, se fue elevando tantoel entusiasmo que cabría imaginarque un ejército de náufragosresignados a la idea de ahogarsecomenzaban a nadar hacia una islalejana, pese a que hubo quien alegara

que no se trataba de una isla sino deun espejismo.

La respuesta de los ilusionadosmineros solía ser la misma:

—Quien se ha pasado veinteaños picando carbón a trescientosmetros bajo tierra es capaz decontinuar picando hasta que unespejismo se convierta en realidad.

Y era muy cierto.Hombres que nunca habían

tenido ocasión de estudiar seafanaban intentando calcular presiónpor centímetro cuadrado de unacolumna de agua, discutían acerca de

la cantidad de vapor que senecesitaría para mover unadeterminada turbina o el máximogrosor que debía tener el muro dehormigón que transformaría una largagalería en un horno.

A ese respecto don ÁlvaroAlcántara, O la fuerza del sino, sereveló como una auténtica fuerza dela naturaleza, puesto que pese a suavanzada edad trabajaba catorcehoras diarias y lo mismo se le podíaencontrar en su luminoso estudio queen lo más profundo de un pozoexplicando con sorprendente

sencillez no solo lo que había quehacer en cada caso, sino por quéhabía que hacerlo y hacia dónde ibanencaminados sus esfuerzos.

—El concepto básico essimple… —decía—. No se trata dellevar el carbón a la centraleléctrica, sino de traer la centraleléctrica hasta donde se encuentra elcarbón, porque entre otras muchasventajas se contamina menos y hoy endía eso tiene una grantranscendencia.

Cuando Tito Salas le hizo notarque el carbón siempre contaminaba

su respuesta fue clara:—¡Desde luego! A la hora de

arder lo mismo contamina nuestrocarbón que el de Colombia oSudáfrica; incluso tal vez un pocomenos, porque dispondremos demuchísima más altura de chimeneaspara instalar los filtros, pero hay quetener en cuenta que el carbónimportado ensucia cuando setransporta desde la mina al puerto,del puerto al barco, del barco através de medio mundo hastadesembarcarlo en otro puerto, ydesde allí a la central eléctrica que

acabará quemándolo. Ese largotrayecto, en ocasiones de miles dekilómetros, trae aparejadas pérdidasy contaminación, lo que viene asignificar costes añadidos frente a«nuestro carbón», que nuncaconocerá lo que son ni el sol ni elviento.

Gracias a una renacida ilusión,La Brumosa comenzó a convertirseen una especie de centro deperegrinación al que acudían lasmujeres con el fin de prepararcomida caliente para sus esposos,niños que al salir del colegio subían

para acompañar a sus padres a casa,agricultores que aportaban patatas,huevos o conejos, ganaderos quetraían leche y queso e inclusopeones, electricistas o albañiles a losque les apetecía echar una manodurante sus ratos libres.

De común acuerdo se concertóuna tregua según la cual quedabaprohibido discutir de religión opolítica, y se «decretó» quecualquier rencilla personal quedaraaparcada hasta que finalizaran lasobras.

Germán Alfaro se sentía

orgulloso por tan espontáneasmuestras de solidaridad, lo cual noimpedía que demasiado a menudo sele cayera el alma a los pies y leinvadiera una agobiante sensación devergüenza al comprender que habíadespertado unas expectativas quequizás nunca llegarían a cumplirse.

Y es que los números nocuadraban.

No ponía en duda que lasteorías de su «tío» fueran correctas oque cada detalle técnico hubiera sidocalculado con tan absoluta precisiónque a la hora de ponerlo en marcha el

sistema funcionara e inclusoproporcionara beneficios; elproblema se centraba en que hasta elmomento de arrancar tragaría dinerocomo una aspiradora debido ainexplicables pero continuos cortesde energía que obligaban a poner enmarcha costosos generadoresalternativos.

Por si ello no bastara, dosproveedores de turbinas lecomunicaron que estaban recibiendopresiones para que retrasaran laentrega de los pedidos, por lo que levino de nuevo a la mente la conocida

frase:Cuando inventes algo, no tepreguntes a quién beneficia,

sino a quién perjudica, porquedel poderío económico del

perjudicado dependerá que tuinvento funcione.

Le amargaba la sola idea de sertestigo de cómo algún día gentehenchida de entusiasmo se veríaobligada a emprender el regresomonte abajo al comprender queaunque hubieran llevado a feliztérmino una difícil tarea, de nadaserviría sin turbinas que produjeran

energía.Y nadie parecía dispuesto a

proporcionarles tales turbinas pormiedo a perder el favor de lasempresas a las que solían abastecer,los bancos con los que solíantrabajar, o los inspectores dehacienda a los que solían esquivar.

En ocasiones se sentía como elgalo Astérix encerrado en unapequeña y lejana aldea, rodeado porel inmenso poder del Imperio romanosin tan siquiera contar con la mágicapócima que le volvía invencible y enunos tiempos que habían cambiado

mucho debido a que sus enemigos yano eran valientes romanos resignadosa recibir mamporros, sino babososempresarios que sobornabanpolíticos y compraban voluntades.

Poco tiempo atrás los cortes deenergía en el valle tan soloacostumbraban a producirse de tardeen tarde y siempre por culpa de unagran nevada, pero al parecer ahoraalguien desde Madrid se limitaba adar una orden y en el valle la vida secolapsaba.

Debido a ello, la mañana en queTito Salas le comunicó que el camión

que transportaba un nuevo generadorhabía sido interceptado por unosdesconocidos y acababan deencontrarlo en el fondo de unbarranco, comprendió que las cosashabían llegado a un punto sin retorno,por lo que marcó el número deNavarro, Ballester, López-Aguado ysolicitó una urgente reunión con suvicepresidente.Buck Mortimer se encontrabatumbado como de costumbre en sumullido sofá, con un vaso de ron enuna mano y un habano en la otra, enel momento en que resonaron

discretos golpes en la puerta y al otrolado se escuchó la voz de UlisesElcano:

—¿Podría dedicarme unosminutos, señor?

—Está abierto.En cuanto su subordinado cerró

a sus espaldas y tomó asiento, lededicó una de sus indescriptiblessonrisas al inquirir:

—¿Qué tripa se te ha roto ahoraque ya no te acosa Lady Potemkin?

—Ninguna, señor, pero desearíaconocer su opinión sobre algo muydelicado, y le agradecería que sea

cual sea esa opinión no saliera deeste camarote.

—Tienes mi palabra.—Con eso me basta. —Se diría

que al panameño le costaba unesfuerzo decidirse, y tras depositarcon delicadeza una carpeta dedibujos junto a la botella del añejoron venezolano, aventuró conevidente timidez—: Tras lo ocurridocuando zarpamos de Acapulco heestado meditando mucho sobrecuanto dijo acerca de la seguridad dela nave y…

—Admitirás que el capitán

estuvo genial… —le interrumpióquien hasta ese momento apenashabía movido un músculo—. Si nollega a ser por él, nos estaríanmerendando las barracudas.

—Sin lugar a dudas, señor —fue la convencida respuesta—. Perola raíz del problema estriba en queno podemos esperar que todos loscapitanes estén a su altura, y la mejorprueba la tenemos en los millones denavíos que han ido a parar al fondodel mar a lo largo de la historia.

—En eso estoy de acuerdo,porque demasiado a menudo se

producen situaciones de las que nisiquiera el gran Curzio conseguiríasalir airoso. —La Morsa colocóahora los pies en el suelo, rellenó elvaso, bebió e hizo un leve gestohacia la carpeta que descansaba juntoa la botella.

—¿Qué traes ahí? —quisosaber.

—Unos bocetos, pero antes demostrárselos quisiera explicarle lasrazones que me han llevado arealizarlos.

—No entro de guardia hastadentro de seis horas, o sea que

adelante.—Se lo agradezco, y ya que es

tan amable, quisiera empezarhaciéndole una sencilla pregunta…—Dudó de nuevo pero al fin sedecidió—: ¿Cuándo cree queempezaron a navegar los sereshumanos?

El demandado se tomó unosinstantes para «hacer memoria» y alfin replicó no demasiado seguro delo que iba a decir:

—Supongo que hace nueve odiez mil años que se montaron entroncos, balsas o piraguas, pero lo

que se dice «navegar, navegar», talcomo lo entendemos hoy en día, esuna actividad que debió de nacer conlos egipcios y especialmente con losfenicios, o sea que nos estaríamosremontando a dos o tres mil añosantes de Cristo.

—Según mi Historia de lanavegación, ese sería un cálculobastante aproximado, y a la vista deello no he podido por menos quepreguntarme en qué se diferenciabásicamente el diseño de un barcofenicio al de uno que acabe de salirde los astilleros de cualquier lugar

del mundo.—¿Y…?—No he encontrado respuestas.—¿A qué diablos te refieres?—A que, salvo en casos

concretos de naves muy especiales,las proporciones de los cascosapenas varían; siempre son largos yestrechos con tantos metros de eslorapor tantos de manga; normalmente lasexta parte…

—Así se lo ordenó el Señor aNoé: «Construye un arca detrescientos codos de largo porcincuenta de ancho» —le recordó el

primer oficial del Bímini en un tonoque rezumaba sorna—. Son lasllamadas proporciones del Arca , yresulta evidente que en este casoDios sabía lo que hacía, porque, apesar de ir repleta de borricos,cerdos y elefantes al mando de uncapitán aficionado al vino, aguantóun temporal que según cuentan seprolongó durante cuarenta días ycuarenta noches.

—¿Y desde entonces todos losbarcos son básicamente iguales?

—Lógico. ¿Cómo coño queríasque fueran?

—Tal como son; diseñados conel fin de cortar mejor el agua yobtener el máximo rendimiento conel mínimo esfuerzo debido a que enlos inicios de la navegación laenergía provenía de los brazos de losremeros o de un viento que nosiempre soplaba a favor.

Al hombretón de los bigotescaídos se le advertía un tantodesconcertado e incluso podríadecirse que arrepentido por haberdado pie a una conversación queempezaba a considerar disparatada yponía en entredicho el buen concepto

que hasta ese momento había tenidode quien se encontraba a sus órdenes.

—Supongo que la ley delmáximo rendimiento con el mínimoesfuerzo sigue estando vigente tantoen lo que se refiere a barcos como acualquier actividad —recalcódesabridamente.

—Lo admito, y de igual modoadmito que deberá seguir siendo asíen cualquier actividad, perocuriosamente nos encontramos abordo de una nave para la que esaley no tiene especial valor dado quederrocha potencia y sus problemas

son de otro tipo… —Hizo una cortapausa con el fin de proporcionar unmayor énfasis a sus palabras a lahora de añadir—: Sus problemas,como el de la mayoría de loscruceros turísticos modernos, secentran en la seguridad y lacomodidad… ¿O no?

—En eso puede que tengasrazón… —admitió su interlocutorcambiando de actitud—. Nos sobraenergía pero nos falta estabilidad ypor lo tanto seguridad.

—Con un calado máximo deocho metros, porque si tuviéramos

más no podríamos atracar en un grannúmero de puertos, nos vemosobligados a mantener en equilibriodoce cubiertas, y, si calculamos unmínimo de dos metros por cubiertamás las chimeneas, nos encontramoscon unos treinta metros de alturatotal, es decir, casi cuatro veces másde «obra muerta» que de «obraviva»… —El panameño lanzó unsonoro resoplido con el quepretendía poner de manifiesto lo quepensaba al concluir—: Y es undisparate que va contra todo lo queme enseñaron sobre barcos.

—En eso también tengo quedarte la razón, porque somos comoun gigantesco cabezudo caminandosobre zancos articulados que suben obajan según nos inclinemos a un ladou otro y cualquier día nosderrumbaremos definitivamente.

—Entonces, ¿por qué se siguenconstruyendo estos barcos como situvieran que avanzar a vela o aremo?

La nueva pregunta pareciótomar por sorpresa al dueño delcamarote.

—Pues no lo sé, ni nunca me he

parado a pensarlo —masculló untanto amoscado—. Acláramelo tú.

—Por inercia.—¿Inercia…? —repitió.—Inercia, costumbre, tradición

o dejadez, llámelo como quiera, peroa mi entender resulta absurdo que silas necesidades de los grandescruceros de masas han cambiadoradicalmente, su diseño permanezcainalterable.

Buck Mortimer alargó el labioinferior, frunció el ceño y tras dejaren el cenicero lo poco que quedabade su rechupado habano y encender

otro con estudiada parsimoniareconoció:

—Tampoco me había parado apensar en ello, pero expuesto de esemodo invita a hacerlo…

—¿O sea que acepta que elprincipal problema de este «trasto» ytodos los de su ralea radica en quetiene demasiada obra muerta conrelación a su obra viva cuando estáestipulado que debería ser comomáximo mitad y mitad?

Le respondió un gruñido quevenía a constituir una especie demuda aceptación por parte de alguien

que no estaba dispuesto a admitir debuenas a primeras un planteamientoque iba en contra de lo que habíasido su mundo desde el día en quedecidió hacerse marino.

Debido a ello su interlocutorsonrió como el gato que acababa dezamparse al canario antes derecalcar:

—Lo tomaré como un sí, aunqueimpropio de alguien que siempre seha mostrado brutalmente sincero enlo que se refiere a «esta mierda debarco» y los hijos de la gran puta quelo diseñaron.

—Un poco de respeto hacia tujefe.

—¡Perdón! Pero ¿es un sí o unno?

—Admitamos que es un sí, perodeja de andarte por las ramas yenséñame lo que traes ahí.

El otro obedeció, abrió lacarpeta y le mostró el primero deunos diseños realizados con la rarahabilidad para dibujar toda clase denavíos que había demostrado desdeque tenía uso de razón.

—¡Caray…! —fue la inmediatae incontenible exclamación de quien

apenas le había echado una ojeada—.Y esto ¿qué carajo es? Parece unapirámide flotante.

—Podríamos considerarla así,pero no lo es.

—¿Y qué pretende ser?—Un crucero de lujo de casco

triangular que dispone de tres proas,así como de tres popas dotadas cadauna de ellas de hélices, lo que lepermite navegar en cualquiera de lastres direcciones por medio de unrápido y sencillo cambio deengranajes en los ejes de impulsiónde esas hélices.

—¿Y dónde irían situados lostimones?

—Bajo las proas ysincronizados, o sea, que en lugar deuno tiene tres, lo cual le proporcionauna mayor capacidad de maniobra.

—Evidente… —reconoció elotro casi a su pesar—. Y tambiénresulta evidente que según se mirecuenta con una banda de babor, otrade estribor y una popa, aunque enrealidad las tres son idénticas.

—Y una de las tres proasmarcaría el rumbo según convinieraen cada caso.

—Eso lo tengo claro. ¿Cuálesserían, según tú, sus ventajas?

