Necroerrantes.

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LUIS ALBERTO ZOVICH NECROERRANTES

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de Luis Alberto Zovich

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LUIS ALBERTO ZOVICH

NECROERRANTES

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saga

ARROYO DE LOS AMANTES

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Del mismo autor

en la misma sagaSECTA DEL OLVIDO

TIGRES BAJO LA LLUVIA

PÁJAROS DE FUEGO

en poesíaTEORÍA DEL AMOR

EL LIBRO DE LOS MUERTOS DE AMOR

otrosMITOLOGÍA GUARANÍ

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NECROERRANTES

LUIS ALBERTO ZOVICH

con dibujos deJUAN MANUEL DO SANTOS

Clan Destino

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Luis Alberto ZovichNecroerrantes

Literatura argentinaCiento diez páginasVeinte por once centímetros

Dibujos | Juan Manuel Do Santos

Contacto con el autor | [email protected]

Contacto editorial | [email protected] www.editorialclandestino.blogspot.com

Primera edición | 2014Mil ejemplares

Edición independienteImpreso en Argentina

Código de registro en Safe Creative | 1503243616049

Esta obra es publicada bajo licencia Creative Commons Atribución–NoComercial–CompartirIgual 4.0 Internacional

Zovich, Luis AlbertoNecroerrantes. – 1a ed. – Posadas: el autor, 2014.110 p. ; 20x11 cm.

ISBN 978–987–33–5602–5

1. Narrativa Argentina. 2. Novela de Terror. I. TítuloCDD A861

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NECROERRANTES

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A la memoria de Antonio y Pedro Zovich.

Ambos sabían mucho de conjuros y rituales secretos,

de cruces de caminos y de noches de luna muerta.

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Agradezco a

Juan Manuel Do Santos, por sus extraordinarias ilustraciones;

mi hija Abigail por su dedicación, imprescindible,

como siempre;

Leandro Gimenez, por su acompañamiento y

colaboración.

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El Libro Tibetano de los Muertos afirma

que el verdadero terror emana de las proyec-

ciones de la mente de los muertos, que no

pueden encontrar el portal, el camino a la

luz. El verdadero terror es permanecer no

muerto, en el séptimo bardo. Indefectible-

mente descenderás el último escalón, al oc-

tavo bardo.

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Cada bestia nombrada y descripta en ésta

historia existe, y existió, y existirá siempre.

Cada bestia descripta pertenece al consiente

colectivo, pertenece a este mundo, aun aleja-

das en tiempo y distancia, cada una de ellas

está grabada en los genes de la humanidad.

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nuestras almas, en cada rama, en cada hoja,

en cada una de las delgadas cañas que asfi-

xiaban el sendero, quedaban parte de nues-

tros genes, fertilizando el bosque. Tal vez re-

naceríamos algún día para ser jungla.

Pronto el sendero se desvaneció en medio

de la nada, en medio del todo, entre hele-

chos y ramas, y la selva nos fue absorbiendo,

nos fue quitando el aliento, nos fuimos per-

diendo en lo profundo y sombrío del mon-

te.

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Aquel amanecer quedó grabado en nues-

tras almas, el sol asomándose entre lomas y

palmeras, el río turbulento y la embarcación

luchando corriente arriba. Un horizonte en-

tre rojo y negro, entre luces y sombras, entre

pájaros y nubes. Algunos pescadores en la

orilla, los biguás y esa roja correntada arras-

trando partes del Amazonas y el Mato Gro-

so, arrastrando parte del ADN mitocondrial

de Sud América.

Un espigón de piedras hacía las veces de

atracadero para botes y canoas, y formaba

una bahía.

El pueblo era pequeño y sus calles no eran

calles, eran anchas avenidas cubiertas de cés-

ped y en medio un estrecho senderito polvo-

riento, y unas pocas casas. Al otro lado de la

isla había otro pueblo aún más pequeño y

perdido.

Tardamos más de una hora en llegar al lu-

gar, en un viejo carro tirado por caballos,

recorrimos unos quince kilómetros por el

camino que atravesaba la isla. A medida que

avanzábamos, el monte se hacía más cerrado

y el camino se tornaba más estrecho, se

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asemejaba a un túnel. El carro fue el único

medio que conseguimos para llegar al cora-

zón de la isla.

Los árboles nos parecieron infinitamente

altos. El follaje del sotobosque era una ur-

dimbre inexpugnable y tenebrosa, donde el

canto de los pájaros yacía herido por los au-

llidos y rugidos de monos y bestias ocultas

entre las sombras.

Nadia y Pepe no se atrevieron a dar

un solo paso por el angosto sendero. Deci-

dieron quedarse en el camino, a la espera de

que alguien pase y los lleve de regreso. Nun-

ca más nos volvimos a ver.

A las diez de la mañana nos internamos

en el monte, el rengo Ernesto, Joseph, Anas-

tasio y yo. Habíamos planificado con cuida-

do ese día en la isla, cada uno llevaba su pro-

pia mochila, agua y comida, además lleva-

mos una carpa, machetes, cuchillos.

Inicialmente avanzamos a buen ritmo y

con relativo optimismo, a pesar del temor

que nos causaban los aullidos.

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—Tranquilos —dijo Anastasio—, son mo-

nos carayá y aúllan porque esa es su natura-

leza, no hay porque tener miedo.

Pero los aullidos estremecían el monte,

sonaban como mil jaguaretés furiosos, ru-

gían como mil bestias infernales. Retumba-

ban como si la selva fuese un gigantesco y

vacío túnel. Nos sentíamos desamparados,

desnudos y solos. Con el alma temblando y

en medio de un sendero desconocido.

Luego de caminar unos cuarenta y cinco

minutos, todo se tornó aún más difícil, la ve-

getación cada vez más espesa hacía que la bó-

veda del monte ocultara completamente el

cielo. A medida que avanzábamos bajaba

notablemente la temperatura, y el trillo se

desdibujaba de a poco, cada vez más cerra-

do, cada vez menos camino, más yuyos, más

ramas espinosas, más hojas filosas, más asfi-

xiante, y por sobre todo, el constante y en-

sordecedor aullido de los carayá.

Perdimos el sendero, en pocos minutos

perdimos el rumbo y el sol. Caminábamos

lentamente, abriéndonos paso a fuerza de

machete.

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Llegamos a un claro donde hicimos el pri-

mer hallazgo atemorizante, allí pendían de

los árboles varios esqueletos humanos y de

otras bestias difíciles de identificar. Nos pre-

guntábamos qué clase de santuario era ese,

los huesos lucían blancos y limpios, correc-

tamente armados, atados con fibras vegeta-

les. Inquietante y tenebrosa escena montada

por los Coleccionistas de Huesos.

—Mejor nos alejamos, no quisiera termi-

nar así —dijo Anastasio—. Con estos no se

meten ni las Bestias Demoledoras.

«Quisiera estar del otro lado del río —pen-

sé—, estar en un lugar soleado y a mil kilóme-

tros de aquí».

Un frío intenso corrió por mis venas,

arrastrando todo el miedo que me invadía

hacia el centro de mi corazón.

Temblando como hojas en la tormenta,

buscamos alejarnos del lugar.

Profundamente consternados, asustados

hasta lo inimaginable avanzamos lentamen-

te, sin usar los machetes y sin noción de ha-

cia dónde nos dirigíamos.

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«¿Porqué vine? ¿Porqué me metí en esto?»,

recé mientras caminaba, rogué mientras

temblaba.

Ernesto y Joseph se echaron varios tragos

de licor, trataban de soportar el temor, tratá-

bamos de huir, de alejarnos de ese pequeño

infierno que nos atemorizaba tanto. Intenté

pensar en cómo zafar de esa situación, pero

mi cerebro era una especie de remolino con-

fuso y atormentado, en estado de pánico y

desesperación

«Sea cual fuere el miedo o el terror que

puedan asaltarte en el bardo de la realidad

esencial, no olvides estas palabras —resona-

ba en mi mente—. No temas a estas tinie-

blas», repetía mi cerebro, sin que mi con-

ciencia alcanzara a comprender absoluta-

mente nada.

Seguimos avanzando a ciegas, poseídos

por el miedo, empujando el follaje con el

cuerpo, tratando de alejarnos de ese nefasto

lugar, avanzamos destrozándonos la ropa y

la piel contra las garras vegetales del monte,

avanzamos con nuestras mentes adormeci-

das, sin sentir nada, nada más que miedo,

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avanzamos desesperados en medio del es-

truendo constante de rugidos de bestias y

aullidos de los carayá, casi a tientas en la se-

mipenumbra del monte.

Luego de recorrer unos cien metros di-

mos con algo que jamás hubiéramos imagi-

nado.

Ante nosotros un puente colgante pendía

de cables que se internaban en la selva, supu-

simos que estaban amarrados a los árboles a

cada lado del precipicio que cortaba y divi-

día la selva. Allí la luz era intensa, todavía

brillaba el sol, sobre el profundo abismo que

se perdía en el horizonte de este a oeste. El

sol iluminaba casi la mitad de la profundi-

dad del barranco, de unos ciento cincuenta

metros. En el fondo corría un arroyito ser-

penteante entre rocas y matorrales, y la luz

reflejaba ese ínfimo hilo de agua.