—Si estuviéramos hablando debarcos «normales», y dependiendodel tipo de mercancía que tuvieranque transportar, cada armadordebería determinar si el hecho decontar con más espacio, una mejormaniobrabilidad y una mayorseguridad le compensarían a cambiode un pequeño sobrecoste en elconsumo de energía.

—¿Cuánto de pequeño?—He calculado en un seis por

ciento.

—Muy ajustado me parece ysería un tema a discutir. ¿Qué más?

—Si nos concentráramos en losactuales cruceros turísticos, que enrealidad no son más que hotelesflotantes, la cosa cambia mucho.

—A saber…—El trípode constituye el

símbolo del equilibrio y por lo tantouna nave piramidal siempre serámucho más estable que unatradicional, lo cual resulta muyimportante cuando se trata depasajeros que detestan marearse.

—Pagan por divertirse, no por

echar la cena por la borda.—En caso de abrirse una vía de

agua en uno de los costados, elimpacto negativo será del treinta porciento en lugar del cincuenta, lo quede igual modo aumenta su seguridad.

A medida que hablaba ibamostrando nuevos diseños que elexperimentado marino estudiaba, conatención y resultó evidente que eltema le interesaba, ya que en undeterminado momento dejó el cigarroa un lado con el fin de señalar unpunto en la parte superior de latruncada pirámide.

—Y esto de aquí arriba ¿quédemonios es? ¿Una gran piscina?

Su interlocutor asintió en elacto.

—Y cuanto más profunda,mejor, porque estará conectada a losextintores y en caso de incendio suagua caerá por gravedad sin tenerque depender de unas bombas deimpulsión que suelen verse afectadaspor el fuego.

—Eso está bien pensado, sí,señor, muy bien pensado, porque enla mayoría de los barcos el peligrono estriba en las bombas contra

incendios, sino en que el fuego afectelos circuitos eléctricos que lasalimentan… —La Morsa retomó elprimer diseño, volvió a analizarlocon mayor detenimiento y al fininquirió—: ¿De qué esloraestaríamos hablando?

—De máximo doscientos metroscon el fin de que pueda transitar sinproblemas por el canal de Suez.

—Pero con semejantesdimensiones no pasaría por el dePanamá.

—Nada es perfecto, pero estetipo de embarcaciones resultarían

idóneas en el Mediterráneo, elCaribe, el mar del Norte, Indonesia,Polinesia y todos aquellos destinosque no exijan cruzar del Atlántico alPacífico… —Ulises Elcano hizo unmudo gesto pidiendo permiso, y, antela aceptación del dueño de la botella,se sirvió un poco de ron debido alhecho de que se estaba enfrentando auna situación ciertamente especial.Bebió, se estremeció puesto que noestaba acostumbrado al alcohol, ytras carraspear un par de vecesañadió—: La arquitectura ha sabidoevolucionar adaptándose a cada

lugar, cada época y cada necesidadespecífica, mientras por su parte laaviación ha progresado más en cienaños que la navegación en cuatro mil.—Carraspeó de nuevo aclarándosela garganta al concluir—: Y no meparece justo cuando lo que está enjuego son tantas vidas humanas. Nadajusto.

Se diría que el veteranísimoprimer oficial del Bímini manteníauna dura lucha interior entre susconvicciones de viejo lobo de marque se había enfrentado a situacionesharto comprometidas en todos los

océanos del planeta y una visiónnueva, y en cierto modorevolucionaria, del viejo arte denavegar.

—A primera vista intuyo quecada uno de esos tres ángulosdividiría la fuerza del viento o almenos se reduciría su impacto sobrelas bandas de unos barcos que enefecto ahora resultan excesivamentealtos —dijo retomando su habano—.Y eso sería un punto a favor.

—No solo dividiría el viento,también las olas, y dada la rapidezcon que puede maniobrar siempre

enfrentaría una de las proas hacia elpunto que lo vuelve más vulnerablecompensando la deriva con lashélices y los timones. La mayoría deeste tipo de cruceros no atracan,fondean, y de hecho hasta ahora tansolo hemos atracado en los destinosfinales. Tal como Aquilino Romeroseñaló muy acertadamente el día queembarqué, en realidad este barco tansolo es un hotel vagabundo. Y eso meobligó a buscar la famosa novela deLajos Zilahy, La ciudad vagabunda,y a pensar.

—¿Más aún…? —fingió

horrorizarse el otro.—¡Más aún! Por ello le

agradecería que me respondiera aotra pregunta: ¿cuál es el mayorinconveniente de un hotel de lujo enuna playa de veraneo?

La respuesta no tardó mucho enllegar debido a que resultaba obvia:

—Que se ve obligado apermanecer cerrado gran parte delaño.

—¿O sea que solo producebeneficios durante seis mesesmientras el resto genera pérdidas porculpa de sus necesidades de

mantenimiento?—Que yo sepa siempre ha sido

así —admitió Buck Mortimer muy asu pesar—. Recuerdo unasmaravillosas vacaciones en un hotelde Ibiza en que todo era perfecto,pero a mediados de septiembre fuecomo si se hubieran apagado lasluces del escenario porque el hotelse cerró.

—Y se vería obligado acontratar nuevo personal la próximatemporada con el engorro quesignifica enseñarles lo que tienen quehacer.

—Supongo.—Y cuando ya lo supieran

hacer, habría llegado la hora decerrar de nuevo.

El autor de los diseños manteníauno de ellos boca abajo, como si setratara de una carta que guardara enla manga decidido a no jugarla hastaestar seguro de haber ganado lasbazas anteriores, lo cual no pasabadesapercibido a su oponente, que sinduda se temía una nueva sorpresa.

Y no le faltaba razón porquecasi de inmediato su subordinadoinquirió con intención:

—Pero ¿qué ocurriría si alconcluir la temporada ese fabulosohotel ibicenco se hiciera a la marporque en realidad es un barcopiramidal que puede trabajar tanto entierra como en el mar?

—¿Acaso estás hablando de unanave anfibia?

—No exactamente; estoyhablando de un hotel flotante que altener la base triangular, totalautonomía y una increíble estabilidadpuede transformarse en un palafito ypermanecer meses varado en unaplaya de moda o en una pequeña cala

sin el menor peligro…Le dio la vuelta al diseño

permitiendo que la Morsa observaraen el nuevo dibujo cómo del barcodescendían varias pilastras que lomantenían firmemente sujeto alfondo.

—Este sí que sería un hotelautosuficiente del que se podríaobtener el mayor beneficio en cadasituación: una temporada en unaplaya de moda, otra en una islaperdida y una tercera navegando porel Caribe o el mar Rojo. De hecho, lamayoría de los palacios venecianos

están construidos sobre columnasclavadas en el fondo, y en laPolinesia he visto hoteles levantadosen el centro de un atolón y unidos atierra por una simple pasarela.

Buck Mortimer se rellenó elvaso, bebió despacio y al fin hizo unleve gesto afirmativo con la cabezaal tiempo que musitaba:

—Admito que aún no estoy deltodo seguro, pero valdría la penaestudiarlo.

—¿O sea que no se le antoja undisparate?

—Hace cuatro años que mi culo

se sienta sobre un gigantescodisparate, muchachito, o sea queestoy acostumbrado. El Bímini hasido diseñado por especuladores alos que lo único que les interesa es elbeneficio por metro cuadrado, demodo que lo que me estás enseñandonunca podría ser peor por mucho quete esforzaras.

—Bonita manera de dar ánimos—no pudo por menos que lamentarseel panameño.

—No me malinterpretes… —fue la inmediata respuesta—. Unacosa son los barcos, por los que

siempre he sentido un gran respeto, yotra los cruceros turísticos, por losque siempre he sentido un grandesprecio… —Golpeó con el dedovarios de los dibujos desparramadossobre la mesa al concluir—: Aún nosé si esto me convence como barco,pero creo que me convence comocrucero. Un amigo mío siempredecía: «Un hombre feliz es aquel queconsigue una buena cocinera, unabuena amante y una buena madre parasus hijos. Un hombre en la gloria esel que consigue reunir las tres enuna». —Hizo una corta pausa con el

fin de concluir con una leve sonrisa—: Y este hotel vagabundo podríaser el caso.

14

Las altas cristaleras llegaban delsuelo al techo en el luminosodespacho de recargado mobiliario, loque invitaba a imaginar que la ciudadse encontraba a los pies de aquel queocupara el negro sillón giratorio quele permitía volverse de un lado aotro disfrutando del hermoso paisajedel paseo de la Castellanaperdiéndose de vista en la distancia.

Para quienes estaban alcorriente de lo que se maquinaba enlos fogones del poder, lo que en

verdad importaba no se cocinaba enel palacio de La Moncloa ni encualquiera de los incontablesministerios que se desparramabanpor la ciudad, sino en los edificiosque flanqueaban aquel arboladopaseo.

Los frutos de la política crecíano menguaban, como ocurría contodos los frutos, dependiendo delagua y el abono que lesproporcionasen, y quienes manejabanla economía se sentaban en sillonessemejantes en la cima de edificiossemejantes.

Don Santiago Beltrán de Solís yVillegas, Tato para los exclusivosmiembros del club de cuantosacomodaban sus velas a favor delviento, fuera cualquiera que fuera elcuadrante desde el que soplara,experimentaba algo muy parecido aun orgasmo sin semen cuando a lasdiez en punto de la mañana tomabaasiento en aquella moderna versiónde un trono imperial y encendía suordenador.

Las cifras que escupía lapantalla y casi parecíandesparramarse sobre la mesa de

cristal negro le llenaban de un gozo yun cosquilleo tan solo comparable alde contemplar a dos muchachitasacariciándose sobre una inmensacama.

Pero mucho más perdurable.Aquella lluviosa mañana cabría

asegurar que las cifras pretendíanmostrarse especialmente mimosas,activas y juguetonas, por lo quedisfrutó de sus idas y venidas,permitiendo que quien le esperabadesde primera hora tuviera lanecesaria impresión de desenfrenadaactividad que se suponía en un

hombre de su posición.Al fin ordenó a su secretaria

que permitiera pasar a don IgnacioBallester Salcedo, al que estrechócon desgana la mano al tiempo que sedisculpaba por la comprensibledemora debido a que «había tenidoque mantener una importante eindemorable conversación con sussocios londinenses».

—¡Y bien…! —comentó luegocon su mejor sonrisa al tiempo queindicaba a su visitante que tomaraasiento al otro lado de la mesa—.¿Qué le trae por aquí tan de mañana y

que al parecer es tan urgente?Por toda respuesta el

vicepresidente de Navarro,Ballester, López-Aguado extrajo desu cartera una serie de documentosque le tendió con el gesto de quienteme que le estallen en la mano.

Don Santiago se limitó ahojearlos al tiempo que comentaba:

—Veo que se trata de facturas yyo jamás las reviso; a estas alturasdebería saber que para eso existe undepartamento de contabilidad.

—Lo sé, pero si presta atenciónadvertirá que se trata de «facturas

muy especiales», por lo que heconsiderado oportuno que nadie máslas vea.

El dueño del espectaculardespacho tuvo que echar mano de susgafas con el fin de estudiar mejor loque tenía entre manos y al poco alzóla cabeza desconcertado.

—Pero ¿qué demonios significaesto? —inquirió perplejo—.«Generador y camión, trescientosdoce mil euros»; «Reparación dedispositivos dañados a causa de loscortes de energía, cuatrocientos mileuros»; «Lucro cesante relacionado

con dichos cortes de energía,doscientos veinte mil euros»… ¿Esque se ha vuelto loco?

—En absoluto, ya que en estecaso no actúo como su abogado sinoque me limito a un incómodo papelde mensajero transmitiendo lasdemandas de quienes se considerangravemente perjudicados por susdecisiones.

—Pues por lo que a mí respectapueden irse al diablo. Que medemanden si quieren; comience apreparar una contrademanda y legarantizo que los dejaré en la calle.

Se diría que el abogado temíaaquella reacción, puesto que respiróprofundo, se tomó un tiempo antes dedar su siguiente paso, y por último,con más aprensión aún que cuandoentregó las facturas, depositó sobrela mesa dos grandes fotografías.

—Según tengo entendido… —musitó con un hilo de voz— este essu avión y este su yate.

—Así es. ¿Qué pasa con ellos?—Que para volver a utilizarlos

se verá obligado a desmontarlospieza por pieza con el fin dedescubrir en qué rincón se ocultan

unos explosivos que puedenconvertirlos en chatarra.

Aquella era sin lugar a dudas laúltima respuesta que don SantiagoBeltrán de Solís y Villegas esperabaescuchar, por lo que por unosmomentos permaneció como ausente,en un gesto casi instintivo hizo girarel sillón con el fin de contemplar laciudad a través de la lluvia, lanzóuna sonora palabrota y sin tansiquiera volverse exclamó fuera desí:

—¡No es posible! Les acusaréde terrorismo.

—¿A quién?—¿Cómo que a quién? A una

partida de desgraciados que notienen ni idea de con quién se lajuegan.

—Sí que la tienen, señor. Y muyclara. Me han proporcionado unalista de todas sus propiedades,incluidas mansiones y fincas derecreo, tanto aquí como en elextranjero, y puedo garantizarle quese trata de gente desesperada. Estoyde acuerdo en que está en su derechode presentar todo tipo de demandaspor amenazas, terrorismo o cuanto se

le pueda ocurrir, pero no lesorprenda que entretanto, y puedenpasar años hasta que los encierren, yson muchos, irá viendo cómo cuantomás aprecia salta en pedazos.

—Nunca lo aceptaré.—Lo entiendo y le admiro por

ello —señaló muy a su pesar elabogado—. Pero siento comunicarleque de ser así mi bufete tendría querenunciar al privilegio de continuarrepresentándole porque hemosrecibido un listado de todas nuestraspropiedades y mis socios consideranque este asunto corre peligro de

degenerar en una descontroladacontienda sin final en la queresultaríamos gravementeperjudicados.

Quien le daba la espalda hizogirar su butaca con el fin de mirarle alos ojos y espetar agresivamente:

—Lo que sobran en este paísson abogados.

—Estoy convencido… —aceptóde inmediato un resignado IgnacioBallester Salcedo—. Pero dé porseguro que el día que reciban unalista similar cuantos tengan algoimportante que perder renunciarán a

representarle, lo cual quiere decirque acabará en manos de picapleitosde tercer orden.

—No se puede ir por la vidaamedrentando a la gente.

—¿Cómo ha dicho…?Fue el tono de voz, más que la

pregunta en sí, lo que obligó areflexionar a su interlocutor, que traslanzar un resoplido musitó condesgana:

—Admito que tal vez missubordinados se propasaron con lodel camión y los cortes de energía,pero de eso a la violencia media un

abismo.—En casos como este cada cual

echa mano de las armas que tiene. Ydado que aún no he presentado mirenuncia a representarle, le aconsejoque medite sobre la negativarepercusión mediática que tendría unenfrentamiento entre una de lasempresas más importantes del país yun millar de hombres y mujereshambrientos. Sin contar a los niños.