El puente, estrechísimo y blanco, parecía

frágil y etéreo. Pero sin dudar y sin pensar, y

acuciados por el espanto, caminamos presu-

rosos, aterrados, inhalando grandes bocana-

das de aire, tratando de librarnos del ahogo

que nos producía la selva. Ernesto había

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perdido momentáneamente la cojera. Jo-

seph tomado de las barandas avanzó al trote,

parecía no dudar, buscando llegar al otro la-

do.

—¡Paren, paren! —gritó Anastasio, con su

habitual tranquilidad y su voz aguardento-

sa—. Aquí nos quedamos por ahora, primero

porque del otro lado está demasiado oscuro

y además aquí estaremos relativamente más

seguros, el puente es estrecho y nos pode-

mos defender mejor si nos atacan los Colec-

cionistas de Huesos o los Ladrones de Piel,

los cuatro tenemos machetes, y espalda con

espalda, dos para cada lado, tal vez poda-

mos... —no alcanzó a terminar la frase, se

distrajo con la inmensa bandada de jotes

que oscurecían el día, literalmente tapaban

el sol, contra el rojo del atardecer se recorta-

ban las aladas siluetas, confundiéndose con

el horizonte, fundiéndose en el paisaje, ár-

boles y buitres, hojas y plumas negras, garras

y picos acechando desde el cielo.

«El sol bajó muy rápido —pensé—, apenas

caminamos unas dos horas, tomamos el sen-

dero a media mañana, algo pasó, algo no

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está bien». En esos escasos instantes de clari-

dad en mi mente, surgían dudas, interrogan-

tes, faltaban unas siete horas de luz, faltaba

una parte del día, algo no encajaba. Subrep-

ticiamente había llegado la noche, oscura

noche. Denso velo, tendido sobre mi espíri-

tu quebrado que se hundía poco a poco en

las entrañas de la isla.

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Eran seres fantasmales, sus túnicas grises y

desgarradas, y sus rostros deformados, páli-

dos y sangrantes, sus ojos inyectados pare-

cían lunas inundadas por una riada berme-

lha y espesa, paralizaban de miedo, y sus ma-

nos eran garras filosas, reptilianas.

Flotaban en la niebla, volaban sobre el

puente, gritaban como sapos en el vientre de

una serpiente, sus dientes rechinaban tan

fuerte que tapaban el ruido ensordecedor de

los aullidos y rugidos de las bestias en la no-

che.

—¡No teman! —gritó Anastasio—. El puen-

te es zona sagrada. ¡No se atreverán! —sen-

tenció mientras las señalaba. Las Viejas del

Agua revoloteaban henchidas de ira, tratan-

do de hacernos abandonar el puente— ¡No

las miren! ¡En la luz del sol, piensen en la luz

del sol! —dijo el sepulturero con firmeza—.

La niebla se disipará, vendrá el viento del

oeste y ellas huirán a ocultarse en los abis-

mos del abismo.

Cada vez que soplaba el viento, el terror se

atenuaba, el viento del oeste espantaba a las

Viejas del Agua, y el aullido de las bestias se

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parecía más a un llanto aletargado y lejano.

Nunca cerramos los ojos esa larga noche,

nunca bajamos la guardia, el temor a las Vie-

jas del Agua y a los Ladrones de Piel, nos

mantuvo despiertos y en vilo. Sabíamos, por

Anastasio, que los Ladrones de Piel desolla-

ban a sus víctimas mientras dormían, y en

complicidad con las Viejas del Agua que es-

peraban su turno para quitarles los ojos.

Además nos preocupaban y aterrorizaban

sobre manera, los Coleccionistas de Huesos.

Mientras nos mantuviéramos en el puen-

te estaríamos a salvo de las Viejas del Agua.

Amanecía y los primeros rayos de sol cu-

brían el barranco con un cálido resplandor,

aunque el monte permanecía en la oscuri-

dad. Continuaban los aullidos de los carayá

y el rugir de bestias ocultas. En la profundi-

dad del abismo, los jotes acicalaban su plu-

maje, ellos reinaban allí en esa tierra de som-

bras.

—Me parece que vamos a tener que correr

—gritó Ernesto, al tiempo que pasaba por so-

bre la carpa, desde la selva se veían venir tres

hombres pájaro.

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—Son los Coleccionistas de Huesos –dijo

Anastasio. Tenían piernas humanas cubier-

tas de plumaje, así como el torso, sus cabezas

eran una especie de cráneo humano con un

grotesco pico de tucán, los brazos empluma-

dos hacían las veces de alas y en la punta de

las coyunturas asomaban sus manos, como

garras.

Corrimos por el puente muertos de mie-

do en dirección al otro lado, ese lado desco-

nocido y temido.

«Me da lo mismo —pensé—. ¿Qué tanto

más peligroso podría ser el otro lado? Qué

tanta más oscuridad? ¿Cuántos demonios

más despertarían en el monte y en mi men-

te? ¿Cuántos demonios más tendría el demo-

nio en ese infierno oscuro y húmedo?»

Ernesto arrastraba su pata dura, pero pa-

recía flotar, su renguera no le impedía correr

delante nuestro, machete en mano y sin mi-

rar atrás.

A pocos metros de abandonar el puente,

el sendero desapareció, tornándose en mon-

te cerrado. Los hombres pájaro levantaron

vuelo arrojándose del puente y volvieron a

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su territorio, emitiendo agudos graznidos.

Los vi sobrevolar el abismo, cual ángeles ne-

gros.

No pude entender porque si el sol brilla-

ba en las alturas del barranco, la selva perma-

necía subsumida en la más profunda oscuri-

dad.

Anastasio y Joseph marchaban delante, a

machetazos, abriendo una pequeña y efíme-

ra hendidura en el sotobosque, sin rumbo y

sin esperanzas. Hendidura en el abismo,

hendidura en el infinito, multiverso hendi-

do, corazones en la oscuridad, corazones

perdidos en el corazón del abismo.

—El abismo no debería estar allí —deduje.

Está por debajo del nivel del río. El abismo

incrustado como piedras en mi alma, el río

arrastrando esas piedras por mis venas, azo-

tando mi corazón sin tregua, cual oscura tor-

menta. Inexplicable grieta del tiempo, reino

de buitres y bestias no muertas, guarida de

las Viejas del Agua.

—¿Por qué no está inundado? ¿Por qué no

es un brazo del río? ¿Adónde desemboca el

arroyito que corre allá abajo?

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—El abismo es el vórtice en sí mismo, es su

corazón, es el corazón de la isla, y no me pre-

guntes como lo sé —contestó Anastasio.

Ya estaba acostumbrado a esos aullidos y

rugidos de monos y bestias desconocidas.

Concierto infame y abrumador que invadía

el monte y la mente. Oscuridad en la oscuri-

dad; miedo en el miedo, almas desnudas y

perdidas en un mundo perdido, en una isla

perdida.

—Está aclarando —dijo el sepulturero A-

nastasio, y los demás lo miramos sorprendi-

dos, pues, si eso que aseguraba era cierto, no

lo parecía, Ernesto, Joseph y yo nos compor-

tábamos como ciegos, avanzábamos a tien-

tas, raspándonos, lastimándonos las heridas

una y otra vez, heridas sobre heridas, con ca-

da espina, con cada filosa hoja que nos roza-

ba. Anastasio nos condujo por un sendero

que solo él veía. Trataba de entender porqué

razón él podía ver en la oscuridad, qué extra-

ña capacidad ocultaba, qué poder había ad-

quirido en tantos años de enterrador en el

Cementerio de los Malditos.

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Las bestias dejaron de aullar repentina-

mente, insectos y pájaros también hicieron

silencio, un profundo silencio. Sentí el frío

del monte correr por mis venas, abatiendo

mi voluntad, hundiéndome en el miedo.

Una mortecina claridad se hizo en el

monte.

—Aquí comienza el camino —dijo nuestro

guía, y vimos un sendero, un sinuoso y oscu-

ro túnel, apenas atravesado por penumbras

ociosas, que no terminaban de convertirse

en oscuridad.

Caminamos un largo y sediento rato,

abrumados por el miedo que nos producía

ese extraño y silencioso mundo. Sin agua,

sin comida, sin nada, solamente nos queda-

ban los machetes, pues habíamos abandona-

do todo en la huida en el puente.

Unas dos horas después escuchamos un

murmullo en medio de la nada, en medio

del silencio. Una especie de rezo apagado, la

plegaria fue creciendo a medida que avanzá-

bamos. Una extraña liturgia de voces roncas

que crecía a medida que nos acercábamos.

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A unos treinta metros delante nuestro, se

recortaba un grupo de siluetas grotescas en

semicírculo, en lo que parecía un lugar de ce-

remonias, cinco montículos de piedra mar-

caban las cinco puntas de una estrella. Late

Rigel en la inmensidad, traccionada por Le-

gir su binaria negativa, gemelas, en univer-

sos paralelos.

—Estrella que absorbes la luz y nos robas el

amanecer. Te ofrecemos la oscuridad de esta

sangre. Estrellas en cruce de estrellas, bina-

rias de dos universos, imploramos vuestra

protección, ne zap somecnacsed —imploraba

una voz suave y firme en medio de ese extra-

ño ritual, esa silueta femenina arrodillada

sobre lo que parecía un altar, seres entre ti-

nieblas, sombras entre las sombras.