—Siempre he sabido cómoenfrentarme a la opinión pública.

El que todavía seguía siendo suabogado, aunque no supiera aún

durante cuánto tiempo, asintió segurode lo que decía.

—Me consta, pero quisierarecordarle que la mal llamadaprimavera árabe que fue capaz dederribar gobiernos aparentementeinamovibles se debió a que millonesde personas anónimas cambiaron elrumbo de la opinión pública pormedio de redes sociales y teléfonosmóviles. Actualmente lo que quieraque diga una televisión o unperiódico deja de tener validez si aldía siguiente circula por la red unaversión diferente… —Hizo una

pausa con el fin de concluir como silamentara lo que iba a decir—. Es elmundo que hemos creado y a éldebemos atenernos.

—¿O sea que me aconsejaaceptar el chantaje?

—¿Chantaje…? —repitió elotro con una cierta sorna—. Quizá nosea el término apropiado, peroconvendrá conmigo en que esasfueron las cartas que se repartieroncuando se inició el juego, por lo que,si llega un momento en el que nosvemos obligados a reconocer que elcontrario las ha cogido mejores, lo

prudente es cancelar las deudas yabandonar discretamente la partida.

—No es mi estilo.—Cassius Clay fue tantas veces

campeón del mundo de los pesospesados porque sabía cuándo teníaque cambiar de estilo. En uncuadrilátero era el más ágil, perodurante su combate contra Foremanno se movió de un rincón,permitiendo que le golpeara hastaque su rival ya no podía ni levantarlos brazos. En ese momento salió desu esquina y lo derribó de dospuñetazos.

Don Santiago Beltrán de Solís yVillegas, Tato, echó un nuevo vistazoa la fotografía del precioso DassaultFalcon que le servía para ir y venir acualquier punto de Europa en elmismo día, recordó la pequeñafortuna que había pagado por su yatey le vinieron a la mente los viejostiempos en los que por una ofensainfinitamente menor su abuelo habríaconseguido que el gobierno de turnosacara los tanques a la calle.

Se rascó con gesto pensativo labarbilla, pasó suavemente el dedosobre las fotografías como si las

acariciara, y por último inquiriófingiendo un cierto desinterés:

—¿Cómo es?—¿Quién?—El que ha organizado este lío.—Alguien que no parece

dispuesto a aceptar las normasestablecidas. —Se diría que IgnacioBallester comenzaba a pisar unterreno menos resbaladizo, porque seaventuró a añadir—: Pero a mientender el problema ya no se centraen él, sino en cuantos han decididoseguir su camino porque se les exigedemasiado y empiezan a estar hartos.

Hasta ahora todo se ha limitado a quelos más débiles se suiciden cuandoles echan de sus casas, pero sialguien prende la mecha, todo puedeexplotar, y tenga en cuenta que losmineros son especialistas enencender mechas.

—Y siempre se han llevado sumerecido por ello.

—En los viejos tiempos en queempresarios, banqueros y políticosformaban un bloque compacto, perosi presta atención advertirá quemuchos de esos políticos seempiezan a sentir acorralados, se

están uniendo con el fin de culpar detodo a los banqueros que con suexcesiva codicia propiciaron elboom inmobiliario y la llegada de lacrisis. Los mismos que sebeneficiaron de los desahucios serasgan ahora las vestiduras ydemonizan a la banca cada vez que lapolicía pone a una familia en lacalle.

—La traición, la ambición y lacobardía han estado siempre en sunaturaleza y debemos aceptarlo,porque si no fueran así no nosservirían de nada —sentenció seguro

de sí mismo quien poseía miles demillones de razones para saber de loque hablaba—. La mayor parte de losque conozco tan solo se diferenciande los perros en que algunos perrossuelen ser fieles a sus amos.

—Estoy de acuerdo, pero si vana emplear todos sus esfuerzos encanalizar en su dirección la irapopular, no creo que debaarriesgarse a que el día de mañana leacusen de haber sido el detonante deuna revuelta de incalculablesconsecuencias por obstinarse endetener un extraño proyecto

empresarial que en mi opinión hanacido condenado al fracaso.

—¿Es lo que cree? ¿Que estácondenado al fracaso?

—Carecen de medios parallevarlo a término, por lo que dentrode unos meses desaparecerán sinnecesidad de que se les hostigue.

—No hay enemigo pequeño.—En ocasiones el enemigo

pequeño se hace grande si se lepresta excesiva atención. Le ruegoque me disculpe por lo que voy adecir, pero si mucha gente empieza acreer en la viabilidad de ese sistema

para producir energía, se debe a quehan comprendido que a usted lepreocupa.

—¿O sea que en lugar deapuntillarles les coloqué unabanderilla de fuego que les impulsó alevantarse y cornearme?

—No estoy muy ducho entérminos taurinos, pero supongo quedeben ser los apropiados.

—No había caído en ello y enverdad me molesta —reconoció conabsoluta sinceridad su interlocutor—. Admito que he cometido un errorque me obliga a elegir entre mi

autoestima y mis intereses, y mipadre me enseñó que los intereses dela empresa deben primar por encimade cualquier sentimiento… —Seajustó de nuevo las gafas, repasó concuidado el listado de facturas yconcluyó—: ¿Aceptarían un cheque?

—Prefieren efectivo.En cuanto el Bímini fondeó y se huboprocedido al desembarco de lospasajeros, su primer oficial ordenóque le prepararan una lancha,aparejos de pescar y cebo enabundancia, tras lo que invitó alpanameño a acompañarle a su

«caladero privado».Navegaron durante unos veinte

minutos, serpentearon por entre unadocena de pelados islotes a riesgo dedestrozar la quilla contra las rocas, ytras estudiar las marcas de la costa yalinearse con una mancha delacantilado y un grupo de palmeras, laMorsa lanzó el ancla en un punto queparecía encontrarse en mitad de lanada, pese a lo cual cabría imaginarque los peces aguardaban ansiosos sullegada y le saludaban agitandoalegremente las colas en el momentoen que los sacaba del agua.

—¿Quién le enseñó este sitio?—Alexis.—¿El que vagaba por los

pasillos del barco?—Ese.—¿Y a él quién se lo enseñó?—Nunca me lo dijo, pero te

garantizo que tras medio siglo depescar en todos los mares del mundojamás lo he hecho en un lugar niremotamente parecido.

Durante más de una horadisfrutaron como niños, pero trasquitarle el anzuelo y lanzar al fondode la embarcación a un gran mero

que le había dado excesivo trabajo,Buck Mortimer abrió la nevera,extrajo dos cervezas y entregándoleuna a su acompañante se tomó unmerecido descanso al tiempo quecomentaba en el tono de quien noconcede gran transcendencia a suspalabras:

—Te dejo el caladero enherencia porque ya estoy viejo paraestos trotes… —Bebió, se limpió labarba y añadió—: Y para otrosmuchos, o sea que este va a ser miúltimo viaje.

—¿Cómo ha dicho? —fue la

incrédula pregunta.—Que me retiro, porque

prácticamente no he salido de esemaldito barco desde que murió miesposa. Mi hija, que acaba dedivorciarse, no puede atender a suschicos por culpa del dichoso trabajoy por lo tanto me ha llegado la horade dejar de dar órdenes y cuidarnietos.

—Lamento oírlo.—Y más lo lamentarás cuando

Aquilino ocupe mi lugar y almastuerzo de Gordon le nombrensegundo; te hubiera preferido a ti,

pero pese a que eres mejor oficial teconsideran demasiado joven. Ytienen razón.

—Ni siquiera se me habríapasado por la cabeza ascender tanpronto...

—Lo sé… —admitió el otrocomenzando a cebar de nuevo losanzuelos con exagerada parsimonia—, y también sé que ese ascenso teimporta un carajo, ya queabandonarás el Bímini en cuanto teconvenzas de su «inocencia».

El panameño, que también habíadejado a un lado su caña, le miró

entre inquieto y desconcertado.—¿A qué se refiere, señor?—¡Oh, vamos, muchacho, no

continúes intentando engañarme! —fue la agria exclamación—. Siemprehe sabido que el Bímini se encuentrabajo vigilancia y que sean quienessean los cretinos que sospechan quese utiliza para transportar drogas nose dan por vencidos pese a que jamáshayan encontrado ni un kilo a bordo.

—No le entiendo, señor.—Sí que me entiendes y soy yo

quien no entiende por qué estúpidarazón estás metido en esto, pero te

aseguro que me he divertido muchoviéndote corretear de aquí para alláhusmeando hasta en las sentinas. Y lohaces muy bien, de eso doy fe.

La inesperada revelación dejóestupefacto a Ulises Elcano debido aque le costaba un gran esfuerzoaceptar que había estado haciendo unincreíble ridículo. El solo hecho deimaginar que mientras se deslizabasigilosamente por los incontablesrecovecos del navío midiendoespacios y golpeando mamparos eldescarado bigotudo le estabaobservando partiéndose de risa le

indignaba al punto de tener queesforzarse por refrenar el impulso desaltarle al cuello.

Quien le había hecho tan amargarevelación pareció comprender loque pasaba por su mente, puesto quese inclinó con el fin de palmearle conafecto la rodilla tal como habíahecho en otras ocasiones.

—No te enfades, muchachito;entiendo tus esfuerzos, ya que ibanencaminados a cazar a unosmalnacidos que merecen que lescorten los huevos y se los metan en laboca, pero demasiado a menudo las

cosas no son lo que parece sino todolo contrario. —Lanzó un resoplido,acarició el lomo del mero, que dabasus últimas boqueadas, como sipretendiera consolarle en el momentode su muerte, y por último señaló—:Mucha gente valiosa, incluida mipropia hermana, se ha destruido porculpa de las drogas; te juro quehubiera sido el primero endenunciarlo, y ten por seguro quedentro de ese trasto nunca he vistonada que se pueda considerarpunible, dejando a un lado, claroestá, cuanto se refiera al tema de los

cuernos.—¿Y por qué no me lo advirtió?—Porque no me hubieras

creído… ¿O sí?—No lo sé.—¿Y ahora me crees?—Supongo que no me queda

otro remedio… ¡Menuda putada!—Admito que lo es, pero si te

he traído tan lejos no ha sido tan solopara pescar, sino para aconsejarteque no te desanimes, ya que siperseveras, encontrarás respuestas,aunque desde luego no serán las queesperas.

—Ahora sí que no le entiendo—protestó el panameño cada vezmás confuso.

—Suele ocurrir que lo que conmás ahínco buscamos se encuentraante nuestras narices pero no nosdamos cuenta —fue el comentario dequien retomaba su caña y lanzaba denuevo los anzuelos.

—¿Se trata de un acertijo, o esque está intentando jugar conmigo?

—Estoy jugando contigoponiéndote a prueba con un acertijo.—Ahora le tocó al primer oficialsonreír como el gato que se hubiera

zampado al canario al puntualizar—:Me divierte y me sirve de venganza.

—¿Venganza por qué? ¿Quédaño le he hecho?

—En primer lugar imaginar,aunque tan solo fuera por un instante,que alguien como yo estuvieraimplicado ni por lo más remoto en unrepugnante negocio de narcotráfico.Y en segundo, por hacermecomprender que soy estúpido, ya quetras llevar tantos años a bordo delBímini esa jodida idea del hotelvagabundo se me debía haberocurrido a mí.

15

Germán Alfaro estuvo observando elvehículo desde que hizo su apariciónen la curva del fondo del valle hastaque se detuvo en el destartaladopatio delantero, escuchó cómo losviejos escalones protestaban una vezmás bajo el peso del visitante yaguardó a que la puerta se abrierapara dar paso a don Ignacio BallesterSalcedo, que se iba quitando losguantes con el fin de estrecharle lamano.

—¡Buenos días…! —saludó

cortésmente el abogado, y sin máspreámbulos añadió—: Tengoentendido que, entre la maleza de lacurva que se encuentra a unos doskilómetros valle abajo, alguien haescondido una maleta.

—Algún lugareño la encontraráy como por aquí la gente es muysolidaria se apresurará a repartir sucontenido entre unos vecinos a losque buena falta les hace.

—También tengo entendido queya se ha detectado dónde seencuentra la avería que provocabalos cortes de energía, por lo que no

volverán a producirse salvo en casode nevadas extremas.

—Estamos acostumbrados a esetipo de incidencias —le hizo notar elasturiano con una sonrisa decomplicidad—. De niño meencantaban las tormentas porque todala familia se reunía a asar castañasen el brasero mientras la bisabuelaEduarda contaba historiasespeluznantes sobre enormes buitresque en su juventud anidaban en lacima del Naranjo de Bulnes y sellevaban las ovejas, las vacas eincluso a las personas. —Sonrió de

nuevo al añadir con humor—: Esdecir, como los actuales, pero sincorbata…

—Me alegra que lo vea de esemodo y también me alegraría que micliente pudiera verlo desde la mismaperspectiva.

—Entiendo a lo que se refiere yme han asegurado que un mecánico leenviará un correo electrónicoindicando las partes de su avión y suyate que debe revisar con el fin deevitarse problemas… —Movió lacabeza de un lado a otro como sitodo aquello se le antojara una

estupidez, y en realidad lo era, alañadir—: Y como supongo que noocultará una grabadora será mejorque nos dejemos de circunloquios yvayamos a lo que importa: ¿Nos vana dejar en paz?

—Puede darlo por hecho.—¡Bien! El resto es cosa

nuestra y debo admitir que meequivoqué con usted; dadas lascircunstancias ha realizado unmagnífico trabajo.

La sincera alabanza pareciócolmar las expectativas delvicepresidente de Navarro,

Ballester, López-Aguado, que, trasagradecerlo con una casiimperceptible inclinación de cabeza,se aventuró a señalar:

—Si es lo que realmente opina,me atrevería a proponerle que meaceptara como asesor en todo cuantose refiere a temas legales yempresariales.

La oferta resultaba tansorprendente que su interlocutortardó unos instantes en reaccionar, ycuando lo hizo procuró mostrarsesincero.

—Se lo agradezco, pero como

comprenderá no estoy en condicionesde abonar los honorarios de un bufetede la categoría de Navarro,Ballester, López-Aguado. ¡Qué másquisiera yo!

—Es que no le cobraría.—¿Cómo ha dicho?El auténtico abogado pareció

salir del escondite en que habíapermanecido oculto durante eltranscurso de la conversación, ya quejuntando las yemas de los dedosapoyó la barbilla sobre ellos yaclaró:

—Que no le pasaría minutas por

dos razones: una, que gracias a quehe intercedido de forma satisfactoriapara ambas partes en unaconfrontación que desbordaba elmarco de la legalidad mi posiciónrespecto a la empresa que representose ha visto notoriamente reforzada.

—Entiendo… —admitió elasturiano—. Ahora está al corrientede formas de actuar poco ortodoxasque refuerzan los tradicionalesvínculos de colaboración entrecliente y abogado.

—Podríamos decirlo así,aunque la principal razón estriba en

que me interesa mucho estar al tantode la evolución de ese sistema degenerar energía in situ, porque si sedieran las circunstancias apropiadas,podría proporcionarle consejo,financiación y socios adecuados a lahora de llevar el proyecto hasta susúltimas consecuencias.

—¿No se estará refiriendo porcasualidad a una financiaciónproveniente de don Santiago Beltránde Solís y Villegas…? —quiso saberun casi asombrado Germán Alfaro—.¡Sería lo que me faltaba!

—¡Oh, no, en absoluto! Lo

único que tiene que ver don Santiagocon esto es que me obligó areflexionar sobre un hecho evidente;lo que no es bueno para unos puedeserlo para otros, y a estos nivelesestamos hablando de cantidadesdignas de ser tenidas en cuenta…¿Me sigue?

—Lo intento.—Los políticos han convertido

este país en una especie de viejo trendel que han ido quemando cuantoardía, incluidos los asientos, yacabarán dejándolo abandonado enmitad de un páramo tras

desenganchar la máquina y escaparen ella. Permanecen idiotizados ocomo en estado cataléptico porque alno tener la posibilidad de hacer loúnico que saben, robar y expoliar, sededican a destrozarse entre ellos.

—Con suerte tal vez no quedeninguno.

—Lo dudo, porque la raza depolíticos ineptos, especialmente lanacional, nunca ha estado en peligrode extinción, sino más bien alcontrario, está en peligro deexpansión. Se han convertido en laauténtica «burbuja» que nos ha

llevado a la ruina, grandes empresasquiebran y nuestra cartera de clientesdisminuye de forma alarmante, por loque nos vemos obligados a buscarnuevos caminos, tal como tendrá quehacer la mayoría de la gente. Si elsistema de don Álvaro Alcántara tansolo tuviera una posibilidad entre milde funcionar, mi obligación es estarahí para echar una mano.

—¿Echar una mano al bolsillode quién? —fue la divertidapregunta.

—En esta profesión antes deechar mano al bolsillo de alguien

debes procurar que esté lleno opierdes el tiempo. En nuestro trabajola mejor forma de ganar muchodinero es consiguiendo que otrosganen más, y estoy convencido deque en ese terreno le sería de granutilidad. De momento lo único que lepropongo es un sincero intercambiode información que puedabeneficiarnos mutuamente.

El asturiano aceptó elofrecimiento, aunque, mientrasobservaba cómo se alejaba elvehículo valle abajo, experimentóuna angustiosa sensación de

desasosiego, no debido a que dudarade las sinceras intenciones de suvisitante, sino a causa de lallamativamente pesimista actitud deun hombre que se movía en círculoscercanos al poder, lo queevidenciaba que la situación era aúnpeor de lo que imaginaba.

Sus palabras denotaban unaabsoluta falta de confianza enquienes conocía bien, y si incluso losabogados, que solían ser quienesmejor pescaban en río revuelto,reconocían que esas aguas se habíanconvertido en una devastadora riada,

tal vez había llegado el momento decorrer.

Meditó largo rato sobre la ideade repartir equitativamente el dineroque debía de contener la maletaoculta en la curva de la carretera,pedirle a su «tío» que dejara dearrojar el suyo a un pozo sin fondo,malvender cuanto le quedaba,recoger a su madre y marcharse muylejos.

En cierta ocasión había leídoque la línea que separaba el éxito delfracaso solía ser tan delgada que secruzaba de un lado a otro sin

advertirlo, aunque con una diferenciaesencial: si alguien había puesto todosu empeño en una difícil tarea y loconseguía, se le consideraba un seradmirable que había confiado en símismo, pero si por cualquiercircunstancia no alcanzaba su meta,se convertía en un estúpido engreídoque se merecía lo que le habíasucedido.

Nunca se tenía en cuenta elesfuerzo, sino el resultado.

Comenzaba a cuestionarse sivaldría la pena arriesgar tanto sin lamenor garantía de éxito cuando sobre

la lejana cumbre restalló el fulgor deun rayo, le llegó al poco el retumbardel trueno, y le asaltó de nuevoaquella fascinante sensación defuerza que se apoderaba de él cuandose encontraba al timón del Urogallo yse aproximaba una tormenta.

Jamás se le hubiera pasado porla cabeza la idea de renunciar apresentarle batalla al mar; si ahorarehuía la lucha, significaría que sehabía vuelto un viejo cagón, y debidoa ello le pidió a Tito Salas que fueraa buscar la maleta y convocara unaasamblea en la sala de plenos del

ayuntamiento.Ninguno de los mineros había

visto nunca tanto dinero y a lamayoría les costó admitir que iban arecibir una justa compensación pordefender el derecho a tomar suspropias decisiones. Se les antojabaun hecho insólito que levantó deinmediato una ola de entusiasmo,pese a lo cual, y una vez hubieroncesado los aplausos y lasfelicitaciones, advirtió:

—Esto tan solo constituye unpequeño respiro en una larga carreraque nos dejará sin aliento, o sea que

cuidad cada uno de esos billetescomo si fuera el último, porque dehecho puede serlo. Tenemos lasensación de haber vencido cuandolo cierto es que han conseguidoretrasar las obras, lo cual a la largasignifica una derrota… —Adelantólas palmas de las manos cortando lasincipientes protestas y añadió—: Noobstante, y tanto si nos consideramosvencedores como vencidos, hay algoque resulta indiscutible; hemosdemostrado que no somos borregos alos que se puede pastorear sin másayuda que un perro. Han pasado los

tiempos en que a cada pasoestallaban guerras donde seenfrentaban los de «derechas» contralos de «izquierdas», ya que quienesahora nos roban y engañan son tantolos de un bando como los de otro, osea que resulta imposibledistinguirlos. Lo único que podemoshacer es demostrar que se les puedeaislar, aunque para ello tengamos queaislarnos nosotros mismos.En el momento en que un atribuladoCurzio Gritti dio la casi increíblenoticia, parte de los miembros de latripulación se echaron las manos a la

cabeza debido a que estabanacostumbrados a que el severo perojusto primer oficial, su temida,respetada y hasta cierto punto amadaMorsa, fuera el punto de referenciaen lo que concernía al correctofuncionamiento de la vida a bordo.

Conocía la vida y milagros decuantos llevaran un par de mesesenrolados, promocionaba a quienesse lo merecían, despedía sincontemplaciones a los ineptos, yhabía trabajado muy duro con el finde que los hombres a su mandocompensaran con su eficiencia las

deficiencias de la nave.Si tal como muchos aseguraban,

el Bímini hubiera sido un circo, alcapitán Gritti se le podría considerarsu malabarista estrella, y a BuckMortimer, su jefe de pista. AquilinoRomero prefería mantenerse entrebastidores y aunque fuera uncompetente marino carecía delcarisma, las dotes de mando y lacapacidad organizativa de aquel aquien ahora se vería obligado asustituir.

A la vista ya de los rascacielosde Miami, y poco antes de hacerse

cargo del timón, puesto que según latradición le estaba reservado elhonor de atracar personalmente elbarco antes de colgar para siempre eluniforme, el hombretón le pidió alpanameño que acudiera a sucamarote, cuya alfombra aparecíasembrada de grandes fotografías.

—¡Fíjate en esto…! —pidió—.He estado dándole vueltas a tu idea yhe llegado a una curiosa conclusión;cuando nos referimos a peces casisiempre nos viene a la mente unafigura alargada, rápida y por logeneral plateada, pero aquí podemos

ver que abundan de igual modorayas, rodaballos, lenguados eincluso gigantescas «mantas-diablo»que se desenvuelven en el agua conidéntica efectividad. —Colocó lapunta del pie descalzo sobre una delas fotos con clara intención deimprimir mayor fuerza a su alegato alinsistir—: Y algunos son capaces dedesplazarse lateralmente o girar enredondo empleando menos tiempo yconsumiendo menos energía de laque necesitaría cualquier pezalargado.

Ulises Elcano se limitaba a

escucharle, desconcertado al advertirque sobre la cama tan solo sedistinguía una pequeña maleta conobjetos personales, mientras que laropa, los zapatos, los libros y hastalas cajas de habanos aparecíandesparramados aquí y allá comoabandonados a su suerte.

—Si te gusta algo quédatelo…—fue el casi distraído comentario desu dueño—. Me llevo lo que traje eldía que me embarqué y no necesitomás… —Señaló varias de las fotosal añadir—: Estudiar elcomportamiento de estos peces me ha

servido para aceptar que tu diseñopuede revolucionar la industria ysalvar muchas vidas, y comoentiendo que necesitarás dinero paradesarrollarlo porque te enfrentarás ainfinidad de enemigos, te voy aproporcionar una nueva pista.

—¿Sobre qué?—Eso tendrás que averiguarlo

tú mismo, pero recuerda que si paraconocer a una persona convienesaber quiénes fueron sus padres, paraquién trabaja, con quién se relaciona,qué lugares frecuenta o cuáles sonlos símbolos que lo diferencian de

los demás, ocurre algo semejante conlos barcos, porque en cuanto serefiere a ellos y a la navegaciónsolemos caer en un contrasentido. —Hizo una pausa porqueevidentemente disfrutaba delmomento antes de concluir—: Yprecisamente en ese contrasentidoencontrarás la clave.

Se calzó los zapatos sin tansiquiera inclinarse, recogió su gorray se encaminó al puente, a realizar suúltima maniobra como hombre demar, permitiendo que suacompañante tomara asiento en el

borde la cama y concentrara toda suatención en las fotografías y en loque acababa de escuchar.

Le fascinaba aquel enigmáticopersonaje, aunque al mismo tiempolo aborrecía, ya que se las pintabasolo a la hora de confundirle.Durante los últimos días cada una desus palabras parecía contener laclave de un misterio y para mayorabundamiento ni tan siquieraespecificaba a qué clase de misteriose estaba refiriendo.

Todo cuanto había dicho desdeque le llevara a su «caladero de

pesca» parecía tener un oscurosignificado, debido a lo cual, y trasrecoger algunas de las fotografías,cruzó el pasillo, se encerró en sucamarote y se dedicó a apuntar enuna pequeña libreta cuanto recordabade sus últimas conversaciones.

Dos frases en concreto leobsesionaban: «Nada es lo queparece, sino todo lo contrario» y «Entodo cuanto se refiere a los barcos yla navegación solemos caer en uncontrasentido y ahí tendrás la clave».

A su modo de entenderresultaban absurdas si al mismo

tiempo la Morsa aseguraba que apesar de los años que llevaba abordo jamás había sido testigo de undelito, y todo lo censurable se habíalimitado a un incesante ir y venir deuna cama a otra.

La primera frase carecía devalidez y la segunda se le antojaba undisparate, por lo que llegó aplantearse que se trataba de unaestúpida broma.

Cuando era niño su tío solíacontarle viejas historias sobreaburridos piratas que mataban eltiempo entreteniéndose en dibujar

mapas de supuestos tesoros por elsimple placer de imaginar que siglosmás tarde algún iluso se dedicaría acavar agujeros en la arena de una islaperdida. Según constaba en losarchivos oficiales, que rebosaban dedichos falsos planos, jamás pudieronexistir tantos tesoros, aunque sí habíaconstancia sobre la existencia deinfinidad de piratas con un malignosentido del humor.

No obstante, para Ulises Elcanoel perfil psicológico de su primeroficial no respondía al de un piratabromista, sino al de un hombre

honrado que hubiera descubierto unturbio asunto del que no habíaquerido beneficiarse pero que poralguna oculta razón tampoco habíaquerido denunciar.

Al parecer había optado por latercera vía: hacer un discreto mutispor el foro sin implicarse en el temaaunque traspasando de forma hartoladina a su infeliz subordinado eltestigo de una misteriosa carrera derelevos que podría llevarle a unameta que él nunca tuvo intención dealcanzar.

El panameño no tardó en llegar

a una descorazonadora conclusión;como parecía mucho máspreocupante lo que pudiera encontraral otro lado de la línea de llegadaque la carrera en sí, necesitaba quela Morsa le aclarara algunos puntosantes de tomar la decisión de seguircorriendo.

No obstante, cuando acudió ensu busca le comunicaron que a losdiez minutos de atracar se habíasubido a un taxi y había desaparecidosin dejar ni dirección ni número deteléfono.

16

—Un tifón azotó la isla arrasando elpueblo, aunque por suerte no causóvíctimas.

—No tenía ni la menor idea.—Cada año docenas de tifones

destrozan islas del Pacífico por loque no constituyen una noticia a laque los medios de comunicaciónpresten atención, pero los marinosdebemos estar al tanto de cuantoocurre en el mar, aunque sea en lasantípodas… —Ulises Elcano tomóaire como si le avergonzara lo que

tenía que añadir—: La casa deMahinoa Vahiné ha desaparecido ysospecho que su hija, cualquiera quesea el padre, va a nacer sin un techobajo el que cobijarse.

—Si querías decirme quedebemos comprarle otra casa, notenías necesidad de viajar desde tanlejos… —le hizo notar el asturiano,y tras hacer una especie de pequeñocálculo añadió—: Puedo enviarleahora diez mil euros, pedirle a Lauraque al terminar sus vacaciones lleveel Urogallo a Panamá y todo lo que teden por él se lo envías. ¿Crees que

conseguirías venderlo bien?—Naturalmente. Es un barco

magnífico.—¿Cuánto calculas que vale tal

como lo han decorado?—Cuarenta o cincuenta mil

dólares, y es muy posible que se loquede mi tío Nemesio porque lefascina. ¿Estarías de acuerdo si se lodejo en cuarenta y cinco mil?

—De barcos entiendo más quetú, aunque admito que de preciossabes más.

—De barcos entiendo más quetú como de aquí a Lima, pero no es

cuestión de ponerse a discutirobviedades. Le enviaré a Mahinoasesenta mil dólares de mi parte y elresto cuando venda el Urogallo. —Hizo un gesto indeterminado alañadir—: Supongo que con esopodrá hacerse una casa nueva eincluso encontrarle un buen padre ala niña.

—¿Qué te ha hace suponer queserá una niña? Ya es la segunda vezque lo mencionas.

—Que alguien como ella nopuede tener más que hijas que se leparezcan.

—Pues confío en que no se leparezca demasiado, porque no megustaría que el día de mañana unahija mía le amargara la vida a un parde imbéciles como nosotros…

El panameño movió la manocomo si estuviera apartando un temaen exceso delicado al señalar:

—Tú dirás lo que quieras, peroconocer a Mahinoa es lo mejor queme ha ocurrido, ya que me hizo pasarlos momentos más hermosos querecuerdo. Siempre la consideraré uncapítulo aparte en mi vida, aunqueestoy de acuerdo en que no he hecho

un viaje tan largo para contarte algoque podía haberte dicho por teléfono.