—ne atse lardetac ed soseuh & sarbmos, ednod

sol sogeuf on nedra, ednod sal saitseb narolpmi

nódrep, ednod sol soír on nerroc & nallua sol

secep, somarolpmi revlov a ut odnum —rogaba la

sacerdotisa, y un grupo de seres amorfos, en

el centro de la estrella. El lugar se encontra-

ba justo en medio de las sombras en medio

del monte, en medio del miedo.

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Una multitud de seres entre sombras se

apiñaba a cada lado de los dos caminos en

actitud reverencial.

—ufuK, roñes ed al etreum, onamreh ed sirisO

somagor ut nódrep —repetían al unísono los

Necroerrantes entre tinieblas.

—sirisO soid ed sol on sotreum, somagor ut

nódrep —repetían la sacerdotisa y sus asisten-

tes.

—Alivia nuestra condena, quítanos del

séptimo bardo —imploraba sola la mujer.

—etavell sal saitseb salevleuved la ovatco odrab

—repetía una y otra vez la multitud.

No creo poder describir con certeza lo

que vimos, el aspecto grotesco y fantasmal

de esos humanoides.

Solo diré que sus cuerpos estaban cubier-

tos de piel, de piel de otros animales. Restos,

tiras de pieles de ranas, serpientes, peces,

monos, perros, tatúes y otros animales. To-

do cosido, cosido a la carne de los Necro-

errantes, con fibras vegetales. Uno de ellos

giró la cabeza y me miró con sus ojos de lobo

de crin, cosidos a las cuencas.

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Ernesto y Joseph huyeron espantados y

sin soltar los machetes, ese largo brazo de

acero que nos defendía de todo mal, huye-

ron por el mismo camino que habíamos lle-

gado. Yo no pude, dicen que el miedo parali-

za, ciertamente, me quedé allí, inmóvil, tra-

tando de mover al menos un dedo, tratando

de entender lo que nos estaba ocurriendo.

La mujer cortó con sus colmillos el pes-

cuezo de un gallo negro. De rodillas sobre la

mesa de sacrificios, dejó correr la sangre de

su víctima por las canaletas talladas en la

piedra ligeramente inclinada hacia el este, y

vi formarse la figura de un ángel caído,

mientras repetían el conjuro.

—Están preparando un veneno que man-

tiene alejadas a las bestias Demoledoras de

Huesos —susurró Anastasio.

Mientras el cuerpo del gallo se retorcía en

las garras de la sacerdotisa, giré la vista hacia

donde estaba mi amigo y pude ver entonces,

su verdadera naturaleza, Anastasio también

era un Necroerrante.

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A pesar de las penumbras, mi vista se ha-

cía cada vez más aguda, podía ver con clari-

dad la cara de la sacerdotisa, sus ojos, frente y

pómulos eran de anaconda, la nariz, la boca

y el mentón eran el hocico de un jaguareté.

Sobre la cabeza y a modo de cabellera, lleva-

ba el plumaje de una arara roja. En su cuer-

po se repartían partes de pieles de serpiente,

yacaré y pájaros. Sus brazos y sus filosas ga-

rras eran de jaguareté, igual que sus pies y sus

piernas. Los demás también presentaban ese

rejunte cosido a la carne, la misma mortaja

infame a modo de piel, incluyendo a mi ami-

go Anastasio, el sepulturero, a quién recono-

cí por su voz, tenía cosida sobre sus hombros

una inmensa cabeza de dorado, su torso esta-

ba cubierto por una piel que parecía de cabra

y sus piernas y pies emplumados con plumas

de buitre.

Un animal volador descendió sobre la

piedra de sacrificios. Solo sé que no era ni

murciélago ni pájaro, más bien diría que era

una gárgola. Apoyó su dedo–garra índice iz-

quierdo sobre la sangre y se lo llevó a la boca,

la saboreó unos eternos segundos y luego

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miró a la sacerdotisa, asintió con la cabeza y

alzó vuelo, perdiéndose entre la niebla. Un

rayo iluminó el sotobosque y luego varios

más, los Necroerrantes terminaron abrupta-

mente el ritual y corrieron a ocultarse den-

tro de los árboles huecos, tapando las entra-

das con cortezas de otros árboles.

Anastasio me tomó de un brazo, con su

garra derecha de lobizón, y prácticamente

me arrastró dentro de su árbol.

—Se aproxima la lluvia —me dijo angustia-

do—. Cada vez que llueve se abren los porta-

les del bardo y pasan por allí toda clase de

bestias y demonios, las Viejas del Agua, las

bestias Demoledoras de Huesos, los Decapi-

tadores, los Ladrones de Piel y muchos más,

y vienen a robarnos los ojos que hemos coci-

do a nuestras cuencas, y los Ladrones de Piel

llegan a despojarnos de los despojos que ro-

bamos y otra vez volvemos a perder el alma

que ya perdimos y una vez más debemos ca-

zar animales para quitarles el cuero. Úntate

barro sobre las heridas para que no olfateen

tu sangre, serías una presa muy codiciada pa-

ra todos —me dijo y sus palabras golpearon

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mi conciencia adormecida, hundida en la

oscuridad del monte.

«Estás vivo» resonaba en mi mente algo

que subrepticiamente había olvidado, recor-

darlo aceleraba mi corazón.

La lluvia se desató furiosa, sobre el mon-

te. Por las grietas de la corteza, podía ver a las

Viejas del Agua merodeando en el sotobos-

que, las vi revolotear buscando nuestros

ojos, nuestras cuencas para vaciarlas. Pude

ver también a los Ladrones de Piel. Surgie-

ron de la lluvia, literalmente, eran seres del-

gados y muy altos. No tenían piel, eran seres

desollados, rojos sangre, se les veía cada mús-

culo, cada tendón, cada vena. Las uñas eran

muy largas, parecían bisturíes filosos, corta-

ban con solo apoyarlas.

Caminaban lentamente revisando cada

mata, cada hueco, cada tronco. Escuché a

los Necroerrantes murmurar un ruego, un

conjuro ancestral, infinitamente antiguo.

Mi amigo, el sepulturero, temblaba tras la

corteza y rezaba.

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—soid ed sol on sotreum, seroñes led on odnum,

najetorp sim sotser, nehcucse im ogeur, nejela a al

atceS led odivlO.

Al abrumador sonido de la lluvia se agre-

gaban los ruegos, y el aullido de los monos,

que volvían a inundar el monte, rugían y ru-

gían, feroces, intentando espantar el espan-

to.

Permanecimos ocultos una especie de pe-

queña eternidad, hasta que la lluvia cesó, y

las hordas de Viejas del Agua y de Ladrones

de Piel volvieron al octavo bardo donde mo-

ran esos también no muertos.

Por todo el monte vi Necroerrantes tan-

teando a ciegas, las Viejas del Agua les ha-

bían sacado los ojos, muchos de ellos esta-

ban desollados, maldiciendo, balbuceando.

Ninguno sangraba, ninguno sentía dolor.

Los Ladrones de Piel se habían robado cien-

tos de rejuntes, habían descosido y desgarra-

do sin piedad.

La selva continuaba en tinieblas y el en-

sordecedor aullido de los carayá, tapaba to-

dos los demás sonidos. El aquelarre de Ne-

croerrantes se incrementó de manera tal que

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hacia donde miraba, solamente veía una

multitud de seres desollados, remendados,

grotescos y fantasmales, bestias espantosas,

arrojadas de la muerte y sin lugar en el infier-

no.

Allí en medio de esa riada de humanoi-

des, no sentía nada, ni miedo, ni frío, ni de-

seos de huir. Sentía la nada en su estado más

puro y crudo. Oscuridad, desolación, agua

que no corre, sangre del monte, estancada

en el alma de cada árbol, de cada rama, de ca-

da hoja, de cada raíz hundida en el bardo, fé-

tido y perdido bardo. Y yo allí en el oscuro

corazón de la nada. No pensaba nada, nada

que no fueran tinieblas, limbo, aullidos, ru-

gidos, bestias cerniéndose en el oscuro dosel

del monte. Quizás siempre mi corazón estu-

vo en tinieblas, en una noche sin día, en un

día sin mañana.

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Partimos por un ancho sendero. Caminé

en medio de una veintena de Necroerrantes

ciegos, al menos eso suponía, pues no tenían

ojos, marchamos toda una larga noche, tal

vez más, no pude saberlo, siempre estuvo os-

curo. Siempre entre penumbras, siempre en-

tre aullidos y rugidos, ese constante y salvaje

concierto ensordecedor, sin un segundo de

paz, y esos ojos brillando en la oscuridad de

los matos, ocultándose y acechando a la vez.

Anastasio no era de la partida, me dijo

Kranne que había vuelto a nuestro pueblo, a

retomar su trabajo de sepulturero en el Ce-

menterio de los Malditos. Supuse que en el

pueblo se encontraría con Nadia y Pepe, su-

puse que ellos no volverían a la isla.

Luego de caminar varios kilómetros y de

subir y bajar algunas lomas empinadas, en

medio de la selva, llegamos a un bajo, a unos

cien metros delante nuestro, dos hombres

pájaro nos esperaban en medio del camino,

pude verlos, a pesar de la oscuridad, y con

cierta claridad, distinguir su aspecto surrea-

lista y oscuro.

50

Page 53: Necroerrantes.

—Ya saben lo que tienen que hacer – dijo

la sacerdotisa, y nos dividimos en dos filas,

una a cada lado del camino, y bajamos la lo-

ma caminando uno detrás del otro—. Te toca

peregrino —me gritó Kranee.

Me cubrí con el manto de hojas y machete

en mano avancé sobre uno de ellos. En el pri-

mer golpe el hombre pájaro aleteó con fuer-

za por sobre los árboles, desapareciendo en

la oscuridad, mientras una necroerrante con

cara de corzuela y brazos de oso melero gol-

peaba la cabeza del otro contra sus piernas

forradas de mariposas crepusculares y otros

necroerrantes terminaban la faena.

Fue entonces que surgieron del monte las

bestias Demoledoras de Huesos.

—¡Utiliza tu poder, cúbrete con invisibili-

dad! —gritó Kranne.

Apenas pude oírla, el aullido de los carayá

había aumentado, y los rugidos y bufidos de

todas las bestias inundaban la noche, me cu-

brí con el manto de hojas y helechos y per-

manecí inmóvil contra la floresta, el terror

me invadía y estaba paralizado, petrificado

en medio de aquella escena indescriptible.

51

Page 54: Necroerrantes.

Las bestias surgían atemorizantes, incremen-

tando el miedo y el caos, los Necroerrantes

corrían e intentaban ocultarse, pero eran al-

canzados por esos otros engendros interdi-

mensionales, criaturas insoportablemente

aterradoras. Uno a uno los Necroerrantes

iban cayendo en las garras, fauces y lenguas

de las Demoledoras de Huesos.

Eran monstruos indescriptibles, entre

ellos Skellkum, la bestia de grandes colmi-

llos y crestas espinosas, con sus atemorizan-

tes bufidos. Bestias mutantes, subsumidas

en las sombras, a veces eran una, a veces seis,

a veces mil.

Se movían con rapidez y sin piedad, des-

trozando y quebrando, aplastando una y

otra vez a sus víctimas, succionando y devo-

rando todo, convirtiendo sus huesos en pol-

vo. Borrando toda huella, todo resto, dejan-

do vacío el monte. La mujer que llevaba cosi-

da a sus hombros una cabeza de caballo, la

otra de cara de corzuela y Kranne la tigresa,

se arrodillaron en semicírculo en medio del

sendero, invocando a Osiris el dios de los

52

Page 55: Necroerrantes.

muertos. Las bestias Demoledoras de Hue-

sos se escabulleron por la entretela que co-

necta los universos. Desde el follaje, tem-

blando, vi a Skellkum arrastrar a dos necro-

errantes consigo, los llevaba tomados de sus

miembros inferiores, colgando, solo eran

restos de carne inerte, cuerpos destrozados y

malolientes.

Por momentos recordé aquel libro que

atesoraba Kranne, ese libro de tapas curtidas

y húmedas, de páginas de piel, con letras es-

critas con sangre.

—Es la biblia del Diablo —me confió la sa-

cerdotisa, imágenes de demonios y bestias

decoraban la portada y algunas páginas inte-

riores. No logré sin embargo recordar los tex-

tos que había podido leer, la única vez que es-

tuvo en mis manos, solo venían a mi memo-

ria momentos vagos, inconexos, en que per-

cibía cierta energía que manaba hacia mí,

cierta extraña sensación en mis huesos, en

mi ser, cierto poder oscuro en mi fuerza inte-

rior, cierta incertidumbre en mi alma, en

mis sentidos, en mi mente adormecida, os-

curecida hasta lo inimaginable, me sentía

53

Page 56: Necroerrantes.
Page 57: Necroerrantes.

perdido, diluido en medio de una universal

marea de incertidumbre.

Los siete que quedábamos nos reagrupa-

mos y seguimos adelante. Ya no me importa-

ba ni me molestaba el aspecto de esos seres

emparchados, ese ato de engendros, no

muertos, expulsados del mundo de Kufu.

Caminamos entre tinieblas y aullidos, a-

menazados por siluetas oscuras, cuyos ojos

brillaban entre el follaje, bestias jadeantes,

rugiendo, acechando permanentemente. En

la oscuridad del monte podía adivinar col-

millos, lenguas y garras retráctiles, prestos a

abalanzarse sobre esa piara de medio bestias

que conformábamos los sin destino.

Pensé en Pachakamak, la ciudad de los no

muertos, la ciudad limbo.

—En ausencia de luz, la oscuridad reina —

me dije—. ¿Qué clase de pecado o culpa están

pagando? —me pregunté, en ese breve ins-

tante de lucidez y confusión.

A un costado del sendero, la selva más ra-

la, mostraba sobre una colina, las ruinas de

una antigua ciudad amurallada, algunas pa-

redes de piedra derrumbadas, otras en pie y

55

Page 58: Necroerrantes.

árboles creciendo sobre ellas, las raíces pode-

rosas y en gran número abrazaban las pare-

des, sosteniéndolas, una especie de torre se-

micircular y derruida, también tenía árboles

creciendo encima. Restos de una ciudad de

sirvientes de Kufu, antiguas guerreras impla-

cables, sacerdotisas nocturnas, descendien-

tes de otra casta más antigua aún, ruinas so-

bre ruinas, restos de calles de piedra y edifi-

cios diseminados, templos tragados por la

selva. Extrañas criaturas aún vigilaban, velo-

ces y fugaces, acechando entre las rocas y so-

bre los árboles, las miraba y solo podía ver al-

gunos ojos y alguna garra, eran una simbio-

sis de animal, vegetal y mineral, no pude ver

sus formas concretas, nunca supe si eran

sombras o fantasmas, o tan reales como su-

gerían sus movimientos.

Siete tótems se erguían amenazantes en-

tre las ruinas, las siluetas de Ikenga con sus

cuernos rectos hacia arriba, y su torso de ja-

guar y sus piernas de reptil y con sus brazos

cruzados, se imponían en el medio del claro

con sus más de cuatro metros de altura y su

mirada penetrante infundiendo temor.

56

Page 59: Necroerrantes.

Antiguo dios protector de una civiliza-

ción perdida, aún vigilaba su reino derrum-

bado, aún vigilaba los portales de la ciudad

en ruinas.

—No pases el portal —me dijo cara de cor-

zuela— vuelve al sendero, no despiertes de-

monios.

El camino se volvió más ancho después

que dejamos atrás el palmar. Luego de la últi-

ma loma apareció el pueblo, en realidad

eran solamente una veintena de casas despa-

rramadas en las barrancas a orillas del río. El

frío y los aullidos no cesaban, invadían todo,

cada rincón del pueblo, cada espacio, cada

molécula. Vi correr a los habitantes ate-

rrados, apagando todas las luces, cerrando

puertas y ventanas, los vi santiguarse mien-

tras huían.

—Estúpidos, nada ni nadie los salvaría si

quisiéramos quitarles la piel —dijo cara de

corzuela—. Pero Osiris no nos lo permite.

—En ausencia de luz, la oscuridad prevale-

ce —me repetí.

57

Page 60: Necroerrantes.

A mi lado pasaron a galope tendido varios

caballos, huyendo espantados, aterrados.

Galopando detrás del último destello de luz,

de la última estrella que corría a ocultarse en

el vacío de otro universo.

Los Necroerrantes avanzaron sobre el

pueblo, capturando todos los perros, aún a-

quellos que estaban sueltos. Temblaban, llo-

raban y aullaban presintiendo el destino que

les aguardaba. Nadie se dejó ver, nadie se

atrevió a asomarse. Temerosos de nosotros,

muertos de miedo se ocultaban en sus casas,

en el último rincón, debajo de las camas, ro-

gando que esos cadáveres se vayan, rogando

que esa infernal aparición desaparezca.

Las calles desiertas estaban a oscuras, y

nosotros tirábamos de las cadenas, arras-

trando por el barro perros espantados.

—Nuevamente tenemos sangre para pre-

parar otra poción ahuyenta bestias Demole-

doras de Huesos —dijo Kranne.

—Los perros son los mensajeros de Sata-

nás —me dijo cabeza de caballo—. Son sus án-

geles.

58

Page 61: Necroerrantes.

Entre tinieblas se recortaba la costa del

río. Miré con nostalgia las aguas que corrían

negras, sin un solo reflejo. El mundo me pa-

reció lejano, ajeno e inalcanzable, me sentí

perdido, arrastrado como esos perros, lleva-

do por los Necroerrantes al corazón oscuro

de la selva. Nada me impedía salir corriendo

y ocultarme en algún lugar, esperar que ama-

nezca y pedir ayuda.

Sentía mi conciencia adormecida, extra-

viada, comprendí vagamente que estaba sub-

yugado, poseído por fuerzas oscuras. Yo no

era yo. Era un perro más, al que tarde o tem-

prano desangrarían.

Regresamos entre tinieblas a lo profundo

del monte, en el bajo nos esperaban los hom-

bres pájaro, deseosos de arrancar algunas ca-

bezas. Esta vez eran muchos, no sería nada

fácil ahuyentarlos.

«Y verás una luz brillante y la bestia, en su

mano una cabeza recién cortada, pendiendo

de los cabellos», según el libro Tibetano de

los Muertos.

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Page 62: Necroerrantes.