—Lo suponía.—He venido porque he pensado

que tal vez te gustaría tomar parte enun negocio que me ronda la cabeza.—Ulises Elcano hizo una pausacomo si necesitara tener muy claraslas ideas antes de lanzarse a unapiscina que no sabía muy bien sitendría agua—. Eres la única personaque conozco que tiene la inteligencia,la capacidad y las agallas que seprecisan para llevarlo adelante.

«Su mejor amigo» le observó

con renovada atención, frunció elceño y tras pensárselo unos instantespuntualizó quisquilloso:

—Al escuchar de labios dealguien como tú unas alabanzas queno vienen a cuento no necesito ser ungenio para suponer que intentasinvolucrarme en algo ilegal… ¿Meequivoco?

—Depende de cómo se mire…—fue la desconcertante respuesta—.Algunos podrían considerarlo ilegaly otros no. Yo soy de los que no.

—¿Peligroso…?—Muy peligroso.

—¿Más que una familia deorcas en mitad del océano?

—Más.—¡Vaya por Dios! —exclamó

su interlocutor francamente admirado—. ¿De cuánto dinero estaríamoshablando?

—De muchísimo.—Dame una pista.El otro se tomó un tiempo

debido a que parecía disfrutar delinterés que había conseguidodespertar en su acompañante, y porúltimo, oscilando la mano en lo quevenía a significar un gesto de duda,

dejó caer la impresionante cifra:—Unos mil doscientos millones

de dólares.La expresión de asombro

resultó casi cómica.—¿Cuánto has dicho?—Mil doscientos millones de

dólares, cien millones arriba o abajo.—¡Bromeas!—¿Me crees tan estúpido como

para volar ocho horas teniendo queregresar hoy mismo a Miami con elfin de gastarte una broma? —le hizonotar su copadre—. ¡No me jodas!Lo que ocurre es que necesito mucho

dinero para desarrollar el proyectode mi barco y me consta que tú lonecesitas para tu proyecto de lasminas. Si aceptas, iríamos a medias yseiscientos millones te sacarían deapuros.

—Seiscientos millones sacan deapuros a cualquiera.

—¿Eso es un sí…?—Tan solo un «quizá».—Pues si se trata de un «quizá»

tienes un mes para decidirte, porqueno pienso dar un paso en falsosabiendo que a nadie le gusta perdertanto dinero pese a que disponga de

muchísimo más.—¿Y quiénes son esos que

disponen de «muchísimo más»?—Mejor no te lo digo. —Ulises

Elcano hizo una nueva pausa con elfin de recalcar—: Cuanto menossepas hasta que tengas que saberlotodo, mejor. Lo único que puedodecirte es que se trataría del mayor«golpe» que se hubiera dado nuncasin armas, sin violencia y sin dejar elmenor rastro de dónde se encuentrael botín.

—No se pueden hacerdesaparecer mil doscientos millones

de dólares a no ser que se trate deobras de arte, joyas o drogas… —lehizo notar quien no parecía enabsoluto convencido de que un«golpe» así pudiera llevarse a cabo—. Y por lo que tengo entendido esetipo de «mercancías» resultan luegomuy difíciles de colocar.

—No se trata de joyas, drogas,ni obras de arte. Me conoces bien ysabes que si de algo peco es demeticuloso, o sea que si decidollevar a buen puerto este negocioserá porque todo estaráperfectamente calculado, lo cual no

quiere decir que no puedan surgirimprevistos, ya que por algo se lesllama imprevistos. —Hizo una nuevapausa para recalcar—: Y si decidesno intervenir, me olvidaré del tema.

—No creo que nadie sea capazde olvidar tanto dinero.

—El dinero es como lasmujeres; resulta más fácil olvidarlascuando no las has tenido. —Elpanameño cambió el tono al inquirirburlón—: ¿Es cierto que no te comesuna rosca…?

—Ni las huelo, porque en mipueblo si te pasas de listo, acabas

teniendo que elegir entre la fosa o elaltar. Y si pretendemos volver a unostiempos en los que el trabajo, lamoral y la familia tenían un sentido,debo ser el primero en dar ejemplo.

Su copadre le observó con laboca entreabierta, se quedó mirandoun punto perdido en la paredintentando aceptar que lo queacababa de escuchar respondía a larealidad, y tras un inquietantesilencio suplicó:

—Repite eso.—No, que me da vergüenza.—Y con razón, porque te

atreves a hablar de moral y familiacuando, si mal no recuerdo, vivías enun yate sin dar golpe y te tirabas aMahinoa Vahiné cinco minutosdespués de haberse acostadoconmigo a sabiendas de que al pocoiría a acostarse con otro.

—He tenido que cambiarporque al volver me he encontradocon un país en el que la corrupciónha alcanzado unos límites taninimaginables que o te rebelas oacabas convertido en una mierda devaca. Me encantaba ser un tipo librey solitario, pero ahora muchos

confían en mí, otros me temen yresulta en cierto modo satisfactorio yreconfortante.

—A mí se me antoja unamemez.

—¿Lo dice quien tiene un buentrabajo y se tira a unas tíasestupendas pero está pensando enperpetrar un robo que se me antojainverosímil?

—No me gusta la palabra robo.—Pues no conozco otra más

apropiada.—Tal vez tengas razón al

asegurar que hemos cambiado

mucho.—Quizá no se deba a que hemos

cambiado nosotros, sino lo que nosrodea, y esta situación me recuerdala noche que nos encontramosrodeados de mierda en mitad delocéano. —Hizo una corta pausa algomelodramática antes de concluir—:Se diría que la basura se atrae, seconcentra y ahora es más espesa quenunca, pero si nos mantenemosfirmes, conseguiremos atravesarla ysalir de nuevo a aguas libres.

—¡Joder! —no pudo por menosde admirarse el otro—. Te ha salido

bordado. ¿Siempre les hablas de unmodo tan enrevesado a tus mineros?

—Y me entienden mejor que tú.—Pues deben de ser más listos

que el carajo, porque me recuerdas aAl Gore cuando soltaba suspomposos discursos sobre «Unaverdad incómoda»… —El panameñose puso en pie dando por concluidala conversación debido a que se leadvertía realmente cansado—. Yahora es mejor que te marchesporque necesito dormir un rato.Cuando llegue el momento temandaré un billete de avión, en

Miami te lo contaré todo y podrásdecidir si quieres seguir adelante. Yte insisto que será muy peligroso.

El asturiano abandonó de malagana el discreto hotel en que habíatenido lugar la reunión y horas mástarde, durante el largo trayecto deregreso a Asturias, conduciendo sinprisas por una ancha autopistaescasamente transitada, aúncontinuaba devanándose los sesosintentando adivinar qué demoniospodía traerse entre manos quien yadebía de estar a punto de despegarrumbo a los Estados Unidos.

No le avergonzaba admitir queUlises Elcano siempre habíademostrado ser más inteligente ysensato que él, aunque ahora suabsurda propuesta le sonara aredomada insensatez. Al recordar elespacio que ocupaban losochocientos mil euros, casiequivalente a un millón de dólares,que don Santiago Beltrán de Solís yVillegas había tenido la amabilidadde devolverle en concepto de «dañosy perjuicios», intentó hacerse unaidea de cuánto ocuparían mil vecesmás billetes, y sobre todo quién sería

capaz de transportarlos y dóndediablos podrían ocultarse.

Se trataba sin duda de unalocura, debido a lo cual en ciertosmomentos rogaba a todos los santosque el panameño desistiera de suempeño, pero no obstante treintakilómetros más adelante rogaba a losmismos santos que se apresuraran aenviarle un billete de avión condestino a Miami.

Presentía que la mayor tormentaa la que se enfrentaría en su vida seaproximaba, por lo que unindescriptible cosquilleo de emoción

le recorría el cuerpo consiguiendoque todos los vellos se le erizaran.

Volando ya a casi diez milmetros de altitud y con los ojoscerrados en un vano intento deconciliar un sueño que buena falta lehacía, Ulises Elcano no podía pormenos que sonreír al imaginar lo queestaría pasando en aquellosmomentos por la mente de su amigo.

De igual modo sonreía alimaginar la cara que pondría laMorsa cuando descubriera que habíaconseguido descifrar su malditoacertijo.

17

Fue un mes muy largo; el más largoque nadie recordara; un mes del quecabría asegurar que había contadocon cuarenta y siete días en los queni uno solo dejó de lloverprovocando que los camiones seatascaran en el fango y las galerías seanegaran, obligando a suponer quelos elementos se oponían a que unpuñado de infelices desafiaran lasrígidas normas establecidas encuanto se relacionaba con el lujo y lamiseria.

Si alguna vez la naturaleza sedecantó abiertamente a favor de lospoderosos, aquella fue una de ellas,porque no se dignó conceder unrespiro a los más miserables cuyoánimo decaía a ojos vista pese a quecada día frecuentaran con mayorasiduidad la mohosa iglesia.

Al arrastrar el manto de cenizasque aún cubría el suelo por elincendio, la lluvia generaba infinidadde cascadas que transformaban losantaño cristalinos arroyos en ríos detinta de los que huían cauce abajotodas aquellas truchas que no

estuvieran dispuestas a flotar panzaarriba. A la desolación del paisajeexterior se sumó la desolación quecada habitante del valle portabadentro, por lo que Germán Alfarotomó la amarga decisión desuspender las obras.

—Este diluvio triplica losesfuerzos y multiplica los accidentes—sentenció—. O sea que es mejorque los hombres se vayan a casa yregresen cuando puedan trabajar sinpeligro.

—¿Y de qué vivirán? —quisosaber el siempre pragmático Tito

Salas.—Continuaremos pagándoles

hasta que se agoten los fondos,aunque creo que lo que ahora lespreocupa no es cuánto tiempoestaremos en condiciones de hacerlo,sino adónde ha ido a parar lo queesperaban que fuera una milagrosatabla de salvación.

—¿Y adónde ha ido a parar?La respuesta apropiada hubiera

sido señalar que tan hermosos sueñosdormían en los almacenes en formade generadores, turbinas y motores,pero no, a aquellas alturas ni siquiera

valía la pena comentarlo.Doña Beatriz Alfaro, que desde

que regresara se había limitado aobservar la desoladora forma en queel imperio que contribuyó a levantarse desmoronaba como un muro debarro diluido por las pertinaceslluvias, acabó por señalar queprefería abandonar la casa, el valle,e incluso el país, a ser testigo de unfinal tan amargo.

—Muchos de esos muchachosson casi como los nietos que nuncahe tenido y empiezo a sospechar quenunca tendré —se lamentó—. ¿Qué

crees que siento cuando los veo tandesmoralizados?

—Supongo que lo mismo quesienten en estos momentos millonesde abuelas españolas —le respondiósu hijo—. Desamparo. Pero aunquete cueste admitirlo, el simple hechode saberte sentada en este porche lesayuda.

—Una vieja sentada en unporche nunca debe de haberleservido de mucho a nadie… —puntualizó ella con innegableescepticismo—. Pero si así lo crees,me quedaré aquí hasta que se me

congele el culo.—No será para tanto; Ulises no

tardará en enviarme el pasaje.—¿Y qué conseguirás con ese

viaje?—Financiación.—Sería magnífico, pero para mí

que tu admirado Ulises tan solo separece al de la Odisea en lo lento,puesto que aquel plasta tardó veinteaños en regresar de Troya, que por loque he visto en los mapas estaba a lavuelta de la esquina. A veces creoque este Ulises también navega aremo.

—¿Te das cuenta…? —señalósu hijo de inmediato—. Así es comouna vieja sentada en un porcheconsigue ayudar a los desesperados;haciéndoles reír.

—Algo es algo, y recuerdo queBob Hope solía decir que cadacarcajada que conseguía de losespectadores le había costado tresmil dólares, que era lo que lecobraban sus guionistas por unchiste. A tu padre le encantaba.

—No sabía que los chistes secompraran.

La anciana asintió segura de lo

que decía.—Y cuestan más que las

lágrimas, porque por aquellostiempos una buena plañidera sepasaba la noche llorando a mocotendido por cinco pesetas. —Inclinóla cabeza asintiendo como siestuviera rememorandoacontecimientos ya muy lejanos alconcluir—: Las había más baratas,pero se secaban enseguida.

Su hijo permaneció unosinstantes como alelado hasta queconsiguió mascullar:

—Te conozco desde antes de

nacer pero aún no consigo sabercuándo hablas en serio y cuándo no.¿O sea que, según tú, las plañideras«se secaban»?

—Las poco profesionales sequedaban pronto sin lágrimas,recurrían a oler cebollas y elvelatorio acababa apestando a perrosmuertos, con perdón del difunto.

—¿Tú lo has visto?—Y lo he olido —fue la

incuestionable réplica—. Acababade cumplir siete años cuando muriómi abuelo, y la vieja Felisa, que teníafama de ser la mejor plañidera de la

región, batió su propio récord porquevenía de dos velatorios seguidos yaun así no paró de llorar a mocotendido ni un minuto. —Doña BeatrizAlfaro dejó escapar un hondo suspiroal puntualizar—: Y es que aquel fueun año de mucha gripe.

Su desmoralizado hijo noinsistió a sabiendas de que cuandoaquella imprevisible mujer seadentraba por los tortuosos senderosdel absurdo podía pasarse horassoltando disparates, y no estaba dehumor. Cuarenta y siete días de tensaespera se le antojaban demasiados, y

aunque cada vez que hablaba con elpanameño este le aseguraba que todoiba bien, la inactividad le estabadestrozando los nervios.

Su «tío» había regresado a laAlpujarra con el fin de malvender sucasa y su finca de aguacates decididoa perder hasta su último céntimo enel empeño; don Ignacio Ballesterllamaba cada viernes preguntandocómo iban las cosas; algunos minerossubían hasta La Brumosa aunque tansolo fuera a reparar tejados, achicaragua o llevar a cabo chapuzas que lesmantuvieran distraídos impidiendo

que el edificio acabara por venirseabajo, pero él no podía hacer otracosa que repasar cuentas con ayudade una vieja calculadora cuyoteclado empezaba a desgastarse.

Su único consuelo se limitaba aadmirar las hermosas fotografías quele enviaba su hermana desde elCaribe, pese a que algunasconsiguieran humillarle.

Sin duda Laura y Bambidisfrutaban de una fabulosa luna demiel pescando, buceando ycorreteando semidesnudas por playasde arena blanca y aguas cristalinas,

pero su pobre barco, el valiente yascético Urogallo, que había cruzadocasi todos los océanos del planetaenfrentándose a las peores borrascascon la dignidad y la altivez que sesuponían propias de un navíoconcebido para que lo tripulara unfrugal navegante, había sidoconvertido en una especie demercadillo a base de toldos a rayas,cojines multicolores e inclusovisillos que cubrían los ampliosventanales que sustituían a losherméticos y fiables ojos de buey.

En algunas imágenes se le

advertía como abochornado y con lalínea de flotación ligeramente másbaja, lo cual podía deberse tanto a laamargura que debía de experimentaral verse de aquella guisa, como a quele hubieran dotado de baño conducha, calentador de agua, cocinacon nevera y litera doble.

Su propietario no podía pormenos que preguntarse si taninjustificados y casi inhumanoscambios, que atentaban vilmente ysin la menor consideración contra laauténtica naturaleza y el espíritucompetitivo de una nave nacida para

luchar, rebajarían su nivel deaceptación entre los auténticosaficionados a la vela o por elcontrario aumentarían el valor entrela legión de marineros de agua dulceque preferían encajar el culo en unacómoda tabla de retrete a sacarlo porla borda.

Adoraba a su hermana, peronunca le perdonaría que hubieraconvertido en engalanada jaca deferia sevillana a un austero y briosopura sangre al que lo único que lefaltaba era que le cambiaran lasonora y vibrante campana por una

ristra de alegres cascabeles.Le venía a la memoria el día

que Tito Salas comentó furibundoque los políticos estabanconsiguiendo que la orgullosainsignia nacional, asociada a la negrasilueta de un toro bravo, desafiante ybien dotado, fuera sustituida por lade un manso de testuz humillada ypelaje marrón con manchas blancas.

—Nos roban el coraje alpermitir que, a base de plazos dehipoteca o los recibos de la luz,banqueros y empresarios nos vayanasfixiando hasta dejarnos sin aliento,

por lo que llegará un día en que esteya no sea más que un país de toroscastrados.Aterrizó a media tarde, pero pasaroncasi dos horas hasta el momento enque un taxi le depositó en la puertade un alto edificio desde el que sedominaba el canal de acceso y lacasi totalidad de los muelles de PortEverglades.

Cogió el ascensor hasta el pisocatorce, buscó la puerta númeronueve y, tal como el panameño lehabía indicado, al apartar unamoldura del marco de la puerta

quedó a la vista el extremo de unallave.

Era un apartamento espacioso,con los muebles justos, ni bonitos nifeos, ni caros ni baratos, y lo primeroque llamaba la atención, o máscorrecto sería decir casi lo único,era el enorme catalejo montado sobreun trípode que destacaba junto alventanal.

Observó a través del visor yadvirtió que casi podía distinguir lasfacciones de quienes se encontrabanen las cubiertas de los barcosatracados en el puerto.

Deshizo la maleta, picoteó algode una nevera que aparecía repleta,se acostó pronto, puesto que el vuelohabía sido largo y fatigoso por culpade retrasos y transbordos, sedespertó con la primera claridad deldía y al poco advirtió cómo ungigantesco crucero blanco seadentraba por el canal del puerto yatracaba con una maniobraimpecable.

Desayunó, se duchó, se tumbó aver la televisión y no tardó enquedarse traspuesto dando continuascabezadas hasta que la puerta chirrió

y le alarmó enfrentarse a unahorrenda camisa floreada, unosbermudas verdes y una gorraamarilla.

—¡Dios bendito! —exclamóponiéndose en pie de un salto—. ¿Dequé vas disfrazado?

—Aquí el que va disfrazadoeres tú, mentecato —le hizo notar elrecién llegado al tiempo que leabrazaba con afecto—. Esto esFlorida, y si intentas pasardesapercibido, debes procurarllamar la atención. ¿Qué tal el viaje?

—Cansado, aunque espero que

haya valido la pena.—Aún es pronto para saberlo…

¿Has visto con qué asombrosahabilidad he atracado el barco? —Ante el gesto de asentimiento elpanameño abrió la nevera, extrajodos cervezas y colocándolas sobre lamesa le indicó que se acomodara alotro lado al añadir—: Y ahora prestaatención porque las cosas se hanpuesto feas, el riesgo es aún mayorde lo que suponía y por lo tanto hallegado el momento de decidir siestás dispuesto a partirte el cuello oprefieres disfrutar de una semana de

vacaciones con todos los gastospagados en un lugar donde lo quemás abundan son mujeres.

—Antes de decidir nadanecesito saber lo que tengo que hacery las posibilidades de salir ileso —fue la lógica respuesta.

—¡Bien! —Ulises Elcanocolocó los pies sobre otra silla,extrajo del bolsillo de su deleznablecamisa un grueso habano, loencendió y aspiró con ansia ante eldesconcierto de quien no pudo pormenos que inquirir:

—¿Desde cuándo fumas?

—Desde nunca.—Entonces, ¿a qué viene ese

puro?El demandado pareció

regodearse con sus propias palabrasa la hora de aspirar de nuevo yseñalar:

—Considéralo un homenaje a unhombre ciertamente extraordinario,el irrepetible Buck Mortimer, en elmomento en que voy a revelar cómome las arreglé a la hora dedesentrañar el enrevesado acertijocon que pretendió poner a prueba miinteligencia... —Tosió un par de

veces y se inclinó hacia delante conel fin de inquirir—: ¿Me sigues?

—No.—¿Cómo que no?—¡Como que no! —fue la

áspera respuesta—. Aparecesvestido de payaso, enciendes un purohediondo, me toses en la cara, sueltasuna ristra de sandeces que no tienenni pies ni cabeza y pretendes que tesiga… ¿Adónde carajo quieres que tesiga?

La pregunta era tan directa quetuvo la virtud de hacer volver a larealidad a su interlocutor, quien se

vio obligado a admitir:—Puede que lo del puro no sea

buena idea porque me estámareando… —Lo apagó por elexpeditivo procedimiento deintroducirlo en la botella de cerveza,y, cambiando el tono de voz, inquirió—: ¿Te he contado que Mortimersiempre insistía en que las cosas nosiempre son lo que parece sino todolo contrario?

El asturiano asintió con clarogesto de hastío.

—Me lo has contado…—Pues esa constituyó la parte

más sencilla del problema, porquemuy pronto llegué a una conclusión;si el barco no se utiliza paraintroducir droga en los EstadosUnidos «sino todo lo contrario», talvez la Morsa pretendía decirme quese utiliza para sacarla.

—Evidente.—No tan evidente, porque como

nadie sería tan estúpido como parasacar algo de donde tanto le hacostado introducirlo, no debía detratarse de droga…

—Sino del dinero que generaesa droga —le interrumpió su amigo

aventurándose a concluir la frase.—Bien pensado, sí, señor; muy

bien pensado.—Es que no solo resulta obvio,

sino incluso elemental.—Pues ya ves tú que no es tan

obvio… —le espetó Ulises Elcanoen el acto—. Yo pensaba lo mismo,pero Mortimer me juró que jamáshabría aceptado tomar parte en algoque estuviera relacionado con elnarcotráfico, por lo que me centré enaveriguar quién estaría interesado ensacar de los Estados Unidos grandessumas de dinero. —El panameño se

puso en pie, se aproximó al ventanaly con un gesto de la barbilla señalóal Bímini, que se distinguía a unosquinientos metros de distancia, alañadir—: Los cretinos de la DEAcreen que pertenece al cártel deSinaloa porque sus verdaderosdueños han procurado que lo crean,pero por suerte el Chapo Guzmán notiene nada que ver con esto.

Su copadre, que se habíaaproximado también al ventanal yobservaba el movimiento del puerto,hizo un exagerado gesto deadmiración.

—¡Menudo peso me quitas deencima! Me voy a matar pero unpoco menos…

—No te lo tomes a bromaporque te garantizo que si los deSinaloa tuvieran algo que ver contodo esto no estaríamos aquí. Conesa clase de tipos no se juega.

—Me tranquiliza aunque nodemasiado —admitió su interlocutor—. ¿De quién es el dinero?

—Intenta imaginártelo.—¡Por favor! —fue la agria

protesta—. Estoy cansado, tengo elhorario cambiado y no creo que sea

un buen momento para jugar a lasadivinanzas.

—De acuerdo… —admitió demala gana el otro—. En su mayoríapertenece al mundo del espectáculo.

Germán Alfaro giró sobre símismo, se apoyó en el alféizar de laventana y miró muy de cerca a suamigo al señalar:

—Repite eso.—Que pertenece al mundo del

cine, el teatro, los conciertos, lasdiscotecas, los hipódromos y lospartidos de fútbol, béisbol obaloncesto… —aclaró el panameño

evidentemente satisfecho de lasorpresa que su aclaración habíaprovocado—. Lugares en los que sereúnen miles de personas quegeneran muchísimo dineroproveniente de entradas duplicadas,pero sobre todo de consumiciones debajo coste. ¿Tienes una idea decuántos millones de toneladas depalomitas de maíz, hamburguesas operritos calientes se venden cada añoen Norteamérica?

—Ni la más remota.—Y nadie la tiene, porque ni a

los fabricantes ni a los vendedores

les interesa que se sepa visto que eldinero que mueve supera elpresupuesto de algunos países. A losgringos les encantan ese tipo dechucherías y para comprobarlo bastacon ver la cantidad de obesos quecirculan por sus calles. —UlisesElcano hizo una nueva pausa paraconcluir—: Y nadie paga una bolsade patatas o una barra de chocolatecon tarjeta de crédito. —Remarcómucho el final de la frase—. Pagancon monedas o billetes pequeños, ypara controlar tan incesante goteo dedinero, Hacienda necesitaría tantos

inspectores que no resultaríarentable.

—Creo que empiezo aentenderte.

—Frente al dinero negro quemueve el mundo del espectáculo, elque mueve el mundo de la droga escasi calderilla.

—Nunca se me habría ocurrido.—La droga resulta infinitamente

más rentable, pero infinitamentemenor en cuanto se refiere avolumen, porque trescientos millonesde personas devorando a diariocomida basura en cines y estadios

dan para mucho. Y los que recibentoneladas de monedas y millones debilletes de un dólar tienen queingeniárselas a la hora de conseguirque acaben en cuentas de paraísosfiscales.

—¿Y ahí es donde entra elBímini? —Ante el mudo gesto deasentimiento, el asturiano no pudopor menos que preguntar—: ¿Y cómose las arreglan para introducir esedinero a bordo?

—Esa fue la parte del problemaque se me antojó irresoluble y quecasi me obliga a abandonar la

empresa —fue la sincera respuestadel panameño—. El jodido Mortimerme había asegurado que «jamáshabía visto que se hiciera dentro delbarco nada que pudiera considerarseilegal», pero a mi modo de ver sacarde un país dinero negro siempre debeser considerado ilegal… ¿O no?

—Supongo que sí.—¿Y a qué conclusión llegas si

sabes que quien lo ha dicho nomiente?

—A que de nuevo me atosigassabiendo que no puedo pensar conclaridad —fue la desabrida respuesta

de quien se había cansado de unjuego que a nada conducía—. Elhecho de que esa retorcida morsaquisiera ponerte a prueba no te daderecho a hacer lo mismo conmigoteniendo en cuenta que has dispuestode meses para encontrar respuestasque pretendes que dé en el acto. Nome parece justo, y si continúas porese camino, lo dejo, porque yo hevenido aquí a robar, no a resolvercrucigramas.

El tercer oficial del Bíminipareció comprender que suinterlocutor volvía a tener razón y no

había volado tantas horas con el finde admirarle por lo listo que habíademostrado ser a la hora de resolveracertijos.

—¡De acuerdo! —admitió—.Tan solo una última pregunta, aunquesi no te apetece no tienes por quéresponder. ¿Por qué razón elprincipal símbolo de la navegaciónconstituye un contrasentido?

Germán Alfaro meditó un par deminutos barruntando que la preguntatenía trampa, porque de lo contrariosu copadre no se habría molestado enhacérsela; observó con atención los

gigantescos navíos atracados en losincontables muelles y replicó:

—Creo que a eso sí soy capazde responder. Navegar significaavanzar, explorar, viajar, recorrerlos océanos y descubrir nuevosmundos demostrando inquietud,mientras que el principal símbolo decuanto se refiere a la navegación esun ancla, o sea, la inmovilidad porexcelencia.

—¡Exacto! —El panameñoaplaudió ahora sin el menor reparomientras recalcaba—: Todas lasmarinas del mundo incluyen un ancla

en sus uniformes, sus escudos, susgallardetes e incluso sus vajillas sinreparar en que un ancla no representael espíritu de sus miembros sino todolo contrario.

18

El cambio de hora y la ansiedad quese había apoderado de su ánimo altener un detallado conocimiento de lanaturaleza del riesgo que iba a correrle despertaron a media nocheobligándole a quedarse muy quietocontemplando la nada, porque porprimera vez se sentía aterrado, tantopor la magnitud del peligro como porel hecho de saber que en cuestión dehoras tenía que haber tomado unadecisión.

Ulises Elcano había dedicado

largas horas a explicarle lo quedebía hacer y ni por un momentohabía eludido reconocer que teníatantas o más posibilidades de dejarsela piel en el empeño como de salirairoso, admitiendo condesmoralizadora sinceridad queresultaba imprescindible apostar unavida, y que se trataba de la suya.

—Si una imaginaria brújulacondujera hasta ese tesoro, marcaríacuatro puntos cardinales —puntualizó en un intento dedesdramatizar la situación—.«Análisis», «astucia», «valor» y

«habilidad», y como yo he aportadolos dos primeros, te toca a ticompletar el trabajo.

—Pero es que ese trabajomanda cojones…

—¿De qué te quejas? Tecorresponderán seiscientos millonesa cambio de media hora de riesgo,cuando presumes de que te pagabandiez mil por pasarte días intentandollenar una botella de un veneno quepodía matarte o dejarte ciego.

En esta ocasión Germán Alfarono respondió, porque seiscientosmillones sobrarían para concluir la

planta piloto de La Brumosa yefectivamente esa constituiría mejorrecompensa que la que obtenía porbuscar caracolas asesinas a veintemetros de profundidad o permanecercinco días a la caña del timón delUrogallo desafiando una tormenta sinesperar más premio que una descargade adrenalina propia de un caballo ouna inflamación del ego propia de unelefante.

Adrenalina y ego no dabantrabajo a cientos de desgraciados alos que se habían ido limitandoderechos y aspiraciones hasta

conseguir que su único derecho fueraaspirar a conseguir un trabajo.

Los sindicatos se habían creadocon el fin de defender a los obrerosde los abusos de los empresarios,aunque cabría asegurar queúltimamente la mejor forma deresolver el problema que habíanencontrado los empresarios no habíasido acabar con los sindicatos, sinoacabar con los obreros.

Hasta que no se creara un«sindicato de máquinas» quedefendiera su derecho a no trabajarmás de ochenta horas semanales, sus

dueños podrían dormir tranquilos, yaque la ley permitía comprar y vendermáquinas pese a que todavía nohabía vuelto a permitir lacompraventa de esclavos.