Kranne se adelantó a nosotros y se puso

en cuclillas, en medio del camino, encrespó

las plumas de su cabeza, extendió los brazos

y desplegó sus membranas de murciélago. Se

levantó rugiendo e hizo que el camino se cu-

briera de una densa niebla, más oscura y fría

que los hombres pájaro.

Los demás nos ocultamos en el sotobos-

que, amparados por su espesura. Sentía el

aleteo de los atacantes sobre mí, buscando

mi cuello, mi cabeza. Revoloteaban a ciegas

en medio de la oscuridad, intentando en-

contrarnos, presentí a las bestias Demoledo-

ras de Huesos atravesando el espacio interdi-

mensional, acechando entre sombras y folla-

je, jadeando su pestilencia, rechinando dien-

tes y colmillos, afilando sus garras en el cora-

zón de un universo pastoso y húmedo, uni-

verso paralelo y verdadero, fuego y agua mez-

clados, dentelladas y versos amasijados, fun-

didos, flotando hundidos y unidos en mares

inmateriales, densos, inexpugnables. Pre-

sentía la nada, tinieblas frías y eternas. Pesa-

dilla real, no muerta, mi mente disuelta, es-

curriéndose en el monte, sobre las hojas,

60

Page 63: Necroerrantes.

entre raíces y musgos, alma extraviada en

senderos y trillos, sinuosos y oscuros cami-

nos que conducen al abismo.

Kranne surgió de entre la niebla con un

machete curvo en cada mano, aún chorrea-

ban un liquido oscuro, parecido a la sangre,

entendí que al menos había destrozado un

par de pajarracos. Me arrojó una de las ar-

mas y me gritó:

—Dale en las alas.

Logramos derribar gran parte de la ban-

dada, mientras la niebla mojaba el paisaje,

enfriaba mis huesos, mi vida, mi esperanza

difusa de volver al mundo, a la luz del sol, a

mi pueblo, a mí mismo.

Al pasar nuevamente por el lugar donde

estaban las ruinas de la ciudad fortaleza,

noté que el paisaje cambiaba ostensiblemen-

te, una tormenta furiosa se abatía sobre las

murallas, y estas ganaban altura, era como si

la ciudad cobrara vida con la lluvia. Los tó-

tems brillaban con los rayos que caían. Apu-

ré el paso, temeroso de que las criaturas escu-

rridizas que allí moraban, se abalanzaran so-

bre mí.

61

Page 64: Necroerrantes.
Page 65: Necroerrantes.

—No huyas peregrino, fertiliza con tu san-

gre nuestro reino, las guerreras de Kufu re-

clamamos tu simiente, imploramos por que

nos entregues tu espíritu depredador —roga-

ban sus almas atormentadas.

Los árboles sobre las paredes agitaban su

follaje, las raíces se henchían al ritmo de la

lluvia y crecían junto con las murallas y la

torre. Las raíces de los árboles cual tentácu-

los se esparcían en todas direcciones, estran-

gulando todo lo que estaba a su alcance, in-

cluyendo mis tobillos. Corté a machetazos la

raíz que me sujetaba y eché a correr espan-

tado.

—¡Te cambio mi eternidad por tus pier-

nas! —me gritó una robusta palmera Pindó—,

no corras, solo cincuenta genes nos separan,

de todos modos ya eres parte de la selva.

Pude ver los ojos de Ikenga, encendidos,

irradiando su milenaria energía. Kranne me

sacó de allí tironeándome del brazo.

Retorné al sendero al tiempo que la tor-

menta amainaba y la ciudad volvía a sus

ruinas, los tótems perdían brillo. Las guerre-

ras que habían comenzado a corporizarse, se

63

Page 66: Necroerrantes.

diluían nuevamente, escurriéndose entre las

grietas.

Blancas calaveras fundidas con las formas

de las murallas, aplastadas a los pies de Iken-

ga. Fortaleza en ruinas, protegida por espíri-

tus, las cuencas de los cráneos aun vigilaban

desde las rocas.

Ikenga incrustó los cráneos en las piedras,

fundiendo rocas y calaveras con su aliento.

Sacrificó miles de guerreras, las decapitaba

luego una por una, con sus propias manos,

arrojando sus cabezas a las hormigas carní-

voras, después purificaba los cráneos en la

ceremonia del fuego, hoguera hecha con pe-

queños meteoritos del cielo de Osiris. Así

construyo las murallas y las calles de la for-

taleza, dejando un paisaje poblado de crá-

neos cuyos ojos de amatista, jade y obsidia-

na, brillaban en la espesura del monte, pro-

tegiendo a la ciudad de sus enemigos, los Os-

triliones y los Forbhos, que se disputaban el

poder sobre la isla y el abismo.

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Page 67: Necroerrantes.

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Page 68: Necroerrantes.

colmillos de jaguar en el cuello de la víctima.

La sangre brotó abundante y comenzó a es-

currirse por las pequeñas canaletas talladas,

la imperceptible inclinación de la roca hacía

fluir la sangre hacia el recipiente colocado al

final de la canaleta que unía a las demás y a la

vez, la silueta del ángel caído se formaba, al

llenarse todas las ranuras del altar con la san-

gre del perro.

Los Necroerrantes reunidos en semicírcu-

lo, unos siete, repetían en voz baja un con-

juro, susurrando un rezo secreto, mientras

Kranne alzaba los brazos con sus cartílagos

de murciélago desplegados, las plumas de su

cabeza encrespadas, sus garras de jaguar esti-

radas, conducía en trance esa sangrienta ce-

remonia. Vertió parte de la sangre aún tibia

sobre la frente de tres necroerrantes que es-

taban tendidos sobre el montículo de pie-

dras que estaba al oeste del cruce de cami-

nos.

—Ven peregrino —me dijo cara de caba-

llo—, inclínate y susúrrale al oído a cada uno

de ellos lo que te voy a decir, pero no los to-

ques, acércate a sus oídos pero no los toques,

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Page 69: Necroerrantes.

no los roces, solo acércate todo lo posible.

Me arrodillé al lado del primero de ellos,

parecía dormido, me temblaban las manos,

las piernas y el alma, pues presentía la impor-

tancia, la gravedad de lo que me tocaba ha-

cer, entendía porque, pero me aterrorizaba

saber que era yo el único al que la sangre le

corría aún por las venas.

—Cada una de las palabras que te diga re-

pítela en su oído sin cambiar ni modificar

absolutamente nada —me dijo cara de caba-

llo—. Oh, noble hijo, las apariencias divinas

de la paz y de la cólera son como todo el cie-

lo, no temas, no te aterrorices. Si reconoces

a todos los fenómenos que aparezcan bajo

imágenes divinas o resplandores de luz co-

mo a radiaciones de tu propia mente. Oh,

noble hijo, veas lo que vieres, por muy te-

rrorífico que fuera reconócelo como a tus

propias proyecciones, reconócelo como a la

luminosidad y radiación natural de tu pro-

pia mente. Con tus proyecciones converti-

das en demonios, errarás por el mundo fe-

noménico del octavo bardo y te convertirás

de manera eterna en una bestia más. Ten la

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Page 70: Necroerrantes.

seguridad, oh, noble hijo, que las aparien-

cias divinas o malévolas no poseen realidad,

únicamente surgen del juego de tu mente. Si

entiendes esto, todo el miedo se disipa y fun-

diéndote inseparablemente, alcanzarás el es-

tado de iluminación. «Cuando por la fuerza

de mis tendencias ilusorias voy errante por

el mundo fenoménico. Que en el oscuro ca-

mino del abandono, el miedo, el temor y el

terror, puedan las energías de la paz guiar-

me, y las diosas ayudarme a cruzar el peligro-

so estado de transición del séptimo bardo.

Ahora que las cinco brillantes luces de la sa-

biduría brillan, que pueda reconocerlas sin

temor. Ahora cuando sin protección voy e-

rrante, pueda el señor de la gran compasión

darme paz».

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Page 71: Necroerrantes.

Entonces de ese cuerpo casi humano, de

esos restos casi podridos surgió un pequeño

destello, una luz tenue que se escurrió hacia

arriba, por entre las copas de los árboles. Es-

taba sorprendido presenciando ese instante

en que al fin terminaba el padecimiento, el

cuerpo se encogió levemente, fue como si las

pieles cosidas a la carne se resquebrajaran, se

subsumieran. Cara de caballo me tomó del

brazo con sus dedos de jote y me acercó al se-

gundo necroerrante tendido sobre el montí-

culo de piedras.

—Bien hecho —me dijo—. Ahora ayudarás

a este otro errante a pasar el portal de Osiris,

es una pena que no puedas ayudar a todos,

si ahora lo intentaras con más, tu fuerza inte-

rior desaparecería, te quedarías para siem-

pre aquí, te diluirías en el monte, serías par-

te del abismo y sus sombras.

Me acerqué al oído de cabra del segundo

necroerrante adormecido y las palabras me

brotaron solas.

—Que pueda el divino espíritu femenino

del espacio infinito seguirme cuando por in-

tensa ignorancia voy errante a través del

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Page 72: Necroerrantes.

mundo fenoménico, que en el luminoso ca-

mino de la visión de la matriz cósmica pueda

guiarme el poder de Osiris y que puedan ayu-

darme a cruzar el peligroso camino del esta-

do de transición.

Y una pequeña pero intensa luz salió de

entre los restos tendidos del no muerto. En-

tonces escuche aullar una bestia, que por

cierto no era un carayá, causaba mucho te-

mor en todos los que estábamos allí.