Aunque iba camino de ello.Sabiendo que esa noche no

conseguiría pegar ojo, se aproximóal ventanal con el fin de estudiar conrenovada atención el gigantesconavío apenas iluminado por los focosde una docena de pintores que seafanaban retocando el casco hastadejarlo de un blanco impoluto, y eldesmesurado tamaño de sus hélices,

así como la inusual altura de suagresiva proa, le amedrentaron aúnmás obligándole a temer que en elmomento crítico le invadiría elpánico.

Desaparecería en el mar sindejar rastro, aunque debía reconocerque tampoco habría dejado muchorastro si la inmensidad del Índico oel Pacífico se hubieran tragado elUrogallo, por lo que al alba habíallegado a una amarga conclusión: sitantas veces había demostrado ser uninconsciente arriesgando la vida pornada, ahora tenía la obligación de

arriesgarla por algo.No obstante, en cuanto a las

nueve de la mañana «su mejoramigo» atravesó de nuevo el umbralde la puerta le espetó sin aguardar aque tomara asiento:

—Lo haré con una condición.—¿Y es…?—Que vayamos a medias.—Estábamos de acuerdo en eso

desde el primer momento… —lehizo notar el recién llegado un tantosorprendido.

—No nos pusimos de acuerdoen ir a medias, sino en repartirnos el

dinero.Ahora sí que el panameño se

quedó tan alelado como si le hubierahablado en polaco.

—¿Y, según tú, cuál es lamaldita diferencia? —quiso saber.

—Que no nos repartiremos eldinero.

—¿Y qué haremos con él?—Constituiremos una empresa

en la que yo iré a medias contigo enel proyecto de eso que llamashoteles vagabundos, y tú irás amedias conmigo en el proyecto de lasminas.

Su interlocutor tardó enresponder, intentando percibir lasutil diferencia, así como losproblemas que generaría cambiar lostérminos de un acuerdo; se aproximóuna vez más al ventanalentreteniéndose en observar las idasy venidas de los estibadores queabarrotaban de víveres su nave y porúltimo masculló entre dientes:

—Te advierto que no he vistouna mina en mi vida.

—Ni yo un «hotel vagabundo»...¡Y mira que he visto hoteles!

Mientras observaba por el

catalejo en un intento por confirmarsi el hombre que se distinguía en elpuente de mando del Bímini era elfilipino o su segundo, Ulises Elcanoseñaló en un tono de absolutaindiferencia:

—Igual de disparatados puedenllegar a ser ambos proyectos, y porlo tanto no pierdo nada aceptando,aunque pongo una condición.

—¿Y es…?—Que si dentro de un año

ninguno de los sistemas demuestratener un futuro cierto, nos repartimoslo que quede del dinero y en paz.

—¿Un año…?—Un año.—De acuerdo, pero con una

condición.—¡Joder! —fue la espontánea

exclamación—. Nos podemos pasarel puto día poniendo condiciones...¿Qué coño quieres ahora?

—Tus primeros barcos seconstruirían en astilleros españolesque se hayan quedado sin trabajo.

«Su mejor amigo» no pudoevitar que se le escapara unaestentórea carcajada mientras segolpeaba repetidamente la cabeza

contra el cristal del ventanal.—¿Acaso te refieres a construir

barcos que aún no sabemos sifuncionan en astilleros españoles queya no funcionan? —inquirióesforzándose por contener la risa—.¿Cómo puedes ser tan iluso? Eso eslo que yo llamo vender la piel deloso sin saber siquiera en qué paísvive…

—Ya que soy un iluso alsuponer que voy a sobrevivir a esto,más me vale serlo al completo…

—En eso tienes razón, porquequizá habremos cambiado mucho

pero lo cierto es que no hemosmadurado nada y sospecho que senos va a quedar la misma cara degilipollas que la noche en queMahinoa Vahiné admitió queesperaba un hijo y no sabía quién denosotros era el padre.Soltaron amarras, quince minutosdespués la nave puso proa al sur ylos pasajeros disfrutaron durantelargo rato del fascinante espectáculodel atardecer sobre las playas y losrascacielos de Miami.

Cuando el sol se ocultó en elhorizonte y las luces se difuminaron,

el capitán indicó con un gesto de lamano al timonel que comenzara avirar hacia el oeste, y una vez fijadoel rumbo le rogó a su tercer oficialque le acompañara al comedorporque Amanda Kerry le habíapedido que le invitara a su mesa.

—Me está buscando la ruina,señor… —se lamentó el panameñopara volverse de inmediato haciaAquilino Romero y añadir—: Yusted no debería reírse, me gustaríaverle en mi lugar.

—No tendría tus problemas…—fue la divertida respuesta del

filipino—. Sus pezones me rozaríanla frente y a lo más que alcanzaríasería a morderle el ombligo.

—No tiene gracia.A Curzio Gritti sí pareció

hacerle gracia, puesto que le colocóla mano sobre el hombro al tiempoque señalaba:

—¡Oh, vamos, muchachito! Note lo tomes tan «a pecho»; en elfondo te encanta Amanda.

—Me encanta siempre que hayauna mesa por medio; sin mesa es unpeligro.

Mientras «su mejor amigo»

cenaba espléndidamente aunquesuplicando a los cielos que laorquesta no tocara una de aquellasmalditas canciones románticas queLady Potemkin solía aprovechar a lahora de hacerle pasar un mal rato, elasturiano se conformaba conmordisquear un bocadillo de queso ymantequilla de cacahuetesobservando cómo una tímida ydesganada luna hacía su aparición enel horizonte.

A solas en un camarote no teníael menor reparo en admitir que sesentía aterrorizado, puesto que en el

momento de subir a bordo habíacomprobado una vez más lasmonstruosas dimensiones del Bímini,y si pretendía ser sincero consigomismo ni siquiera se sentía capaz dedecidir si estaba dispuesto aarriesgar la vida por dinero, poramor al prójimo, por indignación opor soberbia.

Aunque también quedaba unaquinta razón, quizá la que en mayornúmero de ocasiones empujaba a losseres humanos a lanzarse a absurdosempeños y descabelladas aventuras:una maldita curiosidad que desde el

primer momento le había impulsadoa intentar averiguar si era posibleque dos únicas personas consiguieranapoderarse de un inmenso botín sinutilizar la violencia ni dejar rastro.

Cuando al fin aceptó casi aregañadientes que tan solo suinvencible curiosidad conseguiríasuperar su miedo, dejó a un lado elinsípido bocadillo, colocó en lapuerta el letrero de «no molestar» yse tomó una pastilla para dormir asabiendas de que necesitaríarelajarse.

Como a todo buen marino le

despertaron la quietud y el silencio.La pequeña isla de Cozumel

parecía ser destino obligado para lamayoría de los cruceros quenavegaban por el Caribe, pero comosu camarote se encontraba en labanda de estribor y habían atracadopor babor, lo único que conseguíadistinguir era la difusa línea de lacosta mexicana a unas catorce millasde distancia.

Muy pronto los pasajeroscomenzaron a desembarcar deseososde iniciar sus ansiadas vacaciones,pero se limitó a permanecer sentado

como el reo que aguarda la hora desu ejecución en un día que se leantojó increíblemente corto, porquecabría imaginar que el reloj teníamás prisa que de costumbre, al sol lehabía entrado algún tipo de urgenciafisiológica que le impulsara aocultarse antes de tiempo, y casiinesperadamente unas lejanas nubesque se tiñeron de rojo anunciaron lallegada de un prematuro ocaso.

Maldijo por enésima vez suincalificable estupidez por habersedejado convencer, y al abrir la puertay enfrentarse a un largo pasillo en

penumbras entendió mejor que nuncalo que debía experimentar unmatador de toros mientras esperabaque de los corrales surgiera unabestia de media tonelada dispuesta acornearle.

Vistiendo pantalones cortos ycamisa a cuadros y portando unapequeña mochila con bordadostípicamente mexicanos colgando alhombro, en apariencia tan solo erauno de los cientos de turistas quehabía pasado el día en tierra yregresaba, algo perdido, en busca desu camarote, pero como había

estudiado sobre el plano de la navecada paso que tenía que dar y cadaescalera que debía descender,consiguió llegar al punto que elpanameño le había indicado en elmomento en que el barco comenzabaa desatracar.

Tuvo que aguardar a que losmarineros que recogían las amarrasde proa finalizaran su tarea condesesperante parsimonia, y a que unode ellos le diera una última calada asu cigarrillo con el fin de arrojar lacolilla por la borda antes decomprobar de un rápido vistazo que

todo parecía en orden ydesapareciera por una portezuelalateral.

Debido a ese corto retraso eraya noche cerrada cuando pudo salir acubierta, contar con sumo cuidadolos barrotes que soportaban el toldopor el costado de babor, y detenerseal llegar al quinto. Las luces de laisla comenzaban a alejarse, lellegaba con claridad la música de ungrupo de mariachis que cantaban avoz en cuello en la terraza de unhotel de la playa, y alzó la vista conel fin de comprobar que gracias al

toldo nadie podía verle desde lascubiertas superiores.

Tras una breve indecisiónextrajo de la mochila una cuerda, sela ató a la cintura y pasó el otroextremo por un lado del barroteconfiando en que «su mejor amigo»no se hubiera equivocado. Respiróprofundo sabiendo que a partir deaquel momento no había vuelta atrás,y tras rogar mentalmente aquienquiera que se encontrara alláarriba que le echara una mano, cruzóal otro lado de la barandilla ypermitió, a fuerza de brazos, que la

soga se deslizara con suavidad.Casi al instante se encontró

colgado a unos ocho metros sobre elmar, se tomó un breve descanso conel fin de impedir que el corazón lesaliera por la boca, soltó un poco decuerda y comprobó que UlisesElcano había hecho bien las cosas yel barrote elegido era el correcto.

Tras una nueva pausa descendióotro metro y consiguió situarse justofrente a un ancla que, tal comocorrespondía a una inmensa nave quea la hora de fondear no podíapermitir que el viento o las

corrientes la desplazaran, debía tenerun peso que superaba en mucho lasveinte toneladas.

El punto elegido para descenderera el idóneo, pero la marcadacurvatura del casco traía aparejadaque una distancia de casi cuatrometros le separaran aún del ancla,por lo que se vio obligado a soltar unpoco de cabo y balancearse.

Aquel constituía el momento demayor peligro, puesto que el continuoroce podía hacer que se rompiera oel barrote cediera, en cuyo casocaería a plomo, no tendría tiempo de

soltar la mochila o desatarse, lashélices se enredarían en la cuerda yle convertirían en lo que siemprehabía temido: carne picada parapeces.

Continuó balanceándose hastaque comprendió que el barrote noaguantaría más, por lo que con unpostrer esfuerzo se lanzó haciadelante consiguiendo colocar lospies sobre los brazos del ancla yaferrarse a la caña.

Permaneció casi cinco minutoscomo un mono abrazadodesesperadamente a una palmera,

aguardando a que las piernas dejarande temblarle, y tan solo cuandoconsideró que se había tranquilizadoy no le fallarían las fuerzas searriesgó a halar del cabo con la manoizquierda para pasar el otro extremopor detrás del ancla y atarse a ella.

El rumor del agua, que ganabaen intensidad, le obligó acomprender que el Bímini aceleraba,el tiempo apremiaba, y lo primeroque hizo fue extraer de la mochilauna pequeña linterna que se ajustó ala frente y un pesado cuchillo debuceador cuyo borde dentado le

serviría para limar el punto del anclaque tenía más cerca y comprobar queUlises Elcano tenía razón y bajo dosgruesas capas de pintura blanca noacabaría encontrándose con veintetoneladas de hierro fundido.

19

—La mayoría de los grandes bancosde los paraísos fiscales caribeños yano aceptan billetes porque ocupandemasiado espacio —habíapuntualizado el panameño en elapartamento de Port Everglades—.Prefieren oro, ya que es en lo únicoen que se confía en unos tiemposdonde la economía se ha vuelto locapor culpa de la desatada codicia delos bancos. Cuando un bancoconcede una hipoteca es capaz devalorar una casa en un millón de

dólares, pero en el momento deejecutar esa misma hipoteca afirmacon absoluto descaro que en realidadtan solo vale la tercera parte…

—Le está pasando a gente queconozco… —admitió el asturiano—.Los bancos se han quedado tantasviviendas que se han empachado, yahora son los mismos estafados losque tienen que proporcionarles lospurgantes.

—Pero si se hubieranconcedido los préstamos sobredepósitos en oro, nunca podríanalegar que había perdido la tercera

parte de su valor debido a que elmundo ha cambiado en cinco milaños, pero el oro continúa casiinamovible y la mejor forma decomprobarlo es ver cómo por todaspartes proliferan los anuncios de«Compro oro». —Ulises Elcanohabía señalado a la nave atracada alotro lado del puerto al concluir—: Elancla de babor del Bímini pesaveinticuatro mil kilos, que al precioactual del oro vienen a ser mildoscientos millones de dólaresprovenientes de los beneficios decientos de miles de kilos de

palomitas de maíz o millones dekilos de patatas fritas yhamburguesas.

—¿Y cómo han conseguidocolocarla ahí?

—Anoche la barcaza que sededica a repintar el barco la cambiópor la auténtica, y dentro de tres días,cuando fondeemos frente a las islasCaimán, otra barcaza se aproximaráen la oscuridad, la sustituirá por unade hierro y se la llevará paraconvertirla en lingotes que acabaránen los sótanos de un banco… —Sonrió como si lo que fuera a decir

se le antojara un pequeño disparate—: A veces creo que si en eseminúsculo archipiélago almacenaranen billetes todo lo que acumulan enoro, sus habitantes se caerían al mar.

—¿Y cómo se puede cambiar unancla de ese tamaño en mitad de lanoche sin que nadie lo oiga?

—Disponiendo de un cuarto deanclas insonorizado con suelo decaucho para amortiguar el ruido delas cadenas. —El panameñochasqueó la lengua como si lemolestara reconocerlo—. Tan solosubían o bajaban unos pocos metros

de cadena al hacer el cambio, por loque tardé mucho tiempo en darmecuenta.

Germán Alfaro no pudo pormenos que reconocer que pese a esepequeño detalle su «mejor amigo» sehabía esmerado a la hora dedesentrañar el complejo acertijo quesu retorcido primer oficial le dejaraen herencia, pero a su modo de veraún quedaban infinidad de puntososcuros que no alcanzaba acomprender.

—¿Cómo puedes estar tanseguro de que es en este viaje en el

que se sustituye el ancla? —inquirióde nuevo—. ¿Por qué no en cualquierotro?

—Porque este es el único en elque al salir de Miami hacemosescala en las islas Caimán y«casualmente» siempre coincide conla noche en que los oficiales tenemosque acudir a la fiesta de los Kerry,razón por la que en los ordenadoresdel puente nadie puede advertir quela cadena del ancla se estámoviendo.