—Es el Ángel Caído —dijo Kranne.

Cabeza de caballo me acercó al tercer cuer-

po, el olor fétido que emanaba, era el mismo

olor a carne en descomposición que salía de

los otros dos y que impregnaba el monte.

Del tercer necroerrante, me impresionaba

su rostro grotesco compuesto por restos de

pieles de perros, sapos y reptiles, pero eso no

impidió que susurre las palabras indicadas.

70

Page 73: Necroerrantes.

71

Page 74: Necroerrantes.

—No te duermas —me dijo cabeza de caba-

llo—. Si te duermes pierdes la piel, si te duer-

mes, aquí te quedas.

La ceremonia había terminado y sobre el

altar de sacrificios quedaba la sangre impreg-

nada, la roca teñida de rojo.

—Te estaré esperando para otras cacerías,

para otras ceremonias, para que conduzcas a

otros al Bardo Thödol —me dijo Kranne, la

tigresa sacerdotisa—. No te duermas peregri-

no, utiliza tu poder y mi manto para recorrer

el camino.

No hubo despedidas, ni hubo abrazos, ni

apretones de manos, ni lágrimas, ni sensa-

ciones, nada. No hubo más que miradas ex-

trañas, perdidas.

Caminé entre tinieblas, hasta que el cami-

no se convirtió en sendero, luego en un an-

gosto trillo. En medio del silencio volvieron

a mi memoria mis amigos, mi familia, mi ca-

sa, Arroyo de los Amantes, el bar «La Papa

Grossa», el sol, Nadia, el mundo...

A cada paso que daba, cada metro que a-

vanzaba, volvía también el temor a mis entra-

ñas. Todo volvía con increíble intensidad.

72

Page 75: Necroerrantes.

El trillo se hacía cada vez más monte y me-

nos sendero.

Las tinieblas y el aullido ensordecedor de

las bestias, volvían con toda su temible oscu-

ridad a mi ser. Recorrí los últimos metros a

tientas, tratando de adivinar el rumbo hacia

el puente. Tratando de salir de ese letargo

abrumador. Tratando de abandonar el lim-

bo.

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Page 76: Necroerrantes.
Page 77: Necroerrantes.

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Page 78: Necroerrantes.

rechinaban tapando los graznidos de los de-

capitadores, y a la vez eran tapados por los

rugidos de las bestias y los aulladores—. ¡A-

las!, punto débil, allí debes cortar —repetía,

mi único amigo vivo, mientras yo blandía el

machete de Ernesto, mi amigo muerto.

Joseph fue avanzando delante mío hacia

el otro lado del puente. Abriéndose paso a

machetazos. Sin dudar, sin piedad, blandía

su arma cortando el aire y destrozando alas

y cabezas, con cierta destreza, seguramente

adquirida en ese tiempo que pasó desde

que escaparon con Ernesto y debieron en-

frentarse con las Viejas del Agua, los Ladro-

nes de Piel y los decapitadores, varias veces.

El puente colapsó y fueron cayendo una a

una las tablas que oficiaban de piso. Me afe-

rré a uno de los cables intentando llegar al

borde del barranco, mientras el iraní me gri-

tó algo desde el sendero, algo que no pude

entender, no lo podía escuchar debido al en-

sordecedor aullido de los carayá, y el no me

podía ayudar, estaba muy ocupado defen-

diéndose de las bestias.

76

Page 79: Necroerrantes.

Los cables cedieron, y colgado volé o me

deslicé casi hasta el fondo del abismo. Fui a

dar a una filosa cornisa a la altura de la copa

de los árboles más altos, allá abajo.

El sol, el sol iluminando los farallones del

abismo, en el fragor de la pelea no había no-

tado la claridad. Lo noté por primera vez, en

eso llamado período de tiempo, que por cier-

to no había podido medir en días, ni horas,

si no en oscura intensidad.

Permanecí en esa saliente rocosa, boca a-

rriba, adaptando mis retinas a la luz y procu-

rando reponerme de los golpes, tratando de

contener la sangre que brotaba de mi costa-

do derecho a la altura de las costillas.

—Utiliza tu fuerza interior, utiliza el poder

que te di —resonaba en mi conciencia, la voz

firme y segura de Kranne, la sacerdotisa.

Decidí saltar sobre la copa de un árbol,

para bajar al fondo del barranco y buscar la

forma de subir. Seguir el arroyo era la

opción más lógica, ya que con seguridad de-

sembocaba en el río y allí seguramente algún

bote me rescataría.

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Page 80: Necroerrantes.

«Mientras alumbre el sol estaré a salvo.

Mientras corra sangre por mis venas, mien-

tras conserve la piel, los ojos, la cabeza, esta-

ré a salvo», me dije.

Y comencé a caminar sigiloso, cubierto

con el manto que me había dado Kranne.

Caminé a orillas del arroyito, saltando de

piedra en piedra, tratando de calcular cuán-

to duraría la luz de ese día, tratando de no

cerrar los ojos, tratando de sobrevivir.

A pocos metros de la orilla del arroyo, los

árboles más altos y frondosos, retorcidos has-

ta lo inimaginable sostenían de sus ramas u-

nas pupas o capullos de alrededor de ochen-

ta centímetros de largo bastante robustas.

Temblé de frío y de solo imaginar qué tipo

de criaturas pendían de ese monte lúgubre,

más lúgubre y frío que la selva donde moran

los Necroerrantes y las otras bestias. La luz

del sol empezaba a perderse y a cada paso las

tinieblas se hacían más profundas, más oscu-

ras.

El barranco es de los jotes, gárgolas absur-

das, malditos buitres que están en cada árbol,

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Page 81: Necroerrantes.

en cada piedra, en cada saliente, planeando

sobre el abismo, oscureciendo el horizonte,

malditos guardianes, bestias que acechan so-

bre los portales del infierno.

Luego de un par de kilómetros encontré

una hondonada con una pendiente poco es-

carpada, o eso parecía. Deduje que podría

escalar por allí. Faltaba mucho, quizás una

eternidad, para llegar a la desembocadura

del arroyo, y quizás el arroyo desembocaba

en otro mundo, tal vez en Kufu o en brazos

de ciertos demonios.

Difícil encrucijada, oscuro camino, agua

que corre barranco abajo, agua que busca el

río de otro mundo, camino del olvido van

mis pasos, extraviados en el fondo tenebroso

del infierno, a rastras va mi alma camino del

octavo bardo, impía soledad sobrevuela en

torno a mí. Huesuda mano que revuelve mi

espíritu y mi carne.

—No te duermas peregrino —repetía desde

lo alto del abismo, Kranne, la tigresa de ojos

de serpiente.

Cuando los días de mi vida están lle-

gando a su fin y de nada me sirve el temor.

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Page 82: Necroerrantes.

Cuando voy errante, en soledad y en esta-

do de transición.

Cuando las cinco brillantes luces de la sa-

biduría brillan sobre mí, que sin temor pue-

da reconocerlas como a mí mismo.

Cuando el sonido de la realidad ruge co-

mo mil truenos, que pueda transmutar éste

en sabiduría y claridad.

Aunque la hondonada resultaba tentado-

ra, decidí continuar arroyo abajo, pues am-

bas opciones, eran una incógnita que solo

descifraría al final.

Abismo poblado de sombras, solo el arro-

yo que corría con aguas claras me inspiraba

cierta esperanza, aunque en ellas se refleja-

ban las alas y las garras de los buitres que me

sobrevolaban.

A cada segundo las tinieblas del crepúscu-

lo se imponían sobre los farallones, y los ár-

boles y helechos se retorcían sobre sí mis-

mos, transformando el paisaje en un sinies-

tro lugar. Por entre rocas y pastos reptaban

criaturas imposibles de reconocer, fugaces e

invisibles. Las aguas del arroyo se agitaban y

estremecían con el chapoteo de peces negros

80

Page 83: Necroerrantes.

que dejaban ver sus aletas rugosas en cada

salto, los escuchaba bufar como cerdos salva-

jes, y mi temor se acrecentaba a medida que

avanzaba por ese mundo perdido, tan perdi-

do como yo.

Entre la niebla podía ver la luna llena so-

bre el abismo, borrosa y ensangrentada, ro-

deada de un halo oscuro y cambiante que va-

riaba sus contornos, transformándose en

dragón y luego en mariposa esfinge. Su luz

mortecina y eclipsada, se diluía en la niebla,

para opacar aún más el reflejo del agua. Las

flores nocturnas, abrían sus fauces ante el a-

leteo de zánganos y abejas azules, para devo-

rar todo lo que rozara sus pétalos de tercio-

pelo.

Mis pies ampollados y lastimados me im-

pedían caminar rápido, usaba un palo retor-

cido a modo de cayado, avanzaba cubierto

con el manto de invisibilidad, pero las cria-

turas reptantes y los espectros que salían de

las pupas, seguían mi rastro de sangre, olfa-

teaban tras mis pasos, cual implacables le-

breles. Aleteando, con sus garras y fauces es-

pectrales. Aterido de frío buscaba el final del

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Page 84: Necroerrantes.

camino, la desembocadura del río, el río era

mi meta, el río me daba fuerzas para seguir,

tal vez alguien me rescataría del oscuro bar-

do, tal vez mi sangre fluiría hacia un delta cá-

lido y luminoso, tal vez volvería a la existen-

cia, aunque ya no recordaba ni mi nombre,

ni mi vida, ni mi universo.

Caminaba buscando salir de la isla, bus-

cando la luz del día, buscando ver algo más

que tinieblas, criaturas atemorizantes, seres

que acechaban entre la vegetación, bestias

que seguían mis huellas de sangre por el fon-

do del abismo, para quitarme los ojos y la

piel. Arrastraba mis huesos huyendo de los

coleccionistas, protegiendo mi cuello de sus

garras, cubierto con el manto de hojas y he-

lechos, convertido en uno más de todos esos

que me rodeaban.

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Page 86: Necroerrantes.

dientes del botero rechinaban en medio del

silencio, nos desplazábamos lentamente en

busca de la otra orilla. Intentaba ver la cara

de ese parsimonioso Caronte que bogaba en

oscuras aguas, pero las penumbras solo me

permitían adivinar, solo veía esa masa infor-

me, esa figura desbordada moviendo los re-

mos, con sus obesos y torpes brazos. Maripo-

sas crepusculares chapoteaban ahogadas en

las espesas aguas color petróleo. La barca ro-

laba. El manto de hojas y helechos apenas a-

brigaba mis espaldas, mientras sentía mi ros-

tro y mis manos crispadas por el frío. Boga,

boga botero, el otro lado aún está lejos y mis

huesos extrañan la tierra, la larga noche del

olvido nos abraza con su escarcha, el olor del

barro me recuerda a la muerte. Mis ojos bus-

can estrellas en las tinieblas, un haz de luz,

un destello de luna, y solo me devuelve oscu-

ridad este universo de almas perdidas.

Mokelembembe emergió de las aguas con

sus inmensas fauces abiertas, sus rugidos y

bufidos quebraron la noche, los pájaros que

yacían en el pantano intentaban huir, pero

se hundían más en ese pastoso infierno. La

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Page 87: Necroerrantes.

inmensa boca del devorador de almas, se

abrió para tragarnos, vi sus ojos, sus colmi-

llos, su piel escamosa y llena de púas cubier-

tas de barro, reptaba tras el bote por la super-

ficie, sus movimientos provocaban olas que

salpicaban sobre nosotros su aliento pesti-

lente. El barquero remaba desesperado, in-

tentando alejarnos, pero era en vano, Moke-

lembembe se desplazaba zigzagueando con

rapidez. Me vi perdido, ese era el final de mi

peregrinaje.

De la niebla surgieron los jinetes del cielo,

con sus extraños corceles, mitad caballo, mi-

tad reptil, resultaba imposible saber donde

terminaba el jinete y donde comenzaba la

bestia emplumada y negra. Con sus espadas

y lanzas arremetían contra el monstruo del

pantano, disputándole su reino y nuestras

almas, en el octavo bardo.

Fue una batalla feroz, decenas de jinetes

sucumbían en las aguas oscuras, en las garras

y fauces de la bestia que se mostró en todas

sus dimensiones, y en su temible ferocidad,

sus seis patas filosas y sus garras arremetían

con la velocidad de una mantis religiosa. Lo

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vi emerger y luego desaparecer subrepticia-

mente y volver a salir a la superficie y llevarse

consigo varios jinetes con cabalgadura y to-

do.

—Rema conmigo y escapemos, ahora que

las bestias están peleando para ver quién está

más hundido en el infierno —me dijo el bo-

tero y me pasó sus remos, al tiempo que a-

bría los dedos de sus manos palmípedas y re-

maba con ellas. Avanzamos hacia el borde

externo del pantano, a medida que nos acer-

cábamos, el estruendo de la catarata se hacía

ensordecedor, las oscuras aguas se precipita-

ban al fondo de otro abismo mayor, forman-

do una densa niebla que se elevaba a un cie-

lo cargado de nubarrones. Almas perdidas

ascendiendo a un cielo negro y plagado de ji-

netes y demonios alados, prestos a atraparlas

y convertirlas en fuego de su propio infier-

no.

—Rema peregrino que las fauces del aver-

no están abiertas, pongamos proa a la otra

orilla —gritaba el botero, mientras dábamos

contra las rocas y el bote se partía. Lo vi caer

sonriendo al fondo de la cascada, en medio

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Page 91: Necroerrantes.

de las oscuras aguas, gritando— ¡Gracias, gra-

cias Kufu!

Me aferré a una piedra intentando respi-

rar, arrastrado por esa marejada de almas

que fluía a precipitarse en el abismo de los a-

bismos. Me sentía perdido como esas almas,

atrapado por la antimateria que atravesaba

mi cuerpo y me quitaba el aliento. Aleteaba

como los pájaros ahogados en el pantano.

Pronto descubrí que solo deslizándome, co-

mo lo hacía Mokelembembe, podría alejar-

me de la catarata.

Repté entre el barro podrido y la escar-

cha, hacia la otra orilla, escuchaba los rugi-

dos de Mokelembembe, luchando con los ji-

netes del cielo, disputándose el privilegio de

devorar almas, intentando arrebatarle el in-

fierno al rey de las tinieblas. Por momentos

mis brazos se pegaban a mi cuerpo, y una do-

lorosa metamorfosis ocurría en mí, me trans-

formaba en criatura del pantano. Sufría es-

pasmos y terribles calambres en mis piernas,

todo mi cuerpo se estremecía mientras avan-

zaba como un reptil por las aguas podridas.

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Page 92: Necroerrantes.

Pronto alcancé la orilla y me quedé tendi-

do un buen rato, sobre los pastos helados.

Hasta que una lluvia torrencial se desató y

corrí buscando un lugar donde esconderme

de los Ladrones de Piel y las Viejas del Agua.

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Page 94: Necroerrantes.

esplendor. La ciudad estaba poblada de cria-

turas deformes, gárgolas amontonadas so-

bre techos y estatuas, ángeles que dejaban

ver toda su fealdad y sus puntiagudos dien-

tes. En el techo abovedado de la inmensa

cueva, pendían cientos de vampiros cabeza

abajo, cubiertos por sus largas alas. La mate-

ria oscura que me cubría, impedía que esas

bestias pudieran verme, percibían mi pre-

sencia, pero solo notaban una sombra rep-

tante entre las sombras, rugían y chillaban al

unísono, agitaban sus garras y sus alas, sus

ojos buscaban a la criatura que se atrevía a

penetrar en su reino.

Por momentos me sentí a salvo, allá afue-

ra los Ladrones de Piel y las Viejas del Agua,

buscaban a quien arrebatarles la piel y los o-

jos mientras arreciaba la tormenta. Por mo-

mentos, solo por momentos, sentía algo, pe-

ro en realidad no sentía nada más que la na-

da; solo el dolor de mis huesos y mis múscu-

los saliendo lentamente de la metamorfosis.

Aún podía ver los dedos de mis pies torna-

dos en garras de ave rapaz, mis manos cu-

biertas de una membrana amarillenta y

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Page 95: Necroerrantes.

pegajosa. Me veía deforme y extraño, tal vez

me quedaban solo vestigios humanos, re-

cuerdos confusos, tal vez solo me impulsaba

el instinto. Mi mente era un torbellino difu-

so que se perdía en un pedregal de tiempo y

olvido.

Ni bien dejó de llover retomé el sendero.

Arroyo arriba, buscando la hondonada, de-

jando atrás el pantano y sus bestias, y la ciu-

dad del abismo y sus criaturas rugientes y es-

pantadas o espantosas. Mi pierna derecha

casi no respondía, debí hacer un gran esfuer-

zo para caminar y lo hacía lentamente. Las

tinieblas reinaban allí, en el fondo del abis-

mo, y en las alturas los buitres, los buitres ta-

pando el cielo, robando la luz del sol, impi-

diendo el amanecer.

En las aguas claras del arroyo flotaban

criaturas muertas, lechigadas de perros, ra-

nas, lagartos y aves. Avancé por ese paisaje

que se trasformaba, ya no era el mismo, los

árboles marchitos y retorcidos, convertidos

en selva profunda, los pastos en sotobosque

impenetrable, en las salientes de las rocas,

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Page 96: Necroerrantes.

bestias innombrables jadeaban y rugían, au-

llaban furiosas, su instinto les decía que algo

caminaba entre la niebla, algo que dejaba

una huella de sangre, pero no podían verlo,

no podían verme, maza informe deslizándo-

se en la espesura del monte, maza de materia

oscura, antimateria pestilente que caminaba

con lentitud, buscando la luz de un universo

material y paralelo. Criatura mutando a bes-

tia de la cuarta dimensión, mi cuerpo dilu-

yéndose entre árboles y rocas y estrellas oscu-

ras, de camino al mundo de los muertos.

Por momentos no podía siquiera arras-

trarme, mis piernas y brazos me dolían de

forma insoportable. Solo fugaces momentos

de lucidez en mi mente me impulsaban a se-

guir, a buscar la hondonada que me lleve a la

luz del amanecer, a la tibia luz del día, en ese

universo lejano. Me retorcía y aullaba de do-

lor, mi cuerpo cambiaba de formas, cada

centímetro de mi piel erizada bullía, cada

tendón, cada arteria, cada órgano flotaba en

un infierno de sulfuro y veneno de mamba

negra, a la deriva, en un río muerto.