—¿O sea que los que estándetrás de todo esto son los Kerry?

—Evidentemente, querido. ElBímini empezó a navegar hace nueveaños y revisando su historial y el rolde embarque he podido comprobarque los Kerry han realizado casisesenta viajes, lo cual significa quehan tenido la posibilidad de sacar delos Estados Unidos casi milquinientas toneladas de oro sin pagarimpuestos.

El asturiano agitó la cabeza unay otra vez al tiempo que dejabaescapar un leve silbido con el quepretendía demostrar la intensidad desu admiración.

—¡Joder! ¿Y además el barcogenera beneficios?

—Una media de ochocientosmil dólares por viaje dependiendo delas ganancias de las «tragaperras» yel casino.

—¿También para los Kerry?—Eso ya no lo sé, pero supongo

que una buena parte sí.—¿Y esa es la misma Lady

Potemkin que fracasó como actriz?—se sorprendió el asturiano—.Deberían darle un Óscar.

—Y a su marido, al capitán, ysupongo que incluso al filipino,

aunque con respecto a él no estoyseguro e imagino que Mortimertampoco lo estaba.

—Pero sí estaba seguro de losotros tres y por lo que veo prefiriódejar que continuaran defraudando aHacienda.

El comentario no había sido delagrado de quien al parecer seguíaexperimentando un gran afecto por suexprimer oficial, ya que trasencogerse de hombros replicó conacritud:

—No debes juzgar a quien noquiso beneficiarse y debía medir muy

bien las consecuencias de sus actos.Tal vez le preocupaba la seguridadde su familia, sin olvidar que somosmayoría los que opinamos queHacienda abusa tanto de los pobresen beneficio de los ricos queengañarla no constituye un delito,sino un deber. Sin duda le divertíaser testigo de lo que estabasucediendo, y de cómo tanto la CIAcomo la DEA continuabanpersiguiendo fantasmas mexicanos.Te hubiera encantado conocerle.Atado a un ancla y advirtiendo cómoel agua amenazaba con ir

ascendiendo y arrastrarle a medidaque la velocidad del barcoaumentaba, el asturiano decidió quesi algún día llegaba a conocer aquien había propiciado que seencontrara en tan angustiosasituación, le rompería la nariz de unpuñetazo.

Distinguió por primera vez eldestello del faro de la punta sur de laisla y comprendió que el tiempoapremiaba, por lo que extrajo de lamochila una boya de unos diezcentímetros de diámetro que pendíade una cadena que hizo pasar por el

ojo del ancla afirmándola con unmosquetón.

El panameño le había señaladoque cuando se sumergiera, ycualquiera que fuera la profundidad aque se encontrara, emitiría cada dosdías una corta señal de radio en unalongitud de onda poco frecuente, porlo que quien no dispusiera de unosdatos muy precisos jamásconseguiría localizarla.

Había llegado el momento dedesprender el ancla y lo primero quetuvo que hacer fue retirar la argollaen forma de espiral que atravesaba el

extremo del perno del grillete y queevitaba que se aflojara a causa de lavibración. Constituía una pieza clavea la hora de mantener el ancla en susitio, debido a que el tornillo seencontraba muy bien engrasado conel fin de facilitar un rápido ysilencioso cambio en mitad de lanoche.

Buscó en la mochila unapalanca que se ató a la muñeca, laajustó en el hueco del otro extremodel perno, y tuvo que emplear todassus fuerzas con el fin de conseguirque se desplazara un tercio de vuelta

de rosca.Lanzó un sonoro resoplido,

porque el Bímini estaba a punto dealcanzar el extremo sur de la isla,pronto comenzaría a virar a baborcon el fin de adentrarse en aguasprofundas enfilando hacia las islasCaimán, y «su mejor amigo» le habíaadvertido de que la torre del faromarcaba el punto de no retorno.

—El ancla tiene que caer aponiente del faro… —le dijo—. Sicae a levante, tan solo servirá paraque algún pulpo pueda tener unabonita casa.

Volvió a insertar la palanca enel hueco del perno, volvió a echarmano de todas sus fuerzas y volvió aconseguir idéntico resultado, pero altercer intento le fallaron las piernas,resbaló y se quedó colgando a puntode quebrarse el espinazo.

Empezaba a sentirse agotado;física y anímicamente agotado.

Jamás debería haber aceptadoaquel trabajo.

¡Jamás!¿A quién se le había pasado por

la mente que un hombre de apenassetenta kilos pudiera enfrentarse a un

ancla de más de veinte mil, en mitaddel mar y en plena noche?

¿A quién?A un loco hijo de puta que en

aquellos momentos estaría cenandoen la cubierta siete preguntándose si«su mejor amigo» se habríaconvertido ya en comida para peces.

Se repuso, iluminó el extremodel perno, advirtió que apenas habíaconseguido desenroscar una cuartaparte y fue entonces cuandodescubrió que el ancla disponía deun esqueleto de acero a cuyoalrededor se había fundido el oro, ya

que de otro modo el arco de sujeciónse habría partido.

Quienquiera que realizara aqueltrabajo conocía bien su oficio.

El faro se encontraba ya amenos de una milla de distancia.

Utilizó una vez más la palanca,se colgó de ella y consiguió un nuevotercio de vuelta.

Al pie del faro y a poco más dequinientos metros mar afuera, la luzde una pequeña embarcación titilórepetidas veces, y asintió con lacabeza confiando en que quienes seencontraban a bordo vieran su

linterna y comprendieran que aúnseguía a bordo.

El tiempo se agotaba, el anclano se movía de su sitio y la naveestaba a punto de entrar en aguasdemasiado profundas.

Hizo un postrer esfuerzolanzando un grito de rabia y lapalanca se partió.

¡Dios bendito!¡Tanto esfuerzo para nada!Tanto esfuerzo para conseguir

que una inmensa fortuna acabara amiles de metros de profundidad o alllegar a su destino sus dueños

comprendieran que la habían estadomanipulando.

Maldijo su suerte.La maldijo mil veces, pero

comprendió que había perdido lapartida, se desprendió de la mochila,cortó el cabo y se dejó caerempleando las pocas fuerzas que lequedaban en alejarse de las hélices.

Cuando se sintió seguro, sedetuvo a observar cómo las luces delBímini se perdían de vista en ladistancia.

Transcurrieron varios minutoshasta que escuchó el ruido de un

motor, una embarcación se aproximó,le tendieron una escalerilla, leayudaron a subir y se dejó caer sobrecubierta.

—¿Cómo estás?Le alarmó el sonido de la voz.—¿Qué hacéis vosotras aquí?

—inquirió desconcertado.—Ulises nos pidió que te

recogiéramos, pero no quisimosdecírtelo sabiendo que te opondrías—replicó Laura con absolutanaturalidad—. ¿Cómo ha ido…?

—¡Fatal!

EPÍLOGO

Cuando el uniformado porterofranqueó la entrada hizo su apariciónuna mujer a la que podríaconsiderarse una auténtica«aparición» dado que iba vestida,calzada, peinada y maquillada comola más deslumbrante de lasincontables estrellas que habíanfrecuentado el exclusivo restaurantea lo largo de casi cincuenta años.

Tanto fue así que Amanda Kerryno pudo por menos que comentar:

—¡Fíjate en esa chica, cariño!

¡Qué prodigio! En tus buenos tiemposya estarías ofreciéndole un contratoantes de que cualquiera de estosmentecatos se adelantara.

—No estoy de humor.—Lo que estás es viejo. Esos

reprimidos babean pero no seatreven a abordarla porque no sonauténticos productores sino estúpidosejecutivos incapaces de distinguir auna estrella ni con el telescopio deMonte Palomar. Recuerdo que…

Se interrumpió debido a que,tras dirigir una rápida ojeada a losrestantes comensales, la

deslumbrante criatura se habíaencaminado directamente hacia ellosy, tomando asiento al otro lado de lamesa, inquirió con absolutodesparpajo y un acento que sonaba aruso:

—¡Buenos días! ¿Los señoresKerry?

—Los mismos.—Encantada de conocerles…

He venido a proponerles queproduzcan una gran película,¡grandiosa diría yo!, cuyo argumentogira en torno a un crucero al quedurante un viaje por el Caribe,

concretamente en el trayecto quesepara las islas de Cozumel y GranCaimán, se le desprende un ancla ytan solo unos pocos saben adónde haido a parar… —Alzó con estudiadadelicadeza la mano al tiempo quemostraba su perfecta dentadura enuna deslumbrante sonrisa al inquirircon fingida inocencia—: ¿Lesinteresa?

A Amanda Kerry se le cayó eltenedor, que rebotó contra el plato,pero cuando un solícito camarero seaproximó, no se sabía muy bien sipara reponer el cubierto o rogarle a

la intrusa que no molestara a tandistinguidos clientes habituales , elimperturbable Sam Kerry le hizo unimperativo gesto con el fin de que sealejara al tiempo que comentaba conestudiada naturalidad:

—El argumento es muy originaly parece interesante.

—¡Apasionante más bien, diríayo!

—Es posible… ¿Cuáles seríanlas condiciones?

—Transferir a una cuenta suizaseiscientos millones, lo cual significauna rebaja del cincuenta por ciento

del valor del ancla, en cuyo casorecibirían las coordenadas quemarcan el punto exacto en que seencuentra. Está bastante profunda,pero nos consta que ustedes tienenmucha experiencia en anclas.

—Podríamos pensarlo… —Elproductor se volvió a su esposa conel fin de inquirir—: ¿Estás deacuerdo, cariño?

—Lo que tú digas, cielo… —fue la inmediata respuesta—. De estetipo de asuntos entiendes más que yo.—Se dirigió a la intrusa y preguntó—: ¿Alguna otra condición?

La desenvuelta Bambi pareciópensárselo con especialdetenimiento, dirigió una discretamirada a su alrededor como paracerciorarse de que nadie escuchaba yal fin comentó en el tono de quien nole da importancia al tema:

—Se me ocurre que lógicamenteese barco no continuará dedicándosea lo mismo, visto que ya hadefraudado al fisco casi cien milmillones de dólares… —Recalcómucho las palabras exagerando suacento ruso al añadir—: Quizá hallegado el momento de donárselo a la

Cruz Roja con el fin de que loconvierta en hospital en Haití, lo cualsería muy de agradecer, pues esedesgraciado país está pasando pormuy malos momentos.

Ahora fue Amanda Kerry la querespondió:

—También podríamospensarlo… ¿Estás de acuerdo,cariño?

—Depende de lo querecibiéramos a cambio.

—Nada.—¿Nada?—Nada. Es decir, silencio

absoluto.—¿Absoluto?—Absoluto; un silencio que

evitaría que mucha gente acabarapasando el resto de su vida en lacárcel, porque tengo entendido que alfisco de este país no le gusta que letomen el pelo.

—¿Y cuáles serían lasgarantías?

—Ninguna.—Pocas son.—Lo admito, pero usted tiene

fama de ser el productor que másdinero ha arriesgado en películas que

no ofrecían garantías y es cosasabida que la mayoría de las vecesacertó… —La descarada muchachase golpeó levemente la nariz alañadir—: Utilice su famoso olfatopara los negocios y determine si nospueden interesar más seiscientosmillones libres de impuestos y noabrir la boca, a contar lo quesabemos a riesgo de cabrear a unmontón de gente que tal vez noresistiría la tentación de buscarnoscon el fin de tomar represalias.

—En el mundo del cine enocasiones el olfato no basta —fue la

meditada respuesta de Sam Kerry—.Hay que contar con un buen guion,seleccionar a los actores, conocer aldirector y…

—El guion es bueno, puesto quelo escribió usted mismo… —leinterrumpió con su habitualdesparpajo su oponente—. Llevatreinta años casado con la actrizprincipal y nuestro director ha sabidodesentrañar la innegable complejidaddel argumento… ¿Qué más quiere?

Lady Potemkin, que laescuchaba ciertamente admirada, nopudo por menos que exclamar con

sincero entusiasmo:—¡Resultas inaudita, querida!

¡Qué forma de moverte y expresarte!¿Nunca te ha interesado hacer cine?Te sobran cualidades y ese acentoruso te queda perfecto.

—También puedo hablar conacento italiano, francés, español,alemán, sueco e incluso noruego,pero no he venido a escucharalabanzas, sino a cerrar unacuerdo… —Colocó sobre el mantelun pequeño trozo de papel al tiempoque se ponía en pie y les dedicaba denuevo una deslumbrante sonrisa—.

Si ingresan ese dinero, podrándormir tranquilos el resto de susvidas; de lo contrario, tendrán queexplicar la auténtica razón de susviajes a las islas Caimán, puesto quea su gobierno no le costará recuperaresa ancla en cuanto sepa dónde seencuentra exactamente. —Se tocó denuevo la punta de la nariz mientrasles guiñaba un ojo con picardía—.¿Qué les dicta su olfato?

Se alejó seguida por lasmiradas de la mayoría de lospresentes y en cuanto hubodesaparecido Amanda Kerry

comentó:—¡Qué encanto de criatura!

Nunca había conocido a unachantajista tan fascinante.

—Recuerda que son mujerescomo ella las que consiguen quegenerales de cuatro estrellas ydirectores de la CIA se queden conel culo al aire.

—Si se quedan con el culo alaire es porque previamente se hanbajado los pantalones, querido. ¿Quéte dicta tu olfato?

—Que el mundo del cine nocontará con una nueva estrella y el

Bímini acabará sus días en Haití.—Lo voy a echar de menos.—Más vale echar de menos un

barco que todo lo demás —fue ellógico comentario de quien indicabacon un gesto cuanto le rodeaba—. Yadmitirás que todo lo demás esmucho.

—Mucho, querido… —AmandaKerry acarició amorosamente lamano del hombre con quiencompartía la vida hacía ya tresdécadas y tras contemplar el techo unlargo rato señaló—: Me vienen a lamente un montón de preguntas, pero

hay una que me preocupaespecialmente… ¿Cómo diablosvamos a recuperar el ancla?

—¡Olvídate de ella, pequeña!No es más que un ancla.

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270 y siguientesdel Código Penal)Diríjase a CEDRO (Centro Españolde Derechos Reprográficos)si necesita reproducir algúnfragmento de esta obra.Puede contactar con CEDRO a travésde la web www.conlicencia.como por teléfono en el 91 702 19 70 /93 272 04 47© de la imagen de la portada, FelixTitling/Shutterstock© Desaladoras AVF, S. L., 2013© Ediciones Planeta Madrid, S. A.,2013

Ediciones Martínez Roca es un selloeditorial de Ediciones PlanetaMadrid, S. A.Paseo de Recoletos, 4, 28001Madrid (España)www.planetadelibros.comPrimera edición en libro electrónico(epub): marzo de 2013ISBN: 978-84-270-3994-0 (epub)Conversión a libro electrónico: J. A.Diseño Editorial, S. L.