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Infinito espacio de materia oscura donde

mi alma se hundía, sin aliento ni esperanza.

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Page 100: Necroerrantes.

simbiosis del abismo, en sus garras, parte de

las sombras que se movían en cada centíme-

tro de roca, en cada rama, en cada hoja. El

abismo éramos todos, reptiles, monos, pe-

ces, Viejas del Agua, criaturas de las rocas,

innombrables, bestias, buitres y yo, materia

oscura y reptante, a veces humano, a veces

bestia, a veces seis bestias, a veces mil.

La hondonada estaba allí, sombría y es-

carpada, sus inmensas rocas pobladas de

criaturas escurridizas. Si quería volver a mi

mundo debía escalar esa hendidura en el fa-

rallón, tal vez sería mejor quedarme en el a-

bismo, después de todo, nadie me miraría

como a un extraño, mis pies convertidos en

garras de ave rapaz, mis manos palmípedas,

mi piel erizada y las púas en mi cabeza, me

convertían en uno más en el fondo del preci-

picio. Antimateria atravesando los oscuros

confines de la isla, atravesando la piel y las

almas de otras animas, peregrino extraviado

en universos inimaginables y tenebrosos.

—Usa tu poder, usa tu fuerza, tu espíritu

depredador, no te duermas, no cierres los

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ojos —repetía Kranne, desde lo alto del fara-

llón, y un impulso interno me estremecía,

me empujaba a escalar la hendidura en las

rocas. Sentía la necesidad de buscar la luz,

salir de la isla y volver al mundo, a ese mun-

do iluminado por un tibio sol.

Me pregunté si tal vez estaba escalando

para descender a otro abismo, más profun-

do. Pero no tenía opción, los innombrables

se acercaban, esos Necroerrantes del abis-

mo, no eran como los del monte, estos eran

mitad humanos, mitad bestias del infra-

mundo, caníbales del octavo bardo, sedien-

tos de sangre, venían tras mis venas, me po-

dían olfatear a kilómetros, los vi arrastrarse

tras mis huellas. Debí defenderme con mi

cayado, para salvar mi pierna de sus fauces,

así y todo se llevaron parte de ella. Por mo-

mentos levitaba como un buitre, cernién-

dome sobre las criaturas ocultas en la entre-

tela velada y muerta del universo de Kufu.

Por momentos me arrastraba entre los pasti-

zales escarchados, con mis ocho patas de for-

bhon. A medida que ascendía mutaba de

bestia a buitre, luego a forbhon y después a

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Page 102: Necroerrantes.

monstruo de Gila, para volver a mí, informe

masa humanoide, y ver mi pierna derecha se-

micercenada y sangrante, y ver detrás mío a

los Necroerrantes del abismo, intentando

darme alcance, cayendo de a cientos al fon-

do del barranco, rugiendo y aullando, igual

que yo.

Algo tiraba de mis espaldas, intentando

sacarme de las rocas, mis manos transforma-

das en garras se aferraron con fuerza, enton-

ces Ekuargon me arrancó las aletas y se alejó

para comerlas. Sabía que la bestia voladora

volvería por más, volvería por lo que queda-

ba de mí, esos restos de bestia. Me escurrí

entre las grietas, arrastrándome entre la ma-

leza, tratando de llegar a la cima de la hondo-

nada, mientras Ekuargon buscaba desde lo

alto alguna señal, algún indicio que delatara

la posición de su presa.

La bestia cayó sobre mí, arrancando con

sus colmillos parte de mi hombro izquierdo

y trozos de mi cuello, tratando de forzarme a

soltar mis garras de la roca, me defendí con

furia, mientras las criaturas y bestias del abis-

mo chillaban y aullaban, en defensa mía,

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Page 103: Necroerrantes.

reclamando a Ekuargon que me libere, ro-

gando, pidiendo a gritos y rugidos. Oscuri-

dad del abismo que corre por mis venas, bes-

tias infames que caminan a mi lado, mez-

clando mis genes con sus espíritus tenebro-

sos y efímeros. Por estrechos senderos, vaga-

mos buscando la luz de estrellas muertas.

Desplegué mis ocho patas de forbhon y

sus filosas puntas abrieron una larga herida

en el torso de la bestia voladora, sus alas ba-

tían con fuerza, bufaba y aullaba desespera-

do, hasta que cayó en picada sobre el arroyo.

Todo el barranco tembló y cientos de jotes

huyeron veloces a ocultarse entre los árboles

de la quebrada. Las criaturas y bestias gru-

ñían y rugían excitadas, festejando la caída

de Ekuargon. Los Necroerrantes del abismo

corrieron a devorar a la bestia. Pronto el exo-

esqueleto totalmente descarnado brilló en el

fondo del barranco y todas las criaturas

miraron hacia arriba, tal vez temerosas de

que una nueva abominación, domine ese

reino de eternas tinieblas.

«El sotobosque en tinieblas, el sotobos-

que, ya no estoy en la hondonada, esto es la

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selva —pensé—. Estoy en la selva, terminé de

subir. Atrás quedó el abismo, las Viejas del

Agua, la Secta del Olvido, los Ladrones de

Piel, ese mundo perdido, ese no mundo, e-

sos no muertos, el bardo, los portales del in-

fierno, la sangre de los gallos negros, el cruce

de caminos, las flores muertas».

Aullidos de carayás, rugiendo un furioso

llanto, inundando la selva y la mente, inva-

diendo cada rincón de mi alma, metiendo

miedo al miedo, en la oscuridad, animas os-

curas, aletargados lagartos huyendo de mis

pasos que vuelven al trillo que conduce al

camino.

—Encontré a Joseph —me dijo Anasta-

sio—. Ahora le dicen el tuerto, estaba en el

bar tomando cerveza —me dijo Anastasio, el

cabeza de pescado—. Estaba borracho, pero

dijo que solo se va a dedicar a disfrutar la vi-

da, no más búsquedas, no más riesgos, no

más selvas, no más no muertos.

Nos cruzamos en el trillo, él venía guian-

do a unos turistas de piel amarilla, buscaban

el puente sobre el abismo de los buitres, de

las Viejas del Agua, de los Ladrones de Piel,

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buscaban a los Coleccionistas de Huesos.

—¿Donde estuviste durante estos años?

—me preguntó el sepulturero Anastasio— Tu

familia te está buscando desde hace tiempo.

—El tiempo es una construcción impuesta

—le contesté, mientras pensaba que según

mis cálculos habían transcurrido tres días.

Vi huir los perros a mi paso, corrían y llo-

risqueaban, los caballos huyeron a galope

tendido, galopaban tras el último destello,

tras el brillo de la última estrella que busca-

ba ocultarse en otro universo. Los habitan-

tes del pueblo se encerraban en sus casas ho-

rrorizados.

Me senté a orillas del río, frente al espigón

de piedras, frente a la pequeña bahía, de es-

paldas al monte. La tibia luz del sol me acari-

ciaba la piel y el alma.

Mientras escribía, el niño con la caña de

pescar amagó con acercarse, pero algo lo es-

pantó.

—Escribe todo lo que puedas recordar

—me había dicho Anastasio cuando nos cru-

zamos en el camino. Tal vez lo espantó la plu-

ma negra o la sangre de gallo que usaba a

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modo de tinta. Tal vez fue la piel de serpien-

te, pero era el único pergamino que había

podido conseguir y debía aprovechar la luz y

la memoria que habían vuelto a mí. No se a-

trevió a acercarse, tal vez por mi ropa destro-

zada, mis pelos enmarañados, mi suciedad.

Lo espantaban tal vez mi fétido olor a sép-

timo bardo, a buitres, tal vez lo espantaba

esa bestia espanta bestias.

—No te duermas, no cierres los ojos —re-

petían Kranne y cabeza de caballo. Y los ti-

bios rayos de sol desaparecían, y vi huir los

perros a mi paso, corriendo y lloriqueando,

y los caballos intentaban escapar. Los habi-

tantes del pueblo se encerraban en sus casas

santiguándose horrorizados. Y el río se tor-

nó oscuro, sus aguas, aguas negras.

Y volvió la oscuridad a mis venas, a mi co-

razón, a mi alma. Y las tinieblas cubrieron el

camino, y los monos y las bestias rugían y au-

llaban como siempre, como cada instante en

esa tenebrosa eternidad. En ausencia de luz,

la oscuridad prevalece.

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Recorrí el camino de regreso al corazón

del monte, al cruce de caminos, a los Necro-

errantes. Tanteando, olfateando la huella

que conduce al abismo. Con mis cuencas va-

cías y sin mi verdadera piel.

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Este libro se terminó de imprimir en el tallerde Clan Destino en Febrero de 2014

Posadas | Misiones | Argentina

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El autor nos presenta personajes que ya cono-cíamos de la trilogía compuesta por Secta del olvi-do, Tigres bajo la lluvia y Pájaros de fuego. Pero los encontramos atrapados en otra dimensión regi-da por fuerzas oscuras.

Recuerda protegerte antes de entrar en este li-bro, antes de atravesar el río, antes de cruzar el puente. Invoca a tu dios, zah nu orujnoc, ponte una capa que te haga invisible. Criaturas aterra-doras y escalofriantes esperan en cada recodo del camino, a cada vuelta de página.Recuerda protegerte peregrino, todos los sende-ros conducen al corazón de las tinieblas.